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Metáfora y Contemporaneidad en el Arte

El documento discute la naturaleza efímera y transformadora de la metáfora artística, comparándola con el relámpago. Argumenta que el arte debe alejarse de lo cotidiano para penetrar en la sociedad y visibilizar lo oculto. También explora cómo los artistas pueden reapropiarse de los clásicos para hacerlos contemporáneos mediante la "traición" de su contexto original. El autor propone que el arte debe trabajar contra su época e identificar sus sombras para ser verdaderamente contemporáneo.

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Metáfora y Contemporaneidad en el Arte

El documento discute la naturaleza efímera y transformadora de la metáfora artística, comparándola con el relámpago. Argumenta que el arte debe alejarse de lo cotidiano para penetrar en la sociedad y visibilizar lo oculto. También explora cómo los artistas pueden reapropiarse de los clásicos para hacerlos contemporáneos mediante la "traición" de su contexto original. El autor propone que el arte debe trabajar contra su época e identificar sus sombras para ser verdaderamente contemporáneo.

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EL RELÁMPAGO P O R E M I L I O G A R C Í A W E H B I

Encuentro una buena analogía para definir la potencia posible de la metáfora artística en
la instantaneidad del relámpago. Éste se expresa plenamente en el momento de su
iluminación, produciendo -en su fugacidad- un estallido de presencia plena. La
brevedad de su destello es tal que comprime toda idea de contemplación a un único
punto de iluminación efímero y sobrecargado. En el instante del destello el ojo se ciega
por la fuerza de la luz justo cuando todo queda expuesto a la vista. Se trata, entonces, de
un doble proceso: el de iluminación y el de la posterior reelaboración del material
surgido de ella, utilizando las herramientas de la razón. Esa dialéctica establecida entre
lo salvaje (la naturaleza) y lo sofisticado (el pensamiento crítico) es análoga a mi idea
de metáfora, es decir la posibilidad de poner en igualdad de condiciones al pensamiento
disciplinado y el pensamiento disparatado. A la metáfora se la encuentra en el instante
del relámpago: aparece, se interpone, se manifiesta, y lo importante es aprender a
capturar ese momento efímero. En arte es preferible encontrar que buscar. El encuentro
es siempre imprevisible y modificador, mientras que la búsqueda es planificada y
previsible.
Desde mi punto de vista, la práctica artística se encuentra enmarcada en los que
Foucault denomina espacios heterotópicos, es decir lugares físicos o simbólicos que las
sociedades demarcan para que dentro de ellos se pongan en práctica actividades fuera de
lo normal. Son espacios de otredad: hospitales, cementerios, barcos, burdeles, cuarteles,
ferias, mataderos, museos, psiquiátricos. Algunos pueden ser de signo positivo (museo,
feria, sauna, etc.) y otras de signo negativo (psiquiático, cementerio, geriátrico, etc). El
arte se hace fuerte cuando reafirma su carácter como heterotopía de desviación, es decir,
de signo negativo, y cuando se relaciona con aquellos lugares de oscuridad que las
sociedades construyen para ocultar sus propias heridas o suciedades, asumiendo su
carácter obsceno. De eso, es decir de lo obsceno, -lo que está fuera de la escena, lo que
las sociedades no desean ni mirar ni ver- está compuesto el combustible de lo artístico.
Lo obsceno es la puesta en tensión entre el principio de vida y el de muerte, el combate
entre Eros y Tánatos, la exhibición de la otredad.

Entonces, la alteridad como elemento constitutivo del arte hace de éste un engranaje
indispensable de la sociedad, separado de ella, sí, pero para nada aislado. Que el
movimiento natural sea el de distanciarse no significa que el artista no esté
comprometido con lo real. Lo imaginario -elemento axial del arte- no es lo irreal, sino lo
posible, lo que está por venir, lo otro. He aquí la función del artista. La de pensar y darle
forma a su tiempo desde los márgenes de lo real visibilizando a lo otro -o al otro-, eso o
ese que está oculto, que es minoría y por uso o costumbre -o mandato moral- no se ve o
aún no existe. Por lo tanto, cuanto el artista más se aleja de la cotidianeidad de la vida,
más inmerso está en ella. Goethe decía que el arte es el medio más efectivo de aislarse
del mundo para penetrar en él.

