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Cuentos de Humor de Silvia Shujer

El documento narra la historia del señor Poquito Pérez, quien se viste de forma confusa y exagerada para ir a trabajar debido al cambio del clima. Al salir de su casa, su atuendo lo hace parecer un astronauta. Esto lo lleva a tomar una "nave espacial" en lugar de un colectivo y termina yendo a la Luna en vez de ir a trabajar.

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Cuentos de Humor de Silvia Shujer

El documento narra la historia del señor Poquito Pérez, quien se viste de forma confusa y exagerada para ir a trabajar debido al cambio del clima. Al salir de su casa, su atuendo lo hace parecer un astronauta. Esto lo lleva a tomar una "nave espacial" en lugar de un colectivo y termina yendo a la Luna en vez de ir a trabajar.

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Cuento 1: EL ASTRONAUTA DEL BARRIO

Apenas sonó el despertador, el señor Poquito Pérez saltó de la cama como un


resorte. Se quedó un rato parado en el medio del cuarto, y cuando creyó estar
despierto, subió la persiana.

"Va a ser un día de sol", se dijo. Porque a través de la ventana vio que el cielo
estaba celeste.

Pensando en el sol, el señor Poquito Pérez se pegó una ducha fresca y se


vistió con ropa liviana: un pantaloncito corto, una remera de hilo y una gorra
con visera. También preparó los anteojos negros, pero no se los puso hasta la
hora de salir.

Antes de afeitarse prendió la radio y escuchó un informativo. Entre noticia y


noticia, el locutor le recordó a la gente que esa mañana empezaba el invierno.

"¡Pero si ya estamos en invierno!", se acordó el señor Poquito Pérez.

Así que, para no morirse de frío en la calle (a veces, aunque haya sol hace
frío), además de lo que ya se había puesto, se calzó un buzo, un pañuelo de
garganta, guantes y un par de medias de lana.

Después de afeitarse, el señor Poquito Pérez fue a la cocina a prepararse unos


mates. Estaba desayunando cuando en eso miró la hora y recordó que no era
domingo, que tenía que ir al trabajo.

"¡Qué tonto!", se dijo. "¿Cómo voy a ir a trabajar con pantaloncitos cortos?".

Volvió entonces a su habitación y así nomás -para no perder tiempo- se puso


unos pantalones largos arriba de los cortitos, el saco del traje arriba del buzo
(y de la remera) y un par de zapatos sobre las medias de lana.

Antes de salir a la calle, el señor Poquito Pérez volvió a mirar por la ventana y
el celeste del cielo se había vuelto gris. No sólo no había una hilacha de sol,
sino que las nubes, gordísimas, parecían a punto de explotar.

—Va a llover —comentó—. Lo que me faltaba.

Y para no mojarse, encima de lo que ya tenía, se puso una campera con


capucha. Sobre la campera, un piloto y sobre los zapatos —para no
arruinarlos— un par de botas de goma.
Un poco incómodo, el señor Poquito Pérez abrió la puerta y salió de su casa.
Caminaba por la vereda tan despacio y endurecido de ropa que más de un
vecino lo confundió con un astronauta. Y hasta tal punto parecía un
astronauta que él mismo se convenció: cuando llegó a la parada, en vez de un
colectivo, tomó una nave espacial (una que pasaba por la esquina). Y tan bien
lo trataron en la nave esa mañana que, en vez de ir al trabajo, el señor Poquito
Pérez, se fue derecho a la Luna.

Y lo bien que lo pasó...

UN PUEBLITO, de Silvia Schujer

Justo justo en el medio del mundo hay un pueblo tan chiquito, que en la
historia se lo conoce, simplemente con el nombre "Pueblito". No sólo la
pequeñez es lo que diferencia a Pueblito de los demás pueblos y ciudades del
mundo, sino también sus costumbres.

Por ejemplo, que todos se conocen de memoria. Que viven agrupados en


familias en las que, además de abuelos, abuelas y mamás, hay animales y
plantas que llevan el mismo apellido.

Y qué cosa. A pesar de estar justo justo en el medio del mundo, Pueblito es un
lugar muy poco visitado. Hay quienes no van porque opinan que es aburrido:
no hay autos, no hay barullo ni graciosas confiterías.

Un día, sin embargo, llegó a Pueblito un señor nada joven, gordo, panzón y
con cara de batata. Por todo equipaje traía una cámara fotográfica que colgaba
de su cuello y un bolso. Era una mañana de sol y los pueblitenses, al verlo, lo
recibieron contentos, con bombos y platillos.

El señor gordo panzón con cara de batata se acercó muy serio.

