En Busca Del Cielo Perdido Nodrm
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En busca
busca del
del
En busca
cielo del
perdido
cielo perdido
cielo perdido
Eduardo González
Eduardo González
Eduardo González
González, Eduardo A.
En busca del cielo perdido / Eduardo A. González. -
1a edición especial - Ciudad Autónoma de Buenos Aires
: Crecer Creando, 2021.
Libro digital, PDF
Archivo Digital: descarga y online
Edición para Ministerio de Educación de la Nación Argentina.
ISBN 978-987-9197-69-1
1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Infantil y Juvenil. I. Título.
CDD A863.9283
ISBN: 978-987-9197-69-1
En busca
del cielo perdido
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Palabras
de bienvenida
5
Eduardo González, es solo una excusa para ha-
blar de amistad, de amor y también de violencia
y maltrato, de injusticia.
Te invitamos a disfrutar de una historia
conmovedora, a vivir las peripecias de Pupi, de
Leo, de Nati y de los demás chicos que, como si
jugaran, están aprendiendo a vivir.
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Para Anahí
“Procura guardar siempre por encima de
tu vida un buen espacio de cielo”.
MARCEL PROUST
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El duelo
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El viento levanta polvo en la cancha llena de
manchones de pasto, cada vez más escasos, que
la sequía y el sol no se cansan de ralear. La pared,
blanca de cal, escupe un reflejo que hace entornar
los ojos de los hinchas que comienzan a llenar de
colores las tribunas. Seis filas de tablones a cada
lado de la cancha. A medida de que la gente se sien-
ta, a la tribuna le crece una panza que amenaza con
quebrarse en cualquier momento.
Además de la final del campeonato es un día
especial para el Sporting y el Olimpia, porque, se-
dientos de fútbol y buenos negocios, vienen repre-
sentantes a ver a los pibes. Y es una posibilidad de
jugar en un club grande y hacer carrera y conseguir
plata para los clubes chicos que están al borde de
la deshidratación. Hasta hubo rumores de que iba
a venir un agente del Barcelona y que si le gustaba
algún jugador se lo llevaba a Europa.
“Por ahí me lo ve al pibe y me lo hace firmar
en el Barça y me paro para toda la cosecha”, piensa
Alberto, el padre de Pupi, el arquero del Olimpia, el
mejor del campeonato, el que llegó a la final con la
valla casi invicta.
Los equipos salen a la cancha. Los tablones
suben y bajan al ritmo de los cantos. Las banderas
pintan colores en el viento. Suenan petardos. Nubes
pequeñas de humo blanco que trazan arabescos en
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aire. Olor a pólvora, a acaroína, a pasto seco, a sudor
y a mandarina.
El referí le hace un gesto a Alberto, el padre
de Pupi, que está parado tras el arco. Un “ahí no se
puede” con el dedo señalando y la cabeza negando.
Alberto levanta el brazo con violencia y pronuncia
un insulto sin voz, para adentro, mimando con la
boca. No le faltan ganas de armar escándalo; pero
no quiere que el referí, después, se la agarre con
Pupi. Apenas terminase el partido iría a decirle unas
cuantas cosas a ese desgraciado. ¿Quién se cree que
es para decirle dónde tiene que ubicarse? Refunfu-
ñando, se va caminando lento, provocativo, y se para
al lado de la tribuna.
La moneda en el aire hace un efímero chispazo
de sol y cae sobre la tierra seca.
El Olimpia elige y el Sporting saca.
Pupi se queda con el arco donde la cal del pa-
redón no refleja. Le da la mano a Leo y al referí y
camina hacia el arco como contando los pasos. Se
para sobre la línea blanca y estira los brazos querien-
do abarcar todo el espacio. Se acomoda la cinta de
capitán. Una cinta negra. Lo único que pudo rescatar
cuando perdió su casa y su barrio. Cuando aquel cielo
también quedó perdido para siempre.
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2
Tarjeta roja
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jugaban en el potrero del barrio, antes de que pasara
lo que pasó.
Termina el primer tiempo. Uno a cero. Alberto
mira a Pupi; pero Pupi no quiere mirarlo porque
sabe que sus ojos destilan odio. Los equipos se van
al vestuario y las tribunas cantan. Otro duelo. A ver
quién grita más, quién canta la canción más ingenio-
sa, más picante.
Los equipos vuelven a la cancha y el silbato da
por iniciada la segunda etapa.
Hay desencuentros en el Sporting. Por cuidar
la pelota juegan muy atrás. El Olimpia aprovecha y
hace dos goles en los primeros quince minutos.
Alberto está feliz. Grita en el borde de la can-
cha, le hace bromas y gestos obscenos a la hinchada
contraria. El referí vuelve a llamarle la atención y
Pupi siente una vergüenza profunda. Algún día se
va a animar y le va a decir que no venga más. Algún
día se va a animar y le va a decir que no le arruine
más la vida.
A los treinta minutos, Rolo se escapa otra vez.
Elude a tres. Es un barrilete cósmico. Hace un pase
y Leo, no se sabe cómo, siempre está bien parado.
Salta hacia atrás y levanta las piernas. Parece levitar
en el aire. Hace una chilena. Un latigazo terrible.
La pelota vuela con efecto y se clava en la red.
Empate.
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Pupi baja la vista. Imagina que su padre levanta
el puño y lo amenaza.
Faltan tres minutos y el Olimpia saborea el
campeonato.
Leo saca un lateral y arranca Rolo. Lo marcan
dos, pisa la pelota y se manda por la derecha, amaga.
Hace una pared con Juanchi y un defensor queda de
poste. Rolo se la pasa a Leo y los tres avanzan. Son
la Aplanadora Charrúa. Una maquinaria perfecta y
letal.
Rolo encara al arco y corre y cuando Rolo corre
no lo para nadie, porque es el mejor, una estrella
fugaz en el firmamento de césped. Entra al área y
otro defensor queda en el camino. La tribuna ruge.
Rolo la toca y Juanchi se la pasa de taco a Leo. Leo
la pisa, la acomoda y va a patear. La pelota se rinde
a sus pies y hay promesa de gol. Se puede oler. Los
hinchas del Sporting lo saben y disfrutan la victoria.
Pero en ese momento, en ese preciso momento, no
se sabe bien de dónde, aparece un delantero contra-
rio que venía corriendo desesperado desde la otra
punta de la cancha y se manda con los dos pies para
adelante, derecho a los tobillos de Leo. Una plancha
imperdonable. Para tarjeta roja directa.
¡Penal!
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La historia de otro cielo
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Iban dos a dos y con eso le alcanzaba al Olimpia
para ganar; pero hay olor a gol del Sporting. Seguro
que Leo mete el tercero.
Mira el arco y retrocede.
La tribuna ahora es como si se hubiera tragado
los gritos y los hubiera mandado para adentro. Rezos.
Cábalas. Promesas. Es tal el silencio que se puede
escuchar hasta el ruido de las muelas de los hinchas
expectantes apretando el destino inexorable.
Es increíble cómo en un segundo puede cam-
biar la historia. De lo que la pelota decida hacer
puede significar la explosión de alegría y la felicidad
para unos y la tristeza y el silencio para otros. Todo
eso en los pies de Leo, en las manos de Pupi.
A Leo no le afecta la presión, puede aislarse del
mundo y hacer de cuenta que lo que pasa alrededor,
no pasa. Solo él, la pelota y el arquero, como los
únicos sobrevivientes de una guerra nuclear. Vuelve
a donde está la pelota, se agacha y la acomoda. Su
cabeza hace mil cálculos que ni él mismo sabe que
hace. Se levanta y mira el arco una vez más. Retro-
cede con pasos largos y seguros.
Pupi tiene los ojos clavados en la pelota. Sabe
que solo hay que mirarla a ella, porque los movimien-
tos del cuerpo de Leo lo van a distraer. Es imposible
saber para qué lado va a tirar. Si va a ser arriba, abajo
o al centro, porque Leo es un goleador que nunca
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repite un tiro. Nació con el gol en los pies y la pasión
en la sangre. Pero puede ser terriblemente frío cuan-
do tiene que definir.
Nati, “la Pulga”, la hija de Beti, la bibliotecaria
de la Escuela Tres, toma con la mano la medallita
que cuelga de su cuello.
“Ayudalo, por favor ayudalo” murmura y siente
que, aunque no sea correspondido, su amor por Pupi
es un amor capaz de cualquier milagro.
De pronto algo sucede. Al mirar a Pupi, Leo se
da cuenta de que está santiguándose. Entonces, un
recuerdo inesperado salta la barrera del olvido y se
le viene encima sin darle tiempo a defenderse. Dura
apenas medio segundo, pero es contundente como
su patada.
En la imagen fugaz están ellos dos tomando la
primera comunión, cuando tenían ocho años, en la
capilla del padre Ernesto.
Leo se sacude la cabeza para sacarse el recuerdo
de encima. ¿Por qué tiene que pasarle eso a él justo
en ese momento? Es un partido. Es una final. Todo
lo demás no importa. Pero, si mete el gol, sabe que el
padre de Pupi va a enloquecer, porque es un violento.
