La Calavera de Los Susurros - Jonathan Stroud
La Calavera de Los Susurros - Jonathan Stroud
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Jonathan Stroud
ePub r1.0
Titivillus 08.06.2023
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Título original: The Whispering Skull
Jonathan Stroud, 2014
Traducción: Celia Martínez Duro
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Para Laura y Georgia.
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I
Los guardianes
de Wimbledon
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El fantasma irradiaba olas de frío. Pese a que era una noche calurosa de
verano, el rocío que se acumulaba bajo los oscilantes huesos de los dedos de
los pies se había congelado y formaba vidrios de escarcha relucientes.
—Tiene sentido —dijo Lockwood a mis espaldas—. Si vas a ahorcar a un
criminal y a enterrarle cerca de un cruce, lo mismo te da colgar a otro más.
Tendríamos que haberlo previsto.
—¿Y cómo es que no lo hemos hecho? —pregunté.
—Eso díselo a George.
Mis dedos estaban resbaladizos a causa del sudor. Volví a recolocar el
estoque en mi mano.
—¿George?
—¿Qué?
—¿Cómo no sabíamos que habría dos?
Oí el crujido húmedo de una pala atravesando el barro.
Un montón de fango aterrizó sobre mis botas. Desde la profundidad de la
tierra, una voz malhumorada habló.
—Solo he seguido los registros históricos, Lucy. Decían que ejecutaron a
un hombre y le enterraron aquí. No tengo ni idea de quién es el otro tío.
¿Alguien más quiere cavar?
—Yo no —respondió Lockwood—. A ti se te da bien, George. Te pega.
¿Cómo va la excavación?
—Estoy cansado, sucio y no he encontrado nada de nada. Por lo demás,
bastante bien.
—¿No hay ningún hueso?
—Ni una rótula.
—Sigue cavando. El origen debe estar ahí. Ahora tienes que buscar dos
cadáveres.
Un origen es un objeto al que un fantasma se siente unido. Si lo localizas,
no tardarás en tener controlado al espectro.
El problema es que no siempre es fácil de encontrar.
Murmurando en voz baja, George se agachó y volvió al trabajo. Bajo las
tenues luces de los faroles que había colocado junto a las bolsas, parecía un
topo gigante con gafas. El agujero ya le llegaba al pecho, y la pila de tierra
que había cavado casi llenaba todo el espacio dentro de las cadenas de hierro.
La piedra grande, cuadrada y cubierta de musgo (la que, según creíamos a
pies juntillas, marcaba el lugar donde lo habían enterrado) ya hacía mucho
que se había volcado y caído hacia un lado.
—Lockwood —dije de pronto—, el mío se está acercando.
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—No te asustes. Mantenlo a raya poco a poco. Con movimientos
sencillos, como los que hacemos en casa con Joe Flotante. Notará el hierro y
se mantendrá alejado.
—¿Estás seguro?
—Claro. No hay nada de lo que preocuparse.
Para él era fácil decirlo. Pero una cosa es practicar los movimientos del
estoque con un muñeco de paja llamado Joe en el despacho una tarde soleada
y otra muy distinta es apartar a un guardián en mitad de un bosque encantado.
Con una floritura y sin convicción, saqué el estoque. El fantasma avanzó,
decidido.
Todo el ser era visible. Una cabellera larga ondeaba alrededor del cráneo.
Aún quedaban restos de un ojo en la cuenca izquierda, pero la otra estaba
vacía. La piel rizada y podrida se aferraba a los trozos de hueso de las
mejillas, y la mandíbula inferior le colgaba en un ángulo extraño por encima
del cuello. El cuerpo estaba rígido y los brazos caían a sus costados como si
estuvieran pegados. Un tenue haz de luz fantasmagórica rodeaba a la
aparición. La figura se estremecía cada cierto tiempo, como si siguiera
colgada de la horca y el viento y la lluvia la zarandearan.
—Se está acercando a la barrera —dije.
—El mío también.
—Es un auténtico horror.
—Al mío le faltan las dos manos. Supera eso.
La voz de Lockwood sonaba relajada, pero aquello no era algo nuevo.
Lockwood siempre parecía estar relajado. O casi siempre. Aquella vez que
abrimos la tumba de la señora Barrett sí que estaba nervioso, aunque el
principal motivo fueron las marcas de zarpas en su abrigo nuevo. Le eché una
mirada rápida de reojo. Estaba erguido con el estoque listo. Tan alto, delgado
y despreocupado como siempre, observando cómo se acercaba lentamente el
segundo visitante. La luz del farol iluminó su rostro delgado y pálido, y dejó
ver la silueta elegante de su nariz y su pelo alborotado. Tenía esa medio
sonrisa que se reservaba para las ocasiones peligrosas, la sonrisa que sugiere
que está al mando. Su abrigo ondeaba ligeramente en la brisa de la noche.
Como era habitual, me sentí más segura al mirarle. Agarré la espada con
fuerza y me di la vuelta para observar a mi fantasma.
Lo encontré justo detrás de las cadenas. Mudo y veloz como un
pensamiento, había avanzado en cuanto yo había apartado la vista.
Alcé el estoque.
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El espectro abrió la boca y las cuencas de los ojos brillaron con unas
llamas verdosas. A una velocidad increíble, se lanzó hacia delante. Grité y
retrocedí de un salto. El fantasma chocó con la barrera a escasos centímetros
de mi cara. El ectoplasma estalló y salpicó. Las motas de fuego cayeron sobre
la hierba embarrada que rodeaba el círculo. La figura pálida se había alejado
tres metros, se estremecía y echaba humo.
—Cuidado, Lucy —advirtió George—. Me acabas de aplastar la cabeza.
Lockwood habló, serio y nervioso.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado ahí detrás?
—Estoy bien —respondí—. Ha atacado, pero el hierro lo ha espantado. La
próxima vez usaré un destello.
—No los gastes todavía. El estoque y las cadenas son más que suficientes.
George, danos buenas noticias. Seguro que has encontrado algo.
Como respuesta, tiró la pala a un lado. Una figura cubierta de barro subió
con dificultad por el agujero.
—No tiene buena pinta —comentó George—. Aquí no es. Llevo horas
cavando. No hay nada enterrado. No sé cómo, pero nos hemos equivocado.
—No —repliqué—. Tiene que ser aquí seguro. Oí la voz justo ahí.
—Perdona, Luce. Ahí abajo no hay nadie.
—Bueno, ¿y de quién es la culpa? Fuiste tú quien dijo que estaría.
George frotó sus gafas con el último trozo limpio de su camiseta. Evaluó
con indiferencia a mi fantasma.
—Ah, la tuya es una belleza —dijo—. ¿Qué ha hecho con el ojo?
—Es un hombre —salté—. En aquella época llevaban el pelo largo, como
sabe todo el mundo. ¡Y no cambies de tema! ¡Tus investigaciones nos han
traído hasta aquí!
—Mis investigaciones y tu don —dijo George—. No he sido yo el que ha
oído una voz. ¿Por qué no dejas de hablar y decidimos qué hacer?
Vale, quizá estaba un poco de mal humor, pero que un cadáver podrido
saltara hasta llegar a mi cara me había puesto de los nervios. Y, por cierto, yo
tenía razón. George nos había prometido que habría un cadáver allí. Había
descubierto en un documento que un tal John Mallory, un asesino y ladrón de
ovejas, fue ahorcado en la feria de la oca de Wimbledon en 1744. Un
conocido panfleto de la época celebró la ejecución de Mallory. Se lo llevaron
en una carreta a una zona cercana al cruce de Earlsfield, donde le colgaron de
una horca a nueve metros de altura. Después, le dejaron allí «bajo la
vigilancia de los cuervos y las aves carroñeras», antes de enterrar sus restos
destrozados en las inmediaciones. Todo eso coincidía perfectamente con el
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guardián actual, cuya aparición repentina en el parque había afectado a la
popularidad de la zona infantil de la localidad. Habían visto al fantasma cerca
de un terreno de árboles y matorrales.
Cuando descubrimos que este bosque era conocido como el «Fin de
Mallory», supimos que íbamos por el buen camino. Lo único que teníamos
que hacer era localizar la ubicación exacta de la tumba.
Aquella noche, la atmósfera en el bosque era extrañamente desagradable.
Los árboles, sobre todo los robles y los abedules, estaban torcidos y doblados,
y los troncos se asfixiaban bajo capas de musgo verde grisáceo. Ninguno
parecía tener una forma normal. Los tres utilizamos nuestros dones, es decir,
los sentidos psíquicos que captan todo lo que tiene que ver con los fantasmas.
Yo oí susurros extraños y crujidos de madera lo bastante cerca como para
hacerme saltar, pero ni Lockwood ni George detectaron nada de nada.
Lockwood, que destacaba por su visión, dijo que había atisbado la silueta de
alguien de pie entre los árboles lejanos. Sin embargo, cuando se giró para
mirarle directamente, la forma había desaparecido.
Encontramos un llano en mitad del bosque en el que no crecían los árboles
y donde los susurros eran más intensos. Los rastreé con atención por la hierba
mojada, hasta que encontré una piedra cubierta de musgo medio enterrada en
el centro del claro. Un rincón gélido se cernía sobre la piedra y unas telarañas
la recorrían. Una sensación fría de miedo irracional nos sobrecogió a los tres.
Oí una voz incorpórea murmurando a mi lado una o dos veces.
Todo encajaba. Supusimos que la piedra señalaba el lugar donde
enterraron a Mallory. Por eso, colocamos las cadenas de hierro y nos pusimos
a trabajar, seguros de que acabaríamos con el caso en media hora.
Dos horas después, así estaba el marcador: dos fantasmas y ningún hueso.
Las cosas no habían salido exactamente como planeamos.
—Tenemos que tranquilizarnos, los tres —dijo Lockwood,
interrumpiendo la breve pausa que George y yo estábamos usando para
mirarnos fijamente—. De algún modo, hemos tomado el camino equivocado
y no tiene sentido que sigamos. Recogeremos nuestras cosas y volveremos
otro día. Lo único que falta por hacer es acabar con estos guardianes. ¿Con
qué creéis que se irán? ¿Destellos?
Se acercó a nosotros, sin perder de vista el segundo fantasma, que también
había avanzado hacia el círculo. Como el mío, tenía la apariencia de un
cadáver en descomposición, aunque este vestía una levita larga y unos
elegantes bombachos granates. Parte del cráneo parecía haberse desprendido
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y los huesos desnudos de los brazos sobresalían bajo las mangas con volantes.
Como había dicho Lockwood, no tenía manos.
—Los destellos son la mejor opción —dije—. Las bombas de sal no
sirven para los fantasmas de tipo dos.
—Es una pena gastar dos destellos de magnesio buenos cuando ni siquiera
hemos encontrado el origen —opinó George—. Ya sabes lo caros que son.
—Podríamos ahuyentarlos con los estoques —comentó Lockwood.
—Eso es arriesgado con dos guardianes.
—Podríamos tirarles virutas de hierro.
—Sigo pensando que tendríamos que usar destellos.
Nuestra conversación transcurría mientras el fantasma sin manos se
acercaba cada vez más a las cadenas de hierro, quejumbroso y con la cabeza
medio inclinada, como si estuviera escuchando lo que decíamos. Ahora había
chocado contra la barrera. Una fuente de luz fantasmagórica explotó hacia
arriba y las partículas de plasma sisearon mientras caían sobre la tierra. Los
tres nos alejamos medio paso.
No muy lejos, mi fantasma también estaba acercándose. Eso es lo que
pasa con los guardianes: tienen hambre, son malvados y nunca se rinden.
—Venga, Luce —suspiró Lockwood—. Tendrá que ser con destellos. Tú
usa el tuyo, yo el mío y lo dejamos por hoy.
Asentí con tristeza.
—Por fin entras en razón.
Hay algo satisfactorio en usar fuego griego al aire libre. Puedes explotar
cosas sin miedo a las consecuencias. Y como los guardianes eran visitantes
tan repugnantes (aunque los escuálidos y los mutilados no se quedaban muy
atrás), siempre es un gran placer acabar así con ellos. Saqué un proyectil
metálico del cinturón y lo lancé con fuerza al suelo, cerca del fantasma. El
sello de cristal se rompió. Una ráfaga de hierro, sal y magnesio iluminó la
superficie de los árboles que nos rodeaban durante un instante. Después, la
negrura volvió a tragarse la noche. El guardián había desaparecido,
dejándonos con nubes de humo brillante y flores extrañas marchitándose en la
oscuridad del claro. Pequeñas llamas de magnesio menguaban sobre la hierba.
—Bien hecho —dijo Lockwood. Sacó el destello del cinturón—. Hemos
acabado con uno y queda otro… ¿Qué pasa, George?
Fue entonces cuando me di cuenta de que George tenía la boca abierta de
una forma grotesca y estúpida. No es que sea algo inusual, aunque
normalmente no me importa. Tenía los ojos hinchados tras las gafas, como si
alguien los estuviera apretando desde dentro. Esto tampoco era raro. Lo que sí
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era preocupante era su mano alzada y el dedo rollizo apuntando vacilante al
bosque.
Lockwood y yo seguimos la dirección de su dedo, y entonces lo vimos.
En la oscuridad, entre los troncos torcidos y las ramas, una luz espectral se
movía. Una figura humana y rígida colgaba del centro. Tenía el cuello roto y
la cabeza caía hacia un lado. Sin tregua, atravesaba los árboles para llegar
hasta donde estábamos.
—Imposible —dije—. Si acaba de saltar por los aires. No ha podido
volver a formarse ya.
—Pues tiene que haberlo hecho —contestó Lockwood—. ¿Cuántos
guardianes ahorcados puede haber?
George hizo un ruido incoherente. Giró el dedo y señaló a otra zona del
bosque. Me dio un vuelco el corazón y se me encogió el estómago. Otro brillo
débil y verdoso se movía allí. Y, tras él, casi fuera de nuestro campo visual,
otro. Y más lejos…
—Hay cinco —dijo Lockwood—. Cinco guardianes más.
—Seis —respondió George—. Hay uno pequeño allí.
Tragué saliva.
—¿De dónde salen?
La voz de Lockwood permanecía tranquila.
—Nos superan. ¿Y por detrás?
El montículo de tierra de George estaba justo a mi lado. Subí a la cima y,
nerviosa, di un giro de trescientos sesenta grados.
Desde donde estaba podía ver el pequeño charco de luz del farol,
delimitado por la fiel cadena de hierro. Tras los eslabones plateados, el
fantasma que quedaba se abalanzó sobre la barrera como un gato frente al
escaparate de una pajarería. A nuestro alrededor, la noche avanzaba tranquila,
negra e infinita bajo las estrellas. Un montón de figuras silenciosas
atravesaban la quietud del bosque a medianoche. Seis, nueve, una docena o
puede que más. Cada una estaba hecha de jirones, huesos y luces
fantasmagóricas que se dirigían en nuestra dirección.
—De todas partes —susurré—. Salen de todas partes…
Se produjo un breve silencio.
—¿A alguien le queda té en su termo? —preguntó George—. Tengo la
boca un poco seca.
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—Escuchadme —dijo Lockwood—. No podemos quedarnos toda la
noche en el círculo y, además, puede que no resista. Hay menos visitantes en
el este. Solo veo dos, así que iremos por ahí. Corremos hasta ese olmo alto y
luego nos abrimos camino por el bosque hasta que lleguemos al parque. Si
somos rápidos, les costará atraparnos. George y yo aún tenemos nuestros
destellos. Si se acercan, los usamos. ¿Os parece bien?
No es que sonara genial, pero era mucho mejor que cualquier otra
alternativa que se me ocurriera. Saqué una bomba de sal de mi cinturón.
George preparó su destello. Esperamos la orden de Lockwood.
El fantasma sin manos había llegado al lado oriental del círculo. Había
perdido mucho ectoplasma intentando atravesar el hierro y tenía un aspecto
mucho más lamentable y patético que antes. ¿Por qué los guardianes son tan
espantosos? ¿Por qué no se manifiestan como los hombres o mujeres que
fueron? Hay muchas teorías, pero, como tantas cosas sobre la epidemia
fantasmagórica a la que nos enfrentábamos, nadie conoce la respuesta. Por
eso se llama «el Problema».
—Vale —dijo Lockwood.
Salió del círculo y yo le tiré una bomba de sal al fantasma.
Explotó. Al entrar en contacto con el plasma, la sal estalló con un
resplandor esmeralda. El guardián se rompió como un reflejo en aguas
revueltas. Haces de luz clara se arquearon hacia atrás, apartándose de la sal y
del círculo, y volviendo a formar un espectro raído.
No nos quedamos para contemplar la escena. Ya habíamos echado a
correr hacia la tierra oscura e irregular.
La hierba mojada chocaba contra mis piernas y el estoque se zarandeaba
bajo mi agarre. Unas sombras pálidas se movían entre los árboles, cambiando
de rumbo para perseguirnos. Las dos más cercanas avanzaron hasta la
abertura, con los cuellos agrietados y las cabezas inclinadas hacia las estrellas.
Era rápidas, pero nosotros lo éramos aún más. Casi habíamos atravesado
el claro. El olmo estaba justo delante. Lockwood, que tenía las piernas más
largas, iba a la cabeza. Yo era la segunda y George me pisaba los talones. Un
par de segundos más y estaríamos en la zona más oscura del bosque, donde
ningún fantasma se movía.
Todo iba a salir bien.
Tropecé. El pie se me enganchó en algo y caí de bruces. Mi cara estaba
aplastada contra la fría hierba y el rocío me salpicaba la piel. Algo me golpeó
en la pierna y luego George cayó sobre mí, maldiciendo mientras aterrizaba y
se alejaba rodando.
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Levanté la cabeza. Lockwood, que ya había llegado al árbol, se daba la
vuelta. Acababa de percatarse de que no estábamos a su lado. Gritó para
alertarnos y empezó a correr hacia nosotros.
Una ráfaga de aire frío me golpeó. Miré a un lado y lo vi: un guardián.
Le doy puntos por su originalidad. No tenía a la vista el cráneo ni las
cuencas vacías ni restos de hueso. Tenía el aspecto del cadáver antes de que
se pudriera. El rostro estaba completo y los ojos vidriosos eran anchos y
resplandecientes. La piel era blanquecina y sin brillo, como la de los peces
que se apilan en los puestos del mercado de Covent Garden. La nitidez me
sorprendió. Podía ver hasta la última fibra de la cuerda que le rodeaba el
cuello y los brillos húmedos de los dientes blancos y radiantes…
Yo seguía de frente, sin poder alzar el estoque o llegar al cinturón.
El visitante se inclinó, acercándose y alargando la mano blanca y
borrosa…
Entonces desapareció. Un resplandor intenso brotó por encima de mí. Una
lluvia de sal, ceniza y hierro ardiente me manchó la ropa y me quemó la cara.
El destello se apagó. Empecé a ponerme en pie.
—Gracias, George —dije.
—No he sido yo. —Me ayudó a levantarme—. Mira.
El bosque y el claro quedaron iluminados por unas luces que se movían y
las estrechas antorchas de magnesio blanco, diseñadas para atravesar la piel
de los espectros. Sin detenerse, unas formas se abrían paso a través de la
maleza, firmes, oscuras y ruidosas. Unas botas crujían bajo las hojas y las
ramas pequeñas, y las grandes se partían cuando las apartaban. Hubo susurros
de órdenes y oí respuestas mordaces, alertas, entusiastas y vigilantes. Los
guardianes se detuvieron. Confusos, corrieron sin rumbo en todas las
direcciones. Un estallido de sal y explosiones de fuego griego surgieron entre
los árboles. Las imágenes de las siluetas de las ramas brillaron durante unos
segundos, ardiendo en mis retinas. Rápidamente, los guardianes cayeron, uno
detrás del otro.
Lockwood había llegado hasta nosotros. Como George y yo, se había
detenido, sorprendido por aquella interrupción repentina. Contemplamos
cómo unas figuras emergieron del claro y pisaron la hierba mientras
avanzaban en nuestra dirección. Bajo la luz de las antorchas y las explosiones,
sus estoques y chaquetas brillaban en un plateado irreal, perfecto e impoluto.
—Agentes de Fittes —anuncié.
—Ah, genial —refunfuñó George—. Creo que prefería a los guardianes.
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Era peor de lo que pensábamos. No era cualquier grupo de agentes viejos de
Fittes. Era el equipo de Kipps.
No es que lo descubriéramos de inmediato, puesto que los recién llegados
insistieron en iluminar nuestras caras con las antorchas durante los diez
primeros segundos y nos dejaron ciegos. Por fin, bajaron las linternas y,
gracias a la combinación de sus risas feroces y sus repugnantes desodorantes,
nos dimos cuenta de quiénes eran.
—Tony Lockwood —dijo una voz divertida—. Con George Cubbins y,
esto…, ¿era Julie? Lo siento, nunca me acuerdo del nombre de la chica. ¿A
qué diantres estáis jugando aquí?
Alguien encendió un farol nocturno, que es menos intenso que una
antorcha de magnesio, y todas las caras quedaron iluminadas. Había tres
personas de pie frente a nosotros. Otros agentes con chaquetas grises salían y
entraban del claro a la vez que esparcían sal y hierro. Un humo plateado
flotaba entre los árboles.
—Menudo espectáculo —dijo Quill Kipps.
¿Alguna vez he hablado de Kipps? Es el líder de un equipo de la división
londinense de la agencia Fittes. Fittes, por supuesto, es la agencia de
investigación psíquica más antigua y prestigiosa del país. Más de trescientos
operarios trabajaban en su inmensa oficina de la calle Strand. La mayoría de
los empleados no superan los dieciséis años y algunos hasta tienen ocho.
Forman grupos, cada uno liderado por un supervisor adulto. Quill Kipps es
uno de ellos.
Si soy diplomática, diría que Kipps es un joven de veintipocos
ligeramente en forma, con el pelo rojizo cortado al ras y la cara estrecha y
pecosa. Si no lo soy (aunque sí más precisa), diría que es un inepto pequeño,
zanahorio y de nariz chata, además de un enclenque resentido con un ego del
tamaño del Big Ben. Una broma con piernas. Un payaso malvado. Es
demasiado mayor para que se le den bien los fantasmas, pero eso no le impide
llevar el estoque más ostentoso que verás en la vida, cargado hasta el mango
con joyas baratas y de imitación.
Bueno, ¿por dónde iba? Kipps. Odia a muerte a la agencia Lockwood.
—Menudo espectáculo estáis dando —repitió Kipps—. Vais incluso más
desaliñados que de costumbre.
Caí en la cuenta de que nos habían pillado a los tres en mitad de una
explosión. La parte delantera de la ropa de Lockwood estaba chamuscada y su
cara estaba cubierta de rayas de sal quemada. Al moverme, polvo negro caía
de mi abrigo y de mis medias. Tenía el pelo revuelto y un ligero olor a cuero
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carbonizado salía de mis botas. George también estaba cubierto de hollín,
aunque menos afectado, quizá por la gruesa capa de barro que le protegía.
Lockwood respondió con indiferencia, sacudiendo la ceniza de los puños
de su camisa.
—Gracias por ayudarnos, Kipps —dijo—. Estábamos en un aprieto. Lo
teníamos bajo control, pero… —respiró hondo—, ese destello nos ha venido
bien.
Kipps sonrió.
—No hace falta que me las des. Simplemente vimos a tres lugareños
despistados corriendo como si les fuera la vida en ello. Kat lo lanzó sin
pensarlo y luego lo hablamos. Nunca imaginamos que los idiotas fuerais
vosotros.
La chica a su espalda, sin sonreír, comentó:
—Han fastidiado toda la misión. Es imposible que oiga algo. Hay
demasiado ruido psíquico.
—Bueno, está claro que estamos cerca del origen —opinó Kipps—.
Debería ser fácil encontrarlo. Quizá el equipo de Lockwood nos pueda
ayudar.
—Lo dudo —contestó la chica, encogiéndose de hombros.
Kat Godwin, la mano derecha de Kipps, tenía el mismo don que yo: la
percepción. Eso era lo único que teníamos en común. Ella era rubia, delgada y
tenía los labios gruesos, lo que ya me daba tres razones para que me cayera
mal, incluso si hubiera sido una chica dulce que pasaba su tiempo libre
cuidando de erizos enfermos. De hecho, era ambiciosa, dura y fría, y tenía
menos sentido del humor que una tortuga acuática. Las bromas la enfadaban,
como si notara que pasaba algo a su alrededor y no pudiera entenderlo. Era
guapa, aunque tenía la mandíbula demasiado puntiaguda. Si se hubiera caído
una y otra vez mientras cruzaba la hierba mojada, podría haber plantado
semillas de judías en los agujeros que habría hecho con la barbilla. Llevaba el
pelo corto en la nuca, pero la parte delantera le atravesaba en diagonal la
frente como la coleta de un caballo. Su chaqueta gris de Fittes, la falda y las
medias siempre estaban impecables, lo que me hacía dudar de que hubiera
escalado una chimenea para escapar de un fantasma o se hubiera enfrentado a
un poltergeist en las alcantarillas de Bridewell (oficialmente, el peor encargo
del mundo), como yo sí había hecho. Para mi frustración, siempre parecía
encontrármela en ese tipo de incidentes. Como ahora.
—¿Qué buscáis esta noche? —preguntó Lockwood. A diferencia de
George y de mí, que estábamos envueltos en un taciturno silencio, él se
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esforzaba por ser educado.
—El origen de este cúmulo de fantasmas —respondió Kipps. Señaló hacia
los árboles, donde el último visitante acababa de evaporarse con un estallido
de luz esmeralda—. Es una misión bastante importante.
Lockwood observó las filas de jóvenes agentes atravesando el claro.
Llevaban pistolas de sal, tirachinas y lanzadores de destellos. Algunos
aprendices daban zancadas con rollos de cadenas sujetos a la espalda; otros
arrastraban lámparas de arco portátiles y urnas de té, y empujaban cajas con
sellos de plata.
—Ya veo —dijo—. ¿Seguro que lleváis suficiente protección?
—A diferencia de vosotros, nosotros sabemos a lo que nos enfrentamos
—contestó Kipps. Echó un vistazo a nuestros cinturones medio vacíos—. No
sé cómo pensabais que ibais a sobrevivir a un grupo de guardianes con tan
poco. ¿Sí, Gladys?
Una niña con coletas, de unos ocho años, se había acercado corriendo.
Nos saludó con elegancia.
—Por favor, señor Kipps, hemos encontrado un posible nexo psíquico en
mitad del claro. Hay un montón de tierra y un agujero grande…
—Voy a tener que interrumpirte —señaló Lockwood—.
—Ahí es donde estábamos nosotros trabajando. De hecho, este era nuestro
encargo. El alcalde de Wimbledon nos contrató hace dos días.
Kipps alzó una ceja pelirroja.
—Lo siento, Tony, pero también nos llamó a nosotros. Es un encargo
abierto. Cualquiera puede aceptarlo. Y quien encuentre primero el origen se
lleva el dinero.
—Bueno, pues esos seremos nosotros —replicó George con frialdad. Se
había limpiado las gafas, pero el resto de su cara seguía cubierta de barro
marrón. Parecía una especie de búho.
—Si lo habéis encontrado, ¿cómo es que no lo habéis sellado? —preguntó
Kat Godwin—. ¿Por qué seguía habiendo fantasmas por todas partes?
Aquel, pese a su barbilla y su peinado, era un comentario acertado.
—Hemos encontrado dónde los sepultaron —contestó Lockwood—.
Estábamos terminando de cavar.
Se hizo el silencio.
—¿Dónde los sepultaron? —repitió Kipps.
Lockwood dudó.
—Claro. Donde todos los criminales ejecutados…
Los miró.
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La chica rubia se rio. Imagínate a un caballo de clase alta relinchando con
desprecio desde una tumbona a tres burros que pasan y la calarías
perfectamente.
—Sois un grupo de inútiles totales —saltó Kipps.
—Qué gracioso —resopló Kat Godwin—. Divertidísimo.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Lockwood, serio.
Kipps se limpió un ojo con el dedo.
—Significa que obviamente aquí no les dieron sepultura, idiotas. Es
donde los ejecutaron, donde estaban las horcas. Esperad… —Se dio la vuelta
y llamó a alguien que estaba al otro lado del claro—. ¡Oye, Bobby! ¡Ven
aquí!
—¡Sí, señor Kipps, señor!
Una figura diminuta trotó desde el centro del claro, donde había estado
supervisando todo.
Gemí para mis adentros. Bobby Vernon era la última y más molesta
incorporación de los agentes de Kipps. Solo llevaba con él uno o dos meses.
Vernon era muy bajito y quizá también muy joven, aunque había algo extraño
en él que recordaba a la mediana edad, así que no me habría sorprendido si en
secreto hubiera resultado ser un cincuentón. Incluso comparado con su jefe,
que era minúsculo, Vernon era pequeño. Si se ponía al lado de Kipps, su
cabeza le llegaba a los hombros y, al lado de Godwin, llegaba a su pecho. No
quise ni pensar por dónde le llegaría a Lockwood. Por suerte, nunca los había
visto cerca. Llevaba unos pantalones grises y cortos, de los que asomaban
unas piernas diminutas, como tallos de bambú peludos. Sus pies casi no
existían. Su cara pálida e inexpresiva brillaba bajo un remolino de pelo
engominado.
Vernon era listo. Como George, su especialidad era investigar. Esa noche
llevaba un portapapeles pequeño en el que sujetaba una linterna de mano que
usaba para iluminar el mapa del parque central de Wimbledon, protegido con
una funda impermeable.
Kipps dijo:
—Nuestros amigos parecen confundidos por la naturaleza de este lugar,
Bobby. Les estaba hablando de las horcas. ¿Podrías ponerles al día?
La sonrisa autocomplaciente de Vernon era tan grande que prácticamente
le daba la vuelta a la cabeza y le abrazaba.
—Por supuesto, señor. Me tomé la molestia de ir a la biblioteca de
Wimbledon y estudiar los crímenes de la zona —explicó—. Entonces
descubrí un informe sobre un hombre llamado Mallory, al que…
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—Al que colgaron y enterraron en el parque —interrumpió George—.
Exacto. Yo también encontré eso.
—Ah, ¿y también fuiste a la biblioteca de la iglesia de Todos los Santos
de Wimbledon? —preguntó Vernon—. Allí encontré una crónica local
interesante. Resulta que encontraron los restos de Mallory cuando ampliaron
la carretera en el cruce, creo que en 1824. Los desenterraron y volvieron a
enterrar en otra zona. Así que el fantasma no está conectado con sus huesos,
sino con el lugar en el que murió. Y lo mismo pasa con todas las demás
personas a las que ejecutaron aquí. Mallory no fue más que el primero,
¿sabes? La crónica enumeraba a decenas de víctimas a lo largo de los años,
todas colgadas en estas horcas. —Vernon tamborileó con los dedos sobre el
portapapeles y nos sonrió con satisfacción—. Eso es todo. Los informes son
fáciles de encontrar, si sabes dónde buscarlos.
Lockwood y yo miramos de reojo a George, que no dijo nada.
—Las horcas desaparecieron hace mucho, claro —continuó Vernon—.
Así que lo que estamos buscando será una especie de poste o piedra grande
que marque el lugar donde estuvo el patíbulo.
—Es bastante probable que ese sea el origen que controle a todos los
fantasmas que acabarnos de ver.
—¿Y bien, Tony? —preguntó Kipps—. ¿Alguno ha visto una piedra?
—Había una —respondió Lockwood a regañadientes—. En el centro del
claro.
Bobby Vernon chasqueó la lengua.
—¡Ah! ¡Genial! No me lo digas… Cuadrada, inclinada hacia a un lado y
con una muesca ancha y profunda, ¿verdad?
Ninguno nos habíamos molestado en estudiar la piedra cubierta de musgo.
—Mm… Podría ser.
—¡Sí! Es la marca de la horca, donde se colocaba el poste de madera. Los
cuerpos ejecutados colgaban sobre esa piedra hasta que se caían. —Nos guiñó
un ojo—. No la habréis tocado, ¿no?
—No, no —respondió Lockwood—. La dejamos donde estaba.
Uno de los agentes en el centro del claro gritó.
—¡Hemos encontrado una piedra cuadrada! Sin duda, es la marca de las
horcas. Alguien ha cavado y la ha tirado por ahí.
Lockwood hizo una mueca. Vernon se rio, satisfecho.
—Pobrecitos. Parece que habéis arrancado el verdadero origen del cúmulo
y luego lo ignorasteis. No me extraña que volvieran tantos visitantes. Es como
si hubierais dejado abierto el grifo al llenar el fregadero. ¡No tarda en inundar
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la cocina! Bueno, voy a asegurarme de que sellen esta importante reliquia. Un
placer hablar con vosotros.
Se marchó dando saltos por la hierba. Le observamos con la mirada
sombría.
—Un tipo con talento —comentó Kipps—. Seguro que os gustaría
ficharle.
Lockwood sacudió la cabeza.
—Qué va. Siempre acabaría tropezándome con él o le perdería detrás del
sofá. Bueno, Quill, como está claro que hemos encontrado el origen y tus
agentes van a sellarlo, es obvio que debemos compartir el encargo. Te
propongo dividirlo al sesenta y cuarenta por cierto, ganando nosotros.
¿Vamos mañana a ver al alcalde y se lo sugerimos?
Kipps y Godwin se rieron, pero no de forma amable. Kipps le dio una
palmada a Lockwood en el hombro.
—Tony, Tony… Me encantaría ayudarte, pero sabes perfectamente que
solo los agentes que sellan el origen se llevan los honorarios. Me temo que
esas son las reglas del DICM.
Lockwood dio un paso atrás y llevó una mano a la empuñadura del
estoque.
¿Vais a llevaros el origen?
—Sí.
—No puedo permitirlo.
—Me temo que no te queda otra opción.
Kipps silbó. De pronto, cuatro agentes gigantes (que eran claramente
primos de un gorila de montaña) salieron sigilosamente de la oscuridad con
los estoques en guardia. Se colocaron detrás de él.
Despacio, Lockwood alejó la mano del cinturón. George y yo, que
estábamos a punto de desenvainar los estoques, le imitamos.
—Eso está mejor —dijo Quill Kipps—. Asúmelo, Tony. No sois una
agencia de verdad. ¿Tres agentes? Si apenas tienes un destello. Sois un
desastre con piojos. ¡Ni siquiera os podéis permitir un uniforme! Tendréis
suerte si quedáis segundos cuando os enfrentéis a una empresa de verdad.
Bueno, ¿creéis que sabréis volver hasta el parque o envío a Gladys para que
os lleve de la mano?
Con un esfuerzo titánico, Lockwood había recuperado la compostura.
—Gracias, pero no necesitamos que nos escolten —respondió—. George,
Lucy, vamos.
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Yo me había puesto en marcha, pero George, con los ojos abiertos tras los
cristales redondos de sus gafas, no se movió.
—George —repitió Lockwood.
—Ya están los de la agencia Fittes otra vez —murmuró George—. Solo
porque son más grandes y poderosos se creen que pueden intimidar a todo el
que se cruce en su camino. Pues estoy harto. Si esto fuera un juego limpio, les
destrozaríamos.
—Ya lo sé, pero no lo es —respondió Lockwood en voz baja—.
Vámonos.
Kipps se rio.
—Pareces amargado, Cubbins. No es propio de ti.
—Me sorprende que puedas oírme detrás de esa pared de matones, Kipps
—observó George—. Así es fácil protegerse. Puede que algún día estemos en
igualdad de condiciones. Entonces veremos quién gana.
Dio media vuelta para marcharse.
—¿Eso es un reto? —preguntó Kipps.
—George, venga —dijo Lockwood.
—No, no, Tony… —Kipps se abrió paso entre sus agentes, sonriendo—.
¡Me gusta cómo suena esto! Cubbins ha tenido una idea decente por una vez
en su vida. ¡Una competición! Tu grupo contra algunos de mi equipo. Esto
podría ser bastante divertido. ¿Qué dices, Tony? ¿O es que te asusta la idea?
No me había dado cuenta antes, pero cuando Kipps sonreía, en realidad
imitaba a Lockwood. Era una versión más pequeña y más agresiva, como una
hiena moteada frente a la sonrisa de lobo de mi amigo. Lockwood no sonreía.
Se había acercado para mirar a Kipps. Le brillaban los ojos.
—No, la idea me gusta —contestó—. George tiene razón. Os ganaríamos
con los brazos cruzados en igualdad de condiciones. No puede haber tácticas
intimidatorias ni nada raro. Será una prueba con todas las disciplinas de las
agencias: investigar, usar los dones, acabar con los fantasmas y sellar el
origen. Pero ¿qué nos apostamos? Necesitamos jugarnos algo. Algo que
merezca la pena.
Kipps asintió.
—Cierto. Y no hay nada que tú tengas que yo pueda querer.
—Bueno, en eso no estoy de acuerdo —contestó Lockwood, rebuscando
en su abrigo—. ¿Qué te parece esto? Si volvemos a tener el mismo caso, el
equipo que lo resuelva gana. El que pierda tiene que poner un anuncio en The
Times, admitiendo públicamente la derrota y afirmando que el otro equipo es
infinitamente superior al suyo. ¿Qué te parece? Eso sí sería divertido, ¿no,
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Kipps? Si es que ganas. —Levantó una ceja a su rival, que no respondió al
momento—. Bueno, si estás nervioso…
—¿Nervioso? —resopló Kipps—. ¡De eso nada! Trato hecho. Kat y Julie
son testigos. Si volvemos a encontrarnos, competiremos. Mientras tanto,
Tony, intenta mantener con vida a tu equipo.
Se marchó. Kat Godwin y los otros le siguieron por el claro.
—Eh… Me llamo Lucy —dije.
Nadie me oyó. Tenían trabajo que hacer. Bajo la luz de las lámparas de
arco, los agentes siguieron las indicaciones de Bobby Vernon y colocaron
redes de cadenas de plata sobre la piedra con musgo. Otros acercaron un
carrito, listo para llevársela de allí. Sonaron gritos de alegría, aplausos y risas
puntuales. Era otro triunfo para la maravillosa agencia Fittes. Otro caso que
robaban a la agencia Lockwood. Los tres nos quedamos un rato allí, en
silencio en la oscuridad.
—Tenía que decir algo. Lo siento —se excusó George—. Era eso o darle
un puñetazo, y tengo las manos sensibles.
—No tienes por qué disculparte —respondió Lockwood.
—Podemos ganar a Kipps en una pelea justa, así que no nos rendiremos
—dije, entusiasmada.
—¡Eso! —George chocó el puño con la palma de la otra mano, haciendo
que trozos de barro cayeran al suelo—. ¿Acaso no somos los mejores agentes
de Londres?
—Exacto —respondió Lockwood—. Nadie nos supera. La parte delantera
de la camisa de Lucy está algo quemada y creo que mis pantalones se están
desintegrando. ¿Y si nos vamos a casa?
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II
La tumba inesperada
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Lockwood tenía la costumbre de liberar así la frustración de los encargos
insatisfactorios.
La sala de los estoques, en la que solemos practicar el manejo de la
espada, no tiene apenas muebles. Hay un estante con estoques viejos, un
paragüero cubierto de polvo, una mesa baja y alargada y tres sillas endebles
de madera colocadas contra una pared. En el centro de la sala, dos maniquíes
de paja de tamaño real cuelgan de unos ganchos del techo. Los dos tienen
dibujadas con tinta caras sin mucho detalle. Uno lleva un gorro sucio de
encaje y el otro, una chistera vieja y manchada. Los torsos rellenos de
algodón están pinchados y rotos con decenas de agujeros diminutos. Los
nombres de esos objetivos son lady Esmeralda y Joe Flotante.
Hoy, Esmeralda se estaba llevando toda la atención de Lockwood. Daba
vueltas en la cadena y tenía el gorro torcido. Lockwood giró a su alrededor
guardando la distancia, con el estoque listo. Llevaba unos elegantes
pantalones de esgrima y zapatos de deporte. Se había quitado la chaqueta y
remangado un poco las mangas de la camisa. El polvo danzaba a su alrededor
mientras deslizaba los pies hacia delante y hacia atrás, con el estoque
balanceándose y la mano izquierda en la espalda para no perder el equilibrio.
Atravesó el aire con distintos movimientos, hizo un amago, se contoneó a un
lado y golpeó de pronto el hombro roto del maniquí, atravesando el muñeco
de paja con la punta de la espada. Tenía la cara serena, el pelo reluciente y los
ojos le brillaban de la concentración. Le observé desde la puerta.
—Sí, tomaré un trozo de bizcocho, gracias —dijo George—. Si te echas a
un lado.
Crucé la sala en dirección a la mesa. George estaba allí sentado, leyendo
un cómic. Vestía unos pantalones de chándal sueltos y agobiantes y una
sudadera que hacía honor a su nombre. Tenía las manos cubiertas de tiza y la
cara roja. Había dos botellas de agua en la mesa y un estoque junto a él.
Lockwood alzó la vista cuando pasé a su lado.
—Bizcocho relleno y té —le informé.
—¡Antes ven conmigo! —Señaló una caja de cartón grande y abierta,
colocada cerca del estante de estoques—. Son estoques italianos. Mullet’s
acaba de enviarlos. Son de acero más ligero y con esmaltado de plata en la
punta. Tienen buena pinta. Merece la pena probarlos.
Dudé.
—Eso significa que George se queda solo con los dulces…
Lockwood se limitó a sonreírme y agitó la espada de un lado a otro hasta
hacer silbar el aire.
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Era difícil decirle que no. Siempre lo era. Además, quería probar mi
estoque nuevo. Saqué uno de la caja y lo coloqué sobre las palmas de las
manos. Pesaba menos de lo que esperaba y no tenía el mismo equilibrio que
mi habitual espada de estilo francés. Agarré la empuñadura y observé la
compleja espiral de metal plateado que rodeaba mis dedos como una malla
protectora.
—El guardamanos tiene detalles de plata —explicó Lockwood—. Debería
protegerte de las salpicaduras de ectoplasma. ¿Qué opinas?
—Es un poco ostentoso —respondí, no muy convencida—. Es el tipo de
estoque que llevaría Kipps.
—Oye, no digas eso. Este tiene clase. Pruébalo.
Tener una espada en la mano te hace sentir bien. Incluso antes de
desayunar y llevando chanclas, te da sensación de poder. Me giré hacia Joe
Flotante e hice un típico movimiento en forma de nudo, uno que acorralaría a
un visitante.
—No te inclines tanto —sugirió Lockwood—. Estás algo desequilibrada.
Intenta estirar un poco más el brazo. Así… —Me giró la muñeca y modificó
mi postura, ajustando con cuidado la posición de la cintura—. ¿Ves? ¿Así
mejor?
—Sí.
—Creo que estos estoques te pegan. —Le dio un empujón con el pie a Joe
Flotante para que se balanceara de atrás hacia delante y yo tuviera que
echarme a un lado para esquivarlo—. Imagínate que es un fantasma de tipo
dos hambriento. Busca el contacto humano y se te acerca rápidamente…
Tienes que mantener el plasma intacto para que no se libere y amenace a tus
compañeros. Intenta hacer una estocada doble, como esta.
Su estoque rodeó al maniquí con unos movimientos borrosos y difíciles.
—Nunca voy a aprender a hacer eso —repliqué—. Ni siquiera he podido
ver cómo lo hacías.
Lockwood sonrió.
—Ah, es solo un giro Kuriashi. Puedo enseñarte los movimientos otro día.
—Vale.
—Se está enfriando el té —comentó George—. Y voy por el penúltimo
trozo de bizcocho.
Estaba mintiendo. Todavía quedaba bizcocho, pero era hora de comer
algo. Me rugía la barriga y me pesaban las piernas. Puede que fueran las
consecuencias de habernos quedado hasta tarde hablando. Me agaché entre
Joe y Esmeralda y me dirigí a la mesa. Lockwood hizo un par de ejercicios
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rápidos, elegantes y precisos más. George y yo le observamos mientras
masticábamos.
—¿Qué te parece el bizcocho relleno? —le pregunté con la boca llena.
—No está mal. Lo que no me gusta es eso del giro Kuriashi —contestó
George—. No es más que una estupidez moderna, inventada por las grandes
agencias para parecer sofisticadas. En mi opinión, le pegas un porrazo al
visitante, intentas que no te petrifique y te piras a casa. Eso es lo único que
hay que saber.
—Todavía sigues molesto por lo de anoche —observé—. Bueno, yo
también.
—Lo superaré. Fue culpa mía no haber investigado lo suficiente. Pero no
tendríamos que haber obviado esa piedra. Podríamos haber resuelto el caso
mucho antes de que esa gentuza de Fittes llegara. —Sacudió la cabeza—. Son
una panda de pijos arrogantes. Antes trabajaba allí, así que lo sé de primera
mano. Miran mal a todo el mundo que no lleve una chaqueta elegante o
pantalones perfectamente planchados. Como si la apariencia fuera todo lo que
importa…
Se metió una mano en los pantalones de chándal y se rascó de forma
desagradable.
—Bueno, la mayoría de los agentes de Fittes son buena gente. —Pese a
sus esfuerzos, Lockwood apenas estaba cansado. Dejó su estoque en el estante
con un ruido y se limpió la tiza de las manos—. No son más que adolescentes
como nosotros que arriesgan sus vidas. Son los supervisores los que causan
problemas. Son los que se creen intocables solo porque consiguieron un
trabajo cómodo en una de las agencias más antiguas y grandes.
—Dímelo a mí —dijo George con pesadez—. Me volvían loco.
Asentí.
—Aunque Kipps es el peor. Nos odia de verdad, ¿no?
—A nosotros no —respondió Lockwood—. A mí. Me odia a mí.
—Pero ¿por qué? ¿Qué tiene en contra tuya?
Lockwood cogió una de las botellas de agua y suspiró, pensativo.
—¿Quién sabe? Puede que envidie mi estilo natural o mi encanto juvenil.
O puede que sea por lo que tengo: mi propia agencia, nadie que me mande y
buenos compañeros a mi lado.
Me miró y sonrió.
George levantó la vista del cómic.
—O puede ser porque una vez le diste una estocada en el culo.
—Sí, bueno, eso también.
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Lockwood dio un trago de agua.
Los miré, primero a uno y luego al otro.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Cuándo ha pasado eso?
Lockwood se arrojó en una silla.
—Fue antes de que vinieras, Luce —dijo—. Cuando era pequeño. Todos
los años, el DICM organiza competiciones de esgrima para los agentes más
jóvenes de Londres. En el teatro Albert Hall. Fittes y Rotwell son los que
suelen participar, pero mi antiguo supervisor, Sykes el Asaltatumbas, pensó
que yo era bastante bueno, así que también me apunté. Me enfrenté a Kipps
en los cuartos de final. Tenía un par de años más que yo, por lo que medía
mucho más y era el participante favorito. No dejaba de alardear de eso, como
te puedes imaginar. Bueno, pues le mareé con un par de medias estocadas de
Winchester y al final se tropezó con sus propios pies. Yo solo le di un
pinchacito cuando estaba tirado a cuatro patas. No es motivo para enfadarse.
Al público le gustó, claro. Por alguna extraña razón, me ha guardado rencor
desde entonces.
—Qué raro —comenté—. ¿Entonces ganaste la competición?
—No. —Lockwood inspeccionó la botella—. No… Sí que llegué a la
final, pero no gané. ¿Ya es esa hora? Hoy estamos perezosos. Debería ir a
ducharme.
Se levantó, cogió dos pedazos de bizcocho y, antes de que pudiera decirle
algo más, salió de la habitación y subió las escaleras.
George me miró.
—Ya sabes que no le gusta mucho hablar de su vida —me recordó.
—Ya.
—Es su forma de ser. Me sorprende que te haya dicho tantas cosas.
Asentí. George tenía razón. Lo único que sabía de Lockwood eran algunas
anécdotas que me contaba de vez en cuando. Si le hacía preguntas, se cerraba
en banda, como una almeja. Me daba rabia y me intrigaba a la vez. Siempre
me dejaba con una agradable sensación de curiosidad. Un año después de que
me incorporara a la agencia, los secretos ocultos de los primeros años de vida
de mi supervisor seguían conformando su misterio y fascinación.
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(dicen que eso era lo que tenía Steve Rotwell, el jefe de la enorme agencia
Rotwell). Pero sí que nos iba algo mejor que antes.
Habían pasado siete meses desde que el asunto de la Escalera de los
Gritos nos diera tanta publicidad. Nuestro conocido éxito en Combe Carey
Hall, una de las casas más encantadas de Inglaterra, dio lugar a una inmediata
avalancha de nuevos e importantes casos. Acabamos con un espectro oscuro
que asolaba una zona remota del bosque de Epping y limpiamos una casa
parroquial en la que había un nimbo. Y, por supuesto, nuestra investigación
de la tumba de la señora Barrett, aunque casi nos costara la vida, hizo que las
apariciones ocultas nos nombrara agencia del mes por segunda vez. Como
resultado, teníamos la agenda casi llena. Lockwood incluso había mencionado
la posibilidad de contratar a una secretaria.
Por el momento, seguíamos siendo una empresa pequeña, la más pequeña
de Londres. Anthony Lockwood, George Cubbins y Lucy Carlyle. Solo
nosotros tres, juntos en el número treinta y cinco de Portland Row. Viviendo
y trabajando codo con codo.
¿George? Los últimos meses no le habían cambiado mucho. Su aspecto
desaliñado habitual, su lengua viperina y gusto por las chaquetas abombadas
que se ajustaban en el culo eran cuestiones lamentables. Pero seguía siendo un
investigador incansable, capaz de desenterrar hechos cruciales sobre cada una
de las ubicaciones infectadas de fantasmas. También era el más cauteloso de
los tres, el menos propenso a tirarse de cabeza al peligro. Esa cualidad nos
había mantenido con vida más de una vez. George seguía teniendo la vieja
costumbre de quitarse las gafas y limpiarlas en su jersey cuando estaba (a)
muy seguro de sí mismo, (b) irritado o (c) enormemente aburrido por mi
compañía, lo que, por un motivo u otro, parecía ser casi todo el tiempo.
Aunque ahora nos llevábamos mejor. De hecho, ese mes solo habíamos tenido
una discusión de pisotones y amenazas con sartenes, todo un récord.
A George le interesaban mucho la ciencia y la filosofía de los visitantes.
Quería entender su naturaleza y las razones que los llevaban a manifestarse.
Por ello, llevaba a cabo experimentos con nuestra colección de orígenes
espectrales, que eran huesos antiguos u otros fragmentos que contenía cierta
carga psíquica. A veces, esta afición suya resultaba algo molesta. Había
perdido la cuenta de las veces que me había tropezado con los cables sujetos a
alguna reliquia o que me había asustado con una extremidad amputada
cuando buscaba palitos de pescado o guisantes congelados en el fondo del
congelador.
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Pero al menos George tenía aficiones (las otras dos eran leer cómics y
cocinar). Anthony Lockwood era totalmente distinto. No tenía apenas
inquietudes más allá del trabajo. En nuestros escasos días libres, se levantaba
tarde, hojeaba periódicos viejos o releía las novelas destrozadas de las
estanterías repartidas por la casa. Al final las dejaba, practicaba movimientos
de estoque sin ánimo y luego empezaba a prepararse para el siguiente
encargo. No parecía interesarle nada más.
Nunca hablaba de casos antiguos. Algo le empujaba a seguir hacia
delante. A veces se vislumbraba una energía casi obsesiva bajo su aspecto
cosmopolita. Pero nunca daba pistas de qué era lo que le motivaba, así que yo
me veía obligada a sacar mis propias conclusiones.
Aparentemente, era más enérgico, volátil, apasionado e impaciente que
nunca, toda una inspiración continua. Seguía teniendo un peinado elegante
hacia atrás, le seguían gustando los trajes demasiado ajustados y seguía
tratándome con la misma cortesía que el día en que nos conocimos. Cuanto
más le observaba, más consciente era de cómo se mantenía apartado de todo:
de los fantasmas que descubríamos, de los clientes que aceptábamos e,
incluso, de sus compañeros, George y yo, lo que no me resultaba fácil de
admitir.
La prueba más evidente era la cantidad de detalles personales que
habíamos compartido. Había tardado meses en reunir el coraje para hacerlo,
pero al final les había hablado bastante de mi infancia, de mis experiencias
tristes como aprendiz y los motivos que me llevaron a irme de casa. George
tenía muchas historias (y yo rara vez las escuchaba), sobre todo de su infancia
en el norte de Londres. Eran normales y aburridas. Su familia estaba bastante
centrada y, por lo que parecía, nadie había muerto o desaparecido. Hasta nos
había presentado a su madre, una mujer pequeña, regordeta y sonriente que
había llamado a Lockwood «corazón» y a mí «cariño», y nos había traído
tarta casera. Pero ¿Lockwood? No. Casi nunca hablaba de sí mismo y mucho
menos de su pasado o su familia. Después de haber vivido con él un año en la
casa en la que se crio, seguía sin saber nada de sus padres.
Aquello era especialmente frustrante porque todo el número treinta y
cinco de Portland Row estaba lleno de sus artefactos, reliquias, libros y
muebles. Las paredes del salón y del hueco de la escalera estaban decoradas
con objetos extraños: máscaras, armas y lo que parecían ser artilugios
antifantasmas de culturas exóticas. Resultaba obvio que los padres de
Lockwood habían sido investigadores o coleccionistas de algún tipo y tenían
especial interés por las tierras más allá de Europa. Pero Lockwood nunca dijo
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dónde estaban o, lo que era más probable, qué les había pasado. Tampoco
había fotografías o recuerdos personales de ellos a la vista.
Al menos no en las habitaciones en las que yo había estado.
Creía saber dónde estaban todas las respuestas sobre el pasado de
Lockwood.
Había una puerta en el rellano del primer piso de la casa. A diferencia del
resto de puertas del número treinta y cinco de Portland Row, aquella nunca se
abría. Cuando llegué, Lockwood me pidió que la dejara cerrada y George
siempre le había obedecido. La puerta no tenía pomo aparente y, como pasaba
frente a ella todos los días, su aspecto simple (liso, a excepción de un
rectángulo áspero donde habían quitado una etiqueta o una pegatina) parecía
un reto insolente. Me animaba a adivinar qué había detrás, desafiándome a
echar un vistazo. Hasta ahora, había resistido la tentación, más por prudencia
que por hacer lo correcto. Le había mencionado la habitación a Lockwood en
una o dos ocasiones, pero aquello no había acabado demasiado bien.
¿Y qué había de mí, Lucy Carlyle, la última incorporación a la agencia?
¿Cómo había cambiado en aquel primer año?
En apariencia, no demasiado. Seguía llevando una melena multiusos,
perfecta para evitar las manchas de ectoplasma. Iba igual vestida y no era más
guapa que antes. En cuanto a la altura, no había crecido nada. A la hora de
luchar, seguía siendo más entusiasta que habilidosa, y demasiado impaciente
para ser una excelente investigadora como George.
Pero algo sí había cambiado en mí. El tiempo que había pasado en la
agencia Lockwood me había dado una confianza que hasta entonces me
faltaba. Cuando caminaba por la calle con el estoque en el costado y los niños
se quedaban embobados y los adultos me saludaban con un gesto respetuoso
con la cabeza, sabía que tenía un estatus especial en la sociedad.
Sinceramente, pensaba que había empezado a ganármelo.
Mis dones no dejaban de mejorar. Mi habilidad para percibir siempre
había sido buena, pero ahora era incluso más certera. Oía los susurros de los
fantasmas de tipo uno y los fragmentos de palabras que emitían los de tipo
dos. Pocas apariciones me eran mudas. Mi sentido de la reminiscencia
también se había agudizado. Los ecos del pasado se manifestaban cuando
sujetaba ciertos objetos. Cada vez más, me daba cuenta de que intuía las
intenciones de los fantasmas y a veces incluso podía predecir sus
movimientos.
Eran habilidades poco comunes, pero que quedaban eclipsadas por un
misterio más oscuro que envolvía a todos los habitantes del número treinta y
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cinco de Portland Row, especialmente a mí. Hacía siete meses, algo me
diferenció de Lockwood, de George y de todos los agentes con los que
competíamos. Desde ese momento, mi don había sido el protagonista de los
experimentos de George y uno de nuestros principales temas de conversación.
Lockwood incluso pensaba que podría ser lo que nos trajera riquezas y nos
convirtiera en la agencia más famosa de Londres.
Pero primero teníamos que resolver un problema en concreto.
El problema estaba en la mesa de George, dentro de un frasco de cristal y
bajo un paño negro azabache.
Era peligroso, malvado y tenía el potencial de cambiarme la vida para
siempre.
Era una calavera.
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¿Estás seguro? No ha reaccionado otras veces.
—Hoy hace mejor tiempo. Lo sacaré al jardín cuando salga el sol de
medio día.
Tamborileé en la mesa con los dedos. Después de mucho queriendo
comentarlo y dándole muchas vueltas, por fin lo dije:
—Sabes que la luz del sol le hace daño, ¿no? —expliqué, despacio—. Y
que el plasma se quema.
George asintió.
—Sí… Obviamente. Esa es la idea.
—Ya, pero eso no va a hacer que diga nada, ¿no te parece? —insistí—.
¿No sería contraproducente? Todos tus métodos parecen estar causándole
dolor.
—¿Y qué? Es un visitante. ¿Acaso los fantasmas pueden sentir dolor?
George retiró el paño y reveló el frasco de cristal, cilíndrico y algo más
grande que un papelera tradicional. Estaba sellado con un tapón de plástico
especial, del que salían ganchos y rebordes. George se acercó al frasco y giró
una palanca, dejando ver una pequeña rejilla rectangular en el interior del
plástico. Le habló a la rejilla.
—¡Hola, chaval! ¡Lucy piensa que estás incómodo! Yo no estoy de
acuerdo. ¿Te importaría decirnos quién tiene razón?
Esperó. La sustancia del frasco estaba oscura e inmóvil. No era más que
algo que flotaba, quieto, en medio de la oscuridad.
—Es de día —dije—. Claro que no va a responder.
George volvió a cerrar la palanca.
—No responde porque no quiere. Es malvado. Tú misma lo dijiste,
después de que te hablara.
—Sinceramente, en realidad no lo sabemos. —Contemplé la sombra
encerrada en el cristal—. No sabemos nada sobre él.
—Bueno, sabemos que te dijo que vamos a morir todos.
—Dijo «la muerte se acerca», George. No es exactamente lo mismo.
—Tampoco es que sea una frase cariñosa. —George levantó la maraña de
instrumentos eléctricos de su mesa y la tiró dentro de la caja que había junto a
su silla—. No. Es un ser hostil, Luce. No podemos ser unos blandengues
ahora.
—No estoy siendo una blandengue. Solo creo que torturarlo no es
necesariamente el mejor plan. Quizá tengamos que centrarnos en la conexión
que tiene conmigo.
Como toda respuesta, George gruñó.
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—Mm, sí. Tu misteriosa conexión.
Estudiamos el frasco. Bajo la luz solar, como la de hoy, el cristal parecía
grueso y ligeramente azulado. Bajo la luz de la luna o la iluminación artificial,
se teñía de un color plateado, típico de los frascos de plata, un material a
prueba de fantasmas fabricado por la empresa Sunrise Corporation.
Y, por supuesto, dentro de la prisión de cristal había un fantasma.
No conocíamos la identidad del espíritu. Lo único que era seguro es que
perteneció a la calavera humana que ahora se hundía en el fondo del frasco.
La calavera era de un marrón amarillento y tenía marcas de golpes. A
excepción de eso, no era nada fuera de lo común. Era del tamaño de un
adulto, pero no podíamos saber si había pertenecido a un hombre o a una
mujer. El fantasma, al estar atado al cráneo, estaba atrapado dentro del frasco
sellado. La mayor parte del tiempo se manifestaba como una mancha de
plasma oscura, verdosa y desconsolada que se movía tras el cristal. Alguna
vez, y normalmente en momentos inoportunos, como cuando pasábamos por
allí con una bebida caliente o con la vejiga llena, se solidificaba con violencia
y formaba una cara transparente con una nariz protuberante, unos ojos
saltones y una boca demasiado grande. Aquel rostro impactante miraba con
atención a todo el que estuviera en la sala. Presuntamente, George le había
visto lanzar besos al aire. A menudo parecía intentar hablar. Su aparente
habilidad para comunicarse era el auténtico misterio y la razón por la que
George lo dejaba encima del escritorio.
Por norma general, los fantasmas no hablan, o al menos no lo hacen de
forma elocuente. La mayoría —como las sombras, los acechadores, las damas
frías, los acosadores y otros fantasmas de tipo uno— son casi silenciosos,
excepto por su limitado repertorio de gemidos y suspiros. Los fantasmas de
tipo dos, los más poderosos y peligrosos, pueden emitir algunas palabras
medio inteligibles que quienes tienen el don de la percepción, como yo,
pueden oír. Suelen ser marcas repetitivas en el aire que rara vez cambian y
que están conectadas con la emoción principal que ata al espíritu al mundo de
los vivos: el miedo, la ira o el deseo de venganza. Por norma general, lo que
los fantasmas no suelen hacer es hablar como tal, a excepción de los
legendarios tipo tres.
Hace mucho, Marissa Fittes, una de los dos primeros investigadores
psíquicos de Reino Unido, afirmó haber encontrado unos espíritus con los que
mantenía conversaciones enteras. Lo mencionó en varios libros y sugirió
(porque nunca dio abiertamente los detalles) que le habían contado ciertos
secretos sobre la muerte, el alma y el camino hacia el más allá. Tras su
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muerte, otros habían intentado conseguir resultados similares y algunos
incluso aseguraron haberlo hecho, pero nunca se comprobó si decían la
verdad. La existencia de los fantasmas de tipo tres se había convertido en un
asunto de fe entre los agentes, algo que era casi imposible demostrar. Eso es
lo que yo había creído, hasta que el espíritu del frasco, el del rostro horrible y
ojos grandes, me habló.
Ocurrió cuando estaba sola en el sótano. Había tirado el frasco sellado y
abierto una de las palancas del tapón, revelando la rejilla oculta. Y de repente
oí en mi mente la voz del fantasma hablándome, pero hablándome de verdad
y llamándome por mi nombre. Me habló de cosas vagas, desagradables y de
mal augurio antes de que yo cerrara la palanca y lo acallara.
Quizá había sido un error, porque nunca más había vuelto a hablar.
Cuando les conté mi encuentro con el fantasma, Lockwood y George
reaccionaron con gran entusiasmo. Corrieron hacia el sótano, cogieron el
frasco y abrieron la palanca. El rostro del frasco no dijo nada. Intentamos
distintos experimentos, como girar la palanca en distintos ángulos, probar a
distintas horas del día o la noche, sentarnos a esperar junto al frasco e incluso
esconderlo. El fantasma seguía sin pronunciar palabra. De vez en cuando
volvía a materializarse y nos miraba con resentimiento y hostilidad, aunque
nunca hablaba ni mostraba intención de hacerlo.
Aquello nos decepcionó a los tres, por distintos motivos. Lockwood era
consciente del prestigio que conseguiría la agencia por ello, si es que se podía
demostrar. George pensaba en los fascinantes conocimientos que podrían
obtenerse al hablar con alguien fallecido. Para mí era algo más personal, una
revelación inesperada del terrible potencial de mi don. Me asustaba y
preocupaba, y había una parte de mí que se sintió aliviada cuando no volvió a
ocurrir. Pero también estaba enfadada. Solo por aquel incidente, Lockwood y
George me observaban con una nueva mirada de respeto. Si se repitiera y
pudiera demostrarse públicamente, me convertiría de inmediato en la agente
más famosa de Londres. Sin embargo, el fantasma seguía obstinado y en
silencio. Conforme pasaban los meses, casi empecé a dudar de que hubiera
ocurrido algo relevante.
Lockwood, siguiendo su estilo práctico, finalmente había centrado su
atención en otras cosas, aunque en todos los casos nuevos se aseguraba dos
veces de las voces que yo oía, si es que escuchaba alguna. George había
continuado estudiando la calavera y seguía métodos incluso más
rocambolescos para conseguir que el fantasma respondiera. El fracaso no le
desanimaba. Si acaso, había hecho crecer su entusiasmo.
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Veía cómo le brillaban los ojos detrás de las gafas cuando analizaba el
frasco silencioso.
—Está claro que nos presiente —meditó—. De algún modo, es consciente
de lo que ocurre a su alrededor. Se sabía tu nombre. Y me dijiste que también
conocía el mío. Debe poder oír a través del cristal.
—O leer los labios —señalé—. Solemos destaparlo a menudo.
—Supongo que sí… —Sacudió la cabeza—. A saber. ¡Tengo tantas
preguntas! ¿Por qué está ahí? ¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué te habló a ti?
Lo tengo desde hace años y nunca ha intentado hablar conmigo.
—Bueno, no habría tenido mucho sentido, ¿no? Tú no tienes ese don. —
Toqué el frasco con una uña—. ¿Hace cuánto que lo tienes, George? Lo
robaste, ¿no es cierto? He olvidado cómo.
George se sentó en la silla con pesadez y la madera crujió.
—Fue cuando trabajaba en la agencia Fittes, antes de que me echaran por
insubordinación. Trabajaba en la Casa Fittes, en la calle Strand. ¿Has estado
alguna vez?
—Solo para hacer una entrevista. No duró mucho.
—Pues es un edificio enorme —dijo George—. Están las famosas salas
públicas, donde la gente va a pedir ayuda y hay cabinas de cristal en las que
las recepcionistas anotan todos los detalles. Luego están las salas de
conferencias, en las que exhiben sus famosas reliquias, y, por último, la sala
de juntas de caoba que da al Támesis. Pero también hay muchas zonas
secretas, a las que la mayoría de los agentes no tienen acceso. Como la
Biblioteca Oscura, por ejemplo, donde guardan bajo llave la colección
original de libros de Marissa. Siempre quise echarle un vistazo. Pero lo que de
verdad me interesaba era lo que había bajo tierra. Hay sótanos a mucha
profundidad y dicen que algunos se extienden bajo el río. Solía ver a
supervisores bajando en ascensores especiales y a veces veía cómo llevaban
frascos como este en carritos hasta los elevadores. A menudo preguntaba qué
hacían. Me decían que llevarlos a un almacén seguro, en el que almacenaban
a los visitantes peligrosos hasta que pudieran incinerarlos en los hornos de la
planta más baja.
—¿Hornos? —pregunté—. ¿Los hornos de Fittes no están en
Clerkenwell? Todo el mundo los usa. ¿Por qué necesitarían tener más en el
subsuelo?
—Yo pensaba lo mismo —contestó George—. Me hacía muchas
preguntas. Me molestaba mucho que no me dieran respuestas. Bueno, pues al
final los interrogué tanto que me despidieron. Mi supervisora, una mujer
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llamada Sweeny, que tenía la cara de un calcetín mojado en vinagre, me dio
una hora para despejar mi mesa. Mientras estaba allí, metiendo unas cuantas
cosas en una caja de cartón, vi cómo arrastraban un carrito con dos o tres
frascos hacia el ascensor. Llamaron a la persona que los llevaba y se alejó. ¿Y
qué es lo que hice? Pues corrí y agarré el frasco más cercano. Lo metí en la
caja, lo escondí debajo de un jersey viejo y me lo llevé delante de las narices
de Sweeny. —Sonrió al recordar aquel triunfo—. Y por eso tenemos nuestra
propia calavera encantada. ¿Quién iba a imaginarse que resultaría ser un
auténtico fantasma de tipo tres?
—Si es que lo es —dije, dubitativa—. Lleva una eternidad sin hacer nada.
—No te preocupes. Encontraremos la forma de hacer que vuelva a hablar
—comentó George sacándole brillo a las gafas con su camiseta—. Tenemos
que hacerlo. Hay mucho en juego, Lucy. Han pasado cincuenta años desde
que comenzó el Problema y apenas hemos aprendido nada sobre los
fantasmas. Miremos a donde miremos, estamos rodeados de misterios.
Asentí, distraída. Por muy fascinante que fuera George, mi mente se había
ido a otra parte. Estaba mirando la mesa vacía de Lockwood. Una de sus
chaquetas colgaba del respaldo de la silla vieja y agrietada.
—Hay un misterio algo más cercano —empecé—. ¿Nunca piensas en la
puerta de Lockwood del piso de arriba? La que está en el rellano.
George se encogió de hombros.
—No.
—Seguro que sí.
Infló las mejillas y resopló.
—Claro que pienso en ella. Pero es cosa suya, no nuestra.
—Es que, ¿qué puede haber ahí dentro? Es un tema peliagudo. La semana
pasada le pregunté por ella y por poco me arranca la cabeza otra vez.
—Lo que debería recordarte que es mejor dejar el tema —opinó George
—. No es tu casa y si Lockwood quiere que algo sea privado, es decisión suya
y de nadie más. Si fuera tú, yo me olvidaba.
—Solo creo que es una pena que sea tan reservado —dije—. Es una
lástima.
George resopló, escéptico.
—Venga ya. Pero si te encanta el aire misterioso que se trae. Igual que te
encanta lo pensativo y distante que se pone a veces, como si le diera vueltas a
algo importante o pensara en un movimiento intestinal complicado. No
intentes negarlo. Lo sé.
Le miré.
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—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada.
—Lo que quiero decir —seguí— es que no está bien que se lo guarde todo
para sí mismo. Se supone que somos sus amigos, ¿no? Debería abrirse con
nosotros. Me hace pensar que…
—¿Pensar el qué, Lucy?
Me di la vuelta. Lockwood estaba junto a la puerta. Se había duchado y
vestido, y llevaba el pelo mojado. Tenía los ojos oscuros fijos en mí. No
sabría decir cuánto tiempo llevaba allí.
No dije nada, pero noté cómo me sonrojaba. George estaba ocupado con
algo de su mesa.
Lockwood me sostuvo la mirada durante un segundo y luego rompió la
conexión. Sujetaba un objeto pequeño y rectangular.
—He bajado para enseñaros esto —explicó—. Es una invitación.
Lanzó el objeto al otro lado de la sala, que pasó junto a la mano estirada
de George, se deslizó sobre la mesa y se detuvo frente a mí. Era una tarjeta
rígida, plateada y brillante. La parte superior estaba adornada con la imagen
de una cría de unicornio que sujetaba un farol con la pezuña delantera. Bajo el
logo se leía lo siguiente:
La agencia Fittes
Se ruega confirmación.
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—Y no a cualquier fiesta —respondió Lockwood—, sino a la fiesta. La
fiesta del año. Toda la gente importante estará allí.
—¿Entonces por qué nos escriben a nosotros?
George miró la tarjeta sobre mi hombro.
Lockwood habló con voz algo ofendida:
—Porque somos una agencia muy importante. Y también porque la
mismísima Penelope Fittes se muestra amable con nosotros. ¿Lo recordáis?
Encontramos el cuerpo de su amigo de la infancia en Combe Carey Hall, al
final de la escalera de los gritos. ¿Cómo se llamaba? Sam algo. Se siente
agradecida. Nos escribió para decírnoslo. Y quizá también haya estado
pendiente de nuestros últimos éxitos.
El último comentario hizo que levantara una ceja. Penelope Fittes,
presidenta de la agencia Fittes y nieta de la maravillosa pionera en la
investigación psíquica, Marissa Fittes, era una de las personas más poderosas
de Reino Unido. Los ministros del Gobierno hacían cola en su puerta. Todos
los periódicos publicaban su opinión sobre el Problema y su nombre sonaba
en todas las casas del país. Rara vez salía de sus apartamentos, situados sobre
la Casa Fittes, y decían que gestionaba su empresa con mano de hierro. Yo
dudaba bastante que le interesara demasiado la agencia Lockwood, por muy
fascinantes que fuéramos.
Aun así, nos había mandado la invitación.
—El 19 de junio —murmuré—. Eso es este sábado.
—¿Y vamos a ir? —preguntó George.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó Lockwood—. Es la oportunidad
perfecta para hacer contactos. Todas las figuras de renombre irán, los jefes de
las agencias, los peces gordos del DICM, los dueños de las empresas de sal y
hierro, y puede que hasta el presidente de Sunrise Corporation. Esta será la
única oportunidad que tengamos para conocerlos.
—Genial —respondió George—. Pasar la noche en una sala abarrotada y
sudorosa llena de empresarios viejos, gordos y aburridos… ¿Qué podría ser
mejor? Si me das a elegir entre eso y enfrentarme a un fétido, elegiría el
fantasma flatulento sin pensármelo.
—Te falta visión, George —dijo Lockwood con tono de reproche—. Y
pasas demasiado tiempo con esa cosa. —Estiró la mano y, como yo, tocó el
cristal grueso del frasco sellado con la uña. Este emitió un sonido leve e
irregular. La sustancia del frasco se estremeció por un segundo y luego se
detuvo—. No es sano y tampoco has avanzado nada.
George frunció el ceño.
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—No estoy de acuerdo. Es lo más importante que puedo hacer. Con la
debida investigación, podría ser un gran descubrimiento. Piénsalo. Podríamos
conseguir que los muertos nos hablaran cuando queramos…
El timbre de la pared sonó, avisándonos de que alguien había llamado en
la planta de arriba.
Lockwood hizo una mueca.
—¿Quién será? No tenemos ninguna cita.
—¿Quizá sea el chico de la compra? —sugirió George.
—¿Con la fruta y la verdura de la semana? —dije, sacudiendo la cabeza
—. No. Nos las trae mañana. Serán clientes nuevos.
Lockwood recogió la invitación y la puso a buen recaudo en su bolsillo.
—¿A qué estamos esperando? Vayamos a ver.
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—Ah, eso se debe cínicamente a que sus aposentos están más cerca de
nuestro almacén, señor Lockwood. Soy un hombre ocupado y siempre busco
la eficiencia. Soy Saunders, de Excavaciones y Limpieza Felices Sueños, que
abrió en King’s Cross hace quince años. Este es mi socio, el señor Joplin. —
Señaló con pesadez al hombre bajito sentado junto a él, que aún no había
dicho nada. Llevaba un montón de documentos enorme y desordenado, y
observaba la colección de rastreadores de fantasmas asiáticos de Lockwood
con los ojos abiertos y gran curiosidad—. Esperábamos que pudieran
ayudarnos esta noche —continuó Saunders—. Por supuesto, ya tengo a un
gran equipo diurno trabajando para mí: sepultureros, conductores de
retroexcavadoras, rastreadores de cadáveres y técnicos de iluminación,
además de la habitual plantilla nocturna. Pero esta noche también
necesitaríamos la ayuda de una auténtica agencia.
Nos guiñó el ojo, como si aquello resolviera el asunto, y tomó un sonoro
sorbo de té. La sonrisa cortés de Lockwood permaneció intacta, como si
estuviera fijada con clavos.
—Claro. ¿Y qué es lo que quiere que hagamos exactamente? ¿Y dónde?
—Ah, es un hombre de detalles. Muy bien. Yo también lo soy. —
Saunders se recostó y colocó un brazo delgado en el respaldo del sofá—.
Tenemos un encargo en Kensal Creen, al noroeste de Londres. Para vaciar el
cementerio. Es parte de la nueva política del Gobierno para erradicar los RA.
Lockwood pestañeó.
—¿Erradicar el qué? Disculpe, no debo haberle oído bien.
—RA. Restos activos. Los orígenes, en otras palabras. Las tumbas
antiguas han dejado de ser seguras y podrían poner en peligro al vecindario.
—¡Ah, como ocurrió con el mirón de Stepney! —exclamé—. ¿Lo
recordáis del año pasado? El mirón era un alma en pena que salió de una
tumba de un camposanto de Stepney, cruzó la carretera y mató a cinco
personas que vivían por allí durante dos noches seguidas. La tercera noche,
los agentes de Rotwell le arrinconaron y le obligaron a volver a su tumba.
Luego la destruyeron con una explosión controlada. El incidente generó
mucha preocupación, ya que las autoridades lo habían declarado un lugar
seguro.
El señor Saunders me premió con una ancha sonrisa.
—¡Exacto, niñita! Un mal asunto. Pero así es como avanza el Problema.
No dejan de aparecer nuevos visitantes. Esa tumba de Stepney tenía
trescientos años. ¿Había molestado antes? ¡No! Después descubrieron que la
persona de la tumba había sido asesinada hacía mucho y, por supuesto, esos
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espíritus no son los que suelen descansar en paz, como siempre pasa con las
víctimas de asesinato, suicidio y todo eso. Por eso, la nueva política del
Gobierno consiste en vigilar todos los cementerios, de ahí que Excavaciones y
Limpieza Felices Sueños esté ahora en Kensal Green.
—Es un cementerio enorme —comentó George—. ¿Cuántas tumbas están
vaciando?
Saunders se rascó los pelos de la barbilla.
—Unas cuantas parcelas cada día. El truco es deshacerse de las que
podrían traernos problemas. Evaluamos la situación cuando anochece, puesto
que la radiación psíquica es más intensa. Tenemos equipos nocturnos
localizando las tumbas sospechosas. Las marcan con pintura amarilla. A la
mañana siguiente, cavamos y sacamos los huesos.
—Ese trabajo nocturno parece peligroso —dijo Lockwood—. ¿Quién
forma el equipo?
—Contrato a los críos de la patrulla nocturna y a otros sensibles que van
por libre. También a algunos hombres para alejar a los saqueadores de
tumbas. Les pago bien. La mayoría son espectros pequeños: sombras,
acechadores y otros de tipo uno. No suelen aparecer fantasmas de tipo dos. Si
hay algo raro, contratamos con antelación a agentes.
Lockwood frunció el ceño.
—¿Y cómo pueden conocer el peligro con antelación? No lo entiendo.
—Ah, para eso está Joplin. —El señor Saunders le dio un golpe brusco en
las costillas a su acompañante con su codo huesudo. El hombre bajito hizo
ademán de arrancar y se le cayeron la mitad de los folios al suelo. Saunders le
miró con impaciencia mientras este se apresuraba para recuperarlos—. Este
hombre, Albert, es inestimable, cuando sabemos dónde está… Bueno, venga.
Diles lo que haces.
El señor Albert Joplin se irguió y nos dedicó una mirada amable.
Era más joven que Saunders (supuse que tendría cuarenta y pocos), pero
igual de desaliñado. Su pelo marrón y rizado llevaba semanas sin ver un
peine, quizá años. Tenía un rostro simpático y débil, redondo, de mejillas
sonrosadas y que se estrechaba en la mandíbula inferior. Unas gafas redondas
y pequeñas enmarcaban sus ojos pesarosos y sonrientes, no muy distintas a las
de George. Llevaba una chaqueta de lino arrugada y cubierta de caspa, una
camisa de cuadros y un par de pantalones oscuros que le quedaban algo
cortos. Estaba sentado con los hombros encogidos y las manos colocadas
encima de los papeles, al igual que un lirón tímido y aplicado.
—Soy el archivista del proyecto —explicó—. Ayudo en la operación.
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Lockwood asintió, animándole.
—Entiendo. ¿En qué sentido?
—¡Cavando! —gritó el señor Saunders antes de que Joplin pudiera
continuar—. Es el mejor excavador de la empresa. No es así, ¿Albert? —Se
estiró y, con actitud algo teatral, le apretó un diminuto bíceps al hombre bajo
y luego volvió a guiñarnos el ojo—. No lo pensarían al verlo, ¿a que no? Pero
lo digo en serio. La diferencia es que, mientras los demás cavamos para
buscar huesos, Joplin cava buscando historias. Venga, hombre, no te quedes
ahí sentado como un melón. Explícales.
—Sí, pues… —Confuso, Joplin se ajustó las gafas con nerviosismo—. En
realidad soy académico. Busco registros históricos de los entierros y los
comparo con los artículos de periódicos viejos para encontrar lo que
podríamos llamar «los difuntos más peligrosos», es decir, las personas que
tuvieron un final desagradable o trágico. Después aviso al señor Saunders y él
toma las medidas que crea necesarias.
—Normalmente no tenemos problemas para vaciar las tumbas —dijo
Saunders—, pero no siempre es así.
El erudito asintió.
—Sí. Hace dos meses trabajamos en el cementerio de Maida Vale. Yo
había señalado la tumba de una víctima de asesinato de la época eduardiana.
