Samuel Beckett El Innombrable
Samuel Beckett El Innombrable
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Samuel Beckett
El innombrable
ePub r1.3
Titivillus 26.02.15
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Título original: L’innommable
Samuel Beckett, 1953
Traducción: Rafael Santos Torroella
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Esperando a Beckett
Busca y rebusca
A pesar de que Samuel Beckett dramaturgo haya gozado de una decisiva
preponderancia sobre Beckett novelista, es en sus seis novelas[1] donde se hace
patente su originalidad; sus obras de teatro no aportan más que una acotación
marginal a lo que ya las novelas indican con espacio más dilatado y fuerza más
intensa. Las obras teatrales en sí —Esperando a Godot, Fin de partida, La última
cuita, Acto sin palabras, por ejemplo— no son más que fragmentos de las novelas,
episodios inmersos en un contexto más amplio. El auténtico Beckett —arrogándonos
la pretensión de definirlo— es el novelista que, de forma casi arbitraria, desmenuzó
sus novelas en fragmentos etiquetándolos de tragicomedias, monólogos, mimos, etc.
Las dos primeras novelas de Beckett —Murphy (1938) y Watt (publicada en
1953, pero escrita en 1942-1944)— fueron redactadas en inglés y se desarrollan en un
ambiente decididamente inglés, pero aquel novelista, hijo de Irlanda, tendría que
asociarse bien pronto a una forma continental de ver las cosas, tanto desde el punto
de vista literario como filosófico. En filosofía rechazaría de plano el racionalismo y la
lógica ingleses en favor de la división cartesiana entre cuerpo y alma. Y en literatura,
se encuentra más próximo a Proust, Céline, Sartre, Camus y Ionesco, así como a
escritores experimentalistas como Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute, que a los
novelistas ingleses de los últimos cien años. Sólo muestra cierta afinidad con Joyce, y
tal vez con Dickens, y ello menos por el contenido que por ciertos patrones y técnicas
que se repiten en sus obras.
Beckett es un Joyce que se ha avinagrado, un Joyce sepultado después de Ulises.
Si Stephen Dedalus hubiera fracasado en todas sus empresas y, en consecuencia, se
hubiera convertido en un haragán, un vago o un escritor sin tesis, podría haber
encajado en alguna de las novelas de Beckett, en las que casi todos los protagonistas
son escritores que hacen la crónica de sus fastidiosas odiseas. Sus narraciones, sin
finalidad ninguna —precisamente su misma esencia es la ausencia de todo objetivo—
son aventuras egocéntricas que registran todo aquello que mantiene su propio pasado
ante ellos, dado que su presente ya no les aporta placeres. Sin embargo, incluso su
pasado es penoso: una desabrida sucesión de desventuras y oportunidades perdidas,
de relaciones forzadas que jamás desearon, de empleos y familias y gente extraña…
todo pululando en derredor suyo para torturarlos. En todos los ejemplos van
adquiriendo gradualmente conciencia de la absurda diferencia entre sus menguadas
esperanzas y su realización, más menguada todavía.
La utilización del absurdo existencial se convierte para Beckett —al igual que
ocurriera con Camus— en un ingenio metafísico que servirá para explorar la
existencia, adoptando diversas formas. La «realidad» de una novela de Beckett es un
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sueño exagerado, una dilatada pesadilla que abarca pasado y futuro, una
manifestación fluida de algo aparentemente preconsciente. El mundo de la primera
novela de Beckett, Murphy, tiene pocas de aquellas piedras de toque que
esperaríamos encontrar incluso en la novela simbolista. Comparadas con Murphy, las
obras simbolistas de Conrad, Lawrence y Joyce no parecen otra cosa que
proyecciones realistas de problemas cotidianos. Constituyendo en mayor medida la
presentación de un problema filosófico que una novela en el sentido corriente.
Murphy en algunos aspectos parece realizada a partir de los mismos materiales que El
extranjero, cuya primera versión fue concebida por Camus no mucho tiempo después
de que fuera publicada la novela de Beckett.
Sin querer forzar el paralelismo, el lector podrá ver en ambas novelas el intento
del protagonista de permanecer inocente, de eludir los disparatados contactos que el
mundo espera de él. Murphy se mece en el balancín, desnudo, atado(como un héroe
griego castigado por los dioses), pero con el espíritu libre. Nadie influirá en su
espíritu: «Y la vida en su espíritu le proporcionaba placer, un placer tal, que placer no
era la palabra». Ambas novelas contienen una reprobación rousseauniana del mundo:
la negativa de Meursault a llorar en el entierro de su madre es la negativa de Murphy
frente al trabajo. En las dos circunstancias los protagonistas deben afrontar lo absurdo
de la existencia para establecer la trágica intensidad de sus propias vidas. Cada uno
vive de forma distinta a lo que de él se espera y, a pesar de ello, los dos abrigan la
esperanza de no ser juzgados. Aunque no existan verdades eternas, Murphy trata de
encontrar la Verdad en su mecedora; desnudo y atado se esfuerza por dejar tras él un
mundo de falsas apariencias, en una contemplación de la realidad que lo hace similar
a Buda. Para Murphy el mundo real es como aquella caverna de apariencias de
Platón, mientras que su propia «caverna interior» es el verdadero mundo.
Un personaje central en Beckett se encuentra en perpetuo conflicto con los
objetos que lo rodean, ya que únicamente él tiene realidad. Al igual que Descartes
separaba el cuerpo del alma para tratar, después, de reintegrarlos, Beckett divorcia a
las personas de los objetos para tratar, más tarde, de hallar alguna relación entre ellos.
La novela francesa de última hora, cuyo arquetipo sería la obra de Alain Robbe-
Grillet, Michel Butor y Nathalie Sarraute es, en cierto sentido, una acotación
marginal a la producción de los veinte últimos años de Beckett. Robbe-Grillet
presenta un mundo en el que «las cosas son las cosas y el hombre sólo es el hombre»,
es decir, las cosas siguen siendo impenetradas, «objetos duros y secos» ajenos a
nosotros.
Un protagonista para Beckett, ya se trate de Murphy, de Watt, de Molloy o de
Malone, ha rehusado desde largo tiempo a la complicidad con los objetos. O, de otro
modo, los objetos han seguido fuera de su alcance. En cualquier caso, se encuentra
aislado del resto del mundo, ajeno a los deseos y necesidades de éste. La dicotomía
entre su espíritu y su cuerpo encuentra analogía en el mundo exterior en la dicotomía
entre los seres y los objetos. Así pues, el mundo de Beckett opera por mitades, y la
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dialéctica en cualquier novela dada se producirá siempre que dichas mitades entren
en colisión, siempre que se origine la tensión entre el cuerpo y el espíritu, por un
lado, y los seres y los objetos, por otro.
Con este esquema básico, no es de extrañar que los personajes de Beckett estén
faltos de una clara identidad. En virtud del mismo hecho de encontrarse divididos, no
pueden identificar que sean, y en virtud del mismo hecho de encontrarse el mundo
dividido, no pueden ser identificados con nada ajeno a sí mismos. En consecuencia,
todas sus novelas adoptan la forma de una búsqueda, sobre todo la búsqueda estrecha
de un yo que, irónicamente, no se diferenciará jamás de lo que realmente es el
personaje. Es, por supuesto, en la acentuación de este motivo simbólico —aquel en
que el personaje busca su perdida personalidad, que equivale a un paraíso o a un
infierno perdido— donde Beckett se asocia a los escritores de vanguardia de este
siglo. No obstante, a pesar de lo familiar del tema, en su desarrollo en Beckett
constituye el producto exclusivo de un espíritu original.
En busca de identidad, cósmica en su propósito, un personaje central en Beckett
deja muy atrás al mundo cotidiano. Además, para Beckett, la búsqueda no es
melodramática ni trágica sino cómica: la búsqueda de un yo que incluso el
protagonista sabe no puede rescatarse. Cuando alguien busca con la esperanza de
encontrar algo que lo elude constantemente, el resultado será trágico para él; pero
cuando busca conociendo que lo que le escapa ahora seguirá escapándole y sigue
buscando prescindiendo del éxito, el resultado suele ser gracioso. Una persona así se
convierte en un tipo particular de loco, víctima de chistes efectivos, ironías cósmicas,
experiencias paradójicas; aunque ninguno de tales contratiempos importe realmente.
El que busca no hace otra cosa más que representar simplemente lo que él sabe es un
juego. Esto es lo que ocurre con los protagonistas de Beckett: reconocen que las
divisiones que los han escindido jamás podrán ser salvadas y que de ellos se
espera(¿quién lo espera?) que aguarden, actúen y tengan esperanzas. Todos los
personajes de Beckett esperan a Godot, cada uno a su modo, y aquél no llegará jamás.
Puesto que Godot aliviaría los males que les aquejan y tal solución es en sí misma
una imposibilidad en un mundo absurdo.
En un mundo que ni castiga ni recompensa, las aspiraciones, la esperanza, la
ambición, la misma voluntad carecen evidentemente de todo sentido. Nadie
conseguirá nada: Murphy muere, resultado indirecto de conseguir empleo. Molloy
llega hasta la habitación de su madre, pero, ¿con qué fin? Moran busca a Molloy y
cada vez va asemejándose más a su tullida presa. La búsqueda termina en un círculo.
Malone espera la muerte, decrépito, desamparado. El Innombrable trata de averiguar
qué o quién sea él. Y en un mundo en el que es inasequible la consecución, la
tragedia lo es también. Están ausentes intencionadamente la evolución y
desenvolvimiento necesarios a la tragedia, puesto que tragedia presupone un sentido
coherente dentro del mundo. Viene a indicar que los fines que se persiguen, la
voluntad, las aspiraciones actuarán dentro de una estructura social que, cuando menos
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en potencia, es progresiva, y es del todo evidente que este género de mundo está
ausente en Beckett. Tan al margen que son casi inexistentes, los personajes de
Beckett actúan, no obstante, con tan intenso ardor que convierte en heroísmo el
simple hecho de ensartar un orinal con un bastón o de encontrar un trozo de lápiz.
Los personajes de Beckett sufren en su mundo en miniatura, pero en su sufrimiento
está ausente el heroísmo. Para Beckett, al contrario de lo que ocurre con Faulkner, el
sufrimiento carece de connotaciones heroicas. Por no tener sentido, el sufrimiento
resulta más bien cómico. Tal vez por esta razón se haya acusado a Beckett de escribir
antinovelas: novelas que niegan la vida y que encuentran graciosa esta misma
negación.
Para Beckett el haragán es una entidad metafísica, una persona tan alejada de la
sociedad «normal» que sus actos y comportamiento se producen casi en forma
cósmica. Al separar al personaje de los objetos que lo rodean y al escindir, además, al
personaje en cuerpo y alma, Beckett es capaz de crear cierto tipo de realidad
fragmentada. Poblado por holgazanes, vagabundos, inadaptados y lisiados, este
mundo es un collage de imágenes surrealistas prendidas entre sí con alfileres en
virtud menos de su fuerza narrativa y más de estados sentimentales en el individuo.
Los matices del sentimiento lo van a resolver todo y aquí es donde Beckett apunta el
conflicto filosófico central que impregnará toda su obra.
Si los únicos hechos susceptibles de ser investigados son los estados del
sentimiento, del espíritu o del pensamiento, entonces, ¿cómo se explica la existencia
de las cosas? Si una cosa no es más que lo que resulta evidente para los diversos
sentidos, entonces es que, en realidad, no hay objeto que posea sustancia o forma por
sí mismo: su forma, evidentemente, dependerá de la apariencia que adopte para los
diferentes sentidos en distintos momentos. Por consiguiente, tendremos que
mostrarnos escépticos casi radicales frente a las cosas. En el pensamiento cartesiano,
al igual que en Beckett, el espíritu importaba más que la materia, lo subjetivo era más
significativo que lo objetivo. Según Descartes, el único medio de que pudiera
conseguirse que el espíritu pactara con los cuerpos era a través de Dios. El argumento
manifestaba lo siguiente: dado que Dios infunde al hombre una intensa inclinación a
creer en los cuerpos, de no existir dichos cuerpos indicaría que Dios nos engaña; pero
como, dada la naturaleza de Dios, esto es imposible, entonces es que los cuerpos
existen.
¿Qué ocurrirá, no obstante, si eliminamos a Dios del universo, tal como hace
Beckett? ¿Qué relación podrá haber entre el hombre y los objetos externos que lo
circundan, si es eliminada la fuerza conectiva, para llamarla de algún modo? El hecho
cierto es que el resultado será una especie de caos, el caos de las novelas de Beckett,
donde el único orden impuesto es el que aportan los propios personajes, los cuales
enuncian el problema a través de sus mismos escritos. El hecho es que Beckett
sustituye a Dios al hacer que el personaje se convierta en un sustituto autor que
creará, entonces, su propio mundo y que, por sí mismo, inferirá la conexión necesaria
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entre alma y cuerpo. La utilización que hace Beckett del autor anatematizado,
asumiendo funciones similares a las de Dios, es un recurso familiar a Baudelaire y a
Rimbaud. Los escritores de Beckett —Molloy, Moran, Malone, el Innombrable—
crean todos sus propios mundos y su problema más importante estriba únicamente en
resolver este dilema filosófico: la necesidad de acercarse a los objetos, de apresar los
objetos, de hacer las paces con el mundo de los objetos. Su problema más sencillo —
o el más difícil— suele ser el de poner las manos en las cosas elementales que les son
precisas. No cabe duda de que Beckett minimizó sus necesidades —una piedra, un
lápiz, una libreta, un bastón, un paraguas, una bicicleta— al objeto de reducir la
relación entre persona y objeto a los primeros principios, en cuyo estadio el problema
podrá «resolverse» a través de procedimientos más cómicos que trágicos.
El hacer hincapié en las cosas sirve igualmente para otra función: la de aportar
firmes raíces en el mundo de la realidad con el fin de ofrecer consuelo frente a la
tortuosa corriente que es la conciencia de los protagonistas. Joyce, por ejemplo, atajó
la fuente verbal de Bloom intercalando hábilmente en la narración numerosas
referencias a Dublín, de forma que Bloom quedó dotado de sustancia, al mismo
tiempo que de espíritu, a través de lo que le rodeaba. Beckett opera de forma
parecida. Sin valerse de Dublín como telón de fondo, emplea los puntales corrientes
de la vida cotidiana para infundir una dimensión espacial a sus novelas. El hecho de
hacer hincapié en los objetos —sin importarle su mediocridad ni su vileza— impide
que sus personajes se sutilicen, partiendo de la existencia positiva, camino de estados
puros del ser. Ya hemos visto que tal toma de conciencia de la dimensión espacial
como contrapunto de los estados sentimentales de los personajes, ha venido a ser la
raison d’être de una «nueva ola» de escritores franceses como Robbe-Grillet.
Esta importancia que Beckett, y los escritores franceses, conceden a la dimensión
espacial indica un curioso rodeo en torno a la obra de Proust, con su acentuación de la
dimensión temporal de la memoria. El propio Beckett vio en las novelas de Proust, ya
en 1931, el camino a través del cual el arte descifraría los misterios del universo y
halló en la utilización que hace Proust de la memoria involuntaria una herramienta
temporal como forma de desguarnecer certeramente de todos los aditamentos para
llegar a lo esencial. En una carta dirigida a Antoine Bibesco, Proust había explicado
qué entendía él por memoria involuntaria, teoría valiosa para Beckett en dos aspectos:
tanto por su influencia inmediata sobre él como en un medio que, más tarde, ha de
procurar su reacción a las dimensiones temporales en conjunto.
La memoria involuntaria se ocupa de aquella parte del cerebro que acumula
sensaciones pasadas, censuradas —por decirlo así— por la memoria voluntaria, y que
podrá evocarse a través de un perfume, un sabor o una sensación momentánea, a
cuyas cosas Proust llamaría más tarde momentos privilegiados. La memoria
involuntaria, al igual que la conciencia psicoanalítica, contiene un pasado recordado a
medias, a medias olvidado, que podrá invocarse en cualquier momento de revelación
repentina.
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Un viaje a través de la memoria involuntaria es un intento de amalgamar todo el
tiempo, penetrando por debajo de la superficie hasta aquellas profundidades que
contribuyan a definir la «realidad» de un ser humano. Es un recurso antinaturalista,
destinado a un sondeo psicoanalítico del carácter y la personalidad, y esto sería
precisamente lo que atraería al joven Beckett. Y, a pesar de que más adelante
abandonaría el interés que sintiera por el tiempo en sí mismo, el método habría de
infiltrarse de forma curiosa en su propia obra. Al ahondar en la memoria involuntaria,
Beckett descubriría un paraíso perdido, de hecho el único paraíso auténtico tanto para
Beckett como para Proust precisamente por la razón de ser un paraíso perdido. La
memoria es, por supuesto, el único medio de desvelarlo. Por ello Proust trabajaría en
sus siete volúmenes. No obstante, para Beckett el paraíso perdido no podrá
recuperarse ni siquiera en la memoria porque, por un hecho paradójico, la
imposibilidad de recuperar lo perdido es lo que lo convierte en paraíso. Esperar más
será esperar en vano, negar lo que es realmente la vida. Para Molly, por ejemplo, el
paraíso transmite la reminiscencia de su madre que él trata de recuperar
emprendiendo su imposible búsqueda; pero, de dar con ella, la realidad negaría la
visión paradisíaca y, en consecuencia, la búsqueda sería infructuosa y una derrota en
sí misma. Por tanto, toda la búsqueda que presentan las novelas de Beckett —ya sea
en las obras de preguerra, Watt y Murphy, ya en las de postguerra, Molloy, Malone
muere y El innombrable— está predestinada al fracaso. Una vez perdido el propio
paraíso personal —y en el mundo de Beckett jamás se podrá ni siquiera tener
conciencia de tal pérdida— queda esta realidad que es con la que uno vive. Si el
lector acepta esta actitud común a muchos de los protagonistas de Beckett, percibirá
algunas de las restricciones bajo las que viven dichos personajes. Estos seres no
tienen ilusiones, puesto que cuando no se tiene un paraíso real en el que puedan
cifrarse las esperanzas o en el que se pueda soñar, las ilusiones son ilusorias.
Existe en Beckett, tal vez como consecuencia directa de su actitud frente a Proust
y frente a todo lo que Proust propugna, un áspero realismo que trata de suavizar por
medio de recursos cómicos procedentes de autores tan dispares como Joyce, Sterne y
Swift. En las novelas de preguerra, que escribió en inglés, se hace más evidente la
influencia de los escritores ingleses y los temas son menos desesperanzados, aun
siendo sombríos, pero en las novelas de postguerra, escritas en francés, cuya
composición, al decir de Beckett, es fundamental para toda su ideología, los recursos
son menos explícitamente atribuibles a Joyce o a Swift, presentando mayor afinidad
con elementos grotescos propios de Camus y Sartre. A pesar de todo, en ambos
períodos se evidencia la característica de Beckett: un haragán, un vagabundo o un
intruso, el necio de la época isabelina reducido, por desintegración, a una sombra de
su prístina personalidad. Sin esplendor ninguno, ya intrínseco, ya de tipo vicario
arrebatado tal vez a su noble maestro, el intruso de Beckett se convierte en arquetipo
de un mundo en declive: el loco universal. Ahora, el vagabundo será el patrón,
simplemente por el hecho de que no existe otro modelo. Estragón y Vladimir,
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esperando al que jamás-ha-de-llegar Godot; Moran en su extraña búsqueda de Molloy
para, al hallarlo, salvar una parte de su propio yo; Murphy tratando de eludir el
trabajo y torturándose más de lo que le torturaría el mismo trabajo; Watt en su intento
de ver a Mr. Knott, a quien sirve fiel y mudo; Malone esforzándose para vivir entre
Dish (la comida) y Pot (los excrementos); el Innombrable anhelando el silencio pero
forzado a un chorro de palabras, todos ellos son «gladiadores moribundos» —para
repetir la feliz frase de Horace Gregory— los cuales ponen a prueba los límites de un
mundo insensato, martirizados por su misma integridad.
Aun cuando se encuentren próximos a la no existencia —«A veces, ciertamente,
es casi ridículo»— no aceptan sus papeles como seres grotescos y patéticos. Su
vitalidad y el hecho de que no se vengan abajo en situaciones destructivas es algo que
nos deja atónitos. Los esfuerzos que hace Murphy para no trabajar se convierten en
una saga de la ingenuidad y la braveza humanas. Desafía a toda la sociedad para
poder ser él mismo, de la misma forma que Moran lo abandonará todo —su hijo, su
dignidad, su honorabilidad, su caldeada casa— para buscar a Molloy, al que
únicamente conoce por el hecho de que Molloy, mezclado entre todos nosotros, pulsa
una cuerda.
Por muy disparatados que puedan ser los personajes de Beckett —se hacen dignos
por sus propios méritos, y por el hecho de esperar algo que ya saben no ha de ser
nada—, son personajes cómicos en un mundo trágico. Reducidos a Lear en el
matorral, éste que fuera noble en otro tiempo y que ahora está mucho menos
capacitado que su bufón, se enfurecen y despotrican contra toda restricción y, al
hacerlo, se formulan importantísimas preguntas: ¿en qué tiempo hablará una persona
cuando su vida, al tiempo que sigue su curso, ha cesado ya, o tal vez ni prosiga ni
haya terminado?, ¿qué sentido tiene la carne cuando la experiencia ha negado toda
forma de esperanza?, ¿para qué se vive cuando ni la carne ni el espíritu proporcionan
placeres y el recuerdo produce sólo dolor?, ¿qué sentido tienen las aspiraciones y los
fines que se persiguen para los que no se encaminan a ningún objetivo ni tienen
conexión ninguna con nada ajeno a sí mismos?, ¿qué ocurre cuando se deja de creer
en Dios y en el hombre, cuando Dios es imposible y el hombre es repugnante?, ¿qué
hay que pensar cuando la vida pierde todo su sentido y la muerte es algo que no se
tiene la fuerza de buscar?
Estas son las preguntas que se hacen los gladiadores de Beckett, sin que ninguno
de ellos espere respuesta satisfactoria. La calidad de su desesperanza sobrepasa la de
todo personaje literario, contando tal vez con el Ferdinand Bardamu de Céline y el
Gulliver de Swift. Las dos no-entidades de Fin de partida que han sobrevivido a su
tiempo y que ahora buscan la-vida-y-la-muerte en cubos de basura son símbolos
aptos del mundo de Beckett; seguir buscando sería buscar la vida, y los seres de
Beckett están todos orientados hacia la muerte. Para ellos el dolor y la aflicción son
una curiosa forma de salvación en un mundo que intenta, con engaño, hacerles creer
que son felices.
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¿Cómo, pues, llega a convertir Beckett esta forma de ver las cosas en algo
cómico, puesto que es cómico a pesar de que se trate de una comedia restringida? Su
recurso más importante es principalmente el uso que hace de la lengua, que se mofa,
injuria, hostiga, y exaspera, sin dejar de ser en todas ocasiones la lengua manejada
por las manos de un experto. En segundo lugar, emplea la parodia, la comedia
grosera, el chiste de efecto retardado, la yuxtaposición de desemejantes, la
equiparación de lo familiar con lo no familiar, todo ello encaminado a la creación de
una realidad fantástica a la vez que grotescamente real.
En Murphy, el personaje que da título a la obra sigue un plan que obedece a un
horóscopo de Ramaswami Krishnaswami Narayanswami Suk para los nacidos bajo el
signo de La Cabra. La persona en cuestión que, en este caso, es Murphy, de seguir la
profecía de Suk tendrá el éxito asegurado y, por ello, Murphy se asesora con Suk a
cada nuevo cambio de su fortuna. Sin embargo, Murphy sabe que sus «perspectivas
de conseguir empleo eran las mismas en los dos sitios, en todos los sitios»: él es el
último hombre hasta el que puede llegar Suk. Murphy es el hombre que tiene negado
el éxito, el hombre orientado hacia la muerte. Las profecías de Suk son para el
oportunista, el mundano, el osado, para aquel hombre de condición arrojada dispuesto
al sacrificio y a la convivencia con tal de prosperar; y, sin embargo, Suk es el Dios de
Murphy. Las mismas cualidades, pues, de la búsqueda de Murphy, atrapado como se
encuentra entre lo que le profetiza Suk y su propia ansia de descanso y de silencio,
son las de la humorada y del insulto. Naturalmente que Suk es un falso profeta, en
pro de un mundo en competencia pero, a pesar de ello, para Murphy no existe nadie
más en quien creer. Sin embargo, a pesar de que modifica sus ideas para que encajen
con las de Suk, Murphy reconoce también la futilidad de un Dios, cualquiera que éste
sea. Porque Murphy admite en sus adentros que él no es del gran mundo: «Yo soy del
mundo pequeño». Y se pregunta, a pesar de seguir a Suk: ¿Por qué ha de cultivar «las
ocasiones que originan el fracaso, después de haber ya contemplado una vez los
ídolos beatíficos de su caverna?». Y Beckett comenta, en palabras de Arnold
Geulinex, cartesiano belga del siglo XVII: Ubi nihil vales, ibi nihil velis. ¡Su epitafio a
Murphy!
Suk, el trabajo, la industria, el pordiosear por el parque, son cosas todas hostiles a
la naturaleza de Murphy y todas ellas engendran la comedia, puesto que Murphy sólo
se encuentra a sus anchas en su mecedora, desnudo, en estado contemplativo: Dios
budista que contempla la nada. Retrayéndose hasta la oscuridad de su propia
existencia cavernícola, purificado casi hasta salirse de la existencia, Murphy pinta su
espíritu «como una gran esfera hueca, cerrada herméticamente al Universo exterior.
Esto no era un empobrecimiento, puesto que no excluía nada que no contuviera». Un
espíritu que anhela el descanso y el silencio postreros se ve obligado a entrar en
contacto con una sociedad que va tras la competencia, el trabajo, la ambición. Y el
resultado es cómico. Murphy ingresa en el Magdalen Mental Mercyseat Hospital, no
como paciente sino como auxiliador general, y encuentra atractivas las celdas
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acolchadas y su desván, parecido al útero, parecido a una tumba. Bien acogido por los
pacientes, sobre todo por uno que juega al ajedrez, encantado de que los
esquizofrénicos graves resistan todo tratamiento encaminado a convertirlos en seres
«normales», y encontrando que las celdas acolchadas son un retiro perfecto, Murphy
disfruta de paz interior en el manicomio durante el día y de reposo en su desván por
la noche. Su apartamiento es virtualmente completo y muere como un hombre
relativamente feliz, desgajado tal como está del mundo. Quemado por la estufa de
gas, será más tarde incinerado y esparcidas sus cenizas en una taberna, las cuales,
después, serán barridas para no distinguirse de las colillas, las cerillas, el vómito y los
demás desechos que hay por el suelo. Este es el fin de Murphy, y es un fin triunfante,
puesto que se extingue en la muerte hasta aquel extremo que anhelara cuando se
mecía, como un Buda, en su balancín. Sus esparcidas cenizas, perdidas entre la
basura y la inmundicia son un símbolo de su modo de vivir y de lo que fue él: las
profecías de Suk son derrotadas en toda la línea.
Watt, escrita cuatro años después de Murphy, se compone de una serie sucesiva de
parodias. Watt se presenta a trabajar en casa de una persona desequilibrada: Mr.
Knott. De la misma manera que el nombre de Watt indica una perpetua pregunta
(What?) sin posibilidad de respuesta, Knott igualmente señala una perpetua respuesta
(No-t) sin posibilidad de pregunta. Pero Watt no conocerá jamás a su amo, por lo que
Knott no podrá decir No directamente a Watt. Knott es literalmente la negación de la
cordura, la negación de la vida. La vida cotidiana en casa de Knott se desarrolla de
forma tan atenuada —el ritmo del loco— que toda actividad adquiere cualidades
míticas, como, por ejemplo, la enorme preparación de las comidas: conglomerado de
alimentos y bebidas necesarios para la supervivencia, sin ninguna concesión al
paladar ni a un posible disfrute de las mismas.
La vida en casa de Knott discurre a paso de tortuga, y los servidores se mueven
como si el hado les hubiera condenado a su trabajo, y después, se atuvieran a las
consecuencias. La impersonalidad conduce a una comedia de enredo: Watt intenta
conocer a Knott sin conseguirlo y, en el momento de ser despedido —a través de
intermediarios—, todavía no se ha enfrentado con él. Como en El castillo de Kafka,
la ausencia de este careo es indicativa de la ausencia de movimiento en toda la
narración, y el humor trágico de las cosas que no llegan a producirse se convierte por
sí mismo en sustancia de la novela. Beckett detiene el trabajo de Watt en cierto
momento del tiempo, dando la impresión de que todos los momentos son el mismo,
como en éxtasis, el momento absoluto. En relación con esto, Beckett expone a la
consideración interminables y desatinadas preguntas para rebuscar un sentido a partir
de las mismas, no encontrando nada a no ser el mismo momento: la pregunta de Watt
(¿para qué?) carece de sentido.
Condición del empleo que ofrece Mr. Knott es que la persona que se ocupará de
su comida deberá encontrar un perro que comerá cuanto deje Knott. El perro no
deberá comer más que lo que deja y, por tanto, no recibirá alimento entre las comidas,
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aunque bien pudiera ser que nada se le dejase, es decir, deberá tener apetito bastante
para dar cuenta de la comida íntegra caso de que Knott no tenga gana de comer. Éste
es, pues, un problema que entraña diversas posibilidades que Watt deberá solucionar
a fuerza de fatigas; y se aplica al mismo como si su propia supervivencia dependiera
en última instancia de surtir de provisiones al perro. Watt elabora con todo detalle las
posibles relaciones entré Knott y el perro, creando a partir del disparate un ingenioso
sistema de oferta y demanda, una virtual teoría económica.
En un mundo de la nada (de Knotts) Beckett apunta que los únicos problemas que
tienen sentido son los de la existencia y supervivencia inmediatas; y una idea de este
género será fructífera porque no depende de nada a no ser de la propia ingenuidad. El
resolver este tipo de problema —en el que aquí intervienen perros y comida y, en otro
lugar, piedras que chupan, sombreros, zapatos, lápices y otras cosas insignificantes—
forma parte del intento de Watt de distinguir lo real de lo ilusorio. El perro y la
comida son reales, pero Knott no lo es. Próximo a Mallarmé en su acercamiento a la
nada como esencia de la existencia, Beckett utiliza la casa de Knott precisamente
como algo que refleja la nulidad. La casa de Knott es igual que la caverna de Platón o
que una sala de espejos mágicos, en la que la imagen reflejada va alejándose más y
más de la realidad, hasta el punto de que, en definitiva, no podrá diferenciarse la
imagen reflejada del sentido original. Beckett escribe que «el sentido atribuido era
ahora el sentido inicial perdido y vuelto a recuperar, y ahora era un sentido
completamente distinto del sentido inicial, y ahora era un sentido transformado —
después de una demora de duración mudable y de penalidades más o menos grandes
— partiendo de su inicial falta de sentido». En una prosa que es seria a la vez que es
parodia de lo serio, Beckett apunta que los embrollos y las soluciones de Watt, a la
manera de un rompecabezas, no son sino intentos de llenar de sentido el vacío.
Incluso el mismo nombrar las cosas resulta difícil, ya que únicamente existe la cosa,
no su nombre. «Y Watt, en general, prefería tener que habérselas con cosas cuyo
nombre no conocía —aunque ello fuera también doloroso para Watt— que a tener
que habérselas con cosas cuyo nombre conocido, el nombre reconocido, no era ya,
para él, el nombre».
Todos estos recursos no son sino formas de producir ruido en medio del silencio.
Y, a lo menos, el ruido conducirá hasta la comedia. Watt dispone un enorme aparato
de labor humana inútil para suministrar a un perro la ración que Knott deja en el
plato. Y esta situación está montada y vuelta a montar en una lengua que reitera una y
otra vez, repite, reacomoda, reafirma, preocupada constantemente por cosas ridículas.
Para no malgastar sustancia carente de valor, Watt pone en marcha una maquinaria
que multiplica infinitamente el desgaste original. Como visión simbólica del
universo, este problema y su solución constituyen el rasgo característico de Beckett.
La reiteración de nombres, palabras, situaciones, prendas de vestir, elementos del
mobiliario —la reiteración en todas sus posibles formas— es absolutamente normal
en Beckett y contribuye a dotar de sustancia a novelas carentes de fuerza narrativa.
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Cuando el lector se tropieza con una larga serie de palabras repetidas en diversos
órdenes, podrá preguntarse para qué sirven exactamente ya que no suelen ser sino
líneas simplemente tediosas o páginas enteras que podrían omitirse. El movimiento
en dirección hacia adelante de la novela se detiene así que se producen las diferentes
permutaciones y combinaciones y llega a agotarse toda la disposición. ¿Será éste un
chiste particular de Beckett, que éste se permite a costa del lector diligente, atento a la
mínima palabra? O acaso sea que, dado que la preocupación de Beckett no se centra
en la narración, deberá llegar a la sustancia de diferente manera, y uno de los caminos
es a través del mismo idioma: una forma de distraer al lector con palabras, corrientes
y poco comunes. Esto equivaldrá a escuchar sílabas, por sí mismas, una vez
abandonado todo deseo de comunicación, de forma parecida al efecto que consigue
Joyce con sus listas de palabras en su Retrato y en Ulises.
A menudo Beckett utiliza las palabras al igual que el pintor abstracto usa de las
líneas: nada más que para el significado del color y de la forma. Cada elemento, línea
o palabra, tienen valor por sí mismos. Beckett podrá atraer directamente la atención
hacia las palabras y la sintaxis, comentando el empleo hábil de un modo subjuntivo o
de una voz pasiva. Y aun en otro aspecto, palabras repetidas y colocadas una y otra
vez en las frases, imponen los objetos al lector. Más adelante, en Watt, las palabras:
cómoda, cama, ventana y fuego se ordenan una y otra vez hasta que la estancia, al
igual que el propio Mr. Knott, se hace proteiforme a despecho de su misma falta de
sentido. Las palabras, en insistente repetición, sustituyen el ojo de la cámara; el autor
elabora imágenes a base de introducirlas pulverizadas en el lector hasta que éste se
siente forzado a ver para salvarse. Como parodia de la técnica naturalista, esto no es
sino Naturalismo llevado hasta su fin lógico.
En la época en que Beckett abandonara el inglés como lengua literaria para
abrazar el francés, sus visiones se habían desplazado a imágenes todavía más
grotescas, indudablemente influido por la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas
pero, con todo, la atmósfera general de «chiste cósmico a costa del hombre» subsiste
todavía. En la trilogía que se inicia con Molloy (1951) hay cambios evidentes, sobre
todo un ahondamiento más acusado del punto de vista y una preocupación por el
hombre trágico, mientras que, antes, el que asomaba era el hombre cómico. Ya no
volverá a presentarse el «final feliz» que vimos en Murphy, donde el personaje que da
título a la obra desaparece entre la basura de los suelos de una taberna y consigue el
anonimato por el que siempre había suspirado. Ahora, la desaparición y el anonimato,
aun siendo deseables, están fuera del alcance de los personajes que deberán luchar a
ciegas contra la vida sin tener siquiera la posibilidad de gozar de una muerte
esperanzada. El aislamiento, el enajenamiento, la falta de identidad —ésta llevada
hasta un extremo que acaso sólo hayan igualado los personajes de Kafka—
constituyen los elementos habituales de la trilogía.
Aquí, el hombre no sólo está aislado de los objetos sino de su propia especie. No
presenta una posible identificación con la naturaleza como sucedáneo de sus fallos ni
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como solaz ante la duda del propio yo. Por consiguiente, los haraganes, vagabundos y
parias están más allá de toda esperanza de salvación, ya que sólo pueden sobrevivir
como lo que son. Incluso los mismos monólogos a que se entregan sirven para
recordarnos que únicamente pueden hablar sobre sí mismos. Al llevar Beckett su
mundo cartesiano a su expresión más cabal, se suscita la duda absoluta del mundo
exterior con el subjetivismo de los personajes como defensa contra el medio que les
rodea. Además, apenas si existe el libre albedrío, asemejándose los protagonistas a
monigotes sujetos a leyes físicas que escapan al propio control. Los objetos sólo
adquieren su aspecto desde el punto que se observan, dado que el pensamiento es
mucho más importante que la materia exterior. Al primero lo vemos transformarse en
un flujo de conciencia que mana (¿o gotea?): efusiones de aquellos que deben
expresarse a pesar de que, por encima de toda otra cosa, lo que anhelan es el silencio.
Los personajes de Beckett hablan incluso cuando hay poco que decir. Sienten
preocupación por lo que pudiera-haber-ocurrido, por el otro mundo que ellos no
habitan. Beckett declara: de haber tenido dentadura, habrían masticado; de no haber
sido lisiados, podrían haber caminado; de haber experimentado el deseo sexual, se
habrían dado al acto con fruición; de haber sido la vida diferente, podrían haber
sentido el amor. Todas sus vidas se desarrollan según el condicional de los verbos,
puesto que son las condiciones las que limitan las posibilidades de sus reacciones.
Molloy habría incluso llegado al suicidio de no atemorizarle el dolor. Y toda su
búsqueda se centra en poder establecer contacto con su madre, cuyo paradero
constituye un problema, «… me sentía inclinado a situar este asunto entre yo y mi
madre, pero jamás lo conseguí». ¿Estamos seguros de que ella existe? Molloy vive en
un estadio intermedio entre las torturas del infierno y las delicias del cielo, sin
probabilidad de que se opere un cambio; como sus compañeros, los personajes de las
novelas de Beckett, vive en un purgatorio donde todo es dudoso y el mismo recuerdo
resulta sofocante.
En el purgatorio, el problema consiste en conseguir o en recuperar la propia
identidad. Molloy conseguirá solamente la identidad cuando se enfrente con su
madre, a la cual ama y odia a la vez. En plena búsqueda, se vuelve a ella y,
cariñosamente, invoca su recuerdo de una forma que es típica de Beckett: «¡Ah, vieja
zorra, buen trago me dio, ella y sus repugnantes invencibles genes!». Los dos
permanecen unidos gracias a la afección venérea que comparten, nexo común de
enfermedad y de dolor.
Con el fin de fijar su humanidad y completarse a sí mismo, Molloy deberá
encontrar a su madre, al igual precisamente que Moran que, en la segunda mitad de la
novela, deberá encontrar a Molloy para completarse a sí mismo. La novela se
convierte en un círculo que se arrolla y desarrolla en torno a las pesquisas, a los
intentos de conseguir la identidad a través de la identificación con otro ser; intento
evidente de trazar determinada línea de comunicación, por muy experimental e inútil
que pueda ser. El propio Moran juega con la idea de Molloy, reconociendo que un
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Molloy —hambriento, lisiado, tiritando de frío, desvalido, yendo tras algo que tanto
nosotros como él sabemos que jamás ha de encontrar— es parte de todos. Molloy no
es ningún extraño para Moran: es su doble. La persona que anda tras otra lo que en
realidad busca en ella es una parte de sí misma para, al encontrarla, descubrir lo que
ella misma es. Y la persona perseguida, igualmente, debe perseguir y ser perseguida,
y a su vez… La madre de Molloy es su compinche asexuada, y el hijo, como la
madre, es viejo y decrépito; y Moran, como Molloy, es un lisiado que se arrastra
hacia su fatal destino con unas piernas a las que ha abandonado la fuerza y la energía.
No es por azar que los personajes de Beckett sean indeterminados desde el punto
de vista sexual. Molloy es, en realidad, impotente, y Moran se masturba a la más
mínima ocasión. Moran escribe en su informe: «Finalmente pude conseguir un
beneficio del hecho de estar solo, sin otro testigo que Dios al masturbarme.
Seguramente que mi hijo habrá tenido la misma idea y se habrá interrumpido al ir a
masturbarse. Espero que esto le resultará más placentero que a mí». Y Molloy,
engañado por la mujer, que posee un perro que él ha matado por accidente, medita:
«No sigas atormentándote, Molloy, hombre o mujer, ¿qué más da?».
Molloy y Moran pueden arreglárselas prescindiendo del amor, a pesar de que
también lo busquen; Molloy encuentra su naturaleza insensata mientras que Moran
apenas tiene energía suficiente para masturbarse. Los dos han oído hablar de
sentimientos sexuales y a Molloy le gustaría experimentarlos antes de morir. La
búsqueda del amor se convierte en parodia del amor. Y Molloy descubrirá la gran
pasión tras la que va todo el mundo en una vieja, enjuta y lisa no mejor que una
cabra.
