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Ultima Noche en El Guapa - Saleem Haddad

El documento narra una mañana en la vida de Rasa, un joven homosexual que vive en un país árabe. Se despierta sintiéndose avergonzado por lo sucedido la noche anterior cuando su abuela lo descubrió con otro hombre. Además, tiene que lidiar con las consecuencias de esto mientras se prepara para asistir a una boda esa noche.

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Ultima Noche en El Guapa - Saleem Haddad

El documento narra una mañana en la vida de Rasa, un joven homosexual que vive en un país árabe. Se despierta sintiéndose avergonzado por lo sucedido la noche anterior cuando su abuela lo descubrió con otro hombre. Además, tiene que lidiar con las consecuencias de esto mientras se prepara para asistir a una boda esa noche.

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Cuando la parte de arriba del Guapa echa el cierre y la mayoría de los clientes se

han ido, en el sótano del bar se enciende una luz roja que da paso al espectáculo…
Última noche en el Guapa narra un día en la vida de Rasa, un chico homosexual que
vive en una ciudad cualquiera de un país árabe cualquiera y lucha por labrarse un
futuro en medio de una situación política y social insostenible. Pero no es un día
más en la vida de Rasa: Teta, su abuela y única familia, lo pilló anoche en la cama
con otro hombre; su mejor amigo está desaparecido y esa misma noche está
invitado a una boda que cambiará su vida para siempre.
A lo largo de esas veinticuatro horas, asistimos a un relato fascinante que nos
sumerge en la vida de Rasa, desde sus recuerdos de infancia —marcados por la
ausencia de sus padres y la figura autoritaria de su abuela— hasta su llegada a
Estados Unidos pocos días antes de los atentados del 11S y su regreso a un país
que comenzaba en ese momento a echarse a las calles. Última noche en el Guapa
supone una búsqueda de identidad —de un joven, de un país, de una cultura— y un
relato desgarrador sobre el aplastamiento de la Primavera Árabe y el auge del
fundamentalismo político y religioso.
Saleem Haddad

Última noche en el Guapa


Título original: Guapa
Saleem Haddad, 2016
Traducción: Héctor F. Santiago Pérez, 2017

Revisión: 1.0
31/05/2019
Agradecimientos

A mamá, papá, Sami, Nadeem, Amal y Mona: gracias por el amor y las risas.
Mi agente, Toby Eady, creyó en mí y en la novela, y sus ánimos e indicaciones durante el
proceso no tienen precio. Mis editoras hicieron maravillas con mi manuscrito: Judith
Gurewich —gracias por animarme a pensar con más claridad, con más profundidad y con
más honestidad— y Anjali Singh —gracias por haber confiado firmemente en este proyecto
desde el principio, por tu paciencia, tus indicaciones, tu amabilidad y por las maravillosas
conversaciones por Skype. Gracias a Keenan McCracken, Lauren Shekari, Yvonne Cárdenas
y todos los demás en Other Press por su ayuda en este proceso.
Estoy en deuda con Rowan Salina, Adam Barr, Muhammad El-Khairy y Tim Ludford, que
creyeron en este proyecto cuando era tan solo la semilla de una idea y leyeron
innumerables borradores a lo largo de estos años. Sois cuatro soles.
Otros muchos también leyeron los primeros borradores y me ofrecieron su detallada y
atenta opinión así como su apoyo: Sami Haddad, Michael Round, Atiaf Alwazir, Nada
Dalloul, Jamila El-Gizuli, Thoraya El-Rayyes, Raja Farah, Giuseppe Caruso, Ginny Hill,
Nina Mufleh, Adrienne E. Treeby, Yazan Al-Saadi, Eliane Mazzawi, Danah Abdulla, Joshua
Rogers, Tania Tabar, Yasmeen Tabbaa, Sarah Alhunaidi y Jehan Bseiso.
Djamila Issa, Becky Branford, Joud Abdel Majeid: gracias por abrirme vuestros hogares
y corazones en París, Londres y Nueva York.
Gracias a la revista Kalimat por publicar amablemente un extracto del borrador en su
número de abril de 2014.
Le doy las gracias especialmente a Adam, mi mejor amigo y el amor de mi vida. Este
libro no existiría sin tu amor y tu paciencia.
A Rosette Bathish (Teta) y a mi madre.
Forma parte de la moral
el no sentirse a gusto
en casa propia.

Theodor Adorno
I
Como castrar burros
La mañana empieza con vergüenza. No es un sentimiento nuevo, pero a medida que los
recuerdos de la pasada noche comienzan a desencadenarse, ese sentimiento de vergüenza
cobra una relevancia aterradora. Me retuerzo, la cara desencajada, clavo los dedos en la
palma de mis manos hasta que el dolor consigue reflejar cómo me siento. Pero no hay
forma de saber qué vio Teta[49] exactamente, y su ausencia junto a mi cama significa que
no está dispuesta, a pesar de haberlo prometido, a esconder el desconcierto de anoche en
un rincón profundo de su mente.
Cualquier otra mañana, la voz de mi abuela ronca por haber fumado un millón de
cigarros, se colaría entre mis sueños: Yalla[55] Rasa, yalla habibi[18]! Se echaría sobre mí,
su cigarro pegado a mis labios. Yo inhalaría el humo y lo sentiría bajar hacia los
pulmones, zarandeando mis entrañas hasta despertarme.
Cualquier otra mañana Doris estaría junto a ella, subiendo las persianas con
violencia, apartando el paño que utilizo para paliar el dolor que produce la intensidad de
la luz. Un último yalla, y Teta arrancaría las sábanas de la cama y las tiraría al suelo.
Ese gesto le producía especial placer en las frías mañanas de invierno: ella disfrutaba
viendo cómo se me ponía la piel de gallina mientras yo saltaba por la habitación
intentando arrebatarle la manta.
No es así como me despierto esta mañana. Hoy el levantarse implica luchar contra
demonios mucho más fuertes que la simple pereza. Existe todo lo que ha pasado hasta
ahora, y luego está esta mañana. He cruzado la línea roja con Teta.
Me suena el móvil. Doy una voltereta en la cama y lo cojo.
—¿Dónde coño estás? —Basma ladra al otro lado del teléfono—. Hace veinte
minutos que tenías que haber llegado. Tengo una reunión con un periodista sudafricano
que quiere entrevistar a un grupo de mujeres refugiadas y la oficina está sola.
Me aclaro la garganta y me froto los ojos.
—Lo siento, Basma…
—No me vale que lo sientas, me vale que estés en la oficina. Y doy por hecho que
tengo que llevarte esta noche a la boda, ¿no?
La boda. La boda, la boda, la boda.
—¿No? —pregunta Basma otra vez.
—No me siento bien —grazno yo—. Creo que no debería ir.
—Te recojo a las ocho.
Cuelgo el teléfono y me lanzo a por el tabaco. Un cigarro estimulará mi mente, hará
que los pensamientos vayan moviéndose. Me enciendo uno y le doy una calada. Tengo la
garganta en carne viva de tanto suplicar anoche a gritos, y el humo me quema conforme
baja.
—Pensaba que estabas metido en líos de drogas. Jamás se me hubiera pasado por la
cabeza…
Me había despertado ya unas cuantas veces, pero el aire seguía estando cargado. No
estaba preparado para abandonar mis sueños, así que hundí mi cara contra la almohada
esperando quedarme dormido de nuevo. Después de tres o cuatro o mil veces ya no pude
seguir haciéndolo. Tenía los ojos cerrados, pero el cerebro bien despierto. Así que esto es lo
que hay: no me queda más remedio que afrontar lo que el día quiera depararme.
Me incorporo. Doris ha dejado una taza de Nescafé en el suelo junto a mi cama. Le
doy un buen trago. El café está poco cargado y frío, pero lubrica el canal que ha recorrido
el humo dejando solo el cosquilleo sutil de la nicotina y la sedosidad del alquitrán en mi
lengua.
—Abre la puerta. Abre la puerta ahora mismo.
¿Qué la llevaría a mirar por la cerradura?
Taymour. Siempre me ha recordado a un joven Robert de Niro. Esos ojos color miel,
esos labios pensativos. Necesito verlo otra vez, recorrer el pelo suave de su antebrazo con
mis dedos. Cómo he podido ser tan tonto de ignorar las señales, de creer en un futuro que
no podría nunca hacerse realidad. Ahora solo quedo yo tendido en la cama. Pero no puedo
separarme de él así, no en estos términos. Esta noche no puede haber sido la última que
pasemos juntos. Necesito abrazarlo, susurrarle al oído que podemos superar esto. ¿Por
qué no podré retrasar el reloj, girar la puñetera llave para impedir que se vea a través de
la cerradura?
Contradiciendo mi propio buen juicio, le mando un mensaje:

Tenemos que hablar de lo que pasó anoche.


Taymour. Los golpes. Los gritos de Teta. Puedo oírlo todo de nuevo. Mi estómago se
retuerce con solo pensar su nombre. En los tres años que llevamos juntos, esta es la
primera vez que no puedo soportar pensar en él. Necesito hablar con él, oír su voz, pero
su nombre trae de vuelta consigo toda la vergüenza. Soy un animal, sucio y desagradable,
persiguiendo con demencia mis instintos sin preocuparme de lo que está bien y lo que está
mal.
Salto de la cama repugnado y me pongo a revisar la habitación. Me he vuelto
despreocupado y ahora me toca pagar el precio. Tengo que deshacerme de todas sus cosas.
Levanto el colchón, cojo mi diario y lo lanzo sobre la cama. Empiezo a pasar páginas
arrancando aquellas en las que aparece su nombre, pero ese nombre se desliza entre las
frases de cada página, como un virus que recorre el flujo sanguíneo. Arranco una página
detrás de otra hasta que me queda solo la última, que escribí hace apenas una semana.
Mis ojos se clavan en las palabras escritas en el papel.

Está cometiendo un error. Lo tengo claro. Me dice que soy un irracional, que espero milagros.
Quizá sea poco realista, pero sé que puede cambiar. ¿Está bien forzar a alguien a que cambie si
es por su bien?

Arranco la última página, la arrugo con todas mis fuerzas y continúo con la limpieza.
Hay CDs esparcidos por toda la habitación con remezclas que hizo para mí, su letra
garabateada en los discos plateados con rotulador rojo y negro: Mix veraniego de
Taymour; CHILL OUT; Música BUENA para Rasa (para variar). Los lanzo todos junto
al diario. Debajo de la cama encuentro una postal que me envió el año pasado desde
Estambul. La foto es de un cielo azul y despejado sobre el Bósforo. La envió dentro de un
sobre marrón para que nadie pudiera leer lo que había escrito por detrás:

Último día. Me he comprado unos zapatos en la parte asiática. Los cordones se rompieron
mientras me los probaba y el dependiente me dijo sonriendo que debo de ser un hombre
enfadadizo. Quise decirle que hay muchos motivos por los que estar enfadado, pero entonces me
acordé de ti. ¿Cómo puedo estar enfadado si te tengo a ti? Fuera estaba diluviando. Mientras
miraba por el escaparate, una gaviota se lanzó en picado sobre un gato que había en la puerta.
Se fue volando con un mechón de pelo. Escribo esto en el ferry la lluvia cayendo por la
ventana, las barcas surcando la mar agitada, un anciano sentado a mi lado leyendo el
periódico.
No puedo deshacerme de esto, de nosotros. ¿Puedo? Quizá sea mejor simplemente
esconderlo todo por ahora, no tirarlo todavía. Lanzo la postal sobre el montón de mi
cama. Amontono todas las cosas de Taymour y las escondo en una caja de zapatos detrás
de una pila de libros en el estante superior del armario. Con su rodilla mala, Teta no
puede subirse a una silla para alcanzar la última balda, y aunque pudiera, no conseguiría
mover todos los libros con una sola mano mientras se sujeta con la otra.
Me pongo una camiseta vieja, unos pantalones cualquiera y unos calcetines que cojo
del montón de ropa del suelo. Cuando estoy listo, abro la puerta y echo un pie sobre la
alfombra harapienta del pasillo. La puerta de Teta está cerrada y la casa está en calma.
Empiezo a recorrer el pasillo y, cuando estoy seguro de que no hay nadie cerca, me vuelvo
hacia la habitación y me agacho para mirar por la cerradura. Se ve perfectamente mi
cama en mitad de la habitación, como si fuera la escena de un crimen. Sobre la cama,
pequeños rayos de sol se cuelan por las ranuras de la persiana y hacen brillar las
partículas de polvo esparcidas por el aire. Las paredes blancas están plagadas de
mosquitos muertos.
Teta pudo verlo todo desde aquí. Anoche me dijo que después de mirar intentó volver
a dormirse y estuvo dando vueltas en la cama un rato hasta que se levantó de nuevo y
empezó a aporrear mi puerta. ¿Pero qué pudo ver exactamente? ¿Vio cuando nos
besábamos, o mientras nuestros cuerpos se enredaban el uno con el otro, o fue después?
¿Echó un vistazo quizá mientras yacíamos desnudos sobre la cama, frente a frente,
susurrándonos?
Basta, no puedo seguir pensando en esto.

Escucho el agua golpetear la vajilla. Doris está fregando los platos. Levanta la mirada
cuando entro en la cocina. Lleva puesta una camiseta vieja mía con el nombre de la
universidad americana en la que estudié.
—Buenos días, señor.
Tras el olor cítrico del lavavajillas, escaneo su cara en busca de alguna señal que
muestre conocimiento y lealtad. Debió escuchar los gritos de anoche, pero ¿pudo entender
lo suficiente como para enterarse de qué iba la cosa? Realmente es muy poco lo que sé de
Doris. Se sacó el título de criminología en Filipinas, pero ha pasado los últimos
veinticinco años de su vida limpiando nuestra casa. ¿De qué forma han podido esos años
de barrer suelos y fregar platos configurar su visión acerca del amor y la moral? ¿Qué
posición tomaría ante lo ocurrido?
—Gracias por el café —le digo, observando sus movimientos en busca de pistas que
puedan responder a alguna de estas cuestiones.
Ella sonríe, se ajusta la coleta y vuelve a meter las manos en el agua llena de
espuma. A ella nunca se le escapa nada. Tiene que saber algo. Después de todo, ¿no
tienen las asistentas la llave de todos los secretos familiares?
Cruzo el salón, paso de largo los retratos y fotos de mi padre que cuelgan en las
paredes, todos con el mismo marco negro. Cuando nos mudamos a esta casa después de su
muerte, Teta colgó en las paredes todas las fotos que tenía de él. Cada día aparecía una
foto nueva que había encontrado en algún sitio, e iba directa a la pared con su marco
negro. Ahora la casa se ha convertido en su santuario. Al igual que un líder espiritual,
mi padre nos lanza su mirada desde cada una de las paredes de esta casa. Hay una foto de
Baba[7] en los sesenta, con un bigote enorme, unos pantalones cortos naranja fosforito y
un cigarro en la mano; Baba en la facultad de medicina el día de su graduación, su brazo
sobre los hombros de un amigo. Fotos tomadas en estudios a lo largo de los años, una de
él conmigo cuando yo tenía cinco años, él haciéndome cosquillas, mi cabeza descolgada
hacia atrás del ataque de risa. Las fotos que cuelgan en la parte izquierda de la habitación
están amarillentas y medio borrosas porque el sol les pega de lleno por las mañanas. Hay
una de él y Teta, los dos mirando solemnemente a la cámara, su mano sobre el hombro de
ella. Otra de los dos, Teta mirando directamente a la cámara con una sonrisa en la cara,
Baba acercándose a la cámara, la mitad de la cara cortada. ¿Quién les haría esa foto? A lo
mejor fui yo. A lo mejor estaba intentando no sacar a mi padre.
La única imagen de Baba que no cuelga en ninguna de las habitaciones principales de
la casa es un retrato suyo que pintó mi madre. En ese cuadro mi padre está sujetando el
tubo de una cachimba con una mano y acariciándose la barbilla con la otra. Mira hacia un
lado con una sonrisa contenida en la cara. Teta odiaba ese cuadro. Cuando Mama terminó
de pintarlo Teta se quedó de pie delante de él durante horas sacándole defectos. Sus
manos las había pintado con demasiada delicadeza, como si fueran las de una mujer. Su
bigote estaba torcido, su nariz demasiado regordeta, el tono de su piel le hacía parecer
enfermo. Cuando Baba murió, Teta se tuvo que debatir ante el dilema de esconder una
imagen de Baba o exponer un recuerdo de Mama. Al final transigió colgándolo en el
rincón más oscuro de la habitación de Doris.
En más de una ocasión he contemplado la posibilidad de arrancar de las paredes todas
esas fotos de Baba, no porque lo odie, para nada, quería muchísimo a mi padre.
Simplemente quiero elegir quererle, no sentir que me lanzan su recuerdo a la cara mire
donde mire. Cada una de sus fotos parece una orden: «¡Quiéreme!, ¡quiéreme!». En
cualquier caso, no he descolgado nunca las fotos de las paredes, no solo por miedo a la
reacción de Teta; si me deshago de todas sus fotos dejando atrás un espacio vacío, ¿quién
será entonces nuestro líder?
No hay ni una sola foto de mi madre en esta casa.
Me salgo al pequeño balcón con sus paredes agrietadas y curtidas por años de sol.
Antar, el canario de Teta, inclina su cabeza y me pía desde su jaula. La ciudad se retuerce
en esta mañana abrasadora de julio. Mi cabeza es un auténtico revoltijo. Los coches
llevan pitando desde que amaneció, el aire huele a jazmín y a tubo de escape. Aparte de
la leve sensación de incertidumbre, nada haría pensar que se está gestando un cambio.
Esta ciudad encerrada parece demasiado pequeña.
En el edificio de enfrente, Um Nasser tiende la ropa en los finos cables de metal que
cruzan su balcón como en una pista de obstáculos. Me saluda y yo le respondo
prudentemente.
—¿Dónde está tu abuela? —me grita desde el otro lado.
—Sigue durmiendo.
—Eso no es muy propio de ella, ¿es que está enferma?
—No, solo un poco cansada.
Antar pía intentando revelar mi mentira. Le pego un manotazo a la jaula y miro
desde el balcón hacia el estrecho callejón de abajo, donde los gatos callejeros se pelean a la
sombra de los altos edificios y los gritos de los fruteros anunciando los precios para hoy
resuenan en el aire. Esta parte de la ciudad, la ciudad antigua, puede provocarte dolor de
cabeza, pero al menos ha sido excluida del último proyecto de nuestro alcalde, que
consistía en instalar luces intermitentes de color rosa y amarillo por todas las rotondas de
la zona oeste, haciendo que parezca que la propia ciudad se está montando una juerga
loca. Aunque solo sea por eso, le estoy agradecido.
Nos mudamos a este barrio cuando yo tenía trece años, un año después de la muerte
de mi padre. Teníamos suficientes ahorros, pero no una fuente estable de ingresos, así que
vendimos nuestro chalé de la zona oeste por un apartamento en la quinta planta de este
edificio viejo del centro. Eso nos dejó suficiente dinero al mes como para poder comprar
comida y ropa y mantener mínimamente las apariencias. El nuevo edificio da a una calle
principal con tres mezquitas, que me tienen loco con sus llamadas al rezo, un mercado y
una guardería. Nuestro apartamento no es muy grande. Dispone de solo dos habitaciones
y un cuarto de la colada, que convertimos en una habitación para Doris. El comedor tiene
un ventanal grande y una puerta que da a un pequeño balcón, en el que me encuentro
ahora. A pesar de que la mayoría de mis amigos siguen viviendo en la zona oeste, a mí
me gusta vivir en el centro. Me parece adecuado vivir aquí, en el punto en el que los
barrios en expansión se topan con los suburbios de al-Sharqiyeh[4].
Me siento en la silla de Teta y enciendo otro cigarro. Teta tiene la silla orientada en
el ángulo perfecto del balcón que le permite tener una buena visión tanto de la televisión
como de la calle. Con su camisón de algodón blanco y rosa, su melenita dorada moldeada
con el secador, pasa las primeras horas de la mañana en este balcón, con un ojo clavado en
la tele y el otro vigilando lo que ocurre en el barrio. Se toma su taza de café turco y se
fuma un par de cigarros mientras ve los programas de noticias en la destartalada
televisión, las mismas historias contadas de manera distinta dependiendo de si se trata de
la televisión estatal, los canales con financiación extranjera, los de los distintos grupos de
la oposición —que van aumentando a la vez que esos mismos grupos se van dividiendo
entre ellos—, y a todos les lanza las mismas preguntas. Al mismo tiempo va saludando a
los vecinos conforme se levantan. Observa sus idas y venidas mientras escucha
disimuladamente sus conversaciones. Os juro que consigue recopilar chismes como si fuera
el mejor periodista de investigación que os podáis imaginar. Luego los hila en historias
que les cuenta a las mujeres del barrio durante el subhiyeh de café y cigarros de media
mañana.
Imaginaos que mi historia se colara en el subhiyeh[46] de hoy.
—¿Os podéis creer que la cabezona se sigue negando a felicitarlos por la boda? El
otro día la vi refunfuñando desde el balcón.
—Cualquiera pensaría que habrían resuelto ya la pelea a estas alturas; no están
resolviendo el conflicto palestino, por Dios santo.
—Nosotras le explicamos que las invitaciones de la boda estaban contadas, que Nabil
le había pedido a su madre que no invitara a demasiada gente…
—Se ha casado con una chica guapa, un poco oscurita, pero bueno…
—Están nadando en billetes…
—Seguro que él se escapa con la asistenta, como hizo su padre.
—¿Cuándo te va a traer a ti Rasa una chica bonita?
—No os lo podríais creer en la vida, pero anoche lo pillé con alguien en la
habitación.
—¡No! ¿Y quién era ella? ¿Es alguna del barrio?
—¡Estaba con un hombre!
—¡Vaya! Por lo menos será de buena familia, ¿no?
No me la imagino; seguro que Teta sabrá guardar el secreto mejor que Taymour y
que yo.

***
Doris aparece con un ibrik[23] de café turco.
—¿Has visto a Teta esta mañana? —le pregunto mientras me sirve una taza.
—Sigue en la habitación —me contesta, y se va arrastrando sus pantuflas verde
neón por la alfombra.
Le doy un sorbo. El café está caliente y cargado y me ayuda a relajar un poco el
sentimiento de vacío. Me recoloco en la silla de Teta y enciendo la televisión para ver las
noticias de las ocho. Una chica joven con un velo rosa anuncia los titulares de hoy. Si
Teta estuviera aquí estaría farfullando:
—¡Mírala! Se pone el hiyab pero se pinta media cara con pintalabios rojo. Parece
una gata que acaba de comerse a sus propias crías.
La mujer de la tele me lanza una mirada sombría mientras anuncia la noticia del día.
—Esta mañana, al amanecer, un grupo de terroristas armados con equipamiento
extranjero han ocupado grandes franjas de terreno en la zona oriental de la ciudad, al-
Sharqiyeh. —Mientras habla van poniendo imágenes de hombres encapuchados con
grandes escopetas corriendo por las calles vacías de los suburbios—. Las imágenes
reveladas por los terroristas muestran cómo masacraban al menos a cincuenta militares
posicionados en las afueras de al-Sharqiyeh. —Mientras va contando esto ponen más
imágenes granulosas de una fila de cuerpos decapitados en medio de una carretera
mugrienta. Uno de los hombres enmascarados apunta su escopeta hacia el cielo y lanza
varios disparos mientras el resto grita «Allahu Akbar».
De pronto aparece el presidente. Está sentado detrás de su escritorio y lleva puesto el
uniforme militar.
—Permítanme que deje clara una cosa —dice con un tono de voz militar, más lento
y chillón que sus otros tonos de voz—. Este ataque nos vuelve a indicar que hay
elementos terroristas en el país que se están beneficiando de la falta de estabilidad.
Haremos todo lo que esté en nuestras manos para aplastar a estos terroristas, por la
seguridad de nuestra nación y de su gran pueblo.
Mi cabeza da vueltas al escuchar al presidente, ante la imagen de los cuerpos
decapitados en el barro, ante la idea de Teta espiándonos a Taymour y a mí en la cama.
Miro por el balcón hacia al-Sharqiyeh. Una bandada de pájaros sobrevuela la ciudad,
ajenos al desastre que estamos provocando los humanos y a la pesada bola de vergüenza y
miedo que se ha depositado en la boca de mi estómago. Una tranquilidad inquietante se
sobrepone al ruido habitual del tráfico y los vendedores ambulantes. ¿Es nueva esta calma
de mal agüero o es que no la había percibido hasta ahora?
Cambio a la CNN. No puedo soportar verle la cara al presidente y quiero ver cómo
están cubriendo la noticia los medios extranjeros. La presentadora, una mujer mayor con
el pelo teñido de rubio, tiene un halo de preocupación en la mirada.
—El convulso país ha estado experimentando disturbios desde que se alzaron las
protestas a comienzos de año y los últimos acontecimientos parecen confirmar un
aumento en el miedo a la radicalización de la oposición al régimen presidencial.
Hace solo unos meses yo estaba en esa misma pantalla. Mi cara radiante junto a
otras miles, apiñadas unas contra otras, empuñando banderas y entonando cánticos de
victoria. La cámara planeaba sobre nuestras caras anónimas y nosotros saludábamos
dando gritos de alegría. Todos teníamos un nombre, una historia, una vida. Pero
estábamos dispuestos a sacrificar todo eso para aparecer fuertes, unidos, inalterables.
Desde ese momento quisimos ser anónimos porque nos sentíamos una única fuerza unida
contra toda la mierda que habíamos asumido como inevitable. No más hipocresía, no más
miedo, no más quedarse quieto y callado mientras vendíamos nuestras almas a los diablos
políticos por el bien de la «estabilidad». Después de una eternidad de miedo y
desconfianza y decepción, todo parecía de pronto tan evidente…, como si esa oportunidad
hubiera estado siempre delante de nuestras narices y lo único que hubiéramos tenido que
hacer era alargar la mano para agarrarla. En un momento dado, la CNN quiso
entrevistarme y con una sonrisa en la cara me dirigí a todos mis amigos que se habían
marchado prometiendo que no volverían jamás: «¡Ahora podéis volver! ¡Os necesitamos
para empezar de nuevo!». Teníamos tanta esperanza en ese momento, éramos tan
ridículamente ingenuos…
Apagué la televisión y cogí el móvil. Mi cara se reflejó en la pantalla negra. Ni una
palabra de Taymour. Quiero llamarlo, aunque solo sea por escuchar su voz, aunque no
sepa ni qué decirle. En vez de a él, llamo a Maj. Tiene el teléfono apagado, así que le
mando un mensaje:

Mi abuela me pilló anoche con Taymour. Esto es un desastre.

Justo anoche estuvimos en el Guapa: Basma, Taymour, Maj y yo. Bebimos cerveza y
discutimos. El tema de discusión, como siempre, era el imperialismo americano y el estado
lamentable de nuestra revolución. Taymour había insistido muchísimo en que ahora más
que nunca el presidente era la única alternativa, que era o eso o los islamistas.
—Mira —le estaba explicando a Maj—, piénsalo así. Estamos todos muriéndonos
de hambre. El presidente está cocinando knafeh[29] en el horno y tú estás mirándole por
encima del hombro criticando su receta e insistiendo en sacarlo del horno antes de tiempo
porque no lo ha hecho como a ti te gusta. Pero hay gente en la cocina que quiere acabar
con el knafeh y que, tan pronto como abras el horno, lo cogerán y lo tirarán a la basura.
¿Qué haríamos entonces?
—Eso es lo que el régimen quiere que pienses —dice Maj, sacudiendo la ceniza de
su cigarro sobre la mesa—, que te comas su asqueroso knafeh o que no comas nada. No
podemos aceptar eso.
—Me muero por comerme un trozo de knafeh ahora mismo. —Basma bosteza
apartándose los rizos de la cara, con la mirada perdida por el hachís que nos hemos
fumado hace un rato.
Yo quería explicar que la triste realidad es que, con o sin knafeh, nos han echado a
patadas de la cocina, y que por eso estamos en el Guapa hinchándonos a beber. En vez de
eso me quedé callado mirando cómo hablaba Taymour, embelesado con su voz, con su
convicción, con la forma en la que la tenue luz roja del Guapa le hacía sombras en la
cara. Mientras ellos seguían discutiendo yo soñaba con darle un beso en la mejilla, porque
me parecía que darle un beso a tu chico en la mejilla en público era algo de lo más
normal, y lo que yo más deseaba en el mundo era que fuésemos dos enamorados de lo más
normal. Como siempre, Basma se fue al poco rato y Taymour, Maj y yo nos bajamos al
sótano del Guapa, bailamos, bebimos un poco más y luego Taymour y yo nos volvimos a
casa y…
Echo un vistazo al pasillo. La puerta de Teta sigue cerrada. La última vez que
durmió hasta tan tarde fue la mañana después del entierro de Baba. Podría salir corriendo
ahora antes de que se levante, pero eso le haría pensar que estoy huyendo, que soy
todavía menos hombre de lo que pensaba. Por otro lado, si entrara y me viera aquí
sentado viendo la tele y tomándome mi café pensaría que no tengo vergüenza, como si
estuviera orgulloso de haber dormido anoche en la cama con otro hombre.
Tiro a la calle el cigarro a medio fumar y salgo por la puerta.

***
Abandono el edificio de piedra gris en el que vivimos y me sumerjo en el bullicio de la
calle. Los vendedores ambulantes agitan sus paquetes de pañuelos y sus mini ventiladores
rosas a pilas y se quejan a gritos de que el precio de los albaricoques no deja de subir. Al
doblar la esquina hacia la calle principal, la sombra fría de la estatua del presidente se
abalanza sobre mí. Recuerdo perfectamente el día que esa misma estatua se perdió entre
la nube de gas lacrimógeno que quemaba mis pulmones.
Paso de largo el supermercado que hay enfrente de nuestro edificio. Es el
supermercado en el que nos escondimos Taymour y yo cuando unos francotiradores nos
atacaron hace unos meses. En ese momento nos colamos en un hueco que encontramos
entre la puerta de entrada y un frigorífico lleno de helado y pollo congelado.
Últimamente, cada vez que paso por delante del supermercado vuelvo a escuchar los
gritos de la gente, me vuelve la imagen de los cuerpos cayendo al suelo reflejada en el
cristal roto de la puerta y el recuerdo de mi cara apretada contra el cuello de Taymour,
caliente y sudoroso. Ahora el supermercado funciona con normalidad, salvo por el cristal
de la entrada, que lo han tapado con un cartón viejo. A pesar de que es temprano, el sol
ya calienta y el cielo está totalmente despejado. Hoy va a hacer un calor tremendo.
Con este tráfico voy a tardar por lo menos media hora en llegar al trabajo. Mientras
corro para encontrar un taxi, escucho la voz del presidente retumbando por los altavoces
de los coches y las cafeterías advirtiéndonos de la inminente amenaza de aquellos que
buscan destruir nuestra nación.
—Estén atentos, vigilantes. No se fíen de nadie —repite una y otra vez. Su voz es
como el alcohol: emborracha a cualquiera, y yo tengo una resaca de narices.
Paro al primer taxi que veo, una chatarra de Mercedes que debe de tener más años
que yo. El taxista parece hecho polvo. Para mí que este, como yo, no ha dormido bien esta
noche. El salpicadero está lleno de ceniza y vasos de plástico y manchado por los restos
pegajosos de café turco. Me saluda con un gruñido y enciende el taxímetro. Le indico
cómo llegar a mi oficina.
—El tráfico es una mierda en esa zona —refunfuña mientras arranca el coche.
Justo después de volver de Estados Unidos me entusiasmaba la idea de aprender de
los desafíos diarios a los que tiene que enfrentarse un hombre cualquiera. Cogía taxis y
escuchaba quejarse a los conductores: del coste de la vida, de los fallos del gobierno, de la
corrupción y la pobreza. Mi educación americana me había dado las claves para analizar a
mi propia gente. Yo sentía que me estaba mezclando con la verdadera sal de la vida, con la
auténtica voz del mundo árabe. Pero al igual que sucede con un viejo amante, conforme
pasan los años y las quejas siguen siendo siempre las mismas, esa visión color de rosa se
va desvaneciendo. Los problemas de los que se quejaban ellos son ahora mis propios
problemas, y los problemas, cuando son tuyos, tienen mucho menos glamur. En cualquier
caso, hoy precisamente no tengo energías para intentar ser simpático: bastante tengo yo
con lo que tengo. Necesito mi propio espacio para pensar. Pero el conductor no para de
hablar, interrumpiendo constantemente mis pensamientos. Vuelvo la cabeza hacia la
ventanilla para evitar cualquier intento de conversación.
La estrategia no me funciona.
—El precio del gas ha vuelto a subir —me dice mirando al frente. El tufo a aliento
matutino, humo de tabaco y resentimiento envenena el aire dentro del coche—.
Conduzco esta mierda de chatarra dando vueltas por la ciudad con este calor y qué
consigo, cinco, seis clientes. Zift[59]. Acabo gastando en gasolina más de lo que me saco.
Es como castrar burros.
El taxista me mira, como esperando una respuesta, pero yo sigo mirando por la
ventanilla. Está a punto de empezar a hablar otra vez, lo presiento. Rebusco el iPod en la
mochila para bloquear así la conversación. Los auriculares blancos están hechos una
maraña. Intento desenredarlos antes de que empiece a hablar, pero ya es demasiado tarde,
aquí va otra vez.
—Como castrar burros. ¿Sabes a qué me refiero? Te cuesta el doble limpiarte cuando
has terminado de lo que te pagan por hacer el trabajo.
La verdad es que eso tiene gracia, me olvido del iPod. Consciente de que ha
conseguido llamar mi atención, el taxista suelta una risita y se enciende un cigarro para
celebrar que se ha salido con la suya.
Paramos en un puesto de control. El soldado nos pide la documentación. De repente
me siento tremendamente culpable, como si fueran a sacarme del coche por un crimen que
he cometido sin darme cuenta por culpa de este laberinto de normas complejas y reglas
sobreentendidas que te asaltan en cada esquina. Mientras le alargo los documentos al
soldado, pienso que este gobierno no responde a las necesidades y a los deseos de su gente.
Aquí es la gente la que tiene que ofrecer respuestas al gobierno.
—¿De dónde vienen? —pregunta el oficial mientras comprueba la documentación.
—Del centro —contesta el taxista.
—Evite hoy la avenida principal —le dice mientras nos devuelve los documentos
—. Hay muchos controles de seguridad por lo que pasó anoche.
Nos movemos de nuevo, apartándonos de inmediato de la autovía principal y
metiéndonos en una calle secundaria atascada.
—Ya mismo vamos a tener que enseñar la documentación hasta para cagar —me
dice el taxista mientras el taxímetro sigue subiendo. Suelta un suspiro—. La vida hoy
en día es como castrar burros.
El río de gente saliendo de los pueblos se nota en el tráfico, lo cual demuestra ya las
consecuencias de la expansión. Las rotondas vomitan el ruido de los coches pitando y las
motos chirriando con sus maniobras contorsionistas intentando adelantarse unas a otras.
Nos tragamos todo el humo de los tubos de escape conforme nos vamos colando entre la
gente y los coches. El semáforo se pone en verde y la procesión de coches empieza a pitar
con más agresividad si cabe. El taxímetro chasquea una vez más.
Mientras tanto, el sol nos está cociendo. El sudor me cae a chorros por la frente. El
taxista baja la ventanilla y escupe a la carretera, después enciende la radio para
contrarrestar el ruido de los coches.
—Díganos su nombre y de dónde nos llama —dice la voz de la radio.
—Me llamo Om Noaman, y quisiera darles las gracias por aceptar nuestra llamada
y por su programa, por el trabajo que están haciendo ustedes por los ciudadanos y
también dar las gracias a la emisora por emitir un programa tan excelente y…
—Gracias, Om Noaman. ¿Desde dónde nos llama, hermana?
—Me gustaría presentar una queja por la carretera que el ayuntamiento ha…
—¿Desde dónde nos llama, Om Noaman?
—Llamo desde Beit Nour, señor.
—Om Noaman desde Beit Nour; adelante, cuéntenos su problema.
—Como les iba diciendo, les llamo para expresar mi queja por la carretera que el
ayuntamiento ha destrozado.
Nos dijeron que iban a asfaltar la carretera, así que vinieron y…
—¿Eso les dijeron? ¿Que iban a asfaltar la carretera?
—Eso es lo que nos dijeron, y pensamos, yalla, qué bien que nos asfalten la
carretera, porque la carretera de tierra que tenemos ahora se inunda constantemente en
invierno y los últimos dos años nos hemos quedado aislados y ha sido…
—¿Y les han asfaltado la carretera?
—No, pero ese no es el problema.
—¿Cuál es el problema entonces, Om Noaman?
—El problema es que empezaron a levantar la carretera principal que lleva al pueblo
y nos prometieron que iban a asfaltarla. De eso hace ya seis meses y seguimos esperando.
Esa es la carretera principal, por la que los niños van al colegio. Los niños llevan seis
meses teniendo que subir y bajar por una zanja de veinte metros para poder ir al colegio.
—¿Han intentado ustedes llamar al ayuntamiento?
—Antes los llamábamos todos los días, pero ya no. Nos prometían que lo iban a
arreglar, pero no han hecho nada y ahora ya ni siquiera nos cogen el teléfono.
El taxista pega un frenazo porque un niño que va vendiendo Coranes y pañuelos se
le cruza corriendo por delante del coche.
—¡Qué bailen sesenta pollas en el coño de tu madre! —ladra el taxista echándose
encima del claxon. El sol, los pitidos, las voces de la radio… todo esto me está dando un
dolor de cabeza horroroso.
—Está bien, Om Noaman, voy a llamar ahora mismo al ayuntamiento. Por favor, no
se retire mientras buscamos el número. Aquí está. Si puede por favor seguir en línea con
nosotros un momento, Om Noaman…
Se oye al presentador marcar un teléfono.
—Oficina del Señor Qasem.
—Hola, soy Mohammad Bashir y le llamo en directo desde el programa de radio
Bisaraha[11]. ¿Podría hablar con el Señor Qasem, por favor?
—Un segundo, por favor. —Se oye un cuchicheo al otro lado de la línea y después
—: Está ocupado.
—Es por algo muy urgente, caballero. Estamos en directo y solo necesitamos hacerle
una pregunta. Por favor, hágale saber que estamos emitiendo en directo.
Se oye de nuevo el cuchicheo y al poco aparece en línea una voz brusca.
—¿Dígame?
—Hola, caballero, le habla Mohammad Bashir desde el programa Bisaraha. ¿Nos
conoce?
—Así es.
—Recibimos llamadas de ciudadanos que llaman desde distintos puntos del país…
—Sí, ya sé a lo que se dedican.
—Nos acaba de llamar una señora desde Beit Nour que nos ha estado contando que
su ayuntamiento autorizó la excavación de una zanja como paso previo al asfaltado de
una carretera.
—¿Los yihadistas están atacando el país y usted me habla de una zanja en una
carretera? ¿Nos hemos vuelto locos?
—Caballero, esto ocurrió hace seis meses. Seis meses. Esos pobres niños tienen que
subir y bajar por una zanja de veinte metros para poder ir a la escuela. Hace seis meses,
caballero.
—Enviamos a alguien para que se hiciera cargo.
—Bueno, parece que ese alguien nunca llegó, caballero. Los niños siguen subiendo y
bajando por esa zanja para poder ir al colegio, caballero. Veinte metros, caballero.
Haram[20], caballero.
—Es un proyecto financiado por los americanos. Yo no tengo control sobre sus
decisiones.
—Por favor, compruebe si puede solucionar esto hoy, caballero. Es la única carretera
que da acceso al pueblo, caballero. Le llamo de nuevo en ¿veinte minutos, caballero?
—Deme un día o dos.
—¿En treinta minutos le parece bien, caballero? Necesitamos tener algún tipo de
garantía antes de que se acabe el programa.
—Tamam[48]. Deme media hora.
—Muchísimas gracias, caballero, en nombre del pueblo de Beit Nour y en el mío
propio, Mohammad Bashir.
Miro el móvil con la esperanza de que me llame Taymour, o Maj, o quien sea, de
verdad, incluso Mohammad Bashir.
—¿Está usted diciendo que les pilló, caballero?
—Eso es, nos pilló.
—Bueno, ¿qué estaban haciendo ustedes juntos en su habitación para empezar,
caballero?
—Es mi vida, puedo hacer lo que me dé la gana.
—Pero vive usted en su casa, caballero. La dueña de la casa es ella, caballero.
—Estábamos en mi habitación.
—¿Paga acaso usted un alquiler, caballero?
—No, pero…
—¿Está tal vez la casa a su nombre, caballero?
—Tengo derecho a un mínimo de privacidad.
—Si vive usted en su casa, debe usted seguir sus normas.
—No estábamos haciendo nada malo.
—Eib, caballero. Es una perversión, caballero.
—Hay muchas perversiones en el mundo.
—Lo que estaban haciendo ustedes es haram, caballero.
El coche da un salto al toparse con un bache. Uno de los vasos de plástico del
salpicadero cae rodando al suelo. Los posos pegajosos que hay en el culo del vaso se
esparcen por la tapicería.
—Nada funciona —escupe el taxista—. Somos un país, eso dicen. ¿Qué mierda de
país es este? ¿Tú crees que somos un país?
—Siempre ha sido igual. —Miro por la ventanilla y no digo nada más. ¿Por qué
empezar una discusión sobre el gobierno con este tío? He escuchado demasiadas historias
sobre informantes que se hacen pasar por taxistas para pillar a los que se quejan del
gobierno. No merece la pena correr el riesgo por empezar otra discusión frustrante más.
—¿Cuántos años tienes? —me pregunta.
—Soy joven.
—¿Acaso eres una mujer? Dime cuántos años tienes.
¿Lo ignoro el resto del trayecto o le digo que se calle y le recuerdo que no le pago
para escuchar sus opiniones, sino para que conduzca? No hay motivo para ser amable,
para creer en nada, cuando todo el que te rodea tiene tu destino en sus manos. Y no os
equivoquéis, todos ellos son culpables del follón en el que nos hemos metido Taymour y
yo, porque la sociedad se compone de esas personas y son las absurdas normas sociales las
que no nos permiten estar juntos. Pero por mucho que lo intente, no puedo ignorar al
taxista. Ignorarlo sería eib, una vergüenza. Así que contesto a su pregunta.
—Veintisiete.
—Lo ves, eres demasiado joven para acordarte. Las cosas nunca han estado tan mal.
¿Estás casado?
—No.
—¿Por qué no?
Miro por la ventanilla soltando un suspiro.
—Todavía soy joven, no quiero casarme.
El taxista se vuelve y me mira. Yo sigo mirando por la ventanilla para evitar el
contacto visual. Hasta ahora, mi edad puede seguir siendo una excusa para esa pregunta,
pero en pocos años esa respuesta ya no será aceptable. De hecho, esa respuesta sobre mi
eterna soltería ya se topa a veces con muestras de desaprobación y consejos
bienintencionados sobre cómo encontrar a la chica adecuada.
—Chico listo —me dice el taxista.

El olor del taxi me retrotrae a mi primera vez, a la primera vez que me comporté de
manera puramente instintiva. El recuerdo me asalta con tanta claridad que siento estar
allí de nuevo, con catorce años, en el asiento trasero de aquel taxi. Mi padre llevaba
muerto entonces dieciocho meses, mi madre había desaparecido un año antes, yo estaba
criando pelo en zonas absolutamente inesperadas y todavía compartía cama con Teta.
Volvía de una clase de Historia en casa de Maj. A los dos nos estaba costando la
asignatura. Nuestra escuela seguía los planes de estudio británicos, lo cual implicaba
estudiar la historia de Europa y las Guerras Mundiales: el káiser, el Tratado de Versalles,
Churchill y Stalin. Todo aquello nos parecía como de otro planeta, así que Teta y la
madre de Maj acordaron compartir gastos y contrataron a un profesor particular.
Paré un taxi en la puerta de la casa de Maj y me senté en la parte de atrás, como me
había dicho Teta que hiciera cuando cogiera un taxi yo solo. El hombre al volante era
joven, aunque no supe adivinar su edad: dieciocho, puede que veinte. Llevaba una
camiseta roja apretada que le marcaba el cuerpo. Condujo sin abrir la boca. De pronto
empecé a sentir una presión dentro de mí que me resultaba familiar. Era esa sensación
horrible de asfixia que había ido creciendo por dentro los meses posteriores a la pérdida de
mis padres. Sentía que no tenía el más mínimo control sobre mi destino y que todo a mi
alrededor podía morir de repente o salir huyendo.
Bajé la ventanilla y apoyé la cabeza en el asiento de cuero. El aire de noviembre me
enfriaba la cara y de alguna manera aliviaba la presión. Gracias a las luces de los
semáforos, que iluminaban el interior del coche a ráfagas, pude ver que el taxista tenía los
brazos agujereados de cicatrices. Contemplé cómo se le apretaba la camiseta con firmeza
contra el pecho. De pronto se le puso la piel de gallina.
—Cierra la ventana, hace frío —me dijo.
Subí la ventanilla y sentí que la sensación de asfixia regresaba. Observé cómo se le
marcaban los músculos del brazo al cambiar de marchas. Las venas hinchadas recorriendo
el brazo bajo su piel despertaron en mí una sensación que no había sentido antes. Quería
conectar con él de alguna manera, acercarme a él de alguna forma.
—¿Es tuyo el taxi?
—De mi hermano —contestó. La mandíbula le chasqueaba al masticar chicle.
Suspiró y echó el brazo por detrás del asiento del copiloto mientras conducía solo con el
otro. Miré la mano apoyada sobre el asiento, sus dedos adornados con anillos de oro y de
plata. Tenía mugre debajo de las uñas. Le eché un vistazo a las mías: Doris me las había
arreglado esa misma mañana.
Intenté imaginarme cómo era la vida de ese hombre fuera del taxi. Su fuerte acento
indicaba que probablemente vivía en al-Sharqiyeh, puede que en una pequeña habitación
con olor a cebolla frita y a tabaco, porque así es como me imaginaba yo que olía al-
Sharqiyeh. ¿Qué podíamos tener en común él y yo? Si entonces hubiera sabido lo que sé
ahora, habría calculado nuestras diferencias según un complejo algoritmo de clase social y
entorno cultural. Pero por aquel entonces yo no tenía ni idea de esas cosas, así que me
quedé con lo que teníamos en común: el coche en el que los dos estábamos sentados.
—¿Conduces el taxi a menudo? —le pregunté.
—Una o dos noches por semana —me contestó, cogiendo el carril que nos sacaba de
la autovía hacia mi nuevo barrio del centro.
—¿Y te gusta?
—¿Que si me gusta el qué? —Me miró por el retrovisor. Tenía los ojos gris oscuro,
casi plateados.
—Conducir el taxi —le aclaré, aguantándole la mirada mientras jugueteaba con las
esquinas dobladas de mis libros de historia sobre el regazo.
—Es un trabajo —me dijo, volviendo a mirar la carretera.
—¿Y qué te gusta hacer cuando no estás conduciendo el taxi? ¿Te gusta ver la tele?
—Teta me había criado a base de telenovelas mexicanas dobladas, series americanas y
telediarios interminables. A lo mejor en su televisión también pillaban esos canales.
—No tengo tiempo libre. Cuando no conduzco trabajo en una obra.
La siguiente calle nos llevaba hasta mi casa. Sentí un pánico repentino. Quería pasar
más tiempo con ese hombre. Nos estábamos acercando a algo nuevo y excitante. Quería
ser su amigo. Y no un simple amigo, como Maj o Basma. Un amigo que estuviera
siempre cerca, alguien a quien poder abrazar y tener a mi lado. Se me estaban removiendo
las entrañas. Quería que siguiera conduciendo, que me sacara de esta ciudad triste y me
llevara lejos del apartamento vacío de Doris y Teta.
—¿Por eso tienes esos músculos? —solté de pronto para intentar retrasar nuestra
separación.
Él me miró, estudió mi cara durante un rato, masticó el chicle. Y entonces sus labios
se retorcieron mostrando una sonrisa ladina.
—Ven aquí, siéntate a mi lado —me dijo.
Yo dudé, pero sería eib decirle que no, aunque también parecía bastante eib decirle que
sí. Atrapado entre esos dos eib, solté los libros en el asiento de atrás y me pasé al asiento
del copiloto. Pasamos de largo el apartamento de Teta. Torció en una calle oscura y
aparcó el taxi entre dos árboles grandes. Se bajó la cremallera de los vaqueros y se la sacó.
Se quedó ahí, entre los dos, dura, como un intruso en mitad de una conversación privada.
De forma instintiva me acerqué un poco y se la agarré; él soltó un pequeño gemido. Me
quedé mirándola, sintiendo cómo iba engordando en mi mano.
—Yalla —susurró inspeccionando el entorno.
—¿Eh?
—Acércale la boca —dijo impaciente.
Tragué saliva y me agaché. Olía fuerte y estaba caliente. Me la metí en la boca y
miré hacia arriba esperando más instrucciones.
—Humedécete la boca, humedécete la boca —siseó—. Tienes la lengua como el
papel de lija.
Tragué saliva un par de veces más hasta que sentí la lengua suficientemente húmeda
y esta vez la cosa continuó con más fluidez. Él parecía satisfecho y suspiró. Me agarró
por el cuello, pero seguía pendiente, moviendo la cabeza de un lado para otro como si
estuviera siguiendo un partido de tenis. Llevaba un rato ya agachado cuando mi
excitación empezó a convertirse en un sentimiento tremendo de culpa por estar
cometiendo un terrible error. Me costaba trabajo concentrarme en respirar por la nariz y
que no me dieran arcadas cada vez que me empujaba la cabeza. No estaba seguro de
cuánto iba a durar esto. De pronto soltó un gemido y me llenó la boca con su baba salada.
La mano caliente que me agarraba el cuello desapareció.
—Sal antes de que nos vea alguien —me dijo, subiéndose la cremallera.
Yo me limpié la boca, cogí los libros del asiento de atrás y salí del coche. El hombre
arrancó el motor, cogió la carretera y salió corriendo.
Miré alrededor. No había nadie. Ese extraño sentimiento empezó a desaparecer y el
recuerdo de lo que acababa de suceder parecía más dulce. Almacené algunos fragmentos de
ese recuerdo para más tarde: su mano caliente en mi cuello, el fuerte olor, la presencia de
su miembro en mi boca. Reviví esos momentos mientras caminaba de vuelta a casa.
Teta levantó la mirada cuando entré por la puerta. Me daba pánico mirarla a la cara:
siempre parecía que lo sabía todo. Esto era algo de lo que nunca debía enterarse. Estaba
sentada con el camisón puesto, comiendo pipas. En la tele estaban poniendo imágenes de
bombas cayendo sobre un barrio abarrotado.
—¿Encontraste un taxi? —me preguntó mientras se sacaba un cacho de cáscara de
pipa de entre los dientes.
Por un momento pensé que sería capaz de adivinarlo todo con solo mirarme, o que
olería al taxista en mi ropa y en mi cara. Tragué saliva, sintiendo cómo su baba salada
me bajaba por la garganta. Me raspaba, como si acabara de pillar un resfriado.
—Sí, pero ha cogido el camino más largo —le dije, intentando parecer lo más
natural posible. Respiré profundamente. Era la primera vez en mi vida que le mentía a
Teta, y al decir eso una parte de mí se separó de ella para siempre. El líquido pegajoso en
la pared de mi garganta estaba lejos de las palabras que salían de mi boca. Me había
dividido en dos (dos personas, dos realidades distantes donde las normas de una no
coincidían ni eran válidas en la otra).

—Mira esta mierda —dice el taxista, trayéndome de vuelta a su coche cargado por el
tabaco y el calor estival. Señala un camión atestado de lo que parecen cientos de hombres
y mujeres con ropas harapientas. Están apretados unos contra otros como el tabaco de un
cigarro. En los pocos huecos que quedan entre cuerpo y cuerpo hay apiladas sillas,
maletas y bolsas de plástico rotas.
Durante mucho tiempo pensé que era inmune a todo esto. Podía mirar a los
refugiados y sentir lástima porque no tenían adónde ir y dependían totalmente de la
buena voluntad de los demás. Hoy simplemente me siento igual de abandonado que ellos.
Me entran ganas de coger todas mis cosas y saltar a la parte trasera de ese camión, dejar
que me lleve adondequiera que vaya. Yo podría ayudar a esa gente, compartir con ellos
mis ahorros, mis conocimientos de inglés, indicarles cuáles son las ONG buenas, cuáles las
mejores agencias de la ONU. Podría serles de utilidad de alguna manera, me aceptarían.
El taxista me señala a un chaval que está tocando la ventanilla del coche que
tenemos delante.
—¿Qué es lo que nos ha traído esta revolución? A los niños los arrestan y los
torturan, familias enteras han perdido sus casas. ¿Qué nos queda para los refugiados que
llegan? Siguen viniendo, pero no se dan cuenta de que nosotros también seremos
refugiados pronto, corriendo de un sitio para otro. Volvemos a nuestras raíces beduinas.
—Se ríe entre dientes con amargura—. Nos hemos cargado el país, ¿y para qué? Como
castrar burros, ya te lo digo yo.
—Las cosas mejorarán —le aseguro.
Me mira y levanta una ceja.
—Me parece que no eres de por aquí.

Dime que estamos bien. No puedo perderte por culpa de lo que pasó anoche. Puede que
no tengamos nuestra propia habitación, pero podemos encontrar otros lugares donde estar
juntos. Podemos organizar la logística después, pero ahora por lo menos dime que
estamos bien…
—Todo se derrumba —anuncia Nawaf asomando su calva reluciente por la puerta
de la oficina que compartimos.
Cierro el correo que le estaba escribiendo a Taymour y abro el documento que se
supone que estoy traduciendo. El documento habla de la necesidad de estabilizar las
tarifas de cambio de divisas. La semana pasada ya hice seis páginas para esta empresa,
traduciendo mal deliberadamente frases que me parecían de mal gusto.
—¿Dónde está Basma? —pregunta Nawaf apretujándose en la silla delante de mi
mesa.
—Me llamó esta mañana… Ha llegado a la ciudad un periodista nuevo…
sudafricano, estaba buscando una intérprete. Seguro que vuelve pronto.
Nawaf nos sirve un café turco que ha traído en un termo. La tela barata de su
camisa blanca se arruga por encima de su barriga. Le asoman cuatro pelos sueltos
mientras los viejos botones intentan hacer su trabajo sujetándole las carnes.
—Salud —levanta su taza de café—. El país se hunde y mi vida amorosa está en
ruinas. Creo que ha llegado la hora, Rasa, de verdad te lo digo.
—¿Lo dices por la crisis de al-Sharqiyeh o por tu novia?
—¿Crisis? ¿Ahora lo llamamos crisis? No tío, la crisis no, ¡mi novia!, es todo un
follón horrible y triste. —Nawaf suspira y le da una calada desesperada al cigarro—.
Está jugando con mi pobre y débil corazón… ¿Qué más da? Tú nunca lo entenderías.
Mírate, tan alto y tan guapo… Lo único que podría destrozarte el corazón es ese cigarro
que te estás fumando… Hazme caso, Rasa, nunca pongas demasiadas esperanzas en los
asuntos del corazón, porque las mujeres son despiadadas.
—¿Qué ha pasado ahora? —No es la primera vez que Nawaf llega diciendo que se
ha terminado todo.
—Habíamos hecho planes para ir al cine…
—¿Qué ibais a ver?
—Qué más da eso ahora… Ella toda la semana haciéndose la calentona conmigo…
que si llamándome por teléfono en mitad de la noche… que si mensajes de texto… que si
estoy deseando verte… que si te echo de menos. Cariño. Mi vida. ¡Puro fuego, Rasa, puro
fuego! Como teníamos planes para ir al cine ayer… el día entero, desde por la mañana
hasta por la noche, me lo pasé intentando contactar con ella como un gilipollas: teléfono,
mensajes, correos, Skype, Facebook. Nada. Al final me llama a media noche… «Lo
siento» me dice, «estoy hecha un lío», me dice. —Nawaf tose y se restriega la cara con
sus manos curtidas. Tiene la cabeza un tono o dos más oscura que el resto de su cuerpo,
lo cual hace que su cara parezca una tortita achicharrada—. Me dice que por qué se iba a
casar con un traductor pudiendo casarse con un médico o con un ingeniero. Que qué diría
la gente, me suelta.
—Eso es lo que diría mi abuela. —Teta no estaba muy contenta de que me hubiera
hecho traductor. En aquel entonces, nada salvo convertirme en Baba le hubiera bastado.
Habibi, empezaría. Cada día te pareces más a tu abuelo. Y tomas decisiones
estúpidas, exactamente igual que él. No deberías haber vuelto nunca de Estados Unidos.
Deberías haberte quedado allí y haber encontrado un trabajo, pero no quisieron darte la
visa. Dios sabrá por qué. Ellos se lo pierden. Pero es lo que hay, qué le vamos a hacer.
Todos esos años estudiando para acabar de intérprete.
Me vuelvo hacia Nawaf.
—Sabes que sigue dándome el coñazo con que me busque un trabajo en el Golfo.
¿Para qué? ¿Para acabar trabajando en una oficina desangelada, con el aire acondicionado
puesto todo el día, en la planta millonésima de un rascacielos cualquiera e irme a dormir
aburrido y cachondo sin el consuelo siquiera del alcohol para mantenerle cuerdo?
—Por lo menos tienen unas rusas espectaculares por allí —comenta Nawaf—. Por
lo visto tienen montados los puti-clubs como si fueran un supermercado. En una
habitación tienen solo rusas, en otra solo tailandesas, e incluso tienes una habitación solo
con chicas africanas por si tienes ganas de algo picante. Yo si fuera tú le haría caso a tu
abuela.
—Puede —le digo. Cuando volví de Estados Unidos, pensé que podía hacer algo
más útil que irme al Golfo. Trabajar en ayuda humanitaria, por ejemplo. O hacerme
revolucionario. Era demasiado optimista por aquel entonces. Además, cuando volví me di
cuenta de que nada había cambiado. —Vuelvo a mirar a Nawaf—. En cualquier caso,
recuerda estas palabras: cuando nuestra empresa empiece a hacer pasta, tu chica acabará
suplicándote que te cases con ella. Además, si te quisiera no te trataría así.
—El amor nunca es suficiente, idiota. En fin, ¿y tu chica qué tal?
—Bien —le respondo, quizá demasiado deprisa. Ahora dudo. Le hablé a Nawaf de
«una chica» después de que insistiera tanto con sus preguntas.
—¿No me vas a decir nunca cómo se llama? ¿Ni siquiera su apellido? ¿Sigue
insistiendo en mantener lo vuestro en secreto? ¿Quién se ha creído que es, Rihanna?
—Te lo he dicho mil veces, sus padres son muy tradicionales. Eib[13].
—Nos preocupamos solo de nosotros mismos y encima nos permitimos llamarnos
tradicionales.
Me duele no poder decirle el nombre de Taymour. Me he planteado feminizarlo,
convertirlo quizá en «Tara» o «Tamara», pero sería como empezar a tirar de un hilo: si le
doy un nombre, la conversación derivará inevitablemente hacia su apellido. Luego viene
el nombre del padre y el del pueblo de su familia. La gente va tirando y tirando con sus
preguntas hasta que al final todo se sabe.
Escondo el nombre de Taymour bajo una enorme capa de eib. La palabra más cercana
a eib sería «vergüenza». Pero eib es mucho más que eso. Eib implica también kalam-il-
nas, el qué dirá la gente, así que la palabra conlleva un sentimiento de responsabilidad,
una amabilidad que surge de un sentido inculcado de obligación social. Eib es una capa
que Teta me echó sobre los hombros hace ya muchos años. Tras la muerte de Baba tejió
una intrincada red para los dos. En público, éramos absolutamente estoicos, sorteando las
obligaciones sociales como unos profesionales. Pero cuando estábamos a solas los dos, las
palabras calladas se nos pudrían en la boca. Teta escondió su dolor detrás de su nariz
enjuta, de su sonrisa apretada y de su lista interminable de eibs. Es eib no ir a visitar a
los vecinos durante el Eid[14]. Es eib no ir a una boda a la que te han invitado, aunque
odies las bodas. Es eib meterse el dedo en la nariz en público. Aceptar que te sirvan
comida al primer ofrecimiento: eib («Shoo[45], ¿es que yo no te doy de comer lo
suficiente?»). Es eib preguntarle a una mujer por su edad o a alguien por su religión. Es
eib que un niño juegue con Barbies. Yo he llegado a la conclusión de que, si sabes cómo
llevarla, el eib es una capa lo suficientemente larga y maleable como para permitirte
ocultar muchos secretos y repeler preguntas indiscretas. Por ejemplo, es eib que me
preguntes cómo se llama mi novia si yo no te lo he dicho antes.
Supongo que, por todo ese secretismo, el nombre de Taymour ejerce un poder
inexplicable sobre mí. Es un nombre que carga con el peso de todos los secretos e
impedimentos, convirtiéndolo en algo mucho más grande que sus siete letras. Me
encantaría poder escuchar a la gente pronunciar su nombre, con la entonación y el tono
adecuados. Lo analizo, lo deletreo. A veces incluso lo pronuncio en un susurro cuando
estoy seguro de que no me puede escuchar nadie. Eso me consuela por un momento, pero
nunca es suficiente. Necesito que otros digan su nombre también. Eso lo convertiría en
algo real, nos convertiría a nosotros en algo real.
—¿Pero qué te pasa hoy? —pregunta Nawaf—. Tienes la cabeza en otro sitio, se
te nota la tristeza hasta en los ojos.
¿Qué puedo decirle? ¿Que hay un motivo por el cual nunca tengo el móvil a la vista?
¿Que todo lo que ha visto de mí hasta ahora ha sido una actuación, desde la risa gutural
ante los chistes de zalameh[58] hasta el empeño por poner la voz más grave? ¿Que no hay
ninguna chica y que nunca la hubo? Cuando tenía a Taymour a mi lado, no me
importaba esconderme detrás de toda esa parafernalia, al menos estaba escondiendo algo.
¿Pero queda algo que esconder? Todos mentimos para proteger nuestra intimidad;
negamos la realidad y mostramos una imagen falsa de nosotros mismos para encajar
socialmente. Pasa en todos los sitios, pero aquí lo que está en juego es mucho más serio.
Así que me pongo la máscara y suelto una risotada.
—Nawaf, gordo asqueroso, lo único que ves es el reflejo de tu propia vida miserable.
—Cómeme la polla, Rasa —me suelta Nawaf lanzándome un bolígrafo.
Basma entra en la oficina y tira el bolso encima de la mesa.
—Por fin aparecéis vosotros dos. Llevo toda la mañana corriendo por toda la ciudad
con un cliente nuevo y la oficina vacía. ¿Cómo vamos a poner el negocio en marcha si dos
terceras partes ni siquiera vienen a trabajar a su hora?
—Yo he tenido una mañana complicada —le digo mientras me enciendo otro cigarro
—. Ni preguntes.
Basma saca una bolsita de hachís del bolso y se vuelve hacia Nawaf.
—¿Y tú? ¿Has corregido el error de la web que te dije?
Los tres hemos montado una página web para nuestra humilde empresa y esa web
ahora mismo promete «servicios de traducción impacables».
—Llevo toda la mañana pensando en llamarlos, pero he estado ocupado.
—¿Con qué? —suelta Basma mientras se sienta en la mesa y se lía un porro—.
Hay que corregir eso ya.
—He estado con John. ¿Te acuerdas de él, el periodista británico? Rasa fue con él a
la entrevista que hizo con las tribus del norte.
—Cómo no me voy a acordar. —Basma se echa a reír—. Iba por ahí como si fuera
Lawrence de Arabia, luego bebió agua de un pozo asqueroso y tuvieron que
hospitalizarlo una semana.
—Sí, bueno, pues te alegrará saber que ya está bien. Me llamó esta mañana en el
último momento para que le tradujera unas entrevistas que había hecho. Incluso fui en
persona a una reunión con el máximo responsable del proceso de reforma. Le ha
entrevistado para hablar del golpe de anoche.
—¿A Shami? —pregunto—. Pero si él habla inglés.
—Sí, sí, pero John quiso que le acompañara porque de todas formas necesitaba un
conductor.
Nawaf se vuelve hacia mí.
—Tú trabajaste para Shami, ¿no?
—Solo unos meses, justo después de volver de Estados Unidos. Yo llegué con una
maleta llena de sueños y él me los fue destrozando todos uno a uno.
—¿Y eso? —pregunta Nawaf antes de coger el teléfono, mientras Basma enciende el
porro y le da una calada.
—Cuando solicité el trabajo con él, le mandé mi tesis, que iba de las políticas
económicas salvajes del Fondo Monetario Internacional, de cómo consiguen que los ricos
sean más ricos y los pobres cada vez más pobres. Al día siguiente, me llamó para que
fuera a su oficina. «Tú eres al que le gusta el sector público», me dijo cuando nos vimos.
Le contesté que sí y su enorme bigote, que parecía un cepillo adherido a su labio superior,
empezó a retorcerse de alegría. Me contrató al día siguiente. Mi primer encargo fue llevar
a firmar un documento al ministerio de no sé qué o de no sé cuántos. A la mañana
siguiente me presento en el ministerio a las ocho y media… el primer trabajador aparece
a las once. Entonces comienza la búsqueda del tesoro por todo el edificio: sube escaleras,
baja escaleras, entra en no sé cuántas oficinas y habitaciones para que te pongan cientos
de sellos y de firmas…
—Ladrones… —Nawaf cabecea sin levantar la vista de su móvil mientras escribe
tecleando como un loco.
—Me pasé las dos semanas siguientes en las oficinas de vicepresidentes y
subdirectores y vicedirectores de presidencia, rodeado de hombres mayores que beben café y
fuman y contestan llamadas en medio de una frase. En fin, os evitaré los detalles suicidas
de la burocracia gubernamental de este país, pero por fin, después de dos semanas, volví a
la oficina de Shami con los papeles firmados. Él los mira y me pregunta que qué es eso.
Yo le contesto que son los papeles que necesitaba firmados. Él gruñe y los suelta encima
de una montaña de papeles… me mira y su espeso bigote se retuerce ahora como si se
hubiera vuelto loco. «¿Todavía te gusta el sector público?», me pregunta… Eso es todo:
«¿Todavía te gusta el sector público?». Poco después descubrí que si en algún momento
necesitaba un documento como ese firmado, simplemente llamaba a alguno de sus amigos
del ministerio y lo tenía firmado en cuestión de horas.
—Solo quería hacerte ver que tus estudios en Estados Unidos aquí no sirven de nada
—dice Basma.
—Pues sí, tenía razón. —Shami se había vendido a los americanos como reformista,
como alguien que podía facilitar la democracia en nuestro país. Presentarte como
reformista es la forma más segura de hacerte rico aquí y yo pensé que trabajando para él
intentaría entender toda esta reforma absurda, aunque fuera a medias. Nadé en las aguas
turbias de los planes presidenciales, escribiendo informes y presentaciones sobre la
«reforma» y defendiendo unas elecciones que no servían para nada. Me estaba hundiendo
en toda esa palabrería, y el trabajo de transparencia y candidez por el que regresé de
Estados Unidos se estaba volviendo cada vez más confuso. Las cosas que quería decir
parecían agua turbia una vez escritas. Palabras que aparentaban ser muy simples en
papel ocultaban más de lo que revelaban, y eso, tratándose de una palabra, es un pecado
mortal. Es como encender una lámpara para ver lo que hay en una habitación y que la
luz sea tan fuerte que no te permita abrir los ojos. ¿Qué sentido tiene entonces encender
la luz? Esa lámpara no sirve para nada si al encenderla cuesta más trabajo ver algo. Del
mismo modo, si las palabras solo sirven para ocultar la verdad, entonces mejor no digas
nada.
Nawaf intenta quitarle el porro a Basma, pero ella se lo aparta.
—Termina primero todas esas traducciones.
—O sea, ¿que tú te puedes colocar en el trabajo y yo no? —lloriquea Nawaf.
—Yo no puedo trabajar si no estoy colocada.
Me suena el móvil. Número desconocido. Seguro que Taymour se ha dejado el móvil
en casa, por eso no me ha llamado en toda la mañana.
—¿Sí?
—¿Rasa? Soy la madre de Maj.
—Hola, tita.
—¿Tita? —Nawaf suelta una risita. Me pongo un dedo en los labios para indicarle
que se calle.
—¿Has hablado hoy con Maj?
Le digo que no y ella me pregunta que cuándo fue la última vez que hablamos.
—Anoche —le contesto—. Le he enviado un mensaje esta mañana, pero no me ha
contestado.
Suspira. Al fondo se escucha un chisporroteo, como si estuviera friendo algo.
—Anoche salió —me dice—. Su móvil lleva apagado toda la mañana. Estoy
preocupada, sobre todo… con todo lo que está pasando últimamente. ¿Sabes si estuvo en
el Guapa, o como quiera que se llame ese estúpido bar?
—Sí, yo estuve con él, pero me fui antes. —Cierro los ojos cuando me vienen de
pronto a la cabeza otra vez los gritos de Teta—. No te preocupes, tita. Seguro que está
bien… Igual se dejó las llaves y se le ha acabado la batería… Seguro que está en casa de
algún amigo… Seguro que te llama pronto. —Fijo que Maj está inconsciente en el sofá
de alguien, o puede que conociera a algún tío y haya dormido con él.
—Estoy convencida de que se ha metido en líos por culpa de esa mierda de trabajo
que tiene. ¿Y total para qué? ¿A quién le importa lo que la policía le esté haciendo a esos
terroristas? Lo único que sabe hacer es buscarse problemas.
Al colgar me invade una ola de paranoia. Maj es seguramente mi amigo más
antiguo, no puedo soportar pensar que le hayan hecho algo malo. Nunca he tenido
muchos amigos. Los amigos, sobre todo los íntimos, son difíciles de mantener cuando
tienes tantas cosas que ocultar. Cuando era pequeño, me pasaba el día jugando con un
chaval que se llamaba Omar y vivía justo al lado. Él era de una familia rica que había
hecho fortuna gracias a la política. Nunca supe con seguridad a qué se dedicaba su padre,
lo único que importaba era que Omar pertenecía a una de esas familias que hacían que
Teta se sintiera feliz de que fuésemos amigos. Él iba a la escuela americana, que era la
mejor escuela del país. Yo iba a la escuela británica, que había sido la mejor escuela del
país hasta que abrió la escuela americana.
Cuando estábamos en tercero, quedaba con Omar casi todos los días en el
supermercado después del colegio. Nos comprábamos un granizado y volvíamos juntos a
casa. Omar viajaba a Estados Unidos todos los veranos y al volver siempre me enseñaba
todas las cosas chulas que se había traído. Al principio intentaba seguirle la moda, pero
llegaba siempre tarde.
—¿Los Chicago Bulls? —me decía burlándose—. Ahora lo que se llevan son los
Lakers.
Un día, mientras caminaba para encontrarme con Omar, un chico me siguió al salir
del colegio. Yo lo conocía de clase y sabía lo suficiente de él como para evitarlo. Era un
flacucho miedoso que solo me traería problemas. Me volví y me quedé mirándolo
fijamente un rato, luego seguí andando. No sirvió de nada: seguí escuchando sus pasos
detrás de mí. Me paré otra vez.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Maj —me contestó.
—Escúchame, Maj. No puedes seguirme. ¿Te enteras?
Me di la vuelta y seguí andando. Cinco minutos después, volví a mirar.
—Todavía me estás siguiendo.
—Es que vivimos en la misma calle.
Suspiré.
—Está bien, pero entonces mantén la distancia.
Maj dio dos pasos atrás.
—No, más lejos. Un paso más. Vale, ahí está bien.
Me encontré con Omar en el mismo sitio de siempre, junto al supermercado.
—¿Quién es ese? —preguntó Omar señalando a Maj.
—Un chico que me ha seguido desde el colegio. No le hagas caso.
Nos compramos el granizado (por supuesto, Maj eligió el rosa) y fuimos a pagar. El
viejo que estaba detrás de la barra miro a Maj y sonrió.
—Mírate, con tu piel de caramelo y esos labios tan grandes —le dijo—. Tan guapo
que podrías ser una niña.
Omar y yo nos reímos disimuladamente, pero a Maj parece que le gustó el cumplido.
Salimos del supermercado y estábamos bajando la calle cuando cuatro chicos empezaron a
seguirnos. Nos acorralaron en un callejón vacío entre dos edificios. El sitio era perfecto
para ellos, porque el callejón era estrecho y estaba lleno de árboles, así que nadie que
pasara cerca podría ver nada.
Uno de ellos cogió a Maj de la camiseta por detrás y lo tiró al suelo. Al ir a
levantarse, otro chico le pegó una patada en la espalda. El tercero le echó el granizado
por encima, lo tumbó y le restregó la cara por el charco de barro rosa que se había formado
en el suelo.
El cabecilla de la banda se acercó a él. Estaba en nuestra clase, se llamaba Hamza.
Parecía una rana: bajito y gordo, con la piel amarillenta y la nariz rechoncha. Señaló a
Maj, empezó a reírse y los otros chicos hicieron lo mismo. Omar se unió a la risa con la
esperanza de librarse, pero solo consiguió llamar la atención. Uno de los chicos se le acercó
con cara de cabreo.
—¡Ni se te ocurra! ¡Ni se te ocurra! —tartamudeó Omar—. No tienes ni idea de
quién es mi padre…
El chico se apartó y se volvió hacia mí. Yo puse mi granizado por delante como si
fuera una espada, intentando mantener la calma lo más posible. No sabía lo que querían,
así que no podía intentar razonar con ellos. Hamza me susurró al oído por detrás.
—Pégale un puñetazo tú primero y yo te apoyaré, Rasa. Pégale el primer puñetazo
y yo me encargo del resto.
Nunca antes me había metido en una pelea y no sabía cómo podía salir parado.
Puede que fuera superfuerte, quién sabe. Apreté y desapreté los puños. El chico vino
hacía mí, me rozó la oreja y se quedó de pie, con los brazos cruzados y una sonrisa
chulita en la cara.
—Yo no puedo pegarle por ti, Rasa —me susurró Hamza—. Si lo hago, todo el
mundo pensará que eres una nenaza. ¿Eso es lo que quieres? ¿Quieres que todo el mundo
piense que necesitas tener un chico que te proteja? Escúchame, dale solo un puñetazo y
habrás demostrado lo que vales. Nadie podrá decirte nada.
Apreté el puño, conté hacia atrás mentalmente: tres, dos, uno… y mi puño siguió
pegado a mí. Después, los chicos desaparecieron tal y como habían aparecido. Miré a mi
alrededor. Maj estaba tirado en el suelo. Omar estaba temblando, con la cara roja del
cabreo. Me acerqué a Maj y lo levanté.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Maj sonrió y asintió con la cabeza. Se sacudió el barro de la ropa y de la cara, luego
echó a andar como si no hubiera pasado nada. Sobresaltados, seguimos andando hacia
casa. Justo antes de llegar a nuestra calle, Omar se agachó y vomitó.
—Yahabibi, eso parece enteramente tabule —dijo Maj dando un gritito.
—Ha salido exactamente igual que entró —recalqué yo.
No he vuelto a ser capaz de comer tabule desde entonces.
Después de aquel día, Maj se pegó a mí, aunque estando a mi lado tampoco es que
estuviera más seguro. Al principio intenté ignorarlo y tenía la esperanza de que acabara
yéndose, pero allí siguió, dando saltitos unos metros por detrás.
—¿Has hablado hoy con Maj? —le pregunto a Basma mientras revisa su correo.
Niega con la cabeza y me pregunta por qué.
—Me acaba de llamar su madre. Anoche no volvió a casa.
—¿Quién es Maj? —dice Nawaf.
—Tú sigue con lo tuyo y no hagas tantas preguntas —le respondo.
Nawaf suspira y sigue revisando la pila de informes que hay encima de su mesa.
—No conozco a ninguno de vuestros amigos, nunca me invitáis a salir con vosotros.
¿Cómo queréis que acabe conociendo a una buena chica?
—No te invitamos nunca porque eres un bruto —dice Basma—. Y si trabajas en
esta empresa es porque eres mi primo segundo. —Nawaf le hace una peineta y Basma le
tira un beso y le pasa el porro—. Estoy de broma, habibi… Toma, anda, dale una calada.
Echo un vistazo a los correos de Basma por encima de su hombro.
—¿Algún encargo nuevo sobre la crisis de anoche? —pregunto.
—Pensaba que tú lo llamabas «revolución» —dice Nawaf, soltando una calada al
aire.
Hasta hace pocas semanas yo había calificado la situación de «revolución». Cuando
comenzaron las protestas hace seis meses, me enteré por Maj. «Esto es distinto —me
escribió—. Esto va a ser algo grande». Así que nos fuimos al midan[37], con nuestras
deportivas puestas, una bandera en la mano y las consignas aprendidas. Durante los dos
primeros días acudió la gente previsible: los sindicalistas, que fuman como carreteros; las
asociaciones de mujeres; los islamistas, con sus enormes barbas, y, por supuesto, gente
joven como nosotros que se había estado escondiendo durante los últimos años detrás de
pantallas de ordenador, escribiendo tuits anónimos cada vez más furiosos sobre el régimen,
la hipocresía, las apariencias y la falta de esperanza y la injusticia. Hasta ese momento
habíamos asumido todos que las cosas eran así y que no iban a cambiar, que las únicas
opciones eran escapar de allí o morir en el intento. Pero al agarrar la mano curtida de
aquel activista sindical de pelo rizado, me di cuenta de que estar allí mojados y pasando
frío juntos era mejor que estar seco y calentito en el país más rico del mundo.
Durante la primera semana, el número de gente iba aumentando cada día. Permanecí
allí, hombro con hombro, con gente de aldeas de las que nunca había escuchado hablar y
que hablaban dialectos que ni siquiera sabía que existían. La revolución nos acogió en su
seno con el amor incondicional de una madre. Nos abrazó fuerte, nos prometió que
siempre estaría a nuestro lado y nos pidió que saliésemos a las calles y desatásemos una
tormenta. Y en mitad de los gases lacrimógenos y los golpes y los arrestos, resistimos. Un
día arrestaron a Basma, pero consiguió escapar de la furgoneta de la policía y perderse
entre la multitud. Los antidisturbios se infiltraron en el midan dando golpes, navajazos,
arrancándole la ropa a la gente. Nosotros nos reíamos en su cara y cantábamos y
bailábamos y compartíamos trucos para paliar el dolor de los gases lacrimógenos que nos
lanzaban los matones del régimen.
Ni siquiera las amenazas de Teta evitaron que acudiera. Ella no paraba de gritar y de
pegar puñetazos en la mesa de la cocina. «Todos los demás van a ir —le decía—. No
puedo quedarme en casa y acabar leyendo en Twitter que los han matado». Le daba un
abrazo, besaba las arrugas elegantes de sus mejillas y le prometía que me quedaría cerca
de casa.
El octavo día de protestas comenzó como los siete anteriores. Preparé mi mochila y
me dirigí hacia la manifestación siguiendo el rastro de gas lacrimógeno americano que
envolvía el centro de la ciudad. Me reuní con Taymour unas calles más abajo y recogimos
a Maj y a Basma en la esquina del midan. Maj me saltó a la espalda, así que lo llevé a
caballito. Nos agarramos del brazo y marchamos entonando las viejas canciones
nacionalistas que solíamos cantar en la escuela, solo que ahora la letra cobraba sentido y
la melodía, fuerza. Cantábamos para nosotros mismos, reclamando nuestro pasado y
celebrando nuestro futuro. Todo aquello que pensábamos que era para el presidente, en
realidad era nuestro. No estábamos recuperando las calles: estábamos recuperando
nuestras vidas.
La masa de gente llegó a nuestro barrio, a solo dos calles del edificio de Teta. Fue
entonces cuando ocurrió. Estalló una ráfaga de disparos. Miré a Basma. Por primera vez
en los diez años que hacía que nos conocíamos, vi miedo en sus ojos, auténtico terror, pero
también esperanza y fuerza y rabia. La gente empezó a mirarse unos a otros y a los
bloques de edificios de alrededor. Otra ráfaga. Alguien gritó que estaban disparando desde
los tejados y de repente todo el mundo echó a correr.
Una chica joven con la cabeza cubierta con un hiyab se tropezó a mi lado con sus
propios pies. Su cabeza retumbó al chocar contra el suelo, un crujido que seguí
escuchando meses después. Me tiré al suelo junto a ella, le di la vuelta, la zarandeé
intentando que volviera en sí. Seguía respirando, pero su cabeza estaba desplomada sobre
mis manos. Empecé a gritarle a la gente para que dejaran un pasillo libre, pero nadie me
oía. Todo el mundo estaba gritando, la gente nos pisoteaba intentando huir. Me eché sobre
ella, mi cara sobre su estómago y las manos sobre la cabeza para protegerme de la
estampida de botas que volaban sobre nosotros. No sé cuánto tiempo estuve allí agachado,
pero de pronto sentí que alguien me agarraba con fuerza de la camiseta y tiraba de mí.
—¡Rasa, yalla, levántate! —retumbó la voz de Taymour en mi oído—. Tenemos
que salir de aquí.
Taymour me levantó y cruzamos la horda de gente cogidos de la mano,
tambaleándonos. Eché la vista atrás, pero no puede ver a la chica del hiyab entre la
multitud. Tampoco conseguí ver ni a Maj ni a Basma. Las piedras y los cócteles molotov
volaban por encima de la gente en todas direcciones. Unos tanques enormes habían
bloqueado ya las carreteras de acceso al centro, convirtiéndolo en una auténtica ratonera.
La gente corría en masa hacia los callejones con la ropa cubierta de sangre. El suelo
estaba plagado de cuerpos y charcos de sangre que brillaba sobre el asfalto. Había gente
llorando, otros riendo de manera histérica. Nos dimos la vuelta y conseguimos dar con el
supermercado de mi barrio unos cien metros más abajo. Hacía apenas unas horas había
estado allí comprando yogur y tabaco. El supermercado estaba justo enfrente de nosotros,
pero la calle hervía de gente corriendo por todas partes. Tiré de Taymour y eché a andar
hacia el supermercado. Bajamos la calle corriendo con las manos en la cabeza. El
supermercado estaba atestado de gente. Nos colamos como pudimos y nos escondimos en
un hueco que había entre la puerta de entrada y un frigorífico. El móvil me vibró y pude
leer un mensaje de Maj asegurándome que él y Basma estaban bien. Nos quedamos allí
abrazados, con la cabeza sobre el hombro del otro, durante treinta minutos eternos, hasta
que estuvimos un rato sin escuchar disparos y pudimos cruzar corriendo la calle hasta
llegar al edificio de Teta.
—No puedo subir —Taymour negó con la cabeza—. Tu abuela me va a ver. Me
quedaré aquí en las escaleras hasta que pase todo.
—No sospechará nada, pensará que eres solo un amigo.
—No soy solo un amigo, Rasa. —Taymour tenía una mancha de sangre en la
mejilla derecha. Me miré las manos. No me había dado cuenta hasta ese momento de que
las tenía manchadas de la sangre de la chica del hiyab—. Escúchame, sube arriba ahora
mismo, estará preocupada por ti. Yo estaré bien.
Teta estaba dando vueltas como una loca por el salón rodeada de una nube de humo
de tabaco mientras la televisión pública emitía un documental sobre la vida del Profeta.
Cuando me vio, se echó a llorar. Después me abrazó con todas sus fuerzas. Luego me dio
una bofetada tan fuerte que me partió el labio.
—Ni se te ocurra volver —me ordenó con la ferocidad del mismísimo presidente.
Yo asentí con la cabeza. Estaba muy alterado. Pero al escuchar los tiros de los
francotiradores en la calle supe que iba a volver. Estaba dispuesto a morir por esto. Todos
nosotros estábamos dispuestos a morir por esto, porque esto era más importante que una
sola vida, más que diez o incluso quince. Y cuando el presidente apareció por la noche en
televisión, echándonos la bronca como si fuésemos niñatos malcriados, tuve muy clara una
cosa: que quedarnos en casa supondría volver al miedo y a la negación que nos habían
gobernado durante generaciones.
Ese día hubo sesenta y cuatro muertos y más de trescientos desaparecidos. Después de
aquello, el número de víctimas siguió subiendo. Cada vez que intentaba salir de casa, Teta
amenazaba con tirarse por el balcón o me hacía chantaje emocional fingiendo taquicardias.
La televisión pública empezó a advertir que había terroristas infiltrándose en las
manifestaciones para raptar niños y violar a las mujeres. Y aunque muchos estaban
convencidos de que los responsables eran los propios matones del régimen, el número de
personas en la calle empezó a reducirse. Y uno a uno, la mayoría de mis amigos fue
convenciéndose de que tenían demasiado que perder por algo tan incierto. La nueva
cadena que Basma y yo habíamos empezado a montar con la esperanza de que se
convirtiera en la primera de una serie de nuevas cadenas locales apartadas de las
restricciones de la propaganda del régimen acabó convirtiéndose en una mísera agencia de
traducción para periodistas extranjeros que empezaban a llegar para contar su propia
versión de los acontecimientos. En poco tiempo, Maj fue el único de mis conocidos que
seguía yendo a cada manifestación. Tuiteaba y componía cánticos, y organizó una
plataforma alternativa para los moderados, a los que no apoyaban los hombres poderosos
de la barba. Vio cómo los ataques iban a peor, los cuerpos achicharrados y mutilados con
cuchillos desafilados, y él lanzaba piedras y trozos de hormigón a todo el que llevaba
uniforme. Pero todos los demás dejaron de llamarlo «revolución». En su lugar pasó a ser
una «crisis», y cuando el presidente declaró que estaba luchando contra el terrorismo, la
gente empezó a apoyarlo incondicionalmente.
Mucha de la gente con la que marché en las manifestaciones ahora brinda mientras
descomponen la revolución en mil pedazos, y yo ya no sé ni qué pensar. En cualquier
caso, hay ya tantas opiniones acerca de los acontecimientos que ni siquiera necesito tener
la mía propia. No soy lo suficientemente inteligente como para encontrar la solución a
los problemas de mi país, o a la situación palestina, o al terrorismo o a la paz en Oriente
Próximo. Ni siquiera soy capaz de encontrar una forma de estar con Taymour.
Miro a Nawaf y le sonrío.
—No sé si fue una revolución o una crisis.
—Qué más da —dice Basma para zanjar el tema y volver a la tarea. Desde que
surgieron las protestas, Basma ha dejado de hablar de política. A veces dice algo, pero
brevemente y con cara de desesperación, como si estuviera tratando con gente estúpida.
Puede que tenga razón al comportarse así. Al fin y al cabo, no es que me esté muriendo
de hambre o que no tenga donde caerme muerto. Estoy simplemente aburrido. ¿Es el
aburrimiento motivo suficiente como para revelarse?
Aun así, hemos perdido mucho por culpa de esta crisis. Muchos compañeros de
colegio, con los que nos sentábamos a comer y con los que acudíamos a las reuniones, se
han desvanecido en el aire en los últimos seis meses desde que tomamos las calles por
primera vez aquella mañana gélida de enero. Nadia está en la cárcel. Ella hizo de Sandy
en la versión de Grease que montamos en el instituto, aunque solo tuvo dos funciones
antes de que un padre se quejara de que esos bailes eran demasiado provocativos. Durante
el juicio de Nadia que tuvo lugar el mes pasado, la exhibieron encerrada en una celda con
uno de esos humillantes trajes blancos. Mientras leían sus ridículos cargos, ella hizo una
señal de victoria con los dedos y sonrió desafiante, como si estuviera en una de sus
actuaciones. Rami y Shadi, que eran los mejores en baloncesto, desaparecieron el día que
empezaron los tiroteos: probablemente los encerrarían en alguna prisión o tirarían sus
cuerpos en alguna cuneta fuera de la ciudad. Y Joud, la primera de la clase y la chica más
inteligente que he conocido nunca, simplemente se fue a dormir una noche y no volvió a
despertar. Durante su funeral su madre me apartó a solas y me confesó que había
encontrado un bote de pastillas vacío escondido debajo de su colchón.
—Dime que irá al cielo —me dijo llorando agarrada a mis hombros—. Por favor,
Rasa, dime que no irá al infierno por lo que ha hecho.

