PAUL J.WADELL, C.P.
LA PRIMACÍA
DELAMOR
UNA INTRODUCCIÓN A LA
ÉTICA DE TOMÁS DE AQ!JINO
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VII. LAS VIRTUDES:
ACCIONES QUE NOS GUÍAN
HACIA LA PLENITUD DE VIDA
Uno de los ejercicios morales más inquietantes es el de la
consideración de los diferentes modos de malograr la vida hu-
mana. Es una meditación que nos lleva a recapacitar sobre
nuestros propios actos, incluso nos deja consternados, porque
reconocemos fácilmente lo cerca que hemos estado de equivo-
carnos en la vida, y de habernos convertido en una persona
diferente a lo que queremos o estamos llamados a ser. Es fácil
malograr una vida humana, no tanto por escoger deliberada-
mente un modo de vida desordenado cuanto por adoptar sin
darnos cuenta unos comportamientos que parecen circuns-
tanciales, pero que a lo largo del tiempo nos alejan completa-
mente del lugar al que deberíamos llegar. Es realmente des-
concertante admitir la posibilidad de que llegue el día en el
que nos demos cuenta de que estamos muy lejos del lugar
donde deberíamos estar, y, sin embargo, es posible, y no solo
posible, sino bastante probabl e, si no demostramos una deci-
sión firme y determinada de ser buenos.
Las virtudes representan las cosas en proporciones épicas.
La vida se ofrece como una promesa, como un potencial bello
y noble que des ea mos d esarrollar hasta su plenitud pero nada
en absoluto nos garantiza su consecución. Mi entras no adop-
temos una forma d e vivir qu e alimente y moldee es ta pro -
186 La primacía del amor
mesa, no solo fracasaremos en nuestro intento, sino que tam-
bién nos convertiremos en alguien diferente a quien, por gra-
cia, estábamos llamados a ser. No es ni difícil ni poco fre-
cuente que acabemos siendo otros distintos a quienes
deberíamos ser, o que nos alejemos para toda la vida de nues-
tra promesa de plenitud. Por eso mismo necesitamos las vir-
tudes. Nos movemos hacia nuestro hogar a través de ellas,
siendo constantes en practicar el tipo de acciones que nos
moldean según la grandeza que los cristianos denominamos
santidad. Es una tarea ardua que no podemos empezar sin de-
dicamos al cultivo de las habilidades morales que nos capaci-
tan para crecer en el esplendor de nuestro amor. Esta transfi-
guración necesita práctica, compromiso y tiempo, puesto que
su fundamento está en entender que la plenitud humana re-
quiere llegar a ser mucho más de lo que ya se es. Sin embargo,
sabemos que podemos convertirnos en menos de lo que so-
mos, en personas depreciadas. Lo sabemos por las veces que
nos hemos visto así, con comportamientos pecaminosos, con
conductas destructivas de cuyo peligro apenas si hemos sido
conscientes. En algunos momentos hemos adoptado formas
de vida descuidadas que nos han ido debilitando de modo
paulatino pero implacable. En esas ocasiones, a veces hemos
percibido de modo inusual y doloroso la pérdida de la inocen-
cia y haber dejado escapar una bondad preciosa. Quizá lo que
resulta más perturbador en esos momentos es que casi siem-
pre somos escasamente conscientes de lo bajo que hemos caí-
do. Empezamos con un gesto inocente e irreflexivo que pa-
rece inocuo en sí mismo; pero que, si se repite en varias
ocasiones, o si llega a tener suficiente peso en nuestra histo-
ria, nos convierte en personas que nos avergüenzan.
Podemos ser causantes de nuestra propia destrucción. To-
más lo sabía y, por eso, planteó una ética de la virtud, deri-
vada de un determinado concepto del ser humano: él lo define
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 18 7
como aquel que tiene una capacidad enorme para el bien y
para el mal, que es capaz de todos los extremos. Por eso, en lo
que se refiere a la vida moral, una ética de la virtud tiene en
cuenta esta capacidad maravillosa para la bondad, pero tam-
bién explica por qué lo bello y noble dentro de nosotros puede
ser terriblemente destruido, lo sacro puede llegar a ser profa-
nado, lo sublime y agraciado, perdido. Este es nuestro dilema
en la vida moral: somos capaces de lo más grande y de lo más
atroz , nos encontramos entre la realización de una promesa y
la destrucción de la misma. A través de las virtudes, el hombre
avanza hacia su promesa, y a través sus contrarios, los vicios,
se desmorona lentamente hasta llegar incluso a destruirse a sí
mismo. Estamos llamados a glorificar y alabar a Dios, a hacer
de nuestra vida una canción de adoración y amor, pero sabe-
mos que hay escollos insospechados en este camino hacia la
bondad, que son numerosas las trampas, muy seductoras las
formas de vida que corrompen y desordenan, muy variados
los tipos de conducta que contribuyen, no a nuestra construc-
ción, sino a nuestro deterioro.
Además, a pesar de que estamos llamados a la bondad, no
tenemos ninguna seguridad de conseguirlo. Podemos llegar a
sumergimos en la vergüenza, nada nos salva del autosabotaje,
nada nos protege de la autodestrucción. No existe ninguna re-
ceta que nos confirme en santidad, nada que nos asegure el
camino de la bondad; es más, si insistimos, nada evitará que
nos convirtamos en hombres o mujeres malvados. En la vida
moral, la única ayuda que tenemos son las virtudes, por ser
las acciones que permiten nuestro crecimiento en el bien. En
este sentido, los vicios también son acciones, pero corrupto-
ras, porque dañan y destruyen, porque llevan consigo un dete-
rioro progresivo. Las virtudes conducen a la belleza moral, los
vicios solo producen fealdad.
Estamos hechos para ser buenos, pero podemos llegar a
188 La primacía del amor
corrompernos. Este es el realismo moral del que parte el
Aquinate y lo que sostiene sus afirmaciones sobre las virtudes.
Tomás insiste siempre en la mejor y más prometedora de
nuestras posibilidades en la vida y sin embargo, precisamente
porque sabemos que hay algo maravilloso que podemos al-
canzar, entendemos también que podemos dejarlo marchar.
Tenemos que elegir entre la posibilidad de lo grande y lo vil.
Podemos acoger el don de la vida y progresar hacia la pleni-
tud del amor divino, pero también podemos malgastar y des-
truir este don. El Aquinate nos llama al esplendor de la cari-
dad-amistad con Dios, porque sabe que solamente en la
afinidad con el Amor encontraremos la paz y el gozo para
nuestras almas. Estamos llamados a avanzar en la caridad, a
profundizar en el amor que lleva a la plenitud y perfección de
la vida. Sin embargo, podemos rechazar este amor, podemos
apartarnos de él, podemos negarlo totalmente, incluso hasta
dar la espalda al Dios que nos llama a la vida, y desear encon-
trar esa misma vida en otra parte. Podemos, como todo peca-
dor sabe, tentar nuestra suerte con una alternativa a Dios.
Pero, si seguimos determinadamente esta segunda elección,
solo conoceremos el infortunio al que conduce un comporta-
miento que niega la felicidad y el gozo que ansía nuestro cora-
zón. Las virtudes son acciones que nos dirigen hacia Dios,
modos de comportamiento que se centran en la bondad, que
reconstruye y redime la vida. No obstante, podemos actuar de
otras formas, podemos elegir ser viciosos en vez de virtuosos,
el mal en vez de el bien.
