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Los Mandamientos del Abogado- Eduardo J. Couture
Derecho Civil III (Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo)
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Eduardo J. Couture
Los mandamientos
del abogado
Jairo Parra Quijano
Presidente
lOMoARcPSD|15761968
ISBN 978-958-57586-9-8
Los mandamientos del abogado
Autor: Eduardo J. Couture
Instituto Colombiano de Derecho Procesal
Septiembre de 2019
Edición: Magda Isabel Quintero Pérez
Diseño y diagramación: Héctor Suárez Castro
Impresión y acabados: Panamericana Formas e Impresos
S.A., quien solo actúa como impresor
Edición especial con motivo de la celebración de los 50 años
del Instituto Colombiano de Derecho Procesal
Instituto Colombiano de Derecho Procesal
Calle 67 No. 4A-09
Teléfnos: 3104401 – 3104406
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Capítulo Boyacá
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Capítulo Caquetá
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Capítulo Casanare
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Capítulo Chocó
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Capítulo Córdoba
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Capítulo Huila
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Capítulo Magdalena
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Capítulo Nariño
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Capítulo Norte de Santander – Ocaña
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Capítulo Norte de Santander – Pamplona
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Capítulo Popayán
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Capítulo Quindío
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Capitulo Risaralda
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Capítulo San Andrés
Shirley Walters Álvarez
Capítulo Santander
Eduardo Muñoz Serpa
Capítulo Sucre
Dairo Pérez Méndez
Capítulo Tolima
Ricardo Enrique Bastidas Ortiz
Capítulo Valle del Cauca – Cali
Carlos Roberto Ramírez M.
Capítulo Valle del Cauca – Buga
María Patricia Balanta Medina
Capítulo Villavicencio
Cristhian Alexander Pérez Jiménez
Capítulo Colombo Hondureño
Mary Ela Martínez Medina
Capítulo Colombo Panameño
Abel Augusto Zamorano
Capítulo Colombo Venezolano
Rodrigo Antonio Rivera Morales
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Índice
Presentación 11
Los mandamientos del abogado 17
Introducción 21
Exégesis 29
1º Estudia 29
2º Piensa 32
3º Trabaja 35
4º Lucha 37
5º Sé leal 40
6º Tolera 45
7º Ten paciencia 48
8º Ten fe 50
9º Olvida 52
10º Ama tu profesión 54
Final 57
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Presentación
Desde su fundación en 1969 el Instituto Colom-
biano de Derecho Procesal está dedicando todos
sus esfuerzos al estudio y difusión del derecho
procesal y a proponer alternativas de perfecciona-
miento de los procedimientos, para que cumplan
su objetivo de hacer efectivos los derechos sustan-
ciales, en un entorno de respeto a los derechos
fundamentales, que contribuya a alcanzar la paz
y la justicia social que merecen los colombianos.
La labor académica de los miembros del ICDP
durante estos cincuenta años ha sido perseve-
rante. Las reuniones semanales conceden un
atrayente espacio de discusión; los congresos
se constituyen en multitudinarios encuentros
de actualización; se valoran los proyectos de
conectividad con el público en general; son apre-
ciadas las publicaciones periódicas colectivas; es
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distinguido el protagonismo de la entidad en las
reformas legales y está acreditado el análisis de
constitucionalidad del Instituto sobre las normas
demandadas; además, la presencia del ICDP en
los escenarios jurídicos trasciende el territorio
colombiano, hasta alcanzar todos los espacios del
concierto iberoamericano.
La rutilante dirección de Jairo Parra Quijano, que
se extiende ya por más de veinte años, caracte-
rizada por la rectitud y el buen obrar, permite al
Instituto, con el vital apoyo de todos los miem-
bros, lograr crecientes realizaciones en el presente
y para el futuro.
Los logros se perciben en la actualidad con el
beneficioso efecto del proceso jurisdiccional oral,
eficaz, fácil, moderno, rápido y económico que el
Código General del Proceso adoptó para la admi-
nistración de justicia civil en Colombia.
Entre los mayores éxitos del Instituto, bajo la
egregia dirección de Jairo Parra Quijano, hay
que destacar la formación de una escuela de
derecho procesal colombiano, para el cual fue
trascendental la organización de los semilleros de
investigación que cautivaron el interés de promi-
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sorios profesionales. Ahora es seguro que el ICDP
permanecerá en el tiempo para beneficio del país.
El ICDP continúa promoviendo medidas en pro
de la justicia, dentro de las cuales es determi-
nante una reflexión sobre el comportamiento de
los abogados, que es el plausible propósito de esta
publicación. Con ella también se quiere honrar
la memoria de Eduardo J. Couture, fallecido en
1956 en Montevideo Uruguay. Al siguiente año
inició actividades el Instituto Iberoamericano de
Derecho Procesal que hoy preside el distinguido
maestro Lorenzo M. Bujosa Vadell.
Piero Calamandrei comparó el deceso de Couture
con una brillante estrella que se oscureció “repen-
tinamente en el más alto fulgor de su ascensión”;
en un artículo publicado en Padova Italia lamentó,
con profundo sentimiento, la temprana desapari-
ción de Couture, que murió a la edad de 52 años, a
quien calificó como un “jurista de fama mundial”,
con una mente soberana que se movía “con igual
agilidad en todos los dominios de la ciencia y
del arte”. Su virtud más encantadora, dijo Cala-
mandrei, era la “proximidad humana”, porque
“conquistaba desde el primer encuentro”.
