El zorro inteligente
Cuenta la historia que un león y una leona vivían juntos en una cueva.
Él era el rey de los animales y ella la reina. Además de trabajar codo con codo
poniendo paz y orden entre los animales, estaban casados y se llevaban muy
bien.
Un día, tras varios años de amor y convivencia, el león cambió de opinión.
– Lo siento, querida esposa, pero ya no quiero vivir contigo.
La leona no se lo esperaba y se puso muy triste.
– Pero… ¿por qué? ¿Es que ya no me quieres?
El león fue muy sincero con ella.
– Sí, te quiero, pero te dejo porque apestas y ya no soporto más ese olor que
desprendes y que atufa toda la cueva.
La pobre se disgustó muchísimo y por supuesto se sintió muy ofendida.
– ¿Qué apesto?… ¡Eso es mentira! Me lavo todos los días y cuido mi higiene
para estar siempre limpia y tener el pelo brillante ¡Tú lo dices porque te has
enamorado de otra leona y quieres irte a vivir con ella!
¡La pelea estaba servida! La pareja comenzó a discutir acaloradamente y
ninguno daba su brazo a torcer. Pasadas dos horas la leona, cansada de reñir,
le dijo a su marido:
– Como no nos ponemos de acuerdo te propongo que llamemos a tres
animales y que ellos opinen si es verdad que huelo mal o es una mentira de las
tuyas.
– ¡De acuerdo! ¿Te parece bien que avisemos al burro, al cerdo y al zorro?
– ¡Por mí no hay problema!
Pocos minutos después los tres animales elegidos al azar se presentaron en la
cueva obedeciendo el mandato real. El león, con mucha pomposidad, les
explicó el motivo de la improvisada asamblea.
La pobre se disgustó muchísimo y por supuesto se sintió muy ofendida.
– ¿Qué apesto?… ¡Eso es mentira! Me lavo todos los días y cuido mi higiene
para estar siempre limpia y tener el pelo brillante ¡Tú lo dices porque te has
enamorado de otra leona y quieres irte a vivir con ella!
¡La pelea estaba servida! La pareja comenzó a discutir acaloradamente y
ninguno daba su brazo a torcer. Pasadas dos horas la leona, cansada de reñir,
le dijo a su marido:
– Como no nos ponemos de acuerdo te propongo que llamemos a tres
animales y que ellos opinen si es verdad que huelo mal o es una mentira de las
tuyas.
– ¡De acuerdo! ¿Te parece bien que avisemos al burro, al cerdo y al zorro?
¡Por mí no hay problema!
Pocos minutos después los tres animales elegidos al azar se presentaron en la
cueva obedeciendo el mandato real. El león, con mucha pomposidad, les
explicó el motivo de la improvisada asamblea.
– ¡Gracias por acudir con tanta celeridad a nuestra llamada! Os hemos reunido
aquí porque necesitamos vuestra opinión sincera. La reina y yo hemos nos
hemos enzarzado en una discusión muy desagradable y necesitamos que
vosotros decidáis quién dice la verdad.
El burro, el cerdo y el zorro ni pestañearon ¿Qué debían decidir? ¡Estaban
intrigadísimos esperando a que el león se lo contara!
– Quiero que os acerquéis a mi esposa y digáis si huele bien o huele mal. Eso
es todo.
Los tres animales se miraron atemorizados, pero como se trataba de una orden
de los reyes, escurrir el bulto no era una opción.
Alguien tenía que ser el primero y le tocó al burro. Bastante asustado, dio unos
pasos hacia adelante y arrimó el hocico al cuello de la leona.
– ¡Puf! ¡Qué horror, señora, usted huele que apesta!
La leona se sintió insultada y perdió los nervios.
– ¡¿Cómo te atreves a hablarle así a tu reina?!… ¡Desde ahora mismo quedas
expulsado de estos territorios! ¡Lárgate y no vuelvas nunca más por aquí!
El borrico pagó muy cara su contestación y se fue con el rabo entre las piernas
en busca de un nuevo lugar para vivir.
El cerdo, viendo lo que acababa de pasarle a su compañero, pensó que jugaba
con ventaja pero que aun así debía calibrar muy bien lo que debía responder.
