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La Arboleda Perdida, 2

El documento resume los últimos días de la Guerra Civil Española desde la perspectiva de Rafael Alberti. Narra cómo el autor se encontraba en Madrid en marzo de 1939 cuando el gobierno de Negrín regresó para continuar la guerra. Poco después, el coronel Casado llevó a cabo un golpe de estado contra el gobierno legítimo. Alberti y Negrín tuvieron que huir a Elda, pero se encontraban en peligro debido a la quinta columna leal a Casado. La insurrección de Casado marcó el final de la resistencia
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La Arboleda Perdida, 2

El documento resume los últimos días de la Guerra Civil Española desde la perspectiva de Rafael Alberti. Narra cómo el autor se encontraba en Madrid en marzo de 1939 cuando el gobierno de Negrín regresó para continuar la guerra. Poco después, el coronel Casado llevó a cabo un golpe de estado contra el gobierno legítimo. Alberti y Negrín tuvieron que huir a Elda, pero se encontraban en peligro debido a la quinta columna leal a Casado. La insurrección de Casado marcó el final de la resistencia
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La

arboleda perdida es el evocador título que dio Rafael Alberti a la obra destinada a
recoger sus memorias. El primer volumen, terminado en Buenos Aires en 1959,
abarca los años que van desde 1902 hasta 1931 y da cuenta de los primeros recuerdos
—la niñez andaluza, la adolescencia y la primera juventud del poeta— de una
existencia de enorme plenitud y riqueza, tanto en el plano vital como en el intelectual,
y que abarca prácticamente la totalidad de uno de los siglos más apasionantes de
nuestra historia.
El segundo volumen, publicado en 1987, tras el retorno del exilio, recoge los años
transcurridos desde 1931 hasta finales de la década de los ochenta, y acaba de perfilar
los avatares de una vida llena de contenido y la polifacética personalidad del poeta
pintor a través de los sutiles trazos de su recuerdo.

Página 2
Rafael Alberti

La arboleda perdida, 2
La arboleda perdida - 2

ePub r1.0
Titivillus 18-08-2021

Página 3
Rafael Alberti, 1987

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
LIBRO TERCERO

1931-1977

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En el mes de julio de 1959 ya daba por terminado en Buenos Aires el primer tomo,
dividido en dos libros, de La arboleda perdida, obra en la que recojo mis memorias
hasta 1931, o sea, hasta la llegada de la II República Española. Desde entonces a
hoy, en que me propongo continuarlas, han pasado veinticinco años. Y me encuentro
viviendo en España, digo en Madrid, desde 1977, después de mi regreso de la
República Argentina y de Italia, es decir, de un destierro que duró casi treinta y
nueve años.
—¿Pero cuándo continúa usted La arboleda?
—Estamos esperando tus memorias. ¿Piensas seguirlas?
—¿Espera usted acabarlas después de muerto?
—Imperdonable, imperdonable…
Y así por todas partes, e incluso fuera de España. La verdad es que me daba una
gran pereza. Tengo ahora más de 81 años. Demasiados. Demasiadas cosas que
contar. Demasiado siglo catastrófico para tener que hablar de mí sin desenredarme
de él. Pero, de pronto:
—Pues sí, señor, pues sí… Me parece que ahora las voy a continuar. Si usted me
anima, si usted me compromete…
Esto le voy diciendo a Piero Ostellino, director del Corriere della Sera, al que
conocí hace muy pocos días en Castiglione di Sicilia, durante una bella noche en la
que fuimos premiados, con otras personalidades de la cultura, por el Comune de la
ciudad.
Pues, sí, le repito, señor director, amigo director, usted me va a hacer arrancar,
usted, no sé por qué y no otro, va a poner mi memoria en movimiento, y ahora, sin
orden cronológico, irá usted recibiendo, espero que con puntualidad, retazos, según
el viento me los vaya trayendo, de mi Arboleda perdida.

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I
Creo recordar haber leído, hace años, en Stendhal, que cuando él —o tal vez algún
personaje novelístico suyo— oficial de los ejércitos napoleónicos, recibió la orden de
mantenerse firme al frente de su compañía, en el lindero de un camino que bordeaba
un pequeño campo todo él sembrado de coles, no podía sospechar cómo después de
muchísimas horas de desvelo y cansancio, que aquellos desbandados infantes y
carros de guerra que comenzaron a pasar despavoridos pertenecían a las tropas de
Napoleón Bonaparte en retirada de Waterloo, cuya perdida batalla acababa de poner
fin, nada menos, que a todas las atronadoras apoteosis bélicas del emperador
gloriosísimo. Y desde entonces, para Stendhal, o para el oficial de su novela, la
famosa batalla de Waterloo siempre quedaría reducida en su recuerdo a aquel
«campo de coles» que había tenido ante sí, durante tanto tiempo, con los soldados de
su compañía. Pues bien: yo quiero, desearía contar ahora la guerra civil española
desde «mi campo de coles», ese que yo solamente pude ver, sin recurrir hoy a
historias posteriores o documentos, atendiendo tan solo a lo que tuve ante mí, a lo
que sé, tantas veces a medias, lleno con toda seguridad de errores, de nombres y
fechas equivocados… Sí, aquel «campo de coles» que fue también mi vida y aún lo
sigue siendo a la distancia, después de tantos años.

Estábamos ya en los primeros días del mes de marzo de 1939. Todavía en Madrid.
Habíamos oído, con grandísima pena, por una radio francesa, la muerte de nuestro
grande y envejecido poeta Antonio Machado, en un pueblo del sur de Francia, en
Colliure, cerca de los campos de concentración, donde millares y millares de
españoles republicanos, sobre todo soldados, comenzaban su destierro en condiciones
terribles. Pero en Madrid, nuestra capital de la gloria que aún resistía después de más
de treinta y dos meses, se presentó, para nosotros de improviso, el doctor Negrín, jefe
del Gobierno, que regresaba de París para continuar la guerra acompañado, entre
otros, de los generales Líster y Modesto, y de mi jefe y gran amigo Ignacio Hidalgo
de Cisneros, general también de las Fuerzas del Aire. El coronel Segismundo Casado,
alma de la defensa de Madrid, los recibió lo más amable que pudo, aunque siempre
con aquella sequedad de esparto avinagrado que trascendía de su cara. Madrid
todavía aguantaba con entereza, a pesar de la pérdida de Cataluña y de que casi todo
el Gobierno de la República, con el presidente don Manuel Azaña a la cabeza, se
encontrase ya fuera de España. Pero el doctor Juan Negrín había vuelto con ánimos
de seguir la guerra, de redoblar nuestra resistencia, ya que aún nos quedaba no solo
mucho territorio, sino gran parte del Ejército republicano distribuido por distintos
frentes, para defenderlo. Pero antes de proseguir, tengo ahora que contar que unos
días anteriores a la aparición del doctor Negrín en nuestra capital, se me había
presentado en mi casa el ministro consejero de la embajada de Chile, Carlos Morla

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Lynch, gran amigo de Federico García Lorca y mío, quien sin más preámbulo, muy
suavemente, con su pálido acento chileno, me dijo:
—Mi hijito. Todo esto ya está completamente perdido. Aquí en Madrid se está
preparando un gran levantamiento. La situación es pésima, insostenible. Y vosotros
corréis un gran peligro.
—Óyeme, Carlos —le dije—. Aunque corramos ese gran peligro, nosotros jamás
nos meteremos en ninguna embajada.
—Está bien. Pero si tú me quieres dar los nombres de algunos amigos tuyos que
puedan presentarse allí, nosotros los recibiremos. Pero tengo la orden de mi Gobierno
de que sean pocos y solamente intelectuales.
Entonces yo le respondí, visiblemente molesto:
—Si eso, Carlos, es verdad, tu Gobierno me parece muy injusto en este caso,
porque vuestra embajada ha tenido durante toda la guerra tres o cuatro grandes
edificios abarrotados de quintacolumnistas, que pueden salir para asesinarnos en
cualquier momento, y nosotros lo hemos respetado.
—Bueno, mi hijito —me repitió, tendiéndome ligeramente la mano—. Yo tengo
esta orden. Ya lo sabes.
Aunque luego, acabada la guerra, supe de él algunas veces, no le volví a ver más
en mi vida.
Por la tarde de ese mismo día me encontré en el patio de la Alianza de
Intelectuales Antifascistas con Miguel Hernández, en traje de soldado, autor ya de
Viento del pueblo, un estremecedor libro de poemas sobre la guerra, que había
publicado no hacía mucho. Le conté la visita de Carlos Morla, amigo suyo también.
Miguel me soltó con violencia, apenas escuchado el mensaje de Morla:
—¿Cómo me voy a meter yo en una embajada? Si esto terminara, me iría
andando a mi pueblo.
—Tú lo que deseas es que te maten, Miguel. Es al único sitio donde no puedes ir.
Se encogió de hombros. Le di un abrazo. Fue la última vez que vi a Miguel
Hernández.
Dos días después, casi al alba, salimos en la pequeña comitiva del doctor Negrín,
por la carretera de Valencia, camino de Levante. Aquel romántico Gobierno heroico
de la resistencia había elegido la ciudad alicantina de Elda, muy pequeña entonces,
para instalarse, aunque provisionalmente, y reanudar la lucha. Pero sucedió algo
terriblemente inesperado, que venía a coincidir con las predicciones de Morla. El
coronel Casado acababa de anunciar con un discurso, por Unión Radio Madrid, su
golpe de Estado contra el Gobierno de la República. Yo escuché, por casualidad, su
respuesta a la llamada que Negrín le hizo desde Elda:
—No reconozco su autoridad. No reconozco su Gobierno. Sigo siendo el coronel
Casado. Me he levantado contra ustedes. Ustedes, desde ahora, son los rebeldes…
El primer acto del Gobierno casadista fue fusilar a los mejores jefes de la defensa
de Madrid, entre los que se encontraban los coroneles Barceló y Ascanio, con el

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joven jefe de brigada Juan Morillo…
No muy distante de Elda, en donde acabábamos de instalarnos, comenzaron a
funcionar las ametralladoras de la quinta columna que se adhería a Casado, mientras
recibíamos noticias de que la base naval de Cartagena se había pasado también a la
insurrección de Madrid. Se corría gran peligro allí, en Elda, de caer prisioneros. Entre
tanto, el general Miaja, que se hallaba en Valencia gozando aún de una inmerecida
gloria que le había concedido la República, se adhería, deseoso siempre de terminar
la guerra, a la Junta Nacional de Defensa del coronel Casado, aceptando, además, su
presidencia.
¿Qué hacer? El peligro de caer prisioneros de los casadistas aumentaba, era
inminente. Ya no había adónde ir. Con María Teresa me eché a andar entonces por un
camino, pensando huir hacia Granada. Allí no habíamos estado nunca. ¡Oh,
desesperada ingenuidad! No nos conocerían. Pero de pronto, mientras caminábamos a
la aventura, se paró un automóvil en el que iba el general Hidalgo de Cisneros.
—¿Adónde vais por aquí?
—Pues… a Granada —le respondimos medio en broma.
—¿A Granada? Estáis locos. Subid aquí conmigo.
Y comenzó a hablarnos en francés. Al acercarnos a un cruce del camino, se bajó
del auto, despidiéndose silenciosamente de nosotros, habiendo dicho antes al chófer,
un joven soldado, el sitio adonde nos debía llevar.
Llegamos a Monóvar, un pueblo en donde nunca habíamos estado. Allí en las
afueras, bajo un manchón de olivos, vimos a unos soldados tumbados a la sombra.
Encontramos, con sorpresa, al coronel Antonio Cordón y junto a él al ministro del
Aire, Núñez Maza, ambos militares de carrera. Los dos se hallaban cerca de un
pequeño avión, un Dragón, creo que francés, en el que solamente cabían unas seis
personas. Hidalgo de Cisneros, que había reaparecido de pronto, se quedó en tierra,
mientras nosotros levantábamos el vuelo. Yo no sabía adónde íbamos. Al piloto lo
conocían los militares. De pronto, apareció el Mediterráneo. Nos estaba esperando la
flota de Mussolini, que nos circundó el avión con balas luminosas… Íbamos volando
a ciegas. Queríamos ir a Argelia. Pero el piloto sabía menos que nosotros. De pronto,
dijo: «Aquello debe ser Melilla, y lo de más allá, el cabo Tres Forcas». Y pensamos
que si caíamos allí, nos fusilarían inmediatamente. Pero al fin, cuando solo quedaba
gasolina para no muchos minutos de vuelo, vimos una playa y cerca un aeródromo,
en cuyo centro se destacaba sobre el pasto verde de la pista un gran letrero que decía:
Orán. Bajamos, paralizado el corazón. Como todos llevábamos armas, algunas
pistolas y metralletas, un oficial francés, con no muy buenos modales, nos las quitó.
Era una tranquilidad. ¿Adónde íbamos con ellas? Inmediatamente, acercaron al avión
un camión del Ejército y nos condujeron hasta un lejano hangar en donde nos
dejaron, cerrando bien las puertas. No podíamos adivinar qué iba a ser de nosotros.
Nuestro temor era grande. Estábamos callados. Sin atrevernos a hablar. Pero de
pronto, las pesadas puertas se abrieron. Y apareció, deslumbrada, a contraluz, una

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figura en sombra, que reconocimos en seguida: era Dolores Ibárruri, la Pasionaria,
que había llegado en un avión igual al nuestro. Poco después, con otras personas que
conocíamos poco, llegó también la secretaria de Dolores, Irene Falcón. «A lo mejor»,
dijo Núñez Maza, «ahora que estamos todos juntos, nos pueden trasladar estos
franceses al África española, que no está nada lejos y en poder de Franco».
Pero por la raya de luz de abajo de la puerta que nos custodiaba comenzaron a
deslizarse pequeños papeles, en los que en uno estaba escrito en español: «Camarada
Dolores, queremos, por favor, que nos dejes tu autógrafo». Nadie en un trance como
aquel ha recibido una firma más gloriosa.

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II
Chagall murió a fines del pasado mes de marzo, a los 97 años. Picasso tenía 91
cuando murió en abril de 1973, unos días antes de inaugurarse su segunda y última
exposición en el Castillo de los Papas de Aviñón. Quiere decir esto que Chagall le
superó en media docena de años. Picasso no amaba mucho a Chagall. Su gran
admiración era Matisse, con quien intercambiaba cuadros y dibujos. Picasso era
divertido, agudo e inesperado, sorprendente en casi todo momento. Chagall, en
cambio, era más gracioso, más teatral, lleno de mímicos ademanes, un verdadero gran
actor ruso.
Poco después de estrenado en Madrid mi Fermín Galán, que le valió a la muy
grande y valiente actriz Margarita Xirgu una blanquísima bofetada de una elegante
señora que descendió de su lujoso carruaje en el paseo de coches del Retiro, yo me
iba a París, pensionado por la Junta para Ampliación de Estudios con el fin de
estudiar las nuevas tendencias del teatro europeo. ¡Oh, París! ¡El sueño fijo, la
obsesión permanente de tantos pintores, sobre todo; imprescindible meta de los
latinoamericanos, ricos argentinos, en especial! ¡Noches en los viejos cafés, como
Les deux Magots, en donde tenían instalado su subversivo trono los surrealistas, o el
Café Flore, por el que solía caer con frecuencia, acompañado de su elegante y extraño
perro afgano, Picasso, atracción de muchos pintores españoles, como Manolo
Ángeles Ortiz, Francisco Bores, Hernando Viñes, visitado a veces por Braque y el
escultor cubista Laurens…! Aunque creo que ya la amistad entre Salvador Dalí y
Luis Buñuel había concluido, todavía se escuchaban los ecos apasionados y
batalladores de Un chien andalou y L’Age d’Or. Las vanguardias, después de haber
hervido casi a compás, se dividían y subdividían, partidas por la espada tajante de las
ideologías políticas. El comunismo había estallado ya, y entre los ecos del no lejano
suicidio de Maiakovski, se escuchaban poemas de Paul Éluard y el grito violento,
arrebatado, de Louis Aragon. A Éluard lo había conocido yo, creo que vendiendo
L’Humanité, a la entrada de la gran Exposición Colonial que se celebrara aquel año
en París. Algo después, afiancé mi amistad con Aragon cuando lo encontré en Moscú,
en casa de Lili Brik, la compañera de Maiakovski, durante el Primer Congreso de
Escritores Soviéticos. Con quien inauguré una relación tierna y perdurable fue con
Miguel Angel Asturias, ya autor de Leyendas de Guatemala, traducidas al francés por
Paul Valéry. Nos reuníamos en el café Víctor Hugo. Arturo Uslar Pietri, venezolano,
que acababa de publicar uno de sus mejores libros, Las lanzas coloradas, también
asistía a nuestras reuniones, al lado del cubano-franco-ruso Alejo Carpentier, gran
musicólogo, que escondía aún todo lo gran novelista que llegaría a ser después. En
aquellos días era secretario de una rica escritora argentina, Elvira de Alvear, que
dirigía una revista titulada Imán y quiso ser editora de Residencia en la tierra, que yo
había intentado publicar en España, pero sin ningún éxito. Le hablé de la pésima
situación económica de Pablo Neruda, cónsul de Chile en Indonesia. Pablo necesitaba

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urgentemente algún adelanto por su libro. Yo mismo fui con Alejo Carpentier a poner
al poeta el cable anunciador: 5000 francos. Cuando años más tarde encontré a
Neruda, ya cónsul en España, me dijo que el cable sí lo había recibido, pero que el
dinero jamás. Elvira de Alvear era una simpática algo perturbada. Cuando no quería
atender a una persona, delante de ella se taponaba los oídos con algodón y fingía
escucharla atentamente. Durante una fiesta en su casa, todos los invitados vimos
luchar, en medio de un salón, una mangosta contra una serpiente, saliendo vencedora
la mangosta. Elvira fue quien me presentó a Vicente Huidobro, gran poeta, sí, pero de
una inmensa vanidad, rayana casi en lo grotesco. Cuando en el año 1937 vino a
España para el Congreso de Escritores por la Paz, quiso en Madrid visitar algún
frente, Pablo Neruda y yo inventamos esta copla, que se le hizo llegar, diciéndole que
los soldados la cantaban con alborozo en las trincheras:

Ya llegó nuestro Vicente,


ganaremos la batalla,
que es el hombre más valiente
por donde quiera que vaya.

Alguna vez venía a nuestra tertulia el poeta Henri Michaux, no muy conocido
entonces, pero estimadísimo de Jules Supervielle, quien me lo había presentado en su
casa, enamorado hasta el éxtasis de una de las bellas hijas del gran poeta franco-
uruguayo. Como Lautréamont y Laforgue, Jules Supervielle había nacido también en
Montevideo. Entre las hojas de esta Arboleda perdida se moverá más adelante el aire
lírico de este gran poeta y entrañable amigo, del que traduje, con Manuel
Altolaguirre, muchos de sus poemas, cuando pasamos todo un verano en su casa de la
isla mediterránea de Port-Cros. Ahora solo aquí, líneas más abajo, voy a entrar con él
en el jardín y estudio del pintor Marc Chagall, en el elegante barrio de Auteuil. Era la
época en que por la pintura de Chagall se paseaban de preferencia las vacas, subidas a
los tejados, entre los novios voladores, los ramos floridos, los violinistas pordioseros,
todo aquel mundo de prodigiosa fábula, envuelto por neblinas azuladas y rosas, lleno
del encanto ingenuo, popular, de una honda melancolía ruso-hebrea. Aquella visita, la
única que hice a Chagall en toda mi vida, se me escribió y dejé así grabada en mi
memoria. Cuando acompañado por el poeta Jules Supervielle, entré en la casa del
pintor Marc Chagall, vimos que era una vaca quien nos había abierto la puerta. Ya
dentro, vacas por todas partes: sobre los armarios, sobre las mesas, sobre las sillas,
sobre los libros…
—Pero su estudio, Chagall, es más bien un establo.
Y pensé de pronto, que él se creería más pastor que pintor. Pero no, hay que
desengañarlo, hay que decírselo claro: él también es una vaca. Rarísima, pero una
vaca. Una de esas vacas que el poeta y ganadero Fernando de Villalón hubiera

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adquirido a cambio de una isla, un olivar o un pico de montaña: con los ojos verdes,
luminosos, capaz de dar a luz toda una raza de toros andaluces con pupilas de estrella.
—Hay que amar a las vacas —nos dice Chagall alargando el hocico, sin duda
porque su madre abrevaba en algún río, y su abuela, por parte de la misma, había sido
una hermosa cornúpeta, robada por los rusos a unos mercaderes kirguises—. Hay que
quererlas mucho. Para mí, el universo entero está poblado de ellas. Miren, si por la
noche abro una ventana, las veo sobre los tejados vecinos, paciendo la fina yerba que
ha hecho brotar al borde el agua corriente de los canales. La luna congelada de Rusia
está llena de vacas. De los establos humildes y nevados ascienden en manadas,
camino de la Vía Láctea y los luceros. En una aldea del Cáucaso, dos novios que
dormían fueron raptados por una y ascendidos hasta más allá de las nubes. Era una
vaca azul manchada de blanco y con los cuernos en forma de herradura. Hasta las
vacas me persiguen en sueño. He visto una saliendo por una chimenea. Otra dentro de
un ascensor, otra almorzando tranquilamente a la puerta de un restorán de los Campos
Elíseos… Sí, vacas por todas partes. No existen personas en el mundo. Solo vacas.
Usted es una, su amiga otra, yo otra. Supervielle otra, mi hija otra…
Efectivamente, en aquel mismo instante una preciosa vaca de ojos verdes se
bajaba de un Ford y llegaba a nosotros, atravesando el jardín. «¡Muuu!», dije yo,
dándole la mano. Ella mugió también. Y todos los demás hicieron lo mismo con
tristeza. Bajo un árbol, sobre una mesa de tapete amarillo, nos esperaba el té. Yo
varias veces me miré, melancólico, en el fondo de mi taza, admirado de mi cara
vacuna, sumergida en el cielo redondo y desvaído de Auteuil. ¡He aquí recuperado mi
bello ser natural! ¡He aquí nuevamente al poeta!, me dije. Supervielle, que ya de niño
había sufrido en su sangre los primeros relámpagos vacunos, dedicando numerosos
poemas al animal favorito de Chagall, reflejaba en sus ojos una nostalgia de pastos
uruguayos. La hija del pintor, bella y ya totalmente desnuda en el jardín, se rozaba
tiernamente con el hombro de su padre, convencida sin duda de que era un fuerte
álamo situado a la orilla de un río. Yo, al mirar a Chagall, lo veía distante, allá en su
época de chota sonrosada, espantando a las moscas de la siesta, bajo algún cielo
calcinado de la Rusia del sur.
—Miren, aquel gato que viene llamó una noche a la verja. Entró. A la mañana
siguiente había cinco gatitos en el tercer escalón de la escalera. Mi hija le hizo una
cama de plumas para que durmiera muy cómodo. Pero él prefiere las tejas rotas del
jardín. Es un gato proletario.
—Yo juraría que no es un gato, Chagall, sino una vaquita azabache —le dije.
—Trae usted un pantalón blanco que juega muy bien con el azul de su chaqueta
—me respondió.
—Amo mucho a las vacas. Les dedicaba poesías. Llegaron a llamarme «el poeta
de las vacas» —parece que agregó entonces Jules Supervielle.
—Vacas, vacas, vacas, nada más que vacas.
—Sí, es verdad.

Página 13
—Vacas.
Callamos. Nuestra conversación sobre las bellas artes había concluido.
—Adiós.
Ya por los bulevares, solo, mientras caminaba extrañado de que siendo una vaca
me dejasen andar por las aceras, iba pensando que me había olvidado de decirle a
Supervielle que las vacas de Chagall están llenas de humanidad y sabiduría, por saber
del cielo, de la luna y de las estrellas, porque han descendido por las vertientes
luminosas u oscuras, verdes o secas de nuestro ser, porque no ignoran lo que tiembla
en el norte, en el sur, en el este y en el oeste, porque nos hablan en el sueño con una
tristeza cabeceante de barca abandonada.
Una vez, de espaldas a Picasso, pasados ya más de cuarenta años, intenté visitar a
Marc Chagall en su villa de Saint-Paul de Vence. Recorrí en auto un inmenso parque
de pinares. Pero no lo pude ver. No estaba. Me fui. Mi segunda visita no se pudo
cumplir. Ni ya se podrá cumplir nunca.
Tal vez Chagall ahora se halle soñando por algunos pastizales del cielo,
despertando a los largos mugidos de las vacas, que para él serían como el clarinear de
los gallos del amanecer.

Página 14
III
Durante nuestra estancia en París, asistíamos a cuanta representación teatral, de
teatro joven de vanguardia, existía. Solíamos mandar a la Junta de Ampliación de
Estudios de Madrid, por la que estábamos pensionados para estudiar los
movimientos nuevos escénicos de Europa, un informe cada dos meses. Y así nos
recorrimos Francia, Bélgica, Alemania y la Unión Soviética. Era aquel un gran
momento para el teatro, a pesar de que Hitler acababa de asaltar el poder en
Alemania y en la nueva e ilusa República Española se empezaba a gestar la
sublevación militar del 18 de julio, que nos llevaría a casi tres años de guerra civil.
Pero a mí entonces me apasionaba el teatro, en aquel mismo momento en que
Federico García Lorca lanzaba el suyo de La Barraca por los pueblos de España.
Nosotros nos volvimos a Madrid para crear algo muy diferente: la revista
Octubre, una revista de literatura revolucionaria, en la que colaboraron Luis Buñuel,
Antonio Machado, Arturo Serrano Plaja, César M. Arconada y Luis Cernuda al lado
de los poetas franceses como Louis Aragon, Paul Éluard…

A finales de 1932 me encontraba en Berlín con María Teresa, pensionado por la


Junta de Ampliación de Estudios para estudiar los movimientos teatrales europeos.
Allí conocí a Erwin Piscator, gran director de escena, a Bertolt Brecht, ambos muy
jóvenes aún, a Ernest Toller, dramaturgo, que se suicidó más tarde en Nueva York, y a
muchos más artistas, escritores e intelectuales que el nazismo arrojó de Alemania, en
donde ya, en aquel final de 1932 no se podía vivir. Un tremendo clima de violencia la
sacudía en todas direcciones. El hambre y la desocupación andaban por las calles,
cruzadas de las escuadras nazis, que pateaban las aceras, salpicando de agua de los
charcos a los aterrados transeúntes. Hitler se disponía ya, como en un gran guiñol, a
instalar sus absurdos bigotes y brazos gesticulantes tras el humo y las llamas del
incendio del Reichstag. En ese momento se me ocurrió viajar, por primera vez, a la
Unión Soviética, que fue para mí entonces como realizar un viaje del fondo de la
noche al centro de la luz. El Gobierno de la República española no había reconocido
aún al Gobierno de los Soviets, y como nuestras relaciones diplomáticas no existían,
solo el visado del pasaporte costaba una fortuna. Y mucho más si se tenía en cuenta
que el viajero era un poeta, un desdichado que engarzaba aún sus poesías bajo la
calderilla de la luna del capitalismo español de aquellos tiempos. Pero… Bueno. El
Inturist ruso organizaba, con billete de ida y vuelta, por 160 marcos, para estudiantes
y obreros, ocho días en Moscú, o repartidos entre Moscú y Leningrado. Enrolados a
una de esas excursiones, María Teresa y yo, en el declive de ese año, tomamos en
Berlín el expreso de Varsovia, que nos conduciría a Niegoreloje, primera ciudad
fronteriza de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
En un restorán de la estación, ya en tierra rusa, pedimos té. En la otra banda del
andén, grande y de vía más ancha, esperaba formado el tren soviético. Nuestro

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departamento de tercera, limpio y de una dimensión no vista en otros trenes, estaba
compuesto de cuatro camas. Llega el revisor. Es un muchacho, un campesino aún con
olor a aldea. Nos pide los billetes. Saca una carterita y un lápiz. Escribe. Hace
números torpemente. Nos mira serio. Se le cae la cartera. Cuando la coge, ha perdido
el lápiz. Lo encuentra en su mismo bolsillo. Vuelve a escribir de nuevo, despacio. Le
cuesta tanto, quiere hacerlo tan bien que, al fin, sencillamente, con una naturalidad de
animal distraído, se sienta entre nosotros y, apoyándose el cuadernillo sobre las
rodillas, termina de cumplir su obligación, llegando casi a dibujar las letras y los
números, que con seguridad había aprendido hacía poco. Después, ya se sonríe
alegre. Era, seguramente, una de las innumerables víctimas rescatadas por el plan
quinquenal, que en cuatro años intentó liquidar en la URSS el analfabetismo.
Tres días llevábamos ya en Moscú, cuando la Unión Internacional de Escritores
Revolucionarios (MORP) nos invitó a quedarnos con ellos. Teodoro Kelyin —Fedor
—, poeta y profesor de castellano en la Universidad, una mañana, a las ocho, llamó a
la puerta de nuestra habitación del hotel Novo Moskovskaia. Desde aquel día, durante
dos meses, con su gorro de astracán encasquetado en forma de cucurucho, sus ojos
azulados de eslavo purísimo, disminuidos por sus gafas, y su vocecita de colegial
temeroso, nos acompañaría, hablándonos un español perfecto, por el frío —25 o 30
grados bajo cero— de Moscú. Con él conocimos a los escritores Fadiev, Ivanov,
Gladkov, ya traducidos entonces en España, y a los poetas Aseiev, Kirsanov,
Kaminski, Bezimenski y Pasternak, que fuimos por casi todos ellos invitados a su
casa. Una noche, la de Navidad en los otros países, acudimos a la de Lili Brik, la
mujer que fue el más largo amor de la vida de Maiakovski. Allí encontramos a Louis
Aragon, casado con Elsa Triolet, hermana de Lili. Entre caviar, té y raros dulces
orientales, se recitaron poesías. Los poetas soviéticos conservan aún cierto sentido
juglaresco de la poesía. Más que recitar, representan. Cada uno a su modo. Sienten —
y creo que esto ha cambiado poco— una excesiva predilección por la onomatopeya.
Kirsanov, por ejemplo, en uno de sus poemas, más parecía una locomotora. Silbaba,
se tiraba al suelo, sudaba, jadeando, como subiendo un alto puerto, faltándole tan solo
echar humo. Kaminski relataba una cacería de osos, mezclada de ruidos, de lamentos
y cantos persas, parecidos al cante jondo. Aseiev repetía, monótono, con un deje de
musiquilla árabe, un largo poema escrito en Georgia. Yo tuve que improvisarles una
corrida de toros, toreando una silla que había en el centro de la sala. Louis Aragon, en
francés, y a este ya sí lo entendimos, nos dijo «La toma de poder», poema de su
último libro: Los comunistas tienen razón.
Allí, en aquella casa de Lili, que fue la suya, era donde se conservaba más latente,
íntimo, el recuerdo de Maiakovski. Uno de sus amigos más queridos, Brik, recitó el
poema que escribió unos días antes de suicidarse. Releímos la carta que el poeta dejó
sobre la mesa, poco antes de sonar los disparos: «Quisiera que no se hiciesen historias
sobre mi muerte y menos de las causas amorosas de mi suicidio». Maiakovski se
había enamorado de una joven actriz. Al acabar Brik la lectura del poema y la carta

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todos los invitados de aquella noche guardamos un emocionado silencio, sintiendo la
presencia de Vladimir Maiakovski, el primero y más grande poeta de la Revolución
de Octubre.
A la noche siguiente —35 grados bajo cero en la calle— estábamos citados en
casa de Aseiev para conocer a Svetlov, poeta de la Ucrania y cosaco durante la
revolución y la guerra civil. El primero en llegar fue Aragon con su compañera Elsa.
Después, algo más tarde, el príncipe Dimitri S. Mirski, que yo había conocido, con
André Gide, en el castillo del poeta Jules Supervielle, en la isla de Port-Cross, al sur
de Francia. Era hijo de un general que había sido ministro del Interior, en vísperas de
la revolución de 1906. Después de haber combatido en el frente alemán durante la
guerra de 1914, se alistó en el ejército blanco de Denikin para luchar contra el
ejército rojo, terminando al fin por formar parte de la emigración
contrarrevolucionaria que se arrastró durante años por los cabarés de Berlín, París o
Londres. Residiendo en esta capital, desempeñando la cátedra de literatura rusa en el
King’s College, recibió de un editor inglés el encargo de escribir una vida de Lenin. A
medida que se iba adentrando en la lectura de su obra, iba en aumento su admiración
por la fascinante personalidad del creador de la revolución bolchevique. Del
conocimiento de Lenin pasó a Marx, y después de un estudio profundo del marxismo
y un análisis de la revolución rusa, escribió una Vida de Lenin, con la que obtuvo un
resonante éxito, regresando a su patria y admitiéndosele en las filas del Partido
Comunista Soviético. Y era ese príncipe, antes contrarrevolucionario, el que acababa
de llegar a casa de Aseiev después de Louis Aragon. Pero a quien esperábamos con
impaciencia era a Svetlov. Cuando pasadas las tres y media nos levantamos para
irnos, apareció Svetlov. Un mechón negro de gitano, como batido, le chorreaba por
los ojos. Venía completamente borracho. Su compañera, una muchacha rubia, sana,
con calcetines rojos y jersey, riéndose, lo sostenía disculpándolo.
—Ha bebido bastante. Volveré con él dentro de una hora. Los camaradas
extranjeros lo sabrán disculpar.
Nos dio la mano y se marchó a dormir.
Aquel era Svetlov, al que esperábamos desde las 11 para oírle decir su poema
«Granada», popular en toda la Unión Soviética desde la guerra civil y repetido
siempre por Maiakovski, su gran amigo. Svetlov, cosaco de la estepa, cuando luchaba
por liberar a su patria, Ucrania, de los blancos, al ir al asalto de una aldea se imaginó,
no sabía él por qué impulso misterioso, que corría a la toma de Granada para darle la
tierra a los campesinos andaluces, mientras iba cantando Manzanita, una famosa
canción popular rusa.

Lentos cabalgábamos
hacia los combates
y entre nuestros dientes
iba «Manzanita».

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Y esa canción hoy
permanece y tiembla
en la yerba joven,
jade de la estepa.
Pero otra canción
sobre un país lejano
llevaba mi amigo
sola en su caballo.
Cantaba mirando
su país natal:
¡Granada, Granada,
Granada mía!
Iba repitiéndola
siempre de memoria.
¿Dónde halló este mozo
la pena española?
Amigo, ¿de dónde
viene tu canción?
Siempre iba soñando.
Lenta es su palabra.
Hermano, en un libro
encontré a Granada.
Su nombre es muy bello.
su gloria es muy alta.
Es una provincia
en el sur de España.
Me fui a guerrear,
dejando mi casa
para dar la tierra
a los de Granada.
Adiós mis parientes,
adiós, mi familia…
¡Granada, Granada,
Granada mía!

¿De dónde le vino al cosaco Svetlov aquel canto, aquel romancillo, que recuerda
los fronterizos españoles, o aquel maravilloso de don Bueso, que va a tierra de moros
en busca de amiga? Solamente el corazón de aquel guerrillero pudo ponerle delante
de los ojos la lejana Granada, batiéndose ilusionado por ella para liberar de los
ejércitos blancos las aldeas de su país. Pero el poeta Svetlov se encontraba borracho,
como tantas veces, y se fue a dormir, sostenido por su bella compañera, quedando

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siempre en mí, desde aquella helada y hoy lejanísima noche moscovita, el estribillo
de su canción.
Cuando regresé a Berlín, en la Unter den Linden era la primavera y los tilos se
alzaban radiantes de verdes y aguaceros, y Adolfo Hitler ya había escalado el poder y
una legión de hombres sin trabajo disfrazaban el hambre por las principales calles y
avenidas de Berlín, ofreciendo mínimas mercancías, comprables por un precio
equivalente a las más mínimas limosnas. Niños, muchachos, jóvenes y viejos, a lo
largo de las aceras, en la linde de las terrazas y los cafés ofrecían lápices, cordones
para los zapatos, cajetillas de fósforos, tafetán, algodón, cosas a veces invendibles,
pero que siempre hay que tomar para justificar este comercio y sobre todo para que
los enormes guardias alemanes no se llevasen a la cárcel al pobre vendedor que
aceptaba la miseria de unos cuantos pfennig sin entrega de lo vendido. Estudiantes,
profesores llenos de dignidad, raídos los trajes, pedían disimuladamente una limosna.
Se arrastraba, silenciosa y triste, una enorme miseria pública, pero aún de apariencia
serena. La universidad estaba invadida de la violencia nazi antisemita. La tarde en
que iba yo a dar allí una conferencia sobre La poesía popular en la lírica
contemporánea española no pude hacerlo porque las botas con clavos de los
estudiantes nazis habían pateado la cabeza de una joven estudiante judía. Pero había
mucho miedo, pues la calle, Berlín todo, estaban tomados por las escuadras
hitlerianas. Mas hubo una noche en que se levantaron ante mí, surgidos de no sé
donde, el odio, la ira, la sangre hecha protesta, la locura, la fiebre, todas las
desesperaciones y dolores del globo, congestionados, resumidos en la cara
descompuesta de un hombre. Desgarrándoselos, volcó a tirones los forros de sus
bolsillos: de su chaleco, su pantalón, su chaqueta. Insultándome, casi saltándosele las
venas de los puños, me gritó que le diese algo. Le di.
—Esto hago yo con su limosna. Esto.
Y escupió sobre ella ocho o diez veces. Después se lo tragó la calle. Había flores
en la terraza del café, flores de primavera, que se agrandaron y enrojecieron, llenas de
saliva.
No se podía continuar en Berlín. Por dos veces, a altas horas de la noche,
mientras dormíamos, se abrieron las puertas del cuarto de la pensión en que nos
hospedábamos y una bestia policía alemana, enfocándonos una linterna contra los
ojos cerrados, nos pidió la documentación. Recuerdo ahora que la siempre bella y
enamorada escritora Rosa Chacel vivía en aquel Berlín de la ignominia con nosotros.
Pero, por fin, llegó lo más terrible. Una mañana salimos a Victoria Platz para
mirar la humareda que subía de las techumbres del Reichstag. El propio Hitler le
había prendido fuego, atribuyéndolo a la mano comunista del búlgaro Dimitrov.
Era de llorar, de arrancarse los ojos. Y ahora, a tanta distancia en que recuerdo
esto, me canta en la memoria el estribillo del romance que no pude escuchar al propio
Svetlov porque se fue a dormir, también aquella noche, mecido por el vodka:
¡Granada, Granada, Granada mía!

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La guerra (que vendría después) aún no había descuajado en Berlín los tilos de la
Unter den Linden, aunque yo había ya comenzado a vivir para siempre entre el clavel
y la espada.

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IV
De Cádiz, volví el otro día a mi alta torre madrileña —que no es la Torre de Madrid,
sino otra—, casi mi alto faro, torre de vigía u observatorio astronómico, que cimbra
con el viento, pero desde el que apenas si se ven las estrellas, siempre veladas por la
polución, siempre casi imposible de ser avizoradas por la pupila de mi telescopio.
Gran tristeza al llegar. Creí que mi pequeño árbol de pascua, mi estrella federal,
regalo inesperado de Pilar Miró, me esperaba, como al regreso de otros viajes,
erguido, verde y con sus puntas carmesíes, y no doblado, mustio, abarquilladas
muchas de sus hojas, y otras tantas desprendidas, muertas ya por el suelo. Horror.
Esta vez no me había funcionado el gotero, el cono de riego automático, que dejé
hincado en la tierra de la maceta. Quedó obstruido, por lo visto, y el alimento
silencioso no había en mi ausencia descendido, humedeciendo las raíces.
Desesperación. El único recuerdo de mi amor por los jardines, que ahora no puedo
ya tener, se me iba a morir por mi falta de esmero en su cuidado. Le quité las hojas
que colgaban ya secas de sus delgadas ramas. Levanté luego estas, rodeándolas de
un delgado hilo, regándolas, poco a poco, durante dos o tres largas noches. Ahora ya
mi árbol de pascua comienza a estar erguido, estiradas las hojas que aún le quedan,
anunciándome su continuidad, único amigo que me recibe siempre, después de mis
frecuentísimos y enloquecidos viajes.
Y al fin —mínima y verde tranquilidad— puedo ponerme a escribir.

Sucede que si con una nube de olvido se tapa la memoria, ella no es la culpable
de lo que no recuerda; mas si el olvido es deliberado, si se expulsa de ella lo que no
se quiere por cobardía o conveniencia… ¡Oh!
Porque aquella muchacha pintora era extraordinaria, bella en su estatura, aguda y
con cara de pájaro, tajante y llena de irónico humor… Se sumergía en las verbenas y
fiestas populares, se remontaba al aire en los columpios, retratando a su hermana, casi
desnuda, en bicicleta por la playa… Yo la admiraba mucho y la quería. Época
rimbaudiana de los bares, de los cafés de barrio, de los bocks, los helados y las
limonadas. Primavera siempre con media peseta en los bolsillos. Y las penumbras de
los cines, con la polka y el vals en el piano acompañante de aquellos mudos, geniales
asombros de Charles Chaplin, Buster Keaton, Stan Laurel y Oliver Hardy, Harold
Lloyd… Se amaba igual la oscuridad de las salas cinematográficas que la de los
bancos bajo la sombra nocturna de los árboles.
—Pero, por favor, señor guardián, que no es ningún delito lo que estamos
haciendo. ¿Llevarnos a la comisaría? ¡Piense usted qué disgusto para la familia de
esta muchacha! No lo haga, se lo suplico… Vaya usted a mi casa por la mañana y le
haré un buen regalo. Sea bueno y comprensivo…
Ni que decir tiene que se presentó en Lagasca, 101, casi antes de las nueve. Venía
vestido con un traje de guardabosque y bastante sonriente. Confieso que me sentí

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incómodo. Pero todo pasó cuando le di dos duros y una botella de Jerez. Se fue
contento, yo creo que deseando sorprenderme de nuevo debajo de algún árbol de la
Moncloa.
Yo había conocido a aquella pintora poco después de haber recibido el Premio
Nacional de Literatura por mi Marinero en tierra. Época de los largos convites a
helados, en la planta baja del Hotel Nacional, a todos los conocidos o desconocidos
que quisieran. La pintora se llamaba Maruja Mallo, era gallega, y creo que recién
salida de la Academia de Bellas Artes de Madrid. Parecía aún más juvenil de lo que
era. Audaz entonces para el color y con los dedos llenos de líneas que ya las escapaba
con dinamismo y valentía. El cine nos influía mucho. Había yo escrito ya en Cal y
canto: «Yo nací —¡respetadme!— con el cine». Una aparente confusión mecanicista
nos turbaba. Maruja, en sus verbenas y estampas urbanas lo refleja. Y en aquel
momento apareció en Madrid Podrecca con sus títeres, sus marionetas maravillosas,
en el Teatro de la Comedia. Yo me lancé entusiasmado a escribir La Pájara Pinta
(Guirigay lírico-bufo-bailable), bajo la promesa del marionetista italiano de estrenarlo
algún día. Óscar Esplá, gran compositor alicantino, sería nuestro aliado para la
música y Maruja Mallo haría los figurines y decorados. Los personajes del guirigay
eran todos sacados de las canciones y trabalenguas populares: el primero, la Pájara
Pinta, y luego, todos los visitantes de su jardín, en donde la Pájara celebraba la fiesta
de su cumpleaños: don Diego Contreras, doña Escotofina, Antón Perulero, Juan de
las Viñas, Bigotes, la Viuda del Conde de los Laureles, el Conde de Cabra, el
Arzobispo de Constantinopla que se quiere desarzobispoconstantinopolitanizar y el
gran don Pipirigallo, presentador de la compañía ambulante. Las estampas que
dibujó, a todo color, Maruja, eran algo más que figurines. No sé si aún existen, pero
formarían un álbum sorprendente lleno de saltos, de gracia y picardía, ejemplo de
creaciones de luminosas imágenes escénicas. Pero, al fin, de La Pájara Pinta solo se
estrenó el prólogo, en la Salle Gaveau de París, que yo recité, a toda orquesta,
rematando el final con un temerario salto mortal en el aire, que yo podía dar entonces,
pues estaba muy delgado y ágil. Muchos años después encontré a Podrecca en
Buenos Aires, muy pobre y sin marionetas, pues el Duce lo había expulsado de Italia
por antifascista.
Con Maruja Mallo veía frecuentemente a Benjamín Palencia, en su mejor época
de creación pictórica, del que nos reíamos a veces por lo pueblerino que era. A Juan
Ramón Jiménez que apreciaba mucho a Benjamín, lo trataban de don, cosa que en
toda España nadie hacía. Una vez que íbamos juntos por la calle con el poeta de
Huelva, le oímos decir, al paso de una extraña y bella mujer que se nos cruzó: «Mire,
don Juan Ramón, qué mujer más exóctica; parece talmente del Egito». Juan Ramón
se apretó la barba para no reír. Había ciertas letras del alfabeto que Benjamín no sabía
pronunciar. También nos encontrábamos con el tremendo y fantasmagórico escultor
toledano Alberto Sánchez, muchísimo antes de hablarse de lo que se llamó luego la
escuela de Vallecas. A aquel barrio, a aquellos llanos que lo limitaban, íbamos

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Maruja Mallo y yo casi todos los días en el Metro, el trayecto más largo que recorría
entonces. Eran secas, pálidas y solitarias aquellas llanuras, en las que se veía al fondo
el horrible monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Pero los atardeceres caían bellos
y melancólicos, llenos de silencio, ajenos a los rumores del barrio.
Todavía no se barruntaba el cine sonoro, la intromisión de la palabra en la
oscuridad de las salas. Pero algunos veranos Maruja los pasaba en Avilés y otros en
Cercedilla, en donde encontrábamos a Herrera Petere, de vacaciones en casa de sus
padres. A mí me habían quedado ya muy lejos mis canciones de Marinero en tierra,
La amante, El alba del alhelí. También la poesía de Cal y Canto se me iba
desapareciendo. Ya los ángeles comenzaban a darme fuertes aletazos en el alma. Pero
mis ángeles no eran los del cielo. Se me iban a manifestar en la superficie o en los
más hondos subsuelos de la tierra. Coincidiendo con el arrastrarme los ojos por los
barrizales, los terrenos levantados, los paisajes de otoño de sumergidas hojas en los
charcos, las humaredas de las neblinas, mi salud se resquebrajaba, y los insomnios y
pesadillas me llevaban a amanecer a veces derribado en el suelo de la alcoba. De la
mano de Maruja recorrí tantas veces aquellas galerías subterráneas, aquellas
realidades antes no vistas, que ella, de manera genial, comenzó a revelar en sus
lienzos. «Los ángeles muertos», ese poema de mi libro, podría ser una transcripción
de algún cuadro suyo:

Buscad, buscadlos:
En el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras,
no lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.
Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que aparecen en las neblinas.
Porque yo los he tocado:
en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos.
En todo eso.
Mas en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los muebles desvencijados,
no a mucha distancia de los nombres y signos que se enfrían en las
paredes.
Buscad, buscadlos:

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debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.
Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio.

Pero yo, de pronto, me fui a Tudanca, a la casona santanderina de José María de


Cossío, y allí, entre aquellos vientos, brumas y montañas, continué Sobre los ángeles.
Las soledades y el silencio sonoro eran grandes allí, y algún ángel, como espíritu de
la inconstancia y del mal, me llevó a volar hacia otro ser, del que me prendé, y a
pesar de su nombre —se llamaba Victoria— me llevó, desde lo que yo creí ascensión
de los astros, a la caída más vertiginosa en los infiernos. Y un día, al abrir un diario
llegado de Madrid, leí, verdaderamente aterrado: «La pintora Maruja Mallo sufre un
accidente de coche, y Mauricio Roeset, creyendo haberla matado, se suicida». (Se
repetía la fábula de Píramo y Tisbe). Yo bajé en seguida a Madrid. Y la entrada de
nuevo en el subsuelo, en las cavidades más oscuras y hondas, fue inmediata. Maruja
había pintado en ese tiempo cuadros sorprendentes. A pesar de que casi siempre
llevaba una vida algo distanciada de pintores y literatos, se comenzaba a hablar de
ella. Antonio Espina la saludó en La Gaceta Literaria, que dirigía Ernesto Giménez
Caballero. Y Ramón Gómez de la Serna, después de hablar del descubrimiento que
José Ortega y Gasset hace de la pintora, invitándola a realizar una exposición de sus
obras en La Revista de Occidente, la llama bruja, artista de catorce almas, de estilo
original, espontáneo e impetuoso… Y Federico García Lorca, antes de marcharse,
perdido y desgarrado a Nueva York, dice de Maruja: «Entre verbenas y espantajos,
toda la belleza del mundo cabe dentro del ojo. Sus cuadros son los que he visto
pintados con más imaginación y sensualidad». Entre las muchas hojas que faltan, que
cayeron de mi Arboleda, se hallan también estas, que quiero ahora reproducir aquí
completamente y que aparecieron en La Gaceta Literaria, en el mes de julio de 1929:
«La primera ascensión de Maruja Mallo al subsuelo».

Tú,
tú que bajas a las cloacas donde las flores más flores son ya unos
tristes salivazos sin sueños
y mueres por las alcantarillas que desembocan a las verbenas
desiertas
para resucitar al filo de una piedra mordida por un hongo estancado,
dime por qué las lluvias pudren las hojas y las maderas.
Aclárame estas dudas que tengo sobre los paisajes.
Despiértame.

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Hace ya 100 000 siglos que pienso en que tú eres más tú cuando te
acuerdas del barro
y una teja aturdida se deshace contra tus pies para predecir una
muerte.
El espanto que suben esos ojos deformados por las aguas que
envenenan al ciervo fugitivo
es la única razón que expone mi esqueleto para pulverizarse junto al
tuyo.
Una luz corrompida te ayudará a sentir los más bellos excrementos
del mundo.
Periódicos estampados de manos que perdieron su nitidez en el
aceite desgarran hoy el viento
y los charcos de grasa solicitan tus ojos desde los asfaltos
reblandecidos.
Aceras espolvoreadas de azufre claman por el alivio de una huella
para que se aprieten de envidia esos vidrios helados que se
abandonan a los terrenos intransitables.
Emplearé todo el resto de mi vida en contemplar el suelo seriamente
ahora que ya me importan cada vez menos las hadas,
ahora que ya las luces más complacientes estrangulan de un golpe
las primeras sonrisas de los niños
y exaltan a puntapiés el arrullo de las palomas
y abofetean al árbol que se cree imprescindible para el
embellecimiento de un idilio o una finca.
Mira siempre hacia abajo.
Nada se te ha perdido en el cielo.
El último ruiseñor es el muelle mohoso de un sofá muerto.
Desde los pantanos,
¿quién no te ve ascender sobre un fijo oleaje de escorias
hacia un sueño fecal de golondrinas?

… Se acercó entonces ella sola definitivamente con una hoja de otoño estampada
en la punta del sombrero de colores, mientras llegaban desde lejos los disparos del
fusilamiento de los héroes republicanos Fermín Galán y García Hernández y yo
pegaba —revolucionario puro enfurecido— por los muros de las calles madrileñas mi
Elegía cívica.
«Con los zapatos puestos tengo que morir».

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V
Alberto. Alberto Sánchez. Alberto. ¿Cuándo lo conocí? ¿Allá por 1925? ¿Antes? ¿Un
poco después? ¿Cuando la Exposición nacional de artistas ibéricos? No puedo
precisarlo con justeza. Época, entonces, de entusiasmo y pasión, en que íbamos
surgiendo, coincidentes casi todos en Madrid, aquellos poetas que algo más tarde
seríamos bautizados, quizá sin mucho acierto, con el nombre de grupo del 27: Jorge
Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, José Bergamín, Dámaso Alonso, Federico
García Lorca, Vicente Aleixandre, yo, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre…
Paralelamente —sin contar novelistas y músicos—, pintores de todas partes de
España íbanse presentando en nuestra capital para pronto abandonarla, cambiándola
por París, pues, la verdad, nuestro pobre ambiente artístico madrileño no era el más
propicio para el desarrollo de aquellas vanguardias arrolladoras a las que se iban
incorporando nuestros pintores, engrosando así con sus nombres aquello que los
franceses denominarán, con avidez y gracia, l’école de Paris. Recuerdo, de Granada,
a Manolo Ángeles Ortiz y a Ismael de la Serna; de Murcia, a Pedro Flores y a Ramón
Gaya; de Ronda, a Joaquín Peinado; de Santander, a Francisco Cossío; del País
Vasco, a Ucelay; de Madrid, a Francisco Bores, y de Cataluña, partiendo de
Barcelona, a Apeles Fenosa y a Pruna… En Madrid, algo rezagado quedó Salvador
Dalí, por estar estudiando, como él seriamente decía, la carrera de pintor en la
Academia de Bellas Artes de San Fernando. Solo Alberto, Benjamín Palencia, Díaz
Caneja y Maruja Mallo… no conocerían París hasta unos años más tarde, logrando
ellos encontrar una gran mina creadora con su permanencia en España. Así, lo que se
llamó en seguida la escuela de Vallecas echaba sus cimientos. La figura tremenda y
descomunal de Alberto Sánchez comenzaría pronto a proyectarse sobre aquellos
poblados y llanuras.
Yo quiero recordarlo allí, y por vez primera —ahora que por estos días se cumple
el 90.º aniversario de su nacimiento— después de mi regreso a España, de mis casi
cuarenta años fuera de ella, en aquel nuevo aire madrileño de difícil y golpeado
arranque hacia una nueva soñada democracia. Pero, irremediablemente, quienes se
me aparecen, como por transparencia, son aquellos otros años de Madrid, aquellos
años creadores de antes de la República y durante la guerra. Y me encuentro de golpe
con Alberto, un Alberto casi todavía panadero y ya escultor, con un historial de
oficios diferentes, como herrero, cuchillero, zapatero…, huesudo y alargado, de
accionantes manazas acostumbradas a amasar las figuras de panes modeladas con el
trigo hecho harina. Discutidor a veces, narrador de increíbles historietas de su vida
popular y difícil, ya escritor a ratos de violentas sátiras sociales o claros pensamientos
sobre su cada vez más audaz sentido de la escultura. No lo veía siempre, aunque de
tiempo en tiempo lo acompañaba con Maruja Mallo a aquellos pueblos y tierras
vallecanos en los que soñábamos con la creación de un nuevo arte español y

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universal, puro y primario como las piedras que encontrábamos allí pulidas por los
ríos y las extremadas intemperies.
Ya después, cuando la guerra, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la
que yo con José Bergamín era su secretario, vi a Alberto muchas veces volver de El
Escorial, en donde era profesor de dibujo. Venía con su fusil, del frente del Alto del
León o de Peguerinos, soldado como salido, o caído, de un cielo ocre, verde y gris,
tormentoso, del Greco. Cuando se fue a Valencia y luego a Barcelona, no lo vi más
hasta mi primer viaje a Moscú, desde Argentina, hacia el año 56, y luego en el 58,
antes de seguir yo viaje a China, en donde encontraría, después de tanto tiempo, a sus
cuñados Soledad Sancha y Luis Lacasa, aquel gran arquitecto que con el catalán José
Luis Sert planeó el pabellón español de la Exposición Internacional de París, en
donde estuvo instalado el Guernica de Picasso junto al Payés de Miró, la Fuente de
Mercurio de Calder y la extraordinaria Columna de Alberto, a la que puso un título
no exento de intenciones: El pueblo español tiene un camino que conduce a una
estrella.
Yo nunca tuve, hasta después de regresar a España, la suerte de ver ninguna
exposición de Alberto, su obra escultórica extendida ante mi visita, plena de gracia y
sorpresa, acompañada del gorjeo seco y fresco a la vez de algún pájaro de su
invención. Hacinada, sí, y sin perspectiva, pude verla en su pequeña casa de Moscú,
en donde Clara, su admirable compañera, acompañada de su hijo Alcaén, me la fue
mostrando. Era esta vez, repito, en 1956. De aquella obra escultórica de los años
españoles de Alberto no quedaba nada. Casi todo había desaparecido con la guerra.
Alberto dibujaba entonces maravillosos figurines y decorados para distintas piezas
escénicas destinadas a los teatros moscovitas. En una breve exposición que se
celebraba en Murcia pude ver un cartel anunciador de La casa de Bernarda Alba, de
Federico García Lorca. Pero Alberto, en medio de una abundante y siempre original
producción de dibujos, pintaba cuadros sobre todo. La escultura, aquella revelación
de sus años vallecotoledanos, se había quedado allí, escondida en los cantos rodados
de los ríos, en las cortezas de los árboles, los clavos, alambres y terrones de greda de
los surcos. Con obsesión pintaba bodegones sobrios y severos, de espíritu
zurbaranesco, pues era Zurbarán, junto al Greco, Velázquez y Goya, uno de sus
pintores más amados. Pero ¿la escultura, Alberto? ¿Y la escultura? Tú, ante todo, y
bien lo sabes, eres un escultor, un inventor de formas expresivas, inéditas, en donde el
aire es uno de los principales elementos vivificadores de ellas. ¿En dónde están?
Trabaja, trabaja, vuelve a tu obra verdadera, y si aquí no es ahora el momento de
mostrarla, escóndela bajo la cama y enséñasela solo a los amigos que te admiran,
entre los cuales están Ilya Ehrenburg y Pablo Neruda, que siempre viene por acá.
Pero, por Dios, Alberto, no abandones lo principal tuyo. El tiempo pasa. Y algún día
volveremos a España. Y tú no puedes hacerlo sin tu obra escultórica… Y para
animarlo más aún, le dejé este soneto, que yo sé le sirvió de mucho.

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PARA ALBERTO SÁNCHEZ, ESCULTOR DE TOLEDO

A ti, cal viva de Toledo, crudo


montón de barro, arcangelón rugiente
contra un violento, tórrido, inclemente
apocalipsis del horror, grecudo.
A ti, al que el Tajo en su correr agudo
le arrojó el mejor canto de su frente
y un pájaro de piedra transparente
centró en el hueso mondo de tu escudo.
A ti, aunque cerca, pero tan lejano
hoy de aquel frío infierno castellano,
de aquel en sombra sumergido ruedo,
vengo a decirte: a caminar, hermano.
Que muy pronto en la palma de tu mano
con nueva luz se amasará Toledo.

Y a partir de aquella visita Alberto volvió a la escultura. Y esto, tan halagador


para mí, me lo comentaba Clara una tarde en su casa madrileña de ahora, mientras me
mostraba parte de la gran obra escultórica que Alberto realizó en los últimos diez
años de su vida. Un soplo de aire, de campo toledano, de pájaros y piedras pulidas
por el agua, de cantos de herrería y aliento de horno de tahona, me llegaba mientras
Clara pasaba, una tras una, muchas de las esculturas de Alberto que yo solo había
visto fotografiadas. Tocarlas, sentirlas, acariciarlas, resbalar por el tacto aquellas
formas gráciles, apasionadas, como recién nacidas para mí, acabadísimas, perfectas
algunas casi con técnica miniaturística.
Alberto soñaba, tenía unos deseos torturadores de volver a España. Quería
desesperadamente fundirse como un terrón de tierra palpitante en tierras castellanas,
y que ese terrón —decía— «fuera de tierra parda en invierno, con rojo vivo de
Alcalá, con amarillo pajizo y matas de manzanilla de Toledo». Su ilusión por volver
era tremenda. Volvería con aquella nueva labor escultórica realizada en sus últimos
diez años de creación, con el alma en desvelo puesta en las tierras de su infancia, en
el Vallecas de su juventud, con la ilusión de nuevas invenciones. Exhibiría sus toros
de arrancadas celestes, su maravilloso Poste de señales en el río Bélaya, una de las
grandes creaciones poéticas de Alberto que yo reclamaría para que un día centrase mi
bahía de Cádiz; sus airosas, oscuras y secretas mujeres castellanas, policromadas en
chapa de hierro o madera; sus campesinas bailando, su mujer con estrella o bandera,
su alucinante monumento a la paz, todo su único genio creador, que un día, que unos
años de sangre corriendo por las calles de España, lo llevaron, como a tantos, a vivir
—y morir— lejos de su patria, porque Alberto, Alberto Sánchez, Alberto, no alcanzó

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a verse en cuerpo y alma de escultura en España. Llegó solo una gran parte de su
obra, con toda la carga de su espíritu, mientras su cuerpo —su imponente armadura—
quedaría allí, en tierra moscovita.
Para Alberto Sánchez yo quisiera ahora escribir un nuevo libro de poesías en las
que todas las sugerencias, las inefables sensaciones de su obra, me diesen por
resultado un poema nuevo, desconocido, algo que renovase mi canción y le diese su
gracia, su vuelo, el aire no apresado todavía, ese «no sé qué» —como diría san Juan
de la Cruz— que en Alberto no es balbuceo, sino concreta revelación, sueño palpable
de realidad infinita. Porque la escultura de Alberto es profundamente poética, no
literaria, y cantan en ella las materias naturales con que están hechas, y nos conduce a
paisajes recreados por él, a pastos siderales en donde las cabezas alzadas de sus toros
ibéricos parecerían —como en Góngora— «pacer estrellas en campos de zafiro».
Algunos de los poetas que lo conocieron desde el principio, en España, o que
pasaron más tarde por su casa de Moscú, descubriéndolo, le dejaron sus poemas de
admiración profunda y amistad: Luis Felipe Vivanco, Joan Miró, Blas de Otero,
Pablo Neruda, Juan Rejano, Raúl González Tuñón, Semion Kirsanov…
Ahora yo, aquí, recordando los títulos, aquellos largos títulos con que Alberto
escribía sus esculturas, podría construir, enramándome a ellos, algún poema que yo sé
le habría complacido, trayéndole al corazón los viejos años de búsqueda furiosa,
encendida, entusiasta.

Te conocí, Alberto, cuando tú descubrías, iluminado por los campos


de greda, tu dama proyectada por la luna,
mientras cantaba, inaugurando un nuevo canto, aquel pájaro de tu
invención compuesto por las piedras que vuelan cuando explota
un barreno
y en el silencio de la noche remontaba un volumen que no pudiste ver
nunca,
y así,
tus formas femeninas para arroyos y juncos ascendieron
cuando aquel horizonte de escultura
para llegar al límite levanta, bajo el cielo lejano de París,
junto al Guernica picassiano, tu columna sin fin,
aquel camino que a nuestro pueblo español esperanzado conducía a
una estrella,
ahora que oigo aquí tu voz y tu latido de vino y de cebolla, de sartén
y alcarrazas y cucharas de palo que palmean por ti, por los ríos
desangrándose y las mesetas pálidas
en las que los molinos harineros, ¡Alberto, Alberto!, gritan,
gritan girando, girándote en sus aspas.

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Algo, aunque muy poco todavía, he metido de ti entre las ramas —¡Alberto!—,
ya doblándose, de mi vieja Arboleda perdida.

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VI

Por aquí, serranías,


que fuisteis para mí siempre montes azules,
por aquí, oscuro y solo,
abristeis a mi canto
la más alta inicial de primavera.
Hoy os contemplo, cumbres mantenidas
sin olvidos,
después de tantas nieblas y años lentos de sangre,
desde este fijo sol en las barandas
de un balcón que ahora pienso barca de aquella mar
que se entró hasta vosotras, serranías,
que seguís para mí siempre montes azules.

Sí, sí, por fin voy a descansar, trabajando sin cartas ni periódicos, sin infartantes
llamadas telefónicas anónimas y provocaciones, mesas redondas o cuadradas, radiales
o televisivas entrevistas, libre y algo escondido, en lo que cabe, asomado a aquel
mismo paisaje guadarrameño de mis primeros años, sino que ahora, sobre el balcón
de unos queridísimos amigos, de los que no revelo el nombre por si salta de súbito el
teléfono y muero, como el ocaso en el soneto de Julio Herrera y Reissig, «cual si
fuera atacado de repente / de un aneurisma determinativo». Sí, repito, voy a poder por
fin descansar, trabajando de nuevo, transcurridos más de sesenta años de ausencia,
ante aquellas mismas montañas de constantes azules y aromados aires resinosos,
contemplando otra vez, en sus noches de constelaciones brillantes, estrellas tan
hermosas como Altair, Aldebarán, Algenib, así denominadas por los astrónomos
árabes, tan líricos y musicales siempre.
… Pero sucedió entonces, en medio de las líneas de este poema, que yo me
encontraba en la Unión Soviética cuando saltó, brava y explosiva, la revolución de
Asturias en octubre de 1934. Se nos imponía regresar a España lo más rápido posible.
En Moscú había yo recibido una tristísima carta de José María de Cossío dándome
cuenta de que un toro —Granadino— había cogido de muerte, en la plaza de
Manzanares, a Ignacio Sánchez Mejías, gran amigo y entusiasta de nuestra
generación. María Teresa y yo decidimos embarcar en Crimea, en un barco italiano
que nos llevaría hasta Nápoles. En Odessa, donde debíamos tomar el Ariadna,
bajamos la famosa escalinata por la que desciende, en medio del delirio
insurreccional de los marineros del acorazado Potemkin, de Eisenstein, aquel
cochecito, ya vacío, de un niño muerto o desaparecido durante la batalla de los
sublevados contra las tropas del zar. Sacudido por la tan esperada como inesperada
muerte de Ignacio, comencé un poema, una elegía, Verte y no verte, que fui

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desarrollando durante todo el viaje, ignorando en aquel momento que la terminaría en
la plaza de toros de México.

Por el mar negro, un barco


va a Rumanía.
Por caminos sin agua
va tu agonía.
Verte y no verte.
Yo, lejos navegando.
Tú, por la muerte.

En Constanza, ciudad rumana donde el poeta Ovidio lamentó tristísimamente su


larguísimo exilio, hablamos español con los judíos sefardíes allí instalados desde su
expulsión de España. Lo mismo nos sucedió en Varna y Burgas, ciudades balnearias
del litoral búlgaro. La civilización, que pudiéramos llamar de los limpiabotas,
comienza en Estambul, extendiéndose por las costas mediterráneas, pasando el
estrecho de Gibraltar, para concluir en las de Huelva. Seguramente ahora está ya
declinando. Pero lustrarse los zapatos, y sobre todo en un andaluz, es una necesidad
de presumido orden estético. Cuando sentado en un café de Estambul me limpiaba los
míos, el precioso chiquillo que lo hacía rompió su silencio, sin alzar la cabeza, al
sentirnos hablar en español.
—Yo también hablo —dijo.
—¿Y cómo lo sabes?
—Sinyor, es mi papa y mi mama en mi casa.
En el momento de subir de nuevo al Ariadna, un muecín pregonaba sus oraciones
desde lo alto de un minarete.
En Nápoles, todavía la fumarola del Vesubio se elevaba como en los cuadros y
grabados antiguos. Ahora, no. A Nápoles le falta su ígnea corona. Allí
desembarcamos. Y permanecimos un día. Ya que estaba prohibida la entrada a las
mujeres, visité yo solo el Museo Secreto, lleno de príapos voladores, faunos y ninfas
poseídos de «indicios vehementes», como diría hoy la gaditana Ana Rossetti en sus
eróticos devaneos, que hubieran merecido algún epigrama de Marcial, nuestro gran
poeta romano de Calatayud. Un tren nos llevó a Roma. Desde un balcón del palacio
Venezia gesticulaba histérico Mussolini. Valle-Inclán imperaba como director de la
Academia Española de Bellas Artes. Había amenazado al Gobierno de la República
con ponerse a pedir limosna con sus hijos en la plaza de la Cibeles si no lo socorrían
con algún cargo. Y allí, en la Academia, lo vi yo, amable, señorial, maravilloso. (En
otras ramas próximas de esta mi Arboleda perdida, enhebraré sus barbas, narrando mi
permanencia a su lado durante unos pocos días romanos). A todo esto, un telegrama y
una carta de la madre de María Teresa nos aconsejaban no entrar en España. Habían
allanado nuestra casa de Madrid, desenterrando hasta las plantas de la terraza

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buscando armas (!!) y precintando la puerta de nuestro domicilio. La policía
republicana de lo que luego se llamó «el bienio negro» se había encargado de ello.
Desde hacía algún tiempo, en aquel barrio de Argüelles éramos conocidos por los
rusos. No nos quedaba más remedio que refugiarnos en París. La Italia de Mussolini
no nos convenía. Asistí a un desfile cívico-militar de los fascistas, que me pareció
operístico y grotesco. Presencié en un momento de vocinglera y gran exaltación —
brazos tendidos, ¡Duce, Duce, Duce!— cómo se deshacían algunas filas de la
manifestación y se ponían a mear, con toda naturalidad romana, contra los árboles y
las piedras sagradas del Coliseo.
En París nos dejó su casa aquel encantador e inquietante joven surrealista René
Crevel, de cuyo inesperado suicidio nos enteramos pocos meses después de
instalados en México. Nuestra estancia en la capital francesa fue breve.
Constantemente iban llegando, huyendo de la durísima represión, muchos obreros
asturianos. Hubo una gran movilización de los sindicatos e intelectuales franceses
para salvar la vida de Teodomiro Menéndez y de González Peña, acusados de dirigir
la insurrección. Una tarde, nos citó en un café de Montparnasse alguien que no
habíamos visto nunca. Se trataba de un italiano llamado Ercoli, un camarada, un alto
dirigente del Socorro Rojo Internacional. Era necesario que lo que pasaba en España
fuera conocido en América. Los mineros y sus mujeres estaban pasando hambre,
después de haber combatido. Las familias se hallaban dispersas. Los hombres, en la
cárcel o muertos. «Es imprescindible que vayáis, queremos que vayáis». Pocos días
después nos pusieron en las manos los billetes para viajar en un nuevo transatlántico
maravilloso. Supimos, antes de partir, que aquel Ercoli era nada menos que Palmiro
Togliatti, secretario del Partido Comunista Italiano, exiliado en París. En Cherburgo,
al norte de Francia, embarcamos en un enorme buque alemán llamado Bremen, que
en aquel momento era el barco de pasajeros más nuevo y grande del mundo. El viaje
a Nueva York debería hacerlo en poco más de cuatro días. Pero el mar, como siempre,
después de una gran calma, se rebeló y casi toda la travesía fuimos dando tumbos,
cayendo la gente y vomitando en las inmensas calles y salones de la nave, que crujía
y resonaba hasta volvernos locos. Por fin, con un día de retraso, en medio de un
temporal de nieve, enfilamos hacia el puerto de Nueva York. La tremenda ciudad se
alzaba en un amanecer de rascacielos como si fueran iluminadas ventanillas de trenes
verticales subiendo entre la niebla. Por fin, estábamos en el país de las 13 bandas y
48 estrellas. Desde el barco, sin equivocarnos, vimos que nos esperaba una pequeña
manifestación encabezada por un negro que ondeaba una bandera roja. Temimos que
la entrada no nos fuese propicia. En el control de pasaportes no nos preguntaron,
como había sucedido a Valle-Inclán, si veníamos a matar al presidente. Al ver la
estatua de la Libertad, con su antorcha iluminada —¿para quién?—, se me
encadenaron en la imaginación todos los países de América Latina, recordando la
pregunta angustiosa de Rubén Darío: «¿Tantos millones de hombres hablaremos
inglés?». Estuvimos en Nueva York casi un mes. Escribimos mucho. Y hablamos en

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casas particulares de lo que sucedía en España. En la universidad de Columbia
todavía se recordaba a Federico García Lorca y sus recién nacidos poemas de Poeta
en Nueva York. Allí recité yo mis poesías dedicadas a la revolución de Asturias, no
del agrado de algunos profesores. Nos hicimos muy amigos de John Dos Passos y
Waldo Frank. Edgar Varese, uno de los grandes compositores de la vanguardia de
entonces, tocó en su casa el piano para nosotros, y el famosísimo fotógrafo Stigler
nos dejó mirar en su estudio las imágenes más antiguas del novecientos, que había
sorprendido con sus cámaras. Mi Arboleda perdida, más adelante, pasará a detallar
aquel mes entre los altos rascacielos de las avenidas a las que no llega el sol, la visita
a los barrios más pobres que las abandonadas aldeas de nuestras Hurdes, porque la
infinita y desastrada miseria no se halla muy distante del oro en la más grande ciudad
bajo las 13 bandas y 48 estrellas.

En La Habana las sombras


de las palmeras,
me abrieron abanicos
y revoleras.
Una mulata,
dos pitones en punta
bajo la bata.

Continuaba yo mi Verte y no verte, dedicado a Ignacio Sánchez Mejías. Un


dictador, el coronel Fulgencio Batista, había inaugurado el terror en aquella isla
venturosa. Escritores tan conocidos como Juan Marinello y Regino Pedroso estaban
presos en el castillo del Príncipe. Allí los visitamos. Siempre el gran miedo militar y
de algunos políticos a los intelectuales. Mientras, La Habana era maravillosa. Casi un
aire de gracia gaditana cimbreaba las infinitas palmeras, y el lenguaje de los negros y
mulatos tenía un deje endulzado del habla de la Bahía. Ahora, en el momento de
llegar a La Habana, había sido declarada una huelga de los zafreros —los cortadores
de caña de azúcar—, apoyada por los estudiantes. Desde el balcón del hotel donde
nos hospedábamos veíamos avanzar una gran manifestación de obreros y
universitarios. Las ametralladoras estaban apostadas en las esquinas. Los
manifestantes avanzaban, cantando y contoneándose con aire de rumba:

Yo no tumbo caña,
que la tumbe el viento,
que la tumbe Lola
con sus movimientos.

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Poco se podía hacer, a las claras, por los mineros asturianos en medio de una
situación como aquella. Sin embargo, yo di algunas conferencias literarias que me
fueron muy bien retribuidas, dejando, como siempre, una parte para la ayuda de las
familias de los encarcelados y muertos en la revolución.
Después de unos veinte días en La Habana, nos hicimos a la mar en el Siboney.
Durante la travesía, fui leyendo, en un banco de cubierta, un libro maravilloso que
había comprado en París: La conquista de la Nueva España, escrito por Bernal Díaz
del Castillo, un soldado genial, de impresionante memoria, a las órdenes de Hernán
Cortés. Van a pasar la mar los primeros caballos de América. Recuerda Bernal:
«Quiero poner aquí por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron: un caballo
castaño zaíno (el del capitán Cortés). Una yegua alazana, muy buena, de juego y
carrera. Otra yegua rucia muy poderosa, que llamábamos La Rabona. Un caballo
castaño oscuro, gran corredor y revuelto. Una yegua rucia, machorra, pasadera, y
aunque corría poco. Un caballo overo, algo sobre morcillo. Una yegua castaña, y esta
yegua parió en el mar».
El silbato del Siboney sonó por tres veces anunciando la entrada en el puerto
mexicano de Veracruz. La gasolinera del práctico nos abordó para guiarnos al muelle
de desembarque. A las tres de la tarde poníamos el pie en Veracruz, en la Villa Rica
de la Veracruz, uno de los primeros puertos fundados en la Nueva España.
Desde el balcón de mis amigos, las serranías guadarrameñas seguían abriendo,
como cuando mis años iniciales, sus constantes azules.

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VII
Al final de mi viaje desde Odessa, pasando por Estambul, Italia, Francia, Nueva
York, La Habana, el día 11 de mayo de 1935, en el Siboney, un barco de pabellón
cubano, desembarqué en la Villa Rica de la Veracruz, acompañando los caballos que
el prodigioso soldado de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, transportaba por
primera vez a aquel puerto mexicano, uno de los primeros fundados —como ya he
dicho— en la entonces llamada Nueva España.
Las atarazanas, tinglados o dockers de Veracruz se abrieron ante mí, inmensos,
feos, sucios, tristes de gentes mezcladas e indefinidas. Vendedores miserables me
ofrecían, por casi nada, peines de carey y billetes de lotería. Aquella era la vida de un
puerto cualquiera del Mediterráneo. Podía ser el Píreo, Patrás, Estambul, pero mucho
más caluroso, más gris. Era lo primero que se ve en las aduanas y en los
desembarcos. Aquel México externo, a flor de pestaña, que uno ya había visto, sin
profundizar, por Europa; aquel México, que para los espectadores del cine solo canta
La cucaracha, no salió afortunadamente a recibirme. Por el contrario, tenía la tristeza
del trabajo en los trópicos y sentí hacia él una profunda comprensión humana.
¿Quiénes de aquellos hombres que encontraba sabrían que Hernán Cortés cavó
aquella tierra, cuando solo era un terreno baldío, para sembrar en ella los primeros
cimientos de sus muros? De treinta pueblos de aquellas serranías, sublevados contra
el gran Moctezuma, bajaron los indios totonacas para ayudar en la rápida
construcción y trazado de una villa a unos soldados advenedizos, entre los que
trabajaba Bernal Díaz. Pero ¿quién conoce hoy en Veracruz a Bernal Díaz? En
cambio, no era difícil encontrar a quien recordase que un día 21 de abril de 1914 la
ciudad de Veracruz fue tomada por los yanquis bajo el mandato de Wilson, «el
apóstol de la paz europea». Los soldados y marinos norteamericanos se apoderaron
de las oficinas del cable, del correo, del telégrafo, de la aduana, de la estación de
ferrocarril… Quedaron muertas doscientas personas, entre hombres, mujeres y niños.
Se luchaba por el petróleo, para evitar que el presidente Huerta protegiera los
intereses británicos. Bernal Díaz del Castillo nos cuenta que Cortés luchaba por el oro
(1519-1914). Y para conquistarlo esclavizaron un pueblo y escribieron una sangrienta
epopeya. Y esa epopeya es la que iba contándome Bernal Díaz, en su libro La
conquista de Nueva España, durante la travesía en el Siboney y luego ya en tierra
firme mexicana. Los árboles del amanecer, desde la ventanilla del tren que me
conducía a la capital, me trajeron al indio de los caminos y las estaciones, descalzo o
en guaraches, hermético bajo su inmenso sombrero, como callada sombra de las
primeras mañanas del hombre. ¿No estaba ya callado cuando Cortés? ¿No hablaban
ya entonces únicamente los señores feudales y las castas sacerdotal y militar? ¿No le
hablaban en el mismo tono de mando los capitanes de Cortés? ¿Desde qué oscuro
siglo se quedó sin voz? En platos de madera los indios me ofrecían, sin palabras,
frutas, flores, tortas, dulces, cosas brillantes que contrastaban con su tristeza y

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hermetismo. En las orzas de barro ya había aparecido el pulque, la sangre blanca del
maguey; las pitas erizadas, militarmente ordenadas en falanges; el nopal y los cactos,
unidos, apretados, como tubos de órganos; a la vez que las casas cuadradas de adobe,
con las puertas ennegrecidas por el humo doméstico. Poco a poco, estas casas habían
ido creciendo de altura, ganando balcones y tejados, abriéndose en calles, y las calles
poblándose de tranvías, bocinas, de todos esos ruidos de una ciudad entrando en la
mañana. Habíamos llegado a México. Estábamos en 1935. Y el día 11 de mayo
aparece en el diario Excelsior, de la capital, el anuncio de nuestra llegada, en grandes
mayúsculas: ESTÁ EN MÉXICO RAFAEL ALBERTI. EL EMINENTE BARDO ESPAÑOL VIENE
ACOMPAÑADO DE SU ESPOSA, MARÍA TERESA LEÓN.
Antes de comenzar nuestros recitales y conferencias, para divulgar lo que había
sucedido en la revolución de Asturias y recoger fondos destinados a las familias de
los mineros encarcelados, siempre de la mano orientadora de Bernal Díaz, nos
dedicamos a recorrer México y sus alrededores. Aunque México se llamaba
Tenochtitlán, nos encontramos ya de pronto con el rey Carlos IV, montado sobre un
hermoso y madrileñísimo caballote de bronce, entre un hotel y un rascacielos en
construcción.
Puedo asegurar hoy que ante nosotros se alzaba una ciudad moderna, afeando y
oscureciendo el cielo mexicano edificios de cemento, de siete u ocho pisos. Al
asomarse al valle de México, por todos los caminos se desmayaba el pirú, un árbol
con sus racimos de pimienta roja. Con el pie en el río se hallaban los ahuehuetes de
barbas blancas, remojándolas en la corriente. Los muros de las quintas se
desbordaban de buganvillas. Flores gigantes a través de las verjas. Una naturaleza
desproporcionada y magnífica cercaba a la ciudad, a la ciudad el valle, al valle la
montaña.
Al pie de los troncos, sentados en la tierra, espiando el paso de los automóviles,
los indios vendían flores. Allí pasan su día impasibles, aguardando unas pobres
monedas. Ni esas lluvias instantáneas que caen en el verano los ahuyentan. Siguen
como ausentes, provocando en nosotros una mezcla de ternura y desconfianza. De
este modo se me apareció entonces el indio del valle de México:

Todavía más fino, aún más fino, más fino,


casi desvaneciéndose de pura transparencia,
de pura delgadez, como el aire del valle.
Es como el aire.
De pronto suena a hojas,
suena a seco silencio,
a terrible protesta de árboles,
de ramas que prevén los aguaceros.
Es como los aguaceros.
Se apaga como ojo de lagarto que sueña,

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garra dulce de tigre que se volviera hoja,
lumbre débil de fósforo al abrirse una puerta.
Es como lumbre.
Lava antigua volcánica rodando,
color de hoyo con ramas que se queman,
tierra impasible al temblor de la tierra.
Es como tierra.

