Literatura Argentina: cuatro recorridos
Clase N°3: Ansolabehere, Pablo (2019). Clase Nro. 3: Violencia, Estado, política. Literatura
argentina: cuatro recorridos. Buenos Aires: Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y
Tecnología de la Nación
Violencia y política en los orígenes de la literatura argentina: Rivera Indarte,
Ascasubi, Echeverría
La violencia apareció asociada naturalmente con el surgimiento de la Argentina como nación,
en esa forma extrema del empleo de la violencia que es la guerra. Pero la violencia siguió
formando parte de la vida cotidiana de los argentinos –y de su literatura- varios años después
de terminadas las guerras por la Independencia. Porque si bien a comienzos de la década de
1820 el enemigo español ya había sido prácticamente derrotado, la situación de guerra siguió
imperando. Una guerra civil protagonizada por los representantes de dos facciones políticas,
los “unitarios” y los “federales”, que se disputaron el poder sobre los destinos de la nueva
república durante varias décadas, y que dirimieron esa disputa política (que, como suele
ocurrir en estos casos, también es ideológica, social, económica y cultural) a través del empleo
de la violencia.
Como se sabe, la violencia está en el origen de toda nueva legalidad, es decir, de todo Estado.
Como ha dicho Max Weber, lo que define a los estados modernos es el monopolio de la
violencia legítima. El problema de la nueva nación residía en que, si bien la guerra
independentista había acabado con el monopolio de la violencia colonial, los herederos de la
revolución triunfante no se ponían de acuerdo en qué tipo de nueva legalidad establecer para
la nación. Dicho de otro modo (y simplificando un problema en realidad mucho más complejo):
la ausencia de un estado nacional consolidado que monopolizara el uso de la violencia legítima
propició la proliferación de diversas formas de violencia, generalmente ligadas con un
propósito o intencionalidad política determinados (el problema que se planteó después, como
veremos, es qué clase de legitimidad trató de establecer el estado nacional ya consolidado,
quiénes quedaron fuera de esos criterios de legitimidad y de qué modo se ejerció el monopolio
estatal de la violencia).
La literatura no fue ajena a esta situación. Por eso el cruce entre violencia y política es una de
las marcas de origen de la literatura argentina. Todos los textos fundacionales llevan esa
marca, pero no como mero reflejo o registro pasivo de lo real. Porque si bien la literatura, en la
primera mitad del siglo XIX, no es una práctica autónoma de la política, el modo en que los
escritores trabajan sobre ese dato ostensible de una realidad impregnada por la violencia de
origen político dista bastante de ser simple o uniforme.
Tomemos algunos ejemplos de comienzos de la década de 1840, cuando J. M. de Rosas
cumplía cinco años al frente de su segunda gobernación de Buenos Aires y la guerra civil y la
violencia política teñían de sangre (para usar una imagen muy usual entonces) la realidad
argentina. La prensa periódica jugaba un papel fundamental en la guerra discursiva entre
Rosas y sus enemigos. Un repaso por esa literatura muestra muy claramente que ambos
bandos seguían la misma lógica de asignar a sus contrincantes las peores atrocidades
imaginables. En el contexto de una realidad signada por la guerra y la coerción sobre el
contrincante político, la violencia pasa a formar parte del estado natural de las cosas; se vuelve
un artículo cotidiano. Es esta “normalidad” de la violencia lo que exige, entonces, la aparición
de lo desmesurado, de lo atroz, que vuelva excepcional lo que, en su forma convencional, es
simplemente un elemento ya instalado de lo cotidiano.
En su ensayo Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009) el filósofo esloveno S. Zizek
explica que existen dos tipos de violencia: la “subjetiva” y la “objetiva”. La primera es la
evidente, la visible, mientras que la segunda (la violencia objetiva) es difícil de captar porque
es inherente a un estado de cosas que es tomado como lo “normal”, sobre cuyo fondo la
violencia subjetiva se destaca y es señalada y condenada.
En la Argentina de 1840, podría agregarse, lo que hoy en nuestra sociedad es considerado (y
condenado) como “violencia subjetiva” era parte del horizonte de “lo normal”, lo cual, en
cierto sentido, la volvía difícil de percibir como algo condenable contra lo cual indignarse. De
ahí la insistencia discursiva sobre la violencia que excedía los parámetros de lo normal y
pasaba a la categoría de lo atroz. Si, por ejemplo, en El Nacional, diario de los opositores a
Rosas exiliados en Montevideo, podía leerse diariamente la lista de atrocidades atribuidas a los
hombres de Rosas, que incluían asesinatos en masa, degüellos, torturas, violaciones,
mutilaciones, etcétera, en La Gaceta Mercantil, órgano oficial del rosismo, se denunciaba que
los unitarios y sus aliados se habían “deleitado en el incendio de poblaciones enteras,
entregándolas a las llamas, en el degüello hasta de los Sacerdotes de los Templos, en la
violación y bárbaros ultrajes al sexo débil, y tantos otros horrores…” (Nº 5899, 26 de mayo de
1843).