Se aproximó a la leona, la olisqueó detenidamente, y para que no le ocurriera lo
mismo que al burro, dijo:
¡Pues a mí me parece un placer acercarme a usted porque desprende un
aroma divino!
Esta vez fue el león el que entró en cólera.
– ¡¿Estás diciendo que el que miente soy yo?!… ¡Debería darte vergüenza
contradecir a tu rey! ¡Lárgate de este reino para siempre! ¡Fuera de mi vista!
El cerdo, que pensaba que tenía todas las de ganar, fracasó estrepitosamente.
Al igual que el burro, tuvo que exiliarse a tierras lejanas.
¡Solo quedaba el zorro! Imagínate el dilema que tenía en ese momento el
infortunado animal mientras esperaba su turno. Si decía lo mismo que el burro,
la reina se enfadaría; si decía lo contrario como el cerdo, la bronca se la
echaría el rey ¡Qué horrible situación! Tenía que pensar algo ingenioso cuanto
antes o su destino sería el mismo que el de sus colegas.
Quieto, como si estuviera petrificado, escuchó la voz del rey león.
– Zorro, te toca a ti. Acércate a la reina y danos tu veredicto.
Al zorrito le costó moverse porque le temblaba todo el cuerpo. Tragando saliva
se dirigió a donde estaba la leona y con mucho respeto la olfateó. Después, se
separó y volvió a su sitio.
El rey ardía en deseos de escucharlo.
– ¿Y bien? ¡Nos tienes en ascuas! Di lo que tengas que decir.
El zorro, tratando de aparentar tranquilidad, fingió tener un poco de tos y dijo
con voz quebrada:
– Majestades, siento no poder ayudarles, pero es que a mí no me huele ni bien
ni mal porque estoy constipado.
El león y la leona se miraron sorprendidos y tuvieron que admitir que no podían
castigar al zorro porque su contestación no ofendía ni dejaba por mentiroso a
ninguno de los dos.
El rey león tomó la palabra.
– Está bien, lo entendemos. Puedes marcharte a casa.
Nadie sabe cómo acabó la historia, ni quién tenía la razón, ni si finalmente la
pareja llegó a un acuerdo de separación. Lo que sí sabe todo el mundo es que
el inteligente zorrito logró zafarse del castigo de los reyes gracias a su
simpática ocurrencia.
La leyenda de la araña
La princesa Uru era la heredera al trono del Imperio Inca. Su padre la adoraba y
deseaba que en un futuro, cuando él dejara de ser rey,
ella se convirtiera en una gobernante justa y querida por su pueblo. Por esta
noble causa se había esmerado en educarla de forma exquisita desde el día de
su nacimiento, siempre rodeada de los mejores maestros y asesores de la
ciudad.
Desgraciadamente la muchacha no era consciente de quién era ni de lo que se
esperaba de ella. Le daban igual los estudios y no le importaba nada seguir
siendo una ignorante. Lo único que le gustaba holgazanear y vestirse con
elegantes vestidos que resaltaran su belleza.
Por si esto fuera poco tenía muy mal carácter y se pasaba el día mangoneando
a todo el mundo. Si no conseguía lo que quería perdía los nervios y se
comportaba como una joven malcriada y déspota que pasaba por encima de
todo aquel que le llevara la contraria. Así eran las cosas el día en que su padre
el rey falleció y no tuvo más remedio que ocupar su lugar en el trono.
Los primeros días la nueva reina puso cierto interés en escuchar a sus
ayudantes y actuó con responsabilidad, pero una semana después estaba más
que aburrida de dirigir el imperio. Harta de reuniones y de tomar decisiones
importantes, comenzó a comportarse como verdaderamente era: una mujer
frívola que solo rendía cuentas ante ella misma.
Una mañana, de muy malos modos, se plantó ante sus secretarios.
– ¡Todo esto me da igual! Yo no quiero pasarme el día dirigiendo este imperio ¡Es
el trabajo más aburrido del mundo! Yo he nacido para viajar, lucir hermosos
vestidos y asistir a fiestas ¡De los asuntos de estado que se preocupe otro porque
yo lo dejo!
Fueron muchos los que intentaron hacerla entrar en razón, entre ellos el consejero
real.
