0% encontró este documento útil (0 votos)
933 vistas122 páginas

Los vasos comunicantes de Breton

El documento habla sobre los sueños y la posibilidad de influir en ellos. Describe el caso de un autor del siglo XIX llamado Hervey-Saint-Denys, quien afirmó haber influenciado sus sueños asociando ciertos estímulos sensoriales a personas específicas antes de dormir, haciéndolas aparecer en sus sueños. Sin embargo, se cuestiona la validez de sus afirmaciones debido a la falta de rigor metodológico. También se menciona la evolución del estudio de los sueños a través de la histor

Cargado por

Gauss Mtz
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
933 vistas122 páginas

Los vasos comunicantes de Breton

El documento habla sobre los sueños y la posibilidad de influir en ellos. Describe el caso de un autor del siglo XIX llamado Hervey-Saint-Denys, quien afirmó haber influenciado sus sueños asociando ciertos estímulos sensoriales a personas específicas antes de dormir, haciéndolas aparecer en sus sueños. Sin embargo, se cuestiona la validez de sus afirmaciones debido a la falta de rigor metodológico. También se menciona la evolución del estudio de los sueños a través de la histor

Cargado por

Gauss Mtz
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 122

Los

vasos comunicantes son aquellos que restablecen la unidad entre el


mundo de la vigilia y el del sueño. Lo importante es «retener de la vida
despierta lo que merece ser retenido». Por eso el sueño libera, exhibe, crea,
borra la noción del tiempo y provoca una «conspiración de silencio y de
noche» en torno al amor. El sueño sobrepasa la realidad y restituye la
presencia de los seres amados y ausentes. La mujer, enigmática y evasiva,
aparece envuelta en melancolía y soledad. Los lugares, los objetos, las
personas cobran sentido auténtico al animarse por la afectividad evocadora e
irracional del poeta. Y es éste el que vuelve a colocar al hombre en el corazón
del universo. En este libro, André Breton pretende demostrar que el mundo
real y el del sueño son el mismo; examina las diversas teorías de
interpretación del sueño y se detiene principalmente en la propuesta por
Freud. Pero para Breton la unidad del sueño y de lo real tiene su raíz en una
transformación social. Sin embargo, eso que él busca más allá de la
revolución es «el destino eterno del hombre».

Página 2
André Breton

Los vasos comunicantes


ePub r1.0
Titivillus 16-01-2021

Página 3
Título original: Les vases communicants
André Breton, 1955
Traducción: Agustí Bartra

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
I

… Y levantando ligeramente su vestido con la mano


izquierda, Gradiva Rediviva Zoé Bertgang, envuelta
en las miradas soñadoras de Hanold, con su paso
flexible y tranquilo, a pleno sol sobré el pavimento,
pasó al otro lado de la calle.

WILHELM JENSEN: Gradiva

Página 5
El marqués de Hervey-Saint-Denys, traductor de poesías chinas de la época
de los Tang y autor de una obra anónima aparecida en 1867 bajo el título: Los
sueños y los medios de dirigirlos — Observaciones prácticas, obra que ha
llegado a ser lo bastante rara para que ni Freud ni Havelock Ellis —como
especifican ambos— hayan logrado conocerla, parece haber sido el primer
hombre en pensar que no era imposible, sin recurrir para ello a la magia,
cuyos medios ya no llegaban en su tiempo a traducirse más que por ciertas
recetas impracticables, vencer en su provecho las resistencias de la más
amable de las mujeres y obtener rápidamente que le otorgara sus últimos
favores. Ese idealista, cuya vida, a través de todo lo que cuenta, nos parece
bastante inútil, se había formado sin duda por compensación una imagen más
viva de lo que podía esperarlo con los ojos cerrados que la mayoría de los
espíritus científicos que se han entregado a observaciones sobre el mismo
tema. Mucho más afortunado que el héroe de Al revés de Huysmans, Hervey,
demasiado privilegiado, supongo, desde el punto de vista social, para intentar
por otra parte verdaderamente huir de algo, consigue, sin trastorno apreciable,
procurarse, fuera del mundo real, una serie de satisfacciones sin mezcla que
en el plano sensorial no van a la zaga, de ningún modo, de las embriagueces
de des Esseintes, y no acarrean, por el contrario, ni lasitud ni remordimiento.
Es así que la succión de una simple raíz de iris que ha tenido cuidado de
asociar, en estado de vigilia, a cierto número de representaciones agradables
que tienen su origen en la fábula de Pigmalión, le proporciona en su sueño,
una vez deslizada esa raíz entre sus labios por una mano cómplice, una
aventura tentadora. Sin maravillarme, hablando propiamente, de este
resultado, lo inscribiría gustosamente en un buen lugar entre las conquistas
poéticas del último siglo, no lejos de las que ilustraron, bajo la
responsabilidad de Rimbaud, la aplicación del principio de la necesidad para
el poeta de provocar el perfecto, el razonado «desorden» de sus propios
sentidos. No obstante, la aportación del autor de la obra que nos ocupa sería, a
lo sumo, susceptible de proporcionar un complemento al susodicho método de
expresión, y por consecuencia de conocimiento, si yo no me permitiera ver en
ella una posibilidad de conciliación extrema entre los dos términos que

Página 6
tienden a oponer, en beneficio de una filosofía confusionista, el mundo de la
realidad al del sueño; quiero decir, aislar uno del otro esos dos mundos y
hacer una cuestión puramente subjetiva de la subordinación del uno al otro,
quedando como juez la afectividad; si no me pareciese posible obrar por ese
intermediario la conversión cada vez más necesaria (si se tiene en cuenta el
malentendido que se agrava a través de las obras líricas de nuestra época) de
lo imaginado a lo vivido, o más exactamente, al deber-vivir; si no me diese
cuenta de que hay ahí una puerta entreabierta, más allá de la cual sólo hay que
dar un paso para, al salir de la casa vacilante de los poetas, encontrarse a ras
de la vida.
Sería seguramente de gran valor saber a priori por qué procedimiento hay
que disciplinar las fuerzas constitutivas del sueño, de manera que el elemento
afectivo que preside su formación no se encuentre alejado del objeto al que se
ha atribuido un encanto particular en estado de vigilia. Aquel que se ha
encontrado alguna vez en el caso de amar no ha podido abstenerse de deplorar
la conspiración de silencio y de noche que se hace en el sueño en torno al ser
querido, mientras el espíritu del durmiente halla ocupación por entero en
trabajos insignificantes. ¿Cómo retener de la vida despierta lo que merece ser
retenido, aunque no sea más que para no desmerecer de lo que hay de mejor
en esta misma vicia? Mucho antes de que estuviera en circulación la teoría,
cada vez menos debatida, según la cual el sueño es siempre la realización de
un deseo, es notable que haya habido un hombre que intentara realizar
prácticamente sus deseos en el sueño.
Obteniendo que un director de orquesta a la sazón de moda dirigiese
exclusivamente, de una manera sistemática, la ejecución de dos valses
determinados, cada vez que debía bailar con dos damas que le gustaban, cada
uno de cuyos valses estaba de alguna manera dedicado y rigurosamente
reservado a una de ellas, y después disponiendo, antes de dormirse en una
hora matinal, la reproducción en sordina de una de aquellas mismas piezas,
por medio de un ingenioso aparato compuesto de una caja de música y un
despertador, Hervey logró hacer aparecer en sus sueños una u otra de las dos
damas y confiarle el papel principal en la obra que en aquel momento le
representaban sus menos importantes héroes interiores.
Se puede lamentar que una experiencia a primera vista de carácter tan
decisivo no haya sido emprendida en condiciones que permitan eliminar toda
probabilidad de ilusión o de error. Ya que el rigor no es, desgraciadamente,
una de las cualidades dominantes del autor, espíritu elegante pero muy vano,
se presenta inmediatamente una objeción capital: si ni una ni otra —¡eran

Página 7
dos!— de las parejas de baile del marqués se había revelado, en la vida real,
capaz de imponerse a su elección, acaso no era aún para él, en sueño, más que
un juego. La pasión, con todo lo que aporta de deslumbrador y terrible a la
vez, no estaba forzosamente interesada. El choque emotivo, por haberse
querido, o tolerado, a doble eco, había sido de aquellos de los que uno se
restablece, con los que uno se acomoda, ¡harto nos lo imaginamos, qué
diablos! Nada concluyente por este lado. Por otra parte, la voluntad
consciente de influir en cierto sentido sobre el curso del sueño hacía posible
esta influencia sin el auxilio de la caja de música o, por lo menos, sin el de
una melodía bailable con preferencia a otra. En último análisis, y sobre todo
considerando que una de las dos melodías mostró ser la única propicia a la
evocación de una de las figuras femeninas dibujadas de antemano, y teniendo
en cuenta por otra parte que era prerrogativa del observador, antes de
dormirse, elegir aquel de los dos valses que le convenía, hay fundamento para
pensar que una de las dos consabidas personas era ya por él, lo supiera o no,
decididamente sacrificada a la otra y que toda frase musical, obrando aquí a la
manera de la raíz de iris que suscitaba a Calatea, hubiera tenido por efecto
hacer entrar en escena en el sueño a aquella de las dos damas que interesaba
verdaderamente al soñador, sin ser por ello, ya que —repito— eran dos,
expresamente esperada o deseada.

Nada más chocante, tengo interés en declararlo sin ambages, nada más
chocante para el espíritu que ver a qué vicisitudes ha sido condenado el
examen del problema del sueño, desde la antigüedad hasta nuestros días.
Persisten en circular mezquinas «claves de los sueños», indeseables como
moneda falsa, en los escaparates de las librerías vagamente populares. Sin
esperanza se trata de descubrir, en las obras de los filósofos menos
corrompidos de los tiempos modernos, algo que se parezca a una apreciación
crítica, moral, de la actividad psíquica tal como se ejerce sin la directiva de la
razón. Se sale del paso con… sólo el miedo de contentarse con pensar, como
Kant, que el sueño tiene «sin duda» por función descubrirnos nuestras
disposiciones secretas y revelarnos, no lo que somos, sino aquello en que nos
hubiéramos convertido si hubiésemos recibido otra educación (?) —como
Hegel, que el sueño no presenta ninguna coherencia inteligible, etc. En
semejante tema, hay que confesar que los escritores sociales, con los
marxistas a la cabeza, a juzgar por lo que actualmente se puede conocer de
ellos en Francia, se han mostrado todavía menos explícitos. Los literatos,

Página 8
interesados por otra parte en no aclarar la cuestión, que les permite, un año
con otro, explotar un filón de relatos sobre el cual hacen valer bastante
abusivamente su propiedad (perteneciendo a todo el mundo la facultad de
Tabulación), en general se han limitado a exaltar los recursos del sueño a
costa de los de la acción, y esto a beneficio de las potencias de conservación
social que descubren en ello, a justo título, un precioso derivativo de las ideas
de revuelta. Los psicólogos profesionales, en quienes recaía en última
instancia la responsabilidad de tomar partido frente al problema del sueño, no
han tenido más que hacer en estas condiciones que avanzar hacia la nueva
cuesta, con movimientos de escarabajo, la bola de las opiniones escasamente
pertinentes que hacen rodar ante ellos desde el fondo de las edades. Puede no
parecer exagerado decir, en presencia de las bordadas y los bailoteos a que
nos ha acostumbrado la última de las ciencias que esos señores profesan, que
el «enigma del sueño», privado como de ordinario por esos especialistas de
toda significación vital, amenazaba con inclinarse hacia el más cretinizante
misterio religioso.
Si tuviese que buscar las causas de la indiferencia prolongada de los
espíritus que uno hubiera esperado hallar competentes para esta parte, la más
extraviadora, de la actividad humana, común a todos los hombres y
verosímilmente no desprovista de consecuencias en el plano de la existencia
práctica —el olvido parcial en que se tiene los sueños y la desatención
voluntaria que se les presta no logran hacérmelos tener por inofensivos—,
recurriría primero, sin ninguna duda, al hecho universalmente reconocido de
que las potencias organizadoras del espíritu no gustan riada de contar con las
potencias aparentemente desorganizadoras. No sería extraordinario que los
hombres que han dispuesto en más alto grado de aquéllas hayan rehuido
instintivamente la evaluación exacta de éstas. La dignidad de un hombre es
sometida a una prueba bastante ruda por la índole de sus sueños para que no
sienta a menudo la necesidad de reflexionar sobre ellos, lo cual en muchos
casos sería poco compatible con la gravedad que necesita, por poco que
quiera enseñar, la exposición de sus trabajos. No deploramos menos que el
carácter con frecuencia bufonesco de la aventura nocturna le obligue a
sutilizarnos este rostro móvil, siempre tan expresivo, de sí mismo.
En la voluntaria ausencia de todo control ejercido por los sabios dignos de
este nombre sobre los orígenes y los fines de la actividad onírica, las
reducciones y ampliaciones extremosas de esta actividad podían seguir
libremente su curso. Hasta 1900, fecha de la publicación de La ciencia de los
sueños, de Freud, las tesis menos convincentes y más contradictorias se

Página 9
suceden, tendiendo a hacerla pasar al lado de lo omisible, de lo inconocible o
de lo sobrenatural. Los testimonios «imparciales» siguen a los testimonios
«imparciales». Ni un solo autor se pronuncia con claridad sobre esta cuestión
fundamental: ¿qué se hacen en el sueño el tiempo, el espacio, el principio de
causalidad? Si pensamos en la extremada importancia de la discusión que no
ha cesado de oponer en filosofía a los partidarios de la doctrina según la cual
estos tres términos corresponderían a una realidad objetiva y los partidarios de
esta otra doctrina según la cual no servirían más que para designar puras
formas de la contemplación humana, nos inquietamos al ver que no se ha
plantado ni un solo jalón, históricamente, en este respecto. Habría, no
obstante, ahí, quizá más que en otra parte, materia para desempatar a los
irreconciliables adversarios. Para agravar todavía nuestra hambre, los pocos
observadores del sueño que parecen haberse colocado mejor, aquellos cuyo
testimonio ofrece más garantías, los médicos en particular, han evitado, o
descuidado, hacernos saber de qué lado —puede decirse, considerando en su
posición a materialistas e idealistas— de qué lado de la barricada se situaban.
¡Ya que esto se produce en el dominio de las ciencias naturales, donde una
especie de materialismo completamente intuitivo, embrionario, de carácter
puramente profesional, concuerda bien o mal en algunos con la creencia en
Dios y la esperanza de una vida futura, dichos observadores sin duda no
estaban muy decididos! Forzados nos vemos pues, ante todo, a reparar por
ellos, en cierta medida, esta laguna. Convendría a toda costa terminar con esta
falsa modestia científica, sin perder de vista que la seudo-imparcialidad de
esos señores, su pereza por generalizar y deducir, por traspasar al plano
humano siempre en movimiento lo que resta de otro modo secreto de
laboratorio o de biblioteca, no es más que una máscara social llevada por
prudencia y debe ser levantada sin miramientos por los que han considerado
de una vez por todas que después de tantas interpretaciones del mundo era ya
hora de pasar a su transformación.

Los principales teóricos del sueño, por el mero hecho de que no distinguen o
de que distinguen la actividad psíquica de la vigilia de la del sueño y que, en
el segundo caso, consideran la actividad onírica como una degradación de la
actividad en estado de vigilia o como una liberación preciosa de esta
actividad, nos informan ya más de lo que quisieran sobre su modo profundo
de pensar y de sentir. En la primera escuela van a alinearse naturalmente los
adeptos más o menos conscientes del materialismo primario, en la segunda

Página 10
(sueño parcial del cerebro) las diversas mentes de inclinación positivista, en la
tercera, aparte de los místicos puros, los idealistas. Todas las corrientes del
pensamiento humano se encuentran, claro está, representadas aquí. Desde la
idea popular de que «los sueños vienen del estómago» o que «el sueño
continúa cualquier idea» al concepto de «la imaginación creadora» y de la
depuración del espíritu por el sueño, es fácil descubrir los intermediarios
habituales: agnósticos, eclécticos. De todas maneras, la complejidad del
problema y la insuficiencia filosófica de algunos de los investigadores
aparentemente más dotados en cuanto a capacidad de observación, hacen que
con mucha frecuencia no se nos hayan ahorrado las conclusiones más
inconsecuentes. Por las necesidades de la causa de pretensión materialista,
según la cual el espíritu que sueña funciona normalmente en condiciones
anormales, ciertos autores son llevados paradójicamente a dar como primera
característica del sueño la ausencia de tiempo y de espacio (Haffner), lo cual
relega a éstos a la categoría de simples representaciones en el estado de
vigilia. Los partidarios de la teoría según la cual el sueño no es, hablando
propiamente, más que vigilia parcial y no tiene valor más que como hecho
puramente orgánico, llegan bastante vanamente a volver a introducir en él lo
psíquico bajo una forma larvaria (Delage). En fin, la argumentación de los
celadores del sueño en tanto que actividad superior, particular, sucumbe
incesantemente ante la consideración de los absurdos chillones que oculta al
menos su contenido manifiesto, si no es todavía más ante el partido
exorbitante que el sueño puede sacar de las excitaciones sensoriales mínimas.
El mismo Freud, quien, en materia de interpretación simbólica del sueño,
parece no haber hecho más que apropiarse las ideas de Volkelt, autor sobre
quien permanece muda bastante significativamente la bibliografía establecida
al final de su libro, Freud, para quien toda la sustancia del sueño, no obstante,
es tomada de la vida real, no resiste a la tentación de declarar que «la
naturaleza íntima del inconsciente (esencial realidad del psíquico) nos es tan
desconocida como la realidad del mundo exterior», dando así gajes a aquellos
mismos a quienes su método, casi había derrotado más eficazmente. Es de
creer que nadie, aquí, se atreve a tomar a su cargo la acción de reaccionar
contra la indiferencia, el abandono general, y, en estas condiciones, uno puede
preguntarse si el malestar acusado por todos lados no es revelador del hecho
de que se acaba de tocar un punto particularmente sensible y se teme por
encima de todo comprometerse. Quizá hay en ello más de lo que pensábamos,
quién sabe, de la gran clave que debe permitir la reconciliación de la materia
con las reglas de la lógica formal, que hasta aquí se han mostrado incapaces

Página 11
por sí solas de determinarla, con gran satisfacción de los reaccionarios de toda
índole. «Hasta fuera —escribe Freud— de los escritores religiosos y místicos
que tienen grandes razones para conservar, por tanto tiempo como las
explicaciones de las ciencias naturales no los echen de él, los restos del
dominio, antaño tan extenso, de lo sobrenatural, se encuentran hombres
sagaces y hostiles a todo pensamiento aventurero que se esfuerzan por
afianzar su fe en la existencia y la acción de fuerzas espirituales
sobrehumanas precisamente sobre el carácter inexplicable de las visiones de
los sueños». Hay que reconocer forzosamente que el fideísmo encuentra, en
efecto, medio de introducirse aquí por todos lados. No solamente la cuestión
hábilmente planteada de la responsabilidad en el sueño ha logrado agrupar sin
distinción bajo esta bandera a todos aquellos que estaban dispuestos a aceptar
semejante responsabilidad a un título cualquiera, sino también a todos
aquellos que consideraban esta actividad insuficientemente vigilada del
espíritu como indigna y dañina. El primero de estos casos es el de
Schopenhauer, de Fischer; el segundo, el de Spitta, de Maury. Este último
observador y experimentador, uno de los más finos que se presentaron
durante el curso del siglo XIX, continúa siendo una de las víctimas más típicas
de esta pusilanimidad y de esta falta de vigor que Lenin ha denunciado en los
mejores naturalistas en general y en Haeckel en particular. ¿Por qué, después
de haberse entregado, desde las primeras páginas de su libro Le sommeil et les
rêves (1862), a un ataque en regla contra el empleo desconsiderado por
Jouffroy de la palabra alma, principio al que, dice, este último recurre
erróneamente, puesto que no puede definir claramente su carácter, Maury
tiene que infligirnos, página 320, la perspectiva de las condiciones que
pueden sernos atribuidas «por Dios en la vida futura»?; ¿por qué, página 339,
tiene que ser «el Creador» quien comunique sus impulsos a los insectos? Es
verdaderamente desolador. Más desolador es aún que Freud, después de haber
encontrado experimentalmente y hecho valer expresamente en el sueño el
principio de conciliación de los contrarios y testificado que el profundo
fundamento inconsciente de la creencia en una vida después de la muerte no
resultaba sino de la importancia de las imaginaciones y de los pensamientos
inconscientes sobre la vida prenatal, más desolador es aún que el monista
Freud se haya permitido finalmente esta declaración al menos ambigua, a
saber: que la «realidad psíquica» es una forma de existencia particular que no
debe confundirse con la «realidad material». ¿Valía verdaderamente la pena
haber combatido antes la «confianza mediocre de los psiquiatras en la solidez
del encadenamiento causal entre el cuerpo y el espíritu»? Freud se equivoca

Página 12
también con toda seguridad al llegar a la conclusión de la no existencia del
sueño profético —quiero referirme al sueño que empeña el porvenir
inmediato—, pues considerar exclusivamente el sueño como revelador del
pasado es negar el valor del movimiento. Hay que observar que Havelock
Ellis, en su crítica de la teoría del sueño-realización de deseo en Freud, no
hace más, al oponerle una teoría del sueño-miedo, que subrayar en Freud y en
sí mismo la carencia casi completa de concepción dialéctica. Esta concepción
parece haber sido menos ajena a Hildebrandt, autor de una obra aparecida en
1875 y no traducida al francés, de la que en el curso de La ciencia de los
sueños hace abundantes citas. «Puede decirse que, cualquier cosa que
presente el sueño, toma sus elementos en la realidad y en la vida del espíritu
que se desarrolla a partir de esta realidad… Por muy singular que sea su obra,
no puede sin embargo escapar nunca al mundo real, y sus creaciones más
sublimes así como las más grotescas deben siempre sacar sus elementos de lo
que el mundo sensible ofrece a nuestros ojos o de lo que de cualquier manera
se ha encontrado en el pensamiento en estado de vigilia». Desgraciadamente,
el autor que, por otra parte, estima que cuanto más pura es la vida más puro es
el sueño, habla de culpabilidad en el sueño, a la manera de los antiguos
inquisidores, y toma traidoramente la actitud de espiritualista. Como se ve,
aquí más que en todo otro lugar, según las palabras de Lenin: «es significativo
al más alto grado que los representantes de la burguesía instruida, parecidos al
ahogado que se agarra a una astilla, recurren a los medios más refinados para
encontrar o conservar un lugar modesto en el fideísmo engendrado en el seno
de las capas inferiores de las masas populares por la ignorancia, el
embrutecimiento y el absurdo salvajismo de las contradicciones capitalistas».
No podemos asombrarnos, en presencia de la actitud general observada
por los escritores antes designados, actitud que va desde el fanatismo
religioso a la voluntad de independencia en cuanto a los partidos (esta
pretendida independencia no sirve más que para disimular las peores
servidumbres), de la orientación arbitraria de la mayoría de las
investigaciones emprendidas sobre los sueños. Apenas si la gravísima
cuestión del lugar cuantitativamente real ocupado por los sueños cuando se
duerme ha retenido la atención de nuestros dignos universitarios. Si Hervey,
ni doctor en medicina, ni doctor en filosofía, no vacila en afirmar que no se
duerme nunca sin soñar, que «el pensamiento no se apaga nunca de una
manera absoluta», la duda radical que la psicología no ha cesado de hacer
pesar sobre la fidelidad de la memoria ha parecido sobre este tema, a los otros
observadores, justificar una reserva casi absoluta. Gracias que se tomen la

Página 13
molestia, si acaso, de explicarse sobre este tema. Freud, en cuanto a este
punto, es de los menos categóricos. No obstante, una réplica moderada a
Hervey ha podido salir de Maury, quien, por el relato de su célebre sueño de
la guillotina, ha creído poner en evidencia el carácter ilusorio del recuerdo de
sueño, ha pretendido demostrar que toda la construcción de que se trata se
dispone durante los pocos segundos que dura el despertar, cuando el espíritu
se apresura a interpretar de una manera retrospectiva la causa exterior que ha
puesto fin al sueño. Por otra parte, Foucault ha sostenido que las conexiones
lógicas que el espíritu cree encontrar en el sueño son añadidas a destiempo
por la conciencia despierta. Una teoría, que bien parece a fin de cuentas
confundirse con la teoría pragmática de la emoción, tiende aquí a limitar el
sueño lo más posible hasta identificarlo con una especie de vértigo mental de
transición y extremadamente corto. Por su parte, Havelock Ellis aporta a esta
teoría una adhesión mitigada. Es fastidioso que sobre este punto los
argumentos proporcionados por una y otra parte no sean todavía de una
naturaleza que suscite nuestra convicción. Es de creer que la extraordinaria
potencia conocida con el nombre de sugestión (y de autosugestión) persistirá
largo tiempo aún en mistificar a todos los que vienen a cazar en su coto.
Demasiado se ha oído hablar repetidamente de sus daños desde hace un siglo.
¡En el dominio médico —antes que Freud— Charcot, Bernheim, tantos otros,
podrían hablarnos de ello sabiamente! (¿No es sorprendente comprobar que
Freud y sus discípulos persisten en tratar y, añaden, en curar hemiplejías
histéricas, cuando se ha demostrado sobradamente, a partir de 1906, que tales
hemiplejías no existen o, mejor dicho, que solamente la mano, demasiado
imperativa, de Charcot las hizo nacer?) Me reprocharía no hacer observar sin
más tardanza que Hervey, muy viciosamente, por el hecho de que, bajo la
influencia de la costumbre, logra recordar un número de sueños cada vez
mayor, llega a la conclusión de la continuidad perfecta de la actividad
psíquica durante el sueño y con las únicos eclipses, por consecuencia, de la
memoria: habría que establecer, además, que no ha logrado acrecentar, en
proporciones considerables, sometiéndolos a la prueba de su observación
constante, los límites de esta actividad. Este muy particular agotamiento por
exceso de trabajo intelectual hubiera podido, en rigor, colocarlo en
condiciones de intoxicación que permanecerían siéndole propias y privarían a
sus conclusiones de la objetividad necesaria. Hervey se ve soñar en todo
momento en que se observa soñar, es decir, en todo momento en que ha
esperado soñar. Es mucho, en apariencia: en el fondo no es nada. La
afirmación contradictoria de Maury no es más segura. Es, en efecto, pasados

Página 14
muchos años que este último nos informa cómo una noche la caída sobre su
cuello del remate de su cama «basta para suscitar» una serie de
representaciones sacadas de la historia revolucionaria, al fin de las cuales lo
guillotinaban. Nada podría justificar, según creo, este llamamiento a la
memoria «infiel» y la aceptación ciega de su testimonio, al cabo de tanto
tiempo. Hay ahí una contradicción muy inquietante. No ignoro, por una parte,
que Maury consideraba a Robespierre y Marat como las figuras más infames
de una época terrible (es por lo tanto un sospechoso que no hace más que
soñarse sospechoso); el hecho material que pone fin al sueño no basta, por
otra parte, a alejar la hipótesis de un pequeño número de fenómenos
advertidores que podían haberse producido, durante el sueño o en
duermevela, antes de la caída del remate. En fin, el que sueña, quien, aunque
se jacta de no pertenecer a ninguna secta filosófica, habla de su dignidad de
criatura de Dios, tiene —no lo olvidemos— toda clase de malas razones para
sacar la conclusión de la rapidez fulminante del pensamiento en el sueño, en
tanto que, según él, esta rapidez contribuye durante el sueño a borrar en
nosotros la noción del tiempo y le sirve, por consiguiente, para trasladar el
tiempo real al plano puramente especulativo. Nada menos desinteresado,
como puede verse, que esta última contribución al estudio del sueño, nada que
no pueda hacer que, a pesar del éxito que la ha acogido, yo no me crea
autorizado a considerarla nula y no existente.
Como hasta ahora no me he especializado verdaderamente en el estudio
de la cuestión y estimo que no se me ha puesto en posesión de documentos
suficientemente irrefutables para resolver, adoptaré por mi parte, pero sólo a
título de hipótesis —dicho de otra manera, hasta que se pruebe lo contrario o
la posibilidad de conciliarlo dialécticamente con este contrario—, el juicio
según el cual la actividad psíquica se ejercería mientras uno duerme de una
manera continua. Estimo, en efecto, primero, que una determinación arbitraria
de esta especie puede por sí sola contribuir a hacer, un día, entrar al sueño en
su verdadero cuadro, que no podría ser más que la vida del hombre; y,
segundo, que esta manera de pensar está más que ninguna otra conforme con
lo que podemos saber del funcionamiento general del espíritu. No veo ni
ventaja teórica ni ventaja práctica en suponer cotidianamente la interrupción y
la reanudación de corriente que necesitaría, en el intervalo, la admisión de un
reposo completo y de su umbral a franquear, no se sabe cómo, en los dos
sentidos. Un inconveniente grave me parece acaso resultar de ello con
referencia a este singularísimo exilio del hombre, rechazado cada noche fuera

Página 15
de su conciencia, dislocado en materia y conciencia e invitado de esta manera
a espiritualizar peligrosamente esta última.
Se conceda al sueño esta importancia o una importancia menor en la
duración (y, en el primer caso, se trataría una vez más, teniendo en cuenta los
instantes de crepúsculo psíquico en estado de vigilia, al menos de la mitad de
la existencia humana), no podemos desinteresarnos de la manera en que
reacciona el espíritu en el sueño, aunque no sea más que para deducir de ella
una conciencia más completa y más precisa de su libertad. No importa que la
necesidad del sueño no sea conocida: es claro que existe. Asimismo sobre esta
cuestión candente podemos esperarnos que se verá adoptar a los especialistas
un punto de vista socialmente muy significativo. Si, como he tenido ocasión
de observar más arriba, abundan los testimonios acusadores contra el sueño
«inútil, absurdo, egoísta, impuro, inmoral», aquellos que nos sentimos
tentados a invocar para su defensa se revelan poco menos aplastantes. No son
más que improvisaciones baratas de gente exaltada y de optimistas totales
bien decididos a no ver en el sueño más que la libre y gozosa diversión de
nuestra «imaginación desencadenada». Ninguna comprensión más elevada de
una parte ni de otra, nada que repose sobre la aceptación del sueño como
necesidad natural, nada que tienda a asignarle su utilidad verdadera, nada
menos que nunca que, de la «cosa en sí» sobre la cual se complacen en hacer
caer la segunda cortina del sueño, logre, no sólo a pesar del sueño sino por el
sueño, hacer una «cosa para nosotros».

La necesidad del sueño quedaría ya fuera de cuestión por el hecho de que


soñarnos. No por esto es menos cierto que dicha necesidad ha tomado cuerpo
principalmente desde el día en que el hombre ha podido captar las estrechas
relaciones que existen entre el sueño y las diversas actividades delirantes tal
como se manifiestan en los manicomios. «El sueño debido a una fatiga
periódica proporciona los primeros lineamientos de la alienación mental».
(Havelock Ellis). Una vez más ha sido preciso que, por intermedio del
enfermo, el objeto del delirio actúe sobre los órganos de los sentidos del
observador, con el aumento que aparentemente le es propio, para que su total
ignorancia se mudase en un imperceptible saber. ¿Cómo no haberse sentido
antes impresionado por la analogía que presentan la fuga de las ideas en el
sueño y en la manía aguda, la utilización de las mínimas excitaciones
exteriores en el sueño y en el delirio de interpretación, las reacciones afectivas
paradójicas en el sueño y en la demencia precoz? No se sabe, pero no es inútil

Página 16
hacer observar que yendo, una vez más, de lo abstracto a lo concreto, de lo
subjetivo a lo objetivo, siguiendo este camino que es el único camino del
conocimiento, es como se ha logrado arrancar una parte del sueño a sus
tinieblas y se ha podido entrever el medio de emplearlo para un conocimiento
mayor de las aspiraciones fundamentales del que sueña al mismo tiempo que
para una apreciación más justa de sus necesidades inmediatas.

