«Las huellas de los comanches eran todavía muy visibles.
Las pinturas que
les embadurnaban el rostro cuando los vimos, demostraban que iban de expedición
guerrera, aunque se comprendía que su destino debía de estar lejos, pues de otro
modo habrían empleado mayores precauciones. Winnetou estaba sin duda
enterado de sus propósitos, pero era tan reservado, que no decía palabra, de no
obligarle a ello la necesidad. Iba a acercarme a él cuando oímos tres
detonaciones…».
Continúan las aventuras de Old Shatterhand con su compañero Winnetou.
Al igual que sus predecesores, este volumen —tercero de la serie Entre los pieles
rojas— contiene otros cuatro relatos tal y como fue editado por CL en 1972.
Karl May
En la boca del lobo
Entre los pieles rojas 3
Título original: Im Rachen des Wolfs
Karl May, 1893
Traducción: María Rodríguez Rubi
Ilustraciones: Ballestar
Diseño de portada: Ballestar
Editor digital: Samarcanda
Los salteadores de trenes
Capítulo primero
Un cazador de indios
Desde las primeras horas de la mañana había andado gran trecho de camino
y me sentía algo cansado y molesto por los ardientes rayos del sol, que se hallaba en
el cenit. Determiné, por tanto, hacer alto y comer. La pampa se extendía formando
una ondulación tras otra, hasta parecer inacabable.
Cinco días hacía que nuestra caravana había sido disuelta y esparcida por un
numeroso grupo de indios oguelalás, y como desde entonces no había vuelto a ver
un animal digno de mención ni observado huella alguna humana, experimentaba
ya la nostalgia de algún ser racional con quien poder comprobar si había
enmudecido o no a consecuencia de tan prolongado silencio.
Allí no había arroyo ni charca alguna, como tampoco selva o maleza de
ninguna clase; así es que no me era difícil la elección, y podía hacer alto donde
mejor me pareciera. En una de las hondonadas que formaban las ondulaciones del
terreno eché pie a tierra, trabé mi mustango, cogí mi manta y me subí a la loma para
echarme allí un rato. Al caballo lo dejé así en la hondonada para que no fuera
descubierto en caso de pasar por las inmediaciones algún enemigo; yo, en cambio,
para dominar mejor el terreno, escogí el punto más elevado, donde, echado en el
suelo, era difícil que me descubrieran.
Tenía poderosos motivos para adoptar tales precauciones. Habíamos salido
una caravana de doce hombres de las orillas del Platte, para bajar hacia Tejas, al
Occidente de las Montañas Rocosas. Al mismo tiempo las diferentes tribus de los
siux habían salido de sus poblados, con el deseo de tomar venganza de la muerte de
algunos de sus guerreros. Aunque lo sabíamos muy bien, pese a nuestra astucia
caímos en manos de los indios, y después de un combate duro y sangriento, del cual
sólo salimos con vida cinco de los nuestros, tuvimos que dispersarnos por la pampa
en todas direcciones.
Como los indios, rigiéndose por nuestras huellas, que no habíamos
conseguido borrar del todo, habían colegido perfectamente que nos habíamos
encaminado hacia el Sur, era de presumir, casi con seguridad absoluta, que nos
seguirían. Tratábase, pues, de estar alerta, para no dormimos una noche envueltos
en una manta y despertar desollados en los eternos cazaderos.
Yo me eché, repito, en el suelo, saqué un trozo de tasajo de bisonte, a falta de
sal lo sazoné con pólvora, y traté a dentelladas de ponerlo en condiciones que
hicieran posible la penetración en mi estómago de aquella sustancia correosa y
resistente. Luego saqué un cigarro de mi autofabricación, lo encendí por medio del
punks1 y empecé a echar humo con la satisfacción de un plantador de tabaco de
Virginia que fumase las hojas del mejor goose-foot elaborado con guantes de
cabritilla.
No haría mucho que estaba echado, cuando, al volver casualmente la cabeza,
observé en el horizonte un bulto que se acercaba a mí, trazando un ángulo agudo
con la dirección que yo había traído. Yo me escurrí loma abajo hasta dejar oculto
todo mi cuerpo, y me quedé contemplando la aparición, en la que paulatinamente
pude conocer a un jinete, que, a estilo indio, se echaba completamente sobre el
cuello de su caballo.
Al descubrirlo yo debía de hallarse a dos kilómetros y medio de donde yo
estaba. Su caballo iba a paso tan lento que casi necesitó media hora para recorrer
dos tercios de la distancia. Miré entonces en lontananza y observé con gran sorpresa
otros cuatro bultos que avanzaban siguiendo el rastro del anterior. Esto me llamó
poderosamente la atención. El primero era un blanco, según pude comprender por
su traje al hallarse cerca de mí. ¿Serían los demás indios, que le perseguían? Saqué
inmediatamente mi anteojo, y en efecto, no me había equivocado; los lentes me
permitieron ver con toda claridad, por sus armas y su tatuaje, que eran oguelalás, o
sea que pertenecían a la tribu más sanguinaria y cruel de los siux. Iban
admirablemente montados, al paso que el caballo del blanco parecía ser animal de
poco valor. Su jinete se había acercado tanto que ya podía yo distinguir el pormenor
más insignificante de su persona y montura.
Observé que era de pequeña estatura, seco y delgado, y llevaba en la cabeza
un viejo sombrero de fieltro, desprovisto en absoluto de alas, circunstancia que
nada tiene de extraordinario en la pampa, pero que en aquel caso había de
chocarme mucho. Además, aquel hombre carecía de orejas: el sitio que éstas debían
ocupar daba señales de una violencia terrible, pues indicaba indudablemente que le
habían sido cortadas. De los hombros llevaba colgando una manta enorme, que le
cubría todo el tronco y que apenas dejaba ver las delgadas piernas, ocultas en unas
botas tan extrañas, que habrían sido objeto de risa y admiración en Europa. En
efecto, se componían de esa especie de calzado que se procuran y usan los gauchos
de la América del Sur y que describiré aquí sucintamente; se les quita la piel a las
dos patas de un caballo sin herrar, en la cual, mientras está aún caliente, se
introduce la pierna, dejando que se enfríe en tal posición. La piel se adapta estrecha
y apretadamente al pie y a la pierna, y forma así un excelente calzado que tiene la
propiedad de hacerle caminar a uno sobre la propia planta. De la silla pendía un
objeto que tenía las pretensiones de rifle. Su montura era una yegua alta de remos, o
mejor dicho, de patas de camello, que carecía en absoluto de cola; su cabeza era de
tamaño deforme y sus orejas tenían tal longitud que asustaban. El animal parecía
estar compuesto de distintas partes de caballo, burro y dromedario, y durante la
carrera inclinaba al suelo la cabeza, dejando colgar las orejas hacia abajo, a la
manera de los perros de Terranova, como si le pesaran con exceso.
En otras circunstancias, o si hubiera sido yo un novato, tanto el jinete como
su montura habrían despertado mi hilaridad; pero a mí, a pesar de su extraño
aspecto, me pareció el viajero uno de aquellos westmen que hay que conocer para
apreciarlos en su justo valor. El blanco parecía ignorar que le siguieran cuatro de los
enemigos más temibles del cazador de las pampas, pues de otra manera no habría
seguido su camino tan tranquilo y despreocupado, o habría vuelto la cabeza para
echar alguna mirada a sus perseguidores.
Ya estaba a unos cien pasos de mí, y había entrado en mis huellas; y no
puedo decir quién las encontró primero, si él o su yegua, pero vi claramente que
ésta se detuvo de pronto, inclinó más todavía la cabeza al suelo, miró de reojo las
pisadas de mi mustango y empezó acto continuo a mover las largas orejas, que
bajaban o subían, se echaban atrás o adelante hasta producir la impresión de que
una mano invisible las estuviera destornillando de la cabeza. El jinete hizo ademán
de desmontar para examinar de cerca mis huellas, operación en la cual habría
perdido inútilmente un tiempo precioso, y así yo me adelanté a evitarlo, gritándole:
—¡Eh, buen hombre, siga hacia abajo; pero acercándose aquí!
Yo había cambiado de postura con objeto de hacerme visible al viajero.
También la yegua estiró las orejas hacia adelante para recoger mi llamada como si
fuera una pelota, y al mismo tiempo sacudió afanosamente el corto y desnudo
maslo.
—¡Hola, máster! —contestó el interpelado—. Tenga usted cuidado con la voz
y no chille como si le mataran, que en este prado no se sabe a punto fijo si hay o no
orejas ocultas que no conviene que se enteren de lo que se habla. Adelante, Tony.
La yegua puso entonces en movimiento sus inconmensurables remos y se
detuvo de nuevo ante mi mustango, al que después de lanzar una mirada altanera y
maliciosa, volvió aquella parte del cuerpo que en los barcos se llama popa. En efecto,
parecía ser de aquella especie de caballerías —tan frecuente en la pampa— que
viven exclusivamente para su dueño y se muestran para todo el resto de la creación
tan rebeldes y ariscas que nadie más que él puede servirse de ellas.
—Sé muy bien el diapasón de voz que conviene —contesté yo—; pero,
dígame: ¿de dónde viene usted y adónde va, máster?
—Esto no le importa a usted maldita la cosa —respondió el jinete.
—¿Le parece a usted? No es usted exageradamente cortés, y estoy dispuesto
a decírselo a usted por escrito, aunque sólo hemos hablado dos palabras. Mas he de
confesarle a usted ingenuamente que estoy acostumbrado a que me contesten
cuando pregunto.
—¡Vaya, vaya! Al parecer es usted caballero de alto copete —respondió con
mirada desdeñosa—. Por eso me apresuro a contestarle a usted debidamente.
Y haciendo un ademán hacia atrás y hacia adelante, añadió:
—Vengo de allí y voy allá.
El hombre aquél empezaba a agradarme. Seguramente me tenía por un
cazador dominguero, que andaba perdido. El westman legítimo no da importancia
alguna a lo exterior, pues más bien siente una antipatía profunda y manifiesta hacia
todo lo que significa aseo. El que vaga años seguidos por el agreste Occidente no es
por su pergeño presentable en los salones, y tiene a todo el que viste con decencia
por un greenbill incapaz de nada bueno. Yo me había provisto en Fort-Wilkers de
ropa nueva, y estaba acostumbrado a llevar siempre mis armas limpias y
relucientes, dos circunstancias poco a propósito para que un corredor pampero me
considerara como un westman. Por eso no me molestó la actitud del hombrecillo, y
haciendo el mismo ademán que él, observé:
—Pues dése usted prisa en llegar allá; pero cuidando de que no le atrapen los
cuatro rojos que le vienen pisando los talones y que no habrá usted visto siquiera,
¿no es verdad?
Fijó en mí sus ojillos claros y penetrantes, con una mirada que tenía tanto de
asombro como de guasa y repuso:
—¡Ji, ji, ji! ¡Cuatro indios detrás de mí sin que yo los vea! Me parece, por
ejemplo, que es usted un ente singular. Esos infelices me vienen siguiendo desde
esta mañana temprano con la lengua fuera. Yo no necesito mirarlos porque conozco
demasiado el modo de operar de esos caballeros rojos. Mientras sea de día se
mantendrán a honesta distancia para espiar luego el refugio que yo elija para la
noche. Pero se van a llevar chasco, por ejemplo, porque voy a trazar a su alrededor
un arco que me los ponga delante, convirtiéndome de perseguido en perseguidor.
Hasta ahora no había encontrado terreno a propósito para el experimento, pero
entre estas ondulaciones la cosa es lo más fácil del mundo; y si quiere usted ver y
aprender cómo se las arregla un viejo westman para atrapar redmen (hombres rojos),
quédese aquí unos minutos y disfrutará de un espectáculo delicioso. Lo más
probable, sin embargo, será que se largue usted más que de prisa, pues a los
hombres de la clase de usted les hace poquísima gracia respirar el tufillo que
despiden los indios. Come on (vamos), Tony.
Y sin hacerme más caso, la yegua echó a andar y al cabo de un minuto había
desaparecido con su famoso jinete, por entre los declives del terreno.
Su plan me era perfectamente conocido, y yo habría hecho lo mismo en su
lugar. Iba a describir un arco que le colocara a espaldas de sus perseguidores antes
que éstos pudieran darse cuenta de su táctica. Para conseguirlo se veía precisado a
mantenerse oculto en las hondonadas, y mejor que ponerse a espaldas de sus
perseguidores era recortar algo el arco a fin de que aquéllos pasaran junto a él.
Hasta entonces lo habían espiado los indios a su sabor, sin perderle de vista, y por
lo tanto sabían perfectamente la distancia que los separaba, y no podían sospechar
que le tuvieran tan cerca.
Eran cuatro contra uno, y cabía la probabilidad de que yo mismo tuviera que
hacer uso de las armas. Examiné y preparé cuidadosamente mis rifles y esperé el
curso de los acontecimientos.
Los indios se acercaban rápidamente, siempre en fila, y ya iban a llegar al
sitio en que mis propias huellas se juntaban con las del pequeño desorejado, cuando
el que iba a la cabeza detuvo su caballo y se volvió a sus compañeros, extrañando al
parecer haber perdido de vista al perseguido blanco. Los demás se acercaron a él,
celebrando una breve conferencia, durante la cual formaron un apretado grupo.
Una bala de mi mataosos los habría llenado de pánico; pero no fue preciso, porque
sonó un tiro, luego otro y dos indios cayeron muertos del caballo, y al mismo
tiempo sonó un grito de triunfo: ¡O-ji-ji-jiiii!, sonido gutural con que suelen entonar
los indios su canto de guerra.
Pero no era indio el que lo profería, sino el pequeño cazador, que asomaba
por una hondonada próxima. Había ejecutado su propósito desapareciendo detrás
y reapareciendo delante de mí. Hizo como si pretendiera huir después de soltar los
dos tiros, e incluso su yegua pareció transformarse en un ser distinto, pues alargaba
las patas machucando el césped, llevaba las orejas aguzadas de entusiasmo y la
cabeza soberbiamente engallada y todos los músculos y tendones de su cuerpo
parecían estar en tensión, formando con el jinete un solo ser: un centauro. El
hombrecillo levantó su rifle y lo cargó con tal seguridad durante la carrera a galope
tendido, que demostraba claramente no ser aquélla la primera vez que se veía en
tales lances.
A su espalda sonaron dos tiros, disparados por los dos indios que quedaron
ilesos, pero no hicieron blanco. Los rojos, lanzando aullidos de rabia, empuñaron
sus tomahawks y partieron a escape tras el agresor. Éste no se había dignado siquiera
mirarlos; pero en cuanto hubo cargado el rifle, volvió su montura, que parecía estar
completamente de acuerdo con su amo, pues se detuvo en seco, se estiró y quedó
inmóvil como un bloque. El jinete se echó el arma a la cara y apuntó. Acto continuo
salieron dos fogonazos, sin que la yegua se estremeciese siquiera, y los dos indios se
desplomaron con la cabeza atravesada por las balas.
Yo seguía con mis armas preparadas, pero sin disparar, puesto que el
hombrecillo no necesitaba de mi ayuda, ya que en aquel momento desmontaba para
examinar a sus víctimas. Me acerqué a él y al verme preguntó:
—Ahora, por ejemplo, sabrá usted cómo se da la vuelta a estos canallas rojos
¿eh?
—Thank you (Gracias), máster. Ya he visto que con usted se puede aprender
mucho.
Mi sonrisa debió de parecerle algo dudosa, porque mirándome de un modo
penetrante, observó:
—¿Acaso se le habría ocurrido a usted algo semejante?
—No creo que la vuelta fuese de absoluta necesidad. En un terreno como
éste, en que las hondonadas que forman las ondulaciones le ponen a uno a cubierto
de las miradas, para esquivar a otro basta tomar un gran avance y luego retroceder
por las propias huellas. La vuelta es mucho más apropiada para la pampa abierta y
llana.
—¡Diablo! ¿Dónde ha averiguado usted tantas cosas? A todo esto ¿quién es
usted?
—Un hombre que escribe libros.
—¿Usted escribe… libros?
Y al decir esto retrocedió un paso, poniendo una cara entre meditabunda y
compasiva, mientras decía, llevándose un dedo a la sien para que no me quedara
duda respecto de la enfermedad a que aludía:
—¿Está usted enfermo, sir?
—No —contesté yo.
—¿Que no? Pues entonces le entenderá a usted el oso de la selva, porque yo
no le entiendo a usted ni pizca. Yo, cuando mato un bisonte, lo hago por comer.
¿Qué motivos tiene usted para escribir sus libros?
—Los escribo para que el público los lea.
—Sir, no se enoje usted; pero ése es el disparate mayor que puede hacerse. El
que tenga ganas de leer que se escriba sus propios libros. Esto, por ejemplo, lo
comprenderá hasta un niño de teta. Yo no salgo de caza para dar de comer a otros…
¡Vaya, vaya! ¿Conque es usted un book-maker? Pero en tal caso ¿a qué viene usted a
la pampa? ¿Viene usted, por ejemplo, a escribir libros aquí?
—No, señor: los escribiré cuando haya regresado a mi país, y en ellos referiré
todo lo que he visto y oído en estas tierras; y la gente lo leerá y sabrá entonces lo que
ocurre en la pampa, sin tener necesidad de venir a verlo en persona.
—¿Entonces en esos libros hablará usted de mí?
—¡Claro está!
El pampero dio un salto atrás, y dos hacia adelante, como si me embistiera,
echó mano a su cuchillo de monté y me agarró del brazo, diciendo:
—Sir, ahí tiene usted su caballo; monte en él y lárguese más que de prisa, si
no quiere usted que le meta unas pulgadas de acero en las costillas. ¿De modo que
en presencia de usted no se puede decir una palabra ni mover un dedo sin que todo
el mundo se entere? ¡Que le lleven a usted los demonios, y cuanto antes!
El hombrecillo aquel apenas me llegaba al hombro. Sin embargo hablaba en
serio, lo cual me hacía reír interiormente, aunque procuraba que él no lo notara.
—Yo le prometo hablar bien de usted —observé.
—¡Váyase, váyase! Ya se lo he dicho y no quiero repetirlo.
—Pues bien, le doy a usted mi palabra de que no le mentaré a usted una vez
siquiera.
—No vale; el que se sienta a escribir libros para que los lea la gente, está loco
de remate y no merece crédito. Conque, largo de aquí, buen mozo, no sea que me
vaya, por ejemplo, a pasar la bilis a los dedos y hagan éstos algo que le pese a usted.
—¿Qué sería ello?
—Ya lo vería usted.
Sonriendo le miré a la cara, descompuesta por la cólera y le dije con la mayor
tranquilidad:
—Vaya: veamos qué es eso.
—Mírelo. ¿Le gusta a usted esta hoja de acero?
—No es mala, como le probaré a usted en seguida.
Al decir esto le eché los dos brazos hacia atrás, le metí entre ellos y la espalda
mi brazo izquierdo, le estreché fuertemente contra mí y le apreté la muñeca con la
mano derecha, hasta hacerle soltar el cuchillo exhalando un grito de dolor. Aquel
ataque inesperado había dejado tan perplejo al hombrecillo que la correa de mi
bolsa de municiones le sujetaba ya las manos a la espalda y él no había hecho
todavía la menor resistencia.
—¡All devils! —exclamó—. ¿Qué mosca le ha picado a usted? ¿Qué pretende
usted de mí, por ejemplo?
—¡Ojo, máster! Tenga usted cuidado con la voz y no chille como si le mataran,
que en este prado no se sabe a punto fijo si hay o no orejas ocultas que no conviene
que se enteren de lo que se habla.
Y de pronto le solté, después de apoderarme rápidamente del cuchillo y del
rifle, que él había soltado para ir a ver a los muertos. Hizo el pampero esfuerzos
inauditos por desasirse, lo cual le agolpó toda la sangre a la cabeza, pero sin vencer
la resistencia de la correa.
—No se esfuerce usted, máster, pues no se verá usted libre hasta que yo
quiera —le dije—. Se trata solamente de demostrarle a usted que hay book-makers
acostumbrados a contestar a la gente en el tono en que se les pregunta. Ha sacado el
cuchillo contra mí, sin que yo le haya ofendido ni perjudicado en lo más mínimo, y
por ello queda usted sujeto a las leyes de la pampa, o sea que desde ahora puedo
hacer de usted lo que se me antoje. Nadie podrá reprocharme la muerte de usted si
me da la ocurrencia de meterle este acero por las costillas, como usted pretendía
hacerlo conmigo hace un momento.
—¡Duro y a ello! —contestó el pampero sombríamente—. Estoy muy
conforme con que me mate usted, pues la vergüenza de haber sido dominado por
un solo hombre y a la luz del día, sin haberle dado a probar mis armas, es cosa que
no puede soportar Sans-ear.
—¿Sans-ear? ¿Es usted Sans-ear? —exclamé.
Yo había oído hablar mucho, muchísimo de aquel famoso westman, a quien
nadie había visto jamás en compañía de otro, porque a ninguno lo juzgaba digno de
tenerlo a su lado. Hacía años los indios navajos le habían cortado las orejas, y desde
entonces llevaba aquel extraño nombre, compuesto de dos lenguas distintas2, de Sin
oreja o Desorejado, con que era conocido en todo el Oeste y aun más allá.
No contestó a mi pregunta y sólo cuando insistí en ella, replicó:
—Mi nombre no le importa a usted nada, pues si es malo no merece que lo
pronuncie, y si es bueno merece que lo preserve de mi deshonra actual.
Yo me acerqué entonces y corté sus ligaduras, diciendo:
—Aquí tiene usted su cuchillo y su rifle. Es usted libre; váyase donde quiera.
—No se burle usted. ¿Puedo dejar aquí la vergüenza de haber sido vencido
por un greenhorn? Si se tratara de un hombre cabal, como Winnetou, el apache, o el
largo Haller, o un explorador como Old Firehand u Old Shatterhand, todavía
pasaría por ello…
El viejo me dio lástima. Mi golpe le había llegado al alma y yo me alegré de
poder consolarle, pues acababa de nombrarme con el apodo con que era conocido
tanto en los campamentos de los blancos como en los wigwams de los indios.
—¿Un greenhorn dice usted? —observé yo—. ¿Cree usted que un novato es
capaz de hacerle tamaña jugarreta al valiente Sans-ear?
—¿Pues qué otra cosa es usted? ¡Si va usted tan pulido que parece que sale
de una sastrería, y sus armas brillan y relucen como las que se llevan a un baile de
máscaras!
—Pues ahora verá usted si son buenas. ¡Atención!
Y cogiendo una piedra que presentaba una superficie como del doble de un
dólar de plata, la tiré a lo alto, me eché el rifle a la cara, y en el momento en que las
fuerzas del lanzamiento y de la atracción llegaban al equilibrio y en que el canto
parecía flotar inmóvil en el espacio, disparé y la bala lo tocó lanzándole aún más
arriba.
Yo había ejercitado este tiro centenares de veces hasta conseguir hacer blanco,
y no era tampoco ningún golpe maestro; pero el hombrecillo me miró con unos ojos
en que casi me pareció leer la consternación.
—¡Heavens! ¡Qué tiro! ¿Hace usted blanco siempre?
—De veinte veces diecinueve.
—Entonces es usted de los que hay que buscar con candil. ¿Cuál es, por
ejemplo, su nombre?
—Old Shatterhand.
—¡Imposible! Old Shatterhand debe de ser mucho más viejo que usted, pues
si no, no le apodarían así.
—Olvida usted que la palabra Old no siempre se usa en sentido de la edad.
—En efecto; pero no eche usted a mala parte lo que voy a decirle. Sé que Old
Shatterhand estuvo una vez debajo de un oso gris, que le sorprendió durmiendo y
le arrancó toda la carne desde el hombro hasta más abajo de las costillas. Logró
reponer en su sitio la tira de solomillo; pero la cicatriz, por ejemplo, debe de estar
aún muy visible.
Yo me desabroché la zamarra de piel de bisonte y la camisa blanca de piel de
ciervo que llevaba debajo y le dije:
—Mire usted.
—¡Diablo, cómo le puso a usted esa fiera! ¡Debió de dejarle a usted al aire las
sesenta y ocho costillas!
—Casi, casi. Ello ocurrió a orillas del Red-River, y con tan tremenda
desgarradura permanecí dos semanas enteras tendido junto a mi enemigo, sin
auxilio de nadie, hasta que me encontró Winnetou, el cacique apache, cuyo nombre
ha pronunciado usted hace un momento.
—De modo que es usted Old Shatterhand en cuerpo y alma… Pues bien, voy
a decirle a usted una cosa: ¿me tiene usted, por ejemplo, por tonto de capirote?
—No, señor. Ha padecido usted únicamente el error de tenerme a mí por un
greenhorn, y nada más. De un novato no podía usted esperar semejante ataque.
Sans-ear sólo puede ser vencido por sorpresa.
—¡Oh! Con usted, al parecer, no se necesita ese requisito siquiera. Habrá
pocos hombres que posean esa fuerza de bisonte; y, la verdad, no considero ya
deshonroso haber sido vencido por usted. Mi verdadero nombre es Sam
Hawerfield; y si quiere usted hacerme un favor, llámeme Sam a secas.
—A condición de que usted me llame Charley, como los demás amigos míos.
Ahí va mi mano.
—Chóquela, y sea como usted dice, sir. El viejo Sam no es de los que dan la
mano al primero que llega, pero la de usted la estrecho con placer. Le suplico, sin
embargo, que me trate usted con indulgencia para no hacerme los dedos en papilla;
me son aún muy necesarios.
—No tema usted, Sam. La mano de usted me ha de prestar muy buenos
servicios, así como la mía está igualmente dispuesta a servirle a usted en lo que
pueda. Pero ahora me permitirá usted que insista en mi primera pregunta. ¿De
dónde viene usted y adónde va?
—Vengo directamente del Canadá, donde he hecho compañía a unos
lumberstrikers (leñadores), y ahora, por ejemplo, me encamino a Tejas y a Méjico,
donde dicen que campean los granujas, hasta el punto de que da gusto pensar en
los balazos y cuchilladas que le aguardan a uno.
—Pues llevamos el mismo camino. También yo tengo el propósito de darme
una vuelta por tierras de Tejas y California, y ver si echo un vistazo a Méjico, si me
permite usted ir en su compañía.
—Mucho que sí, y con verdadero gusto. Ya ha estado usted en el Sur y es
usted el hombre que necesito. Pero dígame usted ahora formalmente: ¿de veras
hace usted libros?
—¡Palabra!
—¡Hum! Pues si Old Shatterhand se dedica a eso no será cosa tan mala como
yo me figuraba; mas le advierto a usted que prefiero caer de espaldas, y por
sorpresa, en la caverna de un oso, que meter la pluma en un tintero, pues de seguro
que aunque me anegara en tinta no lograría poner una sola palabra en el papel.
Pero, dígame usted: ¿cómo están aquí estos demonios de indios? ¿Son oguelalás, de
los cuales hay que guardarse como del diablo?
Yo le referí lo que sabía.
—¡Hum! —observó Sam—. En tal caso no conviene que echemos raíces aquí,
pues yo topé ayer con una pista de gran respeto. Figúrese usted que conté las
huellas de sesenta caballos, por lo menos. Los cuatro gañanes que acabo de
despachar debían de pertenecer a esa tropa, y fueron seguramente enviados a
patrullar. ¿Había usted estado aquí alguna otra vez?
—Nunca.
—Pues sepa usted que a veinte millas al Oeste la pampa es absolutamente
llana, y diez millas más allá hay agua; y allí se habrán retirado los indios para
abrevar sus caballerías. Nosotros esquivaremos su encuentro, como es natural, y
nos dirigiremos en línea recta al Sur, aunque hasta mañana por la tarde no
encontraremos agua. Si partimos en seguida, esta noche llegaremos a la vía férrea
que han construido desde los Estados Unidos del Este hasta las tierras de Occidente,
y si acertamos con el momento oportuno podremos darnos el gustazo de ver pasar
un tren ante nuestras narices.
—Estoy dispuesto a partir cuando usted quiera. Pero ¿qué hacemos de esos
cadáveres?
—Poca cosa. Después de desorejarlos, los dejaremos donde están.
—Debiéramos enterrarlos, porque si los encuentran sus compañeros
delatarán nuestra presencia por estos parajes.
—Eso es lo que yo quiero; que los encuentren.
Cogió uno a uno los cadáveres, fue arrastrándolos hasta la loma que formaba
la ondulación del terreno, los colocó uno al lado del otro, y les cortó las orejas, que
las metió en las palmas de las manos.
—Ya estamos listos, Charley —me dijo—. Sus compañeros los encontrarán y
sabrán en seguida que por aquí ha pasado Sans-ear. Le aseguro a usted que es una
sensación muy desagradable, cuando en invierno llega la época de enfriársele a uno
las orejas y no se las encuentra uno. Yo cometí la torpeza de dejarme atrapar por los
rojos. Había matado a muchos; pero tuve la desgracia de cortarle a uno una oreja,
en lugar de dejarle en el sitio, como era mi deseo, y en pago de esa falta de habilidad,
y para mayor escarnio mío, mis verdugos me cortaron mis dos orejas antes de
rematarme. Las dos quedaron en su poder; pero el cuero cabelludo no, porque Sam
logró escabullirse antes de recibir el golpe fatal. A cambio de mis orejas vea usted
las vidas con que me he cobrado.
Y enseñándome el rifle, señaló las muchas muescas que en él había, y añadió:
—Cada muesca significa un indio menos; ahora me falta apuntar los de hoy.
Hizo con el cuchillo cuatro marcas en la escopeta y prosiguió:
—Éstos son rojos; pero aquí arriba hay también las marcas de ocho blancos,
que han ido «apagando» mis balas: ya le diré a usted por qué. Todavía me faltan
dos, padre e hijo, que son los canallas más grandes que hay en la tierra. En cuanto
haya acabado con ellos habrá dado fin mi jornada.
Sus ojos se humedecieron, y por su sombrío rostro pasó una expresión de
ternura que me hizo comprender que el corazón del viejo cazador también había
hecho valer sus derechos. Acaso fuera como tantos otros a quienes el dolor o la
venganza habían precipitado a la dura vida de la pampa, pues el verdadero cazador
de aquellos páramos no se preocupa poco ni mucho por la sublime ley que manda
amar a nuestros enemigos.
Sam había vuelto a cargar su escopeta, una de aquellas terribles armas de
fuego que sólo se ven en la pampa. La caja de aquella arma había perdido su
primitiva configuración, pues en ella un corte sucedía a otro, una señal a otra señal;
y cada uno recordaba la muerte de un enemigo. El cañón, cubierto de una capa de
herrumbre, parecía haberse doblado, y no había nadie, fuera de su dueño, capaz de
hacer un blanco aproximado; pero en sus manos era infalible. En efecto, el pampero
se ejercita con su arma durante toda su vida, conoce sus excelencias y sus defectos,
y cuando coloca el proyectil sobre la pólvora es capaz de apostar la vida y la eterna
salvación a que donde ponga el ojo pondrá la bala.
—¡Tony! —gritó el hombrecillo.
La yegua, que estaba paciendo allí cerca, acudió corriendo a su llamada y se
colocó de un modo tan cómodo para Sans-ear, que éste, con sólo levantar la pierna,
se halló en la silla.
—Sam, tiene usted una montura extraordinaria —exclamé yo—. A quien la
vea por primera vez no se le ocurrirá ofrecer por ese animal ni un mal peso; pero
cuando se le conoce mejor se comprende que no se desprendería usted de él ni por
un millar de sovereigns.
—¡Un millar! ¡Bah! Ni por un millón lo daría. Además, conozco yo en las
Montañas Rocosas filones que dan el oro a paletadas, y el día que Sam Hawerfield
encuentre un hombre que lo merezca y a quien pueda querer de corazón, le
enseñará dónde se encuentran estos tesoros. Por eso comprenderá usted que por
dinero no necesitaré dar a mi Tony. Sólo debo advertirle a usted, Charley, que éste a
quien llaman ahora Sans-ear era en otro tiempo un ser muy distinto, tan lleno de
alegría y felicidad, como lo está el día de luz y el mar de agua. Fue un joven colono
y tenía una esposa por quien habría dado mil veces la vida, y un hijo por quien
habría derramado diez mil veces hasta la última gota de su sangre. Se llevó a su
mujer a la hacienda a la grupa de la mejor yegua de su yeguada, que se llamaba
Tony, y cuando andando el tiempo la yegua tuvo una potranca tan lista y cariñosa
como su madre, le dimos el mismo nombre. ¿No era de razón, Charley?
—Naturalmente —le contesté conmovido por la ingenua candidez que
surgía tan inesperadamente de la tosca envoltura de aquel hombre extraño.
—Bien. En esto llegaron esos diez blancos que le he dicho; eran una banda de
bushheaders (merodeadores) que tenía atemorizada a la comarca. Me incendiaron y
saquearon la hacienda, asesinaron a mi mujer y a mi hijo, mataron a la yegua, que
no admitía más jinete que a su amo, y solamente logró salvarse la potranca, porque
por casualidad se había extraviado. Al volver de caza la encontré como único
testigo de mi pasada ventura. Es inútil añadir más. Ocho de los salteadores han
caído bajo mi mano vengadora, atravesados por las balas de este rifle. Los dos que
faltan caerán lo mismo, porque una vez que Sans-ear ha dado con una pista no la
suelta ya, aunque vaya a esconderse entre los mismos mongoles. Conque ya sabe
usted lo que me lleva a Tejas y Méjico. El joven y alegre labrador se ha convertido
en un corredor de la pampa, sombrío y huraño, que sólo sueña con sangre y fuego,
y la potranca se ha convertido en un ser que tiene más parecido con un carnero que
con un caballo decente; pero los dos continúan valientes y decididos, y así
continuarán hasta que los acierte una flecha envenenada, o una la traidora, o un
tomahawk, indio, para dar al traste con uno de los dos. El que quede, sea el jinete o la
yegua, morirá de pena y de nostalgia tras el compañero.
Capítulo 2
Un asesinado
El hombrecillo se pasó la mano por los ojos, y luego montó y me dijo:
—Basta ya de recuerdos, Charley. Es usted el primero a quien hablo de esas
cosas, y eso que no le había visto a usted hasta hoy, y seguramente será usted
también el último a quien las confíe. Había usted oído hablar de mí, y también yo le
conozco a usted de haberle oído nombrar cuando alguna vez, muy de tarde en tarde,
he tenido la ocurrencia de sentarme al amor de la lumbre en los campamentos. De
ahí que haya querido demostrarle a usted que no es un extraño para mí. Ahora,
hágame usted el favor de olvidar que me ha vencido; yo trataré de demostrarle a
usted que el viejo Sam Hawerfield está siempre en su lugar.
Destrabé mi mustango y monté. Me había dicho que debíamos
encaminarnos al Sur, y sin embargo se dirigía a Occidente; yo no hice la menor
observación, pues sin duda tenía Sans-ear motivos justificados para ello. Tampoco
dije nada, al ver que se llevaba las lanzas de los indios que había matado. El
hombrecillo me recordaba en todo su modo de ser a mi viejo Sam Hawkens, cuyo
nombre de pila llevaba.
Habíamos caminado un buen trecho sin haber hablado palabra, cuando Sam
detuvo a la yegua, echó pie a tierra y clavó una lanza en lo alto de una de las
ondulaciones del terreno. Entonces comprendí su objeto: quería dejar las lanzas
como señales que condujesen a los indios al sitio donde estaban los cadáveres y les
dieran a entender que la venganza de Sans-ear les había costado cuatro nuevas
víctimas.
Luego abrió la vieja bolsa de la silla y sacó ocho trapos gruesos, de los cuales
me dio cuatro.
—Charley, tome usted estos trapos y envuelva con ellos los cascos de su
mustango, para que no dejen impresión alguna en el suelo y los rojos se figuren que
hemos desaparecido por los aires. Usted se dirige desde aquí en línea recta hacia el
Sur, hasta que llegue a la vía férrea, donde me esperará usted. Yo seguiré plantando
estas lanzas que me quedan y luego, por ejemplo, iré a buscarle a usted. No hay
miedo de que nos extraviemos, pero por si acaso ocurriera, ha de servirnos de señal,
de día el grito del buitre, y de noche el aullido del coyote.
Cinco minutos después no nos veíamos ya. Yo seguí avanzando, pensativo y
meditabundo, en la dirección indicada. Como la envoltura de los cascos impedía a
mi caballo galopar libremente, en cuanto me hube alejado unas cinco millas
aproximadamente, desmonte para quitarle los trapos, pues al fin éstos no tenían
otro objeto que evitar las huellas en la proximidad de las lanzas.
Mi mustango echó entonces a caminar briosamente; la pampa iba siendo
cada vez más llana y despejada, y sólo de cuando en cuando se veía un bosquecillo
de nogales o cerezos silvestres; y apenas se mantenía el sol algunos grados sobre el
horizonte, cuando observé una línea que cruzaba exactamente de Este a Oeste.
¿Serían los rieles de la vía férrea? Indudablemente. Me encaminé hacia ella y vi mis
esperanzas confirmadas. Era la vía férrea, tendida en aquel sitio sobre un terraplén
de la altura de un hombre. Sentí al verla una sensación extraña, aunque poco
definida, comprensible para mí. Desde hacía mucho tiempo, volvía a ponerme en
aquel instante en contacto con la civilización. Bastaba que hiciera una señal al
maquinista, al acercarse el tren, para que éste me recogiera y me llevara al Este o al
Oeste, a mi voluntad.
Después de haber trabado mi caballo, busqué entre la maleza leña seca para
encender una hoguera. Al bajarme a recoger unas ramas de uno de los arbustos que
nacían del mismo declive del terraplén, descubrí con asombro un martillo en el
suelo. Debía de hacer poco tiempo que tal herramienta se hallaba en aquel sitio,
porque sus caras estaban excesivamente relucientes, señal clara de su reciente uso.
En ninguna parte de él había rastro de la herrumbre que lo habría cubierto en caso
de haber estado expuesto algunos días a la humedad de la noche. De modo que a
juzgar por estas señas aquel mismo día o el anterior debió de haber allí gente.
Examiné primero el lado del terraplén donde yo estaba, sin encontrar en él
cosa alguna que me llamara la atención; luego subí a la vía y busqué largo tiempo
sin el menor resultado, hasta que de pronto encontré una espesa mata de grama
aromática que me chocó por su rareza en aquella comarca. Y en efecto, sobre ella
había descansado un pie humano. El rastro era reciente aún, pues no pasaría de las
dos horas; los tallos, ligeramente encorvados por el borde de la suela, habían vuelto
a enderezarse, y la parte do las hojas, aplastada por la presión interior del pie,
señalaba aún con toda claridad la anchura de la punta y del tacón. La huella
procedía de un mocasín indio. ¿Habría indios en los alrededores? ¿Qué relación
tendría el mocasín con el martillo? Mas también los blancos llevan a veces
mocasines indios. ¿No podrían acaso proceder de algún empleado del ferrocarril
que inspeccionara la línea y usase tan cómodo calzado? Sin embargo, ninguna de
estas razones lograba tranquilizarme. Yo tenía que cerciorarme, pues el origen de
aquellas huellas podía tener para mí suma importancia. Naturalmente hube de
pensar en que podía ser muy peligroso registrar aquellos lugares, pues tanto en un
lado del terraplén como en el otro, podía ocultarse algún enemigo entre la maleza, y
si subía a la vía podía verme desde larga distancia.
En otras circunstancias el hallazgo del martillo me habría tenido sin cuidado,
y yo me habría puesto a examinar el terreno sin vacilar; pero desde que sabía que
los oguelalás rondaban aquellos sitios, el menor indicio obligaba a las mayores
precauciones. Me puse el rifle en bandolera, empuñé el revólver, y deslizándome de
matorral en matorral seguí avanzando un gran trecho sin alcanzar nada. Hice
entonces lo mismo por el lado opuesto y con el mismo resultado. Mis exploraciones
partían desde el sitio en donde pacía mi caballo hacia Occidente. Continué mi tarea
en dirección al Este, al principio con igual suerte; y ya iba a atravesar la vía
arrastrándome como los reptiles por encima del terraplén, cuando sentí una especie
de humedad y un extraño rechinar de la arena, que cedía bajo el peso de mis manos,
y observé que en aquel sitio formaba la arena una figura circular, y parecía haber
sido echada allí con algún fin misterioso. Me puse a escarbar el suelo, y confieso que
me estremecí de horror, pues de pronto vi que mis manos estaban llenas de sangre
y que la arena salía también roja y húmeda. Examiné mejor la tierra, pegando a ella
mi cuerpo, y me convencí de que aquella arena había servido para cubrir una gran
charca de sangre.
Era indudable que allí se había cometido un asesinato, pues la sangre de un
animal no habría merecido tal trabajo. ¿Quién sería el asesinado y quién el asesino?
Huellas no había por ningún lado, pues estaba el suelo tan duro que no se
marcaban en él; pero al volver la vista hacia el declive opuesto, cubierto de la
llamada «hierba de bisonte», observé que había sido pisada como si se hubiera
arrastrado a un hombre por el cuerpo dejando que sus pies barrieran el suelo por el
declive abajo. La humedad de la sangre no había penetrado aún en el suelo, y hasta
las huellas aparecían frescas y bien conservadas, lo cual revelaba que el crimen se
había cometido hacía poco y que el asesino debía de hallarse muy cerca. Volví, pues,
a la vía, retrocedí un buen trecho, atravesé el terraplén y me arrastré por el lado
opuesto en dirección a Oriente.
Tuve que proceder con gran lentitud, porque me veía precisado a emplear
todo género de movimientos y adoptar toda clase de posturas para permanecer
oculto, en caso de que hubiera alguien cerca. Afortunadamente, los matorrales
estaban allí más juntos, y aunque hube de deslizarme cuidadosamente de mata en
mata y escudriñarlas una por una, antes de atreverme a salvar la distancia de una a
otra, siempre a rastras, como una culebra, llegué sin contratiempo al sitio del
declive, correspondiente al del terraplén en que había descubierto la charca de
sangre.
Había un matorral de lentiscos enfrente del grupo de cerezos silvestres que
me ocultaba, y separado del mismo por un espacio descubierto de ocho metros
escasos. Aunque el ramaje de los cerezos me impedía ver con claridad y aunque
eran espesos los lentiscos, pude distinguir un bulto como de cuerpo humano que,
aunque tapado por el ramaje, se dibujaba claramente sobre lo que lo rodeaba, como
una masa oscura al través de la cual no pasaba la luz y tenía la longitud de una
persona. ¿Habían ocultado en el matorral al asesinado?
Pero también podía ser uno de los asesinos. Fuese como fuese había que
averiguarlo.
¿Qué me incitaba a meterme en tal aventura? Podía esperar la llegada de
Sam y seguir tranquilamente mi camino. Verdad es que al cazador pampero le
interesa saber quién tiene delante y quién deja atrás y a los lados; viene obligado a
estudiar hasta las más insignificantes circunstancias, por lo que puedan aclararle de
cosas que necesita saber, cuyo conocimiento aumenta su seguridad y en las cuales
no se le ocurriría fijarse ni al sabio más profundo ni al catedrático más ilustrado. El
cazador de las pampas deduce consecuencias de pormenores sin importancia, que
no tienen entre sí relación alguna para los no iniciados en los misterios de la
profesión; consecuencias que harían reír a muchos, pero que por regla general son
exactas. Mientras un día avanza con un mustango cuarenta o cincuenta millas, al
siguiente apenas adelanta media, porque no puede dar un paso sin calcular antes si
conviene darlo; y aun cuando sus precauciones no sean de utilidad directa para él,
su experiencia aprovecha a otros a quienes puede aconsejar, avisar o informar de las
condiciones de la ruta. Además, en todos los hombres vive el ansia de convencerse
de la realidad del peligro que les amaga y de oponer una resistencia eficaz a su
progreso, esto sin contar el prurito que experimenta todo temperamento vigoroso y
sano de acometer empresas generosas.
Así, pues, cogí una rama desgajada, en uno de cuyos extremos puse mi
sombrero y la metí, haciendo ex profeso algo de ruido, por el bosquecillo de cerezos,
simulando en tal forma una tentativa de penetrar en la espesura. Mas todo quedó
como estaba; lo cual quería decir que, o no había ningún enemigo oculto, o tenía
que habérmelas con un pillo tan redomado y de tanta experiencia que no caía ya en
el lazo que se le tendía.
Decidí entonces jugarme el todo por el todo. Retrocedí arrastrándome,
atravesé luego en dos saltos la distancia, y empuñando el cuchillo penetré en la
maleza. Bajo el ramaje desgajado yacía un hombre, pero, como pude ver en seguida,
aquel hombre estaba muerto. Levanté las ramas que lo cubrían y me hallé con un
rostro descompuesto por horrible agonía y con el cráneo desollado y sangriento.
Era un blanco a quien habían arrancado el cuero cabelludo. En la espalda llevaba
clavada aún la punta ganchuda y retorcida de una flecha india rota por el astil.
Teníamos, pues, que habérnoslas con indios que iban en son de guerra, según
indicaban los ganchos retorcidos.
¿Se habrían alejado definitivamente o andarían rondando por las cercanías?
Era preciso enterarse. Sus huellas eran desde allí harto visibles, y saliendo desde el
terraplén se internaban en la pampa. Yo las seguí de mata en mata, expuesto
siempre a recibir un flechazo y dispuesto a hacer uso de mi cuchillo en el momento
oportuno. Por el número y tamaño de las huellas descubrí que habían pasado por
allí cuatro hombres, dos adultos y dos jóvenes, que no se habían molestado en
borrar el rastro que dejaban, juzgándose en absoluta seguridad, mientras que yo,
para no dejar ninguno, avanzaba apoyado en la punta de los dedos y de los pies,
tarea harto penosa, que requería un gran derroche de energías y fuerzas.
El viento soplaba del Sudeste, o sea en la dirección que yo llevaba; de ahí que
no extrañara yo oír resoplar a un caballo, puesto que éste podía haberme olfateado.
Seguí arrastrándome y logré mi objeto, ya que vi lo bastante para emprender
inmediatamente la retirada. Delante de mí y oculto por los matorrales había un
grupo de caballos que calculé en unos sesenta, con guarniciones indias, a excepción
de dos. No llevaban sillas, que seguramente les habían quitado para que sirvieran
de asientos o almohadas. Guardábanlos dos hombres solamente, uno de los cuales,
el más joven, llevaba unas botas fuertes, de becerro, propiedad del muerto,
indudablemente, pues el cadáver se hallaba completamente desnudo, y su ropa y
calzado debieron de ser materia de reparto entre sus asesinos. Aquel guardián de
caballos era, sin duda, uno de los cuatro criminales, cuyas huellas me habían
conducido a aquel sitio.
El indio trata frecuentemente con blancos cuyo idioma no entiende, y ésta es
la razón de que se haya establecido entre los pieles rojas y los rostros pálidos un
lenguaje de pantomima, cuyos signos y significado deben conocer cuantos
frecuenten el Oeste. Tratándose de un temperamento nervioso y de un motivo
impresionante, ocurre a menudo que los indios acompañen sus expresiones
verbales con esa mímica, que viene a ser tan expresiva como la misma palabra. Los
dos hombres que guardaban los caballos conversaban animadamente, y el objeto de
su diálogo debía de interesarles mucho, pues manoteaban, juzgándose solos y
seguros, con una vivacidad tan extraordinaria que les habría valido una severa
reprimenda por parte de los guerreros ancianos y experimentados. Señalaban a
Occidente, haciendo las señales del fuego y del caballo, o sea de la locomotora, a la
cual los indios llaman «corcel de fuego»; luego golpeaban el suelo con sus arcos
como indicando que martilleaban o deshacían algo caído, apuntaban como si
dispararan y hacían los ademanes de pinchar y blandir el tomahawk… Quedaba yo,
por lo tanto, bien enterado y debía retroceder inmediatamente, pero cuidando de
borrar el menor rastro de mi paso.
Esta precaución retrasó mucho mi regreso al punto de partida, donde
encontré a mi caballo bien acompañado, pues a su lado pacía la yegua de Sam,
mientras éste, protegido por una mata, trataba de engullir una gran lonja de tasajo.
Al verme me preguntó:
¿Cuántos son, Charley?
—¿Quiénes?
—Los indios.
—¿Cómo sale usted con eso?
—Debe usted de tener al viejo Sans-ear por un greenhorn rematado, como él
le tuvo a usted antes. ¿No es cierto? Pues está usted en un error crasísimo. ¡Ji, ji, ji!
Era la misma risilla ahogada y presuntuosa de antes, que el hombre soltaba
solamente cuando se juzgaba superior a otro. Hasta ese pormenor me recordaba su
parecido con Sam Hawkens, que tenía la misma costumbre.
—¿Por qué lo supone usted, Sam?
—¿Es preciso que le ponga los puntos sobre las íes, Charley? ¿Qué habría
hecho usted si al llegar aquí hubiera encontrado un martillo a los pies del caballo de
Old Shatterhand, faltando el jinete?
—Esperar a que volviera.
—¿De veras? Pues yo no lo creo, por ejemplo. Faltaba usted cuando yo he
llegado, y como podía haberle pasado a usted algo, le he seguido a usted.
—También podía verme metido en un asunto que la llegada de usted podía
perturbar. Además, conviene que sepa usted que Old Shatterhand no emprende
nada sin las debidas precauciones. ¿Hasta dónde me ha seguido usted?
—He andado dando vueltas hacia atrás y hacia adelante, hasta dar por
último con ese infeliz, muerto a manos de los indios; y ya entonces he podido
avanzar de prisa, sabiendo que le tenía a usted delante. En cuanto he descubierto el
cadáver, he comprendido que estaba usted espiando y me he vuelto aquí, por
ejemplo, a esperarle a usted con toda comodidad. Conque ya sabe usted por qué le
pregunto cuántos son.
—Sesenta, por lo menos.
—¡Tate! Entonces es la tropa cuyo rastro encontré ayer. ¿Van en son de
guerra?
—Sí.
—¿Han acampado?
—Tienen los caballos desensillados.
—¡Demonio! Entonces traman algo por estas cercanías. ¿No ha observado
usted nada?
—Al parecer piensan levantar los carriles para hacer descarrilar el tren y
saquearlo después.
—¿Está usted loco, Charley? Eso sería terrible, tanto para los pasajeros como
para los empleados del tren. ¿Cómo lo sabe usted?
—Porque los he acechado.
—Entonces conoce usted la lengua de los oguelalás…
—Sí; pero no la he necesitado: los indios que guardan los caballos y a quienes
he espiado, hablaban más por señas y ademanes que con palabras.
—La mímica engaña muchas veces. Dígame qué ademanes hacían.
Accedí a lo que me pedía, y el hombrecillo se puso en pie de un salto, mas
luego se calmó y volvió a sentarse.
—Lo ha interpretado usted perfectamente, y es preciso que acudamos en
auxilio del tren. Pero, por ejemplo, no debemos precipitarnos, porque los asuntos
de esta clase han de ser bien madurados y discutidos. ¿Conque son sesenta? Pues
no sé dónde van a caber en mi escopeta los cortes; escasamente queda sitio para
diez. ¿Dónde pondría usted los demás?
No obstante la gravedad de la situación, estuve por soltar la carcajada. Aquel
hombrecillo tenía enfrente a sesenta indios, y en vez de aterrarse ante tal
superioridad numérica, se preocupaba por la colocación de los cortes con que había
de registrar los muertos.
—¿A cuántos piensa usted tumbar? —le pregunté, sonriendo.
—No lo sé todavía, por ejemplo; pero me temo que a lo sumo serán dos o tres,
porque echarán a correr en cuanto se vean enfrente de veinte o treinta blancos.
Es decir, que contaba, como yo, con el refuerzo de los empleados y pasajeros
del tren.
—Lo principal es —observé—, que adivinemos cuál es el tren que piensan
asaltar. Sería una gran contrariedad que tomáramos una dirección equivocada.
—A juzgar por los ademanes que usted me ha descrito, esos indios se
referían al tren que procede del Oeste; cosa que me choca, pues el del Este lleva
muchas más mercancías y efectos útiles a los indios que el otro. De modo que no
nos quedará más remedio que separarnos; uno de nosotros se dirigirá a Levante y
otro a Poniente.
—A ello nos veremos obligados si no logramos enterarnos con absoluta
certeza. ¡Si al menos supiéramos la hora a que pasa cada tren!
—¡Y cómo averiguarlo! Con los años que tengo yo no he pisado todavía un
vagón; en los vagones no se sabe dónde meter las piernas, de puro miedo. Prefiero
cruzar la pampa a lomos de mi Tony antes que metido en un jaulón de ésos. ¿No
estaban los indios puestos a la labor?
—No; sólo he visto sus caballos. A juzgar por los pormenores, parecen estar
perfectamente enterados de la hora en que pasa el tren, y por lo visto no se pondrán
a trabajar hasta que anochezca. Entonces podemos acecharlos sin que nos vean y
averiguar así lo que nos falta saber.
—Está bien; sea.
—Entonces es preciso que uno de nosotros se aposte en la vía, pues sería fácil
que se les ocurriera a los, rojos acercarse por el otro lado; al menos yo presumo que
levantarán los carriles en nuestra dirección, puesto que han de disponer el punto de
ataque en el espacio comprendido entre ellos y el tren.
—No es necesario, Charley. Échele un vistazo a mi Tony, a la cual no ato ni
trabo nunca, porque es un animal tan listo y de tal olfato que no se le escapa nada.
¿Ha visto usted alguna vez un caballo que no resople al ventear al enemigo?
—Nunca.
—Pues bien, sólo hay un ejemplar en la tierra, y ése es mi Tony. El resoplido
avisa, es verdad, al jinete; pero también delata dos cosas; en primer lugar el sitio
donde se hallan el jinete y su caballo, y en segundo que el jinete está sobre aviso. De
ahí que le haya quitado a Tony esa mala costumbre, y el animalito lo ha
comprendido perfectamente. Por eso la dejo pacer en libertad, pues en cuanto
ventea algún peligro, se me acerca, y me golpea con el hocico.
—¿Y si no olfatea nada, hoy, por ejemplo?
—¡Bah! El aire viene de la parte donde están los indios y yo apuesto el pellejo
a que Tony los huele a mil pasos de distancia. Bien es verdad que esos hombres
tienen vista de águila, y aunque se eche usted sobre el terraplén, pegado al suelo, es
seguro que le descubrirán a usted desde lejos. Conque manténgase usted quieto
aquí y no se mueva, Charley.
—Tiene usted razón, y por esta vez voy a fiarme, como usted, de su yegua.
Todavía no la conozco bien, y sin embargo tengo casi la convicción de que merece la
confianza que le inspira a usted.
Saqué un cigarro de los de mi invención y lo encendí. Sam abrió los ojos
tanto como la boca; sus narices se ensancharon y aspiraron ansiosamente el aroma
de la hierba al quemarse, mientras que su rostro daba señales de suma delectación.
El westman rara vez se halla en situación de fumar tabaco bueno, a pesar de lo cual
suele ser fumador apasionado.
—¡Dios poderoso, Charley! ¿Es posible que tenga usted tales cigarros?
—¡Claro que sí! Por lo menos una docena. ¿Quiere usted probarlos?
—Venga: es usted un tipo que merece se le tenga «toda una calabaza llena de
respeto»3.
Encendió en el mío un cigarro que le di, aspiró el humo según la costumbre
india, y lo volvió a expeler desde el estómago. De su rostro emanaba tal placidez y
ventura, que parecía hallarse en el séptimo cielo de Mahoma.
—¡Hang sorrow! (¡Al diablo las penas!). ¡Vaya un placer delicado! ¿Quiere
usted que adivine la marca?
—Pruébelo usted; veremos si es usted entendido en la materia.
—¿Goose-foot de Virginia o Maryland?
—No, señor.
—Pues será la primera vez que me equivoco: es goose-foot, pues sólo la hoja
de ese nombre tiene este aroma y sabor. Hablo por experiencia.
—Pues no lo es.
—Entonces es Legítimo brasileño.
—Tampoco.
—¿Curaçao de Bahía, acaso?
—Nada de eso.
—Entonces, ¿qué demonios es?
—Fíjese usted bien en el cigarro.
Saqué otro puro del bolsillo y lo deshice, entregándole la hoja de encima, la
envoltura y el relleno.
—¿Está usted loco, Charley, para estropear en esa forma un tabaco tan
exquisito? Cualquier cazador le daría a usted por él de cinco a ocho pieles de castor,
en el caso de que se hallase largo tiempo sin fumar.
—Pues dentro de dos o tres días tendré una nueva remesa.
—¿Dentro de tres días? ¿Cómo es eso?
—Vienen de mi fábrica.
—Entonces ¿es usted fabricante de tabacos?
—Sí, señor.
—¿Dónde tiene usted la fábrica?
—Allí —le dije, señalando a mi mustango.
—Charley, le suplico a usted que no se burle de mí, y sobre todo si tiene
usted ganas de darme bromas, procure que tengan gracia, por lo menos.
—No es broma: es la pura verdad.
—¡Bah! Si no fuera usted Old Shatterhand me figuraría que tiene usted en la
cabeza un tornillo menos.
—Tómese usted la molestia de examinar ese puro más despacio.
Obedeció, empleando en su examen gran cuidado.
—No conozco esta hoja, pero es excelente.
—Pues venga usted ahora conmigo a ver la fábrica.
Y acercándome a mí mustango le aflojé las cinchas, y de debajo de la silla
saqué una almohadilla, que abrí, diciendo:
—Ea, meta usted la mano. Y saqué un puñado de hojas.
—Charley, no vaya usted a tomarme el pelo; ésas son hojas de cerezo y de
lentisco.
—En efecto, mezcladas con un poco de cáñamo silvestre; y esta hoja para la
envoltura no es más que una triste lengua de buey, que en este país se llama verhally.
Pues esta almohada constituye mi fábrica de tabacos. Cada vez que tropiezo con
hojas de esta clase las recojo y guardo en la almohadilla, que coloco debajo de mi
silla de montar para que con el calor fermenten. En eso consiste todo mi secreto.
—¡Increíble parece!
—Pues es verdad. Claro que un cigarro sólo es un mísero sustituto de un
habano, y cualquier fumador, aunque tenga el paladar más curtido que una piel de
bisonte, dará una chupada y lo tirará tan lejos como pueda; pero los que andamos
vagando años enteros por la pampa, en cuanto pillamos un hierbajo como éste, nos
hacemos cuenta de que fumamos la hoja más exquisita, como puede usted
comprobar por sí mismo.
—Charley, sube usted por momentos en mi estimación y aprecio.
—No vaya usted a decirlo a quien no haya andado por estas tierras, pues le
tomarán a usted por un tunguso, un kirguís o un ostíaco que se ha embadurnado
con brea los órganos del olfato y el gusto o se los ha fregoteado con pez.
—Lo mismo me da que me tengan por tunguso u ostíaco, con tal que me
sepa bien el cigarro. Además, no sé dónde se crían semejantes seres.
La revelación de mi secreto industrial no le impidió gozar de su cigarro, que
apuró hasta dejar una colilla tan pequeña que le quemaba los labios.
Entretanto se había puesto el sol, y empezó a anochecer tan rápidamente,
que tuvimos que atender a nuestro proyecto.
—¿Vamos? —observó Sam.
—Adelante.
—¿Cómo lo hacemos?
—Nos dirigimos juntos hasta el lugar donde los indios tienen sus caballos;
allí nos separamos, espiamos el campamento y volvemos a reunirnos detrás de él.
—Está bien, y de ocurrir algo que nos obligue a huir, y por consiguiente a
separarnos y perdernos, nos reuniremos junto al río, que está en línea recta, al Sur.
La selva virgen que baja hasta allí desde los montes penetra en la pampa formando
una punta. A dos millas de esa punta, en el borde meridional de la selva, forma la
pampa un seno donde podremos encontrarnos con facilidad.
—Muy bien, adelante.
No me parecía probable que nos separaran; pero bueno era asegurarse por si
acaso. Y partimos.
Estaba ya tan oscuro que podíamos atravesar sin peligro el terraplén. Luego
nos encaminamos a la izquierda, y empuñando el cuchillo por si teníamos algún
encuentro hostil, seguimos avanzando en dirección a la vía. La vista se acostumbra
pronto en la pampa a la oscuridad, de tal manera que aun a alguna distancia
habríamos descubierto a un indio. Pasando junto al cadáver del blanco, llegamos al
sitio donde los indios tenían sus caballos y vimos que no se habían movido.
—Usted por la derecha y yo por la izquierda —susurró Sam, alejándose.
Yo di una vuelta alrededor de los caballos y llegué a un sitio desprovisto de
arboleda en que descansaban echados los indios. No habían encendido fogatas y se
mantenían tan silenciosos que me permitían oír el susurro del abejorro entre la
hierba. Algo separados vi a tres hombres engolfados en misteriosa conversación y
me acerqué a ellos con ánimo de espiarlos.
Apenas estuve a seis pasos reconocí en uno de ellos, con gran asombro mío, a
un blanco. ¿Qué tenía éste que negociar con los indios? Bien se veía que no se
trataba de un prisionero, y acaso fuera uno de esos vagabundos de la pampa que
unas veces están con los rojos y otras con los blancos, según conviene a sus
criminales propósitos. También podía ser uno de esos cazadores pamperos
apresados por los indios que para salvar el pellejo se avienen a casarse con una
india y formar así parte de la tribu. Pero en tal caso tanto el traje como sus
componentes y su corte, que yo distinguía perfectamente no obstante la oscuridad,
habrían sido de forma completamente india.
Los otros dos eran caudillos, según indicaban las plumas de cuervo que
llevaban en el elevado moño. Parecía como si fueran guerreros de dos tribus o
poblados distintos que se hubiesen unido para una empresa.
Los tres se hallaban en el borde del claro, al abrigo de un matorral, lo cual me
permitió acercarme para escuchar su conversación. Me arrastré hasta ellos y me
coloqué tan inmediato que podía tocarlos con la mano.
Parecía haberse iniciado una pausa en la conversación. El silencio duró
algunos minutos, hasta que lo interrumpió un jefe indio, preguntando al individuo
blanco, en el especial lenguaje compuesto de palabras indias e inglesas con que los
indios suelen comunicarse con los blancos:
—¿Sabe de fijo mi hermano blanco que es el primer corcel de fuego el que
lleva el cargamento de oro?
—Lo sé fijamente —contestó el interpelado.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Uno de los hombres que habitan junto a la cuadra del corcel de fuego.
—¿Procede el oro de la tierra de los Waikur (California)?
—Así es.
—¿Y está destinado al padre de los rostros pálidos4 para que lo convierta en
dólares?
—En efecto.
—El padre de los rostros pálidos no recibirá de ese oro ni lo que basta para
fabricar un half penn (medio penique). ¿Montarán muchos blancos en el corcel de
fuego?
—No lo sé; pero por muchos que sean mi hermano rojo los vencerá con sus
bravos guerreros.
—Los guerreros de los oguelalás cosecharán muchos scalps, y sus mujeres y
doncellas bailarán la danza de la alegría. ¿Llevarán los jinetes del corcel de fuego
muchos efectos que aprovechen a los hombres ojos, es decir, armas, ropas y telas?
—Todo eso llevan y muchas cosas más; pero ¿darán los guerreros rojos a su
hermano blanco todo lo que les ha pedido?
—Mi hermano blanco obtendrá todo el oro y la plata que lleve el corcel de
fuego, pues los hombres rojos no lo necesitan teniendo en sus montes tantos
nuggets como quieran. Ka-wo-mien, el cacique de los oguelalás —añadió
señalándose a sí mismo—, conoció en otro tiempo a un rostro pálido valiente y
sabio que decía que el oro es deadly dust (polvo mortífero) creado por el espíritu
malo de la tierra para convertir a los hombres en ladrones y asesinos.
—Ese blanco era un solemne majadero.
—No es cierto: era un guerrero prudente y valeroso. Los hijos de los
oguelalás se reunieron allá arriba, junto a las aguas del Broad-Fork, para cosechar
los scalps de una partida de trappers que habían cazado en su territorio gran número
de castores. En compañía de aquellos cazadores había un blanco a quien tenían por
loco, porque sólo se dedicaba a buscar plantas y abejorros, y que había venido a la
pampa con el exclusivo objeto de contemplarla; pero en su cabeza habitaba la
sabiduría y en sus brazos la fortaleza; su rifle no fallaba nunca y su cuchillo no
temía ni al oso gris de las Montañas Rocosas. Él trató de inspirarles prudencia para
con los hombres rojos; pero ellos se burlaron de él. Por eso los matamos a todos y
sus cabelleras adornan todavía los wigwams de los oguelalás. El sabio no quiso
abandonar a los suyos, y por defenderlos mató a muchos hombres rojos, pero eran
éstos tantos que le derribaron, no obstante pelear erguido como el roble de la selva,
que lo destroza todo al caer bajo el hacha del leñador. Fue apresado y llevado al
poblado de los oguelalás; éstos no le mataron, porque era un valiente, y más de una
doncella del poblado hubiera deseado entrar como squaw en su cabaña. Ma-ti-ru,
jefe supremo de los oguelalás, quiso darle o el wigwam de su propia hija o la muerte;
pero él desdeñó a la flor de la pampa, robó el caballo del caudillo y las armas que le
habíamos tomado, mató a varios guerreros y se escapó.
—¿Cuánto tiempo hace de esto?
—El sol ha vencido a cuatro inviernos desde entonces.
—¿Cómo se llamaba?
—Su mano era como la garra del oso; con su solo puño deshizo los cráneos
de muchos hombres rojos, y aun de algunos cazadores blancos. Por eso le llamaban
los cazadores Old Shatterhand.
Capítulo 3
Prevenidos
En efecto, era una de mis pasadas aventuras la que relataba Ka-wo-mien.
Entonces reconocí en él y en Ma-ti-ru a los indios que me habían tenido preso. El
caudillo decía la verdad, y sólo hube de dirigirle mentalmente el reproche de que en
relación con mi persona usara de expresiones tan hiperbólicas.
—¿Old Shatterhand, dices? Le conozco —contestó el blanco—. Se hallaba
también en el Hide-spot (escondrijo) de Old Firehand, cuando yo lo ataqué con unos
cuantos valientes, para apoderarme de las pieles de castor y nutria que tenían
almacenadas. Logré escapar con vida con otros dos de los míos, y me gustaría
echarle la vista encima a ese granuja para devolverle el capital con los intereses
acumulados.
Entonces le reconocí. Era el jefe de los salteadores que nos habían atacado en
el Saskachawan meridional y que habían sido tan bien recibidos que sólo quedaron
tres para contarlo. En efecto, era uno de esos bandidos de la pampa, mucho más
terribles que los indios y más sanguinarios, pues reúnen en su persona y en
cantidad duplicada todas las malas cualidades de ambas razas.
Ma-ti-ru, que no había pronunciado todavía una palabra, levantó la diestra
diciendo:
—¡Ay de él si vuelve a caer en manos de los hombres rojos! Sería atado al
palo de los tormentos y Ma-ti-ru le arrancaría de los huesos uno a uno los músculos.
Ha matado a los guerreros de los oguelalás, ha robado el caballo más gallardo de su
caudillo y ha despreciado el amor de la doncella más hermosa de la pampa.
¡Si aquellos tres hombres llegan a sospechar que el mismo a quien se dirigían
sus amenazas estaba a tres pasos de distancia de ellos!
—Los hombres rojos —añadió el jefe indio— no volverán a verle jamás,
porque ha pasado el agua para llegar a la tierra en que el sol quema como el fuego,
donde el arenal es más grande que la pampa, donde el león ruge, y a los hombres
les está permitido tener muchas mujeres.
Casualmente, había yo hablado en algunos campamentos del propósito que
tenía de visitar el Sahara, y lo había puesto por obra, y ahora, en mi excursión actual
por la pampa, oía con la natural sorpresa que la noticia de mi viaje había llegado
hasta los poblados indios. Por lo visto me había sido más fácil hacerme un nombre
en aquellas tierras con el cuchillo de monte en la mano que en mi patria con la
pluma.
—Ya volverá —replicó Ma-ti-ru—. El que ha aspirado una vez los aromas de
la pampa los desea siempre, mientras el Gran Espíritu le da vida.
En este punto estaba en lo cierto. Así como el montañés siente en las tierras
bajas la nostalgia de las alturas hasta enfermar, y el marino no puede vivir lejos del
mar, así tampoco puede desligarse de la pampa aquél a quien la pampa haya
estrechado una vez contra su seno. Por eso había vuelto yo también.
En esto Ka-wo-mien señaló las estrellas, diciendo:
—Fíjese mi hermano blanco en el cielo; es hora de acercarnos a la vía del
corcel de fuego. ¿Bastan para destruir la vía las manos de hierro que mis guerreros
han tomado a los blancos palafreneros del corcel?
Esta pregunta me indicó quién era el asesinado; algún empleado del
ferrocarril que con sus herramientas, denominadas por el indio manos de hierro,
recorría la línea, revisándola.
—Tienen más fuerza que los brazos de veinte hombres rojos —contestó el
blanco.
—¿Y sabe mi hermano emplearlas?
—¡Ya lo creo! Mis hermanos rojos deben seguirme. Dentro de una hora
llegará el tren; pero advierto nuevamente a mis hermanos rojos que todo el oro y la
plata del convoy me pertenecen.
—Ma-ti-ru no miente jamás —afirmó altivamente el caudillo,
levantándose—. El oro es tuyo, y todo lo demás, incluso los scalps de los rostros
pálidos, pertenece a los valientes hijos de los oguelalás.
—¿Y además me daréis caballerías para trasladar el oro, y una escolta que
me guarde todo el camino hasta llegar al Canadiense?
—Tendrás los mulos que pides y los guerreros de los oguelalás te conducirán
hasta los límites del país de Aztlán (Méjico); y si el corcel de fuego lleva muchas
cosas que agraden a Ka-wo-mien y Ma-ti-ru, te escoltarán todavía más lejos, hasta la
misma ciudad de Aztlán, donde dices que te aguarda tu hijo.
El caudillo dio un grito y en el acto se levantaron todos los indios. Yo me
volví para atrás. Cerca del sitio donde había estado percibí un ligero susurro, como
si una tenue brisa pasara por entre los tallos de la hierba.
—¡Sam! —susurré, aspirando más que pronunciando este nombre; y en
seguida vi enderezarse por un segundo y a unos cuantos pasos de mí la raquítica
figura de mi compañero, que volvió a desaparecer.
—¡Charley!
Yo me arrastré hacia él.
—¿Qué ha visto usted? —le pregunté.
—Poca cosa; unos cuantos indios, lo mismo que usted.
—¿Y qué ha oído?
—Nada, ni una palabra. ¿Y usted?
—Mucho. Venga usted en seguida, pues van a partir hacia Poniente y nos es
necesario llegar hasta nuestros caballos cuanto antes.
Me deslicé hacia el terraplén, seguido de Sam. Llegamos a la vía, la cruzamos
e hicimos alto.
—Sam —dije a mi compañero—, acérquese usted a los caballos y camine con
ellos media milla a lo largo del terraplén, donde me aguardará usted. No quisiera
separarme de esa gente hasta haberme orientado con toda exactitud.
—¿No podría encargarme yo de eso? Ha espiado usted tanto, que me da
vergüenza pensar que yo no he hecho nada todavía.
—Déjeme usted a mí, Sam. Mi mustango le obedecerá a usted; pero su Tony
no querría dejarse guiar por mí.
—En eso, por ejemplo, tiene usted mucha razón, y, por lo mismo, obedezco.
Y partió rápidamente adonde yo le enviaba. Habría sido entonces una
molestia inútil entretenerse en borrar sus huellas. Apenas hubo desaparecido en la
oscuridad, cuando, echado en el terraplén, vi deslizarse por el lado opuesto a los
indios, uno detrás de otro en larga hilera.
Yo los seguí de modo que siempre me mantenía paralelo a ellos. Cerca del
lugar en donde había descubierto el martillo, hicieron alto y se dispusieron a subir
al terraplén. Entonces me interné en los matorrales y poco después empezó el
tintinear de hierro contra hierro y un martilleo continuo y vigoroso. El bandido
había puesto manos a la obra, arrancando los carriles de las traviesas con las
herramientas del empleado asesinado.
El tiempo apremiaba. Me aparté del teatro de la próxima lucha, y corriendo
desalado llegué junto a Sam al cabo de cinco minutos. Sam me dijo:
—Ya están arrancando los carriles, ¿verdad?
—Así es.
—Lo he oído desde aquí; poniendo el oído sobre los carriles mismos, se oye
cada martillazo, por ejemplo.
—Ahora a escape. Dentro de tres cuartos de hora llega el tren y hay que
alcanzarlo antes que los indios descubran sus luces.
—Charley, vaya usted solo.
—¿Por qué?
—Porque si abandonamos los dos el terreno perdemos después, en un nuevo
reconocimiento, un tiempo precioso. En cambio, si me quedo cerca de esos
bandidos observándolos podré darle a usted a su regreso todos los datos
necesarios.
—Tiene usted razón; pero ¿y su Tony?
—Ésa se queda aquí, y no se moverá hasta que yo vuelva.
—Está bien. Ya sé que no estropeará usted el plan.
—Vaya usted sin cuidado y no se detenga, que a la vuelta aquí me
encontrará usted como un hombre.
Monté a caballo, y al galope, con toda la rapidez que permitía la oscuridad,
salí al encuentro del tren. Era preciso alcanzar a éste a una distancia tal que los
indios no notaran su parada. La noche fue aclarándose y aparecieron las estrellas
inundando la pampa con su suave luz, de modo que permitía ver los objetos a la
distancia de unos cuantos cuerpos de caballo. Esto me obligó a aumentar la
velocidad de la marcha, sin interrumpirla hasta que hube hecho un recorrido de tres
millas aproximadamente.
Entonces detuve el caballo, eché pie a tierra, y trabé al mustango por las
patas delanteras para que el ruido producido por el tren no le incitara a huir. Luego
reuní toda la hierba seca que pude encontrar y eché leña encima; preparé una
especie de antorcha, que coloqué en el extremo de una rama de árbol. Así dispuesto
podía esperar la llegada del tren. Extendí la manta sobre la vía y me eché sobre ella
pegando de cuando en cuando el oído al carril, o bien escudriñando el horizonte
por donde había de venir el convoy.
Unos diez minutos había esperado cuando sentí un ruido sordo y lejano que
fue aumentando en intensidad, de minuto en minuto, y al poco rato pude distinguir
en lontananza un puntito de luz que aparecía por debajo de las estrellas más
cercanas al horizonte y con las cuales lo habría confundido a no ser porque fue
aumentando de tamaño. Era el reflector del tren, que se acercaba aceleradamente.
Al poco rato vi dividirse la luz en dos focos radiantes; había llegado el
momento. Encendí rápidamente la hoguera preparada, con lo cual se levantó una
alta llamarada que debía de divisarse desde el tren. El rumor que producía éste iba
en aumento, y ya podía distinguirse el cono luminoso de los faroles que rompía la
oscuridad de la noche. En menos de sesenta segundos estaría junto a mí el tren.
Entonces prendí fuego a la antorcha y la hice girar en molinete sobre mi
cabeza, mientras corría hacia la máquina envuelto en una rueda de chispas y llamas.
El maquinista comprendió que quería indicarle que parara, y así lo hizo: resonaron
tres silbidos seguidos muy agudos, rechinaron los frenos, se oyó un ruido
espantoso, mezcla de chirridos, crujidos, silbidos, roces y choques, y la locomotora
paró en el mismo sitio en que ardía mi hoguera. El maquinista se asomó e
inclinándose hacia mí, me preguntó:
—¡Eh, buen hombre! ¿Qué significan esas señales? ¿Quiere usted subir al
tren?
—No, señor. Precisamente vengo a pedir lo contrario, es decir, que bajen
ustedes.
—No tengo tal idea.
—Pues es preciso, porque poco más abajo les acechan los indios, que han
arrancado los carriles.
—¿Qué dice usted? ¡Indios! ¿Habla usted de veras, hombre de Dios?
—No sé por qué había de engañarle a usted.
—¿Qué pretende usted? —me preguntó entonces uno de los conductores,
saltando a la vía y acercándose a mí.
—Dice que hay pieles rojas que nos acechan —contestó el maquinista en mi
lugar.
—¿Los ha visto usted?
—Los he visto y oído; son oguelalás.
—Los peores de todos. ¿Cuántos son?
—Unos sesenta.
—¡Demonio! Es en lo que va de año el tercer saqueo de trenes que
emprenden esos canallas; pero esta vez van a salir escarmentados. Hace tiempo que
estoy deseando darles una lección para que aprendan. ¿A qué distancia están de
aquí?
—A tres millas lo menos.
—Pues a tapar esos faroles, maquinista. Esos hombres tienen ojos de lince. Y
conste que le agradecemos a usted mucho el aviso. ¿Es usted pampero, a juzgar por
el traje que lleva?
—Algo parecido. Allá abajo queda un compañero acechando a los indios
hasta que lleguemos.
—Eso está muy bien. Ahora, a su sitio todo el mundo. El incidente no es
ninguna desgracia y nos promete, en cambio, un entretenimiento maldito, pero
bastante divertido.
Desde los vagones inmediatos habían oído los viajeros la conversación y se
habían precipitado a la vía, rodeándonos y abrumándonos a preguntas y
exclamaciones; pero al oír la orden del conductor se restableció el silencio como por
ensalmo.
—¿Lleva usted un cargamento de oro y plata para el gobierno? —pregunté al
conductor.
—¿Quién lo ha dicho?
—Los indios, que van guiados por un bushheader blanco, a condición de que
han de entregarle a él el metal, mientras todo lo demás, incluso vuestros cueros
cabelludos, ha de pasar a manos de los pieles rojas.
—Pero ¿cómo sabe ese granuja el cargamento que llevamos?
—Un empleado del ferrocarril se lo ha dicho, aunque no sé en qué forma.
—Ya lo averiguaremos cuando caiga en nuestro poder, que es lo que interesa.
Pero, camarada, dígame usted su nombre, para que sepamos con quién tratamos.
—Mi compañero se apoda Sans-ear, y yo…
—¡Sans-ear! ¡Canastos! Un valiente como pocos y que en este caso vale por
cien. ¿Y usted?
—A mí en la pampa me llaman Old Shatterhand.
—¿Old Shatterhand, al que hace tres meses persiguieron en el Montana más
de cien siux, y con sus skis logró recorrer toda la distancia que hay desde el
Yellow-Stone, en el Monte Nevado, hasta Fort-Union, en sólo tres días?
—El mismo.
—Sir, he oído hablar mucho de usted y me alegro infinito de este encuentro.
¡Qué extraña coincidencia! ¿No salvó usted hace tiempo otro tren que proyectaba
asaltar Parranoh, el caudillo blanco de los siux?
—En efecto, entonces me acompañaba Winnetou, el caudillo apache, el indio
más famoso de toda la pampa. Pero le ruego a usted que no se entretenga; los indios
saben perfectamente la hora a que ha de pasar el tren, y pueden escamarse si
tardamos más.
—Tiene usted razón. Primero convendría saber qué posición ocupan. El que
quiere atacar a un enemigo debe enterarse primero de las posiciones que ocupa
éste.
—Habla usted como un gran general, señor: desgraciadamente, no puedo
dar informes minuciosos. Yo no podía esperar, antes de avisarles a ustedes, a que
los indios se colocaran en correcto orden de batalla. Además, mi compañero nos
enterará de lo más preciso. Lo que he dicho era sólo para saber si están ustedes
dispuestos a atacarlos o no.
—¡Claro que los atacaré, no faltaba más! —contestó enardecido—. Tengo el
deber moral de quitarle a esa gentuza el apetito que siente por las mercancías que
transportamos, y esta vez va a ser de raíz. Usted y su compañero son demasiado
pocos para hacer frente a sesenta indios y no deben atreverse siquiera a…
—¡Bah! —le interrumpí yo con impaciencia—. Lo que podemos hacer
nosotros solos es cuenta nuestra, y estamos, sobre este punto, mejor enterados que
nadie. Sans-ear ha atacado a la luz del sol a cuatro indios y los ha despachado en
dos minutos como si tal cosa; así es que puede usted contar con que sin la ayuda ni
el permiso de ustedes enviaremos unas cuantas docenas de oguelalás a los eternos
cazaderos. Aquí no se trata del número; lo que importa son otras cosas que se llevan
en la cabeza y en el puño. Si en la oscuridad de la noche puedo yo disparar
veinticinco tiros seguidos sin detenerme a cargar mi rifle Henry, no saben los indios
si los atacan dos tiradores o veinte. Díganme, caballeros: ¿hay alguno entre ustedes
que lleve armas?
La pregunta era realmente superflua. Yo sabía que toda aquella gente llevaba
armas para defenderse; pero el conductor se las echaba de director del cotarro y
esto no me convenía. Para dirigir un ataque nocturno contra un grupo de indios, se
necesita algo más de lo que suele estar al alcance de un empleado ferroviario,
aunque hubiese de reconocer en aquél a un hombre decidido y valiente.
Un sí unánime contestó a mi pregunta, y el conductor añadió entonces:
—Llevo de pasaje dieciséis trabajadores de la vía que manejan
admirablemente el cuchillo y el revólver, y además veinte soldados que se dirigen a
Fort-Rawlich, bien armados y equipados. Además vienen unos cuantos pasajeros
para quienes constituirá una diversión hacerles cosquillas a los indios por debajo de
la roja pelleja. ¿Verdad, caballeros?
Todos, sin excepción, se declararon dispuestos a prestar su apoyo eficaz a la
acción, y si a alguno le faltaba el valor para la empresa, demostraba lo contrario
para no quedar mal ante los demás. Claro está que aquellos cobardes disfrazados
no podían serme de gran utilidad, y era mejor que se quedaran a retaguardia, por lo
cual dije:
—Señores, estoy convencido de que todos ustedes desean medir sus armas
con los indios; pero alguno ha de quedarse atrás, como comprenderán ustedes muy
bien, pues las señoras que veo ahí agrupadas no pueden quedar indefensas. Aun
venciendo nosotros, cosa que no pongo en duda, es posible que los indios fugitivos
y desparramados pasen por aquí y se precipiten sobre el tren abandonado. Por eso
deben quedarse a guardarlo unos cuantos hombres decididos. El que quiera
quedarse que lo diga.
Del grupo salieron ocho nombres dispuestos a defender el tren al precio de
su vida. Eran los maridos de tres viajeras y cinco pasajeros más que me dieron la
impresión de entender más del alza y baja del hierro, de tabacos, granos y vinos que
del manejo del cuchillo de monte. En los primeros, sobre todo, hube de reconocer la
justicia de su pretensión, pues ante todo debían velar por la seguridad de sus
mujeres.
Al conductor le pregunté:
—El tren no puede quedar sin empleados ¿no es verdad? ¿Cuáles de éstos
deben quedarse en él?
—El maquinista y el fogonero deben permanecer en sus puestos
—contestó—, y a ellos les incumbe el mando supremo sobre los pasajeros, pues yo
voy a mandar las fuerzas de ataque.
—Como usted quiera, señor mío. Pero, permítame usted una pregunta: ¿ha
hecho alguna vez expediciones contra los indios?
—Ni falta que hace. Esos yambaricos (la clase de indios más despreciada) sólo
saben atacar y matar a traición; pero en cuanto se trata de un ataque regular y
franco, vuelven la cara y echan a correr. Sea como fuere, esto es cosa de coser y
cantar.
—Pues yo no opino así, pues esta vez tenemos que habérnoslas con los
oguelalás, los siux más sanguinarios y crueles, dirigidos por los famosos caudillos
Ka-wo-mien y Ma-ti-ru.
—¿Quiere usted decirme con eso que los temo? Somos más de cuarenta
hombres y la cosa es sumamente sencilla. He mandado cubrir las luces para que los
indios no se enteren de que estamos avisados. Ahora voy a mandar que las
descubran de nuevo; usted montará en la máquina y avisará al maquinista para que
detenga el tren en el sitio donde están levantados los carriles; nosotros saltamos a
tierra y caeremos sobre los emboscados, para no dejar a uno solo con vida.
Volveremos después a recomponer la vía y seguiremos a marcha forzada para
recuperar la hora escasa que habremos perdido con el incidente.
—Confieso que tiene usted excelentes disposiciones para coronel de
caballería, que no tiene más ambición que aplastar al enemigo en el primer
encuentro; mas para eso se necesitan circunstancias muy distintas de las presentes.
Si se empeña usted en seguir su plan, sólo conseguirá usted llevar al matadero a sus
cuarenta hombres, y yo me retiro, pues no quiero tener arte ni parte en la ejecución
de semejante hazaña.
—¿Qué es eso? ¿Nos niega usted su apoyo? ¿Es cobardía o despecho porque
no le dejo a usted el mando?
—¿Cobardía? ¡Bah! Si realmente ha oído usted hablar de mí como dice, debe
usted comprender que es harto imprudente en usted pronunciar semejante palabra,
pues pudieran entrarle a Old Shatterhand ganas de demostrarle a usted
prácticamente que no lleva en vano ese nombre. En cuanto al disgusto que pueda
causarme la jefatura de usted, le aseguro que me es indiferente a quién puedan
pertenecer el tren y la cabellera de usted dentro de una hora: a usted o a los indios.
Ahora, de mi cuero cabelludo no dispone nadie más que yo, y trataré de
conservarlo todo el tiempo que me sea posible. Conque, hasta la vista.
Y diciendo esto le volví la espalda, dispuesto a alejarme, pero el conductor
me cogió del brazo, exclamando:
—Alto ahí, máster. No hay que correr tanto. Yo, lo repito, he asumido aquí el
mando supremo y está usted obligado a obedecerme. Me guardaré muy bien de
dejar solo el tren a tan poca distancia del lugar del combate, pues tengo la
responsabilidad de todo lo que lleva y de lo cual he de dar cuenta. De modo, que
insisto en mi plan; usted nos conducirá hasta el sitio en que están los indios y
nosotros no saltaremos del tren hasta haber llegado. Un buen táctico ha de tener en
cuenta todos los pormenores, hasta la posibilidad de perder la batalla, y en este
último caso los vagones nos servirán de trinchera, desde la cual podremos
defendernos a cubierto hasta que lleguen auxilios del Este o del Oeste, con los
próximos trenes. ¿No opinan ustedes lo mismo, caballeros?
Todos asintieron, pues como no había entre ellos ningún westman
experimentado, aquel plan les ofrecía visos de seguridad que los alucinaban. El
conductor, muy satisfecho del resultado, me dijo entonces:
—Conque, suba usted.
—Perfectamente; usted manda y yo obedezco.
Y de un salto me planté en la silla de mi mustango, que había destrabado
antes.
—¡Oh, no, querido señor! Quería decir que subiera usted a la locomotora.
—Pues yo me refería a mi caballo; hasta en eso diferimos.
—¡Le mando a usted que suba a la máquina!
Yo acerqué mi caballo, me incliné hacia él y le dije:
—Buen hombre, al parecer no ha tenido usted que habérselas nunca con un
pampero de veras, pues de lo contrario hablaría usted conmigo en tono muy
distinto del que emplea. Tenga la bondad de subir usted mismo al tren.
Y agarrándole por el cuello le levanté a pulso; con una presión del muslo hice
colocar al caballo junto a la locomotora, y un segundo después el estratégico
ferroviario se hallaba detrás de la mampara de la máquina, mientras yo me alejaba
galopando.
La noche se había vuelto clara y estrellada, por lo cual los arbustos no me
impedían la marcha, y al cabo de un cuarto de hora llegué al punto en que me había
citado con Sam.
—¿Qué hay? —me preguntó éste mientras yo desmontaba—. Creí que nos
iba usted a traer refuerzos.
Yo le referí lo ocurrido con todos sus detalles.
—Ha hecho usted muy bien, Charley; muy bien. ¡Semejante railroader
atreverse a mirar a un westman por cima del hombro, porque el peluquero no nos
visita tres veces al día, por ejemplo! Claro está que ejecutarán ese plan disparatado
y se van a llevar un chasco de primera. ¡Ji, ji, ji!
Al tiempo que soltaba su risita de conejo hacía ademán de escalpar, y luego
prosiguió:
—Pero no me ha dicho usted todavía lo que ha averiguado respecto de los
indios.
—Que los caudillos son Ka-wo-mien y Ma-ti-ru.
—¡Ah! Pues entonces habrá una lucha de ésas que alegran el corazón del
buen pampero.
—Va en su compañía un blanco, que les ha dicho que el tren lleva una gran
remesa de oro y plata.
—Ésa será para él, y a los indios les dejará lo demás con los scalps, como si lo
viera.
—Lo ha acertado usted.
—Era natural; será un merodeador, un bushheader, seguramente.
—Sí, y le conozco: me asaltó con su banda en el hide-spot de Old Firehand;
pero salió con las manos en la cabeza.
—¿Cómo se llama?
—Lo ignoro y no me interesa, puesto que esa clase de gente cambia de
nombre todos los días. ¿Ha reconocido usted el terreno?
—Sí: los indios se han dividido en dos grupos, colocándose a ambos lados de
la vía, aproximadamente en el punto medio entre la parte destruida y sus caballos,
guardados por dos hombres. ¿Y qué hacemos nosotros, Charley? ¿Ayudamos a los
railroaders o nos largamos con viento fresco, por ejemplo?
—Es nuestro deber prestarles auxilio, Sam. ¿No le parece a usted lo mismo?
—Conforme; en eso del deber, tiene usted razón que le sobra, y además no
he de olvidar la cuenta que tengo pendiente por lo de mis orejas, que tardará mucho
en saldarse. Apuesto mi Tony contra una rana verde a que mañana aparecen unos
cuantos indios desorejados junto a la vía. Pero ahora ¿qué hacemos?
—Dividirnos y colocarnos uno a cada lado del terraplén, entre los indios y
sus caballos.
—Bien; pero en este instante se me ocurre una idea luminosa. ¿Qué opina
usted de una buena stampede5?
—¡Hum! No estaría mal si fuéramos superiores en número y se tratara de
exterminar a los indios; pero no seré yo quien aconseje semejante ardid: los
ferroviarios saldrán malparados y nosotros dos no podemos hacer mas que retener
a los indios hasta la llegada de otro tren, o sembrar entre ellos un pánico repentino
que les obligue a huir. En ambos casos, bueno es facilitarles la fuga; pero si los
privamos de los caballos los tendremos siempre cerca. ¿No ha oído usted hablar de
la famosa máxima: «a enemigo que huye, puente de plata»?
—Hasta hoy, por ejemplo, sólo he oído hablar de puentes de madera, de
piedra y de hierro. Respeto mucho la opinión de usted, Charley, pero me figuro,
por ejemplo, la cara que pondrían los rojos cuando fueran en busca de los caballos y
se encontraran con que habían volado. Tengo irresistibles ganas de dejarlos en
tierra. Y otra cosa mejor todavía, ¿no causaríamos en ellos un pánico horrible si les
echáramos encima sus propios caballos? Sería cosa de morirse de risa.
—En efecto, no estaría mal; pero mejor será que esperemos el curso de los
acontecimientos.
Como usted quiera; pero en una cosa me ha de dar usted gusto, ocurra lo que
ocurra.
—¿Qué es ello?
—Quitar de en medio a los dos guardianes de los caballos.
—No me gusta derramar sangre inútilmente; pero aquí comprendo que está
usted en su derecho, puesto que se trata de la propia seguridad. Cuando falten los
guardias, los caballos serán nuestros; conque primero aseguremos mi mustango y
la yegua de usted, y ¡a ellos!
Nos alejamos un poco más del terraplén para trabar a mi caballo de manera
que no pudiera moverse de aquel sitio, y Sam hizo con su Tony algo semejante,
pues por mucha confianza que tuviera en ella, una vez se operase la dispersión, los
caballos fugitivos podían tomar la dirección de los nuestros y arrastrarlos en su
fuga.
Luego volvimos, dando un rodeo que nos llevó detrás de donde estaban los
indios. Como no se veían aún las luces del tren, sospeché que el plan del conductor
había hallado oposición, o que aquel hombre no se había decidido a avanzar, por
carecer de mis indicaciones.
En cuanto llegamos al sitio donde estaba el grupo de caballos, distinguimos a
los dos guardias, que se paseaban separados alrededor del claro. Uno de ellos se
acercaba en aquel instante al matorral que nos ocultaba. Al pasar junto a nosotros,
brilló la hoja del cuchillo de Sam y fue a clavarse en el corazón del indio, sin darle
tiempo a exhalar un gemido. El otro corrió la misma suerte. El que no conoce la
pampa no puede formarse idea del rencor con que se combaten ambas razas, cuyos
individuos no dan un paso sin hollar la sangre de sus adversarios.
Al hacer yo un movimiento para no presenciar la caída de la otra víctima, fijé
la vista en uno de los caballos más próximos, que llevaba la cómoda silla española,
con esos grandes estribos usados en la América central y meridional; es decir que
no iba enjaezado a la india. ¿Sería el caballo del blanco? Me acerqué al animal y
observé que en la silla había dos profundas bolsas que convenía examinar de cerca.
En ellas encontré varios papeles y dos saquitos, cuyo contenido no podía averiguar
en aquel momento crítico, y lo dejé para más adelante, guardándolo todo en mis
bolsillos.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Sam.
—Separarnos otra vez, yo por la derecha y usted por la izquierda; pero eche
usted una mirada hacia delante, si le parece.
—¡El tren, el tren, por ejemplo, que llega echando humo por todos lados!
Quietos aquí, nosotros, Charley, para ver de qué lado nada el palo6.
Es decir que se llevaba adelante el plan del conductor: las dos luces de la
locomotora fueron acercándose, pero con excesiva lentitud, porque era preciso
reconocer el lugar en que habían sido levantados los carriles. Al poco tiempo oímos
el estrépito de las ruedas, que fue en aumento, hasta que por fin paró el convoy ante
la brecha abierta en la vía.
¡Qué rabia debieron de sentir los indios al comprender que habían fallado las
condiciones principales del triunfo! Acaso adivinaran que los ferroviarios estaban
sobre aviso. Para estos últimos, lo más conveniente habría sido seguir
tranquilamente en los vagones, y yo esperaba que así lo hicieran; pero tuve el
desengaño de ver abrirse de golpe las portezuelas de los coches y saltar a la vía los
blancos, dispuestos al ataque. Mas en seguida hubieron de darse cuenta de su
imprudencia. Al avanzar penetraron en el haz luminoso de los faroles, ofreciendo
así blanco seguro a los indios, que no podían desear cosa mejor. Sonó una descarga
cerrada y luego otra y luego un aullido tan espantoso y aterrador que hacía flaquear
el ánimo.
Con los rifles descargados en la mano se precipitaron los salvajes sobre los
blancos, no hallando ya más que muertos y heridos, pues los ilesos habían vuelto a
guarecerse en los coches. Algunos de los indios se entretuvieron en escalpar a los
caídos; pero hubieron de dejarlo, pues desde los vagones disparaban contra ellos.
Entonces habría sido lo más acertado dar contramarcha a la máquina y
retroceder; pero no fue así, acaso porque el maquinista y el fogonero se refugiaran
con los demás en los coches.
—Ahora, por ejemplo, empezará un asedio regular —observó Sam.
—No lo creo; los rojos saben que han de aprovechar el tiempo hasta el
próximo convoy y darán el asalto, aunque no les acomode mucho.
—¿Y nosotros? ¿Sabe usted que es difícil tomar una determinación en este
caso?
—La determinación se ha de tomar oportunamente, y sólo así y ejecutándola
con rapidez tiene valor y es eficaz. Aquí el mejor medio de defensa es el fuego. Es
preciso llegar junto a los caballos. Cada uno de nosotros recorrerá un ancho
semicírculo, y desmontará a cada cincuenta o sesenta largos de caballo para
prender fuego a la pampa. Pero antes procedemos a la stampede para impedir un
ataque rápido del enemigo y privarle de los medios de fuga. En las actuales
circunstancias no veo otra salida.
—¡Diablo! ¡Caro les va a costar a los indios el proyectito! ¡Pero a ver si se
incendia también el tren!
—No hay cuidado. Verdad es que ignoro si lleva algún cargamento
combustible, como petróleo o brea; pero, por lo demás, el material ferroviario es
bastante fuerte para resistir el fuego de simple hierba seca, y además debe usted
pensar en el único recurso que les queda a los indios para no quedar asados como
castañas. Tienen que encender contrafogatas y las harán inmediatas al tren, de eso
puede usted estar seguro. Yo en su lugar trataría de ganar la vía por debajo de los
coches.
—¿Ha pensado usted en el tiempo que necesitamos para obtener fuego con
nuestros punks, y que no hay que pensar en antorchas, pues éstas nos delatarían?
—Todo buen pampero tiene que estar prevenido para todo lo imprevisto. Yo
guardo para ocasiones como ésta una suficiente cantidad de fósforos. Tome usted.
—¡Bravo, Charley! Pues a armar la stampede, y luego a nuestros caballos.
—¡Alto, Sam! En este momento comprendo que he estado hecho un tonto.
No necesitamos nuestros caballos para nada, teniendo como los tenemos aquí de
sobra. Yo elijo este alazán para mí.
—Pues yo el bayo que está a su lado. ¡Adelante, a cortarles las ataduras!
Así lo hicimos, saltando rápidamente de uno a otro caballo. Luego
prendimos fuego a los matorrales detrás de los caballos y montamos en los que
habíamos elegido. La llama, rastreando, empezó por lamer únicamente las matas
cercanas por lo cual no podían divisarla los indios, y nos daba tiempo a poner por
obra nuestro plan sin temer que el resplandor nos delatara. Sam me preguntó:
—¿Dónde volveremos a juntarnos?
—Allá arriba, en la vía, nos reuniremos; pero sin ponernos delante de las
llamas, sino entre los fuegos. ¿Comprendido?
—Perfectamente. Conque, arrea, bayo.
El haberles soltado las trabas había excitado ya a los caballos, los cuales, en
cuanto olieron el incendio cercano, erizaron las crines y empezaron a encabritarse,
haciendo esperar la dispersión de un momento a otro. Yo me interné en la pampa
por la derecha y a galope tendido, trazando un arco de una milla de radio
aproximadamente; salté a tierra cinco o seis veces para prender fuego a la hierba, y
me hallé nuevamente junto a la vía. Entonces me di cuenta de que nos habíamos
hecho reos de una imprudencia temeraria; habíamos seguido una inspiración del
momento, sin acordarnos del peligro que corrían nuestros propios animales.
Capítulo 4
Los diamantes robados
En el acto volví grupas y galopé en dirección al punto que acababa de dejar.
Un círculo de fuego lo iluminaba todo; en la llanura se oía el galopar de los caballos
huidos, y muy cerca los aullidos de terror y de rabia de los indios, aullidos que
solamente gargantas salvajes pueden producir. Debajo de los coches las llamas eran
muy débiles: no me había engañado, por lo tanto, en mi suposición de que los
indios tratarían de salvarse por medio de contrafuegos. A la izquierda distinguí a
mi mustango en compañía de la Tony de largas patas, y allá abajo vi aparecer como
un centauro mitológico al precavido Sam, que también, en el momento crítico,
había caído en la cuenta de nuestra falta de previsión.
Mas nuestros caballos habían sido ya descubiertos por los indios, que en
gran número acudían a apropiárselos, llegando los más corredores a pocos pasos de
ellos. Yo me apreté la correa del rifle y empuñé el tomahawk. Dando saltos de felino
hice avanzar mi caballo, llegando adonde estaban el mustango y la yegua al mismo
tiempo que dos de los indios. Una mirada me bastó para reconocer en ambos a los
dos caudillos.
—¡Atrás, Ma-ti-ru! ¡Esos caballos son míos!
El interpelado volvió la cabeza y me conoció a su vez, contestando:
—¡Old Shatterhand! ¡El sapo de los rostros pálidos morirá a mis manos!
Y uniendo la acción a la palabra, sacó el cuchillo y de un salto se acercó,
levantando el brazo para herirme; pero en aquel instante mi tomahawk cayó sobre su
cabeza y el indio se desplomó como un tronco. El otro, mientras tanto, había
montado en mi mustango, pero sin advertir que el animal estaba trabado.
—¡Ka-wo-mien! Hace un momento hablabas de mí con ese blanco traidor:
ahora voy a ser yo quien hable contigo.
El indio comprendió entonces que si continuaba encima del animal trabado,
estaba perdido, por lo que deslizándose trató de escurrirse como un lagarto entre
los matorrales; pero yo blandí otra vez el tomahawk, di al indio un hachazo en el
cráneo adornado de plumas de cuervo y Ka-wo-mien cayó pesadamente a tierra.
Entonces desmonté, amartillé mi rifle Henry e hice frente a los demás. Tres disparos
derribaron a tres indios. El fuego se había acercado tanto que no había que pensar
en continuar la lucha; por lo cual destrabé a mi mustango y monté en él de un salto.
El alazán había emprendido ya la fuga, enloquecido de terror.
—¡Hallo, Charley! ¡Al claro de la derecha! —gritó desaforadamente Sam,
quien en aquel momento saltaba de su bayo—, que siguió su desenfrenada carrera,
montaba en su yegua, cortando de una cuchillada sus ligaduras, y emprendía veloz
carrera hacia un sitio en que el círculo de llamas no se había cerrado aún.
Lo atravesamos sin percance alguno y nos volvimos hacia la izquierda,
detrás de la corona de fuego, donde hicimos alto. Era el lugar preciso en que
habíamos encendido por tercera vez la hierba. El suelo estaba requemado y negro,
pero ya se había enfriado. Delante y detrás de nosotros se distinguía una faja oscura,
a ambos lados de la cual llameaba un mar de fuego, que consumía de tal modo el
oxígeno del aire, que casi privaba de la respiración.
Esta situación angustiosa cedió poco a poco; el ambiente fue refrescando a
medida que se alejaba el fuego, y al cabo de un cuarto de hora solamente el
horizonte ardía aún con matices purpúreos, en tanto que a nuestro alrededor se
extendía la pampa, negra y oscura hasta tal punto que no veíamos nada a tres pasos
de distancia, porque el humo ocultaba las estrellas.
—¡Válgame Dios, y qué infierno de llamas hemos desatado! —exclamó
Sam—. Sería extraño que no hubieran chamuscado el tren.
—No lo creo, pues esos coches están dispuestos a prueba de accidentes
parecidos, ya que más de una vez ocurre tener que atravesar la selva o la pampa
incendiadas.
—¿Qué hacemos, Charley? Nos han visto y estarán alerta.
—Y nos ven aún, porque estamos entre ellos y el horizonte luminoso. Lo
mejor será hacerles creer que nos vamos. Acaso nos tomen por una patrulla de
cazadores y se figuren que vamos a avisar a los nuestros para que acudan en auxilio
del tren. Por eso vamos a galopar en línea recta hacia el Norte, y en cuanto hayamos
recorrido un buen trecho volveremos al Este y regresaremos describiendo un arco.
—Ésa es, por ejemplo, mi opinión, y yo creo que terminará todo con que
haya unos cuantos indios desorejados más. El tomahawk de usted ha cumplido como
bueno, y ahora le toca al mío.
—A pesar de lo cual el mío no ha matado a nadie —contesté con cierta
sequedad.
—¿Que no? ¿Por qué no, por ejemplo?
—Porque sólo he querido atontarlos.
—¡Es posible! Entonces ¿quién de los dos está loco, usted o yo? Vaya, que
dejar a un indio con vida teniendo tan excelente ocasión de acabar con él, es
incomprensible. Ya se lo dirán a usted cuando le cojan… ¡esos atontados!
—Y sin embargo, tengo mis razones para obrar así, y una la comprenderá
usted perfectamente.
—Tratándose de esa gente, no hay razones que valgan. Sospecho que los dos
atontados eran los caudillos y para ésos no debe haber perdón ni cuartel.
—Yo también fui prisionero suyo, y pudieron matarme y no lo hicieron.
Hube de recompensar su indulgencia con mi gratitud, y por eso medí los golpes de
mi tomahawk para que no les fueran mortales.
—No lo tome usted a mal, Charley; pero no puedo menos de decirle que ha
cometido usted, por ejemplo, un disparate mayúsculo, estupendo. ¡Todavía si esa
gente supiera lo que es gratitud! Pero sólo dirán que el brazo de Old Shatterhand no
tiene fuerza bastante para romper el cráneo de un indio. No obstante, espero que el
fuego se haya encargado de reparar la falta de usted.
Durante este diálogo sostenido a gritos, galopábamos furiosamente pampa
adelante. La vieja Tony alargaba sus kilométricas patas con tanta valentía que no
iba en zaga a mi mustango, y escasamente habrían pasado unos minutos cuando
volvimos a encontrarnos junto a la vía, o sea a una milla al Este del lugar en que
estaba el tren. Una vez allí, trabamos de nuevo a nuestros caballos y nos deslizamos
a lo largo de los rieles hasta el tren asaltado.
La atmósfera estaba saturada de humo y una capa de ceniza cubría el suelo.
Un vientecillo ligero la removía, introduciéndola en los órganos de la respiración, y
había que hacer esfuerzos titánicos para dominar la tos que nos cosquilleaba en la
garganta y podía delatarnos. Distinguíamos perfectamente los faroles de la
máquina; pero ni a uno ni a otro lado del terraplén descubrimos a salvaje alguno.
Seguimos nuestro camino a rastras, y al observar más de cerca el terreno
comprendimos que había sido cierta mi suposición, puesto que los indios habían
buscado un refugio contra las llamas debajo de los coches del ferrocarril. Allí
estaban echados, apretados unos contra otros, sin atreverse a salir por no exponerse
a las balas de los viajeros.
Entonces se me ocurrió una idea, cuya ejecución era difícil, pero de un efecto
decisivo.
—Sam, vuelva usted junto a los caballos para que los indios no se los lleven.
—¡Bah! No hay cuidado; están bien resguardados para que se atrevan a salir
de donde están.
—Es que yo voy a echarlos.
—¿A tiros?
—No.
Y expliqué a mi compañero el procedimiento que se me había ocurrido y que
él aprobó sonriendo satisfecho.
—Bien, Charley: eso es lo más acertado. Conque, arriba, no vayan a pillarnos
en el garlito. Yo, por ejemplo, estaré con los caballos preparados, y en el momento
oportuno ¡ji, ji, ji, a ellos! Les caemos encima como una manada de bisontes sobre
una piara de coyotes.
Sam retrocedió mientras yo seguía avanzando pegado al suelo, y con el
cuchillo en la mano, a fin de poder defenderme en caso de sorpresa. Llegué
felizmente y sin ser visto junto a la máquina, cuyas grandes ruedas me impedían
distinguir si también debajo de ella se guarecía algún indio. Luego me encaramé
por el declive del terraplén y de un salto me planté en la plataforma de la
locomotora.
Sonó un grito debajo de ella, eché mano a la manivela y acto continuo el tren
empezó a retroceder. Estalló un aullido general, en parte de dolor y en parte de
sorpresa, y en cuanto hube recorrido unos treinta pasos volví a dar máquina avante.
—¡Perro maldito! —rugió a lado un indio, tratando de subir y de clavarme el
cuchillo.
Era el blanco traidor. Una vigorosa patada en el vientre le arrojó del estribo
al suelo, y entonces oí gritar a Sam:
—¡Aquí, Charley! ¡De prisa, de prisa!
A mi izquierda distinguí a Sans-ear montado en su Tony y con mi caballo de
la rienda, mientras con la otra mano se defendía de la acometida de dos indios. Más
allá vi correr en tropel a los que habían escapado ilesos de las ruedas en busca de
sus caballos, aunque parecía imposible que esperasen hallar aún a los animales en
su sitio, a pesar de las llamas que los habrían envuelto.
Paré el tren acto continuo y corrí hacia el grupo formado por Sam y los dos
indios; mas los gritos de mi compañero habían alarmado a sus contrarios, que al
verme huyeron como alma que lleva el diablo. Yo monté en mi caballo y partimos
los dos galopando tras de los fugitivos. La empresa no era tan peligrosa como
pudiera parecer, pues los indios, llenos de terror, y viéndose sin caballos, corrían
desalados y sin volver la cabeza, como manada de gamos perseguida por una
jauría.
En esto oí exclamar a Sans-ear:
—¡Vive Dios! ¡Es Fred Morgan! ¡Satanás, abajo contigo!
Miré hacia allá y vi destacarse, iluminada por el rojizo resplandor del
horizonte, donde aún ardía la pampa, la figura amenazadora de mi compañero que
amagaba con su tomahawk un hachazo que no debió de hacer blanco, porque su
enemigo se agachó rápidamente y desapareció confundiéndose entre el tropel de
los fugitivos.
Sam fustigó a su yegua, que dando un salto prodigioso le colocó en medio
del grupo de indios, y no pude seguir las peripecias del incidente porque unos
cuantos rojos me atacaron y me dieron que hacer hasta que pude desembarazarme
de ellos.
Desistí de seguirlos. Harta sangre había sido vertida ya, y estaba seguro de
que con el escarmiento que se habían llevado tardarían mucho los indios en volver.
A fin de dar a Sam la señal de que dejara la persecución que sólo podía exponerle a
peligros, imité el aullido del coyote con cuanta fuerza pude y regresé al tren.
El personal del ferrocarril había saltado a la vía, y mientras el maquinista
daba salida al vapor, buscaban a los heridos y los muertos. El conductor renegaba
junto a la locomotora, y al verme chilló furioso:
—¿Quién le mandaba a usted tocar la máquina y espantar a los indios,
cuando los teníamos cogidos como ratones y podíamos exterminarlos
cómodamente sin que quedara uno para contarlo?
—¡Vamos, amigo! Dése usted por satisfecho de no tenerlos encima, pues más
bien parecía que eran ustedes los cazados como ratones, dado lo listos que han
andado.
—¿Quién ha incendiado la pampa?
—Un servidor.
—Pero ¿está usted loco? Además de incendiario, me ha faltado usted de
palabra y de obra, y eso basta y sobra para que le prenda a usted y le entregue a los
tribunales. ¿Lo ignora usted?
—La verdad es que no lo sabía; pero le doy a usted licencia para desmontar a
Old Shatterhand, encerrarlo en un vagón y entregarlo a la policía, pues me
divertiría ver cómo se las componía usted para lograrlo.
El conductor pareció azorarse y replicó:
—No se trata de hacer uso de mis facultades. Verdad es que ha cometido
usted una tontería; pero se la perdono.
—Gracias, señor. No sabe usted la gratitud que siente mi corazón al ver que
los poderosos de la tierra se inclinan generosamente a la indulgencia y al perdón.
¿Qué piensa usted hacer ahora?
—No resta más que reparar la vía y continuar el viaje. ¿Acaso cree usted que
nos espera otro asalto?
—No lo creo. El ataque de ustedes ha sido tan bien planteado y ejecutado
que se les quitará la gana de volver.
—Supongo que habla usted en serio, pues no toleraría que se burlara usted
de mí. Yo no he tenido la culpa de que sean tantos y tan bien preparados para
rechazar nuestra acometida.
—Pues ya se lo había avisado yo: los oguelalás saben manejar muy bien las
armas. Mire usted: de los dieciséis obreros de usted y veinte milicianos faltan nueve;
yo no quisiera cargar con la responsabilidad que ha contraído usted, y si piensa
usted que mi camarada y yo solos hemos logrado poner en fuga a toda la banda,
puede usted darse cuenta aproximada de lo que habría ocurrido si hubiera seguido
usted mi consejo en lugar de empeñarse en hacer su santísima voluntad.
Tenía, al parecer, grandes deseos de contradecirme, pero como se habían
acercado otros que me daban la razón, hubo de contestar con la cresta caída:
—¿Seguirá usted aquí hasta que nos vayamos?
—Naturalmente; los westmen como Dios manda no dejan las cosas a medio
hacer. Ea, manos a la obra: enciendan hogueras para que alumbren la faena. Leña
no falta; y ponga usted guardias para el caso, que juzgo improbable, de que los
indios se atrevieran a asomar las narices.
—¿No se encargaría usted de eso, sir?
—¿De qué?
—¿De la guardia?
—No. Hemos hecho ya bastante por ustedes, y todavía nos aguardan
muchas penalidades, mientras que ustedes van a descansar y a cuidarse en cuanto
salgan de este trance. La estrategia de usted le indicará el modo de organizar la
vigilancia en la forma más conveniente.
—Pero nosotros no tenemos la vista penetrante y el oído tan fino como
usted…
—Esfuércenlos un poco, esfuércenlos un poco y verán y oirán ustedes tan
bien como nosotros. Voy a darle a usted la prueba en este momento. ¡Silencio todo
el mundo! Apreste usted el oído hacia la izquierda. ¿Qué oye usted?
—El galopar de un caballo. ¿Será un piel roja?
—Pero ¿piensa usted que los indios van a atacarlos a ustedes metiendo ese
estrépito? El que se acerca es mi compañero, y le aconsejo a usted que le reciba con
la debida cortesía, pues es Sans-ear y con él no hay bromas que valgan.
En efecto, era Sam el que volvía, y con una cara como si quisiera tragarse el
mundo.
—¿Ha oído usted mi llamada? —le pregunté.
Sam asintió con la cabeza y volviéndose al conductor observó:
—¿Es usted el hombre que sabe discurrir tan lindos planes de campaña?
—Sí —contestó el interpelado con una ingenuidad que daba risa.
—Pues entonces sólo hay que darle a usted enhorabuenas, Porque aquí
donde la ve usted, mi vieja Tony tiene en la cabeza menos aserrín que usted.
Créame: si sigue usted así llegará muy arriba; y cuenta con que el mejor día no le
lleven a usted a la presidencia. Tony, no te muevas, que en seguida vuelvo.
El pobre conductor se quedó como quien ve visiones, sin saber qué hacer ni
qué decir. Verdad es que aunque hubiera hallado palabras para contestar, no tenía a
quién, pues Sam había desaparecido en la oscuridad. Yo, que no dejaba de cavilar
pensando qué sería lo que había puesto al bueno de Sans-ear de tan mal humor,
hube de reconocer que el motivo era Fred Morgan. En efecto, éste no podía ser otro
que aquel salteador blanco a quien había arrojado yo de la máquina. Ya podía
figurarme adónde se había encaminado Sam, y sentí grandes tentaciones de hacer
yo lo mismo.
Al cabo de unos minutos volvió el desorejado. Yo me había sentado junto a
la hoguera y contemplaba los preparativos que se hacían para la recomposición de
la vía. Sam se sentó a mi lado con una cara todavía más hosca que antes.
—¿Qué hay? —le pregunté.
—¿Y ahora? —me replicó bruscamente.
—¿Están muertos?
—¡Muertos! ¡Valiente ridiculez ha hecho usted! ¿Cómo van a morir dos
caudillos indios porque una mosca se les pasee por el cráneo? Se rascan, y en paz.
¿Ha oído usted lo que acabo de decir al conductor del tren?
—¿Qué?
—Que mi yegua tiene más sentido que él.
—Bueno ¿y qué?
—Lo demás ya puede usted figurárselo. La Tony, por ejemplo, habría
matado a Kawo-mien y Ma-ti-ru del todo, y no a medias como otros que se las dan
de listos. Ahora, écheles usted un galgo a los dos…
—Pues me felicito de que así sea.
—¿Es posible? Es lastimoso, enfadoso y feo dejar escapar a dos granujas,
cuyos scalps estaban casi en nuestras manos.
—Ya le di a usted mis razones, Sam. Conque deje usted de gruñir de una vez.
Mejor sería que me confesara usted por qué está de tan mal humor.
—Allá va. ¿No sabe usted con quién he topado?
—Con Fred Morgan.
—¡Justo! Pero ¿quién se lo ha dicho a usted?
—Usted pronunció su nombre a gritos, en cuanto le echó usted la vista
encima.
—Pues no me di cuenta. A ver si adivina usted qué casta de pájaro es.
Al notar el odio y la ira de que Sam daba muestras, lo comprendí todo y le
contesté:
—¿Es acaso el asesino de su esposa y de su hijo de usted?
—¡Claro que sí! ¿Quién había de ser sino él?
Yo me enderecé aterrado y balbucí:
—¡Es demasiado! ¿Le ha matado usted?
—Se me ha escurrido de entre las manos, y a estas horas Dios sabe dónde
estará. Tengo tal rabia que me arrancaría de cuajo las orejas si las tuviera.
—Pero ¡si yo vi cómo arremetió usted tras él entre el pelotón de los indios!
—Pues no me sirvió de nada: le perdí de vista de repente. Acaso se echara al
suelo y pasara yo por su lado sin verle. Pero no renuncio a cazarle, y le he de buscar
aunque sea en las entrañas de la tierra. Los caballos han huido, de atenernos a las
huellas de sus pies.
—Será algo difícil, pues aunque las de los blancos se distinguen de las de los
indios, ¿quién nos dice que no tome la precaución de andar con los pies para
adentro como los pieles rojas? Y además ¿será siempre a propósito el terreno para
conservar las huellas?
—Tiene usted razón, Charley: pero entonces ¿qué he de hacer?
Me llevé la mano al bolsillo, y saqué las dos bolsas y los papeles que había
encontrado en el caballo del blanco.
—Acaso encontremos aquí una pista por la cual podamos guiarnos.
Y abrí la bolsa. Cerca de nosotros llameaba la hoguera, a cuyo resplandor
pude darme cuenta de la calidad de mi hallazgo, que me hizo soltar un grito de
asombro.
—¡Son piedras preciosas, diamantes legítimos! Sam, tengo una riqueza
enorme entre las manos.
¿De dónde habría sacado aquel merodeador tal tesoro, y cómo recorría la
pampa con él? No lo habría adquirido, indudablemente, por medios legales, y esto
me imponía la obligación de buscar al legítimo dueño.
—¿Diamantes, dice usted? ¡Diablos! Enséñemelos.
Alargué las piedras a Sam, diciendo:
—Son brasileños; mire usted qué hermosos.
—Vaya, hay que confesar que los hombres son bien extraños al dar tanta
importancia a lo que sólo es una piedra, pues ni siquiera es metal bueno y útil; ¿no
es verdad, Charley?
—Ácido carbónico, Sam: nada más que ácido carbónico.
—Carbón o cok todo viene a ser una misma cosa, pues yo le aseguro a usted
que no doy por todas estas piedras este viejo rifle. ¿Qué va usted a hacer con eso?