El nombre de Taymour aparece en la pantalla de mi móvil. Cuando voy a cogerlo, Nawaf


me aparta la mano.
—Deja de mirar el móvil como si fueras un padre preocupado. ¿No te interesa
escuchar mi opinión sobre lo ocurrido?
—¿Desde cuándo tienes tú una opinión? —le digo.
—Bien —dice Nawaf ignorándome—, este golpe no hará más que alimentar el
argumento antiterrorista del régimen, haciendo que sus medidas no parezcan tan severas,
quizá incluso llegando a justificarlas… Quién sabe, puede que el régimen haya
orquestado la caída de al-Sharqiyeh…
Consigo coger el móvil. El pulso se me acelera al abrir el mensaje:

Podemos hablar pero no hoy. Liado.

—Vuelvo en un minuto —les hago saber a Nawaf y a Basma saliendo de la habitación.


Llamo a Taymour desde el baño. Lo coge al cuarto toque.
—Sé que estás liado, pero solo necesito escuchar tu voz —le digo—. Por favor.
—Rasa, qué alegría saber de ti —me dice Taymour con voz alegre. Por detrás se oye
un jaleo de voces alborotadas.
—¿Puedes ir a un sitio más despejado, donde puedas hablar con más calma?
—Por desgracia no puedo —me contesta con el mismo tono alegre.
—Por favor, dime que estamos bien.
—Estupendo, estupendo. Oye, tengo que dejarte.
—¿Adónde vas? Solo prométeme que no te he perdido.
Se hace un silencio al otro lado de la línea. La respiración profunda de Taymour
resuena por el teléfono.
—No me has perdido —susurra finalmente—. Solo… solo necesito tiempo. Lo de
anoche fue demasiado peligroso, y todavía no nos hemos librado.
—Lo sé, pero no podemos rendirnos ahora. Dame un poco de tiempo y encontraré la
forma, ¿vale? Te prometo que encontraré una forma de que podamos seguir juntos.
—Me tengo que ir, Rasa. Estamos con los preparativos… luego el almuerzo con la
familia… de verdad, tengo que dejarte, lo siento.
—Dame solo un poco de tiempo —le digo, pero Taymour ha colgado ya.
Sentado en el váter, sujetándome la cabeza con las manos, me siento aliviado por
haber podido hablar con él, pero al mismo tiempo culpable, porque el sonido de su voz
despierta mi apetito por él. Es voraz esta ansia, me recome por dentro, no tiene fin. Soy
como un drogadicto en busca de su próximo chute. Ansío esos momentos en los que
podemos ser uno solo, aunque sea por un instante. Un beso robado o una mirada cómplice
que atraviesa un mar de invitados en una fiesta, chocarnos sin querer en un bar lleno de
gente y que nuestros cuerpos se rocen un segundo, que me toquen sus dedos al pasarme
una copa o un cigarro. Eso nos bastó durante un tiempo. Nadie cuestionaba esos
momentos públicos de intimidad. Éramos simplemente muy buenos amigos. Ya en
privado, nos reíamos recordando momentos en los que casi nos pillan y nos cubríamos de
besos el uno al otro. Yo acariciaba su cara, sus brazos, su cuerpo. Me tumbaba encima y
presionaba mi cuerpo contra el suyo, sintiendo mi vello del pecho enredarse con el suyo
mientras respiraba junto a su oído, desesperado por que una parte de mí pudiera
atravesar su coraza. Quería estar lo más cerca posible de él.
De pronto me doy cuenta de que me tiemblan las manos y me pitan los oídos. Siento
como si acabara de romper un plato o de manchar uno de los manteles caros de Teta.
«Todavía no lo he perdido», intento razonar. Lo ha dicho él mismo. Podemos arreglar
esto. Todavía hay esperanza. Siempre hay esperanza.
Hace unas semanas, Teta fue a visitar a una vieja amiga que se había mudado al
pueblo. Echó lo necesario para pasar la noche y se llevó a Doris, dejándome solo a cargo
de la casa. Taymour vino enseguida. Era la primera vez que pasábamos la noche juntos y
nos despertábamos abrazados. Su aliento matutino sabía a victoria. Preparé café mientras
él se acercó a comprar unas pastas y pasamos la mañana en el balcón leyendo el periódico,
escuchando a Fairouz y observando el mundo despertarse. Um Nasser nos echó una
mirada sospechosa desde su balcón y yo le expliqué que Taymour había venido a
desayunar. Fue un día magnífico. Quise despertarme con él todas las mañanas, prepararle
su comida favorita, hacerle la colada.
—Nuestra vida podría ser así —le comenté a Taymour.
Él levantó la mirada por encima del periódico un segundo.
—En un mundo menos cruel, puede.
—¿De verdad es este un mundo tan cruel?
Taymour se quedó callado un buen rato mirando la sucesión caótica de edificios de
piedra caliza que se extendían hasta el horizonte.
—Durante mucho tiempo el mundo me pareció vacío. Nada de lo que hacía me
producía el más mínimo placer. Me resigné a vivir así, muerto en vida. Pero luego las
cosas cambiaron, la noche que nos conocimos. Fue la noche más importante que había
vivido hasta ese momento. Me enseñaste a sentirme vivo.
—¿Y ahora?
Taymour me miró y sonrió.
—Y ahora no sé si quererte u odiarte por ello.
Sentado en este baño sin más pruebas de nuestra relación que un puñado de mentiras
y el sentimiento de culpabilidad, la sensación de que nunca más volverá a entrar en mi
habitación se hace cada vez más patente. Esa habitación no es suficientemente grande
para albergar todo el potencial de nuestro amor. Y para seguir así, teniendo que ignorar
nuestro deseo, más nos valdría estar muertos.
Me lavo y me miro en el espejo asqueroso del baño, las gotas de agua resbalando por
mi penosa cara. ¿Habrá algo más patético que un árabe apegado emocionalmente a su
homosexualidad?
Cuando vuelvo a entrar en la oficina, Nawaf deja de mirar su móvil.
—¿Qué te ha dicho? —me pregunta.
—¿Quién?
—Tu chica. Seguro que era ella la que te ha escrito. Puedo ver el deseo en tus ojos,
habibi. ¿Qué te ha dicho?
Basma me mira con una sonrisita en la cara.
—Basma, ¿puedo hablar contigo a solas un momento?
Me sigue fuera de la oficina. En cuanto cierra la puerta empiezo a soltarle en voz
baja todo lo que pasó anoche. Cuando termino, coge aire.
—¿Estás totalmente seguro de que tu abuela os vio a los dos?
—Sí, totalmente. Y no sé qué hacer, ni adónde acudir. Llevo todo el día intentando
hablar con Taymour, pero no está muy por la labor, y evidentemente está superliado…
—Mi voz se va apagando.
Basma guarda silencio un momento mientras piensa qué opciones tengo. Al final
acaba encogiéndose de hombros.
—Solo hay una cosa que puedas hacer, habibi: negarlo. ¿Qué pretendes, abrirle la
mente de golpe a esa pobre mujer a su edad? Niégalo todo. Ella no vio nada… Eso es lo
que pasó. Si te dice lo contrario, convéncela de que la edad la ha vuelto loca. Porque no
pasó nada, ¿verdad?
—Pero…
—No pasó nada, Rasa. —Basma me da una palmadita en la espalda y abre la
puerta de la oficina.
Nawaf está liando otro porro. Se nos queda mirando cuando entramos.
—Hablo en serio con lo de que nunca funcionaremos como un equipo si seguís
excluyéndome de vuestras conversaciones.
Me suena el móvil, así que me libro de tener que contestarle.
—Rasa, soy Laura —me dice la voz al otro lado de la línea.
—¿Cómo estás? —le pregunto prudentemente.
Laura es una de esos periodistas jóvenes, americanos, con agallas y desesperados por
hacerse un nombre. Se pasan el día pavoneándose por todo el país sin ningún miedo,
haciendo preguntas por las que los habrían matado ya si no tuvieran un pasaporte
occidental.
—Te necesito para una entrevista muy importante que acabo de concertar. ¿Puedes
recogerme?
—Hoy tengo el día un poco complicado… —empiezo a decirle. Lo último que
necesito ahora mismo es acabar enredado en alguna aventura, y Laura es precisamente el
tipo de periodista que acaba enredándote.
—Te pagaré el doble. Por favor —me insiste.
—¿De qué se trata?
—Te lo explicaré cuando nos veamos. La reunión es a las once y tardaremos por lo
menos una hora en llegar.
Respiro hondo y le digo que voy de camino.

Aunque nunca lo haya reconocido abiertamente, no ha sido ningún secreto que Teta
siempre culpó a mi madre por la muerte de Baba. Mi padre enfermó menos de un año
después de que se marchara y murió seis meses más tarde, por lo que Teta se convenció
automáticamente de que el comportamiento de mi madre y su posterior huida le
rompieron el corazón a Baba y le crearon un trauma que permitió que el cáncer arraigara
en su cuerpo.
Si mi padre culpaba a alguien, nunca lo hizo saber. Había sido siempre un hombre
reservado que había trabajado duro por un futuro que le habían arrebatado. Por lo menos
esa era la imagen que Teta tenía de él. Su relación conmigo se limitaba básicamente a
recordarme que la vida es demasiado dura como para perder el tiempo intentando cambiar
aquello que no se puede cambiar.
Esa ideología, un pragmatismo que rozaba el fundamentalismo, era en gran medida
impulsada por Teta. Ella siempre había sido muy pragmática, incluso con la muerte. A lo
largo de su vida tuvo pocos momentos en los que no estuviera de luto: a su padre se lo
llevó la tuberculosis cuando ella tenía dieciséis años; a su madre la mató un año después
una bala perdida que atravesó la ventana de la cocina y le dio en el cuello mientras
preparaba café; Teta disfrutó de cuatro años de matrimonio antes de que su propio marido
muriera de un ataque al corazón, apenas unos meses después de tener a mi padre. Baba
era todo lo que le quedaba, y también él acabó muriendo. Pero fue después de su muerte
cuando desarrolló su jerarquía del dolor. La muerte de su hijo era la cúspide que elevaba
su sufrimiento por encima del que pudiera sentir cualquier otra persona, incluso yo.
—Es natural ver morir a un padre, Rasa —me explicó pocos años después de su
muerte. Por aquel entonces yo estaba en el instituto y en ese momento acabábamos de
sentarnos a cenar—. El cuerpo humano está preparado para soportar la muerte de un
padre. Pero no hay nada en este mundo que pueda prepararte para ver morir a tu propio
hijo.
Pero esa conversación fue mucho tiempo después. Cuando Baba cayó enfermo por
primera vez, yo tenía doce años y Teta me dijo solo una cosa:
—Ni una palabra a nadie, ¿entendido?
Al día siguiente le dije a Maj que mi padre tenía cáncer.
—Ni una palabra a nadie —le amenacé—, ¿entendido?
Teta se negó a que un médico viera a Baba: prefirió preparar ella sus propios
remedios. Hervía zanahorias, calabacines, patatas y espárragos durante horas, hasta que
toda la casa olía a podrido. Luego los machacaba con rabia hasta formar un puré viscoso
marrón, le añadía una pizca de sal y se lo llevaba a su habitación. ¿Por qué mi padre
consintió aquello? Siendo médico, seguro que era consciente de lo inútil de aquellas
pociones, pero aun así no dijo nada. De pie en el pasillo, escuchaba las voces que venían
de la habitación, pero los dos hablaban demasiado bajito como para poder escuchar algo
más que la cuchara chocando contra el plato y a mi padre masticando la plasta de
verduras. Esperaba con la oreja pegada a la puerta, hasta que el crujido de la cama me
mandaba corriendo a mi habitación para evitar que se dieran cuenta de que había estado
escuchando.
Mientras tanto, el país entero estaba cambiando. En al-Sharqiyeh todo el mundo
estaba furioso por los horarios de los comercios y el aumento del precio del pan y de la
gasolina. La gente había empezado a salir a la calle y a quemar neumáticos. Habían
ocupado el centro de la ciudad y amenazaban con llegar hasta los barrios de la zona oeste,
que se habían separado inmediatamente del resto del país y habían sido absorbidos por la
economía global. Yo era ajeno a toda esa realidad. En mi mundo, el único cambio que me
afectó directamente fue la llegada de un chocolate americano riquísimo al supermercado
del barrio. Mis favoritas eran las minitartaletas rellenas de mantequilla de cacahuete de la
marca Reese. Nunca antes había probado la mantequilla de cacahuete y aquel sabor me
parecía sublime. Aunque eran bastante caras, Teta estaba dispuesta a darme dinero para
que me comprara una al día si eso implicaba pasar más tiempo fuera de casa y menos
preguntando por Baba.
En la zona oeste la cosa estaba tranquila, salvo por las obras de al lado. La familia de
Omar estaba ampliando su chalé. Parecía que, cuanto más pobre y furiosa se volvía la
gente de al-Sharqiyeh, más grande y extravagante se volvía la casa de Omar. Al igual que
el cáncer de mi padre, la casa de Omar estaba experimentando su propia metástasis de
nuevos pisos y habitaciones en distintos rincones de la finca, expandiéndose por medio
barrio.
—Mi padre quiere construir una sala de juegos —me explicó Omar cuando le
pregunté por la obra—. Pondremos un jacuzzi y una mesa de billar.
La sala de juegos de Omar acabó convirtiéndose en mi santuario. Su familia instaló
una tele gigante que podías ver mientras te bañabas en el jacuzzi y donde ponían todos
los programas americanos, sin subtítulos, pero también sin censura. Era genial estar allí
metido en el agua de burbujas comiendo minitartaletas de mantequilla de cacahuete y
viendo Las chicas de oro. Sentía como que estaba en Estados Unidos, como si fuera un
personaje más de esas películas y como si nada de lo que estaba ocurriendo realmente
fuera verdad.
Aquello supuso una buena distracción, porque cuando Baba empezó a ponerse
realmente mal, se negó a verme. Puede que no quisiera que su propio hijo le viera tan
débil, la propia vergüenza habría acabado con él. Aunque le supliqué a Teta que me
dejara verlo, ella hizo el papel de su más fiero guardián durante los seis meses que estuvo
agonizando. Lo mantuvo oculto en su habitación, lejos de mí y de los demás, como si el
simple hecho de verlo pudiera arruinar cualquier posibilidad de recuperación. A lo mejor
pensaba que yo me parecía demasiado a mi madre y que con solo mirarlo podría hacerle
empeorar.
Unas semanas después de empezar las vacaciones de verano, mientras Teta estaba
fuera comprando más verduras, esperé hasta que la vi llegar al final de la calle y fui
corriendo a la habitación de Baba. Por la cerradura de la puerta tenía una buena visión de
su cama. Estaba tumbado allí, cubierto de sábanas blancas hasta el cuello. Tenía los ojos
cerrados. Su pecho no se movía.
Abrí la puerta y entré despacito en la habitación. La persiana estaba bajada y apenas
unos rayos de luz se colaban por los listones. El aire apestaba a incienso y a un olor
dulzón que no había olido antes, como a tortita fría. Me quedé junto a la cama mirando
el cuerpo inmóvil de Baba. No se parecía en nada al recuerdo que tenía de él meses antes
de ponerse enfermo. Su cabeza parecía haber encogido y su pelo se había vuelto
quebradizo, como briznas de paja. Los huesos de la cara le sobresalían tan afilados que
podían cortar. Tenía los ojos tan hundidos como el cráter de un volcán y su piel estaba
amarilla y estirada, como el pellejo de un tambor. El hombre que había tumbado en esa
cama no era mi padre.
Salí corriendo de la habitación y cerré de un portazo. Ya en el salón, encendí la tele.
Estaban echando un programa de cocina y me quedé mirando la pantalla. Un hombre con
sombrero de cocinero estaba picando perejil muy finito, hacia delante y hacia atrás, hacia
delante y hacia atrás. Mi padre estaba muerto. Mi estómago se retorció como si el
cocinero estuviera usando el cuchillo para rebanar mis entrañas. Seguí con la mirada
clavada en la pantalla, las lágrimas resbalándome por la cara, la imagen de mi padre
regresando a fogonazos. Teta cruzó la puerta media hora después, cargada con bolsas de
calabacines y patatas. Se quedó helada al verme la cara.
—¿Has entrado en su habitación?
Asentí en silencio. Soltó las bolsas y atravesó el pasillo en un suspiro. Yo fui detrás
de ella de puntillas. Entró en su habitación y cerró la puerta, yo me quedé al otro lado
escuchando. Durante un momento solo hubo silencio y poco después un alarido atravesó
la habitación. Desde el otro lado de la puerta pude escuchar a Teta llorando desconsolada
mientras le suplicaba a Dios que le devolviera a su hijo.
Atravesé otra vez el pasillo hasta el salón y me senté en el sofá. El cocinero seguía
picando cebolla y perejil para hacer tabulé, lo cual me recordó al vómito de Omar el día
que Maj casi consigue que nos dieran una paliza al salir del colegio cuando estábamos en
tercero. La combinación de la imagen del tabulé y la muerte de Baba me dio ganas de
vomitar a mí también.
Sonó el teléfono. Era Omar.
—¿Vas a venir hoy? —preguntó.
Me asomé al pasillo. Teta seguía en la habitación.
—No puedo —le dije.
—¿Y mañana?
—No estoy seguro.
Omar se quedó callado.
—¿Tu padre está bien? —quiso saber.
—Quedamos mañana —le contesté, y colgué el teléfono.
Una hora después apareció Teta. Entró en el salón y se ajustó la falda. Se sentó a mi
lado en el sofá y se encendió un cigarro. Durante un buen rato simplemente fumó y se
quedó mirando la habitación con la mirada perdida. Después habló.
—Se ha ido.
—¿Se ha ido adónde se fue mamá? —le pregunté.
—No. Tu madre se fue al infierno.
Yo tenía doce años.
El entierro de mi padre fue el único momento público de lo que había sido una
muerte íntima. Después del funeral, Teta se negó a recibir visitas. La gente empezaba
conversaciones que no terminaban al cambiar rápidamente de tema. Fue un día lleno de
vergüenza y de secretos que no se mencionaron, pero que se podían palpar en el aire.
Volvimos del funeral para sumergirnos en un terrible silencio. Cuando Teta cerró la
puerta principal yo rompí a llorar. Teta ignoró mi llanto y se fue directamente a su
habitación. No salió hasta la tarde del día siguiente. Yo me pasé el día dando vueltas por
la casa, observando los objetos que ahora reflejaban una luz nueva, más incierta. Un
tenedor, un jarrón lleno de flores, la bandeja de ma’amoul[33] que Teta había preparado,
las borlas rojas de los cojines del salón. Objetos que contenían el eco de un pasado que
parecía, si no precisamente alborotado y feliz, al menos sí lleno de gente. Ahora solo
quedábamos Teta y yo. Cogí esos objetos y les di vueltas entre mis manos, me los llevé a
la nariz para percibir su olor. Esos objetos se habían impregnado de la ausencia de mi
madre y de mi padre.
Al ponerse el sol, las sombras de la casa se iban alargando. Empezó a soplar el viento
y el cielo se oscureció amenazando lluvia. El ruido del tráfico se colaba por una ventana
abierta del salón junto con los gritos de una vecina llamando a sus hijos para que
volvieran a casa. Dentro solo había silencio y yo empecé a pensar en mi padre
descomponiéndose lentamente bajo tierra.
Pocas semanas después de que empezara el colegio aquel mes de septiembre, el padre
del presidente murió de un ataque repentino al corazón. Todos los ciudadanos quedaron
obligatoriamente cubiertos por una sábana de desaliento. Durante diez días, el país entero
se paralizó por el luto. Se prohibió la música. En la tele solo emitían imágenes del
funeral y grabaciones de sus antiguos discursos en la radio. Cuando regresamos al colegio
después de los días de luto estipulados, todas las reuniones de esa semana comenzaron con
un minuto de silencio en honor al difunto, silencio roto la mayoría de las veces por
llantos desesperados alentados por los profesores. Cuestionar aquellas lágrimas suponía
ser un desalmado traidor, así que me uní a ellos. Lloré y grité de dolor como todos los
demás, aunque seguramente yo era el único que no estaba pensando en el padre del
presidente, sino en el mío propio.
***
—Tu coche parece recién sacado de los cincuenta —me dice Laura al entrar, apartando
los periódicos amarillentos apilados en el asiento del copiloto. Son apenas pasadas las diez
y la capa espesa de polvo del salpicadero se está cociendo ya con el sol de media mañana.
La peste que suelta es insoportable. Es justo como me imagino que debe oler un sueño
abandonado hace tiempo. Una Oum Kalthoum cabezona de plástico me mira desde detrás
del volante. Su cabeza da saltitos al arrancar el coche.
Le digo a Laura que el coche es de Nawaf y ella suelta una carcajada.
—Por supuesto que es de Nawaf —se sube las gafas negras de pasta por encima del
puente de la nariz—. Tiene ese look nasserista[40] tan lleno de promesas.
Conocí a Laura cuando se acababa de mudar como corresponsal del New York Times.
Solía citarme con frecuencia cuando empezaron las protestas, en aquel momento en el que
ella era nueva en el país y andaba a la búsqueda de una vieja «voz de la calle» del mundo
árabe. Si me buscáis en internet, encontrareis mi nombre en uno o dos artículos. Para ser
sinceros, ella me hacía parecer mucho más inteligente de lo que realmente soy. Pero
conforme fue escalando puestos y acostumbrándose a la ciudad, haciendo contactos con
líderes de la oposición, consejeros presidenciales y otros tipos mucho más importantes que
yo, empezó a entrevistarme cada vez menos y luego directamente dejó de entrevistarme.
—¿Adónde vamos? —pregunto mientras doy marcha atrás para salir del
aparcamiento y meterme en la carretera.
—Me han dado autorización para hablar con este tipo, Ahmed Baraka, que ocupa
un puesto bastante importante en la oposición —me explica—. Vive en la zona este.
¿Sabes cómo llegar?
—¿Te refieres a al-Sharqiyeh?
—Sí. —Me pasa un trozo de papel con un número apuntado—. Si llamas a este
número te dirán dónde nos pueden recoger.
—No sé si es muy seguro aparecer hoy por allí, ¿no has escuchado las noticias?
Laura se ríe.
—Yo soy las noticias. Todo irá bien, mi fuente es de fiar.
Aunque mi instinto me dice que salga inmediatamente de allí, incluso sabiendo que
me va a pagar el doble, acabo cogiendo el papel y marcando el número. Una voz profunda
y masculina lo coge al primer toque. Le explico quién soy y me propone recogernos en la
torre del reloj, en el centro de al-Sharqiyeh.
—Aparque allí y hágame una perdida. No salgan del coche, y si alguien pregunta,
díganle que están con Baraka —me ordena.
Cuelgo el teléfono y le devuelvo el trozo de papel a Laura.
—Deberíamos llegar lo antes posible —me dice, doblando de nuevo el papel y
guardándoselo en el bolso—. Es un día ajetreado en cuanto a noticias y tengo tres
historias de las buenas que cubrir. Primero esta… luego tengo una reunión después de
comer con el cabecilla de los servicios secretos para hablar del golpe de anoche. Y quiero
escribir algo también sobre la detención de un grupo de gais en un cine.
—¿Qué detención? —le pregunto.
—¿No lo has oído? Anoche, como una hora antes de que la milicia tomara al-
Sharqiyeh, la policía irrumpió en un cine del centro y arrestaron a un grupo de gais que
estaban allí de cruising.
Laura sigue contándome y yo no puedo evitar acordarme de Maj. Un horrible
sentimiento de pánico me corroe el estómago como si me hubiera tragado un litro de
ácido. Mientras intento concentrarme en la carretera, saco mi móvil y vuelvo a llamarlo.
Sigue apagado. No es propio de él estar desconectado tanto tiempo, no mandar ni siquiera
un mensaje ni actualizar su estado en toda la mañana.
—¿Qué más sabes de las detenciones en el cine? —le pregunto a Laura.
—No mucho más —me contesta mientras sigue ojeando sus notas—. Estoy
intentando averiguar dónde los tienen retenidos. Hay un par de grupos pro derechos
humanos encargándose. —Me mira directamente—. ¿Por qué te interesa tanto?
—Por nada —le digo encogiéndome de hombros. Está metido en ese lío del cine gay
seguro, o está cubriendo la noticia o es uno de los detenidos. Si para esta tarde no da
señales de vida, tendré que contarle a su madre lo poco que sé. Me vuelvo hacia Laura—.
Pues el tipo del teléfono me ha dicho de recogernos en no sé qué vieja torre del reloj.
—De acuerdo.
Estamos callados un par de minutos y luego Laura vuelve a hablar.
—Sabes —empieza—, hace ya varios meses que te conozco pero tengo la sensación
de que no sé nada de ti.
—¿Y qué quieres saber?
—No vives con tus padres, ¿verdad?
—Vivo con mi abuela.
—Ah, ¿y dónde están tus padres?
Yo dudo si contestarle o no y aprieto fuerte el volante con las manos.
—Lo siento. No es asunto mío.
—No pasa nada. —Sonrío. Debe de haberme notado muy incómodo, porque
inmediatamente cambia de tema y empieza a comentar el refuerzo de seguridad que hay
en el centro comercial y luego se pone otra vez a ojear sus notas.
Cojo la carretera que nos saca del barrio acomodado, donde las casas de los ricos
forman una media luna de prosperidad que rodea la zona oeste. Los límites de esta parte
de la ciudad los dibujan solares a la espera de nuevas construcciones. La tierra se divide
en lotes con el tamaño justo donde meter un chalé de tres plantas con piscina, jardín y
habitación para la asistenta. Como dijo Taymour un día, fuera de esta zona lo único que
hay son «atascos y hepatitis».
Pasamos por delante de la embajada de Estados Unidos en el límite sur del barrio. El
recinto está protegido por tanques, guardas armados y barricadas de hormigón que rodean
el edificio bloqueando el paso, impidiendo el tráfico y obligando a la gente a andar por la
carretera.
—Mira eso —espurrea Laura—. Diplomacia del siglo XXI… Si dependiera del
gobierno americano, todas las ciudades del mundo árabe tendrían un archipiélago de zonas
verdes. —Se vuelve a recostar en el asiento, satisfecha consigo misma por el comentario.
La cabeza de Oum Kalthoum empieza a dar saltitos en el salpicadero al pillar un bache.
Hay fotos del presidente a ambos lados de la carretera. Hay fotos de él con su familia,
su elegante mujer lleva un vestido de noche verde esmeralda y una tiara reluciente en la
cabeza. Hay fotos de él vestido con la túnica típica de las tribus del norte, fotos de él con
traje y corbata, algunas en las que lleva barba y otras en las que aparece totalmente
afeitado. Igual que la Barbie, el presidente viene en distintas versiones: Presidente Tribal,
Presidente Hombre de Negocios, Presidente Islámico, Presidente Laico… colecciónelos
todos.
Paramos en un puesto de control del gobierno empapelado con fotos del presidente.
La bandera cuelga flácida de la barrera que bloquea la carretera.
—¿Adónde van? —El soldado del puesto de control mete la cabeza en el coche al
bajar la ventanilla.
—Tenemos una reunión —le digo.
No aparenta más de diecinueve, tiene un AK-47 colgando del hombro y un casco
demasiado grande para su cabeza.
—La carretera está cortada —avisa el soldado, desplazando su peso para que no se
le caiga el arma. Sus ojos nos escanean la cara pasando de la mía a la de Laura una y
otra vez.
—Tenemos autorización —le aclaro.
Laura me pasa el papel y se lo doy al soldado.
—¿Qué tipo de negocios se traen por allí? —inquiere examinando el papel.
—Ella trabaja para un periódico americano, ha concertado unas entrevistas.
El soldado se queda parado un rato. La tensión entre los tres se podría cortar con un
cuchillo.
—¿Tienen un cigarro? —pregunta por fin, rompiendo el silencio.
—Para usted, tres —le digo, sacando del paquete un puñado de cigarros. Se los
pongo en la mano y él asiente con la cabeza y nos indica que sigamos.
Laura saca un pañuelo de su bolso y empieza a envolverse la cabeza. No sé cómo será
ese Ahmed. ¿Cómo reaccionará cuando me vea, un chico de la zona oeste con camiseta y
vaqueros de última moda que habla inglés con acento americano? ¿Ofenderá sus
sentimientos mi corte de pelo? ¿Olerá a injusticia en las suelas de mis Converse recién
estrenadas? Y en cuanto a lo otro… ¿adivinará que anoche estuve en la cama con otro
hombre? ¿Será capaz de oler el sudor de Taymour en mi piel?
Me salgo de la carretera principal para cruzar el puente que separa los barrios de la
zona oeste de al-Sharqiyeh. Los famosos letreros de McDonald’s y Starbucks dan paso a
carteles andrajosos pegados unos contra otros, luchando por llamar la atención. Algunos
anuncian crema blanqueante Fair & Lovely y yogur Baladi, otros animan a los
ciudadanos a que apoyen la reforma. La calle ruinosa está formada por una ristra de
tiendecitas que venden botellas de agua polvorientas, kaak[26] y mashawi[35].
Cuando mi madre y mi padre todavía estaban juntos, solíamos cruzar este puente
bastante a menudo. Por aquel entonces, algunos viernes, si Baba no estaba muy cansado
de trabajar, se ponía sus vaqueros y se quedaba parado junto a la puerta, sonriendo y
agitando las llaves del coche en la mano. El sonido de esas llaves nos hacía inmensamente
felices a mamá y a mí y, como si fuera una señal, dábamos un salto del sofá y corríamos
hacia el coche. Baba cruzaba el puente de camino a las montañas de las afueras. Mi madre
le pedía siempre a Baba que cruzara por al-Sharqiyeh. Cuando Teta venía con nosotros se
empeñaba en que no bajásemos las ventanillas.
—Pero si vamos a vivir en este país tendremos que vivir de verdad en este país —
decía mi madre metiendo su cinta de Mike and the Mechanics en la radio. Su canción
favorita de ese disco hablaba de una mujer infeliz que bebía mucho café.
Yo miraba a mi madre cantar, tan guapa y melancólica, y me sentía impotente por
que le gustara una canción tan triste y me preguntaba si de alguna manera yo tenía la
culpa de su infelicidad. Cuando la canción terminaba, siempre rebobinaba la cinta y la
volvía a poner. Y después de escucharla tres o cuatro veces, era como si mi madre hubiera
encontrado una compañía en su tristeza. Después parábamos a comer en algún puesto del
centro de al-Sharqiyeh, un festín de pollo asado tan tierno que la carne se separaba
perfectamente del hueso.
—Os va a dar diarrea —refunfuñaba Teta desde el coche mientras nosotros tres nos
rechupeteábamos la salsita de la carne de los dedos a un lado de la carretera.
Cuando terminábamos de comer, volvíamos al coche. Sabíamos que Baba no volvería a
parar hasta que no estuviésemos lo suficientemente alejados de la sociedad, montaña
adentro.
Antes de que la tristeza pudiera con Mama, se levantaba todas las mañanas, se ponía
sus vaqueros manchados de pintura, cogía el autobús (para disgusto de Teta) y se bajaba
en al-Sharqiyeh para darse un paseo, pintar, charlar con los chavales y enseñarles sus
obras. No importaba las veces que Teta le repitiera que «la gente va a empezar a hablar»
si su nuera seguía visitando los suburbios, y a pesar de lo mucho que intentaba
presentarle a Mama otras mujeres de la alta sociedad («Esta es fulanita, acaba de
graduarse en una universidad de Londres, y esta es su hermana menganita, es la mejor
amiga de esa actriz famosa que te dije que salió en la tele la otra noche. Y esta es
zutanita, vive al final de la calle y acaba de abrir una joyería preciosa…»), Mama seguía
levantándose todas mañanas para ir a al-Sharqiyeh.
Yo he dejado de ir a al-Sharqiyeh. La mayoría de los que deambulan por esta zona
son periodistas, como hormigas acudiendo a una fruta podrida.

A unos cien metros del puente, paramos en otro puesto de control. Este no es del
gobierno. La idea de que haya algo que escape al control del presidente debería llenarme
de alegría, pero los dos hombres que hay haciendo guardia en el puesto, con la cara
envuelta en un pañuelo verde oliva de forma que solo se les pueden ver los ojos,
despiertan en mí el mismo miedo de siempre. Paro el coche y bajo la ventanilla.
—Assalamu alaikum —les saludo.
No contestan. Uno de ellos se agacha y mira a Laura, luego a mí. Le digo que ella es
periodista y le paso el papel. Lo lee y hace una llamada. Cierro los ojos y respiro
profundamente tratando de calmar los nervios. A mi lado, Laura se impacienta.
El hombre está un buen rato al teléfono. Cuando termina, se lo mete en el bolsillo y
se vuelve hacia el coche. Se dirige hacia la parte de atrás y le pega un puñetazo al
maletero. Aprieto el botón y el maletero se abre. Lo inspecciona. Yo empiezo a pensar en
lo que puede haber ahí dentro, en qué desastre podrá tener Nawaf por ahí atrás. Mierda,
lo tenía que haber revisado antes de salir. Me limpio la boca y miro de frente. El hombre
cierra por fin el maletero y se dirige hacia el otro, que está justo al lado de mi ventanilla.
Le dice algo al oído y el otro se agacha.
—Sigan recto por esta carretera —me indica. Tiene el aliento agrio—. Llegarán a
un semáforo: tuerzan a la derecha y suban la colina. La torre del reloj está justo en lo
alto. Esperen allí.
—Gracias. —Aliviado, me dan ganas de bajarme del coche y darles un abrazo. En
vez de eso, les ofrezco la sonrisa más agradecida que puedo poner mientras nos indican
que sigamos.
La carretera, más pequeña, está flanqueada por palmeras. Laura guarda silencio
mientras repasa su lista de preguntas y publica unos cuantos tuits. Yo vuelvo a
acordarme de Maj. Si está entre los que detuvieron anoche, y a estas alturas sería
inocente pensar lo contrario, Dios sabe lo que le harán. Es lo bastante bocazas como para
decir algo que cabree a un policía. Y si averiguan el tipo de información que recopila, la
cosa será mucho peor.
No me sentiría cómodo compartiendo estas preocupaciones con Laura. No quiero que
Maj sea una historia descontextualizada más, otro titular al final de la cuarta página de
algún periódico extranjero. Además, no habrá ninguna protesta pidiendo la liberación de
Maj, ningún grupo de la oposición que luche por su causa. Estaría solo yo, y de qué sirvo
yo si ni siquiera puedo expresar mis preocupaciones a una periodista americana. Cada vez
que pienso que las cosas no pueden ir a peor, el universo revela una capa más de
oscuridad.
No tiene sentido pensar en eso ahora. Necesito concentrarme en asegurar que
entramos y salimos de aquí con vida. El hombre con el que hablé por teléfono nos dijo que
no nos bajáramos del coche. No tenía pinta de ser una trampa. ¿Y por qué iba ser una
trampa? ¿Qué sentido tendría matarnos a nosotros? ¿Conseguiría mi muerte acercarlos de
alguna manera a sus objetivos políticos? Me vuelvo hacia Laura.
—Realmente te voy a tener que cobrar el doble por esto, lo sabes.
Laura se echa a reír, y aunque le percibo un poco de nerviosismo, su risa me
tranquiliza.
—¿Eres optimista con respecto a mi país? —le pregunto, intentando distraerme. He
aprendido a escuchar a los buenos periodistas extranjeros, a los que hablan con todo el
mundo y consiguen una visión global de todo lo que está pasando. Los malos, los que se
pasan el día encerrados en el Four Seasons hablando con gente como yo, esos no sirven de
nada. Pero los buenos pueden ser como una auténtica pitonisa.
Laura levanta la vista de su móvil y mira por la ventana al pasar por delante de un
cartel del presidente. En este va vestido de uniforme. El lema «Juntos salvaremos nuestra
nación» cruza la parte baja del cartel en una letra negra intimidante. Alguien le ha
arrancado la cabeza al presidente.
—Ya no estoy segura —suspira.
Me pregunta qué opinión tengo yo de todo lo que está pasando en el país. Le
contesto que la situación política está muy mal, que estamos atrapados entre el
terrorismo y el autoritarismo. Ella me dice que la mayoría de la gente que vive fuera de
las ciudades no puede permitirse el lujo de plantearse semejantes razonamientos políticos,
lo único en lo que pueden pensar es en cómo darles de comer a sus hijos. Le digo que
tiene razón, pero que la economía también es política. Me mira con los ojos entrecerrados.
Puede leerme la educación internacional en la cara y escucharla en mi nivel de inglés.
Aunque me juzga por ello, reconoce igualmente que me necesita. Soy su puente, su guía
oriental de confianza. Hablo árabe e inglés y estoy familiarizado con la imagen que los
americanos tienen de nosotros.
Sigo conduciendo en silencio. Al entrar en al-Sharqiyeh nos topamos con calles llenas
de baches y rodeadas de basura humeante y neumáticos usados por todas partes. Todo
parece cubierto de una espesa capa de hollín. Dos niñas descalzas cruzan la calle tirando
de un burro esquelético.
—Los parias de la tierra —digo al adelantar a las niñas con el coche. La más alta se
me queda mirando.
Laura levanta la vista de sus apuntes y me sonríe.
—Bienvenido a la otra mitad de tu ciudad, Rasa.
—¿Crees que acabaremos teniendo un gobierno islámico? —le pregunto.
—Si eso es lo que quiere la gente, ¿importa realmente si es islámico o no? —me
pregunta ella.
—Terminé la universidad pensando que cualquier gobierno sería legítimo mientras
fuera elegido por la gente.
—¿Y ahora?
—Ahora creo que la religión es el último refugio de los pobres… Rezar cinco veces
al día, todo ese lavado de manos y esas normas restrictivas… conceden a la gente cierto
orden y un propósito. Mientras piensan que la vida tiene un sentido último, se
mantienen alejados de los verdaderos motivos de su desesperación.
—Pero tienes que respetar las creencias de la gente —me dice.
—Sí, sí, el respeto. Muéstrales respeto dándoles una educación, un trabajo, un atisbo
de futuro sin nadie que les pise los talones continuamente.
El aire apesta a gasolina y a calor. Por fin vemos la torre del reloj en lo alto de la
colina y un montón de bolsas de plástico rojas, blancas y azules revoloteando alrededor.
Aparco en una cuesta. El coche se va hacia atrás hasta que choca con una señal de stop
corroída.
—Quédate en el coche —le indico a Laura, antes de abrir la puerta y bajarme.
Nos dijeron que no bajáramos del coche, pero necesito un poco de aire. El sol de
mediodía está pegando fuerte. El sudor que me cae por la espalda y las axilas me está
empapando la camiseta y haciendo que se me pegue al cuerpo como una segunda piel.
Estoy seguro de que me están observando. Me fijo en un grupo de casas que hay justo en
el filo de la colina. En el suelo hay tirada una caja de higos. Está rota y unos cuantos
han salido rodando cuesta abajo, el resto se están cociendo al sol. El sonido del athaan[6]
de mediodía atraviesa la ciudad: la voz del muecín mitiga mis nervios. Efectivamente,
Dios es más grande que todo esto.
Marco el número que me ha dado Laura y lo dejo sonar un rato antes de colgar. Me
vuelvo hacia Laura y veo que está entretenida consultando su móvil. Le doy un toque
rápido a Nora, la encargada del Guapa.
—¿Has hablado hoy con Maj? —le pregunto.
—No, ¿por qué? —me dice con voz preocupada.
Echo un vistazo al secarral que me rodea.
—Estoy seguro de que no es nada, es solo que su madre me llamó hace como una
hora y me dijo que no volvió a casa anoche. ¿Te diste cuenta de cuándo se fue? ¿Iba con
alguien?
—No me acuerdo. Anoche fue una locura. Déjame que haga un par de llamadas y te
llamo de vuelta.
Me guardo el móvil en el bolsillo y me acerco al filo de la colina. Observo mi ciudad
desde arriba y compruebo que se empeña en seguir creciendo de forma inevitable y caótica.
Los tanques de agua de aluminio y las antenas parabólicas blancas brillan en los tejados
con el sol. Es desconcertante ver la pobreza en esta zona después de pasar tanto tiempo en
el distrito oeste. Pero, aun así, también resulta familiar, como si el distrito este y el oeste
fueran las dos caras de una misma moneda que no pueden existir la una sin la otra.
Millones de vidas siguen adelante allí abajo, en esas casas y en esas carreteras asfixiadas
por el tráfico. En algún lugar de allí abajo están Maj y Teta, y por supuesto Taymour.
Antes de conocer a Taymour, no tenía ningún motivo para contarle nada a nadie.
Pero después, estando ya con él, quería compartir mi alegría con el mundo entero. No
podía seguir aguantando no decir nada sobre nosotros, así que se lo dije corriendo a
Basma y a Maj. Mi amor por él era demasiado grande como para ocultarlo. Le dije que
quería contárselo a más gente. Taymour no quería, y el simple hecho de pensarlo le hacía
temblar de ansiedad.
—Pero si seguimos ocultándonos así, será muy fácil perderte.
—Siempre encontraremos la forma de estar juntos —me decía—. No necesitamos
que nadie nos ayude con eso.
Ahora que estoy tan cerca de perderlo, lo único que quiero es quedarme aquí, en lo
alto de este barranco, y gritar su nombre. Quiero sacarme la pena que llevo dentro y
asegurarme de que el recuerdo de lo que hemos tenido atravesará el valle y resonará para
siempre a lo largo de la ciudad.
Saco el móvil y le escribo un mensaje:

¿Recuerdas cuando me prometiste que encontraríamos la forma de que lo nuestro funcionase?

Vuelvo al coche y me apoyo en la puerta. Un chaval aparece detrás de una de las casas.
Se nos queda mirando, como calculando sus posibilidades, y se decide por Laura. Le pone
la mano delante y agacha su labio inferior.
—No tengo dinero —le dice Laura, apartando por un momento la vista de su
móvil. Mueve las manos diciéndole «Ma fee, ma fee[31]». El chaval insiste, su labio
inferior casi rozándole la nariz. Laura suspira y le señala la caja de higos—: Están bien,
te los puedes comer.
El chaval la mira sorprendido y su labio recupera su posición natural. Se da la vuelta
y vuelve a meterse en una de las casas.
—Ese es el problema que tenéis los árabes. —Laura cabecea—. Sois capaces de
morir de hambre por orgullo.
Ignorando el comentario (porque en mi profesión uno está ya acostumbrado a ignorar
ese tipo de comentarios), le pregunto si va a entrevistar a alguien más aparte de a
Ahmed. Dice que no con la cabeza, sin levantar siquiera la vista del móvil.
Un jeep polvoriento sube la cuesta y se para a unos metros de nosotros. Dos hombres
con barba se bajan del coche. Me miran, escrutándome. Intento con todas mis fuerzas
parecer inofensivo. A pesar del calor que hace hoy, los dos llevan chaquetas gruesas con
bolsillos enormes a los lados. El más joven de los dos, guapo y con los ojos verdes, habla
primero.
—Laura —dice señalándola.
—Soy yo —responde Laura, ajustándose el hiyab.
El tipo alarga el brazo y me da la mano.
—Sheikh[43] Ahmed les está esperando —me dice en árabe—. Dejen el coche y
vengan con nosotros. Les traeremos de vuelta cuando hayan terminado.
Me vuelvo hacia Laura y se lo traduzco. Nos subimos al jeep y noto enseguida un
olor fuerte. Un rato después me doy cuenta de que es olor a pólvora.
Durante mucho tiempo, la interpretación me pareció la forma más pura de tender
puentes entre distintos mundos. Ya que no podía decir lo que tenía de verdad en la cabeza,
al menos sería capaz de moldear las palabras de otros, iluminando mundos distintos y
encontrando el punto en el que ambos coinciden. Un puente es una posición de poder y,
siempre que puedo, intento usar ese poder de manera positiva. Pero cuando veo que las
palabras que tengo que traducir son insolentes mentiras, siento que tengo que hacer algo.
Porque si esas mentiras salen de mi boca, aun perteneciendo a otra persona, ¿no soy yo
cómplice de esas mentiras? Cuando me veo en ese tipo de situaciones, interpreto mal.
Interpretar mal es todo un arte. Debe hacerse con sutileza para no desatar un caos, de tal
manera que solo quede un leve sentimiento de confusión. Hoy en día, cuando todo es tan
incierto, resulta más fácil que nunca interpretar mal. Hay mentiras por todos lados.
Cuelgan de nuestros labios, mentiras construidas sobre otras mentiras, hasta que ya nadie
sabe cuál es la verdad. Ese es justo el momento en el que interpretar mal puede servir de
algo. Las palabras sustentan el poder, Estados Unidos me lo dejó muy claro.
Bajamos la colina por una calle vacía flanqueada a ambos lados por casas de ladrillo
medio derruidas. Unos pocos niños se asoman por las ventanas cuando pasamos pero,
aparte de eso, la única señal de vida es la ropa tendida al viento en cables de metal en la
fachada de las casas.
Sería muy fácil para estos dos conducir hasta una cuneta y tirarnos allí a Laura y a
mí. De pronto me viene a la cabeza la imagen de nuestros cuerpos decapitados tirados en
una zanja de tierra en algún lugar perdido. Sacudo la cabeza y miro a Laura, que observa
por la ventanilla las casas y las calles. Mis ojos se quedan clavados en la piel suave de ese
punto justo por encima de su nuez donde le pondrían el cuchillo. «Cállate, Rasa», pienso
para mis adentros, y vuelvo a sacudir la cabeza.
El jeep traquetea hasta un stop que hay frente a un edificio de dos plantas. Hay un
hombre con barba parado en la puerta. Lleva puesta una túnica beis perfectamente
planchada y unas zapatillas color plata y azul. No reconozco la marca de las zapatillas,
puede que sean una copia barata. El hombre está apoyado en un bastón de madera cuyo
barnizado brilla con la luz del sol. Se presenta a sí mismo como Ahmed y nos da la
bienvenida. Cuando se da cuenta de que estoy mirando su bastón, me sonríe.
—Me rompieron la cadera, estoy ya viejo —me explica, aunque no veo ni una sola
arruga en su cara. Tiene la mirada cálida, pero percibo en ella también un carácter de
acero que me mantiene alerta. Me recuerda que, a pesar de ser bienvenidos, también
estamos siendo vigilados.
Le seguimos por un par de tramos de escaleras de hormigón. Por dentro, el edificio
parece que está todavía en construcción, ¿o más bien en destrucción? No es fácil de
adivinar. Las escaleras no tienen barandillas y hay varas de hierro que salen de las paredes
como serpientes oxidadas.
—Están de suerte —nos dice Ahmed, volviéndose hacia nosotros mientras subimos
las escaleras. A pesar de su cojera, hay algo encantador en él, algo atractivo y cautivador
—. Nos acaba de llegar un envío de diésel esta mañana, así que hemos podido poner en
marcha el generador y Um Abdallah nos está preparando un delicioso almuerzo
tempranero.
Se lo traduzco a Laura.
—¿De dónde venía ese envío de diésel? —pregunta Laura.
Empiezo a traducir, pero Ahmed me interrumpe.
—No hace falta que traduzca —me dice Ahmed en árabe—. Hablo y entiendo
inglés perfectamente, pero prefiero hablar solo en árabe. Por favor, explíquele a ella que en
nuestro país la élite habla inglés para parecer sofisticada y diferenciarse de las clases
bajas. Así que para mí hablar inglés en mi propia casa supondría una traición.
Ahmed se detiene mientras se lo traduzco a Laura, que asiente con la cabeza y no
dice nada. De pronto soy consciente de que me han arrebatado el único poder que tenía: la
posibilidad de interpretar mal. Siento que me han dejado en pelotas y con las manos
atadas a la espalda.
—En cuanto a su pregunta —continúa Ahmed—, a veces recibimos envíos de
nuestros amigos.
—¿Tienen electricidad normalmente? —pregunta Laura, y Ahmed se ríe.
—Los únicos servicios estatales que hemos tenido por aquí en los últimos veinte
años han sido los matones del régimen patrullando las calles y apaleando a nuestros
niños.
Ahmed nos conduce hasta un modesto comedor. Las paredes están rodeadas de cojines
rojos y dorados y hay un pequeño televisor en el rincón emitiendo las noticias. Ahmed
nos pide que nos sentemos. El fuerte olor a cordero asado y a arroz me sube por la nariz,
recordándome que no le he metido nada al cuerpo en toda la mañana aparte de café y
tabaco.
—¿Dónde vive usted, Rasa? —pregunta Ahmed, mirándome fijamente. Le digo que
vivo en el centro y parece sorprenderle.
—Hubiera pensado que vivía en la zona oeste.
—Antes vivía allí —le digo, intentando mantenerme distante.
Asiente con la cabeza mientras me sigue analizando. Me vuelvo hacia Laura,
esperando que intervenga y cambie de tema. Por suerte, el ruido de las cacerolas que viene
de la otra habitación distrae a Ahmed.
—Um Abdallah está terminando la comida —dice—. No se ha encontrado muy
bien durante las últimas semanas. Yo tampoco, sinceramente.
Le traduzco a Laura, que pregunta por qué.
—Nuestro hijo desapareció el mes pasado —nos explica—. Organizamos una
protesta en el centro y él acudió. Desde entonces no ha vuelto a casa.
—Lo siento —dice Laura—. ¿Cuántos años tiene?
—Veinticuatro —Ahmed coge de la pared una foto tamaño folio enmarcada y se la
pasa a Laura—. Abdallah.
Laura mira la foto y me la pasa a mí. El joven que me mira desde la foto tiene la
piel oscura, está totalmente afeitado y no sonríe. Sus ojos tienen la misma agudeza sutil
que los de su padre. Le devuelvo la foto a Ahmed, que la vuelve a colgar de la pared.
—¿Han seguido manifestándose desde que desapareció su hijo? —pregunta Laura.
—Durante un tiempo, sí —contesta Ahmed. En la cocina se oye el ruido de una
cuchara sirviendo el arroz en un plato—. Teníamos un compromiso con la revolución. El
hecho de que Abdallah haya desaparecido solo convierte la lucha en algo más personal
para mí. La esperanza que surge de la desesperación puede llegar a ser la más intensa, y
mi compromiso a la hora de luchar por el cambio es tanto conmigo como con mi país.
Pero ya hemos protestado bastante. Ahora tomaremos lo que es nuestro.
Laura lo anota en su cuaderno y Ahmed se disculpa y se dirige a la cocina. Puedo
escucharlo susurrar. Ahmed dice algo como «No pasa nada, puedes venir, es de la edad de
nuestro hijo». Ahmed aparece un rato después con una fuente caliente de arroz y cordero.
Um Abdallah asoma por detrás con un plato de ensalada. Es una mujer bajita y
regordeta, con la cara redonda y unos enormes ojos marrones. Es más joven de lo que me
imaginaba, aunque es difícil de adivinar. Podría tener treinta o cincuenta años.
Um Abdallah deja el plato en la mesa y se apresura a saludarnos. Rodea a Laura con
sus brazos y le da un beso en cada mejilla, como quien saluda a un amigo al que no ha
visto en mucho tiempo. Se vuelve hacia mí y se inclina levemente con una mano en el
pecho. Nos sentamos a la mesa y Um Abdallah nos sirve a cada uno una generosa ración
de arroz, cordero y ensalada. Mientras me está sirviendo a mí, se vuelve hacia Ahmed.
—¿Les has hablado de Abdallah? —susurra.
Ahmed asiente. Um Abdallah le pregunta que qué nos ha contado. Él le pone una
mano sobre el brazo.
—Como les he comentado por teléfono —explica Laura—, estoy escribiendo un
artículo para un periódico americano sobre los acontecimientos de anoche. Por favor,
siéntanse libres de hablar con total franqueza y si hay algo que no quieren que mencione,
solo tienen que decírmelo.
—No tenemos ningún miedo, puede citar nuestros nombres —dice Ahmed—. Por
favor, coma y pregunte lo que quiera.
—Esta última estrategia de tomar partes de la ciudad, ¿adónde creen que puede
llegar? —pregunta Laura.
—Hemos ofrecido muchas oportunidades. Pedimos que se disolviera el parlamento y
se convocaran nuevas elecciones, más imparciales. Le dimos al presidente otra
oportunidad. Pero uno tiene que ganarse su legitimidad. Ahora tenemos nuestros propios
planes.
Ahmed se levanta de pronto y se dirige a la otra habitación. Vuelve un rato después
con una hoja de papel enorme, que pone sobre la mesa. Parecen los planos de una ciudad.
En el centro hay un gran círculo señalado como «mezquita». Alrededor de ese círculo hay
cuadrados señalados como «casa» y «escuela» y «hospital», organizados alrededor de
círculos más pequeños, «mezquitas».
—Así es como será nuestra futura ciudad. No más medidas de seguridad elitistas
que separen a un ciudadano de otro, no más instituciones públicas alojadas en edificios a
punto de derrumbarse.
—Y miren —interviene Um Abdallah entusiasmada, señalando la gran mezquita
del centro—. Todas las casas… es más, todos los edificios… estarán a cinco minutos
andando de una mezquita.
Cuando se lo traduzco a Laura, ella pregunta si quieren un Estado islámico.
—Vivimos en un país musulmán —contesta Ahmed.
—Pero un país musulmán no es lo mismo que un Estado islámico —responde
Laura.
—Todo el mundo quiere un Estado islámico —tercia Um Abdallah. Yo dudo si
traducir eso o no, pero parece que ni Ahmed ni Um Abdallah se dan cuenta.
Me vibra el móvil en el bolsillo. El mensaje de Taymour es corto:

No hicimos promesas.

Sus palabras forman un nudo en el fondo de mi garganta. Me las trago empujando con
una cucharada de arroz.
—Hay mucha gente en el país que no quiere un Estado islámico —insiste Laura.
—No, no —Ahmed sacude la cabeza—. Son una minoría muy reducida. Esa
pequeña minoría la forman dos grupos. Los primeros son los enemigos del islam, que
intentan deliberadamente apartar de Dios a las masas. El otro grupo lo forma gente que
no conoce otra cosa. Y cuando comprueben los beneficios de un Estado como ese, ya verá
usted cómo cambian de opinión. —Se vuelve hacia mí con una sonrisa en la cara—.
¿Verdad?
No le contesto y me limito a traducirlo todo entre cucharada y cucharada de arroz y
cordero. ¿Me estaba poniendo a prueba con ese «¿Verdad?» o estoy sacando demasiadas
conclusiones? Me pregunto a cuál de esos dos grupos piensan Um Abdallah y Ahmed que
pertenezco yo. ¿Acaso sería capaz de contradecirle? Recuerdo un momento, semanas
después de que los francotiradores atacaran a los manifestantes, cuando ya no podía
soportar más quedarme al margen y Basma y yo decidimos unirnos a Maj en las
manifestaciones. Al intentar entrar en el midan, un hombre joven nos paró, el brazo en
alto y el ceño fruncido como en los viejos tiempos.
—La zona de mujeres está por allí —le indicó a Basma, señalando a su izquierda
hacia un pequeño recinto rodeado por una lona azul.
—¿Qué quiere decir con la zona de mujeres? —Basma lo apartó de un empujón—.
Qué te has creído que eres, ¿un controlador fronterizo?
—Hay un recinto especial para mujeres. Es por su seguridad —le hizo saber el
hombre.
—Estamos más seguros juntos —le repliqué yo.
El hombre se me quedó mirando.
—¿En serio? ¿Tienes miedo de salir herido? A lo mejor tú también tendrías que ir al
recinto para mujeres.
En vez de al recinto para mujeres, me fui a casa. Solo volví una vez más, después de
que Maj insistiera. En ese momento había empezado ya a documentar abusos policiales
para un grupo americano pro derechos humanos. Cuando llegué, me di cuenta enseguida
de que no reconocía nada de lo que había a mi alrededor. Las barbas habían crecido, las
mujeres estaban segregadas y los cánticos eran otros. Observé las caras entre la multitud y
la gente me miraba de forma distinta. Los muros se habían vuelto a levantar. Perdí la
confianza y sentí cómo se alzaban de nuevo también mis propios muros. Mirando
alrededor, empecé a pensar: «Si de verdad conseguimos derrocar al presidente y derribamos
hasta la última puñetera imagen y estatua de él, ¿con qué lo reemplazaremos?». Las
protestas me habían parecido lo más auténtico que había hecho en mi vida. Ahora
parecían una operación de martirio para ayudar a una nueva generación de dictadores a
llegar al poder. Puede que este cambio empezara con aquel hombre diciéndome que me
fuera yo también al recinto de mujeres. ¿Cómo iba a compartir mis pensamientos políticos
con la gente de las plazas si ni siquiera podía compartir con ellos mis pensamientos más
íntimos? Me uní a las protestas para no tener que volver a llevar una máscara. ¿Qué
sentido tiene arriesgar tu vida para poder quitarte una máscara y acabar teniendo que
llevar otra distinta? Eso sería como castrar burros. Así que me quedé en la plaza por
solidaridad el tiempo justo de fumarme un cigarro y después me fui.
Si triunfa la revolución, será gente como Ahmed la que tendrá mi destino en sus
manos. Si eso ocurre, ¿seguiré siendo capaz de esconderme detrás de conversaciones como
esta? De momento, ayuda que la comida está deliciosa, el cordero está tierno y jugoso y se
derrite nada más metértelo en la boca. La ensalada está fresca y crujiente. Engullo mi
plato y Um Ab-dallah me sirve inmediatamente más arroz y más carne. Intento protestar,
pero no hay forma.
—Coma, coma —insiste mientras vierte más ensalada a mi plato. Se vuelve hacia
Laura—. Fíjese en Abdallah: es el ejemplo perfecto de joven defraudado por este
régimen. Es tan guapo, mi Abdallah… —Se queda ahí, sujetando la cucharada de
ensalada, y de pronto me mira y pregunta—: Ustaz[51] Rasa, ¿puedo preguntarle algo?
—Claro que sí…
—¿Reza usted?
—¿Rezar? —Dudo un segundo—. A veces… No mucho.
Agita la cabeza.
—No, hijo mío. Eso no está bien. Dios creó este mundo para usted, le ha ofrecido
esta deliciosa comida, la ropa que le cubre… El mismo aliento que está respirando ahora
mismo, se lo ha dado Dios. ¿Y usted no emplea ni cinco minutos de su día en
agradecérselo? Por favor, se lo pido por su bien… empiece solo un par de veces al día si lo
prefiere… Ya verá cómo su mente y su cuerpo mejoran inmediatamente.
Le sonrío para que sepa que no me ha molestado lo que ha dicho.
—Rezaré —le prometo, y entonces me viene de pronto a la cabeza una imagen que
me descoloca por completo: la idea de que Um Abdallah pudiera ser mi madre. Me asalta
de repente, a traición: ahora que su hijo ha desaparecido, podría dejar la casa de Teta y
venirme a vivir con ellos. Tomaría comida deliciosa como esta todo el día, servida
directamente en mi plato; rezaríamos cinco veces al día y luego iríamos juntos a
manifestarnos como una gran familia. Reconstruiríamos este país empezando por este
modesto comedor de al-Sharqiyeh y sí, todas las casas estarían como mucho a cinco
minutos andando de una mezquita. Sería realmente estupendo tener una madre y un
padre como ellos. Además, conseguiría salir por fin de mi burbuja burguesa. Aquí tal vez
ganaría autenticidad y no habría dudas sobre mi posición.
Laura dice algo y Um Abdallah responde rápido diciéndole algo así como «espero que
su historia nos ayude a encontrarlo» pero no la escucho muy bien. Le pido que hable más
despacio porque no puedo traducir a esa velocidad. Um Abdallah lo repite igual de rápido
y entonces Ahmed me lo aclara.
—Pregunta si hay algo en concreto que deban saber para ayudarnos a encontrar a
nuestro hijo —me dice Ahmed, y yo se lo traduzco a Laura.
—No quiero crearles falsas esperanzas —les responde esta—. El periódico para el
que trabajo quiere que cubra las protestas más multitudinarias pero, por supuesto,
mencionaré el hecho de que su hijo ha desaparecido.
Um Abdallah se levanta y descuelga la foto de Abdallah de la pared. La saca con
cuidado del marco y se la pasa a Laura.
—Puede quedarse con esta foto —le dice—. Si la publican en su periódico…
—Oh, no, no puedo hacer eso —responde Laura apartando la foto. Ahmed le quita
la foto a Um Abdallah y la deja sobre la mesa.
—¿Qué quieren saber? —pregunta Ahmed mientras posa su mano sobre la foto de
su hijo—. Contestaremos a todas sus preguntas.
Laura suelta el tenedor sobre la mesa y se limpia el aceite de la boca con una
servilleta. Saca su cuaderno y empieza a disparar preguntas. Yo voy traduciendo
inmediatamente sus respuestas susurrándole a Laura en el oído, hasta que llega un
punto en el que parecen estar hablando directamente entre ellos, como si yo ya no
estuviese en la habitación.
Le hablan de las protestas, de cómo se organizan y de qué es lo que piden. Um
Abdallah describe cómo vio al ángel Gabriel entre la nube de humo provocada por el gas
lacrimógeno («Si esa no es una señal de Dios clamando por un Estado islámico, díganme
entonces por qué lo vi»). Nos hablan de cómo los medios de comunicación los representan
como si fueran bárbaros y terroristas, pero se sienten con fuerzas. Están convencidos de
que no necesitan ya al gobierno. Han creado su propio mundo y esto solo puede ir a más.
Mi propia voz se alza de emoción conforme voy traduciendo. Ahmed clava su mirada
en mis ojos:
—¿Saben lo que dicen de la mirada del presidente? ¿Sobre cómo consigue indagar en
tu existencia poco a poco hasta dejarte desnudo e indefenso, con tus secretos más ocultos
expuestos a la vista de todos? Pero ya no tenemos miedo. Ya no nos tiembla el pulso.
Sigue con la mirada clavada en mis ojos mientras habla. ¿Sospechará de mí, estará
cuestionando mi nivel de compromiso con sus ideales? Su mirada me recuerda a la del
presidente.
Um Abdallah empieza a hablar alzando la voz.
—Si es verdad lo que dicen y Abdallah está muerto, entonces será nuestro mártir
vigilando desde el cielo para que triunfe la revolución. Haremos que arda el país entero
para que su muerte no haya sido en vano.
La conversación da un giro repentino cuando Ahmed empieza a hablar de sus ideales.
Laura le pregunta qué opinión tiene de Occidente.
—Debemos huir de la influencia diabólica que Occidente ejerce sobre nuestra
sociedad —afirma de manera tajante. Laura aprieta el bolígrafo al escribir conforme voy
traduciendo las palabras de Ahmed.
—Por ejemplo, sus hombres parecen mujeres y sus mujeres parecen hombres. Esto se
permite en las sociedades occidentales, incluso se fomenta a través de la igualdad de
derechos —me escucho a mí mismo mientras le explico eso a Laura—. De forma que en
sus países existen hombres que se acuestan con hombres que parecen mujeres. Eso es como
si, para poder comer algo de cordero, disfrazaras a un cerdo de oveja y lo mataras.
—Es algo hermoso, esta revolución —apunta Um Abdallah—. Ahora los que
tienen algo que enseñar son la gente sencilla del pueblo, los pobres y los oprimidos y los
que no han podido tener una educación.
Hay otra idea que me viene a la cabeza: el darme cuenta de que, aun siendo del
mismo país, de la misma ciudad incluso, nunca llegaríamos a entendernos realmente.
Quiero decirle unas cuantas cosas a Ahmed y preguntarle su opinión sobre otras muchas.
Quiero estar de acuerdo con algunos de sus puntos de vista y cuestionarle otros. Quiero
decirle a Um Abdallah que mi mejor amigo también está detenido por las fuerzas del
régimen por quien es, por quien quiere ser, pero no encuentro las palabras adecuadas para
poder decírselo. ¿Cómo reaccionarían si les dijera que Maj estaba en el antiguo cine
cuando lo detuvieron? ¿Cómo puedo explicarles que soy como ellos, un incomprendido,
denigrado por el régimen y por los medios de comunicación? No tengo palabras para
expresar nada de eso y ese breve momento de profunda solidaridad que siento se desvanece
ante mis ojos.
Ahmed se levanta de repente.
—Es hora de rezar. —Mientras se dirige a un rincón de la habitación, se vuelve
hacia mí—. ¿No viene?
Estoy a punto de negar con la cabeza, pero entonces me doy cuenta de que no era
una pregunta. Ya no vale disfrazar mis opiniones con traducciones ni esconderme entre las
sombras. Estoy aquí o allí, con él o no. Seguramente un auténtico fundamentalista
estaría lo suficientemente seguro de sus creencias como para no tener que inculcárselas a
otros a la fuerza.
Me levanto y lo sigo hasta el rincón. Ahmed posa sus manos en su frente y se
arrodilla. Yo hago lo mismo. Tengo que hacer un esfuerzo por no cogerle del brazo y
apartarlo de su rezo. Quiero cogerle la mano y bailar con él un tango en esta habitación.
Basta ya de sermones y de luchas, de esta-parte-es-mejor-que-la-otra. Quedémonos con la
ambivalencia; bailemos al ritmo de este sinsentido. O en vez de bailar, hagamos el amor.
Me encantaría hacerle el amor a Ahmed, subirle la túnica de un tirón, agarrarlo por las
caderas y metérmelo en la boca. Enseñarle lo que es pasar un buen rato, ayudarle a
relajarse.
Cuando volvemos a la mesa, me doy cuenta de que Nora me ha mandado un mensaje:

El camarero dice que vio a Maj irse solo. No tiene buena pinta…

Me meto el móvil en el bolsillo y vuelvo a sentarme a la mesa.


—Espero que cuente la verdad sobre nosotros —le dice Ahmed a Laura.
Um Abdallah coge la foto de su hijo de la mesa y me la pone en las manos. Me mira
de tal forma mientras aprieta la foto en mis manos que me hace sentir cómplice de su
desaparición si me niego a cogerla. La meto en mi mochila.
—Nos ayudarán a encontrarlo —nos dice Um Abdallah.
Laura no dice nada y yo me debato entre odiarla o respetarla por negarse a hacer
promesas que no puede cumplir. Quiero decirle a Um Abdallah que Laura mencionará a
su hijo en el artículo, asegurarle que lo encontraremos. Pero me quedo pillado porque
Laura no dice nada y Ahmed notaría cualquier intento de alterar el diálogo. Así que
guardo silencio mientras miro fijamente a Um Abdallah y a Ahmed. Sus caras son como
una casa vacía cuyos habitantes se han levantado por la mañana, han hecho las maletas y
se han largado.