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Couture fue un grandioso abogado, un incansable
investigador, “su vida fue un prodigio de actividad”,
escribió cientos de ensayos y numerosos libros
de derecho procesal y derecho constitucional,
fue Decano de la Facultad Jurídica de Monte-
video, profesor y conferencista en toda América
y en Europa, redactor de códigos y presidente de
asociaciones de abogados. De sus más importantes
legados fue la “humanización del proceso”, que
le valió el calificativo de fundador del “Derecho
Procesal Constitucional”.
Eduardo J. Couture recorrió la esforzada travesía
hacia la superación y alcanzó la jerarquía de
maestro, horizonte que logran alcanzar los grandes
juristas de todos los tiempos, entre los que se
destaca en Colombia Jairo Parra Quijano, nuestro
entrañable Presidente del ICDP.
Pedro Prado, reconocido poeta chileno, refirién-
dose a uno de sus maestros, escribió la siguiente
frase sublime:
“Los hombres creen que ven; como divagan,
estiman que piensan; como trabajan, imaginan
que realizan una obra valedera. Y la inmensa
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mayoría de los hombres consume su existencia
creyendo que vive.
“Y la vida real es tan otra cosa… a los hombres
que dormitan su vida se acercan a veces seres
superiores y los remecen y entregan, confun-
didos de maravilla, a un asombroso despertar.
“Estos seres son los maestros. Maestro es el que
nos revela nuestra privativa sensibilidad, el que
nos interna en nuestro propio conocimiento.
Maestro es el que nos arranca del letargo de
confusión y suficiencia de la vida y nos entrega
a la esperanza ardiente y al ansia de realiza-
ciones superiores. Maestro es quien nos extrae
de nosotros mismos y nos arroja mar allá, de
nuestras propias fuerzas. Maestro es quien
libera en nosotros el espíritu y hace que él nos
posea y nos conduzca”.
Couture advertía que la tentación pasa siete veces
cada día por delante del abogado. El jurista puede
hacer de su cometido la más noble de las profe-
siones o el más vil de los oficios. En esta maravillosa
obra que ahora publica el ICDP, y que resume el
decálogo del deber, de la cortesía y de la alcurnia
de la abogacía, como acción constante al servicio
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de los valores superiores que rigen la conducta
humana, Couture desarrolló, de manera inge-
niosa, cautivante y pedagógica, los diez principios
fundamentales de nuestra actividad profesional:
Estudia, piensa, trabaja, lucha, se leal, tolera, ten
paciencia, ten fe, olvida y ama tu profesión.
El ICDP espera que la publicación, gentilmente
autorizada por el Maestro Ángel Landoni Sosa,
contribuya a meditar sobre la ética y la integridad,
que se estiman fundamentales en el Instituto para
el ejercicio de la profesión de abogado y, además,
determinantes para continuar mejorando los
procedimientos y la administración de justicia.
Ulises Canosa Suárez
Secretario General ICDP
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Los mandamientos del abogado
1º Estudia
El derecho se transforma constantemente. Si no
sigues sus pasos, serás cada día un poco menos
abogado.
2º Piensa
El derecho se aprende estudiando, pero se ejerce
pensando.
3º Trabaja
La abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio
de la justicia.
4º Lucha
Tu deber es luchar por el derecho; pero el día que
encuentres en conflicto el derecho con la justicia,
lucha por la justicia.
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5º Sé leal
Leal para con tu cliente, al que no debes abandonar
hasta que comprendas que es indigno de ti. Leal
para con el adversario, aun cuando él sea desleal
contigo. Leal con el juez, que ignora los hechos y
debe confiar en los que tú le dices; y que, en cuanto
al derecho, alguna que otra vez, debe confiar en el
que tú le invocas.
6º Tolera
Tolera la verdad ajena en la misma medida en que
quieres que sea tolerada la tuya.
7º Ten paciencia
El tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su
consideración.
8º Ten fe
Ten fe en el derecho, como el mejor instrumento
para la convivencia humana; en la justicia, como
destino normal del derecho; en la paz; como susti-
tutivo bondadoso de la justicia; y sobre todo, ten
fe en la libertad sin la cual no hay derecho, ni
justicia, ni paz.
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9º Olvida
La abogacía es una lucha de pasiones. Si en
cada batalla fueras cargando tu alma de rencor,
llegará el día en que la vida será imposible para ti
concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria
como tu derrota.
10º Ama tu profesión
Trata de considerar la abogacía de tal manera
que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su
destino, consideres un honor para ti proponerle
que se haga abogado.
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Introducción
Es probable que no haya rincón del mundo donde
algún abogado no tenga en su despacho uno de
esos textos que, desde el de San Ivo, del siglo XIII,
hasta el de Ossorio, del siglo XX, se vienen conser-
vando en recuadros para expresar la dignidad de
la abogacía.
Son decálogos del deber, de la cortesía o de la
alcurnia de la profesión. Aspiran a decir en pocas
palabras la jerarquía del ministerio del abogado.
Ordenan y confortan al mismo tiempo; mantienen
alerta la conciencia del deber; procuran ajustar
la condición humana del abogado, dentro de la
misión casi divina de la defensa.
Pero la abogacía y las formas de su ejercicio son
experiencia histórica. Sus necesidades, aun sus
ideales, cambian en la medida en que pasa el
tiempo y nuevos requerimientos se van haciendo
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sucesivamente presentes ante el espíritu del
hombre. De tanto en tanto es menester, pues,
reconsiderar los mandamientos pare ajustarlos a
cada nueva realidad.
Hoy y aquí, en este tiempo y en este lugar del
mundo, las exigencias de la libertad humana y los
requerimientos de la justicia social constituyen las
notas dominantes de la abogacía, sin las cuales el
sentido docente de esta profesión puede consi-
derarse frustrado. Pero, a su vez, la libertad y la
justicia pertenecen a un orden general, dentro del
cual interfieren, chocan y luchan otros valores.