No le va a perdonar que pierda el partido y lo va a
fajar. Le va a pegar muy fuerte, más que otras veces,
porque es la final del campeonato y, para colmo,
vinieron representantes de clubes grandes a elegir
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jugadores. Pero si la manda afuera, todo el esfuerzo
de tantos partidos jugados, se va a perder y siente que
sus compañeros no merecen que, pudiendo definirlo
(porque Leo es capaz de definirlo) no lo haga.
¿Qué hacer?, piensa y su cabeza está a punto de
explotar. ¿Pupi, su amigo del alma, o sus compañeros
de equipo?
El silbato suena.
Leo está perdido. ¿Por qué justo ahora tiene que
pasarle esto? Es la final del campeonato y hay que
ganar. Pero, por más que se esfuerza, las emociones
lo zarandean de aquí para allá. Es un bote a punto
de naufragar en medio de un tifón. El recuerdo de la
primera comunión empuja otros recuerdos y, como
si una de las banderas que flamean en la tribuna se
enganchara en un alambre de púa, hace un tajo en
su memoria y comienza a deshilachar una historia.
La historia de otro cielo.
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Pupi y Leo
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Con seis años recién cumplidos empezó a jugar
en el potrero y, como jugaba cada vez mejor, los más
grandes empezaron a elegirlo siempre.
A Pupi no. “Vos andá al arco”, le decían siempre
y él agachaba la cabeza y se paraba al lado del poste,
porque era la única posibilidad que tenía de jugar.
Los días se deslizaron morosos en el campito
al lado del río y pasaron los años.
Leo fue perfilándose como delantero y se hizo
fama de goleador. A Pupi el arco le fue quedando bien
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Dulce amargo
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Leo se asustó. Nunca lo había visto así al papá
de Pupi.
—Y ya que somos tan graciosos, vamos a hacerla
completa. Espérenme acá, no se vayan.
Salió de la casa dejando a su paso una estela de
malhumor y sudor rancio.
¿Qué estaba pasando? Leo no entendía nada;
pero a juzgar por los ojos de Pupi no era muy bueno
lo que iba a suceder.
Al rato, Alberto regresó con una bolsa en la
mano. Una bolsa de nailon del supermercado de la
otra cuadra.
—Así que el señor es pícaro –la voz de Alberto
parecía de otra persona—. No, no te vayas Leo, no
tengas miedo. Quedate así ves cómo se divierte tu
amigo.
Abrió la bolsa y sacó cuatro tarros de dulce de
leche.
—¿El señor quería dulce de leche? Aquí tiene
dulce de leche.
Lo hizo sentar a la mesa, le dio una cuchara y
abrió la tapa de uno de los tarros.
—Ahora se va a comer todo el dulce de leche.
¿Entendió?
Pupi hundió la cuchara en el dulce y luego la
llevó a la boca. Ahora tenía otro gusto. Un gusto
amargo.
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Las cucharadas iban y venían del tarro a la boca
de Pupi. Las lágrimas resbalaban.
Leo estaba paralizado. No sabía cómo ayudar
a su amigo.
—No puedo más, papá –dijo cuando terminó
el segundo tarro.
Un cachetazo le torció la cara.
—¿El señor no quería el dulce de leche que
era de su hermana? Ahora tiene dulce de leche para
usted solo.
Antes de terminar el tercer tarro Pupi corrió
hacia el baño y vomitó. Leo aprovechó la distracción
de Alberto y salió corriendo.
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La vergüenza
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“¡Mirá, si no te gusta me las tomo!”.
—Vamos al galpón –dijo Pupi intentando poner
distancia a los gritos que lo llenaban de vergüenza—.
Te quería mostrar unas revistas viejas de mi abuelo
que encontré el otro día.
—¿Y tu hermana? –dijo Leo pensando que es-
taría en medio de la discusión.
—Se fue ayer a dormir a lo de la abuela.
Leo, enseguida, se calzó la pelota bajo el brazo
y caminó hacia un cuartito con techo de chapa que
estaba sobre la medianera del fondo.
Una bicicleta colgaba de un gancho. La máquina
de cortar pasto estaba oxidada y tenía pedacitos de
hojas secas y restos de barro de la última vez. Muebles
destartalados. Pedazos de alambre oxidado. Media
bolsa de cal Milagro. Latas de pintura. Pedazos de
lija con restos de yeso.
La penumbra y el olor a humedad dejaron atrás
los gritos de Alberto.
Pupi le contó que los tirantes de madera del
techo los había traído su abuelo de un depósito
del galpón de máquinas de la estación, cuando
trabajaba en el ferrocarril, y que era fanático de las
historietas.
—Acá están –dijo Pupi abriendo una caja de
cartón—. Se las había regalado a mi papá y después
él me las regaló a mí.
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Adentro había muchas revistas, libros, un yo-yo,
un cortaplumas, un pizarrón chiquito, un borrador
y una cajita con tizas blancas.
Sacaron las revistas y se sentaron sobre el piso
de cemento. De las páginas gastadas y amarillas
renacieron Batman manejando su batimóvil por
las calles de Ciudad Gótica, la cancha de River del
Eternauta, el anillo de Linterna Verde y una ame-
nazante piedra de kryptonita verde.
Leo pensó que era raro que un hombre que ha-
bía tenido un abuelo como el de Pupi y que de chico
había jugado y leído esas historietas y esos libros, se
hubiera vuelto tan malo.
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El juramento
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cajón para llevárselo a la tumba y leer cuando esté
aburrido porque ahí le va a sobrar el tiempo. Cuando
me quedo a dormir me lo lee siempre. Es triste pero
me gusta… La banda de mi abuelo era un grupo de
chicos que andaban en bicicleta y hacían lío, no eran
ladrones; pero decían que eran una banda de asal-
tantes y habían hecho un juramento de sangre sobre
el cajón de un muerto.
—¿De sangre?
—Sí, mi abuelo me contó que se escondieron en
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—El cementerio no importa y la sangre es lo de
menos, a mí tampoco me gustan esas cosas. Mirá;
este va a ser nuestro juramento.
Pupi tomó el pizarrón y sacó una tiza de la
bolsita.
“AMIGOS PARA SIEMPRE”.
PUPI
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Lloraba. Pupi sí la había visto llorar; pero nunca
como lloraba ahora.
El mantel colgando de un lado de la mesa.
Un cenicero repleto de colillas. Platos rotos. Sillas
tiradas. Un cuadro con el vidrio astillado como si le
hubieran arrojado una piedra.
No se animaron a preguntar. No hacía falta.
Era obvio que, mientras ellos navegaban galaxias
y océanos desconocidos, la discusión de Alberto
y Mary había terminado en una batalla campal.
Mientras ellos sellaban una amistad para siempre,
el papá de Pupi gritaba y arrojaba cosas.
“¿Por qué llorará?”, pensó Leo, si el papá de Pupi
es malo y siempre la maltrata, siempre la desprecia.
“¿Por qué llorará?”, pensó Pupi, “¿será que papá
se fue por mi culpa?”.
—Mejor andá a tu casa –dijo Pupi.
—¿No querés que me quede?
—No, yo me arreglo. Gracias.
Lo acompañó hasta la puerta.
Antes de salir se abrazaron. A pesar del dolor
que sentía Pupi sabía que Leo era su amigo del alma.
Sabía que eran amigos para siempre.
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El campeonato
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su papá estaba mal por su culpa y que no tendría que
haber nacido. Y cuando le agarraba eso tenía ganas
de salir corriendo y mandarse a mudar. Pero estaba
Rita que necesitaba de él, sobre todo ahora que su
mamá estaba en otro mundo. Entonces pensaba en
Dios y le pedía ayuda y Dios le decía que él era bueno
y que no estaba solo porque Leo era su mejor amigo.
El sábado al mediodía, el padre Ernesto fue a
casa de Pupi.
—Me contó Cris que no estabas bien y vine a
verte. Cuando Dios cierra una puerta, siempre, en
algún lugar abre una ventana.
Hablaron a puertas cerradas, en el cuarto que
era de él y de Rita. Hablaban bajito, como cuando
estaban en la iglesia. Pupi tuvo ganas de pegar la
oreja pero pensó que Dios se iba a enojar mucho si
hacía eso. A veces, por entre la niebla del murmullo,
pudo escuchar algunas palabras sueltas. Pero por
más que intentó acomodarlas no pudo encajarlas,
como si fueran piezas de rompecabezas distintos.
—Pupi –dijo el padre cuando salió del cuarto—.
Te espero en la parroquia hoy a la tarde. Empieza un
campeonato que organicé. ¡Vamos a tener partido
todos los días, Pupi! ¿Qué me contás? Hoy vienen
chicos de un equipo de Tapiales… ojo, parece que son
bravos y andamos necesitando un arquero. Pero un
arquero bueno, bueno —Sonrió.
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—¿Le puedo decir a Leo?
—Ya lo convoqué. No me lo iba a perder, tiene
una patada tremenda y donde pone el ojo pone la
pelota. Y también van a venir otros chicos. Rolo,
¿lo conocés?
—Sí, lo vi jugando una vez con los más grandes.
