Antón Chéjov
La señora del perrito
y otros cuentos
Selección, traducción y nota preliminar
de Juan López-Morillas
Traducción de Juan López-Morillas
Revisión de la traducción del ruso de Esther Arias Valor
Primera edición: 1984
Tercera edición: 2015
Segunda reimpresión: 2022
Diseño de colección: Estrada Design
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Ilustración de cubierta: Robert P. Staples: Días de verano (detalle). Colección particular
© ACI / Bridgeman
Selección de imagen: Carlos Caranci Sáez
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© de la selección, traducción y nota preliminar: Herederos de Juan López-Morillas
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984, 2022
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.alianzaeditorial.es
ISBN: 978-84-9104-099-6
Depósito legal: M. 17.902-2015
Printed in Spain
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[email protected]Índice
9 Nota preliminar
13 Historia ruin
26 El amanuense
34 Enemigos
53 En casa
67 El monje negro
112 Ana al cuello
131 La esposa
141 Casa con desván
167 Las grosellas
183 La señora del perrito
7
Nota preliminar
Al acabar la carrera de medicina en la Universidad de
Moscú en 1884, Antón Chéjov descubrió dos cosas: 1)
que no tenía mucho deseo de ejercer su flamante profe-
sión, y 2) que estaba tuberculoso. Este doble descubri-
miento había de influir hondamente en los dos decenios
que le quedaban de vida. Durante su etapa de estudiante
pobre había tratado de subvenir a sus necesidades escri-
biendo, bajo el seudónimo de Antosha Chejonte, cuentos
festivos, esbozos satíricos, anécdotas y diálogos cómicos
para varias revistas de poca monta. Y ahora, al abando-
nar las aulas, hallaba que lo que había sido hasta enton-
ces un simple medio de vida, a saber, la literatura, era la
única ocupación vital que en realidad le interesaba. En
esos veinte años escribió cientos de cuentos, cinco obras
teatrales y algunas piezas dramáticas menores.
El descubrimiento de su dolencia y la intuición de que
no viviría largo tiempo explican, sin duda, esa febril fe-
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Juan López-Morillas
cundidad. Pero no es sólo fecundidad lo que explican.
La tuberculosis, al reducir sensiblemente su actividad fí-
sica, le indujo a interiorizarse, a ensanchar como com-
pensación el ámbito de su actividad espiritual. Diríase
que de ese modo se aguzaron su perspicacia psicológica
y su visión moral, que pronto habían de fundirse con su
innato sentido trágico de la humana condición. De esa
fusión deriva lo que imprime en sus relatos un sello ca-
racterístico: la captación de la experiencia íntima de sus
criaturas de ficción, a quienes parece sorprender a «la
hora de la verdad», cuando momentáneamente, con una
palabra o un gesto, delatan lo que genuinamente son,
con sus flaquezas, anhelos, temores y perplejidades.
No obstante la turbulencia ideológica de la Rusia de fi-
nes del siglo XIX, que invitaba a un mayor o menor com-
promiso por parte de la intelligentsia, Chéjov se mantu-
vo al margen de las prédicas políticas de su tiempo. A
menudo se ha citado, en pro o en contra de su postura,
el párrafo de su carta a A. N. Pleschéyev: «No soy libe-
ral, ni conservador, ni gradualista, ni anacoreta, ni indi-
ferentista». ¿Quiere esto decir que se abstrajo por com-
pleto de las inquietudes de sus contemporáneos? No
parece haber sido así, aunque sin duda sus narraciones
no tuvieron nunca la intención sociopolítica que dieron
a las suyas Turguénev (Tierra virgen) o Dostoyevski (Los
demonios) unos años antes, o Gorki (Fomá Gordéyev, La
madre) unos años después.
Más que a ideologías, en las que creía ver una mengua
–cuando no una congelación u ocultación– de la perso-
nalidad, Chéjov atendió a la inagotable promesa del ser
humano, en todos los entresijos de su espíritu y en todos
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Nota preliminar
los estratos de su existencia social. Tanto en sus relatos
como en sus piezas teatrales destaca su actitud inquisiti-
va ante la vida, una como incertidumbre radical ante las
grandes cuestiones humanas (amor, odio, ambición, des-
engaño, verdad, muerte), cabalmente ante aquellas cues-
tiones de las que los dogmatismos militantes se desen-
tienden de ordinario, o, peor aún, para las que tienen
prontas las recetas formularias. En este respecto se ase-
meja a Tolstói, a quien tanto admiró y de quien tanto
aprendió, al Tolstói, por supuesto, anterior a 1880, pues
el posterior a esa fecha era vivo ejemplo de cómo el dog-
matismo empobrece y trivializa al más excelso espíritu
humano.
