Arthur C.
Danto
Narración y conocimiento
Incluye el texto íntegro de
Filosofía analítica de la historia
Introducción de Verónica Tozzi
Traducción de Luisa Fernanda Lassaque
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Capítulo VIII
Oraciones narrativas
Quiero aislar y analizar aquí una clase de oraciones que me parece
que se presentan muy habitualmente en los escritos históricos, si bien
aparecen en narrativas de todos los tipos y hasta pueden ingresar en el
discurso común de la manera más natural. Las designaré como “oraciones
narrativas”. Su característica más general es que se refieren a al menos
dos sucesos separados en el tiempo aunque sólo describan el suceso
más anterior al cual se refieren y sólo se traten de él. Habitualmente se
las escribe en tiempo verbal pasado, y en verdad sería extraño –por
razones que querré considerar aquí– que se las expresara en algún otro
tiempo verbal. El hecho de que estas oraciones puedan constituir, en
alguna medida, una característica estilística diferenciante de la escritura
narrativa me interesa menos que el hecho de que utilizarlas sugiera una
característica diferenciante del conocimiento histórico. Pero incluso este
hecho me interesa menos que el hecho de que las oraciones narrativas
brindan una oportunidad para debatir, de manera sistemática, una gran
cantidad de problemas filosóficos planteados por la historia y que es tarea
de la filosofía de la historia intentar resolver. En verdad, las presentaré en
el contexto de algunos de esos problemas. Mi tesis es que las oraciones
narrativas están tan particularmente relacionadas con nuestro concepto de
la historia que el análisis de ellas debe indicar cuáles son las principales
características de ese concepto. Además, ayudan a demostrar por qué la
respuesta adecuada a la trillada pregunta: “¿Es la historia un arte o una
ciencia?” es: “Ninguna de las dos”.
Peirce escribió lo siguiente a Lady Welby: “Nuestra idea del pasado es
precisamente la idea de eso que está absolutamente determinado, fijado,
un hecho consumado y muerto, en contraposición al futuro, que es
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viviente, plástico y determinable”.1 Ciertamente esto es lo que pensamos
la mayoría de nosotros; pero ¿podríamos tener un punto de vista dife-
rente? Por una serie de razones, algunos hombres han considerado que
el futuro está fijado y determinado tanto como el pasado. Supongamos
que lo único que sabemos acerca de César es que existió. Si estuvo o no
en algún lugar en particular –digamos, Inglaterra– no se sabe; con todo,
podríamos apelar a una venerable noción, el Principio del Tercero Exclui-
do, y decir que o bien estuvo allí o que no estuvo, y que al menos una de
esas alternativas es verdadera. ¿Por qué alguien del siglo V antes de Cristo
pudo no haber invocado ese mismo principio para sostener que César
estará en Inglaterra o no estará? Tal vez porque nadie, en ese entonces,
pudo haber sabido que César existiría de la manera que sabemos que ha
existido. De todas formas, pudo haber dicho que César existiría o no, y
que uno de esos enunciados debía ser verdadero. Si se puede invocar el
Principio respecto de esta cuestión fáctica futura, ¿por qué no para todas?
Sin embargo, ¿qué podría significar el nombre de “César” a tal persona,
qué tipo de cosa está ella diciendo que existirá o no? Bien, he supuesto
que lo único que nosotros sabemos es que César existió. Sin dudas, esto
no es realista; pero como ya agregaremos en párrafos siguientes, ¿qué
pudo haber impedido que un hablante del siglo V antes de Cristo dijera
que alguien que respondiera a esa descripción existiría o no? Si hubiera
hablado de esta forma, ¿por qué el Principio no garantizaría que al menos
esta descripción o su contrario es verdad? ¿O sólo vale para el pasado?
En definitiva, hay cuatro posibilidades, incluida la posibilidad de que el
1
Irwin Lieb (ed.), Charles S. Peirce’s Letters to Lady Welby (New Haven: Whitlock’s,
1953), pág. 9. Peirce dice esto mientras expone su teoría de las categorías. Es bastante
complicada, pero también brinda, a la pasada, una explicación de las razones que
deben haber llevado a Kant al punto de vista de que el Tiempo es “solamente una
forma de sensación interna”. A partir del contexto no queda claro si la oración fue
enunciada por Peirce o si éste se la atribuye a Kant, o si supone que Kant implícita-
mente se adhería a ella. Aparece en una exposición embrollada e incongruente, pero
no estoy revisando los puntos de vista de Peirce como tales; sólo utilizo su enunciado
como representante de una postura ampliamente adoptada. Confróntese con “[La
gente] [...] tiene panoramas muy diferentes del pasado y del futuro. Se piensa en el
pasado como que está “allí”, fijo, inalterable, grabado indeleblemente en los archivos
del tiempo, podamos o no descifrarlos. Por otra parte, se considera que al futuro no
sólo no se lo puede conocer, en gran medida, sino que, también en gran medida, no
está decidido. [...] Así, se piensa que el futuro está abierto, mientras que el pasado
está cerrado”. A. J. Ayer, The Problem of Knowledge (Londres: Macmillan, 1956),
pág. 188. [A. J. Ayer, El problema del conocimiento, Buenos Aires, EUDEBA, 1985.]
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futuro está determinado y que el pasado es “viviente, plástico y determi-
nable”. ¿Por qué nuestra “idea” del pasado y del futuro se corresponde
sólo con la posibilidad descripta por Peirce? Dando por sentado que ésta
es nuestra idea, la pregunta sigue siendo por qué.
Nuestra tentación natural en estos días es decir que es una cuestión
de definición. Consideremos, sin embargo, la alocada fantasía de que
todo el curso de la historia fuera repentinamente marcha atrás, como
una película que corriera hacia el principio. Luego de un tiempo sobre-
vendría el sonido “zul ayaH” y la oscuridad nuevamente descendería
sobre las aguas. El futuro sería entonces la exacta imagen en el espejo
del pasado, y habría una regla por la cual podría encontrarse una oración
exactamente correspondiente sobre el futuro por cada oración verdadera
sobre el pasado. En tal caso, el futuro estaría en un pie de igualdad con el
pasado en cuanto a determinación. Es cierto: no podemos ponernos en
este panorama: nadie podía saber que lo que sucedía era lo inverso de la
historia porque esto destruiría la simetría. Tal vez lo que quisimos decir
con “indeterminación del futuro” es que podemos ponernos en el pano-
rama, hay lugar para que nos movamos. Pero para el caso podemos –al
menos, con la imaginación (y es lo único que importa aquí)– situarnos en
el pasado, como en Un yanki en la corte del Rey Arturo. Por supuesto, en
realidad, no hay lugar en la Inglaterra de Arturo para extraños del siglo
XX. Sin embargo, tampoco habría lugar en el correspondiente segmento
del futuro si la historia fuera hacia atrás. Nadie está diciendo que la his-
toria hará tal cosa: pero no es una cuestión de definición que no lo haga.
Digamos que estamos empíricamente seguros de que el futuro no será
la imagen del pasado. Entonces, ¿cómo será el futuro? La gente puede
conjeturar esto o aquello, pero en contraste con nuestro conocimiento
de lo que ha sucedido, no tenemos ninguna certeza respecto de lo que
sucederá. ¿Puede ser esto lo que se quiere decir con que el pasado está
determinado y el futuro es meramente determinable? Así, ¿se basa nuestra
“idea” no en alguna definición del pasado y del futuro, sino, más bien, en
nuestro conocimiento de cada uno de ellos? Entonces, el enunciado de
Peirce es falso. Estamos siempre reexaminando nuestras creencias sobre
el pasado, y suponerlas “fijas” sería una infidelidad hacia el espíritu de
la indagación histórica. En principio, cualquier creencia sobre el pasado
es pasible de ser revisada, de la misma forma, tal vez, que podría serlo
cualquier creencia sobre el futuro. En verdad, a veces estamos más seguros
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sobre el futuro que sobre el pasado. En cierto punto, estoy más seguro
de dónde caerá una piña de conífera de lo que estoy con respecto a de
dónde cayó. Como mucho, la diferencia es de grado.
Peirce también escribió “lo existente está determinado en todos sus
aspectos”.2 Posiblemente lo que queremos, entonces, es un tipo de in-
terpretación ontológica de su enunciado original. El futuro, si no está
determinado, no existe. Pero si el contraste ha de funcionar, el pasado
debe existir, se entienda esto como haya de ser entendido. ¡Incluso puede
hacerse cargo del Principio del Tercero Excluido! Como no hay nada
respecto de las oraciones supuestamente sobre el futuro a lo cual hacer
referencia, la cuestión de su verdad o falsedad no surge.3 O podríamos
decir: el pasado ha sido construido, pero el futuro no, y así tendríamos
una ampliación del intuicionismo con cierto tinte de juego de palabras
para librarnos de ese molesto Principio.4 Por supuesto, apenas serviría
decir que nuestra idea del pasado es de algo existente y nuestra idea del
futuro es de algo no existente. Más bien, nuestra idea del pasado es de
algo que ha existido, mientras que nuestra idea del futuro es de algo
que existirá. Muy poca gente piensa que el pasado existe; pero algunos
muy buenos filósofos han pensado de esa manera. “Me parece que, una
vez que un suceso ha tenido lugar, éste existe eternamente”, escribe C.
2
C. S. Peirce, loc. cit., pág. 9.
3
Hago alusión, por supuesto, a P. F. Strawson, “On Referring”, Mind (1950), reimpreso
en A. Flew (ed.), Essays in Conceptual Analysis (Londres: Macmillan, 1956). No puedo
aceptar la tesis general de Strawson; véase mi artículo “A Note on Expressions of the
Referring Sort”, Mind (1958). Entonces, la aplicación de esta tesis a referencias que
se hagan a supuestas ocasiones futuras debería argumentarse independientemente.
Toda la dificultad surge del punto de vista de que la verdad o falsedad de una oración
S es independiente del momento en el cual se la emite. Strawson debe sostener que
las oraciones como tales jamás son ni verdaderas ni falsas; sólo los enunciados lo
son. Y si éstos son verdaderos o falsos es en gran medida cuestión del momento en
el cual se los afirma. Pero si consideramos que oraciones que carecen de la infor-
mación temporal apropiada están incompletas, podemos entonces considerar como
verdaderas las oraciones que estén adecuadamente completas, independientemente
del momento en que se las emita. Pero esto no resuelve ninguno de los problemas
epistemológicos que me interesan.
4
Véase una elemental exposición de este asunto en A. Heyting, Intuitionism: An In-
troduction (Amsterdam: North Holland Publishing Co., 1956), págs. 1 y siguientes.
Con toda justificación, Heyting excluiría mi “extensión” por considerarla “metafísica”.
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D. Broad.5 Porque seguramente, afirma Broad, podemos significativa-
mente decir que un cierto acontecimiento es pasado; es decir, que está
en una cierta relación temporal con algún otro acontecimiento. Pero si
no existiera, la relación colapsaría por falta de un término, y nuestro
enunciado acerca de él sería un sinsentido. Entonces, todos esos sucesos
deben constituir una “parte permanente del universo”.6 Éste parece un
argumento sumamente débil para sustentar una consecuencia tan vasta,
y podríamos con la misma congruencia sostener, mutatis mutandis, que
si podemos significativamente decir que un cierto acontecimiento es
futuro, que ese acontecimiento debe o bien existir eternamente o todos
los enunciados sobre el futuro son un sinsentido. Pero supongamos que
Broad tiene razón, y fabriquemos un modelo metafísico para satisfacer
nuestra idea acerca del pasado y del futuro que parece ser requerida por
esta interpretación del enunciado de Peirce. La característica importante
de este modelo es la fijeza del pasado. Nótese que este excurso metafísico
no explica por qué tenemos la idea de que el pasado está fijo y que el
futuro es fluido. Sólo muestra cómo debe ser el mundo si nuestra idea
ha de ser verdadera.
Consideremos el Pasado como un gran envase, un cesto en el cual se
ubican, en el orden de su acaecimiento, todos los sucesos que alguna vez
tuvieron lugar. Se trata de un envase que, momento a momento, se hace
cada vez más largo hacia adelante, y momento a momento se llena más
conforme una capa tras otra de sucesos ingresa en sus fluidas y espaciosas
fauces. El alargamiento del Pasado es incontenible y regular; y una vez
dentro del envase, un suceso dado E y el borde creciente del Pasado se
retraen uno del otro a un ritmo que es exactamente el ritmo en el cual
fluye el Tiempo. E queda enterrado más y más en el Pasado conforme se
apila una capa tras otra de otros sucesos. Pero esta retracción constante
respecto del Presente es el único cambio que E va a sufrir alguna vez:
fuera de esto, es totalmente inmune a las modificaciones. Además, E
será, por lo general, sólo uno de un grupo de acontecimientos que entren
juntos al Pasado. En este caso, E y sus contemporáneos constituyen una
clase exclusiva en el sentido de que ningún otro suceso se unirá a ellos
en calidad de, por así decirlo, nuevo contemporáneo. Así, el Pasado no
5
C. D. Broad, The Mind and its Place in Nature (Londres: Kegan Paul, Trench, Trub-
ner, 1925), pág. 252.
6
Ibídem.
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cambiará ni a través de ninguna modificación de E fuera de su calidad
de pasado que aumenta momento a momento ni a través del agregado
de algún otro suceso contemporáneo con E de que E carezca en calidad
de contemporáneo al momento de entrar en su condición de pasado.
Este “modelo” interpreta los sucesos como entes extendidos en el
tiempo en un Universo extendido en el tiempo, un punto de vista con-
cebiblemente lícito. Lo que no es tan lícito en el modelo es esa parte de
él que sugiere que E y sus contemporáneos son exactos coetáneos, y que
cada uno tiene el mismo grosor temporal y puntos finales coincidentes. El
uso habitual de los términos “acaecimiento”, “acontecimiento” o “suceso”
es bastante caótico, y es probable que lo apliquemos a acontecimientos
de diversa duración, incluso de ninguna duración. Por ejemplo, ver
un petirrojo es tal vez un acontecimiento importante en la mañana del
observador de aves; pero tal acontecimiento podría clasificarse con lo
que Ryle ha llamado “logro”, y puede, en su frase, ser fechado, pero no
cronometrado, medido con el reloj.7 Podemos fechar y cronometrar su-
cesos tales como relámpagos. Hablamos de la Revolución Francesa o de
la Guerra Civil como grandes sucesos de la historia de Francia y Estados
Unidos, respectivamente, y se los mide mejor con el calendario que con
el reloj, siempre que acordemos en qué momento comenzar. La fidelidad
en el uso requiere de nosotros que pensemos en que los sucesos tienen
duración variable, y la única alternativa es decidir arbitrariamente que un
acontecimiento tiene una duración exacta; digamos, tres minutos.8 Pero si
seguimos el uso, quizás nos veamos obligados a decir que E, aunque tenga
muchos contemporáneos, de todas formas podría no tener coetáneos, de
tal suerte que una línea trazada perpendicularmente a la dirección del
tiempo en el punto final anterior de E podría no hacer intersección con el
7
Gilbert Ryle, The Concept of Mind, págs. 301-304 y passim. [Gilbert Ryle, El concepto
de lo mental, Barcelona, Paidós, 2005.]
8
Por ejemplo, Bertrand Russell, The Analysis of Matter (Londres: Kegan Paul, Trench,
Trubner, 1927), pág. 294. “[...] Ningún suceso dura más que unos pocos segundos,
como mucho”. (*) Cuando dice “suceso”, Russell quiere decir un componente de
un objeto que tiene estructura física. Por otro lado, “Llamar ‘suceso’ a la batalla de
Waterloo es una cuestión de palabras” (pág. 293) (*) [Bertrand Russell, El análisis
de la materia, Madrid, Taurus, 1976]. Pero véase, de M Mandelbaum, The Problem
of Historical Knowledge (Nueva York: Liveright, 1938), pág. 254 y passim. Mande-
lbaum considera que la Reforma fue un suceso. Con posterioridad introduciré la
frase “estructura temporal” para sucesos de gran importancia.
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punto final anterior de cualquiera de los contemporáneos de E. Esto, sin
embargo, tiene consecuencias desafortunadas para esa parte de nuestro
modelo en la cual se apilan los sucesos, capa tras capa, y se alejan del
presente de manera ordenada. Porque supongamos que E ha entrado por
completo en el Pasado, mientras que su contemporáneo E’ ha logrado sólo
parcialmente la calidad de pasado, y todavía tiene parte de su carrera que
correr. Ahora podríamos preguntarnos dónde está el resto de E’ cuando la
parte de éste que se superpone con E está en el Pasado. De alguna forma,
uno se siente incómodo al pensar que sobresale como un gusano medio
sepultado en una lata de tierra. Es cierto: podemos decir que esa parte
de él que no está en el Pasado está en el Futuro, y que E’ meramente
pasa de un envase a otro. Pero luego supongamos que E’ se superpone
tanto con E como con E’’, si bien ninguno de ambos se superpone entre
sí; entonces, cuando E está totalmente en el Pasado, E’’ está totalmente
en el Futuro. Pero entonces el Futuro existe, en definitiva, y el contraste
deseado entre lo determinado del Pasado y lo indeterminado del Futuro
no se produce. No, deberemos decir que el resto de E’ no existe; pero ¿y
si el “resto” de E’ no sucede? Bueno, entonces el Pasado debe contener
fragmentos de sucesos además de contener sucesos. Con este pobre
agregado, podemos seguir usando el modelo, aunque sirva de poco.
Admito que no sirve de mucho. Por un lado, hemos tratado el Futuro
de manera bastante laxa. Pero, de todas formas, “allí”, en el Pasado, se
encuentran todos los sucesos que alguna vez ocurrieron, como una escena
actoral congelada. Están guardados en el orden de su acaecimiento, se
yuxtaponen (porque son de tamaños diversos) y se interpenetran (porque
un suceso E puede tener otro suceso E’ como parte de sí mismo). Más
importante aún, no pueden cambiar; tampoco puede cambiar el orden
entre ellos; y tampoco puede el Pasado adquirir nuevos contenidos, salvo
en su extremo delantero. Por qué no pueden cambiar aún no queda claro;
pero debe haber poderosas razones, porque según una antigua tradición,
ni siquiera Dios puede deshacer lo que alguna vez se hizo: “Niente di-
minuisce la sua onnipotenza il dire che Iddio non può fare che il fatto non sia
fatto”.9 Pero por ahora dejaré este problema y me dedicaré a la cuestión
de describir nuestro inerte pasado.
9
Galileo Galilei, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, en Opere (Florencia:
Edi. Naz., 1929-39), VII, 129.
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Con la locución “descripción total” de un suceso E me referiré a una
serie de oraciones que, tomadas en su conjunto, enuncian absolutamen-
te todo lo que sucedió en E. Dado que la secuencia de acaecimiento es
importante, querremos ver que este orden se refleje en la descripción
total mediante algún dispositivo. En efecto, una descripción total será un
relato que preserve el orden de todo lo que sucedió. En tal calidad, una
descripción total tiene alguna analogía con un mapa: hay isomorfismo
entre la descripción total y el suceso del cual es verdadera. Ahora bien:
con los mapas tenemos dos tipos de problemas. El primero: hay cosas
del territorio plasmado en el mapa que no están designadas en dicho
mapa; por lo tanto, en la práctica habitual, los mapas son incompletos y
no repiten exactamente el territorio.10 El segundo problema: los mapas
quedan desactualizados porque los territorios cambian: se retraen las
líneas costeras, se destruyen ciudades y surgen otras, y se trazan nuevas
fronteras a consecuencia de guerras y tratados.11 Este segundo problema
no surge respecto de las descripciones totales de sucesos pasados porque
el Pasado no cambia; pero entonces tampoco surgirá el primer problema.
Podemos imaginar una descripción que realmente sea una descripción
total, que cuente todo y que sea perfectamente isomórfica con un cierto
suceso. Tal descripción será, entonces, definitiva: muestra el suceso wie
es eigentlich gewesen ist (“como realmente fue”). Podemos suponer que
los mapas de todos los acontecimientos están unidos y que constituyen
un mapa (en realidad, el mapa) de todo el Pasado. Este mapa general
cambia entonces sólo de la manera en que cambia el Pasado mismo: se lo
agrega en el borde delantero. En este punto, apenas importa si hablamos
del Pasado o de su descripción total.
10
Valoro el hecho de que sea importante que los mapas estén incompletos. “Porque
cuando nuestro mapa se torna tan grande y, en todos los demás aspectos, igual
que el territorio relevado –y, en verdad, mucho antes de que se haya alcanzado
esta etapa–, dejan de cumplirse los objetivos que tiene un mapa. No hay cosa tal
como un mapa no abreviado porque el acto de abreviar es intrínseco de la factura
del mapa” (*) (Nelson Goodman, “The Revision of Philosophy”, en Sidney Hook
(ed.), American Philosophers at Work, Nueva York: Criterion Books, 1956, pág. 84).
Pero, por supuesto, este mapa no es una réplica exacta; hay tanta diferencia entre
un suceso y su descripción como la hay entre Pittsburg y un punto. Además, el uso
que le daré a mi “mapa” requiere integralidad.
11
No es mi intención sugerir que éstos sean los únicos problemas referidos a los mapas.
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Ahora quiero insertar un Cronista Ideal en mi panorama. Él sabe
todo lo que pasa en el momento en que pasa, incluso en la mente de
los demás. También tiene el don de la transcripción instantánea: todo lo
que sucede en el borde delantero del pasado es registrado por él mien-
tras sucede y de la forma en que sucede. Al relato continuo resultante lo
llamaré la “Crónica Ideal”. Una vez que E está bien seguro en el Pasado,
su descripción total está en la Crónica Ideal. Ahora podemos pensar
que las diversas partes de la Crónica Ideal son relatos a los cuales los
historiadores en funciones (los que trabajan de tales) procuran aproximar
sus propios relatos.