La abogacía es, por eso, al mismo tiempo, arte y
política, ética y acción.
Como arte, tiene sus reglas; pero éstas, al igual que
todas las reglas del arte, no son absolutas, sino que
quedan libradas a la inagotable aptitud creadora
del hombre. El abogado está hecho para el derecho
y no el derecho para el abogado. El arte del manejo
de las leyes está sustentado, antes que nada, en la
exquisita dignidad de la materia confiada a las
manos del artista.
Como política, la abogacía es la disciplina de la
libertad dentro del orden. Los conflictos entre lo
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real y lo ideal, entre la libertad y la autoridad,
entre el individuo y el poder, constituyen el tema
de cada día. En medio de esos conflictos, cada vez
más dramáticos, el abogado no es una hoja en la
tempestad. Por el contrario, desde la autoridad
que crea el derecho o desde la defensa que pugna
por su justa aplicación, el abogado es quien
desata muchas veces ráfagas de la tempestad y
puede contenerlas.
Como ética, la abogacía es un constante ejercicio
de la virtud. La tentación pasa siete veces cada
día por delante del abogado. Éste puede hacer de
su cometido, se ha dicho, la más noble de todas
las profesiones o el más vil de todos los oficios.
Como acción, la abogacía es un constante servicio
a los valores superiores que rigen la conducta
humana. La profesión demanda, en todo caso,
el sereno sosiego de la experiencia y del adoctri-
namiento en la justicia; pero cuando la anarquía,
el despotismo o el menosprecio a la condición
del hombre sacuden las instituciones y hacen
temblar los derechos individuales, entonces
la abogacía es militancia en la lucha por la
libertad.
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Arte, política, ética y acción son, a su vez, solo los
contenidos de la abogacía. Ésta se halla, además,
dotada de una forma. Como todo arte, tiene un
estilo.
El estilo de la abogacía no es la unidad, sino la
diversidad. Busquemos en la experiencia de
nuestro tiempo al bonus vir ius dicendi peritus, al
abogado cuya actividad pueda simbolizar a todo
el gremio, y es muy probable que no lo hallemos a
nuestro lado.
Éste es político y ejerce su abogacía desde la
tribuna parlamentaria, defendiendo, como decía
Dupin, apenas una causa más: la bella causa del
país. Aquél la desempeña desde una pacífica
posición administrativa, poniendo sólo una gota
de su ciencia al servicio de determinada función
pública. Aquél otro la honra como juez, en la más
excelsa de las misiones humanas. Aquél la sirve
desde los directorios de las grandes empresas,
manejando enormes patrimonios y defendiendo
los esperados dividendos. El otro se ha situado
en la Facultad de Derecho y desde allí, silencio-
samente, va meditando su ciencia, haciéndola
progresar y preparando el vivero para la produc-
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ción de los mejores ejemplares. Aquél la sirve
desde el periodismo y hace abogacía de doctrina
desde las columnas editoriales, alcanzando el
derecho, como el pan de cada día, a la boca del
pueblo. El de más allá es, únicamente, abogado
de clientela comercial y sólo se ocupa de combi-
naciones financieras. Aquél ve cómo la atención
de sus intereses particulares, sus negocios, su
estancia, sus inmuebles, le demandan más aten-
ción que los intereses de sus clientes. Aquél otro,
que ha conciliado la misión del abogado con la
del escribano, ve cómo la paciencia del notario
se ha ido devorando los ardores del abogado. Y
aquél que ejerce solamente la materia penal, en
contacto con sórdidos intermediarios, especu-
lando con la libertad humana para poder percibir
su mendrugo, pues sabe que lograda la libertad
se ha despedido para siempre la recompensa; y
el que ejerce en las ciudades del interior y recibe
a sus clientes antes de que salga el sol; y el que
saca aun la cuenta de sus primeros asuntos; y el
que poco a poco ha ido abandonando sus clientes
para reservar su fidelidad a unos pocos amigos; y
el que ya no tiene procurador, ni mecanógrafo, y
sube afanosamente las escaleras de las oficinas en
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pos del papel que su menudo asunto requiere; y el
magistrado jubilado que vuelve melancólicamente
a suplicar la justicia desde el valle luego de haberla
dispensado desde la cumbre; y el que ejerce a la
norteamericana, medio abogado y medio detec-
tive; y la joven abogada que defiende los procesos
de menores con el ansia encendida de la madre
que un día habrá de ser; y el profesor de enseñanza
secundaria que corre a escuchar un testigo luego
de haber disertado sobre la despedida de Héctor y
Andrómaca; y tantos, y tantos, y tantos otros.
Si el precepto no perteneciera ya a la medicina,
podría decirse que no existe la abogacía; que sólo
existe una multitud de abogados.
Poco conocido o muy olvidado entre nosotros, un
texto de León y Antemio a Calícrates (Código, 2,
7, 14) nos dice de qué manera, ayer como hoy, es
la nuestra una magistratura de la República:
“Los abogados, que aclaran los hechos ambiguos
de las causas, y que por los esfuerzos de su defensa
en asuntos frecuentemente públicos y en los
privados, levantan las causas caídas y reparan las
quebrantadas, son provechosos al género humano,
no menos que si en batallas y recibiendo heridas
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salvasen a su patria y a sus ascendientes. Pues no
creemos que en nuestro imperio militen única-
mente los que combaten con espadas, escudos
y corazas, sino también los abogados; porque
militan los patronos de causas, que confiados en
la fuerza de su gloriosa palabra defienden la espe-
ranza, la vida y la descendencia de los que sufren”.
