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Cómo Hacer La Teología (A. Cordovilla)

Este documento trata sobre la naturaleza de la Sagrada Escritura como fuente de la teología. Explica que la Escritura da testimonio de la revelación divina y de la experiencia de fe de la comunidad creyente. Además, describe la Escritura como la palabra de Dios en palabras humanas, y como el cuerpo de Cristo, en analogía con el misterio de la encarnación. Finalmente, señala que la Escritura es la voz del Espíritu Santo y la expresión de la fe de la Iglesia.
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Cómo Hacer La Teología (A. Cordovilla)

Este documento trata sobre la naturaleza de la Sagrada Escritura como fuente de la teología. Explica que la Escritura da testimonio de la revelación divina y de la experiencia de fe de la comunidad creyente. Además, describe la Escritura como la palabra de Dios en palabras humanas, y como el cuerpo de Cristo, en analogía con el misterio de la encarnación. Finalmente, señala que la Escritura es la voz del Espíritu Santo y la expresión de la fe de la Iglesia.
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ÁNGEL CORDOVILLA PÉREZ

EL EJERCICIO
DE LA TEOLOGÍA
Introducción al pensar teológico
y a sus principales figuras

EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2007
CONTENIDO

Prólogo 9

1. ¿Qué es la teología? 11
2. El «objeto» de la teología: Dios en su revelación y en su
misterio 41
3. El sujeto y el lugar de la teología: la Iglesia como comuni­
dad de fe 75
4. El método en teología: «auditus-intellectus-actio fidei» .... 99
5. El alma de la teología: la sagrada Escritura 111
6. La memoria de la teología: la Tradición 137
7. El marco de la teología: el magisterio de la Iglesia 171
8. La forma católica de la teología 187
9. La biografía de la teología 219
10. La teología, amistad de Dios y don del Espíritu 261

índice de autores 279


5
EL ALMA DE LA TEOLOGÍA:
LA SAGRADA ESCRITURA

Escogido para anunciar el Evangelio de Dios, que él había


prometido por medio de sus profetas en las sagradas Es­
crituras respecto a su Hijo (Rom 1, 2).

Introducción

El objeto y el sujeto de la teología confluyen en la Escritura. Ella


es el documento escrito donde el pueblo de Dios y la comunidad cre­
yente (Israel y la Iglesia) dan testimonio de la revelación divina en la
historia (el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, de Jesucristo). Esta
doble referencia a la revelación de Dios y a la experiencia de fe de la
comunidad creyente supone el elemento fundamental que configura
la Biblia. Sin ella, la verdadera naturaleza de la Escritura se diluye.
El sustantivo de origen griego «biblia» significa, por estar en plu­
ral, libros: La heterogénea serie de escritos agrupados en este único
volumen, plantea con frecuencia diversidad de preguntas. Entre las
más polémicas suelen encontrarse las referidas a la selección de libros
que componen la denominada Biblia cristiana. Así, ¿quién y con qué
autoridad ha decidido reunir de forma arbitraria e interesada determi­
nados textos como un único libro que posteriormente se ha considera­
do sagrado y normativo? ¿Por qué pertenecen a esta colección libros
calificados de canónicos y han sido excluidos otros tildados de apó­
crifos? ¿La Biblia es un don de Dios a los hombres o una creación hu­
mana, bella y profunda, pero en definitiva humana?
Inmersos en semejante cúmulo de cuestiones ambientales, los cris­
tianos insisten en afirmar que este Libro sagrado es el alma de la teo­
logía. Y, sin embargo, también a ellos se les plantean algunas cuestio­
nes complejas: ¿Cuál es la naturaleza de la Biblia, cómo debe ser su
112 El ejercicio de la teología

uso y su interpretación para que sea de verdad fuente y fundamento de


la teología como ciencia de la fe?1
«La Biblia -comenta Ribera-Mariné- no es una biblioteca, es un
libro escrito durante siglos», donde por medio de escritos diferentes se
da un testimonio unánime de la revelación de Dios y se manifiesta de
forma correlativa la fe de un pueblo elegido. Esta característica esen­
cial le aporta unidad, homogeneidad y armonía.
Con todo, conviene tener en cuenta que la sagrada Escritura no es
un libro entregado directamente por Dios a su pueblo2. Se trata, más
bien, de una obra que tiene su historia y su genealogía. A lo largo del
itinerario que ha recorrido, se han ido depositando en ella diversas tra­
diciones culturales de origen milenario, ha ido madurando la fe de un
Pueblo y se ha ido acrisolando la comprensión de la revelación de
Dios. La Biblia ha sido y continúa siendo reconocida por numerosos
creyentes como un libro inspirado por Dios, que contiene la palabra
de Dios a los hombres. El reconocimiento de semejante inspiración ha
necesitado de una larga elaboración y una lenta construcción a través
de casi doce siglos de historia, hasta poder afirmar de ella que es pa­
labra de Dios en palabra humana.
Por otra parte, no puede olvidarse que la Biblia es también un libro
homogéneo y plural, divino y humano, teológico e histórico, religioso
y cultural. En esto consiste su inherente paradoja y la fuerza irresisti­
ble y atrayente del misterio que alberga en su interior.
Con el fin de aproximamos a este texto sagrado que denominamos
Escritura, reflexionaremos en primer lugar sobre su naturaleza; a con­
tinuación, destacaremos el lugar que ocupa en la teología; por último,
referiremos los puntos centrales relativos a su interpretación en la
Iglesia.

1. Para todas estas cuestiones A. M. Artola-J. M. Sánchez Caro, Introducción


al estudio de la Biblia II. Biblia y palabra de Dios, Estella 1992.
2. En este sentido ni el judaismo ni el cristianismo pueden ser considerados
como religiones del libro. Respecto a la propia comprensión del cristianismo, Ca­
tecismo de la Iglesia católica, 108: «La fe cristiana no es una ‘religión del Libro’.
El cristianismo es la religión de la ‘Palabra’ de Dios, no de un verbo escrito y mu­
do, sino del Verbo encamado y vivo (san Bernardo, Hom. Miss., 4, 11). Para que
las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna de
Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de ¡as mismas
(cf. Le 24. 45)».
El alma: la sagrada Escritura 113

1. La naturaleza de la sagrada Escritura

Para comprender correctamente la naturaleza de la sagrada Escri­


tura desde un punto de vista teológico se proponen, a continuación,
tres perspectivas: a) en relación con la revelación del Padre, es decir,
como palabra de Dios; b) en relación con el misterio de la encama­
ción del Hijo, como cuerpo de Cristo; c) en relación con la inspiración
del Espíritu y el misterio de la Iglesia, como voz del Espíritu y expre­
sión objetiva de la conciencia y de la fe de la Iglesia.

a) La Escritura como palabra de Dios


La Escritura es palabra de Dios porque da testimonio de la revela­
ción del Padre, que de muchos modos y de distintas maneras se co­
munica a los hombres para hablar con ellos como un amigo e invitar­
los a su compañía. La Escritura da testimonio de la revelación, es su
sacramento, pero no puede ser identificada sin más con ella. De he­
cho, la revelación y la palabra de Dios desbordan por los cuatro cos­
tados la palabra escrita.
Sin embargo, tampoco resulta posible separar la revelación y la
Escritura, pues no podemos tener acceso a una revelación indepen­
diente de la que se nos ha dado por medio del texto escrito. Por otra
parte, la letra de la Escritura no es separable de su contenido, aunque
no se pueden identificarse sin más. La Escritura es el diálogo y el co­
loquio que Dios realiza con los hombres de forma permanente. «En
los libros sagrados, el Padre, que está en los cielos se dirige con amor
a sus hijos y habla con ellos» (DV 21).
En definitiva, la propia existencia de la Biblia expresa el deseo que
Dios ha tenido de revelarse en la historia. Una historia concreta (DV 3)
que permanece para siempre como lugar sagrado de su revelación.

b) La Escritura como cuerpo de Cristo


En relación y analogía con el misterio de la encamación, podemos
decir que la Escritura es el cuerpo de Cristo. Con esta expresión no
pretendemos establecer una burda identificación, a todas luces imposi­
ble, sino subrayar lo que el teólogo Hans Urs von Balthasar ha mostra­
do desde su conocimiento de la teología patrística. Para este autor, el
114 El ejercicio de la teología

problema de la interpretación y sentido de la Escritura es, en el fondo,


una cuestión cristológica, pues la relación que existe entre la letra y el
espíritu en la exégesis bíblica se ilumina desde la relación que existe en
Cristo entre su naturaleza humana y divina3. Algo parecido quiere de­
cir la Dei Verbum cuando comenta: «Las palabras de Dios expresadas
con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como
en otro tiempo el Verbo del Padre eterno, tomada la carne de la debili­
dad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
En este sentido, es posible pensar la Escritura a la luz del miste­
rio de la encamación. La Escritura para nosotros es semejante a la car­
ne del Logos; es, en cierto modo, la Palabra hecha carne. Entre los pa­
dres de la Iglesia, Orígenes ha sido quien más ha desarrollado esta
analogía, seguido en el Occidente latino por Ambrosio de Milán. Para
el autor alejandrino, la Escritura equivale al cuerpo del Señor*. Entre
los padres de la Iglesia la expresión cuerpo de Cristo tiene básicamen­
te dos significados: En primer lugar remite, como forma fundamental y
originaria, al cuerpo de Jesús que nace de María y muere en la cruz. En
segundo lugar alude, como forma última y definitiva, al cuerpo de la
Iglesia, en donde Cristo, su cabeza, continúa la obra de la redención.
Años después, Agustín de Hipona acuña la expresión «Cristo total».
Entre ambos significados del cuerpo de Cristo, y para expresar
que se trata de realidades conexas entre sí, surgen dos nuevas formas

3. H. U. von Balthasar, Ensayos teológicos I. Verbum Caro, Madrid 1964, 31:


«Por este motivo la relación, de que tanto se habla, entre el sentido literal y el sen­
tido espiritual de la Escritura es un problema cristológico y ha de solucionarse ha­
ciendo que los dos sentidos se relacionen como la naturaleza humana y la natura­
leza divina de Cristo. Lo humano es el médium de la revelación de lo divino;
médium accesible en primer término; médium que encubriendo manifiesta; mé­
dium que en la resurrección se hace transparente, pero que no podrá suprimirse ni
liquidarse por toda la eternidad. El sentido espiritual no puede buscarse jamás «de­
trás» de la letra, sino siempre en ella, de igual manera que al Padre no lo encon­
tramos detrás del Hijo, sino en el Hijo y a través del Hijo. Quedarse en el sentido
literal y desdeñar el sentido espiritual equivaldría a considerar al Hijo como puro
hombre y no sería, en último término sino cafamaitismo. Todo lo humano de Cris­
to es revelación de Dios y habla acerca de Dios; no hay en su vida, ni en su obra,
ni en su muerte ni en su resurrección nada que no sea expresión, explicación, ex­
posición de Dios en el lenguaje de lo creatural».
4. Cf. B. Studer, «Das Christusbild des Orígenes und des Ambrosius», en
Mysterium caritatis. Studien zur Exegese und zur Trinitátslehre in der Alten Kir-
che, Roma 1999, 397-424; en especial 398-403.
El alma: la sagrada Escritura 115

de corporeidad con la pretensión de ser mediadoras entre el cuerpo de


Cristo terreno y el cuerpo de Cristo eclesial. Nos estamos refiriendo a
la Escritura y a la eucaristía5. Así, el que es el origen (Jesucristo) y la
meta (Cristo total), se convierte también en el camino. Jesucristo no
sólo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino su camino, pues
nos comunica la vida del Padre en la eucaristía y la verdad de Dios en
la Escritura (Jn 14, 16).
Cristo está presente y permanece en su Iglesia a través de la sa­
grada Escritura. Toda ella es un gran y único discurso sobre Cristo. La
Escritura forma su cuerpo para nosotros hoy, pues en ella los misterios
de su vida se hacen presentes contemporáneamente a los creyentes.
Desde esta estrecha relación entre la Escritura y el cuerpo de Cristo po­
demos entender la conocida expresión de san Jerónimo: «Ignorar las
Escrituras es ignorar a Cristo»6. Por su parte, el Catecismo de la Iglesia
católica ha recogido un bellísimo texto de Agustín, donde se resume el
sentir de toda la tradición patrística: «Recordad que es una misma Pa­
labra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mis­
mo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el
que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque
no está sometido al tiempo (Psal. 103, 4, 1)» (CEC 102).

c) La Escritura como voz del Espíritu en y para la Iglesia


De la misma manera que no podemos separar la misión del Hijo
de la del Espíritu, tampoco podemos olvidamos de la relación del Es­
píritu con la Escritura. Él es el ámbito en el que ella fue escrita (ins-

5. «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el


mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fie­
les el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del cuerpo de Cristo» (DV 21).
Cf. Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, IV, 4 («Me diste, pues, como a enfer­
mo tu sagrado Cuerpo para alimento del cuerpo, y además me comunicaste tu di­
vina palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Sin estas dos cosas yo no podría
vivir bien; porque la palabra de Dios es la luz de mi alma, y tu Sacramento el pan
que le da la vida. Estas se pueden llamar dos mesas colocadas a uno y a otro lado
en el tesoro de la Santa Iglesia. Una es la mesa del sagrado altar, donde está el pan
santificado, esto es, el precioso cuerpo de Cristo. Otra es la de la ley divina, que
contiene la doctrina sagrada, enseña la verdadera fe, y nos conduce con seguridad
hasta lo mas interior del velo donde esta el Santo de los Santos»).
6. Jerónimo, In Is. prol., en PL 24, 17B. Cf. B. Studer, «Das Christusbild des
Orígenes und des Ambrosius», 399.
116 El ejercicio de la teología

pirada) y donde mejor puede ser interpretada (espiritual). «La Escri­


tura no es otra cosa que el testimonio de la Iglesia misma, escrito des­
de el Espíritu santo, que allí habla y da testimonio»7. En este sentido,
la Escritura es incomprensible sin una relación interna con la Iglesia y
con el Espíritu. Porque el santo Espíritu, unido a Cristo, es a la vez Se­
ñor soberano de la Tradición y de la Escritura8.
Desde esta perspectiva pneumatológica de la Escritura, podemos
entender mejor su raíz eclesial y la estrecha relación que existe entre
la propia Escritura y la Tradición. La Escritura es la objetivación pu­
ra de la «autocomprensión regulativa e insuperable de la Iglesia pri­
mitiva»9. La Escritura es la voz del Espíritu a la Iglesia, pero también
es el ámbito en el que ella es ofrecida y entregada a la comunidad de
los creyentes, como palabra de Dios y expresión objetiva de su ser. La
Escritura es «la objetivación pura y configuradora, la norma non nór­
mala absolutamente normativa de ese comienzo escatológico final,
esto es, la Iglesia primitiva, que en la dimensión citada se denomina
Escritura»'®.
La Tradición es la conciencia viva de la Iglesia y, por tanto, la au­
tocomprensión viva y duradera de la Escritura. Si Cristo es la revela­
ción definitiva en el que se concentra la historia anterior y posterior, la
historia que acontece desde Cristo tiene que ser comprendida como
anamnesis de ese acontecimiento último y escatológico. Una anámne-
sis que no es sólo recuerdo del pasado, sino acción actualizadora en el
momento presente y creación de novedad que anticipa el futuro.
¿Cómo se realiza esta anamnesis? Por un lado, se necesita que
exista una realidad objetiva a la que la comunidad actual pueda refe­
rirse como origen normativo desde donde llevar a cabo una correcta
relectura o interpretación. Esta realidad se llama Escritura, pues ella
es la expresión de la autoconciencia objetivada de la comunidad pri­
mitiva y lugar donde se ha recibido en la fe esa revelación escatológi-
ca y definitiva de Jesucristo.

7. J. Diedro, De Ecclesia Scripturis el dogmatibus (1933), en Opera I, fol.


61v, Lovaina 1556, tomado de H. U. von Balthasar, Teológica III. El Espíritu de la
Verdad, Madrid 1998, 321 -322.
8. H. U. von Balthasar, Teológica III. El Espíritu de la Verdad, 317.
9. Ibid., 112.
10. K. Rahner, «Sagrada Escritura y Teología», en Escritos de teología VI,
Madrid 1969, 108-109.
El alma: la sagrada Escritura 117

Con todo, para llegar al origen normativo y recrearlo de forma vi­


va en el presente no basta con remitir a una realidad objetiva. Se nece­
sita, además, que esa interpretación se haga en el Espíritu (epíclesis),
verdadero agente de la anamnesis que recuerda actualizando. Como
dijo Mons. Edelby en las discusiones conciliares sobre el texto de la
Dei Verbum: «La Tradición santa es la epíclesis de la historia de la sal­
vación, la teofanía del Espíritu santo, sin la cual la historia es incom­
prensible y la Escritura es letra muerta». Así, de la misma manera que
resulta imposible afirmar la Iglesia sin la Escritura, tampoco es posi­
ble defender la Escritura sin la Iglesia.

2. El alma de la teología: la sagrada Escritura

a) El retorno a las fuentes (Escritura) y el distanciamiento de la


exégesis
La recuperación de la Escritura ha sido uno de los grandes logros
de la teología posconciliar. Tanto en la vida de la Iglesia como en el
ejercicio de la teología. Ella ha fecundado y enriquecido enormemen­
te la teología, llenando de contenido real una reflexión teológica que
se perdía en elucubraciones de tipo lógico sin conexión con la reali­
dad y sin un lenguaje adecuado.
El retorno a la Escritura, sin embargo, no ha sido del todo pacífi­
co. También ha descubierto y puesto en evidencia otra serie de difi­
cultades. Mientras que la exégesis católica fue punta de lanza de la re­
novación teológica y fuente de la renovación eclesial y pastoral en los
años inmediatamente posteriores al concilio Vaticano II, actualmente
se ha convertido en una disciplina irrelevante para la teología, el ma­
gisterio y la vida pastoral de la Iglesia11.
Esta falta de significación de la exégesis en la vida de la Iglesia y
de la teología, se debe esencialmente al propio desarrollo de la ciencia
bíblica; aunque también puedan existir otras causas sociológicas que
lo expliquen. A lo largo del siglo XX la exégesis se ha ido desligando
cada vez más de la vida eclesial, desarrollándose como ciencia litera-

11. J. Kügler, Die Gegenwarl isl das Problem! Thesen zur Rolle der neutesta-
mentlichen Bibelwissenschaft in Theologie, Kirche und Gesellschaft, en U. Busse
(hrsg.), Die Bedeutung der Exegesefiir Theologie undKirche, Freiburg 2005, 10-37.
118 El ejercicio de la teología

ría e histórica, sin cortapisas de autoridades o normas eclesiales. En


este sentido, se ha esforzado por demostrar en la universidad que era
una ciencia más, con los mismos derechos y exigencias que el resto.
Sus publicaciones han estado orientadas sobre todo a los especialistas
de la propia disciplina, resultando prácticamente ininteligibles e inser­
vibles para la predicación, la catcquesis e incluso para las demás dis­
ciplinas teológicas. Todo ello ha conducido a un aislamiento de la vi­
da eclesial e incluso de la sociedad, pues la ciencia bíblica ha padecido
el mismo desinterés que el sufrido por las llamadas ciencias humanís­
ticas. Además, el proceso imparable de especialización seguido por es­
tas ciencias ha desembocado, si cabe, en un mayor autismo social.
Entre algunos exegetas se intenta solventar este aislamiento y pér­
dida de significación, convirtiendo la ciencia bíblica en «una ciencia
de la religión del cristianismo primitivo»12. En el fondo, sin embargo,
da la impresión de abocar a un callejón sin salida13.
Por tanto, si la exégesis quiere recuperar su influjo en la Iglesia y
en la teología, tiene que mostrar con claridad que su actividad es ecle­
sial y teológica, capaz de ponerse en relación con otros ámbitos don­
de se desarrolla la vida de la Iglesia y con el resto de disciplinas teo­
lógicas. De alguna forma ha de ser capaz de liberarse de su pretensión
de ofrecer la interpretación exacta del sentido de un texto bíblico; pe­
ro también debe ayudar a llevar a cabo una lectura más profunda y co­
rrecta, criticando toda posible reconstrucción cerrada de los textos y
defendiendo la imposible fijación de su sentido definitivo desde las
ciencias humanas, incluida la propia exégesis y la teología. Aquí resi-

12. B. H. Ráisánen, Neutestamentliche Theologie? Eine religionswissen-


schaftliche Alternative, Stuttgart 2000; G. Theissen, La religión de los primeros
cristianos. Una teoría del cristianismo primitivo, Salamanca 2005; U. Luz, Kann
die Bibel heute noch Grundlage für die Kirche sein? Über die Aufgabe der Exe-
gese in einer religids-pluralistischen Gesellschaff. New Testament Studies 44
(1998)317-339.
13. J. Kügler-autor al que estoy siguiendo en estas reflexiones- se refiere a
esta propuesta como una invitación a una bella muerte. No porque desprecie los
resultados de sus colegas, ni porque no vea interesante el diálogo con las ciencias
de las religión, sino porque para él este no puede ser el punto de referencia para el
proyecto de una exégesis bíblica. Lo mismo sería válido para quien quiera redu­
cirla a una ciencia filológica o literaria. Todas ellas son importantes y necesarias
para el trabajo exegético, pero no pueden ser el criterio de su epistemología (cf.
Die Gegenwart ist das Problem! Thesen zur Rolle der neutestatnenllichen Bibel-
wissenschafl in Theologie, Kirche und Gesellschaft, 21-22).
El alma: la sagrada Escritura 119

de su función profética, justamente «en la medida en que la exégesis


critica las formas de lectura que son una simple proyección, defiende
el valor propio y la extrañeza del texto y, finalmente, su carácter de re­
velación»14. Lo que está enjuego es una reconstrucción pastoral de la
ciencia bíblica y, en el fondo, de toda la teología15.
Este diagnóstico del exegeta católico Joachim Kügler puede ser
discutible. Algunas de sus tesis son, sin duda, más acertadas que otras,
pero creo que tiene la virtud de sacar a relucir los problemas funda­
mentales en torno a la exégesis de la Escritura como ejercicio de la
teología y fuente de la vida de la Iglesia. Si el concilio Vaticano II ha
hablado de la necesidad de que el estudio de la Escritura sea el alma
de la teología, es porque el método teológico la había relegado con
frecuencia a puro corolario de las afirmaciones dogmáticas. La Escri­
tura era utilizada como un arsenal para justificar las afirmaciones teo­
lógicas construidas con anterioridad desde otros presupuestos ajenos
e independientes de ella. Hoy, sin embargo, el problema es otro. Me
atrevería a decir que es el inverso. El aislamiento de la Escritura no
viene producido por el método teológico actual, con una gran sensibi­
lidad para el pensamiento bíblico, histórico y contextual, sino por el
estatuto epistemológico de la propia ciencia bíblica, que se ha cerrado
sobre sí, separándose del lugar eclesial y del método teológico. Ya no
se considera una parte de la ciencia de la fe, de la teología.
La exégesis tiene su propia autonomía, que hay que respetar. Pero
si quiere ser de nuevo el alma de la teología, tendrá que estar dispues­
ta, con humildad, a ser una disciplina teológica. Nadie introduce en su
centro más intimo una realidad que en el fondo le es ajena y extraña'6.

b) El lugar de la Escritura en la teología


«El estudio de la sagrada Escritura [sacra Pagina] ha de ser como
el alma de la sagrada teología» (DV 24)17. Esta es una de las expre­
siones más conocidas referidas a la relación entre Biblia y teología.