Después de soltar a Laura, conduzco sin rumbo fijo por la zona oeste. Las calles son
anchas y llenas de árboles, nada que ver con el ruido y las aglomeraciones del centro.
Incluso el calor se siente de otra manera: menos agobiante, más agradable. No tengo
ninguna prisa por llegar a casa, por encontrarme con Teta y con Doris y con esa
habitación. Intento otra vez contactar con Maj al pasar por delante de su casa, pero su
móvil sigue apagado. Mientras conduzco por las calles de nuestro antiguo barrio, recuerdo
nuestros últimos meses aquí antes de mudarnos, justo antes de que cumpliera los trece.
Esos meses transcurridos tras la muerte de mi padre casi acaban con Teta. Se pasaba el día
encerrada en su habitación y solo salía para ir al baño o para rellenar su jarra de agua. Yo
había deseado morirme desde el día que se fue mi madre, así que en aquella época pensé
que por lo menos la muerte de Baba nos había puesto a Teta y a mí al mismo nivel de
dolor.
Por aquel entonces no hablábamos de su muerte. La única forma de entender las
implicaciones de su ausencia era a través de la cara de los profesores, los compañeros del
colegio y los viejos amigos de la familia. Como un detective, robaba ojeadas a través de
puertas y ventanas con la esperanza de pillar a Teta en un renuncio. La mayoría de las
veces solo la pillaba poniéndose sus cremas y maquillándose o escuchaba el ruido del
secador mientras se secaba el pelo. De vez en cuando la sorprendía mirando por la
ventana o revisando las fotos de Baba, que iban poco a poco abarrotando su mesita de
noche.
Durante los primeros meses tras la muerte de Baba, Teta me dio todo aquello que ya
no podía darle a su hijo. Toda la comida que se me antojaba, ella me la cocinaba. Me
frotaba arak[5] en la barriga cuando tenía náuseas y me hacía tragar cucharadas enteras
de tahini[47] cuando me levantaba con una tos de perro. Yo era lo último que le quedaba.
Ya no era solo su nieto. Ahora también era su hijo y su marido.
Esa situación no duró mucho. Pronto me vi de nuevo atrapado en la fortaleza
amurallada de las normas de Teta: «No andes descalzo, que te va a dar diarrea. No
apagues la tele si me ves durmiendo en el sofá, me despierto y ya no me puedo volver a
quedar dormida, y Dios te proteja si me interrumpes la siesta porque me cuesta semanas
retomar la rutina del sueño. No salgas a saludar en pijama si viene visita. Usa el mismo
puñetero vaso para beber agua, no hace falta que cojas uno nuevo cada vez que bebes,
¿qué te has creído que eres, un príncipe? Pon el vaso encima de la jarra para saber cuál
has usado y ya está. Compórtate como un hombre. No comas arroz después de las ocho, el
estómago no trabaja mientras duermes y por la mañana te dolerá la barriga».
Una semana antes de que empezara el colegio ese año, decidí que tenía que
escaparme. No pintaba nada en esa casa y necesitaba encontrar a mi madre. A diferencia
de Teta, mi madre sería capaz de hablar conmigo de la muerte de Baba, de responder a
preguntas complicadas y de tratar temas incómodos sin preocuparse por la vergüenza.
Estaba convencido de que la mejor forma de dar con ella era salir por esa puerta, como
hizo ella, y de manera natural acabaría siguiendo sus propios pasos.
En cuando Teta se fue a su dormitorio a echar la siesta, metí cuidadosamente en mi
mochila cosas que podría necesitar en mi viaje, como una botella de agua, un plátano, un
par de libros, mi discman con un par de CDs, un paquete de vendas, una camiseta y mi
bocadillo favorito (una pita rellena de halawa[16] calentada en el microondas durante
justo treinta segundos para que el halawa quede blandito y ligeramente derretido).
Cuando los ronquidos de Teta llegaban ya a la entrada, me acerqué de puntillas hasta la
puerta y salí sin hacer ruido.
Al salir del portal giré a la izquierda y bajé la calle, pasé corriendo por delante de la
casa de Omar para que nadie me viera y giré a la derecha al final de nuestra calle en
dirección al supermercado. A pesar de que el verano estaba terminando, el sol pegaba
fuerte, así que pensé que sería buena idea entrar en el supermercado y comprarme un
granizado para refrescarme.
Ya con mi granizado en la mano, me dirigí hacia el semáforo de la avenida principal.
La carretera se ensanchaba a esa altura y seguro que se unía en algún punto con la
autovía que conectaba con el centro, y de allí directo hasta al-Sharqiyeh.
No iba a ser fácil caminar por la autovía, pero si me pegaba al arcén no pasaría nada. Al
ver de lejos la autovía me sobrevino una sensación terrible de soledad que me hizo temblar
de vértigo. En casa había llorado igual que Teta la muerte de Baba, pero no me había
dado cuenta realmente de lo solo que estaba hasta que me vi rodeado de árboles en mitad
de esas calles, en silencio. Era libre, sí, pero estaba terriblemente solo en mi libertad. ¿Y
qué haría Teta cuando se despertara y se diera cuenta de que ya no estaba allí? No habría
marcha atrás. Si descubriera que había intentado huir, no me lo perdonaría jamás.
Me senté en la acera y pelé mi plátano mientras pensaba qué opciones tenía. Aunque
mi madre había sido siempre la única persona con la que podía hablar de verdad, no era
muy buena escuchando. Y no era porque no lo intentara. De hecho, intentaba siempre
prestarme atención, pero no lograba nunca focalizar su mente por mucho tiempo y al
final conseguía que yo acabara pensando en lo mismo que estaba pensando ella, cogiendo
mis palabras y dándoles la vuelta para que coincidieran con su estado de ánimo. Aun así,
podía hablar con ella más que con Teta. Con Teta no había mucho que discutir más allá
de si estaba sacando buenas notas, de qué carrera iba a hacer y de qué nombre le iba a
poner a mi primogénito.
Por otra parte, mi madre había salido por la puerta dos años antes y no se había
vuelto a poner en contacto con nosotros desde entonces. En cambio, Teta —estoica,
responsable y opresiva— había estado siempre a mi lado. Mama era tan cariñosa como
impredecible. ¿Cómo podía saber si no me iba a volver a abandonar, esta vez para morirse?
Y además, había gastado ya casi todo mi dinero en comprar un granizado y me había
comido el único plátano que tenía, y eso que solo llevaba fuera media hora. ¿Qué iba a
hacer por la noche, o al día siguiente, o al otro? Pero volver a casa de Teta, con sus
agobiantes silencios, sería elegir otra forma de morir…
Teta seguía en su habitación cuando volví. Una corriente de aire fresco atravesaba la
casa hasta la entrada. Me fui directamente a mi habitación, pero vi que la puerta de Teta
estaba entreabierta. Me asomé por la rendija y pude verla sentada en la cama. Se estaba
vistiendo. Sus pechos caídos colgaban hasta rozar el borde de la vieja faja color carne que
se ponía para disimular su abultada barriga. Teta siempre llevaba puesta su faja. Tiempo
después, acabó sustituyéndola por corsés más efectivos. La llevaba puesta como si fuera
un uniforme, conjuntada con un suéter clarito y una falda de tubo años cincuenta. Su
melena corta, que lavaba una vez a la semana, la llevaba siempre impecablemente
moldeada con el secador. Las raíces se las teñía una vez al mes desde los ochenta para
mantener ese brillo dorado.
Allí estaba ella, sentada en su cama, su barriga redonda bien sujeta bajo la fina seda
de su faja. La observé mientras se miraba las manos cuidadosamente. Estaba a punto de
darme la vuelta cuando levantó la vista. Me pilló mirándola y pude ver en sus ojos un
destello de pánico. ¿O fue de vulnerabilidad? Fuera lo que fuese, corrí hacia mi habitación
y me encerré allí el resto de la tarde. Cuando aparecí para cenar, nos sentamos a la mesa
sin mediar palabra. Después de aquel día, Teta se aseguró de echar la llave de su
dormitorio antes de quitarse la máscara.
De repente me doy cuenta de que estoy pasando por delante de la puerta del
supermercado de mi antiguo barrio. Aparco el coche de Nawaf, entro a comprarme un
granizado de naranja y recorro los campos de asfalto hasta llegar al lugar donde estaba
nuestra casa. De camino paso por delante de donde estaba el enorme chalé de Omar.
Ahora hay un gimnasio y un centro de fitness. En la última planta hay un grupo de
mujeres corriendo en las cintas. Unos meses antes de terminar el instituto, empezaron a
correr rumores de que el padre de Omar estaba implicado en un escándalo de corrupción.
Como respuesta, cogieron todo lo que pudieron y abandonaron el país. Omar vive ahora
en algún lugar de Europa y hace películas. Parece que su padre vive en un yate en el
Mediterráneo. Supongo que seguirá allí, en su yate.
Nuestra casa era una de las muchas que derribaron para construir un ostentoso
centro comercial. La verdad es que no me da pena, más bien me deja una inevitable
sensación de vacío. Me siento justo enfrente del centro comercial, en un banco debajo de
un frondoso naranjo. Disfruto de su sombra mientras observo a las mujeres con ese
aspecto chic, con sus gafas de sol enormes y sus bolsos colgando del antebrazo, sus tacones
repiqueteando por la acera mientras se quejan del horario de los vuelos a Londres. Percibo
fragmentos de las conversaciones a mi alrededor, agradables, dispersas, triviales. Después
de un rato, su tranquilidad empieza a desesperarme, sus voces me comen los nervios.
En la cafetería de al lado una pareja joven almuerza al sol. Él, que lleva puesto un
traje muy elegante, habla mientras ella lo escucha atentamente pinchando de su ensalada
de quinoa y feta. En un momento dado, ella echa los brazos al aire y suelta una risotada
escandalosa, lanzando un puñado de granos de quinoa detrás de su silla. Dos palomas
acuden inmediatamente a comérselos.
Los rayos de sol que calientan el suelo y los árboles, mezclados con el olor afrutado
del granizado, generan un aroma familiar que me trae más recuerdos de mi infancia. De
pronto siento que estoy allí otra vez, vuelvo a tener doce años y acabo de perder a mi
padre.

***
Su muerte lo cambió todo. Ahora era yo el hombre de la casa y no estaba preparado en
absoluto. Por si fuera poco, empezaron a aflorar dentro de mí nuevos sentimientos,
sentimientos peligrosos que desafiaban las normas de Teta. Desde fuera nadie podía
adivinar qué estaba ocurriendo. Pero por dentro había empezado a construir una jaula
secreta en mi cabeza donde ir metiendo todos esos pensamientos oscuros. Como si fueran
pájaros, los cazaba cuando cruzaban volando y los metía en esa jaula por si algún día
llegaban a hacerme falta. Almacené en esa jaula secretos que no podía ni siquiera
susurrarme a mí mismo por miedo a que consiguieran escapar y salir volando. Tenían
permitido pasearse dentro de la jaula, pero no escapar, y mucho menos ser descubiertos
por Teta. Al no tener ni un nombre ni un diagnóstico, no podía entender ni tratar los
síntomas. Mi terrible desgracia no tenía nombre. Hasta que apareció George Michael.
Un día, mientras hacía los deberes tirado en la alfombra del salón, una rubia apareció
en la tele anunciando con esa voz chillona típicamente americana:
—La estrella del pop británico George Michael, antiguo miembro del dúo Wham!,
reveló que es gay en una entrevista concedida el viernes a la CNN. Ha sido la primera
entrevista que el cantante de treinta y cuatro años ha concedido desde su arresto por
haber cometido presuntamente actos lascivos en los baños de un parque de Beverly Hills.
«Gay. Esa es la palabra», pensé. De repente todo estaba claro. Me aseguré de que
Teta seguía ocupada en la cocina haciendo la cena y luego me pegué a la tele para captar
la imagen más de cerca. Quería empaparme de todo, estudiar la pantalla como si
albergara el secreto de mi supervivencia.
—No me siento avergonzado —Michael hablaba ahora en la tele, su cara oscurecida
tras unas enormes gafas de sol negras—. Me siento estúpido e insensato e indefenso por
haber permitido que mi sexualidad quede expuesta de esta manera. Pero no me siento en
absoluto avergonzado.
Me levanté y fui al baño. Abrí los grifos para que el agua ahogara cualquier ruido y
me quedé mirando fijamente mi reflejo en el espejo. Cuando conseguí reunir las fuerzas
suficientes, abrí la boca y, en un tono casi imperceptible, le susurré esas dos palabras a mi
reflejo: «Soy gay».
Observé con atención el movimiento de mi boca mientras la lengua desenrollaba esas
dos palabras para ver cómo encajaba la frase. La pronuncié una y otra vez. A veces me
distraía mi propio reflejo, mis dientes o una mancha en el espejo. De pronto pensé en
Doris y en si Teta le gritaría por no haberlo limpiado bien. Pero volvía inevitablemente a
concentrarme en el movimiento de mi boca al pronunciar esas dos palabras, en cómo sentía
el aliento chocando contra mis labios, cómo esas palabras empañaban el espejo al
exhalarlas, distorsionando mi reflejo. Pronuncié esas dos palabras con el susurro más
tenue posible, de forma que ni yo mismo pudiera apenas oírlas. Primero las pronuncié con
entonación interrogativa, luego enunciativa y al final como un triste suspiro. Soy gay.
Me sentí liberado la primera vez que lo dije, la primera vez que le puse palabras a
esos pensamientos y a esas emociones y los dejé escapar de su jaula secreta. No era
todavía un diagnóstico confirmado, pero sí el principio, la intuición de cuál podía ser mi
extraña afección.
Era diferente a los demás.
Estaba condenado a la soledad.
Iba a pasar la eternidad pudriéndome en el infierno.
Pero la palabra gay no era suficiente. Era demasiado lejana, demasiado intangible.
Aparte de George Michael, no parecía haber mucha más esencia gay flotando en el aire a
mi alrededor. ¿Acaso no existía esa enfermedad por aquí? ¿Cómo me había contagiado
entonces? ¿Me habían infectado con el virus gay todos los programas americanos que veía
por la tele? Aquella palabra, destinada a quedar recluida a tierras lejanas y titulares
esporádicos de periódicos en inglés, parecía algo imaginario. Me resultaba totalmente
inadecuada para definir mi vida; se correspondía con una identidad de otro mundo que no
encajaba con mi propia realidad.
Empecé a recopilar palabras similares y las iba pronunciando delante del espejo del
baño una a una para ver cómo encajaban. El cuarto de baño acabó convirtiéndose en mi
habitación favorita del nuevo piso. Las paredes estaban alicatadas con azulejos de un azul
intenso y, aparte del pequeño extractor de la esquina que daba al callejón de abajo, no
había ninguna ventana al mundo exterior. Era un espacio limitado, cerrado, controlable.
Pasaba horas allí dentro, o al menos todo el tiempo posible antes de que Teta empezara a
aporrear la puerta. Yo le decía que estaba estreñido, así que empezó a atiborrarme de
ciruelas y yogur, pero merecía la pena.
La primera palabra con la que me topé fue en clase de religión. En un día normal, la
clase habría desembocado en una sesión de preguntas y respuestas en la que nuestra
profesora habría lanzado aburridos dictámenes sobre lo que era haram y lo que no (la
cirugía plástica: no es haram si es por prescripción médica; ir al gimnasio: haram, uno no
debe deformar el cuerpo que le ha dado Alá; el sexo oral: haram, pero ese es un tema
complicado que no iba a discutir).
Un día vino a visitar nuestra clase un oficial de la oficina del presidente, así que
obligaron a la profesora a darnos una charla. Nos contó la historia de Sodoma y Gomorra,
cuyos pecados —entre los que se encontraba la homosexualidad— habían provocado la
ira de Dios, así que los castigó lanzando una lluvia de fuego sobre ambas ciudades. Dios
le ordenó a Lot huir y no volver en ningún momento la vista atrás. Pero mientras Lot y
su mujer escapaban, ella quiso echar un último vistazo a Sodoma y quedó convertida
inmediatamente en estatua de sal.
—Por eso el Mar Muerto es tan salado —nos explicó la profesora.
Basma levantó la mano.
—¿De ahí viene la palabra louti[30]? —preguntó—. ¿Del Profeta Lot?
La profesora miró al oficial de la oficina del presidente y él asintió con la cabeza.
—Así es, louti deriva del nombre del Profeta Lot —confirmó la profesora.
—¿Qué significa louti? —preguntó Maj.
La profesora se quedó callada y volvió a mirar al oficial. Una vez más, él dio su
aprobación. La profesora se aclaró la garganta, abrió el Corán y empezó a leer:
—«¿Cometéis una inmoralidad que no tiene precedentes en la humanidad?
Satisfacéis vuestros deseos con los hombres en vez de con las mujeres. En verdad sois una
nación que se excede en el pecado». —Miró a la clase con aire triunfante.
Los alumnos empezaron a cuchichear.
—Maj, ¿tú eres de Sodoma? —preguntó Hamza.
La clase se echó a reír. Yo levanté la mano.
—Eso quiere decir que es haram, ¿no? —pregunté.
—¿Estás intentando hacerte el gracioso, Rasa? —dijo la profesora.
—No… —empecé a explicarme.
—Deja de hacer el payaso —me cortó.
Louti. Volví a casa, abrí el grifo y pronuncié la palabra frente al espejo del baño:
«Ana louti».
Sodomita. No, demasiado religioso. Esa palabra solo conseguía recordarme que iba a
ir al infierno.
Al cabo de unas cuantas semanas, después de cantar el himno por la mañana, hicimos
una fila para volver a entrar en la escuela. Hamza iba justo detrás de mí, pisándome los
zapatos a cada paso que daba.
—Khawal —me bufaba en el oído cada vez que tropezaba. Yo lo ignoraba y seguía
andando. Me hizo tropezar otra vez—. Khawal[28].
Siguió así un rato, hasta que la curiosidad pudo conmigo. Me volví.
—¿Qué significa khawal?
Hamza me miró fijamente a los ojos y me dijo:
—Baneekak («Voy a follarte»). No lo dijo como si fuera algo positivo. Su mirada
hizo que mis mejillas ardieran de vergüenza. Él iba a follarme a mí Aparté la vista
inmediatamente.
A la hora del almuerzo fui al despacho del señor Labib, nuestro profesor de Historia,
un hombre mayor con ojos amables que siempre tenía dos manchas blancas de baba reseca
en la comisura de los labios. Le pregunté qué significaba khawal.
—¿Dónde has oído esa palabra? —me preguntó. Hablaba muy despacio, como si
estudiara cada palabra antes de pronunciarla. Me encogí de hombros. Él suspiró y se
relamió los labios, lo cual hizo que le brillara la baba reseca—. Khawal se refiere a los
hombres afeminados. Hace mucho tiempo la palabra designaba a los bailarines masculinos
de danza del vientre, pero ya no tiene ese uso.
—¿Entonces quiere decir gay? —pregunté.
—¿Cómo… qué has dicho? —tartamudeó.
—Gay.
—No uses esa palabra aquí —me reconvino, entrecerrando los ojos. Volvió a
relamerse los labios, se levantó y me acompañó hasta la puerta.
Volví a casa y me puse de nuevo frente al espejo del baño.
Ana khawal.
—Rasa, el agua lleva cayendo diez minutos —me advirtió Teta desde el otro lado
de la puerta—. Vas a provocar una sequía en este país.
A lo mejor yo era un khawal. Intenté pensar en cuál de mis comportamientos habían
provocado que Hamza me llamara khawal. ¿Había sido mi muñeca colgando flácida bajo
mi barbilla mientras atendía a la profesora? ¿O mi voz, que cuando se me olvida
controlarla sale de mi boca en un tono más agudo que la del resto de chavales de la
escuela?
A lo mejor khawal era un aspecto de mi identidad. Era un mariquita, una nenaza.
Pero no lo abarcaba todo.
No desistí en mi obsesión por encontrar la palabra exacta. Resultaba curioso que
tanto el inglés como el árabe tuvieran tantas palabras que exploraban dimensiones
diferentes de lo que yo sentía pero que ninguna consiguiera abarcarlo todo. No me
extraña que acabara haciéndome traductor, teniendo en cuenta los días de mi infancia que
me pasé en el baño descifrando el significado oculto de las palabras enfrente de un espejo
empañado.
Al final todo se reducía al hecho de que no quería ser diferente. Necesitaba pertenecer
a algún sitio, aunque ese sitio fuera entre las sílabas de una palabra críptica del
diccionario. Necesitaba una pertenencia y necesitaba que nuestra vida fuera como las de
los demás. Necesitaba estar de vuelta en la zona oeste con Maj y con Omar. Necesitaba
que Baba y Mama regresaran y que trajeran consigo todos los elementos familiares que se
habían llevado: el olor a cachimba de manzana y el perfume intenso de Mama, las
telenovelas que ponían durante el ramadán y los gritos exaltados de los comentaristas
deportivos y ese «¡GOL!» retumbando por toda la casa, las reuniones de padres en las que
Mama defendía apasionadamente mi forma de escribir, alegando que «Einstein también
tenía mala caligrafía». Ahora solo estaba Teta, en casa y en esas reuniones de padres,
pasándose el pelo por detrás de las orejas mientras cruza silenciosa la multitud de padres
jóvenes, su fino cigarro marrón colgando de sus labios arrugados, ese cigarro que insistía
en fumarse, ignorando la objeción de los profesores.
Durante mucho tiempo, mi jaula secreta cobijó solo al taxista, confinado como un
pájaro exótico. Para cuando cumplí los dieciséis, en la jaula convivían flechazos secretos,
fantasías y obsesiones varias y la imagen de las distintas partes de la anatomía masculina
de mis compañeros de clase que se habían ido grabando en mi cabeza. Enjaulaba todos esos
pensamientos hasta que, a solas en el baño, podía dejarlos volar libremente por unas horas
antes de que Teta empezara a aporrear la puerta y tuviera que encerrarlos de nuevo.
La idea del matrimonio me provocaba pesadillas. Aunque sentía afecto por muchas
mujeres, no hubiera podido nunca imaginarme con una. Si sentía alguna atracción, era
por la aceptación social que conllevaba ligar con una mujer. Me resigné ante la inevitable
condena al matrimonio. Me casaría, tendría hijos y pasaría asustado el resto de mis
noches, acurrucado en el filo de la cama, paralizado ante la idea de tener que tocar a mi
mujer. Me sentiría triste y solo, y cada niño futuro no sería más que un regalo para Teta
por los años de duro sacrificio.
Cuando estaba en el último curso de instituto, irrumpió en mi vida POLSKASAT.
Fue Omar el que, susurrándome emocionado por teléfono, me habló por primera vez de
ese desconocido canal polaco que podías sintonizar con el satélite si sabías la frecuencia
exacta. Aquel sábado por la noche, después de que Teta bostezara y anunciara que se iba a
la cama, esperé hasta que sus ronquidos perturbaron el silencio de la casa para empezar a
pasar los canales hasta dar con POLSKASAT.
Estaban echando una película americana, Thelma y Louise, solo que todos los
personajes estaban doblados por la misma voz aburrida de un tipo polaco. Después de lo
que me pareció una eternidad, Thelma y Louise se tiran por fin por el barranco. Los
títulos de crédito iban pasando poco a poco. Cuando salió el último nombre, la pantalla
parpadeó unos segundos y luego apareció una mujer con un vestido rosa. Era una rubia
platino de pechos alegres. A lo largo de la pantalla iba pasando un número de teléfono
rodeado de palabras de colores chillones parpadeando: LLÁMAME, CHICAS SEXIS,
FIESTA. Una estridente música tecno europea hacía temblar la tele mientras la mujer,
con la cara repellada de maquillaje y desesperación, hacía la señal de «Llámame» con la
mano.
En lo más profundo de mi mente sabía que esto solo me llevaría a un nivel todavía
más recóndito del infierno, pero no podía parar de mirar. Me quedé pasmado delante de la
tele mientras esas mujeres iban apareciendo, una detrás de otra, y todas me pedían que las
llamara. Una de ellas llevaba un vestido largo y rojo, otras parecía que estaban en una
fiesta de pijamas y se peleaban con almohadas, muertas de risa. Otra paseaba por un
parque con un caniche blanco de pelo esponjoso. Iba solo con unas botas altas que le
llegaban hasta las rodillas, las tetas le brillaban con el sol. Mi atención se dividía entre
observar a esas mujeres y estar pendiente de los ruidos de la casa. Cada vez que creía
escuchar algo, cambiaba inmediatamente al siguiente canal, uno turco en el que estaban
poniendo un concurso.
Una hora después, la pantalla volvió a parpadear. Apareció un hombre moreno con
traje. Estaba sentado en una oficina, con los pies encima de la mesa mientras leía el
periódico reclinado en su silla. Me acerqué más a la tele, la nariz casi pegada a la
pantalla. Entró una mujer pelirroja. Empezaron a charlar. Sus voces estaban dobladas por
el mismo polaco que había doblado a Thelma y Louise.
El hombre empezó a besar a la mujer en el cuello mientras mis ojos saltaban de la
pantalla a la oscuridad del pasillo. Le quitó la camisa y empezó a mordisquearle las tetas
mientras ella se recostaba y empezaba a gemir. Observé al hombre de cerca mientras
exploraba el cuerpo de la mujer y, cuanto más se excitaba él, más me excitaba yo. Cuando
él terminó, ella se volvió y empezó a quitarle la camisa a él. El hombre se desabrochó la
correa. Contuve la respiración mientras se bajaba los pantalones, esperando a ver lo que
había debajo de todo aquello, solo que la cámara hizo un barrido justo en ese momento y
pasó a una nueva escena en la que el hombre estaba ya empujando. El cámara captaba
sus cuerpos moviéndose, con la destreza suficiente como para no mostrar la desnudez del
hombre. Yo le supliqué que me dejara ver aunque fuera un poquito más de él y giraba la
cabeza a la derecha, hacia arriba, con la esperanza de que a los editores se les hubiera
escapado algo. Estábamos atrapados en una lucha eterna, ese puñetero cámara y yo.
POLSKASAT se convirtió en mi ritual y en mi formación. La excitación comenzaba
el sábado por la mañana y aumentaba a lo largo del día. Pasaba la tarde tirado en el
suelo de mi habitación escuchando a George Michael en mi discman y contando las horas
que faltaban para poner POLSKASAT. La excitación era casi insoportable en esas
últimas horas en las que Teta todavía estaba despierta viendo el telediario de la noche.
Cuando estaba seguro de que Teta no iba a salir más de su habitación, cambiaba a
POLSKASAT y observaba la tele, totalmente enganchado, con el volumen tan bajo que
tenía que hacer un esfuerzo para escuchar los gemidos apenas audibles y con el dedo
preparado sobre el botón de cambiar el canal del mando a distancia, atento por si
escuchaba pasos en el pasillo. A veces cerraba la puerta o ponía una silla en el pasillo
para saber si Teta se acercaba. De todas formas, sus incursiones nocturnas consistían casi
siempre en coger un vaso de agua o soltar una queja soñolienta sobre mi costumbre de
quedarme viendo la tele hasta tan tarde, que, en cualquier caso, rara vez desembocaba en
un interés real por indagar qué es lo que me mantenía despierto hasta esas horas.
Un sábado noche, meses después de haber adquirido esa costumbre, me puse un poco
chulito y mi impaciencia empezó a notarse.
Cuando terminó el telediario, Teta se echó otro vaso de arak.
—Es tarde —le dije.
—Esta noche me quedo despierta —me contestó ella.
—¿Para qué?
—No nací ayer, habibi. ¿En qué canal lo ponen? No me hagas pasar todos los
canales.
—No sé de qué me hablas —insistí con tono nervioso.
—Son esos guarros soviets, ¿no? —preguntó mientras pasaba los canales de Europa
del Este.
Mis protestas no sirvieron de nada, así que desistí y se lo dije. Cambió a
POLSKASAT y nos quedamos sentados en el sofá tragándonos la última media hora de
Ghost doblada al polaco. Para intentar calmar un poco mis nervios, me entretuve
intentando explicarle de qué iba la película.
—¿Él es un fantasma? Vaya estupidez —insistía ella.
Yo intentaba convencerla de que era una película triste, pero ella solo podía ver la
parte cómica, a la cual contribuía la voz aburrida del polaco que había doblado a todos los
personajes.
—Ella es muy guapa, pero hay que ser tonta para cortarse el pelo como un chico —
soltó Teta mientras Demi Moore se despedía por última vez de Patrick Swayze.
Y por fin llegó el momento. Empezaron a salir los títulos de crédito, como siempre
hasta el último nombre. Luego el parpadeo habitual, la pausa breve, la pantalla negra y
al final, la primera mujer.
—Oh, Rasa —suspiró Teta mientras se encendía un cigarro mirando a la rubia
vestida con un uniforme de Lolita chupándose el dedo gordo—. ¿Esa sharmoota[42] es la
que te mantiene despierto toda la noche?
El siguiente vídeo mostraba a una mujer sentada en un banco. Retorcía los labios
mientras lanzaba una sonrisa cómplice. La cámara se acercaba y se alejaba de su falda
mientras ella abría y cerraba las piernas. Miré a Teta de reojo, deseando que se aburriera
antes de que empezara la película, cuando las piernas de la mujer se abrieron y sucedió
algo que no había visto nunca antes.
—¿Está…? —resopló Teta echándose hacia delante en su silla—. ¡No! Está…
Dios bendito, ¡está meando! —A Teta casi se le descuelga la mandíbula, pero de pronto
empezó a reírse a carcajadas—. ¡Pero mírala, mira la sharmoota, abriendo las piernas y
meándose en el banco como si fuera un perro!
—Normalmente no es así —le expliqué, levantándome del sofá y apagando la tele.
La pantalla pasó del amarillo pálido del chorro de orina al negro absoluto.
—¿Esto es lo que te quedas a ver hasta tan tarde? —me dijo, soltando una carcajada
tan grande que le dio un ataque de tos—. Meándose en el parque como un perro… ¡Una
zorra es lo que es!
No pude volver a ver POLSKASAT después de aquello. Era consciente de que, si
alguna vez me quedaba hasta tarde, Teta iba a saber exactamente qué estaba viendo y la
vergüenza podía más que cualquier placer que pudiera haber sentido alguna vez. Ya no se
trataba solo de acabar en el infierno, ahora la cuestión era que Teta sabía que yo iba a
acabar en el infierno.
Aunque por lo menos, o eso suponía yo, Teta había pensado que yo era como
cualquier otro chico joven y saludable.
Pasados unos meses, alguien del Ministerio de Cultura debió de escuchar algo sobre
POLSKASAT. Puede que incluso el propio ministro hubiera pillado a su hijo viendo
alguna película de POLSKASAT y hubiera demandado que se hiciera algo al respecto, yo
qué sé. Lo único que sé es que una noche, por simple curiosidad, busqué el canal de
POLSKASAT y me quedé sentado hasta que terminó la película americana. Aparecieron
los títulos de crédito y luego el canal se apagó, dejando solo una pantalla gris. Los días
gloriosos de POLSKASAT habían terminado.

—Perdona, ¿tienes fuego? —me pregunta una chica con media cara escondida detrás de
unas gafas de sol oro y plata. Su pelo negro, largo hasta los hombros, está tan bien
planchado que parecen puñales cayéndole a ambos lados de la cara. Se sujeta el móvil con
el hombro.
Le doy un sorbo ruidoso a lo que me queda de granizado y le paso mi mechero.
—Eso me dijo anoche mientras cenábamos —le habla al móvil mientras enciende el
cigarro—. Y estoy tan harta de ese rollo. Esta agonía de espera… No, no, yo no soy de
esa clase de mujeres. O te casas conmigo o no te casas. —Me devuelve el mechero y se va.
Es la una y media de la tarde. He intentado ignorar el hecho de que Taymour tiene
una comida familiar en un restaurante que está justo detrás del centro comercial, pero
antes de darme cuenta siquiera de que había echado a andar, ya estoy justo delante. Es
uno de esos restaurantes modernos, con un hall enorme lleno de mesas donde caben
treinta o cuarenta personas. Algunas de esas mesas empiezan a quedarse libres porque la
gente está terminando ya de comer. Me asomo desde la entrada para ver si lo veo, cuando
se me acerca un camarero de traje impecable.
—¿Puedo ayudarle?
—Mesa para uno, por favor —le digo.
Me mira con cara rara, pasando de la confusión a la arrogancia, pero se lo repito en
inglés y se vuelve más receptivo. Mientras atravesamos el hall, sondeo las mesas
intentando encontrar a Taymour. Por fin doy con él: está sentado en el centro de una de
las mesas grandes. Está por lo menos con veinte personas más, su familia, y van por la
mitad de la comida. Taymour lleva una camisa blanca. Su camarero acaba de servirles una
bandeja de carne a la brasa y la familia empieza a pinchar, ajenos al tipo alto y penoso
que los observa. Taymour se coloca con cuidado una servilleta naranja en el cuello y coge
unos trozos de shish taouk[44] de la bandeja. Una mujer mayor (¿su madre o una tía?) se
acerca y le pone un tomate asado en el plato. Taymour niega con la cabeza y finge estar
enfadado mientras le dice «No, no» con esos labios carnosos que le brillan con el aceite,
pero no hace el más mínimo ademán de apartar el tomate del plato.
—¿Viene? —me pregunta el camarero impaciente, unos metros por delante.
—Sí, disculpe.
Le sigo hasta la mesa. Me siento y oriento la silla para que me tape un pilar de
mármol y las ramas de un árbol de plástico y que Taymour no pueda verme. Aunque, de
todas formas, la familia está tan distraída con su comida, riendo y charlando y brindando,
que no me verían aunque me quedara de pie al final de su mesa como una penosa
aparición.
—¿Qué desea? —me pregunta el camarero.
—Una cachimba de manzana y un café turco, medio de azúcar, por favor.
—¿Eso es todo? —pregunta con desidia.
—Y un baklawa[8] también.
Cuando el camarero se ha marchado, vuelvo a concentrarme en Taymour. Me tapa la
vista un hombre calvo y gordo que está sentado delante de él y mueve la cabeza
demasiado rápido y demasiadas veces como para poder fijar una buena posición. Taymour
está afeitado al ras y lleva el pelo engominado, peinado hacia un lado. La camisa le
aprieta los hombros y los brazos. Cómo me encanta perderme entre esos brazos. Pensaba
que ver a Taymour me haría sentir mejor, pero me equivocaba. El Taymour que está
sentado al fondo del salón es el Taymour que la sociedad acepta, el responsable y el
trabajador, el buen ciudadano que jamás desobedecería ni a su familia ni al gobierno. Y
nunca me invitarían a unirme a esa mesa y a sentarme con ese Taymour, ni a conocer a
los suyos ni a compartir una comida con ellos, ni a unirme a sus risas mientras le sirvo
otro tomate asado en el plato. Me siento tan lejos de él ahora mismo… Y pensar que
anoche mismo nos abrazábamos el uno al otro.
El camarero me trae lo que he pedido. Le doy una calada a la cachimba y el humo
oculta todavía más mi cara. Saco la foto de Abdallah de mi mochila. Sus ojos me miran,
retándome a encontrarlo. ¿En la celda de qué cárcel de esta ciudad estarán encerrados esos
ojos? Esos ojos rezuman tristeza por una vida que no ha debido de ser fácil. ¿O estoy
sacando demasiadas conclusiones de su mirada, inventándome vidas que no han existido?
Le doy la vuelta a la foto y saco un bolígrafo de mi mochila. Si no puedo decirle a
Taymour lo que quiero decirle, si no puedo acercarme a él y soltárselo todo, entonces lo
escribiré a mano para que al menos sepa lo que siento. Registraré nuestra historia en la
parte de atrás de esta foto y así permanecerá con nosotros. Le daré la foto del hijo de
Ahmed y Um Abdallah con mis palabras garabateadas por detrás y cuando esté leyendo
mis palabras, tocando la misma foto que yo he tocado, la misma foto que Um Abdallah y
Ahmed han tocado, Taymour se dará cuenta de que merece la pena luchar por lo nuestro
y estaremos todos conectados de algún modo. Cuando empiezo a escribir, con letra
diminuta para que quepa todo, la mesa de Taymour estalla en risas y se escuchan las
copas chocando al brindar.

Habibi Taymour,
Ya sé que no te gusta que te llame así, que te llame habibi. Pero si puedo hacerlo alguna vez,
permíteme que sea en esta carta, que puedes quemar después de leerla si así lo deseas. Nadie
sabrá que eres mi habibi. Aunque tú eres, te guste o no, mi habibi. Quiero escribirte esto porque
no sé si me vas a dejar hablar contigo después de lo que pasó anoche. No quiero decir que no
vayas a volver a hablarme nunca, eso no. Me refiero a que ya no estoy seguro de si vas a
permitirnos ser sinceros, si alguna vez volveremos a bajar la guardia como hicimos anoche, y la
noche anterior, y aquella primera noche de hace tres años cuando nos conocimos. Cómo podría
explicarte lo que significó para mí conocer a alguien con quien poder hablar, a quien poder
confesarle todo.
¿Recuerdas nuestra primera semana juntos, cuando venías a casa todas las noches? Teta no
tenía ni idea. Me pasaba el día deseando que llegaras. El corazón me daba un vuelco cada vez
que me hacías una perdida para avisarme de que estabas abajo. Yo me quedaba a oscuras en las
escaleras escuchando tus pasos acercarse y el estómago se me hacía un nudo de los nervios. Más
tarde, cuando te marchabas, yo volvía a mi cama y hundía la cara en tu lado de la almohada
para sentir tu olor mezclado con el detergente de azahar que utiliza Doris. Me quedaba
tumbado esperando a que me atrapara el sueño, no solo para poder soñar contigo, sino también
para poder olvidarme de ti.
Y aunque la sociedad pronto se interpuso entre nosotros y tú insistías en que nos viésemos
menos, seguías siendo mi día y mi noche, mi único pensamiento y satisfacción. En público te
observaba caminar tranquilamente entre la gente y luego te observaba hacer lo mismo en mi
habitación, pero desnudo. Dabas vueltas, consciente de que mis ojos te seguían hambrientos
mientras te paseabas y cogías algo, aparentemente de forma casual, y lo llevabas de un lado a
otro de la habitación. Era todo teatro, igual que tu forma de contonearte en la recepción de una
boda o en un bar lleno de gente era teatro. Pero esa función era solo para mí. Yo era tu único
espectador. Solo yo podía verte así, allí, me decía a mí mismo. Cuando Doris entrara a limpiar
al día siguiente, no podría nunca saber que habías estado allí, desnudo, con tus pies descalzos
dejando huellas invisibles por toda la habitación.
Cuando estábamos solos en mi habitación, en nuestra habitación, me cantabas. ¿Sabes que
cuando cantas te cambia la cara? Es un momento extraño en el que parece que no estás
preocupado por los demás. Y entonces aparece un aire de vulnerabilidad, triste y melancólico.
En mi habitación tocabas la guitarra, empezabas con un suave tarareo, y cuando te arrancabas
a cantar, tu voz se expandía como un amanecer que despertaba en mí algo que había estado
dormido toda mi vida.
«Prométeme que solo cantarás para mí», te suplicaba, y tú sonreías y me besabas la frente. ¿Y
nuestras frentes? Oh, nuestras frentes eran nuestra puerta de acceso al otro. Acuérdate de todas
las veces que pasamos sentados en la cama, en silencio, tu frente apoyada contra la mía
durante horas. Era como si estuviésemos conectando el uno con el otro, nuestros pensamientos
fluyendo por el punto exacto en el que se rozaban nuestras cabezas. En mi lucha constante por
tener más espacio, el espacio entre tú y yo era el único que me apetecía reducir. Mis
pensamientos ahora no tienen adónde ir. Se limitan a nadar en círculos por mi cabeza,
amontonados en esa maldita jaula, sin escapatoria.
A lo mejor he sido demasiado inconsciente dejándome llevar así, demasiado atrevido. A lo
mejor tú levantaste demasiado la voz mientras me cantabas. ¿Y ahora qué? ¿Reconstruiremos
alguna vez lo que teníamos? Mi habitación era nuestro santuario. Fuera de allí todo era
precipitado, con el coche en marcha, intentando conducir con una mano mientras
jugueteábamos con la otra, siempre por calles oscuras, en un ejercicio de logística que, lejos de
saciar nuestro apetito, conseguía despertarlo todavía más. Hemos perdido nuestro último
templo del placer, y tenía que ser precisamente hoy… ¿Me estoy volviendo loco? Pues si me
tengo que volver loco, me volveré loco. Loco y furioso, no contigo, en absoluto, sino conmigo
mismo, por bajar la guardia, por pensar que podríamos salir ilesos de toda esta historia. No me
contuve jamás, me entregué a ti por completo, lo sacrifiqué todo por nosotros.
En cualquier caso… no escribo esta carta para regodearme en esos recuerdos, aunque ahora
mismo sean lo único que me queda. Correos borrados, mensajes borrados, ni una sola foto. No
podemos dejar nada al azar, nada que puedan ver los ojos curiosos de un extraño. Solo me
quedan los recuerdos y aquí me tienes, recordándolo todo… Escúchame, quiero que juegues un
papel importante en mi vida, aunque todavía no puedo saber qué papel puedes jugar. Quiero
que me asegures que siempre vas a estar ahí, de alguna forma, que no te levantarás un día y te
irás sin más.
Pero si tu instinto te dice que tienes que huir de lo nuestro, recuerda que he sido bueno contigo,
que siempre te he tratado con sinceridad y con honestidad, recuerda lo mucho que te quiero… y
no nos queda más remedio que creer que el amor es más grande que cualquier otra cosa.
Y si eso implica tener que escapar juntos y empezar de cero, a lo mejor eso es justo lo que
tenemos que hacer…

Levanto la vista de la carta, casi sin aliento, envuelto por el humo de la cachimba. Están
apurando los platos; en el centro de la mesa de Taymour queda una bandeja casi vacía de
fruta. Algunos de los comensales están fumando. Estudio los movimientos de Taymour,
como si examinara los trucos de un actor de éxito, buscando momentos en los que pueda
fallar —un movimiento femenino de muñeca, un suspiro teatral o un movimiento
amanerado de ojos—. Alguien pasa por detrás de él y le da una palmadita en la espalda.
Taymour se gira y sonríe. Ese giro ha sido ligeramente femenino, ¿no? Pero apenas se ha
notado. Incluso con esas pequeñas imperfecciones, con esos gestos delatores, imperceptibles
para cualquiera menos para mí, su actuación es impecable. Durante un tiempo intenté
aprender de él. Empecé a acompañarle en sus eventos sociales. En las cenas nos
sentábamos uno al lado del otro. En la mesa no me prestaba la más mínima atención,
pero por debajo me rozaba con el pie. Lo apartaba de vez en cuando, pero no tardaba en
volver a acercarlo. Admiraba su forma de actuar, su capacidad para intercambiar ambos
roles con esa naturalidad. Como todo hombre de éxito, sabía cómo mostrar un desinterés
distante y cómo controlar un estallido de risa. Podía estar rodeado de admiradoras, pero
una mirada suya bastaba para recordarme que su corazón me pertenecía a mí.
Aprendí sus reglas según el método de ensayo y error. En público no estaba permitido
cogerse de la mano ni tocarse de forma inapropiada. Nos saludábamos con un firme
apretón de manos y, en todo caso, con un beso en la mejilla. Yo no podía referirme a él
como mi novio, ni llamarlo habibi, ni siquiera en privado. Él vendría a casa una vez por
semana, los jueves por la noche, y se iría con la llamada al rezo del muecín al amanecer.
Yo no podía comportarme de manera demasiado femenina, ni siquiera en broma, pero si
me acercaba a él por detrás e intentaba tomar yo las riendas, se ponía supertenso y se
apartaba enseguida. Me preguntaba constantemente si alguna vez le dejaría penetrarme,
pero yo me negaba. Mi rechazo era totalmente instintivo, no tenía ninguna lógica.
Pensaba que si le dejaba penetrarme sería como saltar al vacío y no había garantía de que
él fuera a saltar conmigo. Si no se hubiera esforzado tanto en público, si se hubiera
sentido cómodo siendo un hombre y haciendo cosas de hombres, entonces a lo mejor se lo
habría permitido. Le habría dejado que me follara como le hubiera dado la gana y me
habría limitado a disfrutar mientras lo hacía. Pero tenía la impresión de que su derroche
de masculinidad en público era una especie de competición y que si me rendía, perdería.
¿Pero qué perdería exactamente? La verdad es que no lo sé, pero podía sentir esa amenaza
de pérdida de una forma visceral. No podía abrirme al deshonor, no confiaba en él lo
suficiente como para compartir mi vergüenza.
Llevaba razón cuando me dijo una vez que tenía un pie dentro y otro fuera. Era un
acto de equilibrio y él parecía mantenerse sin esfuerzo. Pero yo era su pie fuera, ¿no? De
hecho, se aseguró de que no conociera nunca a su madre. A su padre sí me lo presentó
hace unos años en la boda de uno de sus primos lejanos. Recuerdo que me sorprendió
mucho que su padre fuera tan alto. Al igual que Taymour, era un hombre muy atractivo.
Su manera de estar, sus gestos y su forma de hablar me recordaban tanto a Taymour que
me hicieron enamorarme aún más de él, porque me di cuenta de que no me estaba
enamorando solo de Taymour, sino también de las generaciones de hombres de su familia
que se conectaban en el tiempo, de los rasgos que se habían ido heredando de generación
en generación. Estaba enamorado de un antepasado que se remontaba siglos atrás.
Después de conocer a su padre, estaba tan contento que quería devolverle el favor,
enseñarle que mi mundo le pertenecería solo a él, así que le llevé a nuestro antiguo barrio
en la zona oeste. Era tarde y las calles estaban vacías. Le enseñé dónde estaba nuestra
antigua casa y le hablé de mi padre y de mi madre. Mientras paseábamos por las viejas
calles imaginé que le presentaba a Taymour a mi padre y le contaba todos los momentos
que habíamos pasado juntos. Le pedí que me perdonara, que no lo podía evitar. He salido
así, le expliqué. Le prometí que protegería a Teta de ese secreto, pero que me lo debía a
mí mismo si quería vivir una vida honesta. De pronto sentí una calma inmensa y me
pareció que mi padre acababa de darme su bendición.
El sentimiento de vergüenza volvió a golpearme cuando regresábamos. Empecé a
pensar en cómo reaccionaría Teta si se enterara de lo que acababa de hacer, de que había
visitado la tumba de Baba con Taymour, mi amante secreto. No podía evitar pensar que
había manchado la memoria de mi padre. Había frustrado las esperanzas que Teta y Baba
tenían puestas en mí y había llevado al motivo de su vergüenza a la tumba de mi padre
para pedirle su aprobación. Empecé a llorar, sentado en el asiento del copiloto. Cuanto
más intentaba parar, más lágrimas me caían. Mi vergüenza había quedado expuesta
delante de él, pensé mientras me tapaba la cara con las manos. Ya no había nada que
esconder.
Se acercó para tocarme, pero me aparté.
—No, por favor —le dije gimoteando.
Entonces me apretó la pierna, como diciéndome que no pasaba nada.
Aun así, nunca me presentó a su madre. Siempre mantuvo al margen a su persona
más cercana. ¿Por qué? ¿Acaso pensaba que se daría cuenta nada más verme, que percibiría
nuestra verdadera relación? Nunca me permitiría sentarme a la mesa con él delante de su
familia. Mi sitio está aquí, escondido detrás del humo y de un pilar de mármol.
Una de las mujeres de su mesa se levanta. Camina hacia mí, pasa rápido por delante
de mi mesa sin percatarse de mi presencia y entra en los servicios. Aunque no la he visto
nunca, estoy seguro de que esa mujer es la madre de Taymour. Tan seguro que me levanto
y voy hacia los servicios y me quedo remoloneando cerca de la puerta. Cuando la mujer
sale, se encuentra conmigo cara a cara. Se queda mirándome, con los mismos ojos color
miel de Taymour. Tiene la misma melancolía en sus ojos, pero también un destello de
astucia. Inclina levemente la cabeza hacia la izquierda, como escrutándome. Yo la miro
también, sin saber muy bien qué expresión tengo en la cara. ¿Se habrá dado cuenta? ¿Me
lo podrá notar en los ojos?
—¿Te conozco? —me pregunta, dudosa. Tiene la voz mucho más grave de lo que
pensaba.
—No, señora —le digo, tragando saliva.
—¿Cómo te apellidas? Hay algo en ti que me resulta muy familiar.
—No me conoce, señora —le insisto.
Ella asiente con la cabeza, aunque no muy convencida. Me rodea para salir y se
dirige hacia la mesa sin echar la vista atrás.
Vuelvo a mi sitio. El encuentro me ha dejado más tocado de lo que pensaba. ¿Y qué
esperaba? ¿Que me acogiera, que me invitara a sentarme a la mesa con ellos, que me
presentara al resto de la familia como su futuro yerno?
Doblo la foto de Abdallah y me la meto en el bolsillo, dejo unos cuantos billetes en la
mesa y salgo de allí antes de que me vea alguien. Al meterme en el coche de Nawaf, me
suena el móvil.

Casi no reconozco su voz.


—Estoy en los calabozos del centro —masculla Maj, con un tono que parece
indicarme que no haga preguntas.
Llevo el coche de Nawaf a la oficina y me voy andando a la comisaría, son quince
minutos. Hace un calor insoportable, pero necesito despejarme la cabeza. Me repito a mí
mismo que Maj está bien y que le van a soltar pronto. Luego están Teta y Taymour, pero
esos problemas ahora mismo no parecen tan urgentes. La vergüenza y el mal de amores
son preocupaciones burguesas, me digo. Las cárceles metafóricas no pueden compararse
con las de verdad.
Caminando por la avenida principal, voy sorteando el tráfico y los puestos del
mercado atestados de gente. Durante las primeras protestas, sentía como si lo viera todo
por primera vez; tenía los sentidos alerta. Esta era mi ciudad y por fin era dueño de mi
destino. La experiencia era tan intensa que podía sentir el olor a jazmín y el frescor de la
lluvia de primavera sobre mi piel. Incluso el olor a gasolina de los coches me ponía
nostálgico. Ahora ya no huelo a jazmín, el ruido del centro me provoca dolor de cabeza y
la gasolina apesta. Vuelvo a verlo todo gris.
Los coches pitan y se pelean por la preferencia de paso en la concurrida rotonda. De
los altavoces cascados de algunos brotan canciones pop que se superponen unas a otras
hasta que solo se escucha una cacofonía estridente de habibis y yallas. En el centro de la
rotonda hay un círculo de árboles rodeando una estatua del presidente. En algunos
barrios se puede medir su nivel de popularidad por la cantidad de carteles con su imagen
que ha colgado el gobierno. Cuanto menos popular, más carteles desafiantes cuelgan sus
matones.
El dolor de cabeza va a peor, como si alguien me estuviera clavando un clavo oxidado
en el cráneo. «Maj está bien», me vuelvo a decir. Está bien. He oído su voz. Pero su
voz… nunca antes había sonado así. Por lo menos está vivo, por lo menos está lo
suficientemente bien como para hablar. Eso tiene que bastar por ahora.
Maj está siempre metiéndose en problemas y, desde que somos amigos, no he podido
evitar que me acabe salpicando. Cuando éramos pequeños, salir con Maj suponía correr el
riesgo de que alguien acabara persiguiéndonos, así que procuraba que quedásemos en mi
casa las más de las veces. Teníamos como nueve años por aquel entonces y Maj siempre
quería que jugásemos a marido y mujer. Él insistía en hacer de mujer y acababa
pavoneándose por la habitación envuelto en una sábana blanca. Le encantaba imitar las
poses de las novias de verdad que habíamos visto en las bodas. Yo me quedaba parado a su
lado a regañadientes, con mi traje puesto, con pinta de zalameh viejuno. Él me cogía de
la mano y me paseaba de un lado a otro de la habitación, saludando efusivamente a los
invitados imaginarios que nos rodeaban.
Un día mi madre entró en la habitación y nos pilló. Yo me quedé paralizado, con ese
sentimiento inexplicable que uno tiene cuando es niño y sabe que ha hecho algo malo,
aunque no sabría explicar por qué. Maj ni se inmutó.
—Me alegra tanto de que haya venido, madam… —le dijo, cubriéndola de abrazos
y de besos—. Por favor, por favor, siéntese.
—Mabrook[34]. —Mama empezó a reír con cara confusa—. Estás guapísima, Maj.
—Vaya, gracias, gracias, madam. —le respondió Maj entusiasmado—. La
peluquera ha tardado horas en peinarme. Así. De bien.
—Hoy eres una novia radiante —observó mi madre—. Pero en cuanto te quites ese
vestido, te pasarás la vida picando cebolla.
—Por eso no me lo quitaré nunca, madam. —Maj siguió pavoneándose por la
habitación—. No podrán ponerme a trabajar si todos los días son días de boda.
—¡Se acabó! —Le arranqué el velo a Maj de la cabeza y lo tiré al suelo.
Mi madre me miró cabreada.
—¡Rasa! —me gritó.
—Es eib —le expliqué.
Mama, amante de todos los bichos raros y marginados, volvió a ponerle el velo a Maj
en la cabeza. Después, antes de salir de la habitación, se giró y se quedó mirándome
fijamente.
—Tu abuela ha salido ganando contigo, ¿verdad?
Cuando estábamos en el instituto, uno de mis principales objetivos era evitar que
Maj consiguiera que nos dieran una paliza cada día. Su pluma ofendía los sentimientos
de todo el mundo, lo cual solo provocaba que Maj pusiera más empeño en alardear de
ella. Se insinuaba a todos los chicos, batía sus largas pestañas y se enrollaba los brazos y
las piernas como si fueran tentáculos delante de ellos mientras charlaban en corrillo.
Luego, cuando empezaban a perseguirnos, tenía que tirar de él para evitar que se quedara
rezagado.
Incluso después de terminar la carrera, después de que se dejara crecer las uñas y se
las pintara, primero con una discreta manicura francesa, luego de rojo intenso, incluso
después de que empezara a depilarse las cejas formando un arco exagerado, incluso
después de que empezara a actuar en las fiestas clandestinas del Guapa, incluso entonces,
seguí defendiéndole. No es normal conocer a alguien a quien le importe tan poco lo que
los demás piensen de él y que a la vez tenga una fe tan inquebrantable en el ser humano.
Yo siento vergüenza de muchas cosas en mi vida, pero mi amistad con Maj es una de las
pocas de las que estoy orgulloso.
Cojo un atajo entre dos edificios en ruinas. Hay un hombre tocando un piano de cola
en mitad del callejón. El piano está subido en una carretilla. Hay un grupo de niños
alrededor de él que empujan la carretilla por el callejón, riendo y cantando. El hombre
golpea las teclas del piano y de vez en cuando echa la cabeza atrás y estalla en risas. Pillo
un fragmento de la letra de la canción que están cantando:

La destrucción es algo malo, pero cuando viene de dentro es algo horrible


Llevamos tiempo esperando tener luz y agua
Pero el mundo solo envía delegados
Vienen y van, bloquean las aceras y paran el tráfico
¿Qué le pasa a este mundo? Juro por Dios que es horrible

El joven pianista sonríe al ver que me acerco. Dos profundos hoyuelos le marcan ambas
mejillas.
—Canta con nosotros —me anima.
Sacudo la cabeza y sigo mi camino. Vuelvo a recordar todo lo que pasó anoche en el
Guapa. Como sucede con casi todo en esta ciudad, existe un Guapa oficial y luego está el
auténtico Guapa. Cuando cierra la parte de arriba del bar y la mayoría de los clientes se
van, normalmente a casa de algún amigo o a dar vueltas borrachos con el coche por las
calles vacías de la ciudad, se enciende una tenue luz roja en el sótano del Guapa y,
después de unos minutos de pitidos de micrófonos acoplándose, comienza el espectáculo.
Además de la luz roja, hay una pequeña barra curvada de madera, unas cuantas
mesas y sillas a un lado, un sofá viejo al otro y un equipo de altavoces vomitando pop
árabe de mierda. El sótano, que es más o menos como media pista de tenis, es también la
casa de Nora, la encargada del Guapa. Por eso está fuera del alcance de las autoridades.
Mientras sea en privado, a ellos les da igual si unos pocos tíos se visten de mujer y bailan
música simplona.
Anoche el Guapa estaba más lleno de lo normal. En cuanto entramos, Maj fue
corriendo a cambiarse, así que Taymour y yo nos quedamos solos. Me daba miedo que
Taymour se asustara con tanta gente. Aunque solía tomarse unas copas con nosotros en
la parte de arriba, casi nunca bajaba al sótano, así que era evidente que se sentía
incómodo. No paraba de cambiarse de sitio y de mirar para todos lados, lo cual me
obligaba a mí a mostrarme tranquilo y confiado para compensar un poco. Un par de
chicos, delgados como palillos y con un ligero toque de lápiz de ojos, nos sonrieron.
—¿Sois novios? —preguntó uno de ellos con cierto tono de asombro. No tendría más
de dieciséis años y parecía recién salido del pueblo, pero hablaba con un acento americano
perfecto.
Taymour se puso supertenso.
—Me encantaría tener un novio —dijo el chico.
Taymour se me echó encima y me susurró al oído:
—¿Tienes idea de la mierda en la que me puedo meter si alguien me reconoce?
—Relájate. Nos tomamos una rápida, vemos actuar un rato a Maj y nos vamos.
En la mesa del rincón, casi a oscuras, había sentadas dos mujeres que no conocía,
vestidas con mucho estilo. Las rodeaban unas cuantas bollos de las habituales del Guapa.
Las bollos llevaban puesto lo de siempre (camisetas negras, vaqueros viejos y una mala
cara que asustaría a cualquiera que no las conociera). Las dos mujeres parecían conformes
solo con estar allí, luciéndose, fumando y mirando el móvil.
Por supuesto, estaban los de siempre: los más mayores, taxistas la mayoría, sentados
en la barra, con esos ojos agotados mirando por encima del borde del vaso de whisky hacia
el mar de chicos jóvenes y delgados que iban gritando y saltando de un lado a otro
mientras le sacaban unas copas gratis a los inocentes novatos. Esos chicos parece que se
ponen siempre de acuerdo para vestirse; un día aparecen todos con chalecos de cuero y al
día siguiente con fulares de gasa al cuello. Lo que no falla nunca es el bolso de imitación
colgando del antebrazo mientras hablan unos con otros como marujas de mediana edad,
aleteando las manos como pez fuera del agua.
Luego estaban las musculocas, con el cuello de la camisa abierto como pavos reales,
con los brazos y los pectorales tan inflados que dan risa, todos en fila al fondo de la sala,
con cara seria, moviendo los pies como robots al ritmo de la música. La mayoría no se
atrevía ni siquiera a hablar, no fuera a ser que se le escapara algo de pluma, y por lo que
he oído, ni siquiera se consideran gais, porque nunca se les ocurriría agacharse delante de
otro tío (aunque Maj insiste en que puedes conseguir que se pongan a dar volteretas como
un perro haciendo trucos si los emborrachas lo suficiente).
La mayoría de los tíos buenos solo tenían ojos para los extranjeros, porque son un
billete seguro hacia la libertad. Lo cierto es que ese billete hacia la libertad solo se ha
hecho realidad a lo largo de los años para un puñado de afortunados, así que no entiendo
por qué siguen molestándose esos pobres. Según el tipo de extranjero que iba entrando,
podías adivinar enseguida qué tipo de mercancía venía a comprar. Los había delgados, con
traje caro, de los que se tocan constantemente el pelo repeinado. Los más machotes, los
taxistas, convencidos de poder meterla y conseguir un pasaporte extranjero, se acercaban
corriendo, encendían el cigarro del forastero y sacaban pecho. Cuando un extranjero
entraba pavoneándose con las pelotas colgando como dos balones de fútbol, los más
jóvenes corrían alborotados a rodearlo, batiendo sus pestañas, con el culo en pompa para
que el extranjero pudiera olfateárselo y hacer una selección.
Detrás de la barra había dos chicos de al-Sharqiyeh poniendo copas. Eran los
camareros habituales del Guapa: altos, de piel oscura, con cuerpazos que sabían mover con
agilidad mientras agitaban cócteles y ponían una cerveza detrás de otra. Estaban
tremendos, pero todo el mundo sabía que esos tíos eran terreno vedado. Nora se aseguraba
siempre de que los tíos a los que contrataba solo tuvieran ojos para las mujeres, para
evitar que mezclasen el trabajo con el placer. Si algún novato era tan ingenuo como para
insinuarse a alguno de ellos, se le vetaba la entrada inmediatamente.
Había un puñado de tíos con tacones dando vueltas alrededor nuestro y Taymour se
quedó mirando a uno de ellos en concreto, una reinona barrigona con el pelo naranja
chillón y sombra de ojos verde tropical que estaba apoyada en la barra mientras se pintaba
los labios con sus dedos rechonchos.
—¿Estás seguro de que no hay nadie aquí que pueda reconocerme? —preguntó
Taymour.
—Estoy seguro. Y si te reconociera alguien, tú también lo reconocerías a él, así que
tu secreto estaría a salvo.
—Esa no es la cuestión —me espeta—. No es que quiera que mi secreto esté a
salvo, es que no quiero que nadie lo sepa, da igual quién sea. De verdad, esto ha sido un
error.
—Me pregunto dónde estará Maj —le digo, tratando de cambiar de tema.
Los chavales escuchimizados que antes habían intentado ligar con Taymour se nos
acercaron. Empezaron a rodear a Taymour y a tentarle el culo y los brazos. Taymour,
estupefacto, se alejó a un rincón con los ojos como platos. El móvil me vibró en el bolsillo.

¡Estoy vistiéndome en el baño!

Miré hacia el baño justo cuando se abría la puerta y asomaba por la rendija el ojo
excesivamente maquillado de Maj. Agarré a Taymour del brazo y lo aparté del grupo de
chavales. Mientras intentábamos atravesar la sala a empujones, un chico con pinta de
anarquista chocó con nosotros. Era moreno, tenía el pelo largo y rizado, sujeto en la
frente con una bandana. Me sonaba de una manifestación en la que estuve hace unos
meses, pero como justo en ese momento la música árabe dio paso a un tecno machacón,
parece que no me reconoció. La imagen de ese chico bailando, dando vueltas por la sala
con los ojos cerrados, una sonrisa enorme en la boca y esa cara de felicidad, era un potente
antídoto contra los cánticos nada creativos y llenos de alabanzas a Dios que habían
invadido las manifestaciones últimamente.
Maj abrió la puerta solo lo justo para que entrásemos. El baño era diminuto y el
lavabo estaba lleno de churretones de lápiz de ojos. Nos señaló la bañera vacía y Taymour
y yo nos sentamos en el filo. El baño estaba lleno de humo. Maj, cigarro en mano, estaba
vestido de princesa Jasmine: sujetador turquesa, pantalones de genio y una peluca larga
morena. Las tiras del sujetador le caían flojas por los brazos y se le veía el tatuaje que
tenía en el escote. Se hizo ese tatuaje justo después del primer ataque violento contra una
manifestación, una simple frase en árabe a lo largo de la clavícula: «Si no nos dejáis soñar,
no os dejaremos dormir».
Cuando Maj empezó a travestirse, solía imitar algunas noches a Madonna y otras a
Cher. Un día cruzó la puerta del Guapa diciendo que no quería volver a vestirse como
una diva occidental, explicando que «en Occidente, la asimilación de lo queer dentro del
sistema capitalista ha llegado a un punto terrible. Y nosotros vamos por el mismo
camino. Visto lo visto, somos los siguientes de la lista».
Así que empezó a imitar solo a princesas pop árabes. Se pintaba los labios gruesos y
carnosos como Haifa, se ponía una peluca rubia como Elissa y solo hacía playbacks de
canciones árabes. Me di cuenta de que, aunque las letras habían cambiado del inglés al
árabe, todo lo demás era exactamente igual. Pero hace poco volvió a cambiar. «Lucha-
transgénero-neo-orientalista-contra-el-terrorismo» es como le gustaba definir lo que hacía.
Maj me dio un abrazo y bebió un trago de una copa que había en el lavabo.
—¿Lista? —le pregunté.
—Siempre lo estoy —repuso Maj—. Os quedáis a verme, ¿no?
—¡Por supuesto!
—Así me gusta —dijo Maj—. Nunca dejaremos de pasarlo bien. Si nos tiran una
bomba a la derecha, bailaremos a la izquierda. —Miró a Taymour con cara de asco—.
¿No le parece a usted, Monsieur?
Taymour carraspeó. Maj y Taymour no se miraban nunca a la cara y solo se
toleraban por mí. Sospecho que a Maj no le gustaba Taymour porque todo el mundo
estaba enamorado de él y Maj quería asegurarse de que Taymour era consciente de la
suerte que tenía de estar conmigo. Maj tiró su cigarro al lavabo, echó el humo por un
lado de la boca y apuntó con el dedo hacia la puerta.
—Yalla, venga, salgo en un minuto.
Salimos y nos colamos entre la gente. Un rato después empezaron a sonar los
primeros acordes de Genie in a Bottle y Maj salió del baño. Llevaba puesto un niqab
completo, pero el velo que le cubría la cara tenía impresa una foto con la cara de Marilyn
Monroe. El público empezó a aullar. Recuerdo que a Taymour le dio la risa y nos
quedamos mirando a Maj, que empezó a quitarse el niqab poco a poco y a bailar la danza
del vientre en el centro del escenario mientras hacía playback. El público bailó y cantó con
él.
Cuando terminó la canción empezó un solo de tabla mezclado con música tecno de los
noventa. Maj se subió de un salto a la mesa y derramó un vaso de plástico de cerveza que
había encima. Dos chicos jóvenes treparon detrás de él. Los tres se anudaron velos en la
cintura y empezaron a mover las caderas como locos al ritmo de la música. Estoy seguro
de que los chicos eran de al-Sharqiyeh, porque siempre le ponen más empeño y bailan
mejor que los de la zona oeste. Ellos tienen más que perder yendo allí, así que movían sus
caderas de un lado para otro al ritmo de la música, como si fuera la última vez en su vida
que iban a poder bailar.
Taymour señaló su reloj. Tenía que haberle ignorado y haber seguido bailando. Pero
tenía ganas de él y lo demás no importaba. Lo cogí de la mano y fuimos tambaleándonos
como tontos hasta la puerta, sudando y riendo. Nos pillamos un shawarma de media
noche en el puesto de la esquina. Nos lo comimos en su coche, en un callejón oscuro,
debajo de un limonero enorme. Él estaba pensativo, mojeteando un trozo de pollo una y
otra vez en la salsa de ajo con un gesto triste y desesperanzado.
—¿En qué piensas, habibi? —le pregunté.
Me miró sorprendido, no sé si porque le había asustado al hablar o porque le había
llamado habibi.
—Necesito salir de esta ciudad —fue su respuesta.
—Pero si quieres irte, ¿por qué vas a…?
—No quiero hablar de eso —me interrumpió—. Aunque solo sea por esta noche,
vamos a hacer como si mañana no fuera a pasar nada.
—Por mí vale —le aseguré mientras me metía un pepinillo en la boca.
—Ni siquiera me importa adónde ir —dijo cabreado, tirando el trozo de pollo sobre
la salsa de ajo. Se volvió hacia mí con una mirada intensa, se echó sobre mi hombro, se
relamió el aceite de los dedos y me pasó el dedo gordo por los labios—. Si me marcho —
me susurró—, ¿te vendrías conmigo? —Su aliento, caliente, olía a ajo y a alcohol—. ¿O
te vas a quedar en ese apartamento con tu abuela el resto de tu vida?
Tragué saliva cuando me pasó el dedo por los labios.
—Quiero estar contigo. ¿No te ha quedado claro todavía? Así que si quieres irte, me
iré contigo, y si quieres quedarte, me quedaré con ella en ese apartamento hasta el día que
se muera, o que yo me muera, o que esta ciudad se desmorone totalmente.
Taymour suspiró y se reclinó en el asiento.
—Nada se va a desmoronar tan pronto —dice con amargura—. Esta ciudad lleva
décadas desmoronándose y continuará haciéndolo. Y a nosotros nos pasará lo mismo, a
menos que nos larguemos de aquí.
Me reí para quitarle un poco de tensión al momento.
—Bueno, eso se llama optimismo.
De repente me sentía muy cansado. Me puse a mirar al callejón estrecho, el
contenedor de basura desbordado en el que una familia entera de gatos estaba intentando
sacar las bolsas. Amaba a Taymour porque era de aquí, porque todo en él me recordaba
este lugar, porque amarlo a él suponía amar esta ciudad y su historia. Y al mismo tiempo
no podía amarlo precisamente porque al ser de aquí tenía una idea sobre cómo ser y cómo
amar que no encajaría nunca con el tipo de amor que nos profesábamos nosotros.
Pero no le dije nada de eso: me limité a reír y a besarle en la oscuridad. Él me
devolvió los besos con ímpetu, y cuando el motor del coche volvió a rugir, quise que
aquello no acabara nunca. Todo esto pasó anoche mismo, pero al recordarlo ahora no
puedo evitar pensar en lo inocentes que hemos sido los dos con ese tira y afloja,
intentando averiguar cómo llegar a un lugar al que ni siquiera estábamos seguros de
querer ir, mientras lo que estábamos haciendo era arrastrarnos el uno al otro, sin darnos
cuenta, a que nos pegaran un tiro en la cabeza en mitad del desierto.

La comisaría de Policía es una estructura amenazante de ladrillo sin apenas ventanas.


Nada más verla me siento idiota, como si estuviera entrando voluntariamente en un
matadero. Las pesadas puertas de metal están custodiadas por dos policías de pelo
grasiento. Les digo que he venido a recoger a un amigo y entonces se me pasa por la
cabeza que esto puede ser una trampa. A lo mejor han obligado a Maj a llamar a todos
los que estábamos anoche en el Guapa. No. Puede que Maj no tenga la más mínima
vergüenza para llevar un vestido, pero sí tiene el suficiente orgullo como para no vender
a nadie.
Los policías me señalan un pasillo oscuro que huele a pies sudados. Atravieso el
pasillo, el suelo está pegajoso, y salgo a lo que parece una sala de espera. La sala es
sencilla: tiene un escritorio grande al fondo, un banco verde de hierro a un lado y una fila
de sillas en el centro; la pintura azul descascarillada deja a la vista el metal oxidado.
Hay dos mujeres y un hombre sentados en el banco. El hombre es alto y delgado y
tendrá unos cuarenta y tantos. Se está fumando un cigarro visiblemente nervioso justo
debajo de la señal de Prohibido Fumar. Mientras sus ojos examinan la habitación, el
hombre se levanta, se pasea de un lado para otro durante un rato con sus largas piernas y
luego vuelve a sentarse. Una de las mujeres, una asistenta filipina, tiene la mirada
clavada en el suelo. La otra, probablemente prostituta, lleva minifalda y unos zapatos
grises de tacón, la cara pintada con sombra lila y verde. Se está descascarillando el esmalte
lavanda de las uñas y cuando me ve entrar en la sala suelta un suspiro de indiferencia.
Me acerco al oficial uniformado que está sentado en el escritorio, un cincuentón
bajito medio calvo con una verruga peluda en la frente, y le explico mi situación sin estar
muy convencido. Le doy el nombre de Maj y le digo que tienen que soltarlo.
—Siéntate —me dice sin mirarme a la cara.
Me siento en el banco junto a la filipina. El oficial se levanta del escritorio.
—Ahí no —me ladra. Me señala las sillas azules.
Me levanto y me siento en una silla justo en medio de la sala. Saco el móvil y le
mando un mensaje a Taymour para distraerme.

Me prometiste que encontraríamos siempre una forma de estar juntos. Podemos seguir
viéndonos en hoteles. Oye, es solo una idea. Ya se nos ocurrirán más, pero para eso tenemos
que quedarnos con lo positivo.

—Guarda ese móvil o te lo estampo en la cara —me grita el oficial.


Le doy corriendo a enviar y me lo guardo en el bolsillo. Se me va a salir el corazón
por la boca.
El oficial se vuelve a sentar, se enciende un cigarro y toquetea su móvil hasta que sale
otro oficial de una de las habitaciones que hay detrás del escritorio. Ambos hablan un rato
y entran juntos en la habitación. La mujer de la minifalda tose y suelta otro suspiro
profundo.
Las paredes color beis brillante están llenas de grietas. El presidente me mira desde
un cuadro con un marco dorado horroroso que hay detrás del escritorio del oficial. En este
está vestido de policía. Al lado hay otro cuadro, de su hijo, también vestido de policía. Me
quedo mirando un rato el cuadro antes de apartar la vista para borrar los pensamientos
llenos de rabia que han empezado a venirme a la cabeza. Se oyen golpes al fondo del
pasillo, como si un carnicero estuviera intentando ablandar un trozo de carne a porrazos
contra una mesa.
Uno de mis miedos más recurrentes es que me arresten y me traigan a un sitio como
este por algo que pueda decir o pensar en un momento de descuido. Después de haber
visto las pruebas de abusos policiales que Maj ha recopilado durante estos últimos meses,
me vienen a la cabeza constantemente las imágenes de asesinatos y torturas, de muslos
llenos de cortes y de uñas arrancadas de cuajo y de cráneos partidos en dos. ¿Qué llevará a
ese festín de muerte y terror que tiene lugar entre las paredes de las prisiones? ¿La
ideología? ¿El poder? ¿El puro deleite sádico? ¿O el miedo? Se me está yendo la olla. Me
siento indefenso una vez más, no puedo hacer otra cosa que quedarme aquí y aceptar lo
que tenga que pasar. Vuelvo a mirar al hombre que se pasea nervioso delante del banco.
Tira la colilla del cigarro y se enciende inmediatamente otro.
El oficial sale de la habitación.
—Tú. El del corte de pelo horroroso. —Me está señalando a mí—. Sí, te estoy
hablando a ti. No me mires con esa cara, tu corte de pelo es horroroso, ¿no te habías dado
cuenta?
Me levanto y lo acompaño a la habitación, estoy aterrado, pero a la vez aliviado de
que por lo menos pase algo. En la habitación hay una mesa metálica vacía, salvo por un
bloc de notas, un cenicero, un vaso de té medio vacío y una carpeta abultada. No tengo
muy claro cómo comportarme. ¿En plan chulito, como para que piensen que tengo
protección, o en plan amistoso, para que vean que soy un firme aliado del régimen? A lo
mejor arrepentido, ¿pero arrepentido de qué? ¿Qué máscara debo llevar durante este
teatrillo para conseguir que Maj y yo salgamos vivos de aquí?
—Siéntate —me dice el oficial de la verruga en la frente mientras cierra la puerta.
Se queda de pie junto a la puerta y el otro se sienta detrás de la mesa.
Yo me siento en la silla que hay enfrente de la mesa y apoyo las manos sobre el
regazo. No he terminado de colocarlas cuando el oficial da un salto de la silla.
—¡DESCRUZA LAS PUTAS PIERNAS!
Miro hacia abajo y me doy cuenta de que tengo la pierna derecha apoyada sobre la
rodilla izquierda, así que las descruzo inmediatamente.
—¿Por qué estás aquí? —exige saber el oficial.
Me tiemblan las manos. Intento disimular apoyándolas en las rodillas, balbuceo algo,
no recuerdo qué máscara he decidido ponerme.
—Habla —apremia el oficial.
—He venido a recoger a alguien que conozco. Maj… Majdeddin. He recibido una
llamada hace un rato.
—¿De qué conoce al detenido?
—Fuimos… fuimos juntos a la escuela.
El oficial coge la carpeta de la mesa y me la pone delante.
—Este es tu expediente —me dice—. ¿Lo pillas?
No digo nada. Durante un rato los tres nos quedamos callados. Ellos me miran a mí
y yo miro la carpeta que hay encima de la mesa. Es negra, con papeles y documentos
saliendo por todos lados. Mi vida entera, o todo aquello que el régimen considera
relevante sobre mi vida, está en esa carpeta. Veintisiete años de sucesos. ¿Qué puedo haber
hecho en mis veintisiete años de vida que merezca un castigo? Cualquier cosa puede ser
considerada como una amenaza para el régimen, es lo que intentan decirme. No hay nada
que pueda hacer salvo quedarme sentado y asumirlo, hablar con lógica y esperar que esa
lógica, por una vez, sea suficiente.
—Trabajaste para Shami —me dice el oficial.
—Sí. ¿Puedo preguntar por qué me están interrogando? ¿De qué se me acusa?
—Sospecha de terrorismo.
Me da la risa.
—¿Perdone?
—¡A callar! —grita el oficial—. Participaste en las protestas.
—En algunas. —Hago un repaso mental rápido de mi escasa lista de amigos que
podrían sacarme de aquí, considerando qué poder podría tener cada uno en caso de que las
cosas se pongan feas. A Laura la escucharían y Basma tiene un tío que trabaja para el
gobierno…
—¿Por qué? —pregunta el oficial.
—¿Eh?
Lo estoy cabreando.
—¿Por.Qué.Participaste.En.Las.Protestas?
Escupe cada palabra como si le hubiera engañado para que se comiera una almendra
amarga.
—Todo el mundo iba a las manifestaciones —contesto.
—Yo no —me dice.
—Yo tampoco —interviene el oficial de la puerta.
—Pensé que podíamos mejorar este país —le explico.
—¿Eso cree? —dice el oficial levantando una ceja.
—Ya no sé lo que creo —le digo.
El oficial se queda parado un rato. Se acerca y abre la carpeta. Coge el primer folio y
lo examina.
—Le enviaste un mensaje al detenido esta mañana, ¿correcto?
—No lo recuerdo.
El oficial me pone el papel por delante. Solo hay una frase escrita a máquina en la
parte de arriba del folio. El resto está en blanco.

Mi abuela me pilló anoche con Taymour. Esto es un desastre.

—¿Enviaste esto? —me pregunta otra vez el oficial.