Nosotros somos los que forjamos nuestra vida. Por esta ra-
zón, Tomás nos ruega que seamos virtuosos y no viciosos. Lo
que lleguemos a ser está en nuestras manos, tenemos esa no-
ble, pero al mismo tiempo tremenda, responsabilidad. Tene-
mos la capacidad de crecer en bondad, pero no la seguridad de
que eso va a ser así. Es más, para llegar a ser verdaderamente
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 189
buenos no solo hemos de desearlo, tenemos que empeñarnos
seriamente, porque no es algo que suceda naturalmente. Exige
una decisión firme y un gran esfuerzo. Este es el contenido
que hay tras todo concepto de virtud: tenemos la capacidad de
llegar a ser algo hermoso, noble y bueno, pero es necesario de-
dicar nuestras mejores energías para conseguirlo. Somos vian-
dantes que vuelven a Dios a través de las virtudes: no progresa-
mos cambiando de situación, sino educando nuestra persona y
esto es lo que consiguen las virtudes. Su tarea es la transfor-
mación que nos capacita para reunirnos con Dios.
En este capítulo estudiaremos primero por qué necesita-
mos las virtudes y lo que significan (ST, 1-11, 49,1-4); en se-
gundo lugar, consideraremos su adquisición (ST, 1-11, 51,1-3),
cómo crecen (ST, 1-11, 52, 1-3; 11-11,24,9) y, también, cómo se
pueden perder (ST, 1-11, 53,1-3). Veremos la relación especí-
fica que tiene cada una de ellas con la caridad y hablaremos
de las virtudes cardinales, imprescindibles en la vida. Final-
mente, llegaremos a la paradoja más sorprendente de la vida
moral tomista: la razón por la que las virtudes alcanzan su
perfección no por el propio esfuerzo, sino gracias a un don.
l. POR QUÉ NECESITAMOS LAS VIRTUDES Y SU SIGNIFICADO
Las virtudes son necesarias porque tenemos que aprender
a dirigir la vida que se nos ha dado. La vida empieza en el don
del amor divino y, como veremos, él mismo es el que la llevará
a su consumación. Mientras tanto, hemos de hacer algo con el
don que hemos recibido, tenemos que actuar por atención al
amor de Dios, hemos de responderle. Así pues, porque la vida
es algo recibido, nuestra tarea moral fundamental es aceptar
el don entregado y moldearlo hasta la plenitud.
¿Pero en qué posición nos encontramos? Si la vida no está
decidida, puede inclinarse hacia cualquier lado. Podemos des-
190 La primacía del amor
perdiciar el don que se nos ha confiado, o podemos mimarlo
hasta su culminación. En su libro Entre el caos y la nueva
creación, Enda McDonagh sugiere que estamos llamados a sa-
lir del caos para llegar al cosmos o la plenitud de la vida. Le-
yendo el primer versículo del Génesis, McDonagh anota que
al principio no había vida, sino caos, no había orden, sino un
vacío sin forma, el abismo de la oscuridad 1 • El caos repre-
senta algo todavía por existir, todavía informe y sin vida. Deci-
mos que algo es caótico cuando es confuso, cuando le falta
identidad, o cuando le falta el orden necesario para que lo po-
damos identificar. Crear es dar «cosmos» al caos, extraer vida
del vacío. Cuando Dios creó el mundo, dio forma, orden y be-
lleza al caos, inspiró vida al vacío. Con la creación, Dios dio
forma al abismo, llamó a la existencia al orden y la belleza, y
según McDonagh, en ese momento se inició un movimiento
permanente desde el caos hacia el cosmos que no ha termi-
nado. Por eso, como la creación no está acabada, nosotros es-
tamos llamados igualmente a pasar del propio caos interno,
de nuestro ser informes, a la vida de perfección. Esta es la
fuerza que impulsa toda la creación y el reto permanente de la
vida moral, vencer al caos con la plenitud, acoger la gracia de
la creación para llevarla a su perfección. Ser moralmente bue-
nos es vivir de tal manera que con nuestras acciones contribu-
yamos al triunfo del amor sobre el vacío. Una acción moral
buena, una virtud, logra una creación más plena, porque nos
aleja paulatinamente del caos. Crecer moralmente implica
mantener la transformación que el Amor Divino empezó y
completará algún día.
Por eso necesitamos las virtudes que nos ayudan a salir
del caos, de donde venimos, para llegar a la plenitud que está
1E. Cfr. McDONAGH,Between Chaos and New Creation, Michael Glazi er
Inc., Wilmington, Delaware 1-9.
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 1 91
todavía por alcanzar. Nuestra condición moral reside en que
no hemos escapado completamente del caos, pero estamos
llamados a reducir su dominio con una conducta virtuosa,
con acciones que hacen brotar la vida. Necesitamos las virtu-
des para superarlo y alcanzar la plenitud de la vida. No esta-
mos completamente alejados del vacío. Conocemos el desor-
den del pecado, sabemos lo fácil que resulta resbalar hacia la
oscuridad. Nuestra condición en la vida moral es mantener-
nos entre el caos y el cosmos, un equilibrio precario entre dos
posibilidades opuestas. Probablemente nos reconocemos
como mezcla de desorden y belleza, somos a la vez una pe-
queña porción de virtud y de vicio. La tarea de la vida moral
es llegar a mantener un tipo de conducta que nos aleje conti-
nuamente del caos para arraigarnos cada vez más profunda-
mente en la creación.
Por eso tenemos necesidad de las virtudes, porque conti-
núan la vida que empieza la gracia de Dios en nosotros, por-
que nos moldean en la bondad, nos transforman según la be-
lleza divina y nos acercan a la plenitud que estamos llamados a
gozar. Son las virtudes las que nos esculpen según la verdad y
la vida y son necesarias precisamente porque esa verdad y esa
vida, plenitud de la creación, no están nunca aseguradas para
nosotros. Sí, nuestra condición moral es estar suspendidos en-
tre el caos y la creación. En el fondo, nunca quedamos libres
de la at r acción de lo que nos aniquila . Siempre permanece
abierta la posibilidad de adoptar comportamientos que nos de-
bilitan moral y espiritualmente o modos de conducta que nos
devuelven al sinsentido del vacío. Cualquiera de estas acciones
constituyen los vicios que, por su naturaleza, destruyen la obra
que la gracia de la creación puede hacer en nosotros.
Esta es la visión de la vida moral que sostiene Tomás. La
existencia humana discurre entre dos caminos: progresar ha-
cia la plenitud de la vida y del amor, o arrastrarse de nuevo
192 La primacía del amor
hacia la oscuridad. Nuestras acciones pueden profundizar lo
que nos promete la gracia, contribuyendo al cosmos, o lo pue-
den frustrar. Podemos elegir la creación, y lo hacemos cuando
actuamos virtuosamente, o el caos, como pasa cuando actua-
mos viciosamente. Y en cada circunstancia de la vida debere-
mos elegir una de las dos opciones. Tal es el poder de nuestros
actos. Las virtudes nos revelan que, tanto nuestro desarrollo,
como nuestro deterioro moral tienen lugar por medio de
nuestras acciones. Por eso, la propia conducta puede contri-
buir a la plenitud o al desorden que debilita la vida hasta des-
trozarla. Obviamente, el regreso total de nuestro ser al caos
requiere un gran nivel de desorden en nuestra conducta, pero
es una posibilidad, y por eso debemos considerar seriamente
la necesidad de las virtudes. A veces nos encontramos con
personas cuyas vidas pueden calificarse de verdaderamente
caóticas, con una forma de vida totalmente destructiva. Han
perdido todo lo precioso, son disolutas, han desfigurado lo
que la vida les prometía. En lenguaje religioso, han sucum-
bido al poder del pecado, entendiendo por este cualquier con-
ducta que favorece el caos en nuestra vida, cualquier compor-
tamiento que socava lo que el amor divino desea para
nosotros. Si una buena acción nos mueve hacia la plenitud de
la creación, una mala acción inicia un proceso de descreación
o aniquilamiento. Pecar es arrastrarse de nuevo hacia la oscu-
ridad. El pecado es una vida que avanza en dirección equivo-
cada, por eso aniquila la creación, desmantela lo que el amor
divino se empeña en perfeccionar.