14. Ibid., 31.


15. Ibid.
16. Cf. G. Uribarri Bilbao, Exégesis científica y teología dogmática. Mate­
riales para un diálogo: Estudios bíblicos (2006).
17. Cf. J. M. Lera, «Sacrae Paginae studium sit veluti anima sacrae Theolo-
giae». Notas sobre el origen y procedencia de esta frase: Miscelánea Comillas 78-
120 El ejercicio de la teología

Pero ¿qué significa realmente? La expresión aparece en dos textos del


Vaticano II: en la constitución dogmática sobre la divina revelación
Dei Verbum, 24, y en el decreto sobre la formación para los futuros
presbíteros Optatam totius, 16. En la Dei Verbum se está hablando de
la importancia de la sagrada Escritura en la vida de la Iglesia y, por
ende, en la teología. En su número 24 se reseñan tres imágenes para
comprender el papel y la función esencial de la Escritura en la tarea
teológica. La Escritura ha de ser el fundamento perenne, la fuente re-
juvenecedora y el alma de la teología18. Por su parte, en el decreto so­
bre la formación sacerdotal se utiliza esta expresión en el número 16,
texto decisivo y fundamental para la reforma de los estudios eclesiás­
ticos. En él se aboga por un método teológico más bíblico e histórico
que dogmático y especulativo, donde la Escritura no se utilice única­
mente al final de la construcción teológica para probar o rechazar te­
sis ya definidas, sino desde el principio, como fuente y alma de los

79 (1983) 409-422; J. M. Rovira Belloso, «La Escritura, alma de la teología», en


Introducción a la teología, Madrid 1996, 195-220; J. A. Fitzmyer, «Scripture, the
Source of Theology», en Scripture, the soul of the Theology, New York 1994, 39-
92. Sobre este ensayo del exegeta norteamericano he de decir que estoy de acuer­
do en su insistencia y afirmación sobre la necesidad de estudiar la Biblia hoy, a la
altura de nuestro tiempo. Pero precisamente por esta razón, no entiendo su crítica
desmedida a los teólogos que han puesto en evidencia la limitación del método
histórico-crítico (H. de Lubac, L. Bouyer, H. U. von Balthasar, J. Ratzinger, entre
otros). Afirmar, sin más, que estos teólogos propugnan una vuelta a una exégesis
«pre-crítica», no me parece que haga justicia a la intención de estos autores. Tam­
poco entiendo la concepción de fondo que el autor tiene sobre la exégesis patrís­
tica. Es evidente que no se pueden repetir las formas concretas según las cuales los
Padres hicieron exégesis de la Escritura. Tampoco ellos mismos la harían hoy así.
Pero una cosa es esto y otra pensar que los Padres eran ingenuos en su exégesis.
Sus principios fundamentales siguen en pie y más aún la razón última y el impul­
so radical de su teología: interpretar la Escritura recibida en un contexto cultural
nuevo, fecundando asi la fe y la cultura. Todavía está por ver que los exegetas y teó­
logos actuales seamos capaces de hacer lo que ellos hicieron. Nadie es propieta­
rio de la Escritura, ni de su estudio, ni de su interpretación. Ni los teólogos ni los
exegetas. Todos estamos embarcados en esa tarea, desde diferentes puntos de vis­
ta y con diversas precomprensiones. Ser consciente de ellas no es «filosofar acer­
ca de la interpretación de la Escritura» (como irónicamente comenta Fitzmyer de
los teólogos dogmáticos), sino ser críticos con nosotros mismos, pues para com­
prometerse en el ejercicio de la interpretación de la Escritura hay que ser críticos,
con nuestros propios métodos críticos.
18. Cf. T. Sóding, El alma de la teología. Su unidad a partir del Espíritu de la
Sagrada Escritura en la «Dei Verbum» y según Joseph Ratzinger. Communio 8
(2007).
El alma: la sagrada Escritura 121

desarrollos teológicos posteriores. El ejemplo más significativo de lo


que supuso esta renovación en el método teológico, es decir, poner en
primer lugar el auditus sobre el intellectus fidei, convirtiendo la Es­
critura en fuente de la teología, es el manual de teología como historia
de salvación, Mysterium salutis19.

1) Fundamento
La primera imagen proviene del mundo de la construcción. La Es­
critura ha de ser el fundamento permanente de la teología. Fundamen­
to es lo que se coloca en la base de un edificio para que haga las veces
de sólido cimiento que sustenta, da seguridad y permite elevarse hacia
lo alto. Frente a una utilización de la Biblia como «dicta probantia»
(corolario y conclusión de lo que ya se ha propuesto y demostrado por
otros caminos) que era frecuente en los manuales anteriores al conci­
lio Vaticano II, se propone aquí la sagrada Escritura como inicio que
fundamenta y sostiene todo el edificio. En este sentido, cuando el de­
creto sobre la formación de los futuros presbíteros (OT 16) propone
comenzar los estudios teológicos por la exégesis y la teología bíblica,
está realizando una propuesta revolucionaria.
Pero ¿cómo puede ser la Escritura fundamento para la teología,
cuando tenemos la sensación de que se nos queda demasiado corta pa­
ra la construcción teológica que queremos realizar? Es evidente que
no se está refiriendo al simple uso de textos aislados, sino a compren­
der la Escritura como un testimonio global de la revelación, inscrito
en la tradición viva de la Iglesia (DV 8). Ella es el alma, el centro y el
fundamento de la teología y de la vida de la Iglesia.
Y sin embargo, no lo es todo. Precisamente la historia de la teo­
logía (en especial el concilio de Nicea) muestra que en determinados
momentos la mera exégesis filológica de los textos (Arrio) no es su­
ficiente. Más aún, se vuelve infiel a la propia palabra de Dios cuan­
do pretende alcanzar una mera objetividad que en el fondo resulta re-
ductiva, puesto que se resiste a integrar todo elemento extraño que no
encaja en su esquema. Semejante puritanismo exegético es el que in-
troyecta, a modo de precomprensión, diversas filosofías y teorías aje-

19. J. Feiner-M. Lórer (eds.), Mysterium salutis. Manual de teología como


historia de la salvación 1-V, Madrid 1971.
122 El ejercicio de la teología

ñas al sentido y testimonio global la Escritura, normalmente sin caer


en la cuenta de ello.
Hay que ser conscientes de que la Escritura ofrece al teólogo un
testimonio abierto, que puede parecer frágil e incompleto desde el pun­
to de vista de la elaboración de un sistema conceptual perfectamente
acabado. Sin embargo, este testimonio incoado, en apariencia infantil
e imperfecto, es el fundamento permanente; no en vano, indica a su
manera que el único acceso a la realidad de Dios es su manifestación
en la economía de la salvación. Esta economía es el camino y el limite
para toda teología. Aquí la teologia de san Ireneo, fiel a la sobriedad de
la Escritura y reacia a las especulaciones y elucubraciones gnósticas,
es para nosotros un ejemplo permanente. Cuando la teologia se aleja de
este testimonio histórico y personal, de la simplicidad inherente a la
Escritura, construye sistemas muy lógicos desde sí misma que paradó­
jicamente terminan no necesitando a Dios.
Un ejemplo. En el desarrollo de la teología trinitaria, el Nuevo Tes­
tamento contiene un potencial que invita a la afirmación de los dogmas
y a la profúndización de la teologia, pero ofrece también una critica
permanente a los mismos. Por una parte anima al teólogo a buscar con­
ceptos que vayan más allá de la Escritura, pero por otra le exige no
acomodarse a los conceptos encontrados. Los credos eclesiásticos ela­
boraron excelentes penetraciones del lenguaje relaciona!, narrativo y
litúrgico del Nuevo Testamento. Lo mismo que el mensaje neotesta-
mentario proclama que Jesús y el Espíritu pertenecen al movimiento y
acontecer de Dios, los credos lo formulan en categorías de identidad
y diferencia. Si los credos protegen el mensaje del Nuevo Testamento
de una errónea interpretación, el Nuevo Testamento impide que el mis­
terio de Dios sea introducido en un sistema cerrado que acabe con la ri­
queza, variedad y policromía en la que se nos revela y manifiesta en la
Escritura el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo20.

2) Fuente
El fundamento escrituristico no puede ser comprendido, sin em­
bargo, como algo estático y cerrado, sino como auténticafuente de vi-

20. Cf. M. Karrer, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Salamanca 2001.


El alma: la sagrada Escritura 123

da y aliento que permanentemente rejuvenece a cualquier sistema te­


ológico. Si la teología tiene como base y cimiento a la sagrada Escri­
tura, jamás podrá ser una casa concluida y cerrada sobre sí, en la que
almacenar la inagotable e inabarcable revelación de Dios, pues todo
fundamento perenne exige estar vivo y en movimiento. No podemos
olvidar que el fundamento de la teología lo constituyen la palabra de
Dios escrita y la tradición viva. Y si leemos con atención el texto, po­
demos constatar que así como la expresión fundamento se usa para
hacer referencia a esta palabra escrita transmitida por la tradición, la
expresión fuente de renovación permanente, está puesta en relación
con la verdad que se encuentra en el misterio de Cristo y que nosotros
tenemos que investigar a la luz de la fe.
Esta idea del carácter inagotable y rejuvenecedor de la «doctri­
na divinamente revelada» había sido ya expuesto por Pío XII fren­
te a un pensamiento que, alejado del depósito de la revelación, re­
sultaba estéril:
Con el estudio de las sagradas fuentes, las ciencias sagradas se rejuve­
necen constantemente; sin embargo, sabemos por experiencia que la
especulación que descuida la ulterior investigación del depósito sagra­
do, se hace estéril2'.

Y aunque este texto fue pronunciado en respuesta a una cuestión


diferente, donde se pretendía evitar que una teología positiva desoye­
ra el magisterio vivo de la Iglesia (cuestión a la que responde DV 10),
su novedad radica en algo bien distinto. Así, la teología no debe bus­
car relacionarse en primer lugar con la palabra escrita, sino con la ver­
dad contenida en el misterio de Cristo, pues la palabra de Dios escri­
ta no agota la palabra de Dios que es el Hijo. Ciertamente se da una
relación reciproca entre ambas, pero no una identificación. La palabra
de Dios o el misterio de Cristo no equivalen a la palabra de Dios es­
crita. Una es la palabra atestiguada y otra es la palabra atestiguante.
La primera es el sacramento o el médium expresivo de la segunda:
La Palabra atestiguada es, en su punto central, Jesucristo, Palabra eter­
na del Padre, el cual tomó, como Palabra, figura de carne, para atesti­
guar, representar y ser en la carne la verdad y la vida de Dios [...] La

21. DH 3886.
124 El ejercicio de la teología

palabra atestiguante es la serie de Escrituras que, desde el Génesis has­


ta el Apocalipsis, acompaña y capta como en un espejo la revelación de
la Palabra en la carne; por esta función se distingue, en primer lugar, la
Escritura de la revelación22.

Una diferencia que en último término no se da cuando se tiene un


concepto amplio de Escritura. El cristianismo no es una religión del li­
bro si por éste entendemos el texto material de la sagrada Escritura.
En ella y a través de ella se nos comunica la revelación de Dios. Se
trata, en definitiva, de «la Palabra única de Dios, que se atestigua a sí
misma en la revelación única»23.

3) Alma
La tercera imagen presenta a la sagrada Escritura como el alma de
toda la teología. Quiero subrayar que el texto no se refiere a la sagra­
da Escritura sin más sino a su estudio, tal como lo entiende la Del Ver­
bum cuando se refiere a la interpretación de la Biblia (DV 12) y a la
forma como ha sido ejercitado a lo largo de la mejor tradición teoló­
gica y eclesial (sacra Pagina).
La imagen de la Escritura como alma de la teología hay que com­
prenderla desde la imagen paralela del Espíritu santo como alma de la
Iglesia24. En primer lugar, conviene señalar que se trata de una imagen
y no de una aplicación o definición directa. La constitución dogmáti­
ca Lumen gentium, recogiendo la doctrina de León XIII, utiliza la ima­
gen del Espíritu como alma de la Iglesia (LG 725) al hablar de la per­
manente renovación que ha de darse en ella. El Espíritu es quien hace
posible esta renovación permanente, pues él vivifica, unifica y mueve
al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
La aplicación de esta imagen a la Escritura sugiere sobre todo una
función nutricia y vivificadora, pues ella es la fuente inmediata de la
teología. El Concilio afirma sin ambigüedad que no se puede hacer

22. H. U. von Balthasar, «Palabra, Escritura, Tradición», en Ensayos teológi­


cos I. Verbum Caro, Madrid 1964, 19.
23. lbid.,20.
24. Divinum illud (\S9iy, DH 3229: el Espíritu alimenta y acrecienta a la
Iglesia.
25. LG 7 está dedicado a la comprensión de la Iglesia como cuerpo de Cristo.
El alma: la sagrada Escritura 125

teología sin tener un contacto y estudio directo con la fuente. Ella es la


que hace que la teología sea siempre una realidad viva y no algo que se
permanece anclado en el pasado. Es el centro que unifica, porque en
ella se nos hace presente la figura y la plenitud de la revelación. Pero
es un centro inaprensible, una verdad desbordante que permanente­
mente nos mueve y nos lleva a comprender la verdad completa.
El efecto de la inspiración no debemos buscarlo ante todo en la in­
errancia de la Escritura; debemos buscarlo en una cualidad constante,
en virtud de la cual el Espíritu santo viviente se encuentra siempre co­
mo atictor primarias detrás de la palabra, dispuesto en todo momento
a introducir en profundidades mayores de verdad divina a todo aquel
que intente comprender esta palabra suya en el Espíritu de la Iglesia
(que tiene como Esposo al Espíritu). Y el contenido primario de la Es­
critura sigue siendo siempre Dios [...] Es la palabra que abre el acce­
so a Dios y que continúa abriéndolo; en ningún lugar se echan cerrojos
sino que por doquier se crean aberturas26.

En realidad, esta reflexión nos está llevando a la cuestión de Dios


como «objeto» de la teología (capítulos primero y segundo), es decir,
a la concentración teológica de la teología. Comprender la Escritura
y su estudio como alma, fundamento y fuente del quehacer teológi­
co, significa recuperar su centro y objeto primario. No se trata, pues,
de una legítima petición de los exegetas frente a los dogmáticos, sino de
la necesidad de recuperar el verdadero centro y corazón de la teología;
recuperar una teología que vuelve a poner en el centro de su reflexión
a Dios y, desde él, busca integrar el resto de las afirmaciones sobre el
mundo, el hombre y la historia. Esta recuperación del centro verdade­
ro de la teología nos invita a una actitud de apertura permanente en la
búsqueda de aquel que está siempre más allá de nuestras propias for­
mulaciones, incluso más allá del texto material de la Escritura, aunque
para nosotros no pueda darse ya sin él. Con todo, la letra de la Escri­
tura es esencialmente diversa de la letra de nuestras formulaciones
dogmáticas, pues mientras que la primera está inspirada por el Espí­
ritu, la segunda está garantizada en su verdad -a lo sumo- por la asis­
tencia del Espíritu, pero sin ser inspirada. Como podremos ver más

26. H. U. von Balthasar, «Palabra, Escritura, Tradición», en Ensayos teológi­


cos I. Verbum Caro, 32 y 37.
126 El ejercicio de la teología

adelante, el espíritu del texto no se encuentra ni inmediata ni separa­


damente de la letra, sino en él. Por este motivo, siempre resulta nece­
saria su interpretación.

3. La interpretación de la Escritura

a) Exégesis científica y teológica


Los principios de interpretación de la Escritura deben surgir de la
naturaleza de la Biblia y del lugar que ocupa en ¡a vida de la Iglesia y
en la teología. Como dice el exegeta Klaus Berger: «El uso que se ha­
ce de un escrito es ya una determinada interpretación». Si el origen de
los diferentes libros de la Biblia está en relación con la función que
desempeñaron en la liturgia (hímnica, parenética, narrativa, doxológi-
ca) para nutrir la vida de los creyentes, esto ya supone una determina­
da interpretación27. No es lo mismo proclamar la Biblia en la asam­
blea eucarística, escuchando en primer lugar el Antiguo Testamento, a
continuación el Nuevo y por último el Evangelio como culminación,
que leer y analizar en el silencio del escritorio con los métodos cien­
tíficos disponibles un pequeño fragmento de una parte de la Biblia.
Pues aunque ambas formas de interpretación estuvieron unidas du­
rante mucho tiempo en la historia de la teología, desde el siglo XIX se
ha ido produciendo de forma progresiva una profunda separación. Es­
te desarrollo ha conducido a una separación entre la exégesis cientí­
fica y la vida real de la Iglesia28.
El uso de la Biblia en la liturgia supone un reconocimiento de que
esa palabra es en verdad palabra de Dios, que él mismo dirige a una
comunidad y a un pueblo en un momento histórico concreto y deter­
minado, para ofrecerle la salvación e invitarle a habitar en su compa­
ñía. La Biblia es interpretada y actualizada como palabra de Dios en la

27. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo. Salamanca 1997,


744: «Sólo transmitiendo y viviendo las realidades cristianas pueden la Iglesia, los
exegetas y los teólogos tener una palabra verdadera sobre los libros cristianos.
Quien es tuerto para la liturgia es ciego para la Biblia».
28. F. Dreyfus, Exégése en Sorbonne, exégése en Eglise: Revue Biblique 83
(1976) 161-202; Id., L'actualisation de L’Ecriture 1. Du texte á la vie: Revue Bi­
blique 86 (1979) 5-58; Id., L'aclualisation de L’Ecriture 11. L'action de l'Esprit:
Revue Biblique 86(1979) 161-193.
El alma: la sagrada Escritura 127

Iglesia para la salvación en el mundo de hoy. Por su parte, el estudio de


la Biblia en la academia (exégesis) persigue interpretar correctamente
el texto desde la aplicación de los métodos histórico-críticos, la deter­
minación de su contexto, la composición literaria, la estructura lin­
güística y, finalmente, la historia de la recepción. Si por medio de la li­
turgia, la Iglesia en oración es la que trae la palabra de Dios al presente
de la forma más perfecta (actualiza), la exégesis debe preparar y ayu­
dar para esta actualización29, pues sólo cuando los exegetas explican el
significado del texto bíblico como palabra de Dios para hoy, alcanzan
el auténtico fin de su trabajo30. La exégesis bíblica tiene que usar todos
los medios a su alcance para investigar el sentido del texto, pero sola­
mente llegan al sentido de su acción y misión cuando, preguntándose
por la verdad de lo leído, pasan a su sentido religioso y teológico. Co­
mo dijo Martin Lutero mediante sus provocadores aforismos: «Qui
non intelligit res, non potest ex verbis sensum elicere»31. Se trata de
una exégesis que algunos han calificado de «integral»32.
En la historia reciente, la lectura e interpretación de la Escritura en
la Iglesia ha corrido dos peligros: 1. El de una interpretación que sub­
raya tanto el aspecto humano de la Biblia, que no tiene en cuenta que
ella es palabra de Dios inspirada por el Espíritu santo (Providentissimus
Deus, 1893). 2. El de una interpretación que subraya tanto el carácter
divino y sagrado de la Escritura, que no tiene en cuenta que ella es pa­
labra de Dios en lenguaje humano (Divino ajjlante Spiritu, 1943)33.
En el exceso de la primera tendencia se ha situado una exégesis
desvinculada de la fe y de la Iglesia, cuyo objetivo se ha centrado en
desarrollar una «exégesis crítica» y realmente científica. Esta exégesis
logra reconstruir los textos en su versión más auténtica según la críti­
ca textual; a continuación, los examina, buscando descubrir en ellos di­
versas fuentes y estratos hasta su redacción definitiva y tratando de in-

29. A. Vanhoye, La exégesis católica hoy: Communio 19 (1997) 440-451.


30. Pontificia comisión bíblica, La interpretación de la Biblia en la iglesia,
Madrid 1994.
31. M. Lutero, Charlas de sobremesa, núm. 5246. Cf. O. González de Carde-
dal. La entraña del cristianismo, 744.
32. M. Gilbert, Exégesis integral, en R. Latourelle (ed.), Diccionario de teo­
logía fundamental, Madrid 1991,459-468.
33. «Discurso de Juan Pablo II sobre la interpretacióin de la Biblia en la Igle­
sia», en La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 3-11.
128 El ejercicio de la teología

terpretarlos mejor en su forma y su sentido final; además, determina el


contexto histórico y cultural en el que ha surgido cada uno de ellos me­
diante la arqueología, la literatura comparada, etc., y desentraña su
contexto histórico y cultural. Es de justicia reconocer que en este cam­
po la exégesis se ha desarrollado de forma admirable. Pero llegada a
este punto, todavía no ha sido suficientemente radical. Aún no estamos
en el campo propiamente dicho de la exégesis y la teología, cuyo fin
primero no consiste en reconstruir la historia de Israel, la del Jesús
histórico o la de las comunidades primitivas, sino en profundizar el
sentido de la Escritura como palabra de Dios inspirada por el Espíri­
tu santo. La exégesis ha de ser crítica y teológica a la vez34. «El estudio
científico de la Biblia no puede aislarse de la investigación teológica,
ni de la experiencia espiritual y el discernimiento de la Iglesia»3’.
En el otro extremo está lo que se ha denominado una lectura funda-
mentalista de la Biblia. Esta lectura «parte del principio de que, siendo
la Biblia palabra de Dios inspirada y exenta de error, debe ser leída e in­
terpretada literalmente en todos sus detalles»36. Semejante lectura, que
no puede calificarse de exégesis, excluye todo esfuerzo de comprensión
de la Biblia que tenga en cuenta su crecimiento histórico y su desarro­
llo, oponiéndose al método histórico crítico y al resto de métodos cien­
tíficos. Esta lectura no admite que la Biblia sea palabra de Dios puesta
por escrito a través de autores humanos inspirados por el Espíritu, bajo
una inspiración que tiene en cuenta la historia y la mediación humana.
Y puesto que, en el fondo, esta tendencia no asume el carácter históri­
co de la revelación de Dios y la verdad de la encarnación37, el «método
histórico-crítico» viene exigido como «el método indispensable para el
estudio científico del sentido de los textos antiguos»38.

b) Del Verbum, 12
En la constitución dogmática sobre la divina revelación, el conci­
lio Vaticano II ha sentado las bases para el desarrollo de la exégesis y