—Soy un gran empresario. Un réquete recontra empresario que sabe mucho


de grandes empresas —dijo con voz distinguida.

Los pueblitenses lo miraron sin entender: no conocían la palabra


"empresario", pero igual le ofrecieron ayuda.

—Quiero poner una gran empresa en este lugar —dijo el señor gordo y panzón
—. Para eso, tengo que hacerlos famosos.

Los pueblitenses lo escucharon atentos.


—Necesito que me muestren los paisajes de este pueblo y mis fotos se
convertirán en postales que el mundo entero verá y querrá conocer.

El presidente de Pueblito señaló la Plaza Central, llena de grandes y chicos


pueblitenses y dijo:

—Éste es el paisaje más lindo que tenemos.

Pero el gordo panzón con cara de batata, frunció la nariz como de no gustarle.
Y peguntó si no tenían museos, monumentos importantes...

—Aquella piedra donde duermen los pájaros es nuestro monumento nacional


—respondieron seguros de éxito los pueblitenses.

Pero el gordo panzón con cara de batata, frunció la nariz como de no gustarle.
Y algo enojado preguntó si acaso no tenían mares, palmeras, montes nevados.

—No —dijeron los pueblitenses preocupados por no poder ayudar al


extranjero.

—Esto es una porquería —gruñó el señor.

Y los pueblitenses se largaron a llorar amargamente por el insulto.

Las inteligentes mariposas, que son mayoría en Pueblito, vieron lo que


pasaba, y entre todas dibujaron sobre el cielo un hermoso paisaje de palmeras
y mar. Al instante, cambiaron el dibujo y se volvieron montañas y ríos. Luego
mar otra vez.

—¡Vea eso señor! —dijo el presidente: ¡qué lindo mar! ¡qué palmera tan alta
tenemos!

—Ustedes me están embromando. Esas son mariposas —dijo el gordo panzón


con cara de batata.

Y con la cámara de fotos y su bolso, empezó a caminar hacia otra parte,


abandonando Pueblito. "Esto es una porquería", repetía a gritos mientras se
alejaba.

Pero ya nadie podía escucharlo. Los pueblitenses estaban maravillados con


los dibujos de las mariposas. Mares, palmeras, montañas, ríos y bosques que,
desde ese día, convirtieron a Pueblito en el único lugar del mundo donde, al
mismo tiempo, pueden existir todos los climas y paisajes que se imaginan.
EL PAÑUELO, de Silvia Schujer

Lo que pasa en la pantalla es terrible. Decir tristísimo es poco. El cine es un


mar de sollozos ahogados.

Cuando siente que los ojos se le llenan de lágrimas, Márilin abre la cartera.

Primero extrae un manojo de llaves que apoya sobre su falda. Todas


amarradas a un huevo dorado con piedras incrustadas en los polos: el llavero.

Enseguida saca un peine, un cepillo, uno de dientes y un espejito de mano.


Después del espejo, sus dedos se estrellan contra un frasco de perfume
metido en una bolsa de nailon de esas que usan en los supermercados para
pesar verduras.
O las frutas.

Sin quitar un segundo los ojos de la pantalla, Márilin extrae de la cartera un


par de anteojos de sol, el estuche, un rouge, una caja de chicles Adams, una
billetera, el porta documentos que le regalaron, el rollito de papel higiénico
que siempre guarda por si le vienen las ganas de ir al baño en un bar.
Cospeles y un sacapuntas.

Cuando su falda queda completamente ocupada aprovecha la butaca de la


izquierda que está libre y acomoda la linterna, el encendedor, la agenda, las
biromes y el pastillero que aparece en un recodo y días antes ella diera por
perdido.

Entre tanto, lo que pasa en la pantalla sigue siendo muy triste.

Márilin siente que la cartera se moja con el agua de los ojos y acaso de su
nariz. En una búsqueda a esta altura descorazonada saca una cajita con
cuatro cartuchos de tinta lavable, una hebilla con moño, el costurero de
bolsillo que le han vendido en el tren. Veinticuatro papeles sueltos con
direcciones y teléfonos, tarjetas navideñas de UNICEF, la plantilla de un
zapato que le queda grande, el carnet de la pileta, la receta del pedicuro, el
monedero con el cierre roto, la agujereadota que equivocadamente se ha
llevado de la oficina, las entradas de un concierto al que ya fue, un enchufe de
tres patas, caramelos para la tos y dos autitos de carrera del sobrino de una
amiga.

Cuando Márilin encuentra su pañuelo, la película ya ha terminado hace quince


minutos.

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