Estaba totalmente descuidada y hacía mucho que nadie le prestaba atención a
la lápida. Uno de los chicos de la patrulla nocturna estaba quitando las zarzas
y preparándolo todo para cavar cuando el fantasma emergió de la tierra e
intentó enterrarle a él. Al parecer era una mujer grisácea y horrible,
decapitada y con los ojos fuera de las cuencas.
—El pobre niño gritó como un conejo a punto de morir. El fantasma le
petrificó, claro. Los agentes se lo llevaron y le pincharon adrenalina, así que
creo que se recuperará… —bajó la voz y sonrió con tristeza—. Bueno, pues a
eso me dedico.
—Perdone —intervino George—, pero ¿no es usted el mismo Albert
Joplin que escribió el capítulo sobre los entierros medievales en el libro
Historia de los cementerios londinenses de Pooter?
El hombre bajito pestañeó. Le brillaban los ojos.
—¿Por qué…? Sí… ¡Sí, soy yo!
—Era un buen artículo —afirmó George—. Me enganchó desde el
principio.
—¡Qué extraordinario que lo haya leído!
—Su hipótesis sobre el anclaje del alma me pareció muy interesante.
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—Ah, ¿sí? Bueno, es una teoría realmente fascinante. Se supone que…
Reprimí un bostezo. Empezaba a desear haberme traído la almohada. Pero
Lockwood también se estaba impacientando. Alzó una mano.
—Me parece a mí que deberíamos hablar más sobre por qué necesitan
nuestra ayuda. Señor Saunders, si pudiera ir al grano, por favor.
—Cierto, señor Lockwood. —El sepulturero se aclaró la garganta y
recolocó su sombrero sobre la rodilla—. Es usted un hombre de negocios,
como yo. Bien. Desde hace unas noches investigamos la zona sureste del
cementerio. Kensal Green es un camposanto importante que data del año
1833. El conocido terreno ocupa veintiocho hectáreas.
—Muchas tumbas y mausoleos son impresionantes —añadió Joplin—.
Hechas con cemento Portland precioso.
—¿No hay también unas catacumbas? —preguntó George.
Saunders asintió.
—Así es. Hay una capilla en el centro y debajo unas catacumbas. Ahora
están cerradas. Todos esos ataúdes expuestos son demasiado peligrosos. Pero,
en la superficie, las tumbas se distribuyen a lo largo de las avenidas
ligeramente curvadas entre Harrow Road y el canal de Grand Union. Las
tumbas datan de a mediados de la época victoriana, y la mayoría son de gente
normal y corriente. Las hileras de tilos protegen las avenidas del sol. Es una
zona bastante tranquila y se han avistado relativamente pocos visitantes,
incluso en los últimos años.
El señor Joplin rebuscó entre los papeles que sostenía en los brazos, cogió
folios y volvió a meterlos en la pila.
—A ver si… ¡Ah, aquí están los planos de la esquina sureste! —Sacó un
mapa en el que había dos o tres caminos circulares con cajas diminutas
numeradas que señalaban las tumbas. Había grapado una cuadrícula llena con
una caligrafía enmarañada. Era una lista de nombres—. He comprobado los
entierros registrados en esta zona y no he encontrado nada que debiera
alarmarnos. O eso pensaba.
—Bueno —siguió Saunders—, como decía, mi equipo ha recorrido las
avenidas en busca de anomalías psíquicas. Todo iba bien, hasta anoche,
cuando exploraron las parcelas al este de este pasillo de aquí. —Señaló en el
mapa con un dedo sucio.
Lockwood tamborileaba con los dedos en su rodilla, impaciente.
—Sí, y…
—Y encontramos una lápida inesperada en la hierba.
Se hizo el silencio.
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—¿A qué se refiere con «inesperada»? —pregunté.
El señor Joplin agitó la cuadrícula manuscrita.
—Es una tumba que no está registrada en las listas oficiales —dijo—. No
debería estar allí.
—La encontró uno de los sensibles —explicó Saunders. Su rostro se había
vuelto serio—. Enfermó al instante y no pudo continuar trabajando. Otros dos
operarios psíquicos analizaron la lápida. Ambos se quejaron de mareos e
intensos dolores de cabeza. Una dijo que había notado a alguien
observándola, un ser tan retorcido que la había dejado prácticamente inmóvil.
Ninguno quiso estar a menos de tres metros de aquella piedra pequeña. —
Sorbió por la nariz—. Es difícil saber si deberíamos tomarnos este asunto en
serio, claro. Ya saben cómo son los investigadores psíquicos.
—Por supuesto —respondió Lockwood con frialdad—, dado que yo soy
uno de ellos.
—Pero yo no tengo ni un hueso psíquico en mi cuerpo —continuó
Sanders—. Lo que tengo es un amuleto de plata para protegerme. —Tocó el
alfiler del sombrero—. ¿Y qué es lo que hice? Me acerqué a la piedra, me
agaché y le eché un vistazo. Cuando quité el musgo y el liquen, encontré dos
palabras inscritas en el granito. —Su voz se había convertido en un susurro
gutural—. Dos palabras.
Lockwood esperó.
–¿Y cuáles eran?
El señor Saunders se humedeció los labios finos e hizo ruido al tragar
saliva. Parecía reacio a hablar.
—Un nombre —murmuró—. Pero no un nombre cualquiera.
Se encorvó hacia delante en el sofá, con las largas y huesudas piernas
peligrosamente próximas a las tazas de té. Lockwood, George y yo nos
acercamos. Una curiosa atmósfera de miedo había inundado la habitación. El
señor Joplin, hecho todo un lirón, volvió a perder el control de los papeles y
varios cayeron sobre la alfombra. Más allá de las ventanas, una nube parecía
haber tapado el sol y la luz era triste y fría.
El sepulturero respiró hondo. Su susurro se elevó en un súbito y terrible
crescendo.
—¿Les suena de algo Edmund Bickerstaff?
Las palabras resonaron a nuestro alrededor y chocaron contra las defensas
antifantasmas y los talismanes que decoraban las paredes. Permanecimos
sentados. El eco se disipó.
—Sinceramente, no —contestó Lockwood.
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El señor Saunders se recostó en el sofá.
—¿No? No voy a mentirle, yo tampoco había oído hablar de él. Pero
Joplin, cuya especialidad es meter las narices en los senderos extraños y
desagradables del pasado, sí había oído ese nombre. ¿No es cierto? —Le dio
un codazo al hombre bajo—. Y le pone nervioso.
El señor Joplin se rio en voz baja y se concentró en recolocar la maraña de
papeles que tenía en el regazo.
—Bueno, yo no lo diría así, señor Saunders. Soy precavido, señor
Lockwood. Solamente precavido. Y sé lo suficiente del doctor Edmund
Bickerstaff como para sugerir que le pidamos ayuda a una agencia antes de
desenterrar la tumba misteriosa.
—¿Entonces tienen la intención de cavar allí? —quiso saber Lockwood.
—Hay intensos fenómenos psíquicos en aquel lugar —dijo Saunders—.
Debemos asegurarnos de que no sea peligroso cuanto antes. Preferiblemente,
esta noche.
—Disculpe —interrumpí. Había algo que me preocupaba—. Si saben que
es peligroso, ¿por qué no excavan durante el día como hacen con las demás
tumbas? ¿Por qué necesitan que vayamos?
—Son las nuevas directrices del DICM. Tenemos la obligación legal de
contar con agentes cuando exploremos cualquier tumba en la que haya un
visitante de tipo dos y, como el coste extra lo financia el Gobierno, los
agentes deben trabajar por la noche y confirmar nuestras sospechas.
—Vale, pero ¿quién es ese Bickerstaff? —preguntó George—. ¿Por qué
da tanto miedo?
Como toda respuesta, Joplin hurgó de nuevo entre sus papeles. Sacó una
hoja amarillenta de tamaño A4, la desdobló y nos la tendió. Era una fotocopia
ampliada de un recorte de un periódico del siglo XIX, llena de columnas
estrechas y texto impreso y apretado. En el centro había un grabado bastante
manchado de un hombre robusto con el cuello erguido, patillas frondosas a
ambos lados de la cara y un gran bigote en forma de pincel. De no ser por la
apariencia ligeramente tosca de su boca, podría haber sido cualquier caballero
típico de mediados de la época victoriana. Debajo se leían las siguientes
palabras:
TERROR EN HAMPSTEAD
HORRIBLE DESCUBRIMIENTO EN EL SANATORIO
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—Ese es Edmund Bickerstaff —indicó Joplin—. Como descubrirán en
este artículo del Diario de Hampstead, publicado en 1877, falleció hace
mucho tiempo. Parece que ahora ha reaparecido.
—Por favor, siga. —Hasta ahora, el lenguaje corporal de Lockwood
indicaba una educada falta de interés. Notaba que no le gustaba Saunders y
que Joplin le aburría. De pronto, su postura había cambiado—. ¿Quiere un
poco más de té, señor Joplin? ¿Le apetece un trozo de bizcocho, señor
Saunders? Es casero. Lo ha hecho Lucy.
—Gracias, lo probaré —respondió el señor Joplin mordisqueando un
pedazo—. Me temo que parte de la información sobre el doctor Bickerstaff
está incompleta. No he tenido tiempo para investigar. Parece que era médico
y trataba a personas con trastornos nerviosos en el sanatorio Green Gates, en
un extremo del parque Hampstead Heath. Antes de eso, había sido un médico
de familia cualquiera, pero el negocio se torció. Hubo algún escándalo y tuvo
que cerrar la clínica.
—¿Escándalo? —repetí—. ¿Qué tipo de escándalo?
—No está claro. Al parecer, se ganó la fama de participar en ciertas
actividades indebidas. Había rumores sobre brujería e interés por las artes
prohibidas. Incluso se hablaba de robos en las tumbas. La policía intervino,
pero nunca se demostró nada. Bickerstaff pudo seguir trabajando en este
sanatorio privado. Vivía en una casa dentro del terreno del hospital, hasta una
noche de invierno a finales de 1877. —Joplin alisó el papel con sus manos
blancas y pequeñas, y lo consultó durante un segundo. Después siguió—:
Parece que Bickerstaff tenía ciertos socios, hombres y mujeres con intereses
similares que se reunían en su casa por la noche. Se rumoreaba que vestían
togas con capucha, encendían velas y hacían… Bueno, no sabemos lo que se
traían entre manos. Cuando esto ocurría, el médico ordenaba a sus criados
salir de la casa y ellos estaban deseando hacerlo. Al parecer, Bickerstaff tenía
muy mal genio y nadie se atrevía a contradecirle. Pues el 13 de diciembre de
1877 tuvo lugar una de estas reuniones. Echó a los criados, que recibieron su
salario, y les pidió que regresaran dos días después. Mientras se marchaban,
llegaron los carruajes de los invitados de Bickerstaff.
—¿Dos días de descanso? —dijo Lockwood—. Eso es mucho tiempo.
—Sí, porque la reunión iba a durar todo el fin de semana. —Joplin agachó
la cabeza y miró el folio—. Pero ocurrió algo. Según el periódico, algunos
usuarios del sanatorio se acercaron a la casa la noche siguiente. Estaba oscuro
y no había ruido. Asumieron que Bickerstaff se había ido. Entonces uno de
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ellos se fijó en que algo se movía detrás de una ventana del piso de arriba. Las
cortinas se retorcían, se ondulaban y temblaban, como si algo, o alguien,
estuviera detrás tirando de ellas.
—Oh —dije, con la respiración entrecortada—. Eso no nos va a gustar,
¿verdad?
—No, niñita. —El señor Saunders estaba comiéndose otro trozo de
bizcocho, pero alzó la voz—. Bueno, depende de cómo esté de la cabeza —
añadió—. A Albert le encanta. Le fascina todo lo antiguo.
Se sacudió las migajas del regazo y las tiró a la alfombra.
—Continúe, señor Joplin —indicó Lockwood.
—Algunos querían entrar en la casa en ese momento, mientras que otros,
al recordar los rumores sobre el doctor Bickerstaff, querían seguir a lo suyo
—explicó—. Y mientras estaban fuera discutiendo sobre aquello, se dieron
cuenta de que el movimiento de las cortinas se había vuelto más intenso y, de
pronto, vieron unas figuras oscuras y alargadas corriendo en el alféizar del
interior.
—¿Figuras negras y alargadas? —pregunté—. ¿Qué eran?
—Eran ratas —respondió el señor Joplin. Bebió un poco de té—.
Entonces se percataron de que eran las ratas las que movían las cortinas.
Había muchas corriendo a un lado y al otro de la cornisa, moviendo las
cortinas y saltando al vacío. Dedujeron que la colonia de ratas debía estar en
aquella habitación por algún motivo concreto, uno que quizá podrán imaginar.
Formaron un grupo con los hombres más valientes y les dieron velas.
Aquellos hombres entraron en la casa y subieron al piso de arriba. Mientras
todavía estaban en las escaleras, empezaron a oír terribles crujidos de la
planta superior, rasguños y también chasquidos de dientes. Bueno, puede que
se imaginen lo que encontraron. —Se subió las gafas y se encogió de
hombros—. No quiero darles los detalles. Basta con decir que nunca
olvidaron lo que vieron aquella noche. El doctor Bickerstaff, o lo que quedaba
de él, yacía en el suelo de su estudio. Lo único que había eran trozos de
túnicas. Las ratas se lo habían comido.
Se hizo el silencio. El señor Saunders sorbió por la nariz y se pasó un
dedo por debajo de esta.
—Así es como acabó el doctor Bickerstaff —dijo—. Como una pila de
huesos y tendones cubiertos de sangre. Asqueroso. ¿Alguien quiere el último
trozo de bizcocho?
George y yo respondimos a la vez.
—No, no, por favor. Es usted el invitado.
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—Este es de los empalagosos —comentó Saunders, dándole un bocado.
—Como supondrán, las autoridades estaban deseando hablar con los
socios del médico —siguió Joplin—. Pero no pudieron encontrarlos. Y ese es
el final de la historia de Edmund Bickerstaff. Pese a las horribles
circunstancias de su muerte y pese a los rumores sobre él, la gente le olvidó
pronto. El sanatorio Green Gates se incendió a principios del siglo XX y su
nombre se perdió en la oscuridad. Incluso sus huesos desaparecieron.
—Bueno, ya sabemos dónde están —dijo Lockwood—. Y quieren que los
aseguremos.
El señor Saunders asintió. Había terminado de comer y estaba
limpiándose los dedos en una pernera.
—Todo es muy raro —comenté—. ¿Cómo es que nadie sabía dónde
estaba enterrado? ¿Por qué no aparecía en los registros?
George me apoyó con un gesto de cabeza.
—¿Y qué es lo que le mató exactamente? ¿Fueron las ratas u otra cosa?
Hay muchos cabos sueltos. Está claro que este artículo no es más que la punta
del iceberg. Nos pide a gritos que sigamos investigando.
Albert Joplin se rio entre dientes.
—No podría estar más de acuerdo. Es usted muy parecido a mí.
—Lo que importa no es la investigación —opinó el señor Saunders—. Lo
que sea que haya en esa tumba se está impacientando y lo quiero fuera del
cementerio esta noche. Si me hiciera el favor de supervisar la excavación,
señor Lockwood, se lo agradecería. ¿Qué me dice?
Lockwood me miró y después miró a George. Le devolvimos la mirada
con los ojos brillantes.
—Será un placer, señor Saunders —respondió.
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tumbas, incluso los agentes se mostraban reacios a pasar allí mucho tiempo.
Era como adentrarse en territorio enemigo. No éramos bien recibidos.
En el pasado, la puerta oeste había sido lo bastante ancha como para que
dos carruajes pudieran salir a la vez hacia Harrow Road. Ahora estaba
bloqueada de forma rudimentaria con una valla tosca, atada con tiras de hierro
y cubierta con muchos carteles y folletos descoloridos. En el póster más
repetido había una mujer sonriente y con los ojos saltones, vestida con una
falda que le llegaba por las rodillas y una camiseta. Posaba con las manos
extendidas a modo de saludo. A su lado, unas letras brillantes decían:
HERMANDAD DE LOS BRAZOS ABIERTOS: RECIBIMOS A NUESTROS AMIGOS DEL MÁS
ALLÁ.
—Personalmente, a mí me gusta recibirlos con un destello de magnesio —
dije. Tenía ese nudo en el estómago que siempre me acompaña antes de un
caso. La sonrisa de la mujer me resultaba ofensiva.
—Las sectas espiritistas están llenas de idiotas —coincidió George.
En el centro de la verja había una puerta estrecha y abierta, y junto a ella,
una choza destartalada hecha de hierro ondulado. Dentro había una hamaca,
una colección de latas de refresco vacías y un niño pequeño leyendo un
periódico. El chico llevaba una gorra plana enorme coloreada con cuadros
amarillos de estilo deportivo que le ensombrecía casi toda la cara. Por lo
demás, iba ataviado con el habitual uniforme marrón oliva de la patrulla
nocturna. Su bastón con punta de hierro estaba apoyado en una esquina de la
caseta. Hundido en la hamaca, nos observó mientras nos acercábamos.
—Somos la agencia Lockwood, hemos quedado con el señor Saunders —
anunció Lockwood—. No te levantes, no hace falta.
—No iba a hacerlo —respondió el niño—. ¿Quiénes sois? Asumo que
sensibles.
George tocó el pomo de su estoque.
—¿Ves las espadas? Somos agentes.
El chico no parecía muy convencido.
—Podríais haberme engañado. ¿Entonces por qué no lleváis uniformes?
—No los necesitamos —contestó Lockwood—. Un estoque es lo que de
verdad diferencia a un agente.
—Qué tontería —dijo el chico—. Los agentes de verdad llevan chaquetas
elegantes, como esos estirados de Fittes. Imagino que sois otro grupo de
sensibles cursis que se desmayarán a la menor señal de un acechador. —Abrió
de golpe el periódico y se centró en él—. Sea como sea, entrad.
Lockwood parecía sorprendido. George dio medio paso hacia delante.
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—Los estoques de los agentes no solo sirven para los fantasmas —dijo—.
También se pueden usar para darle una paliza a los listillos de la patrulla
nocturna. ¿Quieres que te lo demostremos?
—Uh, qué miedo. Mira cómo tiemblo. —El niño se tapó aún más los ojos
con la gorra y se recostó en la hamaca. Luego señaló con el pulgar sobre su
hombro—. Id recto por la avenida principal y buscad la capilla del centro. Allí
veréis a todo el mundo acampando. Ahora salid, por favor. Me estáis tapando
la luz.
Durante un segundo, era impredecible saber si otro fantasma pequeño
aparecería junto a Harrow Road, pero aparté rápido ese pensamiento.
Lockwood nos guio. Atravesamos la verja y entramos en el cementerio.
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preocupamos por Kipps, ¿a que no? Creo que va a ser una noche excelente.
En cuanto a Bickerstaff… Que tuviera un final desafortunado no tiene por qué
significar que ahora sea un espíritu agresivo.
—Puede… —murmuró George—. Aunque yo estaría bastante enfadado si
me hubieran comido las ratas.
Después de caminar cinco minutos, vimos el techo blanco y pesado de un
edificio alzándose entre los árboles como una ballena que atraviesa el mar
oscuro. Se trataba de la capilla anglicana, situada en el centro del cementerio.
En la parte delantera, cuatro grandes pilares sujetaban un pórtico griego. Unos
peldaños anchos ascendían hasta las puertas dobles. Estaban abiertas y la luz
eléctrica brillaba con calidez en el interior. Debajo había dos casetas
prefabricadas que hacían las veces de oficina, medio iluminadas por unos
focos hidráulicos gigantes. Había excavadoras mecánicas, pequeños camiones
de descarga y cubetas llenas de tierra. En el fondo del campamento, espirales
de humo de lavanda ascendían de las fogatas de unos cubos de carbón.
Era obvio que habíamos llegado a la base de operaciones de Excavaciones
y Limpieza Felices Sueños. Varias figuras estaban de pie al final de la
escalera de la capilla. Las puertas abiertas iluminaban sus siluetas. Oímos
voces gritando y el miedo crujía como la energía estática en el aire.
Lockwood, George y yo dejamos las bolsas en el suelo junto a uno de los
cubos humeantes. Subimos los peldaños con las manos sobre las empuñaduras
de los estoques. El ruido del grupo desapareció, la gente se apartó y nos
contemplaron en silencio mientras nos acercábamos.
En el último escalón, la figura ensombrerada y angular del señor Saunders
se abrió paso entre la multitud y avanzó para recibirnos.
—¡Justo a tiempo! —exclamó—. Ha habido un pequeño accidente y estos
idiotas se niegan a quedarse. No dejo de repetirles que vendrían unos agentes
experimentados, pero no, quieren irse con la paga de hoy. ¡No voy a daros ni
un centavo! —gruñó sobre su hombro—. ¡Os contrato para que os enfrentéis
al peligro!
—No después de lo que han visto —dijo un hombre grandullón. Tenía un
aspecto agresivo, con barba incipiente, tatuajes de esqueleto en el cuello y el
brazo, y un robusto collar de hierro sobre la camiseta.
La multitud estaba formada por varios trabajadores fornidos y algunos
críos de la patrulla nocturna, que estaban asustados y se apoyaban en sus
bastones para reconfortarse. También vi a una pandilla de chicas
adolescentes, cuyos vestidos anchos y sin forma, lápices de ojos negro,
pulseras gigantes y pelo liso hasta las axilas las señalaban como sensibles. Las
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sensibles también trabajan en el ámbito psíquico, pero se niegan a luchar
contra los fantasmas por un principio pacifista. Suelen ser tan molestas como
un resfriado en verano y tan irritantes como un sarpullido de ortiga. No
solemos llevarnos bien.
Saunders miró al hombre que acababa de hablar.
—Deberías avergonzarte, Norris. ¿Qué será lo próximo? ¿Pegar un salto
cuando veas una sombra o un trémulo?
—Esa cosa no era una sombra —puntualizó Norris.
—¡Trae a agentes de verdad! —gritó alguien—. ¡No a estos
investigadores de pacotilla! Míralos, si ni siquiera llevan uniforme.
Agitando las pulseras, la chica con aspecto más patético y el vestido más
ancho dio un paso adelante.
—¡Señor Saunders! ¡Miranda, Tricia y yo nos negamos a trabajar cerca de
esa tumba hasta que sea segura! Me gustaría que quedase claro.
Un coro se mostró de acuerdo y algunos hombres insultaron en voz alta
mientras Saunders luchaba por hacerse oír. La multitud empujaba hacia
dentro de forma amenazante.
Lockwood alzó una mano en señal de cordialidad.
—Hola a todos —empezó. Les iluminó con su sonrisa más amplia y el
grupo se calló—. Soy Anthony Lockwood, de la agencia Lockwood. Puede
que hayáis oído hablar de ella. ¿Combe Carey Hall? ¿La tumba de la señora
Barrett? Somos nosotros. Hemos venido a ayudaros esta noche y me
encantaría oír cuáles son los problemas que habéis sufrido. Está claro que has
tenido una experiencia terrible —dijo, sonriendo a la chica—. ¿Podrías
hablarme de lo que ha pasado?
Era típico de Lockwood. Ser simpático, considerado y empático. Mi
impulso habría sido abofetear a la chica con fuerza y sacarla por las botas a la
oscuridad mientras ella se quejaba. Por eso él es el líder y no yo. Y por eso
tampoco tengo amigas.
Fiel a su estilo, la joven dirigió sus ojos grandes y húmedos hacia él.
—Sentí como… como si algo corriera bajo mis pies —contestó con la
respiración entrecortada—. Estuvo a punto de agarrarme y tragarme. Era una
energía muy siniestra. Malvada. ¡No pienso volver a acercarme a esa zona!
—¡Eso no es nada! —gritó otra de las chicas—, Claire solo lo ha sentido.
Yo lo he visto, justo cuando caía el atardecer. Juro que se bajó la capucha y
me miró. Le bastó con un segundo. ¡Hizo que me desmayara!
—¿Una capucha? —preguntó Lockwood—. ¿Podrías describirme cómo
era?
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Pero los chillidos de la chica habían avivado la emoción del grupo. Todo
el mundo empezó a hablar a la vez, agarrándose a nosotros. Empujaron hacia
delante y nos apretaron contra la puerta. Eramos el centro de un círculo de
rostros asustados e iluminados. Más allá de los escalones de la capilla, la
última luz roja se desvanecía a través de las interminables filas de lápidas.
Saunders gritó con todavía más rabia.
—¡Ya vale, cobardicas! Joplin puede reubicaros en otra zona esta noche.
En una que esté lejos de esa tumba. ¿Contentas? Ahora salid de aquí, venga,
¡moveos! —Agarró a Lockwood del brazo y entró al edificio a base de
codazos. George y yo los seguimos, chocándonos, sacudiéndonos y
estrujándonos entre las puertas que se cerraban—. ¡Y sin finiquito! —
Saunders gritó al hueco—. ¡Seguís trabajando para mí!
Las puertas se cerraron de golpe y silenciaron el clamor de la gente.
—Menudo jaleo —gruñó el sepulturero—. Es culpa mía, por querer
acelerarlo todo. Les pedí a los excavadores que empezaran a cavar cerca de la
tumba de Bickerstaff hace una hora. Pensé que así les echaría un cable. Luego
se desató el infierno y ni siquiera estaba oscuro. —Se quitó el sombrero y se
limpió la frente con la manga—. Quizá aquí dentro tengamos un momento de
paz.
La capilla era un espacio pequeño y decorado con sencillez y paredes de
yeso encalada. Olía un poco a humedad y hacía frío. Los tres radiadores de
gas encendidos y colocados a lo largo del suelo de baldosas apenas mejoraban
la situación. Dos mesas de aspecto barato se apilaban cerca de los radiadores,
cada una oculta bajo un caos de papeles. En una de las paredes había un altar
polvoriento detrás de una barandilla de madera, con una pequeña puerta
cerrada a un lado y un púlpito de madera cerca. Sobre nuestras cabezas se
alzaba una cúpula de yeso ondulado.
El objeto más curioso de la habitación era un bloque negro de piedra
enorme, del tamaño y la forma de un sarcófago cerrado. Estaba apoyado sobre
una placa rectangular de metal en el suelo, debajo de la barandilla del altar.
Lo estudié con interés.
—Sí, eso es un catafalco, niñita —explicó Saunders—. Es un viejo
ascensor Victoriano que se usaba para transportar ataúdes a las catacumbas
que hay abajo. Tiene un mecanismo hidráulico. Según Joplin, sigue
funcionando. Lo utilizaron hasta que el Problema empeoró demasiado.
¿Dónde estará Joplin? Ese tonto nunca está en su mesa. Siempre está dando
vueltas por ahí cuando le necesitas.
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—Ese «pequeño incidente» en la tumba de Bickerstaff… —apuntó
Lockwood—. Por favor, díganos qué ha pasado.
Saunders puso los ojos en blanco.
—A saber. No entiendo nada de lo que dicen. Como han oído, algunas
crías han visto algo. Unas dicen que es muy alto y otras que llevaba una capa
o una túnica. Pero no hay coherencia. Una chica de la patrulla nocturna dijo
que tenía siete cabezas. ¡Es ridículo! A esa la mandé a casa.
—Los niños de la patrulla nocturna no suelen inventarse historias —
señaló George.
Eso era cierto. Muchos de los niños con fuertes habilidades psíquicas se
convertían en agentes, pero, si no eres lo bastante bueno para eso, te tragas el
orgullo y te unes a la patrulla nocturna. Es peligroso, está mal pagado y las
responsabilidades consisten básicamente en vigilar cuando anochece. Pero
esos críos tienen el don. Nunca los subestimamos.
Lockwood tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo largo y
oscuro. Le brillaban los ojos de la emoción.
—Cada vez me resulta más interesante —dijo—. Señor Saunders, ¿cómo
está ahora la tumba? ¿Está expuesta?
—Los hombres han avanzado un poco. Creo que chocaron con el ataúd.
—Excelente. Ahora podemos ocuparnos nosotros. A George se le da bien
la pala, ¿no es cierto, George?
—Bueno, lo que está claro es que he practicado mucho —respondió
George.
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amarillenta bajo la luz de la antorcha de Saunders. El cucharón seguía lleno.
Palas, picos y otras herramientas para cavar estaban esparcidas a su alrededor.
—Se fueron corriendo —explicó Saunders. Su voz sonaba tensa y aguda
—. Bueno, aquí es donde me detengo yo. Si quieren algo, llámenme.
Sin disimular la prisa, se adentró en la oscuridad y nos quedamos solos.
Desenvainamos los estoques. Era una noche silenciosa y yo notaba los
fuertes latidos de mi corazón. Lockwood sacó un bolígrafo linterna del
cinturón y alumbró el espacio negro a la izquierda del camino. Era un terreno
cuadrado y abierto, bordeado de tumbas normales y sepulcros. En el centro,
una losa pequeña, descolorida y torcida emergía de la tierra. Habían quitado
la hierba que crecía frente a la lápida, dejando una fosa grande y ligeramente
empinada abierta en el suelo. Mediría unos dos metros y medio de ancho y
uno de profundidad. Los dientes del cucharón de la excavadora habían dejado
muescas alargadas en el barro. Pero lo único que nos interesaba era la lápida.
Rápidos y en silencio, activamos nuestros sentidos antes de hacer
cualquier otra cosa.
—No hay brillos mortales —indicó Lockwood en voz baja—. Es lo que
cabría esperar, puesto que nadie ha muerto aquí. ¿Habéis captado algo?
—No —respondió George.
—Yo sí —contesté—. Una leve vibración.
—¿Un ruido? ¿Voces?
Me molestaba, pero no podía descifrar qué era.
—Solo es un… revuelo. Estoy segura de que hay algo.
—Mantened los ojos y los oídos atentos —nos pidió Lockwood—. Bueno,
lo primero que hay que hacer es levantar una barrera. Luego le echo un
vistazo a la lápida. No quiero que se nos escape nada, como pasó la última
vez.
George colocó un farol encima de uno de los sepulcros y usamos la luz
para sacar las cadenas. Formamos un círculo alrededor del agujero. Cuando
terminamos, Lockwood pasó por encima de las cadenas y se acercó a la lápida
con la mano sobre el estoque. George y yo esperamos mientras observábamos
las sombras.
Lockwood llegó hasta la piedra, se arrodilló de pronto y apartó la hierba.
—Vale —dijo—. Es de un material de mala calidad y se ha erosionado
con el tiempo. Mide casi como una cuarta parte de una lápida normal. No la
colocaron bien y está bastante torcida. Alguien tenía mucha prisa cuando hizo
esto…
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Encendió la antorcha y apuntó a la superficie. Décadas de liquen habían
formado una costra, que cubría las letras grabadas.
—Edmund Bickerstaff… —leyó Lockwood—. Esto no es obra de un
cantero. Apenas hay inscripción. Arañaron la lápida con la primera
herramienta que pillaron. Tenemos una tumba hecha apresuradamente, de
forma clandestina y con poca experiencia. Lleva aquí mucho tiempo.
Se puso en pie. Cuando lo hizo, oí un crujido muy leve. Detrás de la
tumba, una figura emergió en la oscuridad y se tambaleó hacia la zona
iluminada por el farol. George y yo gritamos. Lockwood saltó hacia un lado
con el estoque en alto. Se dio la vuelta en pleno salto y aterrizó en el centro
del agujero, delante de la lápida.
—Lo siento —dijo el señor Albert Joplin—. ¿He asustado a alguien?
Maldije en voz baja y George silbó. Lockwood solo espiró con aspereza.
El señor Joplin avanzaba a trompicones por el borde del hoyo. Se movía con
torpeza y con los hombros caídos, de una forma que me recordaba vagamente
a un chimpancé. Unas ráfagas de caspa caían a su alrededor a cada paso. Sus
brazos raquíticos se aferraban al montón de papeles, que resguardaba contra
su estrecho pecho como una madre protege a un hijo.
Se subió las gafas y se disculpó.
—Perdonen. Vengo de la puerta este y me equivoqué de camino. ¿Me he
perdido algo?
George respondió. En ese momento, una oleada de frío abrasador me
envolvió. ¿Sabes cuál es esa sensación cuando te tiras a una piscina,
descubres que no está climatizada y el agua helada choca con tu piel? Una
bofetada de dolor horrible te golpea todo el cuerpo. Aquello fue exactamente
lo que sentí. De la impresión, dejé escapar un jadeo. Y eso no era lo peor de
todo. Cuando el frío se apoderó de mí, mi oído interno se despertó de golpe.
¿Esa vibración que había notado antes? De pronto era muy intensa. Bajo el
balbuceo de la voz de George y la cháchara de Joplin, el sonido se había
convertido en un zumbido amortiguado, como el de una nube de moscas que
se acercaba.
—Lockwood… —empecé.
Entonces desapareció. Mi cabeza se despejó. El frío se esfumó. Tenía la
piel roja y en carne viva. El ruido volvió a pasar a un segundo plano.
—Es una iglesia realmente extraordinaria, señor Cubbins —decía Joplin
—. Los mejores acabados de latón de Londres. Tengo que enseñárselos algún
día.
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—¡Chicos! —Era Lockwood, de pie en el centro del agujero—. ¡Chicos!
—llamó—. ¡Mirad lo que he encontrado! No, usted no, por favor, señor
Joplin. Será mejor que se quede detrás del hierro.
Su linterna apuntaba al barro junto a sus pies. Con la cabeza todavía
resonando, me moví despacio, crucé las cadenas con George y nos
adentramos en el agujero. Nuestras botas pisaban un barro suave y oscuro.
—Aquí —indicó Lockwood—. ¿Qué os parece esto?
Al principio, el resplandor me impidió ver nada. Luego, conforme movió
la antorcha, lo vi: el borde alargado, duro y rojizo de algo que sobresalía en el
barro.
—Vaya —dijo George—. Qué raro.
—¿Es el ataúd? —El señor Joplin se asomó por encima de las cadenas,
estirando el cuello delgado con entusiasmo—. ¿Es el ataúd, señor Lockwood?
—No lo sé…
—Casi todos los ataúdes que he visto están hechos de madera —murmuró
George—. La mayoría de los féretros Victorianos se habrían podrido hace
tiempo en la tierra. Suelen enterrarlos a unos dos metros de profundidad, con
los debidos rituales y costumbres…
Se hizo el silencio.
—¿Y este? —preguntó Joplin.
—Está a tan solo un metro y lo han metido en diagonal, como si quisieran
deshacerse de él lo más rápido posible. Y no se ha podrido porque no es de
madera. Este féretro está hecho de hierro.
—Hierro… —repitió Lockwood—. Un ataúd de hierro…
—¿Oís eso? —pregunté de repente—. ¿El zumbido de las moscas?
—Pero el Problema no había surgido por aquel entonces —señaló George
—. ¿Qué necesitaban atrapar ahí dentro?
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Al fin, terminamos. El objeto quedó al descubierto. Lockwood encendió
otro farol y lo colocó sobre el barro, cerca del centro del agujero. Nos
mantuvimos a cierta distancia, observando lo que habíamos encontrado.
Se trataba de una caja de hierro de dos metros de largo, sesenta
centímetros de ancho y unos treinta de profundidad.
En otras palabras: no era un féretro viejo cualquiera. Como Lockwood
había dicho, era un ataúd de hierro.
Los laterales aún estaban medio cubiertos por una capa de tierra gris y
pegajosa. En las zonas en las que se había desprendido la mugre podía verse
la superficie del féretro. El óxido había crecido sobre él como flores de coral,
del color de la sangre seca.
Presuntamente, los laterales habían estado limpios y rectos en algún
momento, pero la presión de la tierra y el peso de los años los habían
deformado. Ahora, los bordes verticales estaban torcidos y la parte superior
estaba hundida por el centro. He visto féretros de plomo antiguos en los
enterramientos romanos que se encuentran bajo la ciudad con el mismo
aspecto aplastado. Una de las esquinas de la tapa estaba tan deformada que se
había despegado completamente del lateral, dejando al descubierto un hueco
estrecho de oscuridad.
—Recordadme que nunca me entierren en un ataúd de hierro —dijo
George—. Acaban destrozados.
—Y tampoco es que siga funcionando —añadió Lockwood—. No sé lo
que hay dentro, pero ha logrado salir por esta pequeña rendija. ¿Estás bien,
Lucy?
Estaba de pie, balanceándome. No, no me sentía muy bien. Me palpitaba
la cabeza y tenía ganas de vomitar. El zumbido había vuelto. Notaba cómo
unos insectos invisibles me recorrían la piel de arriba abajo. Estaba
experimentando una potente miasma, es decir, la sensación de inquietud que
suele sentirse cuando un visitante anda cerca. Era muy intensa, incluso a pesar
de todo ese hierro.
—Estoy bien —respondí con brusquedad—. Bueno, ¿quién va a abrirlo?
Esa era la gran pregunta. Las buenas prácticas en las agencias, tal y como
recoge el Manual de Fittes, dictan que una única persona debe encontrarse en
línea de fuego cuando se abren las «cámaras selladas» (véanse, las tumbas,
los ataúdes o las habitaciones secretas). El resto debe quedarse a un lado, con
las armas preparadas. En cuestiones de importancia, la norma de rotar en esta
tarea solo va por detrás de la regla de las galletas. Suele ser motivo de disputa.
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—Yo no —dijo Lockwood mientras tocaba las marcas de garras cosidas
en la parte delantera de su abrigo—. Yo abrí la de la señora Barrett.
—Pues yo me ocupé de la trampilla de la casa de Melmoth. ¿George?
—Yo me encargué de la habitación secreta del hotel Savoy —respondió él
—. ¿Os acordáis? El que tenía una antigua marca de la peste en la puerta. Ese
sitio daba miedo.
—No, no lo daba. No estaba encantada ni era secreta. Era una lavandería
llena de ropa interior.
—Eso no lo sabía cuando entré, ¿o sí? —protestó George—. Venga, lo
echaremos a suertes. —Buscó en la profundidad de sus pantalones y sacó una
moneda sucia—. ¿Qué opinas, Lucy? ¿Cara o cruz?
—Creo que…
—¿Cara? Una elección interesante. Vamos a ver. —Hubo un movimiento
confuso, demasiado rápido para seguirlo con la vista—. Ah, ha salido cruz.
Mala suerte, Luce. Ahí tienes la palanca.
Lockwood sonrió.
—Buen intento, George, pero lo harás tú. Busquemos las herramientas y
los sellos.
Con un suspiro de alivio, caminé hacia las bolsas de lona. George me
siguió de mala gana. No tardamos en colocar los sellos de plata, los cuchillos,
las palancas y el resto del equipo junto al ataúd.
—No será muy difícil —opinó Lockwood—. Mirad, la tapa está levantada
por este lado. En esta otra parte hay dos cerrojos, aquí y aquí, pero uno ya está
roto. Luego está el más cercano a ti, Lucy, todavía cerrado por la corrosión.
Con que George ponga un poco de empeño con la palanca ya podremos irnos
a casa. —Nos miró—. ¿Alguna pregunta?
—Sí —respondió George—. Varias. ¿Dónde os vais a colocar? ¿A qué
distancia? ¿Qué armas utilizaréis para protegerme cuando algo horrible salga
de ahí dentro?
—Lucy y yo lo tenemos todo controlado. Vamos a…
—Además, por si acaso no consigo volver a casa, he hecho un testamento.
Voy a deciros dónde encontrarlo. Está debajo de mi cama, en la esquina del
fondo, detrás de una caja de pañuelos.
—Dios, te ruego que no tengamos que llegar a eso. Bueno, si estás listo…
—¿Hay una especie de inscripción en la tapa? —pregunté. Ahora que
había llegado el momento, estaba muy alerta y tenía todos los sentidos
encendidos—. ¿Veis ese arañazo de ahí?
Lockwood sacudió la cabeza.
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—No sabría decirte con todo el musgo, y no voy a ponerme a quitarlo.
Venga, terminemos con esto.
En realidad, la tapa del féretro resultó ser más difícil de abrir de lo que
Lockwood había previsto. Además del pestillo corroído, las flores de óxido de
la superficie habían unido la parte superior a los lados en varias zonas y
necesitamos veinte minutos de laborioso trabajo con navajas y cinceles para
aflojar las bisagras y soltar la tapa.
—Vale… —Lockwood estaba haciendo una última lectura—. Pinta bien.
La temperatura se mantiene estable y la miasma no ha empeorado. Lo que
esté ahí dentro está sorprendentemente tranquilo. Bueno, no hay mejor
momento que el ahora. Lucy, pongámonos en nuestras posiciones.
Los dos nos colocamos en extremos opuestos del féretro. Yo cogí la red
de cadenas más grande y potente, de más de un metro de diámetro. La
desplegué y la sostuve, lista para usarla. Lockwood sacó el estoque del
cinturón y lo sujetó con un agarre angular occidental, preparado para un
ataque rápido.
—George —dijo—, te toca a ti.
Él asintió. Cerró los ojos y se recompuso. Luego cogió la palanca.
Flexionó los dedos, rotó los hombros e hizo un gesto con el cuello para
hacerlo crujir. Se acercó al ataúd, se arrodilló y metió el extremo de la
palanca en el hueco entre las abrazaderas rotas. Separó los pies y movió el
trasero como un jugador de golf a punto de hacer un swing. Respiró hondo e
hizo fuerza con la palanca. No ocurrió nada. Volvió a intentarlo. No. La tapa
estaba torcida y quizá sus movimientos la habían cerrado. George empujó de
nuevo.
Con un sonido metálico, la tapa se abrió de golpe. El extremo de la barra
se rompió. George se echó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de espaldas
con fuerza en el barro, con las gafas ligeramente torcidas. Se incorporó y
contempló de forma estúpida el ataúd.
Luego gritó.
—¡La antorcha, Lucy!
Lockwood se había lanzado hacia delante, protegiendo a George con la
hoja de su estoque. Pero no había salido nada. Ningún visitante ni ninguna
aparición. El brillo de los faroles iluminaron el interior de la tapa y también
algo dentro del féretro, algo que reflejaba la luz oscura y reluciente.
Yo tenía la antorcha en la mano. Alumbré el féretro y lo que había dentro.
Si te sueles asustar con facilidad, quizá quieras saltarte los dos siguientes
párrafos, porque el cuerpo que me devolvió la mirada no eran unos simples
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huesos, sino mucho más. Esa fue la primera sorpresa: apenas se había
descompuesto. ¿Alguna vez te has dejado un plátano debajo del sofá y se te
ha olvidado? Entonces sabrás que no tarda en ponerse negro, luego negro y
pegajoso, y luego negro y encogido. Este tipo, enterrado en hierro, era como
un plátano a medio camino entre la segunda y la tercera fase. La luz de la
linterna iluminó la piel oscura y ennegrecida, tensa a la altura de los pómulos.
Se había agrietado en algunas zonas. Tenía un agujero limpio en mitad de la
frente, donde la piel se había despellejado por completo.
Por detrás de la cabeza caían mechones largos de pelo cano, tan incoloro
como el vidrio. Las cuencas de los ojos estaban vacías. Los labios secos se
habían metido hacia dentro y dejaban ver las encías y los dientes.
Llevaba los restos de una capa o bata morada y, debajo, un traje negro
pasado de moda, un cuello alto y rígido y una corbata negra victoriana. Sus
manos (huesudas, claro) sujetaban algo envuelto en una tela blanca hecha
jirones. El objeto se había soltado del tejido, quizá por el ángulo del ataúd o
por los movimientos de la tierra desde entonces, y se asomaba entre los dedos
esqueléticos. Era un trozo de cristal con bordes irregulares, puede que del
tamaño de una cabeza humana. La suciedad y el moho lo habían oscurecido,
pero el cristal seguía brillando. El resplandor me llamó la atención.
—¡Mira! Mira.
—¿Qué era esa voz?
—¡Lucy! ¡Séllalo!
Claro. Era Lockwood el que gritaba.
Lancé la red de cadenas y tapé el contenido del féretro.
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George llevaba unos minutos apagado. Apenas había hablado y tenía una
expresión extraña en el rostro. Sus ojos mostraban una angustia adormecida,
pero también tenían una mirada nostálgica y lejana. No dejaba de girarse para
observar el hoyo, como si pensara que se había dejado algo allí. Me
preocupaba. Me recordaba un poco al bloqueo fantasmal, cuando un espíritu
agresivo merma la fuerza de voluntad de la víctima. Pero habíamos sellado el
origen con plata y ya no había ningún visitante.
Sin embargo, George no parecía mejorar. La comida lo reanimó
rápidamente. Sacudió la cabeza en dirección a Lockwood.
—No era el cuerpo —dijo despacio—. He visto cosas peores en nuestra
nevera. Era el espejo que sostenía.
—¿Pensaste que era un espejo? —pregunté.
Cuando cerraba los ojos, seguía viendo el trozo de cristal, brillante,
resplandeciente y más oscuro que la oscuridad.
—No sé qué era, pero no podía apartar la mirada. Y vi…
—No sé qué es lo que he visto. Todo estaba prácticamente negro, pero
había algo en esa oscuridad y era horrible. Por eso grité. Sentí como si alguien
me succionara las entrañas a través del pecho. —George se estremeció—.
Pero también era fascinante a la vez. No podía dejar de mirar. Quería mirarlo,
aunque me estaba haciendo daño. —Soltó un largo y sincero suspiro—. Si
Lucy no lo hubiera tapado con la red, puede que ahora siguiera mirándolo.
—Por lo que dices, menos mal que no es así —comentó Lockwood. Él
también había estado fijándose en George—. Así que un espejo raro. No me
extraña que lo guardaran en un ataúd de hierro.
—¿Conocían las propiedades del hierro en la época de Bickerstaff? —
pregunté.
No fue hasta que surgió el Problema, hacía cincuenta años, cuando se
empezaron a producir en masa las defensas antifantasmas hechas de hierro y
plata. Y esta sepultura databa de una o dos generaciones antes de eso.
—La mayoría de la gente no —respondió Lockwood—. Pero siempre se
han usado la plata, la sal y el hierro para protegerse de los fantasmas y los
espíritus malvados en general. No puede ser una coincidencia que sea de
hierro. —Bajó la voz y añadió—: Por casualidad, ¿alguno ha visto algo raro
en el doctor Bickerstaff?
—¿Te refieres a algo más aparte del cadáver momificado y enterrado en
diagonal? —pregunté.
—Así es. Según el periódico de Joplin, a Bickerstaff se lo comieron las
ratas, ¿no? Ese tipo estaba de una pieza. ¿Y visteis el agujero en la…?
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Dejó de hablar cuando Saunders y Joplin se acercaron. El sepulturero
había estado gritándoles órdenes a los niños de la patrulla nocturna, mientras
el archivista se detenía junto a las cadenas de hierro y contemplaba el féretro.
Los dos nos regalaron una amplia sonrisa, seguida de una ronda de palmadas
en la espalda y felicitaciones.
—¡Excelente trabajo, señor Lockwood! —exclamó Saunders—. Qué
eficiencia. Quizá podamos seguir ya con lo nuestro, ahora que se ha acabado
la tontería. —Le dio un sorbo a una humeante taza de café—. La gente dice
que el viejo Bickerstaff tenía un cristal o algún tipo de… Puede que algo que
usaba en sus extraños rituales. Pero lo han tapado con la red, por supuesto.
Lockwood rio.
—No querrán mover la red. Está claro que hay un origen poderoso.
Tendremos que ponernos en contacto con el DICM de inmediato para que
puedan venir a buscarlo y deshacerse de él.
—¡Será lo primero que hagamos mañana por la mañana! —replicó
Saunders—. Ahora tenemos que seguir con las tareas habituales. Ya hemos
perdido medio turno de trabajo. Bueno, supongo que querrá que le firme el
papeleo y cerremos el caso, señor Lockwood. Pase por la oficina y se lo
tendremos preparado.
—¿Podemos llevar el ataúd a la capilla esta noche? —pidió Joplin—. No
me gusta que lo dejemos ahí. Podrían venir los ladrones y los saqueadores de
reliquias, ya sabes.
Lockwood frunció el ceño.
—Bueno, asegúrense de que la red siga en su sitio. Cambien las cadenas
cuando lo hayan trasladado y no dejen que nadie se acerque.
Lockwood y Saunders se marcharon. George se apoyó en un sepulcro y
empezó una animada conversación con Joplin. Yo me mantuve ocupada
recogiendo nuestro equipo, tomándomelo con calma. Todavía era temprano,
ni siquiera habían dado las doce. Sin duda, había sido una noche mejor que la
anterior. Aunque rara. Una tumba muy extraña e imposible de comprender.
George había visto algo, pero no había habido ningún fantasma tangible. Algo
que pudiera crear tantas anomalías psíquicas pese a todo ese hierro era
formidable, sin duda.
—¿Señorita? —Era Norris, el sepulturero más alto y musculoso. Tenía la
piel curtida. La barba blanca se extendía hasta el pelo rapado de la cabeza.
Tenía una calavera desvelada con las alas extendidas tatuada en el cuello—.
Perdone, señorita —repitió—. ¿Lo he oído bien? ¿No puede acercarse nadie
al féretro?
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—Sí, eso es.
—Entonces será mejor que detenga a su amigo. Mire por dónde va.
Me di la vuelta. George y Joplin habían cruzado la barrera de cadenas de
hierro. Se habían aproximado al ataúd. Hablaban con emoción y Joplin
arrugaba con fuerza sus papeles bajo el brazo.
—¡George! —grité—. ¿Qué diantres estás…?
Entonces me di cuenta.
La tapa. La inscripción.
George y Joplin, que seguían charlando alegremente, se detuvieron junto
al ataúd y comenzaron a quitar el barro de la tapa. George tenía una navaja y
la acercó a la tapa para que la tarea le resultara más fácil. La red de plata ya
no estaba colocada en su sitio, sino que se había resbalado a un lado.
Norris me dijo algo, pero no le oí, porque justo en ese momento me
percaté de que había una tercera figura de pie al lado de Joplin y de George.
Estaba quieta y silenciosa, y era alta, delgada y solo medio corpórea. El
féretro de hierro atravesaba una de las esquinas de la larga túnica gris. Unas
espirales brillantes de plasma, cortas y regordetas como las antenas de las
anémonas, se retorcían y curvaban en la base de la aparición. Pero no había
brazos ni piernas, sino solo una túnica caída. La cabeza, envuelta en una larga
y curvada capucha, permanecía oculta. Solo se veían dos detalles: una barbilla
pálida y puntiaguda, tan blanca como las espinas de un pescado, y una
mandíbula abierta con dientes serrados.
Abrí la boca y, en el segundo que tardé en lanzar un grito de alarma, oí
cómo una voz me hablaba en la mente.
—¡Mira! ¡Mira!
—¡George!
—Te doy lo que tu corazón desea…
—¡George!
Ni él ni Joplin se movían, pese a que la figura estaba directamente en su
campo de visión. Los dos seguían medio inclinados y se habían quedado
helados quitando el barro del féretro. Tenían los ojos abiertos como platos y
el rostro paralizado.
—Mira…
La voz era profunda y tranquila, pero también fría y repulsiva. Confundía
mis sentidos. Deseaba obedecerla y ansiaba desesperadamente resistirme al
mismo tiempo.
Me obligué a moverme.
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Y la figura también se movió. Se elevó y formó una columna gris borrosa
bajo el cielo estrellado.
Detrás de mí, alguien chilló. No tenía tiempo. Desenvainé el estoque. El
espíritu se acercó a George y a Joplin. De repente, parecieron salir de su
trance, alzaron la cabeza y saltaron hacia atrás. Oí el grito de George. Joplin
soltó los papeles. La figura permaneció allí, congelada durante unos instantes.
Sabía lo que iba a hacer. Sabía que se inclinaría hacia abajo de pronto y caería
como un chorro de agua. Iba a tragárselos. Iba a devorarlos a los dos.
Yo estaba demasiado lejos. Qué estúpida. El estoque no me servía para
nada.
No había tiempo para cambiar de arma ni buscar algo más en el cinturón.
El estoque…
La figura descendió. La boca abierta y los dientes bajaron en forma de
arco.
Lancé la espada, que giró como una ruleta en el cielo.
Joplin, que había tropezado con sus propios pies a causa del pánico,
empujó a George hacia un lado. Este, retrocediendo y buscando a tientas una
protección en su cinturón, perdió el equilibrio y comenzó a caer.
—Te doy lo que tu corazón desea…
El estoque pasó directamente entre George y Joplin, justo por encima de
sus cabezas. La hoja recubierta de plata rebanó el rostro encapuchado con un
solo golpe.
La figura se desvaneció. La voz de mi cabeza se acalló. Una oleada de
impacto psíquico salió a toda velocidad del centro del círculo y me tiró al
suelo. Lockwood, con el pelo al viento y el abrigo sacudiéndose, me esquivó
y corrió hacia el agujero. Se detuvo junto a las cadenas y observó la escena
con los ojos brillantes. Pero no pasaba nada. George estaba bien. Joplin estaba
bien. El féretro permanecía en silencio. Las estrellas veraniegas brillaban en
el cielo.
El visitante había desaparecido.
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—¡Lo que dijera Joplin no tendría que afectarte! —exclamó Lockwood—.
¿Te parece esa una buena excusa para casi morir? ¿Intentar descifrar los
arañazos de un viejo y repugnante ataúd? ¡Me has sorprendido, George! Estoy
alucinando, de verdad.
En realidad no lo estaba, y yo tampoco. Una de las características más
conocidas de George, además de su sarcasmo, sus ventosidades y su habitual
mentalidad sangrienta, era su fascinación por todo lo desconocido. Cuando no
estaba deambulando entre archivos polvorientos para investigar los
antecedentes de un caso, deambulaba entre archivos polvorientos en busca de
teorías sobre los visitantes, para intentar descubrir por qué los fantasmas se
aparecían y cómo ocurría exactamente. La calavera de nuestro frasco sellado
no era lo único que le interesaba. Cuando podía, también analizaba otros
objetos con poderes psíquicos. Imagino que el ataúd de hierro entraría en esa
categoría.
Imagino también que Joplin, el aburrido y pequeño erudito, compartía la
visión de George.
Ahora Lockwood había dejado de hablar. Tenía los brazos cruzados,
claramente esperando una disculpa, pero George no iba a dejar el tema
todavía.
—Coincido en que el féretro y lo que había dentro son peligrosos —dijo
con terquedad—. Ese espejo que vi era horrible. Pero sus poderes son
totalmente desconocidos, así que creo que las agencias deben encargarse de
investigar todo aquello que nos encontramos, y eso incluye la inscripción.
Podría darnos pistas sobre lo que tramaban Bickerstaff y ahora su fantasma.
—¿Y a quién le importa? —bramó Lockwood—. ¿A quién le importa
todo eso? ¡No forma parte de nuestro trabajo! —En muchos aspectos,
Lockwood era totalmente lo contrario a George, y no solo en cuestión de
higiene corporal. No le interesaba el funcionamiento de los fantasmas y
mucho menos sus deseos o intenciones. Lo único que quería era destruirlos de
la manera más eficiente posible. Sin embargo, supuse que lo que realmente le
había ofendido era la actitud descuidada y de novato de George—. De ese
tipo de cosas se preocupan Barnes y el DICM —siguió con un tono más
relajado—. Nosotros no. ¿Verdad, Lucy?
—¡Exacto! Claro que no. Bajo ningún concepto —respondí. Me ajusté la
esquina de la falda con cuidado—. Aunque a veces sí que es interesante…
¿De verdad viste la inscripción, George? No se me ocurrió preguntártelo.
George asintió.
—Pues casualmente sí.
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—¿Y qué decía?
—Decía: «Si valoras tu alma, olvida y renuncia a este féretro maldito».
Solo eso.
Dudé.
—¿Olvida y renuncia?
—Significa que no lo abras, básicamente.
—Bueno, es un poco tarde para eso.
Lockwood había estado observándonos todo ese rato. Se aclaró la
garganta.
—Pero ya no importa, ¿no? —preguntó de forma dulce—. Porque, como
te decía, Bickerstaff y el espejo ya no son asunto nuestro. Y George…
—Espera —le interrumpí de pronto—. Damos por seguro que ese era
Edmund Bickerstaff. Pero ¿cómo encaja eso con la historia de Joplin sobre la
muerte de Bickerstaff? Al tipo del ataúd no se lo habían comido las ratas,
¿no? Tenía un balazo en la cabeza.
George hizo un gesto afirmativo.
—Tienes razón. Bien visto, Lucy.
—Aunque supongo que podrían haberle disparado y luego mordisqueado.
—Puede… Pero a mí me parecía que estaba entero.
—¡Eso no importa! —gritó Lockwood—. Si el caso estuviera abierto,
sería interesante, como has dicho. Pero ya hemos acabado el encargo. Se ha
acabado. ¡Olvidadlo! Lo importante es que hicimos aquello por lo que nos
pagan, que es encontrar y sellar el origen.
—Mm, no. En realidad no sellamos el origen, como he demostrado de
forma concluyente —replicó George—. El fantasma de Bickerstaff consiguió
escaparse con todo ese hierro y plata. Eso es raro. Seguro que incluso tú
admitirías que merece la pena investigarlo.
Lockwood maldijo entre dientes.
—¡No! ¡De eso nada! Quitaste la red, George, así es como pudo escaparse
el visitante y petrificarte. ¡Podrías haber muerto! El problema es que te
distraes hasta con una mosca, como siempre. ¡Tienes que aclarar tus
prioridades! Mira todo este desastre de aquí… —Señaló con un dedo en
dirección a la mesita, donde estaba el frasco sellado. La calavera apenas era
visible y el plasma era tan transparente y verdoso como siempre. Aquella
tarde, George había hecho más experimentos. No había conseguido nada con
el sol de mediodía, ni tampoco con la breve exposición a los fuertes estallidos
de música clásica de la radio. La mesa estaba cubierta de un pequeño mar de
cuadernos y observaciones garabateadas—. Este es el ejemplo perfecto —
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continuó—. Estás perdiendo demasiado tiempo con ese maldito frasco.
Intenta concentrarte más en las investigaciones de los casos y ayuda un poco a
la agencia.
George tenía las mejillas encendidas.
—¿Qué se supone que quieres decir con eso?
—Quiero decir que, el otro día, en aquel caso de Wimbledon… Pasaste
totalmente por alto todas esas cosas de la historia de las horcas. ¡Incluso ese
idiota de Bobby Vernon descubrió más información útil que tú!
George permaneció sentado, muy quieto. Abrió la boca como si estuviera
a punto de debatir algo y luego volvió a cerrarla. No había ninguna expresión
en su rostro. Se quitó las gafas y las limpió con el jersey.
Lockwood se pasó las manos por el pelo.
—No estoy siendo justo. No debería haber dicho eso. Lo siento.
—No, no —respondió George con frialdad—. Intentaré esforzarme más a
partir de ahora.
—Bien.
Se hizo el silencio.
—¿Y si hago chocolate? —sugerí con un tono alegre. El chocolate
caliente ayuda a tranquilizar el ambiente de madrugada. La noche empezaba a
acabarse. Faltaba poco para el amanecer.
—Ya lo preparo yo —dijo George, levantándose de golpe—. A ver si eso
sí puedo hacerlo bien. ¿Dos de azúcar, Luce? Lockwood… El tuyo lo haré
muy espumoso.
Lockwood observó la puerta que se cerraba con el ceño fruncido.
—¿Sabes? Ese último comentario me preocupa —soltó, suspirando—.
Lucy, quería decirte que ha sido impresionante lo que has hecho con el
estoque.
—Gracias.
—Apuntaste al punto perfecto, justo entre las dos cabezas. Un centímetro
a la izquierda y le habrías atravesado el entrecejo a George. Una precisión
realmente espectacular.
Hice un gesto humilde.
—Bueno, a veces toca hacer lo que toca hacer.
—En realidad no apuntaste, ¿verdad? —preguntó Lockwood.
—No.
—Lo lanzaste y ya está. De hecho, fue pura suerte que George perdiera el
equilibrio y se cayera. Por eso no hiciste una brocheta con su cabeza.
—Sí.
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Me sonrió.
—Aun así, eso no significa que no haya sido una obra maestra. Fuiste la
única que reaccionó a tiempo.
Como siempre, la intensa amabilidad de su aprobación hizo que me
sonrojara un poco. Me aclaré la garganta.
—Lockwood —le llamé—. El fantasma de Bickerstaff…, ¿de qué tipo
era? Nunca había visto algo así. ¿Viste cómo se elevó tan alto? ¿Qué clase de
visitante hace eso?
—No tengo ni idea, Luce. Con suerte, el resto de hierro que colocamos
allí lo mantendrá callado hasta que amanezca. Después será problema del
DICM, cosa de la que me alegro. —Suspiró y se levantó de la silla—. Será
mejor que vaya a ayudar a George. Sé que le he ofendido. También estoy algo
preocupado por lo que le está haciendo a mi chocolate.
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centro como si fuera agua hirviendo en el fuego. Dentro había una cara, un
rostro con mirada malvada que se superponía al plasma. La punta de la nariz
en forma de bulbo presionaba el cristal de plata. Los ojos retorcidos brillaban
y la boca desprovista de labios mascaba y sonreía.
—Tú —dije. Tenía la garganta seca y apenas podía hablar.
—No es la mejor bienvenida que he oído —respondió la voz—, aunque
tienes razón. Sí, no puedo negarlo. Soy yo.
Me levanté con dificultad, con la respiración agitada y una intensa
emoción recorriendo mi cuerpo. Así que tenía razón: era un fantasma de tipo
tres. ¡Plenamente consciente y capaz de comunicarse! Pero Lockwood y
George no estaban allí… Tenía que enseñárselo y encontrar la forma de
demostrarlo. Me dirigí a la puerta.
—Oye, no los metas en esto. —La voz susurrante parecía dolida—.
Dejemos que sea algo íntimo entre tú y yo.
Aquello hizo que me detuviera. Habían pasado siete meses desde la última
vez que la calavera había decidido hablar. Tenía razones sólidas para pensar
que se callaría en cuanto abriese la puerta. Tragué saliva e intenté ignorar el
corazón que me martilleaba en el pecho.
—Está bien —contesté con voz ronca, mirándolo fijamente por primera
vez—. Si eso es lo que quieres, tendrás que darme algunas respuestas. ¿Qué
eres? ¿Por qué me hablas?
—¿Qué soy? —El rostro se abrió, el plasma se separó y vi claramente la
calavera manchada de marrón en el fondo del frasco—. Esto es lo que soy —
siseó la voz—. Mírame bien. Este es el destino que te espera.
—Vaya, qué siniestro —me burlé—. Estás igual que la última vez. ¿Qué
dijiste entonces? ¿«La muerte se acerca»? Pues menuda predicción. Yo sigo
viva y tú sigues siendo una masa viscosa, pegajosa y brillante atrapada en un
frasco. Impresionante.
De pronto, el plasma se unió como las puertas de un ascensor cerrándose
y el rostro volvió a formarse. Su mirada crítica parecía menos intimidante
ahora que las mitades unidas no coincidían y le daban una apariencia torcida y
grotesca.
—Me decepciona que no prestaras atención a mi advertencia —susurró—.
Lo que dije fue: «La muerte está en la vida y la vida está en la muerte». El
problema es que eres estúpida, Lucy. Estás ciega y no ves las pruebas que te
rodean.
A lo lejos, en la cocina, podía oír el tintineo de los cubiertos. Me
humedecí los labios.
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—No me importan esas chorradas.
La voz gimió.
—¿Es que quieres que te lo dibuje? ¡Usa tus ojos y tus oídos! Usa tu
inteligencia, niña. Nadie más puede hacerlo. Estás sola.
Sacudí la cabeza, aunque en realidad lo que quería era aclararme la mente.
Ahí estaba, con las manos en las caderas y discutiendo con un rostro dentro de
un frasco.
—Te equivocas —le contesté—. No estoy sola. Tengo a mis amigos.
—¿A quién? ¿Al gordo de George? ¿Al mentiroso de Lockwood? —El
rostro se arrugó de alegría—. Ah, sí, brillante. Menudo equipo.
—¿Mentiroso?
Hasta ese momento, había algo hipnótico en la voz, algo que me resultaba
imposible ignorar. De pronto, el alarde de los susurros me repugnó. Me alejé
hacia el otro lado de la habitación.
—No pongas esa cara de sorpresa —replicó la voz—. Reservado,
mentiroso. Sabes que es verdad.
Lo ridículo de la situación me hizo reír.
—Yo no sé nada de eso.
—Entonces, venga. Ahí hay una puerta y tiene bisagras.
—Úsala.
Pues claro que iba a hacerlo. De pronto necesitaba compañía. Necesitaba a
los demás. No quería estar sola con la voz alegre.
Crucé la sala. Mis dedos se estiraron en busca del pomo.
—Hablando de puertas, una vez te vi en el rellano de arriba. Al lado de la
habitación prohibida. Te morías de ganas de entrar, ¿no?
Me detuve.
—No…
—Menos mal que no lo hiciste. Nunca habrías salido con vida.
Fue como si el suelo bajo mis pies se inclinara un poco.
—No —repetí—. No.
Busqué a tientas el picaporte y empecé a girarlo.
—En esta casa hay otras cosas a las que temer, además de a mí.
—¡Lockwood! ¡George!
Tiré, abrí la puerta y me vi gritándoles directamente a la cara. Se
asombraron. Lockwood estaba tan sorprendido que había derramado la mitad
de su chocolate sobre la alfombra del pasillo. George, que llevaba la bandeja,
consiguió hacer malabares con las patatas y los sándwiches. Los llevé al
interior del salón.
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—¡Está hablando! —grité—. ¡El frasco! ¡Mirad! ¡Escuchad!
Gesticulé con urgencia hacia el cristal de plata. Obviamente, el fantasma
no dijo nada. Obviamente, el rostro había desaparecido y lo único que
quedaba era el plasma apagado e inmóvil, tan interesante y activo como el
agua de la lluvia embarrada en un tarro de mermelada. En medio de aquel
revoltijo, pude ver los dientes de la calavera sonriendo débilmente entre las
palancas de metal.
Dejé caer los hombros. Respiré hondo.
—Estaba hablando —expliqué sin energía—. Me hablaba de verdad. Si
hubierais estado hace un minuto…
Fruncí el ceño, como si tuvieran la culpa de habérselo perdido.
Permanecieron allí sin decir nada. Con la punta del dedo meñique, George
puso un sándwich en su sitio. Al fin, Lockwood avanzó y colocó las tazas
sobre la mesa. Sacó un pañuelo y se limpió unas gotas de chocolate de la
mano.
—Ven y bebe algo.
Contemplé la calavera sonriente. Me invadía la rabia. Di un paso rápido
hacia delante. Si Lockwood no hubiera extendido la mano, creo que hubiera
tirado el frasco al otro extremo de la habitación.
—No pasa nada, Luce —me tranquilizó—. Te creemos.
Me pasé una mano cansada por el pelo.
—Bien.
—Siéntate. Come algo y tómate el chocolate.
—Vale.
Lo hice. Todos lo hicimos. Después de un rato, dije:
—Ha sido como la primera vez, cuando estaba en el sótano. Ha empezado
a hablar de la nada. Hemos mantenido una conversación.
—¿Una conversación de verdad entre los dos? —preguntó Lockwood—.
¿Es un auténtico tipo tres?
—Sin duda.
—¿Y cómo ha sido? —quiso saber George.
—Ha sido… irritante.
Miré el frasco inmóvil.
Él asintió lentamente.
—Marissa Fittes decía que comunicarse con los fantasmas de tipo tres era
peligroso, que tergiversaban tus palabras y jugaban con tus emociones. Decía
que si no tenías cuidado, notabas cómo poco a poco sucumbías a su poder,
hasta que no eras dueña de tus acciones…
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—No… Sigo opinando que «irritante» lo resume bastante bien.
—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Lockwood—. ¿Qué secretos profundos
te ha revelado?
Le miré. Estaba recostado, dando un sorbo a su chocolate. Como siempre
y pese a lo dura que había sido la noche, parecía estar sereno. Era meticuloso,
tranquilo y siempre estaba preparado.
«En esta casa hay otras cosas a las que temer, además de a mí».
—Mm, no mucho —respondí.
—Ha tenido que decirte algo.
—¿Ha hablado del más allá? —exclamó George entusiasmado. Le
brillaban los ojos detrás de las gafas—. Ese es el gran interrogante, lo que
todo el mundo quiere saber. El viejo Joplin me dijo que va a convenciones
académicas sobre el tema. Sobre lo que pasa después de la muerte. La
inmortalidad, el destino del alma humana…
Respiré hondo.
—Ha dicho que estás gordo.
—¿Cómo?
—Ha hablado de nosotros, básicamente. Nos observa y se sabe nuestros
nombres. Ha dicho…
—¿Ha dicho que estoy gordo?
—Sí, pero…
—¿Gordo? ¿Gordo? ¿Qué tipo de comunicación sobrenatural es esa?
—Ah, pues ha sido todo así —añadí—. Cosas sin sentido. Creo que es
malvado. Quiere hacernos daño, conseguir que nos peleemos. También ha
dicho que estoy ciega y no veo lo que me rodea… Lo siento, George. No
pretendía insultarte, espero que…
—Es que si me interesara mi peso me compraría un espejo —dijo George
—. Menuda decepción. ¿No ha dicho nada profundo sobre el más allá? Una
pena.
Le dio un bocado al sándwich y se recostó en la silla con tristeza.
—¿Y qué ha dicho de mí? —preguntó Lockwood mirándome con sus ojos
oscuros y tranquilos.
—Pues cosas…
—¿Cómo cuáles?
Aparté la mirada, interesada de pronto en los sándwiches. Me concentré
en sacar uno de mermelada de ciruela. Lo sujeté cuidadosamente con los
dedos.
—Ah, qué bien, de jamón. No pasa nada.
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—Lucy —dijo Lockwood—, la última vez que vi un lenguaje corporal
como el tuyo fue cuando charlábamos con Martine Grey sobre su marido
desaparecido y luego lo encontramos en el fondo de su congelador. Deja de
disimular y suéltalo. —Sonrió, tranquilo—. No voy a enfadarme, de verdad.
—¿En serio?
—Bueno, depende. ¿Qué ha dicho? —Se rio—. ¿Tan malo ha sido?
—Bueno, pues me ha dicho… No es que le haya creído, claro, y tampoco
es que me importe, sea cual sea la verdad… Ha dejado caer que tenías algo
peligroso escondido en esa habitación. Ya sabes, la que está arriba. En el
rellano —añadí sin mucha convicción.
Lockwood bajó la taza y habló con dureza.
—Sí, sé cuál es. Por la que no dejas de preguntar.
Solté un grito ronco.
—¡Yo no lo he mencionado esta vez! ¡Ha sido el fantasma del frasco!
—El fantasma del frasco. Ah, sí. El que resulta tener la misma obsesión
que tú. —Lockwood se cruzó de brazos—. Y, dime, ¿qué es lo que ha dicho
exactamente el «fantasma del frasco»?
Me pasé la lengua por los labios.
—No importa. Está claro que no me crees, así que ya no diré nada más.
Me voy a la cama.
Me puse en pie, pero Lockwood también se levantó.
—Oh, no. De eso nada —rebatió—. No puedes soltar una locura así y
luego irte como una prima donna sin justificarte. Dime lo que has visto.
—No he visto nada. Te lo estoy diciendo, ha…
Hice una pausa.
—Entonces sí que hay algo.
—Yo no he dicho eso.
—Está claro que has insinuado que había algo que ver.
Nos quedamos allí, mirándonos el uno al otro. George cogió otro
sándwich. Entonces sonó el teléfono del vestíbulo. Los tres dimos un salto.
Lockwood protestó.
—¿Qué pasa ahora? Son las cuatro y media de la mañana.
Se marchó para contestar.
George dijo:
—Parece que Marissa Fittes tenía razón. Los fantasmas de tipo tres sí que
te confunden y juegan con tus emociones. Mira cómo estáis los dos,
peleándoos por una tontería.
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—No es una tontería —respondí—. Es una cuestión básica de confianza,
así que…
—A mí me parece una auténtica chorrada —opinó George—. Este
fantasma también me ha llamado gordo. ¿Has visto que reaccione?
La puerta se abrió y apareció Lockwood. La rabia de su rostro había dado
paso a la perplejidad y algo de preocupación.
—Esta noche es cada vez más rara —comentó—. Era Saunders. Llamaba
desde el cementerio. Ha habido un robo en la capilla en la que guardaban el
ataúd de Bickerstaff. Uno de los niños de la patrulla nocturna ha salido
herido. ¿Y recordáis ese espejo extraño? Lo han robado.
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III
El espejo perdido
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imagen de la puerta prohibida en el rellano me dio una punzada breve y
aguda. Pero el poder de las palabras del fantasma se marchitó con la luz del
sol y supe que me había equivocado al dejar que me afectaran. Esa cosa
mentía. Quería engañarme, como había dicho George. Tenía el don de la
percepción, así que debía andarme con cuidado.
Sin embargo, sabía que la conversación había sido bastante real. Y nadie
más en Londres, quizá nadie desde la gran Marissa Fittes, había
experimentado aquello. Sentada y confundida, el pensamiento me produjo una
emoción somnolienta.
—¿La calavera era única o lo era yo?
Me di cuenta de que estaba sonriendo. Abrí los ojos de golpe. Habíamos
llegado a la calle Victoria, cerca de nuestro destino. El taxi se sumó al tráfico,
justo en la puerta de las inmensas oficinas de Sunrise Corporation. Anuncios
de sus últimos productos, como nuevas granadas de lavanda y destellos de
magnesio más ligeros y pequeños, brillaban en las vallas publicitarias de la
entrada.
George y Lockwood estaban despatarrados y en silencio, contemplando el
día.
Yo me senté recta y puse el estoque en una posición más cómoda.
—¿Y qué es lo que quiere Barnes, Lockwood? —pregunté—. ¿Es por
Bickerstaff?
—Sí.
—¿En qué nos hemos equivocado ahora?
Hizo una mueca.
—Ya conoces a Barnes. ¿Acaso necesita un motivo?
El taxi continuó y paró junto a la fachada de cristal brillante de Scotland
Yard, donde estaba la sede del DICM. Nos apeamos del coche, pagamos y
entramos.
El Departamento de Investigación y Control Psíquico, o DICM, como se
conocía habitualmente, se creó para controlar las actividades de las decenas
de agencias que existían en el país. Se suponía que también coordinaba la
respuesta nacional a la actual pandemia de fantasmas. Por eso, al parecer
tenían enormes laboratorios de investigación en búnkeres de hierro bajo la
calle Victoria, donde los científicos del DICM lidiaban con los enigmas del
Problema. Pero sus constantes intentos de controlar a las agencias
independientes como la nuestra eran lo que más interfería en nuestras vidas,
sobre todo a través de su estricto y pedante director operativo, el inspector
Montagu Barnes.
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Por instinto, Barnes estaba en contra de la agencia Lockwood. No le
gustaban nuestros métodos, no le gustaban nuestros modales y tampoco le
gustaba el encantador desorden de nuestras oficinas en Portland Row, aunque
sí me había felicitado por los bonitos tulipanes que planté en las macetas de
las ventanas la última primavera. Cualquier «petición» que hiciéramos para
hablar con él en Scotland Yard se traducía inevitablemente en permanecer
frente a su despacho mientras nos regañaba como a una fila de alumnos que
se han portado mal.
Por eso me sorprendió cuando nos llevaron directamente a la sala
principal de operaciones, en lugar de quedarnos en la habitual zona de espera
que olía ligeramente a toallitas de ectoplasma.
A esa hora del día, no había ni un ruido. El mapa de Londres en la pared
apenas tenía luces encendidas y nadie atendía los teléfonos. Un grupo de
hombres y mujeres bien vestidos estaban sentados en una mesa, revisando
carpetas de manila y cotejando nuevos informes de incidentes. Un tipo con
una fregona limpiaba los restos de sal, ceniza y virutas de hierro que habían
pisado los agentes del DICM la noche anterior.
Junto a una mesa de reuniones en el extremo de la sala habían colocado
un panel con hojas de papel. Cerca de allí se encontraba el inspector Barnes,
que contemplaba con tristeza una pila de documentos.
No estaba solo. A su lado, tan inmaculados y presumidos como siempre,
se sentaban Quill Kipps y Kat Godwin.
Me puse tensa. Lockwood hizo un ruidito entre dientes. George gruñó en
voz alta.
—Hemos estado al borde de la muerte, hemos tenido discusiones
domésticas y apenas hemos dormido —murmuró—. Pero esto va a ser la gota
que colma el vaso. Si salto sobre la mesa y empiezo a chillar, no intentéis
frenarme. Dejad que grite.
Barnes miró su reloj mientras nos acercábamos.
—Por fin —dijo—. Cualquiera diría que han tenido una noche difícil.
Siéntense y sírvanse una taza de café. Veo que todavía no pueden permitirse
uniformes de verdad. ¿Lo que tiene en la camiseta es huevo o ectoplasma,
Cubbins? Juro que también lo tenía la última vez que le vi. La misma
camiseta y la misma mancha.
Kipps sonrió y Godwin permaneció igual de inexpresiva. Como era de
esperar, sus uniformes estaban limpios e impolutos. Podrías comerte el
almuerzo en ellos, siempre que sus caras no te quitaran el apetito. Una vez
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más, fui consciente de mi lamentable estado: el pelo sin peinar todavía
húmedo de la ducha y la ropa arrugada.
Lockwood les sonrió, intrigado.
—No nos importa esperar a que termine su reunión con Kipps, señor
Barnes. No queremos entrometernos.
—Si va a despedirlos, sé dónde hace falta gente —añadió George—. En la
estación de Marylebone buscan asistentes de baños. Hasta podrían llevar las
mismas chaquetas.
—El señor Kipps y la señorita Godwin están aquí porque yo los he
llamado —explicó Barnes—. Esto es importante y necesito que más de un
equipo de agentes se involucre. Ahora siéntense y dejen de fulminarse con la
mirada. Quiero que me presten toda su atención.
Nos sentamos. Kipps nos sirvió el café. ¿Es posible servir café con actitud
zalamera? De ser así, Kipps lo hizo bien.
Barnes dijo:
—He oído lo que hicieron anoche en el cementerio de Kensal Green. El
señor Paul Saunders de… —Hizo una pausa para consultar sus notas y luego
continuó con un desagradable fastidio—. De Excavaciones y Limpieza
Felices Sueños me ha hecho un resumen básico. Voy a pasar por alto que
debieron contactar con nosotros de inmediato para que nos deshiciéramos del
ataúd. A la luz de lo ocurrido desde entonces, necesito todos los detalles que
puedan darme.
—¿Y qué es lo que ha ocurrido, señor Barnes? —preguntó Lockwood—.
Saunders nos llamó esta mañana temprano, pero no estaba en condiciones de
contarnos nada.
El inspector nos miró, pensativo. Su cara estaba tan viva como siempre y
sus ojos ojerosos seguían juzgando con dureza. Como de costumbre, lo que
llamó mi atención fue su impresionante bigote. En mi opinión, el bigote de
Barnes se parecía mucho a algún tipo de oruga peluda exótica, seguramente
de los bosques de Sumatra y, sin duda, de una especie aún por descubrir.
Tenía vida propia y se contoneaba y arrugaba en función del ánimo de su
dueño. Hoy parecía mullido y erizado por su determinación. Barnes continuó:
—Saunders no es un idiota y sabe que está metido en un lío, lo que le
convierte en inútil. Vino hace una hora, cacareando y vociferando, poniendo
todas las excusas habidas y por haber. El resumen es que han saqueado el
féretro de hierro que encontraron y robado lo que contenía.
—¿Alguien ha resultado herido? —quise saber—. Oí que un chico de la
patrulla…
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—Centrémonos en lo importante —interrumpió Barnes—. Necesito un
informe completo de lo que pasó cuando abrieron el ataúd. Lo que vieron, lo
que oyeron y todos los fenómenos importantes. Empiecen.
Lockwood se lo contó todo, dejando también que George y yo diéramos
nuestra opinión. Me percaté de que George estaba confuso acerca de lo que
había pasado mientras Joplin y él estaban dentro del círculo. Según su
versión, el fantasma de Bickerstaff se había lanzado en picado en cuanto se
habían acercado al ataúd. No habló de que se quedaron allí, petrificados,
indefensos e incapaces de moverse.
