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ÍNDICE
Sinopsis
Nota de la autora
1. CAPÍTULO
2. CAPÍTULO
3. CAPÍTULO
4. CAPÍTULO
5. CAPÍTULO
6. CAPÍTULO
7. CAPÍTULO
8. CAPÍTULO
9. CAPÍTULO
10. CAPÍTULO
11. CAPÍTULO
12. CAPÍTULO
13. CAPÍTULO
14. CAPÍTULO
15. CAPÍTULO
16. CAPÍTULO
17. CAPÍTULO
18. CAPÍTULO
19. CAPÍTULO
20. CAPÍTULO
21. CAPÍTULO
22. CAPÍTULO
23. CAPÍTULO
24. CAPÍTULO
25. CAPÍTULO
26. CAPÍTULO
27. CAPÍTULO
28. CAPÍTULO
Í
29. CAPÍTULO
30. CAPÍTULO
31. CAPÍTULO
32. CAPÍTULO
33. CAPÍTULO
34. CAPITULO
35. CAPÍTULO
36. CAPÍTULO
37. CAPÍTULO
38. CAPÍTULO
39. CAPÍTULO
40. CAPÍTULO
41. CAPÍTULO
42. CAPÍTULO
43. CAPÍTULO
44. CAPÍTULO
45. CAPÍTULO
46. CAPÍTULO
47. CAPÍTULO
48. CAPÍTULO
49. CAPÍTULO
50. CAPÍTULO
51. CAPÍTULO
52. CAPÍTULO
53. CAPÍTULO
54. CAPÍTULO
55. CAPÍTULO
56. CAPÍTULO
57. CAPÍTULO
58. CAPÍTULO
59. CAPÍTULO
60. CAPÍTULO
61. CAPÍTULO
62. CAPÍTULO
Í
63. CAPÍTULO
Epílogo
Y dentro de nada… Toscana Baby
SINOPSIS
Tess
Todo fue una confusión. Es Anya la que estaba
comprometida a casarse con Dimitri Volkov; ella la que
debería haberse enfrentado al peligro insondable de sus
pupilas o al helado azul de sus iris; la que se pusiera a sudar
con el calor de su cercanía y el tacto de sus ásperas manos al
recorrer su piel.
Si al menos me hubiesen escuchado, pero no, mis
secuestradores pensaron que solo trataba de escapar. Ahora
todos creen que soy Anya Smirnova y ya no hay vuelta atrás.
Nadie engaña a la Bratva y sale indemne.
Nadie traiciona a Dimitri Volkov y vive para contarlo.
Estoy condenada.
Dimitri
Dijeron que era una chica dulce, complaciente, sumisa y
educada para ocupar su lugar a mi lado. Lo que encontré fue a
una mujer capaz de sostenerme la mirada y de volver mi
mundo del revés. Puede que fuese eso lo que consiguió que mi
sangre hirviera y que mi deseo por doblegarla superase la fría
racionalidad con la que manejo mi vida y a mis hombres. Hay
algo en ella que me empuja a romper mis propias normas y
eso, en un universo regido por la violencia, la venganza y la
ambición de poder, no es bueno.
Ya es demasiado tarde. Cometí un error y hasta el más
mínimo de ellos tiene consecuencias.
Solo hay dos formas de terminar esto y ambas suponen su
destrucción.
Por desgracia para ella, soy el jodido villano, no el héroe
de nuestra historia.
NOTA DE LA AUTORA
Esta es la historia de un mafioso y una chica que de repente se
ve envuelta en un mundo oscuro, peligroso y lleno de
traiciones. Imagino que ya habrás deducido que habrá escenas
de violencia y otras con subidas bruscas de temperatura.
Ahora que la advertencia sobre el contenido ha quedado
clara, un último consejo: No te dejes engañar por los primeros
capítulos. El protagonista masculino podrá estar acostumbrado
a salirse con la suya, pero ella… Uhmmm… Creo que es
mejor que lo descubras por ti misma, de modo que, cuando
llegues a la parte en que quieras pegarle voces y retorcerle el
cuello, sigue leyendo unos capítulos más. ;)
Feliz lectura. Espero que la historia consiga atraparte y
hacerte olvidar, por unas horas, de lo que te rodea.
Abrazos,
Noa Xireau
1
CAPÍTULO
—¿Aún no has preparado las maletas? —Anya entró en mi
habitación sin llamar y estudió el desastre que me rodeaba.
En realidad debía estar acostumbrada a él. ¿Cuándo, en los
últimos cinco años que llevábamos en el instituto, no había
tenido ropa esparcida por cualquier superficie disponible, mi
maquillaje tirado encima del escritorio, junto a los
fluorescentes y los bolígrafos, y las sábanas deshechas?
Nunca, o al menos no hasta que no me quedase más remedio,
lo que básicamente se reducía a las inspecciones periódicas del
centro o a los días en que Anya se hartaba. Bajo su capa de
pura dulzura, la chica escondía el alma reencarnada de un
general nazi que me obligaba a limpiar bajo amenaza de no
compartir conmigo su pizza teriyaki o la caja de deliciosos
muffins de chocolate belga que acostumbraba a pedir los fines
de semana.
—Estoy en ello —mascullé, pescando el sujetador
deportivo, que no había visto desde Halloween, de debajo de
la cama mientras alcanzaba las botas que había guardado allí,
justo la semana pasada.
—¿Que estás en ello? ¡Tess! Son las seis. ¡El baile de fin
de curso es dentro de tres horas!
—¿Y? Tengo una hora para tirarlo todo en la maleta, otra
hora y media para ducharme y vestirme, y aún me sobran
treinta minutos para que nos tomemos una copa y brindemos
por el final de una etapa de nuestra vida y el comienzo de una
nueva.
En vez de la sonrisa de felicidad que esperaba, Anya se
sentó en el borde del colchón con los hombros caídos.
—¿Crees que es una buena idea?
No hacía falta que me aclarase a qué se refería. Era lo
único de lo que hablábamos desde hacía meses.
—La mejor.
—Pero ¿y si…? —Anya se mordisqueó la uña del dedo
meñique.
—No nos cogerán —la corté decidida, apartándole la mano
de la boca.
—Tess, es endemoniadamente rico y tiene… hombres muy
cualificados a su disposición, prácticamente un ejército.
—Y nosotras, tal y como estás a punto de recordarme,
somos unas chicas normales y corrientes. Lo que significa que
no solo nos subestiman, sino que además carecemos de valor
para ellos. —Cogí mi móvil, pegué mi cabeza a la suya y
estiré el brazo—. ¡Sonríe! ¿Ves?, eso es. —Tras asegurarme de
que la foto estaba perfecta le puse un filtro, un par de
corazoncitos, la subí a Instagram y se la enseñé—. No
perderán su tiempo con unas chicas tontas y superficiales
como nosotras. Eres una monada y todo eso, y no digo que no
seas mejor que todas ellas juntas, pero ese hombre tiene
literalmente a cientos de mujeres a sus pies suspirando por él.
La sonrisa que Anya había mostrado para la audiencia se
esfumó de inmediato. Sacudió la cabeza y sus ojos se
cubrieron con aquel brillo de terror rojizo que solía acompañar
a este tipo de conversaciones.
—No lo entiendes. Es ruso, de una familia adinerada e
importante, más que la mía. El honor y la imagen que proyecta
lo son todo en su entorno. Dimitri no puede permitirse el lujo
de que alguien tan insignificante como yo lo deje tirado sin
tomar cartas en el asunto. Me buscará con la sola intención de
ponerme en mi lugar y demostrarle al universo que es
todopoderoso.
—Anya, mírame. Sé que te han criado pensando que ese
tipo de hombres son una especie de dioses, pero por el mundo
hay millones de chicas como nosotras. Tenemos nuevas
identidades, no nos moveremos en sus círculos y nuestros
planes de escape son perfectos. Los hemos repasado miles de
veces. No nos encontrará.
—¿Y si lo hace? ¿Y si nos encuentra?
Apreté los labios. Ambas sabíamos lo que podría ocurrir si
lo hacía.
—Tal y como yo lo veo, no habrás perdido nada por
intentarlo. Estamos haciendo esto por ti. Dime la verdad,
¿quieres hacerlo? ¿Quieres casarte con un hombre ocho años
mayor que tú, al que nunca has conocido en persona,
simplemente porque tus padres cerraron un acuerdo con el
suyo cuando apenas tenías nueve años?
Cuatro diminutas lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—No, no creo que pudiera sobrevivir junto a él si lo
hiciese.
Secándole las mejillas con el pulgar me forcé a sonreír.
—Entonces, no queda nada más por discutir. Y ahora basta
de chácharas. Ayúdame a terminar el equipaje, me niego a
aparecer en la fiesta hecha una piltrafa. Es nuestra última
noche como Anya y Tess, y vamos a brillar y hacer que nos
recuerden por el resto de su existencia.
Ella rio con debilidad y se secó los ojos.
—Se te olvida que vendrán los chicos del instituto Zürich
International.
—Pues con más razón. Necesito romper mi maldición y no
puedo hacerlo con las arpías que tenemos por compañeras —
bromeé sobre mis intentos fallidos de perder mi virginidad,
que, siendo sincera, fueron más bien patéticos—. Llevo cinco
años tratando de sentirme atraída por alguna de ellas, pero no
hay manera de que mi libido reaccione con ninguna.
—Podrías haberlo intentado con el profesor Schneider.
—¡Se jubiló el curso pasado! —chillé con exageración,
dándole con la almohada y cayéndonos a ambas sobre la cama
entre risas—. Aunque, ahora que lo dices, podría haber
probado contigo.
—Aaargh… Ni se te ocurra. Ni en sueños dejaría que me
restregaras tus tetas por la cara.
Fruncí los labios, pensativa, y bajé la mirada a mis pechos,
que no estaban nada mal, si se me permite opinar al respecto.
—No era eso lo que iba a restregarte o…, bueno, no sería
lo único. En esas pelis porno que estuve viendo…
—¡Calla o me voy! —Anya se tapó las orejas.
Sonreí en secreto ante su mueca escandalizada. La había
distraído y era justo lo que pretendía.
Colocando mi maleta sobre el colchón, la abrí y tiré dentro
el recién rescatado sujetador . No iba a necesitar mucho
espacio para llevarme lo poco que tenía. No pensaba cargar ni
con los uniformes escolares ni con los libros. El misterioso
benefactor, que me había pagado mi estancia en el exclusivo
internado de señoritas suizo, me proporcionaba lo que me
hacía falta para el día a día, lo que imagino que explica por
qué solo poseía un par de conjuntos compuestos por vaqueros,
camisetas y sudaderas, más allá de los uniformes y los
ocasionales vestidos para asistir a los bailes y funciones que se
organizaban de forma puntual a lo largo del año académico.
Con todo, no podía quejarme cuando mi destino tras el
accidente fue terminar en un centro de acogida de menores.
Estaba tan distraída con mis pensamientos que no reparé
en el timbre del móvil hasta que el aparato se resbaló entre los
dedos de Anya y rebotó contra el suelo.
—¿Anya? ¿Qué pasa? —En dos zancadas estuve a su lado.
La zarandeé cuando se quedó muda y con los ojos abiertos de
terror.
—¡Están… están aquí! —musitó con la voz quebrada.
—¿Quiénes están aquí?
Recogí el móvil, pero la pantalla estaba negra.
—Anya, responde. ¿Quiénes están aquí?
—Los hombres de Dimitri. Han venido a por mí.
—¿Dimitri? ¿Tu prometido? Eso es imposible. Tu tía avisó
que vendría a recogerte personalmente pasado mañana para
regresar a Marbella. No ibas a conocer a ese hombre hasta que
cumplieras los dieciocho dentro de dos semanas.
—Yo… —Ella se deslizó al suelo y se cubrió el rostro.
—Está bien. Tranquila. Llámala y pregúntale qué sucede.
—Presionando el botón de encendido, tracé el símbolo que
usaba como código de acceso. Busqué el contacto de su tía,
marqué y esperé a que sonara el primer timbre antes de
aplastar el móvil contra la oreja de Anya.
Pasaron varios segundos antes de que sacudiera frenética
la cabeza.
—¡No lo coge! ¡Tess, no lo coge!
—Respira. Concéntrate en respirar. Voy a averiguar qué es
lo que ocurre. Enciérrate aquí y no salgas. No dejaremos que
te lleven con ellos. Si tenemos que adelantar nuestros planes,
lo haremos. Los pasaportes falsos y el dinero están escondidos
en el interior de mi almohada. Ni siquiera tienes que regresar a
tu cuarto y, mientras permanezcas en el mío, nadie sabrá si
estás o si ya te has largado.
—Tess… —Anya apenas pudo hablar en su intento
desesperado por seguir insuflando aire a sus pulmones.
—Todo saldrá bien. Deja que me encargue de ellos.
—Saben… He visto… el mensaje.
—Olvídalo, no saben nada. Dame el móvil, me lo llevaré y
les diré que te lo dejaste en la biblioteca y que te lo estoy
guardando. ¿Lo ves?, ya hemos encontrado la solución.
¿Dónde te han dicho que te esperarían?
—A… aparcamiento.
—De acuerdo. No salgas y escóndete en el armario o
debajo de la cama si eso te hace sentir más segura, ¿vale? Te
dejo mi móvil por si necesitas localizarme.
La abracé antes de marcharme, y antes de que se fijara en
que ella no era la única a la que le temblaban las manos. El
aparcamiento… Nada bueno podía salir de unos desconocidos
que te citaban al anochecer en un aparcamiento. Por algo era
un cliché que los asesinatos de las películas ocurriesen allí.
Probablemente debería haberme sentido aliviada de
localizar el oscuro Mercedes aparcado justo delante de la
puerta principal del instituto, aunque los dos gigantes con traje
de chaqueta negro, apostados ante el vehículo, consiguieron
que cualquier posible alivio se evaporara al verlos. Que por
sus manos y cuellos asomasen tatuajes de símbolos militares,
religiosos y calaveras, no ayudó a tranquilizarme tampoco.
Si aquellos tipos hubiesen sido personajes de dibujos
animados, habrían sido la versión humana de dos enormes y
aterradores bulldogs. Y no me refiero solo a sus anchos
hombros y a los gruesos brazos despegados del cuerpo por su
abultada musculatura, sino también a sus rostros y a la gélida
expresión en sus pupilas.
—Disculpen, ¿son los hombres que han venido a por Anya
Smirnova?
—Así es. Suba al coche, señorita Smirnova.
—Yo no… —Me detuve. Sabía que no podía ser una
buena decisión y, sin embargo, no los corregí en su suposición.
No podía permitir que fuesen a por Anya. Era mejor que fuese
yo la que lo solucionara—. No los conozco, como
comprenderán no puedo montarme con unos desconocidos.
—Nos ha enviado su prometido, el señor Dimitri Volkov.
Sonó un portazo, pero estaba tan acojonada que no me
atreví ni a comprobar quién se había bajado del coche.
—Debe de existir algún tipo de confusión. Volveré a
llamar a la señora Katerina Smir…
Mi mano fue automáticamente al lugar en el que sentí un
repentino pinchazo en el cuello, pero acabé cayendo con la
gravedad de mi propio peso mientras mi cabeza comenzó a dar
vueltas y mi vista a nublarse.
—Permítame que la ayude a montarse, señorita Smirnova
—dijo alguien con amabilidad, al tiempo que sus abultados
brazos me rodearon la cintura y me mantuvieron erguida—. Su
tía nos avisó de que esto podría ocurrir. No debe preocuparse,
no le sucederá nada. El señor Volkov la espera.
Aquellas fueron las últimas palabras que escuché antes de
que la oscuridad devorara mis pensamientos.
2
CAPÍTULO
Mi mente despertó mucho antes de que lo hiciera mi cuerpo, o
de que pudiese abrir los párpados. Mis extremidades se sentían
como si vistiese un grueso y apretado traje de buzo y mi
cabeza daba vueltas con un leve zumbido que me taponaba los
oídos. No fue hasta varios minutos después, mientras trataba
de discernir las voces masculinas que murmuraban en mi
cercanía, que me di cuenta de que el ruido de fondo no
provenía de mi cabeza.
Aparqué las palabras que sonaban a ruso, y de las que no
entendía ni papa, y, a falta de poder ver, me centré en mis otros
sentidos. Estaba tumbada, aunque lo bastante incorporada y
cómoda como para deducir que me encontraba en un sillón
reclinable. Lo que no comprendía era cómo había llegado
hasta allí y por qué no podía moverme. Lo último que
recordaba con relativa claridad era la conversación con Anya
en mi habitación. Habíamos discutido nuestros planes de
escape hasta que recibió un mensaje que la asustó. El resto
estaba borroso. ¿Lo hicimos? ¿Habíamos huido y estábamos
en el avión? Aquella explicación tenía sentido y esclarecía el
sonido y la extraña sensación, pero ¿por qué mi cuerpo no
respondía? ¿Ocurrió algo? ¿Nuestra huida había fracasado?
Mi memoria se anegó de las imágenes borrosas de un
Mercedes oscuro, hombres con traje y camiseta negra, rostros
sacados de una película de criminales… y un pinchazo.
¡Mierda! Di un bote tan brusco que de no haber tenido mis
músculos tan laxos me habría dejado sentada.
¿Y Anya? La idea de que pudiese haberle pasado algo me
atenazó el pecho. ¡Anya estaba aterrada! ¿Y si la habían
cogido?
—Ah, ya está despertando. Tome, beba. Ayudará. —El tipo
que me habló en inglés, con un marcado acento extranjero, me
acercó un diminuto objeto rígido a los labios. ¿Una pajita? —.
Solo es agua —añadió incitado por mi falta de reacción—.
Usted misma si no quiere. No soy su niñera.
Dudé apenas una milésima de segundo. Con la lengua
estropajosa y la cabeza girándome como un tiovivo, abrí la
boca y atrapé la pajita antes de que pudiese retirarla. ¿Qué era
lo peor que podría ocurrir a aquellas alturas? ¿Que volviesen a
dormirme y que no me enterara de nada de lo que pasaba?
Gemí cuando el agua fresca inundó mi paladar y me bajó por
la garganta reseca arrastrando la impresión pastosa con ella.
—Ya está. —El hombre retiró la pajita—. Es normal que
experimente náuseas al inicio. Es preferible que no abuse de
líquidos hasta que vaya controlándolo. Le dejaré el vaso en la
mesita.
Mis párpados aletearon y se entreabrieron, no obstante, el
coloso que me acababa de dar de beber me ignoró dándome la
espalda. Regresó con sus tres compañeros al otro lado del
avión y retomó su charla con ellos sin que les importase mi
presencia.
¡Avión! Mis ojos se abrieron un poco más. ¡Me habían
secuestrado y metido en un avión!
—¿A…? ¿A dónde me llevan? —mi voz fue poco más que
un graznido chillón.
El tipo corpulento que me había atendido me miró.
—Con Dimitri Volkov, tal y como la informamos al
recogerla, señorita Smirnova. Soy Ravil Sokolov, segundo al
mando de su prometido.
—¡No pueden hacerlo! ¡Se han equivocado de persona! —
Intenté incorporarme, pero lo único que logré fue sacudirme
frenética en el sillón—.Tienen que llevarme de regreso ahora
mismo.
Uno de ellos, un chico que podría tener un par de años más
que yo, carcajeó con una mofa cargada de crueldad ajeno a la
mirada letal de Ravil Sokolov. Los otros dos tipos le echaron
una ojeada y apartaron la vista.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Yuri? —Incluso yo,
sin conocerlo, reconocí el peligro inherente que conllevaba la
calma extrema de Ravil Sokolov.
—¿En serio no te lo imaginas, Sokolov? Esa puta de los
Smirnov nos toma por tontos. Es como el resto de su maldita
familia, que se cree muy lista, pero en el fondo no son más que
unos patéticos cobardes mentirosos. ¿Por qué, si no? ¿A ti no
te parece graciosa la excusa tan ridícula que ha puesto la
niñata? Hasta nos ha exigido que le demos la vuelta al avión,
ni que fuese un taxi. —Yuri me lanzó una mirada y sus labios
se fruncieron con desprecio—. Deberíamos quitarle trabajo de
en medio al jefe mostrándole su sitio. Un rato de rodillas y a
cuatro patas y, cuando lleguemos, la ramera habrá aprendido a
abrir la boca solo cuando se le ordene.
¡Oh, Dios! ¿Acababa de proponerles a los demás que me
violasen hasta someterme? Aterrada le eché un vistazo a
Sokolov para comprobar su reacción. En el rostro del hombre
no se movió ningún músculo.
—A ver si lo he entendido bien. ¿Consideras que la
prometida del jefe es una puta y una niñata mentirosa a la que
deberíamos darle una lección follándola hasta quebrarla? ¿Es
eso? —preguntó Sokolov con una voz igual de carente de
emociones que su rostro.
Se me escapó un sollozo. Por más que intentaba mover las
piernas lo único que conseguía era arrastrar los pies unos
centímetros. Si venían a por mí, no iba a poder defenderme.
—¡Mírala! —Los ojos de Yuri me recorrieron de arriba
abajo con una mueca de desprecio—. ¿Has visto esa faldita y
cómo se le estira la blusa en las tetas? Va vestida para
provocar. Está pidiendo a voces que alguien le enseñe su lugar.
¿Iba vestida para provocar? ¿Yo? Me habría reído de haber
podido. ¡Era mi jodido uniforme escolar! Nos obligaban a
vestir así y, además, iba a un instituto femenino. ¿A quién se
suponía que iba a seducir? ¿Al gato de la directora? Si no
hubiera tenido aquel enorme nudo en la garganta, se lo habría
gritado hasta hacerle estallar los tímpanos.
—¿Eso es lo que crees? —El semblante impasible de
Sokolov logró que la risa de Joker de Yuri se sofocara. De
hecho, se quedó tan sobrio que hasta palideció.
Incorporándose en su asiento, se echó tan atrás que parecía que
trataba de atravesar el respaldo para fundirse con él.
—¿Sokolov? Vamos, Sokolov, es una broma. Ni siquiera
Dimitri está seguro aún de si va a casarse con ella o no, se lo
comentó él mismo a Johnson cuando se lo preguntó en la
reunión. ¿Te acuerdas?
Sokolov chasqueó los dedos. Una asistente de vuelo
apareció con una agradable sonrisa, ajena a la tensión. ¿Si le
pedía ayuda, me la daría? ¿Me defendería si presenciara a
aquellos hombres forzándome? Algo me advertía que no me
hiciera ilusiones.
—Necesito una almohada. —No era una petición, más
bien una orden. Una que dejaba claro que Sokolov estaba
acostumbrado a exigir.
Mi corazón amenazó con saltarme del pecho. ¡Iban a
hacerlo! ¡Iban a violarme! ¡No, no, no…!
—Por supuesto, señor Sokolov, se la traigo enseguida.
Ninguno de ellos abrió la boca a lo largo de los cuarenta
segundos que tardó la azafata en regresar, y lo único que
conseguí hacer en ese intervalo fue sollozar impotente.
Aquella no era la manera en la que esperé que iba a acabar
aquel día. Debía de haber sido mi última noche en el
internado, la celebración de nuestra libertad. La mía y la de
Anya. El fin de una etapa y el inicio de una nueva llena de
aventuras y diversión en la que perseguiríamos nuestros
sueños.
—Gracias. —Sokolov se levantó y le entregó la almohada
a Yuri—. Toma, sujétate esto contra la cara.
Mi respiración se detuvo. Parpadeé. ¿Qué estaba pasando?
—Sokolov, en serio, hombre, te digo que solo era de
guasa, no es para que te pongas así. Dimitri seguro que… —
cada palabra del chico salía más y más precipitada y aguda que
la anterior.
—Señor Volkov para ti. Has insultado a la actual
prometida de tu jefe, has querido poner tus sucias manos sobre
su propiedad y has incitado al resto de los hombres a
sublevarse y a romper su pacto de lealtad al Pakhan. Si te
hubieses limitado a ofenderla, podría haberme conformado
con cortarte la lengua, pero te has excedido. —Solokov
cabeceó decepcionado—. No mereces ser un hermano. Ahora
tendré que ser el que le explique a tu madre por qué su único
hijo ha muerto arrastrando el buen nombre de su familia por el
fango.
—Sokolov, no, no lo hagas, de verdad, lo siento, déjame
demostrarte que lo siento… —Cualquier semblanza de valor
del joven había quedado sustituida por puro pánico—. Mi
padre, piensa en él y en todo lo que sacrificó por la
hermandad.
Observé la escena con los ojos abiertos por el horror.
—Me temo que las cosas no son tan sencillas. Tuviste
tiempo de aprenderlo, Yuri. —La infinita paciencia de Sokolov
no vaciló—. La herencia de tu padre te abrió las puertas a la
hermandad, pero no es suficiente para cubrir una traición.
—No, no…
Sin inmutarse por los inútiles intentos del chico por
salvarse, Sokolov le apretó la almohada en la cara, se sacó una
pistola de la espalda y…
¡Boom!
Parpadeé.
Esperé.
Uno…
Dos…
Tres…
De un momento a otro iban a ponerse a reír y a darse
palmadas en el hombro por la excelente actuación, ¿verdad?
Sokolov se guardó la pistola y, tras hacerle una señal a los
otros, dejó la almohada en el regazo de su víctima y se apartó,
dejando vía libre a la visión del rostro de Yuri, en cuya frente
se dibujaba una estrella desgarrada y rodeada por un círculo
negro con un agujero en el interior del que manaba sangre.
Paralizada e incapaz de proferir ni el más mínimo sonido,
contemplé a los hombres moverse como una máquina bien
engrasada. Le colocaron una toalla sobre la herida, le
cubrieron la cabeza con una bolsa de basura y se la sujetaron
con cinta adhesiva, luego se llevaron el cadáver a la parte
trasera del avión.
Incluso la azafata, con un paño y un producto que apestaba
a lejía, frotó las manchas de sangre que ensuciaban el
apoyabrazos sin poner siquiera una mueca.
Era todo tan surrealista que me costaba aceptar que no
fuera un producto de mi imaginación.
Por el ademán sosegado de Sokolov al sentarse frente a mí
con los brazos apoyados sobre las rodillas, cualquiera habría
pensado que acababa de doblar el periódico tras leer la
predicción meteorológica, en vez de matar a uno de sus
compañeros. Fue en ese instante en el que comencé a temblar
con un sudor frío y me preparé para lo peor.
—Comprendo que esté asustada, señorita Smirnova, en
especial tras este pequeño incidente, pero pronto será una
Volkov. Puede confiar en que la protegeremos con nuestras
vidas y que está a salvo con nosotros mientras no traicione al
señor Dimitri.
—¿Es por eso por lo que ha matado a ese chico? —musité
con un sollozo reseco—. ¿Para demostrarme de lo que son
capaces?
—Yuri ha recibido el castigo que se merecía. —No había
arrepentimiento ni tristeza en Sokolov. Hablaba como si aquel
fuese su día a día—. En nuestro mundo las ofensas son como
las bolas de nieve que ruedan montaña abajo. Si no se hace
nada por detenerlas, se vuelven tan grandes y peligrosas que
pueden devastar hogares y familias enteras. Es algo que
ninguno de nosotros quiere. Por ello es preferible un ejemplo a
tiempo que cien lamentaciones a destiempo. Yuri se creyó por
encima de nuestras normas y eso fue lo que determinó su fin.
Mi paladar estaba tan reseco que mi lengua se tornó
pastosa y torpe al hablar. ¿Qué podía hacer en ese momento?
Si le confesaba que yo no era Anya, podría acabar como el
pobre Yuri, pero si seguía haciéndome pasar por ella, tarde o
temprano terminarían por descubrirlo y… ¡Dios! No podía ni
pensarlo.
—Quizá si llamase a Katerina Smirnova…
—Su tía nos avisó de que ha crecido sobreprotegida,
alejada de las realidades de la hermandad, y que le costaría
adaptarse a lo que le espera. Fue ella quien sugirió que la
drogáramos a fin de que no se hiciese daño durante el viaje.
Mi corazón dio un salto. ¿Qué clase de tía vendía a su
propia sobrina? ¿Y había dicho la hermandad? Lo había
repetido varias veces. ¿No era así como algunas mafias y
organizaciones criminales llamaban a sus miembros? ¡Dios!
¡Eso explicaba la facilidad con la que este hombre acababa de
asesinar a Yuri a sangre fría! La rabia de pensar que su tía
pudiera haber traicionado a Anya superó mi desesperación.
¿Era Anya consciente de que su familia pertenecía a una
organización de criminales?
—¿Entiende lo que trato de explicarle, señorita Smirnova?
—preguntó Sokolov con el mismo tono con el que se habría
acercado a un animal herido y asustado encontrado en mitad
de la carretera.
Seguía temblando aterrorizada, sin embargo, por muy
confuso e imposible que pareciera, también sentía una chispa
de agradecimiento. Seguía viva. Era cruel por mi parte, jamás
le habría pedido a nadie que asesinara a un chico por mí. Pero
si tenía que elegir entre que Yuri siguiera vivo y se saliera con
la suya, consiguiendo convencer a los demás de que me
violaran en grupo, mi elección era clara. Crispé los puños y me
obligué a enfrentarme a la mirada de Sokolov. Estaba en un
callejón sin salida.
—Perfectamente. Lo que me está explicando es que desde
este momento no tengo a nadie en el mundo excepto a Dimitri
Volkov. Que soy una niña consentida y que debo hacerme a la
idea de que a partir de ahora seré una esclava a su servicio, y
que no me conviene contradecir o enojar al señor Volkov. Y
supongo que tampoco a usted. ¿Hay alguien más a quién no
deba disgustar? Preferiría enterarme antes de que me metan un
tiro entre ceja y ceja por mi desconocimiento.
Comencé a estirar y encoger los dedos de las manos,
aliviada de recuperar mi movilidad y de tener algo con lo que
distraerme del precipicio al que estaba asomándome.
Sus labios se estiraron en una mueca deforme, que bien
podría haber sido una sonrisa. ¿Es que nadie le había enseñado
a ese hombre a sonreír en condiciones?
—Tengo la impresión de que su tía se confundió con usted
y que es menos asustadiza de lo que nos dio a entender. Estoy
seguro de que el señor Volkov se llevará una agradable
sorpresa.
—Le garantizo que estoy cagada de miedo, pero no creo
que sirva de mucho salir corriendo en un avión, y, a decir
verdad, sigo teniendo ganas de echar el hígado.
En esa ocasión Sokolov carcajeó por lo bajo y yo me
reajusté con debilidad en mi asiento.
—El valor no consiste en no tener miedo, sino en
enfrentarse a él. De cualquier manera, tiene razón en que los
Volkov somos la única familia que le queda a partir de hoy, y
sería bueno que lo recordase en el futuro. También ha acertado
en que no le interesa enfadar a Dimitri. En cuanto al resto, ha
sacado la información de contexto y la ha exagerado bastante.
Nadie le causará daño alguno sin el expreso consentimiento de
su prometido. —Sokolov titubeó brevemente—. Aunque es
cierto que una buena parte de los hermanos son fáciles de
irritar y que no cuesta demasiado hacernos perder los estribos,
de modo que sería prudente que aprendiese a echar los frenos a
tiempo. Por lo demás, como la posesión más preciada de
Dimitri, diría que posee casi más poder sobre nosotros que
nosotros mismos.
Resoplé ante aquella estupidez. ¡Me tenían secuestrada!
Además, bastaba echarles un vistazo a las duras facciones de
aquellos tipos. Ninguno de ellos consentiría que una chica
como yo lo pusiera en su lugar. Puede que estuviesen
obligados a hacer de niñeras conmigo, pero de ahí a lo que
había insinuado Sokolov existía un trecho. Archivé la
información de que él y los otros se consideraban Volkovs,
para analizarlo más adelante.
—¿Eso significa que puedo llamarlo S.? —pregunté con
sarcasmo. Más por incitarlo a contradecirse que por probar mi
supuesta autoridad sobre él.
La ceja masculina se arqueó con más gracia de la que
habría esperado de un matón como él.
—Si es eso lo que desea, printsessa.
Apreté los labios. Era lo más alejado que había de una
princesa, aunque él no necesitaba saberlo. Mientras menos
averiguara sobre mí, mejor.
—¿Considera que, por ser joven y haber crecido protegida,
tengo el nivel de inteligencia de un avestruz?
—¿Los avestruces son tontos?
—Ante una amenaza esconden la cabeza en el suelo y
cierran los ojos pensando que son invisibles. ¿Usted qué cree?
—repliqué, pasando por alto su aparente diversión.
—Que usted, definitivamente, no es un avestruz. —
Sokolov se echó atrás en el sillón con un brillo en sus pupilas
que podría haberse confundido con curiosidad—. Entiendo
que quiere dejarme claro que tiene una inteligencia que supera
a la de uno de esos pajarracos. La pregunta es: ¿por qué?
—Porque ambos sabemos que ninguno de sus hombres
respetará a una mujer y mucho menos a una de mi edad.
Sokolov se frotó la barbilla.
—Es posible que tenga razón, aunque, ¿quién sabe? Quizá
con el tiempo acabe por sorprendernos a todos.
—Bien, en ese caso, cruzaré los dedos para sobrevivir el
tiempo suficiente y ser testigo de ese milagro.
Las comisuras de sus labios se movieron con un ligero tic.
Esa vez, sin embargo, consiguió controlar su expresión de
humor.
—Mientras cruzamos los dedos, le pediré algo de comer.
La ayudará a sentirse mejor. Cuando lo haga, podrá darse una
ducha y cambiarse de ropa. Aterrizaremos en
aproximadamente cinco horas. Estoy convencido de que
querrá causar una buena impresión a su prometido —afirmó
levantándose del asiento.
Me invadió el pánico. Anya me había dicho que jamás se
había encontrado con Dimitri en persona, pero eso no
significaba que su familia jamás le hubiese enviado alguna
foto, o que él la hubiera investigado por internet, al igual que
nosotras lo habíamos hecho con él.
¿Aceptaría mi explicación cuando se diese cuenta de que
yo no era su prometida?
—¡Sokolov! —lo retuve antes de que pudiera irse con sus
compañeros, que no habían cesado de observarnos curiosos
desde que regresaron de su tarea.
—¿Printsessa?
—Necesito un curso exprés sobre cómo moverme por su
mundo sin que me maten en las primeras veinticuatro horas.
Sokolov frunció el ceño y, por varios largos segundos,
pensé que terminaría por negarse.
—¿Qué es lo que desea saber?
—¿Qué querría que supiera su hija si alguien la soltase en
el patio trasero de Dimitri Volkov?
La diversión que esperé que asomara en sus ojos no llegó.
Echó un vistazo sobre el hombro a sus hombres y pareció
tomar una decisión.
—¿Sabe jugar al póker?
—Si es Texas Holdem o una de las otras variantes
comunes, sí. Y si me deja dinero, es probable que pueda
devolverle el préstamo después de un par de manos. Si es
alguna versión rusa poco habitual, supongo que con verla una
o dos veces conseguiré cogerle el truco.
Las cejas de Sokolov se alzaron y, por una vez, supe que
de verdad lo había pillado desprevenido.
—¿En los colegios de señoritas ahora hay clases de
especialización de póker?
Vacilé. ¿Cuánto me convenía revelarle? Decidí tirarme de
cabeza sin mostrar mis bazas.
—No, pero se me dan genial las matemáticas. Y las
vacaciones encerrada a solas en un internado resultan tan
solitarias como aburridas, a menos que te busques un hobby.
El póker era uno que me permitía sufragar mis gastos.
Por como me miró en silencio, llegué a pensar que había
metido la pata y que le había revelado demasiado sobre mí
misma. Finalmente Sokolov asintió.
—Coma y pondremos a prueba sus habilidades.
—¿Y lo que necesito para sobrevivir?
—Si es cierto que domina el póker, ya dispone de más
habilidades de supervivencia de las que tienen la mayoría de
los hermanos que se inician con nosotros.
3
CAPÍTULO
Calificar la enorme mansión de Dimitri Volkov como
imponente era, en el mejor de los casos, quedarse corta. Era
tan inmensa que requería un mapa que ayudase a recorrer el
laberinto de pasillos, o al menos me hacía falta a mí, que para
las direcciones soy un desastre.
Las superficies en tonos dorados y marfil no solo eran la
norma en la decoración de aquel palacio, sino que estaban tan
pulidas e inmaculadas que me entraban ganas de pedir
prestado uno de esos trajes de buzo, que utilizan en los
laboratorios, con tal de no ensuciar nada si pisaba o rozaba
algo sin querer. Luego estaban los cuadros, los huevos
Fabergé, las estatuas, los jarrones chinos, los muebles de
diseño entremezclados con aquellos otros que parecían
sacados de un museo…
Bastaba una simple ojeada para confirmar que a Dimitri le
salía rentable su actividad criminal, fuera la que fuese. No
importaba a cuál de mis sentidos recurría para formarme una
opinión sobre aquella casa. Vista, tacto, olfato o sencillo
sentido común. Todo olía, sabía y se sentía a dinero. Mucho
dinero.
Sin embargo, lo más soberbio de aquella mansión no era ni
el brillo iridiscente de las enormes lámparas de araña, ni la
suavidad de las antiguas alfombras persas o las amplias
vidrieras con vistas a los cuidados jardines, que se extendían
por kilómetros. Era la monumental puerta tallada en madera
con la cabeza de dos lobos ante la que se detuvo Sokolov tras
llevarme directamente hasta allí.
—¿Se encuentra bien? —indagó el hombre, ignorando a la
pareja de guardas enchaquetados, apostados como dos leones
chinos a cada lado de la entrada.
—¿Por qué tengo la sensación de que alguien me ha
metido en el cuento de Caperucita roja sin pedirme permiso?
—repliqué, secándome las palmas húmedas en la exigua
faldita a cuadros de mi uniforme.
—Podría ser una comparativa adecuada si tenemos en
cuenta que Volkov se traduce como lobo —reveló Sokolov,
con una expresión que no me proporcionó ninguna pista acerca
de si estaba hablando en serio o solo trataba de divertirse a mi
costa.
—Hay que joderse.
—Cuidado con ese vocabulario. Es mejor que lo evite ante
el señor Volkov. —Sokolov me dedicó una mirada penetrante,
que ayudó a reforzar sus palabras.
—Por supuesto. Le haré las preguntas establecidas —le
aseguré con más seriedad de la que sentía—. ¿Cómo eran?
¿Por qué tienes esos ojos tan grandes? ¿Por qué tienes esa
poll…? —Me interrumpí cuando mi guardián apretó los
labios, a pesar de que no había llegado a la parte de «tan
enana».
—El único motivo por el que el lobo consiguió engañar a
Caperucita fue porque la pilló desprevenida. Usted no es una
niñita con capa roja y tiene una pista de lo que le depara su
futuro. Lo que pase a partir de aquí dependerá de usted —
murmuró Sokolov tan bajo que me pregunté si estaba tratando
de avisarme sin que nadie se enterase.
—¿Sabías que en realidad el cuento de Caperucita es una
llamada de atención a las jóvenes inocentes? Su objetivo es
advertirles que no se dejen embaucar por las intenciones
lujuriosas de los hombres perversos y, en especial, de los
desconocidos.
Sokolov me contempló como si acabasen de crecerme
cuernos.
—¿Siempre que se pone nerviosa se pone a farfullar
sinsentidos?
—No necesariamente sinsentidos. Lo que he dicho es
cierto, pero sí, hablar es mi forma de enfrentarme al pánico.
Por cierto, ¿a qué viene hablarme de nuevo de usted, S.? Ya
hace horas que pasamos a otro nivel de confianza —mascullé
en un intento por disimular la debilidad en mis piernas o el
temblor en mis manos.
—No podemos hacerlo esperar más, printsessa. Es hora de
entrar.
Volví a secarme las palmas en la falda. ¿Cuántas veces lo
había hecho ya? Puede que, después de todo, hubiese sido
mala idea volver a ponerme el uniforme del instituto en lugar
del elegante traje chaqueta de Anya, que Sokolov me dejó en
el baño del avión. Claro que, por mucho que hubiese querido,
mis caderas seguían siendo bastante más anchas que las de mi
compañera, y mis pechos una talla más grande. Suponiendo
que hubiese conseguido meterme a presión, habría estado
ridícula.
La verdad era que ni siquiera me lo había probado. Poca
era la ropa de mi mejor amiga que me estuviera bien. ¡Ojalá lo
hubiese hecho! ¡La de veces que me habría aprovechado de
ello! En fin, ya no venía a cuento. Además, ¿quiénes se creían
que eran estos tipos diciéndome cómo debía vestir? Estábamos
en el siglo XXI, por el amor de Dios. Si Dimitri o sus hombres
pensaban que les iba a resultar fácil doblegarme a sus
caprichos, iban de culo. O por lo menos eso fue de lo que
intenté convencerme, hasta que tuve que enfrentarme a un jefe
de una organización criminal vestida de colegiala.
Sokolov llamó a la puerta y mi tiempo llegó a su fin. Solo
podía cruzar los dedos para que no lo hiciera también mi vida.
—¡Vkhodite! —la voz que sonó distraída desde el interior
me puso el vello de punta. Estaba segura de que jamás ganaría
tanto dinero como lo hacía siendo un criminal, pero si ese que
hablaba era Dimitri Volkov, entonces, podría muy bien trabajar
en una emisora de radio como doblador de películas, o hasta
en una línea erótica, si alguna vez decidía jubilarse de sus
actividades ilegales.
Sokolov me precedió en la entrada al enorme despacho.
—La señorita Anya Smirnova se encuentra aquí.
Fue una suerte que mi anfitrión no se dignase a hacer más
que un gesto de indiferencia mientras seguía discutiendo con
alguien por teléfono, porque, de haberme mirado, me habría
pescado a punto de atrapar una mosca con la boca abierta y los
ojos desencajados. No es que no lo hubiera visto antes en
imágenes por Google, ya fuese de la prensa sensacionalista o
en el Instagram de la famosísima modelo Natalia Snigir,
pero… ¡Jodeeerrr!
No solo era mucho más alto de lo que me esperaba, sino
que las fotos en las redes no le hacían justicia. Con su
mandíbula definida, su perfecta barba de tres días y un cabello
negro ligeramente ondulado, que brillaba como la seda, era
igual o más guapo en persona. Podría haber sido el
protagonista de una película de acción o una de esas de espías
en las que el protagonista siempre iba elegantísimo y
compuesto. La única diferencia que existía era que, en vez del
bueno, era el malo malísimo y… Corrección, ¿en qué estaba
pensando? Dimitri Volkov tendría que haber hecho el papel de
protagonista en la serie Lucifer. Era más atractivo que Tom
Ellis, más sexi, más peligroso y más… de todo. Hasta el traje
chaqueta le sentaba mejor, lo que ya decía mucho.
Me tomó los restos de mi escasa fuerza de voluntad el
recordarme que, guapo o no, también era un criminal, puede
que un asesino y el culpable de mi actual situación. Fueron los
tatuajes en sus dedos y manos los que me sacaron de mi
trance. Dimitri Volkov era mucho más de lo que aparentaba a
simple vista, y sospechaba que no se trataba solo de su cuerpo.
Cuando al fin me dirigió la mirada, sin interrumpir su
conversación en lo que parecía chino o japonés, mi mandíbula
ya se encontraba de nuevo encajada en su sitio y había sido
capaz de unir mis manos con aparente modestia en el frontal,
mientras aguardaba a que se dignase a concederme su
atención.
Cuando la trayectoria de sus ojos cayó sobre mi faldita,
que como de costumbre llevaba enrollada en la cintura para no
parecer una alumna de un colegio de monjas, y luego ascendió
hasta la altura de mi escote, donde mi blusa se estiraba
alrededor de mis pechos gracias a los muffins y tarrinas de
helado que Anya conseguía de contrabando, a pesar de que
entre semana jamás los probaba a causa de su eterna dieta,
estuve tentada de señalarle a mi falso prometido que mi cara se
situaba una cuarta más arriba de donde descansaba su mirada.
Sokolov cabeceó en advertencia. Tragué saliva. Era el
mismo gesto que le había hecho al chico que esperaba a los
pies del avión, cuando el viento revoloteó mi falda al
descender por la escalera. La cosa no acabó nada bien para el
pobre. Claro que había sido el propio Sokolov el que le
propinó un par de certeros puñetazos, que le dejaron los ojos
como un par de ciruelas maduras.
Dimitri continuó con su escrutinio hasta mi rostro sin la
necesidad de que yo le soltase ningún comentario borde. De
sopetón se detuvo y, sin siquiera despedirse, le colgó a la
persona con la que hablaba y lanzó el móvil con descuido
sobre el escritorio.
—¿Anya Smirnova? —sonaba más a constatación que a
pregunta, aunque era difícil de asegurar con certeza. Usaba ese
tipo de tono carente de emociones que era imposible de
interpretar, en especial con aquel distintivo acento ruso, algo
más suave que el de sus hombres, que me distraía de sus
palabras.
Le eché un vistazo inseguro a Sokolov. Era la oportunidad
de aclarar la situación y explicarle que los secuestradores que
envió se habían confundido de persona. La cuestión era cómo
se lo iban a tomar. ¿Valía la pena arriesgarse?
—Esa es la que me han dicho que soy. —Me decidí por el
camino del medio. Al menos no era una mentira.
Los ojos de Dimitri se entrecerraron. ¡Mierda! ¿Se había
dado cuenta de que yo no era Anya y me había puesto una
trampa? ¿Tal vez porque mi acento era español en vez de ruso?
Anya tampoco tenía acento, por eso no había caído en el
detalle. Ya era demasiado tarde para corregirlo, sin contar que
mis conocimientos del idioma se limitaban a algunas
palabrotas, saludos y cuatro palabras de cortesía, que Anya
solía usar cuando hablaba con su tía. Me mantuve rígida y le
mantuve la mirada, aunque del esfuerzo comencé a sudar.
Pasaron dos segundos, tres. Mi corazón retumbaba con
más fuerza que la manilla del reloj de pared. Era imposible
que él no lo escuchara. Finalmente ocupó su sillón de
escritorio, unió las yemas de los dedos de ambas manos y me
estudió con una mirada que parecía querer taladrarme el
cráneo para inspeccionarme por dentro. ¿Sus ojos eran de
color azul o verde? Era difícil de determinar.
—Me han informado que, incluso antes de que pisaras
tierra, hiciste que perdiera a un hombre por ti y que, nada más
aterrizar, otro ha quedado inutilizado durante varios días.
—¿Perdón? —Lo miré incrédula—. Eso es una broma,
¿verdad?
Estaba tan alucinada que me olvidé de mi propósito de
comportarme con la fría madurez con la que había pretendido
ganarme su confianza para luego escapar, cuando menos se lo
esperase.
—Siempre hablo en serio, ¿por qué no iba a hacerlo ahora?
—preguntó Dimitri sin inmutarse.
—Estaba drogada y apenas podía moverme. ¿Cómo podría
tener la culpa de lo que ha sucedido? S. es testigo. —Me giré
hacia Sokolov—. Díselo.
Dimitri arqueó una ceja y nos observó a ambos con
curiosidad.
—¿S.?
Encogí los hombros.
—Tiene un nombre demasiado largo. Sería ridículo que lo
llamase Soko, Kolo o Lov, esos diminutivos no le pegan. Y si
los demás no lo llaman Ravil, algún motivo tendrán, ¿no?
—Y bien, S., ¿es cierta la inocencia que alega? —la calma
de su voz no podía disimular la amenaza que ocultaba.
Sokolov le devolvió una ceja arqueada.
—No —contestó el hombre con idéntico sosiego.
—¿Qué? —me giré ofuscada hacia Sokolov—, ¡fuiste tú
quien le pegó un tiro a Yuri! ¿No tratarás de hacerle creer
ahora a tu jefe que me encontré una pistola detrás de la oreja y
me puse a jugar a pistoleros e indios a cinco mil pies de altura?
—Para ser exactos, volábamos a unos cuarenta mil pies —
me corrigió Sokolov como si estuviésemos hablando del
tiempo.
—Lo que sea. —Rechiné los dientes cruzando los brazos
sobre el pecho—. Lo mataste tú.
—Porque usted lo hizo reír.
—No lo mataste por reír, sino porque insultó a Dimitri a
través de mí y porque tenía intención de violarme.
Los ojos de Dimitri se entrecerraron, pero estaba
demasiado pendiente de Sokolov como para entretenerme en
analizar qué era lo que significaba.
—Jamás habría ocurrido si no lo hubiese hecho reír, y yo
no hubiera tenido que preguntarle por qué se estaba riendo.
¿Habían vuelto a chutarme con algún tipo de droga? Un
alucinógeno era lo único que podría explicar por qué un
gigante de metro noventa y pico, con el cuerpo de un armario
empotrado y la cara de pitbull enfadado, podría estar soltando
una sandez digna de Groucho Marx.
—No es precisamente como si le hubiese estado contando
un chiste. Se rio a mi costa, no porque yo quisiera hacerlo reír
—me defendí mientras trataba de entender qué era lo que
sucedía.
¿Sería muy embarazoso que me diese un pellizco ante ellos
para comprobar si estaba despierta?
—¿Qué fue lo que hiciste para provocar su risa? —Casi
me había olvidado de la presencia de Dimitri.
Titubeé. Recordé las lecciones de Sokolov durante la
partida de póker. De mi respuesta dependería la de Dimitri. El
estúpido de Yuri se rio de mí porque intenté explicarles que se
habían equivocado de rehén. Podía contarle eso mismo, pero
¿qué pasaría si Dimitri me tomaba más en serio que sus
hombres? Dudé que a aquellas alturas me conviniese que
descubrieran que yo no era la princesa mafiosa con la que me
habían confundido.
Irían a por Anya si le confesaba la verdad, eso lo tenía
claro, pero aparte empezaba a plantearme cómo le sentaría a
Dimitri que su organización se convirtiese en el hazmerreír de
los bajos fondos. Al fin y al cabo, fueron sus hombres los
inútiles que no se aseguraron de atrapar a la chica correcta, y
por la que habían hecho un vuelo intercontinental, y, según
Anya, la imagen que proyectaban significaba todo en el
mundo de estos tipos.
—No lo recuerdo, imagino que algo acerca de que no
quería venir —murmuré sin atreverme a mirar a ninguno de
los dos.
—¿No querías venir? —Dimitri alzó ambas cejas como si
le intrigase mi respuesta—. ¿Por qué?
Genial. ¿Qué podía contestar que no me incriminase?
En vez de responderle, debería haber puesto una de esas
sonrisitas tontas que la señora Gertrudis se obstinaba en
hacernos ensayar durante la hora entera que duraba su clase de
etiqueta para señoritas y haber cerrado el pico, antes de acabar
metiéndome en terreno pantanoso.
¿Fue eso lo que hice?
Claro que no.
No habría sido yo si no me hubiese puesto a largar
idioteces sin parar.
—Mira, no te ofendas. Eres guapo, poderoso, por tu
mansión deduzco que jodidamente rico y todo lo que quieras
añadirle a esa lista que le hace derretir las bragas a media
población femenina de la ciudad, perdón, de América…
bueno, del universo conocido, pero también te dedicas a
actividades… Eh… No exactamente legales, y eres unos
cuantos añitos mayor que yo. No es que ser un viejo o un
criminal ruso tengan nada de malo, además, los años te sientan
genial. —¡Tess, por Dios, cierra el pico!—. Bueno, lo de ruso
y criminal sí que lo tienes, no vamos a engañarnos, ¿verdad?
Pero tengo ocho años menos que tú y acabo de pasar media
vida recluida en un puñetero internado de señoritas…
—En el que, por lo que compruebo, no han logrado
quitarte la costumbre de soltar tacos e insultos —observó
Dimitri con sequedad.
—Sí, bueno, eso es otra historia. Pero creo que captas la
idea. Nada de chicos ni fiestas ni bailes sin vigilantes carcas,
ni alcohol ni diversión. —Usé mis dedos para puntualizar cada
uno de ellos—. ¿En serio esperas que salte de felicidad,
porque tú y mi familia tratéis de obligarme a pasar el resto de
mis días atada a un vejestorio que va a querer controlarme y
fastidiarme la juventud? ¡Joder! Si hasta sin conocerte, ya me
has robado mi baile de fin de curso, con la ilusión que me
hacía.
—Pues sí, que muestres felicidad es justo lo que espero —
su rotunda respuesta me llegó antes de que mi cerebro pudiese
trazar un plan de contingencias para contrarrestar las acciones
de mi lengua suelta.
¿La droga que me habían dado antes tenía suero de la
verdad? Gemí para mis adentros. No es que no soltara
idioteces cada vez que estaba en medio de una situación
estresante, pero a este paso iba a acabar como el pobre Yuri.
—¿En serio? —¿Si fingía ser una pija tonta pasaría por
alto que acababa de atacarle el ego? Abrí mis ojos de par en
par—. ¿Tú estarías feliz de estar en mi lugar?
—¿Te refieres a viva, protegida, en un entorno más que
confortable, con el que la mayor parte de la población solo
puede soñar, y al lado de alguien capaz de ofrecerte estabilidad
y respeto? Sí, créeme, sabría apreciarlo. Y por cierto —Dimitri
me apuntilló con su mirada—, no soy un vejestorio. —Y ahí
estaba su ego herido. ¡Vaya forma de meter la pata, nena!—.
Ocho años de diferencia no son un mundo y tampoco es como
si pudieses ser mi hija. Sin contar que, cuando estemos
casados, aprenderás a apreciar la experiencia que me han dado
esos años. Los Smirnov podrían haberte elegido un marido
bastante peor que yo.
—Ya —solté con sequedad. ¿Se creía que me chupaba el
dedo y que iba a tragarme tanta palabrería sin más?—. ¿Y ese
respeto significa que dejarás a Natalia Snigir? ¿O solo que te
conformarás con ocultarla un poco mejor?
La expresión en su rostro delató que, o no había esperado
que supiera de sus escarceos con la famosa modelo lituana, o
que no esperaba que sacase el tema en nuestro primer
encuentro. La sorpresa pronto dio paso a una mirada helada.
—¿Quién te ha hablado de Nati?
—Dije que no había chicos en el instituto, no que no
tuviésemos internet. Estamos en el siglo XXI y tu forma de
adquirir experiencia —puntualicé con los dedos— no ha sido
exactamente discreta.
La fina línea en la que apretó los labios dejó claro que no
apreciaba mi capacidad de extraer información de internet, o
puede que mi maldita manía por responder.
—No tienes que preocuparte de Nati —masculló Dimitri
tamborileando irritado los dedos sobre el escritorio.
—¿Ni de las otras? —continué sin poder retenerme.
¡Dichosos nervios!—. ¿Llevas siquiera la cuenta de cuántas
han sido?
—Si lo que quieres es un baile, tendrás uno. —Dimitri
ignoró mi provocación con indiferencia—. El alcohol está ahí
en ese mueble. Bebe lo que te dé la gana, siempre que no me
avergüences ante invitados y que no formes escándalos por la
casa. También te agradecería que evitaras vomitar encima de
las alfombras o el mobiliario. Me desagrada el hedor.
¡Uhmmm! ¿Pensaba que por beber una copa iba a
convertirme en una alcohólica? Menos mal que había dicho
vomitar y no hacer mis necesidades. Cualquiera diría que me
había confundido con un chucho molesto y sin entrenar al que
no le había quedado más remedio que adoptar.
—No lo entiendo. ¿Por qué, con la cantidad de mujeres
que se tiran a tus pies, no te casas con una de ellas? —inquirí
con sinceridad—. ¿Por qué conformarte con alguien que,
definitivamente, no es lo que quieres para ti?
—¿Alguien que, definitivamente, no es lo que quiero para
mí? —repitió despacio, con una chispa divertida en sus pupilas
—. ¿Podrías ser más específica?
—Alguien demasiado joven, sin experiencia, que solo se
casará contigo por una estúpida obligación familiar y que
carece de cualquier atributo significativo para ofrecerte. ¡Ah!
Y castaña y sencilla, cuando por lo que he comprobado, lo que
te van son las rubias sofisticadas.
—Mmm, ves, ahí es donde te equivocas. Haces
demasiadas asunciones.
—¿Ah, sí? —Mi corazón dio un salto. ¿En serio a un
hombre como Dimitri Volkov podría interesarle alguien como
yo? No es que debiera importarme, pero mi cerebro no parecía
entenderlo por la forma en la que mi cuerpo se puso en alerta.
—Tienes algo que ofrecerme, algo que ninguna de las otras
puede darme.
—¿Y eso sería…? —Solo me quedaba rezar por que no se
fijase en que había dejado de respirar.
—Un matrimonio que me vinculará con la familia que
puede abrirme el mercado mediterráneo a través de España y
Marruecos.
Me clavé las uñas en las palmas en un intento por
distraerme de la humillación. Si había tenido mis dudas sobre
cuán poco valía para él, acababa de dejármelo claro. Desde
luego, no fue algo que pudiese haber adivinado de antemano,
aunque, si era sincera, yo tampoco era precisamente quien él
creía que era.
Solo por joderlo, debería haberle ofrecido firmar el
contrato de matrimonio en aquel mismo instante. Seguro que
valía la pena ver su semblante cuando descubriera que la pobre
Teresa Velázquez no tenía nada que ver con la riquísima e
influyente heredera con la que estaba destinado a casarse.
—Genial. En ese caso, preparemos la boda antes de que
cambies de opinión o alguna de tus fulanas consiga
emborracharte y ponerte un anillo en el dedo —espeté azuzada
por mi amor propio. Lo cierto era que no tenía nada en contra
de las mujeres que disfrutaban de su sexualidad ni tampoco de
las que usaban su cuerpo para sacarles el dinero a los
imbéciles ricos como él, pero sentía la irrevocable necesidad
de devolverle parte del insulto que me había lanzado—. No
queremos que la razón por la que al fin te condenen a la cárcel,
de entre todos los motivos plausibles, sea por bigamia,
¿verdad?
Si la puya le llegó, no lo reflejó. ¡Mecachis!
—Primero, no suelo emborracharme. —Dimitri me dedicó
una mirada de condescendencia que le habría puesto los vellos
como escarpias hasta al más pintado—. Segundo, tengo
excelentes abogados a mi disposición. Estoy convencido de
que encontrarían una forma de justificar la bigamia. Y de no
ser así, siempre puedo convertirme en un viudo.
Tragué saliva.
—Bien, lo que sea. ¿Puedo retirarme ya a mi habitación,
calabozo o lo que me tengáis reservado? Ha sido un día largo y
me gustaría descansar.
—No tan deprisa. Se te olvida tu castigo, querida.
4
CAPÍTULO
—Mi… mi… ¿qué?
Escruté la expresión imperturbable del hombre sentado tras
el escritorio, en busca de una señal que me revelase que sus
palabras habían sido una broma para desestabilizarme.
No encontré ninguna.
Sin aliento recé porque lo que fuera que le impulsó a decir
aquello fuese algún tipo de fetiche de Sugar Daddy, y no su
versión mafiosa de «te voy a encerrar en un sótano y
arrancarte los pezones porque has sido mala». Me recorrió un
escalofrío y mi estómago se encogió.
A ver, una pequeña dosis de morbo y perversión siempre
era bienvenida. Joder, era uno de los ingredientes que
formaban parte de mi relación ideal, si alguna vez salía viva de
aquel embrollo y encontraba a alguien de quien enamorarme.
Aunque dudaba mucho que criminal y morbo pudieran
escribirse sin peligro en una misma oración, a menos que
fuera: «el criminal mató al morbo». ¡Mierda! Hasta mi mente
se volaba cuando me acojonaba.
—Lo oíste a la perfección. Admito que has hecho una
llegada grandiosa. Mis hombres ya están hablando de ella y
apuesto que mis enemigos también. Seguro que se están riendo
de mí por comprometerme con una cría que no conoce su
lugar.
Estuve por corregirlo diciéndole que ya era una mujer,
pero no estaba segura de si, mantener mi dignidad,
compensaba recibir la versión adulta del castigo cuando podía
quedarme con la infantil.
—Apuesto a que no. Es imposible que nadie se ría de una
cara como la tuya.
¡Que alguien me meta un calcetín en la boca! Gemí para
mis adentros.
Sokolov tosió. No sé si para ocultar su risa o porque
acababa de atragantarse con su propia saliva. Dimitri pestañeó.
El tamborileo de sus dedos se saltó dos turnos y… Eso fue
todo. ¿Ya podía respirar aliviada?
—Estaba planteándome si debía pasar por alto que me
hayas costado un hombre e incapacitado temporalmente a otro.
Después de todo, acabas de llegar, aunque esperaba que
estuvieses mejor educada siendo una Smirnova. —¡Pero no lo
soy! El pánico me hizo sudar. Dimitri siguió hablando como si
no me hubiera visto abrir la boca con la intención de protestar
—. Sin embargo, lo que resulta imposible de obviar es tu
descarada falta de respeto hacia mi persona.
¡Tssss! No es falta de respeto, capullo, es estar cagada.
Pero sí, ahí me había dado.
—Yo… Escucha, no puedes castigarme porque un hombre
se riera de mí y otro se pusiese a mirarme las bragas cuando el
viento me levantó la falda.
—Mmm… ¿Eso crees?
¿Eran imaginaciones mías o el cabrón disfrutaba con la
situación? Mis ojos se abrieron cuando se levantó.
—No sería justo.
Con cada paso que él daba hacia mí, yo reculaba otro hasta
quedar atrapada contra la pared. ¿Me había parecido alto
antes? De cerca lo era aún más. No era tan corpulento como
Sokolov, pero, incluso con traje, quedaba claro que tenía un
cuerpo trabajado y atlético. Uno más que apto para infligir
daño si se lo proponía. Se detuvo a metro y medio de mí y me
estudió con las manos metidas en los bolsillos. Con la
respiración alterada, aguardé su sentencia.
—Es posible que tengas razón y que no sea del todo justo
—concedió con tersura, demasiada como para atreverme a
sentir esperanzas. Retomó su trayecto hacia mí—. Pero eso no
cambia que te hayas comportado como una malcriada y… —
Dimitri se paró tan cerca que podía sentir el calor que
emanaba. Algo irónico considerando que la sensación
principal que transmitía a simple vista era un frío polar.
—¿Y? —musité paralizada.
Dimitri apoyó un brazo en la pared al lado de mi cabeza y
se inclinó hasta que su nariz rozó el lóbulo de mi oreja. Su
aliento me abrasó la piel con un extraño cosquilleo, que se
extendió por mi anatomía.
—Que estoy convencido de que lo mejor, para tu bienestar
futuro y el mío, es que establezcamos nuestras posiciones en
esta cita inicial por eso de que las primeras impresiones son las
que cuentan —murmuró estremeciéndome.
—Dimitri, yo… —No tenía claro si mis rodillas
amenazaban con convertirse en gelatina a causa del miedo, o
por el tenue aroma oriental e inesperadamente dulce y sensual
que desprendía para un hombre peligroso como él.
Estuve dispuesta a rogarle y a pedirle perdón, hasta que
recordé a Yuri y lo poco que le sirvieron sus ruegos. Inspiré en
profundidad en un intento vano por insuflarme valor. Por
suerte, el exquisito perfume me distrajo lo suficiente como
para no desplomarme de ansiedad.
A deducir por sus palabras, lo que pretendía hacerme no
podía ser nada extremo, o al menos letal. Estaba convencida
de que dolería, aunque también de que saldría viva de allí. Era
un consuelo de tontos, pero era el único que me quedaba. Así
que alcé la barbilla, estiré los hombros y lo miré a los ojos.
¡Mecachis! ¿Cuántos tonos de azules y verdes tenían? Era
como si el exterior de su iris fuera del color verde agua de un
estanque en primavera y, a medida que se acercaba a su centro,
este fuese tornándose azul pálido como el puro hielo ártico.
—Haga lo que tenga que hacer, señor Volkov —repliqué
con idéntica frialdad a la que él empleaba conmigo. O como
mínimo esa era mi intención.
Una emoción difícil de reconocer chispeó en sus
fascinantes ojos. Pasó sus nudillos por mis mejillas con una
delicadeza que contradecía la situación.
—Ve a mi escritorio e inclínate sobre él. Si lo haces por
voluntad propia, consideraré reducirte el castigo.
La realidad de lo que estaba a punto de suceder irrumpió
como agua corrompida en mi cerebro. Tragué saliva. Dimitri
se apartó un paso de mí. Habría apostado a que me vio
examinar frenética el despacho en busca de una salida por la
que huir, pero, como un depredador paciente dispuesto a que
su víctima lo entretenga, esperó a que comprobase por mí
misma que no existía escapatoria posible. Podía luchar y
empeorar las cosas o podía rendirme y asimilar mi situación.
Por más que temiese lo que podía hacerme, carecía de la
valentía que me permitiera enfrentarme a él.
Con piernas temblorosas, me acerqué al escritorio y
aguardé sus instrucciones, insegura de qué era lo que esperaba
de mí. Probablemente debería haber apartado los documentos,
dispuestos en ordenados montones, encima de la superficie.
¡Que le dieran! Lo que sí hice fue lanzarle un vistazo a
Sokolov por encima del hombro.
—¡Date la vuelta! —chillé fuera de mí, dándome cuenta de
que la confianza y el inicio de amistad, que creí que había
surgido entre nosotros, habían sido pura ficción y una estúpida
esperanza por mi parte—. ¿O piensas dejar que tu hombre
también me viole como parte de tu castigo? —le pregunté con
amargura a Dimitri, al ver que me observaba con una ceja
arqueada.
Tan pronto registró mi acusación, sus ojos se
entrecerraron. Antes de que pudiese parpadear, me tenía
cogida por la melena. Aullé asustada cuando tiró obligándome
a mirarlo. Era como miles de diminutos alfileres se clavasen
en mi cuero cabelludo. Pero se debía al vigor con el que sus
dedos me sujetaban, no porque jalase con excesiva fuerza. Más
que tener la intención de hacerme daño, daba la impresión de
que no pudiese contener su propia reacción.
En sus pupilas dilatadas se reflejaba una furia apenas
contenida. Fue en ese instante en el que comprendí que el
Dimitri tranquilo y paciente no era más que una fachada que
proyectaba al exterior, una que debía costarle un tremendo
esfuerzo para que contuviera todo aquel cúmulo de emociones
desmedidas que se ocultaban bajo la superficie.
—Créeme, kotenok, soy perfectamente consciente de que
podría tomar de ti lo que quisiera —masculló entre dientes—.
Soy muchas cosas y jamás me oirás negar ni una sola de ellas,
pero lo que no soy es un violador. No necesito serlo, ni
siquiera contigo cuando llegue el momento. ¿Lo entiendes?
Asentí lo poco que pude, incapaz de usar mis cuerdas
vocales.
Soltándome, Dimitri dio un paso atrás, tomó una profunda
inspiración y se ajustó las mangas de la chaqueta llamando la
atención sobre unas manos masculinas que, con sus tatuajes,
desmentían la elegante y sofisticada apariencia de su poseedor.
—No deberías provocar al diablo, kotenok —murmuró con
una repentina suavidad. Si no hubiese presenciado meros
segundos antes su estallido de ira, habría pensado que se
arrepentía de ello—. Aparta los documentos e inclínate sobre
la mesa.
Por el rabillo del ojo vi que Sokolov relajaba los hombros
y se giraba hacia la pared dándonos la espalda. Cuando estuve
inclinada tal y como me había indicado, Dimitri me cogió
primero una mano y luego la otra y las llevó a los bordes del
escritorio, colocándolas de forma que me sujetase a la mesa.
Lo hizo con parsimonioso cuidado, a conciencia,
recordándome a una de esas escenas de BDSM que se
describían en los libros de erótica que Anya y yo solíamos leer
a escondidas. Pero Dimitri no era uno de aquellos personajes
de ficción, era un criminal de verdad, y mi situación no se
asemejaba a la de una heroína de novela romántica, sino más
bien a la de un thriller.
Me alzó la falda y la dobló con esmero en mi cintura. Mis
mejillas se llenaron de calor al pensar en las braguitas de
florecitas infantiles que llevaba puestas. Era el tipo de ropa
interior que me proporcionaba mi benefactor. De haber podido
elegir yo, habría comprado algo completamente diferente, pero
no dejaba de estar agradecida de que una persona, que no sabía
si era hombre o mujer, no me hubiese regalado lencería
atrevida. Me habría pasado media vida temiendo estar en
manos de un pervertido sexual que algún día vendría a
cobrarse sus favores. Fuera quien fuese el que me ayudó estos
años atrás, le debía tanto que a estas alturas no estaba segura
de querer conocerlo.
—Abre un poco las piernas y gira la cabeza, quiero ver tu
expresión.
¡Mierda! Sí que sonaba a BDSM.
Como si me hubiese leído la mente, la profunda y
aterciopelada carcajada de Dimitri resonó a mi espalda.
—¿Tienes por costumbre morderte los labios cuando estás
excitada, kotenok? —preguntó tan cerca de mi rostro que su
aliento me acarició la tez.
Al abrir los ojos lo encontré justo delante de mí. Me
entreabrió los labios con el pulgar hasta liberarlos de la
presión de mis incisivos. Ni siquiera me había percatado de
que se hubiesen hundido en ellos—. ¿Sabes? Es una lástima
que me haya propuesto no tocarte hasta nuestra noche de
bodas. Contigo así vestida y reclinada sobre mi escritorio, me
evocas una de esas fantasías de profesores y alumnas. Nunca
me han llamado la atención, pero reconozco que contigo
tienen un nuevo aliciente. Guarda ese uniforme, puede que en
el futuro te pida que te lo pongas para mí.
La intimidad de su voz y su confesión, tan similar a la de
un amante tierno y atento, me hacían sentir cosas en mi
interior que no debería haber experimentado. No con él, y
menos en mi situación.
—Apenas acabas de entrar en mi vida y ya la estás
alterando, kotenok. ¿Debería de inquietarme lo que provocarás
en mí con el tiempo?
Negué.
Me trazó el contorno de los pómulos y me apartó algunos
mechones de la cara.
—¿No es curioso? Nunca supe para qué guardaba mi padre
una regla en los cajones, pero por algún motivo jamás llegué a
deshacerme de ella. Me pregunto si no soy el único que ha
descubierto las posibilidades que ofrece.
Cerré los párpados, incapaz de enfrentarme al repentino
calor de su gélida mirada. Dimitri se incorporó y su voz perdió
su calidad íntima. ¿Trataba de distanciarse de mí o me lo
estaba imaginando? Sonó la fricción de un cajón al abrirse.
Mis ojos se abrieron de golpe al oír el tenue silbido del viento
y un impacto. Encontré a Dimitri con una de esas largas reglas
de madera en las manos, como si acabase de comprobar si iba
a servirle en su propósito.
—Te prometí que no te tocaría sin tu consentimiento, pero
dadas las circunstancias te doy a elegir: ¿Prefieres la regla o
mi palma?
No necesité preguntar a qué se refería. Iba a azotarme. Por
un instante estuve tentada de elegir la regla, no porque me
atrajese la idea de que completase la fantasía del profesor que
castiga a su alumna con ella, sino porque era algo menos
personal, pero mi parte racional y mi miedo al dolor se
impusieron. Avergonzada cerré de nuevo los ojos. No quería,
ni podía mirarlo.
—Tu mano —musité.
No sé si pasaron segundos o tal vez minutos. Fue una
eternidad. El tiempo parecía haberse frenado en seco mientras
que Dimitri se tomaba el suyo. No necesitaba abrir los
párpados para comprobar que estaba a mi espalda. Podía
sentirlo. Sonaba raro, pero era como si mis sentidos se
hubiesen afinado con la única misión de percibirlo. ¿Por qué
tardaba tanto? ¿O era parte del castigo? Mientras más tardaba,
más consciente me volvía de que solo mis ridículas braguitas
me cubrían de su penetrante mirada.
No sé qué fue lo primero que registré: el escozor del
impacto, el calor de la huella que dejó tras de sí o el zas que
cruzó la habitación como un latigazo. Si Dimitri se hubiese
limitado a atizarme, habría apretado los dientes, me habría
obligado a controlar las lágrimas que pugnaban por salir y me
habría dispuesto a odiarlo.
No fue lo que hizo.
Con cada palmada sobre mis nalgas, su áspera mano
masajeaba con suavidad la zona como si quisiera borrar el
rastro de su agravio. No hubo intentos de tocarme de manera
inapropiada en otros lugares ni me bajó la ropa interior,
tampoco hizo ningún comentario.
Fue un problema, uno grave, porque su forma de proceder
me hizo recordar aquellos libros clandestinos con los que
disfrutaba, las escenas con las que me había excitado y
fantaseado en el pasado, y, de sopetón, me encontré inmersa en
una de aquellas fantasías con Dimitri como mi sexi profesor
castigándome por mi continua impertinencia, a sabiendas de
que ambos anhelábamos algo mucho más prohibido y oscuro.
No. No me gustaba que me pegase. El dolor era real y no
tenía nada de erótico ni morboso, y desde luego que no iba a
estar en ninguna carta de deseos sexuales de mi elección. Mi
mente, sin embargo, estaba decidida a encontrar una ruta de
escape a mi suplicio, echando mano de mi extravagante
creatividad para ayudarme a sobrellevar la situación y hacerla
menos humillante y agónica de lo que debería haber sido. En
una extraña perversión de la realidad, los azotes se
convirtieron en algo secundario y, como si el director de una
película pornográfica dirigiese mis sentidos, estos solo se
enfocaron en aquello que les interesaba: la turbadora
vulnerabilidad de aquella postura; el erotismo de estar
expuesta ante Dimitri (solo lo justo para provocarlo, pero no lo
suficiente como para satisfacer su curiosidad); el contacto piel
contra piel en una zona que jamás había tocado otro hombre.
Dimitri en sí, tan peligroso y sensual como un jaguar negro.
Siempre había considerado que los jaguares eran unos
animales fascinantes y misteriosos. De movimientos elegantes
y fluidos propios de un ser seguro de sí mismo, que se sabe a
la cabeza de la cadena alimenticia. Un animal que no necesita
alardear y que por ello se mueve con soltura por las sombras
que le proporciona su hábitat.
No tenía muy claro cómo enfrentarme al hecho de que
Dimitri fuese el primer hombre que había conocido en la vida
real al que hubiese asociado con un animal tan extraordinario.
Por desgracia, mi cuerpo sí, y reaccionó en consonancia.
Pronto fue imposible esconder los estremecimientos que me
recorrían cuando trataba de aliviar el daño infligido con su
áspera mano o los gemidos distorsionados que se escapaban de
entre mis labios apretados con cada palmada. Solo me quedaba
rezar por que mis bragas le impidieran ver la contracción que
seguía a la vibración en mi vagina tras cada impacto, en un
intento por suplir la repentina quietud y exprimir la
perturbadora sensación.
Traté de recordarme que, si aquella hubiese sido una
escena erótica de verdad en lugar del castigo de un tipo
demasiado acostumbrado al poder, Dimitri me habría forzado
a llevar la cuenta de cada palmada. No lo exigió, pero mi
cerebro obvió esa información, contando en silencio.
¡Mecachis! ¿Qué me pasaba?
Después de doce azotes, mi culo ardía como el trasero de
una luciérnaga y mis manos se aferraban a la madera para
sujetarme, porque mis piernas hacía rato que habían dejado de
sostenerme. Mis gemidos se habían entremezclado con los
largos sollozos provocados por el bochorno y la necesidad que
acompañaba a cada contracción alrededor de la nada.
Aquello estaba mal, muy muy mal.
Al llegar a veinte, empecé a temer que acabaría consumida
por combustión espontánea. Eso o haciendo el ridículo,
corriéndome sin que el maldito cabrón me tocase siquiera. De
sopetón, su contacto desapareció y la siguiente palmada no
llegó.
La espera me hizo consciente de cómo me latía el corazón
y de lo agitada que tenía la respiración. Cuando me bajó la
falda, usando la misma diligencia reposada con la que me
había propinado los azotes, el alivio se entremezcló con
decepción. No me moví, tratando de ganar tiempo y de
recuperar la compostura. Me sorprendió sentir sus labios en mi
sien en un beso tan corto que era apenas un roce.
—Buena chica, kotenok. Ya puedes abrir los ojos.
Al igual que la última vez, su cara se encontraba tan cerca
que me habría bastado estirarme un poco hacia la derecha para
morderle los labios. Ahora que no los tenía apretados en una
fina línea, resultaban tremendamente sensuales, casi
femeninos, desde luego nada que una se habría esperado de un
criminal despiadado como él. Como si sus pensamientos
estuviesen sincronizados con los míos, su mirada descendió
hasta mi boca. Fueron solo unos segundos, los suficientes para
preguntarme si me besaría.
No lo hizo. Se incorporó.
—Tus acciones tienen consecuencias, tanto para bien como
para mal. Quiero que sea algo que tengas claro desde el
principio. —Dimitri se alisó la chaqueta y se estiró las mangas
—. Me complace que no hayas formado un alboroto por tu
castigo y que lo hayas aceptado con dignidad. Puedes pedir un
deseo. Te lo mereces.
¿Aceptar mi castigo con dignidad? Se me escapó un
resoplido, aunque posiblemente fuera una suerte que sonase
igual que los sollozos de antes. Había soportado su tunda
porque no me quedaba más remedio y porque no era tan
estúpida como para no comprender que podría haberme hecho
lo que hubiera querido sin que nadie hubiese intervenido.
Presenciar lo que le pasó a Yuri fue lección más que suficiente.
Cuando me enderecé, Sokolov seguía de espaldas a
nosotros. Mi rostro se inflamó al reparar en que, sin verme,
había sido un testigo mudo. ¿Habría notado mis sentimientos
encontrados a través de los gemidos que solté? ¿Se había
percatado Dimitri?
Le eché una ojeada disimulada. En condiciones normales
lo habría mandado a tomar viento fresco con su oferta. ¿En
serio no se percataba de lo insultante que resultaba que me
recompensase por dejar que me pusiera el trasero como una
pandereta cubierta de chili picante? Por desgracia, y aunque
me jodiese, no estaba en posición de pasar por alto su
ofrecimiento.
—En ese caso me gustaría recuperar mi móvil —solté
entre dientes.
En la periferia de mi visión reparé en que Sokolov se
giraba de nuevo hacia nosotros. Si lo miraba me iban a
explotar las neuronas como una traca valenciana.
—¿Eso es lo único que quieres? ¿Tu móvil? —Dimitri me
estudió con la cabeza ladeada.
¿Qué había esperado que le pidiese? ¿Una cadena de
diamantes de Cartier o un Tesla? Puede que eso tampoco fuese
una mala opción, de haber sabido conducir, para largarme de
allí quemando ruedas.
—Sí. —Alcé el mentón retándolo a que me lo denegase o a
que se riera de mí, pero se limitó a mirar a Sokolov y asentir.
—De acuerdo. Mi hombre te mostrará tu habitación.
Intentaré hacer un hueco para cenar contigo esta noche.
Con eso se sentó en su escritorio y encendió su ordenador
olvidándose de mi presencia. Sokolov aguardó al lado de la
puerta abierta.
¿Había supuesto que dejar que Dimitri me diera una tunda
en el trasero, como a una cría pequeña, era lo más bochornoso
que me había pasado en la vida? Me equivoqué. Lo más
humillante era que después de hacerme fantasear con una
escena sacada de un libro erótico, y lograr que me excitase con
unos malditos azotes, me despachara como si no fuese más
que una cliente molesta que no compensaba su tiempo.
5
CAPÍTULO
Sokolov me guio con un mutismo absoluto a través de los
pasillos de la enorme mansión. La sospecha de que era un
auténtico laberinto se confirmó enseguida. Me esforcé por
memorizar detalles que me permitieran orientarme a través de
las numerosas bifurcaciones y vestíbulos interiores, aunque
perderme iba a ser el menor de mis problemas cuando tratase
de escapar. En cada esquina que pasábamos disminuían mis
ánimos y mis expectativas de lograrlo.
Si Sokolov me había resultado aterrador cuando me topé
con él por primera vez, los armarios empotrados humanos con
pinganillos en los oídos, apostados a lo largo de nuestro
recorrido, eran acojonantes. Y no se trataba solo de su estatura
o sus anchos hombros, sino de las frías expresiones de sus
rostros. No mostraban ni la más mínima emoción que
suavizase la impresión que causaban, lo que los hacía parecer
una pequeña legión de clones asesinos. Elegantes, eso sí, con
sus trajes de chaqueta. Y, aunque sospechaba que los llevaban
para ocultar las armas que portaban, nadie podía poner en duda
el estilo de la mafia rusa.
En cuanto a la mansión en sí, esta podía ser todo lujo,
sofisticación y buen gusto, pero a la hora de la verdad no
dejaba de ser un fuerte, o una cárcel en mi caso, destinada a no
dejar entrar o salir a nadie que no estuviese autorizado a
hacerlo. ¿Era eso lo que me esperaba el resto de mi vida si no
conseguía huir de allí? ¿Una existencia siempre vigilada y
dominada por hombres de los que probablemente nunca
llegaría a conocer sus nombres?
—Si Dimitri te lo ordena, ¿me matarás? —No sé qué me
incitó a preguntarlo, pero la cuestión escapó de mis labios sin
que pudiese evitarlo.
—Sí. —No hubo titubeo por parte de Sokolov al
responder.
Por un segundo pensé que mis rodillas me fallarían. Fue
puro orgullo y cabezonería lo que me empujó a seguir
caminando.
—¿Lo ha hecho? ¿Te ha ordenado que te deshagas de mí?
—No.
—¿Lo hará?
Sokolov exhaló un pesado suspiro y me echó una ojeada
ladeada antes de contestar.
—Es posible. No dudará en hacerlo si te conviertes en un
peligro o si lo traicionas.
—¿Un peligro para él? ¿Yo? —Mi risa sonó histérica
incluso a mis oídos—. ¿Qué se supone que soy? ¿Una
vampiresa milenaria superpoderosa disfrazada de estudiante?
La comisura derecha de Sokolov se elevó con un ligero
temblor.
—Historias peores se han oído.
Giré la cabeza hacia él y lo miré incrédula.
—¿Acabas de bromear?
Sokolov mantuvo la vista al frente.
—Cualquiera de mis hermanos puede confirmarte que yo
nunca bromeo.
Consideré su respuesta mientras él abría una puerta a su
derecha.
—Tampoco mientes —dije al pasar por su lado para entrar
a la habitación.
¡Guau! El dormitorio no solo tenía una enorme cama con
dosel, sino que el cuarto en sí era más grande de lo que solía
ser el apartamento promedio de una familia en España. Al
menos los que yo recordaba.
—Solo si es imprescindible y las circunstancias lo
requieren. Tus pertenencias están en el vestidor y en esa caja
de ahí. Hay una línea interna. Puedes marcar el cinco si
necesitas algo de la cocina. La hora de la cena ya ha pasado,
pero te harán lo que pidas. Si para ir a desayunar no recuerdas
el camino, pídele al guarda asignado a tu puerta que te guíe. —
Sokolov echó un vistazo alrededor—. Las cenas son formales.
A veces vienen invitados de última hora. Eres la prometida del
jefe y se espera que des una imagen acorde a su poder y
relevancia. Puedes volver a presentarte con ese uniforme, pero
ya te haces una idea de cómo acabará la noche si lo haces.
A pesar de la crudeza de sus palabras, no sonaba a
intimidación. En mis mejillas se agolpó el calor al recordar
con detalle cómo podía llegar a terminar mi insubordinación.
Sobre mis nalgas aún se marcaban las palmadas fantasmales
de Dimitri.
—Aquí tienes tu móvil. —Sokolov se lo sacó de la
chaqueta y lo dejó sobre el tocador—. ¿Alguna otra pregunta?
—¿Qué ocurrirá si no le gusto, aunque no lo traicione, ni le
implique ninguna amenaza?
—No tienes que gustarle para dar a luz a sus hijos. Dimitri
pone la responsabilidad y el honor ante todo. Se ha
comprometido a casarse contigo, y eso es lo que hará si tú y tu
familia cumplís con vuestra parte del trato.
La ausencia de una respuesta directa a mi pregunta dejó
claro qué era lo que no mencionaba. Cuando me mantuve
callada, Sokolov salió. Justo antes de cerrar tras él, se detuvo y
me miró una última vez.
—Si me ordena deshacerme de ti, lo haré. Es mi trabajo y
mi lealtad siempre estará de su lado. Hasta que eso suceda, te
protegeré. Intenta no llevarle al punto en que me dé la orden.
Preferiría no manchar mis manos con tu sangre. Me caes bien.
Petrificada, contemplé la puerta de lo que era mi nueva
jaula de oro. Tenía que darle estrellas a Sokolov por su
sinceridad y habilidad para causarme terror y hacerme sentir
bien con una única sentencia.
Me froté los brazos tratando de dispersar mi piel de
gallina. Sokolov jamás traicionaría a Dimitri por mí, eso había
quedado patente. La cuestión era: ¿Me culparía por el error
que él mismo cometió al confundirme con Anya?
Ya era tarde para aclarar las cosas con su jefe. Mi cobardía
al callarme que yo no era su verdadera prometida era, en sí
misma, la traición que había mencionado Sokolov. Por más
que estuviese dispuesta a sacrificarme por Anya, casarme con
Dimitri no era una opción, por la simple razón de que tarde o
temprano iba a descubrir mi identidad real o como mínimo
quien no era. Dudaba mucho que fuese a dejarme vivir lo
suficiente como para interrogarme por mi verdadera identidad
o los motivos que me empujaron a hacerme pasar por Anya.
Tal y como me había prometido Sokolov, en el vestidor se
encontraba la ropa desempaquetada y colgada. Hice una
mueca. La ropa era la de Anya, no la mía. Después de dejarme
KO, debieron entrar en su cuarto y lo vaciaron. Al cerciorarme
de ello, el ordenador, su diario y el resto de sus cosas se
encontraban en la caja que quedaba por desempaquetar.
¡Mierda! La pobre debía de sentirse perdida ahora mismo.
Habría dado cualquier cosa por tener mi propia ropa allí,
aunque estaba convencida de que Dimitri preferiría los
modelitos de diseñador de Anya a mis vaqueros desgastados.
El problema era que, a pesar de nuestro tremendo parecido y
que podíamos hacernos pasar por hermanas, Anya vestía una
talla menos que yo en ropa y una de más en zapatos. Solté un
pesado suspiro y me senté en la cama. Supongo que respirar
estaba sobrevalorado.
En cuanto encontré el cargador del móvil lo enchufé y lo
encendí. Era una suerte que supiese el código de acceso que
usaba Anya.
YO: Hola, Bunny, soy Anya. Estoy bien. Cuidado con lo que
contestas, Tess. Mi prometido es un tanto posesivo, no me
extrañaría que me controlase los mensajes. Podría
malinterpretar nuestro humor tan peculiar.
Cambié mi nombre en la lista de contactos por Bunny y
aguardé a que ella leyese el mensaje antes de borrarlo. Solo
me quedaba cruzar los dedos para que fuese lo bastante
espabilada para hacer lo mismo. Con el estómago lleno de
nervios, esperé a que contestase y comprobar si había
conseguido leer entre líneas.
…
…
…
Los puntos suspensivos señalando que estaba escribiendo
me salieron varias veces, pero mi mensaje inicial debió de
desconcertarla porque iban y venían sin que llegase a enviarme
nada.
BUNNY: No sabes lo preocupada que estaba. Vi que unos
hombres registraban la habitación y se llevaron todas las
cosas, no supe qué hacer. No me he atrevido a llamar a nadie.
YO: Fueron los hombres de Dimitri, mi prometido. Vinieron a
recogerme. Estoy en su mansión de Boston.
BUNNY: Haré llamadas, les contaré la verdad. Te prometo que
te sacaré de ahí.
YO: No, no harás nada. No contactes a tu tía por nada del
mundo. Estoy bien. Es donde debo estar ahora mismo. Sigue
adelante. Ve a la excursión que teníamos planificada. Cuando
lo hagas, envíame un e-mail para informarme sobre cuánto lo
estás disfrutando. Te escribiré si surge la ocasión. Igual cuando
coja confianza con él consiga persuadirle de que me deje pasar
unos días contigo.
Crucé los dedos para que entendiera que pretendía
escaparme y que mi intención era reunirme con ella.
BUNNY: Es demasiado peligroso. No voy a consentirlo.
YO: Ya está hecho y no hay vuelta atrás. Borra ese mensaje
ahora mismo.
Borré de inmediato las últimas entradas rezando para que
nadie tuviera la línea pinchada y estuviese leyéndonos a la par
que nos escribíamos.
YO: Sabes que te quiero y que haría cualquier cosa por ti. No
elegí venir, pero ahora estoy aquí por elección propia. Debes
hacer tu vida. Si tratas de intervenir las cosas empeorarán. Haz
las maletas y confía en mí.
BUNNY: Yo también te quiero. Eres mucho más que una
amiga. Eres mi hermana, mi verdadera familia. No creo que
pueda seguir adelante sin ti.
YO: Eres más fuerte de lo que imaginas y, si me quieres, lo
harás. Tengo que saber que estás a salvo para poder centrarme
en lo que tengo aquí. Cuando llegue el momento,
organizaremos una despedida de soltera y nos
emborracharemos juntas.