Las virtudes son caminos
para alentar los afectos ordenados
Todas estas reflexiones ponen de manifiesto que la necesi-
dad d e las virtudes se justifica por nuestra capacidad d e ser
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 193
muchas cosas, aunque estemos llamados a ser solamente una.
Según Tomás, esta consiste en ser amigos de Dios. Sin em-
bargo, alcanzar este estado no sucede por necesidad, ocurre
solamente por medio del desarrollo y la práctica de hábitos
especiales, que el Aquinate denomina virtudes. Para lograr -la
amistad con Dios es necesario que el corazón guíe la vida se-
gún un único amor; por tanto, la amistad con Dios exige res-
tricciones y necesita de ciertas disposiciones. Para crecer en
lo que Tomás considera como el objetivo y fin de la vida, nece-
sitamos ser afectados por algunas cosas, sentir aversión por
otras y promover una especial dirección para la vida; esto es
lo que hacen las virtudes. En este sentido están implicadas en
la definición de nuestro ser. Al menos al principio, las virtudes
contribuyen a disminuir las posibilidades de elección aleján-
donos de ciertas opciones y guiándonos hacia otras: confieren
una dirección específica a la vida y, por eso, en vez de estar in-
decisos frente a muchas cosas, nos vamos determinando per-
manentemente hacia una, nuestra vida de amistad con Dios.
En este sentido, las virtudes reducen las posibilidades para
que podamos familiarizarnos con el bien y no podemos olvi-
dar que la tarea principal de la vida moral es alcanzar la fami-
liaridad con el Bien con mayúsculas, que es, precisamente, la
bondad suprema de Dios. Por medio de las virtudes dejamos
de ser ajenos al bien para convertirnos en amigos íntimos. Pa-
samos de hacer el bien esporádicamente o por casualidad, a
hacerlo por determinación e incluso con naturalidad, porque
nos hemos convertido a nosotros mismos en seres buenos.
La idea promete, pero la tensión dramática de la vida mo-
ral se mantiene porque somos cons •cientes de que podemos
elegir fomentar nuestros apegos destructivos. Podemos vivir
trágicamente. Tenemos la opción de malgastar nuestra vida y
terminar de un modo lamentable. La ética de la virtud su-
braya el hecho de que solo nos protege de las malas tenden-
194 La primacía del amor
cias el cultivo de las buenas. Ante las inclinaciones destructi-
vas, solo nos salvaguarda el desarrollo de las sanas. De alguna
forma, todos tenemos una inclinación al autosabotaje, peque-
ñas maneras de obrar en contra de la plenitud, modos sutiles
de alimentar lo que nos acaba destruyendo, a menudo sin ra-
zón aparente para actuar de tal forma. Las virtudes nos prote-
gen de la profunda tendencia humana de desear convertirse
en algo contrario al bien. Solo el hábito permite que crezca-
mos en el bien. Para el Aquinate, no existe la bondad moral
por naturaleza, solo existe la bondad moral habitual, adqui-
rida por medio de una actitud resolutiva para las elecciones
virtuosas (ST, I-II, 49 ,4 ). Las personas que son conscientes del
trabajo que conlleva llegar a ser verdaderamente buenos reco-
nocerán este ascetismo propio de la vida moral.
Otro modo de constatar lo necesarias que son las virtudes
es reflexionar en que el ser humano está llamado a ser más de
lo que ya es. Nadie es todavía lo que debe ser. Hemos de cre-
cer, desarrollarnos, a veces incluso cambiar radicalmente. No
importa lo que hayamos logrado, en muchas facetas somos
todavía imperfectos. A pesar del bien que hemos hecho, de-
lante de la hermosura divina, sabemos que nunca somos lo
suficientemente buenos. Ser hombre es tener un objetivo que
alcanzar, lo cual sugiere que el mero hecho de existir no es su-
ficiente. Nuestra humanidad es algo que crece mientras desa-
rrollamos la bondad específica a la que estamos llamados. En
la visión de la vida moral de Tomás, la humanidad se mide
por medio de las virtudes, porque cuanto más crecemos en la
bondad, tanto más genuinamente humanos somos. En la vida
moral se nos invita a una maravillosa verdad, pero es menes-
ter desarrollar una forma de vida que nos permita alcanzarla,
y esta es la tarea de las virtudes. Ellas son las que contienen la
forma de vida según la cual crecemos, nos desarrollamos y
nos transformamos en plenitud. Gracias a ellas, se potencia
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 195
todo lo que somos hacia la santidad, la belleza y la bondad.
Por supuesto que, en ningún momento de la vida, logramos la
plenitud deseada porque siempre existirá distancia entre no-
sotros y la perfección, pero vamos creciendo en ella al practi-
car el tipo de hábitos proporcionados a su bondad.
Estos hábitos se denominan virtudes que pueden «hacer-
nos buenos», porque paulatina y trabajosamente, pero con se-
guridad, dotan a la naturaleza humana del carácter propio de
un amigo de Dios. Se les oponen los vicios, porque nos dan
otra forma de ser, nos moldean de manera contraria a nuestro
destino. La vida moral sería distinta si no tuviéramos la posi-
bilidad de ser diferentes a lo que estamos llamados a ser. Un
caballo solo puede ser un caballo y comportarse como tal, una
estrella no tiene más opción que ser una estrella, pero Tomás
sabe que un ser humano puede llegar a ser algo distinto de lo
que es él mismo (ST, 1-11, 49,4). Podemos ser viles, brutales,
retorcidos, podemos destruir nuestra naturaleza humana: es
el efecto que producen los vicios sobre nosotros. Nos destro-
zan porque distorsionan y destruyen la gran promesa de nues-
tra vida. Nos debilitan porque pervierten lo que la naturaleza
humana está llamada a alcanzar. Cada uno de nosotros es una
promesa que puede llegar a ser pero que todavía no es. La
transición desde lo que pudiera llegar a ser hasta lo que se es,
es la tarea de las virtudes que son actos hermosos porque em-
bellecen nuestra persona.