—Devolvérselo a su legítimo dueño.
—¿Y quién es?
—No lo sé; pero ya lo averiguaremos, porque nadie soporta tamaña pérdida
en silencio, sino que toda la prensa hablará de ella.
—¡Ji, ji, ji! Desde mañana hay que suscribirse a todos los periódicos; ¿no es
eso?
—Acaso no haga falta; puede que estos mismos papeles nos den la clave.
—Pues écheles usted un vistazo, por ejemplo.
Así lo hice y me encontré con dos tarjetas postales de los Estados Unidos y
una carta sin sobre que decía:
Galveston, día… Querido padre:
Te necesito con la mayor urgencia. Conque ven cuanto antes. Haya o no resultado el
golpe de las piedras, somos ricos de todas maneras. A mediados de agosto me encontrarás en
la Sierra Rianca, o sea en el lugar en que el río Pecos surge entre el Skettel-Pik y el Head-Pik.
Lo demás se tratará de palabra.
Tuyo,
Patrik.
La fecha había sido arrancada, de modo que no podía saber cuándo había
sido escrita la carta que leí a Sam.
—¡Hola! —respondió éste cuando hube terminado—. Eso concuerda con lo
otro, porque su crío se llama, por ejemplo, Patricio, y el padre y el hijo son los que
yo busco, por ejemplo, para completar la decena. Pero vuelva usted a decirme el
nombre de esos montes.
—El Skettel-Pik y el Head-Pik.
—¿Los conoce usted?
—Un poco. Desde Santa Fe hice una excursión a los Montes Organos, y como
me dijeron que en la Sierra Rianca y en la de Guadalupe había osos, me fui allá.
—¿Conoce usted también el río Pecos?
—Admirablemente.
—Entonces es usted el hombre que necesito. Íbamos a Tejas y Méjico, pero de
paso podemos desviarnos un poco hacia la derecha. Así como así, al ir allá me
espoleaba la esperanza de hallar a esos dos granujas; pero ya que ellos nos
comunican su punto de cita, sería tonto de capirote si los privara del gusto de ver a
Sans-ear y su Tony. ¿Viene usted conmigo si mañana no hallamos rastros de Fred
Morgan?
—¡Claro que sí! Yo necesito también tratar con él, para averiguar la
procedencia de este tesoro.
—Pues entonces, guarde usted esas piedras y vamos a ver qué hacen los del
tren.
El conductor, siguiendo mi consejo, había apostado centinelas, mientras que
el personal del tren y los obreros se esforzaban en recomponer la línea y los
pasajeros contemplaban los trabajos unos, los cadáveres otros, y los demás nos
miraban en silencio, sin atreverse a interrumpir nuestra conversación. Al
levantarnos se acercaron unos cuantos a darnos las gracias por nuestra ayuda en el
trance en que se habían visto, y más justos y sensatos que el conductor, preguntaron
en qué forma podrían demostrarnos su reconocimiento. Yo les dije que
vendiéndonos unos cuantos artículos de primera necesidad para nosotros, o sea
pólvora, plomo, tabaco, pan y fósforos, en caso de que pudieran desprenderse de
ellos; y en el acto se llevaron todos las manos a los bolsillos proveyéndonos en
abundancia de lo que les había pedido. Al querer yo pagarlos se negaron a tomar
dinero alguno y hube de ceder, naturalmente.
Así transcurrió el tiempo necesario para llevar a cabo la reparación de la vía,
volvieron a guardarse las herramientas y el conductor se acercó a decirnos:
—¿Quieren ustedes venir en el tren, señores? Tendré mucho gusto en
llevarlos todo el tiempo que deseen.
—Gracias; nosotros no nos movemos de aquí —le contesté.
—Como ustedes gusten. Tendré que hacer un informe respecto del accidente
ocurrido y no dejaré de mencionarlos a ustedes en él honrosamente; pueden
ustedes contar con una recompensa.
—Gracias; pero no nos serviría de nada, puesto que no pensamos
permanecer en el país.
—¿A quién pertenecen los trofeos de la lucha?
—Según las leyes de la pampa, todo lo del vencido pasa a manos del
vencedor.
—Pues entonces son nuestros, ya que hemos salido victoriosos y podemos
despojar inmediatamente a los indios caídos. Adelante, muchachos; llévese cada
uno un recuerdo del combate.
Sam se le acercó entonces y le preguntó:
—¿Quiere usted hacerme el favor de enseñarme los indios a quienes ha
vencido y matado usted, señor?
El hombre se quedó mirando a Sam y luego balbució:
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Que si ha matado usted a alguno, por ejemplo, justo es que se apodere
usted de lo que lleve; pero si no es así puede usted desde luego renunciar a ello.
Volviéndome entonces a Sam, le dije:
—Déjele usted ese gusto, que nosotros no necesitamos nada de eso.
—Si se empeña usted, bien; pero no me toque usted ningún scalp.
—Llévese usted también el cadáver del revisor oculto en el matorral para dar
le cristiana sepultura, como es su deber.
El jefe del tren se apresuró a obedecerme. Luego buscaron a los indios
muertos, a quienes despojaron de sus armas y demás efectos, y después de una
breve despedida partió el tren a toda máquina. Durante un rato seguimos
escuchando el rodar del convoy, ruido que fue debilitándose poco a poco hasta
perderse, y volvimos a hallarnos solos en medio de la pampa silenciosa. Sam me
preguntó:
—¿Qué hacemos, Charley?
—Dormir.
—¿No teme usted que vuelvan los indios ahora que ya no están esos
valientes?
—No me parece probable.
—Pues a mí me asombraría, por ejemplo, que Fred Morgan no hiciera una
tentativa por recuperar su caballo y su tesoro.
—Posible es, pero no probable. ¿Quién piensa en cazar un caballo desbocado
y poseído de pánico, sobre todo, sabiendo que además del personal del tren hay
otra gente que está deseando echarle la zarpa, y que por lo tanto se expone a un
peligro terrible?
—De eso debe de estar convencidísimo, pues tanto me ha conocido él a mí
como yo a él, y sería la cosa más natural del mundo, por ejemplo, que tratara de
desembarazarse de mí por medio de un balazo o de una cuchillada.
—Habrá que esperarlo. Pero hoy, por de pronto, estamos seguros. Sin
embargo, podemos alejarnos un buen trecho de la vía, y con ello tendremos la
seguridad de que nadie venga a estorbarnos.
—Entonces, adelante.
Montó en su yegua y yo en mi mustango, recorrimos una milla hacia el Norte,
e hicimos alto. Allí trabamos nuestras monturas y nos envolvimos en las mantas.
Estaba yo tan cansado, que me dormí como un lirón en cuanto me eché. En
sueños me pareció oír que pasaba un tren de Este a Oeste; pero no acabé de
despertarme, y me volví a quedar hecho un tronco. Al despertar y salir de mi manta,
amanecía, no obstante lo cual ya encontré a Sam fumando uno de los cigarros con
que nos habían obsequiado los viajeros.
—Good morning, Charley. ¿Sabe usted que hay, por ejemplo, una gran
diferencia entre este puro y aquellos hierbajos fermentados debajo de su silla de
montar? Ea, encienda usted uno y partamos. Sea como fuere, mientras no
encontremos agua, no hay almuerzo.
—Ojalá demos pronto con ella, pues nuestros caballos la necesitan, ya que no
tienen pienso. El puro puedo fumarlo a caballo.
Y encendiendo el veguero destrabé mi mustango.
—¿Adónde vamos? —me preguntó Sans-ear.
—En línea de caracol, desde aquí al sitio donde paró el tren. Haciéndolo así,
no se nos puede escapar huella alguna.
—Pero no juntos.
—No; a suficiente distancia. Partamos.
La fina capa de ceniza causada por el incendio de la hierba, habría
conservado bien las huellas de los oguelalás fugitivos; pero la brisa nocturna las
había borrado de tal modo que ya no se distinguía nada. De ahí que llegáramos al
lugar indicado sin resultado alguno. Sam me preguntó:
—¿Ha visto usted algo, Charley?
—Nada.
—Pues yo tampoco. ¡Maldito viento que sólo sirve para hacer daño! Si no
llega usted a coger esa carta, estaríamos aviados a estas horas.
—Entonces no hay más que encaminarnos al río Pecos.
—Bien; pero antes voy a participar a los rojos a quién deben el favor recibido.
Y mientras yo desmontaba y me recostaba en el terraplén, dio Sam comienzo
a una obra en que no quería yo tener arte ni parte. Poco después yacían los indios
uno al lado del otro, con las orejas cortadas y sujetas entre los agarrotados dedos.
—Ahora, adelante —me dijo Sam—. Nos queda una buena jornada hasta que
encontremos agua, y tengo curiosidad por saber quién la sostiene mejor, si el
mustango de usted o mi vieja Tony.
—La yegua de usted tiene algo menos de peso que llevar.
—Bueno, Charley: un poco menos de carne humana, pero, en cambio, mucho
más cacumen. Le aseguro a usted, amigo, que yo no tengo la culpa de que se me
escapara ese maldito Fred Morgan; pero que no haya usted matado debidamente a
los dos jefes indios, eso, por ejemplo, no se lo perdonaré a usted hasta que me haya
usted ayudado a echar la zarpa a Fred Morgan.
Capítulo 5
En el llano estacado
Entre Tejas, Arizona, Nueva Méjico y el Territorio Indio, o, expresado de otro
modo, entre las ramificaciones de la sierra de Ozarka, de la sierra Guadalupe
superior e inferior y los montes Gualpa, y rodeada de las alturas que limitan el
curso superior del río Pecos y los afluentes del Red-River, del Sabine, Trinidad,
Brazos y Colorado, existe una comarca extensa y árida que podría denominarse el
Sahara de los Estados Unidos.
Vastas llanuras de arena seca y ardiente alternan con capas rocosas, peladas
y candentes, incapaces de ofrecer condiciones de brevísima existencia ni aun a la
más pobre y triste vegetación; sin alternativas siguen las noches heladas a días de
fuego; ni un solitario yebel ni un verde wadi, como ocurre en el Sahara africano,
interrumpe aquel monótono y muerto desierto; ningún silencioso bir produce con
su humedad vivificante el más pequeño oasis: incluso falta ese tránsito de las
comarcas montañosas al páramo desierto y erial que toma el carácter de estepa. Así
es que la muerte se presenta por todas partes en completa desnudez y en su forma
más espantosa. Sólo de cuando en cuando se ve aislado algún arbusto coriáceo,
llamado «mezquite», cuya consistencia y conservación no se entiende ni se explica
más que como un sarcasmo para los ojos del viajero, anhelosos de posarse sobre
algo verde y refrigerante, y con el mismo asombro se encuentran a veces cactos
silvestres, ya aislados, ya en grupos, o bien apiñados cubriendo extensas llanuras, y
cuya presencia significa un misterio. Mas ni el mezquite ni el cacto tienen aspecto
grato y apacible a los ojos; su color es de un gris rojizo y su conformación es la
misma fealdad. Cubiertos de un espeso polvo arenoso ¡ay del caballo cuyo jinete se
atreva a meterle por una de esas marañas de cactos! Las duras y afiladas púas
herirán de tal modo las patas del animal, que éste no volverá a andar en su vida, y el
jinete tendrá que renunciar a él y matarlo, porque perecería irremisiblemente en
aquel páramo.
Pues bien; a pesar de todos los horrores que presenta tal desierto, el hombre
se ha atrevido a penetrar en él. Tiene grandes vías que lo atraviesan, y conducen,
unas, hacia Santa Fe y Fort-Union, otras hasta más allá del Paso del Norte, y otras
hasta las pampas abundantes en agua y los bosques de Tejas. Mas éstas que
llamamos vías, no se parecen en nada a lo que en Europa llamamos caminos y
carreteras.
Es verdad que recorren el desierto con velocidad increíble, tanto el cazador
solitario o rastreador como alguna caravana de atrevidos aventureros o algún
sospechoso grupo de indios; que a veces domina su silencio el chirrido de la pesada
carreta de bueyes en su marcha de caracol, pero no porque haya un camino
propiamente dicho, ni siquiera esos surcos del ancho de una legua que se ven en el
Páramo de Luneburgo o en los arenales de Brandeburgo, porque allí cada viajero va
por donde le parece, siempre que el terreno presente algún rastro que le permita
colegir que no se desvía de la debida dirección. Mas estas señales desaparecen poco
a poco, hasta el punto de que el ojo más perspicaz no consigue hallarlas, y de ahí
que se haya tomado la precaución de indicar la dirección por medio de postes que
se clavan de trecho en trecho en el suelo.
No obstante estas precauciones el desierto reclama sus víctimas que,
relativamente a su extensión, son más que las que pagan tributo al Sahara africano y
al Chamo del Asia Superior. Cadáveres de jinetes y animales, trozos de
guarniciones y jaeces y restos de carretas, con otras tantas reliquias, tan horribles
como éstas, se hallan sembrados por el camino y relatan con muda elocuencia
tragedias misteriosas, que, si no las percibe el oído, las adivinan los aterrados ojos
del viajero. Y por si esto fuera poco, ve además a los buitres cernerse sobre tan
fúnebre vía, acechando con ansia voraz cualquier actitud de desfallecimiento que
les dé a conocer el tiempo que han de aguardar para el horrible festín.
¿Cómo se llama ese desierto? Los habitantes de los territorios que lo
circundan le dan distintos nombres, ya en inglés, ya en francés, ya en lengua
castellana; pero fuera de allí y a causa de las estacas con que se señalan las rutas, se
le llama Llano Estacado.
En dirección a los afluentes del Red-River, hacia sierra Rianca, cabalgaban
dos hombres, cuyos caballos parecían exhaustos. A los pobres animales podían
contárseles los huesos, tan flacos estaban; su pelambre espeluznada los hacía
parecerse al pájaro que al día siguiente se encuentra muerto en su jaula. Avanzaban
tropezando, arrastrando sus miembros desfallecidos con tal lentitud, que hacía
temer de un instante a otro su definitivo aniquilamiento. Tenían los ojos inyectados
en sangre y la lengua reseca salía colgando de sus belfos, que habían perdido toda
elasticidad; y a pesar del calor que los abrasaba no se veía en todo su cuerpo ni una
gota de sudor ni en el bocado el más leve átomo de espuma, señal evidente de que
fuera de la sangre apelmazada por el fuego del desierto no había rastro de
humedad en todo su organismo.
Esos dos animales eran Tony y mi mustango y, por lo mismo, los jinetes no
podían ser otros que Sam y yo.
Cinco días hacía que caminábamos por el Llano Estacado, encontrando
solamente de cuando en cuando donde apagar la sed; pero según íbamos
progresando no hallamos ya ni rastro de agua, y yo no pude menos de pensar cuán
práctico sería el empleo de camellos numídicos en el desierto americano. En aquel
momento se me ocurrieron las palabras de la balada de Uhland: «Iban los caballos
tan desfallecidos que más que llevar a los jinetes eran por éstos llevados».
El minúsculo y apergaminado Sam pendía del cuello de su yegua como si en
ella se sostuviera por una feliz casualidad. Iba con la boca abierta y con esa mirada
fija y apagada que indica la apatía más completa. Yo mismo creía llevar sobre los
párpados un peso terrible, como si fueran de plomo, y tenía el gaznate tan reseco
que me era imposible articular una sola palabra, temeroso de que la voz me
desgarrara la garganta. Parecíame que por mis venas corría bronce derretido.
Comprendí que apenas podríamos resistir una hora más, hasta que cayéramos del
caballo y quedáramos extenuados en el suelo.
—A…gua… —gemía Sam.
Volví la cabeza para mirarle, y no sabiendo qué contestar guardé silencio. Mi
caballo dio un tropezón y quedó parado, y aunque hice todos los esfuerzos
imaginables para que echara otra vez a andar fueron en vano, y la vieja Tony siguió
el ejemplo de su compañero de fatigas.
—Apeémonos —murmuré, produciéndome cada sonido un dolor agudo en
la laringe, como si el paso de la voz desde el pulmón a los labios estuviera
claveteado de millones de agujas.
Me dejé caer del caballo trabajosamente, cogí las riendas y seguí adelante,
tambaleándome como un beodo. El mustango, libre ya de la carga, me seguía
lentamente, y Sam tiraba de su yegua y parecía estar mucho más extenuado que yo,
pues daba traspiés y amenazaba desplomarse a cada paso. Así fuimos
arrastrándonos cosa de media milla, hasta que de pronto oí un gemido y vi a Sam
tendido cuan largo era en el suelo, con los ojos cerrados. Me acerqué al infeliz y me
senté a su lado, triste y silencioso, pues las palabras no habían de mejorar nuestra
situación.
¿Iba a ser aquél el final de mi vida, el término de mis correrías por el mundo?
Intenté recordar a mis padres y hermanos, que había dejado en la lejana Alemania;
quise coordinar mis ideas para rezar una oración; pero era inútil: mi cerebro hervía
como una olla y no me permitía fijar un pensamiento.
Éramos víctimas de una cruel asechanza, que ha costado la vida a muchos.
Desde Santa Fe y del Paso del Norte bajan a menudo grupos de buscadores
de oro, que habiendo tenido suerte en las minas y placeres de California, regresan
con el producto de su trabajo al Este; para ello necesitan atravesar el Llano Estacado,
donde los acecha el peligro más terrible, pues no tiene su origen en las condiciones
topográficas y climatológicas del terreno, sino en la perversidad humana que
sobrepuja a todas las que ofrece la naturaleza. En efecto, el desierto alberga, además,
gente maleante, que ha tenido mala suerte en las minas y desdeña el trabajo
honrado, y sujetos perdidos, escoria del Oriente, representantes de toda suerte de
corrupción, que acechan allí a los mineros afortunados.
Mas como éstos suelen ser gente endurecida y fuerte, harta de probar sus
energías en todo género de penalidades, los salteadores temen entrar con ellos en
lucha abierta, en que acaso llevaran la peor parte; por lo cual han discurrido un
medio de perdición más seguro para ellos, pero de una infamia y crueldad
increíbles: arrancan las estacas de la buena ruta y las clavan en una dirección falsa,
que lleve a los caminantes a lo más profundo y desolado del desierto, o sea a morir
de sed.
Agotado el infeliz, esos chacales humanos se apoderan de cuanto lleva sin el
menor riesgo; y su esqueleto blanquea poco después al sol en la más profunda
soledad y olvido, mientras sus deudos esperan en vano su regreso e ignoran para
siempre su paradero.
Hasta entonces habíamos seguido confiados la dirección de las estacas y sólo
al cabo de medio día observamos aterrados que íbamos en dirección falsa. Yo no
logré darme cuenta de dónde empezaba nuestro descarriamiento, así es que pensé
que no convenía emprender la vuelta, tanto más cuanto que nuestro estado iba de
mal en peor y cada minuto significaba una pérdida irremediable. Sam no podía dar
un paso y yo tampoco tenía fuerzas para más, aunque me empeñara en ello. El
hecho era que, vivos aún, ya nos encontrábamos en nuestra huesa si un suceso
providencial no venía pronto en nuestro socorro.
De pronto oí en las alturas un grito ronco y siniestro, y al levantar los ojos vi
que un buitre acababa de elevarse en el aire a corta distancia, serial evidente de que
muy cerca de nosotros debía de haber otra víctima del desierto o de la perversidad
de los stakemen (estacadores) que es el nombre que se ha dado a los bandidos del
Llano Estacado. Dirigí una mirada a nuestro alrededor para ver si hallaba algún
rastro de ser humano, y aunque el calor del sol y la calentura me agolpaban la
sangre a los ojos, causándome en ellos vivo dolor y privándome de ver, me pareció
distinguir a distancia de unos mil pasos unos puntos oscuros que no podían ser ni
pedruscos ni elevaciones del terreno. Cogí entonces el rifle de repetición y me
acerqué a ellos como pude.
No había recorrido aún la mitad del espacio que me separaba de ellos
cuando me convencí de que los bultos eran tres coyotes, o sean lobos, más parecidos
a la cobarde hiena que al lobo europeo, y algo alejados de éstos había un grupo de
buitres, sentados alrededor de un bulto que no podía ver desde allí. Lo mismo
podía ser el de un hombre que el de un animal, y no debía de estar muerto aún
porque a estarlo los voraces carnívoros ya se habrían arrojado a despedazarlo. La
presencia de los coyotes despertó en mí alguna esperanza, puesto que esos animales,
que no pueden subsistir largo tiempo sin agua, no se aventurarían a internarse en
aquellos páramos sin tener cerca tan precioso líquido. Por otra parte, era preciso
enterarme de qué clase de cuerpo era el que rodeaban los buitres, y ya iba a
encaminarme hacia él cuando se me ocurrió una idea que me hizo echarme el rifle a
la cara.
Estábamos pereciendo de sed; agua no había; pero ¿acaso no podía
sustituirla la sangre de los coyotes, para reanimar nuestras fuerzas decaídas?
Apunté; pero mi debilidad y calentura eran tan grandes que mi rifle oscilaba en mis
manos y me era imposible fijar la puntería. Entonces me arrodillé y apoyé el brazo
en la rodilla para asegurar el tiro.
Disparé dos veces, y dos coyotes se revolcaron en la arena. El momento había
llegado. Olvidando mi postración corrí hacia los animales, uno de los cuales tenía la
cabeza atravesada; pero el segundo tiro fue tan incierto que me habría avergonzado
toda la vida si no hubiera sido natural resultado de mi estado anormal de debilidad
y calentura. La bala había destrozado las patas delanteras del otro coyote, que se
revolcaba aullando de dolor.
Con el cuchillo corté la yugular al coyote herido en la cabeza, y pegando mis
labios a la herida chupé la sangre de mi víctima con tal ansia que más no tuviera si
se hubiese tratado del néctar de los dieses. Saqué luego de mi bolsillo un vaso de
cuero, lo llené hasta los bordes y lo acerqué a los labios del moribundo. Vi entonces
que era un negro, y apenas le hube mirado al rostro, que no era ya de ébano sino de
un gris oscuro sucio, cuando por poco dejo caer el vaso al suelo; tal fue mi sorpresa.
—¡Bob! —exclamé.
El desventurado abrió un poco los ojos y gimió:
—¡Agua!
Yo me arrodillé a su lado, le incorporé un poco y le acerqué el vaso a la boca,
diciéndole:
—¡Bebe!
El negro abrió los labios, pero su garganta reseca se negaba a tragar y tardó
mucho tiempo en ingerir el repugnante brebaje. Luego cayó de bruces y así le dejé.
Era preciso acudir a Sam. Yo había aprovechado primeramente, con toda intención,
la sangre del coyote mortalmente herido, porque la de éste había de coagularse
antes que la del otro, al que sólo había rozado la bala.
Me acerqué al animal, que se defendía furiosamente con los dientes y las
garras, y lo llevé arrastrando hasta donde se encontraba Sans-ear. Allí lo sujeté
contra el suelo de modo que no pudiera moverse y le abrí la arteria, diciéndole a mi
compañero:
—Bebe, Sam.
Éste, que se hallaba en el suelo, en completa inmovilidad, indiferente a todo,
al oír la palabra mágica de «bebe», se enderezó como movido de un resorte,
balbuceando:
—¡Beber, beber! ¡Oh!
Y agarrando ansioso el vaso que le presenté, lo vació de un trago. Yo se lo
volví a llenar y de nuevo bebió sin dejar una gota, pero sacudiendo la cabeza
murmuró:
—¡Sangre! ¡Qué asco! Y, sin embargo, es mejor de lo que yo imaginaba.
Yo aproveché los últimos restos que le quedaban al coyote y me levanté. El
otro lobo, ahuyentado por mis disparos, había vuelto y devoraba el cadáver de su
compañero, sin hacer caso del negro. Me acerqué y disparé de nuevo, y con la
sangre de este otro animal logré que el negro recobrase del todo el conocimiento y
pudiese hacer use de sus miembros.
El viajero tiene a menudo ocasiones de anotar encuentros que parecen
realmente prodigiosos; tal era el mío con aquel negro, antiguo conocido mío y
criado del joyero Marshall, en cuya casa de Louisville había gozado yo, por espacio
de muchos días, agradabilísima hospitalidad. En tal ocasión había cobrado afecto al
buen Bob, por su carácter alegre y servicial en extremo. Los dos hijos del opulento
joyero me habían acompañado en una expedición de caza a los Montes Cumberland,
dándome después escolta hasta el Misisipí. Los dos tenían excelentes condiciones y
de sus bondades conservaba yo gratísimo recuerdo. ¿Por qué serie de extrañas
circunstancias se encontraba su antiguo servidor en el Llano Estacado?
Yo pregunté entonces al negro:
—¿Qué tal vamos, Bob?
—Mejor, muy mejor, ¡oh!, todo mejor —repuso poniéndose en pie, y al
reconocer en mí al huésped de sus amos, observó:
—¡Masa, masa, ser posible! ¡El masa Charley, el mucho cazador! ¡El negro Bob
estar contento de ver masa Charley que salvar masa Bern que estar muerto; si no
todo muerto!
—¡Bernardo! ¿Dónde está?
—¡Oh, dónde estar masa Bern! —repitió Bob mirando a su alrededor y
señalando por fin al Sur—. Masa Bern ir allí… ¡Oh, no, estar allí… o allá… o allá!
Bob daba vueltas como una peonza y señalaba los cuatro puntos cardinales.
El infeliz no sabía darse cuenta de la dirección en que debía de estar su joven amo.
—¿Qué viene a hacer en este desierto tu amo Bernardo? —le pregunté.
—Bob no saber, porque Bob no ver más a masa Bern, que caminar con otros
masas.
—¿Qué gente son?
—Ser cazadores, ser… ¡Oh, Bob no saber todo!
—¿Adónde iba?
—A California, a San Francisco, donde estar joven masa Allan.
—¿De modo que Allan está en San Francisco?
—Masa Allan estar allí, comprar mucho oro para masa Marshall; pero masa
Marshall no necesitar ya oro, masa Marshall estar muerto.
—¿Ha muerto el señor Marshall? —le pregunté sorprendido, pues había
dejado al joyero en excelente estado de salud.
—Sí; pero no muerto de enfermedad matarlo un asesino.
—¿Que lo han asesinado? —exclamé yo aterrado—. ¿Se sabe quién fue el
infame?
—Bob no saber, nadie saber. Asesino venir de noche, clavar cuchillo y coger
todo, piedras, joyas, oro. Nadie saber quién ser asesino, ni dónde ir, ni saberlo sheriff,
ni saberlo jury, ni masa Bern, ni Bob.
—¿Cuándo se cometió el crimen?
—Ser pasadas muchas semanas, muy muchos meses, cinco meses ser
pasados. Masa Bern quedar muy mucho pobre. Masa Bern escribir a masa Allan a
California, no recibir contestación y ahora ir él mismo a California a buscar a masa
Allan.
Las noticias que me daba eran terribles y me impresionaron hondamente. El
robo y el asesinato habían destruido en un momento la felicidad de tan honrada y
simpática familia, quitando la vida al padre y precipitando a sus hijos en la miseria.
¿Habían desaparecido las piedras y joyas? Involuntariamente me acordé de los
diamantes que había quitado a Fred Morgan y que llevaba aún conmigo. Pero ¿qué
sería lo que acaso había llevado al criminal desde Louisville a la pampa?
Continué mi interrogatorio, preguntando a Bob:
—¿Cómo habéis hecho el viaje?
—De Memphis a Fort Smith y de allí por la sierra a Preston. Bob ir en coche, a
pie y a caballo hasta entrar en este grande maldito Desierto Estacado, donde nadie
encontrar una gota de agua. Cansarse los caballos y Bob también; tener sed grande
como el Misisipí el caballo y Bob; entonces caerse Bob del caballo y caballo correr
lejos y Bob quedar en el suelo. Entonces ser grande, mucho grande, la pena de Bob,
que morir de sed cada vez más hasta llegar masa Charley y poner sangre en la boca
de Bob. ¡Oh, masa Charley salvar a masa Bern, y Bob querer mucho a masa Charley,
tanto como todo el mundo en toda la tierra!
El deseo de Bob era de ésos cuya realización me parecía imposible. Yo no
comprendía de dónde sacaba el negro aquella confianza en mí ni sabía en qué
forma justificarla; no obstante lo cual, le pregunté:
—¿Cuántos viajeros son?
—Muchos; masa, nueve hombres y Bob.
—¿Adónde os dirigíais por de pronto?
—Eso no saber Bob. Bob siempre ir detrás de los masas y no oír lo que hablar
masas.
—Veo que llevas cuchillo y machete. Los demás ¿van también armados?
—No llevar cañones ni morteros; pero muchas escopetas, cuchillos,
revólveres y pistolas.
—¿Quién es el jefe de la expedición?
—Un hombre que llaman William.
—Piensa bien hacia dónde se dirigían cuando te caíste del caballo.
—No saber nada: allí, allá…
—¿Cuándo era? ¿A qué hora del día?
—Ser pronto oscuro y… ¡ah!, ¡oh!… Ahora recordar Bob; ver caminar a masa
Bern derecho al sol cuando Bob caerse del caballo.
—Está bien. ¿Te sientes con ánimos para caminar?
—Sí, masa. Bob correr ahora como un ciervo; sangre ser buen remedio…
En efecto, yo me sentía también tan refrigerado con el extraño brebaje, que se
me había apagado de raíz el ardor de la fiebre que me devoraba. A mi lado estaba el
pequeño Sam, que experimentaba los mismos efectos en su organismo y había
acudido por sus propias piernas a escuchar nuestra conversación, y cuyo aspecto
había mejorado muchísimo en aquellos cinco minutos escasos.
La expedición de que formaba parte Marshall debía de estar tan extenuada
como nosotros, pues de lo contrario aquel bondadoso joven no habría abandonado
a su suerte al criado antiguo y fiel. Acaso el hambre y la sed habían trastornado de
tal modo sus entrañas que hubiese perdido el dominio de la voluntad. Por los datos
de Bob comprendí que su dirección era la misma que llevábamos nosotros hacia
Occidente; pero ¿cómo llegar hasta él, cómo acudir en su socorro cuando nosotros
mismos estábamos tan necesitados de auxilio, pues hasta carecíamos del servicio de
nuestros caballos?
Estrujábame los sesos buscando una solución, sin conseguirlo, aunque
comprendía que la comitiva no podía estar muy lejos, dadas las condiciones en que
se hallaba; pero me parecía muy extraño que no viéramos ningún rastro suyo.
Entonces le dije a Sam:
—Quédate aquí con los caballos hasta que se repongan y puedan caminar
por lo menos una milla. Si ves que dentro de dos horas no estoy de vuelta, sígueme.
—Bien, Charley, aunque temo que no llegues muy lejos, pues un triste trago
de jugo de coyote no puede durar mucho tiempo, por ejemplo.
Examiné el suelo con cuidado y observé que las huellas de Bob, desde el
lugar en que se cayó del caballo, venían del Norte, y siguiéndolas un rato llegué a
un punto en que descubrí las de diez caballos, que se dirigían de Este a Oeste. Allí
era donde la extenuación le había hecho caer al suelo sin que nadie se diera cuenta,
a causa, indudablemente, de que iba a una respetable distancia de la comitiva. Seguí
el rastro recién descubierto y comprobé que el caballo de Bob había seguido a sus
compañeros, que, a juzgar por las señas, se hallaban en un alto grado de postración,
pues caminaban todos dando tropezones de cuando en cuando y su paso era tan
lánguido y arrastrados que de una pisada a otra rozaban ligeramente la arena con
los cascos.
Este pormenor contribuía a hacer más visible el rastro y a que pudiera yo
seguirlo con relativa rapidez. Rapidez, digo, y en efecto avanzaba yo de prisa,
aunque no habría podido asegurar si era la repugnante bebida o la ansiedad por la
suerte de Bernardo Marshall, lo que me devolvía repentinamente las agotadas
energías.
Habría recorrido así cerca de una milla, cuando observé unos cuantos cactos
tan resecos y agostados que estaban amarillos como la paja. Poco después fueron
formando grupos que iban espesándose paulatinamente hasta acabar en una faja
interminable y compacta que se alargaba hasta más allá del horizonte.
Como es natural, las huellas no se internaban en aquella maraña peligrosa,
sino que iban costeándola, y yo las seguí, aunque no por mucho tiempo, pues de
pronto se me ocurrió una idea que me llenó de esperanza.
Cuando en las ardientes hondonadas de la península de la Florida el calor
aumenta tanto que deseca fuentes y lagos, y los hombres y los animales están en
peligro de morir de sed, en tanto que la tierra parece plomo derretido y el cielo
hierro en fusión, sin que se vea una nube precursora de la anhelada lluvia, los
habitantes, desesperados, como último recurso prenden fuego a los cañaverales y
matorrales resecos y al poco rato llueve. Yo había observado este fenómeno
repetidas veces, y quien se halle medianamente instruido en las leyes y fuerzas de la
naturaleza se explicará perfectamente el procedimiento sin exigirme ahora una
disquisición científica.
Esto fue lo que se me ocurrió en aquel momento, y dicho y hecho; me agaché
para cortar los filamentos necesarios de aquellas plantas con objeto de servirme de
ellos como de encendedores. Pocos minutos después ardía una alegre fogata, que
fue extendiéndose rápidamente hasta convertir toda la faja en un océano de llamas,
cuyos límites estaban fuera del alcance de mi vista.
Yo había presenciado ya diversos incendios de la pampa; pero ninguno
había pasado por el suelo con aquel tronar estrepitoso del llameante infierno de
cactos en que cada mata estallaba con el estampido de un pistoletazo, como si un
ejército en campaña se disolviera en combates aislados. Las llamas subían hasta el
cielo, y por encima de ellas flotaba un mar de vapores ardientes, cruzado y
atravesado por pedazos de cactos que el calor disparaba como flechas. El suelo
temblaba perceptiblemente bajo mis pies y en los aires retumbaban sordamente los
estampidos como el ruido de un campo de batalla lejano.
Éste era el mejor socorro que podía enviar por de pronto a Bernardo
Marshall y sus compañeros.
Volví atrás sin preocuparme ya por si hallaría o no después sus huellas. La
esperanza me alentaba de tal modo que habría recorrido el largo trecho en menos
de media hora; pero no fue preciso hacerlo completamente, porque a medio camino
tropecé con Sam y el negro, que venían con los caballos algo repuestos.
—¡Pardiez, Charley! ¿Qué demonios pasa ahí arriba? Primero creí que se
trataba de un terremoto, pero ahora, por ejemplo, se me antoja que este arenal del
infierno se ha incendiado por sí mismo para acabar de fastidiarnos.
—La arena no, Sam; pero los cactos arden que es un contento.
—Pero ¿cómo arden?, porque yo renuncio a creer que hayas hecho tú el
disparate de prenderles fuego.
—¿Por qué no?
—Vaya, entonces no hay que dudar; has sido tú. Pero, hombre de Dios, ¿qué
idea te ha dado?
—La de hacer que llueva.
—¿Que llueva? Perdona, Charley; pero me parece que nuestras penalidades
te han trastornado el seso.
—¿Ignoras, por ventura, que entre algunas tribus salvajes son los locos los
que figuran como más cuerdos?
—Supongo que no exigirás de mí que considere ese incendio como un rasgo
de ingenio, pues sólo has conseguido agravar más aún nuestra situación,
aumentando la temperatura insoportable que padecíamos.
—¡Eso es! Con el aumento del calor se desarrolla la electricidad, que es lo que
me propongo.
—No me hables de novedades que no entiendo. Esa electricidad ni se come
ni se bebe, y no sé qué clase de avechucho es.
—Ya la verás en acción dentro de poco, pues fácil será que tengamos una
tempestad en toda regla, con su poco de rayos y truenos, para que te enteres.
—¡Calla, calla, que me parece que ya deliras! Pobre Charley, siento en el
alma tener que decírtelo, pero me parece que estás loco de remate —me dijo Sam
mirándome compasivamente.
Yo vi que hablaba en serio, y señalé al cielo, diciendo:
—Pero ¿no ves cómo se van reconcentrando ya los vapores? Fíjate, Sam.
—¡Diablo, a ver si va a resultar Aún que estás más cuerdo que yo!
—Ya te convencerás; esos vapores dispersos se acumularán formando una
nube, que descargará violentamente.
—Charley, si ocurre lo que dices, declaro solemnemente que soy un burro de
reata y tú el hombre más listo de los Estados Unidos y aún más allá.
—Eso no tiene nada de particular, pues presencié el mismo fenómeno en la
Florida y no he hecho otra cosa que copiar lo que vi hacer a otros, pues he pensado
que un aguacero nos vendría de perlas ¿no te parece? Mira, ya están las nubes en
danza; en cuanto se haya consumido el fuego, tendremos un chaparrón de primera,
y si no me crees a mí, mira a tu Tony, cómo menea el rabo y husmea el aire; también
el mustango huele el agua, que no pasará mucho de la faja incendiada. Vamos, de
prisa, para que nos toque algo.
Echamos a correr, aunque bien habríamos podido montar, pues nuestros
caballos se mostraban relativamente animados y empujaban hacia adelante con
visible afán: su instinto les hacía adivinar el próximo refrigerio.
Mi augurio se cumplió en todas sus partes. En media hora se había
extendido la nubecilla de tal modo que todo el cielo hasta el horizonte estaba
cubierto y oscuro. De pronto se desató el aguacero, no lloviendo como en las
latitudes templadas, sino con tal violencia como si las nubes consistieran en
recipientes sólidos que se volcaran de repente. Parecía que nos molían las espaldas
a golpes, y en menos de un minuto nos hallamos calados hasta los huesos, como si
acabáramos de atravesar un río a nado. Los caballos se quedaron inmóviles,
recibiendo aquella manga de agua con fruición intensa; luego empezaron a
caracolear de gozo, y poco después comprobábamos que habían recuperado todas
sus energías con aquel baño inesperado.
Nosotros sentíamos también un bienestar general extraordinario, y
extendimos nuestras mantas impermeables para recoger en ellas el precioso líquido,
que fuimos vertiendo después en las botas de viaje.
El que más ruidosamente expresaba su regocijo era el negro, que daba
brincos y saltos mortales y hacía gestos que merced a su fisonomía y al juego de sus
músculos y cabello, resultaban en extremo extravagantes.
—¡Masa, masa, oh, oh, agua, hermosa agua, buena agua, muy mucha agua!
¡Bob ser sano, Bob ser fuerte, Bob correr, Bob cabalgar, Bob andar hasta California!
¿Tener también agua masa Bern?
—Probablemente, porque no creo que se haya alejado mucho de donde ha
ardido la hoguera; pero tú aprovéchate y bebe mucho, porque en seguida cesará de
llover.
El negro levantó su chambergo, que se le había caído al suelo en sus brincos,
recogió en la copa el agua de la lluvia y abriendo la enorme bocaza que le llegaba de
oreja a oreja, formando como una sima negra y profunda, vació en ella el contenido
de su sombrero.
—¡Ah, ah! ¡Bueno, masa! Bob beber mucho más.
Y volvió a exponer a la lluvia el chambergo vacío, pero ya no pudo recoger
una gota más, y exclamó entonces:
—¡Ay, ay! Lluvia acabar, no venir agua.
En efecto, después de un postrer estampido, pues no había dejado de
retumbar mientras duró el aguacero, el trueno y la lluvia cesaron a la vez, con la
misma presteza con que habían empezado; mas ya no necesitábamos más agua,
porque habíamos saciado la sed y llevábamos las botas bien repletas. Entonces dije
a mis compañeros:
—Ahora hay que comer un bocado y partir de prisa en busca de Marshall.
El ágape duró unos minutos, pues se compuso exclusivamente de un pedazo
de carne seca de bisonte. Luego montamos a caballo Sam y yo y partimos,
demostrando Bob ser tan buen corredor que no se quedaba a la zaga.
Claro está que la lluvia había borrado las huellas de los viajeros; pero ya
conocía yo la dirección que habían tomado, y no tardamos mucho en encontrar en el
suelo una calabaza vacía que sin duda había sido arrojada por alguno de la
comitiva.
La faja de cactos debía de extenderse en largo trecho, de Este a Oeste, pues el
trozo incendiado era interminable. Esto me complacía en extremo, pues permitía
suponer que el beneficio de la lluvia habría llegado también a los expedicionarios.
Por último, dio fin la faja incendiada y poco después distinguí en lontananza un
grupo que parecía componerse de hombres y caballos. Miré con el catalejo y pude
contar nueve hombres y diez caballerías. De los primeros, ocho estaban
acurrucados en el suelo, mientras otro a caballo venía en línea recta hacia nosotros.
De pronto debió de vernos, porque se detuvo; con mi anteojo pude observar que el
jinete era nada menos que Bernardo Marshall.
Comprendí cuál era su propósito. Debió de hallarse antes en tal estado de
lasitud y abatimiento que no se dio cuenta de la desaparición de su fiel servidor;
pero, reconfortado por la vivificante lluvia, había recuperado sus facultades
mentales y reconocido como un deber sagrado partir en busca del perdido negro.
Así se explicaba que llevase de la rienda otro caballo. El hecho de que en obra tan
meritoria no le acompañara nadie, me impresionó desagradablemente y habría
apostado ciento contra uno a que la expedición estaba compuesta de yanquis, para
quienes la existencia de un negro, y sobre todo de un criado, tiene menos
importancia que una nuez vana.
El joven nos contempló atentamente y luego llamó a voces a sus compañeros,
que montaron en seguida a caballo y se echaron a la cara los rifles.
—Adelántate, Bob, a darles el alto —ordené al negro.
Éste emprendió veloz carrera, mientras nosotros le seguíamos al paso.
Cuando Marshall vio a su negro, cesó su desconfianza, lo cual conocimos en que
toda la comitiva se apeó, y nos esperó en actitud pacífica. Como Bob nos llevaba
escasa delantera, pudimos oír que decía a su amo:
—¡Masa Bern, no tirar, no matar! Venir hombres mucho buenos y guapos; ser
masa Charley que sólo matar indios y pillos; pero ser amigo de gentleman y nigger.
—¡Charley! ¿Es posible? ¿Eres tú? —exclamó en el colmo del asombro el
joven joyero, mirándome atentamente.
Yo me había presentado en su casa algo más gentlemanlike de lo que se estila
en la pampa, y no es fácil reconocer, al cabo de meses de no haberla visto, en un
rostro cubierto de espesa y enmarañada pelambrera, una fisonomía rasurada.
Además, como nunca me había visto en mi facha actual, no me ofendió poco ni
mucho que desde lejos no me conociera.
Capítulo 6
Los estacadores
En esto me había acercado a unos treinta cuerpos de caballo, y Marshall
pudo convencerse de que Bob le había dicho la verdad. En dos segundos se
encontró a mi lado y desde su caballo me tendió la mano afectuosamente:
—¿Charley? ¿Pero es de veras? ¿Eres tú? ¡Si yo tenía entendido que
proyectabas ir a Fort-Benton y a las Montañas Nevadas! ¿Cómo es que ahora te
encuentro en el Mediodía?
—Estuve donde tú dices, Bernardo; pero hacía tanto frío que decidí buscar
comarcas más templadas. Pero, ante todo, Dios te guarde en el Estacado. ¿Quieres
presentarme a tus compañeros?
—Naturalmente, Charley; te aseguro que prefiero tu encuentro al hallazgo
de mil dólares. Apéate y aproxímate un poco.
Luego fue diciendo mi nombre a sus compañeros y los de éstos a mí, y acabó
por soltarme un verdadero chaparrón de preguntas a las cuales hube de contestar
como Dios me dio a entender. La expedición, además de él y su criado, se componía
de yanquis, de los cuales cinco eran viajantes en pieles y los otros tres iban tan
recargados de armas que no podían ser genuinos westmen. Sin duda eran los
tratantes de que me había hablado Bob; pero que tenían más bien aspecto de
aventureros de los que abundan por el Oeste y van a salto de mata, procurando
retener la fortuna, sea por medios legítimos o por medios ilegítimos, según se tercie.
El mayor de los viajantes, a quien me presentaron como míster Williams, hacía de
jefe de la expedición y parecía ser un mapache legítimo, como suele decirse en el
Oeste. Este Williams, en cuanto hube contestado a las preguntas más perentorias de
Bernardo, se volvió a mí, pues el pequeño Sam no debió de infundirle el menor
respeto, diciendo:
—Sabemos poco más o menos quién es usted y de dónde viene. Ahora me
falta averiguar adónde va usted.
—Acaso al Paso del Norte, o acaso a otro lado, según como se presenten las
cosas.
No juzgué conveniente darle por entonces más pormenores.
—¿A qué se dedica usted?
—A ver mundo.
—¡Diablo! Ése es un oficio muy divertido y que no exige gran esfuerzo. Por
lo visto, serán ustedes gente de posibles; se conoce en las ricas armas que gastan
ustedes.
En este punto se equivocaba de medio a medio, pues todos mis bienes los
llevaba encima, fuera de algunas cosillas que me había dejado en casa. Sea como
fuere, me desagradó la observación, tanto como la mirada inquisitiva con que la
acompañó y el tono, entre burlón y ansioso, con que la expresaba. Aquel hombre
era muy imprudente, y a pesar de su aspecto de persona cabal no me inspiraba la
menor confianza, por lo cual me propuse no perderle de vista y contesté de un
modo tan ambiguo que ni afirmaba ni negaba.
—Me parece que en el Estacado lo mismo da ser pobre que rico.
—En eso tiene usted razón. Hace media hora estábamos todos a las puertas
de la muerte, y por un verdadero milagro nos hemos salvado.
—¿Qué milagro ha sido ése?
—El de la lluvia, naturalmente. ¿Acaso vienen ustedes de tan lejos que no les
haya tocado?
—¡Claro que nos ha tocado; como que hemos sido nosotros los que hemos
hecho llover!
—¿Ustedes? ¿Qué quiere usted decir?
—Que estábamos tan agotados por la sed como ustedes mismos, y
viéndonos perdidos, nos hemos decidido a provocar una tempestad con truenos,
rayos y lluvia.
—¡Eh, señor mío! No creo que nos tenga usted por gente que se trague esas
bolas, pues de continuar así lo pasaría usted muy mal y no daría yo un ochavo por
su pellejo. Seguramente ha estado usted a orillas del Lago Salado, en Utah, y
pretende usted echárselas de «santo de los últimos días», que saben hacer milagros
y prodigios de ese género.
—En efecto, he estado donde usted dice, pero no tengo nada que ver con los
«últimos días», sino con el día presente y con ustedes. ¿Nos permitirán ustedes
agregarnos a su expedición?
—¿Por qué no? Sobre todo, siendo usted conocido de míster Marshall… Pero,
dígame: ¿cómo se han atrevido ustedes a internarse los dos solos por el Llano
Estacado?
Yo, guiándome por el recelo que había despertado en mí, me las eché de
irreflexivo y falto de experiencia, contestando:
—¿Y qué osadía requiere eso? El camino está bien marcado por las estacas, y
el que entra sabe ya por dónde salir.
—Válgame Dios, ¡qué ligero es usted! ¿Ha oído usted hablar, por ventura, de
los stakemen?
—¿Qué gente es ésa?
—¡Ya me lo figuraba! Pero prefiero no hablar de ella, pues no conviene
nombrarlos ni en broma. Sólo he de advertir a ustedes una cosa: para atreverse a
penetrar solo en el Estacado hay que tener las agallas de un Old Firehand o un Old
Shatterhand, o la experiencia y malicia de un Sans-ear, el viejo desorejador de los
indios. ¿Ha oído usted hablar de algunos de esos hombres?
—Puede; pero ya lo he olvidado. ¿Cuánto tiempo necesitamos aún para salir
de este páramo endiablado?
—Dos días.
—Entonces, no vamos bien…
—¿Cómo no?
—Porque me ha parecido que las estacas tomaban de repente la dirección de
Sudeste y no continuaban hacia el Sudoeste, como antes.
—Eso podrá parecerle a un inexperto como usted; pero no a un viajero harto
de correr mundo, como yo, y que conoce el Llano Estacado como su propia casa.
Mi recelo, al oírle, iba en aumento. Si tan experto era, no podía ignorar que
había ido descaminado. Quise hacer otro avance preguntándole:
—¿Cómo es que la Compañía de las pieles le envía a usted al Mediodía
cuando es sabido que en el Norte hay más pieles que en el Sur?
—¡Caramba, qué listo es usted! Piel es pellejo y pellejo es piel. Sin contar con
que por aquí hay también osos grises y negros, racoons (mapaches), opossums
(zarigüeyas) y otros animales peludos en abundancia. Vamos al Sur a buscar un
millar de pieles de bisonte, para cuando este animal haga su emigración de otoño.
—Ya comprendo; sólo que a mí me parecía que podrían ustedes
procurárselas más fácilmente allá arriba, en los Parks y sus alrededores. Claro está
que como viajante en pieles, no tiene usted que temer ningún mal encuentro con los
indios. Me han dicho que esa Compañía emplea sus viajantes a la vez como correos
y peatones, y que una carta de la Compañía es el mejor talismán contra las malas
intenciones de los pieles rojas; ¿es verdad?
—En efecto, nosotros, en vez de temer enemistad por parte de los indios,
podemos contar siempre con su auxilio.
—Entonces será porque esté usted también provisto de esas cartas…
—¡Claro está! Me basta enseñar el sello para que todo indio me ofrezca
protección.
—Me inspira usted curiosidad; me gustaría ver uno de esos misteriosos
sellos.
Noté entonces que el hombre se azoraba, aunque trataba de ocultarlo,
tomando una actitud colérica.
—¿Ha oído usted hablar alguna vez del secreto de la correspondencia?
Solamente estoy autorizado para enseñarlo a los indios.
—Yo no pretendo leer la carta; me basta ver el sello, pues al fin podría usted
verse en el caso de tener que identificarse también ante blancos.
—En tal caso responden por mí mis armas: téngalo usted presente.
Yo puse una cara como si su contestación me dejara aplastado, y callé
fingiendo un azoramiento extraordinario. El pequeño Sam guiñó los ojos, pero no a
mí, sino a su yegua, pues lo primero nos habría comprometido, dándome a
entender así que estaba conforme con mi actitud, y yo, volviéndome a Marshall, le
dije:
—Bob me ha referido el objeto de tu viaje. ¿De modo que no has encontrado
huella alguna del asesino que te ha arruinado?
—Ni rastro; debieron de ser varios los que dieron el golpe.
—¿Dónde se encuentra Allan?
—En San Francisco; por lo menos de allí procedían sus cartas.
—Entonces pronto estarás a su lado. ¿Piensas seguir andando o hacer noche
aquí?
—Se ha dispuesto que acampemos aquí.
—Pues entonces voy a desensillar mi caballo.
Me levanté a hacer lo que decía y a dar, además, a mi mustango un puñado
de maíz. Sam hizo lo mismo con su yegua, guardándonos ambos de cambiar una
sola palabra. Verdad es que no era necesario, pues nos entendíamos con los ojos.
Cuando dos cazadores del Oeste pasan unas cuantas semanas juntos, se leen
mutuamente los pensamientos en la mirada, sin necesidad de hablarse. Tampoco
con Marshall cambié impresiones, ni en secreto ni en voz alta. Pasó el resto del día
en conversaciones indiferentes y generales hasta entrar la noche.
—Reparta usted la centinela —indiqué a Williams—, pues estamos muy
cansados y nos es preciso dormir.
El interpelado lo hizo así, pero observé que ninguno de los dobles puestos de
centinela estaba compuesto por mí o Sam o Marshall con alguno de los viajantes, lo
cual acabó de ponerme en guardia.
—Échate a dormir en medio de ellos, para que no puedan hablar en secreto
—cuchicheé al oído de Marshall, quien me miró asombrado por tan misteriosa
orden, pero la cumplió sin vacilar.
Los caballos se echaron también, puesto que no había pasto para ellos. Yo fui
a acomodarme como de costumbre al lado de mi mustango, para que su cuerpo me
sirviera de almohada mientras los demás formaban un círculo y empleaban las
sillas de montar para el mismo objeto. Yo tenía mis razones para adoptar aquella
determinación, y Sam, sin que le hiciera yo la menor seña, adivinó mi deseo y se
colocó de tal modo entre los viajantes, que éstos no podían comunicarse sino
cuando estuvieran de centinela.
Aparecieron las estrellas; pero a causa tal vez de la lluvia, surgía del suelo
una neblina extraña, que impedía que su luz llegara hasta nosotros con la claridad y
el fulgor de otras veces.
Dos de los llamados viajantes hacían la primera guardia, que transcurrió sin
el menor incidente. Williams y el más joven de sus compañeros tenían la segunda, y
cuando les tocó la vez estaban tan despiertos como si fuera de día. Levantáronse los
dos y empezaron a pasear, describiendo cada uno un semicírculo alrededor de
nosotros; pero yo me fijé muy bien en los puntos en que se encontraban a cada
vuelta, uno de los cuales coincidía exactamente junto al caballo de Bob, y esto me
pareció una circunstancia favorable, pues no era de suponer que al negro le
hubieran dado un buen caballo pampero, de cuyo delicado instinto hay que
guardarse mucho.
Yo no podía distinguir, desde mi sitio, si los centinelas se hablaban al
encontrarse; sin embargo el modo de pisar el suelo a cada encuentro me
demostraba que se decían algo en voz baja. La vida en la pampa me había afinado
de tal modo el oído, que éste me decía que, o mucho me equivocaba, o tenía que
habérmelas con dos pillos de cuidado.
A rastras, y con grandes precauciones, me trasladé hasta llegar junto al
caballo de Bob, que era un jaco confiado y paciente, tanto que ni con un leve
resoplido o movimiento descubrió mi presencia, y pude apretar mi cuerpo contra el
suyo para ocultarme, de tal manera, que yo no temí que me descubrieran.
En aquel mismo instante llegaban Williams por un lado y su compañero por
el opuesto. Antes que se volvieran oí claramente estas palabras:
—Yo a él; tú al negro.
Era Williams quien las pronunciaba, y al volverse a encontrar, añadió:
—También ellos.
Esto me demostraba que su compañero le habría hecho al otro extremo de su
paseo alguna pregunta referente a Sam y a mí. Cuando volvieron a encontrarse les
oí otra vez:
—¡Bah! Uno es pequeñín y el otro… Además, mientras duermen…
Lo de pequeñín se refería seguramente a Sam, y con «el otro» me indicaban a
mí. No cabía duda: proyectaban deshacerse de nosotros, aunque no me explicaba
por qué. De nuevo volvieron a acercarse los centinelas y entendí claramente:
—¡Los tres!
Acaso habían tratado de si los tres comerciantes iban a seguir nuestra suerte
o no. Por lo visto aquellos cinco viajantes tenían el propósito de caer sobre nosotros
y asesinarnos mientras dormíamos. ¿Cinco contra cinco? El triunfo era seguro, pero
nos habrían dejado secos sin exponerse a recibir un mal rasguño, si no me da la
ocurrencia de espiarlos. En esto volvieron a juntarse aquellas hienas del desierto,
una de las cuales susurró:
—Ni un minuto antes, y basta de palabras.
La interesante conversación terminó, efectivamente, y yo pude colegir que la
última orden del jefe debía de referirse a la hora en que se había de cometer el
crimen. ¿Cuál sería? La matanza había de ejecutarse mientras durmiéramos; pero
¿había de ser aquella misma noche o a la siguiente?
Valía más ir sobre seguro, y admitir que fuese aquella noche; y como a los
dos bandidos les tocaba velar aún un cuarto de hora, apremiaba el tiempo para
tomarles la delantera.
Me preparé al asalto. Volvieron a encontrarse sin decirse ya una sola palabra;
dieron ambos la vuelta al mismo tiempo y al pasar Williams a mi lado me puse en
pie de un salto y le eché la mano izquierda al cuello sin dejarle respirar y con la
derecha le di tal puñetazo en la sien que se deslizó al suelo de entre mis manos,
como una masa inerte.
Yo continué el paseo en su lugar hasta topar en el extremo opuesto con su
compañero. Este, completamente ajeno a lo que ocurría, avanzó sin fijarse en la
sustitución, y en cuanto le tuve al alcance de la mano repetí con él el procedimiento
empleado con Williams. Diez minutos estarían atontados, y había que
aprovecharlos debidamente. Me acerqué al grupo de los durmientes, de los cuales
sólo dos estaban despiertos, Sam y Bernardo, a quien mi orden, para él
incomprensible, había quitado el sueño.
Deshice mi lazo de la cintura y Sam hizo lo propio.
—Solamente hay que atar a los tres viajantes —les dije en voz baja, y luego,
alzando la voz, añadí—: ¡Arriba todo el mundo!
Todos se pusieron en pie, incluso Bob, el negro, y en el mismo instante
nuestros lazos se arrollaban alrededor del pecho y los brazos de dos de los viajantes,
apretando las correas de tal modo que quedaron los dos imposibilitados para
defenderse. Bernardo Marshall, sospechando más bien que comprendiendo la
verdad, sujetaba al otro viajante, hasta que acudí yo a atarlo con su propio lazo.
Todo se ejecutó con tal rapidez, que ya estábamos listos, cuando uno de los
comerciantes fue a coger su rifle, gritando:
—¡Traición! ¡A las armas!
Sam rompió a reír, diciéndole:
—Deje usted ese chisme, amigo, pues a lo mejor le va a faltar a usted la yesca.
¡Ji, ji, ji!
El prudente Sam, durante mi acecho se había entretenido en quitarles los
gatillos a los rifles de los comerciantes, prueba evidente de lo compenetrado que
estaba conmigo, aunque todo ello se había llevado a cabo sin hablarnos.
—No temáis, pues no os ha de ocurrir nada malo —añadí yo, para
tranquilizar a los comerciantes—. Esta gentuza tenía el proyecto de asesinarnos a
todos, por lo cual nos hemos apresurado nosotros a ponerlos en situación de que no
puedan conseguirlo.
A pesar de la oscuridad que reinaba pude leer el terror que causó mi
declaración. Bob se me acercó asustado, preguntándome:
—Masa ¿también querer matar Bob?
—También a ti.
—Entonces morir ellos; colgar ellos en el Estacado, en palos muy altos.
Los criminales no decían una palabra; debían de contar con la ayuda de los
centinelas.
—Bob, allá abajo yace Williams y allí el otro; tráelos —ordené al negro.
—¿Ya muertos? —preguntó Bob.
—No; solamente desvanecidos.
—Ir allá.
El gigantesco negro cargó a los dos bandidos uno tras otro sobre su enorme
espalda y los echó luego a mis pies como si fueran dos fardos. Los atamos
inmediatamente, y una vez hecho esto, pudimos explicarnos y revelar a los tres
comerciantes lo ocurrido. Éstos se pusieron furiosos al oírme y votaron por la
muerte inmediata de los viajantes. Hube de contenerlos diciéndoles:
—También la pampa tiene su código y sus leyes. Si los tuviéramos delante de
nosotros armados, es decir, si nuestra propia salvación dependiera de su muerte,
podríamos matarlos sin contemplaciones; pero tal como están las cosas, nos
guardaremos mucho de cometer un crimen, asesinándolos sin más ni más. Es
preciso, por de pronto, formar un tribunal que los condene legalmente.
—¡Oh, oh, sí, sí, un tribunal! —gritó el negro entusiasmado—. Y Bob los
ahorca a los cinco.
—Ahora no. Es de noche y no tenemos hogueras que nos alumbren.
Aguardemos el nuevo día. Somos siete; cinco pueden descansar tranquilamente,
mientras los dos restantes vigilan a los prisioneros.
Trabajo me costó hacer que prevaleciera mi deseo, pero conseguí por fin que
cinco se acostaran en sus mantas y yo hice la centinela con uno de los comerciantes.
Al cabo de una hora fuimos relevados. Sam se encargó él solo de la vigilancia, pues
ya empezaba a clarear y bastaban sus dos ojillos para cuidar de la seguridad
general.
Durante la noche ninguno de los prisioneros chistó; pero cuando nos
levantamos observé que tanto Williams como su compañero habían recuperado el
sentido. Comenzamos por desayunarnos y dar de comer a los caballos y luego se
trató de la formación del tribunal.
Sam me señaló a mí y dijo:
—He aquí el sheriff, que abrirá la audiencia, por ejemplo.
—No, Sam; yo no he de presidir el acto, sino tú.
—¿Yo? ¡Qué disparate! ¡Sam Hawerfield magistrado! Los que escriben libros
son los llamados a esas funciones.
—Yo no soy ciudadano de los Estados Unidos y hace menos tiempo que tú
que estoy en la pampa. Si tú no quieres, lo será Bob.
—¡Un negro haciendo de juez! ¡Imposible! Sería la diablura más grande que
hubiéramos podido cometer en este arenal diabólico; y ya que tú te empeñas en
negarte, no tendré más remedio que hacerlo yo, por ejemplo.
Y tornando la actitud propia de un juez se colocó en el centro del ruedo con
una majestad que indicaba bien a las claras que el tribunal pampero podía competir
ventajosamente con el de cualquier país civilizado. Luego, volviéndose a los
comerciantes, les ordenó:
—Tomen asiento, señores, pues va a abrirse la sesión, en que todos ustedes
serán jurados, mientras que Bob permanecerá en pie por sus funciones de
gendarme.
Bob, al oírlo, se apretó el cinto en que llevaba su machete y trató de dar a su
rostro una expresión adecuada a tan elevado cargo.
—Gendarme, suelta las ligaduras a los presos, pues en un país libre, hasta los
criminales deben gozar de libertad delante del juez.
—Mas si escapar… los cinco… —se atrevió a insinuar Bob.
—Obedece y calla —ordenó Sans-ear con voz de trueno—. Ninguno de los
acusados huirá, puesto que están desarmados y a los diez pasos caerían atravesados
por nuestras balas.
Bob soltó las correas y los presos se enderezaron, sin decir una sola palabra.
Todos nosotros teníamos los rifles amartillados, por lo cual no era de temer una
fuga. Sam tomó la palabra:
—Te llaman Williams. ¿Es ese tu nombre verdadero?
El interpelado contestó con voz ronca de rabia:
—No pienso contestar. Vosotros sí que sois asesinos que nos habéis
sorprendido, y debierais comparecer ante un tribunal pampero.
—Haz lo que gustes, amiguito, que para eso dispones de tu libre albedrío;
pero te advierto que el que calla otorga, de modo que tu silencio equivale a una
confesión. ¿Conque eres de veras viajante?
—Sí.
—Pruébalo. ¿Dónde está tu documentación?
—En ninguna parte.
—Está bien; eso basta y sobra para que esté convencido de lo que eres.
¿Quieres decirme ahora lo que hablaste anoche con tu compañero de centinela?
—Nada. No cruzamos una sola palabra.
—Este honrado caballero os sorprendió y escuchó todo cuanto dijisteis.
Vosotros no sois westmen, porque un verdadero corredor de la pampa habría
organizado el asalto de un modo más conveniente.
—¿Que no somos westmen? Por el diablo, ¡acabad de una vez esta ridícula
comedia y entonces os demostraremos que no os tememos! ¿Quiénes sois vosotros
para echároslas de personajes? Greenhorns que nos han atacado mientras
dormíamos, con objeto de saquearnos y matarnos.
—No te acalores inútilmente, amiguito. Yo te explicaré quiénes son los
greenhorns que van a decidir aquí de tu vida o de tu muerte. Este caballero, después
de espiaros, os ha derribado a ti y a tu compañero de un solo puñetazo a cada uno,
haciendo, por ejemplo, la operación con tal corrección y limpieza que no se enteró
nadie, ni siquiera los interesados; y al que posee unos puños tan eficaces se le llama
Old Shatterhand. Y ahora, contemplad un rato al presidente. ¿Creéis que un
hombre a quien los navajos cortaron las orejas se puede llamar Sans-ear? Pues aquí
tenéis a esos dos de quienes decíais que eran los únicos que podían atreverse a
penetrar solos en el Llano Estacado. Además, es una realidad auténtica que ayer
mandamos llover: ¿quién sino nosotros iba a tener poder para tanto? ¿Por ventura
habéis oído decir alguna vez que en el Llano Estacado haya caído agua por su
propio gusto?
La impresión que nuestros nombres causaron en los salteadores no tuvo
nada de satisfactoria ni reconfortante. Williams tomó la palabra; había calculado la
situación y precisamente nuestros nombres despertaron en él la esperanza de que
no tenía que temer por nuestra parte ninguna violencia.
—Si realmente sois los que decís, podemos contar con que se nos tratará con
justicia. Por eso he resuelto decir la verdad. Yo llevaba antes otro nombre que el de
Williams, pero eso no es delito, porque vosotros también usáis los apodos de Old
Shatterhand y Sans-ear que no son vuestros apellidos. Cada cual puede usar el
nombre que mejor le cuadre.
—Bien; pero no estás en el banquillo de los acusados por lleva otro nombre.
—Ni tampoco podéis probar que seamos asesinos, pues ni hemos cometido
ni pensamos cometer ningún crimen. Es verdad que cruzamos unas cuantas frases
respecto a un asesinato; pero sin nombrar a nadie.
El buen Sam se quedó un momento pensativo y luego observó bastante
mohíno:
—En efecto, no citasteis nombres, pero por vuestras palabras se colegía bien
a quién os referíais.
—Una consecuencia no es una prueba y menos un hecho. El tribunal de la
pampa es digno de alabanza; pero ni aun éste puede condenar sin pruebas; las
suposiciones no bastan para ahorcar a un hombre. Hemos recibido a Sans-ear y Old
Shatterhand, concediéndoles hospitalidad en nuestro campamento, y ellos en
recompensa intentan matarnos siendo inocentes. Esto se comentaría desde el Gran
Lago hasta el Misisipí y desde el Golfo de Méjico hasta el Río de los Esclavos, y todo
el que lo oyera diría que los dos famosos cazadores se han convertido en asesinos y
ladrones.
Yo hube de confesarme interiormente que el granuja llevaba muy bien su
propia defensa, y Sam se vio de tal modo sorprendido por ella, que se puso en pie
de un salto, diciendo:
—¡Demonios! Eso no lo dirá nadie, porque no pensamos condenaros. Sois
libres, completamente libres por lo que a mí toca; y los demás ¿qué opinan?
—Conformes: quedan libres por no habérseles probado delito
—respondieron los comerciantes, que desde el principio estaban poco convencidos
de la culpabilidad de los supuestos viajantes.
—Tampoco yo, una vez oídos, me atrevo a sostener la acusación —observó
Bernardo—. Poco nos importa lo que sean y cómo se llamen, y respecto de lo demás
sólo nos hemos basado en suposiciones; pero no en pruebas fehacientes.
Bob, el negro, puso una cara muy extraña al ver que iba a privársele del
gusto de ahorcar a los delincuentes. En cuanto a mí me satisfizo el curso que había
seguido el debate, previsto ya por mí, que por ello había aconsejado la demora de la
ejecución y cedido la presidencia al bueno de Sam; el cual para cazador de la selva
tenía una astucia extraordinaria, pero carecía de la habilidad necesaria para lograr
que un asesino confesara su delito por medio de interrogatorios y careos. En la
pampa se tiene continuamente la vida pendiente de un cabello. ¿A qué, pues,
destruir cinco existencias sin que la propia defensa obligue a ello? Tanto más cuanto
que, en caso de condenar por sólo las intenciones, habría que matar a todo enemigo
que nos saliera al encuentro. Yo no tenía interés en que aquellos hombres salieran
del mundo de los vivos; pero lo tenía muy grande en nuestra seguridad personal, y
ésta podía garantizarse empleando medidas apropiadas. Sin embargo, tampoco
quería que Sam quedara sin lección por haberse dejado arrancar una gracia que sólo
debían agradecer a nuestra magnanimidad y misericordia. Así fue que al volverse a
mí para pedirme mi parecer, le contesté:
—¿Recuerdas, Sam, las grandes ventajas de tu Tony?
—¿Cuáles?
—Una la de no tener aserrín en la mollera.
—La recuerdo, y parece que tú no lo olvidas; pero ¿qué culpa tengo yo de
haber nacido para cazador y no para juez? Tú habrías estrujado a esa gente hasta
que cantara: ¿por qué no quisiste hacerlo? Ahora ya los he declarado libres y no
puedo volverme atrás, porque sólo tengo una palabra.
—Lo comprendo, y así mi parecer no sirve de nada. Quedan absueltos en lo
referente a la acusación de asesinos; pero hay otras cosas que ventilar. Míster
Williams, ahora seré yo el que le interrogue a usted, y de su contestación depende
su suerte. ¿En qué dirección se llega antes al río Pecos?
—En línea recta al Oeste.
—¿Cuánto tiempo se necesita para llegar?
—Dos jornadas.
—Yo os tengo a vosotros por stakemen, por más que hayáis querido
asustarnos con ellos, y aun después de haber visto que con vuestros compadres
tomabais el camino verdadero. Resuelvo, pues, que permanezcáis con nosotros dos
días más, pero en calidad de prisioneros. Si al cabo de ese tiempo no llegamos al río
Pecos, daos por perdidos, pues yo mismo os echaré el lazo al cuello u os meteré una
bala en los sesos. Ahora sabéis lo que os aguarda. Atad a esta gente a sus propios
caballos, y en marcha.
¡Oh, ah! Eso ser bueno —murmuró Bob—. Si no llegar al río, Bob ahorcarlos
todos.
Al cabo de un cuarto de hora, todos estábamos en camino, llevando a los
presos en el centro. Bob no parecía dispuesto a renunciar a su oficio de gendarme,
pues no se separaba un minuto de los acusados, a quienes sujetaba a una vigilancia
estrechísima. Sam mandaba la retaguardia y Bernardo y yo íbamos a la cabeza de la
expedición.
Nuestra conversación se reducía a discutir los acontecimientos, aunque yo
no me encontraba dispuesto a extenderme mucho sobre ellos Por fin, dejando el
tema de los viajantes, me dijo Bernardo:
—¿Pero es verdad lo que asegura Sans-ear de que has hecho llover?
—Sí.
—Pues no lo entiendo, aunque no dudo un momento de tu seriedad.
—Hice llover para salvarnos a todos.
Y entonces le expliqué el sencillo procedimiento con ayuda del cual los
santones de algunos pueblos salvajes logran granjearse la fe y veneración de sus
fieles.
—De modo que te debemos la vida, pues indudablemente habríamos muerto
de sed en el sitio en que nos encontrasteis.
—De sed o a mano airada. Fíjate en las alforjas de esos supuestos viajantes;
mira qué bien provistas se hallan de botas de agua. No han padecido ellos sed; te lo
aseguro. Merecían un tiro cada uno como perros hidrófobos, y no tendría
inconveniente en pegárselo si no me repugnara derramar sangre humana. ¿Cómo
se llama el más joven, el que hacía de centinela con Williams?
—Meercroft.
—Nombre supuesto, seguramente. Ese mozo, a pesar de sus pocos años, me
parece el más peligroso de los cinco, y juraría que ya he visto yo esa cara en
circunstancias muy poco recomendables para él. ¡Ay de ellos si no llegamos al río
en el tiempo señalado! Pero hablemos ahora de tu desgracia; dame pormenores del
asesinato de tu pobre padre y del saqueo de la casa.
—No puedo darte más de los que ya conoces. Alían había ido a San Francisco
para hacer compras de metales preciosos, y mi padre y yo quedamos con Bob y el
ama de llaves en la casa, pues los obreros y dependientes pasaban la noche en sus
domicilios. Después de cenar salía mi padre, invariablemente, todas las noches, a
dar un paseo, como ya sabes, y una mañana nos lo encontramos muerto en el
vestíbulo de la casa, que estaba cerrada; pero los talleres y la tienda habían sido
abiertos y saqueados. Mi padre llevaba siempre consigo la llave que abría todas las
puertas. Sin duda se la quitaron después de asesinarle, y con ella abrieron y se
apoderaron de todo sin el menor riesgo.
—¿No sospechas de nadie?
—Uno solo de los dependientes conocía el detalle de la llave; pero todas las
investigaciones de la policía han sido infructuosas. Los dependientes fueron
despedidos y ya no he vuelto a saber más de ellos. Como entre las joyas robadas
había muchas que estaban en depósito, yo me vi obligado a restituir su valor a sus
dueños y escasamente me he quedado con lo necesario para emprender el viaje a
California en busca de mi hermano, que de repente ha dejado de escribir y de quien
no he vuelto a tener noticias.
—¿Entonces no abrigas siquiera la esperanza de castigar al infame y de
recuperar algo de lo perdido?
—Ninguna. Los malhechores habrán huido del país con su botín; y aunque
yo hice publicar el crimen en todos los periódicos de Europa y América con una
minuciosa descripción de los objetos más valiosos, no servirá de nada, pues esos
desalmados tienen modos y maneras de librarse de la policía.
—Pues me gustaría leer tu relato.
—No hay inconveniente; llevo siempre conmigo el ejemplar del Morning
Herald por si lo necesitara.
Y metiéndose la mano en el bolsillo, sacó el periódico y me lo dio. Yo lo leí de
cabo a rabo y no pude menos de admirar esas disposiciones providenciales que el
incrédulo llama casualidades. Cuando hube terminado la lectura doblé el papel y se
lo devolví, diciéndole:
—Y si yo fuera capaz de describir al asesino, o por lo menos a alguno de sus
cómplices ¿qué dirías?
—¡Tú, Charley! —exclamó el joven estupefacto.
—Sí, yo. ¿Y si además pudiera devolverte gran parte de lo robado?
—No te burles de mí, Charley, te lo ruego. Tú estabas en la pampa cuando
ocurrió la catástrofe; ¿cómo ibas a lograr lo que no hemos conseguido los que
estábamos en el sitio mismo?
—Bernardo, yo soy un hombre rudo; pero te digo que bien haya quien logra
salvar entre los embates de la vida la fe y las creencias de su infancia,
conservándolas hasta la edad madura. Hay un Ser que vela sobre todos nosotros,
cuyo poder guía las asechanzas del mal hacia el bien, y para quien no hay distancias
ni espacios, de modo que Louisville y la pampa quedan estrechamente unidos por
su mano. Si no, convéncete tú mismo.
Y saqué el taleguito de la pedrería, y se lo entregué.
Tomólo el joven con visible azoramiento, y al abrirlo vi que temblaba como
un azogado. Apenas hubo mirado al interior del saquito, exclamó, lanzando un
grito de alegría y sorpresa:
—¡Dios mío, nuestros diamantes! ¡Son los mismos! ¡Los conozco tanto!…
¡Señor, Señor! ¿Cómo es posible?
—¡Silencio! —le interrumpí bruscamente—. Domina tu impresión, pues los
que vienen detrás de nosotros deben ignorar todo esto. Si efectivamente es ésa la
pedrería robada, como yo creo también, escóndela lo mejor que puedas; y para que
no se te ocurra tenerme a mí por uno de los ladrones, voy a referirte de qué modo
ha llegado ese tesoro a mi poder.
—Charley, ¿qué dices? ¿Cómo iba yo a suponer ni por un momento…?
—¡Poco a poco! ¡Y sobre todo habla bajo! Chillas tanto que van a oírte.
El bueno de Bernardo se hallaba en una borrachera de alegría, rayana en
frenesí, harto comprensible, por lo demás. Yo me complacía en ella y lamentaba no
poder devolverle con la pedrería al padre que había perdido.
—Cuenta, Charley. Estoy ansioso por saber cómo han llegado a tus manos
estas piedras.
—En poco estuvo que también el malhechor cayera en poder mío, pues le
tuve a mi lado en la plataforma de la locomotora y de una patada le arrojé a la vía.
Sam le persiguió, y aunque no pudo darle alcance, yo no he perdido la esperanza de
echarle la mano encima y quizá muy pronto, probablemente a orillas del Pecos, por
lo cual me corre mucha prisa llegar a ese río. Seguramente habrá ido a refugiarse
allí, después de una nueva fechoría que ya veremos de poner en claro.
—Sigue, Charley, sigue.
Yo le referí entonces el asalto del tren por los oguelalás con todos los
incidentes que el lector ya conoce, y luego leí la carta que Patrick había escrito a
Fred Morgan, Bernardo me escuchó con gran atención, y en cuanto hube terminado,
observó:
—Le cogeremos, Charley, le cogeremos, y entonces tendrá que confesar qué
ha hecho del resto de lo robado.
—No vuelvas a gritar, Bernardo, pues aunque nos hallamos a bastante
distancia de nuestros prisioneros, aquí, en el Oeste, debe guardarse una reserva
impenetrable hasta en las cosas más sencillas, pues una imprudencia puede tener
consecuencias fatales.
—Pero ¿de veras me cedes esta pedrería sin poner condiciones ni exigir
nada?
—¡Claro está! ¿No es tuya?
—Charley, eres… eres… —y metiendo la mano en el bolso sacó uno de los
diamantes más gruesos, añadiendo—: Hazme la merced de aceptar esto, como
recuerdo mío.
—Me guardaré muy mucho, Bernardo. Además no tienes derecho a regalar
nada, porque esas piedras pertenecen también a tu hermano.
—Allan aprobará lo que yo haga.
—Es posible, y así lo creo; pero piensa que esas piedras constituyen sólo
parte de lo que habéis perdido. Quédate, pues, con ese diamante y si algún día, al
separarnos, quieres obsequiarme con algún recuerdo, aceptaré gustoso cualquier
otro objeto que no tenga otro valor que el de tu amistad y afecto. Mas ahora sigue
adelante, que yo me quedo a esperar a Sam.
Le dejé solo con sus risueños pensamientos y esperé a que Sam, que venía a
retaguardia, me alcanzara. Al llegar junto a mí, me preguntó vivamente:
—¿Qué cosas tan extraordinarias estabas tratando con ese joven?
Manoteabais tanto, que parecía como si fuerais a armar un carroussel.
—¿Sabes quién fue el asesino de Marshall?
—¿Lo has adivinado tú?
—Sí.
—Bien hecho; eres un hombre de grandísimo talento. Lo que a otro le cuesta
años huronear, lo consigues tú durmiendo a pierna suelta. A ver ¿quién fue?
Contando con que no vayas equivocado…
—Pues nadie más que Fred Morgan.
—¿Fred Morgan? Charley, te creo siempre a pie juntillas; pero esta vez me
parece que te equivocas. Morgan es un granuja entre los westmen, pero al Este no ha
ido él nunca.
—Será lo que tú quieras; pero el hecho es que los diamantes que le quité son
de Marshall, y ya se los he restituido a Bernardo.
—Si has hecho eso será porque estarás plenamente convencido de lo que
dices. ¡Cuánto se habrá alegrado, pobre chico! Y eso es un motivo más para que le
digamos a ese canalla unas cuantas palabras al oído. Cuento con hacer dentro de
poco en mi escopeta las últimas entalladuras.
—Y cuando le hayamos encontrado y dado su merecido ¿qué más hay que
hacer?
—¿Que qué más? ¡Vaya! ¡Pues si yo he venido al Mediodía sólo por el gusto
de verle, y no habría parado hasta Méjico, el Brasil y la Patagonia con tal de echarle
la vista encima! Así es que si me le encuentro aquí me excuso de viajar tanto y
puedo irme donde me plazca. Ahora, por ejemplo, me gustaría dar una vuelta por
California, donde hay muchas cosas que ver.
—En ese caso iremos juntos. Ya me quedan pocos meses y no quisiera dejar
al buen Bernardo solo en esa peligrosa expedición.
—Perfectamente; estamos de acuerdo. Cuida tú de que salgamos con bien de
este maldito arenal y de la compañía de esa gentuza. Ahora me gusta todavía
menos que esta mañana, y especialmente la cara del más joven se me está sentando
en la boca del estómago. Tiene algo de esas carátulas que dan ganas de deshacerlas
a bofetadas, y no sé por qué me recuerda una que vi con ocasión de una infamia
muy grande.
—Lo mismo me pasa a mí. A ver si hacemos memoria para recordar dónde y
cuándo fue.
Capítulo 7
El botín destruido
Continuó el viaje sin otra interrupción hasta la noche, cuando hicimos alto,
cuidamos del ganado, comimos unos bocados de tasajo, y nos echamos a dormir.
Los supuestos viajantes fueron maniatados, y los centinelas que pusimos velaron
para que no se soltaran. Al romper el día emprendimos de nuevo la marcha y al
mediodía empezarnos a observar que el terreno era menos estéril que antes. Los
cactos parecían más jugosos, y de cuando en cuando veíamos surgir de la arena
algún tallo de hierba amarillenta que los caballos devoraban ansiosamente: Poco a
poco fueron espesándose, y el desierto empezó a convertirse en un prado, de modo
que nuestras caballerías nos obligaron a apearnos para satisfacer su hambre de
pasto verde y jugoso, al cual se precipitaron con verdadera furia. No convenía que
se excedieran y las trabamos para que sólo pudieran pacer hasta donde llegaba la
correa de las bridas. Podíamos estar seguros de que muy pronto hallaríamos agua,
y así no tuvimos que ahorrar la que llevábamos.
Mientras nos deleitábamos con la idea de haber salido del desierto, se acercó
Williams a decirme:
—Estará usted ahora convencido de que le dije la verdad.
—En efecto, así es.
—Pues en tal caso devuélvannos ustedes nuestros caballos y nuestras armas
y déjennos en libertad. No les hemos hecho a ustedes daño alguno y por lo tanto
tenemos derecho a ella.
—Es posible; pero como no soy yo el único que debe decidir, hablaré antes
con los demás.
Nos reunimos a conferenciar y empecé yo la consulta con el siguiente
prefacio:
—Señores, ya tenemos el desierto a la espalda y buen terreno a la vista, y es
cuestión de tratar si conviene que continuemos juntos el viaje. ¿Adónde pensabais ir
vosotros? —pregunté a los tres comerciantes.
—Nosotros vamos al Paso del Norte —contestó uno de ellos.
—Pues nosotros vamos a Santa Fe, de modo que hemos de tomar direcciones
opuestas. Segunda pregunta: ¿qué hacemos con los presos?
Después de una breve discusión, se acordó soltarlos aquel mismo día sin
esperar al siguiente, como habíamos convenido. Esta determinación no contrariaba
mis planes, de modo que procedimos a devolverles sus efectos, y en cuanto se
vieron libres echaron a andar. Al preguntarles hacia dónde se encaminaban
contestó Williams que seguirían el curso del Pecos hasta el Río Grande, donde se
proponían cazar bisontes. Cosa de media hora después partieron los tres
comerciantes y al poco rato desaparecían ambos grupos por el horizonte.
Nosotros nos quedamos en silencio, hasta que Sam lo interrumpió diciendo:
—¿En qué piensas, Charley?
—En que esos bandidos no se proponen ir al Río Grande, sino cerrarnos el
paso a Sante Fe.
—Lo mismo opino yo. La verdad es que ha sido un rasgo de ingenio hacerles
creer que vamos a Santa Fe. Ahora hay que pensar, por ejemplo, si nos conviene
más quedarnos aquí o seguir adelante.
—Yo creo que debemos quedarnos. No podemos pensar todavía en seguirlos,
porque suponen que lo haremos y se pondrían en guardia, y como tenemos todavía
que pasar muchos trabajos que tal vez no podrían soportar nuestros caballos, opino
que debemos seguir aquí hasta mañana, dándoles tiempo para que se repongan
paciendo a sus anchas.
—¿Pero y si vuelve esa gente y nos sorprende? —observó Marshall.
—Entonces tendríamos motivo para tratarlos como se merecen. Sea como
fuere, yo voy a salir ahora de exploración, ya que mi caballo es el más resistente.
Vosotros me aguardáis aquí hasta la noche, que es cuando pienso regresar.
Monté a caballo, y sin que me retuviera la oposición de Sam seguí las huellas
de los viajantes. Éstas se dirigían hacia el Sudoeste, tierra adentro, mientras que las
de los comerciantes se inclinaban más hacia el Sur.
Apreté el paso, pues los viajeros, que habían salido despacio, luego habían
acelerado la marcha, y tardé cerca de media hora en divisarlos. Yo sabía que
carecían de catalejos, y así pude distinguirlos con el mío sin exponerme a que me
vieran.
Al cabo de un rato vi, con sorpresa mía, que uno de los del grupo se
destacaba de él encaminándose en línea recta a Occidente, donde en lontananza
distinguí grupos de árboles que se introducían como cuñas en la pampa, señal
evidente de que existían arroyos y corrientes en el lugar indicado. ¿Qué hacer? ¿A
quién seguir? ¿Al grupo de los cuatro o al viajero aislado? Un presentimiento me
decía que éste tenía alguna secreta relación con nosotros. Podía serme indiferente
adónde fuera el grupo, pues se alejaba constantemente de nuestro campamento,
pero me interesaba, por creerlo de suma importancia para nosotros, averiguar
dónde se dirigía el viajero. Por eso le seguí.
Al cabo de unos tres cuartos de hora, le vi desaparecer en la arboleda. En
seguida puse a mi mustango al galope y di un rodeo para no delatarme a sus ojos en
caso de que volviera sobre sus pasos. No lejos del punto en que penetró en la
arboleda, llegué también yo a ella, y seguí internándome por la espesura hasta
encontrar un claro rodeado de arbustos, y cubierto de jugosa hierba, donde con
gran satisfacción mía hallé un manantial cristalino y puro. Me apeé y trabé al
caballo de modo que pudiese beber y pastar a su gusto; y después de beber yo de
aquella agua fresca y pura me encaminé en la dirección en que supuse hallaría las
huellas del jinete.
Así sucedió, y con gran asombro descubrí que por allí habían pasado varios
jinetes, formando una especie de camino de herradura que debía de ser muy
frecuentado. Me guardé muy bien de utilizarlo, pensando que acaso estuviera
custodiado y pudieran dispararme un tiro cuando menos lo pensara. Así es que
avancé paralelamente al jinete, a rastras por la maleza. De pronto me detuve al oír el
fuerte resoplar de un caballo.
Iba ya a dar la vuelta a un arbusto para ver dónde estaba el animal, cuando
tuve que retroceder rápidamente: delante de mí había un hombre echado en el
suelo, que con la cabeza oculta por las ramas vigilaba con gran atención el sendero,
desde el cual era imposible descubrirlo. Era, indudablemente, el centinela que yo
presumía y cuya presencia me hacía suponer la proximidad de toda una caravana.
No me oyó aquel hombre ni me vio, y yo retrocedí algunos pasos para dar un
rodeo, con tal suerte, que al cabo de cinco minutos tenía ya explorado todo el
terreno.
El sendero terminaba en un claro grande y ancho, cuyo centro se hallaba
formado por un matorral espeso y redondo, tan rodeado y enredado de lúpulo
silvestre, que lo hacía impenetrable.
De aquel matorral había salido el resoplido. Me deslicé rodeando el lindero
del claro con objeto de ver si daba con una abertura; pero no lo logré. Debía de estar
herméticamente cerrado por todas partes, pues en aquel momento sonó una voz a
la cual contestó otra, señal de que en aquel sitio se ocultaban algunos hombres.
¿Me atrevería o no a acercarme al matorral? Era peligroso, pero yo me decidí
a intentarlo. De un par de saltos crucé el claro por un punto en que no podía verme
el centinela, pues entre él y yo se interponía la espesura. Todo el trozo de matorral
que pude examinar sin exponerme a ser descubierto, era tan denso que no permitía
ver el interior. Solamente pegándome al suelo hallé una rendija junto a las raíces,
que acaso me permitiera introducirme en el matorral a guisa de reptil. Lo intenté,
muy lenta y trabajosamente al principio; pero al fin lo conseguí, y una vez salvado
cierto trecho, observé que aquella espesura, en otro tiempo compacta y maciza
como un muro, había sido cortada por dentro, de modo que en el centro formaba un
espacio abierto de treinta varas de diámetro y desde fuera permanecía
completamente cerrada por aquel espeso tejido de ramaje que hacía las veces de
pared de cal y canto. En un lado del claro había nada menos que dieciocho caballos
atados unos con otros. Cerca de mí escondrijo unos diecisiete hombres estaban
echados y el resto de aquel refugio se hallaba ocupado por montones de objetos
heterogéneos cubiertos con pieles de bisonte. Aquel lugar me hacía el efecto de una
guarida de ladrones en que se almacena el botín recogido en los saqueos.
Uno de los hombres, en quien reconocí a Williams, que era sin duda el que se
había separado del grupo de los supuestos viajantes, hablaba en aquel momento
con los demás. Haciéndome todo oídos para no perder una sola palabra de lo que
decía, oí lo siguiente:
—Uno debió de espiarnos, pues de pronto recibí un puñetazo en la cabeza,
que me tumbó patas arriba…
—¡Que te han espiado! —interrumpió en tono severo otro, que llevaba rico
traje mejicano—. Pues entonces di que eres un bruto de marca mayor, que no puede
seguir con nosotros. ¡Aquí se necesita gente lista, pero muy lista! ¿Cómo es posible
que le espíen a uno, sobre todo en el Estacado, donde no hay escondrijo alguno
donde ocultarse?
—Sé más indulgente, capitán —respondió Williams—. Si supieses quién fue,
confesarías que también a ti te hubiera pasado lo mismo.
—¡A mí! ¿Quieres que te meta una bala en el cuerpo? ¡Y lo peor ha sido no
que te hayan espiado, sino que te hayan tumbado de un puñetazo, como si fueras
un chiquillo, una mujercita!
Las arterias frontales de Williams se hincharon como si fueran a reventar. El
bandido contestó con voz bronca:
—Demasiado sabes que no soy gallina, y te aseguro que el que me tumbó a
mí también lo hace contigo de una sola guantada.
El capitán soltó una carcajada y le dijo:
—Sigue contando.
—También Patricio, que por ahora se llama Meercroft, fue derribado por sus
puños.
—¿Patricio, el de cráneo de toro? Y luego ¿qué pasó?
Williams fue refiriendo el suceso hasta llegar al momento en que dimos
suelta a los supuestos viajantes.
—¡Ah, granuja, esta vez sí que te salto la tapa de los sesos! ¿Pues no se deja,
el muy cobarde, llevando consigo a cuatro de los hombres más forzudos de la
compañía, maniatar por dos vagabundos, como si fuera un chiquillo que no ha
salido del regazo de su madre?
—Entérate primero, capitán, de quiénes eran los que nos vencieron, y juzga
luego. Al primero le llamaban Charley y al otro Sam Hawerfield. Y te aseguro que si
los dos se metieran aquí con el rifle en la mano y el cuchillo preparado, muchos de
los que están aquí no sabrían si defenderse o entregarse sin lucha, en cuanto vieran
en ellos a Old Shatterhand y Sans-ear.
El jefe se enderezó entonces, exclamando:
—¡Embustero! Lo que intentas es disculpar tu cobardía.
—Capitán, si miento pégame una puñalada, que no he de chistar, como
sabes.
—¿Entonces es verdad?
—Te lo juro.
—Si es así, no hay más remedio que acabar con ellos lo mismo que con el
yanqui y el negro, porque no pararán hasta que nos encuentren y nos exterminen;
los conozco.
—No piensan en semejante cosa, pues les corre prisa llegar a Santa Fe.
—¡Calla! Eres cien veces más tonto que ellos, y sin embargo no irías tú a
contarles tus proyectos de viaje. Yo conozco perfectamente el modo de ser de esos
cazadores del Norte. Si nos buscan, nos encontrarán, aunque anduviéramos por el
aire; no estamos ya en seguridad y quién sabe si a estas horas habrá alguno de ellos
escondido entre los zarzales para espiarnos y enterarse de lo que hablamos.
Al oír esto sentí un escalofrío que me recorría todo el cuerpo, mientras el
capitán continuaba:
—Sí; yo los conozco a fondo, pues pasé todo un año con el famoso Florimont,
a quien los blancos apodaban Track-smeller (Olfateador de huellas) y los indios
As-kolah (Corazón de oso). Él me enseñó todas sus triquiñuelas y fullerías. Por eso
repito que esa gente no piensa en ir donde ha dicho, y no dejará el campamento
hasta mañana. Saben que mañana encontrarán vuestras huellas, y además necesitan
dar descanso a sus caballos. De modo que mañana partirán y seguirán vuestras
huellas con nuevos bríos, repuestos de cuerpo y ánimo; y aunque acabemos con
ellos no será sin que a alguno de nosotros le cueste la pelleja. A mí me han dicho
que ese condenado de Old Shatterhand tiene un rifle con el cual se puede estar
tirando toda una semana sin cargarlo más que una vez, y que el demonio mismo se
lo hizo a cambio de su alma. De ahí que nos sea forzoso sorprenderlos esta misma
noche mientras descansan, pues como solamente son cuatro, no tendrán más que
un centinela, del cual daremos cuenta. ¿Sabes fijamente dónde acampan?
—Sí —contestó Williams.
—Pues entonces, preparaos. Esta misma noche a las doce hemos de estar allí,
y hay que andar el camino a pie para mayor seguridad. Hemos de acercarnos
sigilosamente y sorprenderlos mientras duermen, antes que puedan pensar en
oponernos resistencia.
Por lo visto, el buen capitán no nos conocía tanto como pensaba, pues de lo
contrario habría adoptado otras disposiciones. En la pampa, lo mismo que en los
pueblos civilizados, abunda ese espíritu de exageración que suele convertir a un
mosquito en un elefante. Cuando un cazador pampero ha sabido defenderse con
tesón dos o tres veces y hacer valer su agudeza natural, la fama de sus hazañas
corre como un reguero de pólvora de campamento en campamento; en cada uno de
ellos se aumenta un poco, y por fin se le convierte en héroe fabuloso, y su renombre
alcanza por la misma razón a sus armas. Así había corrido la voz de que mi rifle era
diabólico y que lo había recibido a cambio de mi eterna salvación; pero reducido a
sus justas proporciones era ni más ni menos mi carabina de repetición, regalo del
armero Henry, con la cual, en efecto, podía disparar veinticinco tiros seguidos.
—¿Dónde está Patricio, con los demás? —preguntó luego el capitán.
—Se dirige al Head-Pik a aguardar a su padre, como ya te dijo. De paso hará
una visita a los tres comerciantes que venían con nosotros y que llevan buenas
armas y dinero. Acaso haya dado ya el golpe, porque le corría prisa acabar pronto y
seguir su camino.
—Entonces enviará aquí el botín…
—Eso es; vendrán dos con lo que hayan podido coger y al otro se lo llevará
consigo.
—Las mejores armas nos las dará nuestro golpe, pues me han dicho que
Sans-ear tiene un rifle con el que hace blanco a mil doscientos pasos.
En aquel instante se oyó el aullido de un perro pampero, señal muy mal
escogida, puesto que en aquel punto no se encuentran tales animales.
—Antonio llega con las estacas para el Llano —observó el capitán—. Decidle
que no las descargue fuera, sino que las meta aquí dentro. Desde que sé que esa
gente anda por las cercanías, todas las precauciones me parecen pocas.
Estas palabras me convencieron de que aquellos hombres formaban la banda
organizada de los stakemen, y de que los montones cubiertos de pieles que yo veía
estaban constituidos por los efectos procedentes del robo y que habían costado a
sus dueños una muerte tan desastrosa.
De pronto vi abrirse, enfrente de donde yo estaba, el muro de ramaje, que en
aquel sitio consistía exclusivamente en enredaderas y trepadoras colgantes y que
podía ser levantado o descorrido a discreción, y en el recinto penetraron tres jinetes,
cuyos caballos arrastraban gran número de estacas sujetas por correas a ambos
lados de las sillas de montar, y que eran transportadas del mismo modo que los
indios transportan los palos de sus tiendas de campaña.
La llegada de aquellos hombres embargó de tal modo la atención de los
presentes, que pude aprovecharla para retirarme yo cautelosamente, pero no sin
llevarme un recuerdo de mi acecho. El jefe se había quitado el cinturón, del cual
pendían el cuchillo y dos pistolas, y lo colocó detrás de sí, de modo que una de ellas
estaba al alcance de mi mano con sólo estirar el brazo. Yo me la apropié y retrocedí
lentamente, borrando paso a paso las huellas de mi presencia con exquisito cuidado.
Lo mismo hice una vez fuera del muro de ramaje, y luego de un salto atravesé el
claro y desaparecí entre los matorrales. Una vez oculto fui avanzando con el cuerpo
arqueado y apoyándome solamente en las puntas de los pies y en las manos para no
dejar rastro alguno visible, hasta llegar a una distancia respetable, desde donde, ya
en pie, anduve en busca de mi caballo.
Monté en él y di un gran rodeo para evitar que los estacadores se dieran
cuenta de que había estado alguien además de ellos por aquellos lugares.
Cuando llegué a nuestro campamento empezaba a anochecer y vi en las
caras de mis compañeros lo mucho que les preocupaba mi larga ausencia.
—¡Ya estar aquí masa Charley! —exclamó Bob al verme, y con una expresión
de gozo que indicaba claramente su afecto e impaciencia—. ¡Bob pasar miedo
grande por masa Charley!
Los demás eran menos expansivos y aguardaron a que echara pie a tierra y
me recostara a su lado, antes de preguntarme:
—¿Qué hay?
—Los comerciantes han sido asesinados.
—Me lo temía —dijo Sam—. Esos viajantes, que no son otra cosa que
estacadores, habrán cambiado de rumbo en cuanto pensaron que los perdíamos de
vista y habrán atacado a los infelices mercaderes de noche, si no lo han hecho ya de
día.
—Adivina quién es el Meercroft.
—Ya te he dicho que prefiero luchar a brazo partido con un oso gris a
estrujarme los sesos en adivinar cosas que han de saberse poco después.
—Meercroft es un nombre supuesto, y…
—Era de suponer que no iba a cometer la simpleza de decirnos su verdadero
apellido.
—Es que el tal sujeto se llama nada menos que Patricio Morgan.
—¡Pa… tri… cio… Mor… gan! —balbució Sam, expresando en su rostro, por
primera vez desde que le conocía, una consternación sin límites—. ¡Patrick Morgan!
Pero ¿es posible? ¡Oh, Sam Hawerfield, viejo mapache7, qué animal te hizo tu
madre! ¿De modo que logras tener a esa sabandija entre las garras, te nombran juez
para que lo juzgues, y lo sueltas como si se tratara de un corderillo? Charley, ¿sabes
de fijo que es él?
—¡Y tan de fijo! Ahora comprendo por qué su cara no me era desconocida.
¡Como que se parece a su padre!
—¡All right! Ahora se me encienden todas las candelas de una vez. Eso
explica que yo también creyera conocerle; pero ¿dónde se encuentra ahora esa
víbora? Espero aplastarla de esta hecha.
—Pues asesinando gente, como es su oficio; y después irá al Skettel o
Head-Pik, donde tiene cita con el autor de sus días.
—Entonces, a caballo en seguida, a ver si cazamos a ese mal bicho.
—Poco a poco, Sam. Ahora ya es de noche y no hallaríamos sus huellas;
además no podemos ausentarnos, pues van a honrarnos con una visita.
—¿Sí? ¿Y quién, si se puede saber?
—Gente de primera calidad, y hay que prepararles un recibimiento
adecuado. Habéis de saber que ese Patrick es miembro de una banda de estacadores
que tiene su guarida no muy lejos de aquí. El jefe de la cuadrilla es mejicano y se
titula capitán. Por cierto que ha hecho un excelente aprendizaje con el viejo
Florimont, con quien estuvo algún tiempo. He estado espiando a esos bandidos
mientras Williams les refería nuestra aventura, y os prevengo que nos visitarán esta
misma noche, a las doce.
—¿De modo que suponen que acamparemos aquí?
—Convencidísimos están de que no nos movemos.
—Bueno, pues vamos a darles gusto esta vez, esperándoles aquí para darles
un cordial good evening (buenas noches). ¿Cuántos son?
—Veintiuno.
—Eso es algo para cuatro que somos. ¿Qué opinas, Charley, del plan que se
me ocurre? Encendemos una hermosa hoguera y colocamos nuestras mantas y
zamarras alrededor, como si fuéramos nosotros, mientras nuestros cuerpecitos se
ocultan bonitamente en la espesura, desde donde los acribillamos a balazos en
cuanto los alumbre la hoguera y ofrezcan blanco seguro.
—El plan es excelente —observó Bernardo Marshall—, y además el único
realizable, dada la situación en que nos encontramos.
—Perfectamente; pues manos a la obra. Busquemos combustible para la
fogata antes que se haga más oscuro —observó Sam poniéndose en pie.
—No te muevas —le dije yo entonces—. ¿Te figuras que así es posible vencer
a más de veinte hombres?
—¿Por qué no? En cuanto suene la primera descarga, salen huyendo como
conejos, porque no saben cuántos somos.
—¿Y si el experto capitán adivina nuestra estratagema? Entonces sí que
estamos perdidos y nos matan como a gorriones, pese a nuestra resistencia.
—Eso, por ejemplo, ya se lo tiene tragado todo cazador pampero.
—Es que en ese caso tienes que renunciar también a cazar a los Morgan.
—¡Dios me libre! Tienes razón en todo lo que dices. Entonces ¿crees más
conveniente que nos escabullamos de aquí sin dar una buena lección a esa canalla?
Si tal hiciéramos contraeríamos una terrible responsabilidad ante Dios ante tanto
hombre de bien como cruza el Llano Estacado.
—Lo que acabas de decir es una simpleza mayúscula. Yo también quiero
castigar duramente a esos bandidos, mas para ello tengo otro plan mucho mejor, a
mi entender.
—Pues suéltalo de una vez.
—Mientras ellos vienen a buscarnos aquí, nos deslizamos nosotros hasta su
guarida, donde nos apoderamos de todos sus caballos y provisiones.
—¡Caracoles! ¡No está mal! Pero ¿es que viene a visitarnos a pie, esa
gentuza?
—Así es, y eso me hace suponer que tendrán que salir de su madriguera dos
horas antes de media noche, pues hasta aquí hay una buena tirada para venir a
pata.
—¿Sabrás encontrarla?
—¡Vaya si sabré! Si los esperamos aquí, arriesgamos el pellejo; pero si
mientras tanto les quitamos sus provisiones de boca y guerra y sus caballos, los
dejamos para mucho tiempo incapacitados de proseguir sus fechorías, y todo sin
soltar un tiro.
—Pero dejarán sus guardias. —Yo sé muy bien dónde se aposta el centinela.
—Nos perseguirán como fieras.
—También lo harán si los aguardamos aquí, y teniendo que huir nosotros.
—Bien, sea como tú dices. ¿Cuándo emprendemos la marcha?
—Dentro de un cuarto de hora, cuando la noche esté ya oscura como boca de
lobo.
—¡Oh, eso ser hermoso! —observó entonces el negro—. Bob ir a caballo y
recoger todas las cosas que estar robadas por ladrones. Eso ser mejor que quedar
aquí y pegar tiro a Bob.
La noche se fue haciendo tan tenebrosa, que no se veía uno los dedos de la
mano cuando emprendimos la marcha. Yo iba delante y los demás me seguían en
hilera, a estilo indio.
Como era natural, no me dirigí en línea recta a la guarida de los ladrones,
sino describiendo un arco muy extenso, que nos llevó a un punto del borde de la
espesura que debía de distar del escondrijo cosa de una milla, y donde trabamos los
caballos para seguir a pie el resto del camino. A pesar de que tanto Marshall como
el negro carecían de habilidad para la exploración, llegamos sin ser vistos al borde
del claro y enfrente del sendero en cuyo reborde de maleza estaba acechando
silenciosamente el centinela.
Un ligero resplandor que flotaba sobre el recinto indicaba que dentro de él
ardía una fogata o algo así, mientras que a nuestro alrededor reinaban tales
tinieblas que pude salir de la maleza sin temor alguno y atravesar el claro. Poco
después encontré la rendija disimulada en el muro de follaje, y no me había
introducido aún en ella cuando oí en el interior del matorral la voz del capitán. Me
escurrí por entre el ramaje a mi anterior observatorio y vi en el centro del recinto a
los bandidos armados de pies a cabeza y dispuestos a salir para su expedición. El
capitán les daba las últimas órdenes:
—Si hubiéramos encontrado algún rastro diría que Old Shatterhand o
Sans-ear han andado por aquí y nos han espiado. ¿Dónde demonios habrá ido a
parar mi pistola? Acaso la haya perdido en la excursión de esta mañana y no me
haya dado cuenta de que me faltaba al quitarme el cinturón. ¿De modo, Hoblyn,
que los has visto a los cuatro acampando juntos?
—Estaban los cuatro, tres blancos y un negro, y sus caballerías pastaban allí
cerca. Uno de los jacos carece de cola y se parece a un macho cabrío descornado.
—Será la vieja yegua de Sans-ear, tan famosa como su dueño; pero no te
habrán visto ¿verdad?
—No; yo sólo he ido a caballo con Williams hasta donde podíamos llegar sin
peligro, y luego he seguido a rastras hasta poder examinar a mi gusto el
campamento de esa gente.
¡De modo que el discípulo de Florimont había tenido la suficiente agudeza y
previsión para enviar una patrulla que nos observara! Por fortuna había sido en el
preciso momento en que estaba yo de vuelta de mi excursión y en compañía de mis
amigos.
—Entonces no hay cuidado; la cosa marchará admirablemente. Tú, Williams,
estás cansado y puedes quedarte a echar un sueño, mientras tú, Hoblyn, te encargas
de vigilar el sendero. Los demás ¡en marcha!
A la claridad de la hoguera semiapagada, pude ver que apartaban el
cortinón de follaje y salían del recinto diecinueve hombres, quedando en el interior
solamente los dos citados por el capitán. Todavía no habían desaparecido todos por
el sendero, cuando me encontré nuevamente al lado de Sam.
—¿Qué hay, Charley? He visto salir a algunos.
—Sí: van a sorprendernos. Dos han quedado aquí: uno para que esté de
centinela y Williams, que va a descabezar un sueño. El primero está ya con el rifle
en la mano, pero el otro está completamente desarmado; ahora tenemos que
estarnos quietos, no sea que vayan a volver por cualquier cosa y nos cojan en la
ratonera. Lo que sí hay que hacer es estar dispuestos para cuando llegue la hora.
Ven, Sam: Bernardo y Bob se quedan aquí hasta que los llamemos o vengamos por
ellos.
Nos deslizamos sigilosamente hasta el sendero y hubimos de esperar cerca
de diez minutos a que saliera a ocupar su puesto el vigilante, el cual atravesó tan
despreocupadamente el claro que bien dio a entender lo confiado que estaba en su
absoluta seguridad. Así habría pasado un cuarto de hora cuando se acercó al sitio
donde nosotros estábamos. Como ya no había que temer que los expedicionarios
volvieran, podíamos poner mano a la obra.
Yo me estreché contra el matorral por un lado y Sam por el otro, y en el
momento en que el bandido pasaba por entre nosotros, le echó mi compañero la
mano a la garganta y yo le arranqué de su viejo chaquetón una gran tira de paño
con el que formé apresuradamente una fuerte mordaza, que le metí en la boca.
Luego, con su propio lazo, le atamos las manos y las piernas y le sujetamos
fuertemente a un arbusto.
—¡Y ahora adelante!
Penetramos en el matorral, donde aparté un poco el cortinón de enredaderas
que cubría la entrada, y vimos a Williams acomodado junto a la hoguera, donde
asaba un pedazo de carne. Como nos daba la espalda, pude acercarme a él sin que
lo notara.
—Levante usted un poco esa carne para que no se queme, míster Williams
—le dije de pronto.
El hombre se volvió como si le pinchasen y al conocerme se quedó mudo y
yerto de espanto.
—Buenas noches. Por poco se me olvida dárselas a usted, y eso que con
caballeros de su categoría conviene usar de toda la cortesía posible.
—¡O… O… Old… Shat… Shatterhand! —balbució el hombre mirándome
como a un aparecido—. ¿Qué viene usted a buscar aquí?
—Vengo a devolverle la pistola a tu capitán, pues se la he quitado esta
mañana mientras tú referías las aventuras que has corrido con nosotros.
El bandido encogió una pierna como disponiéndose a levantarse de un salto
y luego echó un vistazo a su alrededor con objeto de ver si había un arma a su
alcance; pero no pudo coger más que su cuchillo de monte. Yo le empujé al suelo
diciendo tranquilamente:
—No te muevas, maestro estacador, porque el menor ademán te cuesta la
vida; primeramente porque esta pistola de tu capitán está cargada, y luego porque
con una sola mirada que eches a la entrada de vuestra guarida, te convencerás de
que hay balas en número suficiente para dejarte la cabeza hecha una criba.
El bandido se volvió, y al ver a Sam, que le apuntaba con su rifle, murmuró
abatido:
—¡Truenos y rayos! ¡Estoy perdido sin remedio!
—Acaso no del todo, si obedeces sin chistar. Bernardo, Bob, entrad en
seguida.
Los aludidos entraron inmediatamente.
—Mirad: en aquellas sillas de montar veo unos lazos; traedlos y atad a este
hombre.
—¡Voto al diablo! ¡No volveréis a cogerme vivo!
Y diciendo estas palabras, se clavó el estacador su propio cuchillo en el
pecho.
—¡Dios tenga piedad de su alma! —murmuré al ver que se desplomaba
muerto.
—Este criminal tiene sobre su conciencia centenares de víctimas —replicó
Sam con voz bronca—. Así es que nunca hubo cuchillada mejor empleada que la
que acaba de darse.
—Se ha juzgado a sí mismo —contesté—; así nos ha evitado a nosotros
matarle por nuestra mano.
Luego mandé a Bob que fuera a traernos el centinela, el cual, segundos
después, estaba tendido en el suelo al lado del cadáver de su camarada. Le
quitamos la mordaza y él entonces respiró profundamente. Miró entonces aterrado
el cadáver de su cómplice y yo, para intimidarle más, le dije:
—Vas a morir como ése si te niegas a darnos las noticias que te pidamos.
—Yo lo diré todo —repuso, temblando, el bandido.
—Pues bien: confiesa dónde tenéis escondido el oro de la cuadrilla.
—Enterrado detrás de esos sacos de harina.
Apartamos las pieles de bisonte y descubrimos verdaderas pilas de
provisiones, las cuales constituían una riqueza en todo lo que se transportaba en
aquel tiempo por el Llano Estacado; armas de todas clases y municiones de guerra y
caza, lazos, sillas de montar, alforjas, mantas, ropa de toda especie, de caza y de
viaje, piezas enteras de pañería y tejidos, cadenas de coral, joyas y collares de
magníficas perlas, como suelen llevarlos las indias opulentas, provisiones de boca
de toda especie, instrumentos de música y herramientas de toda clase, gran número
de latas de pemmican (carne de vaca en conserva) y enormes cantidades de otras
substancias alimenticias; pero todo ello presentaba señales de haber sido robado.
Bob volcó los sacos repletos como si fueran petacas. Marshall sacó del
montón de las herramientas un pico y una pala y empezó a cavar. Al cabo de unos
minutos nos vimos en posesión de tal cantidad de panes y pepitas de oro, que
hubimos de cargarla en un caballo para su transporte.
Me aterraba pensar cuántos infelices mineros habrían tenido que perder la
vida para acumular cantidad tan grande de deadly dust (polvo mortífero), que
realmente merecía el nombre que le daban los indios. Los buscadores de oro suelen
conservar muy poco metal precioso al regresar a su patria, pues cambian el
producto de sus afanes en billetes o en valores antes de embarcarse. Los asesinados
allí, indudablemente llevarían los resguardos encima. ¿Dónde estarían tan valiosos
documentos? Era preciso averiguarlo, y volviéndome a Hoblyn le pregunté:
—¿Qué habéis hecho del dinero y los valores de vuestras víctimas?
—Están en un escondite, lejos de aquí. El capitán no quería que se guardaran
en este recinto, porque desconfiaba de algunos compañeros.
—¿De modo que él es el único que sabe dónde están?
—Él y el teniente son los únicos.
—¿Cómo se llama el teniente?
—Patricio Morgan.
En mi mente se hizo la luz. Entonces comprendí las palabras de la carta de
Patrick a su padre: «Sea como fuere, vamos a ser ricos». ¿Proyectaba acaso alguna
traición contra sus compañeros?
—¿No tienes idea del sitio donde puede hallarse el escondite?
—Seguro no; pero, a lo que presumo, el capitán de quien más desconfía es
del teniente, que ha salido hoy con otro para el Head-Pik, a orillas del Pecos; pues
me había dado la orden de seguirle mañana con dos compañeros para espiarle.
—Para eso el capitán tendría que darte señas bien claras y precisas del lugar.
El bandido calló.
—Contesta la verdad, pues de lo contrario eres hombre perdido. Si eres
franco y leal te haremos merced de la vida, aunque has merecido la horca, como
todos los demás.
—Estáis en lo cierto.
—¿Dónde está ese sitio?
—Tengo orden de ir en línea recta desde aquí al lugar del escondite y matar
al teniente de un pistoletazo si le veo acercarse a él. Se trata de una cañada que
conozco perfectamente por haberla recorrido en otro tiempo; pero mi descripción
les serviría a ustedes de muy poco, pues es imposible que la hallen sin un guía que
conozca bien el terreno.
—¿Te describió minuciosamente la cañada, o te designó un punto
determinado de ella?
—El capitán se habría guardado muy bien de hacer tal cosa. Su mandato se
redujo a que me escondiera en la cañada y le pegara un tiro al teniente en cuanto
penetrara en ella.
—Bien; te hacemos merced de la vida con la condición de que nos guíes al
sitio indicado.
—No hay inconveniente.
—Pero te advierto también que te juegas la cabeza si tratas de engañarnos,
pues nos acompañarás como prisionero hasta la cañada.
—Perfectamente —observó Sam.
—Ya estamos listos con nuestro examen. ¿Qué nos queda que hacer ahora?
—Coger sólo el oro y lo que necesitemos de los demás efectos, como son
armas, municiones, tabaco y víveres, y algunas chucherías que nos sirvan para
obsequiar a los indios que acaso encontremos. Escoged lo que mejor os parezca,
mientras yo examino el ganado.
Entre los caballos había cuatro del Michigan muy útiles para el transporte, y
fuera de éstos sólo tres mustangos merecían los honores de la elección, pues eran
mejores que los caballos que montaban Bernardo y el negro; éstos los cambiaron
por los suyos y el tercero lo destiné a Hoblyn.
Había albardas en abundancia y con ellas guarnecimos a los caballos. Todo
lo que decidimos llevarnos lo envolvimos en mantas, formando ocho bultos bien
atados, que cargamos a dos por cabeza en las acémilas. Con los demás objetos
hicimos un gran montón, debajo del cual colocamos pólvora y demás explosivos y
efectos de fácil combustión.
—¿Qué hacemos con los demás caballos? —preguntó Sam.
—Se les da suelta en la pampa: es una imprudencia; pero me repugna matar
a tantos animales inocentes. Sal tú con los demás, que yo me quedo a prender fuego
a ese montón.
—¿Por qué no lo encendemos ahora mismo? —me preguntó Marshall.
—Porque la hoguera se verá desde muy lejos y los estacadores, al no
encontrarnos en el sitio donde estuvimos y descubrir el incendio en su guarida,
volverían a escape y podrían cazarnos a pesar de la oscuridad. Así es que lo mejor
será que emprendáis la marcha, y en cuanto estéis a regular distancia, prendo fuego
a la pólvora y os sigo a galope tendido.
—Está bien; en marcha —ordenó Sam.
Este iba delante llevando a una de las acémilas del ronzal; los demás le
seguían y Marshall cerraba la marcha con Bob y Hoblyn, fuertemente atado a su
caballo. Yo me quedé fuera con el mío, escuchando los pasos de la pequeña
caravana, y así permanecí más de un cuarto de hora, hasta que comprendí que
había llegado el instante de poner por obra mi plan, pues el menor descuido por mi
parte podía dar ocasión a que regresaran los bandidos y me sorprendieran.
Entonces volví a entrar en el recinto para encender la mecha.
Con ayuda de una manta rasgada a tiras, había hecho una especie de mecha
bastante larga para que me diera tiempo a alejarme antes que estallaran la pólvora y
los cartuchos que estaban amontonados en abundancia. Prendí fuego a la mecha, y
cogiendo a mi caballo de la rienda me alejé rápidamente por el sendero en dirección
a la pampa. En el lindero del bosque monté a caballo en el preciso instante en que
en la guarida de los ladrones sonaba un tableteo como de fuego a discreción. La
llama había llegado a la manta que envolvía los cartuchos, y de un momento a otro
estallaría todo. Piqué espuelas a mi caballo y me interné en las tinieblas a todo
escape, con objeto de salir cuanto antes del círculo luminoso de las llamas, que
subían ya lamiendo los muros de follaje de la guarida.
El fuego consumía el botín de los stakemen.
Capítulo 8
La justicia de Winnetou
En el punto donde convergen los Estados de Tejas, Arizona y Nueva Méjico,
o sea a orillas de los afluentes del Río Grande del Norte, se levantan las sierras de
los Organos, Rianca y Guadalupe, formando un terreno erizado de agrestes cadenas
de montañas que se entrecruzan y traban enmarañadamente. Estas sierras forman
tan pronto enormes y desnudos baluartes, como alturas cubiertas de espesa selva,
separadas por profundos «cañones» cortados a pico o por cañadas de suave
pendiente, que desde su origen parecen aislarlas del resto del mundo; no obstante
lo cual el viento se encarga de llevar hasta los tajantes picachos y las altas lomas, el
polen y la simiente necesarios para la vegetación. Los osos, negros y grises, trepan
por las rocas para guarecerse en sus soledades, y el bisonte salvaje halla puertos y
pasos por donde realizar sus migraciones en manada, durante la primavera y el
otoño. De cuando en cuando asoman por entre las rocas hombres de tez blanca o
cobriza, tan salvajes como el suelo que pisan, y que al desaparecer tan
misteriosamente como aparecieron dejan al espectador absorto, pues las rocas
gigantes son mudas, la selva virgen no habla y los animales guardan también el
secreto de los extraños moradores de aquel país del silencio supremo.
A aquellas alturas inaccesibles trepa el cazador osado, fiado solamente en
sus fuerzas y en el poder de sus armas; en aquellas cumbres se refugia el fugitivo
perseguido por la sociedad civilizada, y en ellas se guarece el indio en guerra con el
mundo entero, porque el mundo entero proyecta su exterminio y perdición. Así es
que tan pronto surge de entre las rocas la gorra de piel del trapper audaz, como el
pavero de anchas alas del mejicano, como el moño del indio. ¿Qué hacen, qué
buscan allí? ¿Qué es lo que los lleva a aquellas soledades? A estas preguntas sólo es
dable dar una respuesta: la enemistad entre el hombre y la fiera, la lucha por la
existencia, que no siempre es digna de que por ella se luche.
