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Eggers Brass T - Historia III La Formacion de Los Estados Nacionales en America Latina-32-37

El documento describe el proceso político en España y América entre 1808 y 1810 luego de la invasión francesa. En España, Napoleón obligó a Carlos IV a abdicar y puso a su hermano José Bonaparte en el trono español, lo que llevó a la formación de juntas provinciales de gobierno en España y América. Las juntas españolas formaron una Junta Central en Sevilla y se aliaron con Inglaterra contra Francia. En América, hubo debates sobre si seguir siendo leales al gobierno español o
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Eggers Brass T - Historia III La Formacion de Los Estados Nacionales en America Latina-32-37

El documento describe el proceso político en España y América entre 1808 y 1810 luego de la invasión francesa. En España, Napoleón obligó a Carlos IV a abdicar y puso a su hermano José Bonaparte en el trono español, lo que llevó a la formación de juntas provinciales de gobierno en España y América. Las juntas españolas formaron una Junta Central en Sevilla y se aliaron con Inglaterra contra Francia. En América, hubo debates sobre si seguir siendo leales al gobierno español o
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CAPÍTULO 2

Actividades

Compara las posturas de


los tres historiadores, e
intenta justificar las causas
de sus diferentes opinio-
nes sobre el accionar de
Sobremonte.
Soldados de la guarnición de Buenos Aires, según un dibujo caricaturesco de
origen inglés

Abdicar
El proceso político español entre 1808
Renunciar como gober-
y 1810 nante antes de que termi-
ne su mandato. Abdica-
ción regia es la renuncia
La invasión francesa y las abdicaciones de un rey.
regias
En Europa, el bloqueo continental no estaba dando los fru-
tos que el emperador francés Napoleón Bonaparte espera-
ba. Gran Bretaña no se había arruinado económicamente:
seguía comerciando con los países europeos en forma de
contrabando, además de realizar intercambios con los do-
minios coloniales de esos países y con su aliado, Portugal.
Napoleón decidió castigar al país lusitano, y firmó con el
rey Carlos IV de España el Tratado de Fontainebleau (1807),
por el cual repartían el territorio de Portugal entre ambos
países. De acuerdo con lo pactado, Carlos IV permitió el
paso de las tropas napoleónicas por la península ibérica.
Pero el pueblo español se opuso a la actuación de su rey, a
quien destituyó en el motín de Aranjuez (marzo de 1808),
y reconoció como soberano a su hijo Fernando, quien, de
este modo, pasó a ser Fernando VII.
Fernando VII logró el apoyo de una gran parte del pueblo
porque, por oportunismo, había dicho que sostenía el li-
beralismo. Su ambición de poder lo hizo pronunciarse en
contra del absolutismo monárquico encarnado en su padre.
Buena parte de los españoles, por influjo del vecino país
galo, quería un sistema político liberal, con una Consti-
tución en la cual tuvieran vigencia los derechos de los
ciudadanos a participar en el gobierno, y por esa causa
sostuvieron a Fernando VII como rey.
El nuevo monarca no fue aceptado por las tropas na-
poleónicas. Fernando VII se dirigió a la ciudad francesa
fronteriza de Bayona, con la intención de ser reconocido Carlos IV

31
Las Revoluciones por la independencia

por el emperador francés, pero fue hecho prisionero. Napoleón «legalizó» la situación
obligándole a devolver la corona a su padre, quien abdicó en favor de Napoleón. Este
hecho es conocido como la farsa de Bayona. El pueblo español reaccionó espontánea-
mente contra la usurpación francesa en la insurrección del 1º al 2 de mayo de 1808,
pero ésta fue sangrientamente reprimida.
Napoleón designó para el trono español a su hermano José Bonaparte que, una vez
coronado, pasó a ser José I. Éste fue recibido pasivamente por la nobleza y las insti-
tuciones del poder, pero casi todo el pueblo español reaccionó contra la ocupación
francesa y lo repudió.