Lasvirtudes son hábitos que nos hacen buenos
Precisamente la razón está en que son hábitos. Tener un
hábito es poseer una cualidad o característica especial que
una persona adquiere después de haber actuado de cierta ma-
nera durante largo tiempo. La actividad repetida desarrolla eJ
196 La primacía del amor
hábito, puesto que ella misma dota a la persona con la cuali-
dad d~l acto. Según esto, los hábitos son un modo de adquirir
cualidades, puesto que la persona se determina o se trans-
forma por medio de su comportamiento habitual. Los hábitos
asimilan los cambios que realiza en nosotros nuestra con-
ducta. En este sentido, los actos nos confieren cualidades o
atributos ·específicos, nos identifican con una determinada
forma d~ ser puesto que, según hemos visto, nos convertimos
en lo que hacemos con asiduidad. Por eso, Tomás define a la
virtud _como un hábito (ST, II-II, 49,1) , porque se puede decir
que ella misma da _forma no solo a nuestros actos, sino tam-
bién a toda la persona. Las virtudes son hábitos y, si el hábito
concede a la pers9na que actúa una característica especial, en
consecuencia, no solo es virtuoso el comportamiento, sino
también la propia persona que lo realiza.
• Un hábito es una cualidad adquirida. Por ejemplo, a la
pregunta «¿cómo podemos ser personas justas?», Tomás con-
testaría: «por la práctica de actos de justicia». Un acto de jus-
ticia no hace justo a nadie; hace surgir la cualidad de la justi-
. cia. Se puede decir de alguien que es verdaderamente justo
cuando, por actuar frecuentemente de este modo, queda cali-
ficado con -la cualidad de sus actos de justicia. Tal como vimos
en el capítulo I, Tomás cree que hay una estrecha conexión
entre lo que hacemos y aquello en lo que nos convertimos. So-
mos, _en definitiva, lo que hacemos regularmente, porque la
cualidad de nuestros actos se impregna en nuestra forma de
ser; así, la cualidad del acto se hace la cualidad de la persona
que actúa. Por eso podemos decir que los justos son personas
formadas en la cualidad de la justicia, y por lo mismo, actuar
de ese modo es un hábito en ellas, es realmente como una se-
gunda naturaleza, porque han practicado la justicia con la su-
ficiente frecuencia como para convertirse en personas justas.
Sus acciones sori justas, no ocasionalmente o por casualidad,
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 197
sino habitualmente y consistentemente, porque por medio de
su conducta se han transformado en personas justas, como
muestra este ejemplo, cuanto más tendemos hacia cierto tipo
de actividades, tanto más forma parte de nuestra manera de
ser la cualidad que las caracteriza. Las personas justas actúan
con justicia porque han asumido la justicia. Están vestidas de
justicia porque la cualidad de sus actos es ya un rasgo de su
forma de ser. Esto lo demuestran en toda su conducta porque
han llegado a encarnar la búsqueda habitual de la justicia. Te-
ner una virtud no se limita a nuestro comportamiento exte-
rior, sino que también implica que la posee nuestra persona.
Somos realmente virtuosos, no cuando hacemos un acto vir-
tuoso, sino cuando lo que nos caracteriza es la cualidad de
la virtud.
Es menester hacer dos anotaciones acerca de la éaracteri-
zación de las virtudes como hábitos por parte de Tomás. Eñ
primer lugar, las virtudes nos cambian. Cuando afirma que un
hábito representa un «modo del sujeto» (ST, 1-11, 49,2), Tomás
está captando la esencia de las virtudes. Realmente son activi-
dades transformadoras, puesto que nos permiten asumir cua-
lidades y características que previamente no teníamos. Las
virtudes nos potencian, nos moldean, dan una forma particu-
lar a nuestras vidas. El hábito efectúa un cambio en el ser. Si
el hábito es virtuoso, el cambio es saludable; si se trata de un
vicio, el cambio es destructivo. Sin embargo, lo más tranquili-
zador de esta afirmación del Aquinate es el reconocimiento de
que, en definitiva, podemos cambiar. Por lo tanto, según todo
lo expuesto, frente a la insatisfacción personal respecto a lo
que somos o a parte de nuestra conducta, ya no tenemos por
qué resignarnos. Podemos cambiar a mejor, podemos crecer
de forma sana y feliz. Aun cuando nos sintamos atrapados por
actividades destructivas, no estamos condenados a ellas,
puesto que permanece abierta la posibilidad de desarrollar
198 La primacía del amor
otro tipo de hábitos y así adquirir un ser nuevo y mejor. En
este sentido, la ética tomista de la virtud es inmensamente
consoladora porque nos ayuda a comprender por qué siempre
en nuestras vidas hay una esperanza de mejorar. Si las virtu-
des son hábitos, son cualidades de nuestro ser, entonces es
siempre posible un cambio a través de las actividades vivifica-
doras de las virtudes.
En segundo lugar, las virtudes nos cambian de un modo
especial. En palabras del Aquinate, nos modifican, pero de
acuerdo con «una determinación según alguna medida» (ST,
I-11, 49,2). ¿Conforme a qué medida nos transforman las virtu-
des? De acuerdo con la perfección de la vida en Dios, según la
recreación absoluta de nuestro ser en el espejo de la caridad-
amistad con Dios. En opinión del Aquinate, una virtud es una
cualidad que nos transforma, su razón de ser es cambiamos
de la mejor manera posible, no solo para lo bueno, sino para
lo óptimo. Es a través de las virtudes como alcanzamos nues-
tra más excelsa capacidad, la plenitud de la vida en Dios.
Ahora bien, la virtud hace algo más que cambiarnos, nos
transforma en la bondad necesaria para lograr tal plenitud, y,
perfeccionando nuestra naturaleza, nos convierte en lo que es-
tamos llamados a ser. Y si, como dice Tomás, esto consiste en
ser amigos de Dios, entonces cada verdadera virtud trabajará
en nosotros la parte correspondiente para conseguir dicha
perfección. Por las virtudes somos transformados en la mejor
de nuestras posibilidades. Según Tomás, esta modificación de
la persona efectuada por las virtudes es «un modo o determi-
nación del sujeto». ¿Qué significa para nosotros el ser llevados
a plenitud? Significa que brillamos según la bondad de Dios,
que demostramos indicios de santidad y que, igual que todos
los santos, en la santidad hemos llegado a ser dioses.
Este análisis de las virtudes, como hábitos que nos trans-
forman en la bondad de nuestra más sublime posibilidad , nos
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 199
permite entender que son el puente que une lo que somos
ahora y lo que estamos llamados a ser. Son el medio necesario
para la transición hacia la verdadera humanidad, la conexión
entre lo que somos en cada momento de nuestra vida y quié-
nes debemos ser si no fracasamos en el intento de realizar lo
que la propia vida nos promete. ¿Cómo potenciar al máximo
todo lo positivo de nuestra forma de ser? Con toda una vida de
comportamiento virtuoso, puesto que la virtud nos perfec-
ciona al conformarnos con la bondad de alguna de nuestras
mejores capacidades. Hemos visto antes que cada acto toma
forma del fin u objetivo que pretende conseguir; así pues, las
virtudes, actos, en definitiva, que toman su forma del fin úl-
timo, del sentido de la vida humana, la amistad con Dios, nos
perfeccionan y realizan en nosotros el cambio preciso para
que alcancemos la plenitud. Cada acto se centra en un fin, el
centro de las virtudes de la caridad es la intimidad que tene-
mos con Dios por medio de la amistad. Llegamos a la plenitud
a través de las acciones que reflejan la bondad que buscamos y
las virtudes nacidas en el amor de la caridad buscan a Dios sin
vacilación, lo cual hace de ellas que sean perfectivas. Logran
una actualización de nuestro ser que se corresponde con nues-
tro fin. Alcanzamos el fin de la vida a través de la virtud por-
que nos transforma de hijos de Dios en amigos de Dios. Sí, las
virtudes nos modifican, nos cambian y nos transforman en al-
guien que no éramos antes, o solo lo éramos en potencia, y
esta es la certeza que nos tranquiliza. Si en el centro de las ac-
tividades de nuestra vida -en su intención permanente- está el
buscar la amistad con Dios, entonces precisamente esta amis-
tad se constituye en lo que estamos llamados a ser.