…
BUNNY: Lo haré. Céntrate en ser feliz. Mantenme informada
de tu noviazgo y no dudes en pedirme lo que sea para ayudarte
a organizar tu despedida.
YO: «Emoticono beso. Emoticono beso. Emoticono beso».
BUNNY: «Emoticono corazón roto».
Me dejé caer sobre la amplia cama. No sabía cómo, pero había
una cosa que tenía clara: necesitaba salir de allí, alejarme lo
más posible de Dimitri Volkov, de la perturbadora intensidad
de sus ojos y el oscuro mundo en el que vivía. La posibilidad
de lo que podría ocurrir si no lo hacía era demasiado
aterradora de contemplar.
6
CAPÍTULO
Tal y como la puerta se cerró tras mi prometida, cogí la botella
de vodka y una copa y me puse cómodo ante el ordenador.
¡Joder! Yo no era de los que se ponían calientes con chicas
vírgenes, y mucho menos colegialas. Tampoco me excitaba
especialmente el tema de los azotes, aunque en contadas
ocasiones los usaba si mis amantes tenían algún fetiche con
ellos o me lo pedían por probar algo nuevo. Siendo honesto,
estaba del puto señor Grey y sus sombras hasta los cojones.
Soy controlador, sí; también me gustan los juegos, ¿a
quién no?; pero tener a las mujeres persiguiéndote, porque
creen que por ser un jefe de la Bratva tienes que ser por
narices el candidato ideal para cumplir sus delirios de BDSM,
ha acabado por tocarme las pelotas. ¿Y aún había quien se
extrañaba de que, pudiendo tener barra libre, prefiriese
mantener a amantes fijas en mi vida?
Tener a una mujer dispuesta a cualquier cosa, atada a tu
cama o de rodillas, tiene su morbo. No lo niego, siempre que
sea en pequeñas dosis. Pero las que se comportan como
muñecas sin voluntad propia, esas que solo hacen lo que les
mandas y esperan que te encargues de todo el trabajo, incluido
el escenario, porque Dios nos libre si simplemente disfrutamos
de un «aquí te pillo, aquí te mato». Lo siento, pero no son lo
mío.
A la hora de la verdad, disfruto más cuando son ellas las
que se meten debajo de mi escritorio con la intención de
seducirme, a cuando se lo tengo que ordenar yo, o cuando
podemos follar sin tantas parafernalias e historias.
Me gustan las mujeres que saben lo que quieren y cómo
obtenerlo, porque dan tanto como esperan recibir. Existe un
especial placer en jugar con alguien que está a tu altura y
dispuesta a poner a prueba las fantasías más perversas y
prohibidas.
Mi prometida acababa de suscitarme dudas que jamás me
había planteado. ¿Cuánto tiempo se tardaba en convertir la
inocencia en la perversión más absoluta? ¿Y hasta dónde
podría llevarla sin que se quebrase? Tomé un largo trago antes
de soltar el vaso con un golpe sobre la mesa y me abrí la
cremallera.
La imagen de aquellos ojos, llenos de reto e inocencia, se
entremezclaban con la de las generosas nalgas en forma de
corazón cubiertas por las sencillas bragas de algodón blanco
con florecitas celestes. Rodeé la base de mi erección con
firmeza y apoyé la cabeza en el respaldo. Allá iba otra de mis
quebradizas teorías. Ni todas las bragas de encaje,
transparencias y seda, que había visto en los últimos años, me
produjeron el morbo de aquellas castas braguitas, ni la
dolorosa necesidad de restregarme contra ellas hasta cubrirlas
con mi semen.
Mi mano se deslizó rítmicamente con aquella visión en mi
mente. Seguía oyendo los gemiditos reprimidos, que habían
inundado mi despacho, con cada contacto de mi palma con su
firme carne. Me había tomado todo mi empeño no apartar la
ropa interior y abrirme un hueco para sumergirme en la
humedad caliente y densa, que me constaba se escondía tras
aquella tela, la misma que iba cubriéndose con una mancha
que se extendía a cada segundo que pasaba.
Gruñí. Maldita fuera ella y su juventud. ¿Por qué no
aproveché el momento y la tomé allí mismo encima del
escritorio? ¿Por mi conciencia? Solté una carcajada seca.
Pasaba de ella cada día de mi vida. ¿Qué más daba un pecado
más en la larga lista que llevaba acumulada a lo largo de los
años? No podía permitirme el lujo de obsesionarme con una
mujer, ni siquiera con la que se presumía que debía casarme.
Puede que de ceder a la tentación a esas alturas ya la habría
arrancado de mi sistema, en vez de estar masturbándome como
un adolescente hormonado.
Mis pensamientos me traicionaron devolviéndome al
instante en que me había detenido para admirar su trasero,
fijándome en el tono rosado que cubría la perfecta piel
nacarada, allá por donde sus braguitas no la cubrían, el
temblor en sus piernas, el parche húmedo en su entrepierna, el
olor a vainilla y coco… Me llevé a la nariz la mano con la que
la había acariciado e inspiré la ligera mezcla de dulzor y
especias, que me hacía desear haber hundido los dedos en ella
con tal de poder saborearla.
Mi imaginación me llevó atrás en el tiempo, ofreciéndome
la posibilidad de cambiar el pasado. Podía verme allí, detrás de
ella, con mi erección pegada a su trasero y mi mano
deslizándose por la aterciopelada rigidez mientras oía una y
otra vez los pequeños gemiditos que se me habían quedado
grabados. Mis dedos se cerraron con más fuerza alrededor de
la base y mi cuerpo se contrajo, mientras en mi mente los
largos chorros de semen salpicaban las cándidas bragas.
¡Joder! Exprimí el placer hasta la última gota antes de abrir
los párpados y enfrentarme al pegajoso desastre que cubría mi
puño y parte de los documentos encima del escritorio. Mis
labios se curvaron en una mueca irónica. Lástima no ser
profesor y aquellos los trabajos de mi alumna favorita. No me
habría importado devolvérselos tal y como estaban ahora,
salpicados con el resultado de mi deseo. Puede que hasta le
hubiese ordenado que los limpiase con su lengua. Cerré los
ojos y gemí. Su lengua y sus labios… eran simple perfección.
Solo por tenerlos rodeándome, mientras me mantenía la
mirada con aquellos ojos brillantes y confundidos por sus
propios deseos, me habría tenido dispuesto a llevarla al altar.
Lástima que las cosas nunca sean tan sencillas.
Siete minutos después, tras limpiar el siniestro y encender
el ordenador, encontré en internet justo lo que buscaba. Pulsé
el botón de llamada y aguardé a que entrase Sokolov.
—¿Jefe?
—Quiero que averigües qué es lo que hay detrás de esto.
—Señalé con la barbilla mi pantalla, invitándolo a acercarse y
echar un vistazo.
—¡Blyat! ¡Maldita sea! —Sokolov se tensó a mi lado—.
Seguimos las instrucciones al pie de la letra. ¿Qué te ha dicho
Alexander acerca de lo que ha pasado?
—Nada. Eso es exactamente lo que me mosquea. Debería
haberme contactado a estas alturas. ¿Han pasado cuántas?
¿Doce, trece horas desde la recogida?
—¿Sospechas que Alexander está tratando de traicionarte?
—No me extrañaría lo más mínimo. ¿Por qué conformarse
con entrar en el pastel de Estados Unidos cuando puedes
tenerlo todo? Aun así, prefiero asegurarme antes de tomar
medidas.
—¿Qué hacemos, entonces?
—Ganaremos tiempo mientras investigas y descubres si
Alexander es un traidor. Si nos toman por tontos, dejemos que
sigan haciéndolo por ahora. No me importa esperar a reír el
último.
—¿Y si lo confirmamos?
—¿Necesito decírtelo? Acabaremos con ellos, con todos
ellos. Ninguno de los otros subjefes se atreverá a poner en
duda mi decisión si mostramos las evidencias de su deslealtad.
Sokolov asintió y se rascó el tatuaje de la araña en su
antebrazo izquierdo. Un signo que en condiciones normales
indicaba que estaba incómodo con algo.
—¿Y la chica?
—¿Crees que sabe algo? —le pregunté con una
inexplicable sensación ácida en el estómago.
—No, no creo que esté implicada.
Asentí pensativo. La rotundidad con la que lo denegó no
dejaba lugar a dudas de que confiaba en su inocencia, a pesar
de las pruebas en contra.
—Lo decidiremos cuando lleguemos a ese punto —dije sin
comprometerme a nada.
Como era de esperar, Sokolov se marchó sin comentarios.
Ambos sabíamos que la cosa no pintaba bien para la chica y,
aunque era una lástima cortarle su hermoso cuello, era
preferible a que acabase en una subasta de carne.
Conociéndolo, Sokolov sería el primero en ofrecerse a
encargarse personalmente del asunto. Era de los que preferían
que un trabajo estuviese bien hecho y, por algún motivo, la
joven parecía ser digna de su atención, al menos lo suficiente
como para evitar que sufriera más de lo necesario.
Si quería que alguien muriese sin sufrir, Sokolov era mi
hombre predilecto, del mismo modo que si elegía convertir las
últimas horas de la existencia de alguien en un infierno.
Aunque, por una vez, no estaba decidido sobre si era mejor
que lo hiciese él o si prefería encargarme yo mismo de ello.
—Sokolov… —lo detuve antes de que pudiese cerrar tras
él.
—El sábado que viene tendremos un baile en el que
anunciaré mi compromiso. Avisaré a Rina para que lo organice
todo, coordínate con ella para encargarte de la seguridad.
No se me pasó por alto la sorpresa en sus ojos. Lo ignoré y
él frunció el ceño.
—¿Lo considera una buena idea, Pakhan?
¿Lo era? Dependía de por dónde se mirase.
—Hará que Alexander se confíe y, aunque lo dudo, con un
poco de suerte lo traerá a nuestra puerta.
Sokolov asintió.
—¿Algo más?
Negué y alcancé mi móvil.
—Allo? —sonó la voz familiar a través del altavoz.
—¿Rina?
—¡Dimitri, corazón! —el seductor ronroneo del otro lado
de la línea me dio pausa.
—Te necesito. ¿Cuándo puedes estar disponible?
—Por ti, siempre. ¿Tienes que preguntar?
No, ambos sabíamos que era una mera cortesía por mi
parte. ¿Era por eso por lo que seguía pensando en ojos
inocentes, labios de pecado y braguitas de flores? ¿Porque su
dueña había sido la primera en mucho tiempo en mantenerme
la mirada sin la pretensión de seducirme?
7
CAPÍTULO
Fue el golpeteo en la puerta del dormitorio el que me provocó
un sobresalto, haciendo que se me cayera el secador de pelo al
lavabo. ¿Podía una quedarse dormida de pie mientras se
secaba el cabello? Si me lo hubieran preguntado treinta
segundos antes me habría reído. Ni en época de exámenes
había estado nunca tan agotada, y eso ya era decir mucho. De
no haberme dado vergüenza pasarme el primer día de mi
estancia en aquella casa acostada, habría regresado a la cama
sin pensármelo dos veces. Un rápido vistazo al móvil me
indicó que eran casi las diez.
Apretándome bien el cinturón del albornoz e inflándome
de valor, entreabrí la puerta. La chica con uniforme de servicio
apostada en el pasillo era guapa, aunque su expresión resultaba
tan impersonal y solemne como parecía serlo todo en aquel
lugar. ¿Sería algo que les echaban en la comida o es que los
criaban así en granjas?
—Señorita Smirnova, ¿desea que le preparemos el
desayuno en la terraza o prefiere tomarlo aquí en la
habitación? —preguntó con un marcado acento ruso.
No podía más que preguntarme si el hecho de que Dimitri
se rodease de personas de su país natal estaba relacionado con
la lealtad hacia su gente o si era porque no se fiaba de los
americanos. ¿Cómo es que no le llamaba la atención que yo no
tuviese aquel acento? Se suponía que siendo Anya Smirnova
debería entender al menos el idioma, ¿no?
—¿Desayunará alguien más conmigo?
—El señor Volkov suele desayunar a las 6:45 —replicó
ella leyéndome como un libro abierto. Eso o que asumía que
nadie más querría pasar el tiempo conmigo.
—Aquí está bien, entonces —me apresuré a confirmar,
aliviada de no tener que enfrentarme a la imponente presencia
de Dimitri antes de recargar mis niveles de cafeína.
—¿Sabe si se espera algo de mí después del desayuno?
—El señor Volkov ha indicado que estará ausente durante
el día.
¡Yay! Podía acostarme otra vez y recuperar las horas que
me pasé dando vueltas durante la noche. Había leído acerca
del jet lag, pero era la primera vez que tenía que sobrellevar
uno.
—Gracias.
—¿Hay algo en especial que desee para beber? ¿Tiene
alguna intolerancia alimentaria o hábitos que deba
comunicarle a la cocinera?
—Café y zumo de naranja, si tienen. Si no, agua está bien.
Y no, no tengo intolerancias ni peticiones especiales, gracias.
La chica inclinó la cabeza y se marchó. Cuando regresó, lo
hizo junto a otra chica y dos bandejas con el desayuno. Si una
sirvienta era escueta en su conversación, la otra resultaba aún
peor. Mientras la primera apenas me contestaba con
monosílabos, la otra no se cortaba un pelo en mirarme con
desprecio y actuar como si fuese un chucho vagabundo
cargado de piojos.
Con el olor a café, tostadas, huevos revueltos y bacón
flotando a través de la habitación, opté por ignorarlas y
centrarme en disfrutar mientras podía. Si no sabía qué iba a
ocurrir mañana, lo que en manos de una organización criminal
podría significar cualquier cosa, al menos pensaba sacarle
provecho a cada instante que me quedase.
En un arranque, cogí el móvil y le saqué una foto al
desayuno que me habían puesto sobre la mesita frente a la
ventana. No fue hasta que quise subirlo a Instagram que caí en
la cuenta de que estaba usando el móvil de Anya. Me mordí
los labios. ¿Qué posibilidades había de que Dimitri revisase
los medios sociales de mi amiga?
De repente me entró el pánico y revisé la cuenta. Durante
largos minutos mi corazón bombeó con tal fuerza que podía
sentir la sangre corriendo fuera de control por mis venas. No
fue hasta que pasé por varios años de publicaciones que me
relajé con una pequeña sonrisa en los labios.
En cada foto que Anya subía de ella, yo estaba allí.
Habíamos sido uña y carne durante los años que habíamos
pasado en el instituto y, a pesar de que yo sabía que a ella le
encantaban los selfis, el que siempre eligiese imágenes en las
que también me encontraba yo hablaba mucho de lo unidas
que estábamos y de lo que sentía por mí.
Sintiéndome más arropada, subí la foto y escribí: «Algunos
días comienzan mejor de lo que esperabas». Titubeé unos
segundos y le di a pulsar.
Ahora si Dimitri decidía espiarme en Instagram como
Anya, vería que el perfil seguía activo, y de paso Anya sabría
que me encontraba bien. De hecho, si no podía estar
continuamente comunicándome con ella, aquella era la mejor
forma de transmitirle mensajes sin levantar sospechas.
Sintiéndome mucho mejor, le hinqué el diente a mi tostada
y la acompañé con una porción de huevos. Gemí de placer
cuando prácticamente se deshicieron sobre mi lengua. Puede
que Dimitri tuviese razón. Iba a escaparme de allí, pero la
cárcel en la que me mantenía era una de puro lujo y
comodidad.
El personal que me atendió en los días sucesivos, femenino
en su totalidad, se comportó de manera tan similar a las chicas
del primer día que empezaba a plantearme si Dimitri no
tendría una empresa de inteligencia artificial, dedicada a crear
clones humanos, que luego pudiesen servirle como esclavos.
Lo que más me inquietaba de ello era que esperase lo mismo
de mí y la posibilidad de que tuviera planificado lavarme el
cerebro para convertirme en una esposa modélica si no
conseguía largarme pronto de allí.
Tardé tres días en pasar el jetlag. Los mismos que no volví
a toparme ni con Dimitri ni con Sokolov. Aunque, en parte,
probablemente se debiera a que a través de la ventana
conseguí averiguar algunas de sus rutinas, lo que me permitía
mantenerme alejada de ellos. Dimitri salía a correr por la finca
antes del amanecer. Si tenía visitas, solían darse a las nueve de
la mañana o a las cinco de la tarde, y era Sokolov el que salía a
recibirlas. Solían ser hombres. Después de que sus invitados se
marchasen, también lo hacían Dimitri y Sokolov,
acompañados por otros dos tipos, y Dimitri nunca conducía.
Me tomó por sorpresa que me permitieran salir de paseo
por la casa y los jardines. Eso sí, nadie se dirigía a mí durante
mis excursiones fuera del dormitorio, lo que no significaba
que no estuviera vigilada en todo momento. Aparte de mis
sombras personales, que se turnaban para seguirme en cuanto
me aventuraba a poner un pie en el pasillo, y de las que lo
único que había conseguido averiguar era que se llamaban
León, Igor y Mikhail, siempre tenía la sensación de que había
ojos persiguiéndome. La tercera tarde de mi estancia llegué a
la conclusión de que escapar de allí era el equivalente a
hacerlo de una prisión de alta seguridad.
Con cada día que pasaba, mis ánimos fueron menguando y
mi aburrimiento incrementándose de forma exponencial, tanto
que hasta intenté entablar conversación con los guardaespaldas
ubicados las veinticuatro horas del día ante mi puerta. Sí, hasta
de madrugada, cuando traté de salir con la excusa de ir a por
un vaso de agua, había un tipo con cara de chihuahua
mosqueado apostado afuera, luego descubrí que se llamaba
Igor. Por desgracia, ahí terminaba la semejanza con un perro,
porque no reaccionaba cuando le hablaba ni movía la colita si
lo invitaba a dar un paseo conmigo o babeaba si le ofrecía algo
de comer o beber.
Lo comprobé. En serio. Estuve dispuesta a sacrificar un
delicioso pastel de mouse de tres chocolates y se lo coloqué
justo debajo de las narices. Nada. Nada de nada. Ni siquiera
cuando me lo comí justo a su lado, gimiendo como una actriz
porno en pleno gangbang. Lo cierto es que tampoco fue como
si me costase trabajo hacerlo. El pastel estaba delicioso y la
crema de chocolate se derretía sobre mi lengua cual
mantequilla. De modo que sí, tuve un orgasmo culinario al
tiempo que hice la interpretación de mi vida.
Al pobre le salieron parches rojos en las mejillas y habría
jurado que bajo la chaqueta, a la altura de la ingle, de repente
abultaba más que antes. No tuve la oportunidad de cerciorarme
porque, en cuanto me pescó mirándolo, cruzó
convenientemente las manos en el frente obstaculizándome la
visión.
En definitiva, los hombres de Dimitri se comportaban
conmigo como si fuese un cachorro caprichoso que, en vez de
hablarles, les dirigía ladridos incoherentes. El miércoles por la
tarde ya me sentía tan invisible que estaba lista para
estrangular a alguien, con el único objetivo de comprobar si
eso llamaba la suficiente atención como para que se fijasen en
mí. Por suerte, una de las chicas del servicio llegó avisándome
de que estuviese preparada la mañana siguiente a las nueve
para salir de compras.
Era un problema cuando las únicas tarjetas de crédito que
tenía eran las de Anya y desconocía su clave pin, pero
significaba que dejaría atrás aquel dichoso manicomio y que
tendría una posibilidad de poner en marcha un plan de escape
improvisado.
Por supuesto, la única contestación que recibí de la chica
de servicio, cuando la interrogué acerca de la salida, fue un
siseo malhumorado en ruso, pero al menos me dio una nueva
esperanza. Salir era bueno. En especial, si el destino era un
centro comercial con cámaras, baños públicos y salidas de
emergencias. No podían dispararme allí si trataba de escapar.
O como mínimo, eso era lo que esperaba. Solo necesitaba
emplear un poco de arte para que mis guardas se confiasen y
no notaran enseguida mi desaparición.
¿Qué era lo que iba a hacer luego en un país extranjero, sin
apenas dinero ni nadie a quien acudir? Esa era una cuestión
diferente. Una a la que prefería enfrentarme más adelante,
cuando el pánico no pudiese dejarme paralizada.
Esa misma tarde, después de regresar de uno de mis
paseos, me encontré con la ya habitual nota de Dimitri encima
de la cama. No necesitaba leerla para adivinar que me
informaba de su imposibilidad de asistir a la cena conmigo
(otra vez). Intenté no sentirme ofendida, recordándome que
debería estar agradecida por no tener que verlo, pero, aun
cuando nuestra relación fuera falsa y yo no fuese en realidad
Anya Smirnova, no podía evitar la sensación de desprecio que
me dejaban aquellos desplantes. ¿A Natalia Snigir también la
largaba de continuo y lo hacía a través de notitas? ¡Y ni
siquiera se disculpaba por ello, meramente me lo comunicaba!
Arrugué la nota y la lancé a la papelera. ¿A qué clase de
relación estaría condenada con Dimitri si de verdad tuviese
que casarme con él? Infidelidades, castigos, encierros,
desprecios… Anya no sabía de lo que se había librado y a mí
solo me quedaba rezar para que jamás tuviese que llegar al
altar con ese hombre. La simple idea de vivir el resto de mi
existencia haciéndome pasar por otra persona ya me superaba,
añadirle todo lo demás… No, no podía siquiera planteármelo.
Necesitaba fugarme como fuera.
Estaba desvistiéndome cuando me topé con un móvil
desconocido encima del tocador. Fruncí el ceño y lo
inspeccioné de cerca. Casi se me cayó de las manos cuando al
encenderse la pantalla me encontré frente a dos zombis
familiares. Era un selfi que nos tomamos Anya y yo durante la
fiesta de Halloween del año pasado, en el que nuestra similitud
física y el maquillaje nos hacían parecer gemelas. Picada por
la curiosidad de quién podía tener una imagen nuestra como
salvapantallas, abrí el listado de contactos. Había un único
teléfono guardado y pertenecía a una tal Bitch. Fui enseguida a
la aplicación de mensajería en la que un uno marcaba el
número de mensajes pendientes de leer.
BITCH: Soy Bunny. Si lees este mensaje, llámame.
Los tres toques de llamada se hicieron eternos mientras
aguardaba a escondidas en el baño a que ella me cogiera el
teléfono.
—¿Sí, dígame?
—¿Anya? —Se me saltaron las lágrimas al oír su voz.
—¡Tess! ¡Te llegó el móvil!
—¿El móvil me lo enviaste tú? ¿Cómo?
—Tengo amigos que me deben favores.
—La casa entera está llena de guardas armados.
¿Cómo había conseguido atravesar toda aquella vigilancia?
Anya soltó un largo suspiro.
—Lo sé.
—¿Qué es lo que sabes? Nunca me contaste nada
relacionado con Volkov, excepto que era rico, poderoso y que
usaba a las mujeres a su antojo.
—Escucha, no te enfades. No podía contarte nada más. Te
habría puesto en peligro. La Bratva no se toma a bien que
contemos sus secretos por ahí.
—¿La Bratva? ¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Estabas al
tanto de que era de la mafia rusa y no me avisaste?
—Tess… —Anya vaciló—. Mi familia pertenece a la
Bratva, al igual que Dimitri, aunque en Estados Unidos, él es
el jefe. La mía opera sobre todo en el sur de Europa. Por eso
me prometieron a él. El objetivo era cerrar un compromiso
entre ambas familias, pulir los roces y reforzar los negocios y
las relaciones transoceánicas.
—Pero… —Me dejé resbalar por la pared hasta el suelo.
Anya debía de estar bromeando. Era imposible que estuviese
involucrada con una mafia. Esas cosas solo ocurrían en los
libros y las películas.
—Escucha, sé que esto es mucho para asimilar así de
sopetón, pero encontraremos un medio de sacarte de ahí.
Dame algo de tiempo, moveré algunos hilos.
—¡No! ¡Tienes que tener cuidado! Me drogaron y
secuestraron para traerme aquí, y tu tía estaba enterada de ello.
—¿Mi tía Katerina? —Anya no parecía todo lo
sorprendida que me había esperado.
—No lo sé, ¿cuántas tías tienes?
—De acuerdo, pero no hagas nada.
—¿Qué pasaría si le confesase a Dimitri que no soy tú? ¿Si
le explico que sus hombres cometieron una equivocación?
—¡No lo hagas! ¡No lo hagas bajo ningún concepto! —
chilló Anya aterrada—. Te matarán, Tess. Eres alguien
prescindible, alguien sin lazos con ellos, y te matarán, no solo
porque ahora sabes demasiado, sino también porque al
haberlos engañado se lo tomarán como si te hubieras reído de
ellos. Nadie se ríe de la Bratva y menos de Dimitri Volkov.
—¡No me he reído de ellos! ¿De verdad crees que tengo
las más mínimas ganas de reír? Se equivocaron ellos.
Cometieron un error y yo se lo advertí mientras lo hacían.
¡Fueron ellos los que se rieron!
Preferí callarme lo que le pasó a Yuri por hacerlo.
—Lo sé, Tess, pero ellos no se lo tomarán así.
Sí, hasta ahí llegaron mis conclusiones también. Seguro
que Dimitri le daba algún tipo de interpretación descabellada,
al igual que lo había hecho con Yuri y el chico que había
acabado con los ojos morados.
—¿Qué hago, entonces?
—Seguirles el juego. Deja que crean que eres yo. Eso nos
hará ganar tiempo.
8
CAPÍTULO
Siempre hay cosas que no crees que puedan pasarte a ti hasta
que te suceden, e incluso entonces te cuesta trabajo aceptarlas.
Es lo que ocurre cuando tienes un accidente de tráfico y un
oficial de policía te informa que tus padres han muerto y que
fuiste la única en sobrevivir en el accidente, o que un
desconocido te elija sin conocerte para convertirse en tu tutor
y te pague tus estudios en un prestigioso internado en el
extranjero.
Otra de esas cosas que no esperas nunca que te pase es
encontrarte en la casa de un prometido falso, un peligroso
mafioso que te ha confundido con tu mejor amiga, que salgas a
pasear al jardín a la luz de la luna con la pretensión de calmar
la ansiedad que te produce la situación que estás viviendo y de
buenas a primeras encontrarte al otro lado del cañón de una
pistola.
Ante la vista del diminuto agujero negro que me apuntaba,
mi cuerpo pareció convertirse en piedra mientras me recorría
una helada corriente de electricidad.
—Tú eres la puta que va a casarse con Volkov. —La
distorsionada sonrisa del desconocido que empuñaba la pistola
mostró el brillo de un diente de oro.
Es en momentos así que el mundo parece detenerse. Como
si el tiempo te ofreciera la oportunidad de salir corriendo o de
cerrar los ojos para cambiar el rumbo de tu vida, antes de que
sea demasiado tarde. Por desgracia, nunca estás preparada para
reaccionar y al final la rueda del tiempo se reinicia. Siempre lo
hace.
—Yo… —Miré a mi alrededor en busca de ayuda, apenas
fueron unos segundos, los suficientes como para que el
desconocido tirase de mi brazo, me colocase frente a su cuerpo
como un escudo y que el helado metal de su arma se apretase
contra mi sien.
Fue en ese instante cuando descubrí las oscuras figuras que
se acercaban a nosotros. Reconocí a Dimitri seguido por
cuatro de sus hombres. Mi corazón latió acelerado, todo lo
contrario que sus calmados pasos y la soltura con la que
colgaba una pistola de su mano.
—Tengo a tu nueva mascota. Deja que me vaya y la dejo
libre en cuanto esté fuera de aquí. —Mi captor movía su arma
con tanta agitación contra mi piel que temí que fuese a abrirme
un boquete en el cráneo sin necesidad de apretar el gatillo.
—Sabes que no puedo hacer eso, Tomás. No es cómo
funcionan nuestras normas —soltó Dimitri con indiferencia,
aburrido. Ni siquiera le apuntaba.
—¡Que le den a las normas! —escupió Tomás, literalmente
por las gotas de saliva sobre mi tez—. Eres el Pakhan, puedes
hacer lo que te salga de los cojones.
—Mmm…, supongo que tienes razón, pero dejar que te
marches vivo de aquí no está entre mis propósitos.
—¡La mataré! —Más gotas de saliva me mojaron la
mejilla, haciéndome estremecer de asco.
—¿Me estás amenazando con una chica a la que apenas
conozco? —Dimitri arqueó una ceja. Sollocé cuando el agarre
alrededor de mi cuello se tornó más estrecho complicando la
ya de por sí difícil tarea de respirar. Dimitri no me dedicó ni
una sola mirada—. ¿En qué te ayudará eso?
—Estás prometido a ella. Los Smirnov… Los Smirnov
tomarán represalias y romperán el contrato.
—Me agradecerán que les lleve al responsable de haber
matado a su pequeña y que siga todavía vivo para que puedan
despellejarlo.
—No puedes casarte con una muerta, y sin matrimonio…
—¿Quién dice que no habrá matrimonio? Siempre podría
casarme con Katerina o alguna de sus otras sobrinas —se
burló Dimitri.
—¡La mataré! ¡La mataré! —El tono de Tomás rozaba lo
histérico.
Mi visión comenzó a nublarse, no sé si por la falta de
oxígeno o el terror de saber que mi vida estaba a punto de
acabar.
—Yo diría que no —contestó una conocida voz a nuestra
izquierda.
Tomás se giró conmigo en dirección a Sokolov, quien se
limitó a dirigirme un sucinto asentimiento con la cabeza.
El tiempo volvió a detenerse, o al menos es la sensación
que me dio al reparar en el fugitivo parpadeo del hombre que
me había traído a aquel lugar.
El disparo atravesó el silencio del jardín con una inusual
claridad, congelando todo lo que nos rodeaba, hasta el punto
de escuchar a la perfección el roce de la ropa, las gotas
calientes que me salpicaron el rostro y el cuello, el impacto del
cuerpo inerte sobre el suelo e incluso la hierba y las hojas
secas al aplastarse bajo su peso. Con aún más nitidez resonó el
grito que lo siguió, aunque, incluso después de que comenzara
a desplomarme, tardé en comprender que provenía de mi
garganta.
—¡Shhh, printsessa! —Sokolov me rodeó con sus brazos y
me sujetó contra su cuerpo antes de que llegase a tocar el suelo
—. Todo está bien, estás a salvo, necesitas controlarte.
¿Controlarme? Sokolov se había vuelto loco. ¡Un hombre
acababa de amenazarme con quitarme la vida y ahora se
encontraba tirado a nuestros pies con la cabeza reventada y yo
cubierta por su sangre!
—¿Qué hace ella aquí fuera? —Dimitri miró por encima
de mí directamente a Sokolov mientras se guardaba la pistola
en la espalda. ¿Había sido él quien había matado a Tomás? El
disparo sin duda había venido desde su dirección.
—No lo sé. ¿Printsessa? —Sokolov probó a soltarme y
apartarse un poco, pero acabó por mantener su brazo alrededor
de mi cintura en cuanto se percató de que mis piernas no me
sostenían.
—Yo… Yo… ¡Oh, Dios! —Me tapé los labios, incapaz de
decir nada más. ¿Qué esperaban que les dijera? Podría haber
muerto. Había estado a punto de recibir un disparo en la sien.
Ni siquiera me importaba que acabasen de asesinar a alguien a
sangre fría delante de mis ojos, y en esta ocasión no estaba
medio drogada como la vez anterior. No quería ni pensar en
cómo iban enfriándose las gotas de sangre que me habían
salpicado bajo la suave brisa del exterior.
Dimitri soltó un cansado suspiro y aceptó un paquete de
toallitas húmedas de uno de sus hombres. Fue entonces que me
percaté de que sus manos estaban rojas. ¿Cómo podía tener las
manos rojas si había disparado desde al menos tres metros?
¡Dios, Dios, Dios! Mis pulmones se cerraron de nuevo.
¡Tomás no era la primera víctima que había matado aquella
noche!
—No deberías estar aquí fuera y menos sin vigilancia.
¿Dónde está el hombre que asigné a tu puerta? —la frialdad en
la voz de Dimitri prometía que nada bueno le iba a esperar a
quien fuera.
—N… No… lo sé. Sie… Siempre suele ha… haber
alguien, excepto hoy.
Dimitri me pescó siguiendo horrorizada el proceso con el
que se limpiaba las manos con un par de toallitas, cuyo
inmaculado blanco iba cubriéndose más y más de un tono
rosado.
—Hay un motivo por el que te he asignado vigilancia
personalizada. El ser importante para mí te convierte en un
objetivo.
Lo que debería haber sido un resoplido despectivo sonó
como un sollozo.
—Sí, ya he visto lo importante que soy para ti —el
sarcasmo en mi voz se vio ahogado por el bajo volumen de mi
murmullo.
Él se detuvo en su tarea de limpiarse las manos y me
estudió. Sokolov se apartó de mí para inspeccionar el cadáver.
—Necesitaba distraerlo para que Sokolov pudiera
acercarse y desviar su atención. Si hubiese disparado de frente
podría haberte puesto en peligro y si le hubiera confesado que
me preocupaba por ti te habría usado de escudo humano
mientras nos disparaba.
—No ha sido el único al que has matado esta noche —
musité—. Ni siquiera te has inmutado al hacerlo.
Tampoco lo había hecho Sokolov con Yuri. ¿A cuántas
personas habían matado para que no les importase una muerte
más o menos? ¿Y por qué había sido capaz de tomarme con
tranquilidad lo que ocurrió en el avión, pero no aquello?
—Eran traidores que nos vendieron a la tríada y esta noche
cayeron en la trampa que les pusimos. Por desgracia, Tomás
consiguió escapar. —Dimitri terminó de limpiarse la sangre de
las manos como si fuese simple pintura o alguna clase de
sustancia molesta—. No le des demasiadas vueltas. Eran
escoria. Se merecían morir. Tomás se habría llevado una
muerte mucho más dolorosa si no hubiese significado ponerte
en peligro.
—¿Ibas a matarlo aunque no me hubiese cogido? —mi voz
salió en apenas un susurro ininteligible. Puede que fuese la
forma en la que mi inconsciente me advertía de lo loco que era
que pudiese preguntarle a un hombre como él semejante
cuestión.
Dimitri me estudió con frialdad. ¿Estaba planteándose si
yo era demasiado esfuerzo y si le convendría deshacerse
también de mí?
—¿Te sentirías mejor si te aclarase que le vendía
adolescentes y niñas a la tríada, destinadas a que las
prostituyesen y las subastasen en el mercado negro? ¿O eso no
te afecta porque tu familia hace lo mismo?
¿Había considerado que me sentía débil y a punto de
desmayarme? No fue hasta ese instante cuando mis rodillas
cedieron y acabé hincada en la hierba.
—¿Los Smirnov se dedican a… a…?
—Dimitri, está conmocionada —le advirtió Sokolov—.
Printsessa… —su tono estuvo cargado de lástima al cogerme
bajo los brazos para levantarme.
—Déjala —la orden fue tan helada que congeló a Sokolov
en el sitio, me liberó de inmediato y retrocedió un paso.
Acuclillándose junto a mí, Dimitri me cogió por la barbilla y
me alzó la cara. Me estudió con ojos entrecerrados, como si
tuviese rayos X con los que pudiese atravesarme el cráneo
para inspeccionar hasta mis pensamientos más ocultos. De
repente su sujeción se suavizó y me pasó los nudillos por las
mejillas secándome las lágrimas que ni siquiera había sido
consciente de haber derramado—. Eres como un carnero,
inocente y vulnerable, al que han llevado al altar del sacrificio
sin explicarle siquiera el motivo por el que lo eligieron.
Sin aguardar una respuesta me cogió en brazos, me ajustó
sobre su pecho y se encaminó a la casa. Ninguno hablamos
mientras subía la escalera y recorría los pasillos hasta mi
dormitorio. En mi interior se había extendido un vacío que me
impedía sentir el terror o la ansiedad que su mera presencia
debería haberme provocado. Lo cierto era que la sujeción de
sus brazos y el contacto con su cuerpo eran lo único que
parecía mantenerme anclada a la realidad.
Me depositó con delicadeza sobre la encimera del baño.
Me lavó la cara y las salpicaduras de cuello, hombros y brazos,
me quitó las zapatillas y los calcetines y me llevó a la cama.
Tras revisar los cajones, sacó un camisón. Me desvistió y
vistió como si fuese una muñeca, y yo me dejé hacer,
indiferente a que me viera en ropa interior o al roce de sus
dedos sobre mi piel. ¿Importaba siquiera si me opusiera a sus
deseos o caprichos? ¿Qué defensa podría tener alguien como
yo contra un hombre que podía acabar con mi vida en un
simple pestañeo y por puro capricho?
Tras tenderme, me arropó y hasta me colocó bien el
cabello sobre la almohada.
—¿Me matarás también a mí?
Dimitri se detuvo. Me estudió con intensidad y me apartó
un mechón de cabello de la mejilla.
—No puedo prometerte que no lo haré en el futuro. Te
mentiría si lo hiciera, y de todos modos no me creerías. Lo que
sí puedo prometerte es que, mientras estés conmigo, no dejaré
que nadie más te ponga una mano encima o que tu vida
peligre.
No me di cuenta de que me había puesto a llorar hasta que
él recogió una de mis lágrimas y la estudió sobre la yema de su
dedo.
—Sé que ahora mismo te costará creerlo, kotenok, pero
estás más a salvo aquí de lo que estarías en ningún otro lugar.
No me traiciones y te protegeré con todas las armas que tenga
a mi alcance. —No necesitó repetirme lo que sucedería si lo
traicionaba, tampoco necesitaba que me confirmase que era
capaz de llevarlo a cabo. Terminaba de presenciarlo en el
jardín. ¿Qué iba a ocurrir cuando se enterase de que en
realidad ya era demasiado tarde y que mi mera presencia en
aquel sitio ya era un engaño?—. No tienes nada que temer de
mí, kotenok —siguió con esa voz profunda y melodiosa con la
que trataba de tranquilizarme—. El sábado celebraremos tu
llegada y anunciaremos ante el mundo que eres mía con una
fiesta de compromiso. Puedo ser muchas cosas, pero protejo lo
que me pertenece.
Los labios de Dimitri se posaron con suavidad en mi frente
antes de que apagase la luz y se marchara, dejándome
temblando en la oscuridad.
Estaba condenada. No solo estaba en una situación que no
tenía ni idea de cómo manejar, sino que se me acababa el
tiempo para encontrar una solución. Y, por más que quisiera
obviarlo y centrarme en otra cosa, mi vida dependía de ello.
Con un temblor incontrolable saqué el móvil nuevo de
debajo del colchón.
YO: ¿Bitch?
El tiempo que tardaron en colorearse de azul los tics del
mensaje se convirtió en una eternidad, y con cada minuto que
pasaba mis pensamientos se agitaron más y más. ¿Sería Anya
consciente de la clase de negocios que llevaba su familia? Una
cosa eran armas o drogas, pero ¿el tráfico de niñas y mujeres?
¿Cómo de cerca había estado yo misma de que me cogieran?
No podía ni siquiera alcanzar a comprender cómo alguien
podía cometer algo tan execrable.
¿Y si Anya lo desconocía, y al contárselo reaccionaba de
alguna forma imprevista y hacía alguna locura que la pusiera
en peligro? No es que yo no quisiera intervenir para acabar
con el negocio de su familia, pero Anya siempre había sido tan
buena y dependiente que la noción de que se arriesgase a hacer
algo que la pusiera en peligro sin mi apoyo y protección…
¡No! No podía hablarle de lo que me había revelado Dimitri o
de lo que había pasado en el jardín.
Los palitos azules me advirtieron que por fin había leído el
mensaje. Los tres puntitos anunciando que estaba
respondiendo me pusieron de los nervios.
…
BITCH: ¡Hola!
YO: Tenemos un problema. Dimitri ha decidido que
organizará un baile para celebrar mi llegada y que lo
aprovechará para anunciar nuestro compromiso. ¿Qué pasa si
ha invitado a tu familia o alguien que te conozca? Se darán
cuenta de que no soy tú.
Los problemas se me acumulaban y estaba empezando a
meterme en un callejón sin salida.
…
…
…
BITCH: Dile que quieres una fiesta de máscaras. Tenemos la
misma estatura y nuestras facciones son similares. Dudo que
mi padre asista. Sus negocios son más importantes que su hija.
La única que es posible que se presente es mi tía, pero, a
excepción de un intercambio de saludos y el hacerte algún que
otro comentario tóxico, no perderá el tiempo contigo cuando
puede estar con personas más influyentes.
YO: ¿Un anuncio de compromiso con máscaras?
YO: ¿Dónde se ha visto eso?
BITCH: Dile que así será más romántico o que temes que
alguien pueda tratar de utilizarte para chantajearlo, y que
prefieres esperar a la boda para mostrar tu rostro.
YO: No lo sé. No resulta creíble.
YO: Tampoco es precisamente como si me llevara bien con él.
BITCH: Inténtalo. ¿Qué tienes que perder?
Me froté el entrecejo. Un incipiente dolor de cabeza
comenzaba a hacer acto de presencia. Anya tenía razón. ¿Qué
podía perder? Haría todo lo posible por escapar al día
siguiente, pero si no lo conseguía, igual la fiesta podría darme
una segunda oportunidad. El que los invitados llevasen
máscaras podía no ser una mala idea.
YO: Ok. Veré qué puedo hacer.
9
CAPÍTULO
Cuando a las nueve una de las sirvientas trajo la noticia de que
Dimitri me esperaba para el desayuno, ya estaba vestida y
tapándome con maquillaje la palidez y las profundas ojeras
que había ocasionado una noche de vueltas y más vueltas en la
cama.
En menos de una semana había presenciado el asesinato de
dos hombres. Debería estar conmocionada e incapaz de salir
de la cama. Pero lo cierto era que me preocupaba más que
Anya y yo acabásemos del mismo modo. Y aquello era algo
que no pensaba consentir. Si tenía que ser fuerte por las dos,
entonces, que así fuera.
Al acercarme al comedor, lo primero que oí fue una risa
femenina un tanto artificial, de esas que usan las villanas en
las películas románticas cuando se creen seductoras. Supongo
que eso ya debería haberme dado pistas sobre lo que me
esperaba al entrar.
—Aaah, aquí está la encantadora niña que escogiste para
prometerte.
¿Encantadora niña? El contraste entre la enorme sonrisa y
la frialdad en los ojos de la rubia que le frotaba los bíceps a
Dimitri, con un entusiasmo excesivo si teníamos en cuenta que
estaba delante de mí, su supuesta novia, no me dejó claro si
me había llamado así con la intención de ponerme en mi sitio
o porque en general era tan empalagosa.
Intenté no fijarme en los firmes antebrazos masculinos o
los tatuajes que dejaba a la vista la camisa remangada,
ajustándose a su musculosa silueta.
—Buenos días. —Fingí una débil sonrisa, más por la
mirada que me echó Dimitri estudiándome en silencio que por
agradar a nadie.
Si pretendía fugarme, lo primero que necesitaba era
aparentar normalidad y convencer a Dimitri de que mi miedo
no me empujaría a coger la primera ruta de escape que se me
presentara. Creía que era una Smirnova. Solo podía suponer
que eso me daba una cierta garantía de protección, del mismo
modo que creaba una serie de expectativas.
Mi actitud debió convencer a Dimitri, por cómo asintió
satisfecho.
—Siéntate aquí a mi lado. —Señaló la silla libre a su
izquierda—. Te presento a Rina Kutznezova. Suele encargarse
de organizar mis eventos y ha venido a llevarte de compras y a
lo que sea que necesitéis las mujeres para una fiesta.
Ni un «buenos días», ni un «¿cómo estás?», ni una
mención de mi nombre a la desconocida. ¿Tan poco
importante era que no merecía una presentación?
—Encantada —repliqué sin poner demasiado esfuerzo por
aparentar sinceridad.
Dimitri arqueó una ceja, pero aquella fue la única señal de
que se había percatado de mi irritación.
—Mmm… Eres un poco más entradita en carnes de lo que
tenía previsto de una Smirnova, pero estoy segura de que
podremos encontrarte algo adecuado, puede que no con los
diseñadores que había elegido…, pero no te preocupes, ya me
las apañaré —Rina gesticuló con una descuidada floritura en el
aire—. Luego nos acercaremos a la peluquería a darle una
pizca de gracia a esa melena y al centro de belleza para que te
den un buen repaso.
¿Acababa de llamarme gorda, descuidada y fea de una sola
sentada? ¡Guau! Si no hubiese sido tan evidente que trataba de
ridiculizarme delante de su jefe, hasta me lo habría tragado.
Gracias a Dios, me importaba un pepino lo que un espárrago
engreído como ella asumiera sobre mí. Mi objetivo de hoy era
no jugarme la vida con un mafioso capaz de matarme a sangre
fría y, a ser posible, escapar de él como fuera.
—Convendría que te pongamos a dieta de cara a la boda
—siguió la muy puta, porque por la forma en que se restregaba
con tanto descaro contra Dimitri era la única definición que se
me ocurría. Bueno, o por lo menos la que me complacía
atribuirle. Bruja también habría encajado a la perfección—. Y
una tostada con mantequilla no es la mejor forma de empezar
el día —siguió, echándole una ojeada cargada de desprecio a
mi tostada—. Déjala en el plato. Te pediremos un bol de fruta
y medio tazón de avena.
Cuando llamó a la sirvienta sin esperar mi respuesta y la
instruyó a que se llevase mi tostada y la reemplazase por un
cuenco de frutas de temporada, mis niveles de irritación
tocaron techo. Cuando, además, le ordenó que sustituyese mi
taza de café por otra sin azúcar ni leche, fue la gota que
derramó el vaso. Puede que si hubiese esperado a después de
tomarme mi café, habría reflexionado antes de actuar, pero
¿sin mi chute de cafeína, recién levantada y después de la
noche que había pasado?
Sujetando mi plato, me giré hacia Dimitri, que seguía la
conversación tomándose su café en silencio, con esa expresión
impenetrable que no dejaba acertar ni de casualidad qué era lo
que opinaba al respecto.
—¿Vas a obligarme a pasar el resto de mi existencia a dieta
con tal de encajar en un molde social hipócrita, en el que mi
cuerpo debe ajustarse a la ropa de diseñadores ególatras, en
vez de, por el dineral que pagas, que sean ellos los que hagan
bien su trabajo y adapten su mercancía a mí?
—Eso son…
Sin apartar su mirada de mí, Dimitri atajó a Rina con voz
firme y calmada, pero sus ojos no se despegaron de mí.
—Me gustaría que te cuidaras, pero, mientras estés
saludable, no me importa que tengas una talla más o menos.
Me pareces perfecta tal y como estás, kotenok. Y coincido
contigo en que debe ser la ropa la que se amolde a tu cuerpo,
no al contrario.
No sé quién se quedó más alucinada, si Rina o yo. Lo
último que había esperado era que coincidiera conmigo y que
de paso me echase un piropo. Parpadeé varias veces y acabé
por desviar la vista del hombre que, a todas luces, debía de
tener doble personalidad, o triple si considerábamos la escenita
en su despacho.
Le dediqué mi mejor sonrisa a la viperina Rina. Vipe-rina
Rina. ¡Ja! Hasta el nombre le iba al dedillo a esa mujer.
—En ese caso, prefiero tomarme mi desayuno tal cual.
Saldré a dar un paseo por la tarde para quemar calorías.
—Me parece bien. Ahora, si me disculpáis, tengo una
reunión dentro de media hora. —Dimitri se limpió los labios y
dejó la servilleta sobre la mesa.
De sopetón me entró ansiedad al darme cuenta de que, si
no conseguía escapar, tenía que guardarme las espaldas con
respecto a la fiesta y que no tenía ni idea de cuándo volvería a
verlo.
—Dimitri, querría comentarte algo antes de que te vayas.
—¿Sí? —Se detuvo detrás de su silla.
—Ya que dijiste que la fiesta era para celebrar mi
bienvenida, me gustaría pedirte que fuera un baile de
máscaras. Nunca he tenido la oportunidad de asistir a uno y
me hace ilusión —añadí cuando no respondió enseguida.
La intensidad con la que me escrutó Dimitri consiguió que
me deslizase incómoda en el asiento.
—Querida —intervino de inmediato Rina con aquel
dichoso tono de condescendencia que me tentaba a sacarle las
garras—, un baile de máscaras podría ser una buena apuesta si
se tratase de un cumpleaños, pero me temo que cuando se trata
de anunciar un compro…
—Me parece bien. Es tu fiesta, kotenok. Explícale a Rina
lo que quieres y ella se encargará de hacerlo realidad. —Para
rematar la sorpresa, Dimitri se inclinó a darme un beso en la
sien—. Sokolov tiene tu tarjeta. Cómprate lo que quieras.
¿Mi tarjeta? ¿Se refería a una tarjeta de crédito? ¿Para mí?
Su actitud me confundió tanto que lo seguí con la mirada. Fue
por eso que no me fijé en la ojeada gélida que me dedicó Rina
hasta que volvió a hablarme.
—¿No es irónico lo complacientes que pueden llegar a ser
los hombres antes del matrimonio? Te casas, tienes un anillo
en el dedo y eso es todo lo que recibes. Al día siguiente
regresan con sus amantes mientras la esposa se pudre en la
soledad de su jaula de oro.
¿Ese tono en su voz era puro veneno o amargura?
Propinándole un mordisco a mi tostada, le sonreí con la
misma frialdad que ella había usado conmigo.
—¿Eso significa que estás casada y que tu marido te ha
puesto los cuernos, Rina?
Sus ojos se entrecerraron, pero mantuvo su expresión de
falsa simpatía.
—Oh, pero no era a mí a quien me refería, querida.
—Mmm… Tampoco a una mujer inteligente que sabe
darle a su marido lo que requiere para que regrese cada día a
su lado. Es lo bueno de las nuevas generaciones. Nos consta lo
que los hombres buscan tanto en la cama como fuera de ella y
somos nosotras las que elegimos si dárselo o no. —Con un
último sorbo a mi café, solté la taza—. ¿Nos vamos? Estoy
impaciente por elegir algo sexi con lo que devolverle a Dimitri
todo lo que está haciendo por mí.
En realidad, estaba impaciente por alejarme de él, pero eso
era algo que ella no necesitaba saber. ¿Qué clase de víbora le
daba a entender a una chica recién prometida que su futuro
marido iba a dejarla de lado para regresar a la cama con ella?
10
CAPÍTULO
—¡S.! ¿Te tocó hacer otra vez de niñera? —provoqué al
gigante con una sonrisa ladeada al encontrármelo apostado
delante del Bentley.
Sokolov me dedicó una mirada fija y me abrió la puerta sin
contestar. Sí, se notaba que estaba feliz de verme. Mi sonrisa
flaqueó al encontrarme a Rina en el asiento trasero, pero, en el
poco tiempo que había tenido para reflexionar después del
desayuno, había llegado a la firme conclusión de que
necesitaba sonreír y fingir una excitación que no sentía por
irme de compras para que, con suerte, ella y los demás bajasen
la guardia.
Ninguna de las dos hablamos cuando me senté a su lado.
Parecía que, ahora que Dimitri no se encontraba presente, ya
no sentía la necesidad de compartir sus sesgadas críticas
conmigo o en general de dirigirse a mí. Por mí genial. No era
como si me importase. Me reventaban ese tipo de personas que
se dedicaban a tirar por tierra a los demás con la única
intención de destacar. Que obviamente había sido amante de
Dimitri, o que siguiera siéndolo, tampoco me hacía verla con
mejores ojos. Tal vez no había elegido casarme con él, puede
que ni siquiera fuera Anya, pero, por motivos que prefería no
analizar siquiera, me repulsaba que ella pretendiera seguir su
relación con él a sabiendas de que ya estaba comprometido.
—Me alegra que vengas, S. —le dije cuando se sentó a mi
lado—. Como hombre, seguro que tienes un gusto excelente y
sabrás ayudarme a elegir ropa y complementos.
Los ojos de Sokolov se entrecerraron y yo le arqueé una
ceja. Disfrutaba sacándolo de sus casillas. ¿Por qué habría de
privarme de uno de los pequeños placeres que aún podía
concederme? Rina bufó sin disimulo y yo rodé los ojos ante la
estupidez de la mujer. Sokolov coincidió conmigo, a deducir
por la mirada que compartimos, mientras la comisura de sus
labios se movió con un pequeño tic.
En el momento en que pasamos por la verja de la entrada,
una furgoneta se posicionó delante de nosotros y otra detrás.
Mi sonrisa se congeló al mismo tiempo que la distorsionada de
Sokolov se extendía por su rostro y se inclinaba hacia mí para
murmurarme al oído:
—No pensarías que íbamos a ir sin una escolta, ¿verdad?
Una princesa como tú se merece a todo un ejército que la
proteja.
—Nunca he sido una princesa.
El papel de Cenicienta era más lo mío, pero me negaba a
contarle tanto sobre mí.
—¿La pequeña de los Smirnov? —preguntó con sarcasmo.
—¿Te estás divirtiendo? —siseé entre dientes.
—Ahora sí —replicó, estirándose la camisa y la chaqueta
como si estuviera preparándose para asistir a un evento social.
¡Cabrón!
—¿Decías? —indagó con una mirada burlona y una ceja
alzada.
¡Uuups! ¿Lo había dicho en alto?
—Qué calor hace, ¿no? —Le ofrecí mi mejor carita de
angelito.
¿Pensaba que me había ganado? ¡Ja! Puede que mis planes
de escape más inmediatos se hubiesen ido al garrete, pero
quien ríe el último ríe mejor. Y si de reír se trataba, que
esperase a ver si por la tarde seguía con ganas de hacerlo a mi
costa.
Me equivoqué.
Una hora y media completa en la boutique y no era que me
faltasen ganas de reír, de lo que tenía verdadera necesidad era
de estrangular a alguien, clavarle estacas en el corazón y
prenderle fuego. A Rina para ser más concreta y a Dimitri por
someterme a semejante tortura con ella.
—Demasiado escotado. Eres la futura esposa de Dimitri
Volkov, no una prostituta —alegó Rina sin alzar la cabeza de
su móvil.
¿Le había echado siquiera un vistazo al veinteavo vestido
que me probaba?
Según ella, el anterior había sido demasiado modesto; el
otro, demasiado corto; el anterior a ese, demasiado rojo contra
mi piel; demasiado escandaloso; colores demasiado apagados;
colores demasiado vivos… La cantidad de descripciones y
valoraciones aleatorias de aquella arpía eran inagotables.
En serio, si seguía así, iba a usar el tacón de aguja de las
sandalias para sacarle un ojo y echarle un vistazo a su cerebro.
Estaba convencida de que su materia gris era tan oscura que
debía de equipararse al negro de su alma. La pobre
dependienta ya no sabía ni a dónde mirar. Justo antes de salir
del vestidor, había exclamado varias veces que estaba
alucinante y que esta vez incluso Rina tendría que admitirlo.
Bien, se había equivocado. Otra vez.
Una ojeada a Sokolov me confirmó que incluso él había
comenzado a apretar los labios.
—Es hora de que te rindas y te pruebes el vestido rosa
pastel que te enseñé al principio —me indicó Rina como si
fuese una niña malcriada con la que tuviera que emplear a
fondo su paciencia.
—¿El que lleva volantines desde los pies al cuello y
plumas verde agua, que me hacen parecer un pavo relleno de
Acción de Gracias? —Y probablemente también como una
mocosa gorda y sin gracia, que era justo la imagen que ella
pretendía que mostrase ante su querido Dimitri.
La irritación en sus ojos fue evidente, sin embargo,
mantuvo la sonrisa helada.
—¿Quieres seguir probándote vestidos? Adelante.
Tenemos el resto de la mañana, y la tarde si hace falta.
Le eché una ojeada al vestido plateado con brillos que se
adaptaba a mi figura como un guante.
—Hay una capa que forma parte de la colección. Se puede
sujetar a los tirantes y le cubriría los hombros y la espalda,
pero, al ser transparente y con pedrería, mantendría la gracia
del modelo —murmuró la dependienta, manteniendo la vista
sobre mi vestido.
—Me encantaría verlo —afirmé, adelantándome al rechazo
de Rina.
—Si piensas perder el tiempo tontamente, dímelo y al
menos aprovecho el mío haciendo las cosas que sí que debería
estar haciendo —saltó Rina airada.
Me entraron ganas de recordarle que estaba ahí porque la
había llamado Dimitri, no yo, pero la dependienta regresó con
la capa y me ayudó a colocármela. Me giré un poco en el
espejo. Los hombros quizá fuesen un tanto rectos y angulosos
para mi gusto, similares a los de un uniforme militar, pero el
resto de la tela caía con suavidad a mi alrededor, rodeándome
como un halo o unas alas de libélula que me envolvían. Sí, tal
y como prometió Joanna, la dependienta, la tela era lo bastante
fina y transparente como para no robarle sensualidad al
conjunto.
—No —le repliqué a Rina en voz alta—. De hecho,
preferiría acabar con esto cuanto antes. ¿S.?
—¿Printsessa? —Sokolov se apartó de la pared en la que
había estado apoyado con expresión aburrida durante la última
hora y pico.
—¿Te importaría sacarme una foto y pasársela a mi novio?
Me gustaría que me diera su opinión.
—¿En serio pretendes molestar a un hombre tan
importante como Dimitri en nimiedades como esta? —
intervino Rina con una mueca de disgusto.
—El jefe ha dado el visto bueno. Dice que compremos un
antifaz a juego —nos informó Sokolov, dirigiéndome un guiño
cuando Rina se giró irritada y se encaminó al frente de la
tienda como si fuese un bisonte en estampida.
—Buena jugada. —La dependienta cerró la cortina tras
nosotras—. No mentía cuando le dije que con ese vestido
parecía un verdadero ángel y tenía el toque justo de
sofisticación y sensualidad. Ningún hombre podría haber
negado que estaba guapa con él.
Un ángel… Tenía razón. El vestido me hacía parecer una
aparición divina y no habría podido desmentir que me
encantaba y me hacía sentir bella, pero convertirme en un
ángel atrapado en las manos de Dimitri era lo último que
necesitaba.
—Joanna… ¿Recuerdas ese vestido rojo con el que Rina
decía que me confundirían con una fulana? —pregunté
frunciendo los labios para que no viese la sonrisa diabólica
que sin duda tenía dibujada en el rostro.
—¿El que le dije que haría que cualquier hombre acabase
cayendo de rodillas a sus pies? —preguntó Joanna con un
brillo de entendimiento y una sonrisa cómplice.
—Ese mismo. ¿Te importaría meterlo en una bolsa con
unas sandalias a juego, y dárselo a mi guardaespaldas junto al
resto de la compra, sin que Rina lo descubra? A ser posible
que no se vea lo que hay dentro.
—Ángel y demonio. —La dependienta me dirigió un guiño
—. Será un placer, un auténtico placer. Lo meteré en una caja
y le pondré un lazo. De ese modo nadie podrá verlo a menos
que la abra a propósito.
Ella lo había dicho. Dimitri quería un ángel, una virgen
pura e inocente, pero mientras me quedase un ápice de mí
misma, darle lo que él quería no se encontraba en mis planes.
—Por cierto, ¿no tendréis por casualidad un antifaz para el
vestido rojo y otro para este?
La sonrisa de la chica se ensanchó.
—Los antifaces no forman parte de nuestros
complementos habituales, pero trajeron algunos para decorar
el escaparate durante carnaval y los guardé en el almacén.
Creo recordar uno que podría ser perfecto para una diablesa,
pero tendría que ver qué tenemos para el vestido plateado.
11
CAPÍTULO
En cuanto Sokolov aceptó mi llamada, desde el fondo me
llegaron aullidos que bien podrían haber provenido de una
masacre o de un hospital psiquiátrico. Nada que en
condiciones normales me habría arrebatado el sueño, con la
excepción de que aquella voz tan familiar llevaba varios días
persiguiéndome en sueños.
—Sokolov, ¿esa es mi prometida?
—Sí.
Más alaridos de dolor al fondo. Me recorrió un repentino
sudor frío y mis manos se apretaron alrededor del móvil,
amenazando con hacer estallar el aparato. Me gustaban los
gritos en la cama y también algo de dolor controlado, y
siempre entremezclado con placer, pero si había algo que tenía
claro era que aquellos chillidos no tenían nada ni de erótico ni
de placentero.
Solo se me ocurrían un puñado de motivos por los que
pudiese estar así, y no me gustaba ninguno de ellos.
—¿Estáis bajo ataque? —Los latidos de mi corazón se
aceleraron incitándome a entrar en acción y disponerme a
luchar.
A través de la línea resonó un bufido.
—Nosotros no.
—¡Sokolov! Dime ahora mismo que nadie se ha atrevido a
ponerle un dedo encima y mucho menos que tú se lo has
permitido porque te juro que, si no tenéis una muy buena
justificación, os lo haré pagar.
—La tenemos.
—Sokolov, nunca me he cagado en tus muertos, pero o
hablas o…
—Nos lo mandó nuestro jefe.
—¿Perdón? —Me congelé en el sitio—. ¿De qué estás
hablando?
—Estamos en el centro de estética, donde tú nos mandaste
ir, para que le hagan las cosas que tú les exigiste que hicieran.
Fruncí el ceño.
—¿Qué les dije que hicieran?
—Depilación de punta a cabo y ni un pelillo en todo el
cuerpo que no sean las cejas y el cabello.
—Sokolov, ¿estás hablando con el cabrón que me está
haciendo pasar por esto? —siseó mi prometida al fondo, con
una voz que podría ser muy bien la de la niña de El exorcista
—. Porque si es así, dame ese maldito teléfono. ¡AHORA!
—¡Sokolov! ¿Estás con ella mientras se está depilando? —
gruñí ante la idea de que pudiese verla desnuda.
—Claro, printsessa —replicó Sokolov sin preguntarme ni
aguardar mi respuesta—. De paso, explícale que estoy al otro
lado de la cortina y que me he tenido que quedar aquí como
medida de garantía porque nadie quería trabajar contigo si yo
no estaba presente para contenerte. Ah, y que mandaste a Rina
a tomar viento fresco después de salir de la boutique.
Un grito de banshee me obligó a alejar el móvil de mi
oreja en un intento por protegerme los oídos. ¡Madre de Dios!
Si chillaba así en la cama, iba a tener que comprarle una
mordaza para impedir que se enterase la casa entera cada vez
que se corriera. Aunque considerándolo bien, tal vez no lo
hiciera. Sonreí para mis adentros.
—Pensé que ya habíamos dejado claro que tu
comportamiento determinaría tus futuros castigos —le recordé
a mi prometida gritona—. Pero, por lo que veo, aún no has
aprendido tu lección si te atreves a insultarme delante de mis
hombres.
—
¡Puedesmetertetuscastigosdondenodaelsolmalditosádicoenfer
mo… Ahahaaaaaahhhh!
Me eché atrás en el sillón y sonreí. Jamás se lo confesaría
y puede que alguna vez tuviera que castigarla por ello, pero
había algo fascinante en su rebeldía y en que no fuese una de
esas chicas sin personalidad que meramente vivían por
complacer a los hombres en su vida.
—Intuyo que es una suerte el que no me haya enterado de
una sola palabra, lo que no significa que te hayas librado del
castigo que te mereces por ello. —Fue complicado mantener
mi voz firme cuando otra parte de mi anatomía también
replicaba por su cuenta.
—¿Castigarme? ¿Y qué se supone que estás haciendo
ahora mismo? ¿Tienes idea de lo que duele que te arranquen
las tiras de cera del pubis? En vez de labios tengo rollos de
enchilada en el chichi.
¿Rollos de enchilada en el chichi?
Tapé el micrófono. Por primera vez entendí a los padres
que tienen que hacer esfuerzos sobrehumanos para no reírse en
situaciones serias con sus hijos.
—No te quejes tanto, todas las mujeres lo hacen.
—¡Que no me…! Ummm… ¿Que no duele tanto? —me
preguntó con una repentina dulzura.
—No —repliqué convencido.
Nunca me había hecho la cera, pero seguro que dolía
menos que el que te arrancasen una uña o te metieran un
palillo de dientes bajo ellas.
—En ese caso, imagino que no te importará hacer lo
mismo por mí. Ya sabes, por eso de los pelillos y a que se ve
mucho más larga y…
—No tienes que preocuparte por eso —la corté antes de
que pudiese ponerme más duro aún de lo que ya estaba con su
ronroneo—. Me afeitaré.
—No es lo mismo. No queda igual de suave. Además, no
querrás que piense que me maltratas exponiéndome a torturas
que tú no eres capaz de soportar, ¿verdad?
¡Pequeña arpía!
—Pasaré por la cera para la noche de bodas si es eso lo que
quieres. Ahora tengo que dejarte, tengo una reunión.
—¡Espera! ¿Por qué tú no vas a depilarte hasta la boda y a
mí me has obligado a hacerlo para una fiesta en la que ni
siquiera tendremos contacto íntimo? La tradición dice que
debo llegar virgen al matrimonio. Lo recuerdas, ¿no? —
preguntó con un tono que de buenas a primeras resultaba un
tanto agudo.
¿Le asustaba la posibilidad de acostarse conmigo? Era una
noción tan peregrina, después de la decena de mujeres que me
perseguían cada día, que me dio pausa. Le eché una mirada a
la criada que me estaba sirviendo un café y sí, efectivamente,
ahí estaba. La inclinación descarada que me ofrecía una clara
visión de la curvatura de sus pechos, la invitación en sus ojos y
el pequeño gesto de sus labios al humedecérselos. Asentí y le
hice un gesto para indicarle que se marchara.
—Lo recuerdo a la perfección y lo respetaré —le repliqué
con suavidad a mi pequeña arpía, recreándome en el hecho de
lo inocente que era aún. Llegaría virgen al matrimonio, a
menos que me pidiese lo contrario, pero nadie mencionó nada
de una pequeña celebración en privado con una degustación
del banquete de bodas—. ¿Algo más?
—Sí. Sokolov y los cuatro guardas apostados ante la
puerta han sido tan amables conmigo que considero que se
merecen un pequeño regalo. Quiero invitarlos a una depilación
de cera de los pies a la cabeza, pero estoy segura de que no se
atreverán a aceptarlo si tú no se lo ordenas. ¿Te importa
hacerlo? —preguntó con una vocecita que me hacía verla de
rodillas, con esa faldita de colegio y esos enormes ojos
abiertos mirándome desde abajo. ¡Joder!
—¡Y un cuerno! Se acabó, devuélveme mi móvil —gruñó
Sokolov al otro lado.
—¡Aguafiestas! —lo acusó ella sin cortarse ni un pelo.
¿Cuándo había visto a una mujer hablarle así a mi mano
derecha? Ni siquiera mis brigadieres se atrevían a dirigirse a él
así.
—Si quieres pasar tú por ello, pakhan, o que lo hagan esos
idiotas apostados en el pasillo, tienes mi visto bueno, pero mis
huevos se quedan calentitos en su nido —masculló Sokolov
amenazante a través de la línea.
—Sigue hablándome así y puede que no solo la doble a
ella sobre el escritorio para darle una buena lección de
modales —le gruñí de vuelta.
—Nunca te han gustado los culos llenos de pelos y el mío
es un jodido bosque tropical —bufó el maldito cabrón antes de
colgarme.
Solté el móvil con una mueca ante la imagen que me había
pintado. Tenía razón, verle el culo era lo último que me
apetecía, pero iba a tener que darle una lección porque, desde
que estaba esa irritante cría, el muy cabrón estaba tomándose
más libertades de las acostumbradas.
«En vez de labios tengo rollos de enchilada en el chichi».
Blyat! Me pasé una mano por la cara. La pequeña arpía había
conseguido que se me antojara comida picante.
—¿Qué? —pregunté a los tres hombres que habían entrado
y estaban apostados delante de mi escritorio contemplándome
como si tuviese tres cabezas.
Popov se frotó la nuca.
—Estás riéndote.
12
CAPÍTULO
Después de cuatrocientas vueltas en la cama me rendí y me
levanté. Era imposible dormir cuando quedaban menos de
veinticuatro horas para preparar mi escape y me había pasado
el día enfrentándome a Rina que, más que una arpía, era un
cancerbero de tres cabezas que no paraba de gruñir, ladrar y
echar baba tóxica por doquier. Si durante el desayuno tuve mis
sospechas de que había sido amante de Dimitri, tras varias
horas expuesta al odio y desdén de su mirada, ya no me
quedaba ninguna duda.
Según Sokolov, fue un rollo ocasional y no quedaba nada
entre ellos excepto una relación profesional, o al menos eso
era lo que se podía deducir de sus comentarios entre dientes.
Yo no lo tenía tan claro. No solo había estado restregándose
contra Dimitri en mi presencia sino que él se lo había
permitido.
Poniéndome el albornoz, salí al pasillo. El nuevo
guardaespaldas se limitó a darme un breve asentimiento con la
cabeza y me siguió sin hacer preguntas. Eso me llevó a la
preocupación principal que no me dejaba dormir. No había
visto a Igor en todo el día y comenzaba a sospechar que había
sido quien debería haber estado guardando mi puerta anoche.
¿Lo había castigado Dimitri por haber fallado en su cometido?
Estaba casi segura de ello y, lo que era aún peor, sospechaba
que Igor tenía suerte si seguía con vida.
¿Qué iba a hacerme Dimitri si me pescaba fugándome?
¿Llegaría al punto de matarme? La simple idea me provocaba
náuseas y me hacía temblar por dentro.
Me exprimí un vaso de zumo de naranja en la cocina y le
ofrecí otro al guarda.
—No, gracias.
Intenté sonreír, aunque sospecho que fracasé. Tras tomar
un sorbo, me llevé el vaso a la biblioteca. Mi agotamiento me
superaba y lo último que tenía ganas de hacer era tratar de
iniciar otra de mis estúpidas intentonas por conocer a otro de
aquellos mafiosos que solo me veían como un capricho del
jefe al que debían vigilar.
Me quedé paralizada en el umbral de la biblioteca al
encontrar a Dimitri en el sillón orejero de la esquina, leyendo
apaciblemente con una copa con hielo y un líquido ambarino
en la mesita.
—Yo… Lo siento, no pretendía molestar. —A pesar de mis
palabras, no me marché.
Dimitri me estudió hasta que entrecerró el libro guardando
la página con un dedo.
—¿Vienes a buscar algo para leer o a hablar conmigo?
—Yo… ¡No! No. No sabía que estabas aquí. Normalmente
cuando vengo a buscar algo para leer está vacío.
—¿Tanto miedo me tienes que no te atreves a entrar en una
habitación en la que ambos estemos a solas? —A pesar del
arqueó de su ceja, su tono fue sosegado.
¿Qué podía contestarle a eso? ¿Que sí, y confesarle lo
miedosa y poca cosa que me sentía en su presencia? ¿Que no,
y mentirle salvando mi dignidad?
—¿También hablas italiano? —señalé el libro sobre su
regazo en un intento por desviar su atención.
—Sí.
—¿Cuántos idiomas dominas? —Lo había oído en ruso y
al menos otro idioma más el día en el que llegué.
—¿Piensas quedarte ahí de pie mientras conversamos?
Me froté los brazos, indecisa.
—No pretendía molestarte.
—Vamos a casarnos en cuestión de nada, igual podría ser
una buena oportunidad para empezar a conocernos. Siento no
haber tenido tiempo estos últimos días para dedicarte.
—Imagino que no debe de ser fácil llevar… una
organización como la que llevas —murmuré sin moverme ni
un milímetro del sitio.
Dimitri se mantuvo unos segundos en silencio antes de
responder.
—Bratva. Puedes decirlo, kotenok. Nadie te castigará por
ello. —Por su forma de contemplarme, estoy segura de que se
dio cuenta de cómo tragué saliva. Soltó un profundo suspiro
—. Siete.
—¿Perdón? —parpadeé confundida.
—Hablo siete idiomas. Ruso, chino, italiano, japonés,
checoslovaco, español y, como es obvio, inglés.
—Uh… ¡Guau!
—Pareces sorprendida. —La comisura de sus labios se
elevó levemente—. ¿No entra en tu perfil de mafioso?
—¿La verdad? No.
—Soy el jefe, no me dedico a falsificar cuadros o vender
drogas en un rincón oscuro de una discoteca. Mi función es
controlar los negocios, llegar a acuerdos con otras
organizaciones y asegurarme de que todo funcione como una
maquinaria bien engrasada.
—¿Para eso son los idiomas? ¿Para hacer negocios?
—En su mayor parte sí, pero mentiría si no admitiese que
me ofrecen seguridad.
—¿Seguridad? —Di un paso al interior de la habitación—.
Esa es una afirmación extraña.
—Un buen porcentaje de mis actividades económicas son
legales, el otro no lo es, aunque es algo que ya habrás
deducido por ti misma. Eso implica que mantengo reuniones
con otras organizaciones similares a la Bratva, como la Cosa
Nostra, la Camorra o la Yakuza. Depender de traductores
durante ese tipo de negociaciones me haría vulnerable. Me
gusta captar los matices en las interacciones humanas.
Podía comprender a qué se refería. Era un hombre al que le
gustaba controlar las situaciones tanto como a las personas. No
era alguien que se expusiera a depender de otros, a menos que
no le quedase más remedio.
—Il principe de Maquiavelo —leí las letras doradas del
lomo—. Me sorprende esa elección, aunque imagino que tiene
sentido que te interese.
—¿Tienes miedo de sentarte a mi lado?
Abrí la boca y la cerré. Dimitri me sonrió y alzó la mano
llamándome con un dedo.
—Cierra y ven aquí.
Al obedecer, me di cuenta de que mi guardaespaldas había
retrocedido y se encontraba apostado discretamente en la
pared de enfrente del pasillo. Cerré la puerta, dejándolo fuera,
y me acerqué a Dimitri sin saber muy bien qué esperaba de mí.
Cada paso en su dirección se sentía como un paso más hacia el
filo de un precipicio y, aun así, fui incapaz de detenerme o de
volver atrás. De alguna forma, el peligro en sus ojos poseía
una fascinación idéntica a la de un vacío infinito.
—Más —murmuró Dimitri cuando me detuve a un metro
de él.
Abrió las rodillas y esperó a que estuviera entre sus piernas
para quitarme el vaso de zumo de las manos y sustituirlo por el
suyo.
—Toma, prueba esto.
Mi mano se aferró al vaso y lo acercó a mis labios como si
yo fuese una marioneta y él mi amo. El líquido ardiente me
quemó la lengua y la garganta en el trayecto hasta mi
estómago, donde pareció encender una hoguera que me
calentó desde dentro. Tosí con una mueca, Dimitri me quitó el
vaso y lo dejó sobre la mesa.
—Hay algo que lleva torturándome desde que escuché tu
voz por el teléfono esta tarde —dijo alargando la mano hacia
el cinturón de mi albornoz.
Como si su simple tacto pudiese dejarme congelada, me
mantuve quieta sin apenas respirar, en tanto abría el nudo y
con sus ásperas palmas masculinas iba subiendo por mis
muslos hasta deslizarlas bajo la larga camiseta que usaba de
camisón. No dejó de mirarme, manteniendo el control
hipnótico sobre mí y hasta la más mínima de mis reacciones.
Al alcanzar mis braguitas, no me pidió permiso, pero me
ofreció tiempo de poder protestar o apartarme. No hice
ninguna de las dos. Enganchando los dedos en los laterales,
me bajó la prenda con la misma parsimonia con la que me
había recorrido los muslos hasta las caderas. No necesité
constatar que mi vello se había erizado bajo su tacto. Al llegar
a mis tobillos, alcé obediente los pies y me mordí los labios
mientras él se metió las bragas en el bolsillo.
Aún vestida, nunca me había sentido más desnuda y
expuesta que en aquel preciso instante.
—Esto era lo que quería comprobar —me confesó, al
tiempo que pasaba sus nudillos por la piel aún sensible del
ahora terso monte de Venus. Mis rodillas amenazaron con
ceder. ¿Desde cuándo aquella zona era tan sensible?—. Tal y
como me había imaginado. Aterciopelado y sedoso —
murmuró siguiendo fascinado el recorrido de sus dedos—.
Mejor aún —se corrigió sin dejar de acariciarme—.
¿Recuerdas que te prometí que te recompensaría cuando te
portases bien? —. Asentí muda—. ¿Quieres uno de esos
premios, kotenok? Quiero escuchártelo decir —añadió cuando
mis cuerdas vocales se negaron a funcionar.
—Por favor… —musitó alguien con mi voz, aunque era
alguien a quien no reconocía. No podía ser yo. Yo jamás
rogaba y menos por sexo.
Por mucho que me negase a aceptar que le había
implorado, tampoco fui capaz de apartarme cuando subió
despacio los bordes de la camiseta e inclinó la cabeza para
repasar mi vulva aún hinchada con la punta de la nariz antes
de hundir su lengua entre mis pliegues.
¡Madre del amor hermoso!
Mis rodillas hicieron el amago de fallar, los músculos de
mi abdomen se contrajeron y un jadeo ahogado resonó por la
biblioteca. Me habría desplomado en el suelo de no ser por las
firmes manos masculinas que me sujetaban por el trasero
apretándome contra su boca.
Hambriento, delicado, exigente, paciente…
Placer, tortura, urgencia, el deseo de que no se acabase
nunca…
No importaba lo que me habían contado acerca del sexo, ni
siquiera lo que había soñado sobre él. Nada se comparaba con
aquella sensación, con el dulce y arrebatador placer que
amenazaba con robarme la cordura mientras mis dedos se
hundían en su oscura cabellera para aferrarse a él.
La suave tela de algodón que cubría mis pechos se tornó
áspera al contacto con mis sensibles pezones. Un denso calor
corría húmedo por mis muslos, esparciendo un olor dulce y
decadente a nuestro alrededor. Por un momento me sentí
avergonzada por la forma en la que había reaccionado a él,
pero cualquier temor o pensamiento desapareció en cuanto
abrió los inflados labios con sus pulgares, estirando mi clítoris
justo antes de chuparlo en el interior de su boca.
Un aleteo de su lengua.
Dos.
Mi pelvis empujó desesperada hacia él.
Un gutural gruñido de satisfacción vibró contra mis
terminaciones nerviosas y aquel fue el empuje final. Mis dedos
se agarrotaron en sus cabellos, mi cuerpo entero se sacudió en
un frenesí descontrolado y por mi garganta escapó un grito tras
otro. Él no se detuvo hasta que el último de los repiques de
placer me atravesó y mis extremidades, repentinamente
tornadas en gelatina, cedieron en un último acto de rendición.
Dimitri se alzó de inmediato frente a mí y me sujetó contra
su dura anatomía, en tanto que sus labios se presionaron sobre
los míos y su lengua se abrió paso en mi boca sin admitir otra
opción más allá de una entrega absoluta. Mi paladar se inundó
con el sabor de mi decadencia y la lujuria que habíamos
compartido. Nunca me había planteado lo morboso que podría
ser algo así, o que pudiese turbarme los pensamientos de aquel
modo. Estaba en un punto en el que mi cuerpo había dejado de
pertenecerme para convertirme en lo que él quería que fuese.
—Hora de irse a la cama, kotenok. —Dimitri me cogió en
brazos y me llevó a mi habitación ignorando al guardaespaldas
apostado en el pasillo.
Tuve tiempo de hacerme a la idea de lo que estaba a punto
de ocurrir. Lo deseaba y temía a partes iguales. No había nada
que ansiase con mayor fervor en aquel instante que sentir la
piel de Dimitri contra la mía, hundir mis uñas en sus hombros
y escuchar su gruñido de placer al perderse en mí. Tampoco
había nada que temiera más que entregarme tan
completamente a él, no cuando mi cuerpo parecía no
responder, dominado por su poderosa presencia.
Posándome con cuidado sobre mi cama, Dimitri encendió
la lamparilla de la mesita de noche. Para mi sorpresa fue al
cuarto de baño y regresó con una manopla y una toalla. Cerré
las piernas en cuanto adiviné qué era lo que pretendía. Él se
detuvo por un momento, apenas un segundo, cogiéndome por
la barbilla para obligarme a mirarlo.
—Hay algo que debemos dejar claro desde el principio.
Estoy dispuesto a dejar que pelees las batallas que consideres
oportunas en nuestra relación, algunas las ganarás y otras no.
Elige bien las que quieres luchar. En cuanto a esta, es una que
tienes perdida de antemano. No habrá vergüenzas ni falsas
modestias en la intimidad que compartimos. ¿Entendido?
Asentí.
—Abre las piernas, kotenok. —A pesar de que lo dijo con
suavidad, su penetrante mirada dejó claro que era una orden y
no una petición.
El calor se agolpó en mi rostro bajo el delicado roce de la
manopla entre mis muslos. Retiró el rastro traidor de lo que
habíamos compartido y luego me secó con cuidadosos toques
con la toalla.
Después de tirar la manopla y la toalla a la mesita de
noche, me tapó con las sábanas y me dio un beso en la frente.
—Buenas noches, kotenok. —Dimitri apagó la lámpara y
se dirigió a la salida indiferente a la penumbra.
—Dimitri… —No sé qué fue lo que me impulsó a
llamarlo. Ni siquiera qué era lo que iba a decirle.
—¿Sí? —Se detuvo en el centro de la habitación.
—Tenías razón antes en la biblioteca, me asustas. Me
asusta lo que puedas hacerme.
Fue imposible discernir su rostro a través de la oscuridad,
aunque probablemente no importaba, era un hombre que solo
te permitía ver lo que él quería mostrarte.
—Soy un monstruo. Es algo que sería inútil negar,
kotenok. Pero cuando me tengas miedo, recuerda que soy tu
monstruo y que soy el que te protege de todos los demás.
La puerta se cerró tras él con un suave clic, dejándome a
solas con el rápido latido de mi corazón. No importaba el
precio que tuviese que pagar por ello, necesitaba encontrar la
forma de escapar. Si no lo hacía, lo que estaba en juego era
mucho más que mi vida.
13
CAPÍTULO
Despedí a la maquilladora y a la peluquera con una sonrisa
forzada y me enfrenté al espejo. Por primera vez comprendía
esas historias de romántica en las que la protagonista se mira y
no se reconoce.
Sería una hipócrita si negase que siempre había soñado con
un momento así, con verme como las modelos o las actrices
famosas; como si me hubiesen echado unos polvos de hada y
me hubiera transformado de Cenicienta a princesa. No es que a
estas alturas quisiera ser una doncella indefensa que
dependiera de su príncipe encantador, sin contar que Dimitri
difícilmente podía considerarse uno. Para ser un príncipe era
demasiado poderoso y dominante, y en cuanto a lo de
encantador… No. Definitivamente no. Dimitri era el dragón o
un villano, de eso no cabía ni la más mínima duda.
En condiciones normales no me consideraba fea, me
gustaba ser yo y me sentía bien conmigo misma, pero no era
de las que destacaban por su belleza, y estaba claro que un
uniforme escolar no podía competir con la creación de alta
costura en plata y nácar que se amoldaba a mi cuerpo y me
hacía resplandecer como una criatura celestial. Que mi cabello
estuviese recogido en un elaborado peinado, del que solo se
escapaban algunos mechones sueltos, no hacía más que
reforzar el efecto del conjunto.
Colocándome una mano en el estómago, apreté y tomé un
par de respiraciones profundas. No había probado bocado
desde el almuerzo y dudaba mucho que pudiera hacerlo hasta
que finalizase la noche. Por una vez me habría gustado que
hubiese sido por estar metida a presión en uno de los trajes de
Anya. Pero no, no se trataba solo de tener que enfrentarme a
un montón de desconocidos siendo la protagonista de la
velada, sino la importancia de los planes que iba a acometer
antes de que terminase la fiesta y, cómo no, encontrarme de
nuevo con Dimitri después de lo que había pasado en la
biblioteca.
Cerré los ojos y me mordí los labios. Mi anatomía parecía
recordar sus manos y boca y el placer que me arrancó con
tanta facilidad. Era como si cada una de mis células
respondiera a la memoria sensibilizándose y preparándose para
repetir la experiencia. Sacudí la cabeza.
Jamás había imaginado que un hombre pudiese llegar a
ejercer tanto poder sobre mí, aunque, siendo honesta, también
debía admitir que nunca habría creído que alguien como él me
provocase semejante placer sin aguardar nada a cambio. ¿O
solo era una cuestión de tiempo que me pasase la factura?
La llamada a la puerta me sacó de golpe de mi
ensimismamiento.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Printsessa, he venido a acompañarte a la fiesta. El jefe
te espera.
—Pasa, S., solo me falta ponerme las sandalias.
No esperé a que Sokolov entrase para acercarme a la caja
de zapatos colocada sobre el tocador.
—Vaya. Veo que ya pasó tu hada madrina por aquí. —
Sokolov permaneció bajo el umbral y me inspeccionó de
arriba abajo con el tipo de admiración de alguien que te
aprecia, pero que carece de segundas intenciones.
—Muy gracioso. —Aparté la vista con una mueca y me
froté nerviosa los antebrazos.
—No, ahora en serio. Más que una princesa, hoy se te ve
como una auténtica reina.
Le sonreí.
—En ese caso solo me queda averiguar cómo ponerme los
tacones con este vestido sin perder mi aire real. —Dejé de
respirar antes de agacharme.
Bieeen… ¡Mecachis! Cerrar las hebillas de las finas tiras
sin que me explotaran las costuras del vestido iba a ser un
milagro. Allá iba ese pensamiento sexi de que se me ajustaba
como una segunda piel.
—Trae, deja que te ayude. —Sokolov se acercó con un
brillo divertido en los ojos. Me quitó una de las sandalias y se
arrodilló para ponérmelo—. No queremos que se te pierdan
cuando las campanadas den las doce y salgas de huida.
Mi corazón se saltó un latido. ¿Lo había dicho de
casualidad o con intención?
—¿Te estás riendo de mí?
—¿Por convertirme en un fiel servidor de su majestad? ¿O
por pensar que tus zapatos parecen de cristal?
En eso último llevaba razón, entre las transparencias y los
cristales de Swarovsky, mis tacones habrían sido la envidia de
Cenicienta.
—¿Cuántos vodkas llevas? —Cambié con rapidez de
tercio—. ¿Y qué hiciste con el solitario y torturado espíritu
que habitaba en ese cuerpo serrano?
Sokolov rio por lo bajo y alargó la mano a por el otro
zapato. Era irónico que, tras la fachada de un gigante asesino,
pudiera ocultarse alguien tan cercano y… normal. Era como si
fuera dos personas muy diferentes.
No pude más que preguntarme qué pensaría aquella
versión bonachona de él cuando por la madrugada descubriera
lo que había hecho. Recordé sus palabras al pedirme que no
provocase una situación que lo obligara a matarme. Me
recorrió un escalofrío.
—¿Todo bien? —Sokolov me estudió con el ceño fruncido
y una mirada penetrante.
—Los nervios. —Me forcé a sonreír, recordándome que no
debía despertar sus sospechas.
Incorporándose, Sokolov me miró de frente.
—Sabes que no tienes nada que temer, ¿verdad? Dimitri te
protegerá y yo también estaré cerca.
Estuve por preguntarle quién me protegería de él y de su
señor todopoderoso, pero conseguí morderme la lengua en el
último segundo.
—Está bien, ¿nos vamos? No queremos enfadar al gran
jefe antes de que haya fumado su pipa de la paz. ¿A ver si lo
adivino? —pregunté cuando arqueó una ceja. Mis dedos
temblaban al ponerme el antifaz que iba a juego con el vestido
—. No hay pipa de la paz esta noche.
—Pues sí, sí que estás nerviosa. Esperemos que ese
farfullo inconexo desaparezca pronto. Con pipa o sin ella,
Dimitri carece de paciencia para gente que suelta sinsentidos.
—Genial. Menos mal que nadie me mete presión —
mascullé, rodando los ojos con exageración, aliviada por que
el hombre pareciera tomarse mis nervios a broma.
Sokolov me acompañó hasta el despacho de Dimitri y se
marchó cerrando la puerta a mi espalda.
—¿Hola? —mi voz tembló al hablarle a la figura
masculina que observaba por el amplio ventanal los
preparativos de la celebración.
Dimitri se giró sin prisas, con una mano metida en el
bolsillo del pantalón. Se detuvo y me miró con una expresión
inescrutable. Soltó la copa que llevaba encima de su escritorio.
Con cada paso que daba hacia mí, los latidos de mi corazón se
aceleraban. Se paró tan cerca que podía sentir el calor que
desprendía, o tal vez fuera yo quien de repente emanaba una
ola caliente.
Acunándome la mejilla, repasó mis labios con el pulgar
entreabriéndolos y forzando con suavidad su entrada. Su yema
tropezó con mis dientes y mi lengua salió a su encuentro como
si hubiese tocado un resorte secreto. En la zona baja de mi
vientre surgió un cosquilleo de placer y dejé de respirar al
darme cuenta de lo que acababa de hacer.
—Tan dulce e inocente —murmuró Dimitri sin apartar la
vista de mis labios.
Hundió el pulgar un poco más y por puro instinto lo
succioné. Con un gruñido, bajó la cabeza y, sin extraer su
dedo, me besó explorándome con su lengua.