Antes había sido como agua. Miles de canales cruzaban la antigua Tenochtitlán.
El asfalto de hoy lo surcaban piraguas. Quiero creer que aquel paseo de la Reforma
era un trozo de lago. Y aquí está, frente a nosotros, en bronce, la estatua de
Guatemoc, lanzando su venablo contra los españoles. ¿Cómo era aquel valiente
mancebo, a quien conocemos mejor que por nadie a través de Rubén Darío, cuando
escribió su «Oda a Roosevelt», como un homenaje inconsciente a los primeros
antiimperialistas?:

La América en que dijo el noble Guatemoc:


yo no estoy en un lecho de rosas…

En aquel momento Bernal Díaz del Castillo se acercó a nosotros,


respondiéndonos: «Guatemuz era de muy gentil disposición, ansí de cuerpo como de
facciones. Y era de edad de 21 años, y la color tiraba su matiz algo más blanco que la
color de indios morenos. Y decían que era sobrino de Moctezuma, hijo de una su
hermana, y era casado con una hija del mesmo Moctezuma, muy hermosa mujer y
moza». Y siguió Bernal Díaz con su franqueza habitual: «Se prendió a Guatemuz y
sus capitanes en trece de agosto de mil quinientos y veinti y un años. Llovió y
relampagueó y tronó aquella tarde, y hasta media noche cayó mucha más agua que
otras veces». Nadie como este castellano de Medina del Campo para contar la trágica
maravilla de aquellos acontecimientos memorables: «Y después que hubo preso a
Guatemuz quedamos tan sordos todos los soldados como si antes estuviera un
hombre llamando encima de un campanario y tañesen muchas campanas». La
dinastía de los grandes reyes de Anahuac se consumía, abrasadas las plantas de los
pies en el martirio que Hernán Cortés impuso a Guatemoc para que confesara dónde
se hallaba el oro. Pasado un tiempo recordaría Bernal Díaz la opinión de los indios
sobre los hombres blancos que llegaron de oriente: «Mira cuán malos y bellacos sois,
que aun vuestras carnes son malas para comer, que amargan como las hieles que no
las podemos tragar de amargor».
De asombro en asombro, como todos los españoles que fuimos llegando a este
país, recorrimos el valle de México, pero sin levantar la cruz y mucho menos la
espada. Dos escritores españoles, pacíficos —no dos odiados, por aún colonialistas,

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gachupines—, dispuestos a que los mexicanos ayudasen a unos cuantos miles de
mineros sublevados y encarcelados en Asturias por el Gobierno de Gil Robles.
En aquellos días había conquistado la presidencia de la república mexicana el
general Lázaro Cárdenas, amigo ejemplar de los españoles. Inolvidable, sobre todo,
después de nuestra guerra civil.
Nosotros, en espera de iniciar nuestro trabajo, nos instalamos en un edificio
llamado La Ermita, en el barrio de Tacubaya. Mi primera conferencia-recital la daría
el 15 de mayo. Un Comité Pro-Alberti había organizado nuestra larga estancia de
trabajo en México. Aquella aventura, comparada con la de Bernal Díaz, apenas fue la
breve historia de dos animosos viajantes poéticos. No libramos batallas con los
mexicanos, nuestros conquistadores, porque nos rendimos el primer día,
incorporándonos en seguida a la ardorosa ebullición de su sangre.

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VIII
Mucho mejor que yo los pueda hoy contar, ciertos momentos, anécdotas o episodios
de nuestra vida, los relata María Teresa en su Memoria de la melancolía; tal vez con
la novela Juego limpio, su obra más viva y original, paralela a esta mi Arboleda
perdida.
Dejados, de cuando en cuando, de la mano guiadora y compañera de Bernal Díaz
del Castillo, el prodigioso soldado homérida de Hernán Cortés, comenzamos nuestra
vida mexicana, nuestro intenso trabajo literario de ayuda a los bravos mineros de
Asturias, región entonces capital de la revolución española.
Y esa vida la iniciábamos en Tecnochtitlán, aquella gran ciudad construida sobre
venas de agua, la mejor plantada en lo alto de América, la que causó mayor asombro
a aquellos intrusos y magnos perturbadores arribados un día en tres minúsculas
carabelas del puerto ibérico onubense de Palos, vecino al monasterio de la Rábida.
Abrimos los libros de la historia —dice María Teresa—. Los amigos nos llevaron
hacia las piedras sagradas; los caballeros águilas, los caballeros tigres y sus cantos, y
después la historia hablada en los murales nuevos con los nombres de Clemente
Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.
Cuando nosotros llegamos ya había muerto el pintor Orozco. Creo que se vio a sí
mismo —prosigue María Teresa— yéndose hacia la tierra que siempre recibe, cuando
pintó aquel cuadro donde los campesinos llevan a su muerto envuelto en tela blanca,
colgado de unos palos, y siguiéndolos, una mujer apresurada. Todos los muros de la
ciudad habían sido entregados a los pintores, exactamente como se hiciera siglos atrás
cuando los ortodoxos necesitaron dejar bien evidente el catecismo de su doctrina por
las paredes. Paredes para contar la historia al pueblo que no sabe leer. Los muros
sudaban pintura, alardes de técnica.
Diego Rivera nos recibió en su casa, llena de viejas piedras, donde la presencia de
Frida Kahlo, su compañera, siempre con su falda larga de china poblana, daba un
agudo acento inteligente. Diego Rivera era gordo, lento. David Alfaro Siqueiros, por
el contrario, era garboso, cabeza alta, con planta militar, pero no de coronelazo, como
él pretendía, sino de teniente (que lo fue de Carranza, durante la revolución). Los tres
se habían alzado con la monarquía pictórica de México, llevando la rebelión por
bandera, la discusión, el mitin, el alboroto, los desplantes, hasta el punto de convocar
en el Palacio de Bellas Artes un debate público.
A María Teresa le preguntaron si quería presidirlo. Se discutirían todas las
tendencias. Hablarían Diego Rivera y Siqueiros, por supuesto. Ambos pintores se
odiaban. María Teresa, alarmada inquirió: «¿Y qué puedo yo pintar allí?». «Serás el
árbitro neutral», le respondieron.
Aquella tarde no pudo María Teresa olvidarla nunca. A la hora señalada, el teatro
hervía. ¿Pero tanto interés hay aquí por la pintura? Sí, le asesoró María Asúnsolo, una
bellísima mujer favorita de los cuadros de Siqueiros. Aquí la pintura y la lucha son

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artes de masas. María Teresa se sentó en su puesto, más bien temblando. Entonces se
le acercaron unos hombres que le dijeron, remangándose las mangas de la camisa:
«¿Cuándo empezamos, compañera?».
La compañera adelantó la mano protegiéndose el rostro. «Ahora mismo».
Los rabiosos partidarios de Rivera se retiraron. María Teresa miró a su alrededor.
¿Eran pistolas aquello que abultaba en las cinturas de los pacíficos defensores del arte
pictórico? Miró a Siqueiros, quien le hizo un guiño para que el acto comenzara. No
sabe con qué palabras puso a andar aquel encuentro presidido por las musas y Marte.
Vio cómo los oscuros panaderos, guardaespaldas de Diego Rivera, aplaudían las más
difíciles palabras técnicas.
No hicieron lo mismo cuando comenzó Siqueiros a hablar con su dialéctica
marxista. Nadie podía escuchar —cuenta María Teresa— lo que decía en medio del
escándalo. Desplegaba palabras como murales y recogía aplausos mezclados con
tremendos insultos. En un momento intentó intervenir con un poco de aceite
bondadoso, pero le gritaron como tirándole una piedra: «¡Gachupina!», espantándose
de sentir sobre ella los ojos hermosísimos de Lupe Marín, la primera mujer de Diego
Rivera, amiga nuestra hasta ese momento. Y ya no hubo manera —añade María
Teresa— de saber a qué cenit esplendoroso pensaban los pintores mexicanos llevar la
pintura. Desde aquel momento su papel de árbitro comenzó a desteñirse, sobre todo
cuando un orador sacó la pistola y la colocó en el pupitre, diciendo a todos con su
suave acento mexicano: «Compañeros, la pintura de hoy…».
Después, Siqueiros hizo un retrato maravilloso a María Teresa, que perdimos más
tarde, al terminarse la guerra de España, a la que vino el gran pintor como voluntario,
luchando con el grado de coronel en el frente de Extremadura. Pasado mucho tiempo
volvimos a encontrarnos con Siqueiros en Florencia, donde hacía una exposición que
yo le prologué con un poema. Después murió, al acabar un enorme mural sin fin,
rodeado de sus discípulos.
A casi todos nuestros actos acudían jóvenes escritores y pintores, de los que
íbamos haciéndonos amigos. A uno de los que más recuerdo es a Octavio Paz, tierno
y luminoso, casi un muchacho, muy de izquierdas entonces, acompañado de su bella
novia, Elenita Garro. Recuerdo que gustaba de los poemas que yo venía escribiendo y
que luego recogería con el título de 13 bandas y 48 estrellas. Conocimos a los poetas
Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, que escribía un poema feroz contra Diego
Rivera, titulado «La Diegada»; también a Carlos Pellicer y a Miguel N. Lira,
impresor minoritario, como en España Manuel Altolaguirre, que publicó Verte y no
verte, mi elegía a la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías, con dibujos del
excelente pintor Manuel Rodríguez Lozano. Nuestros once meses en México
merecerían muchas más hojas de esta Arboleda, pues la acogida de todo el mundo fue
entusiasta y rendidora para la ayuda de los mineros asturianos encerrados en las
cárceles de la República llamada del bienio negro. Nos aclamaban por todas partes:
desde Morelia hasta Acapulco. Nunca encontramos ningún entorpecimiento. Solo

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hubo un intento de enturbiar el acto que habíamos de celebrar en Tampico. Y fue obra
del cónsul representante de la España de Gil Robles en aquella ciudad. Cuando
descendimos del tren, las principales calles y plazas estaban empapeladas con carteles
que gritaban con grandes letras de colores: «¡Llegan las hordas de la antipatria!».
Dichas hordas solo las componíamos dos personas. Mi primera intención fue la de
romperle la cara, pero me dijeron que era un ser malfigurado, medio contrahecho, y
que debía castigarlo por un procedimiento más a tono con mi capacidad poética. Y así
lo hice.
Pocos días después apareció decorada la ciudad con cuatro sonetos míos
dedicados al «Excrementísimo señor cónsul de España, retratándose de caballero de
la Orden del Santo Sepulcro» (me había enterado yo, al llamar a Tampico, que aquel
cónsul, con vena de aristócrata, se estaba retratando, por un pintor de la localidad, en
hábitos de aquella orden).

Tampico entero sabe que respinga


su Excremencia por ser un caballero
y que un pintor, o que un sepulturero,
de sepulcro pintándole le chinga.
Tal hedor, Excremencia, nos jeringa.
Mas siendo al fin sepulcro o basurero,
no nos jeringue el aire con un cuero
que tiene ya podrido hasta la minga.
Váyase a un muladar, don Excremencia,
a una fosa podrida, a un excusado,
mas con su descendencia y ascendencia.
No vaya solo, vaya acompañado
para que la espontánea concurrencia
le deje así entre mierda sepultado.

Ni que decir tiene que el señor cónsul español de la ciudad mexicana de Tampico
no se atrevió a adornarla en mucho tiempo con su alcayatada figura.
La venganza del cónsul español de Tampico fue para nosotros indudablemente
inesperada. En la continuación de nuestro viaje, ya de regreso hacia Europa, teníamos
que dar unos recitales y conferencias en la universidad de El Salvador. Sorpresa. Ante
una multitud de estudiantes y profesores, descendimos del avión, siendo conducidos
por unos pobres soldados descalzos al cuartel de Ilopango, de donde nos llevaron,
después de dos días, al aeropuerto para ir a Guatemala. Allí tampoco nos dejaron
bajar, descendiendo al fin en Nicaragua, en donde la dictadura de Somoza nos
permitió la entrada por ser la patria de Rubén Darío. Luego, en la que nos decían

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democrática Costa Rica, sucedió lo mismo que en El Salvador y Guatemala: un
semicírculo de policías se interpuso entre el avión y el público que nos esperaba. Solo
pudimos entrar en Panamá. Allí tuvimos que esperar nuestro equipaje, que venía por
mar desde Acapulco. En ciudad Cristóbal —ya lo he contado varias veces—
conocimos al indio Karajasalis, que pasaba custodiado en un coche, entre cuatro
marineros, por haberse comido a un ingeniero de la zona norteamericana del Canal.
Seguramente, Bernal Díaz del Castillo hubiera comprendido bien a aquel
compatriota.

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IX
¡Cuántas veces ha de sonar y resonar aún el nombre de Antonio Machado entre las
hojas de esta Arboleda Perdida! Su imagen, lenta y como caída de una luna de
terrones umbríos, no podrá olvidárseme nunca, y siempre la he de recordar en los
diversos lugares en donde la vi. Y fue, sobre todo, en aquella época de antes de
nuestra guerra, en el café Varela, adonde del café Español había trasladado su tertulia.
Allí conocí más de cerca a Ricardo Baroja, gran dibujante y grabador, hermano de
don Pío, tratando un poco más a Manuel, hermano mayor del poeta. Manuel
Machado, cuya p de poeta —a pesar de lo que hoy algunos quieren afirmar— nunca
logró alcanzar ese tramo más alto de la mayúscula de Antonio, era el mismo ágil,
simpático y gracioso de sus poemillas y coplas, llenos de quiebros y requiebros, de
cortes y recortes, de ángel y salero del más puro sevillanismo: un verdadero torero de
la poesía, mejor gran peón que espada, siempre dispuesto al oportuno quite, el lujoso
e insuperable par de banderillas. Ya todo esto lo había dicho él mismo en su
«Retrato»:

Medio gitano y medio parisién —dice el vulgo—,


con Montmartre y la Macarena comulgo…
Y, antes que un tal poeta, mi deseo primero
hubiera sido ser un buen banderillero.

Fue el hermano preferido de Antonio, a quien este quería de manera entrañable,


viéndoseles siempre juntos en Madrid.
Nosotros volvíamos por entonces —1933— de Francia y Alemania, habiendo
visitado también la Unión Soviética. Viaje de cerca de dos años, que me había hecho
comprender, viéndola y sufriéndola, la trágica realidad de Europa. Regresaba otro
nuevo concepto de todo, y como era natural, del poeta y de la poesía. Con María
Teresa fundé la revista Octubre, la primera española que dio el alerta en el campo de
la cultura y que agrupó a una serie de jóvenes escritores —entre los que se
encontraban Luis Cernuda, Serrano Plaja, José Herrera Petere…— cuyo concepto del
pueblo español cada vez se iba haciendo menos vago, menos folklórico, es decir, más
directo.
Una tarde del café Varela me decidí, no sin cierta cortedad, a pedirle a Antonio
Machado una colaboración para Octubre. Lo que él quisiera: verso, prosa, un saludo,
cualquier minúsculo trabajo. Nuestra sorpresa fue grande cuando a los pocos días me
envió a casa un corto ensayo —que para mayor halago me dedicaba— bajo este
sorprendente título: Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia (trabajo
que algunas veces no veo reproducido en sus obras). En él, Machado, poniéndolo,
como siempre, en boca de Juan de Mairena, nos hablaba ya del poeta del tiempo, de

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su esperanza en una poesía, expresión o síntesis, no del sentimiento individual, sino
del colectivo. Cuando Machado escribió esto, ya había aprendido mucho «por
aquellos pueblos de Dios» de su meseta castellana. No era tan solo entonces el poeta
de las Soledades, lo era ya de Campos de Castilla y de Nuevas Canciones. Los hijos
de aquel Alvargonzález de su romance le habían mostrado, con una grandeza de
tragedia antigua, el crimen de que es capaz la labriega ambición hasta por una exigua
herencia en aquellos pobres y amargos campos (el trozo de planeta por donde él viera
cruzar, errante, la sombra fratricida de Caín).
Sí, Machado había visto, gastado mucho con sus plantas cansinas los terrones
malditos de aquellas duras tierras. Y de aquel su primer sentido o sentimiento, casi
cristiano, de la pobreza resignada de los atónitos palurdos de Castilla, había subido a
comprender toda la triste y desgarrada miseria de España, la humana y urgente
necesidad de trocar ese ayer y aquel hoy en un mañana diferente. Y su esperanza la
clavó, primero, en la República, trabajando, hasta activamente por su advenimiento,
llegando a organizar mítines por los pueblos e izar con otros republicanos la bandera
tricolor en el balcón del Ayuntamiento de Segovia.
Dije antes que yo volvía de la Unión Soviética, de Alemania, ya de Hitler, de
Francia, y que volví otro. El recibimiento que me hicieron casi todos mis amigos
poetas y escritores de entonces fue de gran frialdad y sonrisitas irónicas veladas. Se
publicaba por aquellos días una nueva revista, titulada Los Cuatro Vientos de la
Poesía, dirigida creo que por mi queridísimo y admirado Pedro Salinas. Me pidió le
enviase algo. La verdad es que lo que yo le mandé no era como para acogerlo
entonces en sus páginas. Se titulaba el poema «Por la unión de las repúblicas
socialistas ibéricas». Muy amablemente me dijeron que aquello no iba con el tono de
la revista. Creo que lo comprendí. Pero el ambiente de España era horrible. El intento
de reforma agraria de la República era reprimido violentamente en todos los pueblos.
Se habían prometido las tierras y la respuesta de los ricos fue la de la más inusitada
violencia. Entonces escribí un poema durísimo del que no me arrepiento. Se llamaba
«Al volver y empezar» (1933). Decía:

Vine aquí, volví,


volví
aquí en el instante en que unas pobres tierras cambiaban de dueño,
eran tomadas violentamente por aquellos que hacía siglos se partían
la vida sobre ellas,
doblados de cintura, salpicados los trigos con su sangre.
Llegué aquí,
volví,
volví cuando eran roturadas por bueyes y por mulos arrancados,
cogidos a la fuerza por aquellos que los cuidaron desde niños,

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que se identificaron con su mansedumbre hasta llegar a ser bestias
de carga,
recibiendo a cambio la pólvora y la cárcel de los mismos que habían
puesto en sus ojos el ansia de los campos.
Vine aquí cuando esto,
llegué aquí
cuando esta hermosa sangre sucedía.
Volví aquí para ponerme de su lado,
para pedir a mis amigos un adarme siquiera de la suya,
de esa poca que anda por la mano y es aún más caliente al cerrarse
en la otra.
Llegué aquí,
volví
y vi cadáveres sentados,
cobardes en las mesas del café y del dinero,
cuerpos podridos en las sillas,
amigos preparados a recibir de balde el sueldo de la muerte de los
otros.
Vine aquí y os escupo.
Otro mundo he ganado.

La guerra, después, nos juntó a casi todos en la Alianza de Intelectuales


Antifascistas. Y luego, el exilio nos dispersó.
Y nosotros, María Teresa y yo, fuimos a parar a la Argentina, viviendo, sin
documentación alguna por mucho tiempo, en el Totoral, de Córdoba, en la quinta de
Rodolfo Aráoz Alfaro, un gentilísimo amigo y camarada. Había allí una ancha
avenida de álamos lombardos, de chopos, como los llamamos en España. La calle
arrancaba de la portada de dos antiguas quintas, yendo a finalizar, aunque ya
bordeada de jóvenes paraísos, en la carretera que sigue a Santiago del Estero. ¡Calle
amorosa y fresca, que cuando se le venía encima el viento sur crujía toda como un
navío! Me la conocía entera, me la sé bien aún de dejarle mis pasos en su ablandada
tierra invernal o en su fino polvo de los veranos. Me sé bien todavía sin falla el
número de sus troncos, de los que quizá continúen levantando cortina contra los
vendavales y los derribados por estos, con esa larga quejumbre de cosa humana que
se extrae, que se descuaja de la profunda raíz terrena. Era en las noches de verano
cuando más exaltada y solitaria se encontraba esta alameda. Los álamos se alargaban
hasta meterse en lo más hondo del azul estrellado, llegando las estrellas a temblar
como hojas de sus ramajes.
Me desorientaba todavía el cielo de aquel hemisferio austral cuando lo miraba.
¿Por dónde andaría aquella Osa Mayor, que se iba abriendo, grande, con el girar de

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las horas, hasta correr hacia la madrugada, en un ancho galope sobre los picos
estivales del Guadarrama? La Cruz del Sur, más luminosa aún junto al profundo Saco
de Carbón de la Vía Láctea, me miraba recordándome mi suerte. No andaba, no, bajo
las alamedas, las castellanas choperas de Antonio Machado. Y, sin embargo, su
respiro, su aliento rumoroso me trasportaban, con su nombre, hacia aquellos caminos
y lejanías, donde la grave resonancia del poeta se perdía, perdurable, entre las
solitarias ringleras de sus árboles queridos:

En los chopos lejanos del camino


parecen humear las muertas ramas…

Me sentía bien, me sentía consolado en aquella avenida de álamos muriéndose del


Totoral. Muriéndose, sí, porque el ventarrón y la sequía, ambos de la mano,
impetuosa la de aquel, quemando la de esta, iban metiendo espacio de cielo, mayores
cada vez, entre los troncos. Una limosna de agua, una humilde y generosa acequia
que les hubiese mojado el pie podría haberlos salvado. Dentro de dos o tres años —
pensaba— esta pobre alameda será solo aire. Y para que al menos en el recuerdo de
esta quedase memoria de los pasos y sentimientos de un español errante, grabé, con
mi cuchillo de monte, en la corteza del tronco más erguido: «Alameda de Antonio
Machado».

Página 47
X
A comienzos de julio de 1936, después de la victoria republicana del Frente Popular,
nos disponíamos María Teresa y yo a pasar el verano en las rías gallegas, yo con el
fin de escribir una obra de teatro, para presentarla al Premio Nacional Lope de
Vega. Pero un tremendo choque de trenes en un túnel, entre León y Galicia, nos llevó
a cambiar nuestro rumbo geográfico, eligiendo entonces la isla de Ibiza, como lugar
de vacaciones, entre sus pinos, pueblos blancos y espumas. Antes, en el Ateneo
alicantino, dimos un recital. En los dos días de estancia allí, descubrimos las
maravillosas ciudades de Calpe y Altea, como también la prodigiosa sierra Aitana,
ondeada de la blancura espejeante de sus almendros. Ya en la isla, encontramos
como vivienda un molino de vela, posado en lo alto de un monte sembrado de tumbas
cartaginesas.
Entramos en seguida en relación con los obreros del bar La Estrella, un bar
socialista, en donde conocimos a Pau y Escandell, ambos salineros, que fueron
nuestros grandes camaradas desde el día en que oímos por la radio de aquel bar el
levantamiento del 18 de julio.

No sabía bien cómo llegar a los pinares donde debía esconderme. Iba con María
Teresa. Seguimos playa adelante por la arena dura de la orilla. Al fondo, y en el
descenso de la curva de un monte, se levantaba un redondo torreón decapitado,
antiguo vigía de los piratas ibicencos. Tenía un nombre maravilloso: Salrosa. Lo
escogimos como primera meta de nuestra jornada. Hasta allí llegaríamos.
Descansaríamos un rato a su sombra, internándonos luego por el bosque. Para ir más
deprisa nos quitamos la sandalias. En el mar, ni una vela. Pensé que íbamos
marchando solo por un desierto que no terminaría nunca. Me entró sed. Nos
sentamos. Aún faltarían más de 300 metros para llegar a la torre. Como la arena
blanda era de plomo derretido, volvimos a la fresca de la orilla, tendiéndonos con los
pies casi dentro del agua. Entonces miramos hacia la ciudad. La muralla de oro, de
piedra reluciente, que ceñía la parte alta de Ibiza, respiraba al sol, bajando todavía
lozana e inexpugnable por el monte. El castillo de los sublevados con el comandante
Mestre, color de rosa en su parte moderna y también de oro en sus torres antiguas,
coronaba el vértice de la capital. «Allí están nuestros presos», dije levantando la voz,
mientras me incorporaba un poco, acodándome sobre un manojo de algas secas. La
cal de las casas rebrillaba hasta mordernos los ojos. Los molinos de vela, estáticos,
sin viento, daban la pesadez y lentitud del día, que iba sucediendo hacia las 12. «Es
muy difícil que aquí suceda algo», había dicho el dueño del bar La Estrella. Pero ya
estaba sucediendo, aunque aquel paisaje de ausencia y de reposo lo ignoraba. «¡Qué
loco ese comandante del castillo! ¡Perturbar una maravilla como esta…!». Corté la
frase. Alguien se acercaba. Parecía un extranjero, uno de esos ingleses o yanquis
aprovechados, que vienen a invernar a las Baleares y que luego, por unas pesetas, se

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compran una casa o un molino, no regresando más a su país. Avanzaba, descalzo, por
el borde del agua, cubierto con un largo albornoz, que casi lo arrastraba, rayado
chillonamente de rojo y violeta. Unas gafas de cristales negros, proyectándole dos
extrañas sombras hasta la mandíbula, le desfiguraban el rostro. Era desagradable la
aparición de aquella rara figura en la playa desierta. Noté que los cristales me los
clavaba, fijo, y con una insistencia inquietante: «Un espía extranjero», pensé, «de
esos que por las tardes suben sus denuncias al castillo y luego por la noche se
emborrachan y arman jaleo en algún bar…».
Yo sabía que el espionaje más serio de la isla lo dirigía un alemán, un nazi,
propietario del restaurante más distinguido de la playa de San Antonio. También
sabía que varios nazis falangistas de Madrid veraneaban en aquel pueblecito. Y pensé
que me habían denunciado. Mientras, la figura del albornoz había dado la vuelta
pasando ante nosotros, aún más lentamente y mirándome con mayor insolencia.
Estuve por decirle: «Bien. Es usted un espía. Sé que me conoce. Pues intente
llevarme». Pero el hombre del albornoz rayado y los cristales negros volvió a pasar
por tercera vez, ahora sigilosamente, con andares de gato y misterio. A mí, aunque
estaba tranquilo, me latieron los pulsos con angustia. A unos cinco pasos de distancia,
el hombre se detuvo. Primero se estiró. Luego, curvándose en una extravagante
reverencia, se quitó las gafas.
—¡Pau!
—No me ha conocido, ¿eh?
—¿Pero no estabas preso? ¿No te habían fusilado? —y levanté los brazos con
asombro.
—¿A mí? No me venga con manías. Que me busquen.
—¿Y la dinamita?
—Se despertaron los guardias del polvorín y tiraron. Pero la tengo. Ya servirá…
Pau era un obrero extraordinario, un pescador, de edad indefinida, que hablaba
con un acento duro y difícil, lleno de asperezas. Una lengua de nieto de piratas, lo que
todos sus antepasados habían sido.
—La Guardia Civil vino a nuestro molino esta mañana. Pero la sombra de una
vieja higuera nos salvó —le dije.
—¡Manías! —cortó Pau.
Esta expresión la usaba el pescador de una manera extraña y vaga. «No hay que
hacer manías. Ya son manías los militares…». También la empleaba días enteros
como constante estribillo, o como resumen de algo que le era imposible explicar bien.
—Ahora, vamos al pino —dijo Pau, iniciando el paso—. Allí hay de todo: buena
cama, comida… Igual que un hotel.
Desviándose de la orilla, nos indicó que le siguiésemos. Al llegar a los primeros
juncos de las dunas, se arrodilló y comenzó a escarbar en la arena. De la boca del
hoyo comenzaron a salir albornoces y quimonos de colores. Pau sacó, entre ambas
clases de prendas, hasta cinco. Nosotros lo contemplábamos absortos.

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—Mire. Este es mi guardarropa. Cada día me recorro la playa con un traje
distinto. Y llego hasta las primeras casas de Ibiza.
Yo le pregunté a carcajadas:
—Pero ¿de dónde has sacado todo eso, Pau?
—De los extranjeros que vienen a bañarse por aquí. Nadan… y se quedan
desnudos.
—Eres un verdadero artista.
—¡Manías! —contestó.
Cerró las puertas de su armario, dejando dentro también el arbornoz violeta y rojo
que llevaba, quedándose cubierto con el bañador azul de algún bañista alemán o
americano. Treinta metros después, los dos ascendíamos con Pau por la falda del
monte, desapareciendo entre los pinos.
Al cabo de unos días de escondite, nosotros, ayudados por Pau, habíamos
construido una verde tiendecilla de ramas jóvenes de pino parasol, enebro, lentisco y
cuantas ramas olorosas encontramos en el bosque. Como la tierra estaba dura y en
declive, todas las noches renovábamos nuestro lecho de hojas secas, recogidas
pacientemene a lo largo de nuestra espera forzosa y aburrida. Había horas del día en
que nos hallábamos solos, sin libro que leer, sin nadie con quien hablar. Pau, como un
gato montuno, a veces arrastrándose o en una fuga rápida, desaparecía entre los
troncos, perdiéndose hasta la caída de la tarde, hora en que regresaba con un saco
cargado de melones, uvas, pan y una calabaza peregrina llena de agua. Entonces,
silbando débil y largamente, aparecían otros refugiados que habitaban aquella zona
del bosque: algunos salineros, un joven campesino, y Escandell, pescador como Pau y
anarquista. Hacia la cumbre, en cuevas naturales y escondites de ramas, se ocultaban
otros refugiados políticos. Pero nosotros apenas si llegamos a conocerlos. Aquella
noche, Pau subió acompañado de alguien, de un obrero que veíamos por primera vez.
—Vengo de parte de Antonio, el carpintero —dijo, sentándose y apoyando la
cabeza contra un tronco—. Cayó preso. Por eso no fue a verle a su casa del molino.
Me encargó que se lo dijera.
Hubo un silencio.
—¿Y hay muchos presos en el castillo? —le pregunté.
—No caben. La Guardia Civil trabaja día y noche en la ciudad. Los que pueden
salvarse huyen a las aldeas y a los montes. Yo no vivo ya en Ibiza. Duermo por aquí
cerca: en San Jorge. Pero tengo una radio. Esto es lo que principalmente venía a
decirles.
—¿Una radio?
—Sí, de esas de pilas. Dentro de un pozo. El comandante ha cortado la luz para
que nadie pueda escuchar lo que dice el Gobierno. Les traigo noticias.
Todos, en la oscuridad silabeante de los pinos, nos tendimos por tierra, alrededor
del recién llegado. En nuestros alientos contenidos podía percibirse la ansiedad que
nos sobrecogía.

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—Hemos tomado Albacete y no sé qué cuartel o edificio de San Sebastián.
También… Espere.
Encendió su mechero y sacó de una costura baja de los pantalones un papelillo
escrito a lápiz, que deletreó para sí con gran dificultad.
—Las milicias catalanas avanzan por el camino de Zaragoza.
—Para que hagan manías —saltó Pau.
—Aunque yo soy de Ibiza, mi padre es catalán —descubrió Escandell con una
inocencia y orgullo maravillosos.
—Hay todavía más. El presidente Azaña se ha dirigido al país… Pero no he
podido apuntar lo que dijo.
—Ese sí que sabe —comentó Pau, repartiendo a cada uno un racimo de uvas. Con
eso comenzaba la cena.
—¿No dais nada de beber para celebrar las noticias?
—Agua de esta calabaza —respondió uno de los salineros, ofreciéndonosla.
Faltarían aún muchos días y noches para que la flota republicana tomase la isla,
donde nos había sorprendido la sublevación militar del 18 de julio. María Teresa y yo
estábamos allí porque habíamos perdido un tren que chocó de manera terrible, dentro
de un túnel, con un expreso que volvía de Galicia. Y huyendo de la muerte, habíamos
elegido la isla balear de Ibiza para pasar, tranquilos y escribiendo, las vacaciones.
¡Oh!

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XI
En su Memoria de la melancolía, libro de María Teresa León que enlaza tantas veces
y enmaraña sus ramas con las de mi Arboleda perdida, aquel momento, tan bella y
peligrosamente vivido en la isla de Ibiza, al inicio de nuestra guerra civil, se me
ocurre ahora ampliarlo, completando el capítulo en el que relataba algo de lo que nos
pasó en aquella brillante y cegadora ínsula balear. Allí estábamos juntos. Allí vino a
buscarnos, para prendernos, la Guardia Civil, con intención de llevarnos al castillo,
en el que ya campeaba sublevado el comandante Mestre.
A ti, María Teresa, que andas ahora, a tus 83 años, perdida y olvidada de quién
eres, como una blanca sombra por una selva shakesperiana, te quiero recordar,
separando las ramas que nos confunden, aquello que no se nos fue de la memoria y
permanece aún como el primer día de nuestra entrada en la guerra aquella que
iniciaron los militares sublevados el 18 de julio de 1936. ¿Me puedes atender?
Ya Pau, aquel pescador extraordinario, con aire de pirata, que había recorrido a la
vela el fenicio mar Mediterráneo, nos había conducido «al pino», como él llamaba al
monte donde tendríamos que permanecer escondidos casi veinte días, en espera de
que el gobierno republicano se acordase de aquella isla, apenas un bajel de retamas y
pinos anclado en las espumas. Casi veinte días allí, comiendo solo melón y
sobrasada, que los campesinos de las tierras vecinas nos enviaban, bien con Pau,
Escandell o cualquier otro obrero que conocía nuestro refugio. Tantos días de espera
escondidos, de reuniones en las noches hablándoles a aquellos trabajadores inocentes
de la revolución de Lenin o enseñándoles a cantar, entre otras canciones que no
conocían, La Internacional, cuyas susurradas estrofas apenas las escuchaba la brisa
marina que subía hasta nuestras casas, nuestros disimulados agujeros en la roca del
monte. ¿Recuerdas tú, María Teresa, que al cabo de tanto tiempo sin podernos bañar
decidiste bajar, a invitación de una familia payesa, a un caserío de la falda del monte?
Tú misma nos lo cuentas en tu Memoria de la melancolía. «Dos payesas ibicencas me
recibieron. En el centro de la habitación ya estaba colocado un barreño vidriado, que
hoy haría mi sueño el tenerlo. A su lado humeaban cubos de agua hirviendo. Me
miraron y luego me besaron. Creo que quisieron decirme: “¡Pobrecita!”. Su ibicenco
y mi burgalés nos hicieron reír. Las mujeres empezaron a desnudarme como si yo
fuese la hija que retornaba. Flotaban en el agua del barreño hojitas de menta».
Como se hacía larga la espera de nuestra liberación, una noche decidimos
escaparnos a la Península. Pau y Escandell conocían a un patrón que por unas pesetas
estaría decidido a llevarnos.
«Como hace frío en el mar», ¿te acuerdas María Teresa, que te dijo Pau?, «coge la
manta y vamos».
Y tú tomaste la que nos había cubierto durante tantas noches el sueño y la
desesperanza de no escapar nunca de la isla. Era una manta sucia y agujereada que
alguien subió el primer día de casa de su padre. Tú te la cruzaste en bandolera, desde

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un hombro a un costado, y con la luna nos marchamos a andar detrás de Pau por entre
las piedras, troncos y ramajes rebeldes. Por fin, alcanzamos un camino. Había que
marchar hasta no sabíamos dónde. Siempre que se acercaba una revuelta, Pau se
adelantaba rápido y sigiloso, con aquel aire de gato que había en él cuando andaba
espiando el bosque.
«Empieza la zona salinera», nos dijo. «Aquí vigilan los carabineros. Dicen que
son leales… Menos el teniente». «Mejor será salirse del camino y seguirlo de lejos,
por el campo».
La luna lo descubría todo, delatando su luz hasta las sombras más oscuras.
Apareció el bisel de los esteros, cegadores y fríos, como colgados en el aire. La sal,
amontonada en perfectas pirámides, aumentaba aún más su resplandor con el negro
parado de las vagonetas. ¿Te acuerdas que sentimos como si todo aquel relumbre de
paisaje se llenara de ojos que de un momento a otro fueran a convertirse en manos
como para prendernos y llevarnos presos al castillo?
«Aquel es el Vedrá», nos señaló Pau al doblar una esquina.
Alto como un inmenso monolito, el monte se erguía del mar, perfilado y
transparente.
«Los que han subido allí arriba, que solo han sido dos, un alemán y un ibicenco,
dicen que cerca de la cumbre hay una fuente donde beben las cabras salvajes.
También cuentan que las rocas están plagadas de colmenas, y como nadie sube a
recoger la miel, resbala derretida por las piedras abajo».
«Ya llegamos», dijo Pau al fin.
Una diminuta bahía, al escalar unos montículos de arena, había surgido de
repente. Escandell, que se había anticipado a nosotros, esperaba. De entre unas rocas
salió como un genio del mar. En el centro de aquel olvidado remanso cabeceaba una
barca, desplegada la vela y tendidas las redes.
«Viento favorable», dijo a Pau Escandell como saludo, pero este no respondió.
Estaba serio, reservado.
Nos acercamos los cuatro a la orilla.
«¿Qué dice?».
De la barca, una sombra nos comunicó con el aire:
«Imposible».
«¿Cómo?».
«Que no».
«¿Cómo que no?».
Ni tú ni yo comprendíamos. Pau y Escandell se miraron, mudos. Aquel breve
silencio se me hizo luz de pronto.
«¿Qué? ¿No quiere ese patrón? Decidle que al llegar a Valencia le daremos mil,
dos mil, tres mil pesetas… Lo que quiera».
«Hijo de puta».
Escandell explicó a Pau:

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«Dos horas discutiendo con él ¡y nada! Tiene miedo. Los carabineros vigilan.
Oyó el motor de sus gasolineras».
«Mil pesetas, dos mil… Lo que quiera…».
«Que no».
Era inútil seguir aquel diálogo. Los cuatro nos apartamos silenciosos de la orilla.
Había por allí, dispersas por la playa, varias chozas de cañizo y lona para guardar las
barcas. Entramos, cada uno en una, con el fin de dormir un poco. Yo no pude. Gallos
que, al parecer cantaban del otro lado del mar, me espantaron el sueño. Y con el alba,
tuvimos que regresar al refugio del bosque.
Y desde entonces, ¿cuántos años, cuánta memoria de la melancolía nos han
llenado la memoria? ¿Cuántos desde que pusimos el pie en aquel barco de guerra, el
Almirante Antequera, que, con el Almirante Miranda, tomaron la isla al comandante
sublevado, dejándonos en Valencia para en Madrid seguir la lucha hasta el final —
1939—, año en que pudimos alcanzar Francia, y luego la Argentina, y luego Italia,
para poder al fin volver a España, una mañana de abril de 1977, después de casi
treinta y nueve años de destierro?
Yo no sé si podré recordar —o repetir ahora—, María Teresa, todo lo que fuiste,
todo lo que diste en tanto tiempo: durante aquellos treinta y tres meses de guerra y
luego allá, en Buenos Aires: libros, conferencias, artículos, radio, televisión,
películas, alguna de prestigio internacional, como La dama duende… y, sobre todo
esto, la voz nueva de Aitana, hija de los ríos argentinos…
«¡Adiós Pau! ¡Adiós Escandell! ¡Adiós, adorable isla pequeña de Astarté!»,
exclamaste cuando zarpábamos hacia Valencia, rumbo a nuestra guerra civil. «Nos
vamos, pero mucho hemos de hablar de ti, pequeña isla de Ibiza, hermosa entre las
hermosas. Volveremos a mirar tus ovejas bañándose a la madrugada, y las tumbas
cartaginesas cubiertas de alcaparras floridas».
¡Adiós, Pau! ¡Adiós, Escandell! ¿En dónde estáis ahora? Una memoria llena de
vosotros se pasea vagando sin memoria por jardines que no conoce, en blanco aquella
hermosa cabeza, aquel bellísimo rostro que sonríe como una memoria —sin memoria
— de la melancolía.

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XII
Con el alba, después de aquel intento imposible de escapar de la isla de Ibiza a la
Península, en una barca de vela, María Teresa y yo, con los dos obreros, volvimos al
refugio del bosque.
—Cuarenta y ocho horas hubiéramos tardado en arribar a Denia —dijo Pau, por
fin, rompiendo el silencio de todos aquellos días.
—Hay que robar una —fue la respuesta de Escandell.
—¿Sabes tú dónde está? Porque a remo no llegaríamos nunca.
El obrero anarquista se calló. Aunque a María Teresa no le decía nada, yo
comenzaba a presentir el final de aquella involuntaria aventura. ¿Qué podría hacerse
ya en una isla donde todos los motores de los barcos estaban inutilizados? ¿Esperar?
Una espera demasiado larga. En el castillo se sabría pronto que los que aún no
estábamos presos andábamos escondidos por los montes; cualquier madrugada la
Guardia Civil nos prendería, llevándonos a la fortaleza. Pero así y todo pregunté a los
dos pescadores:
—Cuando la isla sea reconquistada, y después del triunfo definitivo, ¿qué vais a
hacer vosotros? Porque la vida de Ibiza cambiará, y con esto también la vuestra.
—Lo primero, pedir a Madrid que nos mande gente buena para que aprendamos.
Aquí nadie sabe nada.
Estos eran los deseos de Pau, a los que respondió Escandell:
—¿Pedir algo a Madrid? No hace falta. En Barcelona hay muchos ateneos
libertarios…
—¡Manías! Hace falta otra cosa…
Ya iban a pelearse, como siempre, cuando un ruido nuevo y extraño, que crecía
con rapidez, les paró en seco las primeras palabras. Venía como del mar y, sin
embargo, no sonaba a motor de gasolinera. Todos nos levantamos, corriendo a
asomarnos en dirección de la playa. El ruido aumentaba, metálico y sonoro, haciendo
vibrar la anchura entera de la isla. No había ya que dudar: dos hidroaviones, rutilantes
de sol, recorrían, jugueteando, persiguiéndose, todo el azul del cielo. De sus colas
salía de cuando en cuando un escape de puntos luminosos, que al disgregarse se iban
convirtiendo en una lenta lluvia de hojas de papel. Sentí como si se me rompieran los
pulsos.
—¡Son nuestros! ¡Y tiran proclamas! Hay que hacerse con ellas.
Pau y Escandell desaparecieron monte arriba, volviendo poco después, las manos
llenas de hojillas y periódicos.
Leímos en alta voz: «¡Ibicencos! Hoy, fecha en que don Jaime I el Conquistador
ganó las Baleares para Aragón y Cataluña, catalanes y valencianos reconquistaremos
la isla de Ibiza. La escuadra y aviación republicanas vienen a salvaros. No queremos
derramamiento de sangre». Y luego, dirigiéndose al comandante faccioso: «Si a las

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cuatro en punto de la tarde no se iza en el castillo la bandera blanca, lo
bombardearemos y desembarcaremos en la isla».
Eran las doce de la mañana. Releímos en alta voz una y otra vez, hasta perder la
cuenta, aquellos maravillosos mensajes, caídos a la tierra cuando ya la desesperación
y el desánimo empezaban a nublarnos la fe y la confianza.
—Ya habrán desembarcado en Formentera —dijo Pau al oír alejarse el zumbido
de los motores, cortándose de súbito.
El pinar de los refugiados empezó a inquietarse de pronto. De las cuevas altas y
los pinos cimeros, hombres con barbas de veinte días y ojos de animales monteses
bajaban en pequeños grupos, no atreviéndose aún a llegar a la playa.
—A las cuatro podremos bajar a la ciudad. Los salineros se preparan. Nos
uniremos a las tropas leales.
El día avanzaba. Yo, como un autómata, miraba a cada instante mi reloj.
Tímidamente se destacó un refugiado de los grupos dispersos.
—Dicen que en el castillo han puesto ya la bandera blanca y que uno de los
capitanes se ha pegado un tiro.
Otro dijo:
—El comandante ha lanzado una proclama diciendo que antes de rendirse
derramará con los suyos hasta la última gota de sangre. Alguien me lo ha contado en
San Jorge.
—¡Manías! —comentó Pau—. A las cuatro en punto llegarán nuestros barcos,
pues a las cuatro y cinco ya no habrá más comandante. ¡Se acabó!
Fueron apareciendo más hombres en el monte, acompañados de algunas mujeres
con anchos sombreros de paja.
—¡Son las cuatro menos cinco! —gritó jubiloso Escandell.
—Pues ya deberían oírse los motores.
—No van a ser tan puntuales.
—¿Y si resisten?
—Sería criminal la resistencia.
—Se rendirán, ya lo veréis.
Hubo un silencio lleno de ojos vigilantes. Yo, disimuladamente, volví a mirar el
reloj. Eran ya más de las cuatro y media. No quise decir nada. ¿Sería posible? La Voz
de Ibiza, en una de sus informaciones redactadas por los facciosos, afirmaba que toda
la flota se había pasado al «movimiento de liberación nacional». «Imposible», pensé,
«una burda patraña». Y no me equivocaba, porque en aquel instante el mismo
zumbido de por la mañana se perfiló hacia la raya de Formentera.
—¡Viva! —gritaron todos, ondeando unos los pañuelos, otros las camisas y
chaquetas quitadas.
Seis hidroaviones, plateados y finos, avanzaban en línea de combate. Bajo ellos,
ágiles, recortados, dos destructores, cuyos nombres se iban dibujando al ir partiendo
el agua y enfilar el castillo. Antes de anclar frente a él, María Teresa, yo y todos los

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ibicencos del bosque ya habíamos repetido en voz alta: «¡Almirante Miranda!
¡Almirante Antequera!». Los hidros, esperando ver levantarse la bandera blanca sobre
las torres, volaban en ronda y a escasa altura sobre las murallas y los barrios altos de
Ibiza.
—¿No oís? —les dije—. Les tiran con fusiles.
—Con una sola bomba que arrojaran se acabaría todo.
—No, no. ¿Y nuestros presos? Porque son más de doscientos los encarcelados.
Los refugiados se sobrecogieron, callándose. De uno de los barcos lanzaron una
gasolinera, tripulada por un oficial y varios marineros. Un banderín blanco le
temblaba en la popa. Pero al instante, la insignia de paz fue tiroteada con
ametralladora. Los barcos se movieron ligeramente de costado. Y allá por los viñedos
y olivares, doce cañonazos desvelaron el eco perdido de la isla. Los doce proyectiles
se habían estrellado contra la base pétrea de las murallas.
—Mientras tiren así, ¡nada!
—Tres cañonazos al castillo y todo terminaría.
—Pero sería horrible. Allí están nuestros presos. Todos camaradas.
—Pues lo veréis. Ahora van a disparar contra las torres.
El eco de la isla volvió a estremecerse, prolongándose esta vez con una voz
rodada de derrumbe. Los cañones del Almirante Miranda y el Almirante Antequera
humeaban aún, corriendo sobre sí un viso azul y oro que los difuminó unos instantes.
—Han sido cuatro —dijo Escandell—. Y dos han pegado en las torres. Los otros,
en las murallas.
¿Dispararían de nuevo? Una nube, que más parecía de polvo que de humo,
remontaba del castillo. El mar se había puesto de ocre, y el color plomizo de los
barcos iba ennegreciéndose. Más lejos, como con un sonido intermitente, sonaban
aún los hidros. Después, nada. Un reposo absoluto. Una terrible oscuridad, llena de
ojos insomnes en espera del alba.
De pronto, Pau y Escandell me dijeron misteriosos:
—Nosotros tenemos un pequeño bote. Iremos a los barcos. No se puede
desembarcar de frente. Matarán a todos nuestros presos. Las techumbres son viejas.
Adiós, camaradas María Teresa y Rafael. No os preocupéis.
Nos dormimos, seguros de que al amanecer veríamos desierta la bahía. Y así fue.
Alarmados, se llegaron a nosotros los salineros. Nos andaban buscando desde las
rendijas del alba.
—¿Qué va a pasar ahora, compañeros? Los barcos se han ido. Alguien afirma que
con rumbo a Mallorca.
—No os asustéis. Entraremos juntos en la ciudad dentro de poco. Yo os aseguro
—añadí bromeando— que algunos de esos facciosos del castillo dormirán esta noche
aquí, donde nosotros lo venimos haciendo desde hace más de veinte días. ¿Y si
bajamos ya a la playa? —les dije levántandome y estirándome.

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Inicié el paso. El bosque se había llenado de gente, refugiados de los montes y
campos vecinos.
—¿Entonces cree usted que a los presos no les ha pasado nada? —preguntó dulce
y despaciosa una anciana de ojos grises y frente labrantía.
—No, y vamos ahora mismo a comprobarlo.
Todos nos siguieron. En la playa, a un pobre pastor de ovejas, ignorante de todo
lo que sucedía, le propuse:
—Vente con nosotros.
—No puedo. Estoy bañando las borregas.
Seguimos avanzando por la playa. De pronto apareció un campesino, que ya
conocíamos del bosque. Venía con su fusil.
—Soy uno de los encargados de organizar las milicias ibicencas. ¡A ver!
¡Voluntarios!
Todos los hombres que nos seguían se ofrecieron. Apareció, jadeante, otro
muchacho, también con su fusil, anunciando que ya las tropas iban a entrar en el
paseo. Al desembocar en el cruce de la carretera y las puertas de la ciudad chocamos
de golpe con Pau y Escandell, que nos buscaban.
—A vosotros, amigos, os deben los presos la libertad y la vida. Nadie lo sabe aún.
—¡Manías! —cerró Pau con modestia.
Poco después, los pescadores me trajeron un fusil y a María Teresa una gran
bandera republicana. Así, al frente de la columna, subimos al castillo, abandonado
por el comandante rebelde.
¡Cuánta emocionada memoria guardo de todo aquello! Al cabo de tres días,
después de haber formado parte del Gobierno provisional de la isla, en el Almirante
Miranda desembarcábamos en el puerto de Denia.
En Valencia aún estaba sublevado el cuartel de Caballería. María Teresa y yo
acabábamos de vivir nuestra primera batalla de la guerra civil: la de Ibiza. Ahora nos
faltaba la de Madrid, que duraría más de treinta y dos meses. ¡Adiós, Pau! ¡Adiós,
Escandell! ¡Adiós, capital de la gloria, paraíso de nuestra vida a la sombra de las
espadas! ¡Adiós!

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XIII
Desde mayo de 1917, año en que tuve que dejar, con mi familia, mi ciudad natal, el
Puerto de Santa María, en la maravillosa y mítica bahía gaditana, para instalarme
definitivamente en Madrid, puedo decir, sin exageración, que elegí como mi gran
vivienda el Museo del Prado. Yo, entonces, no era poeta, no había despertado aún a
la poesía, creyendo ciegamente que solo iba para pintor. Por eso, en cuanto llegué,
quise primero dibujar, hacer academias, compartiendo mis visitas al Museo del
Prado con mis mañanas del Casón, un precioso palacete del rey Felipe IV, en donde
llegué a dibujar, aprendiéndolas de memoria, cuantas estatuas griegas y romanas se
levantaban en sus salas. Cuando a los pocos meses me sabía el Casón con los ojos
cerrados, quise probar cosa que me parecía más difícil: copiar algo en el Prado,
yendo a elegir como primer ensayo un san Francisco muerto, atribuido a Zurbarán,
que después fue retirado del museo. Quiero ahora recordar, repitiéndomela, la
impresión que tuve de la pintura clásica durante mis primeras visitas, acostumbrado,
como estaba, a ver en mi pueblo andaluz solo malas reproducciones en colores y
algunos oscuros paisajes velazqueños colgados en casa de mis abuelos.
Deslumbrado quedé de la luminosidad de los azules, los rojos, los blancos, los
verdes, los intensos negros y tostados sienas que se me descorrieron de improviso en
Tiziano, Tintoretto, Rubens, Velázquez, Zurbarán, Goya… Ante mí estaba, ahora,
levantando sus enormes patas delanteras, el inmenso caballote sobre el que se alzaba
el principillo Baltasar Carlos, contra un cielo de azules transparentes y helados
blancos guadarrameños. Ante mí se abría también aquella habitación, aquel taller en
el que surgía de su aérea penumbra respirable aquella preciosa y frágil infantina
doña Margarita, atendida por su solícitas meninas, sus azafatas, doña María
Agustina y doña Isabel de Velasco, junto a la gran enana Maribarbola y Nicolasito
Pertusato, un enanillo italiano, que planta el pie en el lomo del perro adormilado,
bajo la mirada de Velázquez, que levanta el pincel, ante un enorme cuadro que no
vemos, mirando, seguramente al fondo, la aparición del rey Felipe IV con la reina,
que retrata en el espejo que está a su espalda, en el mismo taller en donde ya ha
pintado la escena familiar de Las Meninas. Aquella visión primera del museo llenó
mis ojos inocentes de imágenes esplendorosas, entre las que se entrelazaban las
ninfas y bacantes de Tiziano con las diosas, repletas de anchos nácares y tornasoles,
de Rubens, con las apariciones blancas de Zurbarán, los azufres incandescentes de
El Greco, los evaporados de Murillo, las tenebrosidades y relampagueantes escenas
populares de Goya. Desde 1917 hasta la insurrección militar de julio de 1936, el
Museo del Prado había sido mi casa juvenil, la cita con las novias, con los amigos
pintores y poetas, ya en esos años poeta yo, a partir de 1924, pero siempre
apasionadísimo de la pintura.

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Pero el Museo del Prado cerró sus puertas al público a partir de los primeros
bombardeos de Madrid por la aviación franquista, cuyas bombas lo habían alcanzado,
cayendo precisamente algunas en la sala de Velázquez, aunque la gran mayoría de las
obras ya había sido evacuada a los sótanos, no muy profundos, del museo, que
comenzó a ser la gran preocupación del Gobierno, de todo el Madrid intelectual y
artístico que amaba y se enorgullecía de poseer una de las pinacotecas más ricas y
asombrosas del mundo. También para la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la
que yo era secretario con José Bergamín, el inmenso peligro que corría el museo era
su mayor, su más permanente desvelo.
Madrid, hacia comienzos de aquel mes de noviembre, era ya una ciudad
totalmente en guerra. El Gobierno había partido ya para Valencia. En Madrid se había
creado la Junta de Defensa, presidida por el general Miaja. Los artistas e intelectuales
más viejos habían partido también, entre ellos nuestro gran poeta Antonio Machado.
Solo quedaba en Madrid, al lado de cierta población imposible de evacuar, el ejército,
que se preparaba para defender nuestra capital de un casi asedio que duraría
veintisiete meses. Y el museo aún estaba allí, esperando. Tarea inmensa, de una
infinita responsabilidad. Pero un atardecer de ese mismo mes de noviembre, María
Teresa y yo, con un permiso del jefe del Gobierno, Francisco Largo Caballero,
entramos en el Prado para iniciar, con un primer envío, el salvamento de las
principalísimas obras que el Ministerio de Bellas Artes de la República se proponía
sacar de Madrid.
Ya se había recibido la orden de que ese envío lo compusieran dos de los cuadros
más insignes y universales del Museo del Prado: Carlos V en la batalla de Mühlberg,
de Tiziano, y Las Meninas, de Velázquez. Nos recibieron dos milicianos armados. El
gran museo estaba en soledad. En la larga galería central, más interminable que
nunca, se veían sobre las paredes las huellas de los cuadros que habían sido ya
descendidos a los sótanos. A ellos bajamos. En la sala de restauración nos aguardaba
el subdirector del museo, con varios carpinteros y empleados, mostrándoles nuestra
autorización del Ministerio para iniciar la evacuación de las obras. Allí pudimos ver,
en la penumbra, Las Meninas, que poco tiempo después, con el Carlos V a caballo,
nos mandaron a medianoche a nuestra Alianza de Intelectuales para que nos
encargásemos del envío. Dos inmensas cajas, sujetas por barrotes de hierro a los
lados del camión que había de transportarlas, unidas fuertemente por entrecruzados
barrotes de madera, levantaban un alto y extraño monumento, protegido por grandes
lonas para preservarlo de la humedad y de la lluvia. En un auto, milicianos armados
del 5.º Regimiento y motoristas de la columna motorizada custodiaron, carretera de
Madrid hacia Levante, la histórica marcha. Comenzaban a borrarse los perfiles de la
ciudad en el momento de partir. Noche aquella sin sueño.

Motores.

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¡Alerta, milicianos!
Mientras por la interminable neblina
se van perdiendo Las Meninas
y el Carlos V de Tiziano.

Cuando después de casi treinta y nueve años de exilio pude regresar a España, al
llegar a Madrid lo primero que hice como lo había hecho en 1917, fue correr al
Museo del Prado. Conocía bien la aventura que habían corrido sus principales obras,
regresando al fin a su hogar después de haber sido expuestas, con clamoroso
asombro, en Ginebra. Me angustiaba por ver aquellas dos que habían salido en una
noche oscura de guerra hacia Valencia, bajo nuestra responsabilidad. El Carlos V de
Tiziano se alzaba, más o menos igual, en un nuevo puesto del museo. Entré en las
nuevas salas, provisionales de Velázquez, perdido el aliento por ver Las Meninas,
colocadas de nuevo en aquella habitación aparte. ¡Dios mío! Si tristes y plomizas me
habían parecido ciertas obras velazqueñas —El príncipe Baltasar Carlos, Las lanzas,
La visita de san Antonio Abad a san Pablo—, me descendió el alma hasta el subsuelo
cuando vi Las Meninas, agonizantes bajo una espesa costra color ocre, que cubría
todo el cuadro, unificándolo, sumergiéndolo en una sustancia de muerte. ¿En dónde
estaba la infantina del traje chispeante, la graciosa sirvienta María Agustina, el lazo
blanco y gris plata de sus cabellos, aquella tenuidad de armoniosos y suavizados
negros, aquel aire que iluminaba la penumbra del taller donde el propio Velázquez
surgía, pincel en alto, en el momento de crear una de las más sorprendentes obras de
la pintura de todos los tiempos? Tristeza. Melancolía. Amarillenta oscuridad. Agonía
sin fin. Lo dije al día siguiente, a un diario, en una entrevista: «Gran parte de la
pintura española está enferma. Y en algunas obras de Velázquez hay signos
mortales». Esto lo sabía bien la dirección del Museo del Prado, pero el franquismo se
había interesado más en coleccionar, en juntar a los vivos que había matado en la
guerra que en salvar tantas maravillosas cosas que estaban agonizando en el país. Y
así, hasta estos días, y gracias al tesón de Alfonso Pérez Sánchez, director del museo,
no se encontró el dinero, que tuvo que ofrecer generosamente una señora anciana
inglesa, judía sefardita, para que Las Meninas fueran arrancadas de su agonía y
volviesen a resucitar, casi como eran, en lo posible, bajo la mano experimentada de
John Brealey, el experto internacional más calificado, director del gabinete de
restauración del Metropolitan Museum de Nueva York. Y ahora, después de las más
largas polémicas en los medios artísticos nacionales, de las críticas más injustas y
provincianas, que estuvieron a punto de hacer renunciar a Brealey de su compromiso,
el trabajo del gran restaurador de Las Meninas, con toda la documentación generada
por el proceso de limpieza, se está exhibiendo en una sala provisional del Museo del
Prado, pudiéndose contemplar la magna obra de Velázquez aún más esplendorosa y
vital que cuando yo la vi, por vez primera, aquella mañana del mes de mayo de 1917,

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hace ahora mucho más de cuarenta años, recién llegado del Puerto de Santa María, mi
ciudad natal, en la maravillosa y mítica bahía gaditana.

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XIV
Una mañana, muy temprano, del mes de julio de 1937, nos llamaron por teléfono a la
Alianza de Intelectuales Antifascistas. Su secretario, Joaquín Miñana, tocó a la puerta
de nuestro cuarto.
—Preguntan por vosotros. Hablan de El Escorial. Aquí tenemos —me han dicho
—, en un cuarto del hospital, a una muchacha de la que solo sabemos que es
fotógrafa. No le hemos encontrado documento alguno. Está muerta. La mató ayer un
tanque en la retirada de Brunete. Puede ser que ahí la conozcáis. Si no venís pronto
por ella, habrá que enterrarla aquí como a una desconocida.
María Teresa y yo, con alguien más que ahora no recuerdo —tal vez Arturo
Serrano Plaja—, partimos en seguida para la sierra, sin poder sospechar que aquella
fotógrafa iba a ser… ¡No era posible, Dios mío!
Por nuestra Alianza de Intelectuales pasaban, no solo los que llegaban a Madrid
de todas las provincias, sino artistas, escritores, políticos del mundo entero, venidos a
presenciar y a informar sobre nuestra popularísima guerra… Por allí llegaron un día,
de Valencia, José Renau, Juan Gil-Albert, Pla y Beltrán. Con nosotros se hospedaban
Emilio Prados, Luis Cernuda, el raro compositor Acario Cotapos y Juvencio Valle,
ambos chilenos. También vivían allí Nicolás Guillén y Langston Hughes, los dos
poetas de color, el primero de la isla de Cuba y el otro norteamericano. León Felipe
se quedaba algunas noches con nosotros, siempre exaltado, impresionado, pues todos
los días contaba el número de muertos que causaban en Madrid los bombardeos
aéreos. Miguel Hernández también aparecía por la Alianza cuando volvía del frente.
De allí, de aquel palacete de Heredia Spínola, salían, para los soldados de las
trincheras, la revista El Mono Azul y las Guerrillas del Teatro del Ejército del Centro,
que les daban sus representaciones. Nuestra Alianza era un jubileo de pintores,
actores, periodistas, poetas, escritores, políticos, tanto españoles como extranjeros.
No debo olvidar, en ningún momento, la presencia de César Vallejo, Vicente
Huidobro y la de Neruda, que aún era cónsul de Chile en Madrid, o Ernest
Hemingway.
Pero durante los primeros días del sitio de nuestra capital, se presentaron en
nuestra Alianza dos seres excepcionales, dos arriesgadísimos fotógrafos, que como
sola arma defensiva portaban sus aparatos, que manejaban, veloces y seguros, cual
dioses intocables, en la primera línea de fuego de cualquier batalla, o allí en donde
cayesen las bombas en Madrid, tomando testimonio de los más terribles incendios,
las más catastróficas escenas. Era una bellísima pareja: dos novios, dos amantes,
húngaros los dos. Se llamaban Robert Capa y Gerda Taro. Llevaban en su rostro la
alegría del peligro, la sonrisa de una juventud inmortal, dinámica, valerosa, no sé si
inconsciente, pero decidida, irresistible. Tanto Robert Capa —o Capa solamente—
como Gerda Taro, apenas si tendrían 25 años. Él había enseñado a manejar la cámara
a Gerda, publicando, al principio, sus trabajos, solo con el nombre de Capa. La

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primera foto famosa que publicó fue una en la que se veía a León Trotski leyendo a
unos estudiantes daneses la historia de la revolución soviética, y la última, la de unos
soldados franceses en Indochina, donde Capa halló la muerte, al pisar un campo
minado, el 25 de mayo de 1954. Pero quizá su foto más famosa, además de La dama
de la sombrilla, en la que se ve a Picasso cubriendo a Françoise Gillot, en una playa
de Cannes, es aquella de la guerra de España en la que se alza, en alto, un soldado
que, herido de muerte, comienza a caer en la trinchera, abandonando en el aire su
fusil. ¿Cómo olvidar a Robert Capa, tan querido de los poetas, actrices, escritores,
pintores, gente de todas partes; tan amado de Paul Éluard y Louis Aragon, quien
escribiera el comentario más enternecido cuando supo su muerte: Adieu, mon enfant,
lo titulaba, recordando sin duda aquella alegría pura, aquella sonrisa infantil del
fotógrafo más lírico y valeroso de nuestro tiempo?
Cuando María Teresa y yo llegamos a El Escorial, corrimos directamente al
hospital para ver si reconocíamos a aquella muchacha fotógrafa muerta en la retirada
de Brunete. Cuando nos pasaron a un cuarto vacío de la planta baja, vimos en un
rincón, recostada sobre una tarima, tapado casi todo el rostro ensangrentado por unas
vendas y el cuerpo por una sábana, vimos —¡quién lo hubiera podido imaginar, Dios
mío!— a Gerda Taro, la compañera de Robert Capa, aquella linda muchacha que se
creía intocable, lo mismo que nosotros pensábamos de ella.
—Llegó aquí ya destrozada —nos dijo, creo, un enfermero—, pero aún con vida.
Sin anestesia, pues no la teníamos, tuvimos que operarla. Ya no podía hablar. Hizo
ademán de pedir un cigarrillo, y mordiéndolo rabiosamente murió en la operación.
Y allí estaba ahora con nosotros, cubierta por una sábana y el rostro lívido
chorreado de sangre. ¡Qué pequeña se había quedado aquella niña valerosa que se
creía invulnerable a las balas! Pero en la retirada de Brunete, cuando iba subida en el
estribo de un camión, un tanque nuestro rozó con ella, destrozándola. Nos
recomendaron un carpintero, el cual podría —tal vez— hacer un improvisado cajón
para ella. Y así fue. En poco tiempo cortó la madera, clavándola, y de este modo,
dentro de unas pobres tablas sin pintar, pudimos llevar a Gerda Taro desde El Escorial
a la Alianza de Intelectuales. Los pinares ardían durante el trayecto. La aviación
franquista bombardeaba todo cuanto salía de la residencia tumbal de Felipe II.
Pudimos al cabo llegar ilesos a Madrid, y en el jardín de invierno de la Alianza
velamos a Gerda, la pequeña heroína húngara, como si fuese un soldado, lo que real y
generosamente había sido en defensa de nuestra República atacada por aquellos
mismos generales que le habían jurado fidelidad para defenderla.
Lo que yo comencé a saber de fotografía se lo debía a ella. Recién vuelto de un
viaje a la Unión Soviética, en la que me habían regalado unas buenísimas máquinas
fotográficas, me compré una ampliadora, que instalé en la planta baja de la Alianza.
Allí Gerda Taro me enseñó a revelar y ampliar mis primeros trabajos como fotógrafo,
aprendiendo yo pacientemente todo el proceso para lograr las imágenes que ya iba
obteniendo de nuestra lucha. Esto lo recordaba yo mientras nuestros milicianos le

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rendían guardia de honor y desfilaban ante ella comisiones de obreros, jefes militares,
pintores y escritores, gentes del barrio que iban enterándose. A la mañana siguiente
llevaron el pobre cuerpecito de Gerda Taro a París, en donde fue recibido por la
Unión de Escritores como el de un soldado que vuelve después de haber caído
valerosamente en la lucha, que había llegado como voluntario a Madrid para defender
nuestra República, atacada por españoles aliados de Hitler y Mussolini. ¡Pobre
República, tan tímidamente recordada ahora, a sus cincuenta años de desaparecida!
¡Desgraciada República, para la que un pobre cartel, pintado por mí, recordatorio de
los colores de su bandera, fue casi cómicamente eliminado por algún encumbradillo
de ahora, que pensaba hacer meritar su cobardía como un acto plausible! Pero
siempre hay orgullos y alegrías para las Gerdas Taro, para todos los que supimos
ensalzar un recuerdo de nuestra hoy lejana bandera, símbolo de años viriles, esos que,
a la larga, después de tantos otros de ignominia, contribuyeron a labrar nuestro
presente. Vean si no una de las innumerables muestras de amistad y cariño que con
tantísima frecuencia recibo. Copio aquí algunos párrafos de una carta recibida en el
pasado mes de febrero: «Emocionadamente nos ha sorprendido su artículo de El País
en el que con su asombrosa memoria recuerda la visita al puerto de Navacerrada en
el verano de 1937, donde estaba el mando del Batallón Alpino de Milicias y una
compañía de descanso. Todos cantamos delante de usted aquello de “En un chozo de
la sierra…”. Todos desfilamos delante de usted y de María Teresa, en orden cerrado,
camino de los ejercicios de instrucción diaria… Hace aproximadamente cuarenta y
cinco años que, los martes por la tarde, de ocho a diez, nos reunimos en la cafetería
Manila un grupo de antiguos milicianos y soldados del Batallón Alpino. Todos los
martes recordamos algo de aquellos años que fueron seguramente los más intensos,
los más emocionantes de nuestras vidas. Por desgracia, muchos han ido quedando ya
en el camino. Repetimos, con cuánta emoción hemos leído su recuerdo de la visita al
puerto de Navacerrada, que fue nuestro desde el principio, y en donde se contuvo a
los fascistas hasta el fin… Le saludan sus admiradores, sus amigos, sus camaradas».
(Siguen ocho o diez temblorosas firmas).
Estos eran los españoles, los soldados que fotografiaban Robert Capa y Gerda
Taro, los mismos rostros que a ellos, muertos en acciones de guerra, dieron gloria y
honor en todas las revistas y manifestaciones gráficas del mundo. Mereceríais ahora,
pequeña Gerda Taro y Robert Capa, un recuerdo visible en cualquier campo de
batalla de entonces o en el tronco de cualquier pino de la sierra, para que sintiéramos
ondear, aunque invisible, aquella pobre bandera tricolor que combatía por la paz
mientras era atacada por los de la guerra.

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XV
Érase que se era un viejo muy viejecito, aunque tenía solo tres años menos que yo.
Parecía mi bisabuelo. Y era alfarero. Tocaba el barro lentamente, amasándolo con
verdadera unción contemplativa, como si sus dedos acariciasen una carne sagrada, a
la que había de dar formas sublimes, diferentes. Ganaba muy poquito. Unos
chiquillos iban a buscarle la arcilla a unas subidas tierras húmedas, resbaladizas, de la
montaña. ¿Cuánta le traían? Mucha. ¿Qué les pagaba? No tenía casi con qué. ¿Por
cuánto vendía luego sus anforillas, vasos, platos, toritos, decorados con la uña o una
varilla de madera? Lo que quisieran darle. Apenas 100, 150, por pieza. Pero él era
feliz, rodeado de aquellos rústicos cacharrillos, que eran la vida de sus dedos. ¿Se
habrá muerto tal vez ya, pobre pero dichoso, y andará ahora quizá volando por ahí,
intentando recuperar sus propias figuritas, que tanto amaba, sus platos, sus toritos, sus
botijos, sus vasos, porosos de leche y agua fresca, por otras aldeíllas como la suya, o
quién sabe si por algunas ciudades lejanas, adonde pudieron llegar sus cacharritos de
alfarero?
Pero tú no asciendes a mí desde aquel barro, tú subes, ¿de qué playas remotas?
Dime, ¿qué espumas te dan forma, qué algas verdioro cuelgas como cabellos…? Te
quiero reconocer con un nombre de estrella: Vénere. Y a ti, también, con otro: Altair.
Vénere —italiano—, toda blanca. Venus, de fulgores que ciegan, anchas caderas
como dos olas que se juntan, pechos de caracolas hinchadas de rumores… Altair…
alta espiga morena, cimbreada por colinas subidas sobre el valle por donde una
oscura golondrina desvelada se derrama en ungüentos aromados de una latente noche
luminosa…
Estoy en estos instantes dibujando una litografía y escribiendo un poema para una
carpeta que, con otros pintores italianos, se publicará en Roma, sobre el Cantico dei
cantici, el Cantar de los cantares, del rey Salomón.

Encendidas están las flores, las estrellas,


muriéndose de amor, sobre todos los lechos.
Bésame, amada mía, mi solo amor, mi amante.
Hagamos de los dos una sola guirnalda,
que anille el corazón de la tierra, del mundo.

Y como música callada, desde lo alto del fondo de la noche, me llega, cual un
eco, la voz de fray Luis, aquel poeta escondido en su huerto del Tormes, su mágica
versión prosificada de este mismo Cántico de cánticos, para el que yo ahora escribo y
dibujo: Béseme de besos de su boca, porque buenos son tus amores más que el vino.
¡Oh, Vénere! Al olor de tus ungüentos buenos. Porque ungüento derramado es tu
nombre. Bálsamos estelares, Altair.

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Anémona dormida eres tú, suavidades de corolas calladas, ojos parados de paloma
infinita, esfumados del río de la noche diurna…
¿Cómo llamarte a ti sino Laguna de Esmeralda, rodeada de arenas negras, delfín
de tierras interiores, mirada y ansiada mucho más que la luna, caminando por calles
que no iban al mar, besada y nunca vuelta a ver para siempre en aquella estación
cambiada hoy de nombre…

Es la hora de la sed, es la noche sin sueño,


el amor que no piensa que ha de llegar la aurora.
Bésame, amante mío, mi solo amor, mi amada.
Desvelados los dos, amémonos cantando
hasta el final del mundo.

E igual que música callada, desde lo alto de la noche, me llega nuevamente como
un eco la versión castellana de fray Luis: Tus ojos de paloma entre tus guedejas. Tu
cabello como rebaño de cabras. Tus dientes como manada de ovejas trasquiladas.
Tus dos tetas como dos cabritillos mellizos, que están paciendo entre azucenas.
Las tus plantas, como jardín de granadas, con fruta de dulzura; juncia de olor y
nardo.
Aquel viejo alfarero no conocía el torno griego ni el horno eléctrico. Entre sus
dedos ascendía el barro, se redondeaba de aquella pálida carne de la tierra, que luego
ponía a secar al sol. Hubiera visto él las bellas ánforas griegas y romanas decoradas
de escenas amorosas, que él nunca pudo hallar en su aldeílla pobre al pie de la
montaña.
A ti te llamaremos Corzuela de las Calles, enamorada de los gatos, ojos moriscos,
hondas caderas de Telethusa gaditana, abstraída y extraña en una selva de telas de
colores, cuentas y perlas y cristales y sin puertas, a veces ni ventanas por donde
escapar de tan inextricable laberinto.
Llegaría de pronto entre las brisas el eco castellano de la voz de fray Luis:
Levantémonos de mañana a las viñas, veamos si florece la vid, si se descubre la
menuda uva…
Y tú, quien apareces ahora, eres Virginia, en medio de la guerra, amada entre las
armas del sangriento Marte, como la Isabel Freire de Garcilaso de la Vega. Los
caballeros lucían en los torneos, para darse valor, alguna insignia que tremolase el
nombre de la dama de su sueño.
Yo quiero recordar aquí el de un poeta y algo más, citado hoy bastante poco, que
llevó siempre a su Virginia por todos los campos de batalla: Arturo Serrano Plaja. De
la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Miliciano del Quinto Regimiento. Difícil
persona apasionada. Soldado en la defensa de Madrid. Herido en el frente de Teruel.
Caían las bombas en nuestra capital sobre todos los barrios. Llegaban, en la
clandestinidad de la noche, las Brigadas Internacionales. Se combatía cuerpo a cuerpo

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en la Ciudad Universitaria. ¡Oh entonces el amor ante la incertidumbre de la muerte!
¡Oh fugas angustiadas hacia él en medio de la firmeza del combate! «Virginia», el
gran poema de Serrano Plaja, es lento y fluido como un cauce de agua que cantase
con el mismo sonido casi siempre. Pero quizá en nuestra guerra sea el poema más
sostenido en su extensión de todos los escritos, entrelazados el amor y la lucha.

Yo mismo estoy herido, vengo herido,


traspasado de ungida luz más pura,
para ofrecerte amor, para ofrecerte
mi amorosa palabra de rodillas.
Por eso estoy aquí. Dame tu mano.
Vuelve hacia mí la maravilla triste,
la delicada pena de tu rostro,
que quiero tener lástima en el pecho
para tener confianza en el destino.

Y tú te me apareces ahora también, pobre musa angustiada de todos los combates.


Tú, agonía y firmeza, caídas y levantadas, flechado amor por todas las heridas,
deseada con frenesí en medio de las balas, vista y no vista, tan amada de aquel ciego
soldado, duro relámpago que volvía siempre hacia el amor, después de haber
sangrado por hospitales y trincheras. Miguel Hernández fue el mejor y más auténtico
poeta de la guerra. Miliciano, primero, del Quinto Regimiento, voluntario desde aquel
mismo insurreccional día 18 de julio, se arrancó, ya en mitad de la lucha, con su
Viento del pueblo, un aplastante alud de cosas épicas y líricas, versos de encontronazo
y empujón, de dentellada y gritos suplicantes, rabia, llanto, delicadeza. Todo lo que a
él le temblaba, entretejido en aquellos raigones profundos.

Morena de altas torres, alta luz y altos ojos,


esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.

Página 68
Miguel Hernández murió, vomitando pus y sangre, tirado en un jergón de una
cárcel alicantina. Sus dos hijos murieron también. Su fiel y dolorosa musa se llamaba
Josefina Manresa.
Pero llega, llega, todavía viene, en medio del estruendo de las armas, la voz
ahogada de fray Luis: Halláronme las guardas que rondan la ciudad: hiriéronme,
tomáronme el mi manto que sobre mí tenía las guardas de los muros.
Aquel viejo, aquel viejísimo alfarero, aunque solamente tenía tres años menos que
yo, parece que no ha muerto. Me dicen que volvió a su pobre aldeílla para amasar de
nuevo en barro sus mismos cacharritos, anforitas, vasitos, platitos…, todas aquellas
cosas inmortales que le salían de las manos. Mientras, yo sigo escribiendo mi poema
y dibujando mi litografía para ese Cantico dei cantici, ese Cantar de los cantares, del
rey Salomón, que pronto se ha de publicar en Roma.

Tiende, amor, tus banderas de paz y de armonía


sobre todos los lechos de amor a un mismo tiempo.
Bésame, amante mío, mi solo amor, mi amado.
Amor, amor, amor, solo amor para siempre,
sopla el viento cantando alrededor del mundo.

El amor en la paz, cantando, ¿estoy seguro?… O el amor en la guerra.


Respondedme.

Página 69
XVI
A José Herrera, a quien conocí, creo, en Cercedilla, en donde veraneaba con su
familia, le dije después de escuchar este poema, ejemplo de los que entonces escribía:

La comprobada Marcelina nunca se había oído llamar Marta


Cibelina hasta que vino a mi casa.

«Tú eres un auténtico surrealista sin saberlo», le recalqué, «y, con ese bello tipo
escandinavo que tienes, deberías llamarte de otro modo. José Herrera no quiere decir
nada, es demasiado normal. Se me ocurre que podrías cambiarlo por el de Peter
Stavanguer, que pienso iría mejor con tu aire nórdico de vikingo».
Le pareció normalísimo ese nombre, que aceptó sin el más mínimo reparo. Y así,
con él, José Herrera firmó sus poemas durante una larga temporada.
José Herrera, antes de añadir a su primer apellido lo de Petere (como le decían
familiarmente en su casa) era un muchacho enamorado, hasta la obsesión, de la
geografía. Aunque a mí me sucediera lo mismo, en Petere adquiría un alto grado de
inspiración, esparcido a lo largo de toda su obra. De la sierra de Guadarrama se sabía
los nombres de todos los picachos, los pueblos, los puertos, los riachuelos,
sucediéndole lo mismo con la provincia de Toledo. Aún antes de nuestra guerra yo le
había dedicado un poema titulado «Geografía política», en el que aludía a nuestro
entusiasmo por todos esos nombres esparcidos sobre los mapas coloreados.

Aún verdes, imagino que algún día


de algún año pasado, un curso ido,
sobre un mapa en el tiempo desvaído
estudiábamos juntos geografía.
¡Los montes de Toledo,
los ojos con que sueña el Guadiana,
los sauces que abren paso,
velando el frío, desvelando el miedo,
conduciendo y doblando la desgana
al río que se lleva a Garcilaso!

Petere tenía un gran instinto musical y una memoria llena de los más viejos
romances y canciones, que a media voz cantaba. Entre estas, su más preferida era
aquella, fronteriza, de Tres morillas me enamoran en Jaén,/ Aixa, Fátima y Marién,
que le sirvió de estribillo para un librito de poemas titulado Hacia el sur se fue el
domingo, según Max Aub, uno de los más importantes de Petere.