J. Rivera Indarte
El nombre que, quizá, mejor sintetiza este tipo de literatura de combate, que tiene su razón de
ser en las páginas urgentes de la prensa partidaria, es el de J. Rivera Indarte, ex rosista que se
pasa del lado de los opositores para elaborar una obra que hace de la violencia y sus variantes
más extremas su obsesivo y proliferante leitmotiv. Rivera Indarte no es un apóstol de la no
violencia; de hecho, uno de sus textos más conocidos se titula Es acción santa matar a
Rosas (en que la “santidad” es la forma más elocuente de señalar la legitimidad de esa forma
específica de violencia –el asesinato del “tirano”- que se reclama). Lo que distingue a Rivera
Indarte como escritor es el modo en que trabaja discursivamente sobre la violencia atribuida a
sus contrincantes políticos (que bajo su pluma se vuelve atrozmente ilegítima). La violencia
impregna en varios niveles su discurso, pero es especialmente virtuoso en la exhibición de
lo abyecto de las acciones del enemigo. En este sentido su obra más extraña y perfecta, a la
vez, es Tablas de sangre (1843), un catálogo razonado de la violencia rosista, cuyas entradas,
ordenadas alfabéticamente, registran no solo los nombres y el trágico final de las víctimas de
esa violencia, sino también el de algunos victimarios, el de ciertos lugares de la violencia, de
batallas y hasta de una forma especial y novedosa de suplicio y muerte, de reciente invención,
llamada la “resbalosa”. La lectura de las Tablas revela el modo en que Rivera Indarte imagina
(porque lo que denuncia tiene más de ficción que de verdad) y da una forma discursiva única a
la violencia de la política.
El mismo año en que se publica Tablas de sangre, en las páginas de la prensa montevideana
aparece un poema gauchesco titulado “La refalosa”, que ya hemos mencionado las clases
pasadas. Su autor ficcional es el gaucho Jacinto Cielo, detrás de cuya figura se esconde la del
autor real: el cordobés H. Ascasubi. Muy en sintonía con la literatura de su coterráneo Rivera
Indarte, Ascasubi decide exhibir la violencia extrema de Rosas y sus aliados dándole la voz a
uno de los “gauchos mazorqueros” que forman parte del ejército de M. Oribe (aliado de Rosas)
que ha puesto sitio a la ciudad de Montevideo. Es este gaucho (a quien el adjetivo
“mazorquero” inmediatamente politiza) el que habla, para amenazar a su enemigo (el gaucho
“patriota” Jacinto Cielo), describiéndole en qué consiste esa forma de suplicio y muerte
conocida como “resfalosa”.
La descripción de cada uno de los pasos de la tortura es minuciosa y explícita acerca de los
hechos de violencia ejercidos sobre el cuerpo de la víctima; pero quizá la violencia mayor no
resida allí sino en la forma en que el verdugo transmite el placer que experimenta en la
ejecución y en el espectáculo del suplicio del enemigo. Esto unido al carácter metódico y hasta
rutinario de la ejecución, cuya habitualidad se expresa en el presente verbal, el típico presente
de la “receta” o instrucción de cómo se lleva a cabo una faena cotidiana: desde “Unitario que
agarramos / lo estiramos…” hasta el final de la secuencia: “y pelao lo dejamos / arumbao, /
para que engorde algún chanco, / o carancho”.
También “El matadero”, de E. Echeverría, tiene mucho en común con “La refalosa”. Como se
sabe, “El matadero” se publicó por primera vez en 1871, veinte años después de la muerte de
Echeverría. Hay varias hipótesis acerca de la fecha de su composición; pero algunos detalles
permiten conjeturar que es contemporáneo o posterior al poema de Ascasubi. Lo importante,
en todo caso, es que aquí también se plantea una relación de desigualdad numérica entre la
víctima solitaria y sus victimarios: un grupo de trabajadores del matadero del Alto, en Buenos
Aires, hacia 1839. Si en “La refalosa” la descripción del suplicio comienza diciendo “Unitario
que agarramos…”, en el cuento de Echeverría la acción contra la víctima se pone en marcha
cuando uno de los carniceros dice “Ahí viene un unitario”.
La politización del otro (que en el caso de “El matadero”, además, es un otro social, un
“cajetilla”, de ahí que se lo identifique tan rápidamente como adversario) habilita la violencia
del grupo de federales contra el enemigo común. Pero esa violencia, que se ejerce de manera
tangible sobre el cuerpo de la víctima, tiene su correlato discursivo. “El matadero” puede ser
leído como un relato que busca explicar la forma en que el poder elabora discursivamente (es
decir, simbólicamente) una violencia que, luego, se manifiesta en lo físico. Toda la primera
parte del cuento, antes de que la víctima aparezca en escena, exhibe cómo, desde diversas
instancias de poder, se construye discursivamente la figura del enemigo, que va a ser
designado con el término político de “unitario”. Por eso, cuando el personaje finalmente
aparece, se produce una disputa nominativa: mientras que los carniceros federales del
matadero lo llaman (siguiendo fielmente el discurso oficial), el narrador lo va a llamar “joven”.