De no haber sido por la mano con la que me sujetó por la
espalda apretándome a él, creo que me habría caído. El
funcionamiento de mis neuronas pareció colapsarse y lo único
que quedaba del mundo que me rodeaba era Dimitri. Su
cuerpo firme que estabilizaba al mío, al tiempo que se ceñía a
él; su calor; el sutil aroma especiado de su perfume y el sabor
de su boca fundiéndose con la mía.
Finalizó el beso atrapándome el labio inferior entre sus
dientes y soltándolo con delicada lentitud.
—Eres una tentación de la que debería alejarme antes de
que termines conmigo —su voz ronca y rota recorrió mi piel
erizando el vello a su paso.
—Dimitri… —No sabía qué decir. ¿Quería alejarlo de mí?
¿Pedirle que volviera a besarme?
El golpeteo en la puerta me excusó de terminar la frase.
—Pakhan, los invitados están llegando —resonó la
profunda voz de Sokolov desde el pasillo.
Dimitri se apartó de mí con un suspiro y de inmediato sentí
el frío.
—Ven.
Con rodillas inestables, lo seguí hasta su escritorio, de
cuyos cajones, sacó una caja plana.
—No necesito joyas —protesté al ver el brillo de lo que
eran sin duda alguna cientos de diamantes destellando sobre el
terciopelo negro.
—No, no los necesitas. —Extrajo la cadena de diamantes
de la caja—. Tu belleza los deslumbrará a todos, con o sin
ellos. Quien los necesita soy yo.
—Pero…
Dimitri se situó a mi espalda y me colocó el collar, que
rodeó con dos franjas mi garganta mientras otra caía entre mis
pechos. Sus nudillos rozaron mi nuca al asegurar el cierre.
—Eres mía, kotenok. Quiero que todo el mundo lo tenga
claro cuando salgas de esta habitación. —Quitándome los
sencillos pendientes de Swarowsky, los sustituyó por unos
largos de diamantes que formaban parte del conjunto—. De
donde vienes, una joya puede ser un mero accesorio para
realzar la belleza, pero en mi mundo, más allá de la
ostentación, simboliza poder. Soy el hombre más poderoso que
asistirá a esta fiesta y tú, mi mujer. Tú los deslumbrarás y mis
joyas dejarán claro a quién perteneces y que estás fuera de su
alcance.
No hubo nada que pudiese responder a ello. No hice el
intento de encontrar un espejo en el que mirarme y comprobar
cómo me quedaban las joyas. Dimitri acababa de dejármelo
claro, no eran un regalo, ni siquiera un detalle de aprecio.
Simplemente eran un mensaje de poder y posesión ante los
ojos de las personas que acudirían aquella noche. Yo no era ni
una chica ni una novia, sino la propiedad del hombre que
podía poner fin a sus vidas con un simple chasqueo de dedos.
Tragué saliva y me obligué a olvidar el nudo en mi
garganta y el sabor amargo de la decepción.
—Se te olvida tu máscara. —Señalé con la barbilla al
escritorio.
Dimitri siguió mi mirada hasta el sencillo antifaz negro
tirado sobre un montón de papeles. Recogiéndolo, se lo metió
con indiferencia en el bolsillo y me tomó del codo guiándome
hasta la salida.
Tomé una profunda inspiración.
El circo abría sus puertas y yo era su atracción principal.
14
CAPÍTULO
Solo presté atención a medias a la conversación entre Oleg y
Netrebko. A mi lado, mi pequeña kotenok permanecía en
silencio, jugando con mal disimulada ansiedad con su postre,
lo que hacía resaltar aún más el exclusivo anillo de
compromiso que la marcaba como mía. De platino y oro rosa,
con su diamante negro y el intrincado dibujo de diamantes
blancos que lo rodeaban, lucía perfecto en su elegante mano.
La dulce nube de jazmín, vainilla y azahar de su perfume
me envolvía atrapándome en su cercanía. Era diferente al
aroma de vainilla y coco que había aprendido a asociar a su
piel, pero no por ello resultaba menos intoxicante. Era difícil
no reparar en la delicada curvatura de sus senos o el fino
contorno de su cuello, que invitaba a rodearlo con la mano y
verificar cuán frágil era. El otro día, en la foto que me envió
Sokolov, había sido una delicia con aquel vestido plateado.
Esta noche, con su cabello cayendo en suaves ondas a su
alrededor, pendientes largos, antifaz y labios pintados del color
de un melocotón jugoso y maduro listo para morder, era una
auténtica diosa. Casi no podía esperar a comprobar cómo los
años acabarían por convertirla en la mujer fuerte y segura de sí
misma que ya se adivinaba en ella.
Sentada en silencio y con la cabeza agachada junto a mí,
podría haber pasado por ser la perfecta novia rusa, tímida,
modesta y sumisa. Todo lo que me habían prometido que sería
y lo que siempre pensé que buscaba en la futura señora
Volkov. Ya no estaba seguro de lo último. De lo que sí lo
estaba era de que la fachada que mostraba en ese instante, a
mis invitados y a mí, era una farsa.
Me sobraba una sola ojeada para adivinar que el motivo
por el que se mordía el labio inferior no era por inseguridad,
sino por retención; que el nervioso taconeo bajo la mesa se
debía a la impaciencia por poner en marcha planes que
seguramente deberían hacerme enfadar; y que mantenía los
párpados bajados, no por timidez, sino porque temía que sus
pupilas reflejasen su decisión y la maquinación que hoy se
ocultaban en ellos. Podía percibir el fuego que ardía en sus
venas, sus ganas de saltar de la silla y dejarnos a los demás
atrás con una señal de su dedo corazón.
Su inocencia era una pantalla que ella misma había erigido
o, al menos eso era lo que ella quería creer. Aún era demasiado
joven para estar a la altura de hombres como yo. Aunque ella
lo despreciara, seguía conservando una buena dosis de esa
candidez que va robando la edad y la crueldad del mundo en el
que nos criamos mis hermanos de la Bratva y yo.
Sin poder evitarlo, tracé bajo la mesa el tramo de piel que
quedaba al descubierto por la apertura del vestido. Un
estremecimiento visible la recorrió hasta la nuca, dejando un
rastro de piel de gallina y vello erizado a su paso. Alzó la
cabeza y, por primera vez desde que pisamos la fiesta, sus ojos
colisionaron con los míos. Aun así, no hizo nada por frenar la
lenta ascensión de mis dedos por su aterciopelado muslo.
—¿Consideras apropiado meterme mano delante de tu
amante y mi tía? —Sus labios se fruncieron. Ella, al igual que
la mayoría de las mujeres, se había dejado puesto el antifaz
incluso cuando Katerina anunció nuestro compromiso y la
unión de nuestras familias. Se lo consentí. Por mi parte habría
sido una falta de educación no quitarme el mío teniendo en
cuenta que muchos de mis huéspedes masculinos habían
prescindido de él. Seguí su mirada hasta Rina, sentada a unas
mesas de nosotros, cerca de Katerina Smirnova—. ¿O debería
decir amantes en plural? —espetó mi pequeña kotenok con
desprecio.
Devolví mi atención a la mujer sentada a mi vera, la única
que importaba.
—He tenido siete amantes estables en mi vida. Más por
cuestiones prácticas que sentimentales. Nunca les fui fiel y
ninguna de ellas se encuentra aquí. Si esperas que te diga que
he sido un santo, siento decepcionarte, no miento. Sí, me he
acostado con muchas de las presentes, y nunca fue más de una
sola vez, pero jamás pasaron la noche en mi cama, y eso
incluye a Rina. Ninguna de ellas ha llevado nunca mi anillo de
compromiso o ha disfrutado de la protección que otorga mi
nombre. No necesitas encelarte con ellas, deja que ellas lo
estén de ti.
Entrecerré los párpados ante su resoplido incrédulo a pesar
de que lo que en realidad deseaba era llevarla a mi estudio,
sentarla sobre mi regazo y sacarle de esa linda cabecita
cualquier estúpida idea relacionada con otras mujeres.
—¿Y qué hay de esas amantes estables? ¿Debo de estar
celosa de ellas o mejor les doy las gracias por mantenerte lo
bastante entretenido como para que me permitas vivir
tranquila? Igual podríamos ponernos de acuerdo y establecer
algún tipo de calendario, de ese modo yo también podría
buscarme mis propios amantes estables.
Mis dedos se hundieron en su muslo y sus labios se
apretaron, pero no dejó escapar ningún sonido de dolor.
—Jamás vuelvas a mencionar la posibilidad de estar con
ningún otro, kotenok. Que sea paciente no me convierte en
bueno. Eres mía y no tengo ninguna intención de compartirte.
—¿Nadie te ha dicho que eso de «mía» ya no se lleva? Me
pertenezco a mí misma y eso es algo que no está abierto a
discusión. Y si crees que voy a quedarme en casa recibiéndote
con una sonrisa angelical en los labios cada vez que regreses
de estar con tus fulanas, te equivocaste de mujer. Quizá
deberías buscarte otra.
¿Por qué en vez de enfadarme lo único que sentía era la
urgencia de estar a solas con ella? La mirada de Oleg fue de
todo menos disimulada, señalándome que probablemente no
era el único que había comenzado a prestar atención a nuestra
discusión. Había crecido rodeado de buitres carroñeros como
él, siempre a la caza de debilidades y de víctimas sobre las que
lanzarse.
—No necesito buscar a otra cuando te tengo justo aquí a
mi lado. Y si no quieres recibirme con una sonrisa, siempre
puedes ponerte de rodillas y hacerlo con tu boca abierta. No
me quejaré.
Sus ojos se abrieron y su mano se posó sobre la mía
clavándome las uñas hasta hacerme sangre. Sin embargo, su
agresividad no pudo distraerme del hecho de que sus pupilas
se habían dilatado o que apretaba sus muslos.
—No puedes obligarme.
—¿Quieres ponerlo a prueba? —Le sonreí sin ocultar la
oscuridad que formaba parte de mí.
—¿Sueles hacerles daño a las mujeres?
—Si me estás preguntando si te pondría una mano encima,
creo que conoces la respuesta desde el día en que pusiste un
pie en mi despacho. Aunque puede que deba advertirte que no
siempre soy tan controlado y que, si implicas a alguien, que lo
hagas con la certeza de que esa persona pagará por lo que
hagas.
En sus pupilas se expandió la incertidumbre y sus labios
temblaron. Fascinado, los tracé con el pulgar.
—Me has visto ejecutar a un hombre, kotenok. Aquello fue
por una traición y por mujeres a las que no conocía. ¿Qué
crees que estaría dispuesto a hacer por ti?
—¿Matarías a una persona solo por acostarse conmigo?
—No, lo mataría por mucho menos. Si se acostase contigo,
kotenok, lo despellejaría vivo antes de cortarle sus genitales y
hacer que se los tragase. Y si tú se lo consentiste, te obligaría a
presenciarlo y luego te haría gritar mi nombre mientras te
corres en su charco de sangre.
Ni siquiera el antifaz fue capaz de ocultar su repentina
palidez.
—Estás enfermo —susurró.
—¿Lo estoy? —pregunté—. Quizá simplemente sea el
demonio a tu ángel.
—¿Crees que soy un ángel, Dimitri? —preguntó con una
creciente furia, como si la simple idea fuese un insulto—. ¿Es
por eso por lo que aceptaste casarte con una chica
desconocida? ¿Qué pasaría si no lo fuera? ¿Si no fuese la chica
tímida y virgen a la que piensas que puedes manipular a tu
antojo con amenazas y miedo? ¿Y si fuera un demonio igual o
peor que tú?
—Mmm… ¿Lo eres? —Me reajusté con disimulo para
aliviar la tensión bajo el pantalón que se me antojaba
demasiado estrecho.
—Más de lo que imaginas. Y, a lo mejor, incluso estoy
dispuesta a jugarme la vida de alguien con tal de
demostrártelo. Ahora, si me disculpas, necesito ir a
empolvarme la nariz.
Estuve tentado de seguirla, pero la manera en la que
Katerina Smirnova nos observaba sin perder detalle desde el
otro lado del jardín me dio pausa. Me limité a dirigirle un leve
asentimiento a Sokolov, quien enseguida desapareció, y alcé la
copa de vino en dirección a Katerina, que me devolvió una
sonrisa llena de segundas intenciones.
Donde Rina era meramente un pequeño juguete roto que
no conocía su sitio, Katerina era el peligro y la retorsión
personificada. Una rival a quien era mejor no dar la espalda
nunca. Lo cierto era que me alegraba que esa noche se hubiese
mantenido alejada de mi kotenok, aunque tal vez debería
preguntarme por qué, y, por la forma en la que me recorría con
su mirada, parecía estar más que dispuesta a revelarme
algunos de sus secretos.
15
CAPÍTULO
Canción: Truth Tea (Zolita)
En lugar de usar el baño principal de la planta baja a
disposición del resto de los invitados, me dirigí al que se
encontraba cerca de la biblioteca y me aseguré de que no me
viesen entrar. Giré el cerrojo en cuanto entré, me apoyé en la
puerta y cerré los párpados soltando un profundo suspiro.
Habría afirmado que, por el momento, todo había ido como la
seda. Y fue así, si teníamos en consideración que nadie se
había percatado de que no era Anya, ni siquiera su tía.
Tal y como predijo mi amiga, su tía Katerina se aproximó
a saludarnos a Dimitri y a mí y le echó más cuenta a él que a la
que se suponía era su sobrina. Incluso metí la pata al
olvidarme de la costumbre rusa de los tres besos en vez de dos,
aun así, no se fijó en que algo raro ocurría conmigo.
Dimitri se comportó con ejemplaridad, presentándome a
los comensales y manteniéndose siempre cerca por si lo
necesitaba. Cuando se levantó junto a Katerina para anunciar
nuestro compromiso y proponer un brindis por mí y nuestra
vida juntos, fue pura suerte el que no me pidiera que me
quitara el antifaz. Se limitó a ponerme el anillo y acercar mi
mano a sus labios mientras sus intensos ojos no me perdían de
vista.
Si no hubiese sido por mi amiga y la historia de su
compromiso, hasta yo me habría tragado que sentía algo por
mí y que no se trataba de un enlace sellado por un contrato.
Aparentemente, Dimitri era bueno en cualquier cosa que hacía,
incluido actuar delante de su público y convencerlo de lo que
quería.
Me acerqué al espejo y me quité el antifaz. Me daba
lástima deshacerme de aquel atuendo. Me encantaba. Si
hubiese tenido la opción de llevármelo, lo habría hecho sin
dudarlo, por desgracia, tenía que ser práctica. Inclinándome,
saqué las dos bolsas de papel escondidas al fondo del armario
de las toallas. Comprobé que estaba todo y me quité el
precioso vestido plateado.
Tocaba la segunda fase de mi plan. Como Anya y con la
vigilancia a la que me sometía Sokolov, habría sido
sospechoso que me fijase en la seguridad de la mansión y las
posibles salidas. Si conseguía que no me reconocieran y me
confundiesen con una de las invitadas, a nadie le llamaría
demasiado la atención. Dudaba mucho que pudiese marcharme
por la puerta principal cuando carecía de un coche con chófer
que me recogiera. Ahí entraba la tercera parte de mi plan:
flirtear con alguno de los invitados y lograr que me invitase a
un café o a una copa en la ciudad.
Era una estrategia arriesgada, puede que incluso suicida.
Nada garantizaba que no fueran a reconocerme, pero era la
única que tenía. Me deshice el recogido y me cubrí los
hombros con una toalla. Saqué los dos botes de tinte en espray
y me cubrí las mechas doradas, que me había hecho el día
anterior en la peluquería, para parecerme más a Anya, con un
tono chocolate. Todo eso mientras me planteaba de qué otra
forma despistar a Sokolov y los guardas. Cuanto más los
marease, más probable era que pudiera fugarme indemne.
¿Y si me iba con mi víctima a una habitación antes de
hacer que me invitara a la copa en la ciudad? Me mordí los
labios y me lavé las manos repasándome las pequeñas
salpicaduras de tinte con una toalla húmeda. Podían ocurrir
dos cosas si me arriesgaba a quedarme a solas con un
desconocido. Una, que me apresasen con anterioridad a que
ocurriera y me llevase un castigo de Dimitri. Dos, que eso
confundiera a los guardas y me ayudase a mezclarme con el
resto de las invitadas.
Durante la noche me había fijado cómo funcionaban los
guardias de Dimitri. No se les solía escapar ningún detalle,
pero si veían que una pareja se volvía un tanto íntima les
concedían privacidad. Si llevaba razón, al irme con uno de los
invitados a una zona privada de la casa, los guardas iban a
perderme de vista y, con ello, nadie me vería regresar a la
biblioteca, donde tenía escondido un bolso con lo básico que
necesitaba llevarme.
El plan tenía una segunda ventaja: deshacerme de mi
virginidad y, por consiguiente, de mi idoneidad como
prometida del jefe de la Bratva. No era muy romántico, por
suerte, nunca fui una de esas chicas que buscaban fuegos
artificiales, anillos y promesas de amor para la primera vez.
Bueno, los fuegos artificiales quizá sí. Quería disfrutar,
experimentar y vivir de manera que, cuando al fin me cruzase
con esa persona especial que hiciera latir mi corazón con
fuerza, pudiese entregarme a mi relación sin remordimientos y
sin la sensación de haber renunciado a una etapa de mi vida.
El único motivo por el que seguía siendo virgen era que el
destino parecía empecinado en divertirse a mi costa. Todas las
veces que había estado a punto de acostarme con un chico, y
me refiero a todas, habían acabado en desastre. La primera fue
con el hijo del conserje, al que conocí durante una de sus
frecuentes visitas a su padre, en las que acostumbraba a
llevarle algo o ayudarlo con algún arreglo de mantenimiento.
Nos hicimos amigos, tonteamos durante unos meses, nos
besamos y cuando al fin estuve preparada para dar el siguiente
paso y planificamos la noche perfecta para hacernos promesas
de amor eterno y entregarnos el uno al otro, el tontolaba acabó
en la cárcel por posesión de drogas. Claro que de eso no me
enteré hasta el día siguiente a través de las noticias, después de
pasarme media madrugada esperando a solas y llorando
desconsolada porque mi «primer amor de verdad» me había
dejado tirada. Michael había sido el único chico del que llegué
a enamorarme. Jamás volví a saber de él y su padre
desapareció a los pocos días del centro.
Con los demás, las cosas no fueron ni tan románticas ni tan
dramáticas. Con Peter, cuyos ojos azules destacaban en un
rostro bronceado por las largas horas al aire libre que requería
su trabajo de jardinería, estuve unas semanas, hasta el día en
que a Anya se le olvidó el móvil en clase y tuvimos que
regresar a por él. Nos tropezamos con nuestra profesora de
Literatura, sentada con las piernas abiertas sobre el escritorio,
y con Peter inspeccionándole el seto muy de cerca, bueno, o al
menos lo que le quedaba de seto, porque por lo que vi lo tenía
perfectamente podado. Lo echaron a los pocos días. Nunca
llegué a enterarme si fue porque alguien más lo pescó
encargándose de jardines privados o si fue por descuidar el
trabajo por el que le pagaban. Por desgracia, la profesora
siguió dándome clases y jamás conseguí borrarme de la retina
el primer plano que me ofreció de su matorral. Imagino que el
que tuviese sesenta y tantos años y la piel de un aguacate
pasado no ayudó demasiado a olvidar la experiencia.
Ryan fue un alumno del Instituto Zurich y lo conocí
durante los bailes que nuestros institutos celebraban cada año.
Nos enviábamos mensajes, sexteábamos, y la noche del baile
de fin de curso en la que íbamos a escaparnos para estar a
solas, no tuvo nada mejor que hacer que caerse por las
escaleras y acabar en el hospital con el fémur y la clavícula
rota. Su familia tuvo que venir a por él y acabó sus estudios en
Irlanda. Sí, sé que no es justo que lo culpe por un accidente,
pero… ¡joder! Llevaba dos meses esperando y preparándome
para nuestro encuentro, y una semana entera en la que me
había privado de masturbarme solo por hacer la noche más
especial. ¡Uuuf! Solo de recordarlo vuelven a entrarme las
ganas de tirarme de los pelos de frustración.
Con los siguientes tres chicos bajé las expectativas y las
exigencias al mínimo. Deberían haber sido un aquí te pillo,
aquí te mato en la discoteca y en otro de los bailes. ¿Y salió
bien por eso? ¡Claro que no!
El chico de la frente llena de barrillos, del que ni recuerdo
el nombre porque estaba demasiado borracha, recibió una
llamada de su novia en el preciso instante en que estaba
poniéndose el preservativo y se pasó el resto de la noche
tratando de tranquilizarla y desmentir que la chica de la foto
que le habían enviado estuviese con él. No puedo decir que me
gustase enterarme de cómo el imbécil había equiparado mi
pandero con un globo inflado, que hubiese acusado mis tetas
de ser falsas o que llegase a afirmar que me habían operado la
nariz y los pómulos con tal de calmar a su novia. Por fortuna
no soy de las que se toman a ese tipo de capullos en serio y me
consolé con el hecho de que el muy idiota era torpe besando y
que se merecían el uno al otro.
En cuanto a los otros, estaba Giancomo, italiano, guapo,
simpático y eyaculador precoz, que nunca llegó a bajarse los
pantalones; y Adam de Canadá, con el que me interrumpió
Anya justo antes de vomitarle encima.
Mi virginidad no era algo que me quitase el sueño. No me
definía y no pensaba dejar que otros la usasen en mi contra.
Aunque tampoco tenía demasiadas prisas por entregarle mi
virginidad a un extraño, si lo hacía aquella noche, podría llegar
a salvarme en más de un sentido. Para cuando se diese cuenta
de que me había largado, y si alguna vez Dimitri descubría
cómo lo conseguí, también averiguaría que ya no cumplía con
los estándares mínimos de esposa adecuada para un jefe de la
Bratva. Con suerte, eso haría que se olvidase de mí y que no se
esforzase en encontrarme.
Con mi historial, ¿debería haber incluido algunas velas,
agua bendita, un rosario e incienso en los preparativos de esta
noche?
Sacudí la cabeza y volví a centrarme en el aquí y ahora y
en mi teoría sobre cómo me beneficiaba decirle bye bye a mi
virginidad y al pequeñísimo inconveniente que eso conllevaba:
la promesa de Dimitri de acabar con el hombre que se
atreviera a tocarme. ¿Sería capaz de exponer a una persona al
peligro con tal de cumplir mis planes? Era algo que aún
necesitaba poner a prueba, del mismo modo que primero
necesitaba cerciorarme de si podría encontrar a alguien con el
que de verdad me apeteciese acostarme. Una cosa era perder
mi virginidad con un desconocido y disfrutarlo, otra muy
diferente entregar mi cuerpo con la sola intención de joder a
Dimitri.
Después de retocar mi maquillaje, me coloqué las lentillas
de color castaño y el nuevo antifaz a juego con el vestido rojo
borgoña. Satisfecha, comprobé cómo las prolongaciones del
antifaz en dirección a mi mandíbula transformaban mi rostro.
Finalicé repasando mis labios con un carmín rojo y dando
unos toques de brillo que ayudaban a darles volumen.
Dudé sobre qué hacer con las joyas de diamantes, pero
tenía claro que ellas sí que podían ser un motivo poderoso por
el que Dimitri removería cielo y tierra para encontrarlas. Era
mejor dejarlas en un sitio en el que pudiera encontrarlas.
Observé a la desconocida que me miraba desde el espejo.
Era pura decadencia y sensualidad, el completo contraste con
la mujer angelical de antes. Lástima que nadie excepto yo
supiese quién era aquella mujer, no me habría importado
hacerme un selfi y mostrarlo al mundo. Con dos inspiraciones
profundas, ensayé una sonrisa sexi y misteriosa con la que salí
fuera a crear mi minuto de caos.
Tal y como me acerqué a la zona concurrida, pillé una
copa de champán de una bandeja. Las miradas me llovieron
por parte de guardias y huéspedes por igual, aunque bastaba
ver sus expresiones para saber que no era sospecha lo que se
dibujaba en ellos, sino deseo.
Puede que debiera haber escogido una vestimenta que me
hiciese pasar más desapercibida, pero ¡joder!, acababa de salir
de un colegio de señoritas con una sequía continua de chicos
de mi edad o de otro tipo. Hasta las profesoras habían sido en
su mayoría mujeres. Los pocos profesores que impartían clases
parecían haber sido escogidos más por la envergadura de sus
barrigones, calvas y mofletes rojizos que por su currículum
académico. Probablemente por eso, en vez de arrepentirme de
mi posible error, sonreí y disfruté de la atención al atravesar
con parsimonia el jardín para mezclarme con los invitados en
tanto repasaba la posición de los guardas por los alrededores.
—Señorita, puedo presentarme, soy… —El señor con
entradas plateadas, patas de gallo y una sonrisa fácil frunció el
ceño cuando entre nosotros se interpuso una mano cubierta por
un guante negro.
Al desviar la vista hacia su dueño, me encontré con un tipo
que me sacaba una cabeza, incluso con mis taconazos. El traje
chaqueta confeccionado a medida se ajustaba a la perfección a
una anatomía de la que se adivinaban unos hombros
musculosos y una cintura estrecha. A pesar de que el llamativo
antifaz rojo y dorado con cuernos de demonio le cubría la
mayor parte del rostro sus labios, sensuales para un hombre,
quedaban expuestos y hacían pensar en placer y noches
prohibidas. No dijo ni una palabra mientras esperó a que
aceptase su silenciosa oferta.
—Si me disculpa. —Le entregué mi copa de champán al
señor amable, un tanto mayor, y acepté la mano del demonio,
quien se dirigió conmigo a la pista de baile situándose cerca de
la orquesta.
Sí, no fue especialmente bonito que eligiese al demonio,
pero que me denunciaran por querer pasar la noche con
alguien que me resultase atractivo y que aparentaba saber qué
era lo que se hacía. Sin contar que, con su físico, no tenía nada
que envidiar a Dimitri, ni tampoco a su aura de poder, lo que
implicaba que sabría defenderse de él si se diera la situación.
En el instituto había recibido clases de bailes sociales.
También había bailado en algunas fiestas con chicos de otros
institutos y un par de veces o tres logramos escaparnos e ir a
una discoteca. Ninguna de aquellas experiencias me preparó
para sentirme rodeada por los brazos de aquel desconocido o
el ademán posesivo con el que me arrimó a su cuerpo,
haciendo que su calor traspasase las capas de tela que nos
separaban.
—¿Los demonios tienen nombre? —pregunté con una
media sonrisa seductora, alzando la voz para que pudiese
escucharme por encima de la música.
Su boca imitó la mía y la arrimó a mis oídos.
—¿Necesitan tener uno? Tal vez prefiera que me recuerdes
por lo que sea capaz de provocarte.
Sentí alivio de que no tuviese el acento ruso de Dimitri y
sus hombres, sin embargo, por algún motivo, también sentí
decepción. Me resultaba sexi la forma en la que pronunciaba la
erre al hablar o cómo estiraba las eses.
—Eso significa que solo te recordaré si son capaces de
grabarse en mi memoria.
Sus labios se estiraron hacia un lado.
—Un reto que me muero por cumplir. Aunque tengo
curiosidad, ¿cómo te gustaría que te recordase a ti?
Estuve por confesarle mi nombre real, pero enseguida
cambié de opinión. Me negaba a darle el de Anya cuando
existía la posibilidad de que fuese a él a quien iba a regalarle
mi virginidad. Poniéndome de puntillas me apoyé en él.
—Quiero que me recuerdes por mi piel y mis gritos de
placer —le murmuré al oído.
Mi demonio se puso rígido. Duró apenas una milésima de
segundo, tan poco que dudaba que nadie más que yo se
hubiese percatado. Cuando volví a apoyarme en los tacones
sus ojos ardían con un fuego hipnotizador.
—¿Estás dispuesta a arder conmigo en el infierno?
16
CAPÍTULO
Canción: Wicked Game, (Ursine Vulpine)
La canción llegó a su fin y con ella el roce entre nuestros
cuerpos. Indiferente a la gente que nos rodeaba, recorrió el
contorno de mi cuello con sus nudillos con suavidad, como si
el tiempo no importase. Me estremecí cuando trazó la
curvatura que se unía a mi hombro.
¿Estaba dispuesta a arder con él en el infierno?
Asentí. Casi no podía respirar mientras me perdía en su
mirada y una conocedora sonrisa se dibujó en su rostro al
acercarlo a mi oído.
—En ese caso, imagino que acabas de darme una misión
que cumplir.
Mi corazón latía a mil por hora mientras él se alejaba
abandonándome en la pista de baile. No sé qué me pasó por la
cabeza. No mucho, la verdad. Insegura, escruté mis
alrededores en busca de Dimitri y Sokolov. Ambos parecían
haber desaparecido de la faz de la Tierra. En el caso del
segundo era un alivio, en el de Dimitri no lo tenía tan claro.
¿Estaba buscándome o había aprovechado mi ausencia para
irse con alguna de sus amantes? Una extraña decepción me
invadió cuando comprobé que Rina tampoco estaba en la mesa
en la mesa que había compartido con Katerina, quien sí seguía
allí.
Tragando saliva di el primer paso para seguir al
desconocido. Era ahora o nunca, y prefería el ahora. El que iba
a convertirse en mi primer amante no miró ni una vez por
encima del hombro para cerciorarse de si lo seguía. Supongo
que eso debería haberme hecho reflexionar, pero me negué a
hacerlo. Caminaba con el paso pausado pero firme, del que
sabe a dónde va y lo que quiere. Tenía un aire de poder y un
porte que lo hacían destacar por encima de los demás
invitados. Era evidente que conocía la casa de Dimitri, y bien,
además. Pronto dejamos de cruzarnos con otros invitados y
llegamos a una zona de la mansión que solía evitar en mis
paseos, pues era donde más posibilidades había de tropezarse
con Dimitri, o con uno de sus tenientes o huéspedes
importantes con los que hacía negocios.
Las ojeadas de los guardias apostados en las esquinas me
producían escalofríos. Gracias a Dios, ninguno me habló ni
nos preguntó a dónde íbamos o quiénes éramos. ¿Conocían a
mi demonio sin nombre?
El tipo desapareció en una habitación con la seguridad de
quien sabe que es bienvenido y, por un segundo, titubeé antes
de seguirlo sin llamar a la puerta. Me arrepentí en cuanto pasé
al oscuro cuarto y la puerta se cerró tras de mí. Me di cuenta
de todo lo que podría salir mal en el mismo instante en el que
mis pupilas se adaptaron a la penumbra y distinguieron un
billar, varios sillones y una mesa de póker. La habitación se
encontraba vacía, a excepción de mí y el extraño ubicado a mi
espalda.
Me mantuve recta y esperé, aunque mis piernas se sentían
tan débiles que parecía que fuesen a ceder bajo mi peso de un
momento a otro. El pestillo sonó a través del silencio como el
golpe seco del mazo con el que un juez dicta su sentencia.
Después de eso, solo quedaron los sonidos de nuestras
respiraciones y los latidos de mi corazón.
El calor del firme dorso masculino cubrió mi espalda,
trazando con la punta de la nariz el recorrido inverso al que
hacía apenas unos minutos antes había trazado con sus
nudillos.
—Desnúdate para mí —murmuró antes de morder el
lóbulo de mi oreja y tirar con delicadeza hasta soltar su presa.
Paralizada, contemplé cómo se aproximaba al bar, se
echaba una copa y se sentaba en un sillón situado frente a mí.
Con las piernas abiertas, se echó atrás en el respaldo y,
tomando un trago, esperó. No hubo más órdenes o intentos por
apresurarme. Era como si pretendiera dejarme claro que la
pelota estaba en mi tejado y era libre de hacer lo que quisiera.
Podía marcharme o participar en aquel juego cargado de
sensualidad y perversión.
Me decidí por lo segundo.
Sin dejar de mirarlo, me abrí la cremallera y deslicé los
tirantes por los hombros, dejando que la tela resbalara hasta el
suelo y se arremolinase alrededor de mis pies. Me tomó toda
mi fuerza de voluntad no cubrirme de nuevo ante su mirada,
pero la forma en la que separó los brazos apoyándolos en el
reposabrazos, sin dejar de observarme, me proporcionó la
seguridad en mí misma que me faltaba. Llevaba mi antifaz. No
sabía quién era y jamás lo descubriría a menos que yo se lo
permitiera.
Pasando por encima de mi vestido, me acerqué a él
concediéndome el mismo tiempo que él se había tomado. La
tensión se podía respirar en el aire entremezclada con la
excitación y la necesidad que fueron creciendo en mis venas a
medida que la distancia entre nosotros se acortaba. Él se limitó
a esperarme con paciencia dejándome la iniciativa, casi como
si quisiera poner a prueba hasta dónde estaba dispuesta a
llegar, como si pusiera en duda si era capaz de hacerlo, y justo
eso consiguió que mis miedos e inseguridades desaparecieran.
Quería estar a su altura, demostrarle que era lo suficiente
mujer para cumplir con sus expectativas y satisfacer sus
necesidades.
Al llegar ante él me incliné, apoyé mis palmas en sus
rodillas y me abrí un hueco entre ellas. Me acerqué hasta que
nuestros alientos se entremezclaron y pude oler el vodka en el
suyo. Acerqué mis yemas a sus labios y los entreabrió
mordisqueándome las yemas. Fui a quitarle la máscara, pero
esta vez me retuvo sujetándome por la muñeca. Soltó su vaso
en la mesita situada a su vera y se levantó. No me tocó, aunque
con cada paso que daba me obligaba a retroceder hasta que
mis nalgas tropezaron con la mesa de billar. Fue entonces
cuando me atrapó por la cintura, me sentó sobre ella y al fin
me sujetó por la nuca y presionó su boca contra la mía.
No hubo nada tierno en aquel beso, sin embargo, era todo
lo que un beso debía ser: apasionado, perverso y exigente. O,
tal vez, no era lo que debía ser, sino lo que yo quería que
fuese. Lo que necesitaba y lo que deseaba de él. No hubo
delicadezas que me hicieran sentir inexperimentada ni reparos
que me hiciesen recordar que era virgen. Me besó como a la
sensualidad personificada a la que adorar y una mujer a la que
se desea con un hambre voraz.
Al separarse de mí, ambos jadeábamos en nuestro intento
por llevar aire a nuestros pulmones. Sus ojos no se apartaron
de los míos cuando me rodeó el cuello con sus ásperos dedos y
me obligó a tenderme sobre la mesa, ni cuando sus manos
bajaron por mi anatomía amasándome los pechos, liberándolos
de su confinamiento y exponiéndolos a él con los pezones
duros rogando por un poco de su atención. Los ignoró al
seguir su recorrido hasta los bordes de mi tanga. Mis mejillas
se llenaron de calor, bajo el avance de los nudillos sobre el
aterciopelado encaje, haciéndome consciente de la delatora
humedad que se calaba a través de la tela.
Sus labios se estiraron en una sonrisa casi cruel al bajarme
la prenda por las caderas y deshacerse de ella. Cogiéndome
por las rodillas, me obligó a doblarlas y a separarlas
exponiéndome a su inspección. Por primera vez desde que mi
vestido se deslizó al suelo me sentí vulnerable. Sentía las gotas
de mi excitación resbalándose por mis nalgas y estaba
convencida de que él podía distinguir su brillo y comprobar lo
que había conseguido hacerme con poco más que un beso.
Bajando la cabeza me mordisqueó justo debajo del
ombligo. Jadeé, o quizá chillé. Estaba demasiado sobrecogida
por el placer como para detenerme a analizarlo. Siguió
mordisqueándome y descendiendo hasta alcanzar mi monte de
Venus. Volví a jadear y mi espalda se arqueó al contacto del
calor contra mi clítoris.
A partir de ese instante, el mundo desapareció a mi
alrededor. Solo existíamos yo, su boca, su lengua, el suave
raspado de su barbilla contra mis muslos húmedos y la firme
mano que me mantenía atrapada contra la superficie de la
mesa.
La necesidad y el placer se entrelazaron en mi vientre
formando un ovillo que aumentaba por segundos. Apoyé mis
talones en el filo de la mesa y empujé mi pelvis en busca de
sus labios. Mis uñas se hundieron tanto en el tapete que seguro
iban a dejar marcas. La espiral de sensaciones creció y creció
arrastrándome con ella hasta una especie de frenesí.
El demonio me penetró con el pulgar mientras seguía
lamiéndome, mis piernas se cerraron en torno a él atrapándole
la cabeza entre mis muslos y mis dedos se perdieron en su
gruesa cabellera para aferrarse a él como si mi vida dependiera
de ello. La habitación se llenó de gritos mezcla de
desesperación y éxtasis, aunque no me di cuenta de que eran
los míos hasta que mis piernas comenzaron a temblar y mi
demonio personal alzó la vista y me contempló con ojos
brillantes.
Decidido, casi amenazante, se quitó la corbata de un tirón
y la lanzó con descuido a mi lado. Fue seguida muy pronto por
su chaqueta y su camisa. En un inesperado gesto usó su
camiseta interior para colocarla bajo mis nalgas, separando mi
sensible piel de la tela algo áspera de la mesa de billar.
Me humedecí los resecos labios al descubrir su atlético
dorso envuelto por sombras. Mis palmas cosquilleaban por
recorrerle la piel desnuda y constatar que sus músculos eran
tan firmes como aparentaban. Me habría encantado explorar
los tatuajes difuminados por la oscuridad. Era un dios o tal vez
el diablo del que iba disfrazado. Con el antifaz ocultándole el
rostro era imposible de determinar.
Tragué saliva al identificar el sonido de su cremallera. Sus
fuertes manos me sujetaron por los muslos y tiraron de mí
hasta que mi trasero asomó por el borde de la mesa. Por unos
instantes su erección caliente, sedosa y tan imponente como el
resto de él descansó sobre mi sexo húmedo y expuesto.
Titubeó, su atención posada en el punto en el que nuestros
cuerpos se unían, la mandíbula apretada y sus hombros tensos.
Un segundo, dos, tres…
Pensé que iba a rechazarme y dejarme allí, temblando e
insatisfecha, cuando, de pronto, como si estuviese en trance,
rodeó la base de su miembro y se abrió paso entre mis pliegues
hasta llegar a mi entrada. Me mordí el labio. Empujó con
suavidad, prolongando mi tortura milímetro a milímetro,
dándome tiempo para ajustarme a él, hasta que volvió a
detenerse y revisó mi rostro. Nuestras miradas se encontraron,
sus palmas se deslizaron por mis piernas hasta mi trasero y
entonces, sin más avisos, se hundió en mí.
Mi vientre se contrajo y de mi garganta escapó un grito de
dolor en tanto que él se congeló rígido. Por un momento
estuve a punto de pedirle que saliera, de empujarlo lejos de mí
y confesarle que no podía con él, que era demasiado grande,
pero entonces me atrajo a él y me besó con una mezcla de
posesividad y ternura, haciéndome olvidar el malestar y
resucitando de nuevo aquella urgencia por fundirme con él.
Adivinando mis pensamientos, comenzó a moverse de
nuevo y mi cuerpo reaccionó a él, abriéndose y adaptándose
hasta acogerlo en su interior, aferrándose a él para exprimirle
hasta la última gota de placer mientras en mi vientre resurgía
la bola de energía que auguraba la llegada de un nuevo
orgasmo más intenso y poderoso que el anterior.
Sus empujes llenos de fuerza me obligaron a tenderme de
nuevo y aferrarme a la mesa mientras él sujetaba mis muslos.
No sé cuánto pasó, pero mis jadeos acabaron por
entremezclarse con sus gruñidos cada vez más roncos. Alguien
llamó a la puerta en el mismo instante en que me atravesó un
tsunami de placer, lanzándome por encima del precipicio, y él
no paró hasta que sus músculos se contrajeron y mi vientre se
llenó con su calor.
—Pakhan, ty dolzhen priyti, to srochno —resonó del otro
lado de la puerta con tono imperioso.
—Blyat! —masculló mi demonio entre dientes.
Por un momento dejó caer su frente sudorosa contra la
mía, como si las fuerzas lo hubiesen abandonado y quisiera
ignorar a quien fuese que le hablara desde fuera. Sujetándome
por la nuca me acercó a él y me besó con dureza.
—Espérame aquí —me murmuró al oído.
Nuestras miradas conectaron antes de que se retirara y
detecté algo similar al arrepentimiento en sus pupilas.
Desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.
Se limitó a cerrarse la cremallera y el cinturón y recoger su
ropa. Me arrojó mi vestido para que me tapase y, justo antes de
marcharse, me lanzó un último vistazo.
No fue hasta que cerró la puerta y me dejó a oscuras,
desnuda sobre una mesa de billar y su semen goteándome
entre las piernas, cuando la realidad regresó de golpe. El
impacto del placer y la pasión de la alucinante experiencia se
entremezcló con el horror.
—¡Dios! ¡¿Qué he hecho?!
Cerré los ojos cuando nadie respondió a mi susurro.
17
CAPÍTULO
Que al salir de la sala de juegos no me topase con ninguno de
los guardias, que por lo habitual se encontraban por allí,
debería haber levantado mis sospechas. Pero, estúpida de mí,
no fue hasta que llegué a la biblioteca y saqué el bolso de
debajo de la mesita donde lo había escondido, que reparé en
que el sonido de la orquesta había cesado y que las voces que
se escuchaban eran demasiado alarmadas como para provenir
de una celebración.
Mi reciente experiencia con el desconocido y la pérdida de
mi virginidad quedaron relegadas a un segundo plano. Por un
minuto me detuve y estuve por abortar mis planes, pero
entonces comprendí que, si algo estaba pasando allí fuera que
mantuviera a los guardias de Dimitri distraídos, entonces era la
circunstancia perfecta de largarme de allí. Ni siquiera
necesitaba regresar a la sala de juegos a esperar al hombre del
antifaz.
Apresurada me encerré en la biblioteca y me deshice del
vestido y los tacones con dedos temblorosos. Saqué del bolso
los vaqueros, la camiseta, calcetines, chaqueta de piel y botas
de combate que había comprado durante mi salida con
Sokolov y me maldije por no haber pensado también en una
muda de ropa interior limpia. Era algo de lo que iba a
arrepentirme.
Guardándome los móviles, la identificación, la tarjeta de
débito de Anya y el dinero efectivo que había ganado durante
las partidas de póker en el avión en la chaqueta, dejé el bolso
para el vestido rojo, las sandalias y el antifaz. No tuve tiempo
de analizar si el impulso se debía a la intención de evitar que
Dimitri pudiera averiguar que la mujer de rojo era yo o porque
me costaba romper con aquella noche.
Corrí hacia la puerta en el instante justo en que un trueno
hizo temblar los cimientos de la casa y cayeron varios libros
de las estanterías.
Asustada, escuché los gritos histéricos que se oían a lo
lejos. Venían de la fiesta. Algo sucedía y comenzaba a
sospechar que no formaba parte de los preparativos que Rina o
Dimitri hubiesen tenido previstos. Mi mente regresó por un
momento a mi amante demonio que se había marchado con
prisas justo antes de que el jaleo comenzase. ¿Estaba
involucrado?
Me sentí dividida. Quería largarme, sí, pero eso no
significaba que quisiera que a Dimitri o Sokolov les ocurriera
algo. Sacudí la cabeza. Había presenciado cómo Dimitri acabó
con la vida de un hombre. Sabía cuidarse solito. Si le ocurría
algo, sería porque se lo había buscado. Era hora de pensar en
mí.
Con la idea clara de que fuera lo que fuese lo que estaba
sucediendo, no me convenía acercarme por la fiesta, que era
de donde provenía la mayor parte del jaleo. La opción más
segura que se me ocurría era usar la salida a través del
invernadero que se encontraba lo bastante lejos, tanto de la
zona en la que transitaba el personal de servicio como los
invitados. Asomándome con cuidado por el pasillo, me
preparé para huir.
Otro estruendo fue acompañado por un nuevo temblor del
edificio. Me llegó el distintivo olor a escombros y humo. Los
gritos se intensificaron, unos graves y otros cargados de
pánico. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
¿Eso que sonaba como una traca eran disparos?
¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
¿Los rusos acababan de iniciar la tercera guerra mundial y
habían comenzado la batalla allí? Un sudor frío me cubrió la
piel y mi respiración se tornó frenética. ¡Tenía que largarme
como fuera antes de que se derrumbase la jodida mansión y
me dejase enterrada viva! El problema era en qué jodida
dirección correr para que no me alcanzasen los tiros.
Uno de los gorilas de Dimitri apareció junto a mí y me
sujetó con tal fuerza que sabía que me dejaría marcada.
—¡¿Qué haces?! ¡Suéltame! —Mis intentos por liberarme
solo consiguieron que sus dedos se hundieran en mi carne
mientras tiraba de mí en dirección a la cocina.
Intenté entender lo que le decía a quien fuese con el que
hablaba a través del pinganillo, pero mi ruso era básicamente
nulo.
Al lado de mi cabeza saltó la pared. Grité horrorizada al
darme cuenta de que acababan de dispararnos y que habían
fallado por los pelos. El gorila me tiró al suelo, me aplastó con
su peso y apuntó a alguien situado a nuestra derecha.
Iba a morir. Lo supe con absoluta claridad cuando el
guardaespaldas rebotó varias veces seguidas con los impactos
de las balas en su torso. Con un gemido ronco dejó de
moverse. Me recorrió un estremecimiento helado. Solo podía
rezar por que no se hubiese muerto sobre mí, aunque eso ya
poco importaba. En el instante en que los atacantes se
aproximasen yo sería la siguiente en morir. A pesar del pánico,
mi mente revisó las posibilidades que me quedaban. ¿Me
convenía quitármelo de encima? Por el lastre que me aplastaba
y apenas me dejaba respirar, el tipo debía de pesar unos ciento
y pico de kilos, aunque esa no era ni siquiera la cuestión. ¿Con
qué opción tenía mayores posibilidades de salir ilesa?
¿Haciéndome la muerta y utilizando al pobre desgraciado de
protección o corriendo como alma que lleva el diablo?
De repente el peso muerto que me aplastaba desapareció y
no me quedó tiempo para prepararme y enfrentarme a mi
muerte. Lo último que esperé fue toparme de frente con el
rostro que hasta hacía unas horas había pensado que odiaba y
que ahora casi me hacía sollozar de alivio al verlo.
—¿Puedes moverte? Vamos. —Dimitri me ayudó a
levantarme cuando asentí, mientras uno de los cinco
guardaespaldas que lo acompañaban comprobaba el pulso del
compañero que me había protegido con su cuerpo.
No pude ver si seguía vivo o no, Dimitri me rodeó la
cintura con un brazo mientras me obligaba a correr junto a él.
Entramos a una habitación y la atravesamos. Un par de
guardaespaldas permanecieron en la puerta disparando a
diestro y siniestro, en tanto Dimitri abría uno de los ventanales
y el resto de los hombres se lanzaron al exterior asegurando el
entorno.
—Vamos. Una vez abajo, mantente agachada. —Dimitri
me ayudó a trepar por la ventana y uno de sus guardias me
cogió por la cintura bajándome al suelo.
Cuando Dimitri llegó a mi vera, avanzamos con su mano
posada en mi espalda. Nos tropezamos con invitados que
huían al igual que nosotros y con otros escondidos
atemorizados. Dimitri y sus hombres los ignoraban, incluso si
les suplicaban ayuda o se ocultaban como ratas asustadas en
los rincones más inverosímiles del jardín. Pronto comprendí el
porqué: nos estaban persiguiendo, se trataba de correr o morir.
Tres tipos encapuchados aparecieron de sopetón frente a
nosotros apuntándonos con sus armas. Frené en seco. Dimitri
me empujó tras él mientras vaciaba su cargador contra ellos.
Me avergonzó, pero lo único que fui capaz de hacer fue
taparme los oídos y cerrar los ojos en tanto esperaba que
alguna de aquellas balas me alcanzara.
Dimitri volvió a tirar de mí, tuve que saltar por encima de
los cadáveres sanguinolentos de nuestros atacantes. No puedo
decir que sintiese nada al hacerlo, aunque imagino que, si salía
indemne de allí, reviviría aquella imagen en mis pesadillas.
Solo uno de sus guardaespaldas seguía con nosotros
cuando alcanzamos el garaje. Dimitri le dio unas instrucciones
en ruso mientras me colocaba un chaleco antibalas y un casco
y me empujó hacia una de las motos.
—Móntate y agárrate fuerte. Pase lo que pase, mantente
apretada contra mi espalda y sigue mis movimientos.
Fue el guardia el que prácticamente me sentó como una
muñeca sobre la Honda. Dimitri arrancó, le dirigió un breve
asentimiento al hombre y nos sacó de allí a una velocidad de
vértigo. Las balas volaron a nuestro alrededor. Dimitri aceleró
agachándose, y yo me mantuve aplastada contra él con los
párpados apretados mientras rezaba a nuestros ángeles de la
guarda para que nos ayudasen a escapar con vida.
Tan pronto atravesamos la cancela de la mansión y
alcanzamos la carretera, los disparos se detuvieron.
—¿Y Sokolov?
—Siguiendo el plan de contingencia. Estará bien —añadió
ante mi silencio—. En cuanto se den cuenta de que he
escapado, una parte de los atacantes vendrá tras nosotros y se
aliviará la presión en la casa.
Mi corazón ni siquiera tuvo tiempo de dar un brinco
asustado cuando el significado de sus palabras penetró en mi
mente. Como si hubiese sido una premonición, los tiros se
reiniciaron y, al mirar por encima del hombro, vi dos
furgonetas negras con los cristales blindados persiguiéndonos.
Grité ante el repentino dolor de un impacto. El terror
apenas me dejó recordar que llevaba puesto un chaleco
antibalas. Conseguí apretar los labios con el tercero. ¡Joderrrr!
¡Los disparos dolían! Un tercero me rozó el muslo y me hizo
aullar, y a Dimitri perder por unos segundos el control de la
moto.
—¿Estás bien?
—Sigue, no te preocupes por mí —chillé de vuelta, a
sabiendas de que era lo único que podía salvarnos de morir.
Al entrar en la ciudad los tiros pausaron, no así la
persecución. Pasando entre coches y zonas peatonales, entendí
al fin por qué Dimitri había elegido la moto a pesar de que
fuese más insegura ante un tiroteo.
Fueron precisamente las brillantes luces de la metrópolis
las que me hicieron ver la sangre en mis manos cuando fui a
reajustarme el casco.
—¡Dimitri, estás sangrando!
A tientas revisé su torso y a cada palmo que avanzaba me
encontraba con humedad en su camisa, hasta que al llegar a su
hombro se encogió de dolor. Sin otra solución a mano, usé su
chaqueta para apretarla contra la herida y taponarla lo mejor
que podía dadas las circunstancias.
—¡Sujétate fuerte! —Aquel fue el único aviso que me dio
antes de tomar un giro brusco, cruzarnos por delante de un
camión, que nos pitó frenético, pasar a través de los tablones
de una obra y adentrarnos en un callejón demasiado estrecho
como para que cupieran los vehículos que nos seguían.
Pasaron diez minutos, puede que quince, en los que
Dimitri callejeó con pericia antes de meterse en un
aparcamiento. Se detuvo frente a un ascensor, pulsó el botón
de apertura y se metió dentro con moto y todo.
—Bájate —me instruyó mientras el ascensor descendía y
él se levantaba la visera del casco.
Se tambaleó en cuanto sus pies tocaron el suelo.
—Dimitri. ¿Cómo estás? —Lo sujeté tratando de
estabilizarlo y tragué saliva al ver su camisa blanca ahora de
un rojo brillante—. Tenemos que ir a un hospital, has perdido
mucha sangre.
—Nada de hospital. Seríamos presa fácil. Tenemos que
escondernos.
—Dimitri…
La puerta se abrió y Dimitri empujó el vehículo afuera.
—Revisa que no haya sangre en el ascensor y dale al botón
de la planta once. Confía en mí, sé lo que me hago.
Sin pensármelo mucho, me quité la chaqueta y usé el forro
interior para limpiar la huella que había dejado con sus manos
sobre el panel. Hice lo mismo con cualquier gota o mancha
que dejó a lo largo del oscuro pasillo que parecía llevar a unos
trasteros.
Dimitri entró a través de una de aquellas puertas de metal
azul y, para mi asombro, atravesó el estrecho cuartito y se paró
frente a una estantería llena de latas de pintura viejas. La
apartó y dejó a la vista otra puerta metálica con un acceso de
seguridad en el que marcó una secuencia de diez dígitos. Los
pestillos saltaron con un clic. Dimitri metió la moto en una
habitación y cerró la estantería y la puerta tras nosotros.
—¿Te has hecho daño? —Se quitó el casco y me
inspeccionó de arriba abajo.
Lo miré incrédulo. Su tez parecía la de un vampiro a
aquellas alturas y sus ojos estaban hundiéndose rodeados por
círculos amoratados.
—¡Eres tú quien se está desangrando!
Como si mis palabras hubiesen sido una señal, se
desplomó y, aunque intenté sujetarlo, ambos acabamos juntos
en el suelo. Maldije cuando me rozó el muslo herido.
—Ah, no. Ni se te ocurra morirte Dimtri Volkov, no
puedes dejarme sola, no así, no ahora.
Me quité el pesado chaleco antibalas y la camiseta y le
taponé la herida con la tela de algodón. Sus párpados se
mantuvieron cerrados. La única señal de que me oyó fue una
débil sonrisa.
—Solo tú te atreves a hablarme así —murmuró sin apenas
voz.
—Ese es otro motivo para que permanezcas conmigo.
Recuerda que me prometiste que me ibas a enseñar a
respetarte. Ningún capo, o lo que sea que os llaméis los de la
mafia rusa, puede romper su promesa. ¿Me equivoco? —
Obvié el detalle de que sus palabras más que una promesa
habían sido una amenaza—. Si no abres de inmediato los ojos
y me dices lo que tengo que hacer, te juro que te remataré yo
misma —lo amenacé con un nudo en la garganta.
—Lo siento, kotenok —susurró antes de que su cabeza
cayera a un lado y la tensión abandonara sus músculos.
18
CAPÍTULO
—Dimitri, Dimitri, no me dejes, por favor… —Lágrimas
comenzaron a correrme por las mejillas mientras le daba
suaves cachetadas para despertarlo.
Fue inútil y, cuantos más segundos pasaban, mayor era el
pánico que me invadía. Mentiría si dijese que era solo por él.
También era por mí. Dimitri era mi llave de salida de aquel
lugar y sin él iba a quedarme atrapada allí hasta que nos
encontrasen… Si nos encontraban, porque dudaba mucho que
aquel lugar, escondido en el sótano de un bloque de
apartamentos, fuese un sitio conocido por demasiada gente.
Habría sido inútil llamar a la policía porque no tenía ni idea de
dónde estábamos.
Reuní la poca cordura que aún me quedaba y me forcé en
actuar con frialdad. Su pulso era débil, pero al menos seguía
vivo. Abrí la camisa para inspeccionar la lesión antes de
taponarla otra vez con mi camiseta y traté de respirar con
calma para ahuyentar las ganas de vomitar. Haciendo presión
con una mano, revisé los bolsillos de Dimitri con la otra,
mientras lanzaba silenciosas plegarias al cielo para que tuviese
encima su móvil con el número de alguien que pudiera
ayudarnos. Por poco rompo a llorar de nuevo cuando lo
localicé en el bolsillo de su pantalón.
Usando sus dedos inertes, los probé uno a uno hasta que la
pantalla se iluminó y pude entrar en su lista de contactos. Tan
pronto vi el nombre de su hombre de confianza, lo pulsé.
—Pakhan, me tenías preocupado. ¿Fue todo bien?
—Sokolov, no… soy…
—¿Printsessa? —el tono de Sokolov cambió de inmediato,
tornándose cortante—. ¿Qué haces con el teléfono de Dimitri?
—Dimitri está… Necesita ayuda. Está sangrando mucho y
se ha desmayado.
—¿Dónde estáis, Printsessa?
—Es una especie de apartamento o búnker en un sótano.
—Tienes que ser más específica. Tenemos ocho de esas
características distribuidos por Boston.
—¡No lo sé!
Sokolov tardó en responder. Estaba convencida de que
apenas pasaron unos segundos, aunque se sintieron como
meses.
—De acuerdo. Cuelga la llamada y apaga el móvil. Busca
el portátil que hay en una habitación llena de pantallas y
material tecnológico y ábrelo. La contraseña es XLM543.
Abre FaceTime. Encontrarás un único contacto: Krizis,
llámalo. El equipo viene preparado para que no puedan
localizaros en el caso de que tengan el móvil de Dimitri
intervenido.
Seguí sus instrucciones al pie de la letra, de no ser por la
urgencia, se me habría descolgado la mandíbula al descubrir
un apartamento perfectamente amueblado y una sala de
videovigilancia que habría sido la envidia de más de un friki
de las nuevas tecnologías.
—Sokolov… —dije en cuanto su rostro apareció en la
pantalla del portátil.
—Regresa con Dimitri. Enfócalo y déjame ver su herida.
—Se produjo un inquieto silencio en el que solo se oía el roce
de la ropa y la pesada respiración de Dimitri—. ¿Has
comprobado su pulso?
—Sí, es débil, pero sigue ahí —contesté volviendo a
colocarle la camiseta y a ejercer presión.
—De acuerdo. No tenemos tiempo. Aunque intentásemos
llegar allí, no sobrevivirá si no le sacas la bala y cierras el
agujero.
—Yo no…
—Por lo que he podido ver estás en la antesala. Pasa por la
puerta que tienes a tu izquierda. Hay un pequeño salón con
una cocina abierta. En el mueble sobre el microondas hay un
botiquín con todo lo necesario. Nuestros pisos francos tienen
un diseño tipo y el mismo equipamiento básico.
Tal y como me explicó, localicé el botiquín en la cocina y
lo llevé junto a una botella de agua y paños limpios hasta
Dimitri.
—Está bien, printsessa, voy a ponerte con el doctor
Wilson, nuestro médico, él te indicará los pasos a seguir para
sacar la bala, desinfectar la herida y coserlo.
—Sokolov, no sé si podré… —mi voz se cortó con el
pánico.
—Eres la única que puede hacerlo —afirmó con gravedad
—. Excepto que quieras que muera.
—¿Y si haga lo que haga se muere?
—Entonces, al menos sabrás que lo has intentado. —El
tono de Sokolov fue firme.
—Yo… —Sacudí la cabeza con impotencia. ¿Qué otra
opción quedaba? —. Doctor, lo escucho.
Coloqué el portátil con la cámara hacia nosotros.
—De acuerdo, puedes llamarme Ben, vamos a empezar
por colocar a Dimitri de costado para prevenir la asfixia. El
daño por lo que hemos visto está en el hombro, eso significa
que no se ha puesto en peligro ningún órgano vital. Bien,
ahora quítale la chaqueta y la camisa. Usa la tijera si te es más
cómodo. Luego comprueba si la bala le ha salido por el otro
lado o si sigue dentro…
Los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en
una pequeña eternidad a medida que iba siguiendo las
instrucciones para sacar la bala, desinfectar la herida y coserla.
Mi frente estaba cubierta por diminutas gotas de sudor y la
sangre de Dimitri cubría mis brazos y torso. Sokolov se
mantuvo callado hasta que cubrí la herida con esparadrapo.
—Printsessa, necesito que tapes a Dimitri para que su
temperatura no baje en exceso, que cojas el portátil y lo lleves
contigo. Tienes que regresar a la habitación de videovigilancia
y comprobar las cámaras que hay en el piso escaparate de ese
bloque de apartamentos, eso nos permitirá averiguar dónde
estás.
Fue un alivio descubrir que todos los equipos se
encontraban conectados y que solo tenía que revisar las
cámaras, aunque desapareció tan pronto localicé a varios
individuos distribuidos por las habitaciones del apartamento
que me había indicado Sokolov, y por sus ojos rasgados
quedaba claro que no pertenecían al entorno de Dimitri.
—Sokolov… —vacilé—. ¿Qué significa que haya
hombres en ese apartamento?
—Que consiguieron seguiros hasta allí, pero no saben
dónde estáis. Están en la planta once. Vale, os hemos
localizado.
—Pero… ¿Y si nos encuentran?
—No lo harán, a menos que alguien que sepa donde está el
refugio se lo indique y, aun así, necesitarían una clave de
acceso para poder entrar. Por suerte, Dimitri ha ido a uno de
los tres refugios que únicamente los que pertenecemos a su
círculo más estrecho conocemos. Estáis a salvo, siempre y
cuando los que os persiguieron no sospechen que seguís en ese
edificio.
—¿Cuándo vendréis a por nosotros?
El suspiro de Sokolov sonó ominoso a través de la línea.
—Nuestros equipos han sufrido un grave revés. El bloque
de apartamentos está vigilado. Si nos acercamos habrá una
nueva confrontación y, con Dimitri herido, es un riesgo que no
podemos correr. Estáis más seguros ahí hasta que consigamos
reorganizarnos.
—Pero Dimitri ha perdido mucha sangre. ¿Y si entra en
estado de shock? ¿Y si la herida se infecta y empieza a tener
fiebre? —Solo de pensar en la cantidad de cosas que podrían
llegar a ir mal comenzaba a entrarme de nuevo el pánico.
—Ya he enviado a un hermano. Te llevará bolsas de
sangre, suero y antibiótico para que se lo administres por vía
intravenosa. Llegará en diez minutos. Lo único que tienes que
hacer es salir al pasillo y recoger el paquete junto a la puerta
del ascensor.
—Si vas a enviar a alguien, ¿por qué no se puede quedar
aquí con nosotros?
—Hoy es demasiado arriesgado. Vigilarán a cualquiera
que entre, el tiempo que permanece en el edificio y hasta
adónde va.
—¿Y cómo sabes que no los llevará hasta nosotros,
entonces?
—Lo haremos de forma que las probabilidades sean
ínfimas, pero si ocurriese, regresa corriendo y vuelve a
encerrarte. Ese apartamento está construido como una
fortaleza. Es un búnker, incluso si el bloque entero se viniera
abajo estaríais protegidos siempre que estéis dentro.
—Sokolov…
—En los armarios de los dormitorios hay ropa. Ponte una
sudadera con gorra y prepárate para salir.
—No conozco el código de la puerta.
—04#07#1776
—Eso no es…
—La fecha de la firma de la Declaración de Independencia
de los Estados Unidos, sí —me interrumpió Sokolov—. Mi
hombre está a punto de entrar en el vestíbulo. Ve preparándote.
Me precipité a pillar una sudadera y me la puse de camino
a la puerta. Apenas estaba asomando la cabeza por el pasillo,
cuando el ascensor se abrió y un repartidor de pizza dejó una
bolsa de las que se usan para congelados en el suelo de
hormigón antes de volver a entrar y pulsar el botón de subida.
Esperé a que las puertas se cerraran y a que el contador se
iluminase, algo que no ocurrió hasta que el ascensor llegó a la
segunda planta.
Tercera.
Cuarta.
Quinta.
Salí corriendo como si la vida me fuese en ello, atrapé la
bolsa y regresé sin pararme a respirar, hasta que las puertas y
la estantería estuvieron de nuevo cerradas y en su lugar.
Sin aliento, me apoyé en el muro y observé a Dimitri
tendido pálido a mis pies. Me agaché y revisé su pulso. Seguía
vivo. Solo me quedaba esperar durante las próximas horas a
ver cómo evolucionaba.
Con la ayuda de un edredón lo arrastré hasta el pequeño
salón y me aseguré de que estuviese cómodo antes de taparlo
bien. Volví a llamar a Sokolov y seguí las instrucciones del
doctor Wilson para colocarle la sonda con la que realizarle la
transfusión sanguínea. Pasó al menos otra hora hasta que todo
estuvo al fin bajo control y que Sokolov se despidiera de mí.
—Date una ducha. En la despensa hay comida
deshidratada. Basta que le añadas agua y que la calientes en el
microondas. También hay una buena variedad de latas de
conserva. Si me necesitas, solo tienes que llamarme. Ponte
cómoda y descansa, te lo has ganado y estás a salvo.
No tenía muy claro si me creía eso de que estaba segura,
pero había llegado a un punto en el que me sentía demasiado
agotada como para seguir recreándome en mi miseria.
Siguiendo el consejo de Sokolov, fui al baño.
No fue hasta que estuve delante del espejo que me di
cuenta de mi estado. En sujetador y cubierta por sangre reseca
parecía la sobreviviente de un apocalipsis zombi. Me giré para
ver los cardenales que cubrían mi espalda y tragué saliva. Siete
disparos. De no ser por el chaleco antibalas que me puso
Dimitri, habría estado muerta sin remedio. La idea me dio
náuseas.
Con esfuerzo, me desvestí soltando una ristra de tacos
entre gemidos y jadeos cuando tocó la hora de quitarme el
vaquero, que se me había quedado pegado a la herida del
muslo. Con una mueca la inspeccioné. No era muy profunda,
pero sí lo suficientemente amplia como para que,
probablemente, le hubiesen venido bien unos puntos de sutura.
Solté una carcajada seca ante la idea. ¿Yo ponerme unos
puntos a mí misma? La simple idea de tener que clavarme una
aguja en la piel me hacía estremecer. Atender a Dimitri ya
había agotado las pocas reservas de valor que me quedaban.
Con el cansancio pesándome como una tonelada, al fin me
metí en la ducha y di gracias al cielo de que hubiese agua
caliente. Siseé cuando se mojó mi herida, pero lo que
verdaderamente me llamó la atención fue el charco de color
chocolate que se formó a mis pies. ¡El tinte! Ni Dimitri ni
Sokolov habían mencionado nada al respecto, ¿significaba eso
que con el jaleo no se habían percatado?
Apoyé la frente contra el frío de los azulejos. ¿Cuándo iba
a acabar aquella noche de pesadilla, las preocupaciones y el
peligro? Puede que ninguno de ellos se hubiese dado cuenta
del cambio de color en mi cabello o mis ojos, pero eso no
significaba que acabasen por hacerlo cuando tuvieran tiempo
de pensar y repasar los hechos. El que encontrasen el bolso
que perdí con el vestido y el antifaz en algún momento
tampoco iba a ayudarme.
Después de ducharme, deshacerme de las lentillas de color,
desinfectar la herida y taparla, me puse una camiseta que me
llegaba hasta las rodillas y encontré en uno de los armarios un
bóxer masculino y calcetines. No me quedó más remedio que
lavar mi sujetador y colgarlo en el baño, porque estaba claro
que aquel piso franco no venía preparado para atender las
necesidades de las mujeres. Luego picoteé algo de pollo thai
de una lata. Cuando comprobé el reloj de pared eran las seis de
la mañana.
Más tranquila y sin mucho que hacer excepto pensar,
contemplé una posibilidad que no mencionó Sokolov en sus
instrucciones: la de usar la secuencia numérica de la puerta y
marcharme ahora que podía.
Me senté en el sofá estudiando al hombre tendido a mis
pies. El día anterior había querido matar a Dimitri con mis
propias manos para librarme de él. ¿Cómo de irónico era que
hubiese tenido su vida las mías y, en lugar de dejarlo morir, lo
había salvado? ¿Si aprovechaba la oportunidad y me largaba,
estaría seguro hasta que sus hombres se diesen cuenta y
vinieran a por él?
Con un suspiro le tomé el pulso y le reajusté la manta a su
alrededor. ¿Cómo era posible que un monstruo semejante
pudiese parecer tan humano y vulnerable mientras dormía?
¿Se debía simplemente a la herida o era así siempre que no
estaba consciente?
Resoplé ante mis propios pensamientos. ¿Qué me
importaba a mí cómo fuese el Dimitri real? Más bien debería
preocuparme que, cada vez que trataba de escapar, el destino
me daba una torta de las de cuidado.
Dejando la luz encendida, me tendí en el sofá y me tapé
con un edredón de una de las camas. Mañana sería otro día y
tendría tiempo de tomar decisiones, de momento necesitaba
descansar y asegurarme de que Dimitri salía de esta.
19
CAPÍTULO
El hombro ardía como los fuegos del infierno cuando desperté
sobre un colchón en el suelo. Dolía bastante más que el resto
de mi cuerpo, que parecía haberse roto en mil pedazos solo
para ser recompuesto con un pegamento de mala calidad. La
agonía era difícil de ignorar, incluso cuando lo siguiente que
llamó mi atención fue el calor que me envolvía desde mi
izquierda como una cálida manta. Tardé unos minutos en
aclarar mi mente y reconocer la habitación iluminada por la
luz proveniente del pasillo, antes de comprobar a quién
pertenecían las suaves curvas femeninas pegadas a mí y los
brazos que me rodeaban como si quisieran protegerme del
mundo. Aquella idea me dio pausa. De hecho, no sé si me
daba risa o terror. Puede que ambas.
Con cuidado de no despertar a la chica, me desenredé de
su abrazo y me saqué la vía de suero de las venas. Recuperé la
pistola que ella había dejado al alcance de su mano y me dirigí
al baño a vaciar mi vejiga y tomarme un par de analgésicos.
Inspeccioné mi herida en el espejo y me toqué con cautela los
puntos. ¿Me los cosió ella? Eran demasiado delicados y
perfectos. Ninguno de mis hombres trabajaba con tanto
esmero. Casi lo habría definido de enternecedor si no fuera
porque no me gustaba la idea de que se hubiese visto obligada
a enfrentarse a semejante tarea. No debió de ser fácil para una
joven que había vivido la mayor parte de su existencia aislada
del mundo, y en especial del mío.
Me pasé por la sala de videovigilancia fijándome en la
ropa sucia tirada en una de las habitaciones que tenía la puerta
abierta. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? Conecté
mi móvil al terminal de desvío de llamadas antes de
encenderlo. Revisé los mensajes y llamadas perdidas. Ignoré
las de Natalia y pulsé el número de Sokolov de camino a la
cocina.
—¿Printsessa? ¿Ha ocurrido algo?
—Sería interesante descubrirlo. Siento curiosidad por
escuchar una explicación de a qué se deben tantas confianzas
con la que se supone que es mi prometida —le repliqué a mi
mano derecha con sequedad.
—¿Pakhan? Me alegra escuchar que está de regreso.
—Quiero un informe de lo que ha pasado.
—Fue un ataque de la triada. Todo indica que hay un
traidor en nuestras filas. Quince muertos por nuestra parte,
veintitrés en la de ellos. Unos cuarenta heridos, una buena
fracción de ellos invitados. Iban expresamente a por ti y a por
la chica. En cuanto te largaste de la fiesta fue cuestión de
minutos que abandonaran la propiedad.
Apreté el puño sin pensar y enseguida lo relajé con una
mueca de dolor. ¡Maldito hombro!
—¿Por qué sigo aquí encerrado?
—Necesitamos recomponernos y la triada consiguió
seguirte y localizar el piso escaparate. La chica consiguió
controlar tu situación, por lo que me pareció más seguro
dejaros allí mientras me encargaba de descubrir quién estaba
detrás del ataque.
—Acabas de decirme que era la tríada —le recordé,
irritado por su falta de claridad.
—En apariencia, sí. —Sokolov titubeó—. Hay detalles que
no encajan. Dos de los muertos que encontramos eran rusos y
hacía apenas cuatro días que llegaron de Europa.
—Blyat! ¿Crees que han sido ellos y que han llegado a
algún tipo de pacto con la tríada? —No mencioné su nombre a
propósito. Ni con las mejores medidas de seguridad se podía
estar seguro al cien por cien de que nadie estuviese
escuchando nuestra conversación.
Sin pensarlo, mi mirada recayó sobre la figura femenina
que seguía durmiendo con las piernas enredadas en el edredón.
—Juraría a que eso es justo lo que ha pasado, pero aún no
he conseguido pruebas contundentes.
Mascullé una maldición. La falta de pruebas no iba a
retenerme de hacerles pagar a los responsables del ataque.
—¿Cuánto llevo aquí?
—Tres días.
¡Maldita sea! ¡Tres puñeteros días perdidos y ni me había
enterado! Los prisioneros tenían suerte de no estar aquí
conmigo, porque con gusto habría usado un par de ellos como
sacos de boxeo.
—¿Y descubriste al traidor que tenemos en nuestras filas?
—Le he puesto una trampa, la misma que usamos en
aquella ocasión con el topo de los chicanos —aclaró. No era la
primera vez que habíamos usado la cabaña franca en
Tennessee para atrapar a un traidor—. Si no lo cogemos, al
menos reduciremos el círculo de sospechosos.
—Mantenme informado.
—¿Te hace falta algo entretanto?
—No. Me las apañaré. La herida duele como mil
demonios, pero está limpia y bien atendida.
—Jefe… —Sokolov titubeó.
—Suéltalo —gruñí—, tengo cosas mejores que hacer que
jugar a los acertijos.
—Esa chica te ha salvado la vida. Pensé que debías
saberlo. Tuvo la oportunidad de escapar y no lo hizo.
Ambos sabíamos por qué era conveniente que lo supiese y
que la supervivencia de ella podía depender de ese detalle. No
por ello me agradaba el hecho de que uno de los míos tratase
de interceder por ella.
—¿Esa es la razón por la que la has convertido en tu
princesa?
—No. Ese título se lo ganó mucho antes.
—¿Hay algo que deba saber al respecto? —pregunté sin
ocultar la amenaza en mi tono.
—¿Celoso, jefe? —El muy cabrón rio divertido.
—¿Crees que te conviene tomártelo a broma? No necesito
estar celoso para que me desagrade que otros piensen de
manera inapropiada sobre algo que es mío —le advertí con
calma.
—Entonces, puedes relajarte. Jamás pensaría en ella en
esos términos. Tiene la misma edad que mi hija.
—Eso no explica el motivo por el que le has puesto un
apelativo cariñoso a una de mis amantes. Nunca lo habías
hecho antes.
—Porque no es tu amante sino tu prometida. Y no es
cariñoso, sino de respeto. Se ha ganado el título, lo que no ha
hecho ninguna de las anteriores. En especial, después de
salvarte el culo. Podrás seguir viéndola como una cría, pero es
una mujer, y llegará el día en que será una magnífica reina. Y
si en el futuro tengo que dar mi vida por una, no me importaría
que fuese por ella.
Se produjo un tenso silencio. Por su parte, sospechaba que
era porque no estaba acostumbrado a destapar sus sentimientos
con respecto a algo tan personal. Por la mía, porque de alguna
forma me había quedado impactado. No había nada más
alejado de la verdad en su creencia de que yo la comparase
con una cría. Puede que lo hiciese al principio, no obstante,
desde el mismo instante en que pisó mi despacho y me
enfrenté a su desafiante mirada, la vi como la mujer que era y
la deseé como tal.
—Tienes otros tres días para tomar medidas de control. El
cuarto quiero una cuadrilla de extracción y ni una sola excusa
—gruñí, sin tener nada que añadir.
—A sus órdenes, Pakhan.
Lancé el móvil sobre la encimera de la cocina, ignorando
los trastos sucios en el fregadero, y elegí un paquete de pasta
precocinada de la despensa. Le añadí agua y lo metí en el
microondas mientras sacaba una lata de té de limón del
frigorífico. Recuerdo que la primera ocasión en la que uno de
mis hombres incluyó aquella dichosa bebida en el
reposicionamiento de nuestros refugios, tuvo que enfrentarse a
las risas y burlas de sus compañeros, quienes lo llamaron
afeminado. El pobre lo aguantó estoico y siguió incluyéndolo
en las compras habituales, incluso cuando se dio cuenta de que
al cabo de las semanas, junto a las cervezas y el vodka, era de
lo que más consumían los hermanos.
Lo cierto era que hoy le estaba agradecido por ello. Nunca
me habían gustado los refrescos con gas y no estaba lo
bastante loco como para mezclar alcohol con las medicinas en
mi situación, no porque no lo hubiese hecho otras veces, sino
porque quería sanar cuanto antes y además estar alerta por si
nos descubrían y debía defendernos.
Cogí el portátil que encontré sobre la barra de la cocina y
me senté a comer al tiempo que revisaba mis e-mails y me
ponía al día. Luego me duché y regresé al salón a sentarme en
un sillón.
Las palabras de Sokolov regresaron a mi mente mientras
observaba a mi prometida con una enorme camiseta, que
apenas le tapaba el inicio de las esbeltas piernas que me moría
por tener rodeándome la cintura.
«Te ha salvado la vida…Tuvo la oportunidad de escapar y
no lo hizo».
¿Por qué no la aprovechó? Desde el principio había dejado
claro que no deseaba nada más que estar lejos de mí. No solo
tuvo la ocasión de hacerlo, sino que podría haberme matado o
abandonado a mi suerte, y no lo hizo.
Reparé en la larga herida en su muslo derecho. Se había
formado una gruesa costra que seguramente dejaría una
cicatriz tras de sí. Ella aún no lo sabía, pero quienes se la
habían hecho iban a pagar con sus vidas el haberle hecho
daño.
Viéndola ahí tendida, durmiendo, parecía delicada y
vulnerable. No, no lo parecía. Lo era. Bastaban mis dedos
alrededor de su cuello para cortarle el aire o partirle la nuca y
acabar con ella. Era tan sencillo que por un instante estuve
tentado a hacerlo.
Resoplé.
¿No iba a follarla porque temía que acabaría por
arrepentirme, pero sí matarla? No quería ni imaginar la forma
en la que aquel rostro y cuerpo me perseguirían en mis
pesadillas cuando… si alguna vez… ¡Joder!
Sokolov había dicho que era una princesa y que podía
imaginarla como su… como nuestra reina. Tal vez tuviese
razón, puede que escondiera mayor fuerza y coraje en su
interior del que revelaban sus suaves curvas.
Apreté mi palma contra mi erección y cerré los párpados.
Tenía los próximos tres días para averiguar qué secretos eran
los que se escondían tras aquellos ojos rebeldes y sonrisa
burlona. Esperaba con sinceridad que el resultado fuera su
inocencia y no las mentiras que la condenaban a morir en mis
manos.
20
CAPÍTULO
—¿Te han dicho alguna vez que haces unos ruiditos muy
lindos al dormir?
Abrí los ojos de golpe para encontrarme frente a los de
Dimitri, con aquella mezcla de verdes y azules fijos en mí.
Con el reflejo de la sonrisa dibujada en sus labios, resultaban
cálidos y calmantes. Después de tres días, sentí tanto alivio de
verlos abiertos que me entraron ganas de lanzarme a su cuello
y achucharlo hasta que no pudiese respirar.
—Los ruiditos que se hacen al dormir suelen llamarse
ronquidos y, de los dos, no soy yo la que ronca. —El sueño del
que acababa de despertar se reflejaba en la aspereza de mi voz.
—Mmm… —Me apartó varios mechones pegados a mi
frente—. Coincido que en tu caso llamarlos ronquidos sería un
delito y les quitaría la gracia.
—Y tú eres el experto en delitos, de modo que vamos a
dejarlo en que yo no ronco y tú sí, y que los tuyos tienen de
lindo lo que el ruido de un serrucho al cortarte el cuello.
Frunció el ceño.
—¿Quién te ha hecho creer que el sonido de cortar el
cuello con un serrucho se parece a un ronquido?
—¡Awww! ¿En serio? —Me senté de golpe y lo miré
espantada.
Dimitri alzó su brazo bueno con un carcajeo.
—Era broma, era broma. ¿Para qué iba a cortarle a alguien
el cuello con un serrucho?
Se me ocurrían múltiples motivos, entre los cuales estaba
el de deshacerse de un cadáver, pero temía que si lo decía iba a
acabar con más información de la que iba a ser capaz de
apreciar antes de tomarme un café.
—Ahora en serio. ¿Cómo estás? —estudié con atención
sus profundas ojeras.
—Con ganas de disfrutar de mis vacaciones forzadas y
remolonear en la cama. —Tiró de mí hasta que quedé acostada
junto a él.
—La verdad es que ahora que estás despierto deberíamos
aprovechar para ir a la cama. —Carraspeé incómoda al darme
cuenta del doble sentido de lo que había dicho y me volví
consciente de nuestra cercanía. Con sus atentos ojos puestos
sobre mí, la situación resultaba bastante más íntima que
cuando me dormí a su lado mientras estaba inconsciente—. No
aparentas lo que pesas en realidad. Resultó imposible subirte a
la cama sin hacerte daño, de modo que me traje el colchón al
salón. Llevas tres días KO, tu hombro…
—No tienes que justificarte —interrumpió mi diatriba
ansiosa con suavidad—. Hiciste un buen trabajo, me
mantuviste con vida.
—¿Duele mucho? —pregunté en un intento por romper el
extraño silencio que se originó.
—Sobreviviré.
—Me alegro, y no lo digo solo porque sería bastante
desagradable compartir este sitio con un cadáver.
¡Mierda! ¡Cierra el pico, Tess!
—Sabes que ahora tengo una deuda contigo, ¿cierto? —
Dimitri se colocó de lado y reajustó la almohada—. Y que este
tipo de deudas en mi mundo, unen más que un matrimonio.
—No me debes nada. —Incapaz de mantenerle la mirada,
aparté la mía y me fijé en el lobo tatuado sobre su pecho.
Me cogió por la barbilla y me obligó a enfrentarme a sus
ojos. A pesar de la aspereza de sus yemas, el gesto fue
delicado.
—¿Por qué no me dejaste a mi suerte y te largaste cuando
tuviste la oportunidad?
Me mordí los labios hasta que opté por la sinceridad.
—Es lo que llevo preguntándome las últimas setenta y dos
horas.
La comisura de sus labios se estiró con un tic.
—En ese caso, sea cual sea el motivo, me alegra que lo
hicieras. —Su aliento me rozó el rostro y el aroma mentolado
me reveló que debía de haberse lavado los dientes hacía poco.
De hecho, también olía a jabón y anoche cuando me acosté
solo llevaba puesto el bóxer negro con el que lo dejé tras
quitarle el pantalón.
—¿Y ya está? ¿Te conformas con esa respuesta? —Intenté
no dejar que el descubrimiento de que estuviese recién
duchado o las imágenes que de repente invadieron mi mente
con sus manos esparciendo la espuma por sus trabajados
pectorales me distrajesen.
—¿No debería hacerlo? —Su ceja se elevó unos
milímetros mientras sus pupilas brillaban divertidas.
—No lo sé. Eres un mafioso. ¿No deberías ser un
especialista en interrogatorios? —En mi mente, la escena de la
ducha fue sustituida por una en la que me encontraba tendida
en X, desnuda y con las muñecas y tobillos atados al cabecero
y los pies de una enorme cama.
¡Dios! ¿Qué me estaba pasando? ¿Comenzaba a sufrir el
síndrome de Estocolmo?
—Tú lo has dicho. Soy un mafioso, no un psicólogo.
Acepto que los humanos a veces actuamos por puro instinto y
no necesito analizar los motivos ocultos que hay detrás. Ahora
bien… —Su tono adquirió un tinte seductor que me dejó la
boca reseca—. Si lo que quieres es que use mis técnicas
interrogatorias contigo, será un placer complacerte.
¡Jodeeer! En alguna parte de mi cráneo resonó un
ronroneo. Si reverberaba un poco más alto iba a hacer vibrar el
colchón con mis pensamientos.
—Uhmmm… eh… ¿Un café? —Me aparté de él antes de
que pudiese impedírmelo o que se me ocurriera caer en la
tentación de descubrir cuáles eran esas tácticas que seguro que
me iban a hacer desembuchar hasta el nombre de la matrona
que me trajo al mundo.
—Negro y con dos cucharaditas de azúcar —replicó con
una ojeada conocedora que me hizo encogerme por dentro.
¿Era necesario que tuviera que leerme como un libro
abierto? Necesitaba usar mi cara de póker más a menudo en su
presencia. Hui al baño y me tomé unos minutos para asearme,
recoger la ropa sucia que había ido acumulando en el suelo
durante los últimos días y deshacerme la maraña de loca, todo,
por retrasar el momento de enfrentarme de nuevo a él.
¡Mierda! ¿Se daría cuenta de que mi color de pelo había
cambiado desde que nos fugamos de la fiesta?
—Ya que estás despierto, ¿podremos salir de aquí?
Empiezo a tener mono de unas tostadas y respirar algo de aire
fresco. —(Además de que necesito que te distraigas antes de
que comiences a atar cabos por puro aburrimiento). Encendí la
cafetera.
—Hablé con Sokolov. —Dimitri soltó un profundo suspiro
y su mirada se tornó distraída—. Tendremos que quedarnos
unos días a la espera.
—Ah —repliqué sacando desganada el paquete de copos
de avena que llevaba salvándome el desayuno desde que
llegamos y lo repartí en dos tazones.
Iba a tener que ponerme a fregar si quería tener vajilla
limpia para los próximos días.
—¿Tan mala sería tener la oportunidad de conocernos un
poco mejor antes de que pronunciemos los votos
matrimoniales? —Me estudió curioso, como si la respuesta
realmente importara.
Solté las tazas despacio sobre la encimera de la cocina.
—Pensé que nuestra boda solo era un negocio para ti.
—Lo es, pero eso no hará menos real que formes parte de
mi vida o el que vayas a ser la madre de mis hijos si nos
casamos.
Su contestación me detuvo. ¡Hijos! Tragué saliva. Suponía
que era normal que él pensase en esas cosas teniendo en
cuenta su edad. De algún modo me sentí joven e inmadura en
comparación.
—Supuse que pasarías con tu mujer el tiempo preciso y
necesario y que la ignorarías el resto de vuestra existencia
como un estorbo ineludible.
—Yo también —reconoció con indiferencia.
—¿Perdón? —Lo miré alucinada.
—¿Prefieres que te mienta?
¿Cómo era posible que con aquellas cejas tan expresivas
consiguiera convertir su rostro en una máscara imposible de
penetrar cuando le convenía?
—Pero si acabas de decir que…
—Que tú ibas a formar parte de mi vida. —Se incorporó
del colchón con una mueca de dolor y se acercó con la tez
grisácea a la barra de la cocina. Me mordí los labios al caer en
cómo debía de dolerle la herida ahora que estaba en
movimiento—. El concepto de esposa anterior era un mero
término sin mucho significado reflejado en un contrato.
—¿Qué es lo que ha cambiado?
Nuestras miradas se cruzaron y él me mantuvo la mía.
—Tú —admitió sin pestañear—. Eres mucho más
auténtica de lo que esperaba y eso convierte en real tu
presencia en mi día a día.
Abrí la boca y la cerré como un besugo fuera del agua en
tanto trataba de encontrar algo que replicar a sus palabras.
Acabé por conformarme con empujar una de las tazas en su
dirección y tomar un sorbo de la mía.
¡La madre que me parió! Escupí el líquido que me
quemaba la lengua.
Dimitri se secó los chorrones de café con una servilleta
con ambas cejas alzadas.
—Solo por aclarar las cosas. ¿Acabas de echarme el café
encima porque has aceptado la propuesta de conocerme mejor
y piensas convertir mi cuerpo en tu desayuno? ¿O era una
táctica de distracción destinada a acallarme? —preguntó con
sequedad.
Mi aliento se atrancó y la sangre se agolpó en mis mejillas.
No tuve muy claro si era por vergüenza o por la imagen que se
acababa de estampar con total claridad en mis neuronas de mí
relamiendo una a una las gotas de café que resbalaban por su
pecho.
Solo esperaba que el gemido que oí también formara parte
de mi imaginación y que no lo hubiese soltado de verdad.
21
CAPÍTULO
Después de usar un paño de cocina húmedo para limpiarse,
Dimitri lo dejó a un lado encima de la barra.
—¿Y bien? ¿Con qué te has estado entreteniendo durante
estos días? —Su mirada se dirigió a la vajilla sucia del
fregadero dejando claro que sabía qué era lo que no había
estado haciendo.
Se me subieron los colores a las mejillas a pesar de que no
mostró ningún indicio de juicio en su voz.
—Uh… ¿Te refieres a mientras estabas en los mundos de
Yupi?
—¿Los mundos de Yupi? —Arqueó una ceja.
Genial. Había vuelto a quedar como una cría. Probé a
tomar otro sorbo de café, esa vez con más cuidado. En
realidad, me bastaba con ocultar mi cara tras la taza y que no
se percatase de que no conseguía quitarle la vista de encima a
los elaborados tatuajes que le cubrían el hombro y pecho
derecho y buena parte del estómago. Tendido me habían
resultado sexis, pero erguido y despierto… ¡Uuuf! ¿Por qué
hacía tanto calor?
—Me refería a cuando estabas inconsciente —me corregí
con un ligero carraspeo.
—Uhmm… Sí. ¿Qué has estado haciendo? Imagino que te
sentías bastante sola.
Me quedé mirándolo sin saber muy bien si romper a reír o
poner los ojos en blanco.
—¿Y bien? —insistió.
Cruzándome de brazos, me apoyé en la encimera de la
cocina.
—No tienes ni frijolera idea de qué hablar conmigo, ¿no?
Su mirada mantuvo la mía durante tanto tiempo que pensé
que iba a negarlo. Acabó por plantar los dos codos sobre la
barra y menear la cabeza con una pequeña sonrisa.