– Señora, eso no es posible… ¡Usted debe comportarse como una reina madura y
responsable! ¿Acaso no se da cuenta de que su pueblo la necesita? ¡No puede
abandonar sus tareas de gobierno!
La reina Uru se giró apretando los puños y sus ojos se llenaron de rabia.
– ¡A todos los que estáis aquí os digo que sois unos insolentes! ¡¿Cómo osáis
cuestionar mi decisión?! ¡Yo soy la reina y hago lo que me da la gana!
Estaba tan enloquecida que en un arrebato cogió un cinturón de cuero y lo blandió
en el aire con furia.
– ¡Quiero que os tumbéis boca abajo porque voy a azotaros uno a uno! … ¡He
dicho que todos al suelo!
El salón se quedó completamente mudo. El consejero y los ayudantes de la reina
sintieron un escalofrío de terror, pero ninguno se atrevió a desobedecer la orden.
Lentamente se arrodillaron y se dejaron caer sobre el pecho.
La reina apretó los dientes y levantó el brazo derecho, pero cuando estaba a
punto de proceder, se quedó completamente paralizada como una estatua.
– ¡¿Pero qué demonios me está pasando?! ¡No puedo bajar el brazo! ¡No puedo
moverme!
Todos los presentes se miraron unos a otros sin saber qué hacer, pero su
sorpresa fue aún mayor cuando, sobre sus cabezas, apareció una majestuosa
diosa cubierta con un manto de oro.
La divinidad permaneció unos segundos suspendida en el aire y fue descendiendo
levemente hasta posarse frente a la paralizada reina Uru. Ante el asombro de los
que estaban allí, habló. Sus palabras fueron demoledoras
¡Eres una mujer malvada y egoísta! En vez de gobernar el reino con sabiduría y
bondad prefieres humillar a tus súbditos y tratarlos con desprecio. A partir de
ahora perderás tu belleza y todos los privilegios que posees ¡Te aseguro que
sabrás lo que es trabajar sin descanso por toda la eternidad!
El suelo tembló y alrededor de la reina se formó una gran nube de humo gris.
Cuando el humo se evaporó, en su lugar apareció una araña negra y peluda ¡La
diosa había convertido a Uru en un arácnido feo y repugnante!
Uru no pudo protestar ni quejarse de su nueva condición. Su única opción fue
echar a correr por los baldosines del palacio para no morir aplastada de un
pisotón. Para su fortuna consiguió ocultarse en un rincón y, como todas las
arañas, empezó a fabricar una tela con su propio hilo.
Cuenta la leyenda que, aunque han pasado varios siglos, Uru todavía habita en
algún lugar del palacio imperial. Hay quien incluso asegura que la ha visto tejer sin
parar mientras contempla con tristeza cómo la vida sigue su curso en el que un día
muy lejano, fue su hogar.
Mito
Surgimiento de México (tradición azteca)
Existía hace mucho una isla llamada Aztlán, de aire puro, ambiente templado,
cielo azul y rodeada de aguas color turquesa en las que nadaban las garzas.
Había abundantes flores y productos de la tierra como maíz, calabazas y cacao.
Vivían todos tranquilos, hasta que un día se apareció el dios Huitzilopochtli frente
al príncipe Mexitli para advertirle que debían abandonar la ciudad y dirigirse a
nuevas tierras. Aztlán ya había cumplido su cometido y, aunque era eterna, dentro
de poco ya no sería visible para los hombres.
Comenzó una larga peregrinación hacia el sur. El dios le advirtió que ya no lo
podría ver, pero que siempre estaría junto a ellos y sabrían cuándo detenerse,
pues les enviaría una señal.
Entonces, encontraron una laguna de aguas turquesas, en cuyo centro se hallaba
una pequeña isla habitada por un nopal, una planta en la que se sostenía un
águila con una serpiente entre sus garras. Aunque el lugar se veía inhóspito, el
dios había permitido que Mexitli pudiera observar con el ojo de la mente. Así pudo
fundar una nueva Aztlán, un reflejo de los cimientos del cielo que se llamaría
México. Es por esto que hoy, el emblema del escudo de México corresponde a un
águila sobre un nopal con una serpiente en su pico.