En la llanura limitan los cazadores y dominios de los apaches con los de los
comanches, y en dichos límites se llevan a cabo hazañas de que no hablan las
historias. Los choques entre dos pueblos tan valientes y audaces obligan a algunos
individuos o partidas enteras dispersas a refugiarse en la serranía, donde tienen
que luchar por cada pulgada de terreno, ya con la muerte, ya con otras potencias
cuyo vencimiento parece imposible.
El río Pecos nace en la Sierra Jumanes y toma al principio la dirección
Sudoeste; pero luego, al penetrar en la sierra de Manca se dirige en línea recta al
Mediodía. Cerca de la salida de dicha sierra, forma al Este un gran arco, encerrado a
derecha e izquierda por montes, pero éstos se apartan de sus orillas lo suficiente
para dar sitio a una estrecha faja de pampa cubierta de una vegetación herbácea
exuberante, que va a perderse en la selva virgen tendida desde las cumbres hasta el
pie mismo de las montañas.
Este territorio ofrece al caminante riesgos sin fin. Los montes se levantan a lo
largo del camino, sin dejar sino rara vez un resquicio, una hendidura o un barranco
por donde escapar, y al viajero que allí tope con un enemigo le es imposible
esquivar el encuentro, aun sacrificando su caballo, sin el cual también ha de verse,
al cabo, perdido.
Habíamos llegado al valle del río, que ya había cruzado yo en otro tiempo,
aunque en numerosa y segura compañía. Esta vez éramos solamente cuatro, cuyas
fuerzas se hallaban distraídas por la vigilancia que exigía el preso, el cual, aunque
se mostrase dócil y obediente, podía ocultar la traición y la venganza.
Hoblyn iba en el centro, al lado de Bob; Sam marchaba a la cabeza y detrás de
todos seguía yo con Bernardo Marshall, quien, durante nuestra jornada había dado
muestras de ser buen jinete.
Era poco antes de mediodía y el sol acababa de rozar las cimas de los montes,
al otro lado del río. Aunque estábamos a mediados de agosto, sus rayos nos
acariciaban agradablemente, porque allí, entre aquellos oscuros montes,
desaparecía muy temprano a nuestros ojos, las noches eran frías y las mañanas
húmedas y frescas, obligándonos a arrebujarnos en nuestras mantas hasta, bien
entrado el día.
A Hoblyn lo desatábamos durante el día y lo maniatábamos de noche, pues
con su vida garantizaba la veracidad de sus informes.
—¿Falta mucho para llegar al Skettel o Head-Pik?
—Mañana tal vez llegaríamos a esos montes, si la descripción de Hoblyn no
nos obligara a desviarnos a la derecha.
—¿No sería mejor ir primero a los montes para encontrar a Fred Morgan?
—Ni aun en caso tan favorable debemos encaminarnos directamente allí,
pues nos vería antes que nosotros a él; debe de hallarse ya en el lugar de la cita,
puesto que hoy estamos a 14 de agosto. Pero yo creo que Patricio habrá tomado
primero el camino de la cañada, y adonde vaya el hijo irá el padre. Por lo demás,
Patricio sólo nos lleva unas cuantas horas de delantera, puesto que hemos
procurado mantenernos a conveniente distancia de él. Esta noche habrá acampado
a seis millas de aquí, y si ha salido al amanecer, o sea al mismo tiempo que nosotros,
sólo nos separan de él como unas tres horas de camino.
—¡Have care (cuidado)! —gritó en aquel instante Sam Hawerfield—. En el
borde de la selva hay una rama verde en el suelo. Hace poco que la han desgajado,
pues está aún fresca, prueba evidente de que por aquí ha pasado alguien
recientemente.
Nos acercamos al lugar indicado, desmontamos y Sam recogió la rama.
Después de examinarla me la dio a mí, diciendo:
—Mírala bien, por ejemplo.
—¡Hum! Apostaría a que esta rama ha sido arrancada hace cosa de una hora.
—Opino lo mismo. ¿Has visto esas pisadas?
—Son de dos hombres. Veamos.
Me agaché y saqué del bolsillo dos varitas en que había señalado las huellas
de Patrick y sus compañeros que habíamos observado en la primera etapa.
—Son ellos: las medidas concuerdan admirablemente. No debemos seguir
adelante, Sam.
—Tienes razón; conviene que ignoren que les vamos pisando los talones.
Pero si esos granujas se han detenido aquí, será con su cuenta y razón. Ahí dejaron
sus caballos, los cuales coceando han escarbado el suelo, y por aquí se han
internado en el bosque. Es menester comprobar eso; vamos, Charley.
Dejamos a nuestros compañeros que nos esperaran y penetramos en el
bosque siguiendo las pisadas. Habíamos andado un buen trecho, cuando Sam, que
iba delante, se quedó parado ante un sitio en que el suelo había sido removido.
Levantamos la capa de musgo que lo cubría y notamos que presentaba un aspecto
como si hubieran cavado por debajo y hubieran vuelto a tapar el hoyo con el musgo.
Me agaché a apartarlo y oí que Sam decía:
—¡Una azada!
—En efecto —repliqué asombrado—, una azada ha habido aquí.
Debajo del musgo se dibujaba en el suelo, blando y suelto, el molde de una
azada que hubiese estado hundida en él.
—Esto es lo que han venido a buscar; pero ¿quién la tendría escondida aquí?
—La pregunta es fácil de contestar. Cuando el capitán y el teniente hubieron
enterrado el tesoro en la cañada, se llevaron la azada hasta que al cabo de un rato
empezó a serles molesta la herramienta y decidieron deshacerse de ella. A la vuelta
veremos en la linde del bosque algún árbol señalado para el caso de que la
necesitaran de nuevo. Ahora se habrán llevado otra vez la azada.
Volví a tapar el hoyo colocando encima la capa de musgo, y retrocedí para
examinar los árboles cercanos. En efecto, en dos, uno a la derecha y otro a la
izquierda de la pista que habíamos seguido, se veían tres entalladuras superpuestas,
además de estar tronchadas las tres ramas inferiores de los árboles.
—¿Qué se deduce de todo esto, Charley? ¿Lo adivinas? —me preguntó
Sans-ear.
—Lo mismo que tú y todo aquél que tenga sentido común, pues no se
necesita gran penetración para ello; que el propósito del bandido es el de visitar la
cañada.
—Pues debemos adelantarnos a él y conviene, por lo tanto, averiguar si se
encamina allá directamente o va primero en busca de su padre.
—Eso vamos a saberlo ahora mismo.
Y dirigiéndome a Hoblyn, le pregunté:
—¿Tenemos que andar mucho aún para llegar al punto donde el camino se
separa del río?
—No: a lo sumo dos horas, si no recuerdo mal.
—Pues en marcha hasta allá. Si sigue el sendero es señal evidente de que se
encamina directamente al escondite del tesoro; pero si se mantiene en la dirección
actual, será porque va primero en busca de su padre; y según él maniobre así lo
haremos nosotros. Por lo demás ha debido de perder aquí mucho tiempo, puesto
que solamente nos lleva una hora por delante, y así nos convendría hacer alto un
rato, pues por cualquier circunstancia podría él detenerse en el camino y acabaría
por notar que le perseguimos.
—All right, Charley; descansemos un poco como dices, pero sin cometer la
imprudencia que han cometido esos granujas de dejar los caballos al raso.
Internemos el ganado en la espesura, mientras tomamos un bocado, pues yo estoy
en ayunas desde que ha amanecido.
Hicimos lo que Sam indicaba y nos echamos sobre el blando musgo; mas no
nos habíamos acomodado bien aún, cuando Hoblyn lanzó una débil exclamación y
señaló con la mano por entre los árboles.
—Echen un vistazo hacia aquel barranco, señores, pues he creído ver algo
que relucía en el punto más alto y que me ha parecido una punta de lanza.
—¡Imposible! —observó Sam—. ¿Cómo ibas a distinguirla a tal distancia?
—Pues yo no opino como tú —intervine yo—. Cuando la vista se fija
casualmente en un punto determinado, se distinguen los objetos por pequeños que
sean. Pero nadie lleva lanzas, a no ser los indios, y no creo que…
Callé de pronto, porque a mi vez vi brillar algo en el sitio indicado,
primeramente en lo alto, luego más abajo, y continué diciendo:
—Son indios, y podemos considerarnos afortunados por haber tenido la
ocurrencia de guarecernos aquí. Si hubiéramos seguido nuestro camino, nos
habrían visto irremisiblemente, pues nos daría el sol de lleno.
Saqué mi anteojo, lo enfoqué hacia el barranco y lo que vi allí me dio
sobrados motivos para preocuparme.
—Toma, Sam; contempla a esos mozos; yo calculo que por lo menos son
ciento cincuenta.
El desorejado se echó a los ojos el catalejo y lo cedió luego a Bernardo,
diciéndole:
—Puede usted examinar a esos cobrizos a su sabor, míster Marshall. ¿Ha
tenido usted que ver algo con los comanches, alguna vez?
—No, señor. ¿De modo que son de esa tribu?
—Sí. A juzgar por el terreno en que estamos, también pudieran ser apaches;
pero los apaches llevan el moño en forma distinta que los que bajan por esos
vericuetos. ¿Ve usted los colores rojos y azules con que se han pintarrajeado las
carátulas? Pues es señal certísima de que van en son de guerra, y por eso llevan tan
relucientes las lanzas, y en cada carcaj sus docenitas de flechas envenenadas, bien
apañaditas, y con las cuales no quisiera, por ejemplo, que trabara usted relaciones.
¿Qué te parece, Charley, pasarán por aquí?
—No lo quiera Dios, pues nos verían, de seguro.
—Si pudiéramos salir a quitar aquella dichosa rama y borrar nuestras
huellas…, pero es imposible ya.
—Ni nos serviría de nada tampoco, Sam, pues más arriba las encontrarían y
nos seguirían hasta aquí.
—Ya lo sé; pero a lo menos nos daría tiempo para marcharnos antes que
volvieran.
—En eso tienes razón; las pisadas de los caballos están junto a la arboleda, y
puede que consigamos borrarlas sin salir fuera.
Detrás de mí había un pino delgado y seco. Lo corté y atraje con él la rama
desgajada hacia adentro; luego recogí unos cuantos puñados de pinocha de que
estaba cubierto el suelo, y los fui esparciendo cuidadosamente sobre nuestras
huellas, que eran tan poco visibles que sólo podían ser descubiertas por la vista
penetrante de un indio.
—Veremos si nos vale, Charley, pues a mí no me engañarías con tan poco.
—¿Por qué no?
—¿Por ventura los arces dan pinocha?
En efecto, precisamente sobre las huellas que yo había cubierto caían las
ramas de unos arces; pero ya la cosa no tenía remedio. Además, los indios
ocupaban ya toda nuestra atención. Acababan entonces de bajar al fondo del
barranco, donde se detuvieron, y enviaron gente a explorar el terreno.
—Gracias a Dios, no van a pasar por aquí —exclamó Sam regocijado.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Bernardo.
—Explícaselo tú, Charley, ya que eres tú el maestro y tutor de nuestro amigo.
—La cosa es muy sencilla. De los tres hombres que se han destacado del
grupo para ir de exploración, dos van río abajo y uno en línea recta hacia el agua:
señal evidente de que piensan vadearlo, pero no para subir aguas arriba, pues en tal
caso enviarían a sus exploradores en dirección contraria a la que han tomado. Los
dos primeros tienen el encargo de examinar el terreno en busca de huellas, es decir,
de convencerse de su seguridad, mientras al otro le toca averiguar si el río es
vadeable. En efecto, poco después vimos regresar a los tres exploradores y hablar
con el jefe. Diéronle a éste sin duda noticias satisfactorias, porque el grupo entero se
dirigió hacia el río. Podíamos ya entonces distinguirlos a simple vista, y vimos que
había yo calculado su número más bien bajo que alto. Componíase de gente joven y
robusta y debían de pertenecer a dos tribus o poblados distintos, puesto que los
capitaneaban dos caudillos.
—Los que llevan plumas de águila son los jefes, ¿verdad? —preguntó
Bernardo.
—Así es.
—Yo había oído decir que los jefes iban siempre bien montados, en caballos
blancos.
—¡Ji, ji, ji! —contestó Sam con una risotada.
—Pues te han informado mal —respondí yo—. En el viejo continente suele
ocurrir que los generales tengan su corcel favorito; pero en estas tierras no se paran
en tales requilorios. Además, el indio no es amigo de colores claros en su montura,
y si no quiere caballos blancos ni para cazar, porque el color puede espantar la caza,
menos gracia le hacen aún en campaña. Sólo en invierno, cuando a causa de la
blancura de la nieve puede servirle el mismo color de disfraz, eligen un caballo
blanco para ciertas expediciones, y en tal caso el jinete se cubre a la vez de un lienzo
blanco. Yo mismo lo hice así allá arriba, en el Parque del Norte, y con excelente
resultado.
Mientras tanto habían penetrado todos los caballos en el río, y aunque éste
llevaba una fuerte corriente, se mantenían tan bien en ella que al tomar tierra en la
margen opuesta escasamente habían derivado unas varas. Una vez en la orilla, salió
una nueva comisión exploradora y poco después se puso toda la caravana en
marcha.
Ya podíamos respirar con libertad, porque habíamos escapado con bien de
aquel incidente. Sam acariciaba el cuello de su yegua, diciéndole:
—¿Qué te parece, Tony del alma, si esos rojos nos hubieran recortado otro
poco, a mí las orejas y a ti el rabo? Sí, sí: eso mismo nos pasó la otra vez. Pero,
Charley, ¿qué va a ocurrirles ahora a Patricio y a su compañero, por ejemplo?
Porque sus huellas no se les escapan a los rojos, como las nuestras, tenlo por seguro.
—No le harán nada —contestó Hoblyn en mi lugar.
—¿No? ¿Y por qué?
—Porque le conocen. Son comanches, de la tribu de Racurroh, con los cuales
el teniente y el capitán fumaron la pipa de la paz. Así es que muchos de los objetos
que se robaban se los vendíamos a ellos.
—Eso sí que me da mala espina, pues es seguro que le ayudarían a él contra
nosotros —murmuró Sam.
—Dale largas al tiempo —dije yo a Sam—. Patricio se guardará muy bien de
llevarlos a la cañada donde está el tesoro. A lo sumo, y por pura cortesía, fumará
con los caudillos el calumet y luego se deshará de semejantes testigos, cuanto antes
mejor.
Me acerqué entonces al lindero de la selva y metí la cabeza por entre la
espesura con objeto de ver qué hacían los indios, los cuales habían desaparecido ya
detrás del recodo más próximo del río. Al volverme dirigí involuntariamente la
mirada río arriba, e instantáneamente volví a introducir la cabeza adentro. Al
observar tan súbito movimiento, me preguntó Sam:
—¿Qué ocurre? ¿Hay también indios por ahí?
—Al parecer, sí. Por lo menos hay uno apostado en la salida del barranco.
Sans-ear cogió el catalejo que tenía cerca y me dijo:
—En efecto; pero allí sólo hay uno, a no ser que vengan otros detrás; y, por
ejemplo, es un apache.
—¿De veras?
—¡Vaya! Y además, caudillo, pues lleva el pelo colgando hacia atrás hasta
tocar la grupa del caballo. Ahora se dirige al río.
—Déjame un instante el anteojo.
Sam lo hizo así, pero ya era tarde, pues el indio había entrado en el agua y le
ocultaba una elevación del terreno junto a la orilla.
—¿Sabes lo que significa todo esto, Charley? Pues que esos comanches eran
perseguidos por los apaches, sin darse cuenta de ello, y ese caudillo se ha
adelantado a su gente para no perder de vista a sus contrarios; y… ¡mira, mira!, el
condenado se las arregla admirablemente, pues no les sigue las huellas, sino que los
vigila desde los montes, cruzando barrancos. Echaos atrás, pues esos mozos tienen
vista de águila.
Seguro es que pasará por aquí, y cuando se acerque debemos tapar las
narices a los caballos, pues suelen resoplar cuando olfatean a los indios. Es decir, mi
Tony no lo hace, pues tiene demasiado talento. Silencio, que se acerca.
No podíamos distinguirle, por hallarnos en la parte superior de un recodo
del valle, pero no habrían pasado cinco minutos cuando oímos el pisar del caballo.
Mis compañeros se habían retirado y yo me puse en acecho, oculto por el
follaje. El indio se acercaba al paso, examinando el terreno. ¿Habría observado ya la
hierba pisoteada o el suelo hollado por nuestras plantas? Así debía de ser, porque
deteniéndose en frente del sitio donde yo estaba, contempló un rato la pinocha con
que había yo tapado momentos antes nuestras huellas. Un segundo después echaba
pie a tierra con el tomahawk en la mano, pues sin duda recelaba una emboscada.
—Fuego, Charley —me dijo Sam al oído.
Pero yo, al verle desmontar de un salto, salí rápidamente a su encuentro
abriéndome paso por entre el ramaje. El musculoso brazo del apache enarboló el
hacha para darme el golpe fatal, que yo evité, exclamando:
—¡Winnetou! ¿El gran caudillo intenta matar a su hermano?
El arma terrible bajó en el acto, y los ojos del indio relampaguearon de
alegría al contestarme:
—¡Charlie!
Sólo pronunció mi nombre, pero en su acento había tanto afecto y tanto gozo
como rara vez suelen expresarlo los altivos indios, los cuales hacen gala de dominar
en absoluto sus más vivas impresiones. Luego me echó los brazos al cuello y me
estrechó contra su pecho. Tampoco podía yo reprimir el contento que nuestro
encuentro me causaba, y le pregunté:
—¿Qué hace mi hermano en esta región solitaria del Pecos?
Winnetou, metiendo el hacha en el cinto, me respondió:
—Esos pulgones de comanches han dejado sus campamentos para dar a los
apaches su sangre virulenta. El Gran Espíritu dice que Winnetou cogerá sus scalps.
Y mi hermano ¿qué busca en este valle silencioso? ¿No me dijo, hace muchas lunas,
que pasaría las grandes aguas para volver al wigwam de su padre y de sus hermanos?
¿No proyectaba visitar luego el gran desierto, más espantoso aún que el Mapimí y
el Llano Estacado?
—Estuve en el wigwam de mis padres y en el desierto de Sahara; pero el
genio de la Pampa me llamaba a la luz del día y en el sueño de la noche, y hube de
seguir su voz.
—Mi hermano ha obrado bien; el corazón de la sabana es grande y ancho y
abarca la vida y la muerte; y el que una vez lo ha sentido latir, puede alejarse, pero
vuelve sin falta. ¡Howgh!
Winnetou cogió a su caballo de la rienda y entró conmigo en la arboleda,
donde se encontró con mis compañeros. No obstante no haberle hablado yo de ellos,
no se sorprendió lo más mínimo, sino que fingió no verlos. Metió la mano en la
alforja, sacó la pipa y la bolsa del tabaco y se acomodó en el suelo en la actitud
digna y majestuosa de un soberano.
—Winnetou ha estado muy adentro, hacia el Norte, junto al Gran Lago, en
busca de la arcilla sagrada con que labrar su calumet, y Charlie será el primero que
fume en él.
—Hoy fumarán además otros con mi hermano rojo.
—Winnetou sólo fuma con hombres valientes, en cuyo corazón no anida la
falsía y en cuyos labios resplandece la verdad; pero también sabe que su hermano
blanco sólo trata con tales hombres.
—¿Ha oído hablar el gran caudillo de los apaches del valiente Sans-ear, el
cazador famoso?
—Winnetou le conoce, pero sus ojos no le han visto. Sans-ear es astuto como
la serpiente, listo como la zorra y audaz como el jaguar. Sans-ear bebe la sangre de
los hombres rojos, y ha grabado su muerte en la culata de su rifle; pero le han
asesinado a su mujer y su hijo, y sólo mata a los malos. Yo veo su caballo. ¿Por qué
no se acerca a Winnetou para fumar con él la pipa de la paz?
Sam se levantó y se acercó al caudillo, pero noté que se sentía como azorado
en la presencia de un hombre que tenía fama de ser el más grande, más valiente y
más justo de los guerreros de la pampa.
—Mi hermano rojo ha hablado bien: yo sólo mato a los malos; a los buenos
les presto mi ayuda —observó Sam en actitud modesta.
Hice entonces seña a Bernardo para que se acercara, y volviéndome a
Winnetou le dije:
—El caudillo de los apaches debe hacer que brillen sus ojos también sobre
este guerrero. Fue un hombre opulento, y los asesinos blancos mataron a su padre y
le robaron sus diamantes y sus dólares. El homicida se halla a orillas del Pecos y
debe morir a sus manos.
—Winnetou es su hermano y le ayudará a cazar al asesino de su padre.
¡Howgh!.
Esta última exclamación constituía una confirmación que acostumbraba dar
a sus palabras y que cumplía después religiosamente. Había ganado Bernardo con
ella una ayuda y una fuerza como no podíamos desearla mejor para nuestro objeto.
El apache entretanto había rellenado y encendido su pipa. Después de echar el
humo hacia el cielo y tres veces hacia la tierra, lo echó en dirección a los cuatro
puntos cardinales y me alargó a mí el calumet. Yo seguí su ejemplo y se lo pasé a
Sam. Este hizo lo mismo con Bernardo, y una vez que el joven hubo terminado el
ceremonial, la pipa volvió a manos del apache, a quien Sam preguntó:
—¿Tiene mi hermano rojo muchos guerreros cerca?
—¡Uf!
Esta exclamación indicaba siempre en Winnetou la sorpresa. No conociendo
Sam sus costumbres, y al ver que obtenía tan breve contestación, creyó haber
entendido mal, y repitió la pregunta.
—Te preguntaba si tienes muchos guerreros cerca.
—¡Uf! Mi hermano blanco debe decirme ahora cuántos osos se necesitan
para matar mil hormigas.
—Uno solo.
—¿Y cuántos cocodrilos para devorar cien sapos?
—Uno solo.
—¿Y cuántos caudillos apaches para aplastar a esos mosquitos venenosos de
Racurroh? Has de saber que cuando Winnetou desentierra el hacha de la guerra, no
lleva consigo a sus guerreros, sino que sale él solo a pelear. No rige una tribu sola,
sino que es el caudillo de todos los apaches, y en cuanto extiende su brazo, sea
donde sea, ve acudir millares de guerreros dispuestos a ejecutar sus órdenes.
Winnetou tiene muchas lenguas, que le cuentan lo que hacen los hijos de los
comanches, y posee muchos cuchillos y muchos tomahawks para exterminar a sus
enemigos.
Luego, volviéndose a mí, añadió:
—El hombre ha de hablar con el puño, pero mi hermano debe referirme
ahora lo que va a hacer juntamente con los hombres que le acompañan.
Le hice un sucinto pero exacto relato de los acontecimientos que nos habían
hecho dirigirnos al Pecos. Winnetou me escuchó atentamente y se quedó un rato
silencioso, clavados los ojos en el suelo. Luego dio la última chupada a su pipa, se
levantó, y guardando el calumet se levantó, en el bolsillo, exclamó:
—Síganme mis hermanos blancos.
Tomó a su caballo de la rienda, lo sacó de la espesura y montó en él de un
salto. Yo me puse con el mío a su lado, y a buen paso emprendimos todos el camino.
El caballo de Winnetou era un castaño de vigorosa osamenta que ya le había yo
visto montar otras veces. Tenía el aspecto de un animal de varas, agotado y
deshecho, y solamente un perito como su jinete podía decidirse a utilizarlo como
montura. Mas no obstante su apariencia, era incansable en el galope, sentado en el
trote y resistente y tenaz en el paso, y tenía unos pulmones de acero. Su inteligencia
no cedía a la de la yegua de Sam, y con sus cascos agudos y duros como el granito
había logrado poner en fuga más de una vez al oso gris y al puma. Cuando
Winnetou lo montaba, el jinete y el corcel formaban un solo cuerpo y una sola alma,
una sola voluntad y un solo propósito, y nunca se dio el caso de que fallaran las
energías, la resistencia, el valor o la habilidad de aquel animal incomparable.
Al encontrar las huellas de los comanches, comprendimos que éstos se
habían considerado en completa seguridad, pues no se habían tomado la molestia
de disimularlas. Seguimos cabalgando una hora, deteniéndonos en cada recodo del
camino para examinar el terreno que se abría ante nuestros ojos. Acabábamos de
llegar al ángulo de la selva, e íbamos a dar la vuelta, cuando el apache detuvo en
seco a su caballo y, señalando con la derecha hacia adelante, nos hizo señas con la
otra mano de que guardáramos silencio y no nos moviéramos. Yo alargué el cuello
y agucé la vista, pero sin descubrir nada, mientras Winnetou, colgando la escopeta
del arzón, empuñaba el cuchillo de monte y desaparecía entre la espesura sin decir
una sola palabra.
—¿Qué será, Charley? —me preguntó Sam.
—No lo sé.
—Es un tipo bien extraño este apache. ¿No podría habernos dicho de qué se
trata?
—En seguida lo veremos.
—Pero a lo menos sabríamos a qué atenernos, por ejemplo, y qué medidas de
defensa tomar.
—Eso ya lo sabemos sin que él nos lo diga. No hay más que esperar detrás de
este recodo a que vuelva o a que nos haga seña de que debemos avanzar. La cosa es
muy sencilla, creo yo.
—¡Masa! ¡Oh… ah! Masa, ¿no oír? —nos interrumpió diciendo Bob.
—¿Qué?
—Gritar un hombre.
—¿Dónde?
—Ahí, detrás del recodo.
Yo interrogué con la mirada a mis compañeros, pero ninguno había oído
nada; a pesar de lo cual yo no dudaba de la veracidad del negro.
En aquel instante oímos todos perfectamente el canto de la oropéndola.
Cualquiera otro habría creído que era verdaderamente un ave la que cantaba; pero
yo conocí que aquellos sonidos salían de la garganta del apache, pues en anteriores
correrías había empleado la misma estratagema para entenderse conmigo, según lo
que habíamos convenido los dos.
—¡Una oropéndola anida por aquí! —observó Sam—. Verdad es que no hay
andurrial donde no se tope con esa criaturita de Dios.
—A esa criaturita la ves y la oyes por primera vez hoy: es nada menos que
Winnetou el que nos llama. Adelante, pues ya debe de estar esperándonos en la
linde del bosque.
Cogí de la rienda al caballo del apache y me siguieron todos. Winnetou
estaba a unos centenares de pasos de nosotros, y al vernos desapareció detrás de la
arboleda, convencido de que acudíamos a la señal. Al llegar al punto en que le
había visto, me apeé y penetré en el bosque en su seguimiento. Poco después le vi
apoyado en un árbol, y tendido a sus pies divisé a un joven atado con su propio
cinturón. El prisionero tenía clavados en el caudillo los ojos espantados y gemía
débilmente.
—¡Gallina! —exclamó el apache y le volvió desdeñosamente la espalda.
El prisionero era blanco, y al verme se le iluminó el rostro con un rayo de
esperanza. La idea de que era yo de su raza parecía infundirle ánimo, que aumentó
al ver acercarse a Sam, y exclamar:
—¡Es un blanco, un yanqui! ¿Por qué lo trata mi hermano rojo como a un
enemigo?
—¡Mala vista! —contestó Winnetou brevemente.
A mi espalda sonó un grito, y al volverme vi a Marshall que contemplaba al
prisionero con una expresión indescriptible, mientras le decía:
—¡Holfert! ¡Por el amor de Dios, cómo está usted así!
—¡Marshall, señor Marshall! —exclamó a su vez el aludido, que debía de ser
conocido de Bernardo, pero sin parecer muy gratamente sorprendido con la
presencia de mi amigo.
—¿Quién es ese sujeto? —pregunté a mi compañero.
—Es Holfert, de Knoxville, un dependiente de mi casa.
¿Empleado de Marshall y tan cerca del lugar en que debíamos topar con
Morgan? La cosa me daba mala espina, por lo cual continué preguntando:
—¿Estaba aún en el establecimiento cuando lo cerrasteis?
—Sí.
Entonces me volví al preso, diciéndole:
—¡Máster Holfert! Hace tiempo que le estamos buscando a usted, para
hacerle una pregunta. ¿Quiere usted tener la bondad de decirnos dónde se halla su
compinche Fred Morgan?
El interpelado se estremeció de terror y preguntó a su vez:
—¿Es usted detective, sir?
—Lo que soy lo sabrá usted a su debido tiempo: ahora basta con que sepa
que no quisiera obrar contra usted empleando mi carácter profesional, pues me
inclino a creer que ha sido usted seducido por alguien que le tentó. De modo que
hable claro: ¿dónde está ese tentador?
—Suélteme estas ligaduras, señor, y lo confesaré todo.
Bernardo puso cara de estupefacción.
—No hay que pensar en soltarle a usted; lo único que podemos hacer es
aflojarle un poco las ligaduras. Bob, aflójale.
El negro puso manos a la obra.
—¡Bob, tú aquí! —exclamó el prisionero al verle.
—Bob también aquí, ¡yes! Donde estar masa Bern, estar siempre su negro Bob.
¿Por qué no quedar masa Holfert en Lu’ville? ¿Por qué venir al monte? ¿Por qué atar
a masa Holfert? —cuchicheaba el negro, mientras le soltaba las correas, de modo
que el joven pudo incorporarse.
Yo proseguí entonces el interrogatorio, diciendo:
—Conque por tercera y última vez: ¿dónde está Fred Morgan?
—En el Head-Pik.
—¿Cuánto tiempo habéis estado juntos?
—Más de un mes.
—¿Dónde os encontrasteis?
—Me citó en Austin.
—¿De modo que ya os conocíais de antes?
El preso guardó silencio. Entonces saqué el revólver y le dije:
—Mira este juguete, máster Holfert. Sé perfectamente a qué atenerme con
respecto a ti; pero necesito que me refieras algunos pormenores respecto a la
muerte de tu principal y a la desaparición de sus joyas. Si guardas silencio o no
dices la verdad, te meto una bala en los sesos, pues aquí, en el Oeste, no nos
andamos con chiquitas, cuando se trata de bandidos asesinos como tú; aquí no hay
tribunales: los procedimientos jurídicos son breves e inapelables, muy distintos de
los de los «Estados».
—Yo no soy asesino —balbució temblando de miedo.
—Ya te he dicho antes el concepto que me mereces. Ahora falta averiguar si
hay que tratarte como a un granuja empedernido o como a un arrepentido. De
modo que desembucha pronto: ¿conocías a Morgan?
—Es pariente mío.
—¿Te visitó en Louisville?
—Sí, señor.
—Ea, sigue hablando, que me canso de hacer preguntas. Si se te atraganta la
verdad, piensa en mi revólver y vencerás la resistencia.
—Si míster Marshall se aleja, hablaré de corrido.
Hube de tener en cuenta aquel movimiento de sensibilidad experimentado
por el criminal descubierto tan impensadamente, y le dije:
—Se te complacerá por esta vez.
Y haciendo una seña a Bernardo, éste se alejó; pero pude observar que daba
un gran rodeo hasta colocarse a espaldas del preso, ocultándose detrás de un árbol.
Habría querido, en aquel momento, penetrar en el fondo de su corazón.
—Vamos, habla.
—Morgan me visitó con frecuencia y yo cedí a sus instancias,
acompañándole a menudo a las casas de juego.
—¿Iba a verte a tu casa?
—Sí; nunca estuvo en la joyería. Jugué, gané y me entregué a ese vicio con
verdadera pasión. Luego vino la mala racha y empecé a perder, llegando a deber a
mi pariente varios miles de dólares. Yo no tenía con qué pagar las deudas
contraídas, y entonces él me amenazó con llevarme a los tribunales, por haberle
dado un cheque con la firma falsificada de mi principal. Entonces, apurado y sin
salida, me obligó a decirle dónde estaba la llave de la joyería.
—¿Sabías qué objeto llevaba?
—Sí; me propuso darme la mitad de lo que robara, con lo cual huiríamos a
Méjico. Pero una vez dado el golpe, convenía separarnos por precaución, y me citó
para una época determinada en Austin.
—¿Le dijiste que tu principal llevaba la llave encima?
—Sí; pero no supuse nunca que fuera a asesinarle; sólo me dijo que lo
atontaría para quitarle la llave. Acechamos al joyero; pero vi que en lugar de
aturdirle con un golpe, le mataba de una puñalada. Luego abrimos la puerta de la
vivienda y dejamos el cadáver en el corredor, abrimos la caja de caudales, y nos
repartimos allí mismo su contenido.
—¿Él se quedó con las piedras preciosas y te dejó a ti lo demás?
—En efecto; pero como yo era entendido en la materia, no se me hizo difícil
convertir mi parte en dinero contante, aunque con pérdida…
—Y ahora… Pero ya entiendo. Morgan te ha vuelto a quitar el dinero.
—Así es.
—Pero ¿es posible que pensaras que un ladrón como él te trataría con lealtad?
Me parece que debió ocurrírsete que un hombre así te llamaba a estas soledades
para apoderarse impunemente de tu parte en el saqueo. ¿En qué forma procedió
para saquearte?
—Anoche le tocó estar de centinela y a mí dormir. De pronto sentí en sueños
que me tocaban. Desperté sobresaltado y me encontré con que Morgan me había
quitado ya las armas y la cartera y se disponía a clavarme el cuchillo en el pecho. El
terror me dio fuerzas, logré desasirme y salí corriendo, perseguido de cerca por mi
enemigo. Gracias a la oscuridad pude escapar de sus garras, y estuve corriendo
toda la noche, porque pensé que encontraría mis huellas y no pararía hasta dar
conmigo en cuanto se hiciera de día. Hace poco que, falto ya de fuerzas, me escondí
por aquí para descansar un rato; pero no lo conseguí, pues pasó una bandada de
indios, que me desveló, y ya iba a continuar mi fuga cuando topé con este piel roja,
que dio conmigo en seguida, aunque me agazapé.
El hombre estaba extenuado de veras, y acaso aquella debilidad suya
contribuyó a que hiciera tan explícita confesión, pues ni en su voz ni en su actitud
daba muestra alguna de arrepentimiento o de insensibilidad.
Yo le dije entonces a Bernardo:
—Este sujeto te pertenece. ¿Qué piensas hacer con él?
El joven calló. En su corazón luchaba la venganza con la compasión; después
de hacer unas cuantas preguntas al prisionero, se volvió a nosotros, diciendo:
—Este canalla ha merecido la muerte; pero no se la dará mi mano: Dios se
encargará de juzgarle.
—Le condenas a un tormento peor que la muerte, Bernardo, pues sin armas,
sin caballo y sin experiencia, perecerá aquí como una fiera acorralada.
—Pues llevémosle con nosotros hasta que tengamos ocasión de soltarle.
—Sería un engorro muy grande, pues ya tenemos otro prisionero a quien
vigilar, y podrían confabularse los dos en contra nuestra.
—Siempre seríamos cuatro contra dos.
—Aquí no se trata de que pudieran ponernos en peligro de perecer por su
mano, sino de otras contingencias que podrían colocarnos en situación fatal.
Tampoco yo quiero ser juez. Para eso valdría más que le cediéramos una de
nuestras acémilas y unas armas, y que se fuera bendito de Dios. Consúltalo con
Winnetou.
Éste, que un poco apartado había escuchado en silencio nuestro diálogo, se
acercó entonces al prisionero y le soltó la correa que le sujetaba los brazos,
diciéndole:
—¡Arriba!
Holfert obedeció inmediatamente y Winnetou, señalándole la mano, añadió:
—¿Ha lavado el asesino su diestra de la sangre derramada?
—Sí —contestó el joven temblando al oír la voz severa del apache.
—Esa mano ha estado manchada de sangre, y la sangre no se lava sino con
sangre. Esto dice Mánitu y así lo exige el Espíritu de la pampa. ¿Ve el hombre
blanco una rama a la orilla del río?
—Sí.
—Pues vaya y tráigala. Si logra desgajarla vivirá, porque la rama verde es
señal de paz y misericordia.
Todos nos quedamos parados ante la extraña exigencia. Holfert se dirigió a
la orilla, que estaba a unos cuatrocientos pasos de nosotros. La condición impuesta
era hacedera y fácil, por hallarse la rama fuera del río y junto a la orilla. Llegó allí y
al alargar la mano para cogerla, Winnetou, levantando su rifle de plata, le apuntó y
Holfert cayó al agua, atravesada la cabeza por un balazo.
Winnetou volvió a cargar tranquilamente su famosa escopeta, mientras
decía:
—El hombre blanco no ha traído la rama y hubo de morir. El Espíritu de la
pampa es justo y misericordioso y no concede gracia alguna que pueda servir de
perdición. El asesino blanco habría perecido a manos de los comanches o de los
estacadores, o habría sido devorado por los coyotes.
Luego montó a caballo y echó a andar sin volverse a mirarnos siquiera.
Nosotros le seguimos mudos y graves.
En la boca del lobo
Capítulo primero
En busca del tesoro
Las huellas de los comanches eran todavía muy visibles. Las pinturas que les
embadurnaban el rostro cuando los vimos, demostraban que iban de expedición
guerrera, aunque se comprendía que su destino debía de estar lejos, pues de otro
modo habrían empleado mayores precauciones. Winnetou estaba sin duda
enterado de sus propósitos, pero era tan reservado, que no decía palabra, de no
obligarle a ello la necesidad. Iba a acercarme a él cuando oímos tres detonaciones.
Nos detuvimos en seco. Winnetou hizo seña de que retrocediéramos y él
continuó avanzando cautelosamente hasta el próximo recodo, donde echó pie a
tierra y se deslizó por entre la maleza. Al poco rato le vimos volver y llamarnos con
la mano, para decirnos:
—Comanches y dos rostros pálidos a la vista.
Acto continuo volvió a desaparecer en la espesura seguido por Sam,
Bernardo y yo, mientras Bob permanecía al cuidado del prisionero y del ganado.
Ante nosotros se ensanchaba el valle formando una especie de caldera, cuyo
aspecto era sorprendente. En la orilla del río los caudillos comanches habían
clavado sus lanzas en la arena, colgando de ellas sus escudos, mientras echados en
el suelo fumaban el calumet con dos blancos, sentados a su lado. Los caballos de los
cuatro hombres pacían cerca de los jinetes. Delante de los jefes se representaba una
escena belicosa y pacífica a la vez, pues los demás indios ejecutaban en su honor
una de esas pantomimas guerreras en que los pieles rojas lucen su habilidad de
luchadores y jinetes. Como la distancia era demasiado grande para que pudiéramos
distinguir la fisonomía de los blancos, hube de acudir a mi anteojo, que alargué
después a Sam, diciéndole:
—Mira a quién tenemos ahí. Contémplalos a tu gusto, amigo Sam.
Sans-ear tomó el catalejo, miró por él y gruñó ferozmente:
—¡Maldición! ¡Nada menos que Fred Morgan con su hijo! ¿Cómo es que
hacen tan buenas migas con los cobrizos?
—Se explica muy fácilmente. Patricio nos ha llevado siempre la delantera, y
su padre venía desde el Head-Pik persiguiendo a Holfert Se han encontrado, y ya
sabrás que de los comanches no tienen nada que temer.
—Así será; pero la cosa no me gusta ni pizca.
—¿Por qué?
—Porque ¿cómo vamos a sacar a esos granujas de en medio de esa nube de
indios?
—No seguirán juntos mucho tiempo, pues esos bandidos blancos no tienen
maldita la gana de partir con sus amigos el tesoro.
—Entonces lo mejor será que los esperemos aquí.
—Por lo menos aquí estamos seguros, pues no es de presumir que los rojos
vuelvan sobre sus pasos.
—¿Y no vendrá Morgan en busca de Holfert? —observó entonces Marshall.
—Ya se habrá enterado por su hijo y los comanches de que no le han visto, y
supondrá que ha escapado por otro lado —contesté yo—. ¿Escondemos los
caballos?
Winnetou asintió con un movimiento de cabeza, y yo fui a ejecutar lo
propuesto. Descargué las acémilas, pues era probable que tuviéramos unas horas
de parada, y las interné en lo más escondido de la selva.
Cuando Hoblyn vio la hondonada en forma de caldera, exclamó:
—Sir, por allí a la derecha sube el barranco que hemos de recorrer para llegar
a la cañada.
—¡Vaya una fatalidad!
—¿Por qué, Charley? —preguntó Sam.
—Porque no podemos pasarlo para adelantarnos a los Morgan. ¿No
comprendes que en cuanto se vean libres de los comanches se dirigirán allá en
seguida?
—Por esta parte puede usted estar tranquilo, señor —dijo entonces Hoblyn—.
Ese atajo sólo lo conocemos el capitán y yo; el teniente tomaba otro camino, que va
más abajo por el lecho del afluente.
—Entonces no estamos mal, y podemos gozar del espectáculo guerrero con
toda tranquilidad.
Los comanches se habían dividido en dos bandos, que fingían luchar entre sí,
ya en grupos cerrados, ya en combates parciales, haciendo gala de tal resistencia y
agilidad, que producía en el espectador asombro y admiración extraordinarios.
Carecían los jinetes comanches de sillas y guarniciones, pues sus caballos sólo
llevaban una manta, una piel o una estera. A cada lado de esta especie de gualdrapa
va una fuerte y ancha correa que se pasa por el cuello del caballo y sirve para meter
el brazo cuando el jinete quiere echarse a uno u otro lado de su montura, mientras
que con un solo pie se apoya en el lomo del animal. Estas extrañas guarniciones y
una práctica constante permiten al indio convertir su caballo en escudo,
colocándolo entre sí y el enemigo, pero conservando a la vez la libertad y el
movimiento de los brazos para disparar sus flechas por encima o por debajo del
cuello o del lomo del animal, o en caso de tener armas de fuego, tirar amparado en
su parapeto de carne. Esos guerreros tienen tal habilidad que se echan ora hacia el
costado derecho, ora hacia el izquierdo del caballo, según las exigencias del
combate y desenvolviendo una ligereza y rapidez que envidiaría cualquier artista
ecuestre. Los caballos, a su vez, demuestran tal aplomo y docilidad, que es rara la
vez que el jinete no hace blanco. La correa con que se atan el brazo, muy cerca del
hombro, va sujeta a las crines de la cruz del caballo, para que aun soltándose la
gualdrapa, no se pierda el punto de apoyo. Una vez que el jinete ha sujetado bien la
lazada, no necesita ya para sus maniobras ni manta ni silla, pues sus pies calzados
con mocasines hunden con la misma seguridad el talón en el abdomen del caballo
en pelo que cuando lleva la acostumbrada piel de bisonte. Cuando esos centauros
disparan por encima del lomo de su montura, apuntan desde arriba, como es
natural, pero cuando tiran por debajo del cuello, apuntan desde abajo, lo cual,
merced a su práctica extraordinaria, les es tan fácil como si tiraran al blanco con
toda libertad.
Nuestra atención estaba reconcentrada en los ejercicios guerreros de los
comanches, muy parecidos a las famosas fantasías árabes; y sólo por casualidad
miré yo al través del ramaje en la dirección en que habíamos venido nosotros, y fue
gran fortuna, pues observé, no sin zozobra, que a lo largo de la linde del bosque se
acercaban dos jinetes examinando cuidadosamente las huellas de los comanches.
—Atención, que viene gente.
Echáronse todos nuestros compañeros hacia atrás, después de mirar a los
viajeros, y Hoblyn exclamó:
—El capitán que viene con Cónchez.
—En efecto, es él. Internémonos en seguida en la espesura y borremos las
huellas: a escape.
En menos de dos minutos se había cumplido la orden. Todos retrocedieron,
y sólo Winnetou y yo nos quedamos en acecho en un lugar saliente, desde donde
podíamos observar a los caminantes sin ser vistos por ellos.
Ya estaban muy cerca e iban a volver el recodo, cuando estalló el grito de
guerra de los comanches, semejante al aullido de las fieras. Los viajeros se
detuvieron en seco, miraron con cautela por el recodo y condujeron sus caballos al
mismo lugar en que habíamos dejado los nuestros un momento antes.
Detrás de los recién venidos había dos arces tan juntos y entrelazados, que
resolví aprovechar su disposición para deslizarme hasta ellos y escuchar la
conversación de los dos bandidos. En previsión de cualquier contingencia empuñé
el tomahawk.
—Son comanches —oí que decía el capitán—, y no nos harán mal alguno;
sólo hay que averiguar quiénes son los dos blancos que les acompañan.
—Estamos muy lejos para que podamos conocerlos.
—Hay que fijarse en el traje que llevan; el de delante me es desconocido y al
otro lo tapan los caudillos.
—Capitán, eche usted un vistazo a los caballos y fíjese un poco en aquel bayo,
y en el colín que tiene y que es poco visto en la pampa y en la sierra. ¿Qué dice
usted?
—Que es el bayo del teniente.
—Eso me parece a mí también, y en tal caso no hay que dudar que donde
está el caballo está el jinete.
—En efecto, ahora que se agacha le veo la faja de colores. Es él; no me cabe
duda. ¿Qué hacemos ahora?
—Si me dijera usted lo que tiene que tratar con él, podría aconsejarle a usted;
pero así…
—Por lo visto, no hay más remedio que hablar claro contigo, y voy a hacerlo.
Has de saber que lo mejor de nuestro tesoro está enterrado en esta comarca, pues no
fiándome de algunos de la compañía preferí sacarlo de nuestro refugio y esconderlo
donde no pudieran encontrarlo. El lugar donde lo enterré no lo conoce nadie más
que el teniente y yo. Éste, que había de encontrarse con su padre, en vez de citarle
en nuestro campamento, lo citó a orillas del Pecos, circunstancia que despertó mi
recelo; y como después de su último viaje por el Estacado se vino derecho hacia acá
sin consultarme siquiera, tengo el convencimiento de que proyecta desenterrar por
su cuenta el caudal de la compañía. Habrá topado casualmente con los indios y
ahora no sé si presentarme a ellos y castigarle allí mismo, o si seguirle y atraparle
con las manos en la masa.
—Yo opino que lo último es lo más acertado, pues si nos llegamos ahora a los
indios no podemos probar su mala idea. Con decir que ha venido en busca de su
padre, nos deja sin poder replicar, y Dios sabe los medios secretos que tendrá para
conseguir su objeto. Somos dos contra dos, pues con los indios no hay que contar
con seguridad.
Cónchez hacía visibles esfuerzos por disuadir a su capitán de la primera idea,
dándome así a entender que tenía también interés en conocer el escondite.
—Tienes razón en lo que dices —contestó el capitán—. Los racurroh van de
expedición guerrera, y por lo tanto se detendrán aquí poco tiempo; y en cuanto
partan, Patricio se apresurará a encaminarse al sitio donde está el tesoro. Todavía le
queda un buen trecho que andar antes de poder penetrar en la senda indicada, pero
yo conozco un atajo por donde tomarle la delantera, y cuando llegue se encontrará
con el hoyo vacío, si es que todavía existe el tesoro.
—¿Cómo no? ¿Quién había de sacarlo, conociendo el escondite solamente
usted y él?
—Sans-ear y Shatterhand, a quienes debemos el golpe que hemos recibido y
que ha sido soberbio.
—Pero ¿cómo habían de enterarse del secreto?
—De un modo muy sencillo. Yo pensé enviar a Hoblyn a que espiara al
teniente, y cometí la imprudencia de darle para ello antes de tiempo las
instrucciones necesarias. Hoblyn ha desaparecido misteriosamente, y a mí se me ha
metido entre ceja y ceja que se lo han llevado los cazadores, de grado o por fuerza, y
que para salvar la pelleja habrá revelado todo lo que sabe.
—En tal caso lo mejor sería…
—¿Qué?
—Que nos aliáramos con los comanches.
—¿Para tener que revelarles el secreto y que sean ellos los que nos despojen?
De ninguna manera. Por lo demás, todavía queda mucho tiempo por delante para
discurrir algo que nos convenga, pues por lo que veo los indios sacan sus
provisiones. También nosotros podríamos tomar un bocado. Trae el tasajo.
Cuando Cónchez se levantara para acercarse a los caballos, tenía que verme,
forzosamente; por lo cual retrocedí de un brinco, y en menos de un segundo me
puse fuera del alcance de su vista.
En cuanto hube llegado junto a mis compañeros les referí el resultado de mi
exploración.
—De los tres hombres que se hacían pasar por viajantes y siguieron al
teniente no han dicho una palabra, ¿verdad? —preguntó Sam—. Alguno debería de
estar con Patricio.
—No los han nombrado siquiera. Acaso haya asesinado al que se quedó con
él, para poder obrar con libertad. Y ahora pregunto yo: ¿qué hacemos con esos dos?
—Dejar que se vayan, Charley.
Winnetou movió la cabeza negativamente y observó:
—Mis hermanos blancos debieran recordar que no tienen más que un solo
scalp.
—¿Y quién piensa en quitárnoslo? —preguntó Sam.
—Las serpientes de racurroh.
—Pues no lo lograrán, aunque lo pretendan. Además, llevan prisa, y así se
largarán pronto.
—Mi hermano es un cazador listo y un guerrero valiente, pero no conoce las
tretas de los comanches. Éstos se dirigen a la sepultura de su caudillo Chu-ga-chat
(Humo negro), como tienen por costumbre hacerlo todos los años en el aniversario
del día en que quedó muerto a manos de Winnetou.
Entonces comprendí por qué seguía el apache a aquella bandada de
comanches.
—Lo mismo da —replicó Sam—. Cuando van a sus cosas les preocuparán
poco las nuestras y las de los estacadores, por ejemplo.
—Tampoco yo tengo gana de derramar sangre humana inútilmente —añadí
yo.
—Mis hermanos blancos pueden obrar como gusten —replicó Winnetou—.
Ellos son dueños de perdonar la vida a su enemigo, que, además, es asesino y
ladrón; pero darán en cambio su propia sangre. El caudillo de los apaches ha dicho.
¡Howgh!.
Sentía tener que oponerme a las ideas de Winnetou, pero ya habíamos
matado a un hombre, y repugnaba a lo más íntimo de mi ser levantar el arma aun
contra un homicida, cuando no me obligaba a ello la legítima defensa propia.
En ello seguía pensando cuando oímos grandes gritos procedentes del
campamento comanche, que nos hacían suponer algún acontecimiento imprevisto y
repentino. Como notamos que tanto el capitán como su compañero estaban atentos
a aquella gritería, yo me arrastré por la maleza hasta el lindero del bosque para
averiguar la causa del tumulto; y al llegar a un punto que me permitía observarlo
todo, vi que los comanches se habían apiñado junto a la orilla del río, contemplando
un objeto que no podía distinguir yo desde mi observatorio. Éste fue arrojado de
nuevo al agua, y todos los guerreros rodearon luego a los dos caudillos y los dos
blancos. Poco después montaron en sus caballos y tomaron a galope el camino.
Yo volví entonces al lado de mis compañeros, quienes me preguntaron:
—¿Qué ha ocurrido?
—Han tenido un hallazgo en el río, que acaso fuera el cadáver de Holfert.
Winnetou contrajo el ceño. ¿Conque nuestra presencia no era ya un secreto
para los comanches?
—¿Cree mi hermano blanco que un cadáver puede recorrer tanto camino?
—me preguntó el apache.
—En ciertas condiciones sí. El río es profundo y de fuerte corriente, y tiene
las orillas escarpadas, de modo que no puede detenerse nada en ellas.
Sin decir palabra se levantó el apache y desapareció en la espesura a nuestra
izquierda. En seguida comprendí lo que proyectaba: subir, protegido por los
árboles, aguas arriba hasta que no pudiera vérsele, y luego bajar nadando hasta el
punto en que se hallaba el objeto que tanto había sorprendido a los comanches.
No obstante saber que el indio era un nadador extraordinario, hube de
decirme que la empresa era arriesgadísima; primero, porque el capitán y su
compañero, espoleados por la curiosidad, podían a su vez acercarse al río, y en
segundo lugar porque los comanches, recelosos del encuentro de un cadáver con
una herida reciente, intentarían averiguar su procedencia y qué mano la había
causado, la cual no podía andar muy lejos. En este caso era dable suponer que su
marcha fuera una estratagema, y que volverían oportunamente a comprobar sus
sospechas. Si en una campaña figura como norma absoluta no dejar a retaguardia
ninguna fortaleza sin reducir o por lo menos sin cercar, en el salvaje Oeste tampoco
puede ignorarse, sin exponerse a graves peligros, lo que se deja a la espalda.
El trecho que Winnetou recorrió aguas abajo y luego aguas arriba, debía de
tener, por lo menos, media milla. El apache, como buen nadador, podía salvarlo en
media hora, contando diez minutos para el recorrido a pie. No haría aún un cuarto
de hora que había desaparecido de nuestra vista cuando se pusieron en marcha el
capitán y su ayudante, sin que nosotros hiciéramos nada para detenerlos.
Se realizaban mis presentimientos, pues ambos bandidos se encaminaban en
línea recta al campamento abandonado por los comanches y desde allí al río. No me
quedaba otro recurso que proteger a Winnetou, quien seguramente se habría
despojado ya de sus ropas y de sus armas para meterse en el río, conservando acaso
como única defensa su cuchillo de monte. Yo debía defenderle sin que me vieran.
Cogí mi rifle, y después de ordenar a mis compañeros que no se movieran, salí de
mi escondite y corrí todo lo de prisa que me permitía la maleza, hasta un sitio desde
donde pudiera ver el lugar en que los comanches habían recogido y vuelto a arrojar
al río el objeto misterioso. No me había acomodado todavía en mi observatorio
cuando vi que el capitán apuntaba y disparaba en dirección al agua. El bandido no
había hecho blanco seguramente, pues yo conocía la extraordinaria habilidad de
Winnetou para sumergirse y bucear. Cinco segundos después del disparo le vi
bracear fuerte, saltar a tierra y precipitarse sobre el capitán. Cónchez levantó
entonces su carabina y yo me consideré obligado a soltarle un balazo, pero
respetando su vida. Sin darme tiempo a ello, Winnetou, de un salto rapidísimo, se
arrojó sobre Cónchez, que en aquel instante iba a disparar, y le desvió de un golpe
el arma, de modo que el tiro salió al aire. Winnetou le arrancó entonces el rifle de las
manos para emplearlo como maza, pero de pronto dio un salto para esquivar en el
preciso instante el culatazo que el capitán se disponía a darle por la espalda.
Afianzábase el indio para hacer frente a sus dos adversarios, cuando se
oyeron de nuevo aullidos espantosos. Mis temores volvían a confirmarse; los
comanches habían simulado la partida y volvían al galope al oír el tiro del capitán.
Apenas los vio Winnetou, hizo soltar de un porrazo al capitán la carabina,
que por fortuna era de un solo cañón, la arrojó al agua y empezó a correr río arriba
dando saltos enormes, que le asemejaban a una pantera huida. Yo sabía que en esta
forma y durante diez minutos podía competir ventajosamente con el corcel más
veloz; el apache me había enseñado ese modo de avanzar, no corriendo desalado,
sino hendiendo el aire a grandes saltos, a fin de que el centro de gravedad
descansara siempre en una misma pierna, que sirve así de resorte; y cuando ella se
cansa, se emplea la otra.
No necesitaría Winnetou más de diez minutos para llegar adonde había
dejado la ropa, y entonces sería lo bastante ingenioso para seguir corriendo otro
trecho hasta internarse en el bosque y volver a nosotros protegido por la espesura.
Con toda la rapidez posible volví a nuestro refugio, diciendo a mis
compañeros:
—¡Pronto! ¡Arriba! ¡Hay que huir! —¡Diablos! ¿Adónde, por ejemplo?—
replicó Sam filosóficamente. —Por allí vienen los comanches con los dos blancos.
—¡Mejor! Pasarán galopando junto a nosotros y tendrán allá arriba bastante
que hacer con buscar las huellas de Winnetou. De prisa, llevad los caballos hasta la
linde, y en cuanto hayan pasado los comanches, galopad lo que podáis río abajo,
pisando las mismas huellas que hayan dejado los indios para que no descubran las
vuestras. Yo me quedo a retaguardia para proteger vuestra fuga y esperar a
Winnetou.
—¿Tú solo? —me preguntó Sam.
—Yo solo —le respondí echando una mirada significativa hacia donde
estaba Hoblyn, de quien no acababa de fiarme. Mi mirada bastó para explicar a Sam
lo que necesitaba saber—. Los demás carecen de tu experiencia y es preciso que los
dirijas.
—Conforme. Conque, adelante. Los comanches están acabando de pasar.
En efecto, en aquel instante volaba el último indio de la partida, pasando a
nuestro lado. Se interponía entre ellos y nosotros la espesa muralla de bosque que
nos ocultaba a sus ojos. Mientras Sam desaparecía con los demás, me empleaba yo
en borrar nuestras huellas lo mejor que podía, y acababa casi la tarea cuando oí
rumor entre el follaje y apareció Winnetou.
—¡Uf! Esos chacales comanches buscan las huellas del apache. ¿Dónde se
hallan los compañeros de mi hermano blanco?
—Se han ido.
—El pensamiento de mi hermano blanco es siempre sabio y discreto. No hay
que hacer esperar a los rostros pálidos.
Y vistiéndose rápidamente las ropas que traía en la mano, sacó a su caballo
de la espesura. Una ojeada al terreno me dio a comprender que estábamos aún
seguros y le pregunté:
—¿Qué fue lo que mi hermano rojo encontró en el río?
—El cadáver del rostro pálido. Winnetou ha obrado hoy dos veces como un
chiquillo sin reflexión, pero él no tiene miedo, y sus hermanos blancos le
perdonarán.
Esta confesión no la habría hecho el altivo apache a nadie más que a mí. Yo
no le contesté, porque partió como un torbellino, con tal rapidez que mi caballo no
podía darle alcance.
En el punto en que se bifurcaba hacia los montes el camino y por lo tanto
también las huellas de los comanches, aguardaban mis compañeros. Sam se había
apeado, y con ayuda de Bob y Bernardo envolvía con trapos los cascos de los
caballos. Para este objeto tuvo que hacer trizas unas mantas de las sacadas del
depósito de los bandidos.
Luego seguimos barranco adelante, mientras Winnetou quedaba a la zaga
para borrar nuestras huellas.
Cuando hubimos pasado el recodo del barranco, me detuve, diciendo:
—Bernardo, lleva mi caballo hasta que yo venga.
—¿Qué vas a hacer, Charley? —me preguntó Sam.
—Quedarme a acechar a los rojos, para ver qué determinan.
—Well, eso está muy bien; así sabremos si han adivinado la treta que les
jugamos.
Mis compañeros siguieron caminando, mientras yo me deslizaba por entre
los matorrales. No haría mucho que acechaba, cuando oí pisadas de caballos. Eran
los comanches que volvían, pero no todos, sino la mitad de la partida. ¿Dónde
estaría el resto? Con ellos venían los Morgan, padre e hijo, pero ni el capitán ni
Cónchez los acompañaban. Los indios cabalgaban al paso, con los ojos clavados en
el suelo. En el punto donde entrapajamos los cascos de los caballos, se detuvieron
ellos también. El caudillo que los mandaba saltó de pronto del caballo, se inclinó y
recogió algo del suelo, que a tal distancia no pude saber qué era. Los demás se
acercaron a examinar el objeto y todos se pusieron a buscar algo. Hubo luego una
consulta, después de la cual se alejaron el caudillo y los dos Morgan, y penetraron a
pie en el barranco.
Examinando paso a paso y con el mayor cuidado hasta lo más insignificante,
fueron acercándose poco a poco. Aquellos instantes fueron de angustia para mí;
pero, gracias a nuestras precauciones, no encontraron el menor rastro de nuestra
presencia en aquel paraje. Al pasar rozándome pude ver en las manos del caudillo
el objeto que tanto les había llamado la atención, y era una hilacha de lana que al
cortar las mantas había caído al suelo inadvertidamente y que en realidad venía a
dar la razón al dicho de que tenemos la vida pendiente de un hilo.
Penetraron un poco más en el barranco y luego dieron la vuelta, convencidos
de que por allí no había pasado nadie, por lo cual juzgaron superfluo guardar
silencio. Fred Morgan fue el primero que habló, diciendo:
—No hay un alma; las huellas serían las vuestras propias.
—Pero ¿quién sería el indio y quiénes los blancos que han desaparecido
como si se los tragara la tierra? —preguntó Patricio.
—Ya lo averiguaremos, pues no hay miedo de que se nos escapen. El indio
iba desnudo, por lo cual no hemos podido saber a qué tribu pertenece.
—Pues no es pequeño servicio el que nos ha hecho, si el cadáver era el de ese
Holfert de quien me has hablado.
—Es el mismo. Pero ¿cómo habrá llegado el indio al sitio donde acampamos?
¿Estaría ya o llegaría después de nosotros? Yo creo que…
No pude oír más, pues se iban alejando, de manera que su voz no llegaba ya
hasta mí. Por lo que oí pude colegir que estábamos en seguridad, y que el capitán y
Cónchez habían preferido eclipsarse a mostrarse a los comanches. Esto tenía su
razón en la pretensión que abrigaban de coger a Morgan con las manos en la masa.
Claro está que me parecía muy dudoso que tanto él como Cónchez se libraran de la
vista de lince de los comanches.
En aquel momento llegaban los tres exploradores al grupo de aquéllos, el
cual, a una orden del caudillo, dio media vuelta y desapareció entre los árboles. Yo,
conseguido ya mi objeto, seguí a mis compañeros, los cuales habían avanzado tanto
que tardé más de media hora en alcanzarlos. Winnetou me interrogó con la mirada
y yo referí punto por punto todo lo que había ocurrido.
—Well —replicó Sam—. Entonces hemos logrado darles con la puerta en las
narices, por ejemplo.
—Los hijos de los comanches tienen ojos y no ven, y sus oídos se hallan
tapiados, hasta el punto de que no perciben siquiera los pasos de sus enemigos. Mis
hermanos blancos pueden descalzar los cascos de los caballos.
El consejo de Winnetou fue seguido inmediatamente, pues a los animales les
molestaba mucho caminar con los cascos entrapajados por un paraje tan escabroso.
Era una jornada pésima la que nos esperaba, a lo largo de un barranco sembrado de
rocas y pedruscos despeñados por el vendaval desde las dos vertientes al fondo.
Cuanto más nos internábamos, más agreste se volvía la comarca, hasta que al
anochecer llegamos a la cima de la cadena de montañas que se extiende paralela a la
Sierra, de Norte a Sur. Bajamos por el lado opuesto de ella, y al ponerse el sol
acampábamos en un paraje excelente para el caso.
La noche se pasó en plácido sueño, sin que ningún incidente viniese a
interrumpirlo. Por la mañana un corto viaje de exploración por el camino recorrido
me convenció de que no habíamos sido perseguidos.
Seguimos avanzando por un terreno que ya conocía yo desde mi viaje por el
Colorado. La selva iba desapareciendo paulatinamente y el agua comenzó a
escasear. Aparecieron gran número de torrenteras desecadas, todas entre
profundas peñas, elocuentes testimonios de la fuerza de la corriente, que había
pasado por ellas. En cuanto se acercaba uno a aquellos cauces, unidos entre sí en
forma de red, se veía la orilla opuesta como un bosquejo del terreno que se pisaba.
Cuanto más se internaba tanto mejor se destacaba la línea observada, hasta que de
pronto se encontraba el observador ante un abismo profundo, cuyo espanto se
suavizaba por la circunstancia de que en la sima reinaba la luz del día tan clara
como en la superficie desde donde se contemplaba. Sin embargo, las simas, a causa
de lo escarpado de sus lados, constituían para el viajero un obstáculo casi
insuperable.
Observando estos valles con más atención se nota que en la época de las
lluvias se hallan cubiertos de agua en toda su anchura, pues a ambos lados se señala
el nivel del líquido a diversas alturas. Aquí se descubren rocas superpuestas de
extraña grandeza y magnificencia y de formas tan pintorescas y grotescas a la vez
que dan ganar de no dejar el lápiz de la mano. Elévanse y surgen pirámides y cubos
gigantescos; levántanse enormes columnas y arcos que se amontonan y sobreponen
formando caprichosos monumentos, que pasman y sorprenden al caminante. El
agua ha cavado en ellos extrañas oquedades, formando también contornos tan
admirables y adornos tan bellos, que no puede uno menos de pensar que son
producto del cincel y del arte.
El fondo de los cauces es poco profundo por el centro, y rara vez es posible
bajar a ellos desde los elevados bordes, no siendo un gimnasta de primer orden.
Además, la meseta está surcada de tal modo en todas direcciones, que caminando a
lo largo de la orilla de un cauce se llega muy pronto a un valle lateral desde donde
puede penetrarse fácilmente en el lecho principal. Como éste, por lo general, suele
extenderse en una dirección determinada, puede servir de carretera, además de
ofrecer la ventaja de que por su profundidad el caminante no puede ser visto sino
desde la orilla misma. Claro está que a la vez tiene el gran inconveniente de que el
viajero tampoco ve al enemigo hasta que lo tiene al lado.
Seguimos por un valle de éstos en dirección a Occidente, y según íbamos
avanzando iba siendo menos profundo, al par que iba disminuyendo también el
número de los valles laterales, hasta que llegamos frente a las alturas cubiertas de
bosque de la Sierra de Rianca.
Al pie de la cordillera volvimos a encontrar muchas corrientes que afluían al
río Pecos, y entre ellas una que tenía su origen en el valle al cual nos dirigíamos.
Ya bien entrada la tarde llegarnos al término de nuestra caminata. El valle
debía de tener una longitud de milla y media, y el ancho podía recorrerse en media
hora. Estaba cercado por alturas coronadas de árboles, y a lo largo del río se veía un
pasaje cubierto de verde hierba; pero no podíamos consentir a nuestros caballos que
se aprovecharan de tan espléndido pasto, pues ello habría delatado nuestra
presencia.
—¿Estás seguro de que es éste el valle que nos interesa? —pregunté a
Hoblyn, comprendiendo cuán fácil era confundirlo con otros.
—Absolutamente seguro, señor. Ahí arriba, a la sombra de aquel roble,
acampamos la última vez que estuve aquí con el capitán.
—Pues propongo que llevemos nuestros caballos a uno de los valles
próximos, donde puedan pastar. Uno de nosotros puede quedarse guardándolos y
los demás seguir aquí, para obrar con mayor libertad.
—Perfectamente-contestó Sans-ear; —pero ¿no podría darse el caso de que
necesitáramos nuestros caballos súbitamente? Yo no dejo que mi Tony se aleje tanto
de mí.
—Entonces habrá que buscar un sitio resguardado en la selva. Yo me iré con
Bob a examinar el terreno por ese lado, mientras Winnetou va por el otro. Tú, Sam y
Bernardo esperáis aquí hasta que volvamos.
Me apeé, cogí mi rifle y penetré en la espesura, acompañado del negro. El
bosque subía cuesta arriba, y a causa de las rocas y de los árboles tronchados la
ascensión era muy difícil para los caballos. Bob y yo no íbamos juntos, sino a cierta
distancia y paralelamente uno a otro; y apenas habríamos recorrido el trecho que
nos proponíamos, cuando oí al negro lanzar un grito y exclamar:
—¡Masa!, ¡oh, ah! ¡Masa venir pronto, pronto!
Volvíme hacia Bob y le vi lanzarse de un brinco hacia un haya, agarrarse de
una rama y trepar tronco arriba como una ardilla.
—¿Qué pasa, Bob?
—¡Masa venir pronto! ¡Salvar negro Bob! No, no venir, sino correr y llamar
gente para matar dragón.
No fue necesario preguntar más para saber de qué dragón se trataba, porque
yo mismo le vi romper por entre la maleza. Era un oso gris, de esa especie magnífica
que los cazadores llaman grizzly.
He oído a los leones del desierto lanzar esos rugidos inexpresables, que el
árabe llama Rad, o sea trueno; he escuchado el aullido del tigre de Bengala, que
llena de angustia el corazón sin hacer temblar la mano; pero el gruñido profundo,
ronco, pérfido y demoníaco del oso gris los supera a todos, pues atraviesa de parte a
parte y pone los pelos de punta.
Al llegar a unos ocho pasos de mí se enderezó el animal sobre sus patas
traseras y abrió una boca descomunal. No había solución: o él o yo, uno había de
perecer irremisiblemente. Yo le apunté al ojo y disparé y acto continuo volví a tirar
apuntando al corazón. Luego, arrojando el rifle, desenvainé el cuchillo y di un salto
de costado para comunicar más fuerza al golpe. El gigantesco animal se precipitó
sobre mí como una flecha, y como si mis dos balas se hubiesen perdido en el aire,
dio dos, tres, cinco, seis pasos; y ya levantaba yo el brazo para darle una cuchillada,
cuando le vi bajar las patas delanteras que llevaba extendidas para abrazarse a mí,
lanzó un gruñido quejumbroso, permaneció un instante inmóvil y se desplomó de
repente como herido de un hachazo. Una de mis balas había penetrado en su
cerebro y la otra en el corazón, es decir, que ambas heridas eran mortales de
necesidad. Una pantera o un jaguar en igualdad de circunstancias habrían muerto
en el acto, como gatitos. El oso gris, en cambio, pudo avanzar hacia mí, y de haber
podido dar dos pasos más podía yo contarme entre los difuntos.
—¡Oh, ah, bonito, bueno! —gritaba Bob desde el árbol—. ¿Morir de veras el
oso, masa?
—Sí; puedes bajar sin miedo.
—¿Pero muerto del todo, masa? ¿No comer pobre negro Bob?
—Muerto del todo.
Con la misma rapidez con que trepó al árbol bajó entonces Bob; pero
acercándose al oso con, muchas vacilaciones. Yo me acerqué con las debidas
precauciones al coloso y le clavé varias veces el cuchillo entre la segunda y tercera
costilla.
—¡Oh, ah! ¡Gran oso, más grande que todo Bob! Pero ¿Bob comer oso?
—Ya lo creo: las patas y los jamones son exquisitos.
—¡Oh! ¡Masa dar Bob patas y jamón! Negro Bob gustar mucho exquisito.
—Recibirás tu parte como los demás; pero espérate aquí, que vuelvo en
seguida.
—¿Bob quedar solo aquí? ¡Oh! ¡Si resucitar oso matar Bob!
—En ese caso vuelves a trepar al árbol y en paz.
—Si masa marchar, Bob volver al árbol en seguida.
En efecto, en cuanto volví la espalda trepó al haya como si corriera peligro.
Bob no era cobarde y sabía hacer frente con gran valor a un enemigo de su especie;
pero no se las había visto nunca con una fiera, por lo cual hube de ser indulgente
por aquella vez.
Recorrí los alrededores para ver si quedaba algún otro individuo de la
misma raza que matar o si se trataba de algún ejemplar aislado. Solamente hallé las
huellas de uno y esto me tranquilizó completamente. Volví junto al negro y poco
después nos vimos rodeados de los demás compañeros, quienes, al oír los disparos,
y no sabiendo a qué obedecían, acudieron presurosos en nuestro auxilio.
Al ver al oso declararon todos que era el más corpulento que habían visto
hasta entonces, y Winnetou se inclinó sobre el cadáver para humedecer con su
sangre la bolsa donde llevaba su talismán, o sea lo que llaman los indios la bolsa de
la medicina. Después me dijo:
—Mi hermano ha hecho buen blanco; el alma del oso gris le estará
agradecida por haberle dado muerte rápida, pues no ha sido atormentada, sino
libertada en seguida, y ha podido pasar inmediatamente a los eternos cazaderos de
sus padres.
Los indios creen que en cada oso gris mora el alma de algún famoso cazador,
que en tal transmigración tiene que purificarse en una especie de purgatorio.
Winnetou me ayudó a desollar al animal y descuartizarlo para guardar los
pedazos aprovechables. El resto fue cubierto de ramaje, piedras, musgo y tierra,
para evitar que acudieran buitres que pudieran delatarnos.
Capítulo 2
El escondrijo
El apache había hallado ya en la vertiente opuesta del valle un refugio muy a
propósito para nosotros y nuestras caballerías, al cual nos encaminamos sin demora.
Como todavía era día claro, pudimos permitirnos encender una hoguera y asar en
sus brasas las patas del oso. El banquete fue de veras suculento.
Ya anochecido nos envolvimos en nuestras mantas y, después de convenir el
orden de las velas, nos echarnos a dormir. Pasó la noche sin incidente y lo mismo
ocurrió en la primera mitad del siguiente día, sin observar nada que nos llamara la
atención.
Habíamos apostado en la entrada del valle un centinela, y Sam, que hacia el
mediodía acababa de relevar a su antecesor, acudió corriendo a decirnos:
—Viene gente.
—¿Quién?
—Eso, por ejemplo, no puedo precisarlo, hasta que estén más cerca.
—¿Cuántos son?
—Dos a caballo.
—Veamos.
Acudí al lugar indicado y con ayuda de mi catalejo conocí a los dos Morgan,
padre e hijo, que tenían que cabalgar aún un cuarto de hora para llegar al valle.
Todos los rastros de nuestra estancia en aquel punto habían sido cuidadosamente
borrados, y como además los superábamos en número podíamos esperar su llegada
con toda tranquilidad.
Ya iba a volverme con Sam cuando oí que la maleza crujía por cima de
nuestras cabezas. ¿Sería otro oso? Escuchando atentamente pudimos convencernos
de que eran dos seres que venían monte abajo, acercándose a nosotros.
—¡All devils, Charley! ¿Qué será esto?
—Ya lo veremos. Escondámonos en la espesura, en seguida.
Nos ocultamos de modo que el ramaje nos cubriera por completo, pero con
las armas preparadas para repeler cualquier agresión, así de fieras como de seres
humanos. Pocos minutos después bajaron dos hombres que llevaban de la rienda a
sus cabalgaduras. Eran el capitán y Cónchez. Sus caballos tenían aspecto de
grandísimo cansancio y los jinetes daban también muestras de haber hecho una
jornada penosísima.
Hicieron alto cerca de nuestro escondrijo, pues desde allí dominaban todo el
valle y aun más allá.
—¡Por fin! —exclamó el capitán, lanzando un suspiro de satisfacción—. Ha
sido un viaje terrible, como no pienso volver a hacerlo mientras viva. Menos mal
que llegamos a tiempo; todavía no ha estado aquí nadie.
—¿Cómo lo sabe usted? —le preguntó Cónchez.
—Porque está intacto el escondite, señal evidente de que los Morgan no han
llegado aún; y a otro ¿cómo se le había de ocurrir meterse en estos andurriales?
—Puede que tenga usted razón. ¿De Sans-ear y Old Shatterhand no se
acuerda usted ya?
—No, pues si hubieran seguido a los Morgan habrían tropezado
infaliblemente con los comanches, que ya se habrían cuidado de evitarles el viaje.
—Pero ¿quién sería aquel indio desnudo del río Pecos y de dónde vendría
aquel cadáver?
—Eso no nos va ni nos viene. Ya nadie se meterá con nosotros, pues tenemos
a los comanches a la espalda, y desgraciado del que quiera seguirnos.
—¿Pero está usted seguro de que los indios se han quedado atrás?
—Tan seguro como de que tú estás a mi lado. Habrán matado al indio, si éste
era enemigo suyo, aunque no lo creo, porque no hay ningún apache que se atreva a
llegar hasta allí, y luego nos habrán seguido. Claro está, hemos ido tan de prisa que
habremos dejado unas huellas tan visibles como si hubiera pasado un rebaño.
—¿Y si nos encuentran aquí?
—Mejor, puesto que somos amigos. Lo que los sorprenderá tal vez es que no
nos hayamos dado a conocer, y eso ya me encargo yo de explicárselo, refiriéndoles
mis sospechas respecto del teniente, que… ¡Caramba! Que me ahorquen si no viene
por allí ese grandísimo tunante.
—En efecto, él es.
—Bueno, pues ya e tenemos seguro, y ahora se va a enterar el amigo de lo
que cuesta hacer traición a su capitán y a sus compañeros.
—Llegan solos, prueba evidente de que los comanches nos vienen pisando
los talones. Pero, dígame, capitán: ¿piensa usted realmente desenterrar hoy mismo
el tesoro, y en mi presencia?
—Sí.
—¿Para quién?
—Para nosotros.
—¿Qué quiere usted decir con eso? Tanto puede significar para nosotros
solos como para repartirlo entre toda la compañía.
—¿Qué preferirías tú?
—Eso es más fácil pensarlo que decirlo, capitán; pero si usted representa a la
compañía en las actuales circunstancias, convendrá usted en que vale más no volver
a poner los pies en nuestro antiguo refugio. Cuando se han pasado unos cuantos
años de azares y penalidades como los nuestros, se ansía volver al descanso y a la
comodidad de las personas decentes, y yo me figuro que de lo que se necesita para
eso está ya tan repleto el escondite de usted que algo me tocará también a mí.
—Hablas como un libro, y he de darte la razón; pero lo primero es darles a
esos granujas su merecido. Vamos a subir un poco más arriba, donde hay un sitio
que ni de molde para nuestros planes, y que además está muy cerca del tesoro.
¿Se referiría el capitán al lugar en que acampábamos? En efecto, avanzaron
tranquilamente en dicha dirección y nosotros los seguimos. Tan seguros y
descuidados estaban, que no vieron siquiera las pisadas que habíamos dejado Sam
y yo. Verdad es que se requería vista de lince para descubrirlas.
Los nuestros habían notado que se acercaba algo inesperado y se habían
puesto en pie. Aún hoy recuerdo la estupefacción que se pintó en el rostro de
aquellos dos bandidos cuando se encontraron frente a frente con el indio del río
Pecos. Por poco suelto la carcajada. Cónchez, al reconocer a su antiguo compañero,
exclamó:
—¡Hoblyn!
—¡Hoblyn! —repitió el capitán—. ¿Cómo es que te encuentro en Sierra
Rianca? ¿Y quién es esa gente?
Yo me acerqué a él por detrás y le di un golpecito en el hombro, diciéndole:
—Antiguos conocidos, capitán, antiguos conocidos. Acérquese y tome
asiento, sin cumplidos, como si estuviera usted en su casa.
—¿Quién es usted, caballero? —me preguntó indeciso.
—Empezaré por presentarle a usted a los demás: este máster de color de
ébano se llama Bob, y fue el mejor amigo de un tal Williams a quien conocía usted
muy bien. Este gentleman blanco es el señor Marshall de Louisville, que tiene que
tratar unos asuntillos con los Morgan, esos Morgan que pretenden llevarse los
huevos de un nido que usted conoce. Este caballero de tez cobriza se llama
Winnetou, cuyo nombre debe de sonarle a usted, y por esto me excuso de
extenderme más; este otro caballero se apoda Sans-ear, y a mí suelen llamarme Old
Shatterhand.
El capitán se quedó yerto de espanto y no encontró más palabra que
balbucir:
—¿Es… posible?
—Mucho, mucho. Siéntese y acomódese lo mejor que pueda o al menos
como yo cuando los espiaba a ustedes en su escondrijo. Estuve echado a espaldas
de usted, y como recuerdo me llevé su pistola. Ayer tuve también el gusto de estar
cerca de usted cuando espiaba usted a los comanches y hacía usted a su compañero
ciertas confidencias. Bob, desarma en seguida a estos dos señores y átales las manos
y los pies en forma que no puedan soltarse.
—¡Señor…! —protestó el capitán, irguiéndose.
—No se enoje usted antes de tiempo. Claro está que hemos de tratar con
ustedes como es uso y costumbre tratar con estacadores; y así no se exciten ustedes
inútilmente, pues antes que los Morgan penetren en la cañada se verán ustedes
presos y amordazados o, si lo prefieren, muertos.
El incidente fue tan rápido e inesperado que no pensaron en defenderse. La
sorpresa los había petrificado.
Luego pregunté al capitán:
—Ahora es preciso que nos descubra usted ese escondite que los atrae a
ustedes todos como moscas a la miel.
—El tesoro no le pertenece a usted y callaré.
—Como usted guste, pero le advierto que si ahora no es nuestro, lo será. No
quiero obligarle a usted a descubrir el secreto; pero exijo que conteste usted a esta
otra pregunta: ¿qué ha sido de los llamados viajantes que iban con el teniente, y de
los tres comerciantes a quienes siguieron?
—Los comerciantes… ¡hum!… no lo sé.
—Pues yo sí lo sé. Y de los viajantes ¿qué han hecho ustedes?
—Dos habían regresado a nuestro refugio: al otro lo habrá asesinado Patricio
Morgan por el camino, pues encontramos su cadáver.
—Me lo figuraba. Ea, ahora acepten ustedes resignados la mordaza para que
no nos delaten a los dos golosos a quienes esperamos.
Habíamos acabado de amordazarlos cuando aparecieron a la entrada del
valle Fred Morgan y su hijo, los cuales se detuvieron un instante para explorar el
terreno. Luego Patricio espoleó a su caballo y trotó cuesta arriba, seguido por su
padre. No parecían dispuestos a detenerse mucho; precisamente delante y a veinte
pasos escasos de nuestro escondite, había un espeso matorral de zarzamora al que
ambos se encaminaron presurosamente.
—Aquí es, padre…
—¿Aquí? ¡Cualquiera buscaría aquí un tesoro!
—Ea, manos a la obra y despachemos en seguida. No sabemos quiénes serán
esos dos blancos y si los comanches han logrado echarles la zarpa.
Los dos bandidos desmontaron y trabaron sus caballos a orillas del arroyo.
Mientras los sedientos animales se refrigeraban, se arrodillaron padre e hijo en el
suelo, pusieron las armas a un lado y empezaron a cortar la maleza con sus
cuchillos de monte. Poco después apareció una tierra suelta, de mantillo, que se
pusieron a escarbar ansiosamente.
—Ya está aquí —exclamó Patricio al cabo de un rato, sacando del hoyo un
paquete envuelto en una piel de bisonte cubierta de pelo.
—¿Eso es todo?
—Todo, y basta; aquí hay billetes, depósitos y demás en abundancia. Ahora,
dejémoslo todo como estaba y a caballo en seguida.
—No corráis tanto, que os vais a cansar —dijo Sam a espaldas de los
bandidos, mientras de un salto me colocaba yo entre ellos y las armas que habían
dejado en el suelo, y los demás les apuntaban con los rifles.
Sam los contemplaba con la actitud del tigre que se dispone a despedazar su
presa. Los Morgan, en el primer instante, se quedaron mudos de estupor; pero se
rehicieron pronto e intentaron coger sus armas. Yo les presenté el revólver,
diciendo:
—No os mováis, porque el primer paso que deis os cuesta la vida.
—¿Quién sois? —preguntó Fred Morgan altaneramente.
—Pregúntaselo al llamado Meercroft, tu hijo.
—¿Con qué derecho nos agredís?
—Con el que tuvisteis vosotros para asaltar a otros, como, por ejemplo, a
míster Marshall de Louisville, al tren después y antes la granja de cierto Sam
Hawerfield, que es el sujeto que tenéis en vuestra presencia. Haced el favor de
echaros al suelo, boca abajo.
—¡Nos guardaremos mucho!
—Pues no os quedará más remedio cuando os diga quiénes somos Empezaré
por Winnetou, caudillo de los apaches; Sans-ear, el antiguo Sam Hawerfield, que ya
os dirá cuántas son cinco, y a mí no hay para qué nombrarme, pues ya tu hijo me
conoce de sobra. Ahora voy a contar hasta tres, y si al acabar no estáis en el suelo
daos por muertos. Uno… dos…
Rechinando los dientes y con los puños crispados de rabia se echaron los dos
boca abajo.
—Bob, átalos bien.
—Bob atar bonito, muy mucho fuerte, masa —contestó el negro poniendo el
mayor cuidado en cumplir su cometido.
Bernardo se había quedado custodiando a los otros bandidos. Bob fue a
relevarle y vino entonces. Al verle Fred Morgan, abrió los ojos como si fueran a
salírsele de las órbitas, y como si estuviera en presencia de un espectro balbució:
—¡Marshall!
Bernardo le miró desdeñosamente, sin contestar una sola palabra, pero
aquella sola mirada decía más que un discurso; había en ella la decisión fría y
serena de una sentencia inapelable.
—Bob, tráete aquí a los otros —ordenó Sam—, porque tampoco nosotros
tenemos motivo para prolongar mucho nuestra estancia en estos parajes; así es que
conviene acabar pronto y marcharnos.
El negro condujo, casi a rastras, a Cónchez y al capitán y luego hizo salir a
Hoblyn, que se había portado mejor de lo que podía esperarse de un stakeman.
—¿Quién lleva la palabra? —preguntó Bernardo.
—Tú, Charley —contestó Sam.
—No. Aquí formamos todos un núcleo de enemigos de estos hombres; sólo
Winnetou puede ser imparcial, y como además es caudillo de la pampa, a él le toca
hablar.
Asintieron todos; el apache aceptó con una inclinación de cabeza y dijo:
—El caudillo de los apaches oye hablar al Espíritu de la pampa y será un juez
justo para los hijos de los rostros pálidos. Cojan mis hermanos sus armas, pues
solamente los hombres libres pueden pronunciar su sentencia sobre los presos.
Era ésta la costumbre india y la acatamos.
Winnetou empezó su interrogatorio:
—¿Cuál es el nombre de este blanco?
—Hoblyn —contestó Sam.
—¿Qué delito ha cometido?
—Fue estacador en el desierto.
—¿Le han visto mis hermanos matar a alguno de los suyos?
—No.
—¿Ha declarado voluntariamente que es asesino?
—No.
—¿A quién ha ayudado después, a los estacadores o a mis hermanos?
—A tus hermanos.
—Entonces júzguenle mis hermanos con el corazón y no con el arma.
Winnetou desea que este hombre quede libre; pero que no vuelva a ser estacador.
Todos asentimos, y la sentencia del apache estaba tan acorde con mis propios
deseos, que torné el rifle y el cuchillo de Fred Morgan y los entregué a Hoblyn,
diciéndole:
—Son tuyos: quedas libre y puedes volver a llevar armas.
—Gracias, señor —replicó Hoblyn lleno de gozo—. No se habrá engañado
usted conmigo.
Su rostro decía claramente que sus palabras respondían a sus sentimientos y
que estaba resuelto a cambiar de vida. Winnetou continuó:
—¿Quién es ese rostro pálido?
—El jefe de los estacadores.
—Con eso basta; merece la muerte. ¿No opinan lo mismo mis hermanos?
Todos inclinamos la cabeza y la sentencia quedó confirmada.
—¿Cómo se llama ese otro?
—Cónchez.
—Ése es uno de los nombres que suelen usar los hombres falsos del Sur.
¿Qué ocupación tenía?
—Era estacador.
—¿Qué vino a hacer aquí?
—Pretendía engañar a sus compañeros, robándoles sus tesoros.
—Tiene dos almas y dos lenguas; debe morir.
Nadie habló en defensa del acusado y Winnetou continuó:
—Pero no a manos de un hombre honrado, sino a manos del otro
sentenciado. ¿Qué nombre lleva el que le sigue?
—Patricio.
—Quitadle las ligaduras. Arrojará al río a los ya condenados, pues ningún
arma debe tocar sus cuerpos; morirán ahogados.
Bob le quitó las ligaduras, y mientras nosotros le apuntábamos con las
carabinas cumplió su cometido con la diligencia de un bandido empedernido y sin
entrañas. Veíase perdido y sentía una visible satisfacción al hacer, antes de morir,
las veces de verdugo con sus antiguos cómplices. Éstos estaban tan bien amarrados,
que no podían defenderse lo más mínimo, ni lo intentaban siquiera, a pesar de lo
cual tuve que volver la vista a otro lado, pues no podía resistir el espectáculo de la
muerte violenta de dos hombres, aunque éstos la hubieran merecido un centenar de
veces.
En dos minutos había concluido todo, y Patricio se dejó maniatar de nuevo,
viendo que no le quedaba otro remedio.
—¿Quiénes son esos dos rostros pálidos? —preguntó entonces Winnetou.
—Son los Morgan, padre e hijo.
—¿De qué los acusan mis hermanos?
—Yo los acuso de la muerte de mi mujer y de mi hijo —contestó Sam
adelantándose.
—Y yo los acuso de haber matado y robado a mi padre —añadió Bernardo.
—Y yo acuso al padre del asalto a un tren y del asesinato de un empleado del
mismo —terminé yo—, y al hijo le acuso de una tentativa de asesinato contra mí y
contra éstos. Con eso basta, y no es preciso referir todas las demás fechorías de estos
hombres. —Mi hermano blanco ha dicho bien: basta con lo expuesto. El hombre
negro debe ejecutar la sentencia.
—¡Alto ahí! —protestó Sam vivamente—. Eso no lo consiento. Los vengo
siguiendo hace muchos años; como lo que a mí me hicieron es su crimen más
antiguo, son míos y no los cedo a nadie en el mundo. Su vida me pertenece, y las
entalladuras de esos dos enemigos figurarán en la culata de rifle. Una vez
conseguido eso, me doy por satisfecho, y Sans-ear y la vieja Tony pueden buscar el
descanso en alguna caverna de la sierra o en medio de la pampa, donde blanquean
los huesos de millares de cazadores.
—La petición de mi hermano es justa, y puede tomar a los asesinos de manos
de sus compañeros.
—Sam —le dije en voz baja inclinándome a su oído para que nadie me oyera
—, Sam, no te manches con la sangre de esos hombres, matando a sangre fría a dos
indefensos. Esas venganzas deshonran a un cristiano y constituyen un grave
pecado. Deja al negro el oficio de verdugo.
El cazador se quedó con la mirada sombría clavada en el suelo y sin
pronunciar palabra. Para darle tiempo a reflexionar, me alejé con Bernardo a
examinar el caballo de Fred Morgan, en cuya silla encontramos unas cuantas perlas
magníficas, que el joyero reconoció como de su propiedad. Luego le registramos a
él y hallamos un paquete cosido con nervios de ciervo a la camisa de piel de bisonte
del bandido. Contenía un fajo de billetes de banco, que debía de ser la parte que
había correspondido a Holfert y de la cual le había despojado. Bernardo se metió el
paquete en el bolsillo.
En aquel momento noté, desde el sitio en que me hallaba, un resoplido de
terror de un caballo y me pareció que sólo podía ser de mi mustango. Fuíme allá y
encontré al animal con las crines erizadas y los ojos brillantes, tirando de la correa
que le aprisionaba y pugnando por libertarse. O había alguna fiera o algún indio en
las inmediaciones. Lancé un grito de alarma, pero no fue oído, pues en el mismo
instante estalló desde el prado una gritería horrorosa.
En dos saltos llegué al lindero de la selva y miré por entre el ramaje. Lo que
vi era para poner espanto. Toda la hondonada hervía de indios, tres de los cuales
tenían debajo a Sam, mientras otros dos arrojaban sus lazos sobre Winnetou y le
arrastraban por el suelo; Hoblyn yacía con el cráneo deshecho, y Bernardo no podía
verlo siquiera, pues estaba rodeado de un apretado haz de indios. Bob era el único
que parecía haber desaparecido como por encanto.
Era indudable que los racurroh habían seguido al capitán, se habían
acercado durante la escena del tribunal sin ser notados, y habían caído sobre mis
compañeros antes que éstos se dieran cuenta de su presencia, impidiendo así que
pudieran defenderse. ¿Qué podía hacer yo en su favor en aquellas condiciones?
Nada, sino ponerme en salvo. Me era muy fácil derribar una docena de indios con
mi rifle de repetición; pero ¿qué adelantaba? Sólo habían matado a Hoblyn, y por lo
que yo conocía de los comanches, era de esperar que se llevaran a los presos a sus
poblados para hacerlos perecer allí entre tormentos. Volví, pues, adonde estaba mi
caballo, lo solté y trepé poco menos que arrastrándolo hasta lo más alto de la
vertiente. No había que pensar sino en ponerse en salvo, pues los indios me habrían
visto penetrar en la espesura y tendrían gran interés en apoderarse también de mí.
Lo empinado de la cuesta me dificultaba mucho subir todo lo de prisa que yo
quería; pero en cuanto hube llegado a lo alto de la loma desapareció la maleza, que
tanto me detenía, monté a caballo y me alejé a galope tendido como si toda la horda
cobriza viniera pisándome los talones. Bajé por la vertiente a otro valle, sin darme el
trabajo de borrar mis huellas. Al contrario, sabía yo muy bien que las encontrarían y
seguirían, y convenía, por lo tanto, extraviar a mis perseguidores.
Con este objeto seguí galopando gran parte del día en dirección a Oriente,
hasta llegar a una corriente que favorecía mis planes de un modo admirable. Hice
entrar a mi caballo en el agua, que corría por un lecho rocoso, en el cual los cascos
no dejaban impresión alguna, y seguí río arriba un trecho suficiente para cansar al
mejor sabueso; luego entrapajé los cascos del mustango y regresé al punto de
partida dando un gran rodeo.
El sol se había puesto ya cuando descubrí la sierra tras la cual estaba el valle
fatal. Aquel día no debía avanzar más, y después de elegir en la espesura un lugar
cómodo y recóndito me eché en él a descansar. Mi caballo, fatigado por el
entrapajamiento de sus patas, que le dificultaba la marcha, no tenía ganas de pacer
y se acostó a mi lado.
¡Qué cambio tan rápido se había operado en nuestros asuntos! Mas no tenía
yo el ánimo dispuesto para entregarme a reflexiones sentimentales: allí sólo las
obras podían salvarnos, y para estar en condiciones de realizarlas necesitaba, antes
que otra cosa, descanso y un sueño reparador. Me encomendé a la protección divina
y cerré los ojos para no volverlos a abrir hasta que el sol me despertó con sus rayos
abrasadores. ¡Tanto había dormido!
Empecé por buscar un escondite en que pudiera pastar mi caballo, y até a
éste, dirigiéndome después al teatro de nuestra catástrofe de la víspera. Era
arriesgada en extremo la peregrinación, pero no había más remedio que
emprenderla si había de favorecer a mis desgraciados compañeros. Paso a paso fui
trepando montaña arriba. Para recorrer una distancia que un mediano corredor
salva en diez minutos tardé dos horas largas; luego, y con mayores precauciones si
cabe, hube de bajar la falda opuesta, y ya iba a deslizarme por detrás de un viejo
roble, cuando percibí un sonido extraño, que me hizo permanecer inmóvil.
—Psit… psit…
Yo me volví a todas partes sin descubrir cosa alguna y de nuevo oí repetir:
—Psit… psit…
Entonces miré hacia arriba, pues esta vez me pareció que procedía de lo alto.
—Psit… masa…
En efecto, encima de la primera rama del roble había un hueco en el tronco
por el cual asomaba la cara sonriente del negro.
—Esperar, masa. Bob ir en seguida —susurró desde su escondrijo.
Luego oí un ruido semejante al que producen los deshollinadores al trabajar
en las chimeneas, y poco después crujieron los avellanos que rodeaban el añoso
tronco ocultándolo con un muro de verdor.
—Masa entrar en mi habitación; no haber indio que encontrar a Bob y a masa.
Yo me introduje en aquella maraña de follaje y poco después me hallaba en
el interior del tronco hueco, completamente cerrado por el macizo de avellanos.
—¡Lack-a-day! ¿Cómo demonios has encontrado este refugio? —pregunté
asombrado al negro.
—Animalito huir de Bob, desaparecer en el árbol y mirar a Bob por la
ventana. Bob poder hacer lo mismo.
—¿Qué clase de animal era?
—Bob no saber. Ser tan grande, tener cuatro patas, dos ojos y un rabo.
Merced a tan exacta como ingeniosa descripción, supuse que pudiera haber
sido un mapache.
—¿Cuándo descubriste el árbol?
—En cuanto llegar indios.
—Es decir que desde ayer estás metido aquí. ¿Qué has visto y oído?
—Bob ver y oír muy muchos indios.
—¿Y nada más?
—¿No ser bastante?
—¿No han pasado los indios por aquí?
—¡Ya lo creo! Venir, buscar y no encontrar Bob. Luego encender fuego al ser
noche y asar jamón del oso que matar masa. ¿Por qué dejar masa comer nuestro oso?
La indignación del buen negro estaba muy justificada; pero no deshacía lo
hecho.
—Sigue: ¿qué más?
—Luego venir el día, indios marchar.
—¿Se han ido? ¿Hacia dónde?
—Bob no saber, no ir con ellos; pero ver salir indios todos del valle. Desde
pequeña ventana arriba ver Bob todo bien. Ir con indios masa Winnetou, masa Sam y
masa Bern, que tener mucha cuerda por el cuerpo.
—¿Y luego?
—¿Luego? Luego venir indios, rastrear por aquí, por allá, querer cazar Bob,
pero Bob andar listo.
—¿Cuántos han quedado?
—Bob no saber eso; pero saber dónde estar indios.
—Pues dilo en seguida.
—Estar agazapados cerca del oso muerto. Bob poder verlos desde ventana.
Yo miré a lo alto del tronco. No era fácil encaramarse por el interior hueco
del roble, como Bob lo había hecho. Yo lo intenté con fortuna y una vez llegado al
agujero que Bob llamaba ventana, pude abarcar con la vista la vertiente del valle. En
efecto, en cuclillas y apoyado en el haya que había servido de refugio al negro
cuando el ataque del oso, vi a un piel roja. Los comanches se habían llevado a los
presos, pero habían dejado algunos escuchas en el valle para acecharnos y
apresarnos en cuanto asomáramos por allí, como era natural que hiciéramos.
¿Qué hacer? Volví a bajar de mi observatorio y le dije al negro:
—Sólo veo a uno, Bob.
—Otro estar en otra parte y otro y otro, pero Bob no saber dónde.
—Espérame aquí.
—¡Masa querer salir! ¡Ah, masa, no; masa quedar con Bob!
—Es preciso que salvemos a nuestros amigos.
—¿Salvar a masa Bern? ¡Oh, oh, eso ser hermoso y ser mucho bueno! Bob
también querer salvar masa Bern y masa Sam y masa Winnetou.
—Entonces estate quieto para que no te atrapen.
Y salí del escondite con la íntima satisfacción de saber que había otro de los
nuestros en salvo, aunque precisamente fuera éste el negro. Por lo demás tenía que
reconocer que los indios habían obrado sagazmente al apostar centinelas junto a los
restos del oso, cuya carne habría de atraernos, y sirviéndose de ella como señuelo la
convertirían en nuestra perdición.
Una hora después me hallaba al otro lado del valle, a tres pasos de distancia
del centinela indio, quien permanecía inmóvil como una estatua sin mover más que
los dedos de la mano derecha, que jugueteaban con un pequeño pito de hueso de
buitre que llevaba pendiente del cuello. Yo sabía que el sonido de esa clase de pitos
lo emplean a menudo los indios como señal. ¿Tendría aquél tal objeto?
El indio era joven; no habría cumplido los dieciocho años y era probable que
fuera aquella su primera expedición. Tenía el muchacho una fisonomía interesante,
y tanto el aseo de su traje como el fino trabajo de sus armas daban a entender que
debía de ser hijo de algún jefe de la tribu. ¿Debía matarle, destruyendo una vida
llena de esperanzas? No tenía yo alma para hacerlo.
Me arrastré cautelosamente hasta él, le agarré con la izquierda por el cuello y
con la diestra le di un golpe que habría dejado incólume a un hombre de más edad,
pero que privó de los sentidos a aquel muchacho. Después le ligué y amordacé
fuertemente y le sujeté al tronco de un árbol, en medio de un carrascal, donde
quedaba oculto de tal modo que no podía vérsele desde fuera. Acto continuo le
despojé del pito, y después de esconderme lancé un corto y agudo silbido. En el
mismo instante crujió la hojarasca y vi aparecer a un indio viejo que acudía a la
carrera. Le derribé al suelo de un culatazo y le dejé sin sentido, pues mi propósito
no era matar a nadie, sino reducirlos a la impotencia.
Debía de haber más de tres o cuatro comanches en las cercanías, y atraerlos y
derribarlos a todos habría sido difícil, si no imposible, y matarlos una ridícula
carnicería. Antes que otra cosa debía averiguar dónde se encontraban los caballos
de los indios, y eso era cuestión algo difícil. Discurrí imitar el relincho agudo de un
potro, y en seguida del mismo sitio de donde había salido el indio obtuve una
contestación repetida.
Sólo me faltaba ya confiar en mi buena estrella; sujeté al indio viejo con su
propio lazo, me eché a cuestas al joven, y corrí protegido por los árboles al recodo
que formaba el fondo del valle, hacia el sitio en que estaban los caballos. Eran seis,
prueba evidente de que había cuatro escuchas más, que, indudablemente, se
habrían apostado a la entrada de aquél, dándome tiempo suficiente de hacer mis
preparativos a su espalda.
Volví primero a la guarida de Bob, que había trepado tronco arriba y
contemplaba el terreno desde su observatorio. Al verme llegar, se escurrió hasta el
suelo y entreabrió el cerco de avellanos, diciendo entusiasmado:
—¡Masa, oh, masa haber cazado un indio! ¿Masa querer matarlo?
—No; solamente quiero conservarlo preso. ¿Quieres salvar a masa Bern?
—¡Oh! Bob querer salvar bueno y querido masa Bern. ¿Qué hacer Bob?
—Coges a este indio y te lo llevas en línea recta, monte abajo hasta que
llegues al gran hickory (nogal de América), donde le dejas y me esperas.
—Bob hacerlo así, masa.
—Pero cuidado con tocar a sus ligaduras. Si le sueltas, estás perdido.
—¡Bob no perdido!
—Bueno, pues adelante.
El gigantesco negro se echó el indio al hombro como si fuera una pluma y se
deslizó por la vertiente opuesta, mientras yo volvía al sitio donde estaban los
caballos de los comanches. Era en realidad tarea difícil robar aquellos seis animales,
dadas las dificultades del terreno, es decir, conducirlos desde el fondo del valle
hasta la cumbre y bajarlos por la ladera opuesta; pero creía mejor realizar mi
empresa solo que en compañía del negro, puesto que los caballos indios
experimentan una repugnancia invencible por las emanaciones cutáneas de los
negros, las cuales les molestan mucho. Consienten que el negro los monte, pero se
niegan a seguirle cuando los lleva de la brida.
Lo que yo había presumido anteriormente se confirmaba. Nuestros tesoros,
tanto los sacados de la guarida de los estacadores como el paquete encontrado a los
Morgan, habían desaparecido: el oro es polvo mortífero, pues de cada cien de los que
lo persiguen y encuentran en los diggings o placeres y en el Oeste, a noventa les
cuesta la vida su posesión. El brillo y el sonido del tentador metal despiertan a los
espíritus de las tinieblas, pues sólo cuando se halla sometido a la ley y a la moral,
llega a ser un poder beneficioso.
Con las cinchas de los mismos caballos, até la cabeza del tino a la cola del
otro, de modo que formaran una hilera seguida los seis; luego cogí al delantero por
las riendas y salí corriendo cuesta arriba. Los animales, asustados, me dieron
bastante que hacer, y los escuchas indios debían de estar muy alejados cuando no se
enteraron del ruido que armó la recua. Con toda felicidad llegué a lo alto de la
vertiente y bajé por la opuesta, con lo cual los indios se quedaban sin caballos y les
era, por consiguiente, imposible salir en busca de sus compañeros, además de
quedar incapacitados para darnos caza a Bob y a mí, lo cual era su principal objeto.
Capítulo 3
El campamento de los comanches
Al negro le encontré junto al nogal designado guardando al preso. A solas
con el enemigo no las tenía todas consigo. Así es que lanzó un suspiro de
satisfacción al verme llegar.
—¡Oh, bonito llegar masa! Indio poner ojos como demonio, gruñir y rugir
como fiera; pero negro Bob darle sopapo en la boca. Entonces callar.
—No debes pegarle, Bob; primero porque no es caballeroso maltratar a un
hombre indefenso, y segundo porque esa ofensa se la cobra el indio con la vida. Si
vuelve a recobrar la libertad, estás perdido.
—¿Negro Bob perdido? ¡Oh, ah, masa! Entonces mejor matar indio en
seguida y no ser libre más.
Y sacando rápidamente su cuchillo iba a clavárselo al indio en el pecho.
—¡Alto ahí, Bob, que no te tolero un asesinato! Su vida nos ha de ser muy útil
aún. Ayúdame a subirlo y sujetarlo al caballo.
Le quité al indio la mordaza de la boca, diciéndole:
—Mi hermano rojo puede así respirar a sus anchas, pero no debe hablar
hasta que yo le pregunte.
—Ma-ram hablará cuando le parezca —contestó el comanche con
arrogancia—. El rostro pálido me matará y escalpará aunque no hable.
—Ma-ram vivirá y conservará su scalp, porque Old Shatterhand sólo mata a
sus enemigos en lucha abierta y leal.
—¿El rostro pálido es Old Shatterhand? ¡Uf, uf!
—Te digo la verdad. Ma-ram ya no es mi enemigo, sino mi hermano. Old
Shatterhand llevará a su hermano rojo al wigwam de su padre.
—El padre de Ma-ram es To-kei-chun (el toro cornudo), el gran caudillo de
los comanches, que manda a todos los guerreros de los racurroh, y matará a
Ma-ram por haber caído en manos del rostro pálido.
—¿Desea mi hermano la libertad?
El indio me miró asombrado y vacilante.
—¿Puede Old Shatterhand devolver la libertad a un guerrero cuya vida y
cuyo scalp le pertenecen?
—Si mi joven hermano rojo me promete no huir, sino acompañarme al
wigwam de su tribu, le desataré, le daré un caballo y le entregaré además sus armas.
¡Uf! Old Shatterhand tiene el puño fuerte y el corazón grande; no se parece a
los demás rostros pálidos. Pero ¿no tendrá lengua de doblez?
—Yo siempre digo la verdad. ¿Me obedecerá mi hermano rojo hasta que nos
hallemos en presencia de To-kei-chun?
—Ma-ram lo promete.
—Pues torne de mi mano el fuego de la paz, que le consumirá si falta a su
palabra.
El escondite de mi caballo estaba allí cerca. Fui en busca del animal, y de la
bolsa de la silla saqué dos de los cigarrillos que me había apropiado de entre los
géneros almacenados en la guarida de los estacadores. Después de desatar al
comanche, encendí con una cerilla ambos delgados habanos, que fumamos con el
ceremonial de costumbre.
—¿No tienen los rostros pálidos un espíritu que haga nacer la arcilla para sus
calumets? —me preguntó Ma-ram asombrado.
—Tienen un espíritu más grande que todos los espíritus, que les ha dado
mucha arcilla; pero fuman la pipa solamente en su wigwam, pues les enseñó a comer
el humo de la paz con estos cigarros que no ocupan tanto sitio como la pipa.
Bob ponía una cara extraña al ver la pachorra con que, teniendo tan próximo
a un enemigo numeroso y cruel, fumaba yo con el indio a quien había de atar a un
caballo, y acabó por decirme:
—Masa, Bob también querer fumar la paz.
—Toma este cigarrillo, pero fúmalo a caballo, pues es hora de partir.
El comanche escogió su caballo y subió a él de un salto. Por lo que conocía yo
a los indios, no debía tener el menor recelo de que aquél emprendiera la fuga. Bob
se encaramó en otro jaco y yo até juntas las riendas de los demás para poder
conducirlos más cómodamente; luego monté en mi mustango y emprendimos la
marcha.
Entre la hondonada en que nos encontrábamos y el valle que tan fatal había
sido a mis compañeros, se espaciaba cada vez más la loma en dirección al llano.
Seguimos por ella, rodeándola para llegar a la pista de los comanches, y, en efecto,
logramos nuestro propósito, pero no pudimos evitar que nos vieran desde el valle.
Al vernos los indios estallaron en alaridos de rabia, que retumbaban en las
montañas. Nosotros no hicimos el menor caso de aquella manifestación; y Ma-ram
tenía tal dominio sobre sí mismo, que ni pestañeó ni dio la menor señal de querer
volverse a mirarlos. Sin cambiar una sola palabra, seguimos caminando hasta la
noche, en que llegamos al río Pecos y encontramos un lugar a propósito para
acampar. En las alforjas de los caballos indios hallamos abundante provisión de
tasajo, por lo cual estaba descartado el peligro de pasar hambre o tener que salir de
caza. Estábamos ya tan lejos de los cuatro escuchas que no era posible que nos
alcanzaran durante la noche.
Ma-ram se echó a dormir tranquilamente, mientras Bob y yo turnamos en la
vigilancia. En cuanto amaneció quité a los cuatro caballos las mantas, guarniciones
y demás y los espanté río adentro. Los animales lo atravesaron a nado y
desaparecieron pronto en el bosque de la orilla opuesta. El indio presenció la
operación sin pronunciar palabra.
Las huellas que seguimos se hacían cada vez más visibles, prueba evidente
de que los comanches se juzgaban muy seguros. Habían seguido la orilla derecha
del río, aguas abajo, hasta que éstas penetran en la sierra Guadalupe superior. El
grupo más numeroso se había internado en la sierra, mientras el otro seguía en la
dirección indicada.
Eché pie a tierra para examinar el rastro, y en medio de las últimas huellas
distinguí claramente las marcas de los cascos de la vieja Tony, que conocía
demasiado bien para confundirlas con otras. Poco antes había hallado señales de un
alto nocturno, y volviéndome a Ma-ram le pregunté:
—¿Los hijos de los comanches han penetrado en los montes, para visitar la
sepultura de su gran caudillo?
—Es como lo ha dicho mi hermano.
—Y éstos —añadí señalando las otras huellas— van a llevar los prisioneros a
los wigwams de los comanches ¿verdad?
—Así lo ordenaron los caudillos de los racurroh.
—Los hijos de los racurroh son los que se llevan consigo los tesoros de los
rostros pálidos, ¿no es cierto?
—Los han cogido porque no saben a cuáles de los rostros pálidos pertenecen.
—¿Dónde han levantado sus wigwams los comanches?
—En la pampa que está a orillas de este río y del otro que los rostros pálidos
llaman Río Grande.
—¿Es decir en la sabana, entre las dos sierras?
—Así es.
—Entonces no seguiremos esta pista, sino que nos encaminaremos en
derechura al Mediodía.
—Puede hacer mi hermano lo que guste, pero sepa que allí no hay agua para
él y su ganado.
Yo le miré de hito en hito y repliqué:
—¿Ha visto mi hermano rojo alguna vez montes cercanos a un gran río que
carezcan de agua? Todos los ríos reciben su caudal de los montes.
—Mi hermano verá quién tiene razón, si él o el comanche.
—Yo sé por qué el comanche no quiere penetrar en los montes.
—Mi hermano debe decirlo.
—Los hijos de los racurroh caminan con sus prisioneros a lo largo del río,
que describe un gran rodeo, y si yo voy derecho al Sur, los alcanzaré antes que
hayan llegado a sus wigwams.
Calló el indio al ver que habla penetrado en su pensamiento. Yo seguí
contando las pisadas y encontré dieciséis. Winnetou, Sam y Bernardo, iban, por lo
tanto, escoltados por trece comanches; seguramente se hallarían bien atados, y aun
dándoles alcance había de intentar salvarlos más bien por la astucia que por la
fuerza.
Me dirigí al Sur e hice poner los caballos al trote. Era una caminata difícil y
penosa, tanto más cuanto que desconocía la comarca y no me podía fiar de los
informes que me diera Ma-ram. No obstante, seguimos avanzando, y al mediodía
siguiente habíamos traspasado los montes y veíamos extenderse a nuestros pies
una llanura espaciosa, cuya linde izquierda regaban las aguas plateadas del Pecos.
Continuaba el sendero vertiente abajo y por dentro de él fuimos un buen
trecho siguiendo el río hasta penetrar en la pampa. Junto a un riachuelo afluente del
Pecos volvimos a hallar las huellas de los comanches, que debían de proceder del
mediodía anterior, y no muy lejos de allí, junto a otro arroyo, debieron de acampar
hasta que pasaran las horas de más calor.
Resolví hacer alto en el mismo sitio, pero elegí para ello un lugar más
apartado del agua y más escondido por la espesura, que nos garantizara no ser
descubiertos. Esta previsión había de favorecernos poco después, porque apenas
me había sentado al lado de Ma-ram, cuando llegó corriendo Bob, que había ido a
bañarse con su caballo, y me dijo aterrado:
—¡Masa, ah, oh, venir gente! ¡Uno, dos, cinco, seis jinetes! ¿Escapar, masa, o
matarlos?
Yo me adelanté al lindero de la selva y vi acercarse, en efecto, seis caballos
que en dos grupos de tres galopaban en nuestra dirección. En cada grupo sólo se
veía un jinete, y los otros dos animales iban cargados de bultos y fardos. Es decir,
que teníamos que habérnoslas con dos enemigos, si tales resultaban, porque, a
pesar de la distancia, pude conocer que no eran indios sino blancos los que se
acercaban.
Detrás de ellos y a carrera tendida aparecieron cinco jinetes, que debían de
ser indios y en cuyas manos tenían que caer forzosamente los dos fugitivos.
Tratábase, por lo tanto, de una persecución en regla, y para poder seguir sus
peripecias hube de recurrir a mi anteojo.
—¡Diablos! —exclamé en cuanto asesté el catalejo hacia los dos blancos, que
eran nada menos que Fred y Patricio Morgan.
¿Debía matarlos o cogerlos vivos? Vivos, pues no quería manchar mis manos
con la sangre de aquellos bandidos. Cogí mi rifle y aguardé. Los fugitivos
galopaban río arriba, teniendo a sus perseguidores a quinientos pasos de distancia.
Ya oía el resoplar jadeante de sus caballos; ya iban a pasar casi rozándonos, cuando
disparé dos tiros. Había apuntado a la cabeza de sus dos monturas, que se
desplomaron como heridas por el rayo. Los animales de carga, que iban atados de
dos en dos, asustados por los disparos, trataron de soltarse, mientras los dos jinetes
rodaban por el suelo, despedidos de las sillas a bastante distancia. Iba a
precipitarme sobre ellos cuando me detuvo el agudo grito de guerra ¡O-ji-ji-jiiiii! de
los perseguidores, que entonó también Ma-ram, y me vi cercado de indios. Tres
tomahawks y dos cuchillos iban a clavarse en mí, cuando Ma-ram, extendiendo la
mano, gritó:
—¡Cha! Este rostro pálido es el amigo de Ma-ram.
Inmediatamente retrocedieron todos, pero las consecuencias de su amenaza
aumentaron la falta cometida: los dos jinetes blancos aprovecharon el instante para
escabullirse en la espesura, y los caballos, aterrados por los aullidos de los indios, se
habían desligado y se precipitaban en el río. Eran los cuatro que habíamos sacado
de la guarida de los estacadores, e iban tan cargados que se hundieron
inmediatamente en el agua, donde se ahogaron sin remedio.
Cuatro de los indios siguieron a galope a los dos blancos, y al otro lo retuve
yo a nuestro lado diciéndole:
—Mi hermano rojo debiera decirme por qué los guerreros comanches
persiguen a esos amigos suyos blancos.
—Los rostros pálidos tienen boca de serpiente; su lengua tiene dos puntas,
como la de las víboras. Esos dos hombres han matado durante la noche a nuestros
centinelas y se han escapado llevándose sus tesoros.
—¿Con todo el oro?
—Sí: cogieron el metal y muchos papeles de medicina que estaban cosidos en
una piel.
Dicho esto nos dejó plantados y echó a correr en pos de sus compañeros. De
modo que los dos Morgan habían temido que los comanches los despojaran del
producto de sus rapiñas y habían escapado con él furtivamente. Los «papeles de
medicina» a que se refería el indio serían las letras y billetes de banco que habíamos
tratado de quitarles. Allí donde los caballos habían desaparecido en el río hacía éste
un recodo, y en él se formaba un remolino que nos quitaba la esperanza de
recuperar lo que se habían tragado las aguas. ¡Deadly dust! ¡Polvo mortífero!
¿Qué hacer entonces? La ansiedad por los amigos era en mí mayor que el
deseo de apoderarme de mis enemigos. Además, en su persecución iban los cinco
comanches, a los cuales podía confiarse la tarea con seguridad de buen éxito.
—¿Por qué disparó mi hermano sobre los caballos y no contra los jinetes?
—me preguntó Ma-ram sorprendido—. ¿No ha aprendido Old Shatterhand a hacer
blanco con su rifle?
—¿Por qué no mató Old Shatterhand a Ma-ram el comanche ni quiso que
otro le matara cuando ya la punta del cuchillo rozaba su corazón? Old Shatterhand
mató a los caballos porque tenía que hablar con los jinetes.
—Ya hablará con ellos, porque los perseguirá en compañía de sus hermanos
rojos.
Hube de sonreírme al observar los esfuerzos que hacía el joven indio para
desviarme de mi principal objeto, y le contesté:
—Old Shatterhand no los perseguirá. Los guerreros comanches son sabios y
valientes y se bastan para cazar a esos infames blancos y llevárselos a su wigwam.
Maram debe montar a caballo y seguirme.
El suceso me había quitado las ganas de descansar, y además hube de tomar
en consideración una cosa trascendental: que nuestros amigos iban custodiados por
trece jinetes, de los cuales había que restar a los dos Morgan, cinco comanches y un
centinela asesinado, lo cual daba por resultado que los prisioneros sólo tenían una
guardia formada por cinco indios, circunstancia que podía facilitar mucho su
liberación.
Piqué espuelas a mi caballo, hice que los demás se apresuraran, y al
anochecer habíamos recorrido tan gran distancia que al examinar de nuevo las
huellas hube de convencerme de que el grupo había pasado por allí aquella misma
mañana. La huida de los Morgan, el asesinato del centinela y la suposición de que
no eran perseguidos, les había hecho disminuir la velocidad de la marcha.
Aunque Ma-ram daba señales de cansancio y mostraba empeño en que
acampáramos, hubo de seguirme por fuerza casi cuatro millas, hasta que se hizo tan
oscuro que fue imposible de todo punto seguir la pista. Entonces di orden de
apearnos, y en cuanto rompió el día reanudamos la marcha.