Digamos que cada suceso del Pasado tiene ahora una descripción
completa acomodada en un anaquel que está en algún lado del cielo del
historiador. Recuerden: los sucesos del Pasado “están fijos, muertos, y
son fait accompli”. Sólo una modificación en los sucesos podría forzar una
modificación en la Crónica Ideal; pero tal cosa está excluida. Entonces,
la Crónica Ideal es necesariamente definitiva. Por contraste, los relatos
reales brindados a su audiencia por los historiadores en funciones son
siempre proclives a sufrir modificaciones. Pueden contener oraciones
falsas, pueden tener oraciones verdaderas dispuestas en orden equivoca-
do, y casi con certeza son incompletos. En ocasiones, las pruebas falsas
o las malas interpretaciones de pruebas de buena fe pueden hacer que
nuestros historiadores cambien una oración verdadera por una falsa, así
que querremos distinguir una modificación correcta en un relato histórico;
querremos saber cuál es. Esto, en nuestro punto de vista actual, se logrará
alineando esta modificación con la Crónica Ideal. Tal modificación puede
entonces adoptar, como mucho, tres formas: a) agregamos oraciones que
aparecen en la Crónica Ideal, pero no en el relato del historiador; b) eli-
minamos oraciones que aparezcan en el relato del historiador, pero no en
la Crónica Ideal; c) cambiamos la posición de las oraciones restantes del
relato del historiador para ajustarnos a las posiciones de las respectivas
oraciones de la Crónica Ideal. Mediante la aplicación repetida de estas
tres reglas de rectificación finalmente obtenemos una versión corregida
del relato original. Sería, en realidad, un duplicado exacto de la parte en
cuestión de la Crónica Ideal.
Éste es exactamente el tipo de tarea que podría hacer una máquina.
Tal vez incluso podría dejarse que el trabajo del Cronista Ideal lo hiciera
una máquina. El único lugar, entonces, donde meramente se requiere
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esfuerzo humano es en la construcción de un “relato no corregido”. Esto,
por supuesto, debe hacerse mediante métodos anticuados; por ejemplo,
recopilar datos, formular hipótesis, realizar inferencias y someterlas a
prueba, entre otros métodos de estilo. Jamás estamos seguros de los re-
latos que se construyen de esta pedestre manera: pueden surgir nuevas
pruebas, algún nuevo desarrollo científico puede autorizar una nueva
hipótesis o se dan interpretaciones completamente nuevas cuando apa-
rece un genio. Dolorosamente se reexaminan los viejos relatos y se los
reemplaza con otros nuevos, y todo el trabajo que se invirtió en el viejo
relato ha generado algo que quedó desactualizado; un asunto ingrato y
eterno. Qué pena que el historiador no tenga en sus archivos una copia
certificada de la Crónica Ideal contra la cual verificar su propio relato
aplicando nuestras simples reglas.
Bien, ¡démosle nosotros la Crónica Ideal! Ahora puede saber todo;
sin embargo, es un obsequio pernicioso porque ¿qué hará ahora nuestro
historiador? Puede incursionar en otro campo de la historia, pero nuestra
generosidad no conoce límites: le damos todas las partes de la Crónica
Ideal que quiera. Claramente parece que ya no hay nada que él pueda
hacer en tanto historiador, como recopilar datos, formular hipótesis,
construir relatos y otras cosas. ¿Para qué, después de todo, trabajar
tanto haciendo relatos de porquería, que necesitan corrección, cuando
el relato correcto está a disposición para ser leído? Sin dudas, puede
haber sido en el uso de las antiguas prácticas que hemos de encontrar
la razón de ser del historiador. Sir Edmund Hillary, sin dudas, habría
tomado a mal que una gran mano bajara del cielo y lo hubiera coloca-
do en la cima del monte Everest como un soldado de juguete. Habría
llegado a donde quisiera ir, pero nadie reconocería tal cosa como una
gran hazaña del montañismo; ni siquiera si Sir Edmund hubiera rogado
que le sucediera algo así, porque la oración no es un ejercicio incluido
en las capacidades del montañista. Digo: qué lástima por el historiador.
Tendremos que recordarle que la historia no es un deporte, que su uso
del aparato intelectual siempre ha sido un medio para lograr un fin, el de
descubrir la Verdad. Y esto es exactamente lo que le hemos dado. ¿Cuál
es la diferencia si sus herramientas historiográficas resultan ser algo que
aparece a falta de una mejor alternativa? ¿Qué más quiere o puede querer?
Croce lanza un desafío similar a quienes ven que la tarea de la historia
es describir el Pasado “de la forma en que realmente sucedió”. Supon-
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gamos que tenemos una descripción completa; entonces, ¿qué vamos a
hacer?12 Croce dice: “¡Actúen!”. Yo considero que esto quiere decir: el
historiador debe hacer algo más de historia antes de que pueda escribir
algo más de historia, un esfuerzo perturbadoramente sisífico, algo así
como un ama de llaves compulsiva que debe seguir esparciendo polvo a
fin de seguir siendo fiel a su esencia. Pero quiero tomarme en serio este
desafío. ¿Qué queda para que hagan los historiadores? Por supuesto, pue-
den simplemente sentir sospechas de la ventaja. Permitamos, entonces,
que la sometan a prueba. Siempre va a salir bien si sus métodos son los
adecuados. O bien pueden refugiarse en el escepticismo, pero tal cosa
será tan dañina para la práctica histórica habitual como lo sería para la
Crónica Ideal. O pueden hacer caso omiso de ella. Pero ¿ha de ser el
historiador como algún Galahad que, haciendo girar el Grial tristemente
en sus manos, se da cuenta de que lo que quería, en definitiva, era seguir
buscándolo? Tal cosa no tendría sentido: toda nueva búsqueda estaría
teñida de allí en más de mala fe. ¡La mosca está en la botella cazamoscas!
La tarea del filósofo es la de dejarla salir.
Mi sugerencia es ésta: dejemos que use la Crónica Ideal como usaría
cualquier relato de un testigo ocular de un suceso en el que el historiador
estuviera interesado. La Crónica ideal no le dirá todo lo que quiera saber
acerca del suceso. Esto suena como si contradijera lo que he dicho. ¿No
era que la Crónica Ideal estaba definitivamente completa? ¿Y no dije que
nada puede sucederle al Pasado para tornarlo equivocado o parcial en
algún aspecto? Por supuesto que es completo; pero completo en el sentido
en que un testigo podría describirlo, incluso un Testigo Ideal, capaz de ver
de una sola vez todo lo que pasa, a medida que pasa, de la forma en que
pasa. Pero esto no es suficiente porque hay una clase de descripciones de
cualquier suceso en virtud de la cual el suceso no puede ser presenciado,13
y esas descripciones están necesaria y sistemáticamente excluidas de la
Crónica Ideal. La totalidad de la verdad respecto de un acontecimiento
sólo puede conocerse después –y a veces mucho después– de que el
12
Benedetto Croce, History: Its Theory and Practice, passim.
13
En su libro, Intention (Oxford: Basil Blackwell, 1957), G. E. M. Anscombe señala
que hay numerosas descripciones de una acción, pero sólo en virtud de algunas de
ellas es intencional una determinada acción. Creo que es una reflexión considerable,
y deseo reconocer que mis propios pensamientos en este sentido se vieron direc-
tamente estimulados por el libro de la señorita Anscombe.[Anscombe, Intención,
Barcelona, Paidós, 1991.]
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acontecimiento mismo haya tenido lugar, y esta parte de la historia sólo
los historiadores la pueden contar. Es algo que ni siquiera el mejor tipo
de testigo puede saber. De lo que deliberadamente no pertrechamos al
Cronista Ideal fue de conocimiento del futuro.
Yeats, al describir en su poema la violación de Leda por parte de Zeus,
escribe: “Un estremecimiento en las entrañas, y se engendran / el muro
echado abajo, el techo y torre ardiendo, / y Agamenón muerto”. Dejemos
por el momento cuestiones referidas a la historicidad del episodio; la
oración misma es de un tipo que no podría aparecer en la Crónica Ideal
incluso si el suceso hubiera tenido lugar, en contraste con “Él estrecha
el desvalido pecho de ella contra el de él”, que bien podría aparecer
allí; porque este último describe lo que podría presenciarse. Pero nadie
podría atestiguar el acto descripto de la siguiente forma: “Zeus engendra
la muerte de Agamenón” porque ese rey ni siquiera había nacido en ese
momento, y muchas cosas iban a suceder antes de su trágico fin, como
ahora sabemos. La muerte de Agamenón podrá ser presenciada, pero
mucho más tarde. Entonces, alguien podría retrotraerse a la violación
de Leda y podría ver, en retrospectiva histórica, que esa acción de Zeus
está cargada con una especie de destino. El Testigo Ideal es ciego a todo
esto. Sin referirse al futuro, sin ir más allá de lo que puede decirse que
ocurre, conforme ocurre, de la manera en que ocurre, ni siquiera pudo
haber escrito, en 1618, “La guerra de los Treinta Años comienza ahora”,
si esa guerra se llamó así debido a su duración.
La clase de descripciones que me interesan se refieren a dos aconteci-
mientos diferentes y separados por el tiempo, E-1 y E-2. Ambos describen
el primero de los acontecimientos a que se hizo referencia. La oración
de Yeats se refiere a la violación de Leda y a la muerte de Agamenón,
pero describe sólo la violación de Leda. “La guerra de los Treinta Años
comenzó en 1618” se refiere al comienzo y al fin de la guerra, pero se
trata del comienzo de la guerra. Respecto de la suposición de que la
guerra se llamó así debido a su duración, nadie podría presumiblemente
describirla en 1618 –o en cualquier momento previo a 1648– como la
“guerra de los Treinta Años”. Por supuesto, alguien podría haber predicho
que la guerra duraría exactamente ese tiempo, y habría puesto suficien-
te confianza en su predicción para en verdad describir la guerra de esa
forma. Pero estaría haciendo una afirmación sobre el futuro, que es lo
que no le permitimos que haga a la Crónica Ideal. Si describimos un
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acontecimiento E-1 haciendo referencia a un suceso futuro E-2 antes de
que E-2 suceda o supuestamente suceda, deberemos retractarnos de la
descripción o considerarla falsa si E-2 no ocurre. Pero la Crónica Ideal
está construida de tal forma que no se la entiende equivocadamente en
ningún punto. No se le borrará nada. Lo que describe está fijo, y no
dice nada que no sea verdad. Con posterioridad tendré más que decir
sobre predicciones y descripciones, y querré, además, explorar algunas
de las consecuencias de permitir que la Crónica Ideal realice afirmacio-
nes sobre el futuro. Sin embargo, como están ahora las cosas, no puede
hacer tales afirmaciones y no puede, por ende, emplear los tipos de
oraciones –a partir de ahora designadas oraciones narrativas– que acabo
de caracterizar. En este caso, en la Crónica Ideal no hay comienzos ni
finales. “Si no hay comienzos ni finales –escribió Virginia Woolf en Las
olas–, no hay relatos”. “Seccionen el futuro –escribió Whitehead–, y el
presente colapsará, vaciado de su contenido”.14 Comenzamos a entender
que una “descripción total” no satisface adecuadamente las necesidades
de los historiadores, y por lo tanto no se plantea como el ideal al que
esperamos que se acerquen nuestros relatos; y también comprendemos
que no ser testigos del suceso no es tan malo si nuestros intereses son
históricos; lo cual muestra, supongo, que algunos de los argumentos del
relativismo histórico son inapropiados”.15
Las oraciones fácticamente falsas pueden convertirse en verdades de
dos maneras, siempre y cuando los significados de las palabras utilizadas
permanezcan constantes: podemos corregir las oraciones o rectificar
los hechos que pretenden describir. Si hay tres sillas en la habitación
y alguien dice falsamente: “Hay cuatro sillas en la habitación”, puede
lograr una descripción verdadera agregando una silla o tachando la pa-
labra “cuatro” y reemplazándola por “tres”. Con respecto a las oraciones
falsas que versan sobre el pasado, sin embargo, sólo tengo la opción de
corregir las oraciones si la verdad es mi objetivo. Durante varios siglos
no hubo oportunidad de reeducar moralmente a los Borgia de tal suerte
de hacer que este enunciado: “Los Borgia fueron buenos tipos” resulte
verdad. Como mucho, puedo reemplazar “buenos” con “malvados”
14
Alfred North Whitehead, Adventures of Ideas (Nueva York: Macmillan, 1933),
pág. 246. [Alfred North Whitehead, Aventuras de las ideas, Barcelona, José Janes
editor, 1947.]
15
Véase Mandelbaum, op. cit., capítulos I y IV.
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o, si estoy comprometido con la oración, puedo intentar hacer que se
cambie el significado de “bueno”, lo cual es una empresa estéril si estoy
convencido de la propuesta de que los Borgia eran buenos. “No puedes
hacer que los Borgia sean buenos” cambia su significado radicalmente
con posterioridad a 1503: antes de ese momento significaría sólo que
los Borgia eran unos delincuentes invencibles; con posterioridad a ese
momento, que los Borgia que correspondiera, y los sucesos de sus vidas,
estaban totalmente incrustados en el Pasado. Supongamos, sin embargo,
que hubiera una máquina del tiempo; nuestro plan entonces sería volver
al Pasado, convencer a Alejandro y a su descendencia llegando al fondo
de sus corazones, hacer que caminen el sendero de la rectitud, y volver
al presente con una oración que se tornó verdad a través de la rectifica-
ción de los hechos. Esto es, por supuesto, un emprendimiento inútil,
no debido a los Borgia, sino por la inalterabilidad del Pasado. Pero ¿por
qué es inalterable el Pasado?
Podemos tentarnos y decir: como los efectos no pueden temporal-
mente preceder a sus causas, los sucesos del Pasado no pueden ser el
efecto de las causas ni ahora ni en ningún tiempo futuro que vaya a venir.
Ciertamente, la razón no puede simplemente ser que los sucesos en cues-
tión no están “aquí”, de forma tal que no podemos, por así decirlo, poner
las manos en ellos: porque los sucesos futuros tampoco están “aquí”, y
sin embargo puede esperarse que las causas que ahora se encuentran en
marcha produzcan algún efecto en los sucesos futuros. Por otro lado,
el tipo de situación que considero difiere de ésta: se dice que un suceso
posterior –digamos, una moneda que cae del lado de la cara– causa un
suceso anterior –digamos, un hombre que dice “¡Cara!”–.16 Porque en
tal caso, cuando la moneda caiga del lado de la cara en el momento t-2,
el hombre ya ha dicho “cara”, en el momento t-1. Pero lo que contaría
como circunstancia que cambie el Pasado sería, tal vez, algo como esto:
alguien se dispone a cambiar a los Borgia en t-2, los Borgia son malos en
t-1 y el hombre logra hacerlos virtuosos en lugar de malos en t-1. Para
paralelizar los casos, deberíamos pensar que el hombre dice “ceca” en
t-1, la moneda cae mostrando la cara en t-2 y esto, entonces, provoca
que el hombre diga “cara” en lugar de “ceca” en t-1.
16
Max Black, “Why Cannot an Effect Precede its Cause?”, Analysis, XVI (1956),
págs. 49-58.
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Ahora, si el Pasado no puede cambiarse de esta manera, no puede
serlo simplemente porque los efectos no pueden preceder a las causas.
Porque supongamos que el historiador, interesado en la reivindicación
de último momento de la reputación de los Borgia, debería admitir que
no hay nada que él pueda hacer en ese sentido. Aun así, podría este
hombre sostener, ellos pueden cambiar pese a todo. Porque podría haber
sucesos anteriores en la línea de tiempo a la conducta malvada de los
Borgia, y esos sucesos anteriores de alguna manera harían que los Bor-
gia enmendaran su conducta: es simplemente que esos sucesos no han
todavía descargado su energía causal, sino que han quedado dormidos
todos estos siglos, como un volcán. Sin dudas, ésta es una propuesta
extravagante, pero las causas en cuestión obviamente preceden a sus
efectos propuestos, por lo cual la incapacidad del Pasado de cambiar ya
no puede achacársele a la asimetría temporal de causa y efecto. Más aún:
no podemos simplemente decir que los pretendidos sucesos, previos en
la línea temporal que los efectos esperados, deben, porque son pasado,
ser causalmente inoperantes, porque esto inmediatamente implicaría un
argumento general contra la causalidad: nuestro concepto de causalidad
requiere acción a una distancia temporal. De lo contrario, los sucesos
separados por el tiempo no pueden relacionarse como causa y efecto, y
nosotros no podemos, por ende, esperar que el futuro se vea en algún
sentido afectado por cosas que suceden ahora. Peor aún, todavía quedaría
la posibilidad de que los sucesos del Pasado cambien espontáneamente,
sin nada que provoque ese cambio.
Pero, en definitiva, ninguna de estas dificultades es pertinente porque
lo que estamos excluyendo, en lo que concierne a la causalidad, es que
cualquier causa, anterior o posterior que un suceso E, pueda actuar sobre
E una vez que E es pasado. Porque supongamos que E ha ocurrido en el
momento t-1. Entonces, cualquier cambio en E tendrá que consistir en
o bien agregar una propiedad, eliminar una propiedad o ambas cosas.
Sea F una propiedad a ser agregada: entonces, en el momento t-1 E es
tanto F y no-F, lo cual es contradictorio por definición. Pero de igual
forma sería contradictorio si se eliminara una propiedad G: E sería en-
tonces a la vez G y no-G en el momento t-1. Esto, entonces, tiene que
ver incluso con el cambio espontáneo; pero dado que E se encuentra en
t-1, no puede producirse ningún cambio en E en ningún otro momento,
digamos t-2, porque entonces algo estaría ocurriendo en t-1 y en t-2 al
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mismo tiempo; en otras palabras, dos momentos distintos tendrían que
ser simultáneos. Y esto, nuevamente, es contradictorio.
Cuando se trata de descripciones falsas de sucesos del Pasado, en-
tonces, el único medio de convertirlos a verdades es la “rectificación de
los términos”. Por otro lado, hay un sentido en el cual podemos decir
que el Pasado cambia; ese sentido en el cual un suceso que ocurra en el
momento t-1 adquiere nuevas propiedades no porque nosotros (o cual-
quier cosa) causalmente operemos sobre ese suceso, ni porque algo siga
sucediendo en t-1 luego de que cese t-1, sino porque el suceso acaecido
en el momento t-1 está en diferentes relaciones respecto de sucesos que
acaecen más tarde. Pero esto, en efecto, significa que la descripción de
E-en el momento-t-1 puede enriquecerse a lo largo del tiempo sin que el
suceso mismo exhiba ningún tipo de inestabilidad, y es por este motivo
que lo que he llamado “descripción total” de E en el momento t-1 no
puede ser definitiva.
Supongamos que E-1 en el momento t-1 es condición necesaria para
que acaezca el acontecimiento E-2 en el momento t-2. Entonces, se sigue
de inmediato que E-2 en el momento t-2 es condición suficiente para que
acaezca E-1 en el momento t-1.17 Una condición suficiente para que tenga
lugar un suceso puede entonces producirse con posterioridad al suceso.
No podemos rápidamente asimilar el concepto de causa con el concepto
de condición necesaria y suficiente a menos que estemos preparados para
decir que las causas pueden suceder a los efectos;18 entonces, es difícil
suponer que E-2 haga que E-1 suceda; pero como mínimo permite una
descripción de E-1 en virtud de la cual E-1 no haya podido ser presenciada
y que, por ende, no pudo haber aparecido en la Crónica Ideal. Ahora
pueden haber indefinidas descripciones como la consignada porque
cada condición suficiente posterior en el tiempo para que se verifique
E-1 permite una descripción nueva de ese suceso. Y precisamente las
mismas consideraciones son de aplicación a las condiciones necesarias
y temporalmente posteriores para que acaezca E-1.
17
Por razones conocidas. Por definición, p enuncia una condición necesaria para
q si ~ p ⊃ ~ q. Pero esto es equivalente a q ⊃ p. Y esto representa exactamente la
afirmación de que q es condición suficiente para p. En pocas palabras, cuando p es
condición necesaria para q, q es condición suficiente para p, y a la inversa.
18
Aunque, por supuesto, el llamado “estado mecánico de un sistema físico s” deter-
mine todos los demás estados de s para cada valor de t, incluidos todos los estados
temporalmente anteriores de s.
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Supongamos, por ejemplo, que un científico S descubre una teoría T
en el momento t-1. Tal vez, S no publica T. En algún momento posterior
t-2, otro científico S’ descubre T de manera independiente; en ese mo-
mento, T se publica e ingresa en el cuerpo de teorías científicas aceptadas.
Los historiadores de la ciencia posteriormente descubren que S realmente
había dado con la teoría T antes de que lo hiciera S’. Este descubrimien-
to no le quita mérito a S’, pero nos permite decir no meramente que S
descubrió T en el momento t-1, sino que S anticipó en el momento t-1
el descubrimiento realizado por S’ de T en el momento t-2. Ésta será, en
verdad, una descripción de lo hecho por S en el momento t-1, pero será
una descripción en virtud de la cual la conducta de S’ no pudo haber sido
presenciada y será un hecho importante sobre el suceso que, por ende,
no se menciona en la Crónica Ideal. Mientras tanto, el historiador que
describe el suceso de esta manera habrá utilizado una oración narrativa.
Para que sea verdad que un hombre anticipe T en el momento t-1, es
lógicamente necesario que T sea presentada con posterioridad; digamos,
en el momento t-2. Sin embargo, surgen complicaciones. No podemos
simplemente decir que el descubrimiento que hizo S’ de T en el momento
t-2 fue condición necesaria para que S anticipara T en el momento t-1.
No podemos decir simplemente que si S’ no hubiera dado con T en el
momento t-2, S no habría anticipado T en el momento t-1; porque, en
definitiva, algún otro científico que no fuera S’ podría haber llegado a
la misma teoría, o S’ mismo podría haberla descubierto en un momento
diferente de t-2. Sólo podemos decir que, para que sea verdad que S
anticipe T en el momento t-1, alguien, en algún momento posterior al
momento t-1, debe también descubrir T. Y obviamente “Alguien descubre
T con posterioridad a que S descubra T” no es equivalente a “S’ descubre
T en el momento t-2, y t-2 es posterior al momento en el cual S descubre
T”. La primera está implicada en la segunda, pero no implica la segunda.