La única posibilidad que se nos ofrece de poner a prueba el valor de los


medios de conocimiento que más recientemente se han puesto a nuestra
disposición para el estudio del sueño consiste en ver por nosotros mismos si la
verdad objetiva de la teoría que se nos somete es susceptible de hallar su
confirmación en el juicio de la práctica. A falta, como hemos visto, de poder
llevar la cuenta precisa de los resultados digamos obtenidos por la aplicación
de esos medios a la terapéutica de las enfermedades mentales, parece que no
podemos hacer nada mejor que experimentar en nosotros mismos el método
en cuestión, a fin de asegurarnos de que del ser sensible inmediato que
tenemos incesantemente a la vista y que es nosotros, somos capaces por dicho
método de pasar a ese mismo ser mejor conocido en su realidad, es decir, ya
no como ser inmediato, sino en varias de sus nuevas relaciones esenciales
(unidad de la esencia humana y del fenómeno sueño). Suponiendo que esta
prueba sea satisfecha en sus resultados, que nos haga conscientes de un
progreso realizado en el conocimiento de nosotros mismos y, por
consiguiente, concurrentemente, en el del universo, nos será fácil confrontar
esta nueva imagen de las cosas con la antigua, después sacar de esta
confrontación nuevas fuerzas para librarnos de ciertos prejuicios que nos
quedaban aún y llevar un poco más lejos nuestra posición de combate.

Todo lo que a este efecto me parece necesario retener de la obra de Freud es


el método de interpretación de los sueños, y esto por las razones siguientes: es
con mucho el hallazgo más original que este autor ha hecho, pues las teorías
científicas del sueño no habían dejado, antes de él, ningún lugar al problema
de esta interpretación; esto es por excelencia lo que ha traído de su
exploración cotidiana en el dominio de las perturbaciones mentales, quiero
decir lo que debe ante todo a la observación minuciosa de las manifestaciones
exteriores de aquellas perturbaciones; en fin, esto es por su parte una
proposición de carácter exclusivamente práctico, a favor de la cual es

Página 17
imposible dar paso sin control a tal o cual opinión sospechosa o mal
comprobada. No es de ninguna manera necesario, para comprobar su valor,
apropiarse las generalizaciones apresuradas a las que el autor de esta
proposición, espíritu filosóficamente bastante inculto, nos ha acostumbrado a
continuación.
El método de interpretación psicoanalítico de los sueños hubiera desde
hace más de un cuarto de siglo realizado sus pruebas si dos obstáculos a
primera vista insuperables no hubiesen venido a interrumpir su progreso,
reduciendo considerablemente el alcance de sus investigaciones. Ante todo es
la barrera definida bajo el nombre de «muro de la vida privada», barrera
social detrás de la cual está convenido que el hombre, sin culpable
indiscreción, no puede tratar de ver nada. El mismo Freud, que es el primero
en mostrar, en este respecto, una libertad de espíritu bastante excepcional a la
que no se puede menos de rendir homenaje, no escapa al temor de ir
demasiado lejos en sus confidencias. «Se experimenta —escribe— un pudor
bien comprensible por descubrir tantos hechos íntimos de la propia vida
interior y se temen las interpretaciones malévolas de los extraños». Al fin del
famoso sueño «de la inyección de Irma», observa: «Bien se imaginarán que
no he comunicado aquí todo lo que me ha pasado por la mente durante el
trabajo de interpretación». Uno se lo imagina quizá, pero ciertamente lo
lamenta. En la página 278 de La ciencia de los sueños confiesa que si no
emprende la coronación de su demostración general con la síntesis pública de
un sueño es por no poder usar «con despreocupación» el material psíquico
necesario para semejante demostración. En la página 375 se declara incapaz
de sacrificar a seres queridos a su ambición de explicar integralmente uno de
sus sueños. Reincide una vez más en la página 404: «Lo mejor de lo que
sabes, no podrás decirlo nunca», y en la página 434: «No puede uno ocultarse
que es necesario un gran dominio de sí mismo para interpretar y comunicar
sus propios sueños. Hay que resignarse a parecer el único malvado entre
tantos caracteres hermosos que pueblan la tierra». El autor recuerda a tiempo
que es casado, padre de familia y aquel mismo pequeño burgués de Viena que
ha aspirado durante mucho tiempo a ser nombrado profesor. De ello proviene
una de las contradicciones más inquietantes de su obra: las preocupaciones
sexuales no representan al parecer ningún papel en sus sueños personales,
mientras que contribuyen de una manera netamente preponderante a la
elaboración de los otros sueños que se decide a someternos. Por lo tanto, el
segundo obstáculo con el que tropieza el psicoanálisis es precisamente el
hecho de que estos últimos sueños son en general sueños de enfermos, y lo

Página 18
que es más: «histéricos», es decir, personas muy particularmente
sugestionables y susceptibles, además, de fabulación complaciente a más no
poder en este dominio. Lejos de mí la intención de reducir con estas palabras
la importancia de la sexualidad en la vida inconsciente, que considero, de
modo muy aproximado, como la adquisición más importante del
psicoanálisis. Reprocho, al contrario, a Freud que haya sacrificado el partido
que podía sacar, en lo que le concierne, de esta adquisición a móviles
interesados cualesquiera. Esto es una deserción como cualquier otra, que no
podía dejar históricamente de hacer posible aquella de la que más tarde se
siente obligado a acusar a Jung y Adler, cuando les ve abandonar, por las
especulaciones abstractas más aventureras, la historia real del individuo.
Sé: «Que aquellos que llegaren a reprocharme esta reserva, dice Freud,
traten de ser ellos mismos más explícitos». Pero no me parece que haya en
eso un desafío tan difícil de aceptar. Quizá basta no apreciar exageradamente
demasiadas cosas. Ninguna situación humana, que se tome o se dé por lo que
es, puede tenerse a fin de cuentas por tan risible o tan criticable. «Nada os
pertenece más propiamente que vuestros sueños —exclama Nietzsche—.
Tema, forma, duración, actor, espectador… ¡en estas comedias, lo eres todo
tú mismo!» Y Juan Pablo Richter: «En verdad, hay más de una cabeza que
nos instruiría más con sus sueños reales que con los de su fantasía».
Procuremos ser este observador imprudente y sin tacha.

SUEÑO DEL 26 AGOSTO DE 1931. — Despertar, 3 de la madrugada. —


Anotación inmediata:

Una anciana, presa de viva agitación, está al acecho no lejos de la


estación del tren subterráneo de Villiers (que se parece más bien a la
[1]
estación de Rome). Ha concebido un odio violento contra X , con quien
busca encontrarse a toda costa y cuya vida me parece, por este hecho, en
peligro. X no me ha hablado nunca de esta mujer, pero supongo que no tiene
la conciencia muy tranquila en cuanto a ella y que era para rehuirla por lo
que siempre tenía cuidado de llegar en taxi a la puerta de la casa del barrio,
donde, hasta sus últimos días, ocupamos una habitación, y de esperar en
aquella misma puerta que pasara un taxi para marchar. Se guardaba mucho
de dar un paso en la calle. Le he dado todo el dinero que me quedaba para
que tenga a bien liquidar los gastos de alquiler, pues ya no debe volver más
—esto probablemente como consecuencia de una discusión más grave, entre

Página 19
nosotros, que las precedentes. Cuando llego con un amigo, que debe ser
Georges Sadoul, al extremo de la calle (¿de Home?) nos cruzamos con la
anciana y observo que ésta espía mis movimientos de cerca. Para ver lo que
hará y quizá también para desorientar su búsqueda, escribo algo en un papel,
el cual quisiera hacerle creer que voy a llevar a mi antiguo domicilio. Pero,
como puede leerlo, modifico el nombre y el calificativo inicial, trastornando
el orden de sus letras que dan, con sorpresa mía, la palabra Manon, que,
para mayor precaución, entrelazo aún con las de una expresión tierna como
querida mía. La vieja, que me produce el efecto de tina loca, penetra en el
inmueble, desde el interior del cual la persona poco visible que lo guarda me
hace seña de que no entre. Temo algún mal asunto, de policía u otra cosa —
de internamiento— en el que X hubiese estado mezclada en otro tiempo.
En casa de mis padres, a la hora de la cena, en una casa que no conozco.
Me he provisto de un revólver, por miedo a una irrupción de la loca, y
permanezco delante de una mesa rectangular bastante grande cubierta con
un mantel blanco. Mi padre, a quien he debido comunicar mi encuentro, se
entrega a reflexiones incongruentes. Ergotiza: no conociendo a X, no sabe,
dice, y no tiene que saber, si está «más o menos bien» que la vieja. Me irrito
por estas palabras y, tomando por testigos a las personas presentes, pregunto
si es posible que mi padre hable normalmente y sin intención de herirme al
comparar a una mujer de veinte años con una mujer de sesenta y cinco (estos
dos números subrayados en el sueño). Abandonándome después a mis
reflexiones solamente, pienso que X no volverá jamás, que es dudoso que esa
mujer logre encontrarla fuera de donde actualmente la busca, lo que me
causa un sentimiento mezclado de alivio y despecho (sentimiento analizado
muy de prisa en el sueño).

Me encuentro en una tienda donde un niño de unos doce años (este


número no es precisado en el sueño) me muestra corbatas. Estoy a punto de
adquirir una de ellas que me conviene, cuando el niño me encuentra otra, en
un cajón, que me dejo imponer por él: es una corbata verde oscuro, bastante
vulgar, con rayas blancas muy finas en diagonal, del todo semejante a una de
las que poseo. Pero el joven vendedor asegura que armoniza particularmente
bien con mi camisa roja. Mientras revuelve de nuevo en la provisión de
corbatas, otro vendedor, de mediana edad, me habla de una corbata
«Nosferatu» que se vendía bien hace dos años pero de la cual teme que no le
quede ya ningún ejemplar. Soy yo quien descubre en seguida esta corbata

Página 20
entre las otras. Es una corbata granate sobre cuyas puntas se destaca, en
blanco y, al menos en la punta visible —hecho el nudo—, dos veces la cara de
Nosferatu, que es al mismo tiempo el mapa de Francia vacío de toda
indicación y cuya frontera del Este, muy sumariamente trazada en verde y
azul, de modo que creo más bien que son ríos, figura de una manera
sorprendente el maquillaje del vampiro. Estoy muy impaciente por enseñar
esta corbata a mis amigos.
Me he dado vuelta ciento ochenta grados hacia la derecha. Al otro
mostrador hay un miembro del P. C., del género físico de Cachin. Éste me
habla con ciertas reticencias de un viaje a Alemania que yo debería
emprender próximamente. Estoy bastante contento. Llega Vaillant-Couturier,
que se porta primeramente como si no me viese, después me estrecha la mano
(yo estoy sentado). Me habla con más precisión de aquel viaje. Iría primero a
Berlín. Me explica con bastante cautela que «a fe mía, el tema de la
conferencia en proyecto les había parecido que podía ser muy bien el
surrealismo». Me burlo interiormente de esta manera de presentar las cosas.
Se marcha mañana. Pienso que felizmente he encontrado un poco de dinero
desde hace un momento. El seudo Cachin precisa que llevaremos a B… y,
creo, a René Clair (nombra dos veces a B…). Pienso en utilizar como tema de
conferencia, si soy yo quien debe darla, los elementos del libro que me
[2]
proponía empezar a escribir inmediatamente .

NOTA EXPLICATIVA. El año 1931 se abrió para mí sobre perspectivas


extremadamente sombrías. El espíritu vacilaba, demasiado se verá cuando, en
la segunda parte de este libro, tenga que exponer para ciertos fines algunos de
mis extravíos de entonces. X ya no estaba allí, ya no era verosímil que
estuviera nunca más, y no obstante, yo había abrigado durante largo tiempo la
esperanza de retenerla siempre; yo que no creo mucho en mi poder había
tenido mucho tiempo la idea de que si ese poder existía debía servir
enteramente para retenerla siempre. Así se trataba de cierta concepción del
amor único, recíproco, realizable hacia y contra todo, que yo me había hecho
en mi juventud y que aquellos que me han visto de cerca podrán decir que la
he defendido, más allá quizá de lo que era defendible, con la energía de la
desesperación. De aquella mujer, debía resignarme a no saber ya nada de lo
que le pasaba, de lo que le pasaría: era atroz, era loco. Hoy hablo de ella,
sucede esta cosa inesperada, esta cosa miserable, esta cosa maravillosa e
indiferente que hablo de ella, se dirá que he hablado de ella. Vaya, se ha
acabado para el corazón. Intelectualmente, había la extraordinaria dificultad

Página 21
de hacer reconocer que no era por vulgar romanticismo, por gusto de la
aventura por la aventura, que yo sostenía desde hacía años que no existía
salida poética, filosófica, práctica para la actividad a la que estábamos
dedicados, fuera de la Revolución social, concebida bajo su forma marxista-
leninista. Nada había sido nunca más discutido que la sinceridad de nuestras
declaraciones en este terreno; por mi parte, esperaba que, para no reconocerla,
se multiplicasen contra nosotros, hasta perderse de vista, las mentiras y las
celadas. La acción puramente surrealista, limitada como estaba para mí por
estas dos clases de consideraciones, a mis ojos, hay que decirlo, había perdido
sus mejores razones de ser.
(Ha transcurrido algún tiempo. El verano siguiente comprobé, desde la
isla de Sein[3], cuyo nombre ha de hacerla cara a los psicoanalistas, que los
barcos no estaban ni más ni menos inmóviles sobre el mar. Están siempre y
no están en peligro de naufragio, como toda cosa. En el mundo entero, la
acción comunista sigue su curso. En Castellane (Bajos Alpes), donde este
sueño, el año pasado, vino a sorprenderme, ya lo imposible había vuelto a
fundirse en lo posible… Una luz viva bañaba los plátanos de la plaza).
ANÁLISIS. Una anciana, que parece loca, acecha entre «Rome» y
«Villiers»: Se trata de Nadja, de quien hace poco publiqué la historia y que
vivía, cuando la conocí, en la calle de Chéroy, a donde bien parece conducir
el itinerario del sueño. Es tan vieja sólo porque, la víspera del sueño,
comuniqué a Georges Sadoul, quien se encontraba solo en Castellane
conmigo, la extraña impresión de no envejecimiento que me habían producido
las dementes precoces, en ocasión de mi última visita a Santa Ana, hace
algunos meses. Apenas acabé de entregarme a esta apreciación, experimenté
por ella cierta inquietud: ¿cómo sería posible? ¿es bien exacto esto? si no,
¿por qué digo esto? (defensa contra la eventualidad de un regreso de Nadja,
sana de espíritu o no, quien podría haber leído mi libro que la concierne y
haberse ofendido por él, defensa contra la responsabilidad involuntaria que yo
he podido tener en la elaboración de su delirio y, por consiguiente, de su
internamiento, responsabilidad que X me ha echado en cara a menudo,
acusándome de querer hacerla volver loca a su vez). En lo que concierne a los
rasgos de la mujer, bastante borrosos en el sueño, creo poder observar que se
confunden o componen con los de una persona de edad avanzada que me mira
con demasiada fijeza, o desde una mesa demasiado próxima, a la hora de la
comida.
La llegada y la partida de X en taxi: era realmente su costumbre. Desde
hacía mucho tiempo conocía, además de su pereza de caminar por París, su

Página 22
fobia de atravesar las calles. Incluso cuando no había ningún vehículo a la
vista, podía permanecer así largo tiempo inmóvil al borde de la acera (su
abuelo había muerto aplastado por un camión que conducía él mismo). Yo
había creído poder algún día ayudarla a reaccionar definitivamente contra esa
fobia asegurándole que sí desde hacía algunos meses, tenía menos miedo, era
que sin duda se sabía casada y por ello, «protegida contra la circulación»,
cosa que había parecido impresionarla.
Todo lo que me quedaba de dinero para liquidar el alquiler: A menudo he
tratado de persuadirme —con razón o sin ella— de que las dificultades
pecuniarias que sufría no eran ajenas a esas determinaciones de partida.
Justificación retrospectiva también, con referencia a Nadja; muchas veces me
he reprochado haber dejado que careciese de dinero en los últimos tiempos.
No ha de volver jamás: Esta vez realmente, como la última vez y ya no
como las otras veces.
Con un amigo, que debe ser Sadoul: Esto por razón del hecho que le vi
hace años muy enamorado de una mujer que llevaba este mismo nombre: X,
para descubrir a continuación que era una amiga de infancia de mi amiga y
hasta que había tomado el nombre de ésta, con el que había substituido el
suyo, Hélène.
Manon: Es el nombre que le quedó a mi prima hermana de una
denominación que, según parece, le daba yo siendo niño. Sentí por ella, hacia
los diecinueve años, una gran atracción sexual, que entonces tomaba por
amor. El sueño, aquí, tiende visiblemente a reproducir esa ilusión, de manera
que reduzca la importancia que X ha tenido para mí, que derrumbe la idea
exclusiva que he querido formarme de este amor, pensando en ella. La
personalidad de Manon se halla introducida aquí por el asombro que
comuniqué la víspera a Sadoul por haber recibido de mi tío (su padre) una
carta de agradecimiento, no irónica, en respuesta a una carta de felicitación
que yo sabía muy bien no haberle dirigido.
Me hacen seña de que no entre: Hay que ver aquí la expresión común de
mi deseo, ya formulado, de no volver a encontrarme en presencia de Nadja,
tal como debe haberse vuelto, y el de evitar, con X, toda especie de nueva
explicación inútil y aflictiva.
Algún mal asunto… Alusión a ciertas frecuentaciones dudosas que X
pudo tener en otro tiempo. Bajo una forma vehemente, le reprocho que
consienta en seguir viviendo con un individuo que anteriormente trató,
provocando contra ella falsos testimonios, de hacerla detener.

Página 23
Una mesa rectangular bastante grande recubierta de un mantel blanco:
He adquirido la costumbre, en Castellane, de leer y escribir sobre una
pequeña mesa rectangular situada bajo las arcadas exteriores del hotel. El
lunes 24 de agosto, por excepción, me hallaba junto a una mesa redonda,
contigua a aquélla, cuando observé que en la mesa rectangular una mujer
joven a quien no había visto aún parecía ocupada en escribir versos. Pensé
que podría volver los días siguientes y que yo debería abandonarle aquella
mesa, en la que quizá sentíase más cómoda que en las otras, como yo. Aquella
joven me pareció curiosa y bonita, de buen grado hubiera entablado
conversación con ella. La continuación del sueño permitirá, por otra parte,
encontrarla de nuevo. De todas maneras, sucedió que a la cena, sobre una
mesa redonda, como el mantel rectangular de papel había quedado levantado
a mi derecha de manera que tocaba a la pared por uno de sus lados, puse por
descuido sobre la parte del papel que no cubría nada la botella del agua que se
estrelló con gran estrépito, salpicando a mis pies los cuadernos en los que
había tomado algunas notas generales sobre los sueños. Este acto fallido era
ya por sí mismo revelador del deseo de sentarme afuera ante la mesa
rectangular, en compañía de la joven. La mesa es rectangular en el sueño por
esta misma razón y también bastante grande para que lo que se ponga sobre
ella no se rompa. (Se sabe que, sexualmente, la mesa puesta simboliza la
mujer; debe observarse que en el sueño sólo se disponen a servir).
Las reflexiones incongruentes de mi padre: Renuevan un motivo de
rencor que he podido tener recientemente contra él. Como en un movimiento
de gran tristeza más bien que, a decir verdad, de confianza, me había sentido
arrastrado a escribirle, hablando de X: «Esta mujer me ha hecho un daño
inmenso, inconmensurable», él me contestó: «Como tú dices, tu madre y yo,
pensamos que esta mujer te ha hecho…» (Seguía la repetición de las palabras
de que yo me había servido, cosa que jamás he podido soportar en el método
de correspondencia, y varias consideraciones morales que hubiera podido, en
aquella circunstancia, ahorrarme).
Veinte años, sesenta y cinco años: Sadoul y yo nos habíamos prohibido, el
25 por la noche, entrar en el Edén-Casino (como se llama un pequeño
establecimiento de Castellane), donde la víspera nos habíamos dejado tentar
demasiado por dos «aparatos tragamonedas» bastante bonitos, uno de los
cuales era notoriamente más antiguo, menos bien montado que el otro. Se
trata, para ganar en este juego, de colocar en un orden prescrito varias
imágenes que tapizan tres ruedas y que figuran limones, ciruelas, naranjas,
cerezas y campanas; la aparición de la inscripción Free Play, reservada en la

Página 24
primera rueda, permite en ciertos casos volver a jugar gratuitamente.
Habíamos perdido en ello, durante el día del lunes, sumas relativamente
elevadas, cosa que yo expresé al pagar las consumiciones, que eran de cinco
francos, con estas palabras: «Dos coñacs: sesenta y cinco francos, no está
mal», a lo que Sadoul añadió que él había perdido veinte francos. Está claro
que la unidad monetaria se ha convertido aquí en año, en aplicación rigurosa
del principio que después encontré formulado por Freud, en la página 369 de
La ciencia de los sueños, y que da cuenta en el sueño de la realidad del
proverbio: «Time is money». La atribución formal de esta edad, veinte años, a
X, de quien sé no obstante que no es la suya, tiene, naturalmente, otro origen.
X me contó en otro tiempo que el día en que cumplió veinte años, día en que
se encontraba muy sola y tanto más triste cuanto que, desde que podía
recordar, había atribuido a aquella fecha de cumpleaños todo un mundo de
poder femenino y de gozo, quedó maravillada, hasta el punto de no osar
deshacerlo durante largo rato, ante un paquete que le llevaron y que, a juzgar
por su exterior, no podía contener más que un magnífico regalo. Habiéndose
decidido, con mil precauciones, a explorar el contenido del paquete,
descubrió, la he visto llorar todavía por ello, un bidet lleno de girasoles.
Jamás supo quién había ideado —¿su tío, un amante?— la ejecución de
aquella broma de gran estilo que, por mi parte, siempre he encontrado de una
concepción espléndida y aterradora.

El niño de unos doce años: La transición con esta continuación del sueño
es proporcionada por los «soles» (girasoles). Es una conversión de espacio en
tiempo. Cerca del lugar donde escribo hay, a la derecha, un letrero con estas
palabras: «Puente de Soles, 12 km.», que no descubrí hasta el 25 de agosto,
por la noche, y la distancia real no había sido retenida por mí al instante de
una manera segura, de lo que proviene la ligera indecisión del sueño en este
respecto. El «puente» propiamente dicho se determinará de nuevo en otra
parte.
No he dicho nada de la línea de puntos que precede a la aparición de este
niño y que, en el momento en que anoté este sueño, no me ha parecido
testimoniar una laguna, sino más bien poner fin, aquí, a lo que Freud llama el
sueño-prólogo, el cual parece, por una parte, estar destinado a justificar lo que
pasa después, en aplicación del principio: habiendo tal cosa, debía suceder tal
otra; y, por otra parte, a permitir al sueño principal, que ocupa el lugar de la
proposición principal en el razonamiento despierto, centrarse claramente en la

Página 25
preocupación dominante del durmiente. Todo pasa como si este último
quisiera resolver de esta manera un problema afectivo particularmente
complejo que, por la misma razón de su carácter demasiado emocionante,
desafía a los elementos de apreciación consciente que determinan, por una
parte, la conducta de la vida. Esto es decir si la solución así descubierta y
admitida por el que sueña, sea o no conocida por él al despertar, es de
naturaleza que influya profundamente sus disposiciones, que fuerce en él, por
la inclusión en el expediente de piezas secretas, el juicio. Indudablemente, no
es en otro sentido que debe entenderse que «la noche es buena consejera», y
se ve que no era pura extravagancia, por parte de los antiguos, hacer
interpretar sus sueños. En el punto a que he llegado en este análisis, está claro
que el referido sueño tiende a librarme de una inquietud real, muy viva, que
se apoya en la dificultad moral en que me encontré durante meses de
sorprender cómo, de este concepto del amor limitado a un solo ser, concepto
que he expuesto en la nota explicativa y que no podría humanamente
sobrevivir a mi amor por aquel ser, puedo pasar a un concepto diferente sin
perder todo valor a mis propios ojos. Todos sabemos que el sueño, optimista y
calmante en su naturaleza, al menos cuando no está bajo la dependencia de un
estado físico alarmante, tiende siempre a sacar partido de tales
contradicciones en el sentido de la vida. Nada hay de extraño, pues, en que
éste dirija contra X («algún mal asunto») una acusación que nunca ha tenido
fundamento en la vida. El sueño aquí hace justicia, de la manera más
acomodaticia para mí, por la duda tan penosa en que me he encontrado
muchas veces a su respecto, incapaz de abrumar en ella a la mujer que yo
había amado: ¿ha sido ella verdaderamente culpable para conmigo, no he sido
yo también culpable para con ella, en qué medida la ruptura que sobrevino
entre nosotros le es imputable, me es imputable, etc.? El rapidísimo análisis,
en sueños, de los dos sentimientos opuestos que me hace experimentar la idea
de que su perseguidora no logrará, sin duda, alcanzarla, da cuenta de lo que
puede subsistir de mi rencor contra ella y de mi debilidad por ella, siendo ese
primer sentimiento, bajo su forma activa, por otra parte inmediatamente
combatido, rechazado y acarreando, me imagino, en el sueño, algún
movimiento real que explica una modificación sensible en el encadenamiento
de las ideas.
La elección de las corbatas: Este movimiento hace posible, en efecto, el
paso a la tienda de corbatas. El sueño utiliza, para esta transición, el hecho de
que, aquella noche, me dolía la garganta, tosía y antes de acostarme había
tenido que cubrirme con algodón termógeno, lo que me había llevado, para

Página 26
mantenerlo en su lugar, á abrocharme, contra mi costumbre, el cuello del
pijama. Debió resultar de ello una sensación más o menos vaga de
estrangulamiento. No es dudoso que yo tenga un «complejo» en cuanto a las
corbatas. Detesto este incomprensible ornamento del vestuario masculino. De
cuando en cuando me reprocho el sacrificarme por una tan pobre utilidad
como la de anudar cada mañana ante un espejo (trato de explicar a los
psicoanalistas) ese pedazo de tela que debe realzar un poquito la expresión ya
idiota del chaleco con solapas. Es, simplemente, desconcertante. No ignoro,
por otra parte, y soy bien incapaz de disimularme que, lo mismo que las
máquinas tragamonedas, hermanas del dinamómetro sobre el que se ejercita
victoriosamente al Supermacho de Jarry («Venga, señora»), simbolizan
sexualmente —la desaparición de las monedas por la rendija— y
metonímicamente —la parte por el todo— a la mujer, lo mismo que la
corbata, y esto no es más que, según Freud, figura el pene, «no sólo porque
pende y porque es particular del hombre, sino porque se puede elegir a gusto
de uno, elección que la naturaleza impide al hombre desgraciadamente» (La
ciencia de los sueños). Esta cuestión de la libertad de elección, del Free Play,
es inútil recordarlo, resume la preocupación esencial del sueño. En el curso de
una «encuesta sobre la sexualidad», concebida bajo una forma análoga a
aquella cuyos resultados han sido hace poco publicados en La Révolution
Surréaliste, y de la cual fue igualmente levantada un acta que ha permanecido
desde entonces prohibida, Benjamín Péret y yo fuimos, lo recuerdo, los
únicos en declarar que evitábamos lo más posible, fuera del estado de
erección, ser vistos desnudos por una mujer, pues esto trae aparejadas para
nosotros ciertas ideas de indignidad. Este complemento de información me
parece debido a los psicoanalistas a quienes indignaría lo pedestre de mi
interpretación. Entre otras determinaciones menos exaltantes, creo deber
señalar que, algunos días antes, en Malamaire (Alpes Marítimos), había
olvidado y, como entonces podía temer, perdido una bufanda que me habían
regalado y a la que tenía apego. En el hotel Reine des Alpes donde me alojaba
entonces, hotel regentado por personas bastante inquietantes, un niño de la
edad del primer vendedor de corbatas del sueño estaba empleado para
diversos trabajos.
La corbata verde oscuro: Poseo en realidad una corbata algo parecida,
objeto que no está asociado, que yo sepa, a nada de particular. Sin embargo,
creo que, en estos últimos años, me ha gustado y he buscado el verde en las
telas de las prendas de vestir. Esa corbata, que he debido llevar mucho, está
ahora gastada.