Desde aquel punto, el rastro, apartándose del río, penetraba en la sabana, en
dirección constante al Sur. De cuando en cuando encontrábamos senderos de
bisontes, por los cuales avanzábamos, y al mismo tiempo pude notar que nos
íbamos acercando poco a poco al grupo que seguíamos. Ya confiaba en topar con
ellos al mediar el día cuanto tuve un súbito desengaño, pues de pronto llegamos a
un claro de la selva, cuyo suelo estaba completamente removido por los cascos de
muchos caballos y de ella salían por lo menos cuarenta pistas de herradura hacia el
Sur.
—¡Uf! —exclamó Ma-ram.
Y no dijo más, pero sus ojos resplandecieron de gozo, aunque sus facciones
permanecieron imperturbables, como si fueran de bronce. Yo le comprendí
perfectamente; la gente que custodiaba a mis amigos había tropezado con otro
grupo comanche, bajo cuya protección continuaban su camino hacia el poblado.
—¿Cuánto falta todavía para llegar a las tiendas de los comanches?
—pregunté a Ma-ram.
—Los comanches no usan tiendas: han edificado un pueblo que es más
grande que las ciudades de los rostros pálidos. Si mi hermano blanco aprieta el paso
puede llegar a él antes que el sol se ponga detrás de las altas hierbas.
Al mediodía hicimos una breve parada, y, en efecto, por la noche vimos
aparecer varias líneas oscuras en el horizonte que, según vi por medio de mi
catalejo, eran largas hileras de tiendas de campaña.
Los comanches, preparándose a la próxima caza de bisontes, habían
establecido allí sus reales y debían de hallarse tan ocupados con la llegada de los
prisioneros que no encontramos a nadie y pudimos acercarnos al campamento sin
tropiezo alguno.
Yo detuve de pronto mi caballo y pregunté al indio:
—¿Aquéllos son los wigwams de los comanches?
—Así es —contestó Ma-ram.
—¿Estará presente To-kei-chun, el gran caudillo?
—El padre de Ma-ram está siempre con sus hijos.
—¿Quiere mi hermano rojo acercarse para anunciarle la visita de Old
Shatterhand?
El joven me miró estupefacto y respondió:
—¿No teme Old Shatterhand a tantos enemigos? Ya sé que mata al bisonte y
al oso gris, pero no puede acabar con los comanches, que son tantos como los
árboles de la selva.
—Old Shatterhand mata a las fieras del bosque, pero no desea la muerte de
sus hermanos rojos. No teme a los siux, ni a los kiowas, ni a los apaches, ni a los
comanches, porque él se considera amigo de todos los guerreros valientes, y
solamente reserva sus balas para el traidor y el malo. Old Shatterhand te aguarda
aquí. Vaya mi hermano a anunciar su visita.
—Pero Ma-ram es su prisionero. ¿Y si no volviera?
—Ma-ram no es ya mi prisionero. Desde que Ma-ram aspiró conmigo el
humo de la paz, es libre.
—¡Uf!
Y lanzando esta exclamación, el joven picó espuelas a su caballo y
desapareció al galope.
Yo eché pie a tierra, y conmigo Bob, y ambos nos sentamos en el suelo,
mientras los caballos pacían a nuestro lado. El rostro del negro expresaba honda
preocupación al decirme:
—Masa, ¿qué hacer indios con negro Bob cuando masa llevar Bob a indios?
—Eso ya lo veremos; hay que esperar.
—Esperar ser malo, feo. ¿Tener Bob que esperar que indios asen Bob en el
palo?
—Acaso no sea todo tan malo como tú te figuras. No hay más remedio que
acercarnos a los indios si es que hemos de salvar a tu masa Bernardo.
—¡Oh, ah, sí! Negro Bob salvar a buen masa Bern, negro Bob dejarse asar,
hervir y comer si indios dejar libre a masa Bern.
Acompañaba tan heroica determinación con gestos que habrían quitado a los
indios las ganas de comérselo. Sacando un trozo de tasajo empezó a tirar de él para
gozar por lo menos de las delicias de la comida antes de entregarse al tormento.
No hubimos de aguardar mucho el resultado de mis gestiones, porque al
poco rato vimos acercarse un nutrido grupo de comanches que, ensanchándose de
pronto, formó a nuestro alrededor un círculo espacioso que nos cercó
completamente y fue estrechándose luego mientras los jinetes, lanzando agudos
gritos, venían hacia nosotros blandiendo las armas en tal forma que parecía que
iban a deshacernos bajo los cascos de sus caballos. Una hilera de cuatro caudillos
vino a carrera tendida y en línea recta hacia nosotros, saltando por cima de nuestras
cabezas. Bob se echó boca abajo al ver el alud que se le venía encima; pero yo
permanecí como una estatua, sin mover la cabeza ni a un lado ni a otro. El negro,
incorporándose con infinitas precauciones para enterarse del estado de las cosas,
después del susto que había pasado, gritó al verme a mí impávido:
—¡Oh, ah! ¡Indios hacer polvo Bob y masa!
—Nada de eso. Sólo quieren probar si somos valientes o si les tenemos
miedo.
—¡Ser mala prueba! ¡Oh, ah! Indios poder venir; Bob tener mucho valor, muy
mucho valor.
Y poniendo una cara espantosa por lo fea, volvió a adoptar una actitud
animosa, en el instante crítico en que se acercaban los jefes para hablarme. El mayor
de ellos tomó la palabra, diciéndome:
—¿Por qué no se levanta el blanco cuando se acercan los caudillos de los
comanches?
—Porque así quiere demostrarles que son bienvenidos —contesté yo—.
Tomad asiento a mi lado.
—Los caudillos de los comanches sólo se sientan al lado de otros caudillos.
¿Dónde tiene el blanco sus wigwams y sus guerreros?
Yo empuñé entonces el tomahawk y exclamé:
—El caudillo verdadero debe ser fuerte y valeroso, de modo que si los
hombres rojos no creen que sea yo un caudillo como ellos, luchen conmigo y se
convencerán de la verdad.
—¿Cuál es el nombre del rostro pálido?
—Los guerreros, blancos y rojos, y los cazadores me llaman Old Shatterhand.
—El hombre blanco se habrá puesto ese nombre a sí mismo.
—Si los caudillos comanches quieren luchar conmigo, cojan el tomahawk y el
cuchillo; yo sólo emplearé mis puños. ¡Howgh!.
—El hombre blanco dice palabras muy arrogantes y será preciso que pruebe
con hechos su valentía. Monte en su caballo y venga con los guerreros de los
racurroh.
—¿Fumarán esos guerreros el calumet de la paz conmigo?
—Habrá consejo para acordar si pueden hacerlo.
—Sí pueden, puesto que vengo en son de paz a visitarlos.
Y al decir esto monté a caballo, mientras Bob se encaramaba en su asustadizo
potro. Los comanches no le miraban siquiera, pues el indio desprecia a la raza negra
más aún que el blanco. Yo me vi rodeado de los caudillos, y a galope tendido nos
dirigimos al campamento, atravesamos sus grandes hileras de tiendas y pararnos
frente a una muy grande donde todos echamos pie a tierra.
Bob no parecía por ninguna parte, y yo me veía cercado por todos los
guerreros de la escolta. El caudillo principal echó mano a mi rifle, diciendo:
—El rostro pálido debe entregarme sus armas.
—Yo no me separo de ellas ni un momento; he venido a veros por mi
voluntad y no soy, por lo tanto, prisionero vuestro.
—A pesar de ello deberá entregar sus armas hasta que los hombres rojos
conozcan el objeto de su visita.
—¿Acaso inspira miedo a los hombres rojos? El que exige de mí que le
entregue mis armas es porque me teme.
El caudillo se vio con esto atacado en su honra de guerrero y echó a los
demás una mirada interrogativa. Debieron de contestarle afirmativamente los ojos
de sus compañeros, pues contestó:
—Los guerreros comanches no saben lo que es temor ni miedo, y en prueba
de ello el hombre blanco puede conservar sus armas.
—¿Cuál es el nombre de mi hermano rojo?
—Old Shatterhand habla con To-kei-chun, que hace temblar a sus enemigos.
—Pues pido a mi hermano To-kei-chun que me señale una tienda en donde
pueda esperar a que los caudillos comanches conferencien.
—Tu petición es justa; el rostro pálido ocupará una tienda hasta que se
termine el consejo de los guerreros para ver si pueden fumar el calumet con el
blanco.
Hizo una seña con la mano y se dispuso a guiarme. Yo cogí mi caballo de la
rienda y le seguí. Los indios formaban calle a ambos lados y al pasar vi asomar, por
entre las rendijas de las tiendas, rostros femeninos, viejos y jóvenes, sin duda
deseosos de conocer al blanco que había osado penetrar en la cueva del león.
Afortunadamente, no era aquella tribu comanche la misma con la cual había
peleado Winnetou en el Mapimí.
Las tiendas eran iguales a las que usan los indios del Norte. El trabajo de
plantarlas incumbe a las mujeres, puesto que la ocupación del guerrero se limita
exclusivamente a la guerra, la caza y la pesca. Todo lo demás recae sobre los
hombros de ese sexo que nosotros denominamos débil y bello.
Las mujeres eligen las pieles que han de servir de muro y techado al edificio,
dibujan con ellas la forma de la vivienda, las recortan y las cosen luego con tiras de
cuero muy finas. Luego preparan los palos, y lo trasladan todo junto al lugar en que
ha de levantarse la casa, y donde, con ayuda de los utensilios más rudimentarios, se
abre un surco circular de unos dos pies de profundidad, en que se clavan mayor o
menor número de estacas, según las dimensiones de la vivienda. Los palos o estacas
han de tener por lo menos la longitud del diámetro del surco. En lo alto se juntan
todas y se atan con juncos o correas. Este trabajo ofrece dificultades, porque las
mujeres han de trepar hasta la punta de la estaca y mientras atan sólo pueden
sostenerse con los pies. Una vez levantado así el andamiaje, empieza la parte más
difícil de la construcción, o sea el revestimiento de las estacas con las pieles. Los
palos del esqueleto se apoyan hacia el centro de su longitud en otras estacas en
forma de horquilla y se sujetan por medio de correas o cuerdas, resultando así que
dentro del primer círculo se forma otro que divide el espacio en dos
compartimientos. Ambos círculos de estacas se recubren de pieles en forma de
tejado, de modo que arriba quede un agujero que da salida al humo de la hoguera
que arde en el centro de la vivienda. Los dos compartimientos circulares pueden ser
subdivididos en otros, por medio de pieles o esterillas, a voluntad del dueño.
La tienda que me destinaron era pequeña y estaba deshabitada. Até mi
caballo a la entrada de ella, corrí la piel que hacía el oficio de puerta y penetré en su
interior, sin preocuparme ya de mi acompañante, que se quedó afuera.
No hacía aún dos minutos que me encontraba en mi nueva morada cuando
se abrió la puerta y se presentó una india viejísima, la cual, después de dejar en el
suelo un haz de leña seca, desapareció para volver al poco rato con un gran puchero
desportillado con agua y algo más, al parecer. La vieja encendió el fuego y puso el
puchero sobre la lumbre.
Yo, echado en el suelo cuan largo era, contemplé sus idas y venidas sin
despegar los labios. Por experiencia sabía que, según las ideas indias, desmerecería
mucho mi honor si dirigía la palabra a la infeliz mujer. Además, sabía muy bien que
me observaban y que, aunque yo no los viera, centenares de ojos estaban clavados
en mí por agujeros y rendijas invisibles.
El agua del puchero empezó a hervir, y poco después mi olfato me indicaba
que iba a disfrutar de un banquete de carne cocida. En efecto, al cabo de una hora
escasa, colocó la vieja el hirviente puchero entre mis dos piernas y se alejó
dejándome en libertad para que pudiera yo saborear a mis anchas el fruto de sus
culinarias habilidades; y aquí he de confesar que hice los debidos honores al gran
pedazo de bisonte que hallé en el fondo del recipiente, y que tampoco desdeñé el
caldo, a pesar de que la limpieza del utensilio dejaba mucho que desear, y de que el
guiso carecía de sal, condimento del cual el indio no quiere saber nada.
En justicia hube de decirme que el trato que me daban era
extraordinariamente espléndido, pues aún hoy día me atrevo a apostar cien contra
uno a que mi puchero era el único existente en el campamento.
Terminado el ágape volví a echarme con toda comodidad, haciendo de mi
manta almohada, y me entregué a consideraciones capaces de desvelar al más
templado. Pude observar que cuidaban también de mi caballo, y que dos centinelas
rondaban sin cesar y cautelosamente alrededor de mi tienda. Paulatinamente fue
apagándose la hoguera y me quedé dormido como un bendito. Me hallaba
indudablemente en vísperas de graves acontecimientos, pero como con pasar la
noche en vela no había de sacar nada en limpio, fui cediendo al sueño. Me despertó
a la mañana siguiente un crujir de leña, y al abrir los ojos vi a la vieja atizando la
nueva hoguera, y en la lumbre la consabida olla.
La india hacía su faena sin mirarme siquiera, y yo no tenía por qué
molestarme por tan desatenta actitud. Comí el nuevo trozo de solomillo con el
mismo apetito que la víspera, y una vez satisfecho pensé en salir un ratito fuera de
la tienda. Pero en el instante en que fui a sacar la cabeza por la puerta vi precipitarse
sobre mí un centinela, lanza en ristre, como si fuera a atravesarme de parte a parte.
Yo no debía tolerar semejante acción si no quería desacreditarme para
siempre; así fue que agarré con ambas manos la lanza y empujé hacia afuera y luego
tiré hacia adentro con tal fuerza, que el guerrero rojo, no pudiendo sostenerla, hubo
de soltarla y cayó de rodillas a mis pies.
—¡Uf! —gruñó furioso, poniéndose en pie de un salto y empuñando el
cuchillo.
—¡Uf! —respondí arrojando la lanza dentro de la tienda y empuñando el
machete.
—El rostro pálido tiene que devolverme la lanza.
—El piel roja puede entrar a recogerla.
A juzgar por la cara que puso no debió de agradarle la invitación; pero un
compañero suyo acudió en su ayuda, ordenándome con malos modos:
—Métase dentro el hombre blanco.
Al oírlo y ver que me amenazaba con la lanza en la misma forma que el otro,
no pude resistir a la tentación de repetir el experimento, y un minuto después cayó
el indio a mis pies, y su lanza fue a reunirse con la de su compañero. Esto ya les
pareció demasiado atrevimiento, por lo cual lanzaron un grito, que puso en alarma
a todo el campamento comanche.
Precisamente delante de mi cabaña había otra bastante más grande, en cuya
entrada vi apoyados tres escudos. Al sonar las voces de los centinelas se apartó la
piel que hacía veces de puerta y apareció una jovencita cobriza con objeto de
enterarse del motivo de tal algazara; dos ojos negros llenos de fuego se posaron un
instante en mí, desapareciendo su dueña acto continuo. Dos segundos después vi
salir de la misma tienda a los cuatro caudillos y dirigirse a la mía. A una seña
imperiosa de To-kei-chun retrocedieron los guardias, y el cacique me preguntó
altaneramente:
—¿Qué hace el rostro pálido fuera de su tienda?
—Me parece que no oigo bien. Lo que querrá saber mi hermano rojo es qué
vienen a buscar esos dos guerreros a mi tienda.
—Eso ya lo sé; están aquí para guardar al hombre blanco de cualquier mal, y
por eso quiero que el rostro pálido no salga de la vivienda que le he destinado.
—¿Tan malos son los hombres de la tribu que manda To-kei-chun, y tan
poco respetan sus órdenes, que se ve obligado a custodiar a su huésped por
centinelas? Old Shatterhand no necesita guardianes, porque su puño deshace los
cráneos que discurren el mal y piensan en el engaño. Mis hermanos rojos pueden
volverse tranquilamente a su wigwam; yo, entretanto, me daré una vuelta por el
campamento y luego volveré a hablar con ellos.
Dicho esto entré de nuevo en mi tienda para recoger mis armas, que no
podía dejar a merced de los indios; pero al volver a salir me cerraron el paso un
centenar de lanzas. ¡Conque estaba preso! ¿Debía defenderme o no? Volví al
interior de la cabaña y con mi cuchillo abrí una brecha en la parte posterior, por la
cual salí tranquilamente. Cuando aparecí por detrás de la tienda, mientras los
indios guardaban la entrada, sólo vi rostros estupefactos que acabaron por romper
en una espantosa gritería, parecida a la que armarían un centenar de osos que
hubiesen sido aprisionados y a quienes soltaran de repente las cadenas. Los
cabecillas, que habían vuelto a su tienda, acudieron con una presteza poco
compatible con su prosopopeya oficial. Abriéndose paso por entre la gente,
parecían querer echarme la zarpa.
No había que pensar en defenderme con las armas, pues habría sido mi
perdición y la de mis compañeros. Así, saqué mi anteojo de larga vista y lo asesté
hacia ellos con gesto amenazador, diciendo:
—¡Alto ahí, si no queréis que perezcan todos los hijos de los comanches!
Al oír mi amenaza retrocedieron todos. O bien desconocían el instrumento, o
si habían visto alguno alguna vez ignoraban los efectos desastrosos anejos a su
empleo. To-kei-chun preguntó entonces:
—¿Qué piensa hacer el rostro pálido? ¿Por qué no permanece en su wigwam?
—Old Shatterhand es un viejo hechicero entre los pueblos blancos —contesté
con el mayor aplomo—, y demostrará a los hombres rojos que puede matar las
almas de los comanches sin faltar una.
Volví a guardar el anteojo y cogí el rifle Henry, diciendo:
—Fijen los hombres rojos la vista en aquel palo que hay delante de esa
tienda.
Y señalé a una estaca clavada ante una cabaña bastante alejada. Luego me
eché el rifle a la cara y disparé. La estaca mostró un agujero cerca de la punta y sonó
un murmullo de aprobación. El salvaje reconoce el valor y la destreza hasta en su
peor enemigo. En el segundo tiro dio la bala a media pulgada de la otra; el tercer
tiro a igual distancia y así sucesivamente, pero sin que los indios volvieran a dar
señales de entusiasmo después de los dos primeros. Y es que conocían la escopeta
de dos cañones; pero no tenían la menor idea de la especialidad de la carabina
Henry. Al cuarto tiro se quedaron todos yertos, al quinto aumentó su asombro, y al
sexto éste se convirtió en visible consternación. Así continué disparando veinte
veces, y siempre haciendo blanco en la estaca a igual distancia. Luego me eché el
arma al hombro, y con la mayor naturalidad del mundo les dije:
—¿Se han convencido ya los hombres rojos de que Old Shatterhand es un
gran hechicero? El que intente tocarle al pelo de la ropa puede considerarse hombre
perdido. ¡Howgh!
Y atravesé majestuosamente por entre los asombrados comanches sin que
ninguno se atreviera a cerrarme el paso. A ambos lados de la calleja se apostaron
casadas y doncellas a contemplar a aquel ser sobrenatural; podía yo estar satisfecho
de la impresión que mi ardid había causado.
Capítulo 4
Libertados
Ante una de las tiendas próximas vi a un centinela, señal de que se hallaba
ocupada por algún prisionero. ¿Quién sería? Todavía consultaba conmigo mismo si
preguntar o no al centinela, cuando por la rendija de la puerta oí gritar
lastimosamente:
—¡Masa, ah, oh, masa libertar a negro Bob! ¡Indio cazar Bob, matar y devorar
Bob en seguida!
Me acerqué a la puerta, la abrí, e hice salir al negro. El centinela estaba tan
acobardado, que no se atrevió a oponerse, y ninguno de los indios que me seguían
protestó.
—¿Te encerraron aquí en cuanto llegamos al campamento? —pregunté al
negro.
—Sí, masa. Indio tirar Bob del caballo y arrastrar aquí. Negro estar encerrado
hasta ahora.
—¿Entonces no has podido averiguar dónde está tu amo Bernardo?
—De masa Bern no oír ni ver nada Bob.
—Ven y sígueme sin apartarte un paso.
Seguimos calle arriba hasta que nos encontramos de frente con los cuatro
caudillos seguidos de fuerte séquito. Los prudentes salvajes, dando un rodeo, nos
salieron al encuentro con objeto de interrumpir mi paseo.
Yo empuñé mi rifle, pero To-kei-chun, con una seña, me dio a entender
desde lejos que no llevaba intención de agredirme y yo me detuve esperándole.
—¿Adónde piensa dirigirse mi hermano blanco? Venga conmigo al lugar del
consejo donde los caudillos de los comanches tratarán con él.
Antes era solamente el «hombre blanco» o el «rostro pálido». Ahora, de
golpe, me convertía en «hermano blanco», lo cual me confirmó en mi creencia de
que había logrado inspirarles un saludable respeto. Yo contesté únicamente:
—¿Fumarán mis hermanos rojos el calumet con su hermano blanco?
—Conversarán con él, y si sus palabras son buenas será para ellos como un
hijo de los comanches.
—Pues vayan allá mis hermanos, que Old Shatterhand no faltará.
Nos volvimos atrás, pasando junto a mi tienda. Bastante más arriba vi atada
a la vieja Tony, y no muy distante de ella los caballos de Winnetou y Bernardo; pero
de los tres prisioneros no había ni rastro ni señal, pues no vi más centinelas ni
guardias por aquella parte.
Por fin llegamos a un sitio en que la hilera de tiendas se ensanchaba,
formando una especie de plazoleta rodeada por una triple fila de indios. Aquél era
el lugar donde los comanches solían celebrar las asambleas.
Los caudillos se dirigieron al centro de la plazoleta y se acomodaron en el
suelo. Luego unos cuantos, los privilegiados de la tribu, sin duda, se acercaron y se
sentaron en semicírculo enfrente de los jefes. Yo, sin más cumplidos, me senté a mi
vez, haciendo seña a Bob de que hiciera lo propio detrás de mí, en el suelo. Esto
pareció contrariar mucho a los caudillos, e hizo exclamar a To-kei-chun:
—¿Por qué se sienta el hombre blanco, cuando va a ser juzgado?
Yo hice un gesto de desdén y repliqué:
—¿Por qué se sientan los hombres rojos cuando Old Shatterhand va a
juzgarlos?
A pesar de la impasibilidad de sus facciones, pude observar que mi
contestación los dejaba atónitos.
—El hombre blanco tiene una lengua graciosa y puede seguir sentado; pero
¿por qué ha libertado a ese negro y lo ha traído a la conferencia? ¿No sabe que los
negros deben permanecer de pie delante de todo hombre cobrizo?
—El negro es mi criado, y cuando le mando que se siente, se sienta aunque
esté en presencia de un millar de caudillos rojos o amarillos. Yo estoy dispuesto: dé
comienzo la conferencia.
Yo sabía que solamente en este desparpajo mío hallaría mi salvación. Cuanto
más arrogante me mostrara, sin llegar a la ofensa directa, tanto más me impondría a
aquella gente; en cambio una sumisión pasiva me acarrearía la perdición.
To-kei-chun encendió el calumet, que fue pasando de mano en mano, pero
sin llegar a las mías. Una vez terminada esta ceremonia inicial, se irguió y empezó
su discurso. En presencia de extraños suelen ser los indios excesivamente
silenciosos; pero entre los suyos hacen gala de una verbosidad que en nada cede a la
de los oradores europeos. Hay entre ellos cabecillas famosos por su elocuencia y
que proceden con la misma habilidad retórica que los grandes hablistas de los
pueblos civilizados de los tiempos antiguos y modernos. Su lenguaje florido
recuerda el de los pueblos orientales.
To-kei-chun empezó con el exordio habitual cuando se trata de cuestiones
con los blancos, esto es, lanzando una acusación tremenda contra toda la raza de los
rostros pálidos.
—Escuche atentamente el hombre blanco las palabras que va a pronunciar
To-keichun, el caudillo comanche. Hace ya muchos soles (años) los hombres rojos
habitaban solos la tierra que está entre las dos grandes aguas Edificaban ciudades,
plantaban árboles y cazaban el bisonte. De ellos eran el sol y la lluvia; suyos los ríos
y los lagos; suyas la selva, la sierra y todas las sabanas de la extensa tierra. Poseían
mujeres, hijos y hermanos, y eran muy felices. En esto llegaron los rostros pálidos,
cuya piel era blanca como la nieve, pero cuyo corazón era negro como el hollín.
Eran pocos, y los rojos los recibieron en sus wigwams, pero ellos traían consigo las
armas y el agua de fuego; trajeron consigo otros dioses y otros sacerdotes; trajeron
la traición, muchas enfermedades y la muerte. Vinieron más, cruzando el agua
grande; sus lenguas destilaban falsía y sus cuchillos eran agudos; los hombres rojos
creyeron sus palabras y fueron engañados. Tuvieron que darles la tierra en que
reposan los huesos de sus padres; fueron arrojados de sus wigwams y de sus
cazaderos, y cuando se resistían al despojo los mataban como a perros rabiosos.
Para vencerlos, los rostros pálidos sembraron la discordia entre las tribus, y los
hombres rojos desde entonces son asesinados y deben morir como los coyotes del
desierto. ¡Maldición sobre los blancos, maldición sobre toda esa raza infame, tantas
veces como hay estrellas en el cielo y hojas en los árboles de la selva!
Un aplauso general recompensó al cacique por su perorata, pues el hombre
hablaba con voz tan recia que se oía a gran distancia. Luego continuó:
—Uno de esos rostros pálidos ha penetrado en los wigwams de los
comanches. Ese blanco tiene el color de los falsos y el lenguaje de los traidores; mas
los guerreros rojos escucharán sus palabras y le juzgarán en justicia. ¡Hable el
hombre blanco!
To-kei-chun volvió a sentarse, y entonces fueron levantándose uno tras otro
los tres caudillos restantes, los cuales discursearon también en la forma en que lo
había hecho el caudillo principal, acabando todos por ordenarme que hablara. Yo
me había entretenido durante aquellos largos discursos en dibujar en mi cuaderno
de apuntes, a los caudillos que tenía enfrente, y a los guerreros y tiendas que
formaban el fondo.
Cuando terminó la última perorata y se apagaron los aplausos entusiastas
que la siguieron, hice una seña a To-kei-chun para que se acercara.
—¿En qué se ocupa el blanco mientras hablan los caudillos de los
comanches?
Arranqué la hoja del cuaderno y se la llevé, diciéndole:
—El gran caudillo de los racurroh puede ver por sus propios ojos en qué me
he ocupado.
—¡Uf! —exclamó dando un grito al echar un vistazo al papel.
—¡Uf, uf, uf! —repitieron los tres caudillos al tomar en sus manos la hoja que
su jefe les entregó, mientras éste decía:
—Esto es una gran medicina. El hombre blanco encanta las almas de los
comanches sobre esta piel blanca. Aquí veo a To-kei-chun, aquí están sus tres
hermanos y más allá los guerreros y sus tiendas. ¿Qué va a hacer el rostro pálido
con esta piel?
—Lo verá en seguida el hombre rojo.
Cogí la hoja y la enseñé también a los guerreros que tenía detrás y que se
quedaron tan asombrados como los caudillos. Luego la arrugué hasta formar una
bola, que metí en el cañón de mi escopeta.
—To-kei-chun, tú mismo has dicho que he encantado vuestras almas sobre
este papel. Pues bien, ahora las he metido en el cañón de mi rifle. ¿Quieres que las
dispare a lo alto para que el viento se las lleve y no lleguen nunca a los eternos
cazaderos?
La impresión que estas palabras causaron fue más grande aún de lo que yo
esperaba. Los cuatro caudillos se pusieron en pie de un salto, y a mi alrededor sonó
un grito general de espanto. Yo me apresuré a tranquilizarlos, diciendo:
—Pueden volver a sentarse los hombres rojos para fumar el calumet
conmigo, y si me consideran como hermano suyo les devolveré sus almas.
Los indios obedecieron en el acto mi indicación y To-kei-chun echó mano a la
pipa. Entonces se me ocurrió otra cosa, a fin de poner a aquella gente más suave que
un guante. Uno de los tres cabecillas llevaba en su zamarra de cuero, como adorno
excepcional, dos botones de metal del tamaño de un duro. Me acerqué a él y le dije:
—Présteme mi hermano rojo esas joyas, que yo se las devolveré en seguida.
Antes que pudiera negarse, ya le había arrancado yo los dos botones y di
unos pasos atrás sin hacer caso de su visible consternación.
—¿Ven mis hermanos rojos estos dos botones? Uno tengo en cada mano;
ahora pongan atención.
E hice como si lanzara los dos botones a lo alto, enseñándoles después las
dos manos vacías.
—Vean mis hermanos. ¿Dónde están los botones?
—¡Han desaparecido! —exclamó el dueño, furioso.
—Es verdad; se han ido en busca del sol, y mi hermano rojo debe hacer que
vuelvan a bajar a la tierra por medio de un balazo.
—Hasta el sol no llegan los tiros del hombre rojo ni del hombre blanco, ni
aun los de un hechicero.
—Pues yo haré que bajen con mi rifle. Fíjense mis hermanos y verán cómo
caen de lo alto al suelo.
No utilicé para mi ardid mi rifle, en cuyo cañón se hallaba el boceto de los
indios, sino mi vieja escopeta de dos cañones, cargada de antemano y que estaba
cerca de Tokei-chun. Apunté al cielo y disparé. Pocos segundos después caía algo
duro contra el suelo. El dueño del precioso joyel se precipitó a cogerlo y tuvo que
sacarlo con la punta del cuchillo, pues se había incrustado en tierra.
—¡Uf, es un botón!
Mientras todos contemplaban el maravilloso objeto, coloqué
disimuladamente el otro botón sobre la boca del cañón de la escopeta y volví a
apuntar al cielo hacia el cual se levantaron todos los ojos. De pronto, Bob dio un
agudo chillido, y se frotó el hombro, mientras giraba sobre una pierna, como una
veleta, diciendo:
—¡Oh, ah, masa ha tirado a negro Bob y hacer un agujero en el hombro!
En efecto, el botón había dado en el hombro de Bob y había rebotado y caído
al suelo. El caudillo lo cogió y se lo guardó con una expresión en el rostro que decía
claramente que estaba dispuesto a evitar que tan preciosos objetos volvieran a
viajar hasta el sol. Aquella muestra de prestidigitación produjo en los indios un
efecto estupendo; el blanco había enviado dos botones al sol y había vuelto a
quitárselos a tiro limpio. No cabía engaño; los botones habían caído desde tan
grande altura, pues a no ser así no se habrían incrustado tan profundamente en el
suelo ni dado al negro, que hacía unos visajes terribles de dolor, el respetable golpe
que tenía en el hombro.
Los caudillos guardaban silencio, sin saber a punto fijo qué decidir, y los
demás espectadores esperaban ansiosos el final de la maravillosa aventura. Yo traté
de atenuar aquella tensión de los espíritus empleando una osadía sin precedentes.
To-kei-chun tenía a su lado la pipa y la bolsa de zarigüeya con la mezcla de tabaco y
hojas de cáñamo a estilo indio. Cogí sin más ni más el calumet, lo rellené de dicha
mezcla y tomando una actitud arrogantísima, dije:
—Mis hermanos rojos creen en un Gran Espíritu y tienen razón, porque su
Mánitu es también mi Mánitu, que es el señor del cielo y de la tierra, y padre de
todos los pueblos, y cuya voluntad es que todos los hombres vivan unidos en paz y
concordia con sus hermanos. Los hombres rojos son como el césped que nace entre
sus tiendas, pero los rostros pálidos son tantos como la hierba que crece en todas las
pampas y sabanas de la tierra. Es verdad que cruzaron el agua grande y rechazaron
a los hombres rojos de sus cazaderos, y en eso no obraron bien. Pero ¿por qué
sienten los hombres rojos enemistad hacia todos los rostros pálidos? Old
Shatterhand pertenece a la sabia y poderosa tribu de los germani. ¿Por ventura esa
tribu ha causado algún agravio a los hombres rojos? Mis hermanos comanches
pueden contemplar bien a Old Shatterhand, que se halla en su presencia. ¿Ven
acaso en su cinto alguna cabellera de hombre rojo? ¿Hay en su lanza, en sus
polainas o en sus mocasines el pelo de alguno de sus hermanos rojos? ¿Quién puede
asegurar que sus manos se hayan teñido con la sangre de los hombres rojos? Se
hallaba en el bosque con sus amigos cuando los guerreros de los racurroh fumaban
con sus enemigos la pipa de la paz, y no obstante no les hizo el menor daño. Cogió
prisionero a Ma-ram, hijo del gran caudillo To-kei-chun; pero no lo mató, sino que
le devolvió sus armas y su caballo y le acompañó al wigwam de su padre. ¿No tuvo
en sus manos la vida de seis guerreros racurroh y no les hizo daño alguno, sino atar
a uno a fin de que sus hermanos puedan buscarle y soltarle? ¿No pudo acaso seguir
a los guerreros que penetraron en la sierra, matar a muchos y profanar la sepultura
del caudillo muerto? ¿No disparó su rifle contra los dos rostros pálidos que habían
asesinado a los centinelas de los comanches para huir con el tesoro? ¿No tiene las
almas de los comanches en el cañón de su rifle y sin embargo no quiere causar su
perdición? ¿No puede enviar al sol las medicinas donde están todos los racurroh,
sin volverlas a bajar, y sin embargo prefiere ser el hermano de los comanches y
fumar con ellos el calumet? Los caudillos de los comanches son sabios, valientes y
justos, y al que no lo crea así le matará Old Shatterhand con el rifle que vomita mil
balas seguidas; y por eso quiere comer con ellos el humo de la paz.
Terminada esta peroración, encendí la pipa y eché cuatro bocanadas de
humo, una hacia el cielo, otra hacia la tierra y una hacia cada uno de los cuatro
puntos cardinales, y entregué la pipa a To-kei-chun.
Había logrado sorprenderlos con mi audacia y To-kei-chun cogió la pipa, dio
sus chupadas y la pasó al caudillo de al lado, y éste al otro, y así hasta que el último
de ellos me la devolvió. Entonces me senté en medio de ellos como si también fuera
yo un jefe. Uno de éstos me preguntó muy preocupado:
—Y ahora ¿nos devolverá mi hermano blanco nuestras almas?
Tenía que obrar aún con cierta precaución, por lo cual le contesté después de
una pausa:
—¿Soy ya entre los hombres rojos como un hijo de los comanches?
—Old Shatterhand es nuestro hermano y está libre: le daremos una tienda
propia y podrá hacer lo que guste.
—¿Qué tienda me daréis?
—Old Shatterhand es un gran guerrero y tomará la que él escoja.
—Pues entonces vengan conmigo mis hermanos rojos para que pueda elegir
yo la que más me guste.
Pusiéronse en pie y me siguieron. Yo subí calleja arriba hasta llegar a una
tienda guardada por cuatro indios. Puse la mano en la boca y lancé el aullido del
coyote, e inmediatamente me contestaron desde dentro en la misma forma. De un
salto me precipité a la entrada, diciendo:
—Ésta será la vivienda de Old Shatterhand.
Los caudillos se miraron estupefactos, por no haber previsto un caso tan
sencillo, y contestaron:
—Esa tienda no puede ser para nuestro hermano blanco.
—¿Por qué?
—Porque la habitan los enemigos de los comanches.
—¿Quiénes son?
—Dos rostros pálidos y un hombre rojo.
—¿Cómo se llaman?
—El rojo es Winnetou, caudillo de los apaches, y uno de los blancos es
Sans-ear, el matador de indios.
¿Ignoraban acaso que era yo compañero de los presos? Yo no había hablado
con Ma-ram ni una palabra respecto de este punto; pero acaso lo supieran por
Patricio Morgan.
—Old Shatterhand desea conocer a esos hombres —observé, y sin aguardar
la respuesta, penetré en la tienda seguido de los caudillos.
Los presos yacían en el suelo, atados de pies y manos y sujetos a las estacas.
Aunque habían conocido mi voz permanecieron impasibles, sin hacer el menor
movimiento que indicara la alegría que debía de causarles mi presencia. Yo
pregunté a To-kei-chun:
—¿Qué delito han cometido estos hombres?
—Han matado a varios guerreros de mi tribu.
—¿Lo presenció mi hermano rojo?
—Los guerreros racurroh lo saben positivamente. —Los guerreros racurroh
habrán de probarlo. Esta tienda es mía y estos tres hombres son huéspedes míos. Y
empuñé el cuchillo para cortar las ligaduras de los presos, pero uno de los caudillos
me cogió del brazo, diciéndome—: Esos hombres han de morir y mi hermano
blanco no debe darles hospitalidad.
—¿Quién va a prohibírmelo?
—Los cuatro caudillos de los racurroh.
—¡Que se atrevan!
Y colocándome entre los presos y los indios, dije a Bob, que me había
seguido:
—Bob, corta esas correas; empieza por Winnetou.
El negro, que se había escurrido ya hasta su amo, obedeció sin chistar, pues
debió de comprender que la libertad de Winnetou podía sernos más útil que la de
Bernardo.
—El hombre negro debe envainar su cuchillo —ordenó el caudillo con voz
de trueno.
Pero ya el apache estaba desligado.
—¡Uf! —rugió To-kei-chun al ver menospreciada su orden, y trató de
precipitarse sobre Bob, quien, arrodillado junto a Sam, seguía cumpliendo su
cometido.
Pero yo le salí al encuentro y el cuchillo del comanche fue a clavarse en la
parte superior de mi brazo y no en mi pecho, merced a que esquivé el golpe
rápidamente. No le di tiempo a que sacara el arma de la herida, pues de un
puñetazo le dejé tendido en el suelo; de otro golpe derribé a otro, y luego eché la
mano al cuello de otro, mientras Winnetou, a pesar de tener sus miembros
entumecidos por las ligaduras, apretaba el gaznate a To-kei-chun.
La cosa fue tan rápida que solamente se oyó un ¡uf! de espanto. A la parte de
afuera habían quedado los guardianes, y segundos después nosotros éramos los
amos y señores de la tienda, y los cuatro caudillos, amordazados y atados, estaban
inermes a nuestros pies.
—¡Heavens! ¡Esto sí que se llama llegar a tiempo! —exclamó Sam
friccionándose los miembros rígidos por el dolor y la paralización de la sangre—.
Charley, ¿cómo has estado, por ejemplo, tan oportuno? —añadió.
—Luego te lo explicaré. Ahora, ante todo, tomadles a esos jefes las armas.
Y con objeto de hacer frente a todas las eventualidades, cargué de nuevo mi
rifle, y dije a mis compañeros lo que debían hacer, especialmente matar a los
caudillos en el caso de que los indios nos agredieran. Luego salí tranquilamente de
la tienda. Los guardias, por respeto a sus caciques, se habían alejado a cierta
distancia, y más allá había gran número de comanches que acechaban con
curiosidad nuestra salida. Yo me acerqué a los centinelas, diciéndoles:
—¿No saben mis hermanos que Old Shatterhand es ya un caudillo de los
comanches?
Un pestañeo general fue la confirmación de mi pregunta, y yo proseguí:
—Los guerreros rojos vigilarán con cuidado mi tienda y no permitirán que
entre en ella nadie, hasta que lo manden sus caudillos.
Los centinelas inclinaron la cabeza, y yo me dirigí a los demás, diciéndoles:
—Mis hermanos deben ir en busca de los otros guerreros para que acudan al
lugar de la asamblea.
Los indios se alejaron sumisos a cumplir la orden, y yo me dirigí solo a la
plazoleta. Quien no conozca las costumbres de los salvajes calificará injustamente
mi proceder de temeridad increíble. El indio no es en realidad salvaje tal como lo
imagina la generalidad, puesto que goza de leyes y usos establecidos y consagrados
por el tiempo y la costumbre. El que sepa aplicar estos usos y leyes a sus
necesidades, no corre peligro alguno entre los pieles rojas. Además, sabía yo desde
un principio que era cuestión de vida o muerte para nosotros y no podía jugarme
más que el pellejo con semejante osadía.
Durante el camino logré borrar las señales del insignificante pinchazo que
me había inferido el caudillo racurroh, y al llegar al lugar designado, me senté en el
mismo sitio que había ocupado en la anterior conferencia. Pocos minutos después
estaba la plazoleta llena de guerreros, y en el centro había un lugar libre en que se
habían acomodado los privilegiados, como hice notar en la sesión precedente. En
otros países no se reúnen las asambleas sin el consiguiente ruido, pero entre
aquellos salvajes reinaba un silencio profundo. Llegaban todos graves y mudos y se
sentaban sin abrir los labios, semejantes a estatuas de bronce.
Yo hice seña a los más distinguidos, que se sentaron frente a mí formando un
hemiciclo, y dije:
—Old Shatterhand es ya caudillo de los comanches. ¿Lo saben mis
hermanos?
—Lo sabemos —contestaron a una voz.
—Le han permitido escoger una tienda y él ha elegido la de los presos. ¿Es
ahora propiedad suya o no?
—Es suya.
—Pues a pesar de ello se la han negado. ¿Son engañosos los caudillos de los
comanches? Los presos han pedido protección a Old Shatterhand. ¿Debía éste
negársela?
—No.
—Old Shatterhand los ha tomado bajo su amparo y les ha dicho que les daba
hospitalidad. ¿Estaba autorizado para ello?
—Estaba en su derecho y era su deber; pero no debe quitárselos al juez; sólo
le está permitido protegerlos y morir con ellos.
—¿Y no puede desatar sus ligaduras cuando sale su fiador?
—Sí, puede.
—Pues entonces ha hecho lo que tenía derecho a hacer, a pesar (le lo cual ha
intentado matarlo uno de los caudillos. El cuchillo se ha desviado y sólo le ha
herido en el brazo. ¿Qué le está permitido hacer al comanche a quien otro hombre
ataca en su celda?
—Matar al agresor.
—¿Y los que ayudan al asesino?
—Merecen la muerte.
—Mis hermanos son sabios y justos. Los cuatro caudillos de los racurroh han
querido asesinarme, pero yo no los he matado, y únicamente los he derribado al
suelo. Se hallan atados en mi tienda y vigilados por mis huéspedes. Sangre por
sangre, gracia por gracia. Yo exijo, a cambio de la vida que he perdonado a los
caudillos, la libertad de mis huéspedes. Mis hermanos pueden conferenciar entre sí.
Yo espero aquí su sentencia; pero les advierto que no intente nadie penetrar en mi
tienda sin mí, pues mis huéspedes matarían a los caudillos, si alguno se atreviera a
hacerlo.
Ni con un solo ademán delataron los indios la tremenda impresión que les
causaba mi discurso. Yo me alejé lo bastante para que sus palabras no llegaran hasta
mí. Tal como me había figurado en el primer encuentro que tuve con ellos, los
distinguidos formaban un consejo supeditado a las decisiones de los caudillos. A
una seña que hicieron se acercaron otros guerreros a quienes comunicaron mi
manifestación los demás presentes. Esta medida produjo algún movimiento en el
público, pero sin causarme a mí la menor molestia. Luego empezaron a
conferenciar largo y tendido, hasta que por fin se levantaron tres del consejo, y el
principal de ellos tomó la palabra para decirme:
—¿Nuestro hermano blanco tiene a los caudillos de los racurroh presos en su
tienda?
—Así es.
—Pues debe entregarlos a los guerreros comanches para que los juzguen.
—Mis hermanos olvidan que los guerreros comanches no pueden juzgar a
un caudillo, mientras éste no se haya mostrado cobarde en la lucha. Los caudillos
de los racurroh han intentado matar a Old Shatterhand, y se hallan en su wigwam, y
sólo él puede y debe castigarlos.
—¿Qué piensa hacer con ellos?
—Matarlos, si no obtiene en cambio la libertad de sus huéspedes.
—¿Conoce a esos hombres a quienes hospeda?
—Sí.
—Uno es Sans-ear, el matador de indios.
—¿Han visto mis hermanos que matara a algún comanche?
—No. El otro Winnetou, el Pimo8, que ha dado muerte a centenares de
comanches.
—¿Le habéis visto matar a algún racurroh?
—No. ¿Quién es el tercero?
—Un hombre del Norte, que nunca levantó la mano contra ningún hijo de
madre india.
—Si nuestro hermano se atreve a exterminar a nuestros caudillos perecerá en
compañía de sus huéspedes.
—Mis hermanos no hablan formalmente. ¿Quién se atreverá a matar a Old
Shatterhand, que tiene las almas de los comanches en el cañón de su rifle?
Esta advertencia mía los desconcertó por completo y les dio que pensar. Pero
como no era posible que entregaran a sus caudillos, me dijeron:
—Nuestro hermano debe esperar aquí a que volvamos.
Los indios se alejaron y la consulta empezó de nuevo. Ninguno de los rostros
que yo veía expresaba odio o rabia hacia mi persona. Yo me defendía con valor y
confiaba en ellos, de modo que no les causaba desprestigio alguno tratar conmigo.
Al cabo de media hora volvieron los tres embajadores a decirme:
—Old Shatterhand será libre y obtendrá la libertad de sus huéspedes
durante la cuarta parte de un sol.
Por lo visto se acogían a la inveterada diversión india de soltar a sus
prisioneros para darse luego el gusto de volverlos a cazar, con lo cual se procuraban
la ventaja de poner a sus caudillos al abrigo de riesgos y peligros. Seis horas nos
daban de delantera; poco era, pero saliendo seis horas antes que anocheciera se
prolongaba el plazo durante toda la noche, en que la oscuridad les impedía
perseguirnos. En las circunstancias en que nos hallábamos habría sido yo un loco si
hubiese rechazado semejante proposición; pero como debía aceptarla con alguna
reserva, contesté:
—Old Shatterhand acepta, con la condición de que se devuelvan a sus
huéspedes las armas que se les quitaron.
—Las devolveremos.
—Con todos los demás objetos de su pertenencia.
Yo me proponía con esto conservar en nuestro poder las preciosidades que
llevaba Bernardo y que dudaba se hallasen aún en manos del joven joyero.
—Todo se les reintegrará.
—Mis hermanos blancos han sido robados, sin que hubiesen causado el
menor daño a los racurroh; en cambio, daré la libertad a los caudillos, aunque han
atentado contra mi vida; de modo que el canje no es equivalente.
—¿Qué más desea nuestro hermano?
—Esta herida de mi brazo va a costarles a los caudillos tres caballos, que
elegiré yo mismo en la manada, a cambio de tres de los nuestros.
—Mi hermano es astuto como la zorra; él sabe lo fatigados que se hallan sus
caballos. No obstante, le daremos lo que pide. ¿Cuándo dejará salir de su tienda a
los caudillos?
—Cuando me haya alejado de mis hermanos rojos.
—¿Y soltará las almas aprisionadas en el cañón de su escopeta?
—A lo menos no las lanzaré a los vientos para que éstos las destrocen.
—Entonces vaya en paz adonde quiera. Old Shatterhand es un gran guerrero
y un chacal astuto; los sentidos de los comanches estaban velados cuando se
resolvieron a fumar el calumet con Old Shatterhand. ¡Howgh!
El trato quedó cerrado y yo eché a andar. Los circunstantes me abrieron paso,
y lentamente, con toda prosopopeya, me encaminé, a mi tienda. Allí me esperaban
con ansiedad indescriptible mis compañeros, que al verme entrar solo
comprendieron que las cosas no habían ido del todo mal.
—¿Qué hay? —preguntó Bernardo, a quien la curiosidad no dejaba
descansar.
—¿Te quitaron los diamantes y papeles?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Para que, en caso contrario, te sean devueltos. Sólo nos dan libertad para
seis horas.
—¿Ser libres, masa? —gritó Bob, regocijado—. ¡Oh, ah!, ¡ser libres Bob y masa
Bern! Pero sólo seis horas: luego volver a cazar a masa Bern y a pobre Bob.
—Well —observó Sam—. Eso es todo lo que podíamos desear. ¡En valiente
aprieto nos veíamos metidos, por ejemplo! Pero, dime: ¿qué es de mi Tony?
—Te la devolverán con todo lo que es tuyo. También Winnetou recupera su
potro; pero los demás caballos están tan extenuados que los cambio por otros tres
de las manadas de los caudillos, con la condición de que he de escogerlos yo mismo,
y eso que no cedo gustoso mi valiente mustango.
—¡Vive Dios, Charley! —replicó Sam, riendo de gozo—. Con seis horas de
delantera y cinco buenos caballos, basta y sobra para que a unos viejos seekers
(buscadores) como nosotros no los coja ni un galgo, pues doy por seguro que no vas
a elegir tres tortugas.
Y ya no me dejaron en paz hasta que les hube referido todas las peripecias
ocurridas desde nuestra separación. No había terminado aún mi relato cuando sonó
un grito fuera. Salí a la puerta y vi a la vieja de la olla, que me dijo:
—Sígame el rostro pálido.
—¿Adónde?
—A ver a Ma-ram.
Aquel mensaje era verdaderamente extraño; lo comuniqué a mis
compañeros y seguí a la india, que me condujo a la tienda de enfrente de la que
había habitado yo el día antes. Ante la misma vi parados dos caballos, en uno de los
cuales montaba ya el propio hijo del caudillo, quien me dijo al acercarme:
—Venga conmigo mi hermano blanco a elegir los caballos que desea.
¡Ah! ¿Conque era eso? De un salto monté en el potro que tenía al lado y al
trote bajamos calleja adelante hasta desembocar en la pampa, donde pacían caballos
en gran número. El joven indio me condujo hacia un magnífico corcel de brillante y
sedoso pelo negro.
—¡El mejor ejemplar de las manadas de los racurroh! Ma-ram lo obtuvo
como regalo de su padre, y lo cede a Old Shatterhand en pago de la vida que éste le
dejó.
Me quedé gratamente sorprendido, al ver el rico y espléndido presente,
porque a un animal así no había quien le diera alcance. Acepté agradecido y elegí
otros dos para Bernardo y el negro, que bien podían darme las gracias. Luego
volvimos grupas, y Maram, parando su caballo a la puerta de su tienda, me dijo:
—Mi hermano blanco debiera apearse y entrar.
No era posible desairar la invitación y entré en la tienda, donde me
obsequiaron con un pedazo de torta de kamuras, que los indios hacen muy sabrosas.
Luego me despedí. Al salir volví a ver la graciosa cabecita morena de los ojos de
fuego, que había contemplado por la mañana. Estaba colocando provisiones en la
alforja de mi caballo y en esto la sorprendí.
—¿Quién es esa hermosa hija de los racurroh? —pregunté a Ma-ram.
—Es Hi-lah-dih, hija del caudillo To-kei-chun, que te ruega aceptes lo que te
ofrece como muestra de gratitud por haber conservado la vida a su hermano
Ma-ram.
Yo alargué la mano a la muchacha y le dije:
—Mánitu te llene de felicidades y te conceda muchos soles, flor de la pampa.
Tus ojos son claros y serenos como manantiales, tu frente es tersa y pura: así deseo
que transcurra tu vida, sonriente y alegre como tu rostro.
Monté en mi caballo y llevé los otros dos a mis compañeros. Esto: y
especialmente Sam, se deshicieron en exclamaciones de entusiasmo, al ver mi
espléndida cabalgadura.
—Charley —me dijo Sam, lleno de gozo—, éste vale casi tanto como mi vieja
Tony, sólo que tiene la cola más larga y las orejas más cortas que mi yegua. Por lo
demás, todo está a punto, pues esos cobrizos nos han traído ya cuanto nos habían
quitado. Ahora faltan seis horas justas para que se haga de noche. Echemos a andar
y veremos, por ejemplo, si esos pilletes vuelven a echarnos la zarpa.
Empaquetamos todo lo que habíamos de llevarnos y cortamos las ligaduras a
nuestros prisioneros.
—Masa, marchar pronto —gemía Bob—. Correr mucho para no volver indios
a coger masa Bern, masa Charley, masa Sam y masa Winnetou.
No se movieron los caudillos mientras estuvimos dentro de la tienda. Una
vez fuera montamos a caballo y salimos a galope tendido. La calleja estaba desierta;
no se veía un indio, pero seguramente nuestra partida no pasó inadvertida a nadie.
Al pasar junto a la tienda de To-kei-chun me pareció ver que por la rendija de la
puerta brillaban cuatro ojos. Centenares de corazones comanches palpitaban
ansiosos de darnos caza, pero detrás de la piel de aquella tienda había dos que
deseaban nuestra libertad…
Capítulo 5
Hacia California
Habíamos cruzado el río Colorado, y dejado atrás sin el menor incidente el
territorio del Pahutas, y pronto íbamos a llegar a las estribaciones orientales de
Sierra Nevada, donde pensábamos descansar algunos días a orillas del lago de la
Mona. Desde el territorio de los comanches hasta allí hay una regular distancia, y
para salvarla es preciso atravesar pampas interminables, montes altísimos y
grandes desiertos de sal. Así es que por muy vigorosos que sean el jinete y el caballo,
las penalidades no son pocas para uno y para otro.
¿Cuál era el propósito que nos impulsaba a hacer una caminata tan larga,
que había de llevarnos derechamente a California? En primer lugar el deseo de
Bernardo Marshall de buscar a su hermano, y en segundo lugar el dar por
descontado que los dos Morgan se habrían dirigido a la tierra del oro, después de
haber perdido el fruto de sus latrocinios de un modo tan súbito e inesperado. Para
abrigar esta suposición, teníamos sobrados motivos.
Al salir del campamento de los comanches seguimos cabalgando toda la
noche hasta encontrarnos al mediar el siguiente día frente a la sierra superior de
Guadalupe. La yegua de Sam y el jaco de Winnetou se mantenían bien, pese a las
grandes dificultades del camino, y los demás caballos estaban tan frescos que no
nos preocupábamos por ellos lo más mínimo. Vencimos el paso de la sierra de
Guadalupe sin notar indicio alguno de que nos persiguieran, y cuando, pocos días
después, atravesamos el Río Grande, nos tenía ya sin cuidado la amenaza de los
comanches.
Al Oeste del Río Grande, las cordilleras de Sonora empujan hacia el Norte
muchas cadenas de montañas, que también escalamos sin el menor contratiempo;
pero desde allí empezaron de nuevo las aventuras.
Nos habíamos sentado a descansar, al mediodía, en lo más alto del puerto,
mientras Winnetou exploraba desde una alta roca el terreno que habíamos de
recorrer y el que dejábamos atrás.
—¡Uf! —exclamó de pronto en el tono gutural propio de los indios; y se
arrojó al suelo inmediatamente, descolgándose después hasta nosotros.
Nos precipitamos a empuñar las armas, poniéndonos en pie de un salto.
—¿Qué ocurre? —preguntó Marshall.
—Hombres rojos.
—¿Cuántos?
—Tantos —respondió el apache levantando los cinco dedos de la mano
derecha y tres de la izquierda.
—¡Ocho! ¿De qué tribu?
—Winnetou no ha podido distinguirlo, porque los hombres se han
despojado de todos sus distintivos.
—¿Vienen en son de guerra?
—No llevan barro rojo y azul en la cara, pero vienen armados.
—¿Están lejos todavía?
—En la cuarta parte del tiempo que los blancos llaman una hora llegarán
aquí. Mis hermanos deben dividirse. Winnetou y Sans-ear harán de vanguardia;
Marshall y el negro se esconderán en las rocas, quedándose así a retaguardia, y mi
hermano Charlie permanecerá aquí con su caballo.
El apache cogió de las riendas a los restantes caballos y se los llevó detrás de
las rocas para esconderlos; luego fueron a ocupar cada uno el lugar que Winnetou
había señalado. Yo continué sentado, medio vuelto hacia la dirección por donde
debían llegar los indios y con el rifle en la mano.
Apenas hubo transcurrido un cuarto de hora oí el trotar de los caballos; pero
fingí no darme cuenta, aunque seguía observando de reojo a los que se acercaban.
Éstos, habiéndome descubierto, detuvieron un instante sus caballos para cambiar
impresiones. Luego se aproximaron decididamente. El suelo era tan rocoso que no
admitía huellas, lo cual daba ocasión a que supusieran que me hallaba solo en aquel
páramo.
Yo me puse en pie y empuñé el rifle; los indios pararon en seco a diez pasos
de distancia de mí, y el que iba al frente de la patrulla me preguntó:
—¿Qué hace el rostro pálido en la montaña?
—El hombre blanco descansa de una larga caminata.
—¿De dónde viene?
—De las orillas del Río Grande.
—¿Adónde va?
—¡Uf! —exclamó otro indio, sin darme tiempo a contestar—. Los guerreros
de los comanches han visto a ese blanco a orillas del Pecos. Estaba con Ma-ram, el
hijo del caudillo, y disparó contra los rostros pálidos a quienes mis hermanos
perseguían.
Aquel hombre pertenecía, por lo visto, al grupo de los cinco comanches que
con su inoportuna agresión a mi persona habían facilitado la fuga de los Morgan.
Yo no le había conocido, porque entonces llevaba el rostro pintarrajeado con los
colores guerreros, y además sólo había visto de pasada a los perseguidores. El jefe,
después de oír esta declaración, preguntó:
—¿Adónde fue el blanco con Ma-ram?
—A los wigwams de los comanches.
—¿Cómo era que estaba el blanco con Ma-ram?
—Le hice prisionero en el valle en que había quedado mientras los
comanches asaltaban a Winnetou, Sans-ear, un rostro pálido y un negro.
Al oír esto empuñaron los comanches sus cuchillos y el jefe gritó:
—¡Uf! Ha cogido preso a Ma-ram. ¿Qué fue de los otros hombres rojos?
—No les hice el menor daño. A uno le até y los demás no tuvieron ojos para
ver ni oídos para oír que me llevaba al hijo del cacique.
—Pero Ma-ram no estaba atado cuando le vimos en compañía del rostro
pálido —observó el indio que había intervenido antes en el diálogo.
—Le di la libertad porque él me había dado su palabra de seguirme a los
wigwams de los comanches.
—¡Uf! ¿Qué pensaba hacer allí el hombre blanco?
—Libertar al caudillo apache y a Sans-ear. Para lograrlo aprisioné a los
cuatro caudillos de los racurroh y los solté luego a cambio de la libertad de los que
habían aprisionado ellos. Nos dieron de término la cuarta parte de un sol, para
escapar.
—¿Y lo lograsteis?
—Ya lo ves.
Me divertía hacerles rabiar con el relato de nuestra escapatoria. Súbitamente
contestaron todos a la vez:
—¡El rostro pálido debe morir!
El jefe empuñó su rifle; era el único que llevaba armas de fuego, pues los
demás sólo disponían de arcos y flechas. Yo le dije con la mayor tranquilidad:
—Los hombres rojos morirían antes de haberme apuntado sus armas, porque
al hombre blanco no le espantan ocho indios. Pero los guerreros de los comanches
no me harán daño alguno cuando sepan que hoy mismo pueden apoderarse de
Winnetou, Sans-ear y los demás.
—¡Uf! ¿Dónde?
—Aquí mismo —y señalé a la derecha y a la izquierda—. Allí están el apache
y el matador de indios, y aquí el blanco y el negro.
Por uno y otro lado surgieron entonces los que yo mencionaba, apuntando al
grupo de indios. Yo retrocedí dos pasos y me eché el rifle a la cara, asestando el
cañón contra el jefe, a quien dije:
—¡Quietos ahí! Los hombres rojos son nuestros prisioneros y deben apearse.
Eran tres más que nosotros; pero nuestros cinco rifles nos daban una gran
superioridad sobre ellos. Les estaba cortada la retirada por todos lados, y así no me
sorprendió que el jefe quitara el dedo del gatillo y me preguntase:
—¿No ve mi hermano blanco que los hombres rojos no vienen en son de
guerra?
—¡A pesar de lo cual pretendían darme muerte! Pero el hombre blanco no
apetece la sangre de sus hermanos rojos. Apéense y fumen con nosotros la pipa de
la paz.
Los cobrizos vacilaron en acceder a la invitación que quizá consideraban un
ardid de guerra y el jefe preguntó:
—¿Cómo se llama mi hermano blanco?
—Me llaman Old Shatterhand.
—¡Uf! Entonces podemos fiar de su palabra. Mis hermanos pueden
desmontar.
Y sacando la pipa se sentó a mi lado. Sus compañeros le imitaron y los míos
acudieron a hacer lo mismo. Llené y encendí la pipa, que pasó de mano en mano,
cometiendo Bernardo la torpeza de alargársela a Winnetou, quien la rechazó
bruscamente, diciendo:
—El caudillo de los apaches se sienta al lado de los comanches porque su
hermano blanco desea hacer la paz con ellos, pero no fuma el calumet que venga de
sus manos. Pueden tratar con mis hermanos blancos, pero cuando hayan hablado
no deben volver a encontrarse con Winnetou, que los arrojaría a los chacales del
desierto.
Bernardo debió prever esto. Los comanches fingieron no haberse enterado
de las palabras del apache, y yo me volví a su jefe, observando:
—¿Los hombres rojos han dado caza a los dos traidores blancos?
—Ya lo ha oído mi hermano.
—¿Y no han logrado apoderarse de ellos?
—No; los traidores se internaron en el territorio de los enemigos de nuestra
tribu y hubimos de volvernos atrás.
—¿Cómo pudieron escapar si carecían de caballos?
—Los robaron a los comanches.
—Ya. De modo que los comanches tienen los ojos cerrados y los oídos sordos,
pues no ven al ladrón ni oyen sus pisadas.
—Se hallaban reunidos alrededor de la sepultura de su caudillo, y al volver
junto a sus caballos se encontraron con los vigías muertos y con dos de sus mejores
potros menos.
En efecto, era el único medio de salvación para los bandidos, pero se
necesitaba una gran dosis de intrepidez para internarse en la sierra de los
comanches con objeto de robarles caballos, sabiendo que el enemigo les iba pisando
los talones. Los dos salteadores tenían realmente extraordinaria osadía, y no
convenía desdeñarlos como adversarios. Era preciso cazarlos a toda costa, aunque
hubiéramos de dar la vuelta al mundo para conseguirlo. Así el encuentro con
aquellos comanches nos favorecía mucho.
Descansaron un rato más y al partir les pregunté:
—¿Dónde han visto mis hermanos por última vez la pista de los bandidos
blancos?
—A dos soles de aquí. ¿Piensa mi hermano perseguirlos?
—Sí; y si los encontramos están perdidos sin remedio.
—¡Uf! Mi hermano blanco habla con el corazón de los comanches. Siga
siempre adelante hacia Poniente hasta que al cabo de un sol llegue a un gran valle,
que va de Mediodía a Medianoche. En esta última dirección debe continuar su
camino y llegará al lugar donde hicieron su hoguera. Luego ha de atravesar el
monte hasta encontrar un agua que corre hacia Occidente: sígala en su curso, y dos
veces volverá a topar con las cenizas de sus fogatas. En la última ha sido donde los
comanches han tenido que volver grupas, porque allí empiezan los cazaderos de los
navajos.
—¿A qué distancia de los fugitivos estaban mis hermanos cuando dieron la
vuelta?
—A menos de medio sol. Los guerreros rojos habrían seguido adelante, pero
vieron en los valles los wigwams de sus enemigos, donde les esperaba una muerte
segura.
—Los guerreros de los comanches pueden decir a To-kei-chun y los tres
caudillos que Winnetou, Sans-ear y Old Shatterhand cazarán a los dos traidores; y a
Ma-ram díganle que se acuerde muchas veces de Old Shatterhand, porque éste
piensa también en él.
—¿Y Winnetou, el apache, seguirá a los comanches para perseguirlos?
—No; es su enemigo; pero los comanches han fumado la pipa de la paz con
sus amigos, y Winnetou dejará que sigan su camino tranquilamente.
Montaron entonces a caballo los comanches y nosotros hicimos lo mismo:
ellos para llevar a Oriente noticias de nuestro encuentro y nosotros hacia Occidente
con la seguridad de apoderarnos de nuestros comunes enemigos, Fred y Patricio
Morgan.
Lo hallamos todo según nos lo habían descrito los indios. Como entre
apaches y navajos reinaba concordia y amistad, pudimos penetrar con Winnetou en
su campamento, y allí averiguamos que los fugitivos habían descansado
únicamente unas horas, habían preguntado cuál era el camino más corto para llegar
al Colorado y se habían informado también respecto del lago de la Mona. Aunque
nos hallábamos a algunas jornadas de ellos, habíamos encontrado huellas tan claras
de su paso que podíamos contar con atraparlos.
Nos encaminamos derechamente a Sierra Nevada, atravesando una llanura
cubierta de huellas de bisonte. Estábamos deseando echar la vista encima a alguno
de estos animales, pues como hacía tanto tiempo que sólo comíamos tasajo, del cual
teníamos provisión abundante, anhelábamos disfrutar de un buen trozo de carne
fresca.
A fin de lograrlo me desvié un poco de mis compañeros, acompañado de
Bernardo, quien deseaba presenciar una caza de tal índole, y me llegué hasta unos
matorrales que revelaban la existencia de agua cercana, y, por lo tanto, de caza. Era
la hora más calurosa, en que los bisontes suelen bañarse en el agua o rumiar en sus
orillas disfrutando de su frescura.
En efecto, no salieron fallidas mis esperanzas, pues en el horizonte vi
recortarse un grupo de bisontes hacia el cual nos dirigimos acto seguido. Por
desgracia, teníamos el viento de espalda y pronto fuimos descubiertos, lo cual nos
obligó a picar espuelas para perseguirlos. Entonces pude admirar las
extraordinarias facultades del presente que me había hecho Ma-ram: mi caballo
volaba con la ligereza de la flecha, cual si llevara a lomos un jockey disecado, de 0,10
de peso específico, y dejaba al jaco de Bernardo muy atrás. Esta valiosa cualidad de
mi caballo me indujo a probar si poseía otra que constituye en el Oeste un mérito
extraordinario, o sea emplearle en la caza del lazo en lugar de la del arma de fuego;
y he de decir aquí que el lazo que yo usaba tenía una anilla por la cual corre la
correa con mayor rapidez que por el nudo corredizo que usan los indios.
Cerca de un juncal alcancé al grupo, constituido por un toro enorme y tres
vacas; de éstas escogí una cuyo aspecto juvenil y de piel brillante me hizo presumir
que su carne sería aún muy tierna y jugosa. Logré separarla de sus compañeros y
cuando la tuve a tiro le arrojé el lazo. Mi caballo dio nuevas pruebas de su
excelencia; en cuanto zumbó la correa, giró el potro por sí solo, y alargando las
patas las clavó fuertemente en el suelo, inclinando hacia adelante todo el peso de su
cuerpo. El nudo se estrechó alrededor del cuello de la vaca; un tirón terrible hizo
sentar al caballo sobre sus patas traseras; pero resistió como bueno aquel tremendo
esfuerzo, que dilató hasta lo sumo la correa sujeta al pomo del arzón. La vaca yacía
en el suelo. Me apeé entonces de un salto y fui a darle la puntilla. El potro, que
seguía atentamente la operación, aflojó entonces el lazo y yo me acerqué al
inteligente animal y le pasé la mano por el lomo, caricia a la cual contestó
agradecido el noble bruto frotando su cabeza contra mi hombro.
Luego deshice el nudo que aprisionaba a la vaca y me dispuse a despellejarla
cuando acudió Bernardo diciendo:
—Llego tarde. Voy a ver si…
—No, no: tenemos carne de sobra y puedes ayudarme a descuartizarla.
Bernardo se apeó, y al volver a la vaca del otro lado observé que tenía una
marca en el cuarto trasero.
—¡Diablo! Este animal tenía dueño; debe de pertenecer a la vacada de alguna
estancia, hacienda o rancho próximos.
—¿Nos está permitido matarla?
—Sí; los animales tienen en esta tierra sólo el valor de su piel, y todo viajero,
según las costumbres del país, puede matarlos para satisfacer sus necesidades, a
condición de que entregue al dueño la piel de la res que sacrifique.
—¿Entonces tendremos que buscar al legítimo propietario?
—No es preciso: si encontramos a nuestro paso alguna hacienda que no esté
lejos, avisaremos dónde queda la piel y con esto basta. En las grandes matanzas
anuales ocurre con frecuencia que un ganadero sacrifica a uno o varios individuos
del rebaño de otro y a éste le ocurre lo mismo con su vecino de más allá; y todo se
arregla mediante el cambio de pieles.
La vaca estaría a unos cinco pasos del matorral de que he hablado antes, y
apenas había yo dado fin a mi explicación, cuando percibí un zumbido extraño,
seguido de un grito de mi compañero. Al levantar los ojos de mi trabajo, pude ver
solamente que Bernardo desaparecía entre la maleza arrastrado por un lazo. Cogí el
rifle, atravesé de un salto el matorral, y vi cómo un jinete mejicano galopaba tierra
adentro llevándose a rastras a mi amigo.
No había que vacilar si quería salvarle la vida, pues iba a quedar desollado
vivo por aquel arrastre. Apunté a la cabeza del caballo del mejicano y disparé. El
animal dio dos saltos más y se desplomó en el suelo, saliendo el jinete por las orejas;
acudí corriendo; el caído se enderezó de un salto y al verme apretó a correr como
alma que lleva el diablo.
Yo no me ocupé en seguirle, sino en socorrer a Bernardo, a quien el lazo tenía
de tal modo sujeto que no podía moverse. Corté la correa y pude notar que había
padecido tan poco en su cuerpo que pudo levantarse sin el menor desperfecto.
—¡Caramba! ¡Valiente resbalón me ha hecho dar ese hombre! ¿Para qué me
querría?
—No lo sé.
—¿Por qué no le has metido a él una bala en el cuerpo, en lugar de matar a su
caballo?
—Primero porque es un semejante, y segundo porque su muerte no te habría
salvado; el caballo sin jinete habría seguido arrastrándote lo mismo, porque el lazo
va sujeto a la silla y no al cuerpo del jinete.
—Es verdad; parece mentira que no se me ocurriera —observó Bernardo
examinándose las extremidades, por si habían sufrido algún menoscabo.
—Vamos a terminar nuestro trabajo; conviene apresurarnos, porque este
paraje me da mala espina.
—¡Yo que pensaba que estaríamos en seguridad en cuanto dejáramos el
territorio indio!
—Pues estás muy equivocado. Nos encontramos en una comarca donde, en
lugar de los indios bravos, como dicen los españoles, campan por sus respetos los
salteadores mejicanos y los canallas yanquis. Pronto tendrás ocasión de conocerlos.
Cortamos los mejores trozos del animal, los cargamos a la grupa de nuestros
caballos y salimos en busca de nuestros compañeros. No tardamos mucho en dar
con ellos, porque habían hecho un alto para aguardarnos. Cuando Bob vio desde
lejos la carne fresca que llevábamos, estalló en gritos de júbilo, diciendo:
—¡Oh, ah, llegar masas con bistés! Negro Bob, buscar leña, encender fuego,
asar carne…
Le dejamos hacer su voluntad, y mientras ejercía sus funciones culinarias
referí yo a los demás nuestra aventura cinegética. Cuando el solomillo mostró ese
color oscuro propio de un asado en su punto, nos pusimos a comer, y causaba el
asombro de todos ver las grandes tajadas que desaparecían entre los gruesos labios
del negro, quien estaba tan ocupado en engullir que no oyó siquiera el aviso de Sam,
que decía:
—¡Atención! Viene gente montada, o quizá caballos solos…
Miré con mi catalejo y dije:
—En efecto, son jinetes; tres… ocho… ocho en total.
—¿Nos habrán visto?
—¡Claro! Habrán visto el humo de nuestra hoguera.
—¿Qué clase de gente es?
—Mejicanos parecen, a juzgar por los anchos paveros y las altas sillas de
montar.
—Pues, entonces, por ejemplo, conviene prepararse, pues pudiera
relacionarse su visita con el rapto de Bernardo.
El grupo se fue acercando, hasta que se detuvo a cierta distancia de nosotros.
Eran todos mejicanos; amo y siete criados, al parecer, y en uno de éstos creí
reconocer al mozo que se llevaba arrastrando a mi compañero. Los ocho
conferenciaron y se separaron luego en dos grupos, yéndose cuatro jinetes por cada
lado con objeto de cercarnos.
—Esos tienen ganas de conversación, ¡ji, ji, ji! —decía riendo Sam con aquel
tono burlón que indicaba en él gran regocijo—. Estoy por arremeter yo solo contra
los ocho.
El círculo que formaban los mejicanos se fue estrechando hasta tener por
diámetro unos veinte cuerpos de caballo, y el jefe se adelantó unos cuantos pasos.
—¿Conque sois vosotros —dijo— los que me habéis matado una vaca y por
poco asesináis a un vaquero? Yo os enseñaré cómo tratamos aquí a personajes de
vuestra calaña. Daos presos y venid conmigo a mi rancho.
Sam se volvió a mirarme con gesto picaresco y me dijo:
—¿Te parece bien, Charley? Puede que en el rancho caiga otro buen bocado.
—Es cosa de verlo. Si ese hombre no es un hacendado con un centenar de
personas a su servicio, sino, simplemente, un humilde ranchero, ya le meteremos el
resuello en el cuerpo.
—Well, pues vamos a darnos ese gusto.
Y volviéndose al mejicano le dijo Sam:
—¿Es posible que por semejante bagatela se vaya usted a molestar de tal
manera con estos servidores, señor…, señor…?
—Me llamo don Fernando de Molinares.
—Pues bien, don Fernando de Molinares, le rogamos que se muestre
misericordioso con nosotros, que estamos dispuestos a seguirle.
Los mejicanos nos colocaron en medio del grupo y partimos a carrera
desenfrenada. Durante el viaje tuve ocasión de admirar el modo de vestir de
aquella gente, cuyo traje es el más pintoresco del mundo. Lleva el mejicano un gran
sombrero bajo, de anchísimas alas, hecho de fieltro negro o castaño, o bien de ese
trenzado de finísima palma que se ha introducido en Europa con el nombre de
jipijapa. Los señores, sean amos, hacendados, o rancheros, llevan el ala del
sombrero levantada por un lado y sujeta por medio de una hebilla de oro o azófar
con diamantes o vidrios de colores, que a la vez sujeta un adorno de plumas, y cuyo
valor depende de la riqueza de su propietario, pero que no puede f altar nunca.
El mejicano gasta, además, una chaquetilla suelta y corta, con las mangas
abiertas. Éstas, como las demás costuras y bordes de la chaquetilla, van cuajadas de
adornos riquísimos, consistentes en cordones de seda, lana o algodón o metales
falsos o preciosos.
Anudado al cuello llevan un pañuelo negro, de puntas lo suficientemente
largas para llegar a la cintura, pero la moda exige que las echen hacia atrás, lo cual
da al conjunto un aspecto altamente pintoresco.
Los calzones tienen un corte especial, pues van ajustados a la cintura y caen
tirantes y lisos alrededor de las caderas, pero desde el principio de la pierna van
ensanchándose hacia abajo, de modo que acaban por tener doble anchura que en lo
más grueso de los muslos. Además van abiertas las dos piernas por su costura
exterior, y adornado todo con pasamanería y alamares. Las aberturas están forradas
por un tejido de seda cuyo color se escoge de manera que destaque mucho del
calzón.
También las botas, por lo común charoladas, se llevan cuajadas de adornos, y
con ellas van un par de espuelas de exageradas dimensiones, que, generalmente,
son de plata o de acero con preciosos taladros, o de mal latón, y aun las hay de
cuerno con una punta de hueso muy a propósito para inferir al caballo profundas
heridas. El tamaño de las espuelas excede al de las que usaban los caballeros en la
Edad Media. Suelen medir hasta diez pulgadas de longitud, de las cuales seis
corresponden al vástago donde va la rueda. Lo que llamamos nosotros ruedecilla y
que apenas tiene el diámetro de un ochavo, es en Méjico una estrella de doce puntas,
de seis pulgadas de diámetro. Toda la espuela viene a pesar dos libras y a veces
bastante más.
El mejicano campesino va siempre a caballo. Los que montan,
admirablemente adiestrados, son muy ágiles y están hechos a resistir toda suerte de
penalidades. Además de esto, poseen los mejicanos una habilidad extraordinaria en
el manejo de las armas, de las cuales no se separan ni aun para dormir, y están
dispuestos a utilizarlas por un quítame allá esas pajas.
Ostentan una habilidad portentosa en el empleo de una larga pistola de
arzón, de cañón largo y dispuesta de modo que con una simple presión pueda
adherirse a una culata especial y quedar convertida en una tercerola. Esta pequeña
carabina, en manos de un campesino mejicano, lleva la muerte segura a una
distancia de ciento cincuenta pasos, ya que por la disposición especial del rayado
del cañón, el proyectil adquiere una gran fuerza rotativa y no puede desviarse
fácilmente. Además exige, por la disposición indicada, escasa cantidad de pólvora,
y al disparar no recula ni golpea. Tal arma de fuego constituye un verdadero tesoro
en manos de un tirador, y los caballos están tan bien amaestrados que montados en
ellos se puede disparar lo mismo de frente que de espaldas contra el enemigo. En el
ataque a caballo no se tira nunca de lado, sino adelante o hacia atrás; pero si el
caballo está parado puede tirarse en todas direcciones; basta enseñarle el arma para
que el animal guarde inmovilidad absoluta durante diez segundos, enteramente lo
mismo que si estuviera convertido en piedra o bronce.
Arma aún más peligrosa que ésta de fuego, y tan segura como ella, es el lazo,
o sea ese terrible nudo corredizo por medio del cual el hábil mejicano caza y mata al
toro en su desenfrenada carrera, al tigre negro mientras da el salto fatal, y al hombre
en su ataque o en su fuga. El lazo consiste en una correa de treinta varas de largo,
terminada en un nudo corredizo, y se arroja al hombre o al animal a carrera tendida;
y puede ocurrir que entre diez mil veces logre escapar la víctima una vez sola. Ya
desde la infancia empiezan a ejercitarse los mejicanos en el manejo de tan terrible
arma, hasta lograr que ésta venga a ser como una parte integrante de su persona, no
obedeciendo ya a la mano que lo lanza, sino al pensamiento, si se me permite la
frase, pues el nudo fatal vuela y se posa en el punto exacto en que desea colocarlo
su dueño, ya sea por vía de juego o en serio, en los simulacros o en el combate a
muerte.
Una vez a caballo, el mejicano se envuelve en el poncho, que cubre hasta el
pomo del arzón y que consiste en una gran manta con una abertura en el centro por
la cual mete la cabeza, de modo que medio poncho caiga por la espalda y el otro
medio por delante.
Tan costosas como la vestimenta del campesino mejicano, son las
guarniciones de su caballo. En la silla y en el bocado abunda la plata y a veces el oro.
Los bocados de los caballos, entre la gente acaudalada, son siempre de plata pura y
las cadenillas que adornan las bridas no son huecas, sino de oro macizo. A veces un
solo bocado con tan preciosos adornos, cuesta cincuenta escudos, y con frecuencia
un simple bocado con las bridas vale quinientos escudos de oro.
Todo el mundo usa la famosa silla de montar a la antigua española, de altura
extraordinaria, que hace casi imposible la caída una vez que el caballero se
acomoda bien en ella, y basta con ser mediano jinete para que al caballo le sea muy
difícil despedirlo. El respaldo se estrecha contra el jinete hasta más arriba de la
cintura, y la parte delantera sube en la misma forma y recibe además una
prolongación de unas seis pulgadas con el pomo del arzón, que suele ser de latón y
generalmente representa una cabeza de caballo, que le llega al jinete hasta cerca del
esternón.
Desde la silla hasta cerca de la cola va una especie de coraza de suela gruesa,
que protege la grupa y los flancos del animal. Los jinetes modernos suelen
suprimirla, pero tratándose de un viaje se lleva siempre, sobre todo porque está
provista de un número considerable de bolsas, carteras y otros huecos útiles y
prácticos en toda expedición. Esta especie de coraza lleva el extraño nombre de cola
de pato.
Los estribos, que generalmente penden de cadenas de plata, suelen ser de
madera y fueron en otro tiempo verdaderas botas, que cubrían el pie y le protegían
contra heridas y deterioros. Estas botas de madera han sido relegadas al olvido,
empleándose hoy los estribos de madera, aunque con objeto de proteger el pie
contra cualquiera eventualidad, la parte delantera va provista de tapaderas de
cuero, adornadas de ricas aplicaciones en acero y que cubren los dedos y el empeine.
La gente acaudalada usa estribos de hierro con arabescos de preciosa labor, como
suelen verse en las antiguas armerías. Como lo que el jinete quiere es prevenirse
contra todo evento, suele llevar colgadas a cada lado del arzón las llamadas «armas
de pelo», consistentes en grandes pieles de cabra con el pelo hacia afuera, que en
caso de temporal le sirven para cubrirse los muslos y las rodillas y son también dé
gran utilidad cuando hay que atravesar malezas espinosas.
Durante el camino dijimos nuestros nombres a los mejicanos, y tuvimos la
satisfacción de ver que don Fernando, que nos conocía a todos de fama, se mostraba
con nosotros cortés en extremo, deshaciéndose en excusas por su hostilidad
primera, y nos invitaba a descansar en su hacienda, a la cual dimos vista a la media
hora de viaje.
En el rancho fuimos agasajados con la mayor cordialidad por la familia de
don Fernando, que nos obligó a pernoctar allí y nos informó además de que los
Morgan —con nombre supuesto, por descontado— habían sido sus huéspedes dos
días antes, y habían partido con dirección a San Francisco de California.
Al día siguiente continuamos el viaje, y don Fernando en persona nos
acompañó un largo trecho, y solamente dio la vuelta al acercarse el mediodía.
Merced a los informes obtenidos en el rancho nos separamos en parte del
plan de viaje que habíamos trazado, y así fue que al llegar al lago de la Mona,
hicimos un alto mucho más breve de lo que habíamos proyectado, ya que nuestros
caballos llevaban todo un día de descanso.
Luego, en rápidas jornadas atravesamos Sierra Nevada, bajamos a Stokton y
de allí en línea recta a San Francisco, término por entonces de nuestro viaje.
Capítulo 6
Entre mineros
San Francisco se halla en la punta extrema de una lengua de tierra y tiene el
Gran Océano a Occidente y una hermosa bahía al Este, con la entrada al Norte. El
puerto de San Francisco es acaso el más hermoso y más seguro del globo, con una
extensión que permite reunir en él todas las escuadras del mundo. Por todas partes
se ve un movimiento grandísimo, un ir y venir continuo y afanoso de gente
abigarrada. A los europeos de todas las naciones se unen los pieles rojas, medio
civilizados o salvajes, que llevan a aquel mercado mundial sus pieles, alcanzando
por ellas por primera vez un precio bastante razonable. Tan pronto se ve al
mejicano altanero, pintorescamente vestido, como al sencillo zuavo; al inglés
aburrido, junto al movible francés; al culí indio con su traje de algodón blanco, que
tropieza con el judío polaco sucio y desaliñado; al elegante dandy de la capital,
seguido por el rudo leñador de la selva; al buhonero tirolés, con el minero de piel
curtida y pelo y barba enmarañados, que le ocultan todo lo que suele denominarse
fisonomía. Lo mismo se topa con el monje de las mesetas asiáticas que con el parsi del
Asia Menor o de la India; lo mismo con el malayo de las islas de la Sonda que con el
chino de las orillas del Yang-tse-kiang. Éstos, los «hijos del Imperio del Medio»
forman el tipo extranjero más saliente de la población de San Francisco. Todos sin
excepción ostentan la misma marca de fábrica; todos tienen la nariz arremangada,
en todos sobresale la mandíbula inferior de la superior, todos tienen los labios
gruesos, los pómulos salientes, los ojos oblicuos, el mismo color verdoso oscuro, sin
matices, sin rastro de coloración más viva en las mejillas o más clara en la frente; en
todos aquellos rostros inexpresivos se ve la misma expresión de vacío que no sería
expresión siquiera si no fuese por ese algo que chispea en los entornados ojos de
toda la raza y que los caracteriza a todos: la astucia.
Los chinos son los obreros más laboriosos o más bien los únicos obreros de
San Francisco. Aquellos tipejos pequeños, redondos, bien mantenidos y al mismo
tiempo de una extraordinaria movilidad, poseen extraña capacidad para toda clase
de trabajo manual, y sobre todo una rara habilidad para los oficios mecánicos que
exigen minuciosidad y paciencia. Labran y tallan el marfil y la madera, tornean
metales, bordan el paño, el cuero, el algodón, el lino y la seda; hacen malla y tejidos,
dibujan y pintan; son encajeros y pasamaneros; trenzan y enlazan las cosas al
parecer más incompatibles y fabrican así objetos admirables que les aseguran la
clientela de todos los aficionados a curiosidades.
A esto hay que añadir que son modestos y se conforman con la más pequeña
ganancia. Verdad es que piden unos precios exorbitantes, pero se puede regatear
con ellos y acaban por dejarlo en la tercera o cuarta parte de lo que pedían. El jornal
que cobran es mucho menor que el que obtiene el obrero blanco, y no obstante aun
es diez veces mayor que el que perciben en su tierra; y como gastan poco, pues son
excesivamente frugales, llegan a reunir un capitalito. Todos los pequeños oficios
están en manos de los chinos: tanto el lavado de la ropa como el servicio de la casa,
y la cocina corre a cargo de sus mujeres.
Pero no solamente es laborioso en aquella ciudad el chino, pues todos sus
habitantes desenvuelven una actividad comercial realmente extraordinaria. La
gente no parece tener sino un objetivo: ganar dinero, cuanto más y más de prisa
mejor. Todos saben que el tiempo es oro y que el que detiene al vecino se perjudica
a sí mismo; de ahí que nadie se detenga ni detenga en su camino a los demás, y que
todo aquel movimiento marche sin la menor traba o paralización. El habitante de
San Francisco trata en lo posible de dejar el paso franco a los demás para tener a su
vez vía libre también.
La misma actividad se nota en las casas y los patios, en las calles y plazas de
la ciudad. La esbelta y pálida americana, la arrogante española, la rubia alemana, la
francesa elegante y las «damas de color», corren, giran, taconean de un lado para
otro; el rico banquero de frac, guantes y chistera lleva a lo mejor en una mano un
jamón y en la otra un cesto de verduras; un ranchero lleva al hombro una red con
pescado para celebrar una fiesta; un oficial de la milicia carga con un hermoso
capón cebado; un cuáquero lleva metidas en los faldones de su levitón dos
poderosas langostas…; y todos van y vienen en perpetua confusión, sin estorbarse o
molestarse unos a otros.
Hicimos nuestra entrada en la metrópoli de la Tierra del Oro atravesando
por tan abigarrado conjunto sin que nadie se metiera con nosotros, y llegamos a la
calle de Sutter, donde pronto dimos con la Fonda de Valladolid, que nos habían
recomendado. Era ésta de estilo californiano, lo cual quiere decir que constaba de
una sola casa hecha de tablones, muy larga, muy ancha y de un solo piso, parecida a
las barracas que se levantan en los días de fiesta mayor.
Entregamos los caballos al cuidado de un mozo de cuadra, que los condujo a
un cobertizo anejo, mientras nosotros penetrábamos en la sala, que a pesar de sus
enormes dimensiones era pequeña para tanta gente, y así nos fue muy difícil dar
con una mesa. Acudió el encargado de la fonda, que a petición nuestra nos designó
dos habitaciones, una de las cuales ocuparon Winnetou y Sans-ear y la otra
Bernardo y yo. Bob obtuvo un cuchitril para él solo.
Una vez que dimos a nuestras personas el aspecto de seres civilizados,
decidimos lanzarnos a dar una vuelta por la ciudad. Winnetou se quedó en casa,
pues le repugnaba ser objeto de la curiosidad general por calles y plazuelas.
También Sans-ear se quedó a descansar, alegando:
—¿Para qué voy a salir? Ya sé correr y no necesito ejercitar las piernas. Tanta
casa y tanta gente me aburren. Haz que salgamos cuanto antes de este hormiguero a
la pampa, pues si no, de puro fastidio me van a retoñar las orejas, y se acabó
Sans-ear para siempre.
Apenas hacía una hora que se hallaba en plena civilización y ya Sam sentía la
nostalgia de la sabana.
Bernardo y yo fuimos a casa del banquero corresponsal de la casa Marshall,
quien nos dijo que Allan le había visitado algunas veces y la última se había
despedido para las minas, después de levantar fondos destinados a la compra de
pepitas de oro.
Después de esta visita infructuosa paseamos por la ciudad hasta que dimos
con un store, en donde vendían toda clase de prendas de ropa. Lo mismo se podía
adquirir allí el traje mejicano más costoso que la blusa de lienzo del culí. A cada
traje nacional o regional había destinado un departamento y todos estaban tan
completos que no carecían del más pequeño pormenor.
Comprendí en seguida la intención de Bernardo; nuestro traje, aunque de
buen género, estaba tan deteriorado, que tenía un aspecto más que raído.
Estábamos ya rasurados y libres de pelo; pero como el vestido dejaba mucho que
desear para que pudiera llamársele presentable, decidimos reponer nuestro
indumento. Mientras yo elegía mi ropa, vi que Bernardo tenía muy buen gusto,
pues eligió un traje, en parte mejicano y en parte de trapper, que le sentaba a las mil
maravillas, aunque el precio estaba también a la altura de la metrópoli.
—Ya estoy listo-observó Marshall cuando se hubo vestido de pies a cabeza.
—Ahora te toca a ti y voy a ayudarte en la elección.
La verdad era que necesitaba reponerme de ropa, pero aquellos precios no
estaban de acuerdo con el estado de mi bolsillo. Yo no he pertenecido nunca a esa
especie de desgraciados que donde meten la mano sacan un billete entre las uñas, y
que, vayan por donde vayan, no cesan de tropezar con bolsas de monedas;
pertenezco a esa otra clase de envidiables mortales que disfrutan de la dulce
convicción de que ganarán hoy lo que mañana han de gastar; y por eso hube de
poner una cara muy resignada cuando Marshall se puso a escoger mi vestimenta.
Su elección recayó en un terno consistente en una camisa de cazador, de
cuero de ciervo curtido, blanco como la nieve y bordado admirablemente de rojo
por manos indias; calzones de piel de ciervo con flecos en las costuras; zamarra de
caza de piel de bisonte, pero dúctil y suave como la de una ardilla; botas de piel de
oso, cuyas cañas podían estirarse por encima de los muslos, y por último una gorra
de castor con los bordes y la copa adornados con piel de serpiente de cascabel,
preparada de modo que fuera muy resistente. No se dio Bernardo por vencido
hasta que me hube probado el traje en un departamento ad hoc de la tienda, y
cuando salí vestido me encontré con que ya estaba todo pagado. Traté de
incomodarme por su oficiosidad, pero, francamente, no lo conseguí.
—Déjalo, Charley; demasiado te debo yo; y si no te conformas ya lo
pondremos en cuenta y lo saldaremos todo a su hora.
Se empeñó también en comprar algo para Sam, pero yo le disuadí, pues sabía
lo mucho que Sans-ear estimaba su antiquísimo indumento, además de que tenía
una estatura que no daba lugar a cálculos.
Quien tuvo más alegría por mi renovación finé Bob, que al vernos entrar tan
cambiados en la fonda, me dijo:
—¡Oh, masa parecer ahora muy mucho bonito, parecer como Bob si recibir
nueva chaqueta y nueva gorra!
Yo no pude menos de recompensar con un palmetazo de gratitud tan
halagadora comparación, pues sabía que con ella llegaba el buen negro al límite del
elogio.
Sam Hawerfield, que se ahogaba en la habitación, se había refugiado en el
salón del bar, donde le encontramos sentado a una mesa; nos hizo seña de que nos
acercáramos, diciendo:
—Escuchad, ahí al lado sostienen una conversación que pudiera interesarnos,
por ejemplo.
—¿De qué se trata?
—Hablan de que en las minas han pasado cosas muy feas. Dicen que hay allí
unos matones, no indios, sino blancos, que acechan a los mineros que regresan, para
quitarles la vida y lo que tengan. El que lleva la voz cantante ha escapado de sus
garras por milagro, y está refiriendo la aventura. Prestad oído y veréis.
En una mesa detrás de la nuestra, había, en efecto, un grupo de hombres,
cuyo rostro decía mejor que un discurso que habían pasado por todos los peligros y
adversidades de la vida; uno de ellos hablaba largo y tendido, mientras los demás le
escuchaban con gran atención.
—Yo —decía el orador— soy un hombre de Ohío, lo cual quiere decir que
conozco todas las penalidades que se pasan en el río, en la pampa, en la tierra y en
el agua, en los montes y en los valles del Oeste. Por mi mal, tuve que conocer a los
piratas fluviales del Misisipí y a los bandidos de las selvas, con los que hube de
luchar más de una vez. Creo posibles cosas que otros negarían en redondo si no las
vieran con sus propios ojos; pero que ocurra lo que ocurre en camino tan
frecuentado y a la luz clara del día, no me cabe en la cabeza.
—Ni a mí tampoco —observó otro—. Al fin erais una caravana de quince
hombres contra ocho. ¿No ha de ser una vergüenza que ocurra lo que cuentas?
—Eso se dice muy bien desde aquí, pero si te hallaras en la refriega, ya
veríamos. Es verdad que éramos quince contra ocho, o sea seis tropeiros (muleteros)
y nueve mineros. Si os fiáis de los tropeiros, estáis perdidos. De los nueve mineros
iban tres con calenturas; apenas podían sostenerse en la mula, pues la fiebre los
tenía de tal manera que no les era posible disparar ni soltar un navajazo como es
debido… ¿Éramos realmente quince hombres?
—¡Claro! Si ponemos las cosas en esa forma se comprende mejor lo ocurrido;
pero el camino es tan frecuentado por carros, jinetes y gente de a pie, que a todas
horas hay a quien acudir en caso de apuro.
—¿Te parece así? Pero ¿quién evita que esos granujas acechen el momento en
que no pase nadie?
—Ea, refiere el episodio punto por punto, para que nos enteremos bien.
—Pues allá voy. Habíamos encontrado a orillas del lago de las Pirámides un
placer de los que hay pocos por lo abundante y rico, y puedo aseguraros que al cabo
de dos meses los cuatro teníamos nuestro quintal de oro en polvo y en pepitas; pero
no pudimos seguir adelante porque el terreno se deslavazó, y a dos de los nuestros
les acometieron calambres en las articulaciones. La verdad es que no todo el mundo
resiste eso de estarse desde la mañana hasta la noche con los pies metidos en el agua
hasta las caderas, zarandeando la batea. Decidimos entonces liar el petate y regresar
a Yellowwater-ground, donde vendimos nuestro oro a un yanqui que lo pagaba
mejor que esos judíos de cambiantes, pues por una onza de oro puro sólo dan una
libra de harina podrida o media de mal tabaco; no obstante lo cual, el yanqui hacía
negocio. Se llamaba Marshall y era de Kentucky o de por allí cerca.
Bernardo volvió la cabeza vivamente y preguntó:
—¿Sigue el yanqui donde usted dice?
—No lo sé, ni me importa. Déjese de preguntas, porque si he de contar el
caso de corrido, como pide ese hombre, han de evitarme ustedes las interrupciones.
Quedamos en que el tal Marshall, Allan Marshall se llamaba, nos compró todo el
oro que llevábamos. Si hubiéramos tenido sentido común nos habríamos largado
más que de prisa, pero quiso el demonio tentarnos incitándonos a reponernos de los
trabajos pasados. Los enfermos necesitaban cuidados, y además no había compañía
a propósito para el viaje, pues corría el rumor de que los que habían salido de las
minas con las alforjas bien repletas no habían llegado ni al Sacramento ni a San
Francisco.
—¿Y era cierto lo que se decía?
—Ya lo verás. Esperamos, pues, unas semanas; pero la vida era tan cara para
los que teníamos con qué pagar, que toda nuestra ocupación consistía en escapar de
las uñas de los fulleros, rateros y otros reptiles por el estilo que nos asediaban día y
noche. Entretanto habían mejorado algo nuestros enfermos, y decidimos salir de allí
cuanto antes uniéndonos a otros cinco mineros que tampoco querían prolongar su
estancia en aquel antro de perdición. Éramos nueve, entre todos, y alquilamos las
correspondientescaballerías con sus conductores, que eran seis. Íbamos todos
armados hasta los dientes, incluso los muleteros, hombres, por lo demás, capaces de
aniquilar a media docena de individuos sólo a trompazos. El viaje iba muy bien,
hasta que dieron comienzo las lluvias, con lo cual volvió a presentarse la calentura a
los enfermos y empezaron a enfangarse y encharcarse los caminos, dificultando la
marcha. Tardamos todo un día en salvar ocho millas, y por la noche diluviaba hasta
dentro de nuestras tiendas, que no parecía sino que íbamos a convertirnos en ranas.
Con esto aumentó la calentura de los enfermos hasta el punto de que tuvimos que
amarrarlos sobre las mulas para que no se cayeran.
—Mala cosa es ésa —observó uno de los oyentes—. Ya he pasado por ello y
sé cuán malos son esos tragos.
—Bueno. Pues habíamos andado dos tercios del camino, cuando por la
noche hicimos alto para acampar. Estábamos ocupados en plantar las tiendas y
encender una hoguera capaz de iluminar toda la comarca, cuando sonó una
descarga cerrada. Yo, que estaba agachado detrás de una roca, atando la cuerda de
mi tienda a una estaca que había clavado en el suelo, me incorporé un poco y vi a
los muleteros montar en las caballerías y partir huyendo como demonios, pero sin
tomar ninguna clase de precauciones, de modo que los agresores habrían podido
acribillarlos a balazos si hubieran querido. Ya iba a encararme el rifle para ayudar a
mis compañeros, cuando advertí que cinco de ellos estaban tendidos en el suelo,
muertos a tiros, y que los bandidos remataban a los tres enfermos. Yo era el único
que seguía con vida. ¿Qué habrían ustedes hecho en mi lugar?
—Arrojarme sobre ellos y matar a todos los que pudiera —contestó uno de
los oyentes.
—Pues yo los habría ido matando uno a uno a tiros desde mi refugio
—observó otro.
—Muy bien —contestó el narrador—. Eso lo decís ahora; pero en realidad
habríais hecho lo que hice yo. Precipitarme sobre ellos era una temeridad que no
podía acabar más que de una manera: muriendo yo asesinado. Emprenderla a tiros
era tan descabellado como lo otro, pues no habían de consentir que quedara con
vida un testigo de su hazaña, y no habrían parado hasta darme caza y matarme
como a los demás.
—Pues bien, di: ¿cómo acabó?
—Yo llevaba mi dinero muy bien guardado en los bolsillos; mi mulo estaba
con los de mis compañeros muertos, algo retirado del campamento; me deslicé
hacia él mientras los bandidos registraban las tiendas, y lo desaté. De pronto silbó
uno de los ladrones y oí un tropel de caballerías… ¿Qué diréis que ocurrió?
—Sigue, sigue.
—Vi volver a los tropeiros. Aquellos traidores nos habían vendido a los
bandoleros y llegaban a recoger su parte en el botín. Así eran ya catorce los
bandidos. Yo hinqué las espuelas a mi mulo y salí corriendo como alma que lleva el
diablo. Por suerte mía, el animal era dócil y obediente y no de esos tercos y rebeldes
que abundan en su especie. Oí poco después gritos y blasfemias espantosas detrás
de mí; pero yo seguí corriendo a toda rienda, y las tinieblas me favorecieron, pues
logré escapar.
—¿Y después?
—¿Después? No paré hasta verme en San Francisco, donde me considero
muy feliz por haber llegado con los huesos sanos y poder contarlo.
—¿No conociste a ninguno de los bandidos?
—Todos iban enmascarados. Sólo el que hacía de jefe, al meterse los dedos
en la boca para silbar, se levantó el antifaz y entonces pude verle la cara. No me
costaría trabajo alguno conocerle si le volviera a echar la vista encima. Era mulato y
tenía en la mejilla derecha un corte que debía de proceder de alguna cuchillada que
le dieron.
—¿Y los tropeiros?
—A todos los conocería; pero no pienso volver a aquel infierno, donde el
demonio funde y derrite el oro para llevar las almas a la muerte y la condenación.
—¿Cómo se llama el alquilador de mulas? Conviene saber los nombres de la
gente de esa calaña.
—Entonces se apellidaba Sánchez, pero de seguro que ya habrá usado otros
nombres. Yo creo que la mayoría de esa gentuza pertenecen a los hounds9 que San
Francisco ha vomitado sobre todos los distritos mineros y que, con el nombre de
agentes, tropeiros, muleros y salteadores, se ayudan y favorecen mutuamente.
Bueno sería que los mineros formaran en San Francisco, como en otro tiempo, un
comité de vigilancia que se encargara de la persecución y exterminio de esas
cuadrillas de ladrones, para que en los placeres se goce de orden y seguridad. Ea, ya
lo he dicho todo: se me acabó la cuerda.
—Si es así —observó Bernardo, me permitirá usted ahora que le pregunte
otra vez por ese Allan Marshall de quien ha hablado usted antes, pues por ser mi
hermano me interesa mucho.
—¿Su hermano? En efecto, tiene usted mucho parecido con él. Pregúnteme
usted, pues, lo que quiera.
—Refiérame usted todo lo que sepa de él. ¿Cuánto tiempo hace que le vio
usted?
—La última vez hará unas cinco semanas.
—¿Cree usted que se hallará todavía en Yellow-water-ground?
—No lo sé; en las minas está uno tan pronto aquí como allá, aunque se
proponga uno no moverse.
—Nunca me escribió, a pesar de haber recibido mis cartas.
—No lo afirme usted con tanta seguridad. Recuerde lo que le he dicho. ¿Hay,
por ventura, correos que suban a las minas? Los que se llaman así no lo son. Llevan
y traen cartas que no llegan nunca a su destino. Si entra usted en una taberna, el
dueño pertenece a los hounds; si va usted a una tienda, el tendero es de los hounds;
juega usted con tres desconocidos al monte y acaso dos de ellos sean hounds; tiene
usted un compañero en el placer y puede que sea un hound, que le roba o explota si
usted se descuida, o bien, si es usted fuerte y vigilante, le vende a usted a los
matones para obtener a lo menos parte de sus ganancias; hounds son todos los que le
rodean a usted… ¿por qué, pues, no ha de haberlos en la administración de correos,
cuando a muchos puede convenir que no llegue la correspondencia a su destino?
Esta clara explicación sobre la desastrosa organización de las minas no tenía
nada de halagüeña ni consoladora para Bernardo, que se quedó muy cabizbajo y
meditabundo hasta que el otro le preguntó:
—¿Piensa usted ir en busca de su hermano?
—Sí.
—Pues entonces voy a darle a usted un buen consejo que es usted libre de
dejar o tomar. De aquí parten varios caminos para los distintos distritos mineros.
Uno va derechamente al Mediodía, al llamado Nuevo-Almadén, donde se
encuentra mercurio y cinabrio natural en gran cantidad; el otro va casi recto hacia el
Norte, aunque con una ligera inclinación al Este, y conduce a los famosos filones
auríferos del Sacramento. ¿Sabe usted dónde se halla Yellow-water-ground?
—Sólo sé que forma un valle lateral del Sacramento y nada más.
—El camino va rodeando en sus tres cuartas partes la bahía de San Francisco,
y pasa luego el río de San Joaquín, o bien sube al valle del Sacramento. Sólo tiene
usted que seguir cuesta arriba, y cualquier caminante o en cualquier placer le darán
a usted razón.
Si va usted sin equipaje puede usted recorrer la distancia en cinco días; pero
es ruta que no le aconsejo.
—¿Por qué?
—Primero, porque aun siendo la más cómoda, es la más larga, y, segundo,
porque los hounds la recorren con preferencia. Claro está que atacan más bien a los
que vuelven de las minas que a los que van a ellas; pero podría darles por cambiar
de táctica. Y en tercer lugar porque por el caminito ése le sacan al caminante
muchos dólares del bolsillo aunque no quiera. Los mesones y posadas han
progresado tanto, que presentan cuentas fabulosas por escrito, y la cantidad suele
mejor leerse que pagarse. Ponen: «Por una habitación, un dólar» y duerme usted en
el corral; por una cama dos dólares, y el lecho es un puñado de paja molida; por luz
un dólar, y le alumbra a usted la luna o las estrellas; por servicio un dólar, y no hay
mozos ni camareros que le atiendan a usted; por una jofaina un dólar, y tiene usted
que lavarse en el Sacramento, pues el tal chisme no existe sino en el papel; por una
toalla un dólar, y tiene usted que secarse con el pañuelo o la zamarra, y por último,
y esto es lo único real y verdadero, por presentar la cuenta, otro dólar. Conque ya
sabe usted lo que le aguarda, señor Marshall.
—No me disgusta el procedimiento.
—Claro que no; pero por lo mismo que es tan bueno le voy a indicar a usted
un camino distinto por el cual llegará usted a Yellow-water-ground en cuatro días,
suponiendo que disfrute usted de buenos jacos: pasa usted la bahía en la balsa y de
allí se dirige usted en línea recta a Saint John. De allí se encamina usted al Este, y en
cuanto llegue usted al Sacramento, ya está usted cerca de su destino, pues hay
corrientes en abundancia que le guíen a él.
—Gracias por el consejo, que seguiré al pie de la letra.
—No hay de qué. Y si en el Sacramento diera la casualidad de que topara
usted con un mulato con una cicatriz en la mejilla derecha, hágale usted probar su
cuchillo o sus balas sin el menor escrúpulo, pues le aseguro a usted que hará una
obra meritoria.
Después de cenar nos dirigimos a echar un vistazo a nuestros caballos, y
desde allí a nuestras habitaciones. A la madrugada siguiente cruzamos la bahía en
balsa, y desembarcamos en la lengua de tierra que hay enfrente de San Francisco.
Seguimos al pie de la letra la dirección indicada por el minero y llegamos en
la noche del tercer día a las alturas de Saint John, desde donde nos volvimos hacia
Levante. Al mediodía siguiente penetrábamos en el valle del Sacramento, después
de encontrar a cada paso señales de la actividad febril que remueve la tierra en
busca de ese Polvo mortífero, cuyo brillo ofusca los ojos, trastorna el sentido y
pervierte el corazón.
Se ha hablado y escrito tanto acerca de ese género de trabajo que me excuso
de describirlo de nuevo. Sólo he de manifestar que la fiebre del oro ataca al hombre
más sensato en cuanto penetra en esas comarcas, en que se halla rodeado de gentes
que, a veces con las mejillas hundidas y envueltos en míseros harapos, sacrifican su
salud y hasta su vida, por hallar la riqueza, riqueza que si tienen la «suerte» de
alcanzarla se les va de entre las manos como si fuera una maldición. A veces se
pasan los meses derrochando todas sus energías físicas sin el menor resultado; las
blasfemias y maldiciones acompañan a cada golpe en falso; el pálido fantasma del
hambre, de la miseria y la desesperación cerca sin cesar a los buscadores, y cuando
desalentados y miserables retiran la mano temblorosa y cadavérica, entonces surge
el oro, se proclama el hallazgo de un filón abundante hecho por otro, y con nuevos
bríos agarran la batea para caer otra vez víctimas de esa sed devoradora que da la
fiebre del oro.
Llegamos por la noche a Yellow-water-ground. Era éste un valle largo y
estrecho, por el cual corría un riachuelo hacia el Sacramento. Removido de arriba
abajo dejaba al descubierto los distintos placeres. Por todas partes se levantaban
cabañas de tierra y tiendas de campaña; pero todo indicaba a primera vista que el
período de auge de aquella parte de las minas había pasado a la historia.
Aproximadamente en el centro del valle había una barraca ancha y larga, en
cuya entrada se leía escrito con yeso: Store and boarding-house de Yellow-water-ground.
El dueño de aquella fonda, taberna y almacén a la vez, podría sin duda informarnos
de lo que deseábamos saber. Echamos pie a tierra al llegar barraca. Mesas y bancos
de grosera construcción estaban ocupados por hombres de mísero aspecto o
malcarados, que nos contemplaron con curiosidad. Uno dijo riendo:
—Otra nueva remesa de buscadores. Acaso tengan más suerte que nosotros.
Tú, piel roja, acércate a echar un trago.
Winnetou no se dio por aludido. Entonces se levantó el mozo y con la copa
de aguardiente en la mano se acercó al indio en actitud provocativa.
—Mala bestia, ¿no sabes que no hay ofensa mayor para un minero que el
desprecio de una copa? Te pregunto si aceptas o no y si estás dispuesto a pagar una
ronda.
—El guerrero rojo no bebe agua de fuego, pero no quiere ofender al hombre
blanco.
—Pues que te lleve el demonio.
Y diciendo esto, el minero lanzó la copa a la cara del apache y sacó el cuchillo
para clavárselo en el pecho; pero de pronto dio un grito y cayó al suelo como un
tronco. El apache tenía su cuchillo en la mano, con la hoja limpia y tersa como antes.
Sólo había estado la décima parte de un segundo en la entraña del minero, pero
había bastado para partirle el corazón.
Levantáronse todos los concurrentes como movidos por un resorte, y
salieron puñales y navajas a relucir; pero nosotros nos echamos los rifles a la cara, y
hasta Bob, que al oír la algazara metió la cabeza por la puerta, apuntaba con el suyo.
—Alto ahí —gritó entonces el tabernero—. Vosotros a sentaros donde
estabais, que esto no os va ni os viene. La cuestión era entre Jim y el indio y ya está
resuelta. Nell, saca al muerto de aquí.
Los mineros obedecieron sin chistar. Nuestra actitud amenazadora los
aplacó tanto como las palabras del tabernero. De detrás del bar salió el bar-keeper,
que se echó el cadáver a cuestas y salió a arrojarlo a un hoyo que cubrió después
con un poco de tierra. Aquel Jim habría ido también allí en busca de oro y sólo
había hallado la muerte. ¡Polvo mortífero! ¡Cuántas veces se repetirían tales escenas
en aquellos parajes abandonados de Dios y de los hombres!
Tomamos asiento a cierta distancia de los demás. El tabernero se acercó a
preguntarnos:
—¿Qué desean tomar, señores?
—Cerveza —contestó Bernardo.
—¿Ale o porter?
—La que sea mejor.
—Ale entonces, señores. Tengo legítimo Burton-ale, de Boston, Stafordshire.
Yo tenía verdadera curiosidad por probar aquel brebaje que, al decir del
tabernero, procedía de las más afamadas fábricas de Inglaterra. Nos trajo cinco
botellas, una de las cuales llevé yo a Bob, que afuera guardaba los caballos, y que se
la metió en seguida en la boca hasta el cuello y la vació sin resollar, de tal modo que
pensé que el recipiente iba a desaparecer también en el estómago del negro. En
cuanto hubo expulsado la botella, revolvió los ojos, abrió una boca de a cuarta y
exhaló un grito parecido al del náufrago cuando sale por última vez a flote.
—¿Qué ocurre? —pregunté, temiendo que se hubiese desgarrado el paladar
con el cuello de la botella.
—¡Masa, ah, oh, Bob morir! ¡Bob beber veneno!
—¿Veneno? ¡Si es ale inglés!
—¿Ale? ¡No, oh, no! Bob conocer ale y esto no ser ale. Bob beber veneno, Bob
sentir en la boca y en la tripa cosas muy malas.
Nuestro negro no era ningún sibarita. ¿Cómo sentaría aquel brebaje en un
paladar refinado?
Volví a entrar en la taberna, en el instante en que el tabernero preguntaba a
mis amigos:
—Tendréis con qué pagar; ¿verdad, señores?
Bernardo puso cara de ofendido y metió la mano en el bolsillo.
—¡Alto ahí, míster Bern! —intervino entonces Sam—. Esto es cosa mía y de
nadie más. ¿Cuánto vale la cerveza?
—Tres dólares la botella: total, quince dólares.
—Es barato, si se incluye la botella; ¿verdad?
—Pues nosotros se las cedemos a usted, pues para gente que conoce placeres
en que se halla el oro en capas de a palmo, tienen poca importancia cuatro cacharros
de vidrio. A ver, traiga las balanzas.
—¿Va usted a pagar en oro?
—Sí.
Sam metió la mano en su bolsa de municiones y sacó unas cuantas pepitas
del precioso metal, una de las cuales tenía el tamaño de un huevo de paloma.
—¡Caramba! ¿Dónde ha encontrado usted esas pepitas, buen hombre?
—preguntó el tabernero.
—En mi placer.
—¿Dónde está?
—En América. Le advierto a usted que tengo tan mala memoria que sólo me
acuerdo del sitio en el momento en que necesito oro.
El tabernero se guardó la repulsa; pero sus ojos brillaron de codicia al pesar
las pepitas y dar la vuelta en moneda. Tornaba el oro al cambio más bajo, y sus
balanzas tenían algunas propiedades sui generis, no obstante lo cual, Sam se metió la
vuelta en el bolsillo con el ademán de un potentado a quien no hace mella una onza
de oro más o menos.
Sin que los demás nos enteráramos, llevaba consigo un capitalito más que
decente, lo cual me hizo recordar lo que me dijo, al conocernos por primera vez, de
que conocía en los montes yacimientos de oro bastantes para enriquecer a un
amigo.
Capítulo 7
El rastro de Allan
Llenamos los vasos. Si hubiéramos llegado directamente de la sabana, acaso
habríamos podido tragar aquel brebaje; pero como ya habíamos reconstituido el
quebrantado paladar en la «Fonda de Valladolid», nos fue de todo punto imposible
meternos aquella bebida entre pecho y espalda. No cabía duda: aquel tabernero se
fabricaba el ale, Dios sabe con qué hierbajos y mezcolanzas, y vendía después el
veneno a tres dólares la botella. Esto me probaba que en las minas no se dan
solamente los que buscan oro, sino también los que lo encuentran.
Por lo demás, el tabernero no pareció contentarse con la explicación de Sam,
sino que sentándose al lado de éste insistió:
—Ese placer que usted conoce, ¿está muy lejos de aquí?
—¿A cuál se refiere usted? Porque yo conozco cuatro o cinco a lo menos.
—¡Cuatro o cinco! ¡Imposible! Si así fuera no vendría usted a buscarlos a
Yellowwater-ground, donde están ya agotados.
—Poco me importa que lo crea usted o no, por ejemplo.
—¿Y sólo va usted allá por lo que necesita?
—Sí.
—¡Qué ligereza, qué imprevisión! ¿Y si van otros y le quitan lo que podría
usted recoger tan fácilmente?
—Eso no puede ser, máster Ale-man.
—Deseo comprarle a usted uno de esos placeres, si usted no tiene
inconveniente.
—No tiene usted con qué pagarlo. Y si no, a ver: ¿posee usted capital
suficiente para pagar en moneda o buen papel unas cincuenta o sesenta toneladas
de oro?
—¡Diablo! ¿Tanto hay? Habría que buscar un socio, o dos, o tres… Ya los hay,
por ejemplo, como ese Allan Marshall, que vino con unos miles de dólares y se ha
marchado con un capital magnífico. Ése sí que lo entendió.
—¿Qué sabe usted de él?
—Tenía un ayudante y lo despidió porque le robaba. Éste lo ha contado todo
ce por be. El polvo y las pepitas pequeñas las convirtió en billetes de banco; pero las
grandes las enterró en su tienda. De pronto desapareció y no se sabe lo que ha sido
de él.
—¿Tenía ganado?
—Un caballo. Por cierto que ayer le estuvieron buscando.
—¿Quién?
—Tres hombres: dos blancos y un mulato. Tenían que hablarle de unos
asuntos. También, por lo que veo, le conocéis vosotros.
—Poco, pero veníamos también a tratar con él. ¿Adónde fueron a buscarle
esos tres hombres?
—Primero recorrieron el sitio donde tenía su tienda; luego volvieron y
estuvieron largo rato estudiando un papel que habían encontrado. Yo lo miré por
casualidad y vi que era un mapa o plano.
—¿Y luego?
—Preguntaron hacia dónde cae el valle de Short-Rivulet. Yo les indiqué el
camino muy exactamente y partieron sin dilación.
—El Short-Rivulet lo encontrarán difícilmente. No basta una mera
descripción.
—¿Lo conoce usted?
—Estuve allí hace años. ¿Puede usted enseñarnos el sitio donde estuvo
emplazada la tienda de Marshall?
—Desde aquí se ve, allá, a la derecha, en la vertiente cerca de los espinos. En
cuanto se acerquen ustedes verán el hogar y todo lo demás.
—¿Cómo se llama el que le servía de ayudante?
—Fred Buller. Trabaja en el segundo placer de la izquierda, empezando por
arriba.
Hice una seña a Bernardo, salimos juntos del store y subimos riachuelo arriba.
Junto al placer indicado por el tabernero nos detuvimos. Allí vimos trabajando a
dos hombres.
—Good day, meschurs. ¿Está por aquí un tal máster Buller? —pregunté.
—Servidor —contestó uno de ellos.
—¿Tiene usted tiempo para contestar a unas preguntas?
—Si vale la pena, sí, pues con el trabajo que tengo los minutos son oro.
—¿Cuánto quiere usted por diez minutos?
—Tres dólares.
—Ahí van —exclamó Marshall echándole las monedas.
—Gracias, es usted generoso. Parece que son ustedes personas decentes.
—De esta generosidad le daremos a usted mayores pruebas si contesta a lo
que le preguntemos —insistí yo tentándole.
—Está bien: pregunten sin empacho.
A aquel mozo le rezumaba la pillería por los ojos. ¿Por dónde cogerlo? Me
resolví a tratar con él de pillo a pillo, y le dije:
—¿Quiere usted venir con nosotros, pues tenemos que hablarle a usted en
confianza?
—¡Diablo! Van ustedes muy bien armados…
Por lo visto, el granuja no tenía muy limpia la conciencia.
—Tenemos buenas armas para el enemigo y buena bolsa para el amigo.
¿Conque viene usted o no?
—Allá voy.
Salió del agua y se vino con nosotros.
—¿Han venido anteayer a hablar con usted tres hombres?
—Sí.
—¿Dos blancos y un mulato?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta usted?
—¿Los blancos eran padre e hijo?
—Sí. El mulato era un conocido suyo, como lo es mío.
—¡Ah!
Yo no sé qué idea me acometió; pero ello es que proseguí:
—También le conozco yo. Tiene una cicatriz en el carrillo derecho, ¿verdad?
—Es cierto. ¿Conque conoce usted también al cap… a sir Shelley? ¿Dónde le
conoció usted?
—Hemos hecho algunos negocios y desearía saber dónde para.
—Pues no lo sé.
Dijo esto con tal sinceridad que se veía a la legua que no mentía.
—¿Qué le quería a usted esa gente? —continué preguntando.