Consecuencias de la invasión francesa a Portugal


Antes de que llegase la invasión napoleónica a Lisboa, Inglaterra colaboró con el tras-
lado de los reyes y su Corte portuguesa a Brasil, para evitar que cayeran prisioneros
de los franceses. La nueva capital del reino portugués pasó a ser Río de Janeiro. Brasil,
antes simple colonia portuguesa, pasó a ser territorio fundamental para el gobierno
lusitano.
Apenas llegada la corte de Lisboa al territorio brasileño a comienzos de 1808, la Infanta
Carlota Joaquina (esposa del príncipe regente de Portugal, hija del rey Carlos IV y her-
mana de Fernando VII) se dirigió a distintos gobiernos coloniales hispanoamericanos,
apoyada por el embajador inglés, invitándolos a que se pusiesen bajo su «protección»
a fin de no caer bajo el yugo francés. En el Río de la Plata se temió una invasión portu-
guesa, en represalia por la intervención española de Carlos IV en apoyo a la invasión
francesa. Algunos criollos porteños, como Saturnino Rodríguez Peña, Manuel Belgrano,
Juan José Castelli, Hipólito Vieytes y Juan Martín de Pueyrredón, pensaron en apoyar
a Carlota Joaquina –que quería gobernarnos en nombre de su hermano–, le otorgaron
el título de Regente e instauraron una monarquía ilustrada y liberal. Este movimiento
se denominó carlotismo y fue efímero: no contaba con el acuerdo general de la opinión
pública, que temía que los portugueses aprovecharan esta regencia para dominarnos,
ya que la Infanta no admitiría limitaciones a su poder.
La presión de Carlota Joaquina fue muy fuerte en las ciudades altoperuanas (del Alto
Perú, al norte del Virreinato del Río de la Plata, actualmente Bolivia) de La Plata (también
llamada Charcas, por el nombre de su Audiencia, y Chuquisaca, por su Universidad; ac-
tualmente se denomina Sucre) y La Paz, pero sus habitantes y autoridades consideraron
que aceptar ser gobernados por Brasil sería una traición a sus principios patrios.

El movimiento juntista en España y la alianza con Inglaterra


Reconociendo como legítima autoridad a Fernando VII, y para gobernarse mientras
su rey estuviera prisionero, las ciudades españolas formaron Juntas Provinciales. Cada
una de éstas envió un representante a una Junta Suprema Central, luego más conoci-
da como Junta Central de Sevilla. Entre las medidas que tomó esta junta estuvieron
la organización de la resistencia militar –en la cual participó, entre otros, José de San
Martín, oficial del ejército español–, la firma de un tratado de alianza con Inglaterra a

32
CAPÍTULO 2

fin de luchar juntos contra el invasor francés, y el esta-


blecimiento de una legislación que admitía derechos de
los ciudadanos. Como necesitaba el apoyo de las colonias
americanas, dejó de tratar a estas tierras como colonias
y les pidió a los Cabildos americanos que eligieran re-
presentantes para enviar a esa Junta Central que debía
gobernar a todos los territorios. Fue el primer pedido de
elección en el cual se reconocía la soberanía –aunque
parcial, como integrantes de la nación española– de los
pueblos españoles de América.
En el acuerdo de 1809 con Inglaterra se establecía un
artículo adicional por el cual se concedían recíproca-
mente el libre comercio entre sus aduanas. Los ingleses
presionaron a las autoridades coloniales para comerciar
libremente en América hispana. Finalmente, Inglaterra
dejaba de ser un país enemigo para ser un aliado y, como
Fernando VII, por Goya
tal, tendría acceso a nuestros territorios.
En el Río de la Plata se aceptó el libre comercio para cobrar
impuestos de aduana –pese a la oposición de los mono-
polistas españoles, que no querían perder su privilegio
mercantil–, porque el gobierno virreinal necesitaba fon-
dos. Por un lado, porque los ingleses, durante su primera
invasión a Buenos Aires, habían robado el dinero de las
arcas reales, y por otro, porque los criollos del Alto Perú,
tras las sublevaciones de 1809, decidieron no enviar más
sus recaudaciones impositivas a la capital virreinal, que
era Buenos Aires.
En 1810, el rey francés José I había obtenido varios triun-
fos militares y logró disolver la Junta Central de Sevilla.
En su reemplazo, los españoles formaron un «Consejo
de Regencia» en la isla de León, cerca de Cádiz, que era,
en realidad, poco representativo. En 1812, los liberales
españoles sancionaron una Constitución que tuvo mucha
influencia en las leyes que se dictaron en toda América
en esa época.

El movimiento juntista en América


José I Bonaparte, rey de España, enviaba embajadores por
medio de los cuales se invitaba a las colonias a someterse
bajo su mando; lo mismo hacía Carlota Joaquina desde
Río de Janeiro, mientras quienes gobernaban en España,
en la Junta Central de Sevilla y luego en el Consejo de Infanta Carlota Joaquina
Regencia, demandaban idéntica dependencia.