—Es tremendo, ¿no? Es un enganche fabuloso,
un diez de lujo y también viene Juanchi, otro que vino
al mundo con una pelota bajo el brazo. Siempre que
puedo voy a verlos jugar, es muy lindo. Cuando Rolo
y Juanchi se conectan dejan de poste a los grandotes.
¡Ah!, me olvidaba, también convoqué al Chori, el
sacristán, como técnico. ¡Vamos a tener un equipazo!
—Parece que el padre es futbolero –sonrió
Mary.
—Y dale alegría, alegría a mi corazón –cantó—.
Dios inventó el fútbol para felicidad de los hombres
de bien.
—Las cosas que dice, padre –dijo riéndose a
carcajadas.
—Por fin te veo reír, hija. Dios también inventó
la risa y es un tipo de buen humor… Bueno, Pupi,
entonces te espero hoy a las dos en punto en la pa-
rroquia y de ahí vamos al Central que nos presta
la cancha. Es un campeonato modesto, pero lindo.
El que gane se lleva una copita y medallas y para
los que no ganen también hay unos banderines.
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Va a haber premios para todos. Son seis equipos:
Charrúas, Guaraníes, Tehuelches, Quechuas, Mata-
cos y Mapuches.
—¿Son todos indios? –preguntó Mary.
—No, hija, indios hay en la India, ellos son
nuestros pueblos originarios. Ustedes van a ser los
Charrúas y los de Tapiales, los Tehuelches. ¿Sabés
una cosa, Pupi? ¡Vamos a tener camisetas! Las donó
don Jaime, de la casa de deportes, ah, y después del
partido vamos a hacer una fiestita. El campeonato
termina el 23 de diciembre. La Navidad es alegría,
hijo, todo vuelve a nacer, es una nueva oportunidad.
Un soplo de felicidad le inundó el alma de Pupi,
como cuando se largaba en palomita y atajaba esos
tiros imposibles que solo él podía agarrar.
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Olorcito a nuevo
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A pesar de que Los Tehuelches de Tapiales era
un equipo buenísimo no pudieron batir la valla de
Pupi, quien sacó pelotas increíbles. Y, para completar
la fiesta charrúa, Rolo y Juanchi jugaban de memoria,
como si sus cabezas estuvieran conectadas por cables
invisibles, desorientando a los defensores tehuelches
y, para rematarla, cada pelota que agarraba Leo,
terminaba en gol.
—Estos tres chicos son la Aplanadora Charrúa,
m’ hijo –le dijo el padre Ernesto al Chori. Y así que-
daron bautizados para siempre.
El partido terminó cinco a cero.
—¡Qué baile! –gritó Nati.
—Sí, pulguita —agregó el padre Ernesto fro-
tándose las manos—, nuestros pibes se comieron la
cancha.
—No hay que gozar al adversario –dijo el en-
trenador de los Tehuelches—. Dios lo va a castigar.
—Cosas del fútbol, hijo, cosas inocentes. Un
partido sin bromas, sin cantos, sin papelitos, sin gri-
tos y sin banderas es como un cumpleaños sin torta.
—Padre –dijo el secretario del Central, el club
que había prestado la cancha—. Esos chicos son una
promesa.
—Son una belleza.
—Podrían hacer carrera.
—Yo solo quiero que jueguen, que se diviertan,
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que no anden en la calle haciendo pavadas o que
terminen fumando paco, ¿me entiende?
—Sí, pero también podrían tener una oportu-
nidad mejor. Yo sé que en el Sporting de Casanova
están probando chicos.
—Por el momento no, no quiero que el fútbol
los saque del estudio. La plata ensucia la camiseta.
—Pero mire que la gente del Sporting es muy
buena y para los pibes va a ser una oportunidad de
jugar contra equipos mejores en canchas más profe-
sionales, les va a gustar.
—Como dice la Biblia: hay un tiempo para
cada suceso bajo el cielo. Tiempo de nacer y tiempo
de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo
plantado, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de
callar y tiempo de hablar, tiempo de amar y tiempo
de odiar, tiempo de guerra y tiempo de paz. Primero
vamos a terminar este campeonato que organicé y
después vemos.
A la noche hubo fiesta en la parroquia. Por los
parlantes sonaba una guitarra y un acordeón y la voz
de la Sole a todo lo que da.
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a mí nunca me hizo mella
el dinero y su cuestión
yo no invito por bolsillo
lo hago con el corazón…
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Antes de dormir, Pupi le agradeció a Dios por
el día que había pasado. No podía sacarse de la nariz
ese olorcito a nuevo de la camiseta. No podía sacarse
de la cabeza la alegría que sintió cuando Leo marcó
tres de los cinco goles.
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su papá. ¿Por qué será que uno no puede elegir a sus
padres?, siempre pensaba, si total a su papá tampoco
le gustaba mucho tenerlo a él de hijo. En cambio, el
papá de Leo siempre estaba contento y los llevaba a
los partidos en su camioneta vieja, de guardabarros
oxidados, que parecía desvencijarse cuando el equi-
po charrúa en pleno trepaba a la caja. Pero a él no le
importaba. “Para eso están las cosas”, siempre decía,
“para disfrutarlas en vida”.
En el fondo de la casa de Leo, el papá había
pintado un arco en la medianera y se pasaban la tarde
practicando tiros libres y penales. Era increíble la
habilidad de Leo. Al patear, la pelota se despegaba
del piso con un efecto que la hacía remontar en una
comba. La comba endemoniada de Leo Ferreira, la
había bautizado el padre Ernesto. Porque al padre le
encantaba bautizar. Bautizaba todo lo que estaba al
alcance de la mano. “Dios me ha dado esa misión en
la vida”, decía siempre.
Se pasaban la tarde practicando tiros con pelota
detenida. A veces, el papá de Leo relataba las juga-
das como Víctor Hugo Morales. “Leo es un barrilete
cósmico”, “Las tribunas rugen por la atajada incom-
parable del Pupi de América”, “La comba endemo-
niada de Leo Ferreira cruza el aire y la pelota es una
estrella fugaz, un proyectil lanzado con la fuerza de
un cañón pirata; pero las manos mágicas de Pupi
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son implacables y atrapan ese balón inatajable y sale
humo de los guantes”.
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—¿Cómo estás? –murmuró Pupi para salir del
paso.
—Mal, hijo, estuve mal y quiero volver, no pue-
do vivir sin ustedes. Me di cuenta, ¿entendés? Me
di cuenta de todo lo que los necesito y de lo mal que
estuve… Tenés que ayudarme, si vos le pedís a mamá
te va a hacer caso. Haceme el favor, Pupi, te lo pido
por Dios y te prometo que nunca más te voy a pegar.
Empezó a llorar como él lloraba cuando su papá
lo acorralaba y le levantaba la mano.
Pupi le pidió a Dios que lo ayudara. ¿Qué habría
hecho el padre Ernesto si hubiera estado ahí? ¿Lo
habría perdonado?
—Vamos –dijo.
—Gracias, hijito, vas a ver que todo va a estar
bien, que vamos a ser felices y que no van a pasar
más cosas feas.
Pupi caminó hasta su casa resistiendo sus ga-
nas de salir corriendo.
Entró a la casa casi temblando. No sabía cómo
iba a reaccionar su madre. Sintió que una fiebre
repentina le mojaba la espalda con un sudor helado.
No hizo falta mucho. Apenas terminó de pro-
nunciar la palabra “papá”, su madre se desató el de-
lantal, se acomodó el pelo con las manos, se mojó los
labios con la lengua, se pellizcó los cachetes y salió
corriendo y Rita tras ella.
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¿Quién entiende a las mujeres?, volvió a pensar
como había estado pensando desde el día en que su
papá se había ido dejando un montón de cosas rotas.
Enseguida entraron. Rita de la mano y Mary
colgada de los hombros de Alberto. Lloraban de
emoción. Pupi también lloraba; pero no sabía bien
por qué lloraba. Estaba confundido. No terminaba
de creerle a su papá y se sentía el peor de los hijos
por pensar así.
Tal vez lo mejor sería que él desapareciera.
Tal vez era cierto que, como una vez había es-
cuchado decir a su papá, hubiera sido mejor que él
no hubiera nacido.
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Una victoria de todos
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—Pero tenemos que ganar sí o sí –dijo Alberto,
el papá de Pupi, sumándose a la charla.
—El fútbol es pasión y alguien tiene que ganar
–dijo el padre Ernesto—. Pero, en este caso, Alberto,
yo comparto la opinión de Jorge. Más allá de quien
gane y se lleve la copa, esta victoria es de todos.
Arrancó el segundo tiempo. Durante el en-
tretiempo, el Chori, el técnico charrúa, arengó a
los chicos para que salieran a buscar el partido sin
descuidarse.
—Ahora hay que jugarse la vida, muchachos, y
mucho ojo con el Burrito que si la agarra, la cuelga en
un ángulo, después se tiran todos atrás y perdemos.
El duelo fue apasionante. La fuerza quichua
contra la destreza charrúa. Sin embargo, a medida
que los minutos pasaban el desaliento y el cansancio
empezaron a sentirse en el equipo charrúa. Estaban
desencontrados, perdían pelotas, se enojaban ente
ellos y el equipo quichua tenía más fuerza y mejor
estado físico.