Página 27
La camisa roja: Luzco en efecto desde hace poco una camisa de este
color.
Nosferatu: El 25, por la noche, había bastante lejos a mi izquierda, en el
comedor, un comensal sobre quien llamé la atención de Sadoul. Aquel señor,
de ojos muy apagados, difícilmente podía ser otra cosa que un profesor (de
universidad, sin duda bastante malvado, pensó Sadoul). Su cutis era lo que
primeramente había retenido mis miradas. Me producía, por su rostro, como
dije entonces, el efecto de un dibujo borrado sobre el cual el lápiz, para
permitir situar los ojos, la barba, sólo se hubiese aplastado un poco en algún
lugar. Pensaba yo, por una parte, en el profesor tipo de filosofía reaccionaria a
quien no cesa de atacar Lenin en Materialismo y empiriocriticismo y, mejor
sin duda que por simple asociación de ideas, con la persona designada con el
nombre de «la dama del guante» en Nadja, a quien su mujer, sentada junto a
él, podía parecerse; por otra parte en M. F., director de laboratorio en el
Instituto Pasteur, quien, en cuanto al físico, por tratarse de un hombre de
ciencia, siempre me ha parecido singularmente indeciso. (Yo era, además,
desde hacía varios días, juguete de varios parecidos, imaginarios o no, como
puede, creo, producirse cuando después de un demasiado grande aislamiento
del mundo, uno se encuentra mezclado con cierto número de desconocidos. El
parecido físico, por otra parte, no parece operar solo. Es así que un huésped
del hotel me había parecido, desde el primer día, poder ser designado bajo el
nombre de Riazanov, sin que recuerde haber tenido nunca la ocasión de
figurarme los rasgos de este último). M. F., en tanto que personaje «borrado»,
para resultar Nosferatu, me parece aquí haber entrado en combinación con
esta frase leída el mismo día al dorso de un cuaderno escolar en el que había
tomado notas: «La tribu de los rumiantes de cuernos velludos comprende los
rumiantes cuyos cuernos consisten en una prominencia del hueso del cráneo,
envuelta por una piel velluda que se continúa con la de la cabeza y que no cae
nunca; no se conoce más que una especie, la Jirafa» (confusión con la oreja
velluda de Nosferatu —hay que señalar, por otra parte, que la elección de ese
cuaderno y de algunos otros, un día antes, interviene también como elemento
sobredeterminante en la elección de las corbatas—, la insólita altura del
cuello de la jirafa es utilizada aquí como medio de transición para permitir la
identificación simbólica de la jirafa y de la corbata desde el punto de vista
sexual). Un murciélago que circulaba cada noche bajo las arcadas del hotel no
ha podido dejar de redondear el personaje del vampiro. Su entrada en escena
está por fin justificada por el aspecto de ciertos paisajes de los Bajos Alpes a
la caída de la noche, bastante parecidos a aquellos en que se desarrolla la

Página 28
película y que, algunos días antes, me habían hecho evocar en la conversación
la frase que nunca he podido, sin una mezcla de alegría y terror, ver aparecer
en la pantalla: «Cuando estuvo al otro lado del puente, los fantasmas vinieron
a su encuentro». Se descubre aquí el puente, por otra parte símbolo sexual de
los más claros, por segunda vez.
El vendedor teme que ya no quede ningún ejemplar: Alusión a la
desaparición largo tiempo deplorada del negativo de la película y al temor de
que la copia en circulación llegue a ser pronto inutilizable.
Descripción de la corbata Nosferatu: La joven de quien he hablado, a
propósito de la mesa rectangular del sueño, volvió el martes a tomar el té en
la terraza del hotel. Aquella vez iba vestida de campesina alemana (la víspera
leía libros en alemán) y hemos pensado, Sadoul y yo, que no podía ser más
que la esposa de un ingeniero ocupado en la construcción de presas en el
Verdón. Hacia las seis, después de haber desplazado sin mucha gracia ante
nuestros ojos las piezas de un pequeño tablero de ajedrez y hacer como si se
tirase las cartas, partió, como habíamos supuesto al verla atravesar la plaza, al
encuentro de su marido y la perdí de vista a la vuelta del pequeño puente de
Demandolx, situado inmediatamente detrás de esa plaza, puente que yo no
había atravesado. En el momento en que la víspera había pensado en trabar
conversación con ella, me representé vivamente la dificultad que hubiera
experimentado para hablarle en su lengua, dificultad tanto más sorprendente
para ella cuanto que podía haber descifrado al pasar junto a mí los nombres de
los autores alemanes de las obras que yo leía. El sueño, una vez más, realiza
aquí simultáneamente dos clases de deseos, el primero es el de hablar
libremente con aquella mujer, el segundo el de suprimir toda causa de
incomprensión, patrióticamente explotable, entre la Francia donde vivo y el
maravilloso país, todo pensamiento y luz, que ha visto nacer en un siglo a
Kant, a Hegel, a Feuerbach y a Marx. La sustitución de ríos, de un trazado
particularmente indeciso, en la frontera del Este sobre el mapa no puede aquí
ser interpretada más que como nueva invitación a pasar el puente,
continuando por otra parte esta voluntad tan insistente del sueño, bien
entendido, de persuadirme de la necesidad de librarme para vivir de los
escrúpulos de orden afectivo y moral que se ha podido ver burbujear en su
centro. En otras palabras, tiende a convencerme, puesto que vivo, de que
nadie es insustituible, y esto por la única razón que esta idea es contraria a la
vida.
La figuración bastante inesperada del rostro de Nosferatu en los extremos
de la corbata me hace pensar que está más o menos calcada de la de un

Página 29
personaje que se encuentra con frecuencia en los cuadros y dibujos de
Salvador Dalí, quiero referirme al Gran Masturbador, que, por otra parte,
reproduce, bajo un aspecto poco diferente del aspecto habitual, mi ex libris.
La línea de maquillaje de la cabeza del vampiro parece confundirse con el
borde del párpado de largas pestañas, y muy probablemente es éste el que le
imprime en el sueño su orientación flotante. Por otra parte, en el juego del
papel doblado llamado el «Cadáver exquisito», que consiste en hacer dibujar
por tres personas sucesivas las partes constitutivas de un personaje sin que la
segunda pueda tener en cuenta la colaboración de la primera, ni la tercera la
de la primera y la segunda (Variétés, junio 1929, La Révolution Surréaliste,
n.º 10), me ha sucedido dar el mapa de Francia por cabeza a uno de los seres
híbridos que se querían obtener.
La media vuelta a la derecha: Debe considerarse como una verdadera
rectificación de posición, sin duda en el sentido en que Stekel interpreta en el
sueño el camino a la derecha: camino del bien.
El seudo-Cachin: Procede evidentemente del falso Riazanov.
El viaje a Alemania: A este viaje se aplica la mayor parte de lo que
acabamos de decir relativo al deseo de pasar el puente. Está claro que el
despertar se acerca y, con él, la idea de las realizaciones en el plan práctico.
La proposición del tema de la conferencia, con la indicación de mofa que
provoca, la entrada de Vaillant-Couturier, con quien el invierno anterior
sostuve una larga conversación sobre la posible utilización de los surrealistas
por el P. C., conversación, por parte de él, muy cautelosa, no dejan de ser
evidencias de un cierto regreso al sentido crítico.
Encontré un poco de dinero: Los sinsabores de que fue cuestión antes se
han terminado momentáneamente.
Llevaremos a B… y a Rene Clair: La burla prosigue, seguramente, a
expensas del primero, personaje literario inconsistente, verdadero «fantasma»
de quien el sueño se apodera sin duda para recordar que X me contó hace
tiempo que tenía un «vientre de plata», la plata de que se acaba de tratar en el
sueño después de haber hecho reaparecer a X, pero esta vez completamente
entre bastidores, para significar que se ha pasado el «puente». René Clair (si
es él) interviene porque estaba mezclado de una manera completamente
exterior a la realización de una película cuyo guión, de Aragón y mío, debía
sacarse de un tema de ópera, concebido primitivamente en vistas a una
representación en Berlín. El sueño presta aquí a los organizadores del viaje la
intención de limitar a sabiendas, obligándola a situarse en el plano artístico, la
acción revolucionaria que yo quisiera llevar a cabo.

Página 30
El tema de la conferencia: Expresa mi deseo de no hallarme
desprevenido, de lograr la conciliación sobre el plano objetivo de mis diversas
preocupaciones, deseo que, haciéndose cada vez más agudo, me invitaba a
emprender urgentemente un trabajo que he aplazado, con pesar, desde hace
mucho tiempo.

Espero se me reconozca que el análisis precedente, que sigue paso a paso el


contenido manifiesto de este sueño, aunque limitado, ciertamente, por la no
reconstitución de la escena infantil de la que muy verosímilmente procede,
por una parte, pero cuya evocación no presentaría aquí más que un interés
secundario, no deja de lado ninguno de los elementos más o menos recientes
que pudieron contribuir a su formación. Las encrucijadas que presenta creo
que han sido exploradas en todos sentidos y, por mi parte, no se ha
manifestado ninguna preferencia exclusiva en lo que concierne a la
preeminencia que pudiera concederse a tal o tal otro orden de determinación
(objetiva, subjetiva, orgánica o psíquica). Semejante interpretación, de la que
puede decirse que no termina nunca, me parece de una naturaleza capaz de
iluminar de manera suficiente el pensamiento del sueño, que no creo haber
tratado en lo más mínimo de escamotear detrás de mi vida íntima. Insisto con
fuerza en el hecho de que agota, en mi opinión, el contenido del sueño y
reduce a nada las diversas alegaciones que se han podido hacer contra su
carácter «incognoscible» (incoherente). Ningún misterio, a fin de cuentas,
nada que sea susceptible de hacer creer, en el pensamiento del hombre, en una
intervención trascendente que se produjera en el curso de la noche. No veo
nada, en todo el desarrollo de la función onírica, que no se derive claramente,
por poco que uno quiera tomarse la molestia de examinarlo, sólo de los
antecedentes de la vida vivida, nada que, no lo repetiré demasiadas veces,
excepción hecha de esos antecedentes sobre los que se ejerce poéticamente la
imaginación, pueda constituir un residuo apreciable que se trataría de hacer
pasar por irreductible. Desde el punto de vista de lo maravilloso poético: algo
puede ser; desde el punto de vista de lo maravilloso religioso: absolutamente
nada.
El análisis precedente ha hecho ver que, contrariamente a lo que el
contenido manifiesto del sueño tiende a hacer aparecer como preocupación
principal, cuando el hallazgo de la corbata, por otra parte, responde realmente
al gusto que yo pueda tener por descubrir y hasta poseer toda clase de objetos
raros, de objetos «surrealistas», el acento, en realidad, recae en otra parte y,

Página 31
muy particularmente, como hemos visto, en la necesidad de romper con cierto
número de representaciones afectivas, de carácter paralizante. Bajo una forma
de las más imperativas, el sueño, en cuyo relato la idea del paso del puente no
está expresada pero, en cambio, está sugerida por lo menos de tres maneras y
llevada al primer plano de la interpretación por los actores más notables: X,
Nosferatu, la joven alemana, personaje de simple fijación que además no se
ve, el sueño, digo, me obliga a eliminar y puede decirse que elimina por mí la
parte del pasado menos asimilable conscientemente. Afirmo aquí su utilidad
capital, que no es de tan vano beneplácito como algunos han querido hacer
creer, que es mejor aún que de simple cicatrización, pero que es de
movimiento en el sentido más elevado de la palabra, es decir, en el sentido
puro de contradicción real que conduce hacia adelante. En la cortísima escala
del día de veinticuatro horas, ayuda al hombre a realizar el salto vital. Lejos
de ser una perturbación en la reacción del interés de la vida, es el principio
saludable que vela para que esta reacción no pueda ser irremediablemente
perturbada. Es la desconocida fuente de luz destinada a hacernos recordar que
al comienzo del día como al comienzo de la vida humana sobre la tierra no
puede haber más que un recurso, que es la acción.
Creo haber mostrado de paso, cuando he hecho valer la relación existente
entre el sueño-prólogo y el sueño principal, que las relaciones causales, aquí,
no eran suprimidas en absoluto. El trabajo de interpretación, que ha permitido
captar la transformación más o menos inmediata de ciertas imágenes (el rostro
de Nosferatu, el mapa, B…, etc.), no deja subsistir ninguna duda en cuanto a
ello. Queda bien entendido, en efecto, que, por una parte, el sueño no dispone
de ningún término para expresar la alternativa ni la contradicción («Hasta en
el inconsciente —observa Freud— todo pensamiento está ligado a su
contrario») y que, por otra parte, en estado de vigilia, desde el punto de vista
dialéctico que debe a cualquier precio sobreponerse al punto de vista de la
lógica formal, «las nociones de causa y efecto se concentran y se entrelazan
en la de la interdependencia universal en cuyo seno la causa y el efecto no
cesan de cambiar de sitio» (Engels). Esta sola consideración me parece de una
naturaleza que hace justicia a las teorías según las cuales la relación causal en
el sueño sería introducida a destiempo.
Falta saber si el espacio y el tiempo, considerados por la filosofía
materialista no como simples formas de los fenómenos, sino como
condiciones esenciales de la existencia real, sufren en el curso del sueño una
crisis particular, que podría, si fuese necesario, ser explotada a expensas de
esta filosofía. La tesis de Fechner según la cual «la escena del sueño no es la

Página 32
misma que aquella donde se desarrollan nuestras representaciones durante la
vigilia», la de Haffner, según la cual la primera característica del sueño es «la
ausencia de tiempo y espacio», nos harían, por sí solas, conscientes de este
peligro. Aquí hay, sin duda alguna, puro y simple desprecio por el carácter del
trabajo de condensación, tal como se ejerce en el sueño, o voluntario abuso
cometido a partir de lo que puede, a pesar de todo, permanecer oscuro en las
particularidades de este trabajo. Que me vea inducido, en el curso de un solo
sueño, a hacer intervenir los diversos personajes que poblaban la escena hace
un momento y que no tienen en la vida precisamente, fuera de mí, ninguna
razón de obrar de una manera interdependiente, testifica la necesidad
inherente en el sueño de magnificar y de dramatizar, dicho de otra manera, de
presentar bajo una forma teatral de las más interesantes, de las más
impresionantes, lo que en realidad se ha concebido y desarrollado con
bastante lentitud, sin choques muy apreciables, de modo que la vida orgánica
pueda proseguir. Hasta quizá hay en esto, ya que hablo de teatro, con qué
justificar en cierta medida la regla de las tres unidades, tal como se ha
impuesto curiosamente a la tragedia clásica y esta ley del escorzo extremo que
ha imprimido a la poesía moderna uno de sus caracteres más notables. Entre
estas dos tendencias a resumir en forma sucinta, brillantemente concreta,
ultraobjetiva, todo aquello a lo que se quiere imponer y hacer imponer tal o
cual especie de desenlace, no debe haber más que la distancia histórica de tres
siglos, que el hombre ha pasado epilogando a más y mejor sobre su suerte y
queriendo hacer epilogar igualmente a los hombres futuros. Este trabajo de
condensación opera, por otra parte, a cada momento, en la vida despierta:
«Siempre se ha convenido en que, tanto en el estado de vigilia como en el
sueño, una emoción intensa implica la pérdida de la noción del tiempo»
(Havelock Ellis). El tiempo y el espacio no deben considerarse aquí y allá,
pero igualmente aquí y allá, más que bajo su aspecto dialéctico, que limita
toda posibilidad de medición absoluta y viva al metro y al reloj, sea dicho de
perfecto acuerdo con el pensamiento de Feuerbach: «En el espacio, la parte es
más pequeña que el todo; en el tiempo, al contrario, es mayor, por lo menos
subjetivamente, porque sólo la parte en el tiempo es real, mientras que el todo
no es más que un objeto del pensamiento y un segundo en la realidad nos
parece durar más que un año entero en la imaginación». El tiempo y el
espacio del sueño son pues el tiempo y el espacio reales: «¿La cronología es
obligatoria? ¡No!» (Lenin). Toda tentativa realizada para diferenciarlos de
éstos o para arruinar a éstos con ayuda de aquéllos (o de la ausencia digamos
comprobada de aquéllos), no tiene por objeto más que volar en auxilio del

Página 33
fideísmo, como ha dicho, en efecto, Engels: «Los seres fuera del tiempo y del
espacio creados por los cleros y alimentados por la imaginación de las
multitudes ignorantes y oprimidas, no son más que productos de una fantasía
enfermiza, subterfugios del idealismo filosófico, malos productos de un mal
régimen social».

Entendámonos sin más tardanza sobre la naturaleza de estos seres. Importa


ante todo distinguirlos de cierto número de construcciones poéticas, artísticas
que, al menos exteriormente, parecen sustraerse a las condiciones de
existencia natural de todos los otros objetos. Para limitarme al dominio
plástico, me bastará sólo como ejemplos de estos «monstruos», aparte del
Gran Masturbador de Dalí, del que ya he hablado, el Tocador de clarinete de
Picasso, el Vaticinador de Chirico, la Novia de Duchamp, la Mujer 100
Cabezas de Ernst, algún extraño personaje en movimiento de Giacometti. El
carácter trastornador de estas diversas producciones, unido a la tendencia
notable que tienen desde hace unos veinte años, en todos los países del
mundo, a multiplicarse, esto por otra parte con más o menos fortuna, pero,
con toda seguridad, a pesar de la oposición casi general que encuentran, ha de
hacernos reflexionar sobre la necesidad muy particular a la que pueden
responder en el siglo XX. Estimo que es un gran error esforzarse por hallarles
antecedentes en la historia, del lado de los primitivos y los místicos. Estas
diversas figuras, cuyo primer aspecto escandaloso o indescifrable se impone
al profano en creaciones esotéricas, no pueden, por tanto, de ninguna manera
colocarse sobre el mismo plano que los seres imaginarios engendrados por el
terror religioso y escapados a la razón más o menos perturbada de un
Jerónimo Bosch o de un William Blake. Nada hay en estas figuras que pueda
finalmente sustraerse a una interpretación análoga a la que lie dado a este
objeto de sueño: la corbata de «Nosferatu», y esto con tal que el artista no
cometa el error de confundir el misterio real, persistente, de su obra con
miserables tapujos, lo que por desgracia sucede con bastante frecuencia. La
teoría variable que preside el nacimiento de esa obra, sea la que sea, y por
muy capaz que sea de justificar a posteriori tal o cual modo de presentación
(cubismo, futurismo, constructivismo, surrealismo — esta última de todas
maneras un poco más consciente de los verdaderos medios artísticos que las
precedentes), no debe hacernos olvidar que las preocupaciones rigurosamente
personales del autor, pero ligadas en su esencia con las de todos los hombres,
encuentran aquí el medio de expresarse bajo una forma indirecta, de modo

Página 34
que si se nos permitiera remontar hasta ellas pronto se destruiría la última
oportunidad que tiene esa obra, ante ojos mal ejercitados, de hacerse pasar por
«metafísica». Me veo en la obligación, para no recargar esta parte de mi
desarrollo, de renunciar a someter a la interpretación, como he hecho con un
sueño, un poema que podría haber escrito o, con mayor razón, un texto
surrealista. Espero que la experiencia será intentada, y, no lo dudo, con
resultados absolutamente concluyentes. Me limitaré aquí a dar las peores
aclaraciones sobre la significación real que doy desde hace sólo algunos días
a un objeto que concebí durante el juego del «Cadáver exquisito», del que
expuse la regla infantil en páginas anteriores. Este objeto-fantasma, que no
había dejado desde entonces de parecerme susceptible de ejecución, y de cuyo
aspecto real esperaba una sorpresa bastante viva, puede ser definido como
sigue (lo dibujé, bien o mal, a guisa de busto, en el segundo tercio del papel,
este dibujo ha sido reproducido en el n.º 9-10 de La Révolution Surréaliste):
un sobre vacío, blanco o muy claro, sin dirección, cerrado y sellado en rojo, el
sello redondo sin grabado particular, que podía ser muy bien un sello de antes
del grabado, con pestañas en los bordes y un asa lateral que podía servir para
sostenerlo. Un juego de palabras bastante pobre, pero que había permitido al
objeto constituirse, proporcionaba el vocablo Silencio, que me parecía poder
servirle de acompañamiento o de designación, lie aquí, creo, un producto de
imaginación que, al primer momento, no debe poder llegar a consecuencia:
soy libre de procurarme por su realización práctica la emoción que me guste,
la comparta quien quiera. Cuando menos se presenta en condiciones de
«gratuidad» suficiente para que nadie piense en imputármelo moralmente
como agravio. Si se puede discutir el interés objetivo de tal concepción y,
sobre todo, el valor utilitario de semejante realización, ¿cómo se podría, sin
suplemento de información, reprocharme que me hubiese interesado por él o
solamente percibir las razones que me hicieron interesarme? Se trata aquí de
un objeto poético, que vale o no vale en el plano de las imágenes poéticas, y
nada más. Toda la cuestión se reduce a saber cuál es este plano. Si se piensa
en la fuerza extraordinaria que puede adquirir en el espíritu del lector la
célebre frase de Lautréamont: «Bello… como el encuentro fortuito sobre una
mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas», y si se quiere
referirse a la clave de los símbolos sexuales más simples, no se tardará mucho
en convenir que esta fuerza se empeña en que el paraguas no pueda
representar aquí más que al hombre, la máquina de coser a la mujer (lo
mismo, por otra parte, que la mayoría de las máquinas, con el único agravante
que ésta, como se sabe, es utilizada frecuentemente por la mujer con fines

Página 35
onanistas) y la mesa de disección la cama, medida común ésta de la vida y de
la muerte. El contraste entre el acto sexual inmediato y el solo cuadro de una
extrema dispersión que hace de él Lautréamont provoca aquí el pasmo. En
estas condiciones, hay motivo para preguntarse si el «sobre-silencio», por
muy indiferente y caprichoso que aparezca, no disimulará ciertas
preocupaciones básicas, no será testimonio, en otras palabras, de una
actividad psíquica menos desinteresada. No creo tener que tomar grandes
precauciones para explicarme sobre este tema. Me parece, en efecto,
demostrado que el contenido manifiesto de una improvisación poética, lo
mismo que de un sueño, no debe hacernos pronosticar su contenido latente,
pues un sueño inocente o gracioso («Durante su veraneo junto al lago de…,
ella se precipita en el agua sombría, allí donde la pálida luna se refleja»)
puede necesitar, al ser analizado, toda clase de glosas menos seductoras,
mientras que un sueño de aspecto «chocante» (cf. La ciencia de los sueños,
pág. 419) es susceptible de una interpretación que no excluye toda elegancia.
Hace algunos días, volviendo a dibujar el «sobre-silencio», concebí los
primeros temores relativos a la pureza perfecta de su intención. A pesar de
que no sé servirme de un lápiz, debo confesar que el objeto así tratado se
presentaba bastante mal. Mientras lo miraba un poco ladeado, me pareció que
el esquema que yo daba de él tendía terriblemente a la figuración de otra cosa.
El asa, en particular, me hacía bastante mal efecto. Las pestañas, bien
considerado todo, distribuidas como alrededor de un ojo, no eran mucho más
tranquilizadoras. A pesar mío pensé en la broma absurda —¿de qué origen,
concretamente?— que ha hecho figurar este ojo en el fondo de ciertas vasijas,
precisamente con asa. La palabra «silencio», el empleo del papel en la
construcción del objeto, casi no me atrevo a hablar del sello rojo, iban a
tomar, en estas condiciones, un sentido bien claro. La condensación y el
desplazamiento, productos de la censura, habían hecho el resto. Para acabar
de convencerme no tuve más que colocar con el pensamiento el sobre-
fantasma en la mano de un fantasma que lo sostuviera como podía hacerse, y
comprobar que no resultaba en nada fuera de lugar. En resumidas cuentas, yo
no había hecho más que comprobar por mi cuenta que los fantasmas (así
como los bergantes imaginarios de los que el hombre adulto persiste a veces
en tener miedo), como dijo Freud, no son otra cosa que, sublimados, «los
visitantes nocturnos en ropas de noche blancas, que han despertado al niño
para ponerlo sobre la bacinica, a fin de que no moje la cama, o que han
levantado la cobija para ver cómo tenía las manos al dormir». Inútil decir que
para mí tales consideraciones no podrían en nada militar contra la puesta en

Página 36
circulación de objetos de este orden que desde hace mucho tiempo no lie
dejado de preconizar. Hasta añadiré que más bien puede ser lo contrario. Muy
recientemente, he insistido aún cerca de mis amigos para que se diera curso a
la proposición de Dalí referente a la fabricación de objetos animables de
significación erótica, dicho de otra manera: objetos destinados a procurar, por
medios indirectos, una emoción sexual particular. Varios de ellos han sido
reproducidos en el tercer número de Surréalisme A. S. D. L. R. A juzgar por
aquellos que ya conozco, creo poder decir, sin con ello formular la más
mínima reserva sobre su valor explosivo o sobre su «belleza», que entregan a
la interpretación una extensión menos vasta, como podía esperarse, que los
objetos menos sistemáticamente determinados en el mismo sentido. La
incorporación voluntaria del contenido latente —retenido de antemano— al
contenido manifiesto aquí tiene el objeto de debilitar la tendencia a la
dramatización y a la magnificación de que se sirve soberanamente, en caso
contrario, la censura. Sin duda, en fin, tales objetos, de concepción demasiado
particular, demasiado personal, carecerán siempre del asombroso poder de
sugestión de que disponen por azar ciertos objetos casi usuales, de los que
sólo tomaré como ejemplo el electroscopio de hojas de oro (las dos hojas
están perfectamente juntas en el centro de una jaula, se acerca una vara
frotada, las hojas se separan) que no contribuye poco a apasionar a los niños
por el estudio de la física.

Para terminar con la argumentación que se esfuerza en desarrollar, por medio


del sueño, el proceso del conocimiento materialista, no queda más —siendo
admitido, creo, que el mundo del sueño y el mundo real no hacen más que
uno, o dicho de otra manera que el segundo, para constituirse, no hace más
que extraer del «torrente de lo dado»— que tratar de hacer percibir sobre qué
diferencias (le relieve y de intensidad reposa la distinción que puede hacerse
entre las operaciones verdaderas y las operaciones ilusorias que se inscriben
respectivamente en el uno y en el otro, dependiendo de esta distinción precisa,
evidentemente, el equilibrio mental. Si la menor confusión durable se produce
en él en este respecto, el hombre, efectivamente, se halla lo bastante
desequilibrado para que ninguna sociedad pueda ya ofrecerle lugar. Hay
motivo, en estas condiciones, para preguntarse si esta distinción está
fundamentada en todos los puntos, y de dónde le viene al hombre, en cuanto a
esto, la facultad de discriminación que permite su comportamiento social
normal. Se ha oído hablar de nuevo y mucho, estos últimos años, de algunas

Página 37
de las propiedades más singulares, quizá a primera vista las más
perturbadoras, del sueño. El juicio sensorial, popularmente invocado, según el
cual, para comprobar que no se sueña, basta con pellizcarse para experimentar
el dolor particular correspondiente al pellizco, no se ha revelado infalible:
más de un soñador ha podido recordar que, dormido, había logrado con pleno
éxito realizar esta comprobación. Asimismo, es relativamente común soñar
que se sueña o introducir en el sueño una parte de carácter independiente que,
a excepción del resto, se considera soñada. En fin, el pensamiento del sueño,
que no retrocede ante ninguna apreciación sutil, maligna, desorientadora de su
propio trabajo, es susceptible de compararse ella misma con la idea que el
soñador puede hacerse de ella, para aprovecharse de esta comparación. Como
esta particularidad, que yo sepa, no ha sido observada y reconocida hasta
ahora, me permito dar de ella el ejemplo siguiente. Contrariamente a lo que
me ha parecido necesario en cuanto al sueño de la corbata, a fin de no distraer
inútilmente al lector, no haré más, por otra parte, que relatar este sueño a
grandes trazos, limitándome a subrayar la parte más especial que nos interesa.

SUEÑO DEL 5 DE ABRIL 1931. — Despertar, 6.30 de la mañana. — Anotación


inmediata:

Por la noche, con un amigo, dirigiéndonos a un castillo que debe hallarse


[4]
en los alrededores de Lorient . Tierra empapada. Pronto agua hasta media
pierna, un agua de color crema, con pinceladas de verde de agua, de aspecto
turbio y no obstante muy agradable. Muchas lianas por encima de las cuales
se desliza un admirable pez en forma de huso crestado, de un fulgor púrpura
y fuego, muy metálico. Lo persigo, pero, como para hacerme befa, acelera su
velocidad huyendo hacia el castillo. Tengo miedo de caer en un hoyo. Tierra
más seca. Le lanzo una piedra que no lo alcanza o que le da en la frente. En
su lugar, ahora hay una mujer-pájaro que a su vez me lanza la piedra. Ésta
cae entre mis pies, lo cual me asusta y me hace renunciar a la persecución.
Las dependencias del castillo. Un refectorio. Es que en efecto hemos
[5]
venido «por el haschich» . Muchas otras personas están allí por la misma
razón. Pero, veamos: ¿se trata realmente de verdadero haschich? Empiezo
por absorber la cantidad de dos cucharadas (un poco rojas, no bastante
verdes para mi gusto) dentro de dos panecillos redondos y hendidos, iguales
a los que se sirven con el desayuno en Alemania. No estoy muy orgulloso de
la manera como me lo he procurado. Los sirvientes que me rodean se

Página 38
muestran bastante irónicos. El haschich que me ofrecen, aunque más verde,
no tiene tampoco, precisamente, el sabor que yo conozco.
En mi casa, por la mañana. Habitación parecida a la mía pero que va
agrandándose. Es todavía oscuro. Desde mi cama distingo en el ángulo
izquierdo a dos niñas de unos seis y dos años, jugando. Sé que he tornado
haschich y que la existencia de las niñas es puramente alucinatoria. Desnudas
las dos, forman un bloque blanco, moviente, de lo más armonioso. Es lástima
que haya dormido, el efecto del haschich sin duda cesará pronto. Hablo a las
niñas y las invito a venir a mi cama; así lo hacen. ¡Qué extraordinaria
impresión de realidad! Hago observar a alguien, que debe ser Paul Eluard,
que las toco (y, en efecto, siento apretado dentro de mi mano su antebrazo
cerca de la muñeca), lo cual ya no es de ninguna manera como en sueños, en
que la sensación está siempre más o menos embotada o carece de no se sabe
qué elemento indefinible, específico de la sensación real, en que nunca es
perfectamente como cuando uno se pellizca, se aprieta «de veras». Aquí, por
lo contrario, no hay ninguna diferencia. Es la realidad misma, la realidad
absoluta. La menor de las niñas, que se ha sentado a horcajadas sobre mí, pesa
exactamente sobre mí con su peso, que yo valoro, que es completamente el
suyo. Existe, pues. Me hallo, al hacer esta comprobación, bajo una impresión
maravillosa (la más fuerte que he logrado en sueños). Sexualmente, sin
embargo, no pongo ningún interés en lo que sucede. Una sensación de calor y
de humedad a la izquierda me saca de mis reflexiones. Es una de las niñas
que se ha orinado. Desaparecen simultáneamente.
Entrada de mi padre. El suelo de la habitación está sembrado de
pequeños charcos casi secos y sólo en los bordes todavía brillantes. En caso
de que se me hiciera alguna observación a este respecto, pienso acusar a las
niñas. ¿Mas para qué, si no existen, más exactamente, si no puedo dar cuenta
de su existencia a alguien que no haya tomado haschich? ¿Cómo justificar la
existencia «real» de aquellos charcos? ¿Cómo hacerme creer? Mi madre, muy
disgustada, pretende que lodo su mobiliario fue antes ensuciado de este
[6]
modo, por mi culpa, en Moret . Estoy de nuevo solo y acostado. Todo motivo
de inquietud ha desaparecido. El descubrimiento de este castillo me parece
providencial. ¡Qué remedio contra el aburrimiento! Pienso, con embeleso, en
la sorprendente nitidez de la imagen de hace un momento. En seguida, he
aquí a las niñas que se forman de nuevo en el mismo punto, toman
rápidamente una intensidad terrífica. Siento que me vuelvo loco. Pido a gritos
que enciendan la luz. Nadie me oye.

Página 39
Stekel, citado por Freud, parece haber sido el primero en desprender el
sentido de la utilización del sueño en el sueño, o sea, en reducir a su justo
valor esta operación del espíritu que se revela, en el análisis, sin tener otro fin
que quitar a una parte del sueño su carácter de realidad demasiado auténtica.
Se trata, en semejante caso, de un recuerdo real de tal naturaleza que impide
la realización del deseo y que sufre una depreciación necesaria, destinada a
permitir en las mejores condiciones esta realización. Hay ahí la negación
formal de un hecho que ha tenido lugar, pero que debe ser superado a
cualquier precio, el producto de una verdadera dialectización del pensamiento
de sueño que, con prisa para llegar a sus fines, sale del paso rompiendo los
últimos cuadros lógicos. Tal cosa que ha sido debe ser juzgada como si no
hubiese sido, debe ser llevada, al despertar, por el olvido. Por lo tanto,
aunque la interpretación a que haya podido entregarme del sueño que acabo
de relatar no fuese para establecerlo tan claramente, sería fácil pensar que este
sueño, que se presenta como la contrapartida exacta de aquellos de que
acabamos de tratar, en el sentido de que está inserta en él una parte de sueño
considerada como eminentemente insoñable, tiene por objeto hacer de una
cosa que no ha sido —pero que ha sido sentida violentamente como habiendo
podido ser, por consiguiente, como pudiendo y debiendo ser—, una cosa que
ha sido, que es, por lo tanto, de todo punto posible y que debe pasar, sin
choque, a la vida real como toda-posibilidad. No creo, después de todo lo que
acabamos de decir, tener que poner en guardia al lector contra la idea grosera
de que la satisfacción buscada podría estar aquí en relación directa con la
vista o el contacto de unas niñas, sin que éstas, al igual que la «corbata
Nosferatu», respondieran a ninguna realidad objetiva y no debieran su
intensidad notable más que a una determinación particularmente rica (en la
vigilia inmediata) y corno consecuencia del hecho que su formación es lo que,
en el sueño, ha exigido el mayor trabajo de condensación.