El artista busca establecer un diálogo metafórico con el tiempo que le ha tocado vivir.
Es un sujeto que habita poéticamente el presente. Pero para ser contemporáneo, el arte
debe trabajar deliberadamente contra su época. ¿Qué significa esto? Que el artista debe
aceptar saltar al vacío, meter la cabeza en lo oscuro, en la sombra. Lo contemporáneo
habita allí, en la sombra, no en la luz de su tiempo. Giorgio Agamben dice que
contemporáneo es quien mantiene la mirada fija en su tiempo, pero no para percibir sus
luces -eso sería la moda-, sino para identificar sus sombras. Todos los tiempos son, para
quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es quien sabe ver esa
sombra, quien está en condiciones de vivir humedeciendo sus pies en la tiniebla del
presente. Intento practicar de este modo el arte, como un oficio de riesgo. Rilke dice que
la obra artística debería ser siempre el resultado de un haber estado en peligro, de haber
llegado al final de una experiencia, hasta donde ya no se pueda ir más lejos. La obra de
arte es la manifestación de una crisis. Y la crisis es una coyuntura de cambios, un cruce
de caminos, ahí donde Edipo se encuentra con Layo, su padre, y lo mata. El arte es la
voluntad de matar simbólicamente al padre (es decir, la cultura con mayúsculas).

De algún modo, trabajar con los mitos o con los clásicos es útil a estos fines porque
permiten practicar un proceso de reapropiación y reescritura de materiales previos de
gran valor simbólico-cultural, trasladando los restos a un contexto diverso, y esos
textos, por medio de una lectura actualizada, devienen otros, contemporáneos, dotados
de mayor ambigüedad. Me interesan los clásicos por su enorme vitalidad y además por
la dificultad que implica enfrentar su abordaje. El punto es cómo aproximarse a un
clásico asumiendo sus cuestiones desde el presente, con herramientas y pensamiento de
la contemporaneidad. Si el clásico es clásico es porque presenta un conflicto o un
problema que tiene raíces histórico-sociales en la antigüedad pero todavía sigue
interpelando a los sujetos del presente. La única forma de no traicionar a un clásico es,
paradójicamente, traicionándolo. Pero lo que se traiciona es solo su carácter epocal, no
su esencia. Es decir, cuando Quevedo escribe lo hace en su tiempo, digamos en el siglo
XVII; nosotros, cuando vamos a escenificar a Quevedo, lo hacemos desde el hoy, con la
ventaja de la historicidad, es decir, con todos aquellos siglos desde que escribió su texto
a nuestro favor. Nuestra responsabilidad es actualizarlo y no hacer una pieza de museo.
Si hacemos esto último, si llevamos al teatro un texto clásico manteniendo su estructura
formal, conceptual y dinámica del mismo modo que cuando fue gestado, no estamos
haciendo un clásico, sino que estamos museificándolo, entrando en contradicción
flagrante con el mismo género teatral, que es un arte presencial. Se trata de pensar
entonces qué decisiones estéticas o literarias tomaría ese autor -que escribió en el siglo
XVII, por ejemplo- si lo hiciese hoy, en pleno siglo XXI. Obviamente nos enfrentamos
a un ejercicio de imaginación, por eso la traición, ya que ello implica que otro autor, en
este caso el director, asuma la perspectiva de aquel autor al que está traicionando. La
traición es además el gesto por excelencia del director cuando toma a cualquier autor en
general, inclusive contemporáneo. La traición es la traducción del lenguaje literario al
lenguaje escénico, ya que el autor lo único que hace es aportar su texto, pero una puesta
en escena excede por mucho el mero montaje de un texto. Por lo tanto, es una traición
porque es una interpretación. Diría que cualquier lectura, inclusive la del espectador de
una obra, es una traición, porque el espectador interpreta lo que está viendo, oyendo,
sintiendo y pensando. Es un intérprete. Y en esa interpretación aparece una apropiación
de un modo de entender esa lectura. Me interesan los clásicos porque son voces que nos
llegan desde el pasado cargados con problemas que han sido irresueltos a lo largo de la
historia de la humanidad, de las personas, de las sociedades, de su vínculo con dios, con
la naturaleza o consigo mismo, con el mundo. La propuesta es entonces buscar
soluciones nuevas a los problemas viejos.