34. Cf. G. Uríbarri, Exégesis científica y teología dogmática. Materiales pa­


ra un diálogo: Estudios bíblicos (2006).
35. Pontificia comisión bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 106.
36. Ibid., 67.
37. Cf. ibid., 67-70.
38. Ibid., 33.
El alma: la sagrada Escritura 129

la interpretación de la Escritura en la Iglesia. A su vez, ha tratado de


integrar las dos perspectivas fundamentales que hemos visto anterior­
mente y ha establecido varios criterios esenciales en su interpretación
que pasamos a enumerar seguidamente39. Dichos criterios deben ser
entendidos en el conjunto de la doctrina esbozada en la Dei Verbum, es
decir, desde la comprensión de la revelación como relación personal y
participación en ¡a comunión trinitaria (DV 1); desde la relación que
se establece entre Escritura y palabra de Dios, que como ya hemos vis­
to no son sin más identificables; desde la relación fecunda que existe
entre Escritura y Tradición, pues teniendo un mismo origen tiende a un
mismo fin; por último, desde la relación entre Escritura e Iglesia, y en­
tre el estudio de la Escritura y la teología'10.
Punto de partida: Su naturaleza. El punto de partida de la inter­
pretación de la Biblia es su naturaleza humano-divina. Toda ella es pa­
labra humana y toda ella es palabra de Dios. Desde este principio fun­
damental que tiene que ver con la naturaleza de la Escritura, nacen sus
principios hermenéuticos fundamentales. La hermenéutica de la Es­
critura ha de contar con estas dos cualidades esenciales e inseparables
de su naturaleza: «Dios habla en la sagrada Escritura por medio de
hombres y en lenguaje humano». Al ser la Escritura Dios en lenguaje
humano, ha de ser interpretada, pues sólo llegaremos a conocer lo que
Dios quiso comunicarnos si tenemos en cuenta el lenguaje humano
con el que nos habla. El exegeta católico ha de acercarse a la Biblia con
la convicción de que es sagrada Escritura, libro plenamente humano y
plenamente de Dios. Esto forma parte de su pre-comprensión.
Primer criterio: La intención del autor. Para conocer lo que Dios ha
querido comunicamos, la constitución dogmática sobre la revelación
propone un primer principio hermenéutico: investigar la intención del
autor (DV 12). El teólogo español José Manuel Sánchez-Caro, en su
manual de introducción a la palabra de Dios, nos previene contra una
aceptación excesivamente ingenua de este principio si no se toma una

39. El número más importante es Dei Verbum, 12, aunque no puede ser leído
de forma aislada, sino en el conjunto de toda la constitución. Cf. I. de la Potterie,
«II Concilio Vaticano II e la Bibia» en L'esegesi cristiana oggi, Casale Monferra-
to 1991, 19-42.
40. A. Vanhoye, La recepción en la Iglesia de la constitución dogmática «Dei
Verbum», en L. Sánchez Navarro-C. Granados (eds.), Escritura e interpretación,
147-173.
130 El ejercicio de la teología

primera distancia entre el autor y su obra, y otra mayor entre el lector y


el autor. Esto se complica cuando la exégesis histórico critica afirma
que no se trata de un único autor, sino de varios autores que además
responden a épocas diversas. Por último. la complejidad aumenta cuan­
do se recomienda estudiar «lo que Dios quería dar a conocer con las
palabras de ellos» (DV 12). Todo ello parece queremos decir que el
sentido de los autores humanos y el intentado por Dios deben deducir­
se fundamentalmente del texto y no sólo de la intención del autor.
Segundo criterio: Palabra de Dios «en palabra humana». Si la Es­
critura es palabra de Dios en palabra humana no es de extrañar que el
Concilio subraye la importancia de los géneros literarios para conocer
la intención del autor expresada en el texto y descubrir su sentido. Los
géneros literarios son aquellas formas de expresarse oralmente o por
escrito que caracterizan una literatura o un autor. A ellos, y debido al
carácter histórico de la Escritura'*', deben unirse otros métodos que, sin
necesidad de asumir una determinada filosofía, traten de fijar el texto
en su contexto y en su historia. Para llevar a cabo semejante tarea, se
utiliza el análisis textual y literario, filológico, lingüístico e histérico-
crítico. Junto a estos métodos de interpretación que provienen de las
ciencias humanas, habría que añadir aquellos que están siendo emplea­
dos actualmente con mayor intensidad, como la semiótica o análisis es­
tructural, el análisis sociológico, la interpretación psicoanalista, etc.,
aunque liberados, como los anteriores, de aquellos principios filosófi­
cos que entran claramente en contradicción con la Escritura.
Tercer criterio: Lectura en el Espíritu. Los criterios hermenéuticos
nacen también del carácter divino de la Escritura, sin olvidar que ésta
siempre se realiza en mediación humana. «La Escritura ha de ser in­
terpretada en el mismo Espíritu en el que fue escrita» (DV 12d). Neó­
fitos Edelby, arzobispo melquita titular de Edesa, acuñó la famosa ex­
presión «lectura en el Espíritu», para expresar que la Escritura sólo
puede ser leída e interpretada adecuadamente en el mismo Espíritu que
sigue actuando en la Iglesia de todos los tiempos. El texto del Conci­
lio explícita dicha lectura en el Espíritu no como una mera lectura sub­
jetiva, sino desde la integración de tres realidades fundamentales de la
Iglesia, las cuales son decisivas para comprender la Escritura y la pro-

41. DV 19 se refiere, en concreto, a la historicidad de los evangelios, que la


Iglesia «afirma sin dudar».
El alma: la sagrada Escritura 131

pia Iglesia: 1. el contenido y la unidad de la Escritura, máxima funda­


mental de la exégesis patrística que ha sido retomada y actualizada en
el acercamiento canónico; 2. la lectura de la Biblia dentro de Tradición
viva de toda la Iglesia, lugar donde acontece la epíclesis de la historia
de la salvación y la memoria viva de la Iglesia donde el texto se con­
vierte en fuente, fundamento y alma; 3. y, finalmente, la analogía de la
fe, es decir, una lectura de la Escritura en armonía con la fe de la Igle­
sia y el misterio total de la revelación de Dios, donde el magisterio
eclesial tiene la palabra última y definitiva en su interpretación.

c) La interpretación de la Biblia en la Iglesia


En 1993 la Pontificia comisión bíblica publicaba un importante
documento al que ya hemos hecho referencia: La interpretación de la
Biblia en la Iglesia. El documento quiere realizar una síntesis entre las
posturas racionalistas, que reducen la Biblia a mera palabra humana
expresada en el tiempo y vinculada a un lugar concreto, y las lecturas
fúndamentalistas, que rechazan cualquier tipo de estudio exegético de
la Biblia y proponen una interpretación literal del texto en sentido re­
ligioso y espiritual, sin contar con la mediación humana.
La Iglesia, por su parte, no tiene un método propio. Asume como
necesario el método histórico crítico por su fidelidad a la historia de
la revelación, pero sin olvidarse de sus límites. En este sentido, siem­
pre ha sido necesario usar otro tipo de métodos y acercamientos. Unos
de carácter literario, basados en el análisis retórico, narrativo o se-
miótico; otros, fundados en la tradición, como el canónico, el herede­
ro de la exégesis judía y el de la historia de la influencia o de los efec­
tos (Wirckungsgeschichte)', otros, en fin, inspirados en las ciencias
humanas (sociológico, antropológico cultural, psicológico) y en el
contexto (liberacionista y feminista). De esta forma se da razón de la
perspectiva diacrónica y sincrónica de los textos bíblicos.
Al ser la exégesis interpretación, su desarrollo «se debe repensar
teniendo en cuenta la hermenéutica filosófica contemporánea, que ha
puesto de relieve la implicación de la subjetividad en el conocimien­
to, en particular en el conocimiento histórico»42. De hecho, «toda exé-

42. Pontificia comisión bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia,


71. El documento cita a Schleiermacher, Dilthey, Heidegger. Bultmann (precom-
132 El ejercicio de la teología

gesis de los textos debe ser completada por una hermenéutica en el


sentido reciente del término». Se trata de franquear la distancia entre
el tiempo de los autores, de los primeros destinatarios de los textos bí­
blicos y nuestra época contemporánea, para actualizarlos hoy correc­
tamente y que así puedan nutrir la vida de los creyentes.
Frente al positivismo histórico, la hermenéutica es una sana reac­
ción que nos ha permitido salir con más facilidad de un espejismo que
me atrevería a llamar pseudo-científico, al pensar que para que la in­
terpretación de la Escritura sea realmente una ciencia, necesita po­
ner entre paréntesis la fe. Como ha mostrado Albert Vanhoye en un
artículo de respuesta a otro de lean Marte Sevrin, la fe no sólo no es
impedimento para una exégesis científica, sino su misma condición
de posibilidad, ya que todo científico parte de una comprensión previa
necesaria para cualquier tipo de interpretación43. ¿Y qué mejor pre­
comprensión puede tener el lector e intérprete de la Escritura que el
ámbito espiritual en el que fue escrita y el sentido último para el que
fue escrita? Ambito espiritual y sentido último que los cristianos lla­
mamos fe y que permite una continuidad y connaturalidad únicas en­
tre el sujeto que hoy accede al texto y el contexto real en el que ese
texto surgió. Porque mientras que la historia nos aleja, la fe nos acer­
ca. No en vano, ambos momentos, tanto la distancia como la cercanía,
la entrañeza como la extrañeza con el texto, son necesarios para una
correcta interpretación.
Con todo, para que sea exégesis científica no basta la fe, es necesa­
ria la investigación critica del contexto histórico, de su forma literaria
y de su sentido teológico. Pero decir que no es suficiente no es sinóni­
mo de su exclusión premeditada en aras de una «objetiva cientifici-
dad». Si la exégesis no se realiza dentro del ámbito y el marco de la fe,
no podrá ser útil a la teología44.

prensión), Gadamer (círculo hermenéutico: texto, autor, lector; fusión de horizon­


tes, afinidad fundamental entre objeto y sujeto; eficacia histórica del texto) y Ri-
coeur (distancia para la apropiación y actualización en la lectura y vivencia). Ya
Gregorio el Grande, en el siglo VI, se maravillaba de que los textos leídos «cre­
cían» con el espíritu del lector.
43. A. Vanhoye, Esegesi bíblica e teología: la quiestíone dei metodi: Semina-
rium 31 (1991) 267-278; J. M. Sevrin, L'exégése critique comme discipline théo-
logique: Revue théologique de Louvain 21 (1990) 146-162.
44. B. Childs, Interpretaban in Faith: Interpretation 18 (1964) 432-449.
El alma: la sagrada Escritura 133

Esta nueva perspectiva nos hace volver, de alguna forma, a la doc­


trina de los sentidos de la Escritura, según la cual los clásicos distin­
guían diferentes niveles: literal, moral, alegórico y anagógico45. Llama
la atención cómo esta doctrina clásica que prácticamente había sido
desechada de la exégesis actual, ha sido utilizada, en menor o mayor
medida, por algunos filósofos para entender mejor la complejidad del
conocimiento humano y para acercarse a la complejidad y riqueza de
toda experiencia religiosa41'. Independientemente de que la doctrina
de los sentidos espirituales de la Escritura pueda ser rehabilitada en la
exégesis bíblica (ya hemos dicho que tal como se usó en la época de
los Padres y en la Edad Media hoy resulta imposible), es innegable
que muestra la riqueza y anchura tanto del conocimiento humano co­
mo de la experiencia de Dios. Si esto es así para el «objeto» y para el
sujeto de conocimiento y experiencia, ¿no aparecerá reflejado tam­
bién en un texto que es el resultado de la confluencia de ambos?
Frente a una exageración en la utilización de los sentidos de la Es­
critura, la exégesis histórica optó por la unidad de sentido, según la
cual el texto no podría tener diferentes significados. Pero lo que co­
menzó siendo una opción necesaria, justa y razonable, terminó provo­
cando una cierta dictadura del sentido histórico-literal, entendido des­
de un método determinado. La Escritura se alejó de la vida real del
creyente, para pasar a manos de los especialistas, como únicos capa­
ces de determinar su sentido. La hermenéutica moderna afirma, sin
embargo, la posibilidad de la polisemia de sentidos.
El documento de la Pontificia comisión bíblica afronta esta cues­
tión desde una perspectiva muy equilibrada. Asume, con la nueva co­
rriente de la filosofía hermenéutica y en continuidad con la exégesis
antigua, la posibilidad de diferentes sentidos en la Escritura, aunque
los reduce al sentido literal, espiritual y pleno. Por otra parte, recoge
la preocupación y crítica que ha hecho la exégesis a un abuso de esta
aplicación de los sentidos-, mas al no refrendar expresa y directamen­
te la doctrina clásica, señala como punto de partida ineludible la de-

45. Estos cuatro sentidos son formulados con toda claridad por Agustín de Di­
namarca en el siglo XIII: «Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid
agas, quid speres anagogia».
46. Cf. R. Schaeffler, Philosophische Einübung in die Theoiogie. Zweiter
Band: Philosophische Einübung in die Gotteslehre, Mánchen 2004, 75-140. Cf.
nota 26 del capítulo 1.
134 El ejercicio de la teología

terminación del sentido literal. Éste es absolutamente necesario para


precisar el sentido de los textos en fidelidad a los autores. El texto, ex­
presado directamente por los autores inspirados, es también querido
por Dios, su autor principal. En todo caso, no se puede interpretar un
texto sólo desde un punto de vista subjetivo47.
Al sentido literal sigue el sentido espiritual. En él, la singular del
contexto histórico que se da en un momento determinado hace radi­
calmente nueva la interpretación de un texto desde la luz que arroja el
misterio pascual de Cristo. «Sentido expresado por lo textos bíblicos,
cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu santo en el contexto
del misterio pascual de Cristo y la nueva vida que proviene de él». La
aplicación de este sentido a la Escritura parte de la convicción de su
unidad y de que toda ella habla de Cristo, una de las máximas funda­
mentales de la Tradición que podemos rastrear en el mismo Nuevo
Testamento.
A los dos sentidos anteriores sigue el sentido pleno. Se trata del
«sentido profundo del texto, querido por Dios, pero no claramente ex­
presado por el autor humano». Este sentido se descubre cuando se es­
tudia a la luz de otros textos bíblicos que lo utilizan (cf. Mt 1,23; Is 7,
14) o en su relación con el desarrollo intemo de la revelación (cf.
Rom 5, 12-21; Trente habla desde ahí sobre el pecado original). El do­
cumento advierte, no obstante, que no es aconsejable abusar de esta
forma de interpretación; sobre todo cuando no se dan ninguna de las
dos posibilidades descritas anteriormente: desde otros textos bíblicos
o desde el desarrollo interno de la revelación.

Conclusión

La fidelidad a la Escritura es el reflejo de la fidelidad que la teo­


logía ha de mostrar a la historia de los hombres y a la encamación de
Dios. La palabra de Dios se ha hecho carne, y en esa carne es para
nosotros palabra y salvación.

47. En este punto conviene realizar una precisión. El sentido literal de un tex­
to suele ser único, aunque no siempre, como sucede por ejemplo en Jn 11,50, don­
de el sentido literal está compuesto por un pérfido cálculo político y una admira­
ble forma de revelación divina. Con todo, el sentido literal es indispensable para
determinar el sentido de un texto y para buscar su correcta interpretación.
El alma: la sagrada Escritura 135

Pero la carne y los hechos no hablan por sí solos; al contrario, es­


peran y aguardan a los diferentes sentidos de su interpretación. No
existe una inmediatez pura con la realidad, pues ésta siempre se nos da
en la conjugación entre su presencia y la interpretación (P. Ricoeur).
Para la teología esa ineludible mediación es la fe, que actúa como pre­
comprensión necesaria para que la Escritura se convierta realmente en
alma, fuente y fundamento de la teología y de la vida de la Iglesia.
El exegeta Albert Vanhoye, secretario durante muchos años de la
Pontificia comisión bíblica, ha percibido con toda claridad dónde está
el secreto para que el estudio de la Escritura pueda volver a ser, de
verdad, «el alma de la teología». Su secreto es muy sencillo: Perma­
necer atentos a la profundidad espiritual de los textos históricos. Sir­
va este texto suyo como punto final de este capítulo.
La revelación no es simplemente comunicación de un conjunto de ver­
dades: es ante todo un entrar en relación con personas; introduce en
una vida de comunión con Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu. Para po­
der ser «como el alma de la teología», el estudio exegético debe estar
atento a esta profundidad espiritual de los textos históricos, lo cual su­
pone, por parte del exegeta, docilidad al Espíritu santo48.

48. A. Vanhoye, La recepción en la Iglesia de la constitución dogmática «Dei


Verbum», 173.
>
i
6
LA MEMORIA DE LA TEOLOGÍA:
LA TRADICIÓN

Yo he recibido del Señor, lo que a su vez os he trasmi­


tido: Que el Señor Jesús en la noche en que fue entre­
gado. .. Haced esto en memoria mía (1 Cor 11,23-24).

Introducción

Si la Escritura es el alma de la teología y de la vida de la Iglesia, la


Tradición es su memoria. Si la Escritura es la fuente, la Tradición es el
cauce. Sin esta memoria y este cauce la Escritura deja de ser alma y
fuente de la teología y de la vida de la Iglesia. Por el camino de la Tra­
dición se accede de una forma viva, actual y significativa a la revela­
ción testimoniada en la Escritura. Unidas entre sí, la Escritura y la
Tradición se convierten en la mediación necesaria que nos entrega y
actualiza la revelación de Dios.
El texto bíblico que encabeza este capítulo sintetiza con brillantez
la esencia de la Tradición. Ella es memoria de la Iglesia y, en conse­
cuencia, de la teología. Por otra parte, se describe el acto fundamen­
tal de la Tradición, el cual consiste en recibir y transmitir; pero tam­
bién su contenido básico, la entrega de Cristo por nosotros y para la
vida del mundo. Esta donación en favor de los hombres constituye el
principio fundamental de la Tradición que la Iglesia guarda en su me­
moria y actualiza en su vida.

1. La Tradición en diálogo

a) Escritura y Tradición: en diálogo con la Reforma


La historia de la interpretación teológica de la relación entre Es­
critura y Tradición es larga y compleja, especialmente después de la
138
El ejercicio de la teología

Reforma protestante y el concilio de Trento'. No podemos entender


la Escritura y la Tradición como dos fuentes diferentes de la revela­
ción sino como una única realidad que hace posible que el aconteci­
miento de la revelación de Dtos acaecido en Jesucristo sea acogido y
recibido en la fe mediante la recepción del Espíritu santo en el cora­

i zón de cada creyente. Pues tan sólo de esta forma semejante aconte­
cimiento puede realmente pasar de ser un hecho objetivo a fuente de
salvación2.
La comprensión de la revelación esbozada en el concilio Vaticano
II y en la teología contemporánea nos ha ayudado a tener, por un lado,
una visión menos literalista y fundamentalista de la sagrada Escritura
(peligro que se halla de forma más acentuada en la Tradición protes­
tante), y a desarrollar, por otro, un concepto más vivo y dinámico de
la Tradición (y no tan fosilizado como el que ha predominado en la
I Tradición católica)3. Esto ha permitido comprender ambas realidades
desde su unidad esencial, pues las dos provienen de la misma fuente,
es decir, la revelación de Dios, y tienden al mismo fin, es decir, la sal­
vación del hombre (DV 9).

b) Cristo y el Espíritu: en diálogo con la Ortodoxia


Cuando en teología hablamos de la Tradición estamos afrontando
la delicada cuestión de la relación entre historia objetiva y presencia
subjetiva, entre pasado y presente, entre mediación objetiva e inme­
diatez personal, entre identidad y significación, entre fidelidad y crea­
tividad, en definitiva, entre cristología y pneumatología.
Para el maestro dominico Yves Congar, el principio de la Tradición
a sido fundamental para el desarrollo del pensamiento teológico. De
ec o la teología ha logrado comprender que «los acontecimientos
. peS e Ia ^stor’a de la revelación y de la salvación testimoniados
del L tSCntUra’los cuales forman el fundamento histórico y objetivo
cristianismo, se transmiten al presente vivo en el acontecimiento de

^£7'^ en K' Rahner’J'


doxa en la cuestión deta Tradición leOlogia Protestan>e Y °rto-
1- iheologie catholique contemporai^e Pañí 998 “ qUeS,ÍOn de la Tradi,ion d™
La memoria: la Tradición 139

la Tradición eclesial»4. No en vano, «tradere expresa el modo según el


cual la manifestación de Dios, de su misterio, de su plan de salvación,
llega a cada hombre para convertirse, una vez recibidos [dichos acon­
tecimientos centrales] por la fe, en principio de salvación»5. Así pues,
«la Tradición apostólica es siempre histórica y pneumática o carismá-
tica. Histórica por su origen y por la materialidad del contenido; pneu­
mática o carismática en cuanto al poder que obra en ella»6. Desde aquí
se percibe ya cuál va a ser la estructura fundamental de la Tradición
cristiana; más aún, la forma fundamental del cristianismo en sí: ser don
de Dios (Padre) como acontecimiento histórico (Cristo) y presencia es­
piritual (Espíritu santo). Ese acontecimiento «tiene que moverse por
dentro de ese espacio-temporalidad de la existencia histórica de la hu­
manidad y llegar así hasta nosotros»7. La «tradición es memoria lesu
Christi que acontece en el Espíritu santo; es la palabra de Dios que vi­
ve en los corazones de los creyentes por medio del Espíritu santo»8. La
Tradición es la mediación en el espacio y en el tiempo para la inme­
diatez con el acontecimiento revelador.

c) Tradición o ruptura: en diálogo con la Modernidad


En su fase última, la Edad Moderna se comprende a sí misma co­
mo ruptura con la Tradición anterior, ya que su objetivo consiste en la
búsqueda y conquista de la libertad y la autonomía del sujeto. Todavía
hoy impresionan las palabras magistrales con las que uno de sus re­
presentantes más cualificados, el filósofo de Kónisberg Immanuel
Kant, describió la esencia de este periodo:
La Ilustración es la emancipación del hombre de su condición de mi­
noría de edad, de la que él mismo es responsable. La minoría de edad
es la incapacidad de servirse de la propia razón sin la guia de otro. El
hombre mismo es responsable de tal condición, pues ésta no es el re-

4. Y. Congar, La Tradición y las tradiciones. Ensayo histórico I, San Sebas­


tián 1964, 74.
5. Ibid., 54.
6. Ibid., 40.
7. K. Rahner, «Sagrada Escritura y Tradición», en Escritos de teología VI,
Madrid 1969, 120.
8. W. Kasper, «La Tradición como principio del conocimiento teológico», en
Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 122-123.
140 El ejercicio de la teología

sultado de la falta de inteligencia, sino de la falta de coraje y decisión


para servirse sin la guia de otro. Sapere ande! Ten el coraje de servirte
de tu propia razón: he aquí la palabra clave de la Ilustración’.