Cuando mencioné la voz, Lockwood frunció el ceño.
—Eso no me lo habías dicho.
—Acabo de acordarme. Supongo que fue el fantasma. Estaba desesperado
por que miráramos algo. Dijo que nos daría «lo que nuestro corazón deseara».
—¿Le hablaba a usted?
—Creo que nos hablaba a todos.
Barnes me miró fijamente durante un segundo.
—Tiene usted un don impresionante, Carlyle. Entonces, el objeto que
tanto sobresaltó a Cubbins, ¿dice que era un espejo o un cristal brillante con
una especie de marco de madera?
George y yo asentimos.
—¿Y ya está? —preguntó Quill Kipps—. No se puede sacar mucho de esa
descripción.
—No hubo tiempo para fijarse bien —respondió Lockwood—. Todo
ocurrió muy rápido y, sinceramente, habría sido muy peligroso quedarse para
analizarlo.
—Por una vez, creo que actuó de forma inteligente —opinó Barnes—. En
resumidas cuentas, parece que teníamos dos posibles orígenes en la tumba. El
cuerpo del doctor Bickerstaff y el espejo.
—Eso es. La aparición debió salir del cadáver, porque la red seguía
cubriendo el espejo en ese momento —dijo Lockwood—. Por lo que George
experimentó, está claro que ese espejo desprendía su propia energía psíquica.
—Muy bien. —De entre los papeles, Barnes sacó varias fotografías
brillantes en blanco y negro, que colocó hacia abajo frente a él—. Ahora les
contaré lo que pasó esta madrugada. Después de que se fueran, este señor
Saunders hizo que movieran el ataúd con una de sus carretillas elevadoras. Lo
llevaron hasta la capilla y lo metieron dentro. Saunders dice que se aseguró de
que las cadenas de plata y los otros sellos siguieran en su sitio. Lo rodearon
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con una cadena, pusieron a un joven de la patrulla nocturna en la puerta para
que vigilara y siguieron con sus cosas.
—Espere un segundo —dijo Lockwood. Le había invadido una de sus
típicas transformaciones. Cualquier muestra de cansancio se había quedado en
el taxi. Ahora se mostraba alerta, interesado e irradiaba concentración—. La
capilla es la oficina de Saunders. Joplin y él trabajan allí. ¿Dónde estuvieron
el resto de la noche?
—De acuerdo con Saunders, el señor Joplin y él estaban ocupados en
otras zonas del cementerio. La mayoría de la patrulla nocturna estaba con
ellos, aunque había gente saliendo y entrando del campamento para llevar
herramientas, descansar y todo eso.
»En mitad de la noche, sobre las dos y media, el vigilante cambió de
puesto. Saunders lo supervisó y aprovechó para mirar dentro de la capilla.
Dice que todo estaba en silencio y que el ataúd seguía exactamente igual que
antes. Otro chico, llamado Terry Morgan, se encargó de vigilar. Un niño de
once años. —Barnes nos miró y se rascó el bigote con un dedo—. Bueno,
pues amaneció a las cuatro y media, así que tuvieron que dejar las
investigaciones psíquicas por hoy. Justo antes de esa hora, otro crío fue a la
capilla para sustituir a Terry Morgan. Se encontró la puerta abierta y dentro
estaba el cuerpo de Morgan.
Me dio un vuelco el corazón.
—¿No…?
—No, por suerte. Estaba inconsciente. Le golpearon con algo duro.
Quienquiera que le atacara tuvo que abrir luego el féretro, quitar todos los
sellos y volcar el contenido en el suelo.
Les dio la vuelta a las dos fotografías de arriba y las deslizó por la mesa.
Kipps cogió una y Lockwood la otra. Nos acercamos para echar un vistazo.
Habían hecho la foto justo desde el umbral de la puerta de la capilla. En el
fondo se veía uno de los escritorios y parte del altar. El suelo estaba cubierto
de todo un océano formado por herramientas para agentes: nuestras cadenas
de hierro, nuestra red de plata y varios sellos y protecciones extra con los que
habíamos asegurado el ataúd. En el centro estaba el féretro de hierro,
colocado de lado, y la mitad del cadáver momificado tirado sobre las baldosas
del suelo. Bickerstaff era tan poco apetecible como había sugerido el breve
vistazo que le eché anoche. No era más que un ser oscuro y marchito con una
túnica raída y un traje mohoso. Un brazo largo y huesudo caía en un ángulo
antinatural, como si estuviera roto por el codo. El otro yacía con la palma
hacia arriba, como si buscara algo que había desaparecido. Unos mechones de
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pelo blanco se extendían alrededor del cráneo desnudo como las patas de unas
arañas ahogadas.
—Qué asco —dijo George—. No mires la cara, Kat.
La chica rubia nos miró con el ceño fruncido.
—Estoy acostumbrada a ese tipo de cosas.
—Ya. Trabajas con Kipps, ¿no? Imagino que lo estarás.
El aludido contemplaba la fotografía con el semblante preocupado.
—Ese ataúd parece demasiado pesado para levantarlo —comentó—. Debe
haber sido más de un ladrón.
—Excelente observación —dijo Barnes—. Y tiene razón. Terry Morgan
se despertó hace una hora en el hospital. Está bastante alterado, pero pudo
describir cómo le atacaron. Oyó un ruido en el matorral que hay junto los
escalones. Miró hacia allí y vio a un hombre con un pasamontañas oscuro
acercándose rápido. Luego alguien le golpeó por detrás.
—Pobre chico —murmuré.
Kat Godwin, sentada en el lado contrario, me miró enarcando una ceja. Le
devolví la mirada, inexpresiva. A mí también se me daba bien poner cara
impasible.
—Y el espejo ya no está… —meditó Kipps—. Debieron hacerlo casi al
amanecer, cuando pensaron que sería seguro retirar las defensas. Aun así, es
un movimiento arriesgado.
—Lo que de verdad es interesante es la velocidad a la que ocurrió —
señaló Barnes—. El ataúd se abrió sobre la medianoche. Menos de cuatro
horas después, los ladrones estaban junto a la puerta. No hubo tiempo para
que se corriera la voz de forma normal. Tuvo que ser una orden directa de
alguien que estaba allí.
—O alguien que acababa de marcharse —opinó Kat Godwin.
Nos sonrió.
Miré a Lockwood. Estaba concentrado mirando la foto, como si algo en
ella le desconcertara. No se había percatado de la burla de Godwin.
—¿Quién sabía lo del ataúd? —pregunté.
Barnes se encogió de hombros.
—Los sepultureros, las sensibles, los críos de la patrulla nocturna… y
ustedes.
—Si cree que fuimos nosotros, no dude en registrar la casa —dije—.
Empiece por la cesta de la ropa sucia de George. Allí es donde guardamos
siempre las cosas que robamos.
El inspector hizo un gesto despectivo.
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—No creo que lo robaran ustedes, pero sí quiero encontrarlo. ¡Señor
Lockwood!
—Está medio dormido —aventuró Kipps.
Lockwood alzó la vista.
—¿Qué? Perdón. —Soltó la fotografía—. ¿El espejo? Sí, estaba diciendo
que quería encontrarlo. ¿Puedo preguntar por qué?
—Ya sabe por qué —respondió Barnes con voz ronca—. A Cubbins solo
le bastó con mirar un segundo al espejo para tener una sensación rara y
desagradable. Quién sabe lo que podría haberle hecho. Además, el Gobierno
clasifica todos los artefactos psíquicos como materiales peligrosos. Su robo,
venta o divulgación entre la población están totalmente prohibidos. Déjenme
que les enseñe algo.
El inspector colocó sobre la mesa copias de otra fotografía en blanco y
negro. En esta se veía el sombrío interior de un salón público. Habían hecho
la foto desde el fondo de la sala. Unas diez personas estaban sentadas en
bancos de madera, mirando hacia una plataforma elevada. También aparecía
un policía y se entreveían unas cintas policiales que tapaban una puerta. Los
rayos del sol atravesaban las ventanas altas junto al techo. En el escenario
había una mesa y encima podía verse un objeto parecido a un frutero ancho de
cristal.
—Es la secta de la calle Carnaby —explicó Barnes—. Hace veinte años.
Obviamente, fue antes de que naciera cualquiera de ustedes. Pero yo sí estaba
ahí, como joven inspector del caso. Era lo típico. Un grupo de gente que
quería «comunicarse» con los muertos y descubrir secretos sobre el más allá.
Lo que pasa es que no solo hablaban de ello, sino que les compraban objetos a
los saqueadores con la esperanza de que algún día conocerían a un visitante.
¿Ven ese cuenco de ahí? Allí ponían sus preciadas reliquias: huesos que se
habían encontrado enterrados en el patio de la cárcel de Marshalsea, todavía
con las esposas puestas. Los saqueadores solían venderles cualquier chatarra
vieja bastante a menudo, pero esa vez sí eran de verdad. Un visitante
apareció. Y pueden ver el tipo de mensaje que les dejó.
Observamos la foto y nos fijamos en las cabezas encapuchadas de la
congregación sentada en los bancos.
—Espere… —dijo Kat Godwin—. Entonces toda esta gente… está…
—Criando malvas, todos en el otro barrio —respondió Barnes con
entusiasmo—. Trece en total. Podría darles decenas de ejemplos y enseñarles
también fotos, pero me atrevería a decir que se les quitarían las ganas de
desayunar. —Se sentó hacia delante y empezó a golpear la mesa con un dedo
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peludo—. El mensaje es el siguiente: ¡los artefactos poderosos son mortales si
caen en las manos equivocadas! Son como bombas a punto de explotar. Este
espejo, o lo que quiera que sea, no es una excepción. El DICM está muy
preocupado y queremos encontrarlo. Me han ordenado que le dé prioridad
absoluta.
Lockwood echó su silla hacia atrás.
—Bueno, pues les deseo buena suerte. Si podemos ayudarle en algo más,
llámenos.
—Aunque vaya en contra de mi buen juicio —respondió Barnes—, sí
pueden ser de ayuda. Estoy falto de personal esta mañana. Ha habido un
importante brote en Ilford y muchos equipos del DICM se están encargando
de ello. Como ya están involucrados en este caso, y como podría decirse que
es su culpa que el artefacto no se nos entregara anoche, quiero que ustedes
continúen investigando. Se les pagará adecuadamente.
—¿Nos está contratando? —preguntó George, mirando boquiabierto al
inspector—. ¿Cómo de desesperado está?
El bigote cayó con tristeza.
—Por suerte, la agencia Fittes también ha ofrecido a Kipps y a su equipo.
Ellos también se encargarán del caso. Quiero que todos trabajen juntos.
Atónitos, miramos al otro lado de la mesa. Kipps y Godwin nos
observaron con frialdad.
Me aclaré la garganta.
—Pero, señor Barnes, es una ciudad grande. Hay muchísimos agentes
entre los que elegir. ¿Está seguro de que los necesita a ellos?
—Escoja a un loco de la calle —protestó George—. Vaya a una residencia
y elija a un jubilado al azar. Cualquiera sería mejor que Kipps.
Barnes nos fulminó con la mirada.
—Encuentren la reliquia perdida. Descubran quién la ha robado y por qué.
Háganlo lo más rápido posible, antes de que alguien más resulte herido. Y si
quieren que les siga teniendo en buena estima —dijo, mientras el bigote
sobresalía hacia delante y dejaba ver fugazmente los dientes—, trabajarán
bien juntos y dejarán a un lado el sarcasmo, los insultos y, sobre todo, las
peleas de espada. ¿Lo entienden?
Kipps asintió con suavidad.
—Sí, señor. Por supuesto, señor.
—¿Señor Lockwood?
—Claro que sí, inspector. Eso no será un problema.
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—Así es como lo haremos —dijo Lockwood en cuanto todos salimos de la
sala—. Vosotros no os entrometéis en nuestro camino y nosotros no nos
entrometeremos en el vuestro. Nada de espionaje ni de trapos sucios en
ninguno de los bandos. Y ahora llegamos al pequeño asunto de nuestra
competición. Esta es nuestra oportunidad de competir, como ya acordamos.
¿Seguís queriendo hacerlo o queréis echaros atrás?
Kipps soltó una risa corta y estridente.
—¿Echarnos atrás? ¡Ya os gustaría! Nuestro acuerdo entra en vigor a
partir de hoy. El primer equipo que encuentre el espejo y se lo lleve a Barnes
gana la apuesta. El que pierda escribe un anuncio en el periódico y se traga su
orgullo públicamente. ¿De acuerdo?
Lockwood tenía las manos en los bolsillos y nos miró con indiferencia a
George y a mí.
—¿Os parece bien?
Los dos asentimos.
—Entonces, la competición está en marcha por nuestra parte. ¿Quieres
hablarlo con tu equipo?
—Oh, yo estoy más que lista —respondió Kat Godwin.
—¿Qué opina Bobby Vernon? —preguntó George—. Asumo que está por
aquí.
Miró a ambos lados del pasillo vacío.
Kipps puso mala cara.
—Bobby no es tan bajito. Ya le pondremos al día luego. Pero le parecerá
bien lo que yo diga.
—Entonces ya está —afirmó Lockwood—. Es una carrera. Buena suerte.
Estrecharon las manos. Kipps y Godwin se alejaron.
—Ahí hay un baño —dijo George—. Quizá quieras lavarte esa mano.
—No hay tiempo. —Lockwood nos dedicó una sonrisa sombría—.
Tenemos una competición que ganar. Vámonos.
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Las gafas de George brillaron.
—Debería ir al archivo de inmediato.
—Todavía no. Quiero que vengas conmigo a echarle un vistazo a la
escena del crimen, concretamente al ataúd. Después puedes irte y Lucy y yo
seguiremos con el segundo problema: ¿quién robó el artefacto y dónde está
ahora? Analizaremos la escena, hablaremos con quienes estén allí… —Se
detuvo, como si le hubiera ocurrido algo—. Ah, quería preguntaros una cosa.
La foto que tenía Barnes… ¿Alguno vio algo raro?
Le miramos y negamos con la cabeza.
—¿No? Es solo que pensé que había visto algo dentro del ataúd, medio
escondido entre las piernas del cadáver —dijo—. Había mucha niebla y no
podría estar seguro, pero…
Frunció el ceño.
—¿Y qué creíste que era?
—No lo sé. Seguramente me equivocara. ¿No lo había dicho? Ahí está la
banda de Kipps.
Habíamos dado la vuelta a la capilla y ahora veíamos la zona de las
excavaciones, repleta de figuras con chaquetas grises. Una multitud de
agentes de Fittes trabajaba junto a una de las casetas prefabricadas. Algunos
hablaban con los hombres tatuados que intentaban terminar de comer,
sentados en sillas plegables con platos sobre el regazo. Otros caminaban
haciendo fotos y observando las huellas en el barro. Un grupo considerable
había acorralado a varios críos de la patrulla nocturna y parecía estar
interrogándolos. Uno de los agentes, un joven musculoso con una mata de
pelo enmarañado, gesticulaba con violencia. Reconocí a los niños de la noche
anterior. Parecían pálidos y asustados.
—Ese es Ned Shaw —murmuró George—. ¿Os suena?
Lockwood asintió.
—Uno de los esbirros de Kipps. Es un tipo de mucho cuidado. Una vez le
acusaron de haberle dado una paliza a un agente de Grimble, pero nunca se
demostró nada. Hola, señor Saunders, señor Joplin. Aquí estamos, de vuelta al
trabajo.
Ni el sepulturero ni el erudito parecían tener buen aspecto después de lo
ocurrido por la noche. Saunders estaba nervioso y tenía la cara gris y la
barbilla perfilada por la barba incipiente. Llevaba la misma ropa arrugada del
día anterior. Joplin estaba en peores condiciones, con los ojos rojos de la rabia
y la angustia. Con aire preocupado, se rascó el pelo y nos miró a través de sus
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pequeñas gafas. Su caspa era más evidente que nunca; le cubría los hombros
como una capa de nieve grisácea.
—¡Es un suceso terrible! —exclamó—. ¡Inaudito! ¡Quién sabe cuál será
el valor de lo que han robado! ¡Es terrible! ¡Una atrocidad! ¡Espantoso!
—Y, claro, también está lo del chico de la patrulla nocturna que salió
herido —dije.
Los hombres me ignoraron. Saunders estaba gruñéndole a Joplin.
—¿Cómo que inaudito, Albert? No es la primera vez que tenemos
ladrones. La seguridad en nuestras excavaciones a veces parece un colador.
La diferencia es que ahora se ha armado un revuelo. El DICM está cabreado.
Los agentes se nos están pegando como las moscas.
Joplin resopló.
—¡Te pedí que lo mantuvieras bien vigilado, Paul! ¿Solo un crío en la
puerta? Eso nunca habría bastado. Pero no, a ti te daba igual. Siempre me
desautorizas. Yo quería volver a ver cómo estaba, pero dijiste…
—¿Les importa si visitamos la capilla, caballeros? —preguntó Lockwood
sin dejar de sonreír—. Por favor, no hace falta que nos acompañen. Nos
sabemos el camino.
—No tengo claro que encuentren algo que no hayan visto los otros —
contestó Saunders con un tono desagradable—. Se dan cuenta de que esto ha
sido algo interno, ¿no? Algún crío de la patrulla nocturna les dio el chivatazo
a los ladrones. ¡Esos pobres desagradecidos! ¡Con lo que les pago!
Lockwood miró hacia el grupo de la patrulla nocturna y a su
interrogatorio. Incluso de lejos, se oía la voz intimidante de Ned Shaw.
—Veo que están pasando un mal rato —comentó—. ¿Puedo preguntar por
qué?
Saunders gruñó.
—No es ningún misterio, señor Lockwood —respondió—. Solo hay que
fijarse en la disposición. Aquí está la capilla y ahí la única entrada, por esos
escalones. Justo fuera está el campamento. Hacia el amanecer, cuando ocurrió
el robo, la mayoría de la patrulla volvía a su caseta. Siempre se juntan
alrededor del fuego. Habría sido difícil que los delincuentes se escabulleran
sin que nadie los viera. Por eso Kipps piensa que alguno de los críos está
metido en el ajo.
—¿Por qué iban a pasar los ladrones por las casetas? —pregunté.
—Por ahí se va a la puerta oeste, niñita, que es la única salida que se
queda abierta por la noche. El resto se cierra con llave y el muro es demasiado
alto para escalarlo.
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Hasta ese momento, el señor Joplin parecía distraído, se mordía el labio y
contemplaba el cementerio con los ojos desorbitados. Entonces despertó de
pronto.
—Sí, y si hubiéramos dejado la puerta cerrada, como yo aconsejé, Paul,
quizá no nos hubieran robado.
—¿Puedes dejar ya el tema? —soltó Saunders—. ¡Solo es una estúpida
reliquia!
Con una mueca, George observaba el extremo de la iglesia, que chocaba
con unos arbustos frondosos.
—La teoría de Kipps no tiene sentido —opinó—. Los ladrones podrían
haberse arrastrado por la parte trasera de la capilla con la misma facilidad que
pasar por el campamento y luego llegar a la puerta por allí.
—En realidad no —dijo Joplin—, porque ahí es donde estábamos
Saunders y yo trabajando. Estuvimos con el equipo nocturno en esa parte de
la capilla hasta que amaneció, analizando otra zona. Eramos más de diez.
Habría sido difícil pasar desapercibido.
—Interesante —añadió Lockwood—. Bueno, echaremos un vistazo y a
ver si se nos ocurre algo. ¡Gracias, caballeros! Un placer verlos. —Nos
alejamos—. Espero que esos dos idiotas no nos sigan —murmuró—.
Necesitamos espacio y algo de silencio.
Habían colocado dos hileras de cinta policial negra y amarilla del DICM
en las puertas de la capilla. Cuando nos acercamos, Quill Kipps y su pequeño
investigador, Bobby Vernon, salieron de detrás de la cinta, iluminados por la
luz. Vernon estaba casi oculto tras un portapapeles gigante. Llevaba guantes
de látex y una cámara enorme en el cuello. Pasó a nuestro lado, anotando con
cuidado algo en una libreta sujeta a la carpeta.
Kipps nos asintió con desgana.
—Tony. Cubbins. Julie.
Bajaron los escalones.
—Esto…, ¡es Lucy! —le grité.
—¿Por qué no le hemos puesto la zancadilla? —murmuró George—.
Habría estado genial.
Lockwood sacudió la cabeza.
—Aguanta, George. Recuerda: sin provocaciones.
Permanecimos un rato en la entrada de la capilla, analizando el lugar
donde habían atacado al pobre chico de la patrulla nocturna. Estaba algo
apartado del campamento y habría estado a oscuras. Un intruso podría
haberse acercado sigilosamente desde los arbustos, subido los peldaños y
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detenido allí sin que nadie lo hubiera visto desde abajo. Habían forzado la
cerradura de la puerta con algo afilado, puede que un cincel.
Eso es todo lo que pudimos deducir. Nos agachamos, cruzamos la cinta y
pasamos del calor del día al frío de la capilla.
No había cambiado demasiado desde que hicieron la foto de Barnes. Las
cadenas, el ataúd y el cadáver desplomado del doctor Bickerstaff: todo estaba
igual que entonces, excepto (qué alivio) que habían cubierto el cuerpo con un
saco sucio.
A la luz del día, el féretro de hierro parecía más grande de lo que
recordaba. Era robusto, tenía las paredes gruesas y estaba cubierto de óxido.
En un lateral, un bastón tirado yacía entre la sal y el hierro esparcidos.
Lockwood saltó las cadenas, se puso en cuclillas e inspeccionó las
baldosas.
—Los ladrones se agacharon justo fuera del círculo —dijo—. Aquí se ven
las huellas de las botas, marcadas en la sal. Había amanecido. Casi estaban a
salvo de los visitantes, pero no querían arriesgarse. Dejaron inconsciente al
chico y le robaron el bastón. Lo usaron como palanca para abrir la tapa y
quitar la red de plata. Y luego se apartaron, esperando a ver si ocurría algo.
No pasó nada. Todo estaba en silencio. Entonces entraron al círculo e
inclinaron el féretro, haciendo que el cuerpo cayera al suelo. —Entrecerró los
ojos—. ¿Por qué iban a hacer eso? ¿Por qué no llevarse el espejo y ya está?
—Quizá querían ver si había algo más dentro —respondió George.
—Y no querían mover a Bickerstaff —añadí—. Eso sí es comprensible.
—Cierto —contestó Lockwood—. Pues lo volcaron. Pero… ¿había algo
más dentro? ¿Sigue ahí?
Se acercó al cuerpo y miró dentro del ataúd.
Sacó el estoque del cinturón y lo metió en los huecos más lejanos. Luego
se incorporó.
—Nada —anunció—. Qué raro. En la foto, pensé…
—¿Qué es lo que viste en la foto? —pregunté.
—Unos palos unidos. —Se apartó el pelo de la cara, irritado—. Ya sé que
no parece probable. Quizá la vista me jugara una mala pasada. La cosa es que
ya no están.
Durante un rato, examinamos el resto de la capilla. Yo le presté especial
atención a la pequeña puerta de madera detrás de la barandilla del altar. Le
habían puesto un candado y tres cerrojos. Tiré del candado y lo inspeccioné.
—Es una puerta interna que lleva a las catacumbas —dije—. Está bien
cerrada por este lado. Me preguntaba si tal vez los ladrones entraron y
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salieron por aquí, aunque supongo que no coincide con la versión del chico de
la patrulla nocturna.
—Parece segura —coincidió Lockwood—. Venga, salgamos.
—¿Qué piensas de la teoría de Kipps? —preguntó George mientras
bajábamos los escalones—. ¿Crees que los ladrones pasaron delante del
campamento de la patrulla? ¿Crees que los niños tienen algo que ver?
Lockwood se tocó la nariz larga y recta.
—Lo dudo mucho. Es mucho más probable que…
Se detuvo. Oímos un alarido de dolor.
El campamento estaba más en silencio que antes de entrar a la capilla.
Saunders, Joplin y los trabajadores habían seguido a lo suyo y no se veía a
Kipps por ninguna parte. Solo quedaban el último chico de la patrulla
nocturna y cuatro agentes de Fittes corpulentos que formaban un muro frente
a él. Estaba recogiendo del suelo su gorra de cuadros amarillos. Al levantarse,
le reconocí como el niño antipático que había estado junto a la puerta el día
anterior. El crío volvió a ponerse la gorra. Entonces, el agente más grande,
Ned Shaw, se acercó y le pegó en un lado de la cabeza. La gorra volvió a
caerse, el chico tropezó y casi perdió el equilibrio. Seis zancadas rápidas y
Lockwood llegó a la escena. Le dio un golpecito en el hombro a Shaw.
—Deja de hacer eso, por favor. Eres el doble de grande que él.
Shaw se dio la vuelta. Tenía unos quince años, era robusto e igual de alto
que Lockwood. Tenía un rostro aburrido y de mandíbula fuerte. No era feo,
excepto porque tenía los ojos demasiado juntos. Como el resto de agentes de
Fittes, su uniforme estaba inmaculado, pero su mata de pelo marrón le restaba
autoridad. Parecía como si una cría de yak se le hubiera caído encima desde el
cielo.
Shaw pestañeó. Su rostro estaba lleno de dudas.
—Piérdete, Lockwood. Esto no te incumbe.
—Entiendo tus ganas de darle un guantazo a este crío —respondió
Lockwood—. Yo también he querido. Pero no es justo. Si quieres ir por ahí
empujando a la gente, elige a alguien más alto.
El labio de Shaw se curvó, como si alguien lo enrollara en un lápiz.
—Empujaré a quien me dé la gana.
—¿A niños pequeños? Entonces eres un cobarde.
Shaw sonrió un segundo y luego observó la niebla del cementerio. Parecía
estar pensando en algo tranquilo y lejano. Luego dio media vuelta y le pegó
un puñetazo fuerte a Lockwood en un lado de la cara. O, al menos, eso
intentó, porque Lockwood dio un paso atrás y esquivó el golpe. El impulso de
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Shaw le lanzó hacia delante. Lockwood le agarró del brazo que había usado
para pegarle y se lo retorció bruscamente sobre un costado y la espalda. Al
mismo tiempo, puso una bota detrás de uno de los tobillos de Shaw. Este
gritó, perdió el equilibrio, tropezó con sus propios pies y cayó, llevándose por
delante a los otros agentes y tirándolos al suelo.
La cara de Shaw se puso morada. Intentó levantarse de inmediato, pero se
encontró con la punta de mi estoque, que descansaba cuidadosamente sobre
su pecho.
—Nuestra norma de no provocar es sorprendentemente flexible —
comentó George—. ¿Yo también puedo darle una patada?
En silencio, Shaw volvió a ponerse en pie. Lockwood le observó,
impasible. Yo bajé el brazo del estoque, pero lo mantuve preparado. Ninguno
de los otros agentes de Fittes hizo nada.
—Podemos seguir con esto cuando quieras —dijo Lockwood—. Solo
tienes que poner fecha y hora.
—Claro que seguiremos, eso ni lo dudes —asintió Ned Shaw. Retorció los
dedos, miró a Lockwood y luego a mí.
—Vamos, Ned —le llamó uno de sus acompañantes—. Tampoco es que
este enano sepa nada.
Ned Shaw dudó y le lanzó una mirada estrecha y evaluadora al crío de la
patrulla nocturna. Al fin, asintió y le hizo una señal a los demás. Sin mediar
más palabra, se alejaron dando zancadas entre las lápidas. El chico observó
cómo se marchaban con los ojos húmedos y brillantes.
—No les hagas caso —dijo Lockwood—. No pueden hacerte daño.
El chico se incorporó hasta alcanzar su completa y no muy considerable
estatura. Se ajustó la gorra con un gesto de enfado.
—Ya lo sé. Claro que no pueden.
—No son más que abusones intentando mangonear. Me temo que algunos
agentes son así.
El chico escupió sobre la hierba del cementerio.
—Ya. Agentes… La mayoría son unos pijos estirados. ¿A quién le
importan los agentes? A mí no.
Se hizo el silencio.
—Bueno, en realidad nosotros también somos agentes —puntualicé—,
pero no somos como Ned Shaw. No usamos sus métodos. Nosotros
respetamos a la patrulla nocturna. Si te hacemos algunas preguntas, lo
haríamos de otra manera. Para empezar, no te pegaríamos.
Le dediqué una sonrisa encantadora al chico. Él me devolvió la mirada.
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—Lo que quiero decir es que no vamos a darte una paliza.
El chico resopló.
—Qué chiste más bueno. Me gustaría veros intentarlo.
Las fosas nasales de Lockwood se tensaron levemente.
—Está bien —dijo—. Mira, anoche robaron un artefacto peligroso. Si cae
en manos equivocadas, podrían pasar cosas terribles en toda la ciudad.
El chico parecía aburrido. Tenía la vista fija en un trozo del suelo.
—El robo ocurrió mientras tu equipo vigilaba. Uno de tus amigos acabó
gravemente herido, ¿no es así?
—¿Terry Morgan? —El niño puso los ojos en blanco—. ¿Ese pelota? No
es mi amigo.
Los tres le miramos.
—Ya —contestó George—. Eso me lo creo.
—Anoche estuviste en la puerta oeste —continuó Lockwood con voz dura
—. Si viste algo, si sabes algo que pueda ayudarnos, sería genial que nos lo
dijeras. Cualquier cosa que nos dé una pista de lo que buscamos.
El chico se encogió de hombros.
—¿Hemos terminado? Genial, porque me estoy perdiendo la hora del
almuerzo. —Señaló con un pulgar la caseta prefabricada—. Todavía quedarán
sándwiches. Hasta luego.
Empezó a alejarse mientras se pavoneaba.
Lockwood se apartó. Contempló el cementerio. Nadie se acercaba. Cogió
al chico por el cogote y lo elevó sobre la hierba mientras este gritaba.
—Como decía, no somos como los de Fittes —empezó—. No vamos por
ahí pegando a la gente. Sin embargo, tenemos otros métodos que son igual de
efectivos. ¿Ves esa capilla? Hay un ataúd de hierro dentro. Estaba lleno, pero
ahora está vacío. Pues volverá a estar ocupado en un minuto si no empiezas a
responder a mis amables preguntas.
El niño se pasó la lengua por los labios secos.
—Pírate. Menudo farol.
—¿Eso crees? ¿Conoces al pequeño Bill Jones, de la patrulla nocturna de
Putney?
—¡No! ¡Nunca le he visto!
—Exacto. Él también se metió en nuestro camino. Lucy, George, cogedle
de las piernas. Nos lo llevamos dentro.
El chico pataleó y gritó, sin éxito. Avanzamos hacia la capilla.
—¿Qué os parece? —preguntó Lockwood—. ¿Cinco minutos en el ataúd
y vemos si desembucha?
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Lo medité.
—Que sean diez.
—¡Está bien, está bien! —De pronto, el niño estaba desesperado—.
¡Colaboraré! ¡Bajadme!
Volvimos a dejarlo en el suelo.
—Esto está mejor —dijo Lockwood—. ¿Entonces qué?
El chico hizo una pausa para recolocarse la gorra, que le cubría la mitad
de la cara.
—Sigo pensando que es un farol —jadeó—, pero me estoy perdiendo los
sándwiches, así que… —Giró los hombros, como si quisiera coger carrerilla
—. Sí, anoche estuve en la puerta oeste. No vi nada. Después de que os
fuerais, no pasó nadie por allí.
—¿Te quedaste hasta después de que amaneciera?
—Hasta después de que sonara la alarma.
—Excelente. —Lockwood sacó de la nada una moneda y se la lanzó al
chico—. Tengo más de esas si me ayudas. ¿Te ves capaz? El chico contempló
la moneda.
—Puede.
—Entonces sigue hablando. ¡Venga! ¡No tenemos tiempo que perder! —
Sin previo aviso, Lockwood dio un salto y se apartó de los escalones
sombríos de la capilla y se sumergió entre los arbustos—. ¡Vamos! —repitió
—. ¡Por aquí!
Tras un instante de duda, la avaricia del chico pudo con él. Le siguió, muy
a su pesar. George y yo hicimos lo mismo.
Lockwood se movía con rapidez, agachándose bajo las ramas, esquivando
lápidas ocultas tras las espinas y siguiendo un camino que solo él podía ver.
Dejó atrás la capilla, se adentró en un sendero, lo cruzó y se metió en otra
parte del cementerio cubierta de maleza.
—¡Has confirmado exactamente lo que pensaba! —gritó sobre su hombro
—. Los ladrones encontraron otra forma de entrar. Llegaron y se fueron de la
capilla pasando por las zonas poco frecuentadas, como este camino, por
ejemplo, que lleva justo hasta el muro trasero.
Dio un salto enorme, aterrizó sobre un sepulcro y se aferró al ángel que lo
decoraba para observar el terreno en la lejanía.
—En esa dirección, los matorrales son demasiado densos —musitó—. ¿Y
por allí…? ¡Ajá! Sí… Veo un camino. ¡Vamos a intentarlo! —Pegó un brinco
para bajar y le sonrió al chico de la patrulla nocturna—. Ayer no pasó nadie
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cerca de la caseta, pero ¿y otras noches? Siempre estás pendiente. ¿Has visto
a algún extraño? ¿A saqueadores de reliquias?
El chico había estado corriendo para alcanzarnos sin dejar de sujetarse la
gorra. Estaba fascinado por la velocidad y la resolución de los movimientos
de Lockwood. Su hostilidad había desaparecido por completo y apretaba con
fuerza la moneda con la mano mugrienta.
—He visto a algunos —respondió, respirando con dificultad al retomar la
marcha—. Siempre hay unos cuantos merodeando por los cementerios.
—¿A alguno en particular?
—A un par. Son muy conocidos y siempre van juntos. Los vi hace una o
dos semanas. Vinieron mientras estaba abierto al público. Los trabajadores
tuvieron que perseguirlos desde el campamento.
—¡Perfecto! —exclamó Lockwood, que corría por un pasillo cubierto de
hierba entre grandes lápidas—. ¿Dos juntos? Bien. ¿Podrías describirlos?
—A uno no mucho —contestó el chico—. Un tipo rechoncho, con el pelo
rubio y un bigote sucio. Es joven y va de negro. Su nombre es Duane
Neddles.
George hizo un ruido escéptico que sonó como un rinoceronte al que se le
ha escapado un pedo.
—¿Duane Neddles? Vaya, qué miedo… ¿Seguro que no se te acaba de
ocurrir?
—¿Y el otro? —preguntó Lockwood.
El niño vaciló.
—Ese tiene cierta reputación. Es un asesino. Dicen que el año pasado se
cargó a un rival durante un encargo. Quizá no debería…
Lockwood se detuvo de repente.
—Anoche fueron dos los que pegaron a tu compañero. Digamos que uno
fue Neddles. ¿Quién era el otro?
El chico se acercó y habló en voz baja:
—Le llaman Jack Carver.
Una bandada de cuervos graznó y se alejó entre las lápidas. Agitando las
alas, dibujaron círculos en el cielo y se marcharon por encima de los árboles.
Lockwood asintió. Rebuscó en el interior de su abrigo, sacó un billete y se
lo tendió al crío, que estaba atónito.
—Siempre que me des información útil, haré que tu tiempo valga la pena.
Si encontramos a Neddles y a Carver, te daré el doble de eso. ¿Me entiendes?
Ahora quiero que describas a Jack Carver.
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—¿A Carver? —El niño se rascó la barbilla—. Es un hombre joven, de
unos veintitantos, tan alto como tú, pero con los hombros más anchos y la
barriga más redonda. Tiene el pelo rojizo, largo y despeinado. La piel pálida y
la nariz larga. Los ojos estrechos, aunque no recuerdo de qué color. Va de
negro, con vaqueros negros y una chaqueta de motorista negra. Lleva un
cinturón de trabajo parecido al vuestro y una mochila naranja. Ah, sí, y botas
negras con cordones, como las que llevan los tíos de la cabeza rapada.
—Gracias —respondió Lockwood—. Creo que vamos a llevarnos bien.
Volvió a emprender el camino. Delante de nosotros se alzaba el muro,
oculto tras una hilera de tilos.
El niño trotaba a nuestro lado mientras se ocupaba de meter el dinero en
alguna parte sudorosa y oculta de su ropa. George sacudió la cabeza.
—Si estás dispuesto a regalar el dinero así de fácil, Lockwood, al menos
no se lo des a un niño cualquiera. Yo también sé inventarme nombres
ridículos. Duane Neddles, Jack Carver… Eso es como decir Duane Agujas y
Jack Cuchillos.
Pero Lockwood se había detenido tan de golpe que casi nos chocamos
contra él.
—¡Mirad! —gritó—. ¡Lo sabía! ¡Vamos bien!
Señaló hacia delante. Allí, tendido en la sombra junto a un árbol, había
algo que ya había visto antes durante un microsegundo en el puño del
cadáver. Un paño blanco raído y arrugado yacía sobre la hierba.
—Nos acercamos. Como era de esperar, el espejo que contenía no estaba.
—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué lo tiran aquí?
—Es una mortaja apestosa —respondió Lockwood—. Yo no me aferraría
demasiado a ella. Y ya había amanecido entonces. Los objetos psíquicos
pierden su poder cuando sale el sol. Sabían que no sería peligroso tocar el
espejo. Quizá lo metieran en la mochila para prepararse para escalar…
Señaló las copas de los árboles moteadas. Al alzar la mirada, vimos las
grandes ramas de un tilo y la silueta de una de las ramas más largas que
destacaba contra el brillo del cielo. La recorrimos con la mirada: se extendía
más allá del muro, donde desaparecía. También se apreciaba la cuerda atada
al árbol en el otro lado.
—Ese es el canal Regent —explicó Lockwood—. Bajaron y aterrizaron en
el camino de sirga. Luego se alejaron.
George había estado observando la maleza entre las lápidas.
—Bien hecho, Lockwood. Es un gran trabajo de investigación. Pero te
equivocas en algo.
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Lockwood parecía ligeramente ofendido.
—Ah, ¿sí? ¿En qué?
—Los dos no treparon por el árbol.
—¿Cómo lo sabes?
—Uno de los dos sigue aquí.
Le miramos. George se echó a un lado. Detrás, entre dos lápidas, había un
cuerpo bocarriba. Era un hombre joven vestido de negro: vaqueros negros,
botas y una sudadera con capucha. Un joven rellenito con una pelusa atroz a
modo de bigote y la piel pálida cubierta de granos. Estaba muerto, de eso no
había duda. Se encontraba en las primeras fases del rigor mortis. Las manos
estaban alzadas a la altura del cuello y los dedos congelados en forma de
garra buscaban defenderse. Eso no era lo peor. Tenía los ojos completamente
abiertos y la cara retorcida a causa de un horror extremo que hasta hizo que
Lockwood se pusiera blanco y yo tuviese que apartar la mirada.
El crío de la patrulla nocturna soltó un ruido ahogado.
—Puede que te deba una disculpa, chico —dijo George—. Por tu
descripción, este podría ser Duane Neddles.
—¿Le petrificaron? —pregunté—. ¡No puede ser! ¡Ya había amanecido!
—No puede ser petrificación fantasmal, porque no está hinchado ni lívido.
Pero algo le mató, de una forma rápida y terrible.
Pensé en el supuesto espejo y en el pequeño círculo de cristal oscuro.
Pensé en cómo George lo había mirado y había sentido que se le iban a salir
las entrañas.
—¿Entonces cómo? —murmuré.
Para mi sorpresa, George habló con voz firme y prosaica.
—Por el aspecto que tiene, Luce, diría que murió de miedo.
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E n los cincuenta años que habían transcurrido desde los inicios del
Problema, la sociedad había sufrido muchos cambios y no todos eran
los que te esperarías. Cuando los grandes Tom Rotwell y Marissa Fittes
hicieron públicos sus descubrimientos hacía tanto tiempo, la reacción general
fue de incredulidad y pánico. Su primer artículo, «¿Qué une a los difuntos con
nuestro mundo?», sugería que ciertos objetos relacionados con muertes
violentas u otros traumas podrían tener «carga psíquica» y, por tanto, actuar
como «origen» o «entrada» para la actividad sobrenatural. Los restos
humanos, las pertenencias valiosas o cualquier otro objeto de deseo podría
formar parte de esta categoría, al igual que la ubicación exacta en la que tuvo
lugar un asesinato o un accidente. La idea causó sensación y dio, paso a la
histeria colectiva. Durante una temporada, cualquier objeto que
presuntamente tuviera algún tipo de residuo psíquico remoto se trató con
terror y repulsión. Se quemaron muebles viejos y se rompieron o lanzaron al
Támesis antigüedades al azar. Un vicario tiró al suelo un cuadro de
inestimable valor de la Galería Nacional de Retratos de Londres y lo pisoteó
porque, según él, «le miraba de una forma extraña». Se consideraba
sospechoso todo lo que tuviera una fuerte conexión con el pasado y aumentó
el culto por los objetos modernos, interés que continúa incluso ahora. La idea
de que alguien pudiera tener curiosidad por los orígenes era ridícula. Eran
peligrosos y debían ser destruidos. Las agencias tenían que encargarse de
ellos.
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Sin embargo, al poco tiempo, resultó que varios tipos de clientes se
interesaron por las cosas prohibidas. Y donde hay clientes, aparecerán
proveedores que les vendan. Pronto surgió un mercado negro de artefactos
psíquicos, dirigido por una nueva categoría de delincuentes: los llamados
«saqueadores de reliquias».
Durante mis prácticas con Jacobs en el norte de Inglaterra, me enseñaron
que los perversos saqueadores de reliquias iban totalmente en contra de la
moral que debía seguir un agente. Ambos buscan orígenes: a los saqueadores
les motiva el deseo de obtener beneficios, mientras que los agentes quieren
hacer el bien. Ambos tienen dones psíquicos, pero, mientras que un agente los
usa para proteger a la sociedad de los visitantes, los saqueadores ni siquiera se
lo plantean. Un agente se deshace de los artefactos peligrosos con cuidado.
Primero los encierra con plata o hierro y luego los lleva a los hornos de Fittes
en Clerkenwell para que los incineren. Por el contrarío, un saqueador vende
sus premios al mejor postor. Circulaban muchos rumores sobre coleccionistas
siniestros, sectarios con los ojos desorbitados y gente peor, que escondían
orígenes letales con propósitos que las personas corrientes ni se atreverían a
imaginar. Los saqueadores de reliquias eran ladrones y, en resumidas cuentas,
unos carroñeros que merodeaban por los cementerios y los osarios en busca
de restos morbosos con los que comerciar. Como era de esperar, solían acabar
mal.
Pocos finales, si es que esa es la expresión adecuada, fueron tan malos
como el que le había ocurrido al desafortunado Duane Neddles. El
descubrimiento de su cuerpo armó un gran revuelo en Kensal Green. En
cuestión de una hora, el inspector Barnes llegó y el cementerio no tardó en
llenarse de científicos forenses del DICM, con Kipps y sus ayudantes
rondando a su alrededor. Por supuesto, Kipps reaccionó a nuestro hallazgo
con inquietud y se mostró desesperado por no perderse ninguna prueba que
pudiéramos haber encontrado. No dejaba de entrometerse en el trabajo del
equipo forense, hasta que Barnes le dijo directamente que se fuera de allí.
Siendo sincera, tampoco es que quedara mucho más por descubrir.
Inspeccionaron las orillas del canal al otro lado del muro y no encontraron
indicios del socio de Duane o del espejo perdido, y la causa exacta de la
muerte del saqueador de reliquias siguió siendo un misterio.
Con todo ese alboroto, era la última hora de la tarde cuando pudimos
dividirnos y continuar con nuestras misiones. Lockwood y yo nos subimos en
un taxi hacia el sur, en dirección al centro de la ciudad. George, chispeando
de tanta emoción reprimida, se fue hacia el polvoriento archivo. Al chico de la
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patrulla nocturna (que se veía a sí mismo como un agente honorario y se
pavoneaba con aire de importancia y la gorra colocada en un ángulo elegante)
le ordenaron continuar con sus obligaciones, además de tener instrucciones
estrictas de llamarnos a Portland Row si veía u oía cualquier cosa interesante.
Aceptó el trato sin pensárselo, no sé si por la energía y el carisma de
Lockwood, la oportunidad de vivir una aventura con nosotros o (lo que era
más probable) el dinero que tenía en el bolsillo. Todavía no sabíamos su
nombre.
Cinco minutos después, cuando el taxi continuaba su marcha por Edgware
Road, le pregunté a Lockwood:
—¿Entonces no vas a decirme adónde vamos?
Las sombras de la calle eran alargadas y estaban bañadas de dorado. Las
tiendas habían comenzado la última oleada frenética de actividad antes de la
larga, lenta y sensual llegada del crepúsculo. Los agentes lo llamábamos el
«tiempo prestado», es decir, las horas extra de sol que hay a mediados de
verano. Durante esas horas, mucha gente parece llenarse de una extraña y
febril energía, una especie de desafío contra la oscuridad que se avecina.
Comen, beben y gastan, así que las tiendas están radiantes y alegres, y las
aceras abarrotadas. Las farolas protectoras estaban empezando a encenderse.
Las hileras de sol marchito iluminaban el rostro de Lockwood. Este había
estado inexplicablemente callado y perdido en sus pensamientos, pero cuando
se giró hacia mí, los ojos le brillaban por la emoción de la persecución. Como
siempre, aquello despertó en mí un entusiasmo parecido.
—Vamos a visitar a un contacto que tengo —dijo—. Alguien que podría
ayudarnos a encontrar al hombre desaparecido.
—¿Quién es? ¿Un policía? ¿Otro agente?
—No. Un saqueador de reliquias. Bueno, en realidad, una saqueadora. Se
llama Flo Bones.
Me quedé mirándolo y mi entusiasmo disminuyó.
—¿Una saqueadora de reliquias?
—Sí. Una chica que conozco. Nos encontraremos con ella junto al río, una
vez haya anochecido.
Con indiferencia, volvió a mirar por la ventanilla, como si hubiera
sugerido que nos fuéramos de tiendas o algo así de cotidiano. Y, de nuevo,
tuve esa sensación de estar inclinada y sentir que la sangre se derramaba
dentro de mi cabeza. Era la misma impresión que tenía cuando la calavera me
susurraba. Era la sensación de parámetros que cambian y de viejas certezas
que se desalinean. «Mentiroso, reservado». Eso es lo que había dicho la
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calavera. Como era obvio, no me lo creí ni por un segundo. Sin embargo,
llevaba un año viviendo con Lockwood y esta era la primera vez que
mencionaba a Flo Bones.
—Esta saqueadora… —empecé—. ¿Cómo la conociste? Nunca te había
oído hablar de ella.
—¿A Flo? La conocí hace mucho tiempo. Cuando yo estaba empezando
en esto.
—Pero los saqueadores de reliquias son… Bueno, operan al margen de la
ley, ¿no? Es ilegal que los agentes fraternicen con ellos.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan tiquismiquis con las normas del
DICM, Luce? Da igual. La verdad es que necesitamos toda la ayuda posible.
Nos enfrentamos a Kipps en una carrera contrarreloj. Además, este encargo es
más peligroso y misterioso de lo que pensaba.
—Te refieres al espejo, claro.
Todavía veía el cuerpo en el cementerio: los ojos salidos de las cuencas y
la boca echada hacia atrás en una mueca de terror.
—Sí, el espejo, pero hay algo más. Barnes no nos lo ha contado todo. No
es un origen antiguo cualquiera y por eso el trabajo de George es tan crucial.
—Aburrido, Lockwood se estiró—. Volviendo al tema: Flo es buena gente.
No es tan antisocial como el resto de saqueadores. Hablará contigo, aunque es
una cascarrabias. Solo hay que saber cómo… Eso me recuerda a… —Se dio
la vuelta en su asiento, levantó el crucifijo colgante de lavanda y habló a
través de la rejilla—: Si pudiéramos parar junto a la estación de Blackfriars,
señor… ¿Conoce el pequeño quiosco que hay allí?… Sí.
Se volvió hacia mí y sonrió.
—Tenemos que comprar regaliz.
El río Támesis se desvía poco a poco hacia el sureste entre los puentes de
Blackfriars y Southwark, que conectan la ciudad de Londres con el antiguo
distrito de Southwark. Aquí la corriente se ralentiza y cuando baja la marea se
puede ver una amplia extensión de lodazales bajo el lado sur del puente de
Southwark, donde los sedimentos del río se han acumulado en la curva.
Lockwood me lo explicó mientras cruzábamos el puente, con el brillo del sol
casi extinto aún en el cielo.
—Seguramente vendrá por allí —dijo—. A menos que haya cambiado de
costumbres, lo cual es tan probable como que se cambie de ropa interior.
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Empieza la noche en el tramo de Southwark, donde la marea arrastra las
cosas. Después va río abajo, siguiendo la corriente.
—¿Y qué busca? —pregunté, aunque ya lo había supuesto.
—Todo lo que se te ocurra. Huesos, reliquias, objetos que se hayan
hundido y cosas que saca del barro del río.
—Parece un encanto —comenté—. Qué ganas de conocerla.
Ajusté el estoque con tristeza.
—No seas demasiado dura con Flo —me advirtió Lockwood—. De
hecho, es mejor que me dejes hablar a mí. Podemos bajar por aquí.
Nos metimos por un hueco en el terraplén y descendimos por unos
escalones de piedra que abrazaban el enladrillado del puente. El arco se
elevaba sobre nosotros y un profundo olor a barro y descomposición inundaba
el ambiente. Descendimos por un carril empedrado que corría a lo largo del
dique y bajamos un poco por él. Una farola oxidada colgaba como un árbol
muerto sobre el muro bajo que daba al río. Detrás había unos almacenes
oscuros y con aspecto de acantilados. Una leve esfera de luz de color rosa
amelocotonado brillaba alrededor de la farola, y lo único que iluminaba era un
estrecho tramo de escalones que se extendía más abajo del muro.
Por encima y a nuestro alrededor estaban el espacio, la niebla del río y el
comienzo de la noche. Lockwood dijo:
—Ahora hay que moverse con cuidado. No queremos asustarla.
Los escalones descendían de forma abrupta hacia el río. Desde el muro
podíamos ver la ribera norte: una serpiente rota de luces con el gran caos gris
de los capiteles de Londres de fondo. La marea había bajado por completo y
el sombrío resplandor del río flotaba bajo y lejano.
Todo estaba en silencio.
Lockwood me dio un codazo y señaló. Un farol se movía en los barrizales
y una luz naranja brillaba cerca del suelo. Su reflejo, que revoloteaba justo
debajo y era tan tenue como una sombra, se abalanzó húmedo y pálido sobre
la ribera, iluminando las piedras, la maleza y todos los restos que flotaban en
el río: la madera, los plásticos, los fragmentos de metal, las botellas y los
objetos hundidos y podridos. Una figura encorvada y lenta caminaba bajo la
luz del farol, resguardándola como si la ocultara celosamente para que nadie
la viese. Decidida, se movía de forma metódica y se paraba de vez en cuando
para recoger algo de entre los escombros. Arrastraba un pesado saco, que
formaba un surco intermitente en el barro. No sé si era por el rastro que
dejaba o por la forma jorobada y redondeada que tenía, pero esta criatura
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parecía más un caracol gigante salido de las profundidades del Támesis que
un ser humano.
—¿Quieres hablar con eso? —murmuré.
Como toda respuesta, Lockwood bajó las escaleras del río. Le seguí. A
medio camino, los escalones se volvieron suaves y húmedos por el musgo.
Lockwood llegó al último peldaño, pero no avanzó. Levantó una mano y
llamó a la extensión de oscuridad.
—¡Hola, Flo!
En mitad del barro, la figura se quedó paralizada. Sentí (porque no la vi
realmente) cómo un rostro pálido nos miraba desde lejos.
Lockwood volvió a alzar la voz.
—¡Flo!
—¿Qué pasa? ¡No he hecho nada!
La respuesta, algo fuerte y seca, no llegó bien. Lo natural habría sido
acercarnos más, pero Lockwood estaba siendo precavido. Permaneció en el
último escalón.
—¡Hola, Flo! ¡Soy Lockwood!
Silencio. La figura se irguió de pronto. Por un instante, pensé que iba a
darse la vuelta y echar a correr. Pero entonces volvió la voz: débil, hostil y
cauta.
—¿Tú? ¿Qué demonios quieres tú?
—Ah, qué bien —susurró Lockwood—. Está de buen humor. —Se aclaró
la garganta y volvió a llamarla—. ¿Puedes hablar?
En la lejanía, la persona se lo pensó y durante unos segundos solo oímos
el oleaje y el chapoteo del río a lo largo de la orilla.
—No. ¡Estoy ocupada! Vete.
—¡Te he traído regaliz!
—¿Ahora estás intentando sobornarme? ¡Tráeme dinero!
Más silencio, solo interrumpido por la succión del agua. A lo lejos, en la
bruma, una cabeza se inclinó hacia un lado.
—¿Qué tipo de regaliz?
—¡Ven y lo verás!
Observé cómo la figura se abría paso entre los lodazales y se dirigía
rápidamente hacia nosotros. Parecía una bruja coja, una arpía salida de los
sueños febriles de un niño. Me latía rápido el corazón.
—Mm… ¿Y qué habría pasado si no estuviera de buen humor? —
pregunté.
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—Mejor que no lo sepas —respondió Lockwood—. Una vez la vi arrojar
a una agente al río —siguió, pensativo—. La cogió de la pierna y la metió en
el agua. Casualmente, ese día Flo también estaba de buen humor. Pero tú le
gustarás, estoy casi seguro. No hables demasiado y aléjate para que no te
apuñale. Yo me ocupo.
La figura se acercó, tambaleándose, arrastrando el saco y alzando el farol
frente a ella. Atisbé una mano pálida y sucia y la corona de un sombrero de
paja raído. El barro y la grava absorbían unas botas pesadas y se hundían bajo
su peso. De forma instintiva, Lockwood y yo dimos un paso hacia atrás. Con
un quejido y un insulto repentino, el saco se balanceó y aterrizó sobre la
piedra. Al fin, la figura se enderezó y se detuvo en el barro bajo la escalera
para mirarnos. Bajo la luz del farol, pude verla bien por primera vez.
Lo primero que me impresionó, ahora que se había deshecho de su carga,
era lo alta que era. Medía una cabeza más que yo. Era difícil saber más sobre
su cuerpo (a mí me parecía bien, porque nadie en su sano juicio querría mirar
debajo de esas ropas). Vestía una chaqueta acolchada azul increíblemente
sucia que le llegaba casi hasta las rodillas. La humedad había oscurecido la
parte baja y estaba cubierta de barro del río. No había cerrado la cremallera,
así que entreví una garganta pálida y sucia, una camisa con el cuello
mugriento y un jersey remendado y deforme que caía sobre unos vaqueros
viejos y descoloridos. O tenía los pies de mujer más grandes que había visto
en mi vida o calzaba botas de agua de hombre, o las dos cosas. Las botas, que
acababan en las rodillas, estaban manchadas de basura y agua. Los pies
estaban separados hacia afuera, como las patas de un pato.
Una cuerda larga le daba dos vueltas alrededor de la cintura y hacía las
veces de cinturón improvisado. De los huecos del abrigo colgaba algo. Pensé
que podría ser una espada, lo que es ilegal para quienes no son agentes.
Por su cojera y su figura sin forma, podría haber sido muy mayor. Lo
segundo que me impactó llegó cuando se echó hacia atrás el sombrero de ala
ancha. Este escondía una mata de pelo del color y la rigidez de la paja vieja,
que salía hacia afuera y le cubría la frente ancha y mugrienta. La suciedad se
acumulaba en los pliegues y en las arrugas bajo sus ojos. En esto no era
diferente de cualquier vagabundo que hace cola para encontrar un lugar
seguro en el que pasar la noche. Pero era joven, aún adolescente. Tenía una
nariz pequeña y respingona, la cara ancha, las mejillas rosadas manchadas de
gris y unos ojos azules claros que brillaban bajo la luz del farol. Su boca era
grande y mostraba un gesto de desdén. La cabeza le sobresalía hacia delante
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de forma agresiva. Me echó un vistazo rápido y luego centró su atención en
Lockwood.
—Pues tú no has cambiado —dijo—. Sigues tan presuntuoso como
siempre.
Lockwood sonrió.
—Hola, Flo. Bueno, ya sabes cómo soy.
—Ya. Veo que todavía no puedes permitirte un traje de tu talla. Te
aconsejo que no te agaches muy rápido con esos pantalones. Pensé que te
había dicho que no quería volver a verte.
—Ah, ¿sí? No lo recuerdo. ¿He dicho que he traído tiras de regaliz?
—Como si eso cambiara algo. Dámelas. —Una bolsa de papel llegó hasta
sus manos, similares a garras, y estas la guardaron en algún hueco
inmencionable bajo el abrigo. La chica se sorbió la nariz—. ¿Y quién es esta
caradura?
—Esta es Lucy Carlyle, mi socia —me presentó Lockwood—. Debo dejar
claro que no se relaciona con el DICM ni con la policía o la agencia Rotwell.
Es una agente independiente que trabaja para mí y a la que le confiaría mi
vida. Lucy, esta es Flo.
—Hola, Flo —saludé.
—Para ti seré Florence Bonnard —replicó la chica con voz pretenciosa—.
Veo que tienes a otra estirada, Lockwood.
Parpadeé, indignada.
—Perdona, pero soy de clase obrera del norte. Y cuando dices «otra»…
—Escucha, Flo, sé que estás ocupada… —Hablaba con un tono suave, el
que usaba en situaciones difíciles, con clientes irascibles y con acreedores
enfadados que llamaban a nuestra puerta. Pronto le seguiría la gran sonrisa de
gigavatios; eso estaba más claro que el agua—. No quiero molestarte, pero
necesito tu ayuda. Solo busco algo de información y luego me iré. Se ha
cometido un crimen y hay un chico herido. Tenemos una pista sobre el
saqueador de reliquias que lo hizo, pero no sabemos dónde encontrarle. Y nos
preguntábamos si podrías echarnos una mano.
Entrecerró sus ojos azules y las arrugas de las ojeras desaparecieron bajo
la suciedad.
—No me ciegues con esa sonrisa. ¿Ese saqueador tiene nombre?
—Jack Carver.
Una brisa fría sopló desde el río y onduló los mechones enmarañados del
pelo de Flo Bones.
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—Lo siento. Hay un código de silencio entre los nuestros. No nos
delatamos los unos a los otros. Así funcionan las cosas por aquí.
—La primera vez que lo oigo —contestó Lockwood—. Pensé que erais
famosos por vuestra despiadada rivalidad y que os alegrabais por vender los
trapos sucios de los demás por seis peniques.
La chica se encogió de hombros.
—Las dos cosas no se excluyen mutuamente, si es que quieres mantenerte
sana. —Agarró el cuello de la bolsa de cáñamo—. Y no quiero que me lleve
la corriente de la mañana, así que lo dejamos aquí. Adiós.
—Flo, te he dado las tiras de regaliz.
—No es suficiente.
—No servirá de nada, Lockwood —repliqué—. Está asustada. Vámonos.
Le toqué el brazo e hice el amago de subir por las escaleras. De pronto, el
rostro de la chica se había transformado en un óvalo blanco que me miraba
fijamente.
—¿Qué has dicho?
—Lucy, quizá no sea inteligente…
Pero estaba harta de quedarme callada. Flo Bones me irritaba e iba a
dejárselo claro. A veces la amabilidad no te lleva a ningún sitio.
—No pasa nada —continué—. Que vuelva a escarbar en el barro mientras
nosotros vamos a buscar al tipo que le dio una paliza a un niño, robó una
tumba y ahora tiene un artefacto peligroso que seguramente amenace a la
ciudad. Cada uno a lo suyo. Venga.
Dos saltos y un hedor que hizo que se me rizaran las uñas de los pies. Una
chaqueta acolchada crujió contra mi abrigo y un rostro se acercó al mío. Me
empujó contra las piedras de los escalones.
—No me gusta lo que dices —soltó Flo Bones.
—No te preocupes —le hablé con voz dulce—. Tú no tienes la culpa. La
gente tiene que ser consciente de sus limitaciones. La mayoría evita el peligro
a toda costa. Así son las cosas. Bueno, no quiero que te estropees el abrigo…
—¿Crees que evito el peligro? ¿Crees que lo que hago no es arriesgado?
En ese momento, una serie de emociones atravesaron el rostro de la chica:
enfado, rabia y luego un largo y lento albor de astuto entendimiento. Pero,
con toda la oscuridad, la suciedad y la simple proximidad nauseabunda de su
presencia, era difícil estar segura.
—¿Sabes qué? —dijo y, de pronto, se alejó de mí y danzó escaleras abajo,
rápida y veloz con sus enormes botas y abrigo—. ¿Sabes qué? Haremos un
trato. Hacéis algo por mí y yo hago algo por vosotros. —Aterrizó con un
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crujido sobre los guijarros y alzó el farol—. Venid conmigo al cauce, a menos
que os asuste mojaros los pies. Después os contaré todo lo que sé de él.
—¿Entonces sí conoces a Jack Carver? —preguntó Lockwood—. ¿Nos
hablarás de él?
—Sí. —Le brillaban los ojos y sonreía con la boca abierta—. Pero antes
os toca escarbar un poco en el barro. Hay algo en lo que me podéis ayudar,
porque yo no puedo sola.
Lockwood y yo nos miramos. La sonrisa loca de la chica no me inspiraba
gran confianza, sinceramente. Aunque si queríamos avanzar con esta línea de
la investigación, no nos quedaba otra opción. Llegamos a la arena de un salto.
Veinte minutos después, tenía las botas empapadas y las medias caladas a la
altura de los gemelos. Me había tropezado tres veces, así que tenía parte de un
brazo cubierto de barro y arena. Lockwood estaba en una situación parecida,
pero la soportaba sin quejarse. Seguimos la linterna de Flo Bones, que saltaba
y se balanceaba a cierta distancia como un fuego fatuo. Se movía de lado a
lado mientras ella cruzaba el lodazal. Avanzamos bajo el puente, cubierto de
oscuridad húmeda, y continuamos hasta el cauce de Southwark, donde la ola
de la corriente que chocaba contra el dique se alejaba de nosotros hacia la
derecha. La niebla del río había hecho su aparición. En la otra orilla, los
embarcaderos se erguían sobre el agua como acantilados negros y en
descomposición, suaves y deformes. En las puntas de los mástiles de las grúas
y en los extremos de los brazos brillaban unas luces rojas y naranjas tenues.
—Ya hemos llegado —anunció Flo Bones mientras alzaba el farol.
Dos hileras de grandes postes negros de madera emergían del fango.
Medían tres metros o más, y dibujaban la silueta de un embarcadero o un
muelle perdido hacía mucho. Los laterales estaban cubiertos de maleza, la
mayoría de color negro y en algunas zonas ligeramente brillante. Los
percebes y las conchas también se aferraban a ellos, elevándose por encima de
nuestras cabezas hasta la parte más alta de la marea. En otras zonas, los
mástiles podridos aún se extendían entre los postes. A nuestra izquierda,
postes más alejados salían del agua. Sin embargo, donde nosotros estábamos
el barro era suave y granuloso, formado por millones de piedras diminutas.
Flo Bones parecía haber recuperado la energía. Dejó el saco a un lado y se
acercó a nosotros.
—Aquí —repitió—. Hay algo aquí que quiero, pero nunca he podido
conseguirlo.
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Lockwood sacó su antorcha y alumbró a su alrededor.
—Dinos dónde. Tengo una cuerda en la mochila si pesa.
Flo rio.
—No, no pesa. Estoy segura de que es muy pequeño. Pero ahora tenéis
que esperar. No os mováis. No tardaremos mucho.
Después saltó hacia el poste más cercano, lo rodeó y se movió en zigzag
hacia otro, riéndose a carcajadas mientras tanto.
Me acerqué a Lockwood.
—¿Te das cuenta de que está completamente pirada? —susurré.
—Está claro que es un poco rara.
—Y muy asquerosa. ¡Puaaaaj! ¿Te has acercado a ella? Ese olor…
—Lo sé —respondió Lockwood en voz baja—. Es un poco intenso.
—¿Intenso? Noto cómo se me arrugan los pelos de la nariz. Y si…
Me detuve de pronto, alerta.
—¿Qué pasa, Lucy?
—¿Sientes eso? —pregunté—. Algo se está despertando.
Me subí la manga: tenía la piel de gallina. El corazón me latió dos veces y
sentí un cosquilleo en la nuca. Los agentes aprendemos a prestar atención a
estas señales, que son los primeros avisos de una manifestación.
—Miedo atroz y frío —expliqué—. Y, ¿hueles eso? —dije, arrugando la
nariz—. La miasma ha empezado a propagarse.
Lockwood olfateó.
—Si te soy sincero, pensaba que era Flo.
—No. Son visitantes…
Al unísono, desenvainamos los estoques y observamos, muy atentos.
Entre los postes lejanos, la luz saltarina de Flo se quedó quieta. Oímos su
canturreo preocupado. La niebla dio vueltas a nuestro alrededor y la noche se
oscureció. Entonces llegaron los fantasmas.
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pequeño chorro de agua. También es la razón por la que muchas tiendas en el
centro de Londres tienen túneles de agua cerca y el motivo por el que se
hagan tantos negocios en barcos que suben y bajan por el Támesis.
Sin embargo, ahora estábamos a dieciocho metros del río y nos
acompañaba una neblina brillante.
—Marea baja —comenté—. El agua ha retrocedido. El origen debe estar
seco.
—Seguro. —Lockwood silbó—. Pues esto no me lo esperaba.
—Flo sí —dije—. Nos ha engañado. Es una especie de trampa.
—No lo es.
La voz gritó en mi oído. Pegué un salto, me choqué con Lockwood y di
vueltas con el estoque hasta toparme con Flo Bones mirándome con malicia.
Había bajado la tapa del farol y su cabeza parecía flotar en la oscuridad como
una cara incorpórea y mugrienta.
—¿Una trampa? —siseó—. Es vuestra parte del trato. Estamos los tres
rebuscando en el barro tan felices. ¿Qué pasa? Eres una agente. Tú no te
asustas.
—¿De esto? ¿De una sombra?
—Ah, que solo ves una, ¿no? —Frunció la boca, que parecía apretada y
arrugada, y luego resopló con desaprobación—. Muy bien. Buen trabajo.
Fúmate un puro y únete a una agencia de verdad. Hay dos, pedazo de tonta.
Hay una pequeña detrás de la otra.
Recorrí la oscuridad con los ojos entrecerrados.
—No la veo. Te lo estás inventando.
—No, tiene razón… —Las manos de Lockwood formaban un círculo
sobre sus ojos. Era obvio lo mucho que se estaba concentrando—. Es tenue y
deforme, como una nube. La alta es una mujer, lleva un sombrero o un chal
y… una falda con aros. Puede que sea de la época victoriana o eduardiana.
—Eso es cierto: es vieja, pero vieja de verdad —respondió Flo Bones—.
Imagino que son una madre y una hija, que se tiraron juntas al Támesis.
Suicidio y asesinato, una antigua tragedia. Creo que sus huesos estarán debajo
de ese embarcadero. ¿Y tú no lo ves? —me preguntó—. Vaya, vaya.
—La visión no es mi don más fuerte —respondí con frialdad.
—¿Ah, no? Una pena. —Acercó la cabeza—. Bueno, basta de cháchara.
Ahora quiero que me ayudéis. Esto es lo que haremos. Nos arrastramos hacia
el poste, despacio y en silencio, sin hacer movimientos precipitados que
pudieran alertarlas. Luego viene lo fácil. Vosotros vigiláis y os aseguráis de
que no se alteren. Mientras yo iré a husmear con mi fiel cuchillo de desuello.
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—Se apartó el abrigo apestoso y vi la hoja en su cinturón por primera vez. Era
un arma corta y muy curvada con una extraña doble punta, como la de un
abrelatas gigante o esos tenedores pequeños de madera que te dan cuando
pides anguilas en gelatina—. Cubridme las espaldas. Eso es lo único que
tenéis que hacer. No será profundo. Tardaré poco.
Solté una exclamación de asco.
—¿Así que la idea es que hagamos guardia mientras tú cavas en busca de
los huesos de un niño muerto? ¿Y todo porque planeas venderlos en el
mercado negro?
Flo asintió.
—Eso sería todo, sí.
—De eso nada. Lockwood…
Me agarró del brazo y lo apretó.
—Venga, Lucy. Flo es lista. Flo es inteligente. Tiene información. Si la
queremos, tenemos que ayudarla. Así de simple.
Otro apretón fuerte.
Una sonrisa tierna y algo ridícula apareció en el rostro de Flo.
—Ah, Lockwood, siempre has tenido mucha labia. Una de tus mejores
cualidades. No como esta tipa rancia. Pues vamos allá. ¡Hacia delante y a por
ellos! ¡Busquemos la gloria y acabemos con esto!
Sin mediar más palabras, Lockwood y yo comprobamos nuestros
cinturones. Preparamos los estoques. Las sombras suelen ser muy pasivas e
indiferentes. Están tan absortas en la repetición o el recuerdo del pasado que
no prestan atención a los vivos. Pero esto no es algo que haya que dar por
hecho y Flo tenía motivos obvios para andarse con cuidado. Despacio,
poniendo las botas con la más absoluta precaución sobre la grava, nos
acercamos al poste negro y alto.
Sobre nosotros, algo blanco se elevaba en el cielo nocturno. Podría
tratarse de una ráfaga de humo, enmarcada contra las estrellas.
—¿Por qué está ahí arriba? —pregunté en un susurro. Flo estaba justo
delante, tarareando alegremente para sí misma.
—El antiguo embarcadero llegaba hasta ahí. Allí es donde se quedó antes
de saltar. ¿Oyes algo?
—No sabría decirte. Podría ser el suspiro de una mujer o el viento. ¿Y tú?
—No hay brillos mortales. Tampoco es que esperáramos verlos, porque la
corriente de agua se los habría llevado. Pero sí noto un peso enorme que me
aplasta —contestó Lockwood respirando profundamente para calmarse—.
¿Tú lo notas? Duele mucho…
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—Sí, yo también lo siento. Es un malestar muy intenso para tratarse de
una sombra.
Él se detuvo de pronto.
—Espera. ¿Has visto cómo se movía, Lucy? Me ha parecido ver que se
estremecía.
—No. Me lo he perdido. Puaj, ¡mira a Flo! ¿Es que no se respeta a sí
misma?
La saqueadora de reliquias había llegado a la base del poste. Dejó el farol,
se puso en cuclillas y comenzó a sacar trozos de barro y piedras con su
cuchillo largo y curvo.
Lockwood me indicó que retrocediera un poco. Con los ojos fijos en la
sombra que se cernía sobre nosotros, se detuvo detrás de la figura agachada
de Flo.
Ahora que estábamos más cerca, el malestar era más fuerte. Una terrible
melancolía se apoderó de mí. Sentí cómo se me hundían los hombros y las
rodillas empezaban a ceder. Las lágrimas me pinchaban los ojos y una
desesperación repugnante daba vueltas en mi estómago. La aparté; no era una
emoción de verdad. Abrí un bolsillo del cinturón y saqué algo de chicle, que
masqué frenéticamente para distraerme. Una vez, hace mucho tiempo, aquello
había sido real y la tristeza de una persona se convirtió en locura o
desesperanza. Ahora no era más que un eco: una fuerza vacía y sin sentido
que se abalanzaba sobre cualquiera que estuviese cerca.
No es que Flo Bones pareciera particularmente afectada. Cavaba a una
velocidad feroz, echando a un lado grandes montones de lodo. Cada cierto
tiempo, paraba para observar algún fragmento que había desenterrado y luego
lo tiraba.
Una onda de sonido llegó hasta mis oídos, como un temblor en el aire. El
suspiro que había oído era más fuerte. Junto a la punta del poste, la mancha
blanca se hizo más intensa, como si la sustancia hubiera sido atraída hasta
ella.
Lockwood también se había dado cuenta.
—Hay movimiento sobre nosotros, Flo.
El culo de la saqueadora estaba arriba y su cabeza se escondía
prácticamente en el agujero. No levantó la mirada.
—Bien. Eso significa que estoy acercándome.
La presión del aire se volvió más pesada. Cualquier rastro de la brisa del
río había desaparecido. Me dolía aquella carga sobre el corazón, que me
aprisionaba como una piedra. El chicle giraba en mi boca mientras yo
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escuchaba el cuchillo rascar en la tierra húmeda y repugnante, y observaba la
blancura flotante. Incluso de reojo, permanecía obstinada y sin formar,
aunque por primera vez me pareció ver una mancha más pequeña. Era la
silueta borrosa de un niño.
Un escalofrío atravesó la nube más grande. Mi mirada se dirigió hacia allí.
Lockwood dio un paso lento para alejarse.
—Me estoy acercando —repitió Flo—. Lo noto.
—Se mueve, Flo. Hay signos de agitación
—Me estoy acercando…
Un chillido, seguido de un repentino chasquido en el aire. Me eché para
atrás rápidamente y me tragué la bola de chicle. La forma blanca se abalanzó
en dirección al poste, directamente sobre la cabeza de Flo. Lockwood se lanzó
hacia delante, abriéndose camino a base de estocadas. La figura se elevó y
esquivó la fulminante hoja revestida de plata. Durante un breve instante, dio
una voltereta silenciosa por encima de nuestras cabezas y se detuvo a escasos
metros de mí, flotando justo encima del suelo. Entonces atisbé una falda
ancha y ondulada, y una espiral de cabello humeante.
La rabia le había otorgado a la aparición una apariencia sólida. Era una
mujer alta, delgada y con un vestido antiguo, estrecho en el pecho y con una
falda ancha de crinolina. Llevaba un tocado pálido y dos mechones de pelo
negro le oscurecían la mitad de la cara. Un collar de flores primaverales le
decoraba el cuello. Espirales de luz fantasmagórica flotaban a su alrededor,
como la vegetación de un río que se mueve con la corriente. A su lado, una
figura diminuta no se separaba de su falda. Se daban la mano.
Con la garganta seca, me eché hacia atrás e intenté recordar la postura que
había usado con Esmeralda en la sala de los estoques. No era una sombra,
sino una dama fría: una mujer fantasma que se aparece por una vieja pérdida.
La mayoría de las damas frías son seres melancólicos y pasivos que no suelen
dar mucha guerra mientras buscas su origen. Pero este no era el caso.
Tomó impulso y se lanzó hacia mí. Se le revolvió el cabello, dejando ver
un rostro espeluznante tan blanco como los huesos, una máscara congelada de
ojos negros y locura frustrada. Desesperada por defenderme, hice girar el
estoque. Durante un segundo, me pareció estar rodeada de unas manos pálidas
y en forma de garra. Un chillido palpitaba en mis oídos. Pero mantuve la
estocada firme y la hoja del arma me protegió. De pronto, el aire se despejó y
dos figuras traslúcidas y apenas visibles a través del barro se alejaban: un niño
diminuto y una mujer llorando con un vestido de cola.
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—¡Vuelve al poste, Lucy! —gritó Lockwood—. Tú ve por un lado y yo
iré por el otro. ¡Flo! ¡Dinos algo! ¿Cómo va por allí?
—Si vuelves a decir «me estoy acercando», yo misma te enterraré en ese
agujero —gruñí mientras avanzaba.
—Me estoy acercando más —respondió Flo de inmediato—. Algo más
cerca. Podría decirse que casi me quemo. Tengo un par de trozos que podrían
ser importantes. Pero ¿cuáles? ¿Cuál es el origen?
Contemplé el cauce de Southwark, a donde los visitantes se dirigían a toda
velocidad, iluminados por su propio brillo tenue. Ahora, sin romper el ritmo,
se elevaron y dieron media vuelta, corriendo hacia nosotros.
—Sea cual sea, de verdad que no querrías llevártelo —dije—. Por favor,
date prisa, Flo.
Ella estaba agachada junto al hoyo y sostenía objetos pequeños en las
manos.
—¿Serán estos los huesos? Si es así, ¿cuál de estos dos? ¿O no son los
huesos? ¿Será esta cosa pequeña? ¿Este extraño caballo metálico?
—Te propongo algo —sugirió Lockwood—. ¿Por qué no te lo llevas
todo?
Las figuras brillantes estaban acercándose cada vez más y sobrevolaban
las rocas.
—No quiero llevarme cualquier porquería vieja —respondió Flo con tono
de enfado—. Tengo caché. Mis clientes esperan calidad.
Movidas por el odio y la furia, las formas avanzaron. Volví a ver el rostro
de la mujer: la boca fina y oscura, y los ojos abiertos.
—Flo…
—Anda, qué bien.
Cogió el saco, lo abrió y un aroma dulce y limpio salió despedido del
interior. Flo metió los trozos dentro. Sin previo aviso, las figuras brillantes
parpadearon y una ráfaga de viento inofensivo chocó contra nosotros. Los
bajos del abrigo de Lockwood se movieron hacia atrás y luego volvieron
suavemente a su sitio. Era una noche oscura. Cuando miré a la parte alta del
poste, lo único que vi fueron las estrellas.
Flo tiró con fuerza de la cuerda. Yo me hundí en la arena y dejé que el
estoque descansara sobre mis rodillas.
—En el saco… —dijo Lockwood. Se había apoyado contra el poste—.
¿Hay…?
—Lavanda. Sí. Lleno hasta arriba. Mientras su fragancia dure, la lavanda
es más potente que la plata. Los mantendrá callados un rato. —Me sonrió—.
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¿Acaba de pasar algo? Estaba ocupada y no podía echar un vistazo.
—Sabías que iban a atacar, ¿verdad? —pregunté—. Ya lo habías
intentado antes.
Flo Bones se quitó el sombrero y se rascó la mata de pelo rubio.
—Veo que no eres tan tonta como pareces… Pues supongo que hemos
acabado.
—La verdad es que no —respondió Lockwood con voz sombría—. Esa
era nuestra parte del trato. Ahora falta la tuya.
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cubiertas con rejillas de hierro e iluminadas por viejas farolas protectoras.
Dentro, una hilera de envases de plásticos exhibía los dulces y caramelos
favoritos de los jóvenes clientes. En un tablón de corcho cerca de la puerta
habían pegado anuncios, ofertas de trabajo, avisos de objetos perdidos y
encontrados, y otros trozos de papel. Unas cuantas revistas manchadas y
cómics se esparcían sobre las mesas de fórmica. Cinco chicos con la cara
cubierta de gris estaban sentados en mesas separadas, comiendo y bebiendo
con la mirada perdida en el horizonte. Sus bastones les esperaban en las
estanterías de armas junto a la puerta.
Lockwood y yo pedimos huevos revueltos, arenques ahumados y té. Flo
quiso café y una tostada con mermelada. Encontramos una mesa en la esquina
y nos concentramos.
Bajo la intensa luz de la cafetería, Flo parecía incluso más sucia. Aceptó
el café (negro) y empezó a llenar la taza, despacio y de forma metódica, con
ocho cucharadas de azúcar.
—Entonces, Flo, háblanos de Jack Carver —dijo mientras ella removía el
brebaje.
Esta asintió, resopló y agarró la taza con los dedos sucios.
—Sí, conozco a Jack Carver.
—Excelente. ¿Y sabes dónde vive?
Sacudió la cabeza brevemente.
—No.
—¿Y dónde suele estar?
—No.
—¿Y con qué gente se junta?
—No. Solo a Duane Neddles, pero decís que está muerto.
—¿Y sus aficiones, las cosas que le gusta hacer en su tiempo libre?
—No.
—Pero ¿sabes dónde podríamos encontrarle?
Se le encendieron los ojos. Le dio un sorbo al café, frunció el ceño y vació
otra cuchara llena de azúcar en el sirope negro. Lo removió frenéticamente
mientras nosotros la mirábamos y esperábamos. Al fin, terminó el ritual.
Entonces, nos observó sin ninguna emoción.
—No.
Moví la mano en dirección a mi estoque. Lockwood recolocó una
servilleta sobre la mesa.
—Vale —dijo él—. Entonces, cuando dices que le conoces, ¿te refieres a
que lo conoces de forma general, limitada y, por qué no decirlo,
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completamente inútil?