De repente, faltando diez minutos para el final,
un defensor quichua se escapó y se la entregó al nueve
con un pase perfecto.
El Burrito pisó la pelota y levantó la vista.
Alarma en el equipo charrúa. La defensa había
quedado mal parada y el Burrito tenía el ángulo justo
para perforar el arco.
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De golpe, los gritos de la hinchada charrúa se
apagaron como si una bolsa de nailon gigante los
hubiera atrapado.
¡PAC! El zapatazo del Burrito sonó seco y
compacto. La pelota salió despedida como un misil
inteligente. Al segundo palo. Rasante. Imparable.
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vikingo, se cargó el equipo al hombro y comenzó a
armar jugadas. Enseguida Rolo y Juanchi se pren-
dieron y el equipo recuperó la frescura.
Faltando cinco minutos Rolo se escapó, hizo
un pase a Juanchi que se la devolvió enseguida y se
la tocó a Leo. Leo a Juanchi, Juanchi a Rolo, Rolo
a Leo. La Aplanadora Charrúa estaba otra vez en
acción y con hambre de gol. Pero, a punto de llegar
al área, el defensor quichua barrió a Rolo y se ganó
una amarilla.
Tiro libre.
—¡Rabona Charrúa! –gritó el Chori indicándole
a los chicos una jugada de pizarrón.
—Vos sos un personaje, flaco –le dijo el padre
Ernesto—. ¿Cómo le vas a poner de nombre Rabona
Charrúa?
—Son las influencias del Diego, padre, Mara-
dona nos marcó a todos para siempre.
—¡La mano de Dios!
—Sí, padre, la mano de Dios.
El arquero quichua acomodó la barrera y se
ubicó en el arco.
Juanchi apoyó la pelota en el pasto y se secó la
frente. Una gotita de sudor se deslizó por la cara y
llegó a los labios con sabor salado.
Rolo lo miró a Leo que estaba parado en el lugar
exacto para recibir la pelota de la Rabona Charrúa.
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El silbato ordenó que la pelota se pusiera
en juego.
Juanchi tocó para Rolo que se fue hacia el borde
de la cancha arrastrando a la barrera que se desar-
mó y empezó a perseguirlo. Eludió a dos, le metió
un caño a un tercero y desde el borde de la cancha
hizo una rabona y, con un pase largo y picante, la
pelota volvió a Juanchi que la tocó de taco para Leo.
Así como venía, Leo le dio un zapatazo y la pelota
salió girando con un efecto increíble. Remontó el
cielo en una comba perfecta. La comba endemoniada
de Leo Ferreira.
Como dirigida por hilos invisibles, la pelota
entró en órbita, siguió girando y se metió en el ángulo
donde el arquero, a pesar del salto ornamental que
dio, no alcanzó a llegar.
—¡Qué golazo! –gritó el padre Ernesto—. ¡Estos
pibes son increíbles!
En la tribuna charrúa todo el mundo se abra-
zaba, gritaba, lloraba. Papelitos. Cantos. Petardos.
En la tribuna charrúa, un corazón palpitaba a escon-
didas. Nati. Se había enamorado de Pupi el día que lo
conoció, cuando estrenaron camisetas. Un flechazo.
Pero en ese momento, su amor creció tanto que tuvo
miedo de que todo el mundo se diera cuenta.
Cuando terminó el partido, Leo se acercó a
Pupi, se sacó la cinta de capitán y la ató a su brazo.
59
—Es tuya. Ganamos gracias vos.
Pupi se quedó helado. Nunca se hubiera imagi-
nado que su amigo fuera capaz de entregarle el puesto
de capitán. Nunca pensó que lo quisiera tanto.
La hinchada charrúa ovacionó a Pupi y todo
el equipo lo eligió para que recibiera la copa de las
manos del padre Ernesto.
Pupi tomó la copa y miró a sus amigos. Ahí
estaba Rolo con la camiseta siempre afuera, Juanchi
con sus rulos locos y Leo con su alegría contagiosa.
También estaba Nati, aunque para él no tuviera nin-
guna importancia. Pupi miró el cielo. Un cielo azul
de verano al atardecer. Alzó la copa y, al escuchar su
nombre en el aliento de la hinchada, sintió que tenía
el mundo en sus manos.
13
La pelea
61
—Ah, sí, me acuerdo –dijo el padre—, ya te ex-
pliqué que solo quiero que jueguen, que se diviertan
y que no anden en la calle.
Alberto, el padre de Pupi, que recién se había
sumado al grupo, se entusiasmó.
—Eso está bueno, padre.
—Mi idea es que, por el momento, jueguen por
amor a la camiseta –dijo el cura.
—Disculpe, padre –opinó Alberto—. No es para
desperdiciar esa oportunidad, el fútbol puede darles
una buena carrera.
—¡Odio la explotación infantil! –se enojó—.
Punto uno: los niños no tienen por qué trabajar.
Punto dos: no me gusta el negocio del fútbol, le hace
mal al deporte que corra tanta plata, y punto tres: la
pasión no se vende. ¿Queda claro?
—Bueno, padre, pero las cosas están difíciles y
para estos chicos puede ser una buena oportunidad.
—Eso lo tienen que decidir ellos –dijo Jorge.
—Te equivocás, hermano –dijo Alberto de mal
modo—, yo tengo que decidir por él.
—Como decía el poeta –dijo el padre: —Tus
hijos no son tus hijos, son hijos de la vida.
—Usted porque no tiene una familia que man-
tener.
—¡No seas bestia! –gritó Jorge—, ¿cómo le
vas a contestar así al padre? ¡Andá a laburar vos!
62
Los chicos no tienen por qué trabajar por los padres.
Alberto se abalanzó sobre Jorge y le hizo volcar
el vino sobre su camisa.
—¿Qué te pasa infeliz?, me manchaste la camisa
nueva.
—No arruinemos este momento –dijo el padre
Ernesto separándolos—. Los chicos no se lo merecen.
—Tranquilos, muchachos –dijo el secretario del
Central—, no nos adelantemos. Que vayan a probarse
a Casanova no quiere decir que ya jueguen en prime-
ra. En realidad son muy pocos los chicos que llegan.
Yo le decía porque me parecía que para ellos iba a ser
bueno jugar contra equipos más organizados.
—Tenés razón –dijo el padre—. Estamos discu-
tiendo al cuete. Bueno, probemos, siempre y cuando
no entremos en la locura que tienen que jugar en
la selección. Pero dejémoslo para más adelante.
Mañana es Nochebuena, una noche de paz y de amor
y hay que celebrar.
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Material de distribución gratuita
14
Nati
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salido con sus amigos y todavía no había regresado?
Su corazón se aceleró. Pensó en hacerse un bollito y
esconderse en el rincón atrás de la carretilla, en saltar
la pared y escaparse por el jardín; pero ya era tarde, si
salía de su escondite su papá lo iba a atrapar.
Aguzó el oído para tratar de entender qué pasaba.
No se escucharon gritos, ni ruido a cosas rotas,
tampoco oyó llantos. ¿Qué estaba sucediendo?
La curiosidad mata al gato. Pupi dejó la revista,
gateó despacito, como si quisiera atrapar una mariposa,
hasta el borde de la puerta, y se acostó cuerpo a tierra.
Varios pasos, breves y livianos como la garúa
sobre el techo de chapa, avanzaron por el patio y se
hicieron más silenciosos, casi imperceptibles, en el
pasto del jardín. Desde su trinchera no llegaba a ver
nada; solo el sol cayendo a baldazos, con una luz que
hacía entornar los párpados.
De pronto, una figura se recortó en la pared que
daba a la casa del vecino, por donde había pensado
escapar hacía unos instantes.
“¡Nati!”, pensó y el cuerpo se le retorció como
las raíces de una higuera. ¿Qué hacía Nati ahí? Hacía
calor, era la hora de la siesta, era Navidad. ¿El mundo
había enloquecido?
—Tu mamá es una divina –dijo apenas atravesó
la puerta—, me dio un mate riquísimo, con cáscara
de naranja –Sonrió y su sonrisa dibujó un arco iris.
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Pupi se levantó. La humedad de su piel había
dibujado un mapa en el piso de cemento. No sabía
qué hacer con las manos. Le sobraban. En cambio
ella estaba tranquila, con la seguridad que da el
amor. Llevaba puesta la camiseta de Rosario Central,
una camiseta que solo se ponía para ocasiones muy
especiales. Cuando era chiquita era de Estudiantes,
porque su papá era fanático y siempre la llevaba a
la cancha; pero el día que descubrió los cuentos de
fútbol de Fontanarrosa su corazón se pintó de azul
y amarillo para siempre.
Ella se acercó, lo miró a los ojos y sonrió.
A pesar de que Nati siempre sonreía, había una magia
diferente en sus ojos. Se sentó al lado del pilón de
revistas. Con las dos manos se tomo el pelo, como
si tomara un ramo, lo levantó y lo dejó caer atrás de
sus hombros. El pelo de Nati era un tema aparte.