Lo nuevo es entonces una estrategia constante del artista contemporáneo. Pero ese
concepto ha sufrido un desgaste, especialmente en la posmodernidad. Mucho se ha
escrito, dicho y criticado acerca del concepto de lo nuevo en arte contemporáneo. Se ha
acordado que este concepto sufrió un desgaste sin retorno y que si bien durante la
modernidad y de la mano de las vanguardias del siglo XX esta idea era rectora de un
cambio -eso que se conocía como lo nuevo histórico, motor traccionador de
posibilidades inéditas no sólo dentro del campo artístico sino incluso del político-, la
idea de lo nuevo (junto a otras potencias transformadoras del campo social) fue
reconvertida luego de la caída del muro de Berlín, con el fin de la modernidad, en un
mero sistema de producción a partir de la creación y sistematización por parte del estado
y sectores privados de las llamadas “industrias culturales” que transformaron esas
fuerzas indomables en simples máquinas de producción del capitalismo. Hoy se tiene
memoria del constructivismo ruso o del situacionismo francés -sólo por poner un par de
ejemplos- como experiencias del siglo pasado rebelde que simplemente desplegaban sus
colas de pavo real hedonistas, sin considerar sus acciones concretas dentro del campo de
lo real (pero baste recordar que el constructivismo canalizó la enorme sinergia de
cambio en los primeros momentos de la Revolución Rusa y que el situacionismo abrió
en gran medida las puertas del Mayo francés). Durante el fin del siglo XX y la primera
parte de este siglo se ha ido vaciando por goteo la idea de lo nuevo con todo su
potencial de cambio y se lo ha ido rellenando de dinero, es decir, se lo ha transformado
en maquinaria productiva. El arte se ha tenido que adaptar para no sólo sobrevivir sino
para ser parte del mecanismo de producción de las sociedades que representa. El
mercado del arte es hoy una radiografía del capitalismo tardío. Muchos artistas y
espectadores que encuentran en lo nuevo un negocio y/o un pasatiempo. Al habérsele
agotado a lo nuevo toda su carga simbólica, le ha quedado solamente su estructura
formal. Entonces lo nuevo interesa sólo porque es novedad, tal como es nuevo la última
colección primavera-verano de una moda o el último modelo de Iphone u otro aparato
tecnológico: como dispositivo de distracción y consumo. “el arte no es político por
su temática sino por su modo u operatoria formal de acción. Cuando
trabaja la forma como contenido y el contenido como forma, cuando trata
lo causal como casual y lo casual como causal.”  Hoy lo nuevo compensa al
sistema, lo nutre, no se rebela en su contra, funciona como una cáscara, como un
maquillaje para conservar lo viejo, es decir, la tradición, la norma. Entonces no es lo
nuevo la estrategia. Desde mi punto de vista el artista debería poner el acento en otro
concepto: la diferencia. La idea de trabajar con lo diferente puede incluir utilizar a lo
nuevo pero básicamente como una herramienta para conseguir aproximarse a lo
diferente, lo singular, la otredad. Para escapar de la trampa del consumo de lo novedoso
el artista debe al menos intentar producir un arte que no sea digerible, que atragante a
los espectadores, que no genere consenso, que atomice y divida. Que no genere rédito.
Que sea puro gasto.
De este modo, el arte se transforma en una práctica anti institucional del saber. Una
manifestación que asume su condición política. Pero por política de una obra de arte no
entiendo su ideología, sino el modo en que su concepto o idea se amarra a su dispositivo
formal por medio de una imbricación entre forma y contenido novedosas, que busquen
descolocar las expectativas y presunciones del público, sin ser afirmativas, o mejor
dicho, que afirmen sólo su carácter abierto y su incomodidad (la de la obra y la del
público). Así, el arte no es político por su temática sino por su modo u operatoria formal
de acción. Cuando trabaja la forma como contenido y el contenido como forma, cuando
trata lo causal como casual y lo casual como causal. Deviene político cuando propone
una interrupción poética de las reglas de la cultura y de la ley. Deviene político cuando
se transforma en potencia para cuestionar y desestabilizar al espectador en la
construcción de su identidad y realidad, extendiéndose más allá del mimético sistema de
representación y reproducción de ideologías existentes y prevalecientes. Deviene
político cuando propone un claro proceso de subjetivación del público, es decir: un
retorno al sujeto como acto de resistencia a los mandatos de la norma.
Asumiendo estas premisas artísticas, además podríamos decir específicamente acerca
del teatro que éste es transversal por naturaleza. No se construye por jerarquías (las
habituales son los dominios que suelen ejercer los textos teatrales y los actores), sino
por la abolición de las mismas para recuperar el restablecimiento de las funciones o
roles que les son intrínsecamente propias. Entonces, suprimiendo rangos, el teatro es un
diálogo en forma de flujo horizontal de diferentes componentes: el campo espacial, con
su espacio real y su espacio ficcional, el campo temporal, con su tiempo real y su
tiempo ficcional, el campo literario, con su texto escrito y/o dicho, el campo expresivo o
interpretativo, con un cuerpo en presencia y su fisonomía, gesto, movimiento, cinética,
coreografía, gestualidad y voz; el campo sonoro, con el sonido, música original,
sonorización y musicalización; y el campo visual, con la escenografía, utilería, colores,
texturas, perspectivas, puntos de vista e iluminación, etc. El teatro es el campo de la
interdisciplinariedad, es un palimpsesto, pura intertextualidad e intratextualidad, pura
estética del espacio/tiempo/cuerpo. Mezcla de géneros: performance conceptual
experimental, teatro-danza físicos, teatro multimediático, nuevas dramaturgias,
montajes de dramas clásicos con acento en su deconstrucción, happenings, poemas
escénicos, site-specifics, instalaciones teatrales, etc; todos en contra de la histórica
dominación del texto escrito. Recordemos que nada indica si un texto es o no es teatral.
No hay textos teatrales. Mejor dicho, no hay ningún texto que no sea teatral. El Hamlet
de Shakespeare no es ni más ni menos teatral que las Páginas Amarillas. Pero hace falta
mucho más que un texto para hacer teatro, planteándose éste como escritura en el
espacio: palabras para ser vistas en la escena más que para ser escuchadas. Entonces,
propongo un teatro de texturas, no de textos, que experimente con los procesos
sinestésicos, es decir con la capacidad neurológica de mezclar varios sentidos, como
mecánica de comunicación: ver con los oídos, oler con los ojos, palpar con la nariz,
escuchar con la boca, etc. Trabajar con restricciones, asociaciones frágiles, con un
universo propio con leyes a cumplir, con veladuras de modo tal de que la imagen sea
difusa y no se cristalice, siendo extranjero en el trabajo propio, para poder volver a
mirar una y otra vez, como si fuera la primera. O la última.
La organización de todo este flujo da como resultado aquello que llamamos dramaturgia
escénica, y a su organizador, director.