El cambio necesario en la persona para lograr la felicidad
es posible porque la modificación que realizan las virtudes no
es ni casual ni superficial; más bien, nos transforman hacia
Dios de la manera más íntima y profunda: nos moldean en un
200 La primacía del amor
ser nuevo y bendito. Tomás escribe: «el Filósofo [Aristóteles],
hablando de los hábitos del alma y el cuerpo, dice que son
'disposiciones de lo perfecto a lo óptimo; llamo perfecto a lo
que está dispuesto según la naturaleza'» (ST, I-II, 49,2). Me-
diante las virtudes somos llevados al «fin por cuya causa se
hace algo», porque nuestro desarrollo más propio y sublime,
la transformación de nosotros mismos en personas de santi-
dad y amor, es lo que nos alcanzan las virtudes. El desarrollo
óptimo del ser humano no es la riqueza, ni la fama, ni el po-
der, sino ser la presencia del amor y la bondad de Dios en este
mundo. Las virtudes de la caridad nos convierten en ese tipo
de persona, ellas mismas son la promesa y las encargadas de
efectuar tal desarrollo porque realmente, en el ejercicio y la
práctica de esos hábitos benefactores, realizamos lo que
deseamos, la plenitud de nuestra naturaleza. Según parece, el
mayor deseo de Dios para nosotros es que lleguemos a ser el
amigo que Él siempre ha sido para nosotros. Esta es la pro-
mesa implícita en el don de la creación y es exactamente esta
gracia la que las virtudes toman y alimentan hasta la plenitud.
Il. CÓMO GANAMOS Y PERDEMOS LAS VIRTUDES
Cualquiera que haya intentado desarrollar la paciencia o
practicar el perdón o ser más generoso, sabe que el desarrollo
de una virtud necesita su tiempo. Un acto no hace virtud, pero
tampoco dos, ni tres, ni cuatro. La repetición de los actos es
imprescindible. Pero es necesaria una larga secuencia de ac-
tuaciones similares para que la cualidad del acto virtuoso se
convierta en un rasgo característico de la forma de ser de una
persona (ST, 1-11, 51,2). Al principio, todos somos torpes e
ineptos en nuestro empeño de hacer el bien, porque todavía
no estamos suficientemente familiarizados con la virtud
como para que esta se haya convertido en nuestra segunda
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 201
naturaleza. Esto es lo que hacen las virtudes en nosotros, nos
dotan de una «segunda naturaleza» en el sentido de que tra-
bajan y desarrollan la primera, esto es, el temperamento o la
personalidad con la que hemos nacido. Toman en sí lo que he-
mos heredado y recibido y añaden sobre ello cualidades vir-
tuosas; amasan nuestra personalidad, amoldándola y confor-
mándola según una bondad determinada. Por eso, al igual
que cualquier obra maestra, se necesita tiempo para moldear-
nos como personas de buen carácter. Las virtudes son prueba
de lo difícil que resulta llegar a ser bueno, porque no es un
proceso instantáneo sino que se consigue por medio de mu-
cha práctica, con una trabajosa repetición de actos capaces de
realizar la transformación que va de la posibilidad de ser
bueno a ser realmente bueno. Según Tomás, todos tenemos
una inclinación hacia el bien, tenemos una capacidad inicial
para la virtud, la poseemos de forma «incoada», pero debe-
mos desarrollarla hasta que se haga en nosotros un hábito.
Desarrollar una virtud supone tomar una inclinación y forta-
lecerla hasta que se convierta en hábito. La persona virtuosa
ha desarrollado su potencial para el bien, partiendo de su ca-
pacidad para el buen comportamiento y reeducándola hasta
hacer de ella una aptitud estable y previsible. Todos podemos
hacer el bien de vez en cuando, pero si lo hacemos solo oca-
sional, o casualmente y no de forma habitual, todavía no so-
mos personas de virtud. Propio de la persona virtuosa es ha-
cer el bien, es lo que se espera de ella, porque lo ha practicado
durante tanto tiempo que se ha transformado en la misma
bondad. Por eso, esta no es casual, sino el sello de quién es.
Esto es por lo que Tomás dice que una virtud convierte en
buenos tanto la acción como a la persona que lo realiza.
En un primer momento, ser buenos nos resulta extraño
puesto que todavía no lo somos. Al principio apenas balbuci-
mos en el bien; necesitamos a las virtudes para llegar a ser
202 La primacía del amor
elocuentes en la bondad, y es imprescindible el tiempo. Consi-
deremos lo difícil que es hacer de la compasión nuestra se-
gunda naturaleza. Llegar a ser buenos es cuestión de practicar
el bien durante mucho tiempo, al menos el tiempo suficiente
para que la cualidad del acto bueno, ya sea la compasión, la
paciencia, la justicia o el perdón, se transforme en una cuali-
dad personal de nuestro ser. Para que esto ocurra, explica To-
más, «es necesario que el elemento activo venza totalmente al
elemento pasivo» (ST, 1-11, 51,3). El «elemento pasivo» repre-
senta lo potencial; la capacidad para con la virtud. El «ele-
mento activo» es la cualidad de una cierta virtud que debe
«actuar en» nosotros, que debe grabar su bien específico en
nuestra persona para que, entonces, encarnemos la virtud.
Cuando esto ocurre actuamos con justicia, con templanza o
con generosidad, porque las cualidades de estos actos ya son
características de nosotros mismos.
Además, cuando Tomás afirma que no poseemos una vir-
tud hasta que la cualidad del acto virtuoso «nos vence total-
mente», nos recuerda que una virtud es algo estable y firme.
No somos virtuosos si la cualidad del bien es inconstante; so-
lamente llegamos a serlo cuando nuestra bondad es predeci-
ble. Un único acto justo inicia la formación de la justicia en la
persona, pero no es suficiente para imbuimos de la cualidad
de justicia. Tomás, en ocasiones, emplea la imagen del agua
goteando sobre una roca. De igual manera que el agua nece-
sita años para dejar su impresión sobre la piedra, un acto vir-
tuoso puede tardar años en imprimir su propia cualidad en
nosotros. Se adquiere una virtud poco a poco, la cualidad del
acto bueno se imprime paulatinamente, transformando a la
persona desde sus potencias para el bien hasta su identifica-
ción con ese mismo bien. La persona es virtuosa cuando tiene
el hábito de hacer buenas acciones, es plenamente virtuosa
cuando ejecuta actos de justicia, misericordia, compasión o
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 203
perdón porque se ajusta a lo que ella es y se expresa a sí
misma actuando de este modo; así, la persona virtuosa no
hace el bien por estar constreñida a esto, sino porque encarna
la bondad. Disfruta del acto bueno porque disfruta de ser ella
misma. En palabras del Aquinate, poseemos una virtud
cuando tendemos a su bondad «según el modo natural».