Página 70
Era infantil y puro aquel Petere, extraordinario amigo, tímido, de pronto, recto y
hasta duro, pero siempre dulce, comprensivo, condescendiente. Tenía una novia,
Carmen, una linda muchacha, que entonces nos parecía a nosotros desentonar algo
con sus ideas avanzadas, pues Petere, poco a poco, sin aspavientos, se iba
encaminando hacia el marxismo, un marxismo poético, nada periodístico, que apenas
se traslucía de manera directa en su obra. Ya antes de la guerra civil, sus grandes
amigos eran el escultor Alberto Sánchez, los pintores Juan Manuel Díaz Caneja,
Maruja Mallo, Benjamín Palencia, aquellos que crearon por entonces lo que más
tarde se llamó Escuela de Vallecas. José Herrera Petere tenía una gracia especial para
los títulos. Con Díaz Caneja fundó en el primer año de la República una peregrina
revista, de la que apareció un solo número: En España ya todo está preparado para
que se enamoren los sacerdotes, hoy una inalcanzable rareza bibliográfica.
Petere, aunque muy metido en nuestra generación del veintisiete, por su espíritu y
por su edad, pertenece a la de Luis Felipe Vivanco, sobrino de Bergamín, Arturo
Serrano Plaja, Antonio Sánchez Barbudo, Enrique Azcoaga, Lorenzo Varela, Miguel
Hernández. Colaboró en los últimos números de La Gaceta Literaria, que dirigía
Ernesto Giménez Caballero, y en la revista Octubre, que animábamos María Teresa y
yo. Pero cuando amaneció aquel 18 de julio con los militares y la Falange
sublevados, Petere —ya miembro del Partido Comunista— se alistó en el
5.º Regimiento, fundado, entre otros, por Vittorio Vidali, conocido como el
comandante Carlos, bravo italiano cultísimo y amante de los intelectuales, compañero
entonces de una bellísima comunista, también italiana, prestigiosa fotógrafa, Tina
Modotti, muerta en México en los primeros años del exilio.
José Herrera Petere fue muy buen soldado, como lo fue Serrano Plaja, tan
decidido como lo fue el propio Miguel Hernández. En el «Romancero de la guerra
civil», que centraba las páginas de El Mono Azul, la revista para las trincheras, de la
Alianza de Intelectuales, publicó numerosos romances, algunos verdaderamente
populares en todos los frentes. Petere fue fervoroso seguidor de aquellos años bélicos,
no tan destacado como Miguel Hernández, pero hoy dignísimo del mejor recuerdo, de
fijarlo en el puesto que merece. En 1938 obtuvo el Premio Nacional de Literatura,
con Acero de Madrid, un muy sostenido poema épico sobre la defensa de nuestra
capital. Petere no escribía de oídas, de tradición oral, sino de una manera viva, como
participante real de los hechos. Su novela Cumbres de Extremadura aparece por
primera vez durante el asedio de Madrid, gran experiencia de su estancia como
soldado en aquel otro frente, siempre en contacto con los guerrilleros.
Desde poco antes de trasladarse el Gobierno de la República de Valencia a
Barcelona, a causa de haber llegado el Ejército franquista a Nules (Castellón de la
Plana), no vi más a Petere, pues ya hizo todo el resto de la guerra en Cataluña,
interviniendo en la batalla del Ebro, colaborando al mismo tiempo en aquella revista
ejemplar, Hora de España, donde publica su intervención en el II Congreso
Internacional de Escritores (Valencia, 1937).

Página 71
Cuando ya luego me lo tropecé en París, lo encontré del brazo de Carmen, su
novia de siempre, casados por el comandante Carlos en el 5.º Regimiento, portadora
visiblemente de un hijo que nacería a poco de llegados a México, en donde vivieron
desterrados hasta 1947, año en que se trasladan a Ginebra (Suiza), ya con Emilio,
Miguel y Fernando, los tres hijos que poco después formarían con su padre la
orquesta de Los Trompis, maravilla de gracia, simpatía, siempre enlazados a los ecos
de toda la inmensa nostalgia de España, a todos los cada vez más acentuados
padecimientos de Petere, fijos en su imaginación aquellos pueblos, montes, ríos y
llanuras de la geografía española, tan imposible de desclavárselos de su memoria. Y
José Herrera Petere, alternando su trabajo como funcionario de la OIT, escribe y
escribe, en carne viva siempre. Todavía en México había publicado Niebla de
cuernos, una novela satírica sobre el París de poco antes de la II Guerra Mundial, que
José Bergamín admiraba, incluyéndola en la editorial Séneca. Durante su estancia en
Suiza, aparecen en ediciones bilingües —francés y castellano— Árbol sin tierra, Del
Arve a Toledo, Hacia el sur se fue el domingo, La suerte, A Antonio Machado, Por
qué no estamos en España, El incendio, Cenizas, libros todos de poemas. Recibe
diversos homenajes tanto en París como en Ginebra. Pero, José Herrera Petere, aquel
maravilloso y transparente Peter Stavanguer de los años madrileños, está enfermo de
melancolía, de inmensa y desesperada soledad interior. Es el desterrado que no pudo
soportar la arrancadura de sus raíces españolas, aquellas, sobre todo, que dejó al aire
por los montes guadarrameños, por las coloreadas tierras del Tajo toledano, por el
Madrid del Puente de los Franceses y la Casa de Campo, orillas del Manzanares. José
Herrera Petere se siente perdido, al borde de aquel lago ginebrino, con el alma aterida
no por las nieves de Peñalara, los Siete Picos, Balsaín, Navacerrada, sino por los
monótonos e interminables de Suiza, que le borran el gracioso suspiro de sus tres
morillas enamoradas por tierras y montes de olivos andaluces.
Yo lo visité varias veces en su casa ginebrina. La última vez que lo vi lo encontré
desconocido, velada la voz, envenenado de pernod y ginebra, hablándome
abiertamente de que bebía para suicidarse, así, despacio, pues no tenía el valor de
hacerlo de pronto, como quien se arroja a un lago o se dispara un tiro en el corazón.
Le supliqué que abandonase el pernod y la ginebra y que tomase, si no le era posible
suprimir del todo la bebida, solamente vino. Así me lo prometió. En 1976, en el día
de su cumpleaños, lo llamé por teléfono desde Roma y le dicté unas coplas de Juan
Panadero para felicitarlo. Le decía:

Se canta aquí la amistad,


el amor, la poesía,
que es decir la Libertad.
Aquí bien alto se canta
al fiel poeta que siempre
llevó a España en la garganta.

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La guerra, la vida en juego,
tu claro romance en vilo,
alto en la línea de fuego.
Tu valor, tu fe segura,
duro acero de Madrid
y cumbres de Extremadura.
Tu amor a la geografía:
¡Oh trenes del Guadarrama,
camino de la Fuenfría!
y el aire que de Jaén
hasta Ginebra te traen
Aixa, Fátima y Marién.
Hoy quiere Juan Panadero
celebrarte en las mejores
coplas de su cancionero.

Muchos aguantamos el larguísimo exilio. Otros, no. Petere fue uno de ellos.
Realmente quiso suicidarse. Carmen, con dos de sus hijos, aquellos alegres trompis
musicales, estos días aquí en Madrid, me lo confirmaron. Habían venido para celebrar
la nueva aparición de Cumbres de Extremadura (Novela guerrillera). María
Zambrano, en un breve prólogo, se despide así de Petere al cumplirse el primer
aniversario de su muerte: «En exilio derramaste tu voz que llevaba y dejaba encinares
y olivares, cumbres, puertos, ríos de aquella tu tierra de sueño y alma».
Ahora, ayer, yo, en mi pueblo de la bahía, fui a visitar una misteriosa y
sonámbula bodega, una inmensa nave en penumbra de la que parecían emerger,
estáticos, silenciosos, los toneles. Y vi también asomar la cabeza de diez caballos
maravillosos por el ventano de su cuadra. Y no sé por qué te fui viendo dentro de sus
ojos tiernos infantiles. Y tropecé también con un sobrino mío, que no conocía, quien
me confesó que le enloquecería reencarnar en un caballo. Y yo le dije: «No me
extraña, porque tu padre siempre quiso ser caballo y quién sabe si ahora se halla
galopando por los prados del cielo». Sé que a Peter Stavanguer, a José Herrera Petere,
le hubiera gustado el final de este capítulo de mi Arboleda perdida, a él dedicado.

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XVII
Estoy escuchando la voz de Aragon. (Que nadie deduzca, equivocadamente, que
estoy oyendo una jota). Lo que suena ahora en mí, dentro de mis oídos, es la voz del
poeta Louis Aragon, registrada en su propia casa parisiense en 1968; su voz, fresca
todavía y juvenil, como aquella que escuché por primera vez en Moscú, una noche
con 35 grados bajo cero, en casa de Lili Brik, la gran amada del poeta Maiakovski,
suicidado apenas hacía dos años (1930). Allí fue nuestro primer encuentro. Confirmo
ahora que esta voz de Aragon dicha por Aragon es aún la misma de entonces,
declamando con el mismo tono y cadencia de los grandes actores de la Comédie
Française. Con una verdadera y casi amanerada maestría, Aragon recita poemas de
sus tres libros: Paroles perdues, Les rendez-vous y Le voyage d’Italie. Pero esta voz
ya no será la misma que tenía la última vez que lo vi, viudo, ya sin su Elsa, en
Sabadell, dos años antes de su muerte. Tengo que confesar que escribo hoy sobre
Aragon porque he recibido en estos días su obra poética completa (¡quince enormes
volúmenes!) en una clara y bellísima edición, con ilustraciones de todos los grandes
pintores de su tiempo. Busqué ansiosamente alguna dedicatoria suya, pues los
volúmenes fueron enviados desde Francia por su secretario, Jean Ristat, aún en vida
del poeta, a casa de unos grandes amigos míos de Barcelona, no habiendo tenido
ocasión de retirarlos hasta no hace mucho.
Cuando yo conocí a Louis Aragon aquella gélida noche moscovita, era ya el
comunista apasionado, arbitrario, colérico, casi terrible, separado hacía tiempo de
casi todos sus amigos, los valientes iniciadores del movimiento superrealista,
capitaneado por André Breton. Ya estaba unido, atado fuertemente, a Elsa Triolet,
escritora rusa, que le había sido presentada por Maiakovski, el gran amado de Lili
Brik, hermana de Elsa. Aragon, ya sin aquel rostro de adolescente de san Luis
Gonzaga, era, casi lejano, el autor y prodigioso estilista de Le paysan de Paris,
habiendo recorrido sus eróticas aventuras con la extraña y diabla Nancy Cunard,
protagonista del anónimo relato El coño de Irene. ¿Cómo no recordar ahora a la
pálida y bella inglesa Nancy, propietaria de la Cunard Line, apasionada más tarde
de nuestra guerra civil, militante entusiasta en el campo republicano, que llegó a
alquilar un castillo en Francia para recoger a los intelectuales refugiados? Pero
Elsa apareció como otra cosa, comunista ya, convitiéndose pronto en la Beatriz roja
del poeta francés, casi en Il primo amore, aspirante al amor inmortal, compañera
fidelísima, llegando allá en las altas cimas de la vida de ambos a publicar
entrelazada toda su obra novelística, creo que único caso y ejemplo en la literatura
universal. Elsa era bella para muchos. A Pablo Neruda le «parecía invulnerable. No
conocía el miedo y era como una espada de ojos azules». Desde 1939, Elsa disfrutó
de una doble presencia en la vida literaria francesa: en primer lugar, por sus obras,
y en segundo, por el que ocupó durante treinta y cinco años en la obra de un poeta
de renombre universal. Todo esto la llevó a despertar los más extremos sentimientos:

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desde una gran veneración hasta el odio más encarnizado. Esta rusa soviética en
Francia, que escribía en francés, murió el 16 de junio de 1970 en Saint-Arnoult, la
bella casa de campo del poeta. Pero esta mujer sin miedo vivió desgarrada entre dos
lenguas y dos patrias diferentes, no dejando jamás de expresar en sus novelas —
como escribe Edmonde Charles-Roux— la dificultad de ser extranjera en Francia.

Pero ella llegó un día a Madrid, con Aragon, durante un mes de octubre, en plena
guerra civil nuestra. Con ellos llegaron también a la puerta de nuestra Alianza de
Intelectuales dos personas más, dos escritores alemanes que luego permanecieron en
España, incorporándose a las Brigadas Internacionales: Gustavo Regler y Alfredo
Kanterovich. Elsa y Aragon nos traían en nombre de la Asociación Internacional de
Escritores de Francia un gran camión que portaba, entre medicinas y ropa, un equipo
de cinematografía, entregándonoslo a nosotros, para nuestra propaganda cultural en
los frentes de lucha, a los que María Teresa y yo los acompañamos. Ellos pudieron
ver, ya casi evacuados en los sótanos, los cuadros del Museo del Prado y el palacio de
los Duques de Alba, bajo la custodia de las milicias comunistas, quienes poco
después de la partida de Aragon, pudieron salvarlo, en su mayor parte, del terrible
bombardeo aéreo a que fue sometido.
Nuestros dos amigos se hospedaban en la Alianza, cerca de una habitación en
donde los marqueses de Heredia Spínola conservaban un inmenso guardarropa con
trajes, sobre todo, del siglo XIX, y uniformes y capas militares de otras épocas, que
nuestros huéspedes usaban, a veces, para distraer el miedo, en las noches de
bombardeo. Ya María Teresa ha contado en su Memoria de la melancolía los
disfraces de Nicolás Guillén, León Felipe, Luis Cernuda, etcétera. Elsa y Aragon se
llevaron de su visita a nuestra capital de la gloria, casi asediada, un profundo y claro
recuerdo, que Aragon cuenta minuciosamente en las prosas intercaladas en los
volúmenes de su obra poética, en los que también habla de su viaje a Valencia, en
donde —dice— nadie creía en la posibilidad de que triunfase el crimen contra toda la
nación. Un año después de este viaje, cuando ya Manuel Altolaguirre había impreso
cerca de las trincheras, en el frente del Ebro, en una edición destinada a los soldados,
el libro de poesías España en el corazón, de Pablo Neruda, en París, y con prólogo de
Aragon, la Asociación Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura
lanzaba el libro del poeta chileno, en donde Aragon recalca «que el premio
inestimable que nos trae este libro es la respuesta extraordinaria de los poetas a una
leyenda tenebrosa que quiere que Orfeo no pueda más cantar en los infiernos, que las
guerras y las revoluciones sean más fuertes que el genio del hombre y que el ruiseñor
se calle cuando lo quieren los buitres».
¿Cuántas veces más me encontré con Aragon y Elsa, después de nuestra guerra,
en París, antes de estallar la II Mundial, cuando éramos refugiados, en vísperas de
partir para Argentina? Tantas, y no solo con él, sino con Picasso, Léger, Cassou,
Sadoul, Marcel Bataillon… Y luego, tantísimos años después, a nuestro regreso a

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Europa, ya viudo el poeta, cuando Picasso cumplió 90 años, apareció Aragon en un
escenario de Vallauris, relampagueantemente vestido de terciopelo oscuro, recitando
un largo y extraordinario poema dedicado al gran viejo y genial pintor de Málaga,
que no pudo asistir a su homenaje.
Y después, ¿qué pasó? Que Aragon fue atropellado por un auto en mitad de la
plaza de la Concordia, y el conductor, un muchacho ignorante, cuando fue informado
de quién era el atropellado, corrió, deshecho en lágrimas, a casa del poeta, haciéndose
gran amigo suyo y visitándolo durante todo el año que le costó a Aragon guardar
cama en su casa.
¡Cuánto hablaría yo de Aragon, con cuánto placer y admiración le recordaría,
como lo hacía con Luis Buñuel, siempre que nos encontrábamos, con cuánto cariño lo
haría de aquel odiado y atrayente ser siempre en perpetuo movimiento, de aquel Fou
d’Elsa, de aquel ejemplar comunista casi onírico, soberbio, equivocado tal vez,
insoportable, de aquel Jean la Colère de la clandestinidad durante la resistencia…!
La última vez que vi a Aragon, que estuve con él, fue en Cataluña, en 1980.
Estábamos invitados por la Alianza Francesa, en Sabadell. Allí, Jean Ristat, escritor y
secretario del poeta, daría una conferencia sobre El ejemplo de Aragon. La sala estaba
completamente llena. El alcalde de la ciudad ocupaba la presidencia. Cuando los dos
aparecimos juntos, fuimos largamente ovacionados. Yo saludé a Aragon con esta
breve poesía:

Aragon,
decir solo Aragon
o decir solo Louis
o más completamente, decir Louis Aragon
en París, en Moscú o allá en aquel Madrid
cercado de la sangre.
Una luz sin remedio
en agudo cristal que se rompe de ira.
Una furia que invade,
un fúlgido torrente que sacude
y llena de señales este siglo que pasa.
Queráis o no queráis
su sitio ya está allí fijo y movible.
Y no habrá paz que lo condene,
guerra que lo soporte,
piedra o palabra que intente derribarlo.
Inútil rehuirlo
pues es imán que atrae,
absorbe, impulsa, arrastra.

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Pero Aragon estaba ya cansado de tanto sigilo vibrador, sin reposo. Cerraba de
cuando en cuando los ojos dulcemente, mientras que Jean Ristat ensalzaba y exponía
a aquel hombre, a aquel gran poeta, de los años en que la revolución era nuestra
diana, nuestra razón de vida, nuestra odiada y amada poesía, nuestra lucha sin tregua,
nuestro sueño real de cada hora y los poetas se llamaban Maiakovski, Aragon,
Eluard, Neruda, Vallejo, Quasimodo y también Blas de Otero y Gabriel Celaya…
Hace muchos años, Aragon, asombrado de la pujanza poética, llena de hálito
político, de Víctor Hugo, lanzaba esta pregunta en medio de todos los ámbitos de
Francia: ¿Ha leído usted a Víctor Hugo? La misma pregunta podemos nosotros lanzar
hoy sobre poeta tan completo, tan combatiente, tan peligrosamente comprometido —
¡sí!—, tan diverso y tenaz como del que hablamos: ¿Ha leído usted a Aragon?

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XVIII

Febrero, 10. Marsella.


Sella el mar para mí mi último puerto.
Adiós, adiós, Europa.
Aunque es febrero y frío, libre de ropa
baja la Cannebière al mar Diana…

El pasado jueves 7 de mayo partí volando de Madrid en viaje a Marsella.


Después de 80 kilómetros de carretera me instalé en un gracioso hotel de Toulon, de
donde saldría durante tres jornadas a un colegio de niños franceses de la región
para dictarles una lección de poesía, siendo acompañado por Paco Ibáñez,
compositor y cantor de muchos de mis poemas, y por el escritor hispanista Claude
Couffon, gran traductor de parte de mi obra poética. Yo había conocido la ciudad de
Toulon en 1931, cuando el poeta Jules Supervielle nos invitó a María Teresa y a mí a
pasar el verano en su casa de la vecina isla de Port-Cross. Desde entonces no había
vuelto a Toulon, ni desde 1940 a Marsella. Esta enorme ciudad, con Barcelona,
Génova y Nápoles, la más importante del Mediterráneo, había sido mi entrada en
Francia al terminar la guerra civil española, y mi salida pocos meses después de
iniciada la II Guerra Mundial. Desde entonces no había vuelto a ella.

Casi un año permanecí en París, teniendo que abandonarlo cuando los alemanes
rompieron la Línea Maginot y comenzaron su avance hacia la capital francesa. Pero
mientras, ¿qué había hecho yo, qué habíamos hecho en París durante todo ese
tiempo? Cuando estábamos viviendo con Pablo Neruda y Delia en el Muelle del
Reloj, por influencia y amistad de Pablo Picasso con alguien del Ministerio de
Comunicaciones, fuimos admitidos, después de probar nuestra voz, como locutores
de Paris-Mondial, cuyas emisiones radiales iban dirigidas a América Latina. El
director de estas emisiones era monsieur Fraisse, una persona bastante joven, que
había sido surrealista, que no sabía una palabra de español, pero que a pesar de estar
algo acomplejado por esto, era bastante afable con nosotros. Para penetrar en aquel
edificio de la radio se necesitaba un permiso especial, aún más riguroso después de
estallada la guerra. Yo era lector del noticiario, que repetía a cada hora. Me estaba
prohibido fumar, atento siempre a la llamada para mi emisión, así que disponía de
toda la noche para trabajar, ya fuera escribir o leer. Mis horas de trabajo eran de siete
de la tarde a siete de la mañana. Me puse a traducir, no sé por qué, quizá para
ejercitarme en el verso blanco, el Britannicus, de Racine, sin saber que se avecinaba
la celebración del centenario de su muerte. Con ese motivo me pidió M. Fraisse que
buscase a algunos españoles y formara con ellos un pequeño grupo teatral para hacer
una lectura del Britannicus. Logré que entre los improvisados actores hubiese uno de
verdad, Andrés Mejuto, y el escritor Corpus Barga. Tanto María Teresa como yo nos

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incluimos en la compañía. Recuerdo que la noche de nuestra representación para
América Latina hubo una fuerte y ruidosa alarma aérea. Los alemanes rondaban
París, pero sin bombardearlo. Nuestra interpretación gustó mucho, según las cartas y
mensajes que llegaron a Paris-Mondial. M. Fraisse, en recompensa, nos aumentó un
poco nuestro sueldo, que era bastante exiguo. Aquella traducción yo la alternaba con
algunos poemas para un nuevo libro, que lo terminaría en Buenos Aires, titulándolo
al fin Entre el clavel y la espada.
Cuando llegué a París, mi estado espiritual era negro, desesperado. El final de
nuestra guerra, con la insurrección, en Madrid, del coronel Segismundo Casado, me
había hundido en el mayor desánimo, apoderándose de nosotros, los recién exiliados
españoles, el túnel de la más tremenda incertidumbre. En Francia no había escrito aún
ninguna poesía. Como dije, me puse a traducir a Racine. Pero una de aquellas noches,
de las más solitarias, en mi estudio de la radio parisina, poseído de no sé qué extraños
impulsos, comencé a escribir una canción, cuyo comienzo era:

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.
Por ir al norte fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Cuando llegué al final me quedé sorprendido:

(Ella se durmió en la orilla.


Tú, en la cumbre de una rama).

No comprendía yo cómo en aquel sumergido estado de angustia en que me


hallaba me había podido salir una canción como aquella. La leí, la releí, no hallándole
ni el más remoto rastro del estado que me invadía. Era un misterio su aparición.
Abriéndose vuelo entre los cielos y campos de muerte que arrastraba conmigo,
aquella paloma había llegado hasta mis manos, traspasándola con aire de escritura a
una hoja blanca de papel que tenía sobre mi mesa.
Pero una muy inesperada noche, M. Fraisse nos llamó a su despacho a María
Teresa y a mí. La Francia de aquellos bochornosos y desdichados días había enviado
a España, como embajador ante Franco, al mariscal Pétain. Al poco tiempo, le
comentaron al propio mariscal que la radio francesa estaba llena de rojos españoles,
algunos conocidísimos, como nosotros. Fuimos llamados inmediatamente al
despacho de nuestro pobre M. Fraisse, al que sentimos susurrar, casi entre lloros:
—Vuestro trabajo como locutores es excelente, mis queridos amigos, pero… c’est
le Maréchal… Vous comprenez…?

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—Sí, señor Fraisse —le respondimos—. Estamos muy contentos de ser puestos
en medio de las calles de Francia por vuestro noble mariscal.
Y en la tercera clase de un barco francés que salía del puerto de Marsella
llegamos, unos veinte días después, a Buenos Aires.
A los pocos años de aparecida en Argentina «La paloma» dentro de Entre el
clavel y la espada, se me presentó en mi casa de la calle Las Heras un jovencísimo
compositor bonaerense, Juan Carlos Guastavino. Me pedía permiso para poner
música y canto a cinco poemas de ese libro, entre los que se hallaba «La paloma». Le
dije que sí, asistiendo yo al estreno de la canción, con música de cámara, como pieza
de concierto. Poco después, un coro de Santiago del Estero, el de los hermanos
Carrillo, la repitió, solo a voces, con gran éxito, pasando en seguida a ser repertorio
de la radio. Aquella paloma de mis noches de guerra parisina había comenzado su
vuelo, pero todavía a ras de los tejados argentinos. Pero la paloma adquirió verdadera
altura cuando en Roma, durante el homenaje que se me hacía en un teatro, otro
compositor argentino, Bacalov, la oyó, acompañada a la guitarra, en la voz de una
bella muchacha, Deisi Lumini. Bacalov pidió permiso para orquestarla,
ofreciéndosela en seguida al gran cantante italiano Sergio Endrigo, que la estrenó con
éxito ruidoso en un festival de San Remo. Y desde entonces la paloma,
equivocándose siempre, remontó todos los aires, ya traducida al alemán, en la voz de
Milva, y en su idioma original en la de Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez, Ana Belén,
Nuria Espert, Montserrat Caballé… Hasta una vez, en Pekín, la oí cantar en chino por
una vocecita que salía como de la corola de una flor de suavísimos tonos.
Ahora, «La paloma», desde hace tiempo, es motivo de toda clase de
interpretaciones: desde las más desatinadas hasta otras difíciles, analíticas, críticas,
estructurales, queriendo desentrañar el misterio de su equivocación, de su alto vuelo
amoroso en busca siempre de su propio secreto.
Ha sido ahora, en mi vuelta a Marsella, el pasado 7 de mayo, después de cuarenta
y tres años de no verla, mientras corría por la carretera hacia Toulon para recitar a
unos maravillosos niños franceses mis poesías y hablarles de ellas al lado de mis
propios poemas cantados por la siempre emocionada, honda y popular voz de Paco
Ibáñez, ha sido ahora cuando he podido recordar aquellas lejanas noches radiales
parisinas en que nacía la paloma en medio de las más lentas angustias de la guerra.
Quisiera aquí, mi paloma, repetirte entera antes de terminar y dejar Francia, ya
que naciste en París y te llevé conmigo de Marsella a las orillas del río de la Plata,
desde donde tomaste para siempre tu vuelo equivocado y definitivo.

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.
Por ir al norte fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

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Creyó que el mar era el cielo,
que la noche la mañana.
Se equivocaba.
Que las estrellas, rocío,
que la calor la nevada.
Se equivocaba.
Que tu falda era tu blusa,
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.
(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama).

Página 81
XIX
La otra tarde, en un lugar enormemente amplio y claro de Madrid, un edificio donde
hoy se juntan muchas exposiciones, conciertos, un grande y abutacado café-bar,
salas de conferencias y lecturas de poesías, acompañado del jovencísimo poeta Luis
Muñoz, estuve oyendo a tres muchachas, muy graciosas las tres, muy buenas poetas
las tres, muy abiertamente enamoradas las tres. Quizá la más eróticamente clara era
la rubia, nacida en Córdoba, con un apellido como un sabor a dulcería andaluza,
Inmaculada Mengíbar; la otra, Ángeles Mora, era de Rute, en donde —ya lo conté—
viví parte de los años 1925 y 1926, descubriendo allí muy dramáticas, divertidas y
secretas cosas; la tercera, Teresa Gómez, era granadina, y nos contó algún
inesperado encuentro amoroso suyo, a través de un verso de mi libro Yo era un
tonto…: «De este puro amor mío tan delicadamente idiota». La verdad es que hay
otras varias poetas que sin muchos adornos líricos ni floreos vienen haciendo una
poesía que es algo nuevo en España y verdaderamente prometedor. Entre ellas podría
contarse a Blanca Andreu, Almudena Guzmán y a la más picante y conseguida, la
romana de Cádiz, Ana Rossetti.
Después de Rosalía, dolorida de amor y triste, surgieron algunos nombres de mi
generación. Pero poetas enamoradas, hay que saltar al río de la Plata para
encontrar en el fondo del mar a una Alfonsina Storni y, al otro lado, a las uruguayas
—alguna terrible— Delmira Agustini —«Yo soy el surco ardiente que espera la
semilla»—, Juana de Ibarbourou, Clara Silva, Ester de Cáceres, Sara Ibáñez y a la
desgarrada chilena Gabriela Mistral.

Cuando desembarqué en Buenos Aires, no sé si ya lo conté, lo hice después de


presenciar lo que se llamó luego la batalla de Punta del Este, entre la flota británica y
el Graf Spee, un acorazado de bolsillo alemán que pirateaba por las costas atlánticas
argentinas y las chilenas del océano Pacífico. El barco alemán había sido tocado de
manera grave por la flota británica y entrado con permiso, solo de 24 horas, para
reparar averías en Montevideo. La flota británica, desplegada en abanico, lo esperaba.
A nosotros, pobres pasajeros del Mendoza, un transatlántico argentino, se nos había
dado la orden de anclar, no siguiendo el viaje a Buenos Aires hasta que terminase la
batalla. Mientras, aquella noche, el capitán del crucero alemán se suicidó. Cuando por
la mañana avanzó el Graf Spee hacia los límites de las aguas jurisdiccionales
uruguayas, se detuvo un instante, solo para que una barca tripulada por marineros
descendiese del buque y, después de alejarse de él, lo volara. No creo que nunca
vuelva a ver en mi vida alzarse sobre el mar verticalmente un barco, pudiendo todos
contemplar por un instante la raya del horizonte antes de que se lo tragasen las aguas
azules.
Luego entramos en Buenos Aires, después de una travesía peligrosa, en la que
María Teresa se había puesto enferma, teniendo que pagar nuestro traslado a segunda

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clase, cosa que nos mermó en mucho el poco dinero que llevábamos. Pero todo nos lo
solucionó una persona que, entre otras, queridísimas luego, nos esperaba en el puerto
nuestro grande y generoso Gonzalo Losada, un nuevo editor lleno de genio e
iniciativas, un verdadero adelantado, quien nos resolvió nuestra tan incierta situación.
Él me contrató en seguida mi nuevo libro, Entre el clavel y la espada, que yo había
comenzado a escribir en Francia, durante mis desveladas noches como locutor de la
radio Paris-Mondial. Nos pagó durante varios meses los derechos del libro, como
también el resto que me debía por mi Antología poética, publicada unos meses antes.
Gonzalo Losada era un alto empleado de Espasa-Calpe, que se desgajó de la gran
editorial, cuando nuestra guerra, por ser republicano y no del otro lado, como lo era la
gran casa española. Editor nuevo, audaz, publicó por primera vez la obra de tantos
poetas y escritores latinoamericanos que antes nadie se había atrevido con ellos. Creó
una sección de poesía, en la que figuraban los poetas más nuevos, atrevidos y poco
vendibles en aquellos momentos: Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Jorge
Luis Borges, Ricardo Molinari, César Vallejo, Pablo Neruda… Al lado de toda la
obra de Federico García Lorca, siguió publicando la de Juan Ramón Jiménez y
Machado. Lanzó la gran novelística norteamericana y todo lo que iba surgiendo en el
continente de lengua española. Creó también una colección de obras universales del
teatro, incluyendo algunas de los españoles prohibidos en España. Publicó, al fin,
todos mis libros y algunos de María Teresa. Entre mis obras en prosa incluyó el largo
relato —Una historia de Ibiza— en el que yo contaba nuestra presencia en la isla
cuando estalló el llamado «movimiento nacional».

Pero lo que sucede ahora es que cuando me disponía a hablar de nuestra vida en
Argentina, de nuestra vida allí durante veinticuatro años, me ha surgido un viaje a la
isla de Ibiza, en la que estuvimos hace ahora más de medio siglo.
Lamento hondamente confesar que ahora he llegado solo, sin María Teresa,
invitado para dar dos recitales. Descendía esta vez en el aeropuerto; entonces, a
primeros de julio de 1936, en el malecón donde atracaban los barcos. Nadie salió a
recibirnos entonces. Era un viaje casi secreto para escribir yo mi obra de teatro, El
trébol florido.
En el aeropuerto de hoy, preparado para el enorme turismo que llega ahora a la
isla, me esperaba el joven profesor Julián Ruiz, con dos nuevos poetas de lengua
castellana, Vicente Valero y Julio Herranz, y otro poeta algo mayor que estos, que
pasó varios años en Italia y ahora habita en la isla, Antonio Colinas, quien al día
siguiente de mi llegada haría una precisa y bella presentación de mi recital, al
tiempo que el gran poeta veterano de la isla, Mariano Villangómez, leería en su
admirable traducción catalana el poema que yo escribí hace años, «Retornos de una
isla dichosa».
Aparecí ante el público juvenil y abarrotado de la sala como un casi deificado
héroe de los días lejanísimos de la guerra. ¡Cincuenta y un años! Yo tenía entonces

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33, y ahora llegaba con 84. De los viejos, pocos quedaban, y casi no vi a ninguno.
Con los nuevos amigos tomé un vaso de vino blanco en el bar de La Estrella, el
mismo en que en 1936 conocí a mis dos queridísimos obreros, camaradas, Pau y
Escandell. Ya de noche subí a la soberbia ciudadela, cuyas murallas son, sin duda,
las más potentes y hermosas de todo el Mediterráneo. Las casas e iglesias blancas
que habitan dentro del recinto seguían siendo las mismas rutilantes y populares de
nuestra primera estancia. Cuando después, al bajar hacia el hotel, me explicaron,
sobre un terreno robado al mar, que aquella era la cala que yo veía desde lo alto
cuando viví en aquel molino cercano de las tumbas cartaginesas, me conmoví y
pregunté anhelante por aquella inmensa higuera, del lado de la casa, cuya tupida e
impenetrable sombra nos había salvado la vida al presentarse una pareja de la
Guardia Civil para prendernos por orden del capitán sublevado en el castillo.
Tristísima noticia. Nos dijeron que a nuestra salvadora higuera la habían talado, que
ya no existía desde hacía bastante tiempo. ¡Yo que había pensado subir a grabar con
un cuchillo nuestros dos nombres en su tronco! Preferí entonces, en vez de hacer una
visita a mi molino, pasar la mañana ante El Vedrá, aquella extraña y gigantesca
peña que a cierta distancia de las orillas de la isla se levanta desdeñosa y secreta.
Ante ella pasamos juntos la larga mañana Valero, Herranz, Rivas, Ruiz, Colinas y yo.
Casi no hablábamos al contemplarla. Pero volví a escuchar que sus penachos están
chorreados de miel y que la habitan inaccesibles cabras salvajes. El mar ante El
Vedrá se halla movido de transparentes bandas azules que parecen ceñirlo con
timidez y delicadeza. Se habla de sus grandes profundidades, de los ovnis y otras
muchas leyendas que quizá los piratas de otros tiempos habrán conocido.
Después de mi segundo recital, para estudiantes y muchachillos, en donde puedo
decir —como gustaría al gran actor italiano Vittorio Gassman— corté orejas, rabo y
di varias vueltas al ruedo, por la noche, profesores y profesoras me llevaron a cenar
a un rústico y bello lugar, camino, creo, de Santa Eulalia, más bien un mesón como
para cazadores. Aquellos enseñantes eran alegres y habían querido festejarme por
mis éxitos literarios al regresar a la isla. Tenía frente a mí, durante la cena, a un
joven profesor de francés, que mientras hablábamos de poesía yo le cité a Jules
Laforgue, afirmándome que le parecía se hablaba hoy muy poco de él. «Pues es
verdad», le dije yo. «Caigo ahora en la cuenta de que esto sucede».
También tenía ante mí una cabeza fuerte y juvenil de muchacha que sobresalía
del filo de los demás comensales. Nos hablamos. Se puso de pie de pronto. Era una
profesora mallorquina, que me pareció colosal de estatura. Me presentó un librito
mío, publicado con motivo de mis recitales, para que se lo dedicara. La muchacha
tenía un nombre no demasiado frecuente. Se llamaba Agustina. Le puse en la
dedicatoria: «Para Agustina, la más alta y bella cariátide balear que sostiene el
cielo de Mallorca».
Cuando me fui por la mañana comprendí que, a pesar del turbador turismo, de
algunos pequeños rascacielos horribles «e otras torpedades», como diría Bernal

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Díaz del Castillo, la isla de Ibiza sigue siendo maravillosa, dignísima de todos los
retornos.

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XX
Al cabo de poco más de año y medio en Argentina, escondidos en aquella quinta
cordobesa de nuestro amigo Rodolfo Aráoz Alfaro, se anunció un acontecimiento,
algo más importante que la publicación de mi nueva obra poética Entre el clavel y la
espada. Y lo anunció María Teresa, hablando de la llegada de alguien que traería la
paz después de tantos años de guerra y ya casi dos de exilio. Quien llegó, la que
llegó era una niña, que le daríamos el bello y nuevo nombre de Aitana, el mismo de
aquella serranía alicantina, plateada de almendros. Y así nació, no la hija de mi
vieja mar gaditana, sino la de los ríos inmensos argentinos, anchos y sin orillas, a la
que bauticé en mis versos australes como «rubia Aitana de América». Era el 9 de
agosto de 1941.

Aquí ya la tenéis, ¡oh viejas mares mías!


Encántamela tú, madre mar gaditana.
Es la recién nacida alegre de los ríos
americanos, es la hija de los desastres.
Niña que un alentado alud, que una tormenta
de anhelantes y un cálculo de pálidos funestos,
antes que trasminara de mis dormidos poros,
cuando ni ser podía leve brisa en mi sangre,
conmigo la empujaron
hacia estos numerosos kilómetros de agua.
Mares mías lejanas, dadle vuestra belleza;
tu breve añil, redonda bahía de mi infancia.
Caliéntale la frente con el respiro blanco
de la espuma, la gracia, la sal de tus veleros.
Abridle por las rosas laderas de su vida,
¡oh mares de mis cuatro litorales perdidos!,
oliveras con cabras paciendo los ramones
y un rumor de lagares en paz por las aldeas.
Perenne, una paloma
mantenga, consumiéndose, puro el vino, el aceite.
Mostradle, mares, muéstrale, mar familiar vivida,
mis raíces que crecen cuando tú te levantas,
muéstrale los orígenes, lo natal de mi canto,
su ramificación con tus algas profundas.
Sea su orgullo, niña de las dulces corrientes,
saberse voz salada, sol y soplos marinos,
crecer, siendo fluvial enredadera, oyendo

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llamarse hija del mar, nieta azul de las olas.
Viva como una barca
que rebosando fondo sube a la superficie.
Yo os la suplico, mares, de faenas tranquilas,
sereno mar propicio a las llanas labores,
por donde sin acoso los náuticos arados
surquen favorecidos en los bueyes del viento.
Albas de labrantías mareas lineales,
cenit de plenitudes, de pleamar cumplida,
siesta de llenos ojos, vésperos eximidos
de la sombra y la piedra del corazón sin nadie.
Con las estrellas, alto
navegar por los fieles derroteros del sueño.
¡Oh mares de desgracias, rica mar de catástrofes,
avara mar de hombres que beben agua dulce,
aquí ya la tenéis! De pie sobre los hombros
de sus ríos, suspensos de sauces y caballos,
llorándoos larga, verde docilidad, espejo,
palma de mano abierta a las lunas pacíficas,
con ese sentimiento del hijo que ya siente
morirse de su mar, perdiendo aves y playas,
mares abuelos, triste madre mar, os la nombro
rubia Aitana de América.

Me gusta mucho hablar de mis perros, es decir, de mis perras: Centella, Yemi y
Niebla, españolas; Tusca, Katy, Guagua y Muki, argentinas. Desde hace mucho
tiempo, todas ellas han pasado a ser, en las constelaciones azules de los perros,
estrellas de elegía. Sobre las siete, ya escribí algo, pero de manera dispersa,
debiéndoles en su día dedicar los tiernos y amorosos capítulos que merecen en mi
Arboleda perdida. Perros, hasta ahora, solo he tenido dos: uno, el Chico, un volpino
italiano que traje conmigo a mi regreso a Madrid (1977), y que no he vuelto a saber
de él, pues, siempre algo aventurero, se le escapó a un veterinario amigo que lo había
llevado con él a su casa de las afueras y todavía no ha regresado. Pero hoy solo
quiero hablar del otro, anterior a Chico, que únicamente me acompañó, infantil,
disparado y frenético, durante una corta temporada veraniega a aquellos maravillosos
pinares y playas uruguayos de Punta del Este. Pueden reposar tranquilas en sus
desconocidas tumbas españolas Centella, Yemi y Niebla. Tampoco se me alboroten,
bajo su tierra de Buenos Aires, Tusca, Katy, Guagua y Muki o Babucha, ya en Roma.
No se me preocupe Chico, si es que existe, perdido sabe Dios dónde. Voy a hablar de
Jazmín, voy a recordarlo como si aún estuviera, porque podía ser mío como de otro

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dueño, porque podía tocarlo y no tocarlo, verlo y no verlo, pero siempre quererle y
esperarle como a un muchacho que se le sabe encantador, loco de gracia, irresistible
de personalidad, belleza y simpatía. Era, es, lo sigue siendo —ya la mínima flor por
la que atiende lo pregona— el hálito errante de los bosques, la brisa del mar o el
viento de las playas, el soplo veloz de los caminos, el rayo victorioso de los médanos.
Quien le puso ese nombre —Jazmín— nunca sabrá, cuando lo hizo, que lo que
bautizaba era su alma, vagabunda como un perfume, y no su cuerpo de perrazo lobo,
pues lo era, lo es, y bien dorado y fuerte, este jazmín canino, el primero en toda la
flora capaz de dar ladridos a la luna, correr la sombra en cruz de las gaviotas o lamer
el contorno de la espuma al romperse en la arena. Lo conocí, lo vi por vez primera
persiguiendo por las calles de Punta del Este a chiquillos, ciclistas y automóviles.
Jadeaba, primoroso de línea, la cola en arco, en punta las orejas, la lengua de clavel
entre la sierra de los dientes; iba de un lado para otro, atento siempre a algo que
seguir o que saltar, en brincos y manazas de espontáneo cariño, de rebosadora alegría.
¡Eh, Jazmín!, le gritaban los chicos. Y allá flechaba disparado, derribándolos a
empellones de lomo o cabezota, lameteándoles la cara y volviendo, incansable, al
ataque, sin conceder respiro a los apenas levantados incitadores. Una tarde, ya entre
dos luces, apareció de pronto en el comedor de mi casa. Conociendo su simpatía y
naturalidad, no me sorprendió nada. Se quedó a comer esa noche y también a dormir.
A la puerta del cuarto, en el descansillo fresco de la escalera, amaneció Jazmín,
empujando su fino hocico y sus ojos castaños, como orlados de humo, la hoja de la
puerta en cuanto sospechó que yo estaba despierto. Eran las seis. Me vestí. No se
quiso marchar. Bajé a la playa solitaria. Me bañé en el mar manso de Cantegril. Me
perdí por los bosques de pinos y eucaliptos. Me fatigué por las pálidas dunas del
mediodía. Descansé bajo las sombras paradas de la siesta, volví por las arenas corales
de la tarde. Y esto lo hice durante muchos días, pero en todo momento acompañado
por su ir y venir infatigable, su relámpago amigo, su delirante juventud fascinadora.
Cuando luego me trasladé de aquella casa, que me había dejado un amigo, a la mía
recién acabada del bosque, allí continuó él, inseparable, velándome en la noche,
como era su costumbre, ya cerca de la cama o a la puerta del cuarto, sobre el frío de
las baldosas. Todo marchaba bien entre Jazmín y yo. En el día, no se apartaba de mi
lado. Escribía conmigo. Me acompañaba a acarrear pinocha, a sacar yucas de la
arena, a colocar el pasto y las piedras de los canteros, a perfilar el jardín. Nuestra
amistad era perfecta. Tanto, que pensaba: puesto que me ha elegido por dueño, no
debo abandonarlo. Me lo llevaré a Buenos Aires. Como perro hermoso que es, será
bien recibido por la Tusca. Los sacaré de paseo a Palermo. La Tusca, tan enana, y
Jazmín, tan gigante… Una pareja nunca vista. A este nivel había llegado mi sentir,
cuando Jazmín, una tarde que estaba en el pinar, recostado a mis pies, se arrancó de
improviso a perseguir jamás sabré qué cosa, algún ala quizá de su propia locura, con
tan loca carrera, que en menos del correrse de una estrella desapareció de mi vista. Lo
esperé sin moverme largo rato, seguro de que, como siempre, reaparecería, brillante

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de espuma plateada la boca, exhausto de músculos, aunque dispuesto al punto a una
nueva arrancada. Pero vino la noche y Jazmín no volvió. Cansado de esperarlo al día
siguiente, bajé a la ciudad por la playa. Pregunté a los amigos, a los niños de las
esquinas. Nadie lo había visto. Cuando ya me volvía para el bosque, un repartidor de
pan me dijo: «Lo habrá amarrado su dueño. No saben qué hacer con él. Se escapa
siempre. Es un perro muy loco». Y me añadió: «También pueden habérselo llevado a
Montevideo». Por la playa, otra vez subí camino de mi casa, pensando en un Jazmín
cargado de cadenas, una especie de joven Prometeo, lamentando su libertad perdida y
—de esto estaba seguro— acordándose de su nuevo dueño, su nuevo amigo español.
Pasaron otros días en los que a fuerza de sentirlo llegué casi a alegrarme de que no
apareciera. Al fin y al cabo, Jazmín tenía un amo, un tirano sin duda, pero que tarde o
temprano me lo quitaría con toda clase de derechos. Calmado así con esta y otras
consideraciones, volví a acostumbrarme a escribir solo, a andar por los pinares y
meterme en las olas sin el perro. A este nivel tranquilo había llegado mi nostalgia,
cuando una noche, desatada de lluvia, de truenos y relámpagos, en la que el mar hacía
el efecto de haber entrado en guerra contra el bosque, sentí arañar con vehemencia la
puerta de mi cuarto. Me levanté en seguida, pues aquel gran ruido me había llevado el
sueño, y me encontré en los hombros las manos de Jazmín, y dándome en la cara su
poética cabeza de lobo de los cuentos, chorreada de agua, parpadeado todo él del
verde abierto de los rayos. Había entrado por el marco aún sin cristal de una ventana
de la galería. Llegaba empapado, fugitivo. Acababa de arrancarse las cadenas,
aprovechando la confusión y el miedo que trae la tempestad. De esto no cabía duda, y
menos de que Jazmín detestaba a su amo y me elegía, me reelegía, tomando por
testigos las sombras más batidas, su único dueño. Al día siguiente, como era de
esperar en perro tan sensible, no me dejó un instante. Bajó de nuevo a la playa, corrió
a las gaviotas, pero volviendo rápidamente a mí. Mientras me bañaba, no abandonó
mi ropa, custodiándola sentado sobre ella, observándome atento, sin moverse; luego,
ya en casa, pensándose pequeño, un verdadero perro chico, volteó varias sillas al
intentar sentarse como las personas; jugó sin descanso y con la misma inocencia que
siempre; persiguió a los gatos hasta tenerlos horas y horas en las ramas más altas de
los pinos, y cuando llegó la noche… cuando llegó la noche, descubrí que Jazmín
añadía a su personalidad una nueva gracia. Verdad que hacía mucho calor. La
tormenta reciente había levantado de la tierra un aliento de horno. Yo apenas si
dormía, sofocado, dando vueltas y golpes a la almohada. De pronto, me acordé de
Jazmín. Estaría allí, velándome dormido, a los pies de la cama o en el fresco de las
baldosas. Pero no, en el cuarto no estaba y, síntoma peor, tampoco fuera de él. Lleno
de angustia y presentimientos, por la ventana sin cristal me asomé al bosque. Era una
noche de un azul rutilante, como si un fuego azul la estuviera abrasando. Una
cegadora luna, un violento ojo de extensa cal hirviente, borrando las estrellas, tendía
un espejo solitario en la frente ondulada de los médanos y un plateado incendio en la
alta superficie de los árboles. Enteramente deslumbrado, miré más en la luz. Sin

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moverme, fue perfilándoseme todo en la callada oscuridad flameadora. Y descubrí a
Jazmín… que no estaba dormido. Sí. A contraluz, erguidas, aquellas eran sus orejas,
aquel su cuello poderoso. Allí, tumbado en el fresco hoyo de arena que él mismo se
había abierto, se le veía absorto, quiero pensar que en éxtasis, pues hasta la palma de
la cola conservaba inmóvil. Por la actitud levantada de su cabeza, comprendí que
miraba a la luna. Yo la miré también un largo rato, sin decir nada, fijo en el mismo
sitio. Y con la visión de Jazmín asombrado ante aquella remota rueda blanca
encendida, caminando hacia los bosques y ciudades del otro lado del mar, volví a mi
cuarto, intentando dormirme. Cuando de día, ya tarde, abrí la puerta, encontré a
Jazmín en las baldosas, respirando profundo, con los ojos cerrados. Durante aquellas
noches sofocantes de luna hizo lo mismo. Y yo, siempre que el sueño me dejaba, me
levantaba, sigiloso, para verlo. Su comportamiento en esta nueva etapa fue ejemplar:
cada vez más muchacho enloquecido, pero más fiel, más alborotadamente
inseparable. Ahora sí que lo llevaría a Buenos Aires, a mi jardinillo en la calle Las
Heras. Jazmín ya era mío y lo iba a seguir siendo mientras no se muriese. Se acabó el
padecer encadenado, el galopar de un lado para otro divirtiendo a los chiquillos,
jugándose la vida tras los coches o haciendo peligrar la de los valerosos ciclistas.
Como yo por su libre elección era su verdadero dueño, haciéndole, para su bien, que
me obedeciera, un día, una mañana que salí al mar, de pesca, dije en mi casa:
«Encerrad a Jazmín para que no vea el camino que tomo, pues no lo puedo llevar
conmigo en la barca». Me fui. Y volví. Pero ya todo había sucedido en menos de un
relámpago. Al cabo de una hora de encierro, en la que Jazmín no dio señales de
inquietud alguna, le abrieron, y en ese mismo instante corrió veloz hacia los
médanos, por donde lo vieron convertirse en una ráfaga de arena. Y esta vez no
volvió. Y ni en el Este ni en ninguna parte pudieron decirme nada del perro. Pasados
dos meses, en los que me había jurado no pensar más en él, alguien me dijo: «Hemos
visto a Jazmín. Andaba como loco por la Barra de San Rafael». Pocos días después,
otra persona: «Parece que Jazmín está viviendo en la casucha de una vieja que le da
de comer». Y algún amigo de más confianza: «Te juro que Jazmín andaba esta
mañana por la playa, jugando con los niños y persiguiendo a las gaviotas…». Otras
personas lo vieron por las calles de Maldonado, flaco y estrábico, pero corriendo los
automóviles. ¿Sería verdad? ¿Será verdad? No sé, ni ya casi me importa, porque
Jazmín hoy para mí ya es algo más que un perro: es el aliento de los bosques, la brisa
del mar, el viento de las playas, el soplo veloz de los caminos, el rayo victorioso de
los médanos, el alma errante de Punta del Este.

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XXI
No soy de aquellos poetas —existentes hoy más que antes— que confunden una
amapola con una margarita, que no saben lo que es un gladiolo o, ni mucho menos,
una vincapervinca bordeando un arriate. Yo casi poco después de aprender a leer
conocía ya, identificándolos con la realidad, muchos nombres de flores, árboles y
plantas. Mi madre, andaluza contagiada del amor popular por los jardines y los
balcones colgados de macetas, me los enseñó. Y de ahí partió mi gran pasión y
curiosidad por ellos, llegando a sentirme todo yo como una flor libada por las abejas
y celebrada por los pájaros. De estos tengo también que decir que aprendí desde muy
chico a no confundir un mirlo con un jilguero, o el canto del verderol con el de la
calandria. En el jardín de casa de mi abuela, en El Puerto de Santa María, había un
delicadísimo árbol que casi entretejía todas sus hojas con una fina flor lila-azulada,
al que llamábamos árbol del cielo, y otro, más conocido aún, del que estallaban
como unas grandes estrellas rojas, denominado árbol de Pascua. También me fueron
muy familiares en aquel jardín la araucaria y el pirú, o el árbol de la pimienta. Ir con
mi madre por el campo era, para mí, una maravilla. Aunque ya, creo, lo he contado
algunas veces, por ser de las cosas que más me divirtieron, de entre todos los
yerbajos silvestres que pisábamos, ascendía uno de tallo arqueado que, según mi
madre, se llamaba pedo de zorra, y otro, como rematado por una vaporosa espiga
amarfilada, que era conocido —y esto me lo decía ella después de soplarla y hacerla
desaparecer— por la palabra del hombre; así era esta de efímera e inexistente, que
no soportaba ni el más leve soplo de los labios. De los suyos siempre también
aprendí muchas leyendas —que ella, seguramente, ignoraba pertenecer a diversas
mitologías—, como las de los narcisos, las anémonas, las pasionarias, los olivos, las
adelfas, los laureles… Desde aquellos lejanos días portuenses me seguí tenazmente
preocupando de esta riqueza floral, de la que tan influida está mi poesía, como
también de la fauna, pero prefiriendo siempre a los científicos los nombres
populares, tan llenos de sorprendente invención.

En cuanto llegaba a algún nuevo país, o visitaba cualquier nuevo lugar, por muy
pequeño que este fuese, lo primero que deseaba conocer, aparte de la vida de su
gente, eran los nombres de las plantas y los animales, procurando verlos, o si no,
apuntármelos en la memoria. Cuando al comienzo de mi largo destierro me tuve que
esconder, por haberme quedado clandestinamente en la República Argentina, un
después grande amigo y camarada, Rodolfo Aráoz Alfaro, me ofreció, como seguro
refugio, su quinta, en El Totoral, un pueblo todavía algo disimulado de la provincia
de Córdoba. En cuanto me instalé, lo primero que hice fue rehacer un jardinillo
medio abandonado que había en la quinta, sembrándolo de rosales y otras plantas que
gentilmente me ofrecieron los vecinos.

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Una clara mañana, cuando me estaba distrayendo con el vuelo zumbador de un
sanjorge, especie de gran abejorro orinegro, que giraba para fecundar a una araña
pollito que, aterrada y absorta, lo esperaba en el tronco de un árbol, vi destacarse,
bastante baja, por el cielo soleado, maravillosa y suavemente sonrosada, una bandada
de flamencos, esa alta ave de largo cuello exagerado, concluido en un ganchudo pico,
que maneja, a diestra y a siniestra, como remate de un peligroso bastón flexible. Pero
de pronto, de aquella luminosa bandada se desprendió uno, cansadísimo, yendo a caer
en un patio interior de la quinta de Aráoz Alfaro. Después de haberlo dejado reposar
un buen rato, lo conduje como pude a mi nuevo jardincillo floreciente, en el que
había unas frescas losas en sombra, para que continuase descansando y partiese
después cuando él lo decidiera. Mientras, creyendo que estaría sediento, me fui a
traer de la cocina un ancho cubo con agua, pensando en la largura de su pico. Volví al
jardín, casi alegre y despacio, convencido de que el fino y sonrosado zancudo estaría
durmiendo su fatiga viajera. Pero ¡oh, santo Dios de los ejércitos!, ¿qué había
sucedido durante mi breve ausencia? Que en lugar del flamenco —aquel plumaje
delicado de elegante sombrero de señora—, solamente reinaba la destrucción y la
muerte en aquel pobre jardín de mis desvelos: asesinadas todas mis plantas y mis
flores, partidas y arrancadas de cuajo, un tremendo destrozo, un desastre para llorar,
una irremediable elegía. Estupefacto, miré al cielo, en donde no quedaba ni el más
remoto rumor de sus enormes alas presididas por su cuello y su pico criminales.
Cuando mucho más tarde, casi un año después de haber logrado el documento de
identidad que me faltaba, pude dejar El Totoral para instalarme en Buenos Aires,
entre los primeros árboles que vi fue aquel que ya desde mi infancia en el jardín de
casa de mi abuela conocía como el árbol del cielo, sino que allí, en Argentina y en
otras partes de América, se le da el nombre de jacarandá, y se abría en dos hileras,
creando una maravillosa avenida, toda cubierta por la nieve —era el otoño— de sus
delicadísimas flores azuladas. ¡Qué prodigio de la fantasía el poder caminar sobre
ellas! Lo saludé con una canción que comenzaba:

Por la tarde, ya al subir,


por la noche, ya al bajar,
yo quiero pisar la nieve
azul del jacarandá.

Luego, durante el mes de mayo de aquel hemisferio austral, comprobé que el


árbol que llamábamos en El Puerto árbol de Pascua era llamado allí estrella federal,
porque sus flores, abiertas en estrellas rojas, lo hacían en coincidencia con la época
de la Revolución de Mayo. Muchos otros árboles y flores aprendí en Argentina,
algunos de los cuales, ya regresado a España después de 39 años de destierro, vi que
eran los mismos sorprendentes de los jardines y los bosques de las islas Canarias.

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Cuatro inmensos gigantes, verdaderamente prodigiosos, que se llaman gomeros,
muy parecidas sus hojas, por lo broncíneas y lustrosas, a las de los magnolios, con
unos anchos troncos como lomos de rinocerontes o elefantes, cubren de una profunda
sombra la plaza Lavalle de Buenos Aires. Recuerdo que una vez que se habló de
dedicar a Rubén Darío algún lugar de la ciudad o levantarle un monumento, yo
propuse a algunos poetas amigos que en vez de una seguramente municipal y ridícula
estatua se le dedicase uno de aquellos antológicos gomeros de la plaza de Lavalle,
grabando el nombre del gran poeta nicaragüense en un simple anillo de bronce que
abrazase uno de aquellos troncos. Pero, como era de esperar, no se hizo así.
Quiero ahora llevar, veloz, mi pensamiento hacia los levantados y barbudos
ahuehuetes de México, las secuoyas de Norteamérica, las araucarias de la Araucania
chilena, las dementes palmeras cubanas y disparados cocoteros del Brasil, los
apamates de Venezuela y otros árboles que contemplé, desde su cielo, como inmensas
teas floridas, volando sobre el Salto Ángel hacia las cataratas del Caroní. Pero antes
de alcanzar, de llegar al árbol que más me ha sorprendido, que más me ha
convulsionado, adhiriéndome a él, incorporándome a su extraña y salvaje hermosura,
quiero meter, plantar en esta mi Arboleda perdida a uno inmensamente verde,
exageradamente verde, que solo vi un momento, cuando llegué por vez primera,
todavía en la República Argentina, a los bañados y movidas barrancas de San Pedro,
frente al solemne Paraná de las Palmas. Avanzaba yo buscando una pequeña casa que
me dejaba un amigo para escribir mis Baladas y canciones dedicadas al gran río,
cuando me detuve de súbito ante el verde de un árbol, un verde intenso y apretado,
completamente desconocido, que me causó verdadero asombro. Eran las tres de la
tarde, hora allí, soporífera, de la siesta, en aquellas barrancas y bañados, llenos de
caballos inmóviles, mezclados con la somnolencia de las vacas. De pronto, avancé
unos pocos pasos hacia aquel mudo árbol nunca visto. No sé lo que pasó. Fueron tal
vez los ecos de mis pisadas, mi presencia a esas horas calladas del verano…
Verdaderamente todo era silencio, todo dormía, ni un pájaro osaba el más leve
silbido… Pero lo que pasó fue que todo aquel inmenso y tupido verdor se levantó
instantáneo, lo mismo que un relámpago rumoroso que huyera, quedando al
descubierto el armazón de aquel árbol, secas completamente sus ramas. Eran millares
y millares de loros, todos del mismo verde, los que despiertos de su sueño profundo,
en medio del calor, escapaban atemorizados.
Poco después que el pobre árbol, de viva primavera fingida, volviese a su pálido
esqueleto, algunos gauchos de aquellas soledades se me acercaron, indiferentes al
fenómeno que acababa de suceder y que con toda seguridad ya conocían. Eran
gauchos bellos y afables, de ojos claros, azules, de origen irlandés. Uno de ellos se
adelantó y me dijo:
—Mire, don…
Y mientras me saludaba, respetuoso, quitándose el sombrero, millones de
mosquitos volaban desprendidos de él, como molde de su saludo, haciéndonos

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imposible el espacio que ocupábamos.
—Mire, don —me repitió, suprimiendo el nombre, que ya seguramente conocía,
dejando solo el tratamiento, como oí muchas veces en el campo argentino—. Esa es
la casa que le deja su amigo. Tenga la llave.
La casa se llamaba la Quinta del Mayor. El mayor había sido un militar
enloquecido, que desapareció un día, dejando dentro a su mujer, tapiando a cal y
canto la puerta. Entré. La casa estaba a oscuras y olía mucho a humedad. Me asomé
al balcón. Un río grande cinchaba al campo, y otro, pequeño y hondo que iba a
prenderse a él, lo rajaba largamente, dejándole una parte entre dos aguas, dando lugar
así a una de esas innumerables islas que el Paraná, millonario de brazos y cabellos,
apresa en su camino. La isla que tenía ante mí se llamaba el Dos de Oro. Sus pocos
pobladores, cuando quieren pasar a tierra firme, lo hacen cruzando el río Baradero, y
en tiempo nuncio de crecida, con todos los ganados, antes que el río grande se junte
con el chico y transformen el campo en un extenso mar de difícil huida. Ante la
inmensa banda azul del Paraná y los bañados de vacas y caballos solitarios me fue
dictando el viento, durante varios otoños y veranos, mis Baladas y canciones, creo
que mi penúltimo libro de poemas escrito en Argentina. En él, entrelazada a mis
nuevas raíces americanas, la presencia de mis largas angustias españolas está más
viva y clara que en ningún otro.

Hoy las nubes me trajeron,


volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!
Se le llenó de caballos
la sombra que proyectaba.
Yo, a caballo, por su sombra
busqué mi pueblo y mi casa.
Entré en el patio que un día
fuera una fuente con agua.
Aunque no estaba la fuente,
la fuente siempre sonaba.
Y el agua que no corría
volvió para darme agua.

Esta sed me llevaba a los lejanísimos días andaluces en que mi madre me daba a
conocer las yerbas silvestres, las flores, los árboles y los pájaros. Faltaban todavía
muchos años para que yo regresase a España, para que conociera o ampliara, ya sin
su sabiduría popular, nuevos nombres que enriquecieran mi fauna y mi flora poéticas.

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El descubrimiento del drago trimilenario lo haría yo por mí mismo. Las islas
Canarias, y de ellas Tenerife, me lo revelarían en todo su asombroso poder, en toda su
descomunal fuerza, en toda su imponente maravilla, la magia de su sangre, la
inmovilidad de sus espadas, allá, en Icod de los Vinos, frente al Teide nevado.

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XXII
A la velocidad de la luz, del pensamiento… A la velocidad de reteneros, imágenes,
dentro de mis ojos cerrados, y de súbito, durante un solo parpadeo, cambiaros de faz,
convirtiéndoos quién sabe si en un gato o en un alto y desconocido seno solitario que
se agiganta.

Juan Ramón Jiménez llega una mañana a Buenos Aires. Viene de Puerto Rico,
acompañado de su muy grata y sufrida Zenobia. Vienen en barco. Salgo al puerto a
esperarlos. Viene Juan Ramón a dar conferencias, recitales poéticos. ¡Quién te ha
visto y quién te ve! Entonces, en aquella nuestra belle époque, durante la década de
los treinta, a Juan Ramón le molestaba que fuésemos a los cafés, que escribiéramos
obras teatrales y, sobre todo, que las estrenásemos. Cuando Federico García Lorca
llevó a la escena, y con éxito, Bodas de sangre, me dijo, maligno, al encontrármelo,
una tarde, camino de su casa: «¿Ha visto usted la zarzuelita que ha estrenado Lorca
en el teatro Beatriz?». Desde la calle vio una vez a Antonio Espina tras la ventana de
un café, diciendo a Benjamín Palencia, que me lo contó: «¡Ay mi Espina, mi Espina,
está perdido!». Juan Ramón no iba jamás a ninguna conferencia, condenándolas
(aunque él, poco antes de nuestra guerra, pronunciase una en el teatro Auditorium de
Madrid). Bueno. Lo cierto es que ahora, y me parece extraordinariamente bien, el
Andaluz Universal, con su bello rostro de árabe notable, llega a Buenos Aires para
pronunciar conferencias y recitales en uno de los teatros —el Politeama— más
prestigiosos, y a la moda, de la calle Corrientes. Éxito grande ante la ya no tan
pequeña minoría. Aplausos y besos de las más lindas muchachas argentinas al más
excelso y barbado poeta moro de toda la Andalucía.
Ramón Gómez de la Serna vive muy aislado, casi oculto, en la ciudad de Buenos
Aires desde el inicio de nuestra guerra civil. Yo, a pesar de que lo admiraba de
verdad, me pasé muchos años sin saludarlo, debido a su tonto e innecesario
franquismo, que lo alejó de sus más grandes amigos. Ramón se aburría hasta el
infinito —él, tan bullanguero y sacamuelas— en la Argentina, sin su tertulia cafetera
de Pombo, en la que había sido su dirigiente inagotable y genial. Un día, un hermano,
por cierto comunista, de su mujer, la delicada y muy hermosa escritora hebrea Luisa
Sofovich, me dijo que Ramón vivía muy triste, sin ver a nadie, desesperado, tan lejos
de Madrid, preguntándome tímidamente si a mí no me importaría verlo. Me
emocionó la petición. Nunca había comprendido el franquismo de Ramón, digno, en
verdad, de aquel personaje de su novela Gustavo el incongruente, pues al principio de
la guerra, allá en su soledad argentina, Ramón había escrito greguerías laudatorias
dedicadas a Ramón Franco, el aviador, creyendo que se trataba del generalísimo.
¡Gran ramonada esa ramoniana confusión de Ramón! Cuando por fin fui a verlo,
Ramón me recibió sentado ante la mesa de su comedor, como si estuviera oficiando
en su amada tertulia pombiana, iluminándosele la ancha cara de chispero goyesco,

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hablando alegremente, casi a gritos, y levantándose, a veces, lo mismo que en el
cuadro que Gutiérrez Solana le pintó, rodeado de los más famosos contertulios. De
pronto, Ramón alzó una mano, ofreciéndole el dedo índice doblado a su mujer, como
si fuese el saltadero de una jaula, invitándola muy cariñosamente: «Apoye usted, mi
pajarito, sus patitas en este dedo». Luisa, prendiendo dos de los suyos sobre el que le
ofrecía Ramón, estuvo así todo el tiempo que duró la visita. En un momento que
Ramón aspiró una bocanada de humo que yo solté de mi pipa, me preguntó por el
tabaco que fumaba. «Dunhill», le dije. Muy serio entonces, me sentenció, rotundo:
«¡Cáncer! Mi hermano fumaba esos tabacos. Y se murió. Hay que fumar el que yo
fumo: La hija del toro de América». Y a continuación se preparó una pipa con aquel
horrible tabaco, que levantó una fumarola como la del Vesubio, despidiendo un fuerte
olor a yerbajos secos, mezclado con el de las cerillas que había dejado dentro del
hogar de su pipa, ya que aquel tabaco —afirmaba— tenía mejor sabor mezclado con
ellas.
Más tarde, y ya muerto Ramón, le dediqué este soneto impuntuado, en el que
quise dar, todo revuelto, lo que fue para mí el gran inventor de las greguerías.

Por qué franquista tú torpe ramón


elefante ramón payaso harina
ramón zapato alambre golondrina
solana madrid pombo pin pan pon
ramón senos ramón chapeau melón
tío-vivo ramón pipa pamplina
sacamuelas trapero orina esquina
y con de en por sin sobre tras ramón
ramón columpio múltiple vaivén
descabezado tonto ten sin ten
ramón orquesta solo de trombón
ramón timón tampón titiritero
incongruente inverosímil pero
ramón genial ramón solo ramón

… Pero le dije a Ramón que Juan Ramón Jiménez estaba en Buenos Aires.
Habían sido en otro tiempo muy amigos. Discretamente, Juan Ramón me insinuó que
quería verlo, que se lo preguntara. Ramón dijo que sí. Al día siguiente, yo acompañé
al poeta de Huelva con su mujer, Zenobia, a casa de Ramón. La escalera del piso
donde vivía arrancaba del zaguán. Cuando llegamos, Ramón esperaba en el rellano de
su piso al lado de Luisita. «¡Un momento!», gritó a Juan Ramón, sin más saludo.
«¡Un momento! ¿Puedes explicarme, antes de subir, por qué escribes Dios sin

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mayúscula últimamente? A Dios le han quitado ya todo en la tierra. Y ahora vienes tú
y le quitas lo último que le quedaba: la mayúscula. Promete que se la devolverás». A
Juan Ramón le temblaba la barba. Balbució algo que no entendí. Y me fui detrás de él
y de Zenobia, cerrando la puerta de la calle suavemente.
En la playa de Cantegril, del Uruguay, conocí a una hermosísima mujer, morena,
con aire delgado de gitana, de ojos mansos y melancólicos. Siempre iba sola, y si
llegué alguna vez a hablar con ella, puedo decir que fue tan solo soledad y silencio lo
que emergía de sus labios. Con el título de «Retornos de lo que no fue», la recordé en
este poema:

Tú esplendías muy sola. Cuando hablabas,


la soledad dormía en tu silencio.
Eras bella y lejana,
inmóvil vela abierta,
muda en el horizonte,
ansiosamente siempre deseada,
sin poder llegar nunca hasta la arena.
Yo te quise, te quise. Pero eras
luz inasible, inalcanzable. Huías,
último dulce sol, perdido rastro
en la raya del mar, dejando solo
su silencio en lo oscuro.
Y eso fue así.
Yo amaba tu silencio,
aquel visible arcano de palabras no dichas,
tus ojos largos, hondos, sin miradas,
los pulsos escondidos de tu sangre,
todo lo que ocultaba tu belleza,
tan delicada y triste,
ilusión que no pudo hablarme nunca.
Retorna ahora, vuelve
desde tanta distancia,
vuelve y dime por fin lo que nunca dijiste,
lo que tal vez tan solo era solo silencio.

… Pero León Felipe, un día, con la ayuda de su sobrino, el gran torero mexicano
Arruza, se presentó en mi casa de Buenos Aires, adonde había venido para dar
agitados recitales y conferencias. Bien sentado en una butaca, con aire y semidormido
tono de revelación, me dijo que Unamuno, cuando llegó por vez primera de su País
Vasco a la meseta de Castilla, quiso advertir a Dios de su presencia en medio de la
solitaria llanura.

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—¡Dios, Dios, Señor, Dios, que ha llegado Unamuno! Soy Miguel de Unamuno.
¡Aquí estoy!
El cielo estaba negramente nublado; solo se oía un gran silencio. Unamuno no
cesaba de repetir:
—¡Dios, Dios, escucha, que ha llegado Unamuno!
Entonces, descorriendo las nubes, apareció una inmensa mano y, tras ella, un
poderoso brazo, oyéndose, a la vez que le mandaban un gigantesco corte de mangas a
Unamuno, el rugido de Dios que decía:
—¡Anda y que te den por el culo!
… Yo siempre, de toda la vida, me suelo despertar y levantarme al alba. Ya lo
dije, y hace mucho tiempo, en tercetos italianizantes dedicados a Eduardo González
Lanuza, un gran poeta argentino, muerto no hace mucho:

Yo soy un hombre de la madrugada,


comprometido con la luz primera.
Me pide el sol que cante en cada aurora
y yo no puedo al sol decirle: ¡Espera!

¡Cuántas albas de rabiosa luz, de inmensos temores, de bombardeos despiadados,


de navegaciones a oscuras, temiendo la sorpresa de algún submarino alemán que nos
mandara a lo más hondo del océano! Y, sin embargo, aquí estoy, camino de mis 83
años, enmarañándome cada vez más entre los troncos y lianas de mi Arboleda. Pero,
a pesar de su apretada oscuridad y laberinto, voy caminando por ella a la velocidad de
la luz, del pensamiento.
… Una tarde, muchísimo antes de la sublevación militar del 18 de julio de 1936,
acudí a leer unos poemas a una modesta biblioteca proletaria de Madrid, me parece
que en la calle de Toledo. Se trataba de uno de los muchos pequeños actos que
organizaba el Partido Comunista con motivo, creo, de unas elecciones que se
avecinaban. Recité allí, ante un público reducido, algunas poesías de El poeta en la
calle; que yo, ya entonces comenzaba a serlo. Al terminar, se me acercó para
saludarme y felicitarme una bellísima mujer, con aspecto de obrera, pero de una
distinción especial: era Dolores Ibárruri, más popularmente conocida por el nombre
de Pasionaria. Y ya, luego, la encontré siempre en todas partes: en la campaña del
Frente Popular, en el Teatro Español, cuando llegó a Francia Henri Barbusse y, sobre
todo, durante la guerra. Y era siempre, en todo momento, la Pasionaria, por su aire de
Dolorosa española, que hablaba con honda y estremecida voz, como si se arrancase
los puñales que le atravesaban el pecho. Porque la pasión de Dolores era la pasión de
todo el pueblo español que gritaba con ella, que se hacía más profunda en su garganta
de madre, de mujer, siempre abierta al abrazo o al grito y al estruendo de la lucha. No
ha existido heroína popular más amada en el mundo, más admirada y cantada por los
poetas, grandes, medianos, chicos y simples, en todos los idiomas. Desde Neruda y

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Miguel Hernández hasta la copla y el romance anónimos surgidos desde el fondo de
las trincheras en los días de nuestra guerra civil. No sé si alguien ha intentado recoger
en libro toda la poesía, toda la inmensa corona de flores admirativas tejidas en torno
de esta mujer, cuya presencia ha creado siempre la fe, el entusiasmo, el valor, el
arrebato, tanto en pleno aire, a cuerpo limpio, como en lo más profundo de la tierra,
allí, en las entrañas de las minas, cuando Dolores hacía la huelga de hambre con los
obreros. Yo la he querido siempre y siempre la he cantado, en todas partes, desde
aquellos lejanos días madrileños en que la conocí, como en la guerra, en los largos
años de destierro en América, en Italia, en su regreso a España, ya en ese largo
poniente de nuestra vida…
Noche. Cuando, desde el balcón al Guadarrama en que estoy, miro al cielo
buscando la Osa Mayor, que se va abriendo, tendida sobre los montes, me emerge, de
un agujero negro de la Vía Láctea, la geometría perfecta de la Cruz del Sur, recuerde
entonces que mi vida corrió, hace ya muchos años, bajo la noche austral de América,
lejos, muy lejos de estos cielos españoles que puedo ahora contemplar más tranquilo.

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XXIII
Veo correr, como locos niños amarillos, las hojas del otoño, esta mañana holandesa
de Utrecht. Se siente detrás de los cristales contra los que mi frente está pegada, que
un viento aterido pone bufandas y gabanes en los precipitados transeúntes que
pasan. Yo diría que estoy algo triste. Voici l’automne (Baudelaire). Cuando, no hace
demasiados días, apareció en Bruselas la adorada estación, todavía las hojas
resonaban como suaves cascabeles dorados, prendidos en los árboles de los jardines,
plazas y avenidas. Solamente en París vi, una semana después, que las hojas caídas
por el Boulevard Saint-Germain eran barridas ya, mientras que en los árboles
conservaban un verde mar aún de primavera. Automne malade et adoré… Otoño
enfermo y adorado, cantaba Apollinaire. Adorado, como la estación más lujosa,
alegre y melancólica del año. Esto veía allí, mientras que al mismo tiempo yo
paseaba en Roma por las largas riberas del Tevere, recreándome en los profundos
reflejos de los árboles metidos en las aguas removidas y pocas veces azuladas del
río. Maravilloso era contemplar también, como en aquel otro París, nuestra guerra
civil ya terminada, desde el balcón de la casa de Delia y Pablo Neruda, resbalar por
el Sena las péniches, esas casas fluviales, moviendo los prolongados árboles inversos
de las orillas, ya despoblados de sus hojas, aquellas que al inicio del otoño no están
aún llovidas ni pisoteadas, y corren, igual que las de Utrecht, como minúsculos
colegiales, regocijo del viento. Después, cuando ya toman ese tinte quemado, reseco
y moribundo, entonces es cuando se barren y amontonan —lo dije ya en algún poema
de mi época de Sobre los ángeles— como los huesos que no adquirieron en la vida la
propiedad de una tumba, oyéndose, distante, en ese momento de su agonía, hablar,
como en Gustavo Adolfo Bécquer, el melancólico lenguaje de la separación. Sí, y
recordamos al punto a Baudelaire, sintiendo el rebotar de la leña cortada sobre las
losas de los patios: He aquí el otoño. Ese ruido misterioso suena como una
despedida.
Nos vamos, es cierto, nos vamos, y los árboles nos miran ya como altos
esqueletos, mientras vuelo en mi bicicleta, aplastando las hojas estampadas sobre el
asfalto de las calles y la tierra de los caminos.

Cuando vivía desterrado en el hemisferio austral, tenía cambiadas las estaciones.


En mi pequeña casa de madera —que llamé La Arboleda Perdida—, en los bosques
de Castelar, sentía que el 21 de marzo entraba el otoño, el mismo día que aquí
señalaba el inicio de la primavera. Y yo podía pensar, con el poema de Rubén Darío
—«Primavera en otoño»—, que mi juventud —«divino tesoro»— se había marchado
ya para siempre, pero que aún seguía viviendo en mí gracias a esas dos estaciones
reales, una lejos y otra presente, que estaban en mi vida.
El paisaje que me acompañaba alrededor de mi casa en el otro hemisferio era
distinto. En mi jardín tenía plantados kinotos, un arbolito japonés de anaranjados

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frutos agridulces, y entre más de veinte viejos cipreses se alzaban los grandes álamos
carolinos que me cubrían todo el jardín a la caída de las hojas. Tenía, además, una
cerca de alambre, toda enredada de frambuesas, y los jardines vecinos, tan cercanos,
como de mi propiedad, me ofrecían sus redondas dalias, sus variadas rosas, granados
y limoneros, y el mareante aroma de los jazmines paraguayos, que yo también tenía
abrazando las delgadas columnas del porche de mi casa. El otoño avanzaba con
neblinas, ya hondas o ligeras, que me envolvían como en un sudario plateado, que al
fin rompía el sol de las doce. No olvidaré mis largos y solitarios otoños en aquellos
bosques de Castelar, acompañado de mis dos perros espontáneos, que aparecieron un
día, una noche, eligiéndome como su dueño. El más grande, finísimo de raza, era un
alano alemán, y ese nombre le puse: Alano. El otro era una perra, de indeciso linaje,
lista y arrebatada de fidelidad, a la que bauticé con el nombre de Diana.
El Alano había aparecido en una noche de verano. Grande y color canela, como
esos bellos perros que Velázquez retrata al lado de los príncipes cazadores. Se veía
que el bosque le era desconocido. Parecía un perro, más que perdido, abandonado por
esas gentes que acampaban entre los árboles para pasar la vacación del domingo. Al
principio, nos inspiraba temor, sobre todo a Aitana. Aunque no recelaba de nosotros,
se quedaba a la puerta. No quería entrar hasta que una tarde en que yo estaba solo, le
dije: «Pasa. Está oscureciendo. A pesar de tu rostro severo, pareces un buen
muchacho. Ya sabes, desde ahora, que aquí tienes tu hogar y un plato lleno siempre
para ti». Y pasó. Se portaba bien. De cuando en cuando, desaparecía. Seguro que
andaba enamorado. En él ardía la juventud. Un día llegó con una oreja desgarrada;
otro, con un gran navajazo en las ingles. Pero lo curé. Y recuperó toda su belleza y
locura, continuando siempre a mi lado, fiel guardián de La Arboleda Perdida. Pero
algunos quinteros de las fincas vecinas odiaban a los perros. En las noches oscuras se
oían disparos de escopeta, que a veces daban en el blanco. Y así me mataron, primero
al Alano, al que se llevaron muerto, para confundirme, a un camino lejano, adonde fui
a buscarlo, y encontré arropado de hojas en la cuneta. Me lo traje en una carretilla,
enterrándolo al pie del álamo más grande y vistoso del jardín, clavando su hermoso
collar alrededor del tronco, en el que grabé a punta de navaja su nombre, sobre el que
cayeron tantas lluvias como rocíos. Poco más tarde, me asesinaron también a Diana,
que apareció tendida en una acequia cerca de mi casa. Le di también abrigo en la
misma tierra del Alano, cerca de un vetusto ciprés, que espero —¡quién sabe!— aún
vigilará mi pobre sueño. Ambos asesinatos de mis perros sucedieron en otoño.
Pero todavía, siempre y aún a tanta distancia, me pregunto: ¿en dónde estás,
Alano? Y yo mismo me quiero responder desde este hemisferio, ahora, donde vivo,
para consolarme:

En medio de la helada solitaria.


En el ligustro verde de la cerca.
En las fresas silvestres escondidas.

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Bajo el escudo abierto de las dalias.
Sobre la estrella del jazmín caído.
En la sangre jovial de las anémonas.
En las ardientes rosas derramadas.
Al pie de las coronas del granado.
En los brazos azules de los cedros.
En el negro perfil de los cipreses.
En el tiemblo de plata de los álamos.
Bajo la pleamar de los aromos.
En el aliento de los azahares.
En el áureo pezón de los limones.
Fijo en la luna de la primavera.
¿En dónde estás, Alano, buen amigo?,
te pregunto a distancia todavía.
Te pregunto y te llamo por tu nombre,
el mismo nombre de tu clara estirpe.
¿En dónde estás, Alano?
Estás bajo las hojas del otoño.
En todos los jardines que cuidabas.
En el llanto furioso de los niños.
En el corazón verde de los bosques,
porque tú eras ya el alma de los bosques, y siempre
los bosques hablarán de ti mientras las brisas
agiten en sus ramas tu recuerdo.

A veces, aquel refugio, no muy conocido, de La Arboleda, me salvó de la


presencia de la policía, que más de una vez me anduvo buscando en cuanto los
militares argentinos se despertaban, siempre en sus manos las armas de la muerte,
pensando en el derrocamiento del poder democrático. Nunca me encontraron.
Además, yo tenía en aquel bosque otros escondites amigos que no eran La Arboleda.
Encuentro ahora una lejana poesía que registra estos hechos:

Viniste al bosque, mientras te buscaban


para prenderte… Tú nada sabías.
En diferente clima, a tantos miles
de leguas de tu casa verdadera,
eran, eran los mismos,
los oscuros y tristes de otros años.
Tú escuchabas las hojas de la noche,
mientras ellos corrían como ratas
de tiniebla en tiniebla,

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en busca de los otros.