Así sucede todavía hoy.
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Exégesis
1º Estudia
El derecho se transforma constantemente.
Si no sigues sus pasos, serás cada día un
poco menos abogado
Nuestro país, que es joven y de organización
unitaria, tiene diez códigos y doce mil leyes, con
varios cientos de miles de artículos. A ellos se
suman los reglamentos, las ordenanzas, las reso-
luciones de carácter general y la jurisprudencia,
que son otras tantas formas de normatividad. Esas
disposiciones, reunidas, se cuentan por millones.
Pero el Uruguay es sólo una provincia, –una de las
más pequeñas provincias–, en la inmensa jurisdic-
ción del mundo. Y, además, el derecho legislado
no es todo el derecho.
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Aquella escritora que un día, queriendo apresar
la atmósfera de Giotto, la tituló La cárcel de aire,
estaba lejos de saber que con esa imagen evocaba
de sutil manera la envoltura aérea, tupida e invi-
sible del derecho.
¿Qué abogado puede abrigar la seguridad de
conocer todas las disposiciones?¿Quién puede
estar cierto de que, al emitir una opinión, ha
tenido en cuenta, en su sentido plenario y total,
ese imponente aparato de normas?
Además, por si su cantidad fuera poca, ocurre
que esas normas nacen, cambian y mueren cons-
tantemente. En ciertos momentos históricos, las
opiniones jurídicas no sólo debían emitirse con
su fecha, sino también con la hora de su expedi-
ción. El abogado, como un cazador de leyes, debe
vivir con el arma al brazo sin poder abandonar un
instante el estado de acecho. En su caso más difícil
y delicado, en aquel en que ha abrumado a su
adversario bajo el peso de su aplastante erudición,
de doctrina y de jurisprudencia, su contrincante
se limitará a citarle un artículo de una ley olvidada
o escondida. Y entonces, una vez más, como en
el apóstrofe de Kirchmann, una palabra del legis-
lador reducirá a polvo una biblioteca.
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Es tal el riesgo de situar un caso en su exacta posi-
ción en el sistema del derecho, y tantas son las
posibilidades de error, que uno de nuestros más
agudos magistrados decía que los abogados, como
los héroes de la independencia, frecuentemente
perecen en la demanda.
Como todas las artes, la abogacía solo se aprende
con sacrificio; y como ellas, también se vive en
perpetuo aprendizaje. El artista, mínimo corpús-
culo encerrado en la inmensa cárcel de aire, vive
escudriñando sin cesar sus propias rejas y su
estudio solo concluye con su misma vida.
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2º Piensa
El derecho se aprende estudiando, pero se
ejerce pensando
El Proceso escrito es un libro cuyas principales
páginas han sido pensadas y redactadas cuida-
dosamente por los abogados. Estos, como los
ensayistas, los historiadores o los filósofos, son los
mediadores necesarios entre la vida y el libro.
Otro tanto ocurre, todavía con mayor acento de
espectáculo escénico, en el proceso oral.
El abogado recibe la confidencia profesional como
un caso de angustia humana y lo transforma en
una exposición tan lúcida como su pensamiento
se lo permite. La idea de Sperl de que la demanda
es el proyecto de sentencia que quisiera el actor,
nos dice con gravedad elocuente qué intensos
procesos de la inteligencia deben desenvolverse
para trasformar la angustia en lógica y la pasión
de los intereses en un sencillo esquema mental.
Cuando el abogado ha cumplido a conciencia
su trabajo, el juez recibe el caso, por decirlo así,
peptonizado. Normalmente, su tarea consiste
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en escoger una de las dos soluciones que se le
proponen, o hallar una tercera con lo mejor de
ambas. El abogado trasforma la vida en lógica y el
juez trasforma la lógica en justicia.
Por eso, el día de gloria para el abogado, no es
el día en que se le notifica la sentencia definitiva
que le da la victoria. Al fin y al cabo, ese día no ha
ocurrido nada importante para él. Solamente se ha
cumplido su pronóstico. Su gran día, el de la grave
responsabilidad, fue aquel día lejano y muchas
veces olvidado, en que luego de escuchar un relato
humano, decidió aceptar el caso. Ese día tenía
libertad para decir que sí o decir que no. Dijo que
sí, y desde entonces la suerte quedó sellada para él.
Lo grave en el pensamiento del abogado es que en
esa obra de transformación del drama humano en
libro o en escena; tanto como la inteligencia, juegan
la intuición y la experiencia. No es un razona-
miento, dice el filósofo, lo que determina al escultor
a ahondar un poco más la curva de la cadera. Entre
sus ojos, fijos en el modelo, y sus dedos que acari-
cian la estatua, se establece una comunicación
directa. El pensar del abogado no es pensamiento
puro, ya que el derecho no es lógica pura: su pensar
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es, al mismo tiempo, inteligencia, intuición, sensi-
bilidad y acción. La lógica del derecho no es una
lógica formal, sino una lógica viva hecha con todas
las sustancias de la experiencia humana.
Algún juez, en un arrebato de sinceridad, ha dicho
que la jurisprudencia la hacen los abogados. Esto
es así, porque en la formación de la jurisprudencia,
y con ella del derecho, el pensamiento del juez es
normalmente un posterius; el prius corresponde al
pensamiento del abogado.
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3º Trabaja
La abogacía es una ardua fatiga puesta
al servicio de la justicia
A quien quiera saber en qué consiste el trabajo del
abogado, habrá que explicársele lo siguiente:
De cada cien asuntos que pasan por el despacho de
un abogado, cincuenta no son judiciales. Se trata
de dar consejos, orientaciones e ideas en materia
de negocios, asuntos de familia, prevención de
conflictos futuros, etcétera. En todos estos casos,
la ciencia cede su paso a la prudencia. De los dos
extremos del dístico clásico que define al abogado,
el primero predomina sobre el segundo y el ome
bueno se sobrepone al sabedor del derecho.