33
Las Revoluciones por la independencia

Derrota de los españoles por los franceses


en Madrid en 1808

A todo lo largo de Hispanoamérica hubo debates sobre cómo debían gobernarse los pue-
blos, por la complicada situación de las autoridades españolas. Los fidelistas sostenían
que había que seguir siendo fieles al gobierno español, que se consideraba legítimo en
la península; es decir que el poder debía provenir por delegación de la Junta Central
de Sevilla o del Consejo de Regencia. Pero muchos pensaron que lo mejor era que cada
ciudad retomase su propia soberanía, y que formara sus propias Juntas. Hubo debates
sobre si las Juntas gobernarían de forma autónoma, en nombre de Fernando VII, o en
forma independiente.
La primera Junta que se instituyó en Hispanoamérica teniendo como ejemplo el movi-
miento juntista español, fue la Junta de Montevideo, entre septiembre de 1808 y junio
de 1809. No tuvo una actuación revolucionaria, pero su consolidación provocó cierto
impacto durante varios meses. Surgió por un movimiento liderado por el gobernador
Elío, de dicha ciudad, que desconfiaba de la actuación del virrey Liniers frente a la
invasión francesa, ya que Liniers había nacido en Francia. Se disolvió cuando llegó el
virrey reemplazante, Cisneros, nombrado por la Junta Central de Sevilla.
El 25 de mayo de 1809 en La Plata o Charcas, y en julio en La Paz (Alto Perú) se for-
maron Juntas. En La Plata participaron peninsulares y algunos profesionales criollos,
entre los que se destacó Bernardo de Monteagudo, abogado y militar, quien luego sería
mano derecha del libertador San Martín. Monteagudo sostuvo, en un «Diálogo entre
Atahualpa y Fernando VII», que la situación del sometimiento español por los fran-
ceses era similar a lo que hacía siglos sucedía con el Imperio Inca, y que en América
existía derecho al autogobierno. El movimiento de La Paz fue revolucionario; se habló
de los derechos de la patria, que había que sostener con
las armas; defendía los intereses americanos, criollos e
indios y hacía un llamamiento para corregir la situación
indígena, por lo que buscaba su apoyo y el de los mestizos.
La radicalización del conflicto despertó el temor a un le-
vantamiento como el de Túpac Amaru, e hizo que muchos
criollos que lo habían apoyado en un principio, retiraran
su participación. Los movimientos en el Alto Perú fueron
sangrientamente reprimidos, con autorización expresa
del nuevo virrey Cisneros.
En la ciudad de Quito, gobernada por el Presidente de la
Virrey Cisneros Audiencia de Quito, dentro del Virreinato de Nueva Gra-

34
CAPÍTULO 2

nada, en agosto de 1809 los vecinos depusieron al Presidente y establecieron una Junta
que tomó el poder y organizó milicias. Si bien la Junta juró en nombre de Fernando
VII, este movimiento se conoce en Ecuador como El primer grito de independencia. Los
patriotas fueron reprimidos por las tropas de los virreyes de Perú y Nueva Granada, y
cientos de ellos fueron asesinados mientras permanecían como prisioneros.

La ruptura del pacto colonial


El dominio colonial español sobre América, que había permanecido casi intacto durante
tres siglos, comenzaba a mostrar signos de debilitamiento. Pero el sistema de domi-
nación no residía sólo en España: tenía su complemento en América. La asociación
de intereses entre la monarquía española y algunos sectores residentes en América
es denominada por los historiadores «pacto colonial». El pacto colonial consiste en el
acuerdo tácito que todo país imperialista establece con sus territorios dependientes,
porque la sujeción no puede perdurar a través de décadas o incluso siglos sólo por el
uso de la fuerza. El país colonizador crea intereses locales en el país dominado, para
tener grupos dirigentes a su favor.
Los descendientes de los primeros conquistadores habían sido beneficiarios del pacto
colonial con España, porque ellos habían heredado grandes propiedades –haciendas,
obrajes, minas– con mano de obra indígena asegurada para trabajarlas. Durante el
reinado de la dinastía Austria, los criollos más influyentes tuvieron la oportunidad de
ser nombrados en puestos de gobierno, de justicia, en altas jerarquías eclesiásticas e
incluso militares. Sus fuertes intereses hicieron posible que reinos tan pequeños como
España o como Portugal conservaran estas posesiones coloniales durante trescientos
años, con una sujeción a distancia. En cambio, con la dinastía Borbón, si bien los des-
cendientes directos de los conquistadores seguían siendo poderosos, se vieron dejados
de lado con las licencias de comercio monopólicas o con los cargos gubernamentales.
La justificación para esto era la política centralista de la monarquía, pero los criollos
se enteraron, además, de que varios de los ministros ilustrados del rey los calificaban
de ineficaces y corruptos, y esto los ofendió.
Además, había muchos que no estaban incluidos entre los favorecidos por el pacto, y
existieron numerosas razones para que éste se deshiciera. Los criollos que no tenían
mano de obra aborigen o esclava en sus grandes propiedades, o que veían restringidas
sus ganancias por la política económica colonial, empezaron a estar cada vez más dis-
conformes. La tensión se incrementó en distintos sectores sociales, como vimos con las
sublevaciones de fines del siglo XVIII. La ocasión para romper el pacto fue el derrumbe
de la monarquía española con la invasión napoleónica a partir de 1808, y las victorias
del ejército napoleónico frente a la resistencia española en 1810.