—Me has pescado. Me paso el día hablando con hombres
de negocios, políticos y criminales, mi vida es la Bratva. No sé
si tengo algo de lo que conversar contigo que pueda interesarte
o que al menos no incremente el miedo que ya me tienes, pero
me gustaría intentarlo.
—¿Vas a decirme que no hablas con las mujeres de tu
entorno? —intenté disimular el extraño cosquilleo en mi
estómago con un tono de burla.
No solo nos separaba nuestra edad, también vivíamos en
mundos opuestos. Lo comprendía. ¿Qué tipo de aspectos de mi
día a día con Anya o mis compañeras de instituto podrían
llegar a interesarle a un hombre de mundo como él? Hablar de
la próxima fiesta de instituto, de algún roce con un profesor o
simplemente de mi aburrida existencia probablemente lo
dejaría roncando en cuestión de minutos, por no decir
segundos.
—Kotenok… —Dimitri se pasó una mano por el cabello
—. Las mujeres que mencionas o forman parte de los negocios
de la Bratva o trabajan para mí o… —su titubeo fue seguido
por un pesado suspiro—. Lo que me interesa de ellas no es
hablar.
Me mordí los labios. Al menos era honesto. No había nada
que me reventara más que los tipos listillos que nos tomaban
por tontas.
—¿Ni siquiera con tus novias permanentes?
—Ni siquiera con mis relaciones a medio plazo —me
corrigió—. Siempre se ha tratado de convenios de los que nos
beneficiábamos ambos y en los que dejé claro desde el
principio que no habría un futuro juntos.
—Pero de algo hablaríais, ¿no?
—De lo básico para que la situación no se tornara
incómoda. Además, excepto si necesitaba a una acompañante
en algún evento u ocasión especial, no pasaba el tiempo
suficiente con ellas como para entablar conversaciones largas.
Uhmm… Vale, probablemente estaba pasándose de
honestidad.
—Pero debías de tener algo en común con ellas, ¿no?
—¿Modas, dietas o el último cotilleo social? —su mofa
trajo consigo una repentina presión en el pecho. Acababa de
aumentar la falla que ya existía entre ambos.
—Yo ni siquiera tengo esos temas de los que conversar
contigo —admití con sinceridad.
—No quiero que hables de esos tópicos superficiales
conmigo. No me interesan.
—Pero entonces…
—De ti. Háblame de ti. De las cosas que te gustan, tus
planes, tus sueños…
—¿Por qué querrías que te aburriera con eso?
—¿Tienes que analizarlo siempre todo al milímetro? —
Cabeceó irritado—. Ya te lo he dicho, eres diferente y me
interesas. Que no lo quisiera saber sobre otras no tiene nada
que ver contigo.
—¿Eres misógino?
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué me preguntas eso?
—Acabas de aclararme que lo único que te importa de las
mujeres es follar o hacer negocios.
Me fulminó con la mirada.
—Recuérdame que nuestras hijas jamás asistan al instituto
en el que estudiaste —masculló con sequedad.
—¿Porque prefieres que no se atrevan a pensar que se
merecen ser tratadas con respeto e igualdad?
Sus ojos se entrecerraron.
—Porque no veo cómo un centro de enseñanza que cobra
tanto puede presumir de educación cuando las supuestas
señoritas que pasan por sus aulas hablan peor que los hombres
que trabajan en el puerto.
—Oh. —Fruncí los labios—. ¿Te molesta mi forma de
hablar?
¡Jódete si lo hace!
—¿La verdad? —Encogió su hombro bueno—. No lo he
decidido aún.
—Bien, porque no pienso cambiar solo porque su majestad
lo desee.
Elevó las cejas como si pensase que esa decisión no iba a
ser mía, por suerte para él refrenó sus comentarios.
—Y la respuesta a tu pregunta es no, no tengo nada en
contra de las mujeres. La explicación es mucho más simple: a
nivel profesional mi mundo aún es predominantemente
masculino y a nivel privado he ido a lo práctico. ¿Satisfecha?
—Sí —repliqué, a pesar de estar lejos de estarlo.
—¿Ahora vas a contarme qué has estado haciendo estos
últimos días? No es como si estuviese pidiéndote que me
cuentes tus fantasías más oscuras, aunque no descarto llegar
ahí en el futuro.
Fue mi turno de arquear una ceja.
—No mucho, si te soy sincera. Registrarlo todo, ver la tele,
cuidar del tipo que roncaba a mi lado. Cosas así —contesté
con un encogimiento de hombros—. No vendría mal que
tuvierais algunos videojuegos a mano para estos casos.
—No es algo que se me hubiera ocurrido. Jamás tuve la
necesidad de usar uno. Aunque supongo que a mis hombres
podría gustarles, en especial a los jóvenes.
—¿En serio nunca has jugado con un videojuego?
—Mi padre prefería que practicase en la vida real.
—¡Venga ya! —Lo miré atónita. ¿Quién no había jugado
al menos al ajedrez o al solitario en el ordenador? —. Son dos
cosas totalmente diferentes.
—Guerras entre pandillas callejeras, enfrentamientos con
la policía, robos, mafia, carreras de coches, juegos de casino…
¿Sigo?
—Vale, necesitamos probar uno que tenga dragones y
magia, aunque te advierto de antemano que no vale tener una
pistola de verdad a mano ni pegarme un tiro si te pego una
paliza.
Sonrió divertido.
—Me gusta la idea de que pienses que puedes darme una
paliza en algo.
—Muy gracioso —espeté sacándole la lengua—. Para tu
información soy una experta en videojuegos y juegos online.
Ya veremos quién ríe el último.
—De acuerdo. ¿Qué quieres que hagamos hoy?
¡Dios! ¿Tenía que ser tan guapo cuando sonreía?
—Uhmm… ¿Con qué solías distraerte en ocasiones
similares a esta en las que te quedaste encerrado? Porque doy
por entendido que no es la primera vez que te ocurre, ¿no?
—Trabajar.
Eso explicaba los equipazos informáticos y la conexión
segura a internet.
—¿Y no es lo que deseas hacer hoy?
Dimitri ladeó la cabeza como si la pregunta le hubiese
sorprendido y tuviera que planteárselo.
—No me necesitan. Mis hombres se las pueden apañar
durante unos días sin mí. Hace una eternidad que no me
tomaba unas vacaciones. De hecho, la última vez fue cuando
mi madre y mi hermana aún vivían.
Abrí la boca para interrogarlo por ellas, sin embargo, acabé
por cerrarla. No sabía si Anya conocía las circunstancias y,
además, me exponía a que demandara respuestas que no podía
darle.
—¿Qué suelen hacer tus hombres cuando están aquí
encerrados?
—Jugar al póker, emborracharse, contar batallitas y
pelearse. Creo que eso resume lo básico.
—Por mucho que me atraiga la posibilidad de pelearme
contigo y darte una buena tunda, no sería una pelea justa, a
menos que te disparase primero en el otro hombro, lo que
supondría volver a limpiar tu sangre del suelo. —Me estremecí
con un poco de exageración—. Pero puedes contarme tus
batallitas.
Su risa baja me erizó el vello con algo que no tenía nada
que ver con el miedo que debería haber sentido estando a solas
con él.
—Creo que esa parte viene después de emborracharse. Con
un café aún no estoy en ese punto y es dudoso que consigas
llevarme ahí.
—En ese caso tenemos un pequeño problema. —
Tamborileé pensativa con mi índice sobre mis labios.
—¿Cuál?
—No dispongo de tanto dinero como para tirarlo por la
ventana jugando contigo al póker.
Dimitri me consideró con una sonrisa ladeada.
—Poca gente lo tiene. Pero nadie dice que no podamos
apostar otras cosas.
—¿Me está proponiendo un estrip póker, señor Volkov? —
Intenté mantener mi voz firme, aunque fracasé
estrepitosamente.
Sus ojos me recorrieron de arriba abajo y su sonrisa tomó
un tinte pícaro.
—¿Con solo dos, o puede que tres prendas? No puedo
decir que no me atraiga la idea, pero contigo preferiría un
juego preliminar más extenso.
¿Estaba hablando del póker o de seducirme? Me humedecí
los labios, un gesto del que no se perdió ningún detalle.
—¿De qué estamos hablando, entonces?
—¿Qué tal de preguntas? Estoy seguro de que hay algunas
que te mueres por hacerme.
22
CAPÍTULO
Preguntas…
¿Cómo demonios se me ocurrió meterme en semejante
embrollo? Mi mirada fue a las siete notas que Dimitri recogía
de la mesa. En mis manos tenía seis. Existían tantas cosas que
podía sonsacarme con esas siete preguntas, tanto que no sabría
ni qué contestar.
—¿Qué tal si nos jugamos una última mano a todo o nada?
—propuso recostado relajado en su silla.
Habría apostado cualquier cosa a que había reparado en el
vistazo que le eché a sus ganancias y que fue suficiente para
que sacase sus propias conclusiones para usarlas en mi contra.
El muy cabrón era bueno leyendo a la gente. La oferta era
tentadora, tener que darle cero confesiones en comparación
con las siete que le debía ahora mismo. El problema era que
acabase con trece respuestas y no tenía ni la más mínima duda
de que no iban a ser cuestiones fáciles de contestar. Él no era
de los que se apiadaba de sus víctimas.
—¿Habrías aceptado jugártelo si estuviésemos jugando
con dinero? —indagó, pasando los naipes de una mano a la
otra con la maestría de un profesional.
—Soy estudiante y me secuestraste sin avisar. No tengo
efectivo, ¿recuerdas?
—Podría habértelo prestado a fondo perdido. Te lo ofrecí.
—¿Me estás preguntando si me jugaría doble o nada con tu
dinero? —Resoplé—. Sin pensármelo.
Dimitri movió la cabeza con una risita baja y pasó una
carta entre sus dedos.
—Esa fue una cuestión estúpida —admitió—. Aunque
creo que te lo habría dejado de todos modos.
—¿Eres consciente de que llevamos jugando una hora y
media y que únicamente tenemos un total de trece preguntas
jugadas? Apuesto a que en condiciones normales te jugarías
trece mil dólares en unas pocas manos.
—Probablemente en una sola —admitió con tranquilidad.
Ladeé la cabeza.
—¿Qué dice eso de nosotros?
—¿Que valoramos nuestros secretos en más de trece mil
dólares? —propuso con humor.
Tragué saliva. Trece mil dólares. En una ocasión
extraordinaria, teniendo la partida asegurada, llegué a los dos
mil euros, pero lo normal era que las manos en las que
participaba no superasen los cien o ciento cincuenta.
—Olvidas que con esas cantidades de dinero jamás podría
participar en el juego.
—Hay hombres que me han ofertado millones por
descubrir alguno de mis secretos y los decliné. Tú ahora
dispones de seis posibilidades de desenterrar alguno de ellos.
—¿De verdad me darías la información que les denegaste a
ellos?
—Si logras formular las preguntas correctas, sí.
—¿Por qué?
—¿Habría tenido sentido que apostase contigo si no lo
hiciese en serio? ¿Por qué crees que he sido tan prudente en
mis apuestas? Eres buena jugando, pero apuestas más elevadas
te habrían empujado a retirarte, a menos que quisieras tirarte
un farol o tuvieses buenas cartas. Tú tampoco querías
arriesgarte.
Me tomé mi tiempo en estudiarlo.
—No quiero destapar respuestas o secretos que me pongan
en peligro —admití.
—Usa tu sentido común al hacerlas.
—O podríamos aligerar las normas. Si no queremos entrar
en algún tema podríamos ofertar al otro devolverle una de sus
preguntas.
Dimitri consideró mi propuesta.
—Tenemos toda una vida por delante. ¿Y si reservamos
los secretos más oscuros y terribles para otra ocasión? Con
íntimos y sinceros podría ser suficiente por el momento.
—Hecho. ¿Qué tal si te acuestas en el sofá mientras
preparo el almuerzo? Ya que estás de vacaciones, deberías
darle a tu cuerpo tiempo de curarse.
Que se levantase sin protestar ya era un testimonio de lo
mal que debía de encontrarse. Algo me decía que no era un
hombre al que le gustase admitir vulnerabilidad, ni siquiera
cuando resultaba evidente.
Comimos la pasta carbonara de los envases sentados en el
sofá en una calma sorprendentemente relajante.
—¿Te preparo una de las camas para que puedas descansar
un rato? —ofrecí al notar cómo se acentuaba el cansancio en
su rostro.
—¿Me harás compañía? Me queman las preguntas en los
bolsillos —bromeó con debilidad mostrándome su fajo de
siete papelitos.
—Sabes cómo convencer a una dama para compartir tu
cama —me mofé ofreciéndole una mano para ayudarlo a
levantarse. Fue una suerte, ya que se tambaleó tanto que cayó
sobre mí y a duras penas conseguí mantenernos de pie—.
¡Upa, ahí!
Lo sujeté hasta que recuperó el equilibrio y mi corazón se
saltó un latido al darme cuenta de lo cerca que se encontraban
nuestros labios. Me aparté con rapidez y disimulé mi repentina
falta de aliento con una amplia sonrisa.
—¿Te estás riendo de mí? —gruñó con el ceño fruncido.
—¿Por qué iba a hacerlo? —lo provoqué con toda la
inocencia de la que era capaz, mordiéndome la parte interna de
los mofletes.
—Eso es lo que quiero saber —masculló, aunque aceptó
mi ayuda, manteniendo un brazo apoyado encima de mi
hombro—. Cualquiera diría que un hombre no tiene derecho a
experimentar un momento de debilidad después de casi
desangrarse.
—Por supuesto. Yo afirmaría que tiene incluso derecho a
comportarse igual que un niño pequeño con una pataleta si
quisiera hacerlo.
—¿Me estás llamando crío?
—¿Yooo? Faltaba más. ¿Quién se atrevería a insultar con
semejante difamación al gran Dimitri Volkov? No…
¡Espera…! ¡Cuidado!
Antes de que pudiera parpadear, me encontré tirada en la
cama junto a él.
—Me alegra que los dos coincidamos —gruñó a mi lado, a
pesar de que no hacía nada por disimular su sonrisa satisfecha.
—No solo eres un crío, sino además uno consentido —
mascullé.
Él se acomodó con una mueca sobre la almohada y se giró
hacia mí.
—No voy a negarlo cuando estás a punto de consentirme.
—Muy gracioso. ¿Qué quieres?
Dimitri se sacó uno de sus papelitos trofeo del bolsillo y
me lo entregó.
—Acabas de finalizar tus estudios. ¿Cuáles eran tus planes
antes de que te trajeran mis hombres y tuvieses que enfrentarte
a los términos del contrato que te compromete a mí? ¿Qué?
¿Pensaste que iba a usar mis preguntas con la única intención
de sonsacarte información comprometida y secretos
inconfesables? —se burló al verme la cara.
—¿La verdad? Sí. —Le arranqué el vale de la mano y lo
partí en dos antes de dejar los fragmentos en la mesita de
noche—. Esta probablemente sea el tipo de cuestiones que te
habría respondido sin que tuvieras que jugártela al póker.
—Quiero que te relajes, aunque he de advertirte que no
todas serán igual de fáciles.
—No lo esperaba. —Ahuequé mi lado de la almohada y
repasé las posibilidades que tenía de contestarle con sinceridad
sin comprometer el secreto de mi identidad—. Tengo que
admitir que la tarde que tus hombres me secuestraron ya tenía
hechas las maletas.
—¿Estabas preparada para irte del instituto?
—Sí. A México.
—O sea que Katerina tenía razón cuando me avisó de un
posible escape, ¿o eran solo unas vacaciones antes de cumplir
con las estipulaciones de nuestro contrato?
—Eran vacaciones hasta cierto punto —eludí la mentira
con una media verdad, aunque me guardé la revelación de que
Katerina había traicionado a Anya a un nivel mucho más
profundo del esperado—. La intención era ganarme algo de
dinero trabajando en algún hotel y disfrutar de mi recién
adquirida libertad.
—Define, libertad.
—Poder hacer lo que me dé la gana sin que nadie me
controle y me diga lo que puedo o no puedo hacer. Vivir
experiencias nuevas, cometer errores, aprender y sentirme bien
conmigo misma.
Dimitri me consideró unos segundos en silencio.
—Siento haberte robado ese sueño. ¿Crees que existe la
posibilidad de que encontremos una solución que te permita
disfrutar de alguna de esas libertades que deseas?
Su pregunta me calentó por dentro hasta que mis neuronas
volvieron a funcionar y me recordaron que todo aquello no era
más que una farsa.
—¿Es libertad si depende de si tú me lo permites o no? —
No aguardé a que me respondiera. No había manera de
continuar en aquella dirección sin revelarle que tarde o
temprano seguiría adelante con aquellos planes de escape. Por
algún motivo la idea me hizo sentir culpable—. ¡Mi turno! —
exclamé con una energía que no sentía.
Me saqué uno de mis papelitos doblados del sujetador,
entregándoselo con una pizca de teatralidad.
—¿Me conviene meditar primero? —Dimitri frunció los
labios con un deje de mofa.
—Vaya, ¿el mandamás de la Bratva es un bromista?
—¿Esa es tu pregunta?
—Ya quisieras —le saqué la lengua—. Vale, vamos allá.
¿Cómo llegaste a ser jefe de la Bratva? ¿Es algo que me
puedas contar?
—Es de conocimiento público y tal vez deberías saberlo si
nos casamos, pero no te garantizo que te guste averiguarlo.
La advertencia en su tono me dio pausa. ¿Me había
pasado? ¿Era información que Anya debería haber conocido?
Ya era demasiado tarde para echarme atrás.
—Creo que prefiero conocer tu versión de la historia que
los rumores que me puedan hacer llegar los demás.
Dimitri asintió.
—No hay mucho que contar al respecto. El puesto ya me
pertenecía como heredero de mi padre, ya sabes que suele ser
un procedimiento habitual.
—Eso no suena demasiado aterrador. ¿Qué se suponía que
era lo que no quería descubrir en relación a eso?
—Que maté a mi progenitor y en consecuencia ocupé la
posición antes de lo que me correspondía.
Mi mente se quedó en blanco y mi cuerpo se paralizó.
Dimitri aguardó mi reacción. Cuando no llegó ninguna soltó
un suspiro.
—¿Serviría de algo que te asegurase que se lo ganó a
pulso?
¿Lo hacía?
—¿El único motivo por el que lo mataste fue por ocupar su
sitio? —inquirí con cautela.
—No. Lo maté en un intento por salvar a mi hermana, pero
llegué demasiado tarde.
Me froté los brazos y asentí.
—Eso es algo que puedo… comprender.
—¿Te ayudaría usar una más de tus preguntas para que
puedas quedarte tranquila? Las mías pueden esperar, si
quieres.
Tomé una profunda aspiración y me forcé a relajar los
hombros.
—De acuerdo. Si pudieras haber sido cualquier otra cosa
que quisieras, ¿qué habrías elegido ser? ¿Qué habrías hecho
con tu vida?
—Si pudiese haber tenido esa opción, habría elegido
exactamente lo que hice. Sería pakhan de la Bratva.
—Yo… —Me abracé—. ¿No habrías preferido otra cosa?
—Sé que te gustaría que te dijese que sí, que te haría sentir
mejor si lo hiciese y que eso te permitiría convencerte de que
soy una víctima y no un villano, pero te estaría mintiendo. Soy
justo lo que quiero ser. Nunca he tenido ninguna duda al
respecto. De pequeño jamás soñé con ser futbolista o cantante
o bombero, como los otros niños. Mi destino siempre fue el de
controlar los bajos fondos de la ciudad y mi noción de héroe
era la de ser más fuerte y poderoso que el resto de los malos y
tenerlos a mi disposición. ¿Siguiente cuestión? —Alargó la
mano a la espera de que le entregase otro de los vales. Le
entregué dos.
—¿Por qué? ¿Por el poder?
—¿Poder? —Frunció el ceño y se tomó su tiempo para
reflexionar—. Sí, imagino que es parte del motivo —
respondió despacio—. El poder es lo que me permite proteger
a los míos y el dinero que viene asociado es lo que me da la
estabilidad con la que puedo garantizar el bienestar de la gente
que me importa y la de mi comunidad.
—¿A qué te refieres con tu comunidad?
—A mi gente, las personas que constituyen la hermandad,
sus familias, las viudas y los huérfanos que quedan atrás, los
barrios marginales en los que viven muchos y por los que
nadie hace nada… —Dimitri encogió los hombros—. Sé que
no es la visión que la gente tiene de nosotros, pero ya no
vivimos en el siglo pasado. Los negocios de las mafias han
evolucionado con el tiempo. No todo es droga, estafas, juegos
ilegales y prostitución. Tenemos negocios legales que
funcionan, invertimos en bolsa y propiedades inmobiliarias,
incluso estamos al día con las nuevas tecnologías. Valoramos
que nuestros hijos e hijas estudien o que crezcan con todas las
oportunidades de las que disponen otros sectores de la
población, y la mayoría pueden hacerlo gracias a los fondos de
los que disponemos en la hermandad.
Su explicación me impactó, sin embargo, no fue solo
porque me descubriera el otro lado de un mundo turbio que me
resultaba ajeno, sino por lo cerca que me resonaban sus
palabras.
—¿Te refieres a que, si una niña en uno de vuestros barrios
quedase huérfana, os haríais cargo de sus estudios y de sus
gastos? ¿Aunque no perteneciera a una de vuestras familias?
¿Aunque no la conocierais a nivel personal?
Dimitri me apartó un mechón de la mejilla.
—Podría darse el caso, sí. En especial si es familiar de un
hermano o si uno de los nuestros fue la causa de que quedase
huérfana. Kotenok, ¿te encuentras bien? ¿Te has puesto muy
pálida?
—Yo… ¡Necesito ir al baño! —Me escapé antes de que
pudiese seguir con su interrogatorio y hacerme preguntas a las
que no podía responder.
Apenas me dio tiempo a cerrar la puerta del baño e
inclinarme sobre el lavabo cuando ya estaba vomitando. Dejé
correr el agua para que se llevara la suciedad y acabé por
enjuagarme la boca y la cara antes de deslizarme por la pared
hasta quedar sentada en el suelo abrazándome las rodillas.
¿Podía mi tutor desconocido pertenecer a alguna mafia?
¿Era el responsable de que mis padres hubiesen muerto, y por
eso se ocupaba de mí?
23
CAPÍTULO
A mi regreso al dormitorio, Dimitri se encontraba dormido.
Tuve que obligarme a despegarme del umbral y marcharme.
Tras encontrar un pantalón de chándal al que tuve dar varias
vueltas en los bajos para no pisarlo, me fui al salón. Había
algo en aquel hombre que me fascinaba y atemorizaba a partes
iguales. Puede que fuesen sus contrastes, o puede que la
incógnita de hasta qué punto me dejaba ver su auténtico yo o
solo lo que él quería mostrarme. Sabía que era un criminal,
que era capaz de matar y que su concepto del bien y el mal
difícilmente coincidía con el mío. Pero que lo aceptase y no
tratase de ocultarlo hacía que hubiese algo mucho más humano
y real en él que en todos esos deportistas o famosos adictos a
los selfis que trataban de rodearse de un baño de oro que
desaparecía con el uso, o si se los miraba con un poco de
atención.
Que Dimitri, además, tuviese el cuerpo de un dios griego
no ayudaba a mitigar mi obsesión por él. Ni siquiera, aunque
el susodicho fuese Ares, el dios de la guerra, con todos
aquellos tatuajes y viejas cicatrices, que hacían que quisiera
tomarme el tiempo de repasar una a una con… mis dedos.
¡Eso! ¡Con mis dedos!
Me ocupé en limpiar la cocina y fregar los trastos de los
últimos días. Más por mantenerme entretenida y con mis
cavilaciones a raya que por una repentina urgencia de
convertirme en ama de casa.
A pesar de mis propósitos por evitarlos, mis pensamientos
no cesaron de ir y venir de mi tutor anónimo al hombre con el
que estaba encerrada en aquel búnker. Puede que una buena
forma de dejar de darles vueltas a otras cosas fuera preguntarle
a mi amo y señor el significado de sus tatuajes.
—¿Amo y señor? Me gusta cómo suena eso.
—¡Por Dios! —Conseguí sujetar el vaso mojado en el
último segundo. ¿Había hablado en alto? ¡Mecachis!
Necesitaba un bozal. Terminé de guardar el vaso en la repisa
antes de girarme—. ¿Nadie te ha dicho nunca que no es sano
sobresaltar a alguien en la cocina? ¡Me has dado un susto de
muerte!
Dimitri se tiró en el sofá con una sonrisa perezosa.
—¿Y bien? ¿Piensas gastar una de tus cuestiones en
averiguar más acerca de mis tatuajes? Cada uno de ellos tiene
un significado que trasciende lo estético. Creo que te gustaría
descubrirlo.
Mi vista se dirigió automáticamente a la mano con la que
estaba acariciándose los abdominales. Me giré de inmediato
con una repentina sequedad en la boca y le di la espalda.
—¿Por qué iba a malgastar una de mis valiosas preguntas
en eso? —repliqué recuperando el vaso que acababa de
guardar junto a otro, sacando un tetrabrik de zumo del
frigorífico para llenarlos.
Ahora que lo había dicho, me moría por averiguar más
acerca de aquellos tatuajes, pero no había forma de que mi
orgullo le concediese la satisfacción de salirse con la suya. Me
acerqué al sofá con los dos vasos, le entregué uno y me senté
en la esquina contraria a la suya.
—Cuéntame un secreto sobre ti. Uno que solo conozcan
unas pocas personas y que, a ser posible, no me ponga en una
situación de peligro por conocerlo.
Dimitri se acercó el vaso a los labios y me miró por
encima del borde.
—Veo que empezamos a subir la profundidad de nuestras
preguntas.
—Tengo la sensación de que es lo que pensabas hacer tú.
Y si ese es el caso, entonces, no pienso despilfarrar mis
oportunidades. —Saqué uno de los vales del bolsillo de mi
pantalón de chandal y se lo lancé.
—Bien… —Se rascó pensativo el pecho mientras miraba
al vacío—. Hay algo que está a la vista, pero en lo que muy
pocas personas suelen fijarse. ¿Eso te valdría?
—¿Crees que merece la pena una de mis preciadas
preguntas?
—Algunos de mis enemigos pagarían sin pensarlo por
descubrirlo.
—En ese caso, sí.
Sus ojos se cruzaron con los míos y su boca se estiró en
una sonrisa torcida.
—Jamás me emborracho. Podrás verme siempre con un
vaso de vodka o whisky en la mano, incluso tomo pequeños
sorbos, aunque nunca me arriesgo a emborracharme.
Fruncí los labios y ladeé la cabeza para estudiarlo mejor.
—Alguien ha debido darse cuenta de ello.
—Mis hombres más cercanos lo saben y conocen los
motivos. A los demás les confunde verme beber. Alguna vez
he fingido una borrachera en público porque me convenía por
algún motivo.
—¿Y nadie se ha percatado en las fiestas o los eventos a
los que vas?
—¿Cómo podrían diferenciar una copa de agua con gas,
hielo y una rodaja de limón de un gin-tonic?
—Si no tienes aversión al alcohol, ¿por qué evitas a toda
costa emborracharte?
Dimitri arqueó una ceja con burla.
—¿Esa es tu próxima pregunta?
—¿Cuántas llevo gastadas?
—Cuatro.
Me mordí los labios. Me quedaban dos. ¿Me convenía
desaprovechar una oportunidad de sonsacarle información en
una respuesta que podría ser de lo más inocente? Aún había
tantas cosas que quería descubrir acerca de él que me convenía
plantearme bien qué tipo de detalles me interesaba sonsacarle.
¿Existía algo concreto que pudiera darme algún tipo de ventaja
a la hora de escapar?
—Creo que prefiero que equilibremos un poco nuestro
estado actual. Si gasto todas las mías, ya no tendrás motivos
para andarte con cautela cuando te toque tu turno.
—Supe que eras una chica lista desde el día que pusiste
por primera vez un pie en mi despacho —se burló.
El recuerdo de aquel primer día y el castigo que me
impartió sobre su escritorio me hizo levantarme de un salto del
sofá.
—Deja que te revise la herida en tanto te planteas qué es lo
que quieres averiguar sobre mí.
Dimitri me dejó que le quitase el vendaje sin protestar.
—Ya tengo clara mi siguiente cuestión.
—¿Y sería? —demandé yendo a por el botiquín de la
cocina. Saqué el bote de antiséptico y un paquetito de
esparadrapo limpios.
—Te he contado un secreto, lo justo es que a cambio me
cuentes uno de los tuyos.
Casi dejé caer las cosas que llevaba.
—¿Qué te hace pensar que una chica con una vida tan
aburrida como la mía pueda tener secretos?
—Todos tenemos algunos, incluso los más santos.
Yo no era una santa, ni de lejos, pero los únicos secretos
que se me ocurrían eran precisamente los que él no podía
descubrir.
—Vamos, no tiene que ser el misterio de tu existencia —
insistió—. ¿Qué tal una fantasía o experiencia tan vergonzosa
que nunca fuiste capaz de confesársela a nadie?
—Mmm…
—Vamos, seguro que hay algo por ahí, tu sonrojo te
traiciona.
—Doy por entendido que no lo compartirás con nadie, al
igual que yo no le contaré a nadie el tuyo, ¿cierto?
—¿Crees que quiero que alguien descubra que finjo
borracheras cuando me conviene? Perdería valiosas
oportunidades si esa información se difundiera. Tienes el
poder de chantajearme con mi secreto. Solo es justo que
ambos estemos al mismo nivel.
Le inspeccioné con cuidado los puntos, asegurándome de
que no salía pus.
—De acuerdo. —Me eché atrás y solté un suspiro—. Este
no se lo he contado a nadie, ni siquiera a mi mejor amiga.
¡Dios! ¡No puedo creerme que esté haciendo esto!
—Vamos, no puede ser tan grave.
—Eso lo dirás tú porque no tienes que contarlo —
mascullé, desenroscando el tapón del antiséptico.
—Esto se pone interesante. Me tienes intrigado.
—Vale… Solía masturbarme pensando en mujeres —
balbuceé apresurada.
¡Ea! ¡Ya lo había soltado!
Si no hubiese estado tan centrada en su hombro no me
habría dado cuenta cómo sus músculos se tensaron por instante
casi infinitesimal.
—¿Eres lesbiana o bisexual?
—Ninguna. Bueno, no creo que sea ninguna —me corregí,
deteniéndome para pensarlo—. Nunca me ha atraído la idea de
una relación romántica con otras mujeres. Me gustan los
hombres, eso lo tengo claro. Es más… Uhmmm… No lo sé,
me excitan los hombres y el hecho de estar con ellos, pero, por
algún motivo, fantasear con una mujer al masturbarme me
resultaba más sencillo y natural. ¡Joderrr! —Sacudí la cabeza
—. ¿En serio te estoy contando todo esto?
—¿Por qué no ibas a hacerlo? Vamos a casarnos. Me
parece interesante. —Dimitri carraspeó—. ¿Es algo con lo que
te gustaría experimentar en la vida real?
—No lo sé. —Me tomé mi tiempo en considerar la
posibilidad—. Imagino que sí. —Vacilé—. No lo sé. Me
fascina la idea de descubrir sensaciones nuevas y de lo que me
provocaría estar en semejante situación, aunque… A la hora
de la verdad no sé si sería capaz de llevarlo a cabo.
—¿Te asusta probar cosas nuevas?
—No, no es eso. Es… No sé cómo explicarlo. Me atrae la
visión de lo que puedan hacerme, igual que tocarlas y
descubrir cómo se siente su cuerpo bajo mis manos o
rozándose contra el mío, pero… no tengo claro que quiera
devolver otro tipo de favores más íntimos. ¡Y basta ya! ¡Ya
tienes el secreto vergonzoso que querías!
—Espera, aún no me has dicho a qué te referías con lo de
que «te resultaba más fácil». Lo has dicho en pasado, no en
presente.
—¿Esa es tu siguiente pregunta? —lo reté.
—No, deja que lo adivine. Esas son las fantasías con las
que te masturbabas antes de venir aquí. ¿No es eso?
De sopetón de expandió un bochornoso calor por mi cara.
—¿Es esa tu pregunta? —Solo podía rezar para que no lo
fuera. Existía un grado de sinceridad que ya hacía rato que
había sobrepasado los límites con los que me sentía cómoda.
El muy cabrón sonrió de oreja a oreja. Cogiéndome la
mano, se la llevó a los labios y me besó la palma.
—Eres muy buena jugando al póker, de los mejores
jugadores con los que he tenido el placer de jugar. Y lo digo en
serio, pero ni siquiera tú puedes evitar un sonrojo, kotenok. No
necesito desperdiciar una de mis cuestiones en algo para lo
que ya tengo la respuesta.
Aparté la mano irritada.
—Gírate un poco —le ordené, incapaz de sostenerle la
mirada—. Tenías un buen cardenal en la espalda que quiero
revisar. Estaba prácticamente negro la última vez que lo vi.
Obedeció sin rechistar. Mi vista cayó sobre su espalda.
Tragué saliva. Había captado algún atisbo de ella durante los
últimos días, aunque ninguno como el de aquel momento en el
que estaba sentado y sin camiseta. El enorme cardenal que le
cogía media cintura o los arañazos recientes no eran nada en
comparación con las deformes cicatrices que conformaban un
macabro dibujo de un lobo aullándole a la luna debajo de
varias cifras. Repasé los contornos sin pensarlo.
—¿Es en eso en lo que quieres gastar tu pregunta? —la
tranquilidad en su tono era artificial.
Titubeé.
—¿Me responderías si lo hiciera?
—Hazlo.
—¿Cuál es la historia que hay tras estas cicatrices?
—¿Ves los números que hay debajo?
—Ocho, nueve, tres.
—El ocho en japonés equivale a «ya», el nueve a «ku» y el
tres a «za».
—Yakuza —susurré en modo automático.
—El nombre de la mafia japonesa. Cuando tenía doce años
me secuestraron. Cada tramo de cicatriz es un día en el que mi
padre no pagó el precio que le exigían por mi rescate.
—Tuvo que… —No tenía ni palabras para describir la
agonía que debía de haber pasado un niño de esa edad ante una
tortura semejante. Bastaba fijarse en lo gruesos que eran
algunos de los trazos para adivinar lo profundas que debían de
haber sido las heridas.
—Al principio fue doloroso, pero a medida que se fueron
añadiendo más y más, se juntaron el terror a la próxima sesión
de tortura con la comprensión de que mi padre no movería ni
un solo dedo por liberarme.
—¿Cómo conseguiste salir vivo de allí? —mi voz se
quebró.
—Llevaba tanto tiempo allí que comenzaron a confiarse.
Ya me habían dado por medio muerto tras semanas de torturas,
sangrado, heridas infectadas y sin apenas alimentarme. Una
noche se emborracharon y ni siquiera se preocuparon de
esconder la navaja con la que solían hacerme los cortes.
—¿Qué hiciste?
—Les rajé el cuello a todos ellos. Siete hombres en total.
Luego me coloqué la chaqueta de uno de ellos, salí a la calle y
corrí hasta que perdí el conocimiento escondido entre los
arbustos de un parque cercano. Algún alma caritativa me
encontró y me dejó en el hospital. A la mañana siguiente
apareció mi padre y me abofeteó por encontrarme en el
hospital, ya que al parecer mi inesperado regreso lo obligaba a
dar explicaciones y pagar sobornos a la policía.
—¿Cómo pudo después de lo que te hicieron?
—Hizo bien, aquello me enseñó la clase de hombre que era
y cuál era mi posición en su vida. Aprendí mi lección de todos
ellos.
—Es por eso por lo que no te emborrachas nunca —fue
una constatación, no una pregunta.
—Mis captores se confiaron y perdieron el control a causa
del alcohol. Jamás habría podido vencerlos ni escapar de ellos
si no lo hubiesen hecho. No puedo evitar la muerte cuando
llegue mi hora, pero puedo remediar exponerme a ella
tontamente como hicieron ellos.
Sé que no debía hacerlo, y, aun así, lo hice. Lo abracé
desde atrás y le di un beso en el hombro.
—Gracias por compartirlo conmigo.
Dimitri posó su mano sobre la mía.
—No te dejes engañar por mi historia. El día que escapé de
aquella prisión dejé de ser una víctima.
24
CAPÍTULO
Lo primero que debería haberme llamado la atención al
despertarme a la mañana siguiente fue que no estaba sola. Lo
que de verdad lo hizo fue el hecho de que el hombre sentado a
mi lado en la cama, apoyado en el cabecero mientras tecleaba
en su portátil, me hacía sentir segura con su presencia. Podría
haberlo achacado al detalle de que estaba recién despierta,
pero la realidad era que me había pasado la mayor parte de la
noche dando vueltas sobre el colchón y comprobando que
nadie me estuviera espiando desde algún rincón del oscuro
cuarto.
¿Era posible que, en solo tres días, alguien pudiera
volverse adicto a dormir con otra persona?
—Eres inquieta durmiendo —observó Dimitri sin apartar
la vista de la pantalla—. Tenías el edredón tirado en el suelo
de tantas vueltas.
—¿Y cómo está eso relacionado con que ahora estés en la
cama conmigo? —Solo por si acaso mantuve los párpados
cerrados en un intento por aparentar indiferencia. No estaba
dispuesta a admitir algo que ni yo comprendía aún.
—En que volviste a tirarlo en cuanto te lo puse…
—Ajá…
—Y dejaste de hacerlo cuando me senté aquí contigo.
—Eso sigue sin explicar el motivo por el que lo hiciste.
—Por supuesto que sí.
—Nop. —Abrí un ojo—. Aunque no pienses demasiado de
mi educación, aprendí algunos conceptos básicos como el de
la relación causa-efecto.
—¿De qué estás hablando?
—Del hecho de que no descubriste el posible efecto de tu
presencia en mi cama hasta que te pusiste cómodo en ella, por
lo que no puede ser la causa de que te metieras en ella.
Dimitri dejó de teclear. Tras varios segundos soltó un
suspiro, cerró el portátil y lo dejó sobre la mesita de noche.
—De acuerdo. No tengo una explicación lógica. —Cruzó
los brazos sobre el pecho—. ¿Satisfecha?
—¿Y una ilógica?
—¿Puede?
—¿Y?
—¿Quieres usar la última pregunta que te queda? —gruñó
irritado.
—Que mis neuronas a estas horas funcionen más despacio
y requieran su chute de cafeína para hacerlo del todo no
significa que estén completamente fuera de servicio.
Frunció el ceño y de repente soltó un carcajeo bajo, se
tendió junto a mí y me estudió con la cabeza apoyada en su
brazo.
—¿Es esta una acusación velada de no haberte traído a
propósito una taza de tu valioso elixir?
—¿Tu maquiavélica manipulación llega hasta ese nivel?
—Me gustaría decir que sí, pero parece que mi mente
funciona de un modo mucho más simple y primitivo. Yo
tampoco he desayunado aún. Iba camino de la cocina cuando
encontré tu puerta abierta y te vi dormida. Mi única excusa es
que los lobos feroces experimentamos una irrefrenable
fascinación por las niñas impertinentes cuando, de repente,
están acostadas silenciosamente en sus camas.
—Creo que, según la versión tradicional del cuento, la que
estaba en su lecho era la abuela —lo corregí con un bostezo.
—Ves, el lobo le hizo sitio a la niña para que cupiera. Lo
hizo todo por ella. Es una prueba irrefutable de lo
incomprendidos que somos los lobos por parte de la sociedad.
—¡Dios! ¡En serio! Es demasiado temprano para esto —
gemí tapándome la cara con la almohada—. Lo único que
quería era saber qué hacías conmigo en la cama.
—¿La verdad? No lo sé. Lo primero que suelo hacer al
levantarme por las mañanas es salir a correr, el no poder
hacerlo me tenía ansioso. Tu presencia, por muy irritante que
suelas ser, me distrae.
—Uhmm… gracias. El sueño de cualquier mujer es que un
hombre le diga que es una distracción en momentos de
aburrimiento total, en especial si está dormida y no habla.
—Genial. Ese tipo de piropos me salen de forma natural.
Es un buen augurio para nuestro matrimonio que disfrutes con
ellos.
—¡¿Qué…?! —Alcé la cabeza y abrí la boca para soltarle
lo que pensaba de sus piropos, pero acabé por detenerme y
entrecerré los ojos—. ¿Estás de buen humor o es la falta de
glóbulos rojos la que te está afectando? El gran Dimitri Volkov
no puede haber caído tan bajo como para entretenerse
haciéndome rabiar por puro aburrimiento.
—El aburrimiento es tóxico. Deberías saberlo —se excusó
con indiferencia.
—Ya.
—Claro que… se me ocurren formas de distracción mucho
más placenteras. —Su creciente cercanía provocó un
cortocircuito en mi ya de por sí adormilado sistema neuronal,
dejándome paralizada.
No fue hasta que su aliento se entremezcló con el mío que
mi cerebro reconoció las señales de alerta. Mi intento por
saltar de la cama y alejarme de él se vio frustrado cuando mis
extremidades se enredaron en el edredón y en vez de salir con
los pies por delante acabé por tocar suelo con el trasero.
—¡Ay!
—¿Te has hecho daño? —Dimitri se asomó preocupado
por el lateral del colchón y se sujetó el hombro herido con una
mueca.
—¿Mi vanidad lastimada cuenta? —mascullé frotándome
el trasero.
Su expresión se relajó.
—Por supuesto. ¿Conoces alguna otra cosa que duela más?
—Nop, ahora mismo de verdad que no. —Me levanté con
la poca dignidad que me quedaba para entrar en el cuarto de
baño, pero no sin antes ver cómo él cabeceaba con una
diminuta sonrisa y volvía a coger su portátil.
Después de asearme, Dimitri me siguió a la cocina y se sentó
en la barra. Se sacó una de las notas dobladas del bolsillo y la
deslizó sobre el granito en mi dirección.
—Tercera pregunta.
—¿En serio? —Puse los brazos en jarras y lo fulminé con
la mirada—. Podrías dejar que al menos desayunara primero.
Como si no estuviese mirándolo con ganas de retorcerle el
cuello, Dimitri ladeó pensativo la cabeza.
—Vale. Empezaré con una de las fáciles.
—Debería pedirte uno de esos papelitos como pago por
hacerte el desayuno.
Dimitri pareció considerarlo, pero acabó por negar.
—Es más justo que te compense encargándome del
almuerzo.
¡Maldita sea! Al menos lo intenté. Alcé los brazos con un
resoplido y encendí la cafetera.
—¿Qué quieres saber? —demandé malhumorada.
—¿Serías capaz de matar si fuese necesario?
—¡Guau! —Me giré atónita hacia él—. ¿Esa es tu versión
de fácil?
Encogió su hombro sano, como si aquel fuese un tema de
conversación que formara parte de su día a día, y, pensándolo,
probablemente lo era. Me ocupé en preparar los cafés y un par
de cuencos de avena.
¿Me veía capaz de asesinar a alguien? La réplica de
cualquier otra chica de mi edad, con toda probabilidad,
consistiría en un rotundo no. Yo no. No era una persona
normal. Había demasiadas variables en una tesitura semejante
y demasiados aspectos a los que me daba miedo enfrentarme
sobre mí misma.
—¿Por qué te interesa? —Le pasé su taza y el cuenco y me
senté a su lado.
—Sé que es algo que no te resultaría fácil si tuvieras que
enfrentarte a ello, las primeras veces nunca lo son, pero
conocer tu punto de vista sobre el tema es importante, me da
una visión de qué puedo esperar de ti en un escenario
peliagudo.
—Comprendo. —Pensativa hundí la cucharilla en el café.
—¿Y bien?
—Depende.
—¿De qué?
—Si lo que pretendes es averiguar si mataría al azar o por
simple capricho, la respuesta es no. Si fuera por venganza,
existiría la posibilidad de que ocurriera, aunque debería estar
bastante trastocada y que se dieran las circunstancias
propicias. No suelo alterarme hasta el punto de querer hacerle
daño a alguien. Bueno, imaginármelo y querer matarlo sí, en
especial si se trata de ti, pero de ahí a llevarlo a la práctica, no.
Pero… —Me interrumpí cuando Dimitri me quitó la cucharilla
con la que no había dejado de remover el café y la metió en su
taza—. Pero si estuviese en juego mi vida o la de una persona
importante para mí, creo que reaccionaría y llegaría hasta
donde tuviera que llegar.
Aunque cierto, mis sentimientos al respecto eran bastante
más controvertidos de lo que me gustaba admitir. La verdad es
que podía verme perfectamente matando a la tía de Anya u a
otro mafioso si eso salvase a mi mejor amiga, pero ¿sería
capaz de asesinar también a Dimitri si la vida de ella
dependiera de eso?
—¿Es esa la confesión que querías? —indagué cuando no
replicó enseguida.
—Lo que quiero es la garantía de que puedes protegerte si
se diese el contexto. Tu respuesta es un inicio. ¿Sabes usar una
pistola u otra clase de armas?
—No.
—¿Te gustaría aprender?
Fui a rechazar su oferta cuando cambié de opinión.
—¿Y me permitirías tener armas?
—Te ayudaría a elegirlas yo mismo. —No parecía ni en lo
más mínimo afectado por aquella posibilidad.
—¿Y no temes que pueda usarlas contra ti?
Dimitri cogió su taza de café y se la llevó al sofá.
—Has dicho que no matarías a nadie por capricho o por
emociones desbocadas. Si la usaras para defenderte, la culpa
sería mía —afirmó con calma, aunque sospechaba que, al igual
que yo, sabía de antemano quién saldría victorioso en un
enfrentamiento entre ambos.
—Y ahora que ya nos hemos quitado de en medio la
pregunta sencilla, ¿cuál es la difícil? —exigí con sequedad.
25
CAPÍTULO
En el instante en que su sonrisa adquirió un tinte pícaro, supe
que no debería haberme precipitado en recordarle la pregunta
que quería hacerme.
Dimitri se echó atrás en el sofá y me estudió como el gato
de Cheshire haría con un ratoncito al que sabe arrinconado y a
su merced.
—Verás, hubo algo a lo que anoche estuve dándole vueltas.
—Se rascó la mandíbula, pensativo—. Sé que me deseas y
apuesto a que si ahora mismo te tocase tu cuerpo me lo
confirmaría, pero sigues evitándome. Lo que me hace
plantearme el motivo. ¿Tanto miedo me tienes? ¿Es por lo que
te he contado sobre las cosas que he hecho?
—Esos son muchos interrogantes a la vez. —Vacié los
restos de cereales del cuenco con una inusual pulcritud en el
cubo de la basura y lo dejé en el fregadero junto a mi taza,
entreteniéndome en centrarlos y llenarlos de agua.
—Pero en resumen se refieren a una única cuestión —
insistió Dimitri—. Contesta.
Contemplé la posibilidad de mentirle y mi parte racional
me decía que era justo lo que debía hacer, sin embargo, existía
algo en la intimidad que habíamos compartido durante los
últimos días que me impidió hacerlo.
Finalmente me giré hacia él y lo miré decidida.
—No va a gustarte la respuesta —admití nerviosa.
—Me arriesgaré.
—¿Y si soy yo la que no quiere correr el riesgo?
—¿A qué tienes miedo?
—¿A tu reacción? ¿A que puedas enfadarte tanto que
acabes haciéndome daño?
—¿Tan malo es? —No se me pasó por alto su titubeo.
—Puede que lo sea desde tu perspectiva.
Tras estudiarme un rato, acabó por asentir.
—Te prometo que, sin importar lo que sea, te eximo de las
consecuencias.
—¿Y no me castigarás?
La esquina de su boca se estiró.
—No, a menos que me pidas que lo haga.
En el silencio que se produjo, el rostro de Dimitri se
transfiguró en esa máscara ilegible que no me permitía leer ni
una sola de sus emociones. Era la misma que usaba para jugar
al póker.
—¡Ya no soy virgen! —mis palabras salieron en una
explosión que pareció robar el aire de la habitación, aunque
podría ser muy bien mi imaginación, porque dejé de respirar a
la espera de su reacción.
Los hombros masculinos se relajaron y la careta fue
sustituida por una diminuta arruga en su entrecejo.
—¿Evitas hacer el amor conmigo porque ya no eres
virgen?
—Uuuhm… dicho así, suena un poco ridículo —murmuré
más para mí que para él.
—¿Tal vez porque lo es?
—Si fueras un tipo normal, lo sería, sí. Pero tú no eres el
vecino guaperas de enfrente, eres el jefe de la Bratva y yo tu
prometida, y todo el mundo da por supuesto que eso implica
que yo deba ser virgen y que si no lo soy me harás pagar por
ello.
Sacudiendo la cabeza con pequeñas negaciones, la dejó
caer hacia atrás y cerró los párpados.
—Créeme, kotenok, me entran ganas de matarte cada vez
que te da por cotorrear sin sentido, cuando me obligas a
enfrentarme a mí mismo, cuando me rehúyes o usas esa lógica
de extraterrestre para explicar tus acciones. Si pudiera matarte,
ya estarías muerta desde hace varios días.
—¿Qué te lo impide?
Abrió los ojos para mirarme con sus labios levemente
curvados.
—La idea de que me perseguirías desde el más allá con
esos enormes ojos fulminándome llenos de rabia, y que no me
dejes dormir mientras no paras de hablar durante interminables
noches, entre otras cosas.
Fingí un resoplido y me puse las manos en las caderas.
—¡Ja! Acabas de darme el secreto para chantajearte por el
resto de tu vida.
Su sonrisa se tiñó con una suavidad que hizo que mi
corazón diera un doble latido.
—No, aún no. Pero te lo mostraré en cuanto te tenga aquí.
Ven —añadió con la mano estirada hacia mí.
No sé si fue un ruego o una orden. Aunque aquella
diminuta sílaba de tres letras adquirió un nuevo sentido con
aquel tono, uno que no dejó lugar a dudas acerca de sus
intenciones.
Mis pies se movieron hacia él como si tuviesen voluntad
propia. Con cada paso con el que recortaba la distancia entre
nosotros, mi respiración se tornó más agitada y mi piel más
sensible.
En el instante en que sus dedos se estrecharon alrededor de
los míos, supe que estaba perdida, que podría hacer conmigo
lo que quisiera y que yo se lo permitiría sin dudarlo.
Tirando de mí me ayudó a sentarme a horcajadas en su
regazo. Sin perderme de vista, deslizó sus ásperas palmas por
mis muslos y se abrió hueco por debajo de mi camiseta,
alzándola en el proceso.
—Quítatela.
Obedecí. Tiré la camiseta encima de la mesita de centro y
aguardé impaciente a que sus ojos viajaran a lo largo de la piel
erizada de mi abdomen, mientras subían hasta los pezones
erectos y mis areolas fruncidas parecían oscurecerse bajo el
efecto de su mirada.
Sus manos siguieron sin prisa el recorrido de sus ojos hasta
que englobaron mis pechos para amasarlos.
—Eres tan perfecta —murmuró con una fascinación que
me derritió por dentro—. Si alguien te hubiese concebido solo
para mí, no podrías serlo más.
No sé si fue mi propia necesidad la que me empujó a ello o
puro instinto animal, pero ondulé las caderas gimiendo ante el
roce de mi clítoris contra su enorme rigidez. A pesar de mi
bóxer o su pantalón de chándal, se sentía como si nada nos
separase. La presión de sus manos en mis pechos se
incrementó, reflejando su desesperado intento de aferrarse a
mí para no perder la cordura cuando arqueé la espalda con un
gemido.
Él tenía razón, era como si nuestros cuerpos estuviesen
sincronizados. Su boca se cerró alrededor de mi pecho y un
jadeo resonó por la habitación antes de acabar ahogado entre
sus labios. Nuestras lenguas se fundieron con ansia, en tanto
que sus manos me guiaban sobre él marcando el ritmo de mis
movimientos y de la creciente tensión en mi vientre.
—Dimitri…
—Kotenok, no tienes ni idea de lo que me haces…
—Dios… ¡Dimitri!
A la par que me recorrió el orgasmo, sus manos se
apretaron en mi cintura, impidiendo que me apartase de él,
mientras mi cuerpo se deshacía con la presión de su erección
contra mi clítoris.
Caí sobre él con la frente húmeda y mis pulmones
colapsados.
—Cielo, necesito ayuda. —Me besó en la sien tirando de
mi bóxer con una mano.
Siempre había creído que no existía nada más erótico que
un hombre desnudando a su pareja. Me equivoqué, o puede
que simplemente la mujer que era ahora y aquella que lo había
pensado ya no éramos la misma. En aquel preciso instante, no
concebía nada más erótico que el poder que me otorgaba
desnudarme para él, mientras sus dilatadas pupilas seguían
cada uno de mis movimientos con un hambre oscura y voraz.
Arrodillándome entre sus piernas abiertas, agarré la tela de
su chándal y esperé a que alzara su pelvis para tirar. En cuanto
la cinturilla pasó por sus caderas, su miembro se liberó rígido
y entusiasmado de su confinamiento. Sonreí para mis adentros
y me humedecí los labios mientras terminaba de bajarle los
pantalones hasta los tobillos.
Su rostro había perdido cualquier máscara, sustituida por
una expresión cargada de deseo, una que me pertenecía en
exclusiva y que despertaba una perversa urgencia en mi
interior, una que me abría una parte oculta de mí que hasta yo
misma había desconocido hasta ese momento.
Inclinándome, pasé mis labios por la parte interna de sus
muslos, mordiéndolos con suavidad en el proceso. Dimitri me
soltó la goma del cabello dejando que cayera libre sobre sus
piernas. No me detuve. Tracé un sendero húmedo a medida
que fui ascendiendo, hasta toparme con la evidencia de su
deseo irguiéndose poderosa ante mí. Me relamí los labios
arrancándole un gruñido áspero.
—No tienes que…
Englobé la punta de su glande con mi boca y pasé la
lengua a lo largo de la sedosa superficie, perdiéndome ante las
nuevas sensaciones y el sabor algo salado que se extendió por
mi paladar.
—¡Joder!
Mi vientre se encogió ante su exclamación y, solo por
comprobar que podía conseguir que lo repitiera, bajé mi
cabeza hasta que mi nariz tocó su vello púbico , llenándome el
olfato con el cálido aroma a virilidad, sexo y promesas
prohibidas. Y entonces succioné tomando su escroto en mi
mano…
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
Me tiró del cabello apartándome de él para devorarme la
boca con la suya.
—Eres una pequeña arpía, pero que me linchen si voy a
dejar que me prives de ti antes de que siquiera hayamos
empezado —gruñó contra mis labios, obligándome a trepar
sobre él y embalándome en cuanto estuve posicionada y
abierta.
A partir de ese instante, el mundo se difuminó a mi
alrededor, todo lo que existía era él, el pistoneo fuerte y
frenético con el que su cuerpo se fundía con el mío, el roce de
mis pechos contra el suyo, su mano azuzándome a no
detenerme, mis gemidos rogándole que fuera más profundo, y
mis dedos aferrándose a él con ansia.
Era como si todo en mí fuese necesidad, desesperación y
placer, conjuntándose en un torbellino que me consumía por
dentro y por fuera.
—¡Kotenok! —su grito, más que un aviso del calor que se
desparramó en mis entrañas, fue la señal que me lanzó hacia el
abismo, entrelazando mis jadeos ahogados con los suyos, hasta
que lo único que quedó fue el silencio interrumpido por
nuestras pesadas respiraciones.
26
CAPÍTULO
Desperté en la cama de Dimitri desnuda, feliz y tan relajada
como cuando había ido con Anya a un spa para celebrar
nuestros cumpleaños. Ni siquiera que su lado del colchón
estuviese vacío me quitó las ganas de sonreír como una
bobalicona.
Me estiré con un gemido, las agujetas estaban pasándome
factura por las horas que había estado practicando sexiyoga
con Dimitri. Me senté en el filo de la cama haciendo un repaso
a cómo me sentía. Si la noche en que había perdido mi
virginidad me había sentido más madura y más mujer, hoy era
una persona nueva, diferente y llena de energía y ganas de
vivir. Intenté no pensar en el hecho de que Dimitri seguía
confundiéndome con Anya o que tendría que reunir el valor de
confesarle a ella lo que había ocurrido. Pero me negaba a dejar
que pensamientos tenebrosos me nublaran un día que
prometía. Mañana, o tal vez pasado, cuando saliéramos de allí
tendría tiempo de enfrentarme a aquello, por ahora prefería
disfrutar del momento.
A pesar de que mis ánimos habían decaído algunos grados
ante la idea e Anya, pillé una camisa de hombre del armario y
fui al baño a cepillarme los dientes y asearme. Vestida solo
con la camisa entreabierta hasta el ombligo, comprobé mi
imagen en el espejo. Si existía un nivel de sexi del uno al diez,
yo me clasificaba en el doce. ¿Quién necesitaba lencería de
Victoria’s Secret? ¡Ja! La simple idea de la reacción de Dimitri
al verme así, ya conseguía que entre mis muslos se extendiese
la humedad.
Me dirigí al salón, siguiendo el murmullo masculino, y me
apoyé en el umbral a la espera de que notase mi presencia. La
amplia espalda desnuda terminaba en una cintura estrecha y el
pantalón de chándal no hacía nada por ocultar un trasero que
era del todo comestible. El cuerpo de Dimitri era una visión
que me incendiaba por dentro y me obligaba a apretar los
muslos. Aquel hombre era todo lo que una mujer podía soñar
en un amante. Me mordí los labios ante los frescos arañazos
rosados que cubrían sus hombros y espalda. Eran el testimonio
infalible de la manera en que había conseguido robarme la
cordura.
—Estaré de vuelta antes de que te des cuenta, zaika.
Más que sus palabras, fue el tono apaciguador y cargado
de ternura de su voz, el mismo que uno reserva a instantes
íntimos con una pareja a la que está muy unido. Mi sonrisa se
congeló y retrocedí a las sombras del pasillo.
—Claro que te echo de menos, Kiara. Te prometo que en
cuanto regrese me pasaré a visitarte. Sabes que no hay nada
que pueda separarme de ti, kroshka.
Forzándome a ignorar el nudo en la garganta, regresé a mi
habitación y me apoyé con extremidades temblorosas contra la
pared.
Todo, sus palabras, sus promesas, la ternura con la que me
había tratado cuando hacíamos… No, no habíamos hecho el
amor, al menos no él. Habíamos follado, nada más. ¡Dios!
¿Cómo podía haber sido tan tonta de pensar siquiera por un
momento que Dimitri pudiera verme como algo distinto a un
compromiso o uno de sus juguetes? Para él, yo era Anya
Smirnova, la heredera de los negocios sucios de los Smirnov.
Una novia por compromiso y el medio de cumplir con sus
ambiciones de poder.
La imagen de Dimitri en el salón, hablando de espaldas a
mí, se repitió en mi mente y, de repente, me percaté de mi
ceguera. Me había fijado en los arañazos que yo misma le
había dejado anoche, pero había pasado por alto su similitud
con los otros arañazos, los antiguos que estaban entrelazados
con los míos. ¡Maldito Cabrón, hijo de puta, traidor!
Sin pensarlo, saqué el móvil que seguía escondido en mi
bolso y me encerré en el cuarto de baño. Necesitaba
desahogarme con alguien y solo había una persona con la que
podía hacerlo.
YO: ¿Estás ahí?
BITCH: ¿Tess? ¿Dónde te has metido?
BITCH: Pensé que estabas muerta.
BITCH: No, no contestes. Voy a llamarte.
YO: ¡NO!
YO: ¡No llames!
YO: No puedo hablar. Podrían escucharme.
YO: Estoy bien. Solo fue un susto.
BITCH: ¿Qué pasó?
BITCH: No me contactaste después de la noche del
compromiso.
BITCH: Ya han pasado varios días.
YO: Alguien atacó la fiesta. No puedes imaginarte la que se
lio.
YO: No tengo ni idea de cómo conseguimos salir vivos de allí.
BITCH: ¿Conseguimos?
YO: Dimitri y yo.
BITCH: ¿Y dónde estáis?
YO: La verdad es que no lo sé.
BITCH: ¿Seguís en Boston?
YO: Sí. Estamos en algún tipo de piso franco ultrasecreto.
BITCH: ¿Y no tienes ninguna pista de dónde está?
YO: No. Es una especie de búnker en el sótano de un bloque
de pisos.
BITCH: ¿Y solo estáis Dimitri y tú?
YO: Sí, pero necesito largarme. Necesito tu ayuda.
BITCH: ¿Qué te hace falta?
YO: ¿Tus tarjetas siguen funcionando? Necesito dinero para
poder alejarme de aquí lo más rápido posible.
Teniendo en cuenta que necesitaba al menos un par de
mudas de ropa, comida y alojamiento, los trescientos dólares
que tenía no iban a llevarme demasiado lejos.
BITCH: Las tarjetas están anuladas. Podría enviarte dinero por
Xoom a mi nombre y con mis datos de pasaporte. Lo único
que tendrás que hacer es encontrar un punto de recogida de
dinero.
YO: ¿Puedes hacerlo sobre la marcha?
YO: Necesito irme cuanto antes.
BITCH: ¿Tan mal están las cosas por ahí?
BITCH: ¿Estás en peligro con él?
YO: No, no me está haciendo daño.
BITCH: ¿Entonces?
Dudé. ¿Cómo podía explicarle que me había acostado con
su novio y que me sentía engañada por él por acostarse con
otras mujeres?
YO: Es largo de explicar. Te lo contaré cuando nos veamos.
YO: Necesito dejarte. Es mejor que no se entere de que me
estoy escribiendo con alguien del exterior.
BITCH: Avísame si consigues escapar, e infórmame en cuanto
sepas dónde estás. Trataré de conseguirte ayuda.
YO: Gracias. No sé lo que haría sin ti.
YO: «Emoticono beso».
BITCH: «Emoticono corazón».
Apagué el móvil y lo escondí antes de sentarme sobre la taza
del váter y mirarme los dedos. Debería sentirme mejor ahora
que tenía la seguridad de que dispondría de algo de dinero
cuando saliera de allí, pero, por algún motivo, el peso en mi
pecho solo se había acentuado.
—¿Kotenok? ¿Estás en el baño? Hay café recién hecho —
llamó Dimitri desde el otro lado de la puerta.
—Voy —grité en voz alta, dándole a la cisterna y
lavándome las manos por si estuviera pendiente de los
sonidos.
Me abroché los botones de la camisa, le eché una última
mirada al espejo y me obligué a relajar los labios. No debía
darle motivos para levantar sus sospechas. Los planes eran
simples: esperar a que se durmiera o a que se encontrase
distraído y largarme cagando leches.
27
CAPÍTULO
La oportunidad de poner en marcha mi plan de escape llegó
mucho antes de lo esperado cuando Dimitri se quedó dormido
viendo una película en el sofá.
Me quedé un buen rato estudiándolo en silencio desde el
sillón, controlando su respiración y sus movimientos, antes de
levantarme con sigilo e ir a mi habitación a vestirme con la
única muda de ropa que había traído en el bolso.
Mi corazón latía a mil por hora cuando los pitidos de los
números del código irrumpieron en el silencio del búnker. Los
introduje todo lo despacio que podía en un intento inútil por no
hacer ruido y no despertar a Dimitri, pero lo único que
conseguí fue que el sistema de apertura soltase un pitido de
error.
Introduje de nuevo las cifras, pero volvió a repetirse la
señal de error.
¿Qué demonios?
—¿A dónde exactamente crees que vas? –la falsa calma de
la voz masculina me dejó helada.
Mi corazón cesó sus frenéticos latidos en seco. Le di un
puñetazo al cajetín del teclado y, sin dejarme amedrentar, me
giré airada hacia él.
—¡Has cambiado el código de la puerta!
Pasándose los dedos por el cabello revuelto, soltó un
pesado suspiro. ¿Cómo se las apañaba para estar tan guapo
recién levantado? Tenía los ojos algo hinchados, pero incluso
eso le sentaba bien. Le daban un aire soñador y hogareño.
—Obvio. De modo que te agradecería que dejaras de
golpear la cerradura electrónica. Si la estropeas acabaremos
aquí encerrados por más tiempo del necesario.
—¿Por qué lo has cambiado? –exigí sin importarme las
consecuencias.
Dimitri se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en el
marco de la puerta.
—Imagino que la respuesta que esperas es que lo he hecho
con la intención de prevenir que puedas fugarte de nuevo.
Me clavé las uñas en las palmas. «Con la intención de
prevenir que puedas fugarte de nuevo». Dimitri estaba al tanto
de que había tratado de escapar de la fiesta. Me repasé los
resecos labios con la lengua.
—¿Por qué otro motivo ibas a hacerlo, si no?
Su rostro se cubrió de una máscara de indiferencia.
—¿Por qué me preguntas algo que ya tienes claro?
—Ábreme. ¡Te he dicho que me abras! —grité histérica
cuando no respondió—. Te salvé la vida. ¡Me lo debes!
—No me has contestado —replicó con tranquilidad.
—¿Qué importa? Voy lejos de aquí, lejos de ti.
—¿Por qué? Anoche no parecías tener prisas por alejarte
de mí.
Tragué saliva. ¡Ojalá pudiera tragarme también el
bochorno!
—¡Anoche no tenía ni idea del perro infiel y traidor que
eras!
Dimitri arqueó una ceja.
—¿Y ahora sí?
—Sí. Ahora sí.
—Verás, kotenok. Tenemos dos posibilidades. Una, vienes
por voluntad propia conmigo al salón y charlamos con
tranquilidad, y dos, te llevo a la fuerza y te amarro a una silla
hasta que hayamos hablado. Aunque en condiciones normales
optaría por la segunda opción por pura diversión, el riesgo de
que se suelten los puntos no lo hace muy recomendable.
—Yo no…
—No hay ninguna otra alternativa —me cortó Dimitri—.
Si después de que lo discutamos, consigues convencerme de
que soy el perro infiel y traidor que me has llamado, me
plantearé el dejarte marchar. Mientras, estás aquí encerrada
conmigo.
Contemplé la opción de dejar que volviera a joderse el
hombro, pero tenía razón. No iba a ir a ningún lado hasta que
él no me facilitase el código de apertura. Sin ocultar mi
mosqueo, pasé airada junto a él y me dejé caer en uno de los
sillones del salón con los brazos cruzados sobre el pecho.
Dimitri ocupó el sillón frente a mí, apoyó los codos encima de
sus rodillas y me contempló.
—Ahora dime. ¿Qué te hace pensar que te he engañado
con otra? Porque imagino que es a eso a lo que te refieres
cuando hablas de infidelidad.
—Tus arañazos.
Dimitri frunció el ceño.
—¿Qué arañazos?
—¡Los de tu espalda!
—Ya… —Hizo un gesto como si fuese a tocarse la espalda
para comprobarlo, pero cambió de opinión—. Si los hay, son
tuyos, kotenok.
Resoplé.
—Si fueran míos, no tendrían costras y estarían rosados, al
igual que los que te dejé anoche. Además, te he escuchado
hablar con tu amante por teléfono y me consta que te
ausentaste de la fiesta durante un buen rato, de modo que no
trates de seguir tomándome el pelo.
En lugar de la irritación y el ataque que esperaba por su
parte, poniéndome en mi lugar y dejándome claro que podía
hacer lo que quisiera, sus labios se curvaron en una pequeña
sonrisa.
—Estás celosa.
—¿Qué? ¡No! —Me levanté de un salto y recorrí el
pequeño habitáculo al igual que una fiera enjaulada—. ¿De
qué vas?
—No reaccionarías así si no lo estuvieras. —Dimitri se
echó atrás en su asiento.
—¿Se supone que debería sentirme extática porque te
acuestes con otras mujeres durante nuestra fiesta de
compromiso?
Su ceño se frunció.
—No me he acostado con nadie desde el día en que
llegaste a mi casa.
—¡Por Dios, Dimitri! —Irritada me aparté algunos
mechones de la frente—. ¡Deja de tratarme como si fuese una
mocosa malcriada y tonta!
Prácticamente me tropecé con él cuando se interpuso en mi
camino y me sujetó por los hombros.
—Para un segundo y escúchame.
—¡¿Tengo otro remedio?! —solté con sarcasmo.
—El único rato en que me ausenté de la fiesta fue durante
el tiempo que pasamos juntos.
—Nosotros no nos ausent… —las palabras se atragantaron
en mi garganta a la par que él me dirigió una mirada
significativa.
—Fuimos juntos a la sala de juegos.
Mi cabeza comenzó a girar. Era imposible. No podía estar
insinuando lo que creía que…
—Tú… ¿Tú eras él? Pero… —Negué con la cabeza—. No
puede ser, no llevaste antifaz en la fiesta y el que tenías era
negro.
—No sé muy bien si sentirme ofendido o no por el hecho
de que quisieras acostarte con un desconocido en vez de
conmigo —espetó con sequedad—. ¿Podríamos no
profundizar en esa necesidad de traicionarme? Me sigue
irritando.
—Pero… ¿Cómo?
—¿En serio pensaste que podrías comprarte un segundo
vestido y antifaz con mi tarjeta sin que me diese cuenta? ¿O
que podrías ocultar algo en las zonas comunes de mi casa sin
que mis guardas y personal de servicio me informasen de ello?
Me lo pusiste tan fácil que bastó sumar dos más dos.
—Yo… ¿Lo supiste desde el principio?
—Sabía que planeabas huir. Solo era una cuestión de
tiempo de que lo intentaras. Yo habría hecho lo mismo en tu
lugar.
—Genial. —Dejé caer los hombros—. Y yo que me
pensaba lo suficientemente inteligente como para poder
engañarte.
Dimitri carcajeó por lo bajo.
—Eres inteligente, es simple cuestión de tablas.
—Ya. —Suspiré.
—Tengo que admitir que el que me propusieras acostarte
conmigo fue una sorpresa que no tenía prevista. Aunque no te
interesa que nos recreemos en ese detalle. Sigo sin decidir qué
pensar al respecto.
Mis hombros se desinflaron del todo.
—¿Y la mujer con la que hablaste por teléfono y a la que
prometiste que visitarías en cuanto consiguieras salir de aquí?
Su expresión se oscureció preparándome para lo peor.
Apoyó su frente contra la mía y se tomó su tiempo antes de
volver a mirarme a los ojos.
—No puedo hablarte de ella. Aún no. Sin embargo, te
prometo que no te soy infiel con ella. Es una de las pocas
cosas en las que tendrás que confiar en mi palabra.
Debería de haber experimentado alivio por la sinceridad
que se reflejaba en su semblante. En lugar de ello, me embargó
un amago de dolor en el pecho. ¿Importaba que no se acostase
con esa mujer, si estaba lo suficientemente enamorado de ella
como para que le interesara algo más que follar o hacer
negocios con ella, tal y como él mismo había dicho?
—¡Eh! —Dimitri me alzó la barbilla y me acarició la
mejilla—. Sé que este matrimonio no es lo que habrías elegido
si hubieras podido evitarlo, pero te prometo que, a todos los
efectos, ya te considero mi mujer y que te respetaré y
protegeré como tal. ¿Puedes creerme en eso al menos?
—Creo que deberíamos acostarnos. Quedarte dormido en
el sofá no le ayudará a tu hombro. —Me detuve a los pocos
metros poniéndome rígida—. Quizá sea mejor que me acueste
en otra habitación, yo… ahora mismo… Necesito asimilarlo.
—Dormiremos juntos. No necesitamos hacer el amor si no
quieres. No soy un viejo salido que necesita follar las
veinticuatro horas del día. Bueno, al menos no lo soy cuando
no estoy contigo —masculló por lo bajo, sonsacándome una
pequeña sonrisa mientras me seguía a su habitación.
—No me importa que lo seas —admití cambiando mi
vaquero y mi camiseta por una de las de hombre, mucho más
amplias y cómodas para dormir.
Dimitri me observó en silencio hasta que me acosté de
lado, dándole la espalda.
—Supongo que eso es un alivio. —Se tendió a mi espalda
y me abrazó desde atrás—. Sospecho que aún me quedan unos
meses para acostumbrarme al efecto que tienes sobre mí —
admitió dándome un beso en el hombro.
—Dimitri…
—¿Sí?
Estuve por confesarle la verdad, que mi identidad no era la
que él pensaba y que mi nombre real no era Anya Smirnova,
sin embargo, al pensar en ella, caí en la cuenta de que no podía
contárselo, no sin traicionar a Anya y ponerla en peligro, y eso
era lo último que haría jamás. No quería engañar a Dimitri,
pero ella era la única persona que había permanecido a lo largo
de los años a mi lado, la única a la que no podía ni quería
perder.
—¿Kotenok?
—Me alegra que fueras tú, en la sala de juegos, me refiero.
—¿Por qué lo hiciste?
Me mordí los labios.
—Si soy sincera lo deseaba, deseaba al hombre que creí
que eras en ese momento, no podría haberlo hecho si no
hubiese sido así.
—Lo dices como si hubiese sido algo planificado.
—En parte lo fue. Pensé que al dar ese paso entenderías
que no podíamos casarnos y acabarías por rechazarme y
dejarme en libertad.
—¿Por qué pensaste eso? ¿Y por qué es tan importante
escapar de mí? ¿Tan malo es estar conmigo?
¿Cómo podría explicarle que a aquellas alturas era por
todo lo contrario?
—Porque… porque… —El nudo en la garganta no me
dejó formar sonidos entendibles y mis ojos se llenaron de
lágrimas sin que pudiese controlarlo—. Porque no soy quien
crees que soy y llegará el día en que me odies por ello.
Dimitri permaneció largo tiempo en un tenso silencio antes
de responder.
—¿Quieres discutirlo?
—No puedo.
Sus brazos se estrecharon un poco más a mi alrededor.
—No creo que pueda llegar a odiarte, pero hablaremos
cuando estés preparada para hacerlo.
28
CAPÍTULO
Mucha gente confunde la vulnerabilidad con la debilidad. Yo
era una de esas personas, o al menos lo era hasta el instante en
que salí del cuarto de baño y la encontré acostada en mi cama,
dormida.
Con su cabello esparcido por mi almohada, los labios
entreabiertos, abrazada a un cojín, y con la cicatriz fresca en el
muslo que aquellos cabrones le habían dejado durante nuestro
escape, era la viva imagen de la vulnerabilidad. Nada había
cambiado desde el primer día que estuve tentado de apretarle
el cuello para ponerla a prueba, nada, excepto que ahora estaba
convencido de que no era débil y que, tras la delicadeza de sus
rasgos y sus suaves curvas, se escondía una guerrera capaz de
darlo todo por aquellos a los que amaba, luchando por su
libertad y sus convicciones.
Vulnerabilidad no era sinónimo de debilidad,
vulnerabilidad, con ella, era un tesoro preciado al que proteger
y cuidar.
Ella no era la única que había tenido su vida en mis manos,
la mía había estado en las suyas y, lejos de preocuparme, me
sentía más vinculado a ella que nunca. Habría matado a
cualquiera que me hiciese sentir vulnerable porque habría
supuesto un peligro que no estaba dispuesto a correr, no a
sabiendas de lo que significaba en mi mundo. Ella era la
excepción. Mi vulnerabilidad con ella me excitaba y me hacía
libre, libre de mí mismo y libre de la oscuridad que me
rodeaba.
Sus largas pestañas revolotearon avisando que estaba a
punto de abrir los párpados. Me miró de frente con aquellos
perspicaces ojos color turquesa, como si hubiese presentido
que estaba observándola.
No hubo palabras ni sonrisas. Mi cuerpo respondió a la
llamada de sus pupilas como si fuese suyo para comandar. Era
como si entre nosotros existiera una fuerza magnética de la
que era imposible escapar.
Adormilada estudió mi cabello mojado tras la ducha, bajó
por mi torso desnudo y se detuvo en la cinturilla elástica de los
pantalones deportivos antes de mirarme de nuevo a los ojos.
Mis pies se pusieron en marcha sin una orden consciente
de mi parte. Ella se mantuvo quieta hasta que apoyé una
rodilla sobre el pie de la cama y el colchón se hundió bajo mi
peso. Solo entonces se giró bocarriba y separó las piernas en
una clara invitación a perderme entre ellas. Repté a lo largo de
su cuerpo hasta cubrirla con el mío y le sujeté la nuca.
Nuestras miradas se mantuvieron durante segundos, tal vez
minutos, antes de que bajase la cabeza en busca de sus labios.
La besé y fue como si a través de un simple beso pudiese
aspirarla en mi interior para mantenerla allí y protegerla a
cualquier precio.
Ni siquiera intenté analizar aquellas emociones, sabía que
no estaba preparado para ello. Los hombres como yo, aquellos
dominados por los pecados del mundo y criados con el
objetivo claro de avanzar sin mirar nunca atrás ni detenernos
por nadie, no estábamos hechos para comprender las cosas
puras de este universo, y ella era justo eso, la pureza que yo
jamás alcanzaría a tener, pero, al igual que nunca podría
poseerla, era el más apropiado para protegerla de mi oscuridad
y de los individuos como yo. Ironías del destino, aunque una
por la que estaba agradecido y que pensaba atesorar.
Sus labios tiernos y complacientes cedieron bajo mi
presión durante unos efímeros instantes, los justos para
cederme el control antes de arrebatármelo una vez más,
cuando sus dedos se hundieron en mi cabellera y me sujetaron
con firmeza mientras su lengua respondía a mis demandas con
las suyas propias.
—Ty ne zneayesh, chto ty delayesh’ so mnoy, kotenok —
murmuré mordiéndole el labio inferior.
—No tengo ni idea de qué es lo que has dicho, pero suena
sexi, casi tanto como tu voz, y me excita, sigue hablándome en
ruso.
Sonreí, tiré de su cabello, obligándola a arquearse hacia
atrás para ofrecerme su cuello y bajé por él trazando un
recorrido con mis dientes y lengua, mientras, bajo las yemas
de mis dedos, reverberaba su pulso recordándome que su
próximo aliento dependía enteramente de mí.
—Ty svodish’ menya s uma.
«Me vuelves loco».
—¡Dios! —su gemido ronco y desenfrenado me recorrió
hasta anclarse en mi ingle y ponerme dolorosamente duro.
—Ty zastavlyayesh’ menya poteryat’ sebya.
«Haces que me pierda a mí mismo».
Ella me empujó y caí de espaldas sobre la cama. Me
montó, devolviéndome parte de la tortura al descender con su
boca por mi garganta hasta mi pecho cuando sus sedosas
palmas recorrieron mi torso.
—¡Kotenok! —El gruñido al trazar con su lengua la V, que
dejaba al descubierto la cinturilla baja, sonó sospechosamente
a un gimoteo—. No juegues conmigo.
Ella alzó la cabeza y me miró con los ojos resplandecientes
y los labios hinchados.
—¿No? ¿Estás seguro? —preguntó trazando la silueta de
mi inflado glande encima de la gruesa tela de algodón,
mientras tiraba de ella en el afán de liberarme.
Mi respuesta no fue más que un sonido gutural e
inarticulado cuando sustituyó los dedos por su boca y el calor
húmedo de su aliento traspasó la tela. Alargué los brazos para
enredar los dedos en su melena y tirar de ella hacia mí con la
pretensión de besarla, pero, en cuanto recorrió mi erección con
la punta de la nariz y acabó raspándome con los dientes sobre
la tela de mi bóxer, cualquier intento por interrumpirla se
borró de mi conciencia.
—Entonces… —Su lengua subió hasta el borde de mi ropa
interior y trazó la firme línea del elástico—. ¿Dijiste que no
querías dejarme jugar?
Con un dedo bajó la cinturilla y depositó un beso húmedo
en la sensible piel que descubrió. Mi estómago se encogió ante
el suave cosquilleo. Mis dedos se crisparon en su cabello.
—Tienes diez minutos para jugar, kotenok. Sácale
provecho, luego es mi turno.
Ella puso un mohín.
—¿Solo diez minutos?
—Solo diez —confirmé, callándome que era bastante
dudoso que aguantara más allá de ese punto con su lengua
tentándome a cederle el control sobre mí.
Treinta segundos después, con los pantalones bajados, mi
erección dejando una mancha de líquido preseminal en mi
estómago y ella englobando mi escroto en su ardiente boca,
supe que había hecho bien en guardarme las espaldas.
Otros treinta segundos más tarde, comencé a sospechar que
debería haber racaneado el tiempo que le cedí, cuando ella
restregó su mejilla a semejanza de una gata en celo contra mí,
antes de sacar la lengua y recorrer el contorno de mi glande,
dejándolo húmedo y brillante.
Recogiendo con mi pulgar las gotas preseminales, que se
iban acumulando en mi corona, las llevé a sus labios. Ella me
chupó el dedo cerrando los párpados y mostrándome la misma
expresión con la que habría esperado que se hubiese tomado
un helado gourmet en pleno mes de agosto en Florida. Como
si la diminuta muestra le hubiese abierto el apetito, entreabrió
los párpados, me consideró con la lánguida sonrisa de una
tigresa que sabe que ha atrapado a su presa, y pasó la punta de
su rosada lengua sobre mi hinchado glande para recoger el
resto del líquido que iba fluyendo de mí, como si la única
misión de mi existencia fuese alimentarla con mi esencia.
Mi percepción del paso del tiempo se ralentizó, cuando
ella abrió los labios y casi a cámara lenta se extendieron
alrededor de mi erección. Fue el segundo en el que la
necesidad de protegerla se doblegó ante mi lado oscuro y
salvaje. Asegurando mi agarre sobre su cabellera, la sujeté y
alcé las caderas hasta que su nariz quedó pegada contra mi
bajo vientre. Si había esperado algún tipo de queja o tentativa
de huir, me equivoqué, lo que, en el fondo, solo atizaba mi
deseo más básico de llevarla al límite y obligarla a entregarse a
mí.
Mi pequeña y fiera gata me dio lo que necesitaba
manteniéndome la mirada, sin rendirse a mí, retándome y
tomándome una y otra vez en su boca, lamiéndome,
tragándome y permitiéndome hundirme en ella como si fuese
mi muñeca particular.
—Estoy a punto de correrme. ¿Quieres parar?
Con los ojos brillantes, algunas lágrimas corriéndole por la
mejilla y la barbilla resplandeciente con su saliva, me
concedió el regalo final, negando con la cabeza mientras
volvía a bajar sobre mí.
Girándonos ambos hasta dejarla tendida debajo de mí, le
sequé algunas de sus lágrimas.
—Respira.
Su asentimiento y el modo en que abrió la boca dispuesta a
recibirme bajo mis condiciones fueron la gota que colmó el
vaso y me lanzó hacia el frenesí. Sujetándola con firmeza, me
hundí entre sus acogedores labios y, tras cinco pujes, acabé por
mantenerla sujeta contra mí en tanto me vaciaba en su
garganta con un agónico gruñido.
El orgasmo fue tan intenso y demoledor que mis
extremidades temblaron, pero, lejos de saciarme, solo me
tornó más hambriento. Saliendo de ella, la besé con urgencia,
devorándola indiferente al sabor de mí mismo que quedaba
sobre su lengua.
En un gesto posesivo, recogí el fino hilo de semen que caía
por su barbilla y lo llevé a sus labios para que lo chupase.
Había una satisfacción casi animal en observar cómo tragaba
mi esencia.
—Mi turno de jugar —le advertí con aspereza.
Sin perderla de vista, cogí su pecho izquierdo para
adorarlo con mi boca. Sus pupilas se expandieron y su espalda
se arqueó en cuanto cubrí su pezón.
—Tan responsiva y moldeable —murmuré, fascinado por
la forma en la que se entregaba a mí sin falsedades y sin
retener nada.
Deslicé mi palma hacia su entrepierna y estuve por
correrme una segunda vez al descubrir la humedad allí
acumulada. Algo que tenía toda la intención de hacer en
cuanto me hubiese hartado de hacerla chillar mi nombre y
quedase ronca.
Con mi barbilla áspera por la falta de afeitado, bajé por su
vientre hasta encontrar la fuente con la que pretendía calmar
mi sed y hundí mi lengua en sus pliegues. Si había pensado
que ver cómo arqueaba su espalda ofreciéndome sus pechos
era fascinante, verla alzar su trasero del colchón en una pura
ofrenda me robó la cordura.
Arrodillado entre sus piernas, apoyé una de ellas sobre mi
hombro sano y la alcé hasta tenerla al alcance de mi lengua.
Con una mano alrededor de su cintura para sujetarla y la otra
amasando su pecho, la devoré al igual que un vagabundo
famélico su primera comida en días. Y mientras más chillaba y
más humedad derramaba, más me consumía el apetito voraz
que me provocaba.
El grito de su primer orgasmo coincidió con el aviso de
una llamada entrante desde la mesita de noche. Traté de
ignorarla, pero fue ella quien acabó por estirar el brazo para
coger el móvil y entregármelo.
—Puede ser importante —murmuró sin aliento.
—¡Mierda! —mascullé al identificar el nombre de quien
llamaba—. Aún no hemos terminado —le avisé cuando fue a
cerrar las rodillas, obligándola a separarlas de nuevo en tanto
atendía la llamada.
—Sokolov, más te vale que sea por un buen motivo —
gruñí, acercando mi erección hasta el clítoris de mi gata,
mientras me frotaba contra ella lubricándome en su crema.
Ella jadeó mirándome con ojos enormes y se mordió los
labios en un intento por acallarlo.
—Pakhan… —Sokolov pareció titubear—. Los planes se
han adelantado. Hubo un pequeño incidente y la distracción se
ha puesto en marcha. Los chinos están vaciando el piso franco.
En media hora estaremos allí para escoltaros fuera.
—¡Mierda!
—¿Dimitri?
—Media hora, ni un minuto antes —le advertí con una voz
que dejaba claro que nadie que se atreviera a desobedecerme
saldría vivo de allí.
Malhumorado, lancé el móvil encima del colchón.
—¿Ocurre algo? —preguntó ella con cautela.
—No tenemos tiempo de terminar lo que tenía planificado.
—Ah…
—Aunque tampoco significa que piense renunciar a que
me des otro de tus orgasmos. —Soltó un grito sobresaltado
cuando la cogí por las piernas y la giré hasta dejarla bocabajo
—. Levanta el trasero.
Me tragué una ristra de maldiciones ante la deliciosa
imagen que me ofrecía su trasero expuesto ante mí. No había
nada que desease más que tomarla allí mismo y descubrir
hasta dónde me dejaría llegar si trataba de penetrarla por
detrás, pero era algo para lo que pensaba tomarme mi tiempo y
disfrutar. Hacerlo deprisa y corriendo con el peligro añadido
de que mis hombres entrasen jodiéndonos el instante quedaba
descartado, por lo que me conformé con masajearla y morderle
las nalgas antes de separarlas y explorar con mi lengua el
último rincón que me quedaba por conocer de su anatomía
usando mis dedos para atender el resto de sus terminaciones
nerviosas.
Tenía unos diez minutos para hacer que se corriera…
Me sobraron tres.
29
CAPÍTULO
Dejé que el agua de la ducha cayera sobre mi cabeza y cerré
los párpados. No tenía muy claro qué era lo que acababa de
pasar entre Dimitri y yo, pero la conexión entre ambos se
sentía como mucho más que simple sexo. No sabía especificar
qué era, o puede que me diera miedo afrontarlo. La
conversación telefónica con la mujer misteriosa seguía en mi
mente, sin embargo, ni siquiera las dudas que me quedaban
podían borrar la pasión desbordante, casi violenta, que nos
unía.
Los golpes en la mampara me sacaron de mis cavilaciones.
—Lo siento, kotenok, pero debemos estar preparados para
cuando lleguen mis hombres. —Dimitri desplegó una toalla y
esperó a que saliera.
Vacilé. Acabábamos de hacer cosas mucho peores en la
cama, aunque ahora, fuera de ella, moverme ante él desnuda
parecía algo muy diferente. Me tragué la vergüenza y salí. Él
me envolvió y comenzó a secarme como si fuese algo natural.
Nuestras miradas se encontraron a través del espejo empañado.
—¿Todo bien, kotenok?
¿Lo estaba? No sabía qué contestar. ¿Estaba bien que
quisiera algo más con él? ¿Que quisiera explorar ese extraño
magnetismo que nos unía?
—No lo sé —respondí con sinceridad.
Dimitri me giró hacia él y me alzó la barbilla.
—¿Qué te ocurre?
Demasiado. Eso era lo que sucedía. Le había mentido
acerca de mi identidad, había tratado de huir de él, me
constaba quién era y de lo que era capaz…
—Puedo ver el miedo y la duda en tus ojos. Es como si
reflejaran una hermosa tormenta —murmuró antes de
mordisquearme los labios con delicadeza.
—Sé que quieres que me fíe de ti, sé que… pero… —
Volví a sacudir la cabeza, incapaz de expresar el cúmulo de
emociones que me embargaban sin revelar demasiado.
Una pequeña sonrisa, que no le llegó a los ojos, se dibujó
en sus labios.
—Lo entiendo. No confíes en mí, aún no. Pero si alguna
vez llegamos a dar nuestro sí en una iglesia, entonces ten por
seguro que las promesas que haga ante el altar serán de
verdad. No miento y mantengo aquello a lo que me
comprometo. Siempre es una cuestión de honor, pero ante
Dios y ante ti será mi alma y mi corazón lo que esté en juego.