De los otros cincuenta, treinta son de rutina. Se
trata de gestiones, tramitaciones, obtención de
documentos, asuntos de jurisdicción voluntaria,
defensas sin dificultad o juicios sin oposición de
partes. El trabajo del abogado trasforma aquí su
estudio en una oficina de tramitaciones. Su lema
podría ser, como el de las compañías norteame-
ricanas que producen artículos de confort, more
and better service for more people.
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lOMoARcPSD|15761968
De los veinte restantes, quince tienen alguna difi-
cultad y demandan un trabajo intenso. Pero se trata
de esa clase de dificultades que la vida nos presenta
a cada paso y que la contracción y el empeño de
un hombre laborioso e inteligente están acostum-
brados a sobrellevar.
En los cinco restantes se halla la esencia misma
de la abogacía. Se trata de los grandes casos de la
profesión. No grandes, ciertamente, por su conte-
nido económico, sino por la magnitud del esfuerzo
físico e intelectual que demanda el superarlos.
Casos aparentemente perdidos, por entre cuyas
fisuras se filtra un hilo de luz a través del cual el
abogado abre su brecha; situaciones graves, que
deben sostenerse por meses o por años, y que
demandan un sistema nervioso a toda prueba,
sagacidad, aplomo, energía, visión lejana, auto-
ridad moral, fe absoluta en el triunfo.
La maestría en estos magnos asuntos otorga el
título de princeps fori.
La opinión pública juzga el trabajo del abogado y
su dedicación a él, con el mismo criterio con que
otorga el título a los campeones olímpicos: por
la reserva de energías para decidir la lucha en el
empuje final.
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4º Lucha
Tu deber es luchar por el derecho; pero el
día que encuentres en conflicto el derecho
con la justicia, lucha por la justicia
No sólo en los viejos textos se atribuye a la abogacía
una significación guerrera. El proceso oral o escrito
con su batalla dialéctica; las ideas de los escritores
franceses del siglo XIX que concebían la acción
civil como le droit casque’ et arme’ en guerre y la
excepción como un droit qui n’a plus l’e’pee, mais le
bouclier lui reste; el carácter naturalmente belicoso
de buena parte de la humanidad; el endiosamiento
de la lucha por el derecho que se hace en el libro
fascinante de Ihering; todo esto y mucho más, ha
hecho que a lo largo de los siglos al abogado se lo
conciba como un soldado del derecho.
Pero la lucha por el derecho plantea, cada día, el
problema del fin y de los medios.
El derecho no es un fin, sino un medio. En la escala
de los valores no aparece el derecho. Aparece, en
cambio, la justicia, que es un fin en sí y respecto de
la cual el derecho es tan sólo un medio de acceso.
La lucha debe ser, pues, la lucha por la justicia.
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Los asuntos no se dividen en chicos o grandes, sino
en justos o injustos. Ningún abogado es tan rico
como para rechazar asuntos justos porque sean
chicos, ni tan pobre como para aceptar asuntos
injustos porque sean grandes.
Por la grave confusión entre el fin y los medios,
muchos abogados, aun de buena fe, creen aplicable
al litigio perdido la máxima médica que aconseja
prolongar a toda costa la vida del enfermo en
espera de que se produzca el milagro.
Los incidentes, las dilatorias, las apelaciones inmo-
tivadas, constituyen una confusión de valores.
Podrán todos esos ardides forenses ser eficaces
en alguna que otra oportunidad; pero son justos
muy pocas veces. Podrán, en ciertos casos, signi-
ficar una victoria ocasional; pero en la lucha lo que
cuenta es ganar la guerra y no ganar batallas. Y si
en determinado caso, algún abogado ha ganado la
guerra con el ardid, que no pierda de vista que en
la vida de un abogado la guerra es su vida misma y
no sus efímeras victorias.
La confusión del fin y los medios podrá pasar
inadvertida en algún caso profesional. Pero a lo
largo de la vida entera de un abogado no puede
pasar inadvertida.
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Día de prueba para el abogado es aquel en que
se le propone un caso injusto, económicamente
cuantioso, pero cuya sola promoción alarmará al
demandado y deparará una inmediata y lucrativa
transacción. Ningún abogado es plenamente tal,
sino cuando sabe rechazar, sin aparatosidad y sin
alardes, ese caso.
Y más grave aún es la situación que nos depara
nuestro mejor cliente, aquel rico y ambicioso
cuya amistad es para nosotros fuente segura de
provechos, cuando nos propone un caso en que
no tiene razón. El abogado necesita, frente a esa
situación, su absoluta independencia moral. Bien
puede asegurarse que su verdadera jerarquía de
abogado no la adquiere en la Facultad o el día del
juramento profesional; su calidad auténtica de
abogado la adquiere el día en que le puede decir a
ese cliente, con la dignidad de su investidura y con
la sencillez afectuosa de su amistad, que la causa
es indefendible.
Hasta ese día, es sólo un aprendiz; y si ese día no
llega, será como el aprendiz de la balada inmortal,
que sabía desatar las olas, pero no sabía conte-
nerlas.
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5º Sé leal
Leal para con tu cliente, al que no debes
abandonar hasta que comprendas que es
indigno de ti. Leal para con el adversario,
aun cuando él sea desleal contigo. Leal con
el juez, que ignora los hechos y debe confiar
en los que tú le dices; y que, en cuanto al
derecho, alguna que otra vez, debe confiar
en el que tú le invocas.