Ahora bien, mantenerse al margen de las ideologías no
suponía ser indiferente a lo que acontecía en torno suyo.
Ya lo indicaba así en la carta a Pleschéyev. Pero no era
tanto la política obtusa y represiva impuesta desde arriba
–la política de Alejandro III y su consejero Pobedo-
nótsev–, ni las desaforadas exhortaciones revolucionarias
con que era respondida desde abajo, sino algo a la vez me-
nos concreto y más subyugante: la vida y costumbres con-
temporáneas de sus coterráneos, con preferencia las de la
clase media (maestros, médicos, abogados, artistas, fun-
cionarios, pequeños propietarios), con sus alegrías y dolo-
res, esperanzas y fracasos; gentes que en medio del queha-
cer cotidiano hallan ocasión de preguntarse sobre la vida
humana en general y no solamente la propia: metafísicos y
moralistas de bajo vuelo, más dados a hacerse cuestión de
la realidad que a dogmatizar sobre ella.
Razón tenía, pues, Gorki al escribir a su contemporá-
neo: «Realiza usted una labor inmensa con sus pequeños
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Juan López-Morillas
relatos, despertando en las gentes la aversión a esta vida
amodorrada, moribunda». Despertar conciencias, avivar
anhelos, descubrir manquedades, señalar el fraude, la hi-
pocresía, la arbitrariedad, es labor revolucionaria a su
manera, como bien comprendía Gorki y subraya la críti-
ca soviética moderna. Y todo ello en relatos concisos, de
enjuto argumento, con mínima descripción de ambien-
tes –el medio físico se «intuye» más que se «ve»– y un
diálogo sencillo en que el habla cotidiana adquiere a me-
nudo matices hondamente emotivos, cuando no trági-
cos.
Nuestra selección incluye relatos del período 1882-
1899. Son, pues, representativos de casi toda la produc-
ción de Chéjov como cuentista. Se acepta generalmente
la tesis de un cambio de orientación en la índole de sus
cuentos a partir de 1886: de escenas burlescas y cuadros
satíricos, con su punta de caricatura, pasan a ser gradual-
mente narraciones lírico-psicológicas en las que despun-
tan ya el tono y la «atmósfera» de las cinco grandes obras
dramáticas que compuso. Como ejemplo de la primera
época damos sólo un cuento: Historia ruin (1882). Los
nueve restantes pertenecen a la segunda.
Juan López-Morillas
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Historia ruin*
La cosa empezó ya en el invierno.
Hubo un baile. Tronaba la música, ardían los candela-
bros, los caballeros no perdían el arrojo y las damas go-
zaban de la vida. Se bailaba en los salones, se jugaba a las
cartas en los gabinetes, se bebía en el ambigú, y en la bi-
blioteca se hacían frenéticas declaraciones de amor.
Liolia Aslóvskaya, una rubia regordeta y sonrosada de
grandes ojos azules, cabello largo y con el número 26 en
su tarjeta de identidad, se había sentado aparte y renega-
ba de todo, de todos y hasta de sí misma. Una pena le
roía el alma. Lo que pasaba era que los hombres se por-
taban odiosamente con ella. Sobre todo en los últimos
dos años ese comportamiento había sido atroz. Había
notado que ya no se fijaban en ella. La sacaban a bailar
con desgana. Más aún, si pasaba algún sujeto junto a ella,
* Título original: Skvérnaya historia (1882).
13
Antón Chéjov
el muy sinvergüenza ni siquiera la miraba, como si ya hu-
biera perdido su belleza. Y si por casualidad alguno po-
nía en ella los ojos, así de sopetón, lo hacía, no con asom-
bro ni platónicamente, sino como el que tiene apetito
mira una empanadilla de carne o un cochinillo asado an-
tes de la comida. Mientras que en años anteriores...