Desarrollar una virtud, a menudo, implica vencer un vicio
Otra razón por la que es difícil adquirir una virtud es que,
muchas veces, desarrollarla implica vencer un vicio. Tomás
sugiere que crecer en virtud es arduo porque la voluntad se
emplea «en multitud de cosas y de diverso modo» y así la vir-
tud debe trabajar para llenarnos de bondad y, además, para
«que pausadamente expulse las disposiciones contrarias» al
bien (ST, I-II, 51,3) . Estas condiciones son numerosas: inclu-
yen la tendencia a la maldad, la presencia de inclinaciones
malsanas y destructivas, el poder tenaz de vicios que resisten
al desarrollo de las virtudes ... Al inicio, el primer trabajo de la
virtud puede ser la ardua tarea de arrancar de raíz un vicio.
Es menester desarrollar buenos hábitos porque es necesario
erradicar los malos. Las virtudes son hábitos que nos orientan
hacia el bien, pero los vicios también son hábitos; son malos
hábitos que nos alejan de la bondad. Las virtudes nos hacen
capaces, los vicios nos discapacitan. Las virtudes nos perfec-
cionan, los vicios nos dañan. .
Al principio, las virtudes realizan una rehabilitación, lu-
chan para curar a una personalidad rota y herida por un com-
portamiento destructivo, y esto puede comprender gran parte
de nuestra historia moral. Si el vicio corrompe, la virtud re-
nueva, forma en nosotros la bondad después de habernos cu-
rado primero del mal. Las virtudes no obran en tierra virgen ,
204 La primacía del amor
trabajan para sanear una personalidad ya herida por el pe-
cado. Las virtudes no aparecen sin contar con precedentes;
adquirir una virtud casi siempre supone vencer una disposi-
ción contraria. Y esto no es sencillo: los vicios no mueren fá-
cilmente; más bien, resisten a la virtud, puesto que son hábi-
tos, tendencias arraigadas hacia cierta forma de actuar.
Además, se oponen firmemente a la virtud, ya que, en cuanto
hábitos, están dirigidos a imponerse sobre cualquier otra ten-
dencia de actuación. La dificultad que encontramos cuando
queremos desarrollar la paciencia reside en el hecho de que la
impaciencia es un vicio, y como tal, es una forma de actuar ya
afianzada. De la misma manera que la generosidad se logra
muy lentamente en los casos donde prevaleció la mezquin-
dad, o el perdón es una tarea muy trabajosa para la persona
que ha estado inclinada a la dureza del corazón. Todas estas
son las «condiciones contrarias» a las que se refiere el Aqui-
nate. La adquisición de la virtud necesita tiempo, sobre todo,
por los vicios que ha de erradicar. Para establecer la virtud,
los buenos hábitos deben sobreponerse a los malos y estos no
se dejarán morir con facilidad.
Por ejemplo, es posible tener 'el mal hábito del chismo-
rreo, de guardar rencor, de comer o beber en exceso. Todos es-
tos son vicios, formas habituales y arraigadas de actuar, y
cuanto más tiempo nos han caracterizado, tanto más profun-
damente han crecido en nosotros. No es fácil cambiar una
mala conducta porque los vicios también son hábitos, con
todo lo que supone de que entran en nosotros, y forman parte
de nuestra personalidad. Igual que la cualidad de una buena
acción nos impregna dejando su marca, del mismo modo se
nos imprime la cualidad de una mala acción. De igual manera
que las virtudes, los vicios también trabajan, pero estos inten-
tan superar y destruir a la virtud; es la naturaleza del hábito.
Los vicios están atrincherados, y luchan por su supervivencia
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 205
precisamente porque son hábitos. Frente a la virtud no pue-
den estar pasivos, están activos en una _fuerte oposición a
cualquier intento de silenciarlos, cada virtud tiene un opo-
nente que se empeña en preponderar.
Esto nos ayuda a comprender por qué se encuentra tanta
dificultad a la hora de intentar cambiar el comportamiento o
arrancar un hábito para implantar otro. Esto nos explica
igualmente la inconstancia inicial de la virtu~. En las etapas
tempranas, toda virtud está en peligro de ser extinguida por
los vicios, ya que, en ese momento, son ellos los que están
más arraigados y tienen más fuerza que las virtudes. Si estas
son capacidades de hacer el bien, los vicios son poderes de
maldad. Los segundos resisten las primeras, luchan para no
sucumbir y ser destrnidos por la bondad. Libran una batalla
para sobrevivir y, como consecuencia, pueden desanimarnos
durante las primeras etapas del crecimiento moral. Hay mu-
cho en nosotros que se debe quemar, purgar y limpiar antes
de que pueda florecer la virtud.
Con un claro realismo moral, Tomás pinta nuestras vidas
inmersas en una lucha encarnizada entre el bien y el mal, ya
que cada ser humano es una mezcla de los dos y, hablando
moralmente, se puede decir que hay guerra en nuestro inte-
rior entre la virtud y el vicio para ver cuál prevalecerá. Tene-
mos una disposición para la virtud pero también para el vicio,
desarrollamos algunas virtudes, pero también algunos vicios y
no hay un ser completamente virtuoso que no esté, al menos
parcialmente, dominado por el vicio. La imagen que ofrece el
Aquinate es la de un sujeto moral en medio del fuego. Por un
lado, hay disposiciones virtuosas que conducen a nuestro cre-
cimiento en el bien; por el otro, este progreso en la virtud está
pervertido por las fuerzas que Tomás llama vicios y que ame-
nazan con derribar, desanimar y destruir a la persona. Inten-
tan enviciar la bondad ya alcanzada. Por esto, el desarrollo
206 La primacía del amor
de un mal hábito es, normalmente, una señal de la erosión
de la bondad en algún otro aspecto de la vida. El desarrollo
moral está en tensión, ya que crecer en virtud significa li-
brarse del vicio. Estamos a medio camino, acercándonos con
esperanza a la virtud pero sintiendo fuertemente la llamada
del vicio.
El esfuerzo necesario para adquirir una virtud sugiere
que, muy a menudo, adoptar un hábito bueno supone el desa-
rraigo y destrucción de otro malo. Las virtudes entran donde
antes había vicios, la justicia combate al egoísmo, la tem-
planza, al envilecimiento, la fortaleza, a la cobardía y la teme-
ridad. El ser humano es una mezcla de tendencias, una com-
binación de fuerzas contradictorias, las virtudes tienen
siempre su opuesto en los vicios. Ellos son los que hacen ne-
cesarias las virtudes, pero también nos ayudan a entender por
qué algunas veces sentimos una contradicción tan honda en el
centro de nuestra vida, una especie de división interior. In-
cluso cuando deseamos ser buenos, ¿acaso no sentimos toda-
vía el poder y el dominio del pecado? ¿Por qué a veces nos
abaten cosas que creíamos haber dejado atrás? Nos descubri-
mos siendo mezquinos o petulantes y nos sorprendemos por-
que pensábamos que ya habíamos adquirido la belleza de es-
píritu. La razón puede ser que las cualidades negativas están
arraigadas de un modo más profundo de lo deseado. Si han
sido lo suficientemente habituales como para llegar a ser vi-
cios, su muerte llegará solo paulatinamente; por eso, a veces,
cuando pensamos que están finalmente erradicados, de re-
pente se reafirman, lo que explica por qué a veces el pecado
nos coge desprevenidos. Estas inclinaciones contrarias están
profundamente arraigadas y no son ni pasivas ni inertes.