Era dulce el otoño solitario, cuando imprevistamente se presentaba alguien que


sabías de su existencia en el bosque, pero que no esperabas. Ella —¿dónde se
encuentra hoy?— era alta y juvenil. Tenía los cabellos como ramas, con hojas rubias.
Andaba todavía en primavera. Ahora, no sé dónde estará, y me pregunto, lejos, ahora,
perdido entre tantos muertos, me pregunto: ¿le habrá llegado ya el otoño? Y como
recuerdo que era alta y verde siempre, me pregunto otra vez: ¿cómo podrá ser ella en
el otoño?
Allí, también en mi casa de madera, a la que cuidaba, barnizándola, como si fuera
la quilla de un yate de lujo, celebrábamos nuestras reuniones clandestinas del PCE,
prohibido, ilegal, naturalmente en la Argentina. Luego, considerando que aquellas
reuniones eran algo peligrosas, por los vecinos que nos rodeaban, las trasladamos a
otros lugares, como el delta del Paraná, más laberíntico y más difícil de localizar allí
la casa que siempre algún amigo nos dejaba. El otoño en aquellos miles de brazos de
agua bifurcados al infinito que crea el gran río al desembocar en el de la Plata, o mar
de Solís, tenía el esplendor que tiene siempre la naturaleza americana. Las aguas, con
los árboles retratados en su espejo, eran de oro, rizadas por las olas al paso de las
barcas. Todavía en mi sueño los veo en toda su grandeza y colorido y me apresuro a
compararlos con los del otoño, serio y solemne, de, por ejemplo, el paseo de las
Estatuas en los jardines del Buen Retiro, sintiendo que no es lo mismo. Pero al saltar
al otro hemisferio austral, en el que viví tantísimos años, veo que ya va a entrar allí el
verano, y corro de regreso a las hojas, ya pisadas y en vísperas de invierno, de los
parques madrileños, en los que resuena, repitiendo el aria verleniana:

Los largos sollozos de los violines del otoño


hieren mi corazón
de una monótona languidez.

Pero no quisiera estar triste ni deprimido, ahora, en el invierno pleno de la vida, y


recuerdo que el día 7 de noviembre es la fecha en que se conmemora la gran
revolución rusa de octubre, en la que sucedieron aquellos primeros diez días que
conmovieron al mundo. Era en otoño.

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XXIV
Cuando el año pasado Francisco Fernández Ordóñez, presidente del Banco Exterior
de España, me llamó para mostrarme los originales de la correspondencia amorosa
entre Pablo Neruda y Albertina Rosa Azócar, el gran primer amor del joven poeta
chileno, que luego publicaría el banco bajo el título Neruda joven, yo escribí,
pensando en las páginas de mi futura Arboleda perdida, estos recuerdos, entre otros,
de la noche en que Pablo me presentó, durante una fiesta en su casa Los Guindos, de
Santiago, a aquella que había sido su tan cantado amor, entonces ya casada con otro
gran poeta, íntimo amigo de Neruda.

Cuando Pablo Neruda me regaló aquel grande y enmarañado perro ovejero


irlandés, que encontró, herida una pata, una noche de bruma madrileña, y al que
pusimos el nombre de Niebla, ya conocía yo algunas historias de su vida, pues
éramos muy amigos, desde antes de conocernos. Luego, a poco de llegado a
Barcelona como cónsul de Chile, fue trasladado a Madrid, instalándose en la llamada
Casa de las flores, que le ayudamos a encontrar, en el barrio de Argüelles.
Recorro ahora los difíciles manuscritos de estas viejísimas cartas a Albertina y
pienso en el Neruda solitario de los bosques australes, de las piedras, las lluvias, los
vientos y volcanes de su maravilloso país, al que solo pude visitar brevemente en su
compañía. Por allí anduvimos juntos para hablar a los campesinos araucanos,
desposeídos de sus tierras. Por allí comprobé la grave dignidad de un silencioso
pueblo castigado, la sublime tristeza de las madres, envolviendo a los pequeños hijos
en sus ponchos oscuros y morados, en el descenso húmedo de la tarde. Mi hermano
Juan Panadero se lo dejó dicho a Pablo en unas coplas conmovidas:

Chile, tú tienes las flores,


las cumbres altas y el mar
y un corazón de temblores.
La braveza, la dulzura,
y en islas verdes y azules,
rota la fina cintura.
No olvida Juan Panadero
allá por la Araucanía
al indio dulce y severo.
Triste sol abandonado…
¡Oh tierras del Bío-Bío!
(Juan Panadero ha llorado).

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Por aquellos días de mi visita a Chile (1946), invitado por él para dar recitales y
conferencias, Neruda ya era el poeta más popular y amado en su país, casi sin
distinción de clases. Vivía entonces en una amplia casa de las afueras de Santiago,
con un bello jardín, entre descuidado y salvaje. Tenía Pablo dos perros: uno más
pequeño y misterioso, al que llamaba Kutaca, y otro grande, alobado, que bautizó con
el nombre de Calbuco, el mismo del volcán del sur, de donde lo trajo. Pablo amaba
hasta el infinito los animales, la extensa fauna y flora de su patria, registradas
minuciosamente en sus poemas, engarzados de innumerables pájaros, peces e
insectos. Aunque fuera un poeta de todo lo que sentía y veía, no fue el asfalto lo que
más le atrajera. Deseaba tener —o construir— una casa en cada sitio que visitaba,
que despertaba su entusiasmo. En broma, lo llamábamos, a veces, la capra
arquitectónica. Pero la casa más importante y bella que dejó, a la que siempre volvía
de todas sus obligadas o gustosas peregrinaciones, fue la de Isla Negra, construida,
como él decía, verso a verso, es decir, solo con lo que había ganado con su obra
poética. Yo viví en ella algunos días, en una época en la que aún no había adquirido
la dimensión que tiene hoy. Lo que más recuerdo de ella ahora, a la distancia, son las
inmensas explosiones de espumas del océano Pacífico contra las rocas que la
circundan.
Pero en el año de mi visita, la casa de Neruda en Santiago era aquella de las
afueras, llamada Los Guindos. Allí, durante mi estancia, me dedicó Pablo varias
fiestas, compuestas siempre de la gente más heterogénea: desde luego, poetas,
políticos, escritores, pintores, pero también muchos que se colaban, que el poeta no
había visto jamás. No olvido que en esta primera fiesta, él y yo abrimos de pronto la
puerta de la cocina y vimos a unos extraños tipos que, acompañados de grandes vasos
de vino, estaban friéndose algo así como una docena de huevos en una enorme sartén.
Pablo, entre misterioso y divertido, me dijo al retirarnos sigilosamente: «Ellos sabrán
lo que están preparando. No los conozco. Vámonos. Creo que es la primera vez que
vienen por aquí».
Y tomado del brazo me llevó, sacándome de entre los otros invitados, a una
habitación más apartada, en la que entramos, afianzándonos bien por dentro. Allí,
después de servirme un buen vaso de vino y preparándose él un largo whisky, me
dijo: «Te voy a leer algo que creo muy importante y que todavía casi nadie conoce».
Y con su lenta voz balanceada y dormida, me leyó entero «Alturas de Macchu
Picchu», aquel ancho poema esencial americano, que se trajo a la tierra cuando
descendió de aquella inmensa y misteriosa ciudad de los incas, alzada en piedra entre
las nubes. Cuando terminamos la larga y secreta lectura, volvimos a la fiesta. Los
invitados y desconocidos habían aumentado visiblemente. Allí conocí, entre otros, a
poetas y escritores como Rubén Azócar, Juvencio Valle, Nicanor Parra, Tomás Lago,
mezclados con directores de teatro, como Pablo de la Barra, pintores, como Nemesio
Antúnez, periodistas, todos revueltos entre las lindas y endiabladas muchachas
chilenas, admiradoras de Pablo. Los famosos y alegres vinos del país llenaban sin

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parar las copas, aumentando el rumor de la cadencia pálida y deshuesada de la lengua
chilena, tan adhesiva y amorosa. De pronto, en medio de tantos apretados amigos,
surgió una pareja que Pablo se apresuró a presentarme. «Mira: esta es Albertina, y
este, Ángel Cruchaga, su marido, muy amigo mío y gran poeta».
Poco después, en el jardín, me reveló Pablo quién era Albertina. Se la veía aún
una mujer rara y atrayente. Me había sonreído con cierta complacencia al retenerme
la mano, como suponiendo quizá que yo estaba enterado de su historia. Tendría
entonces unos 45 años. Podría ahora recordarla en este instante y al cabo de tantísimo
tiempo con el primer verso de la «Canción desesperada» de los Veinte poemas:
«Puedo escribir los versos más tristes esta noche…».
A mí no me fue posible volver más por Chile, pues hice entonces aquel viaje
gracias a un permiso especial de la policía argentina, ya que me pasé casi veinte años
sin pasaporte español. Fue la primera y última vez que vi a Pablo en su bellísima y
desgarrada tierra. Al poco tiempo de aquel encuentro, Pablo, que era senador, fue
desaforado y lanzado a un difícil y peligroso destierro en su propia patria, hasta que
pudo atravesar la cordillera andina, ganando el territorio argentino. Gran alegría fue
para el mundo el momento en que el poeta chileno perseguido apareció en París ante
el Congreso Mundial de la Paz.
Conozco bien fragmentos de la vida de Pablo, que hemos vivido juntos en
Argentina, en Italia, en Polonia, la URSS, Checoslovaquia… y a veces hasta en la
más estrecha intimidad, como en aquella casa parisiense sobre el Sena —Quai de
l’Horloge, 45—, desde cuyos balcones veíamos deslizarse, interminables y
hogareñas, las péniches por las aguas turbias del gran río de Francia.
Ahora hojeo estas cartas de Pablo para Albertina Rosa, de difícil lectura, de
atropellada letra manuscrita. Y me enternezco. Aquí está todo el temblor, las luces y
las sombras, las ilusiones y desánimos de un poeta ya grande, de un muchacho de 20
años, profundo e ingenuo, que espera las cartas de su novia con desesperación y que
sueña con una hija de ella, a la que llamaría Manzana, y que sería «alta y paliducha
como esas manzanas largas y amarillas que guardan en las casas en el invierno,
forradas de papel de seda». ¡Ay, Pablo! ¡Qué años alegres y terribles, llenos de soles
esperanzados, de inflexibles condenas y de sangre! Pero tú, aunque moriste fusilado
de angustia, te apagaste junto al amor —Matilde—, que reinó siempre en los
momentos más hermosos y trágicos de tu vida, sin dormir, al borde de tu almohada,
velándote en la noche última de tu residencia en la tierra, hasta enterrarte muy lejos
de tu mar, el inmenso océano de espumas de tu Isla Negra.
En un día, no recuerdo cuál, del año 1960, me llamaron en Buenos Aires, de la
editorial Losada, para algo glorioso que acontecía: la celebración del primer millón
de ejemplares vendidos de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Para
la edición de aquel momento, Pablo Neruda escribió, entre otras palabras: «Por un
milagro que no comprendo, este libro atormentado ha mostrado el camino de la
felicidad a muchos seres. ¿Qué otro destino espera el poeta para su obra?».

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Todas las Albertinas del mundo te podrán, Pablo, recordar, susurrándote siempre
en el desvelo de la noche: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente / y
me oyes desde lejos, y mi voz no te toca…».

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XXV
Hace muchos muchos años, dejados atrás los desfiladeros y lagunas umbrías de la
sierra de La Demanda, llegué, ya muy entrada la noche, al monasterio románico de
Santo Domingo de Silos, cuyo patrón y fundador —san Benito— fuera trovado por
Gonzalo de Berceo, clérigo de la misma orden.
—Buenas noches, hermano —dije a una sombra misteriosa que se asomó a un
alto ventanuco, cerrándolo después de abrirlo un solo instante. Al cabo de una no
breve espera, apareció un reverencioso frailecico que, sin casi mirarme siquiera, hizo
ademán de que le siguiese, abriéndome paso con un débil farolillo de aceite que le
pendía de una mano, mientras que de la otra le colgaba un rosario de gruesas cuentas.
Era la hora de silencio para la comunidad de san Benito. Una gran bocanada de aire
frío me anunció que iba a pasar por un jardín, internándome luego por arcadas,
pasillos y escaleras, hasta que por fin, después de una muda reverencia, la lucecilla de
aceite y el rosario me dejaron ante la puerta de la celda que la hospitalidad de los
frailes de Silos ofrecía —al menos entonces—, tradicional y desinteresadamente, al
caminante. Esto sucedía en el verano de 1925, y quien me acompañaba era mi
hermano Agustín, que seguiría en gira por Castilla hacia el litoral cantábrico, para
divulgar los vinos y el coñac Osborne, de los que él, con mi otro hermano, Vicente,
era representante. ¡Oh aquellas noches, tan recordadas, en mi celda con los monjes de
Silos, queriéndolos pervertir —inocentemente— cantándoles los entonces picarescos
cuplés de Raquel Meller y la Goya, imitándoles, además, de una manera perfecta, los
más contoneados bailes gitanos de Pastora Imperio!
Tendría que pasar otra vez mucho tiempo, y ya lejos, muy lejos de España,
después de nuestra guerra civil, para que yo llamase, si no a la puerta de un
monasterio, al menos de una ermita, no extraviada entre los montes morenos de
nuestra Córdoba andaluza, como hubiera querido íntimamente entonces, para un
futuro que no creía lejano, quien en ella vivía. Los montes llevaban otro nombre, y la
ciudad que acogía a aquel viejo ermitaño, el muy precioso de Alta Gracia, en la
provincia cordobesa de la República Argentina.
En la paz soleada de la purísima mañana, el jardín de Los Espinillos, la ermita,
digo, la casa, donde Manuel de Falla —don Manuel— habitaba en voluntario
destierro, lejos de su Granada, se hallaba ornada de cipreses, naranjos, aromos en el
gualda supremo de su flor, entre un hálito delgado de violetas.
Mi visita era para un concierto: laúd, piano y poesías. Una cantata a tres voces,
que Paco Aguilar, el más gran laudista, desgajado del cuarteto que llevaba su nombre,
Donato Colacelli y yo acabábamos de presentar en el teatro Rivera Indarte, de
Córdoba, y que Falla —achaques siempre de salud— no había podido escuchar. «A la
una y media en punto», había precisado el doctor González Aguilar, hermano del
laudista, nuestra visita, hora exacta en que Paco, Colacelli y yo tocábamos a la puerta

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de Falla, respetando su entusiasmo por el reloj, su gran amor a lo preciso, vieja
característica de la vida y la obra del gran maestro andaluz.
—Me van ustedes a disculpar el piano… —suplicó, abrigado en su poncho de
vicuña, cuya severidad y color pardo hacían pensar en la monástica estameña,
mientras observaba entre sus brazos el nuevo laúd, más moreno que el otro, de Paco
—. Además de tener el piano con sordina, no anda muy bien de afinación. Aunque
esto, quizá, no importaría demasiado.
Y recordó, en apoyo de su disculpa, que asistiendo una tarde con Ravel a un
concierto para dos pianos, el maestro francés quedó al final muy serio y preocupado
por no saber cuál de los dos ejecutantes era el mejor, ya que le había sido imposible
diferenciar en lo más mínimo un piano de otro.
—Y a propósito de Ravel. He leído, Paco, su bello libro A orillas de la música,
que me mandó, y en el que afirma usted que Ravel, para excitar su imaginación, se
detenía ante los escaparates a contemplar las medias y los maniquíes desnudos de las
señoras, cosa algo infame, que no sé quién se la habrá contado. Y, luego, también
afirma usted que yo tomo, a cualquier hora del día, no sé cuántas píldoras de todos
los colores… Le suplicaría a usted, antes del concierto, que voy a escuchar con
mucho gusto, me prometiese retirar ambas calumnias de su libro.
Paco, sorprendido y confuso, le prometió suprimirlas en una próxima edición. A
don Manuel de Falla le hacían daño las más mínimas cosas, y mi pensamiento viajó a
la velocidad del rayo al pensar en su sufrimiento, justificadísimo entonces, cuando
fue visitado en su bello carmen granadino por la poetisa cubana doña Otilia Arnal,
que yo había conocido durante un memorable recital en el salón de actos de la
madrileña Residencia de Estudiantes.
Doña Otilia era grande, alta, con una hermosa dentadura de caballo, y apareció
aquella tarde, toda de negro, enfundada en un vestido que desde la cintura se le
convertía en unos largos flecos como de toalla. El auditorio se componía de
jovencísimos estudiantes, huéspedes de la Residencia, entre los que estaban,
naturalmente, García Lorca, Dalí, Buñuel, Pepín Bello y otros amigos que íbamos
casi todos los días por allí.
En medio de un espectacular silencio, doña Otilia, con una voz cortante y como
rajada, comenzó a recitar su primer poema:

Estoy loca, loca, loca.


Me pica mucho la vicoca,
y nadie, nadie me la toca.

Asombro sin límites y contención de la risa dentro de nuestros estallantes


pulmones. Y siguió doña Otilia con la misma chirriante voz, pero con toda
naturalidad.

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y para demostrarme cuánto me quería,
me metió el dedo,
me rompió el virgo
y lo tiró a la ría.

Aquí ya explotó todo el auditorio. Carcajadas y aplausos sin control premiaron a


doña Otilia por este poema, que ya no pudo superar con otro que empezaba:

¡Oh tarde de otoño,


me aprieta el soutien!

ni con aquel otro, traducida por ella del portugués:

¡Falos de los marineros,


que tiñen de azul las olas!

Un recital inolvidable, único, en aquella insospechada tarde en la casa de los


estudiantes.
Después, supe que quiso doña Otilia ir a Granada para visitar a don Manuel de
Falla, a quien admiraba con frenesí por su famosa música excitante del Amor brujo.
La acompañó José María Chacón y Calvo, buen escritor y diplomático cubano, que
vivía en Madrid, quien recomendó, aterrado, a doña Otilia que recitase, si Falla se lo
pedía, «aquellas poesías que fuesen las menos fisiológicas». Parece que doña Otilia
se lo prometió. Pero cuando después de tocar don Manuel al piano La danza del
fuego le pidió, casi modestamente, recitase algo suyo, pues sabía que era una gran
poetisa, ante los temblores y el respiro encogido de Chacón, doña Otilia dijo que iba a
decir su último poema, en verso libre. El poema comenzaba así:

Yo era un sacerdote católico,


pero cuando aquella mujer
pasó ante mí desnuda,
me hizo tirar la estola,
pisotear el copón,
arrojar la casulla…

No pudo continuar. Don Manuel, junto a su hermana María del Carmen, se


santiguaba sin parar, pidiendo a aquella mujer que se callase por Dios y no continuara
con tales blasfemias. Al día siguiente, el gran compositor gaditano mandó exorcizar
su casa, echando agua bendita por todas las habitaciones que había pisado doña
Otilia. Pero nosotros éramos visitantes angélicos. Íbamos para hacer escuchar a don

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Manuel en su retiro un recorrido musical que le agradaría. Invitación a un viaje
sonoro. Abriendo mi gran libro, grande como para el facistol de un templo gótico,
reclinándolo, a falta de mejor atril, contra el tomo voluminoso de un diccionario, que
coloqué en el centro de una mesa-camilla, comencé:

En el principio era el laúd. Venía,


vagabundo y sonoro, de viaje.

Don Manuel, hecho un rebujo en un rincón, junto a su hermana Carmen, perdido


en su hábito de vicuña, escuchaba con recogimiento las alabanzas al laúd con que se
abre la cantata:

Y como la palmera, cuyo mástil


abre en arco a la luz sus verdes velas,
pasó la mar, abriendo su susurro
de hojas dulces los mirtos y arrayanes
de Granada, de Córdoba y Sevilla…

Yo, que siempre leo, casi decía estos versos de memoria para no apartar la vista
de don Manuel, pudiendo asegurar, dolorido y ufano, que al surgir los tres nombres
de las ciudades andaluzas, un leve tinte rosado le circundó la piel alrededor del brillo
de sus gafas. ¡Noches en los jardines de España! ¡Fuentes del Generalife! ¡Jazmines y
arrayanes de Córdoba! ¡Estanques y palmeras de Sevilla! Y el laúd se deshizo en los
más límpidos surtidores y juegos que un anónimo árabe español fantaseara en el
siglo XIV. Después, Juan del Encina, con su cántico desgarrado por la muerte de un
hijo de Isabel la Católica. Y la pavana de Diego Pisador.
La voz en sordina del piano de Falla, tocado con ungido temblor por Colacelli,
impuso a la garganta del laúd tal veladura, tal eco tamizado de lejanía, que toda la
cantata pareció sumergirse bajo la transparencia de un agua remansada, obediente,
pero siempre en susurro, al estremecido mandato de la péñola que Paco Aguilar
pulsaba sobre las cuerdas del laúd. De cantata engloutie, como sumergida en un agua
transparente, pudimos considerar aquella que ejecutamos ante el gran viejo ángel
andaluz, cuya pura vida callada y soledad sonora nos volvieron celestes y llenaron de
gracia en aquel día de Alta Gracia, dentro de la morada de la música.
Don Manuel, después del íntimo concierto, nos pasó a la solana, calentita del
buen sol de la tierra y de la manzanilla sanluqueña —¡oh instantánea presencia
nostálgica de la bahía de Cádiz!— que María del Carmen nos ofreció, puede decirse
que como premio. Allí intenté yo hablar de Lorca, pronunciando apenas su nombre.
Pero don Manuel condujo la conversación hacia los Episodios Nacionales, de Galdós,
hacia las novelas de Alarcón, Clarín, Pereda y el poema La Atlántida, de Verdaguer,

Página 112
sobre el que estaba componiendo una cantata escénica desde 1927. Ya en la puerta de
Los Espinillos, al dar un abrazo a don Manuel, me llevó aparte y me dijo
verdaderamente apenado:
—Perdone, amigo Alberti… Sé cosas muy terribles sobre aquello… Pero mi
conciencia no me permite hablar.
Me enteré luego, por casualidad, de la versión que le habían dado a Falla sobre la
muerte de García Lorca, por quien él había intercedido dos veces ante el Gobierno
militar de Granada. Alguien muy importante le había dicho a don Manuel en
Argentina que Federico no había sido fusilado, sino muerto a patadas y culatazos en
una habitación del mismo lugar en donde estaba detenido.
En el principio fue el laúd… Ahora aquella vieja Invitación a un viaje sonoro que
había sido compuesta en Buenos Aires, hace ya más de cuarenta años, para el gran
laúd solitario de Paco Aguilar, conseguida la partitura por su sobrino Pepe, que vive
hoy en Madrid, recorre los pueblos y ciudades de España, recitada por mí y
acompañado por Antonio, Esther, Pedro y Caridad, un perfecto cuarteto desgajado de
la orquesta Grandío de laúdes.

¿Oísteis? La luz se pierde.


Se hunde la barca en la noche…
Solo la mar permanece.

Página 113
XXVI
José Bergamín y yo fuimos siempre grandes amigos. De X a X. Dios y el diablo.
André Malraux decía: «El realmente católico es Alberti, y el comunista, Bergamín».
O sea, que yo era Dios, y él, el diablo. ¡Quién puede saber si esto ha sido verdad!
Supe de su muerte muy tarde. Me enteré después de pasados más de tres días.
Estaba yo en Sicilia. Bajaba aquella noche del Etna, de una de sus laderas
achicharradas por la lava volcánica. Cascotes, piedras inmensas, todo negro,
rodante, resbaladizo. Descenso peligroso entre la densísima niebla que se había
levantado de súbito, precipitando la entrada de la noche. Yo venía de recitar en
aquellos solitarios espacios:

Su aliento, humo, sus relinchos, fuego,


si bien su freno espumas…

Una octava real de la Fábula de Polifemo y Galatea, para un breve film sobre el
cíclope ojanco mitológico y la bella ninfa hija de Nereo, homenaje a don Luis de
Góngora, que prepara la isla de Sicilia en honor del poeta cordobés, creador del más
genial poema de entre todos los que narran la furiosa ternura del temible gigante
enamorado. Y me acordé inmediatamente de José Bergamín en Sevilla, en compañía
de Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, García Lorca y yo. Era en el mes
de mayo de 1927. Fecha del tercer centenario de la muerte de don Luis. De ese acto
conmemorativo iba a nacer el nombre de la generación o, como ya se ha establecido
definitivamente, Grupo del 27, al que yo, con más o menos complacencia hoy,
pertenezco. Allí Bergamín, junto a las de Dámaso Alonso, pronunció nuevas
palabras, juicios agudos, punzadores, para el hasta entonces vilipendiado poeta de
las Soledades y el Polifemo, poemas de los que García Lorca y yo recitamos al
alimón algunas de sus laberínticas silvas y fulgurantes octavas, arrancadoras de
sorprendentes aplausos en aquella sala del Ateneo de Sevilla.
Ya Bergamín había publicado entonces El cohete y la estrella, Enemigo que huye
y Tres escenas en ángulo recto, anticipando en estas tres obras todas las
particularidades, ingeniosas complicaciones, torturas, relámpagos y enrevesamientos
de su estilo.
Yo lo veía casi todas las mañanas, bien en su casa o por las calles y paseos de
Madrid. Su voz venía como de una caña distante, del silbido de un junco playero o,
quizá, como el aire de las quenas bolivianas, del afilado tubo de algún hueso
acusador de su esqueleto. La verdad es que me ha sacudido su muerte, después de su
salto desde la sierra onubense de Aracena al País Vasco, adonde quiso exiliarse y en
el que ha exhalado su último suspiro.

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Amigo fidelísimo, como enemigo peligroso, más tarde lo veía y no lo veía. Pero
casi siempre me llegaban noticias de sus insuperables faenas valerosas, ya en su
peregrinaje por París, Venezuela, Méjico, Madrid, el Uruguay. Cuando yo estaba en
la Argentina, él se encontraba en Montevideo, en donde nos veíamos con frecuencia,
ya que el Gobierno peronista nunca lo dejó entrar en Buenos Aires. Coincidió en
Montevideo con la visita al Río de la Plata de Juan Ramón Jiménez, su admiradísimo
poeta y amigo de otros días. Juan Ramón, antes de nuestra guerra, se había peleado
con él por cosas, casi siempre arbitrarias e injustas, que el andaluz universal solía
provocar entre sus más adictos amigos. Bergamín me dijo que estaba dispuesto a
verlo. Pero Juan Ramón me hizo decirle que si consentía retractarse de todo,
publicándolo antes en algún periódico, lo recibiría. Se lo comuniqué así a Bergamín,
quien, entre divertido y molesto, me dijo que él no tenía que retractarse de nada. Y lo
mandó definitivamente a paseo.
Después de su regreso a España y de ser expulsado pocos años más tarde por el
ministro de Propaganda, Manuel Praga Iribarne, se refugió en París, en donde, con
la ayuda de Malraux, vivió hasta su regreso definitivo a España, en 1970. Allí en
París lo solía ver escribiendo en el Café de Flore, a menudo en compañía de algunos
pintores españoles.
Una de las veces que tuve más relación con Bergamín, pero de carácter epistolar,
fue —él ya de nuevo en Madrid y yo todavía en Roma— antes de la muerte de
Franco, desde el 10 de mayo de 1971 hasta el mes de julio de 1972. Nos escribimos
cartas poemáticas, en verso, con toda clase de métrica. Cartas de nostalgia, de
tristeza y desconsuelo a veces, satíricas, divertidas, mordaces, pensando en esa
España que ansiábamos y no llegaba nunca, perplejos ante la incógnita de la
monarquía que el régimen franquista estaba preparando. De X a X, firmábamos
aquel epistolario lírico, en el que sobre todo relucía nuestra amistad durante más de
medio siglo. Así lo decía Bergamín en una de aquellas epístolas:

Equis soy… Equis eres… Equis fuimos…


y somos de repente
dos equis juntas como el siglo XX.

José Bergamín ha muerto como perdido, lejano, pero ejemplarmente, íntegro en


su fe, en su desilusión de tantas cosas; admirado, pero conocido, para lo
extraordinario que era, no tanto como merecía; discriminado, marginado como
personaje molesto, con el que para muchos no era muy grato tropezarse.
Ahora, antes de terminar estos breves pasajes de nuestra amistad, quiero
recordarlo en la plaza de toros de Jerez, viendo torear a un espada por él muy
ensalzado, y en la presentación de un libro suyo, La música callada del toreo, para el
que yo le escribí un soneto. Allí estábamos —primero, presenciando la corrida, con
la princesa de Orleans, admiradora de Bergamín—, el doctor José Luis Barros, José

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Manuel Caballero Bonald y el editor Manuel Arroyo. ¡Cuántos toros se acordarán
ahora de Bergamín y cuántos toreros todavía le brindarían a su muerte el último toro
de la tarde!
De Bergamín no puede despedirse uno dictándole: Descanse en paz, ya que a él,
en esa postura de descanso pacífico, no lo podemos imaginar nunca. Si ha llegado a
las puertas del infierno, en el que creía, tal vez se haya encontrado con su amigo Luis
Buñuel, otro creyente de las llamas eternas. Pero a Bergamín, con la voz baja que
tenía, no lo habrán oído los diablos y la entrada no le habrá sido posible. Y puede
ser que tampoco haya sido escuchado en la portería del cielo. ¿Qué hará entonces
Bergamín? ¿Por dónde andará? ¿Qué espacios habrá elegido, peregrino
maravilloso, siempre errante, en busca de una patria que le dé asilo verdadero y lo
comprenda?
De X a X. Quiero enviarle ahora, como despedida, un raro trabalenguas andaluz
que nos repetíamos casi siempre que nos encontrábamos:

Doña Dírriga, Dárriga, Dórriga,


trompa pitárriga,
tiene unos guantes
de pellejo de Zírriga, Zárriga, Zórriga,
trompa pitárriga,
le vienen grandes.

Grande le viene todavía a muchos la obra peregrina de este extraño poeta y


pensador que, entre ikurriñas y oraciones en vasco, ha sido enterrado en tierra
vasca, en el cementerio guipuzcoano de Fuenterrabía.

Una mañana brumosa de febrero del año 1940 dejábamos el puerto de Marsella en
un barco, el Mendoza, camino de las orillas del río de la Plata. Los españoles
recordamos bien aquellos días. Los campos de concentración de Francia y África
seguían llenos de nuestros soldados, de nuestras mujeres y niños, tan solo por el
crimen de haber sido los primeros combatientes, los primeros héroes en la lucha
contra el fascismo internacional, que no ya solo acababa de apuñalar a la República
Española, sino que se expandía, como una lava de muerte, por todas las ciudades y
campiñas del continente europeo. Recuerdo que yo escribía, al zarpar de los litorales
franceses camino de América, estos versos sobre mi vieja Europa:

Ahí quedas, vieja Europa, sacudida


de norte a sur, de oriente hasta occidente.
Hora de la partida.
Te abandono apagada, tristemente encendida.
Con otra luz espera volverte a hallar mi frente.

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Abandonaba una Europa a oscuras, tan solo iluminada por el fuego de los cañones
y las bombas incendiarias que llovían del cielo. Casi once años iban a cumplirse en
1950 de estos versos, cuando yo, acompañado del siempre valiente y peligroso José
Bergamín, remontaba las nubes del Atlántico de regreso a ese viejo mundo que nos
diera la vida, y con ella el orgullo de todo lo que somos.
Con otra luz espera volverte a hallar mi frente.
Vuelo de maravilla sobre el mar. Vuelo conmovido sobre los montes, los campos
y las ciudades, amaneciendo, de nuestra España. Vuelo ilusionado a Inglaterra, rumbo
a Sheffield, a la magna asamblea de la paz, a unir allí mi voz a la de todos, en nombre
de tantos españoles de aquellas orillas americanas.
Con otra luz espera volverte a hallar mi frente.
Sí, con otra luz, bajo otra atmósfera distinta a la de aquellos días de oscuridad y
de espanto soñaba yo encontrar a Europa, de la que Gran Bretaña iba a ser la primera
tierra que tocarían mis pies después de tantos años de ausencia.
El aeródromo de Northolt apareció de pronto en un desgarrón de la bruma. Y con
las tímidas luces encendidas para alumbrar un poco la larga tarde otoñal que se
borraba, entramos José Bergamín y yo a la Inglaterra del Gobierno laborista de mister
Attlee, representada —¡oh, sorpresa!— por los seis más selectos detectives de
Scotland Yard —esto lo supimos después no sé por qué diario—, que con una
elegante distinción muy británica nos esperaban rígidos, como seis rubios palos, tras
unos pequeños pupitres con aire de colegio. Media hora de interrogatorio,
acompañado de las más corteses inclinaciones de cabeza, de las más hipócritas
sonrisas, distribuidas convenientemente entre el deliberado candor de las preguntas.
Y como disparo, de pronto, la esperada: «¿Viene usted al Congreso de la Paz?».
Como objeto del viaje escrito en mi visado, concebido por el consulado británico
de Montevideo, ponía: «Estudios y conferencias». Conferencias, era cierto que tanto
Bergamín como yo las hubiéramos dado en las universidades de Cambridge y
Oxford, en donde viejos hispanistas amigos nos esperaban; estudios que en las
grandes pinacotecas de Londres, sobre todo, yo hubiera hecho, para ampliar mi libro
de poemas dedicados a la pintura. «Sí, asistiría, ¿y por qué no?, al congreso de
partidarios de la paz, autorizado por su Gobierno», le dije. «Sé que viene una
delegación de republicanos españoles. Sé que vienen en ella Pablo Picasso y el doctor
Giral, nuestro presidente del Consejo de Ministros de la República Española en el
destierro».
Una nueva sonrisa, la más larga y pérfida de todas, me dedicó, levantándose a la
vez de su pupitre y diciéndome: «Ahora tengo que ver su equipaje».
Ver, por lo que pude ver yo luego, era solo otra fórmula distinguida en la manera
de hablar de aquel detective, porque me revolvió de arriba abajo el equipaje,
desventrándomelo todo, poniéndolo imposible, sacando fuera, de entre mis
calzoncillos y camisas, algunos ejemplares de mis libros de versos (que se encuentran
en todas partes, incluso en las librerías de Londres), un borrador de mi Cantata de la

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paz y una serie de conferencias, escritas a máquina, sobre Garcilaso, fray Luis,
Góngora, Quevedo, García Lorca y Machado. Estas eran las terribles materias
explosivas que escondía mi equipaje. Todo lo manuscrito y mecanografiado se lo
llevó el astuto y elegante detective de mister Attlee, mientras un nuevo policía me
conducía al bar del aeródromo, en donde otros leyendo, distraídos, las patas sobre las
mesas, me recibieron sin mirarme. A todo esto, poco después hacía su aparición en
aquel mismo bar José Bergamín, a quien también otro selecto detective había
interrogado y registrado por su parte. Venía Bergamín bastante sonriente,
alimentando ciertas posibles esperanzas de traspasar las puertas de la aduana y
dirigirse libremente, como en un país de tradición tan liberal era lógico, al lugar del
congreso —Sheffield—, no muy distante de Londres. Pero…, nuestros cariñosos y
atentos detectives no consintieron ni por un momento dejarnos de mostrar su
simpatía.
Primeramente me tocó a mí. Apareció de nuevo el mío, quien después de
entregarme mis originales me pidió le enseñara todo cuanto tuviese en los bolsillos.
No debió de satisfacerle mucho mi autorregistro, pues, luego de mostrarle la cartera y
el cuaderno de direcciones, me registró él con sus propias manos, convencido sin
duda de encontrarme, tal vez en el hoyo de una axila, alguna misteriosa bomba
atómica de fabricación… uruguaya. Terminada tan fina y sutil tarea me entregó un
estrecho papelito amarillo en el que decía que por el articulo primero —es decir, sin
más explicaciones— no se me consentía la entrada en el Reino Unido, en la gran
patria de Shakespeare, de Cromwell y el Gobierno socialista de mister Attlee.
Momentos después, con el casi ilusionado Bergamín hicieron lo mismo: o sea,
que por medio de otro papelito amarillo y el fulminante artículo primero le dejaban
recluido en aquel bar del aeródromo, cerradas para él, con 17 000 llaves, las puertas
de Inglaterra. Cuando nos quedamos solos, siempre en aquel mismo bar —que
Bergamín llamó con mucha gracia «bar de concentración», en vez de campo—, me
contó que los dos detectives que a él le habían investigado le preguntaron que «cómo
él, tan grande y católico escritor, se atrevía a cometer el grave error de viajar
acompañado de un tipo como yo», dándole a entender que sin mí seguramente no le
habrían prohibido la entrada.
¡Oh, pobre mister Attlee! Yo me acordaba, durante aquella noche que nos
hicieron pasar sentados en una mala silla, que fui su acompañante, su guía por los
heroicos frentes de Madrid, nuestra invencible capital de la gloria. Y me acordaba
también cómo con su acompañante, la diputada laborista Hellen Wilkinson, en una
fiesta del teatro Español a la que con ella fui invitado, pedía a voz en grito a nuestros
combatientes: «¡Resistid! ¡Resistid!», pues el poder para él y los de su partido lo
consideraba muy próximo, y la ayuda, entonces, de su país y su Gobierno a la
República Española la salvaría de la muerte a manos de Franco, Hitler, Mussolini.
¡Resistid! ¡Resistid! Dos españoles de esa resistencia estábamos llamando a los
umbrales de su casa, ¿y cuál fue su acogida?

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¿Era esta la nueva luz que yo esperaba a mi regreso a Europa? Afortunadamente,
no, no era esa. La nueva luz iba cayendo en Inglaterra desde los aviones, llenos de
amigos, que arribaban, ilusionados, para el congreso de Sheffield; iba llegando en los
barcos que por el mar del Norte, el Canal de la Mancha, el Atlántico, se acercaban a
los litorales ingleses; la nueva luz se encontraba también dentro del Reino Unido, al
lado de aquel mismo mister Attlee y sus caninos detectives encargados de
oscurecerla.
A todo esto, nuestro bar de concentración se iba animando. Un nuevo prisionero
de la paz entraba en él. Alegre, movido, lleno de carcajadas. Era el presidente de la
delegación noruega. Dos italianos, que yo al principio creí dos policías, se
encontraban en el bar antes de nuestra llegada. Eran un hombre y una mujer, también
delegados al congreso. Él, amigo de España, soldado de la Brigada Garibaldi en los
años de nuestra guerra. Su manera de acercarse a mí no la olvidaré nunca. Lo hizo, al
comienzo, receloso, dando un lento paseo por el bar. Mas cuando me tuvo de frente,
me lanzó, decidido, lleno de confianza:

Venís desde muy lejos. Mas esta lejanía


¿qué es para vuestra sangre, que canta sin fronteras?

Era mi poema «A las Brigadas Internacionales», escrito en los días de la defensa


de Madrid, en noviembre de 1936. Le di un abrazo.
«Yo asistí en Valencia», me dijo, «a la representación de tu Cantata a los héroes.
Era entonces muy joven. No tenía 20 años. Ahora soy diputado del PCI. Me llamo
Giuliano Paietta. Estos —y distinguió a los policías ingleses con una palabra
castellana que se retuerce en forma de dos cuernos— no nos dejan entrar, como a
vosotros. Pero vamos a ver qué hacen con los trescientos italianos que a estas horas
estarán llegando a Inglaterra por el Canal de la Mancha».
Y nos divertimos pensando en los interrogatorios que esperaban a los elegantes
detectives de Scotland Yard. Cuando más bromas hacíamos, uno de nuestros
vigilantes, que había salido, regresó trayendo un diario. Le pedimos al punto nos lo
dejase hojear, a lo que accedió sin resistencia. Al desdoblarlo vimos que desde el
centro de su primera página nos miraba con ojos chispeantes y mano amenazadora
alguien muy conocido para nosotros. Era Picasso, sorprendido por los fotógrafos en
el instante de poner pie sobre la rubia y nunca mejor llamada pérfida Albión. Aquella
mano espantosa, como raro cacharro de cerámica, hacía aún más fulmíneo el rayo de
sus ojos. Debajo de la foto se leían, entre comillas, estas cortas palabras: «Es
terrible». Eran las pronunciadas por Picasso como comentario a la hospitalidad
dispensada por el Gobierno laborista a los invitados al congreso de Sheffield. La
verdadera paloma de la paz, la que acababa de diseñar Picasso, su abierta y blanca
entrada en Inglaterra, le quitó el sueño a mister Attlee, a quien tampoco iba a ser muy
grato para su buena digestión y la de su Gobierno, conducidos a remolque de la

Página 119
política ya bélica de Washington, oír la voz del congreso clamando —lo mismo que
hoy hacemos— por la prohibición de las armas atómicas, la reducción controlada de
los armamentos y el renacer de la confianza en un nuevo mundo fraterno de paz y de
justicia, lejos de los horrores de la guerra…
Y la paloma de Picasso tuvo que levantar el vuelo hacia Varsovia. El Comité
Polaco de la Paz ofreció al comité mundial que se celebrara allí el congreso. Y hacia
allí, hacia Varsovia, también José Bergamín y yo levantamos el vuelo, viendo desde
la altura, entre los agujeros de la niebla, achicarse, hasta luego desaparecer, nuestro
pequeño, como abominable, bar inglés de concentración.

Página 120
XXVII
¿De quién pueden ser, en este siglo que se va, sino de Picasso? Picasso, desde niño,
anduvo siempre entre palomas. Su padre, que sentía una especial ternura por ellas,
nos dejó señales de este amor en muchas de sus obras. Cuando en 1961 Picasso
cumplió 80 años, nosotros le llevamos, con gran ilusión, una preciosa paloma, de aire
velazqueño, firmada por José Ruiz Blasco. La había encontrado un amigo nuestro en
un anticuario de Buenos Aires, que se la vendió por poco, ignorando seguramente el
valor que representaba por ser nada menos que del padre de Pablo. En Notre-Dame
de Vie, aprovechando un momento en que nos encontrábamos con él creo que
únicamente María Teresa, el pintor italiano Renato Guttuso y yo, se la pusimos así,
como por sorpresa, delante de los ojos. Emoción. Y silencio. Picasso la miró muy de
cerca, atentamente, y no nos dijo nada. Al instante se llenó de gente la habitación en
donde estábamos, y nosotros, sin atrevernos a preguntarle su parecer, salimos,
preocupados, con todos los demás, hacia la corrida de toros que aquella misma tarde,
en la plaza improvisada de Vallauris, celebraban en su honor los toreros Domingo
Ortega y Luis Miguel Dominguín. Días después, pienso siempre que fue Guttuso
quien nos habló de parte de Picasso:
—A Pablo le gustó mucho la paloma. Pero le impresionó que las patas y el pico
no estuviesen pintados por él. Era una paloma de antes que a su padre le envejeciese
la vista y recurriese al hijo para que le pintase aquellas partes más pequeñas, que él ya
no podía.
Se me ocurrió entonces que a Pablo le escribiesen cartas las palomas. He aquí una
de ellas:
«Pablo: desde los bastiones de Antibes, en el castillo de Grimaldi, tu museo de la
joie de vivre, yo, una de tantas, frente al mar, mezclada con las gaviotas y los aires,
¡hola! Yo puedo ser aquella grande y reposada del I Congreso Mundial de los
Partidarios de la Paz en París o aquella otra que continúa siempre dando la vuelta al
mundo y recibiera para ti el premio en aquel otro congreso de Varsovia. Puedo ser
ellas dos y todas a la vez. Giramos sin dormir, alertas los ojos y las alas, sostenidas
por millones de manos y canciones. Te arrullamos ahora, alrededor de tu sueño,
coronándote de ramitas de olivo. Somos las mismas pintadas por tu padre, a las que tú
añadías las patas y el pico; las recién salidas de Mougins, del palomar de Notre-Dame
de Vie. Modelos tuyos, sin posturas fijas, sin nada que nos sobresalte. Nacemos todos
los días, a toda hora, en la noche, al amanecer. Las que ya conoces, blancas, negras,
grises, doradas, azuladas… Venimos hacia ti, pintadas, dibujadas, grabadas en la
brisa, en los vientos veloces. Podemos ser las últimas palomas, los últimos pichones,
posados en la punta de un hombro, metido el pico entre los labios de las muchachas,
acariciándolos, besándolos, pacíficos, o acompañando a fieros capitanes con espada,
clara señal de que nuestra presencia no es para verla levantarse en acto belicoso sino
para frenarlo, proclamando nuestra condena. ¿Y quién ahora va a pintarnos, a fijar

Página 121
nuestro vuelo en la tela, en la plancha de cobre, en el papel, en la piedra litográfica?
Pero seremos siempre tu palomar. Nadie sino tú entregó tantas palomas al aire de la
tierra, mensajeras de paz y de armonía. Hubo una vez un mago, un hechicero que de
la punta de sus dedos nos hacía nacer, concediéndonos el milagro de las alas. No te
olvidamos, Pablo. Nadie te olvidará, pues en la muerte, en esas matanzas con que de
cuando en cuando se intenta exterminar la existencia del hombre, de allá de lo alto,
descendemos nosotras, descorriendo las sombras homicidas, instalando la luz,
aplaudiendo el aire sobre ti, que nos diste la vida».
Y si Picasso soltó al viento del siglo tantas legiones de palomas, no menos lo
llenó de sones de guitarras y flautas, de mandolinas y violines, de música pintada, a
veces entre vasos, botellas, fruteros, libros, periódicos pegados, balcones al mar o a
las estrellas. Buen viento para la guitarra y para el pájaro, le declara Paul Éluard.
La guitarra apareció en la obra de Picasso a comienzos de siglo. El viejo
guitarrista de la época azul la toca tristemente enarcado sobre ella. Es la guitarra de
los pobres. Año 1903. Desde entonces este instrumento popular, profundamente
arábigo-andaluz, aunque hoy pertenezca al mundo entero, llega a convertirse en una
fijación para Picasso. Mandolina o violín unas veces, guitarra las más, pasa a ser bajo
todas las recreaciones posibles una de las formas preferidas de la época cubista. Pablo
se vuelve así un verdadero constructor de guitarras, que hará sonar a lo largo de su
pintura, hasta llevarlas, al final, a sus dos grandes últimas exposiciones en el Castillo
de los Papas de Aviñón. En cuanto a la flauta, aunque apareció también con el
cubismo, llegó a estallar con sus mejores aires en boca de los faunos y los sátiros,
cuando la segunda posguerra, por las playas pacíficas de la Costa Azul: Antibes,
Golfe-Juan, Cannes, Niza… Fueron aquellos los claros años de la joie de vivre…
Flautas, palomas, guitarras, por inspiración de Yvonne Zervos, la mujer del gran
crítico Christian Zervos, invadieron, como digo, el Palacio de los Papas franceses. Yo
había conocido a Yvonne Zervos, muy joven y hermosa, en nuestra Alianza de
Intelectuales, de Madrid, adonde había llegado, hacia fines de 1936, pasados los días
más graves y gloriosos de la defensa de la capital, ya en ese momento en que se
estabiliza el frente, convirtiéndose en una fortaleza inexpugnable hasta los primeros
días de marzo del 39, en que el coronel Segismundo Casado abrió sus puertas a las
tropas de los sublevados el 18 de julio. Era la primera vez que veía a los Zervos. Días
grandes y castigados. Ya Madrid había recibido desde el aire su bautizo de fuego y la
artillería cercana lo bombardeaba diariamente, sobre todo en la noche. Caían los
obuses en cualquier sitio, abriendo inmensas bocas en los tejados de la ciudad. Al
Museo del Prado le había tocado lo peor. Una mañana, bombas incendiarias, lanzadas
por unos aviones, le perforaron el techo de parte a parte, siendo el lugar más
castigado la sala de Velázquez, por fortuna bajada con otros muchos cuadros a los
sótanos del museo. Picasso ya había sido nombrado por el Gobierno de la República
su director, el primer director del mundo de un museo ambulante, pues en poco
tiempo tuvo que pasar de Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona y de Barcelona

Página 122
a Ginebra, antes de regresar nuevamente a Madrid, al perderse la guerra. Yvonne y
Christian Zervos llegaron en los días más duros y claros de nuestra lucha. María
Teresa y yo los acompañamos por las calles y barrios extremos de la ciudad cercanos
al frente. Subimos a la Telefónica, entonces uno de los edificios más altos de Madrid.
Desde allí vieron impresionados los destrozos de los bombardeos, las heridas
sangrantes de la ciudad. Ya había sido evacuada, con mujeres y niños, la mayor parte
de la intelectualidad que el Gobierno necesitaba a su lado en Valencia. Madrid era
sobre todo una ciudad de soldados y gentes necesarios para su defensa. Había que
ayudar a salvarla, y con ella los tesoros de la cultura. Trescientas obras maestras del
Museo del Prado habían partido en diferentes noches camino de la ciudad
mediterránea.
Yvonne se interesó en Madrid por todo, informándose de la marcha del
salvamento de las colecciones particulares en sitios peligrosos, visitando el trabajo de
la Junta para la Salvación del Tesoro Artístico. Mientras, Christian Zervos vivía la
pasión del Greco, su gran compatriota. Observaba y experimentaba las obras del
pintor, recién descubiertas y salvadas de iglesias destruidas vecinas al frente, y
preparaba su obra monumental sobre el fantástico huésped de Toledo, obra que
apareció meses después de terminada nuestra guerra. Conservo todavía el ejemplar
que nos dio, ya desterrados en París, con esta emocionada dedicatoria: «A María
Teresa León y Rafael Alberti, en recuerdo de los momentos que vivimos juntos en
Madrid. Con amistad». Desde aquel año 39 no volví a ver más a los Zervos
justamente hasta casi treinta años después. Y en Notre-Dame de Vie, la casa de
Picasso sobre la alta colina de Mougins. Zervos, acompañado de Yvonne, continuaba
la catalogación de la obra del artista. Preparaba el volumen número… no recuerdo
ahora cuál. Picasso, Jacqueline, Yvonne, María Teresa, Aitana, yo, Roberto Otero…
asistimos al desfile de centenares de cuadros, que iban siendo fotografiados uno a
uno. Nuestra fascinación y silencio eran grandes, interrumpidos a veces por las
bromas de Picasso o por las entradas y salidas de Jacqueline, portadora de whisky, té,
coca-cola y aquella reina de los prados, infusión que entonces tomaba el pintor en
una enorme taza, por indicación del médico. Con Yvonne recordamos los
extraordinarios días de Madrid y aquella estupenda y milagrosa comida que le ofreció
María Teresa en nuestra Alianza cuando ya era difícil procurarse un pedazo de pan. Y
nos habló, todavía conmovida, de su incorporación a los equipos catalanes que se
ocupaban de reunir en el Museo de Arte de Cataluña los objetos encontrados en las
iglesias de la provincia de Barcelona, así como los hallados en Gerona, Lérida,
Tarragona y demás ciudades o pueblos importantes del país. Meses después, cuando
los Zervos ya no estaban, y en una segunda visita, Picasso nos mostró en su estudio
parte de su obra en marcha, óleos y dibujos que al año siguiente, y por iniciativa de
Yvonne, irían a colgarse, en número impresionante, de las paredes del Castillo
aviñonés de los Papas.

Página 123
Pero Yvonne nada llegó a ver. Moría tres meses antes de inaugurarse una de las
más extraordinarias exposiciones ideadas por ella, como Picasso moriría también sin
presenciar su segunda exposición aviñonense, abierta el 1 de mayo de 1973.
Este capítulo de la Arboleda se me ocurrió desgajarlo de mis recuerdos de Picasso
después de visitar la otra mañana su prisionero y delator Guernica en el palacio
madrileño del rey Felipe IV.

Página 124
XXVIII
Yo nunca creí que volvería a Europa, después de 19 años sin pasaporte, durante los
cuales solo pude viajar de Argentina a Uruguay, bien en avión, no más de media hora,
o en un barco que atravesaba el río de la Plata durante la noche, dejándonos, algo
pasado el amanecer, en el puerto de Montevideo. Pero un día, alguien me comunicó
que había aparecido la noticia de que el consulado franquista concedía pasaporte a los
exiliados, pero únicamente a aquellos españoles «que no tuviesen las manos
manchadas de sangre». Yo, que como era natural pasaba siempre por ser un poeta
rojo, me contemplé al punto las mías, y no considerándomelas en absoluto culpables,
ya que el color de aquellas manchas era tan solo natural en las manos de ellos, recibí,
de las del propio cónsul, un flamante pasaporte, que no servía, eso sí, para entrar en
España y, menos, en aquellos países donde los oblicuos ojos de Lenin y las níveas
barbas de Marx habían inaugurado una era nueva. Así que, instantáneamente, menos
España, con aquel pasaporte corrí a visitar todas aquellas naciones que prohibía:
Bulgaria, Rumanía, Checoslovaquia, Polonia, la Unión Soviética, China… ¡Qué
maravilla poder salir a respirar, después de tantos años, forzosamente prisionero,
paralizado en el río de la Plata, en la República Argentina, amada de verdad, pero
cada vez más estrecha y preocupante después del peronismo, de aquellos cohibidos
gobiernos democráticos, amenazados, hasta su extinción, por las «engalonadas
panteras» militares!, después de allanada mi casa, varias veces y de noche, por la
policía; después de encarcelados, entre otros, escritores como el gran novelista
guatemalteco Miguel Ángel Asturias, cundiendo el pánico en las editoriales, en las
universidades, en el teatro, cerrada hasta la posibilidad de viajar a Uruguay,
decidimos regresar a Europa para esperar, desde más cerca —¡alguna vez sería!— el
posible derrumbe del régimen franquista. Y fue el día 28 de mayo de 1963 cuando,
por fin, con mucho más pesar que alegría en el corazón, dejamos Argentina, después
de haber permanecido en ella casi más de veinticuatro años, descendiendo del cielo
una mañana sobre la ciudad de Milán, pocos días antes de la muerte del venerado
papa contadino Juan XXIII. ¡Adiós, Buenos Aires, en donde publiqué más de veinte
volúmenes de poesía, estrené obras teatrales, volví a ser pintor, celebrando
innumerables exposiciones, recorrí toda la república recitando mis versos, dictando
conferencias! ¡Adiós, Uruguay, casa luminosa de Punta del Este, playas de Cantegril,
espejeantes de lobos marinos! ¡Bañados del Paraná, pampas inmensas de trigos y
caballos! ¡Cielos de pájaros floridos, de cóndores y negros caranchos acechadores de
la muerte! Era muy triste e inquietante partir de Argentina, perdidos ya la tranquilidad
y el gusto entusiasta por el trabajo, tantos años de creación literaria, de nostalgia
española, de luchar por aquellos que aún continuaban en las cárceles del régimen, de
ilusionada incorporación al proceso democrático argentino, después de los últimos
años de descalabro peronista, de corrupción de un régimen, desaparecida la

Página 125
esperanzada estrella de Evita Perón, que supo establecerse dentro de los pantalones
de su nada valiente general, dejándoselos vacíos con su temprana muerte.
¿Por qué Italia y no Francia, en donde habíamos vivido tantas veces?, nos
preguntaban muchos amigos. Porque ya, en realidad, teníamos algo agotado París, y
Picasso, un gran señuelo sobre todo, vivía en la Costa Azul, y yo pensaba en Roma,
en la que había pasado, en 1935, quince días inolvidables con Valle-Inclán,
sintiéndome en Italia más cerca, más bañado de la claridad mediterránea, más
próximo en espíritu a los litorales españoles, a las costas andaluzas. Después, la
explayadora simpatía de gran parte del pueblo italiano y, sobre todo, aquel Alberti, mi
apellido, tan ligado a las familias florentinas, al gran orgullo de saber que de ellas
habían salido mis abuelos. Y después… ¡Qué sé yo! Una nueva experiencia, una
nueva vida, más clara y popular, que se me iba a prolongar —esto lo supe luego—
por casi quince años a las dos orillas del Tevere, el río de tantos misterios, sucio y
cruzado de los más bellos puentes, desagües de cloacas, reflejado de centenarios
árboles, de cúpulas, de torres, de estatuas y picoteado de voraces gaviotas
hambrientas del vecino y contaminado mar Tirreno. Pero… A pesar de Italia, en la
que ya me encontraba, mucho había dejado allí, en aquella América, tanto, como para
desear, a cada hora, en los primeros meses de lejanía, un posible retorno, una segunda
vida que me hiciera compartir con aquellos pueblos tan castigados y oprimidos el
logro final de sus esperanzas. Y a Roma le pedí, desde el comienzo de mi
permanencia en ella, que, a pesar de su maravilla, fuese capaz de darme tanto como
había dejado entre aquellas orillas de cielos inalcanzables, cosechas y caballos.

Dejé por ti mis bosques, mi perdida


arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de la vida.
Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.
Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.
Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

Página 126
Pero ya vivía en el Trastevere, la verdadera capital de Roma. Ya había descubierto
yo a Giuseppe Gioachino Belli, el inmenso poeta sonetista, de originalísima gracia
popular y burla casi quevediana. Ya había pasado yo de la otra orilla, Via Monserrato,
20, a la Via Garibaldi, 88, que baja de lo alto del Gianicolo hasta el arco de la Porta
Settimiana. Sí, ya vivía en aquel ilustrísimo barrio, resurgimiento de todas las
basuras, todas las ratas, todos los gatos, todas las más largas y libres meadas del
mundo. Barrio de ladrones, con su Piazza y todo, de pequeños y graciosos rateros, a
pie o en motocicleta, bellos como escapados de algún mural del Pinturicchio, capaces
de robar, huyendo a todo escape, un luminoso pectoral de diamantes a un bien obeso
monseñor en el momento de alzar su bendición a una pareja de recién casados, ante el
pórtico de la iglesia de Santa María.
Solo he conocido a dos queridísimas personas de mi mismo gremio —Pablo
Neruda y Federico García Lorca— que tuvieran tanto o más miedo que yo a los
automóviles. (Luego, más tarde, se nos sumó Jorge Guillén, escribiendo un poema,
que me dedicó, contra el peligrosísimo tráfico romano).

Con Rafael Alberti


ROMA, PELIGRO PARA CAMINANTES

Roma, París, quizás en todas partes…


Henos, pues, asediados por los coches,
Los coches de presuntos asesinos
Que buscan su botín de transeúntes,
Tú, vanidoso de furor estúpido,
Que en selva de feroces alimañas
Conviertes la ciudad de insigne historia,
Nula bajo el instante velocísimo:
¿De caza vas? ¿Con qué recurso intentas
Matar el soberano aburrimiento
Que padeces, gran automovilista?
Toreas sin el arte del toreo
Que lidia reses bravas ¡Espectáculo:
Lidia de transeúntes! Muy valientes.

Puedo confesar que en mi amado barrio tuve que volverme torero, adiestrándome
en ceñirme, en adelgazarme contra los muros, en salir por pies, corriendo veloz como
ante un toro, al ver llegar aquellas exhalaciones interplanetarias, ciegas y sin aviso,
por tan estrechas calles y retorcidos callejones. De ahí nació, a poco más de un año de
vida romanesca valerosa, mi libro, titulado con astronómica exactitud: Roma, peligro

Página 127
para caminantes. Ahora espero que algún día, en alguna fecha de aniversario, el
Commune de la Ciudad Eterna estampe en algún vicolo, no lejano de mi Via
Garibaldi, una placa que diga: «Vicolo di Rafael Alberti (antes del Cinque, del Cedro,
etcétera)», porque yo me instalé aquí, me convertí en vecino de este barrio para
cantarlo humildemente, graciosamente, rehuyendo la Roma monumental, amando
solo la antioficial, la más antigoethiana que pueda imaginarse: la Roma trasteverina
de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o
amorosas, la secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.

Ah! cchi nun vede sta parte de monno


Nun za nnemmanco pe eche ccossa é nnatto.

(¡Ah!, quien no ha visto esta parte del mundo


no sabrá nunca para qué ha nacido),

escribió Giuseppe Gioachino Belli con orgullo.

Página 128
XXIX
A medida que voy avanzando, desbrozando las ramas y las hojas ya caídas de esta
Arboleda, sucede que todo se me funde, todo se me atraviesa, ilumina a retazos,
confundido y barajado como si mi vida no hubiese tenido un orden sucesivo, un
desarrollo coherente. Me es ahora difícil, en estas altas cuestas de mis años, sujetar
mi memoria, manteniendo un orden para lo sucedido, amarrándolo a un compuesto
relato, un sostenido capítulo con sus pies y cabeza. Así sucede, por ejemplo, no saber
bien por qué, en la luz de un fogonazo de mi memoria, se me presenta un gato
romano, el Buco, del que creo haber hablado algo ya, quien, a pesar de su nombre
masculino, era una gata, nacida debajo de una teja medio rota del tejado sobre el
que se asoma la ventana de mi cocina en Roma. Nacido en aquel agujero —Buco, en
italiano, significa eso—, a pesar de ser gata, seguimos siempre tratándola en
masculino. Bello, elástico, suave y arisco a un mismo tiempo, se hallaba siempre en
estado de calentura, enamorado de cuanto gato rondaba las terrazas y los tejados del
barrio. Desde la ventana de mi cuarto de baño, por un grueso tubo que descendía a
las tejas, el Buco bajaba para reunirse con sus escandalosos enamorados, dando a la
noche los más maullantes, desgarrados conciertos de amor que ha orquestado toda
la raza felina. Luego, ya durante el día, unido a otros gatos más pacificados,
intentaba merendarse a las palomas —ese lírico y codiciado símbolo de la paz— que
acudían bajo mi ventana a guerrear por la comida que arrojábamos a aquella
romana grey gatuna. Estuvo Buco largos años con nosotros, en nuestra casa de la
Via Garibaldi, meándose largamente contra el lomo de todos los libros, al nivel del
suelo, de nuestra biblioteca. Pero su grandísima ilusión era un loro, llamado
Cocorito, un precioso loro como una apretada hoja verde con fulgores rojos y
amarillos, regalo del pintor Carlo Quattrucci, aquel gran amigo que se suicidó,
haciéndole escuchar a su hermana, por teléfono, el pistoletazo que se disparaba en
la cabeza. Mas el Buco desapareció de pronto. Una mañana lo busqué por toda la
casa, asomándome a los tejados, muy inquieto —pues, a pesar de todo, lo quería—,
pensando se había escapado, no por la ventana de mi cuarto, sino por la puerta de la
calle. No lo encontré. Luego me enteré por Encarnita, aquella graciosa muchacha
andaluza que trabajaba en nuestra casa, que habían largado al Buco, seguramente
de acuerdo con Aitana, a un gran jardín cercado de al final de la calle Garibaldi;
adonde fui un día a visitarlo, con el pensamiento de encontrarlo, invitándolo a
regresar.
En verdad que el Buco era una bella gata sinvergüenza con demasiada
temperatura amorosa. A través de la verja del jardín lo descubrí, entre gatos
maravillosos de todas las razas. Lo llamé y me reconoció en seguida, saliendo entre
los hierros para saludarme, restregándose mimoso contra mis pantalones. Lo invité a
seguirme. Lo hizo, mas no sin mirar antes a sus enamorados como pidiéndoles
permiso. Me pareció que le dijeron que sí, habiéndolo decidido al principio, luego,

Página 129
parándose, volviendo constantemente la cabeza, para, al final, no ya muy lejos de la
puerta de mi casa, volverse a la carrera hacia su verde y maravilloso serrallo
gatuno.
En medio de esta historia, el Cocorito se encontraba feliz y dicharachero, dentro
de un grande y lujoso jaulón, repitiendo cuanta palabra suelta se le quedaba dentro
de su verde memoria. La que más amaba era la de su propio nombre, que repetía en
todos los musicales tonos. «¡Cocorito! ¡Cocorito!». El Buco, aunque distante, desde
el borde de una ventana, lo contemplaba fascinado. Sin quitarle ojo, nunca se decidió
a darle el asalto. Una vez, en un momento en que el Buco ya no se encontraba en
casa, el Cocorito se vino al suelo con jaula y todo, saliéndose de ella, quedando en
libertad, pero muy lastimado, según se deducía de la palabra que iba repitiendo,
renqueando y alicaído, por las bellas losas amarillas del gran salón: «¡Coño, coño,
coño! ¡Coño, coño, coño!». Semejante parolaccia jamás se la habíamos escuchado.
Pero no sé lo que luego pasó. Volvía yo de un ligero viaje a Florencia y vi con
asombro y preocupación que el Cocorito ya no estaba en su jaula. Encarnita no supo
qué contestarme. No quise indagar más. Pero ya siempre, desde entonces, veo al
Cocorito renqueando por los salones del cielo y repitiendo dolorido: «¡Coño, coño,
coño! ¡Coño, coño, coño!».

Este nuevo capítulo de La arboleda perdida comienza en el momento de levantar


el vuelo en viaje Madrid-Roma-Moscú. El último que hice a la Unión Soviética
también partí de Madrid. Iba acompañando a Nuria Espert, en gira para representar la
obra de García Lorca Doña Rosita la soltera. Creo que era en el mes de noviembre.
Hacía bastante frío, pero no aquellos 30 grados bajo cero de mi primer viaje al país de
los Soviets, a finales del año 1932, cuando ya a mi regreso a Alemania, Hitler
acababa de subir al poder, desencadenando una de las más violentas represiones de la
historia.
Ahora, la más preciosa de las azafatas repite sus monótonas y desganadas
instrucciones para tal vez salvar la vida en caso de que el avión se incendie o caiga al
mar o al fondo de algún abismo terrestre.
Reparten los periódicos. Yo escojo El País. Lo único que me atrae y maravilla en
este número es el rescate del tesoro que llevaba el galeón español Nuestra Señora de
Atocha, naufragado a comienzos del siglo XVII —hace hoy ya más de trescientos años
—, con otras nueve embarcaciones, en el estrecho de Florida, muriendo más de
quinientos cincuenta marinos.
Cuando me duermo, entre la música sorda de los motores, oigo poblárseme el
sueño de lingotes de plata, monedas de oro, bandejas, cubiertos, lujosos candelabros
y otros restos del desaparecido galeón… Un botín que el gran buscador de tesoros, el
norteamericano Mel Fisher, tendrá que distribuir en parte entre los asociados de la
Treasure Salvors. Cuando me despierto, lo hago ya bajo la orden de abrocharse el
cinturón, pues vamos a aterrizar dentro de breves minutos en el aeropuerto de Roma,

Página 130
en donde la temperatura veraniega es de 32 grados. En Madrid, ayer, llegamos cerca
de los 43.
Entro en mi barrio. Pero mi esquina —Garibaldi y Lungara— del Trastevere
sigue igual, es decir, peor que nunca. Las motos están aparcadas casi sobre las mesas
del Bar Settimiano. Los autos, más numerosos y desordenados que en ninguna ciudad
del mundo, parecen subir, como superpuestos, a los primeros pisos de las casas. Estoy
en Roma, peligro para caminantes más que nunca. Se habla a gritos, como siempre,
en mi esquina. Sobre ellos atraviesa una voz que llama largamente: «¡Marioooo!». Es
un nombre repetidísimo en toda Italia.
Ahora aquí, en el Trastevere, trepan, aparecidas en estos últimos años de mi
ausencia, las más verdes y tupidas enredaderas por los muros, formando variadas
lagunas y ojos entre el color siena tostada romano y el de las trepadoras, creando así
una movida y contrastada visión en las paredes trasteverinas, a lo largo de todo el
primer tramo en pendiente de la calle Garibaldi. También han crecido árboles
espontáneos, algunos ya muy altos, y por el día, al nivel de las aceras y a la puerta de
algunos negocios, se ven macizos de dondiegos rojos, que han de abrirse en la noche,
perfumándola suavemente. ¡Roma, Roma! Siempre me sigo preguntando, pero ahora
con acento más definitivo:

Cuando me vaya de ti,


¿quién se acordará de mí?

Pero sí, estoy seguro de que se acordarán. Yo sé bien que no soy ni Goethe ni
Stendhal, pero sí un poeta andaluz que supo introducirse en la voz romanesca del
gran Gioachino Belli y la prolongó por el alma de las calles, callejones y plazas del
inmortal Trastevere.
Ahora pasa una carrozella, con su cabeceante y lujoso caballito, camino
seguramente de su cuadra en el Vicolo del Mattonato. Me levanto. Quiero andar, en
medio de este sofocante fuego que sube del asfalto y aprieta la respiración, hacer un
recorrido entre los estallantes oleandros —adelfas—, las densas sombras de los
árboles del lungotevere y el negro concentrado de los pinos. ¡Roma, Roma! De
pronto, muda y fascinante como un cuerpo que, aunque provocativamente tangible, se
posee al mismo tiempo que casi se rechaza, porque hay algo también muerto, como
drogado, en esta maravillosa ciudad, de luces nocturnas casi agonizantes como
velones, farolas de diluidos verdosos mortecinos. Muchos bares populares del
Trastevere los cierran a las doce y media, o antes, y la vieja alegría bullanguera y casi
napolitana de sus calles, con la gente sentada tomando el fresco en los portales, se
hunde en una semioscuridad, evocadora de otra época en que la falta de alumbrado
era propicia para toda clase de robos y de crímenes. Se nota, se comprueba con
tristeza, que hay muchos menos gatos que antes. A esos extraños y misteriosos dioses
de Roma los están exterminando, y las ratas tienen más libertad para salir a prender

Página 131
su cena en las inmemoriales montañas de basuras de todos los rincones. ¡Roma,
Roma! Hay que ir a consolarse a las barandas de los puentes del Tevere, para mirar el
río de reflejos inmóviles, a esa misma hora en que las barcas y las péniches del Sena
resbalan llenas de vida fluvial por los canales de toda Francia.
Mi edad de oro del Trastevere fue cuando Vittorio Bodini, gran poeta, hispanista
y mi extraordinario traductor, me hacía entrar en las viejas tabernas de la noche para
que le explicase la clave real de cada poema de mi libro Sobre los ángeles,
desentrañándole el sentido oculto, directo, de las neblinas que los hermetizaban.
Siempre le contestaba con evasivas, prometiéndole vagamente explicarle alguna vez
la realidad que latía por debajo de cada poema. Pero nunca lo hice. Solo hubo una
noche en que le expliqué la trágica historia que había encerrada en el poema titulado
«Los ángeles crueles». Se quedó pensativo y desconcertado cuando le conté que yo
iba a cazar con mi hermano, a la madrugada, en El Puerto de Santa María, pájaros
con red, cosa que está rigurosamente prohibida, y que como era imposible entrar en
El Puerto con tanto pájaro vivo, yo era el encargado de matarlos uno a uno
estrujándoles los sesos con los dedos, llevándolos, luego, escondidos dentro de mi
amplia blusa marinera. En ese poema se expresan los tremendos remordimientos que
aquella acción criminal me dejó para toda la vida. Vittorio Bodini murió en Roma,
con poco más de 50 años, lejos, muy lejos de su «tierra amarga del Sur», aquel lejano
Sur que centraba su bella y rara poesía.
Pero, de pronto, veo venir a Carlo Quattrucci, es decir, se me aparece, pues dejó
de existir hace ya varios años. Hay en el Trastevere una calle, larga y estrecha, que se
llama Via dei Riari, en la que al fondo, sobre un garaje con unas grandes terrazas que
se asoman a los árboles del Jardín Botánico, hay varios estudios para pintores. Allí
tenía yo uno, pequeño, pared por medio del de Carlo Quattrucci. Carlo era un buen
pintor, con el que publiqué varios poemas míos contra el franquismo, ilustrando
grabados suyos. Carlo tenía éxito. Hacía grandes exposiciones con un galerista que le
compraba su obra en marcha. Pero Carlo se fue deprimiendo, más que nada por
cuestiones familiares. Bebía mucho, muchísimo. Siempre me lo encontraba en el bar
Settimiano ante un vaso de whisky. Lo veía cada vez más abatido y desmejorado. Un
día se cortó la barba. Otro día perdí aquella visión que tenía de él bajando del fondo
de la Via dei Riari, con su chaleco rojo, camino del bar. Otro día supe, así, de pronto,
que había telefoneado a su hermana diciéndole que se iba a suicidar y que podía
escuchar el disparo. Ese mismo día llamó a varios periodistas para que se presentasen
en su estudio a las tres de la tarde, pues les quería mostrar los cuadros de su próxima
exposición. Cuando los periodistas acudieron a la hora señalada por Quattrucci, Carlo
yacía sobre un sofá de su estudio con un balazo en la frente y la pistola aún en la
mano. Los que nos enteramos de la inesperada noticia acudimos allí inmediatamente.
Yo no quise subir a verlo. Como tampoco tuve el valor de dedicarle unas palabras en
el cementerio, a donde me resistí a ir. Carlo Quattrucci había dejado un cuadro que
representaba su suicidio. Se ve que vivía obsesionado con él. Era un buen amigo

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extraño. Y al lado de una temática casi siempre trágica pintaba de cuando en cuando
flores y raros paisajes.
Un gato, salido de no se sabe dónde, rayo con pelos, atraviesa entre los
automóviles la Via Garibaldi, perdiéndose por la de La Scala. Es el primer gato que
veo en el barrio, pues aun en la noche casi ninguno hace ahora su aparición entre los
restos de comidas arrojados por las trattorias y restaurantes. Repito y compruebo la
desaparición alarmante de los gatos en Roma. Antes, bajo la ventana de mi cocina,
desde la que se ve una oleada rítmica, y en diferentes planos, de pálidos tejados
maravillosos, dábamos de comer todos los días a más de veinte gatos de todas las
edades y tamaños. Las tiernas, y a la vez feroces palomas, descendían de los tejados
altos y chimeneas a mezclarse entre el agitado gaterío para aprovecharse de la
comida. Siempre observé a los gatos deseosos de merendarse una paloma. Pero estas
los amedrentaban a sacudidas de aletazos, que los gatos recibían sorprendidos. A
Baudelaire le hubiera entusiasmado aquella escena. Aunque más le hubiera divertido,
quizá, ver una jauría de perros sacados los ojos por los gatos. Pero en mis tejados no
queda ni uno. Ya no escucho desde mi cuarto su desgarrado y doloroso amor, lleno de
maullidos y silencios impresionantes. Eran batallas nocturnas, crispadas de celos y
ensañadas persecuciones, a veces todo presidido por una pálida luna asombrada,
mientras los millones de ratas romanas apretaban su terror en las cañerías romanas o
en las bocas calladas de las alcantarillas. Ahora he visto, alguna vez, salir ratas de
ellas y atravesar, tranquilas aunque sigilosas, la calle, en la pausa impuesta por algún
semáforo a los automóviles, yendo a buscar algo que les interesaba en el cordón de la
acera de enfrente, volviendo, veloces, a la boca de donde habían salido. ¿Qué era de
Roma sin sus gatos? Creo que a cada habitante de la Santa Urbe le corresponden no
sé cuántas docenas de ratas. Desde hace tiempo, durante mis últimas y breves
permanencias en Roma, me he soñado comido por las ratas, anidadas las cuencas de
los ojos por ratones. Yo miro y miro ahora desde la ventana de mi cocina y solo veo
siempre esa alta oleada de tejados inmóviles, sin aquella atropellada gracia de los
gatos que corrían saltando, audaces, sin peligro, de las cornisas a los balcones, de los
balcones al filo de las terrazas, para tomar su puesto a la hora de la comida. ¿En
dónde se hallan hoy? ¿A dónde se llevaron a todos aquellos decorativos y
maravillosos que poblaban al Foro Republicano, en el centro de Roma, coronando
columnas y capiteles, sentados sobre los pórticos caídos, entre la maleza de todo
aquel embarandado recinto, desde donde la gente de la calle y los asombrados turistas
contemplaban cómo, sobre todo las caritativas ancianas, los alimentaban, llenas de
ternura y devoción, tirándoles atinadamente la comida? Me dijeron que a muchos los
habían llevado al Teatro Marcello, pero allí no pude notar que hubiesen aumentado,
sino que estaban los de siempre, algunos enfermos de los ojos, y recibiendo el
alimento diario de mano de sus protectoras ancianas.
En el mes de mayo de 1943, el ministro de Agricultura, fascista, decretó que los
gatos vagabundos no se alejasen más de 500 metros del lugar en donde habitaban.

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Pero en 1959 el ministro de Agricultura, ya del Gobierno democristiano, redujo la
distancia a 200 metros, es decir, que los pobres gatos romanos perdieron con el
advenimiento de la democracia 300 metros de expansión. Me marcho…, aunque
preguntando antes con profunda melancolía y tristeza: ¿dónde están los gatos de los
tejados y calles de mi barrio, dónde aquellos que siempre contemplé entre las ruinas
ilustres de Roma?
Por razones que me obligaron a quedarme en Italia, regreso a Madrid sin haber
asistido al Encuentro Internacional de Poetas de la Unión Soviética. Como siempre,
la más preciosa de las azafatas está explicando ahora las posibilidades de salvarse de
la muerte si el avión se precipitara desde los cielos.

Página 134
XXX

Me siento arrebatado por las letras,


me atacan ciegas en la noche,
me invaden:
me cercan en el día,
tomándome los ojos al asalto,
arrancándome el sueño y arrojándomelo
de la sombra a la luz,
de la luz a la sombra, inexorablemente.
Guerra sin fin y sin cuartel,
mortal y alegre en cada instante.
Rimbaud le dio color a las vocales,
mas cada letra —todo el alfabeto—
se exalta en un color, hace visible,
hasta casi poder tocarlo, su sonido.
He aquí la armada invicta,
las iniciales jefes de la palabra,
torres mayúsculas,
altos capitanes que en batalla continua, entrelazados,
provocan desde siglos todas las conmociones,
ligeras o profundas,
del ser, del pensamiento.
Pintura, poesía, caligrafía y música
—hojas, estrellas, flores— aquí, en un solo ramo.
El alfabeto es todo.
En la caligrafía exaltada, resuena cada cosa.
De parte a parte,
recorre el mundo el lirismo del alfabeto. Oíd.
Todas las letras cantan en las antenas.

Yo, desde muy chico, me sentí subyugado por las letras sueltas del alfabeto, por el
abecedario, y luego, por la palabra escrita, pero no por su sonido, su significado, sino
por su grafía, por la representación visual de las letras que componen cada palabra.
Mucho antes de sumergirme totalmente en el mar de la poesía, las letras me
pinchaban los ojos, me lastimaban las retinas. Cuando —1922— hice una exposición
en el Ateneo de Madrid, entre las obras, muy de vanguardia que llevé, había una
titulada: Friso rítmico de un solo verso. Este verso decía: «Para la frente blanca de tu
caballo blanco». Y era de un joven amigo mío, Celestino Espinosa, poeta que muy
pronto dejó de serlo, terminando en su madurez como un conocido cronista taurino.