Ya los tengo demasiado negros como para jugarme lo poco
que me queda de ellos. —Dimitri me besó con suavidad en la
sien. Apenas un suave roce que podría haber confundido con
ternura, y que solo consiguió empeorar mi ansiedad.
—¿Y si no fuese la persona que crees?
Él me estudió con seriedad.
—Créeme, kotenok, te veo y sé perfectamente quién eres.
—Pero ¿y si…?
Un timbre proveniente del dormitorio me interrumpió.
Dimitri soltó una maldición y juntó su frente con la mía.
—Vístete. Tenemos que marcharnos. Y no le des vueltas a
algo que por ahora no tiene solución. El tiempo pone todo en
su sitio, kotenok. —Dimitri me dio un último beso y salió a
atender la llamada.
Tenía razón y eso era justo lo que me preocupaba. ¿Cómo
iba a reaccionar Dimitri cuando el tiempo me pusiese en mi
lugar? Tal y como me había aconsejado, traté de no pensar
demasiado en ello mientras me puse mi vaquero y una
sudadera sin sujetador debajo. Solo esperaba que no hubiese
ninguna otra víctima a la que tuviera que taponarle una herida.
Me puse las botas, procurando no fijarme en la sangre reseca
de Dimitri que aún las manchaba. Debería haberlas limpiado
en cuanto tuve la ocasión de hacerlo, pero verlas era como
regresar al instante en el que se desmayó ante mí con su
camisa ensangrentada, por lo que lo había pospuesto una y otra
vez.
—¿Lista? —preguntó Dimitri desde la entrada.
Asentí recogiéndome el cabello en una coleta y tapándome
la cabeza con la gorra de la sudadera. Dimitri me recorrió con
la mirada como si no se fiara de mí y acabó por entregarme
una pistola pequeña y una navaja. Se hacía raro verlo con ropa
deportiva. Casi podría haber pasado por un atleta de los que se
ven corriendo en los parques o jugando al básquet. Casi,
porque pocos hombres tenían el atractivo peligroso y
absolutamente letal que él desprendía.
—No las cojas a menos que resulte imprescindible, y con
ello me refiero a que te encuentres a solas y alguien te ataque
tratando de matarte. ¿Entendido? No queremos que te hagas
daño o que se lo hagas a uno de los nuestros.
—Vale.
—Este es el pestillo de seguridad. Siempre cerrado a
excepción de que tengas que disparar. No apuntes a nadie a
quien no quieras hacer daño y evita disparos lejanos, excepto
que sean para asustar. Las probabilidades de que aciertes en la
distancia son pura suerte. Esa es la señal —confirmó cuando
su móvil sonó con dos llamadas antes de cortarse—. Vamos.
Con su mano en mi espalda, me guio hasta el pasillo
exterior. Tan pronto como se abrió el ascensor, me empujó en
dirección a la pareja de hombres que esperaba dentro, vestidos
con uniforme de trabajo y un carrito de limpieza con ruedas.
—Métete ahí dentro —me advirtió tras saludar con
brevedad a los dos tipos en ruso.
—¿Qué? —Retrocedí un paso cuando señaló el enorme
cubo de basura.
—Está limpio —aseguró uno de los tipos alzando la
tapadera.
No tuve la oportunidad de negarme, el desconocido sacó
las tres metralletas que habían ocultado dentro. Dimitri me
alzó en brazos con expresión impenetrable y me ayudó a
meterme dentro. Estuve por rebelarme, pero en el último
segundo recordé su herida y que debía estar doliéndole
horrores cargar con mi peso. ¿Tan poco se fiaba de sus propios
hombres que no quería mostrarles ese dolor?
Conmigo dentro, volvieron a esconder las metralletas en el
contenedor antes de bajar la tapadera y poner el ascensor en
marcha. Esperé con el corazón encogido el ataque de la tríada
y no fue hasta que escuché ruidos de tráfico y sentí a través de
las ranuras del cubo el aire frío que comencé a respirar
aliviada. Incluso el traqueteo del carro sobre el asfalto, que me
hizo vibrar el cráneo, ayudó a aplacar mi ansiedad.
En cuanto se detuvieron y levantaron la tapadera, me faltó
tiempo para ponerme de pie.
—Deja que la ayude yo a salir. —La expresión de Dimitri
dejó claro que quería rechazar el ofrecimiento de Sokolov,
pero acabó apartándose para dejarle sitio—. ¿Vamos,
printsessa?
—Hola, S. Por una vez he de decir que me alegra verte.
Sokolov carcajeó y me cogió por debajo de las axilas,
elevándome como si no pesase más que una pluma.
—Yo también me alegro de verte, printsessa —admitió
colocándome sobre el suelo.
Dimitri abrió la puerta del Bentley e hizo un gesto con la
barbilla para que me montara. Me deslicé hasta el centro del
asiento trasero con él a un lado y Sokolov al otro.
No fue hasta que el coche llegó a la esquina de la calle
cuando reparé en que me faltaban mis cosas.
—¡Alto! ¡Aparca! —le ordené al conductor llena de
pánico.
Podía vivir sin el resto de mis pertenencias, pero el maldito
móvil era lo único que me permitía comunicarme con Anya.
Ni siquiera tenía su número memorizado.
—¿Qué ocurre? —Dimitri se puso rígido y revisó la calle
circundante como si esperase que de alguno de los edificios
saliera una cuadrilla armada del FBI a atacarnos.
—Tengo que regresar. Me he dejado mis cosas.
—Te compraré lo que quieras.
—Mi móvil está allí. Mis contactos. Mi amiga…
—No es el momento de… ¡Kotenok! —masculló irritado
cuando trepé por encima de Sokolov en mi afán por llegar a la
puerta, aunque por desgracia también este me sujetó con
firmeza.
—Printsessa, el jefe tiene razón, ahora mismo es
demasiado peligroso, los chinos podrían regresar. Enviaremos
a alguien en un par de días.
Me mordí los labios. No me convenía que mandasen a
nadie. Si Dimitri descubría que tenía dos teléfonos, seguro que
iba a querer saber el motivo. Pero si seguía insistiéndole,
seguro que también iba a llamarle la atención. Maldiciendo
para mis adentros, volví a sentarme en mi asiento y apreté los
labios mientras Dimitri me colocó el cinturón de seguridad.
El chófer arrancó el coche y miró por el espejo retrovisor.
—Pakhan, chto pokhozhe vraagt u vorot.
De golpe, tanto Dimitri como Solokov se giraron hacia la
luna trasera para echar un vistazo a la calle. Dimitri soltó una
ristra de palabras en ruso que, por cómo las soltaba entre
dientes y con la mandíbula tensa, sonaban bastante a tacos.
Delante del bloque de apartamentos del que acabábamos
de salir, se encontraban aparcados cuatro SUV negros, de los
que estaban desmontándose una veintena de hombres vestidos
de negro que se dirigían decididos a la entrada.
—Mantente agachada. —Dimitri me empujó sin
contemplaciones hacia abajo—. Víctor, ¡vámonos a la de ya!
—Esos no eran chinos —murmuró Solokov con un tono
que prometía muerte.
—Eros Nikitin y Mihail Fedorov estaban con ellos. —
Dimitri intercambió una mirada significativa con Sokolov.
—También estaba John Fomin —añadió nuestro chófer.
Dimitri se recostó en el asiento con los labios apretados y
la vista al frente. Desconocía quiénes eran esos tipos o qué se
suponía que habían venido a hacer allí. Sin embargo, por la
expresión de su semblante, estaba segura de que iba a llegar el
día en que pagarían un alto precio por ello.
En ese momento el suelo tembló y a lo lejos sonó una
explosión. Ni Dimitri ni Sokolov se inmutaron. Debí de
mirarlo con la cara desencajada o como si estuviese loco,
porque Dimitri me acarició la nuca distraído.
—No hay nada de lo que debas preocuparte, kotenok.
Siento lo del móvil. Es poco probable que puedas recuperarlo,
pero te compraré el que quieras. Seguro que tu amiga te
contactará tarde o temprano si no tienes memorizado su
número.
Intenté incorporarme, pero Dimitri fue inflexible
manteniéndome abajo.
—¿Qué acaba de pasar? —pregunté.
—Esa gente venía a por mí. Alguien les reveló dónde
encontrarme, aunque quien fuese desconocía que el sistema de
seguridad del búnker incorporaba un mecanismo de
autodestrucción en el caso de que se forzase la entrada.
—Al menos ya tenemos las pruebas que necesitábamos
contra ellos —masculló Sokolov.
—¿Quiénes eran, si no era la tríada? —pregunté.
Dimitri retiró su mano de la mía.
—Eso no importa ahora. Lo importante es ponerte a salvo.
30
CAPÍTULO
—¿Te encuentras bien, kotenok?
Bastaba un vistazo a su palidez y los movimientos ansiosos
con los que no dejaba de frotarse los brazos para confirmar
que no lo estaba. Tampoco era de extrañar. Otros diez minutos
en el búnker y cualquiera sabe cómo habríamos acabado. El
sistema de autodestrucción se suponía que solo funcionaba en
el caso de que el búnker estuviese vacío, pero me alegraba no
haberlo puesto a prueba. Cómo se había difundido el secreto
del lugar donde nos encontrábamos era no solo una incógnita,
sino un problema y grave.
—Voy a darme una ducha y a acostarme un rato. Anoche
no dormí demasiado —cambió de tema con los ojos puestos en
la decoración del diminuto dormitorio en la nueva casa franca.
—¿Quieres que te consiga un relajante o un porro? —
ofrecí impotente. Sabía lo que necesitaban mis hombres en
situaciones como aquella, pero se me escapaba lo que pudiera
requerir una joven de su procedencia y edad—. Te ayudaría a
dormir.
Ella titubeó antes de sacudir la cabeza.
—Estaré mejor después de la ducha.
Por puro instinto, la abracé y le besé la frente.
—Eres una chica valiente.
—Deben de ser las apariencias —murmuró con sequedad.
Sonreí.
—Créeme, incluso a algunos de mis hombres les costaría
mantener la compostura con lo que ha pasado hoy.
Lo decía en serio, después del apocalíptico final de nuestra
fiesta de compromiso, una persecución por la carretera con
disparos, pasarse una semana encerrada en un búnker y
librarse por los pelos de acabar aplastada por los escombros,
mi fierecilla seguía en pie y sin derramar ni una sola lágrima.
—Es lo mismo que has afrontado tú y no te veo afectado
por ello.
—Que no me lo notes no significa que no lo esté. —
Pasando el pulgar con delicadeza le liberé el labio inferior del
agarre de sus dientes—. Recuerda que me he criado en este
mundo. No es la primera vez que alguien viene a por mí, ni
será la última.
Lo que no aclaré fue que jamás había tenido que proteger a
alguien que me importaba en el proceso y que resultaba mucho
más duro de lo esperado. ¡Joder! ¿Desde cuándo me
importaba?
—Solo lo dices para hacerme sentir mejor —me acusó
rodando los ojos.
—¿Y funciona? —Mis labios se estiraron. Incluso en los
peores momentos mantenía aquel sarcasmo que no cesaba de
deleitarme.
—Anda, vete. Sokolov te está esperando para lo que sea
que tengáis que hacer los machotes fuertes y poderosos de la
Bratva después de una emboscada.
—¿Te refieres a tomar unas copas como hombres de pelo
en el pecho y disimular que lo que necesitamos en realidad son
un par de píldoras tranquilizantes, mientras trazamos planes de
venganza y fingimos tener el control de la situación?
La curvatura de sus labios fue apenas perceptible, pero su
simple existencia ya consiguió relajarme.
—Sabes, —frunció la nariz—, creo que deberíamos poner
un límite a los secretos que compartes conmigo. Detallándome
cómo funciona la maquinaria de la Bratva por dentro lo único
que vas a conseguir es que desaparezca cualquier enigma en
nuestra relación. Y resulta difícil mantener una visión
romántica de la mafia con esos datos.
—No te preocupes, kotenok, tengo secretos y misterios que
te mantendrán entretenida hasta el día de tu jubilación. —Le di
un beso en la frente—. Estaré abajo si me necesitas. Mandaré a
alguien con un tentempié y las pastillas por si cambias de
opinión.
Salí con la angustiosa sensación de estar abandonándola
cuando debería haberme quedado con ella hasta que se
durmiera, por desgracia, tenía razón. Sokolov me estaba
esperando y, después de lo que pasó con el búnker,
necesitábamos tomar medidas urgentes. Si algo tenía claro era
que no pensaba permitir que a ella le sucediera nada bajo mi
protección.
Encontré a Sokolov en la barra de la cocina con una copa
frente a él. Sonreí para mis adentros al recordar lo que había
dicho hacía apenas cinco minutos acerca de venganzas, planes
y apariencias. Había exagerado con tal de distraerla, lo que no
quitaba que hubiese un trasfondo de verdad en ello. Estábamos
acostumbrados al peligro y a la cercanía de la muerte, pero no
por ello dejaban de afectarnos los chutes de adrenalina y la
incertidumbre que nos proporcionaban.
—¿Ella está bien? —Sin mírame, Sokolov empujó un vaso
vacío en mi dirección.
Sentándome a su lado alcancé la botella de vodka y lo
llené hasta la mitad.
—Mejor de lo que debería estar. —Tomé un pequeño
sorbo y dejé que me quemase el paladar antes de tragarlo.
Si era sincero, el vodka nunca había sido una de mis
bebidas favoritas, pero el que no oliera a alcohol jugaba a mi
favor y, siendo ruso, nadie analizaba en profundidad mi
preferencia por él en eventos y reuniones.
—¿Cómo lo haces?
—¿El qué?
—Mantener la cabeza fría a sabiendas de que ella está en
peligro.
Estudié mi copa con la misma dedicación que él lo hacía
con la suya.
—Es la única forma de mantenerla a salvo.
Sokolov vació su vaso de un trago y sacudió la cabeza.
—Esa chica es fuerte.
Asentí. La cuestión era ¿cuánto más aguantaría hasta que
la situación la superase y acabara quebrándose? La idea me
causó una desagradable presión en el pecho.
—Haz que alguien le traiga algunas de sus cosas de la
mansión. La ayudará a estar más cómoda.
—Enviaré a Víctor. La zona del edificio en el que estaba
su dormitorio está intacta, con lo cual no supondrá ningún
problema. En los daños de la planta baja ya está ocupado un
equipo de construcción.
—¿Le pasaste mis instrucciones con los cambios que
quiero?
—Sí, el arquitecto de la obra se está encargando de eso.
Solté el vaso.
—¿Quiénes saben que estamos aquí?
—Tú, yo, Liam, su mano derecha, Víctor y Petrov.
—Recuérdame que le dé a Liam las gracias por cedernos
una de sus casas francas.
—Me ha dicho que te contactará con el favor que se piensa
cobrar a cambio —me informó Sokolov con una mueca.
No era algo que me cogiera desprevenido. A pesar de que
oficialmente, los jefes de la mafia rusa y la irlandesa, éramos
rivales, Liam McKenna y yo llevábamos años haciendo
trueque de favores y no me pesaba devolverle aquel.
—Ya lo hablaré con él —confirmé sin darle importancia.
—Nos ha aconsejado que evitemos mostrarnos en exceso
por el barrio, pero tiene a hombres de confianza por los
alrededores para reforzar nuestra protección.
Con una población mayoritariamente irlandesa en el
Southie, tampoco era una petición demasiado descabellada.
Era el territorio en el que operaban Liam y su gente, la
presencia de la Bratva no solo sería llamativa, sino también
complicado de explicar, y justo por eso, estábamos más
seguros aquí que en cualquiera de mis propias casas refugio.
—¿Quién sabía que estábamos en el búnker?
Sokolov no apartó la vista del vaso que giraba en su mano.
—No he dejado de darle vueltas, pero por más que lo hago
no encuentro la respuesta. Me cuesta trabajo pensar que Popov
o Igor nos hayan traicionado. Nunca han dudado en poner su
vida en peligro por ti.
—¿Y el doctor Wilson?
Sokolov negó.
—Te vio a través de una videollamada. Desconocía tu
paradero.
—¿Cómo se enteraron, entonces? —insistí irritado.
—¿Crees que ha podido ser la chica?
La simple idea me produjo acidez en el estómago.
—¿De qué manera iba a saber dónde estábamos? Es la
primera vez que visita Boston, desconoce la zona. ¿Y por qué
iba a arriesgar su propia vida por entregarme? Tú mismo lo
dijiste. Pudo haberme dejado morir o haber escapado. Nada le
habría impedido contactar con alguien y explicarles donde
encontrarme inconsciente y sin protección.
—Solo era una idea. —Ambos tomamos un trago en
silencio—. Podría llevar un chip.
—En el búnker hay un sistema que los anula. No les habría
llegado la señal. Además, ¿no me aseguraste que la habías
revisado en el avión?
Sokolov soltó un suspiro.
—Lo hice. Es solo que se me están acabando las conjeturas
y seguimos dando vueltas en círculos. —Hubo una pausa—.
¿Piensas contarle que son su gente los que están tratando de
matarnos?
Por una vez vacilé.
—No. Si está compinchada con ellos, ya lo sabe.
—¿Y si no lo sabe?
—En ese caso debe existir un motivo y quiero averiguarlo.
Mientras menos le digamos, menos opciones tendrá de
mentirnos cuando llegue el momento.
—De acuerdo. —A Sokolov tampoco parecía
entusiasmarle la perspectiva—. ¿Qué hacemos ahora?
—Para empezar, voy a dejarme ver. No nos conviene que
los Smirnov se fortalezcan en nuestro territorio convirtiendo
mi ausencia en munición.
—¿Vas a dar una vuelta por los clubs?
—No, eso es lo que están esperando. No me extrañaría que
tuviesen a alguien infiltrado o a agentes apostados a la espera
de atraparme. No podemos permitirnos más muertes hasta que
no sepamos cómo contraatacar. Tengo una solución mejor.
—¿Cuál?
—La gala benéfica de esta noche de los Benneton. Un par
de imágenes en los medios sociales y la prensa confirmará que
sigo vivito y coleando. Los Smirnov no podrán hacer nada
contra eso y ayudará a que nuestra gente y nuestros socios se
calmen.
—En ese caso, la chica tendrá que acompañarte. No
puedes aparecer con otra mujer del brazo. Tu compromiso es
demasiado reciente. Que asistas sin ella denotará que no estás
tan convencido de tu seguridad como tratas de aparentar —
apuntilló.
Maldije para mis adentros. Ir a la gala era la opción más
racional, pero me había parecido menos arriesgada cuando
pensaba que acudiría solo.
31
CAPÍTULO
Encontré a Dimitri trabajando en un hogareño despacho de la
planta baja con el portátil abierto, el móvil al lado y una
botellita de agua mineral a medias. A pesar de sus ojeras y el
rictus serio alrededor de su boca, había determinación escrita
en su semblante.
—Eres sigilosa, pero en mi trabajo uno desarrolla un sexto
sentido para presentir si alguien está espiándolo —dijo, sin
desviar la vista de la pantalla.
Entré en la habitación y me acerqué al escritorio.
—¿Y eso incluye a las centenas de mujeres que te admiran
allá por donde vas?
En sus labios se formó una débil sonrisa.
—Puede que mi sexto sentido no fuera tan bueno como
pensaba. Nunca he detectado a centenas de mujeres
admirándome. Mi ego probablemente lo hubiese agradecido.
—¿Por qué tengo la impresión de que a tu ego ni siquiera
le importa que seas el centro de atención de las miradas
femeninas? —Me senté en una esquina del escritorio,
consciente de que al hacerlo la camiseta que le había robado se
me subía peligrosamente por los muslos desnudos.
—Yo no le atribuiría tanta modestia. Tal vez sea una
simple cuestión de prioridades. —Dimitri se echó atrás en el
asiento y alargó la mano a modo de invitación—. Ven.
Me senté a horcajadas sobre su regazo. No me pasó
desapercibido que era algo que parecía estar convirtiéndose en
una costumbre. A él no parecía importarle y a mí me gustaba
la cercanía que nos proporcionaba. Dimitri me apartó un
mechón de la mejilla.
—¿Era eso lo que estabas haciendo? ¿Admirándome? —
preguntó.
—¿Te extrañaría que lo hiciera? —Ladeé la cabeza y
estudié sus facciones.
—Si te soy sincero, sí, bastante.
—¿Por qué?
—¿Qué es lo que hay que admirar en un villano?
—¿Aparte del hecho de que eres un villano sexi?
—¿Esa es tu visión de mí? —No existía nada en su
semblante que lo traicionara, aunque me dio la impresión de
que le decepcionaba la posibilidad—. ¿Un arquetipo de
película con el morbo del peligro y la perversión de la que
carecen los guapos y educados príncipes encantadores?
Fruncí los labios.
—Mentiría si dijese que ese toque de peligro y perversión
no te sienta bien, o si negase que me tienta, pero no es eso a lo
que me refiero.
—¿Entonces?
Le di un piquito en los labios y le sonreí con picardía.
—Sabes que debería exigirte uno de mis vales de pregunta
que aún posees, ¿verdad?
Arqueó una ceja.
—¿Qué tal un menú chino en recompensa?
—Mmm… —Mi estómago escogió ese momento para
hacerse oír—. Creo que por una vez podría ser generosa
contigo.
Sus ojos chispearon divertidos.
—Cuidado, podría acostumbrarme.
Sonreí. Me gustaba esa versión relajada y desenfadada de
él.
—Solo si te dejase que lo hicieras.
—Cierto.
—Y en cuanto a los motivos por los que te admiro…
—¿Me admiras?
—¿A una persona capaz de conservar la calma en
situaciones difíciles, que no se ha quejado ni una sola vez de
su herida en el hombro, a pesar de que debía de estar
doliéndole horrores? ¿A uno que piensa en sus hombres y su
comunidad como una familia y cuida de ellos? No es tan
complicado admirarte, Dimitri Volkov, aunque he de admitir
que hay una parte oscura de ti que sigue infundiéndome
miedo.
Su sonrisa adquirió un tinte resignado.
—Esa oscuridad es tan parte de mí como el resto de lo que
has mencionado.
—¿Tanto que no puedes deshacerte de ella o no quieres
hacerlo?
—Kotenok. —Me acarició el rostro con ternura—. La
única manera de espantar a los monstruos en mi mundo es
siendo un monstruo aún mayor. Estaría muerto si no lo fuera y
tampoco podría protegerte.
Existía un cierto trasfondo irremediable en sus palabras
que me hizo apoyar mi frente contra la suya.
—En ese caso, imagino que tendré que hacerme a la idea
de que eres mi monstruo.
—Eso suena bien. —Su beso contenía una extraña dulzura
cargada de pesar—. Vamos —me palmeó una nalga—,
necesitas comer y luego acicalarte para salir.
Erguí la espalda ante la idea de hacer algo con él y de paso
tener la oportunidad de ver algo de Boston. Entre el búnker y
la mansión, llevaba varias semanas encerradas.
—¿A dónde vamos?
Por su expresión no compartía mi excitación.
—A una gala.
—¿Qué? —Me puse rígida. Después de la última fiesta, lo
último que quería era repetir la experiencia—. Estás
bromeando, ¿no?
—Tenemos que dejarnos ver y dejar constancia pública de
que seguimos vivos. Si se difunden sospechas de que estoy
herido o que trato de ocultarme, solo conseguiremos que los
tiburones se lancen tras nosotros en un afán por aprovechar mi
debilidad.
—Vaya… —¡Mierda! ¿Si le confesaba que prefería
esconderme debajo de la cama se lo tomaría a mal?
Dimitri me acunó la cara.
—Kotenok, sé que estás asustada, pero se están tomando
todas las medidas necesarias que garanticen tu seguridad.
—¿Y la tuya? ¿Qué pasa con tu seguridad?
—Estaré todo lo protegido que un Volkov puede estar —
afirmó sin vacilar.
—Aja… ¿Te han dicho alguna vez que tu vida es
surrealista?
—Lo sé, y créeme, si pudiera dejarte aquí lo haría, pero
nos guste o no estarás más segura a mi lado. ¿Podrás hacerlo
por mí?
Me tomé mi tiempo en contestar.
—Comida china, un par de orgasmos y al caer el
crepúsculo tendrás a una novia radiante cogida del brazo. ¿Eso
te vale?
Sus labios se ensancharon en una sonrisa peligrosa.
—Te sienta bien ese aire de reina del caos, aunque yo en tu
lugar tendría cuidado con lo que pides. —Acercó su boca a mi
oído—. Contigo un par de orgasmos nunca son suficientes.
Si había pensado que en la fiesta de compromiso me veía
espectacular, no fue nada comparado con el largo vestido
dorado que llegó por la tarde junto a una caja llena de las
pertenencias de Anya. Aparté de inmediato de mi mente el
vistazo que le había echado a su diario. Seguía sintiéndome
culpable por lo que había descubierto, a pesar de que lo único
que había buscado era algún recuerdo común que me ayudase
a sentirme cerca de ella. Solté el aire de mis pulmones, los
volví a llenar y le di un último repaso a mi imagen en el espejo
del vestíbulo.
Las centelleantes incrustaciones del vestido parecían
fundirse con la piel de mi escote y brazos, dejando tanta piel a
la vista que me sentía desnuda. La raja de la falda me llegaba
hasta la cadera, logrando, junto a los tacones dorados, el efecto
óptico de que mi pierna era eterna; la brillante tela se ajustaba
a mis curvas y la cola que llegaba al suelo dotaba al conjunto
de un aire de magnificencia. Por suerte, la pierna que quedaba
al descubierto no era la que aún mostraba la postilla del roce
de la bala.
Si hubiese tenido un hada madrina, el resultado no habría
podido ser más mágico. Y, por si mi ego no hubiera estado ya
lo suficientemente inflado, Dimitri remató la faena.
—A una diosa como tú no le hacen falta complementos, tú
eres la joya —me dijo con un suave beso en el hombro.
—Coincido con el jefe —intervino también Sokolov desde
la puerta—. Con una aparición así, será imposible que no
llaméis la atención. Estás espectacular, printsessa. Todo el
mundo querrá conocer a la criatura fantástica que acompaña a
Dimitri Volkov.
—Gracias. —Mis mejillas se llenaron de calor.
Con piropos semejantes, ¿quién no se habría sentido reina
por una noche?
—Te falta esto. —Sokolov me entregó un pequeño bolso
de mano a juego con el vestido—. Dentro llevas un móvil
nuevo. Nuestro técnico consiguió recuperar la mayor parte del
contenido que perdiste y te lo ha instalado en este.
—¿Cómo…?
—Kotenok, no tiene importancia. Trabajamos con los
mejores hackers del mundo —me interrumpió Dimitri
poniéndome una mano en la parte baja de la espalda—.
Tenemos que irnos.
Que Sokolov apartase la mirada a nuestro paso, solo
consiguió incrementar mis sospechas de que el hacker tuvo
acceso al móvil de Anya mucho antes de que quedara
enterrado bajo los escombros. ¿Había descubierto mi falsa
identidad? Me obligué a relajarme. Me habrían mencionado
algo si sospechasen de mí, ¿verdad?
Con Dimitri ocupándose de distraerme durante el trayecto,
no me quedó tiempo de darle demasiadas vueltas al asunto.
Por desgracia, mi reinado de fantasía duró poco. En cuanto
llegamos al hotel en el que se celebraba la gala y Dimitri me
ayudó a bajar de la limusina, los flashes empezaron a llover
sobre nosotros y la realidad me golpeó de frente. ¿Cómo se me
pudo escapar la posibilidad de que algo así podría pasar? Si las
imágenes llegaban a los Smirnov, mi mentira iba a tardar en
astillarse lo que una copa de cristal de Bohemia en una taberna
rusa. Un sudor frío se extendió de inmediato por mi piel.
Como si con aquello no tuviese suficiente, Dimitri me cogió la
mano y me deslizó el anillo de compromiso en el dedo, el
mismo que había dejado atrás en el baño la noche del ataque.
—Relájate y sonríe, kotenok —me murmuró Dimitri al
oído—. Estoy aquí a tu lado y no dejaré que nada te ocurra.
Eres una diosa, recuérdalo.
Ojalá pensara lo mismo de mí al acabar el día. ¿Por qué no
me había dicho nada sobre el hecho de que hubieran
encontrado el anillo en la mansión junto al resto de las joyas?
¿Qué explicación iba a darle cuando me la exigiera?
—Yo… No me esperaba tanta atención —murmuré
mareada.
—Cielo, eres la sensación de la noche. Tienes una belleza
exquisita y refrescante y vas de mi brazo. Es imposible que no
se fijen en ti.
—Dimitri, no sé si estoy preparada para esto. —Traté de
retenerlo a pesar de que sabía que ya era demasiado tarde y
que el daño estaba hecho.
—Mírame. —Indiferente a los reporteros y las cámaras,
Dimitri me besó—. Olvídate de ellos. Estás conmigo. Eso es lo
único que importa.
Me habría gustado creerlo, rezaba para que fuera verdad.
Sin embargo, muy dentro de mí sabía lo incierto que era.
Necesitaba encontrar una forma de aclarar las cosas con él o
de largarme si no quería que la verdad me explotase en la cara.
También necesitaba avisar a Anya por lo que pudiera suceder.
A medida que atravesamos las diferentes galerías del
evento, la situación empeoró. Fuéramos a donde fuéramos, las
miradas y los cuchicheos nos seguían. A cada paso, se
acercaba gente a nosotros con la intención de saludar a
Dimitri. Hombres que me evaluaban como si formase parte de
la subasta y mujeres que me ignoraban mientras trataban de
llamar la atención del renombrado Volkov, que dominaba el
imperio de la noche y las sombras de Boston. Eran tantos que
pronto dejé de hacer el esfuerzo de aprender sus nombres.
Cuando al fin alcanzamos nuestra mesa, me sentía más
desvestida que cuando me inspeccioné en el espejo del
vestíbulo. ¿Era posible que las miradas pudieran hacer derretir
el oro del tejido?
Dimitri intercambió algunos saludos y palabras de cortesía
con los otros comensales que compartían la mesa redonda con
nosotros, antes de arrimarse a mí.
—¿Mejor?
—No lo sé. ¿El vestido es tan caro que se vuelve
transparente si me mira un imbécil? —le pregunté con
disimulo.
Sospecho que el motivo por el que Dimitri agachó la
cabeza era para ocultar su sonrisa.
—Si fuera así, antes de que el reloj diera las doce, la
mayoría de ellos habrían dado su último suspiro. Tu ropa lo
único que realza es a la mujer que lo lleva. Eres tú quien hace
que no puedan apartar la vista de ti.
—¿Tus madrugadas siempre acaban en masacres?
La sequedad de mis palabras le arrancó una carcajada.
—Procuro evitarlo. Sokolov me recuerda continuamente
que los servicios de limpieza son caros y problemáticos.
—Muy gracioso.
Me lanzó un guiño de complicidad.
—¿Te he dicho ya que los orgasmos te sientan de
maravillas y que te dan un look radiante?
Después de eso, la cena no fue tan mala, al menos no en
apariencia. Las otras tres parejas, que compartían nuestra
mesa, conocían a Dimitri y las señoras fueron lo bastante
discretas en su admiración hacia él como para no excluirme de
las conversaciones. Como mínimo, dos de ellas lo eran, y
Dimitri ignoró a la tercera sin ningún esfuerzo aparente,
dejando claro con gestos y atenciones que la única mujer en la
reunión que le interesaba era yo. Lo que, por supuesto, irritó a
la descarada e hizo suspirar al resto, yo incluida. Si no hubiese
sido por la presión en mi pecho y la condena que gravitaba
encima de mi cabeza, puede que hasta me lo hubiese pasado
bien.
Después de la cena y la subasta, Dimitri me quitó la copa
de champán y me sacó a bailar.
—Sigues echándole ojeadas a aquella esquina. ¿Qué te
ocurre? —preguntó guiándome con maestría a través de la
pista de baile.
—¿Sería muy neurótico por mi parte afirmar que ese tipo
de ahí, apoyado en la pared, no deja de vigilarnos?
Dimitri aprovechó un giro para echarle un vistazo
disimulado.
—Es uno de los nuestros. Tengo a cinco hombres
camuflados entre los asistentes. Cubrirán nuestras espaldas en
caso de que suceda un imprevisto.
—Pues no parece mirarte mucho, está más pendiente de mí
—aseguré dubitativa.
—Esas fueron sus órdenes. Sabe que, si te pasa algo, su
vida acabó.
De no ser por su fuerte agarre, mi tropiezo con mis propios
pies me habría dejado estampada de narices contra la pista.
—¿Sabes?, vamos a tener que hablar muy seriamente
acerca de esa obsesión que tienes por matar —gruñí con el
afán de disimular mi torpeza.
Él, por supuesto, rio.
—¿Me pondrás un bote en el que tenga que meter dinero
cada vez que suelte una amenaza? —indagó divertido.
—¿Qué tal una pregunta por cada mención de la palabra
matar o alguno de sus sinónimos? —espeté de vuelta.
—Mmm… De acuerdo, acepto. Dispara.
Resoplé ante su elección de vocabulario.
—¿Qué significa kotenok?
Dimitri alzó una ceja.
—¿Estás segura de querer saberlo?
—¿Por qué iba a preguntarlo, sino?
—A veces hay cosas que es mejor no descubrirlas.
Me puse rígida.
—Creo que acabas de lograr que quiera averiguarlo, sí o sí.
—Tus deseos son órdenes —se burló Dimitri acercándose
a mi oído—. Gatita.
Su aliento consiguió que me estremeciera y tuviera que
recordarme dónde estábamos.
—Bien, estoy esperando —exigí con más aspereza de la
que pretendía.
—Te acabo de contestar. —Dimitri apretó los labios y miró
por encima de mi cabeza como si tratase de controlar su
expresión.
—¿Te estás riendo de mí? —Entrecerré los ojos al detectar
el leve temblor en sus comisuras.
—Faltaría más, gatita.
—¡Dimitri! —Si se descuidaba mucho, iba a asegurarme
de que mi tacón acabase justo sobre el dedo meñique de su pie.
—Kotenok significa gatita, kotenok —replicó Dimitri con
una carcajada baja—. Y no deberías hacerme reír en público,
perjudica mi imagen.
Fui a responder, pero justo en ese momento me pareció ver
a Katerina Smirnova desapareciendo entre el gentío.
32
CAPÍTULO
Por más que escruté los alrededores, no encontré a Katerina
por ningún lado. ¿Había comenzado a obsesionarme de tal
manera con ella que empezaba a tener visiones?
—¿Te apetece que vayamos a por unas copas? —propuso
Dimitri ante mi repentina falta de atención.
—Eh… sí, claro. ¿Te importa si voy primero al aseo?
—¿Quieres que te acompañe?
Le eché una doble ojeada. ¿Me estaba vacilando?
—¿Dimitri Volkov en los baños de señoras? —Resoplé—.
Te comerían vivo. Para cuando acabe de hacer pis estás casado
y eres padre de una familia numerosa. —Sacudí la cabeza para
quitarme de la mente la imagen de Dimitri aguantando estoico
una oleada de mujeres manoseándolo y zarandeándolo para
hacerse con él. Por la mueca que puso, debía de estar pensando
en algo muy similar—. No te preocupes, —le di un par de
palmadas en el pecho—, creo que me las sabré apañar sin ti.
—De acuerdo, aprovecharé el tiempo en cumplir con
algunos compromisos. Mi hombre te seguirá y estará
pendiente de ti. Si ocurre algo, tienes mi número de móvil
grabado en tus contactos.
¡Mierda! ¡Sí que habían estado jugando con mi móvil!
Estaba absolutamente convencida de que antes de perderlo no
tenía grabado su número.
Con el baño principal atestado y una cola ante la puerta,
pregunté a uno de los camareros por otras opciones. Me indicó
un aseo que se situaba cerca del conservatorio que se usaba
durante convenciones y conferencias. Imagino que debería
haberme planteado el motivo por el que aquel servicio no iba a
estar tan solicitado como el anterior. El sector en el que acabé
se encontraba tan aislado y silencioso que acabé por escrutar
mis alrededores llena de ansiedad. El ambiente era tan similar
al de una peli de terror que hasta miré varias veces por encima
del hombro para cerciorarme de que nadie me seguía. En el
instante en que descubrí una figura masculina al fondo del
pasillo casi me da un patatús. Cuando reconocí su cara y
conseguí identificarlo con el guardaespaldas de Dimitri solté
un suspiro aliviado.
A pesar del pequeño susto, encontrarme el baño vacío hizo
que valiera la pena. Encendiendo el grifo, mojé varias
servilletas de papel y me refresqué la cara y el escote con
pequeños toquecitos, cuidando que no se me estropeara el
maquillaje.
Cada vez veía con mayor claridad el lío en el que estaba
metida. Si a mi llegada a Boston la situación me había
parecido mala, ahora era incluso peor. Mi relación con Dimitri
había cambiado a lo largo de la última semana. Eso era bueno,
en parte. El problema era que cuando descubriera mis mentiras
mi traición sería aún mayor a sus ojos. ¡Por el amor de Dios,
me había acostado con él! Y no una o dos veces. ¡Uuuf!
¿Cuántas veces lo habíamos hecho esta tarde? ¿Qué iba a
pensar de mí cuando se enterase de que no era Anya
Smirnova, su auténtica prometida?
Se me escapó un jadeo sobresaltado ante un movimiento
en la periferia de mi visión. Por unos segundos respiré aliviada
al ver a la mujer en el espejo, hasta que reparé en quién era.
—¿Hola? —Desde mi llegada a Estados Unidos no me
había tropezado con ella ni una sola vez. Era mucha casualidad
que ambas nos encontrásemos precisamente en aquellos aseos
tan alejados del evento.
—Has venido muy lejos si es con la intención de huir de
Dimitri. —La espigada modelo rubia se colocó en el lavabo a
mi derecha y sacó una barrita de labios de su diminuto bolso.
Por instinto revisé que el mío estuviera a mano.
—¿Por qué habría de huir de él? —Busqué con disimulo
algo que pudiera servirme para defenderme. No existía ningún
motivo que me confirmase que fuera violenta o que tuviera
intenciones de hacerme daño, excepto por el vello de mi nuca
que parecía haberse puesto firme ante su presencia.
—Un hombre de su personalidad y costumbres debe de
resultarle imponente a una joven de tu edad. En especial,
cuando sabes que lo único que lo une a ti es un contrato y que
podría terminar con tu vida en un santiamén.
Ahí lo teníamos, esa era la razón de que me siguiera. Forcé
una sonrisa y una dulzura que no sentía.
—¿Por qué habría de acabar conmigo? El contrato tenía un
propósito, Dimitri es demasiado inteligente. ¿Por qué iba a
desperdiciar una oportunidad así?
La risa artificial de Natalia rebotó contra los azulejos de la
pequeña habitación devolviéndola como una carcajada hueca.
—A ver si lo adivino, con cuatro palabras bonitas y un
poco de amabilidad te ha convencido de que no eres un simple
estorbo que usará para criar a sus mocosos herederos. ¿No se
suponía que venías de una familia de la Bratva? Te
consideraba más lista. Seguro que alguien te ha explicado de
qué va todo esto.
Entrecerré los ojos e ignoré la repentina pesadez que me
atenazaba el pecho.
—¿Y por qué me convierte eso en tonta? Otras se acuestan
con él gratis, yo al menos tengo su anillo de compromiso y
recibiré sus apellidos —espeté conservando mi acaramelada
dulzura, mientras le enseñaba mi dedo anular de forma que los
diamantes de mi anillo de compromiso relucieran bajo el brillo
de los focos del led.
—¡Dimitri me ama a mí! ¡Esa es la diferencia! —Si
aquello hubiese sido una película de terror y la impecable
vecina se acabase de convertir en una terrorífica bruja, el
impacto no podría haber sido mayor ante la transfiguración
que sufrieron sus elegantes facciones—. No importa lo que te
haga creer o lo que quieras pensar. No eres más que un peón
en uno de sus juegos. Soy yo la que le importa y junto a la que
regresará en cuanto se harte de ti. El único motivo por el que
se casa contigo es porque me he negado a abandonar mi
carrera para convertirme en un tonelete hinchado con sus
hijos, y esta es su manera de castigarme.
—Mmm… Ya veo —repliqué con una tranquilidad que no
sentía—. ¿Y tú te has tragado tus propias fantasías? —Si
quería hacer daño, era algo que podíamos hacer ambas—. ¿Ni
siquiera que vaya a casarse conmigo te deja claro en qué lugar
estás en su escala de valores? ¿Por qué no ha optado por un
vientre de alquiler si tan importante eres en su vida?
Tenía que reconocer que era espabilada. Apenas vaciló
unas milésimas antes de replicar con la excusa perfecta.
—¡Porque es el jefe de la Bratva! Es como funcionan con
todas sus leyes arcaicas y costumbres.
—Ya, ¿y por eso ha pasado la última semana en la cama
conmigo en vez de contigo? —Retrocedí un paso cuando ella
se abalanzó sobre mí y me golpeé la cadera contra la encimera
del lavabo.
Se detuvo con la nariz prácticamente pegada a la mía.
—¡Dimitri me ama! ¡Tú solo eres un instrumento con un
fin!
Cualquier otra con dos dedos de frente se habría echado
atrás ante la vena azul que pulsaba frenética en su sien o los
gritos dignos de una banshee.
—A una herramienta no necesita hacerle el amor. —Me
preparé para un ataque.
—¿Hacerte el amor? —Natalia carcajeó—. Dimitri no
hace el amor. ¿Ves cómo trata de mantenerte dócil y
complaciente? Te usa al igual que ha usado a todas las demás,
y llegado el momento se deshará de ti.
Casi me alegré de que no especificase qué significaba para
ella eso de «se deshará de ti», aunque, con el afán de Dimitri
por matar todo lo que se interpusiera en su camino, no
quedaba mucho por elucubrar tampoco.
—Imagino que es algo que veremos con el tiempo —
decidí zanjar el asunto.
Tal y como di un paso atrás para alejarme de ella, ella dio
otro para seguirme.
—Lo verás a partir de hoy mismo. —Las uñas de Natalia
se clavaron en mis brazos con tal vigor que tuve que apretar
los dientes para acallar el grito de dolor—. No importa lo que
tenga que hacer de cara a la galería. Dimitri es mío y tú no eres
más que su yegua de cría —siseó—. Aprende tu sitio o seré yo
la que se ocupe de ti. Como bien has dicho, Dimitri puede
conseguir hijos en otra parte si los quiere.
Harta de sus amenazas, le propiné un empujón que la cogió
tan desprevenida que cayó de espaldas con un largo aullido. Si
no hubiese temblado de los pies a la cabeza, habría roto a reír.
¿Ella era la que quería encargarse personalmente de matarme?
—Seré la esposa de Dimitri, y si eso no te gusta,
soluciónalo con él. —Me dirigí a la puerta con la cabeza bien
alta, pero algo me impidió marcharme dejando las cosas como
estaban. Me giré despacio hacia ella—. Quizá te convendría
recordar un pequeño detalle, Nati… Mi familia también es de
la Bratva. Tal vez sea yo la que decida quitarte de mi camino,
después de todo, has amenazado con poner en peligro la
consecución de mis objetivos, ¿no es cierto?
El miedo invadió sus ojos, pero no me detuve a disfrutar
de él. No me quedaban ánimos para hacerlo. Bastante tenía ya
con tener que sobrevivir aquella noche haciéndome pasar por
Anya.
33
CAPÍTULO
Cerré la puerta del aseo y me concentré en calmar mi
respiración y los acelerados latidos de mi corazón. Si hubiera
podido esconderme, lo habría hecho, pero dudaba que pudiera
hacerlo sin llamar la atención.
—¿Ocurre algo, señorita Smirnova? —El guardaespaldas
ruso salió de las sombras, aunque mantuvo las distancias.
Mis dedos fueron automáticamente al brazo, donde
seguían picándome las uñas de Natalia. Era un milagro que no
hubiera dejado agujeros en la fina tela que cubría la piel.
Negué.
—¿Podría indicarle a alguien que se encargue de
acompañar a la señorita Snigir con discreción fuera de la gala?
El tipo miró a la puerta detrás de mí y su mandíbula se
endureció.
—Será un placer, señorita Smirnova. Nos encargaremos de
ello.
Fue tan fácil que me tomó varios segundos comprender lo
que acababa de contestarme y lo que implicaba. Yo era la
futura esposa de Dimitri Volkov en lo que a sus hombres se
refería. ¿Se suponía que eso me otorgaba una cierta autoridad?
Enderezando la espalda, alcé la barbilla y me obligué a
regresar a la sala principal. Natalia era el menor de mis
problemas, era mejor enfocarme en lo verdaderamente
importante: Cómo usar mi reciente descubrimiento a mi favor
y encontrar una salida a mi situación.
Dimitri me esperaba en el mismo sitio en el que lo dejé.
Forzando una sonrisa que dudosamente llamaba la atención
entre aquel mar de expresiones artificiales que me rodeaba,
acepté la copa que me ofreció uno de los camareros y fui en
busca de mi prometido. Antes de llegar a su lado, Dimitri se
despidió del grupo de invitados con los que había estado
hablando y que ahora me miraban como si acabase de robarles
su juguete favorito. Los ojos de Dimitri se entrecerraron al
estudiarme.
—¿Qué ha pasado, kotenok? —Con una mano en mi
espalda me llevó a un rincón tranquilo de la sala.
—Nada, ¿qué podría suceder en un baño de señoras? —Me
llevé la copa de champán a los labios, a sabiendas de que mi
sonrisa fingida se asemejaba más bien una mueca.
Arqueó una ceja, ya fuera porque no me creía o porque sus
hombres le habían informado de la presencia de Natalia, sin
embargo, lo dejó estar. Me giré con la excusa de observar lo
que ocurría a nuestro alrededor y, en especial, para volver a
asegurarme de que la tía de Anya no se encontraba allí. ¡Dios!
¡No podía esperar a largarme de aquel sitio! Me sentía como si
estuviera paseando por un campo de minas.
La tensión de mis hombros se evaporó cuando me rodeó
desde atrás con sus brazos. El calor que me transmitía, incluso
a través de la ropa, poseía un efecto calmante que ni yo misma
alcanzaba a comprender. ¿Por qué me afectaba tanto? Suspiré
al repasar la escenita en los aseos. Estaba convencida de que
su ex había sacado las cosas de contexto para hacerme daño, lo
que no descartaba que al menos parte de ello fuese cierto. ¿Por
qué, entonces, me sentía incapaz de empujarlo lejos de mí y de
tratarlo con la frialdad y el desdén que se merecía?
—Tengo una pregunta para ti. —Ante mi nariz apareció un
papel doblado entre los dedos masculinos.
—¿Cuál? —Le arrebaté el vale firmado con mi puño y
letra con rigidez.
—Siento curiosidad. ¿Con qué mujeres de las que están
aquí estarías dispuesta a poner en práctica alguna de tus
fantasías?
Debería haberlo mandado a freír espárragos, pero requería
un esfuerzo menor concederle su capricho a tener que discutir
con él.
Me tomé mi tiempo en revisar la amplia sala de la gala. No
podía negar que estaba llena de mujeres sofisticadas y en
muchos casos atractivas, no obstante, por más que trataba de
imaginarme con ellas, no lo conseguía. Donde unas eran
demasiado mayores, otras demasiado operadas, demasiado
canijas o demasiado maquilladas; otras me parecían demasiado
engreídas, presuntuosas, aburridas, emperifolladas, artificiales
o condescendientes.
Observé una segunda vez a la única chica de aquel lugar
cuya sonrisa era honesta, sin muchas pretensiones, y que en su
mayor parte iba a lo suyo. Sus curvas llamaban la atención
entre el resto de las siluetas prácticamente anoréxicas que nos
rodeaban, en especial sus caderas un poco más pronunciadas y
su generoso trasero.
—¿Ves a esa joven ahí en la barra? —Señalé con la
barbilla en su dirección.
—¿La de rojo?
Puse los ojos en blanco.
—Esa mujer debe de rondar los cincuenta, ¿qué tiene de
joven?
Dimitri rio por lo bajo.
—Es a la única a la que veo en la barra, cielo.
—Pues mira otra vez. Me refiero a la de la blusa blanca y
la falda negra.
—¿La camarera?
—Sí, justo esa. Es la única con la que podría estar tentada
a tener algo si se diera la circunstancia.
—Mmm… Interesante —replicó sin apartar la vista de
ella, aunque nada en sus facciones delataba que se sintiera
atraído especialmente por ella.
—¿La chica?
—Tu elección.
—¿No te gusta? —Por un lado quería que me dijera que
no, pero por otro, aquella joven era la única con la que me
sentía en cierta medida identificada entre todas las presentes.
Y si ella no le gustaba…
—Al contrario. Puedo entenderla a la perfección. No es un
bellezón, pero tiene una cara agraciada, sus labios dan morbo,
y, aunque la ropa no le favorezca, es fácil adivinar que esconde
un buen tipo debajo.
Mi postura se relajó.
—Entonces, ¿qué es lo que te llama la atención de mi
elección?
—Que hay mujeres mucho más guapas por aquí.
—¿Te refieres al tipo de mujeres que me mirarían desde
arriba? ¿O a esas que probablemente detendrían cualquier
intimidad por retocarse los labios o mirar si se han roto una
uña? —pregunté con sarcasmo.
Dimitri rio de nuevo.
—¿Necesitas que te caiga bien la persona con la que te
acuestas?
—Nunca me lo había planteado, aunque, ahora que lo
mencionas, sí, creo que sí. No es tanto que me agrade sino que
al menos no me repela su carácter. Además, debes admitir que
su forma de moverse e interactuar con sus compañeros es
natural, auténtica, algo que no puedes decir de ninguna de las
otras que están por aquí.
—¿Y consideras que eso es importante?
—¿Prefieres un orgasmo fingido o uno auténtico?
—Ahí me has dado —admitió.
—¡¿Ves?! —me burlé.
Su abrazo se estrechó alrededor de mi cintura y sus labios
me rozaron la mandíbula.
—No critico tu elección. De hecho, creo que tienes buen
gusto.
—¿Tú también la habrías elegido?
—No.
—Entonces, ¿a quién? —pregunté sin poder retenerme.
—A ti.
Resoplé.
—Eso no es creíble.
Dimitri me cogió por la barbilla y me obligó a mirarlo por
encima del hombro. Estaba serio cuando nuestros ojos se
encontraron.
—Eres la mujer más atractiva, natural y hermosa de entre
todas las presentes y, además, eres mía. No tengo razones para
mentir al respecto.
—Vale. —Tomé una profunda inspiración y volví a
girarme hacia la sala, incapaz de mantenerle la mirada—. ¿Y
si yo no estuviera?
«¿Y si yo no fuera la mujer que crees que soy?».
—Seguiría eligiéndote a ti.
—Venga ya. Sé sincero. —Fingí sarcasmo a pesar de que
temblaba por dentro—. No necesitas hacerme la pelota.
—Soy sincero. Te he elegido a ti. Carece de importancia
que estés presente para que esa regla se siga aplicando.
¡Dios! ¿Por qué no podíamos ser simplemente él y yo?
¿Dimitri y Tess?
—De acuerdo, —tomé una profunda inspiración—,
pongámonos en el caso de que yo no existiera. ¿Elegirías a la
camarera?
Dimitri se tomó su tiempo en responder.
—Probablemente no, al menos no hoy.
Sin poder evitarlo, mis pensamientos regresaron a Natalia.
¿Dimitri no habría elegido a nadie porque de no ser por mí
seguiría estando con ella? ¿Era eso?
—¿Por qué no? —presioné con toda la indiferencia que
pude simular.
—Sencillo. —Dimitri encogió un hombro—. Hoy no me
habría llamado la atención porque disfruto demasiado de los
juegos de poder y, a esos efectos, hay candidatas bastante más
idóneas que una sencilla camarera.
—¿Es así como me ves? ¿Sencilla?
Cogiéndome por los hombros, Dimitri me giró hacia él y
me alzó la barbilla con un dedo.
—¿Celosa?
—¿Debo de estarlo? —Me mordí los labios.
—No. —Liberando mi labio inferior con el pulgar, Dimitri
me besó con suavidad—. Cuando estoy contigo, te deseo a ti y
no necesito a nadie ni nada más. Me llenas sin necesidad de
artificios.
—¿Y con esas mujeres que te excitan por el poder?
—Ahí es donde está tu malentendido. No me excitan ellas,
sino el poder, la posibilidad de llevarlas más allá de sus límites
y creencias. El sexo es sencillamente una de las muchas
herramientas que habría utilizado, pero no por su placer
intrínseco, sino porque es la ruta que lleva a otro tipo de
satisfacción. Podría conseguir ese mismo placer por otras vías
con cualquier hombre o mujer de esta sala sin la necesidad de
acostarme con ninguno de ellos.
—Eso es… —vacilé en mi búsqueda de la palabra
adecuada con la que definirlo.
—¿Perverso? —preguntó Dimitri.
—Sí, imagino que sí.
—¿Y eso te causa rechazo?
Me mordí los labios por dentro para que no se diera
cuenta. ¿Lo hacía? ¿Su forma de divertirse era algo que me
echaba para atrás?
—¿Esos juegos de poder implican forzar a tus peones a
algo que ellos no quieren?
—No necesito forzar a nadie en el sexo, kotenok. Solo
alguien débil y carente de recursos cae en ese tipo de prácticas.
Es… —La mirada de Dimitri se perdió entre el gentío
mientras elegía sus palabras—. Es más como una partida de
ajedrez en la que las figuras se sustituyen por personas. El que
sean humanos y sus reacciones contengan un cierto porcentaje
de imprevisibilidad es lo que añade aliciente al asunto.
—No sé si sentir morbo o miedo con respecto a tu manera
de ver el mundo que te rodea.
—No tienes nada que temer de mí. Lo sabes.
Según Natalia era todo lo contrario.
—Yo… —Sacudí la cabeza. ¿Qué sentido tendría
mencionarle lo que ella me había dicho?—. ¿Podemos irnos?
Estoy agotada.
—Por supuesto, kotenok. La suite está preparada.
—¿La suite?
—Esta noche nos quedaremos en el hotel. La seguridad es
aceptable y evitaremos que alguien nos siga hasta la casa
franca. Mañana usaremos rutas de regreso separadas. Eso te
mantendrá a salvo.
—Sigues sin decirme quién es el que está tratando de
quitarte de en medio. Sé que sospechas de alguien.
En respuesta, Dimitri me besó la sien.
—Deja que me despida y nos vamos.
34
CAPITULO
Jamás te tomes lo que te dice un jefe de la Bratva al pie de la
letra o, como mínimo, esa fue la impresión que me llevé al
descubrir que cuando Dimitri habló de suite no solo se refería
a la suite presidencial, sino a que tenía reservada para él y sus
hombres la última planta al completo.
—¡Hay que joderse! —Ojeé el enorme salón que bien
podía haber sido el de algún palacio real europeo.
—¿Esa es una propuesta o una de tus coloridas
expresiones? —se burló Dimitri a mi espalda.
—Mmm… ¿Importa?
—Tal vez. —Sus fuertes brazos me envolvieron desde
atrás—. Podría tomarme esa invitación de modo literal —
murmuró con ese toque justo de carraspera que solía
provocarme un estremecimiento de placer cada vez que me
hablaba cerca del oído. Aunque en ese momento también
podría estar relacionado con la sobrecarga nerviosa que me
provocaba el apacible raspado de sus dientes en el lóbulo de la
oreja.
—Necesito una ducha—. Y la necesitaba antes de que se
me derritieran el cerebro y las bragas, y todo lo que había entre
lo uno y lo otro, me aparté de él.
No debía olvidar que dentro de poco Dimitri iba a
considerarme una traidora, sin contar las advertencias de
Natalia. ¿Cuánto de lo que me había dicho la modelo era cierto
o estaba basado en la realidad? Por mucho que mi cuerpo
reaccionara a él, como si no fuese más que plastilina en sus
manos, necesitaba guardarme las espaldas o, al menos, eso era
de lo que quería convencerme.
—El baño está en el dormitorio. Regresa cuando estés
lista. Te espera una sorpresa.
Aunque habría querido negarlo, el que no insistiera en
acompañarme a la ducha me despertó una sensación amarga en
el estómago. Ni siquiera traté de analizar por qué su falta de
insistencia no me producía el alivio que debería haber
experimentado.
Abrió una doble puerta, dejando a la vista una enorme
cama con dosel, me señaló una puerta a la izquierda y me dejó
a solas. Me llevó unos minutos reaccionar y encerrarme en el
baño. Con ambas manos apoyadas en el lavabo, estudié mi
reflejo. ¿Qué cojones me estaba pasando? Natalia dejó claro
cómo me veía Dimitri. Debería estar mandándolo a la mierda y
evitándolo como la peste. ¿Por qué, entonces, no había nada
que desease más que sentir sus brazos a mi alrededor y una
promesa de que todo saldría bien resonando en mi oído?
Sacando el nuevo móvil de mi bolso de mano, me senté en
la taza del váter. Sokolov tenía razón, habían recuperado los
datos del antiguo terminal de Anya, incluido mi viejo número.
Solo podía cruzar los dedos para que no lo hubiesen mirado
con demasiado detalle. Después de todo, ¿qué podía ocultar
una chica de instituto que pudiera interesarles? Resoplé ante
mi propia estupidez y envié un mensaje a mi antiguo número.
YO: Hola, los otros móviles se perdieron en un accidente. Sigo
aquí.
A sabiendas de que Anya tardaría en leerlo, me desvestí y
me metí en la ducha para relajarme y fortalecer mi resolución
de no volver a caer en las redes de Dimitri hasta que
hablásemos. ¿O era mejor callarme y retomar mi plan de huir
de él? Que hubiera reservado la planta entera y la tuviese
atestada con sus hombres iba a suponer un contratiempo para
cualquier plan de escape.
Para mi sorpresa, la respuesta de Anya ya me esperaba al
salir de la ducha.
BUNNY: ¿Dónde es aquí?
YO: En un hotel.
BUNNY: ¿Con él?
Me mordisqueé la parte interna de la mejilla, dividida entre
contarle la verdad o inventarme una excusa.
YO: Sí. Estuvimos en una gala y por motivos de seguridad
decidió que nos quedásemos a pasar la noche.
BUNNY: ¿En la misma habitación?
¡Mierda! Golpeé la encimera del lavabo. No me
encontraba lista para explicarle los detalles de lo que
compartíamos Dimitri y yo. Necesitaba una salida y rápido.
YO: Tiene la planta entera reservada para nosotros y sus
hombres.
Al menos eso no era mentira.
YO: Tengo que irme.
YO: Me están esperando.
YO: Te escribo mañana.
YO: <Emoticono beso>.
Apagué el móvil, anticipándome a un posible
interrogatorio, y me tapé la cara con las manos. ¿Por qué tenía
que ser todo tan complicado?
En la puerta sonaron varios golpes.
—¿Kotenok, estás bien?
—¡Sí! ¡Ahora voy! —Escondí apresurada el móvil en el
bolso y maldije cuando me percaté de que, con el despiste, no
había pillado algo que ponerme. ¿Tenía siquiera ropa limpia
allí? Conociendo a Dimitri probablemente me había encargado
un guardarropa entero.
Me puse uno de los albornoces blancos de cortesía del
hotel y me cepillé el cabello húmedo antes de salir descalza.
Encontré a Dimitri esperándome en el salón con una copa en la
mano. Me acerqué al piano empeñada en mantener la distancia
entre nosotros y pulsé varias teclas.
—¿Cuál es la sorpresa que me tenías preparada? —
pregunté con ligereza.
Debería haber previsto que, la única forma de poner
distancia entre nosotros, sería que él lo consintiera. Dimitri
apareció a mi espalda, me apartó el cabello y me recorrió el
cuello con la nariz, inspirando como si quisiera llenarse los
pulmones con el aroma de mi piel.
—Está a punto de llegar.
Me puse rígida.
—¿Es una persona? ¿O te refieres a que alguien viene a
traerlo?
A mi mente vino de inmediato la fugaz imagen de Katarina
en la gala.
¡Dios, por favor, deja que me equivoque!
35
CAPÍTULO
—Adelante. —Dimitri permaneció a mi espalda, apoyado
contra el piano mientras me abrazaba.
Tan pronto uno de sus hombres abrió la puerta, me puse
tensa al reconocer a la persona a la que dejó entrar antes de
marcharse y cerrar tras él.
—Shhh… No sucederá nada que tú no quieres que pase,
kotenok —murmuró Dimitri junto a mi oído.
Mientras la camarera empujaba un carrito con bandejas de
aperitivos hasta la mesa de café en el centro de la habitación,
Dimitri me recorrió el hueco del cuello con sus dientes.
Ambos observamos a la morena ocupada en hacer su trabajo.
Jadeé cuando Dimitri metió la mano por mi albornoz y me
amasó un pecho. La chica alzó la mirada, vaciló y siguió con
su tarea.
—Dimitri… —gemí todo lo bajo que pude cuando
aprisionó mi pezón con sus yemas y tiró de él.
Por algún motivo que no podía explicar, no lo detuve como
debería haber hecho. Seguí observando a la extraña, a medida
que mi mente fue nublándose con el placer y entre mis muslos
fue notándose la reacción de mi anatomía a aquella extraña
situación.
—Siempre que te toco, tu cuerpo me recuerda a las cuerdas
de un instrumento musical, que vibran con la más mínima
caricia, kotenok.
No me percaté de que había cerrado los párpados, hasta
que los abrí y encontré a la chica morena contemplándonos
insegura.
—Dimitri, nos está mirando —le advertí en un susurro
mientras doblaba el cuello para permitirle un mayor acceso a
mi cuello.
—¿Y eso te excita? —preguntó Dimitri indiferente a si la
camarera lo escuchaba.
Mis ojos se encontraron con los de ella, y fascinada reparé
en sus pupilas dilatadas y el lento recorrido de su lengua al
humedecerse los labios.
—Sí —admití, incapaz de desviar la vista de ella.
Los brillantes y rellenos labios de la camarera se curvaron
en una sonrisa cargada de morbo, robándome la respiración y
haciendo que me detuviera un momento.
—Espera, ella… —Me giré hacia Dimitri.
—Está aquí porque quiere y sabe a lo que ha venido. —
Dimitri me sostuvo la mirada—. Lo que pase a partir de aquí
es tu decisión, de nadie más.
—¿Es lo que tú quieres? —No pude evitar la sensación
ácida al preguntarme si ya se habría aburrido de mí.
Dimitri me acunó la mejilla y me besó en los labios.
—Esto no se trata de mí, sino de ti, kotenok. Es tu fantasía,
¿recuerdas?
—¿Y si…?
—Tú das la señal y ella se va, es así de simple. Pase lo que
pase, ella cobrará.
—¿Le has pagado por… por…? —Intenté alejarme de él.
—Por firmar el contrato de confidencialidad —terminó por
mí sin liberarme de su agarre.
—Estoy aquí porque me gustas. —La camarera encogió un
hombro y ladeó la cabeza, la picardía escrita en sus ojos
confirmaba sus palabras—. Tu novio es guapo, el dinero no
está mal, pero lo que me ha convencido es la idea de que voy a
ser la primera mujer que va a tocarte y enseñarte lo que es
bueno de verdad.
—De hecho, me ha retado a una apuesta —confirmó
Dimitri con sequedad.
—¿Cuál?
—Doble o nada, a que antes de que acabe la noche la
preferirás a ella antes que a mí.
Podría haberle confirmado en ese mismo instante que ya
conocía la respuesta a semejante idiotez, pero la chica eligió
ese momento para acercarse a mí mientras se desabotonaba la
camisa de trabajo.
—Vamos, ¿qué tienes que perder? —me tentó ella bajando
la voz a una tonalidad seductora.
Tragué saliva. No respondí, nadie parecía esperar que lo
hiciera. Dimitri deslizó su palma por mis muslos desnudos,
ascendiendo hasta mi ingle.
—¡Joder! —gruñó ronco—. Estás empapada
Posiblemente habría tratado de esconderme en un intento
por evitar que nadie descubriera el calor que invadió mis
mejillas, pero Dimitri me privó de tomar decisiones tan pronto
como hundió sus dedos entre mis pliegues. Mis rodillas
flaquearon y mi torso se dobló con un jadeo. De no ser por el
brazo de Dimitri en mi cintura habría acabado en el suelo.
—Eso es, kotenok, déjate llevar —me apremió con un bajo
ronroneo.
Una cabellera morena apareció en mi campo de visión
cuando nuestra invitada se dejó caer de rodillas delante de mí
en ropa interior. Indiferente a los dedos de Dimitri que
recorrían mis pliegues empapados, sacó su lengua y nos
relamió a ambos con un largo «mmmm», que vibró contra mis
terminaciones nerviosas.
Mi columna se arqueó y mis nalgas se aplastaron contra la
firme erección a mi espalda, arrancándole a Dimitri un gruñido
ronco.
—Si sigues así, esto terminará antes de lo esperado,
kotenok —me advirtió en un agónico murmullo.
Me abrió el albornoz y lo hizo desaparecer. Me quedé con
esa decadente sensación que provoca el estar expuesta desnuda
ante los demás. En mi vida anterior tuve que ser una
exhibicionista, o puede que siguiese siéndolo en esta, porque
me excitaba que él siguiera vestido mientras sus manos
recorrían mi cuerpo y que la chica, de la que seguía
desconociendo el nombre, se afanase por ganar su apuesta
haciéndome temblar con su boca.
Las manos de Dimitri me cubrieron ambos pechos
amasándolos con avidez, o tal vez posesividad. El instante en
que los dedos femeninos me separaron los labios exteriores y
aleteó con su lengua alrededor de mi clítoris, atizándolo con
deliciosa suavidad, Dimitri hundió sus dientes en mi hombro.
Aquello fue lo único que necesité para convulsionar entre
gritos de placer mientras mi pelvis se empujaba hacia la boca
de la desconocida, quien me mantuvo sujeta, obligándome a
seguir cabalgando un orgasmo tras otro sobre su cara hasta que
mis piernas cedieron.
Dimitri me cogió en brazos y me sentó encima del piano.
Dejé caer mi frente sudorosa contra su hombro. Debería de
haber estado avergonzada de la mancha que se extendía sobre
la brillante superficie barnizada, pero estaba demasiado
ocupada en recuperar el aliento y el control de mis
extremidades.
La camarera se incorporó con una sonrisa satisfecha y
observó cómo Dimitri usaba sus hábiles dedos para comprobar
que mi vagina seguía contrayéndose con espasmos aleatorios,
manteniendo activas las diminutas olas de placer. Cuando sacó
los dedos, cubiertos por una reluciente capa húmeda, ella no
dudó en aceptar su oferta y se los chupó.
Incómoda, intenté sonreír.
—Gracias.
Ella arqueó una ceja.
—¿Quién dijo que habíamos terminado?
Miré insegura a Dimitri, quien me mantuvo la mirada antes
de alejarse para echarse una copa y ponerse cómodo en uno de
los amplios sillones con las piernas abiertas.
La chica escaló al piano y me empujó con su cuerpo hasta
que ambas estuvimos tendidas. Por un momento mi atención
se centró en la suavidad de su piel y la ternura de sus curvas
contra las mías. El segundo en el que restregó su sexo a lo
largo de mi muslo descubrí que yo no era la única que se
encontraba empapada. Cuando, además, me ofreció el mismo
contacto con su pierna y me presionó el clítoris, gemí. Era
sensual y diferente a lo que estaba acostumbrada con Dimitri,
sin embargo, no conseguí dejar de echar ojeadas en su
dirección, echando de menos la fuerza que me transmitía.
Mi mirada cruzó el salón en busca de la suya, oscura y
cargada de deseo. Sus ojos no me abandonaban mientras mi
espalda se arqueaba y, por mi boca entreabierta, surgían los
ruidos inconexos y necesitados que ella me arrancaba. Habría
apostado que Dimitri no estaba perdiéndose ni un solo detalle
de lo que ocurría, pero lo cierto era que la única que parecía
existir para él era yo y las emociones escritas en mi rostro.
Mi vista bajó al notorio bulto en sus pantalones, que
destacaba duro y doloroso bajo la fina tela negra, y aun así, no
hizo ningún intento por liberarse o por darse placer. Me
invadió una repentina posesividad ante la idea de que otra
mujer pudiese presenciar cómo él se desnudaba o que Dimitri
pudiera estar considerando la posibilidad de unirse a nosotras,
fijarse en ella e incluso tocarla. No era justo, dada la situación,
no obstante, eso no era algo que pareciera importarles a mi
corazón o a mi cerebro. Era mío y no quería compartirlo con
nadie. No ahora, y tampoco en el futuro.
Girándome, me coloqué sobre ella y le sujeté la cara. La
besé con dulzura y la miré a los ojos.
—Lo siento, hoy gana él.
La chica intentó atraerme de nuevo hacia ella, pero, antes
de que lo consiguiera, me bajé con piernas inestables al suelo
y me dirigí a Dimitri.
—Puedes vestirte en uno de los dormitorios —la instruyó
él, centrado en mí.
Sin esperar a que la camarera recogiera su ropa y nos
dejase, me senté a horcajadas encima de él y le tiré del cabello
para que me mirara. Él esperó, dejándome tomar mis propias
decisiones.
—¿Decepcionado de que no haya terminado con ella? —
Me humedecí los labios.
Dimitri me sonrió con crueldad y, sujetándome por la nuca,
me acercó a su boca, dejando mi labio inferior al alcance de
sus incisivos.
—¿Quieres la verdad?
—Siempre.
—Es muy posible que acabes de salvarle la vida. La idea
de follarte cubierta con su sangre me estaba resultando cada
vez más atractiva.
Lo estudié con atención y fruncí el ceño.
—¿Tienes un fetiche con la sangre?
—Tengo un fetiche contigo y una repentina obsesión de
que seas única y exclusivamente mía.
Mi cuerpo se relajó contra el suyo y le devolví el mordisco
en el labio, tirando con delicadeza de él.
—¿Y si admitiera que me gusta ser tuya?
Dimitri me sujetó con ambas manos por la cintura y alzó la
pelvis. Estaba tan duro que resultó casi incómoda la manera en
la que aplastó mi sexo contra el suyo.
—¿Necesitas preguntar lo que eso me hace? —gruñó.
—¿Y si te dijera que…? —me corté y sacudí la cabeza.
—Dímelo —exigió.
Alcé la barbilla, desafiándolo.
—¿Y si quiero que seas mío a cambio?
En sus labios se dibujó una lenta sonrisa.
—¿Se supone que no lo soy aún?
—Hablo en serio.
—Yo también.
—¿Crees que no me doy cuenta de que estás evitando
contestar? —pregunté, saltando enfadada de su regazo.
La camarera salió de la habitación. Me paralicé recordando
las últimas palabras de Dimitri. No creía que considerase
matarla de verdad, pero solo por si acaso me quedé allí. La
mirada femenina pasó insegura de mí a él.
—Aquí está el dinero de la apuesta —dijo, sacando el fajo
de billetes de su sujetador y alargándoselo a Dimitri desde la
distancia, como si temiera que fuera a quebrarle el cuello si se
acercaba más.
—Quédatelo. Cierra al salir —gruñó Dimitri ignorándola.
La camarera se limitó a apresurarse en dirección a la
salida, olvidándose de su carrito. Justo antes de salir, me echó
una mirada por encima del hombro.
—Si en el futuro queréis repetir, contad conmigo.
En cuanto sonó el clic de la puerta, Dimitri se arrancó la
camisa con gestos tan furiosos que reflejaban mi propia ira. No
me moví del sitio mientras él se deshacía de sus zapatos,
calcetines y pantalones. Tampoco me moví cuando me cogió
por las nalgas y me elevó hasta sentarse conmigo en el sofá.
—¡Si me quieres…! —masculló situándose a mi entrada
—. ¡Toma lo que es tuyo! —espetó entre dientes, alzando la
pelvis y arrancándome un jadeo con su embestida.
Enfurecida y sin aliento, le tiré con fuerza del cabello y lo
obligué a mirarme.
—Sabes que no me refería a eso.
—Yo sí. Si me quieres, hazme tuyo. —La seriedad en sus
ojos me hizo valorar sus palabras—. No basta con que yo te
confirme que soy tuyo, eres tú quien debe hacerme suyo, la
que debe hacérmelo sentir.
Lo último sonó casi a ruego. Despacio, sin dejar de mirarlo
y sin soltar mi agarre sobre él, comencé a ondular mis caderas.
A través de sus dientes escapó un siseo y la presión de sus
dedos en mi cintura se incrementó. No sé si su disposición a
doblegarse a mis deseos iba a durar únicamente aquellos
efímeros instantes, pero iba a conseguir que Dimitri Volkov
fuese mío del mismo modo en que yo era suya, aunque solo
fuese durante aquella noche.
36
CAPÍTULO
—¿Qué te ocurre? —Apoyando un codo en la almohada,
Dimitri reposó su cabeza en una mano y me estudió.
—Ya te he dicho que nada. —Si no me hubiese hecho
sentir infantil, le habría dado la espalda. Cualquier cosa con tal
de escapar de su inquisitiva mirada.
Dimitri se levantó y fue al salón. Regresó con la chaqueta
que había tirado la noche anterior encima de uno de los
sillones, sacó la cartera del bolsillo y vino a la cama con una
familiar nota plegada. Empezaba a arrepentirme de nuestra
partida de póker y de las preguntas que nos jugamos.
—¿Ahora cuéntame la causa de ese careto? —Dimitri me
ofreció el dichoso papelito.
—¿En serio es necesario que me hagas sentir ridícula por
algo que no tiene importancia? —Contemplé la nota con el
ceño fruncido y sin hacer el intento de cogerla.
—Si no lo tuviese no estarías tan ausente. Llevamos varios
días conviviendo veinticuatro horas diarias. ¿Crees que a estas
alturas no te conozco? Hay algo a lo que le estás dando vueltas
y sospecho que tiene que ver conmigo.
—¡Esta bien! Eres tú quien se lo ha buscado. —
Arrancándole el vale de la mano lo arrugué y lo lancé irritada
a la mesita de noche. Ni siquiera comprobé si alcanzó su
destino o no—. Tu amante me siguió al baño durante la gala.
Fue agresiva y me soltó cosas que no me gustaron. No fue
nada que no pudiese manejar, pero ¿qué quieres que te diga?
No me agrada el sitio que me atribuyó y es un tema que se
esmeró en dejar claro.
Cogiéndome por el mentón, Dimitri me obligó a girar la
cabeza hacia él.
—¿Qué amante?
—¡Por Dios! —Me levanté airada de la cama y recogí el
albornoz para ponérmelo con torpeza—. ¿Cuántas tienes en la
actualidad?
Sus ojos se entrecerraron y su mandíbula se tensó.
—Solo una, y está conmigo en esta habitación.
Por un segundo me detuve, pero me sacudí por dentro. No
podía permitirle que me engatusara de nuevo con tanta
facilidad.
—Pues no parece que tu queridísima Natalia se haya
enterado de eso.
Las pupilas de Dimitri se encogieron.
—¿Nati? ¿Qué te dijo?
El simple hecho de que siguiera llamándola por su
diminutivo cariñoso ya me hacía querer coger uno de los
lujosos jarrones para lanzarlo contra la pared.
—¿Aparte del hecho de que tenéis una relación de amor
inquebrantable? —espeté con sarcasmo—. Creo que podemos
resumirlo en que soy un estorbo, una don nadie, un
compromiso, una herramienta hacia un fin. Que mi única
función, una vez que nos casemos, es la de convertirme en tu
coneja de cría, pero que puedo tener la certeza de que tus
pensamientos y tu vida siempre estarán con ella. —Me
interrumpí para coger aire—. Ah, bueno, casi se me olvida lo
mejor: que procure aprender pronto mi sitio, si no quiero que
sea ella misma la que se encargue de quitarme de en medio, en
lugar de esperar a que te hartes de mí y decidas convertirte en
viudo. ¿Necesitas detalles más precisos o pillas la idea? ¿Qué?
¿Ahora no piensas contestar? —Lo reté con los brazos en
jarras ante su repentino mutismo. Si no hubiese insistido, no
habría sacado el tema, pero, ya puestos, tenía toda la intención
de terminarlo—. ¿No vas a hacer ni el intento de defenderte?
—mi resoplido tronó reseco por el dormitorio—. Imagino que
eso es porque lo que dijo es cierto, ¿no?
Sentándose, Dimitri apoyó la espalda en el cabecero de la
cama y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Importa?
Lo miré incrédula. ¿Cómo podía ser tan cabrón?
—¿Que si importa? ¡Pues claro que importa! Acabas de
admitir que soy tu yegua de cría y que, llegado el momento,
después de conseguir la familia numerosa que necesitas, me
enviarás al matadero. ¿Y crees que eso no tiene importancia?
No podrá tenerla para ti, pero ¡yo soy a la que piensas joderle
la vida!
—Jamás he dicho nada parecido —replicó sin inmutarse ni
lo más mínimo.
La sangre comenzó a hervirme al punto que en mi garganta
se formó un nudo.
—¡Dios! —Incapaz de hablar, le di la espalda, miré por la
ventana, a pesar de que lo único que veía era un borrón turbio,
y me puse a inspirar y espirar con el poco control que
conservaba.
Intenté convencerme de que aquello no era real, que él ni
siquiera me conocía de verdad y que en teoría todo le estaba
ocurriendo a Anya, sin embargo, ni aun mis mentiras
alcanzaban a tanto. Era yo la que había compartido con él la
última semana, yo la que se acostó con él y yo la que estaba
celosa y dolida por su traición y por mi propia debilidad.
Porque eso era justo lo que había sido aquella última noche
con él, un error y una fatal debilidad. Todo indicaba que seguía
con Natalia y era consciente de que continuaba
confundiéndome con Anya y, aun así, volví a caer bajo su
hechizo y me volví a acostar con él. ¿Cómo de bajo iba a
seguir cayendo con ese hombre?
Estaba tan agotada de aquella situación que no me resistí
cuando me sujetó por los hombros para girarme hacia él.
—¿Estás llorando? —parecía sorprendido.
Se me escapó una carcajada que se perdió entre mis
sollozos.
—¿Importa?
—Sí, sí que importa, kotenok. El problema es que diga lo
que diga no me creerás hasta que te lo demuestre.
Besó cada una de mis lágrimas antes de cogerme en brazos
y devolverme con delicadeza a la cama. Había un cierto pesar
en sus ojos mientras me secó las mejillas con su pulgar. Podría
haberle dicho que era una misión inútil, pero tenía la sensación
de que ambos necesitábamos aquel gesto. Cuando se apartó de
mí, las lágrimas seguían fluyendo.
En silencio, cruzó la estancia indiferente a su desnudez y
recogió su móvil. Era una ironía que un demonio como él
tuviese semejante cuerpo de pecado, aunque imagino que en el
fondo era lo único que tenía sentido. ¿Cómo, si no, podría
mantener a tantas mujeres a sus pies?
El sonido de una llamada saliente se extendió por el cuarto.
Tan pronto dejó su móvil en la mesita de café se sentó en el
sillón con los codos posados en el apoyabrazos y las manos
unidas por las puntas de los dedos.
—Dimitri, cariño —el ronroneo de Natalia resonó como el
de una gata en celo a través de los altavoces, dejándome las
venas heladas—. Sabía que no podrías mantenerte mucho
tiempo alejado de mí. Te añoro…
Me incorporé secándome las lágrimas. Si Dimitri pensaba
que iba a permitir que me humillara ante su amante, entonces,
iba de culo. Había un límite de lo que estaba dispuesta a
soportar, incluso para mí.
—Natalia —a pesar de su aparente calma, su tono fue
cortante—, he tenido una conversación con mi novia, que me
ha resultado cuando menos sorprendente.
Mi corazón se detuvo. ¿Acababa de llamarme novia? Por
el dormitorio tintineó la risita nerviosa de la modelo.
—¿Me llamas para compartir vuestras conversaciones
íntimas conmigo? No creo que yo sea la persona más indicada
para ello.
—En este caso, lo hago porque está relacionado contigo.
Al parecer anoche la acosaste en los aseos, e imagínate cuál no
será mi asombro al enterarme de que tú y yo seguíamos juntos.
Me detuve a estudiar los músculos de su mandíbula. ¿Qué
pretendía?
—¿Piensas echarle cuenta a esa niñata? ¡Miente! —Se
produjo una diminuta pausa. Cuando Natalia habló de nuevo,
su voz había perdido cualquier indicio de alteración y me
recordó a una de mis profesoras de primero cuando trataba de
razonar con nosotras—. Me conoces. Lo único que intenta es
que nos peleemos. Fue ella quien me siguió. Quiere
separarnos. ¿Es que no lo ves? Es una víbora celosa. Ten
cuidado con ella.
Estuve por mandarla a la mierda, cuando me topé con la
oscura mirada de Dimitri sobre mí, negando en silencio con la
cabeza.
—Explícame cómo podría separarnos si ya no estamos
juntos, Natalia.
—Dimitri, no digas eso. Aquello solo lo dijiste en el calor
del momento. Tu matrimonio con ella no tiene futuro, te
consta. Ella no podrá darte jamás lo que yo te ofrezco, solo es
una cría inmadura. Acabarás hartándote de ella. ¿Por qué
permanecer distanciados cuando los dos sabemos que es
inevitable que vuelvas conmigo? Tú mismo me lo confirmaste
en Washington. Solo accediste a casarte con ella por el
contrato que firmó tu padre con esa gente.
—¿Seguro que fue en Washington cuando te mencioné que
solo me casaba con ella por obligación?
—Es algo que llevas diciéndome desde que me enteré de
que estabas comprometido, y siempre lo has mantenido.
Washington solo fue una de ellas.
—Ajá… —soltó Dimitri despacio—. Y ahora recuérdame
cuándo fue esa conversación en la que según tú estuve
acalorado.
—Cariño, no tiene importancia, en serio…
—Dilo —exigió Dimitri con tal frialdad que hasta a mí se
me puso la piel de gallina.
—Hace dos semanas, después de que ella llegara.
—¿Y qué te dije en ese momento? —Sus ojos fijos en mí
dejaron claro que quería que estuviese atenta a la respuesta.
—Lo sabes de sobra, ¿por qué quieres torturarme de
nuevo? —lloriqueó Natalia al otro lado de la línea, con unos
sollozos tan extraños que era imposible determinar si eran
auténticos o fingidos.
—Repite al pie de la letra lo que te dije en esa
conversación. Quiero escucharlo.
—Que se acabó, que habías cambiado de opinión y no
tenías intención de serle infiel. Ahí, ¿ya estás satisfecho? —
gritó fuera de sí—. ¿Disfrutas clavándome el puñal una y otra
vez? ¿Cómo puedes tratarme así después de todo lo que hemos
compartido? ¡Incluso me bloqueaste! ¡Te llamé y me tenías
bloqueada! ¡Ni siquiera tus sirvientes me pasaban contigo!
¿De verdad me merecía eso? Siempre hice lo que me…
—¿Te he vuelto a ver desde entonces?
—No, pero…
—¿Te he llamado desde entonces? —continuó Dimitri,
indiferente a lo que ella trataba de decir.
—Sabes que no, pero…
—En ese caso, ¿qué te hace creer que estoy mínimamente
interesado en regresar contigo?
—Cariño, por favor, escúchame…
—No, escúchame tú, Natalia, porque creo que las cosas no
quedaron todo lo claras que pensé que estaban la última vez
que me despedí de ti por teléfono, dando por finalizado
nuestro contrato.
Me tapé la boca en cuanto se me escapó un jadeo
sorprendido. Por fortuna, Natalia estaba ocupada tratando de
hacerlo entrar en razón.
—Dimitri, corazón…
—Estás fuera de mi vida y, cuando digo que estás fuera,
me refiero a que vas a mantenerte tan lejos de mí y de mi
mujer que procurarás no estar ni siquiera en el mismo estado
en el que nos encontremos nosotros.
—Amor mío…
—No pondrás un pie en Boston en lo que te queda de vida.
Mis hombres tendrán vía libre para hacer contigo lo que
quieran si se tropiezan contigo aquí y, créeme, no será llevarte
a tu hotel en una limusina como hicieron anoche.
—Dimitri, tienes que escucharme… —el tono de Natalia
adquirió un tinte histérico.
—Dispones de dos días para dejar mi apartamento en
Nueva York…
—¡No puedes hacer eso! ¡Vivo allí!
—Tampoco volverás a acercarte a ninguna de mis otras
propiedades. No eres bienvenida y me encargaré de que a mi
gente le quede claro.
—¡Dimitri!
—Y dado que has tratado de causarme perjuicio…
—¡Ni en mil años te haría nada y lo sabes!
—Si le haces daño a mi mujer, es como si me lo hicieras a
mí, lo que significa que has violado los términos de nuestro
acuerdo.
—No, no puedes estar hablando en serio.
Tuve que aguzar los oídos para escucharla.
—Uno de mis abogados te contactará en relación a la
devolución del préstamo y la finalización de tu trabajo con
VOLKOV International.
—No lo permitiré. Te demandaré, te llevaré a juicio, haré
que el mundo entero sepa lo que eres y de lo que eres capaz…
—Puedes intentarlo —replicó Dimitri con serenidad—.
Pero deja que te haga una última advertencia —bajó su tono
hasta que lo único distinguible era la amenaza que envolvía—:
Vuelve a acercarte a mi mujer o a mi familia, y será lo último
que hagas. No me conformaré con destrozarte esa cara o el
cuerpo para los que vives. Me aseguraré de que te corten en
pedacitos tan diminutos que no podrán identificarte ni por los
dientes. ¿Lo has entendido?
—Dimitri, te equivocas en lo que haces. Ella jamás podrá
satisfacer tus instintos. Tarde o temprano te darás cuenta de tu
error y regresarás conmigo.
—Ya me he dado cuenta de mi error y, créeme, no es estar
con ella.
Dimitri apagó el móvil y lo tiró con descuido sobre la
mesa.
—¿Eso ha resuelto tus dudas? —me preguntó impasible.
Tragué saliva.
—¿Tenías un contrato con ella?
—¿Esperas que un hombre como yo mantenga una
relación a medio o largo plazo sin asegurarse de unos mínimos
parámetros de seguridad y confidencialidad?
—Eso es… más frío de lo que esperaba.
—Confía en mí, ella sacó una buena tajada a cambio de su
silencio y comprometerse a no testificar en mi contra si
surgiera la circunstancia. Pago bien por los servicios que me
prestan, y ella, lo llamemos como lo llamemos, nunca fue más
que eso.
—¿Y yo? ¿Qué soy yo?
37
CAPÍTULO
El eco de mi pregunta retumbó en el silencio de la habitación
mientras ambos nos mirábamos. Dimitri se acercó a la cama y
se sentó junto a mí. Trazó los contornos de mi cara en un gesto
tan tierno que se me saltaron las lágrimas.
—¿Por qué no dejas que lo descubramos juntos? —
preguntó con ternura.
—¿Cómo?
—Dándole tiempo al tiempo, dándonos la ocasión de
conocernos, de que el otro entre en contacto con lo mejor y lo
peor de cada uno de nosotros, y concediéndonos la posibilidad
de aceptarnos tal y como somos.
—¿Y si no funciona? —murmuré.
—Si no soportas estar conmigo, te prometo que trataré de
darte una oportunidad de alejarte de mí, kotenok, pero has de
saber que lucharé hasta el último minuto para que sigas a mi
lado.
—¿Y si Natalia tiene razón? ¿Y si no soy lo suficiente
mujer para ti? ¿Y si no puedo darte lo que necesitas?
—Olvida a esa arpía. Solo conoce de mí lo que le mostré,
lo que no significa que fuese quien de verdad era o quisiera
ser.
—¿Ni siquiera en la cama?
La comisura de sus labios se movió con un tic.
—¿Temes no satisfacerme en la cama?
—¿Te extraña? Carezco de tu experiencia.
—Imagina todo el terreno que nos queda por explorar
hasta que la tengas —bromeó sin dejar que mis dudas
tambalearan su resolución.
—¿Y si no estoy a la altura de tus necesidades? ¿Y si no
logro cumplir con tus expectativas? ¿Y si no consigo disfrutar
con las mismas cosas que tú?
—En condiciones normales te diría que es algo que
descubriremos a lo largo del trayecto, pero se te olvidan un par
de pequeños detalles. Uno, que no hemos tenido ningún
problema en divertirnos juntos en los últimos días. ¿Me
equivoco?
Noté cómo el calor me invadió las mejillas. Era imposible
contradecirlo en ese argumento y él lo sabía.
—¿Y dos?
—Que yo ya he vivido y experimentado a mis anchas y
que, a estas alturas, sé qué es lo que necesito y espero de
nuestra relación.
—¿Y eso sería? —Mi voz reflejó mi temblor interior.
—Mi mayor placer está en acompañarte en el camino que
recorrerás hasta conocer tu propio cuerpo y explorar tus
fantasías. Me excita descubrir esos deseos secretos que te
cuesta confesarte incluso a ti misma. Cumplirlos y que
tanteemos juntos tus límites. Y eso me recuerda que tengo un
regalo para ti.