Esa disputa nominativa es, también, un modo de apuntar al componente simbólico que
propicia la violencia física, que, en el cierre de la historia, se desata de la peor manera sobre la
víctima.
Violencia revolucionaria y Estado: “Una semana de holgorio”
La relación entre violencia y política sigue desplegándose a lo largo del siglo XIX con renovadas
formas. Una de las más singulares es la que viene de la mano de un nuevo fenómeno que
acompaña los acelerados cambios de la sociedad argentina de entre siglos: la irrupción del
socialismo y, sobre todo, del anarquismo en la arena política local. Hacia principios de siglo XX
el anarquismo aparece asociado con el uso de la violencia individual, a través de atentados
contra figuras representativas del “mundo burgués” que se pretende derribar. En Argentina, el
caso más resonante de esta metodología fue el atentado contra el coronel Ramón Falcón,
realizado en Buenos Aires en noviembre de 1909 por Simón Radowitzki, un joven anarquista
ruso-judío que mató a Falcón para vengar la muerte de varios obreros en las manifestaciones
del 1º de mayo de ese año, víctimas de la represión de la policía porteña comandada por
Falcón.
Casi diez años después, en enero de 1919, un conflicto gremial en los talleres Vasena, en la
ciudad de Buenos Aires, que terminó con la muerte de varios obreros, fue el origen de otras
matanzas y de una huelga general que paralizó la ciudad de Buenos Aires y amenazó con
convertirse –tal como se anunció con alarma en algunos diarios y también en los debates
parlamentarios- en un movimiento revolucionario de carácter “maximalista”, es decir, similar
al que poco tiempo antes había terminado con el zarismo en Rusia y dado lugar a la “República
de los Soviets”. El desenlace argentino, sin embargo, fue otro. Los primeros relatos a través de
los cuales la prensa porteña contó los seis o siete días en que la ciudad estuvo “tomada” por la
huelga y las protestas rápidamente encontraron en la “Semana Trágica” el título más
contundente para resumir el saldo altísimo en muertos y heridos que dejó esta experiencia.
Muertos y heridos que, en su inmensa mayoría, no fueron víctimas de la “violencia
revolucionaria”, sino de la represión de las fuerzas del orden, entre las que hubo que contar a
grupos de “argentinos caracterizados” que, con la excusa de defender a la patria del enemigo
anarquista o maximalista, aprovecharon la ocasión para ejercer violenta y hasta mortalmente
su antisemitismo en algunos barrios de la ciudad.
Foto de la Semana Trágica
De Revista Caras y Caretas
http://www.upcndigital.org/articulo.php?accID=6382, Dominio público, Enlace
Hay varios relatos inspirados en los episodios de la Semana Trágica; uno de los más originales y
punzantes en su crítica es “Una semana de Holgorio”, de Arturo Cancela, escrito y publicado
muy poco después de los hechos en La Novela Semanal. Allí se narran las desventuras vividas
durante la Semana Trágica por Narciso Dilon, joven porteño de familia patricia. El narrador es
el propio Dilon quien, casi a la manera de un diario de viaje, va registrando, día a día, los
hechos que le tocan vivir: el accidentado viaje desde su casa al hipódromo de Palermo, el
regreso a pie hacia el centro de la ciudad, donde está ubicada su casa, el desvío hacia Once,
lugar donde supuestamente se está combatiendo contra los huelguistas revolucionarios, un
nuevo desvío hacia el límite oeste de la ciudad, esta vez en persecución galante de una dama,
la llegada a la comisaría del barrio en busca de orientación, su participación en la defensa de la
comisaría ante el ataque de un inexistente enemigo anarco-maximalista, su detención, en la
misma comisaría, bajo el cargo de extranjero y anarco-maximalista, su providencial escape
mientras lo llevan detenido hacia otro sector de la ciudad, su paso por la zona del mercado de
Abasto, donde presencia el martirio y asesinato de los judíos del barrio, ejecutados por jóvenes
patriotas, el regreso a su hogar, y finalmente, el posterior regreso a la comisaría en la zona
oeste de la ciudad donde estuvo detenido, a la que va acompañado por sus amigos del Jockey
Club para recuperar sus pertenencias y buen nombre.
Hay varios aspectos a considerar de este relato, que puede ser leído como la historia de la
inesperada e hilarante transformación de un señorito del patriciado porteño en un anarco-
terrorista extranjero. Como ocurre en “La refalosa” y en “El matadero”, aquí la condición
política de la víctima es determinada por sus victimarios (en este caso, la policía y la prensa).