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Con este verso yo quise representar gráficamente el ritmo cambiante, musical, según
el salto, o respingo, que me sugería la acentuación de cada palabra, dándome por
resultado una como sobresaltada composición lineal, muy parecida al zigzagueo de
un electrocardiograma. Luego, durante mucho tiempo, me olvidé de todo esto,
aunque por debajo me seguían fascinando, comprobándolo al leer, las formas de las
letras, su figuración tan llena de fantásticas sugerencias. En 1945, año en que terminó
la segunda guerra mundial, sentí que me golpeaba fuertemente mi primera vocación,
porque sobre todo, la nostalgia del Museo del Prado, en donde había vivido mis más
jóvenes años, se me concretó en un libro de poemas titulado A la pintura, que me
hizo volver a la experimentación de los colores y la línea, pero esta vez
entremezclándolos con la palabra, es decir, con el verso. Y se me ocurrió un título:
«liricografía», «liricograma», que aunque pudiera pensarse, no tenía nada que ver con
el caligrama apollinaireano. Hice muchas exposiciones en la Argentina y el Uruguay,
con excelentes resultados, escribiendo, a veces, brevísimos poemas, para adaptarlos a
mi estilo liricográfico. Era ya, aunque yo no lo pretendiera expresamente, un autor de
poesía visiva, que tanto se llegó a cultivar, más que nunca, en la posguerra.
Al llegar a Italia, lo hice ya cargado de unos deseos desasosegantes de aprender a
grabar —solamente conocía un poco la serigrafía—, pues me interesaba dar una
consistencia más permanente a mis liricogramas, a mi decidido maridaje de la palabra
con el signo. Y mi primer maestro fue un grandísimo estampador sardo, de apellido
español, Renzo Romero. Con él aprendí diversos procedimientos de grabar: el
aguafuerte, la punta seca, el aguatinta, la xilografía, el linóleum, la litografía y el
grabado sobre plancha de plomo, técnica esta la más fascinante y sorprendente de
todas. Yo, pacientemente más que un monje miniador del medioevo —un chino-ítalo-
arábigo-andaluz—, hice libros, de gran formato, manugrafiados por mí, con tiradas
restringidas, de diez o quince ejemplares solamente: X sonetos romanos, con
aguafuertes y grabados en plomo; Los ojos de Picasso, con dibujos al pastel y
también grabados en plomo; Corrida de toros, con poema manuscrito y seis
litografías; Homenaje a Miró, con caligrafía a la témpera y solo grabado central en
plomo también, etc. Al fin, en la V Rassegna d’Arte Figurativo di Roma —1966—
me concedieron el Primer Premio de grabado, hecho asimismo sobre plancha de
plomo, procedimiento este poco conocido, que me animó a usar el único artista que lo
practicaba, el escultor Umberto Mastroianni, tío del gran actor cinematográfico
Marcello Mastroianni, protagonista de tantas películas archipopulares.
… Pero el estudio de mi casa trasteverina se amplió, en aquel tiempo, con otro
que tomé en lo alto de Anticoli Corrado, un pequeño pueblo maravilloso en los
Montes Sabinos, en la provincia del Lazio, famosísimo en el siglo XIX y comienzos
del XX por sus bellas modelos. En la época en que yo llegué a Anticoli, las que
quedaban ya eran viejas, pero aún se podía comprobar lo lindas que habían sido y lo
hermosas que eran las muchachas anticolanas descendientes de aquellas abuelas y
bisabuelas, retratadas en tantos cuadros y alegorías y, sobre todo, en la fuente Exedra

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de Roma como ninfas desnudas y preciosas, abrazadas a caballos u otros animales,
recibiendo el chorro de agua más plateado y refrescante de todas las fuentes romanas.
Yo estoy contando ahora aquí lo que me contaron, como también que en Anticoli
existía aún una bella anciana, muy conocida, que fue modelo de Auguste Rodin,
porque ella creo que posaba en la Academia de Francia en Roma, en la Villa Medici,
en cuyos jardines pintó Velázquez dos cuadritos extraordinarios que se conservan en
el Prado y que vienen a ser casi los abuelos del impresionismo. Parece ser que en un
día nevado de invierno, en que se encontraba junto al gran escultor francés, le oyó
decir: «Qué hermoso sería ver tendida sobre esta nieve una mujer desnuda». Y,
entonces, aquella hermosa modelo anticolana se apresuró a contestarle con toda
naturalidad: «Maestro, yo deseo dar a usted ese gusto». Y, desnudándose, se tendió
sobre la nieve inmaculada del jardín.
Anticoli Corrado, además de hacerse famoso por la belleza de sus modelos, lo fue
también por los grandes pintores que lo visitaron o permanecieron trabajando en los
entonces numerosos estudios que había en el pueblo. Subiendo del valle del Aniene,
largo y estrecho río afluente del Tevere, alcanzó un día aquella altura anticolana
Corot, aquel maravilloso «pintor de domingo» francés que tanto amó los paisajes
romanos. Otro nombre que se recuerda en el pueblo es el de Böcklin, el creador
fantástico de La isla de los muertos; también el del escultor Mechtrovic y, entre los
penúltimos visitantes, el nombre de Kokoschka, así como también el de muchos
artistas de la Academia española de Bellas Artes de Roma. Anticoli Corrado, hoy, no
ha perdido del todo la tradición, aunque su edad de oro fue en la época en que los
pintores no habían hecho desaparecer de sus lienzos la figura humana,
sustituyéndolas por esas divagaciones abstractas, lejos de toda figuración. En la época
en que yo llegué a Anticoli tenía su estudio veraniego un excelente pintor inglés,
Inlander, muerto no hace mucho, y otro, español, también fallecido recientemente,
Mariano Villalta. Queda aún en Anticoli Corrado un extraño y constante pintor,
nacido allí, Enrico Gaudenzi, con una bellísima casa señorial en la ladera de la
montaña, desde la que se divisa parte del Valle del Aniene, con los pueblos de los
Abruzzi al fondo, y el inalcanzable y mágico Cervara di Roma, camino del
monasterio de Subiaco, fundado por san Benito y donde se estableció la primera
imprenta de Italia. Guardo de Enrico Gaudenzi la visión de aquellos objetos, siempre
los mismos, difuntos, que entonces pintaba: una granada reseca, dos arenques
completamente metalizados, unas abiertas o cerradas tenazas, dos grandes muñecos
articulados, y una enorme muñeca de papel pintado de unos cuatro o cinco metros de
altura. Al hablar ahora de Gaudenzi me acuerdo también de Sergio Selva, otro buen
pintor anticolano, también desaparecido hace ya tiempo. Por el año en que yo tomé
aquel estudio —un precioso jardincillo agobiado de enredaderas, cuatro malvas
reales, una higuera rampante hincada en uno de los muros, un viejo olivo en el centro
y una sigilosa hilera de audaces y minúsculos ratones campesinos que entraban y
salían de él por un agujerito bajo que había en la puerta—, ya me encontraba yo, más

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que nunca, alucinado por las letras del abecedario. Un nuevo galerista de Roma, que
iba a inaugurar un gran palacio de exposiciones —la Galería Rondanini— me había
aceptado la propuesta de crearle un gran alfabeto —cincuenta láminas en total—
realizado con las más diversas técnicas de estampar. La carpeta se titularía El lirismo
del alfabeto. Me había vuelto la obsesión de las letras. Desde hacía tiempo sentía
como si me atacasen enceguecidas en la noche, cercándome durante el día,
tomándome realmente los ojos al asalto, arrancándome el sueño y arrojándomelo
violentamente de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, en un claroscuro constante.
Yo sabía que Rimbaud le había dado color a las cinco vocales. Pero a mí cada letra —
todo el alfabeto— se me exaltaba en un color, se me hacía visible, hasta casi poder
tocarlo, su sonido. Era lo mismo que un ejército invencible, en el que las iniciales se
alzaban como los jefes de las palabras, unas torres mayúsculas, altos capitanes que en
una batalla sin fin, entrelazados, provocaron desde hacía siglos todas las
conmociones, desde las más ligeras hasta las más profundas, del ser, del pensamiento.
Y dibujé el alfabeto: veinticinco mayúsculas grandes en color, inicial cada una de una
palabra en italiano. Así: A(more), B(ottiglia), C(atena), D(iavolo), E(ros), F(iore),
G(allo), H-, I(ra), J(ota), K-, L(iberta), M(are), N(otte), O(cchio), P(ace), Q(uercia),
R(ivoluzione), S(irena), T-, U(cello), V(ittoria), X-, Y(o), Z(ig-zag). Cada una de
estas mayúsculas iba acompañada de una serigrafía en blanco y negro en la que se
repetían, entre múltiples signos y arabescos, palabras, tanto en español como en
italiano, que comenzaban con la misma letra de la mayúscula en color. Franco Toppi,
genial e imaginativo estampador, ya desaparecido, durante todo el año 1972 realizó
aquel trabajo que yo pacientemente había dibujado en Anticoli. Pintura, poesía,
caligrafía y música —hojas, estrellas, flores— lucían en aquellas láminas como un
solo ramo.
Cumplía yo mi 70.º aniversario. Del brazo de Joan Miró, que se encontraba en
Roma, entré en la Galería Rondanini, para inaugurar mi exposición, titulada La
palabra y el signo, en la que se exhibía desplegado en una rutilante y prodigiosa sala,
El lirismo del alfabeto, toda la paciente obra de ese chino-ítalo-arábigo-andaluz que
soy yo.
Cuando muy pocos días después volví a Anticoli Corrado, al entrar en la cocina
de mi estudio vi cómo cinco o seis ratones, dentro de una gran sopera de loza blanca
luchaban, resbalando, por salir del fondo chorreado de aceite que les había dejado
como trampa, según consejo eficaz de una vecina. Cogí la sopera, y a todos aquellos
encantadores ratoncillos pringosos los solté con vida por una escalerilla del jardín que
bajaba a un callejón, camino del campo. Ni que decir tiene que a los pocos días los
volví a ver entrar, ya todos muy aseados, por el agujerillo de la puerta de mi acogedor
estudio. Pero yo estaba muy contento. No me pude dormir, porque a la noche escuché
maravillado, cómo todas las letras de mi alfabeto cantaban en todas las antenas.

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XXXI
Durante una exposición de Alejandro Kokochinski, un joven y excelente pintor
argentino, de origen ruso, conocí a una bella, extraña y complicada estudiante de
biología, catalana, Beatriz Amposta, de la que gusté mucho y me hice gran amigo.
Seguramente ambos teníamos graves problemas del corazón, aún más difíciles los
míos, pero que al fin resolvimos en un largo, largo amor, complicado, inseguro, como
sobre uno de esos tensos alambres que recorren, llevando a veces una sombrilla
abierta en la mano, los equilibristas del circo. Tanto tiempo de tan difícil y peligroso
recorrido, dio lugar a un largo poema, estremecido y tumultuoso, amor claro y a
ciegas, amor, amor, pero tambaleante, irguiéndose, doblándose, a punto de caer,
prendido casi de la nada.

Amor, ¿te vas? ¿Me quedo, amor? ¿Me esperas?


¿Corro hacia ti? ¿Me huyes? ¿Vives? ¿Mueres?
¿Eres verdad? Dolor si no lo fueras.
¿Eres sueño? Morir si no lo eres.
Secreto amor. Silencio amor. Sigilo.
Claro en lo oscuro, amor. Amor en vilo.

Aquellos estíos en Anticoli están fijos en mí como los más felices y fecundos de
mi larguísimo exilio. Era maravilloso el valle del Aniene. Él me hizo volver —tantas
veces lo he hecho— a la canción. Desde mi pequeña terraza, defendida por unas altas
malvas reales, una higuera y un olivo achacoso, me fue creciendo un libro, que titulé
Canciones del alto Valle del Aniene, en el que hoy encuentro una que registra mis
inquietudes sobre el verano de 1969 que se avecinaba. En ella, más que cantando,
explico:

Pensé no volver a ti.


Alguien me dijo: tu casa,
tu bella casa colgada
sobre el valle,
vas a perderla este año.
Vienen unos extranjeros
para hacer una película.
¡Qué buen negocio tu casa!
Todo el pueblo
va a disfrazarse de nazi
para buscar un tesoro
que escondieron en la guerra.

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Yo respondí: ni de broma
quiero nada con los nazis.
Me voy.

Pero no me fui. Aquel verano, en cambio, fue uno de los más recordados de mi
vida en Anticoli. Por sus frescas alturas, un aire como de vísperas de grandes fiestas
comenzó a sacudir a todo el mundo. Para Anticoli ya pertenecía al pasado la época de
los muchos estudios ocupados por los grandes pintores y el prestigio de las hermosas
modelos que volaban, desnudas, apoyadas sobre alegóricas nubes, por los techos de
Roma, o como ninfas de bronce bañadas por el agua de las fuentes urbanas. Ahora el
pueblo anticolano vivía recogido en sus constantes festejos religiosos, procesiones de
vírgenes y santos, que cambiaban de iglesia, no retornando hasta el año siguiente al
mismo templo de donde habían salido. Durante aquel casi lustro que yo llevaba allí,
mis distracciones, después del trabajo, consistían en descubrir los maravillosos, y
algunos casi olvidados pueblos vecinos, como Sarracisnesco, Roviano, Mandela,
Giove, o aquel tan perdido entre las nubes, Cervara di Roma, casi todos ellos
asomados al valle del Aniene, río afluente del Tevere, serpeando entre álamos y
chopos, dando sombra a las truchas, siempre codiciadas por los turistas y la gente del
valle. También visitaba en otro valle vecino, el de Licenza, la Villa Sabina, mansión
que habitó Horacio. Allí soñaba yo con fray Luis de León, tan fervoroso horaciano a
las orillas del Tormes… Allí veía yo a fray Luis, sombra invisible, centinela mudo del
ruinoso jardín de la casa de su maestro:

Laureles y romeros y zarzales,


restos de mirtos, la salvaje higuera,
raquíticos manzanos, viejos robles,
lastimados, agónicos olivos…

Pero una mañana, así, de pronto, Anticoli Corrado se llenó de escenógrafos y


albañiles. En la plaza del pueblo, centrada por una extraña fuente de Arturo Martini,
levantaron un castillo o ayuntamiento. La película iba a comenzar en seguida.
Sabíamos ya su nombre: El secreto de Santa Vittoria. Algunas de las familias
acomodadas, e incluso las modestas, hicieron reformas en sus casas, instalando baños
o duchas, para recibir como huéspedes a los actores y a toda esa abigarrada gente que
siempre arrastra el cine. Pensaban que los americanos eran muy aseados, y así
podrían sacarles unos cuantos miles de liras como alquiler durante la filmación. El
bar de la plaza amplió sus mesas bajo los árboles. Y los dos únicos restaurantes de
Anticoli procuraron mejorar su servicio. El verano iba a presentarse fructífero para la
mayoría del pueblo. Casi todos los anticolanos ostentaban caras felices. Tal vez el
cura párroco, don Vittorio, que no me saludó durante todo un año pensando que yo

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era algún notorio comunista, presentía que se avecinaba el infierno, el reino del
pecado, con la llegada de aquellos actores americanos, gente con fama de libertina.
En seguida se supo que el director del filme era muy conocido, Stanley Kramer, y que
al frente de los actores figuraban dos monstruos de la interpretación: Anthony Quinn
y Anna Magnani, secundados por otros, excelentes, como Virna Lisi y Hardy Krüger.
Anthony Quinn, además de un gran actor, era una fuerte y ancha persona,
encantadora y culta. Yo conocía ya un poco a Anna Magnani, pero su estancia en
Anticoli durante aquel verano de filmación nos hizo penetrar más nuestra amistad,
llegando a decirme que había leído muy bien mi versión de La lozana andaluza,
traducida al italiano por Darío Puccini, y que a pesar de sus años maduros le gustaría
llevarla al teatro. (Todo esto pasaba antes de que en España fuese manoseada La
lozana, tanto en el cine como en la escena). Era gratísimo sentarse en la noche,
después de las horas de filmación, en el bar de la plaza, improvisando cenas rociadas
con tragos del excelente vino de las viñas tendidas a lo largo del valle del Aniene.
El argumento del filme era divertido. Santa Vittoria, un pueblecito perdido entre
aquellas serranías, guardaba un riquísimo secreto, un inmenso tesoro, consistente en
centenares de miles de botellas de vino, que sus habitantes, dirigidos por el alcalde,
tenían que salvar de la codicia de los alemanes. La guerra estaba a punto de terminar,
pues Mussolini acababa de ser colgado, junto a su amante, Claretta Petacci, en medio
de una plaza de Milán. De un momento a otro, los alemanes, ya en retirada, ocuparían
por unos días el pueblo de Santa Vittoria, pero pretendiendo llevarse con ellos el
inmenso tesoro vinícola del que tenían noticias de su existencia.
Quizá la escena más divertida y lograda de todo el filme fuera aquella en que
participó todo el pueblo de Anticoli Corrado pasándose de mano en mano algunos
miles de botellas camino de su secreto escondite. Estos días los recuerdo como los
más bellos y jocundos de aquel verano. Anthony Quinn, que representó a maravillas
su gran papel de alcalde simplón y borrachín, divirtió al pueblo entero cuando esta
larga escena, de la que él era la principal autoridad.
Todo Anticoli Corrado vivió los más extraordinarios días de su historia. Además,
casi todos sus habitantes fueron muy bien pagados durante las muchas horas de su
intervención escénica. A mí, ni de broma o mentira me gustaron los nazis cuando les
llegó su turno en la película. Pero todo el pueblo, con su alcalde a la cabeza,
permaneció rigurosamente mudo ante la violenta indignación de los alemanes al no
lograr adivinar el paradero del inmenso tesoro vinícola, el grande y sagrado secreto
de Santa Vittoria.
Pero el disgusto fue grande para aquellas familias anticolanas, que habían
arreglado sus casas pensando en hospedar a los actores, al comprobar que estos, al
acabar cada día la filmación, tomaban sus coches y tornaban para dormir a los hoteles
de la vecina Tivoli o de Roma. En esta inmerecida desilusión se respiraba algo de
Bienvenido, míster Marshall, la famosa película de Berlanga.

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Todo esto me lo ha traído ahora un programa de TVE proyectando, la otra noche,
El secreto de Santa Vittoria. En esa vieja película vi y rememoré mis lejanos años
anticolanos, el precioso pueblo medieval escondido, precipitándose en el valle, sobre
el delgado Aniene, oculto bajo los álamos y los chopos. Reconocí las caras de
muchos amigos, entre ellas la de Antonia, la dueña del bar, con sus graciosas hijas,
dignas descendientes de las viejas modelos del pasado áureo. Me recreé en la fuente
del glorioso escultor Arturo Martini, y pensé en Enrico Gaudenzi, excelente pintor
escondido de Anticoli, y al ver a Anna Magnani, tan desatada y fuerte, la recordé
muerta y ensalzada por las calles de Roma a los pocos meses de haber filmado por
aquellas alturas anticolanas el papel de la dura y tierna compañera del alcalde
bobalicón, heroico y borracho, Anthony Quinn.
Diecisiete años se cumplen ahora de todo aquello. Dejé Italia un 27 de abril de
1977. Dos años antes había abandonado definitivamente Anticoli Corrado. Era el
otoño. El pueblo se quedaba casi vacío. Le había entrado el otoño, subiendo por los
montes, y presentándose en la plaza: «Soy el otoño», dijo. Los viejos campesinos
anticolanos lo contemplaron con tristeza, y los más jóvenes, bajando al valle del
Aniene, se fueron.

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XXXII
Por el Mediterráneo, sobre todo, desde la más remota antigüedad helénica, cantan,
suenan, crepitan suavemente, o estallan inflamados de júbilo, los besos. «Donde
espumoso el mar siciliano» —Góngora—, a lo largo de los caminos de Acis y
Galatea, se oyen aún caer los gemidos, las estruendosas imprecaciones de los celos
desencadenados de Polifemo, el descomunal cíclope sin ojo, enamorado de la joven
ninfa Galatea, abrasada de amor tras las negras cortinas de unas tupidas yedras. Por
las campiñas y montes de otras islas se oye también un leve susurrar de labios,
mientras los aires silban entre las cañas, llenos de la flauta de Pan, y dos pastores
adolescentes, Dafnis y Cloe, se besan, desnudos sus inocentes cuerpos, abstraídos del
apacentar de sus ganados, bajo el beso secante del sol —Garcilaso— «subido en la
mitad del cielo». De todas las arenas rubias de las playas y los verdes ocultos de los
bosques, saltan suaves y apasionados los besos, ceñidos a la métrica de los sáfico-
adónicos, los yambos, los hexámetros, trasplantando después sus ecos al rigor de los
endecasílabos, serpenteantes en los sonetos, tercetos, las silvas y estrofas blancas de
la poesía renacentista. (Entre los tercetos encadenados de la Divina Comedia se
siente, con profunda pena, el beso que Dante Alighieri no pudo dar nunca a su
gloriosa amada Beatriz Portinari).
Al mismo tiempo que los besos más tenues, esos que apenas suenan en el aire, se
adelantan en mí los besos gráficos, los pintados, grabados, esculpidos, los que yo
dibujé tantas veces, copiando primero a los griegos y los romanos en el palacio de
Felipe IV, ante los jardines del Buen Retiro, y luego en el Museo del Prado, y más
tarde, siguiendo las estampas dieciochescas francesas, las decimonónicas románticas,
llegando a los amantes escultóricos de Rodin, pasando por los surrealistas, para
terminar en los besos, digamos que pecaminosos y terribles, de los últimos años de
Picasso. Pero antes, ¿cómo denunciar, después de los besos ovidianos, los besos
sáficos, celestes y dulces besos grecolatinos, los besos prohibidos por la Inquisición,
los besos que arden en el infierno, los besos palpitantes en san Juan de la Cruz, los
besos que llevaron a fray Luis de León a las oscuras tinieblas de un calabozo
salmantino?
Y se me viene ahora, inesperadamente, aquel día en que a la caída de una tarde
del año 1936, yendo en campaña de ayuda y esclarecimiento a los abandonados,
desvalidos trabajadores de Cuenca —«¡Gran mitin comunista en el corral del tío
Tocana!», anunciaban a grandes voces los pregoneros del pueblo—, dejaba ya entre
dos luces nuestra palabra a una impresionante asamblea de pastores, arrieros,
campesinos de aquellos inacabables despoblados senderos, cuando de repente, en el
rodar del auto, se me entró como un rayo en la memoria, como una súbita
iluminación de estrella: Belmonte, aquel pueblo que abandonaba casi sin haberlo
visto, era donde había nacido arrullado, al son de pinos y de vientos, un poeta, un
vehemente, encendido, valeroso poeta, conocido en el mundo, desde que muy joven

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ingresara en la orden de San Agustín, con el nombre armonioso de fray Luis de León.
Y desde entonces, nada más, ninguna huella de mi visita, ningún recuerdo en tanto
tiempo, pues el Madrid que me esperaba iba a ser conmocionado a los pocos días por
los sucesos militares del 18 de julio. Después, tres largos años de guerra, la incierta
vida nueva, veinticuatro años de exilio en Argentina y más de dieciséis en Italia, me
entregaron, si no al total olvido, al adormecimiento de tantas maravillosas cosas
vividas en relámpago, sucedidas en vértigo, sin una hora de reposo para recordarlas.
Quiero decir que ahora —algo inaudito y misterioso— cuando me siento a escribir
estas páginas sobre los besos, no había vuelto a recordar que yo conocía, que yo había
estado, que yo había respirado una noche en Belmonte, en el dormido pueblo de fray
Luis, entre las mismas piedras, los mismos árboles, los mismos pastores y
campesinos, las mismas gentes nobles y sencillas que él encontrara por las calles y
campos de su niñez. ¿Y por qué ahora me llega fray Luis entre las auras de los besos
primeros y sencillos mecidos en las ondas mediterráneas, lejos de todo pecado, de
todo delito, como se convirtió para el poeta cuando tradujo del latín bíblico al
castellano el supremo poema de amor del rey Salomón a la Sulamita, el Cantar de los
cantares? El poeta agustino llega a denunciar ante sus oscuros y terribles jueces: «Yo
no encontré otros vocablos con que castellanizar oscula, ubera, amica mea, fermosa
mea, sino diciendo besos y pechos y mi amada y mi hermana, porque no sé otro
romance que el que mis amas me enseñaron». Y para España comienzan desde
entonces, los besos impuros, condenables, como también las mujeres desnudas para
los pintores, toda esa terrible noche de la que empieza a salir algo cuando don
Francisco de Goya pinta, despojada de toda ropa, a la bella duquesa.
Pero los besos —abejas de amor inventadas por Eros— se abren paso al final en
toda la literatura, en todas las artes, adornando, picando, lanceando, incontenibles en
todo juego de amor hasta perder su proporción y sabroso secreto en los terribles,
grandiosos y monstruosos que Picasso creó en sus últimos años y que metió, para
escándalo de muchos, entre las paredes del Palacio de los Papas, en la ciudad
francesa de Aviñón.
Y una mañana, de improviso, desde los altos de Mougins, en Francia, llegaron los
besos picassianos, gritados por la alarma de los centinelas de las trece torres del
castillo papal: la de los ángeles, la de las letrinas, la de las campanas, la del consejo…
¡Los besos, los besos, que llegan los beeesooos! Avanzando, en aumento, los
besos se expanden, se extienden hasta llenar los ámbitos más grandes del castillo
aviñonés. ¿Qué es este choque terrible y angustioso de dos bocas que se penetran, que
se absorben, de dos perfiles que se confunden, dos masas ardientes y deformes que se
hacen una creando a veces como un trozo de algo elemental, una amalgama primitiva
y salvaje? Ha estallado el furor, el frenesí, el delirio. Brama en la oscuridad,
rompiéndose contra los muros, el espanto crujiente de los besos. Sangran los labios
acoplados en las gargantas. Las lenguas se prolongan, se hinchan, rebasando la
medida de la boca. Los ojos se vuelven del revés. Resbalan hasta las orejas. O suben

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al centro de la frente. Y ya es de pronto un solo ojo que mira con las dos pupilas. Un
estertor doliente y prolongado nos llega de lo más remoto. Son los rinocerontes que
se besan. Se rajan los vitrales. Se agrietan las paredes. El pavimento se levanta en una
sísmica sacudida. Son los besos taladro. Los besos clavo. Los besos tornillo. Los
besos alicate. Los besos bisturí. Como chupones. Como valvas. Como tremendas
sanguijuelas. Devoradores. Mudos. Sonoros. Ensordecedores. Agotadores.
Moribundos. En coma. Resucitadores. Son los besos antiguos. Los besos calvos. Los
besos con babas de los siglos.
Y se ve a un viejo, erguida la cabeza pelada, sosteniendo la cabeza de la mujer,
lanzándole una lengua bovina entre los labios abiertos como los de una máscara
remota. Una mano percebe aparece entre el cuello y la cabeza de ella, que levanta una
teta en primer término, grande como un buche abultado, mientras por la mejilla le
resbala uno de los ojos, observado por el otro, horizontal contra el tabique de la nariz.
Las tristes y profundas pupilas del hombre pelado y de grandes cejas punteadas miran
fijas, una de ellas al centro de un ojo triangulado.
¡Los besos, los besos, los besos! Van y vienen siempre en continuo aumento los
alertas de los centinelas de las trece torres del castillo: la de las encinas, la del
guardarropa, la del jardín…
Y contemplamos a otro hombre, ensombrerado, besando de frente a una mujer
que cuelga su perfil sobre una mano, mientras que con la otra le sostiene una ubre de
vaca, alzándole el boliche de un pezón con un hinchado dedo gordo. Cortando la
escena por la parte baja, el arco del vientre de la mujer coronado por el ombligo está
marcado por tres rayas que originan el sexo. Parecería ser el único beso que no
muestra el acoplamiento de las bocas, haciéndose más mudo.
«Pintar o dibujar el amor como lo hace hoy el greco-latino-malagueño Pablo
Picasso es precisamente lo contrario de la pornografía», podríamos responder a
nuestro gran amigo, ya desaparecido, Roland Penrose, que afirmó que Picasso, en
aquella nueva y grande creación suya de los besos, se había vuelto un pornógrafo. A
sus 89 años Picasso era la salud, el verdor de la primavera, el signo de la
inmortalidad. Picasso inauguraba la era libérrima del beso correspondiente al amor
animal, ya más que humano, los besos estruendosos y explosivos de la nueva era
atómica, lejos de los delicados e inocentes Dafnis y Cloe, más cerca en cambio de los
besos volcanizados que Polifemo, el gran cíclope ciego siciliano, hubiera hendido en
el blanco y marino cuerpo de aquella su amada e ingrata Galatea, «más suave que los
claveles que tronchó la aurora».

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XXXIII
Durante este madrileño otoño de lluvias, vientos, neblinas y caídos dorados, se ha
descorrido en un claro salón del Círculo de Bellas Artes una dinámica y bellísima
exposición de fotografías tomadas por Roberto Otero a Picasso en los últimos largos
y plenos años de su vida. Siempre algo sorprendente en estos múltiples rostros de
aquel malagueño universal de la mirada inquisidora, taladrante, insufrible. Una
gran parte de estas fotos fue vivida por mí junto a Roberto Otero en los finales años
de aquel escondido toro andaluz, bramando y corneando en las alturas de Mougins,
en Notre-Dame de Vie, último e inolvidable hogar de Jacqueline y el pintor. Sería
injusto no añadir que la esbelta y grácil figura de Aitana Alberti se movía también en
medio de aquellos días tan fotografiados.

Cuando Pablo moría el 8 de abril de 1973, unos meses antes de cumplir sus 92
años, yo acababa de llegar a los 71. Faltaban pocos días para que se inaugurase en el
Castillo de los Papas de Aviñón la segunda impresionante exposición de Pablo, cuya
presentación, lo mismo que de la primera —1970—, fue escrita por mí a petición
suya y de Jacqueline.
Pero ¿qué había sucedido, de pronto? ¿Cómo había sido posible que Picasso
muriese cuando solo quedaban veintidós días para que el Castillo de los Papas
franceses abriera sus inmensas naves a los doscientos un cuadros nuevos, catorce más
que en la primera exposición, arrancados con el mismo poder a su libre invención en
movimiento desde el 26 de septiembre de 1970 hasta el 1 de junio de 1972 y
ejecutados con igual frenesí, idéntico juvenil impulso? ¿Pero acaso no habíamos
convenido una vez Picasso y yo, hablando de Notre-Dame de Vie, que ninguno de los
dos moriríamos, que tendríamos que aparecer una tarde en la plaza de toros de
Ronda, él como primer espada y yo como su mozo de estoque? «¡Picasso ha
muerto!», gritaban en primera página todos los diarios del mundo.
No, no han podido cerrarse los ojos más maravillosos de nuestro siglo. ¿Cómo
acostumbrarse ahora a estar sin ellos, sin él? Picasso era la ventana abierta por la que
el siglo XX, que él perfiló dándole un nuevo rostro, se nos entraba cada día
sacudiéndonos, acusándonos su presencia. Sabíamos que estaba. Era ya un hecho
normal, cotidiano, cuando no escandaloso, desde unos años antes de la I Guerra
Mundial.
Y sin dudarlo ni por un instante, acompañado del pintor José Ortega, me tomé un
avión en Fiumicino y me presenté en Cannes, con la ilusión de estar más cerca de él o
quizá de verlo por vez última. Pero allí, en la Costa Azul, hacía un tiempo espantoso,
como jamás se había visto. ¿Por dónde se hallaría aquella mar azul de la joie de vivre,
en dónde las flautas campesinas de los faunos, la pesca a la encandilada por Antibes,
los sátiros y los bañistas allá por Golfe-Juan, Cannes, Jean-les-Pins, Niza…, los
paisajes de los últimos largos años, aquellos que él iluminó con un signo de paz y

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esperanza después de los desastres de la guerra? Nos empujaba el viento por las
calles. Una lluvia heladora nos pinchaba los ojos. No oíamos lo que hablábamos. De
pueblos y ciudades de la Costa Azul, de toda Europa, del mundo entero, iban
llegando gentes —periodistas, pintores, escritores, estudiantes, obreros españoles
emigrados en Francia, la televisión, la radio…— respondiendo a la inesperada y
fulminante noticia. «¡Picasso ha muerto!». Pero cerrada para todos, la cancela de
hierro de Notre-Dame de Vie era tajante señal de una loable decisión de Jacqueline. A
la mañana siguiente me presenté en Vallauris para hablar por teléfono desde casa de
Arias, el barbero de Pablo, su gran amigo íntimo, que no encontré.
—Aquí no queda nadie. De aquí todos se han ido —me respondió la voz del
jardinero, la única que había quedado en aquel último retiro íntimo de Picasso, en la
colonia de Mougins.
Me desesperé. Nevaba. Y me acordé de pronto del comienzo de una copla
andaluza que pregunta:

¿Dónde estará ese muchacho?


¿En dónde se habrá metido?…

No sé por qué… Y se me presentaron, en medio del frío ya oscurecido, las pupilas


insostenibles del pintor, cuando se me arrancó en el patio de butacas del teatro Atelier
—era en París, 1931— para darme la mano, durante uno de los entreactos de una obra
de Shakespeare, a la que asistíamos los dos, sin conocernos.
Es mi primera imagen de Picasso, que no olvidaré nunca y que se me repite y
cuento con frecuencia. Cuando al día siguiente, a petición del propio pintor, fui a
verle a su casa —23, rue de la Boétie—, al abrirme él mismo la puerta, volví a sentir,
igual que en el teatro, la presencia de un toro, mezclado esta vez —minotauro— con
algo de ganadero, un poco de aquel sevillano Fernando Villalón, poeta y ganadero
genial, que luchó por lograr una raza de toros que tuvieran los ojos verdes, sino que
Picasso era menos bronco, más fino, debido sin duda al resplandor punzante de sus
ojos y a la famosa onda, encanecida ya, que le partía, en línea oblicua, la frente.
Recuerdo que me pasó primero a una sala oscura, de la que surgió, al abrir los
balcones, toda la luz lujosa de una sentada cuadrilla de toreros, llameantes de sedas
de colores, desde el naranja más enfurecido hasta el verde más iracundo. Eso
parecían, eso eran en realidad, el sofá y las butacas de aquella sala de Picasso.
Después me hizo subir a su atelier, una simple buhardilla abarrotada, con un
tablero inundado de libros, cartas abiertas y sin abrir, dibujos, lápices… Era pequeño
aquel estudio, no sobrando al pintor ni el suficiente espacio para trabajar cómodo. En
el centro, extendida, grande, como una ventana abierta de par en par a un precipicio,
la obra en ejecución: uno de aquellos monstruos que metiéndosele por el mango de
los pinceles se le pasaban vivos y poéticamente disparados y disparatados al lienzo.

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Ya era de noche cuando bajamos a la calle. Y fue entonces cuando Picasso sacó a
su maravilloso perro afgano para que hiciese pis, perro que, según su dueño, tenía la
particularidad de no querer orinar si no se le abrían sobre el pavimento, y al centro de
la calle, las páginas del diario Paris-Soir.
—¿Paris-Soir, precisamente? —le pregunté.
—Sí, sí —me respondió riendo Picasso—. Él sabe muy bien dónde hace sus
cosas.
Quedé entusiasmado, feliz, de aquel primer encuentro con el pintor, y sobre todo
impresionadísimo de sus ojos, que yo solo había visto fotografiados, pero no así, al
natural, tal como eran, insoportablemente fijos, como dos botones candentes. Muy
pronto, desde que comienza la fama de Picasso, se convirtió en un tópico
imprescindible hablar de ellos, llegando a ser rara la persona que no quedase
fascinada de su fijeza. Ni hasta la extraordinaria y punzadora mirada del búho se le
igualaba. Góngora pudo haberle dedicado aquella rara letrilla que comienza:

Mátanme los ojos


de aquel andaluz…

Muchísimo más tarde, casi treinta y cinco años después, en la edad de oro de
nuestra amistad, allá durante mis visitas a Notre-Dame de Vie, la misma casa adonde
fui a preguntar por él en aquellos días de su muerte, le iba leyendo los poemas a él
dedicados, que casi a diario le escribía, y que recogí, luego, acompañados de viñetas
y rápidos dibujos que me regalaba, en un libro titulado Los ocho nombres de Picasso
y no digo más que lo que no digo. Aquella larga retahíla en la que ensalzaba sus ojos,
terminaba con esta estrofa en la que les deseaba la inmortalidad:

Todo el amor para esos ojos.


El cielo entero para esos ojos.
El mar entero para esos ojos.
La tierra entera para esos ojos.
La eternidad para esos ojos.

Pero llovía y llovía en la Costa Azul. El mar había desaparecido. Tronaba el cielo,
lleno de parpadeantes resplandores y los árboles de la recién venida primavera se
doblaban, gimiendo. Parecía más bien un tremendo funeral para Wagner que para
Picasso.
… Pero y ahora, Dios mío, se va acercando el año 2000. Y yo habré cumplido en
el segundo año de ese nuevo milenio los 100. Los ojos de Picasso seguirán aquí, tan
insufribles y extraños como siempre. Ellos alcanzaron a ver el desembarco del
hombre en la luna. Pero su aventura fue más grande entre nosotros en la tierra, pues

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fue tan solo conducida por una sola mano, mucho más arriesgada, mucho más viva,
siendo muy odiada y combatida desde los primeros momentos de su aparición,
pensándose que lo que traía era un túnel sin salida posible, cuando en verdad lo que
estaban abriendo aquí en este planeta, haciéndolo ascender de su costra, era otro
mundo, un mundo de luz que nadie había explorado, una nueva visión que la propia
tierra no había descubierto. Y era entonces la época en que él, sobre todo, hubiera
sido quemado vivo en medio de una plaza, toro bravo del sacrificio, humeante de
sangre, provocativo, tenaz y peligroso. Todo un larguísimo tren sin fin hubiera podido
partir de sus ojos, recorriendo el universo entero con su obra. El vagón azul. El vagón
rosa. El cubista. El del teatro. El de los toros. El de los monstruos. El de la paz. El de
la guerra. El de la poesía. Se permite fumar. Mejor, en pipa. Se puede gritar lo que se
quiera. Decir todo: insultos, chuflas, palabrotas. Reír hasta retorcerse los nervios.
Cantar desde lo más horrendo hasta lo más sublime. Llorar lágrimas como piedras.
Hay tiempo para más. El tren no para nunca. Corre a todo correr. A una velocidad
desconocida. Sigue y sigue hasta el infinito. Y el infinito no se acaba. No termina
nunca. No tiene fin. No muere. Es inmortal.
Ahora, en Madrid, y en una extensa y alegre exposición de fotografías de Picasso,
pude revivir, enfrentándomelas, las punzantes pupilas del pintor. Y me repetí,
completando aquellos versos de la mágica letrilla gongorina:

Matánme los ojos


de aquel andaluz.
Hagánme si muero
la mortaja azul.

Esa mortaja sería el mar de Málaga, espejeando el cielo sin límites y azul de todo
el Mediterráneo.

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XXXIV
Del generalísimo Franco decía por ahí la gente que no era inmortal sino inmorible;
tanto tardaba en entregar a Dios su alma y su mano casi paralítica de firmar penas
de muerte. Pero esta vez no iba a poder hacerlo, pues aquellos seis bravísimos
vascos del proceso de Burgos, levantaron en el mundo tal oleada de protestas, que se
lo impidió. Se llamaban Izco, Uriarte, Larena, Gorostidi, Onaindía y Dorronsoro. Yo
me apresuré a escribir un breve poema —«Condena»— en el que predecía que si los
mataba ellos serían los seis clavos de su caja, los que clavarían su vida para
siempre.
Mi poema, que apareció en los diarios de Italia, al día siguiente lo publicaron, en
diversos idiomas, los mejores periódicos del mundo. A España voló
clandestinamente, corriendo en miles de copias por todas partes. Me enteré más
tarde, por alguien que lo presenció, que en un consejo de ministros, ante el Caudillo,
Sánchez Bella mostró una copia, para demostrar que eran solo los comunistas los
que habían desatado la campaña en favor de los vascos. Nunca me he sentido más
orgulloso de ser un poeta comprometido. Hasta vi, por la televisión italiana, cómo
iba presidiendo, en una enorme pancarta, una gran manifestación en Londres ante la
embajada española.

Si los condenas a muerte,


si los matas,
ellos serán los seis clavos
de tu caja,
los seis clavos de tu vida,
los últimos, si los matas.
Ellos serán los seis clavos,
los últimos, de esa España
que solo sabe de muerte,
triste España
que solo existe en el mundo
cuando de la muerte habla,
cuando solo
por ti la mano levanta
para matar, pues la muerte
es la vida de esa España.
Pero los mates o no,
tu muerte está ya cercana.
Ya estás muerto, muerto, muerto,
ya en la tapa

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de tu ataúd hay seis clavos
que la clavan,
que para siempre la clavan.

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LIBRO CUARTO

1977-1987

Página 152
I
Muerto por fin el Caudillo, después de haberlo cobijado bajo el manto de diversas
vírgenes, grandes patronas como la del Pilar, y tocado por multitud de reliquias,
entre otras uno de los muchos brazos de santa Teresa, y proclamados, con el
consenso de todos los partidos e instituciones, reyes de España don Juan Carlos y
doña Sofía, yo, todavía en Roma, esperaba con María Teresa el momento propicio de
nuestro regreso a la península, después de casi treinta y nueve años de exilio. Eso no
sucedería aún hasta el 27 de abril de 1977. Antes, me sucederían dos cosas, ambas
trascendentales: mi visita a los reyes en la embajada de España en Italia ante la
Santa Sede y el estreno en Madrid, por la gran actriz hispano-francesa María
Casares, de mi obra dramática El adefesio o la fábula del amor y las viejas.
Pero primero sería la visita de los reyes a Roma y su recibimiento de muchos
residentes españoles durante una gran fiesta en nuestra embajada.
Entre nuestros medios políticos, los comunistas españoles de Roma con los de
Madrid, se discutió la conveniencia de que yo aceptase o no la invitación de asistir a
la fiesta. Al fin se decidió que sí, pero únicamente para pedirle a los reyes, en nombre
de todos los españoles refugiados en Italia, la amnistía para los muchos presos
políticos que aún había en España. Y así, con ese documento, firmado por una
representación de los exiliados, me puse detrás de unas monjas que formaban parte
de una larga cola que antes de la fiesta saludaría a los reyes. Cuando me llegó el
turno, al estrechar la mano de Juan Carlos, le dije:
—Majestad, esta petición de amnistía para los presos españoles, en nombre de
los que aquí residimos.
Dos pasos más allá, saludé a la reina Sofía, quien me dijo, muy sencilla y
simpática, que le gustaba mucho la poesía y asistía en Madrid a la Universidad. Salí
de la embajada por una puerta interior, creo que la de la cocina, sin quedarme para
asistir a la fiesta.
Esta consultada visita, cayó muy mal a muchos, recibiendo algunas cartas
insultantes. Hasta mi gran amigo X, José Bergamín, me escribió un poema contra
que, por ser de él, me hizo mucho daño. Al año siguiente, cuando volví a España me
dedicó un nuevo poema, que me leyó en «una cena de reconciliación» que hicimos en
un restorán cercano a la plaza de Oriente.
Todavía en Roma recibí la visita imprevista de la actriz Victoria Vera, que venía a
conocerme, pues iba a ser uno de los personajes de mi obra El adefesio, cuyo estreno
en Madrid traería, entre otras, la expectación de señalar la vuelta a España de
María Casares en el papel de doña Gorgo.
El que María Casares, hija del ministro republicano Casares Quiroga, regresase
a España fue obra de los audaces artilugios de Olga Moliterno, que tenía la
representación de mi teatro.

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Desgraciadamente yo no pude presenciar el estreno, el extraño y mágico
decorado del pintor Manuel Rivera ni la dirección de José Luis Alonso.
Sé que la gente esperaba la obra impaciente, como el inicio de una batalla en la
que los contendientes eran todavía republicanos y franquistas. La presencia de
María Casares con largas barbas de hombre, en la mano derecha un bastón y una
palmatoria en la otra, fue inesperada, provocando una larga ovación que duró varios
minutos.
Hay muchas crónicas de aquel estreno, del que guardo los ecos entusiasmados
que me llegaron hasta Roma durante varios días.
Luego, luego… Yo no podía permanecer por más tiempo, después de tantos años,
fuera de España. Ya las cosas estaban mejor para mi vuelta y me disponía a ir. Una
fuerte duda me obsesionaba día y noche, un estado de ánimo inquietante, una
depresión total que intenté comunicar en este poema, escrito en el último otoño que
pasé en los maravillosos y recogidos jardines de Roma:

Esta tarde larguísima de otoño que me lleva


con tanto invierno helado perdido entre los huesos,
yo quisiera llorar sin que nadie me viese,
sin que ninguno osara preguntarme:
¿Sabes adónde vas, puedes decirnos
si vas hacia algún fin o hacia la nada?
¿Sabes si al detenerte de pronto has terminado,
si perderás los ojos o el habla para siempre?
Yo sé que algo terrible me espera allá a lo lejos,
adonde ciegamente hoy me están empujando.
Llegaré de seguro y tantos cuando llegue
dirán: ¿Eres tú acaso el mismo que esperábamos?

Faltaría menos de un mes para nuestro regreso a España, después de casi treinta y
nueve años fuera de ella, cuando a primeros de abril —1977— recibí en Roma, de
pronto e inesperadamente, esta llamada telefónica: «Aquí el Partido Comunista de
España. Quisiéramos, camarada Rafael, que aceptases nuestra presentación como
diputado a Cortes por Cádiz en las primeras elecciones democráticas que van a
celebrarse el próximo 15 de junio. Por tu gran prestigio de poeta andaluz en la calle
pensamos que no puedes negarte. Tú dirás». Así, tajantemente. Conflicto. ¿Y qué
decir? ¿Yo, diputado? No me veía en absoluto como parlamentario, hablando en el
Congreso, donde bastantes —digo, es un decir— lo harían muy bien, no así yo, pues
cuando me veo obligado a pronunciar algo ya ordenadamente, puedo llegar a ser un
puro disparate sintáctico. Pero recapacité y me dije: tanto tiempo fuera de España,
suspirando por ella, y ahora, en un momento nuevo como este, después del

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reconocimiento del Partido Comunista por el Gobierno de Adolfo Suárez, la verdad
es que no puedes negarte. Y respondí: «Sí. Acepto». «Gracias, camarada Rafael
Alberti», me llegó nuevamente hasta Roma, colgándose el teléfono.
Y me presenté en el aeropuerto de Madrid el día 27 de abril de aquel mismo año
de 1977. Viajaban conmigo María Teresa, nuestra hija Aitana y también Chico, un
perrillo volpino que había encontrado yo perdido una noche en mi popular barrio del
Trastevere, salvándolo de una muerte segura, pues era la hora mortal en que pasaba la
perrera, levantando a cuanto can vagaba solo por las calles.
Un gran gentío nos esperaba en el aeropuerto madrileño de Barajas. Escritas están
las primeras palabras que dije no más abrirse la puerta del avión: «Salí de España con
el puño cerrado, pero ahora vuelvo con la mano abierta, en señal de paz y
reconciliación con todos los españoles».
Y mi primer acto como poeta en la calle ante el pueblo español lo celebré en
Madrid, a mis 74 años, el día 27 de mayo, al mes siguiente de mi llegada, en el
campo de fútbol de una populosa barriada madrileña, en donde llegaron a
concentrarse unas treinta mil personas. Y a diferencia de los demás oradores, entre
los que se hallaba Ramón Tamames, hablé en verso, en coplas, inaugurando ante las
multitudes —unas veces con mi nombre y otras con el de Juan Panadero— una nueva
manera, sencilla, tradicional y lírica, de expresión que, al final, me llevó a ganar un
escaño para el Partido Comunista en el Congreso de los Diputados.
Aunque poeta en la calle yo lo había sido tantas veces desde 1932 y, sobre todo,
durante nuestra guerra civil, era la primera vez que iba a serlo en España, después de
la muerte del Funeralísimo, en una campaña electoral y nada menos que ante aquel
maravilloso pueblo gaditano, nuevo para mí, como lo era casi toda la provincia, que
nunca había recorrido.
Pero antes debía llegar a El Puerto de Santa María, que no visitaba desde 1931,
encontrándolo más grande, más plateado, azul y blanco que nunca, aunque ahora con
el peligroso espantajo de la base americana en Rota, a muy pocos kilómetros de
distancia. El Puerto iba a ser el punto de partida para toda la campaña electoral, que
no se iniciaría hasta el viernes 3 de junio, comenzando por Algeciras. Aunque
muchísimos portuenses me esperaban en la estación, el tren llegó con unas horas de
retraso y los amigos que me acompañaban me llevaron en volandas al hotel Caballo
Blanco, donde recité a un grupo que me siguió mi «Saludo y canción de retorno», que
terminaba:

¡Portuenses, coquineros!
Mañana saldrá la aurora
en hombros de los veleros.

Yo andaba conmovido y feliz en aquellos días de mi regreso a El Puerto,


absorbiéndolo todo: las playas, las dunas, el río, los pinares, la Arboleda Perdida;

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recorriendo mis viejas calles blancas que me llevaban a mi colegio San Luis
Gonzaga, en donde veinte años antes que yo habían sido alumnos Juan Ramón
Jiménez, Fernando Villalón, Pedro Muñoz Seca, y veinte años después, conmigo,
Juan Modesto Guilloto, coquinero como yo, gran jefe de milicias y fundador del
V Regimiento durante nuestra guerra civil, muerto en su destierro de Praga, siempre
con la inmensa nostalgia de su pueblo y mar gaditanos.
Antes del mitin en Algeciras había yo visitado Alcalá de los Gazules, la del
precioso nombre, alta maravilla torreada,

gloria del campo que está


desangrándose en sus hijos
que se mueren o se van
lejos a tierra extranjera
para poder trabajar.

El día 3 de junio, en el mitin de la plaza de Algeciras, me encontré con Ramón


Puyol, un extraordinario dibujante político, mordiente, satírico, de los años de la
guerra, condenado a muerte, luego a cadena perpetua, pasando quince años de
trabajos forzados en el Valle de los Caídos, consiguiendo al fin ser puesto en libertad.
Lo encontré muy enfermo y desfigurado. Ahora ha muerto ya. También intervino en
el mitin una joven camarada de El Puerto, Ana Perea España, con la que me encontré
luego en otros actos. Mis coplas, con ritmos para guitarra, exaltadoras del pueblo
andaluz, de su gracia, de su valor, invitándolo a votar por el PCE, volaban y
arrebataban a la gente, que me vitoreaba, que me sacaba a empujones, casi en
hombros, robándome a veces, como recuerdo, esa gorra de marinero que suelo llevar
y pierdo con frecuencia. ¡Qué maravilla el pueblo andaluz; qué loco, profundo y
exaltado, jubiloso y entusiasta! El mismo en todas partes, por todos los pueblos y
ciudades adonde la campaña electoral me llevara: Sanlúcar, Villa Martín, San Roque
—en donde intervine al lado de Carlos Castilla del Pino, Andrés Vázquez de Sola y el
poeta Carlos Álvarez—, Jerez de la Frontera, Cádiz, Chiclana y Coria (de Sevilla).
Aquí, ante una masa de ciento cuarenta mil personas, dije mis canciones junto a
Ignacio Gallego y la muy inteligente y airosa Amparo Rubiales. Pero uno de los
mítines más exaltados y estruendosos fue el de la plaza de toros del Puerto de Santa
María. Allí —¡aquella plaza en la que de niño soñé ser torero con el gitano La
Negrita!— estaba Alfonso Comín, el ejemplar católico-marxista catalán, junto a
Manuel Espinar, Javier Pérez Royo y el cantaor Manolo Gerena. Los focos de la
plaza se iluminaron y unas bellas muchachas asomadas a un palco sobre mi cabeza
comenzaron a arrojarme claveles rojos entre sonrisas y blancos aplausos. Luego supe
que quien capitaneaba el grupo era María Merello, una preciosa sobrina mía, que veía
por primera vez. Y aquí repetí, más o menos, lo que había dicho a mi llegada a
España, al abrirse la puerta del avión: «Yo os confieso que si salí entonces de aquí

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con el puño cerrado de dolor y de rabia, hoy vuelvo aquí, amigos y camaradas, con la
mano abierta y tendida, la mano de la concordia, de la reconciliación, en suma, de
todos los españoles, en este camino hacia la libertad, hacia la democracia en una
España ensombrecida desde hace tanto tiempo:

¡Pueblo hambriento de esperar,


pueblo andaluz de esta España
que ya empieza a caminar!».

El último acto, el que cerró la campaña electoral, el 13 de junio, fue en la


transparente y jubilosa ciudad de Chiclana, donde la muchedumbre presenció
emocionada alzar el vuelo, en todas direcciones, de un ruidoso abanico de palomas
blancas.
Como la gira electoral había terminado, todo el día 14 y el 13 hasta la noche pude
dedicarme a recorrer El Puerto con Carmelo Ciria, excelente fotógrafo,
mostrándoselo a los amigos, algunos de Madrid, que me acompañaban, como
Jerónimo Martín González y Gonzalo San Segundo, joven periodista, que escribió
una bella y utilísima crónica sobre mi campaña electoral, de la que aprovecho aquí
algunas referencias y datos. Me los llevé, primero, al convento de las hermanas
carmelitas, en el que aprendí a leer. Las monjas se volvieron locas y me sacaron
muchas fotografías. En la segunda casa donde viví, calle de Santo Domingo, 25, toda
rota, bellísima y casi cayéndose, sostuve un diálogo con una sola vecina que la
habitaba: «Señora, ¿usted cree que van a derribar la casa?». «Yo me voy a marchar
muy pronto de aquí». «¿Por qué? ¿Porque se está cayendo?». «Sí, está muy mal.
Mire, esos cascotes los ha tirado el viento esta mañana». «Señora, ¿quién es ahora el
dueño de la casa?». «Un taxista», me respondió. Llevé luego a mis amigos a ver la
última donde viví, de la que salí para trasladarme con mi familia a Madrid. Está en la
calle de las Neverías. Subimos. Una vecina muy amable nos la enseñó. Todo era
irreconocible, cambiado el patio en el que yo jugaba a la guerra con mi hermana
Pepita. No existía ni el pozo que se veía abajo en el jardinillo de una bodega. Solo
pude ver el alto lavadero de las pajas, con el vivo recuerdo de una lavandera
complaciente que me las hacía. Llevé a mis amigos a ver más cosas: el ejido, donde
toreábamos los becerrillos, la Arboleda Perdida, el muelle del vapor y los restos del
castillo de la Pólvora, hoy un modesto restaurante.
La larguísima y tensa noche del recuento de votos, la del día 15, la pasé, como
tantos millones de españoles, delante del televisor, en el hotel Caballo Blanco, donde
me hospedaba. Yo estaba inquieto, cansado y muerto de sueño. Entre bostezos y
ronquidos escuchaba las cifras de votos y votantes que el entonces ministro de la
Gobernación, Rodolfo Martín Villa, ofrecía con deliberada lentitud. Los amigos y
camaradas que me acompañaban y velaban por mi persona, José Revuelta, José
Navarro, Pedro López y José Serrano, estaban excesivamente optimistas. «Sacaremos

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no uno, sino dos diputados». «¡Qué fantasías! Lo más seguro es que después de tantas
coplas y viajes yo no salga elegido». Y me dormía, ronroneado el sueño por esta
convicción. Pero el día 16, a eso de las dos de la tarde, mientras comía pescado en
una medio taberna cerca del hotel, me dieron la noticia de mi triunfo.
Por 43 000 votos había logrado un escaño para el Partido Comunista en el
Parlamento.
Después de cuatro meses, como el poeta en la calle Rafael Alberti no había
nacido para parlamentario, con amplio permiso del partido cedió su escaño a un
campesino de Trebujena, Francisco Cabral Oliveros, de larga trayectoria
revolucionaria, que creo salió diputado en las constituyentes, pero que una vez
acabado su mandato se pasó al PSOE, siendo hoy un borroso y perdido concejal del
ayuntamiento de Trebujena. Y yo, cuando la calle me reclama, que ya no lo hace
mucho, acudo a ella, aunque siempre en espera de que alguna nueva y pura estrella
roja suba del horizonte.

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II
Por aquellos años madrileños de la Residencia de Estudiantes, Federico García
Lorca era un joven tan extremadamente simpático, tan extremadamente atractivo, tan
extremadamente gracioso, chispeante, ocurrente, imprevisto, que creo que todas
aquellas sacudidoras facultades lo trastornaban, conviniéndolo en una especie de
gran torero de la poesía, rodeado siempre de una fácil cuadrilla de ociosos
residentes jaleadores, que le hacían regalar su tiempo, tirarlo o distraerlo con
frecuencia durante los meses de su permanencia en Madrid, hasta llegado el
momento de regresar a su Granada, en donde pasaba el verano con su familia.
Entre los años 1925 y 1930, Federico me invitaba siempre a su Huerta de San
Vicente para pasar juntos, ya divirtiéndonos o trabajando, las vacaciones. Yo le
prometía ir cada verano. Pero lo fui dejando, dejando, hasta que al fin llegó el 18 de
julio de 1936, fecha en que reventó la guerra civil, y Federico, preocupado y
temeroso, sintiendo que en Madrid la situación política era gravísima, tomó un tren y
se marchó, confiado, a su Granada, en donde se encontró con su terrible muerte
hacia finales del mes de agosto. Luego pasaron los años, muchos años. Se acabó
nuestra guerra, que destrozó a España. Se acabó también la otra, la grande, que
destrozó el mundo. Desde marzo de 1939 viví fuera de mi país, pensando en aquel
viaje, en aquella visita a Federico, que no pude realizar ya hasta un día 24 de febrero
de 1980. Habían pasado, entre tanto, cuarenta y tres años. Durante todo ese tiempo
yo viví pensando en él casi obsesivamente, dedicándole innumerables prosas y
poemas, entre los cuales, aquella «Balada del que nunca fue a Granada», que con la
música lejana y melancólica de Paco Ibáñez fue escuchada en su voz por toda
Europa y prohibida en España con las canciones de otros famosos cantautores de la
protesta.

¡Qué lejos por mares, campos y montañas!


Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.
Mi cabeza cana, los años perdidos.
Quiero hallar los viejos, borrados caminos.
Nunca vi Granada.
Dadle un ramo verde de luz a mi mano.
Una rienda corta y un galope largo.
Nunca entré en Granada.
¿Qué gente enemiga puebla sus adarves?
¿Quién los claros ecos libres de sus aires?
Nunca fui a Granada.

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¿Quién hoy sus jardines aprisiona y pone
cadenas al habla de sus surtidores?
Nunca vi Granada.
Venid los que nunca fuisteis a Granada.
Hay sangre caída, sangre que me llama.
Nunca entré en Granada.
Hay sangre caída del mejor hermano.
Sangre por los mirtos y aguas de los patios.
Nunca fui a Granada.
Del mejor amigo, por los arrayanes.
Sangre por el Darro, por el Genil, sangre.
Nunca vi Granada.
Si altas son las torres, el valor es alto.
Venid por montañas, por mares y campos.
Entraré en Granada.

A comienzos de febrero de 1980, después de haberme recorrido tres años antes,


como poeta en la calle, la maravillosa y rutilante provincia gaditana, me preparaba yo
para la nueva campaña por la autonomía andaluza, recorriendo otra vez, pero en esta
ocasión a lo largo y ancho, toda Andalucía. Después de visitados numerosos pueblos
y ciudades de Huelva, Sevilla y Córdoba, se me apareció por las serranías de esta
provincia Martos, el raro y dramático pueblo aquel, con su tajante peña, en donde
había nacido un genio, el clérigo Francisco Delicado, autor de la problemática y
audacísima novela dialogada La lozana andaluza, muerto, no se sabe bien si en
Venecia a consecuencia, seguramente, de aquel temible mal francés, que había
padecido durante muchos años. Me acompañaba en este viaje Beatriz, que venía
haciendo soberbias fotografías de todo aquel fascinante territorio. Subiendo hasta lo
más alto de Jaén, navegando por un verdadero océano levantado de olivares, roto de
tiempo en tiempo por la cal cegadora de los pueblos, había visto la sierra de Cazorla,
los primeros vagidos del Guadalquivir en su cuna de origen. Y me acordé de que en
algunos momentos oí decir a Federico que quería hacer una canción titulada «La
divina pastora de Cazorla», que yo ahora pienso escribir, ya que él no pudo hacerlo,
para dedicársela como homenaje. Descendiendo de aquellas serranías se iba sintiendo
ya que de un momento a otro, tras de alguna baja colina apretada de olivos,
aparecería Granada, coronada por la blancura de aquella nieve azul de la sierra que la
protege.
Y Granada apareció al fin. Yo tenía cita con su pueblo ante aquella famosa puerta
tan recordada por Federico:

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Granada, Puerta de Elvira,
donde viven las manolas.

Alrededor de aquella romancesca puerta me esperaba una multitud que me saludó


con grandes aplausos, entusiastas vivas, estremecedoras demostraciones de cariño.
Bajo el arco, el joven alcalde, Antonio Jara, con otras autoridades del ayuntamiento,
me recibió, entregándome, en medio de la alegría de la gente, la llave de la ciudad. Y
comenzamos el ascenso por una larga calle, mientras yo me iba diciendo en voz baja
aquel maravilloso y melancólico romance del rey moro que perdió Alhama.

Paseábase el rey moro


por la ciudad de Granada,
desde la Puerta de Elvira
hasta la de Bibarrambla.

Por fin había entrado yo en Granada. Ya no era gente enemiga —pensaba así— la
que poblaba sus adarves, ya los claros ecos de sus aires eran libres, ya la sangre caída
no manchaba las aguas y los mirtos de los patios, ya el alma del poeta asesinado
podía ser nombrada sin temor. Por la tarde de aquel mismo día no me encaminé hacia
la Puerta de Bibarrambla, como decía el romance, sino a la plaza del mismo nombre,
en donde se había organizado un gran mitin de lucha por la autonomía andaluza.
Balcones y azoteas estaban abarrotados, como la plaza, de un ansioso pueblo
granadino, y con los hierros de las ventanas colgados de muchachos. Intervenía en el
acto Santiago Carrillo, junto a otros oradores.
Yo comencé, ahora diciéndolo en voz alta, con el romance del rey moro que
perdió Alhama; después seguí con unas nuevas «Coplas de Juan Panadero», pidiendo
el sí para la autonomía andaluza, terminando con mi «Balada del que nunca fue a
Granada», dicha ahora, pero por última vez, en el momento de mi entrada en ella,
aquel día de febrero de 1980. Cuando toda la gente aplaudía, con ese fervoroso
arrebato tan propio de la sangre del pueblo andaluz, a escasa altura atravesó el cielo
de la plaza una avioneta de UCD, arrojando un copioso diluvio de octavillas en las
que se nos advertía, en ostentosas letras mayúsculas, algo verdaderamente estúpido y
lleno de malángel: «No por mucho madrugar, amanece más temprano». Recuerdo que
de mi indignación brotó un duro insulto calificador para los héroes de aquella
portentosa hazaña, tan, por otra parte, tremendamente peligrosa, ya que volando casi
a nivel de las azoteas, sobre una plaza rebosante de niños, al menor susto de la gente
pudo haberse provocado una inmensa catástrofe.
Al día siguiente, a la amanecida, yo solo, me tomé un taxi para recorrer aquel
triste camino que llevó a Federico García Lorca a su fusilamiento. ¡Qué tremenda
agonía, qué interminable angustia recorrérselo después de más de cuarenta años,

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ahora poblado de feas casas, pero todavía conservando esos olivos que el poeta
siempre llevó en sus ojos! Y llegué al fin a Víznar, después de sufrir aún las flechas
de Falange abiertas sobre algunos muros dispersos del camino. ¡Qué tremendo dolor!
La famosa fuente de las Lágrimas, conocida y venerada hoy en el mundo entero, es
como un pequeño estanque de cuyo fondo brotan, subiendo hasta la superficie, unas
sonámbulas y calladas burbujas incesantes, que los líricos árabes andaluces
identificaron con las lágrimas. Pues bien: todo el fondo legamoso y sucio de la
elegiaca fuente estaba lleno de latas vacías de sardinas, de cascos de botellas de
coca-cola, de cáscaras y detritos de comidas que los turistas —creo yo— habían
arrojado como emocionada ofrenda al gran poeta asesinado de Granada. Eso vi yo en
mi visita mañanera aquel día de febrero de 1980. Me fui llorando. Es verdad. Me fui
llorando, y me fui a consolarme en los jardines del Generalife, a bañarme en el rumor
de sus aguas corrientes, aquellas aguas que asombraron y dejaron su llanto perdurable
en un maravilloso romance de Juan Ramón Jiménez, aquellas mismas aguas que en el
año 1526 recibieron a Andrea Navagiero, el delicado humanista embajador de
Venecia ante Carlos V, y oyeron el diálogo del enviado veneciano con el poeta catalán
Juan Boscán Almogáver, gran amigo ejemplar de Garcilaso de la Vega, sobre la
métrica ítalo-castellana. Allí la sangre derramada de Federico se me fundió con el
claro borbotear del agua de aquellos sonoros jardines, viéndola jugueteando y
diableando en libertad por los pasamanos de las escaleras, por el filo de los peldaños,
por los canales de las balaustradas… Y fue el agua de las fuentes del Generalife la
que me devolvió el alma alegre y pura de aquel joven poeta que en los felices años de
la Residencia madrileña siempre me invitaba a acompañarlo en los veranos de su hoy
ya para siempre remordida ciudad de Granada.
Mi entrada por primera vez en ella la dejé registrada en un breve poema de mis
Versos sueltos de cada día:

Por la Puerta de Elvira


entré hoy en Granada.
Dije: Entraré, hace años.
Y entré hoy en Granada.
En la Puerta de Elvira,
¡cuánta gente que me esperaba!
El alcalde me dio
la llave de Granada.
La llave de la ciudad
para que entrara.
Y entré al fin en Granada.
Fue un día 24
de febrero mi entrada.

Página 162
III
Siempre que vuelvo al Puerto de Santa María les pido a mis amigos, entre ellos de
manera especial al gran fotógrafo y camarada Carmelo Ciria, que me busquen una
torre, o una azoteílla cualquiera, desde la que se divise el mar de la bahía, para ir a
verlo, tranquilo si es posible, de cuando en cuando, ya que lo necesito desde que me
marché de él una mañana del mes de mayo de 1917. Pero… no parece fácil que este
pobre y octogenario poeta coquinero pueda lograr alguna vez este persistente y casi
infantil deseo. No lo sé. Vuelvo ahora de allí y muy dolido por el deterioro total de la
fachada de mi colegio, arrancado ya aquel amado nombre, más que centenario de
colegio de San Luis Gonzaga, con gran parte de sus ventanas rotos los cristales, o
apedreados, y aquella bellísima plaza de San Francisco de mi agitada adolescencia,
completamente derruida, sin arriates ni flores, abandonados a su negra suerte los
árboles que quedan, presididos para mí por aquellas dos ahora invisibles araucarias
que ya no pude ver a mi regreso a El Puerto de 1977. ¡Qué dolor! Yo sé que los
padres jesuitas vendieron al ayuntamiento la parte baja del edificio, o sea, el gran
salón de actos, conservando para ellos el inmenso patio y todas las antiguas
dependencias. Pero… Dolor, dolor, dolor, ver por ahora todavía, ya en el descenso de
mi vida, el estado ruinoso de aquella hermosa fachada, que recordé y canté tanto
durante mi exilio.
Es triste y peligrosa hoy la situación, no solo de El Puerto, sino de toda aquella
bahía esplendorosa. (Alguien me dice, entre bromas y veras: —¿Pero es que quieres
venirte ahora a vivir aquí, cuando muchos estamos deseando irnos?). Ni que decir
tiene que aquel extendidísimo enclave de la base norteamericana produce una fuerte
congoja al corazón, cercado de tantos kilómetros de alambrada, ahora reforzado por
una segunda, que, según comenta abiertamente casi todo el mundo, esté posiblemente
electrizada durante la noche, desde el bombardeo de la flota yanqui a la residencia de
Gaddafi. Esta alambrada me hizo recordar, pues yo la vi, aquella del campo de
concentración de Auschwitz, en Polonia, sino que la de aquí se ha colocado para
defenderse —seguro que así lo piensan— de un posible asalto del lado español. Mas,
por ahora, creo que no, pues de la parte nacional, no lejos de este trágico cerco, solo
se ven unas pobres y pacíficas vacas pastando, indiferentes, el exiguo pasto que por
allí queda, mirando con ojos melancólicos el riquísimo terreno vedado, hoy lleno de
insípidas construcciones californianas, sembrados, muelles, pistas de aterrizaje, todo
para estos intrusos a los que el Funeralísimo Caudillo abrió las puertas del cielo y las
del mar. Dolor, dolor, dolor. Antes de partir de aquel triste lugar, leí en lo alto de un
murallón del derruido puerto de pescadores algo que me sorprendió y me llenó de
orgullo:

¡Españoles, despertad!

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Es Rota la marinera
quien levanta la primera
llama de la libertad

Con letras bien grandes, subrayando esta estrofa, figuraba mi nombre, escrito por
algún bravo roteño. Me marché melancólico, alegre y abatido a un mismo tiempo,
recordando que mucho antes del sí del referéndum, un alcalde de Rota, no sé si el que
aún lo es hoy, me llamó varias veces para rendirme un homenaje, cosa que luego se
ha olvidado. Me volví a El Puerto, ya en sus cercanías señalado por calles y caminos
bautizados con nombres de constelaciones y estrellas —como Altair y Aldebarán—,
de mares —como Adriático, Mediterráneo, mar Negro—, de vientos, ciudades,
etcétera. ¡Pobre Cádiz, bahía sagrada de los mitos, con este señuelo de la siniestra
base yanqui, plantada sobre tu corazón azul de espumas, cielos, brisas y vendavales,
mecedores de nuestra infancia, posible hoy de desaparecer en menos de un relámpago
y hasta sin el cantor que ni siquiera dispondrá del tiempo de una estrofa para llorar tu
muerte!
Y mientras hablo, Cádiz, de tu posible desaparición, otros andan, ilusionados,
indagando tus orígenes, tu nacimiento o fundación, Puerto de Menesteo, Puerto de
Santa María, allá junto al castillo de Doña Blanca, adentrándose algo hacia Jerez.
Conocí en medio de la calle Palacios a un joven profesor de Arqueología
Mediterránea, Diego Ruiz Mata, quien desde hace algún tiempo está excavando
alrededor de aquel castillo, en donde ya ha encontrado varias ciudades superpuestas y
numerosos fósiles marinos. Me alegra mucho hablar así en medio del aire, de la
remota vida de aquel valiente héroe de la Ilíada, que figuró en la expedición de los
argonautas, dando su primer nombre, Menesteo, a nuestro Puerto de hoy. Y fue una
maravilla hablar por un instante de la Ora marítima de Avieno, de tantas cosas
luminosas y vitales por allí enterradas, olvidando a aquellos que hoy con la etiqueta
fácil de la paz, la libertad o el terrorismo salen a imponer el suyo desde la explanada
de un portaviones o con el misil aparecido de improviso como una exhalación de
muerte.
Mas en medio de todo esto, me marché con más de cien periodistas españoles y
otros tantos portugueses, que se hospedaban en El Puerto, para celebrar sus juegos
ibéricos, me marché, digo, a Chiclana, invitado a una ancha y hermosa propiedad,
llamada El Cortijo Hilton (!), con motivo de presenciar una demasiado inocente capea
para los periodistas que quisieran actuar como ilusos toreros, y una primorosa
exhibición equina: cuatro escuetos y gallardos jinetes andaluces sobre cuatro
hermosísimos caballos, dóciles a toda clase de obediencia, gracia, delicadeza,
bravura, caracoleo, reverencia, baile, etcétera. ¡Bellísimos y maravillosos animales,
tiernos, finos, inteligentes! ¡Oh veloz salto de pasar de la muerte al de la vida, al de la
hermosura, al del olvido! Mas de pronto, al horror y la angustia en que andamos
sumidos este final de siglo, fin de todo un milenio, en el que el legendario cometa

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Halley fuera reconocido por Giotto y colocado reluciente sobre el portal de Belén,
como la estrella conductora de los tres Reyes Magos del Oriente.
Aquella misma noche, desde el borde mismo de la bahía de Cádiz, yo veía
tendido sobre el cielo aquel aparecido cometa de la infancia, contemplado desde las
barcas, plateado de estrellas a través de la cola, desvelos de todos los nocturnos de mi
vida hasta llegar a estos de mis 83 años, convencido de anidar envuelto en él,
anunciado por todos los astrónomos del mundo. ¡Pero, oh, muerte de mi sueño,
oscuridad para mí de su segunda vuelta! Acudí a verlo a Tenerife y no vi nada a
través de los pobres prismáticos que me prestó una familia gaditana que intentaba
verlo también. Aunque dije que sí, una nube importuna me impidió contemplarlo.
Luego, más tarde, ya en Madrid, me condujo mi amigo Benjamín Prado en una
abrileña noche helada, a un pequeño y silvestre observatorio en medio de unos altos
campos guadalajareños. Después de subir por una escalera de caracol hasta la cumbre
del telescopio, después de guiñar un ojo hasta lastimármelo, vi aún menos que en la
playa de las Teresitas de Santa Cruz de Tenerife. Y ahora me encuentro casi en
situación de romper relaciones con el cometa. Pienso desintegrarme de él, pues esta
vez creo que ha venido arrastrando en su cola catástrofes tan serias como el terremoto
de México, la aparición de un volcán traidor sobre los campos de Colombia, el
prepotente ataque de la flota americana al cuartel de Gaddafi en la capital de Libia, la
explosión con incendio de la central nuclear soviética de Chernobil, la reunión de los
banqueros más grandes del mundo en Tokio, el sí de nuestro referéndum a la política
policial de Estados Unidos… ¿Hay algo más, Dios mío?, exclamaría con el genial y
visionario Rubén Darío de aquel poema suyo que comienza:

Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste…

Dejé, al fin, mi archinombrada bahía, pero antes recorrí El Puerto en todas


direcciones. Visité varias veces mi avenida poeta Rafael Alberti, atravesé el camino
de Mazzantini, contemplando lo poco que aún queda de la Arboleda Perdida; comí a
todas horas los más diversos pescados, hasta aquellos cuyos nombres no me gustan:
la japuta, el rape, la pijota… Probé uno, en cambio, que no conocía: la blanquísima
herrera, envuelta en una muy sabrosa piriñaca (nombre que siempre me ha intrigado).
Y comprobé por millonésima vez que en toda Andalucía no hay nada como el pueblo,
fino, ingenioso, inventor, sufridísimo y siempre engañado, distinguiéndose en su
maravillosa locura el pueblo gaditano, por los golpes del levante, recibidos sobre su
cabeza, desde el primer día de su creación.
Al partir para el aeropuerto de Jerez, vi por último las palmeras que plantaron
cuando yo me marché a Madrid en 1917, hoy gigantes, airosas y jóvenes de mi
misma edad. Y me repetí al irme, siempre sin quererme ir, unos versillos de mi viejo
Marinero en tierra:

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¡Quién cabalgara el caballo
de espuma azul de la mar!
¡De un salto
quién cabalgara la mar!
¡Viento, arráncame la ropa,
tírala, viento, a la mar!
De un salto
quiero ganarme la mar.

Y me la he ganado, a pesar de todo.

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IV
Estoy pasando unos días veraniegos, de incógnito (¡secreto a voces!) en algún punto
de mi amada, cantada, llevada por todo el mundo, bahía de Cádiz. El mar, como hoy,
ayer o anteayer, comienza a respirar cada mañana algo agitado, roto en blancos
borregos, que disfrutan inmersos o contemplan, en apretado enjambre, bañistas ante
la orilla del perfecto arco del golfo gaditano. Una ancha palmera, que veo desde mi
balcón, ha empezado a doblarse con fuertes sacudidas, lo mismo que los arbolillos
que marcan, ordenados, el paseo del borde de la playa. Los veloces wind-surfs que
cortan con su sola ala el aire, caen doblados sobre el oleaje, luchando bravamente por
alzarse, porque ya ha empezado a llegar, mejor dicho, ya está aquí, implantando su
orgulloso estandarte en todo el ámbito impecable de la bahía: el levante, el viento rey,
tan tiránico, del mar de Cádiz.
Conozco desde muy chico la copla de un fandanguillo que declara:

Yo no le temo a remar,
que yo remar remaría,
lo que le temo es al viento
que sale de la bahía.

El viento de la bahía, el milenario de los fenicios, los griegos, los romanos, los
árabes… Nuestro mismo viento de ahora: el levante. El mismo viento aquel de los
días colegiales, de las novias en las azoteas, de las rabonas playeras en las dunas. El
viento, el viento de Cádiz. El viento enloquecedor, acelerador de la sangre de todos
los asomados a estas orillas, que se presenta así, casi sin aviso, atravesando de una
punta a otra las calles, los entubados callejones. Azotador, sobre todo, de las palmeras
y más aún cuando están cercanas de algún muro y se oyen los palmetazos como
contra unas espaldas de piedra. Solo los impasibles dragos centenarios de Cádiz,
rígidos y de broncíneas espaldas, lo aguantan. Él es el mismo viento amante erótico
de las azoteas, los tendederos de las ropas colgadas, que las hincha habitándolas a su
paso, haciendo de los pantalones y camisas verdaderos personajes inflados contra el
cielo. El levante arremolina los papeles arrojados a las calles y plazas, lanzando las
hojas del otoño contra las puertas y los zaguanes, en donde las almacena. «Ha llegado
el levante», anuncia la gente. Viene de allá, del Estrecho, de África. Se oculta, sabe
Dios en qué cueva submarina o quién sabe en qué torre invisible, de donde se escapa
o sale hacia las cuatro de la tarde, empujando, a veces, al mar de las orillas,
alejándolo, dejándole al descubierto una barra ondulada, llena de bandas azules,
entremezcladas, en las que tiemblan, chispeando, mínimos pececillos, que no
pudieron retirarse. Yo no supe nunca en dónde estaba el levante, en dónde se
escondía, pero tenía miedo de que un día, al doblar una esquina cualquiera hacia la

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playa, me arrebatase, alzándome del suelo, llevándome, sabe Dios si más allá de
Tarifa, hacia Ceuta y Melilla, hacia las arenas del Sáhara. No sé. Así y todo, creo que
yo no le he tenido mucho miedo. Su mismo nombre —el levante— siempre me gustó,
considerándolo un arrebatado y misterioso ser que aparecía con frecuencia en la
bahía, electrizándolo todo. Un gato que había en mi casa, cuando lo presentía y luego
lo escuchaba, comenzaba a maullar, cayendo en un ataque de demencia, corriendo
por los pasillos, saltando por las camas, subiendo y bajando veloz las escaleras y
marineando por las cuatro columnas del patio. No se le podía soportar mientras
sonaba el levante, acabando, por lo general, ya calmo, debajo de un armario u otro
mueble cualquiera. Los perros se mostraban más tranquilos. Pero algún tío mío, aquel
que confundía los edificios con los orificios, se trastornaba y escribía más disparates
que nunca. Se advierte mucho en Cádiz y los pueblos de la bahía la visita del levante
durante milenios y milenios. Creo que parte de la gracia y el disparate chirigotero de
Cádiz tiene mucho que ver con el levante. No puede subsistir normal la cabeza de
nadie resistiendo casi a diario la visita azotadora de ese viento sin resentirse, sin que
sus facultades mentales no se alteren en algo.
—Parece que hoy va a haber levante.
¿Y cuándo no? Recuerdo que la arena de la playa era como cristal pulverizado
contra nuestras piernas. Los barcos se escondían, no saliendo a la pesca, y durante el
baño, después de caminar por la arena mojada de la barra cogiendo coquinas, el mar
hervía agitado, lleno de lisas temerosas que huían del ataque de las lubinas. ¿Qué
hacer con el levante? ¿Por qué callejón doblar para no encontrarlo? A veces
jugábamos contra el levante saliendo a su encuentro, como quien va a torearlo, a
darle un pase de muleta o una buena verónica para que huyese y continuase por otro
camino. Hasta jugábamos al levante contra el poniente, venciendo siempre aquel por
su ímpetu poderoso.
Cuando estaba lejos, muy lejos, durante tantos años, en América, veía el levante
en mis noches como un inmenso gigante que arrastraba, llevándola como cola, una
mar esplendente de la que colgaban bañistas soleados, veleros blancos y gaviotas en
ringlera, que le orlaban el inmenso vuelo fantástico. Por allí, todos hemos sido niños
perdidos en su vuelo, atados a su cola rumorosa, arrastrando su quejido sin fin, su
lamento entre musical y aterrador, que a su paso no dejaba dormir a nadie.
En la cabeza, con los ojos fijos de los toros, cuando se arrancan estos del toril, he
visto siempre la arremetida del levante, como saliendo de otra gruta, que no es la
submarina ni tampoco esa torre elevada de donde a veces lo imagino partir.
Yo me sueño entrando, ilusionado Menesteo, el héroe capitán de la Ilíada, en el
golfo gaditano, para fundar el hoy Puerto de Santa María en un día de levante. La
palmera que veo desde mi balcón comienza a indicar en el movimiento de sus palmas
que va a descomponerse. Son las seis de la tarde. Los wind-surfs contra el velocísimo
aire, por el viento que ya les está llegando, se doblan y arrastran sobre el muy
zarandeado oleaje. Siento banderas sacudidas y voces que gritan largamente

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aterradas: «¡El niño! ¡El niño!». Toda la gente de la playa se agolpa en las orillas,
mirando con horror hacia el fondo. Se lanzan nadadores al agua. Parece que no
llegarán, que nada podrán hacer contra el viento que tironea gritando hasta el fondo.
Algo terrible ha pasado ya.
Pero esto que estoy contando sucedía cuando el levante de mi adolescencia, antes
de partir definitivamente para Madrid. En aquellas playas de entonces, que eran
puramente locales, no se hacinaba la gente de toda Andalucía como ahora. Los
hombres se bañaban con bañador completo, y las más bellas señoras llevaban unas
anchas túnicas, que el viento las inflaba al entrar en el agua. Parecía una mar llena de
pequeños cachalotes con gorritos azules para no mojarse el pelo. Existían casetas
amontonadas, con rayas de colores, todas con su intencionado agujerito para mirar —
cuando se podía— desnudarse a las mujeres. ¡Tiempos aquellos! Pues fue entonces
cuando sucedió la muerte de aquel niño arrebatado por las olas. Muerto e hinchado
estaba al tenderlo sobre la arena. Entonces yo no era famoso: solo un pintorcillo que
faltaba al colegio para pintar los barcos de vela que iban a pescar en las costas de
África. Ahora…
Me marcho mañana de este lugar y ayer rompí algo mi incógnito. Dejo por
algunas horas la prisión voluntaria en donde estoy, mi balcón que mira a la bahía, que
ya se empieza a ver zarandeada por el viento. Es el levante, el que está de turno esta
tarde. Bajo y me siento en un cafetín del paseo frente a la playa. De pronto —ya las
veía venir— se me vienen encima unas alegres muchachas en biquini.
—Usted no nos va a negar que es…
—No, me estáis confundiendo… Yo soy Vinicius de Moraes, un famoso poeta y
cantante brasileño…
—No lo creemos… Lo vemos a usted tantas veces por la televisión… Por favor,
un autógrafo… Pero no tenemos bolígrafo ni papel…
—No importa —dice un camarero—. Yo se lo doy…
Se trata de un papel fino de servilleta. Se rompe al escribir.
—Yo tengo aquí este —dice otra muchacha, sacando un cuadernillo de
direcciones.
—Fírmenos, por favor, a todas en esta hoja.
Yo se la firmo, dibujándoles una minúscula palomita, dos pececillos, un gallo, un
caracol. Quedan maravilladas. Casi todas me besan y se van en pleno alborozo.
Pero, de pronto, ha llegado un señor que dice ser catedrático de la universidad de
Sevilla, con una hermosa, de ver, señora. Mi palomita me salva. Una a cada uno.
Creo que voy a respirar por un momento, mas de la ventana baja del bar saltan
dos muchachas presentándome sus respectivos papelitos.
—También nosotras queremos su firma, con dibujito, por favor. Lo
enmarcaremos. Será el mejor recuerdo de este verano.
Comienzo a ponerme algo nervioso, pues presiento todo lo que se me avecina.
—Yo lo conocí a usted en la guerra. Lo encuentro ahora por primera vez.