Flo Bones alzó su taza y se bebió la mezcla de un trago.
—Conozco su reputación, sé lo que hace con los artefactos que roba y sé
cómo podría llegarle un mensaje, cosas que podrían interesaros.
Lockwood se echó hacia atrás y dejó las manos sobre la mesa.
—Ah, sí. Si fuera cierto, nos interesaría. Pero ¿cómo vamos a enviarle un
mensaje si no le conoces de nada?
—Déjame que lo adivine —espeté—. Lo meterás en una calavera mohosa
y la dejarás en una tumba abierta a medianoche.
—No. Pondría un aviso allí. —Señaló al tablón de corcho de la puerta—.
Así es como los de mi profesión se mantienen en contacto. Aunque no lo
hacemos a menudo, porque solemos ir por libre. Pero hay varios tablones
como ese que cumplen cierta función. —Se limpió la nariz con los dedos y
luego los dedos en el abrigo—. La Liebre y el Látigo tiene uno, pero no
podemos usarlo.
La miré, extrañada, aunque Lockwood parecía estar considerándolo.
—Interesante. Puede que lo haga. ¿A quién debo dirigirme?
—Pon que va a la atención de la «Hermandad del Cementerio». Entre
nosotros, esos son los saqueadores de reliquias. Puede que Carver no lo vea,
pero otra persona sí y le pase el mensaje.
—Esto no nos sirve —exclamé—. Necesitamos algo concreto. ¿Qué hace
Carver con las reliquias después de robarlas?
—Se las lleva a Winkman. ¿Me puedo tomar otro café?
—No te lo crees ni tú. No hasta que nos des más detalles. Luego te tomas
todos los cafés que quieras.
—O podríamos darte un bol de azúcar y lo aliñas con una cucharadita de
café por encima —propuso Lockwood—. Quizá así sea más simple.
—Me parto —dijo Flo sin sonreír—. Siempre fuiste un cómico del
montón. Está bien, os contaré lo que sé de él. Hay dos tipos de coleccionistas
de reliquias. Los que, como la menda, vamos por ahí a nuestra bola, buscando
objetos psíquicos importantes y olvidados. No nos metemos en problemas y
tampoco los buscamos. Luego están los demás. Son demasiado impacientes
como para molestarse en rebuscar en la orilla. Les gustan las cosas que les
den beneficios inmediatos, a pesar de que no sean de su propiedad. Esos tíos
se meten en los cementerios, roban lo que pueden y no les importa saquear a
los vivos, incluso si eso significa…
La miré.
—¿Qué significa?
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—Que se los cargan. —Nos dirigió una mirada despectiva y satisfecha—.
Les parten la cabeza, les rajan el cuello de oreja a oreja o los estrangulan con
mucha paciencia, si les apetece. Luego se lo mangan todo. Esa es su
estrategia. Imagino que os impactará, con esas manos suaves y caras pálidas
que tenéis. —Nos sonrió—. Bueno, pues este tío es uno de los delgaduchos
con ganas de comer. Es un asesino. Le he visto en sitios como este y os
aseguro que lleva las ganas de usar la violencia escritas en la cara.
—¿Ganas de usar la violencia? —preguntó Lockwood—. ¿Qué quieres
decir con eso?
—Es difícil de explicar. Puede que sea el brillo de sus ojos, la cruel
delgadez de sus labios o incluso su postura. Además, una vez casi le vi acabar
con un tipo solo porque le había mirado raro.
Lo asimilamos en silencio.
—Nos han dicho que es pelirrojo, que tiene la piel clara y que siempre va
de negro —dije.
—Sí. Y dicen que lleva tatuajes. Tatuajes llamativos y todo eso.
Parpadeé.
—¿Por qué llamativos? ¿De qué son?
—No os lo puedo decir. Sois demasiado jóvenes.
—Pero si nos enfrentamos a espectros letales cada noche, ¿cómo vamos a
ser demasiado jóvenes?
—Si no te lo imaginas, está claro que no sois lo bastante mayores —
respondió Flo—. Mirad, aquí están vuestros arenques. Otro café, gracias,
corazón, y habría que rellenar este cuenco de azúcar.
—¿Entonces son todos ladrones, chatarreros y matones? —pregunté
después de que la camarera se marchara—. Parece que encontrar reliquias es
un negocio realmente apetecible.
Flo Bones no apartaba la vista de mí.
—¿En serio? ¿A caso es peor de lo que haces tú? ¿Preferirías que buscara
un trabajo legal como esos críos de ahí? —Saludó a los niños de la patrulla
nocturna con la cabeza. Todos estaban desplomados en varias posturas de
cansancio y abatimiento—. No, gracias. ¿Que se aprovechen de mí las
grandes empresas? ¿Que me paguen cacahuetes, me den un asqueroso bastón
y me manden a esperar toda la noche a la intemperie a ver si aparece algún
espectro? Prefiero meterme en el río. Me rasco el culo, miro las estrellas y
sigo mis propias reglas.
—Sé exactamente lo que quieres decir —intervino Lockwood—. Al
menos con lo de las estrellas.
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—Ya, porque tú eras el chico de Sykes el Asaltatumbas. A ti te enseñaron
bien. No dejes de ir por tu cuenta. Sé un inconformista. Baila al ritmo que te
dé la gana.
—¿Conoces al antiguo maestro de Lockwood? —pregunté. La sorpresa (y
cierto resentimiento) era evidente en mi voz. Era obvio que Flo sabía mucho
más que yo sobre el pasado y la formación de Lockwood.
—Sí —contestó Flo—. Me informo. Me gusta leer el periódico, antes de
usarlo para limpiarme.
El tenedor con los arenques se detuvo a medio camino hacia mi boca. La
tostada de Lockwood se marchitó visiblemente en su mano.
—Una pena que el pobre Sykes acabara de esa manera —siguió Flo sin
perturbarse—. Aunque, por lo que he oído, el éxito de vuestra agencia está
poniendo de los nervios al DICM. Por eso estoy dispuesta a ayudaros esta
noche.
—¿Entonces nos habrías ayudado de todas formas? —recalqué—. ¿Sin
que nos metiéramos en el fango?
—Sí, claro.
—Bueno, está bien saberlo.
—Háblanos de ese tal Winkman —pidió Lockwood—. He oído rumores
de ese nombre, pero…
Flo cogió su segunda taza de café y otro cuenco de azúcar.
—Winkman, Julius Winkman. Es uno de los compradores de objetos
robados más importantes de Londres, y un hombre muy peligroso. Tiene una
tiendecita en Bloomsbury. Por fuera es muy respetable, pero si has encontrado
algo excavando en un cementerio, has mangado algo de un adosado de
Mayfair o te ha llegado algo por un intermediario confidencial, él es tu
hombre. Las mejores ofertas, la venta más rápida y la mayor popularidad.
Tiene clientela por toda la ciudad, gente con dinero en efectivo que no hace
preguntas. Si Jack Carver tiene ese objeto que buscáis, Winkman será el
primero con el que hable. Y si Winkman lo compra, organizará una subasta
secreta en la que reúna a sus mejores clientes. No creo que lo haya hecho ya.
Querrá conseguir el mayor beneficio posible.
Lockwood había terminado su plato.
—Vale. Ahora vamos teniendo algo. ¿Dónde está esta tienda de
Bloomsbury?
Flo se encogió de hombros.
—Oye, Locky, no quieres meterte con Winkman, es mucho peor que
Carver. La gente que ha intentado traicionarle… Digamos que sus restos
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nunca se han encontrado. Su mujer es casi tan mala como él y su hijo es un
auténtico horror. Mi consejo es que te alejes de esa familia.
—Aun así, necesito la dirección. —Lockwood tamborileó en la mesa con
los dedos—. ¿Dónde se celebran estas subastas secretas?
—No lo sé. Son secretas, ¿no? Cambian cada vez. Pero quizá pueda
enterarme, si es que tus colegas de Fittes han dejado a algún saqueador en las
calles.
—Eso sería maravilloso. Gracias, Flo. Estamos orgullosos de ti. Luce, tú
siempre llevas dinero. ¿Te importa acercarte a la barra y pagar? Y, mientras
estás allí, pregunta si nos dejan un trozo de papel y un lápiz —dijo mientras
observaba el tablón de corcho.
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de vuelo a la altura de las rodillas y sandalias. El chico vestía una camisa azul
de algodón, un par de pantalones cortos increíblemente anchos y zapatillas de
deporte. Ambos tenían gafas de sol y se reían y bromeaban en voz alta
mientras caminaban.
Tres puertas después, se detuvieron como por impulso junto al escaparate
del Emporio de Antigüedades de Bloomsbury y pasaron un rato mirando la
variedad de piezas polvorientas ahí expuestas. Él le dio un codazo amistoso
en las costillas a la chica y señaló la tienda. Ella asintió. Avanzaron hacia la
puerta y entraron.
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80ºC 15 minutos Sin respuesta
100ºC 15 minutos No
120º 15 minutos No
150ºC 16 minutos El plasma se mueve Se forma la cara
12 minutos La boca se mueve y gesticula
(maleducado)
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Como era probable que el saqueador ya le hubiera dado el espejo a
Winkman, Lockwood concluyó que merecía la pena investigar la tienda de
antigüedades. Lo mejor que podría pasar era que consiguiéramos alguna pista
sobre el paradero del espejo. Lo peor era que… Bueno, dada la reputación del
contrabandista, lo cierto es que era más astuto no pensar en ello. Pero iríamos
de incógnito y no intentaríamos hacer nada demasiado peligroso. Todo saldría
bien. Nos vestimos como turistas en verano y cogimos el metro hacia
Bloomsbury.
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—Será mejor que os quitéis las gafas de sol. Mantenemos la luz tenue
para cuidar los artefactos. Son muy delicados.
—Claro —respondió Lockwood—. Gracias.
Ninguno de los dos se quitó las gafas.
—¿Todo esto se vende?
—A quienes tengan dinero —replicó la mujer. Volvió a bajar la vista y
sus grandes dedos rosados frotaron despacio el contorno de la figurita con el
trapo.
Lockwood y yo dimos varias vueltas por la tienda absorbiendo los detalles
e intentando parecer inofensivos. Encontramos una extraña variedad de
parafernalia: cosas de valor y objetos que no eran más que basura. Un
balancín de caballo apalusa con los flancos manchados de amarillo por el
paso del tiempo, un maniquí con la cabeza y los hombros de tela apolillada y
sentado sobre un poste de madera lleno de gusanos, una antigua bañera doble
de metal con la manguera enrollada alrededor del grifo, una radio de baquelita
y tres extrañas muñecas victorianas con ojos saltones de cristal. Aquellas
muñecas hicieron que me estremeciera. Imagino que hasta a los niños de la
época victoriana se les habrían puesto los pelos de punta.
A la izquierda, una cortina negra plegada en forma de acordeón tapaba la
mitad de una puerta. Detrás había una especie de anexo o habitación más
pequeña. Entreví un sillón, del que sobresalía la coronilla de la cabeza oscura
y brillante de una persona.
—Oiga, ¿están malditas?
Lockwood señaló a las muñecas. La mujer grandota no alzó la vista.
—No…
—Tío, seguro que lo están.
—En la calle Coptic hay tiendas con una amplia selección de regalos
baratos —dijo la mujer—. Quizá encontréis algo más adecuado para vuestro
bolsillo que…
Dejó que la última frase se apagara.
—Gracias. Pero no queremos comprar, ¿verdad, Luse?
—No —respondí entre risas y un sonoro sorbo a la bebida.
Dimos varias vueltas durante un rato más mientras mirábamos los objetos
y vigilábamos la tienda. En una inspección rápida descubrí que había dos
salidas en la planta de la tienda: una puerta abierta detrás del mostrador que
llevaba a los apartamentos privados (vi un pasillo estrecho con una alfombra
persa descolorida y fotografías de color sepia en la pared) y la sala tras la
cortina negra. Seguía ocupada, porque escuché el crujido de unos papeles y el
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espejo? Recordé el sonido que había oído en el cementerio: el zumbido de una
infinidad de moscas. No sonaba como eso. Fuera lo que fuese, estaba muy
cerca.
Lockwood y yo nos vimos en la esquina de la sala más alejada de la
cortina. Nuestros ojos se encontraron. No dijimos nada, pero Lockwood
levantó los dedos hacia mí, asegurándose de que su cuerpo los tapara y la
mujer no pudiera verle desde el mostrador. Habíamos acordado el código de
antemano. Un dedo: nos íbamos. Dos dedos: había encontrado algo. Tres
dedos: necesitaba una distracción.
¿No te imaginas cuál iba a ser? Tres. Me tocaba montar un espectáculo. Él
me guiñó un ojo y se alejó hacia el extremo contrario de la tienda.
Miré a la mujer. El paño se movía en pequeños círculos, de izquierda a
derecha y de derecha a izquierda.
Con indiferencia, me llevé la mano al bolsillo de la falda.
Es increíble el ruido que pueden hacer una docena de monedas que se
caen a un suelo de madera. El estruendo repentino, el eco que se dispersa…
Incluso a mí me pilló por sorpresa. Las monedas rodaron bajo las mesas, entre
las patas de las sillas y a lo lejos, detrás de la base de las estatuas. En el
mostrador, la mujer levantó de golpe la cabeza.
—¿Qué está ocurriendo?
—¡Mi cambio! ¡Se me ha roto el bolsillo!
Sin esperar ni un segundo, me agaché y me escondí bajo la mesa más
cercana. Lo hice con torpeza, chocando con el mueble para que las joyas que
estaban encima se movieran y tintinearan. Alejando un par de monedas, me
apretujé entre dos esculturas de pájaros africanos. Eran flamencos o algo así:
altos, picudos y algo cabezones. Sobre mí, las cabezas se balanceaban
peligrosamente de un lado a otro.
—¡Ya basta! ¡Vete ahora mismo!
La mujer había abandonado el mostrador. Desde detrás de las mesas, vi
sus gemelos gordos y rosados y sus pesados zapatos acercándose a toda
velocidad.
—Sí, en un segundo. Solo estoy recogiendo mi dinero.
Delante había un farol de papel oriental. Parecía antiguo, frágil y
posiblemente bastante valioso. Como era teóricamente posible que una
moneda se hubiera caído dentro, lo agité con fuerza mientras ignoraba los
jadeos de la señora Winkman, que se movía nerviosa más allá de las mesas,
tratando de acercarse a mí. Después de dejar el farol, me di la vuelta tan
rápido que mi culo chocó con una columna de yeso en la que había una
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especie de jarrón romano. El jarrón se movió y empezó a caerse. La señora
Winkman, demostrando más destreza de la que habría imaginado para alguien
de su tamaño, alargó una mano rosada y lo agarró en el aire.
—¡Julius! —chilló—, ¡Leopold!
Al otro lado de la estancia, alguien descorrió las cortinas. Una persona
salió y se movió con pasos majestuosos por los pasillos. Vi un par de piernas
cortas y fornidas, ceñidas a unos pantalones de algodón. Vi unas sandalias
viejas de cuero en los pies. No vi calcetines, lo que dejaba a la vista los pies
peludos y las uñas largas, amarillentas y agrietadas.
Un momento después, un segundo par de piernas (bastante más pequeñas
que las primeras, pero idénticas en cuanto a forma y vestimenta) salió de la
habitación trasera y corrió hacia mí.
Hice el amago de seguir rebuscando debajo de la mesa y recogí unas
cuantas monedas con las manos temblorosas, pero sabía que la partida se
había acabado. Ya estaba retrocediendo hacia el pasillo cuando oí una voz
profunda y suave.
—¿Qué es todo esto, Adelaide? ¿Unos niños haciendo tonterías?
—No quiere salir —respondió la señora Winkman.
—Seguro que podemos persuadirla —dijo la voz.
—Ya voy —exclamé—. Solo tenía que guardar las monedas.
Salí, con la cara roja, polvorienta e hinchada. Me puse de pie y di media
vuelta. La mujer tenía los brazos enormes cruzados y me miraba con una
expresión que normalmente habría bastado para convertir mis entrañas en
agua. Pero esta vez no. Lo que tenía que preocuparme era el hombre que
estaba a su lado. Julius Winkman.
Mi primera impresión fue la de un hombre grande que se había quedado
pequeño por algún capricho de la genética o porque se le había caído un
ascensor encima, o por ambas cosas. Tenía un cuerpo gordo y encorvado, con
una cabeza enorme, un cuello grueso y hombros fuertes que descansaban
sobre su pecho en forma de tonel. Sus brazos eran grandes y peludos, y las
piernas, regordetas y arqueadas. Llevaba el pelo negro muy corto y
engominado hacia atrás sobre el cuero cabelludo. Vestía un traje gris con las
mangas remangadas hasta los codos y una camisa blanca sin corbata. Unos
pelos gruesos le sobresalían del cuello de la camisa. Tenía una nariz ancha y
una boca grande y expresiva. Un par de quevedos dorados hacían equilibrio
en su nariz. Aunque era claramente una persona bastante fuerte, no era mucho
más alto que yo. Podía mirarle directamente a los ojos, que eran grandes y
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negros, con pestañas largas y sensuales. El resto de la cara era pesada y
morena, y la barbilla dentada y oscura por la barba incipiente.
A su lado había un chico que, por muchos motivos, parecía una réplica
más pequeña de aquel hombre. Él también tenía la constitución de una pera
invertida, el pelo peinado hacia atrás y la boca de sapo. Vestía unos
pantalones grises parecidos y una camisa blanca ceñida. Había algunas
diferencias: le faltaban los quevedos y, afortunadamente, tenía menos vello
corporal. Sus ojos eran como los de su madre, azules y penetrantes.
Permaneció junto al hombro de su padre, mirándome con frialdad.
—¿Qué crees que estás haciendo, gateando por mi tienda? —preguntó
Julius Winkman.
A lo lejos, al otro lado de la estancia y detrás de ellos, la cortina que
conducía a la parte trasera se movió una vez durante un breve instante y luego
volvió a su posición.
—No quería hacer nada malo —expliqué—. Se me ha caído el dinero. —
Con una floritura, mostré las pruebas sobre la palma de la mano—. Pero no
pasa nada. He encontrado casi todo. Pueden quedarse el resto… —Bajo la
mirada compartida, mi sonrisa débil se volvió enfermiza y desapareció para
morir—. Mm, es una tienda bonita. Hay muchas cosas chulas. Pero seguro
que es cara, ¿no? Ese caballo balancín… ¿cuánto cuesta? ¿Unos doscientos?
Es precioso. —Lo importante era que siguieran hablando y se centraran en mí
—. ¿Y ese jarrón de allí? ¿Cuánto me costaría si lo quisiera? Y… ¿es griego?
¿Romano? ¿De imitación?
—No. Pero te diré una cosa. —Julius Winkman se acercó de pronto y
levantó un dedo peludo, como si fuera a golpearme en el pecho. Sus dedos de
la mano, como los de los pies, tenían uñas largas y agrietadas. El aliento le
olía a menta—. Deja que te diga una cosa. Este es un establecimiento
respetable. Tenemos clientes respetables. Los críos delincuentes que van por
ahí armando líos y dando problemas no son bienvenidos.
—Lo entiendo perfectamente —me apresuré a responder. Maldito
Lockwood. La próxima vez él sería la distracción. Me moví hacia la salida—.
Adiós.
—Espera —me detuvo la señora Winkman—. Eran dos. ¿Dónde está el
otro?
—Ah, supongo que se habrá ido —contesté—. Pasa mucha vergüenza
cuando se me caen las cosas.
—Yo no he oído la puerta.
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Julius Winkman echó un vistazo a la estancia. Tenía el cuello tan grueso
que tuvo que ponerse de lado para hacerlo, girando el torso con las caderas.
Sonrió ligeramente. Había algo sorprendentemente femenino en sus ojos y en
su boca que encajaba a la perfección con su cuerpo peludo. Dijo:
—Treinta segundos, o quizá cuarenta. Luego veremos.
Dudé.
—Perdone, pero no le entiendo.
—Mira su mano, papá, —le pidió el chico entusiasmado—. Mira su mano
derecha.
Aquello me desconcertó.
—¿Quieren ver las monedas?
—Las monedas no —respondió Julius Winkman—. Tu mano. Buen chico,
Leopold. Enséñamela, niñata mentirosa, o te rompo la muñeca.
Se me erizó la piel. Extendí la mano sin decir nada. La agarró y la
sostuvo. La suavidad de su roce me horrorizó. Se ajustó ligeramente los
quevedos y se acercó. Usó la mano que le quedaba libre para recorrer mi
palma con los dedos.
—Lo que pensaba —afirmó—. Una agente.
—¿No te lo había dicho, papá? —exclamó el chico—. ¿A que sí?
Sentí cómo se me saltaban las lágrimas. Furiosa, pestañeé para evitar que
cayeran. Sí, era una agente. No me dejaría intimidar. Aparté la mano.
—No sé de qué están hablando. Solo he venido a echar una ojeada a su
estúpida tienda y no están siendo nada amables conmigo. Déjenme en paz.
—Eres una actriz pésima —replicó Winkman—. Pero aunque fueras una
genio del teatro, tu mano seguiría traicionándote. Solo los agentes tienen esos
dos callos en la palma. Yo los llamo «marcas del estoque». Os salen por todo
ese entrenamiento que hacéis, esas peleas tontas con espadas. ¿No es cierto?
Tendrías que haber pensado en eso. Y ahora solo nos falta esperar a que tu
amiguito salga. —Miró el reloj que llevaba en la muñeca peluda—. Imagino
que en cualquier momento… Ahora.
Un destello de luz emergió tras la cortina, seguido de un grito de dolor.
Pasó un momento y luego la cortina se abrió hacia un lado. Lockwood salió,
con la cara blanca, una mueca y los dedos de la mano derecha apretados.
Respiró hondo e intentó controlarse. Recorrió despacio el pasillo y se detuvo
ante la expectante familia Winkman.
—Debo decir que el servicio de este sitio no es muy bueno —criticó
Lockwood—. Estaba mirando esa sala de exposición que tienen cuando algo
me electrocutó…
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—Niños estúpidos haciendo tonterías —le interrumpió Julius Winkman
con su voz suave y profunda—. ¿Qué has tocado, chico? ¿El escritorio o la
caja fuerte?
Lockwood se alisó el pelo hacia atrás.
—La caja fuerte.
—Está diseñada para dar un leve castigo eléctrico a cualquiera que no
pueda desactivar el circuito antes de tocar la puerta. El escritorio tiene un
mecanismo parecido. Pero estabas perdiendo el tiempo, porque ninguno de
esos muebles contiene algo que pudiera interesarte. ¿Quiénes sois y para
quién trabajáis?
No dije nada. Lockwood mostró todo el desprecio y el desdén que le
permitía llevar un colorido par de pantalones cortos de verano y tener una
mano que echaba humo.
La señora Winkman sacudió la cabeza. Frente a las ventanas con
parteluces, parecía más alta que nunca. Su figura amenazante bloqueaba la
luz.
—¿Julius? Podría cerrar la puerta con llave.
—Hazlos pedazos, papá —dijo el niño.
—No es necesario, queridos. —Winkman nos miró. Seguía sonriendo,
pero la mirada bajo las onduladas pestañas era tan dura como una piedra—.
No necesito saber quiénes sois. No importa. Imagino lo que queréis, pero no
vais a conseguirlo. Os diré una cosa. Todas mis tiendas disponen de ciertas
protecciones para ocuparse de quienes no son bienvenidos. El calambrazo es
solo la menos importante. Es rudimentaria, pero útil durante el día. Por la
noche tengo otros métodos, si es que alguien es lo bastante estúpido para
colarse. Son más efectivos. A veces, mis enemigos mueren incluso antes de
que baje las escaleras. ¿Lo entendéis?
Lockwood asintió.
—Lo ha dejado muy claro. Vámonos, Luse.
—No —dijo Julius Winkman—. Así no. No podéis iros así como así.
Unas manos de oso aparecieron y nos sujetaron, a mí del antebrazo y a
Lockwood por el cuello de la camisa. Sin esfuerzo, nos acercó hacia él y
luego nos levantó del suelo. Me había agarrado tan fuerte que grité de dolor.
Lockwood forcejeó, pero no sirvió de nada.
—Miraos —rio Winkman—. No sois más que unos niños sin esos
uniformes tontos y espadas de engreídos. ¡Niños! Esta es la primera vez, así
que os vais a librar. La próxima no me contendré tanto. ¡Leopold, la puerta!
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El chico saltó y la abrió. Los rayos de luz entraron y la campana tintineó
con suavidad. Julius Winkman me movió hacia arriba y hacia atrás. Luego me
arrojó con fuerza en dirección al sol. Los músculos del brazo se me tensaron,
aterricé de golpe y caí hacia delante de rodillas. Lockwood cayó a mi lado un
segundo más tarde, rebotó una vez sobre el trasero y frenó, cubierto de polvo.
Detrás, oímos cómo la puerta del Emporio de Antigüedades de Bloomsbury
se cerraba con suavidad pero firmeza.
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—¡Pues claro que sí! —La puerta de la cocina se abrió de golpe. George
estaba sentado en la mesa, radiante de vitalidad, con un lápiz y un colín
sobresaliéndole de la boca. Abrió los ojos de par en par al ver nuestra ropa—.
Hala. Lockwood, ¿llevas pantalones o querías emprender el vuelo?
Este no respondió, sino que permaneció junto a la puerta lanzando
miradas sombrías a los paquetes de patatas, las tazas, las hojas fotocopiadas y
los cuadernos abiertos que ocupaban la mesa. Entré y puse la tetera.
—Son pantalones cortos —dije—. Íbamos de incógnito, pero no hemos
tenido un día muy bueno. Veo que tú has estado ocupado. ¿Algún avance?
—Sí, por fin he dado con algo —respondió George—. Calor. El calor
adecuado podría ser la respuesta. Pero no el calor solar, que solo hace que el
plasma se contraiga. Hablo del térmico. Anoche metí la calavera en el horno
y, os lo prometo, el fantasma no tardó en formarse. El plasma empezó a
retorcerse y girar a los 150 grados. Resulta que ese es el número mágico. El
rostro apareció y de verdad pienso que empezó a hablar. No pude oírlo, claro,
para eso te necesito a ti, Luce, pero si se me da bien leer los labios, diría que
tiene un vocabulario muy maduro. Bueno, es un gran avance y estoy bastante
satisfecho conmigo mismo.
Triunfante, George se recostó en su silla.
Noté un destello de rabia. La calavera me había hablado hacía poco y a
temperatura ambiente, por increíble que parezca. De pronto, los interminables
experimentos me parecieron aburridos.
Lockwood solo le miraba a él. Sentí cómo la presión se formaba a nuestro
alrededor. Dije:
—Sí, esta mañana encontramos el frasco sellado en el horno. Nos
sorprendimos un poco… Yo me refería a todo ese asunto de Bickerstaff.
—Ah, no te preocupes, también tengo noticias sobre eso. —Satisfecho,
George le dio un mordisco al colín—. A los hornos les pasa una cosa. No los
hacen lo bastante grandes. Casi no pude meter el frasco, ¡y ahora está
atascado! Menudo espectáculo cutre. ¿Y si hubiera estado preparando toda la
cena de Navidad?
—Ya —respondí con frialdad—. Eso sí que habría sido raro.
Encontré algunas tazas con bolsas de té dentro.
—Ah, pero esto podría ser todo un descubrimiento —decía George—.
Pensadlo. Podríamos conseguir que los muertos nos hablaran cuando
queramos. Joplin me contó que ese ha sido el sueño de los investigadores
durante años y si de verdad solo se necesitaran un par de hornos grandes y…
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De pronto, Lockwood soltó un grito e irrumpió en la cocina dando
zancadas.
—¿Puedes dejar ya de hablar de esa estúpida calavera? No es nuestra
prioridad, George. ¿Nos pagan por eso? ¡No! ¿Supone un peligro inminente
para los londinenses? ¡No! ¿Estamos centrándonos en resolver este misterio
para vencer a Quill Kipps y a su equipo y evitar una humillación pública?
¡Tampoco! ¡Pero todo eso pasa mientras tú juegas con frascos y hornos! Hoy
Lucy y yo hemos puesto nuestras vidas en peligro, si es que te interesa. —
Respiró hondo. George le miraba como si estuviera hipnotizado—. Lo único
que pido es que, por favor, intentes centrarte en el encargo que nos traemos
entre manos. ¿Y bien? ¿Qué dices?
George se subió las gafas.
—Perdona, ¿podrías repetirlo? Es por los pantalones. No podía prestar
atención a lo que decías.
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proyectaban sombras en las paredes. Estaba sola y podía oír las voces de
Lockwood y George abajo en la cocina.
Sí, ahí estaba: la puerta que no debía ser abierta.
«En esta casa hay otras cosas a las que temer, además de a mí».
Un impulso se apoderó de mi cuerpo. Caminé de puntillas y coloqué las
manos y la oreja sobre la puerta de madera. Dejé que mis sentidos internos
tomaran el control y escucharan de verdad.
No. No había nada. Lo que de verdad debería hacer es abrir la puerta y
echar un vistazo. No estaba cerrada con llave. ¿Qué es lo que podría pasar?
¡O también podría meterme donde sí me llaman y olvidarme de las
mentiras y los halagos de esa cosa asquerosa del frasco! Me obligué a
alejarme y bajé las escaleras. Claro que quería indagar más en el pasado de
Lockwood, pero había otras formas de hacerlo que no incluían husmear. Flo
había mencionado a un antiguo maestro de Lockwood, que parecía haber
tenido un final desagradable. Quizá podría seguir el ejemplo de George y
visitar el archivo algún día…
Ellos seguían en la cocina, en la mesa, con las manos entrelazadas
alrededor de las tazas de té. Algo debió pasar mientras yo no estaba, porque
había sándwiches de jamón y mostaza apilados en el centro de la mesa, junto
a cuencos de tomates cherri, pepinillos y lechuga arrugada. Y patatas fritas.
Tenía buena pinta. Me senté. Comimos.
—¿Ahora mejor? —pregunté al cabo de un rato.
Lockwood gruñó.
—Me he disculpado.
—Lockwood ha dibujado el objeto perdido del ataúd de Bickerstaff —
añadió George—. Ya sabes, lo que vio en la foto. ¿Qué te parece?
Miré el mantel de pensar. Como a Lockwood no se le daba muy bien
dibujar, no era un boceto bueno. Eran tres o cuatro líneas paralelas con puntas
afiladas.
—Parece un manojo de lápices —dije.
—Más grandes que los lápices —puntualizó Lockwood—. Eran más bien
palos. Me recordaban a uno de esos trípodes plegables que usaron los
fotógrafos de The Times cuando hicieron fotos en la tumba de la señora
Barrett. —Le dio un bocado a su sándwich—. Aunque eso no explica cómo
desaparecieron. Bueno, volvamos a lo que importa. Ya he puesto a George al
día, más o menos, de lo que hemos hecho en las últimas veinticuatro horas. Y
no está contento.
George asintió.
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—Muy cierto. No puedo creerme que metierais la pata en la tienda de
Winkman de esa manera. Si es como decís que es, habéis sido muy
impulsivos.
—Teníamos que tomar una decisión rápida —dijo Lockwood con la boca
llena—. Vale, no salió bien, pero podría haberlo hecho. George, a veces hay
que improvisar. La vida no es para pasar el tiempo holgazaneando con frascos
sellados y papeleo. Oye, no te enfades conmigo otra vez. Era una forma de
hablar.
—Yo también me arriesgo —protestó George—. ¿Quién salió mal parado
por ese espejo encantado la otra noche? Todavía noto los síntomas. Es como
algo que me persigue y me llama. Creo que no estuve muy lejos de acabar
como ese saqueador de reliquias que encontramos, y no es una sensación
agradable. —Se le encendieron las mejillas y apartó la mirada—. Pues gracias
a que he «holgazaneado» he dado con algo bueno, y no creo que os
decepcione. Estoy seguro de que ahora hemos avanzado más que Kipps y
Bobby Vernon.
Se había hecho de noche. Lockwood se levantó y cerró las persianas de la
cocina, tapando la oscuridad del jardín. Encendió una segunda lámpara y se
hundió en la silla.
—George tiene razón —dijo—. Luce, mientras estabas arriba llamé a
Barnes y a Kipps no le está yendo bien. No tiene ninguna pista sobre Jack
Carver ni sobre el espejo. Los calabozos del DICM están a reventar con la
mitad de los saqueadores de Londres, pero Carver no está entre ellos. No
tienen ni idea de dónde se encuentra. Barnes está un poco frustrado. Le dije
que estábamos detrás de una posible señal.
—¿Le hablaste de Winkman? —pregunté.
—No. No quiero que Kipps se meta en eso. La subasta secreta es la
esperanza que nos queda para ganar, siempre que Flo nos avise a tiempo.
—¿Dónde habías escondido a esa Flo Bones? —dijo George—. Parece un
contacto útil. ¿Cómo es?
—Respetuosa, amable y con voz dulce —respondí—. Elegante. Lo típico.
Creo que te llevarías bien con ella.
George se subió las gafas.
—¿En serio? Bien.
—Lo que iba diciendo, George —continuó Lockwood—. Ahora te toca.
¿Qué has descubierto sobre Bickerstaff y el espejo?
George ordenó sus papeles y los amontonó con cuidado junto a los
sándwiches que quedaban. Ya no estaba tan molesto y ahora le rodeaba un
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aire entusiasta y formal.
—Vale —empezó—. Como cabría esperar, el Archivo Nacional no me
decepcionó. Mi primera parada fue el artículo de El Diario de Hampstead que
nos enseñó Albert Joplin, el que hablaba de las ratas. Lo encontré e hice una
copia. Aquí está. Bueno, seguro que recordáis lo básico. Nuestro Edmund
Bickerstaff trabajaba en un sanatorio, esos hospitales para gente con
enfermedades crónicas, en Hampstead Heath. Tenía mala reputación, aunque
los detalles no son claros. Una noche, celebró una fiesta privada con amigos.
Cuando descubrieron su cuerpo, este había sido devorado casi por completo
por las ratas. Uf, solo de pensarlo se me quitan las ganas de darle un bocado a
esos tomates cherri. Pero me los voy a comer igualmente.
—¿Entonces no menciona que le dispararan? —pregunté, recordando el
cadáver dentro del féretro de hierro y el agujero redondo que tenía en la frente
—. ¿No que le dispararon y después lo devoraron?
—Sobre eso no hay nada de nada. Pero es posible que el periódico no
publicara toda la información. Puede que no se percataran de ciertas cosas o
que las omitieran.
Lockwood asintió.
—A mí lo de las ratas me parece una chorrada. ¿Encontraste la versión de
otros periódicos?
—No tantos como esperaba. Cualquiera pensaría que lo de las ratas
saldría en todas las portadas, pero apenas aparece.
Es como si hubieran censurado la historia a propósito. Pero sí encontré
unos cuantos artículos con otros detalles. Un tema que mencionan varias
veces es que Bickerstaff tenía la desagradable costumbre de merodear por los
cementerios por la noche.
—No es algo de lo que haya que avergonzarse —comenté mientras
mordisqueaba un pepinillo—. Nosotros también lo hacemos.
—A nosotros no nos pillan volviendo a casa después de medianoche con
una bolsa enorme sobre los hombros y barro goteando de nuestras palas. Un
periódico dice que a veces le acompañaba un criado y que el pobre chico
arrastraba vete a saber el qué en sacos pesados.
—Me cuesta creer que no le arrestaran —dije—. Si había testigos…
—Quizá tuviera amigos con cargos importantes —continuó George—. A
eso llegaré en un minuto. Bueno, pues un par de años después, El Diario de
Hampstead afirma que alguien había entrado en la casa de Bickerstaff. Estaba
vacía, porque imagino que nadie quiso comprarla. Descubrieron un tablón
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secreto en el salón. Detrás de la tabla encontraron… —Rio e hizo una pausa
dramática—. Nunca lo adivinaríais.
—Un cadáver —probé.
—Huesos.
Lockwood cogió unas patatas.
A George se le descompuso la cara.
—Sí. Bueno, supongo que ya os había dado pistas. Pues encontraron todo
tipo de partes del cuerpo escondidas en una habitación oculta. Algunas
parecían muy antiguas. Aquello confirmaba que el buen médico había estado
excavando lo que no debía, pero el por qué lo hacía no quedaba muy claro.
—¿Y eso tampoco salió en las portadas? —pregunto Lockwood—. Debo
admitir que es extraño.
—¿Y qué hay de los amigos de Bickerstaff? —dije con el ceño fruncido
—. ¿Joplin no comentó que tenía muchos?
George hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, y eso también lo he averiguado. Un artículo me dio los nombres de
dos de sus supuestos socios, gente que debió haber estado en la última
reunión en su casa. Eran unos jóvenes aristócratas llamados lady Mary Dulac
y el ilustre Simón Wilberforce —leyó tras consultar un segundo sus notas—.
Los dos eran ricos y se rumoreaba que estaban interesados en ideas extrañas.
Mirad esto. —A George le brillaban los ojos—. Gracias a otras fuentes,
descubrí que Bickerstaff no fue el único que desapareció en 1877. Dulac y
Wilberforce también se esfumaron de la faz de la tierra en esa época.
—¿Desaparecieron y no se los volvió a ver? —pregunté.
—Exacto. Bueno, al menos en el caso de Wilberforce. —Nos sonrió—.
Por supuesto, ofrecieron recompensas y pidieron ayuda al Parlamento, pero
parece que nadie vio la conexión con Bickerstaff. Seguro que había gente que
lo sabía. Creo que los silenciaron. Bueno, pues ahora nos adelantamos diez
años, hasta la repentina reaparición de Mary Dulac… —Rebuscó entre la pila
de papeles—. ¿Dónde está? Sé que lo tenía. Ah, ya lo veo. Os lo voy a leer.
Es del Daily Telegraph, del verano de 1886, mucho tiempo después del
asunto de Bickerstaff.
Luego recitó:
«Detienen a una loca. La llamada “loca del bosque de Chertsey”, una
esquelética vagabunda cuyos alaridos dementes llevan causando
consternación en este distrito boscoso durante varias semanas, ha sido al fin
arrestada por la policía. Tras un interrogatorio en el ayuntamiento, la lunática,
que se identificó como Mary o May Dulac, afirmó llevar muchos años
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viviendo como una bestia. Sus delirios, pelo enmarañado y apariencia
espantosa asustaron a varios de los caballeros presentes, por lo que fue
trasladada de inmediato al psiquiátrico de Chertsey».
Después del relato de George se hizo el silencio.
—¿Me lo parece a mí o a todo el que tenía algo que ver con Bickerstaff le
pasaban cosas malas? —preguntó Lockwood.
—Esperemos que eso no nos incluya a nosotros —comenté.
—Todavía no he terminado con el asunto de Dulac —añadió George—.
Quiero ir a Chertsey y consultar allí los archivos. El manicomio lo cerraron en
1904. De entre los objetos que se llevaron de su biblioteca y de los archivos
de ese año hay algo llamado Las confesiones de Mary Dulac. A mí me parece
que merece la pena leerlo.
—Desde luego que sí —coincidió Lockwood—. Aunque supongo que si
son las confesiones de una loca, podrían ser sobre comer gusanos y cosas del
bosque. Nunca se sabe. Buen trabajo, George. Esto es magnífico.
—Es una pena que no haya nada sobre ese espejo —comentó George—.
Mató a ese tipo en el cementerio y a mí me hizo algo raro. No puedo evitar
preguntarme si también está relacionado con la muerte de Bickerstaff. Seguiré
investigando. La única otra cosa interesante que he encontrado es sobre ese
hospital en el que trabajaba, el sanatorio Green Gates en Hampstead Heath.
—Joplin dijo que se había incendiado, ¿no? —recordé.
—Sí. En 1908 y hubo muchas muertes. El sitio permaneció igual durante
más de cincuenta años, hasta que alguien intentó construir allí una
urbanización.
Lockwood silbó.
—¿En qué pensaban? ¿Quién construye casas donde había estado un
antiguo hospital Victoriano que se incendió en trágicas circunstancias?
George asintió.
—Lo sé. Es casi la primera norma del urbanismo. Como os imaginaréis,
había tantas anomalías sobrenaturales que tuvieron que abandonar el
proyecto. Pero cuando consulté los planos, descubrí algo. La mayor parte del
terreno no es más que vegetación salvaje, unas cuantas paredes y ruinas
cubiertas de plantas. Sin embargo, queda un edificio.
Le miramos.
—¿Quieres decir que…?
—Resulta que la casa de Bickerstaff estaba algo apartada del ala principal
del hospital. El fuego no la alcanzó. Sigue allí.
—¿Y para qué se usa? —quise saber.
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—Para nada. Creo que está abandonada.
—Lo normal, dada su historia. ¿Quién en su sano juicio iba a entrar? —
Lockwood se recostó en su silla—. Gran trabajo, George. Mañana te acercas a
Chertsey. Lucy y yo intentaremos seguir el rastro de Jack Carver, aunque ni
idea de cómo daremos con él. Ha desaparecido por completo. Bueno, voy a
subir. Estoy hecho polvo y, además, ya es hora de que me quite estos
pantalones.
Hizo el ademán de levantarse. En ese instante, alguien llamó a la puerta.
Dos golpes. Un toc, toc rápido.
Nos miramos. De uno en uno, arrastramos despacio las sillas y salimos al
pasillo.
Volvieron a llamar.
—¿Qué hora es, George?
En realidad, Lockwood no necesitaba preguntarlo. Había un reloj de mesa
sobre la repisa de la chimenea, un reloj de pie en la esquina y, de la colección
de sus padres, un atrapasueños africano que daba la hora con plumas de
avestruz, huesos de guepardo y una concha de nautilo giratoria. De una forma
u otra, sabíamos qué hora era.
—Faltan veinte minutos para la medianoche —respondió George—. Es
tarde.
Demasiado tarde para cualquier visita mortal. En realidad nadie pronunció
aquellas palabras en voz alta, pero estaba claro que todos pensábamos lo
mismo.
—Al final sí que cambiaste la baldosa suelta de la línea de hierro, Lucy —
dijo Lockwood mientras mirábamos más allá de los abrigos y la mesa con el
farol de cristal. La única luz del pasillo era el tenue resplandor amarillento
que llegaba desde la cocina. Varios tótems tribales flotaban en la borrosa
penumbra y la puerta no podía verse.
—Casi —respondí.
—¿Casi acabaste?
—Casi encontré el tiempo para ponerme a ello.
Otros dos golpeteos sonaron al final del pasillo.
—¿Por qué no tocan la campana? —preguntó George—. El cartel dice
claramente que hay que tocar la campana.
—No va a ser un llamador de piedra —murmuré despacio—. O un Tom
McSombra. Incluso si pasan de la línea de hierro, no son lo bastante
poderosos para…
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—Tienes razón —me apoyó Lockwood—. No va a ser un fantasma.
Seguramente sean Barnes o Flo.
—¡Eso es! ¡Claro! Flo. Tiene que ser Flo. Ella sale por la noche.
—Claro. Deberíamos abrirle.
—Sí.
Ninguno se movió de su sitio.
—¿Dónde ocurrió ese último caso de estrangulamiento? —preguntó
George—. En el que el fantasma llamó a la ventana y mató a la mujer mayor.
—¡George, eso fue una ventana! ¡Esto es una puerta!
—¿Y qué? ¡Son aperturas rectangulares! A mí también me pueden
estrangular.
Otro golpe. Solo uno, seguido de la vibración de la madera.
—¡A la porra! —saltó Lockwood. Recorrió el pasillo, encendió el farol de
cristal y sacó un estoque del paragüero que había junto a los abrigos. Se
acercó a la puerta y habló con claridad desde detrás del tablón—. ¿Hola?
¿Quién es?
No hubo respuesta.
Lockwood se pasó las manos por el pelo. Apartó las cadenas y quitó el
pestillo. Antes de abrir la puerta, nos miró a George y a mí.
—Hay que hacerlo —afirmó—. Podría ser alguien que necesite nuestra…
La puerta se abrió de golpe y empujó a Lockwood, que aterrizó contra las
estanterías. Las máscaras y las calabazas se desplomaron y cayeron al suelo.
Una forma encorvada y negra irrumpió en el vestíbulo. Atisbé un rostro
retorcido y blanco, y una mirada penetrante y demente. Lockwood intentó
hacer girar el estoque, pero la figura se cernía sobre él y le agarraba. George y
yo corrimos a toda velocidad por el pasillo. Un horrible grito gutural. La
figura cayó hacia atrás, lejos de Lockwood y sobre la luz del farol. Era un
hombre vivo, con la boca abierta y boqueando como un pez. Su pelo largo y
rojizo estaba cubierto de sudor. Iba de negro, con vaqueros, una chaqueta y
una camiseta manchada. Unas botas con cordones tropezaron en el suelo.
George se quedó sin aliento. Yo también me había dado cuenta.
—Es Jack —murmuré—. Es Jack Carver. El que robó…
El hombre se arañaba el cuello con los dedos, como si tratara de
arrancarse las palabras de la garganta. Dio un paso en nuestra dirección y
luego otro. Entonces, como si hubiera perdido los huesos, sus piernas
cedieron. Se desplomó hacia delante sobre el suelo de parqué y se golpeó con
fuerza la cara. Lockwood se apartó de los estantes, y George y yo nos
detuvimos sin apartar la mirada. Los tres contemplamos el cuerpo que yacía
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en el pasillo, frente a nosotros: los dedos retorcidos, la mancha oscura que se
extendía por debajo de él y, sobre todo, la larga daga curva clavada en su
espalda.
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IV
El discurso
de los muertos
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—Está vivo —afirmó—. Lucy, llama a una ambulancia nocturna. Y al
DICM también. George, ayúdame a ponerlo de lado.
El aludido frunció el ceño.
—¿No deberíamos dejarlo como está? Si lo movemos…
—Mírale, no le queda mucho. Pongámoslo sobre un costado.
Mientras ellos se concentraban en lo suyo, yo me dirigí a la biblioteca
para hacer las llamadas.
Cuando terminé, el hombre ya estaba frente a las estanterías. Yacía con un
brazo extendido bajo la cabeza y los ojos medio abiertos. El charco de sangre
no había menguado. Lockwood, en cuclillas, se acercó a la altura de su cara.
George, con un lápiz y un papel en la mano, estaba de rodillas detrás de él.
Me detuve junto a ellos, cerca de George.
—Está intentando decir algo —explicó este—. Pero es apenas un
murmullo. Dice algo sobre un poseso.
—¡Shhh! —chistó Lockwood—. Te digo que no lo has oído bien. Ha
dicho claramente «espejo de hueso». Se refiere a lo que robó. Jack, Jack,
¿puedes oírme?
—¿Espejo de hueso?
De pronto recordé el pequeño espejo, abrazado sobre el pecho del
cadáver. Tenía los bordes irregulares, lisos y marrones. Asumí que estaban
hechos de madera. ¿Y si fueran de hueso? Si fuera así, ¿con qué tipo de
hueso? ¿O con los huesos de quién?
George se acercó.
—A mí me ha parecido que decía «poseso».
—¡Cállate, George! —exclamó Lockwood—. Jack, ¿quién te ha hecho
esto? ¿Puedes decírmelo?
El hombre moribundo permaneció tumbado y en silencio. Era raro verle
allí, después de lo mucho que le habíamos buscado. Jack Carver, el temido y
despiadado saqueador de reliquias. Flo había dicho que llevaba las ganas de
usar la violencia escritas en la cara. Que era un asesino. Puede que lo fuera,
pero ahora habían usado la violencia contra él, y no era para nada como me
había imaginado. Para empezar, era más joven y más escuálido. Tenía un
aspecto demacrado y los pómulos marcados. Algo en él reflejaba una
innegable malnutrición y una mirada de constante desesperanza. La chaqueta
le quedaba ancha en la zona del cuello blanco y delgado, donde tenía un
sarpullido de haberse afeitado bajo la mandíbula. La camiseta estaba sucia y
la cazadora olía mal, como si el cuero no se hubiera tratado correctamente.
—¿Quién te lo ha hecho? —repitió Lockwood.
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Un movimiento espasmódico, estremecedor e inesperado. Alzó la cabeza
y abrió y cerró la boca. Los ojos blanquecinos miraban ciegamente a la nada.
George y yo nos sobresaltamos y a él se le cayó el lápiz. Unos ruidos salieron
de la boca del hombre, como una serie de sonidos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté con la voz entrecortada—. ¿Qué ha
dicho?
—Ya lo tengo —dijo Lockwood apremiándonos con un gesto—.
Escríbelo.
George rebuscaba a su alrededor.
—El lápiz… No me lo creo, ha rodado debajo del cuerpo.
—Ha dicho esto: «Siete de ellos. Siete, no uno». ¿Lo has anotado? Espera,
que hay más.
—Yo no voy a meter la mano ahí abajo.
—Lo siguiente: «Se ven cosas. Cosas tan terribles…».
—¿Podrías coger tú el lápiz, Luce?
—¡Que alguien lo escriba! —gritó Lockwood.
En un frenesí de pánico, George recuperó el lápiz y garabateó las
palabras. Los tres permanecimos cerca. El hombre seguía muy quieto y su
respiración era como un reyezuelo: minúscula, débil y rápida.
—¿Dónde está el espejo de hueso, Jack? —le preguntó Lockwood—. ¿Lo
tiene alguien?
Sus labios secos volvieron a balbucear.
George se alejó con un grito.
—¡Hummus! ¡Quiere hummus! ¿Podemos dárselo? ¿Le vendrá bien
comerlo? —dudó con una mueca—. ¿Nos queda hummus?
—¡Julius! —exclamó Lockwood—. Ha dicho Julius, George. Como Julius
Winkman. En serio, estás sordo. —Se acercó de nuevo—. ¿Winkman tiene el
espejo de hueso, Jack?
Una inclinación de cabeza muy leve.
—¿Winkman te ha hecho esto?
Esperamos durante un segundo incierto. El hombre habló de nuevo.
—Apúntalo, George —le pedí.
Él me miró. Lockwood alzó la vista, ceñudo.
—¿Que apunte el qué, Luce?
—Lo que acaba de decir.
—Yo no he oído nada.
—Ha dicho: «Por favor, venid conmigo». Estaba clarísimo.
Lockwood titubeó.
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—Yo no lo he oído. Anótalo de todas formas, George. Y aléjate un poco.
Le estoy leyendo los labios y me estás tapando la luz.
Nos echamos hacia un lado y esperamos. Esperamos mucho rato.
—Lockwood —le llamé.
—¿Qué?
—Creo que ya está.
Ninguno dijo nada. Ninguno se movió.
La muerte es efímera. Incluso cuando buscas verla, el momento exacto se
te escapa entre los dedos. La cabeza no se cae de repente como se ve en las
películas. En vez de eso, te quedas ahí sentada, esperando a que pase algo y
entonces te das cuenta de que te lo has perdido. Ahora tocaba seguir adelante;
no había nada que ver. Ya nunca más habría algo que ver.
Nos arrodillamos junto al inmóvil saqueador de reliquias, aguantando la
respiración y compartiendo el momento de transición. Era como si
intentáramos quedarnos con él durante esos primeros segundos, dondequiera
que estuviera y a dondequiera que se dirigiera.
No podíamos hacer otra cosa.
Cuando era obvio que se había marchado de verdad, la vida nos reclamó.
De uno en uno, nos sentamos, respiramos hondo, tosimos, nos restregamos la
cara, nos rascamos e hicimos cosas triviales para demostrarnos que todavía
podíamos y que estábamos vivos.
Entre nosotros yacía un objeto, una cosa vacía y hueca.
—¡Mirad cómo está la alfombra! —comentó George—. Acababa de
limpiar la mancha del chocolate que se nos cayó la otra noche.
—¿Qué han dicho los de la ambulancia, Lucy? —preguntó Lockwood.
—Lo de siempre. Esperan las protecciones. Barnes se está encargando de
eso.
—Vale. Entonces tenemos unos diez o quince minutos. El tiempo
suficiente para lo que George va a hacer.
El aludido pestañeó.
—¿A qué te refieres?
—A revisarle los bolsillos.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
—Eres el que tiene las manos más largas.
—Pero las de Lucy son más pequeñas.
—Y es la que dibuja mejor. Lucy, coge el cuaderno. Quiero que hagas un
boceto del arma homicida. Sé todo lo precisa que puedas.
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Mientras George, con la cara pálida, se encargaba de rebuscar en los
bolsillos del hombre muerto, Lockwood y yo nos acercamos a la daga que le
sobresalía por la espalda. Las manos me temblaban un poco al dibujar la
forma aproximada de la empuñadura y tuve que concentrarme para mantener
firme el lápiz. Es curioso lo mucho que te afecta siempre una muerte. Sí, los
visitantes son más terroríficos, pero no tienen la capacidad de provocar esa
impresión. Lockwood parecía tan tranquilo y preparado como siempre. Quizá
la muerte no le afectaba de la misma forma.
—Es una daga mogola —decía—. De India, puede que del siglo XVI. La
empuñadura curva tiene incrustaciones de marfil y oro. El agarre está hecho
de cuerda negra, enrollada firmemente alrededor del metal. En el pomo y en
el extremo del guardamanos hay muchas piezas decorativas. Piedras blancas
lechosas, pero no estoy seguro de qué tipo. Lucy, ¿crees que son ópalos?
—No tengo ni idea. ¿Cómo puedes saber que es una daga mogola?
—Mis padres estudiaban las tradiciones orientales. Tenían libros enteros
sobre eso. Creo que es un objeto ceremonial. ¿La hoja es delgada y curva?
—No puedo ver casi nada. La tiene dentro.
—Es extraño utilizar un objeto así para matar a alguien —murmuró
Lockwood—. ¿Quién tiene una de esas? Además de los museos.
—Quizá un traficante de antigüedades —dije—. Como Winkman.
Él asintió.
—Eso es muy cierto. Termina el dibujo. ¿Qué has encontrado, George?
—Sobre todo dinero, mucho dinero. Fíjate.
Nos tendió un sobre marrón estrecho, lleno casi a reventar con un fajo
enorme de billetes. Lockwood le echó un vistazo rápido.
—Son todos de veinte y están usados —observó—. Debe haber cerca de
mil libras. ¿Ves algo más?
—Monedas, papel de fumar y tabaco, un mechero y una nota arrugada con
tu letra dirigida a la Hermandad del Cementerio. También algunos tatuajes,
que me han dado mucho en lo que pensar.
—La nota que dejamos en la cafetería ha funcionado mejor de lo que
esperaba —respondió Lockwood—. Déjamela. El resto puedes devolvérselo.
Sí, el dinero también. Luego le volveremos a poner bocarriba. Barnes no
tardará en llegar. Por cierto, que no se nos escape nada de lo que hemos
descubierto hasta ahora. No quiero que Kipps se entere.
De pronto, George soltó una palabrota.
—¡Barnes! ¡El frasco sellado! Le dije a Barnes que me había deshecho de
él.
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—¡Oh, por favor! Ve a cerrar la puerta del horno, rápido. No tenemos
mucho tiempo.
Lockwood tenía razón. Estábamos bajando a Jack Carver cuando oímos al
personal de la ambulancia acercarse a la puerta.
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—Es un hecho.
—Sí, lo sabemos. No pasa nada. Podemos sellar la zona nosotros. Somos
agentes.
—El primer agente que veo con unos pantalones como esos —dijo el
hombre antes de marcharse.
—Yo también —comentó Barnes—. Y llevo treinta años en este negocio.
Tamborileó en el brazo del sofá con los dedos y nos miró por enésima
vez. Llevaba media hora ahí sentado, interrogándonos. Nos hizo repetir una y
otra vez lo que había pasado esa noche, desde el momento en el que llamaron
a la puerta hasta que llegaron los sanitarios en la ambulancia. Hasta ahora,
habíamos sido razonablemente sinceros, aunque no confesamos lo que Jack
Carver había dicho. Según nuestra versión, entró tambaleándose y murió sin
murmurar nada. Tampoco mencionamos la nota de Lockwood.
A su lado, Quill Kipps estaba apoyado sobre un aparador, con los brazos
cruzados y los ojos entrecerrados puestos en nosotros. Godwin y Vernon
estaban sentados en unas sillas de repuesto. Ned Shaw se escondía entre las
sombras como una hiena que acababa de aprender a levantarse sobre sus patas
traseras mientras fulminaba a Lockwood con la mirada. No era una de
nuestras reuniones alegres en el salón. No les ofrecimos una taza de té.
—Lo que todavía no logro comprender es por qué Jack Carver vino a
verlos aquí —dijo Barnes. Su bigote se movía al hablar y su rostro estaba
cargado de sospecha.
Lockwood, sentado en su silla, se remangó una manga, despreocupado.
Era difícil parecer elegante con la ropa que llevaba, pero se esforzaba por
conseguirlo.
—Imagino que se enteró de algún modo de que estábamos investigando el
robo. Quizá quería hablar con alguien competente, inteligente y capaz, por lo
que nosotros seríamos claramente la única opción que tenía.
Kipps puso los ojos en blanco. Barnes soltó una exclamación impaciente.
—Pero ¿por qué vendría? ¿Por qué revelarse? ¡Le estaban buscando!
—Solo se me ocurre que tuviera algo que ver con el espejo de Bickerstaff
—respondió Lockwood—. Creo que sus poderes le paralizaron. No olvide
que mató a su amigo Neddles antes de que salieran del cementerio. Quién
sabe qué más hizo. Quizá quisiera confesar la verdad y decirnos lo que podía
hacer.
El gruñido de Barnes recorrió la estancia.
—¡Ese espejo desapareció hace menos de cuarenta y ocho horas y los
hombres que lo robaron ya están muertos! Piénsenlo. Podría haber matado a
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Cubbins si no lo hubieran tapado con la red.
—Eso suponiendo que su cara no hubiera roto antes el cristal —añadió
Kipps.
—¡Hay que encontrarlo! —Barnes se golpeó la palma de la mano con el
puño—. De lo contrario, este no será el final. ¡Es un artefacto letal! ¡Mata
dondequiera que vaya!
—El espejo no mató a Jack Carver —murmuró Lockwood.
—Sí que lo hizo. Porque hay gente dispuesta a cometer asesinato para
conseguirlo.
Lockwood sacudió la cabeza.
—Puede, pero quien le apuñaló no tiene el espejo.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el dinero que llevaba. Ya lo había vendido.
—Eso no demuestra nada. Podrían haberle matado para que mantuviera la
boca cerrada.
—Si yo le hubiera dado a Jack Carver mil libras por el espejo y luego le
hubiera asesinado, me habría llevado el dinero —teorizó Lockwood—. No, ha
sido otra persona. Alguien que tiene acceso a dagas extrañas. Si yo fuera
usted, inspector, empezaría por ahí.
Barnes gimió.
—Me da igual quién fuera, sigo pensando lo mismo —replicó—. Ese
espejo es un peligro. Nadie puede sentirse a salvo hasta que aparezca. Y por
ahora no confío en ninguna de sus investigaciones. Los torpes arrestos de
Kipps han llenado todos los calabozos de Londres y, aun así, no se ha
conseguido nada. ¡Y además, la mejor pista que teníamos ha aparecido muerta
en la alfombra de Lockwood! —Su voz se elevó varios tonos y el bigote
sobresalió como una manga de viento en un vendaval—. ¡Con eso no basta!
¡Necesito acción! ¡Necesito resultados!
Bobby Vernon habló por primera vez desde la silla en la que estaba
encaramado como un estudiante impaciente.
—Yo estoy consiguiendo excelentes avances en el archivo, señor —dijo
con voz cantarina—. Confío en que descubriré algo muy pronto.
George estaba recostado en las profundidades del sofá.
—Sí, nosotros también estamos en ello.
Kat Godwin llevaba un rato observándonos, cada vez más irritada.
—Inspector —dijo de pronto—, está claro que Lockwood no nos ha
contado todo lo que ha ocurrido esta noche. Mire lo esquivo que está Cubbins.
¡Y los ojos de la chica están llenos de culpa!
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—Pensaba que siempre tenían ese aspecto —comentó Barnes. En ese
momento, un agente del DICM de rostro delgado apareció en el pasillo y el
inspector alzó la cabeza—. ¿Y bien?
—Acaban de informarnos de Portland Mews, señor, justo en la esquina.
El número siete afirma que oyeron un altercado en la calle sobre las once y
media. Unos hombres que gritaban muy enfadados. Hubo una especie de
discusión. Como cabría esperar, los adoquines están cubiertos de sangre. Ahí
es donde ocurrió.
—Muchas gracias, Dobbs. Vale, nos vamos. —Barnes se levantó con
dificultad—. Debo advertirles que es un delito ocultar información a otros
agentes de la investigación. Espero que ambos equipos cooperen. Quiero
resultados. Lockwood, Cubbins, no olviden esparcir hierro en el pasillo.
La fiesta se disolvió. Barnes y su ayudante se fueron los primeros,
seguidos por el equipo de Kipps, a los que acompañé a la salida. Quill Kipps
fue el último en marcharse.
Se detuvo junto a la puerta.
—Señorita Carlyle —dijo—, me gustaría hablar contigo…
—Así que sí te sabes mi nombre —respondí.
Kipps sonrió levemente, dejando ver sus dientes blancos y limpios.
—Dejemos las bromas. Me gustaría que fuéramos serios un momento —
continuó—. No te preocupes, no quiero saber qué secretito nos está ocultando
Lockwood. Es justo. Al fin y al cabo, es una competición. Aunque, por cierto
—añadió, inclinándose un poco hacia mí, tanto que pude aspirar un fuerte
aroma floral—, ¿crees que Lockwood fue justo cuando tumbó al pobre Ned
Shaw el otro día? ¿Eso no iba un poco contra las reglas?
—Fue Shaw quien empezó —contesté—. Y Lockwood no le tumbó.
Solo…
Kipps hizo un gesto despectivo.
—Sea como fuere, señorita Carlyle, está claro que eres la más inteligente
de tu equipo. Y, si lo que he oído es cierto, tienes un don muy útil. Seguro que
no quieres seguir con estos perdedores. Tienes que pensar en tu carrera. Sé
que hiciste una entrevista en Fittes hace tiempo y sé que no la pasaste, pero,
en mi opinión, cometieron un gran error. —Sonrió—. Yo tengo cierta
influencia en la agencia. Puedo mover unos hilos y conseguirte un puesto en
la empresa. Piensa en esto: en vez de subsistir a duras penas aquí, podrías
vivir en la Casa Fittes, donde tendrías acceso a todo.
—Gracias —respondí, intentando que mi voz sonara tranquila. No
recordaba cuándo había estado tan enfadada—. Estoy bastante feliz donde
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estoy.
—Bueno, piénsalo. La oferta sigue en pie.
—Y debes saber que nosotros ya tenemos cierta influencia en la agencia
—añadí mientras cerraba la puerta—. Penelope Fittes nos ha invitado a su
fiesta de aniversario en un par de días. Quizá nos veamos allí, si es que te han
invitado. Buenas noches.
Le cerré la puerta en las narices y me quedé allí, apoyada contra la
madera, con la respiración entrecortada e intentando relajarme. Crucé el
pasillo con la suela de las botas crujiendo al pisar la sal y llegué hasta la
cocina. Lockwood y George estaban observando los restos olvidados de la
cena. Parecía que había pasado una eternidad desde entonces.
—¿Todo bien, Luce? —preguntó George.
—Sí. Acabo de acordarme de la fiesta de Fittes a la que nos invitaron. ¿Al
final vamos a ir?
Lockwood asintió.
—Por supuesto. Espero que hayamos terminado con el caso para
entonces. Estábamos hablando de Barnes. Está muy desesperado por
recuperar el espejo. Lo digo en serio, sabe lo que hace o algo importante.
—Bueno, nosotros también sabemos cosas —opinó George—. ¿Qué ha
dicho Jack Carver? «Se ven cosas, cosas tan terribles…». Hablaba de mirar el
espejo. Hacedme caso.
Lockwood cogió un sándwich seco, lo inspeccionó y luego volvió a
dejarlo en el plato.
—Si es que es un espejo —dijo—. Carver lo llamó «espejo de hueso». Si
está hecho de los huesos que Bickerstaff cogía de los cementerios, entonces
debe haber un visitante encerrado en él, lo que le otorga poder psíquico.
¿Quizá sea eso lo que se ve cuando miras el reflejo? El fantasma.
—O fantasmas —puntualicé—. «Siete de ellos, no uno».
—Pues yo vi algo —susurró George—. Era terrible, pero quería ver
más…
Apartó la mirada hacia la ventana.
—Sea lo que sea, es lo suficientemente horrible para matarte de miedo si
lo miras bien —dije yo—. Como le pasó a Duane Neddles. Pienso que
Bickerstaff también lo miró. Puede que lo que viera hizo que se volviera loco
y se pegara un tiro.
Lockwood se encogió de hombros.
—Podría ser.
—No. Eso no fue lo que pasó —murmuró alguien.
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Lockwood se estiró.
—Deberíamos ponernos a sellar el pasillo. No tardará en amanecer.
Me miró. Me levanté de golpe. El corazón me iba muy rápido y tenía la
piel fría como el hielo. Observé a mi alrededor.
—¿Lucy?
—Me ha parecido oír algo. Una voz…
—Seguro que no ha sido Carver. Han limpiado bien el vestíbulo.
Miré hacia el pasillo.
—No sé. Puede que…
—¿Ahora tenemos un fantasma rondando por la casa? —se quejó George
—. Fantástico. Una noche magnífica.
—Bueno, acabemos con él.
Lockwood fue al estante que había detrás de la puerta, donde encontró un
paquete de virutas de hierro. Lo abrió y George le imitó. Yo me quedé quieta,
helada e incrédula. Una voz acababa de susurrarme al oído.
—¿Bickerstaff? No. Eso no fue lo que pasó, en absoluto.
Me pasé la lengua por los labios secos.
—¿Y eso cómo lo sabes? —pregunté.
Moviéndome como una sonámbula, pasé entre Lockwood y George, rodeé
la mesa de la cocina y llegué hasta el horno. Puse la mano en la puerta.
Lockwood me dijo algo. Su voz sonaba nítida y confundida. En lugar de
responderle, abrí la puerta del horno. Un resplandor verde inundó la estancia.
El frasco sellado brillaba en las sombras. El rostro era una máscara borrosa y
malvada en las profundidades de la oscuridad. Estaba inmóvil, mirándome.
Los ojos no eran más que unas hendiduras estrechas.
—¿Cómo puedes decir eso? —repetí—. ¿Cómo lo sabes?
Su risa fantasmagórica gorgoteó en mi cabeza.
—Muy simple. Yo estaba allí.
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Me aclaré la garganta.
—Ha dicho… que no eres el único que tiene secretos. Lo siento.
Me miró fijamente y por un instante pensé que iba a enfadarse. En lugar
de eso, se levantó con una energía repentina.
—Pongámoslo en la mesa —propuso—. Venga, échame una mano con
esto, George.
Juntos consiguieron liberarlo. Cuando George agarró el frasco, la cara del
fantasma se transformó en una serie de muecas de asco, cada una más
amenazante que la anterior.
—Torturador… Te quitaré la vida que tengas en los huesos —susurró.
—¿Algo más?
Lockwood había vuelto a notar la anomalía psíquica, pero no los detalles.
—Pues… Básicamente, no le gusta George.
—¿Y quién puede culparle? Haz sitio, Luce. Sí, aparta los platos. Venga,
George, déjalo ahí. Perfecto.
Nos apartamos y observamos el frasco sellado. El plasma espumaba por
todas partes, como una violenta tormenta verde contenida en las paredes de
cristal. Y el rostro cabalgaba sobre ella, subiendo y bajando, girando y a veces
poniéndose bocabajo, pero siempre con la mirada horrible fija en nosotros.
Sus ojos eran agujeros en el humo y la nariz, un caño ondulado. Los labios
eran unos pliegues retorcidos y horizontales de sustancia vertiginosa que se
dividían, se separaban y se volvían a unir. No dejaban de moverse. Oí la risa
fantasmagórica de nuevo, amortiguada y distorsionada, como si el sonido
llegara desde las profundidades del océano y yo, indefensa, me hundiera para
reunirme con ella. Se me revolvió el estómago.
—¿Crees que podemos hablarle? —dudó Lockwood—. ¿Y hacerle
preguntas?
Respiré hondo.
—No lo sé. Nunca ha hecho algo así.
—Tenemos que intentarlo. —George estaba rígido de la emoción. Se
acercó al cristal y miró con los ojos entrecerrados tras las gafas al fantasma,
que, como respuesta, puso los globos oculares del revés, quizá en un gesto de
desdén—. Lucy, ¿sabes lo increíble que eres? Eres la primera persona desde
Marissa Fittes en descubrir un auténtico fantasma de tipo tres. Esto es
espectacular. Tenemos que comunicarnos con él. Quién sabe lo que
podríamos aprender sobre los secretos de la muerte, del más allá…
—También sobre Bickerstaff —dije—. Suponiendo que no esté
mintiendo.
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Lockwood asintió.
—Y casi seguro que lo está.
El rostro del frasco nos miró boquiabierto, fingiendo estar indignado. Un
susurro sibilante llegó hasta mi oído:
—Qué irónico viniendo de ti.
—¿Lucy?
De nuevo, Lockwood había sentido la conexión. George no notó nada de
nada.
—Ha dicho: «Qué irónico viniendo de ti». —Les hice un gesto para que
me miraran—. Oye, ¿puedo deciros algo?
Nos retiramos al otro extremo de la estancia, donde el frasco no podía
oírnos.
—Si vamos a hablarle, tenemos que estar atentos —jadeé—. No podemos
ser bordes entre nosotros. Intentará darnos problemas. Lo sé. Será grosero con
los dos, como antes. Oiréis las palabras de mi boca, pero recordad que no soy
yo la que os insulta.
Lockwood inclinó la cabeza con un gesto afirmativo.
—Vale. Iremos con cuidado.
—Lo mismo si vuelve a llamar gordo a George.
—Claro.
—O cuatro ojos o algo así.
—Vale, vale —refunfuñó George—. Gracias. Lo hemos pillado.
—Solo digo que no os enfadéis conmigo. Entonces, ¿estáis listos? Vamos.
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y escéptica. George llevaba su cuaderno y se sentó hacia delante, casi doblado
por el entusiasmo. ¿Y yo? Como siempre, intenté seguir el ejemplo de
Lockwood, pero no era fácil. El corazón me iba demasiado rápido.
¿Qué había recomendado Marissa Fittes en este tipo de circunstancias? Sé
educada. Mantén la calma. Ten cuidado. Los espíritus eran engañosos,
peligrosos y astutos, y no tenían precisamente buenas intenciones. Podía dar
fe de ello. Miré de reojo a Lockwood. La última vez que este fantasma había
hablado, había conseguido meterme todo tipo de dudas estúpidas en la cabeza.
¿Y ahora queríamos hablarle juntos? De pronto fui consciente de lo
arriesgado que era.
Marissa Fittes también había advertido que la comunicación prolongada
con los visitantes podría enloquecer a cualquiera.
—Hola, espíritu —saludé. El fantasma del frasco abrió los ojos y me miró
—. ¿Quieres hablar con nosotros?
—Qué educados, ¿no? —susurró la voz—. ¿Hoy no pensáis asarme a cien
grados?
Repetí sus palabras exactas.
—En realidad, a ciento cincuenta grados —respondió George alegremente
mientras garabateaba la respuesta.
Los ojos del fantasma parpadearon en su dirección y oí un hambriento
rechinar de dientes.
—En nombre de la agencia Lockwood, quiero pedir disculpas
amablemente por nuestra descortesía y agradecemos la oportunidad de hablar
con un visitante del más allá —dijo Lockwood—. Díselo, Luce.
Yo sabía perfectamente que el fantasma podía oír a Lockwood, igual que
me oía a mí. La razón era la válvula abierta del tapón del frasco, que, por
algún motivo, permitía que el sonido penetrara en el interior. Aun así, yo era
la intermediaria oficial. Abrí la boca para hablar, pero, antes de que pudiera
hacerlo, el espectro respondió. Fue una respuesta breve, sarcástica y directa.
La repetí.
Lockwood contestó.
—¡Qué encantador! Espera, ¿eso lo has dicho tú o el fantasma?
—El fantasma, claro.
George silbó.
—No estoy seguro de si debo escribir eso.
—Ser educados no servirá de nada —opiné—. Confiad en mí. Es un ser
repugnante y no tiene sentido fingir que no lo es. Entonces, conocías a
Bickerstaff, ¿no es cierto? —le dije al frasco—. ¿Por qué deberíamos creerte?
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—Sí —murmuró—. Le conocía.
—Dice que le conocía. ¿Cómo? ¿Eras su amigo?
—Era mi maestro.
—Era su maestro.
—Igual que Lockwood es el tuyo.
—Igual… —me detuve—. Bueno, eso tampoco tiene importancia.
—Venga, Luce —me animó Lockwood—. Suéltalo.
El lápiz de George flotaba sobre el papel.
—Sí, tengo que anotarlo.
—Igual que Lockwood es mi maestro. ¿Contentos? Esta calavera es
idiota, en serio. —Los miré con el ceño fruncido. Lockwood se rascaba la
nariz, como si no lo hubiera oído, y George sonreía mientras lo escribía—.
George, refréscame la memoria —dije con voz áspera—. ¿Cómo se llamaban
los acompañantes de Bickerstaff? Simón Wilberforce y…
—Dulac. Mary Dulac.
—¡Espíritu! ¿Eres Mary Dulac? ¿O Simón Wilberforce? ¿Cuál es tu
nombre?
Un repentino estallido de energía psíquica me empujó hacia atrás en la
silla. El plasma se volvió espuma y la luz verde atravesó la habitación. La
boca se le retorció.
—¿Acaso piensas que podría ser una chica? —saltó la voz—. Menuda
desfachatez. ¡No! No soy ninguno de esos idiotas.
—Al parecer, ninguno de esos idiotas —repetí—. ¿Entonces quién?
Esperé. La voz permaneció en silencio. En el frasco, la aparición se había
vuelto menos nítida y los contornos de la cara, cada vez más tenues, se
fundían con el remolino de plasma.
George cogió un puñado de patatas.
—Si se ha vuelto tímido de repente, pregúntale por el espejo de hueso y
por lo que hacía Bickerstaff. Eso es lo importante.
—Sí. Por ejemplo, si de verdad era un ladrón de tumbas —sugirió
Lockwood—. Y de ser así, ¿por qué? ¿Y cómo murió exactamente?
Me restregué la cara con las manos.
—Dadme un momento. No puedo preguntarle todo eso. Vayamos paso
a…
—¡No! —La voz sonó urgente e íntima, como si me susurrara
directamente al oído—. ¡Bickerstaff no era un ladrón de tumbas! Era un gran
hombre. ¡Un visionario! Tuvo un final triste.
—¿Qué final? ¿Las ratas?
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—Espera, Lucy… —Lockwood me tocó el brazo—. No hemos oído lo
que decía.
—Ay, perdón. Era un gran hombre que tuvo un final triste.
—También he dicho que era un visionario. Te has dejado esa parte.
—Ah, sí. Y un visionario. Lo siento. —Parpadeé, molesta, y luego miré a
la calavera—. ¿Por qué me estoy disculpando contigo? Estás afirmando cosas
muy serias sobre un hombre que guardaba sacos con huesos humanos en el
sótano.
—En el sótano no. En un taller tras una pared secreta.
—No era en el sótano. Era en un taller tras una pared secreta… —Miré a
los demás—. ¿Eso lo sabíamos?
—Sí —respondió Lockwood—. Lo sabíamos. Ha oído a George
contárnoslo esta tarde. En otras palabras: no nos está diciendo nada nuevo u
original. Se lo está inventando.
—¿Sabes que la puerta del rellano de Lockwood está revestida de tiras de
hierro? —preguntó la voz de pronto—. Por dentro. ¿Por qué crees que será,
Lucy? ¿Qué crees que tiene ahí dentro?
Hubo un momento de silencio, durante el que sentí la sangre
bombeándome en los oídos y la habitación pareció inclinarse. Me di cuenta de
que Lockwood y George me miraban, expectantes.
—Nada —me apresuré a decir—. No ha dicho nada.
—Oh, qué mentirosilla. Venga, diles lo que he dicho.
Permanecí callada. La risa del fantasma sonó en mis oídos.
—Parece que todos mentimos un poco, ¿no? —susurró la voz—. Bueno,
creerme o no es cosa tuya, pero sí, vi el espejo de hueso, aunque nunca vi
cómo lo usaban. El maestro nunca me lo enseñó. Decía que no era para mis
ojos. Yo lloré, puesto que era un objeto maravilloso.
Se lo repetí a los otros lo mejor que pude. Era difícil, porque la voz se
había vuelto suave y melancólica y me costaba oírla.
—Todo eso está muy bien —dijo Lockwood—, pero ¿qué es lo que hace
el espejo?
—Aporta conocimiento —respondió la voz—. Ilumina. Ah, la de veces
que pude haberle espiado. Sabía dónde guardaba sus preciadas notas, ocultas
bajo la tarima de su estudio. ¿Ves cómo tenía sus secretos en la palma de mi
mano? Podría haberlos descubierto todos. Él era un gran hombre. Confiaba en
mí. Estuve tentado, pero nunca miré. —Sus ojos me observaban desde las
profundidades del frasco—. Tú también sabes lo que es eso, ¿verdad, Lucy?
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No repetí esa última parte. Así era más sencillo recordar el resto sin
distraerme con detalles innecesarios.
—Era un gran hombre —susurró el fantasma—. Y su legado sigue aquí
con vosotros, pero estáis demasiado ciegos para verlo. Todos estáis
demasiado ciegos…
—Vuelve a preguntarle su nombre —pidió Lockwood después de que
transmitiera su intervención—. Esto no sirve de nada, a menos que tengamos
datos concretos.
Le hice la pregunta. No hubo respuesta y la presión de mi cabeza parecía
de pronto menos intensa. El rostro del frasco apenas era visible. El plasma se
movía con más lentitud y la luz fantasmagórica se desvanecía.
—Se marcha —dije.
—Su nombre —repitió Lockwood.
—No —intervino George—. ¡Pregúntale por el más allá! Rápido, Luce.
—Demasiado ciegos…
El suspiro se disipó. El cristal se volvió transparente y el fantasma
desapareció.
Una vieja calavera marrón yacía en el fondo del frasco. George maldijo
entre dientes, se quitó las gafas y se restregó los ojos. Lockwood se puso las
manos en las rodillas y giró el cuello como si le molestara. Me di cuenta de
que a mí también me dolía toda la espalda. Tenía una contractura de la
tensión. Permanecimos sentados, mirando el frasco.
—Bueno, hagamos recuento: una víctima de asesinato, un interrogatorio
policial y una conversación con un fantasma —dijo George—. A eso sí que lo
llamo una noche completa.
Lockwood asintió.
—Y pensar que hay gente que no hace más que ver la televisión.
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Yo era única y mi don era algo que premiar, y nos haría ricos si jugábamos
bien nuestras cartas. Lockwood estaba más que emocionado. Nos preparó a
todos una ronda de sándwiches de beicon (algo tan raro como hablar con
fantasmas de tipo tres) y, mientras nos los comíamos, habló de cómo
podríamos avanzar. La duda era si informar ya a la prensa o intentar que la
calavera volviera a hablar, quizá delante de otros testigos que no fuéramos
nosotros. Estaba seguro de que a muchos de nuestros rivales les costaría
creerse nuestra historia.
Yo no participé demasiado en el debate. Estaba contenta con mi logro,
claro, pero, con todos los elogios que estaba recibiendo, me sentía exhausta.
El esfuerzo de escuchar a la calavera también me había agotado. Solo quería
irme a la cama. Dejé que ellos dos hablaran y, cuando Lockwood comentó la
única información clave que pensaba que nos había dado el fantasma,
tampoco me uní a la conversación. Pero los dos leyeron y releyeron las notas
garabateadas de George y, cuanto más las leían, más energía y ganas de
hablar tenían.
Ciertamente, la calavera había mencionado algo que nadie más sabía. Que
Bickerstaff escondía documentos bajo la tarima de su estudio. Documentos
secretos.