El teólogo inglés Colin E. Gunton, ayudado del análisis de la Mo­


dernidad que hace el filósofo comunitarista Charles Taylor10, ha seña­
lado como característica de dicha época el proceso continuo de «des­
conexión» («Modemity as disengagement») iniciado con Descartes.
Y en concreto, desconexión de las realidades que constituyen al ser
humano: el mundo, los otros y Dios. Una desconexión, por lo tanto,
cosmológica, antropológica y teológica. Con ella se produce un des­
plazamiento hacia la inmanencia, situándose el hombre como centro
autónomo y absoluto, que instaura con su entorno una relación nueva
que podríamos definir como instrumental. Ahora se trata al mundo y
a los otros como algo extemo y ajeno a mí, como un objeto del cual
puedo disponer y usar en beneficio de mi autonomía y libertad.
Según la presentación de este autor, la Modernidad se equivocó al
concebir lo otro (alteridad) como realidad necesariamente heterónoma
de la que conviene desvincularse para ser libre. Y ya que el pathos de
la modernidad se caracteriza por ser el intento de liberarse de una he-
teronomía cósmica y teológica, el resultado no ha sido otro que una
nueva forma de heteronomía más enajenadora que las anteriores. El in­
dividualismo resultante ha traído formas nuevas y más sofisticadas de
dominación (V Havel), entre las que destaca la homogeneización pro­
piciada por los avances tecnológicos y los medios de comunicación.
Llegados a este punto, la solución propuesta para salir del laberin­
to en el que se haya arrojado el hombre actual (J. L. Pinillos) consiste
en volver a conectarlo con sus realidades constituyentes y constituti­
vas": el cosmos, el prójimo y Dios, donde la Tradición (entendida co­
mo memoria e identidad colectiva a la vez que potencia creadora) tie­
ne una función capital12.

9. I. Kant, Beantwortung der Frage: (Fas ist Aufklarung? (1783), en Werke


IX. Darmstadl 1975, 53.
10. C. Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Bar­
celona 1996.
11. Cf. C. E. Gunton, Unidad, trinidad y pluralidad. Dios, creación y cultura
de la modernidad. Salamanca 2005, 26-54.
12. Cf. D. Hervieu-Leger, La religión, hilo de memoria, Barcelona 2005,140-145.
La memoria: la Tradición 141

d) La Tradición, mediación para la inmediatez: en diálogo con la


postmodernidad
La relación que existe entre mediación e inmediatez genera un pro­
blema irresoluble en la experiencia religiosa y en la experiencia de
Dios. Por un lado, se constata la relación entre las mediaciones históri­
cas e institucionales, que facilitan y traducen la experiencia de Dios en
una historia e institución determinada (culto, credo y código); pero, por
otro, se percibe la necesidad de que esas mediaciones conduzcan a la
inmediatez de la experiencia de Dios, la cual afecta a lo más íntimo de
nuestro ser y nuestra vida (conciencia, comunicación y comunión).
Esta problemática, en el fondo, recupera la relación entre Cristo y
el Espíritu, planteada unas lineas atrás. Con todo, lo que denomina­
mos en teología «doctrina del Espíritu santo» cobra hoy plena actuali­
dad. Así, al igual que hemos descubierto que no puede haber verdade­
ra teología sin pneumatología, es decir, un verdadero discurso sobre
Dios sin tener en cuenta la experiencia que Él suscita en el interior de
la conciencia de cada hombre (inmanencia), tampoco es posible abor­
dar la pneumatología sin teología, es decir, pensar la experiencia de lo
divino sin remontarnos a la idea de un Dios personal y trascendente
(trascendencia)13 mediado por una exterioridad histórica (alteridad).
No hay, pues, acceso a Dios si no es por Cristo y en el Espíritu.
Insistamos en esta misma constelación de ideas. No hay inmanen­
cia sin historia ni trascendencia. Es decir, no hay verdad interior del
Espíritu en el sujeto que no esté remitida a una historia concreta y ob­
jetiva de Jesús de Nazaret, el cual, a su vez, nos abre y nos remite a la
última trascendencia de Dios Padre. No hay trascendencia, sin histo­
ria ni inmanencia. A saber, no hay misterio incomprensible de Dios y
verdad trascendente que siempre nos desborda y supera, sin su rela­
ción a la revelación y verdad concreta de Jesús de la que nos apropia­
mos personalmente desde la acción inmanente del Espíritu. No hay
historia, sin inmanencia ni trascendencia. O sea, la verdad de la his­
toria de Jesús no puede percibirse y acogerse en su pura facticidad, sin
la presencia inmanente del Espíritu en el hombre y en la medida en
que esa historia nos abre al misterio trascendente del Padre.

13. Cf. T. Ruster, Der verwechselbare Gott. Theologie nach der Entflechtung
von Christentum und Religión, Freiburg 72004, 22.
142 El ejercicio de la teología

2. Imágenes para hablar de la Tradición

Son numerosas las imágenes que se han venido utilizando para


comprender el fenómeno humano y la realidad teológica de la Tradi­
¡I ción. Entre ellas queremos destacar la imagen de camino, organismo
vital y memoria.
La cuestión de la Tradición, comprendida desde su doble perspec­
tiva de realidad humana y principio teológico, nos sitúa ante un pro­
blema fundamental: cómo establecer una adecuada relación entre el
pasado y el presente (imagen del camino), entre el origen y su desa­
rrollo posterior en una continuidad discontinua (imagen del organis­
mo vital), entre un deseo legítimo de inmediatez con la realidad y la
mediación necesaria que nos permite y nos da acceso a esta inmedia­
tez (imagen de la memoria).

a) Tradición como camino


La metáfora del camino evoca, en primer lugar, el dinamismo de
un recorrido. Aplicada al término Tradición, representa aquella vía
para llegar a un origen que se localiza en el pasado, pero que al ser
normativo y esencial para el presente (auctoritas), ha de ser recibido,
integrado y transmitido a generaciones sucesivas (recepción, apropia­
ción y transmisión).
Justamente en este punto el argumento de autoridad encuentra su
fundamentación. La autoridad no es un poder que se impone desde
fuera por la fuerza, sino la asunción y el reconocimiento de que algo
significativo e importante para el presente proviene originariamente
del pasado, es decir, de una tradición. El origen, por tanto, deja de ser
cronológico para convertirse en «ontológico» (principio esencial y
sustentador).
La fuerza de la imagen del camino nace de estar orientada hacia
el pasado en su relación con el presente. Y sin embargo, aquí surge el
problema principal en este proceso de mediación hacia el pasado.
¿Cómo es posible acceder a un hecho único e irrepetible en la historia,
que se nos escapa en el origen de los tiempos, y que ni siquiera es uní­
voco y transparente en su interpretación? Más aún, ¿quién tiene la au­
toridad para interpretar mejor ese hecho en su significación original
y, por ello, en su repercusión actual?
La memoria: la Tradición 143

b) Tradición como organismo


La metáfora del organismo vivo procede indistintamente del mun­
do vegetal o animal. Se trata de una imagen muy querida en el ro­
manticismo (siglo XIX), que ha sido utilizada como reacción a una
Ilustración que se comprendió a sí misma en ruptura con el pasado y
la Tradición.
La fuerza de esta imagen nace de estar orientada hacia el futuro en
su relación con el presente. No en vano, la Tradición se comprende
como un proceso vital de crecimiento de una realidad dada y recibida,
hasta que llega a su pleno desarrollo.
La Tradición es percibida y definida como una totalidad orgánica y
viviente, que exige, a la vez, una continuidad histórica y una creativi­
dad innovadora. Esta imagen fue impulsada y desarrollada por la es­
cuela de Tubinga. De hecho, a ella recurre su fundador, Johann Sebas­
tian von Drey, y uno de sus mejores discípulos, Johann Adam Móhler.
La imagen del organismo vital puede entenderse tanto en sentido
positivo (modelo del desarrollo) como negativo (modelo de la dege­
neración), ya que los organismos vivos no sólo tienen la posibilidad y
la capacidad de crecer y desarrollarse, sino la de enfermar o degene­
rar. La clave de esta metáfora se encuentra, por tanto, en impedir que
el organismo se desarrolle de forma indiscriminada, pautando un pro­
grama de purificación y de cura. En este sentido, resulta clarificado­
ra la imagen bíblica de la viña, que necesita de poda y saneamiento
para alcanzar su madurez'4.
El problema fundamental de esta imagen es evidente. Se afirma de
tal forma la continuidad viviente en la Tradición como un todo orgáni­
co, que no se distingue con suficiente claridad el momento constitutivo
de la revelación profética y apostólica, del posterior momento dinámi­
co, actualizador e interpretativo de esa salvación15. Por otro lado, esta
imagen genera dificultades propias en cada una de las formas que exis­
ten de comprenderla16. Así, el modelo de la degeneración progresiva

14. C. E. Gunton, A BriefTheology of Revelaban, London-New York J2005,


83-87.
15. Y. Congar, La Tradición y las tradiciones I, 175.
16. Cf. D. Wiederkehr, Das Prinzip Überlieferung, en W. Kem (ed.), Hand-
buch der Fundamentaltheologie IV. Traktat Theologische Erkenntnislehre, Tübin-
gen-Basel 2000, 73-78.
! 144 El ejercicio de la teología
I
respecto a un origen único y pleno, que con el paso del tiempo va per­
diendo vitalidad y originalidad, no hace justicia a la afirmación funda­
i|i mental de la presencia del Espíritu en su Iglesia. De hecho, este mode­
lo conduce a un arqueologismo, donde lo más antiguo siempre es lo
mejor y más original desde un punto de vista objetivo. El modelo del
desarrollo lineal y ascendente no toma en serio la historicidad del hom­
bre y de la Iglesia, pudiendo desembocar en un fanatismo que contem­
pla el desarrollo de la Tradición concreta como el desarrollo orgánico
de un núcleo original. Además, se absolutiza la forma última en la que
ha cuajado esa evolución, olvidando que en todo proceso histórico se
dan avances y retrocesos que nada tienen que ver con la historia crono­
lógica de los hombres17. Por ejemplo, ¿podemos decir realmente que ha
comprendido mejor la novedad cristiana la teología del siglo XVII que
la de los siglos II y III? En algunos temas seguro que se ha producido
un progreso real, pero en otros el retroceso es obvio.

c) Tradición como memoria


La metáfora de la memoria alude, de manera análoga, a la función
de dicha facultad en el ser humano. La memoria posibilita la relación
del pasado con el presente, actualizándolo y haciéndolo vivo en noso­
tros; además, nos abre al futuro, anticipándolo en nuestra conciencia.
La Tradición tiene que ver con el pasado, pero también con la auto­
ridad que ejerce sobre el presente, al que ilumina y juzga. A su vez, tie­
ne que ver con el futuro y con la capacidad de acoger la novedad que
siempre espera más adelante. La memoria es la capacidad de acoger el
pasado actualizándolo en el presente, y desde ese presente, anticipar
el futuro anhelado. La Tradición es una forma positiva de comprender
la relación entre el presente, el pasado y el futuro, sin absolutizar nin­
guna de las tres dimensiones del tiempo18.
Sin embargo, aunque la memoria no es el ámbito en el que se pro­
duce esa interconexión temporal de forma horizontal, sí hace posible
la relación entre el tiempo humano y la eternidad de Dios. La memo-

17. W. Kasper, «La Tradición como principio del conocimiento teológico»,


94-134, aquí 126-127.
18. C. E. Gunton, A BriefTheology ofRevelaban, 89; cf. Id., Unidad, trinidad
y pluralidad, 113-119.
La memoria: la Tradición 145

ria es la condición de posibilidad de que el Eterno se manifieste en el


tiempo y el tiempo se abra a la eternidad. La memoria es la capacidad
para lo eterno en el tiempo19.
La actual sociología de la religión concede mucha importancia al fe­
nómeno de la Tradición, a la cual comprende como lugar y espacio de
la memoria colectiva20. Mientras que la modernidad quiso romper cons­
cientemente con todo lo que significara tradición, la posmodemidad ha
sido mucho más cauta al respecto. Si la reivindicación de la modernidad
fue la libertad desvinculada de toda realidad anterior, a la que com­
prendía de manera alienadora y esclavizante, el hombre posmodemo ha
sido más consciente al asumir que sólo se es libre desde una realidad
previa que debe ser personal y subjetivamente integrada y recreada.
Más aún, la sociología de la religión ha llegado a subrayar la rela­
ción esencial que existe entre memoria y religión. Así, ha acogido y
ponderado la importancia de la Tradición para la vida humana, recono­
ciéndola como proceso de recepción de un pasado que nos hace cons­
cientes de pertenecer a un linaje, mas también como proceso de comu­
nicación que posibilita la construcción creativa en la que cada miembro
es agente generador y creativo de esa misma tradición recibida21.
Con todo, el fenómeno de la Tradición como memoria no puede
ser percibido, exclusivamente, desde un punto de vista social como
memoria colectiva y vínculo de identidad y continuidad con las gene­
raciones anteriores (linaje). Esto es necesario, pero no suficiente. La
memoria es una realidad más compleja y más rica desde el punto de
vista filosófico-antropológico y desde el punto de vista teológico. En
este sentido, Agustín de Hipona realizó un original y penetrante estu­
dio sobre la memoria en el libro X de sus Confesiones21, yendo más

19. Cf. K. Rahner, Curso fundamental de la fe. Introducción al concepto de


cristianismo, Barcelona 1979, 372.
20. D. Hervieu-Léger, La religión, hilo de memoria. En este aspecto fueron
pioneros los estudios de M. Halbwachs, Les cadres sociaux de la memoire, París
1952; La memoire collective, París 1950; Typographie légendaire des Évangiles.
Actualmente está aplicando esta perspectiva a los orígenes del cristianismo E Ri-
vas Rebaque, Los profetas (y maestros) en la «Didajé»: cuadros sociales de la me­
moria de los orígenes cristianos, en S. Guijarro Oporto (ed.). Los comienzos del
cristianismo. Salamanca 2006, 181-203.
21. Ibid., 202-207.
22. Agustín de Hipona, Confesiones, X, VIII, 12-XXVI, 37. Cf. A. Solignac,
«La memoire selon Saint Augustin», en Oevres de Saint Augustin, Les Confes-
146 El ejercicio de la teología

allá de las investigaciones de Aristóteles y de Plotino, que posterior­


mente fueron prolongadas en su tratado sobre la Trinidad23. La me­
moria constituye el órgano mediante el cual el ser humano llega a ad­
quirir conciencia de sí (subjetividad), se abre al vasto mundo que le
rodea (exterioridad) y es receptor de la presencia íntima y trascenden­
te de Dios (trascendencia)24.
Desde esta original perspectiva, la memoria se convierte en capaci­
dad subjetiva y condición de posibilidad para el conocimiento de uno
mismo; en capacidad crítica y condición de posibilidad del conoci­
miento del mundo en alteridad y en relación con el yo personal; y, fi­
nalmente, en capacidad trascendental y condición de posibilidad de la
relación personal con Dios. La Tradición, al ser comprendida como
memoria, desempeña una función subjetiva y personal de afianza­
miento y continuidad de la identidad personal; una función social de
reconocimiento grupal y de sentimiento de pertenencia a un linaje; pe­
ro también, y sobre todo, una función trascendental que actualiza, in­
terioriza y personaliza en la historia y en la conciencia de los hombres
la presencia del Eterno25.

3. La Tradición como elemento constitutivo de la cultura humana

Antes de abordar el fenómeno de la Tradición en el cristianismo


como principio de realidad eclesial y de conocimiento teológico, es
importante insistir en que se trata de un hecho a la vez común y esen­
cial a toda religión y cultura26. Y aunque en la religión cristiana el
principio de la Tradición tiene una significación especial, no resulta
posible comprenderlo de manera adecuada si no se analiza también
desde una perspectiva social, cultural y antropológica27.

sions. Livres VIII-XIII. Texte de l’edition de M. Skutella; Introduction et notes par


A. Solignac: Traduction de E. Tréhorel et G. Bouissou, Perpignan 1996, 557-567.
23. Cf. Agustín de Hipona, De Trinitate, IX-XIV.
24. Ibid. De esta triple perspectiva proviene su imagen trinitaria.
25. Ibid., XIV, 8,12; Buenaventura de Bagnoregio, kínerarium mentís in Deum,
1113.
26. Cf. J. Ratzinger, «Fundamento antropológico del concepto de tradición»,
en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental,
Barcelona 1985, 98-109.
27. Cf. H. I. Pottmeyer, Tradición, en R. Latourelle-R. Fisichella (eds.), Dic­
cionario de Teología fundamental, Maánó 1991, 1560-1568; aquí 1561-1562.
La memoria: la Tradición 147

a) El hombre como ser de Tradición


El hombre es el ser de la Tradición. Sin ella no habría ser humano,
al menos como lo conocemos. Y lo es en una doble relación, pasiva y
activa. Pasiva, porque todo hombre nace en una Tradición determina­
da que tiene que acoger y asumir como realidad que precede a su li­
bertad personal, como límite y como posibilidad. Sin embargo, esta
relación pasiva no es suficiente. Los hombres, además de acoger y
asumir la Tradición que les precede, llevan a cabo de forma activa su
transmisión y su interpretación, bien mediante la renovación de la
misma, bien creando nuevos elementos que engendran una nueva Tra­
dición. En este mismo sentido, la Tradición emplaza a la persona an­
te un destino que ha de acoger y ante un reto y desafio que ha de ser
asumido. La Tradición se convierte, por tanto, en límite y posibilidad
del desarrollo para cada ser humano.
En el fondo, este carácter constitutivo de la Tradición respecto de la
cultura tiene su fundamento en la estructura misma del hombre. Todo
individuo es un ser finito, mortal e histórico que necesita vivir desde la
experiencia de los otros. El ejemplo más evidente es el fenómeno del
lenguaje. En él recibimos una tradición que nos precede y nos permite
ser en relación con los demás. Desde él podemos acrecentar y desarro­
llar esa misma tradición, innovándola. La importancia del lenguaje pa­
ra el género humano ha sido tal que se ha llegado a afirmar que el éxi­
to de la especie «homo sapiens sapiens» -frente a otras más fuertes y
desarrolladas físicamente- se debe precisamente a la capacidad de co­
municación (lenguaje) y tradición de dicho grupo. Es decir, de comu­
nicación en la misma generación y en generaciones sucesivas. Pues el
ser humano no sólo hereda de sus antepasados un patrimonio genético,
sino un patrimonio cultural o tradición determinada.
En definitiva, la Tradición, en cuanto fenómeno radicalmente hu­
mano, es un proceso comunicativo diacrónico y sincrónico que crea
comunidad, o sea, aquel lugar esencial donde vive el individuo.

b) Actitudes fundamentales ante la Tradición


El fenómeno de la Tradición puede ser abordado en la actualidad
desde cuatro actitudes fundamentales. En primer lugar, desde la posi­
ción tradicionalista, donde una determinada tradición es acogida sin
148 El ejercicio de la teología

posibilidad de reinterpretación o desarrollo. Esta actitud nace de una


búsqueda auténtica de seguridad frente a la sensación de que el mun­
do existente y los valores que lo caracterizan, se desmorona. Tras ella
se descubre una legítima mentalidad conservadora que, sin embargo,
tiene como riesgo principal derivar hacia una postura de carácter ideo­
lógico y fúndamentalista.
La actitud contraria a la anterior es la progresista. En ella se sub­
raya la capacidad que tiene el hombre contemporáneo de foijar su fu­
turo en novedad respecto del pasado. También se apoya una mentali­
dad legítima, pero corre el riesgo de convertirse en irreal y utópica. Y
ello, hasta el punto de manifestarse como puro sueño de la realidad
deseada, la cual degenera muy pronto en el inconformismo radical y
desemboca en el maniqueísmo28.
En tercer lugar se encuentra el deseo de inmediatez, que todo hom­
bre busca en la realidad y la verdad. Desde este deseo puede ser en­
tendida hoy la consideración de que toda tradición que intente mediar
entre la persona y la realidad es una estructura alienante y opresora.
Dicha actitud nace de un cierto cansancio ante las estructuras, las cua­
les, más que ayudar, dificultan la experiencia personal inmediata con
la realidad. La proliferación de una nueva religiosidad, conocida por
la mayoría de la gente bajo el título de «nuevos movimientos religio­
sos»29, es prueba evidente de este cansancio que se da ante las media­
ciones estereotipadas.
La última actitud se refiere a la relación entre el hombre contempo­
ráneo y su pasado. Se trata de un fenómeno novedoso, de origen funda­
mentalmente europeo, al que Remi Brague denomina fenómeno parasi­
tario. Para este autor, la cultura europea contemporánea es un parásito
respecto de los logros alcanzados por la antigua. En la actualidad se ha
roto con una larga tradición que consistía en tener conciencia de estar
transmitiendo de forma renovada la herencia asumida y recibida. En
ocasiones podía haberse tenido la impresión de que este pasado era un
fardo que, sin embargo, había que transportar y llevar a buen puerto.
Hoy, por el contrario, hemos decidido arrojar la carga por la borda, pues

28. Cf. W. Kasper, «La Tradición como principio del conocimiento teológi­
co», 103-104.
29. Cf. J. Martín Velasco, Introducción a lafenomenología de la religión, Ma­
drid 2006, 513-547.
La memoria: la Tradición 149

nos da la impresión de que no hay puerto adonde dirigimos30. La cues­


tión central que aquí se plantea consiste en saber si los frutos de los que
vivimos pueden aguantar y sostenerse sin una implicación en ese pro­
ceso de tradición creadora; un proceso que asume el pasado y lo entre­
ga a la siguiente generación de forma renovada y creativa.

4. El principio de la Tradición en el cristianismo

a) La Tradición a la luz del acontecimiento de la revelación («Dei


Verbum») y del misterio de la Iglesia («Lumen gentium»)
El principio de la Tradición hemos de comprenderlo a partir de la
perspectiva renovada que el concilio Vaticano II ha aportado a dos tér­
minos teológicos esenciales: «revelación», principalmente en la cons­
titución dogmática Dei Verbum, y «misterio de Iglesia», especialmen­
te en la constitución dogmática Lumen gentium. La claridad aportada
por ambas constituciones representa una ayuda inestimable para asi­
milar mejor esta realidad central del cristianismo. Más aún, el princi­
pio de la Tradición cobra una luz nueva cuando se contempla desde los
siguientes cuatro niveles: cristológico, pneumatológico, eclesiológico
y escatológico. En este mismo sentido, la definición propuesta por el
teólogo Hermann Josef Pottmeyer resulta esclarecedora: «La Tradición
cristiana puede entenderse teológicamente como la constante auto-
transmisión de la Palabra de Dios en virtud del Espíritu santo median­
te el ministerio de la Iglesia para la salvación de todos los hombres»3'.