La interrupción que se produce en plena novela, cuando la línea narrativa se
aparta de Molloy —que busca a su madre— para ocuparse de Moran y de su hijo —
que buscan a Molloy— es básicamente completa, tanto desde el punto de vista
filosófico como psicológico. Juntos, los cuatro —en realidad tres, porque Molloy y
Moran son mitades de una persona— forman una diluida familia de tres
generaciones, que abarca a partir de la abuela, pasa por el hijo y llega hasta el nieto.
Algo así como un grupo familiar de Henry Moore con el agujero divisorio en el
centro. El grupo de Beckett tiene tropiezos al querer establecer contactos entre los
individuos. Molloy, por un lado, es el padrastro del hijo de Moran, y Moran quizá sea
el hijastro de la madre de Molloy, la cual, a su vez, es la madre de la madrastra del
hijo de Moran, y así sucesivamente siguiendo un mecanismo típico de Beckett.
Y, ¿quién es Moran?, ¿qué sabe de Molloy? Moran se identifica a sí mismo al
describir al Molloy que jamás ha visto.
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Jadeaba. No tenía más que levantarse dentro de mí para que yo me sintiera
lleno con su resuello. Incluso a campo abierto, que era como si se franqueara
el paso a través de la jungla con fragor inmenso. A pesar de ello, avanzaba
aunque lentamente. Se tambaleaba, de uno a otro lado, igual que un oso».
Moran va tras esta imagen de Molloy, como Ashab tras la ballena blanca, no para
sí mismo, sino en «favor de una causa que, aun cuando precisaba de nosotros para ser
llevada a cabo, en su esencia era anónima, y subsistiría, rondando los pensamientos
de los hombres cuando ya no existieran sus miserables artesanos».
Cuando Moran está entregado a la búsqueda, tiene la ocurrencia de que busca a
más de un Molloy, quizá a tres o cuatro: el que vive dentro de él; su caricatura de
Molloy; la versión de Molloy que da Gaber (el mensajero) y, finalmente, el hombre
real de carne y hueso. A éstas podrían añadirse otras versiones, incluyendo la de la
madre de Molloy —de existir ésta— y la del hijo de Moran —de saber lo que anda
buscando—. Puesto que si Molloy es una parte de Moran, entonces el hijo de este
último, al contribuir a encontrar a Molloy, completará también una parte de sí mismo.
Cuando Molloy encuentre a su madre —meta imposible de toda evidencia— el hijo
de Moran encontrará indirectamente otra parte de sí mismo, y así sucesivamente. El
moverse en círculo forma, naturalmente, parte del esquema, ya que el propio Moran,
incapaz de encontrar a Molloy, vuelve en redondo hacia su casa al final de la novela.
Y el libro que comenzaba así: «Es medianoche. La lluvia golpea las ventanas»,
termina de este modo: «No era medianoche. No llovía». Al negar lo que afirmara en
un principio, completa la narración.
No existe, evidentemente, una respuesta final, como Beckett indica cuando hace
una depuración de los elementos utilizados en Molloy para Malone muere y El
innombrable, escritos en el año mil novecientos cuarenta y tantos, y publicados en
1952 y 1953 respectivamente. Sin embargo, existen diversas vías de especulación. Es
posible que el intento de Beckett fuera discurrir sobre la cualidad cíclica de la
experiencia humana, de forma parecida al Finnegans Wake de Joyce, según las teorías
de Vico. En el ciclo, el individuo es reducido, desechado, casi resulta sobrante; ¿para
qué una sola vida humana irá contra los vastos episodios periódicos de las épocas
históricas? Para Beckett, el construir tal ciclo de experiencia humana equivale a
destruir al personaje, a eliminar las figuras centrales, a borrar diferencias con el fin de
mostrar las similitudes que existen entre los hombres. Cuando la mayoría de sus
contemporáneos ingleses se aplicaban en revelar diferencias, Beckett ha demostrado
aquello que los iguala: de ahí las indagaciones, tanto hacia el interior como hacia
afuera. Parece que Beckett quiera indicar que cuando los hombres suprimen toda
dependencia con el exterior lo que queda es el holgazán, el vagabundo, el proscrito.
El común denominador es la búsqueda para que sea posible la supervivencia y que
todos los hombres participen en ella. En el ciclo, los objetivos del hombre pierden su
sentido. ¿Qué son los éxitos personales?, ¿qué es un protagonista?, ¿qué, el carácter
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propiamente dicho?, ¿qué, la sociedad, con sus restricciones y sus advertencias? Lo
que importa es la posibilidad de que el hombre diga, incluso en las peores
condiciones imaginables: «Existo y sobrevivo a mi manera». Todos los protagonistas
de Beckett hacen esta afirmación, y su capacidad de reconocer únicamente este
aspecto de la vida hace que las reglas de la narración corriente pierdan su sentido. En
consecuencia, la narración, el argumento, la historia, la estructura realista
desaparecen en las novelas de Beckett con la misma rapidez con que desaparece en
sus personajes el deseo de llegar a una meta o de ver sus esfuerzos coronados por el
éxito.
Malone muere, así como su sucesor, carece de la relativa claridad de Molloy; los
dos, Malone y el Innombrable, en aquella novela, se han ido depurando gradualmente
de forma que el tiempo y el espacio, e incluso el nombre, se confunden con el caos de
sus deseos y frustraciones. Habiendo ido a parar a una casa en la que se acoge a los
necesitados, Malone ha vuelto a un «paraíso» parecido al útero que, en diversos
aspectos, es parecido al infierno. Minimizado en sus deseos hasta convertirlos en los
de un niño —vive en una situación que está entre el plato de la comida y el orinal
donde defeca—; no es más que un conducto entre dos agujeros: el de entrada por
donde recibe la comida y el de salida por donde elimina los desechos. Ha acudido a
tal sitio para morir, siendo su única actividad la de escribir acerca de sí mismo con un
lápiz y una libreta, que lo eluden constantemente.
Para crear cierto orden en el caos, Malone se ve obligado a escribir, y su historia
se ocupa del hombre, Macmann. Así como Molloy escribió para hablar de la
búsqueda que había emprendido y Moran para hablar de la suya —las dos relaciones
ocupadas en el hombre— de la misma manera lo hace ahora Malone y, más adelante,
el Innombrable, que trata de dar forma a la confusión contando historias acerca de
Mahood (¿Manhood?). Los tres escritores intentan conservar las imágenes en algo
más sólido que la memoria y todos ellos escriben —arte— como medio de hacer
inmortal el momento. En su largo ensayo sobre Proust, Beckett reconoce este uso
tradicional del arte; y aquí lo vemos tratando de retener el momento creando
tensiones entre cuatro elementos: el propio escritor como persona, la historia al ser
escrita, la capacidad que el escritor tiene de escribir y aquella historia más larga que
incluye al escritor desde el punto de vista del autor.
Malone escribe acerca de Sapo —la especie en sí— una historia que tiene sentido
universal. Sale Sapo para entrar en el mundo y conoce a los Lamberts; Lambert se
ocupa en matar cerdos a cuchilladas, es decir, practica un arte antiguo y mortífero.
Después, Sapo se desvanecerá de la historia y aparece Malone, como si aquélla fuera
su historia; y, en realidad, ¿cuál es la diferencia?, ¿podrá señalarse una diferencia? Y,
conseguido este estadio, ¿entre qué cosas habrá que diferenciar? A Malone lo único
que le preocupa son las cosas que necesita: la libreta, el lápiz, el plato y el orinal,
cuando, tiene hambre o cuando se apercibe de un urgente espasmo.
Girando en torno a Malone e indistinguibles del mismo, son los Murphys,
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Merciers, Molloys, Morans y Malones. Este último uso de Malone indica que tal vez
éste no sea real o que exista únicamente fuera de sí mismo, sugiriendo además que su
presencia como escritor es no-sustancial, simple esparcimiento del autor. Y Malone,
¿existe siquiera él? Y, de ser así, ¿qué es su historia?
En esta trilogía posterior a los horrores de los años de guerra, Beckett se ocupa de
los interrogantes acerca de la validez de la misma realidad. En Murphy y Watt, según
hemos visto, intentó establecer cierta relación con los objetos reales, a pesar de que
éstos permanecían, en su mayor parte, fuera del control del hombre. En la trilogía de
postguerra, Beckett ya no separa hombres de objetos, ni lo subjetivo de lo objetivo.
Se interroga ahora acerca de si existe siquiera algo llamado existencia y pregunta qué
hay dentro y qué fuera. Esta postura, evidentemente acarrea un gambito filosófico
tradicional, pero rara vez se ha convertido en materia de la novela hasta tal extremo.
Es verdad que Joyce en Finnegans Wake fundió sujeto y objeto, Earwicker con el
medio que le rodeaba, pero este acto de fusión indica que el autor cree en las cosas
que funde. En cambio Malone pregunta: «¿A cuántos he matado, ya dándoles en la
cabeza, ya prendiéndoles fuego? Así de pronto sólo recuerdo cuatro, todos
desconocidos, jamás conocí a ninguno». Uno de los que ha matado, reconocemos que
bien pudiera ser él mismo, y éste sería el diario de un muerto, la historia de un
hipotético Malone escribiendo sobre un Malone muerto.
Malone termina como empezó, siendo su primera línea: «Pronto estaré
completamente muerto por fin a pesar de todo». Y su última: «… quiero decir/jamás
allí él querrá nunca/nunca nada/allí/ya más…». Malone se desvanece y murmura al
salir de la existencia, lloriqueando, declinando camino de la nada. ¿Existió acaso
alguna vez?
El innombrable comienza así: «¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?»:
todas las preguntas temporales y espaciales que hace el hombre sobre sí mismo para
poder identificarse. Y el comienzo es típico del conjunto. El Innombrable es incapaz
de orientarse, estando todo su monólogo encaminado a adjudicarse nombre, lugar y
tiempo. Dice: «… no pediría otra cosa de mí que saber que lo que oigo no es el
sonido inocente y necesario de cosas mudas constreñidas a permanecer, sino la
palabrería impregnada de terror del condenado a silencio». La palabrería y el silencio
forman los nódulos gemelos de su conducta: se ve constreñido a charlar en tanto que
lo que desea es silencio, combinándose una cosa con la otra. Tiene que charlar, ya
que únicamente a través del habla determinará que existe; dejar de charlar equivaldría
a destruirse. Y, sin embargo, reconoce que la palabrería en sí no conduce a nada.
«Entretanto sería estúpido discutir de pronombres y otros elementos de la
charlatanería. El sujeto no importa, no lo hay». Aquí hay un encuentro de la
gramática con el tema. En otro lugar, sus preocupaciones siguen siendo las mismas:
«… dime lo que siento y te diré quién soy». Pero no es así de sencillo. Puesto que él
no entenderá lo que le diga la gente cuando le hablen de él. Su identidad debe seguir
disfrazada, él debe vivir únicamente de y con palabras, «… no hay necesidad de boca,
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las palabras están por doquier, dentro de mí, fuera de mí, bien, bien, hace un minuto
que yo no tenía cuerpo, las oigo, no hay necesidad de oírlas, no hay necesidad de
cabeza, imposible pararlas, imposible parar, estoy en las palabras, hecho de palabras,
palabras de otros, qué otros, el lugar también…». Palabras descorporeizadas
identifican al Innombrable pero, irónicamente, no existe palabra para su nombre.
Cuando el Innombrable afirma que «… dónde estoy, no sé, nunca sabré, en el
silencio no sabes, tienes que seguir, no puedo seguir, seguiré», hay la imagen de un
ciego sin nombre encaminándose por el mundo en una dirección que no conoce, un
mundo de cuya existencia ni siquiera está seguro. Meursault, comparado con él, tiene
valores, comprensión (aun siendo desequilibrada y enigmática) y creencias: sabe
hacia dónde va, esto es, hacia toda aquella experiencia que haga que sus sentidos
experimenten cierta comezón.
Para un personaje de Beckett no existe este sentido de triunfo, por secundario que
sea. No hay conciencia de que exista una abstracción como el triunfo. Las
abstracciones denotan un mundo donde es posible el heroísmo, y el heroísmo ha sido
barrido por generaciones sucesivas de Malones, Murphys, Merciers, Watts e
Innombrables. Ellos y Sapo, Macmann y otros como ellos son todo cuanto queda; y,
para ellos, el creer en abstracciones querría decir que creen en su propia corporeidad,
en la misma medida que nosotros únicamente podemos calibrar una abstracción
contraponiéndola a algo real. Una vez más, Beckett pregunta: ¿Qué es real? ¿Qué no
lo es?
El Innombrable prosigue sin integridad (¿qué es?), sin creencias (¿en qué?), sin
identificación (¿cómo se llama?), (¿dónde está?), sin saber por qué es culpable, sin
deseo de vivir, sin ninguno de aquellos puntales en que el hombre suele apoyarse.
Sobrevive y seguirá sobreviviendo sólo porque su cuerpo sigue funcionando. En un
universo que no tiende a nada, y sin contar ni siquiera con un nombre, no hay
salvación, puesto que no hay pecado. Y aunque hubiera pecado tampoco habría
salvación. Como expresión de la desesperanza de la posguerra, de desesperación
cósmica, y más que ninguna otra obra de nuestro tiempo —exceptuando acaso la de
Céline— la trilogía de Beckett capta el nihilismo y el pesimismo del hombre que no
cree ni en Dios ni en sí mismo. Sus personajes tienen buenas intenciones y, al
contrario de los de Céline, no sienten el odio. Pero su destino todavía es peor. Puesto
que, por lo menos, el Bardamu de Céline consigue su identificación gracias a aquello
que combate, pero a Malone y a Molloy de Beckett se les niega este placer elemental.
Cuando odian su vehemencia sólo puede volverse contra ellos mismos, y su lucha por
la supervivencia en el destructivo elemento de la no-vida es su único medio de
identificación, por desesperanzado que sea y por muy abandonados que se
encuentren. Aquel momentáneo y casi ilusorio fulgor de esperanza que ve Camus en
el absurdo trabajo de Sísifo, Beckett lo transforma en la desesperada búsqueda del
hombre por encontrar respuestas que le serán negadas por siempre jamás.
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Frederick R. Karl
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I
¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin
pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a esto
adelante. Puede que un día, venga el primer paso, simplemente haya permanecido,
donde, en vez de salir, según una vieja costumbre, pasar días y noches lo más lejos
posible de casa, lo que no era lejos. Esto pudo empezar así. No me haré más
preguntas. Se cree sólo descansar, para actuar mejor después, o sin prejuicio, y he
aquí que en muy poco tiempo se encuentra uno en la imposibilidad de volver a hacer
nada. Poco importa cómo se produjo eso. Eso, decir eso, sin saber qué. Quizá lo
único que hice fue confirmar un viejo estado de cosas. Pero no hice nada. Parece que
hablo, y no soy yo, que hablo de mí, y no es de mí. Estas pocas generalizaciones para
empezar. ¿Cómo hacer, cómo voy a hacer, qué debo hacer, en la situación en que me
hallo, cómo proceder? Por pura aporía o bien por afirmaciones y negaciones
invalidadas al propio tiempo, o antes o después. Esto de un modo general. Debe de
haber otros aspectos. Si no, sería para desesperar de todo. Pero es para desesperar de
todo. Notar, antes de ir más lejos, de pasar adelante, que digo aporía sin saber lo que
quiere decir. ¿Se puede ser eféctico si no es queriendo? Lo ignoro. Los síes y los
noes, eso es otra cosa, se me volverán a presentar a medida que avance, y el modo de
ciscarse encima, antes o después, como un pájaro, sin olvidarse de uno solo. Se dice
eso. El hecho parece ser, si en la situación en que me encuentro se puede hablar de
hechos, no sólo que voy a tener que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino
también lo que aún es más interesante, que yo, lo que aún es más interesante, que yo,
ya no sé, lo que no importa. Sin embargo, estoy obligado a hablar. No me callaré
nunca. Nunca.
No estaré solo, en los primeros tiempos. Seguro que lo estoy. Solo. Esto se dice
pronto. Hay que decir pronto. ¿Y qué sabe uno nunca, en semejante oscuridad? Voy a
tener compañía. Para empezar. Algunos títeres. Los suprimiré después. Si es que
puedo. ¿Y los objetos? ¿Cuál debe ser la actitud para con los objetos? Ante todo,
¿hay que tenerla? Vaya pregunta. Pero no me oculto que son de prever. Lo mejor es
no detenerse en este tema, de antemano. Si, por una u otra razón, se presenta un
objeto tenerlo en cuenta. Se dice que donde hay personas hay cosas. ¿Quiere esto
decir que al admitir a aquéllas se han de admitir éstas? Habría que verlo. Lo que se ha
de evitar, no sé por qué, es el espíritu de sistema. Personas con cosas, personas sin
cosas, cosas sin personas, lo mismo da, estoy muy seguro de poder barrer todo eso en
muy poco tiempo. No veo cómo. Lo más sencillo sería no empezar. Pero estoy
obligado a empezar. Lo que significa que estoy obligado a continuar. Acaso acabaré
por estar muy rodeado, en un cajón de sastre. Idas y venidas incesantes, atmósfera de
bazar. Estoy tranquilo, id.
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Malone está ahí. De su mortal vivacidad quedan pocos rastros. Pasa ante mí por
intervalos sin duda regulares, a menos que sea yo el que pasa ante él. No, de una vez
por todas, ya no me muevo. Él pasa, inmóvil. Pero se tratará poco de Malone, del que
ya no hay nada que esperar. Personalmente no tengo intención de aburrirme. Al verlo
a él es cuando me he preguntado si proyectamos una sombra. Imposible saberlo. Él
pasa junto a mí, a unos cuantos pies, lentamente, siempre en el mismo sentido. Estoy
muy seguro de que es él. Ese sombrero sin alas me parece concluyente. Se aguanta la
mandíbula con las dos manos. Pasa sin dirigirme la palabra. A lo mejor es que no me
ve. Un día de estos lo interpelaré, diré, no sé, encontraré, cuando sea el momento. No
hay días aquí, pero me sirvo de la fórmula. Le veo desde la cabeza hasta la cintura. Se
acaba en la cintura, para mí. El busto está erguido. Pero ignoro si está de pie o de
rodillas. Quizás esté sentado. Lo veo de perfil. A veces me digo, ¿no se tratará en
realidad de Molloy? Tal vez sea Molloy que lleva el sombrero de Malone. Pero es
más razonable suponer que se trata de Malone llevando su propio sombrero.
Caramba, he aquí el primer objeto, el sombrero de Malone. No le veo otras prendas.
En cuanto a Molloy, acaso no esté aquí. ¿Podría estarlo si quisiera yo? El lugar es
vasto, sin duda. Débiles luces parecen indicar por momentos una especie de lejanía. A
decir verdad, los creo a todos aquí, al menos a partir de Murphy, nos creo a todos
aquí, pero hasta el momento no he visto más que a Malone. Otra hipótesis: ellos
estuvieron aquí, pero ya no están. Voy a examinarla, a mi modo. ¿Hay otros fondos,
más abajo? ¿Unos fondos a los que se llega por éste? Estúpida obsesión de la
profundidad. ¿Hay otros lugares previstos para nosotros, de los cuales éste en el que
estoy no es más que el pórtico? Y yo que creía haber acabado con los períodos de
prueba. No, no, sé que todos estamos aquí para siempre, desde siempre.
No me haré más preguntas ya. ¿No se trata, en realidad, del sitio donde se acaba
por disiparse? ¿Llegará un día en que Malone no vuelva a pasar ante mí? ¿Llegará un
día en que Malone pasará por delante de donde yo estuve? ¿Llegará un día en que
otro pasará por delante de donde yo estuve? Carezco de opinión.
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consideraciones. Estoy, desde que estoy, aquí, aseguradas en otra parte por terceros
mis apariciones. Durante este tiempo todo ha ocurrido en la mayor calma, en el más
perfecto orden, fuera de algunas manifestaciones cuyo sentido se me escapa. No, no
es que se me escape su sentido, pues igualmente se me escapa el mío. Todo aquí, no,
no lo diré, porque no puedo. No le debo a nadie mi existencia, esas luces no son de
las que iluminan o arden. Sin ir a ninguna parte, sin venir de ninguna parte, Malone
pasa. ¿De dónde me llegan estas nociones de antepasados, de casas donde se
enciende, y tantas otras? He buscado por todas partes. Y todas estas preguntas que me
dirijo. No es por espíritu de curiosidad. No puedo callarme. No necesito saber nada
de mí. Aquí todo está claro. No, todo no está claro. Pero es menester que la
explanación se realice. Entonces se inventan oscuridades. Se trata de retórica. ¿Qué
tienen, pues, de tan raro, de desplazado casi, estas luces a las que nada les pido que
signifiquen? ¿Es su irregularidad, su inestabilidad, su brillantez intensa unas veces y
pálida otras, pero que nunca va más allá de la potencia de una o dos bujías? Malone,
por su parte, aparece y desaparece con una exactitud maquinal, siempre a la misma
distancia de mí, con la misma rapidez, en el mismo sentido, en la misma actitud. Pero
el juego de luces es verdaderamente imprevisible. Hay que decir que probablemente
pasarían por completo inadvertidas a unos ojos menos avisados que los míos. Pero,
¿acaso no escapan, en ciertos momentos, incluso a los míos? Quizá son luces
permanentes y fijas, percibidas por mí con vacilación y por intermitencias. Confío en
que tendré ocasión de volver sobre este asunto. Pero ya ahora diría, para mayor
seguridad, que espero mucho de estas luces, como por otra parte de cualquier
elemento análogo de incertidumbre verosímil, para que me ayude a continuar y
eventualmente a decidir. Dicho esto, prosigo, he de hacerlo. Sí, que es lo que decía,
¿puedo deducir, del perfecto estado hasta ahora de este lugar, que será siempre así?
Puedo, evidentemente. Pero el solo hecho de hacerme esta pregunta me da que
pensar. Por mucho que me diga que esta pregunta no tiene otro objeto que alimentar
el discurso en un momento dado, en el que corre peligro de desvanecerse, esta
excelente explicación no me satisface. ¿Acaso soy víctima de una verdadera
preocupación, como si se dijera de una necesidad de saber? Lo ignoro. Voy a probar
otra cosa. Si un día debiera intervenir un cambio, originado por un principio de
desorden sobrevenido ya, o en camino, entonces, ¿qué? Esto parece depender del
cambio en cuestión. Pero no, aquí todo cambio sería funesto, me devolvería, acto
seguido, a la calle de la Gaîté. Otra cosa. ¿No ha cambiado nada verdaderamente
desde que estoy aquí? Con franqueza, puesta la mano sobre el corazón, no esperad,
que yo sepa, nada. Pero el lugar, ya lo indiqué, tal vez sea grande, lo mismo que
puede no tener más que doce pies de diámetro. En lo que se refiere a poder reconocer
sus confines, ambos casos son válidos. Me gusta creer que ocupo su centro, pero nada
menos seguro. En cierto sentido, mejor sería que estuviera sentado en el borde,
puesto que miro siempre en la misma dirección. Pero desde luego no es éste el caso.
Pues si así fuera, Malone, al girar a mi alrededor, como lo hace, saldría del recinto en
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cada una de sus revoluciones, lo que manifiestamente es imposible. Pero, ¿gira
verdaderamente, o es que no hace sino pasar ante mí, en línea recta? No, gira, lo noto,
y lo hace alrededor de mí, como el planeta alrededor del sol. Si hiciera ruido, no
dejaría de oírlo, a la derecha, a mis espaldas o a la izquierda, antes de verlo de nuevo.
Pero no hace ningún ruido, pues no estoy sordo, tengo la certeza de ello, es decir, casi
la certeza. Por último, entre el centro y el borde hay margen, y muy bien puedo estar
situado en algún lugar entre los dos. Igualmente es posible, no me lo oculto, que
también yo me vea arrastrado a un movimiento perpetuo, en compañía de Malone,
como la tierra con su luna. Entonces, me habría quejado sin motivo del desorden de
las luces, simple efecto de mi obstinación en suponerlas siempre las mismas y vistas
siempre desde el mismo punto. Todo es posible, o casi. Pero lo más sencillo,
realmente, es considerarme fijo en el centro de este lugar, cualesquiera que sean su
forma y su extensión. Esto es también, sin duda, lo más agradable para mí. En suma:
nada, aparentemente, ha cambiado desde que estoy aquí; el desorden de las luces
puede ser una ilusión; temer de cualquier cambio; inquietud incomprensible.
De los ruidos que me llegan se desprende con toda claridad que no estoy
completamente sordo. Pues si aquí el silencio es casi total, no lo es del todo.
Recuerdo el primer ruido que oí en este lugar y que después he oído con frecuencia.
Pues debo suponer un comienzo a mi estancia aquí, aunque sólo fuera para
comodidad del relato. El infierno mismo, aunque eterno, data de la rebelión de
Lucifer. Así pues, me será permisible, a la luz de esa remota analogía, creerme aquí
para siempre, aunque no desde siempre. He aquí lo que va a facilitar singularmente
mi exposición. La memoria sobre todo, cuyo empleo creí que debía vedarme, tendrá
que decir algo, si la ocasión se presenta. Hay, tirando por lo bajo, mil palabras con las
cuales no contaba. A lo mejor las necesito. Así pues, tras un período de silencio
inmaculado, se oyó un débil grito. No sé si Malone lo oyó también. Quedé
sorprendido: la palabra no es demasiado fuerte. Tras silencio tan prolongado, un
breve grito, ahogado en seguida. Imposible saber qué clase de criatura lo emitió y lo
emite siempre, si es la misma, de tarde en tarde. Como quiera que sea, no es un ser
humano; no hay seres humanos aquí, o, si los hay, dejaron de gritar. ¿Es Malone el
culpable? ¿Lo soy yo? ¿No será una simple ventosidad? Las hay desgarradoras.
Deplorable manía, cuando ocurre algo, querer saber qué es. Si al menos no tuviera la
obligación de manifestarlo. ¿Y por qué hablar de grito? Tal vez sea una cosa que se
rompe, dos cosas que entrechocan. Aquí hay ruidos, de tanto en tanto. Que baste eso.
Para empezar, este grito, ya que fue el primero. Y otros, bastante diferentes. Empiezo
a conocerlos. No los conozco todos. Se puede morir a los setenta años sin haber
tenido nunca la posibilidad de admirar el cometa de Halley.
Eso me ayudaría, pues también yo debo atribuirme un comienzo, si pudiera
situarlo en relación con el de mi vivienda. ¿Aguardé en algún otro lugar a que éste se
hallara listo para recibirme? ¿Dónde está el que aguardó a que yo viniera a poblarlo?
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Desde el punto de vista de la utilidad, la primera de estas hipótesis es, con mucho, la
mejor, y a menudo tendré ocasión de acogerme a ella. Pero las dos son desagradables.
Diré, pues, que nuestros comienzos coinciden, que este lugar se hizo para mí, y yo
para él, a un tiempo mismo. Y los ruidos que todavía ignoro son los que aún no se
han emitido. Pero no cambiarán nada. El grito no ha cambiado nada, ni siquiera la
primera vez. ¿Y mi sorpresa? Debí imaginármelo.
¿Por qué me hice representar entre los hombres, a la luz? Me parece que no fue
cosa mía. Sigamos. A mis delegados los veo todavía. Me hablaron de los hombres, de
la luz. No quise creerlos. Lo que no impide que algo me haya quedado. Pero, ¿dónde,
cuándo, por qué medio conversé con esos señores? ¿Vinieron a importunarme aquí?
No, aquí nunca me ha importunado nadie. Entonces ha de ser en otro sitio. Pero
nunca estuve en otro sitio. Sin embargo, sólo puede ser por ellos por quienes supe de
los hombres y de cómo se las arreglan. Es poca cosa. No me habría hecho falta. No
digo que eso no servirá nunca para nada. Sabré utilizarlo, si es menester. Ya me ha
ocurrido así. Lo que me deja perplejo es deber estos conocimientos a personas con las
que nunca pude entrar en comunicación. En fin, el hecho es ése. A menos que se trate
de conocimientos innatos, como los que se refieren al bien y al mal. Esto se me antoja
poco verosímil. ¿Es concebible, por ejemplo, un conocimiento innato de mi madre?
No para mí. Fueron esos señores los que me hablaron de ella. Era uno de sus temas
preferidos. Igualmente me pusieron al tanto de Dios. Me dijeron que procedo de él en
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última instancia. Lo sabían por sus representantes en Bally no se qué, lugar dónde, a
creerlos, me infligió la existencia. Y venga a sostener tercos que fue un buen regalo.
Pero sobre todo eran mis semejantes los que me querían hacer tragar. Ponían en ello
un celo y una obstinación increíbles. No me acuerdo nada de aquellas
conversaciones. No debí entender gran cosa. Pero, a pesar mío, conservo algunas
descripciones. Me daban cursos sobre el amor, sobre la inteligencia, precioso,
precioso. Debe de hacer mucho de todo eso. Fueron ellos también los que me
enseñaron a contar y a razonar. Se trata de habilidades que me prestaron servicios, no
diré lo contrario, servicios de los que no hubiera tenido ninguna necesidad si me
hubiesen dejado tranquilo. Los uso todavía, para rascarme. Tipos asquerosos, con los
bolsillos llenos de venenos y de cauterios. Quizá fueron cursos por correspondencia.
Sin embargo, tengo la impresión de haberlos visto. A lo mejor en fotografía. ¿Desde
cuándo cesó ese atiborramiento de la cabeza? Y, ¿es que ha cesado? Algunas
preguntas todavía, las últimas. ¿Se trata tan sólo de una calma momentánea? Eran
cuatro o cinco a atormentarme, so pretexto de darme su informe. En particular uno de
ellos, Basilio de nombre, según creo, me inspiraba una gran repugnancia. Sin abrir la
boca, sólo con mirarme de hito en hito con sus ojos apagados de tanto haber visto, me
volvía un poco más cada vez como él quería que fuese. ¿Sigue mirándome aún,
agazapado en la tiniebla? ¿Usurpa todavía mi nombre, ese que me aplicaron ellos, en
su siglo, paciente, de estación en estación? No, no, aquí estoy a salvo,
entreteniéndome en adivinar quién pudo infligirme estas heridas insignificantes.
El otro viene derecho hacia mí. Hace su entrada como a través de pesados
cortinajes, avanza aún algunos pasos, me mira y luego se retira andando hacia atrás.
Se comba como si llevara a punta de brazos objetos que pesan mucho, no sé cuáles.
Lo que de él veo mejor es el sombrero. La copa está muy gastada, como un zapato
viejo, y deja pasar a su través algunos cabellos grises. Su mirada, que se alza bastante
largamente hacia mí, la siento implorante, como si yo pudiera hacer algo por él. Otra
impresión, probablemente no menos falsa: me trae obsequios y no se atreve a
dármelos. Se los vuelve a llevar, o bien los suelta y desaparecen. No viene a menudo
—me es imposible precisar más— pero desde luego regularmente. Su visita no ha
coincidido nunca, hasta ahora, con el paso de Malone. Pero esto ocurrirá tal vez. No
se tratará forzosamente de un ultraje al orden que reina aquí. Pues si estoy en
condiciones de calcular con algunas pulgadas de margen la órbita de Malone,
admitiendo que pasa a tres pies de mí, lo que no es seguro, por el contrario no poseo,
acerca del recorrido del otro, sino una noción de las más confusas, dada la
imposibilidad en que me encuentro, no sólo de medir el tiempo, lo que por sí solo se
basta para inutilizar cualquier cálculo a este respecto, sino también de calcular sus
respectivas velocidades de desplazamiento. Ignoro, por consiguiente, si llegaré a
poder verlos a los dos juntos. Pues si no se debiera verlos juntos nunca, sería
menester que ante mí Malone suceda al otro, o lo preceda, siempre en los mismos
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plazos exactos. No, me equivoco. Pues la no coincidencia muy bien puede variar (y
me parece que tal es el caso) sin que llegue nunca a suprimirse del todo. Ese intervalo
vacilante me incita, sin embargo, a pensar que mis dos fieles se encontrarán algún
día, se tropezarán y acaso se caerán. He dicho que aquí todo se repite pronto o tarde;
no, iba a decirlo y cambié de idea. Pero, ¿los encuentros no son una excepción a esta
regla? El único encuentro de que he sido testigo, hace ya mucho tiempo, no se ha
repetido todavía. A lo mejor fue el final de algo. Y quizá me habré librado de Malone
y del otro, no es que ellos me molesten, el día en que los vea juntos, es decir, en
colisión. Desgraciadamente sólo ellos circulan por aquí. Otros vienen hacia mí, pasan
ante mí, dan vueltas a mi alrededor. No me molestan, no me cansaré de repetirlo. Pero
a la larga esto podría resultar aburrido. No sé cómo. Pero el caso es para tenerlo en
cuenta. Se ponen cosas en marcha sin preocuparse de cómo hacer que se detengan. Es
para hablar. Nos ponemos a hablar como si pudiéramos dejar de hacerlo con sólo
querer. Es así. La busca del medio de hacer parar las cosas, acallar su voz, es lo que al
discurso le permite proseguir. No, no debo tratar de pensar. Las cosas, las figuras, los
ruidos, las luces con que mi prisa por hablar disfraza cobardemente este sitio, es
menester de todas veras que, al margen de toda cuestión de procedimiento, llegue a
desterrarlos. Preocupación por la verdad en el prurito de decir. De aquí la posibilidad
de verse libre por medio de un encuentro. Pero suavemente. Primero ensuciar, y
después limpiar.
El aire, el aire, tratemos de ver qué se puede sacar de este viejo tema. De un gris
justamente transparente en mi proximidad inmediata, se extiende fuera de este círculo
encantado en finos velos impenetrables, de un tono apenas más oscuro. ¿Soy yo quien
proyecta esta débil claridad que me permite distinguir lo que ocurre ante de mis
narices? No veo, de momento, la utilidad de suponerlo así. La más profunda noche a
la larga se deja taladrar hasta cierto punto, como he oído decir, sin ayuda de otra luz
que la del cielo ennegrecido y de la tierra misma. Nada nocturno aquí. Este gris, no
por ser primero tenebroso y después francamente opaco, deja de ser de una
luminosidad intensa. Pero en realidad, esta pantalla contra la cual mis miradas
tropiezan, con todo y seguir viendo aire en ella, ¿no será mejor el cercado, de una
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intensidad de plombagina? Para aclarar esta cuestión necesitaría un palo, así como los
medios de servirme de él, ya que poco sería éste sin ellos, y a la inversa. Necesitaría
también, dicho sea de pasada, participios futuros y condicionales. Entonces lanzaría
el palo, como una jabalina, directamente hacia delante de mí, y sabría si, en lo que me
rodea tan de cerca y me impide ver, de lo que se trata es del vacío siempre, o de lo
lleno, según el ruido que oyera. O bien, sin soltarlo, para no exponerme a perderlo de
una vez por todas, me serviría de él como de una espada y acuchillaría ya el aire, ya
la muralla. Pero la época de los palos pasó, y aquí no puedo contar estrictamente más
que con mi cuerpo, mi cuerpo incapaz del menor movimiento y cuyos mismos ojos ya
no se pueden cerrar como hacían antes, según Basilio y consortes, para que
descansara de ver y de no poder ver o simplemente para que me ayudaran a dormir, ni
pueden volverse, ni bajarse, ni elevarse al cielo, mientras permanecían abiertos, sino
que están obligados, centrados y desencajados, a quedar fijos en el corto pasillo que
tienen delante, donde el 99% de las veces no ocurre nada. Deben de estar rojos como
carbones encendidos. A veces me pregunto si las dos retinas no están encaradas entre
sí. Por lo demás, pensándolo bien, este gris es ligeramente rosado como el plumaje de
algunos pájaros, entre ellos, según creo, la cacatúa.
Aunque todo se vuelva oscuro, aunque todo se vuelva claro, aunque todo siga
gris, el gris es el que se impone, para empezar, dado lo que es, pudiendo lo que
puede, hecho de claro y de oscuro, pudiendo vaciarse de éste o de aquél, para no ser
más que el otro. Pero quizá me hago ilusiones, en el gris, sobre el gris.
Añado, para mayor seguridad, esto. Estas cosas que digo, que voy a decir, si
puedo, no están ya, o no están todavía, o no estuvieron nunca, o no estarán nunca, o si
estuvieron, o si están, o si estarán, no estuvieron aquí, no están aquí, no estarán aquí,
sino en otro sitio. Pero yo estoy aquí. Todavía, pues, estoy obligado a añadir esto.
Pero héme aquí, yo que estoy aquí, que no puedo hablar, que no puedo pensar, y que
debo hablar, por consiguiente pensar un poco tal vez, no puedo hacerlo sólo en
relación conmigo que estoy aquí, en relación con aquí donde estoy, pero puedo
hacerlo un poco, bastante, no sé cómo —no se trata de eso—, en relación a mí que
estuve en otra parte, que estaré en otra parte, y en relación a esos lugares en donde
estuve, donde estaré. Pero no he estado nunca en otra parte, por incierto que sea el
porvenir. Y lo más sencillo es decir que lo que digo, lo que diré, si puedo, se refiere al
lugar donde estoy, a mí que en él estoy, pese a la imposibilidad en que me encuentro
de pensar en él, de hablar de él, por culpa de la necesidad en que estoy de hablar de
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él, de quizá pues pensar en él un poco. Otra cosa: lo que digo, lo que tal vez diré, a
este respecto, respecto a mí, respecto a mi morada, está dicho ya, puesto que, estando
aquí desde siempre, aquí sigo todavía. He aquí, en fin, un razonamiento que me gusta,
digno de mi situación. No tengo, pues, que inquietarme. Sin embargo, estoy inquieto.
No voy pues al desastre, no voy a parte alguna, mis aventuras han concluido, mis
dichos están dichos, a esto llamo aventuras. Sin embargo advierto que no. Y temo
mucho, pues no puede tratarse más que de mí y de este lugar, que siga estando otra
vez a punto de ponerle fin, hablando de ello. Lo que no llevaría a ninguna
consecuencia, antes al contrario, como no sea a la obligación en que me hallaré, una
vez libre, de volver a empezar, a partir de ningún sitio, de nadie y de nada, para
volver a lo mismo, por nuevos caminos desde luego, o por los de antes, irreconocibles
cada vez. De aquí una cierta confusión en los exordios, el tiempo de colocar al
condenado y de acicalarlo. Pero no desespero de poder un día prescindir de mí, sin
callarme. Y ese día, no sé por qué, podré callarme, podré acabar, lo sé. Sí, ahí reside
la esperanza, una vez más, de no hacerme, de no perderme, de seguir aquí, donde me
he dicho que estoy desde siempre, pues corría prisa decir algo, acabar aquí, sería
maravilloso. Pero, ¿es de desear? Sí, es de desear, acabar es de desear, acabar sería
maravilloso, quien quiera que yo sea, donde estoy.
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quién soy y dónde estoy—, de no perderme, de no partir, de acabar aquí. Lo que
impide el milagro es el espíritu de método, al cual estuve acaso un poco
excesivamente sometido. Desde luego no me da ni frío ni calor que Prometeo fuera
liberado veintinueve mil novecientos setenta años antes de haber purgado su pena.
Pues confío en que no exista nada en común entre yo y aquel miserable que se mofó
de los dioses, inventó el fuego, desfiguró la arcilla, domesticó al caballo y, en una
palabra, obligó a la humanidad. Pero la cosa ha de señalarse. En suma: ¿voy a poder
hablar de mí y de este lugar sin suprimirnos? ¿Voy a poder callarme? ¿Existe alguna
relación entre estas dos preguntas? Gustan las apuestas. He aquí varias, o quizás una
sola.