Documentos que podrían resolver el enigma del espejo de hueso.
Documentos que posiblemente siguieran allí, en la casa abandonada junto
a Hampstead Heath.
Eso sí que era interesante.
Como Lockwood había dicho, era casi seguro que el fantasma mentía. Las
posibilidades de que tuviera una conexión cercana con Bickerstaff y el espejo
de hueso no eran altas. Incluso si estuviera diciendo la verdad, puede que esos
documentos se hubieran desintegrado o que se los hubieran comido las ratas
(qué gracia nos hizo pensar en esto). Pero sí había una posibilidad. Puede que
estuvieran allí. Lockwood se preguntó si merecía la pena comprobarlo.
George pensaba que sí y yo estaba demasiado cansada como para llevarle la
contraria. Antes de irnos a la cama (ya había amanecido), elaboramos un plan.
Al día siguiente, siempre y cuando no hubiera más novedades,
organizaríamos una expedición.
Cuando al fin salí de la cocina, los pájaros cantaban tras la ventana. Iba a
ser otra bonita mañana.
Antes de cerrar la puerta, eché un último vistazo a la habitación. El frasco
sellado seguía donde lo habíamos dejado, en la mesa, tranquilo y en silencio,
con el plasma casi traslúcido.
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La calavera me sonreía, como de costumbre.
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C uando visitas una propiedad con una historia tan escabrosa como las
ruinas de Bickerstaff, es normal pensar que sería más seguro ir durante
el día. Por desgracia, esto (la opción sensata) nos resultaba poco
práctico por varios motivos. El primero era que, después de la noche que
habíamos pasado, no nos levantamos hasta el mediodía y dedicamos gran
parte de la tarde a preparar el equipo y llamar a las autoridades pertinentes
para conseguir el acceso a la casa abandonada. El segundo era lo mucho que
insistió George en ir a los archivos de Chertsey en busca de Las confesiones
de Mary Dulac, el viejo escrito de una de los socios de Bickerstaff. George
quería hacerlo lo antes posible, porque esperaba que nos diera una idea del
horror que había ocurrido en la casa de Bickerstaff hacia tantos años.
También supuso que era cuestión de tiempo que Bobby Vernon leyera el
mismo periódico antiguo que él había encontrado y llegara a las mismas
conclusiones.
El último motivo (y el más importante) por el que no fuimos hasta el
atardecer era yo o, más bien, mis extraños dones. Después de haber hablado
con la calavera, la fe de Lockwood en mis habilidades estaba por las nubes.
Me lo dijo mientras trabajábamos juntos en el despacho recogiendo el equipo
necesario para el caso.
—No tengo ninguna duda, Luce —aseguró mientras colocaba una
ordenada fila de bombas de sal en el suelo—. Tu sensibilidad es
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extraordinaria y tenemos que aprovechar todas las oportunidades que surjan
para usarla. Quién sabe qué podrías detectar en la casa de Bickerstaff después
de que anochezca. Y no hablo solo de oír, sino también de usar la
reminiscencia.
—Sí —respondí con voz pesada—. Puede.
Quizá te hayas fijado en que no contesté con demasiado entusiasmo. Es
cierto que a veces puedo captar impresiones del pasado al tocar objetos que
tienen residuos psíquicos, pero eso no significa que sea algo agradable. Era
bastante obvio que la casa de Bickerstaff no iba a transmitirme muchas
experiencias alegres, por muy contento que Lockwood estuviera.
En resumen: esa tarde no compartí su buen humor. De nuevo, la luz solar
disminuía la emoción de los susurros de la calavera y cada vez me resultaba
más incómodo que siguiéramos el camino que nos había marcado. Lo primero
que hice cuando bajé las escaleras fue cerrar la válvula de la tapa y cubrir el
frasco con un trapo. No quería que el fantasma nos oyera o nos viera a menos
que quisiéramos. Incluso así, no podía evitar pensar que el daño ya estaba
hecho.
Terminé de vaciar los cinturones de trabajo sobre la mesa y empecé a
ordenar los termómetros, las antorchas, las velas, las cerillas, los viales de
agua de lavanda y todo lo demás, asegurándome de que todo funcionara.
Lockwood tarareaba para sí mismo a la vez que reponía nuestros suministros
de hierro. Eso era la segunda cosa que había dicho la calavera. Casi en la
misma frase en la que mencionó los documentos secretos de Bickerstaff,
volvió a insinuar algo sobre la habitación de Lockwood en el piso de arriba.
Me giré para mirar por la ventana del despacho, que daba al jardín del
sótano. ¿Franjas de hierro dentro de una puerta? Solo había un motivo para
colocarlas… No. La afirmación era claramente ridícula. Pero ¿cómo iba a
confiar en un comentario del fantasma y obviar otro?
—Lucy —dijo Lockwood, como si me hubiera leído el pensamiento—, he
estado pensando en nuestra amiga la calavera. Tú eres la que le habla. Notas
cómo es su personalidad. ¿Por qué crees que ha empezado a hablar de
repente?
Hice una pausa antes de responder.
—En realidad no lo sé. Si te soy sincera, no me fío de nada de lo que dice,
pero sí pienso que hay algo en el caso de Bickerstaff que llama su atención.
¿Recuerdas cuándo habló, la primera noche después de que volviéramos del
cementerio? Creo que estábamos hablando de Bickerstaff, igual que anoche.
Nos ha escuchado hablar sobre decenas de casos en los últimos meses y nunca
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antes se había involucrado. Ahora lo ha hecho dos veces en tres días. No creo
que sea una coincidencia.
Lockwood estaba llenando un proyectil con virutas de hierro. Asintió
lentamente.
—Tienes razón. Hay que ir con cuidado hasta que entendamos lo que
quiere. Y también dijo otra cosa. Afirmó que el espejo de Bickerstaff, el de
los huesos, te da conocimiento e iluminación. ¿Qué crees que significa?
—No tengo ni idea.
—Es que George sí miró el espejo. Solo unos segundos, claro, pero aun
así… —Sus ojos se posaron en mí—. ¿Cómo crees que está, Lucy? ¿Te
parece que esté bien?
—A veces parece algo distraído, pero eso no es nada nuevo.
—Bueno, seguiremos observándole. —Sonrió. Era la sonrisa cálida que
hacía que todo fuera más fácil y que las cosas encajaran perfectamente en su
sitio—. Con suerte, hoy nos traerá algo de información sobre Bickerstaff.
También espero que Flo nos llame pronto. Si nos enteramos de cuándo va a
ser la subasta de Winkman, sabremos que vamos en la dirección correcta.
Pero el optimismo de Lockwood no eran más que falsas esperanzas. Flo
Bones no apareció aquel día y tuvimos que esperar casi hasta las cinco para
que George volviera, agotado y de mal humor.
—Están pasando cosas extrañas en Chertsey —dijo mientras se dejaba
caer sobre una silla—. He ido a la oficina de registros y me han confirmado
que Las confesiones de Mary Dulac era un documento real guardado en sus
archivos. Pero adivinad qué pasó cuando fueron a por él. Ya no estaba.
Robado. No saben cuándo ni hace cuánto tiempo. Y tampoco saben si existen
otras copias. ¡Ah! ¡Es muy frustrante!
—¿Habrá sido el pequeño Bobby Vernon? —pregunté—. Quizá se nos
haya adelantado.
George gruñó.
—Te equivocas. Yo le he adelantado a él. Ha pedido cita en Chertsey para
mañana. No, alguien más pensó que valía la pena robarlo… Bueno, ya
veremos. De camino a casa llamé a Albert Joplin y le pregunté si tenía alguna
idea sobre dónde encontrar otra copia. Es un excelente investigador. A lo
mejor puede ayudarnos con eso.
Lockwood frunció el ceño.
—¿Joplin? No deberías contarle a nadie lo que hemos descubierto. ¿Y si
se lo dice a Kipps?
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—No, Albert es un buen tipo. Le caigo bien. Aunque te diré algo: se ha
peleado con el señor Saunders. Saunders está tan cabreado por lo que pasó en
Kensal Green que ha suspendido todas las excavaciones y ha mandado a casa
a casi toda la patrulla nocturna, sin pagarles. Joplin está muy molesto… —Se
ajustó las gafas y nos miró—. Pues esas son mis novedades. ¿Qué habéis
estado haciendo aquí?
—He hablado con las autoridades de Hampstead —contestó Lockwood—.
El terreno del sanatorio Green Gates sigue en ruinas y está acordonado,
separándolo de las otras zonas. Se puede acceder por una calle llamada
Whitestone Lane. Luce, búscalo en la guía. Cogeremos el último autobús
antes del toque de queda. La casa de Bickerstaff está en un extremo del
terreno, abierta. No se necesita ninguna llave porque, al parecer, nadie en su
sano juicio entraría.
—Parece el tipo de sitio que nos gusta —comenté.
Lockwood se levantó y se estiró con pereza.
—Bueno, ha llegado ese momento de la tarde. Voy a clavarle una espada
a una mujer de paja. Luego me iré a descansar. Si la mitad de las historias que
hemos oído sobre la casa son ciertas, va a ser una noche movidita.
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DICM con los bordes naranjas fluorescentes la señalaban como una zona
peligrosa. Era la entrada del terreno donde se encontraba el sanatorio Green
Gates, que se había quemado en un incendio hacía un siglo y seguía
abandonado desde entonces.
Habían asegurado la verja con una cadena oxidada. No tenía cerradura.
Tampoco es que hiciera falta.
Con las manos enguantadas, Lockwood empezó a desatar la cadena, cuyos
eslabones se habían agarrotado y fusionado.
—George, nos contaste que una vez intentaron construir una urbanización
aquí —dijo—. Pero que tuvieron que dejar el proyecto por las «anomalías».
¿Qué es lo que pasó?
George contemplaba la oscuridad del bosque a través de las barras de la
verja. Pese a ser una noche cálida, llevaba un gorro de lana y un par de
mitones. También iba ataviado con su chaqueta oscura de noche, vaqueros,
botas de trabajo y una correa de repuesto atada en el torso, cargada de
proyectiles y bombas de sal. Para mi sorpresa, había elegido una mochila
extragrande, distinta a la que yo le había preparado. Se notaba que pesaba,
porque le sudaba la cara.
—Lo típico —respondió él—. Ya sabes, lo que solemos encontrar.
Lockwood liberó la cadena y empujó con fuerza el metal. Con un crujido
parecido al que hacen los huesos al romperse, las verjas se abrieron. Uno
detrás del otro, entramos. George y yo encendimos las antorchas. Casi
directamente bajo nuestros pies, el asfalto agrietado de la carretera
desaparecía tras una capa de hierba larga y ondulada. Nuestras luces bailaron
y revolotearon sobre el suelo irregular y lleno de bultos. Hayas altas y grupos
de robles jóvenes y abedules se alzaban por todas partes. La carretera se
curvaba hacia la izquierda entre los árboles.
—Tenemos que seguir el camino hasta llegar al sanatorio —explicó
George—. Son unos ochocientos metros con algo de pendiente.
Lockwood asintió.
—Vale. Te seguimos.
Caminamos en silencio en fila de a uno y atravesamos los matorrales. La
tierra todavía irradiaba el último calor del día. Había salido la luna y un haz
de luz fría y plateada bañaba el páramo ondulado. Un cúmulo de nubes
blancas se alzaba en el cielo como castillos.
—George, cuando dices «lo típico», ¿te refieres a sombras? —pregunté al
fin.
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—Sí, sobre todo sombras y trémulos. Presencias medio ocultas y luces
tenues que flotan en el aire. Recuerda que el sanatorio estaba en la colina,
apartado de todo. Nadie quería quedarse allí.
—Entonces nada demasiado peligroso, ¿no?
—En el sanatorio no. Quizá la casa de Bickerstaff sea distinta.
Habíamos subido un poco por el contorno de la colina. Las luces de
Londres se alargaban bajo nosotros como un océano brillante de neón. Estaba
en completo silencio. Ya se había anunciado el toque de queda y la ciudad se
había encerrado en sí misma, alejándose de la noche.
—¿Os importa si paramos un segundo? —pidió George—. Necesito
respirar.
Dejó sus cosas a un lado y se tiró al suelo. Parecía una auténtica mochila
monstruosa y la forma era extraña: bastante dura y curvada, no deforme como
cuando llevas cadenas.
—¿Qué es lo que llevas guardado ahí exactamente, George? —pregunté.
—Ah, solo algo de equipo extra. No te preocupes por mí. Me vendrá bien
el ejercicio.
La contemplé con gesto de sospecha.
—¿Desde cuándo te importa…?
Y entonces lo supe. Reconocí la forma. Me acerqué, aflojé el cordón y
abrí la parte superior de la mochila. Iluminé el tapón de plástico con la
antorcha. Ahí estaban: los lados lisos y curvos de un frasco de cristal de plata
que ya conocía.
—¿La calavera? —exclamé—. ¡Te has traído la calavera! ¡Nos lo has
ocultado!
George parecía dolido.
—«Ocultar» hace que parezca fácil. En realidad he tenido que esforzarme
mucho. Sé que técnicamente el ectoplasma no pesa nada, pero cualquiera lo
diría llevando esto. Mi pobre y vieja espalda…
—¿Y cuándo pensabas decírmelo?
—Con suerte, nunca. Es solo que no sabemos exactamente dónde está el
estudio de Bickerstaff, ¿no? Pero la calavera sí. Y si no podíamos averiguarlo,
Lockwood pensó…
—¿Cómo? —Me giré hacia nuestro líder, que había estado imitando
perfectamente a una persona a la que le fascinaba un terreno de ortigas
cercano—. ¡Lockwood! ¿Tú lo sabías?
Se aclaró la garganta.
—Pues…
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—Lo sugirió él —saltó George—. Fue su idea. Lo que me hace pensar
que debería transportarla también, ahora que hablamos del tema. Llevo
arrastrándola desde Marylebone y mi pobre y vieja espalda…
—¿Puedes dejar de quejarte del dolor de espalda? ¡Esto es una locura!
¿Queréis que hable con un peligroso fantasma de tipo tres dentro de otra zona
encantada, con a saber cuántos visitantes más? ¿Es que habéis perdido la
cabeza? ¿Esperabais que me pareciera bien?
—No —respondió George—. La verdad es que no. Por eso no te lo
dijimos.
Dejé escapar un grito de rabia.
—¡De eso nada! ¿Qué ha pasado con lo de tener cuidado, Lockwood? Me
entran ganas de volver a casa.
—Por favor, Lucy —replicó Lockwood—. No exageres. No es peligroso.
Hemos guardado el frasco en la mochila y la válvula está cerrada. El fantasma
no puede hacerte nada ni comunicarse contigo de ninguna manera. Solo lo
tenemos como plan b, por si nos quedamos atascados y no podemos encontrar
los documentos.
—Documentos que casi seguro que no existen —bramé—. No olvides que
seguimos la pista que nos ha dado una calavera malvada atrapada en un
frasco. ¡No podemos fiarnos de ella!
—Yo no digo lo contrario. Pero como afirmó que había trabajado con
Bickerstaff, quizá traerlo a su casa sea un buen incentivo para que hable más.
No lo miré. Si lo hubiera hecho, me habría dedicado su sonrisa y yo no
estaba de humor.
—Me estás subestimando —le acusé—. A mí y a esta casa.
—Aquí han pasado cosas horribles —dijo Lockwood—, pero eso no
significa que el lugar siga encantado. El fantasma de Bickerstaff estaba en el
cementerio, ¿recuerdas? No está aquí. El espejo de hueso no está aquí. ¿Y
entonces? ¿Qué podría hacernos daño?
Él sabía que no era así. Todos lo sabíamos. Nada era nunca así de simple.
En lugar de responder, me llevé la mochila al hombro y eché a caminar hacia
el sendero, dejando que ellos me siguieran.
El camino atravesaba los árboles y ocultaba las luces de Londres a
nuestras espaldas. Los montículos bajo la hierba se hicieron más grandes,
hasta que de pronto se elevaron y se transformaron en una pared derruida, en
su mayoría baja y enredada con musgo y hierba que llegaban hasta el segundo
piso. Eran los restos del sanatorio quemado. Mis instintos se agudizaron al
sentir la presencia de algo desagradable. Grandes polillas pálidas
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revoloteaban perezosamente entre las ruinas. Las miré con recelo, pero
parecían bastante normales. Seguimos andando, precavidos.
—Veo brillos mortales —anunció Lockwood—. Unos tenues en las
ruinas.
Durante un segundo, me pareció oír el chisporroteo muy leve de unas
llamas, chillidos y gritos lejanos… Luego el sonido se disipó. Lo único
perceptible era el suspiro suave del viento entre las ramas.
Avanzamos un poco más. Cuando nos acercamos a los restos de la pared
más alta, una tenue figura gris (solamente visible si la mirabas de reojo)
apareció entre las sombras de una puerta rota y permaneció allí,
observándonos. Sentí una oleada de frío.
—De tipo uno —afirmó Lockwood—. Una sombra o un acechador. Nada
de lo que preocuparse. ¿Qué es eso de ahí?
Se detuvo y señaló hacia la cima de la colina.
—Tiene que ser eso —respondió George—. La casa de Bickerstaff.
El inhóspito y oscuro edificio se alzaba contra el cielo plateado, alejado de
las ruinas cubiertas de hiedras. Estaba situado dentro de sus propios muros:
una construcción grande, fea y desnuda hecha de ladrillos extraños que, por
algún motivo, parecían desproporcionados. Supuse que durante el día serían
de color gris oscuro. El tejado tenía muchas chimeneas y muchos planos de
pizarra inclinados, aunque algunos se habían desprendido. Podía ver las vigas
del techo, que sobresalían como costillas. Había bastantes ventanas grandes,
todas vacías, negras y vigilantes; los típicos ojos de una casa abandonada. Un
camino de gravilla llevaba directamente desde la colina a la puerta. El jardín
estaba descuidado y la hierba era tan alta que nos llegaba a los muslos.
Permanecimos junto a la verja, considerando fríamente con las manos en
las empuñaduras de los estoques. George sacó un paquete de caramelos de
menta de su bolsillo y nos lo tendió.
—Bueno, debo admitir que tiene muy mala pinta —dijo Lockwood,
chupando el caramelo—. Pero tampoco es que nunca nos haya importado la
apariencia de una casa. ¿Recordáis aquel matadero en Deptford? Aquel sitio
tenía un aspecto horrible y luego no pasó nada.
—No te pasó nada a ti —le corregí—. Porque tú estabas arriba charlando
con el dueño. Fue a George y a mí a quienes se nos echó encima un mutilado
en el sótano.
—Ah, sí. Quizá estaba pensando en otra cosa. Lo que quiero decir es que
no tenemos por qué tener problemas aquí. A pesar de su historial de muertes
violentas. ¿Podrías pasarme otro caramelo, George?
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En lo que se refiere a discursos tranquilizadores, los había oído mejores.
Sin embargo, la agencia Lockwood no se había ganado su reputación en toda
la ciudad por perder el tiempo frente a casas encantadas. Ese no era el motivo
por el que Barnes nos había encargado el caso ni la razón por la que íbamos a
resolverlo antes que Kipps. Si lo piensas, tampoco era el motivo por el que
Penelope Fittes nos había invitado a su fiesta. Nos enderezamos y
emprendimos el camino.
—Recordad que tenemos dos objetivos —dijo Lockwood con una voz
alegre que rompió el silencio de la noche y alejó nuestros pensamientos
macabros—. Buscamos los documentos que mencionó la calavera. Intentamos
detectar cualquier rastro psíquico que dejaran Bickerstaff y sus amigos.
Sencillo, claro y eficiente. Entramos y salimos directamente. Fácil. No habrá
ningún problema.
Nos detuvimos al final del sendero. Contemplé los peldaños podridos, la
puerta torcida, los postigos doblados contra las ventanas rotas y los pequeños
demonios erosionados que habían tallado en los pilares en espiral a ambos
lados del porche. Tenía que decirlo: yo no compartía su misma confianza.
Un fuerte aroma dulce flotaba desde un arbusto trepador que ahogaba una
pared. El aire era cálido y sofocante. George había subido los escalones y
miraba con los ojos entornados a través de la mugrienta ventana hecha con
cristales circulares que había junto a la puerta.
—No veo nada —dijo—. ¿Quién va primero?
—Lucy —respondió Lockwood.
Puse una mueca.
—¿Otra vez? Siempre me toca a mí.
—Eso no es cierto. Yo fui primero en el caso de la señora Barrett, ¿no? Y
George con el ataúd de hierro.
—Sí, pero antes de eso yo…
—Sin excusas, Luce. Esta noche te toca a ti. No te preocupes, estaremos
justo detrás. Además, como ya he dicho, con suerte no encontraremos nada
peligroso. Solo recuerdos y rastros psíquicos.
—La definición exacta de un visitante, Lockwood. Un recuerdo psíquico
agresivo… Bueno, está bien. ¿Por qué nunca hacemos esto en un momento
más sensato, como a mediodía?
Yo sabía la respuesta a eso, claro. Solo cuando oscurece pueden detectarse
las cosas más tenues y ocultas. Solo cuando oscurece empiezan a despertarse
los recuerdos de una casa.
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Empujé la puerta, esperando que estuviera cerrada porque el calor la había
deformado, por una cerradura o por ambas cosas. Ninguna de las opciones
resultó ser cierta. La puerta se abrió sin hacer ruido y liberó el aire rancio y un
penetrante olor a putrefacción.
No podía negarlo: la piel se me erizó un poco en ese momento y los pelos
de la nuca se me pusieron de punta. Puede que Lockwood tuviera razón.
Puede que no hubiera ningún fantasma. Pero era una casa cuyo antiguo
propietario había pasado años investigando las ciencias ocultas siniestras,
donde seguramente intentó invocar a los espíritus de los muertos mediante
una serie de experimentos desagradables y donde le había llegado una muerte
misteriosa y solitaria. Afrontémoslo. Hablábamos de los restos de unos
recuerdos que no iban a desaparecer con un poco de ambientador.
Aun así, soy una agente, etcétera, etcétera. Ya nos sabemos la historia. Sin
dudar (demasiado), entré.
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llegaba casi al techo. La corriente de aire cálida que habíamos dejado entrar
hizo añicos las motas de papel pintado. No había lámparas en ninguna parte y,
en su lugar, unos agujeros irregulares mostraban de dónde las habían
arrancado.
En algún rincón de aquel lugar abandonado y podrido, el doctor
Bickerstaff había trabajado con objetos que robaba de los cementerios de la
ciudad.
Había muerto aquí, en alguna parte. Y luego las ratas…
No. No servía de nada pensar en aquella historia. Sentía cómo se me
aceleraba el corazón. A los visitantes les gusta alimentarse de emociones
como la preocupación y el estrés. Sacudí la cabeza para despejarme y centré
mi atención en lo que teníamos entre manos.
—¿Lockwood? —le llamé. Había estado callado y contemplaba la
oscuridad.
—Aquí no hay brillos mortales. ¿Y tú?
—Todo muy tranquilo.
Asintió.
—Vale. ¿Y tú, George?
—La temperatura es de dieciséis grados, lo que es bastante agradable y
normal. Todo bien por ahora.
—Bien. —Lockwood se adentró un poco más en la habitación, rozando
las hojas secas y muertas con los zapatos—. Trabajamos rápido y en silencio.
Buscamos el estudio de Bickerstaff y su laboratorio o taller, donde hacía los
experimentos. El periódico decía que se accedía a él desde un salón, así que
quizá esté abajo. No sabemos nada sobre el estudio. Si buscamos un foco
psíquico, Lucy podría anotar los datos, pero ella decide. Y no sacamos la
calavera a menos que ella lo diga.
—Así es —respondí.
—Seguramente el foco principal esté arriba —opinó George. Su voz
sonaba extrañamente plana. Quizá algo en el ambiente de la casa le había
afectado—. La habitación de las ratas.
—Si es que hubo ratas —dijo Lockwood—. Bueno, será mejor que
intentemos evitarla.
Atravesamos el pasillo y entramos en la sala más cercana. También estaba
bastante vacía. Solo quedaban tablones y yeso, iluminados por la luna
plateada. El techo estaba entero y la habitación, seca. Recorrí las paredes con
la mano mientras avanzaba por la estancia en busca de corrientes psíquicas.
Pero no encontré nada. Solo era una sala muerta y limpia.
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Lo intentamos con la habitación justo detrás de aquella, que también
estaba en silencio. No había cambios de temperatura ni miasma o miedo
atroz. Probamos con una tercera, en el lado opuesto del pasillo. Por su
posición y por las molduras decoradas del techo, cualquiera pensaría que
había sido una elegante sala de visitas en la que Bickerstaff y sus invitados
tomaban el té. Allí el papel de pared había desaparecido, al igual que parte de
los rodapiés. Lo único que había eran la luz de la luna, los tablones y el yeso.
Entonces tuve un pensamiento incómodo. A la casa le había ocurrido lo
mismo que a Bickerstaff. Todo el edificio era un esqueleto al que solo le
quedaban los huesos.
Cuando volvimos al pasillo, sentí una vibración tenue: amortiguada y, por
algún motivo, conocida.
—Lockwood, George —susurré—, ¿alguno nota eso?
Escucharon. Lockwood sacudió la cabeza. George se encogió de hombros.
—Yo casi nunca puedo, ¿recuerdas? —dijo con tono pesado—. Mis
sentidos no son tan agudos como los… —De pronto soltó un grito de miedo
—. ¿Qué es eso?
Yo también lo había visto. Una hendidura de oscuridad en movimiento,
una figura alargada, baja y ágil que atravesaba las sombras en un extremo de
la habitación. Avanzaba justo debajo de la pared, cerca de la ventana, pero
alejada de la borrosa pirámide de luz lunar. Giró a nuestro alrededor
recorriendo los rodapiés.
Un golpe metálico anunció que Lockwood había desenvainado el estoque.
Con la otra mano sacó un bolígrafo linterna del cinturón. Lo encendió e
iluminó un pequeño cuerpo marrón negruzco con el círculo de luz penetrante.
—Solo era un ratón —dije con la voz entrecortada—. Uno diminuto.
Pensé que…
George espiró con fuerza.
—Yo también. Pensé que era más grande. Pensé que era una rata.
Lockwood apagó la antorcha portátil. El ratón, como si le hubieran
liberado de un hechizo, ya no estaba. En lugar de ver cómo se iba, sentimos
sus pasos apresurados.
—No dejemos que las ratas nos jueguen una mala pasada —nos aconsejó
con indiferencia—. ¿Todos bien? ¿Subimos?
Pero yo miraba el extremo de la sala con el ceño fruncido.
—Esperad. Cuando encendiste la antorcha, me pareció ver…
Saqué la mía y alumbré con ella la pared. Sí, el círculo claro y brillante
mostró una fina línea negra que atravesaba el yeso hacia arriba. El contorno
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que revelaba una puerta.
Al acercarnos pudimos ver las bisagras incrustadas en la pared y un
agujero pequeño y rudimentario donde habría habido una llave o un pomo.
—Buen trabajo, Lucy —jadeó Lockwood—. Quizá lo tapara el papel de
pared o puede que una falsa estantería. Habría sido muy difícil encontrarlo.
—¿Crees que es la entrada al taller de Bickerstaff?
—Debe serlo. Se ve dónde la forzaron hace años. Ahora está suelta. Creo
que podemos entrar.
Parte de la bisagra superior se había podrido, así que, cuando tiramos de la
puerta, esta se inclinó hacia delante en diagonal. En el interior había un
pasadizo estrecho que se adentraba más en la casa. La luz no llegaba hasta
allí. Lockwood encendió su bolígrafo linterna y echó un vistazo rápido. El
pasillo era estrecho, estaba vacío y acababa en otra puerta. El olor a humedad
y moho era muy fuerte. Debíamos tomar todas las debidas precauciones.
Antes de entrar, hicimos las comprobaciones sistemáticas y anotamos los
resultados. Después, nos agachamos (la parte superior de la puerta quedaba
por debajo de la cabeza de Lockwood) y nos adentramos en el pequeño
pasillo. Avanzamos despacio y con cuidado, deteniéndonos cada pocos
metros para usar nuestros dones y volver a analizar la atmósfera. No ocurrió
nada alarmante. La temperatura bajó, aunque solo un poco. Lockwood no vio
brillos mortales. Pequeñas oleadas de ruido latían en los límites de mis oídos,
pero no lograba entender nada. Había arañas por todas partes: en el techo y en
el polvo que cubría el suelo. No obstante, eran tan pocas que no les dimos
importancia. El tacto no me produjo ninguna sensación.
George parecía apagado. Se movía despacio y apenas hablaba. Perdió
varias oportunidades perfectas para hacer algún comentario o insulto
sarcástico, lo que, sinceramente, era raro en él. Cuando se arrastraba tras
nosotros en el pasadizo, se lo mencioné a Lockwood. Él también se había
fijado.
—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Malestar?
—Puede ser. Pero es la primera vez que entra en un sitio con carga
psíquica desde que vio ese espejo de hueso. Será mejor que le observemos
detenidamente.
De los cuatro indicios comunes de una manifestación inminente, el
malestar es el más engañoso (los otros son el frío, la miasma y el miedo
atroz). Es una sensación de pesadez en el alma y melancolía que puede
instalarse en ti tan despacio que no eres consciente de ello hasta que te acecha
un fantasma y te das cuenta de que no tienes la fuerza de voluntad suficiente
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para correr o alzar el estoque. Llegados a ese punto, se ha convertido en
bloqueo fantasmal. El bloqueo fantasmal, que es lo contrario a la vida, la
felicidad y la risa, suele ser mortal. Por eso los buenos agentes siempre se
cuidan entre ellos y trabajan en equipo. Sutilmente, sin llamar la atención,
Lockwood y yo nos movimos para que George quedase entre los dos. Le
protegimos desde ambos lados. Llegamos a la puerta al final del pasadizo.
Coloqué los dedos en el pomo. Una sensación de frío extremo se abalanzó
sobre mi mano y brazo, y capté voces intermitentes de hombres que hablaban
acaloradamente. Olí el humo de un puro y algo más intenso, un olor químico
punzante. Casi de inmediato, el eco desapareció.
—Noto rastros —anuncié.
La voz de Lockwood sonó a mi espalda.
—Quedaos muy quietos. Seguid mirando y escuchando. No abras la
puerta.
Esperamos en silencio durante un minuto, o quizá más. Al fin, Lockwood
nos dio luz verde.
—Vale —dijo—. Estamos listos cuando tú lo estés, Luce.
Esa era mi señal. Respiré hondo, agarré el pomo de nuevo y entré en la
habitación.
La oscuridad total me envolvió. Percibí al instante que estaba en una sala más
grande. Como siempre, estuve tentada de encender la antorcha, pero resistí el
impulso y permanecí quieta, dejando la mente abierta. Pude oír cómo se
cerraba la puerta detrás de mí. Ninguno habló, pero escuchaba los silenciosos
movimientos de sus pies y sentía sus presencias mientras se apretujaban a mi
lado en la oscuridad. Permanecían muy cerca, más de lo habitual, pero no
podía culparlos. De hecho, lo agradecí. Allí dentro estaba muy muy oscuro.
Miré, pero no vi nada. Escuché, pero solo oí un sonido que avanzaba muy
tenue y que se disipó rápidamente. Esperé a que Lockwood nos indicara que
encendiéramos las antorchas.
Y esperé. Se estaba tomando su tiempo.
—¿Estáis listos? —pregunté al cabo de un rato—. No percibo nada. ¿Y
vosotros?
De pronto me percaté de que ya no sentía a nadie más a mi lado.
—¿Estás listo, Lockwood? —dije, alzando un poco la voz.
Nada.
La tos profunda de un hombre sonó en algún rincón de la estancia.
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Una oleada de miedo, intensa y muy sutil, se apoderó de mí. Escarbé en el
cinturón, encendí la antorcha e iluminé rápidamente todo a mi alrededor.
Solo era una habitación, otro espacio vacío: paredes desnudas y tarimas
polvorientas. Un único orificio a modo de ventana, bloqueado con ladrillos.
En el centro de la sala, una inmensa mesa con un tablero metálico.
Nada de eso me interesaba, porque estaba sola.
Lockwood y George no estaban allí.
Me di la vuelta y abrí la puerta de golpe. La antorcha temblorosa dio con
ellos a unos pasos de distancia. Me apuntaban con la suya y tenían los
estoques preparados mientras observaban el pasadizo.
—¿Qué demonios hacéis? —pregunté.
—¿No lo has oído, Luce? —susurró Lockwood—. ¿El repiqueteo?
—Como de unas ratas —murmuró George—. Creía que se acercaban a
nosotros, pero… —Pareció fijarse por primera vez en que yo estaba en el
umbral de la puerta—. Ah, has entrado.
—Pues claro que sí. —Un dedo frío me recorrió la espalda—. Vosotros
también, ¿no? Estabais conmigo en la habitación.
—No. Cuidado con lo que iluminas con la antorcha. La luz está
apuntándome a los ojos.
—Pensábamos que estabas aquí con nosotros, Luce —respondió
Lockwood.
—No, crucé el umbral, como… ¿Estáis seguros de que no me habéis
seguido? —Recordé las suaves pisadas y las presencias invisibles
apretujándose contra mí. Mi voz sonó tensa y forzada—. Os sentí a mi lado…
—No nos dimos cuenta de que habías entrado, Luce. Nos distrajo el
repiqueteo.
—Me sorprende que no lo oyeras —apuntó George.
—¡Claro que no lo oí! —exclamé—. ¿Crees que si lo hubiera oído os
habría dejado atrás y hubiera entrado?
Lockwood me tocó el brazo.
—No pasa nada. Tranquilízate. Tienes que calmarte y contarnos lo que ha
pasado.
Respiré hondo, intentando dejar de temblar.
—Venid aquí y os lo contaré. De ahora en adelante, tenemos que
permanecer muy juntos. Y, por favor, que nadie vuelva a distraerse.
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La cámara secreta, que supusimos que se trataba del taller de Bickerstaff, no
mostró restos psíquicos inmediatos cuando entramos. Lockwood colocó un
farol en el alféizar debajo de la ventana enladrillada. Guiado por su luz,
George caminó por el perímetro e inspeccionó la pared. No había otra salida.
Viejas lámparas de gas oxidadas y hundidas se extendían a lo largo del yeso
desnudo. La mesa del centro era el único mueble y sus patas de acero estaban
atornilladas al suelo. El tablero de hierro estaba cubierto de polvo y trozos de
yeso. Unas profundas muescas recorrían los bordes y se abrían en forma de
caños que llegaban al suelo.
Lockwood recorrió una muesca con un dedo.
—Unos canales interesantes para los chorros de sangre —señaló—. Es
una mesa diseñada para diseccionar. De mediados del siglo XIX. He visto
ejemplos en el Colegio Oficial de Cirujanos. Parece que era aquí donde el
viejo doctor Bickerstaff experimentaba con las partes del cuerpo de los
muertos. Una pena que esté hecha de hierro, Luce, porque podrías haber
descubierto información psíquica interesante.
Yo estaba bebiendo agua de mi mochila y ahora masticaba con violencia
una chocolatina. Seguía alterada por lo que había pasado junto a la puerta,
pero el miedo se había transformado en algo más fuerte. Si los espectros
querían mantenerme alejada, tendrían que hacerlo mucho mejor. Tiré el
envoltorio del chocolate.
—Se reunían en esta sala —dije—. Era un grupo de hombres, fumando y
hablando de los experimentos. Eso ya lo sé, pero quizá descubra algo más.
Daos prisa. Quiero intentar una cosa.
Me acerqué a la pared del fondo, muy alejada de la superficie de hierro de
la mesa. Allí había habido una chimenea, que ahora estaba atascada con nidos
de pájaros, escombros, trozos de madera y yeso. En mi opinión, parecía el
centro de la habitación, donde Bickerstaff y sus acompañantes se habían
reunido, fumado y discutido sobre qué poner sobre la mesa. De haber rastros,
allí serían intensos.
Toqué la pared de yeso con las yemas de los dedos. Era fría, húmeda e
incluso grasienta. Cerré los ojos y me dejé ir. Escuché…
El sonido brotó del pasado. Traté de aferrarme a él, pero se alejó. Es
extraño cómo funcionan los ecos psíquicos. Van y vienen, primero fuertes y
luego débiles, creciendo y luego apagándose, como si fueran un latido o un
pulso rítmico oculto en la esencia de la casa. Eso hace que la reminiscencia
sea un don complicado y poco fiable. Puedes tocar el mismo sitio cinco veces
y no obtener nada, pero a la sexta el poder del recuerdo psíquico te deja sin
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aliento. Recorrí las paredes con la mano. Probé con la chimenea y la ventana
bloqueada, pero lo único que conseguí fue mancharme los dedos.
Pasó el tiempo. Oí a Lockwood arrastrando los pies y a George
rascándose una zona innombrable. Por lo demás, permanecían en silencio.
Los tenía bien entrenados.
Estaba a punto de sacar de la bolsa un paquete de tamaño bolsillo de
Toallitas para AgentesTM («perfectas para limpiar hollín, barro de cementerio
y manchas de ectoplasma»), cuando intenté rozar la pared que había junto a la
puerta. Una ligera pero fuerte descarga crujió como un relámpago en el dorso
de mi mano. Me aparté con un respingo y después, puesto que sabía a qué se
debía aquella sensación, volví a colocar los dedos sobre el yeso frío y áspero.
De pronto, como si hubiera encendido una radio, oí voces en la sala, a mi
alrededor. Cerré los ojos, me di la vuelta para observar la estancia y dejé que
mi mente captara la imagen que los sonidos sugerían.
Un grupo numeroso de hombres rodeaba la mesa de disección. Capté el
murmullo de una conversación, la risa y el olor intenso a tabaco. Había algo
en el centro de la habitación, algo que yacía sobre la mesa. Una voz se elevó
por encima de las demás, más fuerte y segura. El alboroto se acalló, sustituido
por una ronda solemne de vasos brindando. El eco se disipó.
Y volvió a crecer. Esta vez el sonido provenía de una única garganta. Era
un silbido ocupado y absorto, como el de alguien que está concentrado en una
tarea agradable. Decía algo. Oí el chirrido del cuchillo. Se hizo el silencio y
entonces había algo más en la habitación. Sentí la presencia como un frío
espectral y horrible, un temor repentino que hizo que mis dientes chirriaran
bajo las encías. También capté un horrible sonido que ya había oído antes: el
zumbido de las alas de multitud de moscas.
Una voz sonó en la oscuridad.
—Inténtalo con Wilberforce. Está ansioso. Él lo hará.
De pronto, el silbido y el serrucho desaparecieron. Pero el zumbido se
hizo más intenso y el gélido frío se elevó para envolverme, igual que hacía
tres noches, cuando me había acercado a la tumba de Bickerstaff. Dolorida,
abrí la boca. Mientras lo hacía, un único grito de muchas gargantas llegó
directamente a mi oído.
¡Devuélvenos los huesos!
Aparté la mano de la pared. Al instante, como el agua que desaparece en
un desagüe, el frío mortal se alejó y volví a sentir el calor húmedo de la
habitación vacía.
George y Lockwood estaban junto a la mesa, mirándome.
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Saqué el termómetro de la bolsa y bebí un sorbo de té caliente antes de
contarles lo que había oído.
—El sonido de las moscas —dije, al fin—, el frío apremiante… Ha sido
igual que en el cementerio. Creo que ambas cosas tienen algo que ver con el
espejo de hueso. Seguro que Bickerstaff lo creó aquí.
Lockwood tamborileó en la mesa con los dedos.
—Pero ¿para hacer qué? Esa es la cuestión. Miras el espejo de hueso, ¿y
qué es lo que ves?
—No lo sé. Ese idiota hizo algo muy malo.
—La voz que has oído… ¿Crees que era la de Bickerstaff? —preguntó
George.
—Puede. Pero en realidad sonaba más como…
No es bueno que uno de nosotros se detenga así, en mitad de una frase.
Siempre trae malas noticias. Normalmente, significa que algo ha pasado o que
está a punto de pasar, de modo que tenemos que dejar de hablar o morir.
—¿Oís eso?
Más allá de la puerta entrecerrada: el sutil ruido de unos rasguños. Una
cojera, unos pies arrastrándose y algo deslizándose por el pasadizo y
acercándose cada vez más.
—Atenúa el farol —susurró Lockwood.
George tocó el interruptor y la estancia se volvió casi negra. Lo bastante
iluminado para ver y lo suficiente oscuro para que nuestros sentidos psíquicos
siguieran alerta. Sin mediar palabra, nos dispersamos siguiendo la antigua
posición del Plan D: yo a la derecha de la puerta y apretada contra la pared, y
George a la izquierda, algo alejado para que pudiera huir si las fuerzas
espectrales abrían de golpe la puerta. Lockwood se colocó justo en el centro,
listo para enfrentarse a un ataque. Los tres desenvainamos los estoques. Me
limpié la mano izquierda en las medias para eliminar el sudor repentino. Esta
es la peor parte: cuando el visitante todavía está oculto. Cuando sabes que se
acerca, pero el verdadero terror aún no te ha alcanzado. Es el momento en el
que tu mente juega contigo y el miedo te paraliza. Para distraerme, recorrí los
bolsillos del cinturón con las manos, contando, memorizando y asegurándome
de que todo estuviera listo.
Los sonidos suaves se acercaron. Una luz pálida y cada vez más grande
atravesó el hueco de la puerta. En el centro, una sombra se formó y agrandó.
El brazo de Lockwood retrocedió y el metal centelleó. Alcé el estoque.
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A la vez, Lockwood y Kipps se alejaron el uno del otro con un salto y un
grito de asco.
—¿Qué demonios estás haciendo? —graznó Kipps.
—Yo podría preguntar lo mismo.
—Eso no es asunto tuyo.
—Es precisamente asunto mío —respondió Lockwood. Enfadado, se pasó
las manos por el pelo—. Te estás metiendo en mi asunto. Cómo te va el
peligro, Kipps. Casi tenías un estoque en el cuello.
—¿Yo? Pensábamos que eras un fantasma. Si no fuera porque mis reflejos
van a la velocidad de la luz, te habría destripado por completo.
Lockwood enarcó una ceja.
—Difícilmente. Ya había visto que me habías reconocido, así que me
detuve y desvié el pomo de tu espada bruscamente hacia tu abdomen
utilizando la maniobra de golpe de revés Baedecker-Flynn. Tienes suerte de
que lo hiciera y que no terminase la estocada.
Hubo una pausa.
—Bueno —contestó Kipps—, si entendiera lo que has dicho, sin duda
tendría una respuesta ingeniosa.
Guardó el estoque en su cinturón. Lockwood hizo lo mismo. Ned Shaw,
Bobby Vernon y Kat Godwin entraron en la habitación con mala cara. George
salió de detrás de la puerta, restregándose una nariz que parecía incluso más
pequeña y rechoncha que antes. Nadie dijo nada durante un rato, pero hubo un
gran estruendo mientras guardábamos a regañadientes los estoques y las otras
armas.
—Entonces habéis recurrido al simple truco de seguirnos, ¿no? —dijo
Lockwood—. Eso es caer bajo.
—¿Siguiéndoos? —Kipps soltó una carcajada burlona—. Amigo mío,
nosotros seguimos las pistas que el joven Bobby Vernon descubrió en el
archivo. No me sorprendería si tú nos siguieras a nosotros.
—No tenemos por qué. Con la investigación de George nos va bien.
Bobby Vernon dejó escapar una risa nerviosa.
—¿En serio? Después de lo que pasó en Wimbledon, me sorprende que
Cubbins siga teniendo trabajo.
Lockwood frunció el ceño.
—Será un placer ganar esta competición, Quill. Por cierto, tu anuncio en
The Times no tiene que ser muy largo. Con una media página en la que
admitas la derrota nos basta.
—Eso asumiendo que Kipps sepa leer y escribir —apuntó George.
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Ned Shaw se agitó.
—Cuidado con lo que dices, Cubbins.
—Lo siento. Usaré otras palabras. Estoy seguro de que hay simios en las
selvas de Borneo menos analfabetos que él.
Los ojos de Shaw se hincharon mientras rebuscaba en su cinturón.
—Vale, ya está…
Lockwood apartó su abrigo y se llevó una mano al estoque. A la vez,
Kipps, George y Godwin le imitaron.
—¡Basta! —grité—. ¡Dejaos de tonterías, todos!
Seis rostros se giraron hacia mí.
Había alzado la voz. Había apretado los puños. Puede que incluso hubiera
pataleado. Hice lo necesario para que pararan. Su rabia aumentaba y estaba
fuera de control, lo que hizo que el peligro que nos acechaba se volviera más
oscuro y palpable. Las emociones negativas en los lugares encantados nunca
son una buena idea; y la ira quizá sea la peor de todas.
—¿Es que no lo notáis? —susurré—. La atmósfera ha cambiado. Estáis
despertando a las energías de la casa. Tenéis que callaros, ahora mismo.
Se hizo el silencio. Todos estaban preocupados, disgustados y
avergonzados, pero hicieron lo que les pedí.
Lockwood respiró hondo.
—Gracias, Luce —dijo—. Tienes razón.
Los demás asintieron.
—Sé que la rabia está prohibida —comentó George—. Pero ¿qué hay del
sarcasmo? ¿Eso tampoco se puede?
—Cállate.
Esperamos. Se palpaba la tensión en el aire.
—¿Creéis que lo hemos detenido? —preguntó al fin Quill Kipps—.
¿Creéis que hemos parado justo a tiempo?
Mientras hablaba, el haz de la linterna de Kat Godwin titiló, menguó y
volvió a encenderse. George sacó el termómetro y encendió la esfera.
—La temperatura está bajando. Ahora hay diez grados. Hacía catorce
cuando entramos.
—El aire es más denso —murmuró Bobby Vernon—. Se está formando la
miasma.
Asentí.
—Noto un fenómeno extraño. Un crujido.
Kat Godwin también lo oía. Tenía la cara gris y ojerosa.
—Suena como… como…
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Como si una multitud de cosas diminutas con colas y patas escamosas
atravesaran rápidamente la casa y se dirigieran hacia nosotros. Rozando las
paredes, apretujándose bajo las puertas, correteando por las tuberías y debajo
de la tarima hasta acercarse aún más a esa espantosa habitación sin aire.
Siendo sincera, así era como sonaba. Kat Godwin no lo dijo, ni tampoco usó
la palabra fatídica. No tenía que hacerlo. Todos lo sabíamos.
—Sacad las cadenas —ordenó Lockwood—. Pensemos en cosas felices.
—Hacedlo —indicó Kipps.
Puede que tuvieran la educación de chacales hambrientos, pero había que
reconocerlo: los agentes de Fittes están bien formados. Abrieron las bolsas
antes que nosotros y colocaron un doble círculo decente de cadenas en veinte
segundos exactos. Ned Shaw seguía mirándonos con mala cara, pero los
demás estaban tranquilos y centrados. La prioridad era sobrevivir. Todos nos
metimos dentro.
—Qué íntimo —comentó George—. Me gusta tu colonia, Kipps. Lo digo
en serio.
—Gracias.
—Ahora callaos —dije—. Tenemos que escuchar.
Permanecimos allí en silencio, siete agentes apretujados dentro del
círculo. La luz del farol siguió parpadeando salvajemente. No veía nada, pero
los crujidos, los arañazos y los pasos apresurados sonaban cada vez más y
más cerca… Ahora nos rodeaban en la oscuridad, justo fuera de nuestro
campo de visión, como si de una persecución terrible y confusa se tratase. Por
la respiración ahogada de Kat Godwin, supe que ella lo había oído, aunque no
sabía si los demás también. El alboroto se elevó a mi alrededor. Era como si
la carrera desesperada continuara por las paredes. Siguió subiendo hasta que
llegó al techo. Las patas huyeron y se deslizaron por el yeso que había sobre
nuestras cabezas. Siguió aumentando. El sonido se adentró en el techo y el
terrible crujido desapareció en la estructura de la casa.
—Ya no está —comentó Kat Godwin—. Se ha alejado. Lucy, ¿tú piensas
lo mismo?
—Sí, el aire se está despejando… Oye, tú también te sabes mi nombre.
—La temperatura ha subido a los doce grados —anunció George.
A continuación, la tensión disminuyó. Todos fuimos conscientes de lo
cerca que estábamos los unos de los otros. Salimos del círculo y apartamos las
cadenas.
Los dos grupos volvieron a mirarse.
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—Oye, Quill —dijo Lockwood—. Tengo una sugerencia. Está claro que
este no es un buen sitio para discutir. Sigamos con esto luego, en otra parte. Y
como no podemos ni vernos, ¿por qué no nos separamos por la casa? Todos
buscamos donde queramos y no molestamos a los demás. ¿Os parece justo?
Kipps estaba tirándose de los puños y sacudiéndose la chaqueta, como si
nuestra proximidad obligada hubiera hecho que se preocupara por coger
pulgas.
—De acuerdo, pero no aparecemos sin avisar. La próxima vez quizá te
corte la cabeza.
Dimos por finalizada la conversación, los dejamos atrás y recorrimos el
pasadizo. Cuando llegamos a la puerta exterior, volvimos sobre nuestros
pasos en dirección al vestíbulo principal. Lockwood se detuvo.
—Que haya aparecido Kipps complica las cosas —murmuró—. Puede
que pasen un rato en el taller anotando datos, pero no tardarán en volver a
perseguirnos. Y si esos documentos están aquí, quiero encontrarlos sin que
nadie nos interrumpa. Lucy, sé que no quieres usarla, pero quizá este sea un
buen momento para consultar con nuestra amiga la calavera.
Observé con asco la mochila abultada de George.
—Me sigue pareciendo una mala idea —respondí—. Pero como nos
estamos quedando sin tiempo… —Abrí la mochila, toqué el frasco y abrí la
palanca de la tapa. Luego me incliné hacia el fantasma—. Espíritu,
¿reconoces este sitio? ¿Dónde está el estudio de tu maestro? ¿Puedes
decírnoslo?
El cristal permaneció frío y oscuro.
—Quizá tengas que ponerte más cerca —sugirió Lockwood.
—Como me acerque más le voy a hacer cosquillas a George en el cuello.
Espíritu, ¿me oyes? ¿Me oyes? Me siento como una idiota total haciendo esto.
Es una pérdida de tiempo…
—Arriba…
Salté hacia atrás, puesto que un breve resplandor verde había brillado en
el corazón del frasco. Ahora había desaparecido, junto con la voz jadeante.
—Ha dicho que arriba —repetí, despacio—. Sin duda, ha dicho arriba.
Pero ¿de verdad vamos a…?
Lockwood ya había atravesado medio vestíbulo.
—¿Y a qué estamos esperando? ¡Rápido! ¡No tenemos mucho tiempo!
Sin embargo, sortear esas escaleras no era algo que pudiéramos hacer con
demasiada velocidad. Muchos peldaños estaban podridos y no habrían
aguantado nuestro peso. Tuvimos que pasar por encima de baldosas pringosas
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y astillas de madera caídas. En lo alto, parches desiguales de estrellas
brillaban donde había estado el tejado. También tuvimos que ir con cuidado a
la hora de anotar datos (y ser mucho más rápidos que de costumbre, porque
esperábamos que nuestros rivales volvieran a aparecer a nuestras espaldas), lo
que nos retrasó aún más. Detectamos una leve bajada de temperatura, así
como ruidos flojos (un crujido distante y unos silbidos). Lockwood también
vio restos plásmicos flotando en la oscuridad. Cuando llegamos al final de la
escalera, encontramos otra cosa.
—Mirad los rodapiés —dije—. ¿Qué son esas marcas oscuras?
George se acercó y las iluminó con su bolígrafo linterna.
—Manchurrones y restos de grasa, hechos por miles de cerdas —explicó
—. Es el tipo de manchas que… —dudó—. Que hacen las ratas.
Impaciente, Lockwood nos adelantó y saltó los últimos escalones con una
única zancada enérgica.
—Olvidaos de eso. Vamos.
Era un descansillo grande y cuadrado, ruinoso y medio abierto al cielo.
Hojas marrones y pequeñas ramas se escondían entre el barro y los escombros
que cubrían el suelo de madera. La luz brillaba con frialdad a través de las
aberturas del tejado. A nuestras espaldas, un pasillo llevaba a las
profundidades de la casa, pero estaba medio bloqueado por las piedras caídas.
Según avanzaban, las escaleras giraban sobre sí mismas, así que ahora
volvíamos a estar frente a la parte delantera de la casa. Delante estaban las
puertas abiertas de las tres habitaciones.
—Sí… —susurró la voz del fantasma en mis oídos—. Allí…
—Estamos cerca —anuncié—. El estudio de Bickerstaff es una de esas
habitaciones.
En cuando pronuncié el nombre, los ruidos psíquicos aumentaron y el
distante crujido sonó tan alto que hizo que me encogiera de dolor. Una ligera
brisa atravesó la casa vacía, moviendo las hojas y los trozos de papel del
suelo. Unos cuantos fragmentos cayeron entre las barandillas y se adentraron
en la oscuridad y el vacío que había debajo.
—Aquí quizá haya que tener cuidado con ese nombre —dijo Lockwood
—. ¿Cuál es la temperatura, George?
—Ocho grados. Permanece estable.
—Quédate aquí y vigila la escalera por si aparece Kipps. Lucy, ven
conmigo.
Cruzamos el descansillo sin hacer ruido. Me di la vuelta para mirar a
George, que se había colocado junto a la balaustrada, desde donde podía ver
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bien la curva de la escalera y parte del vestíbulo inferior. Su humor parecía
constante y su lenguaje corporal estaba bien. A mi parecer, el malestar no
había empeorado.
Tenía la mochila abierta. Podía ver el tapón del frasco sellado, iluminado
por un tenue brillo verde.
—Sí… —dijo la voz—. Buena chica… Te estás acercando…
Ahora el susurro sonaba impaciente.
—La habitación del medio… Bajo el suelo…
—La del medio. Dice que está ahí.
Lockwood se acercó a la puerta central, se dispuso a entrar y salió
disparado de un salto.
—Un punto gélido —explicó—. Te atraviesa por completo.
Saqué el termómetro y lo sostuve más allá de la puerta. De pronto, sentí la
dureza del aire en la mano.
—Cinco grados dentro y ocho fuera —comenté—. Es frío de verdad.
—Y no solo eso. —Lockwood había sacado las gafas de sol del abrigo y
se apresuró a ponérselas—. Hay arañas. Y un brillo mortal, uno enorme. Allí,
bajo la ventana.
Lo vi, aunque no esperaba poder hacerlo. Para mí era una cámara
cuadrada de tamaño decente, cuyo protagonista era el hueco grande y vacío de
la ventana. Como en el resto de la casa en ruinas, no había muebles ni
decoración. Intenté imaginarme cómo habría sido en la época de Bickerstaff:
el escritorio y la silla, los retratos en la pared, quizá una estantería o dos, un
reloj de mesa sobre la repisa… No. No podía soportarlo. Había pasado
muchísimo tiempo y la sensación de vacío amenazador era demasiado intensa.
Un torrente de luz lunar iluminaba el espacio y lo envolvía todo con un
brillo plateado, borroso y aletargado. El ruido estático de mi cabeza volvió a
zumbar un par de veces, para luego desaparecer de golpe, como si el pesado
silencio de la habitación lo aplastara.
Gruesas capas de telarañas polvorientas colgaban de las esquinas del
techo.
Era allí: el epicentro encantado de la casa. El corazón me latía
dolorosamente en el pecho y sentía cómo me castañeteaban los dientes. Me
obligué a alejar el pánico. ¿Qué nos había dicho Joplin? Que los hombres
estaban fuera y vieron movimientos en la ventana.
—Lockwood —susurré—. Es la habitación de las ratas. Es donde murió
Bickerstaff. No debemos entrar.
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—Oh, no te asustes —respondió el susurro en mi mente—. ¿Queréis los
documentos? Están bajo un tablón en el centro del suelo. Venga, entrad.
—Solo le echaremos un vistazo rápido y luego nos iremos —dijo
Lockwood.
No le veía los ojos tras las gafas, pero sentía su desconfianza. Permaneció
junto a la puerta, sin dar un paso más.
—Eso es lo que la calavera quiere que hagamos —declaré—. No podemos
fiarnos, sabes que no. Dejémoslo estar, Lockwood. Vámonos de aquí.
—¿Después de todo? No lo creo. Además, Kipps estará aquí arriba en un
minuto.
Se subió los guantes hasta las muñecas y atravesó el umbral. Le seguí,
apretando los dientes.
La diferencia de temperatura era brutal. Incluso con el abrigo puesto, me
estremecí. El sonido estático también aumentó de golpe, como si alguien
hubiera girado el dial en cuanto entré. El aire estaba cargado con un raro
aroma dulce, no muy distinto al del arbusto trepador al otro lado de la
ventana. Era denso, empalagoso y extrañamente asqueroso. No estaba claro
de dónde salía.
No era una estancia en la que debías permanecer mucho rato.
Caminamos despacio, iluminados por los rayos de luz lunar, con las
manos en los cinturones y examinando el suelo. La mayoría de las tablas
parecían estar sujetas, rígidas y fuertes.
—Está en el centro, en alguna parte —dije—. Según la calavera.
—Qué calavera tan útil… Ah, este ha cedido un poco. Vigila, Lucy.
Sin pensárselo dos veces, se arrodilló y se puso en cuclillas sobre la
tarima de madera, estudiando los bordes con sus dedos largos. Saqué el
estoque del cinturón y recorrí despacio la sala. No quería quedarme quieta
allí. Por algún motivo, necesitaba moverme.
Crucé la puerta y atravesé el descansillo. George me miró desde su sitio
junto a la barandilla. Me saludó con la mano. La parte de atrás de su mochila
estaba iluminada por el tenue brillo verde. Llegué hasta la ventana, desde
donde se veían las tejas del porche de la entrada, el camino que llevaba a la
colina y las copas de los árboles muertos. Pasé junto a una chimenea vacía.
Por instinto, dejé que mis dedos tocaran los azulejos ennegrecidos.
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—Aquí, mi querido amigo. El chico lo ha preparado todo para ti. Te
hemos elegido para este gran propósito. ¡Tú serás el pionero!
Otra voz:
—Quédate ante él y levanta la tela. Dinos qué ves.
—¿Tú no lo has mirado aún, Bickerstaff? —La persona protestaba,
muerta de miedo—. Debería recaer en ti…
—Será tu honor, mi buen Wilberforce. Es lo que tu corazón desea, ¿no es
cierto? ¡Venga, hombre! Tómate un trago de vino para animarte. ¡Eso es!
Estoy listo para anotar tus palabras. Ahora… Quitamos el velo… ¡Mira,
Wilberforce! Mira y cuéntanos…
Un terrible frío, un alarido de miedo y, después, el zumbido de las
moscas.
—¡No! ¡No puedo!
—¡Te aseguro que sí! ¡Rápido, agarradle! ¡Cogedle por los brazos! Mira,
maldito seas… ¡Mira! ¡Y dínoslo! ¡Háblanos de las maravillas que ves!
Pero la única respuesta fue un grito cada vez más y más fuerte, hasta que
cesó de pronto.
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—Luego te lo contamos —respondió Lockwood—. Pensaba que te había
dicho que vigilaras las escaleras.
—Ah, si no pasa nada. Abajo está todo tranquilo. Anda, si está manuscrito
y también tiene fotografías. Esto es fascinante…
—¡Salid! —grité.
Una presión cada vez más intensa palpitaba en mi oído.
La luz de la luna me parecía más densa que antes.
—Sí —dijo Lockwood—. Vamos.
Nos dimos la vuelta y vimos la figura enorme de Ned Shaw, de pie en el
umbral de la puerta. Bloqueaba el hueco. Si le hubieras puesto una bisagra en
la espalda y otra en el hombro, habría hecho las veces de una puerta de vaivén
fea pero efectiva.
—George, ¿cuánto rato has estado exactamente sin vigilar las escaleras?
—le pregunté.
—Pues puede que saliera corriendo hace un momento o dos para ver qué
hacíais.
Los pequeños ojos de Shaw brillaban por el éxito y la sospecha.
—¿Qué es eso de ahí, Lockwood? —exclamó—. ¿Qué tienes en la mano?
—Todavía no lo sé —respondió él con tono triunfal. Se agachó y guardó
los documentos en su bolsa.
—Tráemelos —ordenó Shaw.
—No. Déjanos pasar, por favor.
Ned Shaw soltó una carcajada y, con indiferencia, se inclinó sobre la
jamba.
—No hasta que vea lo que tienes.
—Este no es un buen sitio para discutir —repliqué.
La temperatura había descendido y la luz de la luna se arremolinaba y se
desplazaba por la habitación muy lento, como si el movimiento le diera vida.
—Quizá no sepas que esta habitación… —empezó Lockwood.
Shaw volvió a reírse.
—No, si ya lo veo. Hay brillos mortales y la miasma se está condensando.
Incluso hay un poco de niebla fantasmagórica. Sí, no es un sitio en el que
pasar el rato.
Lockwood entrecerró los ojos.
—En ese caso, coincidirás en que tenemos que salir ahora mismo —dijo,
sacando el estoque.
Dio un paso hacia él. Shaw dudó y luego se echó hacia atrás (casi como si
una de las bisagras que he mencionado estuviera bien colocada y engrasada) y
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nos dejó pasar.
—Gracias —respondió Lockwood.
Puede que fuera por cómo lo dijo (sin importancia, pero divertido y con
desdén), por mi aspecto de desprecio absoluto, por la sonrisa en el rostro de
George o, simplemente, por una presión interna que no pudo contener, pero
Ned Shaw explotó de pronto. Desenvainó su estoque y, con el mismo
movimiento, le dio una estocada a Lockwood en la espalda. Reconocí la
táctica. Era el giro Komiyama y se usaba para los espectros, los guardianes y
los dobles. No para las personas. Mi grito ahogado, pronunciado cuando la
espada aún estaba a medio camino, alertó a Lockwood.
Se dispuso a darse la vuelta, pero la punta del estoque rozó en horizontal
la tela del abrigo, cortó los hilos y penetró en el tejido. Llegó justo debajo de
su brazo izquierdo. Chilló y se alejó de un salto.
Con la cara roja y la respiración entrecortada, Shaw se precipitó hacia él
como un toro enfurecido. Al llegar al centro del descansillo, Lockwood giró
sobre sí mismo, apartó el estoque extendido de su enemigo e hizo dos cortes
paralelos en el brazo de la espada de Shaw, de modo que la manga colgara
suelta y flácida. Shaw soltó un bramido de rabia.
Pasos en la escalera. Kipps bajaba los peldaños de dos en dos. Kat
Godwin y el pequeño Bobby Vernon le seguían. Todos tenían los estoques en
la mano.
—¡Lockwood! —chilló Kipps—. ¿Qué está pasando?
—¡Ha empezado él! —gritó Shaw, esquivando desesperadamente una
serie de golpes implacables mientras se alejaba por el rellano—. ¡Me atacó!
¡Ayuda!
—¡Eso es mentira! —clamé.
Pero Kipps ya se había lanzado para atacar. Avanzó hacia el costado de
Lockwood. Era una posición desde la que él no podría verle. Astuta y
afectiva, la estrategia típica de Fittes. Y entonces mi propia ira, que había
estado acumulándose desde el ataque traicionero de Shaw y quizá incluso
desde aquella noche en Wimbledon, me abrumó. Con el estoque alzado,
embestí hacia delante.
Antes de que pudiera alcanzar a Kipps, Kat Godwin se abalanzó sobre mí.
Nuestras espadas se encontraron con un choque débil y grave. La fuerza de su
primer golpe casi me arrebata el estoque, pero volví a ajustar el agarre,
aguanté el impacto y me mantuve firme. Permanecimos unidas durante unos
segundos. Pude oler el tufo alimonado de su perfume y ver las nítidas
puntadas de su elegante chaqueta gris. Nos separamos caminando en círculo.
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El polvo de nuestras pisadas flotaba y brillaba en el aire plateado. Hacía
mucho frío. Me zumbaban los oídos.
George también iba directo a Lockwood para defenderle de Kipps y de
Vernon en el otro lado. Lockwood le había quitado parte de la segunda manga
a Shaw. Trozos de tela raída se esparcían por el suelo iluminado por la luna.
Godwin se apartó un mechón de pelo de los ojos. Tenía la cara tan dura e
inmóvil que podría haber sido de mármol. Puede que yo tuviera el mismo
aspecto. Parte de mi mente me gritaba y me instaba a parar y calmarme. Pero
eso es difícil cuando estás en una casa encantada, porque las emociones se
desvían y se distorsionan. Estaba furiosa, sí, como todos, pero también me
preguntaba hasta qué punto la atmósfera de la casa nos estaba llevando a los
extremos: George alejó a Vernon con varias estocadas feroces y luego se
apartó cuando Kipps le dio en el muslo con un oportuno empujón, y
Lockwood, con su fría y sistemática precisión, redujo la chaqueta de Shaw a
aún más jirones. Godwin…
El siguiente ataque de Kat Godwin fue el doble de rápido que los
anteriores. Pálida y con la mirada penetrante, me dio un espadazo en el brazo.
La punta del estoque acertó de lleno en la piel desprotegida entre los huesos
de la muñeca, justo detrás del guardamano. Me atravesó la piel y me hizo
gritar. Me agarré la muñeca. Gotas de sangre aparecieron entre los dedos.
Impactada, la miré a ella y luego a su espalda. Abrí la boca. Me alejé.
—¿Te rindes? —preguntó Godwin.
Sacudí la cabeza mientras señalaba hacia el estudio vacío.
En el centro del haz de luz lunar, en el foco iluminado bajo la ventana,
una figura oscura se elevaba del suelo.
Un violento silencio la acompañaba. La luz se retorcía y se espesaba.
Columnas de niebla fantasmagórica se agitaban y se sacudían junto a la
puerta. Una oleada de aire helado salió de la habitación, nos bañó y nos
empujó escaleras abajo. Aquella miasma repugnante y aquel dulzor
empalagoso e insoportable se incrementaron hasta ahogar nuestros pulmones.
Kat Godwin hizo un ruido incoherente. Se había dado la vuelta y ahora
permanecía a mi lado con la boca abierta. Los demás habían bajado las armas
y se quedaron igual de paralizados.
La figura se alzó.
—Madre mía —dijo alguien—. Bickerstaff.
No era Bickerstaff. Ahora lo sabía. No era Bickerstaff, sino Wilberforce,
el hombre que había mirado el espejo. Sin embargo, aquella no era toda la
espeluznante verdad de la aparición que vimos.
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Lo que estaba claro es que se trataba de una vaga figura humana, pero
algo había salido mal. Giraba y se retorcía y, desde ciertos ángulos, tenía la
apariencia de un caballero alto que quizá llevara una especie de levita. El
contorno de la cabeza era bastante visible y se inclinaba como si soportara un
gran peso. No lograba ver bien el resto. Tenía los brazos hinchados, y el
pecho y el estómago se ondulaban de forma extraña. Todo permanecía oculto
en las sombras, así que no vi ningún detalle.
La figura se elevó hasta la luz, balanceándose y temblando, como si
respondiera a una música frenética interna. El movimiento era horroroso e
irradiaba pánico a través del aire helado. El bloqueo fantasmal se apoderó de
mis músculos. Sentí que mis entrañas se aflojaban y el estoque se estremecía
en mi mano.
Bamboleándose como un hombre borracho, con la cabeza colgando, el
cuerpo vacilante y retorciéndose con una horrenda gracia fluida, la figura se
elevó, perfilada contra la luna. Pequeñas redes de hielo se extendieron y se
fusionaron con los cristales que había tras la ventana. La cabeza seguía
inclinada. Las torsiones del cuerpo, insignificantes y a la vez frenéticas,
aumentaron, como si quisiera romperse en pedazos. Alzó la cabeza y nos
miró; era un vacío negro que absorbía la luz.
Una voz desesperada gritó en mi mente.
—¡Bickerstaff! ¡No! ¡No me muestres el espejo!
Alguien, creo que Godwin, empezó a chillar.
No la culpaba. La figura se rompía con cada sacudida.
Se movía de un lado a otro como un perro mojado. Conforme lo hacía,
trozos de sustancia se separaban de ella. Era como si trozos de carne se
desprendieran y cayeran al suelo.
Cuando aterrizaban, los bultos se alargaban y se convertían en formas
negras y bajas que saltaban y recorrían la habitación, antes de dar vueltas en
círculo hacia la puerta.
—¡Ratas! —gritó Lockwood—. ¡Volved a la escalera! ¡Salid!
Su voz rompió el bloqueo fantasmal y, uno a uno, recordamos que éramos
agentes. Justo en el momento perfecto, pues las primeras formas negras ya
habían llegado hasta nosotros. Tres figuras brillantes, negras como el carbón y
con los ojos enfurecidos, atravesaron corriendo la puerta. Una se lanzó hacia
George, que la saludó con un increíble movimiento de estoque.
La rata explotó y una lluvia de ectoplasma azul manchó la chaqueta de
Vernon, que gritó. Lockwood lanzó una bomba de sal y prendió otra rata, que
ardió con una llama airada. La tercera utilizó sus patas para subir por la pared.
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En la ventana lejana, rodeada de un halo de fuego azul, la figura infernal
saltó y brincó, como si disfrutase de un baile. Sus costillas brillaban y los
huesos de sus brazos sobresalían del torbellino de carne que se deshacía.
Nuevos trozos y pedazos se desprendieron y las ratas fantasmales se
dispersaron por las paredes y el techo. Más roedores cruzaron la puerta.
—¡Atrás! —volvió a gritar Lockwood.
Caminaba de espaldas lentamente y con cuidado, cortando las formas que
se acercaban con las garras preparadas. George y yo hicimos lo mismo. De los
agentes de Fittes, Shaw y Godwin fueron los que se retiraron de forma más
ordenada. Shaw formó un amplio círculo esparciendo virutas de hierro,
haciendo que las ratas que se acercaban burbujearan, saltaran y giraran.
Godwin tiraba bombas de sal a diestro y siniestro.
¿Kipps? Él ya había huido. Oí sus botas armando un jaleo acobardado en
las escaleras. Pero Bobby Vernon parecía aturdido por el pánico. No atacaba
ni se apartaba, sino que su estoque colgaba sin fuerzas y sus ojos estaban
clavados en la cosa huesuda y danzante.
Esta sintió su debilidad. Los visitantes siempre lo hacen.
Las ratas se dirigieron hasta él desde las paredes y el techo. Una se lanzó
sobre su cabeza. Lockwood corrió, con el abrigo sacudiéndose. Alzó la
espada e, interrumpiendo la caída, partió la rata en dos. El plasma cayó como
una llovizna de líquido fundido.
Vernon gimió y Lockwood le agarró por el cuello de la camisa y le
arrastró hasta las escaleras. Las veloces formas negras corrían por todas
partes. Lancé una bomba de sal, que las alejó con un alarido. El rellano estaba
cubierto de sal y de hierro, y unas ratas en llamas se retorcían y menguaban
en las esquinas.
Alcanzamos los peldaños. Lockwood lanzó a Vernon por delante, saltó
por encima de una rata que se revolvió, chocó con el rodapié y se estrelló
contra el suelo. Yo era la última. Observé la habitación vacía a mi espalda.
Envuelto en una llama ardiente, el espectro junto a la ventana casi estaba
reducido a huesos. Mientras lo miraba, vi cómo caía, se desintegraba por
completo y de él salían decenas de formas fugaces que daban más y más
vueltas a su alrededor.
—Te lo suplico —clamó la voz desesperada y lejana—. ¡No me muestres
el espejo!
Me arrojé sobre la curva de las escaleras, por el pasillo y hacia la puerta
abierta.
—¡El espejo no…!
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Atravesé la puerta principal, crucé el porche y caí sobre la hierba crecida,
húmeda e iluminada por la luna. La noche veraniega me envolvió y, por
primera vez, me di cuenta del frío que había pasado. Shaw y Godwin ya
habían aterrizado en el suelo. Vernon se había desplomado contra uno de los
pilares del porche. George y Kipps habían tirado sus estoques y estaban casi
doblados, jadeando y con las manos apretadas contra las rodillas.
A Lockwood apenas le faltaba el aliento. Alcé la vista hacia la ventana del
piso de arriba donde, iluminada por la luz fantasmagórica azul, la figura
delgada y las ratas que bailaban y danzaban todavía podían verse. Las ratas
saltaban y brincaban mientras subían y bajaban por las paredes y el techo.
Salían y entraban de la figura, dándole la apariencia momentánea de un
caballero Victoriano con una bata de cola oscilante y luego volviéndola a
dejar en los huesos.
La luz se apagó. La casa permaneció a oscuras bajo la luna.
Me di la vuelta y, justo en ese momento, una risa breve y malvada sonó en
mi mente. Una tenue luz verde brilló una sola vez en la parte de atrás de la
mochila de George y luego se apagó.
Lo único que quedaba eran siete agentes agotados y faltos de aire tirados
sobre la tranquila colina.
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V
Una gran noche
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desapareció. Me abalancé sobre el frasco y Lockwood evitó a duras penas que
lo rompiera allí mismo.
—¡Ya os lo he dicho, nos engañó para que fuéramos a la casa! —grité—.
¡Sabía lo que había pasado en esa sala! ¡Sabía que el fantasma de Wilberforce
estaría allí! Por eso soltó lo de los documentos y luego nos llevó al piso de
arriba. Es vengativo y malvado, y somos tontos por escucharle. Tendríais que
haber oído cómo se rio anoche de nosotros y ahora lo ha vuelto a hacer.
—Aun así, tenemos los documentos —dijo Lockwood con voz suave—.
En eso no mentía.
—¿No ves que solo lo hizo para atraparnos? Se aprovecha de nuestras
debilidades. ¡Y se mete en mi cabeza para conseguirlo! A vosotros os da
igual, porque no oís sus horribles susurros.
—Vaya, qué mezquina —dijo la voz de la calavera—. Ya podrías ser
coherente. Lo último que oí era a ti suplicándome que hablara. Y tampoco sé
por qué estás siendo tan desagradecida. Os conseguí los documentos y
también una buena sesión de ejercicio. Un espiritucho patético como el de
Wilberforce nunca os habría dado problemas serios. —Soltó una risa dulce—.
¿Y bien? Estoy esperando a que me des las gracias.
Miré al frasco. La luz del sol bailaba en silencio sobre los laterales del
cristal y no había ni rastro del rostro espectral. Pero una puerta se abrió de
golpe en mi mente y rescató un recuerdo nítido. Era de anoche, cuando
estábamos en la casa. Uno de los ecos del pasado había hablado. «Inténtalo
con Wilberforce. Está ansioso. Él lo hará…», había dicho la voz.
El tono me resultaba familiar. Lo conocía muy bien.
—¡Era él! —Señalé a la calavera—. ¡Era él quien hablaba con Bickerstaff
en el taller! Menos mal que no sabía nada del espejo… ¡Estuvo allí cuando lo
hicieron! Y no solo eso, sino que sugirió que fuera Wilberforce quien mirara.
La calavera me sonrió desde el centro del plasma.
—Impresionante —susurró—. Tienes un don. Sí, y fue una pena que el
pobre Wilberforce no tuviera la fuerza para soportar lo que vio. Pero ahora el
espejo de mi maestro ha regresado. Quizá alguien más lo use y le ilumine.
Transmití sus palabras a los demás. Lockwood se inclinó hacia delante.
—Genial, hoy está hablador. Pregúntale qué hace exactamente el espejo,
Luce.
—No quiero preguntarle nada a esa criatura asquerosa. Además, es
imposible que nos lo diga.
—Espera —replicó el fantasma—. Intenta preguntármelo de buenas
maneras. Un poco de cortesía podría servir.
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Lo miré.
—Por favor, dinos qué hace el espejo.
—¡Piérdete! Hoy no has sido muy educada, así que podéis iros a meter las
cabezas en agua hirviendo.
Sentí cómo desaparecía la presencia. El plasma se nubló y ocultó la
calavera.
Apretando los dientes, lo repetí todo. Lockwood rio.
—Está claro que se ha aprendido unas cuantas frases de tanto escuchar a
escondidas.
—A mí me gustaría que oyera otras cosas… —bramé.
—Ya. Tenemos que distanciarnos de él —dijo Lockwood—. Sobre todo
tú, Lucy. No podemos dejar que nos tome el pelo. —Se acercó al frasco y
cerró la palanca de la tapa de plástico para impedir cualquier conexión con el
fantasma. Luego lo cubrió con un paño—. Poco a poco nos está dando lo que
queremos, pero creo que a todos nos vendría bien algo de privacidad.
Dejemos que esté callado un rato.
Sonó el teléfono y Lockwood fue a cogerlo. Yo también salí de la cocina.
Tenía la cabeza adormecida y los ecos de los susurros fantasmales aún
estaban en mis oídos. Aunque agradecía tener algo de paz sin la calavera,
aquello no me hizo sentir mucho mejor. Solo era un respiro temporal. Pronto
querrían que volviera hablar con el fantasma.
Fui al salón para descansar. Me acerqué a la ventana y observé la calle.
Había un espía.
Se trataba de nuestro viejo amigo, Ned Shaw. Con el rostro gris, sucio y
pálido, parecía un feo buzón de correos colocado en el lado contrario de la
calle que observaba impasible nuestra puerta principal. Resultaba más que
evidente que no había pasado por casa, puesto que llevaba la misma chaqueta
que la noche anterior, medio destrozada por el estoque de Lockwood.
Sujetaba un café para llevar en una mano y tenía un aspecto totalmente
miserable.
Volví a la cocina, donde acababa de entrar Lockwood. George estaba
liado lavando los platos.
—Siguen vigilando la casa —dije.
Lockwood asintió.
—Bien. Eso demuestra lo desesperados que están. Así responde Kipps a
que hayamos descubierto los documentos. Sabe que tenemos algo importante
y le aterra perderse nuestro siguiente paso.
—Ned Shaw lleva ahí toda la mañana. Casi me siento mal por él.
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—Yo no. Todavía me duele el pinchazo. ¿Cómo va tu corte, Lucy?
Una pequeña tirita tapaba la zona donde me había golpeado el estoque de
Kat Godwin.
—Bien.
—Hablando de objetos afilados, el que llamaba era Barnes —nos contó
Lockwood—. El DICM ha analizado el cuchillo que mató a Jack Carver.
¿Recuerdas que te dije que era una daga mogola? Tenía razón, aunque me
equivoqué en el siglo. Al parecer es de principios del siglo XVIII. Toda una
sorpresa.
—¿Y de dónde la robaron? —preguntó George—. ¿De qué museo?
—Aunque suene extraño, ningún museo la ha reclamado. No sabemos de
dónde ha salido. Hay una casi idéntica en el Museo de Londres. La
encontraron en la tumba de un soldado británico en el cementerio de Maida
Vale hace un par de años. Habían destinado al tipo a la India y le enterraron
con todo tipo de objetos raros. Los sacaron de la tumba, el DICM los revisó y
los exhibieron. Pero esa sigue guardada en una vitrina, así que la procedencia
de la otra daga es un misterio.
—Yo sigo pensando que ha salido del Emporio de Antigüedades de
Bloomsbury —dije—. Y de nuestro amigo Winkman.
—Él es el sospechoso más obvio —coincidió Lockwood—. Pero ¿por qué
no recuperaría el dinero? Date prisa con los platos, George. Quiero mirar los
papeles que encontramos.
—Pues podrías echarme una mano —sugirió George—. Así será más
rápido.
—Ah, pero si ya casi has acabado. —Con indiferencia, Lockwood se
apoyó sobre la encimera y contempló el viejo manzano del jardín—. ¿Qué
sabemos? ¿Qué sabemos realmente después de lo de anoche? ¿Hemos
avanzado algo en el caso o no?
—Tenemos tan poco que Barnes apenas nos pagaría —respondí—.
Winkman tiene el espejo de hueso y aún no sabemos para qué sirve.
—Sabemos más de lo que crees —opinó Lockwood—. Así lo veo yo.
Edmund Bickerstaff, y, al parecer, también el tipo del frasco, hizo un espejo
que producía unos efectos espantosos en todo aquel que mirara a través de él.