Pero si en el cuento de Echeverría la víctima es realmente un adversario político-ideológico, en
“Una semana de holgorio” sucede más bien todo lo contrario. La huelga general altera el
espacio urbano y los itinerarios de clase; la ciudad, entonces, se vuelve extraña para el porteño
de abolengo que, de pronto, parece un extranjero en su propia ciudad. Sensación que se
vuelve literal para las fuerzas del orden, que lo acusan de ser un extranjero-terrorista-
maximalista. La inversión de roles, ese típico recurso de comedia es análogo a este otro: el
anarco-maximalista, enemigo de la patria, es, en realidad, un fantasma creado por el miedo, la
ignorancia o la mala intención de quienes ocupan el lugar de su defensa. El humor crítico que
da el tono a todo el relato se suspende o se vuelve humor negro cuando aparece la única
escena de violencia real y concreta. Al llegar a la zona del mercado de Abasto, prófugo de la
policía, el protagonista, que ya ha sufrido en carne propia la mirada distorsionada sobre la
realidad de la policía, es testigo involuntario del asesinato de un viejo judío del barrio,
ejecutado por un joven “patriota” que lleva en su brazo una cinta con los colores de la bandera
argentina. El motivo del homicidio fue que el viejo no levantó las dos manos, como el asesino
se lo ordenaba; lo que el narrador descubre con horror e indignación, al observar el cuerpo
tirado en la calle, es que el viejo era manco.
A través de la ironía, aun en estos momentos donde todo humor parece suspenderse, el relato
de Cancela desmonta las operaciones discursivas e ideológicas que legitiman el uso de la
violencia por parte del Estado y de grupos parapoliciales que se amparan en su monopolio
legal y simbólico para denunciarlas. Frente a la condición fantasmal de la violencia
revolucionaria, “Una semana de holgorio” muestra el lado oscuro, invisible, de la violencia
estatal.
Necropolítica: “Esa mujer”
En los ejemplos elegidos hasta aquí en esta clase, la violencia política siempre se ejerce y deja
su marca sobre los cuerpos. El “joven” de “El matadero” es golpeado, maniatado y rasurado
para eliminar en él toda forma de distinción y rebeldía, y la muerte es el acto extremo de
resistencia ante lo que considera un ultraje inadmisible: la desnudez, la exposición del cuerpo
desnudo a la violencia de sus captores. En “La refalosa”, el cuerpo del unitario, animalizado, es
terreno de violencia no solo en vida de la víctima, sino también después de su muerte, cuando
sus restos, objeto de mutilación y privados de sepultura, se convierten en alimento de
animales.
Esa forma de ejercer la violencia de la política sobre los cuerpos, incluso cuando han perdido la
vida, encuentra una siniestra vuelta de tuerca en “Esa mujer”, de R. Walsh, considerado uno de
los mejores cuentos de la literatura argentina. De ahí la diversidad de análisis que ha merecido
(y sigue mereciendo) este relato. Aquí nos detendremos en unos pocos aspectos relacionados
con el eje de esta clase y el modo en que “Esa mujer” se inscribe en la serie que hemos
armado. El contexto es el de la Argentina posterior al golpe militar que derroca a J. D. Perón,
en septiembre de 1955. Como lo explica el autor, “Esa mujer” es el resultado de una
investigación fracasada, a través de la cual Walsh trataba de resolver uno de los mayores
enigmas políticos de la sociedad argentina de ese entonces: ¿dónde estaba Eva Duarte de
Perón, muerta en 1952, embalsamada por voluntad su esposo, conservada en el edificio de la
CGT y cuyo cuerpo había sido secuestrado y desaparecido por los militares que tomaron el
poder luego del golpe militar?
El título, “Esa mujer”, ya alude a la situación de violencia simbólica imperante en ese tiempo:
por un lado, la prohibición de nombrar a Perón y a todo lo que tuviera que ver con su
“régimen” (en el cuento nunca se dice su nombre); por el otro, la forma despectiva de designar
a alguien a quien se consideraba socialmente inferior y que había ocupado un lugar que,
supuestamente, no le correspondía, por su origen social y, sobre todo, por su condición de
mujer. Pero en el diálogo a través del cual se construye toda la trama del relato, entre el
periodista-narrador que quiere saber dónde está el cuerpo de “esa mujer” y el coronel que
estuvo a cargo de su secuestro y ocultamiento, también se hace presente una violencia
concreta, ejercida sobre ese cuerpo muerto que condensa la historia de la violencia política
argentina, que se actualiza en el presente y se proyecta hacia el futuro.
El cuerpo de esa mujer es objeto del deseo de los hombres y, por lo tanto, campo de disputa,
con el agregado de que lo sexual/amoroso es indisociable de lo político y el detalle –que
traslada todo al campo de lo perverso y de lo siniestro- de que se trata de un cuerpo que
parece vivo pero que está muerto.