Durante el acto escénico, el espectador debe completar los huecos en las narrativas
dramatúrgicas y transformarse en testigo activo de la acción, construyendo él mismo
sentido subjetivo, profundizando aún más la imposibilidad del teatro de ser
comprendido de una sola vez, siendo difícilmente examinable, y no haciendo al mundo
manejable ni tranquilizador. Esto no significa que no se pretenda hacer un relato del
mundo pero sí que no se aspira a representarlo como una totalidad.

Punteo alguno de los conceptos que utilizo en mis montajes: ambigüedad,


discontinuidad, heterogeneidad, pluralismo, códigos múltiples, subversión, perversión,
deconstrucción, anti-mímesis, resistencia a la interpretación, mediación, exposición,
peripecia, catástrofe, transición, correspondencia, polivalencia, simultaneidad, montaje,
fragmento, ausencia de paradigmas dominantes y ausencia de procedimientos catárticos.

De cualquier modo, la escena se construye sobre las bases o cenizas de los elementos
dramáticos tradicionales, es decir, respetando la tríada tiempo / espacio / acción. Pero
esta estructura aristotélica busca ser intervenida desde el presente para generar un nuevo
material que deje rastros del viejo, hablando desde el aquí y ahora. Porque, como refiere
Godard, lo importante no es de dónde se toman las cosas, sino hacia dónde se las llevan.
La estrategia es poner en relación los elementos clásicos de la cultura -sus relatos, sus
paradigmas, sus referencias- con la mirada singular del artista, produciendo una especie
de perversión sígnica del material trabajado, utilizando el concepto de cita
benjaminiano, en el cual la referencia que se usa es sacada de su contexto original, su
significación es reasignada, pero porta aún los vestigios, los ropajes descascarados de lo
que fue, creando así una noción de fantasma con voces múltiples. El poder de las citas
no nace de su capacidad de transmitir y hacer revivir el pasado, sino por el contrario, de
su capacidad de hacer limpieza con todo, de extraer del contexto, de destruir. Lo que
destruye la cita es la autoridad que se le atribuye a cierto texto o imagen por su situación
en la historia de la cultura.

Me interesa trabajar esencialmente sobre la lógica de las sensaciones, citando a Deleuze.