1) La Tradición, acto en el que Cristo se ha entregado por nosotros


Cristo, entregado a su Iglesia para la salvación de todos los hom­
bres, es simultáneamente el acontecimiento de la revelación y el prin­
cipio de la Tradición. En el Nuevo Testamento transmitir es entregar,
y entregar significa dar gratuita y libremente la vida. La Tradición es

30. Cf. R. Brague, Europa zwischen Herkunft und Zukunft: International Ka-
tholische Zeitschrift Communio (2005) 213-224.
31. H. J. Pottmeyer, Normen, Kríterien und Strukturen der Überlieferung, en
W. Kem (ed.), Handbuch der Fundamentaltheologie IV, Freiburg 22000,95. Un re­
sumen del propio autor se encuentra en la voz «Tradición», en R. Latourelle-R. Fi-
sichella (eds.), Diccionario de Teologíafundamental, 1560-1568.
150 El ejercicio de la teología

el acto en el que Cristo ha entregado su vida para la salvación del


mundo en obediencia al Padre, actualizado y ofreciéndose a nosotros
mediante el don de su Espíritu (Jn 19, 30).
Desde este punto de vista, el texto más significativo sobre la Tra­
dición desde una perspectiva cristológica es el relato paulino de la úl­
tima cena, que nos ha servido para iniciar este capitulo:
Porque yo recibí del Señor lo que os transmití', que el Señor Jesús, la
noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias, lo partió y dijo:
Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros: haced esto en memoria
mía. Asimismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: Esta copa es
la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en
memoria mía. Pues cada vez que comáis y bebáis de este cáliz, anun­
ciáis la muerte del Señor, hasta que venga (1 Cor 11, 23-27).

Lo recibido y lo transmitido no es otra cosa que la entrega misma


del Señor, realizada de una forma sacramental y mediante el testigo
apostólico. De hecho, en estos versos de la Carta primera a los corin­
tios se ponen de relieve tres conceptos y realidades claves en el acto
de la Tradición: recibir del Señor, transmitir a otros y hacer anámne-
sis (memoria) del mensaje transmitido.
Desde esta perspectiva cristológica nace y se fundamenta el papel
y la misión del apóstol en al acto de la transmisión de la fe. Ese yo
paulino tiene mucha importancia y significación en el acto de la Tra­
dición. Pablo, apóstol de Cristo, es un testigo en la cadena de la trans­
misión. Él, que no ha conocido personalmente a Jesús de Nazaret, tie­
ne conciencia de haber recibido personalmente de él aquello que a su
vez, como testigo fiel, transmite a otros. Podemos llegar a decir que
Pablo, sin ser contemporáneo de Jesús, ha llegado a ser contemporá­
neo de Cristo. Desde esa contemporaneidad fundamenta su apostola­
do y su misión: Hacer a otros contemporáneos de Cristo.
Cuando el Apóstol de los gentiles tiene que argumentar sobre la
legitimidad y el fundamento último de su apostolado, recurre a su en­
cuentro personal con el Señor (Gal 1,15; Flp 3, 8-11). Él es testigo
del Resucitado (1 Cor 15, 3s) y ha sido enviado por él con el encargo
apostólico. Dicho encargo no lo desarrolla desde la pura repetición
mimética, donde se identifican repetición y fidelidad, sino interpre­
tándolo y actualizándolo. El Evangelio que ha recibido y en el cuál

í
La memoria: la Tradición 151

está fundado es el Evangelio de la salvación. Un Evangelio que acon­


tece únicamente por la fe y la gracia, sin las obras de la ley; pero que
está siempre abierto a la universalidad expresada en su anuncio a los
gentiles (Gal 1-2).
La anámnesis es la tercera clave comprensiva de la Tradición, se­
gún el texto paulino que estamos comentando. No se trata, sin embar­
go, de ejercitar cualquier tipo de memoria; por ejemplo, el simple re­
cuerdo subjetivo que se queda encerrado en la propia conciencia. Al
contrario, alude al principio pneumatológico de la acción sacramental,
donde la realidad que recordamos y que aconteció de una vez para
siempre es actualizada en el momento presente. La Tradición consis­
te en la transmisión de Cristo entregado por nosotros y para la vida del
mundo, acción que acontece en la palabra y en el sacramento, pero en
su dimensión espacio-temporal, tal como ha acontecido la revelación
escatológica de Dios:
Por eso el concepto de paradosis, de traditio, de transmisión tiene, vis­
to bíblicamente, su último y más profundo contenido, su último y más
hondo sentido y su última y más honda realidad no por de pronto en la
entrega sucesiva de proposiciones, sino en la paradosis, en la transmi­
sión, en la transferencia en la que el Hijo de Dios hecho hombre, el Lo-
gos de Dios en la carne, partiendo del acontecimiento de la sagrada Ce­
na (en unidad con su muerte) se nos transmite y entrega una y otra vez
nuevamente en la celebración del misterio santo, de la sagrada cena de
la Iglesia, en la eucaristía. Aquí es donde sucede primariamente la Tra­
dición, donde se da el singular acontecimiento salvifico de la muerte y
resurrección de Cristo, siempre progresando nuevamente y expandién­
dose en la humanidad para todos los hombres12.

2) La Tradición, acción conmemorativa del Espíritu


Si la revelación no es en primer lugar y ante todo comunicación de
verdades, sino auto-comunicación de Dios, el cual quiere hablar con
los hombres como amigo, la Tradición no puede ser comprendida ex­
clusivamente como depósito de verdades provenientes de la enseñan­
za de los apóstoles, sino como la presencia viva de la Palabra de Dios
por la que el Padre, que habló en otro tiempo con su pueblo elegido,
quiere seguir conversando con la Esposa de su amado Hijo. Esta pre­

32. H. J. Ponmeyer, «Tradición», 120.


152 El ejercicio de la teología

sencia llega a nosotros por medio del Espíritu; no en vano, es el mis­


mo Espíritu quien hace oír su voz en la Iglesia y en el mundo por me­
dio del Evangelio. La palabra del Espíritu nos lleva a la verdad com­
pleta y a una interiorización plena de la palabra del Hijo. El Espíritu
es el Señor soberano de la Tradición al hacer posible que dicho acon­
tecimiento pueda ser transmitido en fidelidad creadora a lo largo de la
historia, en universalidad y en intimidad.
Tiene razón el teólogo Yves Congar cuando señala que para com­
prender en toda su profundidad el fenómeno de la Tradición es esencial
partir de una comprensión bíblica del tiempo y de una teología del Es­
píritu santo33. Semejante afirmación nos devuelve a la cuestión de la
memoria, central en la comprensión trimembre del tiempo como pasa­
do, presente y futuro, en íntima relación, tal como describió magistral­
mente Agustín de Hipona en las Confesiones y en su tratado Sobre la
Trinidad. Pero también nos retrotrae a la misión y tarea del Espíritu, tal
como aparece con toda claridad en el evangelio de Juan34. El Espíritu
es la persona, lafuerza y el ámbito que suscita unos efectos (internos y
externos) en la Iglesia y en la vida de los creyentes: edifica el cuerpo
de Cristo (1 Cor 12; Rom 12), impulsa la predicación y el testimonio
de Jesús (Hechos), posibilita la vivencia de la filiación adoptiva (Gal 4,
6-7; Rom 8, 14-17), configura con Cristo (Rom 8, 28-30); enseña, con­
duce y recuerda la verdad completa de Jesús (Jn 14-16).
El Espíritu de la verdad es el guía que conduce a los creyentes a la
verdad plena y completa (Jn 16, 13). El verbo griego usado en este
versículo (hodegeo), se emplea en el Nuevo Testamento para hablar de
la función del lazarillo (Mt 15, 14) y del pastor (Ap 7, 17). Este ver­
bo implica la concepción del camino que Jesús se había aplicado pa­
ra sí mismo (Jn 14, 6). Existe una variante interesante en este texto
(diegesetat), un verbo que nos recuerda la expresión de Juan 1, 18, en
la que se describe a Jesús como el exegeta del Padre. Pues el Hijo, re­
costado en el seno del Padre, nos ha revelado con sus acciones y pa-

33. Y. Congar, La Tradición y las tradiciones I, 15.


34. Cf. Ibid., 30-40. J. Ratzinger señala que con el término memoria «el Evan­
gelio de Juan presenta el estrecho vínculo que une tradición y conocimiento. Pero,
ante todo, aclara que el desarrollo y la defensa de la identidad de la fe van a la par.
Este pensamiento podría describirse de este modo: la Tradición de la Iglesia es
aquel sujeto trascendental en el que se halla presente la memoria del pasado» (El
camino pascual, Madrid 2005, 148).
La memoria: la Tradición 153

labras, con su vida y muerte, el rostro paterno. De esta misma forma,


el Espíritu se ha convertido en el exegeta del Hijo, pues su tarea no
consiste en anunciar algo propio, sino en revelar aquello que ha escu­
chado. El Espíritu tiene así lo que después se ha dado en llamar una
función de actualización e interiorización de la enseñanza de Jesús,
que no sólo consiste en ser intérprete del pasado acaecido, sino guía
y consumador del futuro hacia el que nos encaminamos.
El siguiente texto del evangelio de Juan: «Tendría que deciros mu­
chas cosas más, pero no podríais entenderlas ahora» (Jn 16, 12), ha si­
do utilizado para justificar una superación de la revelación de Jesús,
como si sus enseñanzas vinculadas a la historia fueran incompletas.
Sin embargo, conducir a la verdad plena es recordar completamente
la palabra de Jesús. Una verdad que no significa sólo un progreso en
la comprensión intelectual de la revelación, sino en la realización
práctica de la vida cristiana en su totalidad, que se verifica en la vida
moral y se realiza en el amor. Esta verdad no puede ser reducida a ver­
dad gnóstica de conocimiento o a pura acción moral, sino a la tota­
lidad de la figura y el contenido de la revelación. El Espíritu nos in­
troduce en la profundad del contenido de la revelación y nos guía en
la aplicación de esa revelación en la vida de la comunidad en medio
del mundo35. El Espíritu es intérprete y consumador de la verdad de
Jesús, así como Jesús es revelador de la verdad del Padre.

3) La Tradición: «Todo lo que la Iglesia es y celebra»


Si la perspectiva cristológica subraya la misión del apóstol en el
acto de la Tradición, la perspectiva pneumatológica nos abre a una
comprensión eclesial de ella. Si la revelación es un acontecimiento
que se realiza por obras y palabras, la Tradición se realiza a través de
la doctrina, el culto y la vida de la Iglesia. Así, pues, pertenece a la
Tradición de la Iglesia la doctrina de los concilios, la doctrina de los
Padres, la doctrina de los teólogos, la doctrina de los místicos.
Con todo, para la actualización de esa Tradición viva, no es menor
la importancia de la vida concreta de la Iglesia y de los fieles. En un
lugar destacado tenemos que situar la liturgia, que -como veremos

35. Cf. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium 1V/3, Freiburg-Basel-


Wien 2000, 153.
152 El ejercicio de la teología

sencia llega a nosotros por medio del Espíritu; no en vano, es el mis­


mo Espíritu quien hace oír su voz en la Iglesia y en el mundo por me­
dio del Evangelio. La palabra del Espíritu nos lleva a la verdad com­
pleta y a una interiorización plena de la palabra del Hijo. El Espíritu
es el Señor soberano de la Tradición al hacer posible que dicho acon­
tecimiento pueda ser transmitido en fidelidad creadora a lo largo de la
historia, en universalidad y en intimidad.
Tiene razón el teólogo Yves Congar cuando señala que para com­
prender en toda su profundidad el fenómeno de la Tradición es esencial
partir de una comprensión bíblica del tiempo y de una teología del Es­
píritu santo33. Semejante afirmación nos devuelve a la cuestión de la
memoria, central en la comprensión trimembre del tiempo como pasa­
do, presente y futuro, en intima relación, tal como describió magistral­
mente Agustín de H ipona en las Confesiones y en su tratado Sobre la
Trinidad. Pero también nos retrotrae a la misión y tarea del Espíritu, tal
como aparece con toda claridad en el evangelio de Juan34. El Espíritu
es la persona, lafuerza y el ámbito que suscita unos efectos (intemos y
extemos) en la Iglesia y en la vida de los creyentes: edifica el cuerpo
de Cristo (1 Cor 12; Rom 12), impulsa la predicación y el testimonio
de Jesús (Hechos), posibilita la vivencia de la filiación adoptiva (Gal 4,
6-7; Rom 8, 14-17), configura con Cristo (Rom 8, 28-30); enseña, con­
duce y recuerda la verdad completa de Jesús (Jn 14-16).
El Espíritu de la verdad es el guía que conduce a los creyentes a la
verdad plena y completa (Jn 16, 13). El verbo griego usado en este
versículo (hodegeo), se emplea en el Nuevo Testamento para hablar de
la función del lazarillo (Mt 15, 14) y del pastor (Ap 7, 17). Este ver­
bo implica la concepción del camino que Jesús se había aplicado pa­
ra sí mismo (Jn 14, 6). Existe una variante interesante en este texto
(diegesetai), un verbo que nos recuerda la expresión de Juan 1, 18, en
la que se describe a Jesús como el exegeta del Padre. Pues el Hijo, re­
costado en el seno del Padre, nos ha revelado con sus acciones y pa-

33. Y. Congar, La Tradición y las tradiciones I, 15.


34. Cf. Ibid., 30-40. J. Ratzinger señala que con el término memoria «el Evan­
gelio de Juan presenta el estrecho vínculo que une tradición y conocimiento. Pero,
ante todo, aclara que el desarrollo y la defensa de la identidad de la fe van a la par.
Este pensamiento podría describirse de este modo: la Tradición de la Iglesia es
aquel sujeto trascendental en el que se halla presente la memoria del pasado» (El
camino pascual, Madrid 2005, 148).
La memoria: la Tradición 153

labras, con su vida y muerte, el rostro paterno. De esta misma forma,


el Espíritu se ha convertido en el exegeta del Hijo, pues su tarea no
consiste en anunciar algo propio, sino en revelar aquello que ha escu­
chado. El Espíritu tiene así lo que después se ha dado en llamar una
función de actualización e interiorización de la enseñanza de Jesús,
que no sólo consiste en ser intérprete del pasado acaecido, sino guía
y consumador del futuro hacia el que nos encaminamos.
El siguiente texto del evangelio de Juan: «Tendría que deciros mu­
chas cosas más, pero no podríais entenderlas ahora» (Jn 16, 12), ha si­
do utilizado para justificar una superación de la revelación de Jesús,
como si sus enseñanzas vinculadas a la historia fueran incompletas.
Sin embargo, conducir a la verdad plena es recordar completamente
la palabra de Jesús. Una verdad que no significa sólo un progreso en
la comprensión intelectual de la revelación, sino en la realización
práctica de la vida cristiana en su totalidad, que se verifica en la vida
moral y se realiza en el amor. Esta verdad no puede ser reducida a ver­
dad gnóstica de conocimiento o a pura acción moral, sino a la tota­
lidad de la figura y el contenido de la revelación. El Espíritu nos in­
troduce en la profundad del contenido de la revelación y nos guía en
la aplicación de esa revelación en la vida de la comunidad en medio
del mundo35. El Espíritu es intérprete y consumador de la verdad de
Jesús, así como Jesús es revelador de la verdad del Padre.

3) La Tradición: «Todo lo que la Iglesia es y celebra»


Si la perspectiva cristológica subraya la misión del apóstol en el
acto de la Tradición, la perspectiva pneumatológica nos abre a una
comprensión eclesial de ella. Si la revelación es un acontecimiento
que se realiza por obras y palabras, la Tradición se realiza a través de
la doctrina, el culto y la vida de la Iglesia. Así, pues, pertenece a la
Tradición de la Iglesia la doctrina de los concilios, la doctrina de los
Padres, la doctrina de los teólogos, la doctrina de los místicos.
Con todo, para la actualización de esa Tradición viva, no es menor
la importancia de la vida concreta de la Iglesia y de los fieles. En un
lugar destacado tenemos que situar la liturgia, que -como veremos

35. Cf. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium IV/3, Freiburg-Basel-


Wien 2000, 153.
154 El ejercicio de la teología

más adelante- constituye un lugar privilegiado de la Tradición viva de


la Iglesia. En este sentido, se ha hecho clásico el axioma de Próspero
de Aquitania, recogido por el magisterio de la Iglesia: «Que la ley de
la oración establezca la ley de la fe»36.
Además, si toda la Iglesia es pueblo de Dios en camino hacia el
Reino, el sujeto de esta transmisión y de la creciente comprensión de
la revelación en la historia es la Iglesia entera. Desde esta perspectiva,
el concilio Vaticano II afirma que esta Tradición, en cuanto recepción
de la revelación, crece en la Iglesia desde tres campos diversos: me­
diante la contemplación y el estudio de los creyentes; por la experien­
cia espiritual en la vida cristiana; y a través del ministerio magisterial
de los que han recibido el carisma cierto de la verdad (DV 8-11).

4) La Tradición, camino hacia la Verdad completa


Junto al principio cristológico, pneumatológico y eclesiológico de
la Tradición tenemos que hablar del principio escatológico; no en va­
no, la Iglesia es peregrina, y en su caminar por la historia contempla a
Dios como en un espejo, hasta que pueda contemplarlo cara a cara tal
cual es (1 Jn 3, 2; cf. DV 7). De hecho, «gracias a su carácter escato­
lógico, la Palabra no queda absorbida en ninguna de sus formas de
testimonio»37.
La Tradición, por su propia esencia y definición, no puede enten­
derse como una realidad cerrada y fija en si misma. Se trata, más bien,
de una realidad viva, dinámica, abierta hacia el futuro. «Es a la vez,
inmovilidad y actualidad, recuerdo de hechos y expansión de su senti­
do, conformidad con lo que se ha hecho una vez por todas, y presen­
cia siempre actual y dinámica de aquello mismo que fue dado de una
vez por todas». Según esta lógica, la Tradición cristiana tiene que ser
entendida desde una perspectiva escatológica, pero según un doble

36. Próspero de Aquitania, De vocatione omnium gentium, I, 12, en PL 51,


664CD. Cf. DH 246. Su sentido original lo ha explicado claramente Y. Congar:
«La ley intimada por san Pablo de orar en todo tiempo sin interrupción, indica la
verdadera doctrina de la gracia necesaria para todos los hombres (cf. Celestino I,
Denzinger 139)» (La Tradition et les traditions II, 303). No es que la liturgia se
convierta en arsenal dogmático para la teología, sino que su estructura y dinámi­
ca interna constituye la verdad misma de la fe cristiana.
37. H. J. Pottmeyer, «Tradición», 1567.
La memoria: la Tradición 155

sentido. Primero, porque dicha realidad es única, definitiva e irrever­


sible en el acontecimiento de Jesucristo; y segundo, porque la verdad
plena y completa hacia la que nos guía el Espíritu de Cristo, el Espí­
ritu de la Verdad, está siempre por delante de la Iglesia.
Todo testimonio de la Tradición, expresado en textos, ritos, dog­
mas, etc., tiene un carácter cuasi-sacramental, ya que participa y goza,
según el grado manifestado explícitamente por la Iglesia, de una defi-
nitividad. Y ello, en cuanto signo de la verdad y la Tradición, es decir,
de Cristo, pero también sin identificarse con él. Se trata de un signo
que apunta a una realidad siempre mayor y que por esta razón pide ser
superada en la propia dirección a la que apunta, mas nunca en la con­
traria o en la opuesta38.
En este sentido, podemos percibir con claridad el carácter históri­
co y, por tanto, fragmentario de nuestro conocimiento y de nuestra
comprensión de la revelación. Todo conocimiento en este tiempo de la
Iglesia peregrina semeja el conocimiento que proporciona un espejo a
medio bruñir. Al igual que sucede en ese caso, la Tradición no puede
ser comprendida definitivamente como algo acabado y cerrado en sí
mismo, sino como realidad y dinamismo que nos hace estar abiertos
y en tensión a lo largo del camino que tenemos por delante. Un cami­
no en el que sólo al final, cuando logremos contemplar a Dios cara a
cara, tal cual es, se nos hará patente la verdad completa.

b) Acto, contenido y sujeto de la Tradición


1) Acto
El tema de la Tradición hace referencia, en primer lugar, al acto de
la transmisión de la revelación, pues el acontecimiento de la auto-co­
municación escatológica de Dios tiene que anunciarse y transmitirse
fielmente a todas las generaciones. En este punto, resulta obligado
destacar la importancia que adquiere el principio cristológico y pneu-
matológico de la Tradición, tal como ya hemos visto con anterioridad.
Cristo, en toda su realidad, es el que se entrega y se da en sus pa­
labras, en sus acciones, en su comportamiento y en su pasión. En el
origen no se encuentran las palabras escritas, sino la Palabra en su pie-

38. Cf. W. Kasper, «La Tradición como principio del conocimiento teológi­
co», 124-134.
El ejercicio de la teología

na y consumadora realidad (DV 7). Y sin embargo, es el Espíritu el


que actualiza esta Palabra en la historia según un doble movimiento de
interiorización y universalización.
En todo caso, la comprensión del acontecimiento escatológico de
la salvación en Cristo se actualiza en el Espíritu. Y lo hace no tanto
en la dimensión objetiva de conocer realidades nuevas, sino en la per­
cepción de la comunidad creyente, en la dirección de la profundidad,
interioridad y vivencia.

2) Contenido
Si Cristo entregado y comunicado mediante el don del Espíritu es
el acto original de la Tradición, también es su contenido esencial. Un
contenido nuclear que se explícita en el anuncio del Evangelio y de la
Palabra de la verdad (kerygma-martyria\ en la celebración del miste­
rio y los sacramentos (Jeiturgia) y en el ejercicio y la vida de caridad
con el prójimo desde el despliegue de las virtudes teologales o la exis­
tencia cristiana (diakonia).
Cuando el Concilio afirma que la Tradición es todo aquello que la
Iglesia es en el culto, la doctrina y la vida, está ensanchando y am­
pliando una perspectiva excesivamente objetiva y doctrinal de la Tra­
dición. La Tradición es transmisión de realidades antes que comuni­
cación de textos, hechos e instituciones. Si todos ellos se encuentran
incluidos en lo que denominamos «Tradición», es porque Dios nos ha
transmitido su gracia de forma encamada, de la misma manera que
nosotros somos seres encamados en un tiempo y un lugar.