El punto relativo a la lealtad del abogado reclama
rectificar un grave y difundido error. Desde hace
siglos se vienen confundiendo en una misma
función la abogacía y la defensa.
Unamuno, en El sentimiento trágico de la vida,
escribía estas palabras: “Lo propio y característico
de la abogacía es poner la lógica al servicio de una
tesis que hay que defender, mientras que el método
rigurosamente científico parte de los hechos, de
los datos que la realidad nos ofrece, para llegar o
no a la conclusión. La abogacía supone siempre
una petición de principio y sus argumentos son
todos at probandum. El espíritu abogadesco es,
en principio, dogmático, mientras que el espíritu
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estrictamente científico es puramente racional, es
escéptico, esto es, investigativo”.
De esta proposición a la de Vaz Ferreira, cuando
afirma en Moral para intelectuales, que la profe-
sión de abogado es intrínsecamente inmoral, por
cuanto impone la defensa de tesis no totalmente
ciertas o de hechos no totalmente conocidos, no
hay más que un paso.
El error es grave, porque la abogacía no es dogmá-
tica. La abogacía es un arte; y el arte no tiene
dogmas.
La abogacía es escéptica e investigativa. El
abogado al dar el consejo, al orientar la conducta
ajena, al asumir la defensa, comienza por inves-
tigar los hechos y por decidir libremente su
propia conducta. La abogacía moderna, como la
medicina, se va haciendo cada día más preven-
tiva que curativa; y en esa función el abogado no
procede dogmáticamente, sino, por el contrario,
críticamente. El abogado como consejero, no da
argumentos ad probandum sino ad necessitatem;
y estos no son sistemáticos ni corroborantes, sino
que se apoyan sobre los datos que, necesariamente,
suministra la realidad.
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Lo que sucede es que el abogado, una vez inves-
tigados los hechos y estudiado el derecho, acepta
la causa y entonces se trasforma de abogado en
defensor.
Entonces sí, sus argumentos son ad probandum
y su posición es terminante y se hace enérgico e
intransigente en sus actitudes. Pero esto no ocurre
por inmoralidad, sino por necesidad de la defensa.
Antes de la aceptación de la causa, el abogado tiene
libertad para decidir. Dice que sí y entonces su ley
ya no es más la de la libertad, sino la de la lealtad.
Si el defensor fuera vacilante y escéptico después
de haber aceptado la defensa, ya no sería defensor.
La lucha judicial es lucha de aserciones y no de
vacilaciones. La duda es para antes y no para
después de haber aceptado la causa.
La lealtad del defensor con su cliente se hace
presente en todos los instantes y no tiene más límite
que aquel que depara la convicción de haberse
equivocado al aceptar. Entonces se renuncia la
causa, con la máxima discreción posible, para no
cerrar el paso al abogado que debe reemplazarnos.
El día máximo de esa lealtad es el día de ajustar los
honorarios; ya que lo grave de la defensa es que,
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instantáneamente, de un día para otro, la fuerza
de las cosas trasforma al defensor en acreedor. Y
ese día no es posible lanzar al suelo el escudo para
que el cliente lo tome en resguardo de su nuevo
enemigo. Sobre este punto, los Mandamientos
no tienen enunciaciones. Pertenece al fuero de
la conciencia. Ya lo decía Montaigne: la perfecta
amistad es indivisible.
En cuanto a la lealtad para con el adversario,
cabe en esta simple reflexión: si a las astucias del
contrario y a sus deslealtades correspondiéramos
con otras astucias y deslealtades, el juicio ya no
sería la lucha de un hombre honrado contra un
pillo, sino la lucha de dos pillos.
¿Y en cuanto a la lealtad frente al juez? También
aquí es necesario rectificar.
Ossorio, en su libro famoso, hace una distinción
en punto a los deberes del abogado para con el
juez. Respecto de los hechos, considera él que el
juez esta indefenso frente al abogado. Como los
ignora, forzosamente debe creer de buena fe en lo
que el abogado le dice. Pero en cuanto al derecho,
no ocurre lo mismo. Allí actúan en pie de igualdad,
porque el juez sabe el derecho; y si no lo sabe, que
lo estudie.
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¿Será así? Es muy probable que no. El abogado
dispone, para estudiar el derecho aplicable a un
caso, de todo el tiempo que desea. Pero el juez,
víctima de una tela de Penélope que él teje de
noche y su secretario desteje de día, suministrán-
dole sin cesar asuntos y más asuntos, no dispone de
ese tiempo. Y lo mismo ocurre con el juez honra-
damente pobre, que no puede comprar todos los
libros que se publican; o con el que ejerce lejos de
las grandes ciudades donde se hallan las buenas
bibliotecas; o con el que no puede tener contacto
con profesores y maestros para plantearles sus
dudas; o con el que carente de salud, no puede
afanarse en la lectura todo lo que su pasión le
demanda. En esos casos una cita deliberadamente
trunca, una opinión falseada, una traducción
maliciosamente hecha, o un precedente de juris-
prudencia imposible de fiscalizar, constituyen
gravísima culpa.
Una rara filiación etimológica liga ley y lealtad. Lo
que Quevedo decía del español, que sin lealtad más
le vale no serlo, es aplicable al abogado. Abogado
que traiciona a la lealtad, se traiciona a sí mismo
y a su Ley.