Azabache, como la noche sin luna en el mar. Largo
hasta la cintura.
Ella volvió a sonreír, agarró una pelotita de
goma y empezó a rebotarla sobre el piso y a amasarla.
—¿Qué leías? –preguntó.
Tartamudeando al principio; pero tomando
envión después, le contó sus últimas aventuras junto
a Batman, Superman y el Hombre Araña.
Ella escuchó como si le contara la historia más
maravillosa del mundo.
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Pupi se distrajo con una cadenita que asomaba
por el cuello de la camiseta.
—¿Te gusta? –dijo sacando la medallita—. Es
la virgen niña. Me la regaló el padre Ernesto y está
bendita. Cuando me cumple un deseo yo hago algo
bueno por alguna persona que necesita, así me dijo
el padre que hiciera. ¿Qué le pedirías?
—No sé.
Pupi pensó que le pediría que su papá no vol-
viese más; pero le dio miedo que la virgen se enojara
por pensar esas cosas.
—¡Mirá, me puse aros! ¿Te gustan? Los compré
en una feria de artesanos en San Clemente.
Él no se había dado cuenta de nada. Estaba en
la nube más absoluta. Pero Nati tenía la convicción de
un goleador y estaba dispuesta a dar vuelta el partido
pasara lo que pasara.
Las chicharras cantaban y cantaban y el sol
calcinaba el techo de chapa. Pupi no terminaba de
entender qué demonios hacía ella, a esa hora y con
ese calor, en el cuartito del fondo.
Nati se arrodilló y avanzó unos pasos más para
burlar la barrera; pero no tenía que adelantarse de-
masiado para no quedar en orsai.
Al acercarse el perfume de su piel morena le
hizo un cosquilleo lindo en el cuerpo. Olía a jazmín,
68
porque le había robado un poco de ese perfume espe-
cial que tenía su mamá cuando salía sola con su papá.
—Me encantó cómo atajaste el último partido,
si vos no hubieras estado perdían… estabas tan lindo.
¿Qué tenía que ver que había atajado bien con
que estuviera lindo? Pensó que las mujeres, por más
futboleras que fuesen, no entendían nada de fútbol.
—¡Uy, mirá! –dijo Nati—. Un agujerito en el
techo, se ve el sol.
Era una jugada de pizarrón. Hacía varios días
que la venía pensando.
Pupi miró hacia el techo y cuando bajó la vista
ella se había acercado aún más. Casi podía rozar la
camiseta de Rosario. La miró. Miró los aros. Miró la
cadenita y ese retazo de piel canela que redondeaba
el cuello de la camiseta.
Ella le tomó la mano. Era una jugada con pelota
detenida. Un tiro libre directo al corazón de Pupi.
Las manos del arquero sudaban, nunca había tenido
ante sí un adversario tan audaz. Ella tomó carrera y
miró el segundo palo. A pesar de los nervios estaba
segura. Tenía una convicción absoluta. Convicción
femenina. Se acercó y le besó los labios. Pateó y la
pelota se estrelló contra la red. Pupi sintió que un
remolino lo sacudía.
—Te quiero mucho –susurró.
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De pronto, un escalofrío recorrió la espalda
de Pupi. El recuerdo de su mamá desatándose el
delantal, acomodándose el pelo y pellizcándose los
cachetes y saliendo a recibir a su papá. Fue como un
pelotazo sorpresivo en medio de la cara.
“¿Quién entiende a las mujeres?” pensó, como
había pensado aquel día y sintió terror.
Se separó de Nati, se levantó de un salto y caminó
hacia el rincón del cuarto donde colgaba la bicicleta.
—¿Qué te pasa, Pupi?
No se animó a decirle que tenía miedo, que, a
pesar de que le había encantado el beso y también
le encantaba ella, tenía miedo de que lo traicionara.
—Pupi, por favor –las lágrimas comenzaron a
deslizarse—. Disculpame, si te hice mal disculpame.
—No, Nati, no… vos sos muy buena… pero…
Nati respiró profundo y mandó el dolor para
adentro. Sintió que se desintegraba, como si su cuer-
po estallase en mil pedazos, como los papelitos en la
cancha. Lo miró a los ojos y se fue. Cruzó el patio y
salió por la puerta del pasillo. Corrió. Corrió y corrió
hasta llegar a la plaza. Se sentó en una hamaca. Te-
nía ganas de gritar, de romper todo; pero estaba tan
triste que no tenía fuerzas para nada. Era el peor día
de su vida. Peor que los domingos a la noche cuando
perdía Rosario Central y, encima, al otro día había
que levantarse temprano para ir a la escuela.
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15
El Sporting
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—Primero le tenés que pedir disculpas a Jor-
gito, estuviste mal.
—Pero él me provocó, padre.
—Mirá, si vos querés que los chicos jueguen
bien no puede haber rencores entre los grandes,
demos el ejemplo.
—Está bien, padre, pero lo hago por usted.
—Hacelo por tu hijo.
Esa noche, Alberto fue a casa de Jorge.
—Disculpame, hermano, estábamos nerviosos.
—Vos estabas nervioso, yo estaba feliz porque
los chicos habían jugado un partidazo.
—Jorge —dijo Cris—. No pelees, si ustedes
siempre fueron amigos.
—Sí, eso fue hace mucho. Cuando este era dis-
tinto –señaló a Alberto.
—No importa, hacelo por los chicos, ellos son
buenos amigos.
Alberto estiró la mano en señal de paz. Jorge
dudó, no le terminaba de creer.
—¡Jorge! –lo retó Cris.
Le dio la mano y apretó; pero sabía que la paz
no iba a durar para siempre. Para él Alberto estaba
equivocado y nunca iba a cambiar porque no era
capaz de reconocer sus errores.
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La primera semana de marzo, Los Charrúas,
acompañados por el secretario del Central, el padre
Ernesto, el Chori y Alberto, fueron al Sporting de
Isidro Casanova.
—Que quede muy claro –dijo el padre Ernesto
cuando le presentaron al entrenador del Sporting—,
yo no quiero que estos chicos entren en una picadora
de carne, ni que les den anabólicos, ni ninguna cosa
rara; porque si me llego a enterar de eso les hago
una denuncia por explotación infantil en UNICEF y
en “Save the children” y les hago clausurar el club.
¿Queda claro?
—No se preocupe, padre –dijo el entrenador—.
Acá todavía queremos que los chicos jueguen por
la camiseta. Es cierto que si hay chicos buenos les
van a hacer propuestas, pero eso ya queda bajo la
responsabilidad de los padres.
—¿Escuchaste bien, nene? –dijo el cura mirán-
dolo a Alberto.
—Quédese tranquilo, yo quiero que el Pupi
tenga una infancia feliz.
—Bueno –dijo el entrenador—, entonces hace-
mos varias pruebas y vamos a ir eligiendo los juga-
dores que nos interesen.
Después de varios meses de pruebas y entre-
namientos, el Sporting de Isidro Casanova eligió
a Juanchi, Leo y Rolo, la Aplanadora Charrúa, y a
73
Pupi como jugadores del nuevo plantel. El Chori fue
convocado como asistente.
—Yo me voy a anotar como aguatero suplente
–dijo el padre Ernesto cuando se enteró de la noticia.
De julio a noviembre el Sporting se consolidó
con la incorporación de los nuevos jugadores y de
estar al final de la tabla llegó al tercer puesto.
Pero la dicha no duró demasiado.
Material de distribución gratuita
16
El representante
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Se hizo un silencio absoluto. Nadie se atrevía a
preguntar. ¿Qué podía ser peor?
—Mi viejo me quiere llevar a probar a Casa
Amarilla.
—¿A Boca? –preguntó el Chori.
—Sí, hoy va a traer un representante para que
me vea jugar, dice que andan buscando un arquero.
—¡Buenísimo! –gritó Rolo—. ¡Mirá si te toman
y jugás ahí!
—Ya sé que está bueno jugar en Boca; pero no
quiero ir solo, a mí me gusta jugar con ustedes. Se-
ría distinto que nos probaran a todos como cuando
vinimos acá.
—Tiene razón –dijo el Chori—. ¿Sabés la que
se va a armar cuando se entere el padre Ernesto?
¡Mamita querida!
—Pero mi viejo es así, cuando se le mete algo en
la cabeza es terrible y está con eso de que podemos
ganar mucha plata y salir de la pobreza y que hay que
aprovechar las oportunidades, que el fútbol es una
carrera corta y cada vez empiezan de más chicos y…
yo no quiero.
El Chori se contuvo de opinar; pero le dieron
ganas de encararlo al padre de Pupi y decirle unas
cuantas cosas. ¿Cómo podía ser que se abusara así
de su hijo?
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—Bueno, chicos –dijo el técnico entrando al
vestuario—. Vamos que el partido empieza, a ponerse
las pilas.
Pupi se secó las lágrimas con la manga de la
camiseta y mandó la bronca y el dolor para adentro.
Apenas salió a la cancha, vio que su papá, jun-
to a un señor, lo señalaba a él y sonreía. Una furia
descontrolada le trepó por las piernas y tuvo que
hacer fuerza para borrar de su cabeza lo que estaba
pensando por temor a que Dios se enojara con él.