Foto del cuerpo momificado de Eva
De Francisco Bolsíco, E.F.C.A. - AGN, Dominio público
Fuente: https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1433151
En su relato, el coronel (que se presenta como un conocedor de la Historia) establece
paralelismos entre el caso de “esa mujer” y el de dos personajes históricos. El primero es
Tutankamon, faraón egipcio muerto joven, famoso sobre todo por el descubrimiento y
profanación de su tumba, en 1922, el saqueo de sus pertenencias y la supuesta maldición que
sufrieron los profanadores. La comparación con el caso de “esa mujer” surge a partir de la
leyenda de la maldición sufrida por los militares que “profanaron” su cuerpo; Eva Perón no
deja de ser una momia moderna, no solo por la conservación del cuerpo, sino también por su
significación política. El segundo paralelo –que no casualmente se establece al final del relato-
cierra el circuito de la profanación, al aludir al destino que el coronel (el profanador en jefe) le
dio al cuerpo violentado. Dice el coronel: “la enterré parada, como a Facundo, porque era un
macho”. Ya no se trata de la historia universal sino de la argentina, y la comparación vincula al
caudillo popular (Facundo Quiroga), convertido en el gran mito político argentino del siglo XIX
(así lo presenta Sarmiento), con la “diosa”, con la “reina” (como se dice en el cuento) de las
clases populares argentinas del siglo XX. Pero la mención de Facundo, además, incluye, de
parte del coronel, el dato explícito de que enterró parada a esa mujer porque “era un macho”.
De modo que el coronel intenta poseer no solo a una mujer muerta sino también a una que es
–según su perspectiva- la quintaesencia de la masculinidad. Y no porque Eva Perón careciera
de los atributos que en su época definían lo femenino (en el cuento el coronel destaca su
hermosura, aún muerta) sino por el lugar que ocupó –y con la vehemencia que lo hizo─ en un
campo (la política) vedado tradicionalmente a las mujeres. De modo que cuando, al final del
cuento, el coronel dice “esa mujer es mía” manifiesta un deseo que une, al mismo tiempo,
muchas de las cosas que están en juego en este relato: la posesión del cuerpo (político) del
enemigo, como trofeo de guerra pero también como deseo de alcanzar ese magnetismo
político único del que los vencedores carecen, dominación masculina, necrofilia, entre otros
componentes que tienen en común el despliegue de una violencia que Walsh es capaz de
condensar y narrar como nadie.
Terror de Estado
Pero el cuento de Walsh también habla de la violencia por venir, que estalla, como un reguero
incontenible, en la década de 1970. Por un lado, con ese ensayo de violencia insurreccional
atribuido a los “roñosos” (término con el cual el coronel se refiere a los miembros de la
“resistencia” peronista) que, según su relato, son responsables de la bomba que explotó en el
palier de la casa, como represalia por el secuestro del cuerpo de Evita). Pero, por otro lado,
cuando el coronel enumera las diversas técnicas a través de la cuales los militares pensaban
desaparecer el cuerpo de esa mujer, sin querer está anticipando una metodología que será
aplicada en forma sistemática y masiva durante la dictadura militar que se iniciará el 24 de
marzo de 1976. La experiencia altamente traumática de la violencia política de la década de
1970 y, sobre todo, la de los siete años de la última dictadura argentina ha sido uno de los
temas inevitables de la literatura nacional, desde entonces hasta el presente, que
recurrentemente se ha planteado y tratado de resolver el problema de cómo contar esa
experiencia extrema, cómo narrar una violencia que, si bien encuentra antecedentes en el
pasado, alcanza una dimensión nunca antes vista. Para finalizar esta clase vamos a tomar como
ejemplo dos novelas: El agua electrizada (1992), de C. E. Feiling, y Dos veces junio (2002), de
Martín Kohan.
El agua electrizada
Luego de la vuelta a la democracia, en diciembre de 1983, comienza a aparecer una copiosa y
genéricamente diversa literatura que busca dar cuenta de los hechos aberrantes ocurridos
durante la dictadura, que empiezan a ser revelados. En este proceso ocupa un lugar
central Nunca más, título bajo el cual se conoció la versión en libro del informe elaborado por
la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), creada por decreto del
presidente R. Alfonsín, a los pocos días de iniciado su mandato. El libro fue publicado por
primera vez en 1984 y rápidamente se convirtió en un auténtico best-seller, y desde entonces
tuvo numerosas ediciones.
De Desconocido - http://www.elresumen.com/libros/
nunca_mas.htm, Dominio público, Enlace
A pesar de las controversias que generó y de las críticas que se le hicieron, por izquierda y por
derecha, el Nunca más es un texto fundamental sobre la violencia política del llamado
“Proceso de Reorganización Nacional” y un modelo de escritura sobre cómo contar lo que, en
principio, parecía imposible de ser narrado.
La literatura de ficción no dejó de tener en cuenta ese modelo a la hora de escribir sobre el
terror de estado de la dictadura y sus consecuencias. Uno de los ejemplos más notables en
este sentido es El agua electrizada (1992), de C. E. Feiling, novela de trama policial que narra
las aventuras de Tony Hope, un joven intelectual argentino devenido detective amateur, que
procura resolver una serie de muertes vinculadas con personajes que pertenecieron al aparato
represivo de la dictadura, y que siguen operando en democracia (la historia transcurre en
1989).
