Reflexión sobre la muerte
Jaime Torres Bodet
El doctor llega a verme temprano y de buen humor. Debe haber almorzado con apetito. A
pesar de su edad -me ha dicho que es septuagenario- la vida le sonríe, por lo menos
profesionalmente. Ha visto mis radiografías y tengo la impresión de que durante la noche
consultó varios textos clásicos y leyó algún buen artículo sobre el mal del que estoy
sufriendo. Me examina, más por costumbre que por verdadero interés de reconocerme. Su
convicción está hecha y no creo que las auscultaciones rápidas que practica tengan ahora, a
su juicio, mucha importancia.
Lo interrogo... Y, de pronto, sin la menor transición, me revela lo que yo presentía. Mi caso
es en extremo serio. Tal vez exista un cáncer en la siliaca. 'A usted -me dice, con cortesía
que no me halaga- sería inútil pretender engañarlo.' Añade algunos elogios, que por lo visto
no merezco, puesto que su ruda franqueza destruye, enseguida, la confianza que podría yo
conservar en las fuerzas de mi carácter. Disimulo, movido por un postrer sentimiento de
orgullo. Y le oigo, con fingida tranquilidad. Quiere explicarme que, acaso, realmente, no se
trate todavía de un cáncer; pero que, de todas maneras, la operación se impone. Lo
comprendo perfectamente: aunque no exista el cáncer -cosa que sólo podrá averiguar
durante la intervención o después de ella- ésta implicará peligros incuestionables.
Mientras habla, considero el intenso color rosado de sus mejillas. Lo siento tan incrustado
en el mundo de la salud que no sé cómo perdonarle la serenidad con que me desplaza de ese
universo con su diagnóstico... Es cierto, acaba por confortarme. Alude a dos o tres
consecuencias de la operación que me propone. Adivino que, en su fuero interno, tales
explicaciones no significan nada muy favorable. Me los ofrece, no tanto por piedad cuanto
por respeto a las tradiciones de su oficio, como el gran violinista que no vacila en añadir -en
calidad de encore- a la intervención de una marcha fúnebre, algún trozo alegre, rápido y
melodioso. Un minueto de Mozart, pongo por caso.
Torres Bodet, Jaime. “Reflexión sobre la muerte”, en Martínez, José Luis (comp.), El ensayo mexicano
moderno (tomo 2). México, FCE (Letras mexicanas, 40), c1971, pp. 45-47.
Me quedo solo frente a mi angustia. Voy a tener que esconderla a los seres que me rodean.
Me juzgan frío y voluntarioso. Yo mismo no creía conservar tanto amor por la existencia. Y
he aquí que la idea de abandonarla, tal vez muy pronto, me llena de desconcierto. Hasta las
expresiones de que me sirvo delatan mi malestar. ¿Qué significa, en efecto, esa frase:
Abandonar la existencia? Cuando muera, no seré yo, por cierto, quien la abandone, sino ella
la que me arrojará de su torbellino.
Hace meses, al redactar mi libro sobre Tolstoi, dediqué en él todo un capítulo a una de sus
mejores novelas: La muerte de Iván Ilich. Dije entonces que se vive y se muere solo. La
diferencia estriba en que, mientras vivimos, hay seres que nos odian y que nos aman. Nos
envidian o nos desprecian; pero el que sabe que va a morir está más allá del odio y del
amor, de la envidia y hasta del desprecio. ¿Qué valen, sobre un cadáver, las
condecoraciones o los insultos?
Me asalta la amargura de estar viviendo, a mi modo, los días finales de Iván Ilich. Como a
él, me irritan la alegría, la salud y la fuerza de los demás. Todos ellos tienen proyectos. Van
a ver a sus amistades; llaman por teléfono para averiguar si la hora de esta o aquella cita se
ha alterado. Sonreirán de cosas que ya no comprendo ahora. Hablarán de asuntos que, para
siempre, ya no me afectan. Cada sonrisa que se dibuje en sus labios y cada palabra que
digan los alejarán -aunque no lo quieran- de la pobre inquietud humana en que me debato.
Condenados a muerte, lo estamos todos. Mientras la salud nos engaña, ignoramos lo
riguroso de semejante condena. Vivir constituye un acto magnífico de egoísmo. El temor de
morir no es menos egoísta sin duda, pero carece de toda magnificencia. Nos revela, de un
golpe, lo absurdo de haber vivido como vivimos. Y nos demuestra -no con ideas generales,
sino con hechos concretos, precisos y dolorosos- hasta qué punto la vida que, desde lejos,
puede parecer afortunada, esconde un irreversible y tremendo error.
Escribo estas líneas en la madrugada de un día nublado. Como no podía dormir, pensé que
sería mejor dar alguna expresión formal de los vagos abismos que abría el insomnio frente
a mi alma. Por las ventanas, empieza a clarear la aurora. Un pájaro, que no identifico, se ha
posado en la cima de un olmo. En agudos gorjeos, como el surtidor de una fuente, derrama
el exceso de vida que llena su cuerpo alado. ¿A quién bendice esa voz sin cólera ni rencor?
No es a mí, por supuesto, sino a todo lo que le ofrece, en la mañana recuperada, el
espectáculo de esa solidaridad admirable que representa, para los vivos, la fe en la vida.
Sin embargo, aunque no cante el pájaro para mí, lo escucho con emoción y agradecimiento.
Yo también saludé a la vida, como ese pájaro. Yo también viví cada hora como si fuera un
fragmento de eternidad.
Que el día que principia a encenderse haya de apagarse, que el pájaro que lo anuncia haya
de enmudecer, y que el hombre que está escuchándolo sepa que sus semanas tendrán un
término, ¡qué poco importa, después de todo! Somos, apenas, gotas de un río inmenso. Si
una se pierde, millones y millones se disponen a remplazarla. Nada acaba con el ente que
acaba, sino -a lo sumo- su oscuro estremecimiento. La única ley positiva de la existencia es
la de no atar el destino del mundo a la dimensión de lo individual.