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—Usted tendrá mucho más de setenta años…
—Sí —me dice—. Estoy muy emocionado. Póngame su nombre debajo del mío
en este billete de mil pesetas. Lo llevaré siempre conmigo. Jamás lo cambiaré.
Empieza a preocuparme el haber roto mi incógnito. Me canso. Y sé que no hace
buen efecto dar señales de mal humor. Tengo que firmar todos los autógrafos de
manera sonriente. Y, en verdad, que a veces no sé fingir.
Se me acerca, ahora, más bien serio, un tipo extraño.
—Usted es el famoso poeta, ¿no? Nunca lo había visto. Me han dicho que es
usted. Hágame el honor de firmarme este papelito para mi hija, que va a cumplir
cinco años. Se llama Hemeroteca. Mi padre era un anarquista y me aconsejó ese
nombre. A mí me puso Helios…
Con la caída de la tarde fue en aumento el levante. Durante una pausa en que
parecían calmados los autógrafos, me subí a mi balcón. Se había alejado el mar,
dejando sus bandas azuladas en la barra. El arco de la luna, como una uña radiante,
vigilada por Venus, contemplaba sin inquietud el viento trimilenario de la bahía.

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V

No sé si el faro incendia aún las horas


del triste odiar la Trigonometría,
si en tus zapatos duerme todavía
la arena de las playas salvadoras.
Sí en las algas y espumas rodadoras
trina el Latín con la Fisiología,
sí el alto lavadero en que te urgía
el placer solitario, rememoras.
No sé si vas despierto o vas dormido,
en pecado mortal sobrecogido,
a comulgar sin fe cada mañana.
No sé, no sé… Mas sé que tu locura
fue hacer del mar tu sola asignatura,
alumno al sol que de la mar se ufana.

Quién me iba a decir a mí, pintorcillo por las playas y castillos ruinosos de El
Puerto de Santa María, practicante de excesivas rabonas —alumno al sol que de la
mar se ufana—, suspendido en Preceptiva Literaria, abandonado al fin el bachillerato
por trasladarse con toda mi familia a Madrid para continuar dibujando y pintando en
el Casón y el Museo del Prado; quién me iba a decir a mí que hoy, esta mañana, aquí,
en Cádiz, sería nombrado doctor honoris causa de su universidad, ahora, a los sesenta
y siete años de salido de El Puerto, de esta fabulosa, mitológica bahía, de la que me
llevé la luz, su gracia y su sal imperecederas. ¡Ah, qué maravilla! ¡Qué alegre día
para mí este de hoy, así vestido, mi nuevo y lujoso traje de marinero en tierra,
después de haber rodado —y no por culpa mía— durante tanto tiempo por el mundo!
Yo no sé hacer discursos. Perdonad. Yo nunca supe examinarme de nada y, menos,
examinar a nadie. Yo solo sé que es mi fidelidad al mar de Cádiz, a sus barcos, a sus
trabajadores, a su cielo, a la cal rutilante de sus puertos, la que me ha traído, la que
me ha honrado con esta toga y este birrete, haciéndome estar aquí entre vosotros,
como un viejo y nuevo alumno de esta gloriosa universidad, condecorándome, no con
la insignia marinera, sino con este ornamento, que desde ahora me hará navegar en
tierra más segura, lejos de todo posible naufragio. No ignoro que es José Luis Tejada,
poeta también de la sal y las espumas de El Puerto, el aire cuyo soplo más ha
impulsado a traerme aquí, con su conocimiento y estudio apasionado de mi obra
juvenil, de mi exaltación rítmica, los hálitos musicales de mis canciones. Siempre
llevaré, en los veinte o treinta años que me quedan de vida, el nombre de este mar, de
todos los puertos transparentes que lo circundan, no solo por la tierra, sino por lo

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ancho del cielo, pues ahora, desde hace algunos años, soy más un marinero en tierra
por el aire, un poeta coquinero enganchado en la órbita de los cometas.
Algunas palabras son estas de las que pronuncié en mi brevísimo discurso de
investidura. Terminada la sobria ceremonia, con procesión de los rectores invitados
de otras universidades y de los nuevos doctores honoris causa por el claustro de la
facultad de Medicina, algo alarmado pregunté a un grupo de bellas muchachas que
asistían al acto, que cómo me encontraban con mi nuevo indumento, bajo el birrete,
sobre todo —que, a decir verdad, parece la pantalla para una luz— y dentro de mi
negra toga con esclavina celeste. Algo tranquilo y un tanto envanecido quedé al
decirme que las dos prendas me favorecían mucho, suplicándome, bulliciosas, me
retratase en medio de todas ellas. Ahora ya, pienso yo, no podré rehuir, por ejemplo
en la entrega de algún próximo Premio Cervantes, el sentarme entre tantos togados o
negros y uniformados académicos, sin mi pantalón blanco y mi chaqueta azul, alta
traición que no me satisface y llena de remordimiento.
… Pero pronto va a remontar la tarde y yo me encuentro sentado en un ancho
balcón sobre la mar todavía celeste y soleada de luz primaveral, abierta contra ella
una rítmica y oscura araucaria, vigía, aunque algo distante, de aquel faro de San
Sebastián, que me mandaba sus relampagueos a través de la ventana del estudio de
nuestro colegio de San Luis Gonzaga, donde aprendíamos la lección de cada día. Tal
vez así, en una tarde ya descendiendo como esta, se presentarían tendidas sobre el
mar las grandes barcas portadoras de Heracles, el dios fuerte, el héroe fundador, el
pescador de atunes, el venerado, que subiría a instalarse en el escudo de la ciudad,
para contemplar muchos siglos después, cómo un mezquino ambicioso reyezuelo
moro sumergiría su templo en las bocas del océano. Podría aún oírse entre la sangre
el inmenso mugido de los toros andaluces que robó el héroe caballero del mar, patrón
de la marina, el gigante Geryón, pastor y rey de tres cabezas, después de darle
muerte. Un gran navío de guerra norteamericano corta las enrojecidas espumas hacia
la base militar de Rota. Una media luna mordida, como esas medias tajadas de melón
que alzan hasta su boca los niños pordioseros de Murillo, cuelga aparentemente
inmóvil sobre las estáticas palmeras y la araucaria rígida, vigía siempre del faro,
negra ya a contraluz del atardecer.
Aquí, no muy lejos del hotel Atlántico, se yergue, inclinado gigante indiferente, el
drago, un fiero hijo de aquel nervudo asombro de las islas Canarias, con su enorme
cabeza hincada de cuchillas de bronce entre oscuras corolas anaranjadas. Tras de él se
empieza a dominar el arco abierto de la bahía. Cielo y mar se han ensangrentado
ahora con violencia, como si la terrible cabeza de la Medusa, arrancada de cuajo por
Perseo, en este golfo gaditano, junto a las fuentes inmensas del Tartesos, de raíces de
plata, estuviese lloviendo sobre la corriente oceánica, agitada por el bracear del recién
nacido caballo Pegaso. ¡Oh Gádir, Gades, Cádiz, bahía trimilenaria de los mitos,
bahía del ritmo y de la gracia!

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Ven, Telethusa, romana de Cádiz,
ven a bailar bajo el sol marinero,
ven por la sal y las dunas calientes,
por las bodegas y verdes lagares.
Ven, que te sueñan las gracias remotas.
Las gaditanas sonrisas no han muerto.
Del barandal de los finos balcones,
cantan abiertas sus sales floridas.

De los patios profundos y los tablados gaditanos salen aún para engarzar a
Telethusa, las Alegrías, el Polo, la Caña, el Olé, la Soledad… Hace años, en el Museo
de Nápoles, yo vi alzarse ante mí una mañana a Telethusa, la de las hermosas nalgas,
la de las posturas lascivas, al sonar de las castañuelas andaluzas, capaz de restituir el
vigor a los miembros temblorosos de sus antiguos amantes, según cantó Marcial,
nuestro alegre y mordiente poeta bilbilitano.
Yo, como Juan Ramón Jiménez, Fernando Villalón y Pedro Muñoz Seca, viví
cegado, desde El Puerto, por el destello rutilante de las doradas cúpulas de la catedral
gaditana. Juan Ramón lo registró, más tarde, en sus «Marinas de ensueño»:

Cúpulas amarillas encienden a lo lejos


de la ciudad atlántica veladas fantasías.
Saltan, ríen, titilan, momentáneos reflejos
de azulejos, de bronces y de cristalerías.

Ahora yo voy a visitar la catedral, cerrada por restauración durante más de quince
años. Es la parte de Cádiz frente al mar más mordida y rota en las fachadas de las
casas populares que lo contemplan. Entro, por vez primera, en la catedral, que me
recuerda mucho la iglesia de La Salute en una punta del gran canal de Venecia. Un
intenso y chorreante olor a humedades marinas me recibe. Sorpresa. El que despacha
las entradas es un viejo, buen pianista, que reconozco de tocar por las noches en el
hotel donde resido. Paso, primero, al museo, en el que miro grandes cuadros que no
logro valorizar por la mala iluminación. Desciendo, luego, a la cripta, que se halla
bajo el nivel del mar, donde se encuentra el mausoleo de don Manuel de Falla, otro
gran andaluz universal, que había muerto en Alta Gracia, en la República Argentina.
Él hubiera querido quedarse allí, en aquel lugar de tan bello nombre. Pero entre el
cónsul franquista y la muy beata hermana del compositor, decidieron traerlo a
España. Y ahora se halla aquí, en esta profundidad de Cádiz, rodeado de peces
agitados que le inquietarán el sueño. Cuando estaba más abstraído contemplando la
tumba de don Manuel, tras unas rejas de hierro que la separan del visitante, un viejo
cicerone que acompañaba a unos turistas, se me quedó mirando largamente, y

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alzando, luego, un asombrado brazo, me dice: «¡Pero si es usted Albéniz!».
Maravillado me quedé, y más, comprendiendo en seguida que nada había más natural
y justo que el gran compositor catalán, Isaac Albéniz, visitase aquella tarde la tumba
del gran compositor andaluz Manuel de Falla.
Cuando salí de allí, quise volver a pie, dando un paseo frente al mar. Aunque
llevaba mucha prisa, pues a las doce tenía un acto final en la Diputación, entré en un
modesto bar atabernado para tomar rápidamente un fino.
—¿Con qué lo quiere usted, don Rafael?
—Con nada, pues ando muy apresurado.
—Tómese usted siquiera esta gambita. Y la próxima se la serviré con cremallera y
todo para que no se moleste en pelarla, ya que va usted tan espetaperros.
Amaneció, también sin viento, al día siguiente, como todos los días que, esta vez,
estuve en Cádiz. Desde mi balcón, vi la araucaria que seguía inmóvil, como dibujada,
pareciendo un extraño esqueleto de animal prehistórico contra el azul tirante.
Terminó mi breve discurso de investidura con estas palabras:
—Gracias al excelentísimo señor rector magnífico don Mariano Peñalver y Simó
y a todo el claustro de la universidad de Cádiz, a todas las autoridades aquí presentes,
a mi hermano de investidura, el historiador don Antonio Domínguez Ortiz, a todos
los que me acompañáis dentro de este recinto como a todo lo que reluce y canta
afuera: el mar, los barcos, los pescadores, los aires y poetas gaditanos, las gaviotas,
las palmeras… Gracias a todo lo que existe por la sal y la gracia de esta bahía, ojalá
siempre en paz y maravillosa.
… Pero cuando escribí el año pasado los 6 Sonetos de la Diputación, por encargo
de esta, los cerraba con una especie de interrogante estrambote:

Dijo el poeta. Pero no sabía


si con sus seis sonetos viviría
en su inmortal bahía gaditana.
Nadie lo sabe. Todos preguntamos.
¿Volaremos del mar fiel que cantamos?
Responde tú: la Base Americana.

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VI
La verdad es que aquella hermana, Milagros, la única que hoy me queda, la cito una
sola vez en todo el primer volumen de La arboleda perdida. ¿Por qué? En cambio, a
Pepita —Pipi—, la menor, la nombro muchas veces, y siempre ligada a los años más
señalados de mi adolescencia y primerisima juventud, hasta que se casó y se fue a
vivir a Almería, en donde aún la vi, no volviendo a encontrarla más hasta dos años
antes de su muerte, a mi regreso a España, pasados ya los treinta y nueve de aquellos
desgraciados y terribles años de nuestra guerra civil. Extraño olvido, o quizá oscura
laguna de mi memoria, que intento iluminar ahora, «antes que el tiempo muera en
nuestros brazos».
¿Qué era ella, quién aquella, esta de hoy, Milagros, que vengo a descubrir, tan
tarde ya, como la más lírica, ocurrente, divertida, graciosa, dramática, excepcional,
surgida de toda esta larguísima familia, que de pronto me invade, o se me escapa,
entre las arenas de las playas de El Puerto, cerca de mi presente morada madrileña, en
Sevilla, en Granada, o en la propia Almería, en donde esta hermana mía vive, no
vive, va y viene, me entero, no me entero de su larga existencia, coincidiendo además
con mi apellido Alberti, Milagros Alberti, a quien amo, no porque lleva el mismo
mío, pues hay miles de Albertis en las páginas de la guía italiana de teléfonos, sino
por simpatizar grandemente con ella, resultando además que se apellida Alberti,
como yo…? Si toda esta larguísima, numerosa familia Alberti —y Merello— nos
hubiésemos entendido un poco, unidos a otros muchos de por allí, no se habría
perdido para la República —pienso yo—, al comienzo de nuestra guerra, la provincia
de Cádiz. ¡Qué grande y aguerrido batallón armado, de muchachos, primos, sobrinos
y tíos, segundos y terceros, defendiendo aquellos maravillosos pueblos, terminando al
fin para nosotros por sernos favorable la situación…! Pero… Fantasías tristes…
Cuentas mías con El Puerto, mi ilustre cuna…, que fue la única que me insultó en sus
muros, cuando volví, después de más de siete lustros de forzosa ausencia, pintándolos
de letreros innobles; la única que lleva roto por dos veces mi nombre en la placa
homenaje que me dedicó fervorosamente el ayuntamiento, en la fachada de mi casa,
calle de Santo Domingo, 21, donde pasé los más luminosos años de mi infancia junto
a mis cinco hermanos, entre ellos, Milagros, alumna, como yo, del colegio de las
Hermanas Carmelitas de la Caridad.
Mi hermana —85 años— tiene, ha tenido siempre, su cabeza llena de cuchufletas,
chirigotas, trabalenguas, dicharachos andaluces de todas clases, así como de coplas y
romances mezclados de todas las épocas. Es muy religiosa, pero con alegría, sin el
tenebrismo español, capaz de rezar veinte rosarios para que su querido hermano el
comunista vaya al cielo (aunque si por casualidad fuera al infierno, creo que, de
cuando en cuando, le haría alguna clandestina visita). Es poeta de inspiración mística.
Canta con sencillez a la Virgen del Mar, a la Cruz de Mayo, al Viernes Santo,

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escapándosele estrofas con claras reminiscencias de saetas a los afligidos nazarenos
andaluces que arrastran por esas lívidas madrugadas la cruz de su calvario:

¡Nazareno, Nazareno!
No me contestas, Señor,
tan cansado por las calles,
roto y muerto de dolor.

Pero su velocísima imaginación y memoria la llevan en el acto a cantar


burlonamente alguna de aquellas chirigotas carnavalescas de El Puerto:

Conozco yo una muchacha


que vivía en la calle Urango,
y el otro día el maestro
se la encontró en medio el caño.
Le preguntó qué tenía
y le dijo que se fuera,
y era que su marío
la había tirado por la escalera,
porque le dijo que iba
por una onza de chocolate,
y volvió desgreñada
y con las narices
como un tomate.

—Bien recordarás —me dice— que tú cantabas magníficamente la misa y hacías


también de confesor. ¡Ave María Purísima! ¿Pecados? ¿Cuántos? ¡Cómo! ¡Repite
eso! ¿Que has roto un plato, hija? ¡Pues habrás dejado buena la vajilla! Una oración,
como castigo, mirando al pájaro que hay en el jardín.
A continuación me confiesa que sabe dar el do de pecho más prolongado que
pueda emitir cantante alguna. Y se pone a cantar El relicario, aquel famoso cuplé de
los años veinte. Pero en el momento de llegar al estribillo que dice: Pisa morena,
/pisa con garbo, /que un relicario…, prolonga hasta el infinito el final de esta
palabra, sosteniéndola por un largo rato: que un relicariooooooooooo. Y ese es su
gran do de pecho. Mantiene una gran amistad —pues está casi enamorada— con los
médicos que la examinan y ayudan a que la vida no tenga ese fin de los ríos
manriqueños que van a dar a la mar infinita… Al doctor José Luis Barros le manda
tarjetas de agradecimiento, como esas novias que escriben a sus enamorados cuando
están cumpliendo el servicio militar, pero siempre con aire de copla:

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Hasta el hospital llegué,
tan grave y muy dolorida,
y tus milagrosas manos
me volvieron a la vida.

Y al otro doctor, Jesús Calvo Morales, que la cuida también con desvelo:

Tú viniste hasta mi lecho


solo para consolarme.
De esa amistad tan sincera
ya nunca podré olvidarme.

Me entero, ahora, al cabo de tantísimos años, de que fue espectadora, por orden
mía, de aquella escandalosa conferencia que di en el Lyceum Club de señoras, de
Madrid, que llevaba por título Palomita y galápago, pero prohibiéndole
terminantemente que dijese que era mi hermana. Recuerda que me presenté con una
levita negra, raída, y en la mano —según su versión— una jaula con dos ratas, que
anticipé estaban inoculadas de tétanos. Un caballero espectador le preguntó,
extrañado: «¿Pero ese es Alberti, un famoso poeta?». Ella le confesó que no me había
visto nunca. «¿Será posible que ese joven vaya a soltar esas ratas inmundas?». Pero
ella me fue fiel y no dijo a nadie que yo era su hermanito…
Luego, pasa, de cantarme, más o menos estropeado, el romance de don Bueso,
aquel caballero que por traer esposa, de tierra de moros, trajo a su hermana, a las
coplas más escatológicas, que yo también recordaba haber aprendido entre los
alumnos del colegio de los jesuitas:

Una vieja se cagó


detrás de un confesionario,
y otra vieja lo cogió
creyendo que era un rosario.

Y aquella otra copla, no menos infantil y exagerada:

Quítate de esa ventana,


cara de limón podrido,
que eres igual que mi culo
cuando está descolorido.

Y pasamos después a las oraciones, que sabe también, y recita con sonriente
unción: a santo Tomás de Villanueva, abogado de los pobres; a santa Rita, abogada de

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lo imposible; a san Cayetano, a san Pascual Bailón, a san Vito… ¡Oh juego, oh vuelta
a los primeros días de nuestra infancia coquinera, lejos de aquellos horrores de la
guerra, de los años de hambre, aquellos en que su marido se alejó de ella, llevándola a
la desesperación e incertidumbre, agobiada de sus hijos pequeños!
La verdad es que yo no traté mucho a mis hermanos desde algún tiempo antes de
la guerra. Fueron los años de Maruja Mallo, de la gran amistad con José Herrera
Petere, del descubrimiento de Vallecas con el escultor toledano Alberto Sánchez y los
pintores Benjamín Palencia y Díaz Caneja… Mas yo me alejé, me fui alejando, casi
insensiblemente del ambiente familiar, de la parentela por imposición, del tenerse que
sentir engavillado por solo el apellido. Me separé… Me fui… Hice mi guerra, mi
destierro sin fin, hasta mi regreso, para ser diputado —solo unos meses— por un
partido mucho más que marciano para mi familia.
… Pero una tarde —hará de esto poco más de un año—, mi sobrina Tere, hija de
Milagros, me llamó para pedirme que fuese a su casa, pues acababa de llegar de El
Puerto una bisnieta de Paca Moy, aquella fidelísima vieja que vivía trabajando para
todos en casa de mis padres, y nos acompañaba al colegio, soportando todas nuestras
más temibles diabluras, pesadas bromas, con resignación y cariño. Cuando llegué, mi
hermana Milagros estaba no sé dónde y la anciana bisnieta de Paca Moy era esperada
por mi sobrina con todos sus hijos y otras visitas, entre las que yo, como era natural,
era el más importante. Sonó el timbre de la puerta. Yo estaba inquieto, intrigado ante
una imagen que suponía la resurrección de un pasado verdaderamente remoto.
Dándole el brazo mi sobrina Teresa, apareció una encorvadísima anciana, envuelta la
cabeza y parte del rostro en negras toquillas, y el cuerpo regordete ceñido de peludos
pañolones. Era, naturalmente, la bisnieta de Paca Moy, que preguntaba por mi
hermana y por mí, por su Cuco, su Cuquito, del que había oído hablar y celebrar
durante varias generaciones. Cuando me acerqué a su cara cegata, me abrazó y lloró,
alegrándose de ver a un fufunista tan famoso, o algo así, y que a ella no le asustaba
eso del fufunismo, hablando mal de las monjitas que apenas si se ocupaban de ella en
El Puerto, que eran horribles casi todas, feas y desagradables. Los sobrinillos míos
que presenciaban la visita no podían contener la risa, divertidos por aquel
esperpéntico rebujo de vieja, que pronunciaba palabras incomprensibles. Yo me
enfadé con ellos, pareciéndome irrespetuosos con aquella para mí emocionante
persona, tan llena de atractivo y sorpresa. Luego habló de su bisabuela, que apenas
recordaba, y de su abuela y de su madre, que siempre tenían en la boca a aquel
adorado Cuquito, que era yo, un perfecto diablo molestísimo en aquellos primeros
años. Un momento creí que la bisnieta de Paca Moy iba a enojarse de verdad con
aquellos chicos que sin ningún disimulo se estaban burlando de ella. A mí me
pareció, en cambio, que debía ayudarla. Y cuando me disponía a darle
disimuladamente 5000 pesetas, no tuve tiempo de ponérselas en la mano, pues de
improviso la bisnieta de Paca Moy se arrancó la toquilla y demás trapajos negros que

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la cubrían, apareciendo mi hermana Milagros, divertida y jocunda como en una
escena improvisada de la Comedia del Arte.
Me hallo rememorando ahora todo esto desde un balcón de la bahía de Cádiz.
Rota y El Puerto de Santa María, diluidos en una neblina luminosa, se me abren al
fondo y me veo andando por el mar, con mi hermana Milagros, llevados por la
bisabuela Paca Moy al colegio de las Hermanas Carmelitas, que salen, con sus azules
delantales, a recibirnos, gozosas, a la puerta.

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VII
La cal es la hija del Mediterráneo, aunque atraviese el estrecho de Gibraltar y se
expanda por las riberas atlánticas del norte africano, los pueblos de Cádiz, Huelva y
Portugal. Yo soy un hijo hirviente de la cal, de su cegadora blancura esplendorosa,
tendida, chorreada sobre los muros andaluces.
Yo vi la luz primera entre los blancos populares. Mi infancia fue un dichoso
rectángulo de cal fresca, cal viva, con mi alegre, solitaria sombra proyectándose sobre
él. Más tarde, escribí en un pueblo albo de la Córdoba serrana:

Calera que das la cal,


píntame de blanco ya.
Pintado de blanco, yo
contigo me casaría.
Casado, te besaría
la mano que me encaló.

Blanca tengo la mano para escribir o pintar lo que hago, veo o entreveo. Yo he
perseguido siempre la transparencia en todo, la claridad hasta en la nebulosa,
pensando siempre en lo rotundo de la cal, su misteriosa luz de sombras azuladas.
El blanco es el más albañil de los colores, el hijo de la cal más puro. El mono azul
de un albañil salpicado de cal es el traje más solar y maravilloso que existe. La cal
blanca, grasa, o cal de mortero, es la más estimada, para las construcciones, la que
más se aprecia. La cal, óxido de calcio, era ya conocida y empleada por los antiguos
griegos y egipcios.
Sobre la tersa y fina cal adherida a las paredes de los palacios, iglesias o
conventos, han dejado muchos grandes pintores de antes y durante el Renacimiento
sus murales más sorprendentes: Giotto, Piero della Francesca, Benozzo Gozzoli,
Rafael, Miguel Ángel… También, ¡qué sencilla y lujosa pizarra blanca la de la cal
para dibujar o escribir letreros, gritando todo aquello que con la garganta no se
puede! Yo he leído los mejores elogios o insultos a mi persona teniendo como fondo
el blanco exaltado de la cal en algunas calles o plazas de El Puerto de Santa María.
Podía leer cualquier transeúnte que pasara: «Alberti, perro moscovita». O «Alberti,
poeta rojo», corregido luego por otra mano que añadió: «Y verde andaluz». También
evidencia y exalta el grito o el alivio amoroso la alba pureza de la cal: «Te amo y te
comería toda. Marcos». Pero quizá se recuerden con más precisión los insultos que
los elogios pintados sobre la cal. En Granada, sobre la tersa albura de una tapia se leía
en letras gigantescas: «Ni OTAN ni pollas». Y poco más allá, en un largo callejón del
Albaicín: «Queremos tanques, pero de cerveza». ¡Qué buena y sorprendente
antología de letreros podría recogerse de todos los muros encalados!, limitándose

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solo a los de los pueblos andaluces, los más vistos por mí, aunque la civilización de la
cal abarca en España todo el Mediterráneo, y gran parte del interior, acentuándose
más aún a partir de los pueblos y ciudades alicantinos, como Calpe y Altea, siguiendo
luego por las costas murcianas hasta llegar a los litorales almerienses, granadinos,
malagueños, para seguir, siempre entre araucarias, olivos, chumberas y limoneros,
por las costas y serranías de Cádiz, exaltándose con los maravillosos monumentos a
la cal que se derraman por Casares, Ronda, Olvera, Zahara de la Sierra, Arcos,
Vejer… Nada más exaltador que la cal abrazando los árboles, soportando las
buganvillas, rosales y enredaderas, cercando los huertos hasta llegar a la imagen
orante del ciprés tras las tapias del cementerio.
Nunca el impresionismo hubiera sido hijo de la cal, que tanto recorta las aristas y
contrasta con sus sombras azules, que van desde los más pálidos a los más violentos.
Los balcones y las ventanas, los altos barandales pintados de verde y aun de negro,
ponen a la cal como un fondo de pentagramas musicales, páginas de partituras para
ser cantadas por el viento.
Cuando la cal aparece chorreada por los pueblos de las serranías, toma formas
verdaderamente fantásticas y sorprendentes. Nada como la aparición de un pueblo
blanco entre los olivos de Jaén o por las altas Alpujarras granadinas. La cal con luna
en plenilunio no se sabe si está dentro del sueño o si el sueño ha sido su inventor.
Luego hay la cal en los patios y en las alcobas, la cal callada de la siesta, en los fijos
jardines de las tres de la tarde. «Silencio de cal y mirto», registra García Lorca en un
verso de su Romancero gitano. Y Antonio Machado, evocando la soledad de la
muerte de su joven esposa, recuerda tristemente: ¡El muro blanco y el ciprés erguido!
El amor a la cal, a que continúe siempre siendo blanca y su blancor no cese jamás
de serlo, hace que casi todas las semanas hombres o mujeres encalen de nuevo lo ya
encalado desde el comienzo, desde el nacimiento del muro. Bellas y tiernas imágenes
de gente subida a veces en escaleras para igualar la cal en las partes más altas. Amada
y rejuvenecida cal sobre la cal.
Un libro mío juvenil se llama Cal y canto, obra que juega con la luz y el canto de
la cal unido también al de su fortaleza arquitectónica. Divinos albañiles populares y
maestros de obras andaluces, mediterráneos, que construisteis pueblos inmortales, no
solo para el recreo de los ojos sino para la vida sencilla de la gente. También los
primeros pueblos de la América hispana fueron de cal, cuyo mayor y bello acierto es
La Habana, llena de ecos gaditanos. El arquitecto más audaz de nuestro tiempo, Le
Corbusier, amaba la arquitectura blanca de los pueblos españoles, considerándola un
ejemplo para las nuevas tendencias de vanguardia.
¡Qué gracia, qué esplendorosa maravilla el tajante cielo azul sobre los tejados y
las azoteas de los pueblos blancos! ¡Cales de Ibiza, Mallorca, Canarias! ¡Calles y
rincones sevillanos, onubenses, extremeños y allá, por Campo de Criptana, la cal de
los molinos castellanos! Solo comparable al blanco de la cal es el de la nieve, el de la
sal y el blanco blanco de las palomas. Las pirámides de sal de las salinas de mi

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infancia coquinera fueron mis más blancos palacios bajo el azul del cielo y sobre el
mar. Yo defiendo la cal —¿y dónde se hallan los que se niegan a hacerlo?— de la
invasión terrible del cemento que avanza hasta en los poblados más chicos, de las
colmenas habitadas por el tumulto de las ciudades, de los ensordecedores ruidos que
nos vuelven ciegos y preocupados para mirar complacientemente las bellas cosas.
¡Sol, sol, sol, luz infinita azul, desparramada, exaltada sobre los pueblos del mar y,
tierra adentro, sobre la cal que cae desde las montañas hasta los valles y los ríos!
De niño, arrancándola con las uñas, me comía la cal de las paredes, alimento que
aún perdura en la corriente de mi sangre, que ilumina, oculto, mis médulas. Dos
maneras había de adherirse a la cal: esta que acabo de decir, comiéndosela, o
dejándosela estampada en la espalda o las mangas de la chaqueta, como sucedía a mi
gran tío Ignacio cuando, algo mareado por los efluvios del coñac que bebía, dirigía el
santo rosario familiar trompicándose, a tumbos, contra las paredes enjalbegadas de la
alcoba.
Yo mismo me digo cantando algunos breves poemas, en los que me confundo con
la cal, fresca y ardorosa fuente de mi niñez encalada por patios y bodegas de toneles
alzados en las umbrías naves de arcos y techos sonoros.

Me caerán encima alguna vez


tantos cubos de cal,
que me quedaré dentro
helado, rígido,
esperando que alguien me abra y con el molde
que dejará mi cuerpo
reproduzca mi imagen,
bien de hojas, de aire,
de mar, de fuego, humo…

Allá por Grazalema, por Alcalá de los Gazules, Setenil o Benamahoma, hay que
subir las empinadas cuestas de la cal, remontar hasta el fin, en donde está la plaza,
con la fuente, que es un chorro que canta y endulza más las sombras transparentes
que proyecta la cal sobre el suelo empedrado.
Desde abajo, desde el camino que va al mar, se queda la alta cal de los pueblos
derramándose entre los olivos, aislándose en la blancura de los cortijos, fulgurando
aquí y allá por las dehesas donde el negro del toro se estampa vivamente sobre el
recorte de alguna tapia blanqueada del triste encierro de los corrales. Al final, mi
pensamiento fijo, permanente es este:

Ir allí, solo allí,


allí donde la cal se ha convertido en casas,

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en aéreas perspectivas traslúcidas,
en sueño.

Y solamente pido esto:

Si me vuelvo loco,
restregadme un puño
de cal en los ojos.
Si me quedo ciego,
la cal, aun a oscuras,
arderá en mi sueño.

La cal, la cal, la cal. ¡Oh, sí, la cal siempre!

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VIII
Conozco casi nada la niebla de Londres, algo más la de París, mucho más la de
Milán y la muy peligrosa del aeropuerto de Praga. Ahora me encuentro sumergido en
ella, pero en la niebla de Madrid. No veo nada desde mi torre. Estoy como si hubiese
perdido los ojos. Es ya casi de noche. No se distinguen las luces de las calles, las de
las ventanas y balcones. No existe el parpadeo de los semáforos. No se donde me
encuentro. Los sonidos se han amortiguado. Tal vez me halle hundido en los
horizontes verticales, o abisales, en donde habitan, inmóviles, los grandes peces
ciegos, la flora misteriosa de las hondas profundidades marinas. Hacia lo alto, han
desaparecido las estrellas de los más bellos nombres: Altair, Aldebarán, Antares,
Sirio, Arturo… En verdad que no sé dónde me hallo. Podría tal vez nadar, lanzarme a
los espacios, pero no escucharía ni vería el rumor de mis brazos abriéndose camino.
Me siento, soy, huésped de las nieblas. Como cuando Sobre los ángeles, como
cuando en la santandenna Casona de Tudanca escuchaba el combate, lo sentía
chocar contra los muros, de aquellos dos enfurecidos vientos enemigos, el ábrego y
el gallego, caídos desde las cumbres de las montañas. Huésped de las nieblas. Allí
estuve con Bécquer, con aquel Gustavo Adolfo, sevillano, que soñaba envuelto,
diluido en las brumas escandinavas. Porque Gustavo Adolfo Bécquer no podía
dormir. Se había abierto en la piel, barrenándoselas, esas hondas heridas, como
cinco largos corredores oscuros, donde los pasos y ruidos más leves despiertan en
sus bóvedas los ecos más tristes y recónditos. Y era en ese estado de duermevela
cuando las almohadas de su lecho se le llenaban de rumores desconocidos, oyendo
voces lejanas y delgadas que le llamaban por su nombre, como desde el otro lado del
mundo. Entonces tiene miedo. No sabe lo que sucede. Cierra por unos instantes los
ojos pero para llorar desesperado y a ciegas abrirlos. Acaba de saber que ha muerto
alguno que él quería. ¿Cómo? ¿Por dónde? ¿Qué huésped de las nieblas le ha
visitado durante ese corto olvido de su sueño para traerle la noticia? No lo sé con
certeza. Y él, menos que nadie lo sabía, huésped profundo de las brumas, como yo
entonces, también andaluz, algo cansado de lo andalusí, dije que era noruego por
simpatía personal hacia la musa neblinosa de aquel tan afligido poeta sevillano. Y
bajo su sola gran influencia me sumergí en las nieblas de Tudanca, dividiendo mi
naciente libro Sobre los ángeles en tres partes tituladas «Huésped de las nieblas», un
verso escalofriado de sus Rimas cuando habla del sueño. Y escribí entonces, en su
honor, «Tres recuerdos del cielo», el primer y espontáneo homenaje de mi generación
al poeta sevillano. Mucho más tarde llegarían los otros. Y sobre todo Luis Cernuda,
extraordinario poeta universal —y sevillanísimo, aunque él no lo quiera—, entrando,
por la fina grieta abierta de su calle del Aire, al corazón del sueño, delgado y
melancólico, de Gustavo Adolfo, instalándose un tiempo, desvelado habitante del
olvido, en su morada. «Donde habite el olvido» camina dando pasos como perdido
huésped de las nieblas. Mucho antes que en mí, aunque con otra definida cadencia,

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entrarían sus ecos en la reposada poesía de Antonio Machado, y Juan Ramón
Jiménez pondría como lema de alguna de sus elegías aquel impresionante: «Porque
el muerto está en pie». Desde comienzos de siglo había existido un Bécquer
quinteriano, bien amado por varias generaciones de señoritas cursis que recitaban
con los ojos en blanco «Volverán las oscuras golondrinas», ignorantes del temblor y
levedad de este maravilloso poema.

Dos días con sus noches continuados he sido huésped de las nieblas. Pero ahora,
de pronto, esta mañana ha salido un sol blanco, contra un gélido azul indefinido.
Mirando hacia abajo desde mi torre madrileña, descubro, marmórea y saludable, a la
condesa de Pardo Bazán entre los despoblados árboles invernales. Comiéndose para
la vista media sierra del Guadarrama, se alza, hórrido y repetido, el hotel Meliá, y
más a un lado, el recién restaurado y bello cuartel del Conde Duque, descubriendo, si
miro desde el otro ventanal de mi torre, cómo toma la temperatura al firmamento el
monstruoso termómetro de la televisión. Pero yo vuelvo siempre mis ojos hacia la
sierra guadarrameña, ceñida de un nevado turbante transparente todas sus cumbres.
Mas para mí es hoy allí al verla, el final de un verano dichoso y sin olvido en el
declive de mi adolescencia.
Durante la primavera del año último caí una tarde por San Rafael, en donde,
como ya dije, pasaba tantos veranos hasta bien entrado el otoño. Quise ver esa tarde
si aún existía el Gran Hotel en donde yo me hospedé siempre. Lo descubrí en
seguida, todavía con el viejo nombre pintado en la fachada. Ante ella, una señora
anciana paseaba sostenida del brazo por una joven. Me acerqué, no sin cierta
cortedad.
—Sí, señor —respondió a mi pregunta—. Ya sé quién es usted. Y yo soy la
esposa, ahora viuda, del dueño de este hotel al que usted vino tantos años.
—Y dígame, señora, ¿usted recuerda a una joven actriz que se hospedó aquí
algunos veranos?
Noté que la pregunta no le había complacido. Me pareció, al principio, que no me
iba a contestar. Pero después de una breve pausa me respondió que sí, con un gesto
malhumorado y seco. Yo no le quise indagar más. Comprendí que conocía algo de la
historia que había allí sucedido durante algunas noches. Aquella joven actriz era aún
poco conocida. No muy bella, pero sí con un hermoso cuerpo y una rizada cabellera
negra. No creo que frecuentaba San Rafael para cuidar su salud, sino únicamente por
pasar su vacación veraniega a la sombra fresca de los pinares. Solía reposar sobre una
larga butaca a mi lado. Yo era algo menor que ella. Todavía bastante tímido e
inocente, pero poseído de un ardor inquietante que apenas si me dejaba dormir.
—Tú piensas —le dije— que yo soy un colegial al que le falta aprobar esta
asignatura.
Ella se sonreía, maliciosa, apretándome, a veces, una mano llena de confianza.
—Vámonos ahora a dar un paseo.

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Íbamos hasta un arroyo cercano, entre la umbría de los pinos. Allí nos besábamos
silenciosos. Al volver al hotel, después de un breve rato en la terraza, acabábamos
cada uno comiendo solo en su mesa. Charlábamos luego fuera hasta entrada la noche,
y subíamos cada cual a su alcoba, para encontrarnos otra vez en la mañana tumbados
en la butaca bajo los pinos. Yo le tenía cierto miedo que a ella la complacía. Después
de varias noches sin atreverme a entrar en su cuarto, pasé al fin fácilmente, ya que
ella siempre dejaba la puerta sin echarle la llave. La habitación estaba a oscuras. Me
di cuenta de que me esperaba tendida sobre el colchón que había colocado en el
suelo. No la veía. Pero sentí que estaba desnuda. Yo no sabía bien qué hacer. No
musitó ni una sola palabra. Todo era silencio. Me quité la chaqueta, el pantalón y lo
demás, menos la camisa. Luego me arrodillé a sus plantas. En seguida sus brazos me
doblaron hacia ella. Y mi camisa desapareció, sintiendo por primera vez en mi vida
los pechos de una mujer desnuda contra mí. Nada podía saber yo del prodigio de
entrar en la corola abierta de una flor invisible. Pero de pronto sentí un dolor agudo,
el mínimo tirón como de un desgarre, mitigado al momento por una aliviadora
sensación de placer y desmayo a un mismo tiempo. Ella, al instante sobresaltada,
encendió la luz y se aterró de verse los muslos bañados en sangre. Pero de pronto
comprendió y pudo comprobarlo en mí. Me había circuncidado yo mismo, sin pasar
por el templo, como lo hizo el niño Jesús para esa hebraica ceremonia.
Al día siguiente era sábado y vino a verla su marido. Almorzamos juntos,
comenzando a sentir una vaga y extraña pena parecida a los celos cuando vi que él se
quedó con ella hasta la mañana del lunes.
… Pero hoy —¡ah!— ha llegado nuevamente la niebla, aún más borradora que la
de hace dos días. No veo nada desde mi torre. Tal vez me encuentre, y ahora de
verdad, hundido en lo más hondo de los abismos oceánicos, o en las alturas infinitas,
difuminada toda la astronomía. Hoy sí que me siento el más becqueriano huésped de
las nieblas, habitante de ese universo, del que Gustavo Adolfo no sabía si iba dentro o
fuera de él, entre gentes que conocía y que nunca había visto.

Yo no sé si ese mundo de visiones


vive fuera o va dentro de nosotros.
Pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco.

¿Te reconocería hoy a ti, lejanísimo amor entre los pinos en medio de esta niebla?
Si existieses aún, ¿podrías tú contestarme?

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IX
Segovia para mí será siempre, primero, en la visión de mi recuerdo más distante, ese
gran diplodocus de piedra que es el acueducto romano, cuyo espinazo pasa sobre la
ciudad, descendiendo su poderosa cola hasta posarse sobre el campo. Hacia los años
30 o 31 se permitía subir y andar por su alto cauce, sintiéndose allí la vibración de
todo aquel esqueleto de piedras superpuestas, una de las maravillas —aún intactas—
en medio de nuestro desalmado iberismo. Sonaba en aquella rectilínea cumbre el
viento, y nuestros ojos —los de María Teresa y los míos— bajaban vertiginosos hacia
las casas de la ciudad, subiéndose al instante hacia los montes de la sierra,
aferrándose a ellos para no precipitarse en el vacío. Después, pasado mucho tiempo,
recordé nuevamente la Segovia de aquella noche en que Nuria Espert y yo, casi
encerrados en una íntima plaza románica, creo que compuesta solo de la confluencia
de dos iglesias, dimos nuestro recital ante un ejemplar y silencioso público
segoviano. Aquel mismo día nos dijeron, asomados a una terraza del hotel donde nos
hospedábamos, «que aquellos que teníamos enfrente, aquel monasterio que veíamos,
era donde se hallaba sepultado san Juan de la Cruz», dato que tantísimos poetas —yo
entre ellos— ignorábamos.
Pero esta vez, pasados ya tan solo unos tres años, en una nueva excursión a
Segovia, deliberadamente volvía yo para ver a san Juan en su mausoleo del convento
carmelita, fundado y habitado por él hasta que marchó a Úbeda, en donde murió a los
49 años, rodeado de ángeles y olivos andaluces.
Yo iba acompañado de unos jovencísimos poetas, Luis García Montero, Benjamín
Prado y Teresa Rosenvinge. Después de ver el cielo dividido a través de los
centenares de ojos del acueducto, y allá, escalando aún lo más alto, las torres del
Alcázar, penetramos en la ciudad, donde el Eresma, río que espejea escondido en
algún verso de Machado, entre aquellas y tantas intrincadas arboledas más se le oye
nombrar que se le ve.
Pero san Juan de la Cruz se hallaba allí, pasando el río, de nuevo, en aquel
convento carmelitano, fundado y dirigido por él durante años. Y por fin yo llegaba,
ansioso, a aquel lugar, con aquellos poetas, llenos de apasionados versos, que
repetíamos allí mismo, en donde el maravilloso frailecico descansaba:

El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

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Una monja anciana, junto a otra señora, nos recibió amablemente, sentada ante
una mesa en la que había expuestas ediciones de san Juan y de santa Teresa, rosarios,
estampas, velas y otros objetos piadosos para la venta. La monja, que me reconoció
con cierta alegría, aún hizo más amable su trato, dándonos miles de detalles del
convento, del precio de su permanencia en él para hacer ejercicios espirituales. Todo
era pulcro, cuidado, como un hotel moderno, confortable, para una estancia fervorosa
por unos días, en el mismo lugar que fuera vivido por el santo.
—Ahora queremos ver el templo, el mausoleo, el sepulcro de nuestro más grande
poeta…
—Pues van a tener ustedes que esperar… Está abarrotado de gente. Se celebra
una boda, con misa cantada…
—Esperaremos en el atrio de la iglesia.
Y nos sentamos en un poyo, desde el que se veía un huerto, y más allá, por todas
partes, una multitud de gente y automóviles, entre árboles inmensos, todo con un aire
de fiesta o romería. No conocía yo ese sitio de Segovia, hermoso y tan vecino a san
Juan.
Otra pareja de novios descendía de un auto, dirigiéndose hacia la iglesia. Se
pudiera pensar que los deliquios amorosos del santo carmelita, los dulcísimos
arrebatos entre el esposo y la esposa de su Cántico encendían a los enamorados,
induciéndolos a desposarse en el convento del espíritu más apasionado entre todos los
del cielo y de la tierra. Yo me recité entonces en voz baja:

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte o al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.

Aquella nueva pareja tenía que esperar a que se acabase la ceremonia de la que
estaba dentro. Comenzábamos a impacientarnos algo. Se hacía tarde. Y queríamos
ver con toda tranquilidad el templo y el mausoleo del santo. Le dijimos a Maricarmen
Chacón, que también nos acompañaba:
—Entra tú sola y mira cómo va la boda…
Volvió asombrada. El sacerdote estaba pronunciando aún su epitalámico sermón a
los novios. Las naves del templo estaban llenas de guardias civiles con toda la
familia. Era una boda militar, en la que el novio lucía su uniforme, el pecho lleno de

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medallas. Había que esperar se desalojase la iglesia, en la que reinaba un devoto
orden perfecto.
Tuvimos que quedarnos afuera todavía un gran rato. Queríamos ver solos y en
silencio el mausoleo de san Juan de la Cruz, el santo que añadió a la lira de Garcilaso
los sones más suaves y apasionados de nuestra lengua. (Moviola el sitio umbroso, el
manso viento… El poeta de Toledo. Y el ventalle de cedros aire daba. El poeta de
Ávila). Pero de pronto comenzaron a salir niños, quienes, con aire de liberación, se
expandían, alegres, por el atrio; después, gentes muy bien ataviadas, señoras y
muchachas con largos velos y mantillas y aires de felicidad, compartida con la de la
novia que acababa de contraer matrimonio en un convento como aquel, lleno de tanta
santidad y prestigio; y después, al final, apareció una multitud de guardias civiles,
impecablemente uniformados, cubierto el pecho de condecoraciones. Parecía que iba
a producirse una gran confusión. Pero no. Los guardias civiles, perfectamente
disciplinados, se dividieron en dos filas y, desenvainando los sables, en un unísono
musical, los alzaron bien altos, uniendo las puntas y formando un agudo arco
rutilante, mientras el sol fulguraba en el charol de los tricornios, y los nuevos
esposos, emocionados, pasaban del brazo bajo los sables, camino del auto que los
esperaba entre los árboles para llevarlos hacia la eterna e indisoluble felicidad…
Y nosotros, entonces, aprovechando el momento del vacío en la iglesia, nos
presentamos antes de que la otra boda la ocupara.
Tengo que confesar ahora que desde que entramos, aunque no lo creáis, nos
hicimos invisibles para los demás, aunque nuestra imagen la siguiésemos viendo.
Prescindimos de la iglesia, completamente retocada y fría, pasando a comprobar, el
respiro cortado, que el santo y poeta más divino y humano de toda la poesía
universal, que el lírico más bañado de rocíos aurorales, más movido de arias y de
silbos amorosos del viento, estaba levantado en una triste y fea urna sobre un horrible
y moderno —1926— mausoleo.
Entretanto, dos poetas que reconocimos al momento habían surgido, graves y
silenciosos, a nuestro lado: Garcilaso de la Vega y fray Luis de León, dispuestos a
acompañarnos en lo que nosotros cuatro habíamos decidido: trasladar el cuerpo de
san Juan al aire libre de la tierra. Y así lo hicimos. Envuelto en su albo sudario
todavía, lo transportamos, en solemne silencio, al huerto cercano del convento que el
mismo poeta había creado. Y allí le dimos blanda y suave tierra, mientras nuevos
jardines y vergeles surgieron, plenos de árboles, de pájaros y flores, cantando:

El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

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Cuando, a 200 por hora, nos alejábamos de Segovia, antes de salir atravesando los
ojos del acueducto, vimos cómo la sombra de Antonio Machado izaba la bandera
republicana en el balcón del ayuntamiento.

Página 190
X
Antonio Machado, al que entreví izando la bandera republicana en el balcón del
ayuntamiento de Segovia, que pasó toda la vida malcomiendo, ahora tiene en Soria
un parador que lleva su nombre, al que podría ir a yantar gratis, cuando quisiera,
platos que para él serían astronómicos, vistos tan solo en su imaginación. La placa
que indica ese puesto turístico dedicado al poeta la descubrí cuando iba preguntando
por el cementerio.
—Lo tiene usted muy cerca. Al lado. Mire. Y ella, esa persona que usted anda
buscando, está enterrada allí —me respondió alguien que me reconoció en la calle.
Efectivamente, esa ella no podía ser otra que Leonor, la esposa del poeta, cuya
tumba encontré, a poco de entrado en el camposanto, en una callecita, casi lindando
con una tapia (¡El muro blanco y el ciprés erguido!). La estela, en la que se halla
inscrita casi toda la breve vida de Leonor, es modesta y anónima, como muchas otras.
Se lee, debajo de una cruz grabada en piedra: «D. E. P. Doña Leonor Izquierdo de
Machado, 1 de agosto 1912». Y luego en mayúsculas de mayor tamaño y en dos
líneas: «A Leonor, Antonio». Y muy abajo de la estela, en pequeñas letras
minúsculas, las señas del marmolista que la realizó. «Madrid. Corredera Baja». Una
solitaria ofrenda floral —una rosa, de largo tallo deshojado— yacía, abandonada y ya
casi marchita, en medio de la lápida. Se veía que el pobre don Antonio tuvo que
costear con sus escasos medios, trayéndola de Madrid, la losa que habría de cubrir la
tierra sobre la caja donde dormía aquella muchacha de apenas 19 años, que tan hondo
desgarrón dejó en su alma para toda la vida.

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.


Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Y todavía pude entrever a don Antonio cuando ya iba saliendo de la ciudad


soriana, siempre tan mal vestido y triste, caminando por la vieja calle donde ella
habitó con el poeta los cortísimos años de su matrimonio (Desde el umbral de un
sueño me llamaron…).
Olvidaba decir que al abandonar el cementerio contemplé el tronco, aún
empenachado de ramas secas con alguna verde, del viejísimo olmo, hendido por el
rayo, que el poeta cantó en aquellos melancólicos años antes de partir para Baeza.
El mal tiempo había entrado ya en los cielos de otoño, y nubes rampantes,
gigantescas, atravesadas por velados rayos solares, nos acompañaron por todos los
caminos.

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Y apareció, de pronto, Medinaceli, con el ojo abierto de su arco romano en la
altura. Allí, entre sus escuetas casas y mansiones de piedra, murió Almanzor, el
vencedor de innúmeras batallas, el derrotado, al fin, en Calatañazor, después de haber
vejado a los cristianos robándoles las campanas de Compostela, cuyos repiques
presenciaron su caída y la del califato cordobés.
Pero yo iba abstraído, enlazando en las ramas de los árboles, ya en el inicio de su
amarillo otoñal, retazos de poemas, versos caídos, desprendidos de mi viejísima
memoria:

Porque no brota sangre de la herida,


porque el muerto está en pie…
No dormía, vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos…
Pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco…

El nublado cielo se me iba metiendo dentro, enneblinándome todo el camino de


versos de Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Hacia dónde iba yo, después de la angustiada
pena de Machado, hacia qué paisajes de aquel otro poeta sevillano, retirado entre las
brumas de su tristeza en el monasterio de Veruela, aquella inmensa y maravillosa
mole del siglo XII, frente a las nieves del Moncayo, abandonado de los frailes
expulsados de España, vacío cuando Bécquer llegó —1864— para escribir su
estremecido y melancólico epistolario Desde mi celda? Siempre pensé que aquel
lugar sería sombrío y triste, un poco del color de los cuadros tenebristas de la pintura
española.
La torre del homenaje, por cuya puerta se penetra al patio o jardín del monasterio,
lleno de castaños de Indias, se halla en un estado lamentable, más que nada a causa
de los horribles soportes de ladrillos que, para sostener su mal estado, han levantado
un arquitecto y dos aparejadores, cuyos ostentosos nombres figuran en una lápida
colocada, no sé cuándo, por la excelentísima Diputación Provincial de Zaragoza. Otra
lápida, de redacción pedante, relata que el poeta Gustavo Adolfo Bécquer habitó por
un tiempo en aquel monasterio.
Pero lo insólito y divertido fue cuando, a las dos de la tarde, llegamos a la puerta
de la abadía para sacar nuestras entradas —cincuenta pesetas por persona— y poder
visitarla. El hombre puesto allí para venderlas nos respondió así a nuestra pregunta:
—¿Y Gustavo Adolfo Bécquer?
—Bueno, Bécquer, ya usted sabe… Muchos preguntan por él… Pero, bueno…
Aquí no se sabe nada… o poco… Un poeta de esos… que nadie le hace caso…
Luego, cuando se muere… los amigos empiezan a hablar de él. Aquí no se sabe en
qué celda estuvo… O parece que vivió en casa de una mujer que aquí cuidaba de

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algo… Vaya usted a saber… Alguno quiso una vez poner una silla, una mesa, una
cama… un fogón y decir que esa era la celda que ocupó en el monasterio… Pero no
se llegó a hacer… Lo que ahora se enseña como celda es una habitación que da al
claustro y a la que se sube por una escalera de metal…
Por fin entramos en el monasterio, sin ningún guía. Lo primero que encontramos
en unas inmensas naves, tenuemente iluminadas, fue una gran exposición de pintura
informal, no figurativa, que para mí, poeta y pintor de la vanguardia de mi tiempo,
fue, vista en aquel lugar, peor que una bomba de plástico en los ojos… Las salas
estaban vacías, sin huellas de visitantes. La sorpresa no había podido ser más
horrible… Corrimos hacia los inmensos y casi bélicos ámbitos de la iglesia. ¿Qué
haría Bécquer perdido y solo por las noches en medio de aquella inmensidad? Luego,
por una escalerilla moderna y terrible de metal, subimos a la que se suponía la celda
donde habitó Bécquer, blanqueada con una pintura helada y espantosa. Se destruyó
mi imaginada imagen de Gustavo Adolfo, aquel que el genio de Rubén Darío creía
ver flotar bajo un celeste palio de luz escandinava. Verdaderamente entristecido,
abandoné con mis amigos aquel monasterio de Veruela, más soñado por mí que por el
mismo poeta de Sevilla, ansioso de soledad y el pecho delicado, buscando el aire
puro entre aquellos murallones románticos, fuertes como el Moncayo que desde hace
tantos siglos los vigila.
Casi 700 kilómetros, contando con los de regreso, haríamos para entrañarnos más
con los dos grandes poetas andaluces, Bécquer y Machado. Comentábamos entre
divertidos e indignados, nuestra visita al monasterio. Pasamos nuevamente por
Medinaceli, ante su arco romano allá en la cumbre. Pensábamos en tantas maravillas
como esconde España para verlas llorando, pasando a la vez entre cauces sedientos y
bosques achicharrados. Para consolarnos, pusimos música, interrumpida de cuando
en cuando por los servicios informativos. Una noticia nos cortó el aliento. Jacqueline
Roque, la última mujer de Picasso, se había suicidado aquella madrugada, pegándose
un tiro en la cabeza. ¡Dios mío! Y luego el comunicado hablaba fríamente de los
millones que tocaban en herencia a cada uno de la familia. ¿Qué hacer allí, en medio
de aquellas montañas y sordos caminos que nos conducían a Madrid? Yo había
conocido a Jacqueline el mismo año en que se casó con Picasso —1961—, después
de la muerte de Olga Koklova, la bailarina del ballet ruso y primera mujer del pintor.
No podría contar cuántas veces la vi en Notre-Dame de Vie, allá en la cumbre de
Mougins, donde vivían. Ella fue la que me encargó escribir la introducción de
aquellos dos libros que registraban las obras que Pablo expuso al final de su vida en
el Castillo de los Papas de Aviñón. Fue la mejor cuidadora de Pablo, su más
entregada vigía. Pocas veces la vi después de su muerte. Amigos míos, cercanos a
ella, ya desaparecido Pablo, me contaron que comenzó a trastornarse de soledad en
aquella casa donde había vivido parte de sus años más gloriosos. Cuando iba a
visitarlo al castillo de Vauvenargues, en donde está enterrado, me cuentan que entraba
de rodillas, con los brazos abiertos, musitando palabras de amor y desesperación. Se

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pensaría en aquella reina Juana, delirante por su marido. Parece ser que el editor
Gustavo Gili, gran amigo de los Picasso, había visto una vez que Jacqueline escondía
una pistola. Trató de quitársela, de hacerse con ella. No lo consintió Jacqueline. Se ve
que la guardaba para algún día quitarse la vida. Y ese día llegó, esa noche. Y
Jacqueline se pegó un tiro en la sien, mientras yo, con mis amigos Benjamín Prado y
Teresa Rosenvinge, recorría los campos y los montes de España para recordar a dos
poetas andaluces: Antonio Machado y Gustavo Adolfo Bécquer. Y a ellos tuve que
añadir, de improviso, a Jacqueline Roque, la última mujer del pintor andaluz Pablo
Picasso.

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XI
Volver a Silos, después de sesenta y un años, incorporándome al viaje que hacían
Luisa y Jaime, unos buenos amigos, para ver a su hijo, acampado con otros colegiales
en los alrededores del milenario monasterio de Santo Domingo, era algo que me
atraía, viéndome ya recorriendo de nuevo aquella parte del itinerario de La amante,
mi segundo libro de canciones, después de Marinero en tierra, escrito por pueblos de
Castilla la Vieja hasta asomarse al mar Cantábrico, que yo, poeta de una bahía del
Sur, iba a contemplar por primera vez, llevándole mi coquinero saludo.
La mañana era hermosa y algo fresca por los alrededores de Madrid hasta
alcanzar la carretera de Burgos, la misma que cuando yo tenía poco más de 22 años
tomé, en un heroico automovilillo bien dispuesto, con mi hermano Agustín, él como
representante de vinos de una casa de El Puerto y yo como poeta viajero, portador en
mi imaginación de una amante ideal que dejaba entre los pinos guadarrameños de San
Rafael.
Yo no hacía este viaje con el propósito —o el ánimo— de confrontarlo con aquel
otro de La amante de 1925. Y sin embargo, me era difícil no superponer a mi
itinerario de ahora aquel otro que más de medio siglo atrás había hecho casi por los
mismos lugares.
Volvería a ver los montes crestados de Somosierra, pasando ahora ante Buitrago,
con la sorpresa de leer hoy, anunciado en la carretera, «Museo Picasso», el creado y
cedido a su pueblo por Arias, el famoso peluquero del pintor malagueño, que lo fue
desde acabada nuestra guerra civil hasta el mismo día de la muerte de Pablo,
exhibiendo en él todos los regalos, dibujos, pinturas, esculturillas y objetos diversos
que aquel le fue regalando como pago amistoso por cortarle el poquísimo pelo que
aún le quedaba.
Pronto se avecinó la frontera de Burgos con Aranda de Duero, un pueblo entonces
para mí pequeño, que apenas tuve tiempo de conocer, durando mi visita solo el
tiempo de dedicarle una canción de madrugada sobre el río antes de la partida; pueblo
que ahora encontré convertido en una enorme ciudad, llena de industrias, de grandes
casas arrascacieladas casi iguales a todas esas repetidas colmenas de los tremendos
barrios dormitorios que hoy asedian Madrid, París, Roma o Buenos Aires.
A ambos lados de la carretera general iban apareciendo nombres que recordaba,
bellísimos nombres, a veces más que los pueblos, como Gumiel del Mercado, Gumiel
de Izán, Peñaranda de Duero… Ya no encontraba ahora, como entonces, los carros
tirados por mulas y las lentas carretas de bueyes, cargadas de yerba, tras el soñoliento
carretero, la aijada sobre el hombro.
A medida que íbamos metiéndonos por Castilla la Vieja, los cielos se iban
agrandando, viajados por inmensas nubes que se pensaba caerían desgarradas sobre
los paisajes de tierras amarillas, carminosas o pardas que nos fueron subiendo hasta
llegar a una ciudad, señorial y severa, de las que más recordaba del otro viaje. De

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pronto desembocamos en una inmensa plaza, perfecta de balcones y simétricos
soportales, con una abierta fachada palacial al fondo, palacio levantado por él duque
de Lerma, el mismo del Panegírico de don Luis de Góngora y del retrato ecuestre,
locura de encabritado, encandilado y plúmbeo barroquismo, pintado por Pedro Pablo
Rubens, colgado ahora en una de las salas del Museo del Prado. El frío de la plaza se
paseaba helando el sol de julio que buscábamos atrapar entre la sombra. La plaza era
toda cerrada. Pero yo sabía que al fondo, no sabía dónde, existía un balcón desde el
que se veía, allá abajo, como despeñado sobre un ancho precipicio, un paisaje que yo
no había olvidado. Le pregunté a una señora vivaracha, de cabello blanco, que
pasaba.
—Dígame. Por aquí, me parece, en alguna parte de esta plaza, existía un balcón…
—Digo, ya lo creo, señor Alberti… Porque es usted el señor Alberti, ¿no? Y todo
el mundo lo llama por el nombre que usted mismo le puso en una poesía… El balcón
del frío… Y está allí detrás, pasadas aquellas columnas. También otros le llaman «los
tres ríos»… No sé si le molesta que lo haya reconocido. Yo los acompaño. Y también
a ver la iglesia colegiata de San Pedro. Yo escribo poesías también.
Y nos recitó una, larguísima, de propaganda turística, en la que recomendaba ver
cuanto había de importante en la ciudad.
—Miren, antes que los deje… En aquella pequeña casa de la izquierda se dice que
don José Zorrilla empezó a escribir El Tenorio…
El paisaje que allá abajo y al fondo ahora podía verse, se parecía poco al que yo
hice aquella canción, que la gente de Lerma conocía desde mi paso por allí hacía
tantísimos años:

Arriba, el balcón del frío,


las balaustradas del aire,
el cielo y los ojos míos.
Abajo, el mapa: tres ríos
y un puente roto, sin nadie.

Todo era distinto, tremendo y casi industrialmente distinto. Pero ayudado por el
agudo frío que sentía, vi tan solo aquel puente roto de mi canción y tres ríos que
apenumbraban las nubes de la tarde.
Había que pensar ya en dirigirse en busca de Santo Domingo de Silos. Por
aquellos caminos aparecieron indicaciones que señalaban nombres como Huerta de
Rey, Clunia, Salas de los Infantes, Quintanar de la Sierra… La tierra iba levantándose
cada vez más, resbalando hacia laderas apretadas de chopos y nogales, entre anchos
retazos de trigos no hacía mucho segados, álamos carolinos, interrumpidos a veces
por algunos blancos troncos escritos de abedules… Una maravilla cambiante de
montes, bajas colinas y sembrados, que el sol, con los escalofríos de la prima tarde,
iba intentando cambiar de tonos lentamente. De pronto, centenas de niños y

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muchachos apretujados, que pasaban las vacaciones acampando no lejos de los muros
de Santo Domingo, anunciaban que estábamos llegando al monasterio. Para mí,
llegada sorprendente, pues en 1925 la hice a medianoche, a la hora de silencio,
pasando de la puerta, conducido a través de los claustros oscuros por un monje
callado, que me llevó a mi celda para no ver la luz hasta la mañana siguiente. Ahora
no; había mucho sol todavía y nos precipitamos al monasterio, con su inmensa
secuoya ante él, que no recordaba. Pero el horario de la mañana había terminado y no
se abría nuevamente para las visitas hasta las cuatro. Al volver ya hubo un fraile que
me reconoció y avisó inmediatamente al abad para que me recibiera. Pero este nos
citó para después de las vísperas, que eran a las siete. Quedaba cerca Covarrubias…
con los impresionantes, enormes y delicados enterramientos de sus reyes y nobles,
esculturas yacentes, entre un delirio de pliegues marmóreos, espadas, símbolos,
velados por verdaderas penumbras sepulcrales. Historia viva y muerta, caballeros,
guerreros y monarcas que comenzaban a desgajar de su idioma la primitiva habla de
Castilla.
Después del canto llano, ondeante y melancólico de las vísperas, el abad nos
esperaba a la entrada del claustro bajo. Hombre fuerte y bello, suave y musical en su
palabra, en sus breves explicaciones o comentarios sencillos, pero llenos de gracia y
sabiduría. Fray Pedro Alonso, abad mitrado de Silos, nos fue enseñando los capiteles,
pasando unas inmensas hojas de piedra, en las que estuvieran labradas las maravillas
más extrañas, misteriosas y a la vez más meridianas de la tierra. Era el segundo abad
de Silos que yo conocía después de fray Luciano Serrano, gran historiador del
monasterio.
No era fácil ver y descifrar los capiteles de una simple ojeada: las flores y
animales más dispares, trenzados en guirnaldas. Las suspendidas, abiertas, canastillas
de mimbre. Soñadas águilas y leones y liebres. Los perros y monstruos alados.
Centauros. Acantos entrelazados con manzanas. Flamencos de largos cuellos
chorreados. Todo, de pronto, como una minúscula y pulida alhambra suspendida
sobre delgadas, finísimas columnas. La voz del abad fray Pedro Alonso se rompía o
bajaba hasta casi no oírse. En el jardín, aquellas blancas malvas reales que el Niño
Jesús de mi canción ofrece al seno de su madre, la Virgen de Marzo, ya no existen.
Apenas si ahora quedan algunas plantas dispersas en lo que fue tan bello jardín
entonces. El agua que las regaba dañaba de humedad el erguido ciprés de Silos, que
un gran poeta amigo cantó, y que hoy, aun herido, lastimado en su tronco, sigue
subiendo, por encima de todo el monasterio, en el silencio de la noche, hacia las
estrellas y constelaciones que más amo: Sirio, Orión, Aldebarán, Arturo, Altair…

Página 197
XII

Soria fría, Soria pura, cabeza de Extremadura.

Desde mis primeras lecturas de este poema de Antonio Machado, ya comencé a


tener una visión anticipada de Extremadura, aquellas tierras que no iba a conocer
hasta mucho más tarde, después de proclamada la República. Y la primera visión que
tuve en el viaje con Luis Buñuel y Gustavo Durán, camino de Las Hurdes, haciendo
noche en el monasterio de Guadalupe, fue la de una Extremadura muy pobre, tendida
sobre unas maravillosas, soleadas e inmensas extensiones, tremendamente castigadas
durante el tímido y mísero intento de reforma agraria del Gobierno republicano. Era
la época en que yo, después de otros breves recorridos por tierras y pueblos
extremeños, escribí mis primeros poemas revolucionarios sobre sus niños descalzos y
harapientos, sobre la represión contra los campesinos de Zorita, Castilblanco, Herrera
del Duque… Recuerdo ahora aquel romance que comenzaba:

Campesinos de Zorita
fueron a los encinares
a coger esas bellotas
que ni los cerdos ya pacen.
Los llevaba el hambre.

Reinaba entonces la más dura Guardia Civil rural, a las órdenes de los avaros
terratenientes, una Guardia Civil lorquiana, de Romancero gitano:

Tienen, por eso no lloran


de plomo las calaveras.

Pero eso era entonces…


Yo conocía muchas canciones de aquel viejo reino, aprendidas en la Residencia
de Estudiantes:

Ya se van los pastores


a la Extremadura.
Ya se queda la sierra
triste y oscura.

O aquel bravo romance de «La serrana de la Vera»:

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Allá en Garganta la Olla,
a la vera de Plasencia,
salteome una serrana
blanca y rubia, ojimorena.

Estas estrofas me las iba repitiendo yo una mañana casi tropical de julio camino
de Mérida. Tengo un inmenso amor por estos anchos campos cegadores, apretados de
profundas encinas y olivares, viñedos, alcornoques… Por aquí la hermosura se llama
soledad, interrumpida muy de tarde en tarde por pueblos y villorrios, o por abiertas y
únicas maravillas como Trujillo, Cáceres, Plasencia, Guadalupe… Tierras grandes del
corazón que se le van entrando a uno cual un inmenso y potente orbe de luz,
poniéndonos un nuevo latido o compás en la sangre. No quisiera parecer un poeta
turístico, pues aunque no supiera el nombre de estas tierras, su visión y paso por ellas
me transforman el alma. Y luego…
Su gracia e ilusionada convicción, como las de aquel niño, un pastorcillo que en
las afueras trujillanas cuidaba una piara de cerdos y al que pregunté:
—¿Tú sabes quién era Pizarro?
—¡Sí, señor! —me respondió vivaz y con orgullo—. Pues Pizarro era uno como
yo, que cuidaba cerdos… Y una vez se le escapó uno y corriendo detrás de él
atravesó aquel río… y descubrió América.
Respuesta conmovedora, llena de lejanías, que he llevado conmigo —y que repito
— durante más de cincuenta años y que hoy, camino de Mérida, al atravesar aquellos
mismos paisajes, me surge de nuevo ante las aguas del Guadiana, bajo un severo y
armónico puente romano, viendo de nuevo allí la imagen de aquel niño porquerizo,
descubriendo él también, como Pizarro, aquella América que se alza ahora señalada
en todos los escudos de casas señoriales y palacios de aquellos primeros indianos que
regresaron con el oro y la plata del Perú, levantando una de las más bellas y
originales ciudades de España, de Extremadura.
Pero este año se cumple el 50.º aniversario de la muerte de tres grandes poetas, a
la vez que excepcionales dramaturgos: Valle-Inclán, García Lorca y Unamuno,
cumpliéndose también los cincuenta y tres de la representación en el teatro romano de
Mérida de la Medea de Séneca en recreación de Unamuno, acontecimiento al que
asistieron figuras principales del Gobierno, con don Manuel Azaña y don Fernando
de los Ríos a la cabeza. (Aunque yo estaba invitado, no sé por qué causas no pude
asistir). El grito trágico de Margarita Xirgu resonó por primera vez en los ámbitos
sonoros del teatro romano, que alcanza hoy su máximo esplendor y popularidad en el
Festival de Mérida, que desde hace tres años es causa de todos los desvelos para José
Monleón, su director. Y allí, al llegar, me tropezaría con Unamuno, visible sobre todo
en el retrato que le hizo Daniel Vázquez Díaz, y en una sobria y precisa exposición de
su vida y su obra, que en mí rememoró los días aquellos en que lo conocí y vino a mi
casa para leerme El hermano Juan, un drama aún en borrador, asistiendo a la lectura,

Página 199
desordenada y llena de lagunas, pues le faltaban páginas de cuando en cuando, el
gran poeta peruano —el indio cholo— César Vallejo.
El calor era grande. Ardía Mérida, haciendo antorchas de sus anchas palmeras.
Era el mismo calor que hacía por la noche y era la misma luna llena que cuando
presencié la misma Medea (Eurípides-Séneca) por Nuria Espert, como también era la
misma luna sobre el lago cuando la misma actriz representó Salomé, en la ligera y
lúbrica adaptación de Terenci Moix.
En verdad que el griego suena maravillosamente entre aquellas graderías y
columnatas, como sonaría en otras épocas gloriosas, antes de que la barbarie
visigótica convirtiera el teatro romano en un inmenso hoyo de basuras. Pero aquí,
hoy, la elegía de Rioja:

Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora,


campo de soledad, mustio collado…

no resonaría como ante las ruinas de Itálica. No, aquí subsiste aún, salvado de la total
destrucción, este armonioso recinto, este escenario, como el de Taormina, Pompeya,
Siracusa, Roma… Son los bellos y lejanos teatros del Mediterráneo, muchos cerca, al
mismo borde de las ondas de nuestro mar, o distantes, tierra adentro, como este de
Mérida, pero moreno, quemado por el mismo sol y movido por las auras de aquella
misma cultura.
Yo vuelvo ahora, agosto, en sus primeros días, cuando ya el teatro de Mérida va a
terminar su festival, quedando en él todo el eco de las voces y músicas que llenaron
sus noches estivales, hasta el año que viene. Yo vuelvo ahora, digo, para hacer
resonar, pulsando sus columnas, la gran voz de la poesía, sus ritmos, sus saltos, sus
descensos, sus cadencias, a la vez que la voz y la guitarra de Paco Ibáñez, un
cantante, un cantor, de los primeros que en el largo exilio español alzó valiente su
garganta, denunciando a la luz la noche oscura que el franquismo echó encima de
nuestra tierra.
¡Qué maravilla hoy decir, entre plintos, metopas y capiteles, el llanto de Jorge
Manrique por la muerte de su padre, la tremenda acusación de Antonio Machado a
Granada por su crimen, los vientos del pueblo de Miguel Hernández, mezclados con
Góngora y Quevedo…!
La verdad es que nada existe como soltar la poesía al viento, cantarla, modularla,
llenando los oídos del alma de la gente, en medio de una plaza, junto al mar, en un
lugar cualquiera. Hasta la poesía más difícil, o hermética, puede cavar, abrir un pozo
resonante, en los oídos de la gente, como yo lo he hecho leyendo la Fábula de
Polifemo y Galatea en medio de un café al aire, dejando perplejos a los que me
escucharon. Hacer lo mismo que el viento, que va arrastrando por ahí su bello y
tumultuoso silabario…

Página 200
Aquella primera noche en el Teatro Romano de Mérida vi y escuché una Fedra en
la que el joven autor Mario Hernández rinde en ella un homenaje a Unamuno.
Una fuerte tragedia española cuyo segundo tiempo me impresionó vivamente.
Entre los muy excelentes actores que la interpretaban había uno difícil de olvidar.
Pero era un caballo, un ardiente caballo inigualable que representó su papel con gran
ímpetu y gracia a un mismo tiempo… Un premio, un oscar, algún día, por favor, para
ese caballo.

Página 201
XIII
Por fin, estuve en Víznar, para hablar de Federico. Se acababan de cumplir los
cincuenta años de su fusilamiento en aquellos lugares. ¿Cómo no iba a ir? Había
estado no hace mucho tiempo para lo mismo en Fuente Vaqueros. Yo no soy
sospechoso de negarme a asistir a un homenaje a Federico. Vengo hablando de él y
dedicándole prosas y poemas desde cuando lo conocí —tanta gente lo sabe—, una
tarde de otoño —1922—, en la Residencia de Estudiantes. Desde entonces he llevado
su nombre, mi amistad y admiración por todas partes. Sé sus romances y canciones
de memoria, como escenas enteras de su teatro. En nuestros numerosísimos recitales,
Nuria Espert y yo, siempre, como poeta del sacrificio español, con Antonio Machado
y Miguel Hernández, le dedicamos una parte. Hasta lo sé recitar en italiano. Pero
nunca había estado en Víznar para hablar de él. Junto a la callada y hoy por todo el
mundo rumorosa fuente de las Lágrimas nunca lo había hecho. La conocía, eso sí,
pero como silencioso visitante. Ahora iría, invitado por el alcalde de aquel sitio
inmortal, para rendirle mi millonésimo homenaje en este 50.º aniversario de su
terrible ejecución. El poeta Javier Egea y el pintor Juan Vida, dos nuevos granadinos,
me llevaron ya muy entrada la tarde. Yo hubiera deseado también la compañía de
alguien de aquellos agitados y sangrientos días de 1936, de algún poeta que quedara,
por ejemplo, de alguien más próximo, pero… Me fui solo con estos admirados y
jóvenes amigos, sabiendo que aquel camino que recorríamos había sido la subida al
monte Calvario de Federico. El cielo se iba atirantando cada vez más, alcanzando un
casi azul prusia espejeante. Salieron grandes y temblorosas estrellas que se diría iban
a derrumbarse sobre el campo, interrumpido a veces por un tremendo hedor a basuras
podridas que nos ahogaban nuestro recogimiento imaginando el último camino de su
Granada que recorrió García Lorca aquel amanecer.
Yo no iba a Víznar, le dije al mucho público popular que acudió a escucharme,
para ofrecer ninguna nueva imagen de mi amistad con él, sino la verdadera, mía, que
yo tuve, tantas veces a mucha distancia del poeta. Hoy yo, entre el coro de los
innumerables puros, y menos puros, amigos —o entre el de los turbios y avivados
explotadores de su imagen—, llegaba sencillamente para recordar a Federico solo a
través de lo que escribí a todo lo largo de mi vida y que, hace muy poco, un joven y
creciente poeta de Granada, Luis García Montero, ha recogido en un libro bajo el
título, dado por mí, Federico García Lorca, poeta y amigo.
A los pocos días de mi encuentro con Federico en los jardines de la Residencia de
Estudiantes, después de haberle pintado aquel cuadro —hoy perdido— que me
encargó, cuyo título era Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta
Federico García Lorca dormido en la vega de Granada, le llevé un soneto, homenaje
de un poeta de Andalucía la Baja, marinera, a él, poeta de Andalucía la Alta, aquella
más dramática, triste, honda, de los montes y los patios recónditos. Escribir un soneto
entonces, todavía ardiendo los últimos rescoldos del ultraísmo, era todo un

Página 202
atrevimiento, una audacia condenable, que no se debía tolerar. Pero el efecto fue muy
otro: mi

Sal tú bebiendo campos y ciudades,


en largo ciervo de agua convertido…

me hizo famoso y corrió de mano en mano por las tertulias y jaleadores de Federico.
La noticia de su fusilamiento me la trajo a la Alianza de Intelectuales
Antifascistas un joven arquitecto evadido de Granada. «Se rumorea por allí que han
matado a Federico García Lorca». ¿Quién iba a creerlo? Su misma hermana,
Isabelita, que se encontraba entonces en Madrid, me llamó para decirme que todo era
un rumor, una mentira. Pero aquella misma noche todos los periódicos pregonaban
por las calles de Madrid: «¡El fusilamiento del poeta García Lorca en Granada!». A
los pocos días, el bueno y grande Antonio Machado me trajo a la Alianza un
homenaje a Federico para publicarlo en El Mono Azul, nuestra revista para las
trincheras, poema que iba a ser el más duro y acusador de la muerte del poeta:

Que el crimen fue en Granada,


sabed, pobre Granada,
en su Granada.

¿Quién no iba a sentirse anonadado ante tamaña atrocidad? Poco a poco, aunque
confusas, fueron llegando otras noticias: la detención del poeta en casa de los
hermanos Rosales y su ejecución, días después, fuera de la ciudad. Y yo pensé
entonces, destruido, que la muerte de Federico no era la suya, sino la mía, que se
había equivocado, que había huido de mí para sacrificarlo a él. Al fin y al cabo, yo
era un rojo militante, de esos que había que matar sin compasión, y él solamente un
republicano, un antifascista amante del pueblo, del partido, como él dijo, de los
pobres. Le escribí entonces aquella «Elegía para un poeta que no tuvo su muerte»,
que empezaba:

No tuviste tu muerte, la que a ti te tocaba.


Malamente, a sabiendas, equivocó el camino.
¿Adónde vas? Gritando, por más que aligeraba,
no paré tu destino.

El tercer poema que escribí para Federico lo hice ya muy lejos, desde mi exilio
latinoamericano. Allí, en mi casa uruguaya de Punta del Este, una noche, en sueños,
se me presentó Federico, como subido de la profundidad de la tierra, para verme.
Estaba muy envejecido. Parecía que hubiera seguido cumpliendo años, físicamente,

Página 203
durante todos aquellos después de su muerte. Pensé que tal vez ascendía del barranco
en donde fue arrojado para reconciliarse conmigo —¿sería eso?— por las mínimas e
inocentes rencillas literarias que alguna vez pudimos haber tenido. «Retorno de un
poeta asesinado» se llamó aquel tercer poema:

Has vuelto a mí más viejo y triste en la dormida


luz de un sueño tranquilo de marzo, polvorientas
de un gris inesperado las sienes, y aquel bronce
de olivo que tu mágica juventud sostenía,
marcado por el signo de los años, lo mismo
que si la vida aquella que en vida no tuviste
la hubieras paso a paso ya vivido en la muerte.

Muchos otros poemas dediqué a Federico antes de entrar aquel día 24 de febrero
de 1980 en su Granada. Paco Ibáñez, ya lo he contado, difundió por toda Europa, con
una bellísima y melancólica melodía, la «Balada del que nunca fue a Granada», cuyas
estrofas, no necesito de nuevo transcribir.
Mi obsesión por la muerte de Federico siguió siendo grande, permanente. Y, sin
embargo, no puedo presumir, como otros, de amistad, de haberlo visto demasiado,
pues yo antes de la guerra civil española viví bastante tiempo en Francia y Alemania.
Pero a pesar de mis grandes paréntesis sin verlo, su presencia en mí fue constante, por
donde quiera que fuese. Así, tanto en Italia como hasta en China escribí nuevas
canciones para él. En Anticoli Corrado, siempre pensaba en Federico, viendo bajar
por los montes hacia el valle del Aniene los viejos olivos. Esta canción pertenece a
los años de mi destierro, en los que ya la imagen de Federico ha sufrido en mí
diversas melancolías y lontananzas:

Voy por la calle del Pinar


para verte en la Residencia.
Llamo a la puerta de tu cuarto.
Tú no estás.
Federico.
Tú te reías como nadie.
Decías tú todas tus cosas
como ya nadie las dirá.
Voy a verte a la Residencia.
Tú no estás.
Federico.
Por estos montes del Aniene,
tus olivos trepando van.

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Llamo a sus ramas con el aire.
Tú sí estás.