–¡Y así todas las soirées, todos los bailes! –rezongaba
Liolia, mordiéndose los labios–. Sé muy bien por qué no
se fijan en mí. Quieren vengarse. Quieren vengarse de mí
porque los desprecio. Pero ¿cuándo voy a casarme por
fin? ¿Es que una puede llegar a casarse así? Porque el
tiempo no espera. ¡Canallas, más que canallas!
En la noche a que nos referimos el destino tuvo a bien
apiadarse de Liolia. Cuando el teniente Nabrydlov, en
vez de bailar con ella la prometida cuadrilla, cogió una
borrachera de marca mayor y al pasar a su lado chasqueó
los labios para mostrar que no se le daba un ardite, ella
no pudo ya contenerse. Su cólera llegó al colmo. Se le
nublaron los ojos azules y le empezaron a temblar los la-
bios. La llantina estaba en puertas. Para que los profanos
no la vieran llorar se volvió hacia las ventanas empaña-
das y oscuras, y ¡oh, momento milagroso!, en una de
ellas vio a un guapo mozo que no le quitaba los ojos de
encima. El joven formaba un cuadro delicado que al
punto quedó clavado en el corazón de Liolia. El chico
tenía un porte elegante, los ojos llenos de amor, de sor-
presa, de preguntas, de respuestas, el rostro melancóli-
co. Liolia se reanimó al instante. Adoptó la postura
oportuna y se puso a observar según convenía. Vio que
el joven no la miraba casualmente, así como así, sino fija-
mente, con deleite y admiración.
14
Historia ruin
«Dios mío –pensó Liolia–. ¡Ojalá que a alguien se le
ocurra presentármelo! Éste, por las trazas, es un chico
nuevo. Me ha echado el ojo en seguida.»
Poco después el joven dio media vuelta, cruzó los salo-
nes y empezó a importunar a varios caballeros.
«Quiere ser presentado. Está pidiendo que lo presen-
ten», pensaba Liolia con un nudo en la garganta.
En efecto, diez minutos más tarde un aficionado a las
tablas con cara de granuja bien afeitado se lo presentó a
Liolia. El joven resultó ser «nuestro Nógtev», un artista
con más talento que el mismísimo diablo. Nógtev tenía
veinticuatro años, era moreno, de ojos ardientes, meri-
dionales, y mejillas pálidas. Un bigotillo gracioso le ador-
naba el labio. Nunca había pintado nada, pero era artis-
ta. Llevaba el cabello largo, perilla, un dije de oro en
forma de paleta colgado de la cadena del reloj, gemelos
de oro también en forma de paleta, guantes hasta el codo
y tacones de una altura inverosímil. Buen chico, pero
bastante ganso. Tenía un papá bien nacido, una mamá
por el estilo y una abuela rica. Era soltero. Estrechó con
recelo la mano de Liolia, se sentó tímidamente y, una vez
sentado, se puso a devorar a la moza con sus ojos gran-
des. Hablaba despacio y con titubeos. Liolia no daba paz
a la lengua, mientras que él sólo decía «sí..., no..., yo,
sabe usted...». Hablaba sin apenas respirar, respondía
sin venir a cuento y, de vez en cuando, por turbación, se
frotaba ligeramente el ojo izquierdo. Liolia aplaudía con
entusiasmo. Había decidido que el artista estaba chalado
por ella, lo cual la invitaba a cantar victoria.
Al día siguiente del baile Liolia, sentada a la ventana
de su cuarto, vigilaba triunfante la calle. Nógtev se pa-
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Antón Chéjov
seaba por delante de la casa, asaeteando las ventanas con
los ojos. Tenía el aspecto de alguien a punto de morir:
melancólico, lánguido, delicado, calenturiento. Dos días
después del baile pasó dos cuartos de lo mismo. El tercer
día llovió y el joven no apareció ante la casa (alguien dijo
que a la figura de Nógtev no le iba bien el paraguas). El
cuarto día decidió venir de visita a casa de los padres de
Liolia. Las relaciones quedaron ligadas con un nudo gor-
diano imposible de deshacer.
Un mes más tarde hubo otro baile. Nógtev, apoyado
en el quicio de la puerta, devoraba a Liolia con los ojos.