Se suponía que haría otra cosa —la calavera habló de que aportaba
conocimiento—, pero estaban dispuestos a dejar que los demás asumieran el
riesgo. Wilberforce lo miró y pagó las consecuencias. Por motivos que
desconocemos, quizá porque Bickerstaff entró en pánico y huyó, dejaron el
cuerpo de Wilberforce en la casa y, cuando lo descubrieron, las ratas ya
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habían hecho su trabajo. Pero ¿qué le pasó a Bickerstaff? Nunca volvieron a
verle, pero alguien le enterró a él y al espejo en Kensal Green, dejando
órdenes urgentes de que nadie lo moviese de allí.
—Creo que esa persona fue Mary Dulac —añadió George—. Por eso
estoy deseando que encontremos sus confesiones.
Lockwood hizo un gesto afirmativo.
—Fuera quien fuera, enterró a Bickerstaff. Nosotros abrimos su tumba. El
fantasma salió y por poco ataca a George.
—Y el espejo también estuvo a punto de atraparle —dije—. Lo habría
hecho, si no lo hubiéramos bloqueado tan rápido.
—Eso piensas tú —contestó George. Estaba contemplando el jardín—.
Pero ¿quién sabe? Puede que no me hubiera pasado nada. Puede que hubiera
tenido la fuerza suficiente para aguantar el peligro y ver lo que había dentro
del espejo… —Suspiró—. En fin, ya he terminado. Pásame ese paño.
Lockwood se lo tendió.
—El misterio que nos atañe —empezó— es el siguiente: alguien informó
a Carver y a Neddles sobre el espejo. Carver organizó el asalto, pero Neddles
murió. Carver se lo vendió a alguien por mucho dinero (asumimos que a
Julius Winkman) y luego le asesinaron. No sabemos quién lo hizo. Lo que
pensamos que sabemos es que Winkman tiene el espejo de hueso y ese dato
es esencial para que ganemos a Kipps y a su estúpida pandilla con este caso.
—Dio una palmada—. Eso es todo. ¿Qué os parece el resumen?
—Muy bien. —George y yo estábamos sentados junto a la mesa con aire
expectante—. Creo que ahora deberíamos leer los documentos de Bickerstaff.
—Cierto.
Lockwood se colocó detrás de nosotros y sacó de su chaqueta los papeles
arrugados que se había llevado de la casa encantada la noche anterior. Eran
tres páginas: grandes hojas de pergamino con manchas de décadas de
secretismo, humedad, suciedad y mordiscos de gusano. Cada hoja estaba
cubierta por ambas caras con garabatos manuscritos y entintados, la mayoría
muy juntos, pero separados con algunos dibujos pequeños repartidos.
Con el ceño fruncido, Lockwood inclinó los papeles hacia la ventana.
—Vaya —dijo—. Está en latín. ¿O es griego antiguo?
George entornó los ojos y observó el escrito tras sus gafas.
—Obviamente no es griego. Quizá sea algún dialecto medieval del latín…
Aunque parece un poco raro.
—¿Por qué los documentos misteriosos y las inscripciones siempre tienen
que estar en algún idioma antiguo y muerto? —gruñí—. Tuvimos el mismo
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problema con el guardapelo de Fairfax, ¿os acordáis? Y con la lápida de Saint
Paneras.
—Imagino que no entiendes nada de esto, ¿no, George? —preguntó
Lockwood.
George sacudió la cabeza.
—No. Pero sí sé de alguien que puede que sepa. A Albert Joplin se le dan
bien todo este tipo de cosas históricas. Me habló de una biblia del siglo XVI
que encontró en una de sus excavaciones en un cementerio. Creo que también
estaba en latín. Podría enseñarle los documentos y ver si los traduce. Bajo
juramento de confidencialidad, claro.
Lockwood apretó los labios y tamborileó en la mesa con los dedos,
indeciso.
—En el DICM hay expertos en idiomas, pero se lo contarían todo a
Barnes y Kipps se enteraría por él. Vale, no me gusta mucho, pero no tenemos
otra opción. Puedes ir y ver a Joplin. No, mejor, pídele que venga aquí. No
queremos que Ned Shaw se te eche encima y te robe los papeles en cuanto
pongas un pie en la calle.
—¿Y qué hay de los dibujos? —pregunté—. Para eso no necesitamos a un
experto, ¿no?
Desplegamos los pergaminos sobre la mesa y nos acercamos para analizar
las pequeñas imágenes. Había varias, todas hechas con acuarelas. Ilustraban
distintos momentos dentro de una narración. El arte era bastante tosco, pero
muy detallado. El estilo de las figuras, la ropa que llevaban y las escenas que
representaban dejaban claro que las imágenes eran muy antiguas.
—No son de la época victoriana —apuntó George—. Apuesto a que
originalmente eran de un manuscrito de la Edad Media. Quizá el texto
también lo sea. Bickerstaff lo encontró en alguna parte y lo copió todo. Creo
que esto fue lo que inspiró sus ideas.
La primera ilustración mostraba a un hombre con una túnica larga
encorvado junto a un agujero. Era de noche, ya que había una luna en el cielo
e indicios de árboles en el fondo. Dentro del agujero había un esqueleto. El
hombre parecía inclinarse sobre el hueco y coger un hueso largo y blanco. En
la otra mano tenía un delgado crucifijo para ahuyentar a la tenue figura pálida
que se alzaba a sus espaldas, medio enterrada en el suelo.
—El robo de una tumba —comentó Lockwood—. Y el uso de hierro o
plata para mantener alejados a los fantasmas.
—Es tan tonto como nosotros —dije—. Sería mucho más sencillo hacerlo
durante el día.
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—Quizá tuviera que hacerlo por la noche —replicó George lentamente—.
Sí… Quizá tuviera que ser así. ¿Qué es lo que indica la siguiente imagen?
En la siguiente aparecía otro hombre en túnica —presuntamente la misma
persona—, de pie junto a una horca en una colina. La luna volvía a estar en el
cielo, esta vez cubierto de masas de nubes. Un cadáver en descomposición
colgaba del árbol donde había sido ahorcado. No era más que huesos y
harapos. El hombre parecía estar cortándole uno de los brazos al cuerpo con
un cuchillo largo y curvo. También alzaba el crucifijo, pero esta vez para
mantener a raya a dos espíritus: uno vaporoso que flotaba tras el cuerpo
ahorcado y otro de aspecto siniestro que permanecía tras el vástago de la
horca. Junto al hombre había un saco abierto, en el que se veía el hueso del
primer dibujo.
—Este tipo no está haciendo muchos amigos —murmuró Lockwood—.
Ya ha molestado a dos fantasmas.
—Esa es la cuestión —dijo George con la voz entrecortada—. Está
buscando adrede huesos que tengan conexión con un visitante. Busca
orígenes. ¿Qué hace luego?
Hacía más de lo mismo, aunque esta vez en una especie de habitación de
ladrillo. Los huecos o las estanterías de la pared estaban repletas de pilas de
huesos y calaveras. Con el saco abierto a sus pies, el hombre elegía un cráneo
del estante más cercano mientras blandía sin mucha preocupación el crucifijo
a las tres figuras pálidas que tenía detrás. Las dos primeras eran fantasmas
resentidos, pero había otra nueva.
—Es una catacumba o un osario —explicó Lockwood—. Se usaban para
guardar los huesos cuando los camposantos estaban muy llenos. Estos tres
dibujos muestran los mejores sitios para encontrar un origen. Y el cuarto…
Le dio la vuelta al pergamino y se detuvo.
—Vaya —dije.
La cuarta imagen era distinta a las demás. En ella había un hombre solo en
una cámara de piedra. El sol brillaba sobre los campos que se veían tras una
puerta abierta. Estaba junto a una mesa de madera, en la que trabajaba para
construir algo usando varios trozos de hueso. Parecía estar cosiendo los
huesos de alguna forma y uniéndolos alrededor de un pequeño objeto
redondo.
Un trozo de cristal.
—Es una guía —comenté—. Te explica cómo hacer el espejo de hueso. Y
el idiota de Bickerstaff siguió las instrucciones. ¿Hay una quinta imagen?
Lockwood cogió el último trozo de pergamino y lo giró.
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Sí había otra.
En el centro de la ilustración estaba el espejo de hueso, colocado en
vertical sobre una columna baja o pedestal. La hiedra rodeaba el pedestal, que
también estaba decorado con grandes flores de colores claros. A la izquierda,
el hombre se inclinaba frente al pedestal. Tenía una de las manos ahuecada
sobre los ojos, que observaban el espejo con una expresión de intensidad
impenetrable. Normal que fuera así, ya que en el lado opuesto de la columna
aparecía toda una multitud de personas con túnicas raídas y vestiduras. Todas
estaban tan delgadas como un cadáver. Algunas seguían teniendo rostro y
mechones de pelo cubrían la parte de atrás de sus cabezas, mientras que otras
se habían convertido en esqueletos. Las túnicas dejaban entrever huesos,
piernas y pies escuálidos. En resumen: ninguna tenía pinta de estar muy sana.
Todas estaban frente al espejo de hueso, como si le devolvieran la mirada al
hombre y le estudiaran con el mismo interés que él a ellas.
Contemplamos el pergamino y a la muchedumbre formada por pequeñas
figuras en fila. Un profundo silencio inundó la habitación soleada.
—Sigo sin entenderlo —dije al cabo de un rato—. ¿Para qué sirve el
espejo?
George se aclaró la garganta con un sonido áspero.
—Para mirar a través.
Lockwood le apoyó.
—No es un espejo. Es una ventana. Una ventana al más allá.
—Toc, toc.
No es habitual que algo nos sobresalte a los tres a la vez. Vale, cuando
abrimos la tumba de la señora Barrett superamos un récord personal de saltos,
pero aquello fue por la noche. ¿Durante el día? No. Eso nunca pasa. Sin
embargo, solo bastó con el sonido de unas uñas arañando un cristal y una
sombra acechando a nuestras espaldas en la ventana de la cocina. Nos dimos
la vuelta y vimos una mano huesuda y agarrotada que tocaba el cristal. Atisbé
un cuello y unos hombros flacuchos, así como un flequillo pálido que cubría
una cabeza extraña y deforme. Salté del asiento y la silla de Lockwood se
estrelló contra la nevera. George se sobresaltó tanto que se enredó con las
fregonas que había detrás de la puerta y empezó a atacarlas, presa del pánico.
Durante un segundo, ninguno pudo hablar. El sentido común se interpuso.
No podía ser algo muerto. Era media mañana. Volví a mirar.
El sol brillaba tras la figura, lo que la teñía casi de negro. Entonces
distinguí el espantoso contorno del andrajoso sombrero de paja, la cara sucia
y la mirada maliciosa.
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—Ah —dijo Lockwood—. Es Flo.
George parpadeó.
—¿Flo Bones? ¿Eso es una chica?
—Eso hemos asumido. Nunca se ha demostrado con certeza.
La cara de la ventana se movía de un lado a otro. Parecía estar hablando o,
al menos, su boca se contorsionaba de forma alarmante. Agitaba la mano con
violencia, arañando el cristal.
George parecía absorto e impaciente.
—Dijisteis que era tranquila y refinada.
—Ah, ¿sí? No lo recuerdo. —Lockwood le indicó mediante gestos que
fuera a la parte de atrás de la casa. Cuando la cara se alejó de la ventana, él se
encaminó hacia la puerta de la cocina—. ¡Seguro que es por Winkman!
¡Perfecto! Es justo lo que necesitamos. Voy a dejar que pase. Luce, esconde
los papeles. George, busca azúcar y pon la tetera.
Él estudió las manchas grasientas que había dejado en la ventana.
—¿Creéis que querrá té? Parece más bien el tipo de chica al que le gusta
el alcohol desnaturalizado.
—Mejor café —opiné—. Y un consejo rápido. No hagas comentarios
fáciles sobre ella. Se ofende rápido y probablemente te destriparía.
—La historia de mi vida —respondió George.
Fuera, los pájaros de verano enmudecieron, quizá estupefactos por la
figura que zapateaba sobre los peldaños del jardín. Lockwood salió y, un
momento después, Flo Bones irrumpió en la cocina con sus enormes botas de
agua, acompañada de su saco de cáñamo, el ceño fruncido y el olor a marea
baja. Permaneció en el umbral y nos observó a todos en silencio.
Durante el día, su chaqueta acolchada parecía lacia y casi descolorida, y
era difícil decir dónde acababa su pelo y empezaba el sombrero de paja. Una
mancha enorme de barro grisáceo recorría sus vaqueros y siete tonalidades de
tierra le decoraban el rostro redondo. En otras palabras: todas las horribles
insinuaciones de la noche se habían hecho realidad. Los ojos azules parecían
estar llenos de duda y casi nerviosismo. Se comportaba con menos
fanfarronería que antes, como si la luz del día —y quizá lo que la rodeaba—
la intimidara un poco.
—Bienvenida —dijo Lockwood cerrando la puerta—. Qué bien que hayas
venido.
La saqueadora de reliquias no respondió. Permaneció callada mientras
observaba la cocina y analizaba los muebles, los montones de comida y el
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equipo apilado. De pronto, me pregunté dónde comía y dormía cuando no
estaba trabajando en la orilla del río… Me aclaré la garganta.
—Hola, Flo —la saludé—. Te prepararemos una taza de café.
—Sí, me vendría bien un café… No estoy acostumbrada a estar despierta
a estas horas. —Su voz sonaba más callada y pensativa de lo que recordaba
—. Menuda casa tienes, Locky. Una buena choza. Hasta veo que tienes un
escolta personal ahí fuera.
—Ah, ¿Ned Shaw? —preguntó Lockwood—. ¿Le has conocido?
—Le he visto, pero él a mí no. Estaba echando una cabezadita detrás de
un periódico. Aun así, fui por detrás y llegué al jardín, para no levantar
sospechas. No quiero que vayan diciendo por ahí que socializo con gente
como vosotros.
Sonrió, mostrando unos dientes sorprendentemente blancos.
—Eso está genial —contestó Lockwood—. Bien hecho.
George estaba preparando el café y carraspeó con fuerza.
Lockwood frunció el ceño.
—Ah, perdona. Tengo que presentaros. Flo, este es George. George, esta
es Flo. Y bien, Flo, ¿qué nos has traído? ¿Te has enterado de algo sobre Julius
Winkman?
—Pues sí —respondió Flo—. Dicen que va a celebrar una subasta mañana
por la noche. —Hizo una pausa para que asimiláramos de verdad la
información—. Eso es rápido hasta para Winkman. Solo tiene esa cosa desde
hace un par de días y ya ha organizado algo. Claro que quizá es porque es
muy valiosa o puede que intente deshacerse de ella lo antes posible. ¿Por qué?
Porque es repugnante. No sabéis lo que se rumorea…
—¿Alguno de esos rumores dice que Winkman mató a Jack Carver? —
pregunté.
—He oído hablar de ese pequeño incidente —contestó Flo—. Por lo que
entendí, murió justo aquí, en tu casa. ¿Qué te pasa, Locky? Vas a conseguir
una reputación. No, no dicen que fuera Winkman, aunque estoy segura de que
podría haberlo hecho. Lo que sí dicen es que cualquiera que tenga algo que
ver con el espejo tiene mala suerte. Uno de los hombres de Winkman se miró
en él. No había nadie para detenerle. Y la palmó. Sí, tomaré un poco de
azúcar, gracias.
George le había tendido una taza de café y un plato en una bandeja
pequeña.
—Dale una cuchara sopera —le sugerí—. Será más rápido.
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Sus ojos azules se posaron en mí, pero Flo no dijo nada mientras se
ocupaba de su bebida.
—Pues lo de la subasta —continuó—. Hay un sitio cerca de Blackfriars,
en la orilla norte del Támesis. Allí solían trabajar empresas de transporte, así
que casi todos los edificios son almacenes viejos. Ahora muchos están vacíos
y nadie va allí por la noche, excepto los nómadas, como yo. Winkman usará
uno de esos mañana. El viejo almacén de la pescadería Rostock, justo en la
ribera. Va, instala a sus hombres, completa la venta y se pira. Todo eso en una
hora o dos. Pasa muy rápido.
Lockwood la miraba fijamente.
—¿A qué hora es la subasta?
—A medianoche. Es solo para clientes exclusivos.
—¿Habrá seguridad?
—Claro. Pondrá a unos gorilas a vigilar.
—¿Y tú conoces el sitio, Flo?
—Sí, lo conozco. A veces me peino allí.
—¿A qué altura estará el río mañana a medianoche?
—Profundo. Algo más que cuando hay marea alta. —Resoplé y ella me
miró con la frente arrugada—. ¿Y a ti qué mosca te ha picado?
—Que acabo de acordarme de algo —respondí—. ¡Mañana por la noche!
Es diecinueve. ¡Sábado diecinueve de junio! ¡Es la gran fiesta de Fittes! Se
me había olvidado por completo.
—A mí también —dijo Lockwood—. Bueno, no veo por qué no podemos
hacer ambas cosas. Sí… ¿Por qué no? Haremos que sea una noche
inolvidable. —Se acercó a la mesa y le dio la vuelta a una silla—. George, la
tetera; Lucy, las galletas. Flo, ¿por qué no te sientas?
Nadie se movió. Todos le mirábamos.
—¿A qué te refieres con «ambas cosas»? —preguntó George.
—En realidad es muy sencillo. —Lockwood sonreía. El brillo de su
sonrisa llenaba la habitación—. Mañana por la noche disfrutaremos de la
fiesta. Luego iremos a robar el espejo.
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S i hay algo más estresante que unas ratas fantasmas hambrientas que te
atacan es enterarte de que vas a ir a una fiesta elegante y no tienes nada
que ponerte. Según Lockwood, que estaba suscrito a una revista llamada
La sociedad londinense, la etiqueta en este tipo de ocasiones era esmoquin
para los hombres y vestido de cóctel para las mujeres. Los agentes también
tenían permitido ir con los uniformes de su agencia y sus estoques, pero como
nosotros no teníamos, aquello no ayudaba mucho. Era cierto que había varias
prendas en mi armario que podrían considerarse «vestidos» si fuera necesario,
pero estaba claro que no eran de «cóctel». En la mañana de la gran fiesta de
aniversario de Fittes, esto hizo que entrara en pánico. Tras un frenético viaje a
los grandes almacenes de la calle Regent, a media mañana había vuelto, sin
aliento y cargada con bolsas y cajas de zapatos. Me encontré con Lockwood
en la entrada.
—No sé si me servirá algo de esto —dije—, pero no me queda otra. ¿Qué
os vais a poner George y tú?
—Yo tengo algo por ahí. George no sabría reconocer un traje ni aunque la
ropa caminara y le diera un tortazo en la cabeza. Pero no se ha preocupado
por eso. Su amigo Joplin lleva aquí dos horas. Están mirando el manuscrito.
Ahora que lo mencionaba, oía el murmullo de unas voces en el salón,
interrumpiéndose mutuamente a gran velocidad.
—¿Puede traducirlo?
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—No lo sé. Dice que es muy arcano. Pero está sumamente emocionado.
Él y George se han puesto a ulular como un par de búhos. Ven a verlo. De
todas formas, quiero que se vaya. Tenemos que prepararnos para esta noche y
necesito salir a ver a Flo.
Habían pasado tres días desde que vimos a Albert Joplin y, sinceramente,
casi me había olvidado de su existencia. El pequeño archivista del cementerio
era ese tipo de hombre. La última vez que le miré, poco después del robo en
Kensal Green, parecía una figura angustiada y enfadada que criticaba en voz
alta la falta de seguridad de la excavación. Su estado de ánimo había
mejorado claramente. Cuando entramos, George y él estaban sentados junto a
la mesita, el uno frente al otro, charlando y riendo a carcajadas mientras
observaban los documentos de Bickerstaff que habían colocado delante de
ellos. Joplin tenía el mismo aspecto encorvado y erudito de siempre, y una
ligera capa de caspa seguía helándole los hombros. Pero hoy le brillaban el
rostro y los ojos. Si hubiera tenido la suerte de tener barbilla, sin duda se le
saldría de la emoción. Estaba garabateando con rapidez en un cuaderno
cuando entramos.
—Ah, hola, señor Lockwood —saludó—. Acabo de terminar de
transcribir el texto. Muchas gracias por enseñármelo. Es todo un hallazgo.
—¿Ha avanzado con la traducción? —preguntó Lockwood.
Joplin se pasó una mano por la mata de pelo enmarañado y una pequeña
nube gris de partículas flotó en el aire.
—Todavía no, pero haré todo lo que pueda. Parece algún tipo de dialecto
del italiano medieval… Es bastante ilegible. Me pondré a ello y le avisaré. El
señor Cubbins y yo ya hemos tenido un debate excelente sobre el documento.
Este hombre es de los míos. Tiene una mente inteligentísima y curiosa.
George parecía un gato al que no solo le habían dado un tentempié, sino
que también había conseguido que le acariciaran por ello.
—El señor Joplin piensa que el espejo podría ser único e importante —
dijo.
—Sí, Edmund Bickerstaff fue un hombre adelantado a su tiempo —
comentó Joplin, levantándose—. Algo loco, por supuesto, pero un pionero. —
Reunió un revoltijo de papeles y los metió en su cartera—. Creo que es una
tragedia que hayan robado el espejo. También será trágico que, si se
encuentra, se lo entreguen inmediatamente a los científicos del DICM. No
comparten nada con quienes trabajamos fuera… Hablando de estos
problemas, le he dicho al señor Cubbins que no he podido encontrar el otro
volumen que querían, Las confesiones de Mary Dulac. No se me ocurre en
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qué otra biblioteca podría estar, además de, quizá, en la Biblioteca Oscura de
Marissa Fittes, que está fuera de nuestro alcance.
—Ah, bueno —contestó Lockwood—. No se preocupe.
—Les deseo suerte en sus investigaciones —comentó Joplin. Nos sonrió,
se quitó las gruesas gafas redondas y las limpió con aire pensativo en una
esquina de la chaqueta—. Si tuvieran éxito, me preguntaba si quizá me
permitieran echarle un vistazo rápido a… No, ya veo que he dicho demasiado.
Perdonen mi insolencia.
Lockwood habló con una frialdad estudiada.
—No puedo hacer comentarios sobre nuestro trabajo y confío plenamente
en que George tampoco lo hará. Estoy deseando oír qué saca del escrito
cuando llegue el momento, señor Joplin. Gracias por su tiempo.
Inclinándose y sonriendo, el pequeño archivista se marchó. Lockwood
esperaba a George, que le había acompañado a la salida.
—Hoy Kipps ha colocado a Kat Godwin delante de nuestra casa —
anunció George—. Le dije a Joplin que no hablara con ella si le pregunta
algo.
—He visto que os lleváis muy bien —comentó Lockwood.
—Sí, Albert habla con buen juicio. Especialmente sobre el DICM.
Cuando consiguen algo, ya no se vuelve a ver. Y este espejo podría ser algo
especial. En serio, la idea de que pueda tratarse de una especie de ventana es
extraordinaria. Sabemos que los orígenes normales actúan como un agujero o
pasadizo que los fantasmas atraviesan. Esta cosa es un origen múltiple, hecha
de muchos huesos encantados, así que el agujero sería lo suficientemente
grande para asomarse… —Nos miró de reojo—. ¿Sabéis qué? Si
conseguimos el espejo esta noche, no habría nada de malo en comprobarlo
nosotros mismos antes de entregarlo. Podría traerlo aquí e intentar…
—¡No seas idiota, George! —El grito de Lockwood nos sobresaltó a los
dos—. ¿Nada de malo? ¡Ese espejo mata a la gente!
—A mí no me mató —protestó George—. Sí, sí, ya sé que solo lo vi
durante un segundo. Pero quizá haya una forma de mirarlo sin que suponga
un peligro.
—¿Eso es lo que te ha dicho Joplin? ¡Qué tontería! Es un rarito y tú no
eres mucho mejor si te estás planteando jugar con una cosa como esa. No.
Conseguimos el espejo y se lo damos a Barnes. Y ya está. ¿Entendido?
George puso los ojos en blanco.
—Sí.
—Otra cosa. ¿Qué le has dicho sobre lo que haremos esta noche?
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—Nada. —El rostro de George era tan inexpresivo como siempre, aunque
dos pequeñas manchas de color aparecieron en sus mejillas—. No le he
contado nada.
Lockwood le miró fijamente.
—Espero que no… Bueno, olvídalo. No estamos listos y hay mucho que
hacer.
Sí que lo había. Las siguientes horas fueron un caos de actividad en las
que nos preparamos para dos expediciones distintas que se solapaban.
Llenamos nuestras bolsas de lona con un inusual y alto número de destellos
de magnesio y sacamos las botas de trabajo y el atuendo habitual. Lockwood
y George, intentando evitar los ojos vigilantes de Kat Godwin en Portland
Row, lo sacaron todo por la puerta de atrás y pasaron varias horas fuera.
Mientras, yo le saqué brillo a nuestros mejores estoques y después pasé una
eternidad probándome zapatos y vestidos delante del espejo del vestíbulo.
Ninguno me gustaba demasiado, pero opté por uno azul oscuro hasta la rodilla
con escote redondo. Me hacía los brazos gordos y los pies parecían demasiado
grandes. Tampoco me convencía cómo se me ceñía en el estómago. Por lo
demás era perfecto. También tenía un cinturón de tela en el que podría
enganchar el estoque.
No era la única que tenía dudas sobre mi vestido. Alguien había retirado
el trapo del frasco sellado y la cara había vuelto a materializarse. Hacía
expresiones extravagantes de horror y asco cada vez que pasaba a su lado.
Los otros llegaron tarde, cuando casi era de noche. Comimos y ellos se
cambiaron. Para mi sorpresa, George sacó como por arte de magia un traje de
las entrañas de su dormitorio. Le quedaba algo suelto bajo los brazos y el
culo, y parecía que antes había sido de un orangután. Era más o menos
aceptable. Lockwood salió de su habitación con el esmoquin y la corbata
negra más elegantes y sofisticados que había visto nunca. Llevaba el pelo
peinado hacia atrás y el estoque brillante estaba colgado de una cadena de
plata en un costado.
—Lucy, estás encantadora —dijo—. George, tú tendrás que conformarte
con eso. Ah, tengo algo para ti, Luce. Puede quedar bien con ese excelente
vestido.
Me agarró la mano y colocó sobre ella un collar con preciosos eslabones
de plata y un pequeño colgante de diamante. Era realmente precioso.
—¿Qué? —lo miré—. ¿De dónde lo has sacado?
—Ya lo tenía. Te sugiero que cierres la boca cuando lo lleves. Así será
más elegante. Vale, he oído el claxon del taxi. Tenemos que irnos.
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La Casa Fittes, sede de la respetada agencia Fittes, se encuentra en la calle
Strand, justo frente a Trafalgar Square. Llegamos poco después de las ocho en
punto. Habían cortado el tráfico habitual en ciertas partes de la calle por la
fiesta. La multitud se congregaba cerca de la estación de Charing Cross para
ver a los invitados.
En la entrada de mármol, unos braseros encendidos decoraban ambos
laterales de las puertas. Unos carteles iluminados de dos pisos colgaban de las
paredes. Cada uno mostraba la cría de unicornio, que sostenía la radiante
Linterna de la Verdad. Debajo, en letras plateadas, habían escrito una frase
sencilla e imponente: «50 AÑOS».
Una alfombra morada de hojas de lavanda cubría la acera que separaba las
puertas de la carretera. Habían acordonado la zona para alejar a los insistentes
grupos de fotógrafos y cazadores de autógrafos, además de las cámaras de
televisión y sus largos cables en forma de gusanos. Una cola de limusinas
esperaba en el centro de la calle, listas para dejar a sus pasajeros.
Nuestro taxi avanzó, seguido por pequeñas nubes de humo. Lockwood
maldijo entre dientes.
—Sabía que teníamos que haber venido en metro. Bueno, tampoco es que
podamos hacer nada. ¿Seguro que llevas la camisa por dentro, George?
—Deja de preocuparte. Hasta me he lavado los dientes.
—Pues sí que te has esforzado. Vale, allá vamos. Todos con nuestros
mejores modales.
Fuera del vehículo encontramos lo siguiente: una oleada de flashes y
obturadores accionándose (que cesaron de inmediato, puesto que nadie sabía
quiénes éramos), un par de manos estiradas que tendían un libro de
autógrafos, el suave y aromático crujido de la lavanda bajo mis zapatos, el
brillo de las grúas iluminadas, el calor del brasero y, por último, los peldaños
del frío pórtico, donde un portero ataviado en un traje gris recogió nuestras
entradas y nos acompañó en silencio al interior.
Había pasado algo más de un año desde la última vez que estuve en el
vestíbulo de la Casa Fittes. Un año desde que no pasé la entrevista. Recordaba
bien el revestimiento de madera débilmente iluminado, la tenue luz dorada,
los sofás bajos y oscuros y las mesas con pilas de folletos de la agencia.
También recordaba el inconfundible aroma a exclusividad y a abrillantador de
lavanda. Aquella vez ni siquiera me adentré más allá de la recepción. Acabé
ignorada y triste, desplomada bajo un busto de hierro de Marissa Fittes en el
extremo de la sala. El busto seguía allí, en el mismo hueco. Con el rostro
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severo de una profesora, vigilaba a los chicos de Fittes que nos adelantaban
junto al mostrador, sobre un suelo de mármol que hacía eco y bajo pinturas al
óleo oscuras por el paso del tiempo.
Había más puertas dobles, cada una decorada con la cría de unicornio. Los
lacayos de chaquetas plateadas, idénticos incluso en los hoyuelos de las
mejillas, nos saludaron con energía. Estaba claro que nuestra llegada había
hecho que sus vidas valieran la pena. Con gestos simétricos, abrieron las
puertas y un estallido de sonido y esplendor refinado nos envolvió.
Era una sala grande y amplia, iluminada por candelabros brillantes. El
techo alto, decorado con espirales de yeso estucadas, tenía tablas en las que
habían pintado algunos de los logros psíquicos más famosos de la agencia
Fittes: Marissa Fittes enfrentándose a un guardián de humo en las termas de la
calle Bond; Fittes y Tom Rotwell sacando la calavera de entre los ladrillos del
terror de Highgate justo cuando el reloj de la pared daba las doce; la trágica
muerte de la pobre Grace Peel, la primera mártir de la agencia… Momentos
legendarios y heroicos que recordábamos del colegio. Aquella era la casa
donde todo había empezado, donde la percepción psíquica se había convertido
en una forma de arte y donde la mayor agente de la historia había manuscrito
el Manual de Fittes, que sentaba las bases de nuestra formación.
Respiré hondo, relajé los hombros y di un paso hacia delante, intentando
no tropezar con mis ridículos tacones. Nos ofrecieron bebidas en una bandeja
de plata y, más con ansia que con clase, tomé un zumo de naranja y miré a mi
alrededor. Aunque era temprano, la estancia ya estaba llena. No necesitaba
visión psíquica para darme cuenta de que allí estaban las personas más
relevantes de Londres. Hombres con el pelo y los rostros brillantes, vestidos
con esmóquines tan negros y lustrosos como la piel de una pantera, charlaban
con mujeres seguras, de ojos resplandecientes, maquilladas y enjoyadas. Leí
en algún sitio que, desde que había empezado el Problema, la moda femenina
se había vuelto más colorida y reveladora, algo que era más que evidente allí.
Varias de las telas te habrían cegado si te acercabas demasiado para mirarlas.
Lo mismo podría decirse de los escotes pronunciados. Me fijé en que George
se frotaba las gafas incluso con más frecuencia de lo normal.
Pese a las apariencias y el glamur, ver a la multitud me produjo cierta
confusión y al principio no supe decir por qué. Tardé un rato en darme cuenta
de que nunca había visto a tanta gente mayor fuera de sus casas por la noche.
Unos jóvenes camareros se movían discretamente entre la muchedumbre y
ofrecían canapés de naturaleza incierta. También había unos cuantos agentes
jóvenes, la mayoría de Fittes y otros de Rotwell, reconocibles por sus
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chaquetas de color vino tinto y su aire arrogante. El resto eran adultos. Era,
sin duda, una ocasión especial.
Repartidas por la habitación había unas delgadas columnas de cristal de
plata que llegaban al techo. Cada una, iluminada por lámparas internas,
brillaba con un espeluznante color diferente. Eran las famosas columnas de
las reliquias, que los turistas pagaban para ver. Ahora, el contenido quedaba
oculto tras la multitud. En una tarima en la parte más alejada de la estancia,
un cuarteto de cuerda tocaba algo alegre, vivaz y enriquecedor. La música
melancólica estaba prohibida después del toque de queda, por si atraía a los
pensamientos negativos. El parloteo de la gente era claramente optimista y las
risas inundaban el aire. Cruzamos un mar de máscaras sonrientes.
Lockwood le dio un sorbo a su bebida. Parecía relajado y perfectamente
tranquilo. George (pese a sus esfuerzos) conservaba un aspecto algo arrugado,
como si acabaran de pisarle. Yo estaba segura de que tenía la cara roja y el
pelo despeinado. Sin duda, iba menos impoluta que las mujeres
resplandecientes que me rodeaban.
—Pues aquí estamos —comentó Lockwood—. En el centro de todo.
—Me siento tan fuera de lugar.
—Estás preciosa, Luce. Parece que hayas nacido para esto. No te eches
hacia atrás así. Acabas de pincharle el culo a esa señora con el estoque.
—Ay, no. ¿De verdad?
—Y no te gires tan rápido. Por poco abres en canal a ese camarero.
George asintió.
—Básicamente, no te muevas. Ese es mi consejo. —Cogió un canapé de
un chico que pasaba y lo inspeccionó, dubitativo—. Y ahora que estamos
aquí, ¿qué hacemos? ¿Alguien sabe qué diantres es esto? Yo digo que
champiñones con ectoplasma. Está espumoso.
—Es la oportunidad ideal para quitarnos de la cabeza la misión a la que
nos enfrentaremos después —dijo Lockwood—. Hemos quedado con Flo a
las once y cuarenta y cinco, así que tenemos mucho tiempo para relajarnos y
relacionarnos. Aquí habrá gente del Gobierno, de la industria y de muchos
grupos y empresas importantes. Son quienes nos encargarán casos en el
futuro, si hoy jugamos bien nuestras cartas. Deberíamos dar una vuelta y
hablar con alguien.
—Vale… —respondí—. ¿Por dónde empezamos?
Lockwood infló las mejillas y resopló.
—No lo tengo claro…
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Estábamos en un lateral de la sala, observando las espaldas de los
invitados, la ostentación, las joyas y los cuellos morenos y esbeltos que
bailaban a nuestro alrededor. El sonido de sus risas era un muro que no
podíamos atravesar. Nos terminamos las bebidas.
—¿A quién reconoces, Lockwood? —pregunté—. Tú lees las revistas.
—Pues… Ese hombre alto de pelo canoso, barba y dientes grandes es
Steve Rotwell, el presidente de la agencia Rotwell, claro. Y creo que ese es
Josiah Delawny, el magnate de la lavanda. Está allí. El que tiene la cara roja y
patillas. No pienso ir a hablar con él. Se le conoce por haberle dado latigazos
a dos agentes de Grimble cuando rompieron una reliquia familiar en un caso
en una de sus mansiones. Creo que la mujer que está hablando con él es la
nueva jefa de Suministros Herreros Fairfax, Angeline Crawford. Es la sobrina
de Fairfax. Otra con la que no deberíamos charlar, sabiendo que matamos a su
tío.
—Pero ella no lo sabe, ¿no?
—No, aunque hay algo llamado «tener educación».
—Veo a Barnes —dijo George. En efecto, no muy lejos se encontraba el
inspector, acercando una copa de champán a su bigote con aire triste. Como
nosotros, estaba solo, apartado de la multitud—. ¡Y a Kipps! ¿Cómo ha
entrado? Esta fiesta no es tan exclusiva como nos han hecho creer.
Un grupo de agentes de Fittes, entre los que se encontraba Kipps, pasó a
hurtadillas. Kipps nos señaló e hizo un comentario. Los otros soltaron
carcajadas dignas de una manada de burros y se marcharon. Enfadada, alcé la
vista al candelabro del techo.
—No me creo que hayas trabajado aquí, George.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Pues sí. Se ve que encajo perfectamente.
—En vez de una agencia, parece una casa señorial.
—Las salas de reuniones son las más lujosas, igual que la Biblioteca
Oscura. Los demás despachos no son tan pijos. Por desgracia, Kipps es muy
típico.
Lockwood dejó escapar una exclamación. Cuando le miré, le brillaban los
ojos.
—Pensándolo bien, mejor olvidamos mi última sugerencia —dijo—.
Pasemos de socializar. ¿A quién le gusta eso? ¡Qué aburrimiento! George, la
biblioteca esa. ¿Dónde está?
—Un par de salas más allá. No estará abierta. Solo tienen acceso a ella los
agentes importantes.
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—¿Crees que podríamos colarnos?
—¿Por qué?
—Acabo de acordarme de algo que mencionó Joplin sobre esas
«confesiones» que estás buscando. Dijo que la Biblioteca Oscura era el único
sitio donde podría haber una copia. Me preguntaba si, ya que estamos aquí…
En ese momento, la multitud se separó y Lockwood dejó de hablar. Una
mujer muy alta y hermosa caminaba hacia nosotros. Vestía un entallado
vestido gris plateado que brillaba sutilmente cuando se movía. Llevaba unos
brazaletes de plata en las delgadas muñecas y una gargantilla del mismo
material alrededor del cuello. Su pelo era largo, negro y brillante, y le caía
sobre el cuello en alegres rizos. Tenía unos pómulos bonitos y atractivos,
aunque algo pronunciados, y una boca imponente con los labios carnosos. Mi
primera impresión fue que era una persona apenas mayor que yo, pero sus
ojos oscuros y serenos tenían el brillo del poder arraigado.
El hombre musculoso con el pelo gris rapado y la piel pálida que la
acompañaba anunció su llegada:
—La señora Penelope Fittes.
Sabía quién era. Todos lo sabíamos. Aun así, me sorprendió. A diferencia
de su principal rival, Steve Rotwell, la presidenta de Fittes evitaba la
publicidad. Siempre la había imaginado como una empresaria corpulenta de
mediana edad y con la cara tan afilada como la de su famosa abuela. No así.
Su presencia me recordó de inmediato lo incómoda que me sentía con mi
vestido improvisado y mis tacones. Pude ver cómo los demás se erguían
instintivamente, tratando de parecer más altos y seguros. Incluso Lockwood
se había ruborizado. No miré a George, pero casi seguro que tenía la cara
como un tomate.
—Anthony Lockwood, señora —se presentó inclinando la cabeza—. Y
estos son mis socios…
—Lucy Carlyle y George Cubbins —terminó la mujer—. Sí. Me alegra
mucho conocerlos. —Su voz era más grave de lo que esperaba—. Me
impresionó cómo se encargaron de las apariciones de Combe Carey y les
agradezco que recuperaran el cuerpo de mi amigo. Si alguna vez puedo
ayudarlos, no duden en hacérmelo saber.
Sus ojos oscuros se posaron en cada uno de nosotros. Le respondí con una
sonrisa y George emitió una especie de chillido.
—Qué honor que nos haya invitado esta noche —dijo Lockwood—. Es
una sala extraordinaria.
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—Sí, alberga muchos tesoros de la colección de Fittes. Orígenes muy
poderosos, aunque todos inofensivos, claro, puesto que nuestras columnas
están hechas de cristal de plata de Sunrise y el frontón y los cimientos son de
hierro. Vengan, se los enseñaré.
Se abrió paso entre el gentío, que se apartó para nosotros. En la columna
de cristal más cercana, iluminada por una tenue luz verde, un maltratado
esqueleto colgaba de una estructura metálica.
—Quizá este sea el objeto más famoso de todos —explicó Penelope Fittes
—. Los restos del difunto Hugh Hennratty, el bandolero cuyo fantasma se
conoce como el ánima de Mud Lane. Mi abuela y Tom Rotwell hallaron el
cuerpo la medianoche de la víspera del solsticio de verano de 1962. Rotwell
lo desenterró mientras Marissa contenía al fantasma moviendo frenéticamente
su espada de hierro. —Nuestra anfitriona soltó una risita ronca—. Siempre he
dicho que le vino bien ser tan buena tenista. ¿Cómo si no habría tenido ese
aguante o esa puntería? En aquella época, la investigación psíquica estaba en
sus primeros comienzos. No sabían lo que hacían.
El esqueleto estaba manchado de marrón, el cráneo tenía pocos dientes y
le faltaba la mandíbula inferior. Medio fémur pendía bajo la pelvis, pero no
había ni rastro de las piernas ni de los pies.
—Hugh Hennratty parece estar en baja forma —comenté.
Penelope Fittes asintió.
—Dicen que unos perros salvajes desenterraron el cuerpo y se comieron
las piernas. Quizá eso explique la rabia del fantasma.
—¿Les apetece un pinchito de pollo?
Un joven camarero apareció a nuestro lado con aperitivos sobre una
bandeja dorada. George cogió uno y Lockwood y yo lo rechazamos
amablemente.
—Tendrán que perdonarme —dijo Penelope Fittes—. La circulación es la
perdición de una anfitriona. Nunca puedes pasar demasiado tiempo con una
persona, por muy fascinante que sea…
Le dedicó una brillante sonrisa a Lockwood, nos hizo un gesto distraído
con la cabeza a George y a mí y se alejó. La multitud se abrió para recibirla a
ella y al hombre pálido para luego volver a cerrarse con rapidez y dejarnos
apartados.
—Bueno. Es mucho más agradable de lo que esperaba —opinó
Lockwood.
—No está mal —comenté.
George, que mordisqueaba su pinchito de pollo, se encogió de hombros.
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—No era tan amable cuando yo trabajaba aquí. Los agentes normales
nunca la ven porque no baja de sus apartamentos. Aunque ese hombre canoso,
su asistente personal, sí solía involucrarse. —Le brillaban los ojos tras las
gafas por el rencor—. Fue él quien me echó.
Miré hacia la gente, pero Penelope Fittes y su acompañante habían
desaparecido.
—No parecía recordarte.
—Ya, no pasa nada. Seguramente se haya olvidado de mí. —George
metió el palo en la maceta de un helecho que había cerca y se subió los
pantalones caídos. Una repentina llamarada de indignación ardía en sus ojos
—. Acababas de mencionar la Biblioteca Oscura, Lockwood. ¿Sabes qué? No
sé por qué no deberíamos dar un paseo y ver si podemos echar un vistazo.
Nos guio lentamente por los bordes de la sala. Más allá de las ventanas, el
atardecer veraniego estaba oscureciéndose. Los focos de colores proyectaban
extraños efectos de luces y sombras sobre la multitud en movimiento. Unas
peculiares luces brillaban en el interior de las columnas malvas, azules y
verdes espectrales. En algunas, los fantasmas podían verse tras el cristal,
mirando con sus ojos ciegos y sin cesar de dar vueltas.
—¿Estamos seguros de esto? —pregunté.
Estábamos escondidos en las sombras, cerca de una puerta, observando a
la multitud y esperando el momento para salir.
No muy lejos, Penelope Fittes mantenía una animada conversación con un
hombre joven y guapo que tenía un cuidado bigote rubio. Una mujer con un
increíble cardado se rio de la broma de alguien. En el escenario, un grupo de
jazz empezó a tocar una melodía de bluegrass sostenida pero quejumbrosa.
Una constante corriente de camareros entraba por las puertas laterales, con
platos cada vez más maravillosos.
—Nadie nos presta atención —respondió George—. Ahora…
Le seguimos, cruzamos la puerta y llegamos a un vestíbulo de mármol
donde reinaba el eco. Dentro encontramos las puertas de seis ascensores,
cinco de color bronce y una plateada. Las paredes estaban decoradas con
pinturas al óleo de agentes jóvenes —chicos, chicas, unos sonrientes y otros
tristes y serios—, todos retratados a la perfección con sus chaquetas gris
plateadas. Bajo cada cuadro había un pedestal con una bandeja con estoques y
coronas de flores.
—La Sala de los Héroes Caídos —murmuró George—. Nunca he querido
acabar aquí. ¿Veis ese ascensor de plata? Lleva directamente a los aposentos
de Penelope Fittes.
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George nos condujo a través de varios pasadizos interconectados, cada
vez más estrechos y oscuros. Nos deteníamos de vez en cuando para escuchar.
El sonido de la fiesta era cada vez más débil. Lockwood aún tenía la copa en
la mano. Con el traje de gala, se movía tan grácilmente como siempre. Yo
trotaba a su lado con mis estúpidos vestido y zapatos.
Al fin, George frenó junto a una puerta de madera que parecía pesada.
—Hemos ido por el camino largo porque no quería que nos cruzáramos
con nadie —dijo—. Esta es la puerta de servicio de la Biblioteca Oscura.
Puede que esté abierta. La puerta principal casi seguro que está cerrada con
llave a estas horas. Esconde la colección personal de libros sobre visitantes de
Marissa Fittes, unos ejemplares muy raros. ¿Sois conscientes de que está
totalmente prohibido que entremos? Si nos pillan, nos detendrán y podemos
despedirnos de nuestra agencia.
Lockwood dio un sorbo a su bebida.
—¿Qué probabilidad hay de que entre alguien?
—Cuando trabajaba aquí, lo único que se me permitió fue echar un
vistazo a través de la puerta. Solo vienen los altos cargos y estarán en la
fiesta. No es un mal momento. Pero no deberíamos quedarnos mucho rato.
—Me vale —respondió Lockwood—. Echamos un vistazo rápido y nos
vamos. Siempre digo que robar es más divertido que socializar. Además,
seguro que la puerta está cerrada.
Pero no lo estaba y, un segundo después, ya habíamos entrado.
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estaba nervioso, se mordía el labio y observaba los balcones en busca de
alguna señal de movimiento.
—Primero necesitamos encontrar el índice de la colección —indicó—.
Seguramente esté sobre una de las mesas de lectura. Ayudadme, venga. No
podemos quedarnos mucho rato.
Le seguimos rápidamente hacia el centro iluminado de la sala. Un silencio
vigilante nos envolvía. Oí un murmullo más allá de las puertas dobles: ecos
de la fiesta, en otra sala del mismo piso.
Sobre la mesa más cercana había un gran libro de cuero. George lo cogió
con un grito de entusiasmo.
¡Este es el índice! Ahora hay que comprobar si Las confesiones de Mary
Dulac están aquí.
Mientras pasaba las páginas, observé las vitrinas más cercanas. Lockwood
hacía lo mismo.
—Más reliquias —murmuró—. La colección es infinita. Madre mía, estas
son las agujas de coser del caso del agujero de Chatham.
Curioseé la etiqueta entintada en un lateral de mi vitrina.
—Por lo que parece, yo he encontrado unos pulmones encurtidos.
George siseó entre dientes.
—¿Podéis parar de perder el tiempo? Este no es el lugar… —Se detuvo de
pronto—. ¡Sí! Sí. ¡No me lo puedo creer! Tienen las confesiones. Lo
registraron como el libro C/452. Está en alguna parte de esta habitación.
Con decisión, Lockwood vació su copa.
—Muy bien. ¿Qué buscamos?
—Fijaos en los libros. Todos tendrían que tener unos números escritos en
el lomo.
Me apresuré hacia los estantes e inspeccioné los volúmenes. En efecto,
cada libro tenía unos números estampados sobre el cuero con láminas de oro.
—Aquí están las aes —dije.
Lockwood corrió hacia la escalera más cercana y subió los peldaños de
dos en dos. Sus zapatos tocaban suavemente el balcón metálico.
—B/53, B/54… Solo hay bes. Miraré más lejos.
—¿Puedes repetir el número? —pedí.
—¡Shh! —George se había puesto rígido de repente—. ¡Escuchad!
Voces detrás de las puertas dobles y el traqueteo de una llave en la
cerradura.
Me moví. No vi lo que hacían los otros. Me lancé hacia la vitrina que
tenía al lado, colocada entre los estantes y la zona iluminada de la estancia.
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En cuanto la puerta se abrió, me agaché detrás del mueble y me encogí con
los tacones y el vestido de fiesta, apretando las rodillas desnudas contra la
barbilla.
Una breve oleada del murmullo de la fiesta, interrumpida por el cierre de
la puerta.
Luego la voz de una mujer. Era familiar y más grave de lo que cabría
esperar.
—Aquí estaremos mejor.
Penelope Fittes.
Cerré los ojos con fuerza y apreté los dientes contra la superficie de la
rodilla. ¡Maldito Lockwood! De nuevo, una de sus ideas impulsivas nos había
llevado hacia el desastre. Se suponía que esta parte de la noche iba a ser
tranquila y que íbamos a dejar el peligro para la subasta de Winkman.
Pasos sobre la madera. Caminaban en el centro de la sala, justo donde
George había estado hacía un momento. Esperé al grito inevitable, al estupor
de la sorpresa.
—¿Qué es lo que quería decirme, Gabriel? —preguntó Penelope Fittes.
Abrí los ojos. Al mirar de reojo hacia un lado, me dio un vuelco el
corazón. Mi estoque sobresalía por un lado de la vitrina. La punta de la hoja
de plata brillaba ligeramente en la oscuridad.
Respondió un hombre educado y respetuoso.
—Los miembros están inquietos, señora Fittes. Sienten que no los está
ayudando lo suficiente con su trabajo.
La misma risita ronca.
—Les facilito toda mi ayuda. No es mi problema que no estén a la altura
del desafío.
Muy despacio, empecé a mover el estoque hacia mí.
—¿Quiere que se lo diga? —preguntó el hombre.
—Por supuesto que debe decírselo. ¡No soy su niñera!
—No, señora, pero sí una inspiración… ¿Qué ha sido eso?
Me quedé petrificada, mordiéndome el labio. Unas gotas de sudor me
caían por la cara y se acumulaban bajo mi barbilla.
—Los pulmones encurtidos del prisionero de Burrage —respondió
Penelope Fittes—. A mi abuela le interesaban mucho los crímenes. No se
imagina las cosas que coleccionaba. Algunas han sido de inmensa utilidad
con los años. Es cierto que estos pulmones no. No tienen carga psíquica
alguna.
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—Una extraña elección para decorar una biblioteca —comentó el hombre
—. Se me quitarían las ganas de leer.
Otra vez la risa.
—Ah, pero no molesta a quienes venimos aquí. Nuestra mente está en
cosas más importantes.
La calidad de sus voces cambió y de pronto se volvió más amortiguada.
Supuse que se habían dado media vuelta. Me apresuré a guardar el resto de la
hoja que quedaba a la vista. Luego, con infinito cuidado, me incliné hacia un
lado y miré más allá de la vitrina.
A menos de cuatro metros, vi las espaldas de dos personas: Penelope
Fittes charlando con un hombre de mediana edad regordete. Él llevaba la
corbata y la chaqueta de esmoquin propias de un invitado a la fiesta. Por lo
que podía ver, tenía un cuello bastante grueso y un rostro rosado con las
mejillas caídas.
—Hablando de artefactos extraños —continuó Penelope Fittes—, tengo
algo que darle. —Se movió de pronto y yo volví a esconderme. Podía oír el
contoneo de sus tacones de aguja sobre el suelo de madera oscura—.
Considérelo una prueba de mis buenas intenciones.
No estaba segura de a dónde iba, de si se acercaba o se alejaba de mí. Me
apretujé aún más contra la parte de atrás de la vitrina.
Algo me hizo alzar la vista. Lockwood estaba tumbado bocabajo sobre la
superficie del balcón, casi justo encima. Se esforzaba para intentar
mimetizarse con el metal y la oscuridad. La chaqueta oscura era de gran
ayuda, al contrario que su rostro pálido. Le hice una seña para que girara la
cabeza.
—¡Lucy! —gesticuló.
—¿Qué?
Al principio no le entendí. Movió la boca varias veces. Sus ojos iban de
mí hacia el centro de la sala. Entonces me di cuenta de lo que me decía: «mi
copa».
Estiré el cuello hacia el extremo de la vitrina y, en efecto… De nuevo, me
dio un vuelco el corazón. Allí estaba su copa de ponche, encima de la
pequeña vitrina en el centro de la estancia. Era casi como si el foco la
iluminara a propósito. Cuánto brillaba. Hasta se veían los restos de líquido
rojo en el fondo.
Penelope Fittes se había acercado a esa misma vitrina. Estaba justo al lado
y tenía la copa a la altura del hombro. Abrió un cajón en la parte inferior y
sacó algo.
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Lo único que tenía que hacer era alzar la vista y fijarse y ya habría visto la
copa.
Pero no lo hizo. Estaba pensando en otras cosas. Cerró el cajón y se giró
hacia su acompañante.
—Lo hemos arreglado —explicó Penelope Fittes—. Y probado. Vuelve a
funcionar perfectamente. Espero que la Sociedad Orfeo le dé mejor uso que
hasta ahora.
—Es usted muy amable, señora. Sé que se lo agradecerán. Me aseguraré
de transmitirle su gratitud e informarla de cómo progresan los experimentos.
—Muy bien. No le sugiero que vuelva a la fiesta. Es una caja bastante
obvia. Pero puede salir por aquí.
El traqueteo de sus zapatos volvió a sonar y, para mi horror, vi que la
pequeña puerta por la que habíamos entrado a la biblioteca no estaba lejos de
mí. Iban a pasar justo al lado de mi escondite. Tras un instante de indecisión
congelada, actué: me quité los zapatos, primero un pie y luego el otro, y
después presioné el suelo con los dedos para erguirme un poco, de modo que
pudiera arrastrar los dos pies hacia atrás. Ahora ya no estaba sentada, sino en
cuclillas sobre las puntas de los pies y con la espalda todavía apoyada contra
la vitrina. Con una mano recogí los tacones y con la otra mantuve firme el
estoque para que no chocara con nada ni hiciese ruido. Lo hice más rápido de
lo que se tarda en explicarlo.
Esperé. Arriba, Lockwood se había girado para estar frente a la pared. Se
había convertido en una sombra. Las pisadas se acercaron y cuando pasaron a
mi lado, a pocos metros del mueble, noté una brisa repentina del perfume
floral de Penelope Fittes. El hombre llevaba una caja de madera bajo el brazo.
No era muy grande. Quizá midiera treinta centímetros de ancho y diez o doce
de profundidad. Se detuvieron junto a la puerta y pude ver la caja claramente
durante un segundo. Estampado en el centro de la tapa había un extraño
símbolo pequeño. Era una especie de arpa diminuta, con tres cuerdas, los
lados curvos y una base separada. Incluso en ese momento extremo, aquello
me desconcertó. Ya había visto ese símbolo antes.
Entonces la mujer le abrió la puerta a él, lo que me dio la oportunidad de
moverme. Con dos gestos rápidos, doblé la esquina de la vitrina y me encorvé
de nuevo, por lo que permanecería oculta cuando nuestra anfitriona decidiera
darse la vuelta.
La puerta se cerró. El hombre debió haber salido sin decir nada. Penelope
Fittes pasó delante de la vitrina y cruzó la sala. Cuando dejó atrás el mueble,
me coloqué en la posición original.
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Escuché cómo se movía rápidamente por la biblioteca. Cuando llegó al
centro, se detuvo de pronto. La imaginé mirando a su alrededor. Pensé en
George, en la copa de Lockwood… Cerré los ojos con fuerza. Luego las
pisadas regresaron, seguidas de una breve oleada y un reflujo del ruido de la
fiesta, y el sonido de unas llaves cerrando la puerta.
Solté todo el aire por primera vez.
—Qué buenos movimientos, Luce —dijo Lockwood mientras se
levantaba del balcón—. Parecías un cangrejo ágil. ¿Dónde se ha metido
George?
Eso, ¿dónde estaba? Analicé el vacío de la biblioteca.
—¿A alguien le importaría ayudarme? —llamó una vocecita desde debajo
de la mesa de lectura—. Me he quedado atascado y creo que se me ha
enganchado el culo.
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brotaban burbujas de chocolate a su lado—. Esperaba que pudiéramos tener
una charla tranquila.
Para nuestro fastidio, Quill Kipps merodeaba detrás de él, como una
delgada y malvada sombra.
—Eso sería estupendo —dijo Lockwood—. ¿Ha disfrutado de la fiesta?
—Kipps me cuenta que quizá hayan descubierto unos documentos
interesantes en Hampstead —afirmó Barnes—. ¿Qué son y por qué no los han
compartido?
—Me encantaría hacer justo eso, inspector. Pero ha sido un día largo y
estamos muy cansados. ¿Podríamos verle por la mañana y explicárselo?
—¿Ahora no? Seguro que podrían decírmelo esta noche.
—No es realmente el sitio adecuado. Hay demasiado ruido. Mañana por la
mañana en Scotland Yard sería mucho mejor. También podríamos llevarle los
documentos.
Lockwood le dedicó una sonrisa cálida y zalamera. George miró de reojo
su reloj.
—Parece tener prisa —comentó Barnes. Sus ojos azules y abolsados nos
evaluaron con firmeza—. ¿Se va ya a la cama?
—Sí, nuestro amigo George se convierte en una calabaza si está fuera
hasta tarde. Como puede ver, no le falta mucho.
—¿Entonces me enseñarán los documentos mañana?
—Así es.
Está bien, pero los espero a primera hora. Preséntense, sin excusas, o iré
yo mismo a buscarlos.
—Gracias, señor Barnes. Esperamos tener buenas noticias para entonces.
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carretera. Todos tenían rejas de plata y las ostentosas decoraciones de hierro
del servicio oficial de taxis nocturnos. A nuestras espaldas, a una distancia
discreta, estaba Kipps. Cuando nos vio acercarnos a la cola de taxis, abandonó
los intentos de sutileza y nos hizo compañía en la acera.
—No os preocupéis por mí —dijo mientras le fulminábamos con la
mirada—. Yo también me voy pronto a casa.
El siguiente taxi avanzó.
—Conductor, a Portland Row, por favor —indicó Lockwood en voz alta.
Nos subimos y el coche se alejó. Al darnos media vuelta, vimos a Kipps
cogiendo el siguiente vehículo. En ese momento, Lockwood se inclinó hacia
delante y se dirigió al taxista—. Voy a pagarle cincuenta libras. Como he
dicho, me gustaría que nos llevara a Portland Row. Pero cuando salga de
Trafalgar Square, quiero que se detenga en cuanto llegue a la siguiente
esquina. Solo un segundo. Nos bajaremos y no quiero que el coche que va
detrás nos vea. ¿Vale?
El taxista nos miró.
—Un momento… No seréis fugitivos, ¿no?
—Somos agentes.
—¿Quién os sigue? ¿La policía?
—No, ellos también son agentes. Mire, es difícil de explicar. ¿Va a hacer
lo que le he pedido o quiere que nos marchemos ahora sin las cincuenta
libras?
El conductor se frotó la nariz.
—Si quieres, podría esperar a que se acerque mucho y luego frenar para
que se estrelle contra la acera. O podría dar marcha atrás y embestirle. Por
cincuenta libras podría hacer todo eso.
—No, no. Bastará con que nos deje de forma discreta.
Todo salió bien. El coche ronroneó alrededor de la explanada desierta que
era Trafalgar Square. Una limusina había retrasado al taxi de Kipps al salir de
la Casa Fittes. Nos separaban quince o quizá veinte segundos. Giramos en la
calle Cockspur, en dirección a Haymarket y Piccadilly, y adelantamos farolas
protectoras encendidas y hogueras de lavanda ardiente. Cuando giramos la
esquina de la calle Pall Mall, el taxi aminoró la marcha. George, Lockwood y
yo salimos apresuradamente y corrimos a toda velocidad hacia el pórtico del
edificio más cercano. El taxi se alejó y, un instante después, el segundo coche
pasó como una flecha, con Kipps encorvado hacia delante en el asiento
trasero, sin duda dándole instrucciones al conductor. Observamos cómo
ambos desaparecían en la noche. Reinaba el silencio en el centro de Londres.
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Nos ajustamos los estoques y deshicimos el camino.
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el aire era frío. Noté visitantes en el callejón, pero la noche permaneció
tranquila y no vi nada.
—Quizá yo deba entrar también —dijo George de repente—. Quizá yo
tenga que estar dentro con vosotros.
—Ya lo hemos hablado —replicó Lockwood—. Cada uno tiene su papel.
Tú debes quedarte fuera con Flo. Tienes el equipo, George, y confío en ti.
Este resopló. Su mochila era muy grande e incluso más abultada que
cuando llevó el frasco sellado. Lockwood y yo no llevábamos ninguna bolsa y
en nuestros cinturones guardábamos otras provisiones.
—Es que creo que esto es demasiado serio para que lo hagáis solos —
insistió—. ¿Y si necesitáis ayuda para desactivar el espejo? ¿Y si Winkman
tiene más defensas que un par de gorilas? Puede que…
—Deja ya el tema, George —le cortó Lockwood—. Es demasiado tarde
para cambiar el plan.
Caminamos en silencio. El sendero era un hueco oscuro entre edificios,
iluminado en el medio por un estrecho haz de luz lunar. Al fin, Lockwood
aminoró la marcha y señaló. Delante de nosotros, un callejón se dividía a
izquierda y a derecha. En la parte derecha olimos el río. Más adelante, el
camino continuaba junto a las silenciosas paredes de otro almacén. La
ventana más cercana estaba tapiada y, arriba, unos tejados inclinados y unas
chimeneas perforaban el cielo plateado.
Las palabras «pescadería Rostock» estaban pintadas en los ladrillos
exteriores del edificio, con letras despellejadas y descoloridas. Lockwood,
George y yo nos detuvimos para mirar y escuchar. No había ninguna señal
que indicara que la subasta de Winkman fuera a celebrarse allí. No había luz
ni movimiento. Como muchas zonas de la ciudad por la noche, todo estaba
muerto.
Nos dispusimos a avanzar cuando, de pronto, el olor a barro y agua de la
marea se hizo más fuerte. Un delgado brazo blanco emergió de las sombras
del callejón, agarró a Lockwood por el abrigo y le apartó hacia un lado en la
oscuridad.
—Ni un paso más —siseó una voz—. Ya están aquí.
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D urante la charla que habíamos tenido con Flo Bones el día anterior
fueron varias las veces en las que me encontré dudando de que fuera a
aparecer. No solo porque la chica estuviera loca, sino porque lo estaba
de un modo irritante y solitario. Lockwood le había prometido distintas
recompensas generosas por su ayuda —entre las cuales había dinero, regaliz y
la reliquia del sótano que ella escogiera—, pero seguía teniendo la sensación
de que trabajar con nosotros en esta peligrosa misión era lo último que quería.
Sin embargo, allí estaba, en toda su sucia gloria, guiándonos a través del
callejón hacia un rincón oscuro situado entre unos contenedores, lo que, para
ser sincera, le pegaba bastante.
—Venid y apretujaos —murmuró—. Eso es… No queremos que se
percaten de nada.
—¿Va todo según lo previsto, Flo? —preguntó Lockwood. Comprobó su
reloj—. Acaban de dar las once y media.
Los dientes blancos de Flo brillaron en las sombras.
—Sí, Winkman llegó hace quince minutos. Vino en una furgoneta y
descargó la mercancía. Ha puesto a dos hombres junto a las puertas
principales. Os habríais topado con ellos si hubierais andado un par de metros
más. Ahora ha entrado con otros tres tipos y un crío. Estarán asegurando la
planta baja.
—¿Un crío? —pregunté en un susurro—. ¿Te refieres a su hijo?
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Flo asintió.
—Sí, era ese renacuajo. Esta noche todos van acompañados de críos con
dones psíquicos. Son adultos, ¿no? Necesitan ojos y oídos jóvenes para algo
así. —Se enderezó—. Si vas a seguir con esto, Locky, más te vale empezar a
escalar.
—Pues enséñanos dónde es, Flo.
La seguimos mientras se alejaba corriendo por el lateral del almacén.
Pronto oímos las suaves subidas y bajadas del Támesis, y los adoquines del
callejón se inclinaron de golpe hasta bajar hacia la arena y los guijarros. Aquí,
donde la esquina del edificio emergía del barro del río, una gruesa cañería
negra de hierro estaba atornillada a los ladrillos cubiertos de musgo. Flo
señaló hacia arriba.
—Esa es la cañería —explicó—. ¿Ves que llega hasta la ventana? Creo
que podrías colarte por ahí.
—Esa ventana parece demasiado pequeña —comenté.
—Estás mirando a la que no es. Me refiero a la que está mucho más
arriba, la que casi no se ve.
—Ah…, claro.
—Es la forma de entrar si no quieres que te pillen. No pensarán en el piso
de arriba.
Observé la cañería, que se tambaleaba y zigzagueaba con violencia por la
pared como una línea trazada por un niño pequeño enfadado. La verdad es
que yo también estaba evitando pensar en el piso de arriba.
—Vale —dijo Lockwood—. Nos las apañaremos. ¿Y tú, Flo? ¿Tienes el
bote?
Como respuesta, la chica señaló hacia el río, donde una forma negra,
alargada y baja se inclinaba medio dentro y medio fuera del agua. Las olas
golpeaban con suavidad la popa.
George se acercó.
—¿Ese es su bote de remos? —jadeó—. Pensaba que era un trozo de
madera podrido arrastrado por la corriente.
—Casi seguro que es las dos cosas.
Lo había dicho en voz baja, pero Flo tenía un oído muy fino.
—¿Cómo? Esta es la pequeña Matilda. He remado con ella desde la
depuradora de Brentford hasta la curtiduría de Dagenham y llegué sana y
salva. No toleraré que la insultéis.
Lockwood le dio una palmada en el hombro y, a escondidas, se limpió la
mano en la parte de atrás del abrigo.
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—Por supuesto. Será un honor navegar con ella. George, ¿comprendes el
plan? Creas una distracción y después esperas con Flo en el Matilda. Si todo
sale bien, nos reuniremos con vosotros o, como mínimo, os daremos el
espejo. Si surge algún contratiempo, pasamos al Plan H: volvemos a casa por
separado.
George inclinó la cabeza.
—Buena suerte. A ti también, Luce. Lockwood, aquí están tus cosas.
Necesitarás las máscaras y la bolsa.
Dejó la mochila en la arena y sacó una bolsa de cáñamo, parecida a la que
usaba Flo, pero más pequeña. Un fuerte olor a lavanda emanó de dentro. Dos
pasamontañas negros le siguieron. Nos los guardamos en los cinturones.
—Vale —dijo Lockwood—. Sincronicemos los relojes. La subasta
empieza en quince minutos, a las doce en punto. Queremos que la distracción
sea a y veinte, antes de que puedan llegar a algún tipo de acuerdo. —Señaló a
la tubería—. Lucy, ¿quieres ir tú primera o voy yo?
—Esta vez tengo clarísimo que yo te sigo a ti —respondí.
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Estaba asomado por encima de la caída fatal, hurgando y golpeando con
su navaja un cristal de la ventana que había a nuestro lado. El plomo era viejo
y se había ablandado, así que el vidrio no tardó en caer hacia dentro.
Lockwood metió la mano y jugueteó con el cierre metálico mientras se
quejaba de lo duro que estaba. Con un último tirón, que hizo que algo en la
tubería traqueteara de un modo inquietante, la ventana se abrió. Un salto, un
meneo y Lockwood alcanzó el interior. Un segundo después, estiró la mano
para ayudarme a entrar.
Permanecimos en las sombras durante un momento, bebiendo agua. Yo
esperé a que los brazos y las piernas dejaran de temblarme. Un olor a polvo
inundaba el edificio. No era el hedor de un lugar en ruinas como la casa de
Bickerstaff, sino a alcanfor y desuso.
—¿Hora, Luce?
—Las doce menos cinco.
—Yo diría que ha ido perfecto, ¿no crees? Y George ya estará en su
posición, siempre y cuando no se haya hundido.
Encendí mi bolígrafo linterna e iluminé la sala vacía. Puede que hubiera
sido el despacho de un gerente. Viejos tablones de anuncios con gráficos y
cifras colgaban en silencio sobre las paredes.
—Cuando esto acabe, creo que tienes que hablar con George —dije.
Lockwood estaba junto a la puerta, observando el pasillo desde dentro.
—¿Sobre qué? Está bien.
—Creo que se siente excluido. Siempre somos nosotros los que nos
ocupamos de estas cosas y él se queda esperando fuera.
—Cada uno tiene sus dones —respondió Lockwood— y, sencillamente,
George es menos bueno que tú en este tipo de cosas. ¿Te lo imaginas
escalando por aquí? Eso no significa que hoy no tenga un papel crucial. Si él
y Flo se equivocan de hora, si el bote se vuelca, si no encuentran la ventana
correcta o lo que sea, es posible que tú y yo muramos. —Hizo una pausa—.
¿Sabes? Esta conversación me está poniendo algo nervioso. Vamos, tenemos
que encontrar la forma de bajar.
Esta planta del almacén era un laberinto de despachos y pasillos
interconectados. Tardamos más de lo esperado en descubrir el hueco de la
escalera de ladrillo en un rincón del edificio. El tiempo iba en nuestra contra,
pero continuamos con cuidado, deteniéndonos para escuchar en cada esquina.
Conté los pisos por los que avanzábamos para que pudiéramos deshacer
nuestros pasos y volver hasta la ventana abierta. Habíamos bajado seis plantas
cuando vimos un leve brillo subiendo por los ladrillos, oímos un murmullo de
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voces y supimos que nos acercábamos al lugar donde se celebraba la subasta
de Winkman.
—Lo primero es lo primero —susurró Lockwood—. Ponte la máscara.
Los pasamontañas eran fundamentales para proteger nuestras identidades
de las futuras atenciones de un vengativo Winkman. Daban calor, picaban y
era difícil ver con ellos. Además, la lana nos tapaba la boca y nos costaba
hablar. Por todo lo demás, me alegraba llevar uno.
Empujamos una puerta de cristal y aparecimos en una pasarela vallada
con vistas a un espacio enorme. Era el centro cavernoso del almacén y
seguramente ocupaba toda la planta, aunque era imposible calcular las
dimensiones. Solo estaba iluminada una zona pequeña, la que quedaba justo
debajo de nosotros. Lockwood y yo nos agachamos y nos deslizamos hacia la
esquina de la pasarela para ver mejor. Desde donde nos arrodillábamos, una
empinada escalera de metal conducía al piso inferior del almacén. De
momento estábamos relativamente a salvo, ya que desde el foco de luz nadie
podría vernos en la oscuridad.
Al parecer, a Winkman le gustaba respetar el horario. Habíamos llegado
exactamente tres minutos después de la medianoche y la subasta ya había
empezado.
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—Este primer lote, amigos, es bastante elegante —anunció—. Una
cigarrera de caballero hecha de platino, de principios del siglo XX. La llevaba
el general Horace Snell en el bolsillo del pecho cuando su rival, el sargento
Bill Carruthers, le disparó por asuntos del corazón. La fecha: octubre de 1913.
Todavía tiene restos de sangre. Creo que contiene carga psíquica de lo que
ocurrió. Leopold podrá decirnos más.
De pronto, el hijo habló:
—Residuos psíquicos intensos: ecos de disparos y gritos se manifiestan al
tocarlo. No contiene ningún visitante. Nivel de riesgo: bajo.
Volvió a recostarse en la silla y sus piernas se balancearon de nuevo.
—Pues ahí lo tienen —continuó Winkman—. Un pequeño dulce antes del
plato principal. ¿Oigo a alguien interesado? La puja empieza en trescientas
libras.
Desde nuestra posición en las alturas era imposible ver lo que contenía la
caja, pero había otros dos artículos sobre la mesa. El primero, un mueble alto
y rectangular de cristal, contenía una espada oxidada y un fantasma. Incluso
bajo los focos, pude ver el escalofriante brillo azulado y el suave vaivén del
plasma. El segundo, que era una caja mucho más pequeña, albergaba lo que
parecía ser una estatua o icono de cerámica en forma de una bestia de cuatro
patas. El destello de la luz fantasmagórica también envolvía la figura, apenas
visible tras el cristal de plata.
No nos interesaba ninguno de esos objetos, puesto que al otro lado de
Winkman había una mesa pequeña separada, justo donde la luz de las tres
lámparas se unía. Brillaba mucho y era la protagonista de toda la sala. Un
pesado trapo negro cubría el estuche de cristal que había en la mesa. Bajo esta
se apilaban unas cadenas de hierro y círculos de sal y virutas de hierro en un
ostentoso despliegue de protección.
Un sonido detestable y conocido llegó a mis oídos: el zumbido de unas
moscas.
Le di un codazo a Lockwood y señalé. Él inclinó la cabeza durante una
milésima de segundo.
La subasta siguió avanzando. Uno de los clientes, un hombre pulcro y de
aspecto estirado con un traje de rayas, comentó algo con una niña pequeña
sentada a su lado e hizo una oferta. Un segundo miembro del público, un
hombre con barba y un chubasquero algo deforme, superó la cifra al instante
y las apuestas iban del uno al otro. El tercero de los tres clientes de Winkman
permanecía totalmente inmóvil. Se sentaba medio de espaldas y jugueteaba
distraídamente con su bastón negro y brillante. Era un hombre joven y
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delgado con un bigote rubio y el pelo rizado del mismo color. A veces miraba
las cajas brillantes y se flexionaba para hacerle preguntas al crío sentado a su
lado, pero la mayor parte del tiempo tenía la mirada fija en el trapo negro
sobre la mesa del centro de la estancia.
Algo en el hombre joven me resultaba familiar. Lockwood también había
estado mirándole. Se inclinó hacia mí y murmuró algo.
Me acerqué más.
—¿Qué? —susurré—. No entiendo lo que dices.
Se subió la parte inferior de la máscara.
—¿De dónde ha sacado George estas cosas? Seguro que podía permitirse
unas con agujeros para la boca… He dicho que el hombre que está más cerca
de nosotros estaba en la fiesta de Fittes. Le vimos hablando con Penelope
Fittes, ¿te acuerdas?
—Sí, recordaba haberle visto en la sala abarrotada. La corbata negra
alrededor de su cuello asomaba debajo del elegante abrigo marrón.
—Los clientes de Winkman deben ser de la alta sociedad —musitó
Lockwood—. Me pregunto quién es…
El primer lote de la subasta había terminado. El hombre del traje a rayas
se llevó la cigarrera. Con una amplia sonrisa, Winkman movió el armario con
la espada oxidada, pero antes de que pudiera decir nada, el joven rubio
levantó una mano. Llevaba unos guantes marrón claro, claramente hechos de
piel de cordero o del cuero de algo pequeño, bonito y muerto.
—El acontecimiento principal, por favor, señor Winkman. Ya sabe por
qué hemos venido.
—¿Tan pronto? —Winkman parecía consternado—. Esta es una espada
auténtica de las cruzadas, un estoque francés que creemos que contiene un
antiguo espectro o guardián de verdad, quizá de uno de los sarracenos a los
que mató. Su rareza…
—No me interesa esta noche —completó el hombre joven—. Tengo
piezas parecidas. Enséñenos el espejo del que tanto hemos oído hablar y
dejemos esto para después. A menos que los otros caballeros no estén de
acuerdo. —Miró a su alrededor. El hombre barbudo asintió y el del traje a
rayas hizo un gesto de aprobación con la mano—. ¿Ve, Winkman? —
continuó—. ¡Venga! Enséñenos el premio gordo.
La sonrisa del rostro de Julius Winkman no cambió, pero me pareció que
había entornado los ojos tras los quevedos.
—¡Por supuesto, por supuesto! Mi señor, siempre puede dar su opinión de
forma sincera y abierta. Por eso es usted un cliente tan valioso. Pues aquí está.
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—Se acercó a la mesa que estaba apartada y agarró la tela negra—. Les
presento un objeto incomparable cuya verdadera singularidad tanto ha
preocupado a los hombres del DICM en los últimos días. Amigos: ¡el espejo
de hueso de Edmund Bickerstaff!
Retiró el pañuelo.
Llevábamos tanto tiempo buscándolo que en mi mente tenía un peso y un
temor casi místicos. Aquello era lo que había matado al pobre Wilberforce,
había acabado con un saqueador de reliquias incluso antes de salir del
cementerio y había asesinado a uno de los hombres de Winkman. Era el
espejo que todos querían: Barnes, Kipps, Joplin, Lockwood, George y yo.
Algunos habían matado por él y otros habían muerto por su culpa. Prometía
algo extraño y terrible. Solo lo había visto de refilón en el ataúd de
Bickerstaff, pero aquella negrura brillante y absorbente seguía grabada en mi
memoria.
Y ahora, por fin, estaba allí. Parecía tan pequeño. Winkman lo había
colocado como un objeto en un museo, apoyado contra un tablero de
terciopelo inclinado. Estaba en el centro de un estuche de cristal de plata
grande y cuadrado. Desde nuestro escondite alto y lejano era difícil juzgar las
dimensiones exactas, pero supuse que no mediría más de quince centímetros
de ancho, casi del tamaño de un cuenco de natillas o de un plato de
guarnición. El espejo parecía más grueso de lo que esperaba, era irregular y
tenía arañazos. Los bordes eran más o menos circulares, aunque el contorno
era marrón y desigual. Habían unido muchas cosas duras y estrechas para
hacerlo.
Muchos huesos.
El zumbido me masajeó los oídos. Dos de los niños del público
lloriquearon en voz baja. Todos permanecieron atentos y agarrotados, con la
mirada fija en el objeto del estuche.
—Debo señalar que lo están viendo desde atrás —indicó Julius Winkman
con un hilo de voz—. En el otro lado, el espejo está pulido, mientras que por
este es rugoso, como un cristal.
—Necesitamos ver el otro lado —dijo el hombre dejado y barbudo—.
¿Cómo vamos a hacer una oferta sin haberlo visto bien? Está jugando con
nosotros, Winkman.
La sonrisa del vendedor se amplió.
—No es así. Como siempre, solo me preocupo por la seguridad de mis
clientes. Saben que este objeto tiene cierta reputación. De lo contrario, ¿por
qué iban a estar aquí? ¿Por qué iban a pagar el precio mínimo, que les
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adelanto que es de quince mil libras? Esa reputación implica un peligro.
Saben que mirar a través del espejo supone riesgos. Quizá también se lleven
una sorpresa, aunque no me corresponde a mí decirlo. No podrán investigarlo
hasta que se venda.
—No podemos comprar con esas condiciones —gruñó el tipo barbudo—.
¡Necesitamos ver la parte del espejo que refleja!
—Por supuesto, podrán ver el espejo —afirmó Winkman sonriendo—,
pero no antes de pagar.
—¿Qué más puede contarnos? —preguntó el hombre bajo del traje de
rayas—. Mis patrocinadores me exigen información más precisa de la que nos
ha dado hasta ahora.
Winkman miró a su hijo.
—Leopold, si no te importa…
El chico se levantó de un salto.
—El artículo debe tratarse con extremo cuidado. Además de los peligros
que supone el espejo en sí, los fragmentos de huesos parecen ser orígenes de
más de una aparición. He llegado a contar al menos seis, quizá siete figuras
tenues que guardan conexión con el objeto. Irradian anomalías psíquicas muy
potentes: mucha rabia e inquietud. La superficie del espejo provoca un frío
intenso y una atracción parecida al mortífero bloqueo fantasmal. Quienes
miran a través de él se quedan fascinados y tienen dificultades para alejar la
mirada, por no decir que les resulta imposible. Esto puede provocar un estado
de confusión permanente. Niveles de riesgo: muy altos.
—Bueno, caballeros —dijo Winkman después de que Leopold se dejara
caer en la silla—, ese es el resumen. Por favor, acérquense con sus ayudantes
e inspecciónenlo mejor.
Uno a uno, el público se levantó y se aproximó al estuche, los adultos con
curiosidad y los niños con miedo y duda. Lo rodearon, susurrándose entre
ellos.
Lockwood se levantó el pasamontañas y se acercó a mí.
—Son las doce y veinte. Prepárate y vigila las ventanas.
En lo alto de la pared opuesta, una hilera de ventanales rectangulares
dejaban ver la noche. George y Flo estarían ahora en alguna parte bajo las
ventanas, mientras George preparaba el contenido de su bolsa. Verían la
posición de la luz y sabrían dónde se celebraba la subasta. Pasé el peso de un
pie a otro y sentí la fría dureza de la empuñadura del estoque.