—Mire, he venido a recoger a un amigo. No he hecho nada malo.
El oficial me mira desconcertado, como si estuviera hablando con un mono. Se vuelve
a su compañero.
—La nena se va de manifestaciones, le manda mensajitos a un criminal y luego dice
que ella no ha hecho nada malo —dice el otro riéndose entre dientes.
—Lo siento. —Me odio por decir eso y de pronto me acuerdo de lo que dijo Laura
sobre que los árabes somos capaces de morir por orgullo. Que le den a mi orgullo. ¿De qué
coño me sirve si estoy muerto? Pero ahora no se trata de orgullo, sino de dignidad, y
siento que estoy perdiendo la poca que me quedaba. Me encantaría pensar que soy capaz
de morir por mi dignidad, pero ahora mismo lo único que pienso es en cómo salir de aquí.
El oficial me quita el folio de las manos y sonríe. Se vuelve a sentar, con la carpeta en
las manos, y empieza a pasar papeles.
—Cuatro años de universidad en Estados Unidos —dice—. ¿Hiciste algo en
Estados Unidos?
—Estudiar.
—¿Te enviaron los americanos a protestar?
—No. —No puedo evitar reírme. No añado que ya quisiéramos tener la suerte de
tener a Estados Unidos de nuestro lado.
—Pero hablas muy bien inglés y te pasas el día paseándote por ahí con extranjeros.
—Soy intérprete.
—¿Y qué interpretas para ellos? ¿Qué les estás contando?
—Le puedo asegurar que todo lo que sale por mi boca son las palabras de otros. —
Sonrío al decir eso, pero no sé bien por qué.
El oficial aparta la carpeta y me mira fijamente.
—¿Crees en Dios? —me pregunta. Su mirada fría me atraviesa, pidiendo una
respuesta sincera.
Trago saliva, me encojo de hombros y le aguanto la mirada.
—Creeré en lo que ustedes quieran que crea.
De repente cambia el ambiente en la habitación. De alguna forma, el aire parece más
ligero y siento que estoy a salvo. El oficial suspira, mira sus papeles y me indica con las
manos que me vaya, como si le estuviera haciendo perder el tiempo. El otro oficial me
abre la puerta. Entro en la sala de espera, dudando de si alguna vez me he sentido tan
aliviado de que me hayan tomado por tonto. La filipina ya no está. Los otros dos se me
quedan mirando con curiosidad, como intentando averiguar su destino en mis ojos. Me
vuelvo a sentar en una de las sillas azules a esperar.
Cierro los ojos e intento concentrarme en mi respiración, inhalo, exhalo. Inhalo,
exhalo. Empiezo a percibir sonidos distantes: la voz de alguien gritando al final del
pasillo, cucarachas correteando por el suelo acercándose a mis pies. Después de un buen
rato vuelvo a abrir los ojos y todo sigue igual. Empiezo a pensar en Taymour, en nosotros
dos tumbados en la cama, pero eso no me reconforta. Hoy el recuerdo de Taymour solo
trae de vuelta los gritos de Teta, la mirada inquebrantable de Ahmed y las amenazas de
los policías, así que vuelvo a sentir miedo y vergüenza.
Taymour tenía razón. Tenemos que salir de aquí. Ya sea por los matones salvajes del
régimen o por la sinrazón del fundamentalismo de la oposición, Taymour y yo estaremos
siempre obligados a llevar una máscara, a doblegarnos y a adaptarnos a su imagen. Teta
es solo el principio de la cadena. Si nos quedamos aquí, Taymour y yo no seremos nunca
más que un sucio secreto esperando a ser destapado. La única opción que tenemos es
largarnos lo más lejos posible de este maldito lugar.
Intento alejar y esconder esa idea lo antes posible, no vaya a ser que la ilusión que
me produce el solo pensarlo se me note en la cara. Pero parece que hoy mi mente está en
mi contra y nada más apartar la idea de mi cabeza hay muchas más que me asaltan de
golpe. Pienso en matar al presidente, en colocar una bomba y volar por los aires la ciudad
entera hasta verla reducida a cenizas. Es inútil intentar deshacerme de esas ideas: cuanto
más intento no pensar en esas cosas, más ideas me vienen a la cabeza, a cual más
destructiva. No puedo permitirme contaminar mi cabeza con esa clase de pensamientos
estando aquí. Casi que estoy esperando que entren los agentes de seguridad para llevarme
a una celda oscura del sótano porque me han leído la mente. Me estoy volviendo loco.
Loco de remate. Cierro los ojos. Cuando los vuelvo a abrir, veo los cuadros del presidente
y de su hijo. Aparto inmediatamente la mirada, no vaya a ser que a alguien no le guste
mi forma de mirarlos.

La siguiente vez que el oficial sale de la habitación trae consigo a Maj. Me levanto al
verlos, pero ni el oficial ni Maj me miran. Maj arrastra los pies hasta el escritorio y el
oficial le hace firmar una autorización que Maj firma sin siquiera leerla. Cuando se
vuelve me doy cuenta de que tiene un ojo totalmente hinchado. Por la frente le caen
mechones de pelo enmarañados. Tiene un moratón en la mejilla y el labio inferior tiene el
doble de su tamaño normal. El rímel le ha chorreteado por sus mejillas hundidas. Pienso
en Maj anoche, bailando, triunfante, con los brazos en alto. Apenas me mira a la cara
antes de volver a agachar la cabeza.
El oficial le pega un empujón a Maj en mi dirección y yo consigo sujetarlo. Se
limpia las manos en el culo del pantalón, como si acabara de soltar un trapo sucio.
Cuando miro a Maj de cerca, le veo una costra de sangre en la nariz. Le agarro del brazo
y me lo llevo de allí. Maj se dobla del dolor nada más pisar la calle. Le paso una botella
de agua y se la bebe entera. Bajamos andando la calle un rato sin cruzar palabra. Cuando
estamos lo suficientemente lejos como para sentir que es seguro empezar a hablar, le
pregunto si está bien. Asiente con la cabeza y me coge un cigarro. Se lo coloca entre sus
labios agrietados y llenos de sangre.
—¿Qué pasó? —le pregunto cuando ya nos hemos alejado lo suficiente de la
comisaría. Intento relajar el ambiente—. Cuando me fui te dejé restregándote con dos
chavalitos escuchimizados vestida de princesa Jasmine. ¿Fue en el cine?
—¿Ha salido en las noticias? —Le da una calada al cigarro y le entra tos.
—No lo sé. A mí me lo dijo Laura.
—O sea, que saldrá en las noticias. —Suspira y se pasa una mano por el pelo.
Vamos hacia donde Maj tiene el coche aparcado. La gente nos mira, Maj se tambalea
como un zombi. De camino al coche, pasamos por delante del cine donde lo arrestaron.
Las puertas están precintadas y selladas con cera roja, señal de que se ha cometido un
crimen de inmoralidad. En una nota pegada en la cera roja se puede leer:

A quien corresponda:
Esta puerta ha sido sellada con cera roja siguiendo una sentencia emitida en presencia del juez
encargado de asuntos urgentes de la ciudad. La denuncia fue interpuesta por Fawzi Basha y se
recoge bajo el número de denuncia 080537. La sentencia es aplicable durante el plazo de un
mes desde su fecha de emisión, abierta a posibilidad de prórroga. Queda terminantemente
prohibido retirar la cera roja de esta puerta sin previa autorización del juzgado que ha
dictaminado la sentencia.

Le digo de ir al hospital, pero se niega. Me pasa las llaves. Abro el coche y le ayudo a
meterse.
—¿Se te ocurre a alguien a quien podamos contarle lo que ha pasado? —le
pregunto.
—¿Y a quién se lo vamos a contar, a la policía?
—¿Y por qué no hacemos fotos de tus heridas y se las pasamos al grupo pro derechos
humanos con el que colaboras? Maj se pone las gafas de sol y suelta una risita amarga.
—Lo único para lo que sirven esos informes es para que Occidente piense que hace lo
correcto vendiéndole armas a nuestro régimen.
Nos quedamos en el coche fumando, ninguno de los dos tiene prisa por ir a ningún
sitio. Hoy estoy fumando un montón, pero cuando fumo las preocupaciones parecen
disiparse. Mis problemas adquieren la forma del humo y se pierden en el aire. Pero no
puedo evitar que vuelvan en cuando tiro la colilla. Es como un pozo sin fondo de
vergüenza y miedo, así que necesito encenderme otro cigarro inmediatamente. Me estoy
matando poco a poco. Hoy me he fumado ya un paquete entero.
Alguien está aporreando la ventanilla con muy mala leche y me arrastra de vuelta a
la realidad. Un hombre perfectamente afeitado nos mira a través de sus gafas de sol. Bajo
la ventanilla.
—Yalla —me gruñe—. No pueden estar aquí.
—¿Cómo que no podemos estar aquí? —le pregunto. Lo digo con tono maleducado,
como si intentara recuperar una pizca de la dignidad que he perdido en la sala de
interrogatorios.
—Quiero decir —resopla—, por razones de seguridad no pueden estar dentro de un
coche aparcado. O salen del coche o se mueven.
—¿Pero qué clase de amenaza para la seguridad suponemos estando sentados en un
coche? —le cuestiono—. Solo nos estamos fumando un cigarro antes de irnos. ¿O
prefiere que fume conduciendo?
—Si quieren fumar tienen que salir del coche. No pueden permanecer sentados en un
coche aparcado. Nuevas normas.
—Está bien, ya nos vamos —le dice Maj al hombre.
—Capullo —mascullo entre dientes mientras arranco.
El reloj del salpicadero marca casi las cuatro y media. Taymour debe de estar
arreglándose ya para esta noche, sin tener ni idea de todo lo que me está pasando hoy.
Maj se recuesta en el asiento y suelta un suspiro.
Ninguno de los dos tiene ganas de volver a casa, así que paramos en un supermercado
a comprar una bolsa de hielo y unos tomates y mortadela. Le pongo la bolsa de hielo a
Maj en el ojo y nos comemos los tomates y la mortadela en el coche con un café turco.
Observo a Maj enrollándose una rodaja de tomate en una loncha de mortadela. Se encoje
de dolor cuando el caldillo del tomate le roza los labios.
—¿Qué te han hecho allí dentro?
Se encoje de hombros y no me dice nada. Le doy un bocado a una rodaja de mortadela
y me la trago con un sorbo de café.
Observo la cara de Maj intentando sacar alguna conclusión de sus heridas. Un
puñetazo en la boca, eso seguro. Puede que otro justo debajo del ojo. El rasguño de la
mejilla parece una rozadura, como si le hubieran restregado la cara por una pared rugosa
o le hubieran empujado la cara contra el suelo. ¿Le habrán hecho algo más? ¿Habrá
ocurrido algo que no le haya dejado marcas en la piel?
—¿Te han violado? —le suelto de golpe.
Maj se queda callado. Luego niega con la cabeza, después se encoje de hombros.
—Nos dieron una paliza. Nos insultaron. Nos llamaron hijos de Satanás. Sacaron
mi expediente y me enseñaron toda la información que tienen archivada sobre mí… sobre
mi trabajo. No sé si estaban más cabreados por mi trabajo de día o por mi trabajo de
noche. En cualquier caso, siguieron golpeándome. Nos metieron en una sala con las
paredes de hormigón y nos ducharon con una manguera. El agua estaba helada. Nos
dijeron que éramos unos guarros pervertidos y que necesitábamos lavarnos.
Cierro los ojos mientras intento digerir todo esto. Me dan ganas de coger el coche y
volver a la comisaría para atravesar a esos dos polis con la pata oxidada de la silla azul
en la que me tuvieron sentado. Y luego machacarlos a patadas. En los riñones o en las
pelotas. Luego caigo en la cuenta de que nunca me he metido en una pelea y vuelvo a
sentirme totalmente indefenso.
—El agua estaba helada. —Maj ha empezado a temblar—. Nos quitaron la ropa.
Nos pusieron en fila contra la pared. Luego esos hombres se colocaron detrás de nosotros.
Tenían las manos tan frías… Me abrieron las piernas y me metieron algo. —Mientras
me lo cuenta, noto que algo ha cambiado en él. Algo que nunca antes le había notado.
Por primera vez percibo vergüenza en su voz y puedo verla apoderándose de sus rasgos
—. Parecía como un huevo. Tenían las manos tan frías… Y tan ásperas… como papel
de lija.
Me acuerdo del taxista que conocí hace años. Tienes la boca como el papel de lija.
Miro a Maj pero no me dice nada más: tiene los ojos clavados en sus dedos doblando y
redoblando una loncha de mortadela.
—¿Crees que tengo un corte de pelo horroroso? —le pregunto de pronto para relajar
el ambiente—. El oficial me dijo que tenía un corte de pelo horroroso.
Maj se echó a reír con tantas ganas que se atragantó.
—Tiene razón. Lo siento, Rasa, pero de verdad, tienes que decirle a tu abuela que
deje de cortarte el pelo. —Su ojo morado, totalmente cerrado por la hinchazón, empieza
a supurar. Parece una lágrima.
II
Sueños imperiales
Vuelvo a casa a las cinco de la tarde, desolado y exhausto. La puerta de la habitación de
Teta sigue cerrada. A estas horas debería estar tirada en el sofá, con el mando a distancia
sobre la barriga mientras sus ronquidos apagados acompañan la ronda de telediarios de la
tarde. Pero los cojines no tienen ni una sola arruga, la tele está apagada, la noto fría al
tocarla. El bolso de Teta está encima de la mesa del salón. He crecido pensando que ese
bolso era una especie de cofre del tesoro repleto de regalos (chicles, caramelos, cigarrillos
de chocolate con sabor a menta…), todo envuelto en un papel de seda tan viejo que se
deshace con solo tocarlo. Nunca ha dormido hasta tan tarde. A lo mejor la he matado de
humillación.
Doris me prepara un Nescafé con un montón de hielo. Cualquier otro día me lo
tomaría delante de la tele escuchando a Oprah aconsejarme que viva mi vida según la
versión más honesta de mí mismo. Así es como me paso estas largas, calurosas y aburridas
tardes en las que no tengo nada que hacer salvo pensar en Taymour. Pero hoy me llevo mi
Nescafé con hielo al cuarto de baño. Me quito la ropa y cuelgo los calzoncillos del pomo
de la puerta para que no se pueda ver nada por la cerradura: ya he aprendido la lección,
que mire el que quiera. Llamo a Taymour, pero no lo coge, así que le mando otro mensaje:

Ya se nos ocurrirá algo. Encontraremos un país donde no nos pidan visado y podamos vivir
nuestras vidas alejados de este ihbat[24], de esta realidad deprimente.

No creo que me conteste, pero se lo mando de todas formas. Quiero que le dé vueltas a esa
idea y ya esta noche le daré la carta. Le recordará todo aquello por lo que estamos
luchando y se convencerá de que tiene que huir conmigo. En cuanto me vea, no será capaz
de olvidarse de lo nuestro, lo dejará todo en ese mismo instante.
Me siento desnudo en la bañera vacía, me tomo el Nescafé con hielo, sigo fumando
del paquete de Marlboro y me pongo a jugar con el móvil al Candy Crush. Si me paso el
nivel con una estrella significa que Taymour me quiere y si me lo paso con dos significa
que nunca me dejará. Si me lo paso con tres estrellas significa que encontraremos una
forma de estar juntos.
Juego al Candy Crush mientras sueño con Estados Unidos, un lugar en el que nadie
te pregunta por lo que haces y donde eres libre de hacer lo que te dé la gana, de besar y de
amar a quien quieras y de ser quien se supone que eres. Antes de vivir allí, pensaba que
Estados Unidos era un lugar en el que daba igual quién eras y de dónde eras, lo único que
importaba era lo que tú pensaras.
Estaba equivocado.
—Ilusos de todo el mundo acaban en Estados Unidos —me advertía Teta—. Pero
el sueño americano es solo un cebo. Estados Unidos es como el anzuelo de un pescador:
puede atraparte para despedazarte y comerte o, si no le gustas, lanzarte de nuevo al agua
con una herida de anzuelo en la mejilla para el resto de tu vida.
Decidí no hacer caso a sus advertencias. Incluso ahora, mientras estoy aquí tirado en
la bañera vacía con una herida de anzuelo en la mejilla, el recuerdo de las posibilidades
que me ofrecía Estados Unidos sigue compensando.
La decisión de que yo estudiara en Estados Unidos se tomó antes de que Baba cayera
enfermo. Baba hizo a Teta prometerle que yo estudiaría en el extranjero con el dinero que
había ahorrado. Cuando murió, Teta y yo no teníamos ingresos. Aun así, se negó a tocar
el dinero que Baba había ahorrado para mis estudios. Guardó ese dinero en el banco y
empezó a trabajar de peluquera para las mujeres del barrio. Pronto, en un radio de veinte
kilómetros alrededor de nuestra casa, todas las mujeres llevaban la misma melenita dorada
de Teta. Para aumentar sus ingresos, los viernes Teta se ponía su hiyab y su túnica negra
y acudía a la mezquita del barrio a pedir. Los sábados cogía el crucifijo y se iba al pueblo
más cercano. Se escondía entre los feligreses de la iglesia, se quedaba de pie y se sentaba
cuando ellos. Sabía cuándo tenía que pronunciar el «Kyrie Eleison» y hasta comulgaba.
Luego, cuando pasaban el cepillo, alargaba la mano y recogía su paga semanal.
Los ingresos iban menguando, pero nuestro estatus social permaneció intacto. Nos
salvaba la pena y el sentimiento de responsabilidad. Mantuvimos la cabeza bien alta
mientras veíamos emerger a una nueva élite social, una casta de nueva creación que
discutía sobre «proyectos de construcción» e «inversiones inmobiliarias» e «iniciativas de
importación y exportación». Nos habíamos convertido en un viejo Chevrolet rodeado de
Ferraris recién salidos de fábrica compitiendo por la calles de la ciudad.
La imagen de Estados Unidos estaba enmarcada en toda una mitología que
acrecentaba mi deseo de vivir allí. Aparte de las series de televisión, las películas y los
libros, Estados Unidos era el lugar en el que mis padres se habían enamorado. Mi padre
estaba en el último curso de Medicina; Mama estudiaba Historia del Arte en la Escuela
Universitaria. Pasaba las mañanas en clase y las tardes visitando galerías y dibujando
bocetos en su cuaderno. Por la noche, solía ir con sus amigos a una cafetería francesa del
centro. Allí conoció a mi padre.
Él se enamoró a primera vista. Era guapa, tenía el pelo negro azabache, unos ojos
verdes enormes y la piel color aceituna. Incluso tiempo después, cuando estaba pasando
por su peor momento —tirada en el suelo del comedor, llorando sobre un charco de sangre
y cristales rotos— podía entender perfectamente por qué mi padre luchó tanto por ella.
Después de seis meses acosándola con sus súplicas, mi madre accedió a tomarse un
café con mi padre. La conquistó en esa primera cita. Seis meses después, Baba reunió
fuerzas suficientes para llevarla a casa y presentársela a Teta. Cuando mi padre regresó
con mi madre por primera vez, Teta no podía estar más contenta de que hubiera
encontrado una mujer árabe en Estados Unidos.
—¿Qué hace ella en Estados Unidos? —le preguntó Teta a su hijo, mirando a mi
madre con una sonrisa forzada en la cara.
Mi padre le explicó que la familia de Mama se mudó a Estados Unidos cuando el
presidente llegó al poder.
—Mi padre ni siquiera esperó a que el presidente llegara al poder —le corrigió
Mama—. Después del primer altercado, lo empaquetó todo y nos marchamos.
Teta entrecerró los ojos en un gesto de desaprobación.
—¿Por qué estás tan orgullosa de que tu familia abandonara el país tan pronto?
Entonces, te has criado en Estados Unidos, ¿no? No me parece un buen sitio para criar a
una hija. En cualquier caso, te casarás aquí y vivirás aquí.
A los padres de mi madre no les hizo ninguna gracia la noticia.
—¿Después de todo lo que hemos pasado, quieres volver? —le gritaba su padre por
teléfono a miles de kilómetros.
—Pero le quiero —decía Mama desafiante.
—¿Le quieres más que a tu propia libertad?
Pero mis jóvenes padres pertenecían a esa generación idealista que veía potencial allí
donde mirara, así que regresaron cogidos de la mano para construir una nueva nación
árabe unida.
La noche que Teta me dejó en el aeropuerto estaba lloviendo. Le di un abrazo y pude
sentir que estaba haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. Nunca nos habíamos
separado más de unas horas, así que la idea de no volver a vernos en un año parecía el fin
del mundo. Los dos sabíamos que en cuanto embarcara en ese avión algo en mí cambiaría,
que el chaval que la estaba abrazando en ese momento desaparecería para siempre y ni
ella ni yo podíamos saber qué clase de hombre lo reemplazaría.
—Llámame en cuanto llegues —fue lo único que me dijo. Intenté ignorar las
lágrimas que había detrás de cada una de esas palabras, porque sabía que si pensaba
demasiado en ellas me echaría a llorar y quería ser un hombre, un auténtico za ameh sin
sentimientos. Teta no paró de decirme adiós con la mano mientras me alejaba por la
terminal, hasta que ya no era más que una mota en mitad de un mar de gente. Cuando
ya no podía distinguirla, corrí hacia los servicios y me deshice en un llanto incontrolable.
No dejé de llorar hasta que me quedé dormido en el asiento del avión, cuando ya no podía
más con mi alma y pensaba que no me quedaba ni una sola lágrima más que soltar.
La cola para el control de inmigración era tremenda. Esperé en la fila con los papeles
en la mano: cartas de la universidad, recibos del banco, visados y todos los documentos de
la oficina de inmigración que Teta y yo habíamos organizado a conciencia en una carpeta
con separadores de colores. Conseguí salir de allí cuando ya se había puesto el sol. Cogí
un autobús hasta el centro y desde allí un tren hasta mi nuevo hogar, una residencia de
estudiantes en la zona oeste del campus, una torre de ladrillo de varias plantas con
fachadas curvas y arcos abovedados.
El laberinto de pasillos estaba plagado de estudiantes que reían y charlaban con
acentos extraños que solo había escuchado antes en televisión. Las paredes eran tan finas
que parecía que estaban en mi habitación. No había traído más que una maleta de ropa,
imágenes mentales de los campus universitarios americanos que había visto en las
películas y mi amplia colección de CDs titulada ¡Esto sí que es música! Estados Unidos
formaba parte de mí antes incluso de poner un pie allí, pues había crecido con sus
películas y sus libros. Pero la realidad americana me resultaba mucho más tosca y alejada
de lo que me había imaginado. Mi diminuta habitación de la novena planta estaba vacía,
salvo por una cama dura, un escritorio de madera y una bombilla que colgaba de un triste
cable de plástico. Subí la persiana veneciana para comprobar las vistas. Las luces
brillantes de la ciudad se alejaban en el horizonte y justo debajo tenía una vista del patio
lleno de árboles. El césped recién regado brillaba con la luz de las farolas.
Siempre había pensado que nada más poner un pie en Estados Unidos me convertiría
en otra persona, como la gente que había visto en las series. Me entristecía comprobar que
seguía siendo el mismo que en casa.
Solté la maleta sobre la cama sin hacer y llamé a Teta. Su voz sonaba muy lejana,
parecía que me hablaba desde el otro mundo.
—Hamdullah[19], Teta, el viaje ha ido bien, no ha sido complicado… El metro no
era muy caro… No, no tuve que regatear, tienen los precios en un cartel… Sí, está todo
muy bien organizado, hasta hay un autobús desde el aeropuerto que te sale gratis si les
enseñas la tarjeta de embarque y en cuanto llegué a la universidad me registré y me
dieron las llaves… No, solo una fianza… Sí, no te preocupes, pagué con el dinero suelto
que me diste… Sí, me dieron un recibo… Claro que sí, lo primero que haré mañana será
ir a comprarme un buen abrigo, te lo prometo… Mi habitación está muy bien, tengo todo
lo que necesito… una cama y un escritorio y un armario con perchas… Hay una
bombilla. Estoy muy contento.
Hubo un silencio.
—El piso parece vacío sin ti —susurró Teta.
No pude contenerme más y las lágrimas empezaron a caerme sin remedio.
—Quiero volver —lloriqueé al teléfono.
—Tienes que ser un hombre, Rasa. ¿No quieres que tu padre se sienta orgulloso de
ti?
Por supuesto que quería. Pero cuando decidí estudiar en Estados Unidos, tenía otro
objetivo en mente: explorar todo ese mundo desconocido de homosexualidad, observarlo y
probármelo para ver si de verdad me quedaba bien. Había llegado siendo yo, pero estaba
decidido a transformarme en algo mejor, en alguien como salido de la tele. En esa primera
semana estudié y observé a conciencia ese nuevo mundo: las chicas desfilando con sus
minishorts por las calles arboladas; los punkis llenos de piercings y tatuajes, con los pelos
teñidos de los colores del arcoíris, rebuscando discos antiguos de vinilo en tiendas de
segunda mano; los cachas de las hermandades bebiendo cerveza a litros, tirados en un sofá
en mitad del jardín, con barbacoas en las que se podría cocinar un cuerpo humano entero.
Estudié las reglas, las costumbres, la organización, el orden; observé con un enorme grado
de entusiasmo la celebración insaciable implícita en todo aquello y, en cuanto pude, me
compré un póster de George Michael y lo colgué encima de mi cama para que me
recordara cuál era el verdadero motivo por el que estaba allí.
El dinero que nos había dejado Baba había bastado para llevarme a Estados Unidos,
pero no para mantenerme allí, de modo que mi primer objetivo fue conseguir un trabajo.
En la biblioteca universitaria estaban buscando gente, así que un día antes de que
empezaran las clases entré en el enorme y amenazante edificio de piedra caliza y le dejé
mi currículum al director de la biblioteca, un señor calvo con la barriga del tamaño de un
balón de playa.
—No tienes ninguna experiencia laboral —me dijo mientras examinaba mi
currículum—. ¿No tuviste ningún trabajo en el instituto?
Negué con la cabeza.
Levantó la vista del currículum y retorció los labios.
—Eres extranjero, ¿verdad?
Asentí.
—Bueno… tenemos un cupo que cubrir…
A la mañana siguiente estaba ya en el sótano, dos plantas por debajo del nivel de la
calle, colocando en las estanterías volúmenes de revistas de arte de finales del siglo XIX. El
trabajo era sencillo, pero requería concentración. El director de la biblioteca me había
advertido de que un volumen mal colocado podía perderse para siempre, y el miedo a
perder para siempre algo tan antiguo, tan impregnado por el peso de la historia y la
memoria, me hacía tardar más que el resto en colocar las pilas de libros. Las estanterías
del sótano, especialmente las de la hemeroteca, que eran las más antiguas y las que menos
se usaban, estaban tan llenas de polvo que tenía que parar cada dos por tres para lavarme
las manos y la cara. A veces me entretenía pasando las páginas quebradizas, desgastadas
por el paso de los años y por los miles de estudiantes que las habían pasado antes durante
sus horas de estudio.
Salí de la biblioteca a media tarde como si lo hiciera de una tumba profunda. La luz
me impedía abrir los ojos. El campus estaba desierto. Mientras caminaba hacia clase
empecé a mosquearme. Cuando llegué, la clase estaba vacía. Alguien había dejado un
mensaje escrito con tiza blanca en la pizarra.

CON MOTIVO DE LOS ACONTECIMIENTOS SUCEDIDOS EN EL DÍA DE HOY, LA


CLASE DE ESTA TARDE QUEDA CANCELADA.

Atravesé el campus vacío hacia la residencia, ensimismado, pensando en si me atrevería


por fin a bajar a la lavandería del sótano a intentar poner una lavadora. Estaba tan
aturdido por las horas colocando libros sin parar en las estanterías que casi me trago a la
chica gordita de la habitación de al lado. Tenía la piel pálida, el pelo negro azabache y un
aro que le atravesaba las fosas nasales. Casi podía escuchar a Teta susurrándome al oído
«Una aro en la nariz, como las vacas».
—Perdona —le dije balbuceando y dando un paso atrás. Tenía los ojos rojos y
aguados—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
—¿Cómo que qué ha pasado? —resopló. Se quedó mirando mi cara de póquer y soltó
una risa—. ¿En serio no sabes lo que ha pasado? Por Dios santo, tú precisamente
deberías saberlo.
Un chico escuálido y con las uñas pintadas de negro que vivía al final del pasillo se
acercó y le dio un abrazo. Me quedé mirando mientras se abrazaban en silencio. Él tenía
la barbilla apoyada sobre el hombro de ella y de pronto pensé que no había visto nunca un
tío con las uñas pintadas de negro. ¿Qué diría la gente?
Minutos después seguían abrazándose, así que me aburrí y me fui a la sala común.
Había un montón de gente alrededor de la tele viendo las noticias. Imágenes de humo y
de fuego. Duraban solo un segundo, pero las estaban poniendo en bucle. Las vi como seis
o siete veces. Nadie abrió la boca. Me fui a mi habitación y llamé a Teta.
—A lo mejor deberías volver —me dijo, y se calló; su voz sonaba lejana y asustada.
—¿Por qué iba a volver?
Alguien llamó a mi puerta. Una chica asomó la cabeza. Tenía el pelo rubio y largo,
como en las películas.
—Estoy reuniendo gente para ir a donar sangre para las víctimas de los ataques. ¿Te
apuntas? —farfulló a través de su aparato.
—No.
Me lanzó una sonrisita rara y cerró la puerta.
—¿Pero qué haces? —me gritó Teta desde el otro lado del teléfono—. Invéntate
una excusa si no quieres donar sangre, ¡pero no le digas simplemente que no! Van a
pensar que eres un terrorista.
—La gente aquí no es así.
Volvieron a llamar a la puerta. Era la misma chica otra vez.
—Oye —me dijo—. Solo quería que supieras que nadie te culpa por lo que ha
sucedido.
Sin saber qué contestar, asentí con la cabeza y le di las gracias. Ella me devolvió una
sonrisa condescendiente y se fue.
—Escúchame, muchacho —me dijo Teta todavía al teléfono—. Si ves algo raro te
vuelves enseguida, ¿entendido?
—¿Qué quieres decir con «algo raro»? —le pregunté. Allí todo me parecía raro.
No salí de la habitación en toda la tarde. Esa noche soñé que la policía venía a por
mí. Escuché el estruendo de las sirenas a través de la ventana, las luces interrumpiendo la
oscuridad de mi habitación a intervalos rojos y azules. La rubia con aparato en los dientes
abrió de golpe la puerta y señaló mi silueta agazapada en la cama. «Ese es», les dijo,
muerta de risa, con esos dientes plateados que parecían cuchillos dentro de su boca. Varios
policías armados con metralletas entraron en la habitación y me arrastraron fuera. Me
echaron a una de esas barbacoas gigantes que había en el jardín de delante de la casa de
una de las hermandades. Las ascuas me quemaban la piel. Había varios chicos de la
hermandad rodeándome. Se quedaron allí mirando cómo me quemaba mientras cantaban el
himno del equipo de fútbol de la facultad y brindaban unos con otros con vasos de plástico
rojos llenos de cerveza.
Cuando me desperté por la mañana, tenía fiebre. Me tambaleé hasta el comedor para
desayunar. Los huesos me dolían a rabiar. El ambiente era serio. Las pocas personas que
había caminaban como zombis por el comedor. Intentando no mirar directamente a nadie,
cogí una de las bandejas verdes y fui a por la comida que brillaba bajo la luz fluorescente.
Patatas blandengues fritas en dados, huevos revueltos de un amarillo pajizo, beicon
grasiento color rosado. Se me revolvió el estómago. Solté la bandeja y me fui corriendo de
vuelta a la cama.
Me desperté al final de la tarde con un dolor de cabeza horroroso. La frente me
seguía ardiendo, pero no quería ir al médico, así que decidí acercarme a la farmacia del
campus. Recorrí los pasillos totalmente perdido: no reconocía las cajas de ningún
medicamento, pues había un millón de opciones diferentes para tratar los mismos
síntomas. Fui a preguntarle al dependiente, un hombre paliducho con un bigote finito.
—¿Venden antibióticos? —conseguí articular con esfuerzo.
—Solo con receta —me dijo, sin siquiera levantar la vista del crucigrama que estaba
haciendo.
—¿Y tiene algo que pueda tomarme? —le pregunté—. Tengo fiebre, me duele la
garganta, la cabeza…
El dependiente suspiró, fue detrás del mostrador y me puso delante un montón de
cajas de varios colores. Sin ni siquiera mirarlas, las compré todas. Me gasté dos semanas
de mi paga, pero merecía la pena con tal de no seguir allí ni un minuto más intentando
elegir entre miles de productos que servían todos para lo mismo. Volví a mi habitación,
me tomé una mezcla de pastillas y me metí otra vez en la cama para despertarme una
hora después y vomitarlas todas.
A la mañana siguiente me sentía peor aún, así que fui a la clínica del campus.
—Tienes gripe —me dijo la enfermera—. Vuelve a casa y descansa, cielo.
—¿Qué clase de gripe?
—La gripe.
—¿Es grave?
—Descansa y bebe mucho líquido. Si en un par de días no estás mejor, ven a verme
otra vez.
—Mire —me restregué la cara. Aquello era una horrible pesadilla—. Nunca en mi
vida me he encontrado tan mal. Creo que me estoy muriendo. Si pudiera recetarme unos
antibióticos…
—Uno no toma antibióticos para la gripe —se rio, remarcando cada sílaba de la
palabra antibióticos—. Además, no los vamos repartiendo por ahí como si nada. Los
humanos acabaremos desarrollando resistencia a ellos y pronto tendremos que tomarnos
un camión entero para curarnos de un simple corte con un folio.
—Pero yo estoy enfermo ahora —le dije. No era el momento de darme una clase de
biología—. No le estoy pidiendo que me los dé como si nada. Solo le pido que me los
recete para unos días.
—Si no te encuentras mejor en unos días, vuelve. Adiós.
Por supuesto, la enfermera tenía razón y después de sudar mi primera experiencia
con la gripe americana, salí de mi habitación totalmente recuperado tres días después. Al
entrar en la cafetería para desayunar, me di cuenta de que los ojos de los demás
estudiantes me seguían mientras me servía la comida en el plato. Algo había cambiado.
Durante las semanas siguientes se escucharon rumores sobre árabes y musulmanes a
los que se llevaban para interrogarlos y luego los deportaban. Aparecieron titulares en los
periódicos universitarios, historias sobre estudiantes en busca de bronca que perseguían
musulmanes fuera del campus. Miré mi piel oscura, percibí las miradas de inquietud cada
vez que pronunciaba la r de mi nombre en clase. Me había sentido diferente a los demás
durante tanto tiempo… ahora me encontraba atrapado en medio de una multitud
anónima. Un árabe. Un musulmán. Había pasado a ser uno de «ellos».

—¿Eres de Oriente Próximo? Qué envidia —comentó una chica de mi clase—. Tu vida
tiene que haber sido muy interesante.
—No mucho, la verdad.
—Yo me crie en Ohio —me dijo, intentando explicarse—. Por allí no tenemos ni
guerra, ni política, ni nada de eso. Seguro que el lugar donde creciste tiene que haber sido
mil veces más interesante que donde crecí yo.
Durante los tres primeros meses en Estados Unidos lo único que hice fue ir a clase y
volver directamente a casa. Algunos días echaba unas horas en la biblioteca colocando
libros y por las tardes me dedicaba a intentar entender las reacciones de los demás ante mi
presencia. Comencé a percibir algunos acontecimientos de mi vida como partes de la trama
de un discurso sobre guerra y opresión construido sobre mi historia con brochazos de
preguntas ingenuas y afirmaciones incisivas. ¿Por qué tu gente obliga a las mujeres a
llevar hiyab? ¿Por qué tu cultura está tan llena de odio? ¿Por qué tu país engendra
terroristas? ¿Tú también llevas sandalias como las que llevaba Jesús? ¿Por qué? ¿Es algo
propio del islam? ¿Lo habéis hecho porque vosotros no teníais libertad o porque odiáis la
libertad? ¿Y por qué odia tanto tu gente a las mujeres? ¿Por qué nos habéis hecho esto a
nosotros?, preguntaban. ¿Por qué nos odiáis?, se lamentaban. ¿Por qué, por qué, por qué?
Como pirañas en el agua, las preguntas me iban carcomiendo poco a poco, «nos» iban
carcomiendo. Por las noches, cansado de tanta pregunta, me iba a la sala común y me
sentaba delante de la tele a escuchar tertulianos gritándose mientras discutían sobre mi
país de una forma que nunca antes había escuchado, como peleándose por encajar piezas
en un puzle fijándose en una imagen que no es la de la caja.
La mayoría de las veces no podía aguantar la tele mucho tiempo y acababa
paseándome de un lado a otro de mi habitación diminuta con la cabeza llena de
pensamientos confusos, dando vueltas como el tambor de una de las secadoras llenas de
pelusa que había en el sótano. Me aterraba la idea de poner un pie fuera y que alguien
volviera a hacerme alguna de sus preguntas. Caminaba siempre de puntillas, inmerso en
mis pensamientos. Esa condición de árabe, esa condición de musulmán, todo eso era nuevo
para mí. Un indicador más de mi diferencia. «Algo» que había sido toda mi vida. Algo a
lo que antes no le había prestado ni la más mínima atención. Pero no se trataba de
cualquier cosa, no. Eso era algo que mataba y mutilaba y destruía. Ya no era más un
simple tipo con ideas y sueños y secretos. Era el subproducto de una cultura opresora, el
embajador de un pueblo en guerra contra la civilización.
Había llegado a Estados Unidos preparado para convertirme en un personaje más de
una serie de televisión. Iba a ser el mejor amigo de Blossom. Iba a tener una pandilla y
nos reuniríamos en una cafetería como en Friends. Más aún, Estados Unidos iba a
ofrecerme una superficie menos empañada que el espejo del baño de Teta en la que poder
analizarme. Como mínimo, esperaba que Estados Unidos me ofreciera el entorno adecuado
donde poder liberar los pájaros enjaulados de mi cabeza, donde poder revivir los recuerdos
de taxistas y películas de POLSKASAT que había estado clasificando con tanto esmero. Y
sin embargo, tuve que enfrentarme a algo completamente nuevo: mi condición de árabe.
Quería borrarme la piel, el nombre, el acento, hacer cualquier cosa que consiguiera alejar
las miradas inquisidoras.
La jaula secreta de mi cabeza seguía cerrada con llave. Veía a los chicos paseando
cogidos de la mano por el campus y cómo los estudiantes hablaban de sus aventuras
sexuales con total tranquilidad y me sentía más alejado de ellos de lo que me había
sentido cuando era un crío viendo a George Michael en la tele.
Ensimismado en mis propios pensamientos, seguí paseándome de un lado a otro de
mi habitación diminuta mientras escuchaba las carcajadas de los estudiantes borrachos en
el pasillo. Pensé en mi vida, indagué en mis raíces para entender hacia dónde crecían mis
ramas. Mi condición de árabe: esa nueva identidad se me quedó grabada. ¿Me habrían
ocultado también aquello, como hicieron con la muerte de mi padre y el paradero de mi
madre? ¿Implicaba ser musulmán algo más de lo que me habían contado?

***
Una noche, cuando volvía de la biblioteca, pasé por delante de un vagabundo que estaba
sentado en una esquina. El hombre llevaba unos vaqueros negros y una sudadera azul
oscuro con capucha. Tenía el pelo largo y desgreñado y la barba descuidada.
—¿Tienes algo suelto, amigo? —me preguntó el chico.
Busqué en mi bolsillo y le di unos cuantos dólares.
—Muchas gracias, tío.
—De nada —le dije, y eché a andar.
—¿De dónde es ese acento? —me dijo mientras me alejaba.
—De aquí no —le contesté.
—Vale, vale, lo pillo. Estamos en el mismo bando, tío.
Durante el resto del camino a casa pensé seriamente en las diferencias entre Estados
Unidos y mi país. Una de las más evidentes era que en casa me pasaba meses bajando y
subiendo la calle de Teta para ir al videoclub del barrio y ver si había llegado alguna
copia pirata de las últimas películas americanas. Aquellas películas grabadas a escondidas
en algún cine lejano. La imagen se movía constantemente y a veces alguien se levantaba
y cruzaba la pantalla justo cuando empezaba la acción. En Estados Unidos, los cines
proyectaban películas enteras, actuales y sin censura. En vez de conformarme con leer las
críticas, podía ir directamente a ver la película.
Allí ponían en la tele los últimos episodios de todas mis series favoritas y podía
verlos en la sala común de la residencia. Había cientos de canales con una programación
clara que no cambiaba constantemente. Todos los programas de humor con los que
pudieras soñar estaban allí, a un solo clic. En casa me pasaba los veranos intentando
sintonizar la antena para que Doris y yo pudiéramos ver aunque fuera un rato el
concurso de Miss Universo y jalear a Miss Filipinas, e incluso cuando tuve la suerte de
colarme en la sala de juegos de Omar, los episodios que ponían iban por lo menos con seis
meses de retraso.
Pero, sin lugar a dudas, lo mejor de todo era que en Estados Unidos había libros.
Estanterías y estanterías llenas de libros. ¡Cualquier libro que pudieras imaginar! Todos al
alcance de la mano. Ya no era necesario tener que suplicarle a los que iban de viaje al
extranjero que te trajeran algún libro desconocido o pasarte horas examinando las cuatro
estanterías con libros en inglés de la librería del centro.
Y fueron los libros los que me ayudaron a comprender. A finales de mi primer año
había leído toda la obra de Amin Maalouf, de Karl Marx, de Partha Chatterjee y de
Edward Said. Si Estados Unidos y mi trabajo de media jornada en la biblioteca me
ofrecieron algo, fue sin duda la soledad necesaria para explorar esos textos, soledad
interrumpida únicamente por algún estudiante rarito que buscaba ampliar los contenidos
de clase o necesitaba sacar algún libro prestado.
La primera vez que leí a Marx me sentí como la primera vez que vi POLSKASAT.
Marx era un tabú del que había oído hablar, pero al que nunca había tenido acceso. Al
leer sus palabras se removieron nuevas partes en mí que ni siquiera sabía que existían. Ya
desde las primeras líneas del Manifiesto comunista la voz de Marx me habló con un
simbolismo y una certeza que ningún otro texto canónico había conseguido.
Maalouf hablaba de la identidad como algo maleable y sujeto a la voluntad social.
Según él, un individuo se siente más identificado con aquel aspecto de su identidad que se
percibe como el más amenazado y, efectivamente, en Estados Unidos lo despreciable no era
que yo fuera homosexual, sino que fuera árabe. Edward Said me enseñó a pensar. Sus
escritos eran compasivos y honestos, pacientes y llenos de fuerza. Sus palabras
transmitían la intensidad de un intelectual que había dedicado su vida a hablar en nombre
de los indefensos y a desenmascarar las artimañas de los opresores, como un justiciero que
decide desvelar los trucos engañosos de un mago.
Chatterjee hacía que las teorías de algunos escritores occidentales parecieran ideas
irracionales de alguna historia de ciencia ficción en la que mundos de fantasía se
presentan como algo real. La identidad de una nación, ¿qué era aquello sino un producto
de la imaginación occidental trasladado al mundo colonial? Y si era así, ¿qué nos quedaba
a nosotros por imaginar? Si los estudiantes con los que me encontraba imaginaban un
mundo de fantasía en el que nosotros odiábamos con todas nuestras fuerzas y habíamos
dedicado nuestra vida entera a provocar el terror, ¿cuál era la alternativa a ese delirio?
Hace tiempo me preocupaba que, al negárseme la posibilidad de vivir felizmente
casado, mi vida podría carecer de sentido. Y en aquel momento, enfrentado a mi
aislamiento americano, me sentía muy cerca de la no existencia. Sin nadie con quien
poder hablar de cosas familiares, no había nada que me apartara de hundirme en un pozo
sin fondo de soledad. Así que tropezar con aquellas ideas llenas de fuerza había sido como
tener a un grupo entero de tutores enseñándome a superar mi falta de esperanzas.
Al meter la nariz entre los libros viejos y polvorientos, los recuerdos empezaron a
volver. Evoqué las cenas que mis padres organizaban en el salón de casa cuando yo tenía
siete años. Durante un año, aquellas cenas fueron cita obligada una vez por semana. Allí
se reunían artistas, escritores e intelectuales (médicos del hospital donde trabajaba mi
padre, profesores de la universidad y periodistas). Al final de la tarde, Mama empezaba a
cocinar mientras Baba encendía las velas que había colocado por toda la casa. Nuestro
salón era todo rojo oscuro, marrón y dorado. La pieza más codiciada, una alfombra persa
con una trama simétrica de flores y ramas. Los invitados empezaban a llegar justo cuando
se ponía el sol. Se sentaban sobre cojines alrededor de nuestra mesa de centro de caoba,
fumaban, tomaban su arak y picoteaban de los cuencos de frutos secos que había
repartidos por toda la habitación.
En aquellas noches me llamaban para que saludara a nuestros invitados. Luego me
retiraba, bien a mi habitación, bien a hacerle compañía a Doris en la cocina. Desde el
salón llegaba una mezcla embriagadora de olores y sonidos, de salchichas asadas y
empanadas rellenas de queso y espinacas, mezclada con la fragancia de los perfumes, el
whisky, el tabaco de cachimba, el sonido de las risas escandalosas y los debates y la música
de Pink Floyd, Samira Tawfik y Abdel Halim. A veces me permitían sentarme con los
invitados un rato. Me apretujaba entre los cuerpos cálidos de mi madre y de mi padre en
nuestro sofá de cuero marrón y rebuscaba las almendras tostadas en los cuencos de frutos
secos, hasta que mi padre me regañaba lanzándome discretamente una de sus miradas por
no dejar ninguna para los demás.
Recuerdo que una noche seis de ellos estaban discutiendo acaloradamente envueltos
por una nube de humo. En aquel entonces, lo que decían no tenía ningún sentido para
mí: eran simples palabras lanzadas al aire por encima de mi cabeza, pero ya en Estados
Unidos, al ir sumergiéndome en mis lecturas, mis recuerdos de aquellas palabras
empezaron a cobrar sentido en forma de pensamientos e ideas. Fue entonces cuando
empecé a entender el mundo al que pertenecían mi madre y mi padre. El muro de Berlín
había caído ya y Mohammad, uno de los amigos de mis padres que trabajaba para una
empresa internacional, se estaba riendo de otro amigo, Nadeem, que era director de un
sindicato de abogados.
—¡Oh, Nadeem, oh! —cantaba Mohammad mientras se echaba un puñado entero de
frutos secos a la boca—. ¿Dónde están ahora tus amigos soviéticos para venir a salvarte?
¿Eres consciente de que esto es el principio del fin, verdad? El capitalismo ha triunfado.
Nadeem comía compulsivamente mientras se quejaba del imperialismo occidental y
los demonios del libre mercado. Sima, una periodista con un espeso pelo rizado y los ojos
plomizos, asentía con la cabeza mientras aspiraba el humo de la cachimba que Baba se
encargaba de mantener siempre encendida añadiendo más carbón.
—Los árabes no deberían aceptar ser ciudadanos de un país imaginario establecido
por los colonizadores siguiendo fronteras irreales —aseguraba ella—. Al fin y al cabo,
todos pertenecemos a un mismo pueblo árabe.
—¿Y qué propones que hagamos con todos los ciudadanos no árabes de esta región?
—planteó Nadeem—. ¿Los quemamos en la hoguera? No, no, la solución es el
socialismo.
—Estáis todos echando la vista fuera para encontrar una solución —intervino
Hassan, un viejo amigo de mi padre que tenía el pelo moreno y ondulado y llevaba unos
quevedos apoyados sobre su nariz rechoncha— cuando tenemos la respuesta aquí mismo.
—¿Y qué sugieres exactamente? —preguntó Sima, soltando tanto humo por la boca
que su cara desapareció por un momento detrás de una nube blanca.
Hassan le dio un trago a su espeso té rojo. Se le quedó pegado en la barba un trozo
de menta empapado y se lo metió en la boca de un lametón.
—Éramos musulmanes antes que árabes. Nuestro verdadero camino consiste en
seguir las enseñanzas del Profeta, vivir como él vivió y recuperar la umma[50].
—Ya[52], Hassan, ya habibi. —Sima se incorporó de un salto—. Trabajas en los
pozos de petróleo unos años y vuelves a casa pretendiendo llevarnos de vuelta al siglo VII.
Bebe un poco de arak y relájate.
Hassan se echó a reír y levantó su vaso.
—Disfrútalo tú por mí, hermana. Yo estoy bien con mi té.
Mi padre empezó a hablar.
—En realidad, lo más sagrado para un árabe es su familia, su tribu, su comunidad.
Es cierto que podemos hablar de una cultura árabe común, pero la familia es el centro de
lo que somos como pueblo. Sin su familia, un árabe no es nada.
Mientras ellos discutían, yo observaba a mi madre, cómo le brillaban los ojos al
escuchar todo aquello, cómo sonreía, cómo mantenía el vaso siempre cerca de sus labios y
se movía solo para darle una calada al cigarro. Mama bebía mucho durante aquellas
veladas, a veces tanto que tenía que esperar a que todos los invitados se hubieran ido para
que Baba pudiera llevarla a la cama. Recuerdo aquel tiempo como uno de los momentos
más felices de mi vida, y me quedaría dormido envuelto en los sonidos y los olores de
aquellas fiestas que duraban hasta bien entrada la madrugada. Pero poco después, dos
hombres del gobierno llamaron a la puerta y pusieron fin a aquellas fiestas, de las que
solo quedó el vaso de mi madre, siempre cerca de sus labios.

¿Qué significaba entonces ser árabe en aquel momento, bajo la mirada inflexible de los
americanos? ¿Qué es ser árabe o musulmán sino una invención pensada y repensada por
políticos que manejan el significado de esos términos a su antojo para que encajen con su
versión de la historia? Los tertulianos americanos parecían realmente contentos de poder
participaren el montaje de aquella ficción mientras se gritaban unos a otros en el plató de
televisión.
Yo sabía bastante sobre mentiras e invenciones. Era capaz de percibir las malas
intenciones detrás de las mentiras piadosas que me habían contado tantas veces, sobre mi
país y sobre mi familia. Me acordé de un incidente que había ocurrido dos años antes. Un
grupo de rebeldes había intentado derrocar el régimen presidencial para instaurar un
gobierno socialista. La revuelta fue aplastada de inmediato y, para dejar claro su mensaje,
el presidente masacró a las familias de los rebeldes en pleno centro de la ciudad.
Por supuesto, si alguien pretendiera encontrar alguna información sobre ese
incidente, no le sería fácil conseguirlo. No aparecerá en ningún libro de Historia ni en los
planes de estudio de ninguna escuela. Ese acontecimiento quedará grabado únicamente en
la mente de los miembros supervivientes de las familias de los rebeldes. Lo recordarán
para siempre, pero nunca hablarán de ello. En clase trabajábamos con textos que
glorificaban pequeñas batallas ancestrales que habían ocurrido siglos atrás. Las grietas en
la armadura del régimen se borraban del mapa. Hablar de revolución —peor aún, el
simple hecho de pensar en ella— suponía la más alta traición, no solo al presidente, sino
a toda la nación.
Teta gobernaba nuestra casa prácticamente igual que el presidente gobernaba el país.
Ejercía un control férreo sobre la memoria, borrando el pasado a su antojo para poder
controlar el presente. No fue ninguna coincidencia que tras la huida de Mama
desaparecieran de las paredes todas sus fotos y fueran sustituidas por más fotos de Baba.
Las pocas veces que preguntaba por mi madre, Teta soltaba un profundo suspiro, giraba
la cara para otro lado y me castigaba con horas de indiferente silencio. Poco después, sacar
a relucir el tema de Mama o mencionar siquiera su nombre era equiparable a dar un golpe
de Estado. Era una traición hacia Teta, y sobre todo hacia Baba.
La soledad de Estados Unidos y todos los libros que me ofreció me ayudaron a
descubrir el secreto de la hegemonía del presidente y de Teta. Exploré mi recién estrenada
libertad pensando por fin en mi madre. Intenté averiguar qué había pasado en aquellos
primeros once años de mi vida rescatando todos los recuerdos que pude para contrarrestar
la influencia de Teta.
Recordé que mi madre me contó que, cuando volvieron de Estados Unidos, Teta
insistió en que Mama y Baba vivieran en casas separadas hasta que se casaran. A Mama
le adjudicó la habitación de invitados y a Baba lo mandó a vivir con los vecinos. Mama se
mudó, organizó un pequeño estudio en un rincón de la habitación y empezó a pintar.
Veía el mundo como si acabara de nacer y Baba, que cayó rendido ante la forma en la que
Mama concebía el país, se la llevaba a las aldeas para que conociera a los agricultores y a
las mujeres que bordaban ropas tradicionales. Ella los pintaba trabajando en el campo,
rodeados de naranjos y de burros marrones rebuznando.
Al principio, mi abuela estaba entusiasmada con la llegada de Mama. Teta tenía la
oportunidad de moldearla hasta convertirla en la mujer de la alta sociedad con la que
siempre había planeado casar a su hijo. Por las mañanas, después de revisar las sábanas
de mi madre en busca de alguna mancha de sangre —para asegurarse de que Baba no se
había colado a escondidas por la noche—, Teta invitaba a las mejores mujeres del barrio
al subhiyeh. Pero a mi madre le daba igual todo aquello.
—Montaremos una clínica en al-Sharqiyeh y a lo mejor alguna más en las aldeas
—le estaba contando una tarde a Teta. Luego se volvió hacia mi padre—: Tú atenderás
a los pacientes, gratis por supuesto, y yo les enseñaré arte a los niños.
—Deja que cada uno se responsabilice de su propia emancipación, hayati[21] —le
contestó Teta. Se dirigió entonces a mi padre—: Acaban de abrir un hospital privado en
la carretera del aeropuerto. Juego a las cartas con la mujer del director. Le hablaré de ti.
Y así lo hizo, y así empezó mi padre a trabajar en el hospital privado.
—Solo unos años —le decía a mi madre—. Ahorraremos para comprar una casa y
luego invertiremos en las clínicas.
Mi padre empezó trabajando en el turno de noche, luego pasó al turno de día y poco
después acabó haciendo ambos turnos seguidos. Y el dinero empezó a entrar a espuertas
en casa y mi madre acabó yendo sola a las aldeas y a al-Sharqiyeh. Pero aquello era
inaceptable para Teta. No iba a consentir ver a su futura nuera pintando con los niños
callejeros de los suburbios.
—Esto no es Estados Unidos, habibti —le decía—. No puedes ir por ahí como si
fueras la Madre Teresa. Aquí la gente habla.
Pero aunque mi madre llegara hasta cierto punto a entender aquello, nunca le
importó. Los vestidos que Teta le compraba se quedaban colgados en el armario sin
estrenar. Y cada vez que se ponía aquellos vaqueros manchados de pintura, cabreaba más a
Teta. La posición social de la familia estaba en juego, le advertía Teta a mi padre.
—Ten cuidado, solo tienes una vida, una reputación. No la arruines.
Y si Mama no estaba dispuesta a convertirse en una buena esposa, Teta no desistiría
en avergonzarla hasta conseguirlo.
—No estás planchando en el sentido de los pliegues. ¿De qué sirve que planches si
no sigues la raya de la tela? Pero qué sé yo, solo soy una vieja. A lo mejor ahora se lleva
la ropa arrugada. Mejor me callo. Hazlo como tú quieras, habibti.
Así fue como empezó todo. «Yo no quiero meterme, pero… Yo no lo lavaría así,
pero… Supongo que si quieres ir así vestida… Pero a lo mejor soy yo la tonta… Yo soy
la burra… A lo mejor soy yo la que no tiene ni idea… Hazlo como tú quieras, habibti…
Mejor me callo», etcétera, etcétera.
La mañana de la boda de mis padres, Teta entró a la habitación de mi madre y se la
encontró vacía. Histérica, llamó a mi padre.
—Tu mujer se ha largado —le dijo casi llorando—. ¡Las chicas vienen en unas
horas para empezar a prepararlo todo y ella se ha largado!
Baba le aseguró que Mama habría salido a hacer los recados de última hora o que a lo
mejor necesitaba un tiempo a solas para reflexionar. Teta, aterrada ante la idea de que mi
madre no volviera, pero igualmente decidida a no contarle a nadie semejante bochorno,
empezó a dar vueltas por el salón, bebiendo café y fumando sin parar, refunfuñando para
sus adentros.
Mi madre regresó a mediodía, una hora antes de que empezaran las celebraciones.
Teta la oyó antes de verla; empezó a escuchar un estruendo de tambores y de gente
cantando que venía de la calle. Al asomarse a la ventana, vio a mi madre subida a lomos
de un burro y rodeada por una procesión de gitanos que venían caminando por los secanos
que bordean la carretera del aeropuerto. Las mujeres marchaban ululando y bailando con
los pies descalzos, mientras los hombres aporreaban los pellejos de los tambores y cantaban
canciones tradicionales de boda. Se detuvieron frente a la casa de Teta y siguieron allí
bailando y cantando. Teta los observaba escondida detrás de las cortinas, avergonzada y
furiosa.
Después de la boda, mi madre le suplicó a mi padre que invirtiera sus ahorros en la
nueva casa que le había prometido para poder alejarse del control de Teta.
—¿Qué es eso de comprarse una casa nueva? —sentenció Teta en cuanto Baba sacó
el tema—. No malgastes tu dinero. Guárdalo para tu hijo, levanta otro piso aquí y ya
está.
Y antes de terminar la frase, Teta estaba ya al teléfono organizando los planes con un
contratista. Cuando se terminó el piso superior, Mama y Baba se mudaron allí. Eso le
permitió a Teta seguir controlando a Mama y todas las mañanas aparecía en el piso con
una olla de comida que había preparado la noche de antes.
—Tu comida no está mala, habibti, pero mi hijo es muy delicado, ya lo sabes. Le
gusta que la comida tenga algo de sabor.
La declaración final de guerra llegó a la hora de decidir mi nombre. Mama quería
llamarme Rasa. Teta, seguramente por despecho, insistía en que me pusieran cualquier
nombre menos ese.
—A mí me gusta —decía mi madre.
Por una vez, no tuvo que dar más explicaciones. Ella era la que estaba embarazada
de mí, así que tenía las de ganar.
—Le dije que no te pariría hasta que me saliera con la mía —me explicó Mama
una noche con una sonrisa triunfante en la cara mientras me acariciaba la espalda en la
cama.
Nací un día después de San Valentín. Al verme por primera vez, Teta me miró de
arriba abajo y rompió a llorar.
—¡Allahu Akbar[3]! Es igualito a su padre. —Teta se agachó y besó el suelo de la
habitación del hospital—. Estaba muy asustada, habibti. No porque fuera a salir a tu
parte, pero… tú ya me entiendes…
Aquello no se detuvo con mi nombre, y el hecho de que Teta fuera derrotada en un
asunto tan crucial aumentó su afán por controlarlo todo.
—¿Ya has dejado de darle el pecho? ¡Si solo tiene dos años! Yo le di el pecho a mi
hijo hasta los cuatro, ¿sabes?
—Por favor, deja que lo haga a mi manera.
—Está bien, está bien, cerraré la boca. A lo mejor soy yo la que no entiende de estas
cosas. —Y al salir de la habitación, Teta farfullaba, lo suficientemente alto como para
que mi madre la oyera—: Sus pechos son demasiado valiosos para su propio hijo. Claro,
por eso no deja de llorar cuando ella está cerca.
Cuando tenía tres años, Mama pilló a Teta intentando meterme almendras por el
culo para aliviarme el estreñimiento. (Recordándolo ahora, me pregunto si aquellas
almendras tuvieron algo que ver con mi gusto por los hombres).
—¿Qué demonios estás haciendo? —le dijo mi madre, arrancándome de sus brazos.
—Lleva ya dos días sin cagar —se justificó Teta entre dientes mientras cogía otra
almendra.
—Así no se cura el estreñimiento —le soltó Mama, subiéndome los pantalones—.
Y te he dicho mil veces que no fumes delante de él. Tiene toda la ropa llena de ceniza.
—Claro, ¿qué voy a saber yo? Al fin y al cabo fui yo la que crio a tu marido y mira
con quién se ha acabado casando.
Para cuando cumplí los cuatro años, el motivo principal de discusión era el idioma.
Teta solo me hablaba en árabe. Mama insistía en hablarme en inglés, porque decía que era
la lengua del poder. Así que yo hablaba los dos, sorteando ambos idiomas como en un
campo de batalla.
—Where are you going? —me preguntaba mi madre.
—To school —decía yo.
—Dilo en árabe —ladraba Teta.
—To al-school —contestaba yo.
Al hacerme mayor, empecé a frustrarme por el fuerte acento que tenía mi madre
hablando inglés. El suyo me rechinaba en comparación con los acentos que escuchaba en la
tele. Snake pasó a ser essnake, orange juice era oranjuice, mirror acabó siendo mirrow.
—No hay ninguna e al principio de snake —recuerdo que la corregí una vez.
Intenté que lo volviera a decir sin pronunciar la e Ella me siguió el rollo, repitiendo esa
palabra una y otra vez, pero no era capaz de deshacerse de esa e.
Por aquel entonces, aquello me ponía de los nervios. ¿Por qué no podía hablar como
las madres de las series de la tele? ¿Por qué tenía que mantener ese acento tan vulgar? Era
tan de mal gusto esa e traicionera al principio de la palabra… Mi madre, que había
pasado media vida en Estados Unidos, de alguna forma seguía siendo incapaz de ser
totalmente americana. Era alguien a medio formar, un bicho raro discordante, ni
americana, ni árabe, atrapada a medio camino. No había nada que deseara más que tener
una familia normal y mi madre, incluso en su forma de hablar, demostraba su empeño en
que fuésemos diferentes. Pero una vez en Estados Unidos, donde todo el mundo que
conocía dejaba escapar las eses de su boca con tanta suavidad, con una perfección tan
aséptica, añoraba terriblemente aquella indeseable e en toda su vulgaridad.
En aquel momento, los recuerdos de Mama eran borrosos, como fotos viejas
amarilleadas y desvanecidas por los años. Y aun así, los recuerdos ya olvidados fueron
poco a poco regresando a mi cabeza cuando empecé a intentar recuperarlos. Aquel primer
año en Estados Unidos me iba a la cama temprano con la cabeza echando humo de tanto
pensar en los árabes y en el islam, con un sentimiento de aislamiento que me golpeaba las
mismísimas entrañas. Intentaba recuperar entre sueños algún recuerdo de la única
disidente auténtica de la familia y escuchaba a lo lejos la voz de mi madre suplicándole a
mi padre: «Esto no es lo que habíamos acordado. Habla con ella. Por favor».
—¿Y qué quieres que haga? Es mi madre…
—¡Y yo soy tu mujer!
—Solo intenta ayudar —escuchaba decir a mi padre antes de volver al trabajo o de
encender la tele o de preparar el carbón para la cachimba.
Daba igual si lo que recordaba había sucedido o no de verdad, o si simplemente me
estaba inventando las cosas sobre la marcha: lo único que me quedaba era tejer aquellos
recuerdos para formar una historia, para construir una patria materna dentro de mí.
Busqué a mi madre durante meses en las guías de teléfonos y en internet. Aunque no
tenía la certeza de que estuviera en Estados Unidos, el regreso de mi madre, aunque solo
fuera en forma de recuerdos, me hacía pensar que de alguna manera estaba más cerca que
antes, si no físicamente, al menos sí en espíritu. A pesar de mi empeño, no encontré nada
concluyente de lo que poder tirar. ¿Acaso no quería que la encontraran? Y si conseguía
encontrarla, se toparía con este desastre de chaval confundido y lleno de preguntas
estúpidas sobre los árabes y el islam. ¿Me consolaría el hecho de que ella fuera también
un bicho raro, o directamente me haría alejarme todavía más de la norma?
En realidad, sí tuve un pequeño respiro en lo que se refiere a mi aislamiento durante
ese primer año en Estados Unidos. Cuando retomamos las clases en el segundo semestre
conocí a dos futuras estudiantes de Medicina en la biblioteca. Las chicas eran de
Tennessee y durante un mes nos veíamos prácticamente a diario. Me pasé horas en su
habitación escuchándolas cantar música góspel sureña a grito pelado. Yo les seguía el
ritmo con las manos y cantaba con ellas con una sonrisa apasionada en la cara. No tenía
ni idea de las letras, pero estaba dispuesto a aprender. La cosa era bastante simple: me
hacía feliz que me invitaran a una fiesta por primera vez. Un día les comenté de pasada
que se parecían a Venus y Serena Williams. Me dieron una conferencia interminable sobre
el racismo americano, sobre la esclavitud y Martin Luther King y la lucha por los
derechos civiles en Estados Unidos. No volvieron a invitarme más a su habitación. Salí de
allí con la sensación de que la cuestión de la raza en Estados Unidos era como una
historia que se iba transmitiendo de generación en generación. Empecé a entender también
que yo formaba parte inevitablemente de un nuevo capítulo en esa historia, aunque por el
momento no tenía ningún Martin Luther King que me ayudara a espantar los
estereotipos y mentiras sobre mi raza y mi religión que estaban empezando a cobrar vida
allí mismo, delante de mis narices.
Pensaba a menudo sobre el islam. Aunque en nuestra familia nadie tenía tiempo
para la religión, Baba descubrió a Dios durante su cáncer. Cuando todavía no estaba tan
enfermo como para no poder salir de casa, me llevaba a los rezos del viernes. Acompañaba
a Baba y ambos rezábamos. Nos fijábamos en lo que iban haciendo los hombres de la fila
de delante y hacíamos lo mismo. Aquel nuevo ritual me parecía tan fascinante como
extraño. Cuando ellos se arrodillaban, nosotros nos arrodillábamos; cuando cruzaban sus
brazos, nosotros también.
Pero luego empezaron a surgir sentimientos extraños. Observaba las anchas espaldas
de los hombres que se arrodillaban delante de mí, sus traseros a solo unos centímetros de
mi cara. Yo intentaba luchar conmigo mismo cuando mi mente empezaba a generar todo
tipo de pensamientos sobre aquellos hombres. «Dios no puede pillarme pensando esto en
su propia casa», recuerdo decirme. Cerraba los ojos e intentaba concentrarme en el
momento, en ser uno con Dios. Pero la tentación de abrir los ojos, de echar un vistazo
más a los cuerpos de aquellos hombres, me desconcentraba enseguida.
Cuando Baba murió, lo hizo también aquella breve incursión a la mezquita. Lo
agradecí enormemente. No podía seguir lidiando con aquellos sentimientos confusos.
Además, aquel espectáculo del rezo comunal era soporífero. Nada podía evitar que mi
mente acabara dispersándose para contemplar la masa de cuerpos delante de mí. Y
finalmente, lo único que me llevé de aquella experiencia fue la visión y el olor de aquellos
cuerpos masculinos rodeándome. Encerré aquellos pensamientos en mi jaula secreta y
seguí rogando el perdón de Dios.
Al final de mi primer año de universidad, ayudado por los largos periodos de
autorreflexión entre las estanterías polvorientas de la biblioteca, empecé a pensar que a lo
mejor el islam era el origen de todas mis contradicciones. No solo el islam, sino la religión
como tal. Después de horas haciendo ejercicios para corregir la flacidez de mis muñecas,
después de años rezando a media noche, rogando fervientemente, luego negociando y más
tarde suplicándole directamente a Dios que me gustaran las mujeres, me falló. Todos me
fallaron. Así que decidí consagrarme a Marx.

Al volver a casa después de mi primer año en Estados Unidos, descubrí que se había
formado una barrera entre Teta y yo, como la capa de espumilla que se forma en la
superficie del café turco. Le hice saber al instante que ya no creía en Dios y que me había
hecho comunista.
—Si ya no crees en Dios, no volverás a probar ni un pellizco de kaak durante el Eid
—me amenazó.
—Pues si no puedo comer kaak, escupiré sobre el Corán —contraataqué yo.
Me mantuve en mis trece. Toda la rabia y la sensación de traición que sentía
acabaron por focalizarse en la lucha de clases. Insistí en que Doris tenía que disponer de
un día libre para poder salir de casa.
—Un día completo a la semana —reclamé durante todo aquel caluroso verano de
lucha continua.
—¿Y qué más? ¿Quieres también que la niña presida la mesa durante el almuerzo?
—Estoy harto de escuchar «la niña esto», «la filipina lo otro». Por el amor de Dios,
hablas de ella como si fuera una especie de esclava que no se merece ni los derechos
laborales más básicos.
También colgué, con todo el descaro del mundo, una foto de mi madre en la pared,
encima de mi cama. Teta prohibió tener cualquier foto de ella, así que me había aferrado
en secreto durante años a aquella foto. Mientras estuve en el instituto, la guardé en una
caja de zapatos debajo de mi cama. De vez en cuando sacaba la foto de la caja y la miraba
durante un rato. La foto era antigua: la habían sacado en los ochenta y los colores habían
amarilleado con los años. Había crecido mirando aquella foto constantemente, cada dos o
tres días; en cualquier caso, nunca menos de una vez por semana. Siempre tuve mucho
cuidado de mantenerla lejos de la luz y de limpiarle con frecuencia cualquier mota de
polvo que se le pudiera pegar. Pero, sobre todo, tenía cuidado de no mirarla durante
mucho tiempo, aunque me muriera de ganas, para que la foto no perdiera nunca su poder.
En la foto llevo puesto un sombrero de paja y estoy sentado en el regazo de mi
madre. Estoy contento, con el dedo metido en la boca, riéndome a carcajadas, enseñando
mis dientes recién salidos. Mi madre tiene los labios retorcidos, sus dedos posicionados
como garras en mis costados, como haciéndome cosquillas. Sus labios eran grandes y
carnosos y sus besos exasperados y húmedos. Cada vez que mi madre se me acercaba para
cubrirme de besos, haciéndome cosquillas con los labios, yo aullaba de la risa. Parecía
como si alguien le hubiera dibujado esos labios en la cara, exagerándolos. Por lo que
puedo recordar, nunca los llevaba pintados. En la foto lleva puestas unas gafas de sol
enormes, así que no puedo ver sus ojos, pero los recuerdo perfectamente: son los mismos
que los míos. Cada vez que me miro al espejo y veo mi cara deprimente, los enormes ojos
verdes que me devuelven su mirada son idénticos a los de mi madre, así que nunca dejo de
sentirme triste.
Mi madre solo se maquillaba los ojos, usaba un kohl negro que acentuaba su tono
verde. Lo recuerdo bien porque, cuando tenía ocho años, Mama regresó antes de lo
esperado de una de sus excursiones a al-Sharqiyeh. Normalmente volvía para media tarde
y una hora antes de que llegara yo ya estaba esperándola detrás de la puerta como un
perrillo. Si alguna vez llegaba tarde, me ponía a dar vueltas por el comedor pensando que
le había pasado algo. Pero luego escuchaba sus llaves tintineando al acercarse a la puerta
y me iba corriendo a mi habitación para que no se diera cuenta de que la había estado
esperando.
Aquel día volvió antes de lo normal, con el paso cansado, cargando con cuatro o cinco
lienzos envueltos en plástico transparente. Yo estaba viendo la tele tirado en el sofá y,
cuando me volví para mirarla, levantó la cabeza. Tenía el kohl restregado por toda la cara,
como un mapache salvaje y rabioso. Se me quedó mirando y luego apartó la vista, soltó
su bolso y las llaves en el suelo, se fue corriendo a su habitación y cerró la puerta de un
portazo.
Cuando Baba volvió a casa horas más tarde, lo seguí hasta que abrió la puerta del
dormitorio para encontrarse con mi madre echa un ovillo debajo de las sábanas blancas.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No puedo más con esta ciudad —contestó ella sin salir de debajo de las sábanas
—. No hay forma de andar por la calle sin tropezarte con algún religioso tarado o con
un tirano.
Baba se quedó callado un rato. Me hizo una señal para que me fuera, pero no le hice
caso. Se echó en la cama junto a ella y le susurró:
—Hueles a alcohol. ¿Qué ha pasado?
Mi madre apartó las sábanas y se sentó en la cama.
—Me llevé algunos cuadros para exponerlos en el centro cultural. Se acercaron unos
hombres y empezaron a señalar el que pinté con las dos mujeres en el campo cogiendo
aceitunas. Dijeron que las mujeres estaban medio desnudas. ¡Medio desnudas! Dijeron que
era haram que les pintara el pelo con esos brochazos tan sugerentes y que estaba
degradando a sus mujeres. Por Dios santo, llevo años pintando al-Sharqiyeh y las aldeas.
Nadie jamás me había dicho que algo fuera haram. ¿Cómo puede ser haram de repente
algo que pinté hace diez años? Pero qué iba a decirles, cogí mis cosas y me fui.
—Bien hecho.
La voz de Teta irrumpió de repente por detrás. Había aparecido como de la nada:
—Si juegas con perros callejeros, no te extrañe si de pronto te muerden.
—Mama, por favor —empezó mi padre.
—Ni por favor, ni nada. Se altera con cualquier cosa, ya ibni[22] —le cortó Teta. Si
había algo que mi abuela menospreciara más que la sentimentalidad de mi madre, eran los
intentos de mi padre, si no de entender su estado de ánimo, al menos sí de consolarla—.
Eso estaba bien cuando eras joven y soñabas con cambiar el mundo, pero ahora tienes al
niño. Ya va siendo hora de que dejes esa tontería de las pinturas. —Se dio media vuelta
y se fue.
La mención casual de Teta hacia mi persona, «el niño», me inundó de culpabilidad.
Era en parte responsable del desmoronamiento paulatino de mi madre, una grieta más en
la frágil coraza que protegía sus sueños. La auténtica realidad, el hecho de que yo fuera
una simple arma arrojadiza en la guerra entre Mama y Teta, no era algo que pudiera
entender en aquel momento, e incluso ahora, la idea me resulta intelectualmente
atractiva, pero emocionalmente desoladora.
Un poco más tarde ese mismo día, me senté delante de mi madre en la mesa de la
cocina mientras preparaba la cena. Se estaba poniendo cada vez más nerviosa, suspiraba y
hablaba entre dientes mientras iba picando cabezas enteras de ajos. En un momento dado,
apartó la silla y se puso de pie. Pasó por delante de mí y, al agacharse para coger un
cuchillo todavía húmedo que había detrás del fregadero, me llegó un leve olor a alcohol
amargo y a perfume de rosas. Se fue directa al cuadro de las mujeres en el campo y lo
rajó en diagonal, desde la esquina superior derecha hasta la inferior izquierda. Justo
después hizo lo mismo, pero en la dirección contraria. Volvió a soltar el cuchillo en el
fregadero y siguió picando ajos.
Diez años después, las miradas asesinas de Teta a la foto de Mama colgada encima de
mi cama dibujaban en mi cara una pérfida sonrisa. Y después de aquel verano infernal de
lucha continua con Teta, me encaminé hacia mi segundo año de universidad en Estados
Unidos llevándome conmigo esa libertad recién estrenada.
Rellené la tarjeta de entrada mientras esperaba en la cola de inmigración. Escribir mi
nombre en aquel formulario fue como escribir un manifiesto político. Había dejado de ser
simplemente el nombre por el que mi madre había luchado tanto. Mi nombre rezumaba
islam por todas partes. Al escribir mi lugar de nacimiento, dejé de pensar para siempre en
la ciudad con los melocotones y las sandías más deliciosos del mundo. Al mirar el nombre
de mi ciudad escrito en aquella tarjeta solo podía ver una señal de alarma que provocaría
que alguien acabara interrogándome. Mi destino estaba sentenciado por aquellas
realidades intransferibles. Estaba marcado como una vaca que llega de una granja
infectada declarada zona peligrosa. Era una amenaza inevitable.
—¿Dónde vive? —me preguntó la oficial de inmigración al entregarle la tarjeta de
entrada.
—Aquí —le contesté.
—Caballero, usted no vive aquí —me dijo—. Usted estudia aquí. ¿Dónde vive?
—Escriba simplemente que soy musulmán. ¿Eso es lo que les interesa, no? Pues
escriba: «Soy musulmán».
—¿Se está haciendo el listillo conmigo, caballero? —Me cogió el pasaporte—. Voy
a comprobar sus datos en el registro. No se mueva de aquí.

Una noche, pocos años después del incidente del cuadro, Teta se volvió hacia mi madre
nada más sentarnos a la mesa y le soltó:
—No vas a salir corriendo como hizo tu padre, ¿verdad?
Se lo preguntó un millón de veces después de aquel día, siempre justo en el momento
en el que mi madre menos se lo esperaba. Mama empezó a pasar mucho tiempo metida en
la cocina. Los religiosos tarados habían encontrado un aliado en Teta y entre todos
acabaron consiguiendo que mi madre soltara los pinceles. Empezó a encadenar una serie
de trabajos de secretaria que no le duraron mucho tiempo. Cuando trabajaba, se pasaba la
mañana entera fuera de casa. Nada más volver, iba corriendo a buscar su botella de
medicina que tenía guardada en un cajón de su tocador e inmediatamente después se
encerraba en la cocina a preparar la comida. Se iba sirviendo un vaso detrás de otro, hasta
que a la botella no le quedaba ni una gota. Cuanto más cabreada estaba, más tiempo se
pasaba encerrada en la cocina. Terminaba preparando comida para un ejército. Bromeaba
con Doris mientras cocinaban y, si estaba cabreada de verdad, se limitaba a picar cebolla
sobre la mesa de la cocina.
Mama lloraba cada vez que picaba cebolla. Pero no como llora cualquiera cuando pica
cebolla. No, Mama lloraba tanto que acababa sorbiéndose los mocos. Doris y yo la
mirábamos y nos entraba la risa. A veces a ella misma también le entraba el ataque de
risa y acababa sorbiéndose los mocos y retorciéndose al mismo tiempo y los lagrimones le
caían sobre la cebolla picada. Aquellas lágrimas le daban un toque especial de sal a todo lo
que preparaba. Otras veces, simplemente estaba en su propio mundo y, aunque le
empezara a contar cómo me había ido el día en la escuela, qué profesores me caían bien y
cuáles mal y qué asignaturas estábamos estudiando, ella se limitaba a asentir con la
cabeza y a sonreír, pero tenía la mirada puesta lejos de allí. A veces incluso me
interrumpía para balbucear entre dientes.
—¿Qué pasa, Mama? —le pregunté una vez—. ¿Qué has dicho?
Mi voz la trajo de regreso por un momento.
—Perdona, habibi, ¿qué me estabas contando?
—Da igual —le contesté enfadado.
—Lo hago todo mal, ¿verdad? Soy un desastre de madre.
—Para nada, Mama. Eres la mejor madre que alguien pueda pedir. —Pero eso la
hacía llorar todavía más, así que poco después también dejé de decirle esas cosas.
Los días malos podía pasarse horas y horas picando cebolla. Picaba suficiente cebolla
como para todo el mes y luego la congelaba en bolsas de plástico transparente. Todo el
mundo sabía por qué lo estaba haciendo. Teta lo sabía, Baba lo sabía, Doris lo sabía. Y
Mama sabía que todos nosotros lo sabíamos. Y aun así, siguió picando cebolla y nadie dijo
nada, porque todos sabíamos que, en el mismo momento en el que alguien dijera algo,
toda aquella fachada se desmoronaría. Y si Mama empezaba a llorar sin tener delante su
cubo de cebollas, todo el mundo lo sabría todo y no quedaría más remedio que hablar del
tema. Así que era preferible que Mama cogiera todas aquellas cebollas de la despensa y se
pusiera a picarlas.
Como Mama se enfadaba constantemente, todo llevaba cebolla: las hojas de parra
rellenas llevaban cebolla, el guiso de ocras llevaba cebolla, los huevos del desayuno
llevaban cebolla y el pescado fresco de los viernes llevaba cebolla.
—Me vas a hacer estallar por los aires con tanta cebolla —le dijo Teta una noche
cuando nos sentamos a cenar—. ¿Este es tu plan para acabar conmigo?
Mama se levantó de la mesa.
—No vas a salir corriendo como hizo tu padre, ¿verdad? —le soltó Teta al pasarme
el arroz.
Baba se echó un vaso de arak. Mama volvió a la mesa y le dio un trago a su vaso.