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Yo, del que no sé nada, sé que tengo los ojos abiertos, a causa de las lágrimas que
de ellos manan sin cesar. Me sé sentado, con las manos en las rodillas, a causa de la
presión contra mis nalgas, contra las plantas de mis pies, contra mis manos, contra
mis rodillas. Contra las manos son las rodillas las que presionan, contra las rodillas
las manos, pero, ¿qué es lo que presiona contra las nalgas, contra las plantas de los
pies? Lo ignoro. Mi espalda no está sostenida. Refiero estos detalles para asegurarme
de que no estoy echado de espaldas, con las piernas dobladas y en el aire, con los ojos
cerrados. Bueno es asegurarse de la propia posición corporal desde el principio, antes
de pasar a cosas más importantes. Pero, ¿qué es lo que indica que miro rectamente
hacia delante de mí, como indiqué? Me noto con la espalda erguida, con el cuello
erguido y sin torsión, y allá arriba la cabeza, bien asentada, como en su bastoncillo la
bola del boliche. Estas comparaciones están fuera de lugar. Después hay el modo de
correr de las lágrimas, que me corren por toda la cara, desde los ojos hasta las
mandíbulas, e incluso por el cuello, como no lo haría, me parece, por un rostro
inclinado, por un rostro invertido. Pero no debo confundir el enderezamiento de la
cabeza con el de la mirada, ni el plano vertical con el horizontal. En cualquier caso,
esta cuestión es secundaria, porque no veo nada. ¿Estoy vestido? A menudo me he
hecho esta pregunta, y en seguida hablaba del sombrero de Malone, del abrigo de
Molloy, del traje de Murphy. Si lo estoy, sólo lo es ligeramente. Pues noto que las
lágrimas me resbalan por el pecho, por los costados y por toda la espalda. Ah, sí,
estoy realmente bañado en lágrimas. Se me acumulan en la barba, y desde allí cuando
ya no puede contener más… No, no tengo barba, cabellos tampoco, es una gran bola
lisa que llevo sobre los hombros, sin lineamientos, salvo en los ojos, de los que ya
sólo quedan las órbitas. Y sin la lejana evidencia de las palmas de mis manos y de las
plantas de mis pies, de las que aún no he logrado desembarazarme, no titubearía en
afirmar que tengo la forma, si no la consistencia, de un huevo, con dos agujeros en
cualquier parte para impedir el estallido. Pues como consistencia, se trata más bien de
mucílago. Pero poco a poco, poco a poco, si no nunca llegaré. Pues bien, como
posibilidad vestimentaria apenas veo otra cosa, de momento, que unas bandas, con
algunos harapos aquí y allá. Tampoco diré más obscenidades. ¿A qué iba yo a tener
sexo, si ya no tengo nariz? Todo eso cayó, todas las cosas que sobresalen, con mis
ojos, mis cabellos, sin dejar rastro, cayó tan bajo, tan lejos, que no oí nada, quizás eso
cae todavía, mis cabellos lentamente como hollín siempre, de la caída de mis orejas
ni me enteré. Superfluo, pequeña alma siempre, inventé el amor, la música, el aroma
del grosellero silvestre, por esquivarme. Los órganos, un fuera, son fáciles de
imaginar; otros, un Dios, son cosa forzada, nos los imaginamos, lo que es fácil, eso
calma lo principal, eso adormece, por un instante. Sí, Dios, en él no he creído, fautor
de calma, un instante. Ya no haré pausas tampoco. ¿No puedo, pues, conservar nada
de cuanto ha llevado mis pobres pensamientos, plegado a mis dichos, mientras me
escondía? Voy a secar también, a taponar, estas órbitas chorreantes. Ya está, ya no
chorrean, soy una gran bola parlante, hablando de cosas que no existen o que quizás
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existen, es imposible saberlo, la cuestión no es esa. Ah sí, cambio pronto de estribillo.
Y, después de todo, ¿por qué una bola y no otra cosa, y por qué grande? ¿Porqué no
un cilindro, un cilindro pequeño? ¿Por qué no un huevo, un huevo mediano? No, no,
es la vieja tontería, me sé redondo siempre, sólido y redondo, sin atreverme a decirlo,
sin asperezas, sin aberturas, invisible quizás o grande como Sirio. Estas expresiones
carecen de sentido. Que sea redondo y duro es lo único que importa, y ciertamente
existen razones para ello, que sea redondo y duro, mejor que de una forma irregular
cualquiera, susceptible de ahuecarse, de abombarse al azar de los choques, pero se
acabaron las razones. Lo demás lo dejo, como ese negro ridículo en el que por un
instante creí poderme bañar más dignamente que en el gris. Menudas artimañas esas
historias de claridad y oscuridad. Y me las he permitido. Pero, ¿es que ruedo,
conforme a mi naturaleza de bola, o estoy en equilibrio en alguna parte, sobre uno de
mis innumerables polos? Me siento muy tentado a tratar de saberlo. Menuda tirada de
discurso se puede sacar de esa preocupación tan legítima en apariencia. Pero no se me
tendría en cuenta. No, entre yo y el derecho al silencio, el reposo vivo, se extiende la
misma lección de siempre, esa que sabía bien pero que no quise decir, ignoro por qué,
quizá por temor al silencio, o por creer que bastaba decir cualquier cosa, mentiras con
preferencia claro está, al objeto de permanecer oculto. Importa poco. Pero ahora voy
a decir mi lección, si puedo recordarla. Bajo los cielos, por los caminos, en las
ciudades, los bosques, las habitaciones, las montañas, las llanuras, a orillas del mar,
sobre las olas y detrás de mis homúnculos, no siempre estuve triste, perdí mi tiempo,
renuncié a mis derechos, me esforcé en vano, olvidé mi lección. Después un pequeño
infierno a mi modo, no demasiado perverso, con algunos amables condenados a los
que largar mis gemidos, algo que suspira de lejos en lejos y a lo lejos esperando por
relampagueos, la piedad en llamas, la hora de elevarnos a cenizas. Hablo y hablo,
porque es menester, pero no escucho, busco mi lección, la vida mía que en otro
tiempo supe y no quise confesar, de aquí tal vez una ligera falta de limpidez en
algunos momentos. A lo mejor también esta vez no haré sino buscar mi lección, sin
poderla decir, a la par que acompañándome en una lengua que no es la mía. Pero en
vez de decir lo que erré al decir, lo que ya no diré, lo que acaso diga, si es que puedo,
¿no sería mejor que dijera otra cosa, incluso si no es aún la que tiene que ser? Voy a
intentarlo, voy a intentarlo en otro presente, incluso si no es aún el mío, sin pausas,
sin llantos, sin ojos, sin razones. Pongamos, pues, que estoy fijo aunque esto no tenga
importancia, que estoy fijo o que al rodar estoy cambiando continuamente, en los
aires o en contacto con otra superficie, o que tan pronto ruedo como me detengo, pues
no siento nada, ni quietud ni cambio, nada que pueda servir de punto de partida a una
opinión a este respecto, lo que importaría poco si tuviera algunos conocimientos de
orden general y, con ello, el uso de la razón, pero la cosa es que no siento nada, nada,
y en cuanto a pensar pienso lo justo para no callarme, lo que no se puede decir que
sea pensar. Por consiguiente, no pongamos nada, ni que me muevo, ni que no me
muevo, lo que es más seguro, pues esto no tiene importancia, y pasemos a las cosas
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que la tienen. ¿Cuáles? Esta voz que habla, sabiéndose mentirosa, indiferente a lo que
dice, demasiado vieja quizás y demasiado humillada para poder decir alguna vez,
finalmente, las palabras que la hagan cesar, sabiéndose inútil, para nada, esta voz que
no se escucha, atenta al silencio roto por ella, por donde quizás un día recuperará el
prolongado suspiro claro de adviento y de adiós, ¿es, acaso, una voz? No plantearé
más preguntas, no hay más preguntas, no conozco ninguna más. Ella sale de mí, me
llena, clama contra mis paredes, no es la mía, no puedo detenerla, no puedo evitar que
me desgarre, me sacuda, me asedie. No es la mía, no tengo, no tengo voz y debo
hablar, es cuanto sé, a esto es a lo que hay que darle vueltas, a propósito de esto debe
hablarse, con esta voz que no es la mía, pero que no puede ser más que la mía, pues
aquí no hay nadie más, o si hay otros, a los cuales podría pertenecer esta voz, no
llegan hasta mí, no diré nada más, no seré más claro. A lo mejor me miran de lejos,
no veo en ello inconveniente, toda vez que yo no los veo, como un rostro entre la
brasa, que saben está destinado a desmoronarse, pero es demasiado largo, se hace
tarde, los ojos se cierran y mañana hay que levantarse pronto. Soy yo pues quien
habla, completamente solo, porque no puedo hacer otra cosa. No, estoy mudo. A
propósito, si me callase, ¿qué me pasaría? ¿Peor que lo que me pasa? Pero esto
siguen siendo preguntas. He aquí lo característico. Ignoro las preguntas y éstas me
salen a cada paso de la boca. Creo saber lo que ocurre. Es para que el discurso no se
detenga, este discurso inútil que no se me toma en cuenta, que no me reprocha por el
silencio de una sílaba. Pero estoy prevenido, no responderé más, no volveré a poner
cara de andar buscando. Quizá me veré obligado, para no pararme, a volver a inventar
una fantasmagoría, con cabezas, troncos, brazos, piernas y todo lo demás, lanzados a
través de la inmutable alternativa de la sombra imperfecta y de la claridad dudosa,
como ya me ha ocurrido. Pero tengo fundadas esperanzas de que no. Pero siempre
tengo este recurso. Pues con todo y desarrollar mis bufonadas, la última vez que esto
me ocurrió, o en la otra que pasa por mí, no he dejado de prestar atención. Me pareció
oír murmurar otro medio de salir del paso, y de otro modo más agradable, y hasta
pude recoger, sin dejar un solo instante de despachar mis dice, se dice, pregunta y
responde, ciertas fórmulas de las más prometedoras y que, en efecto, me prometí
poner a contribución en la primera oportunidad, una vez que haya concluido con mi
rebaño de excitados. Pero todo ha desaparecido. Pues es difícil hablar, incluso no
importa cómo, y al propio tiempo fijar la atención en otra parte, allí donde reside su
verdadero interés, tal como un débil murmullo lo define por migajas, como
excusándose de no estar muerto. Y lo que me pareció oír entonces, respecto a lo que
tenía que hacer y decir, para no tener nada ya que hacer ni que decir, me pareció oírlo
apenas, por culpa del ruido que por otra parte estaba a punto de hacer, conforme a los
mal comprendidos términos de una oscura condenación. Sin embargo, estuve bastante
impresionado por ciertas expresiones para jurarme, sin dejar de gañir, no olvidarlas
nunca y, lo que es más, jurarme proceder de tal modo que ellas no engendran otras y
que, al hincharse en un todo irrecusable, expulsen de mi boca miserable cualquier
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otro discurso, de mi boca en vano gastada en vanas ficciones, cualquier otro discurso
que el suyo, el bueno al fin, el último al fin. Pero todo lo he olvidado y no he hecho
nada, a menos que esté abocado a hacer algo en este instante, cosa que deseo
sinceramente. Pues si tal música pudo llegarme cuando me debatía con una pesada
historia de moribundos desplazándose, entrechocándose, agitándose allí mismo y
cayendo en breves síncopes, ¿no debería, con mucha más razón, hacerse oír ahora,
cuando se supone que no estoy embarazado más que conmigo mismo? Pero esto
siguen siendo razonamientos. Y he aquí que me estoy deslizando ya, antes de haber
llegado al último extremo, hacia el recurso de la fábula. ¿Y si prefiriera decir ba-ba-
ba-ba, mientras espero conocer el verdadero empleo de este órgano venerable? Basta
de preguntas de razonamientos. Prosigo, después de años. Resulta pues que me callé,
que puedo callarme. Y he aquí que vuelve ese ruido. Todo esto no está claro. Digo
años, aunque aquí no los hay. La duración importa poco. Años, eso es una idea de
Basilio. Largamente, brevemente, es lo mismo. Guardé silencio, que es lo que cuenta,
si es que cuenta, y ya no recuerdo si es lo que tiene que contar. Y he aquí que se me
escapa de nuevo. Pero qué silencio, amigos míos, pues también yo tengo amigos en
algún lugar, lo noto por momentos, en este momento, qué silencio, mis pobres
amigos. Y en verdad no todo consiste en guardar silencio, sino que es menester
asimismo ver la clase de silencio que se guarda. Yo oí. Tanto como hablar, tanto
como hacer. Qué libertad. Presté oídos a lo que debía ser mi voz siempre, tan débil,
tan lejana, que era como el mar, como la tierra, un lejano mar en calma, moribundo…
No, eso no, no la playa, no la orilla, basta el mar, sobran los guijarros y la arena,
sobra la tierra, y también el mar. Decididamente, Basilio adquiere importancia. Voy
pues a preferir llamarle Mahood, prefiero eso, soy raro. Él es quien me contaba
historias acerca de mí, vivía para mí, salía de mí, volvía a mí, penetraba en mí
abrumándome con historias. No sé cómo ocurría esto. Siempre me gustó no saber,
pero Mahood me decía que no estaba bien. Él tampoco sabía nada, pero eso le
atormentaba. Es su voz la que a menudo, siempre, se ha mezclado con la mía, hasta el
punto de cubrirla a veces por entero, hasta el día en que me abandonó por las buenas,
o en que ya no quiso abandonarme, no sé. Sí, no sé si está aquí en este momento o sí
está lejos, pero no creo engañarme mucho al decir que no tendré que volver a sufrir
sus impertinencias. Durante sus ausencias, trataba de recuperarme, de olvidar lo que
me había dicho, acerca de mí, acerca de mis infortunios, infortunios ridículos, dolores
absurdos, respecto a mi verdadera situación, palabra detestable. Pero su voz seguía
dando fe de él, como tejida con la mía, impidiéndome decir quién era yo, lo que yo
era, a fin de poder callarme, de no oír más. Y todavía, hoy, para seguir hablando
como él, aunque ya no me turba, su voz está aquí, en la mía, pero menos menos. Y no
habiendo vuelto a renovarse desaparecerá un día, espero, de la mía, por completo.
Pero para ello debo hablar, hablar. Al propio tiempo, no me lo oculto, él puede volver
o puede marcharse de nuevo y en seguida volver. Entonces habría que volver a
empezarlo todo. Entonces mi voz, la voz, diría: «Mira, voy a contar una historia de
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Mahood, para aliviarme». Así tendría que ocurrir. Ella diría. Después, ya repuesto,
acometería de nuevo la verdad, con fuerzas centuplicadas. Para convencerme de que
actuaba con libertad. Pero no sería ya mi voz, ni siquiera en parte. Así es como eso
ocurriría. O bien la historia empezaría muy suavemente, de modo insensible, como si
de nada se tratase, como si se tratase siempre de mí. Pero yo me habría dormido
completamente, con la boca abierta, como de costumbre, tendría el aspecto de
costumbre. Y de mi boca abierta, dormida, brotarían mentiras, acerca de mí. No, no
dormiría, escucharía, llorando. Pero, ¿se trata, en realidad, de mí en este momento? A
veces me parece que sí. Después veo claramente que no. Hago lo que puedo, pero
estoy a punto de fracasar, otra vez. No me importa nada fracasar, me gusta, sólo que
quisiera callarme. No como acabo de hacerlo, para escuchar mejor. Sino
apaciblemente, como vencedor, sin reservas mentales. Eso sería la buena vida, la vida
al fin. Mi boca en reposo se llenaría de saliva, mi boca que nunca tiene bastante de
ella, la dejaría correr con delicia, babeando de vida, concluido en silencio mi castigo.
Hablé, debo hablar, de lección, es castigo lo que había que decir, confundí castigo con
lección. Sí, tengo un castigo que cumplir, antes de estar libre, libre de mi baba, libre
para callarme, para no oír más, y ya no sé cuál. He aquí, al fin, que doy una idea de
mi situación. Se me ha impuesto un castigo, quizás al nacer, quizá para castigarme de
haber nacido, o sin ninguna razón especial, porque no se me quiere, y he olvidado en
qué consiste. Pero, ¿es que se me ha especificado alguna vez? Aprieta, amigo mío,
aprieta muy fuerte, no abuses, pero aprieta un poco más todavía, acaso se trata de ti.
A veces me llamo tú, si soy yo el que habla. Quizá tú llegaste al extremo. ¿Después
de diez mil palabras? A un extremo, en fin, tras el cual habrá otros. En cuanto a
hablarme, no me he hablado bastante, no me escuché bastante, no me respondí
bastante ni me consolé bastante, hablé para mi amo, presté oídos a las palabras de mi
amo, no llegadas nunca: «Está bien, niño mío, está bien, hijo mío, puedes detenerte,
puedes disponer, puedes irte, estás libre, estás perdonado». Palabras no llegadas
nunca. Mi amo. He aquí un filón que no hay que perder de vista. Pero por el
momento estoy en él —en realidad quizá sean varios, todo un consorcio de tiranos,
divididos entre ellos en lo que me concierne, puestos a deliberar desde hace un buen
rato de eternidad, escuchándome de tanto en tanto y yéndose después a comer y a
jugar a los naipes, en secreto, de balde, por cuenta mía, habrá que aclararlo— castigo,
que sin ofender puedo comparar, me parece, a esta lección demasiado pronto
abandonada, demasiado inconsideradamente… abandonada, diciéndome que si tengo
un castigo que realizar es porque no supe decir mi lección, y que cuando habré
concluido mi castigo me quedará por decir mi lección, y que sólo en ese momento
tendré derecho a permanecer tranquilamente en mi rincón, babeando y viviendo, con
la boca cerrada y la lengua inerte, lejos de todo estorbo y de todo ruido, con la
conciencia tranquila, esto es, vacía. Pero esto no me hace adelantar gran cosa. Pues
caería sobre el buen castigo, a fuerza de remover vocablos, quedándome por
reconstruir la buena lección, a menos que los dos se confundan, lo que evidentemente
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tampoco es imposible. Curiosa idea, por otra parte, y muy sujeta a caución, esa de
una tarea que cumplir antes de poder estar tranquilo. Curiosa tarea la de tener que
hablar de uno mismo. Extraña esperanza, vuelta hacia el silencio y la paz. No
teniendo más que mi voz, que la voz, puede parecer natural, una vez asimilada la idea
de obligación, que vea en ella una cosa cualquiera que decir. Y aún: No teniendo
manos, quizás esté obligado a aplaudir, o a llamar al camarero, batiéndolas una contra
otra, eso sería más chocante, y no teniendo pies, obligado a bailar la carmañola. Pero
supongamos primero, la cuestión es avanzar, después supondremos otra cosa, la
cuestión es avanzar un poco más, supongamos que se trata de otra cosa que decir,
ausente de cuanto dije hasta ahora. Es una suposición que debe poder defenderse.
Pero de eso a querer que se trate de algo acerca de mí, de pronto me parece un poco
aventurado. ¿Y si se tratara, en realidad, de alabanzas, cantadas, a mi amo, para que
me perdone? ¿O de la confesión de que después de todo yo soy Mahood y que todas
esas historias de una persona cuya identidad usurpa Mahood impidiendo que la voz se
haga oír, son falsas de punta a punta? Voy a quedarme ahí, por el momento. Son
demasiadas perspectivas en tan poco tiempo. Decididamente me parece imposible, en
este punto, que prescinda de preguntas, como me prometí. No, solamente me juré no
volver a hacerlas. ¿Quién sabe? Caeré, quizá, dentro de poco, en la feliz disposición
que las hará imposibles para siempre en mí, no seamos pedantes, en mi espíritu. Pues
lo que hago no se hace enteramente sin espíritu. Que no sea el mío, perfectamente de
acuerdo, en ello estoy, pero puedo hacerlo, en fin de ello me doy aires. Rica materia,
para ser explotada, nutritiva, ah sí, para ser sorbida hasta la médula, endiabladamente
propulsora, apasionante por demás, me estremezco de ello, palabra, me estremezco y
paso, tengo tiempo, ya olvido, ah sí, eso de que acaba de ser cuestión, al instante, una
cosa importante, se fue, volverá, sin pesadumbres, nueva flamante, una desconocida,
cuando yo estaría mejor dispuesto, esperemos que así sea, para los rompecabezas de
primera hilaza. Cuántos de nosotros desde hace algún tiempo. Abrevio. El amo. Me
preocupé poco de él, demasiado poco. También bastante quizás. Este recurso está
gastado. Me lo voy a prohibir todo, libre para seguir adelante. El amo. Algunas
alusiones aquí y allá, como a un sátrapa, para que se me compadezca. Me vistieron y
me dieron dinero, he aquí el modo, al pasar. Después, nada más. O el amo de Moran,
cuyo nombre no recuerdo. Ah sí, ciertas cosas, hechas para mí, creyendo obrar bien,
lleno de dudas, ronco de fatiga, las recuerdo, aunque no siempre las mismas. Pero no
he pensado nunca en tratar esta historia un poco afondo, con ardor tan inútil como por
ejemplo la del sometido, que esperaba fuese la mía, próxima a la mía, camino de la
mía. Y si ahora pienso en ella, es que desespero de llegar a la mía. Un instante de
desaliento, para aprovecharlo. Mi amo, pues, suponiéndolo único en mi imagen, me
quiere bien, el pobre, quiere mi bien, y si no tiene aspecto de hacer gran cosa para no
desilusionarse, es que no tiene gran cosa que hacer, pues si no lo habría hecho —eso
debe de ser, mi buen amo, mi poderoso amo, el pobre— hace mucho tiempo. Otra
hipótesis: hizo lo necesario, está hecha su voluntad en lo que me concierne (pues
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quizá tenga otros protegidos) y yo sigo sin saberlo. Casos uno y dos. Voy a
inclinarme un poco sobre el primero, si es que puedo. Después me inclinaré sobre el
segundo, si aún me mantengo en pie. Esto tiene todo el aire de una anécdota de
Mahood. Y, sin embargo, no, todas las historias de Mahood eran sobre mí. Pero
inclínate pronto, querido, si no te olvidarás. Hélo aquí, pues, profundamente afligido
el pobre, por mi culpa, porque no puede hacer nada, cuando tanto empeño tiene en
ello, él, que tiene la costumbre de mandar y de ser obedecido. Hélo aquí, pues, que
desde que existo —estado, por lo demás, que le creo capaz de haber suscitado— me
conmina a que tenga que estar bien, a mi gusto, con tanto éxito como si se dirigiese a
la materia inanimada. Si no está contento de este panegírico, quiero estar… iba a
decir colgado, pero esto lo quiero de todos modos, sin restricciones —iba a decir sin
constricciones— lo que cortaría el aliento. Desgraciadamente, no tengo cuello.
«Quiero que estés bien, ¿oyes?», no deja de repetirme. Y yo, en actitud respetuosa, de
responderle: «Yo también, príncipe mío». Le digo esto para darle gusto, ¡tiene un aire
tan lastimero! Soy bueno, por la superficie. No, no tenemos conversaciones, él no me
suelta nunca una palabra. Sin duda no me eligió, pues no se elige siempre al ilota que
uno quiere. Lo que entiende por bien, por mi bien, es asimismo otra historia. Es capaz
de querer que yo esté contento, como se ha comprobado, según parece. O querer que
yo sirva para algo. O las dos cosas a la par, en un revoltijo increíble. Un poco más de
franqueza por su parte, ya que por supuesto mantiene la iniciativa, y quizá todo iría
mejor, tanto desde su punto de vista como desde el que él me atribuye. Que se
explique de una vez. No es a mí al que le toca dirigirle preguntas, incluso si supiera
dónde encontrarlo. Que me haga saber de una vez por todas lo que precisamente
quiere de mí, para mí. Lo que quiere es mi bien, ya lo sé, en fin lo digo, con la
esperanza de llevarlo a mejores sentimientos, si él existe y si, existiendo, me escucha.
Pero, ¿qué bien? Pues deben de existir varios. El supremo, quizá. Que me lo aclare,
en fin, es todo lo que le pido, para que tenga yo al menos la satisfacción de saber en
qué dejo desear. Si quiere que diga algo —para mi bien, por supuesto— que me diga
qué exactamente y lo gritaré al momento. Claro que a lo mejor me lo ha dicho ya cien
veces. Y bien, no tiene más que decírmelo la vez ciento una, y prestaré atención. Pero
quizá me confunda al abrumarlo, mi buen amo, quizá no es el único como yo, mi
buen amo, ni esté libre como yo, sino asociado a otros, todos ellos tan buenos como
él, queriendo mi bien como él, pero con opiniones divergentes acerca de este último.
Todos los días, allá arriba, en los días, varias veces al día, desde la hora convenida
hasta la hora convenida, con todo convenido salvo lo que conviene hacer conmigo, se
reúnen, acerca de mí. A menos que se trate de suplentes, encargados de elaborar un
proyecto de común acuerdo. Que durante ese tiempo yo siga siendo lo que siempre
fui, ciertamente es preferible a una decisión coja, quién sabe si adoptada sólo por
mayoría absoluta, o salida de un vil empate. Durante ese tiempo también ellos sufren,
cada uno según sus posibilidades, debido a que yo no esté bien. Ahora basta de esto.
Puedo seguir concibiendo que esto no les ablande, y peor para mí. Caramba, una
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sugerencia, mientras pienso en ello, antes de emplearme mejor: ¿Y si ellos, por
resignación, me liberasen? Quizás esto me hiciera bien. No veo cómo. Tal vez podría
callarme, definitivamente. No, todo esto no es serio, soy libre, abandonado. He aquí
lo que de nuevo lo echa a perder todo. El propio Mahood me ha abandonado, estoy
tranquilo. Toda esta historia de tarea que cumplir, para poder pararme, de frases que
decir, de verdad que hallar, para poder decirla, para poder pararme, de tarea impuesta,
rezuma, descuidada, olvidada, por hallar, por satisfacer, para no tener que hablar más
ni oír más, la he inventado yo con la esperanza de consolarme, de ayudarme a
proseguir, de creerme en algún sitio, moviéndome, entre un principio y un fin, tan
pronto avanzando como retrocediendo, o desviándome, pero en fin de cuentas
ganando siempre terreno. Eliminémoslo. Nada tengo que hacer, es decir, nada de
particular. Tengo que hablar, esto es vago. Tengo que hablar, no teniendo nada que
decir, sino las palabras de los otros. Tengo que hablar, no sabiendo ni queriendo
hablar. Nadie me obliga a ello, no hay nadie, es un accidente, un hecho. Nada podrá
dispensarme nunca de ello, no hay nada, nada que descubrir, nada que disminuya lo
que por decir queda, tengo la mar por beber, por consiguiente hay un mar. No haber
sido engañado hubiera sido lo mejor para mí, lo mejor que hubiera hecho, haber sido
engañado, no habiéndolo querido, creyendo no serlo, sabiendo que lo soy, no
engañándome acerca de que no lo estoy. Pues como quiera que sea, esto no marcha,
debería marchar, pero no. Es un suplicio recargado, imposible de pensar, de aislar, de
sentir, de sufrir, sí, insufrible también, sufro mal también, incluso esto lo hago mal
también, como una vieja pava muñéndose de pie, con la espalda cargada de polluelos,
acechada por las ratas. Pronto, lo que sigue. Sobre todo nada de gritos, sino
urbanidad, saber morir mientras los otros ríen, los oigo desde aquí, eso chirría como
espinas, no, es imposible, soy yo el que aúlla, lejos tras mi disertación. Así pues no
importa lo que sea. Ni siquiera las historias de Mahood son no importa qué, siendo
también extrañas, no sé a qué, a mi país, que no conozco, no más que a ese donde los
hombres van y vienen, en el suyo, por pistas que hicieron ellos mismos, para poder ir
a visitarse con mayor comodidad y prontitud, alumbrados por luces numerosas y
variadas chorreando en la oscuridad por turno, de modo que nunca está oscuro ni
desierto, lo que debe ser terrible. Sea. Nada de no importa qué, pero todo cómo, así
es. Mahood. Antes de él había otros, tomándose por mí. Debe de ser una sinecura que
pasa de padres a hijos, a juzgar por su aire de familia. Mahood no es peor que sus
predecesores. Pero antes de bosquejar su retrato, en pie, pues no tiene más que uno,
mi próximo representante en existencia será un culo de escudilla[3], está decidido, la
escudilla en la cabeza y el culo en el polvo, pegado a Tellus [4] la de las mil tetas, para
mayor suavidad. Mira, es una idea, una más: casi llegaré quizás, a fuerza de
mutilaciones, de aquí a una quincena de generaciones de hombre, a hacer figura de
mí, entre los viandantes. Entre tanto, esta caricatura es Mahood. ¿Qué iba a decir? Es
lo mismo, diré otra cosa. ¿Y si después de todo no fuéramos más que uno, como él
quiere, pese a mis negativas? ¿Y si yo hubiera pasado por donde según él pasé, en vez
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de haber permanecido aquí, intentando aprovecharme de su ausencia para poner
orden en mi asunto? ¿Aquí, en mi país, qué hace Mahood aquí, cómo lo pasa aquí?
Héme lanzado a una vana historia, henos aquí frente a frente, Mahood y yo, si es que
somos dos, como digo. No lo he visto, no lo veo. Él me dijo cómo es, cómo soy,
todos me lo dijeron, lo que debe entrar plenamente en sus atribuciones. No basta que
yo sepa qué hago, es menester que sepa también cómo soy. Esta vez no tengo más
que una pierna, con todo y haber rejuvenecido, según parece. Esto forma parte del
programa. Habiéndome conducido al artículo de la muerte, a la gangrena senil, me
quitan una pierna y ¡jop! héme aquí de nuevo en pie y entremetiéndome por todas
partes, como un joven, en busca de un escondrijo. Una sola pierna y luego otros
signos distintivos, humanos desde luego, pero no exageradamente, para no asustarme,
para que me deje seducir: «Acabará por resignarse, acabará por confesar», he aquí la
consigna. «Ensayemos esta vez con un cráneo de pez, con pelo apenas, a lo mejor se
deja tentar», debieron decirse. «Con la pierna única casi en medio, esto podría
sonreírle». Los pobres. Me injertarían un ano artificial en la palma de la mano nada
más estar allí, viviendo su vida de hombre casi, hombre justamente, de hombre
bastante para poderlo de verdad, a su imagen, un día, una vez cumplidos mis
avatares. Sin embargo, alguna vez me pareció que yo estaba allí, en los lugares
incriminados, desplomándome bajo mis atributos de señor de la creación,
desesperado de clamar la consunción, cercado de un azul de espinaca zumbando de
contento. Sí, más de una vez he estado a punto de tomarme por el otro, hasta el punto
de sufrir como él, por un momento. Entonces ellos descorcharon el champaña: ¡Es de
los nuestros! ¡Verduzco de angustia! ¡Un verdadero terrícola! ¡Ahogado en la
clorofila! ¡Rozando los mataderos! Esto se les debió de quedar en el estómago. Muy
mezquinos misioneros en el fondo, al servicio de lo efímero reactualizado. Ven,
cordero mío, a retozar con nosotros, que esto se pasa pronto, ya lo verás, justo el
tiempo de juguetear con una cordera, es una golosina. El amor, he ahí una trampa que
no ha fallado nunca, yo he debido enganchar siempre a alguien. Y en esta clase de W.
C. es en la que he llegado a creerme y hasta a bajarme los pantalones. El mismo
Mahood ha estado a punto de pillarme más de una vez. He sido él un momento,
cojeando en sus muletas a través de una naturaleza —no nos engañemos— más bien
enjuta y, además, seamos justos, poco poblada al principio. Me detengo tras cada
golpe de muleta, sólo el tiempo necesario para devorar un narcótico y medir el
camino recorrido, y el que falta por recorrer. Mi cabeza está allí también, ancha en su
base, de sienes calvas y rematada en forma de caballete de tejado ápice del edificio,
salpicada de largos pelos flotantes como los que crecen en los lunares. No hay nada
que hacer, estoy dulcemente bien informado. Confesad que era tentador. Dije un
momento, quizá fueran años. Después, retiré mi adhesión, pues eso se volvía grosero.
Había dado ya una buena decena de pasos, si se pueden llamar así, desde luego no en
línea recta, sino siguiendo una curva muy pronunciada que, aunque acaso no me
llevara a mi punto de partida precisamente, parecía destinada a hacer que lo rozase
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muy de cerca, a poco que me mantuviera en ella. Probablemente me metí en una
especie de espiral invertida, quiero decir una espiral cuyos anillos, en vez de ir
ampliándose, se fueran reduciendo, hasta ya no poder continuarse, visto el espacio de
especie en el que se consideró que debía hallarme. En aquel momento, ante la
imposibilidad material de ir más lejos, sin duda debía estar obligado a detenerme,
libre en rigor para enseguida reanudar la marcha en sentido inverso, o mucho
después, desatornillándome en cierto modo, después de haberme atornillado bien. Lo
que habría constituido una experiencia de gran interés y novedad, si es cierto, como
me he dejado decir, no pudiendo hacer otra cosa, que hasta el camino más desvaído
tiene muy otro aspecto, muy otro desvaído, al volver que al ir, y viceversa. Es inútil
desviarse, sé un montón de cosas. Pero aquí se presenta una dificultad. Pues si a
fuerza de enroscarme, permítaseme esta elipse —lo que no me ocurre a menudo—, si
a fuerza de enroscarme, pues valía la pena querer ir más deprisa, si a fuerza de
enroscarme tenía fatalmente que concluir por encontrarme clavado, incapaz de ir más
lejos so pena de disminuir de volumen o de penetrar literalmente en mí mismo, y sin
embargo forzado —la palabra no es bastante fuerte— a inmovilizarme, por contra
una vez lanzado en el otro sentido, ¿no debería normalmente desarrollarme hasta el
infinito, sin que nada pueda nunca ponerle fin, toda vez que el espacio en que se me
echó es globular, a menos que se trate de la tierra, lo que da lo mismo, yo me
entiendo? Pero, ¿dónde está, en fin de cuentas, la dificultad? Juraría que había una en
aquel momento. Sin contar con que muy bien podría, en cualquier momento, en uno
cualquiera, hallarme ante una pared, un árbol o cualquier otro obstáculo, que por
supuesto me estaría formalmente prohibido contornear, lo que cortaría en seco mis
rotaciones tan eficazmente como la especie de calambre de que acababa de ser
víctima. Pero parece ser que con el tiempo se pueden quitar los obstáculos, y seguir
adelante, pero no yo, a mí me pararían de golpe, si viviera entre ellos. Pero incluso
sin obstáculos, pasado el ecuador me parece que se debería volver a girar hacia
dentro, por la fuerza de las cosas, sin dejar de proseguir el camino, ésta es la idea que
tengo. En el momento de que hablo, cuando me tomé por Mahood, debía yo estar
dando la vuelta al mundo, de lo que sólo tenía para algunos siglos. Mi ruina
fisiológica abonaría esta hipótesis, pues quizá había dejado mi pierna en el océano
Pacífico, que digo quizá, la había dejado allí, frente a Sumatra, en las selvas rojas de
raflesia hediendo a carroña, no, eso es el océano Índico, qué enciclopedia, en fin por
allí. En suma, regresaba al redil, ciertamente disminuido, y llamado sin duda a serlo
más, antes de volver a ver a mis padres y a mi mujer, a los míos, y de estrechar en
mis brazos —logré conservar los dos— a mis hijos, nacidos durante mi ausencia. Me
hallaba en una especie de patio o de saltadero, rodeado de altas murallas, con el piso
formado por una mezcla de tierra y de ceniza, y esto me parecía grato tras las vastas
extensiones abiertas y móviles que había recorrido, si se me había informado bien.
Me sentía casi en seguridad. En medio del patio se alzaba una minúscula rotonda, sin
ventanas, pero bien provista de saeteras. Pero no estaba bien seguro de reconocerla,
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pues hacía mucho tiempo, según me dije, que había partido. He aquí el abra que
nunca debí abandonar, aquí me esperan mis queridos ausentes, con paciencia, y yo
también debo ser paciente. Allí dentro un rebullir de pepé, memé, mamá y los ocho o
nueve mocosos. Con los ojos pegados a las rendijas seguían mis esfuerzos, de
corazón conmigo. A medida que yo giraba por el exterior, ellos giraban por el
interior, descontada la diferencia de curvatura. Durante la noche, por turno, me
observaban con ayuda de un proyector. Así giraban las estaciones. Los niños crecían,
los períodos de Ptomaïna iban empalideciendo, los viejos se acechaban diciéndose:
«Seré yo quien te entierre, serás tú quien me enterrará». Desde que estaba allí tenían
un tema de conversación, y hasta de discusión, el mismo que antes, cuando me fui,
incluso tal vez un interés en la vida, el mismo que antes. El tiempo les parecía más
corto. «¿Y si le echáramos algo de comer?». «No, no, no hay que molestarlo». No
querían romper mi impulso, hacia ellos. «Está irreconocible». «Es verdad, y, sin
embargo, se le reconoce». Ellos, que de ordinario no se respondían nunca, mis
padres, mi mujer, la que me había elegido, cuando tuvo pretendientes. «Algunas
primaveras más y nos será devuelto». «¿Dónde lo pondré? ¿En el sótano?». ¿No
estaré, después de todo, en el sótano? «¿Qué le ocurre para detenerse todo el
tiempo?». «Oh, siempre ha sido así, siempre lo hemos conocido así, deteniéndose
siempre, ¿no es cierto, pepé?». «Es cierto, nunca quieto, deteniéndose siempre».
Según Mahood, yo no llegué nunca, es decir, que todos murieron antes, sucumbiendo
los once o doce que eran por ingerir conservas echadas a perder, en medio de atroces
sufrimientos. Incomodado por sus aullidos, primero, después por el hedor de
putrefacción, retrocedí en mi camino. Pero no anticipemos, si no nunca llegaríamos.
Por otra parte, ya no soy yo. «Quién sabe si llegará alguna vez, al paso que va».
«Diríase que, desde el año pasado, va más despacio». «Oh, las últimas vueltas han
ido deprisa». La pierna que me faltaba les era indiferente. A lo mejor ya no la tenía
cuando partí. «¿Y si le tiráramos una esponja?». «No, no, no hay que distraerlo». Por
la noche, después de cenar, mientras mi mujer me vigilaba, los viejos le contaban mi
vida a los niños adormilados. Resultaba una velada hogareña. Era un procedimiento
de los que le gustan a Mahood ese de hacer intervenir testimonios de los llamados
independientes, en apoyo de mi existencia histórica. Concluido el fragmento, todos
cantaban un himno: «Salvo y sano en los brazos de Jesús», por ejemplo, o bien,
«Jesús, amante de mi alma, déjame refugiar en tu seno», por ejemplo. Después, se
iban a acostar, excepto aquel a quien le tocaba estar de centinela. No siempre estaban
de acuerdo los viejos en lo que a mí se refiere, pero coincidían en que fui un hermoso
bebé, muy al principio, durante quince días o tres semanas. «Sin embargo, se trató de
un hermoso bebé», así concluían invariablemente sus relatos. A menudo era uno de
los niños el que, aprovechándose de una pausa en la narración durante la cual mis
padres se sumían en sus recuerdos, lanzaba a modo de cierre la frase consagrada:
«Sin embargo, se trataba de un hermoso bebé». Risas claras e inocentes, de aquellos a
quienes el sueño no había vencido aún, saludaban la colocación prematura de este
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final. Y los propios narradores, bruscamente arrancados de sus tristes pensamientos,
no podían contenerse de sonreír. Después todos, salvo mi madre, a la que fatigaba
estar de pie, se levantaban entonando el «Dulce Jesús, manso y suave», por ejemplo,
o bien «Mi Jesús único, mi Jesús todo, óyeme cuando te llamo», por ejemplo. Él
también debió de haber sido un hermoso bebé. Entonces, mi mujer comunicaba las
últimas noticias, para que se las llevaran al lecho. «Ahí está caminando otra vez hacia
atrás», o «Se ha puesto a rascarse», o «Ha hecho el cangrejo durante sus buenos diez
minutos», o «Venid pronto, está de rodillas», lo que evidentemente valía la pena ir a
ver. Era de rigor que se le preguntase si yo avanzaba de todos modos, si a pesar de
todo en conjunto avanzaba, los que no dormían ya no habrían querido acostarse sin
estar seguros de que yo no perdía pie. Ptoto los tranquilizaba. La cosa era
concluyente, toda vez que me había movido. Toda vez que me acercaba, dado que no
permanecía quieto, no había por qué inquietarse. Estaba lanzado, no había motivo
para que de pronto me pusiera a alejarme, no era mi estilo. Entonces todos, cuando se
habían besado y deseado buenas noches, un sueño reparador, se retiraban, salvo el
centinela. «¿Y si lo llamáramos?». Pobre papá, él hubiera querido alentarme de viva
voz. «Aguanta bien, muchacho, es el último invierno». Pero viendo mi esfuerzo, el
esfuerzo que me imponía, no le dejaban, pretextando que no era el momento de
darme un empujón. Pero, ¿cuáles eran mis propios sentimientos en todo aquel
tiempo? ¿En qué pensaba? ¿Con qué? ¿En qué condiciones morales me debatía?