Es decir, redefinir el concepto de comprensión: una obra se “entiende” no sólo de modo
intelectual, sino también de modo afectivo y sensorial. Cuando se opera al mismo
tiempo sobre las sensaciones físicas, sobre el afecto emocional y sobre la capacidad
intelectual se llega a lograr un estado de superficie, de conmoción, que no puede
explicarse en términos verbales en lo inmediato y que descoloca la mirada
tradicionalmente tranquilizadora del espectador en relación a una obra. Se genera una
incomodidad producto de una sobre información o saturación. La estrategia de la puesta
en escena es producir así una superposición de lecturas, de modo tal que no sea posible
producir una síntesis mientras se está asistiendo a la obra, sino que en el mejor de los
casos, la experiencia tenga que decantar con el paso del tiempo en el espectador.
Entonces no hay catarsis ni alivio, al menos no en lo inmediato. Y de algún modo esta
es una idea política: la de plantear un conflicto o trauma de modo poético, y que ese
trauma no pueda ser resuelto al final con el aplauso. Que el espectador se lleve el
conflicto a su vida diaria por haberse visto interpelado por un espectáculo que tenga un
carácter casi atávico y ritual.

Es que el teatro es previo al texto, surge del ritual y pasa por la danza antes de llegar a
él. Es un diálogo, un ceremonial con los muertos, a decir de Müller o de Genet. Y el
ritual se relaciona con los principios de vida, muerte y resurrección o trascendencia. Por
eso la idea de sacrificio es importante. El sacrificio es ritual performático y se asocia
con lo dionisíaco, entrando en tensión con la pulsión de vida, su contracara: en el
sacrifico presenciamos la muerte del sacrificado y reafirmamos nuestra condición vital.
Por eso proponemos un teatro monstruoso: en su raíz etimológica, monstruo viene de
mostrar, es lo que se señala con el dedo, lo que se expone. Por eso el arte es monstruoso,
porque trafica con imágenes prohibidas. Busca ser diabólico para enfrentar lo simbólico.
(En griego, symbolos significa reunir, unificar, y diabolos, separar, desgarrar). Esto
deriva en la noción de víctima en escena: siempre tiene que haber al menos una víctima,
en cualquier drama, tragedia e incluso comedia.

A este tipo de imagen conflictiva la llamamos -utilizando un término clínico y siguiendo


a Didi-Huberman- imagen síntoma. Una de las potencias de este tipo de imágenes es la
de producir al mismo tiempo síntoma (interrupción del saber) y conocimiento
(interrupción del caos). Saber construir esa imagen sería, en cierto modo, ser capaz de
distinguir “ahí donde la imagen arde”, ahí donde su eventual belleza reserva un lugar a
un signo secreto, a una crisis no apaciguada, a una sospecha. Esto supone mirar el arte a
partir de sus funciones vitales: la urgencia y el ardor. Se trata de transgredir los límites
de la representación, de convertir los signos que representan en síntomas que encarnan.
No trabajar nunca con imágenes explícitas o pedagógicas o llenas de valor de
exposición, ya que no muestran ninguna complejidad. Son inequívocas, es decir,
pornográficas. Les falta toda ruptura, toda mediación que produzca revisión y reflexión.
La imagen tiene que hacer que la idea por la que fue creada estalle en mil pedazos.
Entonces: presencia y no representación, experiencia compartida y no comunicada,
proceso y no producto, manifestación y no significación, impulso de energía y no
información. Que el sentido final quede pospuesto o en suspenso. Que la realidad de la
escena sea autónoma, y que busque una forma poética inexorable. Buscar formatos
crípticos, pero nunca herméticos. Lo hermético anula en el artista y en el público la
voluntad de la comunicación, mientras que lo críptico la fomenta, como en el enigma
oracular griego. Si hay coherencia interna, la habrá también para el público. Alejarse de
la realidad naturalista, ya que si bien el arte es parte del mundo, tiene una identidad
propia. No es necesario recurrir a la mímesis. Trabajemos con signos múltiples como
capas de una cebolla. La primera capa debe llegar a todos por igual, intentando que
nadie quede afuera de esa superficial línea de sentido, democratizando esa primera capa;
y a medida que nos sumergimos en la cebolla, los signos pueden ir complejizándose,
volviéndose cada vez más eruditos o multirreferenciales.

Trabajar entonces a partir de imágenes. La imagen es una representación que manifiesta


la apariencia de un objeto. Una imagen puede ser visual, pero también sonora, olfativa,
gustativa, táctil. Las imágenes no vienen solas. Hay que encontrarlas en el mundo. Y
eso es trabajo de artesanía. Olvidar la idea romántica del genio que tiene un arranque de
inspiración. El concepto de genialidad en el arte se apoya fundamentalmente en las
doctrinas teológicas de la creación divina. Los genios artísticos no existen, solo existe el
trabajo duro. Seamos religiosamente ateos en el trabajo, es decir materialistas.