Ella, queriendo darle celos, coqueteaba desde lejos con
el teniente Nabrydlov, que esta vez estaba, no borracho
del todo, sino sólo achispado.
El papá de la niña se acercó a Nógtev.
–¿Usted pinta? –preguntó el papá–. ¿Le interesa a us-
ted el arte?
–Sí.
–¡Ah! Cosa bonita, el arte... Ojalá, ojalá... Claro que
Dios ha distribuido tanto talento... Sí, cada cual tiene su
talento...
Tras un breve silencio continuó:
–Mire, joven, lo que debe hacer puesto que es usted
pintor. Venga a visitarnos en nuestra casa de campo la
primavera próxima. Hay sitios muy amenos allá. Una
barbaridad de vistas, créame. Ni Rafael pudo pintarlas
como ésas. (Pronunciaba Rapael.) Nos dará usted un ale-
grón. Como, además, usted y mi hija... se han hecho tan
amigos... ¡Ah, los jóvenes, los jóvenes...! Je, je, je.
El artista hizo una reverencia y el primero de mayo de
ese año se trasladó a la casa de campo de los Aslovski
16
Historia ruin
con sus bártulos. Éstos se componían de una innecesaria
caja de pinturas, un chaleco de piqué, una cigarrera va-
cía y un par de camisas. Fue recibido con los brazos
abiertos. Pusieron a su disposición dos habitaciones, dos
lacayos, un caballo y todo lo que pidiera por aquella
boca, con tal que diera esperanzas. Sacó toda la ventaja
posible de su nueva situación: comía como un tragalda-
bas, bebía como una esponja, dormía a pierna suelta, ad-
miraba la naturaleza y no quitaba los ojos de Liolia. Ésta
rebosaba de felicidad. Él estaba cerca, era joven, guapo
y tímido... ¡Y amaba tanto! Era tan apocado que no sa-
bía cómo llegarse a ella. Ahora más que nunca la obser-
vaba desde lejos, desde detrás de las cortinas o de los ar-
bustos.
«¡Amor tímido!», pensaba Liolia, suspirando.
Una hermosa mañana el papá y Nógtev conversaban
sentados en un banco del jardín. El papá hablaba con vi-
veza de los encantos de la vida de familia, pero Nógtev
escuchaba con impaciencia y buscaba con la mirada el
torso de Liolia.
–¿Es usted hijo único? –preguntó el papá entre otras
cosas.
–No. Tengo un hermano, llamado Iván. Buen mucha-
cho. Un encanto de hombre. ¿Le conoce usted?
–No tengo el honor...
–Lástima que no se conozcan ustedes. Es un soltero
empedernido ¿sabe usted? Un tipo alegre, estupendo.
Hace literatura. Todas las redacciones se lo disputan.
Colabora en El Bufón. ¡Lástima que no se conozcan us-
tedes! Oiga, ¿quiere usted que le escriba diciéndole que
se reúna con nosotros? De veras que se alegrará.
17
Antón Chéjov
Ante tal propuesta se le encogió el corazón al papá,
pero ¿qué se le iba a hacer? Era preciso decir «con mu-
cho gusto».
Nógtev dio una zapateta en el aire para mostrar lo que
le agradaba la cosa y al instante envió la invitación a su
hermano. Éste no tardó en presentarse, pero no solo,
sino en compañía de su amigo el teniente Nabrydlov y de
un perro viejo, enorme y desdentado, llamado Turka.
Dijo que los había traído consigo para impedir que le
atacaran los ladrones por el camino y para tener a al-
guien con quien beber. Les dieron tres habitaciones, un
lacayo por barba y un caballo para los dos.
–Ustedes, señores míos –dijo Iván a los dueños de la
casa–, no tienen por qué ocuparse para nada de noso-
tros. No necesitamos cuidados ningunos. No nos hacen
falta colchones de plumas, ni salsas, ni pianos. Ahora
bien, si son generosos con la cerveza y el vodka ¡eso ya es
otra cosa!
Si el lector puede imaginarse a un individuo de treinta
años, enorme y hocicudo, con una perilla sarnosa y ojos
saltones, vestido con una blusa de lino y con el cuello de
la camisa ladeado, me ahorrará el trabajo de describirle
a Iván. Era el hombre más insoportable de la tierra.