Estaba entregado por entero —cito a Mahood— a mi asunto, sin preocuparme de
saber en qué precisamente, y hasta aproximadamente, ese asunto consistía. Para mí se
trataba de mantenerme, no pudiendo hacer otra cosa, en el movimiento que se me
había impuesto, en la medida de mis medios declinantes. Esta obligación y la casi
imposibilidad en que me hallaba de cumplirla, acaparándome de modo mecánico, con
exclusión especialmente del libre ejercicio de la inteligencia y la sensibilidad, me
hacían parecer una vieja caballería de carga o de tiro que ni siquiera piensa ya en el
establo y cuyos instintos y capacidad de observación no se encuentran ya en
condiciones de indicarle si se acerca o se aleja de él. Entre otras cuestiones, la de
saber cómo son posibles tales estados de cosas hacía tiempo que había dejado de
preocuparme. Este patético cuadro de mi situación no estaba hecho para
desagradarme y al recordarlo me pregunto todavía si no habría dejado de ser yo,
como Mahood me lo aseguraba, quien daba vueltas, en efecto, en aquel patio. Bien
provisto de analgésicos, los usaba ampliamente, sin llegar, obstante, a ingerir la dosis
mortal que habría cortado en seco mi función, cualquiera que ésta pudiera ser. Con
todo, habiendo observado y creído reconocer el lugar, ya ni siquiera pensaba en los
queridos seres que, en la creciente agitación de la espera, lo llenaban a más no poder.
Aunque muy cerca, a vuelo de pájaro, del punto muerto, no apresuraba el paso. Sin
duda habría podido hacerlo, pero debía contenerme, si quería llegar. No me
importaba, pero estaba obligado a esforzarme para llegar. Un objetivo deseable,
aunque nunca tuve tiempo de reflexionar sobre ello. Ir hacia adelante, llamo a eso
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hacia adelante, siempre he ido hacia adelante, si no en línea recta, al menos según la
figura que se me había asignado. En mi vida no ha habido sitio para nada más.
Siempre es Mahood el que habla. No me he parado nunca. Las paradas que hice no
cuentan pues eran para poder seguir. No las utilizaba para meditar acerca de mi
situación, sino para frotarme lo mejor que podía con bálsamo tranquilo, por ejemplo,
o para ponerme una inyección de láudano, operaciones incómodas para el que no
tiene más que una pierna. A menudo se decía «Ha caído», cuando en realidad me
había desplomado deliberadamente para poder soltar mis muletas y tener las manos
libres para cuidarme convenientemente. La verdad que es difícil, para el que sólo
tiene una pierna, tirarse por tierra, hablando con propiedad, sobre todo cuando la
cabeza anda débil, la cosa corre prisa y la pierna que queda está debilitada a fuerza de
no servirse de ella. Lo más sencillo es soltar las muletas y desplomarse. Que es lo que
yo hacía. Tenían, pues, razón al decir que me había caído, no se engañaban mucho.
También me sucedió que caí sin querer, pero no a menudo, no a menudo, a un viejo
de la vieja[5] como yo, os imagináis, no le pasa a menudo eso de caerse sin querer, se
deja caer a tiempo. En fin, de pie o por el suelo, prodigándome los cuidados
indispensables, esperando que el dolor disminuyera, acechando el instante de
poderme poner otra vez en movimiento, me detenía, si se quiere, pero no como se
imaginaban ellos cuando decían «Se ha vuelto a parar, no llegará nunca». Cuando
penetraré en esa casa, si tal cosa llega a sucederme alguna vez, será para seguir dando
vueltas, más deprisa cada vez, más crispado cada vez, como un perro estreñido, o
agusanado, haciendo caer los muebles, en medio de los míos que tratan de besarme,
hasta que, catapultado en el sentido inverso a impulsos de una torsión suprema, me
marche de nuevo sin haberles dado las buenas noches. Decididamente voy a
prestarme un poco todavía a esta historia, pues no es imposible que haya algo de
verdad dentro de todo eso. Viendo probablemente que permanecía escéptico, Mahood
dejó caer como quien no hace la cosa que no sólo me faltaba una pierna, sino también
un brazo. En cuanto a la muleta correspondiente, al parecer conservaba yo lo bastante
de axila para sostenerla y maniobrar, ayudándome con mi único pie para hacer
avanzar su extremo cada vez que era necesario. Pero lo que me chocó profundamente,
hasta el punto de hacer nacer en mi espíritu, tal como por lo demás Mahood lo había
disfrazado, dudas invencibles, fue la sugerencia de que el infeliz llegado hasta los
míos y puesto al alcance de mi conocimiento primeramente por el ruido de su agonía,
y después por el hedor de sus cadáveres, me había hecho desandar camino. A partir
de aquel momento ya no podía seguirle. Voy a explicar por qué, lo que me permitirá
pensar en otra cosa y ante todo en el medio de alcanzarme, allí donde me espero,
aunque apenas tenga ganas, pero es mi única oportunidad, así lo creo al menos, mi
única oportunidad de callarme, de al fin hablar un poco sin mentir, si es eso lo que
ellos quieren, para no tener que hablar más. Daré tres o cuatro de mis razones, eso me
bastará. En primer lugar, mi familia, el hecho en sí de tener una familia ya habría
debido ponerme la mosca tras la oreja, por momentos, y el deseo de haberme
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debatido, incluso brevemente, incluso débilmente, en la gran tromba animada que va
desde los primeros protozoarios hasta los hombres más recientes que… No,
paréntesis. Vuelvo a empezar. Mi familia. En primer lugar no tenía nada que ver con
cuanto yo hacía. Habiendo partido de aquel sitio, lo normal era que regresara a él,
dada la exactitud de mi navegación. Y mi familia se habría podido mudar durante mi
ausencia, e instalarse a cien leguas de allí, sin que yo me hubiera apartado el grosor
de un cabello de mis remolinos. En cuanto a los gritos de dolor y los hedores de
descomposición, suponiéndome capaz de haberlos advertido, me habrían parecido
completamente normales en el orden natural de las cosas, tal como aprendí a
conocerlo. Si cada vez hubiera necesitado volverme ante tales manifestaciones, no
habría ido lejos. A mí, al que sólo lavaban superficialmente las lluvias, cuya cabeza,
si no la boca, estaba llena de imprecaciones, primero me habría sido menester
volverme de mí. Después de todo quizás era eso lo que hacía. Así se explicaría mi
marcha vagamente circular. Mentiras, mentiras, no tenía que conocer, ni juzgar, ni
maldecir, sino ir. Que el bacilo botulus se hubiera llevado a toda mi familia, no me lo
dejaría repetir, lo aceptaba de buen grado, pero a condición de que no se resintiera de
ello mi comportamiento. Será preferible que veamos cómo pasaron realmente las
cosas, si Mahood decía verdad. Pero a qué iba a haberme mentido, él que de tal modo
deseaba asegurarse mi adhesión, a qué en realidad, probablemente a su modo de
concebirme. Por temor de apenarme, acaso. Pero lo que nunca comprendieron mis
tentadores es que estoy allí para ser apenado. Todos ellos quisieron, debo decir que
según concepciones bastante diversas de lo soportable, que yo exista no teniendo más
que una pena, si no moderada, limitada al menos. Incluso me han matado,
haciéndome oír que, no pudiendo más, el único recurso que me quedaba era el de
desaparecer. ¡No pudiendo más! Era un segundo lo que necesitaba resistir, y después
habría tenido para toda la eternidad, con los dedos en las narices. ¡Lo que fueron a
buscar como cuerpos duros! Pero el remate ha sido esa historia de Mahood en la que
se me representa como embargado por el hecho de haberme desembarazado con tanta
facilidad de un montón de consanguíneos, para no hablar de los dos tipos
simplemente, uno el maldito que me soltó en el siglo, y el otro, infundibuliforme, en
el que traté de vengarme, perpetuándome. A decir verdad, seamos francos al menos,
hace ya un buen rato que no sé lo que digo. Cuando se tiene el pensamiento en alguna
parte, todo está permitido. Prosigamos, pues, sin temor, como si no hubiera sido nada.
Y veamos un poco cómo ocurrieron las cosas realmente, si Mahood decía la verdad,
dándome por huérfano, viudo, sin herederos y todo y todo, de una sola vez. Tengo
tiempo de hacer saltar en el aire esta feria en la que basta respirar para tener derecho a
la asfixia, me desembarazaré bien de ella, no será como las otras veces. Pero no
quisiera ser injusto hacia mi difamador. Pues al hacerme retroceder y regresar en la
otra dirección, sin haber agotado las posibilidades de la que emprendí, ni por un
instante pensaba en un desfallecimiento moral cualquiera de mi parte, como ha
podido parecer que quise insinuar, sino únicamente en una sacudida física, seguida de
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un desagrado del mismo orden, correspondiente a los gritos de mi familia a punto de
sucumbir a regañadientes y por los gases nauseabundos, obligándome estos últimos a
alejarme, so pena de perder por completo el conocimiento. Restablecida esta versión
de los acontecimientos, ya sólo me queda por advertir que no cuesta más que la otra y
que igualmente ignora a la criatura que en rigor yo hubiera podido ser acaso, si
hubieran sabido tomarme. Veamos ahora cómo ocurrieron las cosas en realidad.
Habiendo acabado, esto es, corrido, por hallarme en el interior de la casa —de forma
circular, no lo olvidemos, y con solo una habitación en la planta baja que daba
directamente a la palestra— concluí mis rotaciones, pisoteando los desfigurados
restos de los míos, a éste el rostro, a aquél el vientre, según el azar de su distribución,
hundiendo en ellos los extremos de mis muletas, tanto a la llegada como a la partida.
Decir que esto me deparó satisfacción sería forzar la verdad. Pues nada me decía
hallarme en un terreno tan poco sólido, justamente en el momento en que necesitaba,
para mis últimas convulsiones, un suelo firme y sin irregularidades. Me gusta creer,
aunque de ello no esté seguro, que en el bajo vientre de mamá fue en el que terminé,
durante jornadas enteras, mi largo viaje y desde donde partí para el siguiente. No,
esto me da lo mismo. Para el caso también hubiera podido servir el pecho de Isolda, o
las partes de papá, o el corazón de uno de los vástagos. Pero, ¿es seguro? ¿Acaso no
ingeriría yo, en un arrebato de independencia, lo que del fatal corned beef quedaba?
¿Cuántas veces me dejé caer durante esas etapas al abrigo de la independencia? Pero
dejemos todo eso. Nunca estuve más que aquí, nadie me vio salir de aquí nunca.
Basta ya de hacer el niño que, a fuerza de oír decir que fue encontrado en una col,
acaba por acordarse del rincón del huerto donde ocurrió y de la clase de vida que
llevaba allí antes de llegar al mundo. No hablaré más de cuerpos y trayectorias, del
cielo y de la tierra, pues no sé de qué se trata. Mil veces me dijeron, explicaron y
describieron cómo fue todo eso, para qué sirve, los unos tras los otros, con
unanimidad perfecta, con las más diversas frases, hasta que tuve aspecto de hallarme
verdaderamente al corriente. ¿Quién diría, al oírme, que nunca vi nada, que nada oí
sino sus voces? Los hombres, también, ¿qué pudieron sermonearme sobre los
hombres, antes incluso de querer asimilarme a ellos? Todo eso de que hablo, con lo
que hablo, lo sé por ellos. Por más que quiera, pero que de nada sirve, eso no se
acaba. Ahora soy yo el que debo hablar, aunque sea con su lenguaje, será un
comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar
y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, en las que no creo,
de las que ellos me atiborraron para impedirme decir quién soy, dónde estoy, para
impedirme hacer lo que tengo que hacer del único modo en que puedo ponerle fin, de
hacer lo que tengo que hacer. Ellos no deben amarme. Ah, me compusieron bien,
pero no me han logrado, no del todo, todavía no. Que deponga por ellos, hasta que
me consuma, como si uno pudiera consumirse en ese juego, he ahí lo que quieren que
haga. No poder abrir la boca ni proclamarlos, a título de congénere, he aquí a lo que
creen haberme reducido. Menuda astucia haberme adaptado un lenguaje del que se
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imaginan que nunca podré servirme sin reconocerme de su tribu. Voy a arreglarles yo
su algarabía, de la que nunca entendí nada, no más que de las historias que él acarrea,
como perros muertos. Mi incapacidad de absorción, mi facultad de olvido fueron
subestimadas por ellos. Querida incomprensión, a ti deberé ser yo, al fin. Pronto no
quedará nada de todo eso con lo que me rellenaron. Entonces seré yo el que vomitará
al fin, en sonoros reductos e inodoros de famélico, que concluirán en el coma, en un
prolongado coma delicioso. Pero, ¿quiénes, ellos? ¿Es que verdaderamente vale la
pena que me informe, con mis medios trucados? No, pero ésta no es una razón. En su
propio terreno y con sus propias armas los barreré, y con ellos a su títere fracasado.
Huellas mías acaso las encuentre en la misma ocasión. Ya está decidido. Pero ¿por
qué residuo empezar? Es curioso, ellos dejaron de importunarme desde hace algún
tiempo, sí, también ellos me infligieron la noción del tiempo. ¿Qué conclusión sacar
de ello, según su método? Mahood se calló, lo que quiere decir que su voz continúa,
pero no ha vuelto a renovarse. ¿Se me considera lo bastante untado de excusas para
que ya nunca pueda desembarazarme de ellas ni efectuar un gesto incapaz de dar
animación a una mascarilla? Pero yo, sin moverme, podría vivir allí dentro, y
declararme, siendo el único que me oyera. Sus atributos, de los que me cargaron, los
arrastré, como en el carnaval, bajo los misiles. A mí me toca ahora hacer el muerto, a
mí al que ellos no supieron hacer nacer, y el caparazón de monstruo que tengo a mi
alrededor se pudrirá. Pero se trata cabalmente de una cuestión de voz, cualquier otra
metáfora es impropia. Me hincharon con su voz, como un globo, y por más que me
vacíe sigue siendo a ellos a los que oigo. ¿Quiénes, ellos? ¿Y por qué nada más,
desde hace algún tiempo? Puede que me hayan abandonado, mientras decían: «Por
supuesto, nada se puede sacar de él, no insistamos, no es peligroso». Ah, pero un
hilillo de voz de hombre forzado, para murmurar lo que su humanidad sofoca, en la
mazmorra, agarrotado, en secreto, en suplicio, un ligero jadeo de condenado a vivir,
para balbucear lo que es tener que celebrar el confinamiento, atención. Bah, ellos
están tranquilos, estoy emparedado por sus vociferaciones, nadie sabrá nunca lo que
soy, nadie me lo oirá decir, aunque lo diga, y no lo diré, no podría, pues no tengo más
que el lenguaje de ellos, sí, sí, lo diré quizás, aunque sea en su lenguaje, para mí solo,
para no haber vivido en vano, y después para poder callarme, si es eso lo que da
derecho al silencio, y nada tan seguro, son ellos los que retienen el silencio, los que
deciden del silencio, siempre los mismos, de acuerdo, de acuerdo, y qué, me río del
silencio, diré lo que soy, para no haber nacido inútilmente, ya les arreglaré yo su
algarabía[6], después diré cualquier cosa, cuanto ellos quieran, con alegría, por toda la
eternidad, en fin, con filosofía. Empezaré diciendo lo que no soy, que es como me
enseñaron a proceder, y a continuación lo que soy, cosa iniciada ya y que no tengo
más que proseguir desde donde me dejé asustar. No soy, ¿es menester decirlo?, ni
Murphy, ni Watt, ni Mercier —no, no quiero volver a nombrarlos— ni ninguno de los
otros, de los cuales he olvidado hasta los nombres, que me dijeron que yo era ellos,
que debía intentar serlo, a la fuerza, por miedo, para no reconocerme, ninguna
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relación. Nunca deseé, ni busqué, ni sufrí, nunca nada conocido de todo eso, nunca
tuve objetos, nunca adversarios, nunca sentidos, nunca cabeza. Pero dejémoslo estar.
Es inútil negar ni rebatir lo que tan bien sé, una cosa tan fácil de decir y que en el
fondo no se reduce sino a seguir hablando todavía y siempre como ellos entienden
que hablo, es decir, sobre ellos, aunque sea maldiciéndolos, negándolos. Que ellos
existan como se obstinan en querer que yo haga, es posible, no tengo por qué saberlo,
carezco de opinión, si hubieran sabido enseñarme a desear desearía que sí. Imposible
salir del paso sin nombrarlos; ellos y sus trucos, eso es lo que hay que considerar. Lo
mismo que contar una historia de Mahood sin otra forma de proceso, dándola, como
la he recibido, por mía. Mira, es una idea. Para hastiarme un poco más. Voy a
recitarla. Entretanto veré la continuación que ha de dársele a mi propio asunto,
reemprendiéndolo desde donde tuvo que interrumpirlo, a la fuerza, por temor, por
falta de habilidad. Será la última vez. Voy a tener aspecto de decidirme de buen
grado. Eso los dormirá, en caso de que se propusieran refrescarme la memoria, acerca
de mi modo de comportarme, allá arriba, en la isla, en medio de mis compatriotas
correligionarios, contemporáneos y camaradas. Entre tanto veré lo que tengo que
hacer, para manifestarme. Ellos no verán nada. Pero empecemos por ver un poco
quiénes son, esa pandilla de enfurecidos, que se pretende que Dios me envía para mi
bien. A decir verdad… No, primero la historia. Para que mi mareo se colme. La isla,
estoy en la isla, no he abandonado nunca la isla, pobre de mí. Creí entender que me
pasaba la vida dando la vuelta al mundo, en espiral. Error, donde no ceso de dar
vueltas es en la isla. Lo único que conozco es la isla, nada más. Y tampoco la
conozco, pues nunca tuve fuerzas para mirarla. Cuando llego a la orilla, me vuelvo,
hacia el interior. Mi camino no es una espiral, también en esto me engañé, sino giros
irregulares, unas veces bruscos y breves, como valseando, otras de una amplitud de
parábola, abarcando turbas enteras, y otras entre las dos, en alguna parte, y orientados
invariablemente no importa cómo, según el pánico del momento. Pero en la época de
que hablo se acabó de esa vida activa, no me muevo ni volveré a moverme nunca
más, a menos que sea impulsado por un tercero. En efecto, del gran viajero que fui,
de rodillas en los últimos tiempos, y después arrastrándome y rodando, no queda más
que el tronco (en estado lamentable), coronado por la consabida cabeza, que es la
parte de mí cuya descripción mejor he captado y retenido. Metido, a modo de ramo,
en el fondo de una vasija profunda, cuyos bordes me llegan hasta la boca, al lado de
una calle poco transitada junto a los mataderos, estoy en reposo, al fin. Al girar, no
diré la cabeza, sino los ojos, que poseen facultad autónoma de giro, puedo ver la
estatua del propagador de la carne de caballo, un busto. Sus ojos de piedra, sin
pupilas, están fijos en mí. Son cuatro, con los de mi creador, que están en todas
partes, no vayáis a creer que me considero favorecido. Aunque no esté exactamente
en regla, la policía me tolera. Sabe que, hallándome en la imposibilidad de articular
palabras, no me aprovecharé deslealmente de mi situación para sublevar a la
población contra sus dirigentes, mediante inflamados discursos en las horas de mayor
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afluencia, o para murmurar frases subversivas, llegada la noche, a los transeúntes
retrasados y borrachos. Ella tampoco ignora que, al estar sin miembros, salvo el viril,
que ya no lo es, no haré ademanes que puedan ser interpretados como incitadores a la
limosna, delito penalizado con un período de reclusión. El hecho es que no molesto a
nadie, como no sea a esa categoría de personas hipersensibles que ven ocasiones de
escándalo y de indignación en todas partes. Pero el riesgo es mínimo. Pues se trata de
personas que evitan el barrio, por temor a sentirse mal ante el espectáculo de los
animales, que en su mayoría ven la ciudad por primera vez, yendo hacia el hacha.
Desde este punto de vista el lugar está bien elegido, desde mi punto de vista. Pero
incluso los bastante desequilibrados para quedar sorprendidos al verme, quiero decir
sobresaltados, y una ocasión de descontento. Héme aquí situado y su aptitud para la
felicidad, no tienen más que mirarme por segunda vez, los que puedan resolverse a
ello, para tranquilizarse en seguida. Pues mi rostro sólo reflejaba la satisfacción del
que goza de un reposo merecido. Es cierto que la mayor parte del tiempo mi boca
estaba oculta, y mis párpados cerrados. Ah, sí, tan pronto es el pasado como el
presente. Y sólo, sin duda, el estado de mi cráneo, cubierto de pústulas y de moscas
azules, forzosamente numerosas en estos parajes, me impedía ser objeto de envidia
para algunos, y una ocasión de descontento. Héme aquí situado, como espero. Una
vez por semana se me sacaba de mi recipiente, con objeto de vaciarlo. Este cuidado
incumbía a la dueña del figón de enfrente, que lo cumplía de buen grado, sin
rechistar, con todo y tratarme a veces con afecto de «asquerosito», pues tenía una
huerta. Sin tener exactamente algo que ver con ella, no le era del todo indiferente, eso
se notaba, y antes de volverme a colocar en mi sitio aprovechaba que yo tenía la boca
al descubierto para meterme en ella un pedazo de pan blando o un hueso con médula.
Y cuando nevaba a más y mejor, venía a ponerme encima una lona impermeable. Fue
allí dentro, al calor y al abrigo, donde conocí el beneficio de las lágrimas,
preguntándome a qué las debía, pues no me hallaba conmovido. Y esto no una vez,
sino cada vez que se me enlonaba, es decir, varias veces al año. Sí, aquello era fatal,
apenas puesta la lona, y acallados los precipitados pasos de mi bienhechora, las
lágrimas empezaban a correr. ¿Ha de verse, había de verse en ellas el efecto de la
gratitud? Pero, en tal caso, ¿no me habría sentido reconocido? Por otra parte, advertí
oscuramente que, si ella cuidaba de tal modo de mí, no era únicamente por bondad, o
yo habría entendido mal en qué consiste la bondad, cuando me lo explicaron. Pues
aparte de los servicios que yo prestaba a sus lechugas, constituía un punto de
referencia para su establecimiento e incluso una especie de reclamo, mucho más
eficaz que, por ejemplo, un monigote de cartón, barrigudo de perfil y, visto de frente,
de una delgadez desoladora. Que ella no se engañaba al respecto se deduce del
cuidado que puso en contornear mi habitáculo con farolillos que hacían un efecto
muy bonito en el crepúsculo y, con mucho mayor motivo, por la noche. Y para que
los transeúntes pudieran descifrar más cómodamente la minuta que estaba pegada a
mi habitáculo, hizo montar éste sobre un plinto, a costa suya. Es así como pude saber
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que sus nabos en salsa son peores que antes, pero que, como contrapartida, sus
zanahorias, también en salsa, son mejores que antaño. La salsa no ha cambiado. Es
ése un lenguaje que comprendo casi, son esas ideas claras y simples en las que me es
posible apoyarme, y no pido otro alimento espiritual. Un nabo sé sobre poco más o
menos a qué se parece, y una zanahoria también, sobre todo la mediana o de Nantes.
Creo captar en ciertos momentos el matiz diferencial entre lo malo y lo que es menos
malo. Y si en realidad se me escapa el alcance de los términos de ayer y de hoy, esto
le resta muy poco al placer que siento de asimilar lo principal. De sus lechugas, por
ejemplo, sólo oí hablar bien siempre. Sí, represento para ella un pequeño capital, y si
yo llegara a morir quedaría, estoy persuadido de ello, sinceramente disgustada. He
aquí alguien que debería serme una preciosa ayuda. Me satisface imaginar que
llegado el momento del fatal desenlace, pagada al fin mi deuda con la naturaleza, ella
se opondrá a que se lleven, del lugar que ocupa en este instante, la vieja vasija donde
habré consumido mis vicisitudes. Y quizá haga poner, en el lugar donde se ve hoy
una parte de mi cabeza, un melón, o una calabaza, o una gruesa piña tropical con su
pequeña mata de pelos, o mejor aún, no sé por qué, un nabo de Suecia, en recuerdo
mío. Así no desapareceré por completo, como les ocurre con tanta frecuencia a los
que entierran. Pero no me he puesto a mentir, una vez más, para hablar de ella. De
nobis ipsis silemus, decididamente ésta hubiera debido ser mi divisa. Pues sí, ellos me
dieron asimismo lecciones de latín de pocilga, esto hace bien, hundido en el perjurio.
Obsérvese que sólo la nieve, y aun así es menester que sea violenta, me da derecho a
la lona. Ninguna otra forma de intemperie despierta en ella el instinto maternal, a mi
favor. He intentado hacerle comprender, golpeándome la cabeza con furia contra las
paredes del gollete, en el instante en que ella, habiendo disminuido la nieve, me
descubrió, que preferiría ser ocultado más a menudo. Al propio tiempo, en señal de
descontento, echaba baba. Ella nada comprendió. Me pregunto qué explicación
consiguió hallar a ese modo de comportarse. Debió de hablarle a su marido,
probablemente para tener que oír que simplemente estuve apunto de ahogarme,
mientras que es justamente lo contrario lo que ella hubiera debido oírse decir. Los dos
procedimos con torpeza, seamos justos, yo por hacer las señales, y ella por
interpretarlas. Esta historia no sirve para nada, casi estoy a punto de creerla. Pero
veamos cómo se considera que ha de acabar, esto me volverá a poner las ideas en su
sitio. Lo fastidioso es que esa continuación la he olvidado. ¿Pero es que la supe
alguna vez? Me pregunto si mi historia no concluye ahí, si Mahood no la detuvo ahí,
diciéndome, quién sabe: «He aquí hasta donde has llegado, ya no necesitas de mí». A
decir verdad, ellos se han inclinado siempre a este proceder, deteniéndose
bruscamente, a la menor señal de aquiescencia por mi parte, dejándome en suspenso,
sin otra fuente de renovación que la vida que me imputaron. Y sólo al ver que no soy
capaz de desenvolverme reemprenden el hilo de mis infortunios, juzgándome
insuficientemente vitalizado todavía para poder conducirlos a buen puerto yo solo.
Pero en vez de hallar el punto justo creí observarlo varias veces, y reemprenderme en
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el lugar en que me depositaron, me toman lejos de allí, y bajo un aspecto muy
diferente, con la esperanza quizá de hacerme presumir que me había encargado del
intervalo completamente solo, que había vivido sin ninguna clase de ayudas, durante
un buen rato, sin saber cómo ni recordar en qué circunstancias, o que estaba muerto,
completamente solo, y vuelto a la tierra, por vía vaginal como un verdadero bebé, y
llegado a la edad madura y hasta a la senilidad, sin la menor asistencia por su parte y
merced únicamente a las indicaciones que me suministraron. Hacerme endosar una
vida de hombre no basta, sin duda, es menester que yo ensaye varias generaciones.
Pero esto no es seguro. Cuanto ellos me contaron, sin duda se refiere a una existencia
única, pues la confusión de identidades no es más que aparente, debido a mi poca
aptitud para llevarlas. Cuando llegue a morir por mis propios medios, entonces se
hallarán en mejores condiciones de juzgar si me merezco ilustrar otra época, o
rehacer la presente, con más avisado espíritu. También me está permitido suponer que
el monopiernista manco de hace un instante y el tronco con cabeza de pez en el que
estoy actualmente en avería no constituyen ni más ni menos que dos aspectos de una
sola y la misma envoltura carnal, toda vez que el alma está ostensiblemente a cubierto
de ablaciones y deterioros. Habiendo perdido ya una pierna, es muy posible, en
efecto, que pueda perder la otra. Y lo mismo ocurre con los brazos. Transición fácil,
en suma. Pero, ¿qué decir de esa otra vejez que me han otorgado, si es que tengo
buena memoria, y de esta otra madurez a las cuales no les faltaban ni brazos ni
piernas, sino tan sólo la facultad de sacar partido de ellos? ¿Y en cuanto a esa especie
de juventud en la que debieron de dejarme por muerto? No estoy en sus pequeños
papeles. Sin duda hicieron cuanto estaba en su mano para serme agradables, para
sacarme de aquí, con un pretexto cualquiera, en un empleo cualquiera. Lo único que
les reprocho es que insistieran. Pues más allá de ellos está quien no me dará por
cumplido hasta que ellos no me hayan abandonado, por inutilizable, y me hayan
devuelto a mí. Entonces podré, al fin, emplearme en decir dónde estuve y qué fui
durante todo ese tiempo perdido. Pero, ¿quién es el que espera eso de mí, si lo adiviné
correctamente? ¿Y quiénes son esos otros, de propósitos tan diferentes? Y es hacer el
juego plantear estas cuestiones. Sin embargo, ¿es que me las planteaba, en mi
recipiente? ¿Es que en la plaza, a menudo de pie todavía y caminando, me
interrogaba a mí mismo? Yo disminuía. Disminuyo. Antes, metiendo la cabeza entre
los hombros, como reprendido, podía desaparecer. Pronto, al paso con que
disminuyo, no tendré ya que darme este trabajo. Y en cuanto a los ojos, no tendré que
esforzarme en cerrarlos, para no ver más la luz, pues el recipiente los obtura, a
algunas pulgadas. Y no tengo más que dejar ir la frente contra la pared para que la luz
llegada de arriba, que por las noches es la de la luna, no se refleje tampoco en esos
lindos espejitos azules en los cuales me he mirado a veces, para darles gusto. Error,
error, este trabajo y este mal los tendré siempre. Pues la mujer, observando con
disgusto que me hundía cada vez más, me hizo subir llenando el fondo de mi vasija
con serrín, que cambia todas las semanas, cuando me asea. Es menos duro que la
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arenisca, pero más sano. Y yo me había acostumbrado a la arenisca. Ahora me
acostumbro al serrín. Es una ocupación como otra cualquiera. Nunca pude soportar la
inactividad, en la que se debilitan las fuerzas humanas. Y los ojos los cierro y los
vuelvo a abrir, los vuelvo a cerrar y los vuelvo a abrir, como en el pasado. Y la
cabeza, la meto y la saco, la meto y la saco, como antaño. Y sobre todo al amanecer
suelo meterla a menudo, después de haberla dejado fuera toda la noche, y lo hago así
con la intención deliberada de plantarle cara a la mujer e inducirla a error. Pues su
primera mirada, tras de alzar la cortina, con tanto estrépito, su primera mirada,
húmeda todavía de sueño y de lujuria, es para mí. Al no verme, se asusta y se
precipita. Pues sólo puede haber sucedido una de estas dos cosas: o me escapé
durante la noche, o he vuelto a reducirme. Pero antes de que tenga tiempo de llegar
hasta mí, levanto rápidamente la cabeza, como un diablo de resorte, con los ojos
desorbitados y fijos en ella. Pues también sé agrandar los ojos, sé cerrarlos y abrirlos
y sé agrandarlos o empequeñecerlos, según me dé. Y si me resulta imposible girar la
cabeza, a consecuencia de una precoz rigidez del cuello, esto no quiere decir que me
encuentre fijo siempre en el mismo sentido. Pues a fuerza de agitarme, llego a hacerle
dar a mi tronco el grado de revolución que quiero, y esto lo mismo en un sentido que
en el otro. Este jueguecito, que hubiera juzgado inocente, me costó caro, a mí, que me
consideraba insolvente. Cierto es que uno no conoce bien sus riquezas, hasta que las
pierde. Y sin duda me quedan otras todavía, que no aguardan más que al ladrón para
que se me hagan sensibles. Y hoy, si aún sigo pudiendo abrir y cerrar los ojos, ya no
me es posible, por culpa de mi carácter inquieto, meter y sacar la cabeza, como en los
buenos tiempos de antes. Pues un collar, sujeto a los rebordes de la vasija, me aprieta
ahora el cuello, por debajo del mentón. Y mi boca, oculta antes, a la que a menudo
apretaba contra el frescor de la piedra, ahora puede verla todo el mundo. Pero
también hay que decir que este cambio no deja de suavizarse con ciertas ventajas, de
las que no gozaba antes, entre ellas la de poder atrapar moscas. Las cazo con la boca,
¡vrrac! ¿Quiere esto decir que todavía conservo los dientes? ¡Haber perdido los
miembros y conservar los dientes, qué escarnio! Pero tal cosa me extrañaría. Moscas.
Quizá no sean muy alimenticias, ni de sabor muy agradable, pero no es ésa la
cuestión, sino otra muy diferente, que nada tiene que ver ni con lo útil ni con lo
agradable. También atrapo mariposas nocturnas, atraídas por los farolillos, aunque
más difícilmente. Pero no estoy más que en el comienzo, en este nuevo ejercicio, y
disto mucho de haber llegado al máximo de mis posibilidades. Ahora, para volver al
aspecto sombrío del asunto, diré que este collar, o arandela, de cemento, me estorba
mucho, para girar. Lo aprovecho para aprender a estarme quieto. A esta argolla le
deberé la dicha de tener siempre ante los ojos, al abrirlos, la misma serie de
alucinaciones exactamente, bien es verdad que aproximadas en muchas cosas. En el
fondo, sólo hay una cosa que me inquieta, y es la perspectiva de ahorcarme, si llegara
a reducirme más. ¡La asfixia! Yo, que siempre fui de tipo respiratorio. Prueba de ello,
esta caja torácica que me ha quedado, junto con el abdomen. Yo, que murmuraba,
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cuando pensaba en ello, con cada inhalación: «He aquí el oxígeno que penetra», y, al
expirar, «he aquí las suciedades que se van y la sangre que se vuelve roja». El tinte
azul. La obscena protrusión de la lengua. La tumefacción del pene. Qué lástima que
ya no tenga brazos, pues algo podría haberse sacado de eso. No, mejor es así. A mi
edad, volver a masturbarme, sería indecente. Y, además, no daría nada. Aunque,
después de todo, ¿qué sé yo? A fuerza de tracciones con buen ritmo, pensando con
todas mis fuerzas en el culo de un caballo, en el instante en que se alza la cola, quién
sabe, acaso llegara a cualquier cosita. ¡Cielos, se diría que se mueve! ¿Quiere decirse
que no me han cortado? Sin embargo, estaba convencido de que me cortaron. Quizá
me confundo, con otras bolsas. Por lo demás, eso ha dejado de moverse. Voy a
concentrarme de nuevo. Un percherón. Vamos, vamos, un buen movimiento, veamos,
basta de morir, sería lo último, después del trabajo que se tomaron para hacerte vivir.
Lo principal está hecho. Bastante te asesinaron, bastante te suicidaron, para que
puedas arreglártelas tú solo, como un viejo solterón. Eso es lo que yo me digo. Y
añado, sin poder parar: «Abandona esta inercia inmortal, es inadmisible en este
medio. Ellos no pueden hacerlo todo. Te pusieron en el buen camino, te dieron la
mano hasta el borde del precipicio, ahora te toca a ti, dando el último paso sin ayudas,
mostrarles tu reconocimiento». Me gusta este lenguaje lleno de color, estos apostrofes
de imágenes tan francas. Es a un paralítico al que arrastraron por entre los
esplendores de la naturaleza, y ahora que ya no queda nada que admirar, es menester
que salte, para que se pueda decir: «He ahí a otro que vivió». No tienen aspecto de
imaginarse que estuve nunca ahí, que estos ojos desencajados, esta boca abierta y la
baba en las comisuras de los labios no le deben nada al Golfo de Nápoles, ni a
Aubervillers. ¡El último paso! ¿Con qué? Yo, que nunca supe dar el primero. Pero
quizá se darían ellos por contentos si aguardase simplemente a que me impulsara el
viento. Es lo que prefiero, va conmigo. Pero son ellos los primeros en impacientarse.
Es que no hay viento que aguante, sería menester que el acantilado se desplomase.
Aún, si me hallara vivo en el interior, cabría esperar un ataque al corazón, o un buen
infarto. En general, me rematan con palos, para demostrarse, así como a los
comanditarios y a los espectadores, que tuve un comienzo, y una continuación.
Después, plantándome el pie en el pecho, donde nada cambió, dicen a los mirones:
«Ah, si lo hubierais visto hace cincuenta años, ¡qué dinámico, qué don de gentes!».
Todo y sabiendo que todo se ha de volver a empezar. Pero acaso exagere la necesidad
que tengo de ellos. Me acuso de inercia, y, sin embargo, me muevo, me movía al
menos, ¿habré perdido la oportunidad? Veamos la cabeza. Se diría que algo se mueve
en ella, de tanto en tanto. No hay, pues, que desesperar de una congestión cerebral.
¿Todavía más? Los órganos de digestión y de evacuación, aunque perezosos, se
agitan de vez en cuando, como lo prueban los cuidados de que soy objeto. Es
alentador. Mientras hay vida hay esperanza. De las moscas, en cuanto agentes
externos, no hablo más que de memoria. Podrían traerme el tifus. No, eso serían las
ratas. He visto algunas, pero tienen a otros gatos a los que fastidiar. ¿Una pequeña
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tenia? No es interesante. Como quiera que sea, veo que me desalenté demasiado a la
ligera. Quizá tengo algo con que darles satisfacción. Pero ya empiezo a dejar de estar
en esa calle de desastre que tan bien me hicieron ver. Podría describirla, habría
podido hacerlo, hace un instante, como si hubiera estado en ella, tal como ellos me
desearon, ciertamente disminuido, no teniendo ya para mucho tiempo, pero con los
ojos todavía dispuestos a dejarse impresionar, y una oreja, bastante, y la cabeza
bastante obediente, para darme al menos una vaga idea de lo que habría sido menester
quitar a cuanto me rodea para que se produjesen el vacío y el silencio. Este lugar
donde se alza mi vasija, sobre un plinto, con su guirnalda de farolillos multicolores, y
yo dentro, no lo volveré a ver, pues no supe agarrarme a él. Ellos, quizá para variar,
harán que me fulmine un rayo, o la maza, una noche de fiesta, y después me
envolverán, de prisa, ni visto ni oído, en el sudario, prueba de que sudé. O me harán
quitar vivo, separar de allí, para variar, y depositarme en otro sitio, al azar. Y en mi
próxima salida, si alguna vez vuelvo a salir, todo será nuevo, todo lo encontraré
extraño. Pero poco a poco me acostumbraré, con su ayuda, al lugar, a mí, y poco a
poco reaparecerá el viejo problema de cómo vivir, un solo segundo, joven o viejo, sin
ayuda, sin guía, la vida que les pertenece. Y como esto me recuerda otras tentativas,
en otras condiciones, me plantearé, ayudándome, soplándome ellos, otras cuestiones,
como las que acabo de plantearme, acerca de mí, acerca de ellos, acerca de estos
saltos de tiempo, de estos cambios de edad, y los medios que poner en práctica para
triunfar al fin, allí donde siempre fracasé, con miras a que estén contentos y a que al
fin quizá me dejen tranquilo, y en libertad de emplearme a mi modo, tratando de
contentar al otro, si es que ese es precisamente mi modo, para que esté contento, y me
deje tranquilo, y me conceda libertad, y el derecho al reposo, y al silencio, si tal cosa
depende de él. Es mucho esperar de una sola criatura, mucho exigir, tener que
empezar por hacer como si ella no existiera, y después como si existiera, antes de
tener derecho al reposo allí donde ni está ni deja de estar, y donde se calla la lengua
que obliga a tales expresiones. Dos mentiras, dos despojos que llevar hasta el fin,
antes de ser tirado, solo, en lo impensable indecible, donde no he dejado de estar,
donde ellos no me dejan estar. Eso quizá sea menos reposante de lo que no tengo
aspecto de creer, estar solo al fin, sin importunos. Esto no importa, reposo es una
palabra de ellos, pensar también. Pero he aquí lo que, según creo, debiera hacerme
hablar sin sentido. Sería doloroso caer sobre algo nuevo, sin darme cuenta, que se
encendiera otra luz, sin yo advertirlo. Sí, noto que es el momento de mirar atrás, si es
que puedo, y de calcular dónde me encuentro, si quiero avanzar. Con solo que supiera
lo que he dicho… Bah, estoy tranquilo, no ha podido ocurrir más que una cosa, la
misma siempre. No soy de esos que se aventuran a cambiar de estribillo. No tengo
más que seguir, como si hubiera algo que hacer, algo empezado, alguna parte adonde
ir. Todo se reduce a una cuestión de palabras, no hay que olvidarlo, no lo he olvidado.