3) Sujeto
Al hablar de la Tradición también estamos haciendo referencia,
por último, al sujeto que realiza esta acción de transmisión. Un suje­
to que, en sentido original y primario, es la Palabra misma de Dios,
hecha carne en Jesucristo y presente de forma viva en el Espíritu san­
to. Y en sentido derivado, en cuanto Cuerpo de Cristo y esposa del Es­
píritu, es la Iglesia. Ella es el sujeto ministerial, que gracias al aliento
y la fuerza del Espíritu, y mediante el culto, la doctrina y la vida -es
decir, lo que ella es y cree- transmite a las generaciones futuras la re­
velación de Dios en Jesucristo.
La memoria: la Tradición 157

Como podemos apreciar en el fenómeno de la Tradición, el acto,


el contenido y el sujeto, aun siendo diferenciables, no son nunca se­
parables. Esta es la gloria y la cruz de la transmisión de la fe y de la
mediación de la gracia.
El acto de la Tradición es su contenido esencial, que se despliega
en diversas formas y maneras. Y el sujeto de la Tradición es, referido
a Cristo, el contenido y el agente de la Tradición; pero referido a la
Iglesia, es la realidad que nace de la acción de Cristo. En otras pala­
bras, el contenido de la Tradición no es algo que permanezca ajeno al
sujeto que lo transmite y a la acción de transmitir, sino que tanto des­
de el punto de vista del sujeto primordial como del sujeto ministerial
está implicado en la una y misma Tradición.
Y puesto que la Tradición es ante todo transmisión de realidades
personales, tanto ella como la Iglesia son igualmente co-extensivas.
Con la Tradición comienza la Iglesia y con la Iglesia comienza la Tra­
dición. Más aún, la Iglesia no es sólo el lugar en el que se encuentra la
Tradición o el testimonio de la fe apostólica (lugar heurístico), sino el
testigo y la portadora de la Tradición misma.

c) Normas y criterios de discernimiento


Esta visión integral de la Tradición no puede hacemos caer en un
mero tradicionalismo, donde todo lo que en la Iglesia existe es parte
esencial y principio constitutivo de la Tradición. Más bien hay que dis­
tinguir entre la única Tradición y las diversas tradiciones en las que ella
se expresa y encama. Sólo en la medida en que las tradiciones trans­
mitan fielmente la única Tradición, tendrán razón de ser; sólo en la me­
dida en que dificulten su acceso, deberán ser renovadas y purificadas.
La Iglesia, siempre peregrina, se encuentra en la senda de la reno­
vación y la reforma continuas para acercarse más al Señor. En este ca­
mino es preciso discernir las diversas formas y mediaciones que la
Iglesia ha ido asumiendo a lo largo de su historia, con el fin de com­
probar si aproximan a los creyentes al Señor o les alejan de Él.
Para llevar a cabo este discernimiento son necesarios criterios que
faciliten la tarea y liberen a los hombres de las siempre peligrosas pers­
pectivas subjetivas y los intereses de partido. Un somero recorrido por
la historia cristiana permite elaborar la siguiente criteriología teológica:
158 El ejercicio de la teología
■■

1) Ireneo de Lyón, regla de la fe y sucesión apostólica


El momento más importante en el que la Iglesia tuvo que enfren­
J
tarse a esta situación fue el siglo II con la crisis del gnosticismo.
Frente a un sistema difuso y ambiguo que requería para sí la autori­
dad de una revelación secreta y una iluminación privada desde la que
interpretar el Evangelio y la Tradición, la gran Iglesia subraya y esta­
blece, apoyada en el gran teólogo Ireneo de Lyón, el principio subje­
tivo de la asistencia del Espíritu y el principio objetivo de la doble
regla: el canon de la verdad de fe y la sucesión apostólica. En esta
misma lógica, «la sucesión apostólica es la figura y forma concreta de
la Tradición, mientras que la Tradición es el contenido de la sucesión
apostólica»39.
|i Lentamente, la Iglesia ha ido desarrollando un testimonio escrito
con una función normativa (canon del Nuevo Testamento), para garan­
tizar y mostrar lo que la define e identifica como Iglesia de Cristo; más
aún, ha enmarcado el contenido de la Tradición en una estructura ecle-
sial e histórica denominada sucesión apostólica, para protegerse de to­
da tentación de interpretación gnóstica de la Verdad salvadora. Pues la
regla de la verdad es el instrumento que permite discernir e interpretar
la auténtica doctrina de Cristo y la genuina tradición apostólica. Una
regla que es, en el fondo, «la autoridad del contenido de la Tradición
apostólica en su forma de mediación eclesial»40. En este sentido, no se
trata tanto de un contenido que se añade a la doctrina de la verdad, si­
no de textos claros de la Escritura que sirven de canon, de regla y de
medida para la interpretación de otro tipo de textos discutidos que sir­
ven como base de concepciones erróneas.
La regla de la fe es, en definitiva, el resumen libre del contenido
esencial de la predicación cristiana en todos los tiempos y lugares.
«Este canon o norma de la verdad es muy firme en sus rasgos funda­
mentales, pero es libre y cambiante en los detalles y sobre todo en su

39. J. Ratzinger, Lexikon Jur Theologie und Kirche. Das Zweite Vatikanische
Konzil II, Frieburg 1968, 517: «Die Nachfolge ist die Gestalt der Überlieferung,
die Überlieferung ist der Gehalt der Nachfolge». Ireneo de Lyón es uno de los pa­
dres que más ha insistido en la importancia de esta sucesión apostólica frente a la
teología gnóstica. La regla de la fe y la sucesión apostólica son dos principios her-
menéuticos que nos ayudan a discernir dónde se encuentra la Iglesia que custodia
y transmite la verdadera doctrina de Cristo y de los apóstoles.
40. H. J. Pottmeyer, «Wegstationen der Kirteriologie der Überlieferung», 89.

1
La memoria: la Tradición 159

presentación»41. Para el patrólogo Eugenio Romero Pose, la regla de


la verdad o regla de la fe agrupa «los contenidos fundamentales del
cristianismo, la doctrina de los apóstoles transmitida por la magna
Iglesia, garantizada por la sucesión apostólica y normativa para todas
las Iglesias. La regla de la fe la recibe el cristiano en el bautismo»42.
1 reneo de Lyón es el primero de los autores cristianos que propone
una definición de la regla de la fe, regla que será desarrollada y expli­
cada posteriormente. En ella destaca su clara y profunda estructura
trinitaria. Afirma este santo padre:

He aquí la Regla de nuestra fe, el fundamento del edificio y la base de


nuestra conducta: Dios Padre, increado, ilimitado, invisible, único Dios,
creador del universo. Este es el primer y principal articulo de nuestra fe.
El segundo es: El Verbo de Dios, Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor,
que se ha aparecido a los profetas según el designio de su profecía y se­
gún la economía dispuesta por el Padre; por medio de Él ha sido crea­
do el universo. Además, al fin de los tiempos, para recapitular todas las
cosas, se hizo hombre con los hombres, visible y tangible, para destruir
la muerte, para manifestar la vida y restablecer la comunión entre Dios
y el hombre. Y como tercer articulo". El Espíritu santo por cuyo poder
los profetas han profetizado y los Padres han sido instruidos en lo que
concierne a Dios, y los Justos han sido guiados por el camino de la jus­
ticia, y que al fin de los tiempos ha sido difundido de un modo nuevo
sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios
{Demostración de la fe apostólica, 6).

2) Vicente de Lerins, consenso diacrónico y sincrónico

El segundo criterio teológico viene de la mano de Vicente de Le­


rins43. Este monje de la primera mitad del siglo V, siguiendo el méto-

41. A. M. Ritter, «De Polycarpe á Clément: aux origines d’Alexandrie chre-


tienne», Alexandrina, 156.
42. Ireneo de Lyón, Demostración, 56, n. 1.
43. Vicente de Lerins, Commonitorium pro catholicaefidei antiquitate et uni-
versitate adversus profanas omnium haereticorum novitatis, en Corpus Christia-
norum LXIV Y. Congar, La Tradición y las tradiciones I, 75: «Buscando una re­
gia segura para distinguir la verdad de fe católica de la falsedad de mentiras
heréticas, Vicente de Lerins escribe y resume así perfectamente la posición clási­
ca: ‘Defenderse con doble protección; primeramente la autoridad de la ley divina,
después la Tradición de la Iglesia católica. ¿Cómo reconocer esa tradición?, se
pregunta seguidamente. Por la universalidad, la antigüedad y la unanimidad: Id te-
neamus quod ubique, quod semper, ab ómnibus creditum esf».
h'»> /'./ ejercicio de ia teología

dí' inductivo, idenlil'icu los criterios que ha aplicado la Iglesia duran­


te los |»i itncroN siglos para discernir la doctrina verdadera de la falsa.
No en vano, toda herejía o error tiene como base y fundamento la in-
tei’prclneión inadecuada de una serie de textos bíblicos.
Según Vicente de Lerins, si la cuestión que se discute afecta a la
interpretación de determinados textos bíblicos, ésta no podrá ser re­
suelta únicamente desde la Biblia misma, precisándose para ello de un
criterio interpretativo. De hecho, constata que Ireneo de Lyón se vio
obligado a definir la «regula veritatis» o canon de la verdad como cri­
terio de discernimiento en su lucha con el gnosticismo; y que Agustín
de 1 lipona tuvo que aplicar este mismo método de interpretación de la
Escritura desde regla de la fe en su lucha contra el arrianismo, el pe-
lagianismo y el donatismo.
Ambos ejemplos sirven a Vicente de Lerins para concluir que con­
! tra la herejía donatista el criterio seguido fue el de la universalidad
(quod ubique), contra el arrianismo fue la antigüedad (semper) y con­
tra el nestorianismo, el consenso (ab ómnibus). Universalidad, antigüe­
dad y consenso constituyen, pues, la triada metodológica que se asien­
ta en la única Tradición.

3) Lutero, «Sola Scriptura»


El gran reformador alemán ya percibió este problema que estamos
tratando. Su expresión sola Scriptura no era. en principio, una fórmu­
la para oponerse a la Tradición, sino la expresión de la necesidad ur­
gente de volver al Evangelio frente a las innumerables tradiciones que
lo escondían en su soberana y majestuosa sobriedad.
Lutero no fue él único. Pero tal vez como ningún otro, en el inicio
de la Edad Moderna, dio voz a las ansias de reforma que existían con­
tra la corrupción de ciertas tradiciones eclesiales que impedían el ac­
ceso al verdadero mensaje de Dios en la Tradición y la Escritura.
Frente a la tradición eclesial y la mediación metafísica, Lutero pro­
pone la experiencia como fuente de inmediatez y base de la teología.
Ella es la que, en definitiva, hace verdaderamente teólogos44. Su pen­

44. «Expcrientiu. [quae sola} fácil theologum», en M. Lutero, Lección sobre


Inulun (1527-1529), cap. IV. lomado de A. Batloog, Die Mysterien des Leben Jesu
bel barí Ruhner, Innsbruck 2001. 119.
La memoria: la Tradición 161

samiento fundamental insiste en retornar a la enseñanza paulina de la


sola (sin la colaboración del hombre) fe justificante o de la justifica­
ción (liberación de la esclavitud del pecado) por la fe. Sólo resulta de­
cisiva para la salvación esta enseñanza de la Biblia; no así el Papa, ni
el magisterio, ni la Tradición.
El monje agustino tiene una clara conciencia de ruptura con el pa­
sado, especialmente con la teología que utiliza como instrumento
esencial la metafísica clásica aristotélico-tomista, donde la analogía
entis establecía la necesaria mediación e imprescindible textura aglu­
tinadora para elaborar una teología sistemática y equilibrada. Frente a
esta teología escolástica o cristología metafísica Lutero propone una
vuelta a la Biblia sin mediaciones metafísicas, una teología existencial
y kerigmática que sitúe en primer plano la relación entre la historia
salíais y la concreta experiencia humana: «Lo que otros han aprendi­
do en la teología escolástica, que lo juzguen ellos mismos... Yo perdí
allí a Cristo y ahora lo he recuperado en san Pablo».

4) Los lugares teológicos de Melchor Cano


Pero la Edad Moderna no es sólo Lutero, también en ella se en­
cuentra una de las obras fundamentales de la historia de la teología ca­
tólica que va a influir posteriormente de manera decisiva. Me refiero a
De locis theologicis (Salamanca 1563), de Melchor Cano45. Frente a la
angostura y estrechez luteranas, el teólogo dominico propone ensan­
char la perspectiva.
El autor enumera diez lugares teológicos que posibilitan la elabora­
ción de una rigurosa teología católica. Siete de ellos son calificados co­
mo lugares propios: la sagrada Escritura, las tradiciones orales de Cris­
to y los apóstoles, la Iglesia católica, los concilios, la Iglesia de Roma,
los padres de la Iglesia y, por último, los teólogos; y tres son denomi­
nados impropios: la razón humana, la filosofía y la historia. De entre
todos ellos, los dos primeros tienen una primacía especial.
La interpretación llevada a cabo por Max Seckler ha sido funda­
mental para la comprensión de este primer e influyente trabajo de mé­
todo y criteriología teológica. Sus dos aportaciones más relevantes,
que corrigen la interpretación anterior de Albert Lang, son las siguien-

45. Melchor Cano, De locis theologicis, edición de J. Belda Plans, Madrid 2006.
162 El ejercicio de la teología

tes: en primer lugar, distinguir la sagrada Escritura y la Tradición como


lugares especiales dentro de los lugares propios; y en segundo lugar,
mostrar cómo estos lugares hay que comprenderlos desde un punto de
vista pasivo, el lugar donde se encuentra objetivamente el contenido
de la Tradición, y en un sentido activo, el ámbito en el que se participa
activamente en la transmisión y tradición de la Iglesia46.

5) El concilio Vaticano II
Hermann Pottmeyer, siguiendo las directrices del concilio Vaticano
II y acogiendo la historia anterior, ha establecido una serie de normas
fundamentales y criterios diversos que enumeramos a continuación.
1. Normas. La norma suprema de la fe cristiana y de la Tradición
es la Palabra de Dios. De ella derivan todas las demás, pues represen­
ta al mismo Jesucristo hecho carne que permanece presente en el Es­
píritu. Conviene insistir en que se trata de la norma normans non nór­
mala, no de una forma más de testimonio entre otras, pues esta Palabra
da testimonio de sí misma en la sagrada Escritura, en la doctrina, en la
liturgia, en la vida de la Iglesia y en el corazón de cada creyente.
La norma primaria («norma normata primaria») de entre las ma­
nifestaciones de la Palabra de Dios es la sagrada Escritura. En ella re­
side la Tradición constitutiva, razón por la cual constituye la norma, el
criterio y la inspiración de la Iglesia posterior. Como bellamente ha
expresado Louis Bouyer, la Escritura es el corazón de la Tradición.
La norma subordinada corresponde a la Tradición vinculante de la
fe de la Iglesia. Si la Escritura es la Tradición constituyente, ésta cons­
tituye la Tradición interpretativa y explicativa. Más aún, la Tradición
está asegurada por la asistencia del Espíritu santo y la promesa de la
presencia permanente de Cristo. Conviene destacar, además, el sentido
de la fe de los creyentes o infalibilidad in credendo (LG 12), y el ma­
gisterio en sus diversas formas o infalibilidad in docendo (LG 25)47.

46. Cf. M. Seckler, Die ekklesiologische Bedeutung des Systems der loci theo-
logici. Erkenntnisttheoretische Katholozital und slrukmrale IVeisheit, en W. Baier
(Hg.). Weisheit Galles- Wnsheil der Welt (FS J. Ratzinger), St. Ottilien 1987,37-65.
El autor ha vuelto sobre este tema desde la categoría de comunión en Die Commu-
nio-Ekklesiologie, die theologische Methode und die loci-theologici-Lehre Mel-
chior Canos-. Theologische Quartalschrift 187 (2007) 1-20.
47. Cf. G. Philips, La Chiesa e il suo mistero. Storia. testo e commento delta
«Lumen gentium». Milano 1975, 153s y 280s.
La memoria: la Tradición 163

2. Criterios. Los criterios de pertenencia a esta Tradición vincu­


lante que acabamos de ver son los siguientes: el consenso díacróníco o
la antigüedad, tai como fue aplicado en la controversia arriana; el con­
senso sincrónico o la universalidad, aplicado en la lucha contra el do-
natismo; la claridad formal con la que una verdad es declarada como
revelada o necesaria, a fin de que sea defendida, salvaguardada y ex­
plicada como tal verdad revelada.
Junto a estos criterios de pertenencia a la verdadera Tradición de fe
de la Iglesia, hay que enumerar los criterios de interpretación que re­
sultan útiles para descubrir el verdadero sentido, la importancia del
contenido y el significado presente de una tradición de fe. Entre dichos
criterios destacan: la investigación histórica, que nos ayuda a compren­
der en qué condiciones temporales nace una formulación y qué es lo
que quiere decir exactamente; la trascendencia salvífica (DV 8.11); la
jerarquía de verdades (UR 11), y los signos de los tiempos (GS 4.11).

5. Testigos y actores privilegiados de la Tradición

a) La Tradición en acto. La liturgia


La Tradición tiene que ver con el contenido objetivo que se transmi­
te a través de textos, ritos, teologías de los Padres, etc., pero sobre todo
con el acto subjetivo de recepción y transmisión de la vida cristiana. La
Tradición no se reduce solamente a la transmisión de un contenido ob­
jetivo, sino que es el ámbito y espacio vital desde el que se vive de for­
ma actual y cada vez más plena la experiencia original y fundante.
Ahora bien, no podemos pensar ambas realidades en contradicción,
sino en profunda relación. El ámbito o contexto vital de la vida cristia­
na necesita del criterio objetivo para discernir si ese «ámbito» y «espa­
cio» es realmente espiritual, es decir, está posibilitado y animado por el
Espíritu de Cristo. De hecho, la Tradición es simultáneamente trans­
misión de contenido de verdad y de principio de vida, por una parte, y
transmisión de doctrina cristiana y comunicación profunda de realida­
des y principios de vida, por otra. Dios no se comunica sólo por pala­
bras e ideas, sino por realidades48. En este sentido, el acto más impor­
tante de la vida de la Iglesia que tiene que ver con la Tradición es la

48. Y. Congar, La Tradición y las tradiciones I, 54.


164 El ejercicio de la teología

liturgia, pues en ella se actualiza el acontecimiento salvador de Cristo,


se manifiesta y confiesa públicamente la fe de la Iglesia y se convoca
al mundo y a la creación hacia su plenitud consumada en el Reino, que
gracias al Espíritu se está anticipando ya en ella.
Desde el punto de vista cronológico no podemos obviar que los
textos más antiguos del Nuevo Testamento son las confesiones defe y
los himnos que la comunidad cristiana usaba en la liturgia. Dichos
himnos fueron posteriormente asumidos y reelaborados desde sus res­
pectivas teologías por el apóstol Pablo y el evangelista Juan, para con
ellos expresar su peculiar comprensión del misterio de Dios o de Cris­
to. Hasta tal punto han sido importantes en la formación del Nuevo
Testamento que se ha llegado a calificar a esta colección de escritos
como un evangelio en himno.
■!
Más aún, la liturgia ha sido la matriz y el lugar de nacimiento del
Nuevo Testamento, su lugar natal y para el que nacieron. De hecho, es
el contexto vital en el cual hay que interpretarlos y comprenderlos.
Por otra parte, la explicación e interpretación de este aconteci­
miento testimoniado en la Escritura que es la teología, tiene un origen
y una fuente permanente en el culto y la adoración. El quehacer teo­
lógico resulta imposible sin una relación viva, teologal y comunitaria
h con el Dios que se nos ha manifestado. Por ello, su contexto vital es la
liturgia.
Durante mucho tiempo esta verdad ha sido vivida en la teología
sin necesidad de formularla explícitamente ni de justificarla racional­
mente. Sin embargo, una vez que ha entrado en crisis, la teología se ha
visto en la necesidad de justificar la liturgia como fuente de su pensar
teológico. Según esta lógica, Walter Kasper señala que la perspectiva
vital de la teología es triple, como triple es su misión en medio del
mundo: profética, sacerdotal y real. Desde ahí que la propia teología
pueda ser comprendida como reflexión sobre la predicación de la fe
(apología), meditación sobre la fe celebrada (mistagogia) y servicio
pastoral de la Iglesia al mundo de hoy (diakoma)M.
Con todo, tiene razón Max Seckler al afirmar que no sería necesa­
rio considerar la liturgia como un nuevo lugar teológico junto a los

49. W. Kasper, Das Theorie-Praxis-Problem in der Theologie, en W. Kem-H. J.


Pottmeyer-M. Seckler (hrsg.), Handbuch der Fundamentaltheologie IV, 186-188.
La memoria: la Tradición 165

otros diez propuestos por Melchor Cano, pues ella no es más que la
expresión orante y celebrativa de lo que la Iglesia cree y es50. Según
Yves Congar, «la liturgia es la expresión de la Iglesia en acto de vivir,
en alabanza a Dios y en realización de una comunión santa con Él»51.
Más que lugar teológico es la expresión dramática de la Iglesia como
lugar teológico radical.
En este sentido, si el objeto de la ciencia litúrgica es la fe celebra­
da, existe entonces una radical coincidencia con el objeto propio de la
teología, es decir, la fe. Pues resulta secundaria, en este caso, la espe­
cificidad propia de la liturgia, a saber, la fe dentro de la celebración52.
Y puesto que, en puridad, la liturgia no es un nuevo lugar teológico
donde recabar argumentos a favor o en contra (especie de arsenal dog­
mático), ni tampoco aquel lugar desde donde realizar inmediatamente
el quehacer teológico, es necesario concluir que se trata, más bien, del
«lugar privilegiado de la Tradición; y no sólo en su aspecto de con­
servación, sino también en su aspecto de progreso»53.

b) La Tradición en figura. Los padres de la Iglesia


Unos de los lugares teológicos más comunes para hablar de la Tra­
dición ha sido denominado genéricamente «los padres de la Iglesia» o,
según la teología medieval, el «consensus Patrum». En él no sólo pue­
de rastrearse el contenido concreto para el desarrollo de la teología, si­
no el ejemplo y el modelo para elaborar una verdadera teología.
Pero ¿quiénes son los padres de la Iglesia? ¿Por qué los llamamos
«padres»? ¿Podemos incluir a otros? ¿Qué aportan a la teología y a la
vida de la Iglesia en la actualidad? Según Vicente de Lerins, el título
«padre de la Iglesia» corresponde al que enseña en la unidad de la fe
y la comunión eclesial (doctrina), y es considerado maestro probado
(vida). Por su parte, Melchor Cano especifica que para ser digno de
recibir tal título se requiere ortodoxia de doctrina, antigüedad, santi­
dad de vida y aprobación de la Iglesia, especialmente de la Iglesia ro-

50. M. Seckler, Die ekklesiologische Bedeutung des Systems der loci theolo-
gici. Erkenntnisltheoretische Katholozitát und strukturale Weisheit, 44, nota 11.
51. Y. Congar, LaTradition et les traditions II. Essai théologique,Pañs 1963, 184.
52. Cf. A. Saberschinsky, Der gefeierte Glaube. Einfiihrung in die Liturgie-
wissenschaft, Freiburg 2006, 13-27.
53. Y. Congar, La Tradilion el les traditions II, 186.
166 El ejercicio de la teología

mana. Como ha señalado Antonio Orbe, gran conocedor de Ireneo de


Lyón y de la primera teología cristiana, ellos son testigos cualificados
de la Tradición apostólica en lo que se refiere a la transmisión e inter­
pretación auténtica de las verdades reveladas en las Escrituras5".
Esta definición de los padres de la Iglesia, basada en los criterios
que se acaban de mencionar, ha sido criticada por historiadores y pa-
trólogos, pues se introduce una realidad extraña y ajena a la historia
en nombre del magisterio y la ortodoxia. Desde un punto de vista pu­
ramente histórico, tales criticas no están exentas de lógica; sin embar­
go, desde un punto de vista teológico, también resulta razonable ad­
mitir el valor de una referencia dogmática y moral55. Con todo, en
ambos grupos existe un amplio consenso a la hora de determinar el fi­
nal de la época patrística: la muerte de Gregorio Magno (604) y Isi­
doro de Sevilla (636) marca su término en Occidente, y el deceso de
Juan Damasceno (749) lo señala en Oriente56.
Pero ¿por qué este tiempo tiene una especial relevancia para la teo­
logía y para cada creyente cristiano en particular? Varias son las razo­
nes que explican dicha significatividad:
1. La teología de los Padres representa, propiamente hablando, la
primera teología. La Escritura narra y da testimonio de un aconteci­
miento de revelación que ofrece salvación para el mundo; sin embar­
go, son los Padres, en diálogo con la cultura y espoleados por las res­
puestas erróneas (herejías), los que piensan a fondo (niistagogia) y
exponen en diálogo (apología) la lógica de la fe (teología). La teolo­
gía patrística, junto con las definiciones y credos conciliares, ha for­
jado mayoritariamente el lenguaje teológico futuro.
2. Los Padres, por su proximidad al testimonio apostólico y reve­
lado y por su tarea de transmisión en la sociedad greco latina, se han
convertido para la Iglesia en un modelo de actividad evangelizadora y
de quehacer teológico. Si el Nuevo Testamento constituye la época
fundadora porque en ella se sitúa la revelación divina y el testimonio
apostólico, el tiempo de los Padres puede ser también calificado, en
cierta medida, de época fundadora derivada, pues se ha llevado a cabo

54. A. Orbe, El estudio de los Padres en la formación actual, en R. Latoure-


Ile (ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas. Salamanca 1990, 1037.
55. Cf. Y. Congar, La Tradition et les traditions II, 192.
56. Cf. Id., La Tradición y las tradiciones I, 155.