Fue el peor partido de Pupi. La pelota iba para
un lado y él se tiraba para el otro.
—¡Che, nene, hace media hora que empezó el
partido! –le gritó Alberto con el puño el alto.
Al principio Leo no entendía qué le pasaba a
su amigo del alma; pero al ver la furia de Alberto,
entendió y, a pesar de que iban perdiendo cinco a
tres, empezó a disfrutar el partido.
Cuando terminó el primer tiempo Alberto entró
al vestuario y lo encaró a Pupi.
—¿Qué te pasa, nene, te volviste gracioso de gol-
pe? Contame el chiste así también yo me río un poco.
Pupi lo miró con cara de “yo no fui”.
—¡Un papelón, hijo, no agarraste una! El tipo
se fue, me cargó, me dijo que cuando tenga otro hijo
para probar que lo llame. ¡Qué vergüenza!
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—¡Grande Pupi! –gritó Leo y empezó a aplaudir.
—¿Qué te pasa mocoso?
—¡A mi amigo lo dejás tranquilo! –se plantó
Pupi.
Alberto levantó el brazo y abrió la mano como
un espantapájaros monstruoso poseído por mil de-
monios. Pero algo le aprisionó la muñeca y le sostuvo
el brazo en el aire.
—¡Ni se le ocurra, amigo! –dijo el Chori y le
clavó los ojos—. Si tiene algún problema lo arregla
conmigo.
Alberto salió insultando y los chicos empezaron
a gritar y a aplaudir la hazaña del Chori.
En el segundo tiempo, Pupi fue deslumbrante.
Atajó lo inatajable y la Aplanadora Charrúa completó
la tarea. Dieron vuelta el partido y ganaron siete a
cinco.
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La aplanadora rapada
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un desgraciado y un cobarde por hacerse el vivo con
uno más chico que él; pero no se animaba, era un
grande y se le iba a reír en la cara.
Casi no comió. Se quedó plantado delante de la
tele sin siquiera saber qué programa estaban dando.
Por más que Cris insistió no quiso comer y tampoco
quiso contarle qué le pasaba.
A la tarde, mientras intentaba hacer los deberes,
tuvo una idea. Una idea que le iluminó la mente y lo
llenó de felicidad. Enseguida fue a casa de Rolo y le
contó lo que le había pasado a Pupi. Los pantalones
largos, la gorra de orejeras y la mirada triste. La furia
de Rolo saltó hasta el techo. Le contó su idea y a su
amigo le pareció fantástica. Juntos fueron a la casa
de Juanchi y le contaron la historia de Pupi y el plan
de Leo. Los tres fueron a casa del Chori y Leo volvió
a contar la historia.
—A ese desgraciado lo voy a agarrar del cogote
–se enfureció el Chori—. ¿Por qué no se hace el vivo
conmigo?
Rolo lo tranquilizó y Juanchi explicó el plan de
Leo. Aunque hubiera preferido darle una buena piña
a Alberto, el Chori aceptó que así era mejor para Pupi.
El domingo, cuando Pupi llegó al vestuario
se encontró con una sorpresa. Leo, Juanchi y Rolo
se habían rapado la cabeza como lo había hecho su
padre con él.
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—Somos la Aplanadora Rapada –dijo Leo.
—Y yo el Chori pelado –dijo el asistente luciendo
su nuevo corte de pelo.
Pupi se largó a llorar. Una alegría profunda le
brotó desde el ombligo y, como si hubiera tomado un
remedio mágico, el dolor se le fue del cuerpo. El amor
de sus amigos era mejor que el hielo que le ponía su
madre sobre los moretones.
Eran increíbles.
Eran lo mejor que tenía en el mundo.
Se sintió invencible. Sabía que, pasara lo que
pasara, nunca más iba a estar solo. Para colmo,
cuando salió a la cancha, hubo algo en la tribuna
que le llamó la atención. Una camiseta rayada. Azul
y amarilla. Nati. Pero parecía distinta. Al principio
no entendió porque estaba muy perturbado por lo
que había pasado en el vestuario; pero cuando se dio
cuenta casi se muere.
“¡Se cortó el pelo!”, pensó y no lo podía creer.
Ese pelo Azabache que le llegaba a la cintura, ahora
apenas aparecía bajo la gorra de visera.
Tal vez no todas las mujeres fuesen iguales.
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.
18
Mariposas en el corazón
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—Podés pedir ayuda. Hay muchas asociaciones
que te van a proteger. Denuncialo así puede intervenir
la justicia.
—¡Ni loca, padre! ¿Cómo lo voy a denunciar?
Es el padre de mis hijos. Fuimos novios desde chicos
y todavía, cuando me mira, siento mariposas en el
corazón.
Pupi, que se hacía el que jugaba en el patio y
tenía la oreja pegada en la conversación, no entendió
eso de que su mamá tenía mariposas en el corazón.
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Pupi se acostó. No podía dormir y daba vueltas
en la cama. Se sentía malo. Su papá estaba mal por
culpa de él. Estaba triste porque él había jugado mal
en ese partido. Se enojaba porque él no le había dado
el gusto. ¿Qué le costaba? Si él hubiera jugado bien
su papá no se habría enojado y no se habría armado
todo ese lío.
El reloj no paraba de hacer correr el tiempo.
La noche era una pesadilla. Aunque él tuviera los
ojos bien abiertos como el dos de oro.
Sintió que por culpa de él todos estaban mal en
su casa. Pensó cosas feas. Muy feas. Saltó de la cama
y se arrodilló frente a la mesita de luz. Rezó. Le pidió
a Dios que lo ayudara.
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La furia de Alberto
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y eso son enfermedades y como toda enfermedad
tiene cura.
—Yo no soy ningún enfermo.
—¡Sí, estás enfermo!
—Se equivoca padre, yo ni loco voy a venir con
esos borrachos y esos vagos que vienen acá.
La sangre se agolpó en la cara del sacerdote y
dos venas le saltaron en la frente.
—Mirá, querido, escuchame bien. Acá los
muchachos no son vagos, son excelentes personas
y saben que están enfermos y hacen cosas para cu-
rarse. A mí no me importa lo que vos pensás; pero
te quiero aclarar algo. ¡Esto no puede volver a pasar!
¿Entendiste? Y, aunque me cueste el cielo, si vos le
llegás a pegar a Pupi otra vez, te juro que te reviento
y te hago meter preso. ¿Queda claro?
Alberto salió de la iglesia, se trepó a la bici y
pedaleó hecho una furia. ¿Quién se creía que era el
padre para meterse en su vida? ¿Para decir que él era
un enfermo? Que eso lo dijeran los médicos.
Llegó a la casa con la misma mirada que traía
cuando los domingos perdía en las carreras. Entró
en la cocina y la agarró a Mary del brazo.
—No aguanto más a este cura y a este barrio de
porquería. Mañana mismo le pongo un cartel y vendo
esta casa y nos mandamos a mudar.
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—Está bien, Beto, calmate que te va a hacer mal,
andá a ver un poco de tele.
Esa noche, después de la cena, Alberto volvió a
salir al patio con el vaso y el tetrabrik. Pupi se acercó
a su mamá y le habló bajito.
—¿Es cierto que nos vamos a ir de casa?
—No, querido, papá está nervioso… ya se le va
a pasar, quedate tranquilo y andá a dormir. No hay
que hacerlo rezongar.
¿Por qué siempre lo defendía? ¿Por qué, aunque
fuera por una sola vez en la vida, no se ponía de su
lado? ¿Sería eso tener mariposas en el corazón?
A pesar de que su mamá le dijo que soñara con
los angelitos, Pupi soñó que perdía su casa, perdía
la escuela y perdía a sus amigos y que una mariposa
gigante le taladraba el corazón.
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Cine, pizza
& Transformers
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—Fue mi amigo.
—No seas así, es un buen hombre.
—Pero no tiene derecho a tratar así a Pupi, es un
chico buenísimo, no se merece que siempre lo castigue.
—Vos sabés que cambió después de que lo echa-
ron. Nunca se repuso.
—¿Qué tiene que tiene que ver? Eso no lo jus-
tifica. Ya pasó un montón de tiempo y, si es por eso,
a mí también me echaron y acá me ves.
—Sí, mi amor, ya sé; pero vos y él son distintos,
a Alberto se le dio por el juego y eso lo está matando,
vive amargado, con deudas y, para colmo, última-
mente también se le da por la bebida. Pobre Mary,
no sabe qué hacer.
—Que se mande a mudar con los dos pibes o
que le meta una denuncia.
—No es tan fácil.
—No es tan fácil, no es tan fácil, total el pobre
Pupi se la aguanta. ¿Sabés cómo me lo traería para
casa?
Leo giró la cabeza por reflejo. ¿Su papá quería
adoptar a Pupi? Era cierto que era su mejor amigo,
pero la idea de compartir el cuarto y su play no le
terminaba de convencer.
—Callate, viejo, el nene escucha.
—Te juro que un día, ese tipo me va a agarrar
torcido y como que me llamo Jorge Ferreira, lo voy
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a agarrar del cogote y le voy a decir que se haga el
guapo conmigo.