Dejé la residencia de estudiantes y me mudé a un apartamento. Desafiando las normas de


todo buen musulmán, me dejé crecer el pelo hasta los hombros y empecé a fumar. El
tabaco se convirtió en mi confidente. Mejoré mi imagen de manera considerable y por
primera vez empecé a llamar la atención de las mujeres. Pasé de ser un árabe alelado
recién bajado de la patera a ser un alto, moreno y misterioso estudiante extranjero,
siempre abstraído en sus pensamientos, que fumaba en la puerta de la facultad, con la
mirada perdida y cierto aire de autoridad.
Y fue en uno de esos descansos para fumar cuando, mientras encendía un cigarro y
pensaba en lo complicada que era la clase de ese día, una chica de pelo caoba, con rizos
bien marcados y la piel superbronceada, cruzó el patio en su bici amarillo chillón. Pasó
por encima del césped y pegó un frenazo justo a un palmo de mi cara.
—¿Tienes un cigarro? —me dijo con un fuerte acento francés. Llevaba una flor
amarilla en la oreja y tenía un tono arrogante que, como comunista recién convertido, me
pareció increíblemente sofisticado.
Le di un cigarro. Se inclinó sin bajarse de la bici para que pudiera encendérselo. Le
dio una calada profunda y soltó una nube de humo por un lado de la boca. Me quedé
mirando cómo el humo se enredaba en las ondas exuberantes de su pelo rizado.
—Soy Cecile. —Me dio un abrazo. Pude oler la leche corporal de papaya sobre su
piel sedosa.
—Yo soy Rasa —le contesté.
—¿De qué hermandad eres?
—De ninguna.
Cecile me miró sorprendida.
—¿En serio? Aquí es la única forma de tener vida social. Como por todo en este país,
también por los amigos hay que pagar. En fin, ¿de dónde eres, cielo?
Le contesté y sus ojos azules se iluminaron.
—Tengo muchos amigos árabes en Francia. A ver, no es que sea una pied-noir, pero
siempre me han caído muy bien.
No supe muy bien qué contestarle, así que nos hicimos amigos. Cecile era (y tardé en
encontrar el término adecuado para definirla) fabulosa. Me ayudó a moverme por el
demencial universo americano al ofrecerme tanto su compañía como un suministro
permanente de marihuana. Esto último hizo que las horas que pasaba colocando libros
dejaran de ser una rutina insoportable para convertirse en una aventura apasionante.
Flotaba entre las estanterías polvorientas de la biblioteca y encontraba palabras de una
profundidad increíble incluso en los rincones más profanos. A cambio, yo le ofrecía mi
atención para que compartiera conmigo sus preocupaciones diarias.
A diferencia de muchos de los americanos que conocí, que apenas habían tenido
contacto con árabes y me miraban con desconfianza y miedo, Cecile era de Francia, un
país que según ella estaba «abarrotado de árabes». Así que me trataba con una
familiaridad que a veces rozaba la indiferencia. Esa familiaridad se basaba en una
identidad árabe recientemente adquirida y que ni yo mismo acababa de entender muy bien.
Aun así, fue un cambio bien recibido.
En general, nuestra amistad formaba parte de un ámbito separado del resto de su
vida social. Ella tenía su vida montada en Estados Unidos, con sus barriles universitarios
y sus hermandades femeninas y sus noches de chicas y sus citas y sus pizzerías y sus
exposiciones de arte, y luego me tenía a mí.
Funcionábamos bien así. Me di cuenta enseguida de que los entornos sociales
frecuentados por estudiantes gallitos a una frase de soltar algún comentario típico de
borracho sobre mi identidad árabe no eran precisamente mi fuerte. Así que quedaba con
Cecile en cafeterías decoradas en madera, en librerías polvorientas de segunda mano o en
el piso que compartía con otras cuatro chicas, donde veíamos películas de Bergman, a
quien acababa de descubrir en sus clases de Historia del cine.
Me acabó fascinando que Cecile clasificara a sus amigos en distintas secciones,
escogiendo de aquí y de allá según su estado de ánimo. Envidiaba su capacidad para
compartimentar su vida social y organizaría de forma que se adaptara a sus necesidades.
Si le apetecía quedar con alguien, sacaba tiempo de donde fuera; si no le apetecía, ni se
molestaba. Teta, sin embargo, me había enseñado que cuando alguien quería verte, tenías
que quedar. El que te apeteciera o no era totalmente irrelevante, la certeza del eib se
sobreponía a cualquier ambigüedad del deseo. Por eso mismo había algo en Cecile, que
hacía y decía lo que le daba la gana sin importarle lo que los demás pudieran pensar de
ella, que me resultaba tan sumamente atractivo.
Un día, Cecile me presentó a un tío con el que llevaba saliendo un tiempo.
—Te lo advierto —me dijo por teléfono—, Ray es un poco excéntrico.
Cuando llegaron a mi piso, Cecile entró directamente sin pedir permiso y Ray se
acercó tambaleándose por detrás. Me llevó un rato reconocerlo. La última vez que lo
había visto estaba tirado en la calle y una capucha le tapaba casi toda la cara. Ahora
llevaba unos vaqueros sucios, un sombrero negro enorme de cowboy y unas gafas de sol
demasiado grandes, pero la barba y el pelo largo y greñudo me ayudaron a encajar las
piezas del puzle.
—Yo te conozco… —le solté.
—Guay, tío —dijo Ray alargando la mano para saludarme. Tenía las uñas
mordisqueadas y llenas de mierda. Anoté mentalmente lavarme las manos en cuanto
pudiera.
—Sí, nos conocimos el año pasado… Te di algo de dinero… —No seguí. ¿Sabría
Cecile que era un vagabundo? Me volví hacia ella—. ¿Cómo os conocisteis?
—Es una historia muy divertida. Ray estaba sentado en la puerta de un banco en el
centro y me pidió algo suelto. Empezamos a hablar y ¡voilà!
—Genial —les dije, intentando sonar lo más natural posible. ¿Qué iba a decir la
gente? Cecile sería de por vida la guarra que va por ahí buscando rollo con vagabundos.
Estaba intentando pensar en la forma menos violenta de hacérselo saber cuando Ray abrió
mi mininevera.
—Guay, hummus. —Empezó a hacerse un sándwich y fue dejando un reguero de
olor almizclado al moverse por la habitación.
—Cecile…
—Oye, Rasa —me interrumpió. Se encendió un cigarro y se apoyó sobre la mesa
pequeñita que tenía en el centro de la habitación—. Necesito que me hagas un favor
enorme, ¿sí? Ray se va a quedar contigo unos días, ¿vale? Mis compañeras de piso son tan
estiradas…, ya sabes. —Empezó a mover las manos en el aire—. No será mucho
tiempo… y ya has visto que está hecho todo un chef. Tiene un montón de entrevistas
concertadas, pero ya sabes, necesita un sitio para arrancar y está empezando a hacer
frío… Solo unas semanas, ¿vale?
—Claro, claro —le dije. ¿Cómo le iba a decir que no? Los dioses hubieran derramado
un tsunami de eib sobre mí si me hubiera atrevido a negarle mi casa a Ray—. Bueno, ya
sabes que mi apartamento es diminuto, es solo un estudio… no sé dónde va a dormir…
pero supongo que puede quedarse con mi cama y yo dormiré en el suelo, y…
—Merçi, cariño, ya sé que no es fácil. Te lo prometo, dos semanas máximo.
Aquella misma noche, mientras hablaba con Teta por teléfono, Ray me tocó por
detrás en el hombro.
—Colega, ¿tienes una toalla de sobra o puedo uso la tuya?
—Usa la mía —le indiqué en voz baja, poniendo la mano sobre el teléfono para que
Teta no escuchara nada.
—Guay, gracias —dijo Ray, asintiendo con la cabeza.
—¿Quién era ese? —me inquirió Teta con voz mandona.
—Nadie, Teta. —¿Cómo podía ni tan siquiera empezar a explicarle que estaba
compartiendo piso con un vagabundo?
—Esa voz… ¿quién era ese hombre? —volvió a preguntar.
—Es el hijo del alcalde, Teta. Se está quedando conmigo porque está de obras en su
casa y le estoy haciendo el favor.
—Ese es mi niño. ¿Lo estarás tratando bien, no? Déjale a él tu cama y duerme tú en
el suelo. Siempre es bueno tener al hijo del alcalde de tu parte.

***
Una mañana, al despertarme, caí en la cuenta de que llevaba meses sin hablar árabe con
nadie salvo con Teta. De pronto empecé a sentir que hablar solo en inglés me estaba
convirtiendo en alguien distinto, en alguien menos natural. Aun así, me ponía nervioso
la idea de empezar a hablar en árabe otra vez; me daba pánico pensar que al abrir la boca
el idioma pudiera sonar oxidado. Eso me hubiera hundido por completo. Había cosas que
solo podía decir en árabe y, al no hablarlo, sentía que había dejado de experimentar toda
una serie de emociones fundamentales. Cuando hablaba en árabe, me sentía de alguna
forma mejor persona; más apasionado, más humano.
Ese sentimiento era muy distinto al que había vivido de pequeño, cuando una de mis
mayores preocupaciones consistía precisamente en idear nuevas formas de saltarme la
clase de árabe. En clase de inglés leíamos las aventuras de Los Cinco, los libros de Judy
Blume, El señor de las moscas, Robinson Crusoe y ese tipo de cosas. Yo me reconocía en
aquellos personajes y podía sentir lo que ellos sentían. El árabe, sin embargo, era para mí
un mundo completamente muerto. Teníamos un único libro de texto interminable con
pequeñas viñetas de versos coránicos y antiguos poemas nacionalistas capaces de matar a
alguien de aburrimiento; la gramática, además, era imposible de asimilar. Ni siquiera era
el árabe que hablábamos nosotros, tan fluido y maleable. Aquel árabe que nos obligaban a
aprender era rígido y sonaba extraño. Así que Maj y yo fingíamos estar enfermos o nos
pasábamos la hora entera escondidos en el baño: aunque apestara a meados, al menos allí
podíamos bromear y hablar como nos diera la gana.
Fue más o menos en aquella época cuando nos hicimos amigos de Basma. Aquello nos
vino muy bien a los dos, porque Basma era una chica popular. Tenía la piel chocolate, un
aire peligroso en los ojos y un pelo rizado superenmarañado. Se le daba bien saltarse las
normas y no le daba miedo hacerlo, por lo que tenía una posición de cierta autoridad.
Basma también odiaba la clase de árabe, así que se la saltaba con nosotros.
Quedábamos siempre en El Paraíso de los Fumadores, que estaba al final de unas
escaleras abandonadas. Los chavales del instituto se pasaban las horas muertas allí,
fumando y besándose. Ningún profesor subía nunca al Paraíso de los Fumadores, sobre
todo en invierno. Las escaleras estaban justo en medio de una corriente de aire y hacía un
frío insoportable.
Durante la mayor parte del instituto, los chavales nos dejaron en paz; no
suponíamos ningún peligro para ellos. Pasábamos el tiempo allí sentados en el Paraíso de
los Fumadores, muertos de risa con Maj. Estaba obsesionado con Madonna y se pasaba el
rato haciéndonos imitaciones mientras nos acurrucábamos para darnos calor.
Un día de San Valentín, el día antes de que cumpliera los once años, nos pasamos
tres horas enteras en el Paraíso de los Fumadores. Cuando volvimos al vestíbulo del
instituto, teníamos la cara completamente roja y las manos como dos filetes de pescado
congelados.
Para los chavales del instituto el día de San Valentín era un día cualquiera, pero no
para Maj. Estaba tan enganchado a las series americanas que sabía perfectamente cómo
había que celebrarlo. Todos los años se mandaba a sí mismo una tarjeta o un ramo de
flores. Aquel año tiró la casa por la ventana y se compró una docena de rosas rojas y un
puñado de globos, también rojos. Por supuesto, le dieron una paliza durante el almuerzo.
Pero allí estaba Maj, aferrado a sus globos mientras le pegaban patadas, gritando «¡Sí al
amor y no a la guerra!».
En cualquier caso, el azar quiso que la directora nos pillara. La señorita Nadwa era
una vieja estúpida, tenía el pelo de paja y un ojo tuerto. Era como una mezcla de
espantapájaros y pirata. Se pasaba el día dando vueltas por los pasillos, controlándonos
con su ojo bueno y ladrando a diestro y siniestro: «Remétete la camisa, muchacho. Y a
ayni aleyk[53]… ¿qué te has creído, que estás en la selva?», «Quítale la mano del hombro,
ya binti[10]. Esto no es una discoteca».
Justo cuando salíamos del Paraíso de los Fumadores, la señorita Nadwa asomó la
cabeza por el pasillo.
—¡Corred! —gritó Basma.
Nos dimos la vuelta y echamos a correr. Corrimos hacia el otro extremo del pasillo y
luego giramos a la derecha, Basma iba la primera y Maj y yo íbamos detrás. Por aquel
entonces, Mama se sentía muy infeliz, así que se pasaba las noches picando boles y boles
de cebolla. Se quedaba despierta toda la noche, pero a la mañana siguiente no había
terminado ningún cuadro ni ninguna escultura, solo se sentaba allí a picar cebolla y a
charlar con Doris. Si Mama se sentía infeliz, yo me sentía hinchado y lleno de gases.
Mientras corría por el pasillo, con el estómago como uno de los globos rojos de Maj, no
me pude aguantar más.
—Yalla —nos gritaba Basma—. ¡Más rápido!
Yo intenté mantener el ritmo detrás de ella, apretando el culo con todas mis fuerzas.
Mi estómago no paraba de retorcerse. Me estaba poniendo malo de tanto aguantarme los
gases. Con tanto esfuerzo, me empezó a caer sudor por la frente. De pronto pensé que,
como dejara escapar todo aquello de golpe, iba a gasear a toda la escuela. Aquello iba a
ser el holocausto del pedo.
—¿Adónde vamos? —gritó Maj.
—¡Al sótano! ¡Al sótano! —chilló Basma mientras bajaba las escaleras. Paré y crucé
las piernas. Si seguía corriendo un segundo más, acabaría desmayándome.
—¿Qué haces? —gritó Basma mientras seguía corriendo por las escaleras, saltando
los escalones de tres en tres.
—Necesito un minuto —gemí como pude. Eché la vista atrás con la esperanza de
que la señorita Nadwa se hubiera dado por vencida, pero allí estaba ella, jadeando detrás
de nosotros. A solo unos metros de ventaja estaba Maj, tropezándose con sus regalos de
San Valentín y dejando un reguero de pétalos rojos por el pasillo.
—¡Tira las flores! —le grité.
—¡Ni hablar! —Se abrazó al ramo aún más fuerte. Los globos rojos iban dando
saltos por detrás mientras corría.
Cogí aire y me arrastré como pude escaleras abajo. Basma iba dos plantas por delante.
Sus pisotones bajando a toda prisa resonaban por el hueco de las escaleras. Cuando había
bajado ya una planta, miré hacia arriba. Maj acababa de llegar a las escaleras, pero la
señorita Nadwa estaba justo detrás. Apenas empezó a bajar las escaleras, se abalanzó
sobre él, lo agarró del cuello de la camiseta y lo arrastró hasta el pasillo.
—¡Salvaos vosotros! —chilló Maj, retorciéndose para intentar escaparse del firme
puño de acero de la señorita Nadwa—. ¡Por el amor del Profeta, no dejéis de correr!
—¡Ya está bien! —gritó la señorita Nadwa—. Basma y Rasa, sé que sois vosotros.
Dejamos de correr y nos dimos media vuelta.
La señorita Nadwa nos agarró a Maj y a mí de las orejas y nos arrastró hasta su
despacho, mientras Basma bailoteaba a su alrededor.
—Voy a llamar a vuestros padres inmediatamente. Y luego os expulsaré.
—¡Pero yo soy una niña! —empezó a gritar Basma sacudiendo los brazos—.
¿Acaso quiere manchar mi honor, señorita? ¿Acaso quiere que la vergüenza caiga sobre mi
familia? Déjeme que le diga una cosa, señorita; si hace eso, la culpa caerá sobre su
conciencia, ¿me oye?
Como de costumbre, aquello le funcionó. Basma nos lanzó un beso al salir del
despacho. En cuanto a Maj y a mí, pues eso: llamaron a nuestros padres; a la mierda
nuestro honor. Maj intentó razonar con la señorita.
—Mire usted, señorita. Ha sido todo culpa mía. Yo les obligué a venir conmigo. Y lo
volvería a hacer mil veces, ¿sabe? Si pudiera, obligaría a todo el instituto a que viniera
conmigo al Paraíso de los Fumadores con tal de saltarse esa estúpida clase de árabe. Sabe
usted, señorita, el enfoque didáctico es completamente erróneo. ¿Cómo vamos a sentir
apego hacia esa lengua si la enseñan con ese libro absurdo y las clases las da ese pedazo de
burro? Escúcheme bien, señorita. Yo le prestaré atención a cualquiera que se la gane. Uno
no se la merece porque sí. —Y al terminar de decir eso, chasqueó los dedos y se puso las
manos sobre las caderas—. Para que te preste atención tienes que entretenerme, ya
señorita.
Con un solo movimiento, la señorita Nadwa se abalanzó sobre su mesa, desenchufó el
cable negro de su radio y le soltó un latigazo a Maj.
—¡Ayyy! —aulló Maj—. Así sí que no va a conseguir que me entren ganas de
volver a esa clase.
Mi madre entró atropelladamente en el despacho de la señorita Nadwa. Me echó una
mirada asesina y me dijo señalándome con el dedo:
—Estás de MIERDA hasta el cuello.
—¿A qué viene ese lenguaje? —gritó la señorita Nadwa—. ¡Que no estamos en la
plaza del mercado, habibti!
Maj espurreó una carcajada. Intentó aguantarse la risa como pudo, pero al morderse
los carrillos empezó a resoplar, así que acabó sacudiéndose en la silla, gruñendo como un
cerdo. Aquello pudo conmigo. Empecé a reír y a reír, me agarré el estómago y empecé a
retorcerme para intentar que no se me escaparan los pedos, pero fue inútil. Empezaron a
salirme en ristra, sonando como una trompeta. Maj acabó tirado por el suelo haciendo la
croqueta, con las lágrimas cayéndole por la cara. La señorita Nadwa no paraba de gritar.
Me volví para mirar a mi madre y comprobé que ella tampoco pudo aguantarse más la
risa.

Una noche, como un mes después de que Ray se mudara a mi piso, mientras él estaba
fuera emborrachándose con el dinero que le había prestado yo, me quedé en casa con
Cecile, pedimos comida china y nos pusimos a ver una peli. Pagamos a medias. Cecile me
pasó el tenedor de plástico y ella se quedó con la cuchara; el cuchillo lo utilizó para
trazar una raya que separó en dos la espesa salsa roja del plato redondo de pollo Kung
Pao.
—Come hasta aquí —me ordenó. Me quedé mirando mi parte de la ración: tenía
forma de media luna. A los pocos minutos, yo ya había engullido mi parte. Cuando fui a
coger otro trozo, Cecile apartó mi tenedor de un manotazo con su cuchara.
—Ya te has comido tu parte —me dijo con cara de cabreo—. Joder, tío, has comido
más allá de la raya, lo que queda es mío. ¿Ves? —me señaló la parte que quedaba al otro
lado de la raya que serpenteaba por el plato formando una sonrisa que parecía burlarse de
mí—. Siempre tan egoísta, Rasa.
Diez minutos más tarde, mucho después de que ella se hubiera puesto a ver la
película otra vez, me di cuenta de que seguía mirando el plato de pollo Kung Pao,
sintiéndome cada vez más cabreado y más humillado. De pronto era un árabe codicioso al
que acababan de regañar por comerse más de lo que le correspondía. Pero la ración costaba
seis dólares y era evidente que Cecile no iba a terminarse su parte. ¿A quién podía
importarle que comiera un poco más de lo que me correspondía? Cuanto más lo pensaba,
más me cabreaba. ¿Su amante-rata de alcantarilla llevaba casi el primer semestre entero
durmiendo en mi cama sin mover un solo dedo y ella me monta un numerito porque me
he comido una cucharada de arroz de más? Vaya comportamiento más capitalista. Incluso
la comida, que es el más sagrado de los bienes, se segrega y se privatiza. «Cecile es la
típica europea burguesa», pensé mientras me encendía un cigarro. ¿Pero qué iba a decir?
No había nada que decir. Además, dejando a un lado el capitalismo, la cuestión era que
negociar por un plato de pollo para llevar de seis dólares era eib. Era la madre de todos
los eib.
—Voy a romper con Ray, por cierto —dijo Cecile, metiéndose un trozo de pollo en
la boca. Estoy harta de que viva a mi costa.
«Vaya pedazo de zorra que eres», me dije con el cigarro todavía en la boca. Pero en
vez de eso, le dije que ya era hora de que se deshiciera de él. Cuando terminó la película,
Cecile envolvió lo que le quedaba de pollo Kung Pao y se lo llevó a casa. Dijo que ya
tenía almuerzo para el día siguiente.
Así que aquello era lo que me esperaba, pensé. El comportamiento de Cecile —desde
el clasificar a sus amigos de la misma forma que una niña pequeña ordena sus muñecas,
hasta su forma sospechosa de dividir la cuenta en los bares y el separar y racionar la
comida como si estuviésemos en la posguerra— no era más que un microcosmos del
propio Estados Unidos. Todo el mundo tenía su espacio, protegido con uñas y dientes, su
parcela de tierra, sus libros y sus comidas y su dinero y sus leyes y sus normas y sus
derechos. Lo dividían todo en partes manejables que solo ellos poseían y todo parecía estar
organizado y controlado por una ley inmune a cualquier apelación al eib o al haram. Al
contrario que en mi país, allí no existía el eib, tan solo la ley y los derechos humanos.
Cuando Ray volvió a casa borracho aquella noche, eché la cadena de la puerta y no le
dejé pasar.
—Tienes que irte, Ray —le dije.
—No puedes echarme así, sin avisar —balbuceó, aporreando la puerta.
—Te lo llevo pidiendo semanas, ahora simplemente te lo comunico.
Ray le pegó un par de patadas a la puerta y se cayó al suelo.
—Esto me está desestabilizando que te cagas, ¿sabes? Me estás recordando a mi padre
echándome de casa.
—Siempre tan egoísta, Ray —le dije, disfrutando al escucharme hablar como Cecile
—. Sal de mi propiedad o llamo a la policía. Tengo derechos, ¿te enteras?

No volví a ver a Ray. Después del incidente con el pollo Kung Pao, también guardé las
distancias con Cecile, así que pasé una cantidad de tiempo considerable a solas. Aparte de
los ratos encerrado en el cuarto de baño, había pocos momentos en los que pudiera estar a
solas en casa de Teta, de manera que contar con aquel tiempo en Estados Unidos me
permitió poder seguir leyendo y explorando mundos imaginarios que ni siquiera sabía que
existían. Y lo que era más importante: me permitió pensar en mi madre.
Necesitaba devolverle la vida en la mayor medida posible, indagar en nuestra historia
y averiguar qué había pasado. Aunque hubiera decidido no volver a pintar, Mama no era
capaz de soltar el pincel por mucho tiempo. Alternaba trabajos de secretaria por la
mañana y se quedaba despierta muchas noches, con la botella en la mano, trabajando en
obras que nunca terminaba. A veces pintaba toda la noche, sin apenas dormir. La cocina
acabó repleta de cuadros a medio terminar y de esculturas de arcilla desmoronándose que,
como una adolescente escondiendo colillas, intentaba por todos los medios que Teta no
viera. Pero las ideas le venían como por arte de magia y se iban volando igual de rápido,
dejando atrás una escabechina de papeles arrugados, manchas de todos los colores y jarros
llenos de agua sucia atestados de pinceles con las cerdas resecas a remojo.
Recordaba aquellos momentos tumbado en mi cama en Estados Unidos, con la mirada
clavada en las paredes blancas de mi estudio, mientras escuchaba el disco de George
Michael en bucle, el mismo disco que me había acompañado durante los peores momentos
de soledad de mi adolescencia. Una tarde, mirando aquellas paredes vacías, se me ocurrió
que, si no conseguía localizar a mi madre en las guías de teléfonos, tal vez podría
localizar a sus padres.
Nunca conocí a los padres de mi madre. Cuando vivía con nosotros, apenas hablaba
con ellos, por lo que era evidente que no tenían mucha relación. Después de conversar con
ellos, cosa que hacía una vez cada ocho o nueve meses, mi madre siempre estaba nerviosa
y distraída, dando vueltas rodeada de una nube de humo y hablando para sus adentros.
Una vez nos dijo que por fin vendrían a visitarnos aquel verano, pero el verano llegó y se
fue y por allí no pasó nadie. Aun así, sabía cómo se llamaban y no me costó mucho
trabajo localizar el teléfono de mi abuelo. Era un médico jubilado que daba clases en una
facultad en la otra punta del país. Sin estar muy convencido de lo que estaba haciendo,
apunté su número en un trozo de papel y levanté el teléfono.
Contestó al tercer toque. En cuanto dijo «¿Diga?», con un tono mucho más americano
y majestuoso de lo que esperaba, una combinación que no pensaba que fuera posible, me
di cuenta de que había cometido un terrible error.
—¿Diga? —repitió mi abuelo.
Seguí callado, con la mano sudorosa agarrada al teléfono. Intenté que las palabras
salieran de mi boca, pero se quedaron atascadas en el fondo de mi garganta.
—¿Diga? —dijo por tercera vez. No quería ver a mi madre. De pronto me aterrorizó
la idea de volver a verla, de ser consumido de nuevo por ella, de que empezara a
interrogarme y acabara devorándome vivo. ¿Sería capaz de descubrir lo que escondía en mi
jaula secreta? ¿Y cómo reaccionaría? En el fondo, me resultaba todavía más espantoso que
pudiera aceptarme tal y como era y que acabara exponiendo mi propia culpa y mi
vergüenza durante ese proceso. Con Teta era fácil. Sí, es cierto que podía llegar a ser cruel
y maniática, pero teníamos una idea clara de cuáles eran las líneas rojas que ni ella ni yo
podíamos cruzar y así mantener entre los dos nuestras vergüenzas a buen recaudo. Teta
era una aliada que podía ayudarme a mantener oculta mi vergüenza. Sin embargo,
reencontrarme con mi madre, la misma mujer que había puesto todo su empeño en
destapar hasta la última de las vergüenzas familiares, en no dejar ni un solo resquicio sin
explorar… ¿Qué dejaría escapar de mi jaula de secretos? Les abriría la puerta de par en
par con solo mirarme a la cara.
Colgué el teléfono con las manos temblando. Me apoyé contra la pared, derrotado
pero a la vez aliviado de que mi vergüenza siguiera intacta. Era consciente de que haber
llegado hasta tan lejos intentando encontrar a mi madre suponía un desafío final a las
normas de Teta. Aquella simple llamada de teléfono equivalía a sintonizar POLSKASAT
un millón de veces. Cuando Teta me llamó para charlar aquella noche como de costumbre,
fingí no encontrarme muy bien y le colgué a los pocos minutos.
Antes de quedarme dormido, recordé una mañana, no mucho después de que mi
madre volviera corriendo de al-Sharqiyeh bañada en lágrimas y jurando que no volvería a
pintar en la vida. Cuando Teta estaba en casa, Mama se levantaba tarde y se pasaba la
mañana bebiendo Nescafé y fumando en la ventana de la cocina, mirando en silencio más
allá de la única palmera que había en nuestro jardín. Pero aquella mañana, Teta había
ido a visitar a unos conocidos, así que estábamos solo los dos, mi madre y yo, libres para
idear cualquier locura sin las sentencias reprobadoras de Teta. Si hubiera sabido que
aquellos momentos iban a acabar tan pronto, habría podido aprovecharlos, les habría dado
más importancia quizá. Aquel día Mama se levantó temprano y fue directa a por la
botella. Luego se puso a bailotear en camisón al ritmo de las canciones de Remi Bandali.
Me cogió en brazos, cantamos juntos y, después de desayunar, nos sentamos en la mesa de
la cocina y Mama, cigarro en mano, empezó a planear mi fiesta de cumpleaños.
—No podemos invitar a mucha gente —dijo—. ¿Veinte?
Asentí solemnemente con la cabeza.
—Veinte suena bien.
—Y para comer, minipizzas, por supuesto…
—¿Tarta de galletas con chocolate?
—Sí, sí, por supuesto. —Mi madre asintió, hizo una pausa para darle una calada
al cigarro y miró por la ventana hacia el camión de la basura que estaba recogiendo
nuestro contenedor—. ¿No te parece divertido cómo anda la gente? La forma que tienen
de mover los brazos al andar, casi como si fueran extraterrestres. ¿Por qué nos dan tanto
miedo los extraterrestres si nosotros mismos parecemos extraterrestres?
—¡Mama, céntrate, por favor! Tenemos que organizar mi cumpleaños —le supliqué.
—Perdona, claro, tu cumpleaños. ¿Por dónde íbamos? ¿Te apetece que contratemos
un payaso?
—Mama, tengo diez años. Soy demasiado mayor para tener un payaso.
—Vale, ¿y un elefante? Podemos vestirlo como a Dumbo. ¿Te acuerdas, cuando van
al circo?
—¿De dónde vamos a sacar un elefante? Aquí no hay elefantes. Además, ¿cómo
vamos a meter un elefante en el piso? Mi madre apagó el cigarro.
—Eso es —empezó a aplaudir, con una sonrisa tan grande en la cara que parecía
estar haciéndome burlas—. Un elefante. Perfecto. Absolutamente perfecto.

Mi segundo invierno en Estados Unidos fue el más frío de los últimos años y conforme la
nieve se iba acumulando alrededor de las casas de ladrillo y las calles se congelaban, mis
preguntas se iban volviendo cada vez más amargamente frías. ¿Por qué mi madre no se
había puesto en contacto conmigo, para empezar? Es más, ¿por qué tuvo que irse? ¿Fue
por la forma de hacer las cosas que tenemos en el mundo árabe, donde mostramos hacia la
salud mental y las adicciones el mismo desprecio insensato que hacia todo lo demás? A lo
mejor Cecile tenía razón. Y todos aquellos tertulianos de la tele también tenían razón.
¿Por qué en vez de planificar las cosas lo hacíamos todo soltando un puñado de inshallahs
por aquí y por allá? ¿Estaba cabreado con la forma de ser de los árabes? Sí, lo estaba.
Estaba furioso por el potencial perdido, por el millón de jóvenes sin oportunidades por
culpa de impedimentos estructurales contra los que se debería estar luchando. Estaba
cabreado por la falta de ley y de orden. Estaba cabreado conmigo mismo, por haber perdido
mi infancia navegando en este laberinto confuso de caos y pérdida. Estaba cabreado por la
educación recibida, con sus métodos anticuados y estrictos salpicados de verdades falsas y
mentiras descaradas, donde el único objetivo era hacernos olvidar cómo ser críticos y cómo
hacer preguntas desafiantes. Y sobre todo, estaba cabreado con mi madre, por que tuviera
que irse tan lejos y dejarme solo como a uno más de sus cuadros abandonados. Y ese era el
gran error de nuestra sociedad. Necesitábamos trazar más puñeteras rayas en nuestros
platos de pollo Kung Pao.
Para primavera, Cecile estaba de vuelta en mi vida. Parecía más amable y generosa,
me hacía lasañas y estofados y me invitaba a exposiciones.
—Me haces gracia —me dijo una vez Cecile mientras me contaba una fiesta a la
que había ido la noche anterior. Era abril y a aquellas alturas mis preguntas se habían
vuelto todavía más despiadadas. Pero la primavera hacía que Cecile estuviera más
optimista. Estaba tirada en el asqueroso sofá marrón de su salón, envuelta en una colcha.
La piel blanquecina de sus piernas, que le colgaban por uno de los brazos del sofá, brillaba
con los rayos de sol que entraban por la ventana.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Siempre tienes esa expresión de sufrimiento en la cara.
—¿En serio?
—Sí. Y caminas de forma rara, como si cargaras con todo el peso del mundo sobre tus
hombros. Así. —Dio un salto del sofá y empezó a caminar por el salón con los hombros
caídos y los brazos colgando a los lados como sin fuerzas. Parecía un mono—. ¡Relájate!
Relájate. Como si uno pudiera quitarse ese peso de encima chascando los dedos.

Cuando volví a casa después del segundo curso, Teta me dio un abrazo que parecía no
terminar nunca, me cubrió de besos y luego me ordenó quitarme la ropa y meterme de
cabeza en la ducha.
—Hueles como ellos —me dijo.
—¿Como quién?
—Como ellos —señaló con un gesto de desprecio hacia el tocho de portátil que me
había comprado de saldo en la tienda de informática de la universidad—, al-ajaneb[2].
—¿De verdad? ¿Y a qué huelen los extranjeros?
—Yo qué sé. —Se quedó callada—. A mantequilla.
Vació mi maleta y lo metió todo en la lavadora. Me dio un champú especial que olía
a agua de rosas y a aceite de oliva y me dijo que no me entretuviera en la ducha porque
no nos quedaba mucha agua. Cuando me cayeron en la cabeza las últimas gotas de agua
del depósito, me enjuagué la cabeza y en ese mismo instante sentí que estaba en casa.

Los ataques comenzaron durante mi tercer año en Estados Unidos. Los americanos habían
invadido el país y estaban pensando metérsela doblada a otro más. El trozo de papel con
el teléfono de mi abuelo me tentaba constantemente desde la estantería. Cada mañana me
prometía a mí mismo que me desharía de él y me olvidaría de que lo había tenido, pero
cada tarde decidía que lo iba a guardar un día más.
Al descubrir mi identidad árabe en Estados Unidos y sentirla al instante, primero
bajo sospecha, luego bajo amenaza, tuve la necesidad de encontrar un lugar donde poder
canalizar ciertos sentimientos. Así que me matriculé en una asignatura optativa llamada
Políticas del Tercer Mundo, impartida por un colectivo de profesores. Cada uno de ellos
estaba especializado en algún rincón perdido del planeta. Eran todos jóvenes, con la piel
intensamente bronceada, las camisas remangadas y el cuerpo lleno de cicatrices de guerra
de alguna aventura reciente en algún país lejano de nombre desconocido.
Fue en aquella clase cuando una mañana, de entre la masa de estudiantes medio
dormidos repanchigados en sus sillas, mis ojos repararon en la persona más guapa que
había visto en mi vida. Tenía barba de una semana y su pelo, del color de la berenjena
asada, le caía por la cara y le tapaba los ojos. Un aro de plata en su labio inferior brillaba
bajo la luz intensa del aula. Estaba concentrado en escuchar al profesor, que en ese
momento estaba relacionando estructuralmente la diarrea en África con el legado
colonialista.
No podía dejar de mirarlo. Aparte de su belleza física, había algo delicado en su
forma de estar. Lo pude ver en cómo se colocaba el pelo detrás de la oreja al concentrase,
cómo bajaba la mirada cada dos por tres para mirarse las uñas y cómo movía su labio
inferior, haciendo que el aro de plata le bailara de un lado para otro. Quería estar cerca de
alguien que marcaba su presencia en el mundo con semejante calma. Pensé que, como
poco, podría aprender algo de él.
Aquel primer encuentro tuvo lugar meses antes de que habláramos por primera vez.
Durante ese tiempo, me fui acercando a él poco a poco, cambiándome de asiento cada día.
Intentaba robar alguna mirada suya por el campus. Esperé. ¿A qué? Yo que sé. Estaba
atrapado en un limbo absurdo entre querer hablar con él y sentirme acojonado ante la
idea de hacerlo. No tenía experiencia previa en eso de andar detrás de alguien con tanta
insistencia.
Empecé a seguirlo. Me puse como meta conseguir averiguar sobre él tanto como me
fuera posible. Su cafetería favorita era el Café DuPont, especializado en cafés orgánicos y
tartas veganas. El DuPont estaba decorado con vallas de madera recicladas, obras de arte
zapatista y folletos en contra de la guerra. Hombres con barba y pantalones de pana y
mujeres con rastas que olían a tierra mojada se pasaban la tarde metidos en el DuPont
recitando poemas y escuchando música folk. Aunque el café costaba el doble que en
cualquier otro sitio, acabé yendo al DuPont cada vez que podía con tal de verlo a él.
Estudié sus hábitos y su horario de clases y adapté mi propia rutina a la suya.
Y por fin nos conocimos. Fue la tarde del examen final de Políticas del Tercer
Mundo, justo antes de las vacaciones de Navidad. Se podía respirar en el aire del campus
el entusiasmo por unas largas vacaciones después de meses de estrés. En aquel momento,
mis sentimientos hacia él habían alcanzado el punto álgido. Sabía que después de aquella
noche no conseguiría satisfacer mis deseos hasta que volviéramos a clase después de Año
Nuevo.
Lo busqué entre la multitud que había acudido al examen, pero no conseguí dar con
él. Después del examen, caminé por la ciudad bajo una desagradable ventisca que había
cubierto la ciudad como en una de esas bolas de nieve. A pesar de que el examen había
sido fácil, caminé hacia la parada de autobús con una profunda sensación de fracaso. Paré
para atarme los cordones de los zapatos, con las manos rojas y dormidas por el frío.
Al levantar la cabeza, ahí estaba él. De repente nos encontramos cara a cara. En
mitad de la ventisca de nieve, pensé por un momento que se trataba de un espejismo. Iba
con el abrigo abierto y llevaba puesto un jersey azul y unos chinos. Al mirarle de cerca,
noté algunas imperfecciones en su cara: una verruga en el cuello, las paletas ligeramente
torcidas, algunas manchas sin importancia en la piel.
Él habló primero.
—Creo que no nos han presentado. —Su voz era más suave de lo que había
imaginado.
—Soy Rasa. —Mi voz sonaba rara, como si la estuviera escuchando por primera
vez.
Sonrió.
—Ya lo sé. Yo soy Sufyan.
—Ese nombre es árabe —le dije. Me puse supertenso. Revelar mi secreto a un
americano era una cosa, pero que un árabe lo descubriera supondría que al día siguiente
hasta el último árabe de la ciudad sabría quién soy. Y entonces Teta acabaría enterándose.
Ese pensamiento era demasiado aterrador como para seguir dándole vueltas mucho más
tiempo.
—Soy de origen árabe —contestó, pronunciando sus erres como uves dobles, como si
fuera Elmer Fudd—. Pero nací en Estados Unidos y me he criado aquí.
Me preguntó dónde vivía y qué estudiaba. Me explicó que él estaba terminando
Filosofía y Estudios Árabes y que quería viajar por Oriente Próximo cuando terminara.
Mientras me contaba aquello se estirazó y una pequeña parte de la piel ligeramente
morena de su abdomen, salpicada por algún que otro fino pelo negro, le asomó por debajo
de la chaqueta. No paraba de sonreír y de mirarme fijamente mientras le hablaba de mi
ciudad. Estudié su forma un tanto femenina de mover las muñecas al hablar. Había
esperanza después de todo. Y sabía cómo me llamaba.
Casi hago el camino de vuelta a casa dando saltos. La ventisca cobró de pronto una
belleza deslumbrante. Los copos de nieve parecían rescoldos de fuegos artificiales que
hubieran estallado en el cielo en el momento en el que Sufyan se me acercó.
No dejé de pensar en él durante todo el mes siguiente. Encerrado en mi apartamento,
el recuerdo de aquellos pocos momentos que compartimos me mantuvo a salvo del frío
despiadado que hacía fuera. Cerraba los ojos para recuperar aquel recuerdo con la mayor
precisión posible, reviviéndolo todo hasta conseguir sentir cada detalle: los copos de nieve
en mi cara, los vasos de cerveza de los estudiantes chocando contra el aire gélido al
brindar, los ojos marrones de Sufyan y su sonrisa tímida… Recordaba perfectamente
dónde me había situado y cómo Sufyan se había inclinado mientras yo hablaba,
colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja; cómo su chaqueta se le subió por la
cadera, dejando a la vista por un instante excitante una franja de ese abdomen color
caramelo. Me convertí en un maestro del tiempo, haciendo que aquellos minutos en los
que Sufyan había sido mío, en los que su atención se había centrado únicamente en mí y
en nadie más, resultasen horas o incluso días. Diseccioné cada imagen y cada olor y cada
sonido y cada emoción para poder expandir el tiempo que habíamos pasado juntos.
Imaginaba que estaba en la cama conmigo. Me abrazaba a la almohada y me
convencía de que era él. Pensaba en él despertándose y volviéndose hacia mí, con los ojos
adormilados, sonriendo; me imaginaba besándole, recorriendo con mi lengua ese aro de
plata en su labio inferior. Seguí tumbado en la cama con una sonrisa en la cara y, al mirar
el póster de George Michael, sentí que por fin comprendía por qué los demás parecían tan
libres de preocupaciones.
La cosa resultó fácil después de aquel encuentro. Conocía sus hábitos y sus rutinas,
por lo que me aseguré de estar siempre donde estaba él. Aprendí a preparar bien lo que
iba a decir con suficiente antelación antes de que nos cruzásemos. Me puse al día en la
actualidad y busqué los discos de los grupos raros que había visto de refilón en su
mochila. La base de datos de la biblioteca me proporcionó una lista completa de todos los
libros que había sacado. Aquella lista iba desde los primeros filósofos como Platón,
Aristóteles o Ibn Jaldún hasta teóricos de la política más actuales como Antonio Gramsci
y Rosa Luxemburgo. Seguí su selección de libros como una lista de lectura, pasando de
uno a otro y leyéndolos, no como Rasa, sino como el propio Sufyan. Era mi forma de
acercarnos, ya que si conseguía pensar como él y llegaba a comprenderle de verdad, si
además sentía que aquello estaba bien, aceptaría que era algo que tenía que pasar.

El proyecto Sufyan supuso una distracción enorme respecto a las declaraciones de guerra
que habían envenenado el aire en Estados Unidos. El régimen americano bombardeaba sin
miramientos países similares al mío, países que compartían la misma religión y el mismo
idioma. Fueron cayendo uno a uno y en el proceso dejaron de ser países. Descubrí que,
cuando Estados Unidos elige ir a la guerra, los países invadidos se vuelven situaciones.
La historia, la gente, las canciones y el arte desaparecen del mapa y el país pasa a ser un
hecho político que adquiere nuevas dimensiones para narrar una historia. Una historia
americana.
Estaba esperando mi café en el DuPont una mañana de un martes ventoso cuando
sentí que alguien me tocaba en el hombro. Al volverme, me encontré con la sonrisa de
Sufyan.
—Vaya, hola —le dije, pensando que no eran todavía ni las nueve y que aquel día,
con su cielo plomizo y sus nubes grises, estaba destinado a ser uno de los buenos.
Sufyan abrió la boca para decir algo, pero lo interrumpió el camarero, un hombre
blanco y alto con rastas rubias.
—Un americano para Ross —gritó el camarero sujetando el vaso blanco de cartón.
Recogí mi bebida y me volví con Sufyan.
—¿Te acaba de llamar Ross? —me preguntó levantando la ceja.
—Es más fácil así —le dije, echándome un sobre de azúcar moreno—. Si no, me
preguntarían de dónde viene mi nombre, querrían hablar de lo horrible que es «todo lo que
está pasando allí, tío» y acabarían escribiendo Ross en el vaso de todas formas.
Sufyan relajó la mirada y dejó escapar una risa.
—La próxima vez les diré que me llamo Osama, seguro que ese sí lo saben escribir
bien.
Me reí con él y esperé a que pidiera su bebida.
—¿Vas a ir a la manifestación del sábado contra la guerra? —quiso saber.
—Pues no tenía pensado ir. ¿Va a servir de algo?
—Todo en la vida, por pequeño que sea, es importante a su manera. —Se mordió el
labio inferior y empezó a juguetear con su aro de plata, llevándolo de un lado a otro con
los dientes.
—Entonces a lo mejor voy —le contesté, y él me apretó el hombro.
Días después, pensé en lo que Sufyan me había dicho. Incluso los gestos más simples
son importantes. Estaba convencido de que aquello era una señal, de que había algo
importante detrás de nuestras sonrisas de complicidad y de nuestras tímidas
conversaciones. Tenía un motivo para invitarme a ir a la manifestación. Quería tenerme
cerca. Podía sentirlo. Quería algo de mí y yo quería que él supiera que yo también quería
algo de él. Pero decirlo abiertamente era otra cosa. Había demasiado en juego. Lo único
que podíamos hacer era ir acercándonos poco a poco hasta que llegara el momento en el
que ninguno de los dos pudiera negarlo, hasta que estuviéramos j untos al borde del
precipicio. Habíamos empezado ya a acercarnos y me prometí a mí mismo que, la próxima
vez que nos viéramos, le empujaría hasta el mismísimo filo. Ya no habría marcha atrás.
Al día siguiente, mientras rebuscaba ropa con Cecile en una tienda de segunda mano,
le pregunté si se venía a la manifestación.
—No creo en la protesta —me dijo, cogiendo un sombrero de paja deshilachado por
los filos. Se lo colocó en un ángulo concreto y empezó a mirarse al espejo—. La mayoría
de la gente que va a ese tipo de protestas lo único que hace es disfrazar de indignación
política sus propios demonios. No es saludable.
—Yo creo que es importante que vayamos —le insistí—. Hay gente muriendo en el
mundo.
—Pues entonces ve, cariño. —Soltó el sombrero con desprecio sobre la pila de ropa
—. Ve.
Fui. Estaba lloviendo. Seguí a la masa de gente portando pancartas con fotos del
presidente con cuernos de demonio, hasta que alcancé la zona que Sufyan me había dicho
que iba a ser el epicentro de la protesta. Decenas de miles de personas estaban rodeadas
por la policía antidisturbios. Observé la multitud charlando y coreando entusiasmada.
Mientras mis ojos escaneaban sus caras —algunas enfadadas, otras exultantes y muchas
simplemente indiferentes— comprendí que iba a ser imposible cruzarme con Sufyan.
El viento cortante nos daba en la cara al marchar por la ciudad. Una agrupación
pacifista me pasó una pancarta para que la sujetara. Tenía el lema «NO MÁS SANGRE
POR PETRÓLEO» escrito con letras de un rojo agresivo. Sujeté la pancarta con torpeza
por la axila y seguí marchando, frotándome las manos para evitar que se me durmieran.
Me mantuve en un segundo plano, sujetando la pancarta pero sin corear ningún lema.
No dejé de mirar a todos lados intentando encontrar a Sufyan.
Llevaba allí unos quince minutos cuando vi a una chica con un chubasquero negro
que me observaba bajo su paraguas rojo de lunares blancos. Llevaba unas gafas negras
redondas y tenía el pelo oscuro y rizado. Ignoré durante un rato sus intentos por forzar
el contacto visual conmigo, pero al final acabamos cruzando la mirada y se me acercó.
—¿Eres árabe? —me preguntó. Llevaba sujeto el bolso con una solemnidad
extraordinaria y pude ver de reojo que dentro había un voluminoso libro titulado The
Postcolonial Exotic.
Dudé por un momento.
—Sí.
—Me había parecido que lo eras —me dijo al darme la mano. Noté que apenas le
quedaban uñas de tanto mordérselas—. Te conozco de la biblioteca y al verte aquí pensé
que por qué no preguntarte.
Le dije de dónde era.
—¡Yo también! ¿Vives en la zona oeste?
—Antes sí, ahora vivo en el centro. —Hice una pausa—. Bueno, ahora vivo aquí,
pero antes de venir…
Sus ojos se iluminaron.
—Adoro el centro. Es tan auténtico… De verdad, odio vivir en la zona oeste.
Siempre que vuelvo a casa me pongo de muy mal humor con solo pensarlo. ¿Quieres que
caminemos juntos?
Leila tenía dos años más que yo y estaba estudiando un máster en literatura
femenina poscolonial. Marchamos juntos y hablamos sobre nuestra vida en casa. Resultó
que Leila vivía solo a unas manzanas de donde vivíamos Teta y yo cuando Baba y Mama
todavía estaban con nosotros. Hablamos en árabe. Había pasado mucho tiempo desde que
había conversado en esa lengua con alguien por última vez. Nuestro idioma sonaba
oxidado, pero insistimos, soltando alguna que otra palabra en inglés cuando hacía falta.
Hablar en árabe estando en Estados Unidos me hizo sentir que estaba construyéndome un
hogar en aquella tarde fría y ventosa en mitad de aquella locura de ciudad extranjera.
Seguimos indagando y pronto descubrimos que Maj era primo segundo suyo y que
conocíamos a la misma gente, y después de veinte minutos caí en la cuenta de que había
dejado de buscar a Sufyan. Pensé en cuántas Leilas habría dejado de conocer por estar tan
obsesionado con él.
—Me alegra que te preocupes por la política —me dijo Leila—. La mayoría de los
árabes que vienen a Estados Unidos se pasan el día fumando porros y emborrachándose en
los casinos. Es algo muy problemático.
Mientras marchamos se hizo patente que Leila tenía un criterio bien definido sobre
cualquier tema, desde los realities al movimiento feminista internacional. Para ella,
básicamente, todo era problemático.
—¿Estáis hablando en árabe? —nos interrumpió un hombre americano de mediana
edad con la barba desaliñada. Con una mano estaba sujetando un megáfono y con la otra
una pancarta en la que ponía «QUE PARE LA GUERRA».
—Sí —le dije, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, el
hombre me había puesto el megáfono en la mano.
—Corea algo. En árabe.
Me quedé mirando el megáfono. Había ido a la manifestación para ver a Sufyan y de
pronto estaba allí, sujetando un megáfono y a punto de empezar a corear algún lema
delante de miles de personas.
—¿Qué digo? —le pregunté a Leila.
—Bil roh, bil dam, nafdeeki ya bilad[9] —contestó Leila, quitándose el palestino
blanco y negro que estaba usando de bufanda y poniéndomelo sobre los hombros.
—Bil roh, bil dam, nafdeeki ya bilad —dije por el megáfono. El aire cortaba de frío,
me lie el palestino en el cuello.
—Más alto —me gritó Leila—. Grita.
—¡Bil roh, bil dam, nafdeeki ya bilad!
—¡Eso es! —Leila empezó a dar palmadas.
—¡Bil roh, bil dam, nafdeeki ya bilad! —Empezaron a caerme en la cara gotas
heladas de lluvia.
Una cámara de televisión se acercó corriendo adónde estábamos nosotros. Miré
fijamente al piloto rojo intermitente de la cámara.
—¡Bil roh, bil dam, nafdeekiya bilad!
—¿Qué está diciendo? —le preguntó un hombre a Leila acercándole un micrófono.
Había empezado a corear conmigo.
—Significa «Con nuestras almas y nuestra sangre nos sacrificaremos por la patria».
Es algo que la gente solía cantarle a los dictadores, pero nosotros cambiamos el nombre del
dictador por «la patria». —Leila parecía contenta de haber propuesto ese lema. La
cámara volvió a enfocarme a mí y la gente empezó a rodearnos.
—¡Bil roh, bil dam, nafdeekiya bilad!
Alcé la voz, con la esperanza de que mi cántico atrajera a Sufyan hacia mí. Coreé
más y más fuerte, con los puños golpeando el aire frío por encima de mi cabeza y
observando la multitud por si lo veía. Pero todo lo que pude ver fue una oleada de gente
embutida en parcas y chubasqueros sujetando pancartas y agitando sus puños en el aire;
gente que había acudido a pesar del frío por unas ideas y unos principios, con la cara
mojada y enrojecida y los cuerpos apretujados buscando calor. Y poco después, ya no
estaba pensando en Sufyan. Pensaba en mis maestros, en Marx y en Chatterjee y en Said.
Grité y reflexioné sobre el poder y el imperialismo y me di cuenta de que todo estaba
relacionado, de que, cuando uno lucha por amor, las mentiras provocadoras y la opresión
también forman parte del juego. Y mi amor por Sufyan era mi combustible. Mis
sentimientos hacia él me dieron la fuerza necesaria para hacer estallar aquellas palabras
de mi boca. Alcé el puño y grité, y Leila gritó conmigo y se quedó a mi lado hasta que
nos perdimos en un mar de amor y resistencia.
—Gracias por ser la voz de tu pueblo —me dijo el hombre de mediana edad al
quitarme el megáfono de las manos.
Aquello me había dado un subidón: quería quedarme y protestar hasta el final. Sentí
que, si lo dejábamos allí y volvíamos a casa como individuos anónimos, arruinaríamos el
poder del colectivo que habíamos conseguido crear al unirnos. Pero la llovizna dio paso a
un chaparrón de lluvia helada en toda regla. Intentamos refugiarnos bajo el paraguas de
lunares de Leila, pero el agua me había calado ya hasta los calzoncillos.
—Vámonos de aquí —propuso Leila—. He quedado con unos amigos activistas en
un bar de aquí al lado. ¿Te apuntas?
Asentí. Me hubiera apuntado a cualquier cosa que hubiera retrasado la inevitable
soledad que me esperaba en casa.
Mientras corríamos hacia el bar, con nuestras botas mojadas chapoteando por las
calles de la ciudad, me empezó a sonar el móvil. Era Cecile.
—Acabas de salir en la tele —me gritó—. Estabas gritando encima de un podio, no
me podía creer que eras tú. ¡Lo están poniendo en todos los canales!
Pensé en Teta y en si a la mañana siguiente aparecería en la pantalla de su televisor.
Me llevaría una buena bronca seguro. Pero aunque acabara viendo de casualidad aquellas
imágenes de mí a la cabeza de las protestas, no podría hacer nada desde allí. Al fin y al
cabo, estaba oponiéndome a una invasión imperialista. Y ella, ¿qué estaba haciendo? Jugar
a las cartas y ver las noticias, y conforme la guerra fuera empeorando, su compromiso no
iría más allá de pegarle cuatro voces a la tele.
Yo tenía poder de decisión, me dije a mí mismo. Mis botas iban pisoteando charcos
sucios por la calle como si estuvieran pisoteando invasores americanos a cada paso. Tenía
voz, maldita sea. No estaba dispuesto a seguir consintiendo aquella guerra, ni el chantaje
constante de Teta con el eib.

***
El bar era ruidoso y estaba lleno de árabes. Eran árabes, ciertamente, pero ninguno se
parecía a ningún árabe que yo conociera. Ninguna de las mujeres se había alisado el pelo,
sino que habían decidido dejar crecer su maraña de rizos. Todos los hombres tenían una
barba descuidada y un palestino sobre los hombros. El ambiente estaba animado y yo
estaba de subidón.
Nos sentamos en una mesa rodeada de velas derretidas, paquetes de tabaco, vasos de
cerveza a medio beber y un montón de libros esturreados. Libros escritos por Noam
Chomsky, Edward Said y Norman Finkelstein, llenos de argumentos en contra de la
guerra y de la ocupación. Aquellos activistas hablaban apresuradamente sobre «redactar
hojas de ruta» y «construir sistemas de solidaridad». Era como si todo lo que había leído
desde que llegué a Estados Unidos, sobre Marx y la resistencia y todo aquello, lo
estuvieran representando en mitad de una bruma de alcohol y de debate. Me sentía lo
suficientemente cómodo como para abandonar mis pensamientos. Aquellas conversaciones
narcóticas me recordaron a las fiestas que mis padres solían organizar años atrás. Bebí
cerveza y salté de una discusión a otra, captando fragmentos de acalorados debates y
susurros exaltados. Mi cabeza zumbaba con tanta teoría y tanta cerveza.
—Tenemos que construir más lazos de solidaridad con los nativos americanos —dijo
un hombre de pelo largo y rizado dirigiéndose a una chica superguapa que llevaba gafas
de pasta negras.
—La obra ficcional de Arundhati Roy es muy problemática —le explicaba Lefia a
un grupo de chicas jóvenes.
—La declaración no debería hacer referencia a la circular a favor de la guerra del
lobby sionista, eso los colocaría en el mapa y les daría mayor relevancia —opinó un
hombre alto, agitando una hoja de papel.
—No puedes señalar solo un caso de opresión en la región sin tener en cuenta el
resto del sistema —dijo una chica con los ojos color aceituna que se estaba fumando un
cigarro que había liado superfino.
—¿De verdad me estás diciendo que el Corán no está en contra de las mujeres? —me
llegó desde otra conversación que estaba teniendo lugar detrás de mí. Me di la vuelta y vi
a una mujer bajita y regordeta desafiando con una cerveza en la mano a un hombre de
nariz rechoncha.
Y justo detrás del hombre de nariz rechoncha, sentado en un taburete en la esquina
de la barra, formando parte del grupo pero aislado de alguna manera, estaba Sufyan.
Miraba pensativo su botellín de cerveza a medio beber. Se había cortado su largo y
precioso pelo y se había arreglado la barba. La emoción de haberlo encontrado superó a
cualquier otro nerviosismo que estuviera sintiendo en aquel momento, y antes de darme
cuenta ya me había acercado a él y le había tocado el hombro.
—¿Cuántas posibilidades había de encontrarte por aquí? —me dijo al volverse.
Analicé su expresión. Parecía alegrarse de verme.
—Estoy con unos amigos —le dije, regocijándome en lo natural que había sonado
—. Vengo de la manifestación, pero no te he visto.
—Bueno, solo ha sido la manifestación más numerosa que ha habido en Estados
Unidos hasta ahora, así que… —se rio. Bajó la mirada hacia su bebida y me quedé
mirando sus delicados dedos haciendo círculos en la boca congelada de la botella—. De
hecho, te he visto en lo alto del podio gritando en árabe.
—¿En serio? —Me acerqué a él un poco más—. ¿Y qué pensaste?
Sonrió.
—Estuvo guay. Bueno, a mí también me pidieron que coreara algo, ¿sabes?
La chica de ojos aceituna se incorporó a la conversación.
—Sí, pero tú no puedes hablar una mierda de árabe. Pronuncias las eins[15] como un
americano. —Se echó a reír.
Parece que a Sufyan le molestó el comentario.
—Te has cortado el pelo —le dije, cambiando de tema.
—Lo tenía demasiado largo —contestó, pasándose la mano por la cabeza.
—¿Por qué te has sentado aquí solo?
—Me aburro. Estoy borracho. Quiero irme. Pero no quiero ir a casa.
—Tengo algo de hierba en casa, así que… —La cerveza me había concedido un
arrojo insólito. La propuesta se quedó flotando en el aire, brillando como motitas de luz.
Nos despedimos de la gente y nos fuimos a mi estudio. No hablamos mucho por el
camino. Había dejado de llover y el aire resultaba calmado y silencioso en comparación
con el bullicio del bar. Nuestros pasos retumbaban a nuestro alrededor ahogando el
silencio.
Cuando abrí la puerta de mi estudio, observé el estado de la habitación a ojos de
Sufyan: mis vaqueros y mis camisetas desparramadas por la cama; un cenicero rebosando
de colillas puesto encima de una pila de libros que hacían las veces de mesita de noche; mi
póster de George Michael medio despegado de la pared, con los bordes casi deshechos; el
fregadero atestado de platos y vasos sucios.
—La ropa está recién lavada —le expliqué, pegándole un empujón a las camisetas
y a los vaqueros—. Es que no he tenido tiempo de doblarla. Siéntate.
Sufyan se sentó en la cama y siguió observando la habitación. Yo me senté en el suelo
junto a él y empecé a liar un porro.
—¿Fumas a menudo? —preguntó.
—Depende de lo malas que sean las noticias —le contesté. Lamí el papel del porro
para cerrarlo y se lo ofrecí.
—Hace tiempo que no fumo —me dijo, mirando fijamente el porro—. Estoy
intentando ser mejor persona, alejarme de toda esta mierda, pero supongo que esta noche
es tan buena como cualquier otra para dejarse llevar. —Encendió el porro y le dio una
buena calada. Al relajarse hacia atrás sobre la cama se le dibujó una sonrisa en la cara.
Cogí dos cervezas de la nevera y le pasé una.
—¿Se ha visto tu familia afectada por la guerra? —me preguntó de repente.
—A todos nos afecta de alguna manera. Todo el asunto es muy problemático —le
dije, disfrutando de poder usar el término por primera vez—. ¿Y tu familia?
—Si les afecta, no dicen nada. Últimamente, mis padres se han aferrado al
patriotismo americano de una manera que roza la paranoia. Piensan que si no lo hacen
los van a echar o algo —sonrió al decirlo.
—¿Y tú? —le pregunté. Él estaba tumbado en la cama boca arriba, mirando
fijamente al techo—. ¿No te sientes completamente alienado con todo lo que está
pasando? Así es como me siento yo a veces, como atrapado por todo lo que me rodea. A
veces siento que no quiero seguir siendo árabe; me causa demasiados problemas. Me
encantaría ser una nube, en serio, o un pájaro, para poder escapar de todo esto, de la
historia de nuestro pueblo.
Se dio la vuelta apoyándose en el hombro y me miró a los ojos.
—¿Yo? Yo estoy hasta la polla de la hipocresía de los liberales blancos. —Se quedó
callado, como reflexionando cómo habría quedado aquello, y justo después puso cara de
estar satisfecho consigo mismo por lo que acababa de decir; volvió a tumbarse sobre la
cama con un brazo por detrás de la cabeza y siguió mirando fijamente al techo, que
parecía fascinarle sobremanera.
Mientras tanto, mi atención había derivado a sus pies. Bueno, a uno de sus pies en
concreto, que planeaba descalzo a solo unos centímetros de mi cara. Examiné el contorno
de aquel pie, la forma que sus dedos adquirían debajo del calcetín gris de algodón. Me
llegó un ligero aroma. Olían a detergente y a un día entero de caminata. Aquel aroma
avivó mis instintos. Quería acercarme a sus pies; sentía que su olor conseguiría
apaciguarme de alguna manera. Incliné la cabeza para percibir un poco más de aquel
aroma. Respiré profundamente. El olor viajó a través de mí, despejándome la cabeza y
haciendo que me hormiguearan los dedos, avivando mi apetito. Sentí miedo. ¿Hasta dónde
tendría que llegar? ¿Cuánto de aquel aroma tendría que inhalar para conseguir saciar mi
apetito? ¿O se volvería más intenso cuanto más lo alimentara?
—Dondequiera que mire, solo veo violencia —continuó Sufyan, alejando mi
atención de sus pies. Levanté la vista para mirarle. Había colocado el otro brazo también
detrás de su cabeza y seguía con los ojos clavados en el techo, pero mantuvo su pie a la
misma distancia de mi cara—. Parece un concurso para ver quién puede colgar y enviar
más imágenes violentas. Niños siendo masacrados, gente asesinada de forma horrible.
Vamos a ver, niños, ¿quién mata niños? Hay demasiada muerte indiscriminada. Una vez
vi un vídeo, decían que se trataba de un país árabe, pero resultó que lo habían grabado en
México y que tenía que ver con los cárteles de la droga. En cualquier caso, en el vídeo
aparecían dos hombres tirados en el suelo y de pronto aparece otro hombre con una
motosierra y le rebana la cabeza a uno de ellos. Allí mismo. La cabeza termina rodando
por el suelo y se acabó. Y el otro que estaba a su lado, esperando su turno. ¿Qué pensaría
sabiendo que era el siguiente? ¿Qué se siente sabiendo que en un momento te van a cortar
la cabeza? Me siento acosado constantemente por cosas como esa y ya no sé qué hacer ni
qué conclusión se puede sacar de todo eso. Me queda esa… esa sensación de náuseas que
me deja sin aliento.
—Es para volverse loco —dije dándole otra calada al porro y pasándoselo de vuelta.
—Internet —contestó Sufyan, dándole otra calada—. De repente todo es
superaccesible. Todo está… justo ahí, ¿no?
Mi atención volvió a dirigirse hacia el pie de Sufyan y, sin siquiera pensarlo, me
acerqué y lo agarré. Sujeté su pie con mis manos un segundo, sin saber muy bien qué
hacer con ese nuevo tesoro encontrado. Me quedé mirando el calcetín gris, tan limpio, tan
mullidito y tan perfecto, y pensé en cuánto me apetecía ser yo el que le lavara esos
calcetines, el que los tendiera para que se secaran y luego los doblara con delicadeza y los
colocara de nuevo en el cajón. Lo haría todos los días para asegurarme de que Sufyan
estaba bien cuidado. Pasé un dedo con suavidad por los contornos de sus dedos, perfilando
las uñas de una en una. Empecé a masajearle el pie, con sutileza primero, más fuerte
después. Apreté mis dedos contra la delicada piel debajo del calcetín. Sufyan soltó un
suspiro profundo y relajó su cuerpo entero sobre la cama, dejando caer el brazo a un lado.
Desatendí su pie y le cogí la mano. Observé el color aceituna de su piel. Tenía la piel
fina, pero las venas de la parte superior eran gruesas y pude contornearlas con mis dedos.
Casi podía sentir la sangre atravesándolas. Quería devorar cada parte de él, su carne, su
sangre, su alma. Le besé la vena de la mano con cuidado.
Se sentó en la cama y me miró. Tenía una sonrisa extraña en la cara.
—Así que de verdad estamos solos —me dijo.
Al verbalizar aquello, nuestra intimidad cobró un nuevo sentido. Se acercó y se me
quedó mirando fijamente. Observé su sonrisa y descubrí que lo que había soñado durante
meses estaba a punto de suceder. Estaba paralizado por el miedo, desesperado por frenar
aquello antes de que llegásemos más lejos. Pero sus labios estaban demasiado cerca y el
aro de plata, justo al alcance y acercándose por momentos. El último segundo llegó y se
fue sin que pudiera hacer nada para detenerlo.
Me besó con cuidado al principio, como un corderito rumiando en el campo. Después,
al darse cuenta de lo mucho que lo deseaba, sus besos se volvieron más ansiosos, más
efusivos. Se abalanzó sobre mí y pude sentir su peso, su solidez. Aquella sensación era
distinta a cualquiera que hubiera sentido antes o pudiera siquiera haber imaginado. El
peso de su cuerpo me aplastó contra el suelo cuando de pronto me agarró con fuerza los
brazos y empezó a besarme ávidamente y a lamerme la cara y el cuello. Al pasar mis
manos por su pelo espeso y oscuro, deseé que se me quedaran allí enredadas y que así
pudiéramos estar siempre conectados, él y yo.
Solo que aquello no fue lo que pasó. O a lo mejor sí, en un universo paralelo en el
que Sufyan y yo hubiéramos funcionado mejor. Así es como me gusta recordarlo a veces,
porque al menos al recordarlo puedo controlarlo, puedo darle forma y convertirlo en mi
verdad, como hacen Teta y el presidente. Pero en la cruda realidad del universo en el que
vivía, le besé la vena de la mano con cuidado y…
—Estoy superborracho. Debería irme a casa. —Su voz disipó de golpe mi nube de
pensamientos. Dejé caer su mano. Él se levantó, se restregó la cara y me miró con los ojos
medio cerrados.
—Puedes pasar la noche aquí si quieres —le ofrecí. Fui a cogerle la mano otra vez,
pero la apartó. Se pasó aquella hermosa mano por el pelo y soltó un leve eructo.
—Gracias, pero mejor me voy a casa.
Salió por la puerta y bajó las escaleras. Sus pasos se fueron alejando hasta que los
engulló el sonido de una sirena de policía al final de la calle. Y después, solo quedó el
vacío. Eché la llave y me quedé mirando la habitación desocupada. El silencio casi no me
dejaba respirar. Era bien entrada la madrugada, pero en casa ya era de día, así que llamé a
Teta.

La tarde siguiente escuché la solemne declaración de guerra del presidente de los Estados
Unidos de América. Vi las imágenes de las bombas cayendo sobre una ciudad idéntica a la
mía y me di cuenta de que, desde aquel momento hasta el día que muriera, aquella ciudad
no volvería a ser la misma. Había pasado a ser el esquema con el que describir un hecho.
El país que una vez había existido ya no existiría; desapareció en el momento en el que la
primera bomba atravesó su cielo oscuro. Antes de que la guerra se hubiera cobrado su
primera vida, la ciudad era ya una víctima de guerra. Un concepto, una historia, una
cultura.
Tu vida tiene que haber sido muy interesante. To me crie en Ohio. Por allí no
tenemos ni guerra, ni política, ni nada de eso.
Había sido demasiado ingenuo. Demasiado ingenuo durante demasiado tiempo.
Quería detener aquella película horrible. Quería levantarme y ponerme delante del
mundo y empezar a gritar «¡Basta ya! ¡Se acabó! Os estáis equivocando y esto se os ha ido
de las manos. ¡Esto no está bien; lo habéis entendido todo mal!».
Pero estaba atrapado dentro de aquella película. La única forma de detener aquel
desastre hubiera sido quedarse parado en mitad de la calle sujetando una pancarta que
pusiera: «NADA DE ESTO ES REAL. LO HABÉIS ENTENDIDO TODO MAL».
Pero si había aprendido algo de Estados Unidos era que, aunque tengas todo el derecho
del mundo a sujetar una pancarta como esa, es muy fácil ir desplazando el objetivo de la
cámara hasta que tú y tu pancarta os hayáis salido del plano.
Después de aquella noche no vi a Sufyan en diez días. Los primeros días fingí estar
enfermo para no tener que ir a las clases en las que estábamos juntos. Evité el DuPont y
sus rutas habituales. Cuando me sentí preparado para afrontar la posibilidad de
encontrarme con él, acepté salir a cenar con Lefia. Quedamos en un restaurante que se
llamaba Damascus Express, donde pedimos unos mezzeh[36] estupendos, un té con menta
superdulce y un trozo de knafeh para compartir.
—La última vez que estuve en casa me sorprendió la cantidad de mujeres que
llevaban hiyab —dijo Lefia mientras comíamos—. ¿No te parece que antes no se veían
tantos, o es que yo no me había fijado?
—Ahora que lo pienso, muchas mujeres de nuestro barrio en el centro llevan hiyab
—comenté, mojando un trozo de pan en el hummus. Probablemente me había comido ya
más de la mitad del fattoush[17], pero a Lefia no pareció importarle—. Nunca me había
parado a pensarlo antes de mudarme aquí.
—Exacto, el hiyab no tenía ningún significado trascendente hasta que Estados
Unidos decidió que lo tuviera. —Lefia cabeceó—. Este país me está jodiendo el cerebro.
—¿Vas a volver a casa pronto? —le pregunté.
—Inshallah[25]. Necesito ir a los campamentos a hacer un poco más de trabajo de
campo. —Lefia visitaba los campamentos cada vez que iba a casa. Estaba estudiando la
literatura oral de las mujeres desplazadas que vivían allí. Hablaba a menudo de aquellas
mujeres, en concreto sobre un grupo de amas de casa con las que había pasado tardes
enteras bebiendo té hirviendo en vasitos del tamaño de un dedal. Las mujeres adoraban a
Lefia, se pasaban el día abrazándola y dándole de comer y preguntándole que cuándo se
iba a buscar un marido y diciéndole cómo tenía que vestir. Leila me hablaba de ellas como
en broma, pero pude percibir perfectamente que habían conseguido atraparla. Eran su
brújula moral, su superego; no importaba cuántos libros leyera o cuántos artículos
publicara: aquellas mujeres siempre estaban presentes, preguntándole cuándo iba a sentar
la cabeza de una vez, buscarse un marido y vestir de forma más femenina.
Comimos como reyes aquella noche en el Damascus Express. Cada uno comió lo que
le dio la gana y no dividimos la cuenta. El dueño, un tío gordo que estaba fumando en la
caja, quiso entablar conversación conmigo cuando fui a pagar.
—¿De dónde eres? —me preguntó. Le contesté y él sonrió—. Ahlan wa sahlan[1],
descuento para la familia entonces. Sabía que eras del bilad. El sufrimiento que rezuman
tus ojos es diferente al sufrimiento de los que vivimos en esta orilla del mundo. Déjame
que te diga una cosa, hermano: no importa si estamos aquí o allí, los árabes llevaremos
siempre a cuestas algún tipo de sufrimiento.
No supe qué contestar a aquello, así que le di las gracias y me fui.

Sin la posibilidad de cruzarme con Sufyan, mis días parecían no tener mucho sentido.
Repasé mentalmente el tiempo que habíamos pasado juntos intentando averiguar qué
había salido mal. Parecía que todo iba en la dirección correcta. A lo mejor no estaba
preparado para enfrentarse a sus sentimientos. ¿O a lo mejor yo había disimulado
demasiado? Había conseguido mantenerme a salvo de la sociedad, pero ¿a qué precio?
Por supuesto, me lo acabé cruzando. Yo estaba sentado en mi mesa de siempre en el
Damascus Express tomándome un café turco y leyendo una selección de los Cuadernos de
la cárcel de Gramsci. Levanté la vista y lo vi pidiendo en la barra. Estaba de espaldas,
pero sabía que era él. Conocía de memoria la forma de su cabeza y los huesos picudos de
aquellos hombros que delimitaban su espalda ancha. Su botella de agua asomaba por la
mochila; la luz vespertina reflejaba el plástico marrón y el agua que chapoteaba dentro.
Era él.
Me tapé la cara con el libro. El corazón empezó a darme saltos en el pecho. Mis ojos
intentaban concentrarse en las palabras de la página, pero mi mente estaba demasiado
acelerada como para asimilar nada.

La máxima de Kant «Actúa de manera que tu conducta pueda convertirse en norma para
todos los hombres en condiciones semejantes» es menos simple y obvia de lo que parece a
primera vista. ¿Qué se entiende por «condiciones semejantes»?
Por lo tanto, quien actúa es el portador de las «condiciones semejantes», o sea, el creador de
aquellas; o sea, que él «debe» actuar según un «modelo» que desearía difundido entre todos los
hombres, según un tipo de civilización para cuyo advenimiento trabaja y para cuya
conservación «resiste» contra las fuerzas disgregadoras.