En cualquier momento…
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Abajo, el grupo se agolpaba alrededor del estuche. El hombre barbudo
habló con tono enfadado:
—Esos dos agujeros que atraviesan ese hueso de ahí, el que está cerca de
la base. ¿Para qué sirven?
Winkman se encogió de hombros.
—No lo sabemos. Creemos que podría haber estado unido a un soporte.
Nadie habría querido sujetarlo, de eso estoy seguro.
A mi lado, Lockwood dejó escapar una exclamación ahogada.
—¡Eso es! —susurró—. ¿Recuerdas los palos que vi en la foto del féretro
de Bickerstaff? Tenía razón. Eran una especie de poste, algo sobre lo que
colocar el espejo de hueso.
—Entonces Winkman no lo tiene —respondí.
—Claro que no. Jack Carver no se los llevó, ¿no? Alguien más los robó
después de que se hiciera la foto. —Me miró de reojo—. Diría que es obvio
quién fue.
Así era Lockwood a veces: le gustaba soltar información golosa en los
momentos menos apropiados. Le habría preguntado justo entonces (y le
habría golpeado si hiciera falta), pero Winkman le había indicado al público
que volviera a sus asientos. Parecía que la puja estaba a punto de empezar.
Lockwood comprobó su reloj.
—¿Dónde está George? Ya tendrían que haber empezado.
—Caballeros, caballeros —los llamó Winkman—. ¿Lo han consultado
con sus ayudantes psíquicos? Si no tienen más preguntas, el tiempo apremia y
debemos centrarnos en lo que nos atañe. Como he dicho, el precio inicial de
esta pieza tan única es…
Pero el hombre joven del bigote rubio había vuelto a levantar la mano.
—Espere. Yo sí tengo una duda.
Winkman agrandó más la sonrisa.
—Por supuesto. Adelante.
—Ha mencionado ciertos riesgos sobrenaturales. ¿Qué hay de las
consecuencias legales que acarreará el asesinato de Jack Carver? Se dice que
Carver le consiguió el espejo y que la daga que le apuñaló por la espalda era
suya. No somos muy exigentes con sus métodos, pero este caso parece
demasiado público para el bien de cualquiera. El DICM lo está investigando,
al igual que algunas agencias.
Las comisuras de la boca de Winkman se inclinaron hacia abajo, como si
alguien hubiera accionado un interruptor.
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—Caballeros, me gustaría que recordaran los negocios que hemos hecho
en el pasado. ¿No he honrado nuestros acuerdos? ¿No están satisfechos con
los artículos que les he vendido? Déjenme decirles dos cosas. La primera: yo
nunca contraté a Carver. Vino a verme sin previo aviso. La segunda: compré
este objeto con todas las de la ley y le dejé en perfecto estado de salud. Yo no
le maté. —Julius Winkman se llevó una mano enorme al pecho—. Puedo
jurar todo esto por mi querido hijito Leopold, al que ven aquí tan ágil como
un hurón. En cuanto al DICM y a las agencias… —Escupió sobre el suelo del
almacén—. Eso es lo que pienso. No obstante, invito a cualquiera que tenga
miedo a que se marche ahora, antes de que empiece la puja. —Se detuvo en el
centro del escenario con los brazos extendidos—. ¿Y bien?
En ese momento, una luz blanca brilló tras la ventana. Nadie en el
almacén se dio cuenta, pero nosotros, en las sombras, vimos cómo se
hinchaba y crecía para después volver a apagarse en la oscuridad.
—Esa es nuestra señal —murmuró Lockwood y luego se colocó bien el
pasamontañas.
Abajo, nadie había respondido a la pregunta de Winkman. El hombre
joven se había limitado a encogerse de hombros y todos permanecieron
sentados.
Winkman asintió.
—Exacto. Basta de cháchara. Empecemos con las primeras pujas.
Entonces, el hombre barbudo levantó el brazo.
Y una explosión de fuego incandescente hizo estallar la ventana más
cercana.
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mientras se protegían la cabeza de la lluvia de sal y cristales. Dos de los
clientes de Winkman habían caído hacia delante, arrodillados como si hubiera
llegado el día del juicio final. El joven rubio permanecía inmóvil en su
asiento, paralizado de la impresión. El hijo de Winkman se había puesto de
pie de un salto, farfullando. Winkman miraba a su alrededor como un toro
desorientado, con los dedos doblados y las venas del cuello tensadas bajo la
piel.
Nos vio bajar la escalera y se le pusieron los ojos como platos.
Entonces, el segundo y tercer destello de George impactaron contra el
suelo. Dos estallidos más de fuego blanco y humeante. Winkman salió
despedido hacia un lado, aterrizó sobre la mesa en la que estaba el espejo de
cristal y cayó pesadamente al suelo. Detrás de él, una de las lámparas se
derrumbó, se rompió y se apagó. Partículas de hierro caliente salieron
disparadas hacia arriba y una cascada roja brillante descendió haciendo
círculos.
Era una escena de muerte y confusión. El hombre del traje a rayas rodó
sobre su espalda, gritando mientras hilos de humo salían de su ropa. El hijo de
Winkman había caído con tanta fuerza sobre la silla que la había hecho
pedazos. El hombre barbudo soltó un grito de terror. Se tropezó y huyó por el
pasillo.
El joven rubio todavía permanecía quieto, con la mirada hacia delante.
Lockwood y yo casi llegábamos al final de la escalera. Habíamos
calculado que la distracción nos daría varios segundos y, aunque el trabajo de
George había superado con creces nuestras mejores expectativas, sabíamos
que no sería suficiente. Yo debía encargarme de continuar con la distracción
mientras Lockwood robaba el espejo. Preparé un cuarto destello y lo lancé
hacia los inquietos guardias. Lockwood tiró otro, pero el suyo buscaba acertar
directamente sobre el estuche de cristal de plata.
Dos explosiones más. Una separó a los guardias y la otra rompió la
vitrina. Winkman, que estaba intentando ponerse en pie tras la mesa,
desapareció bajo un estallido de fuego plateado.
Lockwood saltó hasta las cadenas protectoras y se sumergió en el humo,
arrastrando el aroma de la lavanda que salía del saco de cáñamo que tenía
abierto en una mano.
Cuando el estuche de cristal de plata se rompió, el zumbido de mi cabeza
aumentó de golpe. Contemplé la niebla y vi la silueta de Lockwood
inclinándose sobre la mesa y, encima, unas formas sombrías. Muchas voces
huecas hablaron al unísono:
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—Devuélvenos los huesos.
Entonces Lockwood abrió la bolsa de lavanda y, con una mano
enguantada, metió el espejo de hueso dentro. El zumbido se acalló y las
figuras flotantes se desvanecieron. Ya no había voces.
Lockwood se giró, salió del humo y corrió hacia mí.
A unos metros, el joven del bigote rubio se levantó. Estiró el brazo en
busca del bastón, que había caído al suelo junto a su silla. Con un movimiento
rápido, giró la empuñadura, tiró y sacó una espada larga y delgada. Apartó el
bastón y se encaminó en nuestra dirección. Solté otro destello, eché un brazo
hacia atrás…
—¡Alto! ¡O disparo!
Winkman había emergido detrás de la mesa, con el rostro oscuro, el pelo
echado hacia atrás y los quevedos torcidos. Tenía escamas de sal quemadas
incrustadas en la cara, la boca abierta y la chaqueta salpicada de agujeros
humeantes. Sujetaba un revólver de cañón corto negro.
Con el brazo todavía en alto, me quedé paralizada. Lockwood, frente a mí,
se detuvo casi a mi lado.
—¿Creéis que podéis escapar? —preguntó Winkman—. ¿Creéis que
podéis robarme? Os mataré a los dos.
Despacio, Lockwood levantó las manos. Me susurró algo en voz baja. Su
pasamontañas amortiguó el sonido y no oí ni una palabra.
—Primero descubriremos quiénes sois y quién os ha enviado —dijo
Winkman—. Lo haremos a mi manera. Baja el proyectil, niña. Estáis
rodeados.
En efecto, los guardias habían surgido de entre las sombras y cada uno
llevaba una pistola. El hombre joven, todavía inmaculado con su abrigo
marrón, permanecía a un lado, con el bastón espada brillando bajo la luz.
Lockwood insistió, pero yo seguía sin escucharle.
—¡Baja el destello! —gritó Winkman.
—¿Qué? —murmuré—. No te oigo.
—¡Oh, por favor! —Lockwood se subió la parte inferior de la máscara—.
¡El otro estuche! ¡Donde está el fantasma! ¡Venga!
Tuve la suerte de tener el brazo preparado, aunque ni así fue un
lanzamiento fácil. La caja brillante con la espada oxidada estaba a un par de
metros, medio bloqueada por la cabeza de Winkman. Probablemente, si lo
hubiera pensado, habría fallado cinco tiros de seis. Pero no tenía tiempo para
pensar. Giré ligeramente el cuerpo, lancé el proyectil siguiendo la trayectoria
de un arco y luego me agaché. Junto a mí, Lockwood también se había
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agachado, de modo que las balas de Winkman pasaron justo por encima de
nosotros. Ninguno vio cómo el proyectil chocaba contra el estuche, pero el
sonido del cristal rompiéndose nos avisó de que había sido un lanzamiento
certero. Eso y los gritos de alerta en la habitación.
Levanté la cabeza y vi un cambio repentino en el comportamiento de
nuestros enemigos. Ahora ninguno nos prestaba atención. Una tenue figura
azul había emergido de las ruinas de la vitrina rota, donde la espada yacía en
un ángulo imposible, y humeaba y burbujeaba a causa de las últimas
salpicaduras de sal y hierro esparcidos. Era un poco más grande que un
hombre humano y su imagen era borrosa, como si una silueta fuerte y firme se
hubiera disuelto parcialmente. En algunas partes era totalmente transparente y
en el centro del torso no había color ni definición alguna. En los bordes
podían verse fragmentos de detalles, pequeños nudos y bultos que sugerían
ropa y zonas más lisas que parecían piel muerta. Y cerca de la parte
superior… ¿dos cabezas de alfiler que brillaban como la escarcha? Eran los
ojos.
El alma en pena irradiaba ráfagas de aire frío. No tenía piernas visibles,
sino que flotaba hacia los hombres como si estuviera sobre una pista nubosa y
ondulada. Los guardias entraron en pánico. Uno disparó una bala en dirección
al cuerpo del espectro y el otro dio media vuelta y huyó por el pasillo.
Winkman recogió una esquirla del cristal de plata y se la lanzó al
fantasma. Cortó uno de sus brazos estirados y el plasma burbujeó. Oí un
suspiro espectral de desaprobación.
El hombre joven alzaba el bastón espada y adoptó una postura defensiva.
Despacio, se movió hacia la figura, que cada vez estaba más cerca.
Lockwood y yo no nos detuvimos para ver más. Corrimos en dirección a
las escaleras. Yo llegué primero y las subí estrepitosamente.
Un grito de rabia. Tras el humo que había detrás del hombro de
Lockwood, el hijo de Winkman corrió para atacarle con el brazo roto de un
sillón en la mano. Lockwood se echó hacia atrás con el estoque. El niño aulló,
se aferró a su muñeca y el palo cayó al suelo.
Subimos los peldaños de tres en tres. A mi espalda, oí gritos, palabrotas y
el suave suspiro del fantasma. Miré hacia abajo mientras corríamos por la
pasarela. El suelo del almacén apenas era visible bajo las capas de humo
plateado. Una distante forma azul se doblaba y avanzaba a gran velocidad,
intentando alejarse del parpadeo de la espada de plata.
Más cerca, una figura de pecho ancho subía cojeando velozmente los
escalones.
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Lockwood cruzó las puertas de cristal y las cerró de golpe. Giró dos
cerrojos y, precipitándose por la escalera, llegó hasta mí.
Habíamos subido varios pisos cuando empezó el martilleo sobre las
puertas.
—Necesitamos que los cerrojos aguanten un poco más —jadeó—.
Tenemos que haber avanzado por la cañería antes de que nos vean o seremos
presas fáciles.
Un golpe, seguido de un crujido enorme y tintineante, sonó desde abajo.
—La ha abierto de un balazo —dije—. Mirándolo por el lado bueno, eso
es una bala menos para nosotros.
—Adoro tu optimismo, Luce. ¿En qué piso estamos ahora?
—Oh, no… He olvidado contar los tramos de las escaleras. Teníamos que
subir seis.
—Vale, ¿y cuántas hemos hecho?
—Creo que nos faltan un par más… Sí, esta es la planta. Creo que es por
ahí.
Dejamos atrás la escalera y Lockwood comprobó las puertas, pero no
había más cerrojos que echar. Nos lanzamos hacia el pasillo.
—¿Qué despacho era?
—Este… No, ese no es. Todos parecen iguales.
—Debe ser el de la esquina del edificio. Aquí. Mira, ahí está la ventana.
—Pero esta no es la habitación correcta. Lockwood, ¿dónde están los
tablones de anuncios?
Lockwood había abierto la ventana de par en par y contemplaba la noche.
Su pelo caía hacia abajo mientras él estiraba el cuello para asomarse.
—Hemos subido demasiado. Estamos incluso más arriba que antes. La
cañería está aquí, pero está torcida justo por debajo y no creo que podamos
escalar por ahí.
—¿Podemos bajar?
—No nos queda otra.
Pero cuando corrimos de nuevo hacia la escalera, oímos unas fuertes
pisadas un piso o dos por debajo y vimos la primera antorcha tenue en la
pared.
—Volvamos otra vez —indicó Lockwood—. Y rápido.
Regresamos al pequeño despacho. Lockwood me pidió que vigilara la
puerta. Me coloqué contra la pared, saqué el último proyectil de fuego griego
del cinturón y esperé. Lockwood llegó hasta la ventana y se asomó.
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—¡George! —gritó—. ¡George! —Escuchó en la noche. Yo escuché en el
pasillo, que permanecía en completo silencio, aunque era un silencio
expectante—. ¡George! —volvió a llamarle.
Muy por debajo, en la oscuridad del río, la esperada voz respondió:
—¡Aquí!
Lockwood levantó el saco de cáñamo.
—¡Paquete va! ¿Estás listo?
—¡Sí!
—¡Cógelo y luego corre!
—¿Y vosotros?
—No hay tiempo. Nos encontraremos luego. ¡Plan H! ¡Seguimos el Plan
H, no lo olvides!
Lockwood tiró la bolsa hacia la oscuridad. En lugar de esperar a que
George respondiera, volvió de un salto a la sala y me llamó.
—Escalaremos hacia arriba, Luce. Es la única opción. Llegamos al tejado
y luego vemos.
Unos pasos sigilosos y precavidos sonaron en el pasillo. Observé desde
detrás de la puerta. Winkman y otros dos hombres —uno de los guardias y
otro al que no reconocí— avanzaban por el corredor. Cuando moví la cabeza
hacia atrás, algo pasó con un gemido y penetró en la pared del fondo. Lancé el
destello hacia la esquina y corrí para reunirme con Lockwood. El suelo a mi
espalda tembló. Hubo una explosión plateada y varios gritos afligidos.
—Pon los pies en el alféizar —me pidió Lockwood—, estira el brazo y
súbete. Ahora, rápido.
Era otra de esas ocasiones en las que si piensas demasiado estás perdida.
Por eso, ni miré al abismo que tenía debajo ni al río reluciente ni a la
inmensidad de cielo iluminado por la luna que amenazaba con inclinarse y
caerse ante mis ojos mareados. Simplemente me erguí sobre el alféizar, me
levanté y me arrojé hacia la cañería. Me aferré a ella y bajé un poco hasta que
mis pies encontraron un agarre y supe que estaba a salvo. Entonces empecé a
trepar.
Este segundo ascenso sobre la tubería fue más fácil que el primero por dos
motivos. Me jugaba la vida, así que no me preocupaban tanto el viento, la
pintura desconchada o siquiera la caída debajo de mí. También era menos
distancia. Solo tenía que escalar el equivalente a un piso hasta llegar a una
cornisa oxidada de un canalón negro y me encontré subiendo por ella hasta
una expansión plana de techo de plomo. En total, todo aquello me llevó poco
más de un minuto. Me había detenido cada vez que pensaba haber oído un
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grito de rabia (o quizá de dolor) bajo mis pies. Pero no podía arriesgarme a
mirar y rezaba para que Lockwood estuviera cerca. Y, en efecto, casi de
inmediato oí unos arañazos bajo el canalón y le vi arrastrarse hacia arriba y
llegar a mi lado.
—¿Estás bien? —pregunté—. Me ha parecido oír…
Lockwood se subió el pasamontañas y se alisó el pelo hacia atrás. Tenía
un corte pequeño en una mejilla y respiraba con dificultad.
—Sí. No sé quién era, pero imagino que se lo merecía. Por desgracia,
cuando se cayó por la ventana, perdí mi estoque italiano nuevo.
Permanecimos un rato en el tejado, arrodillados el uno junto al otro, hasta
que nuestra respiración se ralentizó.
—Lo único bueno de estar aquí arriba —dijo Lockwood al fin— es que no
veo a Winkman trepando para perseguirnos. Aparte de eso… —Se encogió de
hombros—. Bueno, veamos qué opciones nos quedan.
En resumidas cuentas, nuestras opciones eran limitadas. Estábamos sobre
un tejado plano y alargado sobre el crecido Támesis. A un lado se elevaba una
pared de ladrillo vertical, que formaba la estructura de una azotea en la que
una vez habrían almacenado las unidades de potencia del almacén. Se
extendía a lo ancho del tejado y no podíamos escalarla con facilidad. En el
otro lado estaba el río. Muy abajo, la luz de la lima brillaba sobre el agua que
bañaba las viguetas y las vigas. Parecía haber mucha distancia.
Miré, pero no pude ver a Flo, a George ni a su pequeño bote de remos.
—Bien —dijo Lockwood—. Eso significa que se han ido pitando. O que
se han hundido, claro. Sea como sea, el espejo de hueso ya no está en las
manos de Winkman.
Asentí.
—Qué buenas vistas. La ciudad es muy bonita cuando no ves a todos los
fantasmas. —Le miré—. Entonces…
Él me sonrió.
—Entonces…
Algo escarbó en el extremo del tejado. Lockwood volvió a taparse la cara
con el pasamontañas. Unas manos aparecieron en el parapeto y una figura se
empujó rápidamente hacia arriba hasta hacerse visible. Era el hombre joven y
rubio. Le faltaba el abrigo marrón y la chaqueta de traje negro estaba algo
salpicada de manchas de ectoplasma. Por lo demás, parecía estar en buenas
condiciones. Como nosotros, había escalado por la cañería desde la ventana
de abajo.
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Se puso de pie con agilidad y se sacudió el polvo. Después desabrochó el
bastón espada del cinturón.
—Bien hecho —dijo—. Una actuación extremadamente buena. Ha sido
una persecución excelente. Llevaba años sin divertirme así. ¿Sabéis? Creo
que el último fuego griego casi hace que Winkman atravesara la pared, lo que,
sinceramente, no habría sido algo malo. Pero esta parece ser la última parada.
¿Puedo recuperar ahora mi espejo?
—No es suyo —respondió Lockwood con firmeza.
El hombre joven frunció el ceño.
—¿Perdona? No lo he entendido.
Le di un codazo discreto a Lockwood.
—El pasamontañas.
—Ah, sí. —Lockwood se subió la parte inferior de lana—. Lo siento.
Decía que, si hablamos con propiedad, no es su espejo. No ha pagado ni
pujado por él.
El hombre joven rio. Tenía los ojos muy azules y un semblante
agradablemente sincero.
—Aprecio el comentario, pero Julius Winkman está delirando y aullando
ahí abajo. Creo que os haría trizas con sus propias manos si pudiera. Yo no
soy tan vulgar. De hecho, veo una oportunidad que podría ser ventajosa para
los tres. Dadme el espejo ahora y os prometo que os dejaré marchar. Diré que
escapasteis con él. Así ganamos todos. Vosotros vivís y yo tengo el espejo sin
tener que pagarle a ese asqueroso trol de Winkman.
—Es una buena oferta —respondió Lockwood—. Y muy agradable. Casi
deseo que pudiéramos aceptarla. Desgraciadamente, no tengo el espejo.
—¿Por qué no? ¿Dónde está?
—Lo lancé al Támesis.
—Oh —contestó el hombre joven—. Entonces sí que tendré que mataros.
—Podría dejarnos marchar igualmente, en un gesto de buena deportividad
—sugirió Lockwood.
Otra carcajada.
—La deportividad tiene unos límites. Ese espejo encantado tiene algo
especial y yo lo deseo de todo corazón. Pero tampoco me creo que lo hayáis
tirado. Quizá te mate a ti y haga que la chica me diga dónde está.
—Oye —repliqué—, que yo todavía tengo mi estoque.
—Me da igual cómo lo hagamos, pero hagámoslo ya —respondió el
joven.
Despacio, caminó hacia nosotros. Nos miramos.
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—Uno podría luchar contra él, pero seguiríamos en las mismas —dijo
Lockwood. Contempló el río—. Mientras que…
—Sí —contesté—. Pero Lockwood, yo no puedo hacerlo.
—Todo irá bien. Flo es excéntrica, pero hay cosas que podemos confiarle.
Las aguas profundas son una de ellas.
—Nos estamos acostumbrando mucho a esto —comenté.
—Lo sé. Pero es la última vez.
—¿Me lo prometes?
Ya estábamos corriendo por el tejado ondulado, cogiendo toda la carrerilla
que podíamos. Entonces saltamos juntos, de la mano.
En algún momento de los siguientes seis segundos, solté a Lockwood. En
algún momento entre los gritos y la caída vertiginosa, perdí el estoque. Cerré
los ojos con fuerza en el instante en el que salté, así que no vi a las estrellas
alzarse en vuelo o a la ciudad saltar para atraparnos, como luego explicó
Lockwood.
Después, mucho después, quizá unos cuatro o cinco segundos más tarde
en los que no podía creer que no estuviera muerta, abrí los ojos para
comprobarlo y vi las brillantes aguas del Támesis extenderse en un saludo
silencioso bajo mis veloces botas. Estaba intentando recordar cómo había que
chocar contra una superficie imitando a una flecha para no romperse todos los
huesos cuando, con el chasquido de un látigo y un grito, estaba a tres metros
de profundidad rodeada de un cono de burbujas sin dejar de hundirme.
En algún momento alcancé el equilibrio. Iba cada vez más y más lento…
Me quedé suspendida en la oscuridad, sin pensamiento, emoción o algo que
me atrajera a la vida o a las cosas vivas. Entonces la corriente me lanzó hacia
arriba y hacia los lados. En una oleada de terror, recordé mi vida y mi
nombre. Luché, me revolqué y me tragué la mitad del río justo cuando este
me vomitó.
Viraba sobre una ola aceitosa en algún rincón del corazón del Támesis.
Me recosté, tosiendo y jadeando. Lockwood estaba a mi lado y me agarró de
la mano. Con la mirada puesta en la luna, una última visión me mostró a una
figura delgada que se perfilaba en un tejado lejano antes de que las aguas
negras nos arrastraran a los dos.
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VI
A través del espejo
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—Lo mires por donde lo mires, ha sido un triunfo —opiné, llevando una
tostada caliente de una mano a otra y lanzándola a un plato—. ¡Hemos
ganado a Winkman! ¡Tenemos el espejo de Bickerstaff! Podemos dárselo a
Barnes por la mañana y acabar con este asunto. Y Kipps pierde la apuesta, lo
que es lo mejor de todo.
Lockwood estaba hojeando el panfleto que habíamos robado de la
biblioteca de Fittes hacía unas horas, aunque parecía haber pasado toda una
vida. Lo habíamos dejado en las taquillas de Charing Cross, así que se libró
de la inmersión en el Támesis.
—Me he fijado en que Kipps y su equipo ya no están merodeando fuera
—comentó—. Debe haberse dado por vencido cuando se dio cuenta de que le
engañamos en el coche. Aunque ojalá volviera George. Se está tomando su
tiempo.
—Seguramente no haya encontrado un taxi que le lleve después de estar
en ese bote apestoso de Flo —señalé—. Tendrá que venir andando. Su
taquilla en la estación estaba vacía, así que sabemos que salió sano y salvo.
—Cierto. —Lockwood dejó el panfleto y se levantó para ocuparse de los
huevos—. Por cierto, yo tenía razón sobre Las confesiones de Mary Dulac.
Son casi todo chorradas. Mucha palabrería sobre un conocimiento prohibido y
la búsqueda de los misterios de la creación. La verdad es que no dejan a la
pobre y vieja Mary en buen lugar. Al parecer vivió durante diez años dentro
del hueco de un árbol. ¿Quieres que te sirva el huevo en una taza o en el
plato?
—En una taza, por favor. Lockwood, ¿quién crees que era ese hombre del
tejado?
—No lo sé. Pero Winkman le llamó «mi señor», así que puede que lo
averigüemos. —Me pasó el huevo cocido—. Es un coleccionista rico o una
versión moderna de Bickerstaff que se mete donde no le llaman. A juzgar por
lo que dice Mary Dulac, Bickerstaff parece un monstruo. Míralo, está en la
tercera o cuarta página.
Volvió a concentrarse en la cena. Cogí Las confesiones de Mary Dulac.
Pese a la encuadernación de cuero de la biblioteca de Fittes, era muy fino y
apenas ocupaba unas cuantas hojas. Parecía más una colección de párrafos
inconexos que otra cosa. Probablemente alguien habría copiado una selección
del documento original y quitado los fragmentos que resultaban aburridos o
incoherentes. Como Lockwood había dicho, se centraba mucho en la infeliz
vida de la mujer en la naturaleza e incluía muchos comentarios filosóficos
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sobre la muerte y el más allá que yo no comprendía. Aunque la parte sobre
Bickerstaff era más jugosa. Entre trozo y trozo de huevo, leí:
¿Quién fue Bickerstaff, cuya sombra maldita se cierne sobre mi desde hace diez años?
¡Ah! ¡Y el hombre más retorcido que conocí jamás! Si, yo le mate. Si, le sepultamos bajo
tierra y sellamos su cuerpo con hierro, mas sigo viéndole en la oscuridad cada vez que
cierro los ojos. Continúo viéndole ante mí, envuelto en su capa aterciopelada y
concentrado en sus rituales oscuros. Continúo viéndole saliendo del taller con sus
sangrientos cuchillos de carnicero en la mano. Continúo oyendo su terrible voz, ese
instrumento relajante y persuasivo que nos convertía a todos en marionetas a su merced.
¡Ah! ¡Qué ilusos fuimos siguiéndole! ¡Nos prometió el mundo, nos prometió la
iluminación! Al final nos llevó a la ruina y al borde de la locura. ¡Lo he perdido todo por
su culpa!
A esto le seguía una breve divagación sobre los tipos de corteza y hongos
que Mary Dulac se vio obligada a comer durante sus años a la intemperie del
bosque de Chertsey. Luego volvió al tema principal.
La oscuridad siempre estaba en él: en esos ojos penetrantes de lobezno y en esa rabia
salvaje que liberaba con la situación más insignificante. No puedo olvidarlo. La manera
en la que le rompió el brazo a Locan cuando se le cayeron las velas y cómo tiró a
Mortimer escaleras abajo. No puedo olvidarlo. Sí, le odiábamos y le temíamos. Pero su
voz era miel. Nos fascinaba con su discurso sobre el gran proyecto y el asombroso
artefacto que podría crear si soportábamos la misión. Con la ayuda de su sirviente, un
chico astuto y malvado cuyos ojos veían claramente a las ánimas, emprendimos
incursiones a camposantos y recopilamos los materiales para el artefacto. El chico nos
protegía de los espíritus vengativos hasta que los atrapábamos en el espejo.
Bickerstaff afirmaba que la presencia de todos los espíritus juntos era lo que le daba
poder al artefacto. ¡Mas que poder! El espejo debilita las estructuras del mundo y ofrece
a los pocos afortunados… ¡Oh, cuanto horror! ¡Qué blasfemia! Un atisbo del cielo.
Miré a Lockwood.
—No sé lo que se verá a través del espejo de Bickerstaff, pero no creo que
sea el cielo —dije en voz baja.
Él sacudió la cabeza.
—Yo tampoco. Teníamos razón, Lucy. Teníamos razón sobre ese espejo
de hueso. El grupo de Bickerstaff estaba intentando ver algo que se nos está
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prohibido a todos. Intentaban mirar más allá de la muerte y descubrir qué
ocurre después. Bickerstaff estaba loco, igual que los demás. Incluyendo a
nuestro amigo.
Señaló con la cabeza al rostro del frasco. Unos puntos de luz brillaban en
las cuencas de los ojos mientras nos miraba. La sonrisa era amplia y
cómplice.
—Parece estar de muy buen humor esta noche —observé—. No ha dejado
de sonreír desde que llegamos. Oye, acabo de caer en algo… Ese sirviente
malvado del que hablaba Dulac… ¿No crees que…?
—Quién sabe. —Lockwood miró a la calavera con el ceño fruncido—. No
me sorprendería nada. —Se recostó en su silla—. Bueno, gracias a Dios
tenemos el espejo y nadie más podrá ponerle las manos encima. Apuesto a
que Bickerstaff nunca intentó mirarlo y solo usaba a los demás. No me
extraña que su fantasma fuera tan espeluznante. Me alegro de que le lanzaras
una espada a la cabeza.
—Cuando oí su voz en el cementerio —comenté—, era hipnótica, como
dice Dulac. Tenía una especie de efecto cautivador. Como si te invitara a
hacer cosas, aunque sabes que no deberías. Creo que les afectó a George y
Joplin, incluso sin ser conscientes de haber oído la voz. ¿Te acuerdas de cómo
se quedaron paralizados junto al féretro?
—Sí. Menudos idiotas. —Lockwood miró su reloj—. Luce, si George no
aparece pronto, voy a empezar a preocuparme. Quizá tendríamos que ir a
buscar a Flo para preguntarle dónde le dejó.
—Vendrá. Ya sabes lo lento que anda. Ah, mira esto. —Llegué a la última
página del panfleto—. Es lo que queríamos. La confesión final de Dulac.
Leí en voz alta:
Si, maté a un hombre. Pero ¿fue asesinato? ¡No! Si algún día tuviera que dictarse
sentencia, declararía que fue un acto de defensa propia. Si, un acto desesperado para
salvar mi alma. ¡Edmund Bickerstaff estaba loco! Ansiaba mi vida tanto que me puso
un cuchillo en el cuello. Su sangre manchaba mis manos, pero no cargo con la culpa.
Wilberforce murió. Todos lo vimos. Miró el artefacto y pereció. Luego nos invadió el
pánico. Huimos de aquel lugar maldito en nuestros carruajes, jurando rechazar a
Bickerstaff para siempre. Pero el doctor no lo aceptó. En cuestión de una hora, él y su
chico silencioso se presentaron en mi casa con el artefacto. Yo los temía, mas los dejé
entrar. El doctor estaba inquieto. ¿Guardaría yo silencio sobre el incidente del pobre
Wilberforce? ¿Podía él confiar en que yo siguiera mi propio consejo? Pese a mis súplicas,
entró en cólera. Entonces me acuso. Para demostrar mi fe, ¡debía mirar a través del
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espejo! El chico me agarró por detrás y me inmovilizó los brazos. El artefacto emergió del
bolsillo del doctor, lo sostuvo frente a mí. Apenas lo vislumbré, unos instantes únicamente,
y sentí que mi cordura se zafaba de mí y mis extremidades se enfriaban.
Así habría acabado todo, de no ser por el revólver personal de mi padre que yacía
sobre la mesa. Me/liberé y tomé la/pistola. Bickerstaff se abalanzó sobre mí con las
manos en forma de garra, gritando, pero yo me cubrí la cara y disparé una bala que le
atravesó la frente. También abrí fuego contra el chico, pero esquivó el tiro como una
anguila, se arrojó por la ventana escapó. Que Dios me perdone, pero a veces este es mi
mayor lamento. Desearía haberle matado a él también.
No contaré cómo nos deshicimos del doctor y de su creación. Basta decir que
temíamos que otros imitaran nuestra estupidez y buscaran un conocimiento que no debe
alcanzar el hombre. Solo confío en que hayamos reprimido el artefacto lo mejor que
pudimos y que ahora yazca para siempre sin perturbación alguna.
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—¿Qué?
—¿Esto estaba aquí antes?
—Sí. Ese dibujo lleva meses ahí. Me sorprende que no te hayas dado
cuenta. No hago más que repetirle a George que no haga estas cosas. Me quita
las ganas de desayunar. ¿Por qué? ¿Crees que deberíamos cambiar de mantel?
—El dibujo no. Cállate. Esta frase de aquí. Dice: «He ido a ver a un
amigo por lo del espejo. Vuelvo pronto. G».
Nos miramos.
—Eso debe llevar días escrito… —dijo Lockwood.
—¿Desde cuándo?
Lockwood dudó.
—No lo sé.
—Mira, este es el bolígrafo con el que lo escribió. Justo al lado.
—Pero eso significaría… —Me miró—. No puede ser. No lo haría.
—Un «amigo» —repetí—. Y sabes quién podría ser, ¿no?
—No haría algo así.
—Volvió con el espejo de hueso y, en vez de esperarnos, volvió a salir.
Para ver a Joplin.
—¡Que no haría algo así! —Lockwood había hecho el amago de
levantarse y parecía no tener claro qué hacer—. No puedo creerlo. Le dije
expresamente que no lo hiciera.
Una vibración en la sala. Era leve y muy lejana. Miré al frasco. Una
malévola luz verde brilló en el interior mientras la cara se reía.
—¡El fantasma lo sabe! —grité—. Por supuesto que sí. ¡Estaba justo aquí!
Aparté la silla y corrí hacia el frasco. Abrí la palanca y, de golpe, las
infames carcajadas de la calavera estallaron en mi oído.
—¿Echas de menos a alguien? —se mofó—. ¿Al fin os dais cuenta?
—¡Cuéntanoslo! —exclamé—. ¿Qué has visto?
—Me preguntaba cuánto tardaríais en resolverlo —dijo la voz—. Supuse
que veinte minutos. Os ha costado el doble. Dos lirones tontos se habrían
percatado más rápido que vosotros.
—¿Qué ha pasado? ¿Adónde ha ido George?
—¿Sabéis? Creo que vuestro pequeño George está metido en un lío —
contestó la calavera, regodeándose—. Creo que ha ido a hacer una estupidez.
Bueno, después de todo lo que me ha hecho, a mí no me quitará el sueño.
Sentí cómo el pánico se agolpaba en mi pecho y los músculos se me
agarrotaban. Con la voz entrecortada, le repetí a Lockwood las palabras del
fantasma. De pronto, había corrido hacia mí y levantaba el frasco sellado de la
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encimera. Lo revolvió y lo soltó con fuerza sobre la mesa, lo que hizo que los
platos salieran volando.
El rostro daba vueltas en el interior del frasco y la nariz estaba aplastada
contra el cristal.
—Oye, cuidadito. El plasma es delicado.
Lockwood se pasó los dedos por el pelo.
—Dile que hable. Que si no nos cuenta qué le vio hacer a George,
nosotros…
—¿Qué? —farfulló el fantasma—. ¿Qué me vais a hacer? Ya estoy
muerto.
Repetí el mensaje y luego golpeé el cristal con un dedo.
—Sabemos que no te gusta el calor —salté—. Podemos meterte en una
situación muy incómoda.
—Sí —añadió Lockwood—. Y ahora no estamos hablando del horno. Te
llevaremos a la incineradora de Clerkenwell.
—¿Y qué? —replicó el espíritu—. Destruidme. ¿Acaso eso os ayudaría?
¿Y cómo sabéis si no es eso lo que deseo exactamente?
Cuando se lo dije a Lockwood, este abrió la boca y volvió a cerrarla. Los
deseos y sueños de un fantasma son algo difícil de imaginar, de modo que no
supo qué decir. Pero yo sí. En aquel instante, supe perfectamente qué es lo
que el fantasma siempre había querido, lo que le había motivado mientras
vivía y lo que aún le impulsaba en la muerte. Lo sentí. Lo sabía como si el
anhelo fuera mío. Alguna ventaja tenía que tener compartir espacio mental
con un fantasma. No muchas, pero sí algunas.
Acerqué la cabeza al cristal.
—Te gusta ocultarnos secretitos, ¿a que sí? —pregunté—. Tu nombre, por
ejemplo, y tu identidad. Bueno, en realidad eso no nos interesa. Ya te
conocemos lo suficiente para comprender tus motivaciones. Eras uno de los
amigos de Bickerstaff, puede que su sirviente o puede que no, lo que significa
que compartías sus sueños. Le ayudaste a construir ese estúpido espejo de
hueso. Querías ver cómo lo usaban. ¿Y por qué querrías eso? ¿Por qué tenías
ese absurdo deseo de contemplar más allá de la muerte y ver qué hay
después? Porque estabas asustado. Querías asegurarte de que ocurriera algo y
de que no estarías solo.
El rostro del frasco bostezó dejando ver unos espantosos dientes.
—¿En serio? Fascinante. Prepárame un chocolate caliente y despiértame
cuando acabes.
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—Sin embargo, no es ese miedo lo que te motiva ahora —seguí,
implacable—. Sigues sin soportar la idea de quedarte solo. Por eso siempre
estás parloteando conmigo y haciendo muecas. Estás desesperado por
interactuar con alguien.
El fantasma puso los ojos en blanco tan rápido que parecían una
girándula.
—¿Contigo? ¿Por quién me tomas? Tengo un listón alto. Si quisiera una
conversación de verdad, buscaría…
—¿El qué buscarías? —repliqué—. ¿Y cómo? Solo eres una cabeza
metida en un frasco. No puedes ir a ninguna parte y nosotros somos todo lo
que tienes. Y por eso no vamos a llevarte a la incineradora. No vamos a
torturarte. Si no empiezas a cooperar, lo único que haremos será cerrar la
palanca, meterte en una bolsa y enterrarte bajo tierra por ahí. A tanta
profundidad que nadie te encontrará nunca. Solo estarías tú, sin nadie más,
durante toda la eternidad. ¿Qué te parece?
—No haríais eso —contestó el fantasma, pero por primera vez oí
incertidumbre en su voz—. No olvides que me necesitáis. Soy un fantasma de
tipo tres. Os haré ricos. Os haré famosos.
—Que le den a todo eso. Nuestro amigo es más importante. Último
intento, calavera. Desembucha.
—Y yo que pensaba que Cubbins era el cruel. —El rostro se adentró de
nuevo en las sombras del plasma, donde brilló con una expresión de malicia
que nos heló la sangre—. Está bien —dijo, despacio—. Vale, os lo diré. Pero
no te creas que me has chantajeado, eh. Solo quiero disfrutar de lo que os va a
pasar.
—Que vaya al grano —interrumpió Lockwood. Le estaba susurrando las
palabras del fantasma lo mejor que podía. Él me apretó el brazo—. Bien
hecho, Lucy.
—Bueno, casualmente teníais razón —susurró la voz—. Cubbins estuvo
aquí. Llegó a casa casi una hora antes que vosotros. Llevaba el espejo del
maestro en un saco sucio. Y no pasó mucho tiempo hasta que apareció otra
persona. Un tipo pequeño, tímido, con gafas y el pelo enmarañado.
Lo repetí. Lockwood y yo intercambiamos una mirada.
Joplin.
—No se quedaron. Solo hubo una breve discusión y luego se marcharon
juntos. Se llevaron el saco. Me pareció que Cubbins estaba preocupado. No
tenía claro lo que hacía. En el último momento, regresó y os dejó esa nota.
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Diría que seguía luchando contra mi maestro, pero el otro tipo no. Él ya se ha
perdido.
—¿Contra qué seguía luchando?
Sentí cómo una lanza fría me perforaba el costado.
Los dientes de la calavera brillaban bajo la sonrisa del fantasma.
—Mi maestro ha estado hablándoles. Se les nota en los ojos. Sobre todo al
otro. Ansía desesperadamente la iluminación. Pero Cubbins también tiene esa
locura. ¿No os habéis fijado? —Una risa susurrada—. Quizá es que nunca le
prestáis atención.
No podía hablar. Volví a ver la figura encorvada alzarse en el cementerio
y erguirse sobre George. Volví a oír la voz suave y urgente: «Mira… Mira…
Te doy lo que tu corazón desea…». Pensé en George y Joplin junto al féretro
de hierro, hechizados. Pensé en todos los comentarios que había hecho
George desde entonces, en lo mal que se encontraba en la casa de Bickerstaff,
en su aire distraído y en el anhelo con el que hablaba del espejo. De uno en
uno, los recuerdos me atravesaron. Estaba paralizada. Lockwood tuvo que
intentar llamarme varias veces hasta conseguir que le contara lo que había
oído.
—Sabíamos que el espejo y el fantasma le habían afectado —dije con voz
ronca—. Nos dimos cuenta, pero no le hicimos caso. Pobre George…
Lockwood, ¡qué ciegos hemos estado! Estaba desesperado por investigarlo.
Lleva todo este tiempo obsesionado con él. Y tú no dejabas de criticarle y
echarle la bronca.
—¡Pues claro que sí! —Si yo había alzado la voz, ahora Lockwood hizo
lo propio—. ¡Porque George siempre es así! ¡Siempre está obsesionado con
las reliquias y las cosas antiguas! ¡Es su forma de ser! Habría sido imposible
percatarse. —El rostro de Lockwood estaba lívido y se le marcaban las ojeras.
Dejó caer los hombros—. ¿De verdad crees que le afectó la presencia del
fantasma?
—Del fantasma y del espejo. Normalmente él nunca haría algo así. ¿Se
marcharía y nos dejaría solos?
—No, por supuesto que no… Pero aun así… Sinceramente, Luce, le voy a
matar.
—Eso quizá no sea necesario si uno de esos idiotas mira el espejo.
Lockwood respiró hondo.
—Vale. Pensemos. ¿Dónde estarán? ¿Dónde vive Joplin?
—Ni idea, pero parece pasar casi todo el tiempo en el cementerio de
Kensal Green.
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Chasqueó los dedos.
—¡Eso es! Y no es que esté en la superficie. ¿Esa cosa gris que le cubre el
pelo? Digamos que no es caspa. —Se dirigió a la puerta del sótano y bajó
corriendo las escaleras dando zapatazos sobre el hierro—. ¡Venga! —gritó—.
Coge todo el equipo que puedas. Espadas, destellos, ¡lo que tengamos! Y pide
un taxi nocturno. ¡Tenemos que irnos!
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parecidas que casi podrían haber sido un par a juego. ¿Recuerdas dónde
encontraron la daga?
Él asintió.
—En el cementerio de Maida Vale, en el norte de Londres.
—Exacto. Y la primera vez que Saunders y Joplin vinieron a vernos, nos
hablaron de otro sitio en el que habían trabajado. ¿Recuerdas cuál era?
Me miró.
—Era… Era el cementerio de Maida Vale… Oh, no.
—Creo que Joplin encontró dos dagas —dije—. Creo que entregó una y
se quedó la otra. Y, hace poco, influenciado por Bickerstaff y el espejo —
expliqué. Mi mirada atravesó la puerta y se centró en el pasillo sin alfombra,
todavía cubierto de sal—, me temo que le dio uso a la segunda daga.
El frasco soltó una carcajada.
—¡Esta es la mejor noche que he tenido desde que vivía! ¡Miraos!
¡Vuestras caras no tienen precio!
—Nunca habría creído que esto fuera posible —susurró Lockwood—.
George está en más peligro del que pensábamos.
El claxon del taxi sonó en la calle. Me llevé la bolsa al hombro.
—Que os divirtáis —nos deseó el fantasma—. Saludad a Cubbins de mi
parte. O a lo que quede de él. Estará… Espera, ¿qué estás haciendo?
Lockwood había sacado una mochila de un rincón de la cocina y estaba
metiendo el frasco dentro.
—No hace falta que seas tan engreído —dijo—. Tú también vienes.
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—Más te vale equivocarte —jadeé—. O te enterarás de lo que pensamos
hacer contigo.
En algún rincón de la mochila que llevaba a la espalda, noté el canturreo
indignado del plasma revuelto.
Desde que habíamos salido de la casa, el fantasma del frasco había
narrado todo en susurros, alternando los comentarios con amenazas violentas,
súplicas y expresiones de falsas condolencias. En otras palabras: estaba
nervioso. Mi amenaza de abandonarle le había inquietado mucho. Aunque eso
no le hacía menos irritante. De buena gana lo habría arrojado a un arbusto,
pero no teníamos esa opción. El fantasma conocía a Bickerstaff. El fantasma
sabía los secretos del espejo. Quizá necesitáramos su ayuda.
Lockwood me miró para pedirme silencio y luego estiró la mano hacia el
gran pomo de metal. Me preparé y entrecerré los ojos para protegerme del
paso de la oscuridad a la luz. Con un repentino movimiento ágil, giró la
manecilla y empujó. La puerta chirrió y la claridad nos cegó. Los dos
entramos.
El interior de la capilla estaba igual que la última vez que la habíamos
visto la mañana después del robo: las mesas del señor Saunders y el señor
Joplin cubiertas de papeles, las estufas de gas, el gran catafalco negro sobre
una placa metálica, el púlpito, el altar y su barandilla larga y brillante.
Reinaba el silencio, reinaba la quietud. No había nadie.
Busqué pistas en el zumbido del espejo de hueso, pero no oí nada.
Lockwood tocó la estufa más cercana.
—Está templada —dijo—. No caliente. Ha estado aquí esta noche, pero se
fue hace bastante.
Yo estaba observando una figura retorcida y familiar en una esquina
cercana, apartada entre pilas de sal sucias y virutas.
—Mira, el ataúd de hierro sigue aquí. Pero el cuerpo de Bickerstaff ya no
está.
—Mi maestro anda cerca —susurró de pronto el fantasma—. Siento su
presencia.
—¿Dónde? —pregunté—. ¿Cómo llegamos hasta él?
—¿Cómo iba a saberlo? Es difícil estando dentro del frasco. Si me sueltas,
lo captaré mucho mejor.
—Ni hablar.
Lockwood se acercó a la puerta de madera que había tras la barandilla del
altar. Empujó y empujó, pero la puerta permaneció intacta.
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—El candado está abierto, igual que los pestillos. Alguien la ha cerrado
desde dentro.
—¿Estamos seguros de que está en las catacumbas? No es el tipo de sitio
al que yo iría —dije, dudosa.
—¡Pero esa es la respuesta! —Lockwood dio un salto y miró a su
alrededor con los ojos muy abiertos—. ¿Recuerdas las ilustraciones de los
documentos de Bickerstaff? Las catacumbas son exactamente el tipo de sitio
en el que los idiotas como Joplin se reúnen. Es donde se encuentran cosas y
tienen la atmósfera siniestra perfecta. Y, lo más importante, son privadas. Ahí
abajo no te molesta nadie. —Maldijo—. ¡Ah, esto es una pesadilla! ¿Cómo
podemos entrar?
—Tan ciegos como unos murciélagos —declaró el fantasma—. Siempre
mirando, pero sin ver nada. Incluso si lo tuvierais justo encima de la cabeza.
Mascullé y le di un puñetazo al costado de la mochila.
—Tú, cállate o te juro que… —Me paré en seco, con la mirada fija en el
gran pedestal de mármol negro situado en el centro de la habitación. El
catafalco. El artilugio Victoriano que baja los ataúdes a las catacumbas—. ¡El
catafalco! —exclamé con la voz entrecortada—. ¿No dijo Saunders que
todavía funcionaba?
Lockwood se dio con la palma de la mano en la cabeza.
—¡Sí! ¡Lo dijo! ¡Claro! ¡Rápido, Luce! ¡Busca por todos lados! Los
armarios, las esquinas, sobre el altar… Debe haber un mecanismo que lo
active.
—¿Ah, eso creéis? —se burló la calavera—. En serio, esto es patético. Es
como enseñar a leer a unos gatos.
Corrimos de un lado a otro de la capilla, asomándonos por cualquier
recoveco y sombra, pero las paredes eran lisas y no veíamos ninguna palanca
o botón.
—Estamos pasando por alto algo —murmuró Lockwood. Con el ceño
fruncido, dio media vuelta sobre sus talones—. Tiene que estar cerca.
—¡Pues volvamos a mirar! ¡Date prisa!
Abrí el pequeño armario de la sacristía y tiré pilas de libros de cánticos
enmohecidos y hojas de servicio. Allí tampoco estaba la palanca.
—Inútiles —murmuró la calavera—. Me apuesto lo que sea a que un crío
de cinco años lo averiguaría.
—Calla ya.
—Tenemos que encontrarlo, Lucy. A saber qué estará haciendo Joplin. —
Lockwood estaba rastreando la pared opuesta, mirando arriba y abajo—. ¡Ah,
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qué tontos hemos sido! Ha estado delante de nosotros todo el tiempo y ni le
hemos prestado un segundo de atención. Lleva metiendo las narices en el caso
desde antes de que abriéramos el ataúd. Hasta Barnes nos dijo que alguien de
la excavación tenía que haber avisado del espejo a los saqueadores de
reliquias. No habrían podido aparecer tan rápido si no fuera así. Joplin era uno
de los pocos que podría haberlo hecho, pero nunca sospechamos de él.
—No teníamos motivos para hacerlo —protesté—. ¿Recuerdas lo
enfadado que estaba por el robo? No creo que estuviera fingiendo.
—No, yo tampoco. Pero nunca se nos ocurrió que Joplin pudiera estar
enfadado de verdad y sentirse culpable al mismo tiempo. ¿Sabes qué creo que
pasó? Le encargó a Jack Carver que robara el espejo, puesto que Carver ya le
había robado muchas otras cosas antes. Saunders dijo que ha habido muchos
robos en sus excavaciones en los últimos años. Todos fueron por culpa de
Joplin, que mangaba todo lo que le gustaba. Pero esta vez, Carver se la jugó.
Se dio cuenta de lo que valía el espejo y se lo llevó a Winkman, que le pagó
bien. Joplin estaba furioso.
—Claro —dije. Recorría las paredes, pero eran blancas, desnudas y no
tenían ningún rincón en el que esconder una grieta o telaraña, así que mucho
menos un interruptor—. Tan furioso que apuñaló al saqueador de reliquias
con su sofisticada daga.
—Exacto. En circunstancias normales, apostaría lo que sea a que Joplin
sería demasiado débil para hacerle daño a una mosca. Pero si la calavera tiene
razón, si el fantasma de Edmund Bickerstaff le había afectado y se estaba
volviendo loco…
—Sí —murmuró la calavera—. Eso es lo que hace el maestro. Toma a los
débiles y los bobos y los moldea a su voluntad. Así, por ejemplo. Lucy… ¡Te
lo ordeno! ¡Rompe mi prisión de cristal y libérame! ¡Libééérame!
—Piérdete —dije—. Lockwood, ¿de verdad crees que Joplin fue tras
Carver?
Mi amigo estaba en la esquina más alejada de la capilla y se movía y
hablaba deprisa.
—Lo hizo y le alcanzó cuando estaba viniendo a vernos. Discutieron.
Cuando Carver confesó haber vendido el espejo, Joplin perdió los estribos.
Apuñaló a Carver, que consiguió huir y llegar hasta nosotros. Joplin, por
supuesto, pensaría que había perdido el espejo para siempre. Qué equivocado
estaba. Desde entonces, nosotros no hemos dejado de buscarlo y le
manteníamos amablemente informado. Y ahora George le ha traído el espejo,
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Joplin ha conseguido lo que su corazón desea y nosotros… ¡Somos tan
estúpidos que no encontramos la forma de bajar!
Con un grito de frustración, Lockwood le dio una patada a la pared con
una bota. Había recorrido toda la sala sin éxito alguno. Tenía razón.
Estábamos bloqueados. No había manera de llegar a las catacumbas.
—¿Y si está fuera? —sugerí—. Quizá haya otra entrada a ras del suelo.
—Supongo, pero no sé cómo vamos a encontrarla a tiempo —dijo
Lockwood—. Está bien. Iremos a echar un vistazo. Vamos.
Corrimos hacia las puertas, las abrimos y nos quedamos paralizados.
Sobre los peldaños, con el cielo iluminado de fondo, había tres figuras
conocidas con chaquetas gris plateadas. Bobby Vernon, Kat Godwin y el gran
Ned Shaw: el pequeño, la rubia y el amenazador, todos miembros del equipo
de Quill Kipps. Aunque el propio Kipps no estaba allí. Permanecieron
inmóviles, con las manos estiradas en busca del pomo de la puerta. Los
miramos.
—¿Dónde está Quill? —ladró Kat Godwin—. ¿Qué está pasando?
—¿Qué le habéis hecho? —rugió Ned Shaw, acercándose—. Hoy no
estamos para tonterías, Lockwood. Habla ahora mismo.
Él sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero no tenemos tiempo para esto. Es una emergencia.
Creemos que George está en un aprieto.
Kat Godwin apretó la mandíbula. Sus ojos reflejaban duda y hostilidad.
Las palabras salieron de golpe de su boca:
—Nosotros pensamos que Kipps también.
—Nos llamó hace una hora para decirnos que había estado siguiendo a
vuestro amigo Cubbins —explicó Bobby Vernon—. Le había visto entrar al
cementerio con alguien. Nos pidió que nos reuniéramos aquí con él. Le hemos
buscado por todas partes, pero no hay ni rastro de Quill.
—¿Entonces seguía espiándonos? —solté—. Qué lástima.
—Eso es mejor que codearse con criminales, como parece que hacéis
vosotros —escupió Godwin.
—Ahora todo eso es irrelevante —dijo Lockwood—. Si Kipps está con
George, los dos están en peligro. Kat, Bobby, Ned, necesitamos vuestra ayuda
y vosotros la nuestra, así que manos a la obra —habló con tranquilidad y
autoridad y, aunque vi cómo Ned Shaw retorcía los dedos, ninguno le
cuestionó—. Creemos que están en las catacumbas que hay bajo la capilla.
Las puertas de acceso están cerradas y tenemos que bajar. Bobby, tú sabrás de
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estas cosas. ¿Cómo se activaban los catafalcos Victorianos que se usaban para
bajar los cuerpos a la planta inferior de una iglesia? ¿Por arriba o por abajo?
—Por arriba —respondió Vernon—. El sacerdote bajaba el féretro durante
la misa.
—Vale, entonces debe haber una palanca. Teníamos razón, Luce. ¿Y
dónde…? —Se detuvo, con la mirada perdida en el cementerio crepuscular—.
Kat, Ned, ¿habéis traído a alguien más?
—No. —Ned Shaw frunció el ceño—. ¿Por qué?
Lockwood respiró hondo.
—Porque parece que tenemos compañía —respondió.
Su vista era mejor que la mía. Yo no me había percatado de los pequeños
movimientos entre las lápidas ni de las veloces figuras oscuras que corrían
por los pasillos de hierba. Llegaron al campamento de los excavadores y
ahora se adentraban en el espacio grisáceo entre las casetas y las
retroexcavadoras. Un grupo de hombres, en silencio y con un propósito.
Hombres acostumbrados a salir de noche. Llevaban palos y porras en las
manos.
—Oye, esto se pone interesante —susurró la voz del fantasma en mis
oídos—. Cómo estoy disfrutando de la excursión nocturna. Ahora veré cómo
os matan a todos. Deberíamos hacer esto más a menudo.
—¿Entonces tampoco son amigos vuestros, Lockwood? —preguntó Kat
Godwin—. O quizá conocidos…
Él me miró de reojo.
—Lucy, creo que estos tipos trabajan para Winkman. El del final estaba
en la subasta, estoy casi seguro. No sé cómo nos han seguido, pero necesito
que hagas algo por mí ahora, sin protestar.
—Vale.
—Vuelve a la capilla, busca la palanca, baja y encuentra a George. Yo iré
lo más rápido que pueda.
—Ya, Lockwood, pero…
—Estaría bien que no protestaras.
Cuando usaba ese tono, discutir con él no era una opción. Regresé a la
capilla. Los primeros hombres habían llegado a los peldaños. Entre todos
reunían una serie de rasgos que no te gustaría ver acercándose en una noche
oscura: cabezas calvas, narices rotas, dientes al descubierto y cejas caídas…
Los garrotes que sostenían tampoco es que fueran muy apetecibles.
—¿Qué hacemos? —balbuceó Bobby Vernon.
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—Bobby, ahora mismo creo que tendrías que desenvainar el estoque —
dijo Lockwood. Echó la cabeza hacia atrás para mirarme—. ¡Lucy, vete!
Los hombres se precipitaron sobre las escaleras y yo di un portazo. Desde
el exterior llegaron los sonidos del acero, los golpes secos y los choques.
Alguien gritó.
Corrí hacia el centro de la capilla y me detuve junto al catafalco de
mármol. ¿Qué había dicho Vernon? Los sacerdotes lo bajaban. Vale, ¿y
dónde se habría colocado el sacerdote? ¿Dónde demonios estaría?
—Anda, qué difícil —susurró la voz—. Se nota que vas mucho a la
iglesia.
Y entonces, de pronto, lo supe. El púlpito. El púlpito liso de madera, con
un libro abierto tallado en la parte superior, descansaba a unos centímetros del
catafalco, olvidado y en silencio. Troté hasta él, intentando ignorar los ruidos
que llegaban de fuera. Me coloqué sobre el reposapiés, miré hacia abajo y vi
un corte en el estante de madera justo bajo el borde.
Allí estaba, sobre el estante: un simple interruptor metálico.
Lo pulsé. Al principio pensé que no había hecho nada, pero luego, con
suavidad y casi sin hacer ruido, hubo un único y leve zumbido. El catafalco
empezó a hundirse. La base metálica sobre la que se sostenía descendió bajo
el suelo. Me bajé del púlpito de un salto, corrí y me abalancé sobre la
superficie de piedra negra.
Fuera de la capilla, algo pesado golpeaba las puertas. No alcé la vista.
Saqué el estoque y me preparé, con los pies separados y la respiración
constante. Más allá de las baldosas y lejos de la luz, me adentré en la
oscuridad subterránea.
—No temas. —Un susurro maligno procedente de la mochila me rozó el
oído—. No estás sola. Todavía me tienes a mí.
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Salté y trepé para salir del catafalco y alejarme de la columna de luz.
Luego me obligué a detenerme. Me quedé muy quieta y permanecí en la
oscuridad. Oí los latidos de mi corazón y, más allá, la quietud de aquel lugar.
Pero no estaba en silencio, al menos no para mis sentidos internos.
Pequeños sonidos procedían de distancias desconocidas: suaves crujidos,
suspiros y tenues carcajadas que terminaban en un inesperado sollozo.
También oí fragmentos de susurros y, en alguna parte, el chasqueo más
horrible, estúpido y repetitivo de una lengua húmeda.
Ninguno procedía de gargantas humanas. Estaba en el reino de los
muertos.
El silencio psíquico quedaba interrumpido por, lo que era más obvio, el
alegre canturreo del frasco sellado de la mochila. Se detenía de vez en
cuando, pero solo para empezar un silbido banal y desentonado.
—¿Podrías parar? —pedí—. Necesito escuchar.
—¿Por qué? Estoy feliz. Me siento como un pez en el agua.
—Pues te quedarás aquí para siempre si no cooperas —bramé—. Te
encerraré tras una pared de ladrillo.
El silbido cesó de pronto.
Siempre que estás sola y te sientes vulnerable, las emociones intentan
debilitarte. Las mías se habían vuelto locas. Pensé en Lockwood y en cómo
estaba arriesgando su vida arriba. Pensé en George y en las expresiones de
anhelo y aflicción que se dibujaron en su rostro cuando miró el espejo hacía
cinco días. Pensé en lo fácil que sería que todo lo que me importaba se
destruyera. Pensé en el vacío de mi cinturón de trabajo. Pensé en cómo la luna
había dibujado el terrible espectro de Edmund Bickerstaff en el cielo.
Comprimí las emociones. Las empaqueté y las guardé en una taquilla en
el ático de mi mente. Ya tendría tiempo de abrir la caja después. Ahora tenía
que permanecer alerta y sobrevivir.
El suelo bajo mis pies parecía duro. Noté ladrillos erosionados e
irregulares, piedras sueltas y guijarros, e incalculables años de polvo. El frío
suave y seco se extendía por todas partes. Seguía sin ver nada. En torno al haz
de luz, todo era tan oscuro que podría estar en un estrecho pasillo o en un
enorme vacío. Era imposible saber en cuál. Me parecía impensable que
alguien decidiera bajar hasta allí a propósito.
Entonces capté el zumbido leve, el sonido de las moscas.
Sí. El espejo de hueso. Estaba cerca, en alguna parte. A regañadientes,
puesto que la luz eléctrica entorpece los dones y llama la atención de
cualquier mirada vigilante, encendí el bolígrafo linterna y lo ajusté en el nivel
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más bajo y borroso. Alumbré hacia arriba y hacia los lados en un arco lento y
suave, asimilando lo que me rodeaba. Allí estaba el catafalco negro, doblado
como las patas de un insecto gigante, descansando sobre un mecanismo
expuesto de palancas metálicas enormes. Se encontraba en el centro de un
amplio pasillo de techos altos y abovedados y suelos cubiertos de restos. Las
paredes de piedra y ladrillo se dividían en estantes de muchas filas.
En la mayoría había un ataúd de plomo, presionado contra el hueco a la
espera de la vida eterna. Algunos estantes estaban tapiados, otros vacíos y
otros llenos de piedras y escombros. Cada veinte pasos, unos pasadizos
laterales atravesaban el pasillo.
Todo estaba espolvoreado de una fina capa de polvo gris. Pensé en el pelo
de Joplin.
Apagué la linterna y usé mi memoria para avanzar en la oscuridad,
mirando y escuchando todo el tiempo, intentando calcular la ubicación del
zumbido del espejo. No fue fácil, sobre todo porque el fantasma del frasco
había vuelto a moverse.
—¿Los sientes? —preguntó la voz—. A los demás. Están por todas partes.
—¿Podrías callarte?
—Oyen tus pisadas. Oyen el frenético latido de tu corazón.
—Ya está. En cuanto encuentre a George te quedas en uno de esos
estantes.
Silencio. Me ajusté las correas de la mochila con violencia y avancé
sigilosamente.
Cuando llegué al primer cruce, oí el eco de un grito que atravesaba la
oscuridad. El sonido estaba distorsionado y rebotaba entrecortado en las
paredes. ¿Sería George? ¿Kipps? ¿Joplin? ¿Era la voz de una persona viva?
No podía identificarla. Pero supuse que venía de la derecha. Coloqué una
mano sobre los ladrillos para guiarme y me dirigí hacia allí.
Instantes después, mi mano tocó algo frío y suave. Me alejé de un salto y
encendí la linterna: era una cúpula de cristal, colocada en un estante junto a
un ataúd. Bajo la mancha de polvo que acababa de acariciar, atisbé un arreglo
de lirios blancos secos. Durante unos segundos, me pregunté cuánto tiempo
llevarían aquellas flores funerarias en la oscuridad, una eternidad sin
marchitarse. Apagué la linterna y continué.
El pasillo era largo y estrecho y se entrecruzaba con otros caminos casi
idénticos, todos bordeados de ataúdes. Me detuve en cada intersección y
luego avancé. Caminé a oscuras todo lo que pude, con la esperanza de ver a
los visitantes con la misma facilidad que ellos a mí.
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Porque, sin duda, allí había visitantes.
A una distancia desconocida en el pasadizo de la izquierda, vi una forma
que brillaba débilmente. Era un hombre joven vestido con un traje y una
camisa de cuello alto y duro. Flotaba inmóvil, de espaldas a mí, con un
hombro mucho más alto que el otro. Por alguna razón, me alegró mucho que
no se diera la vuelta. Desde otro pasillo oí un golpeteo urgente. Cuando miré,
vi que uno de los estantes más bajos estaba envuelto en luz fantasmagórica, y
el golpeteo procedía claramente del pequeño féretro de plomo que contenía.
—Qué agradable —dijo la calavera—. Pero esto no es nada. Mi maestro
también está aquí.
—¿Más adelante?
—Oh, sí. Creo que te estás acercando. —Se rio en voz baja—. ¿Recuerdas
el grito que acabas de oír? ¿A cuánto se paga la apuesta de que era Cubbins
mirando el espejo?
Con dificultad, me tragué la rabia. Si al fantasma le apetecía hablar, quizá
pudiera darme información.
—Háblame del espejo —le pedí—. ¿Cuántos huesos usó Bickerstaff para
hacerlo? ¿Cuántos fantasmas necesitó?
—Si recuerdo bien, siete huesos y siete espíritus.
—¿Qué ves cuando miras a través del espejo?
—Oh, me procuré de no hacerlo.
—¿Y Bickerstaff? ¿Alguna vez miró?
—Puede que estuviera loco, pero no era estúpido —respondió el fantasma
—. Por supuesto que no lo hizo. Había demasiados riesgos. Dime, ¿no crees
que Cubbins estará ocupado muriéndose? ¿No estás perdiendo el tiempo?
Corrí y llegué a lo que parecía ser el pasillo más lejano de la catacumba,
donde convergían todos los caminos secundarios. Entonces, otro estallido
sonó más adelante: voces enfadadas y gritos de dolor. Apreté el paso y me
tropecé con el suelo irregular. Mi bota se había enganchado en un ladrillo
suelto. Di un traspiés, extendí el brazo para corregirme y mi mano se topó con
un trozo de piedra o mortero del estante de al lado. Se cayó, tintineó y, con un
estrépito, despareció en la oscuridad. Permanecí quieta, escuchando.
—No pasa nada. Nadie lo ha oído —dijo el fantasma. Hizo una pausa
dramática—. ¿O sí…?
Todo parecía estar en silencio, salvo mi doloroso pulso. Despacio, seguí.
El pasadizo no tardó en curvarse hacia la derecha, donde vi el brillo de un
farol iluminando los ladrillos y señalando los huecos ennegrecidos de los
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estantes vacíos. El ruido del espejo era más intenso y hacía mucho frío. La
temperatura descendía a cada paso.
—Cuidado —murmuró la calavera—, cuidado… Bickerstaff anda cerca.
Agachada y apretada contra la piedra, me deslicé cerca del borde de luz y
me asomé a la esquina del pasadizo. Después de tanta oscuridad, el brillo
tenue me cegó. Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse. Cuando lo
hicieron, vi lo que había en la estancia.
Mis piernas se debilitaron. Me apoyé contra la pared.
—Oh, George —jadeé—. Oh, no.
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sustituían a sus ojos y bocas. Sin necesidad de contar, sabía que había siete,
puesto que se trataban de los espíritus atrapados en el interior del espejo. Su
rabia y melancolía me golpeó y oí sus incesantes llantos desde la lejanía:
—Nuestros huesos… —suplicaron—. Devuélvenos nuestros huesos…
En otra ocasión, los espíritus y el espejo de cristal habrían conseguido
paralizarme de miedo. No habría sido capaz de alejar la mirada.
Pero hoy no. El motivo estaba delante del círculo: George.
Estaba sentado en una silla de madera, justo frente al espejo tapado. Le
habían atado las manos con fuerza al respaldo de la silla. Tenía la cabeza
gacha, inclinada hacia el torso, y las gafas torcidas. Sus ojos estaban cerrados.
Para mi profundo alivio, seguía vivo. Su pecho subía y bajaba.
En la estancia había otra silla, colocada ante George. Para mi breve
sorpresa (casi había olvidado el encuentro con el equipo de Fittes), allí estaba
Quill Kipps. Como George, tenía las manos atadas a su espalda. Pero estaba
despierto, con el pelo manchado de telarañas y el rostro delgado cubierto del
polvo de las tumbas. Tenía la chaqueta mal puesta y el cuello de la camisa
roto. Parecía haber pasado una mala racha y sufrido unas cuantas
humillaciones. Pero, sobre todo, se le veía muy enfadado. Su mirada recorría
la sala con los ojos brillantes.
No había ni rastro de Albert Joplin.
Había algo más en la pequeña cámara y, de todas las cosas malas que se
encontraban allí, esta era sin duda la peor. Al principio no me di cuenta,
puesto que estaba detrás de Kipps y era más tenue que los fantasmas junto al
espejo. Entonces mis ojos se centraron en una masa oscura recostada en el
suelo y en la sombra que se alzaba sobre ella. Me temblaron las manos y se
me secó la boca.
—¡El maestro! —susurró la calavera a mi espalda, y noté el temblor de la
emoción y el terror en su voz—. ¡El maestro está aquí!
El fantasma de Edmund Bickerstaff estaba al fondo de la estancia.
Sobre la tierra del suelo yacía el cuerpo del médico: el cadáver repugnante
y medio momificado del féretro de hierro, con su traje negro harapiento y un
mechón de pelo quebradizo. Estaba tan agarrotado como una rama torcida y
tan brillante como una madera de turbera. Su cara de mono arrugado y sin
dientes miraba hacia la nada.
Pero del centro de su pecho emergía la misma aparición terrible y tenue
que había visto en el cementerio hacía cinco días. Medía dos metros y medio.
Una figura de dos metros y medio que se alzaba con una túnica fina y una
capucha mustia que le ensombrecía el rostro. Flotaba tan alto que parecía
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poder atravesar las bóvedas de ladrillo y desaparecer por el suelo de la planta
superior. Permanecía allí, casi inmóvil, agitándose minuciosamente de un
lado a otro, imitando a una cría de serpiente. Sus ojos estaban ocultos, pero
podía verle la barbilla blanca y huesuda, y la boca pesada y tosca.
Durante unos instantes, no logré entender por qué el visitante no se
abalanzaba sobre Kipps, que estaba sentado justo delante. Entonces vi otra
cadena de hierro extendida en el suelo que acordonaba el cuerpo de
Bickerstaff. El fantasma estaba atrapado en el interior.
Incluso así, su malicia llenaba la habitación. Podía sentir la oscura
intensidad de su anhelo. Ahora, su atención se centraba en el espejo y en
George. No había captado mi presencia. Eso cambiaría en cuanto pusiera un
pie en la cámara. Solo de pensarlo me sentía enferma.
Pero tenía que actuar, y rápido. Joplin no estaba en ninguna parte. Este era
el momento de rescatar a George, y para eso necesitaba ser sigilosa.
Agachada en la oscuridad, tan silenciosamente como me era posible, empecé
a quitarme la mochila.
—Como ves, está intentando recrear los experimentos originales —decía
la calavera—. Ha colocado el espejo sobre el soporte. Hay siete espíritus, que
siguen siendo tan débiles como siempre. Permanentemente quejándose y sin
hacer nada. Incluso tiene al maestro ahí, aguardando. Es casi como volver a
los viejos tiempos. Espera…, ¿por qué me bajas?
Metí la mochila en un estante vacío.
—Pesas demasiado —susurré—. Te quedas aquí.
—¡No! —exclamó la calavera con urgencia—. Yo debo ser parte de esto.
¡Deseo ver al maestro! ¡Llévame hasta él!
—Lo siento, pero te quedas donde estás. —Aflojé el cierre de la mochila y
bajé un poco la tela, de modo que el frasco sobresaliera unos centímetros. El
plasma se había teñido de verde y vi el rostro deforme dando vueltas sin parar
—. Si te necesito, vendré a por ti —le dije—. Y más te vale ayudarme cuando
te lo pida o te dejaré aquí para siempre.
—¡Te maldigo, Lucy! —siseó la calavera—. ¿Por qué no me obedeces?
—De pronto, gritó—: ¡Maestro! ¡Soy yo! ¡Le doy la bienvenida!
En la esquina, la figura encapuchada siguió en silencio. No respondió.
—Maestro… —El lastimero susurro estaba lleno de miedo y anhelo—.
¡Aquí! ¡Soy yo!
La figura permaneció quieta. Centraba toda su atención en el espejo de
hueso, y en George.
—Ya —dijo la calavera con voz irritada—. Bueno, no es como era.
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Claro que no. Como la mayoría de los fantasmas de tipo uno y tipo dos, el
espíritu de Edmund Bickerstaff estaba atrapado en un patrón de
comportamiento fijo, repitiendo obsesivamente lo que le había ocurrido en
vida. Su consciencia era tan fina como un papel, apenas un fragmento de lo
que había sido. Pero no tenía tiempo de explicárselo a la calavera. Como una
ladrona de puntillas, me adentré en la cámara y analicé todo lo que me
rodeaba. Sombríos pasillos de ladrillo y hormigón se extendían a ambos
lados. Todo estaba en silencio y no veía a Joplin.
En cuanto me revelé, Quill Kipps se fijó en mí. Se sobresaltó por la
sorpresa y luego empezó a hacer señas frenéticas con pequeños tirones de
cabeza. Las muecas eran bastante ridículas y en otras circunstancias me
habría pasado horas mirando. En lugar de eso, decidí ignorarlo y me dirigí
hacia George.
De cerca, su cara parecía hinchada y tenía una mejilla amoratada.
No sé movió cuando le toqué.
—¡George! —susurré—. ¡George!
—¡No te molestes! ¡Está inconsciente! —Los murmullos de Kipps
sonaban desesperados. Su cabeza estaba haciendo horas extra con tanta
sacudida—. ¡Ven y libérame!
Crucé con un par de zancadas e intenté no mirar al fantasma que se cernía
sobre la hilera de cadenas. Unos gruesos tentáculos de plasma se flexionaron
y sondearon los márgenes del círculo. La cabeza encapuchada se torció y sentí
una súbita pesadez, un peso frío en el alma. Me había visto. Sabía que estaba
allí.
Obvié la sensación.
—Kipps, ¿estás bien?
Puso los ojos en blanco.
—¿Cómo? ¿Yo? ¿Al que ató un loco y le dejaron en una catacumba
encantada en la compañía de Cubbins? No, si estoy perfectamente. ¿No se
nota?
—Ah, qué bien —respondí con una sonrisa.
—Estaba siendo sarcástico.
Mi sonrisa se transformó en un ceño fruncido.
—Ya, yo también.
Me escondí detrás de él y preparé el estoque. Muy a mi pesar, tenía las
manos atadas con unas cadenas que estaban aseguradas con un candado. No
podía liberarle.
—Estás encadenado —susurré—. Necesito la llave.
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Kipps gruñó.
—La tendrá ese tonto cuatro ojos.
—¿Joplin? ¿Dónde está?
—Se fue a algún sitio. Oyó un ruido y fue a investigar. Volverá en
cualquier momento. ¿Qué vas a hacer para sacarme de aquí?
—No lo sé. Cállate.
Me costaba pensar. Los ruidos psíquicos me sacudían: el zumbido del
espejo, los lastimeros gritos de los siete espíritus e incluso algunos insultos
lejanos de la calavera furiosa. Y, por encima de todo, sentía la presencia de la
figura encapuchada aplastándome. ¿Qué haría Lockwood si estuviera aquí?
Tenía la mente en blanco. No lo sabía.
—Solo voy a decir que, cuando salgamos de esta, voy a darle tal patada a
tu amigo en el culo que llegará hasta Marylebone —ladró Kipps.
—Seamos sinceros: no tendrías que haber estado espiándonos —contesté
—. Pero sí, yo también. Espera… ¿Joplin habría dejado la llave en esa mesa?
Corrí hacia allí, rodeando los bordes del círculo del espejo, donde los
espíritus blanquecinos se habían girado para seguirme. En la mesa había una
pila enorme de objetos confusos: cacerolas polvorientas, adornos, joyas y
muchos muchos libros y papeles. Si la llave estaba allí, yo no podía verla.
Levanté las manos en un gesto de desesperación. ¿Qué podía hacer? Piensa.
—Cuidado, Lucy…
Era el susurro de la calavera, cuyo eco rebotaba débilmente en el pasillo.
Paralizada, bajé los brazos hacia el cinturón. Mientras lo hacía, alguien
emergió de la oscuridad, detrás de mí. Un objeto afilado me pinchó la nuca.
La calavera soltó una carcajada.
—Ups. Puede que te haya avisado un poco tarde.
—Por favor, no haga nada molesto, señorita Carlyle. —Era la voz
quejumbrosa de Albert Joplin—. ¿Nota el cuchillo? Muy bien. Quítese el
cinturón y el estoque.
Permanecí inmóvil, tiesa por el pánico. La punta del cuchillo me apremió
con suavidad.
—Venga, rápido. Me pongo nervioso cuando estoy enfadado. Se me
resbalan las manos. Haga lo que le digo.
No me quedaba otra opción… Me desabroché el cinturón y dejé que
cayera al suelo junto al estoque.
—Ahora camine hasta Kipps. No intente nada. Estaré justo detrás.
Despacio y con rigidez, obedecí. En su círculo, el fantasma encapuchado
se acercó al hierro. Vi la boca sonriente y los dientes irregulares. Sus sed
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ansiosa crepitaba en toda la estancia.
Kipps me observaba desolado desde la silla.
—Sí, esta es justa la eficiencia que esperaría de la agencia Lockwood —
dijo—. ¿Qué será lo siguiente? ¿Vendrá Lockwood, se tropezará y se
atravesará con su propia espada?
Albert Joplin habló:
—Quédese junto a Kipps y ponga las manos en el respaldo de la silla. Las
muñecas juntas. Me queda otro tozo de cuerda, que… No, ¡haga lo que se le
ordena! —Había intentado girarme, pero el cuchillo me pinchó y me hizo
gritar de dolor—. Eso está mejor.
Con una serie de movimientos rápidos, me ató las manos a la silla y
permanecí junto a Kipps con el cuello dolorido mientras se alejaba.
Parecía más arrugado que nunca. Su chaqueta estaba cubierta de polvo de
las tumbas y su pelo era un nido de cuervos sacudido por una tempestad. Se
movía con la misma postura encorvada, los hombros caídos hacia delante, las
piernas larguiruchas y los pies hacia dentro. Se estaba acercando a George.
Llevaba un cuchillo corto y grueso en una mano y un cuaderno en la otra.
Guardaba un bolígrafo detrás de una oreja. Canturreaba para sus adentros al
caminar. Se dio la vuelta y vi que tenía la nariz roja e hinchada y un moratón
en la barbilla.
Lo que de verdad me impactó fueron sus ojos. Estaban oscuros y
hundidos, con las pupilas muy dilatadas. Parecía tener la vista centrada en
algo muy lejano. Inclinaba la cabeza, como si estuviera escuchando.
En su círculo, el fantasma de Bickerstaff se mecía de un lado a otro.
—Sí, sí… En un momento.
Joplin hablaba distraídamente, como si lo hiciera consigo mismo. Cuando
llegó hasta George, se inclinó y entrecerró los ojos hacia el espejo tapado,
quizá para comparar la altura. Pareció satisfecho con lo que había visto. Se
irguió y abofeteó a George con fuerza, dos veces. Él graznó y miró con
desesperación a su alrededor.
—Eso es, mi chico. Hora de despertarse. —Joplin le tocó el hombro.
Cogió el bolígrafo de la oreja y anotó algo en su cuaderno—. Debemos
darnos prisa con nuestro experimento, como acordamos.
Quill Kipps soltó una palabrota.
—¿Un acuerdo? Ni de broma —murmuró—. No sé qué se traía Cubbins
entre manos viniendo hasta aquí, pero tuvieron una especie de discusión en la
capilla de arriba. Estaban hablando y, al segundo, los dos habían llegado a las
manos. —Sacudió la cabeza—. Fue patético. La peor pelea de la historia. Se
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quitaron las gafas mutuamente y pasaron la mitad del tiempo gateando para
encontrarlas. Me sorprende que no se tiraran del pelo.
—¿Y no fuiste a ayudar a George? —pregunté con frialdad.
Tiré de las cuerdas. Estaban muy tensas, así que apenas podía mover las
manos.
—Lo hice y me arrepentiré siempre —respondió—. Siento decirte que
Joplin le puso ese cuchillo en el cuello a Cubbins y me obligó a bajar el
estoque. Cuando llegamos a las catacumbas, Cubbins intentó escapar y le
noqueó por meterse en problemas. Joplin lleva media hora montando este
artilugio ridículo. Está loco.
—Sí, lo está. Más de lo que te imaginas.
Un solo vistazo al espejo había bastado para afectar a George. Un breve
momento de exposición al fantasma de Bickerstaff y su influencia había
permanecido en él. ¿Cuánto tiempo había estado expuesto Joplin a él desde
entonces? ¿Cuántas noches había pasado junto al cuerpo en la capilla, con el
fantasma en silencio y las energías siniestras acechándole? Seguramente ni
siquiera pudiera ver bien el espíritu. Seguramente no sabía lo que le estaba
haciendo.