Tuve que decirlo, puesto que lo digo. Tengo que hablar de cierto modo, con calor
quizá, todo es posible, ante todo del que no soy, como si fuera él, y después, como si
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fuera él, del que soy. Antes de poder, etc. Es una cuestión de voz, de voz que
prolongar, de buena manera cuando ellos se detienen, exprofeso, para probarme,
como en este instante la que quiere, en términos generales, que yo esté con vida. La
buena manera, el calor, la desenvoltura, la fe, como si fuera mi voz diciendo palabras
mías, palabras que me digan con vida, pues en ella es en la que ellos quieren que esté,
no sé por qué, con sus miles de millones de seres vivos y sus trillones de muertos, eso
no les basta, también yo tengo que ir, con mi pequeña convulsión, a gemir, a llorar, a
hipar, a sonreír en el amor al prójimo y los beneficios de la razón. Pero la buena
manera, ésa la ignoro. Esta sarta de estupideces se la debo, desde luego, a ellos, y ese
murmullo que me ahoga fueron ellos los que me hincharon de él. Y esto sale así, tal
cual, no tengo más que bostezar, es a ellos a los que oigo, viejas seguridades
aseguradas, en las que nada puedo cambiar. Un loro, ellos cayeron sobre un pico de
loro. Si me hubieran dicho lo que tenía que decir, para que se me aprobase,
forzosamente lo diría antes o después. ¡Vamos, pues! Sería demasiado fácil, no estaría
en ello el corazón, y es menester que también el corazón me salga por la boca,
envuelto en un vómito de palabrería, entonces tendría, al fin, aspecto de creerme, ya
no se trataría de palabras al aire. En fin, no perdamos la esperanza, llegaré a eso
quizá, de un modo completamente mecánico, a la fuerza de tener abierta la boca y
mala la sangre. Pero la otra voz, de aquel que no siente esta pasión por el reino
animal, de aquel que guarda noticias mías, ¿cuál es su contenido? Héme aquí bien
embarazado. Pues sobre mí propiamente dicho, yo me entiendo, me parece que aún
no se me ha dicho nada. ¿Cabe hablar de una voz, en tales condiciones? A buen
seguro que no. Sin embargo, lo hago. Por lo demás, hay que revisar, corregir y
desmentir toda esa historia de voces. No por no oír nada dejo de ser objeto de
comunicaciones. ¿Por qué no llamar a eso voces, toda vez que se sabe que no es
nada? Pero, según parece hay límites. Esperémoslos, con confianza. Nada pues acerca
de mí. Es decir, ninguna relación seguida. Todo lo más débiles, llamadas, de tarde en
tarde: «¡Óyeme! ¡Vuelve en ti!». Resulta pues, que tiene algo que decirme. Pero ni el
menor informe, sino que, por supuesto, no estoy en condiciones de recibir ninguno,
toda vez que no estoy allí, lo que ya sabía. No he dejado de observar, en un momento
de receptividad excepcional, que estas súplicas toman el mismo vehículo que
Mahood y consortes emplearon para sus transportes. Es sospechoso. Es decir, sería
sospechoso si aún esperase, de sus revelaciones futuras, un valor cualquiera, en
relación con esos otros de los que no cesan de abrumarme desde que se les metió en
la cabeza que yo haría mejor existiendo. Pero estoy de vuelta de esa dulce esperanza,
no más tarde que en seguida, si no me falla la memoria. Dos trabajos en suma, que
distinguir quizá, como la mina de la cantera, en cuanto a la clase de esfuerzo que se
ha de realizar, pero idénticamente pobres en atractivos, o en interés. Yo. ¿Quién? El
galeote, precipitándose hacía las columnas de Hércules, el cual durante la noche,
burlando la vigilancia del cómitre, suelta el remo y se arrastra por entre los bancos,
hacia levante, llamando a la tempestad. Sólo que ya no la llamo. Sí, sí, todavía soy un
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suplicante. Esto me pasará, de aquí al último viaje, por este mar de plomo. Me
confundo con la otra locura, la de querer conocer, de querer acordarse de su fechoría.
En eso no se me sorprenderá más. Esto está bien para los recién salidos de la
condenación. Dicho esto, no lo pensemos más, no volvamos a pensar en nada, no
pensemos nunca más. Los unos son varios, el otro único, único en solicitarme.
Hablan la misma lengua, la única que aprendí. Me dijeron que existen otras. No las
echo en falta. Toda vez que así se rompe el silencio, sólo puede tratarse de una cosa.
Órdenes, ruegos, amenazas, elogios, reproches, razones. Elogios, sí, me permití
afirmar que realizaba progresos. «Está bien, muchacho, esto será todo por hoy,
vuélvete a tu noche y hasta mañana». Y héme aquí con mi barba blanca, sentado entre
los niños, diciendo cualquier cosa, por miedo de ser golpeado. Moriré en
preparatorio, cargado de años y de trabajos de castigo, vuelto muy pequeño, como
cuando tenía porvenir, con las piernas al aire, vestido con mi vieja blusa negra,
mojándome el pantalón. «Alumno Mahood, por veinticinco milésima vez, ¿qué es un
mamífero?». Y caeré muerto tieso, consumido por los rudimentos. Pero habré hecho
progresos, ellos me lo dijeron, sólo que no bastantes, no bastantes. Ah. ¿Dónde
estaba, de mis deberes? Olvido. Esto, mi falta de memoria, ha sido fatal para mi
buena formación. Es cierto. «Alumno Mahood, repita conmigo: El hombre es un
mamífero superior». No podía. Siempre se trataba de mamíferos, en esta colección de
fieras. Entre nosotros, tenéis que reconocerlo, ¿qué podía importarle al alumno
Mahood que el hombre fuera esto mejor que aquello? En fin, se ha de suponer que no
perdió nada con ello, pues he aquí que todo eso rezuma, desbloqueado por la
pesadilla. Es el desastre. Voy a desquitarme, de los mamíferos, veo eso aquí, antes de
despertarme. Pronto, una mamá, la chuparé hasta secarla, pizcándole yo mismo los
pezones. Pero tendré que darle un nombre a ese solitario. Sin nombres propios no hay
salvación. Así pues, lo llamaré Worm. Era hora. Worm. No me gusta, pero apenas si
puedo escoger. Será mi nombre también, en el momento oportuno, cuando ya no
tenga que llamarme Mahood, si esto llega a ocurrir. Antes de Mahood hubo otros
como él de la misma raza y creencia, armados del mismo tridente. Pero Worm es el
primero de su especie. Eso se dice. Es que no lo conozco. Cansado, renunciando a
levantarme, acaso él también se haga reemplazar, ya puestos los jalones. Aún no ha
tenido la palabra, el pobre. Murmura, no dejé de oír su murmullo, mientras los otros
disertaban. Ha sobrevivido a todos ellos, también a Mahood, si Mahood ya no existe.
Aún le oigo, fiel, suplicándome que apacigüe esa lengua muerta de los vivos. Es lo
que creo entender, por el tono, que no cambia. Si pudiera callarme comprendería
mejor, lo que quiere de mí, quiere que yo exista, que diga: «¡Que se ponga a tronar, al
fin!». Pero no, es menester que me calle, que retenga el aliento. Pero no debí entender
bien. Pues si Mahood se callaba, Worm también se callaría. Acepto que se me pida lo
imposible, ¿qué otra cosa se me podría pedir? ¡Pues lo absurdo! A mí, al que ellos
redujeron a la razón. Es cierto que ese pobre Worm no cuenta. ¿Qué sé yo? Pero
concluyamos nuestro pensamiento, antes de ensuciar encima. Pues si soy Mahood,
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también soy Worm. Plof. O si todavía no soy Worm, lo seré, al no ser ya Mahood.
Plof. Vengamos ahora a las cosas serias. No, todavía no. Otro cuento de la Tía
Mahood quizá, para acabar de embrutecerme. No vale la pena, ya saldrá cuando sea
hora, el disco está ahí, por toda la eternidad. Sí, sus grandes frases deben salir
también, es carbón en bruto. También trataré, es seguro, del problema de la libertad,
en el momento preestablecido. Pero quizá me precipité demasiado al contraponer a
esos dos promotores de fracaso. ¿No es culpa del uno si no puedo ser el otro? Se
hallan, pues, en connivencia. He aquí como se ha de razonar vivamente. ¿O existirá
un tertius gaudens, yo en fin, al que habría que imputarle ese doble fracaso? ¿Veré,
finalmente mi rostro iluminado por una sonrisa? Tengo la impresión de que se me
evitará ese espectáculo. En ningún momento sé de qué hablo, ni de quién, ni de
cuándo, ni de dónde, ni con quién, ni porqué, pero necesitaría a cincuenta forzados
para esta siniestra tarea y siempre me faltaría un cincuenta y uno, para cerrar las
esposas, eso lo sé, sin saber qué quiere decir. Lo esencial es que no llego nunca a
ninguna parte, que no estoy nunca en ninguna parte, ni en Mahood, ni en Worm, ni en
mí, importando poco a qué dispensa se debe. Lo esencial es patalear hasta el fin al
final de su catgut, mientras haya aguas, orillas y desatado en el cielo un Dios
deportivo, para irritar a la criatura, mediante puercos intermediarios. Me he tragado
tres anzuelos a la vez y aún tengo hambre. De aquí el jaleo. ¡Qué bien hace saber
dónde se está, dónde se permanecerá, sin estar allí! No hay más que descuartizarse
tranquilamente, en las delicias de saberse nadie para siempre. Lástima que durante
ese tiempo me vea obligado a dar la boca, pues la impide sangrar a gusto, haciendo
ñam, ñam. Ellos me llevarán un día a la superficie, lo que pondrá a todo el mundo de
acuerdo acerca de que no valía la pena darse tanta, para una víctima tan mediocre,
para tan mediocres asesinos. Qué silencio, entonces. Y ahora tratemos de ir a dar una
vuelta por la parte de Worm, eso le gustará, a ese querido vomitón. Podré ver bien si
el otro me sigue acechando. Pero aún sin eso fallará, no me tendrá, no seré entregado,
hablo de Worm, lo juro, el otro no me tuvo, ni fui entregado, se trata del pasado, hasta
el presente. Soy ése al que no se tendrá, que no será entregado, que arrastra por entre
los bancos, hacia el nuevo día, que se anuncia espléndido, lleno de salvavidas,
llamando al náufrago. El tercer sedal cae directamente de las nubes, como plomada, y
es para mi alma. Hace buen rato que la habría enganchado a él, si supiera dónde
encontrarla. Así pues, somos cuatro, es una partida entre cuatro. Lo sabía, seríamos
cien y necesitaríamos ser ciento uno. Nos faltará siempre yo. Worm, o, como estoy
tentado de llamarlo, Watt, Worm, ¿qué decir de Worm, que no se ha molestado en
hacerse comprender? ¿Qué decir que haga cesar ese rumor de termite, en mi guiñol?
¿Qué decir de él que no pueda decirse igualmente del otro? ¡Mira, quizás al querer
ser Worm, seré, al fin, Mahood! Entonces ya no tendré que ser Worm. Es a lo que sin
duda llegaré al esforzarme en ser Tartempion. ¡Alto ahí!, puede que me lo perdone,
que tenga compasión, que yo me detenga ahí. La aurora no será siempre rosada.
Worm, Worm, a nosotros tres, y adelante. Por otra parte, me parece que ya debí,
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contrariamente a lo que me parece que ya debí decir, realizar algunas tentativas en
este sentido. Debería haberlas anotado, aunque no fuera más que en mi cabeza. Pero
Worm no puede anotar nada. He aquí en cualquier caso una primera afirmación,
quiero decir negación, sobre la cual edificar. Worm no puede anotar nada. Mahood
puede anotar. Eso es, sigamos. Sí, lo propio (entre otras cosas) de Mahood es anotar,
aun cuando no siempre lo consiga, ciertas cosas, qué digo, todas las cosas, de modo
que pueda sacar partido de ellas, para su gobierno. Y nosotros, efectivamente, le
vimos hacerlo, en el patio, en su vasija, en un sentido. Sabía que con sólo que
quisiera hablar de Worm me pondría a hablar de Mahood, con ventura y comprensión
mayores que nunca. Qué próximo me parece de pronto, bizqueando hacia las
medallas del hipófago Decroix. Es la hora del aperitivo, cuando ya los transeúntes se
detienen, para leer el menú. Hora deliciosa, sobre todo cuando es, y esto llega, la de
la puesta del sol, cuyos últimos rayos, al barrer la calle en enfilada, proyectan sobre
mi monumento una sombra interminable, a caballo entre el arroyo y la acera. Antes la
contemplaba, cuando tenía más libertad para volverme de la que tengo ahora, desde
que me pusieron la argolla. Entonces sabía que allá al final de todo yacía mi cabeza, y
que me pasaban por encima, y sobre mis moscas, que no dejaban de seguir
deslizándose bonitamente, por el suelo. Y veía a las gentes subir hacia mí, a lo largo
de mi sombra, seguidas de largas sombras temblorosas y fieles. Pues tan pronto me
confundo con mi sombra, como no. Y tan pronto no me confundo con mi vasija,
como sí. Eso depende de la disposición en que nos hallemos. Y con frecuencia
llegaba a no equivocarme, hasta el momento en que, al no estar ya, no me veía.
Instante verdaderamente exquisito, que de tanto coincidía, como ya señalé, con el del
aperitivo. Pero esta alegría, que en cuanto a mí habría juzgado inofensiva, y sin
peligro para los demás, me falta desde que llevo el collar, que me mantiene de cara
siempre hacia la reja, por encima justamente del menú, pues es necesario que el
cliente pueda organizar su comida sin exponerse a ser aplastado. La carne, en este
barrio, es muy estimada, y acuden de lejos desde muy lejos, expresamente para
comerla. Hecho esto, se apresuran a irse. A partir de las diez de la noche todo está
silencioso, como una tumba, según suele decirse. Esto es lo que se deduce de mis
observaciones, acumuladas durante largos años y sometidas al paso de ellos a la
inducción. Aquí se mata y se come. Esta noche hay callos. Es un plato de invierno, o
de media estación. Margarita vendrá pronto a iluminarme. Se está retrasando. Más de
un transeúnte utilizó su encendedor bajo mis narices, refunfuñando, para ver mejor lo
que esta vez, para ser más elegante, llamaré la minuta del día. A no ser que le haya
sucedido algo a mi bienhechora. No la veré llegar, no oiré sus pasos, a causa de la
nieve. Toda la mañana he estado metido en mi funda. Al comienzo de la estación
muerta, ella me prepara un nido de trapos, bien amontonados a mi alrededor, para
prevenir los enfriamientos. Está blandito. Me pregunto si esta noche me espolvoreará
el cráneo con su borlita. Es su último hallazgo. No sabe ya cómo ingeniárselas para
aliviarme. ¡Ella quisiera que mis pústulas dejaran de supurar! Si pudiera temblar la
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tierra. El matadero me engulliría. A través de la reja, al fondo de todo de una abertura
entre dos cuerpos de edificio, se me aparece el cielo. Es un trocito del cielo bajo del
norte, largo y estrecho. Si pudiera alzar la cabeza, lo vería recortarse en el grueso del
firmamento. ¿Qué añadir a estas precisiones? La velada no hizo más que empezar, lo
sé, no partamos todavía, no digamos adiós para siempre una vez más a esta
mezcolanza. ¿Y si reflexionase, mientras aguardo a que se produzca algo inteligible?
Vamos, una vez no hace costumbre. Una idea se presenta casi al instante, quizá me
equivoco al no concentrarme más a menudo. Pronto, he de decirla, antes de que se
desvanezca. ¿Cómo es que paso inadvertido a la gente? La única que tiene aspecto de
percibirme es Magdalena. Concibo que no me advierta el transeúnte que pasa
apresurado, huyendo o persiguiendo. Pero, ¿y esos mirones que acuden a escuchar los
gritos de dolor de las reses y que, visiblemente ociosos, se pasean arriba y abajo en
espera de que comience la matanza? Pero, ¿y esos hambrientos a los que la
colocación del menú obliga, lo quieran o no, a hallarse literalmente nariz contra nariz
conmigo, ante mi aliento? Pero, ¿y esos niños que se encaminan hacia la zona y se
vuelven, ávidos de distracciones? Hasta un rostro humano, acabado de lavar y con
unos cuantos cabellos encima, debería a mi parecer, labrarse un bonito éxito de
curiosidad, en una situación como la del mío. ¿Será por pudor, por miedo a molestar,
por lo que se simula ignorar mi existencia? Pero ésa es una delicadeza de
sentimientos que difícilmente puede ser asignada a los perros que acuden a orinar
contra mi morada, sin que parezcan darse cuenta de que allí dentro hay piel y huesos.
No puede ser sino que también carezco de olor. Y, sin embargo, si alguien debiera
tener algún olor, tendría que ser yo. En estas condiciones, ¿cómo puede esperar
Mahood que me comporte normalmente? Las moscas dan fe de mí, si se quiere, pero,
¿hasta qué punto? No, en tanto no haya recibido aclaraciones a este respecto, o
mientras nadie más que Magdalena haya advertido mi presencia, me será imposible
creer cuanto se dice de mí, lo suficiente para proseguir mi número. Tanto más cuanto
que ese testimonio que reclamo, y sin el cual fracasarán indefectiblemente todos los
proyectos que para mí se forjaron, pronto ya no me hallaré ni en condiciones de
recibirlo, a tal extremo disminuyen mis facultades, desde hace algún tiempo. Se trata,
evidentemente, de un principio de cambio que puede llevarnos lejos. Pero aunque
muera, en el mejor de los casos, sin haberme podido creer en vida, se me paga para
saber que no es eso lo que ellos desean para mí. Pues esto me ha sucedido ya varias
veces, sin que me concedieran ni un momento de respiro, entre las lombrices, antes
de resucitarme. Pero, ¿quién puede saber lo que, esta vez, me reserva el porvenir?
Que decline a tumba abierta como ser sensible y pensante es, de todos modos,
excelente cosa. Acaso un día un señor que pase del brazo de su novia, justamente en
el instante en que la agonía estará a punto de ofrecerme una última idea del
dispositivo temporal, observe, lo bastante alto para que yo pueda oírlo: «Pero,
veamos, este hombre no se encuentra bien, ¡hay que llamar una ambulancia!». Así, de
un solo tiro, cuando todo parecía que iba a empezar de nuevo, los dos pájaros
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prescritos. Estaré muerto, pero habré vivido. A menos que a ese señor se le suponga
víctima de una alucinación. Sí, para que no quede ninguna duda, será menester que su
futura tenga tiempo de contestarle: «Es cierto, amor mío, se diría que va a expirar».
Allí me quedaré. Y naceré al fin en un último suspiro, o en uno de esos hipos que, ay,
con demasiada frecuencia rebasan la solemnidad de la defunción. Mahood, conocí a
un médico que sostenía que el último suspiro, desde el punto de vista estrictamente
científico, no podía salir más que por el ano, y que a este orificio es al que la familia
debería presentar el espejo, antes de abrir el testamento. Como quiera que sea, y sin
entrar en estos detalles macabros, me equivoqué de medio a medio al suponer que la
muerte en sí misma constituía un indicio, o incluso una fuerte presunción, en favor de
una vida anterior. Y yo, por mi parte, no deseo abandonar este mundo en el que ellos
tratan de meterme sin una seguridad de haberlo intentado como la que me daría por
ejemplo un puntapié en el trasero, o un beso, no importa la clase de atención que sea,
toda vez que no puedo sospechar que sea yo su autor. No, ya no lo deseo, pues sé que
esto de nada sirve, nada cambia, a nada pone fin. Pero que dos terceras partes me
adviertan, con toda objetividad, ahí, delante de mí, y yo me encargo de lo demás. Qué
claro y sencillo se vuelve todo, cuando se abren los ojos hacia el interior, a condición
desde luego de previamente haberlos asomado afuera, para mejor gozar del contraste.
Aun no pudiendo más, me ocuparía de detenerme en tan buena vía. Pues no volvería
a empezar en seguida, ah, no. Luego, basta de esa p. primera persona, acaba uno por
hartarse, no se trata de ella, voy a concitarme molestias. Pero tampoco se trata de
Mahood, todavía no. De Worm, menos aún. Bah, poco importa el pronombre, con tal
de que no se le engañe. Luego, se adquiere la costumbre. Más tarde veremos. ¿Dónde
estoy? Ah, sí, en las delicias de lo claro y simple. Intentemos mezclarle a esa pobre
Magdalena, tan buena para mí. Tantas atenciones, tanto empecinamiento en
observarme, que son los que me impiden ver una prueba suficiente de mi presencia
real, en la calle Brancion, extraña isla. ¿Me desembarazaría ella de mis miserables
excrementos todos los domingos, me haría un nido al acercarse el invierno, me
protegería de la nieve, me cambiaría el serrín, derramaría sal sobre mi cabeza
enferma —confío en no haber olvidado nada—, si yo no estuviera allí? ¿Me habría
puesto un collar, subido sobre un plinto y festoneado de farolillos sin la certidumbre
de que tengo consistencia? Qué feliz me sentiría si pudiera rendirme a esta evidencia
y que, al fin, se hiciera la justicia que comporta. Desgraciadamente, la considero de
las más dudosas, por no decir inadmisibles. ¿Qué creer de esos cuidados que desde
hace algún tiempo redobla a mi sitio, sino que revelan una gran confusión? Qué
diferencia con su calma de los primeros tiempos, en que no la veía más que una vez
por semana. Digámoslo claro, esta mujer está perdiendo la fe en mí. Y trata de
retrasar el instante en que al fin tendrá que confesarse su error al venir a cada
momento a ver si me dejo persuadir, sobre el terreno. Hasta la creencia en Dios, dicho
sea con toda modestia, se pierde a veces a consecuencia, según parece, de haber
redoblado el celo y la observancia. Aquí me permitiré un distingo (pienso siempre).
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Que mi santuario esté realmente ahí, no pienso negarlo, es cosa que no me concierne,
aunque la presencia en un lugar semejante, acerca de cuya realidad tampoco me
propongo discutir, de una urna tan vasta, me parece poco probable. No. Dudo
únicamente de que yo esté dentro. Es más fácil elevar un templo que hacer que el
objeto del culto descienda a él. Pero yo confundo torno y contorno. He aquí adonde
conducen los distingos. Da lo mismo. Ella me quiere, siempre lo noté. Tiene
necesidad de mí. Por más que tenga un comercio, un jardín, marido y tal vez hijos,
hay en ella un vacío que sólo yo puedo colmar. En condiciones tales no puede
sorprender que tenga visiones. En un momento dado, creí ver en ella a una pariente
próxima, madre, hermana, hija, qué sé yo, incluso a una esposa, a punto de
secuestrarme. Es decir, que Mahood, al ver el poco caso que hacía de su pieza
maestra, me insufló esta hipótesis, agregando: «Yo no he dicho nada». Por otra parte,
no es tan absurda como a primera vista parece. Incluso reabsorbe ciertas rarezas que
aún no me habían impresionado, en el momento de su emisión, entre otras cosas la de
mi existencia a los ojos de la gente no advertida, es decir, de todo el mundo. Pero
admitiendo que se eligiera ocultarme en la vía pública, ¿a qué haberse molestado
tanto para que mi cabeza esté montada en forma de alfiler e iluminada artísticamente
a partir de la caída de la noche? Me diréis que importa poco el pronombre, que lo que
cuenta es el resultado. Una cosa aún. Esta mujer nunca, que yo sepa, me dirigió la
palabra. Si se me ocurrió decir lo contrario, me equivoqué. Si tal cosa me ocurre más
adelante, me equivocaré. A menos que me equivoque en este momento. Archívese de
todos modos, en apoyo de la tesis que se desee. Ni una frase afectuosa nunca, ni una
reprimenda. ¿Por temor a señalarme a los otros? ¿O por temor a disipar el espejismo?
Resumo. Se acerca el día en que tendrá que negarme, ella, mi única fiel. Nada ha
ocurrido. Los farolillos siguen apagados siempre. ¿Se trata de la misma noche? Quizá
pasó la hora de comer. Margarita pudo venir, partir, regresar, volver a partir, como de
costumbre, sin que me diera cuenta. Quizá brillé con todas mis luces, un buen rato,
sin advertirlo. Sin embargo, algo hay que cambió. La noche no es como de
costumbre. No porque vea estrellas, pues es raro que una estrella aparezca allá, en el
estrecho cielo que alcanzo a ver. No porque no vea nada, ni siquiera la reja, como me
ocurrió con frecuencia. No es tampoco a causa del silencio, pues éste es un rincón
silencioso durante la noche. Y estoy medio sordo. No es la primera vez que en vano
aguzo el oído en dirección a los establos. De pronto relinchará un caballo. Entonces
sabré que no ha cambiado nada. O veré pasar la linterna del guardián, a la altura de la
rodilla, en el patio. Se ha de tener paciencia. Hace frío, esta mañana nevó, y no siento
el aire frío en mi cabeza. Quizás estoy todavía bajo la lona, quizá volvió ella a
ponerme la lona, por temor a que en la noche volviera a nevar, mientras yo
reflexionaba. Pero esta sensación que tanto me gusta, de la lona pesando sobre mi
cabeza, tampoco la experimento. ¿Se habrá vuelto insensible mi cabeza? ¿Habré
tenido un ataque mientras reflexionaba? Lo ignoro. Aguardaré con paciencia, sin
hacerme preguntas, concentrando mi atención. Han pasado horas, debe ser de día
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nuevamente, nada ha cambiado, no oigo nada, no veo nada, mi cabeza no siente nada.
Los puse ante sus responsabilidades, y quizá me soltaron. Pues este sentimiento de
estar encerrado del todo, sin que nada me toque, es nuevo. El serrín ya no presiona
contra mis muñones, ya no sé dónde termino. Abandoné, ayer, el mundo de Mahood,
la calle, el figón, la matanza, la estatua, y a través de la reja, el cielo como un lápiz de
pizarra. Ya no oigo los gritos de las reses, ni el tintineo de los tenedores y los vasos,
ni las exclamaciones de los matarifes encolerizados, ni la letanía de los platos y los
precios. Ya no habrá mujer que quiera en vano que yo viva, mi sombra no oscurecerá
el suelo por la tarde. Se acabaron las historias de Mahood, pues comprendió que no
podían referirse a mí. Él abandonó, yo soy el que gana, aunque hice cuanto pude por
perder, para serle agradable y quedar en paz. ¿Al ganar tendré paz? Se diría que no,
pues no parece que vaya a callarme. Además, todas esas suposiciones sin duda son
erróneas. Quizá se me lance, armado de mis armas mejores, al asalto de la
mortalidad. Pero importa más saber lo que va a ocurrir, para advertirlo, conforme a
mi función. No hay que olvidar, como a veces olvido, que todo es cuestión de voz. Lo
que ocurre, son palabras. Digo lo que me dicen que diga, con la esperanza de que un
día se cansarán de hablarme. Sólo lo que digo mal, por no tener oreja, ni cabeza, ni
memoria. Ahora oigo que me dicen que es la voz de Worm que empieza, y transmito
la noticia, por lo que vale. ¿Se creerán que creo que soy yo el que habla? También
esto es de ellos. Para hacerme creer que tengo un yo mío y puedo hablar de él, como
ellos del suyo. También es una trampa, para que de pronto, crrac, me encuentre entre
los vivos. Lo que les cuesta explicarme es el medio de caer dentro. Nunca darán
razón de mi tontería. ¿Por qué me hablan así? Quizás al atravesarme cambian ciertas
cosas, las cosas importantes, y nada pueden para evitarlo. ¿Creen que creo que soy yo
el que hace estas preguntas? También esto es suyo. Un tanto adulterado tal vez. No
digo que sea éste el buen método. No digo que no acabarán por vencerme. Bien lo
quisiera, para que se me deje. Lo fatigante es esta caza, esos ladridos interminables.
Las imágenes se imaginan que forzando las imágenes acabarán por hacerme caer en
la trampa: Como las madres que silban para que el bebé no coja una nefritis. Ellos, sí,
todos ellos se encuentran ahora en el mismo saco. Le toca jugar a Worm, se le ha
pasado la mano, y le deseo que disfrute mucho. Decir que le creí hostil a lo que
intentaron hacer conmigo. Decir que vi en él, si no yo, un paso hacia mí. Conducirme
a ser él, que es el anti-Mahood, para a continuación decirme: «Pero, ¿qué hago, sino
vivir un poco, con la única vida posible?». He aquí la estratagema. O convencerme de
ser mediante el absurdo de no poder ser. Desgraciadamente, de nada me sirve estar
prevenido, si es que lo estoy, pues nunca lo estoy largo tiempo. Por lo demás, le deseo
mucho éxito en su valerosa empresa. Y hasta colaboraría con él, como con Mahood y
consortes, dentro de mis posibilidades, no pudiendo obrar de otro modo, y
conociendo mis posibilidades. Decir que Worm no sabe quién es, dónde está, qué
ocurre, es decir demasiado poco. Lo que ignora es que haya algo que saber. Sus
sentidos no le informan de nada, ni acerca de él ni acerca de lo demás, y esta
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distinción le es ajena. No sintiendo nada ni sabiendo nada, existe sin embargo, pero
no para él, si no para los hombres, pues son los hombres los que lo conciben y los que
dicen: «Worm está ahí, puesto que lo concebimos», como si no pudiera haber otra
existencia que la concebida, ni siquiera la de aquel que la vive. Los hombres. Uno
solo, después otros. Uno solo vuelto hacia lo todo impotente, lo todo ignorante, que
es su obsesión, y después hacia otros. Hacia aquel del que quiere ser el alimento, él,
el hambriento, y el cual, no teniendo nada del hombre, no tiene otra cosa, no tiene
nada, no es nada. Venido al mundo sin nacer, morando en él sin vivir, no esperando
morir, epicentro de alegrías, de penas, de calma. Lo más real que se cree tener es lo
que se tiene de menos cambiante. Ese de fuera de la vida que tiene la larga vida vana
quiere que no se haya cesado de ser. Que no ahorre la furia de hablar, de pensar, de
saber lo que se es, lo que se era, durante el sueño desatinado; allá arriba, bajo el cielo,
saliendo por la noche. Ese que se ignora y se calla ese que ignorando calla, y no
habiendo podido ser ya no se esfuerza en ello. Quien se rodea de aquel en quien se
reconoce y le envía la misma mueca de siempre. Gracias por estas nociones primeras.
Son alentadoras. Y no se ha terminado. El que busca su verdadero rostro, que se
tranquilice, pues lo hallará, convulso de inquietud, con los ojos desorbitados. El que
quiere haber vivido, mientras vivía, que se tranquilice, pues la vida le dirá cómo: He
aquí serios apaciguamientos. Worm, sé Worm, verás que es imposible, qué guante de
terciopelo, un poco gastado en las falanges, a fuerza de golpear. Bah, hagamos a ese
que no ve más que las estrellas. Y que empiece el apresto de este trabajo, que así se
ha vuelto tras de tanto manoseo, blandamente extendido como el primer día. Pero se
trata únicamente de una cuestión de voz, debiendo descartarse cualquier otra imagen.
Que ella me recorra, al fin, la buena, la última, la de aquel que carece de ella, según
propia confesión. ¿Creerán ellos dormirme con sus esclarecimientos de garganta?
¿Qué me puede importar, que triunfe o que fracase? La empresa no es mía. Si quieren
que triunfe, fracasaré, el asunto es tenerlos detrás de mí. ¿Hay una sola frase mía en
lo que digo? No, yo no tengo voz, no tengo vela en este entierro. Es una de las
razones por las que me he confundido con Worm. Pero tampoco tengo razones,
ninguna razón, soy como Worm, sin voz ni razón, soy Worm, no, si fuera Worm no lo
sabría, no lo diría, no diría nada, esas voces no son mías, ni esos pensamientos, sino
de los enemigos que me habitan. Que me hacen decir que no puedo ser Worm, el
inexpugnable. Que me hacen decir que lo soy quizá, como lo son ellos. Que me hacen
decir que, no pudiendo serlo, lo tengo que ser. Que no habiendo podido ser Mahood,
como hubiera podido, tengo que ser Worm, como no podré. Pero, ¿son siempre ellos
los que dicen que, no habiendo podido ser Worm, seré Mahood, de oficio, de
retrueque? Como si —y un breve silencio— como si hubiera crecido lo bastante para
comprender con media palabra ciertas cosas, pero no, necesito explicaciones, para
todo, y aun así, no comprendo, de este modo los desalentaré, al fin, con mi estupidez,
son ellos quienes lo dicen, para dormirme, para que me crea más estúpido de lo que
soy. ¿Son ellos siempre los que dicen que, habiéndome vuelto Worm, contra cuanto
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pudiera esperarse, seré al fin Mahood, comprobado Worm como Mahood, una vez
que se es él? Ah, con sólo que quisieran empezar, que hiciesen de mí lo que quieren,
que consigan hacer de mí esta vez lo que quieren, estoy dispuesto a ser cuanto
quieran, pues estoy harto de ser materia, materia, manoseada sin cesar en vano. O que
renunciando a la guerra me abandonen, en montón, en un montón tal que nunca se da
con el bastante loco para querer darle forma. Pero no están de acuerdo, por más que
todos sean de la misma opinión, no saben lo que quieren hacer de mí, no saben dónde
estoy, ni cómo soy, soy como polvo, quieren hacer un monigote de polvo. He aquí
que dejan que se adueñe de ellos el desaliento. Para mecerme, para embaucarme, es
para lo que me parece oírme decir, yo al fin, a mí al fin, que sólo pueden ser ellos
quienes hablan así, que sólo puedo ser yo quien así hablo. Ah, cómo quisiera
descubrirme una voz en este concierto, sería el término de sus esfuerzos, y de los
míos. «Ha hablado, cree haber hablado, es de los nuestros, ahora, pronto, callemos
todos, todos». A ello se deben todos esos breves silencios, para que yo los rompa.
Creen que no soporto el silencio, que el horror al silencio me obligará un día a
romperlo, no importa cómo. Por eso se interrumpen a cada instante, para tratar de
reducirme al silencio. Pero no se atreven a permanecer callados mucho tiempo, pues
todo se les podría ir a tierra. Es cierto que no me gustan esos agujeros hacia los cuales
se inclinan todos, al acecho de un murmullo de hombre. Eso no es el silencio, eso son
trampas, en las que nada mejor pido que caer, emitiendo el gritito que puede pasar
por humano, como el tití herido, el primero y el último, y desaparecer, seriamente,
habiéndolo emitido. En fin, si llegan a hacerme prestar una voz a Worm, en un
momento de euforia, quién sabe, tal vez la haga mía, en un momento de confusión.
Está la apuesta en juego. Pero ellos no llegarán a ello. ¿Es que pudieron hacer hablar
a Mahood? Me parece que no. Creo que Murphy hablaba de tanto en tanto, los demás
también quizá, no me acuerdo, pero estaba mal hecho, pues yo veía al ventrílocuo.
Noto que eso va a empezar. Deben considerarme lo bastante embrutecido, con sus
historias de ser y de existencia. Sí, ahora que olvidé quién es Worm, cómo es, dónde
está y qué hace, me voy a poner a serlo. Todo antes que esas frases de patizambo.
Pronto, un lugar. Sin acceso, sin salida, un lugar seguro. No como el Edén. Y Worm
dentro. No sintiendo nada, no sabiendo nada, no pudiendo nada, no queriendo nada.
Hasta el momento en que él escucha ese ruido que ya no cesará. Entonces será el fin,
Worm ya no está. Se sabe, pero no se dice, se dice que es el despertar, el principio, de
Worm, pues hay que hablar, ahora hay que hablar de Worm, hay que poder hacerlo.
Ya no es él, pero hagamos como si lo siguiera siendo, cuya oreja se agita,
abandonándolo a la mala suerte, a los medios de conjurarla, con ojo avizor, con la
cabeza que se afana. Sí, llamemos a eso Worm, para poder gritar al término del
engaño. Pero sigue tratándose de la vida, la vida por todas partes y siempre, de la que
habla todo el mundo, la única posible. Ese pobre Worm, que se creía otro, él que no
creía nada, y he ahí que parece confundirse con un detenido por vida, o con un
demente. ¿O soy yo? Éste es mi primer pensamiento, tras una vida al acecho. De esta
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pregunta, dejada sin respuesta, saltaré a otras, de orden más personal, más adelante.
Acabaré, quizás, antes de llegar al coma, por considerarme vivo, técnicamente
hablando. Pero procedamos por orden. Me esforzaré cuanto pueda, como siempre, ya
que no me es posible otra cosa. Me dejaré hacer, más cadáver que nunca. Así,
recibidas por el oído, o gritadas por el ano, con una bocina, así devolveré las palabras
por la boca, en toda su pureza, y en el mismo orden, en la medida que me sea posible.
Este infame titubeo, entre la llegada y la partida, ese ligero retraso impuesto a la
evacuación, es asunto que considero mío, es cuanto puedo hacer. De un solo golpe la
verdad, al fin, sobre mí me destrozará, a reserva siempre de que ellos no se pongan a
farfullar de nuevo. Escucho. Basta de aplazamientos. Soy Worm, es decir, que no lo
soy ya, puesto que de pronto oigo. Pero esto lo olvidaré, en el calor de la miseria,
olvidaré que ya no soy Worm, sino una especie de Toussaint Louverture[7], de décima
zona, con lo que ellos no dejan de contar. Worm, percibo ese ruido que ya no se
detendrá, mientras acuso una cierta diversidad, en lo hondo de una monotonía sin
nombre. Al cabo de no sé qué eternidad, no se me ha dicho, tengo la inteligencia lo
suficientemente exasperada para saber que es una voz y que, en la naturaleza en la
que puedo envanecerme de tener ya un pie, hay ruidos más desagradables, que no
tardarán en hacerse oír. Tras esto, ¿cómo explicar que carecía de predisposiciones
para la condición humana? Qué camino recorrido después de ese primer infortunio.
Cuántos nervios arrancados en vivo al embotamiento, con el terror correspondiente, y
con el fuego en el cerebro. Tardó mucho, mucho, en organizarse el desollamiento.
Saber que, bah, eso no es nada. Una estupidez. La suerte común. Una diversión. Que
no es eterna. De la que es menester apresurarse a gozar. Se me ha hablado de rosas.
Acabaré por percibir su olor, que así ocurre con ellas. Acto seguido cargarán el
acento en las espinas. Qué prodigiosa diversidad. Éstas, será menester que vengan a
clavármelas, como a ese pobre Jesús. No, yo no necesito a nadie, empezarán a
brotarme bajo el trasero, ellas solas, un día en que tendré la impresión de flotar por
encima de mi condición. Un puñado de espinas, y el aire embalsamado. Pero no
anticipemos. Aún dejo que desear, no tengo ningún oficio, ninguno. Mirad, todavía
no sé desplazarme, ni localmente en relación a mí, ni globalmente, en relación al
excremento. No sé quererlo, lo quiero en vano. Lo que no procede de mí no tiene más
que dirigirse a otra parte. Lo mismo en cuanto al entendimiento, no lo tengo aún lo
bastante elástico para que pueda funcionar salvo en casos de la máxima urgencia,
como al manifestarse un dolor violento por primera vez. Una cuestión de semántica,
por ejemplo, susceptible de activar la marcha del tiempo, sería incapaz de
concentrarme. Para otros los goces de la especulación impersonal y desinteresada, en
la que la duración queda abolida. Yo no pienso, si es que se trata de ese
enloquecimiento vertiginoso como de la colmena a la que se ahúma, que rebasa un
cierto grado de terror. ¿Quiere esto decir que cada vez estoy menos expuesto a ello,
merced a la costumbre? Sería conocer mal la extensión del repertorio en que estoy
sumergido y que, según parece, no es nada en comparación con lo que me aguarda, al
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salir del noviciado. Esas luces, que brillan bajo a lo lejos, y después se empinan, se
dilatan y caen sobre mí, cegadoras, para absorberme, no son más que un ejemplo. Por
mucho que las conozca, siempre me dan que pensar. Que invariablemente hasta el
presente en el último momento, cuando justamente he empezado a encoger, se
extingan, humeando y silbando, lo mismo da, se acabó mi flema. Y en mi cabeza, que
empiezo a situar bien, allá arriba y un poco a la derecha, las chispas crepitan y caen
muertas de las paredes. A veces me digo que también yo estoy en una cabeza, es el
temor quien me lo hace decir, y el deseo de hallarme en seguridad, rodeado por todas
partes de huesos espesos. Y añado que me equivoco al dejarme asustar por los
pensamientos de otro, acuchillando mi cielo con luces inofensivas y asediándome de
rumores que nada significan. Pero cada cosa a su tiempo. Y a menudo duerme todo,
como cuando yo era verdaderamente Worm, prescindiendo de esa voz que me ha
desnaturalizado, que no se detiene nunca, pero que con frecuencia se vuelve confusa
y titubeante, como si fuera a abandonarme. Pero es sólo un instante de
desfallecimiento, salvo que se quiera así deliberadamente, para enseñarme a esperar.