Cuando no estaba bebido todavía podía pasar. Cuando
estaba ebrio era, sin embargo, tan inaguantable como
sentarse en un cardo. Entonces hablaba sin parar, decía
groserías, sin mirar si había mujeres o niños delante. Ha-
blaba de piojos, de chinches, de braguetas, y de sabe
Dios qué otras cosas. El papá, la mamá y Liolia queda-
ban perplejos y avergonzados cuando Iván, durante la
comida, empezaba a soltar agudezas.
18
Historia ruin
Por desgracia, durante el tiempo que pasó con los As-
lovski, Iván no dejó de estar ebrio un solo momento.
También es verdad que Nabrydlov, el teniente pequeño
y raquítico, no le iba muy en zaga.
–Nosotros no somos artistas –decía–. ¡Claro que no!
¡Nosotros somos hombres de pelo en pecho!
Iván y Nabrydlov, para empezar, se trasladaron de la casa
principal, que a ellos se les antojaba sofocante, a la de-
pendencia en que vivía el intendente, quien no sentía
empacho de emborracharse con gente educada. Más tar-
de se quitaron las levitas y en mangas de camisa desfila-
ban por el patio y el jardín. Liolia tropezaba a cada ins-
tante con el uno o el otro holgazaneando en déshabillé a
la sombra de un árbol. Ambos bebían, comían, daban de
comer hígado al perro, hacían chistes a costa de los due-
ños de la casa, perseguían a las cocineras por el patio, to-
maban baños con mucha algazara, dormían como liro-
nes y daban gracias al destino por haberles deparado la
venida a este sitio donde se les trataba a cuerpo de rey.
–Oye, tú –dijo una vez Iván al artista, guiñando un ojo
ebrio en dirección a Liolia–. Si vas tras ella, allá tú. No-
sotros no te lo impedimos. Tú llegaste primero y sabes lo
que traes entre manos. ¡Que aproveche! Nosotros, con
nobleza, te deseamos buena suerte.
–No te la quitamos, no –afirmó Nabrydlov–. Sería una
cochinada si lo hiciéramos.
Nógtev se encogió de hombros y volvió a posar sus
ojos ávidos en Liolia.
Cuando fastidia el silencio se anhela el jaleo. Cuando
se cansa uno de estar sentado con decoro y compostura se
busca el alboroto. Cuando Liolia se hartó de amor tímido
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Antón Chéjov
comenzó a darse a todos los diablos. El amor tímido es
una fábula para ruiseñores. Lo peor de todo era que el
artista venía a ser tan tímido en junio como lo había sido
en mayo. En la casa grande confeccionaban el ajuar de la
novia. El papá, día y noche, pensaba en el préstamo que
tenía que pedir para la boda, pero mientras tanto las re-
laciones entre Liolia y el artista seguían siendo indecisas.
Liolia obligaba al mozo a pasar con ella el día entero,
pescando. Pero esto tampoco daba resultado. El joven
permanecía junto a ella con la caña en la mano, sin decir
esta boca es mía, devorándola con los ojos... y nada más.
Ni una sola de esas palabras que son a la vez dulces y te-
rribles. Ni una sola declaración.
–Llámame... –le dijo una vez el papá–. Llámame...,
perdona que te hable de tú... Yo, cuando le cobro afecto
a alguien... Llámame papá. Eso me gusta.
El artista, tontamente, empezó a llamarle papá, pero ni
por ésas. Seguía tan mudo como antes. Era cosa de que-
jarse a los dioses por haber dado al hombre sólo una len-
gua en lugar de diez. Iván y Nabrydlov pronto advirtie-
ron la táctica de Nógtev.
–¡Que el diablo te entienda! –murmuraban–. Estás
como el perro del hortelano. ¡Qué bestia! ¡Trágate lo que
se te viene por sí solo a la boca, so alcornoque! Si tú no
quieres, aquí estamos nosotros. ¡Pues sí!
Mas todo llega a su fin en este mundo, y a su fin llegará
esta historia. Llegaron a su fin hasta las indecisas relacio-
nes entre el artista y Liolia. El desenlace del asunto ocu-
rrió a mediados de junio.