—Callate, Jorge, el nene te está escuchando.
Cris se levantó y caminó hasta donde estaba
jugando Leo.
—Esas orejitas, esas orejitas, ay, están que ar-
den, ¿no?
—¿Es verdad que Pupi va a venir a vivir a casa?
—¿Ves, viejo? Hay que tener cuidado con lo
que se dice. No, Leo, lo que pasa es que papá quiere
ayudarlo y no sabe cómo hacer –dijo Cris haciéndole
a Jorge “te voy a cortar la cabeza” con la mano—. Y…
a ver… Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Por qué no
van al cine? Papá los lleva hasta la puerta y les da la
plata para las entradas. ¿No es cierto, amor? Yo le
aviso a Mary por teléfono.
—Sí… por supuesto… sí… y, de paso, aprendé
una cosa, Leo. Las mujeres siempre tienen razón,
hijo, siempre tienen razón y sobre todo cuando te
dicen “amor” con tanta dulzura. Vamos.
Por suerte Alberto no estaba en casa, pensó
Jorge cuando Pupi, feliz de la vida, le dio un beso a
su mamá.
—Por favor, no vengan tarde –le dijo la mamá
de Pupi a Jorge.
—Van al cine, Mary, no hacen nada malo.
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—Sí; pero viste cómo es Alberto y… —Bajó la
voz y se acercó al oído de Jorge—. Hoy hay carreras
y si llega a perder…
Jorge se mordió la lengua por respeto a Pupi.
Pero le dieron ganas de decirle unas cuantas cosas.
Pupi abrazó a Leo y le dio un beso a Jorge.
—Gracias por invitarme.
Jorge tuvo que mandar para adentro sus ganas
de llorar. Ese chico era un pan de Dios y no se me-
recía vivir así
Material de distribución gratuita
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La trompada
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Al día siguiente, en el vestuario, Pupi se estaba
cambiando en un rincón. Jorge, que había acompaña-
do a Leo, se acercó para saludarlo. Le llamó la aten-
ción que se escondiera, como si tuviera vergüenza.
—¿Estás bien? –le preguntó.
—Sí, lo que pasa es que me caí y me golpeé.
Jorge vio que tenía moretones en los brazos y
en un ojo.
Salió del vestuario hecho una tromba. Se lo
llevaban mil demonios.
Corrió hasta donde Alberto conversaba con el
papá de otro chico.
—Escuchame, desgraciado, ¿por qué le pegaste?
—Mirá, Jorgito, yo no tengo por qué dar expli-
caciones de cómo educo a mi pibe. Él no puede irse
de joda si al otro día tiene partido y me extraña que
vos promuevas esas cosas.
—Juegan para divertirse.
—No, flaco, esto es una profesión y hay que
enseñarles disciplina, si no, no van a llegar a nada.
La trompada le salió del alma, sin pensar,
como un huracán venido de lo más profundo de su
ser. Pareció que la cara de Alberto se arrugaba y se
desprendía de la cabeza y que la cabeza se separaba
del cuerpo. Voló hacia atrás y aterrizó de espaldas.
Se levantó tambaleándose. Miró a Jorge intentando
desafiarlo pero cayó desmayado.
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El entierro
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encontrara y la hiciera trizas. Todavía conservaba el
olor de aquella tarde gloriosa. La hinchada charrúa
ovacionándolo, cantando su nombre. La copa en sus
manos. La sonrisa del padre Ernesto. Rolo con la
camiseta siempre afuera. Juanchi con sus rulos lo-
cos. Leo con su alegría contagiosa. Y aquel cielo azul
de verano al atardecer. Un cielo del que solo había
quedado un pedacito. En esa cinta de capitán. Todo
el otro cielo se había perdido.
Un día se despertó sobresaltado. ¿Y si su padre
descubría el escondite?
Apenas se levantó, desayunó y escondió la cu-
chara de la azucarera en un bolsillo. Fue al cuarto y
sacó la cinta de atrás del cajón del placard. La metió
en una bolsita de nailon y salió al jardín. Allí podría
encontrar un buen escondite.
Caminó por el pasto tanteando el rocío con las
suelas gastadas. De todos los árboles eligió el limone-
ro. Le pareció que era el mejor. Su tronco era grueso
y sus ramas podían cobijar su secreto. Se arrodillo.
Sintió la tierra en sus rodillas. Porque el tío cortaba
el pasto haciendo un círculo perfecto alrededor de
los árboles.
Con la cucharita de la azucarera comenzó a
cavar. Hizo un pocito. Sacó la bolsita del bolsillo y
la abrió. Una vez más sintió el olor de aquella tarde
gloriosa. Estaba muy triste, como cuando se le había
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muerto el canario y lo había enterrado en el jardín
de su casa. Tragó saliva para no llorar. Era mejor que
su papá no lo viese llorando, porque se iba a burlar
y, encima, le iba a dar una paliza.
Miró hacia arriba en busca del cielo perdido.
El cielo de su barrio. Aquel cielo que los había cobi-
jado a él y a Leo. Ese cielo que sonreía cuando eran
felices jugando juntos. ¿Por qué?, pensó y no pudo
aguantar más. Lloró en silencio, como una llovizna
suave sobre el pasto recién cortado.
Desde ese día aprendió a esconder su tristeza y
su rabia. En cuanto fuera grande se iba a mandar a
mudar, iba a volver a Ciudad Evita y al Sporting, al
cielo de su barrio. ¡Pero faltaba tanto! Una eternidad.
¿Podría aguantar o la tristeza terminaría venciéndolo
como cuando el viento azota los árboles hasta que las
ramas se quiebran?
Muchas noches volvió a soñar con la mariposa
gigante que le taladraba el corazón, y cuando eso
pasaba y se despertaba asfixiado por la pesadilla,
se acordaba de Leo, del padre Ernesto, de la Apla-
nadora Charrúa y del Chori, de Nati y su pelo corto,
y se volvía a dormir pensando en el día en que iba a
volver a estar con ellos.
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Reencuentro
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del equipo y del público cuando el referí dio por ter-
minado el partido.
Empezó el campeonato. El Olimpia comenzó a
trepar en la tabla a fuerza de tener su valla invicta y
un par de buenos delanteros.
Un domingo de mayo, ocurrió lo inevitable. El
Olimpia tuvo que enfrentarse al Sporting de Isidro
Casanova.
Fue una tarde inolvidable para Pupi y para Leo,
para Rolo y Juanchi, para el Chori, el padre Ernesto,
Nati y Jorge. Una alegría saltarina como millones
papelitos bailando en el viento cuando la Selección
sale a la cancha.
La emoción del reencuentro fue más fuerte que
el fútbol. ¡Increíble! ¿Podía existir algo más fuerte
que el fútbol? Otra vez aquel cielo perdido flotaba
sobre la cancha. Podía palparse en el aire.
A pesar del cero a cero, fue un partido para
filmar y guardar. Un partido de ida y vuelta. De esos
partidos que quedan para siempre en la memoria.
De esos partidos que relatan los abuelos, sentados
en el banco de una plaza, con voz de locutor y se
emocionan en el recuerdo de las jugadas que vieron
cuando eran jóvenes. Una fiesta.
Pero como toda fiesta, tuvo su fin, y el final
fue tan triste como la alegría que habían sentido al
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reencontrarse sobre la cancha de césped y otra vez
aquel cielo feliz se alejó de la vida de Pupi.
El campeonato avanzó al compás de las hojas
amarillas volando sobre la cancha y el viento lle-
nando el cielo de barriletes.
Al otoño le siguió el invierno, la lluvia, la cancha
embarrada, las tardes cortas y el sol lejano.
El Sporting avanzaba con su Aplanadora Cha-
rrúa y el Olimpia, con Pupi de capitán, con el equipo
al hombro.
La primavera alborotó el vuelo de los pájaros,
alargó los días, el barro se secó y los tilos se llenaron
de flores amarillas, de esas flores que alfombran y
perfuman las veredas.
El calor se volvió insoportable. El sol picaba y
las camisetas se empapaban de sudor apenas comen-
zaba el partido.
Como era de prever, el Olimpia y el Sporting
llegaron a la final. Una final para alquilar balcones.
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Material de distribución gratuita
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En busca del cielo perdido
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Puso un sobre en sus manos. Se paró en puntas
de pie y le dio un beso en la mejilla.
—Chau; nos vemos en la cancha.
Y se fue como una gaviota volando hacia el
horizonte.
Pupi se quedó duro. Peor que cuando tenía que
atajarle un penal a un goleador decidido a fusilarlo.
Rompió el sobre y un perfume brotó, como un genio
atrapado en una botella. Olor a jazmín. Olor a Nati.
Metió dos dedos despacito y como si fuera una pinza
sacó un papel doblado. Lo abrió. Una letra redonda,
escrita con una lapicera de brillitos, bailaba en los
renglones de la hoja.
Hagamos un trato,
yo quisiera contar
con vos
es tan lindo
saber que existís
me siento viva
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos
aunque sea hasta cinco
no ya para que acudas
presuroso en mi auxilio
sino para saber
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a ciencia cierta
que vos sabés que podés
contar conmigo.