A doña Vicenta, madre de Federico, le envié desde Pekín a Nueva York otra
canción a él dedicada —«Canción china en China»— en la primera página de una
antología del poeta traducida al chino.
Aún se me apareció y recordé a Federico dentro de los profundos pozos en
sombra de las avenidas de Nueva York, por donde el poeta había denunciado el
repetido cansancio de las oficinas y al triste rey negro de Harlem vestido de portero.
Volví a Granada en 1980. Pero ya en la ciudad no estaba Federico. Hacía cuarenta
años que faltaba. Yo cumplía al fin la lejana promesa de entrar en la ciudad del poeta.
He visto desde entonces, varias veces, aquel barranco entre Alfacar y Víznar,
sintiendo el triste escalofrío de aquella madrugada en que se dobló, hundiéndose en la
tierra, el cuerpo acribillado del poeta, pero volándose al mismo tiempo su poderoso
espíritu por todos los ámbitos del mundo hasta sentirlo presente aquella noche allá en
Víznar, a los cincuenta años en que la fuente de las Lágrimas sigue llorando por él y
tantos otros que cayeron en esa inmensa fosa de la que se alza, insomne, aunque
invisible, gorjeado de pájaros, el árbol verde de la libertad.
En resumen. Así de clara y de sencilla fue mi amistad con Federico García Lorca,
nacido en Fuente Vaqueros el día 5 de junio de 1898, y fusilado, por ser sobre todo un
gran poeta, junto a la fuente de las Lágrimas, en tierra granadina, a la madrugada del
18 de agosto de 1936.

Página 205
XIV
Son tantas ya las hojas que se desprenden de mi cada vez más desnuda Arboleda, que
de entre los montones que el viento arrastra en remolinos saco nombres queridos
como los de Robert Desnos, Paul Nizan, Corpus Barga, Oliverio Girondo, Norah
Lange… Y es que ya mi memoria es un índice interminable, una larga guía, una
agenda sin fin con casi ochenta y cinco años incisos día a día de seres, personas,
invadiendo lugares, partiéndose de ellos en otras muchas direcciones seguro de que
pronto no he de volver a hallar…
A Ernesto Cardenal lo encontré por vez primera creo que en Roma, y luego en
Managua, después en Mallorca, y ahora, hace pocos días, en Granada, en plenos actos
estudiantiles de entusiastas homenajes a Nicaragua, en medio de los cuales le fue
ofrecida por el rector José Vida Soria la investidura de doctor honoris causa, con
Gabriel García Márquez, por la universidad de Granada, para el otoño próximo.
Cardenal es un poeta serio, valiente y adorable, con voz de predicador, al que he
visto en pocos momentos quitarse la boina vasca con la que obstinadamente corona
su cabeza. Yo llegué a pensar, al principio, que no se destocaba porque era calvo y no
le gustaría descubrir la cumbre de su talento, de la que pende, por otra parte, una
pulida melena blanca. Recita muy bien, tanto sus bellos e ingeniosos epigramas como
sus largos poemas, accionados por unas manos levantadas, que acompañan su tono de
sermón, lleno a veces, en medio de lo tremendamente dramático, de cosas que
parecen irreverentes, duras y divertidas. En una Managua casi destruida por los
terremotos y la guerra, él nos presentó en un recital que dábamos en el teatro Rubén
Darío Nuria Espert y yo. Creo que por timidez o por desconocimiento de quién era
Nuria, solo habló de mí. Su gran consternación fue luego grande cuando cayó en la
cuenta. No sabía cómo disculparse. Cuando nos fuimos, en un día de gran calor, él
acudió al aeropuerto para despedirnos. No le salieron las palabras, y allí lo vimos
quedarse solo en medio de la pista, saludando cuando despegaba nuestro avión.
Él es, en una patria en donde salió el nuevo Garcilaso para toda la lírica moderna
de lengua hispana, Rubén Darío; en una patria de tan buenos poetas como Pablo
Antonio Cuadra, Coronel Urtecho, hasta llegar al menor, al emocionante y casi
adolescente Lionel Rugama, muerto por una ráfaga de ametralladora somocista
defendiendo la revolución, él es Ernesto Cardenal, sacerdote, salido del isleño
silencio de Solentiname, entre sus comunidades indígenas, adonde se retira cuando le
dejan sus inmensas responsabilidades como ministro de Cultura. Nada más
emocionante, y hasta gracioso, ver la imagen fotografiada de este poeta sacerdote,
más en cuclillas que arrodillado a las plantas del papa Juan Pablo II, recibiendo la
condena de este por ser ministro de una revolución que Su Santidad hubiera preferido
enganchada más bien a la de aquellos mismos que en complicidad con Somoza
asesinaron a Sandino.

Página 206
Poetas de Granada como Javier Egea y Luis García Montero, junto a la
salvadoreña Claribel Alegría, los nicaragüenses Gioconda Belli, Luis Rocha, Julio
Valle, el uruguayo Mario Benedetti y yo recitamos como homenaje al poeta sacerdote
y al pueblo nicaragüense. Entre las poesías que yo dije hubo una, reciente, dedicada a
una menor, de color, norteamericana, que condenada en el estado de Indiana, uno de
los veintinueve en que está permitida la pena de muerte para menores, vive esperando
la silla eléctrica. Paula Cooper, desgraciada y misérrima, fue violada por su padre,
intentando ser luego inducida a suicidio por su madre, acompañada también del de su
hermana. Paula Cooper, desesperada, drogada de marihuana y alcohol, mató, con
otras tres amigas, todas de color y en la misma desesperada situación, a una anciana a
la que solo robaron unos cuantos dólares. El estado actual de Paula Cooper es
delirante, desgarrador. Se ha dirigido al papa Juan Pablo II suplicándole: «¡Sálvame
tú!». En la actualidad hay treinta y seis jóvenes esperando la pena capital. En España
se habló de Paula Cooper, pero puede decirse que hoy ya se ha olvidado su caso. En
cambio, en Italia, de donde he vuelto no hace mucho, la campaña es clamorosa.
Impresionado, como en aquellos días del proceso franquista de Burgos, me he
dirigido al gobernador de Indiana, Robert Orr, escribiendo este consternado poema-
llamamiento: «En una cárcel del Estado norteamericano de Indiana, la menor Paula
Cooper, condenada a muerte, espera. En las manos del gobernador Robert Orr.

No puede ser. ¡No, no!


Estoy pensando en ti
pequeña Paula Cooper,
lejana adolescente, en tus años tristísimos,
comidos de la angustia,
en el latente horror de la miseria,
en las perturbadoras ondas de envenenado humo,
de trastornante alcohol
y ciego desvarío de una edad castigada,
niña pobre perdida
en esa oscura soledad de hoy,
aguardando tan solo el puño conducido de la muerte,
en lugar de los días azules que esperaba
tu juventud creciendo sin fantasmas, ya libre.
Quisiera que mi mano convertida en palabras
poseyera el dominio,
la fuerza de arrancarte de esa sombra en que vives,
como otros tantos niños, como tú, condenados.
¡No puede ser! ¡No, no!
Lo grito desde España
y con mi voz que clama en la de todos,

Página 207
pequeña Paula Cooper,
lejana adolescente esperanzada.
Nunca la pena capital dio más pena».

Millones de cartas, de telegramas, vuelan de todo el mundo hacia el gobernador


de Indiana, suplicando y protestando para que la menor Paula Cooper no sea llevada a
la silla eléctrica.
De Granada salté a Santa Perpetua de Moguda, un alegre pueblo catalán a unos
diecisiete kilómetros de Barcelona. Allí, en las jornadas culturales del Mediterráneo,
en la noche de la Trobada de poetes, entre los poemas de mi recital incluí el mismo
dedicado a Paula Cooper, con la promesa por parte de los niños de las escuelas de
escribir al gobernador de Indiana pidiendo la salvación de Paula.
Tres éramos los poetas que intervendríamos en la Trobada: el valenciano Vicent
Andrés Estellés, el catalán Miquel Martí i Pol y yo, un gaditano perteneciente a los
dos mares que rodean la Península. Seríamos presentados los tres por María Asunción
Mateo, valenciana, profesora de literatura, escritora, clara conocedora de nuestra
obra, de la que habló con toda luz y lirismo. Vicent Andrés Estellés, por motivos, yo
creo casi siempre de aprensiones de salud, más imaginarios, por fortuna, que reales,
no pudo asistir, pero aun así el poeta fue recordado tanto en su poesía erótica, de
amante popular, Eros de barriada obrera, como en sus versos a la patria valenciana
libre sobre un Mediterráneo de olas y espumas rompiéndose contra la playa con el
mismo murmullo de su lengua.
Cuando, ahora hace ya casi cinco años, en la revista Treball casi todos los poetas
catalanes me dedicaron su homenaje, al lado de un poema de Salvador Espriu, lleno
de amor y esperanza, había otro de Miquel Martí i Pol en el que se escuchaban versos
como estos:

Algunos dirán quizá que el tiempo torpe


nos ha quitado el impulso, la fantasía.
No lo negaríamos.
Crecer es un ejercicio muy difícil.
Pero esta sutil y clara certidumbre
y el esfuerzo de asumirla
es aquello que legamos,
esperanzados también,
a todos aquellos que ahora nos escuchan.

Martí i Pol ha recibido no hace mucho el Premio Salvador Espriu de Poesía. Es


un ángel sonreidor, de altísimo y enamorado vuelo, aunque la tierra lo aprisione y
casi inmovilice injustamente. Su mujer, Montserrat Sans, sencilla y tierna, que

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siempre lo acompaña, como si fuese sus brazos, su propia voz, su cuerpo todo, leyó lo
que el poeta pensaba sobre el Mediterráneo y su lugar blanco y azul en la cultura de
los pueblos que se asoman a él, que sobre él se reclinan desde el pasado más remoto.
Del último libro de Miquel Martí i Pol, Els bells camins, en el que vuelve al tema
de la poesía amorosa, de manera discreta, sencilla, casi humilde —y que me ha
dedicado— quiero dejar aquí, y en catalán, este breve e íntimo poema: «Temps nou»:

Aquesta cambra sols parla de tu.


Transcorre el temps i em veig desmesurat
perque no et tinc, i ja no em sé comprendre
fora dels límits del teu cos.
Fidel,
la primavera torna als vells pollancs
que ja verdegen.
I és la transparent
quietud d’aquest aire, el que de nou
em confereix la serenor volguda.

Tras de una banda de música juvenil, venida de la ciudad valenciana de Sueca,


recorrimos jubilosamente todo el pueblo, al ritmo de pasacalles alegres, toreros,
maravillosos. Ya en la plaza, y sobre un tabladillo, la sardana de la Santa Espina hizo
salir el sol, llenándonos de un misterioso escalofrío.

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XV
Numerosos premios por mis méritos políticos o literarios —o por ambos juntos— he
recibido, sobre todo en estos últimos veinticinco años, ya en Europa, después de mi
largo exilio argentino; premios, los más importantes, en formas tangibles: el jabalí de
bronce, el caballo de plástico, la torre Morgana de escayola, varias figuras
representando la paz de diferente tamaño y peso, la coquina de plata, el racimo de
oro. También me han concedido, siempre con mi nombre inciso, lozas de cerámicas,
botijos, jarras, platos, sin contar las incontables bandejitas de aluminio, grabadas con
largas relaciones sobre mis virtudes poéticas o ciudadanas, añadiendo las infinitas
medallas, algunas con mi efigie en relieve, cordones, cintas y hasta espejos
caligrafiados, diplomas bajo cristal, con molduras abigarradas, imposibles. Tengo las
paredes, repisas, suelos de mi estudio llenos de premios, ingenuos o importantes, que
me enorgullecen y recuerdan mi paso por lugares señalados o modestísimos. En
cuanto a los premios en efectivo, esos para la cuenta corriente bancaria, siempre tan
envidiados y criticados, son menos: el Nacional de Poesía, el Lenin de la Paz, el
Taormina, el Cervantes, y algunos otros que ahora no puedo precisar. La mayor parte
de esos premios fue acompañada de ceremonias, alguna exagerada, cuando no
divertidos banquetes, con discursos, por supuesto, músicas y canciones, corridas de
toros y hasta alguna misa cantada… Pero aquel último, este último, ha sido diferente.
Ha sido el premio de la luz, el del sol amaneciendo entre neblinas plateadas hasta
llegar a descorrerlas y bañar rutilante la cal y los jardines con las flores más erguidas
y frescas junto a los árboles más felices de sentirse bosque en aquel prodigioso lugar.
Paseando, era como recibir dentro de uno el chorro de agua de los jardineros metidos
entre los arriates, confundidos en un abrazo con las zinias apretadas de pétalos
compactos, los hibiscus cantores como crestas de gallo, las sonadoras campanas o
trompetas blancas dobladas de su peso, las altas canas amarillas disciplinadas de rojo,
las achiras carmines, los evónimos blanquecinos y verdes, las armadas y peligrosas
yucas con sus altas banderillas albas de suavísimo perfume, y más a ras de la tierra,
las petunias, las maravillas, los malvones… Y todo vigilado y aspirado de cerca por
la sombra del bosque salteado de pinos, tamarindos, cipreses, eucaliptos, palmeras,
abrazados de ligustros, ficus de hojas grasas y bronceadas y las acuchillantes totoras
con sus finos plumeros balanceados… Estoy casi en América, en las costas
venezolanas o en el delta del Paraná, junto al río de la Plata.
La luz de aquellos tres días que duraron las II Jornadas Teatrales de La Rábida,
que dirige José Monleón, con el encuentro entre latinoamericanos y españoles, jamás
se velará en mis ojos. Huelva, costa de la luz, no es una designación turística
laudatoria. Será un estable recuerdo que ilumine aquellas setenta y ocho horas ígneas
de mi vida.
Y lo maravilloso y raro era que yo iba por un premio, un nuevo premio. Se me
había citado para recibirlo —¡y en qué lugar!— de mano de ilustres personalidades,

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entre las que se encontraba mi más que eximia e incansable colaboradora lírica Nuria
Espert, recién llegada de Londres, coronada de lauros relampagueantes por su
dirección de la obra de Lorca La casa de Bernarda Alba, con Glenda Jackson a la
cabeza de la compañía que la representaba. El galardón que se me daba en La Rábida
era por mis infinitos años en Latinoamérica, en donde estrené con Margarita Xirgu El
adefesio y publiqué más de treinta libros, nadando a la vez dentro de la cultura de
aquel otro continente, portador luego de ella al retornar a la tierra y los aires de
España. Había llegado yo a aquella América de la Cruz del Sur, después de nuestra
terrible y cruentísima guerra civil, en aquellos años en que pude cantarla todavía,
elegiacamente, perdido entre las inundadas y solitarias barracas del Paraná:

América está muy sola


todavía.
¡Qué cuerpo deshabitado,
piel de desértica vida!
Desde este balcón la veo
vacía.
Abajo, tierra sin nadie,
con las estrellas arriba.
Sola y lejana en la noche,
muy sola, pero encendida.

Luego, a poco de tener que regresar a Europa, en Argentina subieron al poder los
militares, chorreando de sangre las casacas hasta el día en que llegó el presidente
Alfonsín.
Pero antes de entrar en el recinto en donde se me dará el premio, un periodista me
preguntó por El adefesio, la obra que Margarita Xirgu me había estrenado en el teatro
Avenida de Buenos Aires. Se hallaba junto a mí, tomando al sol un coloreado
refresco, como una delicada gacela rubia, Victoria Vera, que había encarnado
maravillosamente al joven y triste personaje de Altea de El adefesio, cuando lo
estrenó en Madrid la inmensa actriz galaicofrancesa María Casares.
Margarita Xirgu —le dije al periodista— fue una excepcional actriz
verdaderamente audaz. En plena dictadura de Primo de Rivera, estrenó a García
Lorca, Mariana Pineda, que fue prohibida. Y luego, recién llegada la República,
llevó a escena Fermín Galán, en donde apareció encarnada de virgen republicana,
descendiendo de su altar con un fusil para socorrer a los sublevados de Jaca.
Y a todo esto se iba acercando la hora de los premios, entre los que se encontraba
el mío. Pensé por un momento que me hallaba en Corfú, aquella isla griega por donde
anduvo costeando Ulises en su viaje a Ítaca. Allí vi un monasterio de cal tan blanca
como esta, sino que aquel rutilaba sobre un monte, y este, el de La Rábida, está sobre
un cabezo, entre la confluencia de los ríos Tinto y Odiel, vecino al mar, pareciendo en

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sus muros y en su divina proporción un gran cortijo andaluz o una bellísima casa
popular con sus ventanas asimétricas, sus tejados rojizos y unos armónicos cipreses
que suben tras sus tapias. ¡Oh gracia delicada y única, gaviota blanca posada ante el
océano, como dispuesta a navegar, siguiendo al sol, hacia la luz de lo desconocido!
La luz, la luz de aquel pueblo de Palos, en la Huelva marina, solo pudo inspirar a
aquellos navegantes el dejarse llevar por las olas atlánticas.
Con lo primero que me hallé, ya dentro del convento, fue con los murales de la
magna aventura colombina, extendidos allí por Daniel Vázquez Díaz, mi buen
maestro en los primeros años madrileños de mi iniciación pictórica. Después, aquel
piadoso recinto franciscano me pareció más bien una inmensa canasta de flores,
estallantes y casi prisioneras en sus patios regados y tranquilos, mirados desde los
claustros altos, sobre los que el azul del cielo tiende su tersa tapa temblorosa de
gaviotas.
Pero eran solo geranios exaltados y gigantes los que se abrían entre los arcos del
sencillo y maravilloso patio mudéjar, apretado de gente, en el que iban a dar los
premios de aquel encuentro iberoamericano. Entre el excedido público que había
acudido de todas partes, se hallaban los amigos uruguayos, chilenos, argentinos y
españoles que iban también a ser premiados por su labor en los países de las otras
orillas. Entre los venidos de Uruguay se hallaba el dramaturgo Mauricio Rosencof,
uno de los jefes de los famosos y temidos tupamaros, que había pasado trece años en
las cárceles de su país. Y quizá se encontrase también por allí sentado, sujeto por los
brazos de su ama, Dieguito Colón, el hijo del gran almirante, que lo había confiado a
los frailes del convento durante sus inspiradas aventuras oceánicas.
Entre los miembros del jurado se encontraban varios amigos —Nuria Espert, Pilar
Saro, José Monleón, José Luis Ruiz…—. Los dos últimos premios de aquellas
II Jornadas Teatrales eran dos carabelas de plata, perfecto modelo, casi miniatura, de
las que cruzaron la mar océana descubriendo América. La Niña fue para el gran
escritor venezolano Arturo Uslar Pietri. La Pinta me tocó a mí, recibiéndola de
manos de Luis Yáñez, secretario de Estado para la Cooperación. Las dos carabelas
eran unos juguetes preciosos y perfectos, tanto, que pensé un instante regalar la mía a
Dieguito Colón, que aún se encontraría en el patio. Pero no. Caí en la cuenta en
seguida que yo era desde que me fui de El Puerto de Santa María un marinero en
tierra, que había llegado a Madrid en un tren, lento y desvencijado, en 1917. ¡Qué
gran ocasión áurea para regresar ahora desde Huelva en aquella carabela de plata que
se me ofrecía por mis largos méritos! Y entonces dije mi canción a todos aquellos
onubenses apretados en el patio mudéjar del monasterio de La Rábida.

Ahora podrá navegar


por Castilla, como el mar.
Viejo marinero en tierra,
mi carabela de plata,

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viento de paz, no de guerra,
mañana me hará arribar
a Madrid, puerto de mar.
¡Oh ilusiones marineras,
gloria de mis tajamares,
el gran Almirante y yo
atracando en las riberas
tranquilas del Manzanares!
Y el viento hará pregonar:
En carabela de plata,
ayer arribó de Huelva
un marinero que en tierra
hizo de la tierra el mar.
Pronto podré navegar
en tierra como en la mar.

Página 213
XVI
Escribir mis memorias, ir prendiendo las hojas de estos árboles cada vez más viejos
de mi Arboleda, en medio de los numerosos e imprevistos viajes —recitales,
conferencias, filmaciones— que me han tocado este último largo mes, es sostenerme
en vilo, pensando en no alcanzar la fecha justa para enviar mi obligado capítulo a El
País, perder el hilo, la continuidad comprometida. He estado en El Puerto, en Ronda,
en Almería, en Fuente Vaqueros, en Pamplona, en Víznar… Y ahora, en este
momento me encuentro aquí en Roma, en el ángulo del bar Settimiano,
contemplando, al fondo de la Via Garibaldi, San Pietro in Montorio, en cuya cumbre
decapitaron a san Pablo.
Pero ayer noche asistí a la apertura, en uno de los grandes salones del Palazzo
Venezia, de una exposición: La moda que fue. Cien años de la historia del traje desde
el 800 hasta el Liberty, presentada por mi nueva amiga, la coleccionista Mara
Parmegiani Alfonsi. En ella recordé, sobre todo, a las bellísimas mujeres de mi
familia, ataviadas de maravilla, las finas blusas de mangas abullonadas, los flexibles
talles de avispa y las plisadas largas faldas que apenas si dejaban un minúsculo
espacio para mostrar la punta del pie. Rememoré también los delicadísimos retratos
de ellas pulsando el arpa, con el encanto de algún florero de desmayada flor al fondo.
Y esto era en la Andalucía de mi infancia, junto a la bahía de mi Cádiz natal. Algo
después, cuando ya vivía en Madrid, casi con 15 años, la moda de mediados del
siglo XIX se me reveló a través de los cuadros o las mujeres retratadas por Manet,
Monet, Renoir, Sorolla… Y siguiendo un poco más adelante, ¿qué decir de la
maravilla de aquellas apasionadas estrellas italianas, que descubrí durante el verano
en el playero cine al aire libre: la Cavalieri, Lyda Borelli, Francesca Bertini…? Es
que yo soy un hijo del novecientos, cuando todavía el gran eco de la centuria anterior
se hace sentir amplia y graciosamente. Ahora pienso, cuando miro hacia atrás, que
son las imágenes de la moda las que tan solo persisten en mis ojos, y a través de ellas,
todos los cambios sociales que me ha tocado vivir. ¿En dónde os halláis hoy, sombras
de mi pasado, mujeres populares, del campo o la ciudad, agobiadas por el trabajo, con
hábitos de colores sombríos, opacos, cuando no de luto, en contraste con los
fulgurantes, finos, exaltados colores de las damas aristocráticas o las enriquecidas de
la alta burguesía? Encontré ayer, en aquella magna exposición de Mara Parmegiani,
toda la hermosura, la apariencia tranquila de tan largo siglo anterior, lleno del
sobresalto de las guerras y las revoluciones, la vida bella de aquellos que pudieron
llevarla entre el lujoso esplendor inundado de los salones y el herido clamor de los
que combatían en las barricadas callejeras.
Estas son algunas breves impresiones de ayer, que ahora estoy recordando en esta
esquina, mientras espero partir para San Benedetto del Tronto, donde daré un recital
de mi poesía, acompañado en la traducción italiana por Beatriz, recital incluido en
una serie de actos que esta ciudad adriática dedica a España.

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Roma —pienso— se oscurece cada vez más, y mi barrio trasteverino, sobre todo,
agoniza en la noche, cerradas pronto las trattorias y restaurantes, quedando casi solo
aquel que se llama La Parolaccia —La Palabrota—, en donde el mismo cantante,
desde hace más de veinte años, repite, hoy con gracia monótona y cansada, los
mismos insultos y deliberadas groserías a todos los que llegan, con el asombro y a
veces el irreprimible enfado de los turistas americanos, que no comprenden,
montando algunos en cólera cuando les traducen las palabrotas con que los saluda el
cantante.
Ahora, por fin, ya voy a partir. Cerca de 280 kilómetros por la autoestrada de
L’Aquila-Pescara, interrumpida por constantes túneles; el más extenso y atrayente, el
del Gran Sasso, una montaña pelada y desafiadora. El cielo está de un terso azul
transparente, casi blanco. Cuando por fin se entra por la gran calle que es toda San
Benedetto del Tronto y aparece, bordeándola, el mar, presiente uno que al otoño le
falta ya muy poco para orlarlo de finas olas amarillas, que lleva ya escondidas en su
aliento el fino aire anunciador del inicial descenso del verano.
Pero con el pensamiento, pasando bajo el cabeceante y casi alicantino palmeral de
San Benedetto del Tronto, yo sigo hasta Venecia, haciendo retroceder este viaje al
año en que el fantasmagórico pintor Emilio Vedova capitaneaba la lucha contra las
bienales artísticas y el franquismo en sus últimos días de represión e intransigencia.
Era el grande y extraño pintor Emilio Vedova como un ogro marino, colgado de
unas largas barbas de algas negras, que parecía agitar el agua de los canales, o como
un dios provocador capaz de destruir los puentes, haciendo subir el mar de las
inundaciones. Presidía la ciudad aquella pura y maravillosa puttana del Adriático. Le
dije entonces todo eso y mucho más en un poema definidor y lleno de parecido:

Con la miseria, con el grito,


con las heridas infectadas de moscas,
con el llanto,
con los cerrojos y rejas de las cárceles,
con los torturados y muertos en España,
en Biafra,
en Chile,
en el Vietnam,
con la furia, la cólera de la revolución,
tú, Vedova terrible y agitado,
inundas tus espacios,
los abres y los llenas de tus signos mordientes,
tus movimientos sísmicos de imágenes de un mundo destrozado,
ciego de oscura luz, de fustigada luz de nuestro tiempo.

Página 215
Fue el propio Emilio Vedova quien me contó, junto al puente de las tetas, cómo
un dux veneciano ordenó que las cortesanas mostrasen sus grandes tetas al desnudo
para provocar a los hombres, ya que hubo un momento en que había muchos
indiferentes invertidos. Me divierte ahora recordarlo.

Por el puente de las tetas


se asoman las venecianas.
Eran tetas, no manzanas,
las del puente de las tetas.
Bajo el puente de las tetas,
yo miraba en la corriente
temblar las tetas del puente
de las tetas.
Sobre el puente de las tetas,
las tetas ennochecían
y se desaparecían
por el puente de las tetas.
Sin el puente de las tetas
dormí y soñé dulcemente
que dormía sobre el puente
de las tetas.

Fue también Emilio Vedova quien me creó una exposición titulada Alberti per la
Spagna, que presentó primero en una alta galería de la plaza de San Marcos de
Venecia, llevándola luego a Milán, Florencia, Bolonia, Nápoles, para terminar en
Roma, entre los muros y las ruinas del mercado de Trajano. Nadie en Italia organizó
un arma más eficaz contra el franquismo. Aquella era una magnífica exposición, que,
aunque giraba en torno a mi vida, lo era tanto de la guerra como del exilio. Las
gigantescas fotografías y montajes sobre Miguel Hernández, García Lorca, mi Noche
de guerra en el Museo del Prado, fragmentos de discursos, poesías, carteles, páginas
sobre el Quinto Regimiento, con un gran retrato de Carlos Contreras, es decir, del
comandante Vittorio Vidali, fundador del mismo, que vino a Venecia el día de la
inauguración, fue un hecho inolvidable, que llevó a miles de italianos combatientes
por la libertad de España.
Después, unos años más tarde, nuestro comandante Carlos murió en su Trieste
natal, donde siempre fue secretario del Partido comunista. Y yo volé desde España al
entierro de aquel gran héroe nuestro, herido y golpeado tantas veces por la
revolución, esa palabra que ya nadie se atreve a escribir ni pronunciar. Mientras las
banderas rojas y de toda Italia subían hacia el alto cementerio de la ciudad, el mar,
allá abajo, recogía el reflejo de una luna creciente, al par que sonaba lentísima y
maravillosa la última Internacional ante su cuerpo que recogía la tierra abierta de su

Página 216
tierra triestina. Esto es lo que he vivido y recordado en el inicio del descenso de este
verano en Italia.

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XVII
Desde París, yo frecuentaba Bélgica, entre 1931 y 1932, cuando estaba pensionado
por la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar las nuevas tendencias del teatro
en Europa. Así, además de aquel país, conocí Francia, Alemania, Holanda,
Dinamarca, Noruega, la Unión Soviética… En Bruselas, un grupo de jóvenes poetas
había comenzado a publicar unas hojas, que titulaban Le Journal des Poètes. No sé si
fue Henri Michaux, gran escritor y luego pintor, nacido en la ciudad belga de
Malinas, quien me puso en contacto con ellos. Michaux estaba perdidamente
enamorado de Denise, una bella hija del gran poeta franco-uruguayo Jules
Supervielle. Allí conocí también, trabajando como criado en casa de Supervielle, al
guardabosques que sirvió de protagonista en El amante de Lady Chatterley, la novela
escandalosa de D. H. Lawrence. Era un hombre enteramente rústico, pero que a
veces, se quedaba extasiado mirando al cielo nocturno y musitaba, hondamente
preocupado, al poeta: «¡Cuánto problema, señor Supervielle!». El propietario de la
isla odiaba el turismo. Amaba sobre todo a los escritores. A aquellos visitantes que no
eran de su agrado, les recomendaba Porquerolles, una pequeñísima isla de enfrente,
en donde se podía fumar y hacer desnudismo, no así en Port-Cross. El castillo de
Supervielle tenía fuertes murallas, puentes levadizos, grandes patios con lagartos,
pitas, ortigas y chumberas, terrazas sobre el mar, fosos entonces de hierbas,
habitaciones sombrías de altas techumbres. En una de ellas vivía como invitado
Maurice Jaubert, un joven y ya conocido compositor, y en otra, el poeta malagueño
Manuel Altolaguirre, que traducía al español La belle au bois, comedia de
Supervielle, que sería estrenada en París la temporada próxima.
Pero aquel grupo de poetas belgas me recibió con toda admiración y cordialidad.
¿En dónde estáis ahora, amigos, que me trajisteis a vuestro país y disteis a conocer
mis poemas en vuestro Journal? Mi agradecimiento a vosotros, hoy tan lejanos,
Edmond Vandercamen, Pierre Bourgeois, Pierre-Louis Flouquet… No recuerdo bien
ahora si entonces aquel país me complació mucho. No había olvidado las opiniones
—seguramente demasiado ingratas— de Baudelaire, conociendo también las
temporadas tormentosas de Verlaine y Rimbaud. Aquel viaje a Bruselas me sirvió
para conocer Brujas, que vi después de Gante, grandiosa ciudad, cuna, creo, de
nuestro primer jetudo monarca Carlos V. Era invierno cuando estuve en Brujas. Yo
conocía la de Georges Rodenbach, en su novela Brujas, la muerta. Y algo de esa
imagen permanecía aún allí, llegando a pensar que la eternidad debía ser como
Brujas: una estación perenne de reposo, siempre gélida y fijas sus agujas y veletas
continuamente en el mismo segundo y mismo viento. Y nuestros pies ensayaban ir
deprisa para no ser apresados de golpe por aquella trampa de silencio sin nadie. Pero
la desvaída eternidad de Brujas nos lo impedía, volviéndonos lentos y tardos como el
hombre que apenas siente que una oleada de cartón le coge la cabeza, invadiéndole
después, gradualmente, todos los miembros. Mas de pronto, de pronto, una especie de

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vago terror y un espanto confuso me clavaron a la revuelta de una sombra, ante los
gritos desencajados que daba un marinero, salido del cartel anunciador del gran filme
ruso de Eisenstein El acorazado Potemkin. ¡Asombroso! ¡El acorazado Potemkin en
Brujas! Es decir, la rebelión, la protesta contra el letargo y el sueño, contra la
monotonía y angustia desesperadas de los días y las cárceles, la exaltación de la justa
violencia y necesaria venganza, la balumba, el tumulto, la muerte a quemarropa, el
odio, la ira; todo esto y lo otro, en aquella ciudad, la más evadida de la Tierra. Yo
sabía que en España, después de muy difíciles gestiones, el filme soviético de la
sublevación del Potemkin había logrado proyectarse, y a puertas cerradas, en la Casa
del Pueblo, y creo que además en una de las últimas sesiones del cineclub que dirigía
Giménez Caballero. Pero, de pronto, lo imprevisto: el Centro Socialista de Brujas se
creó, seguramente, para salvarme a mí contra mis deseos en la noche más fría e
inesperada del mundo. Y entré.
Poco a poco —ya había comenzado el filme—, en los primeros momentos en que
la marinería del acorazado inicia su protesta por la mala comida que recibe y parte de
la tripulación arroja las cucharas contra el suelo, se me fueron dibujando en la
oscuridad y silencio de la sala las diversas posturas de los escasos flamencos que
presenciaban la película. Eran bultos dormidos, informes, clavados el hastío y las
cabezas sobre el espaldar de las butacas delanteras; otros, impávidos, rígidos,
parecían mujeres, buenas hijas y esposas de artesanos brujenses, frías, sin lamentos ni
lágrimas, ausentes, lejos, como si una extraña niebla las aislara de aquel terrible
hervidero de hombres matándose en el mar «por una triste cucharada de sopa». Yo
gritaba dentro de mí, apretando los puños hasta partirme las uñas, solo en medio de
una sala de fardos semidormidos y huecos, presenciando el descenso funeral y
lentísimo de las tropas del zar por la tremenda escalinata de Odessa, sin comprender
el mutismo, la impasibilidad heladora, el letargo desesperante de los que me
rodeaban. Y tuve que acordarme de España, de su sangre bullidora y única, soñando
entonces… ¡ay! «Por una cucharada de sopa», decía el pequeño cartel que descansaba
apoyado en las manos difuntas del marinero cabecilla en el levantamiento del
Potemkin. ¡Por una cucharada de sopa!
Pero esta mañana —Europalia 85 España— he vuelto a Brujas, y en día de
elecciones, conservadoras y pacíficas, sin que se notase nada, ni el más leve tumulto
en la calle, la más mínima crispación o alegría en los ciudadanos votantes.
Tranquilidad, calma, turismo. Una Brujas despierta, con miles de automóviles
ocupándolo todo: plazas, calles, orillas de los tumultuosos canales. ¿Dónde quedó
Brujas, la muerta, y aquella, también, del acorazado Potemkin? ¿Dónde la Bélgica de
las luchas obreras ejemplares de otro tiempo? Banderas nacionales y gonfalones, al
viento de las plazas. Buen vino ligero y flamencotas altas y corpulentas, plácidas y
sonrientes, como en aquel maligno filme de La kermesse heroica. En Bruselas,
nuestros recitales de poesías a dos voces —Nuria Espert y yo— marcharon de
maravilla: un silencio profundo en el auditorio —que no todo era español—,

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terminado en demostraciones entusiastas. Al primer recital asistió la reina Fabiola, la
española, sencilla y afectuosa, subiendo al escenario al acabarse el acto. Extrema
naturalidad y gratas palabras cordiales, siendo despedida, como a la llegada, con
grandes aplausos.
Muchas cosas pretendía abarcar Europalia 85. Nuria y yo nos limitamos a ver las
exposiciones de pintura más importantes, reducidas a muy pocos pintores, cosa
criticable. Una selección de clásicos se exhibía en la titulada Esplendor de España y
las ciudades belgas, entre los que se destacaban, sobre todo, aquel impresionante
Zurbarán del museo de Sevilla, San Hugo en el refectorio, y la escalofriante escultura
Cristo yacente, de Gregorio Fernández. ¡Oh, Dios! ¿De dónde sacamos los españoles
esa poderosa tristeza, esas aguas terribles del pozo de la muerte, ese vivo y lejano
dolor que nos estremece y hace sentirnos atraídos, hasta no podernos despegar de ese
temblor de párpados entornados, que nos penetran, fijos, sobre esos ojos como
mirando desde el más allá… Si el tremendismo español fuera siempre así, no
viviríamos, y eso que lo siguen todavía miles de cuadros religiosos oscuros,
penumbrosas legiones que hacen de la pintura española, hasta Goya, un angustioso
pozo repetido de aguas insoportables. Se echan tanto de menos los culos y las tetas
venecianas, e incluso las flamencas, los desnudos volando en lo cóncavo de las
cúpulas, la maravilla de las fábulas grecolatinas, el Mediterráneo… ¡oh tristeza, oh
temores, oh despiadados siglos de responsos, ejercicios espirituales loyolescos,
rosarios…! Y gritamos: ¡Vivan las ondas de las que surgieron la madre Venus, los
caballos de Poseidón, Galatea…! ¡Luz, luz, canciones y bailaoras gaditanas del
Museo Secreto de Nápoles! Y, sin embargo, yo escribí Sobre los ángeles, un libro
descendidos muchos de sus peldaños en el infierno, pero donde la nebulosa se
concretaba casi siempre en claridad, inspirándome en algunas miniaturas de Los
beatos, aquí, en Europalia 85, expuestos, lo más maravilloso quizá de esta exhibición
del alma endemoniada española. Algunos de aquellos poemas míos están vistos,
gráficamente, en estos ángeles, en esos que se abren en seis alas, y deben volar con
un grave sonido de motor en sordina:

Espíritus de seis alas, seis espíritus pajizos,


me empujaban.
Seis ascuas.

El beato de Liébana y toda la serie de Los beatos se me aparecieron


apocalípticamente entonces, trayéndome ahora aquí, a estas neblinas nórdicas, a pesar
de que hace pocos días lucía un fino sol de otoño.
Solo tuvimos tiempo Nuria y yo para ver dos exposiciones más: la de Goya y la
conjunta de Antoni Tàpies, Eduardo Chillida y Antonio López García. Reconocida la
categoría universal de los dos primeros, la gran revelación para todo el mundo en
Bruselas fue la de Antoñito —como cariñosamente le dicen los que lo conocen—, ese

Página 220
otro realismo tristísimo, angustiante, pordiosero, luminoso, de llorar, que no tiene que
salir de su modesta casa para encontrar la temática más inédita y conocida para sus
cuadros. En estas salas que recorremos, el entrar y salir continuo de la gente revelaba
la curiosidad y entusiasmo por este pintor de los nobles y vulgares apellidos —López
y García—, que él ha convertido ya en egregios.
No pudimos partir sin dejar de visitar a Goya, aquel gayumbo extraño, animal
fino, raro toro sin par, corniveleto, pero suelto y ornado también aquí, en esta
Europalia 85, de banderillas de lujo, encintadas de sangre, en mitad de esta plaza de
lidia, nuestro ancho «ruedo ibérico», que diría Valle-Inclán, prolongado hasta estas
arenas ensangrentadas, de recuerdo imborrable para los belgas. Goya, pintor de la
vida. Goya, pintor de la violencia. Goya, retratista. Pues ese toro que es nuestro pintor
no hay quien lo contenga, ni a tantas leguas de su patria, y anda aquí repartiendo
cornadas a diestro y siniestro, malherido de pena y desastres de España. Y viene y va,
como siempre, de la luz a la sombra, y vuelve y se revuelve, estallante de sol, ya
hundido en la penumbra de oscuridad reveladora, hasta alegre y sarcástico en su
espantosa acometida. Y así arremete de pronto contra el viento, sacudiendo la noche
madrileña, aquí transportada, descubriendo en sus grabados y dibujos de los horrores
de la guerra, la bárbara violencia contra las mujeres, así como la violencia social y
política.

¡Oh luz de enfermería!,


ruedo tuerto de la alegría,
aspavientos de la agonía.
Cuando todo se cae
y en adefesio España se desvae
y una escoba se aleja…

Ahora, en 1985, Nuria Espert y yo tornábamos de nuestros recitales de Bruselas


para seguirlos en Málaga, en Valencia, en Jaén, soportándome la gran actriz universal
mi aleluya constante de cuando recorríamos Italia:

Nuria Espert va de viaje,


siempre con el mismo traje.

Página 221
XVIII
Vuelvo de nuevo a París, ahora casi 83 años de edad. Tenía aún 29 la primera vez que
fui. He venido para la presentación, por la editorial Gallimard, de mis tres primeros
libros de poesías, en versión francesa. Ha entrado ya el otoño, pero con la piel seca y
fría del invierno. No vine preparado. Y me abrigo con cuatro chalecos de lana, que
me veo obligado a quitar, por lo menos dos, en cualquier lugar cerrado que visite. Y
el primero fue el Café de Flore, en donde muy melancólicamente, y ahora entre feos
turistas desconocidos, escribí, para consolarme, estos breves poemas:

Café de Flore. Aquí


conocí yo a Picasso. Y conocí
a Braque, a Laurens y,
cerca, en Les Deux Magots,
a André Breton,
ya sin Dalí.
Ahora, yo solo, aquí,
con 83 años, en París.
¡Oh, L’École de Paris!
Y de cuando en cuando, Aragon,
ensalzando siempre a Matisse.
Un cementerio, ahora, sí,
la Francia que más amo.
Siéntate aquí a mi lado,
Baudelaire.
Un pobre marinero
llora a Tristan Corbière,
mientras Manolo Ángeles Ortiz
canta a mi vera y muero.
Fin de siglo. ¡Dios mío!
Y veo desde los puentes del Sena,
solo y muerto de pena,
mi corazón bajando por el río.

El segundo y minúsculo poema lo escribí, asombrado y contento de que me


dejasen andar por las calles sin interrupción, y no como me sucede por donde quiera
que voy en España:

Hoy, sin firmar autógrafos,


la ciudad es más mía,

Página 222
sus largas, prolongadas perspectivas.
Hoy puedo,
mirar barrer las hojas del otoño
en la mañana neblinosa y fría
de París,
libre, desconocido y, al fin, solo.

Sí, solo por esta vez. Me he sentado también en el Café L’Escurial, en donde me
reunía, hace ya mucho tiempo, con Toño Salazar, el gran caricaturista salvadoreño.
Este café se encuentra en la esquina del Boulevard Saint-Germain y al inicio, creo, de
la rue du Bac. Yo sé que por aquí se va a la rue de Varennes, en donde viví alguna
temporada en casa de los amigos Salzman, que alquilaron unas habitaciones a Delia
del Carril y a nosotros. Delia era nuestra queridísima hormiga, la hormiguita —así
llamada por todos dado su silencioso tesón, su menuda manera de llegar a las cosas
—, que acompañó a Pablo Neruda durante tantos luminosos y también difíciles años.
Delia —ya lo dije y escribí más de una vez— se la presenté yo a Pablo en mi terraza
madrileña de la calle Marqués de Urquijo, en los días en que el poeta chileno
encontró a Niebla, aquella perra enloquecida y silvestre que me acompañó durante
toda la guerra civil y que se perdió —siendo seguramente fusilada por las tropas de
Franco— al tener que ser evacuada, con la familia de María Teresa, de Castellón de la
Plana a Valencia.
A Delia yo la había conocido, por casualidad, una tarde que fui a saludar, en un
barrio elegante de París, a Victoria Ocampo, la gran admirada de don José Ortega y
Gasset, creadora y directora de la revista argentina Sur. No estaba. Me lo dijo una
preciosa, elegante y encantadora mujer que me abrió la puerta, en el mismo instante
en que iba a salir.
—Yo vivo aquí con Victoria. Me llamo Delia del Carril, y soy su gran amiga.
Y en un momento supe por ella misma que estaba emparentada con la familia de
Güiraldes, el ya famoso autor de la novela Don Segundo Sombra, y que era la
exmujer del millonario escritor de vanguardia Adán Dihel, propietario del suntuoso
hotel Formentor, uno de los más bellos en la isla de Mallorca. Dimos juntos una
vuelta por París, y nos vimos también en días sucesivos. Delia pertenecía a una de
esas ricas familias argentinas que hacían sus viajes a Europa llevando consigo una
vaca, pues consideraba que la leche en este viejo continente no era de la misma
calidad que la que fabricaban en sus ubres las vacas argentinas.
Pero Delia quería marcharse de París, pues andaba muy escasa de dinero, y no
sabía adónde ir. Yo le dije que tal vez en España, recén llegada la República, la vida
sería para ella menos cara.
—¿Tú lo crees, mi hijito? Ando muy mal de plata…
—Verás como sí —le aseguré.

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Y a los pocos días apareció Delia en Madrid, instalándose en no sé qué barrio
lejano. Delia era pintora, cuando podía. Discípula de André Lothe, en París, y gran
amiga de Fernand Léger. Muy distraída y ágil como un grumete marineando por un
mástil. Adoró en seguida a Pablo, penetrando, con su delgada voz de tiple, pues
cantaba maravillosamente, en el círculo noctámbulo del poeta, en el que se rendía el
más fervoroso culto al tinto, al chinchón y al whisky, mezclado con las bromas,
relatos y escenas teatrales, representadas sobre todo por Federico García Lorca y
Acario Cotapos, un genial compositor chileno, quien accionaba, más que escribía, su
música, un verdadero juglar innovador, divertidísimo y lleno de sorprendentes
ocurrencias. Federico y él eran los contertulios principales que se hacían los dueños
de la noche. Esas hoy tan distantes noches nerudianas las llenaban además el pintor
Manuel Ángeles Ortiz, Luis Rosales, Maruja Mallo, Raúl González Tuñón, el
escultor Alberto, Pepe Caballero y el recién llegado de Alicante Miguel Hernández.
Entre todas las bromas y divertimentos, el peor era el de llamar por teléfono a Juan
Ramón Jiménez haciendo burlas de su Platero y ridiculizando la repetida multitud de
malvas, violetas, rosados y amarillos con que rellena acuarelando su poesía. Era el
momento en que Pablo creó e impulsó la revista Caballo verde para la poesía,
mientras nosotros, otro grupo entre los que se encontraba entonces hasta Luis
Cernuda, lanzábamos la muy comprometida revista Octubre. Pero cuando, de pronto,
reventó la sublevación militar del 18 de julio, Neruda…
Después de la guerra civil española y de la expedición, organizada por Pablo, del
Winnipeg, nave que transportó a más de 3000 soldados, casi todos especializados en
la pesca, sacados de los campos de concentración franceses, ya el camino directo de
Pablo Neruda hacia el Partido Comunista se le aclaró y precipitó hasta ingresar en él,
culminando su entrega total en llegar a ser elegido senador por dicho partido.
Entonces ya era Delia reconocida por todos como la Hormiguita, alcanzando por su
fervor político, su claridad, dinamismo y gran entusiasmo a merecer ser llamada
cariñosamente el ojo de Molotov o, más abreviadamente el ojo de Molo. Acompañó
siempre a Pablo en todos los viajes, y en su largo exilio interior, cuando fue
perseguido por el presidente de Chile, aquel que había sido su gran amigo, Gabriel
González Videla.
Pero siempre recordaré a Delia dentro de sus grandes distracciones, su cabeza
aparentemente en las nubes, hasta llegar un día, como aquel de París, cuando
vivíamos juntos en el Muelle del Reloj, en que se puso alrededor de los ojos, en vez
de rimmel, una especie de antifaz blanco hecho con la pasta de dientes. Sí, Delia era
graciosa, divertida y aérea. Pero cuando le sobrevino su gran catástrofe sentimental,
ella, tan frágil y delicada, se transformó en la Hormiguita fuerte y valerosa, yéndose
de Chile, atravesando de noche la cordillera de los Andes en el auto de un amigo,
presentándose en la ciudad fronteriza de Mendoza, adonde fui yo a recogerla, para
traérmela, en tren, a Buenos Aires.

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Jamás protestó, siempre fue callada y comprensiva en su tragedia. Pasó con
nosotros aquella temporada en París para reafirmar su decidida, aunque dispersa
vocación pictórica, partiendo luego para Chile, continuando en aquella casa, que era
suya —Los Guindos—, que plenamente compartió con Pablo y en donde vive aún,
con más de 100 años, como una antigua y rara flor de los bosques, pintando y
dibujando sobre todo unos inmensos caballos pampeanos, esos mismos que al fin la
tomarán un día entre sus crines y la transportarán al más extenso de los cielos,
fijándola como una de las estrellas más brillantes en alguna constelación no muy
lejana de la Cruz del Sur. Para una de sus exposiciones en Buenos Aires le mandé
este pequeño poema:

Delia, Delia en los días más felices de España,


Delia en los tristes y claros de la guerra,
Delia tocada siempre de la gracia, Delia tan bella siempre,
esbelta Delia y flor de único tallo siempre indoblegable.
Delia ayer.
Delia hoy
en nuestro corazón ante el asombro
del viento juvenil de tus caballos
que te levantan, Delia, oh Delia, a cumbres,
llevados por el soplo
de tu segura mano arrebatada.

Simultáneamente a esta época, yo vivía exiliado en Argentina, aún sin pasaporte


español, pudiendo viajar únicamente al Uruguay, a mi casa de Punta del Este, cuyos
extensos pinares solía yo recorrer montado en una ágil bicicleta francesa. Yo no fui
de chico ningún buen ciclista, porque cuando estudiaba en el colegio de El Puerto
apenas si aprendí a montar en ella, pues la que podía usar siempre era prestada y por
pocas horas. Luego, por fin, muchísimo más tarde, tuve esta bicicleta, enteramente
mía —que no era ni una Bianchi y mucho menos una Peugeot, sino una Colomb, tal
vez una marca menos conocida—, que me regaló un grande y ya fallecido amigo, el
culto y entusiasta hispanista argentino Luis Peralta Ramos. Nunca he sido un poeta
más enloquecido y feliz que entonces, jamás escribí más dinámicos y fugaces poemas
por los caminos y las playas. La canté en uno que se llama «La bicicleta con alas», y
la bauticé con nombres sorprendentes:

Carlanco de los bosques.


Estrella voladora de las hadas.
Telaraña encendida de los silfos.
Margarita bicorne de los prados

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etcétera. Cuando tuve una casa de madera, que llamé La arboleda perdida, en los
bosques de Castelar, a 40 kilómetros de Buenos Aires, siempre salía, seguido de mis
dos perros vagabundos, el Alano y la Diana, a comprar mis provisiones en unos
almacenes distantes, deteniéndome, como siempre, a escribir nuevos poemas,
sugeridos por su carrera alada y arcangélica, ciclista yo abstraído, cortando el aire de
tan tupidos y callados bosques como aquellos de Castelar. Todos mis versos sueltos
de la serie Arión, de mi libro Pleamar, se los debo a mi bicicleta. Nada ni nadie había
como ella ni persona más joven y dichosa que yo, y eso que ya mi edad pasaba de los
50 años. Después de haberme caído y fracturado un pie por una montaña de Rumanía,
pensé que ya mi bicicleta no me llevaría más por los bosques y litorales como antes.
Pero no fue así. El pie se me recompuso y pude recorrer nuevamente los paisajes que
tanto amé en el Uruguay lo mismo que en la República Argentina. Quizá sería mejor
—¡quién sabe!— que desapareciese yo algún día, más que en un avión, remontando
en aquella bicicleta luminosa y alada de mi poema. Pero, no. Cuando tuve que dejar
mi Río de la Plata, le dije entonces, casi llorando: ¿Cómo te voy a llevar a Roma, y
sobre todo después de saber que, además del Papa, tiene siete colinas muy altas y
empinadas para mis pies, que hoy ya van a cumplir 63 años?
Matilde Urrutia, la segunda gran compañera de Neruda y también al fin una
queridísima amiga mía, murió de un cáncer, no hace mucho, en Santiago. Albertina,
la de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, vive aún, casada con un
conocido poeta, vendiendo y publicando las juveniles cartas amorosas de Pablo. Solo
Delia del Carril, la Hormiguita, sigue sola allí, en Los Guindos, pintando siempre sus
caballos.

Página 226
XIX
¿Adónde me trajeron mis hados, los vientos que me llevaron veloces en estos años
cimeros de mi vida?

Aquí, junto al mar latino,


digo la verdad:
siento en roca, aceite y vino,
yo, mi antigüedad.

Fue nuestro prodigioso Rubén Darío quien, antes que nosotros, descubriera el
Mediterráneo —cantando desde la isla de Mallorca los mismos pinos, olivos y
viñedos, los mismos oleajes y cielos azules de esta bellísima isla helénica en que de
pronto me encuentro—, abriendo su sangre india para que le entrase a raudales la
cultura grecolatina, esa misma que nosotros ahora, poetas de casi todo el mundo,
hemos venido aquí a proclamar como una de las mayores fuentes de nuestra vida y
pensamiento.
En cuanto a lo que a mí de esto me toca, repito por millonésima vez que soy del
mar de Cádiz, ese mar que, después de las Columnas de Hércules —Gibraltar—,
toma el nombre de océano Atlántico; que El Puerto de Santa María fue fundado por
Menesteos, nombradísimo héroe de la Ilíada, navegante tal vez en la expedición de
los argonautas; que mi infancia está llena de los más bellos mitos arribados a aquellos
litorales, uniéndome para siempre al sueño civilizador de esta misma cultura, que
aquí venimos a reconocer e iluminarnos de ella, bajo aquel mismo sol, aquellos
mismos pinos, viñedos y cipreses mallorquines que cantara Rubén Darío.
Porque estamos en Corfú, la isla donde Ulises fue recibido y halagado por
Nausica, la hija del rey Alcinoo, en su viaje tumultuoso de aventuras hacia Ítaca y en
la que Gerard Durrell, hermano del autor de El cuarteto de Alejandría, atormentó y
divirtió a su familia, con toda clase de animales, que amaba, entre los que se hallaban
buitres, pelícanos, ibis y monos, perros, tortugas, acompañados de la salamanquesa
Jerónimo, la gaviota Alako y toda clase de insectos. Mi familia y otros animales tituló
Durrell su enloquecido libro.
El VIII Congreso Mundial de Poetas fue organizado bajo el alto patrocinio de la
ministra de Cultura y Ciencias de la República Helénica, Melina Mercouri, nuestra
admirada y gran actriz de otros días (que no asistió, por cierto, a la solemne sesión
inaugural, como tampoco los grandes poetas griegos Yannis Ritsos y Nikoforos
Vrettakos, cuyas alocuciones no fueron leídas). Abrió el acto de inauguración del
congreso, en una sala del hotel Hilton Corfú —famoso porque todos los aviones del
vecino aeropuerto de la ciudad pasan día y noche su estruendoso estrépito sobre las
cabezas insomnes de los huéspedes—, el presidente y gran poeta Leopold Sédar

Página 227
Senghor, quien en su discurso avecinó el mismo sol que baña toda la cultura
mediterránea a la negritud del Senegal, en donde él ocupó la presidencia varias veces,
proponiendo incorporar la cultura china, madre, como Grecia, de toda la cultura de
Oriente. Mimmo Morina, del secretariado internacional, agradeció y expuso el
programa de trabajo. Dos españoles, poetas los dos, pertenecen al Comité
Internacional: Odón Betanzos Palacios, por Estados Unidos y España, y Justo Jorge
Padrón, el joven lírico de las islas Canarias, cantor de aquellos mares. De tantos
poetas que han llegado conozco a muy pocos: de Francia, a Guillevic y Couffon; de
Italia, a Luzi y Sanesi; de Portugal, a Andrade; de España, además de los citados, a
Jiménez Martos, y de Chile, a Humberto Díaz Casanueva. Los demás…

Como los gritos iban en aumento, a medida que se aproximaban, que las
gentes que no cesaban de llegar se precipitaban de prisa hacia aquellos que
no paraban de gritar, volviéndose el clamor más resonante según aumentaba
su número, Xenofonte creyó que sucedía algo inusitado, y saltando sobre su
caballo tomó con él a Lykios y sus caballeros, lanzándose a la carrera. Mas
he aquí que de pronto escucharon a los soldados que gritaban: «¡El mar, el
mar!». La palabra corría de boca en boca. Todos recobraron entonces el
aliento…

Uno de los mayores aciertos del congreso fue la presentación de la poesía


dedicada al mar, en una limpia edición titulada en griego Thalatta, es decir, El mar.
Los poetas que figuran en ella son de diversas procedencias: europeos, africanos,
americanos del Norte, latinoamericanos, asiáticos, orientales, algunos de ellos
presentes aquí, en Corfú. Quiero nombrar a los que conozco: Borges, Octavio Paz,
Lawrence Ferlinghetti, Günter Grass, Pierre Seghers, Yourcenar, Ritsos, Senghor.
Unos poetas con su presencia y otros solo con sus poemas en las páginas de este libro
nos sentimos aquí desembarcados,

aquí —como dice Giancarlo Vigorelli, prologuista de Thalatta—, en el mar de


Grecia, donde el archipiélago mágico de sus islas es ya una corona
misteriosa intacta de palabras, de versos, de ecos, oyendo que en el interior
de cada una de las conchas de estas playas los dioses hablan hoy todavía…

Es verdad que aquí hablan y cantan las caracolas y cuentan las mil y una historias
de aquellos claros dioses para todo, antes del Cristo que los derribara, aunque Palas
Atenea, la diosa de los ojos claros y la sabiduría, salvara esta civilización para la
inteligencia, y la flauta campestre de Pan y la lira de Apolo, ante el nacer desnudo de
Afrodita del blanco de las ondas, la salvaran para la poesía.

Página 228
Pero la poesía no se halla solamente en las reuniones de trabajo de un congreso. Y
menos en Corfú, isla de una naturaleza estallante, en donde el viento puede hallar
infinitos árboles para mover y recrearse en su sonido.
Subiendo íbamos una mañana un empinado paraíso de olivos, pinos, cipreses,
palmeras, almendros, abrazados sus troncos de adelfas, velintonias, oscuros
romerales, ofreciéndose a nuestros pies las plantas más aromadas y rastreras,
subiendo íbamos —digo— cuando allá, en una cúspide solitaria, un vertiginoso
acantilado que se hundía en el mar, apareció, como surgido de la roca, un hombre
pequeñito, para vendernos un cucuruchillo de papel lleno de almendras, que le
compramos, conmovidos, por unos cuantos dracmas. Poco después alcanzábamos la
roca de Paleokastritsa, caída a pico sobre el mar, cuya costa dibuja seis primorosas
bahías, formando las tres primeras como un perfecto trébol florecido de espumas. Por
allí, según se cree, se encontraba el palacio de Alcinoo. Pero arriba, hoy, fulge el
monasterio ortodoxo de Paleokastritsa, rutilante de cal, de transparentes sombras
azuladas, con sus campanas como suspendidas de un firmamento ultramar, tirante y a
punto de quebrarse bajo el sol de las doce. Si el nuestro de La Rábida no se hallase al
nivel de la tierra, este encalado monasterio, de alto cielo y perfilada arquitectura,
patios floridos y repetidas azoteas, tal vez hubiera sido pisado por las plantas del gran
almirante Cristóbal antes de haber andado sobre la mar océana en busca de aquellas
ansiadas Indias de su magna equivocación. Pero por este mar bogaron los fenicios,
los argonautas de Jasón… Y en la mitad del cielo se me abren aquellas páginas
traducidas de la editorial Prometeo, que dirigía Blasco Ibáñez, y se me agolpan en
tropel los héroes de la Ilíada, las aventuras de Odiseo, con Los idilios, de Teócrito —
¡Acis y Polifemo y Galatea!— y Antígona y Orestes, acompañados con los ecos
pastoriles de las flautas de Dafnis y Cloe… Y en medio de esta clara mañana se me
viene a los ojos la imagen de un poeta griego, Seferis, que me presentó en medio de
una calle de Roma un viejo y querido amigo, al que no veía desde hacía mucho
tiempo, Gustavo Durán, sobre el que cayeron después toda clase de sospechas y
acusaciones, que yo no quiero ahora saber, pues mi amistad de otros años no está
contaminada de cosas que echan nubes y telones de sombra sobre él. Gustavo amaba
Grecia, tanto, que cuando murió en estas tierras, bañadas de gloria, pidió ser
enterrado bajo los olivos milenarios de Creta. Y allí está todavía. Es verdad que su
belleza apolínea lo llevó a ser modelo del Poema del Atlántico, que un pintor, un gran
pintor canario del novecientos, Néstor Martínez de la Torre, ya muerto, dejó sobre los
muros del Museo de las Palmas, junto también a su Poema de la tierra. Gustavo era
músico, muy buen compositor y pianista. Mi Marinero en tierra, junto a canciones
musicadas por Ernesto y Rodolfo Halffter, incluye una suya titulada Salinero.
Durante la guerra civil española se convirtió en un valiente soldado, un organizador
ejemplar, alcanzando el grado de coronel del Ejército republicano. Era quizá el jefe
más odiado por todos los franquistas. Cuando la traición del coronel Casado en
Madrid, pudo salvarse —él se encontraba entonces en el frente de Levante— en un

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barco inglés que lo llevó a Inglaterra. Creo que en Londres, en casa de una familia
aristócrata que le dio asilo, conoció a una bella muchacha, llamada Bonté, sobrina de
un diplomático norteamericano, con la que se casó y tuvo dos lindísimas hijas. Ya en
Estados Unidos, fue perseguido por el macartismo. Estuvo luego en Cuba, en Chile y
Argentina… Le perdí la pista. Pasé largo tiempo sin saber dónde se encontraba. De lo
que más tarde se dijo de él yo no sé nada comprobable y prefiero no saberlo… Solo
puedo decir que un día, en Roma, se me presentó una hija suya para que le contase las
muchas cosas que, según ella, yo sabía de su padre. Le conté solo lo que realmente
conocía, de antes de la guerra, de la guerra y de un poco después. La hija se llamaba
Luz. Todo lo anotó detalladamente en un cuaderno. Quería mucho y admiraba a su
padre. Triste, bella, dramática y extraña la vida de Gustavo Durán. Uno de los
personajes de L’Espoir, la novela de André Malraux sobre la guerra española, es él,
de quien se podrían contar muchos más episodios novelísticos. Su madre se
encontraba loca en el manicomio de Ciempozuelos. Cuando al coronel Durán,
durante la defensa de Madrid, le tocó tomar aquel lugar, el manicomio estaba ya
vacío. Todos los locos se habían escapado, cruzando la línea de fuego, al frente uno
que portaba una gran bandera monárquica. Y su padre, un hombre muy apuesto y
gentil, al saber que se había perdido la guerra, temiendo por la suerte de su hijo
Gustavo, se metió en el baño y se cortó las venas. Ahora, repito, Gustavo Durán, el
que puso música a una canción de mi Marinero en tierra, sigue enterrado bajo los
olivos milenarios de Creta. Y yo, en Corfú, no muy lejos, me he acordado de él en
medio de este encuentro de poetas de todo el mundo.
El viernes 4 de octubre había acabado ya el congreso. Eran las cinco de la
madrugada cuando un avión cargado de malhumorados y maldormidos poetas
levantaba el vuelo en Corfú hacia un velado amanecer del sol sobre las asombradas
columnas de la Acrópolis. Un autobús para los congresistas esperaba a la salida del
aeropuerto, al mando de una profesora turística que iba poniendo nombres a cuantos
edificios, antiguos o modernos, aparecían al paso de los motorizados congresistas. Se
presentía que nos dirigíamos hacia la Acrópolis, con nuestras maletas todavía sin
descargar. Antes de comenzar la cabruna ascensión, la profesora nos reunió a todos
en una pequeña explanada, dándonos una larga y elemental explicación sobre las
ruinas y despojos que íbamos a visitar. El sol ya había del todo remontado, y las
columnas decapitadas y los frontones mordidos del Partenón, los pórticos rotos, las
piedras derribadas, el grito de los dioses, entre el patear invisible de los caballos, el
llanto de la procesión interrumpida de las canéforas, todo bajo un más alto sol que ya
cegaba, me trajo al corazón aquellos versos iniciales de nuestra famosa elegía
sevillana:

Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora,


campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo…

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La ascensión a lo más subido de la Acrópolis se hacía lenta y pesada. Hubiera
sido mejor llegar, al fin, al British Museum, al Louvre, a tantas conocidas cuevas de
ladrones y con todo lo inmenso desposeído, recuperado, ir recomponiendo esta
maravilla, obra del poderoso y divino genio helénico, perteneciente hoy a toda la
humanidad.
Por la noche hubo una conferencia de prensa, a la que solo respondió Senghor, al
lado —ahora sí— de la fuerte y aún bella ministra de Cultura y Ciencias de la
República Helénica, Melina Mercouri. Se habló de unas vagas conclusiones del
congreso, que esperamos ver publicadas, y se decidió que el del próximo año se
celebraba en Florencia.
En 1934, regresando, en un barco de la Unión Soviética, visité por primera vez la
Acrópolis, que pude ver con más emoción y claridad, pues los edificios no se
hallaban embalados con andamios, como ahora.

El azul de los griegos


descansa, como un dios, sobre columnas.

Después de una breve estancia en París, terminó mi viaje haciendo un recorrido,


como ya he dicho, por Norteamérica, México, Panamá, Cuba y algunas otras islas del
Caribe, dando comienzo entonces a un extenso poema antiimperialista, el primero
que se escribió en lengua castellana: 13 bandas y 48 estrellas.

Página 231
XX

Luis Buñuel,
cuando viene a Madrid,
vive siempre en el piso
número 26 de esa pálida torre.
Desde aquí puedo verlo.
Qué bruto y genial es,
lo mismo que aquel viejo inmortal sordo
que se metía en la cama
con la joven duquesa
sin sacarse ni el barro de las botas.
Luis: te irás al infierno, en el que crees,
y ni siquiera Dios tendrá influencia
como para salvarte.

Sí, desde mi también alta casa de la calle de la Princesa puedo mirar la Torre de
Madrid, aquella en cuyo piso 26 Luis Buñuel me recibió una vez, en los días en que
le escribí ese pequeño y divertido poema.
—Ven, por favor, tú solo, sin nadie. No puedo soportar más de dos voces —me
suplicó por teléfono.
¿Cuánto tiempo que no le veía? ¿Desde París, después de la II Guerra Mundial,
en el hotel L’Aiglon? ¿Desde antes, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas de
Madrid, al mes siguiente de la insurrección militar?
—De todos modos, Luis —le dije, no más abrirme él mismo la puerta—, vengo a
saludarte, a darte un gran abrazo, únicamente como antiguo hermano de la Orden de
Toledo.
—Aunque ni tú ni María Teresa erais hermanos fundadores —me atajó,
precisando, con una muy particular cadencia aragonesa—, pues no fuisteis admitidos
hasta algo más tarde… Fundadores eran García Lorca, Salvador Dalí, Pepe Moreno
Villa, Ernestina González, no vosotros.
—Lo sé, lo sé. No lo he olvidado.
—Y bien pudisteis dar las gracias a Dios —continuó, muy en serio—, pues
fuisteis aceptados en la Orden sin pasar por el grado de aprendiz de escudero, que
también había…
—Como también había —seguí yo— invitado de invitado de escudero…
—Y hasta grados mucho más menores… ¡Qué bien te acuerdas!
Era algo mágico y maravilloso. Nos hospedábamos en la Posada de la Sangre,
donde Cervantes escribió La ilustre fregona, lleno su patio, casi siempre, de dormidos
arrieros, que descansaban, roncadores, de su constante trajinar por los campos

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toledanos. Pasada ya la medianoche, salíamos todos los hermanos de la orden,
llevando las sábanas de dormir enrolladas bajo la chaqueta. A esas horas las calles de
Toledo parece que se estrechan y alargan, no adivinándose el final, llenas de
oscuridad y silencio. Llegábamos a la plaza de Santo Domingo el Real, en donde está
una de aquellas iglesias toledanas que en la noche son como descendidas de algún
anubarrado y misterioso firmamento del Greco. Buñuel, casi siempre, ya que era el
cofrade mayor, hacía del más alto y principal fantasma, rodeado de los demás, todos,
como él, cubiertos por las sábanas, en el instante en que se encendían las ventanas de
un convento de monjas, llenándose aquella oscuridad, temerosa y escalofriante, de
monótonos cantos y oraciones.
Le recordaba yo a Buñuel aquellas fantasmagóricas noches toledanas, como
también algunas de sus feroces bromas, entre otras, la de lanzar, a la madrugada,
grandes cubos de agua bajo la puerta de las celdas donde dormían Federico, Pepín
Bello o Dalí… ¡Tiempos gloriosos en la Residencia madrileña de Estudiantes!
—¡Chico! —me interrumpió, entusiasmado, atenta la mirada, con esa expresión
fija, escrutadora, de los sordos—. ¡Qué maravilla que me estés recordando ahora todo
eso después de más de cincuenta años! ¡Qué bueno! No nos hemos renovado en nada.
Seguimos hablando de lo mismo.
—Pues de esto otro, Luis, te acordarás ahora mejor que yo: cuando a instancia del
público respondiste desde tu palco, al estrenarse Un perro andaluz en aquel cine-club
que dirigía Giménez Caballero: «Se trata solo de una llamada, una desesperada
llamada al crimen».
—Bueno…
—Mucha gente se aterró, otros aplaudimos… Y hasta me acuerdo de aquel poema
que publicaste en la revista Horizonte. En él había un verso que decía:

Violines, señoritas cursis de la orquesta.

Se ríe, halagado de mi memoria.


—Por ti conocimos, Luis, en aquellos años, las primeras películas de vanguardia
(antes que esta palabra se pervirtiese como ahora) que tú traías de París a la
Residencia: El gabinete del doctor Caligari, Entreacto, La concha y el clérigo, El
hundimiento de la casa Usher, Nada más que las horas… Los nombres de René
Clair, Germaine Dulac, Epstein, Cavalcanti, audaces autores de aquellas primeras
películas inaugurales, se desplegaban ante nuestros ojos en un desfile de metáforas
sorprendentes, muy en consecuencia con la poesía y las artes plásticas del momento.
Nos entusiasmaron las maestras realizaciones de Dreyer (Juana de Arco), de Fritz
Lang (Metrópolis), de Eisenstein (El acorazado Potemkin)… Y el nombre de Buñuel
ondeaba como un estandarte, entre nosotros.
»Es verdad, Luis. Tienes razón. No nos hemos renovado en nada. Aquellos
maravillosos años circulan aún por nuestras venas, fecundándonos, cegándonos con

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deslumbrador recuerdo.
Aunque Luis Buñuel pareciera de pronto brusco, tajante, inflexible en su manera
de hablar, era tierno y hasta infantil, de un buen humor casi constante, que le llevaba
a uno a quererlo entrañablemente. Yo he sentido hasta las lágrimas que nuestra vieja
amistad de aquellos años antes de la guerra civil española se rompiese, se alejase
durante tanto tiempo, sabiendo solo de él por sus películas, que no siempre se podían
ver con frecuencia. En mis años italianos, de permanencia en Roma, fue cuando pude
asistir al estreno de algunos de sus últimos filmes, todos ellos obras maestras en la
sorpresa, la gracia, la violencia, la poesía…
Pero ahora…, Luis, Luis, ¿en dónde estás? Difícil fue en mi largo destierro
encontrarme contigo, poseer una imagen completa, grande de ti. Mas… ¿Qué sucede
de pronto? ¿Qué largo y ensordecedor estrépito se escucha? Se estremecen las playas
del Lido de Venecia. No se sabe qué pasa. ¿De dónde ha podido arribar este estruendo
que hace temblar los muros y casi saltar los vidrios de las ventanas? Los venecianos,
los turistas, las gentes que han venido para el festival cinematográfico se miran
extrañados, se preguntan, sin comprender de dónde, así, de pronto, en un pacífico
lugar de veraneo, ha podido llegar aquel tremendo retumbar de guerra. Solo yo y
unos pocos españoles que asistimos a la bienal comprendemos al fin. Habíamos oído
algo. Pero no estábamos seguros. Son los tambores de Calanda, los bravos
tamborileros del pueblo donde nació Buñuel, que han venido a Venecia, de acuerdo
con el Commune de la ciudad adriática y el ayuntamiento de Zaragoza. ¡Qué ruidoso
homenaje para el cineasta aragonés, para su gran sordera, estos tambores que él amó
y que solía tocar él mismo cuando volvía a su pueblo! ¡Venecia! ¡Calanda! Como
digo, los veraneantes del Lido, los asistentes al festival cinematográfico no
comprendían nada. Era como el anuncio de un maremoto, algo catastrófico que se
avecinaba en medio de una fiesta como aquella, lejana de todo conflicto bélico.
¡Cuarenta tambores, desgajados de los más de 1000 que acompañan en Calanda la
noche solemne y agónica del Viernes Santo! Llevaban los tamborileros túnica
morada, como la de los penitentes encapuchados de las procesiones andaluzas. No los
dejaron entrar así vestidos en el hotel Excelsior. Pero entraron, al fin, en mangas de
camisa, hombres de todas las edades, que abarrotaron el bar del hotel, convirtiéndolo
en el acto en una plaza popular de Calanda, llenándolo de gritos, de canciones, de
punzantes letras de jota, de alegría. El nombre de Luis Buñuel resonaba por todas
partes. En numerosos carteles destacaba por los muros de las calles del Lido, mientras
a la mañana, al mediodía, a la tarde, a la noche, se proyectaban, como homenaje del
festival, todas sus obras. Así pude yo ver tantas que me faltaban, en salas repletas de
espectadores, con la protesta fuera, en largas colas, de los que no podían entrar.
Luis, ahora hace poco más de un año que moriste. Yo, tan solo un simple hermano
—«no fundador» como recalcaste— de la Orden de Toledo, te estoy recordando
frente al mar, junto a los canales deslizados de góndolas, tantas con parejas de
amantes que sueñan con una bella noche de amor veneciana, mientras que tú, «ateo,

Página 234
gracias a Dios», como te confesabas, estoy seguro que no te encontrarás en el
infierno, al que temías, sino en algún desconocido espacio, oyendo unos azules
tambores celestiales que te hayan hecho despertar la sordera que tanto te alejó y
atormentó, como a Goya, tu genial paisano, tan fino, tan delicado, tan violento y tan
brutal, a veces, como tú.

Página 235
XXI
No hace mucho, tanto en Madrid como en Valencia, presentándose mi Alberti para
niños, antología preparada —igual que la de Dámaso Alonso y la del también poeta
vasco Gabriel Celaya, tan escondido hoy— por María Asunción Mateo, casi me tapé
el rostro con una media máscara, exaltada por una larga cresta verde y roja y me
lancé a pregonar el prólogo de La pájara pinta, discurso jitanjafórico ritmado, hecho
todo de expresivas palabras inventadas, que tratan de explicar, sin explicarlo, el
argumento de la obra.

¡Atención!
El gran don Pipirigallo,
danzarín titiritero,
farsante y farandulero,
va a explicar con su puntero
la función.
¡Atencióóóóón!
¡Kikirikí!
Verdolari lari río
río ric.
¡Kikirikí!

Éxito, éxito, éxito, gran barullo entre los niños y niñas de todas las edades.
Emoción del Pipirigallo, a pesar de sus ya ochenta y tres espolones. Alabado en
todos los colegios, su nombre luce sobre la puerta de muchas aulas infantiles.
Pipirigallo tiene ya tantas calles dedicadas a él en medio del sol de Andalucía: en
Fernán Núñez, en Dos Hermanas, en El Puerto, en Marbella, en Manilva, como
también en Vallecas, Legazpi, Las Rozas, Guadarrama y allá más lejos, en La
Coruña… Calles, algunas anchas, hasta con farmacias y alegres bares en donde
beber un vaso de buen vino. Y los niños le escriben, mandando a don Pipirigallo
poemillas, dibujos coloreados de una inesperada invención, cartas glosando sus
versos, como las coleccionadas por Antonio García Teijeiro, joven y entusiasta
maestro de un colegio de Vigo. «Ya tengo el billete de avión», me dice, «para verlo y
escucharlo de nuevo». Y el gran don Pipirigallo salta de alegría y piensa, entre
alusiones a Juan de las Viñas, doña Escotofina, don Diego Contreras y el arzobispo
de Constantinopla que se quiere desarzobispoconstantinopolitanizar, piensa, digo, en
un pipirigallesco sobrino que tiene, Rafaelito, un chico alto de cabeza bella y
extraña, un dibujante consumado a sus escasos 12 años, inventor de historietas
maravillosamente diseñadas, creador de una revista —La voz de la clase—, que él
mismo se compone, en un solo ejemplar; que vive obsesionado por los ordenadores,

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inventando múltiples problemas, juegos y figuras; exaltado y nervioso y al mismo
tiempo puro y arcangélico, piensa, digo, en él y lo ve como un excepcional personaje
de un nuevo guirigay de nuestro tiempo, bellísimo y audaz, laberíntico y terrible.
Alberti, eres un tonto, y lo que has visto te ha hecho dos tontos. A ver si vuelves
otra vez a ser de nuevo un solo tonto. Esto me lo escribe un niño —con alguna
intención, pienso— del colegio León Felipe, en Castilleja de la Cuesta (Sevilla).
En verdad que vivo anonadado y remordido. No puedo responder a tantas cartas,
a tantos poemas y dibujos como recibo. Indudablemente, me estoy entonteciendo.
Desde las hojas y ramas de esta Arboleda perdida, os respondo a todos, chicos y
grandes, y os doy mi corazón, lleno de sonajas, ya algunas con sordina, señalando
con mi puntero a cada uno de vosotros en el ancho tablero alzado de todo el mapa de
España, hoy enfebrecida por el referéndum de la OTAN, gritando al mismo tiempo
con Pipirigallo:

¡Kikirikí!
Grito NO,
no grito SÍ.
Yo nunca gritaré SÍ.
¡Kikirikí!

¡Oh, se me ha roto el pantalón! Muy buenas noches, Mary.

Cierro los ojos y me miro hacia dentro y veo esas múltiples manchas de colores
que, como jugando, giran, se aumentan, se disminuyen y a veces, hacen aparecer, ya
muy claro o confuso, una cara, una faz, tantas veces de mujer, que uno quisiera
identificar, pero que se va convirtiendo en un rostro de hombre o en algo indefinible a
la más ligerísima contracción de los ojos, siempre cerrados. Se acercaba la Navidad,
y por aquellos lejanísimos días íbamos a los pinares de Valdelagrana a cortar ramas
del oloroso lentisco para el ya casi construido Nacimiento, lleno de pastorcillos y
ganados minúsculos entre la nieve pintada a brochazos sobre los montes de papel de
periódico engrudado y las estrellas plateadas y de otros colores, pendientes del techo,
o cielo fingido con gasas azuladas, todo ello de una mágica e infantil fantasía… Pero
en medio, aquí, ahora, apareces tú, muerta el pasado año, tú, tan besada por mí en las
mañanas de hace más de sesenta, recorriendo luego, al anochecer, las azoteas, los
terrados, oyendo las conversaciones que salían de las chimeneas, veladas por el humo
de las cocinas. Oh, sí, yo quisiera, durmiendo, recordaros, antes de que me vaya
dejando la memoria, partiendo de mi frente, llevándose todo ese inmenso tesoro que
aún conservo, y surge, vivo, al más leve conjuro, como ahora, que quisiera salir esta
mañana temprano, muy temprano, antes de las siete, para llegar puntual a la misa del
colegio y confesarme con el reverendo padre Lambertini y contarle en voz muy baja
y vergonzosa los sabrosos pecados conmigo mismo, ya por las azoteas o entre el

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temblor caliente de las sábanas. Mas veo, de pronto, claramente, que las letras de mi
escritura no han cambiado mucho desde 1923, perfilándose en ellas, aunque
escondidos, los rasgos de la caligrafía que más tarde había de perfilar en mis
liricogramas.
No quiero dejar de atraparos, breves o largos sucesos, sobresaltos o sensaciones
de este día, desde esa madrugada coquinera de un 16 de diciembre en que mi madre
me echó al mundo en medio —me lo contó ella luego tantas veces— de una grande e
inesperada tormenta.
Celebraba mis primeros cumpleaños, ya próximas las vacaciones navideñas,
comiendo las castañas calentitas, compradas a la vieja de la esquina, y los dulces
turrones de Cádiz, anticipo de la cena que después de la misa del gallo festejaríamos,
ya con sueño, en familia, con los otros hermanos.
Ahora miras al techo y ves algunas diminutas estrellas luminosas pegadas en él.
Pasaron muchos otros cumpleaños sin poder celebrarlos, anodinos, sin día ni noche
propios, no como aquellos 16 de diciembre de nuestra guerra civil, ya en el frente de
El Pardo, en su palacio, aquel mismo que después fue vivienda de Franco, o en la
Alianza de Intelectuales Antifascistas, disfrazados con los muchos fantásticos trajes
que guardaban los marqueses de Heredia Spínola en unos viejos armarios arrumbados
en el tercer piso. ¿Quién podrá olvidar a Luis Cernuda, vestido de caballero calatravo;
al poeta negro Langston Hughes, con traje y colorida capa de rey negro; a León
Felipe con gorro y uniforme de Gran Duque Nicolás, etcétera? Mientras, llovían los
obuses sobre el Madrid a oscuras de una noche cualquiera de su tenaz defensa.
Los 39 años los cumplí ya en El Totoral. Pero allí era verano, muy lejos del
ambiente navideño de Europa. Se encendía en el viejo salón de la quinta de Aráoz
Alfaro, el árbol de Noel, colgado de regalos y visitado a toda velocidad, de cuando en
cuando, por los relampagueantes colibríes que penetraban por las puertas en busca de
su nido colgado de alguna cuerda que pendía de la rama de un árbol seco del jardín.
En Buenos Aires, o Punta del Este, en La Gallarda, pasé tantos 16 de diciembre,
hasta que un 28 de mayo de 1963 nos decidimos a cambiar la Argentina por Italia.
Y a todo esto ya iba a cumplir yo 60 años. Y el escalofriante soneto que
comienza:

¡Cómo de entre mis manos te resbalas,


cómo te desvaneces, edad mía!

se me iba a instalar en la frente, sujeto con dos clavos, que cada vez me punzarían
más, recordándomelo en todo instante. Había comenzado ya a ser viejo para muchos,
o para casi todos, o un jubilado —¿de qué?, ¿de la poesía?—, cosa contra la que me
indignaba, poniéndome furioso.
Pero… ¡oh tristeza infinita de pronto, desconsuelo final, digno de la más
enternecedora novela romántica! Alguien que no conozco, me llama suavemente,

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baja la voz, casi con misterio. Me dice: Maruja Mallo, la pintora, está muy enferma y
casi inmóvil, por una caída. Le está llamando a usted con insistencia… Sí, iba a
cumplir ya los 60 años. Y aquel mismo día de diciembre de 1962, en Buenos Aires,
alguien, seguramente algún buen amigo del que no recordaba el nombre, me ofreció
su brazo para ayudarme a subir las escaleras que conducían al primer piso del
restaurante en el que se me iba a ofrecer un homenaje. Yo, suavemente, aunque no de
muy buen humor, lo rechacé. El día anterior, cuando tenía aún 59, nadie se había
preocupado de si yo estaba en forma como para subir sin dificultad algunos cuantos
escalones. ¡Oh Señor! Pero en Roma, en mi barrio trasteverino, en el que seguí
cumpliendo años, nadie se me ofrecía para caminar sobre las piedras puntiagudas de
las plazas y callejones, para subir las empinadísimas escaleras de las innúmeras casas
sin ascensor, en las que no sería difícil encontrarse con Benvenuto Cellini o Giuseppe
Gioachino Belli. Por él me acompañaba y conducía el Chico, mi pequeño perro, un
volpino que había pertenecido a un circo popular y al que encontré puesto de pie,
suplicante, a la puerta de Garibaldi 88, una noche de primavera. Pero he vuelto a
seguir cumpliendo años. Cuando llegué a los 70, después de inaugurada una gran
exposición de toda mi obra liricográfica, pasé la tarde con Joan Miró, y la noche, con
muchísimos españoles —pintores, escritores, cantaores…— que habían venido desde
España —yo, una especie de Virgen de Lourdes de la emigración— para festejar mi
cumpleaños a la sombra de mis ya blanquísimos cabellos. Cierro nuevamente los ojos
y me giran en torbellino siete años más de mi vida, hasta que llego a España, y aquí,
ya sí, todo el mundo comenzó a preguntarme en cualquier sitio donde me encontrase:
«¿Se siente bien?». «¿No se cansa?». «Mire que aquí hay tres escalones». «Le
acompañaré en el ascensor». «No sabemos cómo puede usted viajar tanto». «Y de la
induratio penis, ¿cómo está?». «Le conviene andar al menos dos kilómetros al día».
«Más que el agua con gas le sentará mejor sin él». «Le vemos a veces algo
desabrigado». «¡Nada de vino, por Dios!». «Carne sin sal y pescado bien fresco».
«Nunca pescado azul». «Y contra la polución de Madrid use siempre gafas». «¿Es
usted capaz de leer todavía sin ellas?». Y alguien verdaderamente despistado:
«¡Conque usted es gaditano! ¡Yo que le creía argentino!». «¡Qué lechería!», le dije
yo, o «¡Vaya macana!».
Y seguí todavía cumpliendo más años. Y me acordé de un poemilla de Gerardo
Diego:

¡Oh Señor, Señor, Señor!