Como se ve, la querella ultima que se plantearía al materialismo al oponerle


estos últimos hechos que son el sueño consciente de sí mismo, la inserción de
un sueño consciente en un sueño no consciente, el sueño que se da, con
pruebas «palpables», por realidad vivida, sería tan vana como las precedentes.
Nada podrá hacer que el hombre, colocado en condiciones no patológicas,
vacile en reconocer la realidad exterior donde se halla y en negarla donde no
está. Por oposición a la «corbata» y a las «dos niñas desnudas», los objetos
exteriores que nos rodean «son reales en que las sensaciones que nos han

Página 40
hecho experimentar nos aparecen como unidas por no sé qué cemento
indestructible y no por un azar de un día» (Henri Poincaré). Es sabido que el
autor de esta proposición no se atuvo siempre a consideraciones tan justas y
tan claras. Esto no impide que por esta vez haya estado perfectamente bien
inspirado para proporcionarnos, entre los objetos reales y todos los demás,
esta base de discriminación que podemos considerar, en último análisis, como
necesaria y suficiente: el juicio sensorial sometido a la prueba del tiempo.
Sería necesario, para que esta norma de juicio no fuese válida, que el tiempo
en el sueño fuese diferente del tiempo en estado de vigilia, y hemos visto que
no había nada de esto. El «cemento» aparente que une, con exclusión de todos
los demás, los objetos reales, debe decididamente ser considerado, él también,
como real. Forma parte objetiva del mundo exterior, siendo la costumbre el
reflejo que de él tiene el hombre, y él solo es el que preside, para este mundo,
el pretendido misterio de su no desvanecimiento.

Página 41
II

Una dama a quien había amado durante largo


tiempo y a quien llamaré con el nombre de Aurelia,
se había perdido para mí.

GÉRARD DE NERVAL: Aurelia

Página 42
El 5 de abril de 1931, hada mediodía, en un café de la plaza Blanche donde
mis amigos y yo teníamos costumbre de reunirnos, acababa de contar a Paul
Eluard mi sueño de la noche (el sueño del haschich) y terminábamos,
ayudándome él, pues me había visto vivir la mayor parte de las horas del día
precedente, de interpretarlo[7], cuando mis miradas encontraron las de una
mujer joven, o una muchacha, sentada en compañía de un hombre, a pocos
pasos de nosotros. Puesto que no parecía de ningún modo molesta por la
atención que yo le dedicaba, la contemplé detalladamente, de la cabeza a los
pies, con mucha complacencia, o quizá fue que desde el primer momento ya
no logré separar de ella la mirada. Ahora me sonreía, sin bajar los ojos, y no
parecía temer que su compañero se sintiera ofendido. Éste, muy inmóvil, muy
silencioso y con el pensamiento visiblemente muy lejos de ella —debía tener
unos cuarenta años—, me producía el efecto de un hombre apagado, más que
desalentado, verdaderamente conmovedor, por otra parte. Lo veo aún bastante
bien: desencajado, calvo, encorvado, de aspecto muy pobre, la imagen misma
del descuido. Junto a él, aquel ser parecía tan despierto, tan alegre, tan seguro
de sí mismo y en todas sus maneras tan provocante, que la idea de que
viviesen juntos casi daba ganas de reír. La pierna perfecta, muy
voluntariamente descubierta, por estar cruzada, hasta mucho más arriba de la
rodilla, se balanceaba viva, lenta, más viva en el primer pálido rayo de sol —
el más bello— que se dejaba ver del año. Sus ojos (nunca he sabido decir el
color de sus ojos; para mí han seguido siendo solamente unos ojos muy
claros), ¿cómo hacerme comprender?, eran de aquellos que no vuelven a verse
jamás. Eran jóvenes, directos, ávidos, sin languidez, sin niñería, sin
prudencia, sin «alma» en el sentido poético (religioso) de la palabra. Ojos
sobre los cuales la noche debía caer de súbito. Como por efecto de ese tacto
supremo de que sólo saben dar prueba las mujeres que más carecen de él, y
esto en ocasiones tanto más raras cuanto que se saben más bellas, para atenuar
lo que podía haber de desolador en el aspecto del hombre, ella iba arreglada
con la máxima simplicidad. Después de todo, aquella indigencia, por
paradójica que fuera, podía ser real. Vislumbré sin profundidad un abismo de
miseria y de injusticia sociales que es, en efecto, lo que se flanquea cada día

Página 43
en los países capitalistas. Después pensé que podía tratarse de unos artistas de
circo, acróbatas, como no es raro ver circular por aquel barrio. Siempre me
sorprenden esas parejas que, en su unión, parecen escapar a los modos
actuales de selección: la mujer manifiestamente demasiado hermosa para el
hombre; éste, para quien fue una necesidad profesional adquirirla, tuvo en
cuenta sólo aquella belleza, agotado por su propio trabajo más duro, más
difícil. Esta idea, por otra parte, pasajera, imposible de retener, porque era el
día de Pascua y el bulevar entero resonaba con el ruido de los ómnibus que
paseaban por París a los extranjeros de visita. A fin de cuentas, no podía
tratarse más que de gente de paso, más precisamente alemanes, como
comprobé a continuación. Estaba seguro, al verlos partir, que la joven, que se
había rezagado para mirar hacia atrás, volvería al día siguiente o, en caso de
imposibilidad, uno de los días más próximos.

Por lo que sé, me movía, en aquella época, la angustia en que me dejaba la


desaparición de una mujer a quien no daré ningún nombre, para no dejar de
satisfacerla, a requerimiento suyo. Esta angustia venía esencialmente de la
imposibilidad en que me hallaba de tener en cuenta las razones de carácter
social que habían podido separarnos, para siempre, como entonces ya sabía.
Ora esas razones ocupaban todo el campo de mi conocimiento, un
conocimiento por otra parte bastante nublado por la falta de huellas objetivas
de aquella misma desaparición, ora, imponiéndose la desesperación a toda
manera válida de consideración, me sumergía en el horror puro y simple de
vivir sin saber cómo podía vivir aun, cómo podría seguir viviendo. Nunca he
sufrido tanto, es mediocre decirlo, por la ausencia de un ser y por la soledad,
que por su presencia en otra parte donde yo no estaba y por lo que podía
imaginar a pesar de todo, de su gozo por una fruslería, de su tristeza, de su
tedio por un cielo de un día, un poco demasiado bajo. Es la brusca
imposibilidad de apreciar una por una las reacciones de este ser en relación
con la vida exterior lo que siempre más me ha precipitado abajo de mí mismo.
Todavía hoy no concibo que esto sea tolerable, no lo concebiré nunca. El
amor, considerándolo desde el punto de vista materialista, no es de ninguna
manera una enfermedad inconfesable. Como han hecho observar Marx y
Engels (La Sagrada Familia), no es porque desalienta la especulación crítica,
incapaz de asignarle a priori un origen y una finalidad, no es porque el amor,
para la abstracción, «no tiene pasaporte dialéctico» (en el mal sentido de esta
palabra) que puede ser proscrito como pueril o como peligroso. «Lo que la

Página 44
crítica ataca aquí —añaden Marx y Engels—, no es solamente el amor, es
todo lo que es vivo, todo lo que cae directamente bajo los sentidos y es del
dominio de la experiencia sensible; es, en suma, toda la experiencia material
de la que no se puede nunca establecer de antemano ni el origen ni la
finalidad». Me hallaba, digo, en el estado de un hombre que, creyendo
haberlo hecho todo para conjurar la suerte contraria al amor, debía rendirse a
esta evidencia de que el ser que le había sido durante largo tiempo el más
necesario se había retirado, que el mismo objeto que, para él, había sido la
piedra angular del mundo material estaba perdido. Alternativamente había
considerado aquel objeto en su falta de equilibrio social bastante particular,
me había considerado en la mía. Esto no había llegado más que a
confirmarme la opinión de que sólo un cambio social radical, cuyo efecto
sería suprimir, con la producción capitalista, las condiciones de propiedad que
le son propias, lograría hacer triunfar, en el plano de la vida real, el amor
recíproco, puesto que este amor, por su naturaleza, llega «a cierto grado de
duración y de intensidad que hace que las dos partes consideren la no
posesión y la separación como una gran desdicha, si no la mayor de todas»
(Engels: El origen de la familia), y que, no obstante, le sucede que tropieza
miserablemente, en caso de preparación insuficiente de esas partes, con
consideraciones económicas tanto más activas cuanto que son a veces
rechazadas. Tales ideas no me eran, a decir verdad, de ningún consuelo
apreciable; no ofrecían, al dolor que yo podía experimentar entonces, más que
un derivativo muy débil. Otra cosa era, como si sintiera a cada segundo que el
suelo huía bajo mis pies, el hecho de comprobar que un objeto esencial, éste
bien exterior, se había sustraído a mis sentidos, arrastrando para mí y, como
yo sabía, para mí solo, con él a todos los demás, arrojando una duda tan
implacable sobre la solidez de todos los otros que mi pensamiento ya no los
retenía, no sentía interés por ellos, los rechazaba no solamente como
secundarios, sino como aleatorios. Sí, la partida estaba perdida, bien perdida:
ni siquiera me quedaba ya, en las condiciones en que llegaba al desenlace, el
orgullo de haberla jugado. Bajo mis ojos los árboles, los libros, las personas
flotaban, un cuchillo en el corazón.
(No soy, en semejantes circunstancias, muy capaz de recurrir a las
embriagueces vulgares. Me parece que con ello adquiriría rápidamente una
idea de mí poco compatible con la continuación misma de mi vida. Detesto el
mundo y sus distracciones. Nunca he llegado a acostarme con una prostituta,
lo cual proviene, por una parte, de que nunca he amado —y que no creo poder
amar— a una prostituta; y por otra, de que soporto muy bien la castidad,

Página 45
cuando no amo. Pero me parecería indigno por encima de todo querer alejar la
imagen de un ser amado por medio de la de un ser o de diversos seres no
amados. Persisto en considerar las operaciones del amor como las más graves:
aparte de las consecuencias sociales que nunca me oculto que pueden tener,
no trato de olvidar que, siempre desde el mismo punto de vista materialista,
«es su propia esencia lo que cada uno busca en otro» (Engels). Para que sea
así, me parece necesario que la palabra otro, en esta frase, sea limitativa de
una multitud de seres y, en particular, de todos aquellos que, para el individuo
considerado, podrían ser pasajeramente causas de distracción y de placer. A
fin de evitar toda confusión, tengo interés en añadir que no formulo aquí
ningún principio general, no me propongo más que ayudar a la inteligibilidad
de lo que precede y de lo que seguirá: no puedo hacerlo sin hablar de mí).
No obstante, volvía, lo más conscientemente del mundo, al desorden.
Cuando los pensamientos amargos que venían cada mañana a asaltarme se
habían cansado de dar vueltas en mi cabeza como ardillas quemadas, el
automatismo sentimental, sexual, intentaba más o menos vanamente hacer
valer sus derechos. Me encontraba de nuevo huraño ante esta balanza sin fiel
pero siempre centelleante, esta balanza borracha: amar, ser amado. La
tentación absurda, pero inmediata, de sustituir el objeto exterior ausente por
otro objeto exterior que colmase, en cierta medida, el vacío que había dejado
el primero, esta tentación se abría paso violentamente en ciertas horas,
arrastrando por mi parte un comienzo de acción. Por otra parte, me había dado
a pensar que el error inicial que había podido cometer y que pagaba en aquel
momento con un desprendimiento de mí tan cruel, residía en la subestimación
de la necesidad de bienestar material que puede existir naturalmente, y casi
sin saberlo ella, en una mujer ociosa que por sí misma no dispone de los
medios de asegurarse este bienestar, de un cierto progreso en este sentido que
puede tener interés en realizar durante el curso de su vida. Debía reconocer
que por este lado yo nunca había sido capaz de otra cosa sino de
decepcionarla, de insatisfacerla. Por un reflejo moral bastante curioso —me
doy cuenta de que no estaba lejos de atribuir a esto un sentido de reparación,
del carácter humano más general—, de repente me había figurado que ya no
debía acoger cerca de mí, si el porvenir lo permitía, más que a un ser
particularmente desprovisto de recursos, particularmente esclavizado por Ja
sociedad —con tal que su dignidad no hubiese sufrido nada por ello— y que
al menos estuviese en mi poder ayudarlo a vivir por algún tiempo: el tiempo
que yo mismo lograría vivir. Nada dice que una mujer encantadora y
estimable, si entonces hubiese podido ser advertida de mis disposiciones, no

Página 46
hubiese consentido en compartir conmigo lo que tenía. A veces deploraba no
poder publicar un anuncio en algún periódico ideal. A falta de permitírmelo,
me representaba con celo, debo decirlo, las increíbles dificultades que un
hombre puede encontrar para conocer a una mujer de quien, al verla pasar por
la calle, augura algún bien. La hipocresía social, la defensa ante la cual
mantienen las mujeres las insinuaciones de un número demasiado grande de
sinvergüenzas, los desprecios siempre posibles por la calificación intelectual
y moral de las callejeras, no sirven para hacer de esta empresa, en los peores
momentos, un pasatiempo muy recomendable. Una cosa, sin embargo —que
esto sea o no de naturaleza para indignar a diversos buenos apóstoles— me
parece menos capaz que otra de romper el hechizo bajo el cual haya podido
dejarnos una mujer amada, que ha partido, todo el hechizo, que es el de la
vida misma, y esta cosa es la persona colectiva de la mujer, tal como se
forma, por ejemplo, durante un paseo solitario algo prolongado, en una gran
ciudad. Lo rubio hace extrañamente valer lo moreno, y a la inversa. Las pieles
muy hermosas se exaltan y exaltan con ellas las miserables pañoletas. En el
misterio siempre asediador de las variedades de cuerpo que se dejan adivinar
hay que sostener parcialmente la idea de que no todo está perdido, puesto que
la seducción pone aún, por todos lados, tanto de su parte. ¿Esta mujer que
pasa, a dónde va? ¿En qué sueña? ¿De qué podrá estar tan orgullosa, tan
coqueta, tan humilde? Las mismas preguntas se repiten para otra, aun antes
que ésta haya pasado. Un gran ruido se produce, ruido vivo, ruido claro, ruido
de construcción y no de derrumbe, que es el del esfuerzo humano buscándose
unánimemente una justificación no fuera del ser humano sino a la vez en sí
mismo y en otro. ¡Qué belleza en eso, qué valor, qué nitidez a pesar de todo!
La mujer de París, esta criatura compuesta, hecha diariamente de todas las
imágenes que van a mezclarse en los espejos de afuera, ¡cuán desfavorable es
a los pensamientos replegados sobre sí mismos, cuán desconcertante en la
soledad y en la desdicha! Si de pronto el ser inmediato más sensible me falta,
la única probabilidad que tengo de volver a descubrirlo (aquel que puede
haberse convertido en otro, o aquel), de volver a descubrirlo, conociéndolo
esta vez en su realidad, es entre tanto el haber podido realizar esta operación
capital del espíritu que consiste en ir del ser a la esencia. En esto debe
consistir todo el secreto de los poetas, que pasan por encontrar sus acentos
más patéticos en la desesperación. En ningún dominio la ley de la negación y
de la negación de la negación logra verificarse de una manera más
impresionante. A este precio es la vida.

Página 47
Es natural que el ser inmediato objeto del amor una vez desaparecido, ese
rodeo por la esencia, en la medida en que se prolonga inútilmente y esto a
causa de la posibilidad para el espíritu de retorno al ser, favorezca cierto
número de actitudes inhumanas y engendre falsas gestiones. Me explico.
Según todas las probabilidades, el amor, sometido en un ser al ritmo general
de su evolución, tiende a perfeccionarse filosóficamente, como el resto. Puede
ser que yo descubra más tarde la razón profunda, que todavía me escapa, de
esta incompatibilidad finalmente declarada entre yo y lo que había querido
tener más cerca de mí, y, según toda verosimilitud, percibiré entonces que, en
efecto, de un ser inmediato, como aprendido de memoria, no había sabido
hacer plenamente para mí un ser real. Sin duda yo tampoco habré logrado ser
bien real para aquel ser. Pero, hecha esta deducción, ¿cómo no esperar ser
más dichoso un día o, a falta de esto, cómo no querer que un hombre que
habrá leído estas líneas sea, un poco a causa de ellas, menos desdichado que
yo? No es imposible, digo, que yo adquiera a mis expensas el poder de
considerar a otro ser como real, o de hacer considerar a otro ser como real por
alguien que lo ame. Tanto mejor si mi testimonio ayuda a ese hombre a
deshacerse, como yo quiero deshacerme, de toda sujeción idealista. Lo
conseguirá errando menos de lo que yo habré errado en estas sombrías calles.
Si se está expuesto, en circunstancias del orden de las que he descrito, a un
desquiciamiento moral más o menos completo, es, hay que decirlo, que los
medios de conocimiento que son propios del amor que sobrevive a la pérdida
del objeto amado, estos medios ya sin aplicación, tienden impacientemente,
con todas sus fuerzas, a volver a aplicarse. Tienden a volver a aplicarse
porque la posición puramente especulativa que de pronto se ha asignado al
hombre se revela insostenible. Helo aquí bruscamente peleando con un
mundo en el que todo es indeterminado. ¿Cómo evitará esta vez engañarse y
engañar a algún otro sobre sí mismo? ¿Determinará? Está destrozado,
confuso, débil, deslumbrado. ¿No determinará?
Para vivir, tiene que determinar. Tiene que ponerse a preferir esto y
aquello. Unos ojos muy bellos, como los de esta alemana, pueden con todo
ser un oasis. He omitido decir que no me hallaba al día siguiente de aquel en
que me había aparecido con certeza el carácter irremediable de la situación
que se me había planteado en relación con la mujer a quien amaba. Ya habían
pasado varios meses, durante los cuales agoté todas las formas de verme ir y
venir en un callejón sin salida. Para engañar este automatismo exigente de que
he hecho mención más arriba, incluso había llegado cierta noche a apostar con
unos amigos que dirigiría Ja palabra a diez mujeres de aspecto «honrado»

Página 48
entre el Faubourg Poissonnière y la ópera. Ni siquiera me otorgaba el permiso
de elegirlas. Era para sorprender el primer movimiento de ellas, para oír sus
voces. No llegué más allá de la octava y, entre este número, sólo encontré
una, muy poco atractiva por otra parte, que no quisiera contestarme. Cinco de
las otras se dignaron aceptarme una cita. Detesto, huelga decirlo, esta clase de
actividad, pero en aquella circunstancia le encuentro una excusa: dentro de lo
desconocido en que me debatía, era mucho para mí hacer que aquellas
desconocidas se volvieran hacia mí. Otra vez me paseé llevando en la mano
una hermosísima rosa roja que destinaba a una de aquellas damas del azar,
pero, como les aseguraba que no esperaba de ellas nada más que poder
ofrecerles la flor, me costó muchísimo encontrar una que quisiera aceptarla.
La joven del 5 de abril, a la que me reprochaba cruelmente no haber
seguido, reapareció dos o tres veces por los alrededores del café. Puede
decirse que yo no había dejado de estar al acecho, con la esperanza de
encontrarla sola y poder entregarle una tarjeta en la que había escrito estas
palabras, después de haberlas hecho traducir para ella: «No pienso más que en
usted. Deseo locamente conocerla. ¿Aquel señor es quizás su hermano? Si no
está usted casada, pido su mano». Seguía la firma y: «Se lo suplico». No tuve
la más mínima ocasión de entregarle aquella tarjeta. Hasta dos días después, a
partir de los cuales no volví a verla, en efecto, no se presentó ante mí más que
acompañada de la persona del primer día, pero ésta de un instante a otro más
manifiestamente hostil a sus manejos, siempre los mismos, y a los míos. Hice
lo imposible por procurarme su dirección, pero las incesantes precauciones
que se tomaban, muy a su pesar, para que aquella me permaneciera oculta,
resultaron suficientemente eficaces.
¡Qué corto resulta este relato! Apenas presentado un personaje se le
abandona por otro —¿y aun quién sabe si por otro? ¿Para qué, entonces, este
esfuerzo de exposición? Pero el autor, que parecía haber emprendido la tarea
de entregarnos algo de su vida, ¡habla como en sueños!— Como en sueños.
El 12 de abril, hacia las seis de la tarde, me paseaba con mi perro
Melmoth por los bulevares exteriores, cuando, a la altura de la Gaité
Rochechouart ante la cual me había inmovilizado el cartel de Pecado de
judía, descubrí cerca de mí a una joven cuya atención no parecía menos
vivamente atraída por aquel cartel. Demasiado ocupada para fijarse en mí, me
dejaba contemplarla a mi sabor. Nada en el mundo más encantador, menos
abreviable que aquella contemplación. Muy aparentemente pobre, como sin
duda debía ser en aquella época de mi vida, ya lo he dicho, para que toda la
emoción de que soy capaz al ver a una mujer entrase en juego, podía hacer

Página 49
evocar en el primer instante a aquella por la que Charles Oros, al final de su
más bello poema, Libertad, no pudo encontrar más que estas palabras
insuficientes y maravillosas:

Amiga esplendente y morena

o aun aquella cuyos ojos tenía, sí, los ojos que desde hace quince años no han
dejado de ejercer sobre mí su fascinación, la Dalila de la pequeña acuarela de
Gustave Moreau que me ha hecho ir tan a menudo al Luxemburgo para volver
a verla. Aquellos ojos, bajo las luces, si recurro a una comparación a la vez
más lejana y más exacta, me hicieron pensar inmediatamente en la caída,
sobre un agua tranquila, de una gota de agua imperceptiblemente teñida de
cielo, pero de un cielo de tempestad. Era como si aquella gota se hubiese
mantenido indefinidamente en el instante en que una gota toca al agua, justo
antes de aquel en que, con lentitud, se la podría ver fundirse en ella. Esta
imposibilidad, reflejada en un ojo, era para condenar las aguamarinas, las
esmeraldas. A la sombra, como lo vi después, podía uno hacerse de él la idea
de un rozar continuo, y sin embargo recomenzado sin cesar, de aquella misma
agua por una punta finísima que llevara una minúscula porción de tinta china.
Todo, en la gracia de aquella persona, era lo contrario de premeditado. Vestía
cosas de un negro lamentable que, además, le sentaban muy bien. Había en su
porte, ahora que vagaba a lo largo de las tiendas, un no sé qué de cegador y de
tan grave, por ser perfectamente ignorado por ella, que no podía menos que
recordar, en su ley que pacientemente tratamos de vislumbrar, la gran
necesidad física natural al tiempo que hacía pensar más tiernamente en la
displicencia de ciertas flores altas que empiezan a abrirse. No tardó así mucho
tiempo en sólo tener que pasar para desalentar con su silencio ni siquiera
hostil al asalto de cortesía y de descortesía al que, en semejante lugar, un
domingo por la tarde, toda su persona la exponía. Observé con emoción que
nadie insistía cerca de ella. Todos aquellos que, sin haberla visto siquiera, se
arriesgaban a emprenderla, desperdiciaban sus piropos, sus chanzas. Se
alejaban en seguida, con aire ausente, concediéndose nada más el derecho de
volverse para estimar con una mirada el encanto del talle y lo que la media de
hilo daba a entender, irreprochablemente, de la pantorrilla. Vacilé largo rato
antes de acercarme a ella, no porque aquellos diversos ejemplos desgraciados
pudiesen disuadirme, pero apenas si me había visto y por poco me hubiera
conformado, aquel día, con la certeza de la existencia de semejante mujer.
Fue necesario, para que me decidiera, que, volviendo bruscamente sobre sus

Página 50
pasos, emprendiese el camino por la acera desierta que bordea, después de
pasar el bulevar Magenta, el hospital Lariboisière. Hoy digo: Lariboisière,
pero recuerdo que entonces busqué vanamente poner un nombre al
establecimiento que rodean aquellos largos muros sombríos, cubiertos de
cuando en cuando de carteles desgarrados. No ignoro, sin embargo, la
situación de ese hospital, pero, a juzgar por una inscripción leída
inconscientemente que no designa más que un servicio particular de aquél,
estaba dispuesto a creer que era más bien la Maternidad (cuyo emplazamiento
exacto me es también conocido desde hace mucho tiempo). Esta confusión,
muy parecida a las que pueden producirse en sueños, prueba, según mi
opinión, el reconocimiento de la maravillosa madre que había en potencia en
aquella joven. Así se realizaba, como vemos, mi más imperioso deseo de
entonces, si no el de no morir, al menos el de sobrevivirme en lo que antes de
morir había podido considerar como admirable y viable. Sé que el eclipse del
hospital Lariboisière podía, por otra parte, ser debido al hecho que al ver de
pronto a aquella persona eminentemente deseable, no había podido menos de
preguntarme vagamente qué podía estar haciendo allí, a aquella hora, de
concebir alguna duda, vivamente combatida de inmediato, sobre su moralidad
y, correlativamente, sobre su salud. A las primeras palabras que le dirigí,
contestó sin embarazo (yo estaba demasiado emocionado para formarme una
idea nueva de sus ojos fijos en mí) y hasta me dispensó la gracia de parecer
encontrar un poco inesperado lo que le decía. Mi maravilla, lo digo sin miedo
al ridículo, mi maravilla no conoció ya límites cuando ella se dignó invitarme
a acompañarla hasta una salchichonería vecina, donde quería comprar
pepinillos. A propósito de esto, me explicó que iba a cenar, como todos los
días, con su madre y que ni una ni otra sabían apreciar una comida si no iba
acompañada de pepinillos. Me veo de nuevo ante la salchichonería,
reconciliado de pronto como cosa imposible con la vida cotidiana.
Ciertamente, es bueno, es superiormente agradable comer, con alguien que no
nos sea del todo indiferente, pepinillos, por ejemplo. Era necesario que esta
palabra fuese pronunciada aquí. La vida está hecha también de estas pequeñas
costumbres, está en función de estos gustos mínimos que se tienen, que no se
tienen. Aquellos pepinillos me sirvieron de providencia, un cierto día. Sé que
estas consideraciones no podrán agradar a todo el mundo, pero estoy seguro
de que no hubiesen desagradado a Feuerbach, lo cual me basta. (Me gustan
mucho, por otra parte, los escritores naturalistas: pesimismo aparte —son
verdaderamente demasiado pesimistas—, considero que han sabido sacar
partido de una situación como aquella. Los encuentro, en término medio,

Página 51
mucho más poetas que los simbolistas que, en la misma época, se esforzaban
por embrutecer al público con sus elucubraciones más o menos ritmadas: Zola
no era malo, realmente, en cuanto a empuje; los Goncourt, de los que se
tiende cada vez más a representarnos solamente los resabios intolerables, no
eran incapaces de ver, de palpar; Huysmans, entre todos, antes de hundirse en
la fangosa vacuidad de En camino, no había dejado de ser muy grande y
habría fundamento para dar por modelo de honradez a los escritores de hoy
los libros cada vez menos leídos de Robert Gaze, a pesar de todos sus
defectos. Solamente Alfonso Daudet, verdadero portavoz de la pequeña
burguesía de su época, se había en todos los puntos definido con ella como un
ser vil, repugnante, despreciable. Persisto en creer que, el talento aparte, lo
repetiré, aquellos escritores por otra parte se equivocaron totalmente). Los
pepinillos están ahora envueltos, podremos marcharnos. El tiempo no me ha
parecido nunca menos largo. Para mí, de nuevo, no hay nadie más en el
bulevar, tanto escucho, tanto espero que de aquellos labios risueños caiga la
sentencia imprevisible que hará que yo viva o que otra vez no sepa cómo vivir
mañana. Me entero por aquella joven que es bailarina, que como cosa
extraordinaria ama su oficio, que vive allí —atravesamos la plaza de la
Chapelle—, en casa de sus padres, muy cerca. Me encanta hallarla confiada,
atenta, aunque al parecer poco curiosa por mí, lo cual me ahorra tener que
entrar, como a cambio de aquella atención y aquella confianza no podría
evitar hacerlo, en detalles aflictivos referentes a mí. AI despedirse, me
concede, sin hacerse de rogar, una cita para el día siguiente.
Desde entonces he tenido varias veces la ocasión de volver a ver la
fachada ruinosa y toda tiznada de la casa de la calle Pajol, por cuya puerta
había visto desaparecer a aquella amiga de una tarde —que no debía serme
nunca más amiga. Aquella fachada es tal que no conozco otra más
entristecedora. ¿Cómo puede un ser físicamente tan excepcional permanecer,
divirtiéndose con ello, varias horas del día al fondo de aquel patio, tras
aquellas cortinas grises? ¿Cómo puede atravesar sin daño, varias veces al día,
la abominable y al mismo tiempo sorprendente encrucijada de la Chapelle,
donde mujeres parecidas todas a viejos odres, descubriendo el escote,
requieren todavía al transeúnte que «les pague un litro»? Esto, por otra parte,
no era ya más que un aspecto accesorio del problema. Si he dicho la verdad
hubiera debido bastarme, puede pensarse, haber reanudado el contacto con la
vida exterior por la gracia de aquel ser, sin por ello esperar más de lo que me
había dado. ¡Pero vayan ustedes a contar con la esperanza! Yo no dudaba de
que la bella paseante del domingo volvería al día siguiente, como había dicho,