—Sir, me parece que habrán pasado ya los diez minutos.
—Todavía no; pero yo puedo decirle a usted que vinieron a informarse
respecto de su antiguo amo máster Marshall. Por lo demás, al final de nuestra
conversación le esperan a usted cinco dólares más.
Bernardo se metió la mano en el bolsillo y se los alargó.
—Gracias, sir. Al fin y al cabo saben ustedes tratar a la gente de un modo
bien distinto al de esos Morgan y Shelley, y así serán las noticias que les dé yo. Ya
que ha estado usted en relaciones comerciales con él sabrá usted lo roñoso que es,
pues a un compañero de Sid…
Calló de pronto, asustado por la palabra que iba a pronunciar.
—Sidney Coves, acabe de decirlo, que ya estoy enterado.
—¿También? Entonces sabrá usted por experiencia lo que significan ciertos
pequeños favores. No sé adónde se han dirigido los tres; pero han estado
revolviendo en la tienda de míster Marshall hasta dar con un papel. Si míster
Shelley se hubiera portado mejor conmigo, le habría dado yo documentos de más
sustancia.
—Pues ¿qué ha de hacerse para conseguirlos?
El mozo soltó una carcajada canallesca y añadió:
—Pues… lo mismo que han hecho ustedes.
Es decir que había que abrirle la boca a fuerza de dinero. Era un granuja en
grado superlativo.
—¿Qué clase de papeles son? —inquirí de nuevo.
—Cartas.
—¿De quién y para quién?
—¿Para qué decírselo si no sé si van ustedes a seguir hablando el lenguaje de
hasta aquí?
—Fije usted el precio.
—Cien dólares.
—No está mal. De modo que se apodera usted de la correspondencia de su
principal para entregársela al capitán de los bandoleros, y como éste paga poco
sigue usted guardando las cartas, pensando que lo que a sir Shelley le pueda
convenir no le perjudicará a usted. Pues tenga usted presente que el procedimiento
puede causarle algún perjuicio. Conque, a ver: ¿las da usted por cincuenta?
Yo había expresado únicamente una suposición que se ofrecía por sí misma y
era consecuencia lógica de lo que acababa de oír; pero comprendí que había dado
en el clavo a juzgar por la cara descompuesta que puso aquel pillastre, quien ya, sin
regatear, aceptó, diciendo:
—Veo que, en efecto, tiene usted tratos con el capitán y está usted enterado
de todo. Me resigno, pues, a aceptar los cincuenta.
—¿Dónde están los papeles?
—Vamos a mi celda.
Nos dirigimos a lo que el granuja llamaba celda y consistía en cuatro paredes
de adobes, sobre las cuales había extendido una manta de fieltro llena de agujeros.
En los ángulos había sendos hoyos, que debían de hacer las veces de armarios,
porque Buller metió la mano en uno y sacó un pañuelo hecho jirones, en el cual
había envueltos un sinnúmero de objetos. De entre sus pliegues mugrientos sacó
dos sobres, que me alargó. Iba yo a cogerlos cuando retiró rápidamente la mano,
diciendo:
—¡Alto ahí! Toma y daca. El dinero por delante.
—No entrego un céntimo sin ver antes las señas.
—Bueno. Pues sin soltar yo las cartas, lea usted la dirección.
Extendió el brazo y Bernardo y yo pudimos leer los sobres.
—Está bien; dale el dinero, Bernardo —dije yo entonces a mi compañero.
Las cartas iban dirigidas al padre de Bernardo, por ignorar Allan que
hubiese sido asesinado. Bernardo sacó el dinero apresuradamente, aunque pude
observar lo doloroso que era para el joven tener que pagar a tal precio unas cartas
cuyo secuestro tanto le había perjudicado. Buller se embolsó el dinero con
expresión de hombre satisfecho, e iba a retirar el pañuelo cuando vimos brillar en él
un objeto al cual echó mano Bernardo. Era un reloj con tapas de oro finísimo. Buller
exclamó:
—¿Qué va usted a hacer con mi reloj?
—Abrirlo solamente para ver qué hora es —contestó Marshall
tranquilamente.
—No tiene cuerda —replicó el pillete extendiendo la mano—. Venga lo mío.
—Alto ahí —repliqué yo entonces agarrándole del brazo—. Aunque el reloj
esté parado, sabrá usted al menos que la hora ha dado.
—Es el reloj de Allan —dijo Bernardo a media voz.
—¿De veras? A ver, buen mozo, explica en seguida cómo es que se halla esta
joya en tu poder —exclamé yo entonces.
—¿A ti qué te importa? —replicó el granuja en actitud rebelde y tratando de
desasirse.
—Este caballero es hermano de su legítimo dueño. Conque di cómo es que
ese reloj ha venido a parar a tus manos.
El hombre, visiblemente azorado, contestó después de titubear:
—Me lo regaló.
—¡Mientes! —replicó Bernardo airadamente—. ¡Mira esta pedrería! ¡Una
joya que vale trescientos dólares no se regala a un criado!
—Certísimo, Bernardo; regístralo todo mientras yo sujeto a este hombre.
Y cogiendo a Buller por los brazos, a pesar de la resistencia que opuso, le
tuve sujeto.
—¿Quiénes sois? —decía—. ¿Quién os da derecho a rebuscar en mi casa?
¡Voy a pedir auxilio para que os linchen!
—No digas tonterías, no vaya máster Lynch a apretarte a ti el gaznate. Al
primer grito que des te hago pedazos —contesté yo.
Le tenía con la izquierda sujeto el brazo y con la derecha le agarrotaba el
cuello. Estaba completamente a merced mía y hubo de resignarse.
—No encuentro nada más —dijo en esto Bernardo, terminado que hubo el
registro.
—Ya lo ve usted. Suélteme y devuélvame el reloj —exclamó Buller.
—Poco a poco, caballerito —insistí yo—. Te tendré sujeto hasta que nos
hayamos puesto de acuerdo respecto de la devolución. ¿Qué hacemos, Bernardo?
—Ha robado el reloj; estoy seguro —contestó mi compañero.
—Naturalmente.
—Debe devolverlo.
—Naturalmente.
—¿Qué castigo le damos?
—Seamos misericordiosos, pues la ley de Lynch no nos serviría de nada; de
modo que nos conformaremos con que por el secuestro y robo de cartas y reloj no
cobre un céntimo.
—¿De balde?
—Pues claro. La cosa no tiene malicia. El mozo hará inmediata entrega de los
cincuenta, cinco y tres dólares que nos ha sacado del bolsillo. Métele la mano en el
suyo sin reparo, que está bien sujeto.
Le quitamos el dinero, a pesar de que se revolvía como un energúmeno, y
luego le solté. En cuanto se vio libre salió de la tienda como un relámpago, bajó
corriendo río abajo y se metió en la boarding-house.
Le seguimos poco a poco y ya desde lejos oímos una gritería espantosa.
Apresuramos el paso. Nuestros caballos estaban todavía delante de la puerta; pero
Bob había desaparecido. Rápidamente penetramos en la taberna y nos vimos ante
un verdadero campo de batalla. En un rincón estaba Winnetou con la izquierda
clavada en la garganta del ratero, mientras con la derecha hacía molinetes con su
rifle. A su lado peleaba Sans-ear contra un enjambre de asaltantes, y en otro ángulo
Bob, sin rifle, pero defendiéndose a cuchilladas y puñetazos como Dios le daba a
entender. Según averigüé después, Buller había ido a instigar a los mineros a que
nos cogieran a mí y a Bernardo, y Sam se había opuesto a semejante propósito; y
como los circunstantes se hallaban todavía furiosos por el incidente de Jim, y el
tabernero se había convencido de que no iba a hacer grandes negocios con Sans-ear,
se había iniciado el ataque bajo su protección, ataque que habría costado la vida a
nuestros tres compañeros a no haber llegado nosotros.
Winnetou y Sam podían resistir aún; pero era preciso sacar del atolladero a
Bob. Así fue que le dije a Bernardo:
—Sólo hay que disparar en último extremo; a culatazo limpio con ellos.
Acto continuo me precipité sobre los asaltantes y momentos después se
hallaba Bob a nuestro lado empuñando nuevamente el rifle. Como un tigre
escapado de la jaula se arrojó ciegamente sobre los adversarios, que,
afortunadamente para nosotros, no llevaban armas de fuego. Sam exclamó:
—¡Hola, Charley! ¡Basta de culatas y jueguen los tomahawks! ¡De plano!
Hicimos como decía y aquello ya no fue lucha, sino un placer. Apenas vieron
relucir nuestras hachas de guerra, y probaron dos o tres sus golpes, cuando salió
escapada toda la banda como un hormiguero desbaratado por el pie del caminante.
Habrían pasado escasamente dos minutos desde nuestra entrada y ya nos
encontrábamos solos con el tabernero y Buller. Sam me preguntó entonces:
—¿Es verdad, Charley, que le has arrebatado a ese hombre un reloj y su
dinero?
—¡Él es quien ha retenido las cartas del hermano de Bernardo, además de
robarle el reloj!
—¿Y todavía le dejáis escapar? Allá vosotros. Lo que no le perdono es que
haya incitado a esos malditos a que nos asaltaran, y como eso me atañe
personalmente, no le dejaré salir sin dejarle un buen recuerdo, por ejemplo.
—No se te ocurrirá matarlo, Sam.
—Semejante polilla es indigna de morir a mis manos. Sujétalo, Winnetou.
El apache agarró a Buller de modo que éste no pudo moverse; Sam sacó el
cuchillo, apuntó, Buller dio un grito y la punta de su nariz rodó por el suelo.
—Ea, amiguito, ya estás listo. Así conocerás que no conviene molestar a
westmen honrados y decentes, pues el que mete la nariz en asuntos tan complicados,
se expone a que se la rebanen, como acaba de sucederte a ti. Pero falta todavía
ajustarle las cuentas a máster Storeman. Acércate, buena pieza, para que veamos
cuántas pulgadas de nariz te sobran.
Esta invitación no pareció ser muy del agrado del tabernero, quien se acercó
temblando de pies a cabeza y diciendo:
—Espero, gentlemen, que no pagaréis mi hospitalidad en forma tan…
—¿De hospitalidad hablas? ¿Acaso es hospitalidad cobrarse tres dólares por
medio litro de agua de potasa?
—Os devolveré inmediatamente el dinero, señores.
—Guárdatelo y no tiembles, cobarde. ¿Quién va a fabricar el porter y esos
enjuagues que vendes, si te suprimimos? Ahora nosotros, fuera de aquí; no vayan
esas lombrices a intentar algún nuevo ataque.
Bob parecía descontento de la orden y observó:
—¿Masa Sam querer marchar? ¿Por qué no castigar antes tabernero que
darnos veneno y ser traidor? Negro Bob hacerlo.
Y cogiendo una de las botellas se la metió al tabernero por los ojos,
exclamando:
—Meterte este veneno en tu estómago… Pronto, si no Bob matarte.
El tabernero hubo de tragarse por fuerza el brebaje y aún no había terminado
y ya el negro le presentaba otra botella, diciendo:
—Ésta también.
La segunda siguió el mismo camino.
—Otra —insistió el negro.
El aterrado comerciante vació las cuatro botellas, y fue una verdadera
tragicomedia aquella escena en que el fabricante se tragaba sus propios productos
con unos gestos horribles.
—¡Así! ¡Ah, oh! Ahora haberte bebido cinco veces tres dólares y tener en el
cuerpo mucho bonito veneno.
Estábamos listos. Winnetou soltó al ladrón, que entre sus férreos puños no
había podido exhalar ni un grito, y que entonces se echó a llorar como un niño,
mientras nosotros montábamos a caballo y emprendíamos la carrera. Verdad es que
la cosa no era para menos, pues junto a la taberna empezaban a congregarse los
buscadores de oro, esta vez armados de rifles. Afortunadamente no eran muchos
todavía, y tuvimos tiempo de llegar al Sacramento sin nuevos incidentes.
—¿Dónde estará el Short-Rivulet? —preguntó Bernardo.
—Por de pronto sigamos río arriba —contestó Sam.
Y seguimos a trote largo hasta ponernos fuera del alcance de las balas de los
mineros.
—¡Alto! —dijo entonces Bernardo—. Necesito leer las cartas de mi hermano.
Nos apeamos y nos sentamos en el suelo. Marshall rompió los sobres y leyó
las cartas.
—Son las dos últimas —nos explicó después—. Allan se queja de nuestro
prolongado silencio y hace una observación que es de gran interés. Escuchad lo que
escribe: «… Por lo demás hago aquí mejor negocio de lo que pensé al principio. He
enviado el polvo y las pepitas con gente de confianza al Sacramento y a San
Francisco, donde me las pagan más alto de lo que las compro aquí. De este modo he
duplicado la cantidad de que disponía; pero ahora me voy de Yellow-water-ground,
que no da ya ni la cuarta parte del rendimiento anterior, y además hay tal
inseguridad en los caminos que no me arriesgo a hacer remesas. Incluso tengo
sospechas fundadas de que los llamados bravos intentan visitar mi cabaña, por lo
cual pretendo salir de aquí con el mayor disimulo, sin dejar rastro ni señal de mi
persona, a fin de evitar que esos bandidos me sigan. Salgo con más de cien libras de
pepitas para el valle de Short-Rivulet, donde se han encontrado filones muy
abundantes, y donde podré hacer más negocios en un mes que aquí en medio año.
De allí pasaré por el Lynn al puerto de Humboldt, donde seguramente hallaré un
barco que me lleve a San Francisco…».
—Eso del valle de Short-Rivulet está de acuerdo con lo otro —observó Sam—.
¿No extrañas, Charley, que los Morgan estuvieran tan bien enterados? ¿Pero por
dónde lo habrán conseguido?
—Seguramente el papel que encontraron en la desierta tienda de Allan
llevaría alguna indicación.
—Es posible —interpuso Bernardo—. Hay aquí un dato que nos ofrece cierto
punto de apoyo. Dice así: «… tanto más cuanto que no necesito acompañamiento
numeroso, ni siquiera un guía, porque me he trazado un plan de viaje según mapas
recientes, o más bien un itinerario por el cual puedo regirme confiadamente…».
—¿Habrá perdido el plano o dejado caer inadvertidamente un borrador del
mismo? —observé.
—Es posible —repuso Sam—, porque no siendo un westman precavido, que
sabe que del menor descuido depende a veces la vida, no se puede esperar otra cosa.
Y suponiendo que llegara con toda felicidad a su destino, falta saber aún cómo se
las va a arreglar con los indios culebras, que tienen allí sus poblados y sus
cazaderos hacia Lewis-Sud-Fork.
—¿Son peores que los comanches? —preguntó Bernardo preocupado.
—Todos son igualmente nobles para con el amigo y terribles para con el
enemigo. Nosotros no hemos de temerlos, pues yo he pasado largas temporadas
con ellos y no hay snake (culebra) indio que no sepa quién es Sans-ear, por lo menos
de oídas.
—¿Snake? —repuso Winnetou—. El caudillo de los apaches conoce a los
chochones10, que son hermanos suyos. Los guerreros chochones son valientes y
leales y se alegrarán de ver a Winnetou, que ha fumado muchas veces con ellos el
calumet.
Dos preocupaciones se nos quitaban de encima. Tanto Sam como Winnetou
eran conocidos de aquellos indios, y ambos conocían la comarca que encerraba el
valle de Short-Rivulet.
Emprendimos otra vez la marcha. El terreno que teníamos que recorrer era
en su totalidad montañoso, pues habiendo abandonado el valle del Sacramento nos
dirigíamos a San José. El camino, si bien penoso, era el más recto y más corto y
además nos permitía cogerles la delantera a los Morgan, pues aunque éstos nos
llevaran un avance de dos días, su ruta era, indudablemente, la más larga, por la
razón de que no habíamos encontrado aún en la nuestra ninguna huella de su paso.
Desde los montes de San José nos dirigirnos al Noroeste, y ocho días después
de nuestra salida de Yellow-water-ground llegamos a una poderosa meseta de la
montaña que se levantaba en forma de cono, gigantesco y achatado con un
diámetro de más de quince millas en la cúspide, y que en su base ostentaba espesa
arboleda, mientras más arriba se mostraba cubierta de selva impenetrable.
Precisamente en medio de la meseta había un lago qué, a causa de su aspecto
sombrío y sus orillas oscuras, se denomina Black-eye (Ojo negro), en el cual
desagua el Short-Rivulet procedente del Oeste.
¿Cómo podía ser que en aquella cúspide hubiese oro? No era posible que
hubiese sido arrastrado desde otras cimas próximas, de modo que tenía que ser de
origen plutónico. Las fuerzas del interior de la tierra, al levantar aquel poderoso
macizo, habían expelido a la vez los tesoros auríferos del mundo subterráneo, y era
fácil esperar que en lugar de venas auríferas se encontraran filones y yacimientos
riquísimos, de mayor rendimiento que los del famoso valle del Sacramento.
Al subir a la sierra penetramos en un páramo tan abrupto y agreste que casi
nos faltó valor para internarnos en aquel revoltijo insalvable de rocas y bosques.
Pero cuanto más avanzábamos mejor se presentaron las cosas. El penoso y molesto
monte bajo se fue quedando atrás, y por fin penetramos en una gigantesca bóveda
de ramaje, cuyo suelo se hallaba tapizado de una espesa maraña de hojarasca y
cuyos millares y millares de columnas —tan fuertes que ninguna de ellas podía ser
abarcada por tres hombres— estaban separadas unas de otras por espacios de doce
varas y más.
Un bosque virgen de esta naturaleza hace sobre los temperamentos
impresionables el mismo efecto que pudiera hacer un templo sobre el ánimo de un
niño que penetra en sus naves por vez primera; el corazón se abre y se ensancha; la
fe echa raíces más firmes y profundas y el hijo del polvo se ve tan pequeño como el
mísero gusano que se arrastra a sus pies y que en vano intenta llegar a la corteza de
la poderosa encina, porque antes de tocarla caerá muerto. Lo mismo le ocurre al
hombre, que se jacta de rey de la creación y al cual la misericordia de Dios le ha
concedido el primer lugar sobre las demás criaturas como un don inmerecido.
Seguimos ascendiendo lenta pero continuamente hasta llegar a lo alto de la
meseta. Allí era más fácil el camino, y al anochecer llegamos, por fin, a la orilla
meridional del Black-eye, cuyas aguas profundas e inmóviles brillaban
fosforescentes como esos enigmas cuya solución acarrea la muerte inevitable.
El sol ya no llegaba hasta el valle, pero como en la altura estaba empezando
el crepúsculo, nos habría sido fácil examinar una parte de la orilla del lago.
Marshall, que ansiaba encontrar a su hermano, preguntó:
—¿No seguimos adelante?
—Mis hermanos acamparán aquí —contestó Winnetou del modo rotundo y
decisivo que le era peculiar.
—Bien —añadió Sam—. Es un sitio a propósito, con musgo blando para
acampar nosotros, y con hierba y agua para los caballos; y si buscáramos un rincón
escondido antes que se haga de noche, podríamos hacer, por ejemplo, una bonita
fogata india para asar el pavo que ha matado Bob esta mañana.
En efecto, el negro había logrado cazar por primera vez un bocado que valía
la pena, lo cual le causaba legítimo orgullo, por considerarse así un miembro útil de
la expedición. Al cabo de un rato encontramos un lugar como Sam deseaba, y allí
acampamos. Poco después ardía una alegre fogata, mientras Sam desplumaba
afanosamente el ave característica de la América septentrional. Hízose de noche,
una noche negra como la pez, y la juguetona llama de la hoguera nos hacía aparecer
los árboles y las ramas en formas grotescas o fantásticas. El pavo quedó bien asado
y calificado de bocado exquisito. Después de cenar nos echamos a dormir y no
despertamos hasta que nos alumbró el nuevo día.
Muy de mañana emprendimos la marcha y llegamos al valle del
Short-Rivulet. Como indica su nombre (riachuelo corto), éste no era largo. Recibía
poca agua de las escasas colinas cercanas y debía de quedar completamente seco en
verano.
Tropezamos con cabañas derruidas, placeres removidos, tiendas deshechas,
y por todas partes huellas de lucha y trastorno. Indudablemente, los buscadores de
oro habían sido asaltados por cuadrillas de bandidos, por más que no descubrimos
cadáver alguno.
Después de mucho buscar, encontramos entre los árboles de la selva una
tienda de mayores dimensiones que las demás, hecha jirones y destrozada a fuerza
de tajos y golpes; pero ni el menor rastro ni la más pequeña señal descubría quién
hubiera podido ser su dueño. La decepción de Bernardo fue terrible, pues esperaba
encontrar allí a su hermano y no cesaba de repetir ante la tienda destruida:
—Aquí ha vivido Allan.
Era un presentimiento, y acaso el corazón le dijera la verdad. Rodeamos todo
el valle, y encontramos las huellas de los bandidos, que se dirigían hacia la vertiente
occidental del macizo.
—Allan proyectaba pasar desde aquí, por el Lynn, al puerto de Humboldt.
Los bandidos van en su seguimiento —observó de nuevo Bernardo.
—Es posible, suponiendo que escapara antes —contesté yo—. La
circunstancia de no hallar cadáver alguno no indica que los asaltados hayan
escapado antes, pues me temo que los bandidos echaran los muertos al lago.
Acaso en el fondo del Black-eye descansaran los que soñaron con oro y
placeres. El demonio sombrío llamado Oro los había arrancado de sus sueños de
ventura para precipitarlos en brazos de la muerte.
—¿Quiénes habrán sido los asesinos? —rugió Marshall furioso.
—El mulato y los dos Morgan, a quienes hace tanto tiempo buscamos y que
se nos escurren cada vez de entre los dedos, cuando pensamos tenerlos cogidos.
—Pero de ésta no se escapan —manifestó Sans-ear—; y entonces
pertenecerán de hecho y de derecho a Sam Hawerfield, que tiene que ajustarles las
cuentas.
—¡Pues adelante, y a ellos!
La pista no era tan clara que pudiéramos contar las diferentes pisadas; pero
más abajo y en la selva alta cada uno había tenido que buscar su camino y pudimos
contar hasta veinte caballos. Seguí yo investigando el trayecto y el resultado de mi
examen fue el siguiente: Eran dieciséis jinetes y cuatro acémilas bien cargadas, pues
los cascos de éstas se destacaban con más fuerza en el suelo. Las acémilas eran
mulas y no caballos, porque había señales de haberse mostrado reacias y tercas.
Esto había de dificultar la marcha de los bandidos, y podíamos esperar que les
daríamos alcance antes que cogieran a Allan.
Al mediodía llegamos al lugar en que habían acampado por primera vez, y
seguimos caminando mientras pudimos distinguir las huellas. En cuanto oscureció
nos echamos a dormir unas horas descansadamente. Al romper el día emprendimos
de nuevo la marcha, y llegamos al mediodía al segundo descanso de los bandidos,
señal evidente de que les habíamos adelantado una jornada.
Por la noche pretendimos llegar al Sacramento superior, que allí baja desde
el Short-Rivulet, y desde donde podíamos quizá alcanzar a los bravos; pero nos lo
impidió un incidente inesperado, o sea que las huellas que seguíamos se dividieron
allí. El Sacramento da en aquel sitio un gran rodeo, y nos encaminamos en línea
recta al centro del arco, donde observamos que cuatro mulas y seis jinetes tornaban
hacia la izquierda para cortarlo, mientras los demás seguían la dirección anterior.
—¡All devils! —exclamó Sam al verlo—. Esto sí que lo trastorna todo. ¿Será
debido a una estratagema o a una casualidad, por ejemplo?
—Yo lo tengo por hecho adrede —contesté.
—Pero ¿por qué se separarían? —observó Bernardo.
—No es difícil de adivinar —repuse—. Las mulas que llevan el botín hecho
en Black-eye impiden que avancen los bravos con la celeridad que quisieran: por
eso envían la recua por delante mientras los demás siguen al fugitivo Allan a toda
prisa. Una vez que hayan despojado a nuestro viajero de lo que lleva encima, se
reunirán en algún lugar escondido, que no faltan en el Sacramento.
—Perfectamente. Entonces dejemos a la recua proseguir su camino y vamos
nosotros detrás de los bandidos todo lo de prisa que podamos. Mi Tony ya está hace
tiempo ofendida porque la hacemos andar como un caracol.
—¡Valiente carrera de caracol hemos dado, amigo Sam! Pero antes de echar a
andar hay que pensar las cosas. ¿Cuál de los Morgan prefieres, Sam?
—¡Demonio! ¡Parece mentira que hagas semejantes preguntas! A los dos me
los apropio, como es muy natural, por ejemplo.
—Pues eso no podrá ser.
—¿Por qué no?
—Las mulas llevan el oro, y cuando Fred Morgan se separa del botín ¿a
quién crees tú que se lo habrá confiado?
—¿Qué dices?
—Pues a nadie más que a su hijo, como es muy natural.
—Tienes razón; pero ¿qué hacemos entonces?
—¿Cuál prefieres de los dos?
—Al viejo.
—Conforme; pues entonces ¡a ellos!
—¡A ellos!
En el tiempo indicado pasamos, como nos habíamos propuesto, el
Sacramento, en cuya orilla acampamos. Al día siguiente seguimos tierra adentro
con la vista clavada en el rastro, que seguía claro y distinto sin interrupción. Al
mediodía llegamos a la llanura, donde las huellas eran tan recientes que apenas nos
separaría del grupo la distancia de cinco millas.
Espoleamos nuestros caballos para aquella última etapa; era preciso
acercarnos a los bandidos de tal manera que pudiéramos espiarlos sin ser vistos.
Nos sentíamos todos poseídos de una excitación febril ante la certeza de tener al
alcance de la mano al asesino a quien perseguíamos en vano hacía tanto tiempo.
Mi caballo se adelantaba a todos, seguido por el de Winnetou. De pronto,
paramos los dos en seco. ¿Qué era aquello? El suelo aparecía removido por un
centenar de cascos de caballerías, lo cual indicaba que por allí había pasado gran
número de jinetes; al examinarlo de cerca descubrimos también señales de lucha; ¡y
en una planta de anchas hojas vi manchas de sangre!
La muerte del héroe
Capítulo primero
Los indios culebras
Rodeamos el sitio por todos lados y descubrimos a la izquierda, en la llanura,
las huellas de tres caballos, al propio tiempo que una ancha pista, formada por
muchos rastros, trazaba una línea recta.
Seguimos esta última pista a galope tendido. Los jinetes eran, seguramente,
indios, y si Allan no había logrado un avance muy grande debía de haber caído en
manos del nuevo enemigo. Pero no habríamos galopado una milla cuando vimos
las tiendas de un campamento indio.
—¡Son chochones! —exclamó Winnetou.
—Indios culebras —afirmó Sam—. Sigamos adelante sin detenernos.
En el centro del campamento había un centenar de guerreros, que rodeaban
a su caudillo. En cuanto nos vieron empuñaron las armas, abriendo el círculo y
formando un frente de batalla.
—¡Ko-tu-cho! —gritó Winnetou entonces, lanzándose a la carrera hacia el
caudillo, como si fuera a derribarle; pero a un paso de distancia paró a su caballo en
seco y se quedó inmóvil como una estatua ecuestre. El caudillo, que no había
pestañeado siquiera al ver que se le venía encima aquel centauro, alargando la
mano a nuestro compañero, dijo:
—Es Winnetou, el caudillo amigo. La alegría hace su entrada en el
campamento de los guerreros chochones y el gozo en el corazón de su caudillo,
pues Ko-tu-cho (El Rayo destructor) anhelaba volver a ver a su valiente hermano.
—¿Y a mí no me conoce ya el caudillo de los culebras? —gritó Sam a su
vez—. ¿Ha olvidado a Sans-ear, su amigo?
—Ko-tu-cho no olvida a sus amigos y hermanos. Sed bien venidos al wigwam
de sus guerreros.
De pronto sonó un grito desgarrador. Volví la cabeza, y vi a Bernardo
arrodillado junto a un ser humano. Me llegué rápidamente a él y vi que era el
cadáver de un blanco. Una bala le había atravesado el pecho. El muerto era tan
parecido a Bernardo como una gota de agua a otra. Entonces lo comprendí todo:
Bernardo había encontrado a su hermano Allan.
Acudieron todos en el mayor silencio. Bernardo, abrazado al cadáver, besaba
su frente y sus mejillas, despejándole la faz del pelo enmarañado que la cubría. De
pronto se levantó y preguntó con voz ahogada:
—¿Quién le ha matado?
El caudillo contestó:
—Ko-tu-cho envió a sus guerreros al llano a hacer ejercicios, cuando vieron
acercarse a la carrera a tres rostros pálidos, perseguidos por un numeroso grupo de
blancos también. Cuando catorce hombres persiguen a tres, los perseguidores no
son buenos ni valientes: por eso acudieron mis guerreros en auxilio de los
perseguidos. Pero los blancos dispararon entonces y el primero que cayó fue este
rostro pálido. Entonces mis guerreros apresaron a once de los perseguidores y los
otros tres se escaparon. Este blanco murió en brazos de los míos, y los que le
acompañaban descansan en los wigwams.
—Quiero verlos en seguida. Este muerto es mi hermano… el hijo de mi
padre —añadió recordando el significado que tiene la palabra hermano para los
indios.
—Mi hermano blanco viene en compañía de Winnetou y Sans-ear, amigos de
los chochones. Por esto accederá Ko-tu-cho a todo lo que desee. Sígueme.
Entramos en una gran tienda, donde estaban los presos atados de pies y
manos. El mulato figuraba entre ellos, con la mejilla marcada por la terrible cicatriz,
pero los Morgan no figuraban en el grupo de los prisioneros. Entonces pregunté al
caudillo:
—¿Qué piensan hacer mis hermanos rojos con esta gente?
—Mi hermano blanco los conoce, ¿verdad?
—Perfectamente; son bandidos sobre cuya conciencia pesan muchos
crímenes.
—En tal caso, sed vosotros sus jueces.
Cambié con mis compañeros una mirada de inteligencia y contesté:
—Han merecido la muerte; pero nos falta el tiempo necesario para juzgarlos,
y por eso los entregamos.
—Mi hermano blanco hace bien.
—Condúcenos ahora a la presencia de los dos blancos que iban con el
muerto.
—Seguidme.
Pasamos a otra tienda, en que había dos hombres profundamente dormidos,
vestidos con el traje de los tropeiros. Los despertamos, y de sus contestaciones
pudimos colegir que se hallaban exclusivamente al servicio de Allan y que sólo
estaban enterados de pormenores externos e insignificantes; en seguida volvimos
junto al cadáver.
Aunque Bernardo había pasado durante aquellos meses por una escuela
muy dura, que le había fortalecido interior y exteriormente, temblaban sus manos al
registrar los bolsillos del hermano muerto. Fue sacando y contemplando uno por
uno los objetos, y al abrir la cartera y ver los apuntes hechos por mano tan querida,
besó las letras y prorrumpió en ahogados sollozos. Yo estaba a su lado y al
comprender su dolor no pude contener las lágrimas.
Los chochones contemplaban en silencio la escena, aunque en el rostro del
caudillo vi retratado el desdén por lo que él consideraba debilidad nuestra.
Winnetou, que lo comprendió así, se sintió contrariado, y señalándonos a nosotros
le dijo gravemente:
—El caudillo de los chochones no ha de pensar que esos hombres sean
mujeres porque los vea llorar. El hermano de ese muerto ha luchado con los
estacadores y los comanches y ha demostrado tener la mano fuerte en el combate; y
mi hermano rojo ya conoce al otro rostro pálido: es Old Shatterhand.
Un leve murmullo recorrió las filas de los indios y su caudillo se acercó a
estrecharnos la mano, diciendo:
—Este día será celebrado en todos los wigwams de los chochones. Mis
hermanos se hospedarán en nuestras tiendas, comerán de nuestra caza, fumarán
con nosotros la pipa de la amistad y contemplarán los ejercicios de nuestros
guerreros.
Yo contesté a su invitación:
—Los hombres blancos aceptan la hospitalidad de sus hermanos rojos; mas
no para hoy, sino para cuando vuelvan. En manos de sus hermanos rojos dejarán el
cadáver y el caudal que llevaba el muerto, pues ante todo tienen que perseguir a los
asesinos.
—Así es —añadió Bernardo—. Os dejo el cadáver de mi hermano y a los que
fueron sus servidores. Yo no puedo detenerme un momento más. ¿Quién me
ayudará a perseguir al asesino de mi hermano?
—Todos tus compañeros —contesté yo, en nombre de los demás.
Winnetou y Sam fueron a montar en sus caballos; el caudillo Ko-tu-cho dio
en voz baja unas órdenes y le trajeron un magnífico caballo suntuosamente
enjaezado al estilo indio. Entonces dijo:
—Ko-tu-cho acompaña a sus hermanos. La propiedad del rostro pálido se
guardará en el wigwam del caudillo, y sus mujeres e hijas llorarán y cantarán ante el
cadáver los himnos funerarios.
A esto se redujo nuestra corta, pero triste visita a la tribu de los culebras. Nos
llevábamos en cambio una ayuda poderosa en la persecución de los bandidos.
Las huellas de éstos eran bastante claras. Nos llevaban dos horas de adelanto;
pero parecía que nuestros caballos se habían identificado con nuestros sentimientos,
pues volaban por el llano sin necesidad de espolearlos, hasta tal punto que, si llega
a ser pedregoso el terreno, nos habríamos visto rodeados de una nube de chispas.
Sólo el jaco de Bob daba señales de cansancio; pero el negro lo hostigaba
continuamente, a fin de no quedarse rezagado.
—¡Arre, arre, arre! —le oíamos gritar como un energúmeno—. Caballo deber
correr muy mucho para cazar asesino del mucho bueno masa Allan.
Y seguimos en carrera desenfrenada. Ya era bien entrada la tarde y había que
alcanzar a los bandidos antes que se hiciera de noche. Continuamos, pues, a carrera
tendida durante tres horas largas, hasta que yo eché pie a tierra para examinar de
nuevo las huellas, que aparecían entonces muy claras aunque el suelo estaba
cubierto de espesa hierba, pues ésta no se había enderezado todavía después de
hollada, señal segura de que los perseguidos debían de hallarse a una milla escasa
de distancia.
De cuando en cuando recorría el horizonte con mi anteojo. Por fin, logré ver
tres bultos que se movían con bastante lentitud.
—¡Ahí están! —exclamé gozoso.
—¡A ellos! —rugió Bernardo, picando espuelas a su caballo.
—¡Alto ahí! —grité yo—. Con eso no adelantaríamos nada: es preciso
cercarlos. Mi caballo y el de Ko-tu-cho pueden aguantar todavía en la carrera, de
modo que yo voy a tomar por la derecha y el caudillo por la izquierda. En veinte
minutos los habremos alcanzado sin que lo adviertan y entonces os echáis encima
vosotros.
—¡Uf! —contestó el caudillo; y como una flecha salió disparado en la
dirección indicada, mientras yo hacía lo propio por el lado opuesto. Al cabo de diez
minutos había perdido de vista a mis compañeros, aunque ellos también aceleraron
la carrera. Calculé que me hallaba ya a la misma altura de los fugitivos; mi potro, no
obstante el esfuerzo, no daba la menor señal de agotamiento, pues ni siquiera se le
veía un copito de espuma en el bocado ni rastro de sudor en la piel, tersa y brillante
como el raso negro; por el contrario seguía avanzando con la elasticidad y ligereza
que habría podido tener si su esbelto y gallardo cuerpo hubiese sido de goma pura.
Al cabo de un cuarto de hora volví a la izquierda, y cinco minutos después vi,
por medio del catalejo que había dejado atrás, a los tres infames; también vi al
caudillo Kotu-cho, quien, aunque más alejado, les llevaba una delantera
aproximadamente igual que la mía y se dirigía en línea recta hacia los bandidos. Yo
hice entonces lo mismo. Como el indio y yo les salíamos al encuentro, tuvieron que
vernos. Entonces miraron atrás y se dieron cuenta de que los perseguíamos. No
había más que una manera de escapar: la de abrirse camino, por lo cual se volvieron
decididos hacia Ko-tu-cho.
—No me falles ahora, caballo mío —dije a media voz; y lancé ese grito agudo
y penetrante que obliga al caballo domado a la india a rendir el máximo de
velocidad y resistencia. Luego levanté los brazos y me empiné en los estribos para
facilitar la carga y la respiración del noble bruto.
Era una carrera como únicamente se dan cuando el jinete se halla amenazado
por las llamas de un incendio de la pampa.
Entonces vi detenerse a uno de los bandidos, en quien reconocí a Fred
Morgan. Éste se echó el rifle a la cara, y en el mismo instante vi desplomarse al indio
y a su corcel en el suelo, como heridos por el rayo. Creyendo muerto a Ko-tu-cho
por el disparo, lancé un grito de rabia; pero en aquel momento volví a ver al cacique,
que arrogante y bello, como una figura estatuaria, se precipitaba blandiendo el
tomahawk sobre los tres bandidos. Había empleado una de esas astucias habilísimas
en que los indios amaestran a sus caballos año tras año y que consiste en que a una
palabra del jinete se tumba el animal en el suelo a fin de evitar la bala.
El indio había derribado ya a uno cuando yo me dirigí a Fred Morgan, a
quien deseaba cazar vivo a todo trance, y así no me di cuenta de que me apuntaba.
Disparó y la bala me atravesó la manga de la zamarra, haciéndome exclamar
entusiasmado:
—¡Hurra! ¡Ahora vas a vértelas con Old Shatterhand!
Silbó el lazo, mi caballo dio media vuelta galopando; sentí un tirón terrible, y
al volver la cabeza observé que la correa había cogido al bandido por los brazos,
apretándoselos contra el cuerpo, y le arrastraba detrás de mí. Al mismo tiempo
llegaban Sam y los demás. El otro bandido disparó contra Bernardo; pero en el
mismo instante fue derribado por el hacha del caudillo y la bala de Sam.
Eché pie a tierra. ¡Por fin, por fin tenía en poder mío al autor de tantos
crímenes! El prisionero estaba todavía atontado por el golpe sufrido al arrancarle
del caballo. Le quité mi lazo y le até fuertemente con el suyo propio. En esto
llegaron todos los demás. Bob fue el primero que se apeó, y sacando el cuchillo gritó,
ronco de ira:
—¡Oh, ah! Estar aquí negro Bob, Negro Bob clavar su cuchillo poco a poco en
la carne del malo ladrón asesino hasta quedar muerto para siempre.
—¡Stop! —gritó Sam agarrando el brazo del negro—. Ese hombre me
pertenece.
—¿Viven los otros dos? —pregunté yo entonces.
—Los dos son cadáveres —contestó Bernardo, a quien le corría sangre por la
cadera abajo.
—¿Pero estás herido?
—Una rozadura nada más.
—No importa; malo es eso para la carrera que nos aguarda, pues hemos de
seguir ahora a la recua. ¿Qué hacemos con Morgan?
—Es cosa mía —replicó Sam—, y yo solo decidiré de su suerte. Se lo entrego
en depósito a Bernardo y a Bob para que lo lleven al campamento de los chochones,
donde lo vigilarán hasta mi regreso. Bernardo está herido y ha de asistir al entierro
de su hermano, y Bob debe quedarse en su compañía. Nosotros cuatro, por ejemplo,
somos hombres capaces de acabar con los seis granujas que van con la recua.
—Me parece bien. Conque, adelante.
Morgan fue muy bien atado en su propio caballo. Bernardo y Bob se
colocaron uno a cada lado de él y se encaminaron al campamento de los indios.
Nosotros descansamos un rato, dejando que nuestros caballos pacieran.
—No podemos estar aquí mucho tiempo, pues hay que aprovechar la luz del
día para avanzar.
—¿Adónde van mis hermanos? —preguntó Ko-tu-cho.
—En busca de las aguas del Sacramento, entre los montes de San Juan y San
José —le contestó Sans-ear.
—Entonces no se apresuren, que su hermano rojo conoce cada palmo del
terreno hasta el río. Descansen tranquilos y dejen pacer en paz a los animales, pues
podremos caminar de noche.
—No hemos debido dejar que se llevaran a Morgan sin hacerle unas
preguntas —observó Sans-ear.
—¿Para qué?
—Para ver si averiguábamos algo.
—Ya lo sabremos todo después, o más bien no hay necesidad de interrogarle,
puesto que todos estamos plenamente convencidos de sus crímenes.
—Pero habríamos podido saber dónde había dado cita a los de la recua.
—¡Bah! ¿Crees que lo habría dicho?
—¡Quién sabe!
—Pues yo estoy seguro de que se habría callado como un muerto antes de
entregar a su hijo y los tesoros robados, tanto más cuanto que sabe que eso no había
de salvarle.
—Mi hermano Charlie tiene razón —afirmó entonces Winnetou—. Además,
los ojos de los cazadores rojos y blancos son bastante penetrantes para hallar por sí
solos las huellas de las mulas.
En este punto no iba descaminado; pero habríamos ahorrado mucho tiempo
sabiendo de antemano el lugar de la cita.
—¿A quién buscan mis hermanos? —preguntó el caudillo chochón,
contrariando con ello las costumbres de su raza de no demostrar curiosidad alguna
en presencia de extraños. Al parecer se consideraba en compañía de personas de su
categoría, lo cual le permitía prescindir de la reserva impuesta en otros casos.
—Vamos en busca de los compañeros de esos bandidos, que lograron
escapar.
—¿Cuántos son?
—Seis.
—Cualquiera de mis hermanos puede dar cuenta de ellos. Los
encontraremos y los juntaremos con los demás ladrones.
Al anochecer se hallaban tan repuestos y descansados los caballos, que ya
podíamos volver a la tarea. Montamos y nos dejamos guiar por el cacique chochón,
quien caminó toda la noche dando muestras de una seguridad que confirmaba
plenamente que conocía el terreno palmo a palmo.
Salimos de la llanura y hubimos de atravesar montes y valles y cruzar selvas
y pampas. Después de una parada, por la mañana, seguirnos en la misma dirección
hasta penetrar en el valle del Sacramento. Lo atravesamos hasta llegar a un sitio en
que a derecha e izquierda se abrían valles laterales, que iban a perderse en los
montes, y donde encontramos una casa de adobes revestidos de tablones, en cuya
puerta había un rótulo que decía: Hotel. El propietario había sabido elegir un punto
favorable para su establecimiento, y ello se demostraba por el gran número de
caballos, carros y recuas que había delante de la puerta; y era fácil suponer que el
interior del edificio no podría contener a todos los viajeros, pues los bancos y mesas
del exterior estaban todos ocupados.
—¿Entramos a preguntar? —dijo Sam.
—¿Te quedan aún muchas pepitas? —le pregunté yo riendo.
—Aún queda algo.
—Pues adentro de cabeza.
—Dentro no. Aquí fuera, si te parece, pues me gusta, por ejemplo, respirar el
aire puro, cuando es factible.
Nos acercamos, pues, al hotel, atamos los caballos a los postes de la entrada y
nos acomodamos en una barraca que tenía el arrogante letrero de Terraza.
Acudió un mozo con el oficioso:
—¿Qué van a tomar los señores?
—Cerveza. ¿Cuánto vale?
¡Hola! El bueno de Sam se había vuelto precavido desde el lance de la
taberna de Yellow-water-ground.
—Porter y ale, medio dólar la botella.
—Pues tráiganos porter.
Trajo cuatro botellas, y ya iba el imprudente Sans-ear a empezar un
interrogatorio, cuando habiendo echado yo por casualidad un vistazo por el
ventanuco que daba al camino, cerré la boca con un gesto que le hizo enmudecer.
Por una de las hondonadas laterales vi aparecer una caravana compuesta de
seis jinetes y dos bestias de carga, cuyo guía no era otro que Patricio Morgan en
cuerpo y alma. Dirigiéronse en línea recta al Hotel, donde ataron a los animales y se
sentaron a una mesa que daba precisamente debajo del ventanuco de nuestra
barraca. Mejor y más cómodo punto de observación no podíamos desearlo.
Pero ¿cómo era que las mulas venían descargadas? Indudablemente habrían
escondido el botín en algún sitio seguro y se dirigirían entonces al lugar en que se
habían dado cita con sus camaradas.
El mozo del establecimiento les sirvió brandy, y animados por el alcohol
empezaron a conversar en voz alta, de modo que no se nos escapaba a nosotros ni
una palabra.
—¿Nos estarán ya esperando su padre y el capitán? —preguntó uno.
—Es posible —contestó Patricio—, pues no llevando impedimenta habrán
podido correr más que nosotros y habrán dado ya cuenta de Marshall, que sólo
llevaba dos acompañantes.
—¡Qué hombre más imprudente! ¡Viajar con tan pequeña escolta llevando
tanto caudal encima!
—Tanto mejor para nosotros. Se conoce que siempre ha tenido poco seso,
pues a cualquiera se le ocurre dejar olvidado un itinerario de viaje en el suelo de su
tienda. Pero ¿qué diablos es eso?
—¿Qué pasa?
—Fijaos en esas caballerías.
—Tres buenos jacos, por cierto: el cuarto sí que es una jirafa. ¿Quién se
atreverá a montar en semejante fenómeno?
Sam apretó los puños y gruñó:
—Ya os darán el fenómeno, hasta que se os ericen los pelos, por ejemplo.
—Sí que es único en su especie; pero os advierto que a pesar de su fealdad
monstruosa es uno de los jacos más famosos del Occidente. ¿Sabéis de quién es?
—Tú dirás.
—Pues de Sans-ear nada menos.
—¡Caracoles! Ya he oído decir que ése monta un bicho estrafalario.
—Ya sabemos, pues, que está aquí. Conque, acabad pronto, que ya tuve un
disgusto con él y no quisiera que nos viera.
—Pues no lo podrás remediar —volvió a gruñir Sam.
Los seis bandidos volvieron a montar y desaparecieron por el valle abajo.
—Ésos son los hombres que perseguimos —expliqué entonces al cacique
indio.
—Mis dos hermanos rojos irán a tomarles la delantera, mientras Sam y yo los
cogeremos por la espalda. Así se encontrarán entre dos fuegos y habrán de
entregarse.
—¡Uf! —contestaron ambos caudillos, y sin decir más montaron en sus
caballos y echaron a correr a galope valle adelante.
Sam pagó gustoso el gasto, pues el porter no había sido del todo malo, y
nosotros seguimos detrás de los bandidos, aunque cuidando siempre de estar a
cubierto de sus miradas.
El terreno fue haciéndose cada vez más agreste y solitario, y cuando ya no
encontramos arbusto ni roca que nos protegiera, espoleamos los caballos hasta
alcanzar a los bandidos, quienes al ver llegar de frente a Winnetou y Ko-tu-cho, se
dieron cuenta de que la cosa iba con ellos.
—Good day, míster Mercroft —exclamó Sam saludando al jefe de la
expedición con profunda ironía—. ¿Son ésos los mismos caballos que robasteis a los
comanches?
El interpelado soltó una maldición y se echó el rifle a la cara; pero se vio en el
suelo antes de tocar el gatillo.
Los dos indios se habían detenido a pocos pasos de distancia de los
salteadores y el lazo de Winnetou había cogido y derribado a Morgan, mientras sus
cinco compañeros salían escapados en todas direcciones. Sam y Ko-tu-cho habían
disparado sus rifles contra los fugitivos y pretendieron seguirlos; pero yo lo impedí,
exclamando:
—¡Alto! Dejadlos, puesto que tenemos al jefe de la banda.
Mas no me hicieron caso y los persiguieron: sonaron otros disparos y vimos
que el último había hecho blanco en el más rezagado de los bandidos.
—¿Qué diablos hacéis? —dije yo a Sam, riñéndole—. Siguiendo sus huellas
habríamos dado primero con el punto de cita, y luego con el escondite donde
ocultan lo robado.
—Nos lo dirá Patricio Morgan. —Ya verás como no.
Poco después hubieron de darme la razón, pues a pesar de todas las
amenazas no hubo medio de sacarle una palabra del cuerpo. El oro, que había sido
causa de la muerte de tantos hombres, estaba perdido y confirmaba de nuevo el
dicho indio: polvo mortífero.
Atamos a Patricio a su propio caballo, como habíamos hecho con su padre, y
para no pasar por junto al Hotel, atravesamos el Sacramento, cuyas aguas no eran
allí muy profundas, y llegamos a los montes sin incidente alguno.
Durante todo el viaje no logramos hacer hablar al preso, quien al llegar al
campamento y ver a Marshall masculló una blasfemia horrible. Le metimos en la
tienda en que estaban los demás presos, incluso su padre, a quien dije:
—Máster Morgan, aquí le traigo a usted a su hijo, cuya presencia anhelaría
usted seguramente.
Los ojos del padre chispearon de rabia; pero no despegó los labios. Como era
ya de noche, el juicio debía dejarse para el otro día. Cenamos con el caudillo en su
propia tienda y fumamos también la pipa de la paz. Luego cada cual se fue a
descansar a la tienda que le había sido designada.
Tantas emociones y jornadas me habían agotado y me dormí profundamente,
cosa que podía permitirme hallándome en un campamento amigo, y que no habría
hecho a haberme encontrado en medio de la pampa. ¿Soñaba o estaba despierto?
Ello es que me parecía estar luchando con seres extraños, que me tenían cercado y
maltrecho; yo redoblaba las cuchilladas, defendiéndome furiosamente, pero por
cada enemigo que tumbaba, resurgían cien. Bañado en sudor frío, vi llegar mi
última hora y por primera vez sentí el espanto de la muerte. Era una pesadilla, pero
la angustia me devolvió a la realidad y oí fuera un estrépito terrible.
Salté del lecho, y empuñando mis armas salí disparado de la tienda. Los
presos se habían soltado de un modo misterioso e incomprensible y saliendo de su
encierro habían tratado de sorprender a la guardia.
De todas las tiendas salían los indios, armados de cuchillos, hachas, rifles, lo
primero que habían encontrado a mano. En aquel momento vi a Winnetou, quien
con una sola mirada abarcó la escena que se desenvolvía a la luz de la hoguera.
—Cercad el campamento —gritó con voz de trueno al confuso pelotón de
indios; y en seguida sesenta u ochenta rojos se deslizaron por entre las tiendas
obedeciendo su mandato.
Comprendí que no me era preciso tomar parte en la lucha, pues los presos
carecían de armas de fuego y los indios eran diez veces superiores en número.
Cuando oí la voz de Sam en lo más intrincado de la pelea, me tranquilicé por
completo. Al cabo de diez minutos oí el último grito de muerte y vi de lejos el rostro
lívido de Fred Morgan, a quien el cuchillo de Sam acababa de matar de un golpe
certero.
Lentamente se me acercaba Sam por entre las sombras que proyectaban las
tiendas, y al verme dijo:
—¿Charley, por qué no nos has ayudado?
—Creí que erais los suficientes para acabar con ellos.
—En efecto, así ha sucedido; pero te advierto que si no llego a pasar la noche
delante de la tienda de los presos, vuelven éstos a salirse con la suya, como otras
veces; pero escamado ya, me eché junto a la misma entrada y pude oír el ruido que
hacían para desatarse; así pude dar la voz de alarma. Si no lo hago así, échales un
galgo.
—¿Ha logrado escapar alguno?
—Ni una rata: los he contado todos, aunque, francamente, yo había pensado
dar a esos Morgans un final muy distinto.
Luego se acurrucó a mi lado e hizo las dos anheladas entalladuras en la
culata de su rifle.
—Bueno. Ahora que he vengado a los que tanto quería, Charley, ya puede
venir la muerte cuando mejor le parezca. Lo mismo me da hoy que mañana.
—Sam, como cristianos que somos nos falta añadir: Dios haya acogido en su
misericordia a esos desdichados.
—No hay inconveniente, Charley. Mi odio no va más allá del sepulcro. ¡Dios
los perdone como los perdono yo!
Y echando a andar lentamente entró en su celda.
Al día siguiente tuvimos una triste solemnidad: el entierro del pobre Allan
Marshall. A falta de ataúd, le envolvimos en pieles de bisonte. Los chochones
erigieron con piedras un sepulcro cuadrado, en el cual colocamos el cadáver. Luego
cerraron el mausoleo, en forma de pirámide, a la cual fuimos añadiendo todos
algunas piedras. En lo alto coloqué yo una cruz hecha con dos troncos de árbol,
para que no faltara la señal gloriosa de nuestra redención. Bernardo me suplicó que
pronunciara una plática y rezara un Padrenuestro junto a la sepultura. Así lo hice, y
con más gusto aún cuando vi que todos los indios, siguiendo nuestro ejemplo,
cruzaban las manos como si fueran a orar con nosotros.
Terminado el entierro, los culebras no dejaron tiempo a Bernardo para
entregarse a su dolor. Permanecimos con ellos toda una semana, que nos pareció un
día apenas, pues entre cacerías, ejercicios guerreros y otras distracciones se pasó el
tiempo volando. Y luego regresamos a San Francisco…
Capítulo 2
Los «railtroublers11»
«El Senado y la Cámara de representantes de los Estados Unidos decretan:
1.° La comarca situada en los territorios de Montana y Wioming, cerca de las
fuentes del río Yellowstone, queda exceptuada por este decreto de toda toma de
posesión, colonización y venta bajo las leyes de los Estados Unidos, y deberá ser
considerada desde hoy como parque público o lugar de recreo en favor y beneficio
del pueblo. Todo aquél que, contraviniendo estas órdenes, se establezca o apropie
terreno en cualquiera de sus partes, será considerado como infractor de la ley y
expulsado del territorio. 2.° El parque quedará bajo el dominio y dirección
exclusivos del Secretario del Interior, cuyo cometido será dictar las órdenes y
disposiciones que juzgue necesarias para el cuidado y la conservación del mismo».
Cuando llegó a mi conocimiento el anterior decreto me alegré en el alma, al
ver la alteza de los propósitos Con que el Congreso de la Unión conservaba para el
pueblo una propiedad demasiado preciosa para que la especulación y la codicia
pudieran echarle la zarpa.
Miles de ciudadanos norteamericanos habrán leído el decreto sin sospechar
siquiera el beneficio que para ellos representa. Muchos se habrán sonreído
indudablemente al saber que el gobierno de los Estados Unidos destine un parque
de unos 9,500 kilómetros cuadrados, en una comarca situada en las agrestes y
lejanas Montañas Rocosas, para lugar de recreo y distracción de sus súbditos. Mas
el porvenir demostrará, como ya se ha demostrado, que la citada resolución, única
en su género, constituye uno de los acontecimientos más meritorios y que algún día
será bendecido por millones de seres.
Y es que ese parque es un país maravilloso, como no existe otro en el mundo.
Las primeras y fantásticas noticias de ese país las tuvo en 1856 el general Warren, y
fueron tales que le impulsaron a organizar una expedición que lo visitara; pero la
expedición no logró llegar al término deseado. Diez años después otros lograron
levantar parcialmente el velo que lo cubría y notificar al mundo una serie
inesperada de fenómenos naturales extraordinarios y grandiosos. En el verano de
1871 el profesor Heyden penetró en el país, y a pesar de que sus informes eran
puramente técnicos y prosaicos, despertaron gran entusiasmo en el Congreso, que
determinó no entregar aquel país en manos de mercachifles interesados.
Al otro lado de las extensas pampas, más allá de las sierras llamadas
Blackhills, se yerguen al cielo los muros gigantes de las Montañas Rocosas. Podría
decirse en realidad que no son obra de la mano, sino del puño divino. ¿Dónde están
los cíclopes capaces de levantar aquellas barreras gigantes? ¿Dónde los titanes que
puedan empujar tamañas moles por cima de las nubes? ¿Quién fue el Maestro que
pudo coronar las altas cimas de nieves perpetuas y hielos seculares? Allí ha
levantado el Criador «un monumento de sus maravillas» que no puede ser ni más
asombroso ni más conmovedor.
Y detrás de esos muros titánicos hierven, rugen y humean aún los
encendidos abismos del interior de la tierra. La corteza del globo da paso a ligeras
burbujas, surgen del suelo ardientes vapores sulfurosos, y con estrépito terrible,
parecido a un cañoneo, arrojan los fantásticos geysers sus masas de agua hirviente a
la atmósfera temblorosa. Poderes plutónicos y volcánicos luchan contra las
formaciones de la luz. El mundo subterráneo abre de segundo en segundo sus
fauces para vomitar el fuego de su interior y absorber el día en sus enormes
gargantas.
En estos parajes acecha a cada paso la muerte; la falaz corteza de tierra puede
romperse bajo la planta humana; la catarata humeante puede tragarse al caminante
extenuado; la roca carcomida en sus cimientos puede precipitarse a lo profundo con
el durmiente que confiaba en su solidez… Mas llegará día en que esos campos de la
muerte vean llegar a miles los peregrinos, buscando en sus aguas calientes y en sus
aires ricos en ozono la curación de sus males, y entonces se descubrirán también
aquellas maravillosas grutas y cavernas, en que la avariciosa soledad oculta y
almacena tesoros de pedrería y metales preciosos cuya posesión envidiarán los
demás países.
Un asunto particular me llevó a Hamburgo, donde tropecé con un conocido,
cuya presencia volvió a despertar todos mis recuerdos. Era de San Luis, y juntos
habíamos matado en los pantanos del Misisipí más de una pieza. Era muy rico y me
ofreció costearme el pasaje si le daba la alegría de acompañarle hasta su patria. Al
oírlo me entró la nostalgia de la pampa con toda su fuerza irresistible; acepté,
telegrafié a casa para que me enviaran el equipo a vuelta de correo, y cinco días
después de nuestro encuentro navegábamos por las aguas del Elba en dirección al
mar del Norte y al Océano.
Una vez en tierra americana nos internamos en las selvas del Misurí inferior,
donde pasamos varias semanas, hasta que mi compañero tuvo que regresar a su
casa, mientras yo subía aguas arriba hasta Omaha-city, para penetrar, desde allí,
por el Gran Ferrocarril del Pacífico, más en el Oeste.
Tenía yo mis razones para seguir tal itinerario: conocía ya las Montañas
Rocosas desde el nacimiento del río Frayer hasta el paso Hell-Gate, desde el Parque
del Norte hasta más abajo del desierto de Mapimí; mas la distancia desde dicho
Paso hasta el Parque, o sea una extensión de más de seis grados de latitud, me era
en absoluto desconocida, y precisamente en ella es donde hay que buscar los tres
puntos más interesantes de la sierra: los tres Tretons, las montañas del Wind River,
el paso del Sur y sobre todo las fuentes de Yellowstone, río Culebra o Columbia,
adonde, fuera del escucha indio o del trapper fugitivo, no ha llegado explorador
alguno. La aventura ejercía en mí una fascinación extraordinaria, y resolví estudiar
aquellas agrestes comarcas, que las leyendas de los pieles rojas han poblado de
malos espíritus.
Claro está que la empresa era más difícil de ejecutar que de decidir. ¡Cuántos
preparativos y minuciosas precauciones toma el alpinista antes de emprender la
ascensión a alguna famosa cima! Y no obstante hay una diferencia enorme entre la
subida del turista y la exploración del solitario westman, que, confiado
exclusivamente en sus fuerzas y en su buena puntería, se atreve a escalar una
cumbre llena de peligros cuya existencia no es posible que imagine siquiera el
viajero de los Alpes. Pero son esos mismos peligros los que le atraen y seducen. Sus
músculos son de hierro y sus tendones de acero; su cuerpo no conoce el cansancio,
ni le hacen mella las privaciones, y todas las facultades de su espíritu logran, con la
práctica y el ejercicio, una elasticidad y resistencia que le hacen dar con medios de
salvación aun en las situaciones más desesperadas. De ahí que no pueda soportar la
vida en los países civilizados, donde no logran aplicación ni actividad sus energías,
y que anhele la vida de la pampa, en medio de los precipicios aterradores de la
sierra, pues cuanto más amenazador se presenta el peligro tanto más a gusto se
halla, como si solamente entre ellos viviera en su elemento. Crece entonces su valor
y la confianza en sí mismo, y le sostiene y anima la convicción de que aun en la
soledad más completa y apartada le guía una mano más fuerte y poderosa que
todos los poderes de la tierra.
En cuanto a mí, me hallaba en disposición de acometer la empresa. Sólo me
faltaba un pormenor sin el cual me era imposible subsistir en aquellos dark and
bloody grounds, es decir: un buen caballo. Mas esta deficiencia no me preocupaba.
Vendí el viejo penco que me llevó hasta Omaha, y tomé pasaje en el tren,
firmemente convencido de que no me faltaría un corcel adecuado el día que lo
necesitara.
Había entonces en aquel ferrocarril trechos abiertos al tráfico interinamente
todavía, por lo cual veía yo en ciertos puntos durante el trayecto grupos de
trabajadores ocupados en construir puentes y viaductos y en reparar
emplazamientos defectuosos. Aquella gente, cuando no trabajaba cerca de alguna
de las colonias que brotan del suelo como los hongos, establecía campamentos
provistos de empalizadas y trincheras para defenderse de los indios, que,
considerando el ferrocarril contrario a sus derechos, trataban de impedir y
dificultar su construcción por cuantos medios tenían a su alcance.
Mas no eran solamente los indios los enemigos declarados de los ferroviarios,
pues había otros mucho más sanguinarios y feroces.
Por la pampa pulula un sinnúmero de sujetos, desterrados de los países
civilizados, existencias fracasadas en todos los órdenes de la vida, y que no tienen
otros recursos que los que pueden procurarse vagabundeando por el Oeste. Esos
hombres suelen reunirse con tal o cual objeto nunca lícito, y son más temibles que
los indios más salvajes. Mientras duró la construcción del ferrocarril mostraron
verdadero empeño en asaltar las colonias y campamentos de obreros establecidos a
lo largo de la vía, por lo cual no era de extrañar que éstos se previnieran contra los
salteadores fortificando sus viviendas, y acudieran al trabajo bien armados y
apercibidos siempre a la lucha y la defensa de su hogar.
A causa de los ataques de tales bandidos a los campamentos de obreros y a
los trenes mismos, para lo cual solían levantar los carriles, a fin de hacer parar el
convoy, los llamaban Railtroublers. Como se los vigilaba de continuo, hubieron de
suspender sus atentados hasta congregarse varias bandas, para hacer sentir su
superioridad numérica. Por lo demás los ferroviarios les tenían declarada guerra a
muerte, hasta el punto de que railtroubler que cayera en sus manos podía darse por
perdido. Verdad es que lo merecían todo, pues aquellos bandidos asesinaban sin
piedad y sin distinción de edad ni sexo a los desgraciados a quienes cogían.
Un domingo por la tarde tomé el tren en Ornaba. Entre los pasajeros no hubo
uno solo que despertara mi interés, hasta que al día siguiente vi penetrar en la
estación de Fremont a un hombre cuyo aspecto me llamó poderosamente la
atención. Como vino a sentarse frente a mí tuve tiempo sobrado para contemplarle.
En efecto, era tan cómica su figura, que un observador superficial no habría
podido contener la risa ante tan estrafalario ente; mas estaba yo tan hecho a
tropezar con otros así, que ni siquiera me arrancó una sonrisa. El hombre aquél era
de pequeña estatura, pero tan grueso que habría podido rodar como una bola sin
gran esfuerzo. Llevaba una zalea con el pelo para fuera; es decir, debió de tenerlo en
su tiempo, pues entonces estaba tan pelada que sólo a trechos se veía algún vellón
solitario a manera de oasis en aquel desierto de cuero rapado. En su primitiva
forma aquella zalea debió de sentar muy bien a su dueño, pero bajo la influencia de
la nieve, la lluvia, el frío y el calor se había encogido de tal modo, que por abajo
apenas le llegaba a las rodillas, no podía abotonarse por delante y las mangas se
habían retraído hasta más arriba del codo. Por debajo de la zalea asomaba una blusa
de franela roja y unos calzones de cuero cuyo color primitivo fue negro, pero que el
día que los vi reflejaban todos los colores del arco iris y daban señales claras de
haber prestado a su dueño los servicios de paño de cocina, servilleta y pañuelo de
bolsillo. Por debajo de aquella prenda antediluviana asomaban las canillas
amoratadas del viajero, cuyos pies iban metidos en un calzado que desafiaba la
eternidad. Componíase de unas botas recortadas, de becerro, de doble suela y triple
hilera de clavos gordos como garbanzos, capaces de triturar la cabeza de un
cocodrilo. Iba cubierto el viajero con un sombrero que además de no tener forma,
carecía de parte de alas. Alrededor de aquella parte de su cuerpo que algún tiempo
pudo llamarse cintura o talle, pero que por su extensión extraordinaria no merecía
ya tal nombre, llevaba una faja sin color definido, por la cual asomaba un pistolón
del año de la nana y un cuchillo de monte. Además de estas dos armas, llevaba la
bolsa de las municiones y la del tabaco, un espejito como los que se venden en las
ferias por diez céntimos, una botella de campo y cuatro de esas herraduras con
patente que se atornillan a los cascos de los caballos como si los calzaran. Junto a las
herraduras llevaba un estuche cuyo contenido me era desconocido y que, según
supe después, encerraba todo un servicio de barbero, en mi opinión superfluo en la
salvaje pampa.
Pero lo más estrambótico de aquel hombre era su cara, tan bien rasurada y
limpia como si acabara de salir de una peluquería; con unos mofletes tan gordos,
apretados y rojos que la naricilla corta y remangada desaparecía entre ellos y los
vivos ojillos pardos no lograban dominarlos. En cuanto abría los gruesos labios
dejaba ver dos hileras de dientes blancos como la leche, por lo cual sospeché si
serían postizos. Por el lado izquierdo de la barbilla asomaba un endurecimiento o
excrecencia en forma de pepino que contribuía más aún a aumentar lo ridículo de
aquel rostro, pero que parecía no preocupar lo más mínimo a su dueño.
Teníalo yo enfrente, sosteniendo entre las cortas y gruesas patas elefantinas
un rifle que se parecía al de mi viejo Sam Hawkens como una gota de agua a otra.
Todo el personaje me recordaba más al bueno de Sam que al famoso Sans-ear.
El viajero se había levantado mascullando un leve Good day, sir, y no parecía
preocuparse poco ni mucho por mi persona. Sólo una hora después me pidió
licencia para encender una pipa. Esta cortesía me llamó la atención, pues un trapper
o cazador con trampa genuino no suele preocuparse por si molesta o no a sus
compañeros de viaje. Yo le contesté:
—Fume usted todo lo que quiera, máster; incluso voy a hacerle a usted
compañía. ¿Quiere usted un cigarro de los míos?
—Gracias, caballero —contestó el original viajero—. Esos chismes llamados
puros son para mí demasiado elegantes. Prefiero mi pipa.
A estilo de los trappers llevaba la pipa corta y mugrienta colgada del cuello.
En cuanto la hubo rellenado me apresuré a alargarle una cerilla, pero él movió la
cabeza negativamente, metió la mano en su zalea y sacó un encendedor pampero,
de los llamados punks, consistente en moho de árbol usado como yesca.
—Los fósforos son otro invento para elegantes, que no sirve en la pampa
—observó el trapper—. No hay que adquirir malas costumbres.
Así acabó el breve diálogo, que el hombrecillo no pareció tener ganas de
reanudar. Fumaba un hierbajo, cuyo aroma me recordaba el de las hojas de nogal,
mientras contemplaba con gran atención el paisaje. En esto llegamos a la estación
North-plate, punto de unión del río North Plate y del South Plate, donde se apeó un
rato y se acercó a uno de los primeros vagones del convoy, en el cual, según pude
observar, iba un caballo seguramente suyo.
Al emprender el tren nuevamente la marcha, siguió el extraño viajero en su
pertinaz silencio, y sólo al llegar por la tarde a Chagenne, al pie de los Blank Hills,
se decidió a preguntarme:
—¿Sigue usted desde aquí en el ferrocarril del Colorado a Denver?
—No —le contesté.
—Perfectamente; entonces seguiremos juntos.
—¿Va usted a seguir hasta muy lejos?
—¡Pse! Sí y no, según se me ocurra. ¿Y usted?
—Yo pienso llegar a Ogden City.
—¿Conque piensa usted visitar la ciudad de los mormones?
—Un poco, y luego subir a los montes Wind River y los Tretons.
El gordiflón me examinó de pies a cabeza con mirada incrédula y me dijo:
—¿Allá arriba, dice usted? Para eso se necesita ser un westman de gran osadía.
¿Llevará usted compañía?
—No.
De nuevo se clavaron en mí sus ojillos chispeantes y burlones y me preguntó:
—¿Sólo piensa usted llegar a los tres Tretons, pasando por entre los siux y los
osos grises? ¡Bah! ¿Ha oído usted hablar alguna vez de siux o de osos?
—Me parece que sí.
—¡Vaya, vaya! Entonces, ¿se puede saber quién es usted, caballero?
—Soy escritor.
—¡Escritor! ¿Es decir que hace usted libros?
—Sí.
Toda su cara se volvió francamente risueña. Le divertía la idea, lo mismo que
al pequeño Sam, de que un escritor pensara en la ascensión, por su cuenta y riesgo,
a las cumbres más llenas de peligros de las Montañas Rocosas.
—Está bien —me respondió riendo—. Entonces ¿es que ha resuelto usted
escribir un libro sobre los tres Tretons, mi digno señor?
—Puede que sí.
—¿Ha visto usted esas obras que llevan un oso o un indio pintado en la tapa?
—¡Claro está! —respondí muy serio.
—¿Y supone usted que es cosa muy sencilla asistir a un episodio de ésos?
—Así es.
—Hasta puede que ese envoltorio que lleva usted ahí sea un rifle.
—Ha acertado usted.
—Pues permítame usted que le dé un buen consejo. Apéese usted en seguida
y vuélvase a casa sin perder momento, pues aunque parece usted hombre fuerte y
robusto, no le tengo a usted por capaz de matar una ardilla, cuanto menos un oso
gris. Los libros le han nublado a usted el entendimiento, y sería una lástima que le
diera una apoplejía a la vista de un gato montés. Sin duda se habrá usted tragado a
todo Cooper.
—Es cierto.
—Ya me lo figuraba. También le habrán hablado a usted de westmen famosos,
¿no?
—En efecto —contesté con suma modestia.
—Le habrán contado a usted aventuras de Winnetou, de Old Firehand, de
Old Shatterhand, del gordo Walker o Hibbers el largo, ¿no es verdad?
—De todos —asentí yo.
El hombrecillo ignoraba que me divertía él a mí tanto como yo a él.
—Sí, sí —continuó—. Esos dichosos libros e historias son peligrosos, por lo
que contagian. ¡Parece todo tan fácil y pintoresco al verlo en letras de molde! Pero
créame usted: me da usted lástima. Ese famoso Winnetou de quien le han hablado a
usted es un caudillo apache que puede con un ejército de demonios que se le ponga
por delante; Old Firehand mata al mosquito que usted le designe en medio de toda
una nube de ellos, y Old Shatterhand no ha errado nunca un tiro, y de un puñetazo
hace papilla al piel roja más espantoso. Pues bien; si cualquiera de ellos me dijera
que intentaba subir a los Tretons, aun siendo un experimento arriesgado, lo
consideraría hacedero; pero usted… ¿Usted pretende probarlo? ¿Usted, un escritor,
un héroe de la pluma? Además, ¿dónde está su caballo?
—Aún no lo tengo.
El hombre ya no se contuvo y soltó una carcajada estrepitosa, diciendo:
—¡Ja, ja, ja! ¡Escalar los Tretons sin caballo! ¿Está usted loco, señor?
—No lo creo, pues si no lo tengo aún, yo compraré o cazaré alguno.
—¿Sí? ¿Dónde?
—Donde convenga.
—¿Usted mismo?
—Claro que yo mismo.
—¡Esto es el colmo! Ya veo que lleva usted el lazo echado por el hombro,
pero me terno que no cace usted ni una mosca, cuanto más un caballo salvaje.
—¿Por qué no?
—Porque me da usted la impresión de ser uno de ésos que en el Viejo
Continente llaman cazadores domingueros.
—¿En qué se funda usted para calificarme así?
—En nada. En que parece que acaba usted de salir del escaparate de una
sastrería, limpito y arreglado de pies a cabeza. En cambio eche un vistazo a un
legítimo corredor de la selva, como yo, y saque las consecuencias. Esas altas botas
de montar, nuevas, flamantes, brillan como el sol; esos calzones de gamuza finísima;
esa zamarra, obra maestra de una squaw india… Pues no digamos nada del
sombrero, que por lo menos ha costado doce dólares, y de esas pistolas y ese
cuchillo, vírgenes de sangre humana… ¿A lo menos es usted buen tirador?
—Regular: en la fiesta mayor de mi pueblo fui elegido rey de los tiradores
—contesté pavoneándome.
—¡Rey de los tiradores! ¡Tiene gracia! Eso me da a entender que es usted
alemán.
—¡Claro que sí!
—Ya, ya… ¿conque alemán? Conozco esa costumbre popular de su tierra, en
que se dispara contra un ave de madera, y al que la derriba le hacen rey. ¡Qué cosas
tienen los alemanes! Old Shatterhand es alemán también, pero ése es una excepción
de la regla. Vuelvo a mi tema; vuélvase usted a casa más que de prisa si no quiere
usted dejar aquí la pelleja.
—Eso ya lo veremos. Pero, a propósito: ¿por dónde anda ese compatriota
mío a quien acaba usted de nombrar?
—¡Cualquiera lo sabe! Cuando por última vez estuve en Fork-Head tropecé
sólo con el famoso Sans-ear, su compañero, quien me dijo que Old Shatterhand se
había vuelto a África con objeto de recorrer esa estúpida comarca que llaman el
Sahara. Allí estará pegándose con los indios del país, que llevan el nombre de
árabes. A ese alemán le pusieron el apodo de Old Shatterhand porque de un solo
puñetazo derriba al más fuerte enemigo, como lo ha hecho ya muchísimas veces. En
cambio, considere usted sus manitas de mantequilla, blancas y suaves como las de
una lady. Basta verlas para comprender que sólo entiende usted de manejar
cuartillas, y que no conoce usted más armas que la pluma. Créame, le aconsejo por
su bien: vuelva usted a su vieja Germanía, que estas tierras del Oeste no se han
hecho para caballeritos de su clase.
Con este consejo dio fin a nuestra conversación, no obstante los esfuerzos
que hice yo por reanudarla. Aquel hombrecillo rechoncho estaba bien enterado,
pues en efecto había dicho yo a Sans-ear que pensaba recorrer el Sahara.
Pasamos la estación Sherman, y se fue haciendo de noche. La primera parada
después de amanecer la hicimos en Rawlins, más allá de la cual se extiende una
comarca montañosa, triste y solitaria, cuya única vegetación consiste en arbustos de
artemisia; cuenca estéril y vastísima, sin vida ni agua; un Sahara montañoso, pero
sin oasis. Al poco rato de entrar en ella, el suelo, de blancura deslumbradora por el
exceso de cal, hace daño a la vista cansada del viajero, y poco después toma el
páramo ese carácter de grandeza sombría y profundamente melancólica que
adquieren las lomas desnudas, las vertientes peladas y las rocas cortadas a pico,
desgarradas por los torrentes y los rayos.
En ese páramo desolado se halla la estación llamada Arroyo Amargo, en que
no existe arroyo alguno, pues hay que ir a buscar el agua a setenta millas tierra
adentro, a pesar de lo cual llegará día en que se desenvolverán en él una vida y un
tráfico enormes, ya que aquellos montes encierran yacimientos de carbón
inagotables, lo cual promete a aquellas soledades un porvenir brillantísimo.
Seguimos hasta pasar las estaciones de Carbon y Green-River, la última de
las cuales se halla a 846 millas al oeste de Omaha. La comarca perdió su desolado
aspecto; volvió a aparecer la vegetación y las alturas adquirieron un colorido más
grato y simpático a la vista. Acabábamos de atravesar un risueño valle y nos
internábamos en una llanura extensa y abierta cuando la máquina dio tres agudas
pitadas, señal de peligro inminente. Nos pusimos en pie de un salto, rechinaron los
frenos, y saltamos desde el vagón al suelo.
El cuadro que se ofreció a nuestra mirada era espantoso. Había sido asaltado
un tren de obreros, y toda la vía estaba cubierta de los restos incendiados del
convoy. El asalto debió de ocurrir durante la noche; los railtroublers habían
arrancado los carriles, con lo cual había descarrilado el tren y se había precipitado
por el alto terraplén abajo. Lo que ocurrió después era fácil de presumir. Sólo
quedaban del convoy las armazones de hierro. Cada uno de los vagones, después
de saqueado, había sido entregado a las llamas, y entre las cenizas encontramos
carbonizados restos de los pasajeros que debieron de morir al despeñarse el tren o
fueron asesinados por los bandidos. Ni uno solo debió de escapar de la catástrofe.
Fue una suerte para nosotros que lo despejado del terreno permitiera al
maquinista darse cuenta a tiempo del riesgo que corríamos, pues a no ser así
también nosotros habríamos sido destrozados. La locomotora se detuvo a pocos
metros del sitio de la catástrofe.
La excitación de los viajeros y del personal del tren fue extraordinaria, y es
imposible repetir las imprecaciones y maldiciones que se sintieron. Se registraron
los restos humeantes, pero no quedaba nada que salvar, y una vez convencidos
todos de esto, se procedió al arreglo de la vía, para lo cual van provistos siempre los
trenes americanos de todas las herramientas y útiles necesarios. El jefe de tren
declaró que se concretaría a dar parte de lo ocurrido en la estación más próxima; lo
demás, como también la persecución de los criminales, era cosa de la justicia.
Mientras los demás pasajeros removían inútilmente las cenizas, creí más
prudente investigar los rastros de los salteadores. El terreno era una ancha llanura
cubierta de hierba, con algunos arbustos diseminados. Retrocedí un gran trecho por
la vía y luego anduve en semicírculo, cuyo diámetro era la línea formada por los
carriles: de este modo no podía librarse nada de mi atención.
A la distancia de unos trescientos pasos aproximadamente del lugar de la
catástrofe vi entre algunas matas la hierba pisoteada como si hubiera estado allí
gente echada en el suelo, y cuyas huellas asaz visibles me condujeron al sitio en que
tuvieron atadas las caballerías. Lo examiné cuidadosamente para averiguar la clase
y condiciones de los caballos y seguí en mis investigaciones.
En la vía topé con mi vecino, que, sin duda había tenido la misma idea que
yo, pues acababa de examinar el terreno a la izquierda de la vía. Me miró
asombrado y me dijo:
—¿Qué hace usted aquí, sir?
—Lo que haría cualquier westman en caso parecido; buscar las huellas de los
railtroublers.
—¿Usted? Pues será cosa de anotar lo que usted encuentre. Los bandidos son
gente muy lista que no deja cabo suelto. Yo, por mi parte, no he encontrado nada,
por lo cual no me explico qué diablos puede encontrar un greenhorn como usted.
—Acaso el greenhorn tenga mejor vista que usted, maestro —contesté
sonriendo—. ¿A quién se le ocurre buscar huellas por ese lado? Pretende usted ser
un corredor de la pampa de gran experiencia, y no repara usted en que el terreno de
la derecha es mucho más apropiado para acampar y ocultarse que el de la izquierda,
donde no hay arbustos ni matas protectoras:
Sorprendido el hombrecillo, se quedó mirándome y acabó por contestar:
—¡Hum! No va usted descaminado. También puede acertar alguna vez un
escritor. ¿Ha encontrado usted algo?
—Sí.
—¿De qué se trata, si se puede saber?
—Allí, detrás de los cerezos silvestres, han acampado, y detrás de los
avellanos ataron los caballos.
—Allá voy, pues no habrá usted sabido descubrir cuántos caballos había.
—Unos veintiséis.
De nuevo hizo un gesto de asombro y repitió con acento de incredulidad:
—¿De dónde saca usted que fueran tantos?
—No de las nubes, que van volando, sino de los rastros que han dejado en el
suelo —contesté riendo burlonamente—. De los caballos, ocho iban herrados y
dieciocho sin herrar. Entre los jinetes había veintitrés blancos y tres indios. El jefe de
la banda es blanco y cojea del derecho; su caballo es un mustango castaño. El
caudillo indio que le acompaña monta un potro negro como la endrina y creo que
debe de ser siux, de la tribu de los oguelalás.
La cara que puso el hombrecillo es indescriptible. Se quedó con la boca
abierta y los ojillos clavados en mí como si fuera una visión del otro mundo. Por fin
exclamó:
—¡Demonios! ¿Está usted en su sano juicio?
—Vaya usted y convénzase —repliqué secamente.
—Pero ¿cómo va usted a averiguar cuántos eran los blancos y cuántos los
indios, qué caballo era castaño y cuál otro era negro, qué jinete cojeaba y de qué
tribu eran los pieles rojas? ¡Si eso no es posible!
—Ya le he dicho a usted que se cerciore por sí mismo de la veracidad de mis
palabras, y entonces se verá quién tiene mejor vista: el westman experimentado o el
greenhorn sin experiencia.
—Bien, lo intentaremos. Venga usted conmigo, sir. ¡Un greenhorn averiguar
quiénes eran los salteadores! ¡Quiá!
Riendo se llegó al lugar indicado, adonde le seguí lentamente. Al llegar me le
encontré tan febrilmente ocupado en examinar las huellas, que no se dio cuenta de
mi presencia. Después de estudiar minuciosamente el terreno, por espacio de diez
minutos, se volvió a mí y me dijo:
—En efecto, ha acertado usted. Eran veintiséis los caballos y dieciocho de
ellos estaban sin herrar. Pero lo demás que me ha dicho usted es un disparate, un
disparate mayúsculo. Aquí acamparon y en esta dirección salieron trotando; y no
hay más, mal que le pese a usted.
—Examinemos juntos las huellas —contesté yo tranquilamente—, y así le
demostraré a usted los disparates que comete un greenhorn.
—No hay inconveniente —me dijo con cara sonriente.
—Fíjese usted en estas pisadas de caballo; tres estaban alejados de los demás
y no trabados por delante, sino por la cruz, como es costumbre entre los indios.
El gordiflón se inclinó para medir las distancias entre las pisadas que yo
indicaba. El suelo estaba húmedo y sus ojos ejercitados reconocían fácilmente las
huellas.
—¡Pardiez! ¡Está usted en lo cierto! —exclamó de pronto—. Eran jacos
indios.
—Pues sígame hasta esa charca donde los indios se lavaron la cara y se la
volvieron a pintar con los colores de guerra, deshechos en grasa de oso. ¿Ve usted
esos círculos en el suelo? Proceden de las escudillas donde llevan los colores. Como
hacía calor, se licuaron pronto y gotearon. Aquí la hierba está manchada de gotas
negras, rojas y azules, ¿no es así?
—Verdad, verdad.
—¿No son ésos los colores de guerra de los oguelalás?
El hombrecillo asintió con la cabeza, pero su silencio era más elocuente que
su lenguaje. Yo proseguí:
—Pues pasemos adelante. Cuando la partida llegó aquí, se apearon todos
junto a la charca, en sitio pantanoso, como lo demuestran las huellas llenas de agua.
Sólo dos siguieron avanzando, los jefes indudablemente, que irían a explorar el
terreno mientras los otros se quedaban atrás. Ve usted las pisadas de los caballos en
el fango: uno de estos caballos estaba herrado y el otro no; estaba montado éste por
un indio, porque la impresión posterior es más fuerte que la anterior. En el herrado
montaba un blanco, porque la impresión es más profunda en los remos delanteros
que en los traseros. Supongo que conocerá usted la diferencia en el montar de un
indio y un blanco, ¿no?
—Sir, la verdad: me interesaría saber cómo…
—Deje usted eso ahora —le interrumpí—. Pues bien; ponga usted atención.
Seis pasos más adelante debieron de morderse uno a otro los caballos, lo cual,
después de una carrera tan penosa como la que debió de dar esa gente, sólo lo
hacen los sementales. ¿Entendido?
—Pero ¿cómo sabe usted que los caballos se mordieron, digo yo?
—Primeramente, por la posición de los cascos. El semental indio saltó hacia
el otro, como puede usted ver. Y en segundo lugar, mire usted estas cerdas que
llevo en la mano y que he recogido aquí antes de encontrarnos. Cuatro son de las
crines y de color castaño que debió de arrancar el potro indio a su rival, y que
escupió en seguida. Más adelante encontré estas cerdas largas y negras que
proceden de la cola, y por la dirección de los cascos me explico lo siguiente: el
caballo indio mordió al otro en la crin, pero fue empujado hacia atrás por su jinete y
luego hacia adelante, y al pasar logró el otro caballo arrancarle estas cerdas de la
cola y las llevó en la boca unos cuantos pasos hasta que las dejó caer. Lo cual prueba
que el caballo del indio es negro y el del blanco castaño. Pero sigamos adelante.
Aquí se apeó el blanco para subir a la vía: sus huellas han quedado bien impresas en
la arena del terraplén. Puede usted observar muy bien que con un pie pisaba con
más firmeza que con el otro, señal de que cojea. Por lo demás esos bandidos son
imprudentes en grado sumo, pues no se han tornado la molestia de borrar sus
huellas, prueba evidente de que se juzgan completamente seguros, para lo cual, a
mi entender, debe de haber dos razones.
—A ver, a ver…
—O bien han tenido prisa en poner hoy mismo mucha tierra de por medio
entre ellos y sus perseguidores, —lo cual pongo en duda, pues sus caballos, por las
trazas, debían de estar muy cansados—, o bien tenían cerca un gran grupo de los
suyos que les facilitara la retirada. Esto último me parece lo más probable; y como
tres indios no se unen a veinte blancos sin precaución, presumo que allá, hacia el
Norte, debe de haber un núcleo poderoso de oguelalás, adonde han ido a refugiarse
los railtroublers.
Capítulo 3
Fred el gordo
Daba risa ver la extraña cara del hombrecillo al examinarse de pies a cabeza.
Por último exclamó:
—Vaya, dígame usted de una vez quién es.
—¡Si ya se lo he dicho!
—¡Bah! Pretende usted darme gato por liebre. Ni es usted greenhorn ni
escritor, a pesar de esas botas embetunadas y a ese equipo dominguero. Va usted
tan pulido y atildado que podría usted salir tal como está en un escenario a
desempeñar el papel de westman; pero de cien westmen auténticos no hay dos que le
igualen a usted en habilidad para descifrar huellas. ¡Caramba! Hasta hoy había
pensado que sabía mi oficio, pero ante lo que usted me ha demostrado, me veo
obligado a confesar que no sé ni media palabra.
—Pues aunque no lo crea usted, soy escritor; pero le advierto que he
recorrido otras veces la pampa de cabo a rabo, de Norte a Sur y de Este a Oeste, de
modo que no es maravilla que entienda de estas cosas.
—¿Conque de veras piensa usted escalar los montes del Wind River?
—Téngalo usted por seguro.
—Es que quien se atreva a tal empresa ha de saber algo más que descifrar
huellas; y, perdone usted la franqueza, en eso otro no debe usted de estar muy
fuerte, al parecer.
—¿Por qué lo supone usted?
—Por la sencilla razón de que el que proyecte tan peligrosa ascensión ha de
ser hombre prevenido y no salir tan a la buena de Dios como lo hace usted. Ni
siquiera se ha provisto usted de un buen caballo.
—Todo se andará.
—¿Dónde piensa usted encontrarlo?
—En todas las estaciones del trayecto hay caballos a la venta, aunque sólo
sean jacos cansados de tirar de una carreta. Una vez a caballo ya me encargo yo de
elegirme el mejor ejemplar de la manada que me salga al paso.
—¿De veras? ¿Por tan buen jinete se tiene usted? ¿Cree usted poder domar
un mustango como se doma un borrico? Además, falta saber si topará usted allá
arriba con mustangos.
—Olvida usted que en esta estación, precisamente, es cuando los bisontes y
mustangos emigran al Norte, y yo estoy seguro de topar entre aquí y los Tretons
con una buena manada.
—¡Vaya! ¿Conque también es usted jinete? Y de puntería ¿qué tal andamos?
—¿Va usted a examinarme? —le contesté sonriendo.
—Hasta cierto punto —contestó gravemente—, pues tengo una idea.
—¿Se puede saber cuál es?
—Más adelante se lo diré. Primero quiero verle tirar. Vaya usted por su rifle.
El episodio me divertía extraordinariamente. Me habría bastado decirle al
hombrecillo que era yo Old Shatterhand, para zanjar de raíz la cuestión, pero
preferí seguir la broma hasta el fin. Fuíme al vagón en busca de mis armas, que
llevaba envueltas en la manta de viaje. Al observarlo muchos viajeros me siguieron
y vinieron a formar círculo a nuestro alrededor. El americano, y sobre todo el
habitante del Oeste, no desperdicia jamás ninguna ocasión de presenciar una tirada.
Al descubrir las armas, exclamó el gordo:
—¡Caramba, un rifle Henry, un verdadero rifle Henry! ¿Cuántos disparos
seguidos hace?
—Veinticinco.
—¡Buena arma, de veras! Se la envidio a usted.
—Pues a mí me gusta más esta otra.
Y al decir esto saqué el pesado «mataosos».
—Sí; es un arma bonita, bien acabada —me dijo el gordiflón
desdeñosamente—; pero yo estimo más cualquier viejo y mohoso rifle de Kentucky
o aquella respetable porra mía.
—¿No le interesa a usted ver el nombre del constructor? —le pregunté
alargándole el arma.
Echó una mirada a la marca y se echó hacia atrás, sorprendido.
—Perdone usted, sir; pero eso ya es otra cosa. Armas como ésa quedan pocas.
He oído decir que Old Shatterhand posee una, y quisiera saber cómo demonios ha
llegado ésa a manos de usted. ¡A no ser que la firma esté falsificada! Y eso podría
ser, porque esta carabina no tiene aspecto de haber soltado muchos tiros.
—Ya lo veremos. ¿Dónde quiere usted que haga blanco?
—Cargue usted primero.
—No es necesario: está cargada. —Entonces derribe usted a aquel pájaro de
una perdigonada.
—Está muy lejos —observó uno de los mirones.
—Probemos a ver —dije yo.
Y tirando del cordoncillo de mis lentes me los puse lentamente en la nariz. Al
verlo soltó el gordiflón una carcajada, diciendo:
—¡Ja, ja, ja, necesita lentes! Este escritor alemán viene a cazar en la pampa
con espejuelos… ¡Ja, ja, ja!
Los demás le acompañaron con sus risas, mientras yo observaba con la
mayor seriedad:
—¿De qué se ríen ustedes, señores? Cuando uno ha pasado la vida
quemándose las cejas a fuerza de leer, se le debilita la vista, y vale más hacer un
buen blanco poniéndose los lentes que dejar de hacerlo sin ellos.
—Tiene usted razón —asintió riendo el hombrecillo—; pero quisiera verle a
usted atacado de repente por los pieles rojas. Mientras limpia usted los cristales y se
coloca el chisme ése en la nariz, se encuentra usted escalpado sin enterarse. Ya ve
usted: ni siquiera le da a usted lugar a tirar al pajarillo, que se encuentra ya a mil
leguas.
—Pues busquemos otro blanco —contesté yo tan imperturbable como antes.
El pájaro huido había estado a doscientos pasos de distancia, de modo que el
acertarle no habría sido cosa del otro jueves. En cambio, en aquel instante oí cantar
una alondra en el aire, y señalándola dije:
—¿Ven ustedes esa alondra, señores? Pues voy a derribarla de un tiro.
—¡Imposible! —exclamó el hombrecillo—. Déjese de tonterías, pues sólo
logrará usted hacer un agujero en el aire. Ni Sans-ear, ni siquiera Firehand, se
empeñarían en semejante desatino.
—Pues yo sí.
Y levantando mi rifle apreté el gatillo.
—Lo dicho; el pájaro ha escapado asustado por el tiro y ha hecho
perfectamente.
—Ahora verá usted para qué sirven los lentes —repliqué yo, bajando el
arma—. Tenga la bondad de ir a buscar la alondra al otro lado de la vía, que allí la
he visto caer, a ochenta pasos de aquí, poco más o menos.
Y señalé con la mano el sitio. Apresuráronse algunos mirones a obedecerme
y, en efecto, volvieron con la alondra, atravesada por mi balazo. El gordo miraba
alternativamente al pajarillo y mi arma y acabó por exclamar:
—En efecto, la ha matado, y no con perdigones, sino con bala.
—¿Pretende usted disparar con perdigones a semejante altura? —pregunté
yo—. A un verdadero corredor de la pampa le avergonzaría tirar con perdigones.
Eso se deja para los niños y los cazadores domingueros.
—¡Pero, señor, si ha soltado usted un tiro como no he visto otro en mi vida!
—repuso el gordo—. ¿Ha sido casualidad o no?
—Desígneme usted otro y se convencerá.
—No; ya le creo a usted. Por lo visto, me ha venido usted tomando el pelo, y
basta ya de comedia. Venga usted conmigo, que tenemos que explicarnos los dos.
Y me sacó del grupo, llevándome al sitio en que estaban las huellas de
herraduras. Una vez allí sacó un papel, que colocó sobre una de las huellas. Al cabo
de un rato masculló pensativo:
—Bien; voy a decirle a usted una cosa: ¿ha oído usted hablar de Fred Walker,
el gordo?
—Sí. Dicen que es un westman de primera, uno de los mejores exploradores
de la sierra, y que posee varios dialectos indios.
—Pues ese soy yo.
—Me lo había figurado. Venga esa mano, pues celebro mucho conocerle a
usted.
—¿De veras? Pues me parece que todavía vamos a ser buenos amigos.
Primero tengo que tirarle de las orejas a un tal Haller, que fue últimamente jefe de
una cuadrilla de bushheaders (bandidos de la selva) y ladrones de caballos, además
de otras fechorías que lleva sobre su conciencia. Ahora se ha internado con su gente,
Oeste adentro, y yo le sigo como su sombra. Este papel que ve usted es la copia
exacta de los cascos traseros de su caballo, y como conviene exactamente con estas
huellas, y como Haller cojea del derecho, estoy plenamente convencido de que ha
sido él quien ha dado el golpe.
—¿Haller? —pregunté—. ¿Cuál es su nombre de pila?
—Samuel; pero usa varios otros.
—¿Samuel Haller? Ya he oído hablar de él. ¿No fue tenedor de libros del rey
del petróleo, Rallow, y se escapó con todo lo que había en la caja?
—El mismo. Indujo al cajero a limpiar la caja y a irse con él. Luego lo mató de
un tiro. Perseguido por la policía, dejó secos a dos polizontes que le iban a echar el
guante. En Nueva Orleáns le cogieron, por fin, al ir a embarcarse, pero logró
escapar de nuevo, matando al carcelero, y desapareció en el campo; y como en la
cárcel le habían quitado todo lo que llevaba, se dedicó al robo en despoblado,
cometiendo crimen tras crimen. Y ya es hora de poner coto a tan aprovechada
carrera.
—¿Piensa usted cazarlo?
—Quiero cogerlo, vivo o muerto.
—¿Tiene usted alguna cuenta pendiente con él?
El gordo se quedó un rato meditabundo. Luego contestó:
—No me gusta hablar de ello. Algún día puede que se lo cuente a usted,
cuando seamos íntimos amigos, como espero lo seamos pronto. Es una extraña y
feliz casualidad que nos hayamos encontrado en este tren, pues estaría yo a estas
horas buscando en vano las huellas de ese criminal, a no ser por usted que me las ha
enseñado.
La verdad; por mí solo no habría logrado averiguar que el jefe de los
railtroublers cojea y monta un caballo castaño, y eso, precisamente, es lo que más me
importa a mí. Yo desembarco aquí mismo para seguirle. ¿Quiere usted
acompañarme, caballero?
—¿Yo, el greenhorn? —repliqué sonriendo.
—Vaya, no sea usted rencoroso, pues, la verdad, todo su aspecto hace pensar
en un héroe de salón y no de la pampa. En mi vida había visto en estas tierras usar
lentes para tirar a un pajarillo. Fue un error que me dispensará usted. Conque ¿en
qué quedamos?
—¿No sería mejor que se uniese usted a la expedición que va a salir de la
estación próxima en persecución de los salteadores?
—No. No me hable usted de persecuciones oficiales. Un solo westman vale
más que todo un montón de esos tiradores improvisados. Le advierto a usted
lealmente que es muy arriesgado ir tras semejante gentuza, con la cual lleva uno la
vida pendiente de un cabello; pero me parece que es usted hombre que se complace
en aventuras de esta clase, y aquí se presenta una con todos los requisitos capaces
de tentar a un valiente.
—En efecto —contesté—; pero como no me ha gustado nunca meterme en lo
que no me importa, y ese Samuel Haller me es en absoluto indiferente, me seduce
poco la expedición, tanto más cuanto que ignoro si lograré amoldarme a usted.
Los ojillos del gordiflón chispearon de malicia al contestar:
—Querrá usted decir lo contrario, si yo me amoldaré a usted; mas por eso no
se apure: Walker el Gordo no es hombre que se amolde al primero que llega, de
modo que puede usted estar tranquilo. A mí me gusta obrar por mi cuenta y riesgo,
y si me uno a otro es porque me inspira gran confianza y no es hombre vulgar.
¿Estamos?
—Pues lo mismo me ocurre a mí. También yo prefiero ir solo, porque en
estas tierras todas las precauciones son pocas tratándose de elección de compañía.
Ya sabe usted que ha ocurrido muchas veces ser compañeros de día y cortarse el
pescuezo de noche y saquearse unos a otros los compañeros.
—¡Caramba! ¡No me tornará usted a mí por un compañero semejante…!
—No; para saber que es usted hombre honrado basta verle la cara: incluso le
diré que pertenece usted a un cuerpo que no tolera semejantes infamias.
El hombre, al oírlo, mudó de color, asustado por mi descubrimiento, y
exclamó:
—¿Qué dice usted?
—Silencio, máster Walker. Aunque el traje de usted no es muy policiaco, es
usted un detective muy apreciable. Me tenía usted por novato; pero yo le he calado
a usted desde el primer momento. Sea usted más precavido en lo sucesivo. Si se
llega a saber que anda Walker el Gordo por estas latitudes con objeto de cortarles
los vuelos a ciertos caballeritos, no le arriendo la ganancia.
—Está usted muy equivocado —dijo tratando de despistarme.
—¡Vaya! No diga usted una palabra más; basta con que sepa usted que me
seduce la aventura, y que no tardaría en seguirle a usted por el gusto de darles una
lección a esos railtroublers, pues el peligro no me arredra, ya que en la pampa nos
acecha por todas partes. Pero lo que me detiene es la simulación de usted. Para que
yo me una a un compañero es menester que primeramente sepa con quién trato.
El gordiflón se quedó un rato mirando al suelo. Luego me miró a mí,
diciéndome:
—Está bien: sabrá usted con quién trata. Tiene usted, a pesar de su aspecto
remilgado, algo que inspira confianza hasta a un viejo corredor de la pampa como
yo. Le he estado observando a usted en el tren y confieso ingenuamente que me
gustó usted desde el momento en que le vi. Yo soy por lo general un tipo retraído y
huraño; pero usted me atrae hasta el punto de desear que se prolongue su
compañía todo el tiempo posible. Ha acertado usted; pertenezco al cuerpo de
detectives particulares del Dr. Sumter, de San Luis. Mi cometido se reduce a espiar
a la gentuza refugiada en la selva.
Crea usted que no es cosa fácil; pero dedico a ello todas mis facultades y
energías. Ya le diré a usted más adelante el motivo de haberme encargado de tan
arriesgada comisión; es una historia muy triste, pero cuando tenga tiempo se la
contaré a usted. Y ahora, dígame: ¿piensa usted acompañarme, sí o no?
—Sí. Venga esa mano; seremos compañeros leales y compartiremos todas las
penas y trabajos que se presenten, míster Walker. Walker me estrechó la mano lleno
de alegría, y observó:
—Así sea. Gracias por su aceptación: espero que haremos buenas migas;
pero apeémonos el tratamiento. Llámeme usted solamente «querido Fred». Es más
corto y más sencillo y yo sé ya a quien se dirige. ¿Tendrá usted ahora la bondad de
decirme su nombre?
Así lo hice, pero añadiendo:
—Llámeme usted Charley; con esto basta. Pero, vea usted: ya está lista la vía
y pueden echar a andar. Ya embarcan los viajeros…
—Voy por Victory. No se asuste usted cuando lo vea, pues su aspecto no
tiene nada de arrogante; pero me ha llevado encima por espacio de doce años, y no
lo cambiaría por el corcel más hermoso del universo. ¿Tiene usted algo todavía en el
tren?
—No; pero oiga: ¿habrá que manifestar al jefe del tren nuestro propósito?
—De ninguna manera. Cuantos menos estén en el secreto, más seguros
iremos.
Acercóse al vagón en que iba su caballo y mandó que abriesen la puerta. El
sitio no era muy apropiado para el desembarque de un caballo, ni había aparejos
para ello; pero la operación se llevó a cabo de un modo que no pude sospechar.
—¡Victory, come on!
Al oír la voz de su amo, el jaco asomó la cabeza para examinar el terreno;
luego echó atrás las orejas y de un salto prodigioso salvó el terraplén y se halló en el
suelo. Todos los circunstantes recompensaron con nutridos aplausos la habilidad
del animal, que parecía comprender que era objeto de aquella manifestación, pues
movía la cola y relinchaba de placer.
No parecía el jaco merecedor del nombre rimbombante de Victory, pues era
un pelirrojo alto y descarnado, que contaba por lo menos veinte años de edad; había
perdido ya las crines, y era su cola harto pelona y sus orejas largas y flacas como las
de una liebre; no obstante lo cual le contemplé con respeto, tanto más cuanto que
noté que respondía a las caricias de los desconocidos con mordiscos y patadas.
Victory era muy parecido a la vieja Tony de mi buen Sans-ear, la cual tampoco
admitía las familiaridades de nadie. Estaba ensillado y listo; su amo montó en él y
partió declive abajo sin volver la vista atrás. Los demás pasajeros no nos hicieron ya
caso maldito, pues les era indiferente que continuáramos el viaje o no.
En lo más bajo del declive me esperaba Walker, quien me dijo:
—¿Ve usted, Charley, lo bien que le vendría un caballo?
—No tardaré mucho en agenciarme uno —le contesté. Con ayuda de Victory
me cazaré uno en seguida.
—Seré yo quien lo coja, pues le aseguro a usted que Victory no consiente que
se le ponga encima nadie más que su amo.
—Eso ya lo veríamos.
—Se lo aseguro a usted. Para que no se cansara usted andando le cedería
gustoso el caballo; pero sé positivamente que saldría usted por las orejas, de modo
que está usted condenado a ir a pie hasta que topemos con una manada de
mustangos. Eso es tanto más sensible cuanto que así adelantaremos menos y
perderemos un tiempo precioso. Pero, mire usted, ya se pone en marcha el tren.
En efecto, la máquina dio vapor y el convoy se puso en movimiento hacia
Occidente. Pocos minutos después había desaparecido en lontananza. Walker
observó:
—Cuelgue usted ese rifle tan pesado en el arzón de la silla.
—El buen cazador no se desprende de sus armas —le contesté—, aunque le
agradezco a usted mucho la atención. Ea, en marcha.
—Iré al paso, Charley.
—Deje usted a Victory que haga lo que quiera, que soy buen andarín y no me
quedaré atrás.
—Entonces, adelante.
Me eché la manta al hombro y encima las armas y eché a andar pegado al
jinete, dando comienzo a la persecución de los railtroublers cuyas huellas estaban
tan bien marcadas, que no nos costaba el menor trabajo seguirlas. Iban
derechamente al Norte, y nosotros seguimos la misma dirección hasta que, al
mediar el día, hicimos alto para tomar un bocado, echar un trago y dar descanso a
Victory. El ágape fue de lo más frugal: consistía en lo que llevábamos por casualidad
en la bolsa, pues no se nos había ocurrido acudir a proveemos en el restaurante del
tren. Mientras el pampero vaya bien provisto de armas y municiones, no tiene que
temer el hambre; y de eso íbamos perfectamente equipados, pues mi cinto
impermeable estaba repleto de cartuchos.
El terreno que recorríamos era montaraz y selvático. Las huellas corrían a lo
largo de un río cuyas orillas eran en parte arenosas, y en parte estaban cubiertas de
hierba en la cual se marcaban muy bien las pisadas de los caballos. Por la tarde maté,
por primera vez, un, mapache, por cierto muy rollizo, que nos ofreció buena cena, y
en cuanto anocheció nos refugiamos en una cueva abierta en la roca, bien cerrada
por la espesura, donde pudimos encender lumbre y asar la caza. Estábamos en ella
tan resguardados que juzgamos inútil hacer centinela; envueltos en nuestras
mantas dormimos a pierna suelta hasta el nuevo día, y en cuanto amaneció
emprendimos la marcha, y llegamos por la tarde a un sitio en que habían
pernoctado los bandidos y donde debieron de considerarse tan seguros que habían
encendido varias hogueras. Al amanecer seguimos a lo largo del riachuelo que
regaba la llanura hasta llegar a un ángulo que forma la selva al penetrar en la
pampa. Teníamos a los perseguidos a una jornada de distancia, y nos juzgábamos
tanto más seguros cuanto que no habíamos observado la menor señal humana.
Íbamos a volver el ángulo cuando retrocedimos espantados; delante de nosotros se
hallaba un indio que iba a doblar el ángulo por el lado opuesto. Montaba un caballo
negro y sujetaba de la brida a otro que en vez de silla llevaba albarda. En cuanto nos
vio se apeó de un salto, y cubriéndose tras el caballo nos apuntó con su rifle.
Fue todo tan rápido que apenas pude distinguirle, y esto confusamente. Fred
había desmontado con idéntica celeridad y se había parapetado también detrás de
su jaco, mientras yo de un salto me metí en la selva y me guarecí detrás del tronco
de un haya. En el mismo instante la bala del indio se incrustó en el tronco del árbol.
Un décimo de segundo antes me habría atravesado a mí. El piel roja había
comprendido que era yo para él enemigo más peligroso que Walker, puesto que
protegido por los árboles podía atacarle por la espalda.
Yo había preparado ya mi rifle para descerrajarle un tiro; pero al ver que su
bala sólo tocaba el tronco, bajé maquinalmente el arma.
Todo westman experimentado sabe que cada boca de fuego tiene su
estampido propio. Generalmente es difícil distinguir el disparo de dos rifles; pero la
vida en la soledad de la pampa aguza de tal modo los sentidos, que el pampero
llega a conocer la voz de un arma determinada entre ciento, y así se da el caso de
que compañeros que han pasado años sin verse se reconozcan desde lejos por el
estampido de su arma favorita.
Esto fue lo que me ocurrió a mí en aquel instante. El arma que había
disparado el indio tenía un sonido inolvidable para mí; era el estampido agudo y
sonoro que no había oído hacía mucho tiempo, pero que acudía a mi memoria en
aquel momento, por ser el del arma del famoso caudillo apache Winnetou, aquel
indio de quien me había hablado Walker el día anterior con tanto entusiasmo; mi
amigo y maestro, en fin, en la vida de la pampa. ¿Era su dueño mismo el que lo
llevaba, o había pasado a otras manos? Yo, desde el árbol, le dije:
—Toselkhita, chi chteke (No tires, que soy tu amigo).
—To tistsa ta ti. Ni peniyil (No sé quién eres: sal de ahí) —contestó el indio.
—¿Ni Winnetou, natan dris inté? (¿Eres Winnetou, caudillo de los apaches?)
—insistí para mayor seguridad.
—Ha-au (Lo soy) —contestó.
De un salto salí de la espesura y me precipité hacia él, que al verme exclamó
alborozado:
—¡Charlie!
Y abriendo los dos los brazos nos estrechamos en ellos, mientras él,
derramando lágrimas de alegría, exclamaba:
—¡Charlie, chi chteke, chi nta-ye! (¡Carlos, mi amigo, mi hermano!). Chi intá ni
intá, chi ichi ni ichi. (Mis ojos son tus ojos, mi corazón tu corazón).
Yo estaba también tan conmovido, que se me saltaron las lágrimas. Aquel
inesperado encuentro constituía para nosotros una suerte grandísima en aquellas
circunstancias. Winnetou no se cansaba de mirarme con el mayor cariño ni de
estrecharme contra su pecho con arrebato, hasta que por fin recordó que no
estábamos solos.
—¿Ti ti ute? (¿Quién es ese hombre?) —me preguntó señalando a Walker.
—Aguan ute ncho, chi chteke ni chteke. (Es un hombre bueno, amigo mío y tuyo)
—contesté.
—¿Ti tenlyé aguan? (¿Cómo se llama?).
—The thick Walker —le dije en inglés. Entonces tendió la mano a mi
compañero, diciendo:
—El amigo de mi hermano es mi amigo. Por poco nos matamos; pero la voz
de mi rifle me ha descubierto a Charlie, como yo le habría conocido por la del suyo.
¿Qué buscan mis hermanos aquí?
—Perseguimos a unos bandidos cuyas huellas ves estampadas en la hierba.
—Hace pocos momentos que los vi. Vengo de Oriente en busca de este
riachuelo. ¿De qué color son los hombres a quienes vais persiguiendo?
—Son blancos y algunos oguelalás.
Al oír estas palabras enarcó el entrecejo, y poniendo la mano sobre el
reluciente tomahawk que llevaba al cinto, dijo:
—Los hijos de los oguelalás son como los sapos. Si se atreven a salir de sus
guaridas los aplastaré bajo mis pies. ¿Permite mi hermano Charlie que vaya con él
en busca de los oguelalás?
No había cosa que más pudiera complacerme que este ofrecimiento, pues
teniendo de nuestra parte a semejante aliado ganábamos más que si se nos
agregaban veinte westmen. Yo sabía que no me dejaría en seguida, después de una
ausencia tan larga; pero que fuera a ofrecernos su cooperación era indicio seguro de
que la aventura le agraciaba. Por eso me apresuré a contestarle:
—El gran caudillo de los apaches ha llegado a nosotros como un rayo de sol
en mañana helada. Sea tu tomahawk el nuestro. —Mi mano es vuestra mano y mi
vida es vuestra vida. ¡Howgh!
En cuanto a Fred el Gordo, se veía claramente la impresión que le había
causado el apache. A cualquiera le habría pasado lo mismo, porque Winnetou era
realmente un ejemplar único en su raza, y su presencia debía de hechizar a todo
verdadero westman.
No era ni muy alto ni muy robusto, pero las delicadas formas de su cuerpo,
tan finas como nerviosas, que indicaban flexibilidad y elasticidad extraordinarias
en cada uno de sus movimientos, admiraban y sorprendían al trapper más exigente
y forzudo. Llevaba el mismo traje y las mismas armas que en nuestro anterior
encuentro a orillas del Pecos, hasta que nos separamos en la tribu de los culebras.
Tal como se presentaba entonces le había visto siempre: limpio, aseado en todo su
cuerpo, caballeresco y señoril en los ademanes, un hombre y un héroe en toda la
extensión de la palabra.
Fred el Gordo estaba deslumbrado al ver que en el indio todo era limpieza y
pulcritud, que no mancillaba la menor mancha o desarreglo; y la mirada de sus
ojillos pasaba tan elocuente de mí a Winnetou y de éste a mí, que comprendí que
estaba haciendo comparaciones entre ambos.
El apache manifestó:
—Pueden sentarse mis hermanos a fumar la pipa de la paz conmigo.
Y uniendo la palabra al hecho, se sentó en la hierba, metió la mano en el cinto
y sacó una pequeña cantidad de tabaco mezclado con hojas de cáñamo silvestre,
con lo cual llenó el calumet adornado de plumas. Nos sentamos a su lado. La
ceremonia de la pipa era imprescindible, porque sellaba el pacto que acabábamos
de cerrar y antes de fumarla no se avendría Winnetou a decir una sola palabra
respecto de nuestro plan.
Cuando el tabaco estuvo encendido, se levantó y echó una bocanada de
humo al cielo, otra a la tierra, y después de hacer una reverencia, otras bocanadas a
cada uno de los cuatro puntos cardinales. Luego volvió a sentarse y me alargó la
pipa diciendo:
—El Gran Espíritu oye mi juramento. Mis hermanos son como yo y yo como
ellos: desde ahora somos amigos.
Yo tomé el calumet, hice lo mismo que Winnetou había hecho, y acabé
diciendo:
—El Gran Mánitu, a quien veneramos, domina la tierra y los astros. Es mi
padre y tu padre, oh Winnetou; somos hermanos y nos sostendremos uno a otro en
todos los peligros. La pipa de la paz ha renovado nuestra alianza.
Luego cedí la pipa a Walker, que echó el humo a su vez en las consabidas
direcciones y terminó diciendo:
—Veo al gran Winnetou, al caudillo más grande de los mescaleros, aspiro el
humo de su pipa y soy su hermano. Sus amigos son mis amigos, y sus enemigos mis
enemigos, y nunca se romperá esta unión que hoy estrechamos.
Volvió a sentarse y devolvió la pipa a Winnetou, que continuó fumando.
Habíamos cumplido ya con los deberes de la etiqueta india y podíamos tratar
libremente de nuestros asuntos.
—Mi hermano Charlie debe referirme ahora lo que le ha pasado, y cómo es
que sigue las huellas de los siux-oguelalás —manifestó entonces Winnetou.
Accedí gustoso, pero en forma breve y sucinta, a su petición. Para darle
pormenores de todo lo que había ocurrido desde nuestra separación, quedaba aún
tiempo sobrado. Así es que terminé mi relato con el siguiente ruego:
—Mi hermano Winnetou debe decirme ahora todo lo que le ha pasado desde
que le dejé, y por qué le encuentro tan lejos del wigwam de sus padres, en los
cazaderos de los siux.
El apache dio una gran chupada al calumet y contestó:
—La tempestad arroja el agua de las nubes y el sol vuelve a levantarla hasta
ellas; lo mismo ocurre en la vida del hombre. Los días llegan y pasan. ¿Qué va a
contar Winnetou de los soles que se han desvanecido? El caudillo de los
siux-dakota me ofendió; le perseguí y le despojé del scalp. Su gente me persiguió;
pero yo borré mis huellas y volví a sus wigwams y me apoderé de la señal de mi
victoria, que cargué en el caballo de su caudillo. Ahí está.
Con tan pocas y sencillas palabras relataba aquel indio una hazaña en cuya
narración otro habría pasado hora tras hora. Pero esta brevedad le caracterizaba.
Desde las orillas del Río Grande del Sur había perseguido a su enemigo hasta las
márgenes del Milk River, al Norte de los Estados Unidos, meses seguidos,
atravesando selvas vírgenes y pampas interminables, hasta dar con él y vencerle en
singular combate, a pecho descubierto como enemigo leal, y luego se había atrevido
a penetrar en el mismo campamento de su adversario para despojar a la tribu de sus
más preciosos trofeos. Era un golpe inimitable, único, y el héroe lo refería con tanta
modestia y naturalidad. Luego prosiguió:
—Mis hermanos persiguen a los oguelalás y a los blancos que se llaman
railtroublers, y para eso se necesitan excelentes caballos. ¿Acepta mi amigo Charlie el
corcel del siux-dakota? Tiene el potro una escuela india excelente y mi hermano la
conoce mejor que ningún otro rostro pálido.
Como ya en otra ocasión me había regalado Winnetou un magnífico caballo,
pensé que debía rechazar la nueva dádiva, y repuse:
—Pido permiso a mi hermano rojo para cazarme yo mismo el caballo que
necesito. El corcel del Dakota debe continuar llevando tu botín de guerra.
Winnetou movió negativamente la cabeza y replicó:
—¿Por qué se empeña mi hermano en olvidar que todo lo mío es suyo? ¿Por
qué intenta perder un tiempo precioso en una caza que puede delatarnos a los
oguelalás? ¿Cree que Winnetou llevará consigo el botín durante la persecución de
los bandidos? Winnetou lo enterrará y el caballo quedará libre de su carga. ¡Howgh!
Como no tenía razones que oponer, hube de aceptar el nuevo regalo, que
desde que lo vi llamaba cada vez más poderosamente mi atención. Era un tordo de
matiz muy oscuro, de poca alzada y miembros finos y proporcionados, pero tan
flexibles y musculosos que daba gusto verle moverse. Las largas crines le cubrían el
esbelto cuello y la cola casi barría la tierra; el interior de sus ollares tenía ese color
rojo que tanto gusta a los indios, y en sus grandes e inteligentes ojos había tanto
fuego como prudente reflexión, todo lo cual constituía pruebas claras de que su
jinete podía poner en él plena confianza. Fred observó:
—¿Y la silla? Supongo que no irá usted a montar en la albarda, Charley.
—Eso es lo de menos —le contesté—. ¿No ha visto usted nunca con qué
habilidad convierten los indios la albarda en silla de montar? ¿No ha presenciado
usted la fabricación instantánea de ese artefacto con la piel todavía humeante de un
animal acabado de cazar? Ya verá usted cómo mañana quedo provisto de la silla
que me hace falta, y que usted mismo me envidiará por lo cómoda y agradable.
Winnetou asintió sonriendo a mis palabras y dijo:
—Winnetou ha visto, no muy lejos de aquí, impresas en las arenas del río, las
huellas de un lobo grande. Antes que se haya puesto el sol tendremos su piel y su
costillar, con lo cual haremos una buena silla. ¿Han comido mis hermanos?
Le contestamos afirmativamente, y añadió él:
—Pues en marcha: vamos en busca del lobo y de un escondrijo para mi botín,
donde podamos además pasar la noche. En cuanto salga el sol seguiremos las
huellas de los railtroublers, que han destruido los coches del corcel de fuego y han
saqueado y matado a muchos de sus hermanos blancos. El Gran Espíritu está
colérico contra ellos y los pondrá en nuestras manos, porque, según las leyes que
rigen en la pampa, han merecido la muerte.
Nos alejamos del lugar en que habíamos tenido tan inesperado como
afortunado encuentro, y poco después dimos con el lobo, que era de los que los
indios llaman coyotes. Lo matamos, y horas después, al amor de la lumbre,
fabricamos mi silla de montar. Al día siguiente enterramos allí mismo el botín de
Winnetou, consistente en varias armas indias y bolsas de municiones y medicinas, y
señalamos el sitio con objeto de que nos fuera fácil volver a encontrarlo.