Mientras crecemos en la virtud, disminuimos el dominio del
pecado sobre nuestras vidas, pero, si era ya un hábito, es pro-
bable que quede algún indicio.
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 207
Nuestro crecimiento en las virtudes
El Aquinate se da cuenta de que la adquisición de las virtu-
des se corresponden con tres etapas propias del desarrollo de
la vida moral. Existen virtudes propias de los principiantes,
otras, de los que todavía están en camino y, por último, unas
terceras correspondientes a los que finalmente han llegado
(ST, II-11, 24,9). En la primera etapa, la virtud intenta, más que
hacer el bien, vencer el mal. Aquí la energía de la virtud se di-
rige a desarraigar y subyugar los vicios. En esta etapa inicial,
Tomás propone que el individuo debe «preocuparse principal-
mente de apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias,
que le inducen en sentido contrario al de la caridad. Es lo pro-
pio del principiante, cuya caridad se debe nutrir y fomentar
para que no se corrompa» (ST, 11-11, 24,9). En esta primera
etapa de nuestra historia con la virtud, tiene lugar una larga
recuperación, donde la naturaleza herida y debilitada por el
pecado intenta fortalecerse en el bien; es por esto por lo que
tan a menudo se compara la vida moral con una curación. En
la segunda etapa, dice Tomás que «la principal preocupáción
del hombre es trabajar para progresar en el bien. Es la preocu-
pación propia de los proficientes que se aplican principal-
mente a que en ellos aumente y se fortalezca la caridad» (ST,
II-11, 24,9). Aquí, la energía de la virtud se dirige más a hacer
el bien que a resistir el mal, pero en esta segunda etapa toda-
vía estamos aprendiendo la vida virtuosa, descubrimos lenta-
mente nuestro camino, con frecuencia hacemos el bien de
forma vacilante y nos ayuda a observar atentamente el ejem-
plo de los que están más experimentados en la bondad. Inten-
tamos crecer en las virtudes adquiridas, fortalecer su dominio
sobre nosotros y vivir de una manera que nos permita partici-
par más profundamente en la bondad de una virtud. Nos es-
forzamos para arraigarnos más en cada una de ellas, batalla-
208 La primacía del amor
mos para ser poseídos por su bondad hasta que podamos em-
pezar a practicarla con gusto y facilidad. Esta segunda etapa
constituye, ciertamente, la mayor parte de la vida moral. Por
último, la _tercera etapa de la vida virtuosa identifica a los que
«han llegado a lo perfecto». Tomás explica: «en la tercera
etapa, el hombre procura aplicarse principalmente en unirse
a Dios y gozar de Él, es lo propio de los perfectos, que 'desean
partir para estar con Cristo' (Flp 1, 23)» (ST, II-II, 24,9).
La descripción del Aquinate de la vida virtuosa en etapas
nos asegura que, aunque sea difícil, podemos progresar en la
vida moral. Es posible crecer en bondad; por penoso que sea,
es posible vencer al vicio. Será quizá la lucha de toda una
vida, pero la recompensa es la transformación en una persona
que posee una verdadera bondad. No importa la dificultad de
crecer en la justicia, la templanza, la generosidad o la compa-
sión: cuanto más se practican las acciones buenas, tanto más
asume uno estas cualidades. Una ética de la virtud nos ase-
gura que hacer el bien convierte a la persona en buena, puesto
que se puede avanzar desde lo que uno es ahora mismo hasta
lo que se desea ser. Nos damos cuenta de esto si miramos
atrás en nuestras vidas y constatamos cambios innegables.
Tomamos conciencia de que no somos ahora lo que una vez
fuimos. Un empeño ingente nos ha hecho más generosos, más
compasivos, menos egoístas, más tolerantes y, quizá, menos
dispuestos a enjuiciar a los demás. Ninguna de estas cosas ha
ocurrido de forma natural, sino «virtuosamente», gracias a to-
dos los intentos por fomentar las inclinaciones de generosi-
dad, de compasión, de justicia y de tolerancia hasta hacer de
ellas sus correspondientes virtudes.
El crecimiento de una virtud, pues, se mide por la pose-
sión que de la misma tiene la persona, ya que poseerla es que-
dar identificado por su bondad; en consecuencia, crecemos en
la virtud en proporción a la posesión de su bondad distintiva.
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 209
Respecto a la justicia, por ejemplo, no podemos decir que
crezca añadiendo justicia a la justicia, sino, más bien, si exis-
ten personas que cada vez sean más justas. Una virtud crece
en la misma medida en que aumenta su bondad en nosotros.
Por eso, Tomás dice que las virtudes no se acrecientan «exten-
sivamente», sino «intensivamente», lo que quiere decir que se
desarrollan «no por la adición de una forma a otra, sino por
participar el sujeto más o menos perfectamente de una misma
e idéntica forma» (ST, 1-11, 52,2). Una virtud aumenta en no-
sotros cuanto más nos arraigamos en su bondad, cuanto más
presente está en nuestra forma de actuar su característica
esencial. Tomás explica que la virtud crece de igual manera
que lo hace un árbol cuando sus raíces se extienden más y
más profundamente en la tierra. En síntesis, sabemos que una
virtud se acrecienta en nosotros en la medida en que existe
menos discrepancia entre la bondad de la misma y nuestra
propia bondad.
Por qué no hay límite en cuanto a nuestro crecimiento
en la virtud
Al mismo tiempo, dado que la medida de la bondad de
una virtud reside en Dios y no en nosotros, sabemos que no
tiene límite nuestro crecimiento en ella. Todas intentan alcan-
zar el óptimo mejoramiento de la persona y esto significa que
van a pretender que seamos buenos con la medida de Dios,
tanto como Dios es bueno. Por eso, las virtudes de la caridad
siempre admiten más, podemos crecer en la bondad, pero
nunca la agotamos. Podemos ser mejores y nunca llegaremos
al tope, puesto que la bondad suprema está únicamente en
Dios. La medida de una virtud reside en el bien que intenta al-
canzar, y para los cristianos formados en las virtudes de la ca-
210 La primacía del amor
ridad, esto significa la bondad del mismo Dios. Es lo que
quiere decir el Aquinate cuando explica que «es necesario, por
tanto, que el ejemplar de la virtud humana preexista en Dios»
(ST, 1-11,61,5). La medida de las virtudes cristianas es el Dios
cuya bondad es la perfección de todas ellas, así, aunque pode-
mos ser mejores, Dios es siempre el mejor; por eso, la obra de
la virtud permanece siempre inacabada. Dada la bondad de
Dios, siempre podemos constatar el límite de nuestra propia
bondad, en ningún momento podremos decir: «¡Basta!»,
puesto que la bondad definitiva reside en Dios y no en noso-
tros. Siempre tenemos la posibilidad de ser mejores, no existe
límite para nuestro crecimiento en la virtud. Como el propó-
sito de ella misma es alcanzar la semejanza con Dios, siempre
se puede avanzar algo más. Solamente llegaremos a ser per-
fectamente virtuosos en el hipotético caso de que no exista
discrepancia entre lo que somos y el bien que deseamos ser;
sin embargo, como ese bien es divino, sabemos que el creci-
miento de una virtud no tiene límite. La virtud no se deter-
mina por el que la posee, sino por el bien que busca. Si las vir-
tudes formadas en la caridad se determinan por Dios,
entonces nunca acabaremos de crecer en ellas porque su ca-
rácter completo no está en nosotros, sino en Dios, y, aunque
Él mismo es una bondad a la que podemos acercarnos y ase-
mejarnos, nunca deja de ser una bondad que no podemos
igualar ni sobrepasar.