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6º Tolera
Tolera la verdad ajena en la misma
medida en que quieres que sea tolerada la
tuya
Éste punto es profundo y delicado. Ser a un mismo
tiempo enérgico, como lo requiere la defensa y
cortés como lo exige la educación; práctico, como
lo pide el litigio, y sutil como lo demanda la inte-
ligencia; eficaz y respetuoso; combativo y digno;
ser todo esto tan opuesto y a veces tan contradic-
torio, a un mismo tiempo, y todos los días del año,
en todos los momentos, en la adversidad y en la
buena fortuna, constituye realmente un prodigio.
Y sin embargo, la abogacía lo demanda. ¡Ay de
aquel que la ejerce con energía y sin educación, o
con cortesía y sin eficacia!
Para conciliar lo contradictorio no hay más que
un medio: la tolerancia. Ésta es educación e inteli-
gencia, arma de lucha y escudo de defensa, ley de
combate y regla de equidad.
Aunque parezca un milagro, lo cierto es que en el
litigio nadie tiene razón hasta la cosa juzgada. No
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hay litigios ganados de antemano, por la sencilla
razón por la cual Goliat incurrió en soberbia al
considerarse vencedor anticipado en la histórica
lucha.
El litigio está hecho de verdades contingentes y
no absolutas. Los hechos más claros se deforman
si no se logra producir una prueba plenamente
eficaz; el derecho más incontrovertible tambalea
en el curso del litigio, si un inesperado e imprevi-
sible cambio de jurisprudencia altera la solución.
Por eso, la mejor regla profesional no es aquella que
anticipa la victoria sino la que anuncia al cliente
que probablemente podrá contarse con ella.
Ni más ni menos que esto era lo que establecía
el Fuero Juzgo cuando condenaba con la pena de
muerte al abogado que se comprometía a triunfar
en litigio; o la Partida III, que imponía los daños
y perjuicios al abogado que aseguraba la victoria.
Las verdades jurídicas, como si fueran de arena,
difícilmente caben todas en una mano; siempre
hay algunos granos que, querámoslo o no, se escu-
rren de entre nuestros dedos y van a parar a manos
de nuestro adversario. La tolerancia nos insta, por
respeto al prójimo y por respeto a nuestra propia
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debilidad, a proceder con fe en la victoria pero sin
desdén jactancioso en el combate.
¿Y si el cliente nos exige seguridad de victoria?
Entonces acudamos a nuestra biblioteca y extrai-
gamos de ella una breve página que se denomina
Decálogo del cliente y que es común en los estudios
de los abogados brasileños, y leámosle: “No pidas
a tu abogado que haga profecía de la sentencia; no
olvides que si fuera profeta, no abriría escritorio
de abogado”.
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7º Ten paciencia
El tiempo se venga de las cosas que se
hacen sin su consideración
Existe un pequeño demonio que ronda y acecha
en torno de los abogados y que cada día pone en
peligro su misión: la impaciencia.
La abogacía requiere muchas virtudes; pero
además, como las hadas que rodearon la cuna
del príncipe de Francia, tales virtudes deben
estar asistidas por otra que las habitúe a ponerse
pacientemente en juego.
Paciencia, para escuchar. Cada cliente cree que su
asunto es el más importante del mundo.
Paciencia, para hallar la solución. Ésta no siempre
aparece a primera vista y es menester andar detrás
de ella durante largo tiempo.
Paciencia, para soportar al adversario. Ya hemos
visto que le debemos lealtad y tolerancia hasta
cuando sea un majadero.
Paciencia, para esperar la sentencia. Ésta demora,
y mientras el cliente se desalienta y desmoraliza,
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incumbe al abogado contener su desfallecimiento.
En esta misión debe tener presente que el litigio,
como la guerra, lo gana en ciertos casos quien
consigue durar tan sólo un minuto más que su
adversario.
Y, sobre todo, paciencia para soportar la sentencia
adversa.
La cosa juzgada, dice Chiovenda, es la suma preclu-
sión. Agreguemos nosotros que, por ese motivo,
reclama la suma paciencia.
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8º Ten fe
Ten fe en el derecho, como el mejor instru-
mento para la convivencia humana; en la
justicia, como destino normal del derecho;
en la paz; como sustitutivo bondadoso de
la justicia; y sobre todo, ten fe en la libertad
sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni
paz
Cada abogado, en su condición de hombre, puede
tener la fe que su conciencia le indique. Pero en su
condición de abogado, debe tener fe en el derecho,
porque hasta ahora el hombre no ha encontrado,
en su larga y conmovedora aventura sobre la
tierra, ningún instrumento que le asegure mejor
la convivencia. La razón del más fuerte no es sola-
mente la ley de la brutalidad, sino también la ley
de la angustiosa incertidumbre.
Pero el derecho, como hemos visto, no es un valor
en sí mismo, ni la justicia es su contenido nece-
sario. La prescripción no procura la justicia, sino
el orden; la transacción no asegura la justicia, sino
la paz; la cosa juzgada no es un instrumento de
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lOMoARcPSD|15761968
justicia, sino de autoridad; la pena no es siempre
medida de justicia, sino de seguridad.
Pero a pesar de estas temporales desviaciones,
la justicia es el contenido normal del derecho, y
sus soluciones, aun las aparentemente injustas,
son frecuentemente más justas que las soluciones
contrarias.
La fe en la paz proviene de la convicción de que
también la paz es un valor en el orden humano.
Sustitutivo bondadoso de la justicia, invita a
renunciar de tanto en tanto a una parte de los
bienes, para asegurarse aquello que está prome-
tido en la tierra a los hombres de buena voluntad.
En cuanto a la fe en la libertad, sin la cual no hay
derecho, ni justicia, ni paz..., ésa no necesita expli-
caciones entre los mandamientos del abogado.
Porque si éste no tiene fe en la libertad, más le
valiera, como dice la Escritura, atarse una piedra
al cuello y lanzarse al mar.