Las vías de acceso a la modernidad política


La mayoría de las sublevaciones que se dieron hasta el siglo XIX tuvieron como fun-
damento «el mal gobierno», lo que significa que se consideraba que era correcto que
el rey gobernase si mantenía la justicia en bien de la comunidad. El monarca tenía un

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Las Revoluciones por la independencia

origen divino, pero su obligación para cumplir el contrato con el pueblo era «el buen
gobierno». En cambio, en 1810, las antiguas colonias vieron la crisis de la monarquía, y
las justificaciones de los nuevos gobiernos fueron una mezcla de las viejas tradiciones
contractuales con la nueva ideología liberal, que predicaba como los pensadores de la
Revolución Francesa, «Igualdad, libertad y fraternidad». Muchos de los ideólogos de las
revoluciones eran liberales, pero la gran masa del pueblo era conservadora, y temía que
los latifundistas aprovechasen su nueva situación de poder en detrimento de las clases
dominadas. Los indígenas habían visto, cuando se rebelaron, que los poderosos locales
se habían situado del lado de los represores, para no quedarse sin mano de obra.
Sin embargo, no en todos los movimientos de 1810 estuvieron presentes los mismos
intereses, ni en cada revolución todos tuvieron la misma ideología, sino que los distin-
tos integrantes estaban unidos en la guerra contra la dominación española, pero luego
ésta sería continuada dentro de cada territorio por la lucha por el poder local.

Revolución: concepto
Una revolución es una transformación profunda de una sociedad determinada, que se
origina cuando toma el poder una clase o grupo social que antes permanecía marginado
de él. Es decir que se produce una revolución cuando los que asumen el poder cambian
o tratan de innovar aspectos importantes de la vida de esa sociedad, y de favorecer
así a sectores más amplios que los que anteriormente se beneficiaban con la política
que se llevaba a cabo.
Cuando el cambio violento de gobierno se produce simplemente con el fin de reempla-
zar a los gobernantes, sin buscar transformaciones, o para beneficiar a una oligarquía,
se habla de golpe de Estado; si ese golpe de Estado se hace en contra de una revolu-
ción, se denomina contrarrevolución. Generalmente, el grupo que toma el poder para
llevar adelante una revolución lo hace mediante la fuerza o la violencia, debido a que
no tiene medios legales para hacerlo (por ejemplo, si no existe sufragio popular, o si se
encuentran excluidos de las elecciones por haber desigualdades sociales o restriccio-
nes políticas).
Si luchan por fuera del sistema establecido, y en contra de éste, sus actividades son
ilegales hasta subir al gobierno, y debido a eso son denominados, por la autoridad
vigente, como subversivos, sediciosos o conspiradores; por sus actividades rebeldes
corren peligro de prisión e incluso de muerte. Por supuesto que si toman el poder y
cambian las leyes, sus opositores se transforman en «subversivos» y los revolucionarios,
en cambio, pasan a ser el gobierno establecido.
Debemos diferenciar los conceptos de legalidad y legitimidad. El gobierno establecido
puede ser legal (es decir, no contravenir la legislación existente), pero puede no siempre
ser considerado legítimo. Es legítimo cuando es aceptado de acuerdo con los valores
de la sociedad de la época, ya sea por su origen –si asumió el poder, por ejemplo, por
votación popular– o por su ejercicio: su accionar tiende al bien de sus gobernados.
Las revoluciones sociales constituyen momentos históricos excepcionales de movili-
zación popular, durante los cuales se reorienta y cambia una sociedad. De este modo,

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