Uno de los aspectos más interesantes de El agua electrizada es la forma en que incorpora a su
trama y a su escritura el Nunca más. Narrada desde la perspectiva de Hope, la novela está
plagada de citas y referencias culturales afines con su condición de intelectual, sin embargo, la
cita más extensa corresponde al Nunca más, un libro que no está en su biblioteca. Aunque en
realidad no se trata de una cita convencional, sino más bien de una mezcla de cita y reescritura
de fragmentos del libro de la CONADEP. En busca de datos para proseguir con su investigación,
Hope revisa el Nunca más hasta que llega a un pasaje que figura en el capítulo “Niños
desaparecidos y embarazadas”. Lo que lee Hope comienza así: “En el sobrecogedor testimonio
de Noemí Adelma Gentili, veremos cómo vivían las mujeres embarazadas el crucial momento
de dar a luz en cautiverio (legajo 2530)”. Mientras que en la página de Nunca más dice: “En el
sobrecogedor testimonio de Adriana Clavo de Laborde, veremos cómo vivían las mujeres
embarazadas el crucial momento de dar a luz en cautiverio (legajo 2531)”. Este comienzo sirve
para ilustrar el proceder de Feiling: la fidelidad prolija al capítulo y a la letra del texto, salvo por
el cambio del nombre y del número de legajo. Esa forma de citar con leves variantes sigue en
el comienzo del testimonio que se transcribe a continuación, pero, a medida que se avanza, los
cambios que introduce la versión de la novela se vuelven cada vez más notorios.
Feiling no solo se vale de Nunca más como un ingrediente textual clave para la resolución del
enigma, sino que además lo reescribe, insertando en su interior, de algún modo, la historia de
los protagonistas del crimen que él intenta resolver. El efecto de este procedimiento es
múltiple: da o pretende dar a la historia (en una novela donde casi todo es cuestionado) un
punto de verdad indiscutido, al mismo tiempo que destaca el lugar de la mujer como víctima
del poder masculino ejercido por el aparato represor. Así, la violencia del presente (la serie de
crímenes que Hope investiga) se conecta con la del pasado a través del Nunca más. La ficción
novelesca no puede prescindir del género “testimonio”, tal como ha sido practicado por el
texto emblemático sobre la violencia de la dictadura militar, pero, a su vez, la ficción interviene
sobre el testimonio con esos cambios leves y, al mismo tiempo, fundamentales.
Dos veces junio
En Argentina, en los manuales de “Formación moral y cívica” publicados durante la dictadura
militar iniciada en marzo de 1976, y supervisados por las autoridades, se daba la siguiente
definición de “familia”: “es la célula básica de la sociedad”. La fórmula quedó grabada en la
memoria de los jóvenes estudiantes argentinos de entonces a fuerza de repetirla una y otra
vez. La materia era fundamental para las autoridades del “Proceso de Reorganización
Nacional”, porque una de sus obsesiones fue la de combatir al enemigo subversivo en el
terreno en el que, según ellas, mejor y más dañinamente había operado: en la mente de los
jóvenes. De ahí, por ejemplo, los comerciales televisivos, radiales y gráficos repetidos hasta el
hartazgo en los años de la dictadura, dirigidos a los padres de familia, que giraban alrededor de
la siguiente pregunta: “¿Sabe usted dónde está su hijo ahora?”. La primera vigilancia,
entonces, correspondía a los padres, que debían velar por el sagrado círculo familiar. Da ahí,
también, que se le diera tanta importancia a la familia como “célula básica” del “cuerpo”
social.
La contracara de esta obsesión por preservar la integridad de la familia argentina, occidental y
cristina, fue la forma en que el aparato represivo del Proceso atacó el núcleo familiar de sus
enemigos. Si por un lado resultaba imprescindible mantener la órbita familiar “sana” de
agentes foráneos, por el otro se estableció como premisa que la mejor forma de derrotar al
enemigo era destruir en él toda forma de organización, no solo la política, gremial o militar,
sino también la familiar. El Nunca más describe con detalle todas las formas concebibles de esa
destrucción y varias ficciones que narran este período detectan esta lógica y trabajan sobre
ella, como ocurre en Dos veces junio, de Martín Kohan, cuya trama se organiza a partir del
despliegue e intercambio de la historia de cuatro familias, todas ellas con el mismo diseño
triangular de “padre-madre-hijo”.