—¿Otra sorpresa?
Dimitri se acercó al tocador y sacó un pequeño paquete
envuelto en celofán rojo del cajón.
—Feliz cumpleaños, kotenok.
Parpadeé y tragué saliva.
—¿Te acordaste de mi cumpleaños?
—¿Te extraña? ¿Se te olvida que nos casaremos la semana
que viene?
Sus palabras trajeron un deje amargo con ellas. Dimitri no
sabía absolutamente nada sobre mí. Todo cuanto había
averiguado o creía saber era acerca de Anya. Que ambas
cumpliéramos años el mismo día era pura coincidencia. Intenté
sonreír y deshice el papel de regalo, dejando a la vista una
elegante caja negra.
—Has sido un reto. Con cualquier otra mujer me habría
bastado enviar a uno de mis hombres a la joyería con unas
instrucciones básicas, pero ya he descubierto que no eres de
las que me dejarán sobornarla con un regalo, y mucho menos,
a cambio de algo que no sea personal o que no haya elegido
por mí mismo.
Puede que después de todo sí que me conociese. Mi
sonrisa se tornó más sincera y mi impaciencia por abrir el
misterioso estuche aumentó.
—¿Un libro? Espera, ¿es un diario? —saqué el volumen de
piel azul decorado con delicadas flores en pan de oro y
pequeñas incrustaciones de piedras preciosas.
De la caja cayeron dos cadenas: una de oro blanco y otra
rosada con pequeñas llaves. Escogí la que era delicada y
artística y la comparé con la otra más sencilla y le lancé una
ojeada de interrogación a Dimitri, quien no había dejado de
observarme. Quitándome una de ellas, la introdujo en la
cerradura y abrió el librillo.
—No imaginaba que fuésemos a tener una conversación
acerca de nuestras preferencias sexuales —admitió Dimitri—.
Ahora parece una tremenda casualidad.
—¿A qué te refieres?
—A que no es exactamente un diario. Después de
intercambiar algunos de nuestros secretos, me gustó la idea de
que compartiésemos uno propio, uno que solo fuese nuestro.
Se me ocurrió que podrías escribir tus fantasías a sabiendas de
que yo tengo acceso a ellas y que podría leerlas a mi antojo y
cumplirlas cuando menos te lo esperases. No es tan violento
como tener que confesármelas en persona y nos permitirá
jugar con el morbo que provoca el desconocimiento y lo
imprevisto. Te será imposible adivinar cuándo o cuál de ellas
te cumpliré.
—¡Guau! —Se me escapó el aire de golpe de los
pulmones.
—¿Demasiado, demasiado pronto? —indagó con cautela.
Negué.
—No es eso.
—¿Entonces? —Me miró confundido.
—¿Qué hay de tus necesidades?
—Ya te he explicado que…
—No es justo que tú conozcas mis fantasías y que yo no
tenga acceso a las tuyas a cambio. No se trata solo de que tú
puedas vivir las mías. Yo también quiero tener la opción de
poder experimentar las tuyas.
Se detuvo un momento. Casi parecía como si se hubiera
quedado congelado.
—¿Dimitri? —De repente me quitó la libreta, la abrió por
la mitad y plegó la página con cuidado.
—La primera mitad será la tuya; la segunda, la mía. Déjalo
siempre en el último cajón de la mesita de noche. ¿Satisfecha?
La idea de que, cuando saliera a la luz mi verdadera
identidad, su propuesta jamás se cumpliría me atenazó el
pecho. Me mordí los labios y negué despacio con la cabeza. Su
mirada se tornó penetrante y su aliento se entrecortó en cuanto
reconoció el deseo en la mía. Me arrebató la caja y las llaves y
las depositó encima de la mesita de noche, antes de abrirme el
cinturón del albornoz e inclinarse sobre mí.
—Y pensar que aún dudas de que puedas satisfacerme —
gruñó junto a mis labios, acallando cualquier posible protesta
al invadir mi boca con su lengua y dejando patente cuán
dispuesto estaba a convencerme de lo contrario.
Me aferré a él con desesperación. Si solo hubiese podido
ser yo con él, en vez de la copia fantasma de Anya…
—Dimitri, yo… tenemos que hablar.
—¿Qué ocurre, kotenok? —Sus caricias se volvieron
tiernas y suaves, y aunque me mantuvo la mirada a la espera
de una respuesta, separó mis rodillas situándose entre ellas.
—Yo… —Mis párpados se cerraron ante la exquisita
dulzura con la que se abrió paso en mi interior, encajando
como si fuese la pieza que me faltaba, como si estuviésemos
hechos a medida el uno del otro.
—¿Sí? —Dimitri se tomó su tiempo en salir y volver a
llenarme, como si no existiese nada más importante que aquel
instante entre nosotros en el mundo.
—Necesito… Necesito confesarte algo.
Ocultó su rostro en mi cuello y lo recorrió hasta alcanzar
mi oído y mordisquearlo con ternura.
—¿Y me lo confesarás ahora?
—Yo… Sí… —Mi vientre se contrajo con un placer tan
exquisito que mi mente se quedó unos segundos en blanco—.
Yo… Hay algo en lo que te mentí.
—¿Y eso sería? —Volvió a hundirse en mí incendiando
mis terminaciones nerviosas.
—Yo… ¡Oh, Dios! No puedo pensar así.
—En ese caso, creo que tus confesiones tendrán que
esperar —murmuró Dimitri sin darme tregua con sus
movimientos lentos y exhaustivos.
—Dimitri… —gemí clavándole las uñas en las nalgas.
—Yo también tengo algo que confesarte. —Su aliento
cálido y húmedo me acarició el cuello con una caricia
fantasmal capaz de penetrar mi piel—. Jamás he deseado a una
mujer como a ti, ninguna me ha hecho sentir igual que tú, y
eso me asusta, kotenok. Me aterra de una forma que no puedes
imaginarte.
—Dimitri…
Tirándole del cabello le obligué a mostrarme su mirada, y
allí estaba escrita su vulnerabilidad, su deseo y algo más que
no me atrevía ni a analizar.
—Te necesito —le confesé—. Ahora.
Sus pujes se tornaron profundos, potentes, como si
pretendiese fundirse conmigo. Me entregué a él, abriéndome
en cuerpo y alma a todo lo que era, ofreciéndole lo único que
podía darle: a mí misma, mi auténtico yo.
Al igual que un tsunami que nos hubiese sorprendido a
ambos en su trayectoria, el placer nos atravesó a la par. El
segundo exacto en que sus pupilas se dilataron en asombro,
sus dedos se agarrotaron en mi cabello y mi jadeo se
entremezcló con su gruñido torturado y casi animal. Fue
también el instante preciso en el que nos llegaron las voces.
Algunos golpes y ruidos que parecían silenciados consiguieron
que Dimitri se pusiese rígido. A la velocidad del rayo metió la
mano debajo de la almohada. Sacó una pistola segundos antes
de que la puerta del dormitorio se abriese de golpe y apuntó a
la pelirroja que nos observaba como si acabase de ganar una
partida de póker.
Me quedé helada, incapaz de reaccionar. De no haber sido
porque Dimitri me cubrió con la sábana con el mismo gesto en
que rodó fuera de la cama, seguiría expuesta ante los
venenosos ojos verdes, mostrándole la evidencia irrefutable de
lo que acababa de compartir con él.
—Hola, Tess. Veo que te tomaste en serio eso de mantener
entretenido al prometido de mi sobrina —me saludó Katerina
Smirnova con una sonrisa de helada calma.
—¿Qué haces aquí, Katerina? —siseó Dimitri alterado,
acercándose a ella como un depredador a punto de atacar.
El sonido del seguro de la pistola sonó con la misma fuerza
de un disparo en el tenso silencio, pero Katerina ignoró el
arma con la que la apuntaba.
—¿No es evidente? —preguntó ella, apartando con un
dedo el cañón de su sien—. Salvarte de esta impostora y del
ridículo más espantoso.
—Dimitri, ¡eso no es…! —mi exclamación se cortó tan
pronto me di cuenta de que acababa de gritar igual de histérica
que a Natalia durante su conversación telefónica con Dimitri.
—Espérame afuera —le ordenó Dimitri.
—Por supuesto, aunque he de admitir que estaba
disfrutando de las vistas. —Katerina recorrió con descaro su
anatomía antes de salir con un carcajeo dejando la habitación
en un mortal silencio.
—Dimitri…
—Aséate y vístete. No salgas de aquí hasta que yo o
Sokolov vengamos a por ti —me interrumpió, poniéndose el
pantalón y guardándose la pistola en la parte trasera de la
cinturilla.
En la puerta se giró hacia mí una última vez. Fue
imposible saber qué era lo que pensaba, aquel no era el amante
tierno y considerado con el que apenas unos minutos antes
había hecho el amor. Era Dimitri Volkov, el pakhan de la
Bratva americana, el hombre que en las próximas horas iba a
decidir si mi destino alcanzaría su fin y cómo lo haría.
Salió sin decir nada, indiferente a las lágrimas que caían
por mis mejillas o a cómo mi corazón se fragmentaba en miles
de diminutos trocitos. Segundos más tarde, resonaron dos
disparos, esta vez sin silenciador, congelándome en el sitio.
Me obligué a levantarme aún con mi cuerpo negándose a
obedecer. Me envolví con la sábana y corrí a la puerta. Mi
mano tembló al posarla en el pomo. La posible muerte de
Katerina me aterraba, ya que podía significar la mía. Pero mi
preocupación por Dimitri fue mayor que mi miedo.
Con una profunda inspiración, abrí. La mirada de Dimitri
se posó sobre mí desde el otro lado del salón, vacía, casi tanto
como la del desconocido a sus pies, de cuyo pecho salía la
sangre con la que se estaba formando un charco a su alrededor.
Katerina se limitó a observarnos a semejanza de una víbora
que está a punto de abalanzarse encima de su presa indefensa.
Sokolov apareció en mi campo de visión y me empujó con
delicadeza de regreso al dormitorio.
—Es mejor que permanezcas aquí y que te vistas,
printsessa —me instruyó con suavidad.
—¿Ese hombre…?
Sokolov cerró todas las cortinas antes de regresar a la
puerta.
—Es el traidor que ayudó a Katerina a llegar hasta
vosotros. Tenía que hacerse.
—Sokolov, ¿qué va a pasar conmigo?
A pesar de que la expresión de su rostro no cambió, sus
ojos se llenaron de pesar.
—Ve vistiéndote, printsessa. El jefe hablará contigo en
cuanto Katerina se vaya.
Esa vez, cuando volví a quedarme a solas, un par de clics
en la cerradura me dejaron clara mi situación. Acababan de
encerrarme. Me abracé, negándome a la tentación de dejar que
el nudo en mi garganta y estómago me dominase. Si tenía que
morir, iba a hacerlo preparada y con la cabeza bien alta, o eso
era lo que esperaba.
38
CAPÍTULO
Dimitri ya se encontraba en el aparcamiento subterráneo del
hotel cuando Sokolov me acompañó allí por la tarde. No había
vuelto a verlo desde que me dejó a solas en el dormitorio. Su
cabello aún mojado y la ropa nueva eran el testimonio de que
se había duchado y cambiado en otro de los baños de la suite,
probablemente evitándome.
—Móntate.
Dimitri me ayudó a colocarme el cinturón de seguridad
antes de cerrar la puerta del Lamborghini y subirse en el
asiento del copiloto. A pesar de su actitud protectora, el que
evitase mirarme a los ojos y la ausencia total de su habitual
flirteo o sarcasmo acrecentaron la sensación de vacío en mi
estómago.
—¿Qué ocurrió? —Esperé a que arrancara el coche y
condujera al exterior para incorporarse al tráfico.
—Nada de lo que debas preocuparte.
Me mordí los labios mientras él mantenía la vista en la
circulación. Ambos sabíamos que mentía.
—¿Adónde vamos? ¿Dimitri? —insistí cuando apretó la
mandíbula y no contestó—. Dime algo. Háblame.
—¿Qué quieres que te diga, Anya?
Mi corazón pareció detenerse. Dimitri nunca me llamaba
Anya. Siendo sincera, no recordaba ni una sola vez que lo
hiciera, ni siquiera el día en que nos conocimos. Que lo hiciese
en ese momento ya no dejaba lugar a dudas de que Katerina lo
había puesto al día con su versión de los hechos.
Mi mentira se había astillado en miles de diminutos
fragmentos, al igual que lo habría hecho un cristal. Dimitri
había descubierto mi engaño antes de que tuviera la
oportunidad de confesarle lo ocurrido. No podía culpar a nadie
más que a mí misma de eso. Había tenido decenas de
oportunidades, y desperdicié cada una de ellas. Busqué algo
que decir, una forma de explicarle que no había sido mi
intención y que desde el principio fue el resultado de una
confusión, pero mi garganta, mis cuerdas vocales y hasta mi
lengua parecían haberse paralizado.
¿Servía de algo encontrar excusas a aquellas alturas? Sin
importar el motivo, le había mentido y, aunque pudiera
perdonarme mi traición, eso no cambiaba que yo no fuese más
que Teresa Velázquez.
Una vez me comentó que su palabra y su honor lo eran
todo para mantener su posición y mantenerse vivo en un
mundo en el que el poder era el factor decisivo. Alguien como
él no podía estar con una don nadie sin relaciones, sin poder y
sin siquiera un nombre. Las chicas como yo, en su mundo, no
éramos más que un pasatiempo, un juguete con el que
entretenerse con discreción mientras se casaban y tenían
herederos con alguien que considerasen apropiado a su estatus,
alguien a quien mostrar en público.
El problema ya no era si yo podía y estaba dispuesta a
convertirme en su sucio secreto, sino que lo había engañado y
que, tarde o temprano, el mundo entero iba a acabar
enterándose. Dimitri no solo no podía seguir conmigo, sino
que tenía que tomar las medidas necesarias para no convertirse
en el hazmerreír de los bajos fondos. El tipo al que una chica
desconocida había tomado el pelo y casi lo lleva al altar.
Como si el destino quisiese confirmar mis sospechas,
Dimitri se incorporó a la I-90, alejándose de la ciudad. Mis
ojos quemaron traicionándome. Lo contemplé. Parecía llevar
una máscara adusta y apretaba tanto el volante que se
traslucían sus nudillos. Estaba preparándose para algo que no
deseaba hacer, algo que odiaba hacer y que le causaba dolor.
Iba a matarme.
En cualquier otra situación, con cualquier otra persona,
habría entrado en pánico, habría hiperventilado y mi mente se
habría puesto a trabajar a mil por hora buscando una ruta de
escape. Pero no estaba con otro, sino con él, y, por más que me
doliese, comprendía que era su deber y que se trataba de mi
vida o de la suya. Dimitri había elegido. Aun cuando yo
prefería morir a perderlo, de algún modo dolía descubrir que
yo no le importaba tanto como él a mí. Cerrando los párpados,
me relajé en el asiento y me concentré en respirar.
Cuando sabes que estás a punto de morir, tu vida entera
parece lanzarse a una carrera en la que compiten por pasar
delante de tus ojos: las cosas que hiciste, las que dejaste de
hacer, aquellas de las que te arrepientes y aquellas otras que se
quedaron en el tintero.
Supongo que era una suerte que no quedase demasiada
gente en mi vida. No tenía a nadie a quien dejar atrás. No
realmente, al menos. Cogí el móvil nuevo y tecleé un mensaje
a las únicas dos personas a las que tenía algo que decir antes
de marcharme.
YO: Solo quiero que sepas que, si alguna vez hubiese podido
elegir a una hermana, habrías sido tú. Gracias por ser como
eres, no cambies nunca.
BUNNY: ¿Por qué dices eso? ¿Ocurre algo?
—¿Qué estás haciendo? —la voz de Dimitri fue tan fría e
impersonal como su rostro al echarme una ojeada ladeada.
Tragué saliva. No deseaba que todo acabase así.
—Despedirme.
Tras unos segundos, devolvió la mirada a la carretera y yo
volví a activar la pantalla del móvil.
BUNNY: Contesta. ¿Qué está ocurriendo?
YO: Nada. Solo quería que lo supieras.
BUNNY: ¿Dónde estás?
YO: No importa. No le des más vueltas. Estoy bien.
BUNNY: ¡Dime ahora mismo dónde estás!
Me tomé mi tiempo en responder. ¿Era mejor ocultárselo o
dejar que supiese la verdad? Miré a una señal en el lateral de la
carretera.
YO: En la I-90. Dirección Massachusetts, Turnpike.
BUNNY: ¿Estás con él?
YO: Sí.
BUNNY: Búscate una excusa. Dile que tienes que ir al baño o
que quieres tomar un café. Lo que sea. Sal de ahí y corre como
si tu vida dependiera de ello.
YO: Ya es demasiado tarde. Sabe que no soy tú. Tu tía estuvo
en el hotel.
BUNNY: No es tarde hasta que dejes de respirar. Haz que pare
el coche y entretenlo. Enviaré a alguien a por ti.
YO: No. Acepto las consecuencias, es lo que ha de ocurrir y
no lo siento. Te quiero.
La bloqueé de modo que no pudiese seguir presionando.
No era así como quería pasar mis últimos momentos.
Revisando mis contactos de WhatsApp busqué a Sokolov.
YO: Gracias por todo. Cumpliste tu palabra y me protegiste
hasta el final. Quiero que sepas que te lo agradezco de corazón
y que, sea lo que sea que creas haberme hecho o que te toque
hacer, te perdono.
Salieron la parejita de tics azules señalándome que lo había
leído, pero no llegó ninguna respuesta. Lo que sí entró fue una
llamada a través del sistema de comunicación del coche. Al
ver el número, Dimitri lo cogió en el terminal en vez de darle
paso por el panel de navegación del vehículo.
—¿Sí? —preguntó entre dientes, antes de escuchar a quien
yo sospechaba que era. Sokolov al otro lado.
Dimitri replicó en ruso y me dirigió una mirada oscura.
Apagué el móvil y lo guardé en el bolso. Dimitri acabó por
colgar sin contestar.
—Era Sokolov. ¿Por qué le has enviado ese mensaje?
—¿Necesito explicarlo?
—Sí.
—Sé lo que está ocurriendo y lo comprendo. Se ha
comportado bien conmigo, se merece saber que no lo culpo.
Abriendo los dedos de uno en uno encima del volante, los
estiró y volvió a apretarlos con tanta fuerza que parecía que
iba a romperlo.
—¿A quién más le has escrito?
—A Anya.
No hubo respuesta esta vez, lo que únicamente confirmó
mis sospechas de que sabía sobre ella.
—Siento lo que ha pasado. Sé que no me vas a creer, pero
tus hombres me cogieron por confusión. Cuando intenté
aclararlo no me creyeron, y luego caí en la cuenta de que la
verdad solo acabaría con mi vida, por lo que hice lo único que
se me ocurrió para sobrevivir, y eso fue dejaros pensar que yo
era ella.
—¿Esa fue tu única motivación?
—No, no al cien por cien. —Vacilé, era mi última
oportunidad de explicarle lo que había sucedido y de hacerle
entender que ni yo ni Anya habíamos tenido jamás la intención
de reírnos de él. Era mi momento de ser honesta—. Hacerme
pasar por Anya también me permitió conseguirle tiempo a ella
de escapar. Anya es una chica dulce e inocente y es como mi
hermana. Estaba aterrada de ti y el futuro que la esperaba a tu
lado. No puedes culparla por ello. No te conoce. Jamás me
pidió que lo hiciera, pero quería salvarla de todos modos.
—¿Te sacrificaste por ella para salvarla de mí? —la
amargura en su tono fue evidente al repetir mis palabras.
—Sí, al menos al principio. Luego conocí al hombre que
se escondía tras la imagen de Dimitri Volkov y me enamoré de
él, de ti —me corregí con la boca reseca—. Y ya no hubo
sacrificio que valiese. Me quedé contigo porque era donde
deseaba estar.
El silencio en el coche se hizo casi irrespirable mientras él
mantenía el torso rígido y la vista en el frente. De repente
golpeó el volante con una maldición. Fue tan brusco que me
sobresalté. En cuanto me percaté de que lo hacía por dolor e
impotencia más que por auténtica furia, le coloqué una mano
sobre el muslo.
—Las cosas han ocurrido tal cual tenían que suceder y no
me arrepiento de nada.
—¿Ni siquiera con lo que sospechas que va a ocurrirte? —
preguntó en apenas un susurro.
—Ni a pesar de eso —suspiré—. Y quiero que sepas que
lo comprendo y que te perdono.
El resoplido que soltó sonó casi como un sollozo.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Te lo he dicho, te amo y entiendo la situación en la que
te encuentras.
—¡Maldita sea, kotenok! ¿Por qué me estás haciendo esto?
39
CAPÍTULO
No sé cuánto tiempo me llevó salir del estupor de aquel
depresivo silencio cargado de remordimientos y dolor.
Encendí la radio del coche y busqué en los diferentes canales
hasta que, de repente, el interior del vehículo se llenó con la
voz de Zolita cantando un estribillo que reflejó todo lo que
sentía:
…Bebe mis lágrimas, estoy a tu merced
Te amo más que a nadie, pero no soy digna
Daré mi alma, sacrifícame…
Dimitri la apagó con brusquedad, pero volví a encenderla.
—Kotenok.
Un cartel al lado de la autopista me hizo girarme.
—Tira a la derecha. Hay una salida a doscientos metros.
—Kotenok…
—Píllala. Pase lo que pase luego, tengo derecho a elegir de
qué forma quiero pasar las últimas horas de mi vida.
Apretando la mandíbula, Dimitri puso el intermitente y
tomó la salida.
—¿Qué quieres que haga ahora? —Daba la impresión de
que luchaba por pronunciar cada una de aquellas palabras.
—Aparca en alguna zona tranquila. Quiero que me hagas
el amor, —titubeé—, o al menos que me folles como si lo
hicieses, aunque no sea verdad.
Dimitri encendió su móvil y revisó algo en su pantalla,
envió un par de mensajes, luego siguió conduciendo en
silencio hasta el parking de un motel. Ambos nos quedamos
contemplando el letrero luminoso cuando apagó el motor del
Lamborghini.
—No necesitas…
—No pienso follarte al lado de la carretera al igual que a
una… —Sacudió la cabeza y abrió la puerta—. Espera aquí,
regreso enseguida.
Parpadeé varias veces observando su espalda mientras se
dirigía a la recepción del motel. ¿Tanto se fiaba de que no
fuese a huir o lo había hecho precisamente con el motivo de
ofrecerme una opción de escape? Por un instante estuve
tentada de salir del coche y correr hasta la carretera. Podía
hacer autoestop o esconderme entre la arboleda que había
detrás del establecimiento hasta que él se fuera. Pero ¿qué iba
a hacer luego? ¿Ocultarme el resto de mi vida, siempre
mirando por encima del hombro? Jamás tendría la ocasión de
formar una familia ni de hacer amigos. Tampoco podría volver
a contactar a Anya sin ponerla en peligro, sin contar… ¿iba a
casarse Dimitri con ella si yo ya no estaba? La idea dolía aún
más que la posibilidad de morir.
Mi puerta se abrió y con ella la oportunidad de fugarme.
No apareció ni una sola pista en el rostro masculino que me
permitiese adivinar si le decepcionaba que no hubiese huido.
Salí y lo acompañé en silencio hasta la habitación 113. Me
froté los brazos. El número parecía sacado de una película de
terror y no podría haber sido más adecuado, por desgracia.
Dimitri metió la llave en la cerradura y me cedió el paso al
interior. No hice siquiera el intento por encender la luz. Habría
sido demasiado deprimente comprobar que iba a pasar mis
últimas horas de vida en un motel de tres al cuarto.
Leyéndome los pensamientos, Dimitri cerró tras él sin
pulsar el interruptor. Me giré hacia él. Su rostro quedaba
marcado por las sombras y luces que se colaban por las
cortinas rojas de la pequeña ventana. Resultaba curioso,
porque era como si la parte que quedaba en las sombras
reflejase su interior peligroso y oscuro, mientras que la parte
iluminada mostraba una amalgama de su dolor y
arrepentimiento.
Me acerqué a él dubitativa. En cuanto me tuvo a su
alcance, me atrapó por la cintura y me colocó de espaldas
contra la puerta antes de presionar sus labios sobre los míos en
lo que prácticamente fue un asalto. Sus dedos se hundieron en
mi carne, manteniéndome quieta, y su lengua invadió mi boca
como si necesitase robarme hasta el último de mis recuerdos.
Sabía a desesperación, impotencia y rabia y, aun así,
superando la urgencia y necesidad de su beso, fue el más dulce
y el más sentido que me había dado hasta el momento.
No sé cómo desapareció la ropa de nuestros cuerpos, solo
que acabamos desnudos sobre la cama, conmigo aferrándome
a él, afanosa por sentirlo con cada célula de mi ser. No dejó de
besarme hasta que me llevó a la cama y nos fundimos en uno.
Fue entonces cuando lo rodeé con mis piernas para anclarlo a
mí y él acunó mi rostro entre sus manos con ternura,
estudiándome con ojos tan relucientes que no pude echarles la
culpa a las luces de la calle.
—Contigo siempre fue hacer el amor, incluso la primera
vez que estuvimos juntos en la sala de juegos, kotenok, cuando
decidí que no me importaba quién eras en realidad —murmuró
con aspereza.
Mi boca se abrió atónita.
—Entonces, ¿sabías que yo no era Anya?
—¿En serio me consideras el tipo de hombre que se
casaría con una mujer sin informarse mínimamente sobre ella?
Puede que firmase un contrato para casarme, pero no iba a
pronunciar unos votos ante el altar si no hubiese tenido la
intención de cumplirlos. ¿Por qué crees que hice que fueran a
por mi prometida dos semanas antes de la boda? Pretendía
conocerla antes de dar el último paso.
Si me lo hubiese explicado aquella primera noche, a mi
llegada, habría tenido mis dudas. Sin embargo, si algo había
aprendido durante la última semana era que Dimitri tenía su
propia ética. Una que atesoraba por encima de todo. Podía no
ser la habitual, ni siquiera una que cubriera por entero todos
los aspectos de su vida, pero era una en la que creía y que
seguía al pie de la letra por mucho que le costase. Era casi
como si con ella tratase de preservar algo de su humanidad o
su alma, y que, por ello, tenía prioridad sobre cualquier otra
moral que alguien pudiese tratar de imponerle desde un
púlpito, porque con ella tenía que compensar aquellas normas
que no eran compatibles con su rol en la vida.
—No. Sé que no —afirmé con seguridad.
Los músculos de su cuerpo se relajaron ante mi respuesta y
comenzó a moverse en mi interior despacio, con delicadeza,
hasta con veneración, mientras me sostenía la mirada. No
podía más que preguntarme si estaba grabando en su retina mi
semblante y mis expresiones con la intención de memorizarlas
para cuando ya no estuviese. Se me escapó un sollozo y, antes
de que consiguiese hacerlo el siguiente, lo besé.
Esta vez no había confusiones ni mentiras entre nosotros.
Era yo, Tess, y él lo sabía. Era mi momento, el nuestro, para
olvidarnos de todo lo que no fuese aquel preciso instante. El
último que tenía con él. Ansiaba sentirlo, que me llenase, que
borrase cualquier pensamiento que no estuviera anclado en el
aquí y ahora y quería convertirlo en una parte de mi alma que
pudiese llevarme conmigo a donde fuera que terminase aquella
noche.
Sin necesidad de palabras o ruegos, Dimitri me dio lo que
necesitaba, ofreciéndose a mí del mismo modo en que yo me
entregaba a él. El dolor era tan dulce, tan cargado de agonía,
que hasta a él me aferré.
—Ty byla i vsegda budesh’ yedinstvennov zhenshchinoy v
money zhizni, kotenok. Moy kotenok.
—Siempre me ha parecido sexi que me murmuraras en
ruso cuando estábamos haciendo el amor. Aunque nunca me
has explicado qué significa. ¿Lo traduces para mí?
Dimitri vaciló.
—Acabo de jurarte que eres y serás siempre la única mujer
de mi vida, gatita. Mi gatita. —Me retiró una lágrima con el
pulgar y me sonrió con tristeza—. Me has marcado mucho
más de lo que jamás puedas imaginarte. Me has robado una
parte de mí que será imposible de recuperar, y no me
arrepiento. Porque sé que contigo lo único bueno que quedaba
de mí está a salvo. Yo…
Incapaz de seguir escuchándolo sin quebrarme, lo besé.
Puede que fuese a morir, pero al menos iba a hacerlo
convencida de que el hombre al que amaba iba a recordarme
cuando ya no me tuviese junto a él.
Mis sollozos se entremezclaron con los suyos y la dulzura
con la desesperación, llevándonos hacia un urgente frenesí en
el que nos aferramos el uno al otro dispuestos a naufragar
juntos. Entremezclado con mi angustia, el placer me dominó
expandiéndose en mi vientre y explotando con la misma furia
que comenzaba a dominar el choque de nuestros cuerpos. El
instante en que el mío comenzó a convulsionar, Dimitri me
siguió con un gruñido torturado.
—¡Tess!
De repente todo quedó en silencio. Tanto que parecía que
el mundo se había detenido. Solo quedaba el ruido de nuestras
respiraciones alteradas, el rápido latido de mi corazón y el
ronroneo gripado del viejo sistema de aireación. Dimitri se
dejó caer junto a mí y me arrastró con él sujetándome contra
su pecho.
Es curioso que en un momento en el que deberíamos haber
vaciado nuestros corazones diciéndonos lo que aún nos
quedaba por confesar, ninguno de los dos hablara, y que ni
siquiera sintiésemos la necesidad de hacerlo. Era como si entre
ambos se hubiese establecido una conexión que nos permitiese
adivinar cómo se sentía el otro.
—¿Cuánto nos queda? —pregunté cuando la capa húmeda
entre mis muslos se enfrió al punto de rayar lo incómodo.
Dimitri soltó un profundo suspiro, pero, antes de que
pudiese contestar, su móvil vibró y la diminuta estancia se
iluminó con la luz de la pantalla. Su cuerpo se puso rígido.
—Cógelo, voy a ducharme y vestirme —murmuré a
sabiendas de que nuestro tiempo había acabado.
40
CAPÍTULO
Intenté no pensar mientras contemplaba las deslumbrantes
luces de los coches que circulaban a nuestro alrededor en la
autopista. Ahora que mi último deseo se había cumplido, y que
a Dimitri y a mí ya no nos quedaba nada que confesar, la única
realidad que tenía frente a mí era mi muerte.
—¿Falta mucho?
No importa lo racional que una intente ser o que crea
haberlo asumido, tener la certeza de que vas a morir asusta, y
mucho. Es la incertidumbre, el no saber si dolerá, si la agonía
se alargará o qué ocurrirá después. Siempre había evitado darle
demasiadas vueltas al tema de la muerte. No tenía la edad para
hacerlo. Se suponía que aún me quedaba toda una vida por
delante. Me equivoqué.
—No.
La mano cálida de Dimitri rodeó la mía transmitiéndome
fuerza y la certeza de que no estaba sola. Su presencia era lo
único que me mantenía entera. No quería que su último
recuerdo de mí fuese una joven aterrada que se aferraba a él
rogándole por dejarla vivir. Si no me mataba él, lo haría otro, y
si tenía que elegir, entonces, prefería hacerlo en sus manos.
—Quizá debería de escribir una nota de suicidio, de esa
forma, si alguna vez encuentran mi cuerpo, no podrán echarte
la culpa.
Dimitri me soltó.
—No habrá ningún cuerpo que encontrar.
Tragué saliva.
—Hemos pasado varias horas en un motel. Sabrán que la
última persona con la que estuve fuiste tú.
—Deja de darle vueltas. No quiero hablar de esto contigo.
—Pero yo…
—¡Maldita sea! ¿Crees que para mí es fácil? —Dimitri
golpeó el volante con furia.
Debería haberme enfadado con él, sin embargo, lo que
sentí fue lástima. Yo no era la única que estaba angustiada, la
diferencia era que mi sufrimiento tenía fecha de caducidad y él
tendría que vivir con lo que había hecho durante el resto de su
existencia.
Le cogí la mano y miré por mi ventanilla, ocultándole las
lágrimas que me corrían por las mejillas. ¿Era necesario que
todo resultase tan complicado hasta el final? Perdida en la
batalla con mis sentimientos, no me di cuenta de que llegamos
a nuestro destino hasta que Dimitri aparcó ante un almacén de
hormigón y salió del coche.
A solas, me sequé con rapidez las mejillas húmedas. Para
mi sorpresa, del edificio salió Sokolov. Me recorrió un
estremecimiento cuando me echó un vistazo con semblante
grave antes de hablar con Dimitri y darle un apretón en el
hombro. Me quité el anillo de compromiso y lo dejé en la
guantera. Salí del Lamborghini y miré a mi alrededor.
—Kotenok… —Dimitri vaciló y echó una mirada por
encima de su hombro a donde esperaba Sokolov.
—¿Un aeropuerto? —pregunté sorprendida.
Tenía una única pista y excepto por un jet iluminado con
una escalinata, el resto de los aviones eran pequeñas avionetas
aparcadas a unos cien metros. Por lo demás, el lugar parecía
aislado y solitario. No era el mejor lugar en el que morir,
aunque sin duda era perfecto si se trataba de matar a alguien.
Dimitri me cogió el rostro entre ambas manos y me obligó
a mirarlo.
—Lo siento, kotenok, yo…
—Está bien. Hagámoslo de una vez. La espera me está
sacando de quicio. —Intenté sonreír a pesar de que dudaba que
el resultado fuese algo más que una mueca deformada.
—Te amo, gatita. Sé que nunca te lo demostré, aun así,
quiero que sepas que tener que hacer esto me está matando. Si
pudiese elegir, lo abandonaría todo y me iría contigo a
cualquier sitio del mundo en el que estuviera seguro de que
nadie pudiese encontrarnos, pero para mí ya es demasiado
tarde. Uno no puede llegar a mi posición en la Bratva y esperar
que lo dejen marchar sin consecuencias.
—¿Qué…? —Parpadeé confundida—. ¿De qué estás
hablando?
—Te amo y quiero que seas feliz. Si fuera un hombre
bueno y honrado te aconsejaría que me olvides, pero soy
demasiado egoísta. Necesito agarrarme a la esperanza de que
guardes esa parte que aún me queda de humano y que la lleves
siempre contigo.
—Dimitri…
Sus labios acariciaron los míos en un roce tan delicado que
apenas se sentía como el aleteo de una mariposa. Con los ojos
apretados, Dimitri apoyó su frente contra la mía mientras mi
mente corría a mil por hora en busca de un sentido a lo que
estaba ocurriendo.
—Lo siento, kotenok. —Dimitri se irguió y, contradiciendo
el brillo rojizo en sus ojos, su semblante adquirió esa máscara
fría y desapegada que solía usar en su papel de jefe de la mafia
rusa.
Me dio la espalda y se fue. Así, sin más.
—Espera, Dimitri… —¡No podía dejarme!, ¡no así! No sin
aclararme qué era lo que estaba pasando—. ¡Dimitri!
Fui a correr detrás de él, pero Sokolov me sujetó.
—Lo siento, printsessa. Es mejor así.
Desesperada, miré a mi espalda para encontrarme con la
mirada cargada de lástima de Sokolov.
—No, espera, S., déjame hablar un minuto con él. No he
podido despedirme. Necesito… necesito decirle lo que siento.
—Ya lo sabe, printsessa.
—No… —Sacudí la cabeza—. ¡Dimitri! ¡Dimitri! —
chillé, grité y traté de escapar del férreo agarre de Sokolov.
Fue inútil. Dimitri se montó en el Lamborghini sin
mirarme y arrancó.
—¡Dimitri! ¡No, por favor!
Por un breve instante la luz del hangar cayó sobre su
rostro. Me pareció ver el centelleo de una diminuta gota que
resbalaba por un rostro que, por lo demás, aparentaba estar
esculpido en roca. Un pinchazo en el cuello me privó de la
posibilidad de analizar lo que estaba viendo. Mis piernas
cedieron bajo mi peso y mi mundo se tornó tan negro, oscuro y
frío como lo estaba mi corazón.
—Lo siento, printsessa. Es la única forma.
41
CAPÍTULO
Mi cuerpo se sentía como si estuviese hecho de plomo y mi
lengua, pastosa y torpe, se negaba a obedecerme. Por un
momento pensé que estaba muerta, pero era imposible. En
especial cuando mi cerebro amenazaba con explotar en una
lluvia de tropezones de materia gris. ¡La madre que me parió!
¡Cómo dolía! Solo podía esperar que de verdad no estuviese
muerta, porque, si lo estaba, la eternidad que me esperaba era
peor que el mismísimo infierno.
Con un esfuerzo ingente, logré parpadear y poco a poco
entreabrir los ojos. Me encontraba en un dormitorio amplio,
elegante, iluminado y desconocido, decorado en tonos grises y
cremas. Era lujoso y con los suficientes detalles que permitían
deducir que no se trataba de una habitación de hotel. La cama
era algo más amplia que una individual sin llegar a ser de
matrimonio y sobre la mesita de noche había una botellita de
agua y una de esas cámaras con sonido, que suelen usar los
padres para vigilar a sus bebés.
—¿Hola? —pregunté con voz rasposa.
Con un gemido, traté de alcanzar el agua que parecía
encontrarse a kilómetros de mí. La primera vez que me
secuestraron y durmieron había sido mala, pero esta resaca era
muchísimo peor. La puerta se abrió sin previo aviso
arrancándome un jadeo asustado.
—¡Hola! Ya me tenías preocupada.
Mis ojos acabaron por abrirse del todo.
—¿Anya? —la pregunta salió como un graznido.
—¿Quién, si no? —Anya se sentó en el borde de la cama y
me abrazó con entusiasmo.
Su cercanía y comprobar que estaba bien fueron todo lo
que hizo falta para que se rompiera la presa que había estado
tratando de retener en las últimas semanas. Sollozando me
aferré a ella como si fuese mi último salvavidas.
—¡Eh! ¿Por qué lloras? Estás viva y a salvo. Olvida lo
demás.
Estaba viva y a salvo, sí, pero ¿a qué precio? La imagen de
Dimitri, alejándose sin mirar atrás, seguía desgarrándome por
dentro y la simple idea de no volver a verlo me destrozaba el
alma. Ni siquiera me había ofrecido una explicación a lo que
hizo.
—¿Dónde está Sokolov?
Por un segundo me pareció que Anya se puso rígida, sin
embargo, tras apartarse de mí, me sonrió.
—Te entregó y se fue.
Con el corazón azuzado por la repentina urgencia, miré a
la mesita de noche.
—¿Y mi móvil?
—No lo sé. No llevabas nada encima cuando te trajeron.
—¿Me trajeron aquí?
Anya titubeó.
—Sí.
—¿Dónde estamos?
—En Canadá.
—¿Canadá? No, imposible. Tengo que volver a Boston.
—Tess…
—Necesito hablar con Dimitri…
—Tess…
—Es importante, él…
—¡Tess! No queda nada más que tengas que hablar con él,
ya está todo solucionado.
—¿Se ha solucionado? ¿Dimitri ha hablado contigo?
—Con mi tía. Han renegociado el acuerdo.
—¿Qué? —Mi corazón dio un respingo de felicidad.
¿Dimitri había anulado el contrato con los Smirnov? Si
consiguió llegar a otro tipo de acuerdo con ellos, entonces, no
quedaba nada que impidiese que estuviésemos juntos—. ¿Ya
no tienes que casarte con él?
—Puedes olvidarte de él.
Si no hubiese sido porque estaba estudiando su rostro para
confirmar que no me mentía, no me habría dado cuenta de que
la sonrisa no le llegaba a los ojos.
—Anya, en serio, ¿se ha anulado tu boda?
—Sí, te lo he dicho, no hay motivos de los que
preocuparte.
—Necesito hablar con él.
—No creo que sea buena idea.
—Yo… Te lo contaré luego. Tú consígueme el número
para que pueda contactarlo. Es importante.
Anya frunció los labios y los movió de un lado a otro.
—Imagino que podría preguntarle a mi tía Katerina. Dudo
que le entusiasme la idea. Lo intentaré de todos modos. De
cualquier forma, tendrás que esperar. Ha ido a recoger el traje
de novia.
—¿Qué traje? —Mi corazón dejó de latir—. Acabas de
decir que la boda se anuló.
—No, lo que se ha anulado es mi compromiso con Dimitri,
es ella quien se casará con él el sábado de la semana que
viene.
Me paralicé. Debía de haberla entendido mal.
—¿Perdón?
—Después de lo que pasó, Dimitri se negó a casarse
conmigo. Dijo que prefería a una mujer madura y segura de sí
misma, que no lo temiera y que estuviese dispuesta a disfrutar
la vida junto a él. Parece que durante la negociación
descubrieron que ella era su pareja ideal. —Fue imposible
pasar por alto el sarcasmo en su voz.
—Pero… —Tragué saliva—. Ella es al menos quince años
mayor que él.
—No seas hipócrita, Dimitri tenía nueve años más que yo.
No veo la diferencia.
Abrí la boca con la intención de recordarle que los
embarazos de su tía serían de riesgo. Volví a cerrarla. Solo
estaba buscando excusas. La realidad de que Dimitri decidiera
renegociar el contrato sin pensar en mí se sentía como una
traición. Recordé sus palabras antes de dejarme en el
aeropuerto con Sokolov.
«Te amo, gatita. Sé que nunca te lo demostré, pero quiero
que sepas que tener que hacer esto me está matando. Si
pudiese elegir, lo dejaría todo para irme contigo a cualquier
sitio del mundo en el que estuviese seguro de que nadie
pudiera encontrarnos».
¿Cómo era posible que lo hubiese dicho con tanta pasión y
sinceridad, y que apenas un día después ya estuviera
comprometido con otra mujer? La única explicación que se me
ocurría era que me había mentido.
—¿Estás bien? —Anya me estudió preocupada.
Me obligué a sonreír.
—Tengo una migraña que parece que vaya a hacerme
estallar la cabeza, por lo demás, bien.
—¿Quieres que bajemos a comer algo?
—Ahora mismo soy incapaz de comer, gracias.
Me alegraba comprobar que ella se encontraba bien, pero
lo único que quería era estar a solas para relamer mis heridas y
acostumbrarme a la idea de que el hombre, por el que la noche
anterior había estado dispuesta a morir, me había traicionado y
engañado a fin de deshacerse de mí sin demasiado drama.
—En ese caso —Anya se levantó y se alisó la falda—,
¿qué tal si te pido un chocolate caliente y te traigo un
analgésico para el dolor de cabeza?
—Te lo agradecería. —Sonreí con debilidad y esperé a que
se marchara.
Al menos Katerina no parecía haberle revelado a su
sobrina que me había acostado con él. No creía que Anya se
enfadase conmigo por tener una relación íntima con su
prometido impuesto, en especial ahora que ya no iba a casarse
con él, pero prefería ahorrarme la humillación de que todo el
mundo se enterase de mis sentimientos por Dimitri. ¿Qué
podría ser más patético que una cría como yo enamorada de un
hombre como él?
Apreté los párpados ante la respuesta: Una que se había
dejado usar y engañar por él.
42
CAPÍTULO
Cuando volví a abrir los ojos estaba oscuro. Tambaleándome,
logré llegar al baño. Apenas conseguí mantenerme de pie para
refrescarme. Al regresar a la cama, le di dos bocados al
sándwich que me habían preparado y me tomé otra pastilla.
Los siguientes días fueron básicamente un duermevela
continuo en el que únicamente me levantaba para ir al baño,
probar algunos bocados, tomarme el analgésico que solían
dejarme y ocultarme de nuevo bajo las sábanas. La angustia de
enfrentarme a la traición y la humillación, pero sobre todo a
mi corazón roto, me tenían exhausta. Parecía que mientras más
durmiese, más cansada me encontraba, y, a medida que el día
de la boda de Dimitri con Katerina se fue acercando, mi estado
empeoraba. En realidad, ni siquiera era consciente de la
cantidad de días que transcurrieron. Suponía que debían de
haber sido unos cinco o seis, aunque cualquiera sabía.
Un par de veces, Anya me visitó y me obligó a ducharme.
Bendita era, al menos no insistía en que saliera de la
habitación. Estaba agotada, y era lo último que me apetecía
hacer.
No fue hasta varios días después que al fin me mantuve
despierta el tiempo suficiente como para plantearme mi
situación y comprender que, como invitada de Katerina
Smirnova, no podía seguir pasándome las jornadas enteras en
la cama. Sin contar que no tenía muy claro qué era lo que iba a
hacer tras la boda. Lo último que quería era arriesgarme a que
Dimitri apareciese por la casa de su esposa y tener que
enfrentarme a su burla.
Haciendo de tripas corazón, me levanté a ducharme,
ponerme ropa limpia e ir en busca de Anya. Acostumbrada a
que en la mansión de Dimitri hubiese apostado un hombre en
cada cruce de pasillos, la de Katerina estaba desierta en
comparación. Fue una sirvienta la que me encontró y me guio
hasta una mesa en la terraza, donde me sirvieron una infusión
y unos sándwiches vegetales. Anya no tardó en aparecer y
hacerme compañía.
—¿Cómo te encuentras? Sigues pálida. —Como para
confirmarlo, me deslizó una pastilla.
—Mareada, pero mejor. —Estudié la diminuta píldora
ovalada dubitativa. El rato que llevaba despierta el dolor de
cabeza había mejorado notablemente. Puede que solo fuese un
efecto de pasarme tanto tiempo acostada.
—Me alegro.
—Me da vergüenza llevar tantos días en la cama sin
levantarme.
Anya encogió un hombro.
—Después de lo que has pasado, te lo mereces. Nadie te lo
va a echar en cara.
Intenté sonreír.
—¿Qué me he perdido?
—No mucho. Mi tía viajará mañana a Boston a ultimar los
preparativos de la boda. Yo la seguiré el viernes.
Me llevé la taza a los labios con el propósito de ocultarle
mi expresión.
—¿Sigues teniendo el dinero que teníamos ahorrado para
el viaje?
Ella apartó la mirada.
—Lo siento. Me lo quitó mi tía cuando me encontró. Era
su forma de asegurarse de que no volviese a escapar sin su
permiso.
—¡Mierda! —Entre las dos habíamos ahorrado unos diez
mil dólares, dinero sobrado para viajar con sencillez y
garantizarnos unos meses de independencia.
—¿Podrías dejarme un ordenador? Necesito encontrar
trabajo y un lugar en el que vivir.
Anya dejó su cucharilla con extremo cuidado en el plato.
—No tienes permiso de residencia. Es imprescindible si
quieres trabajar.
Dejando caer la cabeza en mis manos, cerré los ojos.
—Genial —repliqué con amargura—. Ni se me ocurrió
plantearme la parte legal del asunto. No puedo regresar a
Europa si no encuentro primero un trabajo y no puedo trabajar
porque no tengo permisos. Apuesto a que no estoy aquí ni
siquiera de forma legal. ¿Sokolov te entregó mis cosas?
En el bolso que me entregó la noche de la gala, además del
móvil había encontrado un pequeño monedero que contenía la
tarjeta bancaria que me entregó Dimitri. Era dudoso que aun
siguiese activa, pero igual, si tenía suerte, se habían olvidado
de ello y podría comprarme un billete de avión antes de que la
anulasen. No era algo que le sentase bien a mi dignidad, pero
tiempos desesperados requerían medidas desesperadas.
Una vez en España, las cosas iban a resultarme mucho
menos complicadas. ¡Joder! Ahora que lo pensaba, ya no
estaba ni en Estados Unidos. Estaba en Canadá y de forma
ilegal. Lo único que me faltaba era que las autoridades me
pescaran.
Anya me cogió la mano y me la apretó.
—Deja de preocuparte por esos detalles. Por ahora no
necesitas ningún trabajo. Te quedarás aquí conmigo y
encontraremos una solución para lo demás cuando llegue el
momento. Lo que debes hacer es centrarte en tu recuperación.
—Yo… —Me forcé a tragarme el nudo que se me había
formado en la garganta—. Gracias.
—Ya te he dicho que eres como mi hermana. —Anya me
sonrió—. Teníamos planes, puede que ahora que no tengo que
esconderme podamos viajar como planificamos.
Asentí y tomé una profunda inspiración.
—¿Cómo es que regresaste con tu tía?
Ella encogió un hombro.
—Me encontró.
—¿Y ya está? —fruncí el ceño ante la escueta respuesta.
—Le conté de mi miedo a Dimitri y lo comprendió. —
Había algo en la forma en la que Anya se movía que me decía
que estaba obviando información. Puede que fuese porque
movía las manos con demasiada soltura, casi como si
pretendiese fingir indiferencia.
—Vamos, tómate la pastilla. Te acompaño a tu dormitorio
y de paso te enseño el mío, así sabrás dónde encontrarme.
La habitación de Anya, a solo unas puertas de la mía, era
básicamente idéntica, aunque con algunos toques más de color
y con la calidez que dan los libros y los objetos personales.
—¿Qué pasará el viernes conmigo? —pregunté,
dejándome caer cansada sobre su cama.
—Puedes quedarte aquí. No necesitas asistir a la boda.
Imagino que no tendrás muchas ganas de encontrarte con él y
revivir tu pesadilla. Además, sería incómodo para todos.
Podría haberle dicho que una parte de mí se moría por
volver a verlo, pero en el fondo tenía razón, por mucho que
quisiese tenerlo frente a mí y exigirle que me mirase a la cara
y que me explicase qué era lo que había pasado, no me
encontraba preparada aún para pasar por ahí.
—Gracias.
—¿Te estás quedando dormida en mi cama? —rio Anya—.
Vamos, arriba, te acompaño a tu cuarto. No pienso dormir en
el sofá. Duermes como una momia.
Me encogí con una sensación de rechazo. Anya nunca
había tenido problemas con que me quedase a dormir con ella
en el instituto, y aquella cama era lo bastante espaciosa como
para que pudiésemos hacer un trío. Aun así, regresé a mi
dormitorio apenas a tiempo de desplomarme sobre la cama y
cerrar los ojos. Incluso taparme requería una energía de la que
no disponía.
En contra de mis buenas intenciones, los siguientes dos
días volvieron a convertirse en una repetición de los
anteriores. Por mucho que trataba de espabilar, pasé más
tiempo durmiendo que despierta, y durante los escasos ratos en
que no estaba encamada, apenas conseguía mantenerme
erguida y sin abrir la boca para bostezar. Incluso a mí
comenzaba a llamarme la atención el cansancio continuo.
Imagino que Anya tenía razón y estaba enfrentándome
también a una depresión, aunque los motivos estaban muy
alejados de lo que ella pensaba. Lo peor era que, cuando
trataba de mantenerme despierta, apenas lograba caminar sin
sujetarme por el mareo continuo. Fue así como llegué a la
habitación de Anya. Llamé tres veces antes de entrar. Me bastó
oír la ducha en funcionamiento para adivinar dónde se
encontraba, de modo que me senté en el sillón a esperarla.
Sonreí al ver el intercomunicador con el que me vigilaba.
Solo Anya se preocupaba de mí hasta el punto de mantenerme
vigilada. Con un suspiro estudié el resto de la decoración. Mi
mirada cayó sobre su móvil tirado con descuido en la cama, y,
aunque al principio no reaccioné, la tentación me superó y
acabé por cogerlo para conectarme a internet y hacer tiempo.
Conociendo a Anya, le quedaba muy bien otra media hora en
la ducha.
Entré en las noticias para ponerme al día de lo que sucedía
por el mundo. Como de costumbre, el planeta seguía tan
jodido como lo había dejado la última vez: rencillas bélicas,
maltrato, corrupción política… No podía más que plantearme
si el mundo de Dimitri en realidad se diferenciaba tanto de lo
que la gente normal vivía a diario.
La vibración del teléfono me avisó de un mensaje entrante
y en la parte superior apareció una previsualización del
mismo:
TÍA KATERINA: Tengo una reunión con Dimitri dentro de
una hora. Necesito la foto de hoy.
Estuve por abrir el mensaje, tenía el dedo encima para
abrirlo, sin embargo, en el último segundo dudé. Anya y yo no
solíamos tener secretos y estaba convencida de que, si le
preguntaba acerca de ello, luego iba a contármelo. Nunca
había leído sus mensajes en su ausencia y me costaba empezar
a hacerlo ahora.
Contemplé la pantalla. Si no hubiese mencionado a
Dimitri, ni siquiera me habría llamado la atención, pero el
mensaje era cuando menos curioso. «La foto de hoy». ¿A qué
se refería? Cediendo a mi curiosidad entré en la carpeta de
imágenes y las revisé. Al principio no reparé en las fotos de mí
misma durmiendo, hasta que me di cuenta de que se
intercalaban con los últimos selfis de Anya y de que eran
demasiado frecuentes. Fijándome en las fechas en que se
tomaron, cualquier duda sobre si efectivamente eran
fotografías actuales quedó despejada. Eran una o dos por cada
día que había estado en aquella casa. Distintas posturas y
siempre con el despertador electrónico al fondo y con la fecha
visible. ¿Qué demonios significaba aquello?
El sonido de la ducha se detuvo. Sin siquiera pensarlo me
levanté de un salto, tiré el móvil a la cama y salí sin hacer
ruido para regresar a mi habitación y meterme en la cama de
espaldas a la cámara que me vigilaba desde la mesita de
noche.
¿Eran mías las fotos que pedía Katerina? ¿Y para qué las
quería Dimitri? Cada respuesta que se me ocurría era más
estrafalaria que la anterior y la única que tenía un mínimo de
sentido era que Dimitri quería una muestra de que no había ido
a la policía a denunciarlo y que no tenía tampoco planificado
hacerlo.
Los pasos ante mi puerta me hicieron cerrar los ojos.
Quien fuese el que entró, lo hizo procurando no hacer ruido.
Enseguida me llegó el olor a gel de baño. Acto seguido, sonó
el característico ruido de un móvil al sacar una instantánea y la
persona volvió a marcharse.
Mis uñas se clavaron en las palmas bajo las sábanas.
Estaba claro que ya no existía confusión posible. Las fotos que
pedía Katerina eran las mías. Solo me quedaba por averiguar
el motivo y hasta qué punto me encontraba de nuevo en
peligro.
Podía haber estado dispuesta a perder mi vida una vez por
Dimitri, pero no tenía intención de hacerlo una segunda. No
cuando me había demostrado que no se lo merecía.
43
CAPÍTULO
Me desperté empapada en sudor y con la respiración
entrecortada por mis sollozos. Intenté tranquilizarme,
convenciéndome de que el Dimitri de mis sueños, que me
perseguía con una cuerda y la camisa ensangrentada, no era
auténtico y su objetivo de matarme tampoco. El Dimitri de la
vida real tuvo la oportunidad y no lo hizo. Aunque cualquiera
sabía si la próxima ocasión en la que nos tropezáramos
seguiría siendo tan benevolente.
Un vistazo a la mesita de noche me reveló que eran las
cuatro de la madrugada, el intercomunicador con el que me
vigilaban seguía encendido y, como de costumbre, encontré un
sándwich, agua y una pastilla. Cogí la botellita y golpeé con
disimulo el aparato de vigilancia tirándolo al suelo. Esperaba
que nadie estuviese vigilándome a aquella hora de la
madrugada, pero pronto iba a comprobarlo. Le di un par de
bocados al sándwich escupiéndolos en mis palmas y me los
llevé junto a la píldora al baño para tirarlos al retrete.
Mi estómago sonó en protesta, aun así, no estaba dispuesta
a quedar expuesta en la casa de una familia mafiosa en la que
la única persona en la que había confiado me sacaba
fotografías mientras dormía. Rezaba para que hubiese una
buena explicación detrás. Anya había sido como una hermana
durante los años que pasamos juntas en el internado en Suiza.
Me enjuagué la cara con agua fría en un intento de no pensar
en el profundo sentimiento de traición. ¿Quién más quedaba
por traicionarme?
Sin encender la luz, regresé al dormitorio y me acerqué a
la ventana. Apoyé mi frente contra el cristal con la intención
de enfriar mi piel sudorosa y tratar de aliviar el persistente
dolor de cabeza que amenazaba con hacerme saltar los ojos de
sus cuencas, haciéndome sentir más miserable aún de lo que
ya estaba.
Dimitri también me había traicionado. ¿Cómo era posible
que lo echase tanto en falta? Debería haberlo odiado por sus
mentiras, por haberme usado en sus planes, por jugar con mi
inocencia y mis sentimientos, y, aun así, la angustia que me
resquebrajaba por dentro no hacía sino incrementar mi
necesidad de estar con él, de sentir sus brazos a mi alrededor
protegiéndome del mundo. Soñaba con que viniese a por mí
para contarme que todo era mentira, que me amaba y que
estaba dispuesto a dejar incluso la Bratva por mí. Era egoísta
por mi parte, pero lo necesitaba, aunque de sus labios solo
saliesen mentiras.
Por primera vez en mi vida comprendía el motivo que
existía detrás de las mujeres que aceptaban ser la «otra» de
hombres casados y con familia, que vivían una doble
existencia en la que ellas eran poco más que un secreto sucio.
No sé si habría sido capaz de hacerlo, o si hubiese aguantado
durante mucho tiempo en una relación tan ficticia como
aquella, pero lo comprendía. Era patética, no había otra forma
de calificarlo. Sin embargo, incluso cuando Natalia me lo
había advertido, algo dentro de mí seguía negándose a creer
que todas las palabras de Dimitri, sus miradas y acciones
pudiesen haber sido falsas.
Comprobé el despertador. Veinte minutos y nadie se había
presentado aún. Me coloqué el albornoz y bajé a la cocina.
Que el interior no estuviese igual de vigilado como la mansión
de Dimitri era una ventaja. Jamás habría podido llegar tan
lejos en su casa sin que me siguiesen las miradas de al menos
cinco hombres. Suponiendo que me hubieran dejado pasearme
sin que alguien me pisara los talones, claro estaba.
Me mordí los labios al recordar a Sokolov. Era otra de las
personas que me la jugaron. Por algún motivo que desconozco,
aun a sabiendas de que era un mafioso capaz de quitarle a
alguien la vida sin pestañear y que su lealtad siempre se
mantendría de parte de su jefe, llegué a creer que entre
nosotros existía una extraña amistad que lo hacía apreciarme
de alguna forma. Que me hubiese abandonado sin más en casa
de los Smirnov o que no me hubiera avisado de la
manipulación de Dimitri…
¡Dios! ¿A quién pretendía engañar? Era su función
obedecer a su jefe. No podía culparlo, aunque solo fuese para
conservar la falsa esperanza de que seguía existiendo algo
bueno en una persona a la que conocía. ¿Cómo de jodido era
eso?
La cocina se iluminó con la débil luz del frigorífico al
abrirlo. Inspeccioné distraída su contenido. Mi estómago
gruñó desesperado en cuanto localizó las fiambreras con las
sobras de la cena, el queso y las viandas. A pesar de que la
mayor parte de lo que encontré en el frigorífico tenía pinta de
ser caro, no había tanta comida como cabría esperar. Habría
apostado a que era porque la cocinera iba reponiendo día a día
los alimentos. Imagino que ser rico tenía sus ventajas.
Bebí de la botella de leche fresca y cogí un par de las
fiambreras y un tenedor. Me limité a comer lo justo de cada
una de ellas para que no se notase que alguien había atracado
el frigorífico durante la noche. Se me escapó un gemido de
placer al meterme el primer trozo de carne asada en la boca.
¡Joder! Ya ni recordaba lo bueno que sabía un plato cocinado.
Lo único que me traían a diario era el agua y los dichosos
sándwiches de jamón de york y mayonesa. ¡Mierda! Agua y
Bocadillos. ¿Esa no era la comida que se le daba a un
prisionero?
Enjuagué el tenedor y lo guardé en su sitio,
inspeccionando de paso los cuchillos para hacerme con el más
puntiagudo y cortante. Si algo aprendí conviviendo con la
Bratva era que era mejor prevenir que curar. Me habían cogido
dos veces desprevenida, mejor que no lo hiciesen una tercera
porque no tenía muy claro que fuera a salir indemne de esa.
La siguiente tarea de mi lista de supervivencia para tontas
del bote consistió en revisar la despensa, aprovisionarme con
suficientes aperitivos para picar y no depender en el futuro
inmediato de los dichosos bocadillos que me dejaban cada día
en la habitación.
Me sentí un pasito más cerca de mi antiguo yo cuando salí
cargada con un paquete de cacahuetes, dos manzanas, una
cajita de pan tostado con nueces y una tarina gourmet de queso
para untar. Servirían para mantenerme alimentada hasta que
por la noche pudiese volver a darle un atracón al frigorífico.
Iba de camino al pasillo cuando un par de voces
consiguieron que casi se me desparramase mi valioso botín por
el suelo. Mirando frenética a mi alrededor, busqué un lugar en
el que esconderme. Podría haber justificado mi presencia, pero
no el motivo por el que iba cargada de comida. ¿De dónde
demonios venían las dichosas voces? Casi habría jurado que
procedían de la despensa. ¿Tendría ocasión de subir las
escaleras sin que me encontrasen a mitad de camino? Sin
tiempo para otra cosa, abrí las puertas de debajo de la isleta de
la cocina con el propósito de esconder mi tesoro. Habría
apostado a que se me iluminó el rostro como una bombilla en
la penumbra al descubrir que a la cocinera no le gustaba
demasiado hacer uso de los muebles bajos. O puede que fuese
porque era una cocina tan amplia que una parte de los muebles
estaban allí más por decoración que por auténtica necesidad.
Fuera como fuese, me empaqueté junto con mi comida
doblándome como un acordeón antes de cerrar las puertas.
Maldije en silencio cuando alguien encendió la luz de la
cocina antes de que pudiese recoger el cinturón del batín que
se había quedado atrapado en la puerta.
—Podemos cortar a ese maldito cabrón en cachitos y no
hablará —masculló uno de los hombres al abrir el botellero.
Su compañero se limitó a gruñir. Me estremecí. No
necesitaba mucha más información que aquella para formarme
una imagen de qué habían estado haciendo con anterioridad a
su aparición en la cocina. Como si pretendiera confirmarlo,
uno de ellos se posicionó junto a la isleta, dejándome ver sus
zapatos a través de la fina apertura del mueble y una pernera
manchada con sospechosos goterones de un tono marrón
rojizo.
—Katerina lo quiere vivo hasta el sábado. No me
extrañaría que vaya a usarlo para recordarle al principito quién
es la que lleva los pantalones en la relación.
—Mmm… ¿Crees que le regalará al marido un pedacito de
él como regalo de bodas? —se mofó su compañero—. ¿Cuál
deberíamos envolverle?
—¿La lengua? —La risa del tipo era tan repelente como lo
que decía.
Tragué saliva y me puse a rezar para que a ninguno de
ellos les diese por mirar abajo y descubrir el cinturón, o
porque a nadie le diese por hacer limpieza en la cocina a las
cinco de la madrugada. ¡Mierda! ¿A qué hora venían la
cocinera y las limpiadoras?
Si me hubiesen cogido robando en la cocina, habría sido
mil veces preferible a que lo hicieran después de haber
escuchado aquella conversación de cómo estaban torturando a
un rehén.
—Nah, con eso sabrá que su hombre no ha soltado prenda.
Mejor la polla, así Katerina podrá usarla si su lobito no
consigue cumplir con ella.
¡Un momento! ¿Lobito? ¿Estaban hablando de Dimitri?
¿Por qué hablaban con tanto desprecio de él? ¿Y por qué
Katerina tenía a uno de los hombres de Dimitri y pretendía
chantajearlo o amenazarlo con él? Intente sacar algo más de la
conversación, pero se limitaron a hablar de fútbol, tetas y de
cómo la hija del jefe de la policía se hincó de rodillas frente a
uno de ellos mientras Katerina cenaba con su padre. ¡Aaargh!
44
CAPÍTULO
Cuando conseguí llegar a mi cuarto para esconder la comida y
meterme bajo las sábanas, seguía temblando. Situé el
intercomunicador de nuevo en la mesita de noche, odiando el
hecho de que Anya lo usase con la intención de vigilarme
como a una prisionera. ¡Y yo que pensaba que lo hacía porque
se preocupaba por mí!
Me carcomía la intranquilidad por dentro. Mi cabeza no
paraba de darle vueltas a la información que había descubierto,
y, aunque no tenía muy claro el qué, estaba segura de que el
hombre al que estaban torturando y las fotografías que tomaba
Anya de mí, de alguna forma, se interrelacionaban. Tenía que
descubrir el motivo y solo se me ocurría una forma de hacerlo.
Unas horas más tarde me despertó un ruido. Al abrir los
ojos, Anya apartó con rapidez su móvil como si meramente
hubiese estado comprobándolo.
—¡Buenos días! Hoy parece que has espabilado temprano.
¿Cómo estás?
Gruñí masajeándome la frente con ambas manos. ¿Que
cómo estaba? ¡Con ganas de estrangularla hasta que me
confesase qué era lo que pasaba! Por una vez, fue un alivio
que mi dolor de cabeza me ofreciera la excusa para no tener
que sonreírle.
Un momento… Fruncí el ceño. ¿Adónde había ido a parar
la migraña? ¿Y el mareo? Su ausencia me hizo sentir helada
por dentro.
—Con ganas de asesinar a alguien —mascullé,
sentándome con fingida torpeza.
Anya rio y me dio unas palmadas en el hombro.
—Come algo y tómate una pastilla. Ya verás que pronto te
encontrarás mejor.
Con un vistazo a la mesita, comprobé que había vuelto a
traerme el mismo sándwich de todos los días y una de mis
píldoras. Con la cantidad de sobras que tenían abajo, podrían
hacerme al menos algún tipo de bocadillo diferente de cuando
en cuando.
—Necesito ir al baño. —Me tambaleé hasta allí,
sujetándome a las paredes como si no pudiese mantenerme en
pie, al igual que había hecho los días anteriores, con la única
diferencia de que hoy lo hacía a propósito. En cuanto cerré la
puerta tras de mí, me enderecé y me estudié en el espejo.
Me veía más demacrada, mis ojos se encontraban
hinchados y mi melena parecía un nido de pájaros, sin
embargo, por primera vez desde que llegué allí, me veía con
claridad y era capaz de pensar con absoluta lucidez. Si con
anterioridad había sospechado de Anya, ahora estaba
convencida de que me manipulaba. Lo único que me faltaba
por descubrir era la razón.
Regresé a la habitación echando de nuevo mano de mis
dotes teatrales.
—Toma, aquí tienes tu sándwich. —Anya me acercó el
plato, pero me limité a mirarlo con desinterés.
—No tengo mucha hambre —mentí tendiéndome.
La irritación en sus ojos pasó tan rápido que no habría sido
capaz de afirmar si era un producto de mi imaginación o no.
—¿Quieres bajar a desayunar en el jardín? Necesitas
comer algo antes de tomarte la medicación.
—Me gustaría, sí —repliqué sin hacer el intento por
levantarme.
—De acuerdo, venga, vamos a sentarte.
Dejé que ella me ayudara a incorporarme. Que encogiese
la nariz ante mi cercanía debería haberme avergonzado, pero
lo cierto es que a duras penas conseguí ocultar mi sonrisa. La
culpa de que oliese después de tres días acostada sin ducharme
era de ella, que me mantenía drogada para mantenerme
controlada. Lo tenía bien empleado.
Solo porque podía, dejé que ella asumiera la mayor parte
de mi peso y me aseguré de tener el brazo bien levantado cada
vez que se acercaba a mí o cambiaba posturas. Y hasta
conseguí no reír ni hacer una mueca ante mi propio hedor.
Cuando nos trajeron los aperitivos y una jarra de zumo de
naranja, procuré fijarme en sus elecciones de alimentos,
copiándola en las mías. Acabé por comprender que era poco
probable que tuviese drogada la comida y que el secreto de
que siempre estuviese hecha polvo y me pasase el día
durmiendo debía de estar en la maldita pastilla que, una vez
más, se encontraba sobre mi plato.
—Deberías ver el vestido que me he comprado para la
boda. Es absolutamente divino. —A Anya le brillaban los ojos
de solo pensar en ello—. Ni el traje de novia de ella estará a la
altura. Estoy deseando ver su cara cuando los invitados me
presten toda la atención a mí en vez de a ella.
A duras penas conseguí ocultarle mi sorpresa.
—¿A tu tía no le va a molestar que te conviertas en el
centro de atención en el día de su boda?
¿Cómo es que nunca me había fijado en lo retorcida que
era Anya? De hecho, ¿por qué no me había percatado de que
con ella el mundo entero revolvía a su alrededor? En los
treinta y cinco minutos que llevábamos sentadas en la mesa,
nuestro único tema de conversación había sido ella: su sueño
de la noche anterior, su salida a comprar… Y lo deprimente
era que no era algo a lo que no estuviese acostumbrada a esas
alturas. Aquello era, en resumen, en lo que consistía el día a
día con la Anya que recordaba de nuestro pasado en común.
—¿Te refieres a la celebración que debería haber sido mi
boda? —preguntó.
«Mi boda». ¿No se suponía que ella no estaba interesada
en casarse con Dimitri? Me dijo que su tía se casaba con él
porque habían comprendido que ella no quería hacerlo.
—Cierto, se merece que la pongas en su lugar —murmuré
azuzándola a seguir hablando.
—¿Quieres la verdad? Me da igual ella, pero Dimitri
merece descubrir qué es lo que se ha perdido.
Sonreí a pesar de que mi estómago dio un vuelco.
—Déjame ver el vestido. Lo conozco y sé qué es lo que le
gusta. He visto a las mujeres de las que se rodea —añadí
deprisa cuando ella entrecerró los ojos.
Su rostro se iluminó de inmediato.
—Vamos, entonces. —Tocó excitada las palmas—.
Tómate la medicina antes de irnos. —Señaló con sus
perfectamente arregladas uñas el plato.
Recé para que no se hubiese dado cuenta de mi titubeo,
cogí la píldora y me la metí en la boca bajo su atenta mirada.
Al ver cómo me acercaba el vaso a los labios, sus hombros se
relajaron. Apartó la vista a tiempo de que pudiese escupir la
pastilla en el zumo. Al levantarnos removí con rapidez el vaso
para que no quedasen restos demasiado evidentes en el fondo.
Cuando ella se giró hacia mí a comprobar por qué no la seguía,
me sujeté a la mesa fingiendo debilidad.
—No sé por qué estoy siempre tan mareada —me quejé,
dejando que ella me rodease la cintura con el brazo y me
ayudara.
—¡Guau! El vestido es impresionante —admití en su cuarto
con envidia y una buena dosis de náuseas al comprobar que
era una obra de arte capaz de revelar más de lo que tapaba, a
pesar de que la falda llegara hasta el tobillo.
Intenté no pensar en cómo la vería Dimitri en él. Dudaba
mucho que ni él ni ningún otro hombre fueran capaces de no
fijarse en ella con aquel vestido.
—¿Crees que a él le gustará?
Me senté en el filo del colchón, justo al lado de donde
estaba extendido su vestido y a pocos centímetros de donde
había tirado el móvil.
—Depende de cómo te maquilles y qué peinado uses.
Espera que sus mujeres sean elegantes, sofisticadas y seguras
de sí mismas, siempre con el suficiente toque desenfadado y
juvenil que le garantice que en la cama están a la altura de sus
juegos.
—¿Juegos? —Anya se acercó con ojos llenos de
curiosidad—. ¿A qué te refieres? He oído rumores de que
disfruta sometiendo a sus mujeres y que las obliga a
arrodillarse ante él o a mantenerse quietas mientras él hace lo
que le da la gana con ellas. Ya sabes… —Anya echó un rápido
vistazo a la puerta y bajó la voz—. Anal y oral. Dicen que le
excita que sus amantes se asfixien con su polla y que está muy
muy bien dotado.
La descripción que dio de Dimitri me revolvió el
estómago, no se parecía ni de lejos al hombre al que conocí.
Sí, era cierto que era un tanto dominante, pero todas y cada
una de las veces que estuvimos juntos de un modo íntimo, se
había enfocado en mi placer antes que en el suyo propio.
—¿Y también te han dicho que las que se someten sin más
a él son las que menos le duran? —pregunté también en voz
baja, como si le estuviese contando un secreto.
—¿En serio?
—Ajá. Mi habitación estaba al lado de la de él en la
mansión. Escuchaba los gritos que pegaban cada madrugada
—mentí—. Además, a él le gustaba dar explicaciones en voz
alta… y también instrucciones.
Sus mejillas se llenaron de color y sus brazos se cubrieron
con la piel de gallina. Tuve que morderme los labios para no
llamarla hipócrita mentirosa.
—Voy a maquillarme y peinarme, así podrás darme tu
opinión. ¡No te duermas! —exclamó cuando me tendí con una
débil sonrisa.
—Claro. No te preocupes. Puedes despertarme si lo hago.
Ella vaciló con una expresión de incredulidad, pero cogió
su vestido y salió lanzada al cuarto de baño. Maldije para mis
adentros cuando dejó la puerta abierta. Si me pillaba…
Descarté el pensamiento y cogí el móvil para entrar
directamente en el chat de WhatsApp con su tía. Se me
revolvió el estómago al comprobar que Anya había estado
enviándole fotografías desde la primera noche de mi llegada,
sin fallar ni un solo día.
La mayoría de las imágenes que encontré eran del día
después de que Dimitri me abandonase en manos de Sokolov.
Las fui abriendo de una en una, hasta que se me escapó un
jadeo y mi corazón se detuvo.
—¿Ocurre algo? —Anya asomó la cabeza.
—No, nada. —¡Por los pelos!—. Estaba quedándome
dormida y me he sobresaltado —alegué con una sonrisa
temblorosa mientras sacaba la mano de detrás de la espalda.
Ella apretó los labios en una línea irregular, mostrando sin
disimulo su disgusto, sin embargo, regresó a su tarea de
maquillarse.
Con dedos temblorosos, recuperé el móvil y le eché un
vistazo a la última imagen antes de salir del chat y dejarlo de
nuevo sobre el edredón. Ahora ya sabía quién era el hombre al
que estaban torturando en el sótano. Faltaba por averiguar si el
monstruo era él o las mujeres que pretendían convertir a
Dimitri en su juguete.
45
CAPÍTULO
Me costó la misma vida aguantar el día en la cama. Si al
menos no me hubiese comido el ansia, podría haber dormido
de verdad, en lugar de fingir hacerlo. Pero tal y como estaban
las cosas, me dolía el cuerpo entero de pasarme tantas horas
acostada y la cabeza tratando de encajar las piezas del puzle.
A las tres de la madrugada ya estaba por arrancarme la piel
a tiras. ¡No aguantaba más! Repetí la misma operación de la
noche anterior. Fingí un golpe descuidado al
intercomunicador, lo tiré al suelo y esperé a ver si venía
alguien. Me vestí con las mallas, chaleco y zapatillas
deportivas, que había birlado del vestidor de Anya por la
mañana, e hice tiempo hasta las cuatro antes de bajar a la
cocina. Encendiendo la luz, entré con cautela en la despensa y,
tras no encontrar ningún indicio de la entrada al sótano o
habitación de la que salieron los hombres de la madrugada
anterior, cogí un paquete de harina, le abrí una ranura, lo
golpeé y sacudí con la suficiente fuerza como para que el aire
se llenase del fino polvillo. Tras comprobar que el suelo estaba
cubierto por una capa blanquecina apenas perceptible, me
entraron ganas de darme unos golpecitos de felicitación en la
espalda por mis habilidades de improvisación. Igual podría
tener futuro como detective privado si escapaba viva de
aquello.
Regresé a la cocina e igual que la noche anterior bebí
leche, y esta vez, al acabar, le eché las dos pastillas que me
habían dejado hoy. Agité un poco la botella y volví a guardarla
en el frigorífico. No sabía demasiado bien si iba a servir de
algo en pequeñas cantidades, sin embargo, después de que se
hubiesen pasado la semana drogándome, cualquiera de los que
trabajaban o vivían allí se merecían el convertirse en un zombi
sonámbulo. Con un trozo de queso y pan, me metí en la parte
baja de la isleta y me obligué a comer mientras esperaba. Mi
mente volaba una y otra vez hacia Dimitri y por una vez la
dejé libre. Era preferible pensar en algo que me distrajese que
en lo que podría ocurrirme si me pescaban allí.
Algo estaba pasando con la Bratva y empezaba a sospechar
que no era nada bueno. Puede que Dimitri fuese capaz de
dejarme abandonada en manos de los Smirnov, pero estaba
convencida de que no habría dejado nunca que…
—Ese maldito cabrón tiene la resistencia de un mulo.
Cerré con rapidez la puertecilla del mueble en el que me
ocultaba.
—¿Le has enviado las fotografías a Katerina?
—Sí, lo que no sé es qué otra cosa pretende que hagamos
con él si lo quiere entero y vivo hasta la boda. Como subamos
la corriente un poco más, le freímos los sesos.
—¿Importa? En las fotos no se va a notar.
Uno de ellos resopló divertido.
—No, pero me alegro de que solo queden un par de días
hasta el casamiento. Como la casque antes, no quiero descubrir
qué nos hará esa maldita bruja por meter la pata.
—Siempre le podemos dar un descanso mañana. Se me
ocurren mejores cosas que hacer que pasar mis noches con él.
—Mmm… ¿Como hacerle una visita a esa mexicana que
trabaja en Rodolfo’s?
—Ahhh, Carmina. Deberías escuchar sus gritos cuando le
parto el culo.
Sus risas me levantaron el estómago. No tenía nada en
contra del sexo anal y estaba en mi lista de cosas a probar, no
obstante, por el tono de aquellos tipos, la chica no parecía
disfrutar de la experiencia al igual que ellos. ¡Capullos!
Esperé quince minutos después de que se marcharan para
salir con cautela de mi escondite y meterme en la despensa.
No pude evitar una sonrisa al comprobar las pisadas de los
hombres y las rayas que había dejado la estantería sobre el
suelo. Con alivio comprobé que tenía ruedas y que se movía
con facilidad. La puerta que dejó a la vista ni siquiera tenía
llave de lo seguros que se sentían. Dimitri no habría permitido
en la vida que una puerta así no tuviera mayores medidas de
seguridad. Era un fanático para esas cosas. Me aseguré de
apagar de nuevo la luz en la despensa antes de bajar por la
escalera iluminada por luces de emergencia.
Con cada escalón que bajaba, se me atenazaba un poco
más el estómago. Si venía alguien, ya no tenía remedio. Era
preferible no plantearme siquiera lo que ocurriría si me
pillaban. Llegué a un pasillo con cuatro puertas. Escuché con
atención y entreabrí con cuidado la primera de ellas. Solté un
suspiro de alivio cuando encendí el interruptor y me encontré
con una armería. Mi corazón dio un doble latido por el anterior
que se había saltado, y no dudé ni un segundo en hacerme con
un par de pistolas y comprobar que estaban cargadas. Me
guardé una de ellas en la cinturilla de la espalda y, solo porque
podía, también cogí una navaja militar y fui a metérmela en el
sujetador cuando encontré una caja llena de cordajes y fundas
de armas. Con el tiempo acosándome, elegí varias al azar sin
pensármelo demasiado. Usando una especie de cinturón ancho
o corsé con bolsillos para guardarlo todo, devolví la caja a
donde la encontré.
Pistola en mano, me dirigí a la siguiente puerta. Escuché y
la abrí de golpe. La cerré con una rapidez aún mayor en cuanto
me llegó un tufo a carne podrida que me cortó la respiración y
me levantó el estómago. ¡No! ¡No iba ni a pensar en qué era lo
que provocaba aquel nauseabundo hedor! ¡Ahora no!
En la tercera habitación encendí la luz. Tal y como lo hice,
deseé no haberlo hecho.
—¡S.! ¡Sokolov! ¡Dios mío! —Me acuclillé al lado de la
silla. Cubierto solo por un maltrecho pantalón manchado de
sangre y fluidos, lo único que lo mantenía erguido eran las
correíllas de plástico y las cuerdas que le cortaban la
circulación desde el pecho hasta los tobillos.
Sokolov dio un pequeño gruñido, pero ni siquiera alzó la
cabeza.
—S., soy yo, Tess…, printsessa —me corregí al recordar
que él jamás había mencionado si conocía mi verdadero
nombre o no, y usar el de Anya me hacía sentir sucia de solo
pensarlo.
—¿Pntssa? —apenas podía articular bien las palabras,
pero pude entenderlo.
—Sí, he venido a por ti. Voy a sacarte de aquí.
Eso pareció espabilarlo lo bastante como para que alzase
unos centímetros la cabeza y me mirase a través de la ranura
del único ojo que aún podía abrir un poco.
—¿Dimitri?
—No, no he podido llamarlo. No tengo mi móvil ni su
número. —Me saqué la navaja deshacer las sujeciones que se
clavaban en su carne magullada.
Se me saltaron las lágrimas al ver cómo de perceptibles
eran los cortes que recorrían su anatomía o los latigazos con
los que le habían destrozado la espalda hasta dejarle en carne
viva.
—¿Sabes óde est-mos?
—¿Dónde estamos? No estoy segura. Estamos en una
mansión en algún sitio rodeado de bosques. Anya me dijo que
estábamos en Canadá, pero… No lo sé, nunca he estado en
Canadá, pero siempre esperé que fuese más fría y los árboles
diferentes. A través de mi ventana se ven algunas palmeras.
Me mordí los labios. ¿Cómo demonios podía cortar las
cuerdas sin dañarlo en el proceso? Rodeé la silla y comprobé
con alivio que entre sus brazos atados quedaba un estrecho
espacio que me permitía empezar a cortar.
—¡No!
—¿Qué? ¿Qué ocurre, S.?
—No pue-des liber-me.
—No pienso dejarte aquí. Van a matarte.
Sokolov sacudió la cabeza con esfuerzo.
—Llama Dimitri.
—No podemos esperar a que venga en tu ayuda. La boda
es en dos días. Los he escuchado decir que…
—No —me cortó con voz cansada—. No sal-drs viva de a-
quí si voy cont-go.
—No pienso abandonarte aquí —repetí.
—¿Queres matar-nos a loss doz?
No supe si soltar una maldición o romper a llorar. Podía no
querer hacerlo, aunque en el fondo sabía que tenía razón.
Sokolov pesaba una tonelada y dudaba mucho que pudiese
caminar sin ayuda y yo no era ninguna heroína mafiosa.
Buscando frenética sobre la mesa ensangrentada y la estantería
cargada con artilugios de tortura, localicé una botellita de
agua. La cogí y le di de beber. Me aparté de un salto cuando
tosió expulsando agua y sangre. ¡Dios! ¡No dejes que muera!
—¿Qué puedo hacer por aliviarte? —mi voz tembló tanto
que apenas salió en un susurro distorsionado.
—Vete. Lla-ma Dimitri. Seis…, uno…, siete…
Asentí, memorizando los números.
—Volveré a por ti… —Vacilé, pero luego rebusqué
decidida en el corsé que había robado antes. Saqué una
tobillera y se la coloqué a Sokolov por encima de la correílla
que le mantenía atado a la pata de la silla. Le guardé la navaja
en la funda y luego la cubrí con su pantalón—. Sé que no te va
a servir de mucho tal y como estás ahora, pero si se da la
circunstancia de que…
—Gaziass. —A pesar de que era casi imposible discernir
lo que decía, el agradecimiento estaba presente en su voz.
Cerré los ojos y tomé una profunda inspiración antes de
volver a abrirlos.
—No se te ocurra cascarla o haré que te entierren sin tus
joyas de la corona —lo amenacé con un tono agudo.
Sokolov me miró y sus labios se estiraron en lo que
suponía que debía de ser una sonrisa.
—Serás una be-na reina.
Con lágrimas en los ojos le di un beso en la frente.
—Te juro que volveré.
—¿Prntssesa?
—¿Sí?
—Detrss del cua-dro dormito-rio. Hay doz… —S. volvió a
toser con tal virulencia que me partió el alma de solo pensar en
el ingente dolor que estaba sufriendo.
—¿En tu dormitorio hay un cuadro y detrás hay dos…?
—Cart-as…
—¿Son para enviárselas a alguien? ¿Llevan la dirección?
—pregunté adelantándome a sus palabras con tal de evitarle el
sufrimiento.
Sokolov asintió una vez.
—Di-les que zon mi vi-da, ambas.
—Voy a sacarnos de aquí a los dos, y a quien sea que te
refieras, se lo dirás tú. Y que conste, que quiero tener asiento
en primera fila para ver a mi gigante favorito arrodillándose y
poniéndose cariñoso.
Sokolov gimió.
—Pro-me-te…
Me tragué otro sollozo y le aparté con ternura el cabello
solidificado con sangre reseca de la frente.
—Te prometo que les haré llegar las cartas personalmente
si soy la única que sale de aquí, pero entre mis planes no está
abandonarte a tu suerte en este sitio, de modo que no te hagas
ilusiones de librarte de mí.
46
CAPÍTULO
Más que su intento por convertirse en la protagonista de la
reunión de capos, lo que más me irritaba de la presencia de
Katerina Smirnova era la irritante carraspera en su voz,
producto de las dos cajas de cigarrillos que se cargaba a diario,
y la visión de sus largas uñas, cuyo chillante tono rojo
conseguiría que a un toro le hirviera la sangre.
Puede que en otra vida hubiera sido uno de esos fieros y
mastodónticos bichos con cuernos, porque no me habría
importado arrancarle las uñas de una en una, en especial
durante las ocasiones en que me las hincaba en el muslo para
mantenerme callado. Cuando por quinta vez esa noche me
clavó sus garras y contestó por mí, cerré la mano en un puño
bajo la mesa y tomé un largo trago de mi vodka.
Liam McKenna, el jefe de la mafia irlandesa en Boston,
me estudió desde la otra punta de la mesa. Su inquisitiva
mirada me dejó claro que se había percatado de que algo
ocurría. No éramos amigos, meramente conocidos con un
objetivo personal común: la seguridad y el bienestar de Kiara
McKenna.
Las relaciones entre nuestras organizaciones eran
demasiado complicadas e inestables como para que la nuestra
no lo fuese, pero me caía bien y no podía dejar de admirar su
capacidad de liderazgo, su forma de manejar a sus hombres y
la visión de futuro que había conseguido implantar en su
organización. En el fondo siempre había querido creer que el
respeto que le tenía era mutuo. Me temía que, tras esa noche,
ese respeto iba a esfumarse si es que había estado ahí antes.
El móvil vibró en el bolsillo interior de mi chaqueta. Le
eché un vistazo y fruncí el ceño ante el número desconocido.
Solo un puñado de personas tenía ese número. Era el terminal
seguro que usaba con los altos mandos de mi grupo.
—¿Sí?
—¿Dimitri? —la temblorosa voz femenina salió en un
sollozo tan bajo que dudé de si mi imaginación estaba
jugándome una mala pasada.
—Si me disculpan un momento… —Me levanté de la
mesa, indiferente a la silla que cayó en un estruendo.
—¿Adónde crees que vas?
Apreté la mandíbula ante el graznido exigente de Katerina.
Si no hubiese sido más importante la persona que tenía al
teléfono que ella, dudo mucho que hubiera logrado dominar el
impulso de sacar la navaja para cortarle las cuerdas vocales.
—Tengo que atender esta llamada.
—¡Estamos en una reunión! ¿Qué falta de respeto es esta
hacia nuestros socios? —soltó con desprecio y una irritación
apenas retenida.
¿Nuestros socios? Se me escapó un resoplido.
—Vete, Volkov, me gustó la opinión de tu prometida
acerca de la rebeldía de las bandas emergentes y me interesaría
que nos iluminara con sus planes respecto a las bandanas rojas
que están tratando de tomar la zona norte —intervino Liam.
El rostro de Katerina se iluminó con un brillo maligno
digno de una víbora y su mano me soltó. Le dirigí una mirada
agradecida al irlandés.
—¿Kotenok? —pregunté en cuanto salí al pasillo y me
metí en un trastero vacío.
—¿Dimitri? ¡Dios! Escúchame, sé que no quieres hablar
conmigo, pero tienes que escucharme. Es Sokolov…
—¿Estás con él? —No sabía si era algo que me alegraba o
me preocupaba aún más.
—Está en la misma casa que yo, en el sótano. Van a
matarlo.
Froté el pinchazo que me dio en el pecho. Sokolov era
como un hermano mayor, casi como un padre. Devoraba a
diario las fotografías y vídeos con los que Katerina me
chantajeaba y demostraba que seguía con vida. Por nadie más
que por él, y por Tess, habría llegado a la posición en la que
me encontraba ahora mismo.
—¿Y tú…? ¿Te han hecho daño?
—No… —no sonó segura del todo—. Han estado
drogándome para mantenerme dormida, por lo demás me
tratan bien.
Cerré los párpados con un profundo suspiro.
—¿Dónde estáis?
—No lo sé. En una propiedad enorme con bosques y
aislada. Anya me dijo que en Canadá, pero no lo tengo claro.
—¿Hay algún coche para que te puedas fijar en la
matrícula?