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—Tengo que hacer una cábala para el partido.
¿Puedo llevar la cucharita de la azucarera?
Nadie se opuso. ¿Quién podía oponerse a una
cábala en la final del campeonato?
Salió al jardín. El sol le hizo entrecerrar los ojos.
Caminó hasta el limonero y se arrodilló en el
círculo perfecto que su tío cuidaba con la precisión
de un matemático.
Miró el cielo y empezó a cavar con la cuchara y
las manos en busca del cielo perdido.
La tierra se le metía en las uñas marcando una
línea oscura en el borde de sus dedos. Dolía bastante;
pero no importaba, ese dolor lo hacía sentir más vivo,
como cuando se iba el efecto de la anestesia que le
ponía el dentista para arreglarle los dientes.
El sudor de su frente comenzó a gotear motean-
do varios puntos oscuros en la tierra.
Sus ojos se iluminaron al verla. Ahí estaba.
Nadie la había descubierto.
Sacó la bolsita y la abrió. Se estremeció al tocar
la cinta negra. La acercó a su cara y la olió. Sintió
aquella misma emoción que había sentido el día en
que Leo se la había colocado en el brazo. La hinchada
charrúa ovacionándolo, cantando su nombre. La
copa en sus manos. La sonrisa del padre Ernesto.
Rolo con la camiseta siempre afuera. Juanchi con sus
rulos locos. Leo con su alegría contagiosa. Y aquel
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cielo azul de verano al atardecer. Ahí estaba el cielo,
en esa cinta de capitán. Nada se había perdido.
La guardó en el bolsillo. Tapó el pocito ahue-
cando las manos y apisonó la tierra con las zapatillas.
Saludó a los tíos y se fue al club solo. No quería
que su papá lo acompañara. Bastante problema tenía
con que iba a ir a ver el partido.
Llegó al club y se sentó a esperar a que llegaran
los chicos. No tenía ganas de hablar con nadie, ne-
cesitaba estar a solas con esa sensación rara que le
erizaba la piel. Sus compañeros pensaron que estaba
concentrándose en el partido y no lo molestaron.
Llegó el micro que los iba a llevar al Atlético
Fraternidad, donde se jugaba la final. Se sentó en el
último asiento.
Apenas llegaron a Laferrere, bajó callado y se
fue al vestuario. Nadie decía nada. Él era el capitán
y si estaba en silencio por algo sería.
Se cambió mudo, ni siquiera la ropa hacía ruido
cuando la doblaba sobre el asiento de madera. Se cal-
zó los botines, la cinta en el brazo y esperó sentado.
Apenas el entrenador les dijo que era la hora,
se santiguó y abandonó el vestuario con una decisión
erizándole la piel: recuperar aquel cielo perdido.
Los equipos salieron a la cancha.
Las tribunas bramaron. Y no era para menos.
Había promesa de partidazo. Un duelo para alquilar
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balcones. Al Olimpia le alcanzaba con un empate y
lo tenía a Pupi, una pared de hormigón armado ce-
rrando el arco. Pero el Sporting andaba con ganas de
llevarse la copa a casa y tenía tres jugadores impla-
cables: Leo, Rolo y Juanchi, la aplanadora charrúa.
Uno de los dos equipos, inexorablemente, ten-
dría que caer al abismo.
Uno de los dos conocería la gloria.
Solo uno de los dos.
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La comba endemoniada
de Leo Ferreira
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No le va a perdonar que pierda el partido y lo va a
fajar. Le va a pegar muy fuerte, más que otras veces,
porque es la final del campeonato. Pero también sabe
que si la manda afuera, todo el esfuerzo del equipo
se va a perder y sus compañeros no merecen que,
pudiendo definirlo, porque Leo es capaz de definirlo,
no lo haga.
¿Qué hacer?
Vuelve a mirar a Pupi. Otra vez los recuerdos.
¿Cómo puede ser que en un segundo puedan revi-
virse tantas cosas?
Se sacude la cabeza pero no hay caso, las imá-
genes son más pegajosas que la miel.
¿Por qué tiene que pasarle esto a él justo en ese
momento?
Está al borde del abismo. Un abismo oscuro y
sin fondo. Un paso en falso y ¡zas! todo puede de-
rrumbarse.
El silbato suena. El silencio es absoluto.
Leo mira al cielo y respira profundo. Toma una
decisión y arranca a toda carrera hacia la pelota. Para
bien o para mal la suerte está echada.
La tribuna respira al compás de sus músculos
tensándose sobre el pasto ralo.
Patea. Y el sonido del zapato pegando en el
cuero de la pelota es lo único que se escucha.
¡PAC!
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La pelota se despega del piso con efecto. Gira y
remonta el cielo como suspendida por hilos mágicos.
Soberbia. Hipnótica.
Todos los ojos de todos los hinchas, sin impor-
tar la camiseta que defienden, están atrapados por
el sortilegio.
Es la comba endemoniada de Leo Ferreira.
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La mejor atajada de su vida
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Y en ese segundo en que la pelota viene volando
hacia sus manos, Pupi también recuerda mil cosas.
La primera comunión. Él y Leo comiendo pizza
después de la función de cine. El primer partido
que jugaron con las camisetas nuevas de Atlanta,
el olorcito, los guantes de cuero. El juramento en el
galpón aquella tarde de lluvia y esa frase que zumba
y zumba: podés contar conmigo.
Pupi siente que aquel cielo perdido ahora está
ahí, al alcance de su mano. Puede tocarlo. Puede
zambullirse en él. Entonces, se lanza en una palomita
tremenda para el lado contrario en que viene la pelota
y un golazo se estampa contra la red, pocos segundos
antes de que la tribuna estalle de pasión.
Pupi se levanta y sonríe. Se sacude el polvo del
pantalón. Tal vez esa noche no pueda dormir por los
sopapos que le va a dar su papá. O tal vez mañana
lo rape y tenga que salir a la calle con su gorra de
orejeras, o le haga comer mil tarros de dulce de le-
che. Pero no le importa. Se la va aguantar. Total un
día va a ser grande y ya no le va a poder pegar y se
va a ir y no lo va a ver nunca más. En cambio, él y
Leo hicieron un juramento. Un pacto. En el pizarrón
del abuelo la tarde del diluvio. Y juntos sellaron una
amistad más fuerte que el miedo, capaz de enfrentar
el odio y la violencia.
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Leo no termina de entender. ¿Cómo puede ser
gol si le tiró la pelota a las manos? Una pelota más
fácil que la tabla del dos.
La sonrisa de Pupi ilumina la cancha. Es la
mejor atajada de su vida. Aunque se muera de miedo,
aunque se haga pis en la cama, aunque tenga more-
tones, aunque le duela el cuerpo, a él no le importa.
Muerde la punta de los dedos de los guantes y se los
saca. Los arroja lejos. Corre hasta donde está Leo,
en el punto del penal, con la boca abierta de descon-
cierto. Y mientas corre, el cielo lo ilumina, lo llena
de felicidad.
Nati salta de la tribuna y también corre. Pupi
es el amor de su vida y va a dejar todo en la cancha
por ganar ese partido.
Apenas Pupi la ve siente que todo se da vuelta,
que todo es al revés de como él lo pensaba y que Nati
es distinta. Se para frente a ella y la mira a los ojos.
Ojos negros. Ojos profundos.
—Gracias –murmura con un hilito de voz.
Ella lo besa. Se besan y la tribuna explota. Nati
hizo un golazo de media cancha.
—Andá –le dice Nati—, te están esperando.
Pupi corre hasta el punto de penal y lo mira a
Leo a los ojos. Quiere decirle mil cosas pero no puede.
Las palabras se atascaron en la garganta y no salen.
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Entonces comprende el sentido de ese impulso que
brotó de la carta y lo llevó hasta el limonero del tío
Cholo.
Se saca la cinta de capitán y la ata al brazo de
su amigo del alma.
Lo abraza.
Se abrazan.
Y el cielo los abraza también.
* * *
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Palabras
de despedida
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inolvidables y me gustaría compartirlos con vos.
Aprendí a ser detective con las historias de Sher-
lock Holmes y Dupin, navegué en un barco balle-
nero tras Moby Dick, luché a brazo partido junto
a Sandokán y los tres mosqueteros. Sin embargo,
creo que una de las historias más increíbles que
leí fue El Eternauta, no te la pierdas, aunque los
extraterrestres nos invadan. Espero que disfrutes
tanto como yo lo hice”.
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Biografía
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la Semana Negra de Gijón, en 2003, y el Primer
Premio del Concurso de Relatos Policiales “Indio
Martín” de Cuba, en 2004.
Como le gusta mucho la novela policial,
en 2013 organizó el festival Buenos Aires Negra
Joven.
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Índice
1. El duelo 11
2. Tarjeta roja 15
4. Pupi y Leo 23
5. Dulce amargo 25
6. La vergüenza 29
7. El juramento 33
8. El campeonato 37
9. Olorcito a nuevo 41
13. La pelea 61
14. Nati 65
15. El Sporting 71
16. El representante 75
21. La trompada 95
22. El entierro 97