Página 52
y confieso que enloquecí al no verla. Ese enloquecimiento era, por otra parte,
en todo preferible a aquello de que me había sacado su aparición. Para mí la
vida había vuelto a tener un sentido y hasta el mejor sentido que pueda tener.
Terminé por informarme, en la calle Pajol, de su nombre, a fin de hacerle
llegar una carta. No recibiendo respuesta, pasé varias tardes consecutivas
hastiándome por ella, pero sólo por ella, en el pequeño jardín de la plaza que
ella debía bordear cada día para salir y para volver, pero no logré verla.
Aquella ausencia voluntariamente prolongada terminó, como era de esperar
para mí, en una idealización completa, de una fuerza tal que ya no me atreví a
ir más a su encuentro por miedo de no reconocerla. En efecto, lo había
olvidado todo de su silueta, de su porte y, por poco que sus ojos estuvieran
bajos, no me sentía capaz de identificarla a tres pasos de distancia. No por
esto le estaba menos agradecido por no haberme despedido bruscamente el
domingo, y hasta este agradecimiento, en mí, no tardó en tomar un giro
ligeramente enfático, bastante singular. Sin esperar, ciertamente, a forzar así
la resistencia que ella me mostraba, pensé en aturdiría con pequeños regalos
cuyo mismo carácter desinteresado los hacía valer muy especialmente a mis
ojos. Es así que le hice llevar una gran azalea en maceta que elegí por su color
rosa y de la que no me cansaba de imaginar la entrada teatral en el patio negro
y la escalera verosímilmente sórdida de su casa. Una tarjeta de visita muy
lacónica me dio las gracias. Algunos días más tarde, una inmensa muñeca
vestida de hada tomó el mismo camino que la flor, pero, esta vez, no había
tenido el valor de dejarla partir sin una carta. Este último envío me valió la
aceptación de una cita que solicitaba. Le debí también el comprender, en el
curso de la conversación que resultó de ello por la mañana del domingo 19, y
en la que se trató sobre todo, mientras yo dejaba hablar, de menudos
incidentes profesionales y de diversiones inocentes sacadas de la pequeña
correspondencia de los periódicos galantes, que yo no podía tener nada en
común con aquella niña que tenía dieciséis años y a quien, en mi confusión, le
había atribuido veinte. Fue ella, sin embargo, quien decidió conmigo terminar
allí, olvidando que había ofrecido volver a verme dos días después. Era, pues,
verdad que no debía encontrarse en mi camino más que aquel primer
domingo. Le guardo todavía una gratitud infinita por haberse encontrado allí.
Ahora que ya no la busco, sucede que la encuentro algunas veces. Tiene aún
los ojos igualmente hermosos, pero es forzoso reconocer que ha perdido para
mí su prestigio. Gomo para que nada subsista entre ella y yo de las palabras
sin duda de importancia demasiado desigual que pudimos cambiar, cuando

Página 53
pasa cerca de mí vuelve la cabeza de un modo bastante inexplicable a fin de
no tener que contestar a un saludo eventual.
Por otra parte, aquel rostro encantador apenas se había ocultado, cuando la
especie de flotador maravilloso que habían sido para mí los ojos del 5 y del 12
de abril reaparecía una vez más a la superficie. Hay que reconocer que, no
obstante, la imagen femenina tendía con él a degradarse. Llegaré a esto.
Previamente, puesto que esto nos conducirá al martes 21 de abril, me parece
necesario dar idea de mis disposiciones generales del lunes.
De nuevo, el pensamiento de mi soledad personal me ocupaba por entero.
Aquellas dos mujeres que acababan de perfilarse en ilusión óptica, aunque
hubiesen tenido el poder de arrancarme de una obsesión intolerable, que no
era menos que la de abolir lo que no podía ser abolido: todo lo que había sido
contrario a la realización del deseo que comprometía, sin solución posible de
continuidad, la misma duración de mi vida, bajo otra forma me hacía resaltar
la vanidad de esa vida, la mía, que era decididamente inasociable a otra.
Después de algún tiempo, un domingo, a orillas del Mame, me había puesto a
envidiar a aquella gente que trabajaba una semana para ir a retozar un día en
un rincón de verdor, suponiendo que haga buen tiempo. Me representaba sin
la más mínima ironía todo lo que puede existir de indisoluble, de fácil entre
ellos. De dos en dos, se habían elegido, un día, de prisa, y no se había puesto
nunca en duda que pudiesen separarse. Ninguna segunda intención, en fin, de
una parte ni de otra. Los sucesos del día eran una historia de taller, de oficina,
una tela bonita, un proyecto de paseo, una película. Se vestían y se desvestían
los niños encantadores, horrendos. Sin duda, había aquí y allá algún tropiezo
que deplorar, pero la vida volvía a encontrarse allí en término medio. Se
extendía maciza, mezquinamente productiva, pero al menos indiscutida. Y
todo eso, bajo mis ojos, se echaba al agua del Marne, salía de ella a su placer,
recobraba fuerzas para continuar. La necesidad de comprender un poco el
mundo, la preocupación de diferenciarse de los demás hombres, la esperanza
de ayudar a la solución de una cosa no resuelta, todo este factor a la vez
agitador y decepcionante se había abstenido una vez por todas de entrar en la
cuenta. ¡De todos modos, es para esa gente que hay fresas en los bosques!
Ciertamente, era demasiado tarde para intentar adaptarme a su suerte, pero
¿cómo no admitir que eran favorecidos, hasta cierto punto? Entre ellos, debía
haber también tenderos, tenderos de letras, de ciencias notablemente, los
cuales, a decir verdad, me estropeaban un poco a los otros, ¡pero tan poco! Y
París metería aquello en el horno por la noche, estúpidamente, después de
haberlo envuelto en la harina de sus luces. Era muy hermoso. Para mí, todo

Página 54
marchaba de modo diferente, repito que estaba solo. Consideraba ^aquella
actividad que yo había podido tener antes de encontrarme de este modo
aniquilado. ¿Valía siquiera la pena haberlo tocado? ¡Cuánta suficiencia se
requiere para pensar de sí mismo, en el plano intelectual, que se habrá hecho
algo! Los grandes filósofos, los grandes poetas, los grandes revolucionarios,
los grandes enamorados: lo sé. Pero si no se está seguro de alcanzar jamás esa
grandeza, ¿cómo hacer para ser simplemente un hombre? ¿Cómo justificar el
lugar que uno ocupa ante la comida, la bebida, el vestir, el dormir? ¡Qué
libres están, a poca costa a pesar de todo, de esta inquietud los que labran y
siembran la tierra, los que podrían blandir por el más mínimo pretexto, y que
blandirán pronto, en todas partes, las herramientas de hierro! Mis amigos y
yo, en aquella época, estábamos concertándonos sobre los medios de realizar
una acción específicamente antirreligiosa, y hay que decir que nos veíamos
reducidos, como resultado de algunos malentendidos que interesaban, a decir
verdad, más bien al juego de los caracteres que al de las ideas, a no poder
considerar otra acción común que aquélla. Creo que un historiador tendrá más
tarde interés en saber que para nosotros entonces podía ser así. Se buscarán, y
supongo que se encontrarán, las razones vitales que, inicialmente, nos habrán
hecho preferir, a algunos, obrar en conjunto que distintamente los unos de los
otros, cuando esto hubiera llevado a la representación de diversos papeles que
no tenían en realidad el beneplácito de ninguno de nosotros. Algo por lo
menos, creo ya poder decirlo, habrá pasado así de una voluntad que hubiese
permanecido veleidosa sin eso. Este mínimo de dependencia libremente
aceptada habrá tenido también el efecto de relegar al segundo plano de
nuestras preocupaciones lo que sólo era brillante y accesorio, por ser más
particularmente propio de tal o cual de nosotros. A falta de la disciplina de
clase, una disciplina. Para obrar mejor, hubiera sido necesario que la presión
social sobre nosotros hubiese sido menos dura, pero era capaz, en su
dulzura…, de hacernos añorar los bellos tiempos de la Enciclopedia. ¡Qué
inclemencia por todas partes! Un público, para quien se habla, del que se
tendría todo que aprender para continuar hablando y que no escucha; otro
público, indiferente o fastidioso, que escucha. ¿Pero cómo, pues, marchaban
las cosas en Francia durante el siglo XVIII? En los malos momentos, uno se
dice que es muy grave, en los otros que lo es menos. En abril de 1931, por
ejemplo, aquello podía ser considerado por mí como muy grave. Faltaba
saber, entre otras cosas, si los medios definidos como nuestros podían
realmente ser puestos por completo al servicio de una causa como la causa
antirreligiosa, por muy interesante que fuese. Nada, si se reflexiona, era

Página 55
menos seguro. Por nuestra parte, no había allí nada enteramente justificable
más que del exterior. Limitarnos sistemáticamente, como había sido
propuesto, a una actividad parecida, ¿no era emancipar gratuitamente, por
reacción, las diversas voluntades de singularización que, hasta entonces,
habían encontrado el modo de contenerse en la poesía, en la pintura y, de una
manera general, en las formas variables de la expresión surrealista? En cuanto
a lo que me concierne, me asustaba al ver todo lo que, de mi vida y mis
aspiraciones personales, semejante proyecto dejaba de lado. El surrealismo,
tal como entre varios lo habremos concebido durante años, no deberá ser
considerado como existente más que en la no especialización a priori de su
esfuerzo Deseo que sea considerado por no haber intentado nada mejor que
tender un hilo conductor entre los mundos excesivamente disociados de la
vigilia y del sueño, de la realidad exterior e interior, de la razón y de la locura,
de la calma del conocimiento y del amor, de la vida por la vida y de la
revolución, etc. Por lo menos, se habrá buscado, mal buscado, quizá, pero
buscado, no dejar ninguna pregunta sin respuesta y se habrá tenido un poco de
empeño en la coherencia de las respuestas que se daban. Suponiendo que ese
terreno fuese el nuestro, ¿merecería verdaderamente que lo abandonáramos?
Un revolucionario sueña como otro hombre, tiene momentos en que se ocupa
de sí mismo solamente, sabe que de cuerdo puede uno volverse loco, una
mujer bella no lo es menos para él que para otro, puede ser desdichado a
causa de ella y amarla. Desearíamos que en todos esos respectos nos hiciera
conocer su comportamiento. En la medida en que lo hemos podido suputar —
y una vez más el surrealismo no se ha dedicado a nada más—, espero que no
hemos hecho dar ningún paso en falso al conocimiento del universo y del
hombre, sino que más bien, aplicándonos a poner a ese revolucionario de
acuerdo en todos los puntos consigo mismo, no hemos podido emprender otra
cosa que su engrandecimiento. Que por el camino se hayan cometido errores,
no seré yo quien lo niegue, y hasta quizá sería hora de nombrar estos errores.
Pero quiero creer que sólo nuestra evolución general, función que es, lo cual
la complica, de diversas evoluciones particulares, será de una naturaleza que
pueda dar a lo que hayamos emprendido juntos su verdadera significación.
Sólo entonces se verá si hemos sabido a nuestra vez, y desde el ángulo donde,
por nuestras aptitudes propias, nos hallábamos colocados, desprender la perla
que otros, pala repetir otra vez palabras de Lenin, no supieron extraer del
«estercolero del idealismo absoluto».
Volviendo a mí mismo, entonces no lograba, como lo concibo mejor hoy,
satisfacerme con este proyecto cargado de restricciones. Una multitud de

Página 56
ideas, de representaciones antagónicas venían a asediarme en el preciso
momento en que, por lo menos «para hacer algo», estaba dispuesto a darle mi
adhesión. Se me reconocerá que por mi parte no podía tratarse de tibieza en
cuanto a la acción proyectada. En efecto, jamás he dejado de considerar a ésta
como una de las más necesarias y más urgentes y pienso aún que a nadie más
que a nosotros corresponde llevarla a cabo. Simplemente, no podía
resignarme a ver en ella resolverse muy episódicamente y confundirse todo
aquello de que podía estar hecha nuestra experiencia anterior. No tenía el
sentimiento de que pudiese resultar de ella para mí, ni por otra parte tampoco
para ninguno de nosotros, la satisfacción vital que buscamos en el hecho de
expresarnos. Adrede insisto así en la falta de determinaciones intelectuales en
que, por el mismo hecho de esta proposición, me encontraba entonces. ¿Para
qué, de ese lado aún, lo que había podido creer justo, eficaz? Hubiera sido
mejor (era por lo menos lo que mi desaliento personal me sugería) no haber
jamás comprometido nada, dicho nada. He aquí que de pronto era cuestión de
bifurcar.
Me volviese de un lado o de otro, la soledad era la misma. El mundo
exterior había recobrado su apariencia de pura decoración. Aquel día, primero
me había paseado sin objeto por los muelles, lo que me había llevado a
lamentar no poder adquirir, por razón de su precio demasiado elevado, el Ars
magna de Raimundo Lulio, que sabía se encontraba en una tienda de la orilla
izquierda. Después, la idea de la pequeña arteria negra, como seccionada, que
debía ser aquel día la calle Gît-le-Coeur me hizo abandonar aquel barrio por
el barrio de San Agustín, donde esperaba descubrir, en otra librería, alguna
rara novela terrorífica, pariente de las de Lewis o de Maturin, que no hubiese
leído aún. Buscaba particularmente El viejo barón inglés o Los fantasmas
vengados, de Clara Reeve. Sin embargo, el temor de singularizarme me
contuvo, en el último momento, de pedir aquella obra y me hizo preferir
interesarme en lo que podía existir de libros antiguos que trataran del 9
Thermidor. Hojeé con fastidio varios volúmenes de vulgarización histórica,
conteniéndome con gran esfuerzo de adquirir las divagaciones en cinco tomos
de no sé qué cura que se había obstinado en interpretar toda la época
revolucionaria desde el punto de vista estricto de la herejía religiosa, lo cual
me parecía que, cuanto más, podía ser jocoso. Entré después, para mayor
ocio, en una librería del bulevar Malesherbes, pero, como tuve ocasión de
comprobar algunas horas más tarde, los libros —lo mismo, al parecer, que las
mujeres— tendían a sustituirse unos a los otros, y el que en aquel lugar me
entregaron envuelto no era el que yo quería. Mientras me dirigía lentamente

Página 57
hacia la Magdalena, un hombre elegante, de unos cincuenta años, con el
aspecto físico de un profesor, y que primeramente me pareció oír hablar solo,
se me acercó y me pidió que le prestara un franco.
—Señor —me dijo—, vea a lo que he quedado reducido. No llevo encima
ni lo suficiente para tomar el metro.
Lo miré con sorpresa. Todo en él desmentía tal miseria. Le di un billete de
diez francos, por lo que me dio las gracias con efusión:
—No puede usted saberlo. Acabo de encontrar, en este mismo bulevar, a
pocos metros de aquí, a mi mejor, mi más viejo amigo. Se negó a hacerme el
favor que usted me hace. Y, por otra parte, ¿por qué me hace usted este favor?
—Dio un paso atrás, como para mirarme, y bruscamente—: Señor, no sé
quién es usted, pero le deseo que haga lo que debe hacer y lo que puede hacer:
algo grande[8]. Se alejó. No estoy loco y cuento esta historia tal como me
sucedió. Proseguí mi camino. Un poco más lejos, un guardia me interpeló.
Quería saber si el hombre de hacía un momento me había pedido dinero. Tuve
la presencia de espíritu de contestar que no. Un joven a quien antes no había
visto y que se encontraba a su lado se asombró. Diversas personas, entre las
que se contaba, acababan de ser de este modo curiosamente robadas. No
pensé más en ello hasta el día siguiente por la mañana, cuando Paul Eluard, a
quien yo no había comunicado aquel encuentro, vino a verme y comentó
desfavorablemente las ideas de Feuerbach sobre la caridad. Por otra parte, Le
Journal del 21 de abril publicaba en primera página el interesante entrefilete
siguiente:
La policía judicial, ayer, puso fin a las hazañas de cinco individuos que
desvalijaban, desde hace varias semanas, a provincianos opulentos o a ricos
extranjeros de paso por la capital.
Desde hacía dos meses, en efecto, las quejas afluían. El relato de las
víctimas era siempre más o menos el mismo.
—Me abordó en la calle un individuo que me propuso guiarme por París.
Trabamos conversación mientras andábamos. A nuestro paso, encontrarnos
una cartera llena de billetes de banco extranjeros. Mi compañero la recogió y
se la echó al bolsillo. Pero, en aquel momento, el propietario de la cartera
apareció y la reclamó. Como pretendía que le había sido sustraída parte de
su dinero y me acusaba, para justificar mi inocencia me saqué del bolsillo mi
propia cartera y la ofrecí a mi interlocutor. Éste, después de revisar el
contenido y comprobar que no había en él billetes extranjeros, me la
devolvió. Entonces se produjo una violenta discusión entre mi compañero y el
otro personaje y pronto huyeron ambos, el uno persiguiendo al otro.

Página 58
Me di cuenta entonces de que mi dinero me había sido sustraído y
comprendí la maniobra de que acababa de ser víctima. El golpe había sido
preparado por los dos hombres en complicidad.
Ayer, en la plaza de la Concordia, después de una delicada investigación,
los cinco cómplices fueron atrapados en flagrante delito y detenidos. Son:
Albert Moscú, llamado «El Ojo de Moscú»… etc.
En el primer correo de aquel mismo día me llegó una carta de un director
de revista en la que acompañaba un artículo sobre el Segundo Manifiesto del
Surrealismo, al que se me invitaba a contestar. Aquel artículo, si no de los
más comprensivos, al menos de los más simpáticos, estaba firmado por uno
de mis más antiguos camaradas, J. P. Samson, desertor francés del principio
de la guerra, y de quien no he recibido noticias directas desde aquella época.
Con placer me enteré de aquellas páginas. Encontré de nuevo en ellas la
mirada directa que había conocido a su autor; tuve la seguridad de que me
hubiera bastado volver a verlo y proporcionarle de palabra algunas
aclaraciones sobre la verdadera posición surrealista para que renunciara a la
mayoría de sus objeciones. Entre estas últimas figuraba esencialmente la
afirmación de esta idea de que seguiríamos siempre a pesar nuestro siendo
unos místicos y que la atracción que ejercía sobre nosotros el «misterio»
traducía «un estado de espíritu que su ateísmo no debe impedir calificar de
religioso». Tal paradoja, unida a una reserva más grave sobre lo bien fundado
de la campaña antirreligiosa realizada en la U. R. S. S., era de una naturaleza
para actualizar y dar validez de una manera impresionante la discusión sobre
la oportunidad de llevar a cabo, en la medida de nuestros medios, una ludia
análoga en Francia: repito que entre nosotros esta discusión había tenido lugar
la víspera por la noche. Se ve cómo los hechos, de este mismo orden, podían
encadenarse en mi espíritu. Y he aquí lo que en mí es tachado de misticismo.
La relación causal, vienen a decirme, no podría establecerse en este sentido.
No hay ninguna relación sensible entre tal carta que le llega a uno de Suiza y
tal preocupación que podía ser suya alrededor del momento en que aquella
carta fue escrita. ¿Pero no es esto, pregunto, absolutizar de una manera
lamentable la noción de causalidad? ¿No es esto tener en muy poco las
palabras de Engels: «La causalidad no puede ser comprendida más que en
relación con la categoría del azar objetivo, forma de manifestación de la
necesidad»? Yo añadiré que la relación causal, por turbadora que sea aquí, es
real, no solamente por el hecho de que se apoye sobre la universal acción
recíproca, sino también por el hecho de que es comprobada. Por otra parte, iré
más lejos. Este nombre, Samson, que no había oído pronunciar desde hacía

Página 59
años, al aparecer aquella mañana ante mis ojos, ¿podía hacer menos que
recordarme a la niña de ojos de agua, de ojos, he dicho, de Dalila, con quien
tenía precisamente cita aquel mismo día, a las doce, para comer? Que esto
pueda, para ciertas personas, rozar el delirio de interpretación, no veo
inconveniente en ello, habiendo insistido como lo he hecho sobre las razones
de mi poco equilibrio de entonces. En la barbería, un poco más tarde, volvía
sin convicción las páginas del Rire que me habían puesto en las manos
cuando por poco suelto la carcajada al ver un dibujo del que acababa de leer
el pie. Era verdaderamente demasiado hermoso, demasiado cómico. No podía
dar crédito a mis ojos. Una habitación y, en la cama, una mujercita más que
rubia, con ojos grandes como platos y que sin duda la luz de la mañana hacía
casi parecer pedunculados, vuelta hacia un individuo moreno, calvo, de nariz
aguileña, en bala galoneada, que entraba con una taza en la mano. El título
era: Cabeza de chorlito. Bajo el dibujo se leía:
—¿Quién sirve el café en la cama a su mujercita?
[9]
—Su cornudo .
Esto me pareció, en aquel instante, prodigioso. Tenía prisa por salir y
comprar el número de la revista. Cuanto más buscaba en mi memoria, menos
lograba descubrir en ella, en cuanto a lapsus, algo tan irresistible. Lo más
extraño es que nunca me había gustado mucho la última palabra del diálogo.
Recuerdo que siendo niño una vez me gané una severa reprimenda por haber
interrogado con respecto a aquella palabra a mis padres, que me habían
llevado al teatro del Palais-Royal. Una mujer, que fue «mi» mujer, tenía por
otra parte una verdadera fobia contra ese vocablo, del que a decir verdad no
conozco más que un empleo magistral, el que se hace en esta frase de El
origen de la familia: «Con la monogamia aparecieron dos constantes y
características figuras sociales que hasta entonces eran desconocidas: el
amante de la mujer y el cornudo». Pero debe reconocerse que esta palabra,
llegando de aquella manera, estaba sobredeterminada. Desde entonces para
convencerme de ello no he tenido más que recordar qué mujer rubia había
podido hacerme entrar por primera vez en aquella barbería.
Si la causalidad era para mí aquella mañana una cosa retorcida y
particularmente sospechosa, la idea de tiempo tampoco había logrado
conservarse muy intacta. Mientras que en general me muestro capaz, si he
consultado, supongamos, por última vez un reloj a la una de la tarde, de decir,
con muy pocas probabilidades de equivocarme más de un minuto: en aquel
mismo reloj son las cinco y veintitrés (muchas veces he hecho comprobar esta
experiencia que vale sobre todo para los días en que me hallo lúcido, aunque

Página 60
aburrido), comprobé que el taxi que me había llevado a la puerta de la
barbería corría con demasiada lentitud, incluso debí observarlo al chófer, así
como ahora me parecía que el autobús al que había subido y que seguía los
bulevares particularmente obstruidos, sin embargo, en aquella época y aquella
hora, iba demasiado de prisa. Como, especialmente, apenas si se detuvo en la
esquina de la calle Richelieu, no tuve tiempo, desde la plataforma donde me
hallaba con el ejemplar del Rire en la mano, de explicarme a qué podía
corresponder la escena que se desarrollaba en la terraza del café Cardinal.
Ante los ojos de innumerables mirones, un hombre vestido con una piel de
animal, subido sobre una silla, miserablemente hacía pasar por encima de su
hombro izquierdo unas pequeñas fieras de aspecto extraordinariamente pelado
a las que volvía a agarrar de detrás de su hombro derecho, sobre el cual
llevaba una capa roja. Los animales que se habían prestado a aquel absurdo
ejercicio eran de nuevo y sucesivamente introducidos con gran pena en una
jaula con claraboya por unos comparsas. Tres aparatos apuntaban a aquel
rincón de mundo incomprensible. Hubiera sido difícil imaginar algo tan
pomposamente estúpido. Me representé durante algunos segundos, con toda la
repugnancia que conviene, los sorprendentes esfuerzos cinematográficos
franceses. Debo decir que siempre me he sentido vivamente atraído por el
tesoro de imbecilidad y de locura grosera que, gracias a ellos, encuentra el
medio de resplandecer cada semana sobre las pantallas parisienses. Por mi
parte, siento mucha estima por la escenificación y por la interpretación
francesas: al menos con esto se está seguro de poder reírse ruidosamente (con
tal que, bien entendido, no se trate de una película «cómica», de modo que la
emoción humana, en su necesidad de exteriorizaciones extremas, se encuentre
en ella).
Las doce menos veinte: sabía que iba a llegar demasiado temprano. No
tenía más remedio que esperar pacientemente media hora en el café Batifol,
calle Faubourg-Saint-Martin, 7. Aunque dependió de la muchacha a quien
esperaba y no de mí fijar nuestra cita en aquel lugar, debo decir que ningún
otro me era más familiar. Había entrado en él, algunos meses antes, siguiendo
a una mujer muy hermosa cuyos ojos, naturalmente, era lo que me había
subyugado primero: el círculo del iris me hacía pensar en el borde retráctil de
las ostras verdes de Marennes. Los informes que había creído poder obtener
sobre ella de un mozo del café templaron mi deseo de conocerla y me
contenté con mirarla de lejos y con prometerme que, cuando me encontrase
demasiado solo, volvería para mirarla de lejos. Pero la sala donde ella
acababa de entrar hubiera sido por sí sola capaz de retenerme: estaba

Página 61
invadida, entre las seis y las ocho, por la especie de multitud más bulliciosa
que había visto: actorcillos, músicos, a los que se mezclaba cierto número de
mujeres y de hombres de una profesión socialmente un poco menos definida.
Verdadera Corte de los Milagros del arte, el café Batifol confundía en una
especie de rumor marino que ascendía y descendía, rumor de ráfaga, la
esperanza y la desesperación que se rastrean en el fondo de todos los
cafetuchos cantantes del mundo. Durante meses, después de aquello, mis
amigos y yo nos encontramos allá cada atardecer, cada uno de nosotros
satisfecho, al parecer, de no poder casi hablar a los demás porque no era
posible hacerse oír. Una vez se había dado el apretón de manos, introducido el
pedazo de hielo en el vaso, no había más que dejarse mecer por aquel viento
que sacude el alero de una chimenea cuyo humo fuese seda. Había allá
algunas mujeres muy jóvenes que vacilaban antes de soltar una risa
estruendosa, dirigir una ojeada frenética, hacer una descuidada exhibición de
muslos desnudos, emprender la conquista de un «director»; otras, en distintos
sitios, abatidas, llegadas al término de su carrera. Se establecían
negociaciones de un carácter manifiestamente sórdido. Todo aquello,
mezclado, se besaba, embrollaba, a veces peleaba: nada más acaparador, más
reposante que aquel espectáculo.

A la hora en que yo entré, el martes 20 de abril, el Batifol estaba casi vacío.


Sola en una mesa, cerca de la puerta, una mujer, muy primaveral, escribía
cartas. Mientras, involuntariamente, revisaba las razones que en aquel instante
me querían allá y no en otra parte, esas razones, en su sucesión, me
parecieron más embrolladas de lo que me había figurado al principio. Toda
clase de combinaciones eran posibles aún. Delante de la Gaité-Rochechouart
había encontrado a la persona a quien esperaba, sin mucho interés por su
venida; me había dicho el domingo por la mañana que debía pasar la tarde en
aquel mismo teatro donde su madre quería ver representar el antiguo «Bout-
de-zan» de los films de Feuillade en una obra titulada Narciso, campeón de
amor. Como este título me hizo presentir una de esas piezas francesas que no
tienen igual más que en las películas francesas, nos prometimos, mi amigo
Pierre Unik y yo, encontrar en ella por la noche de aquel mismo domingo una
diversión de gusto elevado. El programa impreso que consulté en la sala
anunciaba, para sorpresa mía, el primer acto bajo el título: «El contencioso
Batifol». Al levantarse el telón no sólo pude verificar que esas palabras
servían para designar, en el espíritu del autor, una oficina turbia, sino también

Página 62
que la compañía que daba aquella representación había sido reclutada
exclusivamente entre los habituales del café del Faubourg-Saint-Martin.
He dicho ya que pasó la hora sin que viese aparecer la decididamente muy
caprichosa y muy burlona niña de la casa negra. Para no comer solo, me
decidí a invitar a la cliente matinal que por fin había terminado su
correspondencia. Por otra parte, era encantadora y de una libertad de lenguaje
que me embelesó y que no tenía nada que envidiar a la de Juliette en el
maravilloso libro de Sade. Me dediqué a corresponderá en el mismo tono. El
cinismo absoluto que ella profesaba me hacía de un instante a otro más
límpidos sus inmensos ojos. Resultó de ello entre nosotros un diálogo lleno de
sorpresas, entrecortado deliciosamente por cartas de su madre y de su
hermanita que me leía, cartas de una ingenuidad pasmosa, de las que siempre
he lamentado no haberle pedido que me dejase sacar copia, y que todas tenían
por objeto obtener de ella, por instigación de un cura de aldea, que no dejase
de cumplir puntualmente sus deberes religiosos. La acompañé hasta el
Meudon, donde, me confió, la esperaba un viejo sensible a sus encantos y
para quien me pidió que le comprase flores. Me dijo de paso que conocía o
había conocido a Henri Jeanson, el revistero, lo cual, unido a la insistencia
con que examinaba mi pelo, cuyo corte reciente —lo llevo hacia atrás y
bastante largo—, le inspiraba cierta desconfianza, tuvo por efecto hacerme
evocar el artículo de Samson que había leído por la mañana y hacerme
confundir al hablar, durante los días que siguieron, los nombres de aquellos
dos personajes. Por otra parte, supe que ella bailaba en el Folies-Bergère y
que se adornaba con el nombre de Parisette. Este nombre, lanzado en su
conversación, para mí de las más poéticas, me recordó precisamente una
película francesa de episodios de la que constituía el título. Hace varios años,
en contestación a una encuesta del Fígaro sobre las tendencias de la poesía
moderna, me complací en oponer la poesía completamente involuntaria de
aquella película a la poesía escrita de hoy. Ésta, según mi declaración de
entonces, no vale ni siquiera la pena de que se ocupen de ella: «Lo mismo da
seguir los episodios de Parisette y los interrogatorios de las audiencias de
procesos criminales».
Cediendo a la atracción que desde hace tantos años ejerce sobre mí el
barrio de Saint-Denis, atracción que me explico por el aislamiento de las dos
puertas que se encuentran en él y que deben sin duda su aspecto tan
emocionante a que anteriormente formaron parte de las murallas de París, lo
que da a esos dos navíos, como arrastrados por la fuerza centrífuga de la
ciudad, un aspecto totalmente desatinado, el cual sólo comparten para mí con

Página 63
la genial torre Saint-Jacques, vagaba hacia las seis por la calle de Paradis,
cuando la impresión de que acababa de pasar sin verlo bien frente a un objeto
insólito me hizo retroceder algunos metros. Era, en el escaparate de una
pequeña tienda de medias, un ramillete muy polvoriento de capullos de
gusanos de seda suspendidos de unas ramas secas que subían de un jarro
incoloro. Un reclamo al revés entre todos. La idea puramente sexual del
gusano de seda y de la pierna que la media expuesta más cerca del jarro ceñía,
me sedujo sin duda inconscientemente por unos segundos y después cedió el
lugar al deseo de inventar para el ramillete gris un fondo que lo hiciera
resaltar particularmente. Me decidí rápidamente a asignarle un lugar en el
ángulo superior izquierdo de una pequeña biblioteca con cristales, que
prefería imaginar del estilo gótico y colgada de la pared, en mi casa, como
una vitrina de mariposas. Esa vitrina-biblioteca hubiera tenido el tamaño
necesario para contener todas las «novelas negras» de la época prerromántica
que poseo y las que estoy aun impaciente por descubrir. Calculé el efecto que
aquellos pequeños volúmenes, con su encantadora encuadernación Directorio
o bajo sus cubiertas de un azul o un rosa marchitos, no podían dejar de
producir por poco que se cuidase esta presentación. Por otra parte, aquellos
libros eran de tal manera que uno podía tornarlos y abrirlos al azar y
continuaba desprendiéndose de ellos no sé qué perfume de bosque sombrío y
de altas bóvedas. Sus heroínas, mal dibujadas, eran impecablemente bellas.
Había que verlas en las viñetas, víctimas de apariciones terroríficas, pálidas,
dentro de las cuevas. Nada más excitante que esta literatura ultranovelesca,
archirrebuscada. Todos aquellos castillos de Otranto, de Udolfo, de los
Pirineos, de Lovel, de Athlin y de Dunbayne, recorridos por grandes grietas y
roídos por los subterráneos, en el rincón más tenebroso de mi espíritu
persistían en vivir su vida ficticia, en presentar su curiosa fosforescencia. Me
recordaban también mi lejana infancia, el tiempo en que, al terminar las
clases, un singular maestro de escuela auvernés llamado Tourtoulou nos
contaba, a mí y a mis pequeños camaradas de seis años, unas historias mucho
más terroríficas y que nunca he podido saber de dónde sacaba. De todos
modos, aquel mueble hubiera sido muy hermoso; me interesé toda una velada
por su realización imposible. Sin duda, yo quería por encima de todo, en
aquel momento, edificar aquel pequeño templo al Miedo.