Leí el párrafo como tres o cuatro veces: Gramsci vapuleando al intelectual que está
convencido de que su forma de pensar es una ley universal de la naturaleza. Los ojos de
Sufyan me encontraron y se posaron sobre mí. No tuve ni que levantar la vista, pude
sentirlo. Cambió la energía de la estancia. Empezó a acercarse a mí poco a poco, como si
un campo magnético nos estuviera empujando. Fingí estar ocupado y me negué a
levantar la vista. Me temblaban los dedos al pasar de página, la adrenalina corría a
chorros por mis venas como si fuera un alcohólico que hubiera probado una gota de vodka
después de meses de abstinencia.
Se paró delante de mi mesa:
—Qué curioso encontrarte aquí.
Levanté la vista. Él tenía una taza de chocolate caliente en las manos y una media
sonrisa en la cara.
—Lo mismo digo —forcé una sonrisa. Cerré el libro y vi cómo miraba de reojo la
portada—. ¿Conoces a Gramsci? —le pregunté, aunque sabía perfectamente que había
sacado ese mismo libro de la biblioteca unos meses antes.
Se echó a reír.
—Se pronuncia «Gramchi», no «Gramsqui». Es italiano, no polaco.
—Ajá.
—¿Te gusta?
—Lo amo —dije con efusividad. Puso cara rara—. No de esa forma, ya me
entiendes…
—Ya.
Le pregunté si también le gustaba a él.
—No está mal —contestó Sufyan. Estaba cambiando el peso de su cuerpo de un pie
a otro sin parar y no dejaba de mirar a todos lados.
—Siéntate. —Empujé con el pie la silla que tenía delante. La miró, pero siguió de
pie.
—Nunca hubiera esperado encontrarte en un sitio como este —soltó.
—¿A qué te refieres?
Sonrió, pero no contestó.
—En serio, ¿a qué te refieres? —insistí.
—Nunca pensé que fueras del tipo de hombres que frecuentan cafeterías árabes —
dijo con un tonito extraño.
—¿Y eso por qué?
Se encogió de hombros.
—Olvídalo.
Debería haberle hecho caso y haberlo dejado pasar, pero una parte de mí se sentía
halagada, halagada por haber conseguido provocar una reacción en él, por intuir que
había pensado en mí lo suficiente como para haberse hecho una idea de mi persona.
—Bueno, soy árabe, no sé por qué sería tan raro encontrarme aquí.
—Sí, supongo que eres árabe… pero eres como un árabe occidentalizado.
Solté una risita nerviosa.
—¿Qué quieres decir con «occidentalizado»?
—Tu forma de vestir, por ejemplo.
—Llevo vaqueros y una camiseta. —Me miré la ropa—. Tú llevas vaqueros y una
camiseta. Todo el mundo lleva vaqueros.
—Sí, pero siempre hablas en inglés —arguyó.
—¡Y tú ni siquiera hablas árabe! —Me empecé a reír, pero él no se rio conmigo.
—Mira, es evidente que sientes cierto reparo con los árabes, con la cultura árabe.
—No te entiendo —le dije. Las manos me temblaban debajo de la mesa; las apoyé
sobre las piernas para ver si se relajaban un poco. Sentí cómo la cara se me ponía roja.
—Quiero decir, mírate, con tu acento de serie americana y tu póster de George
Michael colgado en la pared. George Michael. —Se rio—. Te subes en un podio y
empiezas a corear eslóganes por la libertad del pueblo árabe y un par de horas después
dices que ojalá no fueras árabe. Incluso aquí, leyendo toda esa teoría occidental, quedando
en el DuPont con todos esos blancos. Te han colonizado, colega.
Era consciente de que tenía la mandíbula colgando, pero me estaba costando mucho
trabajo mantener la compostura.
Sufyan apoyó el peso de su cuerpo en la otra pierna una vez más. Una gota de
chocolate caliente se derramó por su taza blanca y rozó su dedo índice. Diez días antes
estaba besando esa misma mano. Ahora, allí estábamos. ¿Cómo habíamos llegado a ese
punto?
—¿Esto tiene algo que ver con lo que pasó la otra noche? —le pregunté.
—¿Qué noche?
—La noche que te viniste a mi estudio.
—No recuerdo qué pasó aquella noche —se apresuró a decir—. Además, he dejado
de beber.
Agaché la cabeza y miré mi copia manoseada de los Cuadernos de la cárcel. Las letras
latinas parecían alterarme de una forma que justo un momento antes no había percibido.
—Es evidente que te ha molestado lo que he dicho —me dijo Sufyan—. Mejor te
dejo con Gramsci. —Se dio media vuelta y se sentó en una mesa vacía que había en un
rincón.
Tanta vergüenza me estaba dando nauseas. Observé a los camareros árabes moverse
entre el caos de mesas y sillas de plástico, usando los dedos para recoger los vasos de té
rojo a medio beber. Un hombre con la cara sudorosa cortaba lascas de carne del shawarma.
La atmósfera familiar y acogedora parecía haberse transformado en algo extraño y
amenazante. ¿De verdad era un fraude, una cucaracha gorda y burguesa incapaz de hacer
nada bien, ni siquiera algo tan simple como ser árabe?
Me fui de la cafetería, atravesé el tráfico de mediodía envuelto por una nube de
polución, sintiéndome cada vez más cabreado. La rabia me generó un conflicto: ¿estaba
cabreado porque esperaba más de Sufyan o lo estaba porque sus retorcidas palabras
contenían cierta dosis de verdad? ¿Qué había podido decir yo que le llevara a pensar que
tenía algún tipo de reparo con los árabes? ¿Tanto habían influido en mí los tertulianos de
la tele y Cecile? Intenté hacer repaso de todas las conversaciones que Sufyan y yo
habíamos tenido, lo cual no me costó demasiado, teniendo en cuenta que las había
retenido en la cabeza hasta que me las había aprendido de memoria, de la misma forma
que me había aprendido de memoria por obligación los pasajes del Corán y los antiguos
poemas nacionalistas de las primeras páginas de aquellos malditos libros de texto de árabe
que teníamos en aquellas clases que me había pasado el instituto entero saltándome.
¿Sería por eso? A lo mejor era por todas las veces que me había saltado la clase de árabe.
Seguro que me había saltado la clase en la que explicaban cómo ser árabe. A lo mejor
había algún ingrediente por ahí, una clase que nos daban y que yo me había saltado.
Maldito Maj y maldito Paraíso de los Fumadores. Todas aquellas veces que habíamos
salido corriendo regresaban ahora para atraparme.
Volví andando a casa, cabizbajo e inmerso en mis propios pensamientos. Al cruzar la
calle no me fijé en que el semáforo de los peatones se había puesto en rojo. Un coche pegó
un frenazo justo delante de mí. Me caí al suelo. Un hombre negro sacó la cabeza por la
ventanilla.
—¡Mira por dónde vas, gilipollas! —me gritó mientras me levantaba del suelo y me
sacudía la gravilla de los vaqueros—. La estúpida zorra blanca se cree que es dueña de la
calzada.
—No soy blanco, soy árabe —le grité.
El hombre me miró sorprendido. Eché a correr antes de que pudiera decirme nada.
La acusación de Sufyan se me quedó grabada y me dejó una sensación desagradable.
Estudié mi reflejo en el espejo del baño. A lo mejor mi ropa era demasiado moderna para
parecer árabe, pensé. La camiseta era un poquito demasiado ajustada, los vaqueros un
pelín demasiado rotos. Además, forzaba mi pronunciación en inglés. ¿Acaso mis erres
habían empezado a sonar demasiado suaves? ¿El toque árabe no se notaba lo suficiente
cuando hablaba en inglés? ¿Tenía la barba demasiado descuidada? ¿O demasiado poco
descuidada? ¿Tenía mi homosexualidad algo que ver con todo aquello? ¿O era algo más
profundo, algo ajeno, inherente a mi alma?
Fuera lo que fuese, necesitaba revertir aquella transformación. La acusación de
Sufyan me dejó tirado en tierra de nadie, completamente aislado y temeroso de los libros
en inglés que me habían hecho compañía durante tantos años. Me mantuve alejado del
Damascus Express y me encerré a estudiar en mi apartamento para evitar cualquier
posibilidad de cruzarme con Sufyan. O de cruzarme con cualquiera, básicamente. No
podía mirar de frente a ningún árabe, no fuera a ser que me acabara calando, y tampoco
podía estar con americanos, porque me seguirían contaminando. Cuando me aventuraba a
salir, lo hacía a toda prisa. Con la cabeza agachada, perseguía las aceras hasta llegar a
algún rincón oscuro de la biblioteca o alguna mohosa sala de informática en algún sótano
de algún edificio del campus.
Y aun así, nunca me sentí más cerca de mi madre que en aquellos días. Por primera
vez comprendí por qué se había ido, por qué necesitaba huir de las normas de Teta.
Acababa de empezar a pensar en aquello cuando me encontré con Cecile en una de
esas salas de informática comidas de humedad del sótano de uno de los edificios del
campus. Al entrar debí de percibir que algo no iba bien: en aquella habitación no había
entrado la luz del sol en años, pero Cecile estaba radiante. Tenía una sonrisa que le
abarcaba toda la cara. En vez de darme la vuelta, irme a casa y no haberle vuelto a hablar,
solté mi mochila sobre la mesa de al lado y le pregunté cómo estaba.
—Genial —dijo con entusiasmo. Tenía cierto brillo en los ojos.
—¿Y eso?
Cecile parecía reticente a hablar.
—¿Puedo fiarme de ti?
—Sí…
—Ni una palabra.
—Claro que no.
—Fui a la cafetería alternativa esa a la que vas siempre tú, al DuPont, ¿no? Tenías
razón: el café que tienen está buenísimo. En fin, estando allí conocí a alguien… alguien
especial. Le vi allí sentado en una mesa solo y supe que tenía que ser mío.
No recuerdo qué palabras usó para hablarme de lo suyo con Sufyan. Solo recuerdo
escucharla pronunciar el nombre de Sufyan y su forma de pronunciarlo no era como tiene
que pronunciarse. La u sonaba demasiado tosca y el yan entrecortado, y era todo una
mierda. Al contarme lo que ocurrió, se me grabó a fuego la imagen de Sufyan y Cecile
girando sobre sí mismos en el baño del DuPont como perros salvajes en celo. Me imaginé
a Cecile con su falda negra subida hasta la cintura mientras el cuerpo firme de Sufyan la
empotraba contra la puerta.
No pregunté quién dio el primer paso. No quise saberlo. Preferí pensar que fue Cecile
la que se le echó encima. Por supuesto, fue Cecile la que, como sus antepasados, se sintió
con el derecho a reclamar el mundo entero y todo lo que había en él. Como una conquista
más de Occidente, Sufyan ya no era una persona: el pobre se había convertido en una
situación que resolver en el baño de una cafetería de comercio justo. Pensé en qué le
podría haber susurrado él al oído, pero no conseguí imaginármelo susurrándole nada. No
pegaban ni con cola.
—¿Hablasteis de mí? —le pregunté. Me ardía la nuca y tenía la piel fría y húmeda
a la vez. Tenía ganas de vomitar.
—¿Por qué íbamos a hablar de ti? En fin, he quedado con Sufyan esta noche —
continuó contándome—. Tenemos una cita… en el DuPont, por supuesto.
Cerré los ojos. Los pájaros enjaulados de mi cabeza revoloteaban en círculos a una
velocidad vertiginosa. Pollo Kung Pao. Pollo Kung Pao.
—Su nombre no se pronuncia así. —Intenté sonar tranquilo, pero me tembló la voz.
—¿Perdona?
—Digo —repetí— que su nombre no se pronuncia así.
—Él es americano…
—No, él no es un puto americano —le solté—. Es árabe. Y tiene un nombre árabe.
No puedes decidir cómo se pronuncia un nombre porque a ti te dé la gana. Se pronuncia
Soiif-yaan, no Sttf-yen. Si nos vais a joder, por lo menos aprended a pronunciar bien
nuestros nombres.
Cecile se me quedó mirando como si estuviera a punto de detonar una bomba.
—Y deja de presentarme a la gente como «tu amigo árabe».
—Rasa, es de BROOOMAA.
—Pues no tiene gracia. Y tú tampoco tienes gracia. ¿Cómo has podido follártelo?
¡Apenas lo conoces! —le grité—. ¿Tú… tú te acuestas con un tío… un tío del que no
sabes nada? ¿Acaso eres una puta? ¿Y qué pasa si tiene novia? No sabes nada de su vida.
¿Qué te pasa? Actúas sin ni siquiera pensar en las consecuencias… Ese aire de
superioridad… esa… esa libertad individualista de actuar como te venga en gana te
convierte en un animal, en una esclava de tus antojos y de tus impulsos. ¿Acaso no tienes
la más mínima vergüenza? ¿Qué forma de vida es esa?
Bajé la vista y me vi las manos temblando. Durante un rato, ninguno de los dos
abrió la boca. Me volví hacia el ordenador y seguí trabajando.
—¿Se puede saber qué diablos te pasa? —reaccionó Cecile finalmente. Me miró como
si se me hubiera ido la cabeza y a lo mejor tenía razón: sentí que se me había ido la
cabeza por completo.
—Lo siento.
—¿Así que hora piensas que soy una puta? ¿Una facilona?
—No quería decir eso…
Cecile se puso en pie. Cogió el bolso y salió de la sala de informática echa una fiera.
Antes de irse, se dio media vuelta.
—¿Sabes qué, Rasa? A veces puedes llegar a ser tan… jodidamente… árabe…
Me quedé allí sentado, en aquella habitación vacía, los ordenadores zumbando a mi
alrededor. Me hervía la cabeza. ¿Cómo había podido pasar aquello en el DuPont? Esa era
nuestra cafetería preferida. Apenas unas semanas antes, después de que se fuera de mi
habitación, la agonía me carcomía por dentro. Pero incluso entonces había un rayo de
esperanza. Ya no quedaba ni siquiera eso.
Tenía que haber sido yo el que estaba con Sufyan en aquel baño. Cerré los ojos y
empecé a imaginármelo: Sufyan y yo sujetándonos el uno al otro en uno de los cubículos
con el ruido de los secamanos ahogando nuestros gemidos. Intentando luchar contra el
zumbido de los ordenadores, cada vez más irritante, me imaginé a mí mismo llevando la
falda negra de tubo que seguro que llevaba Cecile. Imaginé a Sufyan subiéndome la falda
con violencia de un solo tirón y empotrándome contra la puerta.
La imagen de mí mismo con falda convirtió mi tristeza en rabia. El zumbido de los
ordenadores se había convertido en un rugido. Me dieron ganas de levantarme y tirarlos
al suelo, destrozarlos a patadas hasta que solo quedaran un millón de pedacitos y
empezar a gritar en medio de aquella habitación vacía. No había respuestas para lo que
estaba sintiendo. En ninguno de los libros que había leído había respuestas. Era consciente
de que mis pensamientos se estaban volviendo cada vez más oscuros y que, si no salía
pronto de aquella sala de informática, acabaría terminando de amargarme, como una taza
de café abandonada en el DuPont.
Así que me fui. Salí a la calle a respirar el aire fresco de aquella tarde primaveral.
Anduve por la ciudad con paso ligero. El aire olía a lluvia y el más que conocido
sentimiento de soledad regresó a mí. Lo abracé y me envolví con él. El zumbido de mi
cabeza remitió y el dolor punzante del pecho se disipó, dejando paso a un leve malestar.
Se me acercó un hombre de uniforme.
—¿Algo suelto para nuestros héroes? —me preguntó, sacudiendo un bote de
plástico que sonaba lleno de monedas.
Pasé de largo sin siquiera contestarle. Me encantó hacerlo. En casa nunca hubiera
podido pasar de largo a un hombre uniformado como aquel sin ser arrestado, o aún peor.
Pero allí, que se hubiera atrevido a pararme.
Llegué a mi apartamento y me lancé en plancha sobre la cama. Me tapé la cabeza
con el edredón y me quedé allí tumbado en aquella oscuridad asfixiante. Tenía ganas de
llorar, pero no tenía un motivo razonable para hacerlo. No había perdido nada. Había
vuelto al mismo punto en el que estaba, porque nunca me había movido de allí. Me hice
un ovillo enredándome en mis sentimientos, inhalé el olor a rancio del edredón: apestaba
a horas de sueño y a tabaco. Todo a mi alrededor me olía a soledad y a rechazo; todo me
olía a mantequilla.

Debajo del edredón, vuelvo a tener diez años. Es la víspera del Eid. Mi padre tiene
guardia en el hospital. Mi padre soportó siempre la carga de apoyar a mi madre. Había
pedido la mano de una mujer con tendencia a las crisis emocionales. Mama consumía todo
el amor que él le daba y demandaba más. Pero cuando Baba tenía guardia, Mama estaba
apagada, como un globo desinflado. Esta noche está más agitada de lo normal, lleva toda
la tarde picando cebolla. Es el bol más grande que le he visto hasta ahora. Ha estado
picando cebollas como una loca durante horas, con la cara consumida y enrojecida.
—Mama, ¿estás bien?
—Sí, habibi, estoy bien.
—Por favor, deja ya la cebolla —le suplico—. No puedo comer ni una pizca más de
cebolla.
Levanta la cabeza y justo en ese momento una lágrima se le escurre por la nariz y le
cae en el brazo. Se sorbe los mocos, con los ojos llorosos, y se restriega la nariz con el
antebrazo.
—Tienes razón —me dice. Suelta el cuchillo y le da un trago al vaso que tiene
sobre la encimera—. Después de esta noche, se acabó la cebolla.
Cuando me lleva a la cama, está muy callada, solo resopla por la nariz. El olor
amargo del alcohol me envuelve cuando se tumba a mi lado. Agarra un pañuelo
empapado con la misma mano con la que me acaricia la espalda. Sé que algo va mal por
la forma en la que sus uñas me rascan la espalda. Los largos y relajados círculos que
normalmente dibuja con ellas en mi espalda son más urgentes esta noche.
—Si te escribo alguna carta, ¿me contestarás? —me pregunta.
—¿Por qué? ¿Adónde vas?
—No me encuentro bien, habibi…
—Mama, me estás haciendo daño con las uñas.
—Te quiero mucho. —Se acerca para darme un beso—. Un día entenderás que, a
veces, querer a alguien demasiado puede apartarte de ser quien realmente eres.
Horas después, me despierta un profundo sollozo y el ruido de Teta atravesando el
pasillo a toda prisa. La habitación está totalmente a oscuras. Salgo a trompicones de la
habitación medio dormido y cruzo el pasillo a oscuras hasta el salón. Mi madre está
tirada en el suelo sobre la alfombra persa con diseño simétrico de flores y ramas. Hay una
botella rota y un enorme charco de sangre junto a sus manos. Doris está sentada de
rodillas a su lado. Teta permanece de pie a solo unos pasos. Sujeta en las manos una caja
de bombones, un sobre con el aguinaldo del Eid y una bolsa con canicas de muchos colores.
Me quedo allí parado con mi pijama de Fido Dido. Mama sigue llorando sobre el charco
de sangre. Me mira un segundo y vuelve a esconder la cara contra el pecho. El llanto se
vuelve más intenso.
—Mama está enferma, habibi. Mama está enferma —repite una y otra vez.
Teta se vuelve hacia Doris.
—¿Qué ha pasado? —le grita.
—No lo sé —le dice Doris.
—¿Todos estos años cuchicheando con ella y ahora te haces la tonta? —Teta está
realmente furiosa. Se vuelve hacia mí. Su cara desprende una oscuridad aterradora que
me atraviesa como un buitre intentando devorar mis entrañas. Me restriego los ojos para
bloquear su mirada inflexible.
—¿Tú sabes qué está pasando? —me pregunta en voz baja.
Me encojo de hombros y empiezo a llorar. No sé por qué estoy llorando, pero no
consigo contener las lágrimas.
—Deja de llorar —me grita Teta. Me pongo a llorar todavía más—. ¡Compórtate
como un hombre, por Dios santo!
Intento contener las lágrimas, pero no puedo.
—Vete a tu habitación —me ordena, apuntándome con su uña roja de manicura
perfecta.
Me arrastro obediente hasta mi habitación sin parar de llorar, sintiendo una pena que
parece que me va a durar toda la vida.
Cierro la puerta de mi habitación justo cuando mi madre deja escapar una ola de
sollozos histéricos. Me meto en la cama de un salto. Estoy aterrado, aterrado y furioso.
Aterrado por mi madre y también furioso con ella. Furioso por haberme hecho esto,
furioso porque mi madre ha arruinado el Eid, furioso por toda esa cantidad de cebolla que
me ha hecho comer. La cabeza se me llena de pensamientos delirantes mientras estoy en la
cama, enredado entre mantas, tirándome pedos y sin poder dejar de llorar.
—¡Déjame en paz! —puedo escuchar gritar a mi madre desde el salón—. ¡Vete de
mi casa!
—¿Ves lo que le estás haciendo a tu hijo? —le grita Teta.
Al escuchar eso, me inunda una ola de culpabilidad. Empiezo a llorar con todas mis
fuerzas, quiero asegurarme de que se me escucha en toda la casa. Quiero que mi madre
reciba su castigo por lo que ha hecho, por hacerme sentir así. Oigo a Teta acercándose a
mi habitación, ahogando el silencio a cada paso. Me restriego las lágrimas y los mocos por
la cara para añadir un poco más de drama y aguanto la respiración para que el aire salga
de mi pecho con más fuerza y desesperación. Se abre la puerta de la habitación. La larga
figura de Teta se acerca corriendo hacia mí.
—Habibi —me coge en brazos y me cubre de besos—, no llores. No dejes que te
haga llorar.
Estallo en un llanto exagerado. Las fosas nasales se me inundan con su olor a
perfume de agua de rosas. Soy plenamente consciente de que Teta le ha ganado la batalla
a mi madre. ¡Vaya sorpresa! Nunca hubo la menor duda de que lo conseguiría. Soy el
niño de Teta. Todo lo que mi abuela había intentado enseñarle a mi madre, lo había
asimilado yo en su lugar. Era de mí de quien dependía que funcionásemos como una
buena familia y, aunque no estaba seguro de qué implicaba ser una buena familia, tenía
que confiar en la palabra de Teta. En el pasillo, mi madre inicia otra ronda de sollozos y
escucho a Doris consolándola. Ese sonido me hace llorar todavía más fuerte.
Al día siguiente, mi madre se había ido. De no ser por eso, el día hubiera sido como
otro cualquiera y mi recuerdo de aquel día se habría desvanecido sin dejar huella. Pero
por supuesto, el recuerdo de aquel día sigue siendo tan nítido como el de hoy mismo.
Baba volviendo del trabajo aquella mañana, susurrándole al teléfono durante horas,
marcando un número detrás de otro. El cielo plomizo de febrero amenazando lluvia hasta
que al fin, justo antes de meterme en la cama, el cielo se abrió y derramó sobre la ciudad
una lluvia escandalosa. Pensé dónde podría estar mi madre, si le habría pillado la
tormenta o habría conseguido escapar de ella, si habría logrado llegar a un sitio donde
hiciera mejor tiempo.
Aquella noche, mientras Baba y Teta me metían en la cama, les pregunté adonde
había ido Mama y si iba a volver y si íbamos a intentar encontrarla. En respuesta a mis
preguntas, mi padre dijo algo a lo que he estado dándole vueltas toda mi vida desde
entonces.
—Habibi, está más cerca de Dios el que acepta lo que Dios decida enviarle.
—Y Dios nos envió a tu madre —añadió Teta.
Mi padre no dijo nada más, pero aquellas palabras se me quedaron grabadas mucho
tiempo. Mi padre solo hablaba de cosas importantes. Las cosas sin importancia, las cosas
triviales, las cosas obvias, se las había dejado siempre a mi madre. Ahora que mi madre ya
no estaba, no quedaba nadie con quien hablar de todas esas cosas y asumí que las palabras
de mi padre significaban que la desaparición repentina de mi madre era una obviedad que
no debía discutirse.
Después de aquello, no hubo más preguntas, aunque el deseo de ver a mi madre fuera
creciendo con cada año que pasaba, un deseo que conseguía escapar de cualquier jaula
secreta en la que decidiera encerrarlo. Teta nos había enseñado a Baba y a mí que nuestra
intimidad era una forma de mantener nuestra vergüenza alejada de la mirada de los
demás. Durante la mayor parte del tiempo, parece ser que mi madre estaba decidida a
consumir lo más posible de esa privacidad, a darle el bocado más grande posible a nuestra
vergüenza y asegurarse de que caería sobre ella y sobre nadie más. Quizá era solo una
forma de provocar, o puede que realmente quisiera arrastrar a nuestra familia hacia el
abismo (puede que quisiera enfrentarse a esa vergüenza o hacérnosla tragar). Pero la
vergüenza podía más que ella y, ahora que se había ido, era un alivio saber que esa
vergüenza permanecería a buen recaudo.

La mañana después de enterarme de lo de Cecile y Sufyan, desperté con un sentimiento


renovado de ira. A la mierda Estados Unidos y todo lo que había en él, Sufyan, Cecile e
incluso mi puñetera madre, si es que estaba por allí. Se acabó suponer las buenas
intenciones de toda la gente que me había abandonado; se acabó intentar mitigar mi
soledad en lugares absurdos. Últimamente sentía una rabia inmensa hacia mí mismo. Me
había engañado pensando que estaba intentando encontrarme, cuando lo único que hacía
era dar vueltas en círculo e ir perdiéndome por el camino.
Pero la vida siguió su curso, ajena a mi dolor. La intensidad de mi soledad resultaba
hermosa, y todos aquellos años escondiendo mi agitación interior me fueron útiles.
Sufyan y Cecile estuvieron saliendo toda la primavera. Intenté no hacerles mucho caso,
pero allí estaban, en mis clases, en el DuPont. Los ignoré y empecé a quedar con Leila.
Porque Leila era una chica seria. Era responsable. Era de fiar. Ella nunca haría lo que
había hecho Cecile. Lo que había hecho Estados Unidos. Ella nunca me traicionaría de esa
manera.
—¿Crees que estoy demasiado occidentalizado? —le pregunté a Leila mientras
volvíamos a casa de la biblioteca.
—¿A qué te refieres?
—Hay un chico, Sufyan, que dice que estoy demasiado occidentalizado.
—¿El americano? ¿Consientes que un americano te diga si eres lo suficientemente
árabe?
—Es de origen árabe… —le empiezo a explicar.
—Por favor. Los americanos de origen árabe son incluso peores que los blancos. Te
miran como si te conociesen, como si supieran cómo eres por todos los estereotipos y los
antiguos recuerdos de sus padres. Y cuando no encajas en esa imagen, entonces se
acojonan, porque ellos llevan su cultura árabe como si fuera un escaparate, pero por
dentro son blancos como la nieve.
—Supongo que tienes razón.
—Yo les llamo mouajanat[38].
—¿Qué tienen que ver las empanadas con esto?
—Porque están obsesionados con el relleno —continúa Leila—. Una vez fui a una
cena que había organizado un grupo de árabes americanos. Pidieron un plato con cuatro
mouajanat ¡y los dividieron entre veinte personas! Se pasaron la noche picoteando los
mouajanat como palomas, supersatisfechos de sentirse tan auténticos.

Me compré un palestino blanco y negro y lo llevé con orgullo. Me lo enrollaba al cuello


como si fuera una armadura.
Castigué a Occidente por su historia colonial. Mi cultura era compleja y diferente.
Nuestros inshallahs no eran una falta de compromiso, sino una constatación de que las
normas y reglas solo pueden conducirte hasta cierto punto. Si no podía vivir como un ser
humano en Estados Unidos, si iba a tener siempre un estereotipo colgando de mí, ¿por
qué no correr con él por las calles y utilizarlo a mi favor? Así que empecé a pasear
luciendo mi palestino, desafiando a todo el que me cruzaba a que se atreviera a decirme
algo. En vez de hacerlo, se cambiaban de acera y seguían andando.
Ser gay… aquello no iba conmigo. Mi homosexualidad acabaría aislándome allá
donde fuera. En Estados Unidos apenas estuve en contacto con el mundo gay, pues tan
solo tenía algunas referencias e imágenes y alguna que otra conversación casual con
hombres y mujeres que celebraban su homosexualidad con orgullo. Por lo que pude ver, no
había nada de lo que sentirse orgulloso: tan solo vi dolor, humillación y vergüenza. Si
hubiera decidido unirme a ese grupo, habría tenido que mostrarme orgulloso y esconder
mis sentimientos de rechazo y de soledad. Si tuviera que explicarles a esos hombres y
mujeres que me sentía aterrorizado por mi futuro, me dirían que estaba equivocado o me
tomarían por una víctima del islam y de mi condición árabe. Pero si había algo de lo que
estaba totalmente seguro era de que no había nada de equivocado en mis sentimientos, y
no creo que ni el islam ni mi condición árabe tuvieran nada que ver. Si hubiera decidido
unirme a ese grupo, simplemente habría cambiado la represión del silencio por la
represión del orgullo. Yo no despreciaba mi vergüenza. No tenía motivos para hacerlo. Mi
vergüenza iluminaba el intenso apego que sentía por el mundo, mi deseo de sentirme
conectado con los demás.
Agarré toda mi rabia y la canalicé a través del activismo, de los derechos humanos, la
justicia y las cosas claras y simples. Me sentía apasionadamente enfadado por las guerras
injustas, por las brutales ocupaciones, por los niños masacrados y por la explotación de
personas a cambio del beneficio y la apertura de nuevos mercados. Cuanto más me
enfadaba, menos tiempo tenía para pensar en lo realmente solo que estaba. En aquel
momento nunca lo habría reconocido, pero detrás de todo aquello no había más que un
intento por satisfacer un sentimiento inherente de injusticia hacia mi persona.

Unos meses después de aterrorizar a Cecile en la sala de informática, alguien llamó a mi


puerta. Cuando abrí, allí estaba ella: empapada por la lluvia, sujetando una olla tapada
con papel de aluminio arrugado y lleno de agua. Cecile estaba llorando. Aplastó sus
rizos, que normalmente lucían espectaculares, contra sus mejillas al restregarse la cara
con la mano para secarse el agua de la lluvia y las lágrimas.
—Le había hecho una lasaña vegana. —Levantó la chorreante olla y se echó a
llorar.
—Pasa, anda.
Le traje una manta y nos sentamos en la mesa de la cocina con la olla situada en
una zona neutral entre los dos.
—No he cocinado nada vegano en mi vida —empezó a contarme entre sollozos—.
Pensé que sería un detalle con Sufyan. Puse todo mi empeño, porque no ha estado muy
bien estas últimas semanas y quería animarle un poco.
—Continúa. —Me encendí un cigarro y me quedé allí, mirándola fijamente. Por
primera vez parecía una persona frágil. ¿Tan ensimismada estaba con sus propios asuntos
que no se había dado cuenta de que el mundo a su alrededor se estaba desmoronando?
Pero una parte de mí volvió a sentir ese pellizco en el estómago al escuchar el nombre de
Sufyan, aunque ella siguiera siendo incapaz de pronunciarlo bien.
—No me cogía el teléfono. Hacía como dos semanas que no lo veía. Ha estado
quedando con ese grupo universitario, Asociación Musulmana, que está lleno de hombres
serios. Me dijo que yo nunca lo entendería. Así que, cuando le llamé hoy y volvió a
rechazarme la llamada, me pasé por su casa. Llamé a su puerta y me abrió con esas
pintas, como de no haberse afeitado en semanas. Se quedó mirando la lasaña y me dijo
que no volviera a acercarme a su casa y que habíamos terminado.
—Así que te viniste para acá.
—No sé qué le ha pasado. —Se sonó la nariz y acabó formando una escabechina de
pañuelos de papel encima de la mesa.
Me levanté y me acerqué a Cecile para darle un abrazo y una calada de mi cigarro.
Aplastó su cara contra mi hombro, empapando mi palestino con sus lágrimas
imperialistas. Miré la lasaña fría y me pregunté hasta qué punto sería apropiado pedirle
si podía comerme un trozo.
Después de aquello, acabamos retomando nuestra relación en el punto en el que lo
habíamos dejado. Cecile superó la pena de haber perdido a Sufyan en un suspiro y
encontró nuevas crisis emocionales con las que sentirse ocupada.
En cuanto a Sufyan, se fue apartando poco a poco de los círculos de activistas y
pasando cada vez más tiempo encerrado con hombres de profusas barbas. Él mismo dejó
crecer la suya, que pasó de una simple barba descuidada a una auténtica barba de un
Hermano Musulmán. Al final, ni Cecile ni yo pudimos mantenerlo a nuestro lado. Me
llenó de tristeza que su nueva barba le tapara la pequeña cicatriz que tenía debajo del
labio, donde una vez llevara su aro de plata. Aquel aro de plata fue lo primero que me
llamó la atención de él, y su desaparición parecía confirmar que el recuerdo de todo lo que
había ocurrido en aquella época había quedado cubierto por una espesa capa de pelo.

***
Después de graduarme hice un intento no muy convencido de quedarme en Estados
Unidos. Pero mientras Leila y yo buscábamos trabajo, llegamos a la conclusión de que sin
los contactos adecuados no lo conseguiríamos nunca. Los pañuelos palestinos empezaron
pronto a aparecer por todos los sitios, llevándolos los nuevos hípsters en una variada
gama de colores. Lo que una vez había provocado miedo, acabó saturándose hasta
convertirse en algo totalmente irrelevante. El palestino había perdido su sentido, así que
me lo quité. Había llegado la hora de volver a casa.
Hice una cosa antes de irme de Estados Unidos: le conté mi secreto a Cecile. Durante
mi último verano allí, me alquilé una habitación en su piso. Fumábamos porros por la
mañana y paseábamos en bici por los parques de la ciudad, leíamos a todos los beatniks y
escuchábamos a Bob Marley. Era como si la idea de volver pronto a casa me hubiera
permitido relajarme y dejar que Cecile volviera a mi vida y reunir el coraje para entrar yo
en la suya.
El día antes de mi vuelo fui al parque con Cecile y pasamos el día entero allí, tirados
en el césped, en un claro junto al lago de agua cristalina. Habíamos fumado tanta hierba
que ya ni siquiera estábamos colocados, pero manteníamos ese zumbido que nos envolvía
como si fuera una sábana. La piel nos hormigueaba por el sol mientras mirábamos la
forma de las nubes y el vaivén reposado de los árboles sobre nuestras cabezas. Vimos el sol
ponerse aquella tarde cálida de verano.
No tenía la intención de decirle nada. Nuestras conversaciones aquel día habían sido
relajadas y triviales. Pero sabía que tenía que contárselo a alguien antes de irme de
Estados Unidos, alguien que estuviera lejos de casa, de forma que el secreto saliera a la
luz pero permaneciera a una distancia de seguridad suficiente. Y Cecile me pareció la
persona perfecta a la que decírselo: no escondería sus sentimientos hacia mí ni intentaría
suavizar sus palabras para no herir mis sentimientos. Su juicio caería sobre mí con toda
rapidez y honestidad y, si tenía que confesárselo a alguien, no podía permitirme
cuestionar la sinceridad de su reacción.
Hubo un momento de silencio mientras observábamos la puesta de sol y nuestros pies
descalzos acariciaban las hojas de hierba, las bicicletas tiradas a nuestro lado. Parece que
mi confesión no la sorprendió demasiado. Se quedó callada un rato.
—¿Por qué me lo cuentas ahora? —me preguntó finalmente.
—No sé. Supongo que me lo debía a mí mismo. No podía decir que había estado en
Estados Unidos y me había ido sin decírselo a nadie. Hubiera vuelto a casa y me habría
arrepentido enseguida.
—¿Te matarán si se enteran?
—No lo creo. —Hice una pausa—. ¿Sabes?, aunque lo escuches en la tele, la gente
no va por ahí matándose entre ellos como si nada.
—En cualquier caso —me apretó la pierna—, me alegra que me lo hayas contado.
III
La boda
No me doy cuenta de que me he quedado dormido hasta que me despierta el chirrido de la
puerta de Teta. Arrastrado de golpe hasta el presente, me restriego los ojos y miro
alrededor. Estoy en una habitación completamente a oscuras. Al intentar incorporarme,
me resbalo. Estoy metido en la bañera vacía, desnudo. La taza del váter apesta a colillas.
El móvil me indica que son las seis y pico. Sé que hoy no es un buen día si me he pasado
la mayor parte de él tirado en la bañera. Me vuelvo a tumbar y me quedo mirando la
oscuridad. ¿Cuánto tiempo llevo aquí metido soñando con un tiempo que de pronto me
resulta tan lejano? ¿Por qué estoy tan estancado en el pasado? Supongo que el presente se
me ha ido de las manos hasta tal punto que pensar constantemente en esa época me hace
sentir que tengo el poder de cambiar las cosas, aunque solo sea en mi memoria.
Salgo de la bañera y me quedo de pie desnudo en medio del cuarto de baño. El sonido
de los pasos de Teta pisoteando la alfombra me hace sentir inexplicablemente
decepcionado. Decepcionado incluso de que se haya despertado siquiera, por muy infame
que sea pensar algo así. Desde que volví de Estados Unidos, vivir con ella me ha resultado
una pesadilla. Es una mujer difícil, siempre sentada en su silla, viendo las noticias y
observando mis movimientos, haciendo un millón de preguntas cada vez que salgo de casa.
Una vez intenté mudarme y acabó acusándome de abandonarla. No puedo deshacerme de
ella, a no ser que yo me case o ella se muera, y vive Dios que no me voy a casar en los
próximos meses. Así que supongo que no me queda más remedio que seguir evitándola,
meterme a leer en mi habitación o a soñar en el cuarto de baño.
He estudiado el sonido de los pasos de Teta durante tanto tiempo que, por los que he
podido contar, sé que se ha parado justo delante de mi habitación. Para poner la oreja o
para husmear tal vez. Pobre vieja con sus ideas anticuadas. Esas ideas deberían haber
muerto hace mucho tiempo, pero aquí siguen, flotando en el aire como un pedo. Es ella y
la gente como ella la que me impide estar con Taymour. ¿Acaso sabe esta vieja lo que es el
amor? ¿O es que la edad y su concepción inamovible sobre la vergüenza le han secado el
corazón? Eib, diría ella. Eib. Esa obsesión con lo que la gente pueda decir le ha arrancado
hasta el último pedazo de humanidad.
Sus pasos arrancan de nuevo y se paran justo delante del baño. Aguanto la
respiración. ¿Quién sabe lo que pudo ver anoche? Antes de que empezaran los gritos,
había sido una noche como cualquier otra noche de verano. La suave brisa hizo que
refrescara un poco y que el olor a jazmín se colara por las rendijas de la persiana. En la
cama, Taymour y yo nos habíamos estado entreteniendo el uno con el otro. Él estaba
tumbado boca arriba y yo echado sobre él, jugando con su pelo y besándole el cuello y las
mejillas. He malgastado ese recuerdo. Peor aún, lo he echado a perder. Ahora lo único que
puedo pensar es en lo repugnante que tuvo que resultar vernos juntos. La única imagen
que me viene a la cabeza es la de Teta viendo a su nieto, el hombre de la casa, echado
sobre el pecho de otro hombre. Soy un pervertido, un enfermo nauseabundo. He escogido
el mal camino y he acabado así, seduciendo a otros hombres en casa de Teta.
Apoyo la cabeza contra los azulejos fríos de la pared del baño. Espero, pero no sé a
qué. A que llame a la puerta, a que la abra de una patada o a que empiece a gritar y a
aporrearla como hizo anoche. Me sacará a rastras del cuarto de baño agarrándome de la
oreja, me echará de casa y, si me niego a irme, llamará a la policía o al hijo del vecino
para que lo hagan. Yo qué sé. No estoy muy seguro de nada, solo sé que estoy solo y que
hace un calor insoportable.
Teta no hace nada: se queda parada delante de la puerta. Ella a un lado y yo al otro,
dos almas pesadas separadas por la puerta más cochambrosa del mundo. Me agacho y
quito con cuidado mis calzoncillos del pomo de la puerta. Miro por la cerradura, casi
seguro de que me voy a encontrar con su ojo marrón mirándome desde el otro lado. Pero
solo veo su camisón blanco, nada más. Su cuerpo se mueve y el camisón se mece con la
brisa agradable del atardecer. Suelta un suspiro profundo y se arrastra hasta la cocina.
—Doris —la oigo decir. Luego, en un tono más bajo, pero aún perceptible—:
¿Cuánto tiempo lleva encerrado ahí dentro?
No escucho lo que le contesta Doris, pero me imagino a Teta sentada en la mesa de la
cocina mientras ella la pone al día de mis movimientos. Vi que Doris estaba intentando
ver quién me traía a casa esta mañana cuando llegué del trabajo. A lo mejor están juntas
en esto, Sherlock Holmes y Watson, ocupadas en asegurarse de que mis movimientos no
estaban conectados de ninguna manera con Taymour.
Me aparto de la puerta y me voy hacia el interruptor. Arriba y abajo, arriba y abajo.
Nada. Otro maldito corte de luz.
Mis manos se mueven con torpeza por la habitación intentando encontrar el mechero.
Por fin lo encuentro, lo enciendo y me miro al espejo. Tengo un aspecto horrible, unas
ojeras espantosas, el pelo totalmente enmarañado y la piel gris. No hay forma de salir de
aquí. Perdí mi oportunidad. Siento que Estados Unidos se alejó de mí, como Taymour,
como Teta.
Observo mi cuerpo, mi prisión. Vivo encerrado en esta cárcel de contradicciones que
luchan unas contra otras como gatos callejeros dentro de mi cabeza. No estoy ni aquí ni
allí; ni en Estados Unidos ni aquí. Cada una de esas contradicciones constituye una parte
de mí y, cuando consiguen juntarse, acaban formando un enorme shaath[41].
Ana shaath.
Si se pronuncia bien, tiene hasta su encanto; Shaath, permitiendo que el aire avance
sobre la a larga en el centro de la palabra, como una ola perezosa. Shaath. No es lo ideal,
pero al menos es algo sobre lo que se puede trabajar, aunque sea pronunciándolo a solas.
Shaath: marica, desviado, abyecto. ¿Es solo mi homosexualidad lo que me convierte en
shaath, o hay algo más?
Me aparto del espejo, enciendo una vela sobre el bidé y me meto en la bañera. No
hay agua. Supongo que tendré que aparecer en esa pantomima de boda comido de roña.
Qué más da, Taymour me ha visto en peores condiciones: en pelotas, histérico,
suplicándole a Teta que dejara de gritar… Si todavía está pensando en escaparse
conmigo, seguro que un poco de roña no le hará cambiar de opinión. Me visto y abro la
puerta.
El pasillo está oscuro y tranquilo, pero hay movimiento en la cocina. Camino de
puntillas hasta mi habitación y cierro la puerta con cuidado. La mesita de noche está
llena de tazas de café, su sombra se alarga con la luz mortecina del anochecer. Enciendo
una vela, la dejo en la cómoda y me tumbo en la cama.
Esta cama, esta habitación, es Taymour. Todo en mi vida es Taymour. Cuando volví
de Estados Unidos a casa de Teta, puse una cerradura con llave en la puerta para impedir
que entrara constantemente sin avisar. Tiró toda mi ropa, mis camisetas americanas con
mensajes chorras y mis vaqueros perfectamente rajados (decía que me hacían parecer
pobre) y me llevó a una tienducha horrible de la ciudad vieja y escogió a propósito la
ropa más hortera que pudo encontrar. Volví a estar en contacto con Maj y con Basma. Era
como en los viejos tiempos, solo que ahora nos asfixiaba esa sensación que tiene todo el
que regresa después de un tiempo fuera pero que nadie se atreve a verbalizar; cuando
sientes que te han extirpado de algún sitio mediante un procedimiento quirúrgico y
descubres que la herida ha cicatrizado ya pero tú te has quedado fuera. Y luego llegó mi
primer ramadán tras la vuelta. Me pasé el mes entero viendo el programa de Oprah,
fumando y jugando incontables partidas de bridge con Teta (os juro que no he conocido a
nadie más tramposo en mi vida). Los bares volvieron a abrir después del ramadán y me
pillé tal cogorza en el Guapa que acabé vomitando por la ventanilla del coche de Maj
mientras conducía como un loco por la ciudad con Radiohead a todo volumen. Luego,
visité el museo decadente del centro y escribí una crítica mordaz en mi blog hablando de la
falta de interés del gobierno por la cultura. Luego, conocí por primera vez a un hombre
por internet y nos pasamos la noche dando vueltas en su coche alrededor de su casa hasta
que se fueron sus padres y pudimos colarnos dentro y echar un polvo tan rápido que justo
después de empezar ya habíamos terminado y volví a casa lleno de vergüenza. Luego,
una nueva ola de violencia trajo un hervidero de refugiados a la ciudad. Luego, Maj
intentó besarme una noche estando borracho y al día siguiente quiso convencerme de que
había sido una broma. Luego, me acosté con un hombre de al-Sharqiyeh que llevaba unos
vaqueros superajustados y me contó que soñaba con mudarse a Estados Unidos y tener un
perro, y me hizo sentir tan culpable al pensar en las oportunidades que me había brindado
la vida y los cuatro años que me había pasado en Estados Unidos haciendo ¿qué?, nada:
eso es lo que había estado haciendo. Luego, después de calcular que mi nómina solo me
daba para treinta cervezas en el Guapa, después de mil conversaciones deprimentes con
taxistas y un millón de conversaciones paranoicas por internet con desconocidos (sin
nombre, sin foto de cara, masc4masc), después de pasar por delante de un policía que le
estaba dando una paliza a un chaval y mirar para otro lado, después de que los amigos
empezaran a casarse y a preguntarme cuándo iba a casarme yo, después de que Teta
empezara a preguntarme cuándo iba a casarme, después de que las mujeres empezaran a
preguntarme cuál es mi apellido, cuánto gano, en qué barrio vivo (y por supuesto, si
estoy casado), después de empezar a salir con mujeres porque no me quedaba más remedio;
después de todo eso, conocí a Taymour… y se convirtió en mi mundo.
Yo llevaba un tiempo saliendo con una chica, nada serio. Era una buena amiga suya,
pero en aquel entonces yo no lo sabía. Había decidido que ella sería la última. Habíamos
quedado unas cuantas veces y nos acercábamos a ese punto en el que ya no hay marcha
atrás: o estábamos juntos o no. Lo había estado postergando tanto tiempo que solo
quedaba una ligera idea de lo que podía haber sido el estar casado, tener niños, conseguir
la aprobación de Teta y todas esas cosas.
Estábamos en el Guapa, aburridos, conscientes de que nuestra relación era como un
perro enfermo al que hay que sacrificar. Le pregunté si le apetecía ir al cine y ella me
contestó «no sé» y soltó un suspiro. Por aquel entonces, justo antes de que empezaran las
protestas, todos estábamos tremendamente aburridos. Desanimados y resignados a que
nada cambiaría nunca. Nos pasábamos las horas muertas sentados en el Guapa viendo
como el ánimo se nos iba apagando por momentos. Había bebido suficiente cerveza como
para seguir una conversación, pero no como para fingir interés. Hice un esfuerzo por
mantener el punto, ese leve cosquilleo que conseguía que permaneciese tranquilo. Allí
estábamos todos, el país entero y yo en aquel estado perpetuo de resignación
prerrevolucionaria, como un puñado de adolescentes frustrados sexualmente a los que les
han desconectado POLSKASAT. Y entonces apareció Taymour.
Llevaba unos pantalones cortos de deporte, una gorra de béisbol y una camiseta de la
Universidad de Virginia. Me dio la mano apretando fuerte y se sentó con nosotros. Me
quedé pasmado con sus piernas, tan musculosas y peludas. Me pilló mirándoselas, así que
aparté la vista corriendo. Tenía un aire fresco y estaba sudado. Por su forma de mirar a
todos lados, pude adivinar que compartíamos la misma visión de las cosas. Entonces fui
consciente de que todo lo que me había sucedido en la vida tenía un solo propósito:
conducirme hasta ese preciso momento. Miré a Taymour y sentí que es cierto eso que
dicen del destino, pues, entre una suma infinita de posibilidades y contra todo pronóstico,
nos habíamos encontrado el uno al otro.
Después de que pidiera una cerveza, le pregunté a qué se dedicaba. Me dijo que era
médico.
—Pero no te quedes solo en eso, hombre —le recriminó la chica—. Cuéntale lo que
te gusta hacer de verdad.
Taymour me contó que tocaba el piano, el violín, la guitarra y que también cantaba.
—Un músico doctor —le dije, y sonrió. Me sentí muy orgulloso de mí mismo por
haberle hecho sonreír, porque sonrió dejando claro que no solía hacerlo así como así.
No supe mucho más de él hasta bien entrada la noche. En el Guapa estuvo muy
callado. Asentía con la cabeza en el momento apropiado de la conversación y tosía cuando
le llegaba a la cara el humo del tabaco. Aun así, pude adivinar que era de buena familia y
que había sido educado para saber comportarse en sociedad. En aquel momento pensé que,
si hubiera sido una mujer, me la habría llevado corriendo a casa y la hubiera paseado por
delante de Teta. Se hubiera vuelto loca de contenta de ver que había conseguido encontrar
a una mujer como esa.
Aquella noche me sentía tan feliz que no paré de pedir una copa detrás de otra para
evitar que llegara el momento de separarnos. Cuando se hizo la hora de irnos, tenía un
punto estupendo. Taymour se ofreció a llevarnos a casa en su coche. Después de dejar a la
chica, se volvió y me preguntó si era mi novia. Fue tan lindo… Taymour preguntándome
si aquella chica era mi novia, intentando que sonara casual, pero sin poder esconder del
todo el tono de curiosidad detrás de la pregunta.
—Supongo que sí —le contesté.
—Y aun así aquí estás, conmigo, en mi coche.
Le pregunté si él tenía novia y se empezó a reír entre dientes. Después, nos
quedamos un rato callados, aunque en aquel silencio se estaba fraguando una
conversación mucho más seria. En cualquier caso, mientras llegaba ese momento, tampoco
podíamos permitirnos quedarnos allí hablando de naderías. Así que nos dejamos llevar por
la quietud del entorno y entonces él empezó primero a tararear y luego a cantar en voz
baja, con una voz suave y llena de nostalgia.
Cuando llegamos a mi casa le invité a que subiera. Aceptó. Ninguno de los dos estaba
muy convencido de lo que estábamos haciendo, pero seguimos los pasos el uno del otro,
llevándonos de la mano hacia un mundo secreto. Esperó detrás de mí educadamente
mientras abría la puerta del piso. Una vez en mi cuarto, saqué la botella de whisky que
guardo debajo de la cama, una botella que Teta conoce perfectamente aunque actúa como
si no existiera, como si estuviera de acuerdo en consentirme ese único vicio. Apagué la
luz, encendí unas velas, serví un par de vasos de whisky y puse la radio con muy poco
volumen para no despertar a Doris y a Teta. Taymour me preguntó si vivía con mis
padres y le conté la verdad, al momento, algo que no hago jamás. La historia de mi madre
y de mi padre. No me guardé nada. Nos estábamos mirando a los ojos y mentir hubiera
sido como parpadear y arruinar lo que estábamos creando en ese momento. En la radio, la
voz de Oum Kalthoum atravesó flotando la habitación.

Corazón mío, no preguntes adónde fue aparar nuestro amor…

Taymour cogió el libro que tenía yo en la mesita de noche, Tiempo de migrar al norte.
Leyó el título en voz alta, se llevó el libro a la nariz y empezó a pasar las páginas,
inhalando el aroma rancio del papel. Quise ser las palabras de ese libro, que me
introdujera en sus adentros al olerme. Se volvió hacia mí y, mientras pasaba sus dedos por
la portada del libro, me preguntó:
—¿Alguna vez sientes como que no perteneces a este lugar?
—Siento que no pertenezco a ningún lugar.
Taymour bajó la mirada y sonrió.
—Yo casi no vuelvo después de terminar la carrera. La simple idea de volver y de
tener que encajar en este esquema social era algo que me superaba.
—¿Incluso sabiendo que nosotros no vamos a encajar nunca en ningún sitio?
Se encogió de hombros.
—Al menos aquí conocemos las reglas del juego, sabemos cómo funciona la sociedad.
Podemos seguir las reglas, dejar un pie dentro y otro fuera. Es la única forma de
sobrevivir, porque si te metes de lleno en la sociedad, acabas atrapado por los últimos
coletazos de algo que ni siquiera existe. Pero si te alejas demasiado, te pierdes.
—Mi padre dijo una vez que las mayores filiaciones de un árabe son su familia y su
comunidad.
—Estoy de acuerdo con tu padre —dijo Taymour—. Si no tienes un entorno
social, ¿qué te queda?
Estuvimos charlando un buen rato aquella noche, conteniendo los bostezos y evitando
los momentos de silencio por miedo a que nos obligaran a asumir que había llegado la
hora de despedirse. Aquella noche en mi habitación construimos un mundo nuevo,
nuestra propia sociedad, y lo poblamos con nuestros pensamientos espontáneos y nuestros
miedos. Era nuestra gran obra, sabíamos que teníamos que asegurarnos de que todo fuera
legítimo y real. Fue tan agradable poder vivir y hablar por fin desde el corazón…
El muecín nos recordó con su llamada al rezo que existía un mundo más allá de mi
habitación. Lo hizo con cuidado, como tendiendo un puente entre nuestro mundo y el
suyo. Taymour dijo que tenía que marcharse, pero su «tengo que» me dio pie a pensar
que podía no tirar la toalla todavía.
—En mi cama cabemos los dos —le dije con el tono más natural que pude, acabando
de un plumazo con todas las insinuaciones que habían estado revoloteando a nuestro
alrededor como mosquitos esperando atacar.
Parece que se lo pensó un momento y luego asintió. Le di una camiseta y unos
calzoncillos largos limpios. Miré para otro lado mientras se cambiaba, pero no antes de
observar por un segundo su pecho firme salpicado de pelo castaño. Me quité los vaqueros
y la camiseta, apagué las velas y me metí en la cama. Nos quedamos allí tumbados
mirando al techo, a oscuras, el uno al lado del otro. De repente le sonó el móvil. Era su
madre. Respondió y habló con ella en voz baja. Encendí la luz y empecé yo también a
juguetear con mi móvil. Él escuchaba atento mientras hablaba su madre y sus rasgos se
volvieron serios de nuevo. Por un momento supuse que había ocurrido algún accidente
horrible. Cuando colgó el teléfono me miró con cara de decepción. Le pregunté si iba todo
bien.
—Sí, todo bien, es solo que… tengo que irme a casa. Parece preocupada. —Soltó un
largo suspiro y se volvió a tumbar boca arriba, con el móvil apoyado en la barriga.
No dije nada hasta que la luz del móvil se apagó y volvimos a quedarnos a oscuras.
Me di la vuelta hacia su lado.
—Háblame de tu familia.
Y así lo hizo. Me habló de su madre, de su padre, de la asistenta. Me contó que
vivían todos juntos. Aparentemente, todo era como debía ser. Sus padres asisten a los
eventos sociales, sonrientes y cogidos de la mano. Pero al volver a casa, su madre se va a
su habitación y su padre a la suya. Me contó también cómo su madre descubrió que su
padre estaba teniendo una aventura con la asistenta; cómo ella exigió que le construyera
un apartamento en la planta superior de la casa; cómo se mudó una vez que terminó la
obra y cómo cada noche la asistenta se cuela en la habitación de su padre. Y cómo nadie
sabe nada, ni sus tíos, ni sus tías, ni sus primos, ni sus abuelos. Y cómo su madre lo tiene
a él y solo a él y cómo le aterra la idea de llegar a perderlo.
—Me enfurece mucho formar parte de ese secreto, que una serie de eventualidades
me hayan llevado a una situación en la que nada tiene sentido, pero al mismo tiempo
todo parece estar donde tiene que estar.
Oh, cuánta razón tenía. Fue como si estuviera anticipando nuestra propia historia,
aunque en ese momento ninguno de los dos tenía ni idea de lo que iba a pasar. Luego me
miró y me dijo:
—No me había dado cuenta de lo perdido que estaba hasta que te he visto esta
noche. ¿Tú no has sentido lo mismo, como si llevaras años deambulando perdido y
acabáramos de reencontrarnos el uno al otro?
Tumbados a oscuras, posó su mano sobre mi cadera. Su mano fue como un intruso
proveniente de una dimensión paralela. Estudié la expresión de su cara cuando empezó a
mover su mano con suaves círculos sobre la parte baja de mi espalda. Pude sentir su
cálido aliento en mi mano al acercarla a su cara, al pasar mis dedos por el contorno de sus
mejillas y de su mandíbula. Le marqué la piel con mis huellas para que no hubiera forma
de ocultar las pruebas si nos pillaban. Me paralizaba el miedo a lo que estaba sucediendo,
pero al mismo tiempo sabía que tenía razón: llevábamos perdidos muchos años, pero nos
habíamos encontrado el uno al otro, dos almas que padecen el mismo dolor. Pude sentir
cómo temblaba su cuerpo. Era como si hubiera invertido todas sus fuerzas en llegar hasta
aquí, tumbado a mi lado, con su mano en mi espalda, y de pronto se hubiera derrumbado,
exhausto.
—No pasa nada —le susurré.
Y en ese momento nos entregamos el uno al otro. Nos arrancamos la ropa y las
máscaras y las falsas esperanzas hasta que no quedó nada, tan solo los dos, a pelo, piel
contra piel. Totalmente desnudos e inmensamente completos. Dos almas abandonadas nos
abrazamos intentando volver a ser una sola. Nos sentimos invencibles. Después, nos
quedamos tumbados un rato más, unos quince minutos. Luego se volvió hacia mí con una
mirada traviesa. Me arrastró hacia él, con más fuerza que antes, y esta segunda vez
fuimos más brutos. Nos agarramos y nos empujamos el uno al otro, como si aquella
violencia pudiera ahogar la vergüenza que ambos sentíamos. Nos corrimos una vez más y
volvimos a tumbarnos boca arriba otro rato, jadeando y sudando.
Estaba saliendo el sol cuando se fue. Le abrí la puerta de la entrada y él me agarró la
mano. Estaba superserio. Le di un beso fugaz, pero con ganas, y pude disfrutar por
última vez aquella noche la suavidad de sus labios. Al mirarlo acercarse a su coche, me
sentí ligero como el aire, como si todo el peso que llevaba soportando sobre mis hombros
todos esos años se hubiera desvanecido y me hubiera convertido en alguien normal.
Al volver a mi habitación me encontré sus calzoncillos rojos tirados en el suelo al
lado de mi cama. ¿Se los había olvidado o me los había dejado a propósito? Busqué los
míos, pero no pude encontrarlos. Estoy seguro de que se había dado cuenta al ponerse los
pantalones de que llevaba puestos mis calzoncillos y no los suyos. A lo mejor era un
mensaje, una forma de prometerme que volvería. Me puse sus calzoncillos y sentí cómo el
suave algodón, en el que hacía tan solo unas horas había estado recostada su polla, me
rozaba la mía. De pronto volvimos a ser uno solo.
Pero entonces, la luz del sol se coló por la persiana y empecé a ponerme nervioso. Los
pájaros habían empezado ya a cantar y Doris saldría de su habitación en cualquier
momento y empezaría a preparar el desayuno. Entonces Teta se levantaría y se colaría en
mi habitación. Yalla ya, Rasa, yalla, habibi. Pude sentir el peligro a flor de piel. Me puse
a recoger la habitación, escondiendo los vasos de whisky debajo de la cama. El sentimiento
de vergüenza en mi interior se fue intensificando a la par que la luz del sol se colaba por
la ventana.
Para cuando llegó la hora de desayunar, ya lo echaba enormemente de menos. Me
senté enfrente de Teta mientras soltaba su sarta de quejas. Ni siquiera podría decir de qué
se estaba quejando esta vez: me limité a asentir con la cabeza de vez en cuando y a
picotear de las lonchas de queso halloumi y de los rabanitos que Doris había puesto sobre
la mesa. Aquel día no me preocupé por nada, pues tenía todo lo que había querido
siempre. Había descubierto que podía llegar a ser feliz sin necesidad de perderme en el
proceso; Taymour me había demostrado cómo hacerlo. ¿Era eso lo que sentían todas las
parejas de las bodas a las que había asistido?

La maldita boda. Preferiría pasarme el resto de la noche aquí metido, en calzoncillos,


fumando y soñando que estoy en cualquier otro sitio, en cualquier otro momento de mi
vida en el que todavía quedara algo de esperanza. Pero si no voy a la boda, levantaré
demasiadas sospechas.
Abro el armario y saco mi traje. Solo he tenido dos trajes en mi vida. El primero es el
que me compró Baba hace muchos años. Necesitaba tener un traje para cuando llegara su
funeral y había sido tan previsor como para comprarme uno él mismo. En su momento no
me dijo para qué me lo había comprado, pero una de las primeras cosas que hizo cuando
se enteró de que estaba enfermo fue llevarme a una sastrería del centro. Aparcamos el
coche y entramos en una tienda vacía situada en el ático de un viejo edificio. Mientras el
sastre —un hombre mayor con bigote canoso— me tomaba en silencio las medidas de la
cintura y del tiro de la entrepierna, pude ver en la penumbra de la habitación que mi
padre tenía los ojos rojos y llorosos. Al recordarlo ahora, la verdad es que no estoy seguro
de si estaba llorando realmente o de si es algo que haya acabado añadiendo yo al recuerdo
de aquel momento. Tal vez haya sido mi deseo por conservar la atmósfera que nos rodeaba
entonces, el duelo y la tristeza por todo lo que estábamos a punto de perder, lo que me
haya empujado a interpretar esos sentimientos en forma de tangibles lágrimas ovaladas
brotando de los ojos de mi padre.
Aquel día, mi padre eligió un clásico traje negro. Yo quería uno gris, pero no había
discusión posible con Baba. También escogió una corbata oscura, prácticamente negra, solo
que a la luz del sol parecía percibirse un tono azul profundo. Cuando volvimos a casa, me
anudó la corbata y me dijo, con tono muy serio:
—No deshagas el nudo de la corbata o no sabrás cómo volver a hacérselo.
Solo me puse aquel traje una vez, el día de su entierro. Después de aquella ocasión,
se quedó colgado de una percha de metal en un extremo de mi armario, con la corbata
azul-negra suspendida por delante con el nudo en su sitio. Cuando volví a casa después
de mi primer año de universidad, el traje no estaba.
—¿Dónde lo habéis metido? —le pregunté a Doris mientras rebuscaba entre las
camisas y los pantalones que tenía colgados en el armario.
—Teta tiró —dijo Doris.
Salí corriendo hacia el comedor y le pregunté a Teta qué había hecho con el traje.
—¿Esa ridiculez? Lo tiré, era demasiado pequeño.
—¿Qué quieres decir con que lo tiraste? —le grité. Nunca antes le había levantado
la voz a Teta. Pero la simple idea de perder el traje y esa corbata, que había conservado
intacto su nudo, impregnado con el tacto y el aliento de Baba, era demasiado.
—¿Por qué chillas de esa manera? —me contestó malhumorada.
—Baba me compró ese traje.
—Te lo compró para que lo llevaras en su entierro. Por Dios santo, ¿para qué
guardarlo? Si tanto querías a tu padre, ¿por qué no te aferras a recuerdos más felices?
—No quiero seleccionar y escoger mis recuerdos —le dije—. Somos peores que el
gobierno reescribiendo nuestra historia. Estoy harto de colgar fotos de él sonriendo cuando
sé que se está pudriendo bajo tierra en algún sitio.
Me dio una bofetada, casi como un acto reflejo. Cuando apartó la mano, la tenía
colorada. Se agarró la muñeca, como intentando evitar que la otra mano le tomara el
relevo.
—¡Vergüenza tendría que darte! —me dijo Teta—. ¡Vergüenza, vergüenza tendría
que darte!
Me compré otro traje, años después, cuando ya había vuelto de Estados Unidos y mis
amigos empezaban a caer como moscas en las cloacas del matrimonio.
Es el traje que me estoy poniendo ahora. Meto la foto del hijo de Ahmed —mi carta
para Taymour— en el bolsillo de la camisa. Al mirarme al espejo, no le veo nada
especial a este traje. No lo hizo ningún sastre, ni me tomaron las medidas ni nada por el
estilo; simplemente lo cogí de una percha en la que estaba colgado junto a otros cientos de
trajes idénticos. Solo me lo pongo para las bodas, lo cual hace que le tenga todavía más
asco. Las bodas son posiblemente el evento más cínico de todos, tan condicionado por
cuánto ganas o a qué familia perteneces. Las bodas son el acto de intercambio más injusto,
enmascarado por el lenguaje de la belleza y el amor. Cada boda añade una mancha más de
odio a este traje. Estamos en verano, temporada de bodas, y de entre todas las bodas, la de
esta noche es el culmen de ese afán por aparentar. Teniendo en cuenta la cantidad de
gilipolleces que la boda de esta noche va a escupir sobre este tejido barato, probablemente
tendré que tirar el traje mañana por la mañana.
Vestido para la ocasión, dejo mi habitación y me dirijo a la cocina. El latido del
corazón se me acelera, pero consigo vencer las ganas de volver a encerrarme. Estoy seguro
de que pueden escuchar mis pasos, no hay marcha atrás. Piso fuerte al entrar en el pasillo
para asegurarme de que me escuchan llegar, para asegurarme de que no me voy a rajar en
el último momento y me voy a encerrar en la habitación para el resto de mis días. Llego
hasta la puerta de la cocina. Doris y Teta se vuelven hacia mí, con la cara medio oculta
por las sombras azul oscuro del anochecer. La llama de una vela solitaria chisporrotea en
un rincón al lado del horno.
—Estás despierto —me dice Teta.
Está sentada en la mesa de la cocina, tiene delante una sartén de calabacines vaciados
y un barreño de plástico verde fluorescente lleno de calabacines ya rellenos. Hay una
cebolla sin pelar en mitad de la mesa: una señal de que las cosas podrían ponerse feas. Me
mira. Me siento completamente desnudo bajo su mirada, igual de desnudo que anoche
cuando echó un vistazo a través de la cerradura de mi habitación. Sigue mirándome ahí
sentada, rodeada de calabacines, el barreño verde fluorescente, la maldita cebolla. Quiero
tirar la cebolla por la ventana y decirle que no la utilice como excusa para ponerse a
llorar. Pero en realidad nos está haciendo un favor a los dos, ¿verdad?
—No hay ni luz ni agua —le digo.
Teta suelta un suspiro y sigue rellenando su calabacín mientras Doris permanece de
pie junto a la hornilla sujetando una sartén. Me echo un vaso de agua de la nevera.
Puedo sentir la mirada de Teta clavada en mi espalda. Al volverme, su mirada se posa de
nuevo sobre el calabacín que sujeta con las manos. Rellena ese calabacín con toda la
experiencia que le han dado los años. Primero coloca la mezcla de carne y arroz con un
movimiento rápido del dedo pulgar y luego lo empuja hasta el fondo antes de devolver el
calabacín al barreño de plástico. Sus uñas largas están cubiertas de salsa y de carne reseca.
Reina el silencio. Tanto Doris como yo preferimos esperar a ver hacia dónde quiere
Teta dirigir la conversación y descubrir si decide mencionar algo de lo que pasó anoche o
no. Si ha visto el telediario, habrá escuchado la noticia sobre las detenciones en el cine, lo
cual le puede servir como punto departida para sacar el tema. Me planteo preguntarle si
lo ha visto, pero decido no comentar nada por miedo a iniciar una discusión. Sigo de pie
en mitad de la cocina, paralizado por el miedo a que cualquier cosa que diga pueda estar
indirectamente relacionada con lo que pasó anoche.
—No entiendo a esta chiquilla —dice Teta finalmente señalando a Doris, sin
levantar la mirada del calabacín—. Le he dicho veinte veces que no friegue el suelo todos
los días porque es un gasto de agua innecesario. Ahora nos hemos quedado sin agua y
tenemos que esperar a que venga el tanque el viernes. Friega el suelo como mucho cada
dos días pero al menos una vez a la semana, ¿tan difícil es de entender?
—Teta…
—No hace falta fregar todos los días. ¡No. Hace. Falta! —Teta lanza el calabacín
que está rellenando de vuelta al barreño de plástico como para enfatizar su sentencia.
Doris levanta la cabeza de la sartén un segundo. Luego, con los hombros caídos, la vuelve
a agachar.
—Ma’alesh[32], Teta, déjalo ya.
—Es un desperdicio. No entiendo por qué lo hace. ¿Por qué le cuesta tanto entender
instrucciones tan simples?
—Teta, si friega, le dices que gasta agua; si no friega, que es una vaga y una guarra.
¿No te das cuenta de que contigo no hay forma de hacer las cosas bien?
—No empieces a actuar como un abogado de los derechos humanos. Dios, le
mandamos a estudiar a Estados Unidos y vuelve diciéndonos que somos unos esclavistas.
El auténtico problema es que tú la mimas demasiado, la has convertido en una
daloo’a[12]. Estás todo el día bromeando y riéndote con ella y luego se piensa que no tiene
que trabajar. ¿Le pagamos para que limpie la casa o para que sea tu amiguita?
Miré a Doris. ¿Cómo reaccionaría Teta si le dijera que estoy enamorado de Doris y
que queremos casarnos? ¿Preferiría que estuviera con ella a que esté con Taymour? En
una escala de humillación social, ¿qué le avergonzaría más, que me haya enamorado de
un hombre que pertenece a una de las mejores familias del país o que me hubiera
enamorado de nuestra asistenta?
Tengo que salir de aquí.
—He quedado con Maj —le digo.
—¿Solo con Maj?
—Sí.
—¿Dónde habéis quedado?
—En el Guapa.
—Os pasáis el día en el Guapa. ¿No hay sitios mejores que ese Guapa?
—Me gusta el Guapa —le contesto. Me termino el agua y dejo el vaso vacío en el
fregadero.
—Si te gustara estudiar tanto como te gusta el Guapa… ¿Y vas a ir así vestido? —
me señala con un calabacín—. ¿Te casas en el Guapa esta noche también?
—Tengo una boda después.
—¿Quién se casa?
Dudo por un segundo.
—Una amiga de la universidad.
—¿Y entonces para qué vas al Guapa?
—La boda no es hasta más tarde, Teta. Me voy directamente desde allí.
—Haz lo que te dé la gana. —Lanza otro calabacín relleno en el barreño.
—¿Puedo llevarme el coche?
—Lo necesito.
—¿Para qué necesitas el coche?, ¿es que vas a salir esta noche?
—No, pero no me gusta estar sin coche. Me hace sentir atrapada. ¿No puede
recogerte Maj?
—Da igual, tomaré un taxi.
—No te metas en líos. Hay muchos problemas por ahí fuera. Lo último que
necesitamos es que te pillen metiéndote en líos.
—No voy a meterme en líos —le digo mientras cojo la cartera y las llaves.
—Últimamente vivimos en una república de la vergüenza.
—Khalas[27], deja de preocuparte.
Estoy saliendo de la cocina, pero me paro en la puerta. Si no digo nada ahora,
¿hablaremos de lo que pasó anoche en algún momento? En cualquier otra familia, un
incidente como el de anoche habría acabado en una buena paliza o, como poco, tirado en
la calle sin dinero y con lo puesto. Pero eso no va a pasar. Teta me necesita tanto como yo
a ella. Quizá más. Y si no me tiene delante, no podría volver a controlarme. Se quedaría
sola. Anoche, lo único que supo hacer fue mover los brazos en el aire y ponerse a chillar
sin ton ni son y a lanzar gritos incoherentes. ¿Y ahora qué? Nada. Negación. Miro la
espalda de Teta. Sigue rellenando calabacines, solo que ahora tiene los hombros echados
hacia delante. Sabe que estoy detrás, mirándola. Si lo dejo así, habrá ganado ella. Se habrá
salido con la suya y Taymour acabará en el cubo de la basura, como Mama.
—¿No tienes nada que decirme? —le pregunto.
Endereza la espalda. Suelta el calabacín que está rellenando en el barreño. Puedo
sentir la textura blandengue de ese calabacín cayendo sobre la pila de los calabacines ya
rellenos. Se gira en su silla para mirarme a la cara. Nos miramos el uno al otro. Noto en
sus ojos que es consciente de que la estoy desafiando. Se relame los labios, como un gato
que acaba de atrapar un ratón por la cola.
—¿Cuándo se va a casar Maj? —me pregunta con una vocecita melosa. Buena
jugada. Cuándo se va a casar Maj. Así que ha perdido cualquier esperanza conmigo, ¿es
eso lo que intenta decirme? ¿Que ya no hay nada que hacer conmigo y pasamos al
próximo de la lista?
—¿Así que ahora te preocupas por Maj?
—Se le va a pasar el arroz.
—Oh, no te preocupes por él —le digo—. Ya tiene a su madre para que le moleste
con eso.
—Haram. Es un jovencito estupendo. Sería una pena que no formara su propia
familia.
—¿Qué nos pasa a los árabes? ¿Acaso solo soñamos con casarnos, no tenemos mayor
aspiración que esa?
Teta vuelve a ponerse con los calabacines.
—Vete al Guapa, anda —me dice con tono victorioso.

Me voy al Guapa, me tomo una cerveza casi helada que me cuesta el doble que en
Estados Unidos y me hincho de pipas saladas de melón. Me siento en la barra y observo la
multitud de intelectuales fumando tabaco barato con la mirada clavada en sus móviles.
Apenas son las siete y la boda no empieza hasta las nueve. No me apetece hablar con
nadie, ni tampoco irme a casa.
El Guapa está escondido en un pintoresco callejón del casco antiguo, las calles que
conducen hasta aquí son pequeñas y estrechas y normalmente tienes que dar tres o cuatro
vueltas a la manzana antes de encontrar aparcamiento, pero merece la pena. La entrada
está cubierta por un par de jazmines que cuelgan a ambos lados y atraen a las abejas en
primavera. Los jazmines desprenden un olor maravilloso; en las noches en las que la
humedad es tan aplastante que al entrar en el Guapa sientes como si estuvieras
descendiendo a los infiernos, Maj y yo nos solemos sentar debajo del jazmín, con el sudor
de la piel brillando a la luz de las farolas. Bebemos vino, fumamos y charlamos hasta que
la idea de volver a casa resulta más o menos soportable.
Dentro, el bar es oscuro, mugriento y apesta a cerveza. Las paredes están llenas de
carteles de películas árabes de los años sesenta. El centro del espacio lo ocupa una mesa de
billar a punto de derrumbarse que sirve como punto de encuentro en el que apoyarse con
la bebida para ver y ser visto. No hay aire acondicionado, pero sí unos ventiladores
desvencijados que remueven en bucle el aire cargado. En los rincones suele haber gente
mirando el resplandor de las pantallas de sus portátiles y fumando sin parar. El personal
pone cada noche la misma lista de reproducción del MacBook que hay apoyado en la
barra. El portátil es de Nora y la lista de reproducción es tan propia de ella… oscura,
iracunda, auténtica. Me encanta.
Nora es experta en montar bares para que la gente insatisfecha pueda juntarse. Son
sitios difíciles de encontrar. A veces, cuando los agentes del Mukhabarat[39] se aburren, se
llevan a Nora para interrogarla. Le preguntan que por qué sus clientes no parecen
contentos. De vez en cuando le cierran el local unas semanas o unos meses o hasta que
pierden el interés.
Es sorprendente que el Guapa haya durado abierto tanto tiempo. Cuando Nora se
hizo con el local hace seis años, transformó un antro absolutamente desconocido en un
antro algo conocido. Su ejército de lesbianas, ataviadas con su uniforme de vaqueros y
camiseta negra, siempre está presente. Juegan al billar y mantienen conversaciones
eternas susurrándole a sus novias, que se debaten confusas entre abandonar o no esta vida
secreta por un marido y un estatus social.
A pesar del tufo a sudor y a cerveza rancia, la atmósfera del Guapa es cálida. Pero es
en el sótano donde está la auténtica fiesta y donde Maj brilla de verdad. En cuanto Maj
se calza sus tacones, se transforma en alguien poderoso. Se para en mitad de la sala, con
el rojo intenso de sus labios brillando bajo los focos y la cabeza ligeramente inclinada
hacia el techo, y no necesita esforzarse más para llamar la atención. Se le da tan bien
vestirse que en la vida pensarías que es un chico. Yo solo lo podría reconocer por sus
enormes ojos castaños y esa arruga profunda en el entrecejo. Por alguna extraña razón,
siempre me dio pánico la idea de que, si pasaba demasiado tiempo metido en el Guapa,
me acabaría saliendo también una arruga como esa (de sentirme obligado a pensar
constantemente, de tener que rebelarme constantemente). No quiero estar tan fuera de
todo. Incluso sin una arruga como esa, ya soy lo bastante diferente. No puedo permitirme
ninguna marca más de anormalidad.
En la silla de al lado, alguien ha dejado el New York Times de ayer. Cojo el periódico
y empiezo a pasar las páginas para pasar el tiempo. En la página tres hay un artículo en
el que ha colaborado Laura donde se habla de la creciente preocupación en Estados Unidos
por la inestabilidad en nuestro país. Vuelvo a poner el periódico sobre la silla. Todavía no
sé nada de Taymour, aunque ya ni siquiera sé qué espero que me diga. Miro fijamente la
pantalla del móvil, que reposa engreído sobre la mesa. Ya no es mi móvil, es más el móvil
de Taymour, y ambos conspiran contra mí con su silencio.

Cuando nos encontremos en la boda, ¿vas a hacer como que no ha pasado nunca nada entre
nosotros?

Le mando el mensaje, aunque no espero que me conteste.


He acabado acostumbrándome a tener que esperar con desesperación noticias de
Taymour. El año pasado me dijo una noche que teníamos que estar un tiempo separados.
Su padre le había pillado colándose en casa al amanecer. Le dije que se inventara algo,
pero Taymour era incapaz de desobedecer a su padre. Así que esperé dos semanas,
comprobando constantemente si el embargo había terminado.
Desde aquel momento, me he pasado horas y horas en la misma situación; pensando
si va a contestar o si va a pasar por casa. Luego, el sonido del móvil vibrando segundos
antes de que suene el mensaje. Ese sonido cualquier día me provocará un infarto. A veces
escribe «De camino», pero casi siempre su respuesta es un «Esta noche no puedo». Ese
«Esta noche no puedo» vibrando constantemente en la pantalla de mi móvil. ¿Y por qué
no iba a poder venir esta noche exactamente? ¿Acaso no tiene un par de piernas que lo
saquen de su casa y lo lleven hasta mi habitación si es lo que quiere hacer? No, esta noche
no puede. Así de relajado. Como si diera igual si nos vemos o no. Qué más da. Puede que
nos muramos los dos y no volvamos a vernos nunca más. No pasa nada. No es para
tanto. Esta noche no puede.
Suelto de golpe la jarra de cerveza, que acaba derramándose por la barra de madera.
La cerveza derramada burbujea y sisea sobre la barra como una manifestación
multitudinaria. Observo cómo explotan las pompas de espuma. Cada una es como una
cara enfadada y optimista entre la multitud. Siento que tengo el control, como un Dios
creando una revolución a partir de un mejunje de cerveza. Cuando el líquido se asienta,
cruzo el dedo por la mitad, separando el océano de manifestantes en dos bandos distintos.
Mi dedo es como un tanque: arrastrándolo por la barra para desatar un mar de rebelión,
destruyo uno de los bandos. Trazo batallones en la madera y los imagino atacándose unos
a otros. Formo otro batallón y lo vuelvo a dividir en dos.
Al final de la barra hay un hombre apuesto con bigote intentando llamar mi
atención. Acabo por mirarlo y me sonríe, pero aparto la mirada inmediatamente. No me
apetece follar. Se me ha encogido la polla desde que escuché a Teta anoche al otro lado de
la puerta de mi habitación. Se ha encogido de vergüenza, como un perro al que pillas
mordiendo la alfombra.
Perder a Taymour era solo cuestión de tiempo. Siempre he estado atrapado entre el
deseo de estar con él y la sensación de pánico: pánico de perderlo, pero más aún de no
perderlo, de que acabáramos atrapados en este dilema eterno para el resto de nuestros
días. ¿Cómo iba a explicárselo a la gente? ¿Cómo iba a explicárselo a Teta? Mis
sentimientos iban desde la idea de raptarlo y encerrarlo en mi habitación para siempre,
para que fuera mío y solo mío, hasta la de matarlo para apartarlo de mi vida. Un crimen
pasional, un crimen de honor.
Siempre pensé que con el tiempo acabaría sintiéndome más conforme con mis
emociones. Sin embargo, a medida que íbamos enganchándonos el uno con el otro, me
encontré atrapado en mitad de una batalla con mis propios sentimientos. ¿Qué iba a pasar
si me abandonaba por completo a mis sentimientos hacia él? Cada vez que Taymour se
acercaba demasiado, lo apartaba de mí con algún insulto sarcástico o algún mensaje de
texto inquisidor. La posibilidad de abandono lo invadía todo. Nos asediaba el miedo a
perdernos, así que el rechazo acabó siendo una amenaza constante. Lo nuestro se convirtió
en una competición por ver quién iba a dejar primero al otro. Creo que esa amenaza de
abandono es peor aún que el hecho mismo de que te dejen. No podía soportar esa espera,
así que decidí presentárselo a Leila.
Bueno, no de golpe. Empecé diciéndole que había alguien que quería que conociera,
alguien muy especial. Disfrutaba hablando de Taymour de esa manera, cantando sus
alabanzas y diciendo cosas bonitas de él. Cuando los presenté, ella le hizo ojitos. Más
tarde, le pregunté qué le había parecido.
—No empieces tú también —se echó a reír—. Ya tengo bastante con mi madre.
Pero incluso al decirme aquello, pude notar en sus ojos que estaba interesada y que
estaba imaginándose a las amas de casa de los campamentos, que años antes habían
conseguido atraparla, asintiendo con la cabeza como locas en señal de aprobación.
En aquel entonces, me decía a mí mismo que quería comprobar si ella le amaba por
los mismos motivos que yo. Sería agradable escuchar a alguien manifestar esos motivos en
voz alta, aunque no fuera yo.
Cuando le conté mi plan a Taymour, se burló de mí.
—Eso es totalmente ridículo —me dijo—. ¿Por qué iba a hacer algo así?
—Nos ayudará a estar juntos. Hará que la gente sospeche menos, ¿no?
—Esta noche va a ocurrir algo malo —me suelta una chica que hay sentada a mi lado,
apartándome de pronto de la revolución de cerveza derramada que había trazado en la
barra.
Tiene veintitantos largos, el pelo teñido con henna y los labios tan agrietados que
parecen de arcilla. Está sola.
—En esta ciudad, esa es la sensación que uno tiene cada noche —le contesto.
—Puede ser. Todavía no llevo tanto tiempo por aquí como para saberlo. —Decide
no mirarme a la cara, sino a la mesa de billar. Hay dos hombres jugando con un cigarro
colgando peligrosamente de la comisura de los labios. Les quedan solo unas pocas bolas
para acabar la partida, así que terminarán pronto. El tapete verde está lleno de ceniza y
de parches negros.
—¿De dónde eres?
—Del campamento. —Le da un trago al vaso de whisky que tiene agarrado con
desgana con sus dedos mordisqueados.
—¿Qué te trae por aquí?
Me echa una mirada que deja bien claro que he hecho la pregunta equivocada.
—¿Que qué me trae por aquí? ¿Qué te trae a ti por aquí? ¿Acaso no se me permite
estar aquí?
—Eso no es lo que quería decir. —Por el amor de Dios, ¿cómo puede uno
desaparecer de este país sin tener que suicidarse? Estoy demasiado cansado para discutir,
así que me doy media vuelta y le mando otro mensaje a Taymour.