¡En el Paraíso
hubiéramos estado mejor!

Gracias. Y después de llegar a los 80, alcancé los 81, y luego los 82, y ahora, en
estos días, los 83. Y en medio de una peligrosísima huelga de controladores partí con
Nuria Espert y un joven poeta, Benjamín Prado, para Barcelona. Allí estaban mis 83

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años esperándome en forma de un gran libro: Todo el mar, bellísima edición que
recoge una gran selección de toda mi poesía marinera, hecha por Pere Gimferrer, gran
poeta y el más joven académico del mundo. Hans Meinke, el entusiasta director del
Círculo de Lectores, me saluda en un amplio auditorio ornado con mis dibujos,
ampliados, que ilustran mi propia obra, carteles con algunas de las bellísimas
fotografías de Beatriz Amposta, que fortifican y alegran con mi imagen mis infinitos
poemas marineros. Y en el escenario, presidido por sirenas y caracolas, guitarristas,
cantaores y explosivos chirigoteros gaditanos. A Terenci Moix se le saltaron las
lágrimas al hablar de nuestros ya lejanos años en Roma, y Nuria Espert inauguraba un
nuevo recital conmigo, cantando La paloma, esa vieja y misteriosa canción mía que
ha dado la vuelta al mundo, arrullada en todos los idiomas. Hans Meinke, entre otras
bellas palabras de júbilo que pronunció, me felicita por mis primeros 83 años, y yo
me preparo a celebrar los próximos, cuando cumpla los 166, es decir, en la fecha en
que el cometa Halley vuelva a visitarnos, en el 2051, o sea, quince años antes de que
yo doble estos 83 que ahora estoy celebrando en la maravillosa y plena ciudad de
Barcelona.
Y terminé con unas alegres aleluyas alusivas a mi edad, a las virtudes y defectos
de un poeta errante y callejero que prefiere desaparecer volando antes que hincar su
pico de pájaro cantor en lo blando y relleno de una fija butaca.

Coplas de un octogenario
que va para centenario,
o aleluyas en vaivén
de un vate Matusalén,
al que al fin encuentran todos
muy joven de todos modos.
¡Pero qué joven, Dios mío!
¡Quién tuviera tanto brío!
¿Quién hoy sin despertar risas
osa llevar sus camisas?
¿Quién da tantos recitales
por pueblos y capitales,
hablando, gran tontorrón,
de Cádiz sin ton ni son?
¿Cómo puede no cansarse
tanto tiempo sin sentarse?
Mas todos lo solicitan
y por él se despepitan
—Venga mañana a Alcorcón
para echarnos el pregón.
Cuando ingresé en el PCE,

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¡quién te ha visto y quién te ve!
Pero el viento no me borra
la cinta azul de mi gorra,
que tremola, al son del viento,
siempre fijo un pensamiento:
Quiero la paz, no misiles
para los años dosmiles.
Y perdonen si prefiero
ser poeta aleluyero
a aquellos tan inspirados
que al fin se mueren sentados.

Etcétera.
Con estas aleluyas, sacadas al azar de su totalidad, di por última vez las gracias,
arrojando a todo el mar mi presencia, ya de 83 años, bastante sagitariamente bien
llevados.

Página 241
XXII
Cuando uno está escribiendo un libro de memorias quiere decir que lo fundamental es
el desvelo, convocar los recuerdos más cercanos o más recónditos, relegados en esas
misteriosas «galerías» —Machado— en donde se pasean sin dormir o, por el
contrario, reposan como en estado yacente, esperando ser resucitados. A lo largo de
más de ochenta años de anaqueles repletos de tan diversos hechos y cosas, mi
memoria también siempre está llena de millones de versos, míos, o de los demás de
todos los tiempos, y tantos, en los dos o tres averiados idiomas que conozco.

Vous demandez des bocks ou de la limonade…


On n’est pas sérieux quand on a dix-sept ans.
RIMBAUD

¡Qué maravilla allá en la adolescencia, o incluso bien ya entrada la primera


juventud, mi loca admiración y gusto por los refrescos de colores, por aquellos
pálidos helados en forma de barquito o por los muy frágiles barquillos de canela,
ganados al azar a las reolinas de los barquilleros en las endomingadas fiestas
verbeneras! Claro que no se es nada serio cuando se tienen 17 años y hasta unos
cuantos más. Yo he recordado, escribiéndolo tantas veces, que unas 4000 pesetas de
las 5000 que me dieron por el Premio Nacional de Poesía me las gasté en helados,
invitando durante muchísimas tardes, en un gran salón bajo el desaparecido hotel
Nacional, a todos los amigos y hasta desconocidos que quisieran tomar cuantos
helados les apeteciesen. Pero yo entonces —a pesar de los barruntos de mi
«adenopatía hiliar con infiltración en el lóbulo superior del pulmón derecho»— era
bastante feliz. En mis primeras habitaciones, siempre más bien pequeñas y sin visillos
o cortinas en las ventanas, quedaba algún espacio suficiente como para recibir a los
pocos visitantes amigos que yo tenía. Ahora ya no es así. Ya no lo era ni en Buenos
Aires ni en Roma. Ya no lo es, ni mucho menos, en mi alta torre de Madrid. Ahora es
cuando deseo, sobre todo en las noches, tirar todo. Romper todo. Vamos. ¡Valor! Me
inundan, me acosan los papeles: cartas, sobres rotos, catálogos de exposiciones,
revistas, periódicos… Me invaden. Mi cuarto ya no es más que el breve espacio de mi
cama. Dentro de ella me defiendo. Mi barricada. Mi trinchera. Pero me cercan.
Avanzan milímetro a milímetro. No puedo más. ¡Afuera! No quiero ver más libros,
más cartas, más sobres a pedazos por el suelo. ¡Dejadme! Voy a gritar. Y grito. La
noche. Me responden los perros más lejanos, los gallos anticipados del amanecer.
Subid. No sabrían ayudarme a romper todo. Mejor sería un mono, un gorila feroz, un
animal salvaje, inteligente. Tal vez lo haría por mí, porque yo estoy cansado, sin
fuerza ni valor para acabar con todo. Se está acercando el alba, como sucede cada día.
Y perderé la mañana, la tarde entera, el día entero buscando entre tanto papel algún

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papel perdido, una foto, una carta que contestar —¡tantas y tantas (¡perdonadme!) sin
respuesta alguna!—, un libro idiota del que decir una palabra estúpida. Oigo la radio.
Las radios. Desde antes del amanecer. Tengo seca la voz. ¿Qué dicen? Solo se habla
de matar. ¿Y la vida? Solo de muerte. Matar. De proyectos de matar. Pocos hay que
no quieran matar. De este lado. De este otro. ¿Matar para dejar de matar? Miedo.
Terror. Las ondas están llenas de cuchillos, de disparos, de lluvia, de bombas, de
explosiones. De muerte… Más allá abajo espejea el mar. Pueblos blancos, tranquilos.
La playa. La arena, de cuando no había cartas ni periódicos, ni radio, ni catálogos de
exposiciones, ni tanta muerte, tanta velocidad para hablar solo de la muerte.
Pero también durante muchos amaneceres me cantan, sonrosándome la memoria,
estrofas de Garcilaso de la Vega y aquella, también inmortal, gongorina, de la Fábula
de Polifemo:

¡Oh bella Galatea, más suave


que los claveles que tronchó la aurora;
blanca más que las plumas de aquel ave
que dulce muere y en las aguas mora!

Y me escapo, veloz, hacia Sicilia, a los altos inquietadores de Taormina, con el


Etna, perpetuo fumador de estruendoso fuego, al fondo. Por allá abajo se abren las
playas y los caminos de Acis, el desgraciado amante de la ninfa del mar, la bella hija
de Doris, Galatea, la desesperada y asesina pasión de Polifemo. Y entonces me
acuerdo, ahogado por la encendida y negra fumarola del volcán, de la Fábula de
Polifemo y Galatea, de Góngora, que llevo preparándola, hace casi dos años, para el
homenaje que en honor del gran poeta cordobés prepara Sicilia, fábula de la que
todavía solo he manugrafiado el poema y preparado apenas cuatro serigrafías de las
diez que lo han de ornamentar.
Fue en Italia donde vi a Eugen Jebeleanu y a Fiorica, su maravillosa compañera,
lírica y delicadísima diseñadora, muerta a los pocos días de regresar a su patria,
Rumanía. ¡Dios de Dios! Yo me encontraba allí, una vez, en la Transilvania rumana,
sobre unos altos montes, desde los que se veía allá abajo, como una transparente
pupila de agua, el lago Rojo. Habíamos traducido ya, con la preciosa ayuda de
Verónica Porumbacu, una gran selección de la poesía de Mihail Eminescu, el mejor
clásico y romántico de toda la literatura rumana; a Tudor Arghezi, admirable y
anciano poeta innovador, viviente aún en aquel tiempo de mi viaje. Habíamos
publicado ya en Argentina las Doinas, bellísimos romances y canciones, tesoro de la
memoria campesina de aquel pueblo de danzas pastoriles al son del abejorreo de las
flautas.

Llegaron los labradores.

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¡Qué júbilo de colores!
¡Qué albas camisas de flores!
Me cantaron.
En la tierra amanecía.
En paz el trigo subía.
Era la mar quien crecía.
Me cantaron.
Yo no reía, lloraba.
El campo era quien cantaba.
El mundo quien despertaba.
Me cantaron.
¡Ay, qué soles me trajeron!
¡Ay, qué estrellas me dejaron
cuando se fueron!

Pero yo me encontraba en lo alto de aquel monte y no quería descender, pues el


camino me había parecido muy arriesgado, sin contrafuertes, asomado
constantemente a unas hondonadas profundas llenas de árboles. Me dijeron que podía
bajar por una senda estrecha, que llevaba hasta el lago, ahorrándome el temor de
aquel otro camino tan peligroso. Me decidí a hacerlo. Y comencé, antes, el descenso
de una pequeña cuesta que conducía al sendero. Pero no sé qué me pasó. Perdí pie.
Una piedrecilla, quizá, que se me agarró a la suela de un zapato. Pensé, aterrado, que
rodaría por la pendiente. En un relámpago comprendí que lo mejor que podía hacer
para salvarme era provocar mi caída, antes de seguir avanzando. Y me caí. Di por
tierra con todo mi esqueleto, que me sonó en los oídos como si fuera un armazón de
bronce. Me ayudaron a levantar. Me había roto dos dedos de la mano izquierda. Una
rodilla me sangraba, enseñando el hueso. Un pie me había crecido por un lado,
saliéndoseme del zapato. Pero lo que realmente me dolía, me lastimaba fuerte, era el
tórax, en el que me había incrustado la máquina fotográfica que llevaba colgada de un
hombro. Rápidamente, bajamos por la carretera que me infundiera tanto pánico y,
subiendo a otra montaña, fuimos a dar a un puesto de socorro instalado en la cima
para los alpinistas. Un joven doctor me repitió lo que ya se veía: dos dedos rotos, una
rodilla casi sin carne y una gran luxación en el pie izquierdo. Todo eso no me
importaba, pues lo que a mí me dolía, como si fuese a tener un vómito de sangre, era
el tórax. El dolor era irresistible. El doctor me auscultó, en profundidad. Luego, me
dijo lentamente: «Usted solo tiene un fuerte hematoma, pero lo peor no es eso: es que
usted fuma muchísimo, de una manera atroz, y eso es grave, pues se halla muy
expuesto a un enfisema pulmonar». No me extrañaron sus palabras. Pero lo sentí.
Llevaba justamente quince años fumando. Desde 1945 hasta 1960. Pipa, casi
exclusivamente en pipa. Pero fumaba treinta o cuarenta diarias. Desde el amanecer.
Las alternaba. Cuando dejaba una, ya la otra, enfriada, era atacada de nuevo con

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aquel tabaco, siempre de primerísima calidad, que me ayudaba a escribir mis mejores
Retornos y Baladas durante mi destierro argentino. Aquellos tabacos que fumaba
eran casi comestibles, produciéndome diferentes sabores a frutas secas, enmeladas,
que a veces me adormecían, ayudándome en mis estados líricos a prender con más
perfilados contornos la nebulosa con que suele tantas veces presentarse el poema. En
esos años nada era mejor acompañante para la soledad y lejanía de España que
aquellas azules humaredas en las que terminábamos envueltos todo yo y aquel cuarto
cerrado en que solía escribir mis poemas o componer mis liricografías. Pero también
era verdad que algunas madrugadas me despertaba ahogándome, jadeante mi
respiración, atacado de asma, que me placía olvidar durante el día, encerrado en
aquella pequeña habitación en que dormía y trabajaba.
—Usted se va a morir —me dijo el joven doctor, tal vez exagerando—. Usted, si
me hace caso, debería dejar de fumar ahora, en este mismo instante.
—Usted lo que quiere —le dije bromeando, viendo que por allí, sobre un
cenicero, descansaba una pipa— es que yo le regale esta mía con el maravilloso
tabaco que fumo, ya que el suyo es ese macedónico que fuman por aquí sin sabor
alguno y que se quema en pocos minutos, sin dar tiempo a ensoñar, a prolongar el
éxtasis conveniente al poeta.
En el momento en que el joven doctor sonreía, de las tres maravillosas pipas que
yo llevaba le regalé dos, acompañadas de parte de la provisión del gran tabaco que
iba fumando en el viaje. Dos días después, en Sinaia, la magnífica residencia de los
escritores rumanos, me desperté, muriéndome casi, en mitad de la noche. El pulso se
me paraba. No podía respirar, esperando se me acabase el corazón de un momento a
otro. Llamé al doctor que siempre había de guardia en aquella casa de los escritores.
Llegó en seguida. Me auscultó. Me tomó el pulso. Me volvió a auscultar. Se quedó un
rato pensativo.
—Usted, de corazón, me parece no tener nada. Pero… ¿Es usted fumador?
—Lo era…
—Pero ¿cuándo dejó de fumar?
—Hace solo poco más de dos días.
—¿Dos días? Pero ¿cuánto fumaba?
—Treinta o cuarenta pipas… Todo el tiempo. De la mañana a la noche.
—¿Y se ha quitado así, de pronto?
—Sí…
—Es un gran disparate. Haga el favor de fumar ahora mismo… Y vaya dejándolo
poco a poco.
—Doctor: veo que a usted también le gusta la pipa, por esa que le asoma del
bolsillo de la chaqueta. Perdone que no le regale esta, pues es la única que me queda
para ir ahora lentamente retirándome del tabaco…
Todavía, allí en Sinaia, con Verónica Porumbacu, que era hija de una familia de
judíos sefarditas, mientras ella traducía el primer tomo de mi Arboleda perdida,

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tuvimos tiempo para que me ayudase a poner en castellano algunos poemas de María
Banus, una maravillosa poeta rumana, que tuvo la suerte de salvar la vida cuando
pocos años después un terremoto destruyó casi por completo la ciudad de Bucarest.
No tuvo la misma fortuna mi queridísima y siempre desvelada Verónica Porumbacu,
pues murió, aplastada con toda su familia, bajo los escombros de la misma casa en
que vivía y se hablaba en la lengua de los viejos judíos españoles siempre que yo
llegaba.
Y ahora, como es de esperar, va a amanecer. Y mi radio de la madrugada sigue
hablando de muertes y atentados, esta vez no muy lejos del lugar donde vivo. Y entre
los miles de poemas que me habitan, mezclados, la memoria, se me impone, de
pronto, este de Rubén Darío:

¡Torres de Dios, poetas,


pararrayos celestes
que resistís las duras tempestades
como torres escuetas,
como picos agrestes,
rompeolas de las eternidades!

A esas celestes torres de poetas siempre he soñado pertenecer yo.

Página 246
XXIII
Siempre que digo poesías, desde hace ya casi ocho años, acompañado por Nuria
Espert o solo, nuestro recital comienza con un largo fragmento de las Coplas de Jorge
Manrique a la muerte de su padre don Rodrigo, maestre de Santiago. Allá, en medio
del redoble severo y melancólico de las estrofas del poema inmortal, el poeta
palentino de Paredes de Nava levanta una, entre las más bellas, duras y fatales:

Las huestes innumerables,


los pendones, estandartes
y banderas,
los castillos impugnables,
los muros y baluartes
y barreras,
la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
con tu flecha.

«Cuando tú vienes airada…» quiere decir para el poeta castellano de la Tierra de


Campos, que cuando la muerte, armada de arco y flecha, se alza soliviantada en los
filos del aire, llega para acabar con un certero golpe el blanco elegido. Airada,
furiosamente airada, llegó para Jorge Manrique, a la edad de 39 años, la muerte. Él
era un poeta soldado en el bando de Isabel la Católica. Al asalto de una fortaleza
enemiga, el castillo de Garci-Muñoz, Jorge Manrique fue pasado de claro por una
flecha airada de la muerte. Contaba un año más que Federico García Lorca, quien tres
años antes de morir se había arrancado con un poema elegiaco, el «Llanto por la
muerte de Ignacio Sánchez Mejías», gran torero cogido de manera airada por un toro:
el segundo poema tal vez, después del de Jorge Manrique, más hermoso en gravedad
y desconsuelo de toda la poesía castellana. Mas ¿quién pudo pensar que la muerte iba
un amanecer a levantarse más airada que nunca, poniendo fin a la vida del poeta
granadino? A los 38 años quedó allí Federico, sepultado con otros muchos, en un hoy
profundo barranco no lejos de la fuente de Víznar, fuente que llora lágrimas por él
desde aquella madrugada sombría. Treinta y nueve tenía Manrique al caer ante
aquella fortaleza conquense, siendo enterrado en Uclés. Su cuerpo desapareció luego,
ignorándose dónde puede estar sepultado desde entonces. El de Federico se cree aún
allí, en un barranco, sombreado de pinares.

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«Cuando tú vienes airada…». Seis años más joven que Manrique, Garcilaso de la
Vega, poeta soldado en los ejércitos de Carlos V, cae en los fosos de la fortaleza de
Muy, en la Provenza. Su muerte la llevaba una gran piedra, que arrojan sus
defensores sobre la cabeza del poeta cuando escalaba, presuroso, los muros, sin casco
ni coraza, para animar a sus soldados. Pocos días después, el poeta de Toledo muere
en Niza, dejando aún en un respiro que le concede su airada muerte aquel soneto que
comienza:

¡Oh dulces prendas por mí mal halladas,


dulces y alegres cuando Dios quería…!

¡Cuántas maneras y formas toma la muerte airada, muerte que no se siente venir,
paro imprevisto del corazón, o lenta, disimuladamente, explotando de pronto, o con
ensañamiento silencioso, o con celosa, repetidora ira!
El poeta galaico Macías, que pasó a la historia de la lírica con el nombre de el
Enamorado, lo estaba de una bellísima dama casada que no respondía a sus férvidos
arrebatos. Un día, yendo tras ella por un camino, requiriéndola de amores, pero sin
resultado, se arrodilló a besar enloquecido las huellas de las plantas que ella había
dejado. La airada muerte iba a llegarle cuando más embebido estaba en su empeño.
Descubriéndolo el marido así, en aquella postura, lo clavó de varias lanzadas contra
el suelo, sobre la repetida estampa del pie de su imposible, desdeñoso amor.

Recuérdame, mi señora,
por cortesía…

Así había rogado el poeta gallego, con humildad de enamorado que se sabe no
correspondido. La muerte airada, vibradora en la lanza de su esposo, no tuvo la
cortesía que suplicaba el desdichado amante, recordado hoy, sin embargo, en una
estremecedora leyenda que llega hasta Larra en su tragedia Macías y en su novela
histórica El doncel de don Enrique el Doliente.
Pero nunca más larga y llena de gemidos, nunca más lenta y dolorosa que la
muerte airada de Almotámid, poeta y rey de Sevilla. Hermosa vida desgraciada la de
este árabe español condenado en África a cantar sus propias cadenas. ¡Él, que por
salvar Andalucía de manos de los infieles trajo a los hijos del desierto, a los terribles
almorávides, de los rostros velados y las prédicas santas, tan dadivoso, altivo e
indolente, siempre dispuesto a registrar en delicadas y gongorinas metáforas hasta los
más mínimos sucesos de su vida! Pero el pago que dio a Almotámid el almorávide
Yusuf, príncipe de los creyentes, fue destronarlo y echarlo de Sevilla, teniéndolo
hasta su muerte desterrado en Agmat, una ciudad africana en donde el desdichado rey
pide a la muerte airada, que vive en sus cadenas, un poco de piedad y ternura:

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Mi sangre fue tu bebida
ya te comiste mi carne.
No me aprietes los huesos.

Hasta más de dos siglos después, la muerte airada de Almotámid hacía estampar
versos y lágrimas en su tumba:

¡Oh emir entre los vivos y los muertos!


¡Nunca vieron los siglos pasados otro igual a ti!

Así grabó con llanto un peregrino ilustre, Ben al Jatib, visir del rey de Granada.
La muerte airada y lenta de Pablo Neruda, pocos días después de la feroz y
valerosa de Salvador Allende, palpita aún entre las muertes airadas de estos últimos
tiempos. Cercada la clínica, por orden de Pinochet, en donde Pablo se hallaba
agonizante, mientras era asaltada su casa, rompiendo la chusma sus colecciones de
libros, piezas de arte y tantas cosas de valor que el poeta coleccionaba, su compañera
Matilde quiso que allí se le velara, sobre los rotos objetos, derribadas las puertas y
ventanas, soltadas las cañerías, durante la última noche que el poeta sacrificado
pasaba entre los suyos:

No dormiréis, malditos de la espada,


cuervos nocturnos de sangrientas uñas,
tristes cobardes de las sombras tristes,
violadores de muertos.
No dormiréis.

Pablo Neruda había recordado la muerte airada de Miguel Hernández, asesinado


en los presidios de España:

Joven eterno, vivo comunero de antaño,


inundado de gérmenes de trigo y primavera,
arraigado y oscuro como el metal innato,
esperando el minuto que eleve la armadura.

La muerte airada de Miguel, primero a empujones de cárceles e ilusa libertad, que


solo le sirvió para ser encarcelado y torturado de nuevo en su lecho de muerte, le
llegó tirado sobre un jergón de la cárcel de Alicante, entre vómitos de pus y sangre,
siempre soñando con Josefina y su único hijo.
No así, de esa manera, se presentó la muerte airada del poeta y escritor
venezolano Miguel Otero Silva. Había estado con nuestra amiga Carmen Balcells,

Página 249
conmigo y con su segunda esposa, en un madrileño restorán, haciendo tiempo para
partir aquella misma noche hacia Caracas. Y partió, feliz, alegre por el triunfo de su
última novela, La piedra que era Cristo. Conocí a Miguel en 1935. Venía yo de
México, en un barco francés, el Colombie, de regreso a Europa. Después de ver a los
presos, encadenados por Juan Vicente Gómez, que en Puerto Cabello construían las
carreteras, atracamos por un día en la isla de Trinidad. Allí llegó, a la quilla del barco,
un joven, vestido de un blanco purísimo, preguntando por María Teresa y por mí. Era
Miguel Otero Silva, desterrado con otros comunistas y opositores del régimen en
aquella isla. Nuestra inmensa amistad quedó sellada durante ese día en aquel
maravilloso lugar de bosques de pomelos, de flores y un más que abrasador sol
irresistible. Miguel fue como un hermano con nosotros, un atento y siempre
apasionado de España durante nuestros años sangrientos, un amigo leal y divertido
durante aquellas noches de duendes y murciélagos en la Villa Guillichini, en las
bellas afueras de Arezzo, durante los años de exilio en Italia. Cada vez iba creciendo
más en estatura literaria, escalando la misma altura que los mejores escritores
latinoamericanos de hoy. No habían pasado veinte días de nuestra cena cerca del
aeropuerto la misma noche que Miguel partía para Caracas cuando llegó el
fulminante telegrama de la desventura. A Miguel Otero Silva, nuestro entrañable
hermano, se le había parado el corazón. La muerte airada, más traicionera que nunca,
se había presentado, con su flecha invisible, pasándolo de claro para siempre. Y allí
quedaron en Caracas nuestros días maravillosos de otros tiempos, junto a María
Teresa, Marianita, Enrique Miguel… Ahora, por este mismo camino de la airada
muerte manriqueña, olvidado de tantas que fueron y corren por el mundo, termino
con la de José Martí, en Boca de Dos Ríos, luchando por la independencia de su
patria, oyendo al tiempo que la flecha que lo pasó de claro aquella ligera poesía llena
de las sales de su graciosa isla:

Quiero cantar bajo el ala,


bajo el ala de una flor,
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.

Que mi estrella me libre de la airada saeta de la muerte del melancólico y severo


poeta palentino.

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XXIV
Siete días en blanco. Pudiera referirme a siete días luminosos, bañados del sol y la cal
andaluces, levantados de hinchadas volutas o nubes alegóricas, como pintados en lo
más hondo de una cúpula. Pero no se trata de eso, no. En menos de mes y medio —
más poeta dinámico y viajero que nunca— estuve en Cádiz, en Huelva, en Corfú, en
Bruselas, en Milán, en Utrecht, en París, en Valencia, en Baeza, en Huelva de nuevo,
para recalar al fin en Barcelona y otra vez en Madrid, cayendo sobre mi apartamento
1730 con unas ansias vehementes de fijarme en mi amado balcón de Galapagar,
frente a los montes guadarrameños.
Quiero ir. He querido ir, ansiado ir como nunca. Mas no recuerdo en mi vida nada
igual que me lo haya impedido. Me he quedado sin voz. No me salen las palabras. Ni
claras ni oscuras. Pero yo tengo que hablar sin más remedio, moverme, decir, gritar la
poesía a los cuatro vientos, y no quedarme aquí mirando al techo, atado, como jamás
me ha sucedido. Cierto es que me duele algo el tórax y un punto abajo del pulmón
derecho, y que cuando intento toser, en espera de arrojar algún mínimo lírico esputo,
no logro nada, sintiéndome casi impotente y desesperado. Me debo preocupar ahora
de qué lado dormir. La bronquitis vigila. Corto el teléfono automático. Pienso en las
miles de llamadas que quedan sin registrar. Y no sé aún de qué hablar, qué cosas
entresacar de mi memoria. Repaso, deprisa, sin detenerme, nombres de literatos que
conocí: Romain Rolland, Malraux, Sartre, Gide, Genet, Camus… Evoco ciudades
queridas y visitadas: Pekín, Constantinopla, Narvik, Arkángel… Pienso en nombres
de mujeres amigas… En pájaros y plantas preferidos… Nada. Pero se me ilumina de
pronto, con un relámpago, la frente, y se me aparece, bello, centrando una radiante
compañía de estrellas, un gran actor, esbelto y flamígero. Es el Cid Campeador de
Corneille. Se llama Gérard Philipe. Ha llegado al Festival Cinematográfico de Punta
del Este, en el Uruguay, organizado por el Country Club, no lejos de mi casa, La
Gallarda, entre los pinares playeros de Cantegril. Era el astro más brillante de todo el
festival, el más ensalzado, un joven dios, al que pedí fuese a mi casa, a una fiesta
dorada de la tarde, en la que Aitana, sirenilla de poco más de cinco años, se
deslumbró con su belleza, convirtiéndose en la heroína de aquel agasajo puntaesteño.
¿Pero dónde voy a parar relatando este encuentro o la llegada del cineasta italiano
Alberto Lattuada con su candente esposa, la actriz Carla del Poggio? Acostumbrado a
no tener fiebre jamás ahora me adormezco entreviendo a Buster Keaton enamorado
de su vaca, aquella que dio origen a mi poema escénico dedicado a él en mi libro Yo
era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Es que ahora tengo un vídeo.
Buena cosa para no ir al cine. No leer. No dormir. No hacer nada y, sobre todo, si
piensa uno en la posibilidad de caer enfermo. Por de pronto, no sé qué comer. Nada
me gusta. Estoy en blanco. Los antibióticos me han borrado el paladar. Nada me sabe
a nada. Solo me agradan las tajadas de melón que guardo en el frigorífico. Es el
otoño, mejor dicho, el invierno, y mi viejo frutero de la esquina siempre me ofrece

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alguno —«invernizo», me dice—, que me hace recordar, por la escritura de su piel,
los versos de la égloga frutal del poeta granadino Soto de Rojas: «Y el melón
escogido, / que escribe su nobleza en su vestido».
Me hace el efecto de que la quilla de mi barca ha tropezado con algo duro allá en
el fondo. No creo que me llegue el hilo del teléfono allí caído en el suelo. Y, además,
no tengo deseo alguno de llamar ni de ser llamado. Solo soporto algo casi todo el día
y la noche, la televisión, el vídeo y la radio. Nació el Niño Dios, es cierto. Pero no he
podido escuchar más veces coplas tan vulgarísimas como las navideñas que se cantan
desde el amanecer durante todo el día y toda la noche, como si solo existiese aquella
que parece creada para ensordecer al pobre Jesusito en su humilde cuna de pajas:

Pero mira cómo beben


los peces en el río,
pero mira cómo beben
por ver a Dios nacido.

¡Qué frío durante toda esta noche, interrumpida de toses secas y con deseo de
empujarla hacia el amanecer, que ahora llega tan tarde, casi a las ocho de la mañana!
¡Qué ridícula es esta tos que tengo! Me obliga a levantar. Me levanto, y miro desde
mis ventanales a oscuras. Hay algo que brilla, que se me va aclarando poco a poco.
¿Será posible? Ha nevado. ¡Es que ha nevado! Y descubro lo blanco de la nieve por
los tejados y las azoteas. ¡Qué bello si cuajara!
Ya no nieva en Madrid casi nunca. Y si lo hace, todo se desvanece, se deshiela en
menos de dos horas. Con razón sentía tanto frío desde el comienzo de la noche. Los
cristales estaban aún helados. Yo me acuesto de nuevo. Me tapo hasta los ojos y
pienso en José Nicanor, el muchachote extremeño que pide siempre limosnas en el
helado corredor donde está la puerta de mi casa. Todos le llamamos Nicanor, que está
gordo y estallantes de rojo las mejillas. Ahora, que hace mucho frío, usa unos
chaquetones o zamarras, como las de los pastores. Lleva siempre en la mano un
pedazo de caja de cartón, en la que se ve escrito con grandes letras: «Necesito
comer». En estas fiestas de Navidad, Nicanor suele dar unos tarjetones, impresos, que
dicen: «Feliz Navidad. Feliz año nuevo». De pronto, desaparece. Es que se ha ido a
su pueblo extremeño, para asistir a la matanza que hace su familia. Pero vuelve
pronto, echándose a dormir tantas noches en el suelo, tapado hasta la frente con unos
gruesos cobertores. Por la mañana, Nicanor se afeita en los aseos del aparcamiento.
¡Y a pedir ya, durante toda la jornada, siempre sonriente, rebosante de salud y
simpatía!
Toso de nuevo. Y siento afuera esa nieve, equivocada, que cayó esta noche y me
hace pensar también en aquellos vagabundos gorkianos, debajo de los puentes, juntos
tal vez alrededor de un improvisado fuego, comentando pasajes de la Biblia: «Makar
vivía en la Siberia, ese pobre país amortajado en nieve». Así comienza un triste relato

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de Korolenko, aquel viejo escritor ruso que ayudó a Máximo Gorki en su época de
miseria.
Sí, llevo más de cinco días así, las noches en vela, asediado por esa tos, tos, tos,
que me inquieta y no me deja dormir. Desde antes de la guerra de España, nunca tuve
un resfrío, ni toses, ni desvelos forzados por ninguna enfermedad. Escribía, sí, a
veces, mis poemas en estado de duermevela, a tientas, en la oscuridad. No podía
dormir. Pero las causas eran otras. Mi sueño estaba poblado de visiones, confusas e
informes, que debía atrapar, dándoles formas tangibles, dibujables. Y al amanecer,
¡cuántos poemas yacían por el suelo, junto a la cama, para descifrar y darles
definitiva permanencia! Luego, me levantaba, y la alegría era conmigo, pues veía
aumentar mi caudal poético con los nuevos poemas que irían formando mi nuevo
libro.
Ahora, cuántos días ya sin viajar, sin tomar un avión cayendo en cualquier ciudad
o en cualquier plaza de algún pueblo para comenzar mi recital recordando las coplas
de Jorge Manrique a la muerte de su padre. ¡No veo a nadie! Me aburro sin ganas de
leer, sin ganas de dibujar un cartel que me pide el ayuntamiento de Valencia para
celebrar los cincuenta años en que fue capital de la República. Apenas si cojo el
teléfono, y las pocas llamadas que yo hago suelen ser malhumoradas, de poeta
antipático, que por otra parte no quiere serlo, pero que lleva así casi una semana
perdida, en blanco, despoblado de todo, soñando en regresar a la vida, en que la vida
no se pare, que corra al tiempo y siga resbalando, de entre las manos, como en el
inmortal y abrasador soneto de Quevedo.
Pero no es en ese gran poeta lechuzo en quien deseo pensar estos días en blanco.
Me refresquen mis toses y mis escalofríos versos de Garcilaso, que me enverdezcan
esta oscuridad, momentánea, llena de termómetros, antibióticos y jarabes:

Moviola el sitio umbroso, el manso viento,


el suave olor de aquel florido suelo.
Las aves en su fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo.
Secaba entonces el terreno aliento
el sol subido en la mitad del cielo.
En el silencio solo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba.

Página 253
XXV
El día comenzó poco antes de las cinco de la madrugada. A los pies de mi cama, una
pequeña radio, que no apago durante toda la noche, habla de las temperaturas: la más
baja, 20 grados bajo cero, en Molina de Aragón, y la más alta 16, en Las Palmas de
Gran Canaria. Estoy mirando al techo; en donde hoy no veo más que el techo, otras
veces, con sorpresa, mis propios ojos, que no me quitan ojo. Pienso que me comienza
a fallar el idioma. ¿O es que me estoy inventando otra sintaxis? No sé. Quizá por eso
rechacé ingresar en tu Real Academia de la Lengua, amigo Dámaso. Tengo frío. Pero
no intento moverme de la cama para prender la estufa eléctrica. Pienso que me he
dormido un rato. Bella casualidad: Marisol, desde las intemperies de afuera, me trae
una canción, Rafael, que desde hace algún tiempo no escuchaba. A continuación,
cualquier malángel de la radio perorea haciéndose el gracioso. Amo mucho la radio.
Pero sin ese malángel y otros muchísimos. Mientras, tú te despiertas en Palma de
Mallorca y, soñolienta, contemplas confusamente el mar desde el balcón. ¿Te
acuerdas de cuando vimos, en una playa cerca de Brasil, dos inmensos lobos de mar
que se mataban a colmillazos por la arena? Se escuchaba el bramar de la isla de
Lobos como en el tercer día de la creación. A veces, los lobitos cansados llegaban
hasta las orillas, tumbándose, tranquilos, a dormir la siesta. Luego, confiados, se
lanzaban al mar, de regreso a su isla, después de haberse dejado acariciar por los
niños.
¿Qué sucederá ahora en el estrecho de Magallanes? Visité con Pablo Neruda
Temuco, su pueblo natal. Dimos un mitin, con poemas, por allí cerca… Mas tú sigues
aquí, aunque no estés, y te acaricie y te toque en el vacío. ¿Qué hacer? Con estas dos
palabras tituló Lenin un famoso libro. Me duermo otro poco. Radio Minuto canta las
ocho y la diferencia de horario en las capitales más importantes de la tierra. Enciendo
la luz. Hojeo un diario de ayer. Los presos de diferentes cárceles de España se
amotinan y protestan sobre los tejados. A las siete de la mañana solíamos comulgar
en el colegio jesuita de San Luis Gonzaga, del Puerto. Luego nos masturbábamos en
la playa. Aquellas dunas deben recordarlo. Era muy bueno, como el mayor placer,
echarse sobre el glande arena mezclada con saliva.
Esta noche, heladora y mortal, hay menos polución y algún claro en el cielo de
Madrid. Pudiendo distinguir al fin unas pocas estrellas. Desearía que cierta
constelación que amo cayese sobre mi cama. Me voy a levantar, y aunque quisiera
responder a cualquiera de las cartas importantes que ruedan por el suelo, sé que
desgraciadamente no lo haré. Tantos que me odian. Pero yo odio a pocos. Y cuando
yo odiaba por algún grave motivo, lamentaba muchísimo estar odiando. (¿En dónde
estarás tú, que no te veo?). Solo una vez he querido, pero en sueños, asesinar a
alguien. ¿A quién sería? Nadie más tonto que yo, convertido de pronto en algún
animal desconocido. Los versos que amo no se me van jamás de la cabeza. Largos o
breves, pudiera repetirlos todos los días.

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No me las enseñes más,
que me matarás.
Estábase la monja
en el monasterio.
Las teticas blancas
so el velico negro.
Más,
que me matarás.

Yo creía que Víctor Hugo había muerto mucho después de la edad que ahora
tengo: 83 años. Murió antes, y esto me acongoja. Yo voy camino de alcanzar la edad
de Goya: 86 años. No son hoy tantos. Picasso murió a los 91, y Marc Chagall, casi a
los 100. He visto pastores en el Cáucaso casarse a los 110 años. Bueno. Tengo que
trabajar. Escribir las memorias, lo estoy viendo, es no estar desmemoriado. He dado
comienzo a este capítulo a las cinco de la madrugada. Ahora ya son más de las nueve.
Tengo que desayunar algo: un poco de Eco con agua y leche, tres panes a la brasa y
tres galletas María. ¡Ah! Y dos o tres naranjas acompañadas de una mínima porción
de mi amado Ginseng, lleno de maravillosas leyendas milenarias, que vengo tomando
desde hace mucho más de cinco años. Pero no siento deseos de marcharme a la calle,
aunque realmente debiera. Yo soy un poeta de aire libre, que vive ahora de cuando en
cuando demasiado prisionero en su propia torre.
Voy a llamar a mi amigo Benjamín Prado, que aunque conduce bien no sabe
nunca por dónde va, para ir a la sierra. Se han marchado de pronto los nublados, y a
pesar del gran frío que hace, parece que el día se puede presentar claro y limpio. La
terrible y canalla guerra aquella está presente por todos los sitios. El Alto del León
era nuestro. Desde allí comienza Castilla la Vieja. Por allí oí cantar a los soldados,
muy escasos de víveres, en una de mis visitas a aquel difícil frente, una canción entre
resignada y divertida:

En un chozo de la sierra
está el batallón Alpino,
donde a la hora de comer,
todos se tocan el…

Y aquí sustituían con un gozoso silbido tarareado la palabra «pito», que era lo que
realmente se tocaban a cambio de la comida. Eran maravillosos y aguantadores.
Nuestra guerra, a pesar de lo terrible, estaba llena de gracia y gallardía. Pero en estos
últimos días había nevado intensamente por toda la sierra, y los abetos de San Rafael,
agobiados de blanco, creaban un paisaje fantástico, de una irrealidad extraordinaria.
Descendiendo por aquel camino del Alto del León estaba la casa —todavía hoy es la

Página 255
misma— de don Ramón Menéndez Pidal. Lo visité muchas veces, consultándole, de
cuando en cuando, mis grandes dudas gramaticales. Casi siempre me dijo: «Si tú lo
escribes así es que se puede escribir de ese modo». Don Ramón era ya entonces un
precursor sinsombrerista. Yo lo soy desde comienzos del año 20.
Vuelvo a mi casa ya de noche, y veo una película pornografiquísima, alquilada en
el videoclub de cerca de mi casa. Se llama Orgía lésbica. Su único argumento es su
falta de argumento. Hora y media de lo mismo, y esto mismo pasma y asombra que
siempre sea lo mismo: fotografías animadas de las no muchas variadas posibilidades
de todo lo que pueden combinar las desesperadas protagonistas del filme. Prefiero el
mudo amor de Buster Keaton enamorado de una vaca. Pienso en el cuadro de Courbet
y en la pasión erótica de los pastores bolivianos por las muy femeninas y tiernas
llamas, y no sé por qué en medio de este rápido entresueño se me presenta Gerardo
Diego tocando al piano una sonriente sonata de Mozart. De la extraordinaria Fábula
de Equis y Zeda, de Gerardo, Fernando Villalón hizo una andalucísima paráfrasis, de
la que solo recuerdo este pareado:

Y huyendo del grisú y la tosferina,


por el río Kalikú se internó en China.

El frío, un friísimo frío, se ha pegado esta noche en los cristales, y me distingo


afuera volando congelado con una golondrina entre los labios, mientras caen las
estrellas diluidas en nieve, viendo por dentro, pegadas en el techo de mi cuarto,
diminutas constelaciones de colores, que amplío usando el telescopio que compré el
año pasado para mirar el paso del cometa Halley. No creo que vuelva a ver un
firmamento más maravilloso que el de este techo de mi alcoba expandido sobre mis
ojos.
Me parece que ya son más de las doce de la noche. No me gusta trasnochar
demasiado, pues ya lo he repetido muchas veces:

Yo soy un hombre de la madrugada,


comprometido con la luz primera.

Esto lo escribí en Argentina, en mis años de permanencia en Buenos Aires. Pero


yo venía siendo ya un poeta de la madrugada desde mis más lejanos años juveniles.
Sino que entonces mi compromiso era distinto del que comenzó a ser mucho tiempo
después. Mis madrugadas esenciales estaban antes atrapadas por seres que poco a
poco fueron tomando formas extrañas y diversas de ángeles. Algunas veces se
presentaban como figuras geométricas, como escobones barriendo las cloacas del
amanecer, como cuerpos deshabitados o seres de carbón o verdaderos ángeles
alicortados, llorosa la faz o pulverizados entre los escombros de las barriadas vacías.

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Ahora ya no se me aparecen los mismos en este instante en que la noche va girando
hacia aquella misma hora en que partí poco antes de la madrugada de ayer noche. La
de ayer noche corresponde ya a aquellas del poeta comprometido con la luz en el
momento de darse contra las claras del día. Largo fuera que yo contase a estas horas,
en que el alba ya puede irse acercando, enmascarando su esplendor con el helado
antifaz del día que va a iniciarse. Y nunca sabré ya cómo habrá sido el cielo de esta
noche que acaba. Tal vez, quizá, un poema inconcluso caído en este instante de mi
mano dormida:

En aquella alta noche una exaltada estrella


alzó el vuelo,
esquivando tal vez (y sin tal vez) la tierra,
y a miles de millares de kilómetros,
en un oscuro hoyo triste de la Vía Láctea,
halló un desconocido, un minúsculo astro,
y aquel bello triángulo
que componía ella en su constelación,
lo deshizo, colgándose de otro,
cuyo nombre de nadie es conocido.
Y así,
aquella pobre estrella desvaneció su brillo hasta borrarse
en el atlas del cielo.

A los pies de mi cama continúa sonando la pequeña radio que no apago durante
toda la noche: «La temperatura en Teruel es de 20 grados bajo cero», añadiendo con
voz casi dormida el mismo locutor:

Cuando el grado cae más bajo,


hace un frío del carajo.

Y es así.

Página 257
XXVI
Este segundo volumen de mis memorias está acabando ya. Debo de andar ahora casi
por las trescientas cincuenta páginas, más o menos las mismas que tenía el primero.
Las hojas de esta Arboleda perdida han ido cayendo a veces desordenadas. El viento
ha soplado más fuerte y con más prisa. Pero aún quedan muchas hojas por caer,
esperando que la última sea aquella que casi ya no pueda retener en la mano de mi
memoria. Quiero decir que pronto voy a comenzar a escribir el tercer tomo. Empecé a
publicar el primer capítulo para este segundo el domingo 11 de noviembre de 1984,
un mes antes de cumplir mis 82 años. Y fue El País, la mano de su gran director, Juan
Luis Cebrián, la que abrió las hojas del periódico a estas hojas errantes de mi vida.
Nunca he escrito con más entusiasmo e inquietud. Yo soy lento y, como poeta,
muy cuidadoso de mi prosa, que escribo más atentamente cuando su extensión
sobrepasa la del poema más largo.
Bueno. Este de hoy es el capítulo número 26 del libro IV. Ya está bien. Me
quedan aún muchas cosas que recordar, algunas muy importantes, otras dignas de ser
más desarrolladas de lo que fueron en estas páginas ya escritas. No he hablado aún de
nuestro maravilloso viaje a China, en el momento en que estallaba la consigna Que se
abran todas las flores, que se convirtió en nefasta al poco tiempo. Debí de hacer
capítulos más detallados sobre nuestra guerra civil, mi ingreso en el PCE, el teatro de
urgencia, y mucho más sobre nuestros veinticuatro años de exilio en la República
Argentina y el Uruguay y los catorce años de vida en Italia… Pero todo eso aparecerá
en mi tercera Arboleda. Yo también quiero dejar constancia, como diría Pablo
Neruda, de que he vivido… y mucho, muchísimo.
En la literatura española hay muy pocos libros de memorias. Los poetas de mi
generación apenas han escrito nada completo, detallado. Solo hay un libro, precioso
por cierto —Vida en claro—, de un poeta malagueño a caballo entre Juan Ramón
Jiménez y nosotros: José Moreno Villa. Últimamente apareció otro libro, tierno y
emocionado —Mi último suspiro—, de Luis Buñuel.
Quiero ahora, esta tarde de melancólica llegada de primavera, citar aquí, en mi
memoria, la más larga guirnalda de personas, de las que ya hablé o aún no lo hice,
amigos que vi o conocí, que estreché su mano o anduvieron mezclados en mi vida,
que fueron parte de ella, desapareciendo al fin, pero quedando en los caminos o
escondites de mi memoria, de cuando yo era pintor y frecuentaba, por libre, la Real
Academia de San Fernando: José Moreno Carbonero; Julio Romero de Torres;
Garnelo, que era director del Museo del Prado cuando robaron el tesoro del Delfín;
Sotomayor, Benedito, Chicharro, Zuloaga, Muñoz Degrain, Rusiñol, Viladrich, Mir,
Anglada Camarasa, Daniel Vázquez Díaz y Robert Delaunay, francés, desertor en
España durante la guerra del 14. Más tarde fui amigo de Dalí, Gregorio Prieto,
Maruja Mallo, Benjamín Palencia, Diez Caneja, Alberto Sánchez, y de todos aquellos
españoles considerados como escuela de París: Bores, Manolo Ángeles Ortiz,

Página 258
Hernando Viñes, Santiago Ontañón, Ismael de la Serna, Apeles Fenosa, Joaquín
Peinado, Ortega, Clavé… Más tarde, cuando mi primera vocación, la pictórica, se me
escondió como el río Guadiana para reaparecer muchos años después, ya era sobre
todo poeta, intimé con Picasso y con Chagall, conociendo a Fernand Léger, André
Lhote, Jean Lurçat, Matisse y a Fougeron, un pintor perteneciente al realismo
socialista, bastante mediocre. En Italia traté algo a Carrà, De Chirico, siendo sobre
todo muy amigo de Renato Guttuso, Aligi Sassu, Corrado Cagli, Attardi y Guido
Strazza… Conocí en México a Diego Rivera y a David Alfaro Siqueiros. Ya había
muerto cuando llegué, el mejor de todos, Clemente Orozco. Del Uruguay traté, en
España, a Rafael Barradas, y en Montevideo a Torres García. En la Argentina fui
retratado por Lino Spilimbergo, grandísimo pintor, y conocí a Attilio Rossi. Y allá en
la lejanísima China, a cambio de un poema, el pintor casi centenario Chi Pai Chi, que
lo había sido de los emperadores y luego de Mao Tse Tung, pintó para mí sobre seda
una pálida hoja de otoño que aún tiembla sobre un muro de mi casa de Roma.
¡Pintores amados de mi vida, pintores, elegía que flota siempre en mí sobre las aguas
de mis poemas!
¿Cómo no saludar en esta tarde, ya muy caído el sol, por las alamedas de mi
memoria, a Henri Barbusse, Romain Rolland, André Gide, Jules Supervielle, Henri
Michaux, Louis Aragon, Paul Éluard, Antonin Artaud, entrelazados a las sombras de
los italianos Ungaretti, Montale, Quasimodo, Pasolini, Vittorini, Bodini, Mario Luzi,
Macrì, Bigongiari…? ¡Oh complicados senderos de la memoria, hojas lentas que caen
llevando cada una escrita entre sus nervaduras, viejas y nuevas sombras que conocí,
algunas que movieron el mundo, como Stalin, Mussolini, Hitler, Mao Tse Tung,
Tito… y otras aún iluminadas por el atardecer como Dolores Ibárruri, Togliatti,
Thorez, José Díaz, Negrín…!
Está lloviendo, nevando allá en la sierra, y ya la oscuridad se va sentando sobre
los tejados, las iglesias, las torres y rascacielos de Madrid, mientras esplenden,
alumbrando la noche, embravecidos, espontáneos milicianos de las primeras horas,
días y meses de nuestra guerra: Líster, Modesto, el Campesino, Durán, Carlos
Contreras, Ascaso, Durruti y los jefes salidos del ejército, como Cordón, Ciutat, los
generales Miaja, Vicente Rojo y tantos otros que ahora veo, hasta llegar al siniestro
coronel Casado, entregador de Madrid con mis grandes amigos fusilados, Ascanio,
Barceló, Ortega, Morillo. Cómo no recordar también a mi gran amigo y camarada
Marcos Ana, en algún momento el preso más antiguo de Europa —veintitrés años—,
cuyo estremecedor poema «Todo mi corazón es patio» me trae a la memoria aquel
cuadro famoso de Van Gogh en que una cuerda de presos gira en el sombrío espacio
de una pequeña cárcel. A todos estos vi y andan por las páginas u hojas rodantes de
esta Arboleda, confundidas y barajadas en la tierra, tal como se desprendieron de las
ramas, fundiéndose con los grandes toreros de mi adolescencia y juventud como
Joselito, Belmonte, el Niño de la Palma, Cagancho, Sánchez Mejías, con José María
de Cossío al fondo, viendo ahora en el saloncillo de la Revista de Occidente, sentados

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entre Ortega y Gasset, Morente, Marañón, Pérez de Ayala y alguna que otra bella
duquesa, a Juan Belmonte junto a Domingo Ortega, tan inteligentes naturales como
grandes toreros. ¿Y qué estará haciendo ahora Azorín, escondido tras sus gafas
negras, impávido, en la estación del metro, trajinada de vagones que pasan?
Ahora llueve. Caen más hojas arrastrando un murmullo de jardines nocturnos y
danzas embrujadas de Manuel de Falla, guirigays de mi Pájara pinta, interpretados
por la orquesta de Óscar Esplá, la Canción del farolero, de Ernesto Halffter, con el
Amor por las tres naranjas, de Prokófiev, al que conocí en Moscú, durante el
Congreso de Escritores, sentado junto al genial cineasta Eisenstein. Máximo Gorki
lloraba, saludado por Stajanov, el obrero más calificado entonces de la URSS.
¿En qué lejanías os encontráis, viejo Fedin, Tijonov, Ivanov, Alexis Tolstoi,
grandes amigos, hermanos, como Aseiev, Kirsanov, Kaminski, Brik…? Aquella
tarde, Pasternak me recibió en su dacha del bosque. Todavía, para su honor y su
desgracia, no le habían concedido el Premio Nobel, y el general Voroshilov había
bailado ya una danza rusa con María Teresa en casa de Gorki… Pocos años después
Federico García Lorca caería fusilado en un hoyo profundo de Víznar, don Antonio
Machado moriría cerca de un campo francés de concentración y, algo más tarde,
tirado en el camastro de una cárcel alicantina, moriría también el joven poeta Miguel
Hernández.
¡Oh gente innumerable de mi vida —Margarita Xirgu, Gassman, Nuria Espert,
Pellicena, María Casares—, segundas hojas de mi memoria, nombres insignes de mi
generación, escritores como Rosa Chacel, María Zambrano, Benjamín Jarnés,
Antonio Espina; poetas queridos de mis jóvenes años, que no os deseo nombrar
porque siempre estuvisteis en mis labios…! Pero tengo siempre que recordaros a
todos, Conmigo vais, mi corazón os lleva, como los álamos ribereños del Duero de
don Antonio. ¡Oh sí!, conmigo vais, Rodolfo Halffter, Julián Bautista, Salvador
Bacarisse, Juan Carlos Guastavino; cantautores como Sergio Endrigo, Joan Manuel
Serrat, Ana Belén, bajo las alas de La paloma, mi canción que dio la vuelta al mundo,
Joaquín Sabina y jovencísimos poetas como Javier Egea, Fanny Rubio, Álvaro
Salvador, Ana Rossetti, Antonio Jiménez Millán, Luis García Montero y Benjamín
Prado con su amor Teresita Rosenvinge… Hubiera algunos más, pero me marcho
para Italia esta madrugada. En Roma me espera Valle-Inclán. Visitaré con él los
jardines de la Farnesina. Entre cipreses y oleandros seguirá sonando la fuente, y la
Galatea, de Rafael, seguirá deslizándose por las aguas, llevada por delfines. Pensaré
en La gatomaquia, de Lope; saludaré a las ratas nocturnas de mi barrio, en una Roma
más que nunca «peligro para caminantes», mientras en la basílica de Miguel Ángel
encontraré a San Pedro inmovilizado en bronce, como siempre, muriéndose por
volver a ser pescador en las vecinas aguas turbias del Tíber.
Y acabaré escuchando afirmar al gran poeta napolitano Alfonso Gatto, muerto en
accidente con su joven amante: «Mira, Rafael. De Roma hacia el norte, todos
alemanes. De Roma hacia el sur, todos gitanos». Aunque yo amo profundamente a

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Italia, sin distinción de puntos cardinales, tal vez me fijara para siempre en Taormina,
frente a la fumarola del sonámbulo volcán de Polifemo.

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XXVII
Sin abrirse la puerta, vi que entraba mi padre. Esa puerta no era la de mi
departamento, sino la de mi cuarto, donde estaba todavía acostado en el sofá, pues no
eran aún las siete y media. Yo no veo a mi padre desde aquella mañana madrileña de
mayo, del año 1920, en que se lo llevaron a la Sacramental del Este. No sé bien lo
que quiere decir, lo que significa esta visita de ahora. Miedo no he sentido. Pero su
fugaz e inesperada aparición me ha preocupado y conmovido profundamente. ¿A qué
ha venido? ¿Por qué lo ha hecho? Ya pasó la gran alarma de incendio de la otra
mañana, cuando bajé tosiendo, casi sin respiración y con los ojos llorosos por el
humo, desde mi decimoséptimo piso a la calle. Cuando al despertar, antes de las ocho
de ese día alarmante, vi una extraña neblina en mi alcoba, creí que me estaba
quedando ciego, que algo tremendamente inesperado me sucedía en la vista. Al
punto, me levanté como el rayo y abrí la puerta de mi departamento, viendo ya con
espanto que el corredor era como un largo tubo de humo negro que tenía
necesariamente que atravesar con toda urgencia. Y lo hice, vestido como pude, sin
afeitar, con cualquier chaleco y sin tener tiempo para ponerme los calcetines. Cuando
al fin llegué a alcanzar la calle, los bomberos ya habían aparecido y andaban con sus
mangas, escaleras y bocinas de alarma alborotando todo el barrio. Al comienzo
circulaban distintas versiones sobre el origen del fuego: que si era en un bar, que si en
unas oficinas del tercer piso. No sé, ni todavía he podido saberlo con precisión. Lo
cierto es que yo no pude regresar a mi departamento hasta pasadas las dos de la tarde,
sin saber si me lo iba a encontrar sumergido en humo, si podría respirar en mi cuarto
aquella noche… ¡Qué sé yo! Lo cierto era que todo lo veía tremendamente oscuro y
catastrófico, acordándome, en medio de tanta incertidumbre, de mi amigo Carlos
París, cuya mujer había muerto asfixiada en el incendio del hotel Aragón, de
Zaragoza.
Pero al fin las llamas no habían penetrado en nuestro enorme bloque de
Vallehermoso. Mas cuando entré de nuevo olía horriblemente a hollín y humo,
pegados en la moqueta, los trajes y los libros. Con todas las ventanas abiertas me
puse a trabajar, durmiendo así durante varios días hasta el de hoy, en que mi padre,
atravesando la puerta sin abrir de mi alcoba, ha entrado, mirándome fija y dulcemente
varios segundos y desapareciendo, diluido, no sé si por uno de los ventanales del
salón o a través de sus muros.
Puede ser que mi padre haya querido recriminarme algo por lo poco que suelo
recordarlo y lo no mucho que conté de él en el primer tomo de mi Arboleda perdida.
Y tendría mucha razón. Yo le habría dicho ahora, esta mañana, si se hubiese detenido
un momento: «Siéntate, o salgamos juntos a darnos un paseo por Rosales o la
Moncloa, y cuéntame tantas cosas que no pude saber de ti. Pero antes quiero hacerte
recordar que te acompañé a Málaga, un invierno, cuando enfermaste del pulmón,
como también a la sierra de San Rafael, durante dos veranos, por el mismo motivo.

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Siempre ha existido cierta distancia entre nosotros. Cuando aún vivíamos juntos en El
Puerto de Santa María, tú siempre andabas de viaje por el norte de España,
representando el coñac y los vinos de la casa Osborne. Cuando volvías, te pasabas
sumido en tu escritorio trabajando. Eras un trabajador abnegado y puntual, luego de
malvender aquella bodega de selectos vinos que llevaban tu nombre: Vicente Alberti.
(Todavía, exiliado yo en la Argentina, tantísimos años después, encontré en el boliche
de un pueblo perdido una botella de vino de los tuyos, titulado Tres Palos Cortados.
La compré. Y nunca quise abrirla). De todas maneras, padre, voy a vestirme para salir
contigo o, mejor dicho, con tu sombra invisible, para pasear por Rosales o la Moncloa
o, si te gusta más, por el Museo del Prado, pues, estoy seguro, nunca tuviste tiempo
de visitarlo. A mí me conocen mucho allí y no tengo que presentar a la entrada el
carnet de identidad. Tú… como no se te ve… puedes pasar tranquilamente».
—Mira, padre, este es El Greco. Sé que lo conocerás de nombre. Si me visitas
otro día te contaré de él. Y por aquí, ahora, pasamos a las salas de Tiziano, el
Tintoretto, el Veronés… ¡Quién sabe si te asustan un poco estas Venus desnudas!
Recuerdo que una noche en Madrid, volviendo yo, ya pasadas las doce, de pintar la
Puerta de Alcalá a la luz de la luna, me recibiste dándome una gran bofetada,
pensando seguramente que volvía de algún prostíbulo. Me sorprendiste, padre. Pero
te perdoné. Ahora puedes mirar tranquilamente, como todo el mundo, estas
maravillosas diosas desprovistas de ropa, expuestas en estos salones —y no de un
prostíbulo— del Museo del Prado.
»Nunca supe, padre, ni quise imaginar cómo fueron tus relaciones carnales con
mi madre. Supongo que castas y cumplidoras. Eras más bien guapo y, aunque no muy
hablador, simpático y afable. Tú no alcanzaste a conocer mi vocación poética. Te
moriste, de improviso, una tarde, cuando yo iba todavía para pintor y copiaba en el
Casón, el palacete del rey Felipe IV, tantas Afroditas desnudas, como los faunos,
Hércules y Apolos helénicos, pintando a la vez paisajes impresionistas en los jardines
del Buen Retiro. Aunque pintaba y dibujaba nada más, me comenzaba a apasionar la
poesía de Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez… Lo más
sorprendente fue que aquella noche de tu muerte, en que yacías ya amortajado en tu
lecho, me salió de improviso mi primer poema, que andará, desde entonces, perdido
por ahí en alguna parte. Me impresionó ver tu cuerpo, largo y abultado, tapada la
cara, rodeado de unas melancólicas flores blancas y cuatro grandes velas encendidas.
Y recordé allí ante ti, algo remordido, que te había engañado durante tres años,
diciéndote, al mostrarte las notas falsificadas por mí, que iba aprobando aquel
bachillerato, interrumpido en el colegio portuense de los jesuitas por habernos tú
traído a vivir a Madrid. ¡Ah, cómo no te perdoné ese traslado en los días más
venturosos por playas y arenales de nuestra bahía gaditana! Pero a la larga, pasados
ya casi siete años de residencia madrileña, tuve que agradecértelo, pues diste origen
al afianzamiento de mi naciente vocación poética y a aquel mi primer libro, Marinero

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en tierra, cuya primera canción te recrimina por haberme arrancado de nuestro mar
azul maravilloso:

El mar. La mar. El mar.


Solo la mar.
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón,
se lo quisiera llevar.
Padre, por qué me trajiste
acá.

»Perdóname que ahora, tan tarde y tan mayor, pues tengo veinticuatro años más
que tú, ya que moriste a los 60 —hoy podrías haber sido mi hijo—, te diga estas
cosas que me duelen, pero con lágrimas tardías en los ojos. Seguiríamos hablando y
paseando por Madrid. Pero no sé —no lo puedo saber— si se te hace algo tarde para
regresar adonde viniste. Dime antes si te gustaría pasar por la puerta de Lagasca, 101,
aquella casa donde vivimos contigo solo tres años y moriste; si te gustaría que
tomásemos el tren y nos fuésemos a visitar los pinares guadarrameños, entre los que
vivimos tú y yo durante los veranos. No sé. Tú dirás. Dime si se te hace tarde. Yo voy
a volver a mi decimoséptimo piso y a dormir con las ventanas abiertas y en aquel
mismo sofá delante de esa puerta por donde tú, sin abrirla, entraste traspasándola esta
mañana.
»Tal vez te haya cansado, padre. Intuyo ahora, de pronto, que quisieras
preguntarme algo. Algo quizá sobre mi larga vida. ¡Tendría que contarte tantas cosas!
Pero yo solo me acuerdo siempre de las últimas. Bueno, te diría como un suceso
importantísimo que recibí un gran premio, el Cervantes, de las manos del rey Juan
Carlos y que a la reina doña Sofía, para darle las gracias, le dediqué un piropo, que
seguramente otras soberanas de Europa envidiarían:

Esta reina se lleva la flor,


que las otras no.

»¿Qué otra cosa podría contarte, padre, antes de que nos despidamos? No sé. Te
siento un poco inquieto, como si ya quisieras marcharte. Ignoro si lo habrás pasado
bien conmigo, si te ha gustado nuestro encuentro. Tú fuiste el que me vino a buscar.
Y yo he procurado estar contigo lo más cariñoso y tierno que he podido. ¿Te vas?

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¿No te despides de mí? Estamos muy lejos de donde salimos. ¿Vas a volar? ¿Pero es
que tienes alas? ¿Te alzas? Ahora no te veo. Vuelve otra vez, vuelve… Te enseñaré la
base norteamericana de Rota… ¿No me oyes? Parece que no quieres oírnos… Adiós.

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XXVIII
Pequeñas apariciones, no siempre, pues, a veces, algunas son más grandes, como
aquella, persistente, de un inmenso pulpo negro que estuvo debajo de mi cama,
cuando yo era flaco y escribía mi libro Sobre los ángeles. Pero aquel toro —pues de
pulpo se transformaba en toro, también negro—, en vez de tentáculos o patas, movía
cuatro anchas manos duras, como de cuero, que intentaban agarrarme del cuello para
volcarme sobre la estera del cuarto. Y yo gritaba sordamente defendiéndome,
consiguiendo que nunca lo lograse. Mas se trataba entonces de un sueño, una
pavorosa aparición soñada —no real—, que recuerdo siempre con terror, haciéndome
casi transpirar sangre. Ahora no se trata de sueños, sino de apariciones, pequeñas, no
grandes, no completas, que desde hace poco más de un año se me presentan en mi
apartamento y algunas veces por el largo pasillo que me conduce al ascensor.
Ya conté la visita de mi padre en la mañana del incendio, a través del humo que
velaba mi alcoba, y su desaparición por la ventana, lenta, pero sin dejar el más
mínimo rastro entre el humo o el cielo neblinoso.
Sueños como aquel del pulpo-toro u otros tuve muchos, pero no sé por qué
cuando era delgado y no fornido como ahora. Ahora es otra cosa, más extraña, que
me electriza, pues me sucede con los ojos abiertos, moviéndome de una habitación a
otra, cuando menos lo espero, pisando el suelo o en el espacio, en la cocina, entre los
muebles, en el techo o por los anaqueles flojos o abarrotados de libros.
Son restos, o mejor dicho, trozos de imágenes veladas, que no se me aparecen
completas, rara vez revelándome el rostro. Mi escalofrío es grande, como cuando
recién abro la puerta de mi casa y veo momentos antes de torcer hacia la habitación
del fondo unos brazos vestidos, de mujer o de hombre, con largas manchas
coloreadas, que doblan veloces el corredor. Mi angustia e inquietud me ahogan, pues
no sé si al entrar en el salón los voy a ver allí, transformados en alguna otra cosa que
me espera o si ya han desaparecido. Pero para mi gran tranquilidad no veo nunca a
nadie. Su existencia solo ha durado unos segundos.
Rara vez, digo, se me aparece un rostro, y si lo hace no es completo, es como
media máscara cortada que huye ante mí, cegándome como un relámpago. A veces, al
volver la cabeza —todo esto sucede casi siempre dentro de mi casa— veo un rápido
fragmento de perro u otro animal, que se esfuma en silencio, en el mismo punto de su
aparición.
Una noche, al encender la luz, voló ante mí, hacia la ventana, una espalda
desnuda de muchacha y, luego, separados de ella, unos largos cabellos que
desaparecieron hacia lo alto. También he visto por un instante sobre la mesa flores
que no existían y, volando, una especie de máquina de escribir que yo tenía en Roma.
Siempre tengo miedo de que se me aparezca alguien sentado en una butaca o
dormido en mitad del lecho. Lo presiento muchas veces, y al encender la luz prefiero
mirar hacia el vacío y no a las sillas o a la cama. Lo peor es cuando detrás de mí

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siento que casi pegado a mis talones viene algo que no oso mirar. Es cuando me entra
más temor. O cuando, dormido, dejo un brazo colgando hacia el suelo, a merced de
algo que surja debajo de la cama. Ahora recuerdo una visión que tuve, hace
muchísimos años, al volver una noche a mi casa. Era también en Madrid. No me
atreví a entrar en ella, pues vi que tres frailes encapuchados vigilaban la puerta,
llevando cada uno un fusil en la mano. Esa fue una visión completa, una aparición, no
como las de ahora, más misteriosas y fragmentadas.
A veces, son las alas de un pájaro sin cuerpo las que entreveo que cruzan el salón,
una blusa que vuela buscando la ventana o una mano cortada que desaparece por el
espejo del fondo. Nunca están marcados los límites de estas imágenes o apariciones.
Me surgen de improviso, al mirar de soslayo, cuando menos lo espero y pensando en
nada o en cualquier algo incoherente. Pudiera creerse que estoy inventando cosas que
parecieran fáciles. Aquí diría Pablo Neruda: «Dios me libre de inventar nada cuando
estoy cantando».
No sé si será porque vivo muy solo, los espacios vacíos de mi casa se me llenan
de ráfagas de estas imágenes, se me pueblan de seres que no se me revelan por
completo. Tal vez. Pero estas pequeñas apariciones van en aumento y pienso que de
pronto se volverán más grandes y tangibles y que aquel temor infantil a los cuartos
oscuros, a la mano buscando en la pared el resorte para encender la luz eléctrica está
volviendo. Quizá sea triste esto que estoy contando y siento deseos de que no me
suceda o, por el contrario, de que vaya en aumento y me acompañe en estos últimos
años.
Otro personaje, pero este totalmente invisible, que vive conmigo, es el duende —
o los duendes—, ignoro si uno solo o muchos. No se trata del duende lírico,
lorquiano, tan magistralmente descubierto y estudiado por el poeta de Granada. No.
Es un duende que habita permanentemente en mi casa, junto a mí, volviéndome loco,
escondiéndome todo, o poniéndomelo delante cuando menos lo espero, para
arrebatármelo inmediatamente, devolviéndomelo cinco o seis días después, cuando
no al cabo de un año.
He aquí algunas de sus gracias, sus preocupantes diabluras. Yo tengo cinco gafas,
para poner encontrar rápidamente unas cuando las necesito. Pero desaparecen las
cinco a la vez. Las cinco tienen su respectiva funda de cuero negro. De pronto
necesito unas con urgencia. ¡Dios mío, unas tan solo de las cinco! ¡Estoy perdiendo el
tiempo! ¿Qué hacer? Se me ocurre, de pronto, mirar debajo de la cama. Y encuentro
cuatro fundas vacías, pero de color marrón. Busco en mi bolso de mano. Allí,
entonces, hallo unas, pero sin funda. Las otras cuatro que me faltan espero que el
duende me las restituya pronto, si no, tendré que ir a comprármelas de nuevo en la
óptica de la esquina.
También el duende se me lleva las tijeras. ¿Cuántas he vuelto a comprar ya de
todos los tamaños? Rectas, curvadas para las uñas, sin contar las que traen los
pequeños estuches de costura, que el duende me suele arrebatar en los viajes. La otra

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mañana, entre los cubiertos que me faltan, surgía, de pie, un par de tijeras, colgando
de una de ellas la medalla de la Orden del Comendador de las Artes y las Letras que
me había concedido hace años el Gobierno francés.
Si enloquecido estoy con las apariciones, que ahora lo hacen cada vez más
fugaces, como salidas del techo de mi alcoba o de las paredes del salón, lo estoy más
con el duende —o los duendes— que me cambia de sitio todas las cosas, hasta llegar
a colgarme del largo tubo del telescopio un par de zapatos, pendiendo de la punta de
uno de ellos una de mis gorras marineras que hacía ya varios meses buscaba.
Todo esto parece divertido, pero creo haber llegado a oír la carcajada abierta o
entrecortada sorna del duende porque, al buscar un pantalón gris que urgentemente
necesitaba para ir al teatro, me encontré con que lo tenía puesto.
Siempre, o casi, he tenido bastante desorden en mi casa, y sobre todo en este
amplio y alto estudio que hoy habito, dominando Madrid. Pero últimamente he
querido arreglarlo, comprando nuevas librerías, cómodas, grandes carpetas para
guardar dibujos, anchos cestos donde acumular papeles. Parecería esto una certera
arma contra el duende, unos buenos espacios y cabidas para que sus traslados y
acarreos estuviesen menos justificados. Pero pronto pude comprobar que esto no era
cierto. Mi intento de establecer un nuevo orden le molesta. Hay menos ropa por el
suelo, la mesa está casi despejada, de los alrededores de la televisión, aquella
multitud de cartas abiertas y tubos secos de colores casi ha desaparecido. He
ordenado todos los ejemplares de mi obra poética en un largo anaquel. Toda mi obra,
en repetidos ejemplares. Pero me he encontrado de pronto que estos han sido
sustituidos en toda su extensión por quince grandes tomos, que no hace mucho recibí,
de las obras completas de Louis Aragon, y que mis libros habían sido esparcidos en
otras librerías del salón. ¿Estaré volviéndome loco, pero ahora de verdad? ¿O es que
soy sonámbulo —como mi hermano Vicente, que cuando era muchacho se pasaba la
noche sacando agua del pozo de un jardinillo vecino a su cuarto— y seré yo,
dormido, el que cambia las cosas de su lugar? No sé.
Pero ahora, ya cansado y con sueño, quiero cerrar los ojos para ver imágenes
provocadas, visiones que puedo dirigir, en cierto modo, encontrando siempre lo
inesperado. No tengo más que cerrar los párpados, apretándolos contra las pupilas,
para ver que del fondo oscuro de los ojos avanzan manchas verdes, que al moverse,
girando, se van volviendo amarillas, marrones, anaranjadas… Entonces hago una
ligera contracción con los párpados, siempre cerrados, dando lugar a una extraña
cabeza de mujer, bordeado de un azul todo su contorno, incluso el filo de la nariz y el
borde de los labios, mientras una especie de nube negra la va borrando hasta
convertirla de nuevo en unas giratorias manchas verdes. Hay que esperar a veces para
que del fondo de esa cámara oscura de la vista emerja otra imagen. Pero la mayor
parte de las contracciones produce manchas abstractas, no figurativas, resplandores
cambiantes, que recuerdan aquella rara estrofa de Gustavo Adolfo Bécquer:

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Te vi un punto, y flotando ante mis ojos,
la imagen de tus ojos se quedó
como la sombra oscura, orlada en fuego,
que flota y ciega si se mira al sol.

Pero aquí el misterio casi no existe, la visión quiere ser provocada adrede, como
quien proyecta algo sobre una pantalla. Deduzco que prefiero, más que al duende,
esas presencias, esas ráfagas indecisas, fragmentadas, de mis pequeñas, aunque a
veces temidas, apariciones, que me hacen nuevamente pensar en otra estrofa del
mismo desvelado poeta sevillano:

Yo no sé si ese mundo de visiones


vive fuera o va dentro de nosotros,
pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco.

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XXIX
Yo no debo olvidar que soy el autor de Roma, peligro para caminantes, libro en el
que manifesté en tantas poesías mi terror y odio hacia las motos y los automóviles, el
tráfico moderno, que nos tiene en vilo todo el día, hasta considerarnos, cuando
volvemos a casa por la noche, unos felices supervivientes, salvados los mortales
peligros de toda la jornada.
Ya repetí que con García Lorca y Pablo Neruda creábamos un trío, casi rayano en
lo tragicómico, al atravesar, bien cogidos del brazo, una simple calle o el ancho de
una plaza. Luego, después que leyó y experimentó mi libro sobre la peligrosa Roma,
se nos añadió Jorge Guillén, quien me dedicó aquel muy nuevo soneto sobre el tráfico
en la ciudad eterna. Volar, volar, volar en lo que me quede de vida. Te caerás alguna
vez, Ícaro envuelto en llamas, héroe de una catástrofe, que suele tardar mucho en
repetirse, mientras que aquí, por los caminos y autopistas de la tierra son miles los
que se matan a diario. Yo siempre, aun en estado de nebulosa, esperaba algún
accidente. Pero mi estrella, en la que creo, me ha venido salvando de él durante más
de ochenta y cuatro años. Y he aquí que llega la noche del 18 de julio, fecha del
alzamiento militar contra la República, coincidente con la verbena del diario El País.
Convencí a Benjamín, Teresa y Elisa, mi amiga arabista, de que diésemos una vuelta
por ella. Luego de tomar un whisky con Juan Luis Cebrián, el alcalde de Madrid y
otros amigos, decidimos volver pronto a nuestra casa. Grandísima confusión de
automóviles por la calle de Alcalá. Hubo un lento semáforo que nos hizo detener,
apretados de otros coches. Ni qué decir tiene que no regresamos aquella noche a
nuestra casa, por lo menos yo. Muy pocos días después apareció en el mismo
periódico la siguiente nota:
«El escritor gaditano Rafael Alberti, que se encuentra internado desde que el
pasado 18 de julio sufriera un accidente de tráfico, ha escrito —desde lo que él llama
“el lecho del torero herido”— en el hospital, un poema en el que relata lo pasado.
Alberti, que rompió el cristal del coche con la cabeza, y se fracturó una pierna, deberá
seguir hospitalizado por un tiempo. El poema, titulado “Accidente”, está dedicado a
Benjamín Prado, Teresa Rosenvinge y Elisa Molina, quienes le acompañaban en el
momento del choque»:

Y al fin, el accidente inesperado,


el golpe oscuro de la desventura,
el ciego encontronazo, la segura,
clara certeza de que te han matado.
El tiempo recorrido, el resbalado
de la vida entramada a la locura,
la noche abierta, el cielo sin mesura,

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con la certeza de que te han matado.
Venir del aire, el mar, de los jardines,
de atravesar dichoso los confines,
y siempre en vilo al alba confiado.
Verterse en tierra, ya vencido el viento,
entrando al cotidiano pavimento
con la certeza de que te han matado.

Con la certeza de que te han matado… Realmente la tuve ahí abajo, encogidas las
piernas, con un golpe atroz en la frente y un raro espacio de lucidez como para
susurrarle dos veces a Benjamín: «Creo que me han matado». Pero parece que no fue
así, pues ingresé en el Hospital Gregorio Marañón allá a la madrugada y en una
pequeña habitación, escayolada ya la pierna izquierda, rajada la tibia hasta la rodilla,
estuve más de treinta días, bien atendido por Miguel Ferrer, gran traumatólogo, y
pintor fotógrafo, pero escuchando en aquellas largas noches los aullidos desgarrados
e insultantes de un joven delincuente, drogadicto, custodiado todo el tiempo por dos
policías.
Pero por fin salí del hospital y me vine a proseguir el florecimiento de mi pierna
izquierda a casa de mi sobrina Teresa —luz de bondad y maravilla— esperando ver
brotar geranios de colores en cada dedo de mi pie, mientras lo impulso todo el tiempo
que puedo en torno al grandísimo comedor, lleno de poltronas, sillones, plantas,
cojines por todas partes, y una larga y ancha mesa en el centro. Recuerdo que el gran
escritor francés Javier de Maistre escribió un famoso y extraño relato titulado Viaje
alrededor de mi cuarto, en el que describe al detalle todo lo que hay en él, con las
consideraciones que se le ocurren durante el recorrido. Pues bien: yo me veo obligado
durante estos largos días que me quedan para recuperar el movimiento de mi pierna, a
emprender también mi viaje, que llamaría Viaje alrededor de una mesa.
Mis primeras jornadas no han podido ser más fructíferas, consistiendo en la
construcción de estos libros tercero y cuarto de La arboleda perdida, preparados
minuciosamente con Benjamín, quien me ayudó a repasar todas las múltiples páginas
del texto, dándoles al fin el orden definitivo. Como sigo y sigo remolcando mi pie
alrededor de la mesa, de su caoba espejeante, encuentro a veces cerca del cenicero
agobiado de colillas apagadas y con una coca-cola extinguida en la mano, a la cálida
María del Mar y en cualquier otra vuelta a Rafael con sus trece años plenos de
logradísimos dibujos, y a Elenita y a Cristina, la naciente actriz, junto a unos
melocotones helados y, cerca de un tablero, a Ángel, aspirante a arquitecto, cerca de
unas acuarelas desvanecidas… Las primeras páginas del primer libro de mi Arboleda
aparecen llenas de niños que juegan, entrando y saliendo conmigo de los colegios.
Ahora, a mis ochenta y cinco años, me veo, como saliendo de mi casa de la calle

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Santo Domingo, yo solo, camino de aquel colegio de San Luis Gonzaga, en El Puerto
de Santa María, frente a la bahía gaditana.

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