Al día siguiente, por la mañana, hacia las seis y media, anoté esta frase del
despertar: «En las regiones del extremo Extremo-Norte, bajo las lámparas que

Página 64
desfilan… paso, esperándote, Olga»[10]. Cometí el error, en otro tiempo, en el
primer Manifiesto del Surrealismo, de dar una interpretación demasiado lírica
a la palabra «Béthunc» que me había venido con insistencia al pensamiento
sin que lograse concederle una determinación especial. Hoy pienso que no
busqué bien. De todas maneras, aquello no debía en ningún caso decidirme a
ir a Béthune (y el hecho es que nunca he ido allá). Es difícil, en ciertas
condiciones de existencia deplorables como aquellas en que al abrir los ojos
el martes 22 de abril me encontraba, escapar a la tentación de aprovechar la
primera ocasión de movernos que se nos ofrece, sobre todo si debe resultar de
ello un cambio completo. Confieso que mi primer pensamiento, al considerar
esa frase, fue el de ir a ver en Islandia, no sé dónde, en Finlandia, qué quería
de mí aquella Olga de la noche. La realidad, como aquella vez tuve muy bien
ocasión de convencerme de ello, era de una naturaleza menos atrayente.
Tengo interés en hacer aquí, para disculparme, la síntesis de «Olga».
Se trataba simplemente de que la antevíspera, en una vida de Rimbaud
que acababa de aparecer y que yo leía mientras me paseaba por el bulevar
Magenta, me enteré de que el último verso de las Vocales:

¡Oh la Omega, rayo violeta de Sus Ojos!

era testimonio del paso, por la vida del poeta, de una mujer cuyos ojos violeta
lo turbaron y a quien quizá amó de una manera desdichada. Ésta revelación
biográfica era para mí del mayor interés. En efecto, siento por el violeta un
horror sin límites, que llega hasta a imposibilitarme permanecer en una
estancia donde este color, incluso fuera de mi percepción directa, deje filtrar
algunos de sus rayos mortales[11]. Me había sido agradable enterarme de que
Rimbaud, cuya obra hasta entonces me parecía demasiado al abrigo de las
tempestades pasionales para ser plenamente humana, por lo menos de este
lado había experimentado una decepción grave. Además, los ojos de las
mujeres eran, como he dado a entender suficientemente lo único porque podía
entonces pretender guiarme. Muchas veces, y hasta muy recientemente, había
confiado a algún amigo la extraordinaria nostalgia en que me dejaban, desde
la edad de trece o catorce años, unos de esos ojos violeta que me habían
fascinado en una mujer que debía ejercer de buscona en la esquina de las
calles Réaumur y Palestro. Yo iba, lo recuerdo bien, con mi padre. Nunca más
en lo sucesivo, y acaso es una gran suerte, pues seguramente no me hubiera
preocupado ya de otra cosa en ella, ni en otra, volví a encontrarme ante
semejante esfinge. En fin, poco después —esto, aunque también

Página 65
completamente real, quedaba menos nítido— sentí un deseo intenso por una
muchacha de origen ruso junto a la cual trataba de sentarme en la imperial del
autobús que me llevaba a la escuela. Aquella muchacha se llamaba Olga.
Hacia mediados de abril me fue evocada por una tarjeta postal antigua, sin
leyenda, que representaba a un joven y una muchacha sentados uno junto al
otro, ardiendo en deseos de entablar conversación, en una de aquellas
imperiales —Paul Eluard y yo nos habíamos complacido en coleccionar
postales de ésas—. La letra omega, cuyo dibujo, por otra parte, no es
indiferente desde el punto de vista sexual, había dejado el lugar al nombre de
Olga, sobredeterminado con relación a ella. El «extremo Extremo-Norte»
provenía, como por azar comprobé después, de cierto pasaje de un artículo del
Journal des Poetes del 18 de abril, leído sin duda maquinalmente el 21. En
ese artículo, que acompañaba la traducción de Caritos de la tribu de los
Bueyes almizcleros y del País de las Grandes Ballenas, había una frase cuyo
principio: «Los hombres del extremo-norte, naturalmente poetas, siendo
naturalmente religiosos…», tan sólo fuese porque corroboraba torpemente, a
algunas horas de distancia, el más lamentable error de Samson, no podía
dejarme más que un deseo mediocre de conocer la continuación. No me
hubiera fallado más, en esas condiciones, que explicarme también por qué las
lámparas desfilaban, simple reminiscencia sin duda del humoso ramillete de
la víspera, y qué aurora boreal de pacotilla podía tener interés en ocultarse
detrás de la palabra bajo, pero confieso que el desvanecimiento de aquella
Olga, que había parecido hacerme señas desde el otro extremo del mundo, me
quitó aquel día todas las ganas de hacerlo.

Durante este tiempo terminó la mayoría de los hechizos de que era juguete
desde hacía algunos días. Sea que hubiese proyectado sobre los rasgos de
aquella Olga una luz a la que los seres de fantasía se acomodan lo peor
posible y que los condena, unos tras otros, a la evaporación; sea que tal o cual
episodio de la víspera hubiese sido de una naturaleza que restituyese a mis
ojos su verdadera luz al mundo sensible, me pareció que de pronto acababa de
recobrar el conocimiento. Esta historia, por tanto, comporta unas palabras
finales, cuya provisión correspondió el viernes siguiente a André Derain.
Estaba muy lejos aún de haberme librado de mi obsesión de las «novelas
negras». Mientras me paseaba por la calle del Faubourg-Saint-Honoré, con
Los amantes sonámbulos bajo el brazo, encontré a aquel hombre
extraordinario cuya pintura detesto y de quien me gustan los dichos

Página 66
alternativamente muy simples y muy sutiles pero siempre inquietos, aquel
hombre que en los naipes me identificó una vez por todas como «hombre del
campo» y que es el único con quien logro estar a la vez en muy buenas y muy
malas relaciones. Tenía yo motivos para creer que rondaba a la mujer cuya
ausencia me había entregado a esas más o menos consternadoras ilusiones y
con cuyo marido, precisamente, acababa de cruzarme, unos minutos antes, en
una encrucijada. Mientras Derain y yo nos estrechábamos las manos, estalló
un violento trueno que desencadenó instantáneamente una lluvia torrencial:
—Decididamente —me dijo riendo—, el tiempo no es para que nos
veamos.
—¿Cómo lo interpreta usted?
Encogiéndose de hombros: —Habrá buen vino este año.

Debe ser imposible, considerando lo que precede, no sentirse impresionado


por la analogía que existe entre el estado que acabo de describir por haber
sido el mío en aquella época y el estado de sueño, tal como se le concibe
generalmente. La diferencia fundamental que consiste en el hecho de que aquí
estoy acostado, duermo, y que allá me desplazo realmente por París, no
consigue traer para mí de una parte y de otra representaciones bien distintas.
En estos dos planos oponibles, el mismo favor y el mismo desfavor me
persiguen. Las puertas de la movilidad, al abrirse ante mí, no me permiten
introducirme con certeza en un mundo más consistente que aquel sobre el
cual, un poco antes, un poco después, esas puertas pueden cerrarse. Cierto es
que me presto entre tanto a la realización de un pequeño número de actos más
o menos reflexivos, como los de lavarme, vestirme, comportarme más o
menos como de ordinario con los amigos. Pero esto no es mucho más que
ejercicio de una función acostumbrada, como la de respirar durmiendo, o aun
el libre juego de un resorte que sólo ha podido soltarse parcialmente. Mucho
más significativo es observar cómo la exigencia del deseo en busca del objeto
de su realización dispone extrañamente de los datos exteriores, tendiendo
egoístamente a no retener de ellos más lo que puede servir a su causa. La vana
agitación de la calle ha llegado a ser apenas más molesta que el roce de las
sábanas. El deseo está allí, cortando a su sabor en la tela que no cambia con
bastante rapidez, y después deja correr entre los trozos su hilo seguro y frágil.
No va a la zaga de ningún regulador objetivo de la conducta humana. Lo que
pone en práctica, aquí también, para llegar a sus fines, ¡es tan poco diferente
de aquello de que dispone para realizarse cuando el hombre duerme! ¡Y, no

Página 67
obstante, los materiales que utiliza son aquí materiales verdaderos, cosas
tomadas al vivo! No quiere a aquella mujer que tiene tales ojos, sólo quiere
sus ojos. Sabe, sin embargo, que aquella mujer existe. Aquel dibujo
humorístico hallado en un periódico ha encontrado la manera de grabarse en
un número del Rire, el último. El café Batifol no es un mito; hasta se podría
hacer de él una de esas descripciones naturalistas cuya gratuidad
completamente fotográfica no excluye un debilísimo parecido objetivo
exterior (me gustan esas descripciones: uno está y no está allí; hay, parece,
tantos tallos de aspidistra sobre el mostrador de mármol falso no del todo
blanco y verde; por la noche, con las lámparas, un puntillado de rocío religa
bajo cierto ángulo los escotes de los corpiños, donde repica hasta perderse de
vista el mismo pequeño crucifijo de brillantes falsos, que se esfuerza por
avivar el fulgor del colorete y el rimmel, etc. Todo eso, por otra parte, no está
completamente desprovisto de interés; por este medio se llega a la
imprecisión completa). Me parece que hay algo de falaz en la suerte a que
algunos poetas[12] han creído deber destinar recientemente la frase de Nerval:
«Todos sabemos que en los sueños no se ve nunca el sol, aunque a menudo se
tenga la percepción de una claridad mucho más viva». No comprendo bien lo
que una verificación negativa de este orden, aun suponiendo que sea
objetivamente comprobada, podría tener de tan notable, de tan decisivo. Poco
importa, por otra parte, ya que en aquellos días de mediados 3e abril no estaba
en mis peregrinaciones totalmente privado de sol, como creo haber destacado
en la presentación, al principio de este relato, de una pierna, la primera que
desde hada mucho tiempo me había parecido hechicera. ¡El sol! ¡Pero qué me
querían entonces, también, los otros planetas! No soy de los que desdeñarían,
en cuanto a este tema, consultar las efemérides. Hay toda clase de medios de
conocimiento, y ciertamente la astrología es uno de ellos, de los menos
despreciables, a condición de que sean controladas las premisas y que se
tenga por postulado lo que es postulado. ¡Pero, por favor, dejemos los himnos
al sol! Conviene, me parece, levantarse contra ese «sol», gran distribuidor de
los valores reales. Un reflejo más o menos no es, si vacilamos en proclamar la
realidad del mundo exterior, lo que nos sacará de apuros. Ese mundo exterior,
aunque para mí estuviera completamente velado, no estaba reñido con el sol.
Ese mundo, yo sabía que existía fuera de mí, no había dejado de tenerle
confianza. No era para mí, como para Fichte, el no-yo creado por mi yo. En la
medida en que me apartaba al paso de los automóviles, en que no me permitía
comprobar, a expensas de quien me pareciera bien, aunque fuese yo mismo, el
buen funcionamiento de un arma de fuego, hasta dedicaba a ese mundo mi

Página 68
mejor sombrerazo. Creo que esto debe bastar. No es menos cierto que,
excepto esta sumisión, trataba desesperadamente, con todas mis fuerzas, de
extraer del medio, con exclusión de todo el resto, lo que debía primeramente
servir para la reconstitución de este yo. ¿Por qué discernimiento
incomprensible semejante cosa puede hacerse? Ésta es, según mi juicio, una
pregunta de carácter metafísico a la que todo contribuye a disuadirme de dar
una respuesta en el curso de la cual sólo podría intervenir de nuevo la
necesidad natural, que sigue sin ser la necesidad humana y lógica y que es la
única necesidad de la que pueda depender que yo haya empezado a existir y
que deje de existir. Mientras existo, observo que a mi alrededor la furia de las
olas no puede menos de suscitar esta boya salvavidas. Sé que siempre habrá
una isla a lo lejos, mientras viva. No es como en el sueño donde soy herido de
muerte, lo que hace que despierte para no morir. Me parece que el debate no
puede centrarse mejor que en torno a este pensamiento de Pascal: «Nadie
tiene seguridad fuera de la fe de si está despierto o si duerme; visto que
durante el sueño no se cree menos firmemente estar despierto que cuando se
está despierto efectivamente… De modo que si la mitad de la vida se pasa
durmiendo por propia confesión… ¿quién sabe si esta otra mitad de la vida en
que creemos estar despiertos no es un sueño un poco diferente del primero,
del que despertamos cuando creemos dormir?» Este razonamiento, para ser
válido, exigiría primeramente en su equilibrio que si durante el sueño se cree
estar despierto, durante el estado de vigilia se creyera dormir, y esta última
ilusión es de las más excepcionales. Ésta última coyuntura no tendría aún la
fuerza de justificar el segundo miembro de la frase: si no queda menos
establecido que el sueño y la vigilia se reparten la vida, ¿por qué esta trampa
en beneficio del sueño? ¿Y qué es, además, este sueño que no está definido en
relación a un estado de vigilia, si no se trata, como me creo obligado a pensar,
conociendo un poco al autor, de una vigilia eterna, de la que con más razón
sería imposible tener seguridad fuera de la fe? ¿Qué es este proceso intentado
contra la vida real bajo pretexto de que el sueño da la ilusión de esta vida,
ilusión descubierta al despertar, cuando en el sueño la vida real, suponiendo
que sea ilusión, no es de ninguna manera criticada ni tenida por ilusoria? ¿No
sería igualmente fundado, teniendo en cuenta que los borrachos ven las cosas
dobles, decretar que para el ojo de un hombre sobrio, la repetición de un
objeto es la consecuencia de una embriaguez un poco diferente? Puesto que
esta diferencia resultaría del hecho material de haber bebido o de no haber
bebido, estimo que no hay lugar para insistir. Por otra parte, razón de más
para hacer valer lo que puede existir de común entre las representaciones del

Página 69
estado de vigilia y las del sueño. En efecto, solamente cuando la noción de su
identidad sea perfectamente adquirida se logrará sacar partido claramente de
la diferencia entre ellas, de manera que se refuerce con su unidad la
concepción materialista del mundo real.
He elegido adrede, para evocarla, aquella época de mi vida que puedo
considerar, en relación a mí, como un momento particularmente irracional. Se
trataba, como se ha visto, del momento en que, sustraído a toda actividad
práctica por la privación intolerable de un ser, de sujeto y objeto que había
sido hasta entonces y que he vuelto a ser, no lograba más que considerarme
sujeto. Me sentía tentado a creer que las cosas de la vida, de las que retenía
poco más o menos lo que quería, más exactamente, de las que no retenía más
que aquello de que pudiera tener necesidad inmediata, sólo se organizaban así
para mí. Lo que se producía, no sin lentitud y sin transformaciones
exasperantes, en la medida en que adquiría conciencia de ello, me parecía
serme debido. En ello encontraba indicaciones, buscaba promesas. Los que se
hayan hallado en una situación análoga no me tendrán rencor. De aquel sueño
despierto, que duró varios días, el contenido manifiesto era, a primera vista,
apenas más explícito que el de un sueño dormido. La corbata o la azalea, el
mendigo o la loca, el mantel blanco o la plaza Blanche (Blanca) —no había
pensado todavía en esto— que sirven, en el curso de lo que precede, para
evocar a dos damas alemanas distintas, no gozan unos sobre otros de una
superioridad concreta muy grande. Parece que el deseo que, en su esencia, es
el mismo, se apodera aquí y allá, al azar, de lo que puede ser útil a su
satisfacción. Es puro juego del espíritu creer que en el sueño despierto lo
crea. Supongo, al contrario, que, a falta de lo que encuentra, otra cosa le sería
buena, tan verdad es que dispone de medios múltiples para expresarse. Se
terminará por admitir, en efecto, que todo hace imagen y que el más mínimo
objeto, al que no es asignado ningún papel simbólico particular, es susceptible
de figurar no importa qué. El espíritu tiene una maravillosa prontitud para
captar la más débil relación que puede existir entre dos objetos tomados al
azar, y los poetas saben que siempre pueden, sin temor a equivocarse, decir
del uno que es como el otro: la única jerarquía que se puede establecer entre
los poetas no puede ni siquiera apoyarse más que en la mayor o menor
libertad de que han dado pruebas en cuanto a esto[13]. El deseo, si es
verdaderamente vital, no se niega nada. De todas maneras, si la primera
materia que utiliza le es hasta cierto punto indiferente, no es tan rico en
cuanto al modo de tratarla. Sea en la realidad o en el sueño, está obligado, en
efecto, a hacerla pasar por el mismo proceso: condensación, desplazamiento,

Página 70
sustituciones, retoques. Todo lo que se desarrolló para mí desde aquel 5 a
aquel 24 de abril se cuenta en el pequeño número de hechos que he expuesto
y que, colocados uno tras otro, sin contar naturalmente el tiempo de espera,
no ocuparían más que algunas horas. No consigo saber de qué pudo estar
hecho el resto. La memoria no me restituye de aquellos días más que lo que
puede servir para la formulación del deseo que superaba en aquel momento
para mí a todos los demás. El hecho de que el relato que se acaba de leer sea
el de sucesos ya lejanos, de modo que se mezcla a él fatalmente una parte de
interpretación que tiende a reagruparlo en torno a su verdadero núcleo, hace
quizá menos fácil de captar el trabajo de desplazamiento. Éste no ha
contribuido por ello menos a la elaboración de lo que, si en aquella época
hubiese yo llevado un diario de mi vida, se hubiera impuesto a la atención
como contenido manifiesto. Muy probablemente sería en torno a la actividad
antirreligiosa donde todo, entonces, hubiera parecido centrarse. Nada menos
paradójico aún, si se piensa que la mujer, convertida momentáneamente en
una criatura imposible, ya no se mantenía ante mi pensamiento más que como
objeto de un culto especial, netamente idólatra, y que yo tenía que
defenderme contra esta desviación inhumana. La actividad antirreligiosa
tomaba para mí, de esta manera, fuera del valor objetivo que con mis amigos
le atribuía, un sentido subjetivo muy particular. Para que esto resaltara con
evidencia en mi exposición, sin duda sería necesario que el tiempo que me
separa de aquellos sucesos no se hubiese encargado de filtrarlos. Las
sustituciones de seres y objetos unos por otros han sido, al contrario, creo, de
las más sensibles. El paso flagrante de los ojos del 5 de abril a los ojos del 12,
a los ojos de una figura de acuarela y a los ojos violeta, la confusión de J. P.
Samson y H. Jeanson, el acercamiento, por otra parte poco razonable y
precipitado, del incidente del bulevar Malesherbes y de la detención de cinco
amables rateros, permiten hasta asignarles, en el curso de aquella quincena,
un papel de los más activos. Hubo notablemente, del lado de la mujer,
tentativa de constitución de una persona colectiva que forzosamente tuviese
que sustituirse a sí misma, por razones de conservación humana muy precisas,
por una persona real. No tengo que extenderme sobre el trabajo de
elaboración secundaria, que preside a los retoques en el sueño y, con mayor
razón, en este estado de ensueño despierto en que funciona la mayor parte de
la atención de la vigilia. A aquél debe evidentemente el relato precedente
todos sus elementos críticos y esta manera que se observa en el (lo mismo que
en el sueño: ¡qué importa, puesto que es un sueño!) de pensar a propósito de
la realidad de la que se acaban de tener demasiados motivos de queja: ¡qué

Página 71
importa, puesto que no tengo más que llamar al sueño en mi ayuda, que
comportarme lo más posible como si durmiera para burlarme de esta realidad!
Ya que semejante manera de reaccionar ante los factores externos
depende exclusivamente, como hace, del estado afectivo del sujeto, estado
afectivo que aquí es lo más desastroso posible, se concibe que todos los
intermediarios puedan existir entre el reconocimiento puro y simple del
mundo exterior por lo que es y su negación en provecho de un sistema de
representaciones favorables (o desfavorables) al individuo humano que se
halla colocado ante él. Las ideas de persecución, de grandeza, no están muy
lejos de entrar en juego; sólo esperan la ocasión de desencadenarse, a favor
del tumulto mental. A este límite, hay que convenir que corno la atención
sufre una crisis grave, muy particular, las representaciones, en lo que ofrecen
ordinariamente de objetivo, se encuentran viciadas. Por lo mismo que detrás
del sueño sólo se descubre en último análisis una sustancia real sacada de los
sucesos ya vividos, el empobrecimiento extremo de esta sustancia condena al
espíritu a buscar refugio en la vida de los sueños. El almacenamiento de
nuevos materiales, como en el momento de una quiebra, no es más que una
obligación que el hombre cumple de mal grado. El pasivo es demasiado
elevado; no se sabe si las nuevas mercancías que llegan cubrirán solamente
los gastos de su almacenaje. Hay tendencia a desembarazarse de ellas
inmediatamente. El sueño, que desde hace algún tiempo carece de alimento,
hace aquí el papel de liquidador. Tiende a descargar al hombre, a bajo precio,
de aquello de que éste ya no espera utilidad. Obtiene todo lo que quiere
persuadiéndome de que, libre de tal deuda, me descubriré quizás una nueva
razón social, podré empezar de nuevo a vivir bajo otro nombre. Es, en su
argumentación, a la vez de una sutileza y una arrogancia tales que logra
hacerse conceder inmediatamente todo lo que en mejores días me hubiera
podido interesar realmente tener a mi disposición. Me impide literalmente la
acción práctica. Las leyes generales del movimiento de lo que existe están
perdidas de vista por el sujeto que no llega ya a considerarse como simple
momento de esas leyes. La balanza dialéctica ve roto su equilibrio en
beneficio del sujeto que, cansado de depender de lo que le es externo, busca
por todos los medios hacer depender de sí mismo lo que le es externo. En este
punto solamente —sin eluda no se explica de otra manera la muy singular
determinación al suicidio en ciertos seres— la metodología del conocimiento,
incómoda en su gestión que tiende cada vez más a abstraer la del objeto, se
revela vulnerable, corre su propio peligro mortal.

Página 72
Esta idea recuerda para mí de pronto la siniestra trilogía enunciada por
Borel, en el curso del admirable poema liminar de Madame Putifar: el
Mundo, el Claustro, la Muerte. E inmediatamente se apretujan en mi espíritu
las víctimas más interesantes de esas tres Parcas. Veo, en la época moderna, a
Barres, Valéry, entregados a las bestias de los salones y a los honores, les veo
hacer poco a poco como los otros, peor que los otros. Evoco la gracia muy
sombría y muy decepcionante de la señorita de Roannez, para quien debió ser
escrito el Discurso sobre las pasiones del amor, esa gracia contra la cual el
autor logra, mal aún, resguardarse bajo las sombras horribles de Port-Royal;
después el ultimátum extraño dirigido por Barbey d’Aurevilly a Huysmans:
«La boca de la pistola o los pies de la cruz». Vuelvo a encontrar, antes que
hubiesen consentido en el gran gesto interrogador que había de hacer de ellos
unos cadáveres, el sonido de la voz de Maiakowski, el que yo doy a sus
poemas, el de Jacques Vacilé, de Jacques Rigaut, a quienes conocí
personalmente. ¡Ahí está, con todas estas manos extendidas, el mal remedio,
el remedio peor que el mal! ¡Hela aquí, la consecuencia del sistema idealista
subjetivo llevado al extremo, del sistema con base de desgracia! Nada impide,
se ve sobre todo en el último caso, que sea desarrollado a fondo, con espíritu
de continuidad. No puedo, volviendo a aquella frase de Pascal que he citado,
dejar de tener en cuenta las consideraciones afectivas tan turbadoras que han
podido concurrir en su formación. Me niego a ver en ello otra cosa que la
expresión del desaliento personal de un hombre. Los escotillones, este
accesorio indispensable del guiñol humano, desde el que sirve para engullir a
los muñecos en Ubu Roi hasta aquel con que ha querido acomodarse el autor
de En camino, continúan perjudicando al mundo, en la medida en que no son
suficientes las carrozas fúnebres y los carros de la basura. Estamos aún en
presencia del mismo maestro de escuela de los ojos vaciados, el de los
Misterios de París de Eugenio Sue, a quien Marx ha considerado como el
prototipo del hombre aislado del mundo exterior: «Para el hombre para quien
el mundo exterior se convierte en simple idea, las simples ideas se convierten
en seres sensibles». El claustro no es al principio, a decir verdad, más que el
símbolo de esa ceguera involuntaria o voluntaria. El ser a quien tienta no es,
para empezar, más que el juguete de la prioridad concedida, por una razón u
otra, pero siempre por una razón morbosa, a las representaciones alucinatorias
sobre las representaciones realistas. Muy rápidamente, por otra parte, éstas
vuelven a la carga, puesto que tampoco podría ser cuestión de
destemporalizar el mundo religioso. El individuo enclaustrado, quiéralo o no,
se convierte en toda su actuación en un factor de ese mundo que sólo existe en

Página 73
función del otro y vive en el plano real como parásito de éste. Como, por otra
parte, lo mostró Marx en su cuarta tesis sobre Feuerbach, el hecho del
desdoblamiento de la base temporal del mundo religioso en sus partes
antagónicas no podría tener sentido más que a condición de que sea
establecido que «Dios» no es la creación completamente abstracta del hombre
y las condiciones de existencia que le son prestadas, el reflejo de las
condiciones de existencia del hombre. Pero de la misma manera que el sueño
extrae todos sus elementos de la realidad y fuera de ésta no implica el
reconocimiento de ninguna otra o nueva realidad, de modo que el
desdoblamiento de la vida del hombre en acción y en sueño, a los que, con
esfuerzo igual, se quiere hacer pasar por antagonistas, es un desdoblamiento
puramente formal, una ficción, toda la filosofía materialista, apoyada por las
ciencias naturales, es testigo del hecho de que la vida humana, concebida
fuera de sus límites estrictos que son el nacimiento y la muerte, no es a la vida
real más que lo que el sueño de una noche es al día que acaba de ser vivido.
En la apología del sueño considerado como terreno de evasión y en la llamada
a una vida sobrenatural, sólo encuentra igualmente manera de expresarse una
voluntad completamente platónica de enmienda de la que es al mismo tiempo
el desistimiento completo. A esta voluntad inoperante se opone y sólo puede
oponerse desde el principio una voluntad de transformación de las causas
profundas del hastío del hombre, una voluntad de trastorno general de las
relaciones sociales, una voluntad práctica que es la voluntad revolucionaria.
Y que no se me objete que, no obstante, he cedido a la desmoralización
aparentemente más vana, como he tenido interés en mostrar yo mismo, en el
curso de un periodo bastante extenso: ¿no he sido el primero en decir que a la
sazón, como sucede cuando se está bajo el golpe de una emoción demasiado
violenta, la facultad crítica estaba casi abolida en mí? Mas, pasado ese tiempo
de indisponibilidad, pido que se me haga esta justicia: nada de lo que hasta
entonces había constituido para mí la grandeza y el precio excepcionales del
amor humano estaba, en su esencia, comprometido. Todo lo contrario, mi
primer movimiento fue buscar en qué piedra había ido a tropezar todo lo que,
subestimando pasajeramente el malentendido social, yo había tenido la
debilidad de considerar en mí como la posesión de la verdad. El amor humano
tiene que reconstruirse, como el resto: quiero decir que puede, que debe ser
restablecido sobre sus verdaderas bases. El sufrimiento, aquí también, no es
en nada o, más exactamente, conviene que no sea tenido por válido más que
en la medida en que, como toda otra manifestación de la sensibilidad humana,
es creador de actividad práctica. Tiene que ayudar al hombre no sólo a

Página 74
concebir, para empezar, el mal social de hoy, sino que también debe ser, lo
mismo que la miseria, una de las grandes fuerzas que militan para que un día
ese mal sea limitado. Los amantes que se separan no tienen nada que
reprocharse si se han amado. Examinando bien las causas de su desunión, se
verá que, en general, ¡estaba tan poco en su poder el disponer de sí mismos!
El progreso, también aquí, no es concebible más que en una serie de
transformaciones cuya duración contiene pasablemente la de mi vida,
transformaciones entre las cuales sé muy bien que hay una que se impone con
urgencia —interviniendo la brevedad de esta vida como factor concreto y
apasionante en el sentido de esta necesidad primordial que toma forma de
urgencia—, una que permitirá el acceso al amor y a los otros bienes de la vida
de esta nueva generación anunciada por Engels: «Una generación de hombres
que nunca en su vicia se habrán encontrado en el caso de comprar a precio de
dinero, o con ayuda de cualquier otro poder social, el abandono de una mujer;
y una generación de mujeres que nunca se habrán hallado en el caso de
entregarse a un hombre en virtud de otras consideraciones fuera del amor
verdadero, ni de negarse a su amante por miedo a las consecuencias
económicas de ese abandono». Sé, digo, que hay una tarea a la que el hombre
que se ha considerado un día gravemente frustrado en este dominio puede
menos aún que otro sustraerse. Esta tarea, que, lejos por otra parte de
ocultarle todas las demás, debe, al contrario, entregarle, al cumplirse, la
comprensión en perspectiva de tocias las demás, es su participación en el
esfuerzo para barrer el mundo capitalista.

Página 75
III

Nunca podrá usted ver esta estrella como la veo yo.


Usted no comprende: es como el corazón de una
flor sin corazón.

Nadja

Página 76
Los hombres actualmente con vida a los que corresponde, antes de ser
verdaderamente repartida entre todos los hombres, la tarea de desprender lo
inteligible de lo sensible y de ayudar a la realización del bien, en el sentido en
que éste debe ser uno con lo verdadero, se encuentran con una dificultad
fundamental, que sería contrario a la vida subestimar bajo pretexto de que es
únicamente función del tiempo que es el suyo, que no puede dejar de
allanarse en cuanto la economía mundial haya sido arrancada de su
inestabilidad. Esta dificultad proviene de que un país, la U. R. S. S., habiendo,
con exclusión de los demás, triunfado recientemente del obstáculo más
considerable que se opone, en la sociedad moderna, a la realización de ese
bien (me refiero a la explotación de una clase por la otra), la idea práctica,
operante, cuyo papel en el tiempo es precisamente someterse a una serie de
obstáculos para triunfar de ellos, tropieza a cada paso con la necesidad de
colmar a cualquier precio el foso que separa aquel país libre del conjunto de
los otros países. Esta operación sólo puede, claro está, ser conducida en el
sentido de una liberación de estos últimos países y no de la vuelta del primero
a la esclavitud. Toda otra concepción estaría, en efecto, en contradicción tanto
con la idea del «deber ser» como con la caracterización más objetiva del
hecho histórico, con el cual, en último análisis, esa idea del «deber ser» se
identifica. Si nos atuviéramos a estos factores inmediatos del problema, es
claro que la acción práctica se deduciría, en sus modalidades, muy
claramente. El esfuerzo humano tendría que ser aplicado, provisionalmente, a
un solo punto: el deber del intelectual, en particular, sería renunciar a las
formas del pensamiento especulativo en lo que éstas tienen de abstrayente del
tiempo finito y del espacio finito. En tanto que no se hubiese dado el paso
decisivo en el camino de esta liberación general, el intelectual debería, en
todo y por todo, esforzarse por obrar sobre el proletariado para elevar su nivel
de conciencia en tanto que clase y desarrollar su combatividad.
Esta solución completamente pragmática no resiste desgraciadamente al
examen. Apenas formulada, ve alzarse contra ella objeciones alternativamente
esenciales y accidentales.