—Puede… Tendría que comprobarlo. Estoy escondida en
el baño. Le he robado el móvil a la cocinera. Te mandaré
alguna foto. Dimitri, no sé qué hacer. He oído que van a
hacerle algo a Sokolov entre el viernes y el sábado, y no creo
que sea bueno.
—No intervengas. Os encontraré e iré a por vosotros.
Se me encogió el corazón al oír sus sollozos.
—Shhh…, Kotenok, gatita, no llores. Te juro que iré a por
ti, sacaremos a Sokolov y haré que paguen por haberos puesto
la mano encima.
—Sokolov está muy mal. No creo ni que pueda caminar.
—Encontraremos la forma.
—Entre las cuatro y las cinco de la madrugada paran de
torturarlo y lo dejan a solas.
—Entonces, estate preparada a las cinco y veinte. Os
sacaremos esta misma noche.
—Yo…
Cerré los ojos, abrazándola en pensamientos cuando sus
sollozos no la dejaron hablar.
—¿Dónde estarás?
—En la cocina. Me mantendré escondida. Que tus
hombres digan «kotenok» a su llegada. Los estaré esperando
para mostrarles donde tienen a Sokolov. Hay una entrada al
sótano desde la despensa, está oculta tras una estantería.
Sonreí ante el uso de mi apelativo cariñoso como código.
—Eso harán. Borra la llamada y cualquier mensaje que me
envíes antes de devolver el móvil. No deben encontrarte con
él. Mételo en el frigorífico. Creerá que ha sido ella quien lo ha
metido en un despiste.
—Gracias. No sabía lo que hacer.
—Jamás me agradezcas acudir en tu auxilio, kotenok.
Daría mi vida por ti, es mi deber y mi honor.
—¿Tú…? Yo…
—Eres mía. Te envié lejos con la intención de protegerte.
No conté con… Katerina. —Incluso su nombre se me
atragantaba en el esófago.
—Anya dijo que ibas a casarte con ella —susurró tan bajo
que tuve que aguzar el oído para entenderla.
—En cuanto tú y Sokolov estéis a salvo, ella dejará de
existir. —Se produjo un momento de silencio, y por un
segundo pensé que iba a pedirme que le perdonase la vida—.
Hablaremos cuando estés en casa conmigo.
—Tengo que irme. Me controlan. Ya debería estar en la
cama.
—Kotenok… Haz lo que tengas que hacer para sobrevivir,
y, sobre todo, no te arriesgues. Solo faltan unas horas, te
prometo que iré a por ti.
—Sé que tú no… Ten cuidado. No quiero que te pase nada
por salvarme.
—Entonces, procura mantenerte a salvo, porque eres el
aire que necesito para seguir respirando.
Me pareció oír un débil «te quiero» oculto entre sus
sollozos antes de que la llamada se quedase en silencio. Di un
puñetazo a la pared. Le había prometido que esa noche iría a
por ella, pero ni siquiera sabía aún dónde los mantenían
prisioneros a ella y Sokolov. Apoyé mi frente contra la áspera
puerta metálica. No le había mentido. No concebía mi mundo
sin que ella estuviese en él. La semana pasada me habría
conformado con saber que seguía viva, ahora dudaba que
fuese capaz de seguir existiendo si no la tenía pegada a mi
lado, siempre al alcance de mis brazos.
Las imágenes no tardaron en llegar. Matrículas, fotos del
entorno y hasta de un ala del edificio. Lo reenvié directamente
a uno de los agentes del FBI que formaban parte de mi red de
sobornos. Por suerte los números de matrícula eran conocidos.
Mi kotenok tenía razón, no estaban en Canadá, de hecho,
seguían en Massachusetts.
Al salir al pasillo, el segundo al mando de Liam se
encontraba apostado ante la puerta.
—El jefe ha preguntado si necesitas algo.
Sonreí con frialdad. Puede que después de todo, Liam sí
que me respetara.
Al regresar a la reunión, desde algún sitio sonaba la canción
Strange Addiction de Billie Elish. Sonreí para mis adentros.
Los ojos de Katerina se entrecerraron. Le mantuve la mirada.
Por primera vez en días volvía a sentirme yo mismo.
—¿Qué era eso tan importante que tenías que atender que
nos dejaste a todos tirados? —siseó por lo bajo al tomar
asiento a su lado.
Recorrí con la vista a los asistentes. Liam asintió con
disimulo. El resto de los capos evitaba contemplarnos, pero
estaba seguro de que todos y cada uno de ellos estaban
poniendo el oído. Conocíamos el juego y la información era
una de nuestras mercancías más valiosas.
—¿Crees que ahora es el momento de hablar de ello? —
pregunté, dejando el móvil bocabajo sobre la mesa para
hacerle una señal al camarero situado junto a la puerta,
pidiéndole que me trajese un vaso nuevo de vodka y se llevase
el que tenía el hielo derretido.
Katerina me cogió la mano, retándome con la mirada a que
me atreviese a retirársela. Me limité a arquear una ceja cuando
me puso el dedo sobre el botón de reconocimiento de huellas
dactilares de mi móvil.
¿En serio se pensaba que habría sido tan idiota de dejar a
su alcance mi teléfono privado? Claro que ella desconocía que
tenía dos móviles idénticos. Sus cejas se contrajeron y sus
labios se fruncieron con desagrado al comprobar que mi última
llamada había sido a Rina tres minutos antes de regresar. Se
guardó mi móvil con una máscara de furia, pero al menos fue
lo bastante consistente como para terminar la reunión sin
ventear nuestros asuntos privados ante los demás.
Una hora más tarde, en cuanto el chófer cerró la puerta del
Bentley, la tregua acabó.
Katerina me lanzó el móvil al regazo.
—¿Qué significa esto?
—Que si quieres tenerme cogido por las pelotas después
del enlace tengo que cerrar cabos sueltos —repliqué con
calma.
Si hubiese sido Medusa, ya me habría convertido en una
estatua de sal. ¿Cómo era posible cargar una sola mirada con
tanto veneno?
—Si crees que vas a ponerme los cuernos…
—¿Ponerle los cuernos a mi futura esposa? Jamás. —Y ni
siquiera era mentira, porque no era con ella con la que pensaba
casarme.
—Te tendré vigilado. Y si intentas algo… no necesito
decirte qué ocurrirá, ¿no?
—Por supuesto. —Sonreí con los dientes apretados—.
¿Eso significa que quieres anular mi despedida de soltero
también?
Contrajo la cara como si hubiese mordido un limón. Lo
que solo podía significar una cosa: ya había considerado esa
opción, y si hubiese podido salirse con la suya sin que llamase
la atención e hiciese correr los rumores por los bajos fondos,
habría anulado la celebración.
—Hazla. Pietr te acompañará. —Sus ojos se llenaron de un
brillo victorioso.
—Claro. —Crispé los puños fuera de su vista—. Faltaba
más.
—Si estás muy necesitado, siempre puedes venir a verme.
¿Quién sabe? Si eres un buen chico, igual te premio
poniéndome de rodillas —murmuró recorriéndome el muslo
con una de sus afiladas uñas.
Me estremecí ante la visión de sus colmillos venenosos
clavándose en mi polla. No me avergonzaba reconocer que la
simple idea ya conseguía que se escondiese. Ella sonrió
malinterpretando mi reacción. Por una vez deseé que mi
kotenok se hubiese criado en mi mundo y que estuviese aquí
defendiendo su propiedad. No me habría importado lo más
mínimo que me salpicase de sangre por cortarle las manos. No
era muy partidario de ocasionarles daño a las mujeres si podía
impedirlo, bastante tenían ya con soportarnos a los hombres,
pero en esta ocasión habría hecho una excepción a la regla.
—Dicen que la expectativa es el ingrediente mágico de la
luna de miel. —Su sonrisa desapareció cuando le cogí la
muñeca y le aparté la mano de mi completamente ausente
erección.
Ella se limitó a sisear en respuesta:
—En ese caso, deja que te haga un regalo de bodas
adelantado. —Sacándose un envoltorio del bolso me lo lanzó.
Contemplé el sobre marrón sin tocarlo. El vello de la nuca
se me erizó. Si no hubiese sido porque acababa de hablar con
Tess apenas un rato antes, habría temido lo peor. Me había
asegurado de que también Sokolov seguía vivo la última vez
que lo vio. ¿Había llegado demasiado tarde?
—¿Es que no piensas abrirlo? —se mofó Katerina con
demasiada seguridad como para que el contenido fuese algo
sin importancia.
Apretando la mandíbula, cogí el envoltorio y lo abrí. Mi
mundo se derrumbó en ese instante.
Katerina irrumpió en mi espacio personal a hablarme al
oído.
—Solo quería darte la motivación necesaria para que no
olvides jamás la razón por la que dirás los votos el sábado y
que «hasta que la muerte nos separe» es uno que nunca
romperás.
Sus dientes se hundieron con tanta crueldad en el lóbulo de
mi oreja que sentí el calor de la sangre correr por mi cuello. Su
mano se posó sobre mi entrepierna apretando sin la menor
delicadeza, y, por primera vez, la dejé.
47
CAPÍTULO
El momento en que oí un ruido junto a mi cama y abrí los ojos,
supe que algo pasaba. Y no era el hecho de que las cortinas
estuviesen abiertas dejando pasar la claridad del día o que, por
primera vez, no había desayuno en la mesita de noche. No, era
la chica que esperaba al lado de mi cama con los brazos
cruzados sobre el pecho que me consideraba con una mirada
que no parecía reconocerme. La verdad es que yo tampoco la
reconocía.
—¿Anya? —murmuré adormilada.
—Levántate. Tienes que ducharte. Hay alguien que quiere
conocerte.
—¿Quién…?
—Date prisa. No tenemos hasta mañana. Tengo que coger
el vuelo a Boston para asistir a la boda. Y, créeme, no quieres
hacerlo esperar.
Se me llenó el estómago de acidez. No me gustaba cómo
sonaba. No estaba hablando de Dimitri, ¿verdad? Me había
dicho que lo esperase de madrugada, y eran apenas las cuatro
de la tarde.
—¿Ocurre algo?
Era una pregunta retórica. Claro que sucedía algo. La
cuestión era el qué. ¿Había descubierto que robé un móvil para
contactar a Dimitri? A duras penas, evité fruncir el ceño. Era
imposible. Había borrado todos los mensajes e imágenes y
conseguí meterlo a escondidas en el frigorífico tal y como me
había indicado Dimitri. Dimitri… ¿Había sido él quien me
había traicionado?
Tragué saliva ante la idea.
—¿Anya?
—Vamos. —Me clavó sin ceremonias los dedos en el
brazo y tiró de mí—. Ponte esto cuando salgas —dijo
clavándome la esquina de la caja en el estómago—. Regresaré
en veinte minutos. Estate duchada, con el pelo seco y
maquillada. Tienes maquillaje y un secador al lado del lavabo.
Me empujó dentro del baño, indiferente a que estuviese
tropezándome con mis propios pies y a punto de caer. Cerró de
un portazo dejándome a solas y con la sensación de que
Sokolov no iba a ser el único que iba a morir hoy. Mi mirada
cayó sobre las elegantes letras impresas en la caja y mis
piernas flaquearon. Me dejé deslizar al suelo. Puede que lo que
me esperase fuese peor que la muerte si lo que me temía era
verdad. Con dedos temblorosos abrí la caja de La Perla y me
tapé la boca con un sollozo. Recé para que la persona que
estuviese esperándome abajo fuese Dimitri, porque si no era
él… Me incliné sobre el retrete y vomité hasta que lo único
que salió fue hiel.
Anya me encontró sentada en el filo de la cama. Le bastó
una ojeada para encoger la nariz como si apestase.
—Quítate el batín. No te hará falta.
—Solo llevo puesto la camisola de seda y el tanga.
—Da gracias que llevas puesto algo.
La pistola que llevaba oculta se me clavaba en el pecho y
las costillas, apenas sujeta por la faja que había robado del
almacén de armas la noche anterior. Debería habérmela
colocado en la cintura, pero con la fina tela del camisón, la
única forma de disimular el bulto era usando mis pechos y mi
brazo para taparlo. De modo que me coloqué la faja justo bajo
el pecho y la pistola en el lateral izquierdo. Era incómodo y
arriesgado, pero al menos me daba una vía de escape si las
cosas se ponían feas. Seguía resistiéndome a usarla contra
Anya sin averiguar primero qué era lo que pasaba.
—Anya…
Ella soltó un resoplido impaciente.
—Escucha, vamos a dejarnos ya de jueguecitos de una vez.
El que está abajo esperando es mi padre. Ninguna de las dos
queremos hacerlo enfadar, confía en mí, sé de lo que hablo.
—¿Me vas a llevar a tu padre vestida con ropa interior?
Anya…
—Déjate de Anyas, este es el mundo en el que vivo. ¿Qué
te esperabas? ¿Que todo eran cadenas de diamantes, champán
y chocolates de lujo? Si los quieres, te los tienes que trabajar.
—No, pero… Éramos amigas. Pensé que…
—¿Amigas? —Su carcajada reseca resonó por la
habitación—. Usa por una vez tu cerebro, Tess. —Anya me
quitó el batín de un tirón y, cogiéndome del brazo, me arrastró
con ella, indiferente a que estuviese descalza y medio desnuda
o que alguien pudiese verme así—. ¿De verdad pensaste que
una chica como yo se haría amiga de una don nadie sin un
motivo? ¿O que un benefactor iba a pagarte uno de los
institutos más caros de Suiza sin una buena razón? Lo tenían
todo planeado desde que éramos unas niñas y yo solo hice lo
que me ordenó mi padre.
—Dimitri…
—Eras la trampa. Mi padre jamás consideró entregarme a
él. Tu parecido conmigo propició la oportunidad perfecta. La
idea era hacer que se confiase, usarte de distracción, llegar a él
y eliminarlo sin desmontar toda la organización. Por desgracia,
los hombres que debían encargarse de él fracasaron.
De repente las piezas del puzle empezaron a encajar. Si
hubiese sido cualquier persona la que me hubiese traicionado y
manipulado de aquel modo… Pero ¿Anya? La presión en el
pecho fue tan pesada que me dejó sin energías.
—¿Por eso cambiasteis de planes? —pregunté abatida.
—No lo hicimos. El plan B era convertirte en una bomba
el día de vuestro enlace.
—Sin importar lo que me ocurriese a mí —no fue una
cuestión, solo la constatación de una realidad.
—Al fin empiezas a comprenderlo. Si mi tía no hubiese
decidido intervenir antes de tiempo y tú no la hubieses jodido
haciendo que Dimitri te mandase lejos, tu día de la boda habría
sido el de tu funeral. Si estuviese en tu lugar, lo preferiría.
Clavé los pies en el suelo, negándome a avanzar.
—¿Qué pensáis hacer conmigo?
—Subastarte al mejor postor —nos interrumpió una voz
masculina—. Y estoy seguro de que será a un precio que
compensará con creces la inversión que hice en ti. —El señor
mayor, sentado en uno de los sillones del salón con el
periódico en la mano, me recorrió con una mirada descarada,
deteniéndose en mis pechos y mi ingle.
Respiré aliviada al darme cuenta de que con mi brazo
bajado y ligeramente girada hacia la izquierda, era imposible
que pudiera ver el arma.
—Tess, deja que te presente a mi padre, Alexander
Smirnov —dijo Anya con una voz carente de toda emoción.
—Gírate. Quiero verte mejor. —Alexander Smirnov dobló
el periódico con parsimonia y lo dejó en el apoyabrazos.
En vez de girarme como me había ordenado, me liberé del
agarre de Anya.
—¿Cómo puedes hacerle esto a otra mujer? —le grité
enfurecida. Que no me considerase su amiga no justificaba que
me hubiese entregado para ser subastada en un mercado de
trata de blancas—. ¡Dios! ¡Ni siquiera me puedo creer que en
todos estos años no haya visto la clase de víbora falsa y
podrida que eres!
—Lo que dice bastante de tu falta de inteligencia y sobre
mis dotes de actuación —se burló Anya sin mostrarse afectada
ni en lo más mínimo.
—Bella, fiera e inocente… —Me estremecí cuando la voz
de Alexander sonó mucho más cerca de lo que me hacía sentir
cómoda. Me rodeó inspeccionándome desde todos los ángulos.
¿Me daría tiempo de sacar el arma y disparar antes de que
pudiera reaccionar? ¿Iba a ser capaz de matarlo? ¿Y a Anya?
—. ¿Y dijiste que seguía siendo virgen? —Alexander ladeó la
cabeza como si reflexionara, pero acabó por sacudirla—.
Lástima, me habría gustado probarla antes de enviársela a
Ibrahím, pero estoy seguro de que superaremos las seis cifras
con ella.
Estuve por indicarle que podía meterse las seis cifras por
donde le cupieran y que su hermana se había olvidado de
informarle de las últimas noticias, porque ya no me quedaba
un pelo de virgen. Cambié de opinión en el último segundo.
Prefería no darle una excusa para que se tomase libertades
conmigo.
De repente su palma impactó contra mi cara con tal fuerza
que me derribó y, de no haber sido por el sofá, me habría
golpeado la cabeza con el suelo. El duro metal de la pistola se
clavó en mi carne y un sabor cobrizo me inundó la boca. Al
tocarme los labios mis dedos se llenaron de sangre.
Grité ante el doloroso tirón de cabello que me forzó a
arquearme en una postura antinatural, obligándome a mirarlo.
—Ahora vamos a dejar un par de reglas claras. Uno: jamás
vuelvas a desobedecerme. No me importa ser yo quien te
enseñe a comportarte si no sabes hacerlo. Dos: no me gustan
las mujeres que lloran, gimotean o se quejan, si no es con mi
polla en su garganta o metida hasta el fondo de su precioso
culo. De modo que no me hagas irritar. Tres: Hay muchas
formas de probarte sin necesidad de arriesgar tu virginidad. De
hecho, puede que sea un buen momento para enseñarte cuál es
tu lugar.
El aire dejó de entrar en mis pulmones cuando Alexander
se abrió el botón del pantalón y se bajó la cremallera.
Frenética, me arrastré hacia atrás con el afán de alejarme de él.
—Yo que tú no lo haría. Por ahora me conformo con usar
tu boca. Irrítame y será tu culo lo que tome primero, y no te
gustará si lo hago sin lubricante.
Aterrada miré a Anya en busca de un mínimo de
humanidad que la hiciera ayudarme, pero la chica, que una vez
creí conocer, se limitó a mantener la vista fija en la cristalera
del jardín como si no fuese la primera vez que presenciaba
semejante atrocidad.
Le eché un vistazo a la salida. Tenía la pistola. ¿Servía de
algo tratar de escapar? No tenía a dónde ir y ni siquiera a quién
acudir. Podía intentarlo, pero ¿hasta dónde llegaría con los
hombres que vigilaban el exterior antes de que se pusiesen a
dispararme como a una liebre en una cacería? Al devolver la
mirada a Alexander, este me observaba igual que una hiena a
punto de abalanzarse encima de una gacela. Incluso tenía la
misma sonrisa babosa y cruel mientras su mano se movía a lo
largo de su amoratado pene en un intento por volverlo sólido.
«Haz lo que tengas que hacer para sobrevivir y, sobre todo,
no te arriesgues. Solo faltan unas horas. Te prometo que iré a
por ti». Las palabras angustiadas de Dimitri resonaban en mi
mente una y otra vez. ¿Se refería a defenderme o a someterme
a lo que tuviese que pasar? ¿Podía hacerlo? ¿Podía dejar que
me usara para mantenerme con vida hasta que llegasen a
rescatarme?
Cerré los ojos.
Dimitri, por favor, no me abandones…
48
CAPÍTULO
Sokolov apenas levantó la cabeza cuando me empujaron
dentro de la habitación en la que lo mantenían preso. Seguía
sentado en la misma postura. Su palidez había dado paso a un
tono grisáceo y había cortes frescos entre aquellos otros
cubiertos por postillas marrones. Seguía vivo. Eso era todo lo
que importaba.
El tipo que había estado zarandeándome hasta allí me llevó
hasta la pared frente a Sokolov y aproveché que tiró de una
cadena que colgaba del techo para tirar con disimulo del
velcro del corsé, girándolo de tal forma que la pistola quedase
a mi espalda.
Con un ojo entreabierto a duras penas, Sokolov no me
perdió de vista durante el tiempo que tardaron en alzarme los
brazos, cerrar los grilletes alrededor de mis muñecas y dejarme
prácticamente colgando de ellos.
—¿Por qué? —le pregunté a Anya, que permaneció cerca
de la salida inspeccionando las manchas de sangre en el suelo
con la nariz encogida.
Ella esperó a que los tipos que la acompañaron se
apartaran antes de aproximarse a mí.
—Porque me traicionaste.
—¿Yo? ¿De qué estás hablando?
La sonrisa que me dedicó fue pura maldad.
—Considéralo un favor de mi parte que no le haya contado
a mi padre que te estabas acostando con mi prometido. Hoy te
libraste en tabla cuando lo llamaron, pero sería mucha suerte
que volviese a suceder en el futuro.
¡Mierda! Se refería a…
—¡Tú no querías estar con Dimitri!
—¿Y? Seguía siendo mío y tú intentaste quitármelo.
—Yo no…
—¡Deja de mentirme! Tengo las pruebas de tu engaño. Y
no, no trates de venderme el cuento de que te acostabas con él
por mí, porque ese tipo de gemidos no se fingen.
La idea de que pudiese tener vídeos de mi intimidad con
Dimitri me revolvió el estómago.
—Ni siquiera vas a casarte con él —murmuré con
debilidad.
—¿Quién ha dicho que no lo haré?
—Dijiste que tu tía…
—Aaah, mi tía. —Anya sonrió con frialdad—. Katerina
cree que sigo siendo una cría a la que puede manipular y
quitarle sus juguetes. Soy la heredera legítima de los Smirnov.
¿En serio crees que me arriesgaría a que ella pudiera hacerse
con más poder del que tiene, o a que tenga hijos con uno de los
jefes más importantes que existen en la Bratva? —Anya soltó
una carcajada—. La conozco, no se conformará con
desheredarme y privarme de mi derecho a ocupar mi trono,
nada de eso. Se deshará de mí sin pensárselo dos veces, al
igual que hizo con su hermana. El sábado tengo toda la
intención de demostrarle que me ha subestimado y que la
legítima heredera de Alexander Smirnov soy yo, no ella ni
ninguno de sus bastardos nonatos.
—¿Qué piensas hacer?
Ella se estudió las uñas con una satisfacción gatuna.
—Convertir a Dimitri en mi nuevo juguete. En cuanto me
deshaga de mi tía, me aseguraré de mostrarle algunas de mis
cartas y demostrarle la buena pareja que formamos juntos.
—Dimitri no es tonto, no dejará que lo manipules con tanta
facilidad.
—¿Tú crees? —Anya ladeó la cabeza—. ¿O a lo mejor son
los celos los que hablan? ¿Crees que no te conozco a ti y tus
estúpidas esperanzas? Eres tan previsible. Deja que lo adivine.
Llegaste a albergar la esperanza de que un hombre del nivel de
Dimitri fuese a abandonarlo todo por una simplona
desconocida que no tiene donde caerse muerta, cuando puede
duplicar su imperio asociándose conmigo. ¿No es así?
Rompió a reír mientras yo me encogía por dentro. Eso era
justo lo que había hecho, pero me negaba a admitirlo ante ella.
—¿Y no se te ha ocurrido que a lo mejor Dimitri es una
persona mucho más noble de lo que tú le atribuyes?
Las carcajadas de Anya resonaron por la celda.
—Pobre, Tess. —Sacudió la cabeza con burla—. Siempre
has sido tan decente y dispuesta a creer en lo bueno de la
gente. Y al final, mira a donde te ha llevado. —Anya se puso
un dedo sobre los labios como si estuviese pensando—. Voy a
hacerte un último favor. Le diré a mi padre que te quiero a ti
como regalo de bodas.
La miré sorprendida y en mi corazón saltó una chispa de
esa misma tonta esperanza de la que ella acababa de mofarse.
¿Iba a liberarme? Antes de que mis expectativas pudiesen
subir demasiado alto, en su rostro apareció una expresión
psicótica.
—Veamos qué tan segura sigues estando de la bondad de
Volkov, cuando sea él quien te entregue en la subasta. —En mi
semblante debió de reflejarse el horror, porque Anya rompió a
reír de nuevo. Poniéndose de puntillas se acercó a mí pasando
sus uñas por el contorno de mi cara—. Voy a contarte un
secreto. Tendré a Dimitri comiendo en la palma de la mano, al
igual que ahora lo tiene mi tía. Y tú serás el sacrificio con el
que me demostrará que está dispuesto a adorarme hincado de
rodillas. ¿No te parece una venganza poética?
Sus palabras parecieron resonar como un eco por la
habitación cuando cerró la puerta tras ella, esa vez con llave.
—Printsessa, ¿quién te ha hecho daño? —A pesar de que
Sokolov estaba más magullado que la anterior noche, su
lengua se trababa menos y su voz contenía ese trasfondo de
amenaza que una vez me había puesto el vello de punta.
—Alexander Smirnov.
Sus músculos se tensaron.
—¿Te ha…?
—No. —Cerré los párpados y le di gracias atrasadas a
Dios—. No llegó a violarme si te refieres a eso. Lo
interrumpieron antes de que pudiera hacerlo.
Había sido una suerte, una que estaba segura de que no
volvería a repetirse si volvía a encontrarme ante él. Sokolov
soltó un profundo suspiro.
—¿Conseguiste contactar con Dimitri?
—Sí, dijo que nos sacaría a ambos de aquí esta madrugada.
—La simple idea de que no fuese a hacerlo me aterraba—. S.,
dime que Dimitri cumplirá su promesa y que vendrá a por
nosotros —le rogué en un murmullo rompiendo el silencio.
Sokolov se irguió con esfuerzo.
—Mientras respire, nada lo detendrá, y Alexander Smirnov
pagará con su vida y su alma por haberse atrevido a tocarte.
Asentí con lágrimas en los ojos. Ninguno de nosotros
podía adivinar el futuro, pero me aferré a sus palabras como si
fuesen predicciones escritas a fuego en la Biblia. Necesitaba
creerlas, porque si no eran verdad, entonces, ya no importaba
lo que me hicieran, porque lo único que iba a quedar de mí era
mi carcasa.
Las horas pasaron con tal lentitud que el día se hizo eterno.
A veces llegué a preguntarme si no habría pasado ya. Con la
luz artificial y sin reloj, fue imposible adivinar qué hora era.
¿Sería de noche o al menos de tarde? Sokolov y yo apenas
hablamos. Básicamente nos alternábamos cayendo en un
estado de duermevela o quizá de inconsciencia.
Tenía los bíceps destrozados, los dedos se me quedaban
dormidos, la postura no me dejaba respirar causándome
asfixia, la espalda parecía estar a punto de quebrarse y mis
gemelos comenzaban a contraerse con calambres por
permanecer tanto tiempo de puntillas. Lo único que me
impidió rendirme a los sollozos desesperados fue el ver que
Sokolov no soltaba ni una sola queja, a pesar de que se
encontraba bastante peor que yo. Que no me hubiesen dado de
beber en todo el día y que tuviera los labios resecos y la boca
pastosa también influía.
¿Cuánto quedaba aún para la madrugada?
Aquella era la única pregunta que podía plantearme. Poner
en duda que Dimitri hubiese podido localizar nuestra
ubicación o que ni siquiera llegase a venir a por nosotros eran
cuestiones que se encontraban dentro de los lujos que no me
podía permitir.
49
CAPÍTULO
La esperanza de que el sonido de la llave en la cerradura fuese
de Dimitri viniendo a por nosotros se evaporó en cuanto uno
de los guardas rusos entró. Atemorizada observé cómo fue
primero hasta Sokolov y le tiró con brutalidad del cabello.
—Veo que sigues vivo, cabrón. Disfruta de tu última
noche. Te quiero descansado. No tendría gracia si no te
quedasen energías suficientes para gritar cuando te corte
mañana a trocitos.
Sokolov no se tomó la molestia de replicar, no sé si porque
ya no le quedaban fuerzas o porque estaba por encima de
provocaciones. Aun así, no podía dejar de plantearme lo
horrible que debía de ser conocer el final tan espantoso que te
esperaba si nadie te rescataba antes.
En cuanto vio que no conseguiría arrancarle ninguna
reacción a Sokolov, el tipo lo soltó con un resoplido de
desprecio y se giró en mi dirección. El lado izquierdo de su
boca se estiró con tal lentitud que parecía que lo estaba
haciendo a cámara lenta con el único fin de dejarme ver la
maldad en sus intenciones.
Evité mirarlo a los ojos mientras se acercó a mí, pero fue
imposible evitar el estremecimiento cuando me rozó la mejilla
con sus sucios dedos. Apestaba a tabaco y sudor.
—Lástima que me hayan prohibido jugar contigo. Aunque
hay cosas de las que nadie tendría por qué enterarse, ¿verdad?
—Me cubrió un pecho con la mano y me lo achuchó con
fuerza. Por más que intenté escapar de él, su agarre solo se
intensificó y uno de mis gemelos se contrajo con tanta
intensidad que grité de dolor.
—Sabes que morirás por eso, ¿cierto? —le advirtió
Sokolov con una claridad que no había tenido desde que lo
encontré allí.
El guarda rio, aunque al menos apartó la mano.
—¿Y quién se encargará de ello? ¿Tú?
—No creo que mi jefe me ceda el placer de hacerlo. Hay
tareas de las que prefiere encargarse él mismo.
—¡Ja! ¿Tu jefe? ¿El que se casará con Katerina y que está
haciendo todo lo que ella le ordena como un buen perrito
faldero?
—Créeme, conozco a Volkov desde que era un crío. Fui al
que le tocó limpiar su primera masacre cuando aún no me
llegaba al pecho. Mató a sus secuestradores con la eficiencia
de un mercenario. Confundirlo con un cachorro o un perrito
faldero es un error que solo acaba de una forma —bufó
Sokolov.
—Pues bien que lo está demostrando besándole el culo a
Katerina —la burla del guarda sonó algo más aguda que antes.
—¿Seguro que le está besando el culo? ¿O solo está
tomándose su tiempo y haciendo que le dé la espalda y que se
incline ante él? Yo que ella tendría cuidado. Es la postura
perfecta para degollarla sin mancharse de sangre.
La duda cruzó la expresión del guarda, pero acabó por
descartarlo con un gesto despectivo de la mano.
—Ella lo tiene cogido por los huevos. Además, si fuese tan
peligroso, el muy imbécil no se habría dejado chantajear a
cambio de una fulana como esta y un vejestorio inútil como tú.
Y ahora cállate si no quieres que te amordace. —Girándose
hacia mí, no vio cómo Sokolov apretó los labios lanzándole
una mirada de una furia tan helada, que incluso viéndolo tan
herido como estaba no me cabía la menor duda de que, en
cuanto consiguiese tener una mano libre, el guarda estaría
condenado. El hombre, por su parte, no parecía muy conforme
con que mi atención estuviese centrada en su espalda, porque
me cogió por la barbilla y me obligó a mirarlo—. ¿Tienes sed?
Ni siquiera mi orgullo me permitió negarlo.
—¿Qué tal si hacemos un trato? —Me pasó el pulgar por
los labios y presionó para forzarlo en mi boca—. Te dejo que
te mojes un poco la lengua, luego me la chupas y te dejo
probar mi leche y, si eres buena, igual dejo que vacíes la
botella y te ajusto la sujeción. De ese modo puedes tener
apoyadas las plantas de los pies en el suelo, ¿eh? ¿Qué me
dices?
Le habría vomitado encima de haber tenido algo en el
estómago, pero no me quedaba ni saliva para escupirle a la
cara. A falta de otras opciones, le mordí con todas mis fuerzas.
Lo mantuve aprisionado, a pesar de sus gritos y zarandeos,
hasta que me golpeó con tanta fuerza en la sien que mi cabeza
cayó hacia un lado y mi boca se abrió.
Escupí la sangre antes de mirarlo de nuevo.
—¿Ibas a darme tu asquerosa polla? —Le mostré mis
dientes ensangrentados en una sonrisa desquiciada—. Por
supuesto que quiero. Seguro que está más blandita que tu dedo
y que podré atravesarla mejor. No solo tengo sed, también
tengo hambre. —Para darle más credibilidad a mi diatriba, di
varias mordidas en el aire haciendo chasquear mis dientes al
chocar.
El guarda se apretó el dedo contra el pecho y me fulminó
con la mirada.
—Espera a que pase otro día sin agua. Me rogarás por
dejar que te ponga de rodillas ante mí y que te dé de beber con
mi polla —graznó alterado, apagando la luz antes de dar un
portazo.
Rodé mis ojos a pesar de que nadie pudiese verme en la
oscuridad.
—¿Los hombres siempre sois tan dramáticos cuando os
amenazan las joyas de la corona? —pregunté en la oscuridad.
—Cuando quien los amenaza es una mujer con sonrisa
asesina y los dientes cubiertos de sangre…, sí. —Sokolov
soltó una risita baja que acabó con un gemido de dolor—. Solo
espero vivir lo suficiente como para tener la oportunidad de
contárselo a mis hermanos. Si a alguien le quedaban dudas
acerca de si eras una buena opción para nuestro pakhan, se le
acabarán al escuchar esto.
Mis trazas de diversión desaparecieron al darme cuenta de
que ahora ya no solo estábamos prisioneros, sino que también
nos habíamos quedado a oscuras y que al día siguiente a esta
hora, si nadie acudía a rescatarnos, al menos Sokolov estaría
muerto.
—¿Estás seguro de que Dimitri no se olvidará de nosotros?
—Era infantil y ridículo que volviera a preguntarle algo de lo
que él mismo no podía tener certeza, pero necesitaba su
respuesta más que el agua que aquel cabrón me había
denegado.
—Si sigue vivo, vendrá. Confía en él. Todo lo que ha
hecho hasta ahora ha sido para protegerte.
No mencioné que, si aquel tipo había estado aquí,
seguramente ya debía de ser de madrugada y que iba a ser solo
cuestión de horas comprobar si Dimitri cumpliría su promesa o
no.
—¿Adónde me llevabais si no teníais intención de
matarme? —cambié de tema.
—A Europa. Tenemos a un infiltrado en nuestra
hermandad y Dimitri sospechaba de una posible treta por parte
de los Smirnov. Sigo sin saber cómo llegaron a enterarse, pero
intentábamos evitar justo esta situación.
Cerré los ojos con un gemido interior. ¡Anya! Era
demasiada casualidad que sus hombres llegaran al búnker el
mismo día en que la llamé, que Katerina supiera dónde
encontrarnos la noche de la gala o que pudiesen adelantarse a
los planes de Dimitri de sacarme del país. En todas y cada una
de aquellas ocasiones, había contactado a la que había pensado
que era mi amiga y compañera.
Mantener la esperanza y seguir el consejo de Sokolov de
creer en Dimitri, se hizo paulatinamente más difícil a medida
que la eternidad pasaba en aquella absoluta negrura, en la que
solo percibíamos la agonía y el sonido de nuestras
respiraciones. Llegó un momento en que lo único que hice fue
estar colgada, mientras mi mente se perdía en algún lugar tan
lejano que ni yo misma sabía dónde estaba.
Fue el estruendo de un agónico y asfixiante ataque de tos
el que me devolvió a la angustiosa y oscura realidad.
—¿Sokolov? —pregunté preocupada ante el repentino
silencio.
No hubo respuesta.
Fue entonces que comprendí que, si Dimitri no había
llegado ya, era porque no estaba en sus planes hacerlo.
Estaba sola.
50
CAPÍTULO
—¿S.? ¿S.? —mi voz sonó solitaria y desesperada a través de
la oscuridad. No quería que Sokolov sufriera. Morir era, dadas
las circunstancias, lo mejor que podía ocurrirle si nadie venía a
por nosotros, aun así, una parte totalmente egoísta tenía miedo
a quedarse allí sola.
De repente resonó de nuevo su agónica tos.
—¿S.? —pregunté preocupada.
Su respuesta fue un gruñido y lo que solo podía interpretar
como un escupitajo.
—Sigo vivo —masculló—. No te preocupes, printsessa,
mala hierba nunca muere.
—¡Dios! ¿Tienes idea del susto que me has dado? A este
paso vas a conseguir que mi edad se equipare a la de Dimitri
antes de que alguien nos saque de aquí.
Sokolov rio con aspereza y algún gruñido de dolor.
—Creo que eso le gustaría. Ya le ha partido la cara a un
par de idiotas que se atrevieron a llamarle sugar daddy.
—¿Sugar daddy? ¿Dimitri? —solté un resoplido, aunque
me alegré de que Sokolov no pudiese verme la cara.
¿Cómo reaccionaría Dimitri si lo llamase daddy? Descarté
la idea de inmediato, lo último que me faltaba era que volviera
a doblarme sobre su escritorio a ponerme el trasero como el de
una luciérnaga. Si venía… Apreté los párpados en un intento
por retener las lágrimas.
—¿Sokolov?
—¿Sí?
—Empiezo a temer que no vengan a por nosotros y,
aunque viniesen, tendrían que encontrarnos primero. La puerta
de entrada al sótano está oculta.
—Dimitri desmontará la casa ladrillo a ladrillo si hace falta
—replicó tras un pesado silencio.
Me habría encantado compartir su seguridad.
—Tengo una pistola.
—¿Una pistola? —Era evidente que estaba sorprendido y
que no podía imaginarse dónde podría ocultar una cuando iba
en esencia desnuda.
—Estaban tan fascinados por mi pechonalidad que no se
les ocurrió comprobar mi espalda —me mofé con sequedad—.
La tengo cogida por una faja.
—Eso es lo que estabas reajustándote antes cuando ese
idiota no miraba.
¿Había admiración en su voz?
—No tengo muy claro si aguantará mucho más. Tuve que
abrir la mayor parte del velcro para poder girarla y la pistola
pesa. ¿No tendrás por casualidad algún truco de mafioso con el
que pueda desengancharme y sacarnos de aquí? Tienen un
almacén de armas en la habitación de al lado. Ya que vamos a
morir, podríamos hacerlo al menos con unos bonitos fuegos
artificiales.
—Me apunto a lo de los fuegos artificiales, pero me niego
a morir sin devolverte viva a Dimitri. El cabrón me perseguiría
toda la eternidad para hacerme pagar por ello. Además, sería
un desperdicio abandonar este mundo sin haber compartido al
menos una historia sobre la clase de mujer que eres.
Me mordí los labios. Dudaba que a Dimitri le importase
que me devolviese a él si no había aparecido.
—¿Eso significa que tienes algún truco? —indagué
esperanzada.
—¿Puedes hacer que la pistola se caiga y lanzármela con
una patada?
—Si no la consigues coger, nos descubrirán a su regreso.
¿No sería preferible acceder a ponerme de rodillas con ese
capullo y dispararle cuando esté distraído?
—Dimitri me mataría si permitiera que eso ocurra.
Además, no sabemos si Alexander o el siguiente hombre
regresará solo. En condiciones normales estos trabajos se
realizan de dos en dos y, si lo que tiene planificado es
humillarte, querrá tener audiencia.
Sacudí la cabeza antes de que la imagen de lo que eso
supondría pudiese anclarse en mi mente.
—De acuerdo.
Mordiéndome los labios, ahogué mis gemidos de dolor y
comencé a restregarme contra la pared, a sacudirme y a
zarandear, asegurándome de mover las caderas como una
maraca.
—¿Printsessa?
—Un-se-gun-do —siseé entre dientes a la par que mi
gemelo derecho se encogía en una dura bola—. ¡Mierda puta!
—Printsessa, ¿estás bien?
El sonido de un objeto metálico al chocar contra una
superficie dura me hizo suspirar de alivio. Ahora solo faltaba
que pudiese alcanzarla. Estiré el pie todo lo que pude,
revisando el espacio a mi alrededor. Mis ánimos decayeron a
medida que lo único que sentía era la fría cerámica bajo mis
pies. Cambié de pie, con el mismo resultado decepcionante. Si
rendirme hubiera sido una opción, lo habría hecho, pero no lo
era. Me estiré tanto que las articulaciones de mis muñecas
amenazaron con desencajarse.
—Yo…, ahí… ¡Ahí está! —sollocé cuando conseguí tocar
la pistola con la punta del dedo gordo y acercarla a mí—. ¿Qué
hago ahora? ¿Te la lanzo?
—Un momento. —A través de la negrura, resonó un golpe
seco y un «¡Umphfff!» entre dientes.
—¿Sokolov?
—La silla ha caído hacia la derecha de donde estaba
sentado la última vez que me viste. Mi derecha, tu izquierda
—aclaró.
—¿Ya?
—Ya.
Con la respiración retenida escuché cómo el metal rozaba
los azulejos en su recorrido hasta que se detuvo. Los gruñidos,
respiraciones forzadas y un golpeteo discontinuo me revelaron
que Sokolov estaba arrastrándose como podía en un intento
por alcanzarla.
—De acuerdo, la tengo —dijo después de un rato que se
me había hecho eterno—. Lo más probable es que esta
habitación esté insonorizada, pero si ocurriese algo, printsessa,
ten por seguro que ha sido un honor luchar junto a ti, y no es
algo que le haya dicho a mucha gente.
—Gracias, S., lo mismo digo. Lo único que siento es no
haber podido entregar esas cartas que me pediste.
Una ráfaga de luz iluminó la silueta de Sokolov tirado con
su silla sobre el suelo, instantes antes de que resonara un
atronador disparo.
—¡Sokolov!
—Entero —masculló.
Agucé los oídos para comprobar si venía alguien de afuera.
Con cada segundo que pasaba escuchando los gruñidos y
respiraciones forzadas de mi compañero, más ansiosa me
ponía. ¿Qué iba a pasarle si alguien aparecía y lo descubría
así? ¿Iban a dejarlo vivo o a acabar con él? ¿Y si no conseguía
desatarse?
De repente se encendió la luz, dejándome ciega. Parpadeé
hasta descubrir a Sokolov sentado junto a la puerta, un rastro
de sangre en los azulejos de la pared por donde se había
arrastrado hasta quedar hecho un ovillo en el suelo. Me quedé
congelada cuando alzó la pistola en mi dirección y disparó dos
veces seguidas apuntando por encima de mi cabeza.
De repente me desplomé en el suelo con un grito ahogado
y me encogí sobre mí misma ante las intensas punzadas de
dolor que me recorrieron.
—¿Printsessa, te has hecho daño?
—Dime que puedo quedarme aquí a morir en paz —
murmuré masajeándome hombros, bíceps y muñecas.
Sokolov soltó un bufido.
—Me prometiste fuegos artificiales. Ahora eres miembro
honorario de la Bratva. Debes mantener tus promesas a un
hermano.
—¿Miembro honorario? Si te salvo el culo me merezco
como mínimo convertirme en tu mano derecha, listillo.
—Dudo que el jefe lo permita, por mucho que aprecie mi
precioso trasero.
—Que le jodan a Dimitri. Me sentaré a su lado en el
próximo desayuno de altos mandos, así tenga que apuntaros a
todos con un lanzamisiles.
—Demasiado pesado. Te recomendaría una pistola para las
cortas distancias, pero también puedes usar una metralleta si te
hace sentir más segura.
—Entonces, vamos a por una metralleta. —Gateé de
rodillas hasta él y, tras revisarlo por encima, lo miré a los ojos
—. Ahora vamos a hablar en serio. Necesito unos minutos más
hasta que mis piernas me mantengan en pie. Tú tampoco estás
mejor. ¿Tu orgullo de Bratviano o como os queráis llamar…?
—Hermanos.
—Bueno, eso. ¿Tu orgullo de hermano soportará
arrastrarse unos metros antes de que intentemos ponernos de
pie como buenos criminales mafiosos? Me temo que ninguno
de los dos va a servirle de mucha ayuda al otro por el
momento.
Sokolov suspiró.
—Mejor no le cuentes esto a nadie. Te seguiré y montaré
guardia en el pasillo mientras entras en el almacén y coges las
armas. Elígeme una pistola con silenciador, una metralleta y
varias granadas, si hay. Tú deberías hacerte con otra metralleta
y pistolas. Pasa de la munición. No tenemos donde guardarla y
tampoco tendremos tiempo de recargar. Asegúrate de que las
metralletas traigan correajes para colgárnoslas del hombro.
Algo para llevar las granadas tampoco me vendría mal.
—¿Qué haremos cuando salgamos del sótano? —pregunté,
abriendo la puerta y dejando que él se adelantase a mí.
—¿Conoces la ubicación de su garaje? Necesitamos un
coche. Tú conduces y yo me encargo del resto.
Supongo que ese era el momento en el que debería haberle
avisado que era europea y que acababa de cumplir los
dieciocho y que por tanto no tenía carnet de conducir, pero
dudaba bastante que una multa fuese el mayor de nuestros
problemas.
Sokolov se revisó la muñeca y no fue hasta que habló que
me di cuenta de que tenía un reloj de pulsera. Estaba tan
acostumbrada a mirar la hora en el móvil que ni me había
acordado de que él seguía aferrado a su viejo reloj.
—Son las seis menos cuarto. No nos queda demasiado
tiempo. Pronto llegarán el personal de servicio y, muy
probablemente, un cambio de guardia. Tenemos que darnos
prisa.
Dimitri quedó conmigo en que estaría a las cinco y veinte
y si algo sabía de él es que era puntual al segundo. El corazón
se me cayó a los pies y las esperanzas que mantuve
escondidas, incluso ante mí misma, se evaporaron.
Dimitri nos había abandonado a nuestra suerte.
51
CAPÍTULO
Al entrar en el almacén de armas, la traición de Dimitri seguía
vibrando a través de mí, pero, lejos de venirme abajo como me
había pasado en las anteriores ocasiones, mi orgullo fue el que
me empujó a seguir adelante. No importaba lo que hubiesen
hecho Anya o Dimitri, ni siquiera que fuese a morir aquella
noche. Lo único que importaba en aquel momento era que,
hiciera lo que hiciese a continuación, iba a ser con la cabeza
bien alta. Tenía toda la intención de demostrarles a todos que
era mucho más que una niñata inocente con la que podían
divertirse a su antojo.
Me habría venido bien tener un iPod con buena música
para ponerme en modo guerrera cabrona, pero a falta de eso,
repetí en mi mente en bucle la canción de Fight like a girl de
Zolita.
Colocándome un chaleco antibalas, pillé otro para Sokolov
y se lo lancé antes de regresar a por las metralletas, los
cuchillos, las pistolas y unas linternas.
—¡Printsessa! ¡Apaga la luz! —el siseo urgente de
Sokolov me hizo abalanzarme hacia el interruptor, a la vez que
empujaba una metralleta en su dirección por el suelo y me
escondía en el interior del almacén dejando la puerta
entreabierta.
Mis manos temblaron cuando le quité el seguro a la pistola
tal y como me había enseñado Dimitri. No tenía ni idea de
cómo demonios se usaba una metralleta, pero parecía que no
iba a quedarnos tiempo de explicaciones. La luz del pasillo se
encendió, inundándolo con una desagradable luz blanquecina
que dejó a Sokolov momentáneamente ciego. En el último
segundo me di cuenta de que estaba apoyado en la pared con
el cuello en una extraña postura. ¿Se había desmayado o
estaba fingiendo? Maldije para mis adentros y me preparé
mientras se acercaban pasos firmes.
Un hombre armado, vestido de negro de los pies a la
cabeza, se acuclilló delante de Sokolov y le tomó el pulso, en
tanto otro se mantuvo detrás de él vigilando con un rifle en
mano.
¿Cuántas veces había escuchado en YouTube eso de la
regla de los dos minutos? Era esa en la que decían que, si hay
algo que te lleve menos de dos minutos hacer, hazlo de
inmediato y no lo dejes para después. En realidad, era una
regla aplicada a la productividad, una que se suponía que te
ayudaba a avanzar en la vida. Era algo que había aprendido a
usar en los últimos años. ¿Quién no sueña con ser una mujer
de éxito? Quiero pensar que tenía aquella regla tan asimilada
que actué sin pensar al aventurarme al pasillo sin hacer ruido y
colocarle el cañón de mi pistola en la sien al tipo que se
encontraba de pie, mientras que con la izquierda le colocaba la
navaja militar en el cuello. Cualquier otro motivo para actuar
así que no fuese aquella famosa regla, habría sido pura locura.
El hombre ante mí se puso rígido y alzó ambas manos
junto al rifle. Sokolov entreabrió su ojo menos dañado y sonrió
de oreja a oreja.
—Hola, Liam. Veo que ya has entablado amistad con
nuestra printsessa.
—¡Mierda! No me jodas. ¿Me estás hablando en serio? —
preguntó Liam incrédulo con un acento irlandés tan marcado
que tuve que concentrarme para entenderlo.
El rubio acuclillado junto a Sokolov se dobló a la derecha
a echarme un vistazo detrás de su compañero y sus labios se
curvaron burlones.
—Me temo que dice la verdad, jefe.
—¡Joder! Los otros no me van a dejar vivir cuando se
enteren.
—Siempre he soñado con que una chica en ropa interior y
piernas de ensueño me apuntase con una pistola. —El rubio se
metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil—. Decid queso.
Sonó el ronroneo metálico de una foto. ¿En serio?
—Borra eso de inmediato —gruñó Liam, bajando su rifle
para apuntarle a la cabeza.
—Eh, eh, tranquilo, jefe. —Su compañero alzó los brazos
a media altura con el móvil a la vista—. Estoy seguro de que
todos te envidiarán el haber sido tomado prisionero por una
mujer así.
—Que sea una chica no significa que no pueda apretar el
gatillo —mascullé irritada ante tanta cháchara—. Muy torpe
tendría que ser para fallar a esta distancia.
—Printsessa, puedes dejarlo ir. A menos que me
equivoque, estos payasos han acudido a nuestro rescate. —
Sokolov le echó una mirada a Liam en busca de una respuesta.
No bajé las armas hasta que asintió.
—Estamos aquí a petición de Dimitri.
—¿Dónde está? —pregunté alejándome unos pasos de él,
no perdiéndolo de vista.
—Puedes bajar esa pistola. No hemos venido a haceros
daño. —Liam esperó a que bajase el arma—. Dimitri pretendía
estar aquí con nosotros, pero están vigilándolo. Habría sido
demasiado arriesgado que alguien se hubiese percatado de sus
planes. Mientras él y sus hombres estén a la vista en Boston,
nadie sospechará que alguien vino a rescataros.
Decepcionada, asentí. Le entregué mi pistola a Sokolov a
sabiendas de que, aún con el refuerzo que había venido en
nuestra ayuda, él prefería ser capaz de defenderse por sí
mismo y recogí la metralleta del suelo.
—¿Nos vamos? —pregunté al salir.
Los hombres intercambiaron una corta mirada, antes de
que ayudasen a un Sokolov que no cesaba de gruñir a
incorporarse. El rubio se colocó su brazo sobre el hombro y
Liam nos abrió camino.
—¿Sabes usar eso? —preguntó Liam con un vistazo a la
metralleta en mis manos.
—No. ¿Cuál es el pestillo de seguridad? —pregunté
manteniendo su paso, a pesar de que las articulaciones
lastimadas estaban matándome.
Sus comisuras se curvaron por un momento. Señaló una
palanca.
—Intenta no disparar a menos que vayan a atacarte,
preferiría que no le dieras a uno de mis hombres sin querer.
—Yo preferiría no tener que dispararle a nadie, pero
tampoco pienso arriesgarme a que me conviertan en un trozo
de carne al que poner a la venta —repliqué con sequedad.
—Tenía mis dudas acerca de qué clase de mujer podría
tener a un tipo como Volkov atado alrededor de su meñique,
pero creo que ahora lo entiendo —replicó con un guiño.
Cuando salimos a través de la despensa, nos topamos con
dos cadáveres en la cocina.
Liam los ignoró, señalándome el camino.
—Nos tomó algún tiempo encontraros. Si no hubiese sido
porque Dimitri nos mencionó la puerta oculta, habría sido
imposible —explicó—. Saliendo de la jaula con los petirrojos
—habló al micrófono que tenía delante de la boca.
De camino a la calle, se unieron otros cuatro hombres, que
me flanquearon a mí y al tipo que cargaba a Sokolov como si
fuésemos una mercancía valiosa. Tal y como pisamos la calle,
Liam me indicó que me montase en uno de los tres SUV
blindados que se encontraban aguardando con los motores
encendidos y que derraparon tal y como cerraron la puerta tras
nosotros.
Dos hombres se inclinaron enseguida sobre Sokolov para
inspeccionar las heridas, y Liam me abrochó el cinturón de
seguridad con un gesto protector que me recordó
increíblemente a Dimitri.
—Puedes soltarla. —Liam señaló la metralleta a la que
seguía aferrada—. A partir de aquí nos encargamos nosotros.
En las distancias cortas es más útil una pistola. —No opuse
resistencia cuando me la quitó con extrema cautela, como si
temiese alterarme—. Dimitri me pidió que lo llamara en
cuanto estuvieses fuera de peligro. ¿Quieres hablar con él?
Liam marcó un número y me entregó el móvil. Por unos
segundos me quedé mirando la pantalla antes de llevármela
despacio al oído.
—¡Liam, maldita sea! ¿Qué está pasando? ¿Habéis
conseguido encontrarlos?
—¿Dimitri? —carraspeé cuando mi voz salió quebrada.
—¿Kotenok? ¡Por todo lo que es santo, kotenok! Pensé que
te había ocurrido algo. ¿Te encuentras bien?
—Sí, hemos conseguido…
Una tremenda explosión resonó al lado izquierdo del coche
y el vehículo dio un salto antes de volcarse. Mi cabeza chocó
con el cristal y todo se tornó negro.
52
CAPÍTULO
Me despertó un gemido y tardé algo en comprender que era
mío. Moví la cabeza y volví a gemir. ¡Dios! Cómo era posible
que, doliendo tanto, mi cabeza siguiera en su sitio. A este paso
iba a presentarme de voluntaria a un casting de María
Antonieta, a ver si me pasaban por la guillotina.
Los recuerdos regresaron a base de pequeños flashes y solo
me hicieron mascullar más fuerte.
—¿Por qué cada vez que me junto con unos dichosos
mafiosos siempre acabo en una cama y con la cabeza a punto
de explotar?
—En condiciones normales diría que es porque beben
como cosacos o porque son unos cabezones endemoniados que
te irritan hasta el higadillo si los dejas. Pero sospecho que, en
tu caso, no se aplica ninguna de esas dos tesituras —replicó
una voz femenina desconocida, cuyo acento me resultaba
familiar, pero que definitivamente no era ruso.
Al abrir los párpados me encontré con la chispa divertida
de unos inteligentes ojos verdes, enmarcados por unas
pronunciadas patas de gallo que hablaban de alguien que había
experimentado tanto lo bueno como lo malo de la vida.
—Hola, ¿dónde estoy? —grazné más que hablé.
El que mi almohada oliese a esa mezcla de cuero y
especias dulces que caracterizaba a Dimitri me mantuvo en
calma. Estuviese donde estuviese, él también había estado allí.
—En mi hogar. Soy Sinead, la madre de Liam. —Eso
explicaba el acento y que me sonase aquel tono cobrizo de su
cabello—. ¿Cómo estás? Te diste una buena contusión en la
cabeza y has estado inconsciente durante casi veinticuatro
horas, pero Dimitri y Liam coincidieron en que estarías más
segura aquí que en un hospital, y el doctor O’Connor se ha
pasado varias veces para comprobar cómo seguías.
Repasé mentalmente mi cuerpo.
—Me duele algo el hombro y la espalda, por lo demás, es
más que nada la cabeza. Me está matando. ¿Está Dimitri?
Su amable sonrisa temblequeó por un instante apenas
perceptible.
—Ha tenido que irse. Avisaré a Liam de que ya estás
despierta. ¿Prefieres asearte antes de que llegue?
Me tragué la decepción y traté de responder a su sonrisa.
—Se lo agradecería. Necesito ir al baño.
Ella asintió y me ayudó a retirar el edredón.
—¿Tienes algún nombre que no sea printsessa o
kotenosequé? —preguntó, colocándome un brazo sobre su
hombro mientras me ayudaba a mantener el equilibrio al
andar.
Sonreí aliviada. Si alguien me había llamado printsessa,
entonces, solo podía ser mi gigante gruñón, y eso implicaba
que seguía vivo.
—Tess, me llamo Tess.
—Bien, Tess, ¿quieres algo de intimidad o es mejor que
me quede contigo?
—Estoy bien. —Sonreí con debilidad al detenernos ante el
inodoro del diminuto baño.
—De acuerdo. Esperaré afuera. Avísame cuando termines
o si necesitas ayuda.
La imagen que me recibió en el espejo al lavarme las
manos me sobresaltó, aparte de los nidos de cigüeña que
parecían haberse acomodado en mi cabello, estaba pálida, con
profundas ojeras y el tono rojizo de mi pómulo no hacía nada
por disimular su hinchazón. Por el largo camisón de lino
blanco y la falta de hedor en mi cuerpo, parecía que alguien
debía de haberme aseado y cambiado de ropa durante mi
inconsciencia.
Al salir del baño, Liam estaba allí aguardándome. Sin decir
nada, me levantó en brazos y me metió con cuidado en la
cama, ajustando los cojines en mi espalda para que pudiera
mantenerme sentada.
—Toma, come. Los analgésicos son fuertes. Es mejor que
tengas algo en el estómago antes de tomarte las pastillas. —
Liam me colocó sobre las piernas una bandeja con un tazón de
sopa del que aún salía vapor—. ¿Qué? —gruñó cuando me
pescó estudiándolo con curiosidad.
Encogí un hombro.
—Siempre pensé que los mafiosos, en especial los líderes,
eran duros, impenetrables y más fríos que el mármol de un
sepulcro.
—Soy, duro, impenetrable y frío —gruñó—. Aunque
preferiría que no me comparases con un sepulcro, los
irlandeses somos supersticiosos por naturaleza.
—Ajá.
—¿Qué significa ajá?
—Dimitri también lo es. Duro y frío, me refiero.
—¿Y?
—Que los dos sois mucho más de lo que aparentáis ser.
Liam me cogió por debajo de la barbilla para que lo
mirase.
—No importa lo que creas o la impresión que te demos.
Jamás te fíes de nosotros, de ninguno de nosotros.
Solté un profundo suspiro.
—Lo que tú digas. ¿Qué fue lo que pasó?
—Nos atacaron con granadas y nos hicieron volcar. La
mayoría salimos ilesos. —Mi mirada se dirigió a su mandíbula
hinchada y su ojo morado, a lo que Liam se palpó con una
mueca—. Eso fue Dimitri cuando vio la foto que Murdoc nos
hizo en el sótano. Si esto te llama la atención, deberías ver a
ese cabrón traidor.
Mis mejillas se llenaron de calor al recordar que lo único
que había llevado sobre el conjunto de lencería, que me habían
obligado a usar Anya, era un chaleco antibalas, pero no dije
nada. Si Dimitri le había dado un puñetazo solo por ver la foto,
estaba segura de que también se había encargado de hacer
desaparecer las pruebas.
—¿Sokolov?
—Abajo en el sótano. Está bien. Tiene contusiones,
algunas costillas rotas… Nada por lo que no haya pasado con
anterioridad. Arriba no quedaban cuartos y es mejor que nadie
lo vea —explicó al verme la cara—. Mis hombres no son muy
fanáticos de los rusos. Oficialmente, somos rivales en estado
de tregua.
¿Rivales en estado de tregua? ¿Por qué me sonaba a un
juego de guerrilleros infantiles? Me mordí la lengua.
—¿Y los Smirnov?
—Hemos mantenido la residencia de Katerina bajo control
para que no se enteren de lo que ha pasado hasta que se
celebre la boda.
De repente toda la sangre pareció evaporarse de mis venas.
—¿La… boda? ¿Dimitri…?
El arrepentimiento cruzó el rostro de Liam.
—Tú y Sokolov no erais el único recurso que Katerina usó
en su chantaje. No sé cómo se enteró de la existencia de Kiara,
pero Dimitri ha decidido seguir adelante con el casamiento
para protegerla hasta que esté seguro de haber eliminado
cualquier clase de peligro hacia ella. Su necesidad de
revisiones médicas periódicas hace que sea imposible
mantenerla oculta por mucho tiempo, en especial si Katerina
ya sabe qué buscar.
Kiara. El mismo nombre que Dimitri usaba en sus
conversaciones telefónicas secretas, cuando le cambiaba la voz
rezumando ternura y amor. La misma mujer a la que llamaba
zaika y kroshka con un tono que dejaba patente que eran sus
apelativos cariñosos hacia ella.
—¿Te encuentras bien?
Le sonreí con esfuerzo y tomé el último sorbo de sopa
antes de devolverle el tazón. Liam me entregó dos pastillas y
un vaso de agua.
—Tengo que salir a atender negocios. Mi madre tiene mi
número si me necesitas. —Al levantarse, la sencillez de su
postura y semblante fueron sustituidos por una máscara de
eficiencia. Cambió tanto en cuestión de segundos que parecía
que unos extraterrestres lo hubiesen abducido.
¿Era eso lo que hacía también Dimitri cuando adoptaba su
papel de pakhan en la Bratva? ¿Por qué me había permitido
ver su lado más humano si su corazón siempre había estado
con otra? Esperé a que Liam cerrase la puerta para tenderme y
mirar la pared. A pesar del dolor que me quebraba por dentro,
por una vez, mis ojos estaban tan secos que no me salió ni una
sola lágrima. No sé por qué me había extrañado tanto que
Dimitri aceptase casarse con Katerina para proteger a Kiara.
¿Acaso eso no había sido exactamente lo mismo que cuando
estaba dispuesto a casarse conmigo a cambio de un contrato?
No conmigo, con Anya Smirnova, me corregí.
53
CAPÍTULO
La siguiente vez que desperté fue porque algo húmedo se
aplastó contra mi mejilla. Al abrir los párpados sobresaltada,
me encontré frente a frente a unos enormes ojos de un tono
verde azulado que destacaban en un adorable rostro infantil
lleno de pecas y manchas de chocolate y enmarcado por rizos
anaranjados.
—¡Eres la Bella Durmiente! —De repente, como si se lo
pensase, la cría, que no podía tener más de cinco años, encogió
la nariz—. Pero yo no soy un príncipe.
—¿Qué?
—Tío Dimitri dijo que eras su princesa y luego te dio un
beso para ver si despertabas.
—¿Tío Dimitri?
—Pero no despertaste —siguió la niña ignorando mi
pregunta—. Pero ahora te he dado un beso yo y sí que te has
espabilado.
—Si…, eh…
—Pero yo no me puedo casar contigo porque solo soy una
niña. Pero podrías casarte con el tío Dimitri. —La niña me
miró esperanzada—. O con el tío Liam, si quieres —propuso
dubitativa cuando no respondí—. Pero no creo que a tío
Dimitri le guste eso. Le dijo al tío Liam que si te tocaba iba a
cortarle su moshonka.
—Su…, uuum… ¿Qué?
—Creo que se refería a su nariz. A mí me dice muchas
veces que me va a cortar mi nariz para llevársela con él porque
es preciosa.
—Sí, debe de ser eso, su nariz —balbuceé deprisa.
—Aaah, veo que ya habéis hecho las presentaciones. —
Sinead entró con una bandeja, que dejó sobre la mesita de
noche, mientras le echaba una mirada tan tierna como
reprendedora a la niña—. Kiara, ve a lavarte de inmediato esas
manos y dile al abuelo que te dé el azucarero. Se me ha
olvidado sobre la mesa de la cocina.
La niña frunció la nariz en un gesto que parecía ser típico
en ella, pero obedeció sin rechistar.
—¿Kiara? —Mis ojos se abrieron ante ese dato—. ¿Kiara
es la sobrina de Dimitri?
¿Qué hacía con la familia de Liam, entonces?
Sinead palideció, pero tras estudiarme fijamente terminó
por soltar un resoplido.
—Imagino que acabarás por enterarte de todos modos. La
hermana de Dimitri y mi hijo mayor mantuvieron una relación
secreta. Supongo que a estas alturas ya te puedes hacer una
idea de lo prohibido que era un vínculo de ese tipo entre una
princesa de la Bratva y un heredero de la mafia irlandesa.
Lograron ocultarlo por bastante tiempo. Incluso a mí, que era
su madre y que siempre había tenido una relación cercana con
mis hijos —contó con un aire de tristeza.
—¿Cómo se solucionó?
Sinead se sentó en el borde de la cama y miró ausente
hacia la ventana.
—No hubo solución.
Mi corazón dio un vuelco con el dolor en su voz.
—¿Qué pasó?
—Pasó que ella se quedó embarazada y que huyeron antes
de que su gente o la nuestra pudieran descubrirlo. Kilian, mi
marido, se enfadó, pero imagino que no es lo mismo que eso te
ocurra con un hijo que con una hija.
—¿El padre de Dimitri?
Ella asintió.
—Consiguió encontrarlos. —Los ojos de la anciana se
llenaron de lágrimas—. Kilian dejó a la niña en un convento y
le envió a Liam un mensaje con la fotografía y la dirección.
Natasha llamó a Dimitri para conseguir su ayuda. En aquella
época estaba entrenando en algún cuerpo de élite militar ruso.
Seguía hablando con él cuando tuvieron el accidente a unos
veinticinco kilómetros del convento.
Con un nudo en la garganta, le apreté la mano a la mujer.
—Lo siento mucho, y no lo digo meramente por
educación. Tuvo que ser terrible.
Ella asintió, pero mi mente se fue también hacia Dimitri.
¿Cómo tuvo que afectarle el ser testigo a través del teléfono de
la muerte de su hermana? En especial, cuando, por las palabras
de Sinead, el causante de la tragedia fue el propio padre.
—Y así llegó mi pequeño angelito Kiara, con apenas dos
meses a mi casa. Aún recuerdo cómo me la trajeron Liam y
Kilian. Estaba dormida, envuelta en una mantilla con su
nombre. —La mujer se secó una lágrima—. Fue abrir sus
preciosos ojos y nos tuvo a todos envueltos en su dedo
meñique.
—¿Y Dimitri y su padre?
—Dimitri ocultó el nacimiento de Kiara de su gente,
incluso después de asesinar a su padre y convertirse en el jefe
de la Bratva. Negoció con Liam que la niña se quedase con
nosotros, con la condición de que nadie se enterase de quiénes
eran sus verdaderos padres o su vínculo con él y que le
mantuviésemos informado sobre su crecimiento y estado de
salud. Al principio, se mantuvo apartado, en especial los
primeros meses, en que tuvo que hacerse cargo de su nuevo
puesto y reforzar su posición en la Bratva, pero con los años
las visitas de Dimitri han sido más y más frecuentes.
—Liam también hizo referencia a su estado de salud. ¿Le
ocurre algo a Kiara?
—Nació con la enfermedad de Von Willebrand de tipo dos,
que hace que tenga problemas de coagulación de sangre. No le
impide una vida prácticamente normal, con excepción de las
precauciones que debemos tomar, pero necesita medicación
específica que requiere receta médica y revisiones periódicas.
—Que es por lo que Dimitri no tiene la posibilidad de
ocultar a la niña, ahora que Katerina ha descubierto su relación
con él —deduje.
Sinead asintió.
—Creo que el chico se siente culpable porque cree que son
sus visitas las que han destapado su secreto.
Me habría divertido el hecho de que la mujer llamase a
Dimitri «chico», si no fuese porque me dolía lo que él debía
estar sufriendo con aquella situación.
—¿Tú no lo crees?
Ella negó.
—Los secretos y las mentiras son como el cristal. Tarde o
temprano se quiebran, y, si no tienes cuidado, sus filos te
cortarán y te harán sangrar. Y puede que hasta te maten si
dejas que penetren demasiado profundo.
Sinead enmudeció en cuanto la puerta se entreabrió y
Kiara entró pasito a pasito con el ceño fruncido en
concentración para no volcar el azucarero. No pude más que
sonreír con disimulo. No me extrañaba que Dimitri estuviese
dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, incluso casarse con
una arpía como Katerina. Bastaba verla para adivinar por qué
Kiara era su tesoro.
—Bien hecho, cielo. No sabría qué haría sin ti —la alabó
Sinead con un beso en la sien.
—Gracias, Kiara. —Le sonreí cuando Sinead me pasó el
azucarero y la taza de té.
La niña me miró muy seria y apartó los ojos.
—¿Qué ocurre, cielo? —indagó Sinead.
—Si el tío Dimitri se casa con su princesa, ¿puedo ir a
visitarlos y dormir allí de vez en cuando?
—Bien, eh… —La anciana le apartó el flequillo de la
frente—. No sé si el tío Dimitri podrá casarse con su princesa,
cielo.
—¿Tú quieres casarte con él, Tess? —Sus enormes ojos se
posaron sobre mí cargados de esperanza. Me reajusté
incómoda en mi sitio.
¿Qué se esperaba que iba a responderle a una criatura que
me miraba con tanta inocencia y sinceridad? No quería
mentirle, estaba harta de mentiras, pero ¿cuál era la verdad que
podía contarle? ¿Que su tío se casaría con otra y que esa mujer
era como la reina malvada de Blancanieves, y que debía
evitarla como la peste?
—Eso es algo que tendrán que resolver entre ellos, cariño.
Nosotros no podemos intervenir. —Sinead recogió la bandeja
y abrió la ventana; Kiara aprovechó para acercarse a mí.
—Si quieres casarte con mi tío, yo me encargo de
convencerlo. Sé cómo hacer que me dé todo lo que quiero —
me susurró llena de confianza al oído.
Me entraron ganas de comérmela de lo linda que era. Ojalá
todo fuese tan sencillo como simplemente quererlo para
conseguir lo que una deseaba en la vida. La idea me hizo
detenerme. ¿Podría lograrlo si me lo proponía? ¿Tendría el
valor de liberar a Dimitri del chantaje que le estaba haciendo
Katerina y que seguramente era el mismo que tenía planificado
usar Anya en su plan de destronar a su tía y casarse con mi
hombre? ¿Mi hombre? Sonaba fatal dicho por una mujer del
siglo XXI, pero era exactamente como lo veía, como una parte
de mí, una que atesoraba y quería conservar.
—Sinead, ¿sabrías por casualidad a qué hora es la boda?
—pregunté con una idea formándose en mi mente.
—A las cuatro. Nos han invitado a Liam, Kilian y a mí.
Asentí con una decisión arraigando, con cada vez más
fuerza, en mi interior.
—Necesito hablar con Liam y también tu ayuda.
54
CAPÍTULO
No sé exactamente qué esperaba de una boda de mafiosos.
Puede que una sala de ceremonias oscura con mucha
decoración, tipos con chaquetas de motoristas, caras de
asesino en serie, con cicatrices y miradas que te convierten las
rodillas en gelatina, y armas por todos lados. Supongo que
después de haber estado conviviendo durante semanas con el
jefe de la Bratva, ya debería haber aprendido que esa escena
habría sido más propia de una película postapocalíptica que de
la realidad de la mafia en Boston.
Con la excepción de los hombres apostados en la entrada y
los alrededores de la iglesia, que claramente eran guardas con
sus poses militares y los pinganillos en sus oídos, el resto era
todo lo que una podría imaginar de una celebración a la que
asistían personas poderosas y adineradas: un despliegue de
trajes de diseñador, joyas que relumbraban al sol, sonrisas
falsas y cuchicheos.
Liam me ofreció el brazo para ponernos en la cola, a la
entrada de una enorme carpa montada en el exterior, y me
apretó la mano.
—¿Nerviosa?
—¿Por estar a punto de hacer algo que va a conseguir que
el pakhan de la Bratva quiera retorcerme el cuello? En
absoluto —espeté con sequedad.
Liam gruñó por lo bajo.
—Eres tú quien me ha metido en esto. Además, debería
sentirme ofendido. Estás acompañada por el jefe de la mafia
irlandesa y, en vez de confiar en que pueda protegerte, temes a
mi rival.
—¿Te sentirías insultado si te dijese que puedo ver más
allá de tu sonrisa despreocupada y que soy absolutamente
consciente del demonio que se esconde detrás?
Sus fríos ojos verdes me estudiaron con interés.
—¿Me tienes miedo?
—Sería estúpido por mi parte no tenértelo, pero el respeto
que tengo por el hombre que protege a los suyos y ayuda a sus
amigos…
—Dimitri y yo no somos amigos —me corrigió antes de
que pudiese continuar.
—Y a sus NO amigos —inserté, poniendo los ojos en
blanco—, es superior al miedo que te tengo.
—Tienes una mentalidad extraña para una chica de tu
edad, por desgracia, es una que algún día te meterá en
problemas.
—¿Algún día como hoy? —pregunté con ironía.
Liam soltó una risotada.
—Puede. Aunque hoy, por suerte para ti, me tendrás de tu
parte.
Mis ojos se abrieron antes de girarme hacia él.
—¿Un detector de metales? —Le eché una doble ojeada al
arco y el escáner en la entrada a la carpa—. Eso explica la
cola. ¿Es por eso por lo que han puesto una carpa?
—¿Parece que no eres la única que no se fía de los
mafiosos? —se burló Liam—. Y sí, en parte la carpa es una
medida de control. Aunque, al parecer, los invitados en estas
ceremonias rusas no esperan en la iglesia, sino fuera y luego
acompañan a los novios dentro.
Tragué saliva. Los novios… Sacudí la cabeza en un intento
por borrar la nauseabunda idea de mi cerebro.
—Sabes, creo que tú y Dimitri tenéis mucho más en
común de lo que creéis.
—¿Qué te da esa impresión?
—Los dos me recordáis a un osito de peluche de una
película que vi hace años. De día y en presencia de la chica a
la que pertenecía era adorable, pero de noche, con los que le
hacían daño a la niña, era diabólico y absolutamente sádico y
letal.
—¿Nos estás comparando con un osito de peluche? ¿No
debería ser más bien el muñeco Chucky o como se llamase ese
bicho?
Le ofrecí mi mejor sonrisa dulce y angelical.
—Nah, el osito era mucho más adorable y achuchable.
Liam se detuvo en seco.
—Dime que no estás hablando en serio.
Rompí a reír ante su expresión conmocionada, a pesar de
la presión que sentía en el pecho.
—¿Estás mosqueado porque te considero demasiado guapo
y tierno para ser un muñeco diabólico horrendo?
Sus ojos se suavizaron y sacudió la cabeza.
—Más bien preocupado. No te ofendas, eres preciosa y me
caes bien, pero prométeme que jamás intentarás achucharme
delante de Dimitri. Ya duermo con un ojo abierto y una pistola
debajo de la almohada. No necesito añadir otra lista de
problemas a mi vida diaria.
—Ambos sabemos que te encantaría que te abrazase
delante de él. Disfrutas haciéndolo rabiar.
Aunque mantuvo la vista al frente, sonrió.
—Estás loca, pero tienes justo ese punto de locura que me
gusta. ¿Estás segura de que quieres quedarte con Dimitri
pudiendo tenerme a mí?
Fue en ese instante que el hombre en cuestión apareció en
mi campo de visión, apostado en un rincón de la carpa y
rodeado de sus hombres. Bajo sus ojos había profundos surcos
oscuros y sus labios estaban apretados en una firme línea recta,
pero el resto de su presencia era intachable y nada en su rostro
revelaba sus pensamientos o su estado emocional. Mi corazón
dio un brinco. No importaba cómo o cuánto lo hubiese
recordado durante la última semana, era mucho más guapo en
persona. Y de lo único que tenía ganas era de correr junto a él
para tirarme a su cuello y besarlo.
—Absolutamente segura —murmuré distraída.
Liam me acompañó hasta un lateral, en la parte trasera del
recinto, desde el que podíamos observarlo todo sin llamar la
atención. Me bastó ver la mirada que intercambió con varios
invitados para constatar que sus hombres estaban repartidos
por el recinto, al igual que los de Dimitri, y sin duda los de
Katerina. Escaneé el público, y, efectivamente, descubrí los
rostros conocidos de uno y otro bando.
Me aseguré de que la rejilla que venía con mi elegante
sombrero no se hubiese movido del sitio y seguía cubriéndome
la parte superior del rostro. Lo último que necesitaba era que
alguien reconociera en la pelirroja elegante y sofisticada que
acompañaba al jefe de la mafia irlandesa a la sencilla chica
prometida hacía nada con el pakhan de la Bratva.
Una señora y su amiga se acercaron a saludar
profusamente a Liam, tocándolo bastante más de lo necesario.
Tanto que acabé por alzar una ceja que hizo temblar la
comisura de sus labios. Cuando ya estaba a punto de hacerme
pasar por su novia con tal de que nos dejasen en paz, las
señoras se colocaron delante de nosotros y comenzaron a
charlar como si no existiéramos. ¡Ver para creer!
Liam se inclinó hacia mi oído.
—No reacciones —fue su única advertencia antes de abrir
con disimulo mi bolso de mano y dejar caer algo pesado
dentro—. Se acerca una tormenta, y soy de los que prefieren
prevenir antes que curar.
Me bastó palpar mi bolso para adivinar que se trataba de
una pistola.
—Creo que eso es lo mismo que pensó el que decidió
poner un detector de metales en la puerta —murmuré más para
mí que para él.
El ruido a nuestro alrededor se convirtió en un repentino
zumbido de murmullos, al tiempo que se abrió un pasillo en el
centro de la carpa, por el que avanzaron varias mujeres
vestidas de lila, que debían de ser las damas de honor
anunciando la llegada de la novia.
Mi atención se dirigió a Dimitri, que permanecía con la
vista fija sobre la entrada. No hubo amor ni ternura en su
mirada, pero tampoco nada que delatase si odiaba aquella
situación o si estaba conforme con ella, algo, por mínimo que
fuese, que me permitiera deducir que lo que iba a hacer por él
en realidad era lo que él quería y no solo mi forma de
aferrarme a él.
Decepcionada, me giré a ver a la novia, y mi corazón se
detuvo al encontrarme a Anya al frente de las damas de honor
con una sonrisa radiante y sus ojos puestos en el novio. Fue la
mano de Liam sobre la mía la que me devolvió al momento y
me hizo darme cuenta de que le había clavado las uñas en el
antebrazo.
Anya me había dicho que iba a deshacerse de Katerina,
que era ella la que iba a casarse con Dimitri… Todos mis
planes acababan de irse al traste.
55
CAPÍTULO
Desde la amplia nave de la iglesia sonaron los primeros
acordes del Ave María de Schubert con cuatro voces de ópera.
Escuchar aquella canción en aquel momento era pura ironía.
¿Cuántas veces la había escuchado interpretada por Il Divo
para prepararme en aquellas ocasiones en las que me
correspondía impartir una justicia no siempre de mi agrado?
¿Sería una broma del karma que, justo en ese momento,
durante mi sacrificio, tuviese que escuchar la misma canción
que me ayudaba a condenar a mis víctimas?
Nunca había esperado que el día de mi boda fuera uno de
felicidad. Al menos no hasta que conocí a Tess. Era una
obligación, una responsabilidad para la que me habían
mentalizado desde que era un crío. La Bratva, la hermandad,
era la única esposa a la que un hermano le era fiel hasta la
muerte. El resto, las mujeres, eran meros instrumentos para
prolongar nuestra herencia. Las protegíamos y cuidábamos, sí,
pero porque su honor era el nuestro y porque eran el vientre en
el que debían crecer nuestros hijos y nuestro futuro. O eso fue
lo que me hicieron creer. Ahora, sin embargo, aquella
responsabilidad se había convertido en una condena.
¿Quién podría haber adivinado que una chica, que apenas
había alcanzado la madurez, podría borrar los aprendizajes de
toda una vida y enseñarme que un hogar consistía en algo más
que un edificio o que existían motivos para luchar mucho más
allá del poder y el honor? ¿Quién podría haber supuesto que
una mujer, alguna vez, consiguiera revivir un corazón tan
negro que ya lo había dado por muerto? Ni siquiera recordaba
qué era sentir, hasta que ella me destrozó las murallas que
tantos años había necesitado para levantar.
Mis ojos siguieron el avance de la arpía, cuya sonrisa,
victoriosa y cruel debajo del velo, prometía ocuparse
personalmente de que mi corazón regresase a la podredumbre
llena de gusanos a la que pertenecía. Un día, no muy lejano,
me encargaría de matarla personalmente, tomándome mi
tiempo con mis manos, mientras disfrutaba de cómo se le
congelaba aquella endemoniada sonrisa en la cara, pero su
muerte y sufrimiento nunca serían suficientes para lo que me
había arrebatado por el trayecto. Cerré los ojos en un intento
de conjurar la imagen de la única mujer, junto a mi pequeña
Kiara, por la que estaba dispuesto a dar mi vida. La sonrisa
sincera y los ojos que chispeaban con picardía me calentaron
de inmediato. Mi kotenok jamás sabría que era ella la que me
daba las fuerzas que me empujaban a seguir adelante, aun
cuando protegerla significaba que debía mantenerla lejos de
mí. Tampoco sospecharía nunca lo cerca que había estado de
dejarlo todo por ella.
Abrí los ojos solo para encontrarme de frente con la mujer
que había amenazado a las únicas personas importantes de mi
existencia, recordándome que los hombres como yo no
teníamos derecho a creer en el amor y la felicidad.
—Siento haber llegado tarde, querido —dijo Katerina con
un tono que dejaba claro que no se trataba de una disculpa y
que su tardanza, dejándome esperarla, a pesar de que la
tradición dictaba que era la novia la que aguardaba al novio,
era solo una de las humillaciones a las que me sometería
durante lo que durase nuestro breve matrimonio.
Probablemente debería de darme prisa por deshacerme de
ella, porque era previsible que ella trataría de hacer lo mismo
conmigo.
Rechiné los dientes mientras le ofrecí una sonrisa helada.
Por su relajación aún no debía de haberse enterado del ataque
a su residencia, o que Sokolov, mi sobrina y Tess habían sido
trasladados a un lugar seguro. Debería haberla matado en ese
mismo instante por la ofensa pública a la que acababa de
someterme, y lo habría hecho si mis planes no hubiesen ido
mucho más allá de deshacerme de ella. Era su familia al
completo a la que debía erradicar si quería mantener a salvo a
mi sobrina y a Tess. Y con eso en mente, acepté la vela que me
entregaron sus damas.
—Por supuesto —repliqué con una calma que no sentía—.
¿Qué es un poco de tardanza cuando nos queda toda una vida
por delante?
Para mi sorpresa, no fue Katerina, sino la chica a la que
reconocí como la auténtica Anya Smirnova, la que contestó:
—Muy cierto, en especial, si la vida que te queda es tan
corta como la tuya, querida tía.
Katerina abrió los ojos con una mezcla de asombro y
traición, y todos seguimos su mirada horrorizada hasta su
estómago, donde sobresalía el mango de una daga que Anya se
encargó de girar al tiempo que un gigantesco óvalo rojizo se
fue extendiendo sobre la tela blanca del traje de novia.
Nadie a nuestro alrededor se movió. Mis hombres pusieron
las manos en sus armas a la espera de mi señal, y algunos de
los invitados se tensaron. La mayoría de los asistentes aún no
se había percatado de lo que pasaba. Era una suerte que
hubiésemos puesto un control de armas que solo mis hombres
y los de los Smirnov podían pasar.
—Hermano… —Katerina extendió el brazo hacia
Alexander, apostado impasible a su lado, quien se limitó a
contemplarla como si fuese un espectáculo que no conseguía
comprender.
—La avaricia y la ambición tienen un precio, Katerina. No
debería extrañarte que te haya llegado la hora de pagarlo —
replicó Alexander con indiferencia.
—Siento mucho la falta de educación y soberbia de mi tía,
Dimitri. Prometo que seré una esposa mucho más adecuada y
fiel que ella y… también prometo que cuidaré de la pequeña
Kiara —finalizó Anya, poniendo los puntos sobre las íes, y
dejándome claro que su intención era tenerme cogido por los
huevos del mismo modo en que lo había estado haciendo su
tía.
—¡Dimitri! —Katerina dio un paso hacia mí, rogándome
con la mirada que la salvara.
Sin tomarme la molestia de sonreírle, di un paso hacia mi
nueva prometida y le besé los nudillos ensangrentados.
—El rojo te favorece, querida Anya. Tu tía debería haber
tomado ejemplo de ti, el blanco es un color poco apropiado
para una mujer libertina como ella. De haberlo hecho, al
menos podría haber muerto con estilo, en vez de como un
puerco sin modales en la mesa.
Anya me sonrió como si acabara de hacerle un cumplido,
en vez insultar a su tía, la cual acababa de caer de rodillas. Una
capa de transpiración y terror cubría su rostro, dejando
churretones del exceso de maquillaje que había usado tratando
de aparentar menos años de los que tenía. Antes de que
pudiese gritar o pedir ayuda, uno de los hombres de Smirnov
le tapó la boca y otro le cubrió el cuerpo con un mantel. Entre
los dos se la llevaron de allí.
—Los invitados nos están esperando, Dimitri. —Anya me
ofreció una nueva vela con una sonrisa.
Le miré las manos. ¿Era una premonición que fuera a
casarme con una mujer que tenía las manos manchadas de
sangre de forma literal? Probablemente debería haberme
preocupado. Katerina era letal, pero cuidaba y planificaba cada
una de sus acciones. Anya era una alimaña salvaje. Sus planes
parecían controlados por sus caprichos y emociones erráticas.
Cualquiera que vive en mi mundo conoce que esa es una
debilidad, las emociones siempre lo son, pero también son un
peligro, porque no te permiten prever cómo reaccionará la
persona, ni cuándo lo hará. Por fortuna, por el momento, la
inestabilidad de Anya me había librado de Katerina. Había
avanzado un nivel en mis planes sin siquiera haber movido un
dedo. Puede que el futuro no fuese tan negro como había
supuesto, hasta puede que el rojo se convirtiera en mi nuevo
color favorito.
—Anya… —Tiré la vela ahora apagada y acepté la suya,
colocándome a su lado para acompañarla a la iglesia junto a
los padrinos, nuestros hombres y el resto de los invitados.
Por suerte, la entrada al recinto religioso significó que ya
no era necesario hablar con ella, dándome la oportunidad de
analizar los eventos y sus consecuencias. Por desgracia, una de
las primeras cosas que comprendí fue que, donde con
Katerina, podría haberla emborrachado lo suficiente como
para librarme de la noche de bodas, de Anya se esperaba que
fuese virgen, y que por tanto, por la mañana, debía mostrar las
sábanas que demostrasen que habíamos consumado el vínculo.
Hasta hace poco, aquello no habría sido ningún problema.
Anya no era una cría que me atrajese especialmente, pero
siempre cabía la posibilidad de apagar la luz, taparle la boca e
imaginarme que era Tess, el problema no era ese, sino Tess en
sí misma y en el daño que le haría el enterarse de lo que había
hecho con la que una vez consideró que era su mejor amiga.
Pasé por el ritual de inicio de la ceremonia en modo
automático, sin prestar apenas atención al paño que nos habían
colocado sobre las manos unidas o las coronas que teníamos
encima de nuestras cabezas. No fue hasta que comprendí que
la voz que había interrumpido el oficio no formaba parte de mi
imaginación, sino que era real. Me giré hacia el público y la
busqué con la mirada.
—Uuum… De verdad que no quiero ser maleducada y
descortés, pero como esta ceremonia es diferente a las que
salen en las películas, y no sé si al final van a preguntar eso de:
«que hable o calle para siempre», sobre todo porque no
entiendo ni papa de lo que están diciendo de todos modos…
56
CAPÍTULO
—¡Cogedla! —siseó Alexander Smirnov lanzándome rayos
con sus ojos.
Liam y sus hombres, de inmediato, se colocaron a mi
alrededor, protegiéndome de tal manera que, entre ellos y los
demás invitados que se encontraban de pie en la bonita iglesia
ortodoxa, no me dejaron ver más que sus robustas espaldas.
Más que irlandeses, parecían ser highlanders sacados
directamente de libros de ficción histórica.
—Pues eso, —continué—, que no se pueden casar porque
ella no es Anya Smirnova, no realmente.
—¡¿Qué?! ¿De qué estás hablando? —tronó la voz de
Alexander por el recinto.
—¡No le eches cuenta, papá! No sabe lo que dice, está
enamorada de Dimitri y lo único que quiere es hacer daño.
Sonreí ante el tono demasiado agudo de Anya. ¿Quedaría
algún invitado que no se hubiera dado cuenta de que ella no
estaba todo lo tranquila que debería estar?
—¡Quitaos del medio! —ordenó Alexander furibundo—.
Quiero verle la cara a esa impostora mientras me repite lo que
acaba de decir.
—No, ¡matadla! —graznó Anya histérica—. ¡No dejéis
que siga difundiendo mentiras!
—Yo también estoy interesado en saber qué es lo que tiene
que decir —la voz profunda, calmada y peligrosa de Dimitri,
se me metió bajo la piel y me hizo cerrar los párpados durante
un segundo. ¡Cuánto había echado de menos oírlo en directo!
Ni siquiera la situación le restaba efecto a lo que despertaba en
mí.