En otras palabras, no es nuestra comprensión de la bon-
dad, sino la de Dios, la que define el sentido de una virtud. Las
virtudes cristianas se miden desde Dios, puesto que su signifi-
cado se determina por el bien que intentan alcanzar. La pose-
sión de una virtud marca una etapa en la familiaridad con el
bien, pero, dado que esa bondad es según Dios, lo que vamos
alcanzando en cada etapa siempre es algo que estamos invita-
dos a superar. Cuanto más profundo es el crecimiento en una
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 211
virtud tanto más entendemos y encarnamos su perfección,
que remite directamente a Dios. Cuanto más cerca estamos de
Dios por la bondad, tanto mejor entendemos lo que Él mismo
entiende por ella y el hecho de que en Él se establece el mismo
límite de la virtud. Cuanto más profunda sea nuestra caridad-
amistad con Dios, tanto más se extiende, se supera, se abre
paso e, incluso, se revoluciona nuestro limitado entendi-
miento de la bondad. Por ejemplo, sabemos que la virtud de la
justicia implica dar a cada uno lo que merece. ¿Pero cómo lle-
var a la práctica esto? Al principio llegamos a la conclusión de
que la justicia rudimentaria es dividir las cosas equitativa-
mente, y esto es verdad. ¿Pero qué pasa cuando la justicia no
está basada en nuestro concepto de la imparcialidad, sino en
la justicia de Dios? Que empezamos a pensar que tienen que
ver con ella cosas como la generosidad, la compasión o el per-
dón, porque a los ojos de Dios el hombre también los merece.
Según las virtudes cristianas basadas en la bondad de Dios, la
generosidad, la compasión y el perdón no son ajenos a la jus-
ticia, sino que suponen una mejor comprensión de la misma.
Es más, expresan la esencia propia de ella porque se ajustan
mejor a la idea que tiene Dios de la justicia.
Cómo podemos perder la virtud
Participar de la bondad de Dios es alcanzar el grado más
alto de una virtud; pero una bondad conseguida con tanto es-
mero puede ser destruida gradualmente. Las virtudes se pue-
den perder y, para el Aquinate, esto no es algo sorprendente
pues sabe que se pierden si mantenemos determinados com-
portamientos que se oponen a su particular bondad. Dismi-
nuye la fortaleza si nos comportamos como cobardes o teme-
rarios. La justicia se quiebra a través del egoísmo, la sabiduría
212 La primacía del amor
de la prudencia se debilita con los actos de necedad moral.
Una virtud se abate y se destruye si practicamos los hábitos
contrarios, ya que, de esta manera, enterramos la cualidad
propia del bien y la reemplazamos con la del vicio. El Aqui-
nate lo explica sucintamente: «[Los hábitos] crecen por la
misma causa que los genera; de igual manera, disminuyen
por la misma causa que los corrompe; la disminución del há-
bito es un cierto camino hacia su corrupción, como, por el
contrario, la generación del hábito es un cierto fundamento
de su crecimiento» (ST, 1-11, 53,2).
Todo lo que quiere decir Tomás con esto es que, si una de-
terminada acción forma una virtud, la correspondiente acción
opuesta destruye esa misma virtud y alienta un vicio. Así se
pierden normalmente las virtudes. Son las acciones contrarias
a ellas, las que permiten que la bondad propia de la virtud
quede deshecha por el mal del vicio, y, si este se practica du-
ran te el tiempo suficiente, la virtud llegará a ser destruida;
donde una vez prosperó una virtud, entonces florecerá un vi-
cio, ya que su propió mal es capaz de erosionar hasta destruir
por completo el bien de la virtud. En un primer momento, la
virtud solamente se debilita, pero, si el vicio permanece ac-
tivo, esta será destruida porque la «forma» de la virtud no
puede resistir la «forma» del vicio. No podemos dar por sen-
tado que esté garantizada nuestra bondad; ni podemos que-
darnos demasiado tranquilos con lo que ya hemos alcanzado,
puesto que, para mantenern~s firmes en una virtud, se nece-
sita una práctica continua. Tomás insiste aquí en el peligro de
volverse complacientes o descuidados en lo moral. En la vida
moral, la relajación tiene graves consecuencias y causa
más daño de lo esperado. Volverse derezoso es el modo de
permitir el deterioro de la virtud. Por eso, según una ética de la
virtud, ser lo mejor que podamos no es un tópico moral, más
bien se trata de una necesidad moral, pues no practicar las
Acciones que nos guían hacia la plenitud de vida 213
virtudes que uno tiene, es permitir que nos guíen los vicios,
que nunca mueren del todo.
Empezamos este capítulo señalando que somos nosotros
los artífices de nuestras vidas, que se nos ha confiado algo es-
pléndido, que sin embargo puede ser destruido, que la vida
humana se puede malgastar, y, por eso, debemos crecer en la
virtud y luchar por evitar el vicio. Hemos visto que actuar de
manera virtuosa es responder al amor que nos creó, que nues-
tra vida, que empezó en la gracia, está llamada a la plenitud
de la gloria. Pero ¿cómo avanzamos hacia ella? Un camino es
convertirnos en personas de virtud, porque cuando adquiri-
mos las virtudes sufrimos la transformación necesaria que
nos capacita para la bienaventuranza con Dios. Las virtudes
nos guían a la plenitud de la vida porque no solamente confie-
ren bondad a nuestras acciones, sino también a nosotros mis-
mos. Cuando desarrollamos hábitos buenos, asumimos las
cualidades del bien y las virtudes cambian nuestro carácter.
Sabemos que este proceso no es fácil porque conocemos los
vicios y sabemos de ellos que también son hábitos; sin em-
bargo, el gran consuelo de una ética de la virtud es que pode-
mos progresar en la vida moral. Son ellas las que nos asegu-
ran que podemos cambiar, que siempre es posible empezar en
el bien.
¿Alguna vez llegamos a ser suficientemente buenos? Se-
gún hemos visto con la última reflexión, las virtudes que bus-
can a Dios se miden por la bondad divina. En consecuencia,
no existe límite en nuestro crecimiento en la virtud ya que su
significado último se revela en Dios y no en nosotros. ¿Pero
acaso indica esto que nunca alcanzaremos el bien necesario
para nuestra redención? Podría parecer que sí. Incluso hay
otro dato curioso en la exposición del Aquinate sobre las vir-
tudes. No solamente nos dice que crecer en virtud es abrirse
más a Dios, sino que, a la vez, sugiere que la propia virtud ca-
214 La primacía del amor
rece intrínsecamente del bien necesario para acercarse a Él.
¿Nos está engañando? ¿Su relato de la vida moral que empezó
con una promesa puede terminar acaso en la futilidad y en el
vacío? La clave de la respuesta a estas preguntas está, por un
lado, en encontrar la conexión especial que existe entre la ca-
ridad y las demás virtudes y, por otro, en reconocer el vínculo
que tienen estas con los dones del Espíritu. Esto es lo que nos
descubre Tomás y lo que veremos a lo largo del capítulo VIII.
Entonces comprenderemos por qué lo que comenzó como un
don no puede alcanzar su culminación si no es también gra-
cias a otro don.