Y es curioso: metido como estoy, en la juvenil abyección a que me condujeron, me
parece recordar cómo era cuando era Worm, antes de ser entregado a ellos. Por eso
tentado estoy de decir: «Después de todo soy Worm desde luego»; tentado estoy a
creer que ha podido llegar adonde yo he llegado. Pero falló. Pero ellos no dejarán de
hallar otro medio, menos pueril, para hacerme aceptar, como lo acepto, que no dejo
de ser ése que me llaman. O aguardarán, contando con la fatiga, a hostigarme más y
más, para hacer que olvide del todo ése al que no se puede convertir en lo que me han
convertido, sin hablar de ayer, sin hablar de mañana. Y, sin embargo, me parece
recordar, y que no lo olvidaré nunca, como era yo cuando era él, antes de que todo se
volviera confuso. Pero esto es imposible, claro está, porque Worm no podía saber
cómo era, ni quién era, así es como ellos quieren que razone. Y también me parece, lo
que es más deplorable todavía, que podría volver a serlo con sólo que me dejaran en
paz. Esta transmisión es, en verdad, excelente. Me pregunto si esto no conducirá a
algo. Si pueden parar de hablar para no decir nada, esperando pararse sin más.
¿Nada? Se dice pronto. No soy quién para juzgar. ¿Con qué juzgaría? Sigue
tratándose de una provocación. Ellos quieren que me impaciente, que al dejar de
pronto de poseerme me precipite en su ayuda. Qué improbable es todo esto. A veces
me digo, me dicen, Worm me dice, poco importa quién, que mis proveedores son
varios, cuatro o cinco. No hay armonía, sin embargo, sino encabalgamiento. Acaso se
trate en realidad del mismo sucio individuo que se entretiene en parecer múltiple,
cambiando de registro, de acento, de tono, de estupidez. A menos de que sea
realmente así. Un anzuelo oxidado y desnudo, tal vez lo aceptase. Pero todas esas
golosinas. Además, también existen prolongados silencios, de tarde en tarde, muy
muy tarde, durante los cuales, al no oír ya nada, nada digo ya. Es decir, que al aguzar
los oídos oigo murmurar. Pero no es para mí, sino para ellos solos, concertándose de
nuevo. No oigo lo que dicen, lo único que sé es que están allí siempre, que no han
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acabado conmigo. Se ha apartado un poco. Se trata de secretos. O se trata de uno
solo, es él, aconsejándose a sí mismo, refunfuñando, mordisqueándose el bigote,
poniendo a punto una nueva serie de enormidades. ¡Yo, escuchando a las puertas,
cuando se hace el silencio! Ah, ellos me han arreglado. Pero es con la esperanza de
que ya no hay nadie. Pero no es ahora el momento de hablar de ello. Bueno. ¿De qué
es el momento de hablar? De Worm, al fin. Bueno. Para empezar, hay que remontarse
a sus orígenes, y, con miras a continuar, seguirlo pacientemente, por las diversas
fases, procurando mostrar su fatal concatenación, que han hecho lo que soy. Después
notas día por día, hasta que yo capitule. Y para concluir el pean entonado y danzado
por la víctima, a modo de vagido. Eso si es que no hay dificultad. Mahood, no supe
morir. Worm, ¿voy a ser obligado a nacer? El problema es el mismo. Pero acaso no se
trata de la misma persona, después de todo. El futuro se lo dirá, él tiene buenas
espaldas. Pero sigamos remontándonos, después rodaremos. En realidad habría que
decirlo a la inversa. Pero si se tuviera que decir todo lo que tendría que decirse. Hacia
arriba y hacia abajo, lo mismo da, empiezo por la oreja, es excelente. Antes está la
noche de los tiempos. Mientras que después, qué claridad. Héme aquí, en todo caso,
detenido en mis orígenes, como tema de conversación se entiende, que es lo único
que cuenta. Toda vez que se puede decir. Otro está en ruta, todo marcha bien. Aún
tengo para mil años, quizá. No importa. Él está en ruta. Empiezo a conocer los seres.
Me pregunto si no podría escabullirme por abajo, una mañana, con el desayuno. No,
no puedo moverme, todavía no. Tan pronto en una cabeza, como en un vientre es
curioso, o en parte alguna en particular. Quizá se trate del agujero de Botal, cuando
todo palpita y forcejea a mi alrededor. Cebos, cebos. Tendré yo un amigo, entre ellos,
que sacuda tristemente la cabeza, no diciendo nada o sólo, de tanto en tanto:
«Dejemos, dejemos». Se puede ser antes de empezar, es en lo que ellos están. Las
raíces han de venir con ello. Esos tiempos que corren, que galopan, son los que
dormían, los mismos. Y el silencio contra el cual chillan en vano y que un día se
restablecerá, es el mismo que antes. Un poco desollado, se diría, en tránsito. Por
supuesto que yo, que estoy en ruta, con las velas llenas de palabras, soy también ese
antepasado impensable del que nada puede decirse. Pero de él hablaré quizás, y de los
impenetrables tiempos en que era él, cuando ellos se habrán callado, convencidos al
fin de que no naceré nunca, a falta de haberme dejado concebir. Sí, hablaré de él
quizás, un instante, como en un eco, burlón, antes de reunirme con él, con ése del que
no se supo separarme. Por otra parte, ellos flojean ya, eso se nota. Pero es una
simulación, para que yerre al llenarme de alegría, como así ocurre entre ellos, y para
que, bajo los efectos de la pena, acepte sus condiciones, para tener una paz coja. Pero
yo no quiero hacer nada, cosa que a cada momento parecen olvidar. No puedo
llenarme de alegría y no puedo apenarme, pues por más que me hayan explicado
cómo se hacen tales cosas, y en qué circunstancias, nada entendí. ¿Y qué
condiciones? No sé lo que ellos quieren. Lo digo, pero no lo sé. Emito sonidos, mejor
cada vez según me parece. Si esto no les basta, nada puedo hacer. Si hablo de una
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cabeza, a propósito de mí, es que oí hablar de ella. Pero basta de decir siempre lo
mismo. Esperan que esto cambiará un día, es normal. Que un día él me hará crecer en
la tráquea o en otro lugar cualquiera de la trayectoria un lindo absceso con una idea
dentro, punto de partida de una infección generalizada. Lo que me permitirá
regocijarme como otro cualquiera, con conocimiento de causa. Y pronto no seré más
que una red de fístulas acarreando el pus bienhechor de la razón. Ah, si fuera de
carne, como de buen grado desean creer, no digo, quizá no sería tan estúpido como
eso, su pequeña idea. Dicen que tengo daño, a imagen de la verdadera carne pensante,
pero nada siento. Mahood, yo sentía un poco, por momentos, pero, ¿en qué les ha
hecho avanzar tal cosa? No, harían mejor en buscar otra. Sentía la argolla, las
moscas, el serrín bajo mis muñones, la lona encima de mi cráneo, en el momento en
que de ellos se me informaba. Pero, ¿es esto una vida, eso, que se disipa en cuanto se
pasa a otro asunto? No veo por qué no. Pero ellos debieron considerar que no. Son
demasiado difíciles, piden demasiado. Quieren que me duela la nuca, prueba
irrefutable de animación, mientras oigo hablar del cielo. Me quieren sabio, sabiendo
que me duele la nuca, que las moscas me devoran y que el cielo no lo puede hacer
cambiar. No cesan de flagelarme, sin parar, cada vez más fuerte, y acabaré por tener
aspecto de saber a qué atenerme. Incluso podrían descansar de tanto en tanto sin que
yo pare de gritar. Pues me habrían prevenido, antes de empezar. Hay que gritar, oyes,
sino eso no prueba nada. Y al final, deshechos de fatiga, o no pudiendo más de vejez,
y al cesar mis gritos por falta de alimento, podrían declararme muerto, con todas las
apariencias de veracidad. Y yo no necesitaría moverme para merecer que digan,
dándose golpecitos el uno al otro, como para hacer caer el polvo, con sus viejas
manos secas y cansadas: «No se moverá más». Sería demasiado sencillo. Hace falta
el cielo y no sé qué más aún, luces, luminarias, la esperanza trimestral, el juego de las
consolaciones. Pero cerremos este paréntesis, para poder declarar, con buen ánimo,
abierto el siguiente. El ruido. ¿Cuánto tiempo fui pura oreja? Respuesta: hasta el
momento en que ya no podía seguir siendo así, por ser demasiado hermoso, en
relación con lo que sigue. Esos millones de sonidos diversos, siempre los mismos,
repitiéndose sin cesar, es lo único que se necesita para que se os forme una cabeza, al
principio un botón, antes de volverse enorme, silencioso, y después impedimenta,
cuando le toque el turno a los ojos, y peor que el mal, célula del mal. Pero aquí
conviene seguir sin detenerse. Poco importa el dispositivo, toda vez que llego a decir,
antes de perder el oído: «Es una voz y me habla». Es cuestión de preguntar,
envalentonado, si no se trata de la mía. Se ha de convenir, poco importa cómo, que
carezco de ella. Pasar del frío al calor, oscuramente, de lo helado a lo hirviente, de
efectos similares. Es una partida, él partió, ellos no me ven, pero me oyen, jadeando,
fijo aquí, no saben que estoy fijo. Él sabe que se trata de palabras, no sabe si son las
suyas, así empieza esto, nadie se detuvo nunca en tan buena vía, un día se los hará
suyos, creyéndose solo, lejos de todos, fuera del alcance de cualquier voz, y llegará
un día en que ellos le hablen. Sí, sé que son palabras, hubo un tiempo en que lo
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ignoraba, como sigo ignorando que se trata de las mías. Pueden, pues, esperar. De ser
ellos me bastaría saber lo que sé, no quisiera saber nada más que lo que oigo, que no
es el ruido inocente y forzado de las cosas mudas en su necesidad de persistir, sino el
aterrorizado parloteo de los condenados al silencio. Tendré compasión, me daré por
descargado, no me obstinaré en hacerme parecer mi propio verdugo. Pero ellos son
severos, glotones, tanto, si no más, que cuando yo hacía de Mahood. ¡Esto antes que
ceder a sus exigencias! Es que no he dicho nada todavía. Captado por el oído, eso me
sale en seguida por la boca, o por el otro oído, que también es una posibilidad. Es
inútil multiplicar las ocasiones de error. Dos agujeros y yo en medio, ligeramente
taponado. O uno solo, de entrada y de salida, donde se atropellan las palabras, como
hormigas, apresuradas, indiferentes, no trayendo nada, no llevándose nada,
demasiado débiles para socavar. No volveré a decir yo, nunca más lo diré, es
demasiado estúpido. Lo sustituiré, cada vez que lo oiga, por la tercera persona, si
pienso en ello. Si es que esto les divierte. Nada cambiará. No hay más que yo, yo que
no estoy allí, donde estoy. Y de uno. Palabras, dice que sabe que son palabras. Pero,
¿cómo puede saberlo, él que nunca escuchó otra cosa? Esto está claro. Pero, ¿y esas
luces que se apagan silbando? Es cierto. Y con ello otra cosa, muchas otras cosas, a
las cuales la abundancia de materias desgraciadamente vedó hasta ahora la menor
alusión. Héte aquí que respira, ya no le queda más que ahogarse. El pecho se hincha,
se hunde, el trabajo de desgaste va por buen camino, lo siniestro se extiende de arriba
abajo, pronto tendrá piernas, la posibilidad de arrastrarse. Es falso, no respira aún, no
respirará nunca. Entonces, ¿qué ruidito es ese, socarronamente agitado, que recuerda
el soplo vital, a quienes por él están consumidos? Es un mal ejemplo. ¿Y esas luces
que silban al extinguirse? Más bien se trata de una carcajada que se extingue, ante el
espectáculo de su pavor, de su decepción. Que esté inundado de claridad, y después
sumido de nuevo en lo oscuro, se le debe antojar de una gracia irresistible. Pero desde
el tiempo que hace que están allí, todo alrededor, pudieron abrir un agujero, en el
tabique, un agujerito, por el que mirar, por turno. Y esas luces, quizá son las que ellos
proyectan sobre él, de tanto en tanto, para poder ver los progresos que realiza. Pero
este asunto de las luces merece ser tratado aparte, tan curioso es, y habrá de hacerse
detenidamente, con la cabeza descansada, y lo estará, en la primera ocasión, cuando
ya no corra prisa, cuando se haya serenado la cabeza. Resolución veintitrés. ¿Qué
sacar en conclusión? ¿Que el único ruido que haya tenido Worm es de bocas,
palabras, eructos, risas, succiones, saliveos y gorgoteos diversos? Ciertamente. Sin
olvidar el quejido del aire doblándose bajo la carga. Se instruye, es lo esencial.
Cuando más adelante rugirá en la tierra la tempestad cubriendo momentáneamente la
libre expresión de las opiniones, sabrá de donde regresa, que no es el fin del mundo.
No, allí donde no puede instruirse, la cabeza no puede funcionar, no sabe más que el
primer día, no hace más que oír y sufrir, sin comprender, eso debe ser posible. Le ha
salido una cabeza, después la oreja, para que rabie mejor, eso debe de ser. La cabeza
está allí, pegada a la oreja, llena tan sólo de rabia, es cuanto importa, de momento. Es
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un transformador, en el que el ruido se vuelve furia y temor, sin la ayuda de la razón.
Es cuanto se necesita, de momento. Más adelante, cuando hayamos salido de ahí, nos
ocuparemos de las circunvoluciones. ¿Por qué la voz humana, en tales condiciones?
¿Mejor ella que aullidos de hiena o martillazos? Respuesta: para que no tenga
demasiado miedo, cuando vea retorcerse verdaderos labios. Tienen respuesta para
todo, están entre ellos. Y, además, les gusta hablar, saben que es la peor de las burlas,
para el que no se halla prevenido. Son numerosos, en derredor, tal vez asidos de las
manos, cadena sin fin, asidos los eslabones, hablando por turno. Dan giros, por
sacudidas, lo que hace que la palabra venga siempre del mismo lado. Pero a menudo
todos hablan al mismo tiempo, todos dicen al mismo tiempo precisamente lo mismo,
pero tan perfectamente conjuntados que se diría que es una sola voz, una sola boca, si
no se supiera que sólo Dios puede estar al mismo tiempo en todas partes. Se diría,
pero no Worm, que no dice nada, no sabe nada, aún. También por turno utilizan la
mirilla, los que quieren. Mientras uno habla, otro mira, sin duda aquel que debe
hablar a continuación y cuyas observaciones no es forzoso que, dado el caso, dejen de
estar relacionadas con lo que haya visto, dado el caso, es decir, si lo que haya visto le
interesó hasta el punto de parecerle digno de mención, aunque ésta sea oblicua. Pero,
¿qué es lo que esperan, haciendo eso, desde que lo hacen? Pues es difícil no creerlos
animados de una esperanza cualquiera. ¿Y cuál es la naturaleza del cambio cuyos
progresos acechan, pegando un ojo al agujero y cerrando el otro? No actúan así con
miras pedagógicas, desde luego. No se trata de enseñarle algo, de momento. Esta
lengua de catequista, meliflua y biliosa, es la única que saben hablar. Cuanto, por el
instante, piden es que se vaya, que trate de irse, lejos de ese ruido lancinante.
Adondequiera que se vaya, estando en el centro, irá hacia ellos. Se encuentra, pues,
en el centro, he aquí al fin un indicio del más alto interés, poco importa de qué. Ellos
miran, para ver si se ha movido. No es más que un montón informe, sin rostro, capaz
de reflejar la historia de un tormento, pero cuyo aderezo, más o menos de
amontonado, de agazapado, es, sin duda, expresivo, para especialistas, y les permite
calcular las posibilidades de verlo pronto saltar, o partir insensiblemente,
desangrándose, como un herido de muerte. En el montón, un ojo huraño, caballuno,
abierto siempre; ellos necesitan un ojo, le ven un ojo. Adondequiera que vaya irá
hacia ellos, hacia el estribillo que entonarán, sabiéndolo en marcha, o hacia ellos que
se callarán, sabiéndolo en marcha, o hacia la voz que se hará más suave, como si se
alejara, para que crea haber obrado bien, al ponerse en marcha, o hacia la voz que se
hará más suave, como si se alejara, para que él no se detenga, en tan buena vía, para
que crea alejarse de ellos, pero no lo bastante todavía, mientras se acerca, cada vez
más. No, él no puede creer nada, ni juzgar nada, pero las especies de carnes que
posee actuarán por él, intentarán encaminarse adonde parece estar la paz, se dejarán
caer cuando no sufran ya, o cuando sufran menos, o cuando no puedan más. Entonces
volverá la voz, débil al principio, pero menos cada vez, procedente de allí hacia
donde ellos quieren que se aleje, para que se crea perseguido y reemprenda su
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camino, hacia ellos. Así lo conducirán hasta el tabique, y hasta el punto preciso de
éste en que se hicieron agujeros, para pasar los brazos y apoderarse de él. Qué físico
es todo esto. Llegado allí, no pudiendo ir más lejos, a causa del obstáculo, y no
pudiendo más sin más, y no necesitando ir más lejos, de momento, a causa del gran
silencio que se habrá producido, él se dejará caer, suponiendo que estuviera de pie,
pero incluso un reptil se puede dejar caer, tras una prolongada huida, que tal puede
decirse, sin impropiedad. Se dejará caer, será su primer rincón, su primera
experiencia de sostén vertical, de abrigo vertical, en apoyo de los del suelo. Algo
debe representar, en tanto llega al adormecimiento, sentir un apoyo, sentir un escudo,
no ya por una sola de sus seis caras, sino por dos, por primera vez, no sentirse
expuesto ya más que por sólo cuatro lados, esperando adormecerse. Pero esta alegría
Worm no la conocerá más que oscuramente, siendo como es menos que un animal,
antes de volver a ser lo que era, o poco menos, antes del comienzo de la prehistoria.
Entonces lo agarrarán y se lo llevarán con ellos. Pues si pudieron hacer un agujerito
para el ojo, y después otros mayores para los brazos, podrán hacer uno mayor todavía
para pasar por él a Worm, que no debe de ser muy grande, de la oscuridad a la luz.
Pero a qué hablar de lo que hagan cuando Worm se ponga en marcha, para,
infaliblemente, llevárselo con ellos, puesto que él no puede ponerse en marcha, pese a
desearlo a menudo, si es que al hablar de él se puede hablar de deseo, y no se puede,
no se debería, pero así es como se tiene que hablar de él, como se le tiene que hablar,
como si estuviera en vida, como si pudiera comprender, aun cuando esto no sirva para
nada, y para nada sirve. Y es una suerte para él que no pueda moverse, aunque sufra,
pues sería firmar su sentencia de vida moverse de donde está, en busca de un poco de
calma, de un poco del silencio de antes. Pero quizá se moverá un día, el día en que el
ligero esfuerzo de los primeros tiempos, infinitamente débil, se habrá convertido, a
fuerza de renovarse, en un gran esfuerzo, lo bastante fuerte para arrancarlo de allí. O
tal vez lo soltarán un día, soltándose la mano, taponando los agujeros y dirigiéndose,
en fila india, hacia ocupaciones más fructíferas. Pues es menester que esto se decida,
que se incline la balanza de un lado o del otro. No, no se puede pasar así la vida, sin
poder vivir, sin poder hacer vivir, y morir inútilmente, no habiendo sido ni hecho
nada. Es curioso que no vayan a buscarlo a su sitio, puesto que parecen tener acceso a
él. No se atreven. El aire en el fondo del cual yace no se hizo para ellos, pero quieren
que él respire el de ellos. Quizá soltando allí un perro, con la misión de conducirlo a
ellos. Pero un perro tampoco viviría allí ni un segundo. Quizá por medio de un palo
largo, con un gancho en la punta. Es que el recinto es vasto, y mira, está lejos de
ellos, demasiado lejos para que se pueda llegar hasta él, ni siquiera con un escobón.
Esa mancha minúscula, sola en medio del abismo, es él. Ahí está ahora en un abismo.
Se habrá intentado todo. Dicen que lo ven, es una mancha lo que ven, y dicen que es
él. Tal vez lo sea. Dicen que él les oye, pero no saben nada, los oye quizá, sí él oye,
es la única certidumbre, Worm oye, y con todo, no es esa la palabra, pero puede
pasar, debe pasar. Ellos lo dominan, pues, según las últimas noticias, será menester
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que él trepe, para llegar hasta ellos. Bah, eso cambiará todavía. Las pendientes que se
reúnen en él son suaves, se aplanan bajo él, no es una reunión, no es un abismo, no se
ha arrastrado, un poco más y se encontrará posado en una eminencia. Ellos no saben
ya qué decir, para poder creer en él, ni qué inventar, para asegurarse, no ven nada,
ven algo gris, como humo inmóvil, uniforme, donde él podría hallarse, si es necesario
que esté en algún sitio, donde juraron que se hallaba, adonde lanzan sus voces, una
tras otra, en espera de desalojarlo, de oírlo mover, de verlo aparecer, al alcance de sus
bicheros, de sus garras, de sus ganchos, de sus garfios, salvado al fin, cobrado al fin.
Y después basta de ellos, terminó su papel, no, todavía no, hay que conservarlos,
todavía servirán, dejémoslos ahí, girando alrededor, lanzando sus gritos, a través del
agujero, pues también debe de haber un agujero para los gritos. ¿De seguro que es a
ellos a los que oye? ¿Se tiene realmente necesidad de ellos para que él pueda oír, de
ellos y de fantoches análogos? Basta de concesiones al espíritu de geometría. Oye, un
punto es todo, él que está solo, y mudo, perdido en la humareda, no se trata de humo
de verdad, pues no hay fuego, pero nada importa, curioso infierno, sin caldear, sin
nadie, quizá sea el paraíso, quizá sea la luz del paraíso, y la soledad, y esa voz la de
los bienaventurados que interceden, invisibles, por los vivos y por los muertos, todo
es posible. No es la tierra, y esto es lo único que cuenta, no puede ser la tierra, no
puede ser un agujero en la tierra, habitado sólo por Worm, o por otros si se quiere,
tendidos como él, no lejos de él, mudos, inquebrantables, ni esta voz es la de quienes
lloran, desean, llaman, olvidan, lo que explicaría su incoherencia, todo es posible. Sí,
lo mismo da, él sabe que es una voz, no se sabe cómo, no se sabe nada, él no
comprende nada en ella, comprende un poco, casi nada, es incomprensible, pero lo
necesita, vale más que comprenda un poco, casi nada, como un perro al que se le
echan siempre las mismas basuras, las mismas órdenes, las mismas amenazas, las
mismas lagoterías. Esto queda zanjado. Se podrá concluir. Pero ese ojo, dejémoslo
también ese ojo, es para ver, ese gran ojo huraño negro y blanco, húmedo, es para
llorar, para que a ello se habitúe, antes de llegar a Killarney. ¿Qué hace con él? No
hace nada, lo mantiene abierto, el ojo permanece abierto, es un ojo sin párpados, no
se necesitan párpados aquí, donde no pasa nada, o pasa tan poco, podría prescindir de
ellos, de los infrecuentes espectáculos, si pudiera parpadear, si pudiera cerrarlo, pero
ya sabemos cómo es, no volvería a abrirlo. Las lágrimas manan de él casi sin cesar,
no se sabe por qué, no se sabe nada, si es de rabia, si es de pena, es así, quizá sea la
voz la que lo hace llorar, de rabia, o de otra pasión cualquiera, o de tener que ver, de
tanto en tanto, alguna cosa, quizá sea eso, quizá llora para no ver, aunque parece
difícil atribuirle una iniciativa tan enérgica. Se humaniza, el tipo, saldrá perdiendo, si
no abre el ojo, si no presta atención, y con qué prestaría atención, con qué se formaría
siquiera una pálida idea de la condición en que ellos lo van a poner, con sus orejas,
sus ojos, sus lágrimas y una especie de cráneo en el que todo puede ocurrir. Su fuerza,
su única fuerza consiste en no comprender nada, en no poder prestar atención, en no
comprender qué quieren, en no saber que están allí, en no sentir nada, ah, pero
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cuidado, él siente, sufre, el ruido le hace sufrir, y lo sabe, sabe que es una voz, y
comprende algunas expresiones, algunas entonaciones, todo eso es malo, malo,
aunque no tanto, son ellos quienes lo dicen, pero no saben nada, lo dicen porque lo
desean, quizás él no sepa nada, quizá no sufre por nada, y ese ojo sea una fantasía
más. Oye, es cierto, siguen siendo ellos quienes lo dicen, pero se ha de aceptar así,
vale más aceptarlo. Worm oye, es cuanto puede afirmarse, mientras que hubo un
tiempo en que no oía, ellos dicen que es el mismo, ha cambiado, pues, es grave,
grávido, no importa hasta dónde pueda ir, confiemos en él. El ojo también, por
supuesto, es para hacerlo huir, para que se asuste, lo bastante para que rompa sus
lazos, ellos le llaman a eso lazos, quieren librarle de ellos, hay que ver lo que hay que
oír, quizá sean lágrimas de hilaridad. En fin, lleguemos hasta el fin, casi debemos
estar, veamos qué tienen para ofrecerle en cuestión de espantajos. ¿Quiénes? No
habléis todos a la par, que eso tampoco sirve para nada. Todo se resolverá, ya
avanzada la noche, cuando ya no habrá nadie y volverá a caer el silencio. Es inútil
discutir, de aquí allá acerca de los pronombres y de otras partes de la charlatanería.
Poco importa el tema, no lo hay. Estando Worm en singular, de tal modo se presentó,
ellos están en plural, para evitar la confusión, pues hay que evitar la confusión, en
espera de que todo se confunda. Quizá no sean más que uno solo, uno solo también
valdría para el caso, pero podría confundirse con su víctima, lo que sería abominable,
una verdadera masturbación. Esto avanza, esto avanza. En cuanto espectáculo, parece
flojo. Pero puede saberse, sin estar, sin vivir, ellos llaman a eso vivir, la chispa está,
para ellos, no tiene más que brotar, con sólo predicar encima, acabará en antorcha
viva, alaridos comprendidos. Entonces podrán callarse, sin tener que temerle a un
silencio molesto, de muerte según se dice, por donde pasan los ángeles, una
verdadera tortura. Decididamente al ojo le cuesta ceder. Los ruidos son algo que
corre, atraviesa las murallas, pero, ¿se puede decir lo mismo de las apariencias?
Desde luego no, en general. Pero el caso es más bien particular. En cuanto a cuáles
son, se ha de intentar saber de qué se trata, salvo engañarse. Este gris primero,
considerado deprimente sin duda. Sin embargo, tiene amarillo dentro, también se
diría que rosado, es un bello gris de esos de los que se dice que van bien con todo,
orinado y caliente. Se ve, el ojo lo prueba, pero no del todo, sin precisiones
superfluas, condenadas a ser desmentidas. Un hombre se preguntaría dónde acaba su
reino, su ojo se esforzaría en sondear las tinieblas, daría lo que fuera por tener una
piedra, un brazo y dedos que sepan asir y soltar, en el momento oportuno, una piedra,
muchas piedras, o para poder gritar y, mientras cuenta los minutos, esperar que su
grito vuelva, y él de cierto sufriría por no tener ni voz ni otro missile, ni miembros
que le obedezcan, doblándose y estirándose a la voz de mando, y quizá lamentara ser
hombre en tales condiciones, es decir, una cabeza abandonada a sus únicos viejos
recursos. Pero Worm sufre únicamente por el ruido que le impide ser como era antes,
pequeña diferencia. Si es que es el mismo, y ellos lo sostienen. Y si no lo es, no
importa, sufre como sufrió siempre, por el ruido que no impide nada, lo que debe ser
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hacedero. Ese gris en cualquier caso no debe añadir gran cosa a su esfuerzo, para ello
el a giorno sería más indicado, en vista de que no puede cerrar el ojo. No puede
apartarlo tampoco, ni bajarlo, ni alzarlo, permanece conectado siempre al mismo
pequeño campo, excluidos los beneficios de la acomodación. Pero quizá se haga un
día la claridad, poco a poco, o rápidamente, o de golpe, y entonces no se ve
demasiado bien cómo podría Worm permanecer, y tampoco se ve demasiado bien
cómo podría irse. Pero las situaciones imposibles no pueden prolongarse,
indebidamente, como es sabido, porque o bien se disipan o se comprueba que eran
posibles después de todo, qué queréis, sin hablar de otras posibilidades. Que se haga
la luz, pues, no será forzosamente una catástrofe. O que no se haga nunca, y se
prescindirá de ella. Pero esas luces, en plural, que se alzan, se hinchan, caen y se
extinguen silbando, recuerdan a una cobra, y quizás es el momento de echarlas en la
balanza, para que ésta se incline, al fin. No, todavía no es el momento de hacer tal
cosa. No se ve esperanza aquí, eso lo estropearía todo. Que otros esperen, para él,
afuera, al fresco, a la claridad, si eso les apetece, o si les pagan para ello, y deben
pagarles, no esperan nada, esperan que eso durará, es un buen queso, tienen la mente
en otra parte, hombres-ratas, llamando a Judas, todo eso son oraciones, rezan por
Worm, rezan a Worm, para que se apiade, se apiade de ellos, se apiade de Worm,
llaman piedad a eso, señor nuestro, lo que hay que encajar, por suerte él no entiende
nada. Perversa oscuridad, atrás desaparece, sucio farsante. El gris. Qué más aún.
Calma, calma, debe haber otra cosa, que vaya con el gris, que va con todo. Debe de
haber de todo aquí, como en todos los mundos, un poco de todo. Muy poco, se diría.
Además, la cuestión no es esa. Qué viene a hacer el imbécil, ante ese cristalino
impotente, es cuanto se trata de imaginar. Un rostro, qué alentador sería, si eso
pudiera ser un rostro, de tarde en tarde, siempre el mismo, cambiando metódicamente
de expresión, mostrando con sistema lo que puede un verdadero rostro, sin volverse
desfigurado, desde la franca alegría hasta la melancólica fijeza del mármol, pasando
por los más característicos matices del desencanto, qué agradable sería. Hundido el
culo de cerdo de Antonio. Pasando a la distancia conveniente, a la altura conveniente,
pongamos que una vez al mes, lo que no sería exorbitante, lentamente, de frente y de
perfil, como los criminales. Podría incluso detenerse, abrir la boca, alegrarse,
sorprenderse, mira, mira, balbucear, mascullar, aullar, gemir y finalmente cerrarla,
con las mandíbulas apretadas hasta romperse, o abiertas, para dejar pasar la espuma.
Esto sería agradable. Como todo. Una presencia al fin. Un visitante, fiel, que tendría
su día, su hora, y no se quedara demasiado, que sería fatigoso, ni demasiado poco,
que no sería bastante, sino el tiempo justo para que la esperanza pueda nacer, crecer,
languidecer y morir, pongamos cinco minutos. La noción del tiempo empezaría a
trotarle a Worm, en su chirriante cabezota, ante ese puntual residuo de la imagen de
lo eterno, de modo que no tendrá nada que repetir. Noción que traerá consigo, como
debe ser, la del espacio, pues ambas se dan la mano, desde hace algún tiempo, en
ciertos barrios, es más seguro. Y la partida se habría ganado, perdido, él se hallaría
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entre nosotros, entre los lugares de reunión, no se sabe cómo, y se diría: «Mira a ese
viejo Worm que espera a su novia, y esas flores, se diría que duerme, tú no sabes,
pero sí, veamos, ese viejo Worm, que espera a su amor, y esas margaritas, se diría que
está muerto». Eso, eso sería algo. Felizmente, no es más que un sueño. Pues no hay
rostros aquí, ni nada semejante, nada que revele la alegría de vivir y sus sucedáneos,
es menester buscar otra cosa. Una simple cosa, una caja, un trozo de madera, que
acudiría a colocarse ante él, por un instante, todos los años, cada dos años, una bola,
que gravitara no se sabe cómo, ni alrededor de quién, una gruesa piedra, que pasara
ante él, cada dos años, cada tres años, esto no tendría importancia, en los primeros
tiempos, sin detenerse, no necesitaría detenerse, y sería mejor que nada, porque él la
oiría llegar, la oiría alejarse, lo que sería un acontecimiento, y quizá le enseñaría a
contar, los minutos y las horas, y a inquietarse, a razonar, a tener paciencia, a perder
la paciencia, a volver la cabeza, a aguzar el oído, a girar el ojo, una gruesa piedra, que
le abandonaría, y eso sería mejor que nada, en espera de los verdaderos corazones. El
corazón se le pondría en marcha, en un vals, oiría valsear su corazón, trabum la la la,
trabum la la la, re mi fa do pan pan, que no haría falta formalizarse. Segurísimo.
Desgraciadamente hay que atenerse a los hechos, a qué atenerse, a qué agarrarse,
cuando todo zozobra, sino a los hechos, cuando los hay, que exceden, al alcance del
corazón, qué bonito es eso, del corazón que grita: «El hecho es ése, el hecho es ése»,
y después más reposadamente, pasado el peligro, por el momento, la continuación, es
decir, dado el caso: «No hay madera aquí, ni piedras, o si las hay, el hecho es ése, si
las hay es como si no las hubiera, el hecho es ése, nada de vegetales, ni de animales,
sólo Worm, de reino desconocido, Worm está ahí, o como si, o como si…». Pero no
tan deprisa, es demasiado pronto, para volver allá donde estoy, fracaso, en triunfo, allí
donde me espero, tranquilo, en fin, pasablemente, sabiendo, creyendo saber, que no
me ha ocurrido nada, que nada me ocurrirá, ni bueno ni malo, susceptible de
perderme, lo que sería prematuro. Me veo, veo mi sitio, nada lo indica, nada lo
distingue, los otros lugares son míos, todos, si los quiero, pero no quiero más que el
mío, nada lo señala, estoy en él tan poco, lo veo, lo noto a mi alrededor, me aprieta,
me cubre, si esa voz pudiera detenerse, tan sólo un segundo, me parecería largo, un
segundo de silencio. Escucharé, sabré si va a volver, o si se calló de verdad, con lo
que quiera que sea, lo sabré. Y escucharé siempre, para intentar avanzar en sus
buenas disposiciones, mantenerme en su favor, para estar dispuesto, cuando juzguen
oportuno emprenderme de nuevo, o no escucharé más, no escucharé más, es posible
que un día no escuche más, sin tener que temer lo peor, es decir, no sé qué puede
haber peor, una voz de mujer quizá, no había pensado en ello, podrían alquilar a una
soprano. Pero no lo pensemos más, sigamos intentando, si supiera tan sólo lo que
quieren, quieren que sea Worm, pero lo he sido, lo fui, ¿qué es lo que no marcha?, lo
fui mal, eso debe de ser, no puede ser más que eso, qué queréis que sea, sino eso, no
me saqué yo a la luz, a la claridad, en ellos, para oírles decir: «¡Ves, vivo que te
ignorabas!». Resistí, eso debe de ser, no había que resistir, pero no noto nada, sí, sí,
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esa voz, la he resistido, no huí, había que huir, era necesario que Worm huyese, pero
dónde, pero cómo, está clavado en su sitio, y era menester que se arrastre, no importa
hacia dónde, hacia ellos, hacia el azul, pero cómo hacer, no puede moverse, no se
trata forzosamente de lazos, no hay lazos aquí, está como enraizado, son lazos si se
quiere, haría falta que la tierra temblase, pero no es la tierra, no se sabe lo que es, es
como sargazo, no, es como maleza, tampoco, no importa, haría falta una convulsión,
que lo vomite a la luz. Pero qué calma, aparte el discurso, ni un soplo, esto no quiere
decir nada, es sospechoso, la calma que precede a la vida, con todo, desde los
tiempos, es como fango, lo bien que se está, estaría bien, sin ese ruido, es la vida que
quiere volver, no, que quiere que él salga, o son pequeñas burbujas que estallan, a
todo alrededor, no, no hay aire aquí, el aire es para que uno se ahogue, el día es para
cerrar los ojos, allí es adonde él debe ir, donde nunca hay oscuridad, pero tampoco
está oscuro aquí, sí, sí, aquí está oscuro, ese gris lo hacen ellos, con sus lámparas.
Cuando se marchen, cuando se callen, será oscuro, sin un ruido, sin una luz, pero
ellos no se marcharán nunca, sí, se callarán quizá, se marcharán quizás, un día,
lentamente tristemente, en fila india, proyectando largas sombras, hacia su amo, que
los castigará, o los perdonará, no hay más que eso allá arriba, para los que pierden el
castigo, el perdón, los dos, son ellos quienes lo dicen. ¿Qué hicisteis con vuestro
material? Lo abandonamos. Pero obligados a decir si taponaron o no los agujeros,
¿taponaron los agujeros, sí o no?, dirán sí y no, o los unos dirán sí y los otros no, al
mismo tiempo, pues no saben lo que el amo quiere oír como respuesta a su pregunta.
Pero las dos se defienden, las dos preguntas, pues taponaron los agujeros, si se quiere,
pero si no se quiere, no los taponaron, pues no supieron qué hacer, al partir, si tenían
que taponarlos o, por el contrario, dejarlos abiertos. Entonces ellos fijaron sus largas
lámparas allí, en los agujeros, para impedirles que se cerraran solos, es como la
arcilla, introdujeron allí sus potentes lámparas encendidas, proyectadas hacia dentro,
para que él los crea siempre allí, a pesar del silencio, o para que crea que el gris es
cierto, o para que siga sufriendo, por más que ellos no estén ya allí, pues él no sufre
sólo por el ruido, sufre también por el gris, por la luz, es menester que así sea, es
preferible, o para que ellos puedan volver, si el amo lo exige, sin que él sepa que
partieron, como si pudiera saberlo, o sin otro motivo que el suministrado por su
ignorancia acerca de lo que debía hacerse, si se tenían que taponar los agujeros o
dejar que se cerraran ellos solos, es como la mierda, he aquí al fin, he aquí al fin la
frase justa, basta con buscar, basta con equivocarse, para hallar al fin, es una cuestión
de eliminación. Y basta sobre los agujeros. El gris no quiere decir nada, el silencio
gris no es forzosa y simplemente un buen momento que pasar, pues lo mismo puede
ser el bueno que el malo. Pero las lámparas sin criados no brillarán siempre, antes al
contrario, se apagarán, poco a poco; sin criados que las vuelvan a cargar,
enmudecerán al fin. Entonces reinará lo negro. Pero con el negro ocurre como con el
gris, el negro tampoco prueba nada, en cuanto al valor del silencio que, por así
decirlo, viene a espesar. Pues ellos pueden volver, al cabo de mucho tiempo de
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haberse extinguido las luces, tras de haber intercedido durante años ante el amo, sin
llegar a convencerle de que no hay nada que hacer, con Worm, para Worm. Entonces
se tendrá que volver a empezar todo, es evidente. De modo que no se sabrá nunca,
Worm no sabrá nunca, lo mismo si el silencio es negro que gris, nunca se sabrá
mientras dure, si es el bueno, o si se trata solamente de un buen momento que pasar,
si es que se puede llamar un buen momento a eso, en el que es menester escuchar,
acechar los murmullos de los silencios de antaño, hallarse preparado para la próxima
etapa, so pena de atraerse cóleras suplementarias. Pero no hay que confundir a Worm
con otro. Aunque esto, llegado el caso, carezca de importancia. Pues quien debió
escuchar escuchará siempre, lo mismo si lo ignora que si sabe que nunca más volverá
a oír nada. Dicho de otro modo, a ellos les gusta decir de otro modo —esto es
indudable y permite ganar tiempo—, el silencio, una vez roto, ya no se recompondrá
nunca. ¿No hay, pues, esperanza? Desde luego que no, veamos, qué idea. Sí, acaso,
una esperanza pequeña, pero que nunca servirá. Pero se olvida. O si es uno solo se irá
completamente solo, hacia su amo, y su alargada sombra le seguirá a través del
desierto —es el desierto, primera noticia—, y Worm verá el día en el desierto, el día
del desierto, el día en que ellos lo atraparán, es el mismo que en todas partes ellos
dicen que no, lo dicen más puro, más claro, habláis de un asunto, oh, no se trata
forzosamente del Sahara, hay otros, lo que cuenta es el ozono, habrá necesidad de
ozono, en los primeros tiempos, ah, sí, en los últimos también, es algo que esteriliza.
El amo. Si ellos fueran x habría necesidad de un x-más-uno. Pero, ¿para qué sirve, en
fin de cuentas, ese ojo lívido? Para ver la luz, ellos llaman a eso ver, lo que es bueno,
pues le hace sufrir, ellos llaman a eso sufrir, saben qué es sufrir, saben hacer sufrir, se
les ha dicho, el amo les ha dicho: «Haced esto, haced aquello, le veréis retorcerse, le
oiréis llorar». Él llora, es un hecho, oh, no muy sólido, hay que apresurarse a
aprovecharlo. Pero de retorcimientos, ni por esas. Pero hay que decir una cosa: eso no
hizo más que empezar, aunque hace tiempo que dura, ellos no se desanimarán,
fortalecidos con la fuerte palabra del gran taciturno, que ellos no apresarán nunca.