De todas formas, una descripción más concienzuda de ambos sucesos
convierte con rapidez al segundo en condición necesaria para el primero.
Sea S Aristarco, y sea S’ Copérnico. Entonces, podríamos describir lo
que logró Aristarco en algún momento del año 270 antes de Cristo de
la siguiente forma: “Aristarco anticipó, en 270 antes de Cristo, la teoría
publicada por Copérnico en el año 1543 de nuestra era”. Si Copérnico
no hubiera publicado la teoría, o no la hubiera publicado en ese mo-
mento, o si alguna otra persona además de Copérnico hubiera publicado
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la teoría en el momento mencionado, esta oración sobre Aristarco sería
falsa. Por lo tanto, en virtud de la descripción apropiada, algo hecho por
Copérnico es una condición necesaria temporalmente posterior para algo
hecho por Aristarco. De inmediato se sigue, en virtud precisamente de
esta descripción, que lo que hizo Aristarco en 270 antes de Cristo es
condición suficiente para lo que hizo Copérnico unos siete siglos después.
No se deduce de esto, por supuesto, que lo que Aristarco efectivamente
causó, o intuyó como parte de una causalidad, sea la afirmación del
heliocentrismo por parte de Copérnico. Sería preciso establecer de ma-
nera independiente esta afirmación. En cierta forma, por supuesto, el
concepto de causalidad no es tan claro como uno querría. Lo que hizo
Aristarco pudo no haber provocado, en ningún sentido, que Copérnico
descubriera la teoría heliocéntrica; pero en un sentido muy definido, hizo
que Copérnico redescubriera la teoría heliocéntrica. No es que Copérnico
hubiera hecho dos cosas distintas: se trata de una misma acción vista en
virtud de dos descripciones diferentes.
“Ser causa” puede ser un caso especial del tipo de caracterización
de sucesos permitidos por la descripción narrativa. En definitiva, las
causas no pueden ser presenciadas en tanto causas: Hume señaló esto
hace mucho tiempo. Decir de E-1 que provocó E-2 implica brindar una
descripción de E-1 por referencia a otro suceso (E-2) que es condición
necesaria para E-1 en virtud de la descripción apropiada. Si E-2 no ocurre,
si es falso que “E-2 sucede”, entonces se seguiría que “E-1 provocó E-2”
es, a la vez, falsa. De esto no se sigue que E-1 sea condición suficiente
para el acaecimiento de E-2. Presumiblemente no querríamos decir en
general que cada causa de un suceso es condición suficiente para el acae-
cimiento de ese suceso; tampoco querríamos necesariamente decir que
E-2 es condición necesaria para que ocurra E-1. Lo que sería adecuado
decir es que el acaecimiento de E-2 es condición necesaria para que E-1
sea causa o, más precisamente, causa de E-2. Brevemente, entonces, el
acaecimiento de E-2 no es condición necesaria para que acaezca E-1;
es sólo condición necesaria para que E-1 sea correctamente describible
como causa de E-2; y por ende la Crónica Ideal no podría decir, de E-1
cuando éste ocurra, que E-1 sea causa de E-2. Por lo tanto, “es causa de”
no sería un predicado accesible a la Crónica Ideal.
Tampoco, como hemos visto, “anticipa” sería un predicado accesible
al Cronista Ideal; pero hay muchos más ejemplos parecidos; para que
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sea verdad que Petrarca inauguró el Renacimiento, se requiere lógica-
mente que el Renacimiento haya tenido lugar, aunque, a decir verdad, el
Renacimiento pudo haber tenido lugar lo hubiera inaugurado Petrarca o
no. Nuevamente, para que sea verdad que Piero da Vinci engendrara un
genio universal, su descendiente (en este caso, Leonardo) lógicamente
debió convertirse en un genio universal. Otros ejemplos serían: “predijo
correctamente”, “impulsó”, “comenzó”, “precedió”, “dio lugar a”, entre
otros. Cada uno de esos términos o locuciones, para ser verdadero de un
suceso E-1, lógicamente requiere el acaecimiento de un suceso temporal-
mente posterior a E-1, y las oraciones que hagan uso de esos términos o
locuciones de manera obvia serán, entonces, oraciones narrativas.
Además de carecer por completo de oraciones narrativas, la Crónica
Ideal está privada de ciertos dispositivos de referencia, expresiones que
designan de manera singular ciertos sucesos, personas y lugares haciendo
uso de pronombres relativos –“el lugar donde...”, “la persona que...”–,
cuyos puntos suspensivos se llenan con una expresión que se refiere a un
suceso que tiene lugar con posterioridad temporal al primer momento
en el cual exista el individuo al que nos referimos. Newton escribió su
Principia entre 1685 y 1687, año en que dicha obra fue publicada. Luego
de esa fecha, sería natural referirse a Newton como “el hombre que escri-
bió Principia Mathematica”. En efecto, desde ese momento en adelante,
no sería antinatural referirse a Newton mediante tal expresión, sea cual
fuere el período de la vida de Newton del que nos interesara hablar. Para
el caso, podríamos hablar de Woolethorpe como el lugar donde nació
Newton o como el lugar donde nació el autor de Principia. Nosotros, pero
no la Crónica Ideal, podríamos decir que el autor de Principia nació en
Woolethorpe el día de Navidad de 1642. La oración “El autor de Principia
nace en Woolethorpe” no puede aparecer en la Crónica Ideal del día de
Navidad de 1642. Sólo con posterioridad a 1687 puede esta oración, en
el tiempo verbal adecuado, aparecer en los escritos históricos.
La casa de Woolethorpe sigue en pie. Es la misma casa que los cam-
pesinos, o los granjeros ingleses independientes, pueden haber visto en
el siglo XVII. Sin dudas, se la ve ahora tal como era en ese momento.
Podemos realizar un peregrinaje hasta allí si quisiéramos; veremos la
misma casa que vieron esos granjeros y campesinos, pero nosotros la
veremos como el lugar de nacimiento y de infancia de uno de los más
grandes científicos de todos los tiempos, el lugar donde Newton realizó
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esos grandes descubrimientos en el año 1665, año de la peste bubónica.
Debido a la importancia de esos descubrimientos y, por ende, la impor-
tancia de ese hombre, la casa de Woolethorpe tiene para nosotros una
significación especial. Nadie podría haber sentido esa significación en
1642; es algo que sólo los sucesos posteriores a 1642 podrían haberle
concedido. Es debido a la significación que le atribuimos a esos sucesos
–que ahora, por supuesto, están en el Pasado– que somos sensibles a la
significación que tiene esa casa campestre de piedra.19
Podemos visitar la casa de Woolethorpe, pero no podemos visitarla
en el momento en que nació Newton; el mero hecho de visitar el Pasado
significaría cambiar el Pasado, y esto no puede ser. Si, pese a la imposi-
bilidad mencionada, pudiéramos presenciar el nacimiento de Newton,
veríamos ese suceso cargado de una especie de destino al cual incluso
la madre más ambiciosa estaría ciega. Un pastor de una colina griega
podría haber visto una mujer violada por un cisne (suceso éste absolu-
tamente monstruoso), pero no vería que allí se engendrara la muerte de
Agamenón. Esto es algo que podría haber sido “visto” sólo por alguien
que supiera lo que no podría haberse sabido en ese momento. Si pudié-
ramos visitar el Pasado, traeríamos con nosotros nuestro conocimiento
del Futuro (en efecto, recordaríamos sucesos que tuvieron lugar con
posterioridad al momento en que fuimos testigos). Podríamos sólo pre-
senciar el Pasado “tal como sucedió” si de alguna manera pudiéramos
olvidar el tipo de información que pudo habernos motivado a desear
hacer viajes temporales en marcha atrás.
Podría argumentarse lo siguiente: “Pero una clarividente podría
presenciar un conjunto de sucesos tal como sucedieron y considerarlos
significativos a la luz de los sucesos futuros. Nosotros, que recordamos
los logros de Einstein, podríamos haber visto al anciano a la luz de éstos.
¿Por qué no podría una persona que hubiera previsto estos logros ver al
joven a la luz de esos mismos logros? ¡Pensemos en los Tres Sabios de
Oriente!”. Bien, tal vez; pero aún no le hemos permitido al Cronista Ideal
que tenga dones precognitivos. Él sólo sabe qué sucede, mientras sucede
19
N. R. Hanson sostendría que no vemos lo mismo que ellos vieron; que, ni siquiera,
digamos, un historiador contemporáneo de la ciencia y su esposa –a quien no le
interesa para nada la historia de la ciencia– verían, no obstante la paridad de imá-
genes retinales, lo mismo cuando ambos vieran la casa. Véase la obra de Hanson,
Patterns of Discovery, sobre todo el capítulo 1.
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y de la manera en que sucede. Cada suceso es igualmente significativo
para él, o igualmente insignificante; lo cual equivale a decir que la ca-
tegoría de significación no es aplicable. ¿Cómo sería posible aplicarla si
el Cronista Ideal no conoce el futuro? Porque es sólo a la luz del futuro
que los sucesos que él presencia adoptarán una medida de significación.
Si nos rehusamos a permitir que la Crónica Ideal realice cualquier
afirmación sobre el futuro para referirse a sucesos futuros, ¿qué lenguaje
utilizará la Crónica para describir lo que sucede, mientras sucede y de
la forma en que sucede? He sostenido que los sucesos no pueden ser
descriptos por la Crónica Ideal como causas, y tampoco puede caracte-
rizarlos por medio de oraciones narrativas. Las oraciones narrativas se
refieren a al menos dos sucesos separados por el tiempo, y describen
el suceso anterior. Pero en cierto sentido, esta estructura también está
presente en toda una clase de oraciones normalmente utilizada para
describir acciones. ¿Privaremos a la Crónica Ideal de todo el lenguaje de
la acción? Quiero profundizar esta pregunta porque nos ayudará a aislar
algunas otras características de las oraciones narrativas.
Antes del viaje inaugural del malhadado transatlántico Andrea Do-
ria, se exhibió una serie de anuncios en los que se mostraban hombres
pintando cuadros, tallando estatuas, creando mosaicos y realizando
otras actividades artísticas. Bajo cada uno de esos anuncios se leía: “Este
hombre está construyendo un barco”. Los anuncios no mostraban hom-
bres dedicados a todos esos oficios tradicionalmente involucrados en la
construcción de un barco, sino que estaba en nosotros entender con esos
anuncios que el Andrea Doria iba a ser un navío fuera de lo común. Si
pensáramos que actividades tales como la confección de mosaicos fueran
parte de lo que normalmente se haría en la construcción de un barco, los
anuncios no habrían logrado transmitir su mensaje; una foto de hombres
armando una quilla no transmitiría el mensaje de que el transatlántico
en cuestión iba a ser extraordinario. Con todo, si la expresión “construir
un barco” no pudiera ampliarse para que abarcara tales actividades no
tan normales, los anuncios nuevamente habrían fallado en su cometido
de comunicar su mensaje: estaríamos realmente confundidos si, bajo
la foto de un hombre ebrio, tendido sobre una zanja, se leyera: “Este
hombre está construyendo un barco”, y estaríamos confundidos de una
manera que las anteriores ilustraciones no pudieron confundirnos. Los
predicados de acción obedecen a reglas extremadamente flexibles: con
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“está construyendo un barco” se pueden abarcar indefinidas cantidades
de conductas.
Literalmente hablando, un hombre podía sencillamente estar poniendo
una semilla en un orificio cuando describiéramos que está “plantando
rosas”, o simplemente apretando tornillos cuando describiéramos que
está “reparando una radio”. Con todo, uno no espera descripciones tan
literales. No pensaríamos en corregir la descripción “plantando rosas” por
otra más literal como “está colocando semillas en orificios”, y de la misma
forma no pensaríamos en acusar a alguna persona de falsedad cuando
respondiera a la pregunta “¿Qué estás haciendo?” con un “Plantando
rosas”, porque lo que literalmente está haciendo es responder a nuestra
pregunta. La gama de actividades contemplada en “está plantando rosas”
incluye cavar un pozo, fertilizar la tierra, cosechar y hasta comprar palas
y semillas; también leer catálogos o contratar a un jardinero experto. Es
raro el caso en que el predicado de acción se aplique literalmente, por
ejemplo, a un hombre que esté realmente colocando rosales en la tierra.
La presencia de rosas es el resultado al cual llevan todas esas pequeñas
conductas; y dado que vemos alguna conexión entre ellas y tal resultado,
solemos describir estas diversas conductas en cuanto a su resultado. Sea
R cualquier resultado, y sea E cualquier conducta destinada a producir
R. Entonces, lo que hace un hombre puede o bien ser descripto con E o
bien con R. Entonces, “a está R-ando/endo/iendo” será una descripción
correcta de lo que a está haciendo si a hace E y si E es un medio para
lograr R. Pero, en realidad, “está R-ando/endo/iendo” generalmente con-
templará toda una gama de diferentes conductas B1 ... Bn, de tal suerte
que cuando sea verdad que a está R-ando/endo/iendo, nosotros podremos
provisionalmente suponer que a en relación con Bi, donde Bi es miembro
de la gama y donde “Bi en relación con” es una descripción literal de lo
que hace a. Es casi seguro que la gama señalada por un predicado como
“está R-ando/endo/iendo” es muy flexible, y de cualquier persona que
sea verdadero que esté R-ando/endo/iendo será generalmente verdadero
que tal persona emprenderá diversas actividades comprendidas en la
gama. O puede presentarse el caso de que “está R-ando/endo/iendo”
sea indiferentemente aplicable a un grupo de individuos, cada uno de
los cuales desarrolla una de las actividades comprendidas en la gama;
por ejemplo, en una fábrica de producción masiva. Llamaré “verbos de
proyecto” a esos predicados que sean del tipo “está-R-ando/endo/iendo”.
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Ahora bien: supongamos que a hace Bi en el momento t-1, y des-
cribimos esta acción con el correspondiente verbo de proyecto, “a está
R-ando/endo/iendo”. ¿No es esto estar describiendo su conducta a la luz
de algún acaecimiento futuro; es decir, la concreción de R? Y entonces, la
oración, ¿no se refiere a dos sucesos separados en el tiempo; es decir Bi
en el momento t-1, y R en el momento t-2? Pero esto parecería entonces
caracterizar a todas las oraciones en las que se utilizan verbos de proyecto
de la manera que he indicado para las oraciones narrativas. Sin embargo,
si consentimos esto, y si las oraciones narrativas están excluidas de la
Crónica Ideal, se seguiría que la Crónica Ideal no podría utilizar verbos de
proyecto, y se agudiza el problema de cómo esta Crónica Ideal describiría
acciones. Si, por otro lado, le permitimos a la Crónica Ideal el uso de
verbos de proyecto, ¿no estaríamos permitiendo que realice enunciados
sobre el futuro? En este caso, ¿qué sentido tiene trazar límite alguno?
O, si decidimos que las oraciones que empleen verbos de proyecto no
sean oraciones narrativas, ¿qué otra caracterización de las oraciones
narrativas debemos brindar a fin de marcar la diferencia? Abordaré cada
interrogante por separado.
Supongamos que la Crónica Ideal estuviera reducida a utilizar sólo
predicados del tipo que pueden aparecer en la gama B1 ... Bn cuando nor-
malmente utilizaríamos verbos de proyecto. Entonces, si interpretamos la
relación entre los términos de esta gama y los verbos de proyecto como
análoga a la relación entre predicados fenoménicos y términos de objeto
físico, no surgirá ninguna dificultad; al menos, en principio; porque
entonces, un verbo de proyecto sería eliminable a favor de un conjunto
de términos de la gama, y la Crónica Ideal meramente presentaría una
descripción más detallada de lo que la gente hizo de entre lo permitido
por los verbos de proyecto. Esos relatos tan detallados serían totalmente
concordantes con lo que esperamos de la Crónica Ideal. Nosotros, al leer
la Crónica Ideal, si estuviéramos equipados con las reglas adecuadas de
traducción, siempre podríamos reemplazar una serie de tales descripcio-
nes con una única descripción que utilizara un verbo de proyecto. Por
desgracia, el problema de describir acciones es todavía más complejo
de lo que hasta ahora lo hemos hecho parecer. Para empezar, puede
darse el caso de que un verbo de proyecto sea verdadero de un hombre
en un cierto momento cuando ningún término de la gama B1 ... Bn sea
verdadero de él; porque un verbo de proyecto puede ser verdadero de
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un hombre durante un período indefinidamente largo de tiempo sin que
él, en cada momento durante ese período, tenga que hacer una u otra
de las actividades incluidas en la gama correspondiente. Podemos decir
que Jones escribe un libro durante el año. Durante ese tiempo, Jones,
entre otras cosas, duerme. Sin embargo, el hecho de que duerma durante
ese tiempo no torna falsa la afirmación de que está escribiendo un libro.
Más aún: supongamos que un hombre hace Bi, y que Bi se encuentra en
una gama señalada por “está R-ando/endo/iendo”. De todas formas, no
se seguiría inmediatamente que ese hombre está R-ando/endo/iendo.
Así, Jones puede estar cavando pozos, y aunque la actividad de cavar
pozos sea parte de lo que hace un hombre de quien “plantando rosas” es
verdadero, no podríamos infaliblemente inferir que Jones esté plantando
rosas: podría estar plantando lilas o sólo cavando pozos. Pero, insisto,
supongamos que Jones, en sucesión temporal, coloca una semilla en un
orificio, se rasca la cabeza, enciende un fósforo, hace un anillo de humo,
piensa en su esposa y se recarga sobre el otro pie. Si se le preguntara, en
cualquier momento durante este período de tiempo, qué está haciendo,
Jones responderá correctamente “Plantando rosas”. Pero sólo la primera
acción de la serie pertenece a la gama señalada por este verbo de pro-
yecto. En un sentido importante, entonces, leer el pasaje de la Crónica
Ideal que se ocupa de este período de la mañana de Jones no nos dará
una noción real de lo que Jones estuvo haciendo, a menos que fuéramos
capaces de recolectar de la serie sólo esas conductas que, por así decirlo,
forman parte de ese proyecto de plantar rosas.
Hay un tipo de ambigüedad en la palabra “haciendo”. En un senti-
do, si conociéramos toda la conducta de un cierto hombre durante un
cierto período, sabríamos todo lo que estuvo haciendo. En otro sentido,
sin embargo, deberíamos tener sólo las materias primas para saber qué
estuvo haciendo. En el primer sentido, la Crónica Ideal nos cuenta todo
lo que deseamos saber; en otro sentido, no lo hace. No poder hacer uso
de verbos de proyecto implica carecer del sustento lingüístico para orga-
nizar los diversos enunciados de la Crónica Ideal; pero, más importante
aún, que la Crónica Ideal carezca del uso de palabras de proyecto implica
tornarla incapaz de describir qué están haciendo los hombres y por lo
tanto la descalifica para dejar constancia de todo lo que pasa, mientras
pasa y de la manera en que pasa.
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Con todo, si permitimos la utilización de verbos de proyecto al Cronis-
ta Ideal, de suerte tal que éste brinde un relato humanamente coherente
de lo que sucede, ¿no habremos violado, entonces, nuestra prohibición
de que formule afirmaciones sobre el futuro? Si hemos de permitir que
la Crónica Ideal diga que Jones está plantando rosas, cuando Jones sólo
está poniéndose una pala al hombro mientras se dirige hacia el jardín,
¿por qué la Crónica Ideal no podría decir que la Sra. Newton está dando
a luz al autor de Principia cuando ella, literalmente, lo único que hizo es
traer al mundo a un chico con el cuello débil? A cualquiera le parecería
raro que le dijeran que acaba de nacer un genio universal en la casa de al
lado, pero a nadie le parecería raro si se le dijera que plantaron una rosa
en la casa de al lado, aunque la rosa no pueda verse sino hasta dentro de
algunos meses. Me atrevo a decir que la diferencia reside en el tipo de
enunciado que se realiza sobre el futuro, y ahora trataré de aclarar esto.
¿Cuándo se torna falsa una oración como “a está plantando rosas”? La
pregunta es por demás compleja debido, entre otras cosas, a lo indefinido
de la gama de actividades señalada por el verbo de proyecto, y también
debido a complicaciones en el concepto de la intención. Si vemos que
una persona está de pie, quieta, no podemos decir con seguridad que
“está plantando rosas” sea falso de ella, aunque en ese momento sea claro
que esa persona no está desarrollando actividad alguna; simplemente está
descansando durante la concreción de su proyecto. Si le preguntamos a
esa persona qué está haciendo y ella sinceramente contesta “plantando
lilas”, tampoco esa respuesta torna falsa la proposición de que está plan-
tando rosas, porque aunque no tenga la intención de plantar rosas, en
realidad está haciendo eso, y supuso erróneamente que las semillas eran
de lila cuando, en verdad, eran semillas de rosa. Si salen lilas en lugar
de rosas, esto tal vez torne falsa la proposición de que estaba plantando
rosas, siempre y cuando estemos seguros de que nadie, subrepticiamente,
hubiera reemplazado las semillas de rosas de esta persona por semillas
de lila. Pero si no salen rosas, esto no torna falsa nuestra proposición en
tanto y en cuanto esta persona haya hecho todo lo que, según los crite-
rios actuales de cultivo de rosas, cuente como plantar rosas. Entonces,
supongamos que existe una gama definida de operaciones en cuya eje-
cución consiste la actividad de plantar rosas; y supongamos además que
esas operaciones constituyen condiciones necesarias para que salgan las
rosas (olvidemos las rosas silvestres). Si así fuera, entonces la omisión
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de realizar tales actividades no solamente garantizaría que las rosas no
saldrán (esas “tales actividades” son condiciones necesarias para el sur-
gimiento de dichas rosas), sino que también tornaría falsa la afirmación
de que esa persona estaba plantando rosas. Por otro lado, dado que las
operaciones son meramente condiciones necesarias, si a llevara a cabo
todas ellas, no habría garantía de que las rosas fueran a salir –podría
soplar un huracán y arruinar todo el trabajo de a–, pero sería verdadero
que a estuvo plantando rosas.