Era un anochecer tranquilo. Había algo aromático en el
aire. Los ruiseñores cantaban estrepitosamente. Susurra-
20
Historia ruin
ban los árboles. El ambiente rezumaba deleite, para decirlo
con la lengua larga de los literatos rusos. Por supuesto, ha-
bía también luna. Para completar este cuadro poético y pa-
radisíaco sólo faltaba el señor Fet quien, escondido tras un
arbusto, hubiera leído en alta voz sus seductoras estrofas.
Liolia, sentada en un banco, envuelta en un chal, mira-
ba el riachuelo a través de los árboles.
«Pero ¿es que soy tan inaccesible?», pensaba. Y en su
fantasía se veía a sí misma como mujer majestuosa, orgu-
llosa, arrogante. La llegada del papá interrumpió sus re-
flexiones.
–Bueno, ¿qué? –preguntó papá–. ¿Sigue todo lo mismo?
–Lo mismo.
–¡Demontre! ¿Cuándo acabará esto? Porque, hija,
cuesta caro dar de comer a estos haraganes. Quinientos
rublos al mes. No es una broma. Sólo el perro se come
treinta kópeks de asadura al día. Si de pedir la mano se
trata, que la pida, y si no, que se vaya a freír espárragos
con el hermano y con el perro. ¿Dice algo, por lo menos?
¿Habla contigo? ¿Da explicaciones?
–No. ¡Ay, papá, es un chico tan apocado!
–Apocado... ¡Ya vamos conociendo su apocamiento!
Nunca mira de frente. Espera, que te lo mando aquí en se-
guida. Termina con él, niña. No hay que andarse con remil-
gos. Y en cuanto a maña, me parece que te la das muy buena.
Se fue el papá. Unos diez minutos después apareció tí-
midamente el artista entre una mata de lilas.
–¿Me ha llamado usted? –preguntó a Liolia.
–Sí, acérquese. Basta ya de rondarme. Siéntese.
El artista, casi a hurtadillas, se acercó a Liolia y, casi a
hurtadillas, se sentó en el borde del banco.
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Antón Chéjov
«¡Qué guapo que está en la oscuridad!», pensaba Lio-
lia; y, volviéndose hacia él, dijo:
–Cuénteme algo. ¿Por qué es usted tan poco comunicati-
vo, Fiódor Panteléich? ¿Por qué está siempre callado? ¿Por
qué no me abre nunca su corazón? ¿Qué he hecho para
merecer de usted tal desconfianza? Me duele mucho, se lo
aseguro... Se diría que no somos amigos. Vamos, hable.
El artista carraspeó, respiró entrecortadamente y dijo:
–Necesito decirle muchas cosas, pero muchas.
–¿De qué se trata?
–Temo que se ofenda usted, Elena Timoféyevna. ¿No
se ofenderá usted?
Liolia rió nerviosamente.
«Ha llegado el momento –pensaba–. ¡Hay que ver
cómo tiembla! Estás cogido, amigo.»
Empezó a ponérsele carne de gallina y sentía ese estre-
mecimiento tan bienquisto de los autores de novelas.
«En diez minutos empiezan los abrazos, los besos y los
juramentos... ¡Ay, ay!» Soñaba ya, y para echar más leña
al fuego rozó al artista con el codo cálido y desnudo.
–Bueno, ¿de qué se trata? –preguntó–. No soy tan
quisquillosa como usted se figura... (Pausa.) Hable, pues.
(Pausa.) Ande, hombre.
–Verá usted..., yo, Elena Timoféyevna, no amo en el
mundo nada tanto como el arte, quiero decir, como las
artes plásticas. Mis camaradas aseguran que tengo talen-
to y que puedo llegar a ser un artista estimable.
–¡Oh, sí! ¡Qué duda cabe!
–Bien, pues... adoro el arte... Quiere decir que... Pre-
fiero la pintura de género, Elena Timoféyevna. El arte,
¿sabe usted?... ¡Qué noche tan maravillosa!
22
Historia ruin
–Sí, noche singular –dijo Liolia; y, enroscándose como
una serpiente, se envolvió en el chal y cerró los ojos a
medias. (Las jovencitas, cuando se trata de cosas de amo-
res, son terriblemente jóvenes.)
–Yo, verá usted –prosiguió Nógtev, casi quebrándose
los dedos–, me proponía hablarle desde hace ya tiempo,
pero... tenía miedo. Pensaba que iba usted a enfadarse...