Página 77
Tiene exageradamente en poco, primeramente, el conflicto permanente
que existe en el individuo entre la idea teórica y la idea práctica, insuficientes
una y otra por sí mismas y condenadas a limitarse mutuamente. No entra en la
realidad del rodeo infligido al hombre por su propia naturaleza, que lo hace
depender no sólo de la forma de existencia de la colectividad, sino también de
una necesidad subjetiva: la necesidad de su conservación y de la de su
especie. Este deseo que le atribuyo, que le conozco, que es el de terminar lo
más pronto posible con un mundo donde lo que hay de más válido en él se
hace cada día más incapaz de dar su medida, este deseo en el que me parecen
poder concentrarse mejor y coordinarse sus aspiraciones generosas, ¿cómo
este deseo lograría mantenerse operante si no movilizara a cada segundo todo
el pasado, todo el presente personales del individuo? ¡Qué riesgo correría si
no contase, para llegar a sus fines, más que con la tensión de una cuerda a lo
largo de la cual se trataría de pasar a cualquier precio, con la prohibición, a
partir del instante en que se empezara a caminar sobre ella, de mirar hacia
arriba y hacia abajo! ¡Cómo podría yo admitir que sólo semejante deseo
escapa al proceso de realización de todo deseo, es decir, que no se embrolla
con los mil elementos de vida compuesta que sin cesar, como las piedras de
un arroyo, lo desvían y fortifican! Más bien importa, en este lado de Europa,
que seamos algunos a mantener este deseo en estado de recrearse sin cesar,
centrado como debe estar en relación con los deseos humanos eternos si,
prisionero de su propio rigor, no quiere ir a su empobrecimiento. Vivo, este
deseo no debe impedir que todas las cuestiones sigan planteadas, que el deseo
de saber en lodo siga su curso. Está bien, es una suerte que las expediciones
soviéticas, después de tantas otras, tomen hoy el camino del Polo. Es esto,
para la Revolución, otra manera de participarnos su victoria. ¿Quién osaría
acusarme de retrasar el día en que esa victoria debe aparecer como total
señalando con el dedo algunas otras zonas, no menos antiguas ni menos
bellas, de atracción? Una regla seca, como la que consiste en requerir del
individuo una actividad estrictamente apropiada a un fin tal como el fin
revolucionario, proscribiéndole toda otra actividad, no puede menos que
volver a colocar este fin revolucionario bajo el signo del bien abstracto, es
decir, de un principio insuficiente para mover al ser cuya voluntad subjetiva
no tiende ya por su propio impulso a identificarse con ese bien abstracto. Se
puede ver ahí una causa apreciable de colisión moral que podría contribuir a
mantener la división actual, persistente, de la clase obrera. El carácter
proteiforme de la necesidad humana serviría para hacer que ésta se pusiera a
contribución mucho más diversamente, mucho más ampliamente. Todas las

Página 78
potencias de la reivindicación, inmediata o no, en las que se reconstituye
indiferentemente el elemento sustancial del bien, requieren ser ejercidas.
Las objeciones accidentales que me parecen adecuadas para venir a
reforzar esas objeciones esenciales juegan sobre el hecho de que hoy el
mundo revolucionario se halla por primera vez dividido en dos partes que
aspiran, ciertamente, con todas sus fuerzas a unirse y que se unirán, pero que
encuentran entre ellas un muro de un espesor de tantos siglos que no se puede
tratar de sobrepasarlo y que no puede ser cuestión de destruirlo. Este muro es
de una opacidad y de una resistencia tales que a través de él las fuerzas que,
de uno y otro lado, militan para que sea derribado, se ven reducidas en gran
parte a presentirse, a adivinarse. Este muro, víctima, es verdad, de sus grietas
muy activas, ofrece la particularidad de que, ante él, la gente se esfuerza
valientemente en construir, en organizar la vida, mientras que detrás de él el
esfuerzo revolucionario se aplica a la destrucción y a la desorganización
necesarias del estado de cosas existente. Resulta de ello un desnivel notable
en el interior del pensamiento revolucionario, desnivel al que su naturaleza
espacial, aunque episódica, confiere un carácter de los más ingratos. Lo que
es verdadero, libremente aceptado en tal región del mundo, deja así de ser
válido, aceptable, en tal otra región. Hasta puede suceder que lo que aquí es el
mal se convierta bastante exactamente allá en el bien. La generalización de
esta última noción resultaría, sin embargo, de las más peligrosas y de las más
vanas. Nada dice que algunas malas semillas, que lleva el viento del oeste, no
logren pasar cada día al otro lado del muro y desarrollarse allí a expensas de
las otras, para la mayor confusión del hombre que se esfuerza en distinguir
con precisión lo que nutre, lo que eleva, de lo que rebaja y lo que mata.
Semejante discriminación se muestra tanto más delicada, tanto más aleatoria,
que lo que es concebido aquí bajo las reservas más expresas —en espera de
un trastorno inminente de los valores— corresponde en el tiempo a lo que allá
es concebido casi sin reservas, a cuenta de aquel trastorno que ha tenido lugar.
Es natural que los hombres que piensan en este lado de la tierra, determinados
como están a juzgar todas las cosas en el crepúsculo que se les hace, se
defiendan mal con un movimiento de sorpresa, un ademán quizá en sí mismo
igualmente crepuscular («¡No es más que eso!») de la contemplación de las
imágenes que les son dadas de lo que pasa en aquella tierra tan joven, allá
hacia el Oriente, en aquella tierra donde todo tiene que ser diferente, tan
superior a lo que se espera, hasta perderse de vista, y en la cual después de
todo aún no se agitan más que hombres y mujeres incompletamente liberados
de la preocupación de vivir, de saber y, acá y allá, lo oculten o no, de ser

Página 79
felices. Pienso en las películas rusas que se pasan en Francia, no sin haberlas
expurgado, es verdad, pero que, vistas desde aquí, se revelan tan
superficialmente optimistas, tan mediocremente sustanciales. ¡Qué correctivo
se ha de hacer intervenir para encontrarlas emocionantes y bellas! Para esto es
necesario atribuir a los que las reconocen por su expresión un entusiasmo
durable, sobre cuya virtud comunicativa temo que se ilusionen. Casi nada
pasa, en efecto, ni llega hasta nosotros del abrazo de una nueva realidad a
través de esas producciones doblemente traicionadas por la censura y el
extrañamiento a la vez físico y moral. No creo ser el único que crea que desde
el punto de vista revolucionario su valor de propaganda es de los más
discutibles. Podría decirse lo mismo de un número demasiado grande de
documentos literarios o fotográficos que, desde hace unos diez años, nos han
puesto ante los ojos. Felizmente, sabemos —y esto compensa ampliamente
aquello—, sabemos que allá las iglesias se derrumban y continuarán
derrumbándose hasta la última: ;por finí Que el producto del trabajo colectivo
es repartido, sin privilegios, entre los trabajadores: es bastante. Nos sobresalta
por primera vez el lejano reclutamiento de un ejército que es el Ejército Rojo,
y cuya fuerza es la mejor garantía para nosotros de la próxima ruina de la idea
misma de ejército. Muchas otras representaciones nos asaltan aún, que
disponen sobre nosotros, viajeros del segundo convoy, de un valor de
agitación muy superior al de las mieses ondulantes y de las pirámides de
manzanas del Plan Quinquenal. Si, ciertamente, queremos la grandeza, la
subida continua de ese país que ha realizado lo que nosotros mismos no
hemos sabido todavía realizar y del que nos alegramos que sus habitantes
logren adelantarse, no a nosotros sino para nosotros, este voto no debe servir
para distraernos, sino al contrario: de todo lo que subsiste contradictoriamente
en otras partes, no debe hacernos aceptar con paciencia la suerte que nos
deparan las convulsiones de la espantosa bestia malhechora que es la
pretendida civilización burguesa. La represión cada vez más sanguinaria que
se desencadena en el mundo, la inolvidable llamada de aquellos que, cada vez
más numerosos, van a la muerte con un canto de libertad, nos imponen el
deber de encontrar en nosotros y sobre todo en nosotros la lucidez y el valor
necesarios para atacar a la vez, en todos sus puntos vulnerables, al
monstruoso organismo opresor al que universalmente se trata de liquidar.
Puesto que la realidad revolucionaria no puede ser la misma para los hombres
que se sitúan unos más acá y otros más allá de la insurrección armada, puede
parecer hasta cierto punto azaroso querer instituir una comunidad de deberes
para hombres orientados inversamente en relación con un hecho concreto tan

Página 80
esencial. Las obligaciones diplomáticas a las que se ve forzada la U. R. S. S.,
constreñida por algún tiempo a mantener relaciones pasables con los estados
capitalistas, al privarla de adoptar en toda circunstancia el tono agrio que sería
de rigor, contribuyen aún, hay que decirlo, a aumentar el malestar. La
necesidad indiscutible que tiene la U. R. S. S. de llegar a cierta estabilidad
material no puede hacer, afuera, menos sensible el aplazamiento de diversas
modificaciones fundamentales que se hubiera esperado que la Revolución
victoriosa podría operar en el dominio de las costumbres. Bajo todos estos
respectos, es claro que la enseñanza de la Revolución rusa, en su etapa actual,
no puede ser por sí sola más que una enseñanza imperfecta, que hay lugar de
aplicarla tan libremente como sea posible a cada otro tiempo y a cada otro
país para hacerla entrar en composición real con las fuerzas objetivas y
subjetivas que el revolucionario quiere poner en acción.

Así llegamos a concebir una actitud sintética en la que se hallan conciliadas la


necesidad de transformar radicalmente el mundo y la de interpretarla lo más
completamente posible. Esta actitud, somos algunos los que la sostenemos
desde hace varios años y persistimos en creer que es plenamente legítima. No
desesperamos, a pesar de los ataques múltiples que nos acarrea, de hacer
comprender que no es de ninguna manera opuesta a la de los revolucionarios
profesionales, a la cual, aunque estuviese, cosa imposible, en nuestro poder,
nos odiaríamos si le infligiéramos la más mínima derivación. Nuestra
ambición es, al contrario, unir, por medio de un nudo indestructible, un nudo
del que habremos buscado apasionadamente el secreto para que sea
verdaderamente indestructible, esta actividad de transformación a esta
actividad de interpretación. No, no hay doblez en nosotros, no es verdad, no,
no hay bigamia grotesca en nuestro caso. Queremos que este nudo se haga, y
que dé ganas de deshacerlo, y que no se logre. He hablado de suicidios. Se
han notado mucho, a pesar de todo, esas despedidas bruscas de la existencia
por parte de hombres en los que se encarnaba una pasión particularmente
moderna, quiero decir función del tiempo, del presente al grado supremo.
Poetas, hombres que, bien examinado todo, la vida, sus razones de ser no
despreciables en absoluto, la idea de lo mejor a lograr, digo, logrado, se
recogían una noche o una mañana muy sombríamente y, a fe mía, decidían
que no valía la pena, por lo que a ellos se refería, proseguir la experiencia
hasta más adelante (imagino que pronunciaban de buen grado, erróneamente,
esta palabra de experiencia). Su rara cohorte viene con sus risitas burlonas,

Página 81
sus rechinamientos de dientes bastante especiales, cada vez que nuestro gusto
natural por la destreza y hasta por la aparente acrobacia nos hace bordear
abismos de cierta dimensión, es decir, más a menudo, como ellos en otro
tiempo, de lo que nos corresponde. La noche definitiva que comparten, por
haber sentido, desde los rincones del mundo más opuestos, una igual afinidad
con ella, tiende a echar un descrédito igual sobre lo que los animó, los hizo
pelear y, lo más vanamente posible, los reconcilió en la derrota. Entre ellos
figuran en buen lugar algunos revolucionarios, seres que no vacilaron,
después de haber puesto altaneramente en un platillo de la balanza su genio,
su entera fe y, con ella, esto se ha visto, la fe de centenares de miles de
hombres, en dejar caer miserablemente en el otro un grito insignificante de
sufrimiento personal, capaz de vencer inmediatamente a todo el resto.
Recordamos la muerte oscura de Essenin, de Maiakowski. ¿Cómo no tener ya
en cuenta una comunicación publicada hace algunos meses en la prensa
revolucionaria por Elie Selvinski, líder de la escuela constructivista, cuya
conclusión, ciertamente, tiene un sentido diametralmente opuesto, pero que,
tan afianzada como está en consideraciones afectivas personales, no deja
tampoco de alarmar? Según esa comunicación, lo recuerdo, el autor, cuya
vida fue notablemente agitada (ejerció veinte oficios, manejó un
autoametralladora en Taurida, estuvo en la cárcel, conoció apreciables éxitos
literarios, etc.), el autor, digo, habiendo llegado a ese recodo de la vida en el
que uno se siente «declinar» (¿cómo? ¿por qué? ¿de qué recodo se trata?), no
logra recuperar sus medios y sus fuerzas más que haciéndose alistar en la
Fábrica de Electricidad de Moscú en calidad de aprendiz soldador. Una
resolución del comité de fábrica, que nos da a conocer con orgullo, nos entera
de que sus camaradas obreros elogian sin reservas el poema que, poco
después de su ingreso, dedicó a la vida y las costumbres de la fábrica y
esperan de él nuevos logros en el mismo plano. Sería inoportuno si me
pusiera a discutir a Selvinski el mérito que los mejores jueces le reconocen en
esta circunstancia. De todas maneras, lamento que sólo la debilitación de su
facultad creadora lo haya lanzado por este camino. Encuentro en ello la
prueba de que subsiste una notable antinomia en el pensamiento de ciertos
hombres, a quienes, no obstante, la calificación de revolucionarios no puede,
indudablemente, ser negada. ¿Un escritor, un intelectual en un régimen
colectivista podría, pues, sustraerse a voluntad a las obligaciones comunes
hasta el día en que el descontento de sí mismo volvería a hacerle marcar el
paso? Es contar muy poco, en término medio, con la vanidad, con la pereza.
Me parece que hay también aquí una concepción bien aventurera, bien

Página 82
inútilmente peligrosa, de la vida. He aquí de nuevo, pues, que sólo las
pasiones y la ausencia de pasiones son las que gobiernan. Aquel que quiere
aquí hacernos creer que se enmienda, solamente logra restablecer en su
omnipotencia, e independientemente de su objeto, el deseo a cuya esencia
corresponde pasar de un objeto a otro sin valorizar incesantemente, de esos
objetos, más que el último. ¡Extraña, poco tranquilizadora línea quebrada es
la que va, de lasitud en lasitud, desde los cafés poéticos a la fábrica, pasando
por lo que Selvinski, ahora, llama con desprecio «las pequeñas pantuflas de
las mujeres encantadoras»! La verdad es que la actividad de interpretación
está unida aquí a la actividad de transformación por un nudo extremadamente
flojo — el brillante prestidigitador se presenta atado de pies y manos; en el
tiempo de colocar y desplazar el biombo (el biombo es lo que no se sabe del
individuo), por su propio poder, todas las bujías se encienden, hay alboroto,
reaparece encadenado. Ningún sello, naturalmente, ha sido roto. En su
entusiasmo, el público infantil está dispuesto a firmar todos los testimonios
deseados.
El juicio interpretativo realizado por Selvinski, al igual que Maiakowski y
Essenin, ese juicio que cada uno de ellos se hace rigurosamente a sí misino, a
su aventura personal, se revela, al ser examinado, como de los más
insuficientes y de los más mediocres. Es inadmisible que en la sociedad nueva
la vida privada, con sus oportunidades y sus decepciones, siga siendo la gran
distribuidora, así como también la gran privadora de las energías. El único
medio de evitarlo es preparar a la existencia subjetiva un desquite brillante en
el terreno del conocimiento, de la conciencia sin debilidad y sin vergüenza.
Todo error en la interpretación del hombre acarrea un error en la
interpretación del universo: es, por consiguiente, un obstáculo a su
transformación. Así, pues, hay que decirlo, es todo un mundo de prejuicios
inconfesables que gravita junto al otro, del que no es justiciable más que con
el hierro candente, puesto que se observa con gran aumento un minuto de
sufrimiento. Está hecho de burbujas turbias, deformantes, que suben en todo
momento del fondo lodoso, del inconsciente del individuo. La transformación
social no será verdaderamente efectiva y completa hasta el día en que se habrá
terminado con esos gérmenes corruptores. No se acabará con ellos más que
aceptando, para poder integrarlo al del ser colectivo, rehabilitar el estudio del
yo.

Página 83
Bonaparte me turba cuando, tras haber hecho derribar a cañonazos las puertas
de Pavía y fusilar a los elementos rebeldes, se mete a plantear —Hegel es
quien lo expone— a la clase de ideología de la Universidad que visita la
«embarazosa» pregunta de la diferencia entre el estado de vigilia y el dormir.
Debo reconocer, pues, que hasta para aquel hombre, apto como ningún otro
para hacer surgir el hecho concreto, semejante distinción no se establece sin
un mayor o menor debate interior. En aquel Pradial del año IV, en la hora en
que acaba de dar el golpe de gracia a la Revolución a punto de renacer de sus
cenizas (la disolución de la Sociedad del Panteón es de Ventoso) y en que
parece tener en sus manos la suerte de Europa, es bastante edificante ver al
vencedor, al conquistador a quien todo impide dudar de su estrella, pedir que
se resuelva para él lo que marca, lo que cuenta, lo que vale entre los episodios
sangrientos que desarrolla a sus pies la historia y los que se traman, a pesar
suyo o no, en la niebla inmaterial que sube de su cama de campaña. Algo se
trasluce objetiva y críticamente de esa duda en la lectura, también, de una
parte de su correspondencia de aquella época, las cartas a Josefina, en las que
las victorias famosas, subordinadas en importancia y, podría creerse, en
realidad a los movimientos de inquietud amorosa de un hombre de quien se ha
dicho, no obstante, que prefería «el amor hecho» al «amor por hacer», sólo
son objeto de una mención de una línea, en posdata. En esto no hay ninguna
modestia, ciertamente, ningún prejuicio de buena educación. Es un placer
contemplar cómo un tormento más fuerte que el que lleva a dominar a los
hombres, a decidir la suerte de los países, a cambiar las instituciones, abre un
surco en el corazón de Bonaparte al caer la noche, arrebatándole de súbito el
paisaje guerrero, invistiendo con la única autoridad suficiente para poder
hacerlos considerar como reales… ¿qué?, menos que nada, los hechos y los
movimientos de una mujer ligera pero deseada, insoportable pero ausente. El
héroe es aquí herido en su punto de transparencia, de vanidad totales: a través
de él, imágenes de una fiesta lejana cualquiera, de una intensidad singular, se
destacan del telón de fondo prometido a la contemplación futura y que tiene
derecho a ella, en efecto, desde el punto de vista de lo incomparable, a pesar
de su luz siniestra.
El valor particular que atribuyo a ese ejemplo proviene del hecho de que
aquí el acontecimiento que es «negado» es de aquellos cuyo carácter positivo
se impone universalmente con gran fragor, de aquellos cuyo retumbo en el
tiempo subraya con fuerza este carácter positivo. ¿Es necesario, pues, que el
partido que se juega no esté sujeto a hundirse, a precipitarse en su contrario
más que para el jugador? Sin duda debe ser así para que el jugador no logre

Página 84
salvaguardar en él la idea del tiempo, del tiempo en que nace y desaparece
todo, idea cuya destrucción sería de tal naturaleza que le haría perder el
sentido de su propio destino y de su propia necesidad, lo inmovilizaría en una
especie de éxtasis. Esta facultad completamente intuitiva de determinación
inmediata de lo negativo (tendencia a la evasión en el sueño, en el amor),
cuida de que una serie particularmente coloreada y excitante de hechos
vividos sea mantenida en su cuadro de encadenamiento natural. (Un
acontecimiento sobrenatural, si pudiese producirse, privaría al espíritu de su
principal recurso quitándole la capacidad de realizar dialécticamente su
contrario. Tal hecho, conforme a la creencia popular, no podría concebirse
más que como fulminante para todo individuo que lo presenciase. No
subsistiría de él necesariamente ninguna relación).
Esta negativa, este desprendimiento, esta exclusión en que se prefigura ya
para Bonaparte el exilio venidero, dan cuenta admirablemente, también, del
cumplimiento necesario, a través de él, de la serie de mediaciones que
caracteriza la actuación propia del espíritu. Conviene, me parece, insistir en
ello en este caso preciso, aunque no sea más que para poner en jaque a la
concepción idólatra según la cual un ser excepcionalmente duro y armado
podría vivir sin ceder nada a todo lo que no es su vocación única y, con
aliento sostenido, comportarse y mantenerse en su punto de potencia más
elevado. ¿Realiza cierto gran capitán plenamente sus victorias, un
determinado poeta —la pregunta fue hecha por Rimbaud— puede pasar por
haber tenido la inteligencia completa de sus visiones? Es inverosímil. La
naturaleza misma del «uno», sea proclamado genio, simple o loco, se opone a
ello enteramente. Es necesario que el uno se separe de sí mismo, se rechace,
se condene él mismo, que se anule en provecho de los demás para
reconstituirse en la unidad de ellos con él. Así lo exige en su complejidad el
sistema de ruedas dentadas interiores que gobierna el movimiento, el juego de
soles secuentes de los cuales uno, sin despertar a todos los demás, no entrega
ni una partícula de su luz. La animación inmensa se obtiene al precio de esa
repulsión engendradora de atracción, sea el acto que las determina el más
ínfimo o el más operante. Por lo tanto, tocamos aquí, hay que reconocerlo, el
punto débil de la mayoría de las ideologías modernas para las cuales se ha
convertido en oscuridad y reto más grandes que nunca el sostener que lo que
se opone está de acuerdo con uno, según la expresión de Heráclito que
precisa: «Armonía de tensiones opuestas, como la del arco y la de la lira».
Nada ha sido, durante estos últimos veinte o veinticinco siglos, más discutido.
En nuestros días la opinión, que es, en la mayor parte del mundo, lo que la

Página 85
hacen los periódicos a sueldo de la burguesía, refluye casi enteramente contra
esta idea de que la máquina universal obedece indiferentemente a los
impulsos más variados, que no se puede considerar a unas como electivas, a
otras como no electivas y, muy especialmente, para volver al pensamiento del
viejo efesio, que «los hombres en su sueño trabajan y colaboran en los
acontecimientos del universo». No hay, hasta la opinión trabajada,
contrariamente, por la perspectiva de la construcción socialista, quien no
reaccione, de una manera deplorablemente paralela, a fin de cuentas
igualmente conformista, contra todo lo que no es la aplicación estricta en un
solo punto, el de la producción de riquezas, del esfuerzo humano disponible.
El problema del conocimiento se pierde así de vista, el tiempo reaparece bajo
su forma más tiránica —dejar para mañana lo que no se ha podido hacer hoy,
la búsqueda de la eficacia concreta, continua, inmediata. Una servidumbre sin
límites. Las calles acarrean en mescolanza las ocupaciones complementarias,
rivales. La emulación más ingenua se apodera de unos y otros, aquí, allá, por
la posesión, por la gloriola. Mansiones particulares, cuadros de honor. Veo las
bellezas naturales, miradas bruscamente con sospecha, defraudadas, errando
en busca de una nueva afectación, oponiendo por otra parte una resistencia
huraña a dejarse atribuir un fin que no sea el suyo. Este tiempo en que vivo,
este tiempo desgraciadamente corre y me arrastra. La impaciencia loca, como
accidental, en la que aquél se comprende, no me perdona. Hoy día hay poco
lugar, es cierto, para lo que querría, muy altaneramente, trazar en la hierba el
sabio arabesco de los soles de que hablé. Aunque sepamos que las órdenes del
aparato esencial son innumerables, y que responde siempre, y que la respuesta
que da es la misma hasta el infinito, de modo que toda solicitación particular
es arbitraria, por supuesto que cada momento, confundido como está en todos
los otros, permanece no obstante diferenciado en sí mismo. El momento
presente me es dado, pues, con todas las características que lo colocan bajo la
amenaza de una nube más cercana que las otras, de la especie de aquella que,
reventando, ha de librar al mundo de un régimen económico en el cual han
aparecido y se han multiplicado contradicciones insuperables, mortales.
Importa que esa nube dibuje su sombra sobre la página que escribo, que sea
pagado este tributo a la pluralidad a la cual, para osar escribir, es necesario a
Ja vez que me pierda y que vuelva a encontrarme. Más allá, pero sólo más
allá, me está quizá permitido hacer valer el sentimiento particular que me
anima, me corresponde quizá pedir más o menos solo que las preocupaciones
más específicamente actuales, el cuidado de las intervenciones más urgentes,
no desvíen al hombre de la tarea de comprender, de conocer, y que para ello

Página 86
lo dejen en condición de incorporar el hecho histórico adquirido o próximo a
adquirirse, por ejemplo la Revolución social, al devenir más general del ser
humano —después de esta Revolución lo mismo que antes, no lo olvidemos,
eternamente haciéndose y eternamente inacabado. Es necesario, lo repito,
evitar a toda costa dejar absurdamente obstruir o hacer impracticables los más
bellos caminos del conocimiento, bajo pretexto de que no se podría tratar
provisionalmente de otra cosa que de apresurar la hora de la Revolución.
Tanto como admito que, realizada la Revolución, el espíritu humano, llevado
a un nivel superior, será llamado a partir por primera vez de sí mismo por una
vía sin obstáculo, igualmente niego que lo consiga si, en los sentidos más
diversos, no se ha guardado de malbaratar lo que la experiencia anterior le
había proporcionado. No es uno de los menores reproches que pueden hacerse
a esta época tener que comprobar que una proposición tan elementalmente
lógica no encuentre un consentimiento más general, pero el hecho es que no
lo encuentra. Incluso cada día nos trae, en cuanto a eso, una negación más
asombrosa y más estéril de parte de aquellos que han tomado a su cargo la
transformación racional del mundo y efectivamente, en parte, lo han
transformado. Es absolutamente insuficiente, en mi opinión, preconizar el uso
de una manivela con exclusión de todas las demás —la potencia de trabajo
por ejemplo—, y uno se expone así a deteriorar la máquina. Empero es a la
observación estricta de esta regla que se esfuerzan a reducirnos algunos
hombres a quienes las enseñanzas de Marx y de Lenin podrían, parece, dotar
en este dominio de una mayor circunspección. El escamoteo pasablemente
deshonesto de lo que puede haber de más precioso, desde el único punto de
vista materialista, en descubrimientos como los de Freud, el rechazo práctico
de la discusión de toda clase, de tesis algo insólitas, el pataleo sensible que
resulta de ello concurrente con la tendencia a considerar infalible el
pensamiento de algunos hombres en lo que puede presentar, como todo
pensamiento, a la vez de cierto y de aventurado, justifican a mis ojos la
adopción de una posición exterior a las posiciones comunes, difícil de
mantener, ciertamente, pero de la cual es posible al menos no alienar todo
espíritu crítico en beneficio de cualquier fe ciega. ¿Quién sabe si no conviene
que en las épocas atormentadas se cave así a su pesar la soledad de algunos
seres, cuyo papel es evitar que perezca lo que no debe subsistir pasajeramente
más que en un rincón de invernadero, para encontrar mucho más tarde su
lugar en el centro del nuevo orden, indicando así con una flor absoluta y
simplemente presente, por verdadera, con una flor de alguna manera axial en

Página 87
relación al tiempo, que el mañana debe conjugarse tanto más estrechamente
con el ayer cuanto que debe romper de una manera más decisiva con él?

En el estruendo de las murallas que se derrumban, entro los cantos de alegría


que suben de las ciudades ya reconstruidas, en la cima del torrente que clama
el retorno perpetuo de las formas tomadas sin cesar por el cambio, sobre el ala
batiente de los afectos, de las pasiones que alternativamente levantan y dejan
caer de nuevo a los seres y las cosas, por encima de los fuegos de paja en los
que se crispan las civilizaciones, más allá de la confusión de las lenguas y de
las costumbres, veo al hombre, lo que de él permanece para siempre inmóvil
en el centro del torbellino. Sustraído a las contingencias de tiempo y de lugar,
aparece verdaderamente como el centro mismo de ese torbellino, como el
mediador por excelencia. ¿Y cómo me lo conciliaría si no lo restituyese
esencialmente a esta facultad fundamental de dormir, es decir, de volver a
templarse cada vez que es necesario, en el seno mismo de esta noche
superabundantemente poblada en la que todos, seres y objetos, son él mismo,
participan obligatoriamente de su ser eterno, cayendo con la piedra, volando
con el pájaro? Veo en el centro de la plaza pública a este hombre inmóvil en
quien, lejos de aniquilarse, se combinan y maravillosamente se limitan las
voluntades adversas de todas las cosas por la única gloria de la vida, de este
hombre que, lo repito, no es ninguno y es todos. Aunque lo quiero
teóricamente arrancado a la brega social, distraído de la mordedura de una
ambición irrefrenable y siempre indigna, me aseguro de que el mundo entero
se recompone, en su principio esencial, a partir y alrededor de él. ¡Que se
entregue, pues, y que para empezar deshaga, es necesario, al otro hombre,
aquel a quien toda interiorización está prohibida, el transeúnte apresurado
dentro de la niebla! Esta niebla es. Contrariamente a la idea corriente, está
hecha del espesor de las cosas inmediatamente sensibles cuando abro los ojos.
Estas cosas que amo, ¿cómo no las odiaría también por ocultarme
irrisoriamente todas las otras? Me ha parecido y me parece aún, incluso es
todo aquello de lo que este libro da fe, que al examinar de cerca la actividad
más irreflexiva del espíritu, si se pasa por alto la extraordinaria y poco
tranquilizadora efervescencia que se produce en la superficie, es posible sacar
a la luz un tejido capilar en la ignorancia del cual nos ingeniaríamos en vano
en querer figurarnos la circulación mental. El papel de este tejido es, ya lo
hemos visto, asegurar el intercambio constante que debe producirse en el

Página 88
pensamiento entre el mundo exterior y el mundo interior, intercambio que
requiere la interpretación continua de la actividad en estado de vigilia y la
actividad durmiendo. Toda mi ambición ha sido dar aquí una idea de su
estructura. Cualesquiera que sean la pretensión común a la conciencia integral
y los menudos delirios de rigor, no se puede negar que este tejido cubre una
región bastante vasta. Allí es donde se consuma para el hombre el intercambio
permanente de sus necesidades satisfechas e insatisfechas, allí es donde se
exalta la sed espiritual que, desde el nacimiento a la muerte, es indispensable
que calme y que no cure. No me cansaré de oponer a la imperiosa necesidad
actual, que es la de cambiar las bases sociales tan vacilantes y carcomidas del
viejo mundo, esta otra necesidad no menos imperiosa de no ver en la
Revolución venidera un fin, que con toda evidencia sería al mismo tiempo el
de la historia. El fin no podría ser para mí más que el conocimiento del
destino eterno del hombre, del hombre en general, a quien sólo la Revolución
podrá devolver plenamente a ese destino. Toda otra manera de juzgar,
cualquiera que sea la preocupación por las realidades políticas de que se jacte,
me parece falsa, paralizante y, desde el estricto punto de vista revolucionario,
derrotista. Es demasiado simple, opino, querer reducir la necesidad de
adecuación del hombre a la vida a un reflejo penoso que estaría expuesto a
ceder a la supresión de las clases. Tal necesidad es por ello demasiado
insituable en el tiempo y, no temo decirlo, precisamente porque quiero verla
imponerse sin trabas al hombre, es por lo que soy revolucionario. Estimo, en
efecto, que no se impondrá sin trabas al hombre hasta que pueda imponerse a
todo hombre, hasta que la precariedad completamente artificial de la
condición social de éste no le vele ya la precariedad real de su condición
humana. Pretendo que no hay en esto, por mi parte, ningún pesimismo, sino
que, bien al contrario, es propio de una vista deplorablemente corla y tímida
admitir que el mundo puede ser cambiado una vez por todas y prohibirse más
allá, como si debiese ser profanatoria, toda incursión por las tierras inmensas
que quedarán por explorar.