Esa es su tarea, esas son sus atribuciones, ¿qué puede importarles que dé o no
resultado? Bastante se ha hablado de ellos, sólo hablan de ellos, es forzoso, todo está
en ellos, sin ellos no habría nada, ni siquiera Worm, que es una idea suya, una frase
suya, al hablar de ellos, bastante se ha hablado de ellos. Pero ese gris, esa luz, si
pudiera evitar esa luz, que le hace sufrir, ¿no es evidente que sufriría más a cada paso,
en cualquier dirección que avanzase, puesto que está en el centro y volvería
forzosamente a él, al centro, al cabo de cuarenta o cincuenta vanas tentativas? No,
esto no es evidente. Pues es evidente que la luz bajaría a cada paso que diera, hacia
ella, pues ellos velarían por que así fuese, para que, creyéndose en el buen camino,
volviera al recinto. Entonces se produciría el deslumbramiento, la captura, el pean.
Toda vez que sufre hay esperanza, incluso si no la necesitan para hacerlo sufrir. Pero,
¿cómo pueden saber ellos que sufre? ¿Acaso lo ven? Dicen que sí. Pero es imposible.
¿Le oyen? Desde luego que no. Él no hace ruido. Pero quizá sí, al llorar. Como quiera
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que sea, están tranquilos, con razón o sin ella, pues él sufre, y es así gracias a ellos.
Oh, no lo bastante aún, pero se ha de ir poco a poco. Un exceso de severidad,
llegados aquí, podría oscurecerle el entendimiento para siempre. Otra cosa. El
problema es delicado. ¿Qué hay de los efectos de la costumbre? Ellos pueden
combatirlos alzando la voz, forzando su claridad. Pero, ¿y si en vez de sufrir menos, a
medida que el tiempo pasa, sigue precisamente sufriendo tanto como el primer día?
Tal cosa debe ser posible. ¿Y si en vez de sufrir menos, o tanto como el primer día,
sufre más a medida que pasa el tiempo, cada vez más, a medida que se efectúa el
traspaso del porvenir incambiante al incambiable pasado? Otra cosa, pero en el
mismo orden de ideas. El asunto es espinoso. ¿No es preferible la pleamar de un
sufrimiento a aquél cuyas fluctuaciones hacen creer a cada momento que, después de
todo, acaso no dure siempre? Esto depende del fin perseguido. ¿Es decir? Un leve
movimiento de impaciencia, de parte del paciente. Gracias. Es el fin inmediato.
Después vendrán otros. Después se le enseñará a estarse tranquilo. Entre tanto que al
menos se agite, que se tire por el suelo, qué demonios, ya que no le queda otro
remedio, cualquiera que sea, para romper la monotonía. No dejan, no, Dios mío, los
quemados vivos, cuando no están atados, de precipitarse en todos sentidos, sin
método, chisporroteando, en busca de un poco de frescor. Los hay cuya sangre fría les
lleva hasta a desfenestrarse. No se le pide tanto. Que descubra por sí solo los
bálsamos de la huida ante sí mismo, eso es todo, no irá lejos, no necesitará ir lejos.
Que no cuente más que consigo mismo para paliar lo que es, sin que él intervenga
para nada. Que haga como el húsar, subiéndose a una silla para mejor ajustarse el
penacho de su gorro, sería lo de menos. No necesita razonar, sólo sufrir, siempre del
mismo modo, nunca menos, nunca más, sin esperanza de tregua, sin esperanza de
consumirse, no se trata de nada más complicado que eso. No hace falta razonar, para
no esperar. Venga, pues, la monotonía, es más estimulante. Pero, ¿cómo asegurarla?
No importa, no importa, ellos hacen cuanto pueden, con sus pobres recursos, una voz,
un poco de claridad, los pobres, esa es su tarea, dicen: «No se acostumbra, no cede,
nosotros no sabemos nada, lo mismo da, es un buen medio, no tenemos más que
seguir, acabará por comprender, acabará por estremecerse, se producirá el leve
reflejo, un cambio en el ojo, habrá aparecido la oleada que lo arrojará de entre
nosotros». Tampoco se puede decir que sea vida andar buscando ojos sin hallarlos
nunca, acechar la queja que nunca sobreviene. Sin embargo, es su vida. Está ahí, dice
el amo, en alguna parte, haced lo que os digo, traédmelo, me falta para mi gloria.
Pero un último esfuerzo, uno más, tal vez sea el último, hay que proceder cada vez
como si fuera la última, es el único medio de no retroceder. Un gran tazón de aire
infecto y hop adelante, para volverse en seguida. Adelante. Se dice pronto. Pero
¿dónde está adelante? ¿Y para hacer qué? Pandilla de falsos maniáticos, venga, ellos
saben que no sé nada, que lo olvido todo, a medida que… No son gran astucia estas
pequeñas pausas. Cuando ellos se callan, yo también. Transcurrido un segundo. Llevo
un segundo de retraso con respecto a ellos, retengo el segundo, tal como me fue dado,
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mientras recibo el siguiente, con el cual tampoco tengo nada que hacer. No dispongo
de un instante que pueda decir mío, y quieren ellos que sepa en qué ocuparme. Ah,
bien sé en qué me ocuparía si la cabeza me obedeciese. Que repitan lo que voy a
hacer, suponiendo que lo hayan dicho nunca, si es que quieren que tenga aspecto de
ocuparme en ello. Ese tono, esos términos, para que yo los crea de mí. Siempre las
mismas argucias, desde que se les metió en la cabeza que mi existencia sólo es
cuestión de tiempo. Creo que tengo ausencias, que hay frases enteras que se saltan,
no, enteras no. Acaso no advertí el sentido oculto de la historia. Aunque no lo
comprendiera lo habría dicho, no se me pide otra cosa, me lo habrían tenido en
cuenta, con ocasión de mi próximo juicio, caramba, me juzgan de tanto en tanto, son
personas serias. Sabré, acaso diré algún día lo que hice mal. ¿Cuántos somos, en fin
de cuentas? ¿Y quién habla en este instante? ¿Y a quién? ¿Y de qué? Tan dificultosas
preguntas no sirven para nada. Que al fin me pongan en la boca algo con qué
salvarme, con qué condenarme, y que no se hables más, que no se hable más. Pero
éste es mi castigo, por mi castigo me juzgan, lo purgo mal, como un cerdo, mudo, sin
comprender, mudo, sin el uso de otra palabra que la suya. Será el calabozo, es el
calabozo, siempre fue el calabozo, lo oigo todo, todo lo que dicen, es el único ruido,
como si fuera yo el que hablase, a solas, en voz alta, se acaba por no saber nada ya,
por no saber de dónde llega una voz que no se detiene nunca. Tal vez haya otros aquí,
conmigo, está oscuro, como tiene que ser, no se trata forzosamente de mazmorras
particulares, o acaso haya otro, quizá tenga yo un compañero de infortunio, al que le
gusta hablar, o que debe hablar, así, para nada, ante él, pero no creo, ¿qué es lo que no
creo?, que tenga un compañero de infortunio, eso es, me sorprendería que su
animosidad llegara a tal extremo, ellos dicen que eso me sorprendería. De tanto en
tanto tengo que atravesar una suma de tiempo considerable, con los ojos abiertos. Y,
sin embargo, todo es continuo, no me voy, no vuelvo. ¿No se tratará, en el fondo, de
insomnios, de medios insomnios? Pero nada cambia nunca. Es decir, que se olvida.
Agujeros, siempre los hubo, es la voz que se detiene, es la voz que ya no llega, ¿qué
puede importar?, acaso sea importante, el resultado es el mismo, pero a lo mejor,
excepcionalmente, no cuenta. Ah, resoluciones. Me encerraron aquí, ahora intentan
hacerme salir, para encerrarme en otro lugar, o para soltarme, son capaces de
ponerme en la puerta, sólo para ver qué haré. Adosados a la reja, con los brazos
cruzados y las piernas cruzadas, me observarían. O bien no han hecho más que
hallarme aquí, cuando llegaron, o mucho tiempo después. No soy yo quien les
interesa, sino el lugar, quieren el lugar, para uno de ellos. Qué queréis, hay que
especular, especular, hasta dar con la especulación que es la buena. Cuando todo se
calle, cuando todo se detenga, será que se dijeron las palabras, las que importaba
decir, no se necesitará saber cuáles, no se podrá saber cuáles, estarán allí en alguna
parte, en el montón, en el oleaje, no forzosamente las últimas, es menester que sean
avaladas por quien de derecho —esto lleva tiempo, dista mucho—, quien de derecho
es el amo, se le lleva el atestado, todos los atestados, él conoce las frases que cuentan,
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las eligió él, entre tanto la voz prosigue, mientras se va hacia él, mientras él busca,
mientras volvemos hacia nosotros, con el veredicto, las frases continúan, las malas,
las falsas, hasta que llega la orden de detenerlo todo, o de proseguirlo todo, no es
inútil, todo proseguirá a solas, hasta que llegue la orden de detenerlo todo. Ellos
acaso estén allí dentro, en alguna parte, en lo que acaban de decir, las frases que
necesitaban decir, no son forzosamente numerosas. Dicen «ellos» cuando hablan de
ellos, para que crea que soy yo el que hablo. O bien digo «ellos» cuando hablo de no
sé quién, para que crea que no soy yo el que hablo. O quizá se trata del silencio desde
que parte el mensajero hasta que regresa con la orden del amo, ésta: «Continuad».
Pues existen prolongados silencios, de tanto en tanto, verdaderos armisticios, durante
los cuales les oigo murmurar, tal vez murmurando algunos: «Se acabó, esta vez
dimos en el clavo». Y otros: «Hay que volver a empezarlo todo, en otros términos, o
en los mismos términos, pero ordenados diferentemente». Así pues, reposo durante
todos ellos, si es que a eso se le puede llamar reposo, donde se espera, de conocer su
suerte, mientras se dice: «Acaso no sea eso». Mientras se dice: «¿De dónde proceden
esas frases que me salen de la boca y qué significan?». No, no diciendo nada, pues las
frases ya no llegan, si es que a eso se le puede llamar una espera, en la que no hay
razón, en la que se escucha, sin razón, como desde el principio, porque un día nos
pusimos a escuchar, porque ya no podemos detenernos, lo que no es una razón, si
puede llamarse a eso un reposo. Pero, ¿qué historia es esa de no poder morir, ni vivir,
ni nacer? Algún papel tiene que desempeñar esta historia de permanecer donde uno se
encuentra, muriendo, viviendo, naciendo, sin poder avanzar, ni retroceder, ignorando
de dónde vinimos, dónde estamos, adonde vamos, y que sea posible estar en otra
parte, estar de otro modo, sin suponer nada, sin preguntarse nada, no se puede, se está
ahí, no sabemos quién, no sabemos dónde, la cosa sigue ahí, nada cambia en ella, en
torno a ella, aparentemente, aparentemente. Es menester aguardar el fin, es menester
que el fin llegue, y en el fin será, en el fin al fin será acaso la misma cosa que antes,
que durante el largo tiempo en que era menester ir hacia ella, o alejarse de ella, o
aguardarla temblando, o alegremente, avisado, resignado, habiendo hecho bastante,
sido bastante, lo mismo, para quien no supo hacer nada, ser nada. Si pudiera cesar esa
voz, que no casa con nada, que impide ser nada, en parte alguna, lo impide mal,
apenas, apenas lo bastante para hacer que dure esta pequeña llama amarilla que se
proyecta débilmente por todos lados, anhelante, como para tratar de desprenderse de
su mecha, curiosa llamita, que no había que encender, o que de hacerlo había que
alimentar, o que de hacerlo había que apagar, había que apagarla, había que dejarla
apagar. Las lamentaciones os apresuran, os acercan al fin del mundo, las
lamentaciones de lo que es, de lo que fue, no son las mismas, si, las mismas, no se
sabe, no se sabe lo que ocurre, lo que ocurrió, acaso son las mismas, las mismas
lamentaciones, lo que os conduce hacia el fin de las lamentaciones. Pero un poco de
brío, es el momento, un poco de ánimo, eso no dará nada, ni siquiera un paso, eso no
importa nada, no somos tenderos, y qué sabe uno nunca, no. Tal vez Mahood salga de
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su urna y se dirija hacia Pigalle, arrastrándose y cantando: «Llego, llego, alma de mi
alma». O bien Worm, ese bueno de Worm, quizá no pueda más, de no poder nada, de
no poder más, no habría que olvidarlo. Yo en su lugar le soltaría las ratas, ratas de
agua, de cloaca, son las mejores, oh, no demasiadas, una docena, una quincena,
quizás eso le decidiera a largarse, y qué introducción a sus atributos futuros. No, sería
en vano, una rata no viviría allí ni un segundo. Pero revisemos ese ojo, ahí es donde
hay que buscar. Un poco rosado tal vez, el blanco del ojo, a fuerza de orinar, es un
fulgor que nos atreveríamos a llamar de inteligencia. Aparte esto, siempre es el
mismo. Un poco más saliente quizá, más parafimósicamente globuloso. Tiene aspecto
de escuchar. Se gasta, es forzoso, se empaña, habría que apresurarse a ofrecerle algo
con que salir decididamente de su órbita, al cabo de diez años sería demasiado tarde.
En lo que ellos se equivocan es en hablar de Worm, como si existiera realmente, en
un lugar determinado, cuando lo que ocurre es que todo eso no está más que en
estado de proyecto. Pero es demasiado tarde ahora para volver sobre ello. Que
lleguen por de pronto hasta el fin de su error, después podrán ocuparse de nuevo de la
cuestión, evitando comprometerse con el empleo irreflexivo de términos, si no de
nociones, accesibles al entendimiento. Igualmente el caso de Mahood ha sido
insuficientemente estudiado. Puede sentirse la necesidad de tales criaturas,
admitiendo que éstas sean dos, e incluso puede presentirse su posibilidad, sin que a su
respecto haya que lanzarse a tristes y ciegos discursos. Un poco más de reflexión les
habría hecho ver que la hora de hablar, lejos de haber sonado, sin duda no sonará
nunca. Pero ellos están obligados a hablar, les está prohibido detenerse. Que no
hablen, pues, de otra cosa, de algo cuya existencia parece en algún modo establecida,
de algo acerca de lo cual se puede charlar sin que, cada treinta o cuarenta mil
palabras, se tenga que enrojecer por haber empleado locuciones semejantes, y que, en
fin, garantía suprema, ya hizo que funcionaran las lenguas mejor ahorcadas de todos
los tiempos, eso sería preferible. Es el viejo cuento, quieren distraerse, mientras se
deciden, no, no distraerse, calmarse, tampoco, consolarse, menos aún, no importa, de
modo que no hacen ni una cosa ni otra, ni lo que quieren, sin saber qué es, ni la
oscura tarea a la que están obligados, el viejo cuento. ¿Verdad que no parecen los
mismos que dentro de un momento? Qué queréis, tampoco ellos saben quiénes son,
dónde están, lo que hacen, ni por qué eso marcha tan mal, tan abominablemente mal,
eso debe ser. Entonces construyen hipótesis que se derrumban las unas sobre las
otras, lo que es humano, una langosta sería incapaz de ello. Todos somos hermosos
mientras estemos, estemos alojados en la misma enseña, no, perezca una idea
semejante, somos hermosos cada cual a su modo personal. Yo mismo he sido
guachapeado escandalosamente, ellos deben empezar por darse cuenta de ello, yo, de
quien todo depende, más aún alrededor de quien, mucho mejor aún, alrededor de
quien, hombre-vasija, gira todo, en vacío, pero sí, no protestéis, gira todo, es una
cabeza, estoy en una cabeza, qué iluminación, psssit, al punto regado. Ah, esa voz
ciega, y esos instantes de aliento contenido en que todo el mundo escucha
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desvariadamente, y la voz que se pone de nuevo a tantear, sin saber lo que busca, y de
nuevo el ínfimo silencio, al acecho de no sé qué, de una señal de vida, debe de ser
eso, una señal de vida, inadvertida para alguno, que se negaría si se produjera,
seguramente es eso, si todo eso pudiera concluir, sería la paz, no, no se creería, se
seguiría al acecho, nuevamente de la voz, de una señal de vida, de que alguno se
traicione, o de otra cosa lo mismo da si se trata de otra cosa que de señales de vida,
un imperdible que cae, una hoja que se mueve, o el chillido que emiten las ranas
cuando la hoz las corta en dos, o cuando se las captura, en el agua, con la lanza,
podrían multiplicarse los ejemplos, lo que incluso sería una idea excelente, pero
resulta que no se puede. Quizá se necesitaría estar ciego, ciego se oye mejor, no son
informes los que faltan, contamos en nuestros bagajes con afinadores de piano, que
dan el la y oyen el sol, dos minutos después, de todos modos no se ve nada, este ojo
es un equívoco. Pero no es Worm el que habla. Es cierto, hasta ahora, quien dice lo
contrario, sería prematuro. Tampoco yo, si es que se va por ahí. Y Mahood es
notoriamente áfono. La cuestión no está ahí, de momento, no se sabe dónde está, pero
no está ahí, actualmente. Sí, es distraído, un ojo, algo que llora por un sí o por un no,
los síes le hacen llorar, los noes también, los quizá sobre todo, con el resultado de que
las esperadas de esas detenciones pasmosas no siempre reciben toda la atención que
merecen. Mahood también, pienso en Worm, Worm también, no, Mahood también es
un gran llorón, quizá descuidamos indicarlo. Su barba está completamente mojada de
lágrimas, es perfectamente idiota, tanto más cuanto que eso no le calma en modo
alguno, y de qué podría calmarlo, está frío como el alcanfor, el desdichado,
incapacitado incluso para maldecir a su creador, es automático. Pero hay que olvidar
a Mahood, nunca debimos hablar de él. Sin duda. Pero, ¿es posible olvidarlo? Es
cierto que se olvida todo. Sin embargo, es muy de temer que Mahood no se deje
nunca reabsorber del todo. Worm sí, desaparecerá completamente, como si nunca
hubiera existido, lo que, por otra parte, es sin duda el caso, como si se pudiera
desaparecer, sin haber sido antes. Es fácil decirlo. Pero Mahood tampoco. No está
claro esto, tss, tss, esto no está claro del todo. No importa. Mahood permanecerá, allí
donde lo pusieron, hundido hasta el cráneo en su vasija, frente al matadero,
suplicando a los transeúntes, sin palabra ni gesto ni expresión fisiognómica, ésta, la
fisonomía no es agradable de ver abiertamente, al propio tiempo que el plato del día,
o por separado, no se sabe por qué, para poder creerse comprometido en el asunto, es
decir, prometido a la limpieza de basuras, antes o después, debe de ser eso, ideas
semejantes se nos pueden ocurrir sin pensar. Yo mismo tengo la lágrima
excepcionalmente fácil, no quería decirlo, en su lugar habría omitido este detalle, el
hecho es que no dispongo de ningún exutorio, pero es que de ninguno, ni de ese ni de
los menos nobles, cómo se puede estar bien, en estas condiciones, y qué ha de
creerse, no se trata de creer nada, sólo de acertar, nada más que de eso, dicen ellos. Si
no es negro sin duda es blanco, confesad que es grosero, como procedimiento, vistas
todas las tintas intermedias, tan dignas de una oportunidad las unas como las otras. Y
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el tiempo que pierden, repitiendo la misma cosa, cuando deben saber que no es la
buena. Recriminaciones fáciles de refutar, si quisieran molestarse en ello, si
dispusieran de tiempo, de tiempo para reflexionar en lo que tienen de inane. Pero el
medio de reflexionar y de hablar a la vez, de reflexionar en lo que se dijo, se ha
dicho, se podrá decir mientras se dice, se reflexiona acerca de cualquier cosa, más o
menos, nos hacemos reproches mal fundados, sin poder responder a ellos, se trata en
seguida de otra cosa, por eso repiten ellos siempre lo mismo, la misma letanía, ésa
que se saben de memoria, para intentar reflexionar en otra cosa, durante ese tiempo,
mediante decir otra cosa que siempre la misma cosa, no encuentran, no encuentran
otra cosa que decir que siempre la misma cosa, siempre mal siempre la misma mala
cosa, no encuentran, no encuentran otra cosa que decir que lo que les impide
encontrar, harían mejor pensando en lo que van a contar, para variar al menos la
presentación, lo que cuenta es la presentación, pero el medio de pensar y de hablar al
mismo tiempo es algo especial, como una facultad, vagabundo el pensamiento, la
palabra también, lejos el uno de la otra, en fin, no exageremos nada, cada cual por su
lado, topos de porcelana, en medio es donde se debiera estar, allí donde se sufre, allí
donde se tienen raptos de alegría, por carecer de palabra, por carecer de pensamiento,
allí donde no se siente nada, no se oye nada, no se sabe nada, no se dice nada, no se
es nada, allí es donde se estaría bien, allí donde se está. Felizmente ellos están allí,
allí en el sentido bien cierto de no importa dónde, para llevar la responsabilidad de
este estado de cosas, del que si no se sabe gran cosa se sabe al menos esto: que no nos
gustaría que nos pesara sobre la conciencia, pues basta que nos pese sobre el
estómago. Sí, felizmente los tengo a esos fantasmas parlantes, no los tendré siempre,
lo noto, malditos fantasmas, acabarán por hacer creer que hice trampa. El amo en
todo caso, no vamos —resulta que ellos echan agua en su vino—, no vamos, salvo en
caso de absoluta necesidad, a ocuparnos de él, se comprobaría que es un simple
funcionario muy arriba en el escalafón, con un juego así se acabaría por necesitar a
Dios, por apurado que se esté hay bajezas que es preferible evitar. Sigamos en
familia, es más íntimo, nos conocemos, no hay que temer sorpresas, se ha visto el
testamento, no hay nada en él para nadie. Ese ojo, resulta curioso cómo ese ojo
reclama la mirada, suplica que nos ocupemos de él, que se le ayude, no se sabe
exactamente a qué, a no llorar más, a mirar, a arder, a cerrarse. Sólo se le ve a él en
ese rostro, a partir de él se busca un rostro, a él volvemos al no haber hallado nada,
nada que valga, nada más que como regueros de ceniza, quizá sean largos cabellos
grisáceos, cayendo más abajo que la boca, viscosos de viejas lágrimas, o los flecos de
una capa harapienta, o dedos separándose, apretándose, esforzándose en obliterarlo
todo, o todo eso junto, dedos, cabellos, harapos, enmarañados, inextricables.
Suposiciones tan absurdas unas como otras, basta enunciarlas para desear no haber
dicho nada, es cosa sabida, otro pasado, a menudo es deseable, otro que el suyo,
cuando se lo conoce. Es calvo, está desnudo, y sus manos, puestas una vez por todas
de plano sobre las rodillas, no corren riesgo de una infame añagaza. ¿Dónde está el
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rostro, en tal caso? Todo esto son estupideces, tampoco creo en el ojo, aquí no hay
nada, nada que ver, nada que vea, eso se cae por su propio peso, cuando se piensa en
lo que sería un mundo sin papanatas, e inversamente, brrr. Por consiguiente, no hay
espectador, ni lo que es más, no hay espectáculo, esto ya es menos. Si este ruido
pudiera cesar, ya no habría nada que decir. Me pregunto acerca de quién trata la
emisión en este momento. Posiblemente acerca de Worm. Mahood está abandonado.
Yo aguardo mi turno. Sí, no desespero, en fin de cuentas, de lograr un día llamar la
atención acerca de mi caso. No es que ofrezca el menor interés, caramba, aquí debe
de haber un error, no es que sea particularmente interesante, por supuesto, he
supuesto, pero es mi turno, yo también tengo derecho a que se me reconozca
imposible, me parece. Esto no acabará nunca, es inútil hacerse ilusiones, sí, sí, ellos
verán, después de mí se habrá acabado, desistirán, dirán: «Todo eso no existe, son
cuentos que nos contaron, le contaron cuentos», que él, el amo, que no sabemos, el
sempiterno tercero, él es el responsable de este estado de cosas, el amo no intervino
en nada, ellos tampoco, yo menos que nadie, sufrimos la equivocación de echárnoslo
en cara los unos a los otros, el amo a mí, a ellos, a sí mismos, ellos a mí, al amo, a
ellos mismos, yo a ellos, al amo, a mí mismo, y todos somos inocentes, basta.
Inocentes de qué, nadie lo sabe con exactitud, de querer saber, de querer poder, de
todo ese ruido, en torno a nada, para nada, de esa prolongada ofensa al silencio en
que cada cual se baña, ya no se busca saberlo, lo que ella cubre, esa inocencia en la
que se cayó, ella lo cubre todo, todas las faltas, a las que se deben las preguntas, ella
pone fin a las preguntas. Entonces eso se habrá acabado, gracias a mí, se habrá
acabado, ellos se irán, uno a uno, o caerán, se dejarán caer, allí donde están, no
volverán a moverse, gracias a mí, que no habré comprendido nada de cuanto creyeron
debían decir, que no habré podido hacer nada de cuanto creyeron querer que yo
hiciera, y el silencio volverá a descender sobre todos nosotros, se posará, como sobre
el circo, después de la matanza, la arena convertida en polvo. Perspectiva
embrujadora si las hubo, empiezan a ser de mi opinión, después de todo quizá tenga
una, me hacen decir: «Con sólo esto, con sólo aquello», lo digo, pero son ellos los
que piensan, no, tampoco ellos lo piensan. Existen muchas probabilidades de que sea
incapaz de desear o de deplorar cualquier cosa. Parece difícil, en efecto, que alguien,
si me atrevo a llamarme así, pueda aspirar a una situación de la que él, pese a las
descripciones entusiastas que se le prodigaron, no posee la menor noción, o desear
seriamente el cese de esa otra, no menos ininteligible, que es la única que alguna vez
le depararon. Este silencio que tienen siempre en la boca, de donde habrá salido,
adonde regresará realizado su número, no sabe qué es, como tampoco qué es lo que
tiene que hacer, para merecerlo. Se trata del empollón, de ese al que siempre se acude
cuando las cosas no marchan bien, habla continuamente de méritos y de situaciones,
de las que ha salvado más de una, sufrimientos también, sabe reanimar los
ardimientos, detener el desastre, sólo con arrojar esa gran frase a la balanza, dispuesto
a más, cuando todo haya vuelto a estar en orden. Pero qué sufrimiento, pues él sufrió
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siempre, ese que arroja un frío de nuevo. Pero se rehace pronto, una vez más lo
arregla todo, haciendo intervenir las célebres nociones de cantidad, costumbre,
desgaste, y otras que omite, lo que le permite, en el hipo siguiente, declararlas
inaplicables al caso que le ocupa, pues no sabe qué es perder la cabeza. Pero, ver más
arriba, no están ya inclinados hacia mí, mirándome, hasta dolerles el cuello, dolerles
los riñones, qué digo, ¿hicieron nunca otra cosa, desde que…? —nada, sobre todo, de
precisiones temporales—, y otra pregunta, ¿qué hago yo en esas historias de Mahood
y de Worm?, o mejor, ¿qué hacen ellos en la mía?, he ahí pan en la tabla[8], que se
enmohezca en ella. Lo sé, lo sé, atención, esta vez es la gran jugada, todo eso es la
única y hasta con reclamo, sin rebabas, la misma de siempre, a saber: «Veamos,
querido, he aquí, he aquí lo que eres, mira esta foto, y he aquí la ficha, ninguna
condena, te lo aseguro, haz un esfuerzo, a tu edad hallarse sin identidad es una
vergüenza, te lo aseguro, mira esta foto, cómo, no ves nada, es cierto, no importa,
anda, mírame esta cabeza de consumido, verás, estará bien, no durará mucho, y mira,
he aquí los antecedentes, desacato a los agentes, al pudor, al culto, a los magistrados,
a los superiores, a los inferiores, a la razón, sin vías de hecho, mira, sin vías de hecho,
eso no es nada, estarás bien, verás, dices, si trabaja, pero veamos, imposible, mira, he
aquí el informe sanitario, tabes espasmódico, gomas indoloras, digo bien, indoloras,
todo es indoloro, reblandecimientos múltiples, esclerosis diversas, insensible a los
golpes, vista cansada, dispéptico, aliméntesele con precaución, a base de
excrementos, pérdida de oído, corazón irregular, humor constante, pérdida de olfato,
duerme bien, ¿quieres más todavía?, destinado a servicios auxiliares, inoperable,
intransportable, mira, aquí está la cabeza, no, no, en el otro extremo, te lo aseguro, es
una oportunidad, gusta, si bebe, pero veamos, es su pasión, dices, padre y madre,
muertos ambos, con siete meses de intervalo, él en el momento de la concepción, ella
en el del nacimiento, te lo aseguro, no hallarás nada mejor, a tu edad, seguir sin
forma, qué pena, mira, he aquí la foto, verás, estarás bien, ¿qué es eso, en tales
condiciones?, un instante pasajero, en la tierra, después la paz, allá abajo, es el único
medio, créeme, de liberarte, como dices, si no tengo otra cosa, pero ciertamente,
ciertamente, aguarda, yo también, me he preguntado, aguarda, si tú en realidad no
eres, aguarda, ya está, aquél, pero antes quería, cómo, no lo entiendes, yo tampoco,
no importa, no es éste el momento de reírse, sí, yo tenía razón, esta vez seguro que
eras tú, mira, he aquí la foto, mírame esto, no durará mucho ya, es menester que te
apresures, es una ocasión, y patatí patatá, hasta que me deje tentar, no, no es cierto,
ellos bien lo saben, no comprendí, no me moví, estoy bien, estaré bien, cuando se
hayan ido, no me moví, cuanto dije, dije haber hecho, haber sido, fueron ellos quienes
lo dijeron, pero yo no dije nada, no salí, ellos no comprenden, no puedo salir, creen
que no quiero hacerlo, que sus condiciones no me convienen, que acabarán por dar
con condiciones que me convengan, entonces saldré, se habrán apoderado de mí, por
el costado, así veo la cosa, no, no veo nada, ellos no comprenden, no puedo ir hacia
ellos, es menester que vengan a buscarme, si quieren cogerme, no es Mahood quien
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me hará salir, Worm tampoco, ellos confían mucho en Worm, para atraerme hacia el
exterior, él no era como los otros se dice, es posible, para mí, es análogo, no
comprenden, no puedo moverme, estoy bien aquí, estaré bien, si ellos quieren
dejarme, que vengan a buscarme, si me quieren coger, no hallarán nada, podrán irse,
con la conciencia tranquila. O si es uno solo, como yo, podrá partir, sin temor a los
remordimientos, toda vez que perdió su vida en hacer lo imposible, y más allá, o
quedarse aquí conmigo, lo que podría sucederle, lo que me daría un semejante, sería
estupendo, mi primer semejante, eso haría época, saberme un semejante, no, no, sabré
nada, no importa, sería estupendo de todos modos un semejante, un congénere, no
haría falta que se me pareciera, se me parecería, forzosamente, no tendría más que
dejarse ir, podría creer cuanto quisiera, de momento, que no podía más, o que el sitio
le gustaba, podría incluso exclamar: «No iré más lejos», de tener la costumbre de
anunciar sus decisiones, en alta voz, para mejor conocerlas, podría incluso agregar,
útil a todos los fines: «Por ahora». Ésta sería su última sandez, no tendría más que
abandonarse a sí mismo, desaparecería, no sabría nada más, estaríamos allí los dos,
cada cual ignorándose, ignorándose el uno al otro, es un hermoso sueño que me
acabo de forjar, un sueño excelente. Y que no ha concluido. Pues he aquí a otro que
llega, a hostigar a su colega, a hacerlo salir, a que vuelva a él, a los suyos a fuerza de
amenazas, de promesas, de cuentos de cuna, de juegos de arco, etc., para hacer salir a
su colega, como éste a mí, es eso, es eso, henos aquí a los tres, aún es más
confortable, y no ha concluido, es un sueño interminable, se trata sólo de dormir, y
aún, es como en la canción «Un perro entró en la cocina, y pilló una morcilla, por lo
que a golpes de no sé qué, el cocinero lo hizo papilla»; segunda estrofa, «Los otros
perros al verlo, le hicieron un buen entierro, al pie de una cruz de leño, donde lee el
pasajero»; tercera estrofa, como la primera, la cuarta, como la segunda, la quinta,
como la tercera, ¿queréis más? a petición, a petición, henos aquí cien, mil, hay sitio,
repleto de vivientes, estaréis bien, veréis, no volveréis a nacer nunca, qué digo, nunca
habréis nacido, y traed a vuestros niños, nuestros suplicios les serán agradables,
después de lo que les habéis hecho. Pero en realidad, no seremos ya numerosos, una
multitud, a título de qué me lisonjearé de ser el primero, no seré acaso el último, en el
tiempo se entiende, he aquí preguntas con tal que no se les ocurra contestarlas. Por
otra parte, ¿qué pueden estar maquinando, a buen seguro, en hora tan tardía, como
ésta? ¿Se habrán, al fin, decidido a abordarme francamente, de cara? Se diría que sí.
En tal caso caerá el telón en breve plazo. Oíd, oíd, yo era como ellos, antes de ser
como soy, mierda pues, he aquí una faena de la que no me saldré de buenas a
primeras, está bien, se ha dado el asalto, en pie el muerto, a las horcas,
espermatozoide. Yo también, cansado de defender una causa incomprensible, a veinte
centavos los mil efectos de manga, me he dejado caer, entre los contumaces, bonita
imagen telescopiando el espacio, eso debe de ser el Premio Goncourt, ellos tratan de
adormecerme, a distancia, temen que no me defienda, quieren capturarme vivo, para
poderme matar, así habré vivido, ellos me creen vivo, si hubiera un cadáver delataría
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la exhumación, tampoco en un vientre, no ha sido contratada la ramera que me
largará, he aquí lo que debería restringir singularmente el campo de las
investigaciones, una esperma que muere, de frío, en las sábanas, agitando débilmente
su colita, quizá sea yo una esperma secándose, en las sábanas de un mozalbete, es
largo, se ha de considerar todo, no hay que tener miedo de decir una tontería, ¿cómo
saber que lo es, antes de haberla dicho?, y ésta es una, ahora que es irrevocable, por la
buena razón, estúpida ella también, o a punto de serlo, a menos que se les escape,
imaginaos, el ladino está ahí, que cuente eso, como vida, como matanza, está
admitido, confesadlo, hay gentes que tienen la oportunidad, nacidas de un sueño
lúbrico, poniendo las cosas lo mejor posible, muertos antes del alba, toma, es
enteramente el ambiente, no, no ha nacido, el testículo que me quiera, esto es
recíproco, un vislumbre aún de j. Una pasada más por la parte de Mahood, por la
parte de Worm, es nuestra última oportunidad, pero, en fin, qué tienen en el cráneo,
ya no hay nada, nunca hubo nada que sacar de esas historias, yo tengo la mía, que
ellos me la digan, verán que tampoco hay nada que sacar de ella, verán que tampoco
hay nada en mí, se habrá acabado, ese infierno de historias, se diría que soy yo el que
los insulto, siempre el mismo truco, ah, los pobres tipos, acabaré por insultarlos quizá
sabrán qué es constituir tema de conversación les daré frases que no se darían a un
perro, una oreja, una boca, con algunas migajas de entendimiento en medio, me
vengaré, algunas migajas de entendimiento, verán qué es eso, les meteré un ojo en
alguna parte del montón, así, hacia donde se supone que ha de estar la caza, ocasiones
en las que podrá extraviarse algo delante, me sentaré encima y les ciscaré historias,
fotos, expedientes, parajes, luces, dioses, prójimos, toda la vida de cada día, gritando:
«Naced, queridos amigos, naced, entradme en el trasero, veréis que es bueno
retorcerse allí, no durará mucho, tengo diarrea». Verán qué es eso, que no resulta
cómodo, que tiene un gusto especial, que no es para todo el mundo, que hay que
nacer vivo, que no es algo que se adquiere, lo que acaso les enseñe a dejarme en paz.