Entonces, puede darse el caso de que, mientras es verdadero que a está
plantando rosas, sea falso que salgan las rosas. En un plano más general,
si “está R-ando/endo/iendo” es cualquier verbo de proyecto, puede darse
el caso de que un hombre esté R-ando/endo/iendo sin que sea forzoso
que acaezca R, siendo R el resultado aceptado de R-ando/endo/iendo.
Entonces, puede decirse correctamente de un hombre que está reparando
una radio –aunque no logre reparar la radio– con la única condición de
que, por criterio común, el hombre esté desarrollando las actividades
que se encuadran dentro de la aceptadamente elástica gama señalada
por “reparando una radio”. Por ende, aunque una oración que incluya
un verbo de proyecto predicado de alguien pueda referirse a dos sucesos
separados en el tiempo –Bi, lo que el hombre literalmente hace, y R, el
resultado esperado– y describa el suceso anterior a la luz del posterior,
no se requiere lógicamente que el suceso posterior tenga lugar para que
la oración sea verdadera. Entonces, cuando decimos correctamente que
a está R-ando/endo/iendo, la referencia hecha al futuro no entra como
parte de las condiciones de verdad de la oración.20 Por ende, se le podría
permitir a la Crónica Ideal que dijera que a está R-ando/endo/iendo sin
realizar el tipo de afirmación sobre el futuro que requeriría un borrón
si R no resultara. Entonces, R no es lo que antes llamamos un “término
de referencia futura”.
Ahora bien: Jones, que cultiva semillas de rosas, planta rosas pase lo
que pase. Puede suceder que haya plantado rosas que salgan y ganen pre-
mios en festivales de rosas. Esto permitiría la descripción narrativa –que
20
Por supuesto, si se admite Bi dentro de la gama B1 ... Bn delimitado por “está R-
ando/endo/iendo”, esto sucede sin dudas debido a alguna fuerte prueba de que Bi,
en general, lleva a R, o que el hecho de que Bi no suceda lleva a que R no suceda. En
efecto, si se me permite especular sobre la historia del lenguaje, bien puede ser que
se apliquen palabras-proyecto de esta manera a varias acciones; pero una vez que la
convención es parte del uso habitual, la atribución de Bi no implica la predicción de R.
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abarca exactamente las mismas acciones que “Jones está plantando rosas”
abarcó alguna vez– de que Jones plantaba rosas ganadoras de premios.
Dos testigos de las acciones de Jones podrían decir, respectivamente,
“Jones está plantando rosas” y “Jones está plantando rosas ganadoras
de premios”. El primero tendrá razón traiga lo que traiga el futuro. El
segundo estará equivocado si el futuro no le depara ningún premio a
las rosas de Jones, o si no sale ninguna de las rosas plantadas por Jones.
A menos que este segundo hombre esté meramente expresando sus es-
peranzas o le dé aliento a Jones, su oración está expuesta a condiciones
veritativas más exigentes que las que rigen para la oración del primer
hombre; porque para que su oración (la del segundo hombre) sea verdad,
se requiere lógicamente que el trabajo de Jones dé rosas como resultado,
y que esas rosas traigan premios con ellas. En este sentido, ese segundo
hombre realiza un enunciado más categórico sobre el futuro que el simple
enunciado “Jones está plantando rosas”
En el tiempo verbal pasado, “Jones estaba plantando las rosas gana-
doras de premios” requiere, para su verdad, el resultado de que las rosas
salgan, cosa que no se requiere cuando se dice “Jones estaba plantando
rosas”. Una oración narrativa, entonces, no sólo se refiere a dos sucesos
separados por el tiempo y describe la primera con referencia a la segun-
da; además requiere lógicamente, si ha de ser verdad, el acaecimiento
de ambos sucesos. En el tiempo verbal presente, “Jones está plantando
rosas” no es parcialmente predictiva, mientras que “Jones está plantando
las rosas ganadoras de premios” es parcialmente predictiva. Como pre-
dicción, habrá sido falsa si no hubieran salido rosas (y si no hubieran
ganado premios). Entonces, si la Crónica Ideal hubiera dicho “Jones está
plantando las rosas ganadoras de premios”, habría sido necesario borrar
algo, a menos que este último suceso hubiera acaecido. Para garantizar
que no haya que borrar nada, debemos o bien prohibir el uso de las
oraciones narrativas en el tiempo verbal presente, o debemos otorgar
poderes cognitivos especiales al Cronista Ideal. Antes de considerar esa
alternativa, quiero introducir algunas otras complicaciones.
He afirmado que un verbo de proyecto puede ser verdad de una per-
sona a lo largo de un prolongado período de tiempo sin que la persona
necesariamente esté haciendo, en cada momento de dicho período, una
u otra de las acciones específicas de la gama señalada por ese verbo de
proyecto. Esto se sigue del hecho de que puede ser verdad más de un
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verbo de proyecto de una persona durante el mismo lapso de tiempo; a
puede estar escribiendo un libro y cortejando a una viuda, ambas cosas,
durante el mes de junio. Supongamos que no estamos interesados en
la biografía completa de a, sino nada más que en la historia de su libro.
Entonces, necesitaremos echar mano de algunos criterios para seleccionar
sólo esas conductas de a que constituyen ejercicios de su autoría o que
se relacionan, de una u otra manera, con dichos ejercicios. Qué sucesos
de la vida de a seleccionaremos dependerá en gran medida de nuestros
criterios respecto de qué cuenta como “escribir un libro”: la amplitud de
nuestra colección variará según lo estricto que sean nuestros criterios.
Además, es casi seguro que a tendrá entre manos otros proyectos du-
rante ese período; entonces, habrá baches entre los sucesos que nuestros
criterios nos permiten seleccionar. Los sucesos que sí seleccionemos
constituirán un subconjunto elástico de todo lo que haga a durante el
período determinado. “R-ando/endo/iendo” es continuamente verdad de a
en la medida que R-ando/endo/iendo sea su proyecto, pero a en relación
con R sólo de manera intermitente a lo largo del período mencionado.
Como hemos adoptado la convención de considerar que los sucesos
se extienden a lo largo del tiempo, los proyectos son sucesos extendi-
dos en el tiempo. Pero dada la accidentada historia que suelen tener
los proyectos, podemos clasificar los sucesos como “continuos” o “dis-
continuos”, casi como una analogía de la distinción entre líneas rectas
y líneas de puntos. Una línea de puntos es una serie de rayitas rectas
separadas por intersticios, y un suceso discontinuo puede entonces ser
caracterizado como una serie de sucesos continuos separados por sucesos
no pertinentes. Es cierto: si realizamos una inspección microscópica, lo
que parece recto a simple vista, el microscopio lo mostrará como lleno
de cortes. Entonces, en definitiva, la diferencia puede ser sólo de grado,
y no deseo sostener, por deducción trascendental, por así decirlo, que
deben existir las líneas rectas supremas. Tampoco quiero sostener que
deben haber sucesos continuos si fijamos nuestro término temporal lo
bastante cerca. En verdad, se acerca mucho más a mi postura que haya
sucesos discontinuos en el sentido ilustrado por la historia del libro de
a. La diferencia que quiero resaltar es esencialmente la que existe entre
un proyecto y los sucesos en serie que cuentan como si estuvieran en la
gama de acciones señaladas por el uso de la palabra apropiada referida
a un proyecto. En pocas palabras, si Bi y Bj se encuentran en el rango de
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“R-ando/endo/iendo”, entonces, si Bi se realiza en el momento t-1, y Bj se
realiza en el momento t-1 más delta-t, y si no se hace nada en el intervalo
que media entre Bi y Bj, que se encuentra en la gama de “R-ando/endo/
iendo”, R-ando/endo/iendo será un suceso discontinuo, y Bi y Bj, por su
parte, serán sucesos continuos respecto de R-ando/endo/iendo. Llamaré
estructuras temporales a los sucesos discontinuos en este sentido.
Ahora bien: proyectos tales como escribir libros y cortejar viudas
se encuentran entre los tipos más simples de estructuras temporales.
Algunos proyectos, por ejemplo, involucran grandes cantidades de
personas. No sin ejercer cierta violencia al uso común, podemos decir
que innumerables franceses se dedicaron a francorrevolucionar durante
un intervalo de tiempo cercano a 1789. Este improvisado verbo de pro-
yecto, “está francorrevolucionando” no es, por supuesto, verdadero de
cada persona que habitó Francia durante ese intervalo, y es verdadero de
algunas personas que no estaban en Francia. Y de quienes es verdad, no
todos ellos estuvieron francorrevolucionando a cada momento durante
ese intervalo. Entonces, no todo lo que sucedió en Francia se encuentra
dentro de la gama señalada por nuestra palabra de proyecto: el proyec-
to se mostró, entonces, de manera discontinua sobre el suelo francés y
en el siglo XVIII. Qué sucesos exactamente contarán en ese lugar y en
ese momento como parte de la estructura temporal denotada por “la
Revolución Francesa” depende en gran medida de nuestros criterios de
relevancia. Sin dudas, hay criterios compartidos, de modo tal que no
haya discrepancias respecto de determinados sucesos. Pero cuando haya
disenso respecto de los criterios, las personas en disputa seleccionarán
diferentes sucesos y trazarán la estructura temporal de forma diferente,
y obviamente nuestros criterios se verán modificados a la luz de nuevas
reflexiones sociológicas y psicológicas. Tal vez el Pasado no cambie,
pero nuestra manera de organizar sí. Volviendo a nuestra metáfora del
trazado del mapa (véase el párrafo de este capítulo donde se encuentran
las notas [10] y [11]), hay un sentido en el cual sí cambian los territorios
(léase “estructuras temporales”) cuyo trazado los historiadores desean
realizar. Cambian conforme cambian nuestros criterios, y como mucho
nuestros criterios suelen ser flexibles, como vimos cuando hablábamos
de la construcción de barcos.
Cualquier término que pueda sensatamente ser tomado como un valor
para x en la expresión “la historia de x” designa una estructura temporal.
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Nuestros criterios para identificar a, si a fuera un valor de x, determinan
qué sucesos han de mencionarse en nuestra historia. No contar con un
criterio para seleccionar algunos sucesos como pertinentes y otros como
no pertinentes es simplemente no estar en absoluto en condiciones de
escribir historia.21 Las estructuras temporales son, por supuesto, ad hoc
hasta cierto punto. El suceso idéntico puede, en verdad, ser un elemento
constitutivo en cualquier cantidad de diversas estructuras temporales:
puede seleccionarse E con cualquier cantidad de colecciones heterogéneas
de sucesos en distintos todos temporales. Así, nuestra descripción de E
puede, por ende, variar conforme coloquemos E en diferentes colecciones
de sucesos y en diversas estructuras temporales. Así, describir E con una
oración narrativa –relacionarlo con algún suceso E’ posterior– significa
ubicar tanto E como E’ en la misma estructura temporal. Pero no puede
fijarse ningún límite a priori a la cantidad de diferentes oraciones narra-
tivas, cada una de las cuales describe verdaderamente E, y, por lo tanto,
no puede fijarse ningún límite a la cantidad de diferentes estructuras
temporales dentro de las cuales la organización histórica del Pasado
ubique a E.
De todas formas, de la misma forma en que los diferentes contextos
determinarán cuáles de las innumerables descripciones posibles de
un objeto es la descripción que apropiadamente debe dársele, así la
estructura temporal particular en la cual está interesado un historiador
con frecuencia determinará cuál es la descripción correcta de un suceso
dado. He sostenido que una cosa o acontecimiento en particular adquiere
significación histórica en virtud de sus relaciones con alguna otra cosa o
acontecimiento en el cual tenemos algún interés especial, o al que atri-
buimos alguna importancia por alguna razón. Así, las oraciones narrativas
se utilizan frecuentemente para justificar la mención, en una narrativa, de
alguna cosa o suceso cuya significación podría, de otra forma, escapársele
al lector. Un novelista, por ejemplo, puede interrumpir su relato a fin de
realizar un comentario narrativo sobre algún suceso al cual quiere atraer
nuestra atención; por ejemplo, “Smith no podía saber que su inocente
chanza causaría la muerte del obispo”. Así, el novelista se refiere, más
adelante, a ese episodio en particular que tiene importancia gracias a ese
suceso mencionado anteriormente y que, a primera vista, parecía trivial.
21
Esto se analiza en detalle en mi artículo “Mere Chronicle and History Proper”,
Journal of Philosophy, L (1953).
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También los historiadores usan, con frecuencia, esos recursos. ¿Por qué,
en la historia de la Guerra de Crimea, individualizar al capitán Nolan
y mencionarlo especialmente, cuando no se hace la menor mención de
tantos soldados? Porque cuando el capitán Nolan se unió al personal
de Lord Raglan, “Fue un momento fatal”.22 “Este oficial, valiente, inteli-
gente, dedicado, estaba destinado a ser el instrumento que significara la
desgracia para la Brigada Ligera”.23
22
Cecil Woodham-Smith, The Reason Why (Nueva York: McGraw-Hill, 1954), pág. 167.
23
Ibídem. Basta con tomar un libro de historia al azar para encontrar ejemplos de
esta forma de hablar. Así, “En el preciso momento en que parecía que el Papado
debió haber concentrado todas sus fuerzas para resistir a sus enemigos, aquél se
sumió en la crisis conocida como el Gran Cisma, y que durante cuarenta años iba
a dividir en dos a la cristiandad occidental” (*) (Henri Pirenne, History of Europe;
Nueva York: Anchor Books, 1956, II, 122) [Henri Pirenne, Historia de Europa,
desde las invasiones hasta el siglo XVI, México, Fondo de Cultura Economica, 2012].
“Tuvo lugar un desagradable incidente cuando Erasmo abandonaba suelo inglés,
en enero de 1500. [...] Sin embargo, este infortunado accidente significó un gran
beneficio para el mundo, y también para Erasmo, en definitiva. El mundo le debe
a este accidente los Adagios; y él le debe la fama, que comenzó con esta obra”. (*)
(J. Huizinga, Erasmus and the Age of Reformation; Nueva York: Harper Torchbooks,
1958, págs. 34-35) [J. Huizinga, Erasmo, Barcelona, Ediciones del Zodiaco, 1946.]
“Y sin embargo, este asunto, tan desagradable, fue de suprema importancia para
la historia mundial. Esta Iglesia, cuyas sectas colaterales se volvieron rígidas y se
negaron a todo desarrollo, iba a unir nacionalidades durante otro milenio y medio
contra la presión de los bárbaros, e incluso iba a evitar que éstos tomaran el lugar
de las nacionalidades porque era más fuerte que el Estado o que la cultura y, por
lo tanto, sobrevivió a ambos. En ella persistió la esencia de Bizancio”. (*) (Jacob
Burckhardt, The Age of Constantine the Great; Nueva York: Anchor Books, 1954,
pág. 302).[Jacob Burkhardt, Del Paganismo Al Cristianismo: La Época de Constantino
el Grande, México, Fondo de Cultura Economica, 1996.]
“La obra de [Oresme] significó un paso hacia la invención de la geometría analítica
y hacia la introducción en la geometría de la idea de movimiento de la que había
carecido la geometría griega”. (*) (A. C. Crombie, Augustine to Galileo: The History
of Science: A. D. 400-1650; Cambridge, Massachusetts; Harvard University Press,
1953, pág. 261) [A. C. Crombie, La historia de la Ciencia: de Agustín a Galileo, Madrid,
Alianza, 1974]. Este último ejemplo (y podrían multiplicarse sin fin) se cita en un
importante artículo de Joseph T. Clark, “The Philosophy of Science and the His-
tory of Science”, en Marxhall Clagett (ed.), Critical Problems in the History of Science
(Madison, Wisconsin: The University of Wisconsin Press, 1959), pág. 127. Todos
mis ejemplos son casos de lo que el padre Clark denomina die von unten bis oben
geistesgeschichtliche Methode (el método “de arriba a abajo” de la historia intelectual),
un método particularmente susceptible de lo que él llama “precursitus” (loc. cit.,
pág. 103, y nota 2, pág. 138). El precursitus (si fuera un lapso, un período) y todo el
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Palabras como “fatal”, “destinado” y “desgracia” dramatizan lo que es
un hecho esencial sobre la organización histórica del Pasado. La Carga de
la Brigada Ligera fue un ejemplo de idiota esplendor que quedó impresa
en la mente de los seres humanos: fue un tema adecuado incluso para
se tratado en la poesía. Si jamás hubiera sucedido, o si hubiera sido un
hecho rutinario o denigrante, la luz del interés histórico jamás se habría
posado en el capitán Nolan, o podría haberlo iluminado de manera
diferente; por ejemplo, en alguna otra estructura temporal, como la de
la historia de la caballería.
Los ejemplos de tales realineamientos retroactivos del Pasado podrían
multiplicarse indefinidamente. Cualquier novedosa reflexión filosófica,
por ejemplo, podría obligarnos a una nueva reestructuración de toda la
historia de la filosofía; uno comienza a ver a los primeros filósofos como
predecesores; lo cual, irónicamente, puede hacer que los hombres resten
importancia a la originalidad de esa persona cuya novedosa reflexión
trajo a la atención histórica rasgos que no habíamos notado de emisiones
filosóficas anteriores. Kant se quejaba amargamente de esto.24 Hemos visto
recientemente, como resultado de la escuela neoyorkina de expresionis-
mo abstracto, una revalorización parecida de Monet. Podríamos darnos
cuenta de que Monet no influyó en ninguno de los miembros de esta
escuela neoyorkina; pero dado que estos hombres comenzaron a pintar
de una manera en especial, Monet se convirtió en un predecesor con sus
últimas obras. Escribió Bergson: “Si no hubiera habido un Rousseau, ni
un Chateaubriand, ni un Vigny, ni un Victor Hugo, no habríamos per-
cibido jamás ningún Romanticismo en los clásicos del pasado y además
no habría habido ningún Romanticismo en ellos”. Porque
Este Romanticismo de los clasicistas se concretó a través de la extrac-
ción de un cierto aspecto de la obra de éstos. Pero esta extracción, con
su forma específica, no existía en la literatura del clasicismo antes de la
llegada del Romanticismo así como no existe el divertido diseño de una
Methode caracterizado por el padre Clark se deben a una descripción narrativa, un
modo de descripción que va von später bis früher (del momento posterior al anterior).
24
“Los hombres que jamás piensan independientemente tienen, de todas formas, la
agudeza de descubrir todo, luego de que se los ha mostrado, en lo que se dijo mucho
tiempo atrás, aunque ninguno lo haya visto antes”. Immanuel Kant, Prolegómenos
a toda metafísica futura, párrafo 3.[Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica
futura, Ediciones Istmo, Madrid, 1999.]
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nube en el cielo antes de que el artista lo perciba allí, cuando organiza
esa masa informe de acuerdo con su capricho.25
Ésta, por supuesto, es una forma hiperbólica de decirlo. Yo preferiría
decir que los elementos románticos estaban allí, en el clasicismo, prestos
a ser descubiertos. Pero es un descubrimiento para el cual requerimos el
concepto de “Romanticismo”, y criterios para identificar lo romántico. Pero
el concepto de Romanticismo, naturalmente, no lo habríamos tenido en
el momento de auge del clasicismo. Entre paréntesis, quiero aclarar que
cualquier cosa que se encuentre en los escritos del clasicismo y que resulte
encuadrarse en el concepto de Romanticismo fue, sin duda, puesta en esas
obras de manera no intencional; pero fueron inclusiones no intencionales
en virtud de la descripción “incluir elementos románticos” porque los
autores carecían de ese concepto. Ésta es una limitación importante al
uso de la Verstehen. No fue intención de Aristarco anticiparse a Copérnico,
ni fue intención de Petrarca inaugurar el Renacimiento. Ofrecer dicha
descripción requiere conceptos que sólo estuvieron a disposición en un
momento posterior. De esto se sigue que, incluso teniendo acceso a la
mente de los hombres cuya acción es descripta por el Cronista Ideal,
dicho Cronista no podrá valorar la significación de esas acciones.
Para estar vivo a la significación histórica de los sucesos conforme éstos
tienen lugar, uno debe saber a qué sucesos posteriores los historiadores
del futuro relacionarán los sucesos mencionados en primer término, en
las oraciones narrativas. Por lo tanto, no será suficiente el mero hecho de
poder predecir sucesos futuros; será necesario saber qué sucesos futuros
son pertinentes, y tal cosa requiere predecir los intereses de los futuros
historiadores. Ahora quiero dedicarme a la cuestión de predecir sucesos
de esta manera; pero señalo, al pasar, que si el Cronista Ideal ha de hacer
tal cosa, serán las obras de los historiadores humanos las que sean sus
modelos, y no será, como supusimos antes, de la forma inversa.
No podemos identificar una oración S como una predicción simple-
mente teniendo en cuenta su tiempo verbal, porque algunas oraciones
pueden ser predicciones y, pese a eso, estar atípicamente en tiempo verbal
pasado. Entonces, “Aristarco se anticipó a Copérnico” es predictiva en
25
Henri Bergson, La Pensée et le Mouvant (París: Felix Alcan, 1934), pág. 23. [Henri
Bergson, El pensamiento y lo moviente, Cactus, Buenos Aires, 2013]. Este pasaje fue
citado por Mandelbaum, op. cit., pág. 29. Le debo al profesor Mandelbaum el haber
llevado mi atención sobre todo a la exposición de Bergson.