Pero si me comprende usted bien, no se enfadará. A us-
ted también le encanta el arte.
–¡Ah sí! ¡Cómo no! ¡El arte, no digamos!
–¡Elena Timoféyevna! ¿Sabe por qué estoy aquí? ¿No
sospecha usted?
Liolia quedó desconcertada y, como por descuido,
puso la mano en el codo de él.
–Es verdad –continuó Nógtev después de un breve si-
lencio– que hay algunos sinvergüenzas entre los artis-
tas... Es verdad. No aprecian en nada el pudor femenino.
Pero yo... yo no soy de ésos. Yo tengo el sentimiento de
la delicadeza. El pudor femenino es un... un pudor tal
que... no es posible menospreciarlo.
«¿Por qué me dirá esto?», pensaba Liolia, ocultando
los codos en el chal.
–No soy como ésos... Para mí la mujer es algo sagrado.
Así, pues, no tiene usted nada que temer. Yo no soy de
ésos; yo no me permito hacer tonterías... Elena Timofé-
yevna, ¿me da usted su venia? Entonces, escuche. Yo, se
lo juro solemnemente, no vivo para mí mismo, sino para
el arte. Para mí lo primero es el arte y no la satisfacción
de los instintos animales.
Nógtev le cogió una mano. Ella se inclinó un poquito
hacia él.
23
Antón Chéjov
–¡Elena Timoféyevna! ¡Ángel mío! ¡Encanto!
–¿Sí...?
–¿Puedo pedírselo?
Liolia volvió a reír nerviosamente. Sus labios se prepa-
raron para el primer beso.
–¿Puedo pedírselo? Se lo ruego. Es para el arte, se lo
juro. Me gustaría tanto, tanto. Es usted precisamente
lo que me falta. ¡Que las otras se vayan a paseo! Elena
Timoféyevna, amiga mía, sea usted...
Liolia se irguió, lista para el abrazo. El corazón le latía
con fuerza.
–Sea usted mi...
El artista se apoderó de la otra mano. Ella, sumisa, in-
clinaba la cabeza hacia el hombro de él. Lágrimas de fe-
licidad le brillaban en las pestañas...
–Querida mía, ¡sea usted mi... modelo!
Liolia levantó la cabeza.
–Su... ¿qué?
–¡Sea usted mi modelo!
Liolia se levantó.
–¿Qué? ¿Cómo?
–Mi modelo. Séalo usted.
–¡Ah...! ¿Sólo eso?
–Le quedaría muy agradecido. Me daría usted ocasión
de pintar un cuadro... ¡y qué cuadro!
Liolia se puso pálida. Las lágrimas de amor se trocaron
de repente en lágrimas de desolación, de cólera y de
otros malos sentimientos.
–De modo que... ¿era esto? –logró articular, toda tem-
blorosa.
¡Pobre artista! Una roja oleada cubrió una de sus blan-
24
Historia ruin
cas mejillas y el sonido de una sonora bofetada, mezcla-
do con el de su propio eco, repercutió por el jardín oscu-
ro. Nógtev se frotó la mejilla y quedó estupefacto, presa
de un pasmo. Sentía como si se lo tragara el universo...
Le saltaban relámpagos de los ojos...
Liolia, temblando, aturdida, pálida como una muerta,
dio un paso adelante tambaleándose. Sentía como si una
rueda le hubiera pasado por encima del cuerpo. Sacando
fuerzas de flaqueza, tomó el camino de casa con paso in-
seguro y penoso. Se le doblaban las piernas, echaba chis-
pas por los ojos, se llevaba las manos al pelo con inten-
ción evidente de arrancárselo...
Sólo le faltaban unos cuantos metros para llegar a casa
cuando una vez más tuvo motivo para ponerse pálida.
En el camino, junto al cenador cubierto de espeso pa-
rral, estaba el hocicudo Iván, ebrio, con los brazos des-
mesuradamente abiertos, el cabello en desorden y el cha-
leco desabotonado. Clavó los ojos en el rostro de Liolia,
se sonrió sardónicamente y profanó el aire con una car-
cajada mefistofélica. Cogió a Liolia de la mano.
–¡Largo de aquí! –bramó la joven, y retiró bruscamen-
te la mano...
¡Historia ruin!
25