Luego echamos a andar en persecución de los asesinos, que se habrían
sonreído desdeñosamente si hubieran sabido que tres hombres solos los seguían
para pedirles cuenta de sus infamias; ellos cuya superioridad en número era tan
grande…
Capítulo 4
Los oguelalás
Cuando al día siguiente emprendimos la marcha demostró mi tordo ser un
caballo excelente. Un jinete ignorante de la escuela india no habría podido tenerse
un momento en la silla; pero el animal y yo nos entendimos a las mil maravillas en
cuanto me tuvo sobre sus lomos. Esto contribuyó a aumentar el respeto que ya
inspiraba yo a Walker el Gordo, a quien yo sorprendía contemplándome a menudo
con miradas inquisitivas. Al parecer no le cabían en la cabeza las consideraciones
que Winnetou me guardaba. A sus ojos, aquella amistad extraordinaria que el indio
manifestaba por un cazador sin renombre, tenía mucho de fantástico.
El viejo Victory se portaba bien; así es que avanzamos con gran rapidez. Al
mediodía llegamos al último campamento de los railtroublers, lo cual nos dio a
comprender que los habíamos avanzado en media jornada. Las huellas que
seguíamos se alejaron del riachuelo para atravesar un largo valle lateral regado por
otro arroyo sinuoso. Observé que desde aquel momento el apache no apartaba los
ojos del suelo más que alguna que otra vez, para fijarse en el bosque que por la falda
de dos colinas bajaba hasta el fondo del valle.
Por último detuvo en seco su caballo y se volvió a mí, que iba
inmediatamente detrás de él, para decirme:
—¡Uf! ¿Qué le parece a mi hermano blanco de este camino?
—Que conduce a la cúspide de las colinas.
—¿Y qué más?
—Que detrás está el término del viaje de los bandidos.
—¿Entonces sospecha mi hermano lo que hay ahí?
—La dehesa de los oguelalás.
Winnetou asintió con un movimiento de cabeza y me dijo:
—Mi hermano Charlie, que conserva aún la mirada del águila y el olfato de
la zorra, está en lo cierto.
Y siguió caminando con precaución.
—¿Qué es eso? —observó Walker—. ¿Qué dices de dehesa de los oguelalás?
—Ya te pregunté si creías posible que tres indios solos se unieran a tan gran
número de blancos sin tener motivos especiales para ello —le contesté—. En
Occidente siempre son más los rojos que los blancos, y lo mismo sucederá ahora.
—Pues no te entiendo.
—Los tres oguelalás han ido con los railtroublers en calidad de vigilantes.
—¿Por qué? ¿Para qué, si se puede saber?
—Vaya, no te molestes, querido Fred; pero cualquiera diría que se han
trocado los papeles y que eres tú ahora el greenhorn.
—No veo la razón de eso.
—¿Crees que pueda correr por la comarca una partida de granujas blancos
sin que se enteren los rojos?
—Claro que no.
—¿A qué obligarán, pues, a los blancos?
—Ya sé; a ponerse bajo su tutela y protección.
—¿Y piensas que se la otorguen de balde?
—No; tendrán que pagar el favor.
—¿Con qué?
—Pues con lo único que tienen: el producto de sus crímenes.
—¿Y no sabes a qué nos referíamos hace un instante Winnetou y yo?
—Entendido: los blancos han asaltado el tren a fin de tener con qué pagar el
tributo que deben, y los tres indios irían como testigos y vigilantes.
—Acaso sea así y acaso no. Lo único que podemos dar por seguro es que
nuestros dignos hermanos de raza van a juntarse con un numeroso núcleo de
oguelalás. Ya te lo manifesté en la vía férrea. Mas no será para echarse a la bartola y
darse buena vida.
—Claro que no.
—De modo que se juntan para proyectar alguna nueva infamia, tanto más
cuanto que la última les ha salido tan bien.
—¿Y qué será?
—Tengo mis sospechas.
—Sería mucho pedir que adivinaras lo que proyecta una gentuza que no has
visto siquiera. Charley, mucho respeto te tengo por lo que de ti he visto, pero hasta
creer que adivines lo futuro no llego.
—Ya veremos. Yo he estudiado bastante a los indios para conocer su modo
de ser y de obrar. ¿Y sabes de qué modo se adivina mejor lo que intenta hacer un
hombre?
—Sepámoslo.
—Poniéndonos en la situación en que él se encuentra, teniendo en cuenta su
carácter y su temperamento. ¿Quieres que me atreva a decirte desde ahora mismo
cuáles son sus planes?
—Excitas mi curiosidad.
—Pues voy allá: ¿dónde habrá declarado el conductor del tren lo ocurrido?
—En la estación siguiente, como es natural.
—De allí saldrán inmediatamente todos los hombres disponibles para el
lugar del suceso, y luego emprenderán la persecución de los criminales. ¿No es eso?
—Indudablemente.
—Con lo cual la estación quedará desguarnecida de personal, y podrá ser
asaltada sin gran riesgo.
—Ahora comprendo adónde vas a parar.
—¿Verdad que sí? Las estaciones son transitorias aún. Falta, pues, saber en
qué punto hay gente sobrada para poder deshacerse de un destacamento, y yo
opino que debe de ser en Echo-Cannon.
—Charley, creo que no vas descaminado. Los bandidos y no menos los rojos
saben tan seguramente como nosotros que el lugar queda así desguarnecido.
—Si añadimos, además, a eso, que los siux desentierran sus flechas de guerra
y que se han pintarrajeado con los colores de ella, no cabe duda que proyectan
alguna expedición de saqueo, y hay motivo para creer que la dirigirán contra
Echo-Cannon. Pero, mira; ya estamos en el manantial del arroyo. Ahora vamos a
subir la cuesta, y se acabó la conversación.
Subimos por entre la espesura, escalando la colina penosamente, pues el
terreno era malo, y cada paso adelante requería grandes precauciones. La cumbre
de la colina formaba una meseta que descendía a un valle, donde poco después
descubrimos un riachuelo que corría hacia Oriente.
Allí habían echado sin duda una siesta nuestros perseguidos, siguiendo
después la corriente, que más allá se desvía hacia el Norte. Pasamos varias cañadas
y algunos barrancos y las huellas volvieron a hacerse más visibles, señal de que
eran recientes; de modo que hubimos de aumentar también las precauciones.
Al anochecer logramos escalar un monte, y ya íbamos a bajar por la
pendiente opuesta, cuando el apache detuvo su caballo y señaló con el brazo
extendido un punto, diciendo con voz bronca:
—¡Uf! ¡Uf!
Nos paramos y miramos en la dirección indicada. Abajo, a mano derecha se
extendía una pequeña llanura, cuya circunferencia debía de ser de una hora. Estaba
abierta por todos lados y cubierta de hierba sobre la cual se levantaba gran número
de tiendas indias; entre éstas reinaba gran animación. Los caballos pacían en
libertad y muchos hombres trajinaban afanosos. Acababan de hacer carnada, pues
se veían aún en el suelo esqueletos enteros de bisontes, y en cuerdas tendidas entre
postes había puestos a secar grandes trozos de carne. Al verlos murmuró Fred:
—Son oguelalás.
—¿Ves como tenía yo razón? —le dije.
—Treinta y tres tiendas —añadió él.
El caudillo de los apaches, que tenía la vista clavada en el llano, observó a su
vez:
—¡Naki gut esnontin Nagoya! (¡Doscientos guerreros!).
—Los blancos están con ellos —indiqué yo—. Lo más seguro es contar los
caballos: así no hay error.
Teníamos la planicie a nuestros pies y pudimos contar cómodamente los
caballos, que eran doscientos cinco. Para expedición de caza era muy escasa la carne
muerta, aunque es verdad que aquel valle no se prestaba a una caza abundante.
Tratábase, pues, de una expedición, lo cual se demostraba también por los escudos
que veíamos con profusión. En la caza el escudo sirve más bien de estorbo que de
ayuda, así es que los indios suelen prescindir casi siempre de él. La tienda más
grande estaba algo apartada de las demás, y las plumas de águila que adornaban su
vértice nos hicieron comprender que era la vivienda del cacique.
—¿Qué dice a esto mi hermano Charlie? ¿Permanecerán ahí mucho tiempo
esos sapos? —me preguntó Winnetou.
—No lo creo.
—¿En qué te fundas para suponerlo, Charley? —añadió Fred—. Esa
contingencia es tan importante y tan grave para nosotros que no debieras afirmarlo
tan a la ligera.
—Fíjate en los esqueletos de bisonte, Fred, y con ello no necesitas más
respuesta.
—No entiendo.
—Los huesos están ya blanqueando, señal de que les da el sol desde hace
cuatro o cinco días; y eso indica que también a la carne le falta poco para estar seca.
¿No es así?
—En efecto.
—Pues ya pueden los indios partir. ¿Crees por ventura que van a estarse
quietos aquí echando una partida de ajedrez o de damas?
—Me andas buscando las cosquillas, amigo mío. Pero te advierto que
solamente lo dije para tirarte de la lengua. Mira: ya sale uno de la tienda. ¿Quién
será?
El apache se metió la mano en el bolsillo y sacó un catalejo, artefacto harto
extraño en manos de un indio. También Walker se sorprendió al verlo; pero
Winnetou, que había estado en las ciudades de Oriente, se lo había agenciado y
sabía manejarlo. Extendió los tubos y se puso a mirar con (objeto de ver si conocía al
indio de quien había hablado Fred. Al quitárselo de los ojos y entregármelo a mí vi
cruzar por su rostro aquellos sombríos nubarrones precursores de la tempestad en
su ánimo y le oí decir entre dientes:
—¡Ko-itse, el mentiroso y traidor! Winnetou hundirá el tomahawk en su
cráneo.
Entretanto me puse a contemplar con el anteojo al oguelalá apostrofado.
Ko-itse significa «boca de fuego». El dueño de tal nombre era conocido en la pampa
y en toda la sierra como orador elocuente, guerrero de empuje y enemigo
irreconciliable de los blancos. Si habíamos de tratar con él, teníamos que ponernos
en guardia desde el principio.
Alargué el anteojo a Walker, diciendo:
—Conviene que nos ocultemos: hay más caballos que hombres a la vista y
aunque muchos de éstos estén descansando en las tiendas, también puede haber
algunos vagando por la comarca.
—Aguarden aquí mis hermanos —observó el apache—. Winnetou buscará
un sitio donde ocultarnos.
Y desapareció en la espesura, tardando bastante en volver. Entonces nos
condujo a lo largo de la loma hasta un lugar en que la carrasca era tan espesa que
resultaba casi impenetrable, y en cuyo interior había sitio suficiente para nosotros y
nuestros caballos, a los cuales atamos, mientras el indio volvía a borrar las huellas
de nuestro paso.
Allí permanecimos ocultos hasta que se hizo de noche, tendidos sobre la
aromática hierba, dispuestos a ponernos en pie en cuanto sonara el menor ruido
sospechoso y a tapar las narices de nuestros caballos a fin de que no nos vendieran
con sus resoplidos. Cuando la oscuridad fue completa se deslizó afuera el apache,
que volvió al poco rato con la noticia de que en el campamento se habían encendido
varias hogueras.
—Esa gente se considera segura —observó Fred—. ¡Si sospecharan que
estamos tan cerca!
—Deben de suponer que se los persigue —contesté yo—. De modo que si
aun así se consideran seguros, es porque están convencidos de que los de la
estación no han podido llegar todavía. Esto me induce a creer que mañana
emprenderán la marcha, y convendría averiguar alguna cosa en ese sentido.
—Winnetou irá a espiarlos —dijo el apache.
—Y yo le acompañaré —contesté—. Fred se quedará al cuidado de los
caballos. Desde luego dejaremos aquí los rifles, pues sólo nos servirían de estorbo.
Con el cuchillo y el tomahawk basta, y en caso extremo se apela al revólver.
Nuestro amigo Walker se conformó a quedarse de buen grado. Era valiente,
sin duda alguna, pero cuando no había necesidad no le gustaba exponer la vida, y
realmente era arriesgada la empresa de bajar al valle y espiar a los oguelalás. Si nos
descubrían podíamos darnos por perdidos.
Faltaban tres o cuatro días para la luna nueva, y el cielo estaba anubarrado,
sin que luciera una estrella por entre el negro celaje. Era, finalmente, una noche que
ni hecha a propósito para nuestro objeto. Avanzamos a tientas por la espesura hasta
llegar al sitio en que habíamos hecho alto aquella misma tarde.
—Winnetou irá por la derecha y su hermano Charlie por la izquierda —me
dijo el apache, y se evaporó silenciosamente en la oscuridad de la selva.
Como me había indicado mi compañero, me arrastré por la ladera abajo,
sorteando arbustos y peñas con movimientos de serpiente, hasta llegar al fondo del
valle, a poca distancia de las hogueras. Con el cuchillo entre los dientes, me eché
cuan largo era al suelo y avancé después poco a poco hacia la tienda del caudillo,
que estaría a unos doscientos pasos de donde me encontraba yo. Ante ella ardía una
gran fogata, pero la sombra que proyectaba la tienda me protegía.
Avancé pulgada a pulgada. Como el viento me era contrario, no temía que
me delatara el olfato de los caballos, que advierten al indio la proximidad de un
extraño con fuertes resoplidos. En este punto había de luchar Winnetou con
mayores dificultades que yo.
Habría pasado más de media hora antes de poder recorrer el trayecto que me
proponía. Por fin llegué a tocar el cuero de bisonte de que estaba formada la tienda,
y tuve a los hombres que estaban sentados junto a la hoguera a unas ocho varas de
distancia. Hablaban animadamente en inglés, y cuando pude sacar un poco la
cabeza para contemplarlos, advertí que eran cinco blancos y tres indios. Estos
últimos se mantenían muy callados: sólo el blanco suele levantar la voz en los
vivaques, mientras el indio, precavido y reservado, habla más por señas que con
palabras. También el fuego ardía a su antojo, y no sofocado a estilo indio.
Uno de los blancos era un hombre alto y barbudo, con la frente marcada por
una cicatriz. Era el que llevaba la voz cantante, y la manera de escucharle los demás
daba a entender que ejercía sobre ellos gran autoridad. Yo podía oír todo lo que
hablaba aquella gente.
—¿Qué distancia hay de aquí a Echo-Cannon? —preguntó uno de ellos.
—Cien millas, aproximadamente —contestó el barbudo—. En tres jornadas
se hace el viaje.
—Pero ¿y si nuestros cálculos fallasen? ¿Y si no hubieren pensado en
perseguirnos y además el personal estuviera allí completo?
El hombre alto soltó una risotada despectiva y contestó:
—¡Qué disparate! Puedes tener por seguro que nos persiguen: hemos
procurado que nuestras huellas queden bien claras para que nos sigan. En el asalto
ha habido más de treinta víctimas, y el botín que hemos hecho no es grano de anís.
Así es que no van a dejarlo pasar sin hacer por lo menos una tentativa para
echarnos la zarpa.
—Si es como dices podemos darlo por hecho —observó otro—. ¿Cuánta
gente habrá en Echo-Cannon, Rollins?
—Unos ciento cincuenta —replicó el interpelado—, y todos bien armados.
Además, hay depósitos bien provistos, cantinas admirablemente surtidas, sin
contar los fondos de construcción y administración, que no deben de estar vacíos.
Sé positivamente que esa estación está encargada de pagar todos los gastos de
personal y tráfico entre Green-River y Promontory, un recorrido de más de
doscientas treinta millas, de modo que dará para repartir muchos miles de dólares.
—¡Eso, eso es lo que hay que buscar! ¿Y crees tú que lograremos despistar a
los que nos persigan?
—¿Pues no lo he de creer? Calculo que estarán aquí mañana por la tarde, de
modo que hemos de salir antes que amanezca; iremos primero hacia el Norte, y
luego nos dividimos en tantos grupos que no sepan qué dirección tomar. Después
cada grupo borrará sus propias huellas y en Greenfork nos reuniremos todos.
Desde allí evitaremos cuidadosamente pasar por terrenos descubiertos y a los
cuatro días estaremos en Echo-Cannon.
—¿Enviaremos escuchas por delante?
—¡Naturalmente! Los escuchas se adelantan, entran en el Cannon y nos
aguardan en el Painterhill. Aunque esos obreros estuvieran todos en el Cannon, no
importa: somos muchos más, y antes que piensen echar mano a las armas,
habremos dado cuenta de ellos.
Nunca con mayor oportunidad hice de espía, pues lo que averigüé entonces
era mucho peor de lo que sospechábamos. Ya sabía bastante, y no había para qué
continuar en aquella situación comprometedora, donde el menor incidente podía
revelar mi presencia. Lentamente fui retrocediendo a rastras, teniendo cuidado de ir
borrando mi huella para que no se enteraran al día siguiente de que habían sido
espiados. Como tenía que hacerlo todo a tientas, palpando y enderezando matas y
plantas oprimidas bajo mi cuerpo, tardé, indudablemente, más de una hora en
llegar al borde de la espesura, donde pude respirar ya con tranquilidad.
Me llevé entonces las manos a la boca e imité con toda fidelidad el croar del
sapo verde, que era la señal de retirada que había convenido con Winnetou; yo
sabía que éste, al oírlo, emprendería el regreso. A los indios no podía sorprenderles
aquella voz, por ser natural la presencia de tal batracio en la hierba húmeda y a las
horas en que suelen dejarse oír. Prefería ser yo el que diera la señal, pues hallándose
el apache en la dirección del viento podía ser descubierto fácilmente. Lo averiguado
era más que suficiente para determinar nuestro plan de campaña, y convenía
advertir a mi compañero que había sido logrado nuestro propósito.
Según iba escalando la ladera iba borrando las huellas, y di gracias a Dios
cuando hube llegado a nuestro escondite con toda felicidad.
—¿Qué hay? —preguntó Fred ansiosamente.
—Espera a que vuelva Winnetou.
—¿Para qué? Ardo en impaciencia.
—Pues aguántate. A mí no me gusta hablar en balde y así tendría que
referirlo dos veces.
Fred tuvo que resignarse, aunque le parecía una eternidad lo que tardaba el
apache. Por fin oímos crujir las ramas, y de pronto sentí a Winnetou a mi lado.
—¿Dio mi hermano la señal? —me preguntó.
—Sí.
—¿Entonces ha tenido suerte?
—Sí. ¿Qué ha averiguado el caudillo apache?
—Nada. Necesitó mucho tiempo para pasar sin ser sentido cerca de los
caballos, y cuando por fin se acercaba a la hoguera sonó el canto del sapo y
retrocedió, pero de paso tuvo que borrar sus huellas y así no pudo regresar tan
pronto como quería.
—He oído todo lo que deseábamos saber.
—Mi hermano blanco es afortunado cada vez que espía al enemigo. Dígame
lo que sabe.
Yo referí todo lo ocurrido y al terminar dijo Fred:
—Tus sospechas han resultado ciertas. ¡Qué bien adivinaste el asalto de
Echo-Cannon!
—No era difícil.
—¿Qué tipo tiene ese hombre largo? ¿Dices que tiene la frente surcada por
una cicatriz?
—Sí.
—¿Y barba larga?
—Sí.
—Es el que busco, aunque antes iba afeitado. La cicatriz se la ganó en el
asalto de una hacienda cerca de Leavenworth. ¿Cómo le llaman sus compañeros?
—Rollins.
—Hay que llevarle la cuenta, pues ése es el cuarto nombre falso que le
conozco. ¿Qué hacemos? No creo que vayamos a sacarlo hoy de entre sus
compinches…
—Eso es imposible. Además, que no será él el solo cuyo castigo te importe,
ya que sus compañeros son tan culpables como él. Voy a advertirte una cosa, Fred;
en todas mis expediciones he cuidado siempre de no derramar sangre humana, lo
más precioso que hay en la tierra. He preferido siempre sufrir daños y perjuicios a
emplear el arma mortífera, y sólo en casos extremos y en legítima defensa, y aun
entonces he preferido inutilizar al enemigo a quitarle la vida…
—¡Ah! —observó entonces Fred Walker—. Entonces sigues el sistema de Old
Shatterhand que dicen que no mata a un indio sino cuando no le queda otro
remedio. Ése no yerra un tiro cuando se trata de exterminar a una fiera dañina; pero
cuando tiene delante a su peor enemigo, se conforma con deshacerle un brazo o una
pierna o quitarle el sentido de un puñetazo.
—¡Uf!
Esta exclamación de sorpresa fue lanzada por el apache, quien comprendió
entonces que Walker ignoraba que estaba hablando con el mismo Old Shatterhand.
Hice caso omiso del asombro de Winnetou, y dije:
—A pesar de lo cual no se me pasa por la cabeza dejar a semejantes bandidos
campar por sus respetos, pues eso sería convertirme en cómplice suyo y entregar a
gente indefensa a semejante jauría. Claro está que no podemos sacar a Haller de
entre sus compañeros para darle su merecido, pero me habría sido fácil inutilizarle
pegándole un tiro de ésos que no fallan. Pero, lo repito, no me gusta el papel de
asesino ni de verdugo, y además creo que darle una muerte tan rápida al infame
que ha hecho tantas y tan crueles fechorías, antes sería recompensa que castigo. De
modo que mi plan estriba en entregar a toda la banda a la justicia, lo cual sólo
puede lograrse dejándolos marchar tranquilamente al punto amenazado.
—¿Y nosotros?
—Pues nosotros les tomamos la delantera y avisamos y ayudamos a la gente
que ellos quieren sorprender.
—Perfectamente: la idea no es mala. Acaso logremos cogerlos vivos a todos;
pero ¿no seremos pocos contra tantos?
—Los perseguimos siendo sólo tres sin temor alguno. Conque mucho menos
nos han de asustar cuando nos unamos al personal de Echo-Cannon.
—Estará muy reducido. La mayoría habrá salido en persecución de los
forajidos.
—Nos cuidaremos de avisarlos a tiempo para que regresen inmediatamente
a la estación.
—¿De qué manera?
—Escribiré un papel que clavaré en un árbol en sitio por donde hayan de
pasar siguiendo las huellas de la partida.
—¿Y lo creerán? Pueden tomarlo por una estratagema de los bandidos a fin
de librarse de la persecución.
—Ya los habrá enterado el conductor de nuestro tren de que dos pasajeros se
quedaron en tierra, y habrán encontrado nuestras huellas. Además daré el aviso en
forma que merezca crédito; luego les aconsejaré que eviten el Greenfork y el
Painterhill, por reunirse en el primero los grupos dispersos y hallarse en el segundo
los dos escuchas enemigos. Estos últimos no deben ver que los ferroviarios regresan
a la estación, y así les advertiré que den la vuelta al Cannon por el Sur.
—¡Uf! —exclamó Winnetou—. Debemos ponernos en marcha.
—¿Ya? —dijo Walker.
—El sol debe vernos ya lejos de aquí cuando salga.
—¿Y si mañana encuentran nuestras huellas?
—Los perros de los oguelalás van derechos al Norte, y ninguno subirá a esta
altura. ¡Howgh!
Y sin decir más se puso en pie y se fue a desatar su caballo. Nosotros
seguimos su ejemplo, sacamos los animales de la espesura, montamos y
desanduvimos el camino que habíamos recorrido. No había que pensar ya en
dormir.
Estaba oscura la noche, como antes, y sólo westmen como nosotros podían
atreverse a andar por un terreno tan difícil al través de la selva virgen, y seguir una
pista que no podíamos ver. Un jinete europeo se habría apeado para llevar a su
caballo de la brida; pero los cazadores de la selva saben que sus caballos tienen
mejor vista que ellos. En aquella ocasión volvió a mostrársenos Winnetou en toda la
plenitud de su valer: iba delante guiándonos, saltando arroyos y peñas por monte y
por llano, y ni una sola vez le vi titubear respecto de la dirección que debía seguir.
Mi tordo se portaba a las mil maravillas, y el viejo Victory soltaba de cuando en
cuando un resoplido de mal humor, pero sin quedarse atrás un paso.
Cuando empezó a amanecer nos encontramos a unos quince kilómetros del
campamento de los oguelalás y pudimos picar espuelas. Nuestra dirección era por
de pronto hacia el Sur, y en cuanto llegamos a un lugar conveniente nos detuvimos.
Saqué mi libro de notas y arranqué una hoja, que prendí en el tronco de un árbol
por medio de un palito puntiagudo, de modo que fuera bien visible a todo
caminante que pasara por allí. Luego tomamos la dirección Sudoeste.
Capítulo 5
El avemaría
Al mediodía pasamos el Greenfork, pero a gran distancia del punto en que
debían reunirse los diferentes grupos de oguelalás, los cuales tenían orden de evitar
el terreno abierto y debían, por lo tanto, dar rodeos para mantenerse siempre dentro
de la selva, mientras nosotros íbamos cortando camino en línea recta sin descansar
un momento hasta que empezó a declinar el sol.
Desde la madrugada habíamos recorrido más de sesenta y cinco kilómetros,
y era admirable que el viejo Victory resistiera tan larga jornada. Atravesábamos un
barranco entre dos alturas que se estrechaban mucho, y donde nos disponíamos a
buscar un lugar adecuado para pernoctar, cuando de pronto se alejaron las colinas y
nos encontramos en la entrada lateral de un valle bastante grande, cuyo centro
estaba ocupado por un pequeño lago, alimentado por un riachuelo procedente del
Este y que, abriéndose paso por el valle, se dirigía a Occidente.
Ante aquella hondonada que no esperábamos detuvimos sorprendidos los
caballos. Mas no era el paraje lo que causaba nuestro asombro, sino el ver la colina
opuesta completamente talada y cubierta de prados en que pacían caballos, bueyes,
cabras y ovejas. Al pie de la misma divisamos cinco grandes edificios con cabañas
laterales, muy parecidos a nuestras haciendas alemanas, y en la cumbre más alta
una capillita con una gran cruz y un Cristo tallado en madera.
Junto a la capilla estaban varias personas que no debían de habernos visto
aún, pues miraban hacia Poniente, donde la esfera dorada del sol iba hundiéndose
lentamente en el horizonte. Al teñir con sus rayos el agua del riachuelo de
espléndidos matices, sonó la argentina voz de la campana de la capilla.
Allí, en medio de parajes agrestes, cercada por la selva, se levantaba la efigie
del Crucificado, y en los mismos senderos de guerra de los crueles indios, surgía la
capillita cristiana. Conmovido me descubrí y recé en silencio, pero fui interrumpido
por el apache que me preguntaba:
—¿Ti ti? (¿Qué es?).
—Un settlement (colonia) —contestó Walker.
—¡Uf! Winnetou ya ve la colonia; pero quiere saber qué sonido es ése.
—El de la campana que toca la oración vespertina: el Avemaría.
—¡Uf! —replicó el apache lleno de asombro—. ¿Qué quiere decir oración
vespertina, y qué es Avemaría?
—Aguarde mi hermano rojo —le dijo Fred al verme a mí con las manos
cruzadas.
En cuanto se hubo extinguido la última campanada, se oyó de pronto un
coro de cuatro voces en lo alto del monte. Me puse a escuchar, sorprendido por el
himno, pero aun más por el texto, que reproduzco aquí:
Muere la luz del día
Y comienza la noche silenciosa.
¡Ay, si los dolores del alma pasaran tan pronto como el brillo del sol!
A tus pies deposito todos mis anhelos, Rogándote los lleves ante el trono de Dios.
Yo te envío, Señora, mi saludo con las frases de mi canción. ¡Ave, Ave, María!
¡Cómo! ¿Qué estaba oyendo? ¡Si era mi propia poesía, mi Avemaría! ¿Cómo
había penetrado hasta las soledades de las Montañas Rocosas? Me quedé al
principio perplejo; pero cuando las sencillas y conmovedoras armonías bajaron del
monte como una corriente celestial e invisible que anegaba el valle, me sentí
arrastrado como por una fuerza irresistible, mi corazón quiso ensancharse hasta
abarcar lo infinito y las lágrimas humedecieron mis mejillas, curtidas por todos los
vientos del mundo.
En Chicago, hacía ya muchos años, me había pedido un director de orquesta,
amigo mío, letra para un Avemaría que pensaba componer. Yo me dispuse en el
acto a complacerle, y cuando más adelante llegué a oír su composición en un
concierto, hube de confesar que había hecho una obra maestra. El público
recompensó la audición con tales aplausos que tuvo que repetirse dos veces.
Y ahora volvía a oír el himno mariano en aquel desierto en que apenas podía
sospecharse la presencia de un indio, cuanto más la de un coro musical tan
adiestrado. Cuando las últimas notas del himno se apagaron, cogí mi rifle, disparé
una salva y piqué espuelas a mi caballo. A galope tendido atravesé el valle, salvé de
un salto el riachuelo y me acerqué a las rústicas viviendas, sin volver siquiera la
cabeza para ver si me seguían los compañeros.
Mis disparos habían retumbado en el valle, despertando sus ecos. Las
puertas de las casas se abrieron y aparecieron en ellas algunos de sus moradores,
indagando asustados el motivo de aquel tiroteo. Al ver a un blanco en traje
semi-civilizado se tranquilizaron y aguardaron mi llegada.
Delante de la puerta de la primera casa estaba una viejecita vestida con
sencillez y limpieza, cuyo aspecto denotaba un trabajo asiduo y continuo, y cuyo
rostro, coronado por cabellos blancos como la plata, respiraba la paz sonriente y
venturosa, propia del alma que vive confiada y tranquila con el esposo amado.
—Good evening, grand-mother (Buenas tardes, abuela). No se asuste usted, por
Dios: somos honrados corredores de la selva. ¿Nos permite usted que nos apeemos
aquí? —le pregunté gratamente impresionado.
La vieja asintió sonriendo y contestó:
—Wellcome, sir (Bienvenido, caballero). Apéese en nombre de Dios. Los
hombres honrados son siempre bien recibidos en esta casa. Vea usted ahí a mi
marido y a mi Willy, que le ayudarán a usted a apearse.
Los cantores, sorprendidos por mis disparos, echaron a correr monte abajo, y
llegaban en aquel momento a las casas, guiados por un anciano de buen ver y un
mocetón gallardo y guapo. Detrás de ellos venían seis viejos más, otros más jóvenes
y varios muchachos, vestidos todos con el traje fuerte y resistente de los hombres de
la selva. Los demás que habían salido de las casas fueron acercándose también,
mientras el viejo, alargándome la mano con expresión franca y leal, me saludó
diciendo:
—¡Bien venido a «Helldorf-Settlement»! ¡Qué alegría la de volver a ver a un
hombre de fuera! ¡Bien venido!
Me apeé de un salto y respondí:
—Gracias, señor: no hay en el mundo cosa que más alegre la vista que la de
un rostro afectuoso. ¿Tiene usted albergue para tres viajeros cansados?
—¡Ya lo creo! Siempre hay sitio en mi casa para un hombre como usted.
Habíamos hablado en inglés hasta entonces, cuando, acercándose uno de los
mozos, dijo, después de contemplarme un rato:
—Señor Hillmann, con el señor puede usted conversar en alemán. ¡Hurra,
qué honra y alegría nos causa su visita! A ver si adivina usted quién es…
El viejo Hillmann me miró sorprendido y preguntó:
—¿Conque es un compatriota? ¿Le conoces?
—Sí, aunque he tenido que hacer un esfuerzo para recordarlo. ¿Verdad que
es usted el autor del Avemaría que acabamos de cantar?
Entonces fui yo el sorprendido y hube de contestar:
—En efecto; pero ¿de dónde me conoce usted?
—De Chicago: yo pertenecía al orfeón del maestro Balding, que puso en
música su poesía. ¿No se acuerda usted de cuando se estrenó? Yo era entonces
barítono, y hoy soy bajo, bajo profundo, por lo mucho que me ha bajado la voz.
—¡Un alemán!… ¡Un conocido de Bill!… ¡Un poeta! ¡El autor de nuestra
Avemaría! —gritaron todos a la vez tendiendo las manos para estrechar la mía, y
repitiendo continuamente: «¡Bien venido, bien venido!».
Fue para mí un momento de intensa alegría, como suelen experimentarse
pocos en el curso de la existencia. Entretanto habían llegado Winnetou y Fred. Al
ver al primero retrocedió aterrada aquella buena gente; pero yo los tranquilicé
diciendo:
—Les presento a Fred Walker, el pampero, y a Winnetou, el famoso caudillo
apache, que no debe inspirarles el menor cuidado.
—¿Winnetou? ¿Es posible? —exclamó el viejo Hillmann—. Me han contado
muchas hazañas de ese famoso indio, y todas buenas. No creí llegar a conocerlo, y
nos concede un gran honor al hospedarse en nuestra casa, pues sé que es tan ilustre
y digno como un príncipe de sangre real.
Y descubriendo la encanecida cabeza tendió la mano al caudillo, añadiendo:
—I am your servant, sir. (Servidor de usted, caballero).
Confieso que aquella expresión de respeto ante un indio me hizo sonreír
ligeramente; pero era leal y franca. Winnetou, que entendía y hablaba bien el inglés,
contestó:
—Y Winnetou es su amigo, pues ama a los blancos que son buenos y
honrados.
Entonces comenzó una animada disputa respecto de quién iba a
hospedarnos. Hillmann puso fin a ella manifestando:
—Han echado pie a tierra delante de mi casa. Por lo tanto, me toca a mí
darles albergue; pero a fin de que no os consideréis defraudados, os convido a cenar
juntos en mi casa. Ahora dejemos a estos señores que tomen algún reposo, pues
vienen cansados.
Conformáronse los demás; nuestros caballos fueron alojados en una cabaña,
y nosotros entramos en la casa, en cuya sala principal nos recibió una mujer joven y
bonita, la esposa de Willy Hillmann. Todos se pusieron en movimiento para
procurarnos las mayores comodidades, y mientras tomábamos un ligero refrigerio,
al que debía seguir la cena con honores de banquete, nos refirieron todos los
asuntos de la colonia.
Todos los colonos procedían de Chicago, donde habían permanecido desde
su llegada a América. Eran oriundos de Fichtelgebirge, en Baviera. Al desembarcar
en los Estados Unidos habían trabajado juntos, apoyándose mutuamente a fin de
reunir el capital necesario para la adquisición de una hacienda. A fuerza de
privaciones y economía habían conseguido las cinco familias su objeto; pero al
decidir dónde habían de establecerse empezaron las dificultades. Un viejo westman
los aconsejó que se encaminaran a la comarca de los Tretons, llena de riquezas
incalculables e inexploradas, donde hallarían campos sembrados de ópalos, ágatas,
calcedonias y otras piedras semipreciosas, y como Hillmann era lapidario de
profesión, se entusiasmó al oírlo, y se decidieron todos por la comarca indicada.
Mas los prudentes alemanes convinieron en no poner toda su confianza en tales
tesoros, sino en buscar en la sierra un lugar apropiado para la industria agrícola y
ganadera, donde establecerse como squatters; y sólo cuando la hacienda marchase
por sí sola salir en busca de los campos de piedras preciosas de que les había
hablado el viejo westman. El buen Hillmann había salido, en efecto, de exploración y
había encontrado el lugar donde nos hallábamos, tan adecuado y conveniente para
la instalación agrícola proyectada; luego fueron los demás, y al cabo de tres años de
trabajos y afanes, podían ya vivir tranquilos y satisfechos con los resultados
obtenidos.
—¿Y han subido ustedes ya a los Tretons como pensaban? —les pregunté.
—Mi Willy y Bill Meinert, el conocido de usted de Chicago, intentaron el
otoño pasado subir allá, pero solamente llegaron hasta el lago de John Gray, pues
encontraron un terreno tan agreste e inaccesible que dieron la vuelta.
—Eso les pasó por no ser westman como es debido —observé.
—¡Oh, caballero! Yo me tengo por uno de ellos —insinuó el aludido Willy.
—Pues no le sepa a usted mal que le contradiga. Con tres años de roturar
una selva se llega a ser un buen settler, pero no un westman. Habrá usted querido
escalar los Tretons en línea recta, y todo westman sabe que eso es un imposible que
no se logrará ni en quinientos años, conque menos ahora en que todo está cubierto
de salvaje espesura. ¿Cómo quiere usted penetrar por entre la selva virgen, poblada
de osos y lobos, salvar precipicios y barrancos, en que no hay apoyo en que poner el
pie, y cruzar cañadas, detrás de cuyas rocas y salientes pueden acechar indios
sanguinarios? Debió usted dirigirse desde aquí al Salt River, o al John Gray’s River,
que desembocan a poca distancia uno de otro en el Snake River, aguas arriba del
cual debió usted emprender la marcha. Así tenía usted a la izquierda los Montes del
Snake River, luego los del Treton Pass, más tarde éste Paso mismo, y al fin la Treton
Range en una hilera de más de cincuenta millas. Claro está que dos hombres solos
no pueden acometer tan penosa y arriesgada exploración; es preciso que sean varios.
¿Y encontraron ustedes alguna piedra que valiera la pena?
—Algunas ágatas musgosas y nada más.
—Pues a ver lo que se hace: Winnetou conoce todas las vueltas y revueltas de
las Montañas Rocosas, y él nos dará algún indicio. Voy a preguntarle.
Como sabía que al caudillo le molestaba hablar de los tesoros de su tierra, y
que cuando lo hacía era solamente obligado y a disgusto, formulé mi pregunta en el
dialecto apache, aunque convencido de que Winnetou rehuiría la contestación. En
efecto, me respondió gravemente:
—¿Piensa mi hermano recoger oro y piedras?
Yo le expliqué el móvil de mi pregunta. El indio clavó los ojos en el suelo, y
después de examinar a los circunstantes con mirada sombría, observó:
—¿Accederéis a una petición del caudillo de los apaches?
—¿Cuál?
—Si volvéis a cantar la oración que oímos en el valle, Winnetou os dirá
dónde habéis de dirigiros para encontrar esas piedras que tanto deseáis.
Me quedé altamente sorprendido al oírle: ¿tan grande había sido la
impresión causada en él por el canto religioso, que ello le decidía a revelar los
secretos de la sierra?
—Cantarán lo que deseas —respondí.
—Si es así, investiguen los montes Gros Ventre, donde encontrarán gran
cantidad de pepitas de oro; y en el valle del río Beaverdam, que desagua en el
extremo meridional del lago Yellow Stone, hallarán muchas piedras.
Mientras daba a los colonos los datos requeridos, explicándoles la topografía
de los lugares que iba citando, se presentaron los demás invitados y hubimos de
dejar la conversación.
Poco a poco fue llenándose la sala de la casa, y celebramos una fiesta como
no había presenciado otra en el agreste Occidente. Los hombres recordaban las
antiguas canciones de la patria, y como buenos alemanes eran tan aficionados a la
música, que habían organizado un orfeón y ensayado coros. Hasta el viejo
Hillmann era un bajo aceptable; y así ocurrió que las lagunas de la comida se
llenaron con cantos patrióticos y regionales.
El apache escuchaba en silencio, hasta que por último me dijo:
—¿Cuándo piensa esta gente cumplir la palabra que me ha dado?
Me apresuré a recordar al viejo Hillmann su promesa, y acto continuo
entonaron todos el Avemaría. Mas en cuanto hubieron cantado la primera estrofa,
levantó Winnetou la mano para imponer silencio y exclamó:
—No; aquí, en la casa, no suena como ayer. Quiero oírlo en el monte.
—Tiene razón —asintió Bill Meinert. Este himno requiere el aire libre. Vamos
a complacerle.
El coro trepó monte arriba, y nosotros salimos al valle. Winnetou iba a mi
lado, pero de pronto noté que había desaparecido. Poco después resonaban desde
lo alto las ceremoniosas melodías:
Muere la luz del día…
Escuchamos llenos de silenciosa y profunda devoción. La oscuridad ocultaba
a los cantores y la capillita, y parecía como si el himno bajara del mismo cielo a la
tierra. El compositor no había empleado en su obra modulaciones efectistas, ni
artificiosas repeticiones, ni estudiados cambios de tema. La composición consistía
en acordes sencillos, y la melodía era ingenua y cándida como un canto de iglesia.
Mas esta sencillez, esta naturalidad en la solución armónica, daban al himno
aquella profunda y conmovedora ternura que penetraba en los corazones.
Ya había terminado el canto y aún seguíamos en el mismo sitio, silenciosos y
meditabundos, hasta que el regreso de los que habían ido a cantar nos sacó de
nuestro ensimismamiento. Entonces me di cuenta de que faltaba Winnetou. Pasó
más de una hora sin que volviera, y como nos hallábamos rodeados de la soledad
más absoluta, temí que le hubiera ocurrido algo. Preocupado, me eché el rifle al
hombro, y salí a buscarle, pero antes rogué que no me siguiera nadie a no ser que
oyeran algún tiro, pues sospechaba el motivo que había inducido a Winnetou a
buscar la soledad.
Siguiendo la dirección en que mi amigo se había alejado, llegué a orillas del
lago. En una roca que formaba un saliente dentro del mismo, divisé a Winnetou,
que estaba inmóvil y silencioso como una estatua. Lentamente me acerqué a él y me
senté a su lado sin decir palabra.
Pasó mucho tiempo sin que ni él ni yo hiciéramos el menor movimiento,
hasta que, por fin, extendiendo el brazo por cima de las aguas, dijo el indio en voz
baja y soñadora:
—Ti pa-apu dri ichi. (Este lago es como mi corazón).
Yo no le contesté y volvimos a caer en el silencio. Al cabo de un rato volvió
Winnetou a decir:
—Nech-na Mánitu 'ncho; dri aguán t’enese. (El gran Mánitu es bueno; yo le
amo).
Yo sabía que contestándole impediría el curso de sus pensamientos y
sentimientos, y así continué callado. El apache dijo entonces:
—Mi hermano Charlie es un gran guerrero y un hombre sabio en el consejo.
Mi alma es como la suya; pero yo no le veré ya cuando llegue a los cazaderos
eternos.
Este pensamiento le entristecía; era una nueva prueba del cariño que me
tenía el apache; pero con toda intención le contesté:
—Mi hermano Winnetou es dueño de mi corazón; su alma vive en mis
hechos; pero no le veré cuando entre algún día en el cielo de los bienaventurados.
—¿Dónde está el cielo de mi hermano? —preguntó el apache.
—Donde están los eternos cazaderos de mi amigo —le contesté.
—Mánitu posee el mundo entero y todos los astros —repuso el indio.
—¿Por qué dará el gran Mánitu a sus hijos rojos una parte tan pequeña del
mundo y a sus hijos blancos la tierra entera? ¿Qué son los eternos cazaderos de los
indios comparados con la magnificencia infinita en que han de morar los blancos?
¿Ama Mánitu a éstos más que a aquéllos? No. Mis hermanos rojos creen en una
terrible y gran mentira. La ley de los blancos dice: «El buen Mánitu es el padre de
todos los hombres, en el cielo y en la tierra», mientras que la de los rojos dice:
«Mánitu es sólo señor de los rojos y manda matar a todos los blancos». Mi hermano
Winnetou es justo y sabio; reflexione, pues, en lo que le digo: El Mánitu de los rojos
es también el Mánitu de los blancos; ¿por qué, engaña entonces a sus hijos rojos?
¿Por qué permite que desaparezcan del mundo y hace aumentar en millones a los
blancos a quienes da el dominio de la tierra? ¿Por ventura el Mánitu de los rojos es
distinto del de los blancos? Entonces tendríamos que suponer que el Mánitu de los
blancos es más poderoso y bondadoso que el de los rojos. El Mánitu de los rostros
pálidos entrega a éstos la tierra con todos sus bienes y luego los lleva a gozar de las
delicias de los cielos por una eternidad de eternidades. En cambio, el Mánitu de los
rojos sólo da a los suyos la agreste pampa y los tristes montes, los animales y fieras
de la selva y una constante matanza y exterminio; y luego, para después de muertos,
sólo les promete los sombríos cazaderos en que vuelven a empezar la matanza. Los
guerreros rojos creen a sus hechiceros, que aseguran que en los cazaderos eternos
los indios exterminarán las almas de los blancos. Ahora bien, si en esos parajes
sangrientos encontrara Winnetou a su hermano Charlie ¿le mataría?
—¡Uf! —exclamó el apache en voz alta y rápidamente—. Winnetou
defendería el alma de su hermano Charlie contra todos los hombres rojos. ¡Howgh!
—Pues entonces convénzase mi hermano de que los hombres de las
medicinas no dicen la verdad.
Winnetou se quedó pensativo, y yo me guardé mucho de disminuir el efecto
de mis últimas palabras con nuevas observaciones.
Hacía años que nos conocíamos y habíamos pasado juntos penas y alegrías,
ayudándonos y protegiéndonos en todos los peligros y apuros con riesgo de la
propia vida; pero nunca habíamos cruzado palabra alguna respecto de nuestras
creencias, cumpliendo así la voluntad del apache; nunca me había atrevido a hacer
la menor alusión que pudiera perturbar sus ideas religiosas, y yo sabía que esta
actitud mía la agradecía y apreciaba él extraordinariamente, por lo cual habían de
influir doblemente en su ánimo las manifestaciones que acababa de hacerle.
Al cabo de un rato me preguntó:
—¿Por qué no serán todos los blancos como mi hermano Charlie? Si se le
parecieran, Winnetou creería lo que dicen sus sacerdotes.
—¿Por qué no son todos los indios como mi hermano Winnetou?
—repliqué—. Los hay buenos y malos, como entre los blancos. La tierra tiene
muchos miles de jornadas de longitud y otras tantas de anchura; pero mi hermano
sólo conoce una pequeña parte de ella; en toda reinan los blancos; pero allí donde
vive mi hermano, en la pampa, se refugian los peores rostros pálidos, huyendo de
las leyes que han establecido sus hermanos buenos. He aquí la razón de que
Winnetou crea que son los blancos tan perversos. Mi hermano recorre solo los
montes, caza el bisonte y castiga a sus enemigos. ¿Qué puede, pues, darle alegría?
¿No le acecha la muerte detrás de cada árbol, detrás de cada arbusto? ¿Ha podido
depositar en otro hombre de su raza toda su confianza, todo su cariño? ¿Acaso no se
compone su vida exclusivamente de trabajos, penalidades, recelos y desengaños?
¿Acaso halla paz, descanso y consuelo para su alma cansada, bajo los scalps
repugnantes del wigwam o en el lecho inseguro de la selva? Y, sin embargo, el
Salvador de los blancos dice: «Venid a Mí todos los que estáis atribulados y
abrumados, que Yo os aliviaré». Yo he seguido los pasos del Redentor y así he
encontrado la paz del alma. ¿Por qué no hace lo mismo mi hermano?
—Winnetou no conoce a ese Redentor —contestó el indio.
—¿Quiere mi amigo que le hable de Él?
Winnetou inclinó la cabeza, y después de larga pausa me dijo:
—Mi hermano Charlie ha dicho bien: Winnetou no ha querido a nadie tanto
como a su hermano blanco; Winnetou no se ha fiado de nadie sino de su amigo,
aunque es blanco y cristiano; Winnetou sólo cree en las palabras de Charlie. Mi
hermano conoce todos los países de la tierra y sus habitantes; conoce también todos
los libros de los blancos; es osado en el combate, prudente en el consejo y
bondadoso con sus enemigos; ama a los hombres rojos y desea su bien; no ha
engañado nunca a su hermano Winnetou y seguirá siempre diciéndole la verdad.
Una palabra de Charlie me merece más crédito que todas las explicaciones de los
hombres de las medicinas y las enseñanzas de los maestros blancos y rojos. Los
indios gritan y rugen, mientras los blancos tienen una música que viene del cielo y
resuena en el corazón del apache. Mi hermano debe traducirme las palabras que ha
cantado la gente de la colonia.
Entonces fui traduciendo y explicando a Winnetou las palabras del
Avemaría. Le hablé de las creencias de los rostros pálidos, tratando de disculpar el
comportamiento de éstos para con los indios, pero sin emplear en mi discurso
frases dogmáticas ni científicas, ni tampoco sofismas ingeniosos y artificiosos, sino
hablándole con la palabra sencilla y clara del Evangelio, en aquel tono blando y
convincente que penetra en el corazón, evita el propio ensalzamiento y encadena al
oyente, dejando a éste en la creencia de que se ha entregado a la nueva doctrina por
propia voluntad y comprensión.
Winnetou me escuchaba con el mayor silencio. Echaba yo la red
amorosamente, anhelando pescar un alma que merecía romper los lazos tenebrosos
que la aprisionaban. Cuando terminé, el indio continuó callado, como hundido en
el mar de la meditación. Yo no quise interrumpir aquel saludable ensimismamiento
y también callé, hasta que le vi enderezarse y alargarme la mano, y suspirando
profundamente me dijo:
—Mi hermano Charlie ha pronunciado palabras que no morirán nunca.
Winnetou no olvidará ya al grande y bondadoso Mánitu de los blancos, al Hijo del
Criador que murió crucificado, y a la Virgen que vive en los cielos y escucha el
canto que los colonos entonan en su honor. La doctrina de los rojos enseña odio y
muerte; la de los blancos amor y vida. Winnetou meditará sobre lo que debe elegir:
la muerte o la vida. Gracias, hermano mío. ¡Howgh!
Regresamos a la casa, donde ya nuestra ausencia empezaba a preocupar.
Fred les había habla do de los railtroublers y de los oguelalás. Yo hice ver a los
colonos que en vista de que su establecimiento era un puesto tan avanzado, debían
haber tratado de fortificarlo debidamente. Me dieron la razón y resolvieron
enmendar la falta cuanto antes. Seguro era que la colonia sólo se había librado de
los espías indios gracias a su completo aislamiento; pero si algún día la casualidad
llevaba por allí a algún piel roja podían dar su seguridad por perdida. Los catorce
hombres que la componían estaban bien provistos de armas y municiones, y hasta
las mujeres y niños sabían manejar el rifle y eran valientes y decididos. ¿Pero qué
significaba este núcleo contra centenares de salvajes? Yo, en su lugar, no habría
emplazado las casas en lugar tan expuesto y visible, sino pegadas al lago, para que
sólo pudieran ser atacadas por un lado.
La dirección que habían de tomar los railtroublers los llevaba a gran distancia
de la colonia, no obstante lo cual aconsejé a los colonos que vivieran alerta y
fortificaran en seguida sus insuficientes cercas.
Era ya tarde cuando nos acostamos en las blandas camas de los Hillmann,
que nos las cedieron generosamente; y al siguiente día partimos después de dar las
gracias más expresivas a los hospitalarios colonos, los cuales nos acompañaron un
buen trecho y nos obligaron a prometerles que volveríamos a visitarlos cuando nos
cogiera por allí cerca.
Antes de des pedirnos volvieron a cantar el Avemaría en obsequio al apache,
que estrechó a todos la mano diciendo:
—Nunca olvidará Winnetou los armoniosos acentos de sus amigos blancos.
Ha jurado hoy no volver a apoderarse del scalp de ningún blanco, porque son hijos
del buen Mánitu, que también ama a sus hijos rojos.
Esta generosa determinación era fruto de nuestra conversación de la víspera
y me hizo esperar ulteriores resultados. La palabra de Dios es una semilla que
germina en secreto; mas cuando llega a romper la dura corteza del suelo, crece y se
extiende al calor y la luz convirtiéndose en frondosa planta.
Nuestros caballos se hallaban bien descansados y tan repuestos de la
caminata de la víspera que cuando echaron a andar daba gusto verlos. Los
habitantes de Helldorf-Settlement, que éste era el nombre de la colonia, en recuerdo
de la aldea bávara donde habían nacido los colonos, habían estado muchas veces en
Echo-Cannon, y nos describieron minuciosamente el camino más corto para llegar a
la estación. Así fue que con la rápida marcha de nuestros caballos podíamos tener
esperanzas de llegar a nuestro destino aquella misma noche.
Winnetou siguió todo el día muy preocupado y silencioso, y cuando alguna
vez se adelantaba un trecho y nos suponía fuera del alcance de su voz, tarareaba
suavemente el Avemaría, cosa tanto más chocante cuanto que el indio carece,
generalmente, de oído y gusto musical.
Por la tarde tuvimos peor camino: Los montes iban siendo más altos y
abruptos. Penetramos en un laberinto de cañadas y desfiladeros estrechos y
enrevesados, hasta que al anochecer, desde una elevada cumbre, divisamos a
nuestros pies el objeto de nuestro viaje: Echo-Cannon con sus carriles y el pacífico
campamento obrero, que anhelábamos salvar…
Capítulo 6
En Echo-Cannon
Por Cañón o Cannon entiende el norteamericano un profundo desfiladero
formado de peñas y rocas; y en esa palabra está la perfecta descripción del lugar a
que llegamos. El ferrocarril pasaba ya por Echo-Cannon, pero la vía era aún
provisional, y para su construcción definitiva había tantos obstáculos que vencer,
que era preciso un número importante de obreros. Por una cañada lateral logramos
llegar al fondo, donde encontramos a los primeros trabajadores ocupados en hacer
saltar las rocas. Nuestra aparición les causó gran sorpresa, pues al ver a dos blancos
armados hasta los dientes y precedidos por un indio, se asustaron tanto que
soltaron los picos y empuñaron los rifles. Yo les hice seña con la mano de que no se
asustaran y galopé hacia ellos, diciéndoles:
—¡Good day! Dejad las armas, que somos amigos.
—¿Quiénes sois? —preguntó uno de ellos.
—Somos cazadores que os traen nuevas de gran importancia. ¿Quién tiene el
mando en Echo-Cannon?
—En realidad el ingeniero jefe, míster Rudge; pero como está ausente,
tendrán ustedes que dirigirse a máster Ohlers, el contador.
—¿Dónde está el ingeniero?
—Ha salido en persecución de una partida de railtroublers, que ha destruido
un tren.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Dónde encontraremos a máster Ohlers?
—Allá, en la cabaña más grande del campamento.
Nos dirigimos a la cabaña, seguidos por las curiosas miradas de los obreros.
Al cabo de cinco minutos llegamos al campamento, consistente en casucas de
madera y otras dos grandes y largas construidas de prisa y corriendo de piedra sin
labrar. Rodeaba todo el campamento una cerca de piedra seca, que tendría la altura
de unos cinco pies y no dejaba de ser resistente. La entrada, formada por una puerta
gruesa y rústica, estaba abierta de par en par. Como no daba con la barraca,
pregunté por el contador a uno de los hombres ocupados en levantar la cerca, el
cual me indicó una de las casas de piedra. Velase poca gente, y la mayoría atareada
en descargar un vagón repleto de carriles.
Nos apeamos y entramos en la casa; ésta se componía de una sola habitación
llena de cajas, barricas y sacos, señal de que era la destinada a depósito de víveres.
Sólo descubrimos a un hombrecillo enjuto y enteco que al vernos surgió de entre
unos cajones.
—¿Qué se ofrece? —preguntó con voz aguda y chillona; pero al ver a
Winnetou añadió aterrado:
—¡Un indio, Dios nos asista!
—No tema usted, sir —le dije—. Venimos en busca de máster Ohlers, el
contador.
—Yo soy —contestó, lanzándonos miradas de espanto al través de sus gafas
de acero.
—En realidad, deseábamos hablar con el ingeniero Rudge; mas puesto que
está ausente y usted le sustituye, le daremos a usted las noticias que le traíamos.
—Hable usted —respondió el hombrecillo, volviendo los asustados ojos
hacia la puerta.
—Sabemos que el ingeniero jefe ha salido en persecución de una partida de
railtroublers.
—En efecto.
—¿Cuánta gente lleva?
—¿Le interesa a usted mucho saberlo?
—No mucho; pero sí desearía saber el personal que ha quedado aquí.
—¿También eso le conviene a usted saberlo? —observó el viejecito
escurriéndose cada vez más hacia la puerta.
—Verá usted: le explicaré el motivo…
Pero me callé al ver que mi interlocutor, dando unos saltos indescriptibles,
espoleado por el miedo, había salido del edificio. Un segundo después se cerró la
puerta la puerta, mientras el menudo jefe se parapetaba tras de un barril enorme y
desde allí nos amenazaba con su escopeta de salón.
—¿Quiénes sois? —preguntó con voz altanera, viéndose a cubierto bajo las
armas de los obreros y las duelas del tonel.
—¡Cuántos disparates hace usted! —replicó Walker riendo—. Hace un
momento nos llamaba usted granujas y ahora nos pregunta quiénes somos. Salga
de detrás de ese barril y entonces le contestaremos.
—¡No pienso tal cosa! ¡Decid quiénes sois!
—Cazadores de la pampa.
Como Walker había tomado la palabra guardé yo silencio.
El contador insistió:
—¿Cómo os llamáis?
—El nombre no tiene importancia.
—¿Conque inconfesos? Yo os haré cantar claro, estad seguros. ¿Qué habéis
venido a buscar en Echo-Cannon?
—Hemos venido a avisarles a ustedes.
—¿De qué?
—De que están amenazados de un ataque de los indios y los railtroublers, que
proyectan asaltar la estación.
—¡Bah! No vengáis ahora con cuentos. Vosotros sois de la partida y queréis
sorprendernos; pero os llevaréis chasco.
Luego, dirigiéndose a su gente, añadió:
—¡Atadlos codo con codo!
—Esperad un poquito, que no corre tanta prisa —observó Fred metiendo la
mano en el bolsillo.
Yo, sospechando que fuera a sacar el carné de detective, le dije:
—No es necesario, Fred; deja eso quieto. Vamos a probar si dieciséis obreros
ferroviarios se atreven a atacar a tres westmen legítimos. El que intente tocarnos al
pelo de la ropa dése por perdido.
Y poniendo una cara feroz me puse el rifle en bandolera, empuñé en cada
mano un revólver y me dirigí a la puerta seguido de Winnetou y Walker. Un
segundo después de esta arriesgada demostración había desaparecido el valiente
contador, que acurrucándose detrás del barril se delataba únicamente por el cañón
de su escopeta, que aún asomaba.
En cuanto a los ferroviarios, parecían dispuestos a seguir el ejemplo de su
jefe y maestro, y abriendo calle nos dejaron pasar tranquilamente.
Con semejantes héroes no había que pensar en resistir ningún ataque de los
oguelalás y los railtroublers. La perspectiva de lo que había de ocurrir no tenía nada
de halagadora, y al salir del almacén me volví a los obreros, diciendo:
—Ahora podríamos nosotros encerraros ahí; pero no hemos venido a eso.
Sacad afuera al valiente máster Ohlers, para que podamos tratar el asunto como es
debido; a no ser que prefiráis que os maten los siux.
A fuerza de ruegos y explicaciones consiguieron que saliera el contador y
entonces les referí todo lo que sabíamos. Cuando hube terminado, el contador,
pálido como un cadáver, balbució:
—Sir, ahora le creo a usted, pues recuerdo que nos dijeron que en el lugar del
descarrilamiento se habían quedado en tierra dos viajeros con objeto de matar una
alondra. ¿Conque este caballero es míster Winnetou? ¡Tanto gusto, señor! —e hizo
una profunda reverencia ante el indio—. ¿Y este otro gentleman es máster Walker,
apodado Walker el Gordo? ¡Muy señor mío! Sólo me falta conocer el nombre de
usted, caballero.
Le di mi nombre y apellido, reservándome el apodo pampero.
—¡Tanto gusto, señor! —exclamó entonces con otra profunda reverencia, y
continuó—: ¿De modo que suponen ustedes que el coronel ha debido de encontrar
su esquela y habrá regresado en el acto?
—En efecto, eso creemos.
—¡Cuánto me alegraría! Le juro a usted que tendría un alegrón muy grande.
Aun sin tantas protestas le creía yo muy bien; pero él prosiguió:
—Sólo tengo cuarenta hombres a mi disposición, de los cuales la mayoría
trabajan en la línea. Por eso me parece lo mejor que abandonemos la estación y nos
retiremos a la más próxima.
—¡Qué disparate! ¡Valiente cobardía sería ésa! ¿Qué dirían de ustedes los
jefes? Me parece que pronto saldrían ustedes de la compañía.
—Es que ha de saber usted que prefiero la vida a la colocación.
—No necesita usted asegurarlo. ¿Cuánta gente lleva el coronel?
—Cien hombres, y precisamente los más decididos.
—Ya lo comprendo.
—¿Cuántos indios eran?
—Más de doscientos, sin contar a los railtroublers.
—¡Ay de mí! Pues entonces nos destrozan sin remedio, y no veo más
solución que la huida.
—¡Silencio! Dígame: ¿cuál es la estación más poblada de toda la línea?
—La de Promontory, donde hay ahora cerca de trescientos trabajadores.
—Pues telegrafíe usted en seguida que le manden cien bien armados.
El contador, al oírme, abrió unos ojos y una boca como platos. Luego
palmoteó de alegría, diciendo:
—Al momento: eso no se me había ocurrido.
—Sí, sí: está visto que es usted un genio estratégico. Adviértales también que
vengan bien provistos de víveres y municiones, por si acaso, y, sobre todo, insista
usted en que todo se traiga con la mayor reserva, porque si los escuchas rojos
observan algo ya no hay caso. Eso es lo más interesante del despacho; conque no se
le olvide. ¿A qué distancia está de aquí Promontory?
—A noventa y una millas.
—¿Habrá máquinas y vagones disponibles?
—Siempre.
—De modo que telegrafiando ahora mismo podrán estar aquí los refuerzos
antes de la madrugada… Mañana por la tarde rondarán el campamento los
escuchas, y hasta entonces tenemos tiempo de fortificarlo un poco. Llame usted a
los cuarenta obreros de la vía para que se pongan inmediatamente a levantar la
cerca del recinto en unos tres pies. Los de Promontory los ayudarán en cuanto
lleguen: es necesario que los indios no puedan ver desde afuera lo que ocurre
dentro ni de cuánta gente disponemos.
—Lo verán desde el monte.
—Hay que evitarlo. Precisamente voy a salirles yo al encuentro y a espiarlos
a mi vez. En cuanto los descubra haré una señal y entonces dispondrá usted que la
mayor parte de sus hombres se encierren en las barracas, haciendo creer a los indios
escuchas que somos pocos. Hoy mismo hay que clavar estacas alrededor del muro,
por la parte de dentro, a fin de colocar sobre ellas unos tablones, desde donde los
tiradores, resguardados por la cerca, puedan acribillar a balazos al enemigo. Si no
me equivoco, el coronel llegará con su gente hacia el mediodía de mañana, con lo
cual podremos reunir una fuerza de doscientos cincuenta hombres que, protegidos
por la cerca, pelearán con un enemigo descubierto y que ignora que le aguardan. De
modo que sería increíble que no los rechazáramos en el primer ataque, de tal modo
que queden escarmentados para siempre.
—Eso, eso, y luego los perseguimos como podencos hasta no dejar uno con
vida —exclamó el hombrecillo loco de entusiasmo, pues mi plan le había devuelto
el valor perdido.
—Eso ya se verá. Ahora dése prisa. Ya sabe usted que tiene tres cosas
urgentes que hacer: primera, darnos cena y hospedaje; segunda, telegrafiar a
Promontory en la forma que le he dicho, y, tercera, poner a los obreros a levantar la
cerca.
—Todo se hará exactamente como usted dice. Ya no pienso en la locura de
huir como una liebre, y en cuanto a la cena, no quedará usted descontento. Yo
mismo haré de cocinero, pues ése fue mi oficio en otros tiempos. ¿Entendido?
En efecto, mis órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. Nuestros caballos
recibieron exquisitos cuidados y nuestra cena y alojamiento fueron superiores.
Máster Ohlers era indudablemente más ducho en el manejo de la cuchara que en el
de la escopeta. Los obreros trabajaron afanosamente en el levantamiento de la cerca
durante toda la noche, de manera que al día siguiente quedé admirado de sus
progresos.
Máster Ohlers, por medio del maquinista del tren de la noche, envió datos
más precisos al jefe de Promontory, aunque ya su telegrama había surtido el efecto
apetecido, pues en el primer tren vinieron los cien hombres pedidos y mucho
armamento, municiones y provisiones de boca.
Los recién llegados se pusieron inmediatamente a ayudar en el trabajo de la
cerca, que quedó lista al mediodía. Por consejo mío se fueron llenando de agua
todos los toneles vacíos, que después eran colocados junto al muro. Yo lo dispuse
así pensando en que seríamos muchos hombres y no debía escasear el precioso
líquido, sobre todo si nos veíamos precisados a sostener un asedio de varios días o
apagar algún incendio, siempre probable dado el material con que estaban
construidas las barracas.
Las estaciones próximas habían sido avisadas; pero se les aconsejó que no
disminuyeran el tráfico y que salieran los trenes como de costumbre para no
alarmar al enemigo.
Después de comer partimos Winnetou, Walker y yo, hacia el desfiladero
para salir al paso a los espías indios. Nos habíamos encargado de ese servicio
porque no nos fiábamos sino de nosotros mismos. Verdad es que ninguno de los
ferroviarios parecía dispuesto a correr tan gran riesgo. Se convino en disparar un
barreno en la cañada en cuanto volviera uno de los tres con la noticia de haber
descubierto a los espías.
Era forzoso que nos separáramos, pues aunque los indios forzosamente
habían de aparecer por el Norte, nos advirtió el contador que el barranco tenía tres
bocas por donde podían entrar. Yo me encargué de la parte occidental, Winnetou
de la de en medio y Walker de la oriental, de modo que le tocaba vigilar el camino
por donde habíamos venido nosotros.
Trepé por los muros de roca, y una vez arriba me interné en la selva, y sin
dejar el borde de un desfiladero lateral, me dirigí al Norte. Al cabo de tres cuartos
de hora llegué a un sitio que ni pintado para mi objeto. En lo más elevado del
bosque había un roble gigantesco, y a su lado un esbelto abeto. Me encaramé por
éste hasta alcanzar una rama del roble, donde el tronco era lo suficientemente
delgado para permitirme subir por él y luego, a fuerza de arriesgados ejercicios
gimnásticos logré verme en la cima del gigante. El fresco y espeso follaje me servía
de escondite, y en él me agazapé como una ardilla de modo que no pudiera ser
descubierto. A mis pies se extendía la comarca en todo su esplendor. Desde la
elevadísima copa dominaba lo mismo la pampa que la selva impenetrable. Tomé la
posición más cómoda posible y me puse en acecho.
Pasaron horas y horas sin que descubriera nada anormal; pero no había que
desmayar en la vigilancia. De pronto vi hacia el Norte levantarse de entre los
árboles una bandada de grajos. Podía ser casual; pero aquellas aves no tendieron el
vuelo en columna cerrada como suelen hacerlo para tomar una dirección
determinada, sino que se dispersaron por el aire y después de revolotear unos
minutos como vacilantes, volvieron a posarse con muchas precauciones en los
árboles más cercanos a mi observatorio. Prueba evidente de que habían sido
espantadas.
Al poco rato se repitió el hecho, y luego dos veces más. No había duda: algún
ser temido por los grajos había penetrado en la espesura y venía en línea recta hacia
el roble donde yo estaba. Entonces me eché cautelosamente por el tronco abajo y me
deslicé por entre la maleza al encuentro del caminante, cuidando siempre de no
dejar rastro.
Seguí avanzando a gatas hasta meterme dentro de un grupo de hayas
completamente impenetrable, donde me agaché en espera de los acontecimientos.
De pronto, rozando con mi escondite, vi pasar como otros tantos fantasmas hasta
seis indios en hilera, cuyos pies parecían flotar en el aire, pues parecía que no
tocaban el suelo, donde el crujido de alguna rama seca habría podido delatarlos.
Eran los espías, pintarrajeados con los colores de guerra.
En cuanto desaparecieron, los seguí empleando las mismas precauciones.
Era seguro que se internarían en lo más espeso del bosque, donde examinarían paso
a paso el terreno antes de avanzar, y esto les llevaría bastante tiempo, dándomelo
en cambio a mí para tomarles la delantera por el camino recto y abierto sin temor a
que me vieran. A todo correr salvé la distancia que me separaba del tajo, al cual
llegué un cuarto de hora después, y deslizándome por él corrí hacia el campamento.
En éste reinaba gran animación con la llegada de los nuevos refuerzos. Al atravesar
la vía me encontré con que Winnetou, cuya presencia me sorprendió
extraordinariamente, se echaba a su vez por el muro de roca abajo. Le aguardé y
pregunté el motivo de su precipitada vuelta, diciéndole:
—¡Mi hermano vuelve al mismo tiempo que yo! ¿Ha visto algo?
—Winnetou vuelve porque ya era inútil que esperara —contestó el apache—,
pues sabe que su hermano Charlie ha descubierto ya a los escuchas.
—¿Sí? ¿Cómo lo ha averiguado Winnetou?
—Acechaba desde un árbol con su anteojo, cuando en Occidente le llamó la
atención un roble gigante que estaba en la zona señalada a mi hermano; y como éste
es prudente y sabio, Winnetou comprendió que elegiría aquel punto para espiar. Al
cabo de unas horas, vio muchos puntos negros en el cielo. Eran los grajos
espantados por los escuchas enemigos. Mi hermano Charlie observaría eso mismo y
descubriría a los espías. Por eso resolvió el caudillo de los apaches regresar al
campamento, pues sabía lo que quería saber.
Lo que me decía era una prueba más de la penetración y la agudeza del
indio.
Al entrar en el recinto salió a recibirnos un hombre a quien no conocíamos.
—¡Ah, señores! ¿Vuelven ustedes ya de la exploración? —nos dijo
saludándonos.
—Mi gente los vio a ustedes descolgarse por el tajo y me lo ha advertido. Ya
supondrán ustedes quién soy: el ingeniero Rudge; y me apresuro a darles las
gracias por lo mucho que les debemos.
—No es hora de eso, coronel —contesté yo—. Ahora hay que dar orden de
que disparen el barreno para avisar al compañero que falta. Luego mande usted
que la gente se encierre en las barracas, pues los espías no tardarán en observar el
campamento.
—Está bien: se hará como usted dice. Entren ustedes aquí, que en seguida
vuelvo.
Pocos momentos después sonó el potente estampido que había de avisar a
Walker, y acto continuo quedó el cercado solitario y silencioso como un despoblado,
salvo la presencia de unos cuantos obreros que seguían trabajando en la vía como
de costumbre.
Rudge vino a reunirse con nosotros en el almacén y me preguntó:
—Ante todo, sepamos el resultado de la exploración de usted.
—He visto a seis oguelalás que se encaminaban al desfiladero.
—Bueno: ya les daremos más de lo que buscan. Pero permítanme que les
exprese a los tres mi gratitud y la de todo el personal. Dígannos en qué forma
quieren que les manifestemos nuestro reconocimiento.
—No hablando más de ello. Diga usted, ¿encontró usted mi aviso?
—A ello se debe mi regreso.
—De modo que dio usted en seguida la vuelta…
—En el acto, pues si no, no habríamos llegado a tiempo. ¿Cuándo cree usted
que nos atacará esa canalla?
—Mañana por la noche, sin falta.
—Pues entonces nos da tiempo a que estrechemos una buena amistad.
Vengan a mi casa, donde serán ustedes bien atendidos —dijo sonriendo el
ingeniero.
Y nos condujo a los dos a una gran casa de piedra, dividida en diferentes
departamentos, uno de los cuales era su vivienda, donde había espacio suficiente
para nosotros tres. El coronel Rudge era hombre robusto y enérgico al parecer, a
quien no intimidaban indios ni bandidos, y que inspiraba simpatía y confianza a la
vez. Incluso Winnetou, que conocía de nombre al ingeniero, le dio muestras de
agrado.
—Vamos a echar una copa de lo bueno, señores, ya que esa gente nos da
tiempo para ello —manifestó Rudge—. Dispongan ustedes de todo lo que esté en
mi mano a su antojo y comodidad, sin olvidar que siempre quedaré en deuda con
ustedes. Cuando regrese su compañero será de los nuestros.
Poco después llegó Fred, que aunque no había visto nada, había estampido
del barreno, y convencidos de que éramos ya espiados desde las rocas nos
dispusimos a no dejarnos ver.
Mientras fuera de día no había que hacer otra cosa que aguardar; pero no nos
aburrimos con tan larga espera. Rudge había viajado mucho y nos tuvo pendientes
de sus labios. Al cerrar la noche, en que los espías no podían distinguir nada dentro
del recinto, volvieron los obreros a continuar los trabajos de fortificación, que
quedaron terminados, y tuve la satisfacción de que fueran excesivamente alabados
por el jefe.
Pasó la noche, así como el siguiente día. Era luna nueva y las sombras
descendían oscuras y tenebrosas sobre el desfiladero. Poco después empezaron a
brillar las estrellas con tanta claridad, que alrededor del campamento una ancha
faja luminosa permitía distinguir bastante bien el terreno.
Todos los obreros fueron provistos de carabina y cuchillo. Muchos disponían
ya de tercerola y revólver. Como los indios suelen iniciar sus ataques pasada la
media noche, o poco antes de amanecer, sólo ocupaba su puesto en los tablones de
la cerca el número imprescindible de tiradores, mientras los demás descansaban en
el suelo, conversando en voz baja. Afuera reinaba una calma profunda, silencio
engañador; y en cuanto llegó la media noche se levantaron todos los obreros y
ocuparon los sitios designados en la cerca. Yo me aposté con Winnetou en el
portalón, con el rifle Henry preparado. El «mataosos» no lo llevé, por ser el Henry
más conveniente para aquel encuentro.
Destinamos treinta hombres a la custodia de los caballos, que estaban ocultos
en lugar seguro y a cubierto de las balas, y con los doscientos diez restantes se
formaron dos secciones apostadas a ambos lados del circuito.
El tiempo se deslizaba perezosamente, a paso de caracol, de modo que
algunos debieron de pensar que nuestros temores eran infundados; de pronto sonó
un levísimo ruido, como si una piedrecilla hubiera rebotado sobre uno de los
carriles de la vía. Poco después percibí ese movimiento imperceptible que un
profano tomaría por el susurro de una brisa ligerísima… ¡Eran ellos!
—¡Atención! —dije en voz baja al que estaba a mi lado, para que a su vez lo
transmitiera al otro y éste al de más allá hasta dar la vuelta al circuito.
Sombras fantásticas y fugaces atravesaron las tinieblas, unas por la derecha y
otras por la izquierda, sin hacer el más leve ruido. Ante nosotros fue formándose un
frente, que se extendió paulatinamente hasta cercar todo el campamento. Poco
tardaría en estallar el combate.
Las sombras fueron acercándose cautelosamente y paso a paso hasta llegar a
unos seis de la cerca, cuando sonó una voz de mando que hizo estremecer a todos
de pies a cabeza.
—¡Selkhi oguelalá! ¡Ntsagué sisi Winnetou, natan apaches! ¡Chué ko! (¡Muerte a
los oguelalás! ¡Aquí está Winnetou, el caudillo apache! ¡Fuego!).
Capítulo 7
El monte Hancock
Apuntó con el rifle claveteado de plata, y a su disparo respondió una
descarga cerrada de todos los tiradores. En un solo momento sonaron doscientos
tiros. Solamente yo me contuve, esperando a ver el efecto de la descarga que cayó
sobre nuestros enemigos como un rayo del cielo; tan repentina y mortífera fue.
Durante un minuto reinó profundo y terrible silencio, hasta que de pronto estalló
un aullido formidable y prolongado, ese aullido indio que pone los pelos de punta,
dispara los nervios y amenaza deshacer el organismo de quien lo oye. Lo
inesperado de nuestra descarga había dejado sin habla a los indios; pero después
estalló un griterío espantoso, como si millones de demonios penetraran rugiendo en
la cañada.
—¡Fuego! ¡Fuego! —repitió el ingeniero Rudge con voz de trueno que resonó
dominando aquel tumulto infernal.
Sonó otra descarga, tras de la cual exclamó Rudge.
—¡Ahora afuera, a acabar con ellos a culatazos!
En un abrir y cerrar de ojos saltaron los obreros la cerca, y si alguno pudo
haber sido cobarde, en aquel instante todos daban muestras de ser leones por lo
valientes.
Ninguno de los indios había intentado siquiera acercarse al muro.
Yo seguí en mi puesto, mientras fuera de la cerca se empeñaba una lucha
cuerpo a cuerpo, que no podía ser duradera, porque las filas de los enemigos habían
clareado tanto que no les quedaba otro recurso que la huida. Vi pasar a algunos
cerca de mí como negros duendes; pero entre ellos descubrí a un blanco y después a
otro. Los railtroublers se habían mantenido algo alejados y así escapaban ilesos.
Entonces apunté con mi Henry, que con sus veinticinco tiros sin volver a
cargar iba a serme de gran utilidad. Disparé ocho veces seguidas, hasta que me faltó
a quien tirar. Los ilesos habían huido y los heridos yacían en el suelo tratando de
escapar a rastras, pero fueron cercados, y al que no se rindió lo remataron.
Poco después ardían grandes fogatas fuera del campamento, y a su luz
pudimos apreciar la espantosa siega de la muerte. Yo, por no verlo, me retiré a la
casa del ingeniero, y apenas me había acomodado en una silla cuando entró
Winnetou. Su presencia me sorprendió, y así le dije:
—¿Ya vuelve mi hermano? ¿Dónde están los scalps de sus enemigos, los
siux-oguelalás?
—Winnetou no volverá a escalpar a nadie —contestó—. Desde que oyó la
música de la montaña, mata al enemigo, pero no le despoja de su cabellera. ¡Howgh!
—¿Cuántos ha sacrificado mi hermano?
—Winnetou no volverá a cortar las cabelleras de los caídos. ¿Para qué,
cuando su hermano blanco se abstiene de matar a nadie?
—¿De dónde sacas eso?
—¿Por qué ha callado el arma de mi hermano Charlie hasta que ha visto
pasar por delante de él a los asesinos blancos? ¿Por qué solamente les ha tirado a las
piernas?
Sólo a ésos han tocado las balas de mi hermano: eran ocho, como sus
disparos. Los heridos yacen ahí fuera y están presos, porque él les ha impedido la
fuga.
El número era exacto, señal de que había hecho blanco y logrado mi objeto;
los railtroublers habían caído en nuestro poder y acaso entre ellos figurara Haller. De
los demás no quería ver ni saber nada, porque era hombre… y cristiano.
Al poco rato entró Walker diciendo:
—Charley, Winnetou, salid en seguida, que ya es nuestro.
—¿Quién?
—Haller.
—¿Quién lo ha apresado?
—Nadie: ha sido herido y no ha podido escapar. Es chocante: hay ocho
railtroublers, todos heridos en el mismo sitio, o sea en la cadera, de modo que se han
desplomado al suelo y no han podido huir.
—¡Sí que es extraño!
—Ni un solo oguelalá ha querido entregarse. En cambio, los blancos han
pedido gracia en seguida.
—¿Están graves?
—No se sabe, pues todavía no ha habido tiempo de examinarles bien las
heridas. ¿Qué hacéis aquí? Salid afuera: suponemos que escasamente habrán
logrado escapar ochenta.
¡Qué espanto! Pero ¿acaso habían merecido otra cosa? Aquellos malvados
habían recibido una terrible lección que no olvidarían en mucho tiempo. Presencié
cuadros espantosos, que se resiste a describir la pluma; y cuando al día siguiente vi
los cadáveres amontonados, volví a otro lado los ojos, estremeciéndome de pies a
cabeza y recordando la expresión de aquel sabio moderno que dijo que el carnívoro
más feroz es el hombre.
Por la tarde, en el tren, vino un médico para examinar a los heridos, y declaró
a Haller perdido irremisiblemente. Al saberlo no dio la menor señal de
arrepentimiento. Walker, que presenció la escena, entró en mi cuarto como un
torbellino y con cara de espanto, diciéndome:
—Charley, vámonos.
—¿Adónde?
—A la «Colonia Helldorf». Estas palabras me alarmaron.
—¿A qué?
—A salvarla de los oguelalás.
—¡Dios mío! ¿Es posible? ¿Quién ha dicho eso?
—Haller. Estaba yo hablando cerca de él con el señor Rudge, a quien refería
nuestra estancia en la colonia, cuando el herido ha soltado una risotada sarcástica,
diciendo que no volveríamos a pasar otra noche allí, y al preguntarle yo por qué,
me ha dicho que los indios habían proyectado asaltarla y asolarla.
—¡Dios del cielo, si fuera verdad! Busca a Winnetou y que se ensillen los
caballos en el acto. Yo voy a hablar con Haller.
No había vuelto a ver al bandido, y al entrar yo en la barraca en que le habían
alojado se hallaba con él el ingeniero. Estaba lívido como un cadáver, y tendido
sobre la manta ensangrentada. Al verme clavó en mí sus ojos salientes y rebosantes
de odio. Yo me acerqué al lecho y le pregunté:
—¿Eres Rollins o Haller?
—¿A ti qué te importa? —me contestó brutalmente.
—Más de lo que piensas —le repliqué.
Comprendiendo que no satisfaría mis preguntas directas intenté emplear
otro procedimiento.
—¡Largo de aquí! —gritó furioso.
—Nadie tiene tanto derecho a interrogarte como yo —contesté—. La bala
que te quita la vida salió de mi rifle.
Sus ojos se ensancharon horriblemente; su cara enrojeció, y la cicatriz que le
cruzaba la frente pareció que iba a reventar por el agolpamiento repentino de la
sangre, mientras rugía como un energúmeno:
—¡Perro! ¿Es verdad lo que dices?
—Sí.
Entonces se puso a soltar blasfemias e injurias, que no puedo repetir y que
escuché en el mayor silencio, hasta que por último dije:
—Mi intención sólo fue herirte para impedir que escaparas, y al saber que
vas a morir te he compadecido y me he reprochado a mí mismo mi acción, mas ya
que veo que sigues tan empedernido como antes, mi conciencia se tranquiliza, pues
me convenzo de que he hecho un beneficio a la humanidad al quitarte la vida. Ni tú
ni tus compadres los oguelalás volveréis a hacer daño.
—¿Eso te figuras? —replicó bramando y enseñándome los dientes como un
lobo furioso—. Ve y verás lo que ha sido de «Helldorf-Settlement»; ¡ve!
—¡Bah, no corre riesgo alguno!
—¿No? Pues no encontrarás piedra sobre piedra. Ya tenía yo bien estudiado
el proyecto, y habíamos decidido que después de Echo-Cannon le tocara a Helldorf.
Aquí no nos ha ido bien; pero allí, a estas horas, estará todo hecho y los colonos
expiarán con mil tormentos lo que aquí habéis hecho con mi gente y con los
oguelalás.
—¡Bueno es saberlo! Haller, eres un pecador obstinado y necio. Ahora
mismo salimos para la colonia, con objeto de salvar lo que se pueda; y si los colonos
han sido secuestrados por los oguelalás, ya sabremos libertarlos, lo cual no
habríamos podido hacer si tú hubieras sabido guardar silencio.
—¡Ya te lo darán con creces si vas allá! —rugió.
De pronto se incorporó otro de los heridos, que no me había quitado ojo de
encima, diciendo:
—Rollins, ten por seguro que los rescatará como dice. Yo le conozco: ¡es Old
Shatterhand!
—¡Old Shatterhand! —gritó el bandido—. ¡Mil diablos! Ahora me explico los
ocho tiros. ¡Ojalá se…!
Yo salí rápidamente de la barraca por no oír las maldiciones de aquel
hombre. El coronel, que me siguió, me preguntó asombrado:
—¿De modo que es usted Old Shatterhand?
—Sí. Ese hombre debe de haberme conocido en alguna expedición de caza;
pero ya ve usted, coronel, que necesito gente; salgo en seguida para
«Helldorf-Settlement».
—Señor mío, siento no poder complacerle a usted; yo mismo le acompañaría
con mis hombres; pero ante todo soy empleado de la compañía, y no puedo
abandonar mi puesto.
—¿Y consentirá usted que perezcan esos pobres colonos? De eso habrá usted
de responder ante Dios.
—Escúcheme usted: me está prohibido dejar la estación en circunstancias tan
críticas, así como ordenar a la gente que le siga a usted; pero puedo hacer una cosa
sin faltar a mis deberes: le doy a usted permiso para que usted mismo trate con mis
hombres. Los que quieran acompañarle a usted voluntariamente podrán hacerlo, e
incluso los proveeré de caballos, armas, municiones y provisiones, con la condición
de que me restituirán lo que les preste.
—Bien está y mil gracias, señor Rudge. Comprendo que no pueda usted
hacerme mayores concesiones. No tome usted a mal que no me detenga a darle más
expresivamente las gracias, pues la cosa urge, y a la vuelta le recompensaré a usted
de esta omisión.
Dos horas después galopábamos Winnetou, Walker y yo a la cabeza de
cuarenta hombres bien armados por el camino de Helldorf-Settlement.
No decía Winnetou una palabra; pero el fuego que despedían sus ojos era
harto elocuente. Si realmente había sido asaltada la colonia ¡ay de los asaltantes!
No nos detuvimos a descansar ni siquiera durante la noche, pues ya
conocíamos el camino. Al día siguiente llegamos con los caballos llenos de sudor al
borde de la cañada, en cuyo fondo estaba la Colonia Helldorf. Una sola mirada nos
convenció de que Haller no había mentido: las barracas no formaban ya sino un
montón de ruinas humeantes.
—¡Uf! —exclamó Winnetou, señalando a la colina—. ¡También ha
desaparecido el hijo del buen Mánitu! ¡Yo exterminaré a esos lobos oguelalás!
En efecto, la capillita estaba destruida, quemada, y el Crucifijo que la
remataba yacía en el suelo. Nos acercamos al lugar de la devastación, donde
echamos pie a tierra. Antes hice que se detuviera nuestra gente para que no
borraran las huellas de los criminales. A pesar de nuestras investigaciones no
logramos descubrir alma viviente. Entonces mandé que se acercaran los rezagados
para que nos ayudaran a revolver los escombros, donde, afortunadamente, no
encontramos tampoco restos humanos. Esto nos sirvió de gran consuelo.
Entretanto Winnetou había trepado por la colina con objeto de examinar la
capillita, y volvía con la campana en la mano.
—El caudillo de los apaches ha encontrado la voz de las alturas —me dijo—.
Aquí la enterrará hasta que vuelva vencedor.
Yo registré con Walker, apresuradamente, las orillas del lago para ver si
habían ahogado en él a los colonos; pero no hallamos rastro alguno de violencia. Un
examen detenido nos reveló que la colonia había sido sorprendida durante la noche,
que no había habido lucha y que los asaltantes habían escapado con el botín y los
colonos en dirección a la frontera de Idaho y Wyoming.
—Compañeros, no podemos detenernos más —dije a los que nos seguían—.
No podemos siquiera descansar de la jornada, pues es preciso seguir el rastro
mientras alumbre el sol. Solamente cuando no se vea ya descansaremos. Conque a
caballo y en marcha.
Monté en mi tordo y eché a andar seguido de todos. El apache iba delante,
con la vista clavada en el suelo. Ni aun la muerte detendría su venganza: tal era la
rabia que le devoraba. Éramos cuarenta contra ochenta; pero la indignación
duplicaba nuestras fuerzas.
Teníamos todavía tres horas de día por delante, que aprovechamos bien,
avanzando tan gran trecho que era de admirar la resistencia de nuestros caballos,
los cuales se ganaron bien el descanso que les dimos en cuanto anocheció.
Al día siguiente pudimos convencernos de que el enemigo sólo nos llevaba
una delantera de un tercio de jornada, y más adelante averiguamos que tampoco
habían descansado durante la noche. El motivo de su precipitación era harto claro.
Winnetou había dicho su nombre al comenzar el asalto del campamento; no
ignoraban, pues, que serían perseguidos, y con el apache pisándoles los talones
toda precaución era poca.
Como nuestros caballos habían hecho más de lo posible, era preciso no
extenuarlos, pues importaba mucho que conservaran sus fuerzas. De ahí que los
dos días siguientes adelantáramos poco.
—El tiempo pasa —observó Walker— y vamos a llegar tarde.
—No lo creas —contesté—. Los presos van destinados al palo de los
tormentos y no serán sacrificados hasta que lleguen a los poblados oguelalás.
—¿Dónde los tienen?
—En Quacking-asp-ridge —contestó Winnetou—, adonde llegaremos
mucho antes que esos perros.
Al tercer día tropezamos con un gran inconveniente: las huellas se dividían,
siguiendo unas hacia el Norte y otras, las más, hacia el Oeste.
—Pretenden detenernos con esa estratagema —observó Fred.
—Alto, hombres blancos —ordenó Winnetou—. Esas huellas no deben ser
borradas.
Luego me hizo una seña, que entendí en el acto: yo había de estudiar las que
seguían en línea recta y él las que se desviaban hacia la izquierda. Ambos seguimos
en las citadas direcciones mientras los demás esperaban.
Anduve cosa de un cuarto de hora. El número de caballos era difícil de
determinar, pues los animales habían ido en hilera; pero de la profundidad y la
forma de las huellas que habían dejado colegí que no pasarían de veinte. Durante el
examen observé en la arena algunas manchas oscuras y redondas, y a ambos lados
una extraña elevación de la arena seca; y antes de estas señales parecía como si
hubieran arrastrado un objeto ancho por el suelo. Volví corriendo al punto de
partida, donde encontré a Winnetou esperándome.
—¿Qué ha descubierto mi hermano? —le pregunté.
—Sólo huellas de jinetes —me respondió.
—Pues adelante.
Y dando media vuelta espoleé mi caballo.
—¡Uf! —exclamó el apache, sorprendido de mi seguridad, la cual le daba a
comprender que había encontrado señales exactas de que los presos iban en la
dirección que yo tomaba. Al llegar al sitio donde estaban las manchas detuve mi
caballo y pregunté a Walker:
—Ea, Fred, tú que eres tan buen westman, explícame qué significa esto.
—¿Qué?
—Mira aquí.
—Eso no es nada. El viento que ha barrido la arena seca.
—Está bien; me figuro que seguirá barriéndola todavía mucho tiempo.
Apuesto a que Winnetou opina de esto lo mismo que yo. Acérquese mi hermano
rojo a examinarlo.
Se apeó el apache, que inclinándose sobre el suelo examinó detenidamente
los rastros, y al cabo dijo:
—Mi hermano Charlie ha escogido la buena dirección, porque por aquí han
pasado los presos.
—¿En qué lo conoces? —preguntó Fred un poco incrédulo y un poco
disgustado por no haber él colegido aquello.
—Vea esto mi hermano —contestó Winnetou—. Estas gotas son de sangre; a
cada lado de ellas estaba una mano y hacia delante el cuerpo de un niño…
—Que se cayó del caballo y sangró por la nariz.
—¡Ya! —exclamó el Gordo.
—Eso no es difícil de adivinar, pero apuesto a que queda algo que ver que es
más difícil de descifrar. ¡Adelante!
Estaba en lo cierto. No habríamos caminado aún diez minutos cuando
llegamos a un lugar rocoso donde terminaban las huellas.
Los demás pararon en seco para no dificultarnos la investigación y no pasó
mucho tiempo cuando oímos exhalar un grito al apache, que se me acercó con una
hilacha amarilla.
—¿Qué dices de eso, Fred? —dije volviéndome a Walker.
—Que el hilo procede de una manta.
—En efecto; mira los cabos del hilo. Han cortado unas mantas para
entrapajar los cascos de los caballos, a fin de que no dejen huellas. Es preciso que
hagamos el máximo esfuerzo.
Seguimos buscando, y, en efecto, unos treinta pasos más allá descubrí en la
hierba que brotaba en el terreno arenoso la huella medio borrada de un mocasín
indio. La posición del pie indicaba la dirección en que continuaba su camino.
Siguiendo esta dirección encontramos nuevas bases de orientación, y por
último llegamos a comprender que la partida había avanzado poco, pues su marcha
había sido muy lenta. Al cabo de algún tiempo volvieron a destacarse mejor las
impresiones de las herraduras, señal de que habían sido desembarazados los cascos
de los trapos con que los habían cubierto; y pronto pudimos apreciar que junto a los
caballos iban indios a pie.
Esto me admiró y me dio que pensar, hasta que de pronto detuvo Winnetou
su caballo, contempló el horizonte e hizo un ademán como significando que quería
recordar algo.
—¡Uf! —exclamó de pronto—. ¡La cueva del monte que los blancos llaman
Hancock!
—Bueno. ¿Y qué? —pregunté yo.
—Winnetou lo ha adivinado todo. En esa cueva sacrifican los siux a sus
presos ofreciéndolos al Gran Espíritu. Los oguelalás se han dividido; la parte más
numerosa se dirige hacia la izquierda a congregar a los guerreros diseminados de
su tribu, y la menor lleva los presos a la cueva. Han montado a varios en sus
caballos y ellos van a pie.
—¿A qué distancia está el monte Hancock?
—Llegaremos hacia el anochecer.
—¡Imposible! El Hancock está entre el Snake-River superior y el
Yellow-Stone también superior.
—Recuerde mi hermano que hay dos montes de ese nombre.
—¿Conoce Winnetou el verdadero?
—Sí.
—¿Y la cueva?
—También Winnetou ajustó con el padre de Ko-itse en esa misma cueva un
tratado de alianza que el oguelalá rompió después. Mis hermanos dejarán conmigo
este rastro y se confiarán en absoluto al caudillo de los apaches.
Y sin añadir más metió espuelas a su corcel, que echó a galopar seguido por
todos nosotros. Atravesamos valles y barrancos hasta que de pronto se abrieron los
montes y apareció una pradera llana, que sólo en lontananza parecía estar limitada
por unas alturas.
—Ésta es I-akom akono, la Pradera de la Sangre, en la lengua de los tehuas
—explicó Winnetou sin detener su marcha.
¿Conque aquélla era la espantosa pradera de que tanto me había hablado?
¡Aquél era el sitio donde las tribus congregadas de los dakotas llevaban a sus
prisioneros para atormentarlos hasta que morían! Allí habían perecido millares de
víctimas inocentes, entre los tormentos del palo, del fuego, del cuchillo y del
enterramiento en vida. Aquél era el sitio donde no osaban penetrar ni el indio ni el
blanco, y, sin embargo, nosotros cruzábamos aquella llanura maldita sin el menor
cuidado, como si recorriéramos el lugar más ameno y apacible. Sólo con un guía
como Winnetou podía intentarse semejante empresa.
Ya empezaban a dar señales de cansancio nuestras caballerías cuando vimos
erguirse ante nosotros una eminencia aislada, que parecía compuesta de varios
montes que se estrechaban unos a otros. Llegamos al pie de la misma y la vimos
cubierta de bosque y de maleza, ocultos en la cual nos dispusimos a dar descanso a
los caballos.
—Éste es el monte Hancock —manifestó Winnetou.
—Y la cueva ¿dónde está? —le pregunté.
—Al otro lado del monte: en una hora de camino podrá verla mi hermano, si
me sigue; pero deje aquí el rifle.
—¿Yo solo?
—Sí. Estamos en el lugar de la muerte, y sólo un hombre fuerte puede resistir
la impresión. Queden los demás escondidos aquí y espérennos.
El macizo en cuya falda nos hallábamos era un conglomerado volcánico de
un ancho de tres cuartos de hora aproximadamente. Dejé el rifle y el Henry, y seguí
en pos de Winnetou, que empezó a trepar por la vertiente occidental del monte.
Formando una corta línea sinuosa subía a la cima. Era un camino penoso, que mi
amigo recorría con gran lujo de precauciones, como si temiera que detrás de cada
roca hubiera, apostado, un enemigo. Tardamos cerca de una hora en llegar a la
cumbre. Winnetou, con voz apenas perceptible, echándose al suelo y arrastrándose
lentamente por entre las matas, me dijo:
—Silencio absoluto, hermano.
Yo seguí su ejemplo, y asustado me eché para atrás, pues apenas hube
pasado la cabeza por entre el ramaje, vi abrirse ante mis ojos un cráter horrible en
forma de embudo, cuyo borde podía tocar con la mano.
Aquel abismo estaba cubierto por unos cuantos arbustos y su profundidad
debía de ser de ciento cincuenta pies, lo menos. En el fondo formaba una especie de
plano de unos cuarenta pies de diámetro, y en aquel espacio yacían atados los
desgraciados colonos de «Helldorf-Settlement». Dominando mi emoción conté el
número de las víctimas. Sin faltar uno solo, estaban allí, atados sólidamente y
vigilados por gran número de oguelalás.
Examiné el borde del cráter con el mayor cuidado, a fin de ver si había
manera de bajar al fondo. Era posible, con tal de contar con osadía suficiente y una
buena cuerda, y si se lograba alejar a los centinelas, pues descubrí algunos salientes
de la roca que podrían servir de apoyo y descanso en el arriesgado descenso.
Winnetou retrocedió, seguido por mí, y ya alejado del abismo le pregunté:
—¿Es ésa la cueva de que me hablaste?
—Sí.
—¿Dónde está la entrada?
—En la falda oriental del monte, pero no hay medios humanos que puedan
forzarla.
—Entonces bajaremos por aquí. Disponemos de lazos resistentes y nuestros
obreros traen buena provisión de cuerdas.
Winnetou asintió, y empezamos el descenso por donde habíamos trepado.
Era inexplicable que los indios no vigilaran la ladera occidental del monte, pues en
tal caso nos habría sido imposible acercarnos al cráter.
Cuando llegamos al pie del monte se estaba poniendo el sol y dimos
comienzo a nuestros preparativos. Se reunieron todas las cuerdas que traíamos y se
anudaron hasta formar un rollo respetable. Winnetou escogió veinte de los obreros
más decididos, mientras los demás quedaban al cuidado de las caballerías. Dos se
encargaron de montar a caballo tres cuartos de hora después de nuestra partida, y
describiendo un gran arco alrededor del monte habían de dirigirse al Este, y
encender pampa adentro grandes fogatas, pero de modo que no provocaran
incendios, y luego volver al punto de partida a la mayor velocidad posible. Con
tales hogueras queríamos llamar la atención de los vigilantes indios hacia la lejanía
y desviarla de nosotros.
El sol había desaparecido, y el cielo se teñía de matices violados que se
disolvieron en un intenso color de púrpura y acabaron por apagarse en la sombra
gris de la noche.
Capítulo 8
La conversación
Winnetou se había alejado del lugar en que nos ocultábamos. Desde hacía
unas horas el apache parecía transformado en un ser distinto; la mirada fija y clara
de sus ojos despedía entonces llamaradas extrañas e inquietas, y su frente alta y
tersa se había llenado repentinamente de arrugas, cosa que no había observado
nunca en aquel rostro cincelado y armónico como un camafeo antiguo. Tal
mudanza debía de ser hija de una preocupación extraordinaria o de una reflexión
tan profunda que llegara a perturbar el admirable equilibrio de su interior, que
siempre me había asombrado. Algo grave le pasaba, y yo me juzgué en el deber y
aun en el derecho de preguntarle la causa de tan gran transformación.
Salí, pues, en su busca y le encontré en el lindero del bosque, apoyado en un
árbol y con la mirada clavada fijamente en las caprichosas nubes que se
amontonaban al Oeste y cuyos bordes, dorados todavía por el sol poniente,
empezaban a palidecer. Aunque me acercaba sin hacer el menor ruido, y no
obstante su ensimismamiento, se dio el indio cuenta de mi llegada, y sin volverse
me dijo:
—¿Viene mi hermano Charlie en busca de su amigo? Hace bien, pues poco
tiempo le queda de verme.
Yo le eché el brazo por los hombros y contesté:
—Sombras oscurecen el ánimo de mi hermano. Deséchelas.
Winnetou extendió el brazo y señaló a Occidente, diciendo:
—Allí llameaba ahora el fuego y la luz de la vida; ya se acabó y llegan las
tinieblas. Ve a rechazar las sombras que bajan del cielo.
—No puedo; pero la luz volverá mañana a alumbrar la tierra y dará
comienzo el nuevo día.
—Para el monte Hancock, sí; pero no para Winnetou. Su sol se apaga como el
del cielo; mas para no volver a salir. Veré la aurora próxima en el otro mundo.
—Ésos son presentimientos a que no debe entregarse mi hermano. Es verdad
que esta noche nos aguardan muchos peligros; pero ya hemos mirado hartas veces
cara a cara a la muerte; hartas veces tendió ella la zarpa para estrangularnos, pero
tuvo siempre que retroceder ante nuestra mirada firme y serena. Desecha, por lo
tanto, esas negruras, que sólo tienen su origen en el exceso de fatiga espiritual y
corporal que hemos pasado estos días.
—No. A Winnetou no hay penalidad que le rinda ni cansancio que le robe la
tranquilidad del alma. Mi hermano Shatterhand me conoce y sabe que he gustado
siempre de beber en la fuente de la ciencia y del conocimiento. Tú acercaste a mis
labios sus aguas y yo sacié mi sed devoradora. He aprendido tanto, que sé mucho
más que todo el resto de mis hermanos de raza, a pesar de lo cual continúo siendo
un piel roja. El blanco se asemeja al animal doméstico cuyo instinto ha variado; el
indio al animal salvaje que, además de conservar toda la agudeza de sus sentidos,
huele y oye con el alma. El animal salvaje sabe muy bien cuándo se le acerca la
muerte; no sólo la presiente, sino que oye sus pasos, y por eso se esconde en lo más
espeso e intrincado de la selva, para morir solo y tranquilo. Ese presentimiento, esa
sensación que no engaña nunca, es la que experimenta Winnetou en este momento.
Yo estreché al apache entre mis brazos y le dije:
—No obstante, te engaña. ¿Has experimentado eso mismo alguna otra vez?
—Nunca.
—¿De modo que es hoy la primera?
—Sí.
—¿Entonces cómo lo conoces? ¿Qué es lo que te hace creer que es el
presentimiento de la muerte?
—¡Si es tan claro como la luz!
Todo me advierte que Winnetou morirá hoy, con el pecho atravesado por un
balazo, pues sólo el plomo puede acabar conmigo: el cuchillo y el tomahawk pueden
ser fácilmente rechazados por el caudillo de los apaches. Mi hermano puede tener
por seguro que hoy mismo entraré en los eternos…
Winnetou calló. Había querido decir «eternos cazaderos» según rezaba su
ley; ¿por qué no acababa de pronunciar la frase? Harto lo sabía yo: su trato conmigo
le había hecho interiormente cristiano, aunque había evitado confesarlo. De pronto
me echó los brazos al cuello y varió la expresión, diciendo:
—Hoy iré adonde nos ha precedido el Hijo del buen Mánitu para
prepararnos la morada en la casa de su Padre, y adonde me seguirá algún día mi
hermano Old Shatterhand. Allí volveremos a vernos, y ya no habrá diferencia entre
los hijos blancos y los hijos rojos del Padre, que abraza a todos con igual amor
infinito. Entonces reinará paz eterna; no habrá matanzas ni exterminio de hombres
que eran buenos y salieron al encuentro de los blancos, confiados y pacíficos,
recibiendo en cambio la muerte y el tormento. El buen Mánitu tomará entonces la
balanza en su mano para pesar las obras de los blancos y los rojos y la sangre
inocente que ha sido derramada. Winnetou estará a su lado e intercederá por los
asesinos de su pueblo, a fin de lograr misericordia y gracia.
Volvió a estrecharme contra su pecho y guardó silencio. Yo estaba
profundamente conmovido, porque una voz interior me decía: «Su instinto no le
engaña; también esta vez dice la verdad». Pero le respondí:
—Mi hermano Winnetou se tiene por más fuerte de lo que es. Claro está que
es el guerrero más poderoso de su pueblo, pero al fin no es más que un hombre. Yo
nunca le he visto tan decaído; mas confieso que me encuentro agotado: las noches y
los días penosos que acabamos de pasar han exigido demasiado de nosotros, y eso
aplana el espíritu y debilita la confianza en sí mismo, con lo cual se originan
pensamientos tristes que desaparecen con el descanso. Mi hermano Winnetou debe
descansar y acostarse junto a los hombres que vigilan al pie del monte.
El apache movió la cabeza negativamente y contestó:
—Eso no puede decirlo en serio mi hermano.
—Sí que lo digo; he examinado la cueva y he calculado todas sus condiciones.
Me basto yo para dirigir la operación.
—¿De modo que me eliminas? —me preguntó con ojos chispeantes.
—Bastante has hecho tú ya; descansa ahora.
—¿Y tú, no has hecho otro tanto o más que yo y los otros? Yo no me quedo
atrás.
—¿Ni aun pidiéndotelo como un sacrificio a nuestra amistad?
—¡Ni aun así! No quiero dar ocasión a que se diga que Winnetou, el caudillo
apache, tuvo miedo a la muerte.
—No se atreverá a decirlo nadie.
—Y aunque todos lo callaran y no lo achacaran a cobardía, habría uno ante
quien no podría levantar los ojos del suelo, uno que me pondría la cara colorada por
el rubor de la vergüenza.
—¿Quién es?
—Yo; yo mismo, que no dejaría de gritarle a todas horas a Winnetou que
descansaba mientras su hermano combatía; que era un cobarde indigno de figurar
entre los guerreros de su pueblo y de llamarse caudillo de tribus valerosas. No, no
hables de dejarme atrás, pues no consiento en ello. ¿Quieres que mi hermano
Charlie, allá en su corazón, me cuente entre los coyotes infames que huyen ante el
peligro? ¿Quieres que Winnetou se desprecie a sí mismo? ¡Antes mil veces la
muerte!
Esto último me obligó a guardar silencio. En efecto, este reproche y la
pesadumbre de considerarse cobarde habrían acabado con Winnetou moral y
físicamente. Al cabo de un rato continuó:
—Cuantas veces hemos hecho frente a la muerte los dos juntos, mi hermano
estuvo siempre preparado a recibirla, y ha anotado en su libro de apuntes sus
deseos en caso de caer en el combate, encargándome que cumpliera después sus
disposiciones, que los blancos llaman testamento. Winnetou también ha hecho
testamento, aunque nunca habló de ello. Ahora que ve acercarse la muerte, necesita
hablar de él. ¿Quieres ser lo que vosotros llamáis albacea?
—Sí, aunque sé y deseo que tus presentimientos no han de cumplirse y que
has de ver pasar aún muchos soles por el mundo; no obstante lo cual te aseguro que
cuando llegue la hora de la separación, cumpliré lealmente todos tus deseos, y
ejecutar tu última voluntad será el más sagrado de mis deberes.
—¿Aun cuando sea muy difícil, muy penosa su ejecución, y rodeada de
peligros?
—Esa pregunta no la hace Winnetou en serio. Envíame a morir e iré sin
vacilar ahora mismo.
—Ya lo sé, Charlie; por mí te precipitarías en las fauces abiertas de la muerte.
Sé que cumplirás lo que te pido, pues tú eres el único que puede cumplirlo. ¿Te
acuerdas de que una vez, cuando no te conocía tanto como ahora, hablamos de la
riqueza por tantos ambicionada?
—En efecto, recuerdo esa conversación.
—Comprendí entonces, por el tono de tu voz, que tus palabras no estaban
acordes con tus pensamientos: el oro tenía valor para ti. ¿No estuve en lo cierto?
—A lo menos no vas descaminado del todo —confesé yo.
—¿Y ahora? Dime toda la verdad.
—No hay blanco que desconozca el valor de la riqueza. Mas has de saber que
no anhelo tesoros vanos ni goces materiales. La verdadera felicidad se basa sólo en
los bienes que atesora el corazón.
—Ya sabía que te expresarías hoy así. No ignoras que conozco muchos sitios
en que se encuentra el oro en subterráneos, en pepitas y en polvo; bastaría que te
revelara uno de esos yacimientos para hacerte un hombre rico, el más opulento de
la tierra; pero te haría desgraciado. El buen Mánitu blanco no te creó para vivir
como un libertino entre placeres y abundancia; tu cuerpo robusto y tu alma noble
tienen destino más elevado y mejor. Eres un hombre, y debes seguir siendo un
hombre. Por eso mismo he decidido no revelarte ninguna de esas minas de oro. ¿Me
guardarás rencor por este silencio?
—No —le contesté, impulsado realmente por la verdad.
Veía en Winnetou al mejor amigo de mi vida, que, presintiendo su fin, me
comunicaba su última voluntad. ¡En momento tan solemne no iba yo a sentir ansias
indignas de oro!
—No obstante lo cual verás ese metal codiciado en gran cantidad
—prosiguió el apache—; pero no es para ti. Cuando yo no exista, ve en busca de la
tumba de mi padre, que ya conoces, y al pie de la misma, a Occidente, cava la tierra
y hallarás el testamento de tu hermano, que habrá desaparecido para siempre. En él
están anotados todos mis deseos, que ruego cumplas con toda exactitud.
—Mi palabra vale por un juramento —le dije con los ojos llenos de
lágrimas—. No hay peligro, por grande que sea, que pueda impedirme la ejecución
de tus disposiciones.
—Gracias, gracias, hermano. Ahora no hay más que hablar. Ha llegado el
momento del ataque. Yo no viviré para ver su fin; despidámonos, pues, ahora, mi
querido Charlie. El buen Mánitu te recompense el mucho, muchísimo bien que me
has hecho. Mi corazón siente más de lo que dicen mis labios. No lloremos y seamos
hombres hasta el fin. Entierra mi cuerpo en los montes del Gros Ventre, a orillas del
río Metsur, montado a caballo con todas mis armas, incluso mi escopeta de plata,
que no debe pasar a otras manos. Y cuando vuelvas a estar entre los hombres, de los
cuales ninguno te querrá tanto como yo te amo, acuérdate de tu amigo y hermano
Winnetou, que te bendice, porque tú fuiste una bendición para él.
El indio me puso ambas manos en la cabeza en actitud de bendecirme,
mientras hacía esfuerzos violentísimos para reprimir los sollozos que le ahogaban.
Entonces le estreché fuertemente entre mis brazos, y llorando a lágrima viva,
balbucí:
—Winnetou, hermano del alma, ésta es una sombra que pasará. Tienes que
quedarte conmigo; no me dejes solo.
—No; yo me voy y tú te quedas —replicó en voz baja, pero firme, y
desasiéndose de mí con admirable esfuerzo, se dirigió hacia el campamento.
Yo le seguí atropelladamente, devanándome los sesos para buscar un medio
de alejarle del combate; pero no lo encontré, porque no existía ninguno. ¡Cuánto
habría dado y daría hoy mismo por haber encontrado la solución que buscaba!
Estaba yo completamente trastornado, y aun él, que poseía tan
extraordinario dominio sobre sí mismo, no había logrado dominar del todo la
emoción que le embargaba, pues oí que temblaba ligeramente su voz al ordenar a la
gente:
—Ya es de noche y hay que levantar el campo. Sígannos mis hermanos.
Trepamos en hilera monte arriba por el mismo sendero que habíamos
seguido antes Winnetou y yo. La ascensión fue en la oscuridad mucho más difícil
que de día, y empleamos más de una hora en llegar al borde del cráter. En el fondo
de éste ardía una gran hoguera, a cuyo resplandor vimos a los presos y sus guardias.
Ni un suspiro, ni una palabra llegaba hasta nosotros. Atamos el larguísimo cable
que habíamos formado a uno de los salientes de la roca, y esperamos que nuestros
enviados encendieran las fogatas en la pampa. Poco después fueron apareciendo en
Occidente hasta cinco hogueras, que hacían el efecto de pertenecer a un
campamento. Fijamos nuestra vista ansiosa en el interior del cráter, y, en efecto, no
nos equivocamos; al poco rato vimos que aparecía un oguelalá por una grieta de la
cueva y le oímos decir en su lengua unas palabras a sus compañeros. Éstos se
levantaron rápidamente y desaparecieron por la abertura, sin duda con objeto de
contemplar las fogatas de los nuestros.
Era el instante anhelado por nosotros. Cogí el cabo de la cuerda para ser el
primero en bajar; pero Winnetou me lo quitó de la mano, diciendo:
—El caudillo de los apaches es el que dirige la operación. Detrás de mí
vendrás tú.
Se había dispuesto que habían de seguirnos nuestros compañeros por
intervalos iguales, de modo que cuando el cable tocara al fondo sólo se hallaran seis
cogidos de la cuerda. Winnetou empezó, y al ver que ponía pie en el primer saliente
me descolgué yo, seguido de Fred. La bajada era mucho más rápida de lo que
habíamos supuesto, de tal modo que apenas podíamos sostenemos.
Afortunadamente, resistía bien la cuerda que desde arriba iban soltando
lentamente.
En el descenso arrastrarnos alguna piedra y arena, pues había tal oscuridad
que no era posible evitarlo. Una de las piedrecitas debió de dar a un niño, que se
echó a llorar. En el acto asomó por la grieta la cabeza de un oguelalá, el cual, al
sentir la lluvia de arena y mirar para arriba lanzó un grito de alarma.
—De prisa, Winnetou —exclamé yo entonces—, o está todo perdido.
Los que se habían quedado arriba, dieron al oírnos rápida suelta al cable y
medio minuto después tocábamos el suelo; pero en el mismo instante sonó una
descarga por la grieta, Winnetou cayó al suelo, y yo me quedé paralizado de
espanto.
—Winnetou ¿estás herido? —exclamé ronco de terror.
—Winnetou muere —contestó el apache.
Al oírlo se apoderó de mí tal furia que no pude resistir su impulso y grité a
Walker, que estaba detrás de mí:
—¡Winnetou muere! ¡No haya perdón!
Como un loco, sin pensar en empuñar la carabina, el cuchillo ni el revólver,
me precipité con los puños en alto, ciego de ira, contra los cinco indios que salían
por la grieta. El que iba delante era el caudillo.
—¡Ko-itse, muere!
De un puñetazo le hundí la sien y se desplomó como un tronco. El que le
seguía había levantado el tomahawk para derribarme, pero al ver mi cara iluminada
por la hoguera, soltó aterrado el hacha y gritó:
—¡Ka-ut-skamasti! (¡Mano destructora!).
—¡Sí; yo soy Old Shatterhand! ¡Al infierno contigo! —respondí ronco de
furor.
Estaba fuera de mí. El puñetazo que le di surtió el mismo efecto que el que
solté a Ko-itse.
—¡Ka-ut-skamasti! —gritaron los demás indios llenos de pánico.
—¡Eres Old Shatterhand! —exclamó Walker entonces—. ¡Quién lo había de
decir, Charley! ¡Ahora lo comprendo todo! Ya no me cabe duda de que venceremos.
¡A ellos! ¡A ellos!
Me dieron una cuchillada en el hombro; pero no la sentí siquiera. Dos de los
indios cayeron derribados por el rifle de Fred, y al tercero lo maté yo. Entretanto
habían bajado otros de los nuestros, quienes se encargaron de los restantes
enemigos, mientras yo me arrodillaba al lado de Winnetou y le preguntaba:
—¿Dónde te han herido, hermano?
—Ntsagué-che (En el pecho) —contestó llevándose la mano izquierda, que se
tiñó de sangre, al costado derecho.
Saqué el cuchillo y abrí con él la manta de Santillo que se le había arrollado al
cuerpo, para examinar la herida. En efecto, la bala le había penetrado en el pulmón,
y al verlo me embargó un dolor tan hondo como no lo había sentido en mi vida. No
obstante lo cual, le dije en tono animoso:
—Todavía hay esperanzas, hermano mío.
—Hermano, cógeme en brazos para que presencie yo la lucha —me suplicó.
Así lo hice, y pudimos ver que según iba apareciendo un indio en la grieta,
era recibido a tiros. Los nuestros, que estaban ya todos en la cueva, se apresuraron a
desatar a los prisioneros, que se deshacían en gritos de júbilo y gratitud. Yo no
quería ver nada: tenía los ojos clavados en el amigo moribundo, cuya herida cesó de
sangrar, lo cual me dio a entender que la hemorragia era interior.
Acercando mi rostro al suyo, le pregunté:
—¿Tiene mi hermano algún deseo?
Winnetou había cerrado los ojos y no contestó; yo le sostenía en mis brazos
sin atreverme a hacer el menor movimiento.
El viejo Hillmann y los demás colonos se apoderaron de las armas
abandonadas y penetraron a su vez en la grieta. Yo no me di cuenta, pues estaba
pendiente del rostro broncíneo del apache. Momentos después se me acercó Walker,
que también estaba ensangrentado, y me dijo:
—Todos muertos.
—También éste se muere-contesté yo amargamente, —y todos ellos no son
nada en comparación con este solo.
El apache continuaba inmóvil: los valientes ferroviarios, que tan bien se
habían portado, y los colonos con sus familias, formaban círculos silenciosos y
conmovidos alrededor de nosotros. De pronto, abrió Winnetou los ojos y yo repetí:
—¿Tiene mi hermano algún deseo?
El apache asintió con la cabeza y murmuró en voz baja:
—Mi hermano Charlie debe llevar a esos hombres a los montes Gros-Ventre.
A orillas del riachuelo Metsur hay de esas piedras que buscan. Se lo han merecido.
—¿Y nada más, Winnetou?
—Deseo que mi hermano no me olvide y que ruegue por mí a su grande y
buen Mánitu. ¿Pueden esos prisioneros trepar por la roca, con los miembros
lacerados por las ataduras?
—Sí —contesté, aunque no ignoraba lo que habían padecido los colonos.
—Winnetou les pide que canten por última vez el himno a la Virgen.
Al oír estas palabras y sin esperar mi ruego, hizo Hillmann una seria, y los
coristas se encaminaron a un saliente del cráter que se levantaba a los pies de
Winnetou. Éste los seguía con los ojos, que se le cerraron un momento cuando los
vio arriba. Luego se apoderó de mis manos, que estrechaba mientras surgían dulces
y armoniosas las palabras del Avemaría:
Muere la luz del día
Y comienza la noche silenciosa.
¡Ay, si los dolores del alma pasaran tan pronto como el brillo del sol!
A tus pies deposito todos mis anhelos,
Rogándote los lleves ante el trono de Dios.
Yo te envío, Señora, mi saludo con las frases de mi canción.
¡Ave, Ave, María!
Al dar comienzo a la segunda estrofa, levantó Winnetou los ojos al cielo
estrellado con expresión sonriente y tierna, y estrechándome la mano balbució:
—Charlie, ¿verdad que viene ahora lo de la muerte?
Yo asentí llorando y el canto continuó:
Despídese la luz de la vida
Para que llegue la noche de la muerte.
El alma extiende las alas
Para volar lejos del mundo;
Señora, en tus manos deposito mi última plegaria:
¡Alcánzame el fin de un creyente y una resurrección venturosa!
Ave, Ave, María.
Cuando se apagó el último acento, mi amigo intentó hablar, pero ya no pudo.