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cualquier momento posterior al año 270 antes de Cristo y anterior al
año 1453 después de Cristo.26 Tampoco es simplemente una cuestión
de que el usuario de S tenga la intención de que S sea una predicción,
porque el usuario puede estar confundido con las fechas, y la carrera
cuyo resultado él intenta predecir puede ya haber sido corrida y ganada
al momento en que pronuncia S.27 Estipularé, no una definición de las
oraciones predictivas, sino una condición necesaria para ellas: S es una
predicción cuando S se refiere a E y E no se produce antes de la emisión
de S ni concomitantemente con ella.28
Una oración narrativa, que se refiere, en efecto, a un par de sucesos
E-1 y E-2 ordenados en el tiempo, será entonces una predicción si la
utiliza el Cronista Ideal; porque él la escribirá cuando se produzca E-1
(las oraciones narrativas versan sobre el primero de los sucesos a los que
se refieren) y, por lo tanto, temporalmente antes que E-2. Además, si la
Crónica Ideal ha de permanecer definitiva, éstas deben ser predicciones
correctas. Pero esto ahora modifica considerablemente la tarea del Cro-
nista Ideal porque dado que el par de sucesos referidos por una oración
narrativa pertenece a la misma estructura temporal, el Cronista Ideal va a
estructurar el Futuro de la misma forma que los historiadores futuros van
a estructurar el Pasado. Dado que la Crónica Ideal ha de estar completa,
26
Tal vez esta oración, si bien correcta gramaticalmente, se divide en una conjun-
ción (una proposición compuesta) que contiene una oración con verbo en tiempo
futuro como una de las proposiciones simples. Así, afirma: a) Artistarco hizo tal y
tal cosa en el momento t-1; b) Copérnico hará tal y tal cosa en el momento t-2; c) el
momento t-1 es anterior a t-2; d) esto-y-aquello se parecen a tal y tal cosa. Pero b)
cambia de tiempo verbal luego de 1543, y esto confirma el argumento que formulo
a continuación.
27
Tal vez esto sea cuestionable. Consideremos el caso de la mentira. Un hombre se
propone que S sea mentira, pero no sabe que emite una oración verdadera. ¿Diremos
que, de todas formas, mintió, y que la intención de mentir fue suficiente para hacer
de S una mentira? ¿O diremos que intentó o tuvo la intención de mentir, y fracasó?
Yo digo que es esto último. Y con el mismo criterio, diría que el hombre intentó
predecir y fracasó; pero esto puede ser simplemente un intento mío de generar leyes.
28
Incluso esto necesita ampliación. Supongamos que E jamás sucede, motivo por
el cual no puedo estar en ninguna relación temporal con E: sugiero que debe haber
alguna limitación temporal implícita; por ejemplo, en el momento t-1 se predice
que E ocurra en el momento t-2, de forma tal que la predicción completa es “E-en
el momento-t-2”. Si E no ocurre en el momento t-2, la predicción será falsa. Pero
obviamente no podemos formular siempre tales especificaciones. Puedo predecir
que moriré, pero salvo por contextos especiales, me está vedado conocer la fecha.
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todas las oraciones narrativas verdaderas de E-1 deben escribirse al mismo
tiempo y, por ende, el Cronista Ideal debe colocar todas las estructuras
temporales en las cuales E-1 estará ubicado. En efecto, la Crónica Ideal
es escribir historia antes de que la historia haya sucedido; entonces, si
ahora permitimos que ciertos fragmentos de la Crónica Ideal caigan en
las manos de los historiadores, ellos descubrirán muchísimo más que
simplemente qué sucedió, mientras sucedió, de la manera en que suce-
dió. También descubrirán qué sucederá (a menos que los sucesos, cuyo
relato ellos tienen, no estén para nada relacionados con acontecimientos
futuros). Pero con esto destruimos la asimetría de nuestro concepto del
Pasado y del Futuro: el Pasado y el Futuro son ahora uno en cuanto a
determinación. En verdad, esto es analítico porque la verdad de p está
lógicamente implicada por la verdad de “a correctamente predice que
p”, y cada predicción realizada por el Cronista Ideal es, por definición,
correcta.
Entonces, todo cambió. En particular, han cambiado los poderes cog-
nitivos del Cronista Ideal. Antes, aunque el Cronista Ideal tenía acceso
a mucha más información que ésa a la que podía acceder un simple hu-
mano, la manera de conocer que tenía el Cronista Ideal era simplemente
una extensión de una situación humana cognitiva conocida: era testigo de
los sucesos acerca de los cuales escribía. Pero uno no puede ser testigo de
sucesos futuros sin cambiar el significado de “ser testigo” o “presenciar”.
¿Cómo puede entonces conocer el futuro? ¿Sigue siendo la conducta del
Cronista Ideal inteligible para nosotros, o ya no lo es? Concentrémonos
ahora en casos más estrictamente humanos en los cuales se realizan
predicciones, y regresemos poco a poco a estas preguntas.
Cuando, en el momento t-1, un hombre predice E-en el momento-
t-2, siempre podemos preguntar cómo sabe, o por qué piensa, que E-en
el momento-t-2. Esto sucederá, por lo general, mediante una solicitud
de pruebas, y nuestra confianza en la predicción variará con nuestra
evaluación de esas pruebas. Sea la predicción “Lloverá en el momento
t-2”. Entonces, las pruebas pueden ser algún dolor reumático o una
mera corazonada, nubes cargadas de agua o la conducta de los pájaros,
o el resultado de testeos con cámaras de niebla, rayos equis, difracción
de electrones, o cosas parecidas. O puede ser sencillamente el informe
meteorológico que aparece en el periódico. Sea cual sea el caso, eso que
se cita como prueba se acepta como tal sólo cuando puede darse alguna
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respuesta a la pregunta de por qué se piensa que la prueba en cuestión
brinda algún fundamento para creer que lloverá en el momento t-2. La
respuesta puede ir desde una sencilla generalización inductiva hasta la
más moderna teoría meteorológica. En pocas palabras, para las predic-
ciones necesitamos algún suceso y alguna oración parecida a una ley u
otra cosa que nos permita inferir, a partir del suceso, un acaecimiento
futuro. Ahora bien: por el momento, no estoy interesado en si determi-
nada cosa es una prueba buena o mala, sino sólo en el requisito más
general de que esa determinada cosa debe satisfacer si, en verdad, ha de
ser considerada como prueba; es decir, eso que se ofrezca como prueba
debe estar a disposición al momento en que se realiza la predicción. Dada
nuestra caracterización de las predicciones, una cosa sistemáticamente
excluida por este requisito es el suceso predicho. Cualquier enunciado
que diga que E sucederá, cuando E ya ha sucedido, será automáticamente
falso porque estará tergiversando la relación temporal que existe entre
la emisión de ese enunciado y E. Por lo tanto, E, si se lo ofrece como
prueba de la predicción acerca de sí mismo, hará automáticamente que
esa predicción sea falsa.
Entonces, en el momento t-2 tenemos acceso a información que, en
principio, no está a disposición del hombre que haya predicho qué su-
cedería en el momento t-2. Específicamente, estamos en condiciones de
saber que su predicción fue correcta o incorrecta. Si se nos pregunta cómo
sabemos que está lloviendo, podemos, en principio, mostrar pruebas
que ni siquiera el más entrenado de los pronosticadores meteorológicos
podría haber mostrado antes: podemos señalar la caída de agua. Ahora
bien: si las oraciones narrativas se refieren a dos sucesos separados en el
tiempo, y son predictivas hasta que tenga lugar el segundo suceso, pa-
recería que, luego de ese suceso, las personas (los historiadores) siempre
pueden citar pruebas a favor de la oración narrativa que, en principio,
no habrían estado a disposición antes del acaecimiento del suceso tem-
poralmente posterior referido por ella: podrían citar el suceso mismo. Y
entonces están en condiciones de saber, como nadie lo había estado antes
del acaecimiento del suceso, que la oración narrativa es verdadera. Si fue
verdadera antes es una cuestión para nuestro siguiente capítulo: ahora
sólo estoy interesado en la epistemología del asunto.
Pero si realmente estamos haciendo epistemología, hemos dado un
salto gigantesco; porque supongamos que, en el momento t-1, se predice
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que E-en el momento-t-2. Entonces, en verdad, alguien tendrá, en el mo-
mento t-2, información de la que carecía en el momento t-1; es decir, el
suceso mismo, si la predicción resulta ser correcta. Presumiblemente ese
alguien presencia E, si bien en el momento t-1 podían presenciarse sólo
signos de E. Pero entonces, E puede ser presenciado sólo en el momento
t-2; en el momento t-3 ya es demasiado tarde para eso, y lo mismo para
cada t-n (n > 3). A partir de t-3 estamos aproximadamente en la misma
situación que ésta en la que está el que predijo en el momento t-1; al
igual que él, sólo podemos presenciar signos de E-en el momento-t-2.
En cierto sentido, estamos en una posición menos favorecida porque el
predictor puede, al menos, tener la esperanza de presenciar el suceso que
ha predicho. Pero nuestro propio argumento sistemáticamente torna falsa
la predicción “Yo presenciaré E” si E tiene lugar temporalmente antes que
las emisiones de esta oración. El predictor se encuentra en condiciones
de estar en condiciones de presenciar y, por lo tanto, de saber si predijo
correctamente o no. No sucede así con el retrodictor.
Esta desventaja se compensa parcialmente con el hecho de que quienes
predicen el acaecimiento de E y quienes retrodicen el acaecimiento de E
pueden presenciar clases inconexas de signos de E. Posiblemente las calles
húmedas no sean, respecto de que ha llovido, signos más fuertes que lo
que son las nubes cargadas de agua respecto de que va a llover, pero me
parece que los ejemplares de Sobre el movimiento de las esferas celestiales
son signos más fuertes de que alguien escribió dicho libro que cualquier
otro signo –que se me pueda ocurrir ahora– de que alguien lo escribirá.
De todas formas, el retrodictor puede tener el testimonio de testigos
respecto de un suceso, y este tipo de prueba queda sistemáticamente
vedado para el que predice, dada nuestra restricción general. Como caso
especial, tenemos historias de sucesos después de que ocurren y no antes.
Hemos concedido la posibilidad de que alguien diga que ha presen-
ciado un suceso, y ahora espera que suceda, está excluida por nuestra
restricción; hemos también concedido que nos parecerá sencillamente
absurdo que alguien afirme “mi libro ha sido publicado, así que será
mejor que me apresure y que lo escriba”; ¿consideraremos de la misma
forma absurdo que alguien afirme contar con la historia de un conjunto
de sucesos escritos, y que ahora es cuestión de que esos sucesos acaezcan?
Tratemos de imaginar tal caso.
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Supongamos que tomamos un libro cuyo título es La batalla de Iwo
Jima. Dicho libro describe con minucioso detalle los hombres que parti-
ciparon de ese conflicto y cada movimiento de éste; nos dice quién fue
herido y cuándo, quién murió y por qué, y nosotros, entonces, descu-
brimos que el libro fue escrito ¡en 1815! Pese a ello, nos damos cuenta
de que el libro nos dice más de lo que ya sabemos, aunque seamos –es
una suposición– los especialistas más destacados de la historia de esa
batalla. Utilizamos ese libro como guía, buscamos a los sobrevivientes
que, hasta ahora, desconocíamos. El testimonio que ellos brindan siem-
pre coincide con este extraño y anacrónico libro –que salió de la nada–,
pero que ahora se convierte en una guía de incalculable valor para la
investigación histórica, casi como si fuera el mapa del tesoro.
En definitiva, un hombre puede trazar primero el mapa del tesoro,
y luego colocar el tesoro, o hacer colocar el tesoro en cierto sitio. Un
hombre puede disponer un plan y luego llevarlo a cabo, o hacerlo llevar
a cabo. Éstos son casos de “rectificar los hechos”.29 ¿Por qué, entonces,
no podemos escribir una historia antes de que los sucesos sobre los que
se escribe realmente sucedan? Alguien podría sostener que no podríamos
llamar “historia” a eso, que la historia, por definición, versa sobre el pa-
sado; que se viola el uso, por lo tanto, cuando se dice que la historia de
los acaecimientos sucedidos en 1945 puede ser escrita en 1815. No voy
a ponerme fastidioso respecto de uso: no llamemos “historia” a esto; pero
supongamos que descubrimos recién después de haber aceptado que el
libro es el relato definitivo de la batalla de Iwo Jima que éste fue escrito
en 1815. Debería incomodarme el hecho de que no llamemos “historia”
a este relato; sin embargo, más me preocupa la posibilidad de que exista
tal relato, se lo llame como se lo llame.
Un bebé podría emitir por puro accidente, mientras balbucea, una
serie de vocablos que resulten ser la demostración del último teorema de
Fermat. Llamemos a esto “coincidencia”: una serie de vocablos puede ser
equiprobable con cualquier otra serie. O consideremos que el bebé es un
oráculo, y hace que los matemáticos le presten atención a sus ruiditos.
Cualquier cosa puede ser razonable en tal caso; pero supongamos que
nuestro problemático manuscrito es descubierto dentro de un hato de
papeles, la herencia literaria de un escritor del siglo XIX, y supongamos
también que hay cartas en ese hato. Esas cartas dicen lo que suelen decir
29
Véase a continuación.
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todas las cartas de este tipo de gente: “Vengo trabajando mucho en mi
libro sobre Iwo Jima, pero el trabajo va lento...”. Una cantidad de tal
tipo de documentación secundaria nos convence de que el libro es un
deliberado invento humano. Encontramos pasajes tachados y reempla-
zados con lo que resultan ser enmiendas fácticamente correctas, todas
ellas escritas con esa letra preciosista del siglo XIX. Todos dirán: “esto
es una falsificación”. Pero si encontráramos entre los papeles de New-
ton un mapa celeste correspondiente al año 1960, y lo verificáramos y
descubriéramos que es totalmente preciso, no sospecharíamos de que se
trata de un fraude. No sentiríamos la inquietud que nos viene cuando se
encuentra amenazado un concepto fundamental. Pero ¿por qué sería así?
Wittgenstein escribió: “El futuro nos está oculto. Pero ¿piensa así un
astrónomo cuando calcula un eclipse de sol?”.30 La pregunta es retórica:
aparentemente, los astrónomos no piensan de esa forma. La cuestión
es que sabemos más o menos qué hace el astrónomo: determina las
posiciones iniciales, resuelve ecuaciones y otras cosas. Nuestro precoz
historiador escribió: “El trabajo va lento”; pero ¿qué tipo de trabajo? Y
esto es lo que no sabemos; sólo sabemos que no puede ser en absoluto
lo que hacen habitualmente los historiadores: revisar archivos, autenticar
documentos, seleccionar testimonios, entrevistar a los sobrevivientes y
examinar fotografías. Nos inclinamos ahora, tal vez, a decir que no pue-
de existir escritura de historia antes de que sucedan los hechos porque,
entonces, no habría historiografía. Para el astrónomo, el futuro no está
más oculto que el pasado, y la predicción y la retrodicción son lo mismo.
Pero hay una asimetría especial entre signos y rastros de sucesos, que ya
hemos notado. Las huellas de pie existen luego de que se apoye el pie,
y no antes. Las fotografías, los dichos de los testigos presenciales y otros
tipos de prueba existen luego de que acaecen los sucesos de los que
son comprobación, y no antes, y es con dichos elementos con los que
tiene que ver la historiografía. Pensemos en las inmensas dificultades de
tratar de predecir sólo esos lugares en los cuales se posará el pie de un
hombre mientras cruza la arena; y qué simple es, en tanto permanezcan
las huellas de esos pies, retrodecir las posiciones.
Estas asimetrías son profundas. Si veo nubes cargadas de agua, puedo
decir: “Va a llover a menos que...”, y al ver húmedas las calles puedo
30
Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, pág. 223e. [Ludwig Wittgenstein,
Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 2002, 2ª.]
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decir “Llovió, a menos que...”. Pero la expresión que indiferentemente
complete cualquiera de las dos oraciones es de carácter acotado. Así,
“pasó un camión hidrante” completa bien la segunda oración, pero
–cambiemos el tiempo verbal–, “pase un camión hidrante” no encaja bien
con la primera. Con igual criterio, “Lloverá a menos que cambie el viento”
es algo que puede decirse cuando vemos nubes cargadas de agua, pero
decir “Ha llovido a menos que cambie el viento” suena raro cuando vemos
superficies húmedas. Además, si un hombre presenciara E en el momento
t-2, igual se lo consideraría como testigo en el momento t-3, pero, si bien
presenciará el suceso, no se lo considerará testigo en el momento t-1.
Pero si utilizamos el testimonio de tal testigo como base para una re-
trodicción, estamos confiando en su memoria. ¿Por qué no podría existir,
en definitiva, como base para una predicción, una simetría con el uso de
algún testimonio precognitivo de parte de quien será testigo? Llamemos
a esa persona “pre-testigo”. Un pre-testigo preconoce lo que presenciará,
de la misma forma en que un testigo recuerda que ha presenciado un
suceso. Alguien podría ahora sostener que decir que a es un pre-testigo
es presuponer lógicamente que a presenciará E, y decir que a presenciará
E es presuponer lógicamente que E sucederá. Pero no podemos entonces
aceptar, como prueba de que E ocurrirá, el testimonio de a –como pre-
testigo–, porque aceptarlo como pre-testigo es presuponer lógicamente la
misma cuestión que estamos tratando; es decir, el acaecimiento de E. Por
desgracia, un argumento exactamente análogo descalificaría las pruebas
brindadas por testigos, porque aceptar a b como testigo de E presupone
lógicamente que b en efecto presenció E. Esto, a la vez, lógicamente
presupone el acaecimiento de E. Por lo tanto, aceptar a b como testigo,
y aceptar su testimonio como prueba del acaecimiento de E, es incurrir
en un círculo vicioso. La verdad de p está implicada en la verdad de “b
recuerda que p”; pero entonces, la verdad de p está también implicada
en la verdad de “a preconoce que p”.
Por supuesto, si insistimos en considerar la precognición como algo
simétrico a la memoria, presumiblemente tendríamos que excluir la pre-
cognición por ser eso sobre lo cual el “historiador” de la batalla de Iwo
Jima basó su relato; porque si no podemos recordar sucesos que no hemos
presenciado, no podemos preconocer sucesos que no presenciaremos,
y el “historiador” casi con certeza no presenciará la batalla. Entonces, la
presunta simetría entre memoria y precogniciones se reduce a casi nada.
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Esto apenas afecta al típico historiador, quien rara vez ha presenciado
personalmente los sucesos sobre los cuales escribe: pero es desastroso
para la persona que escribe sobre sucesos que no presenciará.
Tal vez, entonces, esta última persona tenga alguna especie de cla-
rividencia y base su relato en visiones proféticas. Podríamos entonces
explicar sus modificaciones diciendo que una visión posterior reemplaza
una anterior, como en la composición del Corán. Pese a eso, podríamos
preguntarnos cómo esa persona realmente sabe que tiene este tipo de
clarividencia, cómo distingue entre tener una visión adecuada y la simple
imaginación de las cosas. Puede ser que lo que esa persona quiso decir con
“El trabajo va lento” fuera: “Las visiones son pocas y muy esporádicas”.
Pero ¿cómo distinguirá su caso del caso de un novelista con una musa
reticente? Nótese que podemos hacer coincidir nuestro extraño profeta
con una igualmente extraña persona que tiene visiones retroactivas: una
persona que escribe, en 1960 y sobre la base exclusiva de visiones, la
historia de lo que sucedió en 1815. Supongamos, en efecto, que esta
persona escribe de esta manera un relato totalmente exacto; pero al
menos podemos verificar las visiones de este hombre contra los relatos
estándar. Incluso si esta persona informara cosas que no se encuentran en
los relatos estándar, podríamos saber, en principio, qué tipo de pruebas
se necesitarían para verificar lo que dice. Pero en 1815 no habría habido
nada comparable contra lo cual pudiera haberse verificado la “Historia de
la batalla de Iwo Jima”; ciertamente no contra otros relatos. Porque surgi-
ría entonces la cuestión de cómo se llegó a esos relatos. Si ellos también
fueron escritos sobre la base de visiones, lo único que habremos hecho
es transferir el problema. Una historia visionaria y una historia ortodoxa
podrían llegar a las mismas conclusiones: habría formas ortodoxas de
verificar ambas; pero cuando el relato está escrito antes de que acaezcan
los sucesos en cuestión, no hay ni relatos ortodoxos ni formas ortodoxas
de verificar relatos no ortodoxos. Pueden existir tales visiones. Tenerlas es
sólo la enorme buena suerte que tiene alguien, como engendrar a un genio
universal. La conducta de Piero da Vinci es instructiva: intentó duplicar
las circunstancias exactas bajo las cuales fue concebido Leonardo, con
la expectativa de tener un duplicado de Leonardo. Podemos decir que
hizo sólo lo correcto, o que hizo sólo algo incorrecto; no hay diferencia,
porque, en definitiva, nada es correcto ni incorrecto cuando se trata de
engendrar a un genio universal. No hay receta.
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Sin embargo, cuando el astrónomo calcula el futuro eclipse, no su-
ponemos que él goce de dones precognitivos especiales o que requiera
clarividencia. Cuando decimos que el Futuro está oculto, sólo queremos
decir que carecemos del tipo de leyes y teorías que sí tiene el astrónomo.
¿No habría el precoz historiador utilizado la Ciencia? Con la frase “El tra-
bajo va lento” ahora entenderemos qué quiso decir: que es increíblemente
difícil determinar valores para todas las variables, que es tremendamente
difícil realizar esos intrincados cálculos que conducen deductivamente a
las conclusiones presentadas en “La historia de la batalla de Iwo Jima”.
Bueno, esto bien puede ser así. Tenemos buenas razones para creer que
no existían tales teorías en 1815. Carecemos de ellas hoy mismo. Y no
podemos entonces entender realmente –dado que nosotros mismos no
contamos con dichas teorías– qué tipo de cosas contaban como condi-
ciones iniciales y limitantes. Pero supongamos que el hombre conocía
esas cosas, y que su obra fue una obra “científica”. Predijo la batalla de
la misma forma en que el astrónomo predice el eclipse.
Una vez más, trabajemos a partir de casos simples. Supondremos una
teoría T de acuerdo con la cual puede predecirse un suceso E a partir
de otro suceso C. Sea T: “Cuando hay nubes cargadas de agua, entonces
llueve”. El vocabulario de T entonces consiste en dos términos especia-
les, “nubes cargadas de agua” y “llueve”. Ahora bien: muchas cosas son
verdaderas de las tormentas fuera de que meramente sean tormentas.
Por ende, podemos rápidamente armar una descripción D de E que no
puede ser formulada con el exiguo léxico de T.