No te des por vencido. Siempre hemos dicho que encontraríamos la forma de estar juntos…

Quiero luchar por lo nuestro, pero estoy solo en esta lucha. Estoy colgando del cabo de
una cuerda rota, como el cigarro en la boca de los jugadores de billar o el vaso entre los
dedos de la chica irascible. Es como si hubiera asumido que lo nuestro ha fracasado. La
parte de mí que es más cierta y más auténtica se ha desvanecido. Todo se reduce a un
único impulso: ver a Taymour, besarle y huir con él, salir corriendo de este agujero de
mierda.
La chica de al lado abre su Zippo y lo enciende. Se acerca la llama a la cara, casi
rozando sus rizos, y se enciende un cigarro.
—Estoy aquí porque el asedio me pilló fuera —me explica, exhalando una espesa
nube de humo que atraviesa todo el bar—. No pude volver al campamento y se me ha
caducado el permiso, así que estoy atrapada.
—Lo siento —le digo. Empiezo a mirar mi bebida con la esperanza de que no siga
con la conversación.
—Odio esta ciudad —continúa—. Aquí nada funciona y nadie quiere admitirlo. Es
como estar en un set de teatro. Siento como si fuera a darle la vuelta a un libro y
descubrir que no es más que una caja de cartón con un título pintado. Todo el mundo está
sumido en la más absoluta negación… manteniendo las apariencias e intentando ignorar
el hecho de que todo a su alrededor se derrumba. La ciudad entera padece esquizofrenia.
—No creo que en el campamento la vida sea mucho mejor. Vivís atrapados allí como
animales en un zoo esperando una limosna de la ONU.
—En el campamento, la gente al menos tiene alma; por lo menos oponen alguna
resistencia, tienen un propósito.
—¿Apoyas entonces a la oposición? —le pregunto.
Se traga el resto del whisky y se ríe con amargura.
Nos quedamos un rato más aquí sentados, en silencio. Seguimos fumando, rodeados
de cáscaras de pipas de melón. Me vuelvo hacia mi charco revolucionario de cerveza, que
sigue empapando la barra, y trazo unos cuantos campamentos de refugiados con el dedo.
Al mirar cómo la sala se va llenando de gente, de pronto me asaltan unas ganas
terribles de volver a casa. No a casa de Teta, con sus agobiantes silencios y su vergüenza,
sino a otro tiempo, cuando mi madre y mi padre todavía estaban con nosotros, cuando
Mama todavía pintaba y yo me sentaba junto a la puerta a esperar impaciente que
llegara a casa, a ese tiempo de cebolla y de jacuzzis y de minitartaletas de mantequilla de
cacahuete de la marca Reese y de granizados.
—Vaya la que estás liando —me dice alguien por detrás, y acaba con el
levantamiento de cerveza que había creado en la barra de una simple pasada con una
bayeta mugrienta. Solo unas gotas de líquido permanecen allá donde antes se alzó una
revolución.
Me doy la vuelta y me encuentro con Nora.
—Te fuiste pronto anoche —continúa. Coge el taburete de al lado y se enciende un
cigarro.
—Estaba cansado.
—¿Ves a ese chico de ahí? —Nora apunta con el cigarro hacia un chaval que se ríe
borracho con un grupo de extranjeros—. Ese es el hijo del embajador de Canadá. Le dejo
que entre a emborracharse, aunque sé que solo tiene catorce años. Hace unos meses le dije
que, ya que viene por aquí casi todas las noches, lo mínimo que podía hacer es
conseguirme un visado para Canadá. No hace falta que sea uno permanente: uno de
turista para unos meses me basta; tal vez pueda encontrar alguna buena canadiense. —
Nora sonríe y le da un trago a su cerveza—. Claro, claro. Nada de nada todavía. Le doy
una semana más.
—Y pensar que hace solo unos meses creíamos que íbamos a echarnos a las calles y
que el mundo abriría sus puertas de repente y ya no necesitaríamos visados nunca más…
Nora se echa a reír.
—Dice que quiere escribir un artículo sobre mí, una lesbiana que regenta un bar
underground en Oriente Próximo. Le dije que lo secuestraría si se le ocurre hacer algo así.
Lo que me faltaba ya. Imagínate si supiera lo que pasa en el sótano. Tardaría un segundo
en coger el teléfono y llamar a la BBC.
Fuerzo una sonrisa y le doy otro trago a mi cerveza.
—Por cierto, me han vuelto a interrogar hoy —dice Nora.
—¿Otra vez? ¿Qué has hecho ahora?
—He sido una chica buena. —Nora levanta los brazos en el aire—. He borrado
todos los grupos prorrevolucionarios de mi Facebook y le he dicho a todo el mundo que se
acabaron las reuniones de activistas en el bar. Cabeza gacha, ya sabes. Pero se pasaron por
aquí a mediodía. Estaba sola, limpiando. Querían hablar. Me dijeron que era una
conversación rutinaria sobre el bar. Cinco horas después estaba saliendo de la comisaría y
el sol se estaba poniendo ya y pensé: ¿qué diablos ha sido esto?
Miro al camarero y le hago una señal para que nos traiga más cerveza.
Nora sigue contándome.
—Esta vez me han dicho que tienen grabaciones en las que aparezco entrando en un
supermercado lanzando mi pasaporte al suelo y gritando por un gobierno islámico. —Se
ríe y mueve la cabeza—. Deberían hacer una película, estos tipos, con esa imaginación
que tienen.
—¿Te preguntaron por el sótano?
—Preguntaron varias cosas, pero muy vagas, sobre la gente que viene por aquí, esas
cosas. Les dejé que dijeran lo que les diera la gana, ya zalameh. Nos han cerrado,
tendremos que abrir en otro sitio.
Me enciendo un cigarro y suelto un suspiro, dejando escapar una nube de humo por
encima de mi cabeza. La pantalla de mi móvil se ilumina. El resplandor de la luz me
espabila mientras leo el mensaje de Taymour:

Lo siento. Lo de anoche lo cambia todo.


Quizá sería mejor que no vinieras esta noche…

Por favor, no reniegues de mí,

le contesto. Suelto el móvil, pero lo vuelvo a coger enseguida para escribir otro
mensaje:

Si lo haces, nos estás condenando a los dos.

—Tienes muy mala cara —me dice Nora—. ¿Qué te pasa?


Dudo por un momento si contarle lo de anoche, pero decido que mejor no. Nora se
pasa el día escuchando historias como esa; las historias como esa cuelgan de las paredes
del Guapa como cuadros deprimentes de familia.
—No pasa nada, ha sido un día largo, ya está. —A lo mejor algún día acabo
colgando mi historia en las paredes del Guapa, pero por ahora prefiero guardármela para
mí.
La chica de los campamentos se ha marchado y en su lugar hay dos hombres con el
pelo largo discutiendo sobre un nuevo colectivo de DJs que hacen música underground.
—Es como una mezcla de electrónica, música árabe tradicional y sonidos grabados
durante los asedios y las batallas —dice uno mientras el otro asiente con la cabeza.
A través de la sala repleta de humo veo aparecer a Maj. Lleva unos vaqueros negros
y un chaleco superapretado, también negro, sobre una camiseta blanca. Lleva su macuto
negro colgando del hombro. Se aparta el flequillo con la mano y echa un vistazo alrededor.
Le hago señas con los brazos hasta que me ve y se viene hacia mí atravesando la masa de
gente. Incluso a esta distancia puedo verle el ojo hinchado.
—¿Cómo les has explicado lo de los moratones a tus padres? —le pregunto en
cuanto suelta el macuto en el suelo. Unos pocos mechones castaños de su peluca asoman
por una de las esquinas del macuto. Lo esconde debajo de la barra de una patada y se
enciende un cigarro. Tiene mejor aspecto sin las manchas resecas de sangre en la cara,
pero desde cerca le descubro que tiene un corte en el labio y el ojo derecho prácticamente
negro.
—Les he dicho que me he peleado. Me han dado un sermón, pero ya se les ha
pasado. A lo mejor son conscientes de todo, pero aunque lo sepan, no dicen nada. Todos
bailamos la danza familiar de la negación.
Nora se acerca para darle un beso a Maj. Le toca la herida del ojo y puedo leerle el
pensamiento por la cara que pone. Vuelve detrás de la barra y nos prepara una copa.
Le miro la herida.
—Tiene mala pinta. ¿Has ido al médico?
—Tiene peor pinta de lo que es, en serio —dice Maj con naturalidad—. Mi libido
siempre acaba metiéndome en problemas. Tendríamos que haber invertido en aquel
apartamento, Rasa. Ahora tendríamos toda la privacidad del mundo. No nos hubiera
hecho falta ni amueblarlo: con un colchón y un par de sábanas habría bastado. Pero al
final nos hemos gastado ese dinero en este antro.
—¿Cómo puedes habértelo gastado aquí si nunca pagas las copas? —ladra Nora
desde detrás de la barra.
—Da igual —dice Maj.
—Deberías dejar de ir a ese cine, lo digo en serio. No es seguro.
—Tú sabes que no es por eso.
—¿Por qué entonces?
—Por mi trabajo —me dice—. Sabían que estoy recopilando pruebas de los abusos
policiales.
—En cualquier caso, no habrían tenido nada a lo que agarrarse si no te pasaras el
día de cruising.
—Acabarían encontrando cualquier otra excusa a la que agarrarse.
—Pues entonces a lo mejor tendrías que cambiar de trabajo.
—Me estás empezando a recordar a mi madre. Además, sería más peligroso si las
pruebas de los abusos del régimen que he conseguido reunir estuvieran causando un
mínimo de indignación en alguien…
Nora regresa con seis chupitos de whisky en una bandeja.
—A beber, que esta noche nos están observando y nos prefieren borrachos. Es mejor
para la estabilidad del país.
Nos bebemos dos chupitos cada uno. El alcohol me va quemando por dentro conforme
baja. Me arde el estómago. Pongo cara de dolor y me enciendo un cigarro.
—Así que, Maj —dice Nora—, ¿te lo pasaste bien en el cine?
—Me pillaron en uno de los cubículos de los servicios. Estaba con este tío, el que
vive en al-Sharqiyeh. Tiene una polla enorme. Entonces los cabrones entraron. No iban de
uniforme ni nada. Parecían como cualquiera de los que estábamos allí. Empezaron los
gritos, la gente echó a correr. Supongo que atrancaron las salidas, porque nos rodearon
como a un rebaño de ovejas, contra la pared. Nos cachearon. Dijeron que estaban
buscando «parafernalia satánica».
Nunca antes había visto a Maj hablar con esa seguridad y ese ímpetu. Su voz es
como una metralleta, ratatat tat taratatat. La detención, la humillación y la exploración
anal para «comprobar su sexualidad» parecen haberle provocado un chute de confianza.
Luce su experiencia de haber tenido un huevo metido por el culo como un distintivo de
honor. ¿Acaso no le preocupa lo que le podría haber pasado? Si a él no le preocupa, desde
luego a mí sí.
—Voy a tener que encontrar la forma de incorporar mi ojo negro a la actuación de
esta noche —dice, soltando una risa nerviosa.
—Espero que sigamos abiertos para cuando empiece tu actuación —suelta Nora.
—Nos atacan por todos lados por ser gais —digo yo.
—No nos atacan por ser gais —me replica Maj. La arruga de su entrecejo, que
ahora me resulta más profunda que nunca, se retuerce mientras escupe sus palabras—.
Este régimen devora a los exaltados y a los débiles, a los oprimidos y a los pisoteados, a
los pobres, a las mujeres, a los refugiados y a los inmigrantes ilegales. A mí me han
soltado hoy en cuestión de horas. ¿Y por qué? Pues porque hablo perfectamente inglés y
vivo en la zona oeste. Políticamente, les saldría demasiado caro matarme.
—Totalmente —dice Nora, levantando su vaso—. ¡Por la resistencia!
—Por la resistencia que ahora está controlada por religiosos locos que odian a los
gais —suelto yo—. ¿Cómo podéis brindar por eso?
Nora levanta su dedo corazón en el aire.
—Que alguien sea religioso no implica de forma automática que esté en contra de
los gais. Muchos de ellos simplemente están en contra del rígido esquema sexual
impuesto por Occidente. Los que se oponen a la homosexualidad sin más están
malinterpretando el Corán.
—Eso no es verdad —le discuto—. ¿Recuerdas la historia del profeta Lot? El islam
condena explícitamente la homosexualidad y cualquier clérigo progresista que sugiera lo
contrario es un flipado.
Maj se echa a reír.
—El simple hecho de haberse ordenado clérigos ya los convierte en unos flipados.
Además, tengas o no en cuenta el islam, en las sociedades árabes existe una larga
tradición de aceptación de la homosexualidad que se remonta al periodo preislámico.
Fueron esos Victorianos mojigatos los que nos jodieron la fiesta.
—Y te equivocas, Rasa —añade Nora—. Cuando Dios destruyó Sodoma y
Gomorra, no fue por la homosexualidad, tuvo más que ver con los actos lujuriosos en
general y con la criminalidad y el libertinaje generalizado…
—Eso suena bastante al Guapa —subraya Maj.
—Pues sí, aquello debió de parecerse mucho al Guapa, así que no os equivoquéis: si
existe un infierno, tened por seguro que arderemos en él.
—Mi idea del infierno se parece bastante a esta conversación —añado yo.
—En fin —concluye Nora—, levantaré mi copa por todo aquel que se oponga al
régimen.
Asiento con la cabeza y le doy el primer trago a una nueva jarra de cerveza que
acaba de aparecer delante de mí como por arte de magia. No estoy seguro de si esta es la
tercera o la cuarta, pero empiezo a soltarme. Me encantaría poder culpar al régimen de
los problemas con Taymour, así también yo tendría motivos para enfadarme. Podría alzar
mi cigarro en alto y clamar por la caída del régimen y el fin del imperialismo. Pero, en
serio, ¿qué puedo hacer yo?, ¿clamar por la caída de Teta?
—Ojalá todo el mundo se sumara al proceso de reforma —continúo—. Todas las
partes deberían negociar, pero con una intención real.
—El proceso de reforma —dice Nora con tono de burla—. Por favor, si está
manejado por Occidente y no tienen ningún interés en que tomemos nuestras propias
decisiones. Nos han dado un boli para que firmemos nuestra sentencia de muerte y
estamos discutiendo por el color de la tinta.
—Es más —añade Maj, que ha empezado a hablar con más urgencia, como si le
costara trabajo seguir la conversación—, ¿deberían negociar con el régimen criminal que
ha hecho de nuestras vidas un infierno durante las últimas décadas? Sangre en las manos,
sangre en las manos, hasta el último, al infierno todos.
—¿Y quién no tiene sangre en sus manos? —les digo—. Hoy en día, si no tienes
sangre en las manos es porque no tienes ni el más mínimo poder. Dejemos que todos los
que tienen las manos manchadas de sangre se sienten a la mesa. Me la suda. No quiero
acostarme con ellos, solo quiero que paren esta locura.
—La resistencia acabará imponiéndose —pronostica Nora—, y yo me quedaré a su
lado hasta que se haya largado la última rata del régimen.
Ninguno de los dos se da cuenta de que ahora mismo estoy sujetándome la cabeza
con las manos. Supongo que los rebeldes tienen cosas más importantes por las que
preocuparse. Siento que esta conversación es inútil y no quiero añadir nada más, así que
me levanto y me voy al baño. Bajo las escaleras cochambrosas hasta que la música no es
más que una serie de golpes que vibran. Me coloco delante del urinario y me quedo
mirando los azulejos desportillados. Me vibra el móvil en el bolsillo. Lo cojo con una
mano mientras sigo meando.

Sé que no es fácil…

reza el mensaje de Taymour.


Vuelvo a la barra. Maj está solo. Me mira mientras me siento a su lado.
—Acabo de leer el mensaje que me enviaste esta mañana. ¿En serio os pilló tu
abuela?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando nos vimos antes?
—Pues porque ya tenías bastante con lo que tenías.
—Lo siento —me dice—. Y tuvo que ser anoche precisamente. ¿Has hablado ya con
Taymour?
—Nos hemos intercambiado unos cuantos mensajes. —No le cuento a Maj que he
ido a verle al restaurante—. ¿Y si actúa como si no hubiera pasado nada entre nosotros,
como si los últimos tres años hubieran sido producto de mi imaginación delirante? A lo
mejor estaba todo en mi cabeza.
—Sabes que eso no es verdad. —Maj me pone la mano en el hombro.
—¿Lo sé? —Se me escapa un leve gemido, y un peso enorme se hunde hasta la boca
de mi estómago. Estoy a punto de echarme a llorar—. Ni siquiera tú puedes asegurarlo.
Tú también podrías pensar que me he inventado toda esta aventura y que te he
arrastrado a mi mundo de fantasías. Ahora mismo, Taymour y yo no somos más que un
secreto, y cuando se acabe no quedará nada. Tan solo el aire, como si nada hubiera pasado.
Lo único que me quedan son mis recuerdos, y ni siquiera puedo fiarme de ellos.
—No necesitas que él corrobore nada.
—No, pero necesito que me hable, aunque solo sea para confirmarme que lo de
anoche no fue solamente una pesadilla.
—No vayas a la boda.
—Tengo que ir, sería eib si no voy.
—Ay, la tiranía del eib —suspira Maj.
Me restriego la frente con las manos y me vuelvo hacia la jarra de cerveza. Hay algo
de ceniza flotando en la superficie como peces muertos. De fondo, Sheryl Crow canta que
cada día es un camino tortuoso y que al final todos acabamos sintiéndonos un poco mejor.
—¿Sabes? —me vuelvo hacia Maj—, hay una palabra en japonés, tatemae, que
define lo que una persona pretende creer, o la actitud y la opinión que una persona debe
mostrar para satisfacer las demandas de la sociedad. Pero al menos en japonés el término
implica el concepto de pretensión. Nosotros solo tenemos el eib. El concepto ni siquiera
reconoce que hacemos todo de cara a la galería.
—Pero aun así, dejas que te domine; aun así, lloras por el mayor cobarde que hay en
la ciudad… apoya al régimen, ¿y por qué?, ¡por miedo! Esa es la peor defensa del régimen
que puede existir.
—Tú no entiendes su situación.
—Entonces eres tú el cobarde —me suelta Maj—. Porque tienes demasiado miedo
como para dejarle marchar. ¿Sabes?, la gente dice que lo contrario al miedo es el deseo, que
supuestamente huimos de aquello que nos produce miedo y corremos hacia lo que nos
provoca deseo. Pero el miedo y el deseo son algo mucho más complicado que todo eso.
Hay miedo en el corazón de todo deseo y deseo en el corazón de cualquier miedo. Así que,
me pregunto, si deseas a Taymour… ¿de qué tienes miedo exactamente?
—Maj, ya sabes que yo no soy como tú. No puedo dejar de sentir vergüenza de
repente. No puedo ir por ahí comportándome como un bicho raro.
—¿Qué diablos insinúas? —me suelta Maj, apartando el taburete de la barra.
—No es eso, es solo que no puedo dejarle ir. Porque Teta, Taymour… son lo único
que tengo.
—¿Y qué piensas que tengo yo? —La arruga en la frente de Maj se retuerce con
violencia—. Siempre estás con el rollo de que estás solo. Todos estamos solos y todo el
mundo en este país está desplegando su actuación digna de un Óscar por intentar encajar.
¿O acaso piensas que una mujer con su bolso de Armani, o un hombre que se golpea la
frente llena de moratones contra el suelo cinco veces al día, o un poli que va por ahí con
su porra sacando pecho como si fuera un gorila, están actuando menos que yo cuando me
pongo la peluca y salgo a bailar? Todos estamos actuando. —Apunta su dedo contra mí
—. Tu problema, Rasa, es que pretendes integrarte. Pero mira a tu alrededor: no hay
nada real con lo que puedas integrarte.
Antes de que pueda decir nada, Maj se levanta y se mete el paquete de tabaco en el
bolsillo de atrás. Recoge su macuto y sale corriendo hacia el sótano a prepararse.

Basma me recoge en el Guapa justo después de que Maj desaparezca escaleras abajo. Se
ha alisado sus apretados rizos; así que el pelo le cae por ambos lados de la cara en una
sucesión de ondas perfectamente coordinadas. Conduce a toda prisa hasta el hotel donde se
celebra la boda, mientras la música tecno hace vibrar los altavoces de la radio. Basma
conduce con una sola mano al mismo tiempo que se lía un porro con la otra. Me pongo
cómodo en el asiento del copiloto.
Cada minuto que pasa estoy un minuto más cerca de verle. Me da miedo que, llegado
el momento, se me salga el corazón del pecho y acabe tirado a sus pies. Siempre fui
consciente de los peligros de tener una aventura en secreto. Un amor como ese no es
tangible. Es como el suave aroma de la rosa más perfumada; sabes que esa rosa dejará de
oler en cualquier momento y su suave aroma se disipará sin dejar rastro. Si lo nuestro ha
terminado, nadie sabrá jamás que Taymour y yo estuvimos enamorados. ¿Con qué fuerzas
voy a poder levantarme mañana y ponerme una máscara que oculte ese enorme vacío?
Qué diablos mañana, ¿cómo voy a ser capaz de hacerlo esta misma noche? ¿Cómo voy a
poder hablar con nadie de nada sin acabar hablando de cómo se ha derrumbado todo? No
me quedan fuerzas para ponerme mi máscara. No puedo soportar la idea de tener que
dejar que mis emociones se pudran dentro de mí, y todo por culpa de un espejismo. Eso
me acarrearía demasiada tristeza, demasiada soledad.
—Estoy viendo un puesto de control —me advierte Basma—. Corre, agáchate que
no te vean.
Me agacho y me escondo encogido entre el asiento y el salpicadero. Se me clavan por
todos lados estuches de maquillaje y frascos de perfume. Basma reduce la velocidad un
segundo y luego vuelve a acelerar.
—Ventajas de ser mujer, no tenemos que parar en los puestos de control. —Basma
empieza a descojonarse—. Ya puedes levantarte.
—Odio la sociedad —digo al levantarme.
—La sociedad también te odia a ti. Toma, anda. —Basma me pasa el porro—. Te
va a hacer falta, no va a haber alcohol en la boda.
—Pero si no son religiosos. —Por mi parte, ya he conseguido alcanzar un nivel de
embriaguez bastante inaceptable, pero no me importaría tomarme unas cuantas copas
más.
—No quieren ofender a ningún invitado.
—Bueno, a mí me ofende que no haya alcohol. ¿Acaso no les importa ofenderme a
mí?
—No. En cualquier caso, el dueño del bar de al lado es amigo de mi tío. Ya he
acordado un trato con él, así que nos va a pasar algunas copas de extranjis.
Enciendo el porro y le doy una calada. De modo que esto es todo: después de esta
noche solo me tendré a mí mismo. Pero ni siquiera me tendré a mí mismo por completo;
mi yo público estará por ahí riendo y quedando con gente, participando de este teatro,
mientras mi corazón guardará el luto a solas.
El hachís empieza a hacerme efecto y todo a mi alrededor se cubre de un hormigueo
entumecido. Si mantengo esta sensación, a lo mejor hasta consigo aguantar. Le doy otra
calada.
—No puedo creer que vayan a casarse —grito por encima del ruido de la radio—.
Esta boda es pura fachada. Conocí a Leila en la universidad. Por aquel entonces le
preocupaba muchísimo la política, y ahora…
—Y ahora va a emparentar con una de las familias más ricas del país. Así que le
sigue interesando muchísimo la política. —Basma me quita el porro y lo sujeta entre los
dedos como si fuera un cigarro. Lleva las uñas pintadas de un bermellón intenso.
—Puro teatro —me digo a mí mismo entre dientes. El coche se está llenando de
humo y la música me está provocando dolor de cabeza. Alargo la mano para bajar el
volumen, pero Basma me da un manotazo.
—¿Has visto a Maj? —me pregunta.
—Sí. ¿Te has enterado?
—¿Enterarme de qué? ¿Tú te crees que yo tengo tiempo de enterarme de nada,
habibi? Me paso el día trabajando como una burra hasta que llego a casa, me tomo una
maldita pastilla para dormir y me meto en la cama.
Paramos en un semáforo. Un coche se para justo al lado. El conductor, un hombre de
mediana edad con una barba estilo salafista, le hace señas a Basma para que baje la
ventanilla. Duda un momento, pero acaba bajándola. Una nube de humo sale expedida
por la estrecha abertura.
—¿Qué quieres?
—Es la hora del último rezo —le dice el hombre—. Muestra un poco de respeto y
quita la música. Haram.
—Eib por interferir en los asuntos de una mujer —le suelta ella, lanzando la carta
del eib para ganar la partida—. Métete en tus propios asuntos. —Vuelve a subir la
ventanilla y me pasa el porro.
—Eib, eib, eib. ¿Hay algo que no sea eib? —digo entre dientes.
El semáforo se pone en verde y seguimos la marcha. Torcemos a la derecha y cogemos
la carretera que lleva hasta el hotel donde se celebra el banquete. El hotel se construyó
hace cinco años con dinero del Golfo. Parece un parque temático de Las mil y una noches,
con colores arena y cupulitas por todos lados. Unos focos amarillos superintensos
iluminan los muros y las columnas del hotel. Entre el amarillo del foco y el color arena
de los muros, parece que el hotel entero está bañado en oro. Casi todas las noches
proyectan rayos láser de color azul desde los minaretes del hotel, como si fuera un campo
de fuerza que protege al hotel del resto de la ciudad. Es como una especie de Aladino-se-
va-a-Las-Vegas-láser-show. Se ve brillar desde cualquier sitio, cual nave espacial que ha
aterrizado en mitad de la ciudad y ha decidido quedarse. Es uno de los pocos edificios que
sigue encendido durante los cortes de luz, aparte del centro de interrogatorios, por
supuesto.
Basma entra en el parking. Es un espacio rodeado de palmeras enormes y decorado
con lucecitas de colores. El hotel cuenta con tres niveles de seguridad. El primero consiste
en una fila de pinchos metálicos que impiden que los coches puedan cruzar. Basma detiene
el coche justo delante de los pinchos. Un guardia armado nos rodea e inspecciona los bajos
con un espejo sujeto a una barra de metal, mientras su compañero hace lo mismo pero
apuntando al coche con una especie de antena. La escena me recuerda a una señal que vi
una vez en Estados Unidos mientras pasaba por el control de seguridad del aeropuerto.
Después de cruzar por el arco de seguridad me apartaron a un lado y un guardia empezó
a cachearme. Mientras sus manos cubiertas por guantes de látex acariciaban mi cuerpo de
arriba abajo, me fijé en un cartel que había pegado en una mesa justo detrás de él, en el
cual, con letras Times New Román bien grandes, ponía: «¡RECUERDA! ¡TÚ ERES LA
PRIMERA LINEA DE DEFENSA!». En aquel momento no pude sino sentir que era yo
de quien todo el mundo estaba intentando defenderse. Me pregunto si estos dos piensan
en sí mismos alguna vez como la primera línea de defensa.
Pasamos el control y Basma le entrega las llaves al aparcacoches. Entramos en el hall
y nos acercamos a los arcos de seguridad. Con cada nivel de seguridad siento que voy
adentrándome más en un escudo de privilegio. Cuando llego al detector de metales coloco
mi móvil, mi correa, mi mechero y mi paquete de tabaco en la bandeja de plástico. Me
imagino a mí mismo arrancándome las ideas políticas y dejándolas también en la bandeja
con cuidado. Me imagino también arrancándome el resentimiento subyacente por tener
que pasar por este tipo de controles de seguridad y dejándolo en la bandeja. Me arranco la
rabia que siento por que se celebre esta boda, la tristeza por saber que yo nunca tendré
una boda como esta y el sentimiento hipócrita que me inunda por acudir a una boda en
vez de estar ahí fuera protestando u organizando o publicando un manifiesto. Coloco uno
a uno todos estos sentimientos en la bandeja y cruzo el arco de seguridad.
Entro en la despampanante recepción. Hay un hombre vestido con un traje impecable
tocando un piano de cola en el centro de la sala. Me miro a mí mismo de arriba abajo y
me doy cuenta de que tengo el traje lleno de polvo de haberme agachado para esconderme
en el coche de Basma.
—Es todo dorado —suelto sin un interlocutor que me escuche.
—¿Dónde es la boda? —le ladra Basma al portero.
El caballero nos acompaña por una alfombra roja que hay junto a unas puertas
enormes. Voy mirando el suelo mientras andamos. Han tirado pétalos de rosa blancos y
rojos, algunos tienen marcas de zapatos. El portero nos abre las pesadas puertas que dan
acceso al salón de bodas.

El salón de bodas es un espectáculo atroz. El olor a perfume es asfixiante. Hombres


vestidos con trajes italianos y mujeres con peinados de peluquería de las caras se lanzan
besos al aire unos a otros y charlan sobre lo felices que son. Hay gente haciendo cola para
saludar a los padres de Leila, como si estuvieran esperando a ser ejecutados frente a un
pelotón de fusilamiento. En un rincón, un grupo de músicos se está organizando, y el
cotorreo generalizado ahoga la música clásica que suena de fondo. En el centro de la sala
hay una fuente coronada por una escultura en forma de corazón con las iniciales L y T.
Hay una cámara sujeta a una polea sobrevolando el inmenso salón para captar una
panorámica. Estoy a punto de soltar algo cuando estalla un foco justo a mi lado y doy
un salto hacia atrás. Me pitan los oídos y solo puedo ver estrellitas.
—Así que esto es con lo que tenemos que lidiar —dice Basma dándose golpecitos en
los labios con su uña pintada de bermellón intenso.
Tenemos un grupo de mujeres justo detrás charlando efusivamente. Todas llevan
zapatos con la punta descubierta y sus uñas están pintadas con absoluta pulcritud en
una gama interminable de tonos rosa. Me quedo mirando esos dedos acariciados por el sol,
admirando su impecable pedicura, hasta que Basma me pellizca el brazo y me señala un
grupo de hombres.
—Ahí tienes al novio. Vamos a saludarlo.
—Parece ocupado —le digo, sintiéndome tremendamente nervioso de repente—.
Mejor nos acercamos luego.
—Rasa, no puedes llegar y no saludar al novio, \eib\ —Me coge de la mano y me
arrastra hacia la multitud. El grupo de hombres, apiñados los unos contra los otros,
estalla en risas al acercarnos, como si uno de ellos acabara de contar un chiste verde. Me
pregunto cómo será poder socializar con esa seguridad y esa relajación. Cuando llegamos
a su altura, los hombres empiezan a apartarse y me encuentro cara a cara con Taymour.
—Enhorabuena —le canturrea Basma al abrazarle por el cuello. Lleva puesto un
traje que tiene pinta de ser muy caro. Le brillan las mejillas bajo la luz de los focos.
Siempre lo he preferido más desaliñado, pero supongo que no se ha arreglado para mí esta
noche. Me mira por encima del hombro de Basma con una sonrisa hueca soldada en la
cara. Cuando Basma le suelta, me da la mano con firmeza. Busco algún tipo de señal en
la palma de su mano, pero no encuentro nada, solo un apretón de manos firme y rápido,
y mi mano vuelve a ser libre.
—¿Dónde está Leda? —le pregunta Basma.
—Está arriba terminando de arreglarse —contesta Taymour—. Está teniendo
problemas con el peinado. —Ay, Leila… incluso después de abrazar la ideología de la
mafia casamentera sigue necesitando encontrar algo problemático, aunque solo sea su
peinado.
—Debería subir a echarle una mano —dice Basma—. Rasa, ¿por qué no vas
buscando mesa?
Cuando Basma desaparece y nos quedamos solos Taymour y yo, se le borra la sonrisa
de la cara.
—Perdona por lo de hoy.
—No te preocupes. Enhorabuena —le digo.
—Soy un tipo con suerte.
—Por favor, venga ya.
—Estás muy guapo, Rasa.
—Gracias, Taymour. Era esto o el vestido de novia, así que…
Taymour me agarra del brazo y me aparta a un lado.
—Si no vas a comportarte, no deberías haber venido —me gruñe a la cara.
—Quería verte. Necesito hablar contigo.
—No hay nada de qué hablar —susurra mientras alterna nerviosamente la mirada
entre mi cara y un grupo de mujeres que se acerca hacia nosotros.
—Está bien, me voy entonces. —Echo a andar, pero me agarra del brazo otra vez y
me arrastra hacia él.
—No puedes irte ahora, la gente va a hablar.
—Déjalos que hablen.
—Por favor. Lefia quiere que te quedes. Yo quiero que te quedes.
—Está bien. Escucha, tengo algo que quiero darte. —Me meto la mano en el
bolsillo para coger la foto de Abdallah en la que he escrito mi carta.
—¿De qué se trata? —quiere saber. Las mujeres están a solo unos metros de
nosotros y Taymour les lanza la misma sonrisa hueca de antes.
—Ahora no. Cuando tengas un minuto ven a verme y hablamos.
Antes de que pueda contestarme, las mujeres han formado un círculo a su alrededor y
yo me quedo fuera. Intento no parecer fuera de lugar, miro al techo y a las colosales
lámparas de araña de cristal. Esta sociedad parece que no está hecha a mi medida, con sus
mujeres perfectamente maquilladas y esos hombres de los que chocan los cinco. Me siento
acartonado, con miedo a hablar por si me sale un esqueleto de la boca, temeroso de que al
moverme por la sala el hedor nauseabundo de mi secreto acabe inundándolo todo cual
cadáver en descomposición.
La banda de música está lista. Me acerco a ellos mientras empiezan a tocar una
versión jazz de la marcha nupcial. La madre de Taymour está saludando a unos invitados
detrás de la banda. Dudo por un momento si acercarme a ella para darle la enhorabuena.
¿Me reconocerá después de haberme visto esta tarde en el restaurante? A lo mejor podría
dejar caer en la conversación algún detalle sobre quién soy exactamente y sobre dónde
estaba su hijo anoche. Si Taymour perdiera a su familia estaríamos en la misma posición:
solo me tendría a mí y no le quedaría más remedio que estar conmigo. Seríamos nosotros
dos frente al mundo.
En vez de hacer eso, me dirijo hacia las elegantes mesas de cristal dispuestas
alrededor de la fuente. Recuerdo que, hace unos años, Taymour y yo estábamos bailando
un tango una noche en mi habitación. Estábamos solos, aburridos y sin nada mejor que
hacer. Mientras bailábamos, cogidos de la mano, un paso adelante y otro atrás, dando
vueltas alrededor de la habitación, le pregunté si alguna vez se había planteado tener
hijos.
—Si me caso con una mujer, cosa que no sucederá si puedo evitarlo, pero si eso
pasara, entonces sí, tendría hijos.
Me rodea con su brazo por la espalda y me dejo caer hacia atrás.
—¿Y si estuvieras con un hombre, te plantearías adoptar? —le digo mientras me
mira desde arriba.
—Rotundamente no. —Me levanta con un movimiento limpio—. Eso es algo
contra natura.
—¿Acaso no es natural que dos hombres que se aman adopten un hijo? ¿Por qué?
—No lo sé, simplemente no lo es —sentenció—. Va en contra de la sociedad. —
Nos hacemos un lío con las piernas—. Es uno-dos-tres-giro, ¿no?
Asiento con la cabeza.
—¿Y qué es la sociedad?, quiero decir, ¿qué significan las normas sociales?
—Simplemente va en contra de la sociedad —repitió, y me dio un beso.
Al día siguiente le dije a Maj que consideraba que no debería consentirse que dos
hombres adoptaran. Valoré esa idea y me escuché a mí mismo diciéndola en voz alta solo
para ver qué tal sonaba. Para mi sorpresa, Maj manifestó estar de acuerdo conmigo y
argumentó que la adopción era un acto heteronormativo que conducía a la castración de
la identidad queer.
Miro alrededor del salón de bodas. «Esto es la sociedad», me digo a mí mismo. Me
vibra el móvil en el bolsillo. Lo saco y leo el mensaje de Maj.

Siento lo de antes. Quedamos luego y hablamos, ¿ok?

—¿Qué te gustaría decirles a Lefia y Taymour? —dice una voz detrás de mí.
Vuelvo a meterme el móvil en el bolsillo y me doy la vuelta para encontrarme con una
mujer hiperentusiasmada con un vestido de noche rojo entrevistando a otras dos mujeres
a las que están grabando con una cámara. Sujeta en la mano un micrófono de peluche
blanco que parece un gato persa.
—¡Oh my God, mabrook, chicos! —grita la chica del vestido azul royal. El moldeado
de su pelo roza la perfección.
—Mabrooook —ronronea la chica que hay detrás de ella con una evidente falta de
entusiasmo—. Que tengáis mucho sexo.
Ambas sueltan una risita y se van. La mujer del micrófono me echa el ojo y viene
corriendo hacia mí. El cámara la sigue intentando no enredarse con los cables.
—¿Qué te gustaría decirles a Leña y Taymour? —me pregunta, aplastándome el
micrófono blanco en la cara.
Me quedo mirando a la cámara sin decir nada.
—Esto aparecerá en el vídeo de boda —me explica.
—Pues no sé, os deseo una vida feliz juntos.
La mujer no parece muy impresionada.
—¿Algo más?
—No.
—¿Ni siquiera un pequeño consejo?
De pronto veo mi imagen reflejada en el objetivo de la cámara. Tengo el pelo
despeinado y mis ojos parecen dos guijarros negros diminutos. Parezco un conejo al que le
han dado las largas. Cojo aire.
—Me hace feliz ver unidas a dos personas que se aman y se respetan mutuamente;
eso nos da esperanzas a los demás y nos permite pensar que algún día nosotros también
seremos igual de afortunados.
La mujer parece satisfecha con el comentario y el cámara se aleja en busca de más
invitados.
Hace unos meses, la noche que celebramos su fiesta de compromiso, ayudé a Taymour
a vestirse. Las noches como aquella, en las que interpretaba su papel de cara a la sociedad,
normalmente estaba nervioso o distante, con el pensamiento muy lejos de aquel pequeño
mundo que habíamos creado entre nosotros. Después de un tiempo acabé aceptando que él
era así y que le amaba igualmente.
Aquella noche, sin embargo, mientras le enseñaba a anudarse la corbata, de pronto me
agarró la mano y me miró a los ojos.
—Rasa —me dijo en tono de súplica.
—Dime.
—¿Por qué estoy haciendo esto? —Estaba a punto de romper a llorar—. Miro a mi
familia y veo lo felices que están. Todo el mundo está de celebración y yo no puedo dejar
de pensar que el motivo de esa alegría es una mentira; mi vida entera es una gran
mentira.
Le solté la corbata y le acaricié la mejilla.
—Pero nosotros no somos una mentira.
—¿Y qué somos, si no? ¿Acaso somos algo? A veces tengo la sensación de que lo
nuestro solo existe en mi cabeza y no en el mundo exterior, que no es algo real. Ni
siquiera sé cómo podemos llegar a ser algo real.
—¿Le hablas de mí a los demás? —le pregunté.
—A veces —me dice, mirando al suelo.
—¿Y qué les cuentas de mí?
—No sé, simplemente te menciono de repente en medio de una conversación. Y cómo
no, si tú eres lo único en lo que pienso.
—Pues ya está, sigue haciendo eso, ¿vale? Sigue mencionándome en mitad de una
conversación.
Me habría encantado cocinarle sus platos favoritos; me habría encantado
presentárselo a mi familia. Incluso después de que Taymour y Leila empezaran a salir,
seguí pensando que su noviazgo mantendría nuestro secreto a salvo. Me limité a observar
cómo Taymour hacía malabares para compaginar subida pública con nuestros momentos
de intimidad. Desde mi posición de oscuro secreto, pude observar cómo gran parte de esa
vida social era puro espectáculo. Me sorprendió lo brillante que podía llegar a ser esa
representación y lo altas que eran las apuestas. La sociedad puede hacer que llegues muy
lejos, pero también puedes perderlo todo en un segundo. Ahora me doy cuenta de lo lejos
que habíamos llegado con nuestra mentira, probablemente lo más lejos que se podía llegar.

Le doy una patada a uno de los globos rojos que me rodean y empiezo a buscar una mesa
donde sentarme. Le echo un ojo a la primera mesa que tengo a la derecha pero, de las seis
sillas, cuatro ya están ocupadas por mujeres. Disfruto ciertamente de la compañía
femenina, comparto su sentido del humor y sus emociones y estando con ellas puedo
relajarme, pero no quiero ser el único hombre de la mesa, eso solo despertaría sospechas:
¿por qué se sienta siempre con mujeres?, ¿acaso está buscando esposa? Oh no, Rasa no es
de esos.
—Rasa, ven a sentarte con nosotros —me dice alguien por detrás. Mimi, una
antigua amiga del instituto, me hace señas desde una mesa al lado de la fuente. Lleva un
vestido palabra de honor color turquesa. Sus hombros desnudos relucen como diamantes
recién pulidos—. ¿Dónde te metes? ¿Por qué ya no me llamas nunca?
Ya empezamos con el interrogatorio. ¿Por qué no me llamas?, ¿adónde vas?, ¿cuándo
vas a casarte?, ¿por qué echas el pestillo de la puerta?, ¿quién hay ahí dentro contigo?
Todo el mundo en este país se dedica al periodismo de investigación. ¿Tengo yo la culpa
de que todo el mundo me pregunte constantemente por todo?, ¿es que tengo una cara que
invite a la gente a meterse en mi vida?, ¿acaso me arrastro a sus pies para que me pisen el
cuello?
—He estado ocupado —le digo al darle un beso—. ¿Tú qué tal?
—Pues yo, superliada con la semana de la moda. ¿Conoces a Lulu y a Dodi? —
Mimi me presenta a la pareja que está sentada con ella. Dodi tiene una perilla tan fina
que parece que se la han dibujado con una aguja. Lulu tiene unos labios enormes y una
mirada aterciopelada. Son exactamente iguales al resto de las parejas invitadas, así que
no los reconozco.
—Creo que nos conocimos en la boda de Mimi —dice Lulu—. Este es Dodi, mi
marido.
—Encantado. Basma se unirá después.
—Tres bien. Le guardaremos la última silla. Hamza también se sienta con nosotros.
—¿Qué Hamza? —pregunto.
—Hamza, del instituto.
El único Hamza que recuerdo del instituto es el Hamza que me tenía aterrorizado
constantemente. El Hamza que nos acorraló en el callejón y se lio a patadas con Maj
después de tirarlo a un charco de barro el día que nos conocimos. El Hamza de cuyos
labios escuché por primera vez la palabra khawal. Ese Hamza y sus secuaces cachas que
disfrutaban torturándonos cada vez que podían. Hamza se aseguró de que pasara la
mayor parte de mi tiempo en el instituto con la cabeza agachada, intentando no llamar
mucho la atención. Me aterrorizaba destacar entre la multitud, tenía mucho cuidado de
no reír demasiado fuerte y de estar siempre rodeado de gente para que no nos vieran. Si lo
hacían, normalmente acababan estrellándonos contra la pared del pasillo del instituto,
gimiéndonos al oído mientras se frotaban el paquete contra nosotros. A veces me
masturbaba imaginándome a Hamza terminando el trabajo algún día.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Mimi.
Asiento con la cabeza y me siento a su lado. La idea de pasar la noche sentado al
lado de mi maltratador hace que solo tenga ganas de encogerme, hacerme una pequeña
bolita y salir rodando.
—Bueno, ¿qué te cuentas? —le pregunto a Mimi.
—Lo he pasado fatal —me dice, jugueteando con el dedo sobre su vaso de agua—.
Resulta que mi padre ha estado haciendo todos esos viajes de negocios a Italia porque
tenía otra familia allí. Por favor, no se lo cuentes a nadie.
—Lo siento. —Lo único que recuerdo de la familia de Mimi es que su padre es
experto en comercio exterior. Son una de las familias más conocidas de la ciudad. Importa
tabaco y máquinas de oxígeno para los hospitales, con lo que se asegura un equilibro
constante entre la oferta y la demanda.
Echo un vistazo a mi alrededor en busca de Taymour. Lo encuentro charlando con el
padre y el tío de Leila, les da la mano y se va. Pienso en seguirle para darle la carta, pero
una mano en mi hombro me lo impide. Me doy la vuelta y compruebo que se trata de
Hamza, que me mira desde arriba con una sonrisa amenazante en la cara. Casi que estoy
esperando que esa sonrisa dé paso a una burla. Me da la mano con fuerza y casi me
rompe los huesos de los dedos al hacerlo.
—¡Rasa! ¿Cómo estás, ya zalameh?
Ahora soy un zalameh. Si supiera lo que este zalameh hace a escondidas…
—Hamdullah —le contesto medio tartamudeando.
—Hace años que no te veo, ¿me tienes en Facebook? Espera, que te añado. —Se
mete la mano en el bolsillo y saca su móvil. Segundos después suena un pitido en el mío:
Hamza te ha solicitado como amigo. En su foto de perfil aparece bajando de un
helicóptero vestido con uniforme militar. Lleva unas Ray-Ban puestas como si fuera el
puto James Bond.
Necesito un trago.
—La fuente es un detalle precioso —le dice Lulu a su marido—. ¿No te parece,
babe? Ese «babe» me suena a «bobo».
Basma llega y se sienta en la silla libre que hay a mi lado.
—Están a punto de bajar —anuncia.
Se para la música y bajan las luces de los candelabros. De pronto se ilumina un
punto de luz al final de las escaleras de mármol blanco, que serpentean hasta el balcón
que hay al fondo del salón, donde aparecen tres hombres vestidos con bombachos. Llevan
tambores bajo el brazo y empiezan a tocar los pellejos con sus enormes manos mientras
bajan poco a poco las escaleras. La percusión se va intensificando mientras aparecen otros
cuatro hombres por detrás que empiezan a zapatear al ritmo de los tambores.
Las cortinas que hay detrás de ellos se abren y aparecen Leila y Taymour; observan a
los invitados desde el balcón. Se produce un rugido ahogado entre la multitud, seguido de
un suspiro generalizado de satisfacción.
—Qué guapa va —me susurra Mimi al oído.
La novia y el novio contemplan la multitud desde allí arriba. Leila lleva el pelo
entrelazado en una corona de gardenias blancas y recogido en un enorme moño. Se
muerde por dentro los carrillos mientras se da golpecitos en el pelo en señal manifiesta de
nerviosismo. A su lado, Taymour sonríe con la boca apretada; tiene a Leila agarrada de
un brazo y no para de abrir y cerrar la otra mano.
—¿Sabes lo bueno de no encajar en la sociedad? —le susurro a Basma al oído—.
Nunca tendré que pasar por un trago tan estúpido como este.
—¿Es que no te hace ilusión llevar una corona de flores blancas algún día? —me
suelta Basma con una sonrisita.
Leila y Taymour empiezan a bajar las escaleras cuando los bailarines se arrancan a
cantar. La familia y los amigos forman una fila que se mueve tras sus pasos como una
serpiente. Algunas de las mujeres se llevan los dedos a los labios y comienzan a entonar
un coro de zaghareet[57].
—Lililililililililililililililiii —ese aullido hace que un escalofrío me recorra la
espalda de arriba abajo. La procesión se acerca hacia la pista de baile, donde la gente
empieza a formar un estrecho corro rodeando a Leila y a Taymour.
—Vamos a hacerles palmas —me dice Basma. Empiezo a protestar, pero me corta
—. ¡Venga ya! Tengo que ir a hacerles palmas, Leila bailó en la boda de mi hermano.
Me arrastra hacia el corro de gente. Estoy rodeado de caras sonrientes, dientes
blanqueados, ojos entornados, manos que hacen palmas con ímpetu al ritmo de la música.
Deslumbrantes luces rojas, doradas y blancas se agitan en círculos por las paredes y el
suelo y las caras de los invitados. La gente empieza a zapatear al ritmo de los tambores y
el suelo empieza a temblar. La música, las luces, los tambores y el suelo temblando me
provocan la horrible sensación de estar en mitad de un terremoto.
Sin saber muy bien cómo, conforme el zapateo se va intensificando, el aullido del
zaghareet se transforma en una sucesión de cánticos en alabanza al presidente. «¡El
pueblo y el presidente son uno solo!», canta la muchedumbre al unísono. Alguien
empieza a pasar bengalas y la gente comienza a moverlas al aire. Parece que estoy
rodeado de cartuchos de dinamita a punto de explotar. La gente empieza a apretarse
contra mí y, cada vez que intento coger aire, me trago una bocanada de perfume
empalagoso y tabaco. Creo que me voy a desmayar pero, aunque lo hiciera, la fiesta
seguiría su curso. La gente empezaría a pisotearme, ajena al pobre muchacho muerto por
aplastamiento durante su celebración. Seguirían zapateando sobre mi cuerpo hasta que
solo quedaran de mí unas cuantas motas de polvo.
Leila me mira. Parece preocupada al ver mi cara. Le devuelvo una sonrisa tan
amplia y llena de dientes que debo parecer un pirado. Cuando se da la vuelta, dejo de
sonreír, pero vuelve a mirarme inmediatamente, así que le vuelvo a sonreír y esta vez,
como un auténtico psicópata, sigo forzando la sonrisa todo lo que puedo mientras hago
palmas y coreo el nombre del presidente.
La percusión de los tambores cesa por fin y el suelo deja de temblar. La masa de gente
empieza a dispersarse. El aire se oxigena un poco y parece que puedo respirar mejor
ahora. Se apagan las luces y mi sonrisa se va desvaneciendo en la oscuridad. Un punto
blanco de luz se posa sobre Leila y Taymour. Se acercan el uno al otro, como con
vergüenza al principio, hasta que están frente a frente. Taymour rodea a Leila con sus
brazos por la cintura y ella apoya su cabeza sobre su pecho. Su silueta parece la de una
sola persona.
El rasgueo de guitarra que inicia More Than This de Roxy Music empieza a sonar.
Ya puedo escuchar a Mimi lloriqueando detrás de mí.
—Me encanta esta canción —dice Basma. La cojo de la mano y me la llevo a la
pista de baile. Apoya su barbilla sobre mi cuello y empezamos a balancearnos al ritmo de
la canción. Por encima de su cabeza observo a Taymour bailando con Leila. Intento hacer
contacto visual con él, pero no me mira. A lo mejor no puede permitirse mirarme. Veo
cómo agacha la cabeza y empieza a susurrarle a Leila al oído; entonces me doy cuenta de
que le está cantando la canción.
¿Se habrá olvidado de su promesa de cantar solo para mí?
Justo cuando empezaron las protestas, quedamos todos una noche en el Guapa:
Basma, Taymour, Maj, Leila y yo. Bebimos cerveza y discutimos sobre las ventajas de los
diferentes procesos judiciales de transición al tiempo que apuntaba los nombres de
importantes figuras del régimen que debían ser juzgadas por corrupción. Leila sacó un
mapa enorme y rodeó con rotulador rojo todos los pueblos que tendríamos que visitar
como parte de un tour simbólico para unir a todo el país en la lucha. Discutimos durante
horas, acelerados, interrumpiéndonos unos a otros, como si no hubiera un solo segundo
que perder. Había mucho por hacer. Éramos jóvenes y estábamos a punto de cambiar el
país; más aún, íbamos a conseguir cambiar el mundo.
Aquella misma noche, justo después de que Taymour dejara a Leila en casa, vino a
verme. Me lo llevé a la habitación y nos tumbamos en la cama; nos abrazamos, besamos,
reímos y de repente sentimos que daba igual que fuera a casarse con Leila, porque el
régimen estaba a punto de caer y pronto todo sería posible. Y esa noche dejé que Taymour
me penetrara por primera vez. Usamos la crema de manos de Teta como lubricante. En la
radio estaban anunciando novedades en el proceso de reforma, aunque todos sabíamos que
aquello era una mera cortina de humo para distraer a la gente y evitar que exigieran
explicaciones. Consiguió meterla hasta el fondo, su cuerpo temblando entre mis brazos, y
no pude evitar pensar que de alguna extraña manera los jadeos de Taymour y la crema de
manos de Teta estaban íntimamente relacionados con el futuro de la revolución.
¿Fue simple idealismo de juventud lo que sentimos aquella noche, pura inocencia
imprudente? Fuera lo que fuese, al ver a Taymour y a Leila bailar, solo puedo confirmar
que ese sentimiento está más que muerto. Ahora mismo solo me siento triste y cabreado y,
en cierto sentido, aliviado. El último rayo de esperanza se ha esfumado. A lo mejor eso es
bueno.
Taymour levanta de pronto la cabeza. Parece buscarme entre la multitud, hasta que
acaba dando conmigo. Nos miramos mutuamente por encima de los hombros de Leila y de
Basma, pero Leila le susurra algo al oído y Taymour aparta la mirada. Cierro los ojos,
aprieto mi mejilla contra la de Basma y me imagino que estoy bailando con Taymour.

La noche parece relajarse poco a poco. Las conversaciones se suceden aquí y allá, la
mayoría empiezan en árabe y pasan al inglés en un punto indeterminado. El inglés es
para nosotros como ese novio coñazo del que uno no consigue librarse nunca. Basma se las
apaña para mantener el flujo de alcohol en mi zona gracias a un complejo sistema de
señales con los camareros que merodean constantemente por nuestra mesa. Cuanto más
bebo, más conversaciones surgen a mi alrededor, y yo voy descendiendo hacia un estado de
embriaguez que me resulta tan imprudente como placentero.
—Mi suegra me va a volver loca —me susurra Mimi al oído derecho—. La mujer
se pasa el día controlándome, cuestionando todo el rato lo que cocino, lo que le doy de
comer al bebé… He intentado hablarlo con mi marido, pero dice que no le parece que
haga nada malo. Por favor, no se lo cuentes a nadie.
—Dos gin-tonic —le susurro a un camarero mientras le paso con discreción un
billete de cincuenta dólares.
—Y ya sabes lo que estoy pasando con la nueva asistenta. ¿Sabes que mi madre se
empeñó en mandar a nuestra asistenta de toda la vida de vuelta a Sri Lanka después de
lo del tsunami para ayudar con la situación? Puedo entender que es su forma de
devolverle tantos años de dedicación, pero fue la peor decisión que pudo tomar; desde
entonces no hemos encontrado ni una asistenta buena. Acabamos de traer a una que es
una completa inútil, de Indonesia. Ya lo sé, no me tires de la lengua. En fin, que ya he
aguantado bastante, así que la semana pasada la mandé de vuelta a su país y he traído a
otra.
Le sonrío y asiento con la cabeza, pero no puedo dejar de mirarle la nariz. Mimi
siempre ha tenido una nariz de garfio: era sin duda el foco de atención de su cara. Justo
antes de la graduación, se quitó como la mitad y lo que queda de ella es un ridículo arco
que apunta hacia arriba desafiando las leyes de la gravedad y que le da a su cara una
expresión constante de estreñimiento. La punta de su nariz parece estar esta noche más
respingona que de costumbre.
—Oye, ¿es cierto lo que dicen de Maj? —Mimi consigue que vuelva a concentrarme
en la conversación.
—¿Qué dicen de Maj? —le pregunto, medio farfullando mis palabras.
—He oído que lo arrestaron anoche, que estaba con esos hombres en el cine.
—Por supuesto que no. Maj no es como esos hombres —me escucho a mí mismo
decir.
—Hamdullah, me había preocupado. Esos sitios son indecentes.
—A veces me da la sensación de que parezco un koala —oigo decir a Lulu. Me
quedo mirando la plasta de maquillaje que se ha puesto en los ojos.
—Es posible, pero en el buen sentido —apunta Basma.
—No son indecentes, son simplemente humanos —suelto de pronto mientras sigo
mirando los ojos de Lulu.
—Bueno, Rasa, ¿a qué te dedicas últimamente? —pregunta Hamza desde la otra
punta de la mesa mientras los camareros nos sirven estofado de cordero y carne a la
parrilla.
—Basma y yo hemos montado una agencia de traducción.
—¿Lina agencia de traducción? Con eso no se saca mucho dinero, ¿no?
—Seguramente tendrán un montón de clientes extranjeros —interfiere Mimi—. ¿A
que sí, Rasa?
Asiento con la cabeza y le pregunto a Hamza a qué se dedica él.
—Trabajo en el Ministerio del Interior. Buen trabajo, almuerzo incluido.
Le río la gracia a Hamza, una reacción refleja para afianzar su ego. Después de todo,
los hombres como Hamza tratan bien a sus esclavos admiradores, así que ese rol se
convierte en un mecanismo de supervivencia para aquellos de nosotros que elegimos no
enfrentarnos a semejantes bestias. Pero en serio, estoy acojonado. El maltratador de mi
adolescencia es un matón del régimen.
—Te cambia la voz cuando hablas con hombres —me suelta Mimi.
—¿Perdona?
—Sí, pones una voz más masculina, más de zalameh.
Trago saliva. Hay un arreglo floral precioso en el centro de la mesa. Lefia se acerca a
nuestra mesa y nos levantamos todos para felicitarla.
—Estás impresionante —le digo al besarle la mejilla, y lo digo en serio. Realmente
está impresionante. Nunca antes he visto a Lefia maquillada y con un peinado de
peluquería. Sus uñas, que cuando estábamos en la universidad se mordía hasta que solo le
quedaban los muñones de los dedos, las lleva ahora largas y perfectamente arregladas.
—Gracias —me dice—. Me siento fatal, de verdad, yo creo que en la vida he estado
más estresada, estoy deseando que todo esto acabe ya.
—Está todo perfecto, relájate. —Le doy un trago a mi copa—. ¿Te sientes feliz?
—Ahora mismo lo único que siento es un dolor insoportable. Me han tenido que
clavar literalmente las horquillas en el cráneo para mantenerme el peinado. De verdad,
para mí que me está sangrando el cráneo ahora mismo. Y me molesta que al final haya
acabado siendo una boda sin alcohol, me parece tan demodé…, y me acabo de enterar de
que los del catering han utilizado mantequilla Lurpak para la tarta y yo estoy
boicoteando los productos daneses, así que es todo un desastre. Y encima algunos
invitados han decidido no venir porque tenían miedo por lo de los atentados de esta
mañana, cuando es una tontería, porque mira a tu alrededor, está todo en orden.
En la universidad, las palabras de Lefia eran siempre firmes y decididas. Se cuidaba
mucho de ofrecer respuestas comprometidas, de analizar sus ideas e impresiones e intentar
expresarlas de manera clara y concisa. Últimamente, su discurso está plagado de «es
como…» y «en plan…», como si no estuviera segura de lo que es cierto y lo que no y
asumiera que al fin y al cabo todo enunciado está sujeto a interpretación.
—Deja de hacer un problema de todo —le digo.
Lefia sonríe y me da un abrazo.
—¿Cómo te ha ido últimamente?
—Mejor. Ya no te pasas nunca por el Guapa.
—He estado demasiado liada con todo esto —se justifica, abriendo los brazos en el
aire e intentando abarcar con ellos todo el salón—. La madre de Taymour quería que
todo saliera a la perfección y es como si de repente se nos hubiera ido de las manos.
—Ya veo —le digo, señalando la escultura de corazón con sus iniciales grabadas.
A Lefia le da la risa.
—Así que, aparte del peinado, ¿estás contenta?, ¿es esto lo que querías?
Lefia esboza una sonrisa triste.
—La vida es dura para una mujer soltera, y ya no soy precisamente joven. Ya
sabes… esto saldrá bien. Me quitaré a mis padres de encima por lo menos, lo cual me
hace feliz.
—¿Le amas?
—Supongo, sea lo que sea eso que llaman amor. —Suelta una risotada que parece
más un gruñido y me agarra del brazo—. ¿Te ha contado Taymour? Estamos pensando
mudarnos al Golfo.
Trago saliva.
—No, no me ha comentado nada.
Por supuesto, nunca se le ocurriría mencionar la posibilidad de marcharse. ¿O era eso
lo que intentaba decirme anoche cuando me hablaba de que quería huir de aquí? ¿Cómo
será su vida en el Golfo? A lo mejor son felices paseando por las playas llenas de grúas y
andamios; comprarán la leche y el pan en alguno de esos despampanantes centros
comerciales y se quedarán dormidos todas las noches viendo alguna película en DVD.
—La verdad es que Taymour lo ha mencionado hoy por primera vez.
—¿Y qué hay de tu trabajo con las mujeres en los campamentos?
—La situación aquí es insostenible, Rasa —me dice Leila—. Necesitamos
quitarnos de en medio un tiempo y salir adelante como sea.
No digo nada. ¿Qué puedo decir? Supe perfectamente desde el primer momento en
que Taymour decidió vivir según las normas sociales que yo estaba afianzando mi
posición como uno de esos sucios secretos tan propios de esa misma sociedad. En público
no soy más que un cascarón vacío. Supongo que esa ha sido mi elección, pero la
alternativa era borrar del mapa nuestro amor, y eso no lo podía consentir. Prefiero vivir en
el mundo donde nuestro amor es sagrado, aunque sea envuelto por la seguridad del
secretismo más sucio. Por lo menos así puedo disfrutar de este amor y hacerle compañía.
Aquí abajo, en la parte inferior de mi estómago, puedo ver la trampilla del mago que deja
al descubierto todos los trucos de esta sociedad.
Apenas me dejo atrapar por esta idea, me asalta una urgencia incontenible por
agarrar a Taymour del cuello de la camisa y empezar a chillarle y a sacarle la verdad a
gritos. Quiero reventar la burbuja, descubrir la trampilla. Quiero agarrar el micrófono y
decirle al mundo que Taymour es mío, que nunca será feliz estando casado. Sacaré
nuestro amor a la luz de los focos y las lámparas de araña y forzaré a los invitados a
mirar a la cara a este bebé horrendo que han mantenido escondido en el sótano. A lo
mejor así nos dejan en paz y podemos vivir por fin tranquilos y felices sin la presión de la
sociedad intentando separarnos.
—Tengo que saludar a los demás —me dice Leila, interrumpiendo mis
pensamientos—. Oye, a ver si nos tomamos algo juntos en el Guapa, que ya toca. —
Aunque lo diga en voz alta, sus ojos me confirman lo que ambos sabemos: que
seguramente eso no pasará nunca. Me da un apretón en el brazo y se marcha.
El camarero se acerca con las copas. Le doy un buen trago a la mía y le paso a Basma
la suya. Justo cuando se está alejando, me acuerdo de que le he dado al camarero un
billete de cincuenta y que no me ha dado la vuelta. Dos copas no deberían costar más de
quince cada una, por lo que me tendría que haber dado por lo menos veinte, o incluso
veinticinco, pero vamos, veinte como mínimo; eso es demasiada propina, incluso para este
hotel.
—¡Oye! —le llamo, pero el camarero está ya atendiendo otra mesa en la otra punta
de la sala.
—La gente aquí no sabe apreciar una buena barbacoa —le está diciendo Dodi a la
mesa mientras mastica su brocheta de pollo—. El problema es que aquí hace sol todos los
días. Cuando vivía en Londres, la gente apreciaba los días soleados, así que sabían valorar
una buena barbacoa; para ellos un día de sol no es cualquier cosa.
—Aquí pasa lo mismo con los niños —dice Hamza—. Si te vas a un pueblo te
encontrarás con una mujer que tiene diez hijos, así que yalla, qué más da si uno de ellos
decide volarse por los aires.
Dios, detesto las bodas. Detesto estar aquí sentado participando en conversaciones
absurdas con padres orgullosos y parejas engreídas que en el fondo se odian en secreto. Ese
maquillaje aplicado en la cara de las mujeres con una técnica digna de la pintura clásica,
el fondo empastado para iluminar el tono de la piel, esos pelos largos que caen en cascada
cual intrincado arreglo floral. Y esos hombres que rugen al reírse, con sus bromas de mal
gusto y su pavoneo de beneficios y tendencias de mercado. Llevan todos una máscara tan
elaborada que ya es imposible atisbar mínimamente qué hay detrás. Lo detesto y estoy
pedo y necesito conseguir mi vuelta como sea.
Miro alrededor buscando al camarero; hay dos merodeando por nuestra mesa. Ahora
no me acuerdo si el que se llevó mi dinero fue el camarero bajito y regordete o el alto y
delgado. El chico que recuerdo era bajito y delgado. A lo mejor han mutado en un único
camarero ladrón para llevarse mi dinero. Consigo que me mire el camarero regordete y le
hago señas para que se acerque.
—Te he dado a ti o a tu compañero un billete de cincuenta dólares cuando os pedí
mis dos copas. Necesito la vuelta.
—No fue a mí. Déjame que le pregunte a mi compañero y ahora te digo.
—Vale, ¿pero cuántos sois?
—Para su mesa somos solo él y yo, a no ser que se haya acercado alguien más. ¿No
se acuerda de cómo era?
Le niego con la cabeza y se aleja con la promesa de volver.
—¿Me guardas un secreto? —me susurra Mimi al oído. El aliento le huele a gin-
tonic amargo—. A veces me planteo si he tomado las decisiones correctas en la vida.
Acabé volviendo cuando terminé la universidad porque era lo que querían mis padres. Me
casé porque eso era lo que esperaban de mí. Creo que nunca he hecho lo que realmente
quería hacer. Por favor, no se lo digas a nadie.
—¿Os he dicho que voy a abrir una pastelería en el centro? —dice Lulu agarrando a
Dodi del brazo e inclinándose sobre la mesa—. La voy a llamar Muffin Top.
Empiezo a mirar a todos lados intentando encontrar al camarero regordete, pero no lo
veo por ningún sitio. Llamo al camarero alto y delgado.
—¿Dónde está tu compañero?
—No lo sé.
—Necesito mi vuelta. Os di un billete de cincuenta, chicos. Creo. No lo sé. Oye,
necesito mi vuelta.
—Está bien, déjame que pregunte y ahora vuelvo.
—¿Qué pasa? —pregunta Basma desde detrás de su copa.
—Que les di un billete de cincuenta dólares y necesito la vuelta.
—Algunos vamos al Sage después —dice Lulu con un cigarro en la boca, haciendo
palmas con desgana al ritmo de la música—. Es un club nuevo que han abierto en la
terraza del hotel. Estamos en la lista.
—¿Y le han puesto Siege? —pregunta Mimi.
—¡Sage, no Siege! Como salvia en inglés. Siege es asedio. Es un club, no un puesto
de control del ejército.
El camarero regordete pasa volando por nuestra mesa. Lo llamo, pero va tan deprisa
que ni me oye.
—¿No es una monada que ahora todos somos parejas? —recalca Lulu mirando a su
alrededor.
Mimi suspira.
—Así es la vida. Yo tuve que casarme, ¿cómo si no iba a tener vida social?
—¿Y tú cuándo vas a casarte, Rasa? —pregunta Lulu.
—¿Qué les pasa a los camareros? —suelto—. De verdad, el servicio es terrible, son
unos ladrones.
—Deberías sentar la cabeza y buscarte a alguien —continúa Lulu. Se vuelve hacia
Dodi.
—Todo mejora cuando uno se casa, ¿no te parece, babe?
Dodi reconoce a duras penas que «no hay nada igual, beeb» y que es «realmente una
pasada, ya zalameh».
Primero la conspiración de los camareros, y ahora el interrogatorio de Lulu. Están
todos contra mí.
—¿Sales con alguien? —pregunta Mimi—. A nosotros nos lo puedes contar, no se
lo vamos a decir a nadie.
—No tengo tiempo —les respondo, aunque me apetece decirles que estoy
enamorado, me apetece decirlo bien alto, gritarlo. Que hay alguien especial en mi vida.
De hecho se casa esta noche, ¡yo invito a la siguiente ronda!
—¿Para qué te vas a comprar una vaca hoy en día? Todo el mundo ofrece gratis su
leche —bromea Hamza entre dientes.
Miro a Basma, que vuelve los ojos hacia atrás y agacha la cabeza hacia su plato de
arroz con cordero a medio terminar. De pronto me pitan los oídos y tengo la sensación de
que todo lo que tengo a mi alrededor empieza a acercarse hacia mí.
—Rasa se casará cuando esté preparado —Basma acude en mi ayuda—. Todavía
tiene que labrarse una carrera; así que superadlo ya, que sois peores que una madre árabe.
Entretanto, la conversación continúa. Mientras Lulu habla con alegría sobre la
estabilidad que ofrece el matrimonio, observo a Taymour riendo sobre el escenario y me
escondo tras la nube de humo de un cigarro recién encendido.
Un camarero pasa corriendo por delante de la madre de Leila, una mujer con mirada
angustiada que observa a la multitud a su alrededor como si fuera un ave rapaz. El aire
apesta a alcohol y la madre de Leila intenta esconder la mirada de pánico detrás de una
sonrisa mientras habla con un grupo de mujeres.
—Sí, sí, los niños se portan estupendamente, estupendamente —no para de repetir
lo mismo, como si al decirlo suficientes veces se fuera a hacer realidad.
Me levanto para que el camarero pueda verme mejor. Muevo los brazos en el aire,
pero pasa de largo.
—¿Todavía estás con lo del dinero? —Basma me agarra de la chaqueta y me vuelve
a sentar.
—Es mucha pasta —me quejo al caer de culo sobre la silla.
—Deja, que ya me encargo yo —suspira. Consigue llamar la atención del camarero
regordete y, con un golpe autoritario de muñeca, hace que se acerque a ella. Lo va
atrayendo con un solo dedo, como si la frente del camarero estuviera unida a su índice por
un hilo invisible. Al llegar a su lado, agacha la cabeza hasta que su oreja está a solo unos
milímetros de distancia de sus labios bermellones.
—Escúchame bien —le dice, remarcando cada palabra—. Aquí mi amigo lleva
esperando su vuelta desde hace una hora. Me da igual de dónde lo saques y no me
importa de quién es la culpa, pero si no me traes la vuelta en los próximos diez minutos
me aseguraré de que no tengas trabajo antes de que termine la boda.
El camarero asiente con la cabeza y sale corriendo. Aparece a los cinco minutos y me
suelta un puñado de billetes en la palma de mi mano sudorosa.
Me quedo mirando los billetes que tengo en la mano. Creo que voy a vomitar.
—¿Debería dejarle propina? —le pregunto a Basma.
—¿Después de la que has montado, encima quieres dejarle propina? La única
propina que se merecen es un zapatazo en la cabeza. Has pasado demasiado tiempo fuera,
Rasa, se te ha olvidado cómo hay que tratar aquí a la gente.
Mimi empieza a susurrarme enfurecida al oído.
—Estoy que me muero de dolor, no puedes hacerte una idea. El otro día me hicieron
la lipo con láser y estoy llena de moratones. Lo sé, lo sé, lo sé, ya sé que no me hace falta,
pero quería deshacerme de esas pequeñas zonas de grasa que llevo años intentando
quitarme a base de dietas. Yo conozco bien mi cuerpo y sé que no es solo cuestión de
perder peso, ¿sabes? Por favor, no se lo cuentes a nadie.
A lo mejor es el alcohol el que está pensando por mí y ha boicoteado mis reacciones,
como los islamistas boicotearon nuestra revolución, pero de pronto siento una conexión
tremenda con Mimi y sus secretos y, antes de ni siquiera ser consciente de lo que estoy
haciendo, le cojo su gin-tonic y le susurro al oído:
—Mi abuela me pilló anoche en la cama con Taymour.
Lo suelto de golpe y le doy un trago interminable a su copa. Su cara se paraliza
durante un segundo y luego, sin decir nada, tuerce la cara y no vuelve a dirigirme la
palabra en toda la noche. Esto me permite escuchar por fin la conversación que está
teniendo lugar en la mesa.
—Es una cuestión de moral pública —está explicando Hamza—. A ver, que yo no
estoy en contra de los gais, pero hay una diferencia entre la privacidad de tu propia casa
y hacerlo en un cine público.
—¿Estáis hablando del cine? —pregunto.
—Es asqueroso —dice Lulu—. Yo creó en los derechos humanos, incluso en los
derechos de los gais, si eso es lo que quieren, ¡pero hacedlo en privado, por Dios santo!
—Pero la gente que va a esos cines no tiene otro sitio donde ir —les argumento.
—Eso no justifica que hagan ese tipo de cosas en público —replica Hamza—. Lo
que cada uno haga en la privacidad de su propia casa no es asunto de nadie, pero esos
hombres son unos pervertidos, están utilizando un cine público como su patio de juegos
sexuales. Podrían contagiar alguna enfermedad a alguien. Imagínate que un niño hubiera
entrado en el cine de repente.
—Todo el mundo sabe para qué se utiliza ese cine; todos los que estaban allí sabían a
lo que iban. ¿Y cómo puede ser una cuestión de moralidad pública pegarles una paliza y
meterles un huevo por el culo?
Hamza interrumpe mi pregunta manoteando.
—Mira, aquí hacen falta normas y leyes. Un sitio público es un sitio público. Así de
simple. Para eso sirve la ley de moralidad. No están allí para perseguir a los gais, están
allí para perseguir a un grupo de pervertidos que pretenden practicar sexo en público.
—¿Por qué te molesta tanto el tema, ya zalameh? —me pregunta Dodi.
—A mí no me molesta ni la mitad que a este —señalo a Hamza con el dedo. Basma
me da una patada por debajo de la mesa—. Os estoy intentando explicar que esos
hombres no tienen más opción que ir allí. Probablemente vivan en apartamentos
diminutos de una sola habitación con su mujer y sus hijos y sus primos y no tienen más
escapatoria. No cuentan con el lujo de un espacio privado, con vuelos a Europa y a
América. Vamos a llamar a las cosas por su nombre: esto no es más que un intento del
gobierno para distraer la atención y que la gente no se pare a pensar en la subida de
precios de los alimentos y en las protestas; mejor arrestamos a una docena de criaturas
indefensas de los suburbios que deciden quedar en un cine sucio y viejo.
—Esto no tiene nada que ver con la economía o con los terroristas —dice Hamza
—. La economía va estupendamente. Mira a tu alrededor. ¿Crees que hubiéramos podido
tener una boda tan maravillosa como esta hace cinco o diez años? Este gobierno ha
liberalizado nuestro país. Acaban de construir una nueva autovía que conectará la zona
oeste con el aeropuerto; no habrá necesidad de cruzar el centro ni ninguno de esos barrios
apestosos. El camino al aeropuerto será mucho más seguro y práctico. El proyecto va a
ser como un milagro, le va a dar un empujón tremendo a la inversión extranjera.
—Abre los ojos y mira cómo vive el resto del país. La gente se muere de hambre y ni
siquiera se puede quejar.
—Ya zalameh, no me vengas con esas mierdas comunistas —suelta Hamza con una
risita—. La gente le echa siempre la culpa al gobierno. ¿Tú te crees que si esos terroristas
tomaran el poder ibas a estar aquí sentado tomándote un gin-tonic?
—He ido a los suburbios esta misma tarde —le grito, apuntándole con un tenedor
—. He visto cómo vive la gente, he visto su mugre y su miseria. Admite que vivimos en
un estado policial que permite que su gente se muera de hambre.
—Cambiad ya de tema —interrumpe Basma.
—Es muy fácil echarle la culpa al gobierno —continúa Hamza, ignorándola—. Ya
zalameh, déjame decirte que la culpa no es del gobierno. Yo trabajo para el gobierno y mis
compañeros son gente buena que lo único que quiere es mejorar este país. Nos
enfrentamos a una población que no valora la educación… son una panda de analfabetos
que lo único que quieren es pasarse el día recitando el Corán y hacer volar a la gente por
los aires. Mira, piensa que gobernar un país es como administrar una empresa enorme.
¿Acaso elegirían los empleados a su jefe de forma democrática? Pues no, porque no tienen
ni idea de lo que hace falta para que la empresa sea rentable… y esos tarados yihadistas
no tienen ni idea de cómo se gobierna un país, lo único que conseguirían es acabar
destrozándolo.
—Tu comparación no me sirve de nada —balbuceo.
—¿Y qué me dices de la mujer del presidente y todo el trabajo humanitario que ha
hecho en los últimos diez años? —me espeta Hamza—. Si hasta salió en la portada de
Vogue. ¡De Vogue, ya zalameh! Construyó quince escuelas en los suburbios y las
inauguró ella misma en persona, pero nadie se molesta en ir a esas escuelas. Yaani[54], no
quieren aprender nada. Ese es nuestro problema como sociedad, que no queremos aprender
nada.
—Ya está bien, hombre —le digo—. El marido de la primera dama se dedica a
pisarle el cuello a los pobres. La policía se ha convertido en su propia milicia y atacan a
todo aquel que se atreve a contradecir al régimen. La única relación que mucha gente
tiene con el régimen es cuando la policía va a apalearlos. ¿Qué más necesitáis para abrir
los ojos? ¿Hace falta que desenterremos a todos los asesinados por el régimen y los
sentemos en la puerta de cada una de las casas de esta ciudad para que os deis cuenta del
precio que hay que pagar para que vosotros tengáis estabilidad?
A estas alturas no queda ni una sola mesa alrededor que no haya enmudecido y esté
mirándonos fijamente.
—Te voy a decir una cosa. —Los ojos de Hamza titilan con el mismo brillo que
debe de tener un pescador en los ojos cuando nota que una presa grande ha picado el
anzuelo—: Puede que el levantamiento empezara bien, pero ha degenerado en puro
terrorismo yihadista.
—¡Por supuesto! —Lanzo los brazos al aire—. Terrorismo yihadista, terrorismo
yihadista; si lo repites lo suficiente, puede que hasta sea verdad.
—No seas iluso. Nuestro gobierno es bueno y justo y la amenaza terrorista es real.
Puede que no sea perfecto, pero desde luego es mejor que las otras alternativas. Si dices
que has estado en los suburbios, entonces habrás comprobado qué mentalidad tienen. Es
una mentalidad peligrosa. ¿No has escuchado que los salafistas salieron el otro día de los
suburbios con espadas? Es como en la Edad Media. Si tú y otros cuantos como tú os
queréis poner melodramáticos con el régimen, ya se os pasará.
Me hierve la sangre y puedo sentir cómo la cara entera se me enciende. Lulu ha
empezado a hablar, pero no escucho lo que dice, ni ella ni nadie más. Me voy para
Hamza.
—Eres un cabrón. Tú eres responsable de todas esas muertes, ¡tú y tu gente!
—Me parece que ya has bebido bastante —me dice Basma quitándome el gin-tonic
de la mano—. Es mejor que te vayas a casa y duermas un poco, Rasa. Todo parecerá
menos trágico por la mañana.
—Eso no cambiará nada. Sea de día o de noche, este matón me seguirá revolviendo el
estómago. Sería aún peor si estuviera sobrio. —Aprieto el puño y noto cómo se arrugan
los billetes que tengo en la mano.
—Relax —salta Lulu—. ¿Podemos cambar ya de tema? Nada de lo que estáis
hablando es tan importante…
—Por favor, ¡tú cállate! —Me pongo en pie y me dirijo a toda la mesa—. Esto es
importante. ¿No os dais cuenta? ¡Joder si es importe! —Lanzo mi servilleta sobre la mesa
y acaba chocando contra el vaso de agua, que se derrama entero encima de mi plato. El
agua empieza a formar meandros sobre la grasa de cordero sorteando el arroz. La gente de
las otras mesas empieza a cuchichear.
—Por Dios, todo el mundo nos está mirando —oigo a Mimi decir mientras se
sujeta la cabeza entre las manos. Su voz suena muy lejana ahora mismo.
Puedo ver de reojo a Leila arrastrando su vestido hacia mí, intentando mantener el
equilibrio a duras penas sobre sus tacones. Detrás de ella, Taymour me está mirando
fijamente con la mandíbula a punto de rozarle el suelo. Sin ser muy consciente siquiera
de lo que estoy haciendo, le doy la vuelta a la mesa hasta llegar a Hamza, que se me
queda mirando con una sonrisita engreída en la cara. Se pone de pie, pero antes de que
pueda decir nada, le doy tal empujón que se vuelca contra la silla y acaba cayendo de
espaldas en la fuente, salpicando a todas las mesas de alrededor.
—Eres un puto capullo sin escrúpulos —le digo mientras lo miro manotear en el
agua farfullando. Se para la música. Observo a mi alrededor. Todo el mundo me está
mirando. Salgo corriendo hacia la puerta, tambaleándome borracho entre la multitud de
vestidos supercaros y trajes combinados en negro y blanco.
Estoy llegando a la puerta cuando una mano me coge por el hombro y me da la
vuelta. Taymour se me queda mirando con los ojos llenos de tantas cosas… Su mano en
mi hombro asciende levemente hasta tocar un milímetro de piel justo por encima del
cuello de la camisa. Taymour y yo somos amigos, muy buenos amigos de hecho. ¿No es
algo absolutamente natural que me roce el cuello con cariño la noche de su boda? Al
rozarme su piel vuelvo a vernos tumbados en la cama, desnudos y riendo con tantas ganas
que acabamos llorando. Me veo a mí mismo sin camiseta, bajando las persianas con
cuidado, un listón detrás de otro, intentando no hacer mucho ruido. Hay un olor dulce en
la habitación y puedo escuchar el sonido perezoso de una guitarra. Veo a Taymour
colándose de vuelta en su casa al amanecer, desnudándose para meterse en la cama. Puedo
saborear el intenso sabor del café que nos tomamos siempre mientras damos vueltas por la
ciudad con el coche, de un lado para otro, pensando y hablando sobre qué opciones
tenemos, sobre adonde podríamos ir. Luego veo a Taymour y a Leila en una playa, junto
a un mar de rascacielos deslumbrantes, empujando a dos niños en un columpio. Veo a
Leila picando cebolla en la mesa de su cocina. Escucho a Taymour tarareándole al oído
mientras ella se ajusta la coleta. Luego todas esas imágenes se funden unas con otras,
como si estuviera barajando cartas, y Taymour separa su piel de la mía.
—¿No tenías que darme algo? —me pregunta con suavidad.
Me inclino hacia él y le doy un beso en la mejilla.
—Lo siento muchísimo, habibi.
Taymour sacude la cabeza.
—No puedes llamarme así aquí.
Le sonrío.
—Pero es lo que eres, mi habibi.
La máscara de Taymour comienza a resquebrajarse.
—Por favor —me susurra—. Deja de llamarme así. ¿No te das cuenta de lo que me
estás haciendo?
Le miro a la cara. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Nos quedamos allí de pie,
separados por un insoportable silencio. Al final me doy la vuelta y me marcho, lejos de
Taymour, lejos de ese silencio. Doy un par de pasos más hacia la puerta. Antes de salir,
me vuelvo para verle por última vez y me doy cuenta de que el hombre que está ahí de
pie delante de mí no me ha traicionado; que solo yo me he traicionado a mí mismo.