Pegué mi oído a su boca y él, haciendo el último esfuerzo, murmuró:
—Charlie, creo en el Redentor. Winnetou es cristiano. ¡Adiós!
Un temblor convulsivo agitó su cuerpo, una bocanada de sangre brotó de sus
labios, un supremo apretón de manos oprimió las mías y Winnetou quedó rígido.
Lentamente desasí mis dedos de entre los suyos; había muerto.
¿Qué he de decir más? El dolor verdadero no encuentra palabras. ¡Cuándo
llegará el día en que se consideren tan tristes y sangrientas historias como leyendas
del pasado! Juntos habíamos desafiado la muerte en cien combates; el Oeste agreste
y salvaje exige que se esté continuamente preparado a un súbito fin, y, no obstante,
en cuanto vi a aquel amigo fiel, el mejor que había tenido, yerto y rígido ante mis
ojos, creí volverme loco de pena y pensé que mi corazón estallaría ante aquel dolor.
Hallábame en un estado de ánimo indescriptible. ¡Qué hombre tan completo, tan
grande, había sido aquél! ¡Y de repente lo habían matado! ¡Matado! En la misma
forma matarían a toda su raza, de la que era el más noble y digno representante.
Mudo, con los ojos ardientes y secos como brasas, pasé la noche velando su
cadáver. Seguía con la cabeza en mi regazo, tal como había muerto. Lo que pensé y
sentí en aquella amarga vela ¿quién osará preguntármelo? Si hubiera sido posible,
gustoso habría dado lo que me restaba de vida, con tal de compartirlo con él.
Así, tal como reposaba en mi regazo así había muerto Kleki-Petra en el suyo
y luego su hermana Nsho-Chi.
No le habían engañado sus presentimientos, y con previsión exquisita me
había dado sus disposiciones respecto a su tumba y su última voluntad. Como los
colonos habían de encontrar allí las piedras anheladas, se mostraron dispuestos a
acompañarme a los Montes Gros-Ventre, lo cual me facilitó extraordinariamente la
conducción del amado cadáver.
Al día siguiente salimos de la cueva, pues podían llegar a la hora menos
pensada los oguelalás. Envolvimos el cadáver en mantas y lo atamos a su caballo.
Hasta el lugar del sepelio había dos buenas jornadas, y allí nos encaminamos con
todas las precauciones debidas, a fin de que los indios no pudieran dar con nuestras
huellas.
Al anochecer del segundo día llegamos al valle del río Metsur, donde
enterramos a Winnetou, recitando cristianas oraciones y con todos los honores
debidos a su categoría de caudillo. Le sentamos con todas sus armas y todos sus
atributos y adornos guerreros sobre su caballo, al cual hicimos entrar en una cueva
que abrimos con este objeto en una colina y le pegamos un tiro después. Sobre
aquella colina no flotan los scalps de los enemigos muertos a sus manos, como suele
verse en las sepulturas de los caudillos indios, sino que se levantan tres rústicas
cruces hechas con troncos de árbol.
En la arena del valle no sólo se encontraron las piedras prometidas, sino
también gran cantidad de polvo de oro, que resarció a los ferroviarios de las fatigas
de la expedición. Algunos de ellos resolvieron unirse a los colonos, con objeto de
establecer una nueva colonia, que había de llevar el nombre de Helldorf como la
arrasada. Los demás regresaron a la estación de Echo-Cannon, donde supieron que
el railtroubler Haller había sucumbido a su herida. Sus cómplices recibieron su
merecido.
La campanita, que Winnetou enterró, fue llevada solemnemente a la nueva
colonia, donde sus fundadores erigieron otra capilla, y cada vez que resuenan sus
tañidos y los piadosos colonos entonan el himno a María, envían un recuerdo al
caudillo apache, quien creen que logró lo que anheló moribundo por mediación de
sus voces:
Señora, en tus manos deposito mi última plegaria:
¡Alcánzame el fin de un creyente y una resurrección venturosa!
¡Ave, Ave, María!
El testamento de Winnetou
Capítulo primero
Noticias de Santer
¡Winnetou muerto! Estas dos palabras son suficientes para denunciar el
estado de ánimo en que me encontraba yo en aquel entonces. Me parecía imposible
separarme de su sepultura. Pasé los primeros días callado y silencioso a los pies de
la tumba, viendo el afanoso trajinar de la gente en la fundación de la nueva colonia.
Digo viendo, y he de confesar que no veía nada y que oía voces sin darme cuenta de
lo que decían. Estaba completamente entregado a mi pena, y tan abstraído que no
me enteraba de lo que ocurría a mi alrededor. Mi estado de ánimo podía
compararse al del hombre que ha recibido un porrazo en la cabeza y que, medio
atontado por el golpe, lo oye todo como si lo tuviera a gran distancia y ve las cosas
como al través de un cristal esmerilado. Fue una suerte que los rojos no dieran con
nuestras huellas y no descubrieran nuestro paradero, pues no me encontraba en
situación de hacerles frente. O acaso un peligro inminente me hubiera sacado de mi
apatía.
Aquella buena gente se esmeraba en distraerme e interesarme por su obra;
pero con escaso fruto. Tuvieron que pasar algunos días antes que pudiera sacudir
mi indiferencia y ayudarlos en su trabajo.
La beneficiosa influencia de éste no se hizo esperar, pues aunque había que
sacarme las palabras a viva fuerza, pronto se restableció mi antigua energía y volví
a ser el que imponía su consejo y su opinión a los demás.
Así pasaron dos semanas, y un día me dije que no podía seguir más tiempo
allí. El testamento de mi amigo me arrastraba a Nugget-Tsil, donde dormían el
sueño eterno Inchu-Chuna y su bella hija. Además, era mi deber llegar al río Pecos y
anunciar a los apaches la muerte del mejor y más famoso de sus caudillos. No
ignoraba la rapidez con que semejantes noticias recorren la pampa, y
probablemente habría llegado ya aquélla a oídos de los apaches; pero, sea como
fuere, debía ir a verlos, siendo como era testigo ocular del lamentable suceso, y el
que podía referírselo con todos sus detalles. Los colonos ya no me necesitaban, y en
todo caso, como westman de experiencia, tenían a Walker, que había decidido
permanecer algún tiempo en su compañía. Me despedí afectuosamente de aquella
buena gente y emprendí la marcha en mi potro, que se había repuesto bien de todas
las fatigas pasadas.
Otro en mi lugar habría tratado de acercarse en su camino a todos los
poblados que fuera posible; yo hice lo contrario: rehuía el contacto con mis
semejantes, pues anhelaba estar solo con mi dolor.
Vi cumplido este deseo hasta el Beaver-Creek del Canadiense del Norte,
donde tuve un choque muy peligroso con To-kei-chun, el caudillo comanche del
que había logrado escapar con tanta fortuna en otra ocasión. Mientras luchábamos
en el Norte con los siux, al Sur habían vuelto los comanches a desenterrar el hacha
de la guerra, y To-kei-chun se había dirigido con setenta guerreros al para ellos
sagrado Makik-Natun (Monte Amarillo), para ejecutar la danza guerrera ante las
tumbas de sus caudillos allí enterrados e interrogar su medicina.
En el encuentro habían caído en manos de los comanches varios blancos que
iban a ser sacrificados en el palo de los tormentos en tan solemne ocasión. Logré
arrancar a los infelices de las garras de los comanches, episodio que no relato por no
estar en relación alguna con Winnetou, y que referiré a su debido tiempo. Conduje a
los libertados hasta la frontera de Nueva Méjico, donde estaban en seguridad, y
desde donde podía encaminarme en línea recta al río Pecos. Mas el testamento de
Winnetou me atraía de tal modo que no podía seguir en mi incertidumbre; y así, en
lugar de encaminarme al campamento apache, me dirigí primero a Nugget-Tsil.
El camino estaba erizado de peligros, pues atravesaba el territorio de los
comanches, hostiles a mí, y de los kiowas, que me tenían aún mayor inquina. Topé
con diversos rastros y huellas; pero fueron tales las precauciones que tomé, que
logré llegar inadvertido al río Gualpa. Allí me encontré con huellas de herradura
que llevaban mi propia dirección. Yo no quería que me vieran indios ni tener trato
con blancos, de modo que habría debido torcer el curso de mi jornada; mas esto
implicaba un gran rodeo, y además me convenía saber si eran blancos o indios los
que me precedían. Seguí, pues, avanzando con cautela y siguiendo las huellas, que
escasamente datarían de una hora.
Poco después pude averiguar que se trataba de tres jinetes, y llegué al cabo al
sitio donde habían descansado. Uno de ellos había echado pie a tierra con objeto de
asegurar la cincha del caballo, y la impresión de sus pies me indicó que calzaba
zapatos y que se trataba por consiguiente de un blanco; y como no era de suponer
que éste anduviera solo por aquellos andurriales en compañía de indios, colegí que
debían de ser tres jinetes blancos los que yo seguía.
No se me ocurrió siquiera cambiar de dirección, y seguí adelante, pues aun
tropezando con ellos no estaba precisado a continuar en su compañía. Los tres
jinetes iban despacio, y así al cabo de unas dos horas los tuve a la vista, al mismo
tiempo que descubría también las colinas entre las cuales se desvía el río hacia
abajo.
Anochecía, y formé el proyecto de pernoctar a orillas del río, proyecto que no
me haría variar la presencia de los tres desconocidos. Al parecer llevaban éstos la
misma idea, pero no me veía obligado a pasar la noche en su compañía. Poco
después de haberlos visto desaparecer entre la maleza que cubría las lomas, llegué
yo a la espesura, y al acercarme al río vi que se disponían a desensillar sus caballos.
Éstos parecían buenos, pero el aspecto de los jinetes no inspiraba gran confianza.
Al verme de pronto a mí, se asustaron; pero se tranquilizaron acto seguido,
contestando a mi saludo, y al ver que me detenía a cierta distancia de ellos, se me
acercaron.
—¡Qué susto nos ha dado usted! —me dijo uno.
—¿Tenéis tan sucia la conciencia que sólo con verme se alborota? —contesté
yo.
—¡Bah! Dormimos muy tranquilos, conque no será tan mala, pues ya dice el
refrán que no hay peor almohada que una conciencia intranquila. Mas como
pisamos terreno peligroso, la repentina aparición de un extraño le obliga a uno a
llevarse la mano al cinto en seguida. ¿Quiere usted decirnos de dónde viene?
—Del Beaver-Fork.
—¿Adónde va?
—Al río Pecos.
—Entonces el viaje de usted es más largo que el nuestro: nosotros vamos a
Mugwort-Hills.
Estas palabras me llamaron la atención, pues los Mugwort-Hills eran el
grupo de montañas llamado por Winnetou Nugget-Tsil. ¿Qué iban a hacer aquellos
hombres allí? Ellos y yo llevábamos la misma meta. ¿Debía incorporarme a ellos?
Para eso tenía que averiguar antes el objeto que los guiaba, y así les pregunté:
—¿Mugwort-Hills?… ¿Dónde está eso?
—En una comarca muy bonita, cubierta de artemisa, que también se llama
Mugwort y de ahí su nombre. Pero además de artemisa hay otras cosas.
—¿Qué?
—¡Ah, si usted lo supiera! Me guardaré mucho de decírselo, pues sería usted
capaz de ir en seguida a Mugwort-Hills.
—¡Charlatán! —le interrumpió uno de sus compañeros—. No digas más
sandeces.
—¡Bah! Lo que rebosa del corazón se sale por la boca. ¿Quién es usted, si
puede saberse?
Comprenderá el lector que las indiscreciones de aquel desconocido me
chocaron bastante. Realmente aludía a Nugget-Tsil, donde también me había
chocado la extraordinaria abundancia de artemisa. Sus enigmáticas palabras me
decidieron a no separarme de aquella gente; pero sin descubrirles mi personalidad.
Así les contesté con la mayor indiferencia:
—Soy cazador de los que usan trampas, si no les parece mal.
—Nada de eso; pero ¿cómo se llama usted, a no ser que quiera usted ocultar
su nombre?
—Puedo decirlo en voz muy alta: me llamo Jones.
—¡Qué nombre tan raro! ¡Rarísimo! —respondió riendo el otro—. A ver si se
nos olvida por lo extraordinario…, ¿y dónde lleva usted los cepos?
—Me los han quitado los comanches, con todas las pieles que había logrado
en dos meses.
—¡Qué mala sombra!
—Sí que lo es; pero menos mal que no me cogieron también a mí.
—Puede usted darse por dichoso, pues si cae usted en sus manos no hay
quien le salve, sobre todo en estos tiempos.
—Pues los kiowas no les van en zaga.
—Verdad es.
—Y, sin embargo, se atreven ustedes a pasar por su territorio.
—No hay cuidado: estamos seguros. Llevamos recomendaciones excelentes
para esa tribu. Míster Santer es amigo del caudillo Tangua.
Al oír el nombre de Santer me pareció sentir la sacudida de una corriente
eléctrica. Hube de hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para dominar mi
sorpresa y conservar mi aspecto indiferente. Aquellos hombres eran protegidos de
Santer, y esto decidía para mí la cuestión de no separarme ya de ellos. Tenía que ser
el Santer que a mí me interesaba, pues solamente él podía llamarse amigo del
sanguinario Tangua. Seguí, pues, preguntando:
—¿Entonces ese Santer es hombre de influencia?
—¡Vaya si lo es, sobre todo entre los kiowas! Pero ¿no piensa usted descansar?
Se está haciendo de noche y seguramente pernoctará usted a orillas del río, donde
hay agua y pasto para su caballo.
—La verdad es que no sé qué hacer. Al fin no los conozco a ustedes, y
ustedes mismos dirían que soy poco precavido.
—¿Tenemos cara de salteadores?
—Eso no; pero me han preguntado ustedes lo que han querido y yo de
ustedes no sé nada.
—Ahora mismo lo sabrá usted. Somos westmen y nos dedicamos a todo lo
que sale, con tal de mantenernos. Yo me llamo Gates, éste es míster Clay y el otro
míster Summer. ¿Está usted satisfecho ahora?
—Sí.
—Pues, entonces, apéese o siga adelante, como quiera.
—Si lo permiten ustedes seguiré en su compañía. En estas tierras cuantos
más seamos, mejor.
—Perfectamente; aquí puede estar tranquilo: el nombre de Santer nos
protege a todos.
—Pero ¿quién es ese caballero? —insistí yo, mientras desmontaba y
arreglaba mi caballo.
—Un gentleman en toda la extensión de la palabra, a quien deberemos eterna
gratitud si resultan las cosas tal como nos lo ha dicho.
—¿Hace mucho que le conocen ustedes?
—No: le encontramos por primera vez hace poco.
—¿Dónde?
—En Fort Arkansas. Pero ¿por qué le interesa a usted tanto? ¿Le conoce
usted?
—Si le conociera no haría tantas preguntas, míster Gates.
—Es verdad.
—Dice usted que su nombre es una garantía de seguridad, y como estoy
ahora con ustedes, me encuentro, por decirlo así, bajo su protección, y por fuerza ha
de interesarme el protector, ¿no es verdad?
—Tiene usted razón. Ea, acérquese: ¿tiene usted algo que comer?
—Sí; me queda un trozo de tasajo.
—Pues aquí hay más, si usted quiere: llevamos provisiones abundantes.
Al principio me había inspirado aquella gente escasa confianza; pero a
medida que iba tratándolos me iba convenciendo de que eran personas honradas,
es decir, honradas para aquellas tierras, pues en ellas se emplea otro rasero que en
Europa, donde a duras penas merecerían tal denominación. Trajimos agua y
comimos nuestro tasajo en buen amor y compaña. Mis compañeros no me quitaban
ojo, y de soslayo me miraban de pies a cabeza.
Gates, que parecía llevar la voz cantante, me dijo por fin:
—¿De modo que se ha quedado usted sin cepos ni pieles? ¡Valiente ganga!
¿De qué va usted a vivir?
—Por de pronto, de la caza.
—¿Tiene usted buenas armas? Ya veo que lleva usted dos.
—No son malejas: el rifle viejo es para bala y la escopeta para perdigones.
Llevaba las dos carabinas enfundadas en un estuche de mi invención. Si
hubiera dicho el nombre y la clase de mis armas de fuego en seguida habrían
averiguado quién era yo.
—Es usted un tipo extraño. ¡Mira que cargar con dos chismes, en vez de
llevar escopeta de dos cañones que sirviera para las dos cosas, para bala y para
perdigón!
—Razón tiene usted; pero estoy tan encariñado con ese viejo rifle que no
puedo dejarlo.
—¿A qué va usted al río Pecos, míster Jones?
—A nada en particular; dicen que hay más caza por allí.
—Pues si cree usted que los apaches le van a dejar a usted que cace
impunemente se llevará usted chasco. El que le haya dicho eso, le ha engañado
como a un chino. Aquí le han despojado a usted de las pieles y los cepos; pero allí le
arrancarán el propio pellejo en cuanto usted se descuide. ¿Tiene usted que ir allá
necesariamente?
—No, eso no.
—Pues, entonces, véngase con nosotros.
—¿Con ustedes? —repetí fingiendo asombro.
—¡Claro!
—¿A esos Mugwort-Hills?
—Sí.
—¿Y qué voy a hacer allá?
—¡Hum! No sé si debo decírselo a usted. ¿Qué os parece a vosotros?
—preguntó a sus compañeros Clay y Summer.
Los aludidos se miraron interrogativamente. Al cabo de una pausa contestó
Clay:
—La cosa es dudosa. Míster Santer nos ha prohibido hablar de ello; pero
también dijo que necesitaba hombres adecuados para la empresa. Conque haz lo
que te parezca.
—Perfectamente —asintió Gates—. Si míster Santer busca más personal, no
hay inconveniente en que nosotros lo llevemos también. ¿No está usted
comprometido con nadie, míster Jones?
—Soy libre.
—¿Tiene usted tiempo?
—Todo el que me haga falta.
—¿Se aviene usted entonces a entrar en una empresa que nos reportará oro,
mucho oro?
—¿Por qué no? El dinero no es nunca de desdeñar, y si hay mucho, mejor
que mejor. Claro está que desearía saber antes de qué negocio se trata.
—Es natural; y aunque es un secreto, me agrada usted tanto, tiene usted una
cara tan honrada y leal, que no creo que vaya usted a hacernos ninguna fechoría.
—Soy incapaz de engañar a nadie; puede usted creerme.
—Lo creo; pues bien: vamos a Mugwort-Hills en busca de nuggets.
—¡Nuggets! —exclamé—; pero ¿las hay allí?
—No grite usted tanto. ¿Verdad que le conviene a usted? ¡Ya lo creo que las
hay: en abundancia!
—¿Quién se lo ha dicho a ustedes?
—Míster Santer.
—¿Las ha visto él?
—No, pues si estuvieran a la vista se habría guardado bien de decírnoslo, y
habría vaciado el nido él solo y por su cuenta.
—Entonces lo supone, solamente…
—No lo supone; lo sabe fijamente, y conoce el lugar aproximado; pero no el
punto mismo del yacimiento.
—¡Qué extraño!
—Sí; pero es la pura verdad.
Ya le diré a usted cómo nos lo ha explicado a nosotros. ¿Ha oído usted hablar
por estas tierras de un tal Winnetou?
—¿Caudillo de los apaches? Ya lo creo.
—¿Conoce usted a un tal Old Shatterhand?
—De oídas también.
—Pues esos dos eran uña y carne, y estuvieron una vez en Mugwort-Hills,
acompañados del padre del indio y de otros rojos y blancos. Míster Santer, que los
espiaba, oyó que Winnetou decía a su padre que iba al monte por nuggets. Cuando
se puede ir así, sin más ni más, a cogerlas, es porque debe de haberlas a patadas.
¿No es verdad?
—En efecto.
—Pues escuche, que todavía no he acabado. Míster Santer se puso en acecho
para seguir a los apaches y descubrir el yacimiento. Eso no es de extrañar, como
comprenderá usted, pues ¿para qué quieren esos salvajes el oro? ¡Al fin para lo que
les sirve!
—¿Y logró su propósito?
—No del todo, desgraciadamente. Los fue siguiendo. También iba la
hermana del indio. Tenía Santer que ir con los ojos clavados en las huellas, con lo
cual se pierde mucho tiempo. Al llegar al punto de partida ya estaban los indios de
vuelta. ¡Qué contrariedad!
—No lo creo así.
—¿Que no? ¿Qué había de hacer?
—Dejarlos pasar tranquilamente y luego seguir sus huellas, que le habrían
conducido al sitio que quería.
—¡Caramba! Tiene usted razón. No es usted torpe y podrá usted sernos de
gran utilidad. Mas, desgraciadamente, Santer no hizo eso; creyendo que volvían
cargados de oro, disparó contra ellos con objetó de quitárselo.
—¿Hizo blanco? ¿Los mató?
—Al viejo y a la chica, sí, y allí están enterrados. También trató de matar a
Winnetou; pero en esto apareció Old Shatterhand, quien le persiguió hasta el
poblado de los kiowas, con cuyo caudillo hizo Santer amistad. Después ha vuelto a
Mugwort-Hills varias veces, desojándose para buscar rastros de pepitas, pero sin
dar con ninguna, hasta que discurrió unirse con gente que le ayude a buscar el
tesoro, pues más ven cuatro ojos que dos. A esos buscadores pertenecemos nosotros
y, si quiere usted agregarse, usted también.
—¿Tienen ustedes esperanzas de buen éxito?
—Muchas y grandes. Los indios volvieron tan pronto del yacimiento, que
éste no puede estar muy lejos del sitio donde los encontró míster Santer; de modo
que sólo falta rebuscar en un trecho pequeño, y malo ha de ser que no demos con el
escondite. Tenemos tiempo sobrado para ello, meses o años, para buscar sin que
nadie nos moleste. ¿Qué dice usted a eso?
—Hablando francamente, no me gusta gran cosa.
—¿Por qué?
—Hay sangre por medio.
—Déjese usted de tonterías. ¿La hemos derramado nosotros, por ventura?
¿Somos acaso los asesinos? Además: ¿qué importa que haya dos rojos más o menos
en el mundo? Al fin, más tarde o más temprano, han de desaparecer todos. Lo
ocurrido no nos va ni nos viene a nosotros: sólo nos toca hallar el oro, y en cuanto lo
tengamos repartirlo equitativamente y vivir como Astor y esos otros millonarios
que gozan y triunfan.
En seguida comprendí la clase de gente que eran mis compañeros, que sin
pertenecer precisamente a la hez de la pampa, eran de los que conceden tanto valor
a la vida de un indio como a la de una fiera que todo el mundo tiene derecho a
exterminar. No eran de mucha edad ni obraban como hombres prevenidos y de
experiencia, puesto que, sin más garantía que mi aspecto de persona decente,
confiaban a un desconocido un secreto de importancia y le ofrecían un lugar en su
campamento y en su empresa.
Excuso decir la grata sorpresa que me produjo el encuentro y lo gustoso que
acepté sus ofrecimientos. Tener a Santer al alcance de mi mano era mi sueño dorado,
y estaba resuelto a que esta vez no se me escapara. Sin darme por enterado, incliné
la cabeza en señal de duda y observé:
—Las pepitas de oro me gustarían; pero me temo que aunque las
encontráramos, no serían para nosotros.
—¡Qué ocurrencia! En cuanto demos con ellas, ¿quién nos las va a quitar?
—Poco tiempo estarán en nuestras manos.
—Todo el que queramos, pues a nadie se le ocurrirá tirarlas.
—Nos las quitarán.
—¿Quién?
—Santer.
—¡Bah, está usted loco!
—¿Lo conocen ustedes a fondo?
—En ese punto sí.
—Pues si acaba usted de decir que hace poco le vieron por primera vez.
—No importa; sabemos que es hombre honrado. Basta verle para no dudar
de su moralidad; y, además, todos los del fuerte a quienes pedimos informes nos los
dieron excelentes.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Ayer se separó de nosotros para dirigirse al Salt-Fork del Red River, donde
está el poblado del caudillo Tangua, su amigo, mientras nosotros nos
encaminábamos a Mugwort-Hills.
—¿Qué va a hacer allí?
—Llevarle a Tangua una noticia muy grata e importante: la de que Winnetou
ha muerto.
—¿De veras? ¿Ha muerto?
—Sí: lo mató un siux de un balazo. Era enemigo jurado de Tangua, por lo
cual éste se volverá loco de alegría; y por darle tamaño notición se ha desviado
Santer de nuestro camino. En Mugwort-Hills nos hemos citado todos; es un
caballero muy decente que se ha propuesto hacernos ricos, y quedará usted
prendado de él en cuanto le conozca.
—Esperémoslo así; pero por si acaso hay que andar con cuidado.
—¿Desconfía usted de él?
—Sí.
—Pues yo le aseguro a usted que no hay el menor motivo para ello.
—Pues yo, en cambio, le aseguro que estoy dispuesto a unirme a ustedes,
pero iré siempre ojo avizor; pues un hombre capaz de matar a tres infelices, que no
le hacían daño alguno, para apropiarse unas cuantas pepitas de oro, da motivo para
pensar que matará también a los que le ayuden a encontrar el tesoro para no tener
que partirlo con ellos.
—Míster Jones, ¿es… posible… que… que crea usted…?
El westman no terminó la frase, sino que se quedó mirándome con los ojos
llenos de espanto. También Clay y Summer parecían yertos de terror.
—Sí, sí —continué yo—. No sólo es posible, sino muy probable que los haya
contratado a ustedes con el deliberado propósito de deshacerse de ustedes una vez
descubierto el tesoro.
—¡Está usted loco!
—¡Demasiado cuerdo! Y si considera usted el caso con serenidad y sin
dejarse influir por la simpatía que ha sabido inspirarles a ustedes ese Santer, llegará
usted a convencerse de la razón de mis sospechas. Tenga usted en cuenta lo que
puede ser un hombre que se llama amigo de Tangua, el enemigo más encarnizado y
más cruel de los blancos. ¿Cómo ha podido Santer lograr la amistad de ese rojo
sanguinario?
—Lo ignoro.
—No es preciso ser un lince para averiguarlo.
—Díganos usted lo que piensa, míster Jones.
—Para hacerse amigo del enemigo mortal de los blancos, necesita haber
probado a éste que no le importa un bledo la vida de un blanco; y todas las
precauciones son pocas para tratar con un hombre así. ¿Tengo razón o no?
—En parte no va usted descaminado. ¿Qué más?
—Lo que ya dije antes.
—¿El haber matado a los dos indios?
—Sí.
—En eso no estoy conforme: la muerte de dos salvajes no es motivo de
desconfianza, ni basta para dudar de su honorabilidad.
—Pues sepa usted que con esas palabras se está usted desacreditando a sí
mismo.
—No, señor: los indios son todos unos granujas a quienes hay que
exterminar.
—Los indios son hombres como nosotros, con derecho a ser respetados.
—Habla usted con gran humanidad; pero aun teniendo razón, le aseguro
que la muerte de esos dos salvajes no es ninguna falta imperdonable.
—¿Que no?
—No, señor. Hay que ver las cosas por su lado práctico. Supongo que tiene
usted el criterio suficiente para comprender que los indios están destinados al
exterminio.
—Por desgracia, tiene usted razón.
—Pues bien: si está decretada su desaparición del mundo y no hay medio de
evitarla, lo mismo da que unos cuantos queden suprimidos antes o después de la
matanza general. Ése es el punto de vista lógico en que yo me sitúo, y por lo tanto el
que los mata no es un criminal, sino el destino, que adelanta un poco los
acontecimientos.
—¡Esa moral práctica es una cosa bien extraña!
—Puede; pero no le vendría a usted mal adoptarla.
—Muy bien; me coloco en el punto de vista de usted, desde el cual no
considera usted culpable a míster Santer, ¿verdad?
—De ningún modo.
—Ya. Quedamos, pues, que con matar al caudillo apache y a su hija no
cometió delito alguno. Voy por un momento a participar de esa opinión; pero ahora
viene otra cuestión, práctica también: ¿por qué los mató?
—Para averiguar el sitio en que habían ocultado su tesoro.
—No fue por eso.
—¿Entonces por qué fue?
—Para averiguarlo no tenía que derramar sangre. Con dejarlos pasar y luego
examinar el rastro de donde venían, habría encontrado el tesoro sin falta. Ha dicho
usted que volvieron en seguida, y dada la rapidez y premura con que fueron y
volvieron, no habían tenido tiempo de borrar sus huellas de modo que quedaran
invisibles. Además, no tenían motivo alguno para tomar precauciones, puesto que
se consideraban solos en Mugwort-Hills. La pista habría conducido a Santer
indudablemente hasta el objeto de sus ansias.
—Eso no cambia el aspecto de las cosas, ni sé de qué argumentos se valdrá
usted, míster Jones, para destruir mi afirmación.
—En seguida lo verá usted, míster Gates. Santer no mató a los indios para
descubrir el escondite, sino para apoderarse del oro que llevaban encima.
—Lo mismo da; todo viene a ser lo mismo.
—En efecto, para él y los muertos es igual; pero no para nosotros.
—¿Por qué no?
—¿Cuánto oro piensa usted que habrá en el escondrijo? ¿Poco?
—Mucho, muchísimo, sin duda alguna. No lo puedo comprobar; pero me lo
figuro.
—Pues yo sí que lo sé.
—¿Usted? —me preguntó Gates sorprendido.
—Sí. Basta reflexionar un poco para convencerse de ello. Aun no conociendo
Mugwort-Hills, hay que suponer que la comarca no tiene yacimientos naturales de
ese precioso metal, sino que ha sido llevado allí y escondido; y cuando los indios se
toman la molestia de instalar así un depósito aurífero, no lo hacen con poca cosa.
—En efecto, así debe de ser.
—Es decir que han depositado allí oro en gran cantidad, y que lo que
Winnetou y su padre fueron a recoger era una parte insignificante de lo que allí
guardaban. ¿Verdad?
—Así es.
—Y por semejante miseria dio muerte a dos seres humanos.
—Sí; pero era lógico: quería apoderarse también de esa pequeñez.
—¿No comprende usted lo que quiero indicarle con eso? Que esa lógica que
tanto invoca usted, puede resultarnos muy peligrosa.
—¿Peligrosa? ¿Por qué?
—Suponga usted que vamos allá y descubrimos el tesoro… Luego…
—¡Luego a repartir y asunto concluido! —me interrumpió vivamente.
—En efecto, repartimos. ¿Cuánto cree usted que nos tocará a cada uno?
—¡Quién sabe! Para eso sería preciso saber primero cuánto hay.
—Aun entonces no podría usted saber la parte que nos corresponderá,
porque míster Santer exigirá la parte del león, y nos dará solamente lo que le
parezca.
—No, señor: se hará un reparto equitativo para que ninguno quede
perjudicado.
—¿Ni Santer favorecido?
—Tampoco.
—¿Se lo ha dicho él a ustedes?
—Nos lo ha prometido bajo su palabra.
—¿Les habrá parecido muy generoso?
—¡Claro! Es el hombre más decente y más generoso que existe.
—Y ustedes los más cándidos que he conocido.
—¿Por qué?
—Porque creen a pie juntillas en semejantes promesas.
—¿Por qué habíamos de dudar?
—¿Todavía necesita usted que se lo explique?
—Claro que sí.
—Pues bien: un hombre capaz de matar a dos o tres personas por unas pocas
pepitas de oro, lo ambiciona de tal modo que no se avendrá a compartirlo con
nadie.
—¡Si eran indios!
—Hombres que no le habían hecho mal alguno; y le advierto a usted que si
hubieran sido blancos habría hecho lo mismo.
—¡Bah! —gruñó Gates, lleno aún de incredulidad.
—Y aun diré más; les ha prometido a ustedes que el reparto será por partes
iguales. Pues piensen…
—Pensamos que cumplirá su palabra —me interrumpió el otro.
—Fácil es que nos lo dé para recuperarlo después.
—¿Cree usted que nos lo volverá a quitar?
—Estoy seguro de ello. La parte que nos corresponda será cien veces mayor
que la cantidad que llevaban Winnetou y su padre. Y si a éste y a su hija los mató
por pura codicia, juraría que en cuanto nos hallemos con nuestra parte, nuestra vida
quedará pendiente de un cabello.
—Ya lo veremos, míster Jones.
—Desgraciadamente lo veremos.
—Hay mucha diferencia entre matar indios y matar blancos.
—Para el hombre atacado de la fiebre del oro, el color de la piel tiene poca
importancia. ¡Si no, al tiempo!
—Eso son generalidades que en este caso especial no tienen aplicación.
Míster Santer es un gentleman de pies a cabeza.
—Me alegraría que así fuera.
—Apuesto lo que queráis. Basta echar una mirada a míster Santer para
comprender que es persona de confianza.
—Bueno; ya estoy rabiando porque llegue el instante de verle.
—¡Está usted tan lleno de dudas y sospechas! Si realmente cree usted que le
amenaza un peligro, todavía está usted a tiempo de evitarlo.
—¿No yendo con ustedes a Mugwort-Hills?
—Claro está; es usted libre de irse o de quedarse. Ni siquiera sabemos si le
parecerá bien a míster Santer que le llevemos a usted con nosotros. ¡Creía hacerle a
usted un favor!
Como decía esto en tono de reproche, por mi afán de mostrarme receloso
respecto de Santer, me apresuré a replicar:
—Sí que me lo hace usted y le quedo muy agradecido.
—Pues demuestre usted su gratitud en otra forma, en lugar de calumniar a
un caballero a quien no conoce usted ni de vista. No discutamos más: el tiempo me
dará la razón.
Capítulo 2
Sorprendido
Con esto cambiamos de tema y nos pusimos a hablar de otras cosas,
logrando yo borrar la mala impresión que les había causado mi desconfianza.
¡Qué pronto habrían dado crédito a mis palabras si hubiera yo podido
confiarme a ellos! Pero no me atrevía a tanto. Eran hombres sencillos y sin
experiencia, de quienes debía esperar más bien perjuicio que utilidad en caso de
descubrirme a ellos.
Por fin nos echamos a descansar. Aunque el lugar me parecía seguro, exploré
minuciosamente los alrededores, y viendo que no había nada sospechoso desistí del
propósito que había tenido de proponerles que turnáramos en la vigilancia durante
la noche. Ellos eran tan confiados que ni se les ocurrió siquiera.
Al día siguiente salimos los cuatro para Mugwort-Hills, sin sospechar ellos
que también era ése el objeto de mi viaje.
El día se me pasó en continua preocupación e intranquilidad interior,
mientras ellos iban muy seguros y confiados, creyendo que en caso de topar con
kiowas les bastaría nombrar a Santer para ser tratados como amigos. Harto sabía yo
que los salvajes me reconocerían inmediatamente. Mis tres compañeros juzgaban,
por consiguiente, superflua toda precaución, y yo no podía contradecirles por no
despertar su desconfianza o su hostilidad hacia mí. Afortunadamente, pasó el día
entero sin el menor tropiezo.
Por la noche acampamos en la pampa abierta. Deseaban encender una fogata;
pero no había leña para ello, lo cual me satisfizo interiormente. Además, no había
necesidad de lumbre, pues la temperatura era muy bonancible y no teníamos cosa
alguna que asar ni hervir. Al día siguiente nos repartimos el último pedazo de
tasajo, y ya no había más remedio que cazar para comer. Respecto de esto me hizo
Gates la siguiente deliciosa observación:
—Es usted cazador de cepos, pero no de escopeta, y aunque no ha dicho
usted que sabe tirar, suponemos cómo lo hará. ¿Podrá usted siquiera hacer blanco
en una liebre pampera a cien pasos de distancia?
—Cien pasos son muchos —contesté yo—, ¿no es verdad?
—Me lo figuraba: no hay cuidado de que le dé usted. Ya veo que lleva usted
esas armas sólo para que le sirvan de molestia. Con chismes así se echa abajo una
torre, pero no se mata un conejo. No se apure, sin embargo, que nosotros le
surtiremos a usted de caza.
—Entonces son ustedes mejores tiradores que yo.
—¡Ya lo creo! Somos cazadores pamperos de veras, westmen hechos y
derechos.
—Eso no basta: con eso sólo no se hace nada.
—Pues ¿qué falta entonces?
—La caza. Por muy buenos tiradores que sean ustedes, como falte la pieza se
quedarán sin comer.
—No se apure usted; ya la encontraremos.
—Aquí, en la pampa, sólo hay antílopes, que no se acercan lo bastante para
matarlos.
—¡Cuánto sabe usted! Pero, vaya, esta vez ha acertado. En Mugwort-Hills
hay arbolado, y, por lo mismo, caza abundante, según nos ha dicho míster Santer.
—¿Cuándo llegamos?
—Al mediodía, si no nos hemos extraviado, lo que no creo.
Nadie mejor que yo sabía que íbamos bien y que llegaríamos a nuestro
destino en el tiempo fijado. Hacía yo de guía sin que ellos se dieran cuenta. Me
seguían a mí en vez de ser yo el guiado, como creían.
No había llegado todavía el sol al cenit cuando aparecieron al Sur las colinas,
cubiertas de bosques, objeto de nuestro viaje.
—¿Serán ésas las Mugwort-Hills? —preguntó Clay.
—Ellas son —contestó Gates—. Míster Santer me describió todo su aspecto al
llegar por el Norte, y lo que vemos concuerda perfectamente con su descripción. En
media hora estaremos allí.
—No tan pronto —observó Summer.
—¿Cómo que no?
—Olvidas que los Mugwort-Hills son inaccesibles a los jinetes por el lado
septentrional, donde no hay paso.
—Ya lo sé; decía que estaríamos dentro de media hora al pie de los montes;
luego rodeamos las colinas hasta llegar al lado meridional, donde se encuentra el
valle que sirve de entrada.
Comprendí que Santer les había dado todos los pormenores del terreno. Para
saber hasta qué punto estaban en antecedentes, pregunté:
—En ese valle nos encontraremos con él, ¿verdad?
—No. Nos hemos citado en la misma cumbre.
—¿Y subiremos a caballo?
—¡Claro que sí!
—Pero ¿habrá camino?
—Sólo el cauce de un río. Claro que no se trata de subir a caballo, sino de
llevarlos de las riendas.
—¿Para qué? ¿Tan necesario es llegar hasta arriba? ¿No podríamos
quedarnos abajo?
—No, señor, porque el escondrijo está en la cumbre.
—Pues sería mejor dejar abajo los caballos.
—¡Qué disparate! Bien se ve que no ha hecho usted más que poner cepos en
su vida. Pueden pasarse semanas sin que hayamos dado con el tesoro, y ¿qué iba a
ser de los caballos entretanto? Uno tendría que quedarse al cuidado de ellos;
mientras que teniéndolos arriba todos pueden dedicarse a lo que nos interesa. ¿No
lo comprende usted?
—Verdad es; pero no conociendo el terreno no es de extrañar que pregunte.
—Por lo demás, el sitio es muy interesante: allí están las tumbas del caudillo
apache y de su hija, como ya le dije.
—¿Y junto a esas sepulturas hemos de acampar?
—Sí.
—¿De noche también?
Tenía yo razones poderosas para formular esta pregunta. Yo tenía que cavar
en la tumba de Inchu-Chuna, donde estaba enterrado el testamento de Winnetou, y
me estorbaban los testigos. Ahora salíamos con que habíamos de acampar junto a
ella, cosa que me desagradaba en extremo. Acaso lograra influir en mis compañeros,
dado el temor que a cierta gente inspiran los sepulcros, para que durante la noche a
lo menos nos alejáramos de aquel sitio; pero ni aun esto me bastaría. Por la noche,
careciendo de luz, podía equivocarme de sitio, y aunque esto no ocurriera, me sería
imposible en la oscuridad rellenar el hoyo que hiciera de modo que no quedara
rastro de haber estado allí.
—¿De noche, dice usted? —repitió Gates—. ¿Por qué quiere usted saberlo?
—Porque eso de dormir junto a sepulturas no está al alcance de todo el
mundo.
—Entonces ¿tiene usted miedo?
—No es eso.
—¡Vaya si es! ¿Lo habéis oído, Clay y Summer? A míster Jones le dan miedo
los muertos. Le asustan los cadáveres de los rojos. ¡Si creerá que van a salir de sus
tumbas a hacerle cosquillas! ¡Ja, ja, ja!
Y soltó una carcajada estrepitosa, coreado por los demás. Yo callé, como
avergonzado de que descubrieran mi debilidad. Convenía que me tuvieran por
miedoso para no dar motivo a que sospecharan otras cosas.
Gates continuó en tono irónico y tranquilizador:
—¿Es usted supersticioso, señor? Pues sepa usted que eso es una gran
tontería. Los muertos no vuelven y esos dos rojos se guardarán muy bien de salir de
los eternos cazaderos, donde tienen solomillos de ciervo y de bisonte a discreción y
otros placeres de que carecían en este pícaro mundo. Además, aunque les diera por
aparecer, lo cual no es del todo imposible, le bastaría a usted gritar y acudiríamos
todos a auxiliarle. En cuanto nos vean se evaporan como el humo.
—Ya sabría hacerles frente sin molestar a nadie. Además, aunque no me
espantan los muertos, tampoco necesita uno acampar precisamente en sus
sepulturas, sobre todo no habiendo necesidad.
Entretanto habíamos llegado tan cerca de las colinas, que hubimos de torcer
hacia Occidente para rodearlas por este lado. En cuanto llegamos a la falda
meridional, penetramos por la izquierda y toparnos con el valle que se interna en la
montaña y por el cual seguimos adelante. Luego se abrió ante nosotros una cañada
lateral por la cual subimos hasta verla bifurcarse. Allí nos apeamos y trepamos
torrente arriba, tirando de los caballos, hasta llegar a una cima de agudo lomo que
hubimos de cruzar.
Iba yo el último, con toda idea. Gates caminaba delante, y algunas veces se
detenía para recordar la descripción que Santer le había hecho del lugar; y acertaba
siempre, pues tenía buena memoria. Luego bajarnos por el otro lado, bosque
adentro, hasta que se aclararon los árboles. Gates se detuvo y exclamó:
—¡Qué bien he acertado! Aquí están las sepulturas. ¿No las veis? Hemos
llegado al lugar indicado; sólo falta Santer.
En efecto, habíamos llegado al punto final de nuestro viaje. Ante mis ojos
estaba la sepultura de Inchu-Chuna, el antiguo caudillo de los apaches. Aquél era el
montón de tierra rodeado de triple muro de piedras en cuyo interior descansaba
sobre su caballo, con todas sus armas, excepto el rifle de plata y el bolso de la
medicina; y a su lado se veía la pirámide de cuya cima surgía la copa del árbol en
que se apoyaba la hermosa Nsho-Chi. Varias veces, en mis correrías con Winnetou,
había estado allí para visitar las amadas tumbas y honrar la memoria de los
muertos. Entonces volvía solo, pues también Winnetou había desaparecido.
Durante mis ausencias del país, también había ido solo el apache. ¡Qué
pensamientos agitarían entonces su alma, qué sentimientos conmoverían su
corazón! ¡Santer y la venganza! El asesino y el deseo de hacerle pagar cara su
infamia, trastornaban entonces su ser interno. ¿Y después también?
Winnetou no había logrado apoderarse del asesino para darle su merecido, y
ahora era yo el que le esperaba en su lugar. ¿Acaso no era yo el heredero legal de mi
amigo, y por lo tanto de su venganza? ¿No había hervido también en mi alma el
ansia febril de castigar a aquel infame? ¿No me hacía reo de un pecado
imperdonable, tanto para con Winnetou como respecto de las dos víctimas, si
perdonaba la vida al asesino de dos inocentes? En esto me pareció oír la voz de mi
amigo moribundo: «Charlie, creo en el Redentor. Winnetou es cristiano. Adiós».
De esta meditación me sacó la voz de Gates, quien me dijo:
—¿Qué hace usted ahí, con los ojos clavados en esos montes de piedras? ¿Ve
usted ya a los fantasmas que salen para espantarle? Si eso le ocurre a usted de día,
¿qué no le ocurrirá de noche?
Yo no le contesté, mas llevando el caballo al claro del bosque, lo desensillé, y
después de darle libertad me dediqué, fiel a mi costumbre, a explorar el terreno. A
la vuelta me encontré a mis tres camaradas acomodados junto a la tumba de
Inchu-Chuna, precisamente donde había de hacer yo la excavación.
—Pero ¿adónde diablos ha ido usted? —me preguntó Gates—. Ha salido
usted en busca de pepitas de oro ¿verdad? ¡Pues cuidadito con eso! La exploración
se hace en comandita, y no por cuenta propia; no sea que vaya a dar uno con el gato
y se lo oculte a los compañeros.
El tonillo con que me dirigió la reprimenda, me disgustó. Claro que no
sabían con quién trataban; pero, sea como fuere, no debía consentir que se me
hablara en aquella forma; y así le contesté con toda la dureza que me pareció poder
emplear sin llegar a ofenderlos:
—¿Me pregunta usted por curiosidad o porque se juzga con derecho a
mandarme? En ambos casos debo advertirle que ya he pasado de la edad en que
todo el mundo se figura poder gobernarle a uno.
—¿Yo gobernarle? ¿Qué quiere usted decir con eso, míster Jones?
—Que soy libre e independiente.
—Pues yo no soy de ese parecer. Desde el momento en que está usted con
nosotros, pertenece usted a nuestra comunidad, y ningún miembro de ella tiene
derecho a llamarse independiente.
—Pero tampoco necesita aguantar que se le impongan.
—No es eso; pero ya sabe usted que en toda compañía es uno siempre el que
dirige.
—¿Y ése es usted?
—Claro que sí.
—Pues está usted engañado; si hay uno en la compañía que merezca
obediencia será en todo caso Santer y no usted.
—Faltando Santer, soy yo quien le sustituyo.
—Pero no en lo que a mí toca. Debe usted recordar que yo no he contraído
compromiso alguno con su jefe: por lo tanto, no formo parte de la sociedad de
ustedes.
—Bueno; lo esencial es que se deje usted de exploraciones. Tampoco tiene
usted derecho a hacerlas, si no es usted de los nuestros. —Eso más vale no discutirlo,
señor mío. Yo tengo libertad para ir donde quiera. Además, me he separado de
ustedes con objeto de ver si estamos seguros aquí. Si realmente son ustedes tan
buenos westmen como dicen, debían saber que no se puede acampar en un bosque
sin enterarse de si se corre algún peligro. Como ustedes han descuidado esa
precaución, yo me he encargado de ello, de modo que más bien merezco
aprobación que reproche.
—¡Ah! ¿Ha examinado usted el terreno para ver si había algún enemigo?
—Sí.
—¿Sabe usted descifrar huellas?
—Un poco.
—Yo creía que había usted ido a buscar pepitas.
—No soy tan tonto como todo eso.
—¿Por qué había de ser una tontería?
—¿Acaso sé yo por dónde está el escondite? Eso sólo lo sabe Santer, en caso
de que realmente haya oro por aquí, lo cual me parece dudoso.
—Sí, sí, parece que está usted compuesto de sospechas, dudas, desconfianza
y recelos. La verdad es que habría sido mejor dejarle a usted donde estaba.
—¿Eso cree usted? Acaso fuera yo el único que diera con el oro, si lo hubiera
por aquí; pero me temo que haya volado.
—¿Qué dice usted?
—Que no hay tal mina, y que, si la hubo, ha desaparecido ya.
—¿En qué se funda usted para decir eso?
—En el sentido común; y me choca que a westmen de la experiencia de
ustedes no se les haya ocurrido.
—Habla usted con enigmas; diga las cosas claras. Aquí hubo oro, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Quién puede habérselo llevado?
—Winnetou.
—¡Qué ocurrencia!
—A mí me pasma que no la hayan tenido ustedes. Por lo que he sabido de
ese apache, infiero que no sólo fue el más valiente, sino el más astuto y prudente de
toda su raza.
—Eso lo dice todo el mundo; no es usted solo.
—Pues entonces, échense ustedes a pensar un poco. Winnetou vino aquí en
busca de oro; fue sorprendido y asaltado, y comprendió como hombre inteligente
que habían descubierto su secreto. Debió de suponer que Santer volvería a buscarlo.
¿Qué habría hecho usted en su lugar, míster Gates? ¿Habría usted dejado el tesoro a
merced de su enemigo?
—¡Un demonio! —replicó el interpelado.
—Pues conteste usted de una vez.
—Digo que es una idea, pero al fin una idea mísera y pobre.
—Pues bien; si tiene usted a Winnetou por un idiota, siga usted buscando
nuggets por aquí; pero no me acuse usted de que los busco yo a espaldas de ustedes,
porque no tolero que me tomen por imbécil.
—¿De modo que no cree usted que quede nada aquí?
—Ni pizca.
—Entonces, ¿por qué ha venido usted con nosotros?
Como no pensaba decirles la verdad, hube de contestar:
—Porque eso se me acaba de ocurrir ahora mismo.
—Ya. Entonces hasta ahora ha sido usted tan tonto como nosotros. Confieso
que la opinión de usted no es del todo descabellada; peto hallaría muchos
argumentos en contra.
—A ver.
—Primero y principal; el escondrijo puede ser tan bueno, que Winnetou no
temiera que fuera descubierto. ¿No es así?
—Pase.
—Todavía podría aducir otras razones; pero renuncio a ello. Esperemos a
que venga Santer a ver qué le parece.
—¿Cuándo piensa usted que puede llegar?
—Mañana; hoy no.
—¿Mañana? Es imposible. Casualmente conozco Salt-Fork, donde ha dicho
usted que iba. Así es que, aun dándose mucha prisa, apenas tendrá tiempo para
llegar aquí pasado mañana por la noche. ¿En qué van ustedes a matar el tiempo
mientras tanto?
—Cazando; si hemos de comer necesitamos carne.
—¿Le parece a usted que los acompañe yo?
Hice esta pregunta con toda intención. Quería que se fueran y me dejaran
solo; mas no tuvo el resultado apetecido, pues Gates contestó:
—No; nos espantaría usted la caza. No le necesitamos; yo saldré con Clay a
ver si matamos algo, mientras usted se queda aquí con Summer.
Se echó la escopeta al hombro y se fueron los dos. ¿Tendría Gates la idea de
no dejarme solo nunca? Para eso tenía que considerarme más listo de lo que me
creía. Si suponía que yo podía espantarles la caza, era porque me tenía en muy bajo
concepto, sin darse cuenta de la falta que con ello cometía. Pronunciaba la frase
cazador de cepos con tanto desprecio porque parecía ignorar que para serlo no basta
manejar bien la trampa, sino que además hay que ser un tirador de primera y un
westman de cuerpo entero.
Se pasó con Clay recorriendo el bosque toda la tarde, y por la noche trajo el
mísero botín de un lebrato que apenas bastaba a hartarnos. Al día siguiente salió
con Summer y volvió con un par de palomas torcaces, tan duras y viejas que no
hubo modo de hincarles el cliente.
—Tenemos malísima pata —gruñó en son de disculpa—. No se ve ni una
pieza decente.
—Si esa pata que dice usted fuera comestible, menos mal —contesté—; pero
se han traído ustedes esas aves, contemporáneas de Matusalén, y es un dolor que
mueran en plena juventud.
—Todavía vendrá usted a burlarse de mí.
—No lo crea usted; con el estómago en los talones no hay ganas de broma.
—Pues vaya usted a probar fortuna, a ver si trae mejor surtido el morral.
—No hay inconveniente. Iré por el asado.
—Y volverá usted como se haya ido.
—¡Bah! No faltará un gazapo microscópico o una paloma antediluviana.
Cogí mis armas y eché a andar. Mientras me alejaba oí que decían riendo:
—Y se lleva su obús, con el cual hará astillas alguna encina secular, sin matar
un mal pardillo.
No oí más. ¡Ojalá me hubiera detenido a escucharlos, pues habría sabido
algo que era para mí de gran importancia! Por lo que supe después estaban
absolutamente convencidos de que no mataría ni un gorrión. Con objeto de
avergonzarme y probar fortuna volviendo con gran botín cuando yo regresara con
el morral vacío, y reírse así a costa mía, partieron de caza los tres en cuanto volví la
espalda. Así las tumbas quedaron solas, coyuntura que habría podido yo
aprovechar para buscar el testamento de Winnetou y leerlo. No había de ser. Mis
compañeros habían tornado en su excursión cinegética el camino que habíamos
traído al ir al bosque, y así habían logrado espantar toda la caza hacia el Sur, por lo
cual juzgué mejor dirigirme al Norte, bajando por la ladera a la vasta llanura a la
que en otra ocasión habíamos atraído a los kiowas para empujarlos a la trampa
formada por la estrecha barranca de enfrente. Por allí no había pasado nadie hacia
mil años, y era de esperar que diera un buen golpe. Mas se acercaba el mediodía,
hora poco apropiada para la caza, y así hube de contentarme con matar dos pavas
gordas al cabo de una hora, y con ellas me encaminé a nuestro campamento. Al
llegar me encontré con que no había nadie. ¿Dónde estarían metidos? ¿Se habrían
escapado por burla, para ver cómo me las componía cuando volviera tan ligero de
caza como me había marchado? ¿O se habían largado a cazar por su cuenta? Me
puse a llamarlos sin obtener contestación. ¿Me habrían abandonado de veras? Sea
como fuere, convenía obrar con cautela, por lo cual fui a explorar los alrededores
del campamento y hube de convencerme de que realmente se habían marchado. Era
preciso, en vista de ello, aprovechar aquella feliz ausencia. ¡Conque manos a la
obra!
Saqué el cuchillo y levanté en el borde oriental de la sepultura del caudillo
un buen pedazo de césped con la intención de volver a colocarlo, a fin de disimular
el hoyo. Mas era preciso ocultar las motas de tierra que pudieran desprenderse del
mismo, y a este fin extendí en el suelo mi manta y coloqué el césped
cuidadosamente sobre ella. Cavaba con celeridad febril, temiendo que pudieran
sorprenderme mis compañeros. De cuando en cuando escuchaba con objeto de ver
si oía pasos o voces que me anunciaran su llegada. Con la excitación nerviosa en
que me hallaba, y que no lograba dominar del todo, se comprende fácilmente que
mis oídos no tuvieran aquella agudeza que poseen cuando me hallo en estado
normal.
El hoyo iba haciéndose cada vez más hondo, y llegaba ya a cosa de una vara,
cuando el cuchillo dio con una piedra; la saqué y encontré otra, debajo de la cual
había un espacio cuadrado y completamente seco, formado por cuatro cantos lisos,
y en cuyo fondo había un pedazo de cuero doblado, que encerraba el testamento, de
mi amigo y hermano Winnetou. Momentos después introducía el pliego en el
bolsillo y me apresuraba a cerrar el boquete.
Cerrarlo era más rápido y fácil que abrirlo. Eché en el hoyo la tierra suelta
que estaba sobre la manta, la apreté con la mano y volví a colocar encima el pedazo
de césped. Nadie habría podido descubrir la obra que acababa de llevar a cabo.
¡Gracias a Dios! Ya había llegado a mi objeto —así lo pensaba yo—, y me puse a
escuchar anhelante. No se oía nada, de modo, que tenía tiempo de desdoblar el
paquete. El cuero estaba colocado con los bordes hacia adentro, como un sobre;
dentro había otro, recosido con tendones de ciervo. Corté las ligaduras y vi que el
contenido constaba de varias hojas de escritura muy apretada: el testamento de
Winnetou.
¿Qué hacer? ¿Esconderlo o leerlo? No había motivo para ocultarlo sin
haberlo leído. Si mis compañeros volvían y me encontraban leyendo, lo mismo
daba. ¿Acaso sabrían ellos lo que leía? Tal vez una carta o un papel que llevara
hacía tiempo encima y con cuya lectura mataba el tedio. Ni derecho siquiera tenían
a preguntarlo, y si se atrevían a hacerlo, podía contestarles lo que me pareciera. Al
mismo tiempo experimentaba una irresistible curiosidad por conocer la voluntad
de mi amigo. Su mano había trazado aquellos caracteres, porque Winnetou sabía
escribir. Kleki-Petra había sido su maestro en eso como en tantas cosas; sólo que el
gran apache había tenido escasas ocasiones de practicarlo. A veces había hecho
alguna apuntación en mi propio libro de notas; así es que conocía su letra, que, si
bien no era ningún modelo de caligrafía, era clara, firme y muy característica.
Parecíase a la letra de los escolares adolescentes que se han esmerado en escribir
bien.
No pude resistir a la tentación, así es que me senté y desdoblé las hojas. En
efecto, era la mano de Winnetou la que había trazado aquellos caracteres, de
exactitud matemática en punto a tamaño y situación, de modo que más bien
parecían dibujados y pintados uno por uno, que escritos. ¿Dónde había podido
escribir tantas hojas y cuánto tiempo hubo de emplear en ello? Mis ojos se llenaron
de lágrimas cuando empecé a leer:
«Amado y buen hermano mío.
»Tú vives y Winnetou, que tanto te quería, ya no existe; pero su alma te
acompaña; la tienes en tu mano, puesto que está toda entera en estas hojas, que
deben descansar sobre tu corazón.
»La última voluntad de tu hermano muerto sólo tú la sabrás, y leerás muchas
palabras que no olvidarás nunca. Primeramente, te diré lo más preciso; no es éste el
único testamento de Winnetou, pues otro dejé en los oídos de mis guerreros. Éste es
sólo para ti.
»Hallarás mucho oro y lo emplearás en aquello que va a decirte mi espíritu.
Estaba escondido en Nugget-tsil; pero Santer, el asesino, lo buscaba. Por eso lo
trasladó Winnetou al Deklil-to (Aguas oscuras) donde estuviste tú con él una vez.
Averigua el lugar donde se encuentra: Vas a caballo por el Indelche-tchil (Bosque
de abetos) arriba, hasta el Tse-choch (Roca del oso) junto al agua que cae. Allí te
apeas y trepas…
Hasta aquí había llegado cuando oí a mi espalda una voz burlona que decía:
—¡Good day, míster Shatterhand! ¿Está usted aprendiendo la cartilla?
Me volví aterrado y comprendí que había cometido la mayor torpeza, la
tontería más grande de mi vida. A diez pasos de mi asiento había dejado las pavas y
las armas, y me apoyaba de costado en la tumba, de modo que daba la espalda al
sendero que subía del valle. Este descuido imperdonable se debía a mi anhelo de
leer el testamento de Winnetou. Colocado en aquella forma me había sido
imposible ver que mi interpelante se había deslizado por detrás de mí hasta el sitio
donde había dejado yo mis armas, a las cuales no podía alcanzar ya, porque estaba
él delante, apuntándome con su rifle. Me puse en pie de un salto, porque el que me
hablaba era, nada menos… ¡Santer!
Capítulo 3
Prisionero de los kiowas
Me llevé rápidamente las manos al cinto para sacar mi revólver. Sí, bueno
estaba; al ponerme de rodillas para cavar el hoyo, me molestó el cinturón y con todo
lo que en él llevaba me lo había quitado y dejado en el suelo. De modo que en aquel
instante me vi completamente desarmado. Santer notó aquel movimiento mío y
soltó una risotada irónica, diciendo en tono amenazador:
—No des un paso ni alargues la mano para coger las armas, si no quieres que
te deje seco de un tiro: va de veras.
Sus ojos llameaban de un modo que decía harto claro que no fallaría el tiro.
Si en el primer instante me sobrecogió la repentina aparición de aquel hombre, un
minuto después ya había recobrado el absoluto dominio de mí mismo; así fue que
frío y sereno le miré cara a cara con la mayor imperturbabilidad.
—Por fin te tengo en mis garras —continuó—. ¿Ves mi dedo en el gatillo?
Una ligera presión y eres muerto. Te aconsejo, pues, que no hagas el menor
movimiento si no quieres verte en los infiernos acto continuo. Contigo todas
precauciones son pocas. No sospechabas verme, ¿verdad?
—En efecto —contesté tranquilamente.
—¡Claro, tú habías contado con que llegaría mañana, y ya ves que te ha
salido mal la cuenta!
Al oírle comprendí que Santer había hablado con mis compañeros; pero
éstos ¿dónde estaban? Su presencia habría sido para mí tranquilizadora, si no
estuviera ya tan sereno. Ellos serían lo que se quisiera, todo, menos asesinos, por lo
cual no habría tenido que temer que aquel canalla se atreviera a matarme en su
presencia. El caso era no excitar su cólera. Guardé, pues, inmovilidad absoluta,
mientras él, espoleado por el odio más profundo, continuaba insultándome a
mansalva:
—Me dirigía a Salt-Fork en busca de Tangua, para darle la buena nueva de
que el apache había reventado como un perro rabioso, cuando casualmente topé
con un grupo de kiowas y excusé el camino, viniendo en línea recta aquí. Abajo
tropecé con míster Gates, quien me ha referido la adquisición que habían hecho de
un tal míster Jones, que traía consigo armas extrañas, y en seguida me dio en la
nariz que no era mercancía limpia. Le he pedido más pormenores y han aumentado
mis recelos. El tal tipo se había presentado como tonto de remate, y eso ha acabado
de confirmarme en la idea de que tenía que habérmelas con el zorro de Old
Shatterhand. He subido a esconderme para echarte la zarpa en cuanto volvieras de
la caza, pero ya estaba mi hombre de vuelta cavando en la tierra. ¿Qué papel es ése
que tienes en la mano?
—Una factura del sastre.
—¡Perro! ¿Te atreves aún a burlarte? ¡Ea, venga el papel!
—Ya te he dicho que se trata de una cuenta; y si quieres convencerte, acércate
y la verás.
—Me guardaré muy bien. Cuando estés bien agarrotado, ya veremos. Quiero
saber a qué has venido a gandulear por Mugwort-Hills, que el apache llamaba
Nugget-tsil.
—Vengo a descubrir tesoros.
—Me lo figuraba.
—Mas en vez de oro, sólo encuentro facturas.
—Ya las examinaré después. A ti siempre te lleva el diablo adonde más
estorbas; pero esta vez ha estado acertadísimo trayéndote a la ratonera. De ésta no
te escapas.
—Ya se verá si eres tú o soy yo el cogido. Uno de los dos está sobrando en el
mundo, y habrá de soltar la pelleja. Eso es seguro.
—¡Sinvergüenza! Estos perros gruñen aunque agonicen; mas por mucho que
enseñes los dientes es igual. Repito que se te ha acabado el vagabundear por el
mundo, y que los huesos de oro que vienes a roer aquí ya tienen dueño.
—¡Ojalá te rompas los dientes con ellos! —No te apures, pues aunque has
dicho que aquí no queda nada, ese papelito nos dirá dónde hay que buscarlo.
—Pues ven a cogerlo.
—¿Para qué? Ya llegará a mis manos. Ahora atiende bien a lo que te digo. Al
menor gesto de rebeldía que hagas, te meto una bala en los sesos. Tratándose de
otro, me conformaría con amenazar; contigo estoy deseando ejecutar. Eres un ente
tan peligroso, que hay que exterminarte cuanto antes.
—Todo eso me lo has dicho ya.
—Bueno, pues no se te olvide. Ea, venid a atarle —gritó volviéndose hacia la
espesura, de donde salieron Gates, Clay y Summer como por escotillón. El primero
se me acercó lentamente y sacando del bolsillo una correa, me dijo en tono de
disculpa:
—Sir, acabamos de saber, llenos de asombro, que no se llama usted Jones,
sino que es usted nada menos que Old Shatterhand. ¡Qué manera de engañarnos!
Por eso sólo, merece usted estar preso. No trate usted de resistirse, pues no le
serviría de nada; míster Santer le apunta a usted y dispararía en el acto, puede usted
creerme.
—¡Dejaos de discursos inútiles y al grano! —gritó Santer; y luego,
volviéndose a mí me ordenó groseramente—: Suelta el papel y presenta las manos.
Estaba completamente convencido de tenerme seguro. Yo, en cambio,
pensaba que sería él el que cayera en mi poder. Todo estaba en aprovechar rápida y
enérgicamente la situación.
—¡Ea! ¿Acabáis ya? ¡De prisa, que si no, disparo! —volvió a gritar—. ¡Venga
ese papel!
Dejé caer las hojas al suelo.
—Presenta las manos.
Simulando obedecer alargué las manos de modo que Gates se acercó a
ligármelas, colocándose entre mí y Santer. Éste gritó colérico:
—¡Fuera, fuera, Gates! ¿No ves que te pones delante de mi rifle? Si fuera a
disparar…
No pudo acabar la frase. Sin esperar a que me atara, cogí a Gates por la
cintura y lo arrojé como una catapulta sobre mi enemigo, quien quiso desviar el
golpe, pero era tarde; arrastrado por Gates, cayó al suelo y quedó desarmado. De
un salto me precipité sobre él y de un puñetazo le dejé sin sentido. Luego me
levanté con la mayor presteza y dije con voz de trueno a los tres compañeros:
—Ahí tenéis la prueba de que realmente soy Old Shatterhand. ¡Habéis
querido ponerme la mano encima! ¡Soltad inmediatamente las armas si no queréis
que os dé vuestro merecido! Fuera armas, que hablo en serio.
Había arrancado a Santer el revólver que llevaba al cinto y apuntaba al
aterrado grupo de los tres «genuinos westmen», los cuales se apresuraron a
obedecerme.
—¡Sentaos junto a la sepultura de la hija del caudillo! ¡Pronto, y sin replicar
palabra!
Aquellos hombres se colocaron en el sitio que les indiqué yo con objeto de
tenerlos lejos de sus armas.
—No os mováis de ahí, que yo no pienso haceros el menor daño, porque
venís engañados; pero os advierto que la menor tentativa de fuga o resistencia os
costará la vida.
—¡Esto es espantoso, horrible! —gimió Gates frotándose el cuerpo
magullado—. Parecía una pelota en el aire. Me parece que tengo el cuerpo
tronchado…
—Tú te tienes la culpa; y cuida de que las cosas no empeoren. ¿De dónde has
sacado esa correa?
—Me la ha dado míster Santer.
—¿Tienes más?
—Sí.
—Pues vengan.
Gates sacó un lío de correas del bolsillo, me las alargó y yo até con ellas a
Santer de pies y manos. Luego dije riendo:
—Ya está bien sujeto; y ahora el que desee verse amarrado, que lo diga.
—No, gracias —contestó Gates—. Ya me ha obsequiado usted bastante. No
me moveré de aquí hasta que usted me lo mande.
—Haces bien, pues ya has visto que donde las dan las toman.
—Sí, sí: estamos convencidos. ¡Y nosotros que le teníamos a usted por un
colocador de cepos! ¡Buen chasco nos ha dado!
—El error no tiene importancia, pues para ser un trapper como es debido se
necesita saber más de lo que os figuráis vosotros. ¿Qué tal caza habéis hecho?
¿Habéis matado mucho?
—Ni una lombriz.
—Pues ved esas pavas que he cazado yo. Si os portáis bien, participaréis de
mi botín. Espero que habréis comprendido ya a estas horas que Santer no es lo que
os quiere demostrar. No hay canalla más grande en todo el universo; si no lo creéis,
os convenceréis cuando vuelva en sí.
Santer hizo entonces un movimiento y abrió los ojos. Al ver que estaba yo
delante de él, abrochándome el cinturón, y que los otros tres se hallaban
desarmados junto a la sepultura de la joven india, exclamó aterrado:
—¿Qué es esto?… ¿Yo… atado?
—Así es —asentí yo—. Se han vuelto las tornas, como ves.
—¡Perro!, gruñó rechinando los dientes.
—No empeores tu situación con esos insultos —repliqué.
—¡El diablo te lleve, granuja!
—Vuelvo a amonestarte. Antes he tenido que aguantar tus injurias, porque
así lo exigía la prudencia; pero créeme, harás mejor en emplear un lenguaje algo
más cortés y decente.
Luego, mirando a sus subordinados, les preguntó:
—¿Habéis hablado, por ventura?
—No —contestó Gates.
—¡Desgraciados de vosotros si lo hacéis!
—¿Qué es lo que han de callar?
—Lo que no te importa.
—¡Alto ahí! ¡A cantar ahora mismo, si no queréis que os obligue yo!
—Es cuestión del tesoro —contestó Gates como a la fuerza.
—¿De qué se trata? Explicaos.
—Les he dicho dónde supongo que está —respondió Santer
apresuradamente—, y creía que te lo habrían revelado.
—¿Dice la verdad? —pregunté receloso a Gates.
—Sí, sí —respondió éste.
—¿No se refiere a otra cosa?
—No.
—Sed francos, pues os advierto que un disimulo o un engaño os perjudicará
más que a mí.
Gates vaciló un momento y luego insistió con apariencias de franqueza:
—Puede usted creerme, señor; no es engaño: se refería al tesoro.
—Pues a pesar de ello no te creo. Tu protesta no es leal, y en la cara de Santer
leo yo la astucia y la falsía; pero no alcanzaréis nada: de nuevo te conjuro a que
digas la verdad, amigo Gates. ¿Os ha hablado Santer de los kiowas cuando hace un
rato le habéis encontrado en el valle?
—Sí.
—¿Estaba solo?
—Sí.
—¿Ha hablado con los rojos?
—Sí.
—¿Excusándose así de ir a Salt-Fork?
—En efecto.
—¿Era un grupo numeroso?
—Unos sesenta guerreros.
—¿Quién los mandaba?
—Pida, el hijo del caudillo Tangua.
—¿Dónde están ahora?
—De vuelta al poblado.
—¿Es verdad lo que dices?
—Puede usted creerme, señor.
—Hágase tu voluntad, amigo Gates. Si me engañas te pesará algún día.
Respecto del tesoro venís equivocados; aquí no encontraréis nada, os lo aseguro.
Y levantando el testamento del suelo lo envolví en la funda de cuero y me lo
metí en el bolsillo.
—Creo más enterado a míster Santer que a usted-replicó Gates.
—Santer no sabe palabra.
—¿Por ventura sabe usted dónde se halla?
—Puede.
—Pues díganoslo.
—Me está prohibido.
—¡Ya se ve! En vez de sernos útil, nos perjudica usted.
—Ese oro no os pertenece.
—Pero será nuestro, porque míster Santer lo descubrirá y repartirá entre
nosotros.
—¿Cómo, siendo mi prisionero?
—No tardará en dejar de serlo.
—Lo veo difícil. Con la vida pagará todos sus crímenes.
Santer lanzó una carcajada irónica, que me hizo volverme hacia él y decirle:
—Ya se te quitarán las ganas de reír. ¿Qué piensas que voy a hacer contigo?
—Nada —replicó enseñando los dientes.
—¿Quién me impedirá que te pegue un tiro?
—Tú mismo; ya sabe todo el mundo que Old Shatterhand tiene miedo de
matar a nadie.
—En efecto, no soy asesino; pero tú tienes cien veces merecida la muerte.
Hace poco tiempo te habría matado como a un perro rabioso donde te hubiera
encontrado; pero Winnetou ha muerto como cristiano, y con él enterré todos los
sentimientos de odio y de venganza.
—Déjate de retóricas hueras. Es que no puedes como quisieras, y eso es todo.
Esto constituía un descaro que llegaba al colmo y en el cual sólo podía yo ver
una obstinación desmedida, por ignorar lo que sabía el infame. A pesar de esto, le
respondí en el tono más sosegado posible:
—Sigue despotricando cuanto quieras; un hombre de tu ralea no puede
provocar mi cólera. He dicho, en efecto, que he enterrado el odio con Winnetou;
pero entre odio y deseo de castigo hay una gran diferencia. El cristianismo rechaza
la venganza, pero pide el castigo de la culpa. Cada falta debe tener su expiación, de
modo que no me vengaré de ti, pero te impondré el correctivo merecido.
—¡Bah! Llámalo como quieras, venganza o castigo, que el nombre no hace al
caso. Pero ¡qué ridículo eres! Te abstienes de vengarte y quieres castigarme, o más
bien asesinarme, sin acordarte de que el homicidio es un crimen. De modo que no
cacarees tanto tu cristianismo.
—Estás en un error; no pretendo tocarte al pelo de la ropa, sino llevarte al
fuerte más próximo y entregarte a la justicia.
—¡Ah! ¿Conque es eso?
—Eso mismo.
—¿Y cómo vas a conseguirlo? —Es cosa mía.
—Y mía, puesto que soy parte interesada. Probablemente ocurrirá al revés, o
sea que me toque a mí trasladarte al fuerte; y como no tengo la suerte de abrigar tan
cristianos sentimientos como tú, no pienso renunciar a mi venganza, que está
próxima, próxima… ¡Mira por dónde llega!
Dijo estas palabras en tono lleno de alborozo, y motivos tenía, pues en torno
nuestro estalló un griterío ensordecedor y surgieron por todas partes multitud de
indios pintarrajeados con los colores de guerra de los kiowas, los cuales me
cercaron repentinamente.
Había sido engañado por Gates; Santer había atraído a los kiowas a
Nugget-tsil, y al saber la muerte de Winnetou habían resuelto festejar tan feliz
acontecimiento en el propio lugar en que estaban enterrados el padre y la hermana
del caudillo apache. Esto era propiamente indio, y estaba perfectamente de acuerdo
con el modo de ser y sentir del criminal, quien por añadidura iba a tener la
satisfacción de apoderarse del mejor amigo de Winnetou y de su más aborrecido
enemigo.
La presencia de los indios, a pesar de lo inesperada, no consiguió
trastornarme. En el primer momento pensé en defenderme y saqué el revólver, pero
al verme rodeado por sesenta guerreros, volví a meter el arma en el cinto. La fuga
era imposible, y la resistencia, además de vana, sólo serviría para empeorar mi
situación. Lo único que hice fue rechazar a los más cercanos, que alargaban las
manos para cogerme, diciéndoles:
—Old Shatterhand se halla dispuesto a entregarse a los guerreros kiowas.
¿Está aquí su joven caudillo? Sólo a él me rendiré voluntariamente.
Los indios dieron entonces un paso atrás y buscaron a Pida, que no había
tomado parte en la escena y se mantenía entre los árboles en espera de los
acontecimientos.
—¿Voluntariamente? —preguntó Santer con sarcasmo—. Ese tipo, que se da
a sí mismo el mote rimbombante de Old Shatterhand, no tiene desde hoy más
voluntad que la mía. Si no se entrega por las buenas, se le obliga por las malas.
¡Duro con él!
El infame azuzaba a los otros, pero sin atreverse a acercarse. Los kiowas,
obedientes a su orden, se precipitaron sobre mí, pero sin hacer uso de las armas,
pues tenían empeño en cogerme vivo. Yo me resistí todo lo que pude, y logré
tumbar a unos cuantos; mas por último habría tenido que sucumbir a la fuerza del
número, cuando Pida ordenó imperiosamente:
—¡Alto ahí, que nadie le toque! Ya que ha prometido entregarse, déjesele en
paz.
Retrocedieron los indios, y esto hizo exclamar a Santer, loco de rabia:
—¿A qué vienen esos miramientos? Merece todos los golpes y puñetazos de
tu gente. ¡Conque duro con él, que yo lo mando!
El joven caudillo se acercó entonces a mi enemigo y haciendo un gesto de
inmenso desdén, respondió:
—¿Te juzgas con derecho a mandar aquí? ¿Olvidas que soy yo el jefe de mi
gente?
—Lo sé muy bien.
—Entonces ¿no recuerdas quién eres tú?
—Sí. Soy el amigo de los kiowas, que han de tener en cuenta mi voluntad.
—¿Amigo? ¿Quién te ha dado este título?
—Tu propio padre.
—Faltas a la verdad; Tangua, el cacique de los kiowas, no ha empleado
nunca esa palabra refiriéndose a ti. Eres un rostro pálido tolerado por nuestra tribu,
y nada más.
Yo habría deseado aprovechar aquel incidente para escapar, y acaso lo
habría conseguido, porque la atención de los indios estaba concentrada en Santer y
Pida; pero al huir tenía que abandonar mis queridas armas, y esto era pagar mi
libertad a demasiado precio. Pida se acercó de pronto a mí y me dijo:
—Old Shatterhand se constituye en mi prisionero, según ha dicho, y
entregará voluntariamente todo lo que lleva encima; ¿no es así?
—Así es —contesté.
—¿Consentirá que le aten?
—Sí.
—Pues dame tus armas.
En medio de todo constituía una satisfacción para mí que me tratara con
tanto miramiento, pues era señal evidente de que me temía. Le alargué el revólver y
el cuchillo, mientras Santer se apoderaba de la carabina Henry y del «mataosos».
Pida, al verlo, le dijo:
—Deja esas armas, que no te pertenecen.
—De ningún modo; son mías y no las soltaré.
—Esas armas pasarán a poder del caudillo de los kiowas.
—Ya te he dicho que son mías —replicó Santer.
—Las armas son propiedad de Old Shatterhand, mi prisionero, y por lo tanto
me pertenecen de hecho y de derecho.
—¿A quién debes el haberle cogido preso? Sólo a mí: tu prisionero era mío ya:
por consiguiente, él y cuanto le pertenece pasa a ser propiedad mía; y ten presente
que no cedo ni su persona ni su famoso Henry a nadie de este mundo.
El caudillo levantó el puño amenazador, rugiendo:
—Suelta esas armas en el acto.
—¡No y cien veces no!
—Quitádselas —ordenó el jefe a su gente.
—¿Os atreveréis a ponerme la mano encima? —exclamó Santer plantándose
en actitud de defensa.
—¡Pronto, quitádselas! —ordenó Pida, aun más autoritariamente.
Al ver Santer que la cosa iba de veras, pues se le acercaron algunos indios en
actitud hostil, arrojó las armas al suelo, diciendo:
—Ahí las tenéis, pero no creáis que sea para mucho tiempo. Ya daré mis
quejas a Tangua, que os ajustará a todos las cuentas.
—Harás bien —respondió el joven caudillo con el mayor desprecio.
Los indios le trajeron mis rifles y yo hube de presentar mis manos para que
me las ataran. Mientras sucedía esto, se acercó Santer, diciendo:
—Guárdatelas con mil de a caballo, a condición de que me cedas todo lo que
lleva el prisionero encima, sobre todo, eso que asoma…
Y alargó la mano hacia mi bolsillo, en el que guardaba yo el testamento de
Winnetou.
—¡Largo de aquí! —grité echándome atrás.
Al oír mi grito retrocedió, pero volviendo a la carga, me dijo en tono irónico:
—¡Anda! ¡Todavía gallea el sinvergüenza! ¡Con las manos atadas y en
vísperas de morir como un cerdo, ladra aún el muy perro! Pero ya no te sirven
todos esos alardes, y vas a reventar sin remedio. A ver esos papeles, que has
desenterrado y leído hace poco, pues me interesan.
—Ven por ellos.
—Ahora mismo; comprendo muy bien que te coma la rabia al convencerte
de que voy a ser dueño del tesoro; pero habrás de resignarte, bribón.
Y dando un paso hacia mí, extendió la mano hacia mi bolsillo. Yo no estaba
atado aún del todo, pues aunque me habían echado el nudo corredizo a una
muñeca no me habían sujetado todavía la otra. De un fuerte tirón me liberté las
manos; agarré con la izquierda a Santer por las solapas y le solté con la derecha tal
puñetazo en la cabeza que se desplomó al suelo como un tronco.
—¡Uf, uf, uf! —gritaron los indios a mi alrededor.
—Ahora atadme cuando queráis —dije presentando otra vez las manos.
—Old Shatterhand lleva su nombre bien puesto —observó el caudillo en
tono laudatorio—. ¿Qué es lo que ese hombre quiere quitarte?
—Un papel escrito —contesté sin darle más pormenores.
—Me pareció que hablaba de un tesoro.
—Ignora en absoluto lo que dice el papel. Y ahora dime: ¿de quién soy
prisionero, tuyo o suyo?
—Mío.
—Entonces, ¿por qué consientes que me ponga la mano encima para
saquearme?
—Los guerreros rojos sólo desean tus armas; lo demás no les interesa.
—¿Es esa una razón para entregárselo a ese hombre? ¿Por ventura soy algún
chiquillo a quien cualquier canalla se juzga con derecho a registrarle los bolsillos?
Me he entregado a ti, acatándote como guerrero y caudillo. ¿Serás capaz de olvidar
que tratas con un igual tuyo, de quien ese Santer sólo merece puntapiés?
El indio respeta el valor y la dignidad aun en el mayor de sus enemigos; yo
no tenía fama de cobarde, y hasta cuando rapté al mismo Pida para salvar a Sam
Hawkens había tratado al joven con deferencia y consideración. Contaba, pues, con
que lo tendría en cuenta, y en efecto, no me engañé, pues mirándome sin hostilidad,
contestó:
—Old Shatterhand es el más valiente de todos los guerreros blancos. En
cambio, del castigado por ti sabemos que tiene dos lenguas, de las cuales cada una
habla de distinta manera, y dos caras, que nunca son las mismas; por tanto, no
consentiré que ponga la mano en tus bolsillos.
—Gracias, caudillo: mereces serlo y algún día te celebrarán como uno de los
guerreros más famosos de tu tribu, porque un hombre noble mata a su enemigo,
pero no le humilla.
Vi en sus ojos la complacencia y satisfacción que le causaban mis palabras y
casi en tono de sentimiento, me respondió:
—Es verdad: al enemigo se le da muerte; pero no se le rebaja. Old
Shatterhand morirá en medio de los mayores tormentos.
—Atormentadme, quitadme la vida, que no saldrá una queja de mi boca;
pero mantened alejado de mí a ese hombre para que no me contamine; os lo ruego.
En cuanto tuve las manos atadas, me hicieron echar al suelo para atarme los
pies. Entretanto, Santer había vuelto en sí de su desmayo, y levantándose
prestamente me dio una patada, gritando como un energúmeno:
—¡Me has golpeado, perro ladrón, y eso te costará caro: ahora mismo te
ahogo!
Y precipitándose sobre mí intentó echarme las manos al cuello.
—¡Guárdate mucho de tocarle! —gritó Pida a su vez—. Te lo prohíbo
terminantemente.
—¡Tú no me mandas a mí! Ese maldito es mi enemigo jurado y se ha atrevido
pegarme. Ahora sabrá cómo se venga esta ofensa, cómo…
No pudo continuar, pues antes que se hubiera dado cuenta encogí las
rodillas y las estiré de pronto, dándole tan tremendo empujón que salió rodando
como disparado por una catapulta. Al verse en el suelo aulló cómo una fiera, y loco
de rabia intentó lanzarse de nuevo sobre mí, mas no lo consiguió: sus miembros
estaban tan doloridos por el golpe que no respondieron a su voluntad, y tuvo que
renunciar a castigarme por su mano; pero apuntándome con el revólver, gritó:
—¡Ha llegado tu hora: al infierno contigo!
Un indio que tenía cerca le dio un golpe en la mano, desviando así el tiro.
Santer se revolvió furioso contra el kiowa, diciendo:
—¿Quién se atreve a detenerme? Puedo hacer de ese perro lo que guste, y
puesto que me ha pegado quiero su sangre.
—Estás en un error —replicó Pida tranquilamente, cogiéndole de un brazo—.
No tienes derecho alguno sobre mi preso. Old Shatterhand me pertenece y sólo yo
puedo tocarle. Su vida es mía y nadie puede disponer de ella.
—Mi agravio es anterior y no pararé hasta vengarme.
—Eso ya se verá. Es verdad que has prestado algunos servicios a mi padre,
que se te pagan permitiéndote que te refugies en nuestros campamentos cuando te
es preciso; pero de ahí no pasamos. Conque no te tomes libertades, pues no estoy
dispuesto a tolerarlas. Si tocas a Old Shatterhand al pelo de la ropa, morirás a mis
manos.
Intimidado por la resuelta actitud del indio, preguntó Santer más
humildemente:
—Pero ¿qué piensas hacer de él? —Eso se resolverá en consejo.
—¿Qué consejo ni qué…? Aquí no hay más que tomar una determinación.
—¿Cuál?
—Matarle.
—Y así se hará.
—Pero ¿cuándo? Habéis venido aquí a celebrar la muerte de Winnetou,
vuestro enemigo encarnizado: ¿qué mejor festejo que sacrificar a su hermano del
alma en este lugar tan bien escogido?
—No es cosa nuestra.
—¿Por qué no?
—Es preciso llevarlo al poblado y que allí decidan de su suerte.
—¿Al poblado? ¡Valiente disparate!
—Mi deber es presentarlo a mi padre, a quien Old Shatterhand dejó tullido
de ambas piernas, para que determine la muerte que debemos darle.
—¡Cuántos rodeos y dilaciones para exterminar a una sabandija! No he oído
en mi vida tontería mayor.
—¡Cállate! Pida, el caudillo de los kiowas, no hace disparates; ¿me
entiendes?
—¿No te has enterado de las veces que este Old Shatterhand ha logrado
escapar del cautiverio? A las puertas de la muerte ha sabido fugarse con alguna de
sus tretas. Si no le matáis en seguida y lo lleváis de acá para allá, temo que se os
escurra de entre las manos cuando menos lo penséis.
—No tengas cuidado; esta vez no se escapará. Le trataremos como se merece
un guerrero de su fama; pero usaremos también de todas las precauciones para
tenerlo bien seguro. Su huida será imposible.
—¿Conque le vais a conceder todos los honores? ¿Es que pensáis coronarle
de laurel y cubrirle de insignias?
—Pida no entiende lo que dices ni sabe a qué te refieres al hablar de coronas
y de insignias. Una sola cosa puedes tener por segura, y es que tratará a ese hombre
de modo muy distinto de lo que te trataría a ti si llegaras a ser nuestro prisionero.
—Está bien: ya sé ahora a qué atenerme; pero te advierto que mis derechos
son anteriores a los tuyos, y me reservo ejercerlos desde ahora. Al principio tuve la
idea de renunciar a ellos; os cedía su vida, pero he variado de modo de pensar. Tan
vuestro es como mío; pero si pensáis tratarlo como a un guerrero de fama, bien he
de cuidar yo de que no exageréis la nota. Puede engañaros y huir, y es preciso que
vele yo para que no se quede sin su merecido. Si os empeñáis en llevároslo al
poblado, no iréis solos; yo os acompaño.
—No puedo prohibirte que vengas, pero te repito lo dicho: si te atreves a
tocarle al pelo de la ropa, mueres a mis manos. Y ahora consultaremos lo que debe
hacerse.
—Eso no necesita consulta; yo te lo diré.
—Tu voz no es válida, pues no perteneces al consejo de nuestros ancianos.
Y dando media vuelta eligió a los más viejos de sus guerreros, y con ellos se
alejó un trecho, formando un grupo que se sentó en el suelo para celebrar la
conferencia. Los demás se acurrucaron a mi alrededor, haciéndose en voz baja
observaciones que no pude comprender. Todos parecían rebosar de satisfacción por
tener en sus manos a Old Shatterhand, considerando como un gran honor poder
someterme a los más crueles tormentos, honor que les envidiarían las otras tribus
indias.
Yo no me di por enterado; pero en secreto estudiaba sus facciones, tratando
de leer en ellas. No logré descubrir en ninguno esa hostilidad encarnizada y terrible
que me habían tenido cuando era yo todavía un desconocido, y convertí a su
caudillo Tangua en lisiado a perpetuidad. Entonces sí que rebosaban sus ojos odio
feroz y sanguinario. Desde entonces habían pasado los años, apagando poco a poco
aquel resentimiento, en parte justificado, y entretanto yo había logrado fama y
nombradía, y había tenido ocasión frecuente de probar que respetaba tanto la vida
de un piel roja como la de un blanco.
Tal vez Tangua conservaría latente su enemistad, que acaso habría ido en
aumento, como consecuencia natural del estado en que le había dejado, pues nunca
confesaría que debía achacar a sí mismo, y no a mí, la desgracia que sobre él había
caído.
El haber tenido en mi poder a Pida y haberle tratado bien, no obstante la
enemistad que reinaba entre su padre y yo, debía ahogar en mi favor. En aquel
momento pesaba más en el ánimo de los kiowas el valiente Old Shatterhand que el
odiado blanco a quien su caudillo había obligado a que le deshiciera las rodillas de
un tiro. Sus miradas, que podía calificar casi de respetuosas, me lo decían harto
claramente. Esto no obstante, no debía yo abrigar ningún género de ilusiones
respecto de mi situación. Podían respetarme y estimarme todo lo que se quiera,
pero no debía yo esperar de ellos gracia ni piedad alguna. Cualquiera habría tenido
más probabilidad que yo de salvar el pellejo, pues mi prisión y muerte habían de
acarrearles la admiración y la envidia de las demás tribus de la raza. En su opinión
estaba destinado a morir en el palo de los tormentos, y así como los blancos asisten
al teatro espoleados por la curiosidad y el interés, cuando se representa la obra de
un gran autor o músico, así ansiaban ellos presenciar el tormento de Old
Shatterhand y la actitud que éste observaría.
Capítulo 4
Los papeles que hablan
A pesar de hallarme convencido de tan tristes y palpables realidades no
sentía el más pequeño temor ni la menor angustia. ¡De cuántos peligros había salido
yo con felicidad para que aun entonces, en la crítica situación en que me veía, me
diera por perdido! Es preciso saber esperar y confiar hasta el último momento, sin
dejar de poner uno de su parte todo lo posible, para que se realicen las esperanzas.
Sólo el que piensa así y no se deja vencer por la desesperación tiene probabilidades
de salvarse.
Santer se había agregado a mis ex compañeros, con quienes hablaba en voz
baja y con insistencia. Yo supuse cuál sería el objeto de su conversación; también los
blancos conocían mi nombre, y sabían que Old Shatterhand no era un granuja; por
lo cual la conducta que Santer había observado conmigo debió de producir
desfavorable impresión en sus espíritus.
A esto hay que añadir los secretos reproches que se dirigirían a sí mismos
por haber contribuido a mi desgracia, pues no sólo me habían engañado vilmente,
sino que me habían ocultado la llegada de los indios. Ellos, pues, eran los causantes
principales de mi cautiverio y esto debía de preocuparles, pues al fin no eran mala
gente. Santer debía de esforzarse en presentarles el asunto en forma tal que
quedaran limpios de culpa a sus propios ojos.
La conferencia de los indios no fue larga. Los que habían tomado parte en
ella se levantaron, y Pida manifestó a su gente:
—Los guerreros de los kiowas se encaminarán al poblado en cuanto hayan
comido; conque dispónganse inmediatamente a emprender la marcha.
Esto era lo que yo esperaba; no le ocurrió lo propio a Santer, que no conocía
tan a fondo como yo las costumbres y modo de ser de los indios; poniéndose en pie
de un salto, se acercó a Pida y le dijo:
—¿Os vais de aquí? ¿No habíamos decidido pasar unos días en estos parajes?
—Ocurre con frecuencia que se disponga una cosa y luego se cambie por otra
—replicó el caudillo.
—Entonces ¿no vais a celebrar la muerte del apache?
—Sí, pero no hoy.
—Pues ¿cuándo?
—Tangua nos lo dirá.
—Pero ¿a qué obedece ese cambio tan repentino?
—Yo no te debo explicación alguna; pero te lo diré, para que así se entere Old
Shatterhand.
Luego, volviéndose a mí, en lugar de dirigir sus palabras a Santer, continuó:
—Cuando veníamos a festejar la muerte de Winnetou, el caudillo de los
perros apaches, no sospechábamos que fuera a caer en nuestras manos su amigo y
compañero Old Shatterhand. Mas ya que ha ocurrido así, tenemos motivo para
celebrarlo doblemente. Winnetou era un hombre de nuestra raza; Old Shatterhand,
además de ser nuestro enemigo, es un rostro pálido. Por lo tanto su muerte nos
complace mucho más que la de Winnetou, y los hijos y doncellas de los kiowas
celebrarán al mismo tiempo la muerte de dos célebres adversarios. Aquí solamente
está reunido un corto número de guerreros kiowas, y yo no tengo aún la edad
suficiente para determinar la muerte de Old Shatterhand. Para ello es preciso que se
reúna toda la tribu, y Tangua, el más grande y más anciano de los caudillos, alzará
su voz para proclamar lo que debe hacerse. Por eso no seguiremos aquí, sino que
nos apresuraremos a regresar al poblado, pues es menester que mis hermanos y
hermanas sepan cuanto antes la nueva de esta captura.
—Pero ¿hay acaso lugar más apropiado que éste para dar muerte a Old
Shatterhand? Vuestro enemigo, que es también el mío, morirá junto a las tumbas de
aquéllos por cuya causa os fue hostil.
—Ya lo sabía yo; pero ¿está acaso decidido ya que muera en otra parte?
¿Quién nos impide volver?
—Tangua, que por no poder montar a caballo no puede asistir a la fiesta.
—Lo traeremos en andas. Decida mi padre lo que decida, aquí se enterrará al
blanco.
—¿Aunque le deis muerte en el Salt-Fork?
—Aun así.
—¿Quién lo traerá?
—Yo mismo.
—Eres incomprensible. ¿Qué razones puede tener un guerrero indio para
cargar con el cadáver de un perro blanco?
—Ahora mismo voy a decírtelas, para que aprendas a conocer a Pida. el
joven caudillo kiowa, a quien al parecer desconoces por completo, y para que Old
Shatterhand sepa que le estoy agradecido por no haberme quitado la vida cuando
estuve en su poder, y haberse contentado con canjearme por un blanco.
Y luego, volviéndose hacia mí, continuó:
—Es verdad que Old Shatterhand es nuestro enemigo; pero lo es noble y
lealmente. Pudo matar a Tangua a orillas del río Pecos y se conformó con
inutilizarlo. Así ha obrado siempre; los hombres rojos lo saben, y por lo mismo le
respetan. Su muerte es inevitable; pero tendrá la satisfacción de morir como los
grandes héroes, demostrando que desprecia los tormentos que le impongamos y
que serán tales como no los ha llegado a padecer nadie sin exhalar una queja. Y
luego, cuando esté muerto, no será arrojado su cuerpo a las aguas del río para pasto
de peces, ni a la pampa para que lo devoren lobos y buitres. Caudillo tan ilustre
como él merece una tumba, con lo cual nos honraremos sus propios vencedores.
¿Dónde se levantará su sepultura? Pida ha oído decir que Nsho-Chi, la hermosa
doncella de los apaches, le entregó su alma; por eso descansará su cuerpo al lado de
ella, a fin de que sus espíritus lleguen a reunirse para siempre en los eternos
cazaderos. Con eso quiere demostrarle Pida su gratitud por haberle conservado la
existencia. Mis hermanos rojos han oído mis palabras: ¿están conformes conmigo?
Y echó una mirada por todo el círculo.
—¡Howgh! ¡Howgh! ¡Howgh! —asintieron todos unánimes.
Verdaderamente aquel joven kiowa no era hombre vulgar, y, dentro de las
circunstancias, podía calificársele de noble. No me daba frío ni calor que hablara de
mi muerte como cosa hecha. Todavía tenía que agradecerle que me la prometiera
tan repleta de tormentos, por resultar así más gloriosa para mí; y su propósito de
enterrarme al lado de Inchu-Chuna y su hija eran un rasgo de delicadeza harto
extraño en un piel roja. Mientras sus guerreros asentían ruidosamente a las palabras
de Pida, lanzó Santer una risotada, y me dijo:
—¡Diablo! ¡Pues todavía hay que darte la enhorabuena! ¡Vas a celebrar tus
bodas con la hermosa india en los eternos cazaderos! ¡Ojalá pudiera asistir a la fiesta
como convidado, ya que no puedo ser el novio! ¿Me convidas?
No merecía contestación; pero no pude contenerme y así le dije:
—No hace falta el convite, pues llegarás allá mucho antes que yo.
—¿De veras? ¿Es que te propones fugarte? Bueno es que seas tan franco,
porque así yo me daré mafia para que no lo logres.
Los kiowas emprendieron la marcha, descendiendo al valle, en donde
habían dejado los caballos. Me soltaron los pies, pero me ataron fuertemente a dos
indios entre los cuales había de caminar. Pida se apoderó de mis armas. Santer iba a
retaguardia con los tres blancos, y un kiowa se encargó de conducir mi caballo.
Una vez que estuvimos todos en el valle, acampamos. Los indios
encendieron hogueras y asaron la caza que llevaban. También iban provistos de
tasajo, del cual me dieron a mí un trozo descomunal, que no creí poder acabar; pero
lo tragué a la fuerza, pues me interesaba mucho conservar mis energías. Para comer
me soltaron las manos, pero me vigilaron de tal manera que no era posible pensar
siquiera en la huida. Terminada la comida, me ataron a un caballo y empezaron el
viaje hacia el poblado.
Cuando llegamos al llano me volví para echar una mirada a Nugget-tsil.
¿Volvería a ver las tumbas del caudillo y de su hija?
El camino hacia el poblado de Salt-Fork, a orillas del Red-River, es ya
conocido de mis lectores y no necesita descripción; además, no ocurrió en él nada
digno de mención. Los indios no me quitaban ojo, y aunque no lo hubieran hecho
así, tampoco me habría sido posible la fuga, porque Santer cumplía su palabra,
cuidando de no darme lugar para el menor intento; al contrario, ponía verdadero
empeño en hacer que el viaje fuera para mí lo más penoso e incómodo posible, y
trataba de hacerme rabiar constantemente. En este punto no logró sus propósitos,
pues decidí no hacer caso ni de sus observaciones irónicas ni de sus burlas e
insultos. A todo oponía una indiferencia glacial, sin darle el gusto de replicarle
siquiera; gracias a que Pida intervino y no toleró que agravara mi situación.
Como de Gates, Clay y Summer no hacían los indios caso maldito, se
aferraron a Santer. Yo observé que estaban deseando hablarme, pero que Santer lo
evitaba cuidadosamente, pues ponía gran cuidado en que yo no les abriera los ojos.
Por lo demás, los trataba con el mayor despego. Había querido explotarlos en el
descubrimiento del tesoro; pero una vez logrado su objeto, estaba seguro de que se
desharía como pudiera de ellos, sin retroceder ante un triple homicidio. Mas desde
entonces había cambiado mucho la situación; seguramente le habrían comunicado
mi pensamiento de que Winnetou había trasladado el tesoro a otro sitio, y en las
hojas escritas que había visto en mis manos debía de estar la prueba de que esto era
la verdad. Mas si el oro había desaparecido, era inútil buscarlo, y ya no necesitaba
de aquellos ayudantes, los cuales más bien constituían para él una carga que le
pesaba mucho y que deseaba sacudirse de encima. Pero ¿cómo hacerlo?
Despedirlos sin más ni más no era posible; tenía que llevárselos con la idea de
alejarse de ellos a la primera coyuntura.
Se comprende que en mis papeles se concentraran todos sus deseos y
proyectos, porque su posesión era para él de vital importancia. Pero como no se
atrevía a quitármelos violentamente por temor a Pida, no le quedaban más que dos
recursos para apropiárselos: o robármelos mientras durmiese o acompañarme hasta
el poblado y convencer a Tangua para que se los cediera. En esa forma no le sería
difícil lograr su objeto. Los papeles estaban en mi poder, muy guardados en el
bolsillo. ¿Dónde podría esconderlos yo? En algún lugar muy oculto de mi traje; mas
para ello era preciso estar solo y tener las manos libres, dos cosas imposibles de
alcanzar. Además, mi enemigo era amigo de Tangua, a quien había hecho favores, y
fácil le sería lograr del caudillo que le cediera los papeles. Esta sola idea me daba
escalofríos, pues me preocupaban menos mi suerte y hasta mi propia vida que la
última voluntad de Winnetou.
El poblado kiowa seguía en el mismo punto en que lo había conocido, o sea
en la desembocadura de Salt-Fork en el Red-River. Hubimos de vadear este río por
un sitio en que era poco profundo. Cuando sólo nos faltaban unas horas de camino
envió Pida dos mensajeros para anunciar nuestra llegada. ¡Qué exaltación, qué
júbilo iba a causar la noticia de que Old Shatterhand había caído en manos de los
kiowas!
Nos encontrábamos aún en la pampa abierta, y nos faltaba bastante para
llegar al bosque que oscurece las márgenes de ambas corrientes, cuando vimos
llegar a galope a varios jinetes, no en grupos cerrados, sino en pelotones de tres o
cuatro, según lo permitía la velocidad de los caballos. Eran kiowas ansiosos de ver
al famoso prisionero.
Nos saludaron con gritos penetrantes y agudos chillidos, midiéndome a mí
con rápida ojeada y agregándose después a la comitiva. Ninguno se quedaba
mirándome y curioseando, como habría ocurrido seguramente en lugares
civilizados; los rojos son demasiado altivos para dar a conocer el interés que sienten
o la excitación que la curiosidad les produce.
Así fue engrosando nuestro grupo de minuto en minuto, sin que por ello
viera yo aumentar mis molestias e incomodidades; y cuando, por fin, dejamos atrás
el bosque, que en el Salt-Fork se había reducido a una estrecha faja, llevaba en pos
de mí cuatrocientos indios, todos guerreros. El poblado parecía haber ganado en
extensión y población.
Debajo de los árboles se levantaban las tiendas de campaña totalmente
vacías, pues todo bicho viviente había salido afuera a esperarnos. Era enorme el
número de mujeres, viejas y niñas, mozos y chiquillos que pululaban al aire libre, y
que, no estando obligados a guardar tanta reserva como los graves guerreros,
hacían tal abuso de su libertad, que a no tenerlas atadas, me habría llevado las
manos a las orejas por no oír semejante gritería. La gente chillaba, gritaba, reía y
aullaba, armando una algarabía que demostraba harto claramente lo mucho que les
complacía mi presencia.
Pida, que iba a la cabeza del escuadrón, levantó entonces la mano, con la cual
hizo un movimiento horizontal, y al punto se produjo el silencio. Otra seña hizo
colocar a los jinetes formando semicírculo detrás de mí, y Pida se colocó a mi
derecha, con mis dos guardianes, que no se separaban de mí un momento. Santer se
acercó también, mas el joven caudillo hizo como si ignorara su presencia.
Nos dirigimos a una gran tienda cuya puerta estaba engalanada con las
plumas del caudillo. A la entrada estaba Tangua semiechado. Le encontré
extraordinariamente envejecido, y seco y amarillo como un cadáver. De lo
profundo de sus órbitas me hirió su mirada dura como el acero, aguda como un
puñal e irreconciliable como… como el mismo Tangua. Sus largos cabellos se
habían vuelto blancos como la nieve.
Pida se apeó; lo mismo hicieron los suyos, que se agruparon junto a la
entrada de la tienda, ávidos de oír las palabras que me diría Tangua. Me desataron
del caballo y me soltaron los pies para que pudiera mantenerme derecho. También
yo sentía curiosidad por ver el recibimiento del sanguinario rojo; mas hube de tener
paciencia, pues éste me miró desdeñosamente de arriba abajo y de abajo arriba con
tan fría crueldad que debiera haberme atemorizado. Luego cerró los ojos.
Reinaba un silencio profundo, sólo interrumpido por el piafar de los caballos.
La cosa empezaba a ser molesta; ya iba yo a tomar la palabra, cuando el caudillo
volvió a abrir los ojos y lenta y solemnemente dijo:
—La flor anhela el rocío que no llega y agostada inclina la cabeza y muere;
mas cuando va a agonizar llega el rocío bienhechor.
Volvió a guardar silencio un rato y de pronto continuó:
—El bisonte escarba la nieve en busca de hierba, que no encuentra; brama de
hambre llamando a la primavera, que no quiere llegar; adelgaza, su joroba se
encoge, sus fuerzas se debilitan, y ya va a perecer, cuando de pronto sopla un
vientecillo tibio, y ya moribundo ve aparecer la deseada estación.
Otra nueva pausa tan larga como las anteriores, y ¡qué extraño e
incomprensible ser es el hombre! Aquel indio que me había odiado, injuriado y
maltratado como ningún otro en el mundo, el que sediento de mi sangre me
perseguía sin tregua con saña fiera, ¿qué había merecido de mí? Sólo indulgencia y
perdón; en lugar de matarle sólo le había inutilizado, y eso en defensa propia y
acosado por imperiosa necesidad; y ahora, al verle hecho una ruina, un manojo de
miembros huesudos y encogidos, cubiertos de piel seca y amarilla como el
pergamino, con voz cavernosa como si saliera de una tumba, sentí por él una
compasión grandísima y habría dado todo lo que tenía por no haberle puesto en tan
triste situación. Es más; me arrepentía con toda mi alma cristiana, y eso que sabía
perfectamente que él se gozaba en su venganza y cerraba los ojos voluptuosamente,
recreándose en el exceso de su alegría por poder apagar la sed devoradora que
sentía de mi sangre.
De nuevo se puso a hablar; pero sin mover casi los labios delgados y
exangües.
—Tangua es como la flor y el bisonte hambriento. Deseaba, anhelaba, pedía
venganza, y ésta no quería llegar. Pasó luna tras luna, semana tras semana, día tras
día, y ella no llegaba. Ya iba a morir de viejo, cuando revive porque la hora ha
llegado.
Al decir estas últimas palabras, salió de su postración, abrió de repente los
ojos, se enderezó todo lo que le permitían sus miembros lisiados, y extendiendo los
brazos y abriendo los dedos como zarpas en dirección a mí, gritó con voz
discordante:
—¡Ha llegado mi venganza, sí, ya ha llegado! ¡La veo, la tengo delante, ahí
mismo, al alcance de mi mano! ¡Perro, qué muerte te espera!
Aquel esfuerzo le agotó por completo; cayendo hacia atrás cerró los ojos
como desmayado. Nadie se atrevía a turbar el silencio, y hasta Pida, su hijo, calló.
Al cabo de un buen rato volvió Tangua a entreabrir los párpados y preguntó:
—¿Cómo ha caído ese sapo hediondo en vuestras manos? Necesito saberlo.
Santer aprovechó la ocasión de intervenir, sin esperar la contestación de Pida,
que era el llamado a darla, y respondió prontamente:
—Yo lo sé muy bien: ¿quieres que te lo diga?
—Habla.
Santer refirió el episodio con todos sus pormenores, poniendo de relieve sus
propios méritos. Nadie le contradijo. Pida era demasiado altivo para ello y le era,
además, harto indiferente que aquel hombre se alabara a sí mismo o no. Cuando
hubo terminado el relato, añadió Santer con retintín:
—Ya ves, por lo que te he dicho, que sólo a mí me debes el poder vengarte a
gusto de este canalla. ¿No es así?
—En efecto-respondió Tangua.
—A cambio de ese favor exijo otro.
—Si está en mi mano, tenlo por concedido.
—Sí está.
—Pues dime lo que deseas.
—Old Shatterhand lleva en un bolsillo papeles que hablan y que yo necesito.
—¿Te los ha quitado?
—No.
—¿De quién son?
—Suyos no, puesto que los ha encontrado, pues yo fui a Mugwort-Hills a
buscarlos; pero él se adelantó y por eso los tiene.
—Son tuyos: quítaselos.
Santer, loco de contento con su triunfo, se acercó a mí resplandeciente de
júbilo. Yo no dije una palabra ni hice el menor movimiento. Sólo le miré a la cara y
no sé qué debió de ver en la mía, que retrocedió y no se atrevió a tocarme,
contentándose con decirme desde honesta distancia:
—Ya has oído lo que ha mandado el caudillo.
Esta vez no se burlaba; pero yo le di la callada por respuesta. Entonces
insistió él:
—Shatterhand, por tu bien te aconsejo que cedas. No te queda otro remedio;
de modo que voy a registrarte los bolsillos.
Y dando un paso adelante alargó las manos. Entonces, a pesar de tener
atadas las mías, las estreché como un puño y le di un golpe debajo de la barbilla, de
modo que dio la vuelta de campana y cayó al suelo como un tronco.
—¡Uf! —murmuraron los rojos, complacidos.
Mas Tangua no opinaba como ellos, pues incorporándose rugió lleno de
rabia:
—Ese mastín muerde a pesar de estar encadenado. Atadle de manera que no
pueda moverse, y sacadle del bolsillo el papel que habla.
Entonces intervino Pida, su hijo, por primera vez, diciendo:
—Mi padre, el gran caudillo de los kiowas, es sabio y justo y escuchará la voz
de su hijo.
Aunque el viejo parecía haber hablado hasta entonces en un estado de
abstracción mental, al oír la voz de su hijo se le iluminaron los ojos y miró a Pida
con mirada inteligente; y con voz muy clara, no ya cavernosa como antes,
respondió:
—¿Por qué dice mi hijo esas palabras? ¿Es por ventura alguna injusticia lo
que pide el rostro pálido Santer?
—Sí, padre mío.
—¿Por qué?
—No es Santer quien ha vencido a Old Shatterhand, sino tus guerreros. El
prisionero renunció desde el primer momento a defenderse, y no ha hecho daño a
ninguno de los nuestros, sino que se entregó voluntariamente. ¿A quién pertenece,
pues, de derecho?
—Es tuyo.
—¿A quién corresponden sus armas, su caballo y todo lo que lleva?
—A ti.
—Así es. He cogido un botín grande, valiosísimo. Por consiguiente, ¿cómo
puede exigir Santer la entrega de esos papeles?
—Porque le pertenecen.
—¿Puede probarlo?
—Sí, pues fue a Mugwort-Hills a buscarlos; pero Old Shatterhand se le
adelantó.
—Si los buscaba era porque los conocía, de modo que debe de saber su
contenido. Diga mi padre si estoy en lo cierto.
—Lo estás.
—Entonces exijo que Santer nos revele las palabras que dicen esos papeles.
—Tienes razón; que las revele; si las sabe es señal segura de que el papel es
suyo, y le será entregado.
Esta exigencia puso en grave aprieto a Santer, que si bien se figuraba que el
contenido de las hojas se refería al tesoro escondido en Nugget-tsil y a su paradero
actual, no se atrevía a declararlo, pues en caso contrario quedaba por embustero, y
aun acertando por casualidad, no le convenía hacerlo público, pues anhelaba
guardar el secreto para apoderarse él solo del tesoro de Winnetou. De ahí que
tratara de salir del paso a fuerza de evasivas como ésta:
—Lo que dice el papel que habla no tiene importancia ni interés para nadie, a
no ser para mí. Que me pertenece bien demostrado queda con mi viaje a
Mugwort-Hills para buscarlo; que Old Shatterhand llegara antes que yo es efecto de
la casualidad.
—Bien dicho —declaró Tangua—. A Santer le corresponde el papel que
habla, es su legítimo dueño.
Entonces juzgué llegado el momento de hablar a mi vez, pues veía en el
rostro de Pida señales de que iba a ceder en su empeño. Así fue que dije:
—Santer habrá hablado bien, pero no ha dicho la verdad. Santer no fue a
Mugwort-Hills por esos papeles, y si lo afirma, miente.
Al oír mi voz el viejo Tangua se estremeció de pies a cabeza, como el que
teme un golpe, y con voz sibilante replicó:
—Ese can hediondo empieza a ladrar, pero le servirá de poco.
—Pida, el joven y valiente caudillo de los kiowas, decía hace un momento
que Tangua es justo y sabio. Si es así, el caudillo no obrará con parcialidad, sino
rectamente —observé yo entonces.
—Así lo haré.
—Entonces di si me crees capaz de engañarte.
—No: Old Shatterhand es el más peligroso de los rostros pálidos y mi peor
enemigo, pero nunca ha hablado con dos lenguas.
—Pues entonces declaro aquí que solamente yo y nadie más que yo conocía
la existencia de ese papel y su contenido. Santer ni siquiera la sospechaba, y fue él
quien me sorprendió casualmente cuando yo lo encontré. Espero que des crédito a
mis palabras.
—Tangua supone que Old Shatterhand no miente; pero Santer asegura
también que habla la verdad. ¿Cómo decidir para no faltar a la justicia?
—Conviene que la justicia vaya unida a la prudencia. Santer ha estado a
menudo en Mugwort-Hills, donde ha buscado oro sin encontrarlo: eso bien lo sabe
Tangua, que le ha dado permiso para hacerlo. Y esta vez, como las demás, iba en
busca de oro.
—Eso es mentira —rugió Santer furioso.
—Eso es verdad —insistí yo—. Tangua puede enterarse por los tres blancos
que acompañan a Santer y que éste había contratado con el mismo objeto.
El viejo lo hizo así, y Clay, Gates y Summer hubieron de confesar que yo
decía la verdad. Entonces hizo Santer la última y desesperada tentativa para salirse
con la suya.
—Pues aun así, sostengo que sólo fui en busca del papel. Claro está que de
paso pensaba buscar pepitas de oro, y por eso llevé a esos tres hombres, para que
me ayudaran en la empresa, y sin revelarles nada respecto del papel, que sólo a mí
me interesaba.
Esto acabó de desconcertar al viejo, que replicó malhumorado:
—Así resulta que los dos tienen razón. ¿Qué hago yo ahora?
—Ser prudente —respondí yo—. Santer podrá decirnos si el papel que habla
es o no de gran valor para él.
—¡Claro que lo es! —replicó mi enemigo—. Incluso tiene suma importancia
para mí, pues si no, no insistiría tanto en poseerlo.
—Está bien: ahora dinos: ¿es una sola hoja o varias?
—Varias —contestó el granuja, que ya me había visto hojearlas junto a la
sepultura.
—¿Cuántas? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?
Santer calló, pues si no acertaba quedaba por mentiroso.
—¿Veis como calla? —observé yo—. Es porque lo ignora.
—Se me ha olvidado el número, pues no es dato que merezca grabarse en la
memoria.
—Si esos papeles tienen tanta importancia para él, debería saber de cuántas
hojas constan; y si lo ha sabido y se le ha olvidado, al menos recordará y podrá
decirnos si están escritas con tinta o con lápiz; pero en ese punto creo que también
estará desmemoriado.
Estas últimas palabras las dije en tono irónico para obligarle a soltar prenda.
Yo contaba con que se acogería a lo más probable, puesto que en el agreste
Occidente sólo se encuentra tinta en los fuertes, y es mucho más fácil y natural que
todo escrito lo esté con lápiz. Mi cálculo no falló, porque contestó a mi sarcástica
observación con imprudente aplomo:
—Claro que lo sé, pues eso no se olvida fácilmente; los papeles están escritos
con lápiz.
—¿No te equivocas? —pregunté, para mayor seguridad.
—No; están escritos con lápiz y no con tinta.
—Está bien: ¿quién de los guerreros presentes ha visto papeles que hablan
escritos por rostros pálidos, de modo que sepa distinguir la tinta del lápiz?
Unos cuantos se atrevieron a comprobar esta diferencia. Además, allí
estaban los tres blancos.
Dirigiéndome entonces a Pida, le dije:
—El joven caudillo de los kiowas puede, si quiere, sacar los papeles de mi
bolsillo para que los examinen; pero sin que los vea Santer.
El joven caudillo se apresuró a complacerme, cuidando de que los blancos
viesen lo escrito pero no pudiesen enterarse del contenido. Gates, Clay y Summer
declararon que los papeles estaban escritos con tinta, y Tangua y Pida, aun sin ser
peritos en la materia, confirmaron la declaración.
—Sois tontos de capirote —rugió Santer, encarándose con Gates—. ¡Ojalá no
os hubiera visto en mi vida! ¡Ni siquiera sabéis lo que es tinta y lo que es lápiz!
—Vaya, míster Santer, no somos tan imbéciles como quiere usted suponer
—contestó Gates—. Están escritos con tinta, y así seguirán aunque se empeñe usted
en lo contrario.
—Vosotros sí que os habéis metido en un tintero del que no saldréis tan
fácilmente —replicó Santer burlonamente, no atreviéndose ya a aconsejarles que
dijesen una cosa por otra. Pida volvió a meter los papeles en el envoltorio de cuero,
y dirigiéndose a su padre, le dijo:
—Old Shatterhand ha vencido a su rival, y ahora decidirá mi padre si Santer
tiene derecho o no a estos papeles.
—No lo tiene, puesto que pertenecen a Old Shatterhand —replicó Tangua.
—Pues entonces son míos, puesto que su dueño es mi prisionero. Cuando
esos dos hombres pelean por su posesión, es señal de que estos papeles son
documentos de importancia, y los guardaré con mi medicina.
Y al decir esto metió Pida el testamento en su bolso.
Esto me contrariaba y satisfacía a la vez; lo primero porque deseaba
conservar los papeles en mi poder, pues en caso de que pudiera fugarme, ¿cómo
recuperarlos? Por otra parte sabía que así quedaban fuera del alcance de Santer, de
quien no me fiaba poco ni mucho. A quedarme yo con ellos habría podido
ocurrírsele venir a robármelos mientras durmiese o empleando la violencia, pues
estando yo preso y atado, difícil me sería defenderme, si me sorprendía dormido.
Así es que, en medio de todo, puede que fuera lo mejor que los papeles quedaran en
manos del joven caudillo, con quien no podía atreverse el granuja.
El cual, como si ya no le interesara su posesión y renunciara a ella
definitivamente, dijo a Pida:
—Me parece muy bien; quédate con ellos, aunque no te servirán para nada,
puesto que no sabes leerlos. Yo habría querido poseerlos, porque tienen cierta
importancia para mí, pero puedo prescindir de ellos, pues sé perfectamente su
contenido. Vengan, señores —añadió, dirigiéndose a los tres blancos—; aquí no
tenemos ya nada que hacer y es preciso buscarnos albergue.
Y se alejó con Gates, Clay y Summer, sin que a ninguno de los circunstantes
se le ocurriera detenerlos.
La cuestión de los documentos quedaba así zanjada, y supuse que entonces
los indios se dedicarían sólo a mi persona, como, en efecto, sucedió; pero antes
preguntó Tangua a su hijo:
—Old Shatterhand lleva aún otros papeles parlantes encima. ¿No le habéis
registrado aún los bolsillos?
—No —contestó Pida—. El prisionero es un gran guerrero; le mataremos,
pero no debemos ofender su nombre y su valor vaciándole los bolsillos como a un
ladrón. Tenemos sus armas y con eso basta; todo lo demás pasará a mis manos
cuando haya muerto.