Ahora E puede ciertamente predecirse mediante T, pero no en virtud
de la descripción D. A fin de poder hacer eso, deberemos mostrar que
los predicados de D son explícitamente definibles con los términos ya
incluidos en T o –más probablemente en el este caso– deberemos ade-
cuadamente enriquecer nuestra provisión de términos. T se convierte
proporcionalmente más complicada a consecuencia de esta operación,
y ahora supondremos que T es llevada a ese nivel de complejidad ac-
tualmente exhibido gracias a la más reciente teoría de la meteorología.
Supongamos que el vocabulario de T ahora consiste en un conjunto de
términos F1, F2, F3 ... Fn; podemos decir que la descripción en virtud de
la cual se predice E idealmente utilizará cada uno de esos términos o su
negación. Ésta será, entonces, la descripción más plena permitida por
la teoría actual.
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Todos sabemos, por supuesto, que cualquier descripción de ese tipo,
por rica que sea, es magra en contraste con lo que es lógicamente posible:
que todo predicado del lenguaje (o su negación) podría aplicarse a E, y
que incluso entonces, dado que individuum est ineffabile (“de lo que es
individual no se puede hablar”), las propiedades de E no se agotarían: la
riqueza de las propiedades de E dejan atrás la máxima riqueza del poder
descriptivo de nuestro lenguaje tomado in toto. Pero esto no me interesa
particularmente porque supongamos que E ha sucedido, según su pre-
dicción. Entonces, puede haber descripciones de E que consideramos
importante brindar, pero que exceden el alcance lingüístico de T. Puede
que no haya sido sólo una tormenta: puede haber sido la tormenta con
la cual nuestro sótano se inundó, o que arrancó el amarradero construido
por Smith en 1912. No quiero decir que esas cosas no podrían haber sido
predichas; sólo quiero decir que no pudieron haber sido predichas sólo
mediante T. Porque “inunda el sótano de Jones” o “arranca el amarradero
de Smith” son casi con certeza términos que no son verdaderos de las
tormentas que están incluidas en T o que son explícitamente definibles
mediante los términos que sí están incluidos.
Por lo general se admite que una teoría científica no puede predecir
un suceso en virtud de cada descripción verdadera de dicho suceso. En
verdad, parte de lo que creemos que es actividad científica consiste en
encontrar el lenguaje apropiado para describir sucesos, en seleccionar
esos términos que designan propiedades pertinentes de los sucesos, o
crear términos con este propósito. Es por demás suficiente conocer la
posición inicial y el movimiento de un cuerpo para poder predecir su
trayectoria: no necesitamos también saber que tal objeto en particular
es un huevo de porcelana fabricado para la hija mayor del zar Nicolás.
Entonces, no tendrían sentido y, en definitiva, sería destructivo de todo el
concepto de teoría científica recomendar la incorporación en una teoría
tal como T esos términos con los cuales nuestro propio interés local en
sótanos y amarraderos nos mueven a describir tormentas. Más aún, sería
una exigencia imposible porque no hay fin a la cantidad de estructuras
temporales en las cuales los historiadores del futuro podrían ver ubicado
a E. Puede llegar a ser conocido como la tormenta en la cual Alicia y
Bernardo tuvieron su pelea fatal, o durante la cual nació el hombre que
resolvió el último teorema de Fermat. Entonces, es un logro suficiente ser
capaz de predecir E en virtud de alguna descripción de él. La pretensión
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–menos frecuentemente encontrada hoy en día que tiempo atrás– de
que hay dos tipos distintos de sucesos –sucesos científicos, que pueden
predecirse y explicarse, y sucesos históricos, que no pueden predecirse
ni explicarse– es errónea. No hay dos clases de sucesos, sino quizás dos
clases de descripciones. La ciencia puede, en efecto, no brindarnos la
información que deseamos sobre los sucesos, pero esto se debe a que
tal información no siempre puede enunciarse en el abreviado lenguaje
de las teorías científicas. Formular ese tipo de exigencias destruiría el
concepto de meteorología.
Puede que sea así, pero ahora estamos interesados en una teoría dife-
rente: la utilizada para predecir no sólo el acaecimiento de la batalla de
Iwo Jima, sino ese suceso bajo esa descripción enormemente detallada
que encontramos en nuestra polémica “historia”. Debe haber en esta
última oraciones como éstas: “A las 3:30 del 20 de febrero, el sargento
Mallory, mientras armaba una granada, fue muerto por el soldado Kito,
con el quinto y único disparo exitoso de este último de ese día”. ¡Ahora
nos explicamos por qué “el trabajo va lento”! Debe haber implicado un
gran esfuerzo el solo hecho de escribir la historia con tal grado de detalle.
De todas formas, la teoría utilizada para predecir todo esto debe ser tan
lingüísticamente rica como el lenguaje común. En definitiva, estamos
suponiendo que el relato es fácilmente inteligible para el lector común.
Pero entonces supongamos que el manuscrito había sido descu-
bierto en, digamos, el año 1890. Los lectores, entonces, podrían haber
quedado intrigados por algunas palabras (de la misma forma que, con
frecuencia, nosotros quedamos intrigados por algunas palabras de ellos);
pero, impresionados con la fertilidad de la imaginación del escritor, esos
lectores pudieron haber atribuido a ese manuscrito el mismo género que
el de los escritos de Julio Verne, aunque tendría demasiadas palabras y
demasiados detalles para ser una novela hecha y derecha. Aparecerían
ediciones sintetizadas y hasta versiones para chicos. Sólo con posteriori-
dad a 1945 vería la gente que este manuscrito fue historia pre-escrita. O
supongamos que fue descubierta en algún momento del año 1944 y fue
realmente tomada en serio como pieza de predicción científica. El Alto
Comando podría debatirla, compararla con sus propios planes, tal vez
incluso alterar sus propios planes. El sargento Mallory se preocuparía de
estar en algún otro lado a las tres y media del 20 de febrero. Y entonces,
todo el trabajo, que fue tan lento, quedaría en nada: ¡las predicciones
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eran falsas! Porque los hombres se rehusaron a seguir el manuscrito y se
comportaron como rebeldes actores insatisfechos con el libreto. Es algo
bastante común falsificar predicciones. Algunos predicen que la pelota
va a dar contra el piso en cierto momento, pero otra persona la atrapa.
Seguramente algún hombre esté interesado en falsificar la predicción
de que perderá su vida en cierto momento y lugar. La única forma de
que funcione la predicción es que ésta sea descubierta luego del suceso;
porque, recordemos, no podemos cambiar el Pasado.
Tal vez ese hombre de 1815 sabía todo esto. Quizás él incluso predijo
el futuro de que el manuscrito caería en manos de personas en 1944, y
que ellos tratarían de falsificar las predicciones que figuraban en él. Pre-
dijo qué iban a hacer esas personas, ¡y escribió acerca de eso! Entonces,
surgiría la misma situación que antes si este relato “más completo” fuera
a caer en las manos de personas de 1944. Lo que no podemos imaginar
es que ellos supieran qué predicción se hizo y que no fueran capaces de
falsificarla, siempre y cuando el suceso predicho no hubiera ya sucedido.
Imaginemos tener la predicción de que uno moverá el pie izquierdo en
el momento t-1 y el pie derecho en el momento t-2. Intentamos falsificar
eso: intentamos quedarnos quietos en el momento t-1, o mover el pie
derecho, pero pese a todos nuestros esfuerzos, ¡la predicción se concreta!
Los pies caen en las huellas pronosticadas: como si uno hubiera perdido
el control de los miembros, ellos se mueven ahora por su propia volun-
tad. O imaginemos intentar no gritar, y luego darnos cuenta, pese a ello,
que un grito pasa por nuestros labios. Pensemos en todo un campo de
batalla de hombres afectados por esta rara alienación. Horrorizados,
estos hombres se encuentran apuntando con sus armas; los dedos se
mueven espontáneamente hacia las granadas y les quitan el seguro; los
hombres tratan de gritar “¡Retirada!”, pero en lugar de eso les sale el
predicho “¡Ataquen!”. Todos observan su propia conducta casi como si
fueran espectadores, desapegados de cada acto, sabiendo de antemano
qué se hará e incapaces de hacer algo para evitar que suceda. Estas cosas
ocurren, tal vez, en las pesadillas, o en los sueños del Científico Loco. En
los sueños podría llegar a suceder que alguien grite “¡Deja de caer!” y yo,
en mi vuelo por el espacio, obedezca deteniéndome en el aire. “¡Deja de
caer!”, en un contexto real, es un caso paradigmático de una orden que
no podemos obedecer. “¡Mueve el pie derecho!”, en contextos normales,
es un caso paradigmático de una orden que podemos desobedecer si de-
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seamos. El complicado caso que acabo de imaginar sólo podría ocurrir si
los hombres perdieran lo que normalmente consideramos como control
sobre sus acciones. El único libro que no podemos imaginar que tengan
en sus manos los hombres de Iwo Jima es “La historia de la batalla de
Iwo Jima”; o, más bien, no podemos imaginar que lo tengan y, a la vez,
que el libro siga siendo verdad.
Lo que no sabemos, entonces, es lo que los historiadores del futuro van
a decir sobre nosotros. Si lo supiéramos, podríamos falsificar sus relatos
de la misma forma en que podríamos falsificar predicciones realizadas
antes del momento en el cual nosotros estamos actuando, o podemos
hacerlo dentro de los límites del control normal humano, un conjunto
de límites que esperamos que la ciencia amplíe más que acote.
Entonces, supongamos que la batalla fue predicha y que la predicción
fue descubierta recién después. La consideramos como un gran logro, y
lamentamos nada más que la predicción haya sido descubierta demasiado
tarde. Dado que fue descubierta demasiado tarde, es verdadera. Nada
puede sucederle al Pasado para hacerlo falso, pero conforme pasa el
tiempo, nos parecerá más y más necesario agregar nuevas descripciones
de la batalla de Iwo Jima. Un hombre que en ese momento fue soldado
raso sobrevive, debido a la heroica acción de un hombre cuyo desfalle-
ciente pensamiento pudo haber sido que se sacrificó por una persona
tan insignificante. Ese soldado raso, entonces, ¡realiza grandes obras!
Este episodio adopta una significación especial: se lo enseña a niños en
edad escolar. Disfrutan de representar la escena en la cual fue salvada
la vida del hombre que... Y más y más oraciones narrativas ingresan a
relatos posteriores de la batalla, oraciones que ni siquiera conocía el
genio de 1815.
¿Pudo haberlo sabido el Cronista Ideal? Depende de nosotros deter-
minarlo. Él es nuestra creación y podemos hacer con él lo que queramos.
En definitiva, fuimos nosotros los que decidimos que el Cronista Ideal
sería capaz de transcribir simultáneamente cada cosa mientras sucedía,
cuando sucedía y de la manera en que sucedía. Pero ¿por qué prolongar la
ficción? Ha servido para nuestros propósitos, y ahora puede ser abando-
nada. Y con ella va la Crónica Ideal, de la cual no pudimos encontrar una
versión que no nos dijera menos de lo que queríamos ni más de lo que
podemos saber. ¿Y qué pasó con nuestro deficiente modelo metafísico?
¿Qué se logró con él salvo decir metafóricamente que las oraciones ver-
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Narración y conocimiento
daderas sobre el Pasado no son falsas, lo cual puede ser lo único a lo que
se reduzca la frase “El Pasado no puede cambiar”? ¿Y qué pasó entonces
con los enunciados verdaderos respecto del Futuro? Bueno, si podemos
falsificar un enunciado sobre el futuro, simplemente no es verdad. Si
“cambiar el Futuro” significa sólo falsear predicciones, entonces con
seguridad podemos cambiar el Futuro. ¿Por qué entonces no podemos
falsear retrodicciones? La respuesta es que podemos, en cierto sentido,
hacerlo. Si yo supiera que alguien retrodirá que comí un durazno en el
momento t-1, yo podría, en lugar de eso, comer una manzana, y con
eso falsearía esta retrodicción. Pero esto es exactamente lo que no sé. Si
supiéramos lo que los historiadores del futuro dirán acerca de nosotros,
podríamos falsear sus oraciones si así lo quisiéramos, de la misma forma
que podemos, si quisiéramos, falsear lo que la gente anterior a nosotros
ha predicho que nosotros haríamos. Pero esa oración de Peirce, con la
cual comenzamos, ¿significa algo más que que no sepamos qué van a
decir los historiadores del futuro? “El futuro está abierto” dice sólo que
nadie ha escrito la historia del Presente.
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Capítulo XV
Narración y conocimiento
Si Rawdon Crawley hubiera estado presente en aquel momento, en
lugar de encontrarse en el club bebiendo nerviosamente vino clarete,
los dos habrían podido arrodillarse delante de la vieja solterona, haber
confesado todo, y habrían sido perdonados en un abrir y cerrar de ojos.
Pero a la joven pareja se le negó esa gran oportunidad, sin dudas para
que se pudiera escribir esta historia...
William Makepeace Thackeray,
La feria de las vanidades, capítulo 16.
Con este artículo busco identificar ciertas estructuras que definen, en
mi opinión, parte de la fenomenología de la conciencia histórica y, por lo
tanto, de la existencia histórica, entendida esta última como existente en
la conciencia de que uno está en la historia. La conciencia así estructu-
rada contrasta, por supuesto, con el tipo de conciencia animal en virtud
de la cual, según la frase de Nietzsche, uno “existe ciegamente entre las
paredes del pasado y del futuro”. Eso a lo cual tal conciencia es ciega
es, precisamente, esas paredes. Por lo tanto, es ciega al hecho de que el
presente es presente, y por ende al hecho de que la propia conciencia
ejemplifica la conciencia animal. Pero más que esto, se requiere que el
contraste ponga de resalto la conciencia histórica, porque lo único con lo
cual contrasta la conciencia animal es la conciencia de la temporalidad; y
el presente histórico es más que un momento del cual uno es consciente de
que es simultáneo con la propia conciencia de él. Reconocer el presente
como histórico implica percibirlo y percibir la propia conciencia de él
como algo cuyo significado sólo será dado en el futuro, y en retrospectiva
histórica; porque se reconoce que tiene la estructura de lo que será un
momento histórico pasado; es decir, como algo cuyo significado está a
disposición de los historiadores, pero no necesariamente a disposición de
aquellos para quienes fue presente, significado ése que les fue ocultado
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Arthur C. Danto
por la razón que sea que el futuro está oculto. Pero el futuro de ellos es
parte del pasado del historiador, y la conciencia histórica es una cuestión
de estructurar nuestro presente en cuanto a nuestro futuro y el pasado
de ellos. Hay todo un vocabulario –podríamos llamarlo el “lenguaje de
la narrativa”– con un significado que tiene reglas, y esas reglas presupo-
nen la internalización de esta estructura, una estructura a la cual incluso
quienes tienen conciencia temporal pueden estar ciegos si son como esas
felices mujeres descriptas por George Eliot y carecen, como las naciones
felices, de un pasado. Existir históricamente es percibir los sucesos que
uno atraviesa como parte de una narración que ha de relatarse más tarde.
Hay una analogía entre la adquisición de conciencia histórica y la ad-
quisición de esa estructura de percepción de la que habla Sartre cuando
analiza la toma de conciencia de parte de aquellos para los cuales uno exis-
te como un objeto. Porque el conocimiento de que hay otras conciencias
transforma la manera en que una persona estructura el mundo, dado que
hay que marcar una diferencia entre este proceso y la simple conciencia
de que hay diferencias entre los objetos de la conciencia y el propio yo.
En efecto, Sartre sostiene que uno no tiene una verdadera concepción de
sí mismo como un yo hasta que uno tiene el concepto de los otros yoes,
porque cuando eso sucede, uno abruptamente percibe que tiene, por así
decirlo, un adentro y un afuera. La analogía no se traza al azar porque
la conciencia histórica también ve que los sucesos tienen un adentro y
un afuera, y marca una diferencia entre la conciencia de atravesar los
sucesos, y la conciencia de esos sucesos vistos desde afuera, por parte
de los historiadores para quienes esos sucesos han de estar ubicados en
estructuras narrativas. En pocas palabras, hay una analogía entre otras
mentes y otras épocas que es más rica que la analogía entre saber acerca
del pasado y saber acerca de los objetos externos. Pero abundar en esta
cuestión me llevaría demasiado lejos, y la idea es nada más que señalar
la analogía. Por lo tanto, permítanme tratar la cuestión del conocimiento
histórico como tal, como forma de llevar algunas características especiales
del lenguaje de la narrativa al terreno de la conciencia lógica.
I
Es posible caracterizar mínimamente a los historiadores de la siguiente
manera: buscan formular enunciados sobre el pasado, y tienen éxito
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Narración y conocimiento
cuando determinan que estos enunciados son verdaderos; y se tiene co-
nocimiento histórico, según esta mínima visión, cuando uno sabe que s,
y s versa sobre el pasado. Tal vez puede considerarse que “s versa sobre
el pasado” significa sólo que s está expresada en tiempo verbal pasado, y
que cualquier cosa que satisfaga las condiciones de verdad de s es anterior
en el tiempo que la aserción de s. Es filosóficamente atractivo suponer
que esta relación entre el momento de la aserción y el momento de la
satisfacción es la única información transmitida por el tiempo verbal,
porque esto permite una análisis de una oración a la que se la considera
un ejemplo de un fragmento de conocimiento histórico aproximadamente
de la siguiente forma: hay un contenido sin tiempo verbal; por ejemplo,
“Marivaux presenta Arlequin poli par l’amour el 17 de octubre de 1722”, y
luego una indicación de que el suceso así caracterizado es anterior en el
tiempo a la oración que así lo caracteriza; y el tiempo verbal mismo señala
sólo la relación temporal que existe entre cualquier cosa que satisfaga
la parte sin tiempo verbal del enunciado histórico y la formulación del
enunciado mismo. Este análisis continúa así: luego, los otros tiempos
verbales gramaticales solamente marcan las otras relaciones temporales
en las cuales estamos respecto del suceso idéntico. Puede decirse que
la oración con contenido sin tiempo verbal expresa lo que el historiador
sabe cuando la oración expresa conocimiento histórico, y el hecho de
que sea histórica es nada más que una cuestión de establecer la relación
temporal correcta entre lo que el historiador sabe y el momento en que
lo sabe. Entonces, nada marca la diferencia –cuando quitamos del medio
la cuestión del tiempo– entre lo que sabe el historiador y lo que sabe otra
persona que se encuentra en una relación temporal diferente respecto del
suceso en cuestión. Así, Luigi Ricoboni sabía, el 22 de octubre de 1722,
que Marivaux presentaba Arlequin poli par l’amour. Pero el de él no era
conocimiento histórico alguno. Podría brindarse un análisis paralelo de
las personas gramaticales, pienso. Supongamos que hay un momento en
el cual Marivaux se entera de que Ricoboni busca un buen dramaturgo
francés. Entonces, sabe de Ricoboni lo que Ricoboni sabe acerca de él
mismo –lo que saben es lo mismo en ambos casos–, pero los pronombres
personales que cada uno emplea indican las diferentes relaciones en las
cuales cada uno está respecto de los hechos idénticos que satisfacen el
contenido despersonalizado invariable de “Él busca un buen dramaturgo
francés” y “Busco un buen dramaturgo francés”. Entonces, los pronom-
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bres, en este análisis, no penetran más el contenido de lo que se conoce
que lo que lo penetran los tiempos verbales en el análisis que acabo de
esbozar sobre el lenguaje temporal, dado que los tiempos verbales, al
igual que los pronombres, son meros modos de referencia.
Es cierto: los factores referenciales así extruidos del contenido de
dichas oraciones pueden marcar una diferencia –sí, una diferencia
astronómica– en lo que concierne al acceso cognitivo a este supuesto
contenido invariable. Así, Ricoboni sabía (digámoslo vulgarmente) por
introspección directa que Marivaux (para seguir con la conocida tesis)
podía darse cuenta sólo por pruebas y por inferencia, y podía así llegar a
saber. Y de la misma manera, no se necesitaba que Marivaux consultara
los archivos teatrales para saber, el 17 de octubre de 1722, que Arlequin
poli par l’amour hacía su debut en la Comedia del Arte. El pronombre de
primera persona y el tiempo verbal presente marcan posiciones conoci-
damente privilegiadas, cognitivamente hablando, y aunque el contenido
conocido sea invariable, el contraste entre posiciones privilegiadas y
no privilegiadas con respecto a éste puede incluso, en base a criterios
verificacionistas, determinar diferencias en el significado de las oracio-
nes verificacionistas, del tiempo verbal, y del pronombre. Que exista
una diferencia en significado –se explique en términos verificacionistas
o no– es algo que se concederá sin problemas. En realidad, desconfío
aquí de la intuición verificacionista: San Agustín nos dice que sonreía
cuando era niño y que robaba peras cuando era joven. Pero recuerda
esto último mientras su afirmación de saber lo primero es cuestión de
inferencia analógica y confianza en el afectuoso testimonio de Mónica. Y
esta diferencia requeriría que las oraciones formuladas en tiempo verbal
pasado fueran más ambiguas de lo que sugeriría la gramática: entonces,
supondría que es suficiente para nuestros objetivos explicar los tiempos
verbales provisoriamente como modos de referencia temporal, y en
cualquier caso, lo que importa para mi análisis es sólo la sugerencia de
que se supone que el tipo de información temporal ha sido borrada del
contenido del conocimiento; de esta forma, una vez más, lo que se sabe
es invariable para nuestra relación temporal con él.
Debe haber sido esa distinción la que Descartes habría citado en apo-
yo de una famosa y despectiva frase de sus considerados historiadores.
¿Qué crédito se les puede atribuir a éstos si, mediante un arduo trabajo
de búsqueda en archivos, llegan a saber algo sobre, digamos, qué suce-
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Narración y conocimiento
dió en el último año de la República romana, si éstos serían hechos que
tranquilamente podría conocer la sirvienta de Cicerón?1 Lo único que
distingue al académico de esta sirvienta reside en las técnicas que él,
pero no ella, debe adquirir a fin de superar obstáculos que él y no ella
enfrenta al momento de llegar a un fragmento de conocimiento que es
el mismo en cualquiera de los dos casos. Un esnobismo similar presenta
una cuestión similar al antropólogo que tiene que llegar, a través de téc-
nicas especiales, al conocimiento que naturalmente tenían los hotentotes
simplemente como consecuencia del privilegio de haber sido hotentotes.