Le doy un empujón a la puerta de salida. Se cierra de golpe detrás de mí, amortiguando


el ruido del banquete. No puedo más. El corazón me late en el pecho como si fuera un
tambor de guerra o como si estuviera celebrando mi propio zaffeh[56].
Incluso con la cantidad de alcohol que corre ahora mismo por mis venas, consigo
parar un taxi en la puerta del hotel y pedirle que me lleve a casa. Lo único que quiero es
desvanecerme en la ciudad como una sombra antes de que me golpee la realidad de lo que
acabo de hacer. Hamza me perseguirá por lo que he hecho. Me buscará y me destruirá,
como un gato que atrapa a un indefenso pajarillo. Y aunque no lo haga, no creo que haya
forma de volver a dejarme ver por esos círculos nunca más.
—No vaya por el centro, hay demasiado tráfico —le pido al taxista.
—Esta noche el centro está vacío —me contesta—. El ejército cortó el acceso a las
once a cualquier coche que viniera de los suburbios.
Miro el móvil: son apenas pasadas las doce. Consigo ver los ojos grises del taxista en
el retrovisor. Me resultan familiares. Tengo la sensación de haberlos visto antes, hace
mucho tiempo.
—¿Y qué pasa con el trabajo de esa gente? —le pregunto mientras estudio su cara.
—Nada de trabajo. —Hace una pompa con el chicle entre los dientes—. No se
permite a nadie salir de su pueblo, todo el mundo debe permanecer en casa.
El chasquido de su mandíbula al mascar el chicle me lleva de vuelta a aquella noche.
Nos conocemos de antes. Aquella noche, después de estudiar en casa de Maj. El taxista de
la camiseta roja. ¿Es él de verdad? Está más viejo. Ha echado barriga y tiene alguna cana
en las sienes. El tiempo vino y se fue y los vientos nos han traído de vuelta.
—¿El gobierno está atacando el distrito del este? —quise saber.
—No hay bombardeos, son solo enfrentamientos con los terroristas.
—Hoy he hablado con alguna gente de al-Sharqiyeh y no he visto ningún terrorista.
Así que los enfrentamientos son con grupos de la oposición, ¿no?
—Sí, sí —me dice—. Algunos enfrentamientos, pero solo en las áreas que han
ocupado los terroristas.
Me agarro a su asiento por detrás y me acerco a él. Mi mejilla está prácticamente
pegada a la suya.
—¿Y qué pasa con las mujeres y los niños? Me acabas de decir que el ejército no deja
salir a nadie, ¿qué crimen han cometido ellos?
—Bueno, se lo merecen por permitir que los terroristas se escondan entre ellos. —
Me mira de reojo con nerviosismo y vuelve a hacer una pompa con el chicle.
—Eso no responde a mi pregunta. —Le empujo al asiento con las manos como un
niño malcriado—. ¿Qué culpa tienen las mujeres y los niños si alguien del barrio esconde
un arma?
Se queda callado. Pasamos por delante de un grupo de hombres que se manifiestan a
favor del presidente. Llevan pancartas en las que pone que el pueblo y el presidente son
uno solo. Hay soldados balanceando sus rifles al aire desde los tanques que rodean al
grupo. La gente empieza a jalearnos cuando cruzamos. Vuelvo con el taxista.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad?
Lo escucho tragar saliva.
—No sé de qué me hablas.
—¿Tu familia está a salvo?
—Me he llevado a mi mujer y a mis hijas. Tenemos la casa en el barrio donde se
están produciendo los enfrentamientos.
—Así que estás casado.
—Y con tres niñas —me contesta. El reflejo de la luz amarillenta del semáforo hace
que su cara de cansancio parezca todavía más demacrada. Pasamos por delante de una
estatua del presidente con el brazo levantado en alto hacia las montañas. Junto a la
estatua hay dos militares patrullando la calle.
—¿Y tú querías casarte?
Se vuelve hacia mí, cabreado.
—¿Me estás diciendo que soy un shaath?
—Todos somos un poco shaath —le digo—. Somos incapaces de aceptar que a lo
mejor somos distintos; pero todos lo somos a nuestra manera.
El taxista agarra con fuerza el volante y no dice nada. Cruzamos por las calles
desiertas, por los puentes y los túneles que serpentean la ciudad. Es tiempo de tomar
decisiones y todo el mundo ha elegido ya: entre el Estado y el terrorismo, entre el honor y
la vergüenza, entre la comunidad y las mentiras. Estoy cansado de tener que elegir.
—¿Y dónde están tu mujer y tus hijas ahora? —le susurro al oído.
—Se están quedando con la hermana de mi mujer, que vive en el centro.
—¿Y qué crimen has cometido tú para tener que perder tu casa, o acaso el régimen
piensa reconstruirla?
Se queda callado. Luego, como si acabara de despertarse de un profundo sueño, lanza
un grito:
—¡Lo único que hacen es prometer y prometer!
Me suena el móvil. Es Laura. Se lo cojo.
—¿Qué historia tienes para mí ahora? —le grito—. Venga, lánzame lo que tengas.
—¿Estás borracho? —me pregunta Laura.
—No solo borracho, Laura. Estoy vivo.
—Oye, te necesito. El régimen acaba de publicar las fotos del cadáver de Abdallah, el
hijo de Ahmed, de al-Sharqiyeh. Se lo han cargado.
Se me viene a la cabeza el rostro de Um Abdallah, su mirada al hablar de su hijo, el
asiento vacío en la mesa a la hora de cenar.
—Puedo hacer muchas cosas, Laura, pero no puedo resucitar a los muertos. Créeme,
lo he intentado.
—Escúchame, Rasa. La oposición ha declarado una rebelión armada. Esto es la
guerra. El presidente está a punto de dar un discurso. Necesito a alguien aquí conmigo
ahora mismo para ayudarme a entrevistar a la gente. Te pagaré el doble.
—Ni el doble, ni el triple. No me vas a pagar nada. No quiero formar parte de esto.
¡A la mierda el presidente y la oposición! ¡A la mierda la sociedad entera y sus
apariencias! ¡A la mierda todo! Deja que se maten unos a otros y, cuando hayan
terminado, podremos empezar algo nuevo.
Le cuelgo y me saco del bolsillo la foto del hijo de Ahmed. La desdoblo con cuidado,
intentando alisar los pliegues que diseccionan la cara del chaval en cuadraditos. Miro a
Abdallah a los ojos. Tenía razón: puedo ver la tristeza en esos ojos, pero no han perdido
del todo la esperanza. Apenas un destello, vale, pero esperanza al fin y al cabo. Le doy la
vuelta a la foto hacia las frases diminutas en negro que le escribí a Taymour esta tarde.
Las líneas están tan juntas, tan desesperado estaba por intentar encajarlo todo, que
apenas se puede percibir el blanco del papel. Rompo la foto en pedazos cada vez más
pequeños y los lanzo por la ventanilla.
La gente está coreando a lo lejos; hay un ligero tufo a neumático quemado en el aire.
Cojo el móvil y llamo a Maj. Me lo coge al quinto toque.
—¿Rasa? —su voz apenas se percibe detrás del barullo familiar de gritos y música
machacona. Está en el Guapa.
—Sí, sí, soy yo. ¿Me oyes? —le grito.
—¿Dónde estás?
—Qué más da dónde estoy, vete para mi casa ahora mismo, tenemos trabajo que
hacer.
De pronto siento unas ganas horribles de vomitar, así que le pido al taxista que pare.
Abro la puerta y suelto una triste y patética bocanada en la carretera. Me limpio la boca
con la mano y me vuelvo a recolocar en el asiento. Me pitan los oídos. Me noto los ojos
rojos e inflamados, pero después de vomitar me siento un poco más sobrio. Me encuentro
mejor, menos moribundo. El taxista me mira desde el retrovisor con cara de preocupación.
Le hago señas para que siga conduciendo.
Atravesamos un túnel a toda prisa. En la parte derecha alguien ha escrito con espray
«Courage les enfants» en el hormigón recién echado. Todas estas carreteras nuevas y estos
túneles pueden dar la imagen de que la ciudad está entrando en una nueva era de
prosperidad, y aun así todas esas promesas resultan tan frías y distantes… Nada de esto
me pertenece; no puedo tocarlo; ya no soy de este lugar. Lo único de lo que estoy seguro
es que no puedo salir del coche. El coche es un espacio controlable, un espacio pequeño, y
el asiento de atrás es mío.
La voz de Oum Kalthoum se desliza suavemente por la radio medio cascada del taxi
e inunda el aire como una densa nube de humo. La canción que suena es al-Atlal, la
misma que sonaba en mi habitación la primera noche que Taymour se quedó a dormir en
mi cama.
Corazón mío, no preguntes dónde fue aparar nuestro amor.
Una noche, hace muchos años, en una época en la que la vida parecía mucho más
simple que ahora, Baba me enseñó a escuchar música. Estaba sentado en su sillón
favorito, ese sillón de cuero marrón desteñido donde reposaba sus brazos cada noche, con
un vaso de whisky en una mano y el mango de la cachimba en la otra. Se pasaba horas
allí sentado escuchando a Oum Kalthoum. Cerraba siempre los ojos e inclinaba
ligeramente la cabeza hacia arriba, balanceándola con delicadeza al ritmo de su voz.
Cuando abrió los ojos y vio que lo estaba observando, me indicó con la mano que me
acercara. Me senté a su lado y me dijo:
—Baba, despiértate siempre con Fairouz por la mañana y vete a dormir con Oum
Kalthoum. Inténtalo ahora, venga, cierra los ojos.
No puedo olvidarme de ti.
Tenía razón. Por la mañana, la voz llena de esperanza de Fairouz, como el canto de
un pajarillo, resulta fresca y alegre. Su tono melancólico te levanta el ánimo. En
compañía de Fairouz, el mundo se llena de luz y aunque la tristeza esté siempre presente
detrás de cada palabra, su voz te transporta a una colina exuberante cubierta por un cielo
del azul más intenso que pueda existir. Pero las noches, especialmente las noches como
esta, esas son para Oum Kalthoum. Solo hace falta una canción, que seguro durará lo
suficiente para que te dé tiempo a sumergirte en tus propios pensamientos y descender
hacia tus recuerdos. Un viaje tan nostálgico como ese es mejor hacerlo por la noche,
cuando uno puede permitirse el lujo de dejar volar sus pensamientos.
Conducimos a oscuras. A la derecha puedo divisar las luces de los edificios del
gobierno y la enorme sala de interrogatorios con sus diminutas ventanas que los atraviesa.
A lo lejos, las luces de al-Sharqiyeh se alzan sobre la colina oriental. Cierro los ojos e
inhalo la voz de Oum Kalthoum en toda su profundidad, como una nube de tabaco que
me coloca. Me imagino caminando por encima de las estrellas, mirándome a mí mismo
desde arriba agazapado en el asiento de atrás de este viejo taxi.
Un boletín de noticias interrumpe la canción de repente.
—Noticias de última hora —anuncia el presentador casi sin aliento—. Podemos
confirmar que el gobierno va a iniciar una incursión en al-Sharqiyeh para limpiar la zona
de terroristas. ¡Vosotros, terroristas: os vamos a aplastar! —exclama el presentador.
En el taxi se hace el silencio hasta que regresa la voz de Oum Kalthoum.
¿Por qué seguir siendo tu prisionera cuando puedo tener el mundo a mis pies?
Mi móvil se enciende y veo el nombre de Basma en la pantalla. La ignoro hasta que
el móvil deja de parpadear y la pantalla vuelve a apagarse. El taxista pega un frenazo de
repente porque se le cruza un gato despistado. Cierro los ojos y me hundo un poco más
en el asiento. Siempre he intentado encontrar un último resquicio de esperanza en los
momentos más oscuros, intentando siempre conseguir lo inalcanzable; mi madre,
Taymour, la revolución. ¿Qué clase de revolución estoy persiguiendo? Esa revolución
existe solo en mi cabeza. A lo largo de la Historia puedes tropezarte con los despojos
deformados de muchas causas nobles, golpeadas por la guerra y la traición. Su espíritu,
lleno de esperanza en el pasado, es ahora oscuro y amargo. ¿Por qué iba a ser distinto con
esta causa? Durante un instante parecimos invencibles. Y ahora nos hemos olvidado de
que una vez compartimos cigarros mientras marchábamos por las calles. Ya no nos fiamos
los unos de los otros como para dejar que alguien nos eche Pepsi en los ojos para calmar
el dolor provocado por los gases lacrimógenos.
Quería probar que el amor puede con todo, que el amor es más fuerte y poderoso que
cualquier otra fuerza de este mundo. Pero ni siquiera pude demostrarlo con Taymour.
Secuestramos nuestro amor y lo mantuvimos encerrado como a un rehén. Ahora mismo
soy consciente de que no puedo amar a Taymour, ni a ningún otro, si no es con total
honestidad. ¿De qué sirve amar si no podemos defender la legitimidad de ese amor? Será
mejor que lo dejemos aquí y ahora, que soltemos amarras y que cada uno siga por su lado.
Pero ¿adónde puedo ir yo? Mi amor por Taymour, por la revolución… esa era la brújula
que me indicaba el buen camino. ¿Y mi madre? ¿Dónde estará ahora? Eché tanto de menos
a mi madre y a mi padre durante tanto tiempo que quise morirme. Los eché de menos y a
la vez los odié por abandonarme y tener que recoger los pedazos yo solito. Soy como un
explorador al que se le ha roto la brújula y todo el mundo le señala direcciones opuestas.
Si me siento así de perdido ahora mismo, supongo que me sentiré todavía peor mañana, y
pasado mañana, y al día siguiente.
Si Taymour quiere vivir así, representando el papel que la sociedad quiere para él,
¿quién soy yo para decirle lo contrario?, ¿lo agarro del cuello para que siga por un camino
cuando él quiere tirar para otro lado? Si lo hiciera, no sería mejor que el régimen, ni que
Teta, ni que Hamza. No se puede forzar a alguien a ser libre. No puedo responder por mi
amor por él, sino más bien por lo que ese amor representa. Solo puedo responder por mí
mismo. Como dos líneas paralelas que transcurren la una junto a la otra, Taymour y yo
solo podríamos juntarnos si uno de los dos se torciera.

Pocas semanas después de la muerte de mi padre, volvía a casa andando una noche
después de estar con Maj. No había nadie en las calles, el silencio típico de una noche a
mitad de semana había quedado reservado a los grillos cantarines. Mi casa estaba a solo
diez minutos andando de la de Maj, bajando la calle y cruzando un descampado.
Caminaba con la cabeza agachada, mirándome las zapatillas blancas e intentando
distraerme pisando solo las losas rosas de la acera y evitando las amarillas. Iba saltando
de una losa rosa a otra, imaginándome que las amarillas eran piras cuadradas de fuego
que me abrasarían si las pisaba.
Las luces de un coche iluminaron la calle por la que iba. Me di la vuelta y vi un
coche aparcado en la oscuridad del arcén. Las luces se apagaron y se volvieron a encender.
Alguien me había visto y me estaba haciendo señales. Volví a darme la vuelta y seguí
andando. Apreté el paso: las losas amarillas se iban sucediendo cada vez más deprisa.
Escuché el ruido del motor arrancando y el coche empezó a seguirme. Eché a correr.
Quise dar un último vistazo al coche, pero solo pude ver la silueta del conductor tras el
resplandor de las luces. Puede que lo que vi fuera solo una alucinación, pero la sensación
fue tan real que aún hoy sigo jurando que el conductor de aquel coche era mi padre. Sus
ojos se quedaron mirándome por detrás del volante. Se me heló la sangre.
El coche aparcó en mitad de la carretera. Se abrió la puerta y mi padre empezó a salir
lentamente. Caminó hacia la parte delantera del coche y se quedó allí de pie. Su cuerpo
entero parecía estar ardiendo. Me estaba mirando y parecía más alto de lo que recordaba,
más alto que cualquier otro ser humano. Tenía las piernas tan largas que medía por lo
menos cuatro veces más que yo. Tenía las manos a los lados y al levantarlas pude ver que
sostenía una bola de fuego en cada palma. Las llamas derretían sus dedos y le subían por
los brazos. Abrió la boca para decir algo, pero no produjo ningún sonido. Su boca oscura
se abría más y más, engullendo su propia cara como una foto ardiendo.
Eché a correr con todas mis fuerzas, corrí hasta el final de la calle, luego torcí a la
izquierda y crucé volando el descampado. Nuestra casa estaba justo al final y pude ver
una luz parpadeando en el salón. Teta estaba viendo la tele. Al correr, los cardos y las
briznas secas de hierba me arañaban los tobillos. El suelo estaba lleno de latas de Pepsi
que brillaban a la luz de la luna como dientes azules de cristal. Detrás de mí, el cuerpo de
mi padre estaba completamente en llamas. Me seguía, prendiéndole fuego a la hierba a su
paso hasta que el campo entero echó a arder. El calor me quemaba el cogote.
Mis pies pisaron por fin el asfalto de la acera frente a nuestra casa. Me paré y eché la
vista atrás. El descampado estaba helado y a oscuras. Aparte del sonido del viento
soplando entre los árboles, la noche estaba tan muerta como mi padre. Me agaché y apoyé
mis manos sobre las rodillas para recuperar el aliento. Bajo la luz de las farolas, me sentí
completamente estúpido por haberme asustado de mi propia imaginación. Me eché a reír
como un tarado en mitad de la calle y me quedé allí, mirando la luz del televisor
parpadear en nuestro salón.
La casa está a oscuras y colmada de secretos. Voy directamente hacia mi habitación y abro
la puerta que anoche se interpuso entre nosotros y Teta. Entre nosotros y el mundo. Una
puertezucha de madera. Fue totalmente ridículo pensar que una plancha de madera iba a
poder protegernos a Taymour y a mí, aunque no creo que hubiera habido nada lo
suficientemente resistente como para mantener a salvo nuestro secreto.
El viejo sillón de cuero de Baba sigue en el mismo rincón de mi habitación. ¿Ves?,
nuestro mundo se detuvo con la muerte de Baba. Seguimos manteniendo las mismas
estanterías desvencijadas, el mismo televisor, los mismos platos, sillas, cuchillos y mesas.
Llevamos demasiado tiempo anclados en aquellos tiempos.
Me siento en el sillón de mi padre y apoyo mis brazos en el cuero marrón desgastado,
tal y como hacía él. Le doy una calada profunda al cigarro que acabo de encenderme y la
punta incandescente ilumina la oscuridad. Escucho el rugido de un avión sobrevolando,
seguido del gemido de una ambulancia dos calles más abajo. Estoy sentado justo enfrente
de la ventana, pero no entra ni una pizca de aire. El aire de la habitación está
cargadísimo. Me empieza a sudar la frente. Parece que esta noche va a ser la más calurosa
del año.
Una ola de calor se cierne sobre la ciudad y estamos todos atrapados en este horno.
Algunos deciden ignorar las llamas y se esconden detrás del espejismo proyectado por los
aires acondicionados de los centros comerciales, los hoteles con categoría internacional, los
restaurantes de lujo y los enormes descampados en espera de constructoras donde tienes
que ir con cuidado porque los cardos ocultan fantasmas en llamas que te persiguen a
través de tu pasado. Esos pocos afortunados construyen tartas de boda y torres de cristal,
hormigón y acero para protegerse de las llamas. Mientras tanto, dentro de las embajadas
imperiales protegidas por alambres de espino y guardas armados, hombres y mujeres de
tez blanquecina discuten sobre los precios fluctuantes del petróleo, las operaciones de
contrainsurgencia, los proyectos de estabilización y las campañas de empoderamiento de
la mujer, embutidos en sus chalecos antibalas. Y todo es autoestima, autoengaño y
autoafirmación.
Para los hombres que se ven forzados a salir de al-Sharqiyeh en busca de un trozo de
pan o algo de trabajo —incluso si ese trabajo consiste en rebanarle el pescuezo a alguien
cegado por el convencimiento de que eso puede contentar a Dios—, la negación es un
lujo que no pueden permitirse. La ciudad, más engañosa que nunca, atrae a esos hombres
a que se adentren en el desierto en busca de salvación y luego los encierra en sus prisiones
para que se asen a fuego lento. Las llamas los agarran por la garganta y, cuando se
evapora la última gota de saliva de sus labios, solo queda el silencio.
Pero en medio de esta decadente ciudad consumida por las llamas, todavía quedan
resquicios de esperanza. Los puedes encontrar en habitaciones oscuras y estrechas de los
sótanos de algunos bares, donde mujeres de pelo corto les alegran el día a hombres
trajeados. Se puede sentir en cines abandonados en los que extraños anónimos se
enamoran perdidamente, aunque solo sea por un momento, y en los salones de las casas,
donde las familias se juntan para tomarse un té negro superdulce y conectar por Skype
con los familiares que están lejos y así poder ver juntos los eternos y dispersos programas
que duran toda la noche. A pesar de las salas de interrogatorios donde hombres
uniformados clavan su porra y sus pistolas eléctricas en el cuerpo desnudo del hijo o la
hija de alguien, a pesar de las cárceles donde los hombres se transforman en sádicos
asesinos con tal de cumplir sus sueños y conseguir una paga, todavía quedan resquicios de
esperanza en las calles de esta ciudad.
Y es en estas calles decadentes donde reside el poder. El poder de la calle: soñador,
puro e iluso como un romántico desesperado, usado y vapuleado por las políticas de
aquellos que habitan los palacios. Por un momento tuvimos el país entero en nuestras
manos. Entonces nos retiramos y ahora el poder de las calles ha sido derribado y han
destrozado su corazón. Pusimos la revolución contra las cuerdas y salimos corriendo, sin
darnos cuenta de que nos estábamos enterrando a nosotros mismos al hacerlo. Y cuando
matan a alguien y luego a otro y a otro, las muertes llegan a un nivel al que una sola
vida ya no le importa a nadie. Podrías ser la reina del Guapa y aun así nadie salvo tu
madre lloraría sobre tu cadáver. Pero a pesar de todo, todavía quedan resquicios de
esperanza. Y la negación ha dejado de ser una opción.
Observo los racimos de jazmín que trepan por la ventana, abrazándome con sus
perfumadas flores. Detrás del jazmín está la guardería, y por detrás de la guardería
asoma el minarete de la mezquita con su luz verde brillando. Estoy tan cansado que
pensaba que esa luz era una estrella explotando en el cielo. En lo alto de ese minarete, el
muecín se aclarará pronto la garganta para llamar a esta ciudad atormentada al rezo.
Incluso con la ventana cerrada y la persiana echada hasta abajo, su llamada es tan
estridente que parece que está aquí conmigo en la habitación.
Durante muchos años estuvimos el muecín, Taymour y yo en esta habitación. Su
llamada era nuestro despertador, avisándonos de que Taymour tenía que volverse a casa.
Empiezo a pensar en la noche de ayer. Taymour me prometió que no sería la última. Me
prometió que encontraría la forma de estar juntos. A lo largo de un solo día, de una sola
puesta de sol, todas esas promesas se han convertido en polvo.
Anoche también hacía calor. El micrófono del muecín sonaba cascado. Las sábanas
crujieron cuando Taymour se separó de mí. Aquel crujido desencadenó una tristeza
familiar, la constatación de que a la mañana siguiente no íbamos a amanecer juntos.
Taymour empezó a vestirse, mientras yo seguí tumbado en la cama, desnudo,
observándole, excitado por la visión de sus músculos tensándose al ponerse los
calzoncillos. Aparté la vista hacia la cómoda, hacia el marco de madera con la foto de
Baba, al que le había dado la vuelta casi como un acto reflejo cuando entré en la
habitación con Taymour.
—Quédate un poco más —le pedí.
Taymour me sonrió. Volvió hacia la cama y me dio un beso en la frente.
—Tengo que prepararme ya, hemos de ir temprano a firmar los papeles.
—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres hacer?
A partir de ahora dormirá junto a otra persona. Habría abandonado cualquier
revolución con tal de poder darme la vuelta por la mañana y encontrarlo a mi lado, por
abrazarme a su cuerpo cálido y besar sus labios y saborear su aliento matutino. Es
extraño como algo tan insignificante puede tener tanto valor: el simple acto de
despertarte abrazado a la persona que amas.
Se sentó en el sillón de Baba para ponerse los calcetines.
—Es lo correcto, Rasa.
—Parece que estás deseándolo —le dije—. Genial.
Me miró preocupado.
—Pensaba que ya lo habíamos dejado claro. Sabes que esto no cambia lo que tenemos
tú y yo.
Suspiré y me di la vuelta. Taymour se acercó al espejo y empezó a mirarse, se atusó
el pelo, se lo echó para un lado, luego se lo alborotó otra vez. Por su mirada casi pude
verle preguntándose a sí mismo: ¿cómo querrá la sociedad que me peine?
Fuera, el muecín instaba a la ciudad a salir de la cama.
Un grito rompió el silencio. Fue más bien un quejido, el largo y desesperado quejido
de alguien que lo ha perdido todo. El tiempo se detuvo y Oum Kalthoum siguió
entonando esa nota. ¿Había sido solo un segundo o realmente Oum Kalthoum sostuvo
esa nota durante horas? Nunca antes me había dado cuenta.
Fue entonces cuando empezaron los golpes.
—¡Abre la puerta, Rasa! ¡Abre la puerta ahora mismo! —La voz de Teta retumbaba
al otro lado de la puerta.
La habitación entera empezó a temblar. Un terremoto, las paredes se movieron. Di un
salto de la cama, desnudo, y me abracé a Taymour para evitar caerme. Ninguno de los dos
dijo nada, ni siquiera nos atrevimos a respirar. Seguí abrazado a Taymour, mirándole
fijamente a sus ojos encendidos, que iban pasando de la puerta a mi cuerpo desnudo y
tembloroso.
Los golpes continuaron y también las palabras gritadas detrás de la puerta, palabras
llenas de ira que apenas tenían sentido si las sacabas de contexto, o incluso si las
juntabas. Las palabras no eran lo importante, pero Teta las lanzaba hacia nosotros como
llamaradas salidas de su boca. Su rabia prendió fuego a la cama, a la puerta, al espejo, las
llamas nos engulleron por completo.
—¿Pero qué estás hablando, Teta?
Me apresuré a recoger la ropa que tan descuidadamente había esparcido por el suelo.
Me vestí corriendo, primero los calzoncillos, luego los vaqueros y finalmente la camiseta.
—No me vengas con esas, jovencito —gritó Teta. Los golpes sonaron más fuerte,
con más coraje. Nunca imaginé que una mujer de su edad pudiera tener tanta fuerza en
los puños, tanta rabia. Sentí que el techo se iba a venir abajo en cualquier momento o que
el espejo acabaría estrellándose contra el suelo.
Taymour me agarró de los brazos y empezó a sacudirme.
—Tienes que sacarme de aquí, Rasa —me pidió con cara de desesperación, los ojos
totalmente en blanco y a punto de salírsele de las cuencas—. Tengo que salir de aquí.
Cerré los ojos y me llevé las manos a la cabeza: tenía la sensación de que me iba a
explotar si no la sujetaba. La puerta tembló más y más fuerte y sentí que me estaba
dando a mí los puñetazos en la cabeza con la intención de abrir mi jaula secreta y dejar
volar los pájaros que había dentro.
—¡Está bien! —grité, abriendo los ojos. Pararon los golpes—. Está bien, abriré la
maldita puerta, pero vete a tu habitación, Teta. ¿Me oyes? ¡Yalla! Se hizo el silencio.
Luego se oyeron los pasos de Teta por el pasillo y seguidamente un portazo.
—Deja que me vaya —me suplicó Taymour.
—Sí, sí —mascullé. Quité la llave y abrí la puerta. Me asomé al pasillo: estaba
vacío. La puerta de la habitación de Teta y la de Doris estaban cerradas y la casa volvía a
estar en calma. Teta se había encerrado en la habitación como había prometido. ¿O
acababa de inventármelo todo? Miré a Taymour. Nunca había visto una cara tan pálida,
tan llena de pavor. Asintió con la cabeza, como si me estuviera leyendo la mente. Había
ocurrido.
—Llámame cuando hayas terminado con esto —me pidió en la puerta.
Le agarré las manos. Pensé que no iba a poder dejarlo marchar. Durante un segundo
barajé la posibilidad de volver a encerrarnos en mi cuarto; si no salíamos de la habitación,
podíamos evitar la boda, a Teta y todo este sinsentido. Nos imaginé abrazados en mi cama
para siempre, alimentándonos de las sobras que Doris nos pasaría por la cerradura.
—Llámame cuando hayas terminado con esto —repitió Taymour.
—Prométeme que volveré a verte —le dije.
—Te lo prometo. —Me apretó la mano por última vez antes de marcharse. Bajó
corriendo las escaleras y se adentró en la oscuridad de la noche sin mirar atrás.
Cuando lo perdí de vista, cerré la puerta. Todo estaba en calma. Si los gritos de Teta
habían despertado a los vecinos, ninguno había sentido suficiente curiosidad como para
seguir cotilleando.
Llamé a la puerta de Teta. Me abrió y me siguió hasta la cocina sin decir ni una
palabra. Se sentó en la mesa y dejó la mirada perdida. No me miró directamente mientras
le preparaba un té y me sentaba enfrente de ella. Ninguno de los dos tocó el té, que se
quedó entre nosotros en la mesa mientras fumamos un cigarro detrás de otro en silencio.
Intenté formar alguna frase para explicarme, pero ninguna palabra de las que había
estado practicando frente al espejo del baño sería bien recibida en esta mesa. ¿Para quién
había estado ensayando aquellas palabras años atrás, para ella o para mí mismo?
—¿Qué has visto? —le pregunté. La garganta se me contrajo al hablar, ronca de los
gritos y las lágrimas que había tenido que volver a tragarme.
—He visto suficiente.
—Deja que te explique.
—Le había visto venir otras veces. Entonces pensé que estabas metido en líos de
drogas. Nunca se me hubiera pasado por la cabeza que…
—Teta…
—Sé que eres de otra generación; sé que no pensáis en casaros y que solo buscáis
experimentar y probar cosas nuevas.
—Teta.
—No quiero volver a ver a ese chico en mi casa, ¿queda claro?
No dije nada.
—A lo mejor es culpa mía, a lo mejor he sido demasiado blanda contigo, demasiado
abierta. ¿Es porque te metía almendras por el culo de pequeño cuando estabas estreñido?
Es que estabas siempre estreñido de pequeño. Hay tantas niñas que se mueren por tus
huesos… ¿Qué necesidad tienes de estar con un hombre? Seguro que ese chico horrible te
ha seducido. Desde la primera vez que lo vi supe que ese chico no era bueno.
Nunca la había visto así, soltando frases inconexas que nos estaban llevando a
callejones sin salida y círculos cerrados. Por fin tomó aire y soltó un profundo suspiro.
—Vamos a tener que mantener esto bien en secreto —soltó con un tono totalmente
práctico, más para sí misma que para mí. Apagó el cigarro en el cenicero y se puso de pie.
Se recolocó su camisón de algodón y salió de la cocina.
Yo me quedé sentado, escuchándola caminar hacia su habitación y cerrar la puerta.
Luego me volví a meter en la cama.
Sigo sin saber lo que vio Teta cuando miró por la cerradura. ¿Nos vio besándonos?
¿Nos vio tumbados en la cama, frente a frente, a solas con nuestros pensamientos? Hace
unas semanas estábamos en mi habitación y Taymour se levantó y se fue hacia la puerta.
Empezó a examinar la cerradura con la concentración de un científico analizando algo en
un microscopio.
—Si le das solo una vuelta a la llave, se puede ver a través de la cerradura —
sentenció, dándole una vuelta más para bloquear el diminuto agujero.
—No seas paranoico —suspiré, empujándole de nuevo entre las sábanas.
Teníamos siempre muchísimo cuidado: bajábamos la persiana hasta abajo del todo
para asegurarnos de que no quedaba ni una sola rendija entre las láminas, de forma que
ni los ojos más curiosos pudieran asomarse desde el otro lado de la ventana; corríamos las
cortinas y cerrábamos la puerta a cal y canto. Pensábamos que habíamos conseguido sellar
la habitación al vacío, pero Teta se las apañó anoche para conseguir entrar en ella a
través del lapsus más insignificante: una llave mal echada en la cerradura.

Me levanto del sillón de Baba y camino hacia la habitación de Teta siguiendo el sonido de
sus profundos ronquidos. Cuando era más pequeño, como una madre preocupada por su
bebé recién nacido, me inquietaba que sus ronquidos pararan de pronto en mitad de la
noche. Me obsesionaba la idea de que muriera y me abandonara como lo habían hecho mi
madre y mi padre. Sus escandalosos ronquidos atravesando las paredes de papel de
nuestras habitaciones eran la forma de asegurarme de que seguía viva. Esta noche, esos
ronquidos me conducen hacia el enfrentamiento definitivo.
La puerta de su habitación está abierta de par en par. Está dormida boca arriba,
tapada con la colcha. Las profundas arrugas de su cara parecen destensadas mientras
duerme. Su mente está en otro lugar, en un mundo distinto en el que la noche pasada
nunca ocurrió. Tiene la boca abierta. La única evidencia de que esta mujer es Teta, la
fuerte y severa Teta, son los impresionantes ronquidos que se forman en el fondo de su
garganta. Tiene un pie fuera de las sábanas, los dedos perfectos después de su pedicura y
las uñas pintadas de un rojo sencillo. Los muebles de madera crujen levemente por la
noche. Ha sido un día largo y caluroso.
Me quedo de pie junto a la cama y la observo. Estudio su cara, leo su expresión. Al
verla dormir, no puedo evitar pensar en lo mucho que la quiero. Todo el amor que sentía
por Mama y Baba lo deposité en ella. ¿Dónde podré depositar todo ese amor después de
esta noche? Y todo el amor que Teta sentía por su hijo, que luego depositó en mí, ¿adónde
irá a parar? No volveré a besar esas profundas arrugas de su frente, o las arruguitas que
marcan sus mejillas. Podría seguir la historia decadente de esta exhausta familia en las
arrugas de su cara. ¿Dejaría ella que volviera a besar sus arrugas ahora que sabe dónde
han estado mis labios?
Es una mujer mayor; ha tenido una vida larga y difícil. Ha visto morir a su único
hijo, y, como nunca dejó de recordarme, no hay nada que pueda doler más que ver morir a
tu propio hijo. Ahora su nieto también ha muerto. Peor que eso: ha liquidado el nombre
de la familia; ha borrado del mapa cualquier posibilidad de continuar el linaje familiar, de
que su hijo siga vivo a través de las generaciones futuras.
Me tiemblan las manos. Me siento vacío y tengo los nervios a flor de piel, como si
acabara de tomarme un frasco de veneno. La he defraudado y he traído la vergüenza a su
casa. La he arrastrado conmigo a este viaje, a esta pobre mujer que ha sufrido ya lo
suficiente a lo largo de su vida. Le estoy ofreciendo una última batalla.
Hay una almohada tirada en el suelo junto a su cama. La cojo. Siento el tacto fresco
del algodón blanco en mis manos. Teta siempre guarda un rato las sábanas en la nevera
para que se mantengan frescas durante las noches calurosas de verano. Si apoyara esta
almohada sobre su cara, el suave algodón impregnado del perfume de azahar del
detergente, si presionara la almohada poco a poco, ¿qué pasaría? Lo achacarían a la
edad… una pobre mujer anciana que ha muerto mientras dormía. Tendría la casa para
mí solo. Nadie que mire por la cerradura, nada de preguntas sobre adónde voy o con quién
comparto mi cama. ¿Pero me perseguiría su fantasma por toda la eternidad? ¿Seguiría su
espíritu colándose por las cerraduras?
Sus ojos se abren. Se me queda mirando con cierto terror. Suelto la almohada. Se
sienta en la cama y se restriega la cara.
—¿Qué haces ahí parado como si fueras una aparición?
Me siento a su lado. Eructa, un rollizo y autoritario eructo que dura un par de
eternos segundos.
—No debería haberme comido ese puñetero queso para cenar.
—¿Qué has hecho esta noche? —le pregunto.
—Ver la mierda de noticias, comprobar cómo todo el mundo se carga este país.
Vivimos en una república de la vergüenza. ¿Dónde has estado tú toda la noche?
—En la boda. —Hago una pausa. Me tiemblan las manos, e intento pararlas al
apoyarlas en mis rodillas—. En la boda del hombre que viste anoche en mi cama.
Se me queda mirando y se lleva una mano a la boca.
—¿No te da vergüenza hablar abiertamente de eso conmigo?
—Estoy harto de sentir vergüenza —le contesto—. Estoy harto de tus normas
sobre lo que es eib y lo que no. Ahora tengo mis propias normas.
—El niño ahora tiene sus propias normas —le dice Teta a la lámpara. Se vuelve
hacia mí—. ¿Y quién más sigue tus normas, si se puede saber?, dime, ¿quién? ¿O solo las
sigues tú? ¿Qué dirían los demás de tus normas?
—Pueden decir lo que les dé la gana.
—¿Acaso piensas que solo hablarán de ti? —Se empieza a reír—. ¿Y qué pasa
conmigo?, ¿o es qué yo no importo? ¿Y tu padre?, que Dios le bendiga, ¿acaso se merece tu
padre que la gente vaya por ahí hablando de él?
—Deja de utilizar a Baba contra mí. —Doy un salto hacia atrás—. Tengo voz
propia.
—¿Y para qué la usas? ¿Para seducir a otros hombres y meterlos en tu cama? ¿Eso es
darle un buen uso a tu propia voz? Mira a tu alrededor, Rasa. Mira este país. Mira lo
que implica tener voz. «Tengo voz propia», dice. —Hace una pausa para coger aire—.
Tener voz propia es peor que tragar mierda y seguir callado.
Nos tomamos un segundo. Teta le da un sorbo a su vaso de agua. Yo miro el móvil.
Es terapéutico eso de dar gritos, me siento mejor. Y cuando hay silencio, hay silencio de
verdad. No se oye ni una mosca en la casa; solos Teta y yo en el campo de batalla.
Teta se aclara la garganta.
—A lo mejor deberías llevarte esa voz que tienes de vuelta a Estados Unidos —me
suelta.
—¿Acaso permitirías que me fuera? Si fuese así, me habrías echado de casa anoche
mismo. Pero no, me obligas a seguir aquí contigo, bajo tus normas, bajo las normas de
Baba. Si pretendiera marcharme, sería un sucio traidor.
—No, no, no. —Sacude la cabeza con rabia como un niño pequeño cabreado—. Tu
padre nos mira desde el cielo y no pienso consentir que crea que te permito hablar así de
él.
—Pues hablemos de él entonces —le digo—. ¿Qué pasó durante aquellos seis meses
antes de que muriera?
Mi pregunta la deja paralizada. A mí también. Esa pregunta ha salido de una parte
de mí que ni siquiera era consciente de que existía. Nuestras peleas habían seguido
siempre el mismo patrón: habíamos trazado unas líneas y habíamos llegado a un acuerdo
sobre lo que se podía discutir y lo que no. Ya no me valen esas líneas. Tan pronto como se
traza una línea hace falta cruzarla, aunque solo sea para asegurarse de que no se queda
ahí para siempre, de que no acaba marcando nuestras vidas por otra eternidad.
—¿Dónde está mi paquete de tabaco? —Teta empieza a incorporarse, pero le corto
el paso.
—¿Por qué Baba no siguió un tratamiento?
—No pretendas traer de vuelta a los muertos, Rasa.
—Llevamos quince años viviendo bajo las normas de un muerto —le contesto.
Teta le da otro sorbo al vaso de agua que tiene en la mesita de noche y enciende la
lámpara. En la penumbra puedo ver que tiene los párpados hinchados y grisáceos, como si
hubiera estado viendo las imágenes de lo que ocurrió anoche una y otra vez.
—¿Qué quieres saber? —me pregunta finalmente.
—Quiero saber por qué no se sometió a ningún tratamiento.
—El tratamiento no hubiera funcionado nunca, solo hubiera servido para hacerle
sufrir todavía más en sus últimos meses —me dice con amargura, agarrándose su
camisón de algodón—. Los médicos dijeron que era terminal, aunque se hiciera el
tratamiento. Dios lo quería a su lado y yo al mío, y luché contra Dios por la vida de mi
hijo, pero al final salí perdiendo.
—Le dejaste morir.
—¡No te atrevas a decir eso! Lo único que quería tu padre era pasar sus últimos
meses junto a mí.
—¿Y Mama?
—Tu madre era un caso perdido.
—Necesitaba ayuda, todavía la necesita.
—Tu madre se fue porque sabía lo que le estaba haciendo a esta familia. A pesar de
todos sus errores, sí acabo aprendiendo algo de mí: saber lo que es la vergüenza.
—Mientes. No pudo olvidarse de mí tan fácilmente. Te aseguraste de que no nos
encontrara. Nos obligaste a mudarnos, nos distanciaste hasta conseguir que no quedara
nada de nuestra antigua vida.
—Intentaba protegerte, Rasa.
—Pero se te olvidó algo, ¿verdad? Pasaste por alto un detalle insignificante: el
apartado de correos de la oficina del centro. El mismo apartado de correos que alquilaste
hace treinta años, cuando Baba se fue a la universidad.
—Rasa, deja que lo pasado siga estando en el pasado.
—¿Nos escribió? —La cojo de los hombros y empiezo a zarandearla—. ¿Dónde
están las cartas de Mama?
Ni siquiera protesta, consintiendo ser zarandeada como una muñeca de trapo. Paro y
la miro a los ojos. Intento adivinar qué puede estar pensando. Le da igual lo que la gente
piense de ella, ¿verdad? Lo único que le importa son todos esos años antes de perder a su
hijo, lo mucho que se había esforzado por protegerlo y la facilidad con la que le había sido
arrebatado. Y durante todo este tiempo me he empeñado en protegerla de perder lo único
que le quedaba: yo.
—Rasa, lo único que quiero es asegurarme de que estás bien cuidado… Si sales con
hombres, ¿cómo vas a vivir?, ¿quién va a cuidar de ti cuando seas viejo?
—Dame la llave del buzón de correos ahora mismo —le grito. Sé que la llave tiene
que estar por aquí. Estoy convencido de que mi madre me escribió. Mi querido Rasa, no
puedo expresar con palabras lo mucho que te he echado de menos; no he dejado de picar
cebolla desde que me fui y te dejé solo con esa bruja. Empiezo a abrir los cajones de la
mesilla de noche de Teta, apartando los botes de pastillas, las medias y un taco de fotos
antiguas. Saco el cajón del todo y lo vuelco en el suelo. Ni rastro de la llave.
Teta guarda silencio mientras mira fijamente la foto de Baba que tiene en la mesilla.
Es una foto de él conmigo recién nacido en brazos. Baba tiene un tupido bigote y rezuma
alegría por los ojos. Me voy hacia su armario y empiezo a revolverle la ropa, lanzándola
detrás de mí mientras sigo buscando. Cuando no queda ni un solo vestido en el armario,
me voy hacia el pasillo: la llave tiene que estar en el salón.
—¿Sabes una cosa, Rasa? —me dice Teta antes de que cruce la puerta. Me doy la
vuelta para mirarla—. Eres idéntico a tu padre. Siempre fue como el buen vino: cuanto
más años cumplía, más guapo estaba. Incluso cuando se puso enfermo, siguió estando
radiante.
Cierro la puerta de un portazo y me voy a mi cuarto. Enciendo la luz, arrimo la silla
al armario y me subo para alcanzar la caja de zapatos que hay en la última balda, detrás
de los libros. Empiezo a rebuscar entre el montón de cartas y postales de Taymour que he
metido aquí esta misma mañana, aunque parece que haya pasado una eternidad. Cojo lo
único que hay en la caja que no pertenece a Taymour: la foto en la que aparezco con
Mama. No tengo por qué hablar con Teta de lo que pasó anoche. Cuando encuentre las
cartas de Mama, cualquier rastro de ella, será con ella con quien hable. Soy su hijo, no el
de Teta.
Sigo rebuscando por la casa intentando encontrar el más mínimo rastro de mi madre.
Ya no me preocupa hacer ruido o despertar a alguien; que se despierten todos y vean que
estoy vivo. Entro en el comedor y vacío el bolso de Teta en el suelo. Su tabaco, pañuelos
usados, sus gafas, chicles. Todo por los suelos.
Sigo con las paredes; quito una por una todas las fotos de Baba, tiro al suelo el marco
en el que están él y Teta y disfruto escuchando cómo el cristal se hace añicos. Empiezo a
sacar las fotos de sus marcos para ver si la llave está escondida detrás de alguna.
Durante todo este tiempo, estando con Teta, me he comportado siempre de la mejor
manera posible. Intentaba protegerla, igual que ella intentaba protegerme a mí. Pero ¿a
qué precio?
—¿Dónde está? —le grito mientras cojo los cojines del sofá y les rompo las costuras.
Ni rastro de la llave. Lanzo el cojín destrozado al aire. Cae sobre la mesa y tira un
cenicero de cristal al suelo. Corro hacia la estantería y retiro la tele de un empujón. El
golpe seco que produce al estrellarse contra la alfombra me provoca cierto placer.
Cuando ya no queda nada que poner patas arriba, me detengo y miro a mi alrededor.
Estoy jadeando como un loco. La habitación entera está llena de cristales rotos y muebles
volcados. No hay ni rastro de Mama por ninguna parte. Siempre pensé que habría algo
suyo aquí guardado, albergaba la esperanza de que esta casa guardara su presencia de
alguna forma, pero estaba todo en mi cabeza. Nunca estuvo aquí. Lo único que la
mantenía en esta casa era yo.
Entro llorando en el cuarto de baño. Es como si todo el dolor que había sufrido por
mi madre me golpeara de pronto. No solo lloro por ella, también lo hago por mí; por la
persona que solía ser, ese alguien que pensaba que podía cambiar el mundo, que ante la
imagen de un pobre hombre de al-Sharqiyeh torturado hasta la muerte en prisión, seguía
pensando que sí se podía hacer algo; ese alguien capaz de enamorarse perdidamente sin
pensar en las consecuencias. ¿Qué va a ser de mí mañana? ¿En qué va a ocupar sus días
este nuevo yo?
Cojo la pasta de dientes y empiezo a lavármelos. Me miro la cara en el espejo. Está
enrojecida y consumida. Me acerco un poco más, atraído por algo que me resulta familiar
en mi cara: un puñado de venillas ensangrentadas me rodea la nariz.
Cuando era pequeño, sabía perfectamente cuándo mi madre había vomitado después
de beber. Se forzaba tanto con cada bocanada que la zona de la nariz acababa llena de esas
pequeñas venillas completamente enrojecidas por la presión de la sangre. Mis ojos,
enrojecidos y exhaustos, me devuelven la mirada desde el espejo. Ahí están los ojos de mi
madre. La puedo ver perfectamente mirándome a través del espejo, a los demonios que
ambos compartimos —la anormalidad, la alteridad— y, por primera vez, siento que ya
no estoy solo.
Pero no solo soy como mi madre, ¿no? Esta cabezonería imperiosa por aferrarme a un
imposible, a mi madre, a Taymour, a la revolución… eso se lo debo a Teta. Ella me crio
contra todo pronóstico, esa mujer que pensaba que eso de criar niños hacía tiempo que se
había terminado para ella. Pero después de tantos años siguiendo sus empecinadas
indicaciones, acabé aprendiendo de ella. Solo espero que un día sea capaz de echar la vista
atrás y admirarme por haber sido capaz de labrarme mi propia vida.
La puerta de Teta sigue cerrada cuando salgo del baño. Voy hacia el salón y cojo un
boli y un papel del cajón mugriento donde guarda sus cartas. Tacho los números que hay
escritos en el papel, una lista con la puntuación de alguna partida de bridge. Sé lo mucho
que insiste Teta en no malgastar papel y en usar cualquiera al que le quede un mínimo
espacio en blanco.
«Soy igualito que tú», escribo entre los números y cálculos anotados
apresuradamente. Lo rodeo con un círculo para llamar su atención y lo dejo encima de la
mesa.
Me vibra el móvil en el bolsillo.

Estoy fuera.

Mensaje de Maj. Se oye una puerta chirriar al abrirse.


—¿Señor? —La voz de Doris atraviesa la casa en calma. Me acerco al pasillo y veo
su cabeza asomando por detrás de la puerta.
—No te preocupes, Doris, ya ha pasado todo —le digo. Entro en su habitación, que
está completamente a oscuras, salvo por un puñado de velas encendidas en la cómoda,
justo debajo del retrato de Baba que pintó Mama. Parece un altar, ¿pero para quién?,
¿para mi madre o para mi padre?
—¿Vas a salir? —me susurra.
—Sí.
—Hay demasiados problemas fuera. Mi familia me ha llamado. Me han pedido que
vuelva. —Se para un segundo y luego me agarra de la muñeca y me guarda un pequeño
objeto en la palma de la mano.
Es una llave pequeña y delgada.
—No se lo digas a Teta —me susurra, llevándose un dedo a los labios.

Salgo de casa, cierro la puerta y bajo las escaleras. La calle está totalmente vacía y el sol
asoma ya por el este, bañando al-Sharqiyeh de un rojo amanecer. Nunca hay nubes a
estas alturas del verano pero, en esta mañana de julio, una nube de destrucción
sobrevuela al-Sharqiyeh. Mucha gente estará en sus casas cuando mueran hoy. Las
columnas de humo que se alzan cuando las bombas rozan el suelo estarán cargadas de
cemento, de polvo, de trozos de muebles, de miembros humanos pulverizados sobre las
ruinas de la ciudad. Los suburbios arden en el horizonte como un espectáculo demente.
La vista de los suburbios es tan hermosa desde aquí lejos… pero ya no quedará nada, tan
solo ruinas en llamas.
Maj está aparcado en la esquina. Cuando me ve, me hace señales con las luces.
—Siento lo de esta noche —me dice al meterme en el coche. Lleva los labios
pintados de un rojo brillante y se ha sombreado los ojos con kohl para disimular los
moratones.
—No sé si puedo seguir adelante —le digo.
Se encoje de hombros.
—Saldrás adelante.
—Saldré adelante. —Asiento con la cabeza—. ¿Y quién cuidará de nosotros cuando
seamos viejos?
Se acerca a mí y me da un pellizco en la mejilla.
—Tú cuidarás de mí. No sé quién cuidará de ti.
Me río. Estoy agotado y me duele la cabeza. No sé cómo empezará mañana el día,
pero desde luego no será con vergüenza.
—Bueno, ¿qué quieres hacer? —pregunta Maj cuando arranca.
—No sé. —Aprieto la llave contra el puño. Sí sé lo que quiero hacer. Quiero
encontrar a mi madre, decirle que no pasa nada, que estoy bien. Me vuelvo hacia Maj—.
A lo mejor deberíamos ir a protestar.
—Sí, eso es, buena idea. Vamos a protestar. ¿Contra quién?
—Contra todo el mundo. Contra todo.
—Suena bien —me dice Maj—. Pero antes, nos mejor tomamos la última ronda en
el Guapa.
GLOSARIO DE TÉRMINOS ARABES
(por orden alfabético)

Ahlan wa sahlan - Bienvenido, aunque su significado es más profundo. Es una fórmula


de saludo ancestral que era utilizada por las tribus nómadas para recibir a viajeros que
llevaban tiempo cruzando el desierto. «Ahlan» es la familia y vendría a significar algo así
como «después de tu largo viaje, has encontrado a tu familia y estás en terreno seguro /
serás tratado bien».
Al-ajaneb - Extranjeros. Es un término muy utilizado despectivamente por los árabes
que viven en países occidentales para referirse a los «no árabes».
Allahu Akbar - Dios es (el más) grande.
Al-Sharqiyeh - El Oriente. Se conocen bajo este nombre numerosas poblaciones de
distintos países árabes. De este término procede el español «Axarquía», nombre con el que
se denomina a la comarca oriental de la provincia de Málaga.
Arak - Aguardiente anisado consumido en el Levante mediterráneo. Es el equivalente al
chinchón español, el ouzo griego, el raki turco, etc. y, como estos, suele tomarse diluido en
agua y con un hielo.
Athaan - Cada una de las llamadas al rezo que hace el muecín desde el alminar de la
mezquita.
Baba - Papá.
Baklawa - Dulce típico de Oriente Próximo y los Balcanes. Es un pastelillo formado
por varias capas de pasta filo rellenas de frutos secos (comúnmente pistachos) y bañado en
almíbar de miel.
Bilad - País (Tierra). Se utiliza el término frecuentemente en referencia a Bilad ash-
Sham (El país de Sham) o la Siria Histórica, que abarcaba prácticamente la totalidad del
Levante mediterráneo, donde hoy se encuentran los países de Siria, Líbano, Jordania,
Palestina, Israel y la provincia —actualmente perteneciente a Turquía— de Hatay.
Bint - Hija (Ya binti - Hija mía).
Bisaraha - Honestamente.
Daloo’a - Malcriada; que se siente superior a los demás.
Eib - La traducción más próxima sería «vergonzoso», «infame», aunque, como el autor
explica más adelante, el sentido es más complejo: eib tiene una connotación social, supone
la vergüenza al qué dirán (kalam-il-nas) y se aplica a todo lo considerado «de mala
educación». Si haram es lo prohibido moralmente, eib es lo inaceptable socialmente.
Eid - Fiesta, celebración. De los varios Eid dentro del Islam, los más celebrados son el
Eid-al-Fitr, que marca el final del mes de ramadán, y el Eid-al-Adha, conocido en los
países de habla hispana como «Fiesta del Cordero», que conmemora la disposición de
Abraham para sacrificar a su hijo por voluntad de Dios.
Ein - Decimoctava letra del alfabeto árabe, una de las más comunes y de mayor
dificultad a la hora de pronunciar para los no nativos.
Halawa - Dulce similar al turrón español (y probable origen de este) elaborado a partir
de una base de pasta de sésamo (tahini) a la que se le añade, según la receta específica, una
gran variedad de frutos secos, miel e incluso verduras confitadas, como zanahoria o
calabaza.
Fattoush - Ensalada libanesa de hortalizas a la que se le añade pan de pita tostado
cortado en trozos y una especia conocida como zumaque en castellano (summak), de sabor
cítrico.
Habibi - Mi amado. Las versiones femeninas son habibati y el más coloquial habibti,
aunque también se utiliza habibi en femenino. Aparte de su significado literal, es un
término ampliamente utilizado como expresión de cariño hacia las personas cercanas.
(Cariño mío, cielo).
Hamdullah - Gracias a Dios. Suele utilizarse como respuesta positiva cuando te
preguntan qué tal estás.
Haram - La palabra árabe haram designa todo aquello que está prohibido (por ser algo
sagrado que debe respetarse), que es pecado. Es lo contrario al término más conocido halal
(permitido). En el lenguaje coloquial se utiliza haram para enfatizar que algo está mal.
Hayati - Mi vida.
Ibn - Hijo (Ya ibni - Hijo mío).
Ibrik - Puchero de mango muy largo, especial para preparar el café.
Ihbat - Frustración o boicoteo deliberado de un esfuerzo.
Inshallah - Ojalá; si Dios quiere.
Kaak - Rosquilla aromatizada con anís y cubierta de azúcar y sésamo.
Khalas - Ya está bien; basta ya.
Khawal - El khawal era el hombre que representaba la danza del vientre vestido de
mujer, ya que ellas solo podían bailar con otras mujeres o delante de su marido. Aunque el
fenómeno era común en varios países, el término khawal es egipcio. Eran muy conocidos y
apreciados hasta la ocupación británica de Egipto en 1882. Actualmente, el término hace
referencia, en tono muy despectivo, al homosexual, concretamente al que ejerce un rol
pasivo. Es el insulto más común junto con shaath, que significa literalmente «desviado». Al
igual que ha sucedido en otros países, en los últimos años se ha producido un intento por
parte de la comunidad LGTBI de reapropiación positiva de ambos términos. Un claro
ejemplo fue la campaña reivindicativa libanesa del Día Internacional contra la Homofobia
de 2010, cuyo lema fue «Ana shaath» (Soy maricón).
Knafeh - Pastel elaborado con fideos de pasta filo, relleno de requesón y frutos secos y
bañado en almíbar.
Louti - Como describe el texto, la palabra tiene un origen religioso relacionado con la
historia de Sodoma y Gomorra. El equivalente español sería sodomita. Ana louti —Soy un
sodomita.
Ma fee - Expresión que puede utilizarse en varios contextos, pudiendo significar «no
tengo», «no nos queda», «no disponible», entre otros.
Ma’alesh - No pasa nada; esas cosas pasan.
Ma’amoul - Bollitos de masa rellenos al gusto de fruta y frutos secos (dátiles,
pistachos, almendras, higos, etc.). Suelen tomarse en ocasiones festivas o de carácter
religioso.
Mabrook - Felicidades, enhorabuena.
Mashawi - Brocheta asada de carne y verduras.
Mezzeh - Selección variada de aperitivos típica de Grecia, Turquía y Oriente Próximo.
Se podría decir que son el equivalente de las tapas españolas. Suelen servirse con chupitos
de alguna bebida alcohólica (ouzo, arak, etc.) o como entrantes de una comida más copiosa.
Midan - Explanada, plaza.
Mouajanat - Pastas saladas de diversas formas y rellenos, similares a las empanadas y
empanadillas.
Mukhabarat - Policía secreta o Cuerpo Nacional de Inteligencia de los países árabes.
Nasserista - Perteneciente al movimiento político impulsado en Egipto por Gamal
Abdel Nasser y los jóvenes oficiales egipcios, que en 1952 iniciaron la revolución que
derrocó al rey Faruq I. El nasserismo fue una corriente nacionalista, con elementos
socialistas. Entre sus hitos más relevantes se encuentran la construcción de la presa de
Asuán y la nacionalización del canal de Suez.
Shaath - Maricón (literalmente, «desviado»). Ver nota sobre el término khawal.
Sharmoota - Zorra, guarra.
Sheikh - En español podría traducirse como «jeque», aunque en realidad tiene un
sentido más amplio: se aplica a personas mayores respetadas por su comunidad debido a sus
conocimientos, sus dotes de liderazgo, sus opiniones religiosas, etc. Es equiparable al
concepto de «viejo sabio».
Shish taouk - Brocheta de pollo.
Shoo - Expresión que se utiliza para mostrar enfado con alguien (¡pero bueno!, ¡venga,
hombre!).
Subhiyeh - Corrillo de mujeres que se reúnen a media mañana para charlar,
normalmente aprovechando que salen a hacer los recados.
Tahini - Pasta de sésamo.
Tamam - Vale, está bien.
Teta - Abuela.
Umma - Comunidad que abarca a todos los creyentes del Islam, independientemente de
su origen.
Ustaz - Podría traducirse en español como «maestro». Es un título honorífico y se
aplica a profesores, artistas o, en general, a hombres que poseen un título universitario.
Ya - Partícula vocativa utilizada al dirigirse a alguien (ya habibi - mi vida, cariño mío).
Ya ayni aleyk - Te te estoy vigilando.
Yaani - O sea; esto es (expresado en este contexto como muletilla).
Yalla - Expresión común utilizada para meter prisa o animar a alguien (¡venga!,
¡vamos!).
Zaffeh - Procesión nupcial de gran bullicio donde intervienen tambores, gaitas,
bailarinas del vientre y hombres que portan sables y fuego.
Zaghareet - Ululato (clamor, lamento o alarido) típico de los países árabes que se
entona para expresar tanto alegría como pena extremas.
Zalameh - Compadre; colega; machito.
Zift - Literalmente significa «asfalto», pero se utiliza coloquialmente para expresar
descontento. (Mierda, joder).
NOTAS DEL AUTOR

Los fragmentos de la letra de la canción de Oum Kalthoum Al-Atlal (Las ruinas) son una
adaptación del original escrito por Ibrahim Nagy, realizada por el equipo de Arabic Music
Translation (www.arabicmusictranslation.com).

El personaje del hombre que toca el piano en mitad de la calle está inspirado en Ayham
Ahmad, el «Pianista» del campamento de refugiados sirios de Yarmouk. Hace unos años
encontré un vídeo de Ayham tocando y no pude evitar deshacerme en lágrimas. Me resultaba
imposible no escribir un personaje inspirado en él. La historia de Ayham y algunos de sus
vídeos se pueden encontrar aquí: tinyurl.com/p9cjfrm
NOTA DEL TRADUCTOR

El pasaje en el que Rasa y su padre escuchan la canción Al-Atlal de Oum Kalthoum (citado
en las notas del autor) refleja de una forma tremendamente evocadora la importancia del
fenómeno que la cantante supuso en el mundo árabe (a su entierro acudieron más de cuatro
millones de personas y se produjeron varios suicidios y manifestaciones de histeria
colectiva). Hay un video de la canción con subtítulos en inglés disponible en el siguiente
enlace: https://goo.gl/Ata7Gk

Además de las referencias explícitas a la música de Oum Kalthoum y de Fairouz, hay a


lo largo de la obra numerosas referencias veladas a la letra de la canción Shim el-Yasmine /
«Huele el jazmín», del grupo libanés Mashrou Leila (me hubiera gustado hacerte la
comida, limpiarte la casa, malcriar a tus hijos…). Estas referencias no son casuales, ya
que la canción desató el fenómeno social que hoy en día representa Mashrou Leila en
Oriente Medio y en todo el mundo árabe. La homosexualidad manifiesta de varios de los
miembros del grupo, unido a las letras de sus canciones (en las que se habla abiertamente de
relaciones homosexuales, de la situación política actual y del peso de las tradiciones y
costumbres de la sociedad libanesa) han provocado controversia (las autoridades jordanas
han cancelado dos veces consecutivas su concierto en Amán), pero a la vez han despertado a
un público ansioso de reivindicaciones y han contribuido en gran medida a dar un aire
fresco a la lucha por los derechos LGTBI+ en el mundo árabe.

La traducción del texto de Gramsci que Rasa lee en la cafetería se ha extraído de la


edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, traducción de Ana
María Palos, publicada por la editorial Era y la Universidad Autónoma de Puebla en 1999.
SALEEM HADDAD (Kuwait, 1983) es escritor, periodista y cooperante. Aunque nació en
Kuwait, tiene orígenes libaneses, palestinos, iraquíes y alemanes y creció entre Jordania,
Chipre, Canadá y Reino Unido. Además, trabajó durante años para Médicos sin Fronteras y
otras organizaciones en Yemen, Siria, Irak, Libia, Líbano y Egipto. Actualmente reside en
Londres con su pareja y su galgo Jack, donde compagina la escritura con su trabajo como
asesor para distintos organismos internacionales en materia de ayuda humanitaria y
cooperación al desarrollo en Oriente Próximo y el Norte de África. «Última noche en el
Guapa es su primera novela».
Notas
[1]Ahlan wa sahlan - Bienvenido, aunque su significado es más profundo. Es una fórmula
de saludo ancestral que era utilizada por las tribus nómadas para recibir a viajeros que
llevaban tiempo cruzando el desierto. «Ahlan» es la familia y vendría a significar algo así
como «después de tu largo viaje, has encontrado a tu familia y estás en terreno seguro /
serás tratado bien». <<
[2]Al-ajaneb - Extranjeros. Es un término muy utilizado despectivamente por los árabes que
viven en países occidentales para referirse a los «no árabes». <<
[3] Allahu Akbar - Dios es (el más) grande. <<
[4]Al-Sharqiyeh - El Oriente. Se conocen bajo este nombre numerosas poblaciones de
distintos países árabes. De este término procede el español «Axarquía», nombre con el que
se denomina a la comarca oriental de la provincia de Málaga. <<
[5]
Arak - Aguardiente anisado consumido en el Levante mediterráneo. Es el equivalente al
chinchón español, el ouzo griego, el raki turco, etc. y, como estos, suele tomarse diluido en
agua y con un hielo. <<
[6]
Athaan - Cada una de las llamadas al rezo que hace el muecín desde el alminar de la
mezquita. <<
[7] Baba - Papá. <<
[8]Baklawa - Dulce típico de Oriente Próximo y los Balcanes. Es un pastelillo formado
por varias capas de pasta filo rellenas de frutos secos (comúnmente pistachos) y bañado en
almíbar de miel. <<
[9]
Bilad - País (Tierra). Se utiliza el término frecuentemente en referencia a Bilad ash-
Sham (El país de Sham) o la Siria Histórica, que abarcaba prácticamente la totalidad del
Levante mediterráneo, donde hoy se encuentran los países de Siria, Líbano, Jordania,
Palestina, Israel y la provincia —actualmente perteneciente a Turquía— de Hatay. <<
[10] Bint - Hija (Ya binti - Hija mía). <<
[11] Bisaraha - Honestamente. <<
[12] Daloo’a - Malcriada; que se siente superior a los demás. <<
[13]Eib - La traducción más próxima sería «vergonzoso», «infame», aunque, como el autor
explica más adelante, el sentido es más complejo: eib tiene una connotación social, supone
la vergüenza al qué dirán (kalam-il-nas) y se aplica a todo lo considerado «de mala
educación». Si haram es lo prohibido moralmente, eib es lo inaceptable socialmente. <<
[14]Eid - Fiesta, celebración. De los varios Eid dentro del Islam, los más celebrados son el
Eid-al-Fitr, que marca el final del mes de ramadán, y el Eid-al-Adha, conocido en los
países de habla hispana como «Fiesta del Cordero», que conmemora la disposición de
Abraham para sacrificar a su hijo por voluntad de Dios. <<
[15] Ein - Decimoctava letra del alfabeto árabe, una de las más comunes y de mayor
dificultad a la hora de pronunciar para los no nativos. <<
[16]Halawa - Dulce similar al turrón español (y probable origen de este) elaborado a partir
de una base de pasta de sésamo (tahini) a la que se le añade, según la receta específica, una
gran variedad de frutos secos, miel e incluso verduras confitadas, como zanahoria o
calabaza. <<
[17] Fattoush - Ensalada libanesa de hortalizas a la que se le añade pan de pita tostado
cortado en trozos y una especia conocida como zumaque en castellano (summak), de sabor
cítrico. <<
[18]Habibi - Mi amado. Las versiones femeninas son habibati y el más coloquial habibti,
aunque también se utiliza habibi en femenino. Aparte de su significado literal, es un término
ampliamente utilizado como expresión de cariño hacia las personas cercanas. (Cariño mío,
cielo). <<
[19]Hamdullah - Gracias a Dios. Suele utilizarse como respuesta positiva cuando te
preguntan qué tal estás. <<
[20]
Haram - La palabra árabe haram designa todo aquello que está prohibido (por ser algo
sagrado que debe respetarse), que es pecado. Es lo contrario al término más conocido halal
(permitido). En el lenguaje coloquial se utiliza haram para enfatizar que algo está mal. <<
[21] Hayati - Mi vida. <<
[22] Ibn - Hijo (Ya ibni - Hijo mío). <<
[23] Ibrik - Puchero de mango muy largo, especial para preparar el café. <<
[24] Ihbat - Frustración o boicoteo deliberado de un esfuerzo. <<
[25] Inshallah - Ojalá; si Dios quiere. <<
[26] Kaak - Rosquilla aromatizada con anís y cubierta de azúcar y sésamo. <<
[27] Khalas - Ya está bien; basta ya. <<
[28]Khawal - El khawal era el hombre que representaba la danza del vientre vestido de
mujer, ya que ellas solo podían bailar con otras mujeres o delante de su marido. Aunque el
fenómeno era común en varios países, el término khawal es egipcio. Eran muy conocidos y
apreciados hasta la ocupación británica de Egipto en 1882. Actualmente, el término hace
referencia, en tono muy despectivo, al homosexual, concretamente al que ejerce un rol
pasivo. Es el insulto más común junto con shaath, que significa literalmente «desviado». Al
igual que ha sucedido en otros países, en los últimos años se ha producido un intento por
parte de la comunidad LGTBI de reapropiación positiva de ambos términos. Un claro
ejemplo fue la campaña reivindicativa libanesa del Día Internacional contra la Homofobia
de 2010, cuyo lema fue «Ana shaath» (Soy maricón). <<
[29]
Knafeh - Pastel elaborado con fideos de pasta filo, relleno de requesón y frutos secos y
bañado en almíbar. <<
[30]Louti - Como describe el texto, la palabra tiene un origen religioso relacionado con la
historia de Sodoma y Gomorra. El equivalente español sería sodomita. Ana louti —Soy un
sodomita. <<
[31]Ma fee - Expresión que puede utilizarse en varios contextos, pudiendo significar «no
tengo», «no nos queda», «no disponible», entre otros. <<
[32] Ma’alesh - No pasa nada; esas cosas pasan. <<
[33] Ma’amoul - Bollitos de masa rellenos al gusto de fruta y frutos secos (dátiles,
pistachos, almendras, higos, etc.). Suelen tomarse en ocasiones festivas o de carácter
religioso. <<
[34] Mabrook - Felicidades, enhorabuena. <<
[35] Mashawi - Brocheta asada de carne y verduras. <<
[36]Mezzeh - Selección variada de aperitivos típica de Grecia, Turquía y Oriente Próximo.
Se podría decir que son el equivalente de las tapas españolas. Suelen servirse con chupitos
de alguna bebida alcohólica (ouzo, arak, etc.) o como entrantes de una comida más copiosa.
<<
[37] Midan - Explanada, plaza. <<
[38]
Mouajanat - Pastas saladas de diversas formas y rellenos, similares a las empanadas y
empanadillas. <<
[39] Mukhabarat - Policía secreta o Cuerpo Nacional de Inteligencia de los países árabes.
<<
[40]Nasserista - Perteneciente al movimiento político impulsado en Egipto por Gamal
Abdel Nasser y los jóvenes oficiales egipcios, que en 1952 iniciaron la revolución que
derrocó al rey Faruq I. El nasserismo fue una corriente nacionalista, con elementos
socialistas. Entre sus hitos más relevantes se encuentran la construcción de la presa de
Asuán y la nacionalización del canal de Suez. <<
[41] Shaath - Maricón (literalmente, «desviado»). Ver nota sobre el término khawal. <<
[42] Sharmoota - Zorra, guarra. <<
[43]Sheikh - En español podría traducirse como «jeque», aunque en realidad tiene un
sentido más amplio: se aplica a personas mayores respetadas por su comunidad debido a sus
conocimientos, sus dotes de liderazgo, sus opiniones religiosas, etc. Es equiparable al
concepto de «viejo sabio». <<
[44] Shish taouk - Brocheta de pollo. <<
[45]
Shoo - Expresión que se utiliza para mostrar enfado con alguien (¡pero bueno!, ¡venga,
hombre!). <<
[46]Subhiyeh - Corrillo de mujeres que se reúnen a media mañana para charlar,
normalmente aprovechando que salen a hacer los recados. <<
[47] Tahini - Pasta de sésamo. <<
[48] Tamam - Vale, está bien. <<
[49] Teta - Abuela. <<
[50]Umma - Comunidad que abarca a todos los creyentes del Islam, independientemente de
su origen. <<
[51]Ustaz - Podría traducirse en español como «maestro». Es un título honorífico y se
aplica a profesores, artistas o, en general, a hombres que poseen un título universitario. <<
[52] Ya - Partícula vocativa utilizada al dirigirse a alguien (ya habibi - mi vida, cariño mío).
<<
[53] Ya ayni aleyk - Te te estoy vigilando. <<
[54] Yaani - O sea; esto es (expresado en este contexto como muletilla). <<
[55] Yalla - Expresión común utilizada para meter prisa o animar a alguien (¡venga!, ¡vamos!).
<<
[56] Zaffeh - Procesión nupcial de gran bullicio donde intervienen tambores, gaitas,
bailarinas del vientre y hombres que portan sables y fuego. <<
[57]Zaghareet - Ululato (clamor, lamento o alarido) típico de los países árabes que se
entona para expresar tanto alegría como pena extremas. <<
[58] Zalameh - Compadre; colega; machito. <<
[59]Zift - Literalmente significa «asfalto», pero se utiliza coloquialmente para expresar
descontento. (Mierda, joder). <<

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