I
La memoria: la Tradición 167

la interpretación eclesial y la fijación dogmática. De hecho, el proble­


ma de la teología trinitaria de los primeros siglos de la Iglesia se ca­
racteriza por ser un problema de interpretación y comprensión (her­
menéutica) correcta de estos datos y de la experiencia fundamental.
La gran Iglesia no tiene ninguna voluntad de innovar; al contrario, de­
sea interpretar correctamente lo recibido, para entregarlo a la siguien­
te generación con fidelidad (cf. 1 Cor 1 1,23)57.
Con vistas a favorecer esta correcta interpretación, se establece
entre los primeros Padres el requisito de adecuar toda afirmación teó­
rica o práctica a un canon o medida denominado regla de la verdad o
regla de la fe: pero también de armonizar toda afirmación con el cuer­
po de la verdad (Ireneo, Tertuliano, Orígenes). Con el transcurso del
tiempo serán los concilios (Nicea) los encargados de sancionar la in­
terpretación autorizada (exousíá) y de rechazar el resto.
3. La renovación teológica posterior a los Padres tiene que remi­
tirse a la época fundadora de la revelación divina y del testimonio
apostólico, así como a la de la interpretación eclesial y fijación dog­
mática. Y ello no para absolutizar el lenguaje, que por naturaleza es
hijo del tiempo, sino para acoger su impulso creador y evitar los erro­
res del pasado. La patrística no es la repetición mimética de la etapa
fundacional del cristianismo (sagrada Escritura), sino la comprensión,
la profundización y la afirmación del sentido recto y verdadero de los
datos de la revelación en diferentes momentos históricos y contextos
culturales. En este sentido, se trata de un ejemplo paradigmático de lo
que hoy denominamos inculturación: fidelidad al Evangelio anun­
ciándolo en una cultura nueva y utilizando nuevas categorías; no para
traicionarlo, sino para que siga siendo palabra de verdad y buena no­
ticia de salvación en el nuevo contexto.
4. La reflexión de los Padres se enraíza en la historia concreta de
la salvación, ya sea por su amplitud y extensión de miras (pedagogía
y recapitulación), ya sea por su concentración en la plenitud de los
tiempos (encamación y misterio pascual). Esta historia salvífica es el
verdadero soporte de la reflexión patrística; más aún, la teología de
los Padres sigue siendo una escuela permanente para la reflexión ac-

57. «Los Padres no pretendieron más que explicar el contenido de la Escritu­


ra» (ibid., 171).
168 El ejercicio de la teología

tual. Dos son las razones que corroboran tal afirmación: primera, por­
que su metafísica de la salvación o su ontología trinitaria nace de la
necesidad de salvar el dato bíblico y la experiencia personal y comu­
nitaria de la salvación; segunda, porque su diálogo fecundo con la cul­
tura nace de la convicción de la novedad radical aportada por Cristo
en su venida al mundo, novedad que el cristianismo tiene que extender
y comunicar.
5. La época de los Padres resulta relevante para la Iglesia de cual­
quier tiempo por la conjunción única que se ha dado entre teología y
santidad, y entre teología y vida.
En este sentido, tres son las características fundamentales de su
teología que deben ser consideradas. En primer lugar, su pastoralidad.
Los teólogos son antes de nada pastores, es decir, su teología está al
servicio de la edificación de la Iglesia de Dios. En segundo lugar, su
sacramentalidad. Pues su teología es comunicación, ilustración y de­
fensa del misterio cristiano. Un misterio que no es entendido tanto co­
mo objeto de estudio, sino como realidad desde la que se vive, se ce­
lebra y se ora; es decir, el lugar vital desde el que se trabaja. En tercer
lugar, su integralidad. El resultado objetivo de la teología de los Pa­
dres responde a las condiciones subjetivas de su trabajo.; sin embargo,
todos buscan la unidad de la fe y de la realidad cristiana, contemplan­
do siempre la teología y la fe como un todo (analogía de la fe). Su teo­
logía no está dispersa en tratados particulares, sino que se preocupa de
mostrar e ilustrar el movimiento esencial de la revelación y de la eco­
nomía de la salvación (Ef 1, 3-14)58.
Una vez esbozadas estas cinco grandes razones que ponen de ma­
nifiesto la enorme significación de la teología de los Padres, podemos
dirigir nuestra mirada, como contraste, a la teología actual. Al con­
templarla en sus luces y sus sombras, podemos preguntamos si real­
mente ella muestra esa misma pasión por el diálogo con la cultura mo­
derna y antigua desde la convicción de que Cristo tiene la capacidad
de penetrar hasta el último rincón del mundo y otorgar una novedad
única para la vida humana. O si tiene ese arraigo en la historia de la
salvación tal como demostraron los padres de la Iglesia (la teología
como economía, es decir, como obediencia a la revelación), para des-

58. Id., La Tradition et les traditions II, 203-206.


La memoria: la Tradición 169

de ahí atrevernos a proponer una ontología trinitaria y una metafísica


de la salvación.
Como resultado de estas preguntas, se manifiesta ante nuestros
ojos una teología actual en cierto modo aprisionada en viejos esque­
mas que nos resultan cómodos para entender nuestra historia teológi­
ca, pero que son irrelevantes para nuestra vida actual. Además, da la
impresión de estar seducida por modas pasajeras, cuya validez es la de
la propia moda, pero que desprecia como caduca aquella otra teología
perenne.
Es claro que no podemos repetir sin más la teología de los Padres,
pero sí debemos recoger su estilo, forma e impulso original. En este
sentido hay que dar la razón a George Florovsky cuando enfrentándo­
se a una idea extendida en la teología latina y en su propia tradición
teológica de que la Iglesia ortodoxa es sólo una Iglesia de los Padres
y de los siete primeros concilios ecuménicos, «reivindica para la Igle­
sia y para la labor teológica que se realiza en ella, una plena continui­
dad de espíritu y de gracia, de genio y de autoridad espiritual, con los
primeros siglos de su vida»59.

Conclusión

La Tradición es la memoria de la teología porque ella es la memo­


ria de la Iglesia. Tradición es un acontecimiento personal donde se ac­
tualiza la verdad del ser y del origen de la Iglesia, así como el futuro
de su destino y de su misión. La transmisión de la fe es un acto esen­
cial de la Iglesia, pues esta transmisión consiste en el principio teoló­
gico de la Tradición. La Iglesia misma es Tradición viviente. En este
sentido, la transmisión de la fe tiene que ver con lo que la Iglesia ya es
por gracia y con lo que ella está llamada a ser por vocación.
Y aunque en este capítulo hemos puesto de relieve la importancia
de la liturgia y de los Padres como acto y figura de la Tradición, nun­
ca ha sido en exclusividad, sino como ejemplaridad. Ambas realidades
nos muestran que la Tradición es gracia para ser acogida y celebra­
da, así como tarea para ser entregada y transmitida. La liturgia es la

59. Ibid., 198. Cita a G. Florovsky, Grégoire Palomas et la patristique: Istina


8(1961-1962) 114-125.
I 170 El ejercicio de la teología

obra de Dios (opus Dei, según la tradición benedictina), donde Él se


nos da en Palabra y Sacramento, y muestra la prioridad esencial y pas­
toral de su amor y gracia sobre nuestras acciones. Los Padres consti­
tuyen la mejor expresión de la Tradición como tarea de la transmisión
de la fe y del Evangelio en una cultura nueva, acogiendo sin ninguna
reserva y en toda su verdad la novedad de Cristo para presentarla co­
mo plenitud de la vida humana en una sociedad diferente al lugar don­
de nació el cristianismo.
En su última radicalidad, transmitir es entregar. Una entrega que
nace de la acogida y recepción de la entrega del Hijo que posibilita el
3 Espíritu, y que se prolonga y actualiza en la historia mediante la entre­
ga en favor de los hombres. La transmisión de la fe tiene que ser rea­
lizada a través de mediaciones de gracia, mediaciones institucionales
y, por ende, históricas y paradójicas, sin dejarse agarrotar por el mie­
do a que no sean puro Evangelio. Los odres, por más nuevos que sean,
nunca pueden confundirse con el vino. Lo importante es que conten­
gan el vino nuevo. En este sentido, hemos de ser conscientes de que
la transmisión de la fe exige y necesita, en última instancia, la entre­
ga de la vida. Sólo desde aquí nuestra transmisión puede ser eficaz en
el mundo de hoy.
Concluyamos haciendo memoria de las palabras de Jesús en el
evangelio de Juan, a punto de afrontar su hora definitiva ante la in­
comprensión de los discípulos: «Si el grano de trigo no cae en tierra
y muere, queda infecundo» (Jn 12, 36). Y si esto fue verdad para el
Maestro y el Señor, lo ha de ser también para sus discípulos.

\
7
EL MARCO DE LA TEOLOGÍA:
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

En la Iglesia del Dios viviente, la cual sostiene y


defiende la verdad (1 Tim 3, 15).

Introducción

La palabra de Dios entregada en la sagrada Escritura y transmitida


ininterrumpidamente en la Tradición es la guía interior de la reflexión
teológica. Por su parte, el magisterio de la Iglesia determina los hitos
del camino1. Si la teología es un itinerario de búsqueda radical de la
verdad y una profundización cada vez mayor en la fe recibida y con­
I
fesada, el magisterio es el límite necesario, el marco que circunscribe
y la guía que nos asegura que estamos en el contenido auténtico reve­
lado en la Escritura y en comunión efectiva y real con la Tradición vi­
va de la Iglesia, tanto en su dimensión diacrónica como sincrónica.
Esta manera de describir el magisterio en su relación con el que­
hacer teológico significa ante todo dos cosas:
a) Desde un punto de vista negativo, se pone de relieve que el ma­
gisterio no es la totalidad de la doctrina cristiana y menos aún la reali­
dad que representa a través de sus imágenes y conceptos. No podemos
identificar magisterio y vida cristiana, ni tampoco magisterio y teolo­
gía, pues la teología no es una simple explicación y justificación de las
afirmaciones del magisterio. Tal como señala la constitución dogmáti­
!
ca Dei Verbum, el oficio del magisterio consiste en interpretar autén­
ticamente (es decir, con la autoridad transmitida por Cristo a los após­
toles), la palabra de Dios escrita en la sagrada Escritura o transmitida
en la Tradición (DV 10). Para ello se pone bajo esta Palabra, a la que

1. Cf. J. Ratzinger, Lexikon jur Theologie und Kirche V 448. El autor utiliza
la expresión Leitfaden para referirse a la Escritura y a la Tradición; Grenzstein pa­
ra referirse al magisterio en su relación con la teología.
172 El ejercicio de la teología

sirve, con el fin de escucharla religiosamente, guardarla con exactitud


y exponerla con fidelidad. No es la única palabra, pero es la última.
b) En un sentido positivo, el magisterio no es un simple limite for­
mal de la teología y de la vida cristiana, sino la ratificación del con­
tenido real de ambas. Aunque no se puede identificar con ellas, tam­
poco resulta posible reducirlo a un puro límite formal y externo. Al
contrario, el magisterio se relaciona de manera interna y connatural
con el objeto al que intenta servir, guardándolo con exactitud y trans­
mitiéndolo con fidelidad, y con los fieles a los que quiere auxiliar en
un determinado momento histórico. Sin duda es un límite, pero no pa­
ra impedir, sino para ofrecer una determinada posibilidad.
Para acercamos a la realidad eclesial y teológica del magisterio se­
guiremos tres pasos. En primer lugar, nos preguntaremos por su natu­
raleza desde una doble perspectiva: cristológico-escatológica y pneu-
mático-eclesiológica; en segundo lugar, abordaremos la forma de su
ejercicio en la Iglesia; por último, reflexionaremos sobre su necesaria
hermenéutica e interpretación.

1. Naturaleza del magisterio

El magisterio tiene que ver con el acto de enseñar. En un sentido


amplio, se refiere a la gracia que Cristo otorga al pueblo de Dios en su
conjunto y que se ejerce de diversas formas; en un sentido restringido,
como sucede en la actualidad, alude al ejercicio específico de enseñar
con autoridad reservado por voluntad divina a los obispos, sucesores de
los apóstoles, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de Pedro.
«Se llama magisterio eclesiástico a la tarea de enseñar, que pertenece
en propiedad, por institución de Cristo, al colegio episcopal o a cada
uno de los obispos en comunión jerárquica con el sumo Pontífice»2.
Sin embargo, antes de afrontar directamente la naturaleza y el
ejercicio del magisterio en sí mismo3, conviene buscar el fundamento
último de su existencia en la Iglesia. Todas las realidades constituyen-

2. Comisión teológica internacional, Magisterio y teología (1975), tesis I, en


C. Pozo (ed.), Documentos 1969-1996, 128.
3. Cf. F. Ardusso, Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, Madrid 1997;
R. R. Gaillardetz, Teaching with Authority. A Theology of the Magisterium in the
Church, Minnesota 1997; E A. Sullivan, II magistero nella Chiesa Católica, Assi-
El marco: el magisterio eclesial 173

tes de la Iglesia es preciso contemplarlas desde los dos principios fun­


damentales sobre los que se asienta la misma Iglesia: Cristo, revela­
ción escatológica de Dios en la historia humana, y el Espíritu, don del
Padre por medio del Hijo que asegura la asistencia y permanencia de
Cristo en esa realidad fundada por Él.

a) Perspectiva cristológico-escatológica
Cristo es la revelación escatológica del Padre en la historia de los
hombres. Y al decir escatológica queremos decir que Cristo es la re­
velación de Dios acontecida en la historia de forma irrepetible y defi­
nitiva. Los hombres ya no estamos a la espera de otra nueva revela­
ción que venga a completar o a perfeccionar la acontecida en Cristo.
Él es el mediador y la plenitud de la revelación de Dios (DV 2-4), la
presencia absoluta y victoriosa de Dios en el mundo, la Palabra de
Dios definitiva y encarnada en la historia. Si queremos tomar en se­
rio esta definitividad e historicidad de la revelación de Dios, tenemos
que pensar en una realidad histórica que exprese, represente y actua­
lice, de alguna manera, esa definitividad de la palabra de Dios.
La Iglesia, fundada por Cristo y existiendo en él, es la presencia sa­
cramental de esta palabra definitiva e irreversible en la historia, tanto
en el orden de la gracia (sacramentos) como en el de la verdad (doctri­
na). La palabra victoriosa y definitiva que Dios ha pronunciado en la
vida e historia de los hombres es prolongada sacramentalmente por
la Iglesia, mediante la realización de su ser en la celebración sacra­
mental y en el ejercicio de su misión evangelizadora (obras y palabras).
La autoridad doctrinal de la Iglesia se asienta firme y sólidamente
en este fundamento cristológico4. «Jesucristo es el hecho que revela
que la comunicación de Dios está dada en el mundo como la verdad
del amor definitivo en este mundo, que la verdad amorosa de Dios y el

si21993 (1983); Id., Magisterio, en Diccionario de teología fundamental, Madrid


1993, 841-849; Id., Creativefidelity. Weighing and Interpreting Documenta of the
Magisterium, Oregon 2003 (1996); S. Pié-Ninot, La teología fundamental, Sala­
manca 2001, 608-622; Id., Eclesiología. La sacramentalidad de la comunidad
cristiana, Salamanca 2007, 499-509.
4. Cf. K. Rahner, «El magisterio de la Iglesia», en Curso fundamental sobre la
fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 51998, 436-438. También
Id., Magisterio eclesiástico, en Sacramentum mundi IV, Barcelona 1971, 381-398.
174 El ejercicio de la teología

verdadero amor no sólo se ofrecen al hombre y a su historia sino que


vencen también realmente en esta historia, y no pueden ser eliminados
ya por el «no» del hombre»5. El magisterio en su último sentido es la
expresión de la victoria del amor y de la verdad de Dios en el mundo.

b) Perspectiva pneumático-eclesiológica
La Iglesia es prolongación sacramental de la palabra victoriosa de
Dios en Cristo, pero la relación que se da entre ambos no puede enten­
derse en términos de identidad. La autoridad doctrinal de la Iglesia no
se encuentra en el mismo nivel que la autoridad de Cristo, ni suplanta
el lugar preeminente y central de la palabra de Dios. El magisterio es
sencillamente su intérprete autorizado (DV 10). La promesa hecha por
Cristo a su Iglesia en la persona de Pedro de que el poder del Hades no
la derrocará (Mt 16, 18), tiene su correlato en la estructura histórica y
encamada de la Iglesia como columna y fundamento de la verdad (1
Tim 1, 13). No se trata, pues, de un poder y una autoridad de la Iglesia
separados de la obediencia a Cristo, sino expresión de la permanencia
de Cristo en la Iglesia por medio del Espíritu, que la guía, conduce y
asiste hasta alcanzar la verdad completa (Jn 16, 12-13).
El ejercicio de la autoridad en la Iglesia es un acto de obediencia,
es decir, de escucha fiel de la Palabra de Dios; más aún, la Iglesia
ejerce verdaderamente su autoridad cuando posibilita la presencia de
la autoridad salvífica de Cristo en ella. Por esta razón, el magisterio
no puede situarse nunca por encima de la palabra de Dios, sino a sus
pies, como servidor e intérprete autorizado que actualiza su sentido a
lo largo de la historia. Así, «el magisterio no está por encima de la pa­
labra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmiti­
do, pues [...] lo escucha devotamente, lo conserva celosamente y lo
expone fielmente, y todo lo que propone para ser creído como revela­
do por Dios lo saca de este único depósito de la fe» (DV 10).
En definitiva, no sólo la teología, sino el propio magisterio, han de
esforzarse en mostrar la relación que existe entre sus afirmaciones
dogmáticas y el testimonio de la Escritura y la Tradición6.

5. Id., Curso fundamental sobre la fe, 438.


6. Cf. B. Sesboüé, El magisterio a examen. Autoridad, verdad y libertad en la
Iglesia, Bilbao 2004.
El marco: el magisterio eclesial 175

2. El ejercicio del magisterio

a) Dentro del triple ministerio y servicio, sin absolutizarlo


La Iglesia, como pueblo y familia de Dios en el mundo, desarro­
lla una triple actividad: anuncia la Palabra desde su ser y misión pro-
fética (kerygma-martyria)-, celebra la liturgia desde su ser y misión sa­
cerdotal (leiturgia)-, y sirve a la caridad desde su ser y misión real
(diakonia). Por tanto, esta actividad integral no alude a una simple ac­
ción externa a su ser, si no que expresa su naturaleza íntima’. Más
aún, el ejercicio de la triple misión de la Iglesia desentraña su natura­
leza íntima, la vincula a! ser y a la misión de Cristo.
La categoría teológica utilizada para expresar dicha relación es la
de representación. Este concepto remite al término griego apóstol y al
hebreo schaliach. Cristo es el enviado de Dios para hacer presente en
medio de los hombres el reino del Padre. Además, con el fin de llevar
adelante esta misión, Cristo reúne en torno a sí un grupo de doce
apóstoles para estar con él y para enviarlos a predicar, pero también
para que sean sus representantes en medio del mundo. La representa­
ción no es sustitución, sino una forma de hacerse presente en el en­
viado aquel que le envía. «Enviar (con el trasfondo de schaliach) sig­
nifica enviar con poder. El enviado es un encargado autorizado para
representar [...] La misión es una misión para la inmediatez de quien
envía. El enviado, por tanto, es un representante. Más que representar
al que le envía, el que le envía se hace presente en el enviado»8.
La actividad kerygmática de Jesús fue realizada a través del anun­
cio del Evangelio y de la enseñanza de una doctrina nueva (Me 1,27),
corroborada finalmente por el bello testimonio de su vida (1 Tim 6,
13). Esta actividad es confiada a los apóstoles, quienes en nombre y
con la autoridad de Cristo, predican su mensaje y enseñan su doctrina.
Con Pablo de Tarso se plantea una cuestión central que va a ser de­
cisiva para la historia del cristianismo, la de saber cuál es la fuente
originaria de donde procede y en donde se asienta la legitimidad del
apostolado-, y la de conocer el modo cierto y seguro desde donde es

7. Cf. Benedicto XVI, Dios es amor, 25.


8. Cf. M. Legido López, Conformar la vida con el misterio de la cruz del Se­
ñor, en Simposio sobre la espiritualidad del sacerdote diocesano secular (Madrid
30.10-2.11.1986), Madrid 1987, 101-191; aquí 113.
176 El ejercicio de la teología

posible llevar a cabo la verificación de la autenticidad de la doctrina


enseñada. La respuesta parece sencilla: La legitimidad apostólica y la
autenticidad doctrinal dependen de su vinculación al origen divino de
su apostolado (Gal 1 -2) y a la fidelidad en la transmisión de lo reci­
bido con anterioridad (1 Cor 11, 23ss; 15, 3ss).
A esta cuestión sigue otra no menos importante, la de saber cómo
es posible conectar con el origen normativo de Cristo (perspectiva teo­
lógica y vertical) y la de tener certeza de que se permanece en la co­
munión apostólica (perspectiva eclesiológica y horizontal). ¿Depende
exclusivamente de la conciencia subjetiva o de la santidad personal?
¿Hay algún tipo de instancia o mediación externa y objetiva que ga­
rantice esa relación con el origen? También aquí la respuesta es clara:
La regla de la fe como contenido fundamental de la tradición y la su­
cesión apostólica como forma visible de ella.
En este contexto hay que situar la función magisterial. Una activi­
dad que pertenece a la Iglesia en su totalidad, pues a través del senti­
do de la fe de los fieles está garantizada la permanencia de la Iglesia
en la verdad (LG 12), y también a algunos miembros de la Iglesia de
una forma específica (obispos), como sucesores de los apóstoles (LG
25). Esta permanencia de la Iglesia en la verdad es un carisma que hay
que entender en su sentido global (indefectibilidad); sin embargo,
tampoco puede excluirse que, en determinados momentos y bajo cir­
cunstancias específicas, sea un carisma dado y ejercido para decisio­
nes histórico-concretas (infalibilidad)9.
Así, sin la posibilidad de afirmar que la Iglesia es infalible en de­
cisiones y cuestiones concretas en un determinado momento histórico
y bajo un lenguaje determinado, la afirmación de una general y abs­
tracta permanencia en la verdad queda minada en su raíz, llegándose
incluso a manifestar finalmente como algo carente de sentido.

b) Un servicio de toda la Iglesia, sin diluir su función especifica


El ejercicio del ministerio de la palabra en su doble dimensión de
permanencia y fidelidad en la Verdad recibida, por un lado, y en la ex­
tensión y comunicación del Evangelio en el mundo, por otro, es un

9. Cf. K. Rahner (ed.j, ¿Infalibilidad en la Iglesia? Respuesta a Hans Küng,


Madrid 1971.
El marco: el magisterio eclesial 177

ministerio que compete a todo el pueblo de Dios (LG 12). En este sen­
tido amplio podemos hablar del magisterio de los testigos y de los
mártires, de los doctores y de los maestros, de los santos y de los mís­
ticos, de los fieles y de los creyentes.
No obstante, hay que afirmar que el magisterio entendido en un
sentido moderno es, a su vez, un carisma otorgado de forma específi­
ca a los sucesores de los apóstoles10. Estos no poseen la única palabra
en la Iglesia, pero sí la última cuando se produce un conflicto en su in­
terpretación. El ejercicio y el ministerio de esta palabra autorizada y
auténtica en la interpretación de la Escritura y de la verdadera Tradi­
ción de la Iglesia, tiene sus exigencias y es realizado en diversos gra­
dos11. La recepción por parte de los fieles, el grado de adhesión re­
querido y la posible crítica a su contenido y expresión, depende del
grado que ocupe respecto a su naturaleza.
A partir de la carta apostólica de Juan Pablo II, Ad Tuendam fidem
(1998), se habla en la actualidad de tres tipos fundamentales de ma­
gisterio. El corazón y centro de la profesión de la fe de un cristiano se
halla en el símbolo, confesado semanalmente en la asamblea litúrgica
convocada para celebrar la eucaristía. Junto a esta forma fundamental
de expresión y confesión de la fe, Ad Tuendam fidem añade tres apar­
tados donde se explicitan y exponen las verdades de la fe católica que
la Iglesia, en los siglos sucesivos y bajo la guía del Espíritu santo, ha
indagado o debe aún estudiar con mayor profundidad.
En un primer bloque se sitúan las dos formas fundamentales del
llamado magisterio infalible:
-El magisterio solemne o extraordinario, que sanciona una doctrina a
través de un pronunciamiento «ex cathedra» o mediante la celebración
de un concilio ecuménico. Esta forma del magisterio requiere un asen­
timiento de fe teologal y está referido a las verdades contenidas en la
revelación en materia de fe y costumbres.