Pero mi interés está en la historia, y la cuestión que nos presenta Des-
cartes es si en realidad los historiadores, en su tarea de saber acerca del
pasado, llegan a saber, como mucho, lo que conocían esas personas que,
no siendo historiadores, fueron testigos presenciales de los hechos en
cuestión. ¿O hay algo cuyo conocimiento está exclusivamente disponible
para el historiador y que no pudo haber sido observado por los testigos?
Y si existe ese algo, ¿no podría haber, entonces, algún contenido cognitivo
disponible para el historiador, pero no para sus contemporáneos de los
sucesos en cuestión, de tal suerte que los privilegios cognitivos se distri-
buyen de manera diferente de la permitida por la epistemología común?
Deseo afirmar que el historiador sabe cosas acerca de los mismos
sucesos que conocía la sirvienta, pero que ella no pudo haber sabido
lo que el historiador sabe porque ella estaba en una relación temporal
equivocada respecto de esos sucesos como para conocerlos. El historiador,
por ejemplo, sabe que esos sucesos tuvieron lugar en los últimos años de
la República romana, y que esos hayan sido los últimos años pudo saber-
se, si el conocimiento implica verdad, sólo cuando la República hubo
llegado a su fin. Esto sería conocimiento de esos sucesos redescriptos
con referencia a sucesos que tendrían lugar en el futuro de la sirvienta,
pero en el pasado del historiador. Sin dudas, hay descripciones de esos
sucesos en virtud de los cuales sería verdadero decir que el historiador
y la sirvienta saben lo mismo. Y sin duda esto se debe a que el histo-
riador espontáneamente supuso que esto era así respecto de todas las
1
Charles Adam y Paul Tannery, eds., Les Oeuvres de Descartes (París: Vrin, 1908),
vol. 7, págs. 6 y siguientes. Vico mismo cita el pasaje. Véase Opere G. B. Vico (Bari:
Laterza, sin fecha), vol. 1, pág. 274. Isaiah Berlin trata acerca de la actitud de Des-
cartes hacia la historia en Vico and Herder (Londres: Hogarth Press, 1976), pág. 36.
[Isaiah Berlin, Vico y Herder, Madrid, Cátedra, 2000]. Agradezco al profesor Berlin
por ayudarme a encontrar este vivaz párrafo.
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descripciones de esos sucesos o cualquier suceso de los que se burló
Descartes. Pero hay, creo, descripciones cruciales que carecen de esta
sencilla simetría, y éstas son descripciones que tienen, como condiciones
de verdad –y, por lo tanto, como parte de su significado– sucesos que
acaecen después de los sucesos a los que se hizo referencia en primer
lugar. Así, al aceptar la invitación de la reina Cristina, Descartes viajó para
encontrarse con la muerte. Ésta es una redescripción de un suceso que
estaba presuntamente oculto del hombre de quien era verdad, y podría
sostenerse que no fue verdadero de este hombre en ese momento, sino
que se hizo verdad sólo cuando se satisfizo la última condición de ver-
dad, tiempo después de la aceptación. En Filosofía analítica de la historia
llamo “oraciones narrativas” a esas oraciones en las que se emplean tales
descripciones. Es distintivo de ellas que el contenido del conocimiento
que expresan contiene información temporal que no puede ser asimilada
simplemente al aparato del tiempo verbal. Por ende, el análisis de las
oraciones narrativas como un contenido siempre, en principio, dispo-
nible, junto con un tiempo verbal, no servirá. Sin dudas, si H es una
descripción narrativa de un suceso e, siempre habrá algún predicado
verdadero de e, llamémoslo G, en virtud del cual e puede ser observa-
do por sus contemporáneos. Entonces, puede pensarse que “e es H”
es analizable como “e es G” más algún tiempo verbal. En realidad, sin
embargo, si restamos “e era G” de “e era H” habrá un residuo que no
puede ser analizado de esta forma; esta información residual pertenece
al lenguaje de la conciencia histórica y constituye el idioma en el cual
están formuladas las narrativas, incluidas las históricas. También es un
idioma que brinda descripciones de sucesos respecto de los cuales el
modo histórico de cognición es el único modo. Por supuesto, tal vez
no haya hecho impacto en Descartes el hecho de que, en definitiva,
exista este modo de cognición, un prejuicio sobre el cual se basa una
famosa crítica realizada por Vico al cartesianismo. Pero mi interés,
de corte lógico, tiene menos que ver con lo que hace que este modo
de descripción sea humanamente importante que con lo que son las
diferencias conceptuales entre este modo de descripción y el modo de
descripción compatible con la mentalidad cartesiana.
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Narración y conocimiento
II
De ninguna manera describimos exclusivamente con oraciones narrati-
vas sucesos y objetos con referencia a otros sucesos y objetos que están en
diversas relaciones temporales con los primeros. En verdad, hay una gran
cantidad de predicados en la lengua que son verdaderos de un objeto dado
sólo en base a la presuposición de que tiene una cierta historia causal. Por
lo tanto, dicho predicado es verdadero de tal objeto sólo si acaeció antes
un cierto suceso. Algo es verdaderamente una cicatriz, por ejemplo, sólo
si fue causada por una herida; un documento, sólo si fue causado por los
sucesos registrados por él; un objeto religioso, sólo si fue alguna vez parte
de un santo o un mártir; un Rembrandt, sólo si fue en verdad pintado por
Rembrandt, etc.; y cada uno de esos predicados es falso de esos respecti-
vos objetos si la presuposición histórica es falsa. Entonces, el diccionario
encapsula un tipo de enciclopedia en el sentido de que el significado mis-
mo de ciertos términos que figuran en él hace que ciertas explicaciones
sean verdaderas; e internalizamos un cuerpo de leyes causales conforme
adquirimos nuestra lengua. Ahora bien: por supuesto es siempre posible
que haya objetos que puedan parecerse exactamente a una cicatriz, a un
documento, a un objeto religioso o a un Rembrandt –o, para el caso, una
ruina– y de todas formas no serlo sólo porque las suposiciones causales son
falsas. Tampoco puede haber ningún conjunto de predicados monádicos
que sean verdaderos de objetos y que impliquen que el objeto deba tener
la historia causal requerida porque cualquier término que implique una
atribución causal es relacional, y no puede definirse monádicamente ningún
predicado relacional. Es esto lo que abre el espacio para el escepticismo
causal radical dramatizado en la famosa propuesta de Russell de que, pese
a lo que pueda decirse a partir del más minucioso examen del mundo
actual, podría tener sólo cinco minutos de antigüedad. Tal mundo, exac-
tamente congruente observacionalmente con el nuestro propio, contendría
entonces objetos indistinguibles de otros iguales que se encontrarían en el
nuestro, y pese a ello, ese mundo no tendría ruinas, ni objetos religiosos, ni
documentos, etc.; ni siquiera contendría nombres de personas de las que
creemos que tienen más de cinco años de edad, según la teoría causal de
los nombres de Kripke; y, en verdad, pese a todo lo que las observaciones
realizadas en virtud de predicados monádicos podría revelar, ese mundo
podría ser nuestro mundo.
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Arthur C. Danto
Es difícil determinar cuán profundo penetra la enciclopedia causal
en nuestro vocabulario; si es analítico de algo que es pan que ha sido
horneado; de algo que es un niño que ha nacido; de algo que es un árbol
que ha crecido de una semilla. Sin embargo, el hecho de que penetre
hasta una considerable distancia se muestra por el hecho de que si la
conjetura de Russell fuera verdadera, mucho de nuestra lengua sería
instantáneamente falso. Cualquier predicado en el cual se verifica tal cosa
lo designaré como “predicado pasado-referente”. Y además de ellos, hay
una serie de “predicados futuro-referentes”, pero será importante señalar
dos clases de éstos.
Para empezar, hay ciertos predicados que se aplican a los objetos y a
los sucesos presentes sobre el supuesto de que, debido a ellos, existirán
ciertos objetos futuros o tendrán lugar sucesos futuros. En efecto, mu-
chas cosas se describen como se las describe sólo porque se cree –y, con
frecuencia, sobre fundamentos bastante razonables– que ellas estarán en
ciertas relaciones causales con lo que ha de llegar. Por ejemplo: puede de-
cirse que alguien tiene cáncer terminal, lo cual significa que dicho cáncer
provocará inevitablemente su muerte. No obstante esto, esta descripción
no es retroactivamente falsa cuando el hombre muere en un accidente
automovilístico o se suicida. Tampoco es falso que yo haya hecho una
promesa aunque, en realidad, no lleve a cabo la acción que se explicaría
por haber hecho la promesa si fuera a realizar dicha acción porque hice
la promesa. Tampoco es falso que las que planté hayan sido semillas de
rosa si, en efecto, los cielos se abren, la tierra se inunda durante cuarenta
días y no crece nada de esa tierra. El mundo, de todas formas, contendrá
promesas, semillas de rosa y personas terminalmente enfermas incluso
si fuera a terminar dentro de cinco minutos desde ahora, para rotar la
propuesta de Russell en dirección al futuro. Es exactamente porque el
futuro, en verdad, se toma como incierto y hasta incognoscible que es
difícil generar un escepticismo interesante sobre el futuro. Quiero decir
que todas las leyes pueden quebrantarse de tal manera que el futuro
resulte ser radicalmente diferente del presente; pero, a diferencia de la
afirmación de que las leyes ya han sido quebrantadas y que el presente
es radicalmente diferente del pasado, esta teoría deja totalmente intacto
nuestro lenguaje: todavía podemos describir el presente con respecto al
futuro, aunque debería tener lugar un futuro muy diferente; o, para el
caso, ningún futuro.
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Narración y conocimiento
Ahora bien: esto me permite identificar la otra clase de predicados
futuro-referentes; es decir, aquellos que, si bien aplicados a objetos
presentes, lo hacen sólo en función del supuesto de que tiene lugar un
suceso futuro, y que será retrospectivamente falso de esos objetos si el
futuro requerido por las reglas de significado de esos predicados no se
materializa. Ella igualmente habrá sido mi prometida aunque se haya
casado con otro, pero será falso del hecho de que ella fue mi futura es-
posa si no nos casamos. Puedo referirme a mi candidato preferido como
“nuestro presidente”, y aunque en verdad él lo sea, habrá sido falso que lo
fue si él, en verdad, no gana la elección. Llamaré “predicados narrativos” a
los predicados que son verdaderos de objetos y sucesos en un momento
dado sólo si ciertos objetos y sucesos tienen lugar en un momento futuro
a ellos y, faltando tal condición, son retrospectivamente falsos. Cuando
aplicamos estos predicados a objetos presentes estamos haciendo una
afirmación especial acerca del futuro, muy diferente de esa afirmación
realizada por el uso de predicados no narrativos futuro-referentes. Los
predicados narrativos pueden ser aplicados retroactivamente a cosas y
sucesos por parte de los historiadores simplemente porque los historia-
dores saben, y los contemporáneos a esas cosas y sucesos no lo saben,
que se han satisfecho las últimas condiciones requeridas de verdad para
ellos. Con los otros predicados futuro-referentes, no hay diferencia
entre lenguaje histórico y no histórico; no a menos que aumentemos
las descripciones en cuestión con predicados narrativos; y que no sólo
digamos que alguien está terminalmente enfermo, sino que está enfer-
mo de la dolencia que lo matará; no sólo que ha hecho una promesa,
sino que ha hecho una promesa que cumplirá; no sólo que ha plantado
semillas de rosa, sino que ha plantado las rosas que lo harán famoso, y
así sucesivamente. Imaginar el lenguaje es imaginar una forma de vida,
nos dijo Wittgenstein. Podemos imaginar una forma de vida sostenida
por un lenguaje en el cual tienen lugar los predicados futuro-referentes,
pero no los predicados narrativos. En esa forma de vida, la gente tiene
un sentido temporal, ciertamente, y puede efectuar predicciones. Puede
realizar inducciones y tiene una ciencia natural. Pero no tendrá lo que
quiero denominar un “sentido narrativo”, y sería difícil suponer que
entre ella haya narradores de relatos. No puede haberlos porque, a fin
de contar relatos, las cosas y los sucesos debe percibirse y describirse
sólo como pueden ser descriptos históricamente; es decir, desde la pers-
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pectiva de que hay sucesos que son futuros a ellos, pero pasados para
los historiadores. El historiador no sólo tiene el conocimiento del que
ellos carecen; es conocimiento que no pueden tener porque las partes
pertinentes del futuro están lógicamente ocultas.
III
Por supuesto, hay muchas cosas que un historiador puede saber so-
bre un tiempo pasado que quienes viven en ese momento en verdad no
sabrían, pero tales ignorancias no son distintivamente históricas porque
pudieron haber tenido la información de la que carecen –dado que todos
los hechos estaban “allí, en el lugar”, por así decirlo–, y porque la for-
mulación de lo que el historiador sabe no involucra lo que habrían sido
los predicados narrativos si las personas de esa época hubieran contado
con eso que sabe el historiador. “Nos resulta difícil recordar –escribe el
medievalista R. W. Southern– cuán poco sabían los hombres del siglo X
de lo que les sucedía alrededor”.
Si un hombre deseaba estudiar matemática o lógica, debía esperar un
encuentro fortuito que lo enviara a un rincón distante de Europa para
hacerlo; y, en la mayoría de los casos, es probable que esa oportunidad
jamás se presentara. Sabemos de hombres con deseos ardientes de una
vida de estricta observancia monástica que vagaron de un extremo de
Europa al otro sin, en apariencia, poder encontrar una comunidad lo
suficientemente austera, si bien habría sido fácil nombrar media docena
de lugares famosos donde se encontrara todo lo que se buscara.2
Lo que es sencillo ahora habría sido difícil en ese entonces, pero inclu-
so así, lo que el historiador posee es conocimiento del siglo X. Podemos
conceder que muchas cosas habrían sido diferentes en el siglo X si se
hubiera tenido este fragmento extra de conocimiento sobre el siglo X en
el siglo X, y hay una cierta dosis de tragedia en el hecho de que, en ese
entonces, no se lo tuviera.
Podríamos decir que la tragedia –o la comedia, para el caso– con
frecuencia se genera por el hecho de que los actores carecen de un dato
2
R. W. Southern, The Making of the Middle Ages (New Haven: Yale University Press,
1953), pág. 16. [R. W. Southern, La formación de la edad media, Madrid, Alianza,
1981].
438
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Narración y conocimiento
que el autor de una tragedia o de una comedia revelará al público, cuyos
sentimientos están captados por la conciencia de que ellos saben algo que
los personajes no conocen. Es esta asimetría cognitiva la que casi por sí
misma hace que el personaje se vuelva impotente a los ojos del público
dado que la suposición es que el personaje habría actuado de manera
diferente si hubiera sabido lo que nosotros sabemos; y lo que sabemos,
en realidad, estaba a disposición en ese momento, con independencia del
futuro del personaje. Sabemos, y Otelo no lo sabe, que Yago es realmente
un personaje malo. Si Otelo hubiera sabido lo que Yago y nosotros sabe-
mos, que este último había robado el fatídico pañuelo, podría no haber
interpretado como lo hizo –a menos que hubiera estado loco– el ruego
de Desdémona en nombre de Casio. Y si Desdémona hubiera sabido cuál
era el estado mental en que en ese momento estaba Otelo, se habría dado
cuenta de que su ruego habría sido malinterpretado. Lo que es trágico es
el hecho de que suceden cosas terribles que habrían sido evitadas si las
personas que forman parte de la acción hubieran sabido lo que pudieron
haber sabido, pero no sabían. De todas formas, los espectadores no tienen
ningún tipo especial de conocimiento relativo a la acción: al igual que
antes, todos los hechos están presentes en el lugar, y el conocimiento
está disponible en ese momento.
De todas formas, ni el público ni los personajes saben cómo resultará
todo: no lo saben a menos que sean anoticiados por el autor, que les da
conocimiento que no tienen derecho a tener de algo futuro respecto de
los sucesos que están presenciando o sobre los que están leyendo. Es lo
mismo que sucede con el autor de Beowulf, que nos dice qué sucederá,
tal vez porque cree que el suspenso sería intolerable: nosotros sabemos,
pero no lo sabe Grendel, que el imponente Beowulf lo espera en el salón
de festines. Ojalá hubiera sabido que podría haber pensado mejor esto de
procurarse una “suculenta comida”; pero el autor cuenta algo que sólo él
puede saber desde un lugar privilegiado al que nosotros, estrictamente
hablando, no tenemos derecho dado que presupone una posición cog-
nitiva desde un punto futuro respecto de la acción, que dice: “No iba a
suceder; él ya no iba a hacerse un festín con la carne de la humanidad/
luego de esa noche”. Esto marca una ignorancia que podría no haber
sido rectificada en ese momento. Suponemos que si W. C. Fields sabía
lo que sabemos, que la figura que él cree que es la de una mujer a la cual
él trata con gran respeto bajo las sábanas es, en realidad, una cabra, el
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conocimiento marcaría una diferencia a menos que, contrariamente a
la creencia que hace que la escena sea cómica, él sea algún tipo de des-
viado sexual y no le importe. La comedia y la tragedia surgen del hecho
de que creemos que el conocimiento pertinente marcará una diferencia
respecto de los futuros de los personajes. Pero si Grendel hubiera sabido
lo que sabían los lectores de Beowulf en las líneas 734-736, no habría
significado ninguna diferencia en su futuro; porque su futuro es lo que él
sabe. Y su impotencia no se debe a la ignorancia simplemente porque su
futuro ya estaría cerrado si lo conociera. La suya sería una impotencia
radical, dado que nada podría hacerse. Entonces, no es simplemente que,
al momento en que se tiene el conocimiento sea demasiado tarde para
hacer algo respecto del estado de cosas; si, aunque fuera imposible, el
conocimiento hubiera estado disponible antes, tampoco podría haberse
hecho nada. Y suponer que el futuro podría haberse conocido antes que
llegara a ser presente nos disloca por completo de nuestra propia historia
dado que no hay nada que podamos hacer para alterarla. El futuro llega
a ser como el pasado que ahora se supone que es algo que ni siquiera
Dios puede alterar y respecto de lo cual, en palabras de Aristóteles, lo
deliberado no tiene sentido. Se requiere la apertura cognitiva del futuro
si hemos de creer que la forma del futuro es, de alguna manera, una
cuestión de lo que elegimos hacer.
Éstos son supuestos metafísicos rutinarios que surgen de nuestros
habituales conceptos sobre el tiempo, la acción y el conocimiento. Pero
hay otro argumento para expresar, que para mí es más profundo. No
solamente sucede que lo que he llamado “conocimiento histórico” –el
conocimiento que tenemos en el siglo XX del siglo X, digamos, que no es
sólo el conocimiento acerca del siglo X– sea conocimiento que no estaba
disponible en principio en el siglo X; es que la descripción narrativa sería
falsa si el conocimiento del futuro estuviera disponible en el momento
respecto del cual éste es futuro; porque, como sugerí en el caso de Gren-
del, si él hubiera tenido ese conocimiento, no habría habido diferencia
alguna: hiciera lo que hiciera, su muerte en el salón de festines habría
ocurrido, lo cual entonces significa que estaba destinado a morir, hiciera
lo que hiciera. Esto de inmediato disuelve cualquier conexión entre lo que
hizo y esa muerte. Los vínculos entre el presente y el futuro que permiten
una redescripción narrativa se disolverían lógicamente, y cada suceso se
tornaría de inmediato independiente de cada uno de los demás sucesos.
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Narración y conocimiento
Y la estructura lógica de la narrativa se tornaría inválida de inmediato.
En lugar de ello, tendríamos, como mucho, un recitado de los sucesos en
forma de crónica de acaecimientos totalmente independientes. Y esto, si
fuera verdad, significa que la estructura lógica de la narrativa implica que
el conocimiento del futuro está lógicamente excluido en el momento en
que es futuro. La estructura misma de la narrativa implica la apertura del
futuro, porque sólo entonces puede éste, de alguna forma, depender del
presente. Examinemos, a la luz de estas sólidas afirmaciones, entonces,
las diferencias entre narrativa y crónica.
IV
Será práctico imaginar una crónica y una narrativa (una “historia
propiamente dicha”) que sean equivalentes en extensión en el sentido
de que mencionan absolutamente todos los mismos sucesos y sólo los
mismos sucesos. Supondremos, para simplificar, un conjunto tempo-
ralmente ordenado 〈e-1 ... e-n〉. Que la crónica C y la narrativa N hagan
referencia a los mismos sucesos y solamente los mismos sucesos es útil
porque entonces tal cosa hace que la diferencia gire en torno del modo
en el cual se hace referencia a ellos, más que a las referencias mismas.
Más allá de eso, hay para marcar una asimetría temporal: principalmente
que se supone que el cronista inserta la información en C aproximada-
mente en el mismo momento en que tienen lugar los sucesos a los que
se hace referencia, de los cuales, por lo tanto, él es, supuesta y aproxi-
madamente, contemporáneo. (Esto no es estrictamente necesario; uno
puede hacer la crónica de sucesos pasados. Pero en cuanto a estructura,
las crónicas no afirman tener conocimiento que no haya estado realmente
a disposición de los contemporáneos de los sucesos designados). Así, si
d es una descripción de e, d ingresa en C al mismo tiempo o casi al mis-
mo tiempo en que e tiene lugar. Entonces, la crónica C es un conjunto
temporalmente ordenado de descripciones 〈d-1 ... d-n〉, y tal que cual-
quier suceso e-i mismo que sea miembro del conjunto 〈e-1 ... e-n〉, que
satisface las condiciones de verdad de d-i, lo hace en un momento que
jamás es posterior a la inscripción de d-i en C. Entonces, si d-i describe
e-i, y e-j tiene lugar con posterioridad a e-i, d-i no puede referirse a e-j.