Liam les hizo una señal a sus hombres, que se apartaron de
la misma manera que lo hicieron los invitados, aunque
sospecho que la intención de estos últimos era la de evitar los
tiros que seguramente esperaban que iban a lloverme de un
momento a otro.
Tragué saliva ante los ojos entrecerrados de Dimitri, que
me prometían retribución por haberme atrevido a interrumpir
su boda.
—¿De qué estás hablando? Y más te vale que esto no sea
una broma y tengas pruebas, porque es tu vida lo que está en
juego —me avisó Alexander con una calma helada.
—¡Papá, no…! ¡Ay! —Alexander le dio una bofetada tan
fuerte que Anya cayó al suelo. Un tinte rojizo cubrió su tez, la
humillación entremezclándose con el terror en sus ojos.
Nadie, ni siquiera sus guardas, la ayudó a levantarse esta
vez.
—¿Y bien? Estoy esperando —me exigió Alexander, al
tiempo que Liam se limitaba a asentirme en silencio.
—Anya no es tu hija.
Alexander se quedó mirándome largo rato antes de volver
a hablar, pero la expresión de su rostro permaneció inmutable.
—¿Tienes alguna prueba de ello?
—Lo leí en su diario, el que estaba entre las cosas que los
hombres de Volkov se trajeron del instituto pensando que eran
mías.
—Papá, no le eches cuenta. —Anya se colgó desesperada
de su pierna, tratando de llamarle la atención—. Lo está
inventando todo. ¿Es que no lo ves? ¿Cómo podría no ser tu
hija?
Alexander le dio una patada, alejándola de él. Crispé los
puños. Anya no debería haberme dado lástima después de que
estuviera dispuesta a venderme en el mercado de carne y que
chantajease a Dimitri para obligarlo a casarse con ella, pero no
pude evitarlo. Me recordó a esa chica a la que había conocido
el primer año del instituto, siempre solitaria, insegura de sí
misma, con miedo hasta de su propia sombra. A estas alturas
ya no sabía si aquella Anya alguna vez había existido, pero eso
no les robaba realismo a mis recuerdos.
Saqué el diario de Anya de mi bolso y se lo mostré a
Alexander, quien mandó a un tipo enchaquetado a recogerlo.
—Lleva un marcapáginas —le expliqué para que tuviese
cuidado de no perderlo.
En el mismo instante en que comenzó a leer, el rostro de
Alexander se cubrió de traición antes de arrebatarle la pistola
al tipo que tenía al lado. Casi a la vez, su segundo al mando
reaccionó disparándole varias veces seguidas. El padre de
Anya se desplomó mirando atónito al hombre que había
pasado toda una vida junto a él.
En cuestión de milésimas de segundos, la iglesia se llenó
de gritos y disparos, y Liam me tiró al suelo cubriéndome con
su cuerpo.
—¡Alto el fuego! —tronó Dimitri sobre el escándalo,
infundiendo su voz con tanto poder que se produjo el silencio
más absoluto, solo interrumpido por algunos sollozos.
Al alzar la cabeza, descubrí a Alexander inerte junto a su
asesino, el verdadero padre de Anya, ambos en el suelo hechos
un colador.
—Todos los que no pertenezcan a la hermandad, fuera de
aquí —ordenó Dimitri con una mirada en dirección a Liam.
Intenté acercarme a él, pero Liam ya me había sujetado por
la cintura antes de que pudiese dar un paso.
—Ahora no es el momento —me avisó Liam—. Necesita
tomar control de sus hombres. Tu presencia solo lo debilitaría.
Sin aguardar una respuesta, prácticamente me sacó de la
Iglesia a rastras, llevándome hasta una salida trasera y
protegiéndome de la gente que tropezaba con nosotros en su
huida frenética hacia el exterior.
Antes de que pudiésemos abandonar la amplia nave, le
eché un último vistazo al altar, junto al que aún seguía Dimitri,
erguido como el dios de la guerra a punto de impartir justicia.
El grito lleno de pánico de Anya, desvió mi atención hacia uno
de los hombres. Su cara me sonaba de la casa de los Smirnov.
Como a cámara lenta vi que alzaba el brazo una cuarta,
manteniéndolo dirigido al suelo donde había visto por última
vez a Anya. Un disparo resonó por la sala, los gritos de Anya
cesaron para ser sustituidos por otros. No me percaté de que
eran los míos propios hasta que Liam me cogió en brazos y me
apretó contra su pecho.
—Vamos. Ya no hay nada que hacer.
—¡Anya! ¡Anya!
—Está muerta, Tess. Traicionó a la Bratva y ese es el
precio que pagas cuando lo haces.
—Dimitri…
—Él no es quien lo ha decidido. Ha sido un primo de los
Smirnov quien ha tomado la iniciativa de limpiar su nombre y
hacer cumplir la ley. Debía hacerse. Es nuestro mundo.
Liam me depositó con delicadeza en el asiento trasero del
SUV, que sus hombres habían aparcado ante la salida trasera,
antes de montarse junto a mí. Al cerrar la puerta se acallaron
las sirenas que iban acercándose en la distancia.
—¿Tú lo sabías? —pregunté en un susurro.
—¿Si sabía que lo que planeabas hacer iba a traer la
muerte de Anya? —Liam mantuvo la vista al frente—. Sí.
—¿Por qué no lo dijiste? ¿Por qué no me avisaste de lo
que iba a pasar? —Le golpeé histérica, indiferente a lo que
pudiese hacerme si se enfadaba. Había permitido que asesinase
a Anya. Me había convertido en una asesina, manchando mis
manos de sangre.
Liam me agarró las muñecas y me zarandeó.
—El destino de Anya se lo buscó ella misma y ya estaba
escrito con anterioridad a que la delataras. Traicionó a su
padre, un jefe de la Bratva, asesinó a Katerina a sangre fría a
pesar de que no tenía derechos de sucesión, intervino en el
chantaje a Dimitri y utilizó a las únicas personas que a este le
importan para tratar de dominarlo y hacerle daño. ¿En serio
crees que sus días no estaban contados? Le has hecho un favor.
Ha tenido una muerte rápida e indolora. Ni siquiera el ser
mujer la habría librado de ser torturada antes de enfrentarse a
su juicio. Era ella o las docenas de hombres que trabajaban
para los Smirnov. Dimitri, al igual que yo, está hecho de acero,
debe serlo si quiere sobrevivir en este mundo, y para ello debe
impartir la justicia con mano firme. Sus hermanos se lo
habrían exigido y se habrían encargado de hacer un ejemplo de
ella. Esto es lo que tenía que pasar, Tess. Si sientes algo por
Dimitri, entonces, tienes que empezar por comprender de
dónde viene y cómo funciona su entorno.
Si sentía algo por Dimitri…
¿No era irónico? Cualquier persona normal habría dicho:
«Si amas a Dimitri». Pero Liam no era un hombre normal, al
igual que tampoco lo era Dimitri. Si no eran capaces de usar
una palabra tan mundana y normal, tan básica en la vida de
una persona, ¿era porque eran incapaces de sentirla? ¿Podrían
siquiera comprenderla más allá de las debilidades que suponía
y las ventajas que les proporcionaba sobre los demás?
Por primera vez, me enfrenté a la verdad que no había
querido ver hasta ahora. ¿Valía la pena vivir en un mundo
lleno de muerte y traiciones por alguien que jamás sería capaz
de amarme como yo lo amaba a él?
El móvil de Liam vibró. Le echó una corta ojeada antes de
mostrármelo.
—Dimitri pide que te ponga a buen recaudo. Vendrá a por
ti en cuanto solucione la limpieza y lo que ha quedado de los
Smirnov.
—Liam… —titubeé. Me costaba mucho más trabajo de lo
que debería dadas las circunstancias, pero muy en el fondo
sabía que era lo que debía hacer—. Necesito tu ayuda.
57
CAPÍTULO
—¿Dónde cojones está?
Tal y como di aquel puñetazo encima del escritorio de
Liam, este entrecerró los ojos con un brillo amenazante y
cinco pistolas me apuntaron a la cabeza. El irlandés se echó
despacio atrás en el asiento e hizo una señal a tres de los
hombres, indicándoles que se largaran. Solo permanecieron
sus primos, que, además, eran su segundo y tercero al mando.
Plegando los brazos sobre el pecho, me estudió.
—¿Crees que incapacitar a los guardas del pasillo, irrumpir
en mi despacho sin llamar y pegarme voces me hará cambiar
de opinión?
Ignoré las armas que me apuntaban y me incliné un poco
más encima del escritorio poniéndome al nivel de sus ojos.
—No, lo hará el que corte tus ingresos durante las
próximas semanas hasta que me digas dónde está.
Liam arqueó una ceja y sus pupilas se encogieron. Sabía
que estaba entrando en terreno pantanoso con él, pero me
importaba un pito. El hijo de puta llevaba cinco días
ocultándome el paradero de Tess, y no pensaba permitir que
pasara ni un segundo más. Si pretendía chantajearme con ella,
que lo hiciera de una vez, si no, que me la devolviera. No iba a
consentir que la usara en nuestras trifulcas, y mucho menos
que pusiera su vida en peligro.
—¿Estás tratando de ponerme contra la espada y la pared?
—Si hace falta, sí. Ambos sabemos que está a punto de
llegar uno de tus cargamentos, y que el único motivo por el
que te dejan atracarlo en el puerto es porque yo lo permito.
Tanto el alcalde como el encargado portuario están en mis
bolsillos.
El tic en su ojo derecho fue la única señal que me indicó
que comprendía el alcance de lo que le decía y que no le
gustaba en absoluto que tuviese información acerca de ese
cargamento. Hacía bien. Si colaboraba, igual le facilitaba el
nombre de mi informante para que pudiera deshacerse del
chivato.
—Ya te lo he explicado. —No pestañeó al hablar—. Ella
no quiere que la encuentres. Le prometí que la protegería y eso
te incluye de manera expresa a ti.
—¡Ella no necesita que la protejan de mí! —A duras penas
resistí la tentación de dar otro puñetazo sobre la mesa.
—Ella piensa lo contrario.
Alguien debería borrarle al muy cabrón su cara
condescendiente y yo estaba más que dispuesto a hacerlo en
ese mismo instante.
—¡Pamplinas! Jamás le haría daño.
Después de estudiarme por largo rato, acabó por soltar un
profundo suspiro y bajó los brazos.
—Dimitri, ¿qué es lo que esperabas exactamente de ella?
Primero la secuestraste, luego acabó encerrada contigo en un
búnker porque os buscaban tus enemigos, después la volvió a
secuestrar la que pensaba que era su amiga, y por poco la
venden en el mercado de carne. Luego, tiene que asistir a tu
boda con otra mujer, donde acaban muertas tus dos
prometidas, y, para rematar, vuelve a encontrarse en medio de
un tiroteo. Sin contar, por supuesto, que se siente responsable
de sus muertes, en especial de la de esa tal Anya Smirnova. —
Liam tomó un respiro—. Y todo eso se condensa en el plazo
de un mes y pico. ¡Joder! Hasta yo te dejaría si estuviera en su
pellejo. Incluso a los que estamos en esta oficina nos resultaría
difícil pasar por eso sin que nos afectase al menos en algo.
Intenta imaginar lo que le supone a una cría de dieciocho años
que se ha pasado la mayor parte de su juventud en un
internado de señoritas.
Me dejé caer con pesadez en una silla y me pasé la mano
por la cara.
—No pretendo traerla de vuelta a nuestro mundo. Soy
consciente de que no es lo que le conviene, pero necesito tener
el control sobre su seguridad. Saber que está bien y
asegurarme de que siga así.
—¿Pretendes controlarla? ¿Quién eres ahora? ¿Dios?
—Sabes a qué me refiero —gruñí—. No te hagas el tonto.
—Sé a qué te refieres —confirmó—. ¿Lo haces tú? ¿Qué
harás cuando rehaga su vida y conozca a otros chicos? Chicos
de su edad, normales…
Apreté los dientes y mis puños crispados cosquillearon con
la necesidad de acallarlo de un derechazo. No estaba listo aún
para imaginármela con otros tipos, hombres que, con toda
seguridad, eran más adecuados para ella que yo.
—Nos enfrentaremos a esa situación cuando suceda.
—¿Y si te dijese que ya está ocurriendo? ¿Que hay un
chico que le está poniendo ojitos lindos y que ha conseguido
hacerla reír de nuevo?
—¡¿Quién?! —Me lancé sobre él, cogiéndolo por el cuello
antes de que pudiese parpadear.
Un cañón se clavó en mi sien y otro en mi nuca. Liam
permaneció quieto y me mostró los dientes en una amplia
sonrisa.
—Bien, ya veo cómo lo tienes controlado. Relájate, no hay
nadie, que yo sepa. Y preferiría que mis primos no
desparramasen tus sesos encima de mi escritorio. No tengo
ganas de ponerme a ordenar documentos llenos de pringue y,
además, quiero el nombre del traidor.
—Lo tendrás a cambio de ella —espeté exhausto.
No era un precio demasiado alto a pagar, sin contar que la
rata, de todos modos, se estaba volviendo demasiado
avariciosa y había comenzado a tener contactos con la tríada
también. Solo era cuestión de tiempo que pudiese sustituirlo
por otro.
—Dimitri, yo…
La puerta se abrió de golpe y todos nos tensamos.
—¡Tío Dimitri! —Una monita enana se lanzó sobre mí,
dándome apenas tiempo de abrir los brazos para atraparla.
Todo el mundo guardó de inmediato las armas y se movió
por la habitación con disimulo.
—¡Zaika! —Cerré los párpados al abrazarla. Aparte de
Tess, mi pequeña liebrecilla era la única persona capaz de
darme paz con su simple cercanía.
—Kiara, ¿qué te he dicho acerca de entrar en mi oficina
sin llamar?—preguntó Liam con una gravedad en su voz que
era desmentida por la suavidad en sus ojos.
—¿Cómo sabes que no he llamado, tío Liam? —preguntó
la muy pilla sin mostrar ni un ápice de remordimientos.
—Porque de haberlo hecho te habría oído.
—¿Seguro? —Ladeó la cabeza—. Porque a lo mejor
estabas pegando tantas voces que no has podido escucharme.
Las comisuras de los labios de Liam temblaron y tuve que
darle un punto por no romper a reír. Los otros McKennas,
desde luego, tenían serias dificultades para mantenerse a raya.
Uno de ellos se rascó la nariz en un intento por taparse la boca
mientras se estudiaba los zapatos, y el otro se había puesto a
mirar por la ventana mientras sus hombros se sacudían de
forma sospechosa. Incluso a mí me estaba costando lo mío
retenerme.
—Zaika, tu tío Liam tiene razón. No puedes entrar en el
espacio de los adultos sin llamar. Es…
—Es el sitio en el que los mayores hablamos cosas serias y
donde los niños no deben interrumpirnos —acabó Kiara
imitando la voz profunda de una persona mayor y poniendo
los ojos en blanco. Se removió en mis brazos para que la
depositase en el suelo y puso los bracitos en jarras—. ¿Y si
tengo algo importante que discutir con los adultos?
58
CAPÍTULO
Liam y yo intercambiamos una mirada esperando que el otro
se encargara del tema. El muy cabrón encogió un hombro,
dejándome claro que Kiara estaba por encima de nuestra
conversación y que no iba a ser él quien la echase,
arriesgándose a que ella se le rebotase. ¿Y esperaba que yo si
fuera a hacerlo? Que les dieran morcilla a él y a sus hombres.
No iba a poner a la niña en mi contra durante los cuatro ratos
que podía compartir con ella.
Sentándome en la silla, la acomodé sobre mis rodillas.
—¿Y qué es eso tan importante que tienes que hablar con
los adultos, zaika?
—Tío Dimitri… —Sus diminutas manos me acunaron las
mejillas mientras me miraba a los ojos con una de esas
miradas que te llegan al alma—. Sabes que te quiero mucho,
¿verdad?
—¡Uh, oh! Esto se pone serio —bufó Liam por lo bajo.
No pude más que coincidir con él. Aquella era justo la
introducción que yo solía emplear con ella en los casos en que
me veía obligado a denegarle algo, o las veces en que tenía
que informarle que no iba a poder estar con ella durante un día
importante en su vida. Algo de ese hecho me hizo sonreír y
ponerme triste al mismo tiempo. Mi hermana hubiese
disfrutado tanto de su hija, su inteligencia, picaresca y ternura.
La simple idea de que no pudiera compartir estos momentos
con nosotros dolía.
—Sí, zaika. Lo sé, y yo también te quiero con locura.
Ella asintió convirtiéndolo en un hecho incuestionable.
—Quiero que sepas que yo no pienso que seas un tonto del
bote como dice la abuela, pero tampoco quiero que se te
escape la mejor mujer que se te ha cruzado y que se te cruzará
nunca por el camino.
Mi mandíbula prácticamente se me descolgó. ¿Esas eran
sus palabras o las de su abuela? Le eché una ojeada fugaz a
Liam, quien de inmediato alzó ambas manos.
—Yo no tengo nada que ver en eso.
—¡Tío Dimitri! ¡Échame cuenta! —Kiara volvió a
cogerme la cara y me obligó a mirarla.
—Soy todo oídos —suspiré.
—Quiero que vayas a por nuestra printzessa y que nos la
traigas de vuelta. —Parpadeé. ¿Nuestra printsessa?—.
También le tienes que construir un palacio, porque me dijo que
no poseía ninguno, y todas las princesas deberían tener uno.
Además, necesitáis uno para que pueda ir a visitaros y jugar
con vosotros allí —reflexionó mordiéndose los labios. Su
siguiente mirada vino acompañada por una sonrisa ilusionada
—. Y Eze me explicó que después de casarse contigo será
reina. Cuando sea reina, yo me pido ser tu printzessa.
—¿Eze? ¿Quién es Eze?
Kiara rodó los ojos.
—Zokolov, ¿quién, si no?
—¿Y Sokolov dijo que yo iba a casarme con nuestra
printsessa y convertirla en reina?
—Reina de la Brritva, sí, y que yo algún día seré una
printzessa de la Brritva, pero que aún no se lo puedo contar a
nadie.
En cuanto el maldito cabrón lograse levantarse de la cama,
iba a darle tal paliza que iba a tener que mantener el reposo
durante otro mes más. ¿Qué decía un mes? ¡Dos meses por lo
menos!
—Mmm…
—¿Entendido, tío Dimitri?
—Claro como el agua —le aseguré.
—Buen tito. —Kiara me dio un beso un tanto húmedo en
la mejilla y me palmeó el moflete con condescendencia.
Cuando se dirigió a la salida, mi cara estaba más caliente
que una estufa, y los hombres que me rodeaban miraban a
cualquier sitio menos a mí mientras trataban de no reír a
carcajada limpia.
—Y, tío Liam… —Kiara se detuvo en la puerta y le echó
una ojeada—. Cuando encontremos a la printzessa y la
traigamos de vuelta, tenemos que preguntarle si nos puede
ayudar a encontrarte otra a ti. La abuela dice que además de
tonto vas a acabar siendo un solterón viejo y baboso. Yo ya le
he dicho que yo no te voy a dejar solito, pero no quiero que
seas tan baboso como los caracoles que hay en el jardín, me
gustan más las mariposas… y los gatitos… y los perritos. —Su
cara se iluminó y por la mía se extendió una sonrisa maliciosa.
¡Toma eso irlandés por reírte de mí!—. ¿Podemos tener un
perrito? Podemos enseñarle a traerte el periódico y las
zapatillas. Así cuando seas más viejito de lo que eres ahora
puede ayudarte.
—Ya hablaremos el tema del perrito luego —gruñó Liam
—. Ahora vete. Los mayores tenemos que seguir hablando.
—Tu tío Liam sabe dónde está la printsessa y no me lo
quiere decir. —Le lancé una mirada victoriosa al susodicho,
quien, a cambio, me frunció el ceño. ¿En serio pensaba que no
iba a recurrir a trucos sucios con tal de sacarle la información
que quería?
—¿Tío Liam? —Ni siquiera tenía que darme la vuelta para
adivinar que mi pequeña zaika esperaba con los brazos en
jarras y los ojos entrecerrados.
Liam se cruzó de brazos.
—Está bien, se lo diré. Y te prometo que haré que tu tío
Dimitri se case con ella y le compre su castillo.
¡Maldito cabrón!
La niña corrió hacia él, se lanzó a su cuello y lo llenó de
besos.
—¡Te quiero, tío Liam! Y a ti también, tío Dimitri. Le
pediré a la abuela que me lleve a comprar un vestido bonito y
una cesta con flores para la boda.
Antes de que pudiera reaccionar a su beso, Kiara ya se
había largado de la habitación y yo y Liam nos contemplamos
sin pestañear con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Era necesario que le prometieras eso? —mascullé
irritado—. Sabes que no puedo tener a Tess en mi vida. Es
demasiado peligroso.
—Eres tú el que ha metido a nuestra sobrina en el asunto.
Además, creo que ella y Sokolov tienen razón.
—Sokolov está en las nubes con la morfina y Kiara tiene
cinco años.
Y nosotros éramos dos mafiosos peligrosos y poderosos
que nos comportábamos como críos. ¿Habría algún terapeuta
para mafiosos? Podría haber estudiado psicología en vez de
seguir los deseos de mi padre. A esas alturas sería rico sin
necesidad de aguantar a psicópatas asesinos amargados como
yo. Tan pronto lo pensé, me di cuenta del error en esa teoría.
Pensándolo mejor, prefería pegarles un tiro a tener que
aguantar sus psicosis y lloriqueos.
59
CAPÍTULO
—No podremos seguir ocultando a Kiara por mucho más. Lo
sabes, ¿no? —Liam se levantó a echarse una copa y me
ofreció otra a mí—. La gente podrá no conocer la historia real,
pero quién sea que informó a los Smirnov seguirá difundiendo
el hecho de que es nuestra sobrina.
Me froté el puente de la nariz. No podía desmentir que lo
que decía el irlandés fuese cierto.
—¿Y qué tiene eso que ver con Tess?
—Que tampoco podrás esconderla a ella eternamente. Ya
conocen de su existencia. Los rumores corren y, tarde o
temprano, alguien la buscará para hacerte daño o chantajearte
del mismo modo que lo hizo Katerina. Si te sacaras la cabeza
del culo, te darías cuenta de que reconocerlas públicamente a
ambas te facilitaría el trabajo de protegerlas, sin contar que
nadie podría chantajearte con destapar algo que ya es de
dominio público.
—Eso solo las haría un objetivo aún mayor de lo que lo
son a día de hoy.
—Kiara ya es un objetivo. ¿O crees que yo no tengo
enemigos? Además, con la protección de ambos, pocos son los
que se atreverán a ir a por ella.
Dudaba que sus rivales fuesen tantos como los míos. Por
muy bien que estuviera establecida la mafia irlandesa en el
territorio, no dejaba de ser una organización pequeña. Aunque
debía reconocer que tenía parte de razón, solo un loco se
atrevería a acercarse a Kiara con dos tíos como nosotros a sus
espaldas.
—No sé cómo se lo tomará la hermandad, teniendo en
cuenta que está vinculada contigo. Pero sí, supongo que ha
llegado el momento de destapar la verdad —accedí a
regañadientes.
A pesar de la preocupación, no dejaba de ser un orgullo
que la niña pudiese ocupar su legítimo derecho como una
Volkov.
—¿Se lo tomarían mejor si llegamos a algún tipo de
acuerdo formal entre nuestras organizaciones? No es como si
no hubiésemos colaborado de todos modos durante los últimos
años.
Asentí. Era algo a lo que ya llevaba algún tiempo dándole
vueltas.
—La semana que viene te dejaré una propuesta sobre la
mesa. Hazme llegar también la tuya antes de que iniciemos las
negociaciones. Con la tríada ganando poder y el grupo de los
armenios extendiéndose como una plaga, podría ser una buena
ocasión para unir recursos.
—¿Y Tess? —insistió Liam.
—Ya te lo he dicho. Solo quiero comprobar que está bien y
hacerme cargo de su protección. —Estuve por añadir que era
mía, pero preferí morderme la lengua.
—¿No vas a considerar la opción de convertirla en tu
esposa?
—Eso es… —La presión en mi pecho aumentó—. No.
—Sabes que tarde o temprano tendrás que casarte. Es una
responsabilidad que viene con el puesto. ¿En serio pretendes ir
incrementando el número de personas de las que tienes que
cuidar y preocuparte?
—¿Quién dice que tendré que preocuparme de la mujer
con la que me case por pura obligación? —pregunté con la
misma frialdad que me provocaba la idea.
Sí, tenía que casarme. Sí, tenía que acostarme con la que
fuese, las suficientes veces como para que me diera un
heredero, pero nadie me obligaba a sentir nada por ella, ni a
tener una relación más allá de la fecundación y la crianza. Ni
siquiera necesitaba dormir con ella en la misma cama. Mi
padre no lo había hecho ni con mi madre ni con su segunda
esposa. ¡Joder! Apostaba a que pasaba más tiempo con sus
amantes que con ninguna de ellas. ¿Por qué habría yo de hacer
algo diferente? Apreté los dientes. Me repelía el hecho de
seguir los pasos de mi progenitor, pero era evidente que el
refrán: de tal palo, tal astilla, tenía sus motivos para existir.
—Te conozco, Dimitri. Te tomas tus obligaciones en serio,
y eso incluye proteger a una esposa aun cuando no sientas
nada por ella. Además, será la madre de tus hijos. ¿En serio los
quieres criar en un ambiente como en el que te criaste tú?
—Eso no tiene nada que ver con Tess.
—¿Seguro?
—¿Estás sordo? —Solté la copa con un golpe seco sobre
su escritorio, indiferente al líquido que se derramaba sobre sus
documentos.
La sonrisa que me dedicó me hizo entrecerrar los ojos,
incluso antes de que abriera su maldita bocaza.
—En ese caso, si no tienes intención de casarte con ella, no
te importará que lo haga yo.
Lo cogí por el cuello y lo lancé contra la pared en menos
de lo que canta un gallo.
—¡Vas a mantenerte jodidamente lejos de Tess!
Liam no hizo nada por soltarse de mi agarre o por borrar
su endemoniada sonrisa.
—Mi madre quiere que me case, tu sobrina que me busque
una princesa y, de paso, quiere a Tess en su vida. Casarme con
ella mataría tres pájaros de un tiro. Cuatro, si tenemos en
cuenta que me gusta y que no me importaría llegar a mi casa a
una cama caliente. ¿Y no te parece que unos hijos míos y de
ella saldrían endemoniadamente guapos? Creo que… ¡Maldito
cabrón! ¿Pretendes partirme la nariz?
El aire abandonó mis pulmones cuando desvió mi puño y
reaccionó con otro derechazo en mi estómago. Liam alzó una
mano el instante en que sus primos quisieron intervenir.
—Dejarás a Tess tranquila —siseé en cuanto recuperé algo
de aliento, justo antes de propinarle un codazo en la barbilla.
—No si tú no te casas con ella —espetó Liam con un
puñetazo que evité a duras penas.
La pelea había empezado y ninguno estábamos dispuestos
a terminar hasta que hubiese un ganador y el otro se rindiera.
—Te mataré si te acercas a ella.
Gancho. Patada baja.
—¿Piensas dejarla viuda y a mi hijo huérfano? —preguntó
Liam entre dientes.
Patada alta. Doble puñetazo cruzado. ¡Joder, eso había
dolido!
—¡Maldito cabrón, hijo de puta!
Patada, patada, gancho.
—¡Cobarde malnacido!
Gancho.
—¡Basta ya! ¿Es que no podéis pelear sin la necesidad de
destrozar la casa? ¡Id abajo al gimnasio! —tronó el padre de
Liam, con una voz que le hacía a uno preguntarse por qué
había cogido la jubilación anticipada. La mirada de Kilian
desde la puerta podría haber hecho sentir como unos mocosos
a hombres más corpulentos que nosotros. Lo que me recordaba
cuan diferente era su vida de jefe de la mafia irlandesa con
respecto al abuelo cariñoso y sonriente que era en la actualidad
con Kiara—. El pajarito va a ir con tu madre a comprarse un
vestido para la boda. Encárgate de que los acompañe una
escolta, yo ya he quedado para una mano de póker esta tarde
—le ordenó a Liam.
—Lo de la boda ha sido una confusión. No habrá ninguna
—aclaré antes de que la cosa pudiese ir a más.
Kilian me ojeó de arriba abajo y sacudió la cabeza.
—La niña va a comprarse su vestido. Eso te dará tiempo
de reflexionar. Si no hay boda, serás tú quien se lo diga, y si la
haces llorar, el vestido le servirá para ir a tu funeral.
Cuando se fue acompañado por sus sobrinos, Adam y
Murdock, me limpié la sangre del labio y me giré despacio
hacia Liam.
—¿Tu padre acaba de amenazarme?
Liam soltó un profundo suspiro y se arregló la camiseta.
—No se lo tengas en cuenta. A veces se le olvida que ya
no es el jefe en esta casa. ¿Otro güisqui?
—Doble —gruñí sentándome en un sillón.
Liam me entregó una copa y se sentó frente a mí con otra.
—¿Ahora podemos hablar en serio? —preguntó cansado.
Sonreí al reparar en cómo se le estaba formando un nuevo
moratón en la mandíbula, justo al lado del que ya estaba
tornándose amarillo.
—¿No lo estábamos haciendo? —me mofé con ironía.
—¡Ja! ¿Me estás tomando el pelo?
—Dispara.
—Ganas no me faltan —masculló frotándose la zona
lastimada—. Lo de la boda va en serio. No cambiarás de
opinión sobre lo de casarte con esa chica, ¿no? —Liam esperó
a que le contestase.
Debería haberle dicho que no, pero había algo en mí que
me retenía de hacerlo.
—Tú desde luego no lo harás.
—La chica me gusta, y te habría demostrado que no eres
quien para impedírmelo si las circunstancias fueran otras, pero
tengo que admitir que no me atrae la perspectiva de pasar el
resto de mi vida con una mujer enamorada de mi rival. La vida
es demasiado corta como para complicármela tanto.
—¿La expondrías al peligro, así, sin más?
—¿Si fuese tú? —Liam se llevó la copa a los labios—. La
mantendría cerca para poder protegerla mejor, evitaría que
hombres que solo quisiesen usarla para hacerme daño pudieran
acercarse a ella. Dedicaría mi tiempo libre a devolverle esa
sonrisa sincera y esa humanidad que irradia desde dentro.
—¿Un demonio puede hacer eso? —pregunté con
amargura, tentado a vaciar el vaso que tenía en mis manos.
Su respuesta tardó en llegar mientras estudiaba el líquido
ambarino en su copa.
—Tal vez sea el más apropiado. ¿Quién puede protegerla
mejor que alguien predispuesto a condenar su propia alma por
hacerlo?
—¿Desde cuándo te volviste un filósofo? —Puse una
mueca. Sus palabras habían dado demasiado cerca del clavo.
—Desde que me di cuenta de que quiero creer, que,
incluso para hombres como nosotros, hay algún tipo de
esperanza y una vida más allá de la mierda que nos rodea.
Asentí, pensativo.
—¿Me dirás dónde está?
Liam tocó la pantalla del móvil y me lo pasó. Al principio
solo vi la grabación de una cafetería, con la cámara ubicada en
una esquina del local. A aquellas horas estaba ocupada al
setenta por ciento de su capacidad. Agudicé la mirada hasta
que la descubrí detrás del mostrador, con un delantal y un
pañuelo marrón, sonriendo al grupo de estudiantes que se
encontraban al otro lado de la barra mientras les entregaba su
pedido.
—Está trabajando para una conocida que me debía un
favor —aclaró Liam.
—¿La estás haciendo trabajar en una cafetería? ¿Como
camarera? —¡Maldito hijo de puta, cabrón!
Mis ojos no se apartaron de Tess. Mi corazón se contrajo
ante la evidente tristeza que se traslucía en su débil sonrisa. Yo
era el principal responsable de que estuviese así.
—Le ofrecí alojamiento y manutención, pero lo rechazó.
Quería ganarse la vida por sí misma. Son pocos los empleos
disponibles para una chica sin estudios y sin permiso de
trabajo.
Debería de haberlo sospechado. Ella no era como las
demás. Le costaba tanto aceptar favores como pedirlos.
—Moveré los hilos para que obtenga los permisos
necesarios —murmuré.
—Casarse con alguien de nacionalidad americana ayudaría
—propuso Liam con una inocencia fingida que comenzaba a
resultar pesada.
Esa vez no le respondí y me limité a seguir observando a
mi kotenok. Quería abrazarla, prometerle que todo estaría bien
y hacerla reír y enfadarse conmigo hasta que aquella pena
desapareciera de sus rasgos.
—Esta es su dirección. —Liam me entregó una nota—.
Pero he de advertirte que, con independencia de tus
intenciones, dudo que ella te lo ponga fácil.
60
CAPÍTULO
Le eché un vistazo al reloj de pared al fondo de la cafetería y
solté un torturado gemido. Aún me quedaban veinte minutos
para cerrar, suponiendo que los clientes, que ya estaban dentro
del local, entendieran la indirecta de ponerme a pasar la
fregona y se marchasen sin rechistar, algo que pasaba en
contadas ocasiones. Los estudiantes solían estar tan metidos en
sus asuntos y los rumores del campus que el mundo a su
alrededor desaparecía, y se olvidaban de la hora o de los que
estábamos deseando llegar a nuestras casas.
La idea me hacía sentir vieja. Siete horas y media de pie
pueden hacerte eso, en especial, si el empeine de los zapatos
de trabajo es demasiado estrecho y tienes los pies hinchados, o
cuando se te han quedado las mejillas rígidas de tanto sonreír.
Colocando el cartelito de cerrado en la puerta, me dirigí a
la caja para atender a la última clienta. Era una de las
habituales a aquellas horas, aunque hoy parecía habérsele
hecho algo más tarde que de costumbre.
—¿Qué te pongo? —le pregunté, a pesar de que solía pedir
invariablemente lo mismo cada noche.
Ella se reajustó las gafas sobre la nariz.
—Sándwich vegetal y un smoothie de mango. Para llevar,
por favor. Tienes cara de querer cerrar.
Como para darle la razón, mi boca se abrió en un bostezo y
me la tapé rápidamente con la mano.
—Lo siento, ha sido un día largo, pero no tienes que irte
por mí. Aún tengo que limpiar y recoger.
Ella titubeó.
—¿Te importa si te hago compañía aquí en la barra? No
creo que Sascha haya llegado aún a casa y, después de una
semana de exámenes, prefiero no encerrarme a solas en el
apartamento.
—No, claro que no. Y si me hablas, me vendrá genial para
mantenerme despierta. —Las dos intercambiamos una mueca
divertida.
—Te entiendo. Apenas he dormido esta semana.
—¿Exámenes? ¿Es por eso por lo que siempre estás tan
tarde por aquí? —pregunté señalando los libros que había
dejado sobre la barra, y poniéndole por delante un plato con un
sándwich vegetal y una servilleta.
Ella asintió, se apartó los oscuros rizos sueltos, que se le
habían escapado de la coleta, y desenvolvió el paquete.
—Suelo quedarme a estudiar en la biblioteca. No solo
tengo todos los manuales a mi alcance, sino que no puedo caer
en la tentación de encender la tele o quedarme dormida en el
sofá.
Al mencionar la biblioteca, algo en mi interior se contrajo
con añoranza. Jamás había pensado que podría echarla de
menos después de liberarme al fin del internado.
—Has puesto cara rara. ¿Qué ocurre? —indagó.
—Acabo de darme cuenta de que echo de menos estudiar.
Ella bajó el sándwich y me miró llena de comprensión.
—¿Tuviste que dejarlo o fue elección propia?
Consideré su cuestión, en realidad, no había nada que
pudiera responder con sinceridad, no, sin tener que mencionar
a Anya o a Dimitri.
—Me tiré los últimos cinco años en un internado. Si no te
sacan ni de vacaciones de allí, acaba volviéndose una cárcel.
Creo que eso ha hecho que nunca considerase la posibilidad de
seguir estudiando. Lo único que quería era viajar y ver mundo.
—Siempre podrías retomarlo —sugirió con delicadeza.
No cuando no tienes permiso de residencia, ni dinero. Me
forcé a sonreír.
—Es complicado.
Ella asintió y señaló el vaso de smoothie que le puse
delante.
—¿Me dejas que te invite a uno?
Estuve por decirle que no, pero acabé por cambiar de
opinión. ¡Qué diablos! Me merecía un maldito zumo, tener una
conversación con una persona normal de mi edad y también
tomarme un descanso.
—No te preocupes. La dueña no tiene problemas en que
me haga algo de comer o beber. —Cogiendo otro sándwich
vegetal, elegí una botellita de zumo de naranja y señalé la
mesa del rincón, lejos del ventanal de la calle—. ¿Nos
sentamos?
Dejando los libros sobre la barra, cogió sus cosas y me
acompañó.
—Por cierto, me llamo Liv.
—¿De Olivia?
Ella negó.
—Liv a secas. Al parecer significa vida. Mi madre decía
que me lo puso porque nací prematura y que, cuando todo el
mundo me daba por muerta, yo decidí que quería vivir.
—Yo me llamo Tess. —Sonreí—. Y me alegra que lo
consiguieras. Es toda una declaración de intenciones el que
comenzaras así.
Ella rio, pero no comentó nada. Las dos masticamos unos
minutos en silencio.
—Entonces, ¿qué estás estudiando? —retomé la
conversación.
—Medicina.
—¿Medicina? —La estudié más de cerca.
—¿Estás pensando en decirme que no lo parezco o que soy
demasiado dulce y tímida para esa profesión? —Por el modo
en que se tensó quedaba claro que no era algo que le agradase.
Alcé ambas manos y sacudí la cabeza.
—¿Eso te han dicho?
—Sin parar. —Ella relajó los hombros y se metió un
grumo del pan de centeno en la boca—. Para los hombres
parece ser una coletilla que les enseñaron en la guardería.
Solté un resoplido.
—Lo cierto es que había estado pensando que serías una
pediatra o ginecóloga genial si decidías ir en esa dirección.
—Cirujana. —Me miró como si esperase que le dijera
algo.
—Eso no me lo esperaba —admití—. Aunque lo achacaría
al hecho de que la idea de ponerme hasta las orejas de sangre,
el tener que hurgar en el interior de un cuerpo o coser piel, no
está entre mis entretenimientos favoritos.
Aún podía recordar la espuma rojiza de cuando froté la
sangre de Dimitri de mis manos o el miedo que pasé durante
las horas que le vigilé el pulso y la respiración, temiendo que,
de un momento a otro, dejase de respirar. El recuerdo de los
hermosos rasgos masculinos, cenicientos e inertes, trajo a la
superficie la agonía que no me había abandonado desde la
tarde que lo dejé atrás en la iglesia.
Ella entrecerró los ojos y dejó el resto del sándwich sobre
el plato.
—Hablas como si tuvieras experiencia.
—Yo no…
—Se te ha notado en la cara —me cortó con más decisión
de la que uno hubiera esperado de un semblante tan dulce
como el suyo—. Tus ojos estaban posicionados abajo a la
izquierda, estabas recordando algo, y luego tu rostro se ha
cubierto de miedo y de dolor.
La miré boquiabierta.
—No serás de la CIA o algo así, ¿no? —¿Quién cojones
podía leer con tanta facilidad los gestos de una persona si no
era alguien entrenado para hacerlo?
Ella rio y cogió de nuevo su sándwich.
—No, relájate. ¡Espera un momento! ¿Qué tienes tú que
ocultarle a la CIA? —Las dos nos callamos cuando los últimos
tres clientes abandonaron la cafetería—. ¿Y bien? —insistió
con la espalda rígida.
—No quieres saberlo, créeme —murmuré.
—¿Te has metido en un lío? —Su mirada era penetrante,
pero no había acusación en ella.
—No. No exactamente —me corregí. Había algo en ella
que hacía que no quisiera mentirle. Puede que porque era la
primera persona con la que había hablado de verdad desde que
Liam me dejó allí.
Echó un vistazo sobre su hombro antes de inclinarse hacia
mí y bajar la voz:
—Conozco a alguien que podría ayudarte. Podría
aconsejarte sobre cómo proceder si crees que estás en peligro
o metida en algún lío.
—¿Tú…? ¿Sascha? —aventuré.
—¿Qué? —Ella parpadeó—. ¡No! Sascha es mi mejor
amiga. Vivimos juntas.
No se me pasó por alto la expresión de culpabilidad en sus
ojos. Si no mentía, al menos no estaba contando toda la
verdad.
—Gracias por la oferta, con que no le llames a nadie la
atención sobre mí me basta.
—Estudio medicina por él —espetó de sopetón, como si
las palabras le quemasen sobre la lengua.
—¿Perdón?
—No confías en mí. Lo entiendo. Te estoy confesando un
secreto para que sepas que no te traicionaré.
Sin poder evitarlo mis labios se curvaron.
—No necesitas hacerlo. Además, ni siquiera sé a quién te
refieres con «él».
—El hombre que podría ayudarte. Quiero ser cirujana para
poder mantenerle el culo con vida. —En un gesto desesperado
movió la cabeza de un lado a otro y soltó un sentido suspiro—.
No para de meterse en problemas.
Tardé unos segundos en procesar lo que no me decía y
acabé por asentir.
—Eso me suena familiar —confesé.
Ella me sonrió.
—Ves, no tienes que…
La puerta se abrió de un portazo y mis brazos se cubrieron
de piel de gallina al ver a los dos tipos asiáticos trajeados que
entraron. Bastaba ver la frialdad en sus ojos o sus duros rasgos
para adivinar que no eran ni estudiantes ni profesores del
campus.
—Disculpen, pero la cafetería ya está cerrada —avisé con
la voz más temblorosa de lo que me habría gustado.
Los ojos de Liv se abrieron como platos. Sus pupilas se
dirigieron a la pared a mi espalda, donde solo pude suponer
que había algo que le permitía echar un vistazo a través de un
reflejo o algo similar, y movió la mano despacio hacia su
móvil, deslizando el dedo con disimulo por la pantalla.
—Mira qué bien. Dos pajaritos juntitos para facilitarnos el
tiro —carcajeó uno de los asiáticos metiéndose una mano bajo
la chaqueta.
Mi corazón dejó de latir al darme cuenta de que lo que se
sacó era una pistola y un silenciador, que enroscó con
parsimonia, mientras su compañero se sentó en uno de los
taburetes de la barra y se limitó a observar.
—Escuchen… —Tragué saliva cuando mi voz no se
escuchó—. Escuchen, debe de haber algún error, yo… —Bajé
la mano de la mesa y la deslicé a mi espalda.
—Nos estas confundiendo con la Bratva. Nosotros no
cometemos errores. Tú eres la puta de Volkov y ella es…
61
CAPÍTULO
Sonaron tres disparos seguidos en la pequeña cafetería. El
primero me empujó contra el respaldo del sillón, haciéndome
vibrar la muñeca en cuya mano llevaba la pistola; el segundo,
fue seguido de un agudo dolor en el brazo izquierdo, y el
tercero me dejó paralizada en el silencio que lo siguió.
Las dos contemplamos pálidas a los dos tipos asiáticos con
agujeros en la frente que se encontraban tirados en el suelo.
—¿Pasabas mucho tiempo en el estand de tiro al pato de la
feria? —musitó Liv.
—Un amigo… —mi voz quedó ahogada en una mezcla de
sollozos y risa histérica.
—¡Eh! ¡Eh! Está todo bien. Estamos vivas, eso es todo lo
que importa —murmuró levantándose para venir hacia mí y
abrazarme.
Apenas consiguió hacerlo, cuando de nuevo se abrió la
puerta de la calle y otros dos tipos entraron atropellados,
buscándonos con ojos desencajados y la ropa desarreglada y
salpicada de sangre.
—¡No le dispares! ¡Él viene a ayudar! —Liv me sujetó el
brazo, en el que apenas conseguía mantener la pistola por el
temblor que llevaba, y se levantó de un salto para interponerse
entre los recién llegados y yo, protegiéndome con su cuerpo—.
¡No se os ocurra dispararle, viene conmigo!
Las dos caras conocidas intercambiaron una mirada
confundida.
—¿Leon? ¿Mikhail? —pregunté insegura.
—¿Los conoces? —Liv se giró hacia mí.
No tuve la oportunidad de responder. Las dos moles que
Dimitri me había asignado a mi llegada a la mansión como
guardaespaldas cayeron en el suelo con lo que parecía un
dardo tranquilizador en sus cuellos y, tras ellos, apareció un
rostro con el que habría preferido no volver a toparme en la
vida.
—Tú… eres el hombre de Katerina, el que mató a Anya.
—Un escalofrío me recorrió al recordar su cara delante del
altar al pegarle un tiro. Tan carente de emociones como lo era
en ese mismo instante.
¿Había acudido a vengarse? Con lo que temblaba, dudaba
que consiguiese acertar de nuevo si trataba de dispararle.
—No he venido a hacerte daño. Solo quiero hablar. —El
hombre alzó ambas manos, sujetando la pistola con dardos con
la que acababa de dejar fuera de combate a los hombres de
Dimitri como si no fuese más que un juguete sin importancia
—. Voy a bajar las celosías —continuó hablando con cautela,
como quien trata de tranquilizar a un animal salvaje—. No
quieres que alguien avise a la policía y te encuentre con el
arma con la que has matado a esos dos nipones. ¿Dónde está la
llave de la puerta? —preguntó mientras bajaba los estores de
los ventanales.
Estuve por mantenerme callada, sin embargo, aunque la
puerta permaneciera abierta, las probabilidades de que Liv y
yo pudiésemos escapar eran nulas, en especial, si no
queríamos que nos pegase un tiro desde atrás.
—Junto a la caja, detrás del mostrador —dije sin bajar mi
pistola.
Liv se sentó despacio a mi lado y ojeó con expresión
preocupada la herida del brazo, mientras él cerraba la puerta
de la entrada. Con los nervios, ni siquiera me había dado
cuenta de la cantidad de sangre que me resbalaba por el
antebrazo formado un pequeño charco sobre el sillón.
—Solo te ha cogido de pasada. —Ella me cogió el brazo
para inspeccionarlo—. No es nada grave, pero es mejor que
mantengamos presión sobre la herida para cortar la hemorragia
—explicó usando varias servilletas, que colocó sobre la manga
de mi camiseta para presionar—. Si consigues entretenerlo,
llegará ayuda —susurró tan bajo que apenas la escuché.
Me limité a asentir cuando el hombre de los Smirnov
entrecerró ligeramente los ojos y miró en nuestra dirección.
El tipo se acercó a nuestra mesa con el arma dirigida al
suelo.
—Lo siento, tengo que dormirte, no es nada personal —le
avisó a Liv antes de alzarla.
—¿Qué te hace pensar que voy a creerme que, después de
dormirla a ella, no vendrás a por mí y nos matarás a ambas? —
espeté apuntándolo.
Una de sus pobladas cejas se arqueó al bajar su mirada
hasta mi mano. Por lo que se movía el cañón, se asemejaba
más a una batidora que una pistola.
—Tu amiga tiene rasgos italianos y, si Volkov tenía puesto
a uno de sus hombres para protegerla, solo puede significar
una cosa: que a ninguno de los dos nos conviene que ella
escuche lo que tengo que decirte. —El hombre encogió un
hombro—. Además, el dardo solo la dejará dormida por un
rato.
Le eché una mirada insegura a la chica sentada junto a mí.
El tipo tenía razón, ella misma me había avisado que no
disparase a Leon y Mikhail, o al menos que no lo hiciese a uno
de ellos. Nunca llegó a aclarar a cuál de los dos se refería.
—Tengo una enfermedad cardíaca congénita —murmuró
Liv, sujetándose con tanta fuerza a la mesa que se le
transparentaban los nudillos—. Lo que sea que tenga ese dardo
podría matarme.
—¿Qué significa que Volkov la esté protegiendo? —
pregunté con voz rasposa, rezando para que no significase que
ella era una de sus amantes o que fuera incluso mi sustituta
para casarse con él.
—Diría que una moneda de cambio con el capo de la mafia
italiana —replicó él estudiando a Liv con cautela.
La chica soltó un resoplido.
—Mi apellido es Hendricks. Nací en Boston, desconozco
quién es mi padre, pero desde luego no tengo ninguna relación
con la Cosa Nostra o cualquier otra mafia que no sea la Bratva.
—¿Qué relación es la que tienes con Di… la Bratva? —
pregunté.
—El padre de mi amiga, Sascha, la que te mencioné antes,
pertenece a ella.
—¿El tipo que me dijiste que podía ayudarme si lo
necesitaba?
Ella asintió.
—Ravil, sí. Puedo llamarlo si queréis que os lo confirme.
Os puede dar referencias sobre mí. Os aseguro que no tengo
nada de peligrosa.
El nombre me sonaba, aunque no recordaba de qué.
—A menos que me equivoque, ya saben lo que ha pasado.
—El hombre alzó la pistola y apuntó al hombro de Liv, cuya
palidez se incrementó varios tonos—. No nos queda mucho
tiempo. Prefiero no estar aquí a su llegada.
—¡Espera! —Me latía el corazón a mil por hora—. No es
necesario arriesgarnos.
—Ya te he dicho que…
Apresurada me saqué el móvil del bolsillo trasero y le
enchufé mis auriculares. Accedí a mi lista de música y le
mostré a Liv los pinganillos indicándole que se los pusiese
para escuchar la canción.
—Son de los buenos y le taponarán los oídos. No podrá
oírnos —le aseguré al tipo.
—De acuerdo —gruñó con una mueca—. Pónselos. Se nos
acaba el tiempo.
Liv se los colocó con rapidez y le enseñó ambos oídos.
—¿A qué has venido? —le pregunté al hombre de Katerina
en cuanto tomó asiento frente a nosotras.
—A hablar —constató lo obvio.
Si no hubiese sido porque no quería perderlo de vista,
habría puesto los ojos en blanco.
—¿De qué?
El hombre se sacó una carpeta de documentos enrollada
del bolsillo interior de la chaqueta y la empujó en mi
dirección.
—De esto.
—¿Qué es? —La abrí para echarle un vistazo. Parecía una
especie de contrato.
—El contrato que los Smirnov firmaron con los Volkov en
relación a la unión de ambas familias, y los consiguientes
acuerdos comerciales que implicaban.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo? Anya está muerta y
Dimitri sabe que yo no soy ella.
—En ese acuerdo jamás se mencionó a la hija de
Alexander de forma concreta, solo que debía ser una heredera
de los Smirnov. Ese es el motivo por el que Alexander y su
hija se rebelaron contra Katerina antes de la boda. Casarse con
Volkov conllevaba no solo reclamar el poder sobre los
acuerdos comerciales, sino que era una forma de
autoproclamarse oficialmente heredera de los Smirnov.
Alexander sin duda pensó que ella pretendía ocupar la jefatura
de la familia.
Seguía sin entender qué era lo que eso tenía que ver
conmigo, pero había una pregunta que seguía torturándome.
—¿Por qué mataste a Anya?
Él se miró las manos como si esperase encontrarlas llenas
de sangre.
—Volkov habría erradicado a los Smirnov y cualquier
persona relacionada con ellos, y habría estado en su derecho
de hacerlo. Anya hizo su jugada, perdió. Esas fueron sus
consecuencias.
—¿Cómo puedes hablar con tanta frialdad de ella? —
pregunté incrédula—. Liam me dijo que era tu prima. ¡Tu
familia!
El hombre soltó un pesado suspiro.
—Me llamo Fiodor Smirnov. Alexander y Katerina eran
mis primos, tu madre también. Anya era la hija del segundo al
mando de Alexander, tú misma la descubriste.
—¡¿Qué?! ¿Mi madre? ¿De qué estás hablando?
Fiodor me mantuvo la mirada con gravedad.
—Tu madre era la hermana mayor de Alexander y
Katerina. Eres una Smirnova, la siguiente en la línea de
sucesión. Eres más familia de lo que Anya lo fue jamás.
—Yo… Eso es imposible. Soy española.
—Tu padre lo era. Llevas sus apellidos. Intentaron
ocultarte del resto de la familia para evitar que Alexander
pudiera interpretarte como una amenaza. No tenía herederos
varones, tu madre era mayor que él y tú naciste varias horas
antes que Anya. No habría sido fácil, pero podrías haber
reclamado tu derecho sucesorio.
—Yo… —Me invadieron las náuseas—. ¿El accidente de
mis padres?
El rostro de Fiodor no se inmutó.
—Alexander descubrió tu existencia, trataron de huir, y el
accidente ocurrió justo después. Es dudoso que fuese
casualidad.
—¿Y Katerina no hizo nada por salvar a su hermana?
Ni siquiera me cabía en la cabeza cómo alguien podía ser
tan fría e insensible. ¡Era su hermana! Y yo su sobrina, al igual
que Anya. La idea me dejó fría. Después de lo que me habían
hecho, jamás podría ver a ninguna de ellas como mi familia,
aunque supongo que ya era demasiado tarde de todos modos.
—Katerina nunca tuvo una vida sencilla —explicó como si
pudiese leerme los pensamientos—. No voy a afirmar que
tuviera sentimientos especiales por ti. Ni siquiera me atrevería
a asegurar si ella era capaz de tener sentimientos reales por
alguien, pero te mantuvo con vida. No habrías durado ni dos
segundos en manos de Alexander si no hubiese sido por ella.
Solté una carcajada seca.
—¡Me conservó con vida para usarme en ese plan
maquiavélico en el que querían que yo ocupase el lugar de
Anya!
—Ese plan es el que ha conseguido que ahora mismo estés
sentada aquí, en vez de encontrarte a dos metros bajo tierra —
replicó Fiodor con calma.
—Pensaba convertirme en una bomba lapa el día de mi
boda —insistí, negándome a dejar que me convenciera de lo
contrario.
Fiodor movió la cabeza despacio.
—Ese fue el propósito de Alexander. ¿Por qué crees que
Katerina decidió casarse con Volkov en tu lugar, en vez de
permitir que lo hicieras tú y acabaras muerta junto a él?
—Antes mencionaste que lo hizo para autoproclamarse
pakhan o heredera o lo que sea.
Esta vez asintió.
—Era una mujer complicada. Conociéndola, es muy
probable que usase esa jugada para matar dos pájaros de un
tiro. Aun así, a su manera, siempre te protegió y te mantuvo
con vida.
—Yo… —Sacudí la cabeza y me tapé la cara con ambas
manos. Era demasiado para asimilarlo de golpe. Liv, a mi lado,
me tocó el muslo debajo de la mesa dándome un débil apretón
—. ¿Por qué estás aquí, Fiodor? —pregunté cansada.
—Porque no quiero matarte.
Parpadeé, pero mis dedos se apretaron alrededor del
mango de la pistola.
—¿Por qué ibas a matarme? Yo no soy nadie.
—Eres la heredera de los Smirnov.
—No me interesa vuestra mafia de mierda —siseé irritada
y harta. Me daban igual las malditas luchas de poder y
rencillas y gilipolleces de aquellos estúpidos hombres y sus
organizaciones.
Sus labios se estiraron en una sonrisa cruel.
—Eso me dijo Volkov.
Mis ojos se abrieron de par en par.
—¿Has hablado con Dimitri sobre mí?
—Era necesario. Según el contrato que tenemos con él,
debes casarte con él.
Titubeé.
—Entonces, imagino que ya te habrá dicho que no le
intereso.
La comisura de sus labios tembló.
—Para ser exactos, lo que dijo fue que no estaba dispuesto
a obligarte a un matrimonio con él y que me mataría si te
ponía un dedo encima. Estás bajo su protección.
Tragué saliva.
—Sigues sin haberme dicho por qué estás aquí.
62
CAPÍTULO
—Tess, ¿en serio crees que es el mejor momento para hacerte
un tatuaje? —Apostada al lado de la ventana del pequeño
estudio de tatuajes, con la cortina negra en sus manos, Liv
pausó un momento su vigilancia de la calle, y estudió con
recelo la pistola de la tatuadora que estaba preparando sus
botes de tinta—. Estás hasta arriba de analgésicos y te acabo
de poner puntos.
—¿Qué mejor ocasión? Estoy tan atontada que no me va a
doler. —Brindé en su dirección con mi segunda lata de radler.
La lengua se me trababa haciéndome sonar borracha, pero
me daba igual. Estaba harta de todo y de todos. Me merecía un
tatuaje, y me merecía hacer lo que me diera la gana por una
vez en mi vida. En especial, cuando era posible que pronto
fuese la última.
—¿Bien así? —preguntó la artista con ese ligero acento
irlandés que me recordaba a Liam.
—¡Genial! —Sonreí de oreja a oreja.
—Estupendo, si necesitas algo, dame un toque en el brazo.
Trabajo mejor con música y, si estáis relacionados con los
McKenna, prefiero no enterarme de nada de lo que habléis. —
La chica se colocó unos auriculares que le cubrían las orejas.
Liv sacudió la cabeza con un suspiro.
—Esto es de locos.
—Lo sé —admití—. Deberías largarte y mantenerte lejos
de mí. Sería más seguro.
—¿Irme sola a casa para esconderme neurótica debajo de
la cama o dentro del armario por miedo a que alguien me siga?
—Liv negó horrorizada con la cabeza—. No gracias. Hoy me
han apuntado tres veces con una pistola. No pienso irme hasta
que Ravil venga a por mí.
La entendía. Cuando lo llamé, Liam me había indicado que
nos escondiésemos en el estudio de tatuajes hasta que mandara
a alguien a por mí. Era eso o meternos en un bar, y ninguna de
las dos estábamos para aguantar a tipos ebrios tratando de ligar
con nosotras. Si me hubiese quedado a solas, probablemente
habría estado sobresaltándome con mi propia sombra.
—¿Necesitas que Ravil te acueste y te haga de osito de
peluche? —bromeé.
Ella soltó un resoplido.
—Lo que yo necesito, y lo que él está dispuesto a darme,
son dos cosas enteramente diferentes. Además, ¿osito? Puedes
esconderte en sus brazos de grande que es.
—¡Estás enamorada de él! ¡Alto ahí!, ¿él te ha rechazado?
—solté antes de que pudiera morderme mi indiscreta lengua
—. Ufff, lo siento, eso me lo debería haber callado.
Ella hizo un gesto despectivo con la mano y echó otro
vistazo al final de la calle donde se encontraba la cafetería.
—Lo sé, —Liv suspiró—, soy patética y no tengo remedio.
Entonces ya éramos dos, aunque Dimitri no me había
rechazado, bueno, no del todo. Solo me había secuestrado,
mandado lejos y luego dejado tirada para casarse con otra…,
con dos otras. Ni siquiera sabía si a aquellas alturas no estaría
ya comprometido con una tercera. Aparté aquella posibilidad
de mi mente.
—No, no lo eres. —Cuando ella miró fuera, ocultándome
el traicionero brillo rojizo en sus ojos, eché la cabeza atrás en
el sillón y cerré los párpados—. ¿Sabes para lo que estuvo allí
Fiodor, el tipo de los dardos? Dice que soy la nueva pakhan de
España y la zona del Mediterráneo, lo que es jodido, porque, si
no acepto mi posición, vendrán a por mí para bun bun. —Con
la lata en la mano apunté con el índice a mi sien con una risita
—. Y si acepto, también lo harán.
—¿Quién vendrá a por ti si aceptas? —Liv me lanzó otra
de sus miradas horrorizadas.
Encogí los hombros. Suponía que alguna ventaja debía de
tener estar medio drogada.
—Enemigos de los Smirnov, gente que busca ocupar mi
puesto y hacerse con el poder. Imbéciles que piensan que
matándome se asegurarán de que no cambie de opinión el día
de mañana, idiotas sádicos que simplemente están aburridos,
yo qué sé. Imagino que el que quiera un motivo lo encontrará.
—¡Dios! Eso es terrible. ¿Qué harás?
¿Qué iba a hacer? Aún no tenía ni idea.
—Fiodor me ha dado una solución. —Titubeé.
—¿Cuál?
—Aceptar mi posición al frente de los Smirnov, casarme
con Dimitri Volkov y delegar en él como mi familiar más
cercano.
—¿Y eso hará que dejen de ir a por ti?
—No, pero hará que Dimitri y él se encarguen de
protegerme, y que dispongan de los recursos de ambas
familias para hacerlo.
Esta vez se tomó su tiempo en contestar.
—¿Y qué saca Fiodor de todo eso?
—Si fue sincero —algo que no tenía muy claro—, me
sigue en la línea de sucesión como jefe de la familia. Conmigo
al frente, se garantiza la alianza con los Volkov y se libra de
casarse y tener hijos, porque esa es mi función.
—¡Uuuf! ¿Y qué vas a hacer?
Vacié mi lata de un sorbo.
—Hacerme un tatuaje. Deberías de hacerte uno también.
—He visto a Ravil entrando en la cafetería. Estará aquí de
un instante a otro. —Liv vino a quitarme la lata vacía y me dio
otra del pack de seis que había comprado—. Le sacaría de sus
casillas descubrir que me he hecho uno. Me trata como si
estuviera hecha de cristal.
—¿Tatuarte podría hacerte algo? —pregunté—. Me refiero
a matarte o darte un chungo o algo así.
Ella sonrió divertida.
—El tatuaje en sí, no; un dolor excesivo que me provoque
angustia y ansiedad, sí.
—Uhmmm… Vaya. Sí que es jodido.
—Pero ¿sabes algo? —Liv se levantó para ir a por el
catálogo que estaba sobre el mostrador—. Que le den a todo.
Voy a hacerme uno.
—Uh… Liv… No quiero que te me mueras. Acabo de
conocerte y me caes bien.
Ella se sentó en el taburete a mi lado y ojeó los diseños.
—Tú también me caes bien, y no pienso morirme. Primero
quiero presumir de tatu. ¿Me ayudas a elegir uno?
—¿Y si viene ese Ravil? —traté de presionarla. ¡Joder! No
quería decirle lo que tenía que hacer, la comprendía, pero
tampoco tenía ganas de que la cascara por un puto tatuaje.
—No es mi dueño. Además, es probable que esté ocupado
por un rato. Hemos dejado atrás dos cadáveres y a dos de sus
hombres inconscientes en la cafetería.
—¿Estarán bien? Leon y Mikhail, me refiero. —Me había
olvidado completamente de ellos.
—Les quité los dardos —explicó Liv sin alzar la cabeza—.
Ya deben de estar despertándose.
—¿De qué…?
La campanilla de la entrada del estudio sonó varias veces,
pero lo que nos puso tensas a ambas fue la voz nerviosa del
chico de recepción. Tocándole el brazo a la tatuadora, le señalé
que parase, justo antes de que aparecieran Dimitri y Sokolov
en el umbral. Si antes la habitación me había parecido
pequeña, de repente parecía enana.
—¡Ravil! —El catálogo de diseños se cayó del regazo de
Liv.
—¿Ravil? ¿S. es tu Ravil? —pregunté alucinada.
—¿S.? —preguntó ella confundida.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Dimitri con los ojos
cargados de furia.
—Yo… Eh… Voy a por una botellita de agua —dijo la
tatuadora algo nerviosa, poniendo pies en polvorosa y
dejándonos a solas frente al supuesto peligro.
—¿Qué te crees que podemos estar haciendo en un estudio
de tatuaje? —repliqué irritada, más por disimular el salto que
me había dado el corazón al verlo que porque de verdad
estuviera enfadada.
—¡Y un carajo te vas a hacer un tatuaje, Liv! —Sokolov
estuvo en dos pasos a su lado, recogió el catálogo de diseños y
lo tiró lejos—. ¿Necesitas algo más de mí? —se dirigió a
Dimitri.
—Llévala a casa. Yo me encargaré de Tess.
—¡Yo no pienso…! —Antes de que Liv pudiera terminar
su protesta, Sokolov se la había cargado al hombro con un
gruñido inteligible y desapareció por la salida.
Dimitri y yo nos miramos.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó sin moverse del
sitio.
—¡Genial! —Le mostré mi lata de radler casi vacía—.
¿Has visto la cafetería?
No le pregunté el motivo por el que estaba allí. Si Liv
había llamado a Sokolov, sin duda estaba allí por él.
—No tienes que preocuparte de nada. Mis hombres ya se
están encargando de la limpieza.
—Liam me dijo que vendría.
—Ya hablé con él.
Mi estómago dio un vuelco. ¿Eso significaba que Liam no
vendría y que estaba en manos de Dimitri?
—Los maté yo.
Mi confesión pareció sorprenderlo.
—¿Desde cuando tienes esa puntería? La última vez que te
di una pistola apenas podías mantenerla recta.
—Liam exigió que aprendiera a defenderme. También voy
a clases de defensa personal. —Vacié mi lata y pillé otra. Sus
ojos fueron hacia las latas vacías, pero no hizo ningún
comentario.
—¿Quieres una? —le ofrecí la última.
Dimitri negó y se sentó en el asiento que había dejado libre
Liv o, tal vez, debería decir Sokolov. Me cogió la mano entre
las suyas y trazó pequeños círculos con el pulgar sobre mi
muñeca.
—¿Un lobo? —Su voz fue suave al señalar con la barbilla
hacia las líneas ensangrentadas sobre mi piel.
En realidad era una chica descansando sobre un lobo, pero
no estaba preparada para hablar acerca del significado con él.
—Deberías aprovechar y hacerte otro tatuaje —dije
cerrando los ojos—. La tatuadora es una auténtica artista.
—Me gusta la idea.
Mantuve los párpados cerrados. No podía ni quería hablar,
solo recrearme en la sensación de seguridad y calma que me
dominaba desde que había llegado junto a mí y me tocaba.
Tenerlo cerca era como llegar a casa y que alguien que te
quiere te lleve a un viejo sofá y te cubra con una cálida manta,
bajo la que te puedes esconder de los monstruos que te
acechan o, al menos, así era como suponía que debía ser esa
sensación.
63
CAPÍTULO
Desperté en una habitación oscura, en la que apenas reconocía
los muebles a mi alrededor con la ayuda de la escasa luz que
arrojaba el alumbrado público por la ventana. El cómo había
llegado a mi dormitorio y había acabado en mi cama con una
de mis camisetas puesta carecía de importancia, ante el hecho
de que a mi lado estuviera tendido un hombre con el torso
descubierto. En realidad, cualquier otro detalle, que no fuese el
cálido brazo que me mantenía pegada a su cuerpo, el aroma
familiar de Dimitri o las cosquillas que me hacía el vello de su
brazo, palidecía en comparación.
—¿Te encuentras bien, kotenok? —su profunda voz, algo
ronca por el sueño, parecía viajar por mi piel y penetrarme los
poros hasta instalarse en la parte baja de mi vientre.
Estuve a punto de ronronear. Mi mano cayó sobre un
vendaje cerca de su ombligo y mi mente se inundó de las
imágenes del estudio y de su pecho descubierto, mientras la
artista trabajaba su magia sobre la piel masculina. Distraída,
repasé el contorno con las yemas.
—Tenías un tatuaje nuevo —murmuré adormilada—. Una
br… brújula rota, que señalaba hacia el oeste. —Toqué la zona
sobre su pecho, donde sabía que se encontraba, a pesar de no
poder verlo en la oscuridad—. ¿Qué significa?
Dimitri colocó su mano sobre la mía y pude sentir el latido
de su corazón bajo mi palma.
—Me lo hice la noche de mi despedida de soltero, cuando
no pude ir a por ti por miedo a ponerte en peligro. —Se hizo
un silencio como si acabase de viajar a esa noche—. Sabía
que, aunque Liam te trajese de vuelta sana y salva, tendría que
casarme con Katerina por el bien de mi sobrina. —Sacudió la
cabeza despacio—. Sé que puede sonar tonto, pero quería estar
vinculado a ti antes de llegar a la iglesia. Quería algo que
simbolizara mi compromiso contigo y que Dios supiera, sin
importar lo que dijese ante el altar, que la única mujer a la que
siempre buscaría y por la que siempre regresaría eres tú. La W
que viste en la brújula no representa el oeste, sino las uves de
nuestros apellidos unidas.
—Volkov y Vázquez —susurré sobrecogida—. V y V. —
Le di un beso en el hombro y ambos permanecimos un rato
callados. La subida y bajada de su pecho y el latido de su
corazón actuaban como una nana que me relajaba y acunaba
—. ¿Y el de hoy? —Se me trababa la lengua del cansancio,
pero me negaba a quedarme dormida, no cuando al fin lo tenía
a mi lado.
—¿La loba con corona? —preguntó con una chispa de
humor.
—Sí, es un poco ralo… raro —repetí forzándome en
hablar bien—. ¿Por qué una loba y no un lobo? ¿O una ardilla?
—Como mucho una gatita, cielo. Eres mi reina. Te
grabaste mi lobo de los Volkov sobre la piel, es justo que yo
tenga algo que te represente a ti.
—¿Pensaste en tatuarte una gata? —pregunté incrédula.
—Gatita —me corrigió—. Y aún no he descartado que
vaya a hacerlo, kotenok.
Gemí quejumbrosa. Una loba al menos tenía fuerza, una
gatita… lo único que tenía era el ser linda y que le gustase
jugar. No quería ser linda, sino fiera y poderosa.
—Los maté sin siquiera pensarlo —le confesé aquello que
no me había atrevido a analizar en toda la noche, a pesar de
que me tenía el estómago atenazado.
—Shhh, kotenok. No dejaré que vuelvas a encontrarte en
una situación así.
—Pensé que iban a matarnos —susurré.
Los brazos de Dimitri se estrecharon a mi alrededor.
—Ya ha pasado, cielo. Estás viva y a salvo.
—No, no lo entiendes. —Alcé la cabeza para tratar de
distinguir sus rasgos en la oscuridad.
—Entonces explícamelo.
—No quiero volver a sentirme vulnerable. No quiero que
nadie vuelva a clasificarme como la «puta de Volkov», una
cenicienta o la pobre chica indefensa con la que pueden hacer
lo que quieran, y a por la que vienen para hacerte daño. Yo…
No sé cómo explicarlo para que tenga sentido. No quiero
matar por matar o lastimar a personas que no se lo merezcan,
pero quiero que me respeten lo suficiente como para dejarme
en paz.
—No creo que después de esta noche sigan considerándote
indefensa —trató de tranquilizarme—. Las historias de cómo
le arrancaste un dedo a uno de tus secuestradores, o cómo
pusiste de rodillas al líder de la mafia irlandesa, ya circulan
por ahí. Lo que ha ocurrido hoy los reafirmará.
Fruncí el ceño.
—Yo no le arranqué el dedo a nadie y Liam jamás llegó a
arrodillarse.
—Es la belleza de los rumores, a medida que se cuentan,
van evolucionando. —A pesar de no verle la cara, pude oír la
sonrisa en su tono—. Dos tiros certeros en la frente… Eso
traerá cola. Sé de lo que hablo.
—¿Suerte del principiante? —¿O tal vez el estar tan
acojonada que mi subconsciente tomó el mando? Ni yo misma
lo sabía—. No quiero presumir de algo que fue pura
casualidad.
—¿Qué quieres, entonces? Dímelo y, si está en mis manos,
lo tendrás.
—¿Y si te digo que quiero ser la reina? —La pregunta
prácticamente me explotó en la boca—. ¿Tu… reina?
—¿Sabes lo que estás pidiendo? —Dimitri me acunó la
mejilla con aspereza y su voz se llenó de intensidad—. Te he
dado la libertad que querías, si renuncias a ella, no sé si seré
capaz de volver a ofrecértela en el futuro si cambias de
opinión. Hay algo en ti, en lo que me haces sentir, que me
empuja a mantenerte a mi lado y protegerte a toda costa.
Quiero darte lo que necesitas, todo lo que necesitas o puedas
soñar, y, al mismo tiempo, rodearte de una campana de cristal
para que nada ni nadie puedan hacerte daño. Sé que no es
normal ni sano, pero no puedo evitarlo.
Me dejé caer junto a él y puse una mueca ante la punzada
de dolor de los puntos del brazo.
—La libertad consiste en elegir lo que quieres y consideras
mejor para ti —murmuré—. Yo te elijo a ti… si me quieres. El
resto…, ya nos pelearemos sobre eso cuando lleguemos ahí.
Dimitri se colocó de lado, frente a mí.
—Te amo. No hay nada, excepto tu seguridad y felicidad,
que quiera más que tenerte en mi vida.
Mi corazón dio un brinco de alegría, pero lo reprimí. Aún
quedaban un par de detalles por aclarar.
—Voy a delegar la gerencia de los negocios de la familia
Smirnov en Fiodor. No me importa que intervengas, pero
quiero tener un marido, no un tipo que se pasa el día ocupado
y solo se acuerda de mí para echar un polvo o para la cena de
Acción de Gracias.
—Es una buena elección —opinó Dimitri con tranquilidad
—. Fiodor sabe ver el interés común de la hermandad y tiene
una visión más moderna del mundo y los negocios que la que
tenía tu tío. Sabrá encauzar a los Smirnov hacia un nuevo
futuro, y estoy seguro de que accederá a abandonar el tráfico
de mujeres y niños.
Me estremecí ante la idea de lo que eso implicaba, pero ya
era algo que había hablado con mi primo. Primo… era una
palabra tan extraña.
—No estoy dispuesta a compartirte con otras mujeres —
retomé la conversación con Dimitri.
—Las únicas mujeres que existís en mi vida sois tú y
Kiara. No habrá más, te lo juro.
—Kiara y nuestras hijas serán la excepción —coincidí.
—Eso sería… —Dimitri soltó el aire de golpe y me
pareció distinguir un ligero temblor en su voz—. Me
encantaría que fueras la madre de mis hijos… o hijas.
Dimitri se llevó mis manos a los labios y las besó. No
sabía si ya me encontraba preparada para ser madre, pero serlo
en un futuro también me hacía ilusión. Sin embargo, aquello
sería algo de lo que tendríamos tiempo de hablar.
—También quiero volver a estudiar, ir a la universidad y
sacarme un título con el que pueda ejercer un trabajo.
Detuve la respiración ante su titubeó.
—Una ocupación que puedas ejercer para la Bratva o en
un entorno seguro, me parecería bien —replicó despacio,
como si aún se lo estuviera pensando.
Estuve por protestar, pero, después de las últimas horas,
tenía que admitir que un entorno seguro sonaba mejor de lo
que quería admitir.
—Estoy abierta a discutir las posibilidades, pero no te
hagas a la idea de que eso vaya a sentar precedentes.
—Faltaba más —se burló Dimitri con suavidad—. ¿Algo
más que deba saber?
Me mordí los labios. ¿Empezaba a sonar como una cría
consentida? Tampoco era eso lo que quería de nuestra
relación.
—Te haré una lista mañana —bromeé—. Ahora me
conformo con que me beses, me pidas en matrimonio y que
me repitas que me amas.
—Tus deseos son órdenes, kotenok. Creo que voy a tener
que dejar que bebas más a menudo. Me gusta cuando se te
suelta la lengua y te pones tan exigente. Hasta tiene su encanto
cómo suenas cuando se te traba la lengua.
Sin poder evitarlo solté un resoplido por la nariz.
—¿Te refieres al radler con cerveza cero cero? Debe de ser
la sacarina que usan pala endulzarlo —me mofé.
—Las seis latas que te tomaste…
—Eran básicamente refresco de limón —terminé por él—.
¿En serio crees que habría tenido una conversación seria
contigo si estuviese borracha? Ni siquiera pretendía engañarte.
¿Cómo has podido caer en la trampa que tú sueles gastar con
los demás?
—¡Blyat! Te vi tan adormilada, cariñosa y con la lengua
trabada, que ni me lo planteé —admitió avergonzado—.
Imagino que deberé de tener más cuidado con las cosas que te
enseño en el futuro.
Alcé la cabeza como un resorte.
—¿Acabas de acusarme de ser cariñosa solo estando
borracha?
Lo único que conseguí subiendo la voz e hincándole el
dedo en el pecho fue que rompiera a reír.
—Estabas enfadada conmigo, ¿recuerdas? —Me cogió el
dedo y me lo mordisqueó—. Huiste de mí y le pediste a Liam
que mantuviera en secreto tu destino.
—¡Será traidor! ¡Te reveló dónde estaba! ¿Desde cuándo
lo sabías?
—¿Prefieres hablar de eso o que te proponga matrimonio?
Abrí la boca y la volví a cerrar.
—Matrimonio primero.
Dimitri se deslizó entre mis piernas y bajó hasta que su
cara quedó a la altura de mi ingle antes de abrirse paso bajo
mis braguitas.
—Yo… —Podía sentir mi pulso acelerándose en mis venas
—. Pensé que ibas a… pedirme que me casara… contigo —
jadeé cuando su nariz repasó mis pliegues por encima de la
fina tela de algodón.
—Soy el pakhan de la Bratva de los Estados Unidos,
kotenok, y regento un imperio económico. No pensarías que
iba a proponerte una alianza vitalicia, que quiero a toda costa,
sin asegurarme primero de que me des el sí quiero, ¿cierto?
Su lengua sustituyó la nariz y mis caderas se ondularon
bajo el calor que traspasó a través de la ropa interior.
—No, claro que no —mascullé hundiendo mis dedos en la
almohada.
¡Dios! ¿Quién le había enseñado a hacer esas cosas con la
lengua? Me mordí los labios. Ni por casualidad pensaba
revelarle que tenía mi sí asegurado. Si quería convencerme de
algo, ¿quién era yo (su modosa futura esposa) para negárselo?
Dimitri rio contra mi clítoris, arrancándome un gemido de
placer.
—Nunca fuiste modosa y nunca lo serás. No serías mi
reina si lo fueras.
—¡Mierda! ¿Eso lo dije en alto?
—Ajá.
—¿Y lo del sí?
—Ajá.
—Mmm… Vuelve a decir «ajá». ¡Sí! ¡Justo así! ¡Así!
EPÍLOGO
6 años más tarde
No podía ser. No se habría atrevido. Si lo había hecho, iba a
retorcerle ese precioso cuello. Esta vez sí. Entré en la consulta
y cerré la puerta con más suavidad de la que me sentía capaz
de emplear.
—¡Teresa Volkova Vázquez! —siseé todo lo alto que pude
sin despertar a la niña en mis brazos.
La señora Petrova se bajó sus rectangulares gafas de
lectura y me dirigió una mirada fulminante, desde detrás del
mostrador de recepción, arrancándome un gruñido
involuntario. Su expresión se suavizó en cuanto detectó a la
criatura dormida sobre mi pecho.
Tess había sabido lo que se hacía al elegir a la mujer para
atender a sus clientes en la consulta de psicología. Era de las
pocas que se atrevían a enfrentarse a mí, conocedora de que le
prometí a su difunto esposo que la tomaría bajo mi protección
y que yo siempre cumplía mi palabra. Por desgracia, nadie me
advirtió en su momento que iba a tener que protegerla de mí
mismo. El que fuese una señora mayor, con ese aire de
abuelita de cuento de hadas y que adorase a mi pequeña Katja,
tampoco ayudaba.
—¿Dónde está? —pregunté antes de que pudiese ponerme
en mi lugar con su afilada lengua. ¡Dichosas mujeres! ¿Es que
ninguna respetaba nada? Hacía años que debería haberlas
puesto en su sitio, pero esa tarea, junto a la de retorcerle el
cuello a mi preciosa esposa, siempre eran cosas que solía
posponer para más tarde. Así me iba.
Como si la hubiese convocado con mis pensamientos, Tess
salió de la consulta.
—¿Qué ocurre, cielo? —Se acercó con una sonrisa y le dio
a Katja un beso en la cabeza.
Entregándole con cuidado el bebé a la señora Petrova, tiré
a Tess del brazo y la arrastré conmigo a su despacho,
colocándome delante de la puerta cerrada con los brazos
cruzados sobre el pecho.
—Kotenok, dime que no lo has hecho —gruñí sin andarme
con chiquitas.
—¿Hacer el qué? —Ella imitó mi postura con una de esas
sonrisas dulces que delataban que sabía a la perfección de qué
estábamos hablando.
—¿Le dijiste a Kuchenko que podía hacer su trabajo sin la
necesidad de usar un arma?
—Cariño —dijo con paciencia—, ya lo hemos hablado
millones de veces, lo que hable con mis pacientes en la
consulta debe quedarse ahí. No puedo compartirlo contigo.
Tenía la certeza de que no lo había dicho millones de
veces, pero ciertamente se sentía así, y cada vez más.
—También llegamos al acuerdo de que no te inmiscuirías
en mis negocios —le recordé.
—¿Estás seguro de eso, cielo? —Ella se mordió una uña
pensativa—. Recuerdo que mencionaste algo de eso, pero no
que yo consintiera.
—¡Kotenok!
—¡Pakhan!
¿Por qué cada vez que me llamaba así se me estrechaban
los pantalones? Ah, sí, ya recuerdo por qué. El síndrome del
condicionamiento de Pavlov. El noventa por ciento de las
veces en que se dirigía a mí como pakhan implicaba que
quería que jugásemos o que estaba a punto de correrse, el
restante diez lo usaba para manipularme. ¡Blyat! ¡Maldita la
hora en la que le sugerí que estudiase psicología!
—No trates de cambiar de tema —gruñí reajustándome
con disimulo.
Ella se acercó a mí y, con una media sonrisa, trazó con su
índice el lugar exacto en el que estaba el tatuaje de la reina
loba.
—Te propongo un trato. ¿Qué tal si me deshago de mi
último cliente y aprovechamos que la señora Petrova está con
la niña para tomarnos un poco de tiempo para nosotros?
—Lo estás haciendo otra vez. —Me quedé mirándola sin
pestañear, pero no me moví del sitio ni tampoco le aparté la
mano.
—¿Sabías que el otro día encontré la vieja regla de madera
en el cajón? —preguntó con inocencia—. No tengo ni idea de
cómo ha llegado aquí.
—Ajá… —Carraspeé ante la repentina sequedad en la
garganta.
A lo largo de los años, habíamos descubierto que no era
necesario emplear demasiada fuerza con una regla para que
sus nalgas adquiriesen un delicioso tono rosado. A ninguno de
los dos nos ponía demasiado el dolor, pero sí el morbo de lo
prohibido y los juegos de rol.
—¿Y bien, pakhan? —insistió con un precioso mohín
mientras su mano bajaba por mi estómago.
Le sujeté la muñeca cortándole el acceso a su destino y la
oportunidad de que pudiese desarmarme del todo.
—¿Quién está en la consulta? —pregunté.
—Uno de los hombres de Liam. Puedo deshacerme de él
en menos de lo que canta un gallo —ofreció con una sonrisa
llena de picardía.
Apreté los labios para evitar que asomase mi sonrisa. Por
nada del mundo pensaba acortar una visita con uno de los
irlandeses. Prefería que los convenciese a ellos de abandonar
las armas a que lo hiciese con mis hombres.
—¿Qué tal esto? Vas a desnudarte y quedarte solo con la
bata. Le pondrás algo de música a tu cliente y luego
regresarás, a sabiendas de que no podrás gritar.
—No puedo dejarlo tanto tiempo esperando —protestó de
inmediato, aunque por la forma en la que se mordió los labios
consideró mi propuesta.
—Solo serán quince minutos, es todo lo que estoy
dispuesto a darte.
—¿Quince minutos? —Me miró incrédula—. ¡Eso no…!
—No se me ha olvidado lo que has hecho. Ese será tu
castigo.
—Pero…
Saqué mi móvil.
—Y los quince minutos empiezan… —Encendí el
cronómetro y se lo mostré—. ¡Ya!
Catorce minutos, cuarenta y nueve segundos más tarde…
Sudoroso y sin aliento, pulsé la pantalla del móvil antes de que
pudiese saltar la alarma. Lo solté al lado de la cabeza de Tess.
Su cuerpo seguía temblando debajo del mío y sus paredes
internas se contraían a mi alrededor como si se negasen a
soltarme. Le besé la acalorada mejilla y apoyé mi frente contra
su hombro. Aunque jamás se lo admitiría, me temblaban las
piernas más que a ella.
—¿Sabes? Tus castigos se vuelven mejores con los años
—murmuró ella con una sonrisa exhausta sobre los labios.
Fui a darle la razón cuando sus palabras registraron en mi
mente. Alcé la cabeza para poder verle la cara.
—¡Kotenok!
—¿Pakhan?
—¡Dime que no lo has hecho a propósito!
—¿El qué, cielo? —preguntó ella con esa vocecita
inocente que solo podía significar que era culpable.
—¿Has convencido a mi mejor francotirador de dejar las
armas para que venga a castigarte? —pregunté incrédulo.
—Solo le he aconsejado que se tome un descanso, cielo.
¿Vas a decirme que no ha valido la pena?
Dejé caer la frente sobre su hombro con un gemido de
rendición. ¿A quién pretendía engañar? Podía pasarme un par
de semanas sin Kuchenko.
—Sabes que ahora tendré que volver a castigarte por
haberlo hecho a propósito, ¿no? —pregunté.
Ella ronroneó satisfecha.
—¿Esta noche?
—Tenemos la gala. ¿Quieres que faltemos?
—El otro día leí algunas de las fantasías que dejaste en
nuestro diario.
—¿Y? —Solo de pensar en las posibilidades, ya podía
sentir cómo mi cuerpo volvía a despertar.
—Una de ellas mencionaba que te quedaste con las ganas
de demostrarle a aquella camarera que invitaste a nuestra suite
los motivos por los que siempre te elegiría a ti.
—Ajá.
—¿Sabías que aquella chica se llamaba Elodie y que ahora
es la regente del hotel?
—Parece que alguien ha estado haciendo indagaciones. —
Mi pulso comenzó a acelerarse ante la idea.
—De hecho, tomé café con ella el sábado pasado y
descubrí que su oferta de participar en uno de nuestros juegos
sigue abierta.
—¿Eso dijo? —No tenía muy claro de cómo reaccionar a
aquella información.
Si algo había aprendido aquella primera vez es que no
estaba dispuesto a compartir a mi kotenok con nadie, ni
siquiera con otra mujer.
—Me excita la idea de ella atada a una silla, en la misma
habitación de hotel, con algún juguete con mando a distancia,
y que pueda oír cómo me haces gritar de placer.
—¿Oír? —Alcé sorprendido las cejas—. ¿No quieres que
nos vea?
El tono rosado de su rostro se profundizó.
—¿Y que te vea desnudo? Olvídalo. Tendría que matarla
después —replicó ella con sequedad.
Mi pecho se hinchó de orgullo y el control sobre mi
sonrisa se esfumó.
—¿Me equivoco o a alguien le toca meter un billete en el
bote de las amenazas?
Ella resopló poniendo los ojos en blanco.
—Muy gracioso. Este mes tienes el bote tan lleno que ya
no cabe ni un solo dólar más.
—Cierto. Podría darte otro castigo más y…
Un suave lloriqueo en el exterior nos hizo suspirar a
ambos. Con trabajo, me incorporé y la ayudé a ella. Dándole
un beso en los labios hinchados, me abroché los pantalones.
No importaba el tiempo que había pasado, cada día la veía más
guapa y seductora.
—¿Vas tú para que pueda asearme antes de salir? —
preguntó, pasándose las manos por el cabello en un intento por
adecentarlo—. Tengo que terminar mi sesión con Murdoc.
—Ve. Es su hora del bibi, yo me encargaré. Solo deja que
me lave primero las manos.
Ya me encontraba en la puerta, cuando volvió a llamarme:
—¿Dimitri?
—¿Sí?
—Gracias.
Arqueé una ceja.
—¿Por castigarte?
—No seas tonto. —Sacudió la cabeza con una risita que
me calentó por dentro—. Por hacerme feliz.
Regresé a su lado en dos zancadas, la estreché a mi cuerpo
y la besé hasta dejarla sin aire.
—¿Y eso era por…? —preguntó sin aliento.
—Por salvarme y por volverme loco cada día de mi vida.
—Ummm… Eso último…
—Es lo que me hace sentir vivo —la corté con otro beso
—. Ahora ve. Mi hija me reclama y necesito recuperarme. Mi
mujer tiene planes para esta noche.
—Me gusta que me llames «mi mujer» —murmuró
distraída dirigiéndose al baño.
Sonreí para mis adentros. Mi pequeña kotenok ni siquiera
sospechaba que lo que más me excitaba de sus planes de
aquella noche era el que me reclamase como suyo.
Fin.
Y DENTRO DE NADA…
TOSCANA BABY
Sinopsis de Toscana Baby
Kiara
Hay meteduras de pata y luego…
hay meteduras de pata. Yo he cometido
la madre de todas ellas.
Una despedida de soltera, un disfraz
y algunas copas de vino… ¿Resultado?
Me toca regresar a Florencia para
comunicarle a Giacomo Santoro que va
a ser padre. El problema es que crea a
una desconocida de la que jamás llegó a
descubrir ni el nombre ni el rostro.
Giacomo
Kiara apareció en la finca Santoro con mentiras y sospecho
que algún que otro secreto. No es la primera que trata de
tomarme el pelo, pero eso ya no importa. Tengo mi propia
agenda y su aparición me ha ofrecido una solución en bandeja
de plata. Si esa solución, además, implica largas noches (y
días) cargados de placer, ¿quién soy yo para estropearnos la
diversión?
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