Yo pensé que el viejo caudillo no se daría por satisfecho, pero me equivoqué,
pues dirigiendo una mirada complacida y casi cariñosa a su hijo, repuso:
—Pida, el joven caudillo de los kiowas, es un noble guerrero, generoso hasta
con su peor enemigo, a quien mata, pero no deshonra. Su nombre será más grande
y más famoso que el de Winnetou, el perro apache. Para recompensarle le doy
licencia para que clave su cuchillo en el corazón de Old Shatterhand cuando éste
haya llegado al fin de sus tormentos. A Pida le cabrá la honra de que puedan decir
de él que el más grande, el más famoso y el más peligroso de los rostros pálidos
murió a sus manos. Ahora dispón que vengan los ancianos; celebraremos consejo y
deliberaremos en qué forma ha de morir ese mastín blanco. Mientras tanto atadle al
árbol de la muerte.
Capítulo 5
La hija del guerrero
Pronto había de saber la clase de árbol que me destinaban, pues me llevaron
a un pino de dos pies de diámetro, alrededor del cual habían empotrado cuatro
postes, cuyo objeto pronto hube de averiguar. Ese pino lleva el nombre de árbol de
la muerte, porque a él se atan los condenados a la última pena. De las ramas más
bajas penden las correas con que los ligan. Me sujetaron con ellas al tronco, en la
forma en que en otro tiempo habían atado a Winnetou y a su padre cuando cayeron
en las manos de Tangua. Dos guerreros armados hasta los dientes me daban
guardia a derecha e izquierda.
Delante de la tienda del caudillo y enfrente de Tangua, los ancianos de la
tribu fueron formando un semicírculo para decidir de mi suerte, o, más bien, como
ésta estaba ya decidida, para resolver la forma y manera de que fuese lo más cruel y
sanguinaria posible.
Antes de dar comienzo a la consulta se acercó Pida al árbol de la muerte e
inspeccionó mis ligaduras, las cuales estaban bien tirantes y apretadas; el joven
caudillo las aflojó un poco, diciendo a los centinelas:
—Tenéis orden de vigilarle continuamente, pero no de molestarle. El preso
es el gran caudillo de los cazadores blancos y nunca hizo padecer inútilmente a
ningún guerrero rojo.
Luego se alejó para tomar parte en el consejo.
Yo estaba de pie, con las extremidades sujetas al tronco, y vi acercarse
multitud de mujeres, doncellas y niños ansiosos de contemplar al blanco prisionero.
Los guerreros, en cambio, se mantenían alejados, y hasta los muchachos, a no ser los
muy pequeños, evitaban molestarme con una curiosidad ofensiva. En ninguno de
los rostros que me miraban leí odio o rencor; en todos me pareció descubrir un
sentimiento de respeto mezclado de curiosidad. Sólo deseaban conocer al cazador
blanco de quien tanto habían oído hablar, y cuya muerte iba a ser para ellos un
espectáculo tan cruel y excitante como no habían presenciado ninguno.
Entre los curiosos me llamó la atención una joven india, que todavía no debía
de ser squaw, es decir, casada. Al notar que yo la contemplaba se alejó un poco hasta
quedar sola y continuó mirándome a hurtadillas, como avergonzada de haber
estado entre los mirones. No podía llamársela hermosa, pero tampoco fea; más bien
merecía el epíteto de graciosa. Sus juveniles facciones se dulcificaban merced a la
mirada grave, seria y blanda de sus grandes ojos negros, que me recordaban mucho
los de Nsho-Chi, aunque por lo demás no tenía parecido alguno con la joven
apache.
Siguiendo un impulso repentino, la saludé con la cabeza y la vi enrojecer
hasta la raíz de los cabellos, volverse a mí y alejarse lentamente; al cabo de un
instante se volvió otra vez a mirarme y luego desapareció por la puerta de una de
las tiendas mejores y más grandes.
—¿Quién es la joven doncella de los kiowas que acaba de marcharse?
—pregunté a mis guardianes.
Como no se les había impuesto silencio, me contestaron:
—Es Kakho-Oto (Pelo Negro) hija de Sus-Homacha (Una Pluma) que ya de
muchacho se ganó la distinción de llevar una pluma en el pelo. ¿Te gusta esa joven?
—Sí —contesté, aunque la pregunta, en aquella situación y hecha por un rojo,
me pareció verdaderamente extraña.
—Es hermana de la squaw de nuestro joven caudillo —añadió el otro.
—¿La squaw de Pida?
—La misma.
—¿Entonces es parienta del caudillo?
—Claro. En el consejo figura su padre con una gran pluma en el pelo, como
puedes ver.
La breve conversación terminó aquí; pero había de tener consecuencias que
yo no podía prever.
La conferencia duró bastante, más de dos horas; luego me llevaron ante el
tribunal para comunicarme la sentencia. Hube de escuchar primero una larga
relación sobre los crímenes de los blancos en general y los míos en particular.
Tangua hizo un informe interminable sobre nuestro encuentro, que acabó con
dejarle yo lisiado de ambas piernas. Tampoco omitió la liberación de Sam y el rapto
de Pida: en una palabra, me recitaron la larga retahíla de mis fechorías, que no
permitían ni siquiera pensar en conceder gracia o indulto a tan terrible criminal;
pero aún más larga fue la letanía de los tormentos que se me destinaban. No creo
que, entre todos los blancos que hayan sido atormentados hasta morir, haya sido
ninguno destinado a una muerte tan lenta, cruel y terrible como la que reservaban a
mi persona. Tal distinción debía ser para mí motivo de orgullo y satisfacción, pues
era medida segura del aprecio en que se me tenía y de las grandes consideraciones
que merecía a aquellos admiradores de mis hazañas. Lo único consolador que
encerraba la sentencia era la circunstancia de que faltaba una fracción de la tribu, a
la cual no se podía privar del intenso placer de ver morir a Old Shatterhand, y cuyo
regreso había que esperar antes de dar comienzo al espectáculo.
Escuché la sentencia guardando la actitud de un hombre a quien no le asusta
la muerte, y respondí a todo con la mayor brevedad posible, pero cuidando mucho
de no ofender o molestar a mis jueces en lo más mínimo. Este proceder es contrario
al de costumbre, puesto que es señal de valor y coraje que el acusado insulte e
injurie a sus jueces a fin de encolerizarlos aún más y aumentar así los tormentos. Yo
no quise prestarme a esto, en consideración a Pida, que se había mostrado tan
indulgente conmigo, y también en atención a los kiowas en general, que, dada su
enemistad con los apaches y su modo de ser, podían haberme tratado de muy
distinta manera. La serenidad que mostraba yo ante el tribunal, en otro podía
achacarse a cobardía; pero en mí, que tantas pruebas había dado de mi valor, no se
traduciría así.
Cuando esto hubo terminado y me condujeron otra vez al árbol de la muerte
para volver a atarme, pasé por la tienda de Una Pluma, a cuya puerta estaba su hija,
y sin darme cuenta me detuve ante ella y le pregunté:
—Mi joven hermana roja debe de alegrarse mucho de que los suyos hayan
cogido al perverso Old Shatterhand.
La joven se ruborizó como antes, vaciló un momento y contestó por fin:
—Old Shatterhand no es perverso.
—¿Cómo lo sabes?
—Todo el mundo lo sabe.
—Entonces ¿por qué me matáis?
—Porque lisiaste a Tangua, y porque ya no eres un rostro pálido, sino un
apache.
—Soy blanco y lo seré mientras viva.
—Ya no, porque Inchu-Chuna te recibió en su tribu nombrándote incluso
caudillo. ¿No bebiste la sangre de Winnetou y él la tuya?
—Eso es verdad; pero te aseguro que ningún kiowa ha padecido nunca por
mi mano, a no ser que él me obligara a ello en legítima defensa; no debe olvidarlo
Pelo Negro.
—¿Conoces mi nombre?
—Sí; me han dicho cómo te llamas y sé también que eres hija de un
distinguido guerrero. ¡Dios te dé tantos años hermosos como horas me quedan de
vida!
Y con esto me alejé. Los centinelas no se habían opuesto lo más mínimo a
nuestra conversación, que seguramente no habría sido tolerada a otro prisionero.
Este trato era sólo resultado del carácter y la inclinación que Pida había mostrado
hacia mí y del cambio que se había operado en su padre Tangua, y que debía yo
atribuir, no a que los años le inclinaran a la indulgencia o le hubieran privado de la
energía, sino al influjo que la nobleza del hijo debía de ejercer sobre el padre: una
rama buena injertada en un viejo tronco, con savias mejores, aumenta su valor.
Una vez atado de nuevo, permanecieron alejados de mí, tanto los guerreros
como las mujeres y la chiquillería de la tribu; parecía esto consecuencia de alguna
orden, muy grata, por cierto, para mí, pues no era ningún recreo estar atado a un
árbol y expuesto a la curiosidad de la gente como un bicho raro.
Poco después vi salir a Pelo Negro de su tienda y acercarse con una escudilla
de barro. Cuando estuvo cerca de mí me dijo:
—Mi padre me ha concedido licencia para darte de comer. ¿Quieres recibir
esto de mi mano?
—Con mucho gusto —contesté—. Sólo que no puedo servirme de las mías,
porque están atadas.
—No importa; yo te serviré.
En la escudilla había carne de bisonte asada, cortada en pedacitos, que la
joven india, sirviéndose de un cuchillo como de tenedor, introducía en mi boca. ¡A
Old Shatterhand le daba una india la comida como si fuera un nene! No obstante lo
triste de mi situación me dieron ganas de reír. Por cómico que fuera el espectáculo,
no tenía nada de desairado para mí, puesto que la que me servía no era una dama o
signorina dengosa, sino una joven kiowa acostumbrada a presenciar escenas
parecidas.
Los centinelas contemplaban el cuadro con la mayor gravedad, aunque me
parecía que hacían esfuerzos por contener una risilla burlona. Cuando hube
terminado, creyó uno de ellos recompensar a la doncella, diciendo:
—Old Shatterhand ha dicho que le gusta mucho Pelo Negro.
La joven me miró interrogativamente, y creo que entonces me puse yo más
colorado que ella; luego dio media vuelta para irse. Después de haberse alejado
unos pasos se volvió, y mirándome gravemente, preguntó:
—¿Ha dicho ese guerrero la verdad?
—Me ha preguntado si me gustabas y yo le he dicho que sí —contesté
lealmente.
La joven se alejó entonces y yo reprendí severamente al indiscreto, que se
quedó tan fresco como si nada hubiera ocurrido.
Al atardecer vi a Gates, que vagaba por el campamento, y pregunté a uno de
los centinelas:
—¿Me dejas hablar con aquel rostro pálido?
—Sí —contestó—, con tal que no tratéis de conveniros para fugarte.
—Podéis estar tranquilos.
Entonces llamé a Gates, quien se acercó vacilante, como sin saber si hacía
bien o mal.
—Adelante, hombre —le dije—. ¿Acaso te han prohibido hablar conmigo?
—A míster Santer no le gusta —balbució.
—¿Te lo ha dicho?
—Puede usted creerlo.
—Ya comprendo; teme que os abra los ojos, que tenéis tan cerrados.
—Todavía sigue usted con la misma idea y anda usted muy equivocado.
—Yo no; vosotros lo estáis. —Es un gentleman.
—Eso no está en vuestra mano probarlo; en cambio yo puedo daros pruebas
palpables de lo contrario.
—No las quiero: obra usted como enemigo suyo.
—En efecto: lo soy, y él tiene motivos sobrados para guardarse de mí.
—¿De usted? ¡Ay! No se ofenda usted si le digo que ya no debe temerle ni él
ni nadie.
—¿Porque dicen que debo morir?
—Justamente.
—Pues del dicho al hecho va gran trecho; ya he estado condenado y
sentenciado a muerte centenares de veces, y todavía vivo y doy que hacer. ¿Es
posible que me tengáis por el desalmado que dice Santer?
—Lo creo todo y nada. Es usted su enemigo y eso lo explica todo. Sólo Dios
sabe quién tiene razón de los dos; pero a mí no me importa averiguarlo.
—Pues al menos no debiste engañarme…
—¿Yo? ¿Cuándo?
—En Mugwort-Hills, donde me ocultasteis la llegada de los kiowas. Si
entonces hubierais sido leales, no me vería yo como me veo.
—¿Por ventura fue usted sincero con nosotros?
—¿Acaso os engañé?
—Sí.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Se llamó usted míster Jones.
—¿Y es algún crimen ocultar el nombre?
—Claro que sí.
—Engañar es tratar de suplantar con la mentira el derecho de otros, y eso yo
no lo he hecho. A adoptar un nombre distinto me obligó la necesidad, y con ello no
causaba perjuicio a nadie. Santer es varias veces asesino, embaucador y peligroso
por todos conceptos; vosotros erais sus hechuras; ¿cómo iba a revelaros mi nombre
y el objeto de mi viaje?
—¡Hum! —gruñó Gates.
—¿Hum? Si en tales circunstancias todavía dudas de si tengo razón o no la
tengo, no hay más que hablar.
—Sea como fuere, pudo usted decir la verdad, como tenía usted obligación
de hacerlo.
—Yo no tenía obligación alguna. Os presentasteis como unos ilusos, como
hombres sin experiencia ni sentido, al menos para un westman como yo, y eso me
impuso reserva. Además, estabais al servicio de Santer, cuyas alabanzas contabais
como unos angelitos, motivo de más para que os ocultara mi nombre.
—Si nos hubiera usted hablado con sinceridad le habríamos dado a usted
crédito.
—No lo creo.
—¡Que sí!
—Que no, y voy a probártelo al instante.
—¿Cómo?
—¿Acaso me crees ahora, cuando ya sabes quién soy?
—Eso es culpa de usted: si no hubiese usted mentido antes, ahora nos
fiaríamos de sus palabras.
—¡Excusas! Ahora estáis ya enterados de que soy Old Shatterhand y de la
razón que tenía para callar mi nombre, y sobre todo ya veis cómo me ha vendido
ese granuja a los indios.
—¡Pero si no le harán a usted nada!
—¿Quién lo dice?
—Santer mismo.
—¿Cuándo lo ha dicho?
—Hace un momento.
—Así os embauca. Está sediento de mi sangre y anhela verme morir, para
que lo sepas.
—¡Eso es mentira!
—¿Ves como todavía le crees a él y desconfías de mí? ¿De qué me habría
servido hablaros con franqueza en Mugwort-Hills? He hecho todo lo posible para
convencerte de que abriga malas intenciones, y os tiene tan embaucados que
todavía le dais crédito, y eso que sería deber de conciencia y de humanidad que me
defendierais, y apoyarais al desgraciado prisionero que va a ser asesinado
horriblemente.
—Santer nos ha dado palabra de salvarle a usted.
—Miente, miente como un infame; os engaña vilmente; os tiene tan bien
cogidos en la red que sólo el propio daño os abrirá los ojos.
—A nosotros no tiene motivo de hacernos daño: entre usted y él puede haber
enemistad, porque le ha perseguido usted con saña, tratando de quitarle de en
medio varias veces; pero con nosotros, que no le queremos mal, se portará
lealmente, como dice.
—¿Es decir, que contáis todavía con el oro prometido?
—Claro que sí.
—Pues en Mugwort-Hills no lo hay ya.
—Lo buscaremos en otra parte.
—¿Dónde?
—Santer descubrirá su paradero.
—¿De qué modo? ¿Os lo ha dicho ya?
—No.
—¡Pues ya veis si obra con lealtad!
—¿Cómo va a decírnoslo si todavía lo ignora?
—Lo sabe perfectamente, y hasta sabe cómo ha de dar con el escondite.
—Señal de que también usted está enterado.
—Así es.
—Pues dígamelo usted a mí.
—No puede ser.
—Ya ve usted como tampoco usted es leal. ¿Y todavía quiere usted que nos
pongamos de su parte?
—Yo sería sincero si pudiera fiarme de vosotros. No podéis reprocharme mi
silencio, puesto que me obligáis a ser reservado. ¿Dónde os albergáis?
—Vivimos los cuatro en una tienda elegida por Santer.
—¿También él?
—Sí.
—¿Dónde está vuestra tienda?
—Al lado de la de Pida.
—¡Qué extraño! ¿La escogió él mismo?
—Sí. Tangua le autorizó para que eligiera la que más le gustara.
—¿Y ha ido precisamente a elegir la que está vecina a la del hijo, que no le
tiene tanta simpatía como el padre? ¡Pues ojo con él! Puede ocurrir que Santer
desaparezca misteriosamente y os deje con un palmo de narices. Entonces pudiera
ocurrir que los indios no os tratasen con tanto miramiento.
—¿Qué dice usted?
—Digo que ahora os toleran; pero si ese granuja se larga, os tratarán como
enemigos, y dudo mucho que entonces pueda yo hacer algo por vosotros.
—¿Usted… por nosotros? —balbució Gates lleno de asombro—. Míster
Shatterhand, habla usted como si estuviera galopando libremente por la pampa y
fuera el mejor amigo de los kiowas…
—Tengo mis motivos para ello, pues…
—¡Diablos! —me interrumpió Gates perdiendo el color—. Ya nos ha visto.
Santer salía en aquel instante de entre las tiendas, y al ver a Gates conmigo se
acercó con paso acelerado.
—Parece que tienes miedo a vuestro protector y hombre de confianza
—murmuré en tono sarcástico.
—No es que le tenga miedo; pero no quiero que se disguste, ya que nos ha
prohibido hablarle a usted.
—Pues ve corriendo a pedirle perdón.
—¿Qué hace usted ahí? —gritó Santer de lejos—. ¿Quién le ha autorizado
para hablar con el condenado?
—Pasaba por aquí casualmente y me ha llamado —contestó humildemente
Gates.
—No hay casualidades que valgan. ¡Largo de ahí! Vámonos.
—Pero, míster Santer, no es uno ningún chiquillo para que…
—¡Silencio y vámonos!
Y cogiéndole del brazo se lo llevó casi a rastras.
¿Qué mentiras habría contado a aquellos infelices para que éstos aguantaran
semejante trato? Mis guardianes, que entendían regularmente el inglés y habían
oído nuestro diálogo, volvieron a darme pruebas de la opinión tan distinta que
tenían de mí y de Santer, pues uno de ellos, al ver que éste se llevaba a Gates,
observó:
—Esos hombres son corderos que siguen a un lobo: pronto los devorará, en
cuanto sienta hambre la fiera. ¿Por qué son tan tontos que desprecian los consejos
de Old Shatterhand, que les avisa por su bien?
Poco después llegó Pida a examinar mis ligaduras y a enterarse de si tenía
alguna queja que dar, y señalando a los cuatro postes empotrados en el suelo, dijo
con bondadoso acento:
—Old Shatterhand estará cansado de estar de pie. Durante la noche se
acostará entre esos cuatro palos. ¿Quiere hacerlo ya?
—No —contesté—. Todavía puedo sostenerme.
—Pues, entonces, después de cenar. ¿Tiene el cazador blanco algún deseo?
—Sí: tengo una súplica que hacerte.
—Pues dígala, y si es cosa que pueda yo hacer será concedida.
—Sólo quiero decirte que te guardes de Santer.
—¿De Santer? Ése, comparado con Pida, el hijo del caudillo Tangua, no es
otra cosa que miseria y podredumbre.
—Tienes razón; pero aun de la miseria hay que guardarse, para que no anide
y se propague. He sabido que se aloja en una tienda junto a la tuya.
—En efecto: era la única desocupada que había.
—Pues ten cuidado que no penetre en la tuya, que esa intención lleva.
—¡Ay de él si se atreviera!
—No lo hará a las claras, sino en secreto, cuando estés descuidado.
—Ya estaré yo alerta.
—¿Y si lo intentase mientras tú no estés?
—No la dejaré sola. Mi squaw bastaría para echarle.
—Santer quiere apoderarse de los papeles que hablan y que tú guardas.
—Pues no los verá más.
—Por tu voluntad, no; pero ¿y si te los roba?
—Aun cuando lograra entrar secretamente en mi tienda, no los hallaría,
porque están muy bien guardados.
—Me alegro mucho. ¿Permitirás que yo vuelva a verlos?
—¡Pero si ya los leíste!
—No del todo.
—Pues te los enseñaré: ahora no, pues ya es de noche: mañana, en cuanto se
haga de día, te los traeré aquí.
—Gracias; pero aún falta otra cosa. Santer no sólo apetece los papeles, sino
también mis armas, que valen tanto como un tesoro. ¿Dónde están?
—En mi poder.
—Pues guárdalas bien.
—Están fuera de su alcance. Aunque penetrara en mi tienda a la luz del día
no lograría encontrarlas: las he envuelto en dos mantas y las he escondido debajo de
mi lecho, para que no se enmohezcan. Desde hoy son mías: seré tu heredero en la
gloria de poseer un rifle Henry, y para eso necesito pedirte un favor.
—Dalo por concedido.
—He examinado los rifles con toda atención y sé disparar con el más grande;
pero no con el otro. Antes de morir necesito que me enseñes a cargarlo y a disparar
con él.
—Con mucho gusto.
—Gracias. Es un favor que podrías negarme, si quisieras, y si no me lo
concedes el arma no me sirve para nada. Pero ya que eres tan complaciente, me
cuidaré yo también de que antes del tormento se te conceda todo lo que pidas.
Y se fue sin darse cuenta de las grandes esperanzas que me había hecho
concebir.
Francamente, yo había contado con poder utilizar en mi favor la presencia de
Gates, Clay y Summer, pues aun sin ser amigos, el vínculo de la raza los obligaba
moralmente a prestarme ayuda contra los rojos. Si así lo hacían no faltaría alguna
coyuntura para salir de aquel atolladero. Con que aflojaran secretamente mis
ligaduras ya lo daba yo por hecho. Pero hube de convencerme muy pronto de que
no debía contar con ellos; el proceder de Gates me decía claramente que se
desentendían de mí en absoluto.
No podía, por consiguiente, contar sino conmigo mismo; pero esto no me
desalentaba. Algún caso fortuito, algún camino se abriría por donde escapar de la
muerte. ¡Con que lograra soltarme una mano y apoderarme de un cuchillo! Y esto
no sólo era probable, sino hasta fácil. Hasta entonces no se me había ocurrido; pero
luego empecé a pensar en Pelo Negro. La joven me demostraba interés y yo sabía de
muchos blancos que habían logrado su salvación merced a la compasión de las
indias. Sucediera lo que sucediera, estaba resuelto a huir, escapar; ¡escapar, aunque
en último extremo, en el mismo palo del tormento, tuviera que acudir a los medios
más desesperados!
¡Y ved por dónde, cuando más cavilaba en mi fuga, se presentaba Pida a
pedirme que le enseñara el manejo de mi arma! No podía ofrecérseme mejor
ocasión. Para demostrarle prácticamente el uso del rifle Henry tenían que soltarme
las manos; de un corte me desataba los pies, y una vez libre de pies y manos y con el
rifle de repetición en ellas, desafiaba yo al mundo entero. Claro está que la empresa
tenía sus quiebras; pero al fin no exponía más que la vida, perdida en todo caso, y
en el de morir no sería entre tormentos.
Claro está que habría preferido recobrar la libertad por medio de la astucia y
no por medio de la fuerza, sin exponerme a las balas de los rojos ni a derramar yo
sangre humana; pero no se me ocurría ninguna salida en esa forma… Acaso hallara
alguna solución, pues todavía quedaba tiempo.
Podría pasar la noche acostado. Alrededor del árbol estaban dispuestas
dieciséis estacas, cuatro a cada lado, de modo que debajo del árbol podían caber
cuatro presos; y por su distribución comprendí el servicio que aquellos postes
prestaban. Una vez acostado, cada una de las extremidades se sujetaba a un poste,
de modo que el infeliz prisionero había de dormir con los brazos y las piernas
extendidas, posición harto incómoda, que no permitiría pegar los ojos, pero que
ofrecía a los indios absoluta garantía con respecto a la seguridad del preso, aun
cuando los guardias se durmieran.
Mientras hacía yo estas consideraciones internas y externas, se echó la noche
encima; empezaron a arder las hogueras delante de las tiendas, y las squaws se
pusieron a preparar la cena.
Pelo Negro vino a servirme la mía y a darme de beber agua fresca. Sin duda
consiguió que su padre recabara de Tangua el permiso para servirme. Esta vez no
nos dijimos palabra: sólo al irse le di las gracias. Después se relevaron mis
guardianes, presentándose los nuevos tan atentos como los anteriores. Les pregunté
si podía ya echarme en el suelo y me respondieron que no tardaría en venir Pida,
que quería presenciar la operación.
Mas en lugar del joven caudillo se acercó otro guerrero, con paso lento y
majestuoso. Era Una Pluma, padre de mi doncellita, que después de contemplarme
gravemente, ordenó a los centinelas que se alejaran un poco, pues tenía que
hablarme.
Los dos centinelas obedecieron en el acto. Al parecer gozaba aquel guerrero
de gran prestigio, aunque no fuera caudillo. En cuanto se hubieron retirado los dos
indios se acercó a mí Una Pluma, y al cabo de un rato empezó en tono solemne:
—Los rostros pálidos vivían al otro lado de las grandes aguas, poseían
tierras suficientes, y a pesar de eso, atravesaron las aguas para robarnos nuestros
montes, nuestros valles, nuestras pampas.
Hizo una larga pausa: sus palabras eran el prefacio acostumbrado por los
indios para entrar en materia, e indicaba que tenía algo grave que comunicarme.
¿Qué sería? Casi lo sospechaba. El indio esperó una contestación; pero al ver que yo
seguía guardando silencio, continuó:
—Fueron recibidos por los hombres de piel roja con gran cordialidad, que se
les pagó con el robo, el saqueo y la muerte.
Hubo otra nueva pausa.
—Aun hoy día piensan solamente en engañarnos y exterminamos, y si no lo
logran por la astucia usan de la violencia…
Vuelta a callar un buen rato.
—Cuando un hombre rojo ve a un blanco puede estar seguro de encontrar en
él a un enemigo irreconciliable. ¿Acaso hay alguno de tu raza que no nos odie?
Yo sabía muy bien a qué iba a parar aquel exordio: a mí personalmente, a mí
mismo. Cuando el indio observó que seguía yo callado, se fue derecho al grano y
me preguntó:
—¿No se digna contestarme Old Shatterhand? ¿No digo la verdad respecto a
lo que nos han hecho los blancos? Di.
—Sí. Una Pluma tiene razón —le respondí.
—¿No son nuestros enemigos?
—En efecto.
—¿Hay alguno que no nos sea hostil, como sus hermanos?
—Hay varios.
—Old Shatterhand debe citármelos.
—Podría decirte los nombres de muchos que no os odian; pero renuncio a
ello: basta que abras los ojos para ver a un blanco que respeta a los indios.
—Yo sólo veo a Old Shatterhand.
—Pues a ése me refiero.
—¿De modo que te consideras como un rostro pálido que no es tan hostil a la
raza india?
—No.
—¿Cómo, no? —me preguntó asombrado por mi negación.
—Mi hermano rojo ha empleado palabras que no expresan bien el sentido.
—¿Cómo es eso?
—Ha dicho que no soy tan hostil a los rojos como los demás blancos, cuando
yo no siento hostilidad alguna hacia los indios.
—¿No has herido ni matado a ningún rojo?
—Sí, cuando ellos mismos me han obligado a tal extremo. Yo no soy, como
indican tus palabras, algo hostil a los indios, sino que, muy al contrario, soy su
amigo, un defensor acérrimo de la raza roja. Así lo he demostrado muchísimas
veces; siempre que se ha presentado ocasión he defendido a los rojos contra los
blancos, contra los atropellos de que los míos los hacían víctimas. Si quieres ser
justo y verídico, tienes que darme la razón.
—Siempre obro en justicia.
—Además, tú sabes el lazo que me unía a Winnetou; éramos más que amigos;
éramos hermanos. Y ¿acaso no era él un rojo?
—En efecto, aunque enemigo de los kiowas.
—No quería él ser vuestro enemigo; vosotros os empeñasteis en que lo fuera.
Tanto como amaba a su tribu amaba a todos los de su raza; su único anhelo
estribaba en vivir en paz con todos los rojos, mientras éstos prefieren exterminarse
unos a otros. Esa enemistad entre vosotros constituía el gran pesar del corazón de
Winnetou, pesar que le siguió hasta el sepulcro. Y tal cual sentía Winnetou, así
sentía yo y padezco yo. Todas nuestras obras y empresas estaban inspiradas en el
amor y el interés que uno y otro sentíamos por la raza india.
Yo hablaba con igual solemnidad y lentitud que mi interlocutor. Cuando
cesé de hablar, inclinó el guerrero la cabeza y guardó silencio. Al cabo de un rato
volvió a levantarla y dijo:
—Old Shatterhand ha hablado la verdad. Una Pluma es justo y concede que
Old Shatterhand es bueno hasta con sus peores enemigos. Si todos los indios fueran
como Winnetou y todos los blancos siguieran tu ejemplo, los hombres de raza roja y
raza blanca vivirían como buenos hermanos, ayudándose y favoreciéndose unos a
otros, y la tierra mantendría cómodamente a todos sus hijos y todas sus hijas. Pero
es peligroso dar un ejemplo que nadie quiere seguir. Winnetou ha muerto herido
por la bala de un enemigo, y Old Shatterhand está en vísperas de una muerte
segura y lenta.
Capítulo 6
En el árbol de la muerte
Por fin mi interlocutor había logrado llevar la conversación al punto que él
deseaba, y comprendiéndolo así creí prudente no salirle al paso y guardar profundo
silencio. El guerrero continuó:
—Old Shatterhand es un héroe y será sometido a espantosos tormentos.
¿Concederá a sus ejecutores el placer de verle débil?
—No. Si he de morir, moriré como un valiente que merece el monumento
glorioso que le destinan.
—¿Si has de morir? ¿Acaso dudas de tu próxima muerte?
—Sí.
—Eres demasiado franco.
—¿Por qué había de engañarte?
—No; pero esa verdad es una osadía tremenda en tus labios.
—Old Shatterhand nunca fue cobarde.
—¿Entonces piensas en huir?
—¡Naturalmente!
Esta salida le sorprendió más aún que la otra.
—¡Uf! ¡Uf! —murmuró levantando ambas manos—. Se ve que te hemos
tratado con excesiva indulgencia: será preciso emplear más rigor contigo.
—No lo temo ni me asusta; al contrario, me enorgullezco de haberte dicho lo
que pienso, pues así no obraría nadie en mis circunstancias.
—Old Shatterhand tiene razón; sólo en él cabe el valor de confesar lealmente
que intenta escaparse. Eso no es ya audacia: es temeridad.
—No lo creas. El temerario obra o porque no tiene perfecto conocimiento, o
porque no le queda nada que perder. En cambio, mi sinceridad tiene su causa
razonada y sus motivos particulares.
—¿Cuáles son?
—Yo no puedo decírtelos; adivínalos tú.
Lo que yo no quería ni debía decir era lo siguiente: aquel hombre venía
indudablemente a salvarme, ofreciéndome a su hija por esposa. Si aceptaba yo el
trato, salvaba el pellejo y recobraba mi libertad y ganaba una mujer, pero había de
hacerme kiowa. Como la perspectiva no me seducía, me veía obligado a rechazar la
proposición de Una Pluma, lo cual equivalía a ofenderle gravemente y exponerme a
su venganza. Para sortear aquel nuevo obstáculo no había otro recurso que decirle
que dudaba de mi muerte, o en otras palabras: «No me ofrezcas a tu hija, pues yo
sabré salir del paso sin verme precisado a casarme con una india». Si entendía la
insinuación, no había lugar a la ofensa y yo me libraba de su odio y su venganza.
El hombre se puso a reflexionar, expresión que él juzgaba altamente
perspicaz, me dijo:
—Old Shatterhand sólo pretende ponernos en cuidado, aunque él sabe
perfectamente que no puede escapar. Cree indigno de su nombre darse por perdido;
pero a Una Pluma no se le engaña tan fácilmente; todos estamos persuadidos, y tú
el primero, de que no hay salvación para ti.
—Estoy segurísimo de alcanzar la libertad.
—Morirás en el palo de los tormentos.
—Huiré…
—La fuga es imposible, pues si tal no creyera, yo mismo me constituiría en
vigilante tuyo día y noche; de modo que no pienses locuras. No te queda más que
un medio de salvación.
—¿Cuál es? —pregunté, ya que no había otro camino de evitar la prueba.
—Necesitas mi ayuda para ello.
—No quiero ayuda de nadie.
—Eres aún más soberbio de lo que yo me figuraba. ¿A quién se le ocurre
rechazar el auxilio que ha de salvarle la vida?
—Al que no solicita ni precisa ayuda de nadie, porque sabe salvarse por si
mismo.
—Eres tan altivo que prefieres morir a tener que agradecer algo; pero yo no
exijo tu gratitud, y en cambio anhelo verte libre. ¿Sabes quién es la joven que te
cuida?
—Sí.
—Es mi hija, a quien inspiras gran compasión.
—Old Shatterhand debe de ser un ente indigno y miserable y no un guerrero
valeroso, cuando hasta las mujeres le compadecen. Su compasión es un agravio.
Empleé ex profeso tan brusca expresión para ver si lograba hacerle desistir
de su propósito; pero fue en vano, pues replicó:
—No he querido ofenderte. Aun antes de conocerte había oído ella hablar
mucho de Old Shatterhand, de quien sabe que es el guerrero blanco más famoso, y a
quien desea salvar de una muerte horrible.
—En eso demuestra Pelo Negro un buen corazón y nobles sentimientos; pero
le es imposible salvarme.
—Imposible no; es hasta muy fácil.
—Te equivocas.
—Por lo que veo desconoces una de las costumbres indias. Es preciso que
accedas, puesto que has confesado que Pelo Negro te gusta.
—Otro error. Yo no se lo he dicho a ella.
—Pues ella me lo ha referido y nunca la mentira manchó sus labios.
—Es una confusión. Pelo Negro me servía la comida, y cuando se fue me
preguntó uno de los centinelas si me gustaba y yo contesté que sí. No ha pasado
más.
—Pues es lo que yo digo, que mi hija te gusta. ¿No sabes acaso que el que
toma por squaw a una de las doncellas de la tribu tiene derecho a ser recibido en
ella?
—Sí.
—Aun cuando antes fuera enemigo o prisionero de la tribu…
—Lo sé.
—¿Y que queda tan libre e incólume como cualquier otro de sus miembros?
—También de eso estoy enterado.
—Entonces me comprenderás en seguida.
—Te comprendo perfectamente.
—Pues bien: mi hija te gusta y tú le gustas a ella. ¿Quieres tomarla por
squaw?
—No.
Hubo un largo y profundo silencio: aquella salida no la esperaba el buen
kiowa. ¿Un condenado a la última pena despreciar la mano de una de las mozas
más apetecibles, hija de un jefe de la tribu? ¿Era posible?
Me preguntó bruscamente:
—¿Por qué no?
¿Iba a decirle los verdaderos motivos, es decir, que un europeo culto no
puede destruir toda su existencia casándose con una india; que a un hombre como
yo la unión con una semisalvaje no podía ofrecerle lo que debe ser y ha de ser el
matrimonio? ¿Iba a revelarle que Old Shatterhand no era como esos canallas
blancos que toman una mujer roja para abandonarla después, de los que en cada
tribu dejan y toman una nueva esposa? ¿Debía confesarle esta y otras razones, que
estaban fuera de su alcance? No, de ningún modo; era preciso hacerle salir de su
error con razones que pudiera entender y apreciar debidamente, y así le contesté:
—Mi hermano rojo acaba de decirme que tiene a Old Shatterhand por un
gran guerrero; pero ahora puedo dudar de sus palabras.
—He dicho la verdad.
—Y no obstante me propone que acepte la gracia de la vida de manos de una
mujer. ¿Lo harías tú, si estuvieras en mi caso?
—¡Uf! —exclamó el indio, y guardó silencio.
La razón que le daba había penetrado en parte en su cacumen, y le dejó
pensativo. Al cabo de un rato me preguntó:
—¿Qué opina Old Shatterhand de Una Pluma?
—Le tengo por un famoso y valiente guerrero, en el cual puede fiar su tribu
tanto en la guerra como en el consejo.
—¿Quisieras ser mi amigo?
—Con muchísimo gusto.
—¿Y qué opinas de Pelo Negro, que es mi hija más pequeña?
—Que es la flor más linda y seductora entre todas las doncellas kiowas.
—¿Es digna de un valiente?
—El hombre que la tome por esposa puede estar orgulloso de su elección.
—De modo que tú no la rechazas por despreciarnos a ella ni a mí.
—Muy al contrario, os respeto a los dos; pero Old Shatterhand es capaz de
defender su vida o luchar por ella; nunca de recibirla de manos de una mujer. Eso le
deshonraría.
—¡Uf, uf! —exclamó el indio asintiendo con la cabeza.
—¿Crees capaz a Old Shatterhand de una acción que se comentaría entre
burlas en todos los campamentos?
—No.
—¿Quieres que digan que Old Shatterhand, para escapar aterrado de la
muerte, se refugió en los brazos de una squaw joven y bella?
—No.
—¿No tengo el deber de conservar intacta mi fama y mi buen nombre,
aunque en ello me vaya la vida?
—Sí.
—Pues entonces comprenderás que he de rehusar tu ofrecimiento; pero no
sin agradecértelo en lo más hondo de mi alma, tanto a ti como a Pelo Negro, tu
hermosa hija; y quisiera poderos demostrar algún día mi gratitud con hechos y no
con palabras.
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! Old Shatterhand es todo un hombre, y es una lástima que
muera; lo que le he propuesto era el único medio de salvación para él; pero
comprendo que un valiente no puede aceptarlo. Si así se lo digo a mi hija, no te
guardará rencor.
—Sí, díselo así; sentiría en el alma que se figurara que mi negativa obedece a
desdén hacia su persona.
—Todavía te amará y te venerará más de aquí en adelante; y cuando te
encuentres en el palo de los tormentos y todos te rodeen para contemplar tus
dolores, ella se ocultará en el rincón más oscuro de la tienda y se cubrirá el rostro
con las manos.
¡Howgh!
Dichas estas palabras, se levantó y alejó sin pretender ocupar el puesto de
centinela a mi lado, como había dicho al principio. En cuanto se alejó volvieron los
dos vigilantes.
¡Gracias a Dios que había salido con bien de aquel mal paso! Era un escollo
peligroso en el cual habrían podido naufragar todas mis esperanzas de salvación,
pues con Una Pluma por enemigo declarado y anheloso de venganza ya podía
contar con un cancerbero que imposibilitaría mi fuga.
Poco después vino Pida, y tuve que acostarme. Mis piernas y brazos
extendidos fueron sólidamente amarrados a los cuatro postes; pero me dieron una
manta arrollada por almohada y me taparon con otra.
Apenas se hubo marchado Pida, tuve otra visita, que me llenó de alegría; la
de mi caballo, que pacía allí cerca, alejado de los demás, y que venía a lamerme
como un perrito y acabó por echarse a mi lado. Los centinelas no se opusieron, pues
el caballo no iba a desatarme y llevarme consigo.
La fidelidad de mi buen tordo era para mí de valor inapreciable. Si lograba
huir sería de noche, y si el potro seguía haciendo lo mismo, me excusaba el trabajo
de apoderarme de otro caballo menos vigoroso, o de perder un tiempo precioso
buscándolo, amén del peligro que todo ello significaba.
Ocurrió lo que temía; no pude pegar los ojos en toda la noche. La incómoda
posición de mis miembros me causaba dolor y un hormigueo insoportable. Así es
que si por un instante lograba conciliar el sueño, pronto me despertaba de nuevo.
Con verdadero gozo vi despuntar el nuevo día y recobré mi posición de pie. Si
aquello seguía sucediendo muchas noches seguidas, acabarían mis fuerzas por
agotarse, a pesar de la buena alimentación; pero había que aguantar, pues si Old
Shatterhand se quejaba de no poder dormir habría sido ponerse en el mayor de los
ridículos.
Tenía curiosidad por saber quién me serviría el desayuno después de lo
ocurrido en la víspera. ¿Sería Pelo Negro, a pesar de la negativa que le había dado
yo a su padre?
La vi llegar sin decirme palabra y en su rostro descubrí, más bien que
disgusto, honda tristeza.
Cuando llegó Pida a verme, me dijo que salía de caza con un grupo de
guerreros, pero que volvería por la tarde. Poco después los vi galopar pampa
adentro.
Pasé las horas en mudos soliloquios, hasta que de pronto vi deslizarse por
entre la arboleda a mi enemigo Santer, que llevando al caballo de la brida y con el
rifle al hombro venía hacia mí y se me acercó diciendo:
—Yo también me voy de caza y vengo a anunciárselo a usted, míster
Shatterhand. Es fácil que me encuentre con Pida, que tanto le quiere a usted y a
quien tanto disgusto yo.
Esperó mi contestación, pero al observar mi silencio, continuó:
—¿Se ha quedado usted sordo? Yo di la callada por respuesta.
—Pues le compadezco, no sólo lugar —y diciendo esto empezó a pasarme la
mano por el brazo burlonamente.
—¡Largo de aquí, sabandija! —grité sacudiéndome como si fuera un reptil.
—¡Ah! ¿Conque todavía sabe usted hablar y no quiere oír? Es lástima, repito,
porque tenía algo interesante que preguntarle a usted.
Y me miró descaradamente con una expresión triunfante tan extraña, tan
diabólica pudiera decir, que me hizo temer que meditase alguna fechoría.
—Deseaba preguntarle a usted —continuó— algo que le había de interesar,
si lo supiera, querido míster Shatterhand.
Se quedó mirándome con el mayor descaro y esperando mi contestación, y al
ver que me callaba soltó una carcajada, diciendo:
—¡Ja, ja, ja! ¡Vaya un cuadro! ¡El famoso Old Shatterhand en el árbol de la
muerte y el granuja Santer libre y feliz como el ave que cruza el espacio! Pero no es
eso todo; aun habrá algo mejor, señor mío. ¿Conoce usted, por ventura, cierto
bosque, cierto pinar, un Indelche-chil, como si dijéramos?
Esta palabra me trastornó como una descarga eléctrica: era la que figuraba en
el testamento de Winnetou. Le miré como si fuera a atravesarle de parte a parte.
—Vaya, ya me clava los ojos, que quisiera convertir en puñales —continuó
Santer riendo irónicamente—. Sí, sí; dicen que hay bosques de ésos por el mundo.
—¡Desalmado! ¿Cómo lo sabes? —grité sin poder contenerme.
—Lo mismo que sé lo del Tse-Choj. ¿A que tampoco te es desconocido?
—¡Diablo! Yo te…
—¡Un momento! —me interrumpió burlonamente—. A ver si aciertas lo que
es un Deklil-to, o como se diga. Aun se…
—¡Demonio del infierno! —grité fuera de mí—. Tú tienes los papeles que…
—¡Has acertado! —me interrumpió lanzando una carcajada de triunfo—. Ya
los tengo, aunque te mueras de rabia.
—¡Se los has robado a Pida, canalla!
—¡Robado! ¡Robado! ¡Qué disparate! He cogido lo que era mío y nada más.
Eso no es robar. En fin, los papeles con todo su embalaje, están aquí, en mi poder
—repitió golpeándose el bolsillo.
—¡Cogedle, agarradle! —grité entonces como un energúmeno a mis
guardianes.
—¿Estás loco? Se guardarán de ponerme la mano encima.
Y de un salto montó a caballo, añadiendo:
—¡Ea, intentad cogerme ahora!
—¡No le dejéis escapar, que no se vaya! —seguía yo vociferando como un
loco—. ¡Ha robado los documentos del caudillo! ¡Que no se vaya, cogedle!
Las palabras se me ahogaron en la garganta con el esfuerzo que hice por
arrancarme del árbol donde estaba sujeto. Santer, entretanto, se fue al galope, y
aunque los guardianes acudieron a mis gritos, no hicieron nada por detenerle, sino
que se quedaron mirándole con cara de imbéciles. ¡Se llevaba el testamento de
Winnetou, la última voluntad de mi amigo del alma! Y el ladrón corría por la
llanura adelante, sin que nadie pensara en perseguirle.
Yo estaba fuera de mí y tiraba como un loco de las ligaduras que sujetaban
mis manos al tronco del árbol, sin pensar que éstas eran poco menos que
irrompibles y que no habría podido escapar aunque quisiera, porque también mis
pies estaban sujetos. Ni siquiera me daba cuenta de que las correas me segaban las
carnes ni de los dolores que me causaban sus profundos cortes. Tiraba, tiraba y
tiraba con todas mis fuerzas, sin dejar de gritar un momento… cuando de pronto
caí de bruces al suelo. Había roto las ligaduras.
—¡Uf! ¡Uf! ¡Se ha soltado! —exclamaron los centinelas al verlo; y se
precipitaron sobre mí para detenerme.
—¡Dejadme! —rugía yo—. ¡Yo no pienso en huir, sólo me he soltado para
perseguir a ese hombre, que acaba de robar a vuestro caudillo Pida!
Mis gritos habían alarmado a todo el campamento, que acudía a ver lo que
pasaba. Como seguía atado por los pies y cien brazos se tendieron para agarrarme,
no les fue difícil sujetarme, aunque no lo lograron sin llevarse algunos golpes y
empujones.
Por fin me vi de nuevo atado de pies y manos al árbol. Los indios se frotaban
los sitios donde les habían alcanzado mis puños, pero sin enfado; al contrario,
parecían más bien asombrados por la rotura de las correas y no cesaban de
exclamar:
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! Se ha soltado… ni un bisonte tiene tanta fuerza… ¿Quién lo
hubiera creído?
Tales eran las exclamaciones de sorpresa que corrían por todo el
campamento. Yo, entretanto, empezaba a sentir los dolores de mis muñecas, que
sangraban, pues las correas me habían segado la carne casi hasta el hueso.
Encolerizado por la inutilidad de mis esfuerzos, les dije ásperamente:
—¿Qué hacéis ahí, imbéciles? ¿No os he dicho ya lo que pasa? Santer ha
robado a Pida… ¡A caballo en seguida y corred tras él! ¡No volváis sin haberle
cogido!
Me miraban todos sin moverse del sitio, hasta que llegó Una Pluma, el más
sensato de todos, y abriéndose paso hasta mí, me preguntó el motivo de aquel
alboroto, y al saberlo observó tranquilamente:
—¿De modo que el papel parlante pertenecía a Pida?
—¡Claro! ¡Pues claro! ¿No viste que le fue adjudicado?
—¿Y tú estás seguro de que Santer ha escapado con él y de que no volverá?
—Segurísimo.
—Entonces hay que consultar con Tangua lo que ha de hacerse; para eso es el
caudillo.
—Id, pues, y daos prisa; pero no vaciles, que la cosa urge. ¡Corre!
El indio, que tomaba la cosa con mucha calma, se puso a contemplar las
correas rotas que había en el suelo, movió la cabeza con aire de duda y preguntó a
mis guardianes:
—¿Son ésas las correas que sujetaban al preso?
—Éstas son.
—¡Uf! ¡Uf! Sólo Old Shatterhand puede hacer eso. ¿Por qué no será indio
kiowa, en vez de rostro pálido?
Y después de recoger las correas, se encaminó con lento paso hacia la tienda
de Tangua, seguido por los mirones.
Yo, consumiéndome de impaciencia, aguardaba con los nervios en tensión
que emprendieran la persecución del bandido, pero en vano. Al cabo de un rato
recobró el campamento su aspecto normal y todo siguió como antes.
Deshecho de ansiedad y sin poder contener mi impaciencia, supliqué a mis
centinelas que fuera uno a enterarse, pero como les estaba prohibido abandonar su
puesto, llamaron a otro, quien me enteró de que Tangua había prohibido la
persecución, fundándose en que los papeles «que hablaban», no tenían interés
alguno para Pida, quien no los sabía leer ni utilizar.
Mis lectores podrán figurarse mi rabia, mi frenesí, al oír semejante salida.
Rechinaba los dientes hasta el punto de que mis vigilantes se pusieron en guardia, y
estaba dispuesto a romper mis ligaduras a pesar del vivo dolor de mis heridas.
Rugía yo y jadeaba furioso; pero ¿de qué me servía? De nada, absolutamente: no me
quedaba más recurso que resignarme, y comprendiéndolo así, conseguí poco a
poco recobrar la calma exterior, pero no sin hacer el propósito de aprovechar la
primera coyuntura para emprender la fuga, pese a todos los obstáculos y a todas las
dificultades.
Así transcurrieron unas tres horas cuando oí gritos de mujer. Hacía poco
había visto salir a Pelo Negro de su tienda e internarse en el campamento, y de
pronto la vi volver corriendo; dando gritos desapareció en su vivienda y volvió a
salir con su padre, quien, dando voces, corría en la misma dirección que había
traído su hija. Todos los que los vieron y oyeron echaron a correr tras ellos. Algo
grave debía de haber ocurrido. Acaso se relacionara con el robo de los papeles.
De pronto vi venir hacia mí, corriendo, a Una Pluma, quien desde lejos me
decía:
—¿Old Shatterhand, que sabe de todo, sabe también curar?
—Sí —contesté, esperando así que me soltaran al llevarme junto al enfermo.
—¿De modo que sabes de medicina?
—Sí.
—¿Y resucitar a los muertos?
—¿Quién ha muerto?
—Mi hija. —¿Pelo Negro?— pregunté angustiado. —No; su hermana, la
squaw de Pida. La hemos encontrado maniatada y exánime en el suelo. El hombre
de las medicinas la ha examinado y dice que está muerta, asesinada por Santer, el
ladrón de los papeles que hablan. ¿Quiere venir Old Shatterhand a devolverle la
vida?
—Condúceme junto a ella.
Me desataron del árbol, pero no me soltaron los pies y las manos, y así
atravesé todo el poblado hasta la tienda de Pida, cuyo conocimiento y situación me
convenía por hallarse en ella mis armas. La calleja hervía de gente, que nos abrió
paso con el mayor respeto.
Penetré con Una Pluma en el interior, en donde descubrí a Pelo Negro y a un
viejo horroroso, acurrucados junto al supuesto cadáver, que yacía en el suelo. Al
vernos entrar se pusieron de pie la joven y el hechicero. Yo eché una mirada
investigadora a mi alrededor y pronto descubrí mi silla de montar y mi manta en un
ángulo y vi que de una de las estacas laterales pendían mis revólveres y mi cuchillo
de monte, que habían pasado con lo demás a poder del joven caudillo. Sentí una
viva satisfacción al ver los objetos de mi pertenencia, que pronto procuraría
recuperar.
—Examine Old Shatterhand a la muerta y vea si puede volverla a la vida
—me dijo con voz suplicante el guerrero.
Me arrodillé junto a la joven, y después de examinarla cuidadosamente, a
pesar de mis manos atadas, pude comprobar que todavía circulaba la sangre. El
padre y la hermana clavaban ansiosamente sus ojos en mí, esperando el diagnóstico,
mientras el hombre de las medicinas decía:
—Está muerta, y no hay quien pueda resucitar a los muertos.
—Old Shatterhand sabe volver a la vida a los muertos —afirmé yo
rotundamente.
—¿De veras? ¿La reanimarás? —exclamó gozoso Una Pluma.
—¡Oh, despiértala, despiértala de su letargo! —dijo entonces Pelo Negro
colocándome las manos en los hombros en actitud suplicante.
—Lo haré muy gustoso —respondí yo—, mas para lograrlo debo quedarme
solo con la muerta.
—¿Tenemos que salir todos? —preguntó el padre.
—Es indispensable.
—¡Uf! ¿Tú sabes lo que pides?
—¿Pues qué? —pregunté haciéndome el desentendido.
—Aquí están tus armas y con ellas te libertarías. ¿Das tu palabra de no
tocarlas en nuestra ausencia?
No hay para qué decir lo difícil que se me hacía la contestación. Con el
cuchillo me deshacía de mis ligaduras y con el revólver y el rifle hacía frente a la
tribu entera, y ¡ay de quien intentara cerrarme el paso! Pero no, no debía llegar a tal
extremo: era preciso evitar la lucha, y además me repugnaba utilizar el desmayo de
una mujer para semejante objeto. Sobre una piel vi diferentes utensilios de labor
femenina, como eran agujas, punzones y dos o tres cuchillitas con las cuales las
indias descosen las costuras hechas con tendones. Esas hojas afiladas y delgadas
suelen ser muy agudas, y me bastaría poseer una de ellas para verme libre. Así fue
que acabé por prometer lo que se me exigía, diciendo:
—Os doy mi palabra; incluso podéis llevaros mis armas para mayor
seguridad.
—No es necesario: la palabra de Old Shatterhand es garantía bastante; pero
no basta eso; podrías emprender la fuga sin ellas, ahora que estás casi suelto.
¿Prometes no escaparte?
—Sí.
—¿Y volver tranquilamente al árbol de la muerte sin intentar ahora ningún
golpe de mano?
—Os lo prometo.
—Pues entonces vámonos tranquilos, que este blanco no es un embustero
como Santer, y podemos fiarnos en absoluto de su palabra.
En cuanto hubieron salido y me quedé solo con la joven, lo primero que hice
fue apoderarme de una de las cuchillitas mencionadas, que deslicé por debajo de la
manga izquierda de mi camisa, y luego me dediqué a examinar a la enferma.
Santer había aprovechado la ausencia del marido para introducirse en la
tienda, y desde entonces estaba la infeliz sin conocimiento. Tan largo y profundo
desmayo no debía de tener por única causa un susto. Le palpé la cabeza y observé
en la parte superior del cráneo una gran hinchazón. Al apretarla lanzó la mujer un
gemido de dolor; yo seguí oprimiéndosela hasta que abrió los ojos, que me miraron
fijamente, sin expresión ni inteligencia; pero poco a poco recobró el conocimiento, y
le oí balbucir:
—¡Old Shatterhand!
—¿Me conoces? —le pregunté.
—Sí.
—Haz un esfuerzo; no vuelvas a desmayarte, pues te morirías de veras. ¿Qué
te ha pasado?
—Estaba sola; entonces entró y me pidió la medicina de mi marido, y como
no quise dársela, me golpeó.
—¿Dónde estaba la medicina? ¿La ves aún?
La joven miró a una de las estacas y exclamó aterrada y con voz débil:
—¡Uf! ¡Ya no está; nos la ha robado! Con el golpe caí y no vi más.
Entonces recordé yo que Pida me había dicho el día anterior que los papeles
estaban cuidadosamente guardados en el bolso de la medicina, y Santer al irse se
había jactado de que se llevaba el testamento con todo su embalaje, o sea que se
había llevado el bolso y su contenido, que para Pida constituía una pérdida
irreparable. Le era preciso recuperarla a toda cosa, y para ello emprendería la
persecución del bandido en cuanto lo supiera.
—¿Te encuentras con fuerzas suficientes para mantenerte despierta?
—pregunté a la joven.
—Sí —contestó—. Me has vuelto a la vida y te estoy muy agradecida.
Entonces me acerqué a la entrada de la tienda y llamé al padre y a la
hermana, que aguardaban anhelosos mi aviso.
—Podéis entrar —les dije—. La muerta ha resucitado.
Excuso decir el júbilo general que causó la noticia. Tanto los parientes de la
joven como todos los miembros de la tribu se empeñaron en ver en aquello un
milagro, y yo no me esforcé en desengañarlos. Ordené compresas de agua fría sobre
la cabeza de la enferma, que le fueron aplicadas inmediatamente bajo mi dirección.
Si gozo produjo la resurrección de la enferma, no menor furia provocó el
robo de la medicina, que fue comunicado inmediatamente a Tangua. Éste ordenó
que en seguida saliera una fuerte patrulla a dar, caza al ladrón, y varios mensajeros
a notificar a su hijo el percance. Una Pluma me acompañó al árbol de la muerte, y se
deshacía en expresiones de gratitud, a estilo indio, naturalmente, o sea:
—Tendremos que discurrir aún mayores tormentos de los que te
destinábamos. Ningún hombre del mundo habrá padecido nunca lo que tú
padecerás en el palo de los tormentos, y así lograremos que en los eternos cazaderos
seas el más grande y más famoso de los rostros pálidos, pues sólo a los blancos
grandes y nobles les está permitida la entrada en ellos.
«Muchas gracias» decía yo para mis adentros, y en voz alta respondí:
—Si hubierais perseguido a Santer cuando yo os lo decía, le tendríais ya en
vuestras manos. Ahora estará a mil leguas y no lograréis alcanzarlo.
—No te apures: no se escapará; sus huellas le delatarán.
—Si fuera yo el perseguidor, no dudaría del éxito; pero así…
—Pues vente con nosotros.
—¿Cómo? ¿Atado de pies y manos?
—Irás con Pida si prometes volver a someterte al palo de los tormentos. En
tu mano está.
—No; ya que he de morir, cuanto antes mejor.
—Eres un héroe; ya lo sabía yo antes, pero cada vez me convenzo más de la
realidad, pues sólo un héroe puede desear el tormento. Todos lamentamos que no
seas kiowa.
Dicho esto se fue, y yo tuve la delicadeza de no sacarle de su error,
diciéndole que tales lamentaciones no hallaban eco en mi corazón, pues estaba
resuelto a todo trance a despedirme a la francesa de mis admiradores aquella
misma noche.
Capítulo 7
En libertad
Pida volvió desalado, con el caballo chorreando sudor, y se dirigió corriendo
a su tienda, luego a la de su padre, y por fin vino hacia mí. El joven caudillo hacía
esfuerzos supremos por dominar su excitación, y se me acercó con relativa calma,
diciendo:
—Old Shatterhand ha devuelto la vida a mi squaw amada; yo se lo agradezco.
¿Está enterado de todo?
—Sí. ¿Cómo se encuentra tu squaw?
—Tiene todavía muy dolorida la cabeza; pero los paños de agua la alivian
mucho. Yo sí que tengo el alma enferma desde que he perdido mi medicina; sólo
recuperaré mi salud con ella.
—¿Por qué no hiciste caso de mis advertencias?
—Old Shatterhand siempre tiene razón. Si a lo menos le hubieran obedecido
mis guerreros, ya estaría el ladrón en nuestro poder.
—¿Le perseguirá Pida?
—Sí, y lo hará inmediatamente. Por eso vengo a despedirme de ti. Tu muerte
se retrasará por algún tiempo, y lo siento, pues Una Pluma me ha dicho que te corre
prisa verte en el palo de los tormentos; pero así habrás de esperar hasta mi regreso.
—Con mucho gusto. ¡Qué le hemos de hacer!
Yo hablaba así con toda sinceridad; pero el caudillo lo tradujo a su modo y
trató de consolarme:
—Comprendo que no te sea grato estar esperando la muerte tanto tiempo.
Por esto he dado orden de que estos días los pases del mejor modo posible. Habría,
sin embargo, un medio de pasarlo distraído si te avinieras a lo que voy a
proponerte.
—Habla y lo sabré.
—¿Quieres acompañarme en la expedición?
—No tengo inconveniente.
—¡Uf! Entonces sí que vamos a coger al ladrón. En el acto mandaré que te
suelten y te devuelvan tus armas.
—¡Alto, no te apresures! Yo he de poner una condición si quieres que te
acompañe.
—Dila.
—Que he de ir en calidad de hombre libre.
—¡Uf! Eso no es posible.
—Pues entonces me quedo.
—Serás libre durante nuestra ausencia; pero después has de darte otra vez
como prisionero. Sólo te exijo que des palabra de no escaparte por el camino.
—¿De modo que sólo me llevarías para que olfatease las huellas del criminal?
Siendo así, muchas gracias. Old Shatterhand no se allana a servir de sabueso a
nadie.
—Piénsalo mejor.
—No he de variar.
—Reflexiona que me haces perder la seguridad de recobrar mi medicina.
—A mí no se me escaparía. Cada cual se las componga como pueda.
El joven caudillo movió la cabeza, pues no me entendía, y replicó
tristemente:
—Habría tenido mucho gusto en llevarte conmigo para demostrarte así lo
agradecido que te estoy por haber salvado a mi squaw. No es culpa mía si te niegas.
—Si realmente tienes ganas de mostrarme tu agradecimiento, concédeme un
favor.
—Explícate.
—Tengo una sospecha respecto de los tres blancos que acompañaban a
Santer. ¿Qué ha sido de ellos?
—Están en su tienda.
—¿Libres?
—No; prisioneros, como amigos del ladrón de mi medicina.
—Pues son inocentes.
—Eso dicen ellos; pero como su amo es enemigo nuestro, y los amigos de mis
enemigos son mis enemigos, los ataremos al árbol de la muerte, y la recibirán
contigo.
—Pues yo te aseguro que no sabían nada de la infamia de Santer.
—Eso no me importa; que hubieran hecho caso de quien les aconsejaba bien.
Sé que los avisaste…
—Pida, el noble y valiente caudillo, no se hará sordo a mis ruegos; ya sabe
que no he pedido gracia para mí, que estoy sentenciado a muerte; pero permita que
la pida para esos desgraciados.
—¡Uf! ¿Qué quieres?
—Que los pongas en libertad.
—¿Para que se marchen tan contentos con sus caballos y sus armas? No
puede ser.
—Te lo ruego en nombre de la squaw que tanto amas.
El kiowa me volvió la espalda. En su interior se libraba un combate que yo
no debía adivinar. Luego, volviéndose, dijo:
—Old Shatterhand no se parece a los demás blancos y es diferente de todos
los demás hombres; es imposible comprenderle. Si hubiera pedido su propia
libertad acaso me habría hallado dispuesto a favorecerle, dándole ocasión de
librarse de la muerte, o sea, luchando por su vida con nuestros más valientes y
afamados guerreros; pero él rechaza los favores para sí y los pide para los demás.
—Así es e insisto en mi súplica.
—Pues bien: te lo concedo. Serán libres; pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que pierdas el derecho a gracia alguna en lo que te toca a ti, o sea que con
la libertad de esos hombres quede pagada la cuenta que tenía yo pendiente contigo
por la salvación de mi squaw. Desde ahora quedamos en paz.
—Perfectamente.
—Pues voy a dar orden de que los suelten en seguida, pero haciéndolos
pasar por el bochorno merecido; ya que no hicieron caso de ti, a lo menos que
vengan a darte las gracias. ¡Howgh!
Y dando media vuelta le vi encaminarse a la tienda de su padre para darle
parte de nuestro convenio. Poco después volvió a salir y desapareció entre la
arboleda. Al cabo de un rato volvió seguido por los tres blancos montados a caballo,
y les hizo seña de que se acercaran a mí, mientras él permanecía un poco apartado.
Gates, Clay y Summer se acercaron cabizbajos y avergonzados.
—Míster Shatterhand —dijo el primero—, acabamos de saber lo ocurrido;
pero díganos usted: ¿es de tanta trascendencia para esa gente que se queden sin un
viejo saco de medicinas?
—Esa pregunta me confirma en la opinión de que estás completamente en
ayunas respecto de lo que ocurre en esta agreste comarca. La pérdida de la
medicina es la peor desgracia que le puede ocurrir a un guerrero indio. Eso lo saben
hasta los gatos.
—Ya. Ahora comprendo la rabia que nos tenían, cuando nos han atado de
pies y manos. Mal va a pasarlo Santer si lo cogen.
—Se llevará solamente su merecido. ¿Os habéis convencido por fin de su
perfidia?
—¿Qué nos importa a nosotros lo de esa medicina?
—Muchísimo, pues con la medicina estaban los papeles que tanto le
preocupaban.
—¿Y qué tienen que ver esos papeles con nuestras personas?
—En ellos se describe detalladamente el escondite del tesoro.
—¡Diablo! ¿Es verdad eso?
—Tan cierto como que ahora es de día.
—Acaso esté usted equivocado.
—¡Como que yo mismo los he leído!
—Entonces conoce usted el sitio.
—Sí.
—Díganoslo, por favor. Emprenderemos el camino y le vaciaremos el
agujero antes que llegue él.
—No sois hombres para eso, y además, como antes no me disteis crédito,
tampoco ahora debéis creerme. Santer os ha empleado como perros perdigueros
que le levantaran la caza. En cuanto hubierais dado con el tesoro os habría dejado
secos de un tiro. Ahora no os necesita ya y puede ahorrarse el trabajo de quitaros de
en medio, pues sabe perfectamente que los rojos os considerarán y tratarán como
cómplices suyos.
—¡Diablos! ¿De modo que si no llega a ser por usted nos matan aquí como
sabandijas? A lo menos así nos lo ha dicho el caudillo…
—Estabais destinados al tormento, como yo.
—¿Y ha logrado usted que nos indulten? Y de usted mismo ¿qué harán?
—A mí me darán tormento.
—¿Hasta acabar con su vida?
—Naturalmente.
—¡Dios mío! Crea usted que lo lamentamos de todo corazón. ¿No podríamos
favorecerle a usted en algo?
—En nada, Gates. Todo auxilio es en vano en estas circunstancias. Idos
tranquilos, y en cuanto lleguéis a poblado decid que Old Shatterhand ha muerto,
martirizado por los kiowas, y ya no dará más guerra a nadie.
—¡Triste encargo nos da usted, tristísimo mensaje! ¡Ojalá pudiéramos
anunciar hechos más consoladores!
—Así sería si no me hubierais engañado en Mugwort-Hills. Si entonces
hubierais sido leales, no me vería yo ahora en poder de estos salvajes. ¡Sobre
vuestra conciencia caerá mi muerte; una muerte horrible, espantosa! Os dirijo este
reproche, deseando que no os deje dormir tranquilos una sola noche. Y ahora largo
de aquí, y más que de prisa.
Gates no supo qué contestar de vergüenza. A Clay y Summer, que callaban
siempre, les pasaba lo mismo, y así prefirieron marcharse. En realidad ninguno se
había acordado de darme las gracias; pero me compensaron de esa falta volviendo
al cabo de un rato a contemplarme con cara compungida.
No habían desaparecido todavía en el horizonte cuando vi partir a Pida sin
dirigirme una mirada siquiera, seguro de su derecho de que ya no me debía nada.
Creía el buen caudillo que a su vuelta me encontraría todavía allí bien atado y
seguro, mientras que yo pensaba volverle a ver en las orillas del Pecos, en el interior
de Sierra Rita, si se obstinaba en seguir las huellas de Santer. ¿Quién estaba en lo
cierto, él o yo?
Cuando Pelo Negro me trajo la comida al mediodía, le pregunté por su
hermana y supe que los dolores habían disminuido; tanto, que casi se encontraba
bien. La joven me había traído carne en tanta abundancia que me fue imposible
acabármela, y antes de marcharse me miró con ojos llenos de compasión. Yo
comprendí que tenía algo que comunicarme y no se atrevía; por eso la animé con
estas palabras:
—¿Tiene mi hermana algo que decirme? Desearía saberlo.
—Old Shatterhand ha hecho mal —balbució la joven tímidamente y con voz
apenas perceptible.
—¿En qué?
—En no haber acompañado a Pida.
—No había motivo para ello.
—El gran cazador blanco debió complacerle, pues si es honroso morir entre
tormentos, en el palo de la muerte, Pelo Negro cree que es mejor vivir con honra.
—Es verdad; pero a mi regreso volvía al cautiverio y a la muerte.
—Pida se vio obligado a decirlo así; pero es seguro que no te habrían matado.
Acaso habría conseguido el rostro pálido que el caudillo le llamara su hermano y
amigo, y juntos habrían fumado la pipa de la paz.
—En efecto, y al amigo con quien se fuma el calumet no se le hace morir
entre tormentos, ¿verdad?
—Eso pienso.
—Y tenías razón; pero yo también la tengo. Por lo visto deseas tú que yo
viva…
—Sí —contestó con lealtad—. Mi hermana te debe la vida.
—Pues no te aflijas demasiado por Old Shatterhand, que sabe siempre lo que
ha de hacer.
La joven se quedó pensativa. Luego miró de soslayo a mis guardianes e hizo
un gesto de impaciencia. Yo entendí perfectamente su mímica; deseaba tratar de mí
fuga y no podía. Al levantar los ojos para mirarme, incliné la cabeza sonriendo y
dije:
—Los ojos de mi hermana son claros y transparentes como la luz. Old
Shatterhand penetra al través de ellos hasta el corazón de Pelo Negro y ve todo lo
que pasa por su imaginación.
—¿De veras lees dentro de mí?
—Sí, y todo lo que leo se realizará.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—Si así fuera, Pelo Negro tendría una inmensa alegría.
Este breve diálogo había ensanchado el corazón de la joven y robustecido su
valor. A la hora de la cena fue más atrevida. Era ya oscuro, y entre los árboles
solamente las hogueras esparcían alguna claridad. Al llevarme la carne a la boca se
acercó más y me pisó el pie para que me fijara más en el sentido de sus palabras:
—A Old Shatterhand sólo le quedan unos cuantos bocados y no debe de
estar aún satisfecho. ¿Quiere algo más? Lo que necesite puedo procurárselo.
Los vigilantes no pararon mientes en las palabras de la joven; pero yo les di
su debido significado. Esperaba que le contestara en relación con la comida, pero
que al mismo tiempo dijera lo que deseaba para facilitarme la fuga, que ella se
encargaría de procurármelo. Yo le contesté:
—Mi hermana es muy buena y le agradezco mucho la intención. Estoy
satisfecho y tengo todo lo que necesito. ¿Qué tal sigue la squaw del joven caudillo?
—El dolor va desapareciendo; pero sigo poniéndole paños con agua.
—Haces bien; no dejes todavía de cuidarla. ¿Quién vela a tu hermana?
—Yo.
—¿Esta noche también?
—Sí.
—Me alegro, pues no debéis dejarla sola por la noche.
—Yo estaré con ella hasta la madrugada —dijo la doncella con voz
ligeramente temblorosa.
Me había comprendido.
—Hasta la mañana; entonces nos veremos.
Pelo Negro se fue y los vigilantes no se dieron cuenta del doble sentido que
encerraba nuestro diálogo.
Una vez suelto, me vería precisado a penetrar en la tienda de Pida, en busca
de mis armas, y me complacía saber que en ella encontraría a Pelo Negro
esperándome, aunque por otra parte no dejaba esto de preocuparme. Si me
apoderaba de mis efectos en presencia de las dos hermanas, seguramente la tribu
las haría objeto de graves reproches y acusaciones al día siguiente. Para no
descubrirme habían de permanecer calladas mientras yo hiciera el despojo, a pesar
de que su deber las obligaba a pedir socorro. ¿Cómo subsanar semejante
contradicción? Dejándose atar voluntariamente por mí; y una vez yo en salvo
podían gritar y alborotar el poblado, explicando luego el hecho con mi repentina
aparición y el desmayo que les habrían causado mis golpes en la sien. Como esta
habilidad mía era harto conocida de los kiowas, ninguno se resistiría a creerlas.
Faltaba saber si la squaw del caudillo estaría tan dispuesta como su hermana a
favorecerme, aunque debía suponerlo, puesto que era yo quien al parecer le había
salvado la vida.
Otro problema se me presentaba, y éste no era de tan fácil solución como el
primero. ¿Estaría mi Henry en la tienda? No, porque Pida conocía el valor de la
preciosa arma y por eso se había quedado con ella. Pero sí, porque no entendía su
mecanismo, y por lo tanto de nada le servía. ¿Qué resultaría, sí o no? El tiempo lo
diría; si el caudillo se había llevado el arma, tendría yo que acudir a recuperarla
antes que el testamento.
Llegó en esto el relevo de mis vigilantes, y con ellos se acercó Una Pluma,
grave y atento, a presenciar la operación de mis ligaduras para la noche. Él mismo
me desató del árbol, temiendo que los demás no tuvieran en cuenta las heridas de
mis muñecas. Me eché entre los cuatro postes, y sin que nadie lo notara saqué con la
mano derecha la cuchillita que llevaba en el brazo izquierdo, que alargué para que
me echaran la correa. Cuando esto estuvo hecho, iban a sujetar mi brazo al poste
cuando hice como si la correa me tocara la herida y con rápido movimiento me la
llevé a la boca, como suele hacerse cuando uno siente un vivo dolor, y entretanto
coloqué la hoja de acero, con la mano derecha, entre la muñeca y la correa, que
quedó medio segada de un solo tajo.
—¡Ten cuidado! —gritó Una Pluma al indio que me ataba—. ¿No ves que le
has hecho daño en la herida? Old Shatterhand está destinado al tormento, pero no
debe molestársele hasta entonces.
Aproveché la distracción del reprendido para dejar caer la cuchilla al suelo y
en un sitio donde pudiera alcanzarla con la mano izquierda. Me ataron la otra mano
a la estaca y luego los pies, me cubrieron con la manta y me pusieron otra arrollada
debajo de la cabeza, y una vez todo listo observó Una Pluma con gran satisfacción
mía:
—Lo que es hoy menos que nunca lograría escaparse Old Shatterhand. Con
semejantes heridas no hay cuidado de que rompa las amarras.
Y se alejó tan tranquilo, mientras los centinelas se acurrucaban a mis pies.
Es muy frecuente en toda clase de personas que no puedan dominar su
excitación en los momentos críticos de su vida. Yo, en cambio, tengo la suerte de
conservar en ellos toda mi serenidad; es más, de estar más tranquilo que nunca.
Pasaron las horas a paso de caracol, empezaron a apagarse las hogueras una tras
otra, y sólo permaneció encendida la que estaba delante de la tienda del caudillo.
Refrescaba la temperatura; mis vigilantes encogieron las piernas, y como la postura
les era incómoda, acabaron por tenderse en el suelo cuan largos eran. La cosa urgía:
un tirón lento, pero vigoroso, me libertó la mano izquierda, y con ella fui palpando
el suelo hasta dar con la cuchillita. Cautelosamente me volví hacia el otro lado y
llevando la izquierda hasta la derecha corté sus ligaduras. Ya tenía dos miembros
libres y me juzgaba en salvo. Faltaban los pies. Para llegar con las manos hasta ellos
tenía que sentarme o encogerme hasta tocar las cabezas de los indios. ¿Estarían
despiertos aún? Me volví algunas veces sin observar que se enteraran, señal de que
dormían.
Durmieran o no, la cosa urgía y había que aprovechar hasta los segundos.
Aparté la manta, me incorporé y deslicé hasta ellos… En efecto, los kiowas dormían
profundamente. De dos cortes me solté las piernas y de dos certeros puñetazos dejé
a mis vigilantes como troncos; y después de atarlos con mis propias correas y
amordazarlos con dos tiras de la manta, quedé en absoluta libertad. Mi caballo se
había dormido a mi lado, como de costumbre.
Me puse en pie de un salto y estiré los entumecidos músculos con profundo
placer. Cuando éstos hubieron recobrado su flexibilidad, me eché al suelo y fui
arrastrándome de árbol en árbol y de tienda en tienda. En el poblado reinaba un
silencio profundo, y pude llegar con toda felicidad a la vivienda de Pida.
Ya iba a deslizarme dentro de ella cuando oí ruido a mi lado: eran pasos que
se acercaban. A dos varas de mí se paró una sombra sin verme.
—¡Pelo Negro! —susurré.
—¡Old Shatterhand! —me contestó la joven.
Me puse en pie y le dije con la misma voz apagada:
—No estás en la tienda: ¿cómo es eso?
—Hemos salido de ella para no dar motivo a que nos acusaran. Mi hermana
sigue enferma y me la he llevado a casa de mi padre, para cuidarla.
¡Oh, astucia femenina!
—¿Pero mis armas están ahí?
—Lo mismo que el primer día.
—¿Y mis rifles?
—Debajo del lecho de Pida. ¿Tienes caballo?
—El mío propio, que me espera. Has sido tan bondadosa conmigo que no
puedo irme sin decirte lo mucho que te agradezco lo que has hecho por mí.
—Old Shatterhand es bueno con todos. ¿Volverá algún día?
—Así lo espero, y en compañía de Pida como su amigo y hermano.
—¿Irás en su busca?
—Sí, y le encontraré.
—Pues entonces no me delates. Nadie, fuera de mi hermana, debe saber lo
que he hecho por ti esta noche.
—Yo sé todo lo que tengo que agradecerte. Dame la mano, Pelo Negro, y
cuenta siempre con mi amistad y mi gratitud.
La joven me alargó la diestra, diciendo:
—Deseo que realices tu fuga con toda felicidad. Me voy, que mi hermana me
espera ansiosa.
Y llevándose mi mano a los labios con un movimiento que yo no esperaba,
echó a correr como una cervatilla.
Yo me quedé parado hasta que hubo desaparecido en la oscuridad y no pude
menos de exclamar:
—¡Adiós, niña gentil y bondadosa!
Luego entré en la tienda y a tientas llegué hasta el lecho, debajo del cual hallé
mis rifles. Cogí también el cuchillo y los revólveres y mi hermosa silla de montar, y
cinco minutos después me encontraba junto al árbol de la muerte, donde ensillé mi
fiel potro. En cuanto hube terminado, me incliné hacia mis guardianes, que estaban
despiertos, y les dije en voz baja:
—Los guerreros kiowas no tienen suerte con Old Shatterhand, a quien no
verán morir en el palo de los tormentos. Voy en busca de Pida para ayudarle en la
captura de Santer, y trataré a vuestro caudillo como hermano y amigo. Incluso es
fácil que regrese en su compañía al campamento. Decídselo a Tangua, y que no
tema por su hijo, pues yo le protegeré y defenderé. Los hijos y las hijas de los
kiowas han sido buenos conmigo y estoy agradecido a todos. Nunca los olvidaré.
¡Howgh!
Y tomando de las riendas a mi potro lo llevé fuera del poblado, pues no
quería montarlo hasta hallarme en la pampa para no despertar a nadie. Cuando
estuve ya bien lejos del campamento, yo, que en opinión de los kiowas no había de
volver a montar, emprendí el galope pampa adentro en dirección al Sur. Aunque no
podía ver las huellas de Santer ni las de sus perseguidores, un secreto instinto me
indicaba la dirección que había de seguir. Sabía, además, que Santer se encaminaba
al Pecos, pues esta dirección indicaba el testamento de Winnetou, y esto me bastaba
para orientarme.
Hasta donde yo había logrado leerlo, había encontrado tres expresiones en
lengua apache: Indelche-Chil, que Santer había entendido; Tse-Choj y Deklil-To,
que seguramente desconocía el bribón, y aun en el caso de que hubiera entendido el
significado de tales expresiones, ignoraría dónde hallar la «Boca del Oso» y el
«Agua oscura». Ambos lugares estaban dentro de la Sierra Rita, donde sólo había
estado yo una vez con Winnetou. El y yo las habíamos designado en la forma
expresada y por consiguiente sólo yo y los dos apaches que nos habían escoltado
podíamos dar razón de aquellos parajes. Los dos acompañantes debían de ser ya
viejos, y no saldrían ya del poblado de la tribu a orillas del Pecos, por lo cual Santer
debía ir en su busca.
¿Quién le encaminaría a ellos? Todo apache a quien preguntara por el
Deklil-To y el Tse-Choj. La tribu entera conocía estos nombres, lo que nos había
ocurrido en los lugares así designados, y quiénes eran los que nos habían
acompañado en la expedición. Seguro era que Santer averiguaría su paradero, y los
informes que obtuviera le guiarían hasta los dos viejos.
Mas como al mismo tiempo había apaches que conocían a Santer como
enemigo declarado de Winnetou y asesino de su padre y de su hermana, ¿se
arriesgaría el bandido a ir al poblado? Seguramente. Los canallas de su calibre no se
arredran por nada en cuanto se trata de obtener oro, y en caso apurado mienten y
embaucan. El testamento mismo podía servirle de pasaporte y legitimación, puesto
que en la envoltura de cuero llevaba el totem de Winnetou.
Mi plan estribaba en llegar antes que Santer al poblado apache, avisar y
poner en acecho a la gente y echarle allí la zarpa. Como mi caballo era gran corredor,
quizá no me sería difícil coger la delantera a mi enemigo. Además, me quitaba de
encima la engorrosa tarea de seguir el rastro del bandido, perdiendo así un tiempo
precioso.
Desgraciadamente vi que mi potro empezaba a cojear, al día siguiente, sin
poder dar con la causa de ello. Al tercer día logré averiguar que una aguda espina le
había producido una inflamación, que me apresuré a curarle. Esta peripecia retrasó
bastante mi viaje, por lo cual, en vez de avanzar a Santer, seguramente debí de
quedar retrasado.
No había llegado aún al río Pecos y atravesaba una sabana árida y yerma,
cuando vi aparecer a dos jinetes indios. Al observar que yo iba solo continuaron
avanzando a mi encuentro, y al llegar a corta distancia uno de ellos echó el rifle a lo
alto, pronunció mi nombre y vino hacia mí a galope tendido. Era Yato-ka (Pie
Ligero), un guerrero apache que me conocía; al otro no le había visto nunca.
Después de saludarnos, les pregunté:
—Veo que mis hermanos van de caza o guerra. ¿Adónde se dirigen?
—Al Norte, a los montes Gros-Ventre, a honrar la sepultura de nuestro
caudillo Winnetou —contestó Yato-ka.
—¿Entonces ya estáis enterados de su muerte?
—La supimos hace pocos días, y al saberlo resonó un lamento terrible en
todos los valles y los montes.
—¿Saben mis hermanos que presencié su muerte?
—Sí. Old Shatterhand nos la referirá y será nuestro jefe cuando salgamos a
vengar la muerte del más famoso de los caudillos apaches.
—Lo trataremos más adelante; pero ¿vosotros solos vais a visitar la tumba?
—No. Nosotros vamos de vanguardia, como escuchas, porque los perros
comanches han desenterrado el hacha de la guerra. Los demás nos siguen a buen
trecho.
—¿Cuántos guerreros van?
—Cinco veces diez.
—¿Quién es el capitán?
—Til-Lata (Mano Sangrienta) que ha sido el elegido.
—Le conozco: habéis estado acertados en la elección. ¿Habéis visto a algún
jinete en vuestro camino?
—Sí: uno.
—¿Cuándo?
—Ayer: era un rostro pálido, que nos preguntó por el Tse-Choj. Le
encaminamos hacia el pueblo, a casa del viejo Yuta.
—¡Uf! —exclamé yo—. Ese hombre es el que yo busco: es el asesino de
Inchu-Chuna y Nsho-Chi.
—¡Uf, uf, uf! —gritaron los dos indios llenos de espanto—. ¡El asesino!
Nosotros no le conocimos y no le hemos detenido.
—No importa: me basta con que le hayáis visto. No conviene que sigáis
adelante: tenéis que volveros conmigo, y otro día os acompañaré yo a los montes
Gros-Ventre. Volved grupas.
Y diciendo esto puse mi caballo al galope.
—Sí, sí; es preciso apresar al asesino —exclamó Yato-ka.
Al cabo de unas horas de incesante galopar llegamos al Pecos, que vadeamos,
y seguimos adelante. Mientras tanto referí a los dos apaches mi encuentro con
Santer en el Nugget-tsil y las demás peripecias de mi cautiverio.
—¿De modo que Pida, el caudillo kiowa, persigue al asesino? —preguntó
Yato-ka.
—Así es.
—¿Solo?
—Iba siguiendo a un grupo de guerreros que había enviado su padre con
anterioridad, y ya los habrá alcanzado.
—¿Sabes de cuántos hombres se componía el grupo?
—Al verlos partir los conté: eran diez, y con Pida serán once.
—¿Tan pocos para perseguir a un hombre solo?
—No son pocos, sino demasiados.
—¡Uf! Los hijos de los apaches tendrían gran satisfacción en poder
apoderarse de Pida y los suyos y hacerlos morir en el palo de los tormentos.
—No será así —contesté secamente.
—¿Que no? ¿Crees que logren escabullirse? El asesino Santer estará en
nuestro pueblo, y ellos le seguirán hasta allí, de modo que por fuerza han de caer en
nuestras manos.
—No lo dudo; pero no irán al palo de los tormentos.
—¿Que no? Son nuestros enemigos y tú mismo estabas condenado por ellos
a morir.
—Pero me han tratado noblemente, y a pesar de haberme condenado a
muerte considero a Pida como a un amigo.
—¡Uf! —exclamó Yato-ka lleno de asombro—. Old Shatterhand es un
hombre extraordinario y seguirá siéndolo hasta su muerte, puesto que protege a sus
enemigos. No sé si Til-Lata estará conforme con eso.
—Verás como lo está.
—Piensa que siempre fue un guerrero valiente y hoy es nuestro caudillo. Su
jerarquía le obliga a demostrar que es digno de ella, y no puede usar de indulgencia
con los enemigos de la tribu.
—¿Es que no soy yo caudillo apache?
—Sí, lo eres.
—¿No fui caudillo antes que él?
—Muchos soles antes.
—Pues entonces me debe obediencia. Si los kiowas caen en su poder no
deberá hacerles daño alguno, pues tal es mi voluntad.
Habría podido alegar otros pretextos; pero nuestra atención se vio
embargada por unas huellas que venían a la izquierda, por una parte somera del río,
y luego seguían por la orilla derecha del Pecos, o sea en nuestra misma dirección.
Echamos pie a tierra a fin de examinarlas y descubrimos que los hombres que las
dejaron caminaban en hilera para ocultar su número, precaución que se toma
cuando se atraviesan comarcas hostiles; lo cual me hizo suponer que iban delante
de nosotros Pida y los suyos, aunque no podía averiguar cuántos eran.
Anduvimos un buen trecho hasta llegar a un sitio en que el grupo que nos
precedía había roto la fila, y conseguí contar las herraduras de once caballos; mi
previsión resultaba cierta, y así pregunté a Yato-ka:
—¿Viene tu grupo río arriba?
—Sí, y por eso habrán de toparse con los kiowas, que son once, mientras los
nuestros cuentan diez veces cinco.
—¿A qué distancia se hallan de aquí los vuestros?
—Cuando nos encontramos contigo, estaban a media jornada de nosotros.
—Y los kiowas, a juzgar por lo reciente de las huellas, sólo se hallan a media
hora de distancia de aquí. Tenemos que picar espuelas para alcanzarlos, antes que
choquen con los apaches. Conque apretad el paso.
Puse mi caballo al galope, pues el encuentro de los dos grupos había de ser
forzosamente fatal para los kiowas, y era menester impedirlo.
Capítulo 8
En el fondo del lago
Poco más allá se desviaba el río lacia la izquierda, dando un rodeo que los
kiowas debían de conocer, pues en lugar de seguir la curva, a habían cortado,
siguiendo en línea recta su camino.
Nosotros imitamos su ejemplo y poco después los descubrimos en a llanura
que se extendía ante nuestras miradas. Habían tomado a dirección Sur, en hilera
otra Tez. No nos habían visto a nosotros, porque a ninguno se le ocurrió volver la
vista hacia atrás.
De pronto, pararon en seco volviendo grupas se dispusieron a retroceder. Al
vernos hicieron alto súbitamente, y luego siguieron ganando, pero evitando nuestro
encuentro.
—¿Por qué se vuelven atrás? —preguntó Yato-ka.
—Seguramente han visto a los vuestros y han notado su superioridad
numérica, y como nosotros somos tres tan sólo, no les inspiramos temor alguno.
—En efecto, por allá abajo vienen nuestros hermanos. ¿No los distingues aún?
También ellos han visto a los kiowas, pues vienen a escape persiguiéndolos.
—Salid vosotros a su encuentro y decid a Mano Sangrienta que no se mueva
hasta que vaya yo a hablarle.
Obedecieron mis órdenes sin replicar, mientras yo torcía a la izquierda por
donde intentaban escapar los kiowas sin que pudiéramos detenerlos. Estaban
demasiado lejos aún para que pudieran conocerme; pero al ver que iba hacia ellos
descubrieron de quién se trataba. Pida lanzó un terrible grito de espanto y espoleó a
su caballo para huir, mas yo le cerré el paso, diciendo:
—Deténgase Pida, pues yo quiero protegerlo contra los apaches.
Mayor que el susto que le había dado era la confianza que le inspiraba yo, y
así, parando en seco su corcel, dio a los suyos orden de detenerse. Entonces le
rodearon todos. A pesar del dominio sobre sí mismos, de que hacen gala los
guerreros indios en todos los peligros y ocasiones, al aproximarme observé que al
joven caudillo le costaba trabajo dominar la impresión que le había causado mi
repentina aparición, y lo propio les ocurría a sus compañeros.
—¡Old… Shat… terhand! —exclamó—. ¡Old Shatterhand libre y a caballo!
¿Quién te ha soltado?
—Nadie: yo mismo deshice mis ligaduras —repliqué.
—¡Uf, uf! Eso es imposible.
—Para mí no; yo sabía que recobraría la libertad. Por eso me negué a
acompañarte; por eso no quise deber nada a tu misericordia, y te contesté que cada
cual se las compusiera como pudiese. No te asustes de verme aquí; soy y seré tu
amigo, y como tal te defenderé contra los apaches.
—¡Uf! ¿Hablas la verdad? —Te doy mi palabra.
—La palabra de Old Shatterhand es sagrada, y creo en ella como en la mía.
—Puedes fiar en mí. Mira hacia atrás. Allá abajo me esperan los apaches a
quienes he mandado decir que no avancen hasta que hayan hablado conmigo.
¿Habéis encontrado las huellas de Santer?
—Sí; pero no le hemos cogido todavía.
—Se dirige al poblado de los apaches.
—Eso nos figuramos, porque sus huellas llevan esa dirección.
—¡Gran osadía era la vuestra! Cualquier encuentro con los apaches podía
seros funesto.
—Ya lo sabemos; pero Pida tiene que arriesgar la vida a fin de recuperar su
medicina. Pensábamos espiar y rodear el pueblo hasta que Santer cayera en
nuestras manos.
—Eso os será ahora más fácil, puesto que os daré mi protección contra los
apaches; pero sólo puedo protegerte llamándote mi hermano. Echa pie a tierra para
fumar conmigo la pipa de la paz.
—¡Uf! ¿Es posible que Old Shatterhand, el gran guerrero, que ha logrado
escapar del cautiverio sin nuestra ayuda, considere a Pida digno de ser su hermano
y amigo?
—Sí, date prisa, no vayan a impacientarse los apaches por nuestra tardanza.
Nos apeamos y fumamos con el ceremonial prescrito la famosa pipa,
después de lo cual invité a Pida a que no se moviera hasta que le avisara por señas.
Volví a montar a caballo y me dirigí a los apaches, a los cuales ya había referido
Yato-ka mis aventuras y proyectos. Con sus caballos cogidos de las riendas
formaban los apaches un semicírculo en torno de Til-Lata, Mano Sangrienta, su
nuevo caudillo.
Yo conocía muy bien a este guerrero. Era un hombre ambicioso, pero que
siempre me había mostrado afecto; así es que contaba con no hallar en él oposición
respecto de los kiowas. Le tendí la mano, diciéndole unas palabras afectuosas y
añadí:
—Old Shatterhand viene solo y sin Winnetou, el gran caudillo. Mis
hermanos anhelarán saber pormenores sobre la muerte del famoso guerrero, y yo se
los referiré, pero antes necesito tratar con ellos un asunto relativo a los kiowas, que
he dejado detrás de mí.
—Ya sé lo que va a pedir Old Shatterhand Yato-ka me lo ha dicho
—manifestó Mano Sangrienta.
—¿Y qué dices a ello?
—Old Shatterhand es caudillo de los apaches, que honran y acatan su
voluntad. Los diez guerreros kiowas deben volver inmediatamente a su poblado
sin detenerse más en esta comarca. En ese caso no les ocurrirá el menor daño.
—¿Y Pida, su caudillo?
—Ya he visto que Old Shatterhand ha fumado con él la pipa de la paz, de
modo que puede acompañarnos y ser nuestro huésped todo el tiempo que tú
quieras; pero después volverá a ser nuestro enemigo, como antes.
—Conforme. Los guerreros apaches retrocederán conmigo para ayudarme a
cazar al asesino de Inchu-Chuna y de su hija. Una vez logrado esto, los acompañaré
a la tumba de Winnetou, su gran caudillo. ¡Howgh!
—¡Howgh! —repitió Til-Lata, poniendo su diestra en la mía en señal de
asentimiento.
Entonces hice seña a Pida, que aceptó todas las condiciones de los apaches y
mandó regresar a los kiowas al campamento. Luego continuamos río abajo, hasta la
noche, en que acampamos. Como nos hallábamos en terreno apache, pudimos
encender una buena fogata, alrededor de la cual nos acomodamos. Después de
cenar referí a mis amigos con todos sus pormenores la muerte de Winnetou. Mi
relato hizo gran impresión en los oyentes, que permanecieron largo rato mudos de
pena, y luego empezaron a su vez a contarme los rasgos principales de la vida de su
amado y admirado caudillo.
Yo me hallaba en un estado de ánimo como si volviera a presenciar la agonía
de Winnetou, y dormían ya todos mientras yo, desvelado por la emoción, no hacía
sino dar vueltas sin hallar el descanso. Pensaba en el testamento robado y en el
tesoro de que hablaba, y al dormirme, por fin, soñé con montones de oro. Era una
verdadera pesadilla. El precioso metal estaba depositado en pilas enormes al borde
de un abismo al cual lo echaba Santer a grandes paletadas. Yo quise impedirlo.
Traté de salvar el tesoro y me puse a luchar con él sin lograr vencerle. De pronto
crujió el suelo bajo nuestros pies y yo di un salto atrás mientras que Santer caía al
precipicio, arrastrando consigo aquellas grandes riquezas que la tierra se tragaba.
Desperté bañado en sudor frío. Los sueños sueños son; pero yo estuve todo
el día siguiente con el ánimo oprimido por la idea de que aquél no era un sueño
vulgar, no obstante tener tan fácil explicación.
Picamos espuelas, haciendo sólo un breve alto para descansar, a fin de ver si
llegábamos antes de la noche al poblado, donde Santer estaría las menos horas
posibles.
Al atardecer llegamos cerca del pueblo. A la derecha del mismo se hallaba el
sepulcro de Kleki-Petra, del cual surgía aún la cruz que yo había plantado en él, y a
la izquierda estaba el sitio del río en que yo había nadado para salvar mi vida.
¡Cuántas veces los habíamos visitado Winnetou y yo hablando de aquellos terribles
episodios!
Luego penetramos en un valle lateral, y poco después teníamos enfrente el
poblado, donde tan buenos ratos había pasado con Winnetou y los suyos.
Empezaba a anochecer, y el humo que salía por los distintos pisos revelaba que sus
habitantes preparaban la cena. Nos vieron llegar; mas a pesar de ello, Til-Lata,
haciendo bocina con las manos, gritó:
—¡Llega Old Shatterhand! ¡Old Shatterhand llega! ¡Apresuraos, guerreros
apaches, a recibirle como merece!
Un gran griterío se levantó de los distintos pisos del poblado; bajáronse las
escalas, y en cuanto nos apeamos y trepamos por ellas, salieron centenares de
apaches, grandes y chicos, a nuestro encuentro, para saludarnos tristemente, pues
por vez primera volvía yo sin Winnetou, que no había de tener la alegría de
regresar a su amado pueblo.
Como ya he dicho en otra ocasión, en el pueblo sólo residía parte de los
apaches y éstos eran los más afectos al caudillo; así se comprende que en seguida
me rodearan todos sus moradores, ansiosos de saber más detalles de la muerte de
su querido jefe. Yo los aparté suavemente, preguntando:
—¿Está Inta? Necesito hablarle.
—En su casa está —me contestaron—. Vamos en su busca.
—No, dejadle: está viejo y enfermo e iré yo a verle.
Me condujeron a una especie de alcoba abierta en la misma roca. Al verme el
anciano se alegró mucho e intentó soltarme un discurso, que interrumpí
preguntándole:
—Todo eso me lo dirás después. Contesta primero: ¿ha estado aquí un
blanco?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Te dijo su nombre?
—No. Me dijo que Winnetou le había prohibido revelarlo.
—¿Y se fue?
—Sí, en seguida.
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—Aproximadamente lo que los blancos llaman una hora.
—¿Preguntó por ti?
—Sí; hizo que le guiaran hasta mi cama, y enseñándome el totem de
Winnetou me dijo que estaba encargado de ejecutar la última voluntad del caudillo.
—¿Qué te pidió?
—La descripción del lago que tú y Winnetou llamasteis Deklil-To.
—¿Y se la hiciste?
—Tenía que obedecer las órdenes de Winnetou.
—¿Le diste más señas y pormenores?
—Sí, incluso los del camino que conduce allá.
—¿Le hablaste del bosque de pinos, de la roca y de la cascada?
—Todo se lo expliqué minuciosamente.
—¿También el paso por la piedra colgante?
—También. Me consolaba poder hablar de aquellos lugares que visité en
compañía de Old Shatterhand y nuestro amado caudillo, que nos ha abandonado
por los eternos cazaderos, adonde yo iré pronto a reunirme con él.
Al pobre viejo no podía dirigírsele el menor reproche, puesto que sólo había
obedecido al totem de su caudillo. Así es que solamente pregunté:
—¿Estaba muy bailo del blanco?
—No, al contrario: cuando salió de aquí lo vi trotar tan fogoso como si diera
principio a la jornada.
—¿Comió aquí?
—Sí, pero poco, porque tenía mucha prisa: sólo pidió hilas para hacer una
mecha.
—¿Y se las diste?
—En seguida.
—¿Para qué quería la mecha?
—No lo dijo: también nos pidió mucha pólvora.
—¿Para el fusil?
—No: para hacer un barreno.
—¿Viste dónde metió el totem después de enseñártelo?
—Sí; en una bolsa de medicina, lo cual me llamó la atención, porque sé que
los blancos no suelen usarlas.
—¡Uf! —musitó Pida, que estaba a mi lado—. ¡Todavía la lleva! Esa bolsa es
mía y me la ha robado.
—¿Robado? —preguntó asombrado Inta—. ¿Entonces es un ladrón?
—Peor aún que eso.
—¿Y no obstante llevaba el totem de Winnetou?
—También lo robó. Era Santer, el asesino de Inchu-Chuna y de su hija.
El viejo se quedó yerto de espanto. Le dejamos hecho una estatua y salimos
precipitadamente. A pesar de nuestra rápida marcha no habíamos logrado alcanzar
a Santer ni menos tomarle la delantera. El convencimiento de nuestro fracaso nos
dejó aplanados, hasta que Mano Sangrienta nos dijo:
—No hay que desmayar, sino seguirle inmediatamente. Acaso le atrapemos
antes que llegue al Agua Oscura.
—¿Crees que lo conseguiremos sin descansar antes un poco? Verdad es que
tenemos hoy luna y podremos caminar toda la noche.
—Yo no necesito descansar.
—¿Y tú, Pida?
—Yo no descansaré hasta haber recobrado mi medicina.
—Entonces, después de tomar un bocado, cambiaremos los caballos y
partiremos. Os dejo aquí mi potro. Yo tampoco sosegaré hasta que haya cogido a
ese canalla. El hecho de haberse procurado pólvora y mecha indica que intenta
alguna explosión, que puede destruirlo todo. Tenemos que darnos prisa para
evitarlo.
Los habitantes del poblado nos instaron a que pasáramos la noche allí, a fin
de saber de mi boca los incidentes que acompañaron a la muerte de Winnetou. Yo
los tranquilicé con la promesa de referírselos a mi vuelta, y se dieron así por
satisfechos.
Dos horas después de nuestra llegada partimos con nuevos caballos, y bien
provistos de víveres y municiones, en persecución del fugitivo, seguidos de una
escolta de veinte guerreros. Til-Lata había insistido en que nos acompañaran éstos,
aunque no juzgábamos necesaria tanta fuerza, pues habíamos de atravesar un
territorio habitado por los mimbreños, tribu parienta de la apache, de la cual no
había que temer que nos hostilizara.
Para llegar al lago Agua Oscura teníamos que recorrer una distancia de
sesenta millas geográficas por lo menos, cuyo último trecho lo constituía un terreno
rocoso y áspero; así es que calculando que podríamos andar cinco millas diarias
—lo cual era mucho— tardaríamos doce días en llegar a nuestro destino.
No se nos ocurrió buscar las huellas de Santer, lo cual nos habría hecho
perder tiempo, sino que emprendimos el camino que había yo recorrido con
Winnetou, suponiendo fundadamente que en él toparíamos con el asesino, pues era
el que le había indicado Inta. Si se desviaba de él favorecería nuestra empresa.
Durante el camino no pasó nada digno de mención hasta el onceno día, en
que tuvimos un encuentro con dos indios, padre e hijo, el primero de los cuales era
conocido mío, un mimbreño, que nos había facilitado tasajo la otra vez que estuve
por allí. También él me reconoció en seguida, y parando su caballo exclamó con
júbilo:
—¿Qué veo? ¡Old Shatterhand! ¿Vives? ¿De modo que no has muerto?
—¿Me juzgabas difunto?
—Sí: asesinado por los siux.
En seguida comprendí que había hablado con Santer y le pregunté:
—¿Quién te lo ha dicho?
—Un rostro pálido que nos refirió el combate en que perecieron Winnetou y
Old Shatterhand. Hube de darle crédito, porque me enserió el totem del caudillo
apache y su medicina.
—A pesar de lo cual es un mentiroso como ves.
—¿De modo que también Winnetou existe?
—No, en eso, por desgracia, ha dicho la verdad. ¿Dónde topaste con ese
blanco?
—En nuestro campamento, al cual se acercó para cambiar su caballo por otro
y pedir un guía para el Deklil-To (Agua Oscura). En eso iba equivocado y debía de
referirse al lago que llamamos Chich-Tu (Lago Negro). Ofreció darme, por el
servicio y el cambio del caballo, la medicina de Winnetou, que yo acepté, y mi hijo y
yo le hemos acompañado al Chich-Tu, que dijo ser el agua a que él quería llegar.
—Pues te ha engañado. ¿Conservas la medicina?
—Aquí la llevo.
—Enséñamela.
De las alforjas sacó un bolso en el cual reconoció Pida su medicina lanzando
un grito de júbilo. El mimbreño no se avenía a restituirla, lo cual dio origen a una
disputa que corté yo, diciendo:
—Esa medicina pertenece al joven caudillo kiowa y jamás estuvo en las
manos de Winnetou.
—Estás en un error —replicó el mimbreño.
—Sé perfectamente lo que me digo.
—Sólo por poseer la preciosa medicina hice tan largo viaje y le di un buen
caballo.
—Lo comprendo. El canalla sabe que le perseguimos y necesitaba un caballo
descansado y veloz. Te contó ese cuento a fin de lograr que le prestaras ayuda.
—Si no lo dijera Old Shatterhand no lo creería. ¿De modo que tengo que
entregar la medicina?
—Indudablemente.
—Bueno; pero en ese caso me vuelvo con vosotros para cortarle el cuello a
ese impostor.
—No hay inconveniente; eso es lo que nosotros deseamos.
El hombre se incorporó a nosotros sin más ceremonias, y cuando le hubimos
declarado quién era Santer y los crímenes que había cometido, se lamentó
amargamente de haberle facilitado la huida.
Pida estaba loco de contento por haber recuperado intacto el bolso. Había
logrado el objeto de su excursión. ¿Podía yo decir otro tanto?
Al día siguiente llegamos al lago, pero de noche, cuando ya no se podía
hacer nada. Así fue que acampamos bajo los árboles, sin encender fuego para no dar
a Santer señales de nuestra presencia. El bandido no había revelado sus planes al
buen mimbreño; por el contrario le había invitado a volverse en seguida.
Nuestro camino desde el Pecos cortaba en línea oblicua el ángulo
suboccidental de Nueva Méjico llevándonos al Arizona, limitado por los territorios
de los gileños, que se tocan con los de los mimbreños. Los primeros pertenecen
también al tronco apache.
Las regiones citadas son por lo general áridas y secas. Rocas y más rocas,
piedras y pedruscos las forman. Mas en cambio donde logra surgir algún manantial
se desarrolla una exuberante vegetación, que no suele prolongarse mucho más allá
de donde llega el agua. El sol quema y abrasa todo lo que la escasa humedad no
logra reponer muy pronto. El arbolado es escaso o nulo; pero en el sitio escogido
por nosotros la naturaleza había hecho una excepción.
Era una cuenca con diversos manantiales, que habían llenado su fondo,
formando un lago cuyas aguas desembocaban por Occidente, mientras nosotros nos
hallábamos en la orilla oriental del mismo. Laderas cubiertas de espesura subían
tanto, que daban al profundo lago el color sombrío que nos había incitado a
designarlo con el nombre de Agua Oscura y, al cual, según nos decía el mimbreño,
lo llamaban éstos Lago Negro. La ladera septentrional era la más elevada, y de ella
sobresalía una roca pelada en forma de columna que horizontalmente caía sobre el
lago. Detrás de aquella roca se acumulaba toda el agua que recogía la cima cubierta
de bosque y que, abriéndose paso al través de la piedra, se precipitaba como por
una gárgola al lago desde una altura de cerca de cien pies.
Era el «Agua Cayente» que citaba el testamento de Winnetou. Por encima de
la cascada se veía una caverna abierta en la roca a la que no había yo podido llegar
con Winnetou, mas a la cual debió éste de descubrir después algún acceso. Por cima
de la cueva formaba la roca una especie de voladizo, que hacía el efecto de una losa
enorme que flotase en el aire, y de tal peso que parecía mentira que aloque tan
colosal no se hubiera ya despeñado al abismo.
A la derecha de la roca y apoyado en ella había otro peñasco enorme, en el
cual habíamos matado un oso gris Winnetou y yo y que por eso bautizamos con el
nombre de Tse-Choj (Roca del Oso). Sirvan estos datos para la explicación de lo que
sigue.
Estábamos ante el momento crítico y la intranquilidad no me dejaba dormir.
En cuanto despuntó el alba nos dedicamos a buscar las huellas de Santer, sin el
menor resultado. Entonces decidí arriesgar la ascensión a la cima, donde de seguro
le hallaríamos. Me llevé solamente a Til-Lata y Pida, y seguimos por entre el pinar
citado por Winnetou hasta llegar a la Roca del Oso. «Allí te apeas y trepas», decía el
testamento; pero no había logrado leer más. ¿Adónde debíamos trepar?
Seguramente hasta la cueva. Era preciso intentarlo; el terreno era muy quebrado,
pero seguimos monte arriba hasta encontramos debajo de la caverna. Ya no era
posible avanzar más. Si había algún paso o sendero no logramos dar con él, porque
yo no poseía la descripción de Winnetou. Ya íbamos a dar la vuelta llenos de
confusión, cuando sonó un tiro y la bala fue a aplastarse en la roca, a mi lado.
Arriba sonó una voz que decía:
—¡Perro! ¿Estás suelto otra vez? Yo creí que sólo me perseguían los kiowas.
¡Que el diablo te lleve!
Disparó otro tiro, que pasó rozándome, y al levantar la cabeza vimos en lo
alto de la roca a Santer, que gritaba con risa sarcástica:
—¿Vienes en busca del testamento del apache y a descubrir el tesoro, verdad?
Pues llegas tarde; yo me he adelantado y ya está la mecha encendida. No verás ni
una pepita ni un grano de polvo. La herencia es toda para mí.
Lanzó una carcajada brutal y prosiguió:
—Ya veo que no has dado con el sendero, ni encontrarás la entrada ni la
salida de la cueva, por donde yo sacaré el oro sin que podáis impedirlo. Habéis
hecho en vano el viaje. ¡Esta vez soy yo el que triunfo! ¡Ja, ja, ja!
¿Qué hacer? Arriba estaba el tesoro y no podíamos por entonces llegar a él.
Acaso buscando mucho diéramos con el misterioso acceso, pero quizá hasta
entonces el canalla tendría tiempo de sacar el oro y desaparecer con él, puesto que
conocía la salida, que nosotros ignorábamos. No había más remedio que apelar a la
violencia, tirando a darle. Desde donde estábamos era muy difícil disparar a lo alto.
Yo descendí un poco y me eché al hombro el rifle Henry.
—¡El perro rabioso quiere matarme! —exclamó entonces Santer—. Mal
blanco vas a hacer; yo sí que sabré apuntarte al corazón.
Dicho esto desapareció en la cueva y volvió poco después a la enorme losa
saliente, en cuyo borde se situó con un objeto blanco en la mano.
—¡Fijaos bien! —nos dijo desde la enorme altura—. ¡Éste es el testamento!
Como yo lo sé ya de memoria, voy a echarlo al lago, para que nunca llegue a
vuestro poder.
En efecto, hizo mil pedazos las hojas y las arrojó al agua, donde cayeron
como una lluvia de blancos pétalos. ¡Aquel papel tan precioso para mí, perdido
para siempre! Sentí una furia inexplicable; hirviendo de cólera rugí más que grité:
—¡Canalla, escúchame un momento!
—Con mucho gusto —replicó el desalmado.
—Inchu-Chuna te saluda.
—Gracias.
—Nsho-Chi también.
—Gracias.
—Y en nombre del hijo y hermano de los dos te envío esta bala; no me la
agradezcas.
Le apunté con el mataosos, con el cual no había errado nunca un tiro. El
apuntar es cuestión de un segundo escaso para mí, y así… pero ¿qué era aquello?
¿Me temblaba el brazo o vacilaba la roca? No pude fijar la puntería y bajé el arma
para ver mejor.
En efecto, la enorme losa oscilaba; de pronto se oyó un estampido sordo; de
la cueva salió un humo denso, y como si la empujara la mano de un titán vimos que
la mole del peñasco se inclinaba; Santer, de pie en ella, movía los brazos, se
tambaleaba como un borracho y pedía socorro. Luego, como si todo perdiera el
equilibrio, se derrumbó la roca al lago con estrépito horrible. Arriba, en la grieta que
dejó, vimos surgir aún ligeras nubecillas de humo.
Nos quedamos mudos, petrificados de terror, hasta que Pida exclamó:
—¡Uf! ¡El Gran Espíritu le ha juzgado y sentenciado precipitándole en los
abismos!
Til-Lata, señalando a las aguas espumosas del lago, que en aquel instante
parecía una caldera hirviente, exclamó pálido hasta los ojos, a pesar de su color
broncíneo:
—El Espíritu malo lo ha arrastrado al fondo hirviente del lago, y no lo
devolverá hasta el fin del mundo. ¡Está maldito!
Yo no quería ni podía decir palabra. Mi sueño, mi sueño se había realizado.
El abismo se había tragado el oro… Pero ¡qué final tan espantoso el de aquel
hombre! Sentía el consuelo de no haber sido yo el que hubiese precipitado tan
terrible desenlace; él mismo se había dado el castigo, o más bien había ejecutado en
su persona la sentencia del Juez Supremo, convirtiéndose en su propio verdugo al
prender fuego a la mecha del barreno.
A orillas del lago manoteaban los indios, sorprendidos por el
derrumbamiento. Los dos caudillos se precipitaron abajo para ver si encontraban
los restos de Santer, mas fue en vano; las rocas al caer le habían sepultado en el
fondo cubriéndole como con una losa funeraria.
Fue tal la impresión que experimenté, que a pesar de mi vigorosa
constitución, que nada lograba quebrantar, sentí como unos amagos de
desvanecimiento, que me obligaron a sentarme en el suelo. Todo daba vueltas a mi
alrededor, y todavía con los ojos cerrados veía oscilar la roca y oía los gritos de
angustia de mi enemigo.
¿Cómo pudo aquello ocurrir? Sin duda a causa de alguna precaución tomada
por Winnetou. A mí no me habría sucedido, seguramente. La descripción del
escondrijo y las manipulaciones que exigiría el tesoro estarían redactadas de
manera que yo solo las entendiera y todo el que no fuera el designado había de
interpretarlas torcidamente. Habría dejado colocada alguna mina a la cual el no
iniciado prendería fuego, siendo así su propio destructor. Pero ¿qué habría sido del
oro? ¿Seguiría arriba en su escondite o se habría sepultado en el lago, arrastrado por
las rocas que sepultaban al codicioso ladrón y asesino?
Si quedaba perdido para siempre, no me hacía mella alguna; lo que me dolía
era la pérdida de aquellas líneas trazadas por mi hermano querido. El recuerdo de
aquel precioso legado me devolvió todo el vigor perdido, y descendí del monte
ansioso de recoger aunque no fueran más que pedazos del documento. En efecto, al
llegar abajo vi flotar aún sobre el agua algunos pedazos de papel. Me desnudé y me
arrojé al lago, donde recogí todos los pedacitos que pude y que puse luego a secar al
sol. Cuando estuvieron secos traté de descifrar los caracteres medio borrados del
testamento, pero sin poder reconstruir una frase completa. Después de muchos
esfuerzos, leí: «… recibirán una mitad… porque su pobreza… estallan las rocas…
Cristiano… repartir… no vengarse…».
Esto era todo, o sea muy poco; pero al fin bastante para adivinar parte de su
contenido. Recogí los fragmentos, que guardé cuidadosamente, como reliquias.
Después, cuando hube recobrado por completo el equilibrio de mis facultades, nos
dedicamos a hacer varias investigaciones. Algunos apaches partieron en busca del
caballo de Santer; junto al lago había que encontrarlo, y como sin duda estaría atado,
perecería, si no lo recogíamos, de hambre y de sed. Los demás subieron conmigo a
la cima para ver si dábamos con el sendero que conducía a la desaparecida cueva.
Pasamos muchas horas buscando en vano, hasta que volví a repasar mentalmente
lo que había leído del testamento. Recordaba que la última frase decía: «Allí te
apeas y trepas». Este verbo trepar era lo que me tenía perplejo. Se trepa monte arriba
cuando éste es muy empinado; mas por lo general se emplea esa palabra en otro
sentido muy distinto. ¿Significaría trepar a un árbol? Nos pusimos a examinar los
alrededores, y, en efecto, pegado a la roca había un pino fuerte y alto que inclinaba
su tronco hacia la misma, apoyando su copa en el borde de la cueva. En aquel árbol
estaba sin duda la solución del enigma; decidido trepé por él sin detenerme, y vi
que el borde de la cueva era más ancho de lo que parecía desde abajo. Subí a él y di
la vuelta; en efecto, allí estaba el acceso a la cueva. Ante mí surgía como un saliente
de tres varas de ancho que por la parte exterior de la roca conducía hacia arriba y
luego terminaba en el sitio en que había estado apoyada la columna, o sea en la
nueva planicie que el hueco formaba. Había allí un confuso montón de pedruscos
grandes y pequeños; pero pude distinguir perfectamente el fondo de la cueva
destruida. Si el oro no estaba oculto debajo, sino en los muros de la caverna, o más
arriba, en la meseta, habría caído al fondo del lago.
Llamé a los apaches para que me ayudaran a buscar el tesoro, y revolvimos
todos los pedruscos sin encontrar rastro del precioso metal. Todos éramos hombres
acostumbrados a deducir consecuencias lógicas de la menor señal, de los
pormenores más insignificantes; pero en aquella ocasión y a pesar de toda nuestra
perspicacia, no conseguimos descubrir el menor indicio del paradero del tesoro.
Cuando por la noche regresamos a la orilla del lago, donde íbamos a pernoctar,
llegaron también los apaches con el caballo de Santer. Registré cuidadosamente las
alforjas y las bolsas de la silla; pero estaban vacías.
Permanecimos allí cuatro días, buscando el tesoro y empleando en la tarea
toda nuestra habilidad, y hube de convencerme de que habríamos dado
seguramente con el escondrijo si el oro hubiera estado aún donde Winnetou lo
había dejado. Indudablemente el tesoro se hallaba en el fondo del lago, enterrado
con el que casi había logrado apoderarse de él.
Volvimos al poblado, a orillas del Pecos, tan ricos como habíamos salido;
pero con la intima satisfacción de que Inchu-Chuna y Nsho-Chi habían quedado al
fin vengados.
Desapareció, pues, el testamento del apache, lo mismo que su autor y lo
mismo que desaparecerá toda la raza india, sin alcanzar el gran objeto de su
existencia. Así como los fragmentos del testamento de Winnetou se diseminaron
por el aire, así también, desgarrado como ellos, sin apoyo ni descanso, se
desparramaba también el hombre rojo por las sabanas inmensas que antes
constituyeron su propiedad y su patria.
Mas el viajero que al pie de los montes Gros-Ventre, a orillas del Metzur,
contemple la tumba de Winnetou, tendrá que exclamar conmigo: «Aquí yace un
piel roja, que fue un grande hombre».
Y cuando el último de esos fragmentos de una raza se pudra solo y
abandonado entre la selva y las aguas, una generación más justiciera se quedará
contemplando las pampas y montes del Oeste y tendrá que exclamar:
«Aquí yace la raza roja, que no fue grande porque no le dejaron serlo».
FIN
KARL MAY. Nació en Hohenstein-Ernstthal (Alemania) en una familia de
tejedores. Quedó ciego al poco de nacer y no recuperó la visión hasta los cinco años,
después de ser operado. Durante estos años de ceguera se formó en el niño un
profundo e impresionante mundo interior alimentado por los relatos de su padrino
y de su abuelo.
En 1861 consiguió el título de maestro, pero ejerció la profesión durante poco
tiempo. Acusado de haber robado un reloj, fue a parar a la cárcel y se le retiró la
licencia para enseñar. Durante algunos años se sucedieron los delitos contra la
propiedad y los castigos en prisión donde descubrió las posibilidades redentoras de
la escritura.
En 1875 May comenzó a colaborar en algunos diarios. Cuatro años más tarde,
en 1879, pasó a trabajar como colaborador fijo en una revista dedicada a la familia,
donde escribió una serie de artículos sobre el Oriente. Desde este momento tuvo
asegurada una forma de ganarse la vida que, poco a poco, lo fue convirtiendo en un
burgués respetable.
Sus novelas consiguieron un enorme éxito entre el público alemán y se
convirtió en un autor muy popular. Muchas de las portadas originales de sus obras
fueron realizadas por el pintor e ilustrador Sascha Schneider.
Murió el 30 de marzo de 1912 en Dresde (Alemania).
Notas
[1] Encendedor pampero. <<
[2] Sans, en francés, sin: ear, en inglés, oreja. <<
[3] Expresión habitual de los trappers para significar una gran cantidad. <<
[4] El presidente de los Estados Unidos. <<
[5]
Huida de caballos causada por el terror. <<
[6] Expresión pampera que significa: «a ver qué pasa aquí». <<
[7] O sea racoon, expresión despectiva con que los trappers gustan de designarse. <<
[8] Apodo denigrante que los comanches dan a los apaches. <<
Así se llamaron los ladrones y asesinos que habían erigido en San Francisco, en
[9]
las famosas Sidney Coves, una verdadera tiranía; y no se logró arrojarlos de allí sino
por la acción emprendida en común por todos los habitantes de San Francisco. <<
[10] Indios culebras o snakes. <<
[11] Literalmente en inglés: Los perturbadores de ferrocarriles. <<