Ninguna de tales restricciones vale para el narrador, salvo, por supuesto,
que la última referencia de N tenga lugar en un momento que no sea
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anterior al último suceso a que se hizo referencia. El narrador tiene,
entonces, la opción de describir los sucesos con referencia a otros suce-
sos posteriores a ellos mismos, un privilegio cognitivamente vedado al
cronista. Esta situación marca una considerable diferencia en el lenguaje
disponible para cada uno de ellos; así, en la narrativa N, e-1 y e-n son
respectivamente el comienzo y el fin; son modos de descripción que no
están a disposición del cronista, si “comienzo” presupone un fin, y “fin”
presupone que nada sucede pertinentemente con posterioridad, y éstas
son, por ende, descripciones que hacen afirmaciones sobre el futuro. La
discrepancia en cuanto a vocabulario disponible es más que esto, sin
embargo: el cronista no puede hacer uso de términos tales como clímax,
crisis, punto de inflexión; no puede utilizar palabras como se anticipa; no
puede mencionar primeras y últimas cosas (la “nevada más copiosa del
invierno” es una descripción permisible sólo si tiene lugar el último día del
invierno, y es una descripción que, dicho sea de paso, no hace ninguna
afirmación sobre el futuro). Una crónica tiene finalmente la estructura
de una lista, y aunque sea posible encontrar un conjunto degenerado
de descripciones que hacen referencia a sucesos que tienen lugar con
posterioridad a un suceso dado, por ejemplo, “e-i tuvo lugar antes de e-j”
cuya emisión se produce luego del acaecimiento de e-j –y por lo tanto,
de todas formas, presenta algo que en poco se distingue de una lista–,
querríamos que una narrativa realizara conexiones interreferenciales del
tipo que encontramos en los relatos.
Y esto nos lleva a las cuestiones de la inclusión de una descripción,
que no requiere más justificación en el caso de una crónica que el hecho
de que el acontecimiento haya sucedido. Pero se necesita mucho más
que esto en una narrativa; es decir, que incluyamos una mención a un
suceso anterior porque creemos que el suceso posterior no habría teni-
do lugar como lo tuvo si el suceso anterior no hubiera sucedido como
sucedió. La estructura implicada puede ramificarse genuinamente dado
que permitimos la existencia de tramas y subtramas, pero, al final, creo
que si podemos mostrar que e-j habría ocurrido incluso aunque e-i no
hubiera ocurrido, entonces, en ese caso, no tenemos justificación para
referirnos a e-i. Más bien, dicha referencia es un acto de no relevancia
narrativa, una mención a la cual se aplica la bien conocida caracteriza-
ción de Wittgenstein: una rueda que gira aunque nada gire con ella no
es parte de la máquina. Entonces, cualquier cosa que esté incluida en
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una narrativa es una rueda, cuyo acto de girar queremos comprender,
o está allí porque hace girar a otra rueda. Así, leemos una narrativa con
la expectativa de que cada cosa mencionada va a ser importante; lo cual
es una actitud conceptualmente excluida cuando creemos estar leyendo
una crónica. (Es una actitud explotada por los narradores que colocan
pistas falsas y callejones sin salida, a fin de frustrar la imaginación na-
rrativa: probablemente el mejor lugar para estudiar la estructura de la
narrativa sea la novela de misterio, donde la narración es un duelo entre
el escritor y el lector). Entonces, brevemente, si bien puede hacerse
referencia a los mismos sucesos en una crónica como en una narrativa,
ellos componen meramente un conjunto temporalmente ordenado si nos
los cuenta una crónica, pero componen una historia si nos los cuenta
la narrativa, simplemente porque cada suceso posterior está en el lugar
que le corresponde porque algún suceso anterior está en el lugar que le
corresponde; y aunque no puedo aquí brindar un buen análisis filosófico
de qué implica este “porque”, creo que nos da suficiente para formular
el argumento que deseaba formular. Sucede que, si hay conocimiento
de futuro, lo que se conoce es verdad y nada, entonces, puede tornarlo
falso. Entonces, para invertir nuestro ejemplo, si Grendel sabe que va a
morir en el salón de festines, nada que él haga en ese momento puede
significar una diferencia, porque morirá haga lo que haga en ese momen-
to. Pero eso significa que el hecho de que él vaya a morir está presente,
cualquiera sea el suceso anterior que haya acaecido, y se disuelve la
conexión explicativa entre sucesos anteriores y posteriores presupuestos
por la estructura narrativa. El futuro está fijado, y nada que haya suce-
dido antes puede marcar ninguna diferencia. Cada rueda gira sin hacer
que gire ninguna otra rueda, pero un sistema de ruedas que giran de
manera independiente no es en absoluto una máquina. En efecto, si el
futuro es cognoscible, en el sentido en que se conocen ahora las oracio-
nes formuladas en tiempo futuro, cada suceso se torna independiente
de cada suceso y volvemos, en cuanto a la descripción, a la estructura
de la crónica: una lista de sucesos. Por ende, la estructura de la narrativa
presupone la apertura del futuro, cognitivamente hablando, y, si se me
permite concluir esta exposición con una especulación, el fatalismo es
incompatible con el determinismo si con “fatalismo” queremos decir
“determinismo lógico”; es decir, que si cualquier oración es alguna vez
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verdad, es siempre verdad, de suerte tal que era verdad ayer que yo hoy
estaría escribiendo sobre determinismo lógico.
Esto implica, entonces, las muy interesantes asimetrías cognitivas que
vienen de la mano de las estructuras narrativas; es decir, que el narrador
tiene que saber cosas que sus personajes –que pueden ser cronistas de
los mismos sucesos– no conocen: el narrador sabe cómo resultaron las
cosas. Este conocimiento no tiene nada de sobrehumano, y parecería
como si, dado que al final lo posee, debería haber sido posible poseerlo
de antemano. Pero mi afirmación es que si el conocimiento del narrador
fuera puesto a disposición de los personajes, la estructura de la narración
quedaría destruida. El conocimiento disponible para el narrador está
lógicamente fuera del orden de sucesos descriptos por él.
V
Quiero ahora expresar algunas de las consecuencias filosóficas de
hacer que colisionen estas dos perspectivas cognitivas, la perspectiva del
actor y la perspectiva del narrador que sabe cómo describir las acciones
del primero a la luz de los sucesos posteriores.
La razón por la cual se menciona un suceso en una narrativa es habi-
tualmente distinta de la razón por la cual tuvo lugar un suceso: diferente,
en resumidas cuentas, de su explicación histórica. Esto es tan obvio que
apenas necesitaría ser mencionado de no ser por la práctica de algunos
de los grandes filósofos de la historia de utilizar un tipo de razón en lugar
del otro; con este mecanismo proyectan sobre la trama de la historia las
estructuras que pertenecen, en cambio, a su representación narrativa, y
toman como razón profunda, para explicar el acaecimiento de un suceso,
la razón por la cual éste estaría incluido en una narrativa definitiva en la
cual su descripción tiene reservado un lugar: es lo que Vico llama una
“Historia Ideal Eterna”. Y esto sería análogo a brindar las razones por
las cuales un pintor incluye una representación de un cierto árbol en un
paisaje que está pintando como una explicación de por qué el árbol está allí.
Sin embargo, estoy seguro de que algo parecido a esta sutil transferencia
de la representación a la realidad es lo que Hegel subrepticiamente y sin
duda inconscientemente logró cuando escribe: “El único pensamiento
aportado por la filosofía al tratamiento de la historia es el simple concepto
de Razón: que la Razón es la Ley del mundo y, por lo tanto, en la historia
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del mundo, las cosas han sucedido racionalmente”;3 porque la estructura
de la historia, según la percibe Hegel, es virtualmente la estructura de un
texto narrativo, como si lo que mantuviera unida a la historia fuera lo
que mantiene unido un texto histórico; como si los criterios que justifican
la inclusión de la descripción de un suceso en un texto fuera lo que hace
que el acaecimiento de ese suceso sea finalmente comprensible.
Consideremos por un momento una redescripción narrativa bastante
típica. En 1722, el Teatro Italiano de París presentó una obra teatral cuyo
autor era Marivaux. La obra se llamaba Arlequin poli par l’amour. Fue un
éxito rotundo, pero nadie se dio cuenta de lo que, de todas formas, es
verdadero: que Marivaux, con su encantador pero inocuo drama, “en
efecto destruyó o colocó los cimientos para destruir la existencia misma”
de la Comedia del Arte.4 Las circunstancias en virtud de las cuales tal cosa
se produjo son aproximadamente las siguientes: en París había demanda
de lo que el público del momento creía que era comedia italiana, una
forma de entretenimiento expulsada de Francia dentro del marco del
severo y extinto régimen de Luis XIV. El regente, el duque de Orleáns,
convocó a la notable compañía de Luigi Ricoboni e hizo que regresara a
París, pero la comedia que vieron no era totalmente lo que el público pa-
risino venía pidiendo, y no pasó mucho tiempo hasta que las actuaciones
de la compañía se quedaron sin público. Ricoboni buscó dramaturgos
franceses que le ofrecieran material escénico que fuera más de ese nuevo
gusto, y tuvo la suerte de encontrar a Marivaux, cuya obra claramente
salvó la fortuna de la compañía, pero con las consecuencias narrativas
expresadas arriba. Lo que los franceses realmente querían era a Arlequín,
quien se volvió un protagonista central en una serie de obras, mientras
que los tradicionales personajes de Pantelone, Graziane y los demás se
convirtieron en un vestigio. Con la desaparición de éstos, las estructuras
de la improvisación –que era, en efecto, la esencia de este arte– corrieron
la misma suerte, lo cual dio paso a un diálogo pre-escrito. Hacia 1729,
cuando Ricoboni volvió a Italia, la “escritura estaba en la pared”. El modo
francés fue introducido en Italia; en poco tiempo se alteró el complejo
institucional en el cual el público y los actores se acostumbraron a espe-
3
G. W. F. Hegel, Reason in History, traducción de R. S. Hartman (Indianapolis:
Bobbs-Merrill, 1953), pág. 11.
4
Allardyce Nicoll, The World of Harlequin (Cambridge: Cambridge University Press,
1976), pág. 188. [Allardyce Nicoll, El mundo de Arlequín, Barcelona, Barral, 1977].
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rar ciertas cosas uno de los otros, y dicho complejo institucional jamás
volvió a su situación original. La forma externa de la comedia perduró
durante un tiempo, pero al cabo de pocos años todo esfuerzo de actuar
de la manera original se convirtió en un impresentable arcaísmo.
Este proceso no fue algo que alguna persona haya hecho a propósito.
Las figuras responsables de la Regencia sólo habían querido revivir una
forma de espectáculo respecto del cual no tenían manera de saber que
se tornaría anticuado; Ricoboni sólo quería salvar su teatro; Marivaux,
presumiblemente, quería ganar fama y fortuna. En cualquier caso, es
claramente evidente la diferencia entre esos factores que participan de
la explicación de la presentación de esta obra y los factores que explican
su importancia para la posterior historia del teatro. Es con referencia a
estos últimos que se justifica su inclusión en una historia narrativa del
teatro italiano. Mi afirmación es que las filosofías de la historia que tengo
en mente dan este último tipo de explicación para sustituir el primero,
donde su papel en una narrativa se convierte en la explicación de su
acaecimiento. Podemos observar tal cosa, por ejemplo, en Vico; para él,
la explicación de los sucesos a través de la fuerza penetrante de la Provi-
dencia tiene precisamente que ver con su importancia en la evolución de
ciertos sucesos posteriores; y esta evolución es, en su filosofía, la “razón”
que explica estos sucesos posteriores. Es cierto: si Marivaux hubiera te
nido en mira la disolución de la comedia italiana, ésa podría haber sido
su razón para escribir Arlequin poli par l’amour, en cuyo caso no habría
sido el suceso posterior como tal, sino la intención de provocarlo por
parte de Marivaux, lo que entra en la explicación de haber escrito esta
obra en particular. Pero nada remotamente como esto está implícito en
la teoría de Vico. Esto requiere un comentario.
Sean las que hayan sido las intenciones de Marivaux, la verdad de la
oración narrativa se establece sin referencia a ellas: la acción obtiene su
descripción pertinente de los sucesos posteriores a su acaecimiento, bien
sea que haya sido intención del actor que sucedieran o no. La total falta
de relevancia de las intenciones respecto de numerosas descripciones
narrativas podría abortar cualquier propuesto escepticismo basado en
una potencial inescrutabilidad de las intenciones de los actores pasados.
Pero Vico realmente necesitaba una referencia a las intenciones humanas
en sus explicaciones históricas, como sucede con todas las filosofías de
la historia que se proponen interpretar la historia como ironía; allí, los
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hombres no sólo hacen su historia y de maneras que jamás se propusie-
ron, sino que lo que producen más bien contradice sus intenciones. Vico,
por un lado, y Hegel y Marx por otro, suponen que la historia tomada
globalmente exhibe ironía en este sentido. La Providencia, según el punto
de vista de Vico, explota los “designios del hombre” para crear formas
de orden social que, al mismo tiempo, contravienen esos designios que
sólo pudieron haber surgido, dada la naturaleza humana, si los hombres
no se los hubieran propuesto. Así, “la ferocidad, la arrogancia y la am-
bición” se transforman institucionalmente en las virtudes de “soldados,
comerciantes y gobernantes”, según la Scienza Nuova, de forma tal que
“de los tres grandes vicios que podrían ciertamente destruir a la huma-
nidad sobre la faz de la Tierra, la legislación hace a la felicidad civil”.
Tales inversiones, que constituyen legiones en las teorías dialécticas, si
bien necesariamente hacen referencia a las intenciones de los actores, no
pueden ellas mismas coincidir con las intenciones que las causan. No
pueden porque una oración narrativa dialéctica se refiere a sucesos que se
explican a través de las intenciones subvertidas por ellas mismas: y nadie
puede racionalmente tener en mira lo contrario de lo que tiene en mira.
Se sigue de inmediato a partir de la verdad de dichas filosofías de
la historia que los hombres no podrían conocer su futuro, dado que es
necesario a través del concepto de intención misma que este futuro esté
oculto y que contravenga intenciones requeridas por él a fin de acaecer
como acaece. Dichas teorías presuponen la atribución de racionalidad
a los actores; que ellos procuren maximizar sus utilidades conforme las
perciben. Pero es incongruente con esto que procuren lo que requiere la
“providencia”, ya que esto es precisamente incompatible con las utilidades
percibidas. Se necesita un argumento más fuerte para demostrar que el
futuro debe estar absolutamente oculto: lo único que tal cosa demuestra
(como mucho) es que debe estar oculto de esos que lo hacen; podría ser
conocido, tal vez, por el filósofo mismo de la historia, quien, como el
historiador (a menos que sea un cronista), debe lógicamente estar fuera
de la narrativa de los sucesos descriptos por él. Pero he ofrecido lo que,
espero, sea el argumento más sólido: que el conocimiento del futuro es
incompatible con las estructuras mismas de la narración, una incompa-
tibilidad que, por supuesto, se disuelve cuando se encuentra disponible
el conocimiento requerido, como lo está para el historiador, cuando los
sucesos de los cuales es conocimiento estén en su pasado, aunque en el
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futuro de esos sucesos él narrativamente los redescriba a la luz de este
futuro. De aquí que la filosofía de la historia, como esfuerzo por percibir
la narración de sucesos a la luz del conocimiento del propio futuro del
filósofo de la historia, sea una empresa incoherente.
VI
Hablé antes de un poderoso dispositivo literario, sobre cuya psico-
logía sería fascinante especular, donde el autor de una narrativa revela
un dato a un espectador o a un lector, pero que, a la vez, le oculta a sus
personajes. Ese conocimiento está, por supuesto, en principio, dispo-
nible a los personajes, y poco sentido tendría ocultárselo a ellos si no
generara diferencia en su conducta y sentimientos el hecho de que lo
poseyeran. La tragedia o la comedia que actúan se debe, con frecuencia,
a la oscuridad cognitiva en la cual están sumidos. El conocimiento del
futuro –que, por supuesto, les está naturalmente oculto– no puede marcar
ninguna diferencia si es correcto mi argumento de que el conocimiento
implica verdad, y que lo que es verdadero no puede, entonces, ser altera-
do. Entonces, el hecho de ser verdadero no puede depender de ninguna
libertad disponible para ellos. Con todo, sin dudas, podría argumentarse
que hay un dato del que uno podría pensar que está disponible para ellos
aunque sea de su futuro; es decir el conocimiento que tiene el escritor
de la finalidad hacia la cual los está haciendo marchar; y la pregunta que
tenemos ante nosotros es por qué no puede Edipo saber en principio
lo que sabe Sófocles; es decir, cómo va a resultar todo. Algo así como
esta pregunta es lo que surge en conexión con la filosofía de la historia
que explota, como lo hace Vico, un concepto de la providencia donde,
en efecto, el principio de inclusión narrativa es también el principio de
explicación histórica, donde las cosas suceden de forma tal que puedan
suceder otras cosas posteriores, cosas que los hombres no pueden pro-
vocar intencionalmente, pero que les resultaría ventajoso si así pudieran
hacerlo. Esta visión de la historia providencial anima, creo, el libro del
Génesis. En Génesis 45, José explica a sus hermanos: “Yo soy vuestro
hermano José, a quien vendisteis a los egipcios. Ahora bien, no os pese ni
os dé enojo haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios
delante de vosotros”. Entonces, por fin se revela el significado de todo el
dolor paternal: el pozo y el abrigo ensangrentado, el ruedo sostenido por
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Narración y conocimiento
la esposa de Potifar (y quién sabe desde cuánto tiempo atrás), el engaño
de Esaú, el sacrificio de Isaac, la fundación del pacto, el apartamiento de
Ismael. De esta forma, los hombres de Egipto tendrían qué comer en los
años de vacas flacas, de los cuales nadie tuvo forma de saber. Y entonces,
en general, los sucesos tienen una significación, o la tienen algunos de
ellos (significación ésta que el profeta espera dilucidar), de la misma
forma que tratamos de adivinar qué tiene en mente el narrador cuyo
relato estamos leyendo para identificar cuáles serán los sucesos futuros.
Ahora el autor conoce el futuro, lo cual no es incompatible con el hecho
de que escriba una narrativa estructurada: pero ¿afirmo yo que ambos
no puedan ir coherentemente juntos en concordancia con el hecho de
que los seres humanos escriben novelas?
La cuestión, creo, presupone exactamente la colisión entre dos modos
cognitivos del tipo que busco identificar. Estrictamente hablando, para el
autor, si bien puede, en la obra teatral o en la novela de la vieja escuela,
conocer el futuro de sus personajes, esos futuros no son el futuro de él, y
no constituye verdadero conocimiento que pertenezca a la escala temporal
en la cual viven sus personajes, con los cuales no tiene, en verdad, nin-
guna conexión real. No vivo en la misma época que la de los personajes
de un libro de la misma forma en que no existo en el mismo espacio
que el ocupado por las figuras de una pintura: el rapto de las sabinas no
sucede en el espacio de la galería, y tampoco tengo conexión temporal
con la muerte de Ana Karenina. Ésa es la diferencia cognitiva y metafísica
entre las narrativas históricas y ficcionales: los enunciados realizados por
el historiador están en la historia y pertenecen al mismo orden temporal
que los sucesos que hacen que dichos enunciados sean verdaderos. No
sucede así con la ficción, un hecho que podemos sobre todo apreciar
en los casos en que el autor vive en la misma época que sus personajes,
y donde los futuros de éstos y los de él son los mismos. Pienso en las
sagas de Anthony Powell, cuyo último volumen narra sucesos acerca
de los cuales el autor no pudo haber sabido cuando comenzó su obra.
Comenzó a escribir la novela a principios de la década de 1950, pero
Widmerpool encuentra la muerte en el último volumen por involucrarse
con figuras de la contracultura de la década de 1960; y Powell apenas
pudo haber sabido acerca de eso cuando diseñó el personaje de Widmer-
pool. Entonces, la novela está atravesada por una especie de creatividad,
y con respecto a los sucesos históricos mismos, el autor se sitúa más en
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la posición de un cronista que de un narrador; el escritor comparte la
ignorancia de sus personajes respecto del futuro exacto de cada uno de
ellos; es decir, esos futuros están igualmente ocultos para él como para
ellos. Por supuesto, hay otras diferencias –algunas, monumentales– entre
narrativas históricas y ficcionales que no me corresponde consignar aquí.
En cuanto a lo que nos concierne, el autor es lógicamente externo a los
sucesos narrados por él en cuanto a que no hay forma en la cual pueda
intervenir en el acaecimiento de ellos.
En lo que respecta a la doctrina misma de la providencia, es, por
supuesto, una posibilidad que Dios escriba historia en el médium de
las acciones humanas, y dado que es eterno, es difícil suponer que haya
alguna relación temporal entre cualquier conocimiento que Él tenga y el
nuestro: Él conoce nuestro futuro, tal vez, pero no es Su futuro porque
Él no tiene ninguno. En cuanto a la intervención de Él en la historia, por
supuesto, es un milagro ampliamente aceptado que constituye el adve-
nimiento de la épica cristiana: que la palabra se convirtió en carne, lo
eterno se hizo temporal, y que lo divino se hizo humano en un momento
crucial en que dos órdenes –de los cuales sólo uno era temporal– hicieron
intersección. Poco tengo para decir acerca de este milagro, o algo, salvo
que los milagros implican la superación de ciertas contradicciones, y que
la incongruencia entre conocimiento futuro y narración puede ser exac-
tamente lo que supuestamente se supera en el advenimiento de Cristo.
Éstas son cuestiones profundas y oscuras; pero se ajustan a nosotros,
creo, las palabras que vierte Dante en el décimo canto del Infierno y que
pone en boca de Cavalcante:
Enteramente muerto / estará nuestro saber en aquel punto / cuando del
futuro quede cerrada la puerta.
La puerta del futuro está cerrada, y el conocimiento del futuro es
una alternativa muerta; y esto es lo que posibilita la narración y todo lo
presupuesto por la narración: el hecho de que el futuro está abierto, que
el pasado es inalterable y que es posible la acción efectiva.
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