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9º Olvida
La abogacía es una lucha de pasiones. Si
en cada batalla fueras cargando tu alma
de rencor, llegará el día en que la vida será
imposible para ti concluido el combate,
olvida tan pronto tu victoria como tu
derrota
¿En qué círculo del infierno estarán algún día
esos abogados que nos recitan inclementes, a
veces tomándonos de la solapa, alzándonos la voz
como si fuéramos el adversario, sus alegatos, sus
informes o sus memoriales?
¿Y qué lugar del purgatorio está reservado a aque-
llos que a la vejez siguen contando aun los casos
que defendieron en la juventud?
¿Y qué recanto del paraíso aguarda a los direc-
tores de las revistas de jurisprudencia que se
rehúsan a publicar las notas críticas de aquellos
que confunden los periódicos jurídicos con una
tercera o cuarta instancia?
Porque la verdad es que existe una insidiosa enfer-
medad que ataca a los abogados y que les hace
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hablar constantemente de sus casos. Aun de aque-
llos que, por una u otra razón, nacieron para ser
olvidados.
Los pleitos, dice el precepto, se defienden como
propios y se pierden como ajenos. También la
abogacía tiene su fair play, el cual consiste no sólo
en el comportamiento leal y correcto en la lucha,
sino también en el acatamiento respetuoso de las
decisiones del árbitro.
El abogado que sigue discutiendo después de la
cosa juzgada, en nada difiere del deportista que,
terminado el encuentro, pretende seguir en el
campo de juego tratando de obtener, contra un
enemigo inexistente, una victoria que se le ha
escapado de las manos.
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10º Ama tu profesión
Trata de considerar la abogacía de tal
manera que el día en que tu hijo te pida
consejo sobre su destino, consideres un
honor para ti proponerle que se haga
abogado
Sea permitido anotar el último mandamiento con
una parábola.
Cuenta Péguy que un día se quedó impresionado
viendo a su madre componer una silla. Era tal la
prolijidad, el escrúpulo, la amorosa atención con
que ella cumplía su humilde artesanía, que el
hijo le expresó su admiración. La madre le dijo:
el amor por las cosas bien hechas, debe acom-
pañarnos toda la vida; las partes invisibles de las
cosas, deben repararse con el mismo escrúpulo
que las partes visibles; las catedrales de Francia
son las catedrales de Francia porque el amor con
que está hecho el ornamento externo es el mismo
amor con que están hechas las partes ocultas.
Del mismo modo ocurre en todos los actos de la
vida. El amor al oficio lo eleva a la jerarquía de arte.
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El amor por sí sólo trasforma el trabajo en crea-
ción; la tenacidad, en heroísmo; la fe, en martirio;
la concupiscencia, en noble pasión; la lucha, en
holocausto; la codicia, en prudencia; la holganza,
en éxtasis; la idea, en dogma; la vergüenza, en
sacrificio; la vida, en poesía.
Cuando un abogado ha llegado al punto de acon-
sejar a su hijo, en el día tremendo en que debe
asistirle en la elección de su destino, que siga su
propia profesión, es porque ha hallado en ella algo
más que un oficio. Oficio ansiamos para nosotros
mismos; pero para nuestro hijo deseamos, de ser
posible, la gloria.
La abogacía no es ciertamente un camino glorioso;
está hecho, como todas las cosas humanas, de
penas y de exaltaciones, de amarguras y de espe-
ranzas, de desfallecimientos y de renovadas
ilusiones. Pero gran virtud es entrever algún día
en ella ese pequeño hilo de oro de la gloria que
ansiamos para nuestro hijo.
Pongamos ese día la mano sobre su hombro y
digámosle: ¡busca por aquí, hijo mío, el bien y la
virtud que ansío para tu vida!; ¡y, sobre todo, haz
por la defensa de tus semejantes, en la causa de
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la justicia, todo aquello que yo quise hacer y que
la vida no me permitió! Tendrás con ello un poco
de gloria y un mucho de angustia. Pero ésta en la
ley de la vida: que es ésta el precio que se paga por
aquélla.
Ya estaba dicho en los versos que el coro dirige a
Wilhelm Meister, en el poema inmortal:
“¡Sé bienvenido, novicio de la juventud!
¡Sé bienvenido con dolor!”
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Final
Estos Mandamientos dejan en deliberada impre-
cisión la línea divisoria de lo real y de lo ideal, de
lo que es y de lo que deseamos que sea.
El abogado está visto, aquí, un poco como lo
muestra la vida y otro poco como lo representa
la ilusión. En todo caso, aparece tal como quisiera
ser el autor, el día en que pudiera superar todas
aquellas potencias terrenas que obstan., en la
lucha de todos los días, a la adquisición de una
forma plenaria de su arte.
Pero la imprecisión en la frontera que separa la
presencia de la esencia, lo adquirido de lo que
aún se desea adquirir, es inherente a toda meta.
Meta es, en sus acepciones latina y griega, sucesi-
vamente, el término de una carrera y el más allá.
Por tal motivo, nunca sabremos en la vida en
qué medida la conquista es un fin o un nuevo
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comienzo y por virtud de qué profundas razones,
en las manifestaciones superiores de la abogacía,
no hay más llegada que aquella que deja abiertos
indefinidamente ante nosotros los caminos del
bien y de la virtud.
Es ésa, en definitiva, en su último término, la
victoria de lo ideal sobre lo real.
Montevideo (Uruguay), 1949.
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Los mandamientos del abogado
se terminó de imprimir en los talleres gráficos
de Panamericana Formas e Impresos, S. A.,
en septiembre de 2019.