La novela comienza con una pregunta, anotada en un cuaderno donde se registran las
llamadas telefónicas dentro de un destacamento militar: “¿A qué edad se puede empesar a
torturar a un niño?”. Con esa frase la novela instala desde el inicio una de las variantes más
atroces de la violencia del estado dictatorial, pero, también, la pregunta acerca de la relación
entre la sociedad argentina y esa dictadura, relación que hizo posible la formulación de
preguntas como esa. Porque para el protagonista y narrador de la historia –un soldado
conscripto que cumple el servicio militar en el ejército en 1978─ lo perturbador de esa frase es
el error de ortografía que se apresura a corregir, dibujando una zeta sobre la ese del verbo en
infinitivo; un detalle sin duda superfluo ante lo atroz de lo que esa frase dice.
Ese personaje –protagonista de la historia─ es el hijo de una típica familia argentina de clase
media. Un padre que ocupa el lugar del saber y que da consejos de vida a su hijo a través de
los cuales perfila los lugares comunes y los prejuicios típicos asumidos por gran parte de la
sociedad argentina de entonces, con buenas dosis de machismo, antisemitismo, altanería y
estratégica sumisión al poder. Y una madre que, previsiblemente, expresa la parte más
emotiva y sensiblera del triángulo familiar que completa el hijo que se dispone a cumplir con
su deber patriótico.
Pero la escena inicial de la novela, a través de esa frase, también presenta indirectamente a
otro hijo: el de la familia cuyo secuestro y desaparición hará posible la conformación de un
nuevo triángulo familiar, apropiación mediante. La pregunta, formulada de modo general (“¿A
qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”) en realidad está pensada para un niño en
particular: el hijo, nacido en cautiverio, de una mujer detenida-desaparecida alojada en uno de
los centros clandestinos de la dictadura. La familia se completa con un padre también
desaparecido por las fuerzas represivas del Estado. La eventual tortura del niño es pensada
como una posibilidad en caso de que la madre no quiera hablar, a pesar de las torturas a las
que está siendo sometida.
El tercer triángulo familiar está conformado por el jefe militar del narrador, el Doctor Mesiano,
capitán del ejército argentino, su esposa, un personaje misterioso, que aparece solo al final de
la novela, y un hijo varón, Sergio, de catorce años. Se trata también de una familia fracturada,
pero no por la represión estatal, sino –se intuye─ por obra del padre y jefe de familia. En la
primera parte de la novela, que transcurre durante poco más de un día de junio 1978, el
doctor Mesiano lleva a su hijo al estadio de River Plate a ver Argentina-Italia, en el marco del
campeonato mundial de fútbol que se juega en el país. Luego del partido se les suma el
narrador-soldado y los tres, por disposición del Mesiano, van a un hotel con prostitutas
contratadas por el doctor. Cuando, de madrugada, dejan a Sergio en su casa, el narrador
repara en el malestar del joven, que poco parece haber disfrutado del debut sexual que le ha
impuesto su padre; previamente Sergio le había confesado al narrador que no le gustaba el
fútbol. En la segunda parte de la novela (“Epílogo”) que transcurre en junio de 1982, el
narrador descubre, leyendo el diario, que el hijo de Mesiano ha muerto en la guerra de
Malvinas. Fútbol, debut sexual con prostitutas, servicio militar y guerra: el padre dispone los
pasos que debe cumplir su hijo, que sigue los hitos más o menos previsibles de un varón
argentino, itinerario que, en su caso, y guerra mediante, termina con la muerte. En ese
sentido, el padre (que podría haberle evitado a su hijo el haber hecho el servicio militar o, por
lo menos, el haber participado en la guerra) es el que lo envía a la muerte. En la reunión
familiar que, ese día de junio de 1982, reúne a los Mesiano en la casa de la hermana de éste,
su esposa por fin aparece, cuando el narrador la descubre en un rincón de la casa,
pronunciando una letanía incomprensible, sola, en su silla de ruedas, frente a una televisión
apagada. Si no fuera por ella, daría la impresión de que se trata de un típico domingo
argentino en familia; nada, salvo la figura inquietante y, al mismo tiempo, vulnerable de esa
mujer, hace pensar que hay un muerto de por medio. El padre, hombre ejemplar y principal
representante del ejército y del aparato represivo en la novela, es el gran responsable de la
destrucción de su propio triángulo familiar.
La cuarta familia es la de su hermana, que también repite el modelo triangular de padre,
madre e hijo. En esa reunión motivada por la muerte del hijo de Mesiano, aparece un niño de
cuatro años “al que llaman Antonio”, pero que, como aclara el narrador, “se llama Guillermo”.
Cuatro años atrás, en esa noche de junio de 1978 del partido de Argentina con Italia, luego de
dejar a Sergio en su casa, el doctor Mesiano y el soldado-narrador fueron al centro clandestino
donde estaban la mujer y su hijo, ese niño al que no se sabía cuándo se podía empezar a
torturar. Allí, mientras espera, el narrador se encuentra, de manera fortuita e involuntaria,
puerta de por medio, con esa mujer, que le cuenta todo lo que le han hecho y le habla de su
hijo recién nacido, y de cómo quiere que se llame. Por eso el narrador sabe el verdadero
nombre de ese chico que, en lugar de ser torturado, se convierte en el hijo que la hermana de
Mesiano no podía concebir. De modo que la existencia de esa familia, de acuerdo con el
modelo de padre-madre-hijo, existe a condición del desmembramiento y supresión de otra (la
familia de la detenida-desaparecida).