El mal sagrado, la enfermedad incurable reside y residirá aún en el


sentimiento. Negarlo no sirve rigurosamente de nada; vale más en todos
aspectos pasar por sus accesos agotadores e intentar, desde el interior de la
campana de buzo de paredes vibrantes que sirve para penetrar en su esfera,
organizar tan sólo un poco el brillante desacuerdo en que se complace. No es
en vano que el individuo, por su mediación, al entrar en contacto con el

Página 89
contenido de sí mismo, experimenta de una manera más o menos pánica, que
lo calienta o lo hiela, que ese contenido se distingue del conocimiento
objetivo exterior. Todo debe continuar siendo emprendido para tratar de ver
más claro y para separar, de la certeza irracional que lo acompaña, lo que
puede ser tenido por verdadero o por falso. Por esto no solamente conviene no
abandonar ninguno de los modos de conocimiento intuitivo probados, sino
también trabajar para descubrir otros nuevos. Una vez más, nada sería más
necesario en este respecto que hacer un examen profundo del proceso de
formación de las imágenes en el sueño, ayudándose de lo que se puede saber,
por otro lado, de la elaboración poética. ¿De dónde viene que tales imágenes
hayan sido retenidas con preferencia a tales otras, entre todas las demás? El
hecho de que algunas de ellas parecen con evidencia deber su origen a la
repetición fortuita, durante el estado de vigilia, de ciertas representaciones
muy precisas, hace pensar que no hay ahí nada tan difícil, tan desorientador.
Con un poco de ingenio no es imposible que se logre provocar ciertos sueños
en otro ser, por poco que nos apliquemos a pesar suyo en hacerle caer dentro
de un sistema bastante notable de coincidencias. No sería de ningún modo
utópico pretender, por este medio, obrar a distancia, gravemente, sobre su
vida. El hecho real, que es una resultante, ganaría en solidez con que uno de
sus principales componentes fuese así, en la mayor medida, determinado a
priori y dado. Desearla que esta proposición obtuviese bastante aprobación de
algunos espíritus para hacerlos pasar a su aplicación práctica. Nada me parece
de naturaleza capaz de iluminar mejor la esfera del sentimiento, a la que el
sueño pertenece en propiedad, lo cual lo designa electivamente como terreno
de experiencia, puesto que se trata, como se continuará tratando siempre, de
sondar la naturaleza individual entera en el sentido total que puede tener de su
pasado, de su presente y de su futuro.
Puesto que la actividad práctica lleva al hombre despierto hacia un
debilitamiento constante de la sustancia vital que sólo puede compensarse
parcialmente en el sueño, la actividad reparadora que es la función de éste,
¿no merecería algo mejor que este disfavor que hace de todo hombre casi un
durmiente vergonzoso? ¡Qué pereza, qué gusto completamente animal de la
existencia por la existencia se manifiestan a fin de cuentas en la actitud que
consiste en no querer tener conciencia de este hecho de que toda cosa que
objetivamente es, está comprendida en un círculo que siempre va ampliando
sus posibilidades! ¡Cómo creerse capaz de ver, de oír, de tocar si uno se niega
a tener en cuenta esas posibilidades innumerables que, para la mayoría de los
hombres, dejan de ofrecerse desde que pasa el primer carro del lechero! La

Página 90
esencia general de la subjetividad, este inmenso terreno y el más rico de
todos, es dejado baldío. Hay que ir a ver a primera hora de la mañana, desde
la cumbre de la colina del Sagrado Corazón, en París, cómo la ciudad se
desprende lentamente de sus velos espléndidos, antes de estirar los brazos.
Toda una multitud por fin dispersada, helada, desunida y sin fiebre surca
como un navío la gran noche que sabe hacer una misma cosa de la basura y de
la maravilla. Los trofeos orgullosos que el sol se dispone a coronar de pájaros
o de ondas, se reponen mal del polvo de las capitales enterradas. Hacia la
periferia las fábricas, primeras en estremecerse, se iluminan con la conciencia
cada día creciente de los trabajadores. Todos duermen, excepto los últimos
escorpiones con rostro humano que empiezan a cocer, a hervir en su oro. La
belleza femenina se funde una vez más en el crisol de todas las piedras raras.
Nunca es más emocionante, más entusiasmadora, más loca, que en este
instante en que es posible concebirla unánimemente desprendida del deseo de
agradar a uno o a otro, a unos o a otros. ¡Belleza sin destino inmediato, sin
destino conocido por ella misma, flor inaudita hecha de todos esos miembros
esparcidos en una cama que puede aspirar a las dimensiones de la tierra! La
belleza alcanza en aquella hora su término más elevado, se confunde con la
inocencia, es el espejo perfecto en el que todo lo que ha sido, todo lo que está
llamado a ser, se baña adorablemente en lo que va a ser esta vez. La potencia
absoluta de la subjetividad universal, que es la realeza de la noche, ahoga al
azar las impacientes determinaciones: el cardo sobre el que no se ha soplado
permanece sobre su construcción humosa, perfecta. ¿Hará buen tiempo,
lloverá? Una dulcificación extrema de sus ángulos constituye todo el cuidado
de la pieza ocupada, bella como si estuviera vacía. Las cabelleras
infinitamente lentas sobre las almohadas no dejan nada por espigar de los
hilos por los cuales la vida vivida se une a la vida por vivir. El detalle
impetuoso, pronto devorante, gira en su jaula de comadreja, anhelando
alborotar con su carrera todo el bosque. Entre la cordura y la locura, que de
ordinario logran muy bien limitarse una a la otra, es la tregua. Los intereses
poderosos afligen apenas con su sombra desmesuradamente mezquina el alto
muro degradado en cuyas anfractuosidades se inscriben para cada uno las
figuras, siempre distintas, de su placer y de su sufrimiento. No obstante, como
en un cuento de hadas, parece siempre que una mujer ideal, levantada antes de
la hora y en cuyos bucles habrá descendido visiblemente la última estrella, va
a salir de una casa oscura y sonámbulamente hará cantar las fuentes del día.
París, tus reservas monstruosas de belleza, de juventud y de vigor, ¡cómo
quisiera saber extraer de tu noche de algunas horas lo que Contiene de más

Página 91
que la noche polar! ¡Cómo quisiera que una meditación profunda sobre los
poderes inconscientes, eternos que tú ocultas estuviera al alcance de todo
hombre, para que se guardara de retroceder y de soportar! La resignación no
está escrita sobre la piedra móvil del sueño. La inmensa tela oscura que cada
día es hilada lleva en su centro los ojos petrificadores de una victoria clara. Es
incomprensible que el hombre vuelva sin cesar a esta escuela sin aprender
nada en ella. Día llegará, no obstante, en que no podrá ya acudir, para juzgar
de su propia determinabilidad, a la arbitraria voluntad del organismo social
que asegura hoy, por la desgracia de casi todos, el goce de algunos. Creo que
no es demasiado irrazonable predecirle para un día cercano el logro de esta
mayor libertad. Aquel día, piénsese en ello, será necesario además que sepa
disfrutarla, y esto es precisamente lo que yo quisiera darle. Alimenta en su
corazón un enigma y de cuando en cuando comparte a su pesar la inquietante
reserva mental de Lautréamont: «Mi subjetividad y el Creador, es demasiado
para un cerebro». Creador aparte, fuera de la cuenta, la subjetividad sigue
siendo en efecto el punto negro. Su historia, que no se escribe, no persiste
menos, al margen de la otra, en proponer su indignante embrollo. A esa
subjetividad, por su parte, la miseria literaria la cubre y descubre
alternativamente a su placer, evitando en lo posible seguirla en sus
retraimientos y cercarla. ¿No hemos visto estos últimos tiempos ponerse de
moda, en lectura, algo tan ridículo y tan abyecto como las «vidas noveladas»?
Demasiado nos imaginamos lo que puede haber, en empresas de esta
envergadura, de aquello sobre lo cual el acento humano debería
verdaderamente recargarse, he nombrado ya el sentimiento y precisaré que se
trataría ante todo de comprender cómo tal individuo es afectado por el curso
de las edades de la vida, por una parte, y por la idea que tiene, por otra parte,
de la relación sexual. Estas son, naturalmente, investigaciones todas que la
ligereza común y la hipocresía social hacen prácticamente imposibles de
manera continua. Así se pierde la última oportunidad que tenemos de
disponer, en materia de subjetividad, de documentos vivos de algún precio.
Me veo forzado, en estas condiciones, a no contar sino con los poetas —son
todavía algunos— para colmar poco a poco esta laguna[14]. Es de los poetas, a
pesar de todo, en el curso de los siglos, de los que es imposible recibir y
permitido esperar los impulsos susceptibles de volver a colocar al hombre en
el corazón del universo, de abstraerlo un segundo de su aventura disolvente,
de recordarle que es para todo dolor y todo gozo exteriores a él un lugar
indefinidamente perfectible de resolución y de eco.

Página 92
El poeta venidero superará la idea deprimente del divorcio irreparable de la
acción y del sueño. Ofrecerá el fruto magnífico del árbol de las raíces
entrecruzadas y sabrá persuadir a aquellos que lo saboreen de que no tiene
nada de amargo. Llevado por la ola de su tiempo, asumirá por primera vez sin
aflicción el recibo y la transmisión de las llamadas que se apretujan hacia él
desde el fondo de las edades. Mantendrá en presencia, cueste lo que cueste,
los dos términos de la relación humana por cuya destrucción las conquistas
más preciosas se convertirían instantáneamente en letra muerta: la conciencia
objetiva de las realidades y su desarrollo interno en lo que, por virtud del
sentimiento individual por una parte, universal por otra parte, posee de
mágico hasta nueva orden. Esa relación puede pasar por mágica en el sentido
de que consiste en la acción inconsciente, inmediata, de lo interno sobre lo
externo y que se desliza fácilmente en el análisis sumario de semejante noción
la idea de una mediación trascendente que sería, por otra parte, más la de un
demonio que de un dios. El poeta se erguirá contra esta interpretación
simplista del fenómeno de que se trata: en el proceso inmemorialmente
intentado por el conocimiento racional contra el conocimiento intuitivo, le
corresponderá presentar la pieza capital que pondrá fin al debate. La
operación poética, desde entonces, será realizada en pleno día. Se habrá
renunciado a buscar querella a ciertos hombres, los cuales tenderán a
convertirse en todos los hombres, por las manipulaciones durante largo
tiempo sospechosas para los otros, durante largo tiempo equívocas para ellos
mismos, a las que se entregan para retener la eternidad en el instante, para
fundir lo general en lo particular. Ya ellos mismos no proclamarán más el
milagro cada vez que por la mezcla, más o menos involuntariamente
dosificada, de estas dos sustancias incoloras que son la existencia sumisa a la
conexión objetiva de los seres y la existencia que escapa concretamente a esta
conexión, habrán logrado obtener un precipitado de un hermoso color
durable. Estarán ya afuera, mezclados con los demás a pleno sol y no tendrán
una mirada más cómplice ni más íntima que ellos para la verdad, cuando ésta
vendrá a sacudir su cabellera chorreante de luz a su ventana negra.

Página 93
APÉNDICE
TRES CARTAS DE SIGMUND FREUD A ANDRÉ
BRETON

Viena, 13 de diciembre 1932.

Estimado señor:
Tenga la seguridad, de que leeré con cuidado su librito Los vasos
comunicantes, en el que la explicación de los sueños representa un gran
papel. Hasta ahora no he llegado aún muy lejos en esta lectura, pero si ya le
[15]
escribo es porque en la página 191 tropecé con una de sus
[16]
«impertinencias» , la cual no puedo explicarme fácilmente.
Me reprocha usted que no haya mencionado, en la bibliografía, a Volkelt,
quien descubrió el simbolismo del sueño, aunque me haya apropiado sus
ideas. ¡He aquí algo grave, algo completamente contra mis maneras
habituales!
En realidad no es Volkelt quien descubrió el simbolismo del sueño, sino
Scherner, cuyo libro apareció en 1861, mientras que el de Volkelt data de
1878. Los dos autores son mencionados varias veces en los pasajes
correspondientes de mi texto y figuran juntos en el lugar donde Volkelt es
designado como partidario de Scherner. Los dos nombres están también en la
bibliografía. Puedo, pues, pedir a usted una explicación.
Para su justificación descubro en este momento que el nombre de Volkelt,
efectivamente, no se encuentra en la bibliografía de la traducción francesa
(Meyerson, 1926).
Muy afectuosamente,
FREUD

Página 94
14 de diciembre 1932.

Estimado señor:
Excúseme si insisto en el asunto Volkelt. Para usted no puede significar
gran cosa, pero soy muy sensible a semejante reproche y cuando viene de
André Bretón me es tanto más penoso.
Le escribí ayer diciéndole que el nombre de Volkelt es mencionado en la
bibliografía de la edición alemana de La ciencia de los sueños, pero que fue
omitido en la traducción francesa, lo cual me justifica y en cierta medida lo
justifica a usted igualmente, aunque hubiese usted podido ser más prudente
en la explicación de este estado de cosas. (Escribe usted: «autor sobre quien
permanece muda bastante significativamente la bibliografía»). En este caso
no habría probablemente más que un olvido sin importancia del traductor
Meyerson.
Pero él tampoco es culpable. He mirado de nuevo con más precisión y he
encontrado lo que sigue: de mi Ciencia de los sueños han aparecido de 1900
a 1910 ocho ediciones. La traducción francesa fue hecha sobre la séptima
edición alemana. Y he aquí que el nombre de Volkelt figura en la bibliografía
de la primera, la segunda y la tercera ediciones alemanas, pero efectivamente
falta en todas las ediciones ulteriores, de modo que el traductor francés no
podía encontrarlo.
La cuarta edición alemana (1914) es la primera que lleva en la portada la
mención: «Con la colaboración de Otto Rank». Desde entonces Rank se
encargó de la bibliografía, de la que yo ya no me ocupé más. Probablemente
sucedió que la omisión del nombre de Volkelt (entre las páginas 487 y 488) le
pasó por alto. En esto es imposible atribuirle una intención particular.
La utilización de semejante accidente debe ser excluida, muy
particularmente por el hecho de que Volkelt no es en absoluto aquel cuya
autoridad es tomada en consideración en materia del simbolismo del sueño,
sino indudablemente otro que se llama Scherner, como he dicho varias veces
en mi libro.
Con mi consideración distinguida,
FREUD

26 de diciembre 1932.

Página 95
Estimado señor:
Le agradezco vivamente su carta, tan detallada y amable. Habría podido
[17]
usted contestarme más brevemente: «Tant de bruit…» . Pero ha tenido
usted amistosamente consideración a mi susceptibilidad particular sobre este
punto, que es sin duda una forma de reacción contra la ambición
desrnesurada de la infancia, felizmente superada. No podría tomar a mal
ninguna de sus otras observaciones críticas, aunque pudiera encontrar en
ellas varios motivos de polémica. Así, por ejemplo: creo que si no proseguí el
análisis de mis propios sueños hasta tan lejos como el de los otros, la causa
no es más que raramente la timidez en cuanto a lo sexual. El hecho es, con
mucha mayor frecuencia, que hubiera tenido que descubrir regularmente el
fondo secreto de toda la serie de sueños, consistente en mis relaciones con mi
padre que acababa de morir. Pretendo que tenía derecho a poner un límite a
la inevitable exhibición (¡así como a una tendencia infantil superada!).
Y ahora una confesión, ¡que debe usted acoger con tolerancia! A pesar de
que recibo tantas pruebas del interés que usted y sus amigos tienen por mis
investigaciones, yo mismo no soy capaz de aclararme qué es y qué quiere el
surrealismo. Quizá no estoy hecho para comprenderlo, yo que estoy tan
alejado del arte.
Cordialmente suyo
FREUD

RÉPLICA

Si, en la primera parte de Los vasos comunicantes, me creí autorizado a


atribuir a Volkelt y no a Scherner el mérito principal del descubrimiento del
simbolismo sexual del sueño, es porque me pareció que, según el testimonio
[18]
incluso de Freud , Volkelt fue históricamente el primero que colocó en el
plano científico la actividad imaginativa simbólica de que tratamos aquí. La
característica sexual de esta actividad había sido, en efecto, presentida hace
mucho tiempo por los poetas, Shakespeare entre otros, pero la consideración
de esos «márgenes ocasionales del conocimiento intuitivo», como dice Rank,
no debe ocultarnos lo que pudo haber de genial en la idea de sistematización
—emitida antes de Freud— que debía dar origen al psicoanálisis. «Revoltijo
místico», «pomposo galimatías», tales son las palabras que encuentran uno

Página 96
tras otro Volkelt y Freud para apreciar la obra de Scherner. No creí, en estas
condiciones, singularizarme al atribuir la responsabilidad de la orientación,
de la impulsión verdaderamente científicas del problema, a Volkelt, quien,
según Freud, «se esforzó por conocer mejor» en su naturaleza la imaginación
del sueño, «por situarla después exactamente en un sistema filosófico».
Huelga decir que nunca he atribuido a Freud el cálculo que consistiría en
silenciar deliberadamente los trabajos de un hombre de quien puede ser
intelectualmente deudor. Una acusación de este orden correspondería mal a
la altísima idea que tengo de él. Al comprobar la omisión de la obra de
Volkelt en la bibliografía establecida tanto al final de la edición francesa
como de una edición alemana muy anterior, cuanto más recordé el principio
según el cual «en todos los casos el olvido es motivado por un sentimiento
[19]
desagradable» . Según mi sentir, no podía tratarse ahí más que de un acto
sintomático y debo decir que la agitación manifestada en esto por Freud (me
escribe dos cartas con algunas horas de intervalo, se disculpa vivamente,
echa su culpa aparente sobre alguien que ya no es amigo suyo… ¡para
terminar alegando en favor de éste el olvido inmotivado!) no es a propósito
para hacerme apartar de mi impresión. El último párrafo de la tercera carta,
en el que se manifiesta, a doce días de distancia, el deseo (muy divertido) de
[20]
devolver golpe por golpe , me confirma más en la idea de que toqué un
punto bastante sensible. «La ambición desmesurada de la infancia», ¿está en
Freud, en 1933, tan «felizmente superada»?
El lector juzgará si, por otra parte, conviene dejar de lado las reticencias
paradójicas del autoanálisis en La ciencia de los sueños y el notable
contraste que ofrece, desde el punto de vista del contenido sexual, la
interpretación de los sueños del autor y el de los otros sueños que se hace
relatar. Sigue pareciéndome que en semejante dominio el temor del
exhibicionismo no es una excusa suficiente y que la investigación de la
verdad objetiva por sí misma exige ciertos sacrificios. El pretexto invocado
—el padre de Freud murió en 1896— aparecerá por otra parte, aquí, tanto
más precario cuanto que las siete ediciones de su libro que se han sucedido
desde 1900 han proporcionado a Freud todas las ocasiones deseables de
salir de su reserva de entonces o, citando menos, de explicarla sumariamente.
Quede bien entendido que, aunque se las oponga, esas diversas
contradicciones que se encuentran hoy aún en Freud no debilitan en nada el
respeto y la admiración que le tengo, sino que más bien dan testimonio, a mis
ojos, de su maravillosa sensibilidad siempre despierta y me aportan la
valiosísima prenda de su vida.

Página 97
1933.
A. B.

Página 98
ANDRÉ BRETON (Tinchebray, Francia, 1896-París, 1966). De origen
modesto, comenzó a estudiar medicina desoyendo las presiones familiares
(sus padres querían que fuera ingeniero). Movilizado en Nantes, durante la
Primera Guerra Mundial, en 1916, conoció a Jacques Vaché, que ejerció
sobre él una gran influencia, a pesar de haber escrito únicamente cartas de
guerra. Entra en contacto con el mundo del arte, primero a través de Paul
Valéry y después del grupo dadaísta en 1916.
Durante la guerra trabajó en hospitales psiquiátricos, donde estudió las obras
de Sigmund Freud y sus experimentos con la escritura automática (escritura
libre de todo control de la razón y de preocupaciones estéticas o morales), lo
que influyó en su formulación de la teoría surrealista. Se convirtió en pionero
de los movimientos antirracionalistas conocidos como dadaísmo y
surrealismo. En 1920 publicó su primera obra Los campos magnéticos, en
colaboración con Philippe Soupault, en la que exploraba las posibilidades de
la escritura automática. Al año siguiente rompió con Tristan Tzara, el
fundador del dadaísmo.
Fundó con Louis Aragon y Philippe Soupault la revista Littérature. En 1924
escribió el Manifiesto del surrealismo y a su alrededor se formó un grupo
compuesto por Philippe Soupault, Louis Aragon, Paul Éluard, René Crevel,
Michel Leiris, Robert Desnos, Benjamin Péret, deseosos de llegar al

Página 99
«Cambiar la vida» de Rimbaud y «Transformar el mundo» de Marx. «El
surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de
asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo y en el libre ejercicio del
pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes
mecanismos psíquicos y a sustituirlos en la resolución de los principales
problemas de la vida». En este manifiesto además se asientan las bases del
automatismo psíquico como medio de expresión artística que surge sin la
intervención del intelecto.
Muy pronto el movimiento se acerca a la política y en 1927 Aragon, Éluard y
Breton se afilian al Partido Comunista. En 1928 publica en París Le
surréalisme et la peinture. Con la publicación del Segundo manifiesto
surrealista (1929) llegó la polémica: Breton, líder del movimiento surrealista,
concretaba la noción de surrealismo y afirmaba que debía caminar junto a la
revolución marxista. Sin embargo en 1935 abandona el partido al confirmar la
imposibilidad de conciliar la búsqueda de la libertad absoluta de los
surrealistas con el realismo socialista que veía al arte como instrumento de
propaganda de sus postulados.
Octavio Paz, que conoció a Breton cuando llegó a París en 1946, cuenta que
el fundador del surrealismo tenía dos caras. Por un lado era una persona
tremendamente vitalista, honesta y de gran simpatía personal, por el otro muy
intransigente; no en vano se ganó el apodo de «papa del surrealismo» por la
obcecación con la que defendía los principios del movimiento y castigaba con
la expulsión a aquéllos que se desviaban de sus principios morales o
artísticos. Entre los expulsados se encuentran Roger Vitrac, Philippe
Soupault, Antonin Artaud, Robert Desnos y Salvador Dalí, al que llama
«Ávida Dollars» (anagrama de su nombre). Marcel Duchamp le dedica estas
palabras: No he conocido a ningún hombre que tuviera mayor capacidad de
amor, mayor poder de amar la grandeza de la vida, y no se entenderían sus
odios si no fuera porque con ellos protegía la cualidad misma de su amor por
la vida, por lo maravilloso de la vida. Breton amaba igual que late un
corazón. Era el amante del amor en un mundo que cree en la prostitución.
Ése es su signo.
La vanguardia española le citó en revistas como Alfar, Grecia, Hélix,
Terramar, Art, etc. y en 1922, con motivo de la exposición de Francis Picabia
en las Galerías Dalmau, estuvo en España. En 1932 escribe Los vasos
comunicantes y el libro de poesías La Inmaculada Concepción junto a Paul
Éluard. En 1935 visitó Tenerife para asistir a la Exposición Surrealista

Página 100
organizada por la revista Gaceta de Arte, dirigida por Eduardo Westerdahl, lo
que supuso un hito en la historia de la creación cultural en Canarias. Sobre
esta experiencia escribió el relato Le château étoilé (1935).
En 1934 contrajo matrimonio con Jacqueline Lamba, inspiradora de El amor
loco. Dos años después nace su hija Aube. Su obra más creativa es Nadja, en
parte autobiográfica. En 1937 inaugura la galería «Gradiva» en la calle de
Seine, viaja a México donde conoce a su admirado Trotski y redacta el
Manifiesto por un arte revolucionario independiente.
En 1941 se embarca en el Capitaine-Paul-Lemerle hacia Martinica, donde es
internado en un campo. Estuvo en una galera repleta de hombres, mujeres y
niños, además iba en un lugar más cómodo del barco Claude Lévi-Strauss,
con quien mantuvo una durable amistad por correspondencia en la que
discutían sobre estética y originalidad absoluta. Durante la década viajó a
Santo Domingo, donde ejerció fuerte influencia en los escritores jóvenes y
donde participaba en tertulias de intelectuales en la casa de la pareja de
inmigrantes alemanes Erwin Walter Palm e Hilde Domin. Liberado bajo
fianza llega a Nueva York para un exilio que durará cinco años y publica los
Prolegómenos a un tercer manifiesto o no, conocido también como Tercer
manifiesto surrealista.
Un año después funda en la ciudad estadounidense de Nueva York la revista
VVV. Es en esa ciudad donde conocerá en 1943 a su nueva esposa, la chilena
Elisa Bindhoff Enet. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, vigilado
por el gobierno de Vichy, se refugió en América; volvió a París en 1946. En
1956 funda una nueva publicación, Le Surrealisme Même, siguiendo hasta su
muerte en 1966 animando al grupo surrealista. Poco antes de morir, decía a
Luis Buñuel, hoy nadie se escandaliza, la sociedad ha encontrado maneras
de anular el potencial provocador de una obra de arte, adoptando ante ella
una actitud de placer consumista. Murió en la mañana del 28 de septiembre
de 1966, en el hospital Lariboisière (París). Fue enterrado en el cementerio de
Batignolles, a pocos metros de la tumba de su amigo Benjamin Péret. Su
poesía, recopilada en Poemas (1948), revela la influencia de los poetas Arthur
Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Guillaume Apollinaire, entre
otros.

Página 101
Notas

Página 102
[1] Mi amiga, en otro tiempo. <<

Página 103
[2] Se trata del libro presente. <<

Página 104
[3] Sein significa seno. (T.) <<

Página 105
[4] Población donde viven mis padres. <<

Página 106
[5] En realidad, no he tomado haschich más que una vez, hace varios años, en

muy pequeña cantidad. <<

Página 107
[6] Población donde nunca ha vivido. <<

Página 108
[7] Este auxilio de un testigo de nuestra vida de la víspera es de los más

preciosos, no solamente porque impide la censura del compromiso


interpretándolo según pistas falsas, sino también porque la memoria del
testigo es de tal naturaleza que restituye la parte de los elementos reales más
rica de significación, puesto que es aquella misma que tendía a ser desviada.
Así mismo, para la interpretación del sueño de la corbata, no hubiera podido
sin duda prescindir del todo de la colaboración de Georges Sadoul. <<

Página 109
[8] El presente capítulo de este libro estaba ya escrito (había citado de
memoria esas palabras) cuando emprendí la lectura del Viejo barón inglés,
que por fin había logrado procurarme. Una extraordinaria impresión de algo
ya oído, inmediatamente acompañada de la visión muy precisa del hombre del
bulevar Malesherbes, me esperaba en el pasaje de la página 82 a la 83: «No
sé, pero creo vislumbrar en usted señales que me anuncian que está destinado
a algo grande». <<

Página 110
[9] Es la palabra francesa cocu, que se traduce por cuclillo y por cornudo. (T.)

<<

Página 111
[10] La palabra bajo fue subrayada por la voz interior que parecía poner en ella

una cantidad de intenciones. Los puntos suspensivos están en lugar de no sé


qué palabras destinadas a amueblar poéticamente el intervalo que separa los
dos miembros de la frase. De alguna manera estaba especificado que este
periodo, mascullado y voluntariamente ininteligible, podía ser reemplazado
por otro muy diferente que fuese tan neutro como él y tan susceptible de hacer
sólo más lento el movimiento oratorio. <<

Página 112
[11] «Urbantschitsch, al examinar un gran número de personas que no estaban

sujetas a la audición coloreada, encontró que una nota elevada del diapasón
parece más alta cuando se mira el rojo, el amarillo, el verde, el azul; más baja
si se mira el violeta». (Havelock Ellis) <<

Página 113
[12] Cf. Le Grand Jeu, n.º 3, otoño de 1930. <<

Página 114
[13] Comparar dos objetos lo más alejados posible uno de otro o, por cualquier

otro método, ponerlos en presencia de una manera brusca y sorprendente, es


la tarea más alta a que pueda aspirar la poesía. A ejercitarse en esto debe
tender cada vez más su poder inigualable, único, que es el de hacer aparecer
la unidad concreta de los dos términos puestos en relación y comunicar a cada
uno de ellos, cualquiera que sea, un vigor que le faltaba mientras era tomado
aisladamente. Lo que se trata de vencer es la oposición completamente formal
de esos dos términos; lo que se trata de suprimir es su aparente desproporción
que sólo proviene de la idea imperfecta, infantil que tenemos de la naturaleza,
de la exterioridad del tiempo y del espacio. Cuanto más fuerte parece el
elemento de la desemejanza inmediata, más debe ser superado y negado. Toda
la significación del objeto está en juego. Así dos cuerpos diferentes frotados
uno contra el otro alcanzan, por la chispa, su unidad suprema en el fuego; así
el hierro y el agua llegan a su resolución común, admirable, en la sangre, etc.
La particularidad extrema no podría ser el escollo de esta manera de ver, de
sentir; así, la decoración arquitectural y la mantequilla 6e conjugan
perfectamente en el forma tibetano, etc. <<

Página 115
[14] Los poetas, pero, dice Freud, «son, en el conocimiento del alma, nuestros

maestros, de nosotros, hombres vulgares, pues beben en manantiales que no


hemos todavía hecho accesibles a la ciencia. — ¡Que el poeta no se haya
pronunciado aún más claramente en favor de la naturaleza, llena de sentido,
de los sueños!» <<

Página 116
[15] Aquí página 16. <<

Página 117
[16]
Alusión a la dedicatoria que acompañaba el ejemplar de Los vasos
comunicantes que le había enviado. <<

Página 118
[17] En francés en el texto. <<

Página 119
[18] La ciencia de los sueños. <<

Página 120
[19] La psicopatología de la vida cotidiana. <<

Página 121
[20] «Detrás de todo eso hay el pequeño Sigmund que se defiende: “Lo he

tirado al suelo porque él me tiró al suelo”». (Fr. Vittels: Freud) <<

Página 122

También podría gustarte