Sí, pero ahí está la cosa, no podré, ya no lo podré, quizá lo pude, antes, cuando me
esforzaba, conforme a mis instrucciones, en volver al redil al ser querido, me dijeron
que era querido, que me era querido, que yo le era querido, que nos éramos queridos,
toda la vida le conté chistes, al querido desaparecido, preguntándome a qué se podía
parecer, dónde pudimos conocernos, toda la vida, casi toda, en fin, no hay casi, toda
mi vida, antes de encontrarlo, les soy querido, ellos me son queridos, bienvenido sea,
ellos se nos juntarán, uno a uno, lástima que sean innumerables, una multitud, aquí es
lo mismo, querido depósito de tránsfugas, que no se llenará nunca, decididamente
todo es querido esta noche, no importa, los otros no oyen nada, el último es el que
recibe, mi desaparecido, el que está junto a mí, para él se acabó, al lado nada, debajo
de mí, estamos apilados, no, esto tampoco marcha, no importa, es un detalle, para él
se acabó, para él, el penúltimo, para mí también se habrá acabado, para mí, el último,
ya no oiré nada, no tengo nada que hacer, sólo esperar, larga cosa, vendrá a echarse
encima de mí, a mi lado, mi fiel verdugo, a él le tocará sufrir lo que me hizo sufrir,
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para mí la paz. ¿Cómo se arregla todo?, la paciencia lo consigue, el tiempo que pasa,
la tierra que gira es la que lo consigue, consigue que la tierra no gire más, que el
tiempo no pase más, que el sufrimiento cese, no hay más que esperar, sin hacer nada,
eso de nada sirve, sin comprender nada, lo que nada adelanta, y todo se arregla, nada
se arregla, nada, nada, esto no terminará nunca, esta voz no se detendrá nunca, estoy
solo aquí, el primero y el último, no hice sufrir a nadie, no puse fin a los sufrimientos
de nadie, nadie acudirá a poner fin a los míos, ellos no se irán nunca, no me moveré
nunca, jamás tendré paz, ellos tampoco, pero he aquí que ellos dicen que no desean,
que yo tampoco deseo, la paz, después de todo es posible, cómo iba a desearla, en
qué consiste, y esa historia de sufrimientos, qué es, ellos dicen que sufro, es posible,
que estaría mejor si hiciera esto, si dijera aquello, si me moviera, si comprendiera, si
ellos se callaran, si se fueran, es posible, qué queréis que sepa de estas cosas, qué
queréis que comprenda en lo que dicen, no me moveré nunca, no comprenderé nunca,
no hablaré nunca, ellos no se callarán nunca, no se irán nunca, no me tendrán nunca,
no renunciarán nunca a tenerme, un punto es todo, escucho. Prefiero eso, debo decir
que prefiero eso, qué eso, oh, vosotros sabéis, ¿quién vosotros?, debe ser el auditorio,
caramba, hay un auditorio, es un espectáculo, se paga la localidad y se espera, o
quizás es gratuito, un espectáculo gratuito, se espera que eso empiece, ¿qué eso?, el
espectáculo, se espera que el espectáculo empiece, el espectáculo gratuito, o quizá sea
obligatorio, un espectáculo obligatorio, se espera que eso empiece, el espectáculo
obligatorio, es largo, se oye una voz, tal vez sea un recitado, ése es el espectáculo,
alguien que recita, fragmentos escogidos, ensayados, seguros, una matinal poética, o
improvisa, apenas se le oye, eso es el espectáculo, no se puede marchar, se tiene
miedo de marcharse, por otra parte acaso sea peor, uno se arregla como puede, se dan
explicaciones, vinimos demasiado pronto, haría falta el latín, no ha empezado
todavía, no ha hecho más que preludiar, que aclararse la garganta, sólo en su
camerino, va a mostrarse, va a empezar, dónde está el director de escena, da sus
instrucciones, sus últimas indicaciones, va a alzarse el telón, ése es el espectáculo,
esperar el espectáculo, al rumor de un murmullo, se conversa, ¿se trata, en fin de
cuentas, de una voz?, quizá sea el aire, subiendo, bajando, estirándose,
arremolinándose, buscando una salida entre los obstáculos, ¿y dónde están los otros,
los demás espectadores?, no se había advertido, en el atornillamiento de la espera,
que se espera a solas, ése es el espectáculo, esperar solo, en el aire inquieto, a que eso
empiece, a que algo empiece, a que haya otra cosa que uno mismo, a que uno se
pueda ir, a ya no tener miedo, uno se habla, quizá se está ciego, sin duda se está
sordo, el espectáculo terminó, todo ha concluido, pero, ¿dónde está, pues, la mano, la
mano amiga, o simplemente piadosa, o que ha pagado por esto?, tarda en llegar, en
tomar la vuestra, en conducirnos fuera, ése es el espectáculo, no cuesta nada, esperar
solo, ciego, sordo, no se sabe dónde, no se sabe qué, que una mano llegue, a sacarnos
de ahí, a conducirnos afuera, donde acaso sea peor. Esto en cuanto al vosotros, aquí
nos paramos, acerca del vosotros. Y ahora el eso, que lo prefiero, debo decir que
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prefiero, qué memoria, verdadero papel cazamoscas, no sé, ya no lo prefiero, es
cuanto sé, entonces no merece la pena ocuparse de ello, de una cosa que ya no se
prefiere, ved eso, ocuparse de eso, jamás, es menester esperar, descubrirse una
preferencia, entonces será llegado el momento de entregarse a una investigación en
regla. Por lo demás, leones, leones, nunca se sabe, por lo demás, su actitud respecto a
mí no ha cambiado, me equivoqué, ellos se equivocaron, me equivocaron, quisieron
equivocarme al decirme que su actitud hacia mí había cambiado, pero no me
equivocaron, no comprendí lo que querían hacer, lo que querían hacerme, digo lo que
me dijeron que dijera, un punto es todo, y aun así, no sé, no me noto la boca, no noto
que las palabras se me atropellen en la boca, y cuando se dice un poema que nos
gusta, cuando nos gusta la poesía, en el metro, o en la cama, para uno mismo, las
palabras están allí, en algún sitio, sin hacer el menor ruido, tampoco noto eso, las
palabras que caen, no se sabe dónde, no se sabe de dónde, gotas de silencio a través
del silencio, no lo noto, no me noto la oreja, y, ¿qué no?, allá penas, ¿tampoco me
noto la oreja?, respondedme francamente si es que me noto la oreja, y, ¿qué no?, allá
penas, tampoco me noto la oreja, mal va esto, buscad bien, debo notarme algo, sí, me
noto algo, ellos dicen que noto algo, no sé qué, no sé lo que noto, decidme qué noto,
os diré quién soy, ellos me dirán quién soy, no comprenderé, pero se habrá dicho,
ellos habrán dicho quien soy, y yo lo habré oído, sin oreja lo habré oído, y lo habré
dicho, sin boca lo habré dicho, lo habré oído fuera de mí, después, al momento, en
mí, quizás es eso lo que noto, que hay un fuera y un dentro y yo en medio, quizás es
eso lo que soy, lo que divide el mundo en dos, de una parte el fuera, de otra el dentro,
quizá sea una separación delgada como una hojilla, no estoy ni de un lado ni del otro,
estoy en medio, soy el tabique, tengo dos caras pero no grosor, tal vez sea eso lo que
noto, me noto el que vibra, soy el tímpano, de un lado está el cráneo, del otro el
mundo, no soy ni el uno ni el otro, no es a mí a quien se habla, no es en mí en quien
se piensa, no, no es eso, nada noto de todo eso, intentad otra cosa, pandilla de cerdos,
decid otra cosa, que yo lo oiga, no sé cómo, que yo la repita, no sé cómo, qué
groseros de todos modos, decir siempre lo mismo, hacerme decir siempre lo mismo,
cuando saben que no es lo que se debiera decir, no, ellos tampoco saben nada,
olvidan, creen cambiar cuando no cambian nunca, ahí seguirán diciendo lo mismo
hasta que mueran, entonces acaso se produzca un breve silencio, hasta que el equipo
siguiente esté en el tajo, sólo yo soy inmortal, qué queréis, no puedo nacer, tal vez sea
ese su cálculo, decir siempre lo mismo, generación tras generación, abrumarme
siempre con lo mismo, hasta que, sacándome de quicio, me ponga a gritar, entonces
dirán: «Ha dado vagidos, son los estertores, era forzoso, vayámonos, es inútil asistir a
esto, hay otros que nos aguardan, él acabó, sus desdichas se acabaron, sus desdichas
van a empezar, sus desdichas se van a acabar, se ha salvado, nosotros lo hemos
salvado, todos son iguales, todos se dejan salvar, todos se dejan nacer, ha sido un
hueso duro de roer, hará una buena carrera, en el furor, en el remordimiento, no se
perdonará nunca», y se irán así, charlando así, en fila india, o de dos en dos, a lo largo
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de la playa, se trata de una playa, por los guijarros, por la arena, entre el aire
nocturno, se trata de la noche, es cuanto se sabe, la noche, las sombras, en cualquier
parte, en la tierra. Sí, pero ahí está mi quicio, no saldré de él, la noche tampoco, esto
no es seguro, no es necesario, también el alba proyecta largas sombras de cuanto aún
se halla en pie, todo eso es lo que cuenta, sólo cuenta la sombra, sin vida propia, sin
forma ni descanso, quizá se trate del alba, noche de la noche, la cuestión no es esa, se
irán, se irán así, hacia mis hermanos, no, nada de eso, nada de hermanos, eso es,
retractaos, no saben, se van, sin saber adonde, hacia el amo, es posible, notadlo bien,
es posible, para que los libere, para ellos se acabó, para mí esto empieza, empieza el
fin, ellos se detienen, a escuchar mis gritos, ya no se detienen, sí, se detendrán, mis
gritos se detendrán, de tanto en tanto, me detendré de gritar, para oír, si no me
responde nadie, para mirar, si no llega nadie, y después me iré, cerraré los ojos y me
iré, gritando, a gritar en otra parte. Sí, pero ahí está mi boca, no la abriré, no podré, no
tengo boca, no es problema, me crecerá una, primero un agujerito, que después se irá
agrandando, se irá profundizando, el aire se precipitará en mí, el aire vivificador, y
volverá a salir en seguida, dando alaridos. Pero, ¿no es demasiado pedir, no es
demasiado, pedir tanto a tan poco, sin saber si es útil? ¿Y no bastaría, sin que nada
haya variado en la cosa tal cual, tal como fue siempre, sin que venga a abrirse una
boca allí donde ni siquiera las arrugas lograron grabarse? ¿No bastaría…? El hilo se
ha perdido, da lo mismo, tomemos otro, de un pequeño movimiento, de un detalle
que se cae, se levanta, será a modo de un papirotazo, todo el asunto se resentiría de
ello, formaría una bola de nieve, pronto sería la agitación generalizada, la locomoción
misma, viajes propiamente dichos, de negocios, de estudios, de placer,
desplazamientos consentidos libremente, paseos sentimentales y solitarios, indico las
líneas generales, deportes, noches blancas, ejercicios de elasticidad, ataxia, espasmos,
rigidez cadavérica, desprendimiento de la osamenta, esto debería bastar. Es que se
trata de una cuestión de palabras, de voz, no hay que olvidarlo, se ha de procurar no
olvidarlo del todo, se trata de algo que hay que decir, por ellos, por mí, esto no está
claro, hay que preguntarse si todo este revoltijo de vida y de muerte no les es
perfectamente extraño, tanto como a mí. El hecho es que ya no saben dónde están,
dónde estoy, yo no lo he sabido nunca, estoy donde estuve siempre, no sé dónde,
ignoro lo que designa, o si no habré llegado allí todavía, no estoy en parte alguna, eso
es lo que les inquieta, quieren que esté en algún sitio, cualquiera que sea, si pudieran
pararse a raciocinar, acerca de ellos, acerca de mí, acerca del objetivo que ha de
alcanzarse, y simplemente seguir, puesto que es menester, hasta el agotamiento, no,
eso tampoco, simplemente seguir, sin la ilusión de haber empezado algún día, de
poder un día concluir, pero es demasiado difícil, demasiado difícil, sin finalidad
alguna, sin desear un fin, una razón de ser, un tiempo en el que no se existía. Difícil
también no olvidar, en su anhelo de algo que hacer, para ya no tener que hacerlo, para
que eso sea algo menos que tener que hacer, que no haya nada que tener que hacer,
nada especial que hacer, nada hacedero que hacer. Inútil también, en el anhelo, en la
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sed, en el hambre, no, ninguna necesidad de hambre, la sed basta en la sed, inútil
contarse cuentos, para pasar el tiempo, los cuentos no hacen pasar el tiempo, nada lo
hace pasar, eso no hace nada, resulta que se cuentan cuentos, después se cuenta
cualquier cosa, diciendo: «Esto ya no son cuentos», cuando en realidad siguen siendo
cuentos, o, mejor, no ha habido nunca cuentos, eso ha sido siempre cualquier cosa,
siempre se ha contado cualquier cosa, desde los más lejanos tiempos que se
recuerdan, no, desde un poco menos lejos que eso, no se recuerda nada, siempre
cualquier cosa, siempre la misma cosa, para pasar el tiempo, después, al no pasar el
tiempo, para nada, en la sed, queriendo detenerse, no pudiendo detenerse, buscando
por qué, por qué esa necesidad de hablar, esa necesidad de detenerse, esta
imposibilidad de detenerse, hallando porqué, no hallándolo ya, volviendo a hallarlo
ya, no buscando ya, buscando todavía, hallando todavía, no hallando ya, no buscando
ya, buscando todavía, no hallando nada, hallando al fin, no hallando ya, no hallando
ya, buscando siempre, no buscando ya, hablando siempre, buscando todavía,
preguntándose qué, de qué se trata, buscando lo que se busca, exclamando: «¡Ah, sí!»
suspirando «¡Pero no!», gimiendo «¡Basta!», exclamando «¡Aún no!», buscando
siempre, perdiendo la bola, buscando la bola, contando siempre, cualquier cosa,
siguiendo buscando, cualquier cosa, en la sed de ya no se sabe qué, ah, sí, de
cualquier cosa que hacer, pero no, ya no hay nada que hacer, desde cuándo, desde
siempre, y luego basta, a menos que, a veces, busquemos por allí, un esfuerzo más,
busquemos qué, es cierto, tratemos de saber, antes de buscar lo que se busca, antes de
buscar por allí, por dónde, hablando siempre, buscando siempre, en sí, fuera de sí, no
buscando ya, perdiendo la bola, maldiciendo a Dios, no maldiciéndolo ya, no
pudiendo ya hacerlo, pudiendo siempre, buscando siempre, en la naturaleza, en el
entendimiento, sin saber qué, sin saber dónde, dónde está la naturaleza, dónde está el
entendimiento, qué es eso que se busca, quién es ése que busca, buscando quién se es,
error último, dónde se está, qué se hace, qué se les ha hecho, qué os hicieron,
hablando siempre, dónde están los demás, los que hablan son los demás, es a mí a
quien hablan, es de mí del que hablan, los oigo, yo estoy mudo, qué es lo que quieren,
qué les he hecho yo, qué es el que le he hecho a Dios, qué es lo que le han hecho a
Dios, qué es lo que Dios nos ha hecho, no nos hizo nada, nosotros nada le hicimos,
no podemos hacerle nada, no puede hacernos nada, somos inocentes, él es inocente,
nadie tiene la culpa, qué es eso que no es culpa de nadie, este estado de cosas, qué
estado de cosas, así es, así sea, estate tranquilo, será así, qué es lo que será así, cómo
así, hablando siempre, en la sed, perdiendo la bola, buscando siempre, no buscando
ya, siguiendo buscando, qué es lo que quieren, que yo sea esto, que sea aquello, que
grite, que me mueva, que salga de aquí, que nazca, que muera, que escuche, escucho,
no es bastante, que comprenda, intento hacerlo, no puedo, no lo intento, no puedo
intentarlo, estoy harto, el pobre, ellos también, que digan lo que quieran, que me den
algo que hacer, algo hacedero, para mí, los pobres, no pueden, no saben, se parecen a
mí, cada vez necesito menos de ellos, menos de nadie, nadie puede nada, soy yo el
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que habla, es inútil contarse cuentos, en la sed, en el hambre, en el hielo, en el horno,
no se nota nada, qué cosa más curiosa, no se nota una boca, no se nota ya la boca, no
se necesita una boca, las palabras están en todas partes, en mí, fuera de mí, entonces,
de pronto carecía yo de grosor, los oigo, no necesito oírlos, no necesito tener una
cabeza, imposible pararlos, imposible pararse, soy palabras, estoy hecho de palabras,
de palabras de los demás, ¿qué demás?, el sitio también, el aire también, las paredes,
el suelo, el techo, palabras, todo el universo está aquí, conmigo, yo soy el aire, las
paredes, lo emparedado, todo cede, se abre, cae, regolfa, copos, soy todos esos copos
que se entrecruzan, se unen, se separan, donde quiera que vaya me vuelvo a hallar,
me abandono, voy hacia mí, vengo de mí, nunca más que yo, que una partícula de mí,
recobrada, perdida, fallada, palabras, soy todas esas palabras, todas esas extrañas
palabras, este polvo de verbo, sin suelo en el que posarse, sin cielo en el que
disiparse, reuniéndose para decir, huyéndose para decir, que yo las soy todas, las que
se unen, las que se separan, las que se ignoran, que soy eso y no otra cosa, sí,
cualquier otra cosa, que soy otra cosa cualquiera, una cosa muda, en un lugar duro,
vacío, cerrado, seco, limpio, negro, en el que nada se mueve, nada habla, y que
escucho, y que oigo, y que busco, como un animal nacido en una jaula de animales
nacidos en jaula de animales nacidos en jaula de animales nacidos en jaula de
animales nacidos en jaula de animales nacidos en jaula de animales nacidos y
muertos en jaula de animales nacidos y muertos en jaula de animales nacidos en
jaula, muertos en jaula, nacidos y muertos, nacidos y muertos en jaula en jaula
nacidos y después muertos, nacidos y después muertos, como un animal digo, dicen
ellos, un animal semejante, que busco como un animal semejante, con mis pobres
medios, un animal semejante, de cuya especie ya no queda más que el miedo, la
rabia, no, la rabia concluyó, que el miedo, después nada de cuanto le ocurría más que
el miedo, centuplicado, el miedo de la sombra, no es ciego, nació ciego, del ruido, si
se quiere, es menester, es menester algo, lástima, es así, miedo del ruido, miedo de
los ruidos, ruidos de los animales, ruidos de los hombres, ruidos del día y de la noche,
basta esto, miedo de los ruidos, más o menos, más o menos miedos, todos los miedos,
aquí no hay más que uno, que uno solo, continuado, día y noche, qué es eso, son
pasos que van y vienen, son voces que hablan un instante, son cuerpos abriéndose
paso, es el aire, son las cosas, es el aire por entre las cosas, basta esto, que busque
como él, no, como él, no, como yo, a mi modo, qué digo, a mi estilo, que busque, qué
es lo que busco ahora, eso que busco, estoy buscando, es que es eso, eso debe de ser,
no puede ser más que eso, qué es eso, qué puede ser eso, lo que eso pueda muy bien
ser, que, eso que busco, no, lo que oigo, vuelve a mí, todo me vuelve, busco, oigo
decir que busco lo que puede muy bien ser, lo que oigo, eso vuelve a mí, y de dónde
puede venir eso, hasta mí, puesto que en mí enmudece todo, y las paredes son espesas
y cómo hago yo, sin notarme una oreja, sin notarme una cabeza, ni un cuerpo, ni un
alma, cómo hago yo, para hacer qué, más para no hacer nada, como hago yo, esto no
está claro, decís que no está claro, voy a buscar, voy a buscar lo que falta, para que
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todo esté claro, siempre estoy buscando, es fastidioso, a la postre, y esto no hizo más
que empezar, cómo hago yo, para hacer qué, para que todo esté claro, cómo hago yo,
en estas condiciones, para hacer lo que hago, a saber, lo que hago, lo que hago, hay
que descubrir lo que hago, decidme lo que hago, preguntaré cómo es posible,
escucho, decís que escucho, y que busco, no es cierto, no busco nada, ya no busco
nada, en fin, sigamos, no insistamos, y que yo busque, ellos están refrescándome la
memoria, y que yo busque, primero, qué es eso, segundo, de dónde viene y tercero,
cómo hago yo, ya está, cómo hago yo, para hacerlo, en vista de esto, teniendo en
cuenta aquello, dado que ya no sé qué, esto está claro, cómo hago yo, para oír, y
cómo hago yo, para comprender, esto no es cierto, con qué comprendería yo, por eso
me lo pregunto, cómo hago yo, para comprender, oh, no la mitad, ni la centésima
parte, ni la cincomilésima parte, sigamos dividiendo por cincuenta, ni el cuarto de
millonésima, esto basta, pero un poco de todos modos, es menester, vale más así, es
lástima, así es, con todo un poquito, lo menos posible, es apreciable, esto basta, el
sentido general de una expresión entre mil, entre diez mil, sigamos multiplicando por
diez, nada más reposante que el cálculo, entre cien mil, entre un millón, es
demasiado, es demasiado poco, nos hemos equivocado, no importa, aquí apenas se
cambia, de una expresión a la otra, quien capta una las capta todas, no es éste mi
caso, todas, según vais, siempre por el todo, el todo que es todo, el todo que es nada,
nunca en el medio, nunca, siempre, es demasiado, es demasiado poco, a menudo, rara
vez, resumamos, tras esta digresión, estoy yo, lo noto, sí, lo confieso, lo acepto, estoy
yo, es menester, esto va mejor, no lo hubiera dicho, no lo diré siempre, me aprovecho
de ello, de tener que decir, es un modo de hablar, que estoy yo, de una parte, y ese
ruido, de la otra, nunca lo dudé, no, seamos lógicos, nunca ofreció dudas, ese ruido,
de la otra, si es que es la otra, ésta será sin duda la materia de nuestra próxima
deliberación, quiero decir que ha llegado el momento de tratar a fondo esta cuestión,
con la cabeza descansada, resumo, ahora que estoy ahí soy yo el que resumiré, soy yo
el que diré y soy yo el que diré lo que habré dicho, será divertido, resumo, yo y ese
ruido, no veo nada más de momento, pero no he hecho más que entrar en funciones,
yo y ese ruido, y cuando eso sería, no me interrumpáis, hago lo que puedo, repito, yo
y ese ruido, dos cosas, acerca de las cuales, invirtiendo el orden natural, al fin parece
sabido, entre otras cosas, lo que sigue, esto, es, de una parte, en cuanto al ruido, que
no ha sido posible hasta el momento determinar con certeza, ni siquiera con
verosimilitud, qué es, en cuanto ruido, ni cómo llega hasta mí, ni qué órgano lo emite,
ni qué órgano lo percibe, ni qué inteligencia lo capta, en sus líneas generales, y, de
otra parte, es decir, en cuanto a mí, esto será más largo, en cuanto a mí, esto será
divertido, que aún no ha sido dado establecer con el menor grado de precisión lo que
soy, dónde estoy, si soy palabra entre palabras, o si soy el silencio entre el silencio,
para no recordar sino dos de las hipótesis propuestas a este respecto, aunque a decir
verdad el silencio no se haya hecho notar mucho hasta el momento, pero no hay que
prestar atención a las apariencias, continúo, no ha quedado establecido, entre otras
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cosas, lo que soy, no, ya se advirtió, lo que hago, cómo hago para oír, si es que oigo,
si soy yo el que oye, y quien puede dudarlo, no sé, la duda está ahí, a este respecto, en
algún sitio, continúo, cómo hago, para oír, si soy yo el que oye, y cómo para
comprender, elipse a ser posible, esto hace ganar tiempo, cómo para comprender, la
misma reserva, y cómo se hace eso, si soy yo el que habla, y cabe suponerlo como
cabe dudarlo, si soy yo el que habla, que yo hablo, sin parar, que tenga ganas de
pararme, que no pueda pararme, indico las líneas generales, la sinopsis es así mayor,
continúo, no está establecido, en cuanto a mí, si soy yo el que busca, lo que
exactamente busco, encuentro, pierdo, vuelvo a encontrar, tiro, busco de nuevo,
encuentro de nuevo, tiro de nuevo, no, nunca tiré nada, nunca tiré nada de cuanto
encontré, nunca encontré nada que no haya perdido, nunca perdí nada que no hubiera
podido tirar, si soy yo el que busca, encuentra, pierde, vuelve a encontrar, vuelve a
perder, sigue buscando, ya no encuentra, ya no busca, sigue buscando, sigue
encontrando, sigue perdiendo, ya no busca, si yo soy eso, y si eso no soy yo, qué es
eso, y qué es eso, no veo nada más, de momento, sí, sí, concluyo, no está establecido,
vista la inutilidad de contarse incluso cualquier cosa, para que el tiempo pase, para
que yo lo haga, si soy yo quien lo hace, como si fuera menester razones para hacer
cualquier cosa, para que el tiempo pase, no importa, uno se lo puede preguntar, para
hacer memoria, para que el tiempo no pase, no os deja, porque viene a amontonarse a
vuestro alrededor, instante a instante, por todas partes, cada vez más crecido el
montón, cada vez más grueso, vuestro tiempo, el de los demás, el de los viejos
muertos y el de los muertos por nacer, por qué viene a enterraros con cuentagotas ni
muerto ni vivo, sin memoria de nada, sin esperanza de nada, sin conocimiento de
nada, sin historia ni porvenir, sepultado bajo los segundos, contando cualquier cosa,
con la boca llena de arena, evidentemente, ésta es la cuestión, el tiempo y yo, hacen
dos, pero uno se lo puede preguntar, por qué no pasa el tiempo, así, para hacer
memoria, de pasada, para pasar el tiempo, creo que esto es todo, de momento, no veo
nada más, ya no veo nada, de momento. Ya no hace falta que me plantee problemas,
si soy yo, esos que me impiden encontrarme, a menos que se trate de algún otro, de
dos otros, como decía el otro, ya no hace falta. Otras resoluciones, en cuanto a
adoptar, eso es, atrevidamente, otras resoluciones. Hacer un uso abundante del
principio de parsimonia, como si me fuera familiar, no es demasiado tarde para ello.
Sobre todo suponer en adelante que lo dicho y lo oído son de la misma procedencia,
evitando contradecir la posibilidad de suponer lo que eso sea. Situar esa procedencia
en mí, sin especificar dónde, nada de minuciosidades, toda vez que es preferible todo
a la conciencia de terceros y, más en general, de un mundo exterior. Llevar según se
necesite esta comprensión hasta no tener en cuenta más que a un sordo
excepcionalmente débil de espíritu, no oyendo nada de lo que dice, ni antes ni
demasiado tarde, y comprendiendo tan sólo, oblicuamente, el mínimo estricto. Evocar
en los momentos difíciles, en que amenaza el desaliento con hacerse notar, la imagen
de una gran boca idiota, roja, hocicuda, babeante, incomunicada, vaciándose
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incansablemente, con un ruido de colada y de sonoros besos, de las palabras que la
obstruyen. Rechazar de una vez por todas, al propio tiempo que la analogía con la
condenación usual, toda idea de principio y de fin. Vencer, por supuesto, la funesta
tendencia a la expresión. Tomarme, sin escrúpulos ni miramientos, por el que existe,
de un modo cualquiera, poco importa el que sea, nada de minuciosidades, tomarme
por aquél de quien esta historia, por un instante, pretendía ser la historia. Mejor,
prestarme un cuerpo. Mejor aún, atribuirme un espíritu. Hablar de un mundo mío,
también llamado mundo interior, sin perder el resuello. No dudar ya de nada. No
buscar ya nada. Aprovechar el alma, el espesor, nuevos flamantes, para abandonar,
con el único abandono posible, por dentro. Finalmente, en suma, adoptadas estas
decisiones, y algunas más, continuar tranquilamente como en el pasado. Con todo,
algo ha cambiado. Ni una palabra sobre Mahood, ni sobre Worm, desde, ah, sí, lo
olvidaba, olvidaba hablar del tiempo, sin titubear, y, pienso en ello, por una natural
asociación de ideas, utilizar el espacio con la misma desenvoltura, como si no
estuviera taponado por todas partes, en algunas pulgadas, esto ya no está mal, algunas
pulgadas, darme aires de ello, darme aires, en los que sacar la lengua, haberla sacado,
seguirla sacando. Cuando lo pienso, es decir, no, no he dicho nada, cuando lo pienso,
cuando el tiempo que he perdido con esos paquetes de serrín, empezando por
Murphy, que no era el primero, cuando me tenía a mí, a domicilio, al alcance de la
mano, desplomándome bajo mi propia piel y mis propios huesos, piel y huesos
verdaderos muriéndome de soledad y de olvido, hasta el punto de llegar a dudar de
mi existencia, y aún, hoy, no creo ni un segundo en ella, de modo que debo decir,
cuando hablo: «El que habla», y buscar, y cuando busco: «El que busca» y buscar, y
así sucesivamente y lo mismo en cuanto a las demás cosas que me ocurren y a las
cuales es menester hallarles alguien, pues las cosas que ocurren necesitan de alguien
al que le ocurran, es menester que alguien las detenga. Pero Murphy y los demás,
concluyendo en nuestro par de osados, no podían detenerlas, no podían detener las
cosas que me ocurrían, a ellos tampoco podía ocurrirles nada, nada de lo que me
ocurría, tampoco nada más, no hay nada más, no nos paguemos más de palabras, que
las cosas que me ocurren, como oír, como hablar, como buscar, que no pueden
ocurrirme, que rondan a mi alrededor, como cuerpos en pena, en pena de fijarse, en
pena de detenerse, no, como hienas, aullando y riendo ya no da lo mismo, les cerré
mis puertas, yo no cuento, mis puertas les están cerradas, acaso se trata del silencio,
de la paz, abrir sus puertas y dejarse devorar, ellas dejarán de aullar, se pondrán a
comer, ellas las fauces que aúllan: «Abrid, abrid, estaréis bien, ya veréis». Cuanto
bien hacen las vueltas atrás, los grandes giros de horizontes sin vela, entre dos
zambullidas, es un placer, a fe mía, no poder ahogarse, en tales condiciones. Sí, pero
he aquí que estoy lejos de mis puertas, lejos de mis paredes, sería menester despertar
al que tiene las llaves, seguramente existe uno, lejos de mi charla también, volvamos
allá, ya no esta allí, no está ya donde creí verlo, curiosa mezcla de lo duro y lo
líquido, nunca la misma, o bien me equivoqué de lugar, sí, es el mismo, siempre ahí,
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en el mismo lugar, lástima de que sea así, hubiera querido perderlo, hubiera querido
perderme, quisiera perderme como en otros tiempos, en los tiempos en que tenía
imaginación, cerrar los ojos y hallarme en un bosque, o en la orilla del mar, o en una
ciudad en la que no conocía a nadie, es de noche, todo el mundo ha vuelto a sus
casas, yo camino por las calles, tomo una tras otra, es la ciudad de mi juventud, busco
a mi madre, para matarla, se tenía que haber pensado antes en ello, antes de nacer,
llueve, estoy bien, camino por el centro de la calzada, dando grandes quiebros, ahora
se acabó, con los ojos cerrados veo lo mismo que con los ojos abiertos, es decir,
aguardad, voy a decirlo, voy a intentar decirlo, tengo curiosidad por saber qué puede
ser eso, lo que veo, con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, nada, ya no veo nada,
entonces, qué decepción, esperaba más que eso, eso es no poderme perder, me
planteo una cuestión, eso no poder ya perderme, no ver nada, cualquiera que sea el
lado hacia el que me incline, ni, ciego, a esa pequeña criatura de numerosos disfraces
que va y viene, que pasa de la sombra a la luz, que hace todo lo posible, buscando el
medio de conseguirlo, para permanecer entre los vivos, para pasar de través, o
encerrada, contemplando por la ventana el cielo cambiante siempre, es eso, ya no
poder perderme, no sé qué es lo que veía en otros tiempos, cuando osaba mirar, no sé,
no recuerdo. En cualquier caso héme aquí provisto de ojos, que abro y que cierro, dos
ojos, tal vez azules, sabiendo que esto es inútil, pues también tengo una cabeza, al
presente, en la que se sabe toda suerte de cosas, es de mí de quien hablo, ¿es posible?,
seguro que no, he aquí otra cosa que sé, hablaré de mí cuando ya no hable más. Por
otra parte, no se trata de hablar de mí, se trata de hablar, se trata de no hablar más,
esta ligera confusión me parece de buen augurio, aún será menester que le encuentre
un nombre a este ultimo subrogado, con su cabeza crujiendo de viles certidumbres y
sus ojos de muñeca, después, después, primero hay que describirlo más largamente,
ver de qué es capaz, de dónde sale, cosa muy importante, dónde entra, en su cabeza
sin duda, no vamos a recaer en el género picaresco, después de haber ensayado con
los Mahood y los Worm. Ahora soy yo el que se desgañita, los sitiadores partieron,
soy el amo abordo, después de las ratas, no me arrastro ya por entre los bancos, bajo
la luna a la sombra de los garrotes, es curiosa esa mezcla de lo duro y lo líquido, un
poco de aire en seguida y los elementos estarán completos, no, me olvidaba del
fuego, no deja de ser un curioso infierno, pero quizá sea el paraíso, quizá sea la tierra,
quizá las orillas de un lago bajo tierra, apenas se respira aquí, con todo se respira, no
es seguro, no se ve nada, no se oye nada, no se oye el beso prolongado del agua
muerta y el fango, allá arriba, sólo a una veintena de brazos, los hombres van y
vienen, se sueña en ello, en su largo sueño hay sitio para los despiertos, uno se
pregunta de dónde le vienen estos informes, se ve hasta la hierba, la de la aurora, un
poco glauca de rocío, no andan tan mal como eso mis ojos, no son los míos, los míos
se acabaron, ya ni siquiera lloran, se abren y se cierran por la fuerza de la costumbre,
un cuarto de hora de apertura y un cuarto de hora de cierre, como los del mochuelo en
la gruta enrejada de Battersea Park, Battersea Park, eso me dice algo, ah, funerales,
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nunca concluiré, pues, de ansiarme una vida. No, no, cabeza tampoco, sobre todo
cabeza no, él tampoco va a parte alguna en su cabeza, lo he intentado. Ligado al
poste, con los ojos vendados, amordazado hasta el gañote, se paga el gasto, en vano
dándose cita en si, citándose a Shelley, insensible a las flechas. Sí, cabeza, pero llena,
hueso lleno, donde se está metido, como un fósil en la roca. Quizá sea yo, después de
todo. En cualquier caso no voy a poder seguir. Pero debo seguir. Voy a seguir. Aire,
aire, voy a buscar aire, aire en el tiempo, aire del tiempo, en el espacio, en mi cabeza,
así es como voy a poder seguir. Da lo mismo, la voz baja, es la primera vez, no, sé de
eso, hasta se ha callado a menudo, es así como eso va a volver a acabar, me callaré,
por falta de aire, después, el aire volverá y yo volveré a empezar. Mi voz. La voz. Sí,
ahora la oigo peor. Sé de eso. La voz va a cesar. No la volveré a oír. Voy a callarme.
No oír más esa voz, a eso llamo callarme. Lo que quiere decir que la seguiré oyendo,
escuchando bien. Escucharé bien. Escuchar bien, a eso llamo callarme. Rota, delgada,
la escucharé siempre, ininteligible, oyendo fuerte. Oírla siempre, sin oír lo que dice,
es a lo que llamo callarme. Después, se animará, como un fuego que se reanima,
como un fuego que se extingue, Mahood me lo explicó así, y yo emergeré del
silencio. Oír demasiado mal para poder hablar, eso es mi silencio. Es decir, que hablo
siempre, pero a veces demasiado bajo, demasiado lejos de mí, demasiado lejos en mí,
para oírme, no, oigo, para comprender. No es que comprenda jamás. La voz se aleja,
vuelve, está detrás de la puerta, voy a callarme, entonces se producirá el silencio, voy
a oír, que es peor que hablar, peor como esfuerzo, no, peor no, lo mismo. A menos
que esta vez no se trate del verdadero silencio, ese que no tendré ya que romper, en el
que ya no tendré que escuchar, donde no podré babear en mi rincón, con la cabeza
deshabitada, la lengua muerta, ese que he tratado de ganar, que creí poder ganar. No
cuento con ello. Voy a detenerme, lo que equivale a que voy a tener aire, será como lo
demás, ¡Como si me miraran! ¡Como si fuera yo! Será el mismo silencio de siempre,
recorrido por murmullos desgraciados, jadeos, quejas incomprensibles, que se
confunden con risas, pequeños silencios, como de un enterrado demasiado pronto.
Esto durará lo que dure. Después, volveré a empezar, resucitaré. He aquí lo que habré
ganado con tanto esforzarme. A menos que esta vez no se trate al fin del verdadero
silencio. Acaso dije lo que era menester decir, lo que me da derecho a callarme, a no
escuchar más, a no oír más, sin saberlo. Escucho ya, me callo ya un poco. La próxima
vez no me esforzaré tanto, contaré un viejo cuento de Mahood, uno cualquiera, todos
son iguales, sin fatigarme, no me ocuparé más de mí, sabré que diga lo que diga el
resultado será el mismo, que no me callaré nunca, que nunca tendré paz. A menos que
no intente otra vez, la última vez, decir lo que es menester decir, acerca de mí,
advierto que es acerca de mí, acaso sea esa culpa mía, para ya no tener nada que
decir, nada más que oír, antes de estar muerto. La voz vuelve. Estoy contento de que
así sea. Voy a intentarlo en seguida. ¿Intentar qué? Lo ignoro. Intentar seguir. Ahora
no hay nadie. He aquí una buena continuación. Ya no hay nadie, es molesto, si tuviera
memoria quizá supiera que ése es el signo del fin, de la pausa que puede ser la buena,
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la última, no tener ya a nadie, nadie de quien hablar, nadie que os hable, tener que
decir: «Soy yo quien me doy esta vida, soy yo quien me hablo de mí». Entonces falta
el aliento, es el fin que empieza, uno se calla, es el fin, no es un fin, se vuelve a
empezar, nos olvidamos, hay alguien, alguien que os habla, de vosotros, de él,
después hay otro, después un tercero, después nuevamente el segundo, después los
tres a la par, que os hablan, de vosotros, de ellos, no tengo más que escuchar, después
se van, uno a uno, se callan, uno a uno, y la voz sigue, no es la de ellos, ellos no
estuvieron nunca ahí, nunca hubo nadie ahí, nadie más que vosotros, nunca hubo
nadie más que vosotros, hablándoos de vosotros, falta el aliento, casi es el fin, el
aliento se detiene, es el fin, no es un fin, oigo que me llaman, esto vuelve a empezar,
así es como deben ocurrir las cosas, si fuera capaz de recordar. Y aún si hubiera
cosas, una cosa en alguna parte, un trozo de naturaleza, del que hablar, quizás uno se
forjara una razón una razón de que ya no haya nadie, de ser el que habla, si hubiera
una cosa en alguna parte, de la que hablar, aun sin verla, aun sin saber qué es, sólo
sentirla ahí, con uno, en alguna parte, tal vez se tuviera el valor de no callarse, no,
para lo que se requiere valor es para callarse, pues se nos castigará, castigarán a uno
por haberse callado, y, sin embargo, no se puede hacer otra cosa que callarse, que ser
castigado por haberse callado, que ser castigado por haber sido castigado, pues se
vuelve a empezar, el aliento falta, con sólo que hubiera una cosa, más he aquí que no
la hay, fueron ellos los que al partir se llevaron las cosas, se llevaron la naturaleza,
nunca hubo nadie, nunca hubo nada, nadie más que yo, nada más que yo, hablándome
de mí, imposible detenerme, imposible seguir, pero debo seguir, voy, pues, a seguir,
sin nadie, sin nada más que yo, que mi voz mía, esto es, voy a detenerme, voy a
terminar, ya es el fin, el fin que empieza, que no será un fin, ¿qué es?, un agujerito, se
baja por él, peor que el ruido, se escucha, es peor que hablar, no, no es peor, es lo
mismo, se espera, con ansiedad, me olvidaron, sí, no, se llama, me llaman, salgo,
¿qué es?, un agujerito, en el desierto. Es el fin, que es lo peor, no, lo peor es el
principio, después el medio, después el fin, al fin es el fin lo peor, esa voz que, cada
instante es lo peor, esto ocurre en el tiempo, los segundos pasan, unos tras otros,
entrecortados, es algo que no fluye, los segundos no pasan, llegan, pan, paf, pan, paf,
os entran dentro, rebotan, ya no se mueven, cuando ya no se sabe qué decir se habla
del tiempo, de los segundos, hay quienes los añaden unos a otros para componer con
ellos una vida, yo no puedo, cada uno es el primero, no, el segundo, o el tercero, yo
tengo tres segundos, y no todos los días. Estuve en otra parte, hice otra cosa, estuve
en un agujero, salgo de él al instante, tal vez me callé, para todavía poder seguir un
poco, es menester seguir todavía un poco, es menester seguir todavía largo tiempo, es
menester seguir todavía siempre, si recordara lo que dije podría repetirlo, si pudiera
aprender algo de memoria estaría salvado, debo decir siempre lo mismo y cada vez
me cuesta un esfuerzo, los segundos deben de ser análogos y cada uno de ellos malo,
¿qué voy a decir ahora?, voy a preguntármelo. No obstante, tengo recuerdos, me
acuerdo de Worm, esto quiere decir que retuve su nombre y de ese otro, ¿cómo se
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llama, cómo se llamaba?, en su vasija, lo veo bien, lo veo mejor que a mí, sé cómo
vivía, ahora me acuerdo, yo sólo lo veía, pero a mí nadie me ve, él tampoco, ya no lo
veo, Mahood, se llamaba Mahood, ya no lo veo, ya no sé cómo vivía, ya no está allí,
nunca estuvo allí, en su vasija, ya no lo vi nunca, sin embargo lo recuerdo, por haber
hablado de él, debí hablar de él, las mismas palabras vuelven y son mis recuerdos.
Soy yo quien lo inventé, a él y a tantos otros, y los lugares por donde pasaban, los
lugares donde permanecían, a fin de poder hablar, porque era menester hablar, sin
hablar de mí, yo, yo no podía hablar de mí, no se me dijo que era menester hablar de
mí, yo inventé mis recuerdos, sin saber lo que hacía, ni uno sólo se refiere a mí.
Fueron ellos quienes me pidieron que hablara de ellos, querían saber cómo eran,
cómo vivían, esto me convenía, creí que me convenía, puesto que no tenía nada que
decir, puesto que debía decir algo. Me creía en libertad de decir cualquier cosa, toda
vez que no me callaba. Después me decía que en fin de cuentas no era forzosamente
cualquier cosa lo que decía, que muy bien pudiera ser lo que se exigía de mí,
suponiendo que se exija algo de mí. No, no creía ni me decía nada, hacía cuanto
podía, algo por encima de mis fuerzas, y no pudiendo más con frecuencia ya no lo
hacía, y, sin embargo, continuaba haciéndose, la voz seguía haciéndose oír, la que no
podía ser la mía, puesto que ya no tenía voz, y que sin embargo, debía serlo, puesto
que no podía callarme y yo era el único que estaba fuera del alcance de cualquier voz.
Sí, en mi vida, pues así hay que llamarla, hubo tres cosas: la imposibilidad de hablar,
la imposibilidad de callarme, y la soledad, física desde luego, que es con lo que salí
adelante. Sí, ahora puedo hablar de mi vida, demasiado fatigado estoy para andarme
con miramientos, pero no sé si estuve en vida, pues acerca de ello carezco
ciertamente de opinión. Como quiera que sea, creo que pronto voy a callarme
completamente, pese a que se me prohibió. Por consiguiente, sí, como un vivo,
vamos, estaré muerto, pronto estaré muerto, confío que esto me cambiará. Me hubiera
querido callar antes, creía por momentos que en ello estaría mi recompensa por haber
hablado tan decididamente, penetrar vivo todavía en el silencio, para poder
disfrutarlo, no, ignoro para qué, para notar que me callaba, unido a todo ese aire que
yo sólo desde siempre agito, no, no se trata de aire verdadero, no puedo decirlo, no
puedo decir para qué hubiera querido callarme antes de estar muerto, para ser un poco
al fin lo que por haberlo sido siempre ya no podía ser, sin miedo a lo peor
tranquilamente allí donde por haber estado siempre nunca pude reposar, no, lo ignoro,
es más sencillo, quería ser yo, quería a mi país, me quería en mi país, un corto
momento, no quería morir como un extranjero, entre extranjeros, como un extranjero
en mi país, en medio de invasores, no, ignoro lo que quería, ignoro qué creía, debí
querer tantas cosas, imaginar tantas locuras, mientras hablaba, sin saber de cierto qué,
hasta cegarme, de deseos y visiones, fundiéndose las unas con las otras, hubiera
hecho mejor poniendo atención en lo que decía. Y, además, eso no ocurría así, ocurría
como ocurre en este momento, es decir, lo ignoro, no se ha de creer lo que digo,
ignoro lo que digo, actúo como actué siempre, sigo como puedo. En cuanto a creer
lisiado que carece de piernas y camina a rastras, acepciones ambas de que se sirve el
autor para el intraducible juego de palabras que sigue. N. del T. <<
frase sin duda debe su origen a los panes que los campesinos cocían en otro tiempo y
guardaban sobre una tabla para irlos consumiendo en días sucesivos. N. del T. <<