Esta dinámica familiar a partir de la cual se estructura el relato permite leer de manera
concentrada la proliferación y circulación de la violencia en varios niveles. Veamos, para
finalizar, un par de ejemplos. El primero es un recurso que podríamos definir como la
“burocratización discursiva de la violencia extrema”, que consiste en narrar actos de tortura
empleando el estilo neutro del formulario burocrático, que en el contexto global de la novela
se conecta con la proliferación constante de números y listas. Eso es perceptible en las
recomendaciones que uno de los médicos militares encargados de supervisar un centro
clandestino de detención hace de la forma en que debería ser torturada / “usada” la madre del
niño, cuatro años después, será llamado Antonio.
A su vez, que la principal víctima de la violencia sea una mujer, conecta la historia de la madre-
detenida-desaparecida con el destino de la esposa de Mesiano y con otras mujeres que
desfilan por la novela. Si la mujer es víctima del poder masculino, en el que la sexualidad,
además, cumple un papel central en el ejercicio de esa dominación, no es casual, entonces,
que Kohan apele a dos situaciones de una película pornográfica para reforzar ese vínculo entre
violencia y machismo, porque en ellas siempre aparece una mujer sometida sexualmente a los
deseos de varios hombres. Con lo cual, de paso, Kohan desmonta el mecanismo habitual de
estas películas, en las que el placer suele ir de la mano del sometimiento de otro (en estos
casos, de otra) y que tanto tiene que ver con la forma de entender el mundo que el narrador
de la historia representa. Por eso no es casual que el fragmento con que se cierra la novela sea
el relato del sueño que esa noche tiene el narrador, con una mujer sin rostro que, de algún
modo, corporiza a todas esas mujeres víctimas de la violencia, real o simbólica, que atraviesan
la novela.
Material de lectura obligatorio
Kohan, M. (2002). Dos veces junio. Buenos Aires: Sudamericana.
Este libro no se encuentra en formato libre digital, por lo cual no está disponible en el aula
para su acceso/descarga. Se sugiere a los participantes obtener la versión en papel o en e-
book.
Material de lectura complementaria
Ascasubi, H. (1945). “La refalosa”. Paulino Lucero. Buenos Aires: Estrada.
Cancela. A. (1944). “Una semana de Holgorio”. Tres relatos porteños. Buenos Aires:
Espasa Calpe.
CONADEP (1984). Nunca más. Buenos Aires: Eudeba.
Echeverría, E. (2003). La cautiva / El matadero. Buenos Aires: Colihue.
Feiling, C. E. (1992). El agua electrizada. Buenos Aires: Sudamericana.
Rivera Indarte, J. (1843). “Tablas de sangre”. Rosas y sus opositores. Montevideo:
Imprenta del Nacional. Vista previa en: https://books.google.com.ar/books?
id=OJ1cAAAAcAAJ&printsec=
frontcover&dq=rosas+y+sus+opositores&hl=es&sa=X&ved=0ahUKEwiymKSpleTgAhX0
GbkGHdr_BZYQ6AEIKDAA#v=onepage&q=rosas%20y%20sus%20opositores&f=false
Walsh, R. (1981). “Esa mujer”. Obra literaria completa. México: Siglo XXI.
Weber, Max (1987). El político y el científico. Madrid: Alianza.
Zizek, S. (2009). Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires: Paidós.
Para seguir leyendo
Cortés Rocca, Paola y Martín Kohan (1998). Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva
Perón: cuerpo y política. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.
Dalmaroni M. (2004). La palabra justa: Literatura, crítica y memoria en la Argentina,
1960-2002, Mar del Plata, Argentina-Santiago de Chile. Chile: Melusina.
Fonsalido, María Elena, (2011). “Saber o no saber: esa es la cuestión. Una lectura
de Dos veces junio de Martín Kohan”. Arroyo, Gustavo y Teresita Matienzo
(comp.): Pensar, decir, argumentar. Lógica y argumentación desde diferentes
perspectivas disciplinares. Buenos Aires: Prometeo /UNGS, pp. 261-269.
Méndez, M. (2008). “La dama desaparece: apuntes sobre la representación de Eva
Perón en ‘Esa mujer’, de Rodolfo Walsh”, en Saitta, S. (comp.), Algunas
representaciones de Eva perón en la literatura argentina. Buenos Aires: Opfyl, UBA.
Piglia, Ricardo (1993). “Echeverría y el lugar de la ficción”. La Argentina en pedazos.
Buenos Aires: Ediciones de la Urraca.
Schvartzman, Julio. (1996). Microcrítica. Lecturas argentinas (cuestiones de detalle).
Buenos Aires: Biblos.