Siguiendo a Ranciere, que la obra asuma su condición de “maestro ignorante” y el


público su condición de “espectador emancipado”. No hacerle al público concesiones
demagógicas, y no pedirle una mirada indulgente. Que la mirada crítica de ambos sea
impiadosa. Desestimar la dictadura del aplauso, con la pretensión de dividir a la platea.
Trabajar para el disenso, de modo de fomentar la subjetivación de eso que se llama
público. Tomar al espectador como sujeto colectivizado, no como masa ni como
individuo. El consenso del aplauso achata y unifica las miradas. Entablar una dialéctica
con el público. Recuperar la noción de entretenimiento. Entretener es “tener entre“. Y lo
que se tiene entre es la obra, que se construye como un entre. Es la síntesis de la mirada
del espectador subjetivado y el artista. Se hace necesario entonces el desgarramiento de
la mirada uniforme del público para transformarlo en espectador activo, para que haya
tantas lecturas posibles como cantidad de espectadores en la sala. Crear una estética que
rompa con el alivio, entender el disenso como negatividad afirmativa, estableciendo una
relación de antipatía con el público, ni empatía ni apatía. La obra debe producir al artista
y al espectador un efecto de deseo más que de goce. El goce es presente efímero, y
acaba pronto, como el orgasmo. El deseo, en cambio, es siempre a futuro, y es utópico y
no conclusivo. Debemos ser concientes de que el público es a veces más inteligente de
lo que creemos, pero a la vez el público es a veces más tonto de lo que creemos.
Asumamos la única responsabilidad posible del artista: la de considerar al público como
sujeto en posesión de la libertad.
Todos los conceptos planteados anteriormente no implican que no se trabaje con
nociones tradicionales de belleza, pero sí que se los problematice, entendiendo que la
relación clásica entre lo bello y el buen gusto, o lo bello y lo bueno es hoy un
anacronismo. Durante siglos se fundió al arte con lo bello (y lo bello, a su vez, se
confundió con lo lindo, con lo que tiene formas agradables, que se adapta a los cánones
de cada cultura). Para la estética tradicional, el arte se igualó con lo bello y lo bello con
el placer sin mal. Con un placer sin dolor. Desde la antigüedad, solo bueno puede
devenir bello. Pero lo bueno es bueno en cuanto es del interés del poder. La belleza,
desde nuestro punto de vista y por el contrario, es lo tremendo: lo que destruye las
certezas. Duchamp, hace un siglo, fue el parte aguas. Ante la belleza, todos estamos
desarmados. Nietzsche dice que el arte griego nos enseñó que no hay superficies
verdaderamente bellas sin terribles profundidades. Entonces, el arte es lo bello
indefinido, es una práctica que nos da la posibilidad de correr todo límite. De entender
que el borde es el que genera el territorio, pero que borde puede ser corrido y el
territorio de lo bello, ampliado. Lo bello no se somete a ninguna finalidad, a ningún
contexto de uso que sea externo a él, existe intrínsecamente. Esa independencia interior,
esa libertad, constituye la belleza. Porque “lo bello no es más que el comienzo de lo
terrible, de aquello que apenas podemos soportar”, dirá Rilke en las “Elegías de Duino”.

Uno de los rasgos propios de la posmodernidad, dice Žižek, es la posibilidad de obtener


dosis de placer sin pagar ningún costo, como sucede con la cerveza sin alcohol, el café
descafeinado y la gaseosa sin azúcar. Esto también suele suceder en el arte actual. Nos
resistimos a asumir este rol hedonista y suntuario del arte. Ya lo propusimos, la belleza
es atroz. Heiner Müller dice: La primera forma de la esperanza es el miedo, el primer
semblante de lo nuevo, el espanto. Enfrentemos entonces la contradicción de ser
iconoclastas adoradores de imágenes, blasfemos y paganos al mismo tiempo. Baudelaire
dice: “ser la herida y el cuchillo”. Que lo sofisticado se encuentre con lo salvaje. Artaud
dice: “el teatro, como los sueños, es sangriento e inhumano”. Liberemos entonces lo
imaginario, que no es lo irreal, sino lo posible, lo que está por venir. Al fin y al cabo,
sólo se trata de ser la excepción a la regla. Godard dice: La cultura es la regla, el arte la
excepción. Como el relámpago: una efímera excepción de luz en medio de la oscuridad.

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