—Señor Joplin —le llamé. Con el cuchillo en la mano, el archivista
esperaba junto a George, que, aturdido, estaba levantándose despacio—. No
está pensando con claridad. Este experimento nunca funcionará…
Joplin se ajustó las gafas.
—No, no se preocupe. No nos molestarán. Las escaleras de la entrada
están bloqueadas y he apagado el mecanismo del catafalco desde abajo. Nadie
puede bajar, a menos que salte seis metros por un agujero negro como el
carbón. ¿Y quién estaría preparado para hacer eso?
Conocía a una persona que sí podría. Pero estaba ocupado arriba y no
podía confiar en que lo hiciera.
—No me refería a eso —insistí—. El espejo es mortal y el fantasma de
Bickerstaff le está manipulando. ¡Tenemos que parar esto ahora mismo!
Joplin ladeó la cabeza. Miraba hacia el círculo donde estaba el fantasma.
Era como si no me hubiera oído.
—Se trata de una oportunidad extraordinaria —dijo con voz ronca—. El
anhelo de mi corazón. Este espejo es una ventana hacia otro mundo. ¡Allí hay
maravillas! ¡Y George tendrá el honor de verlas! Lo único que tengo que
hacer es coger el palo…
Arrastrando los pies y encorvando los hombros, vagó hacia la mesa. La
cabeza me daba vueltas. Estaba usando casi las mismas palabras que había
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pronunciado Bickerstaff cuando obligó a Wilberforce a mirar el espejo hacía
todos esos años.
Tras las cadenas, el fantasma de la capucha contemplaba los movimientos
de Joplin.
—Lucy… —me llamó George—. ¿Eres tú?
—¡George! ¿Estás bien?
Bueno, no tenía la mejor pinta del mundo con la cara hinchada y los ojos
rojos. Seguía llevando las gafas torcidas y no me miraba.
—Estoy sorprendentemente cómodo, Luce. La silla es algo dura. Me
vendría bien un cojín.
—Estoy tan enfadada contigo que podría explotar.
—Lo sé. Lo siento mucho.
—¿Qué creías que estabas haciendo?
Suspiró y se balanceó hacia delante en la silla.
—Es que parecía… No puedo explicarlo, Luce. Cuando me separé de Flo,
cuando sostuve el espejo, simplemente sentí el deseo… Tenía que volver a
mirarlo. Parte de mí sabía que estaba mal, sabía que tenía que esperaros. Pero,
por algún motivo, todo eso parecía no tener importancia. Si no hubiera
querido enseñárselo a Joplin, lo habría sacado del saco en ese mismo
momento. Y cuando vino, dijo que teníamos que hacerlo bien. —Sacudió la
cabeza—. Yo acepté, pero cuando llegamos a la capilla y vi el ataúd vacío…
De golpe fue como si se me hubiera despejado la vista. Me di cuenta de que
estaba cometiendo una locura. Luego intenté irme, pero Joplin no me dejó.
—Así es. —Joplin había vuelto. Llevaba un palo largo con un gancho
pegado al extremo—. Le he mostrado los errores de sus métodos. Debo decir
que me ha decepcionado, Cubbins. Tenía tanto potencial. Aun así, al menos
llegamos a un pequeño acuerdo, de hombre a hombre.
Se tocó la nariz entumecida.
—¿De hombre a hombre? Ni en sus sueños —resopló Kipps—. Fue como
ver a dos colegialas pelearse por un lápiz perfumado. Tendrías que haber oído
cómo chillaban.
—Silencio —dijo Joplin—. Tenemos cosas que hacer. —Se estremeció y
su rostro se llenó de preocupación, como si alguien le hubiera hablado con
brusquedad—. Ya, ya, lo sé. Hago lo que puedo.
—Pero señor Joplin, ¡mirar el espejo es una sentencia de muerte! —
exclamé—. No te enseña maravillas. Si hubiera leído Las confesiones de
Mary Dulac, entendería perfectamente lo que digo. Ese hombre, Wilberforce,
murió en cuanto…
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—Ah, ¿también las ha leído? —Durante un segundo, la mirada perdida
desapareció y parecía estar muy interesado—. ¿Encontraron otra copia? ¡Qué
bien! Debe decirme cómo. Pero claro que he leído sus confesiones. ¿Quién
cree que robó el escrito de la biblioteca de Chertsey? Lo tengo aquí, en la
mesa. Fue muy interesante, aunque las notas de Bickerstaff que tan
amablemente me mostró Cubbins fueron la guinda del pastel. —Señaló al
espejo del círculo—. No habría podido reconstruir esta puesta en escena sin
ellas.
Forcejeé con las cuerdas que me rodeaban las muñecas. Los nudos me
rozaban. A mi derecha, notaba que Kipps estaba haciendo lo mismo.
—Pensaba que esas notas estaban en italiano medieval —dije.
Joplin sonrió, satisfecho de sí mismo.
—Así es. Y lo domino a la perfección. Fue bastante entretenido ver a
George tan confundido mientras yo copiaba todo el texto en silencio.
George intentó darle una patada a Joplin, pero falló.
—¡Me ha traicionado! ¡Yo confiaba en usted!
Joplin rio y le dio a una palmada indulgente en el hombro.
—Un consejo: siempre es sensato guardarse un par de ases bajo la manga.
¡La discreción es crucial! No, señorita Carlyle, soy perfectamente consciente
de los riesgos que supone mirar el espejo y por eso será mi buen amigo
George el que lo haga por mí. Ahora.
Al decirlo, Joplin se giró hacia el círculo del hierro del centro de la sala.
Se acercó con el palo e, ignorando a las siete figuras tenues que merodeaban
allí, quitó el trapo que cubría la parte superior del soporte.
—¡George! —grité—. ¡No mires!
Desde donde estaba no podía ver la superficie del espejo. Solo veía el
dorso rugoso del cristal y el borde de los huesos entrelazados. Pero el
zumbido era tan intenso que hasta los siete espíritus del círculo retrocedieron,
como si tuvieran miedo. Tras las cadenas, el fantasma de Bickerstaff se alzó
aún más alto. Noté sus ansias y oí su voz fría e hipnótica en mi mente.
—Mira… —decía—. Mira…
Aquello era lo que había deseado en vida. Ahora, en la muerte, su deseo
se manifestaba en Joplin.
George apretaba con fuerza los ojos.
Joplin se había cuidado de permanecer de espaldas a la mesa de tres patas.
Sus hombros encorvados estaban rígidos a causa del miedo, y su pálido rostro
tirante por la tensión.
—Abra los ojos, señor Cubbins —le ordenó—. Sabe que quiere hacerlo.
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Y George le obedeció. Parte de él, la parte que había quedado atrapada
por el espejo hacía unos días, deseaba desesperadamente mirar. Podía verle
temblar y luchar contra sí mismo por resistirse. Había apartado la cabeza y se
mordía el labio.
Me retorcí en las cuerdas.
—¡Ignórale, George!
—Mira… Mira…
—Señor Cubbins… —Joplin había sacado el bolígrafo y el cuaderno, listo
para anotar lo que había pasado. Irritado, se daba golpecitos con el boli en los
dientes. Bajo el manto de locura, parecía irritado. Seguía siendo un
meticuloso y pequeño académico, nervioso antes de hacer un experimento que
le interesaba. Podría haber estado observando el comportamiento de unas
moscas de la fruta o los rituales de apareamiento de los gusanos—. ¡Señor
Cubbins, hará lo que le ordene! De lo contrario… —Sentí cómo una oleada
de malicia irradiaba de la figura encapuchada dentro del círculo. Joplin volvió
a estremecerse y asintió—. De lo contrario, cogeré este cuchillo y le cortaré el
cuello a sus amigos —amenazó.
Silencio en las catacumbas.
—Oh. —Era la voz de la calavera, amortiguada por el pasillo—. ¡Qué
opciones tan buenas! Yo salgo ganando con todas.
George se irguió de pronto en la silla.
—Vale —dijo—. Vale, lo haré.
—No, George —protesté—. Por supuesto que no vas a hacerlo.
—Bueno, podría echar un vistacito —sugirió Kipps.
—¡No caigas en la tentación! —grité—. ¡Es un farol!
—¿Un farol? —Joplin inspeccionó la punta de su cuchillo—. ¿Sabe? Creo
que el pobre Jack Carver pensó exactamente lo mismo…
—No servirá de nada, Luce —contestó George con voz sombría. Es como
si el malestar hubiera vuelto. Sus palabras sonaban profundamente cansadas
—. Voy a tener que hacerlo. No sé por qué, pero no puedo evitarlo. Tengo
que mirar. El espejo tira de mí. No me puedo resistir.
Había abierto los ojos. Su cabeza estaba inclinada y tenía la vista fija en el
pecho.
—¡No! —Tiré de las muñecas con tanta fuerza que la silla de Kipps
repiqueteó sobre el suelo de ladrillo sucio. Las lágrimas cubrían mis ojos—.
Si lo haces, George Cubbins, voy a enfadarme muchísimo.
—No pasa nada, Luce —dijo, sonriendo con tristeza—. Todo este lío es
culpa mía. Y, después de todo, es lo que siempre había querido, ¿no?
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Descubrir misterios y hacer algo que nadie más haya hecho antes.
—¡Bien dicho! —exclamó Joplin—. Estoy orgulloso, jovencito. Ahora
estoy listo para anotar sus palabras. No se ponga a pensar. Hable rápido y
claro. Dígame qué ve.
Otro eco del pasado. Las palabras de Bickerstaff a Wilberforce,
pronunciadas hacía ciento treinta años. Era casi como si hablara la misma
persona. Puede que lo fuera… ¿Cuánto había de Bickerstaff y cuánto de
Joplin?
—Por favor, George…
Kipps gruñó.
—¡Ella tiene razón, Cubbins! No le des la satisfacción a este loco.
Joplin dio un pisotón.
—¿Podría callarse todo el mundo?
—Lucy… —dijo George de repente—. Sobre todo esto… Sé que he sido
débil y que lo que hice estuvo mal. Lo siento. Díselo a Lockwood, ¿vale?
Después, levantó la cabeza y miró al espejo.
—¡George!
—Mira… —murmuró la figura encapuchada—. Te doy lo que tu corazón
desea.
George miró. Tras sus pequeñas gafas redondas, su vista atravesó el
espejo. No había nada que pudiera hacer para detenerle.
Con impaciencia, Joplin tragó saliva. Su bolígrafo temblaba sobre la
página.
—Dígame, Cubbins. ¿Qué es lo que ve?
—¿George?
—¡Hable, chico!
—Lo que tu corazón desea…
George tenía el rostro tenso y los ojos abiertos de par en par. Brillaba con
una terrible felicidad.
—Veo cosas… cosas preciosas…
—¿Sí? ¿De verdad? Continúe.
Entonces, de golpe, sus músculos se aflojaron. Tenía la piel caída y la
boca se abrió despacio como un puente levadizo al que habían bajado con
cadenas. La alegría extrema que le bañaba el rostro seguía allí, pero toda su
inteligencia, toda la chispa vital y su cabezonería empezaron a desvanecerse.
Me sacudí y tiré de las cuerdas hacia delante.
—¡George! —grité—. ¡Ahora mírame a mí!
—¡Hable! —chilló Joplin—. ¡Rápido!
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No sirvió de nada. Mientras le observaba, presa del pánico, la mandíbula
de George cayó. Dejó escapar un suspiro largo, estridente y silbante. Sus
párpados se cerraron y su cuerpo se estremeció una y dos veces antes de
permanecer inmóvil. Sacudió la cabeza, que luego resbaló despacio hacia un
lado. Se detuvo. Tenía la boca abierta y la mirada perdida.
Un par de mechones de pelo pálido caían sobre su entrecejo encerado.
—Bueno —dijo Albert Joplin, afectado—. Un fastidio infernal. Podría
haberme dicho algo útil antes de morir.
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Algo más me observaba. Cuando George miró el espejo, el fantasma de
Edmund Bickerstaff creció hasta llenar el círculo. Yo había sentido la fría
satisfacción de su triunfo, su júbilo al ver que George sucumbía. Ahora
centraba su atención en una nueva víctima. La figura oculta se dio la vuelta y
la cabeza encapuchada se acercó hacia mí. Atisbé el rostro oculto: la boca que
sonreía con dientes afilados, la piel blanca como el hueso y los ojos en forma
de monedas negras.
Cuando volví la mirada hacia Joplin, sus ojos eran iguales que los del
espíritu.
Kipps, como era adulto, no podía ver claramente al fantasma, pero sí
sentía su presencia. Noté cómo se encogía en la silla. ¿Y yo? Estiré la espalda.
Apreté los puños. Algo se había cerrado de golpe en mi interior, ocultando el
dolor tras muros de piedra. Mi mente se calmó. Mi odio era un lago en
invierno: cubierto de hielo, transparente e infinito… Me erguí y miré a Joplin.
—Quizá. Quizá sí podríamos intentarlo de nuevo —se decía a sí mismo
—. Sí. Lo único que necesitamos es ponerla en la silla. ¿Cuál es el problema?
¿Qué dificultad supone? Puede que sobreviva, aunque el chico haya fallado.
Con los pasos de un pájaro y el cuchillo en la mano, se movió hasta donde
yo estaba.
—Aléjese de ella —bramó Kipps.
—Su momento llegará en breve —contestó Joplin—. Mientras tanto,
quédese callado o haré que el maestro se abalance sobre usted.
No se acercó de frente, pese a que yo tenía las manos atadas. En vez de
eso, caminó tras mi espalda con el cuchillo estirado. Con un único corte,
rompió las cuerdas y la hoja regresó a mi nuca. Permanecí en silencio y me
masajeé las muñecas irritadas.
—Vaya a la otra silla —me indicó Joplin.
Lo hice. Me forcé a respirar despacio para calmarme.
—Estaría cometiendo un error obligándome a mirar al espejo —dije—.
Hablo con los fantasmas. Ellos me hablan. Puedo contarle muchos secretos.
No sería útil que yo muriera.
—Siga caminando. Me temo que no la creo. ¿Quién tiene ese don?
—Yo. Y he traído a un fantasma de tipo tres. Su origen está en mi
mochila, aquí cerca. Bickerstaff no es nada a su lado. Déjeme que se lo
enseñe.
En la lejana oscuridad, noté que el fantasma del frasco se había
sobresaltado.
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—Oye, ¿a mí por qué me metes? Será tan malo como Cubbins.
Experimentos extraños, costumbres raras… En cuanto me despiste, me meterá
con él en la bañera.
Joplin se había detenido, pero la presión del cuchillo continuaba allí.
—Sigo sin creerla.
—¡Bien! —exclamó la voz del frasco.
—Pero si ha traído una reliquia, luego la examinaré de cerca.
—Ah, genial. Gracias por nada —comentó la calavera.
Solo me separaban unos pasos de la silla de George, que emprendí bajo la
mirada del fantasma de Bickerstaff. En el círculo central, los siete espíritus
del espejo se agrupaban sobre la plataforma de ébano. Como antes,
permanecían casi inmóviles mientras el eco de sus voces quejumbrosas
flotaba débilmente en el aire. La calavera tenía razón. No hacían demasiado.
Parecían bastante pasivos, y lo único que les obsesionaba era el destino de sus
huesos perdidos.
Pero el espejo era distinto. Mantuve la mirada apartada del artefacto,
aunque aún podía verlo de reojo. El borde de hueso brillaba con una luz
sombría, aunque el cristal era un agujero negro azabache. El zumbido era
terriblemente intenso. Percibí movimiento en el espejo, como si la negrura se
ajustara en espiral. A este cambio le acompañaba una poderosa y súbita
necesidad de mirar de verdad. El deseo creció en mi interior como un grito.
Aparté la sensación y ni siquiera me atreví a mirar a George. Mantuve la vista
fija en el suelo y los dedos hundidos en las palmas de las manos.
Un leve empujón. Joplin me lanzó adelante, a poca distancia de él. Miré
hacia atrás y le vi agacharse detrás de la silla para cortar las cuerdas que
ataban las manos lacias de George. Me di media vuelta, pero había levantado
de nuevo el cuchillo para disuadirme.
—No lo intente —dijo Joplin. Me miraba con la cabeza agachada y los
dientes desnudos y amarillentos—. Aparte el cuerpo y siéntese.
—No voy a hacer eso.
—No tiene otra opción.
—Se equivoca. Voy a recoger el estoque de donde lo dejé. Y después voy
a matarle, señor Joplin.
El fantasma de Bickerstaff, en el círculo detrás del archivista, se movió
con urgencia. Como si le hubieran empujado entre los omóplatos, Joplin se
precipitó hacia delante. Con los ojos vacíos y un rugido, alzó el cuchillo y fue
en mi búsqueda.
Me preparé para moverme.
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Y, en ese instante, George se levantó de la silla.
Grité. A mi espalda, oí a Kipps jadear de miedo. Joplin hizo un ruido
extraño, entre un lamento y un gruñido. Se le cayó el cuchillo de la mano.
En el pasadizo, el fantasma del frasco sellado maldijo, indignado.
—¿Está vivo? Oh, qué típico. Iba todo tan bien.
Con el rostro en blanco y las gafas torcidas, George saltó hacia delante y
agarró a Joplin por la cintura. Lo zarandeó hacia un lado y, con un fuerte
empujón, hizo que tropezara con las cadenas de hierro. Joplin se cayó, chocó
con las patas del trípode y la mesa se balanceó y se derrumbó. El espejo se
separó del soporte y se precipitó sobre el suelo.
George se enderezó, se apartó el pelo de los ojos y me hizo un guiño.
Yo seguía mirándolo fijamente, boquiabierta.
—George… —murmuré—. ¿Cómo…?
—Estoy liado —contestó—. Deja las preguntas para más tarde.
Se lanzó hacia Joplin.
Chillando y retorciéndose a causa del pánico, el archivista había estado
luchando para liberarse del trípode caído. Los siete espíritus se cernían sobre
su cabeza y, para mi sorpresa, no intentaron tocarle pese a estar en el mismo
círculo. Mientras George se acercaba, Joplin agarró el trípode del suelo y lo
movió frenéticamente. Sin apenas rozar a George, la mesa se resbaló de entre
los dedos del académico y se precipitó sobre el otro círculo de cadenas de
hierro, el que rodeaba al fantasma de Bickerstaff. Estas se desataron y un
pequeño hueco se abrió entre los extremos.
Hubo un golpe de aire y un súbito aullido. Una brisa fría irrumpió en la
estancia, lanzando nubes de polvo de las tumbas sobre las catacumbas. Las
cadenas se sacudieron y traquetearon como si estuvieran vivas. El hueco se
hizo más grande. La figura encapuchada volvió su rostro oculto hacia mí.
Se dobló, flexionó y se volvió tan fina como el humo al atravesar el
agujero. Detrás de ella se enroscaba una creciente hilera de ectoplasma
borroso que regresaba al cuerpo que yacía en el suelo. La figura se alargó, tan
alta como el techo. Se inclinó. Las túnicas se abrieron y debajo emergieron
dos brazos blancos, delgados y con manos rugosas y violentas.
El fantasma de Bickerstaff era libre.
Quill Kipps podía notarlo. Con los ojos como platos y los nervios en
tensión, se sacudió y se tambaleó en la silla.
—¡Lucy! —ladró—. ¡Ayuda!
No tenía tiempo para buscar el estoque. Estaba en la mesa, donde George
y Joplin rodaban por el suelo, envueltos en un frenesí de bofetadas y
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palabrotas. Si iba a por él, Kipps moriría.
Pero no tenía ninguna otra arma. A menos que…
Corrí hacia Kipps y hacia el fantasma. A la vez, me agaché y agarré uno
de los extremos de la cadena de hierro que se había separado del resto con la
caída de Joplin. Recogí la cadena y continué sin interrumpir el paso. Ya la
estaba agitando frente a mí incluso antes de llegar a la silla.
Me encontré de frente con el fantasma del doctor Bickerstaff.
Se alzaba sobre Kipps con los brazos estirados como si fuera a envolverle.
Dos manos traslúcidas se extendieron. Con un grito de guerra que era medio
chillido medio gorjeo, hice girar la cadena en un círculo violento y le corté las
puntas de los dedos blancos y huesudos, convirtiéndolos en espirales de
niebla burbujeante. El fantasma retrocedió. Me lancé entre la figura y la silla,
girando el hierro arriba y abajo.
—¡Cuidado!
Kipps se agachó con desesperación cuando la cadena pasó a su lado.
—¿No es lo suficiente eficiente para ti? —pregunté con la voz
entrecortada—. ¿Quieres que me vaya?
—No, no. Está muy bien. ¡Ah!
La cadena acababa de rozarle el pelo.
En el suelo, grandes cantidades de plasma rezumaban en el centro del
cadáver. El fantasma se alargó, imitando aún más a una serpiente. La cabeza y
el torso estaban muy por encima de mí, moviéndose de un lado a otro y dando
saltos y amagos para intentar salir de la cadena. Los brazos dieron un golpe
hacia dentro y se cortaron en dos, pero volvieron a formarse al instante.
Lluvias de plasma cayeron sobre nosotros y nos salpicaron la ropa.
Mientras luchábamos, la voz de Edmund Bickerstaff llamaba y llamaba en
mi mente, instándome a mirar y prometiéndome lo que mi corazón deseaba.
Era el mismo mensaje antiguo. No tenía otro. Y aunque su fantasma era
terrible y su locura y malicia le daban poder, me sentía más tranquila y más
segura. Allí estaba, sucia, cansada, ligeramente cubierta de humo (por culpa
del plasma) y protegiendo a mi rival de la muerte. Cuando miré a la aparición,
vi que la capucha se había caído y la cara del doctor ahora quedaba a la vista.
Sí, tenía un aspecto espantoso y enfurecido. Los dientes eran puntiagudos y
los ojos parecían monedas negras, pero, sin la capucha, al fin y al cabo no era
más que el rostro de un hombre. Un hombre estúpido y obsesivo al que, para
sentirse importante, le había gustado vestirse con togas escalofriantes. Que
había buscado respuestas a cosas que no debería saber y al que le había dado
demasiado miedo mirar él mismo. Que había usado a los demás, tanto en la
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vida como ahora, en la muerte. ¿Su voz era hipnótica? Sí, quizá para algunos,
pero no para mí.
Ya estaba harta de él.
Cambié mi postura de defensa y adopté una de ataque. Mientras el
fantasma retrocedía ante un hierro que volaba muy alto, yo me acerqué, ajusté
la posición de los brazos y alcé la cadena muy por encima de mi cabeza,
como un pescador que arroja su sedal. El hierro atravesó el centro de
Bickerstaff, desde la capucha hasta el suelo, y le dividió perfectamente en
dos.
Un suspiro y un jadeo. La aparición se desvaneció. Un hilo de plasma
azotó el suelo y el cuerpo lo absorbió. Con un chasquido en el aire,
desapareció.
El humo se elevó del extremo de las cadenas de hierro. Las dejé caer.
Kipps estaba rígido en la silla y tenía una mirada atormentada en el rostro.
—He hecho que se aleje —dije—. Debería tardar en volver a formarse.
—Vale —respondió. Se humedeció los labios—. Gracias. Aunque
tampoco hacía falta que me raparas. Ahora suéltame.
—Todavía no. —Miré a mi alrededor—. Tengo que terminar otra cosa.
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rodeaba, cerca y lejos al mismo tiempo. Estaban centrados en el espejo. No
sentí que supusieran una amenaza. Sus rostros eran borrones en blanco, como
fotos mojadas por la lluvia.
Sus tenues gritos sonaban por todas partes:
—Devuélvenos nuestros huesos…
—Vale, vale —respondí—. Veré lo que puedo hacer.
Lo primero que hice cuando llegué hasta la mesa fue recoger el estoque
del suelo. Luego analicé el desorden que cubría el tablero y vi ciertas
herramientas que pertenecían a Joplin: una palanca, un cincel y un mazo. No
me gustó pensar para qué las había usado.
Joplin se había detenido al otro lado de la mesa. Tenía la misma
intensidad opaca en los ojos.
—¡No! —ladró—. ¡Es mío! ¡No!
Le ignoré. Dirigí la mirada a las catacumbas, al pasadizo desde el que
había entrado. Se atisbaba un leve brillo verde y un rostro gruñón que
sobresalía de mi mochila.
—¡Calavera! —exclamé—. ¡Ha llegado el momento! Tengo el espejo.
¡Habla!
La voz distante sonaba molesta.
—¿Que hable sobre qué?
—Estuviste ahí cuando lo hicieron. Dime cómo destruirlo. Quiero liberar
a los pobres espíritus que están atrapados.
—¿Y a quién le importan? Son unos inútiles. Míralos. Podrían petrificarte
en segundos, pero lo único que hacen es flotar y gemir. Son basura. Se
merecen estar atrapados. En cuanto a mí…
—¡Habla! ¡Recuerda lo que haré contigo si no obedeces!
Desde un extremo de la mesa, Joplin se tambaleó hacia mí sin previo
aviso. Alcé el estoque y le alejé. Pero al hacerlo, la mano que sostenía el
espejo se aflojó. Se resbaló y giró, de modo que vislumbré un destello del
cristal negro azabache…
Aunque ya era demasiado tarde, lo estrellé bocabajo contra la mesa y
apreté los ojos con fuerza. Un dolor repentino y atroz me atravesó las
entrañas. Sentí como si poco a poco me pusieran del revés. El dolor vino
acompañado de un deseo ardiente de volver a mirar el espejo. Ahora era una
necesidad abrumadora. De pronto supe que el espejo lo resolvería todo. Me
daría felicidad. Mi cuerpo estaba sediento, pero el espejo saciaría mi sed.
Estaba hambrienta, pero el espejo me alimentaría. Todo lo que no fuera el
espejo me resultaba aburrido y sin valor. Lo único que tenía importancia era
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la oscuridad brillante y resplandeciente. Podría verla, podría unirme a ella.
Solo tenía que darle la vuelta al espejo y desistir. Era ridículamente fácil. Bajé
el estoque y empecé a mover la mano…
—Pobre y estúpida Lucy… —La voz de la calavera me sacó de golpe de
mi ensoñación—. Tan tonta como todos los demás. No puede apartar la vista,
cuando lo único que tiene que hacer es romper el espejo.
¿Romperlo…? Y, entonces, esa pequeña parte de mí que seguía ligada a la
vida, a la luz y a los vivos retrocedió de miedo.
Agarré el mazo y lo dejé caer sobre el reverso del espejo.
Se produjo un crujido enorme, seguido del estallido de una ráfaga de aire.
El zumbido, que había permanecido todo ese rato en mis oídos, se acalló de
pronto. Los siete espíritus emitieron un suspiro, un sonido casi de éxtasis. Se
desdibujaron, temblaron y desaparecieron. Bajo mis manos, el espejo era un
revoltijo confuso de huesos y cordel. Láminas de cristal negro cubrían la
mesa. Dejé de sentir dolor y deseo.
Durante un segundo, nadie se movió en aquella cámara silenciosa.
—Claro —dije—. Eso es.
Joplin se había quedado paralizado y ahora soltó un chillido hueco.
—¿Cómo se atreve? —exclamó—. ¡Su valor era incalculable! ¡Era mío!
Corrió hacia delante, rebuscó en la mesa y sacó un enorme fusil de llave
de chispa oxidado, voluminoso y con los martillos percutores levantados.
Me apuntó con la pistola.
Una educada tos sonó junto a nosotros. Alcé la mirada y Joplin se dio
media vuelta.
Anthony Lockwood había llegado. Estaba cubierto de polvo de las tumbas
y llevaba telas de araña en el cuello de la camisa y el pelo. Tenía los
pantalones rasgados a la altura de las rodillas y le sangraban los dedos. Había
estado más elegante en otros momentos, pero no puedo negar que le veía
mejor que nunca. Sostenía el estoque con una mano con indiferencia.
—¡Un paso atrás! —gritó Joplin—. ¡Voy armado!
—Hola, Lucy —saludó Lockwood—. Hola, George. Siento haber tardado.
—No pasa nada.
—¿Me he perdido algo?
—¡Le digo que dé un paso atrás!
—No mucho. Rescaté a George, o quizá debería decir que él me rescató a
mí. Kipps también está aquí. Tengo el espejo de hueso o lo que queda de él.
El señor Joplin acaba de amenazarme con esta especie de pistola antigua.
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—Parece un revólver de mediados del siglo XVIII del ejército británico —
opinó Lockwood—. Dos balas y llave de chispa. Creo que es un modelo
bastante raro. Se retiraron después de dos años.
Le miré.
—¿Cómo sabes esas cosas?
—Lo sé, sin más. Lo que quería señalar es que no es un arma muy precisa.
También necesita guardarse en un lugar seco, no en una vieja catacumba
húmeda.
—¡Silencio! Si no hace lo que le digo…
—No creo que funcione. Veámoslo, ¿no?
Con eso, Lockwood se movió hasta Joplin.
Desde donde estaba el archivista llegaron un gruñido de rabia y el triste
chasquido de una pistola antigua. Maldijo entre dientes, arrojó el revólver a
nuestros pies, dio media vuelta y se alejó. Iba directamente hacia el cuerpo de
Bickerstaff, que yacía en el suelo.
—¡Señor Joplin! —grité—. ¡Pare! ¡Todavía no es seguro!
Lockwood fue tras él, pero Joplin no le hizo caso. Como una rata delgada
y con gafas, derrapó y viró de un lado a otro, presa del pánico e indefenso,
tropezó con las cadenas y patinó sobre los escombros, sin tener claro a dónde
ir.
No fue él quien decidió la respuesta.
Cuando pasó junto al cuerpo momificado, una figura encapuchada
emergió de los ladrillos. El fantasma era muy tenue, apenas visible para mí, y
Joplin corría en su dirección. Unos brazos blancos y traslúcidos le abrazaron.
Aminoró la marcha y se detuvo. Su cabeza cayó hacia atrás y su cuerpo se
estremeció y se retorció. Dejó escapar un suspiro. Luego se derrumbó,
atravesó la figura evanescente y cayó en el suelo enladrillado.
Terminó en segundos. Cuando llegamos, el fantasma había desaparecido.
Joplin ya se estaba poniendo azul.
Lockwood acercó las cadenas al cuerpo de Bickerstaff con una patada
para sellar el origen. Corrí a buscar a George. Seguía sentado en un rincón
con las piernas abiertas. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió cuando me
acerqué.
—¿Y Joplin? —preguntó.
—Está muerto. Bickerstaff le atrapó.
—¿Y el espejo?
—Me temo que lo rompí.
—Ah, vale. —Suspiró—. Probablemente fuera lo mejor.
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—Yo también lo creo.
Sentí que me temblaban las piernas. Me senté junto a él. En el otro lado,
Lockwood se apoyó contra la pared con la cara grisácea. Ninguno dijo nada.
No teníamos la energía necesaria.
—Oye… —La voz de Kipps rebotó contra las paredes de la estancia—.
Cuando hayáis terminado vuestro descansito, ¿alguien podría venir a
desatarme, por favor?
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E l sol había salido en Kensal Green. Aún no eran las seis de la mañana,
pero resultaba agradable estar al aire libre. Los árboles relucían y la
hierba brillaba. Seguramente habría muchas abejas y mariposas
revoloteando por allí, pero no tenía la energía suficiente para fijarme. Dado
mi estado, las únicas muestras de fauna que veía eran las decenas (o más) de
agentes del DICM que se habían instalado en el campamento de los
excavadores. Me senté en los escalones de la entrada de la capilla, donde el
calor del aire me acariciaba la piel.
Habían traído furgonetas y usaban el yacimiento como centro de
coordinación temporal. El inspector Barnes estaba junto a un vehículo,
envuelto en una animada reunión con Lockwood. Casi podía verle el bigote
erizarse desde lejos. Al lado de otra furgoneta, un grupo de médicos atendían
a George y también a Kat Godwin, Bobby Vernon y Ned Shaw, que formaban
una fila irregular. Ya habían curado a Quill Kipps. Estaba sentado unos
peldaños más abajo y los dos observábamos la procesión de agentes que
entraba en la capilla. Llevaban hierro, plata y todo tipo de cajas protectoras
con las que asegurar lo que albergaban las catacumbas.
En la planta baja de la capilla, unos agentes con batas blancas iban de aquí
para allá recogiendo retales de ropa, sangre y armas caídas, recuerdos de la
gran pelea que había ocurrido hacía una o dos horas.
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Según la versión de Lockwood (y la que publicaron muchos periódicos
después), la batalla con los matones de Winkman había sido un asunto
temerario. Nada menos que seis agresores habían participado en el ataque,
cada uno armado con un garrote o una porra. Lockwood y los tres agentes de
Fittes habían luchado por sus vidas. Había sido un enfrentamiento de palos
contra espadas, de un grupo más numeroso contra unas destrezas de combate
superiores. La batalla continuó arriba y abajo de los escalones y, al empezar,
la auténtica ferocidad de los atacantes había amenazado con la victoria. Sin
embargo, el manejo de la espada de los agentes ganó protagonismo poco a
poco. Cambiaron las tornas. Cuando el amanecer llegó al cementerio, habían
empujado a los matones hasta el campamento y las tumbas. Lockwood afirmó
que él había herido gravemente a tres de los hombres, y Shaw y Godwin
confirmaron lastimar a otros dos. El sexto había tirado la porra y huido. Al
final, cinco prisioneros yacían indefensos en el suelo junto a las casetas
mientras Kat Godwin hacía guardia.
Pero ganar tuvo un precio. Todos habían resultado heridos. Lockwood y
Godwin no tenían más que pequeños rasguños, pero Ned Shaw se había roto
un brazo. A Bobby Vernon le habían golpeado con fuerza en la cabeza y no
podía tenerse en pie. Le tocó a Lockwood forzar la entrada de la caseta más
cercana, que hacía las veces de oficina. Después de encargar a Shaw que
encontrara un teléfono y llamara a Barnes, corrió a la capilla, donde encontró
el hueco del catafalco abierto. Tal y como yo había esperado, no tardó en
lanzarse hacia la oscuridad y apresurarse para buscarnos a George y a mí.
Salir fue más fácil que entrar. Al cabo de un rato encontramos las llaves
de las puertas de la catacumba (y de las cadenas de Kipps) en el bolsillo de
Joplin, así que pudimos marcharnos por las escaleras. Subimos despacio y
llegamos a la superficie justo cuando llegó el equipo del DICM.
El inspector Barnes saltó los peldaños para llegar hasta nosotros. Antes de
escuchar a Lockwood o a Kipps, que competían por conseguir su atención,
había pedido el espejo. Era lo único en lo que pensaba. Lockwood le mostró
los trozos con un gesto teatral. A juzgar por la caída del bigote de Barnes, su
estado le decepcionó. Sin embargo, llamó a los médicos para que nos
ayudaran antes de organizar una búsqueda más exhaustiva de las catacumbas.
Quería ver qué otras cosas podría haber escondido Joplin allí.
Hubo un artefacto que los agentes no encontraron. Yo tenía mi mochila y,
en su interior, el silencioso frasco sellado. Podría decirse que la calavera me
había salvado. Decidiría su destino cuando llegara a casa.
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Tras una temprana conversación con Barnes, Kipps pasó prácticamente a un
segundo plano. Se quedó un rato sentado en los escalones de la capilla, con la
cara gris y convertido en una sombra polvorienta y ojerosa de su habitual
pavoneo.
Me aclaré la garganta por impulso.
—Quería darte las gracias —dije—. Por apoyarme ahí abajo. Y por ir tras
George. La verdad es que me sorprende. Después de ver cómo salías
corriendo cuando vimos a las ratas en la casa de Bickerstaff, no me habría
imaginado que tuvieras las agallas para hacer eso.
Kipps soltó una risa sin gracia y esperé a la inevitable réplica ácida. En
lugar de eso y tras una pausa, contestó en voz baja:
—Ahora es fácil juzgarme. Pero todavía no sabes cómo te sientes el día en
el que tu don empieza a atenuarse. Sigues captando a los fantasmas y sabes
que están ahí. Pero ya no los ves ni los oyes bien. Experimentas el mismo
miedo, pero sin poder hacer nada al respecto. A veces los nervios te abruman.
Se detuvo ahí, quieto y con el rostro tenso.
Lockwood caminaba sobre la hierba, avanzando hacia nosotros.
—¿Entonces estamos todos detenidos? —pregunté cuando se acercó.
Podría pensar en varias razones por las que Barnes estaría enfadado con
nosotros y que yo hubiera roto el espejo de hueso solo era una de ellas.
Lockwood sonrió.
—Para nada. ¿Por qué no iba a estar satisfecho el señor Barnes? Sí,
rompimos el espejo. Sí, matamos al principal sospechoso. Pero Londres ya no
está en peligro, que es lo que nos dijo cuando nos encargó el caso. No puede
negar que hemos triunfado, ¿no? Al menos eso es lo que le he dicho. Ha
conseguido el espejo, aunque esté roto, y tiene todo el alijo de artefactos de
Joplin. Y puede que los matones que capturamos testifiquen contra Julius
Winkman. En definitiva, está feliz, de un modo poco entusiasta. Y yo
también. ¿A ti qué te parece, Quill?
—Entonces se lo diste a Barnes —respondió Kipps con voz cortante.
—Sí.
—¿Y te ha dado el caso?
—Sí.
—¿Con la comisión completa?
—En realidad, no. Como nosotros nos ocupamos de todos los
preparativos, pero tu equipo y tú vinisteis a ayudarnos al final, sugerí que lo
dividiéramos en un setenta y treinta por ciento para cada uno —explicó
Lockwood—. Espero que te parezca bien.
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Al principio Kipps no respondió. Resopló con fuerza por la nariz.
—Es… aceptable —dijo al fin.
—Bien. —A Lockwood le brillaban los ojos—. Y con esto llegamos al
asunto de nuestra apuesta. Si lo recuerdo bien, el trato era que quien perdiera
el caso tenía que poner un anuncio en The Times poniendo por las nubes a los
ganadores y arrastrándose un poco. Creo que estarás de acuerdo en que, como
nosotros encontramos el espejo, se lo llevamos a Joplin y Barnes nos ha
declarado los ganadores oficiales, los perdedores sois, sin duda, vosotros.
¿Qué dices?
Kipps se mordió el labio. Sus ojos cansados buscaron a izquierda y
derecha una respuesta. Por fin, tan forzada, escueta y reacia como una tijereta
a la que sacan de una grieta, la respuesta llegó:
—De acuerdo.
—¡Bien! —exclamó Lockwood con entusiasmo—. Eso es todo lo que
quería oír. Por supuesto, no puedo obligarte y, sinceramente, tampoco querría
hacerlo después de luchar junto a tu equipo hoy. También sé que intentaste
ayudar a George y a Lucy, algo que no voy a olvidar. Así que no te
preocupes. El castigo no será necesario.
—¿El anuncio?
—Olvídalo, fue una idea tonta.
Distintas emociones recorrieron el rostro de Kipps, que parecía estar a
punto de hablar. Entonces asintió una vez con la cabeza. Se irguió.
Levantando pequeñas nubes de polvo de las tumbas, bajó los escalones que le
separaban de su equipo.
—Ha sido un bonito gesto —dije mientras le veía alejarse—. Y creo que
has hecho lo correcto, pero…
Lockwood se rascó la nariz.
—Ya. No tengo claro que esté muy agradecido. Bueno, qué le vamos a
hacer. Y ahí viene George.
A George le habían curado las heridas. Sorprendentemente, tenía buen
aspecto, salvo por unos cuantos moratones y la hinchazón alrededor de los
ojos. Parecía seguir avergonzado. Se acercó con pasos vacilantes. Era la
primera vez que estábamos a solas con él esa mañana.
—Si vais a matarme, ¿os importaría hacerlo rápido? —preguntó—. Estoy
al borde del colapso.
—Nosotros también —respondió Lockwood—. Podemos dejarlo para otro
momento.
—Siento haber armado este lío. No tendría que haberme ido así.
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—Eso es cierto. —Lockwood se aclaró la garganta—. Pero yo también
debería disculparme.
—Yo no voy a pediros perdón —admití—. Al menos no hasta que me
haya echado una siesta.
—He sido borde contigo, George —siguió Lockwood—. No he valorado
tus excelentes contribuciones al equipo como es debido. Y sé que tus acciones
hoy estaban motivadas por tu exposición al espejo y al fantasma de
Bickerstaff. No estabas siendo tú mismo y lo entiendo.
Esperó. George no dijo nada.
—Ahí tienes otra oportunidad para volver a disculparte —insistió
Lockwood.
—Creo que se está quedando frito —dije. A George se le cerraban los
párpados. Le di un codazo y levantó de golpe la cabeza—. Oye, una cosa.
Hay algo que tengo que preguntarte. Cuando miraste el espejo…
George asintió, adormilado.
—Sé lo que vas a decir. La respuesta es nada. No vi nada.
Fruncí el ceño.
—Ya, pero… A mí casi me atrapa. Sentí el tirón solo tras un vistazo. Me
costó horrores alejarme. Y tú lo miraste directamente. No solo eso, también le
dijiste a Joplin que habías visto…
—¿«Cosas preciosas»? Ah, sí, me lo estaba inventando. Le dije a Joplin lo
que quería oír. —Nos sonrió—. Todo era una actuación.
Lockwood le miró fijamente.
—No lo entiendo. Si miraste el espejo…
—Lo hizo. Yo le vi.
—¿Entonces cómo sobreviviste cuando Wilberforce, Neddles y todo el
que lo ha mirado terminaron muriendo de miedo?
Como respuesta, George se quitó despacio las gafas. Las bajó, como si
fuera a limpiárselas en el jersey, y puso un dedo sobre la lente. Empujó y, en
lugar de chocar contra el cristal, su dedo atravesó la montura. Las movió de
un lado a otro.
—En mi pelea con Joplin, los dos perdimos los cristales —explicó—. Los
míos chocaron contra una piedra o algo, así que se salieron. Los perdí en el
suelo. Joplin no se dio cuenta, y os aseguro que yo no iba a decírselo. Por lo
que mí respecta, lo que hubiera en el espejo podría estar bailando al son de la
chirimía. Me da igual. No me hizo nada.
—¿Quieres decir que cuando lo miraste…?
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—Exacto. —Con cuidado, se metió la montura vacía en el bolsillo—. Soy
miope, así que esa distancia se me escapa. No vi nada de nada.
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Hoy, el señor Lockwood habla sobre todos los terrores paranormales de esta
épica investigación, incluyendo el horrible fantasma devorado por las ratas de
Hampstead y el pavor del féretro de hierro. También narra la serie de pistas
que acabaron con el descubrimiento y la muerte del señor Albert Joplin, un
conocido archivista que ha sido señalado como responsable de al menos un
asesinato. «Era un hombre al que le apasionaba demasiado el pasado», declara
el señor Lockwood. «Pasó mucho tiempo hurgando en los rincones más
oscuros de nuestra historia. Al final, sus obsesiones le corrompieron y
acabaron con su cordura. En estos tiempos difíciles, quizá esta sea una lección
que todo el mundo deba aprender».
Para leer la entrevista completa a Lockwood, consulte las páginas 4-5.
Para ver los recortes, el plano y las fotografías de la casa de las ratas, vaya a
las páginas 6-7.
El artículo «¿Es posible asegurar un cementerio?» se encuentra en la página
25.
Tres días después de los últimos eventos bajo la capilla, nos reunimos para
tomar un tentempié en la oficina del sótano del número treinta y cinco de
Portland Row. Estábamos de buen humor. Habíamos dormido mucho y
recibido mucha atención. La gran fiesta del quincuagésimo aniversario de la
agencia Fittes seguía siendo el tema más popular de los periódicos diarios,
pero nuestras aventuras le pisaban los talones. Además, el banco acababa de
recibir nuestro cheque del DICM, firmado por el mismísimo inspector Barnes.
Y era otra mañana soleada.
Lockwood se sentó en su escritorio con una enorme taza de café junto a su
codo mientras escudriñaba las noticias. El vapor salía lentamente de la taza.
Estaba relajado y tenía el botón del cuello de la camisa desabrochado. Había
colgado su chaqueta en la armadura que nos había regalado un cliente
agradecido el mes anterior. En una esquina, George había cogido el gran
cuaderno de piel en el que registrábamos los casos y, con un bolígrafo de
plata, estaba empezando a escribir su versión del espejo perdido. Tenía una
buena pila de recortes de prensa y un bote de pegamento.
—Hay muchas cosas buenas de este caso —dijo—. Al menos mejores que
con los guardianes de Wimbledon.
Dejé a un lado la edición de The Times.
—Una entrevista genial, Lockwood —comenté—. Aunque no estoy
segura de que Kipps vaya a estar muy contento de que hayas descrito su
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participación como «apoyo».
Lockwood parecía dolido.
—En general, creo que le he dejado bastante bien. Le he elogiado. Podría
no haberle mencionado.
—Algo que veo que no mencionaste es el espejo —señalé—. Hablas de
Bickerstaff, pero solo porque el fantasma del féretro de hierro era el suyo. No
dices nada del espejo de hueso o de lo que realmente tramaba Joplin.
—Bueno, puedes darle las gracias a Barnes por eso. —Lockwood se sirvió
una de las barritas de avena con chocolate caseras que George había cortado
esa mañana. Estaba cocinando mucho e intentaba pedirnos perdón
preparándonos todos nuestros platos favoritos. En realidad no tenía por qué
hacerlo, pero ni Lockwood ni yo se lo habíamos dicho todavía—. Barnes me
prohibió expresamente hablar del espejo o de las cosas que había hecho. Así
que, de cara a la prensa, tuvimos que centrarnos en lo del mercado negro,
Winkman y todo eso. Retratarán a Joplin como un loco excéntrico. —Le dio
un bocado a la barrita—. Imagino que lo era.
—«Sus obsesiones le corrompieron» —cité—. Igual que corrompieron a
Bickerstaff hace tantos años.
—Sí, no eran más que personas demasiado curiosas —respondió
Lockwood—. Pasa muy a menudo… —Miró a George, que estaba ocupado
pegando algo en el cuaderno—. Por supuesto, en este caso había algo más. El
espejo ejercía una poderosa atracción sobre cualquiera que hubiera estado
expuesto a él. Igual que el fantasma de Bickerstaff. Entre los dos, era fácil que
alguien como Joplin se volviera loco, puesto que era débil, codicioso y ya le
fascinaban ese tipo de cosas.
—Pero la auténtica pregunta es: ¿cuál es la verdad sobre el espejo? —dije
—. ¿Hacía lo que Bickerstaff afirmaba? ¿Realmente podría ser una ventana
hacia lo que pasa después de la muerte? ¿Una ventana a otro mundo?
Lockwood sacudió la cabeza.
—Esa es la paradoja de todo esto. No se puede descubrir la verdad sin
mirar el espejo y hacerlo suele matarte. —Se encogió de hombros—. Supongo
que, de un modo u otro, sí que te enseña el más allá.
—Yo creo que sí era una ventana. —George levantó la vista del cuaderno.
Los moratones de su cara aún eran obvios, pero el brillo había vuelto a sus
ojos. Llevaba un par de gafas nuevas—. Para mí, la teoría de Bickerstaff tiene
sentido, aunque sea extraña. Los fantasmas regresan a este mundo
atravesando un punto débil. Lo llamamos origen. Si juntas bastantes orígenes,
quizá puedas crear un agujero lo suficientemente grande para mirar a través
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de él. Es una idea fascinante que… —Se detuvo, dándose cuenta de que le
estábamos mirando—. Mmm. Una idea que ya no me interesa. ¿Quién quiere
otra barrita?
—De todas formas, todo eso es irrelevante —respondí—, puesto que
rompí el espejo. Ya no sirve para nada.
—¿Estás segura? —George nos lanzó una mirada sombría—. El DICM
tiene los trozos. Quizá intenten unirlos. No sabemos lo que ocurre realmente
en Scotland Yard. O en la Casa Fittes. ¿Visteis todos esos libros en la
biblioteca? Incluso tenían el panfleto de Mary Dulac. ¿No era muy oscuro?
Podría haber tanta información oculta en ese habitación.
—George —le llamé.
—Lo sé. Ya me callo. Solo lo comentaba. Sé que el espejo era algo
horrible.
—Hablando de objetos horribles, ¿qué vamos a hacer con este? —
pregunté.
El frasco sellado estaba en una esquina de mi mesa, tapado con una
cubretetera de lana. Llevaba allí tres días. Desde lo que ocurrió en Kensal
Green, el fantasma se había empeñado en negarse a aparecer: sin rostro, sin
voz y sin siquiera un leve brillo plásmico. La calavera yacía sobre el fondo
del frasco con las cuencas de los ojos vacías. No había ni rastro del espíritu
maligno, pero, por privacidad, mantuvimos la palanca del tapón bien cerrada.
—Sí —contestó Lockwood—. Tenemos que tomar una decisión. ¿Dijiste
que te había ayudado en las catacumbas?
—Sí… —Observé el paño silencioso. Era un trapo de rayas naranjas que
había tejido la madre de George y que le había regalado a Lockwood. Cubría
el frasco bastante bien—. La calavera se pasó la mitad del tiempo alegrándose
de que estuviéramos a punto de morir. Pero varias veces pareció ser
vagamente útil. Y justo al final, cuando el espejo me había atrapado y sentí
que me alejaba de todo, me habló y me despertó de aquello. —Fruncí el ceño
—. No sé si lo hizo a propósito. Si fue así, seguramente fuera por todas mis
amenazas. Ya sabemos lo retorcido que es. En Hampstead por poco consigue
que nos maten.
—¿Entonces qué hacemos con él? —insistió Lockwood.
—Es un fantasma de tipo tres —añadió George. Su voz sonaba casi
arrepentida—. Sé que no debería decirlo, pero es demasiado importante para
que lo destruyamos.
Lockwood se recostó en su silla.
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—Depende de ti, Lucy. Eres la que más conexión tiene con él. George
tiene razón. La calavera podría ser valiosa y teníamos grandes ideas para
revelarla al mundo. Pero ¿merecen la pena la molestia y el riesgo?
Levanté la cubretetera y observé el frasco durante un instante.
—Si os soy sincera —contesté—, lo último que querría ahora mismo es
contarle a la gente que me comunico con el fantasma. ¿Qué pasaría? Sería
como con el espejo de Bickerstaff, pero peor. Todo el mundo se volvería loco.
El DICM vendría a buscarme y harían infinitos experimentos para averiguar
cosas sobre la calavera. Sería un infierno. Nunca me dejarían en paz. Así que,
si no os importa, ¿podríamos mantenerlo en secreto por ahora?
—Pues claro que sí —respondió Lockwood—. Sin problema.
—En cuanto a lo de destruirlo —continué—, no estoy segura de que sea
una buena idea. Cuando estaba en las catacumbas, oí las voces de los espíritus
atrapados dentro del espejo. No eran malvados, solo estaban muy tristes. No
me hablaban como la calavera, pero sí se comunicaban conmigo. Por eso lo
rompí, porque era lo que ellos deseaban. Lo que quiero decir es que cada vez
entiendo mejor mi don y creo que está aumentando. Y, sin duda, nunca he
tenido una conexión tan fuerte con un espíritu como la que tengo con esta
calavera. Así que, nos guste o no y aunque sea un ser despreciable,
conspirador y mentiroso que mezcla la verdad y la mentira en todo lo que
dice, creo que tenemos que dejarlo aquí. Por ahora. Quizá algún día nos
resulte útil.
Después de mi breve discurso, permanecimos un rato en silencio. George
volvió a coger el bolígrafo. Yo hice algo de papeleo. Lockwood se sentó a
mirar por la ventana, perdido en sus pensamientos.
—Aquí hay una foto del almacén donde Julius Winkman celebró la
subasta —comentó George mientras alzaba un recorte—. No me dijisteis que
el tejado estuviera tan alto.
—Sí —respondí—. El salto dio más miedo que el bote de Flo Bones. ¿A
qué hora viene Flo esta tarde, Lockwood?
—A las seis. Sigo pensando que es un poco peligroso invitarla a cenar,
pero le debemos muchos favores. Más nos vale tener un montón de regaliz.
Por cierto, ¿os conté que descubrí cómo nos encontraron los hombres de
Winkman? Tenía un topo trabajando en el DICM. Cuando nos pillaron a mí y
a Lucy en su tienda, aquella primera vez, indagó y descubrió a qué agentes les
habían asignado el caso. Entonces, después de la subasta, ya tenía una idea
bastante amplia de quiénes éramos. Ordenó que nos siguieran y nos
persiguieron hasta el cementerio.
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—No me gusta mucho pensar que Winkman se sepa nuestros nombres —
comentó George—. Con suerte estará demasiado ocupado para pensar en eso
durante un tiempo.
—Hay algo más —agregué. Llevaba un par de días dando vueltas en mi
cabeza, pero ahora, bajo la luz del sol tranquila y veteada, encontró el
momento de salir—. Cuando estuvimos en la biblioteca de Fittes y vimos a
Penelope Fittes hablando con ese hombre… Ella le dio algo, una caja. No sé
si lo visteis.
—Yo no —respondió Lockwood—. Había girado la cabeza.
—Yo estaba apretujado en un espacio imposible debajo de la mesa —
contestó George—. No queréis saber qué estaba mirando.
—Bueno, no tengo ni idea de lo que había en la caja —continué—, pero
tenía un símbolo dibujado en el exterior. George, ¿recuerdas las lentes que le
robaste a Fairfax en Combe Carey Hall?
—No solo las recuerdo… —Rebuscó en una esquina especialmente
desordenada de su mesa—. Las tengo aquí.
Levantó las lentes. Eran gruesas, elásticas y con cristales. Las habíamos
analizado hacía pocos meses, pero no conseguimos descubrir nada.
—¡Mira tu escritorio! —le regañé—. Eres igualito que Joplin… Sí, ahí.
¿Veis la pequeña marca del arpa en los cristales? Ese símbolo también estaba
en la caja de la señora Fittes.
Lockwood y George lo observaron.
—Curioso. No es el logo de ninguna empresa que conozca —comentó
Lockwood—. ¿Crees que será de algún departamento interno de la agencia
Fittes, George?
—No. Al menos no de uno oficial. Ahora que lo pienso, todo ese
encuentro fue un poco extraño. ¿De qué hablaban la señora Fittes y ese tipo?
¿De un grupo o algo así? No pude oírlo muy bien porque las rodillas me
tapaban las orejas.
Se quitó las gafas nuevas y las bajó hacia el jersey, pero luego lo pensó
mejor y, tímidamente, volvió a colocárselas sobre la nariz.
—No pasa nada —le dije—. Puedes limpiarte las gafas. En eso no te
pareces en nada a Joplin, de verdad.
Lockwood, que estaba ocupado eligiendo otra barrita, asintió.
—En nada. Era un psicópata raro y sin amigos con una obsesión macabra
con la muerte, mientras que tú… —Levantó el plato—. ¿Quieres una, Luce?
—Gracias.
—Mientras que yo… —repitió George.
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Lockwood sonrió.
—Bueno… Tú tienes por lo menos dos amigos, ¿no? —Le tendió el plato
—. Y eso me lleva a algo que quería decir.
George me miró.
—Va a volver a echarme la bronca.
—Yo creo que va a presumir de la pelea de Winkman otra vez. La pelea
que no vimos.
—Sí, esta vez se habrá enfrentado a cuatro tipos él solo.
Lockwood alzó una mano.
—No, siguen siendo tres, aunque uno era bastante grande y peludo. La
cosa es que he estado pensando en este caso. Mientras lo investigábamos,
todo el mundo ha estado obsesionado con los secretos del espejo. Joplin,
Kipps, nosotros. Todos nos dejamos engañar. Barnes también. Winkman es el
único que fue sensato. No le importaba el espejo, ¿no? Solo intentó venderlo.
Entendió que su misterio era lo que lo hacía valioso. —Bajó la mirada a la
mesa, como si estuviera poniendo en orden sus pensamientos—. Bueno, en
resumen…
—Si no te importa —dije. Le guiñé un ojo a George y mastiqué la barrita.
—En resumen, he decidido que los secretos no hacen más que traer
problemas. Hay demasiados y solo lo empeoran todo, en lugar de mejorarlo.
Así que… He tomado una decisión. Quiero enseñaros algo.
Dejé de comer.
—Dios mío, no tendrás tatuajes cutres, ¿no? —preguntó George—. Acabo
de superar los de Carver.
—No, no son tatuajes —respondió Lockwood. Sonrió, pero había tristeza
en el gesto—. Si no estáis ocupados, podría enseñároslo ahora.
Se levantó, cruzó la habitación y se encaminó hacia la puerta en forma de
arco. George y yo, que nos habíamos quedado callados de repente, nos
pusimos en pie y le seguimos. Los ojos de George analizaron los míos. Me
percaté de que me temblaban las manos.
Salimos del despacho, con sus escritorios y haces de luz. Subimos por la
escalera de caracol con peldaños de hierro, alejándonos de las cestas de la
colada y las hileras de ropa tendida. Llegamos a la cocina, donde los platos de
la noche anterior seguían sin fregar. Aparecimos en el pasillo, donde una
nueva alfombra árabe se extendía hacia la puerta. Caminamos bajo las
máscaras y los rastreadores de fantasmas, giramos a los pies de las escaleras y
volvimos a ascender. El perchero abarrotado, el salón, la puerta abierta de la
biblioteca… Aquello había despertado todos mis sentidos. Dejamos atrás todo
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el desorden de la casa que compartíamos: cosas normales y familiares que en
unos momentos adquirirían otro significado, sutil y eterno, ante aquello que
estábamos a punto de ver.
El rellano, en el que solo había una ventana estrecha, estaba más sombrío
y oculto que nunca. Las puertas de los dormitorios estaban cerradas. Como
siempre, una de las toallas húmedas de George cubría desagradablemente el
radiador. El canto de un ave, muy bonito y alto, llegó desde una ventana
abierta.
Lockwood se detuvo frente a la puerta prohibida. Se llevó las manos a los
bolsillos.
—Aquí estamos —anunció—. Hace tiempo que os enseñé la casa y…
Bueno, nunca la vimos exactamente entera, ¿verdad? Pensé que os gustaría
echar un vistazo.
Observamos la puerta normal y corriente, con la misma marca descolorida
de la etiqueta de siempre.
—Pues, sí… —empecé—. Pero solo si tú…
Él asintió.
—Solo tenéis que girar el pomo y entrar.
—¿No tiene algún cerrojo secreto? —preguntó George—. Siempre asumí
que habrías instalado un cepo inteligente. ¿Quizá una guillotina que baja en
cuanto pones un pie dentro? ¿No? ¿Estaba dándole demasiadas vueltas?
—Me temo que sí. No hay nada. Confié en los dos, por supuesto.
Miramos la puerta.
—Sí, pero, Lockwood —dije de pronto—, son secretos por algo. ¿Y qué
si tenemos curiosidad? Si no te sientes cómodo, no tenemos por qué saberlo.
La antigua sonrisa de Lockwood había vuelto. El relleno se iluminó.
—No pasa nada. Llevo un tiempo pensando en hacerlo. Al final nunca me
decidía. Pero cuando la calavera empezó a susurrártelo, supe que había
llegado el momento. Bueno, dejadme que haga yo los honores.
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Cuando Lockwood abrió la puerta, vimos que el interior estaba forrado
con grandes franjas de hierro, atornilladas con cuidado a la madera. Estaban
allí para bloquear el resplandor psíquico que ahora estallaba desde dentro.
Una pesada cortina cubría la ventana opuesta, amortiguando la luz del sol
y oscureciendo el dormitorio. El aire era pesado e intenso y olía mucho a
lavanda.
Al principio nos costó atisbar nada. Pero mientras George y yo
permanecíamos en el umbral, empezamos a ver el brillo de las cadenas de
plata que colgaban de las paredes.
Nuestros ojos se acostumbraron y observamos lo que había en la
habitación. Y entonces sentí cómo el suelo se hundía bajo mis pies, como si
de pronto estuviéramos en el mar. George se aclaró la garganta. Me agarré de
su brazo.
Lockwood esperó detrás de nosotros.
—¿Tus padres?
Fui la primera en encontrar la voz.
—Casi —respondió Anthony Lockwood—. Mi hermana.
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Glosario
Acechador*
Una clase de fantasma de tipo uno que se oculta entre las sombras,
inmóvil y lejos de los vivos. Propaga una fuerte sensación de ansiedad y
miedo atroz.
Acosador*
Un fantasma de tipo uno que siente curiosidad por los vivos y los sigue de
lejos, pero sin acercarse. Los agentes que tienen el don de la percepción
pueden detectar cómo arrastran los pies huesudos, además de oír sus
suspiros y sollozos desolados.
Alma en pena **
Un fantasma de tipo dos que mantiene una forma aérea, delicada y
transparente. Las almas en pena son prácticamente invisibles, excepto por
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su tenue contorno y algunos detalles del rostro. Pese a su apariencia
incorpórea, no es menos agresivo que los espectros, que sí son visibles. Al
ser más difíciles de ver, son más peligrosos.
Ánima
Otro nombre genérico que se le da a los fantasmas.
Aparición
La forma que adopta un fantasma cuando se manifiesta. Las apariciones
suelen copiar la forma de la persona fallecida, pero también pueden imitar a
animales u objetos. Algunas son poco frecuentes. El espectro del reciente
caso del valle de Limehouse se manifestó como una gran cobra verde y
brillante, mientras que el infame terror de la calle Bell se ocultó tras la
apariencia de una muñeca de trapo. La mayoría de los fantasmas, tanto los
poderosos como los débiles, no quieren o no pueden alterar su apariencia.
Aura
El brillo o el resplandor propio de muchas apariciones. La mayoría de las
auras apenas son visibles y pueden detectarse mirando de reojo. Las auras
intensas y radiantes se llaman luces fantasmagóricas. Algunos fantasmas,
como los espectros oscuros, irradian un aura negra, más oscura que la
noche.
Bloqueo fantasmal
Un peligroso poder de los fantasmas de tipo dos. Puede tratarse de una
ampliación del malestar. Las víctimas pierden su fuerza de voluntad y
sienten una horrible oleada de desesperación. Los músculos se vuelven tan
pesados como el plomo, lo que les impide pensar o moverse libremente. En
muchos casos, terminan paralizados, esperando impotentes mientras el
hambriento fantasma se acerca más y más…
Bomba de sal
Un pequeño globo de plástico lleno de sal que se lanza. El impacto hace
que se rompa y la sal salga disparada en todas las direcciones. Los agentes
la utilizan para alejar a los fantasmas más débiles. Es menos efectiva
contra entes con más fuerza.
Brillo mortal
Un rastro de energía que queda en el lugar exacto en el que murió alguien.
Cuanto más violenta fuera la muerte, más brillo habrá. Los brillos más
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intensos pueden persistir durante muchos años.
Catacumba
Una cámara subterránea usada para los entierros. Nunca fueron tan
habituales en Londres, y las pocas que existían se abandonaron por
completo cuando estalló el Problema.
Catafalco
Un mecanismo hidráulico con el que bajaban los ataúdes a las catacumbas.
Corriente de agua
En la antigüedad, se observó que los fantasmas detestan atravesar las
corrientes de agua. En la Gran Bretaña actual, este conocimiento suele
usarse contra ellos. Una red de canales artificiales o arroyos en el centro de
Londres protegen el principal distrito comercial. En menor escala, algunos
propietarios han construido canales al aire libre junto a la puerta de sus
casas, donde recogen el agua de la lluvia.
Cristal de plata
Un cristal especial a prueba de fantasmas usado para guardar orígenes.
Cúmulo
Un grupo de fantasmas agrupados en una zona pequeña.
Dama fría *
Un espectro gris, borroso y con forma de mujer. Suele llevar vestidos
antiguos y se distingue fácilmente a lo lejos. Las damas frías emiten una
potente sensación de melancolía y malestar, pero no suelen acercarse a los
vivos. Véase también novia flotante.
Defensas antifantasmas
Las tres defensas más importantes, en orden de efectividad, son la plata, el
hierro y la sal. La lavanda también ofrece cierta protección, al igual que la
luz del sol y las corrientes de agua.
Destello de magnesio
Un proyectil metálico con un sello de cristal rompible. Contiene magnesio,
hierro, sal, pólvora y un artilugio para prenderlo. Se trata de una poderosa
arma que las agencias usan contra los fantasmas más agresivos.
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DICM
El Departamento de Investigación y Control Psíquico. Una organización
gubernamental creada para abordar el Problema. El DICM investiga la
naturaleza de los fantasmas, intenta destruir a los más peligrosos y controla
las actividades de las muchas agencias de la competencia.
Doble **
Un tipo de fantasma extraño e inquietante cuya forma recuerda a una
persona viva, normalmente algún conocido de quien lo ve. Los dobles no
suelen ser agresivos, pero el miedo y la confusión que evocan son tan
fuertes que la mayoría de los expertos los clasifican como espíritus de tipo
dos, de modo que hay que tomar precauciones extremas.
Don
La habilidad de ver, oír o detectar a los fantasmas. Muchos niños, aunque
no todos, nacen con cierto don psíquico. Las habilidades suelen
desaparecer conforme crecen, aunque algunos adultos las conservan. Los
jóvenes con dones más poderosos se unen a las patrullas nocturnas. Los
que poseen un don extraordinario trabajan para las agencias. Las tres
principales categorías de dones son la visión, la percepción y la
reminiscencia.
Ectoplasma
Una sustancia extraña y variable de la que están hechos los fantasmas.
Cuando está concentrado, el ectoplasma es perjudicial para los vivos.
Encuentro
Véase manifestación.
Escuálido **
Un fantasma raro y desagradable, que se manifiesta como un cadáver
sangriento, sin piel, con los ojos salidos de las cuencas y una sonrisa que deja
ver los dientes. No suele gustar a los agentes. Muchas autoridades lo califican
como una variedad de guardián.
Espectro **
El fantasma de tipo dos más común. Un espectro siempre forma una
aparición clara y llena de detalles, que puede llegar a parecer casi
corpórea. Suele ser un eco visual riguroso de la persona fallecida, ya sea
con su aspecto en vida o como cadáver. Los espectros son menos nebulosos
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que las almas en pena y menos espantosos que los guardianes, pero tienen
comportamientos igual de dispares. Muchos se muestran neutrales o
benévolos cuando se encuentran cerca de los vivos, pues quizá vuelven
para revelar un secreto o corregir un error del pasado. Otros, sin embargo,
son muy hostiles y tienen sed de interacción humana. Este tipo de fantasma
debe evitarse a toda costa.
Espectro oscuro **
Un terrorífico fantasma de tipo dos que se manifiesta como una mancha
de oscuridad que se mueve. A veces, la aparición apenas es visible en
plena noche. Otras veces, se muestra como una nube oscura cambiante y
sin forma, que se encoge hasta el tamaño de un corazón palpitante o se
expande rápidamente para tragarse toda una habitación.
Espíritu aullador **
Un temido fantasma de tipo dos, que puede aparecerse visualmente o no.
Los espíritus aulladores emiten alaridos psíquicos terroríficos. El sonido
puede llegar a paralizar de miedo a la persona que lo oye, provocando un
bloqueo fantasmal.
Estoque
El arma oficial de los agentes que llevan a cabo investigaciones psíquicas.
La punta de los estoques de hierro suele tener un revestimiento de plata.
Fantasma
El espíritu de una persona que ha muerto. Los fantasmas han existido a lo
largo de la historia, pero, por motivos que desconocemos, ahora son más
comunes. En términos generales, hay muchas variedades. Sin embargo,
estas pueden agruparse en tres grupos principales (véanse tipo uno, tipo
dos y tipo tres). Normalmente, los fantasmas permanecen cerca de un
origen, que suele ser el lugar en el que murieron. Tienen más fuerza
cuando oscurece, sobre todo entre la medianoche y las dos de la
madrugada. Muchos pasan desapercibidos y no sienten interés por los
vivos. Algunos son muy hostiles, aunque no es lo habitual.
Farola protectora
Una farola eléctrica que emite potentes haces de luz blanca para alejar a los
fantasmas. La mayoría de las farolas protectoras tienen obturadores
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instalados sobre sus lentes de cristal. Estos dispositivos se encienden y
apagan en intervalos durante toda la noche.
Fétido *
Un fantasma de tipo uno que emite una espantosa miasma y un peligroso
olor a putrefacción. La mejor forma de enfrentarse a él es quemando hojas
de lavanda.
Frasco sellado
Un receptáculo de cristal de plata utilizado para guardar un origen activo.
Frío
La bajada drástica de temperatura que se produce cuando un fantasma anda
cerca. Es uno de los cuatro indicadores habituales de una inminente
manifestación, junto con el malestar, la miasma y el miedo atroz. El frío
puede ocupar un espacio amplio o concentrarse en «rincones gélidos»
específicos.
Fuego griego
Otro de los nombres que reciben los destellos de magnesio. Las primeras
armas de este tipo se utilizaron contra los fantasmas durante la época del
Imperio bizantino (o del Imperio griego), hace mil años.
Guardián**
Un fantasma de tipo dos peligroso. Los guardianes son parecidos a los
espectros en cuanto a fuerza y patrones de comportamiento, pero su
aspecto es mucho más aterrador. Sus apariciones muestran al difunto como
un cadáver: demacrado, marchito, terriblemente delgado y a veces
descompuesto y cubierto de gusanos. Los guardianes suelen aparecerse
como esqueletos. Irradian un poderoso bloqueo fantasmal. Véanse
también guardián de la horca y escuálido.
Guardián de la horca **
Un subtipo de guardián malvado que se encuentra en lugares donde hubo
ejecuciones. El Viejo Cuellotorcido, que mató a tres agentes en los campos
de Tyburn, es el guardián de la horca más famoso de todos.
Hierro
Una protección antigua y poderosa contra los fantasmas de todo tipo. La
gente corriente protege sus casas con decoraciones de hierro y las llevan
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encima como protectores. Los agentes llevan estoques y cadenas de hierro,
que utilizan para atacar y defenderse.
Icor
La forma más concentrada y espesa del ectoplasma. Quema muchos
materiales y solo puede almacenarse dentro de objetos fabricados con
cristal de plata.
Lavanda
Se piensa que el fuerte olor de esta planta ahuyenta a los espíritus
malignos. Por ello, mucha gente lleva espigas de lavanda seca en la ropa o
las quema para liberar una intensa humareda. A veces, los agentes llevan
tubos de agua de lavanda para utilizarlos contra entes de tipo uno poco
poderosos.
Llamador de piedra *
Un fantasma de tipo uno desesperado y nada interesante. Lo único que
hace es dar golpecitos sobre las piedras.
Luz fantasmagórica
Una luz escalofriante y sobrenatural que irradian algunas apariciones.
Malestar
La sensación de letargo y abatimiento que suele experimentarse cuando un
fantasma se acerca. Los casos más extremos pueden derivar en
petrificación fantasmal, una situación peligrosa.
Manifestación
Un suceso fantasmagórico. Puede implicar todo tipo de fenómenos
sobrenaturales, como sonidos, olores y sensaciones extrañas, objetos que se
mueven, bajadas de temperatura y apariciones.
Manual de Fittes
Un famoso libro de instrucciones para los cazafantasmas, escrito por
Marissa Fittes, la fundadora de la primera agencia de detección psíquica de
Gran Bretaña.
Marca de la horca
La piedra que se utilizaba como soporte en los postes de las horcas. Esta
piedra suele permanecer en el lugar en el que tuvo lugar la ejecución
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mucho después de que la estructura de madera se haya podrido.
Miasma
Una atmósfera desagradable que aparece antes de una manifestación. A
menudo implica olores y sabores molestos. Suele estar unida a una
sensación de miedo atroz, malestar y frío.
Miedo atroz
Una inexplicable sensación de pavor que normalmente se experimenta
antes de una manifestación. Suele ir acompañado de frío, miasma y
malestar.
Mutilado **
Un fantasma de tipo dos hinchado y deforme que habitualmente tiene
cabeza y torso humanos, pero sin brazos o piernas reconocibles. Junto con
los guardianes y los escuálidos, son una de las apariciones más
desagradables. Su visión suele estar acompañada de intensas sensaciones
de miasma y miedo atroz.
Niebla fantasmagórica
Una neblina clara de color blanco verdoso que suele surgir cuando un
fantasma se manifiesta. Puede estar formada por ectoplasma. Es fría y
desagradable, pero no es peligrosa al tacto.
Nimbo **
Un tipo de fantasma de tipo dos cuya belleza engaña. Se manifiesta como
un chico joven (o, en raras ocasiones, como una chica) que camina en el
centro de una esfera de luz fantasmagórica fría y resplandeciente.
Novia flotante *
Un fantasma de tipo uno con aspecto de mujer. Es una variante de las
damas frías. A las novias flotantes les suele faltar la cabeza u otra parte del
cuerpo. Algunas buscan la extremidad perdida, mientras que otras la mecen
o la sujetan con pena. Su nombre proviene de los fantasmas de dos novias
de la realeza, decapitadas en el palacio de Hampton Court.
Operario
Nombre que recibe un agente de investigaciones psíquicas.
Origen
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El objeto o lugar que permite a los fantasmas entrar al mundo.
Patrulla nocturna
Grupos de jóvenes, normalmente contratados por grandes empresas y
ayuntamientos locales, que vigilan las fábricas, las oficinas y las zonas
públicas cuando anochece. Los patrulleros nocturnos no tienen permitido
utilizar estoques, pero llevan bastones con puntas de hierro para mantener
a raya las apariciones.
Percepción
Uno de los tres dones psíquicos principales. Las personas con este tipo de
sensibilidad pueden percibir las voces de los muertos, el eco de eventos
pasados y otros sonidos sobrenaturales relacionados con las
manifestaciones.
Petrificación fantasmal
El efecto que produce el contacto físico entre una persona y una aparición,
provocado por los fantasmas más agresivos y letales. La petrificación
fantasmal, que comienza con una sensación intensa y abrumadora de frío,
se extiende por todo el cuerpo y adormece las extremidades. Los órganos
vitales comienzan a fallar uno a uno. Poco después, el cuerpo se vuelve
azul y empieza a hincharse. Sin una intervención médica urgente, puede ser
mortal.
Pistola de sal
Dispositivo que lanza chorros de agua salada sobre una zona amplia. Un
arma útil contra los fantasmas de tipo uno. Las agencias más grandes han
empezado a utilizarlas más.
Plasma
Véase ectoplasma.
Plata
Una defensa importante y potente contra los fantasmas. La gente utiliza
joyas de plata como protección. Los estoques de los agentes están
revestidos de este material, que es fundamental para los sellos.
Poltergeist **
Un fantasma de tipo dos poderoso y destructivo. Los poltergeist lanzan
fuertes ráfagas de energía sobrenatural que hacen que los objetos floten en
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el aire. No pueden aparecerse.
Problema, el
La epidemia de fantasmas que acecha actualmente al Reino Unido.
Protector
Un objeto, habitualmente hecho de hierro o plata, que se utiliza para
impedir que los fantasmas se acerquen. Los protectores pequeños pueden
colocarse en las joyas que lleve una persona, mientras que los grandes se
colocan en las casas y pueden tener elementos decorativos.
Red de cadenas
Una red hecha de cadenas de plata entrelazadas, un tipo de sello muy
versátil.
Reminiscencia
La capacidad para detectar ecos en objetos que han guardado una relación
estrecha con una persona muerta o con una manifestación sobrenatural.
Dichos ecos pueden ser imágenes visuales, sonidos u otras impresiones
sensoriales. Uno de los tres tipos de dones.
Sal
Una defensa común contra los fantasmas de tipo uno. Es menos efectiva
que el hierro o la plata, pero es más barata y se utiliza para proteger
muchos hogares.
Sanatorio
Un hospital para pacientes con enfermedades crónicas.
Saqueadora de reliquias
Alguien que busca orígenes y otros artefactos psíquicos y los vende en el
mercado negro.
Secta espiritista
Un grupo de gente que, por distintas razones, comparte un enfermizo
interés por la aparición de los fantasmas.
Sello
Un objeto, normalmente de plata o hierro, diseñado para encerrar o tapar
un origen, impidiendo que el fantasma se escape.
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Sensible
Persona que ha nacido con un don psíquico excepcionalmente bueno. La
mayoría de los sensibles trabajan en agencias o patrullas nocturnas,
mientras que otros ofrecen servicios psíquicos sin enfrentarse realmente a
los visitantes.
Sombra *
El típico fantasma de tipo uno y quizá el visitante más común. Las
sombras suelen tener un aspecto corpóreo, al igual que los espectros, o
aéreo y borroso, como las almas en pena. No obstante, carecen de la
peligrosa inteligencia de estos entes. Las sombras parecen no ser
conscientes de la presencia de los vivos y normalmente siguen un patrón de
comportamiento fijo. Proyectan una sensación de aflicción y pérdida, pero
rara vez se muestran enfadados o con alguna otra emoción intensa. Casi
siempre adoptan una apariencia humana.
Tipo dos
La clasificación de fantasmas más peligrosos. Los espectros de tipo dos
son más poderosos que los de tipo uno y muestran signos de inteligencia.
Ven a los vivos y muchos intentan infligirles daño. Los fantasmas de tipo
dos más comunes, en orden, son: espectros, almas en pena y guardianes.
Consúltense espectro oscuro, doble, mutilado, poltergeist, escuálido y
nimbo.
Tipo tres
Una categoría de fantasma muy infrecuente. Marissa Fittes fue la primera
en informar de su existencia y continúan siendo objeto de controversia.
Presuntamente, pueden comunicarse con los vivos.
Tipo uno
La clasificación de fantasmas más comunes, débiles y menos peligrosos.
Los entes de tipo uno rara vez reconocen su entorno y a menudo se
encuentran atrapados en un patrón de comportamiento fijo y repetitivo.
Algunos de los ejemplos más frecuentes son los siguientes: sombras,
acechadores y acosadores. Véase también dama fría, niebla parlante y
llamador de piedra y Tom McSombra.
Tom McSombra *
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Término londinense para referirse a un acechador o a una sombra que
vaga cerca de puertas, arcos o callejones. Un fantasma urbano y cotidiano.
Toque de queda
Como respuesta al Problema, el Gobierno británico impuso toques de
queda nocturnos en muchas zonas habitadas. Durante el toque de queda,
que empieza poco después del anochecer y termina al alba, se recomienda a
la gente corriente permanecer en casa, donde están protegidos por sus
defensas.
Trémulo *
El fantasma de tipo uno más difícil de detectar. Los trémulos solo se
manifiestan como haces de luz fantasmagórica que flotan en el aire. Pueden
tocarse o atravesarse sin que inflijan ningún tipo de daño.
Visión
La habilidad psíquica de ver apariciones y otros fenómenos
fantasmagóricos, como los brillos mortales. Uno de los tres tipos de dones
psíquicos.
Visitante
Un fantasma.
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Jonathan Stroud comenzó escribir sus primeras historias a los 7 años. Su
principal fuente de inspiración fue Enid Blyton, y su obra de Los Cinco.
Después de terminar sus estudios de literatura inglesa en la Universidad de
York, trabajó en Londres como editor de libros para niños. Durante la década
de los 90 empezó a publicar sus propios trabajos y cosechó rápidamente un
gran éxito.
En mayo de 1999, Stroud publicó su primera novela «Buried Fire» que daba
comienzo a la carrera de Jonathan como escritor. Entre sus obras más
destacadas se encuentra la Trilogía de Bartimeo. Una característica especial
de estas novelas, comparadas con otras de su mismo género, es que el genio
protagonista, Bartimeo, voltea los estereotipos de “mago bueno” y “demonio
malo” debido a que la saga describe una versión alterna del mundo moderno
en el cual los acontecimientos perversos son llevados a cabo por magos
corruptos. Los libros en esta serie son El amuleto de Samarkanda, El ojo del
Golem, La Puerta de Ptolomeo y El anillo de Salomón. Otro libro del autor es
Los doce clanes.
Jonathan Stroud vive en St. Albans, Hertfordshire, con su hija Isabelle y su
esposa Gina, ilustradora de libros para niños.
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