10. Cf. Y. Congar, Pour une histoire sémantique du terme «Magisterium»: Re-
vue des Sciences phiiosophiques el théologiques 60 (1976) 94: «La expresión el ma­
gisterio en su acepción actual fue introducida por la teología del siglo XVIII, pero
sobre todo por los canonistas alemanes de comienzos del siglo XIX». Todavía este
estudio de Y. Congar sobre la historia del término «magisterio» sigue siendo funda­
mental. En plena síntoma con este artículo, cf. B. Sesboüé, «La noción de magiste­
rio en la historia de la Iglesia y de la teología», en El magisterio a examen, 17-67.
11. Cf. Congregación para la Doctrina de la fe, Donum veritatis, 23-24.
178 El ejercicio de la teología

-El magisterio ordinario universal, que corresponde a los obispos, ya


sea reunidos en Concilio o dispersos por todo el orbe, pero en comu­
nión con el colegio episcopal, donde el obispo de Roma es su cabeza.
Este magisterio se refiere al mismo contenido que el anterior y requie­
re la misma forma de asentimiento, expresada en el concilio Vaticano
II con la expresión paulina obediencia de la fe. En realidad, y por lo
-I que se refiere al contenido definido, no difiere en nada respecto al ma­
gisterio extraordinario; tan sólo es distinta la forma solemne de su ex­
presión. Por otra parte, y como ya hemos dicho, en ambas expresiones
del magisterio se trata de magisterio infalible12.

En un segundo bloque se encuentra el magisterio definitivo:


-Este magisterio propone la doctrina de modo definitivo en verdades
de fe que, aunque no pertenecen directamente a la revelación, están es­
? trecha e íntimamente unidas a ella, ya sea por conexión histórica o co­
nexión lógica. Estas afirmaciones del magisterio han de ser recibidas y
aceptadas de forma firme13.

En un tercer bloque, por último, se halla el magisterio no infalible:

-Este magisterio propone una doctrina para servir de ayuda a la inteli­


gencia más profunda de la revelación y para explicitar su contenido, ya
sea con el fin de reclamar la conformidad de una doctrina con la ver­
dad de fe, ya sea para poner en guardia contra concepciones incompa­
tibles con esta verdad de fe. A estas afirmaciones se pide un obsequio
religioso de la voluntad y de la inteligencia, dentro de la lógica de la
obediencia de la fe.
-Existe una última forma de magisterio referida a la intervención sobre
cuestiones teológicamente debatidas, «en las que están implicadas jun­
to a puntos firmes de la fe elementos contingentes». Sólo con el tiem-

12. «Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la in­
falibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero
manteniendo el vinculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, convienen
en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una
doctrina en las cosa de fe y de costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la
doctrina de Cristo» (LG 25). Cf. Concilio Vaticano I, Dei Filius, 3 (DH 3011).
13. Hasta ahora se hablaba de magisterio infalible y no infalible. A partir de la
carta apostólica Ad tuendam fidem se ha añadido una tercera forma que se denomi­
na definitivo. Hoy la teología trata de comprender correctamente esta forma que,
sin ser del todo nueva, supone una novedad en la doctrina del magisterio; además,
por esta razón, ha creado cierta perplejidad a la hora de distinguir de hecho el ma­
gisterio infalible del definitivo. Cf. B. Sesboüé, El magisterio a examen, 345-363.
El marco: el magisterio eclesial 179

po es posible distinguir entre el núcleo central y los elementos añadidos


y contingentes que pueden ser reformados a partir de una comprensión
más profunda de la verdad de fe y de la revelación. Para este tipo de ma­
gisterio que no es irreformable, se pide un obsequio leal.

3. La interpretación del magisterio

Toda palabra necesita una recepción y una interpretación para lle­


gar al sentido que nos quiere transmitir. Si esta verdad elemental la
hemos aplicado a la palabra de Dios en la sagrada Escritura, con ma­
yor razón hemos de aplicarla a la palabra que el magisterio ofrece a la
teología y a la vida de la Iglesia. No obstante, conviene aquilatar esta
afirmación, pues en algunos casos se invoca la recepción y herme­
néutica del magisterio para sobrepasar el sentido en el que el propio
magisterio ha querido intervenir.
El magisterio es, por naturaleza, una palabra interpretativa de la
Tradición y de la Escritura que nos garantiza el correcto sentido de
ambas en continuidad con la fe apostólica. Por tratarse de una inter­
pretación autorizada que se lleva a cabo en un contexto histórico de­
terminado, tiene que buscar la ampliación y el ensanchamiento de su
sentido con vistas a profundizar en él, situarlo y comprenderlo mejor,
mas nunca para ir en su contra. Una hermenéutica que actúe contra el
sentido literal de una afirmación magisterial invocando un espíritu de­
terminado, no es posible. Y no lo es ni en la interpretación de la Escri­
tura ni en la del magisterio. Sin letra y sin texto no hay espíritu. La in­
terpretación quedaría sujeta al arbitrio de cada receptor, iría perdiendo
su sustancia real y se terminaría disolviendo la conciencia cristiana14.
Con el fin de interpretar de forma adecuada los textos magisteria­
les, propongo realizar un recorrido donde se invita a responder desde
tres claves complementarias.

a) La intención y la forma de expresarse


Como punto de partida, resulta obligado precisar la naturaleza del
documento en el que una afirmación doctrinal está escrita. Preguntar-

14. O. González de Cardedal, La recepción del Concilio en España. Reflexio­


nes a los cuarenta años de su clausura: Communio (nueva época) 1 (2006) 51-75.
180 El ejercicio de la teología

se por su naturaleza es preguntarse por su verdadera intención, por


aquello que realmente se quiere sancionar o definir.
¡i En este sentido, tiene una gran importancia el análisis del lenguaje
ii magisterial, de cara a determinar si se trata de una exhortación pasto­
ral, de una carta apostólica, de una definición dogmática, etc. No todo
tiene formalmente el mismo valor ni requiere el mismo tipo de adhe­
sión. Y sin embargo, hay que ser conscientes de que al final nunca se
sabrá del todo cuáles son los textos o documentos del magisterio que,
a la larga, tendrán una incidencia mayor en el desarrollo del dogma y
en la profundización de la teología.
En esta perspectiva, y con motivo de las críticas que causó el «to­
no» de la declaración Dominus lesus y la subsiguiente notificación al
libro del jesuíta belga Jacques Dupuis, Hacia una teología cristiana del
pluralismo religioso, se publicó en L’Osservatore romano (27.2.2001)
un comentario a dicha notificación donde se explicitaban los diferentes
í
lenguajes utilizados en el magisterio contemporáneo según la finalidad
que pretende lograr. El comentario habla de distintos géneros literarios:
1. El expositivo e ilustrativo, que contiene amplias y precisas motiva­
ciones sobre la doctrina de la fe y las indicaciones pastorales (docu­
h mentos del concilio Vaticano II, muchas encíclicas del Papa).
2. El exhortativo y orientativo, que afronta problemas de naturaleza es­
piritual y práctico pastoral.
3. El declarativo y asertivo, que busca comunicar a los fieles no tanto
argumentos opinables o cuestiones disputadas, sino verdades centrales
de la fe cristiana, las cuales son negadas o puestas en peligro por de­
terminadas interpretaciones teológicas.

El tono y el lenguaje utilizados en un pronunciamiento magisterial


dependen de la naturaleza y la intención del documento. De ello se de­
duce que, para determinar la naturaleza e intención de la afirmación
magisterial, así como su grado necesario de vinculación y asentimien­
to, resulta imprescindible analizar el tono y la forma de la expresión.

b) El momento histórico y el marco de la gran Tradición de la Iglesia

En segundo lugar, hay que situar en su contexto histórico y dentro


de un amplio marco de interpretación las afirmaciones concretas del

1.
El marco: el magisterio eclesial 181

documento magisterial. De este modo, resulta más comprensible la in­


tervención del magisterio y la razón de expresarse en dichos términos.
Todo texto tiene que ser situado en un contexto. No es legítimo di­
luir un texto al introducirlo en un contexto, ni tampoco absolutizar
una expresión determinada, ya que resulta imprescindible tener en
cuenta el conjunto de las afirmaciones anteriores o el conjunto de la
doctrina que existe en torno a dicha cuestión teológica o verdad de fe.
Esta perspectiva histórica de los textos ayuda a comprender que lo im­
portante es lo que se dice, aunque a veces tenga que ser expresado en
unos términos y en un lenguaje que por naturaleza tienen sus límites,
incluso por no encontrar las expresiones más adecuadas en un mo­
mento determinado.
Un ejemplo clásico de lo que venimos diciendo fue la definición
del concilio de Vienne sobre la unidad psicosomática del ser huma­
no15. La doctrina católica había defendido que el hombre constituye
una unidad de cuerpo y alma (Lateranense IV, siglo XIII). Lentamen­
te se fue perfilando mejor la forma de esta unión, hasta afirmar que se
trata de una unidad sustancial. Sin embargo, para explicar dicha for­
ma, se eligió en aquel preciso momento la teoría hylemórfica de Aris­ I
tóteles pasada por la reflexión de Tomás de Aquino. Esta teoría de­
fiende que el alma es la forma del cuerpo («anima forma corporis»).
Pero el concilio de Vienne (siglo XIV) no quiso sancionar la teoría
hylemórfica como forma de entender la unión de dos realidades en
una, sino que prefirió considerar al hombre como un ser único com­
puesto de cuerpo y alma, donde la unidad de ambos elementos se lle­
va a cabo en una unión sustancial. De esta manera, el concilio remar­
ca el punto esencial que hay que afirmar y mantener (cf. GS 14).
Siendo cierto todo lo anterior, conviene señalar que la forma concre­
ta de entender esta unidad sustancial puede variar con el paso del
tiempo. De hecho, los avances que se producen en el conocimiento
humano ayudarán sin duda a comprender mejor la forma de esa unión,
sin que ello suponga una infravaloración del cuerpo frente al alma.
En esta misma línea, se han hecho clásicas las palabras de Juan i
XXIII en su discurso al inicio del concilio Vaticano II y que recoge la
i
15. DH 902. Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológi­
ca fundamental Santander 1988, 110-112.
3l 182 El ejercicio de la teología

constitución Gaudium et spes. En ellas se distingue entre el corazón


i de la doctrina (irreformable) y su forma de expresión (siempre nece­
sitada de una profundización): «Una cosa es el depósito de la misma
fe, o sea sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conser­
vando su contenido» (GS 62).
Karl Rahner ha hablado de una imposibilidad de reformar el dog­

i ma hacia atrás, en tanto que siempre es necesario comprenderlo de


nuevo hacia delante. Toda afirmación dogmática significa para la teo­
logía un final y un nuevo comienzo. Es límite porque cierra un deba­
te determinado como última palabra; pero, a la vez, abre un nuevo ho­
rizonte y una nueva perspectiva de comprensión respecto de una
verdad de fe16. No parece, pues, muy fructífera para la teología ni una

i ortodoxia formal ni una heterodoxia estéril:


El esfuerzo de la teología y del magisterio de la Iglesia en tomo a una re­
alidad y verdad revelada por Dios termina siempre en una formulación
exacta. Esto es natural y necesario. Porque únicamente así es posible tra­
zar, frente al error y la falsa intelección de la verdad divina, una línea de
demarcación que sea respetada en la práctica religiosa diaria. La fórmu­
la es, por tanto, término, un resultado y una victoria que nos regala su
precisión y claridad y que posibilita la enseñanza segura. Pero en tal vic­
toria todo depende de que el término sea, a la vez, un comienzo17.
El pensamiento de las generaciones precedentes (aun en el caso de que
hayan llegado a resultados condensados en forma de definiciones dog­
máticas) no es jamás un lecho de descanso para el pensamiento de las
generaciones futuras. Las definiciones son menos un final que un co­
mienzo. Son hic Rhodus. Una abertura. Ninguna cosa verdaderamente
conquistada se pierde en la Iglesia. Pero nada le ahorra al teólogo el se­
guir trabajando. Lo que sólo es almacenado, lo que sólo se transmite,
sin un esfuerzo nuevo, propio (que parta ab ovo, desde la revelación),
se corrompe, como el maná. Y cuanto más tiempo permanece inte­
rrumpida la Tradición viva, a causa de una repetición verbal puramen­
te mecánica, tanto más difícil puede resultar reanudarla18.

16. Cf. K. Rahner, Magisterio eclesiástico, 392. Esta idea fue aplicada por
Rahner en un célebre artículo sobre los problemas actuales de cristología, con mo­
tivo del 450 aniversario de la celebración del concilio de Calcedonia («Problemas
actuales de cristología», en Escritos de teología I, Madrid 31967, 167-221).
17. K. Rahner, «Problemas actuales de cristología», 167.
18. H. U. von Balthasar, «El lugar de la teología», en Verbum Caro. Ensayos
teológicos I, Madrid 1964, 203 (original: ¿Qué debe ser la teología? Su lugar y su
figura en la vida de la Iglesia: Word und Wahrheit 8 [1953] 325-332, aquí 330). Es-
El marco: el magisterio eclesial ¡83

c) Una hermenéutica cordial


El ejercicio de la teología necesita, por último, relacionarse con el
magisterio desde una hermenéutica cordial, es decir, una interpreta­
ción realizada desde el corazón. Se trata de aceptar con humildad la
palabra del magisterio, integrándola cordialmente en el pensamiento
propio desde aquellos puntos o perspectivas que están más en confor­
midad con los aspectos teológicos que el teólogo está desarrollando o
que se acercan mejor a su propia forma mental.
Esta conexión entre palabra magisterial y reflexión teológica per­
sonal ha de tener un punto de partida real y objetivo. Por tanto, no pue­
de ser un tema ajeno a la palabra magisterial, aunque en ocasiones no
concuerde directamente con el aspecto que, en ese momento determi­
nado, parece constituir el punto central de la afirmación doctrinal.
Tal manera de ejercitar la teología en ningún sentido es un subter­
fugio para evitar enfrentarse a las afirmaciones más conflictivas del
magisterio. El teólogo ha de conocerlas críticamente y acogerlas en el
asentimiento que requieran. Sin embargo, a la hora de desarrollar o
llevar adelante su propia propuesta sistemática, sí resulta legítimo to­
mar como punto de partida e impuso necesario aquellos aspectos que
se ajustan mejor a su perspectiva personal. Dichos aspectos son los
que debe profundizar, desarrollar y llevar adelante en su estudio e in­
vestigación propios, facilitando así que la propia expresión o defini­
ción doctrinal que en un principio parece más difícil de asumir, sea
equilibrada con otras perspectivas que quizá en ese momento no se
hallaban situadas en primer lugar.
Por otra parte, el teólogo católico no se enfrenta a una afirmación
del magisterio desde esa pretendida equidistancia -tan perfecta como
ingenua- que permita acogerla o rechazarla indistintamente. Su punto
de partida tiene que ser la recepción cordial, para desde ella encami­
narse a una recepción crítica. Aquí, sin embargo, entiendo por crítica
no tanto el esfuerzo por deslegitimar esa afirmación, sino el camino
de búsqueda donde uno se pregunta rigurosamente por el porqué de
tal afirmación. ¿Qué es lo que se quiere afirmar, defender, negar o re-

ta cita la recoge K. Rahner en el artículo «Ensayo de esquema para una dogmática»,


Escritos de teología I, 21. Texto inspirado en un proyecto común de Rahner y Bal-
thasar realizado en 1939 en el patio del Colegio Canisianum, en Innsbruck.
184 El ejercicio de la teologia

novar? ¿Cuál es el problema que se desea iluminar? ¿Qué puntos se­


guros nos ofrece el magisterio para seguir avanzando en la mejor
comprensión de un problema determinado?
A la pregunta sobre si es posible la crítica a la palabra del magiste­
rio, la respuesta sólo puede ser afirmativa. El entonces cardenal Joseph
Ratzinger, refiriéndose al magisterio en cuestiones de moral -tema es­
pecialmente problemático en la recepción eclesial desde la encíclica
Humanae vitae (1968) de Pablo VI-, se expresa con bastante claridad:
Vale aquí lo que el concilio Vaticano II ha dicho sobre los grados de
adhesión y, análogamente, sobre los grados de la crítica relativa a las
modalidades del magisterio eclesial. La crítica podrá ser realizada se­
gún los niveles y según la exigencia de las enseñanzas magisteriales.
Será de tanta mayor ayuda si lo que hace es completar una falta de in­
formación, aclarar una insuficiencia en la presentación literaria o con­
ceptual y profundizar a la vez la visión de los limites y del alcance de
las afirmaciones en cuestión1’.

A un verdadero teólogo no le es suficiente ni una ortodoxia formal,


que repite sin argumentar ni preguntarse por sus razones últimas aque­
llas afirmaciones que realiza el magisterio, ni una heterodoxia estéril,
que da la impresión de estar motivada por la necesidad de mostrar fi­
delidad a modas o grupos de presión social y que no cuestiona crítica­
mente las consecuencias de sus propias afirmaciones. En este sentido,
no resulta posible considerar de igual manera una notificación o una
advertencia realizada por el magisterio eclesial a un intento limpio y
profundo de avanzar en un campo teológico determinado, que aquella
motivada por el empeño sistemático de ir contra una doctrina pertene­
ciente al depósito de la fe y cuyo sentido se ha ido decantando en el pa­
so de los siglos. No es lo mismo que un teólogo viva en un respetuoso
silencio por cuestiones que no termina de comprender en el momento
actual, o que manifieste de manera pública y permanente un disenso
con el magisterio de la Iglesia, habitualmente desde una «ortodoxia»
más dura que la que él mismo critica a la autoridad eclesiástica.
Hay que ser conscientes de que en cualquier comunidad humana
que existe una palabra última, se producen momentos de tensión y de

19. J. Ratzinger, La fe como camino. Contribución al «ethos» cristiano en el


momento actual, Madrid 2005, 51.
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El marco: el magisterio eclesial 185

dificultad para poder articular de forma adecuada las otras palabras,


legítimas y necesarias, que son pronunciadas con anterioridad. La úl­
tima palabra no debe ni puede ser nunca la única, pues no sustituye a
las palabras anteriores, sino que las necesita. Sin embargo, las pala­
bras penúltimas tienen que reconocer el derecho y la legitimidad del
pronunciamiento de esa última palabra que zanja la cuestión en una
determinada dirección, aunque siempre -en el fondo- la esté abriendo
hacia otras perspectivas nuevas y diferentes.

Conclusión. Una imagen deficiente, pero imagen

Quiero finalizar con una imagen, una imagen deficiente a todas lu­ . ?

ces, pero que aun así ilumina la función esencial del magisterio en la
teología. Toda obra de arte necesita un marco. Éste puede ensancharse,
agrandarse y aun confundirse con la obra artística realizada o con el !|
mundo del sujeto que la contempla. Pero un límite y un horizonte es la
condición de posibilidad del conocimiento del mundo como tal.
Esto mismo puede decirse de la teología. Como ejercicio humano,
necesita de unos límites y unas normas, de unas reglas de juego. Para
comprender mejor el juego, las normas son susceptibles de ser revisa­
das, aunque esto sólo pueda hacerlo el órgano competente (concilio
ecuménico, colegio episcopal unido a la cabeza, el obispo de Roma).
Veamos las dos caras de un mismo ejemplo. Un teólogo particular
puede decidir unilateralmente romper o cambiar esas reglas, pero no
puede pretender que la comunidad eclesial, incluida la teológica, le si­
ga en ese camino. También la autoridad competente puede decir de
forma expresa que esas nuevas reglas no respetan la naturaleza del
juego y que por lo tanto no sirven ni son vinculantes para los demás.
En todo caso, el marco y las reglas son un límite, pero precisamen­
te por ello son una posibilidad. Desde el punto de vista del conoci­
miento humano, el marco siempre es histórico; mas desde el punto de
vista de la revelación de Dios, en Cristo y el Espíritu, siempre es defi­
nitivo y escatológico. Por tanto, ese marco no es sólo un límite formal
que el teólogo deba soportar, sino contenido propio de su tarea y de su
ejercicio, que le abre a nuevos horizontes y a la verdadera catolicidad.

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