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Hammett - La Muchacha de Los Ojos Grises

El documento narra la historia de un poeta llamado Burke Pangburn cuya prometida, Jeanne Delano, desapareció repentinamente de San Francisco. Pangburn contrata a un detective para que investigue la desaparición de su prometida, ya que teme que esté en peligro. El detective escucha la historia de Pangburn y acuerda investigar el caso, aunque tiene dudas sobre la cordura de Pangburn y la veracidad de la historia.

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Hammett - La Muchacha de Los Ojos Grises

El documento narra la historia de un poeta llamado Burke Pangburn cuya prometida, Jeanne Delano, desapareció repentinamente de San Francisco. Pangburn contrata a un detective para que investigue la desaparición de su prometida, ya que teme que esté en peligro. El detective escucha la historia de Pangburn y acuerda investigar el caso, aunque tiene dudas sobre la cordura de Pangburn y la veracidad de la historia.

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Literatura en habla inglesa

La muchacha de los ojos grises1


Dashiell Hammett

El sonido de un timbre me despertó. Me hice a un lado de la cama y cogí el


teléfono. La clara voz del viejo —el gerente de la Agencia Detectivesca Continental de
San Francisco— llegó a mis oídos.
—Siento molestarle, pero tendrá que ir a Glenton Apartments en Leaven Worth
Street. Un hombre que vive allí, llamado Burke Pangburn, me ha telefoneado hace unos
minutos pidiéndome que le enviara en seguida a alguien. Parecía bastante excitado.
¿Querrá usted encargarse del asunto? Vaya a ver que quiere.
Dije que iría y, bostezando, desperezándome, y maldiciendo a Pangburn —quien
quiera que fuese— me saqué el pijama y vestí mi gordo cuerpo con un traje.
El hombre que había interrumpido mi sueño, esa mañana de domingo —lo supe
cuando llegué a Glenton—, era una persona de unos veinticinco años, delgado, de cara
pálida y grandes ojos de color castaño enrojecidos por la falta de sueño o por el llanto, o
por ambas cosas a la vez. Su largo cabello de color castaño lo tenía desarreglado cuando
me recibió, y vestía una bata de color malva con notas verdes encima del pijama de seda.
El cuarto en el que me introdujo me pareció el local de un subastador antes de
comenzar la subasta, o tal vez uno de esos salones de te estrechos y abigarrados. Grandes
jarrones azules, curvados jarrones rojos, larguiruchos jarrones amarillos, jarrones de
varias formas y colores; figurillas de mármol, figurillas de marfil, figurillas hechas de
todo material; linternas, lámparas y candelabros; tapicerías, colgaduras y tapetes de todas
clases; infinidad de muebles todos ellos curiosamente diseñados; cuadros raros colgados
aquí y allí en lugares inesperados. Un cuarto en el que difícilmente se podía estar a gusto.

***

—¡Mi prometida! —comenzó a decir inmediatamente en voz alta, con cierto tono
de histeria—, ¡Ha desaparecido! ¡Algo le ha ocurrido! “Le han gastado alguna mala
jugada! ¡Quiero que la encuentre, que la salve de este peligro que... Le preste atención un
rato y, luego, me desentendí. De su boca salía un revoltijo de palabras —desaparición
fantasmal... algo misterioso... cogida en una trampa—, tan inconexas que no podía sacar
nada de ellas. Hice un esfuerzo por entenderle y espere a que terminara su ininteligible
jerga. He escuchado a hombres razonables decir, en un momento de excitación, cosas más
absurdas que las que decía ese joven, pero su vestimenta —su bata y su pijama de colores
chillones, y el ambiente de la casa— ese cuarto amueblado de tan extraña manera —le
daba un aspecto más teatral, haciendo que sus palabras pareciesen completamente
irreales. El mismo, en estado normal, debía ser un mozo de agradable aspecto. Sus
facciones eran correctas, y aunque su boca y mandíbula tenían un aire de inseguridad, su
ancha frente era hermosa. Pero allí, de pie, escuchándole esas melodramáticas frases que
de vez en cuando captaba del revoltijo de palabras que me dijera, pensé que había perdido
temporalmente el juicio, y se dejaba llevar de su dolor.
De repente dejó de hablar y me tendió sus largas y finas manos en un gesto de
súplica, diciendo una y otra vez:
—¿La encontrará usted? ¿La encontrará? ¿La encontrará?
Afirmé ligeramente con la cabeza, y advertí que las lágrimas corrían por sus
mejillas.

1
Publicado en Black Mask, en junio de 1924.

1
Literatura en habla inglesa

—Empecemos por el principio —sugerí, sentándome con cuidado en una silla


tallada que no parecía muy segura.
—¡Sí ¡Sí!
Estaba de pie, frente a mí, pasándose nerviosamente los dedos por el cabello.
—El principio. Recibía todos los días carta de ella hasta...
—Ese no es el principio —objeté—, ¿Quién es ella? ¿Cómo es?
—¡Es Jeanne Delano! —exclamó sorprendido de mi ignorancia—, y es mi
prometida.
Ahora se ha ido, y se que...
Las frases “víctima de una mala jugada”, “cogida en una trampa”, etcétera,
comenzaron a surgir de nuevo histéricamente. Por fin conseguí apaciguarlo y, aunque
interrumpiéndose de tanto en tanto con estallidos de desesperación, me contó una historia
que es como sigue:
Este Burke Pangbrun era poeta. Aproximadamente dos meses antes había recibido
una carta de una tal Jeanne Delano —remitida por su editor— en la que elogiaba su último
libro de versos. Jeanne Delano vivía también en San Francisco, pero ella no sabía que el
poeta habitaba en la misma ciudad. Burke le contestó, y recibió una nueva carta. Poco
después de recibir esta última se conocieron. Si verdaderamente la muchacha era tan
hermosa como el poeta decía, no se le podía criticar que estuviera enamorado de ella Pero
lo fuera o no, lo cierto es que Burke se había enamorado perdidamente.
Esta Delano vivía en San Francisco desde hacia poco tiempo, y cuando el poeta la
conoció ocupaba un piso sola en Ashbury Avenue. No sabía de donde procedía la
muchacha, ni conocía nada de su vida anterior. Sospechaba, por ciertas vagas sugerencias
y peculiaridades de su conducta que no le supo explicar, que había algo en la muchacha
no muy claro, que ni su pasado ni su presente se hallaban exentos de dificultades. Pero
no tenía la menor idea de que clase de dificultades podían ser. No se había preocupado en
averiguarlo. No sabia de ella absolutamente nada, excepto que era hermosa, que la quería,
y que había prometido casarse con ella. Entonces, el día tres de ese mes —exactamente
veintiún días antes de esa mañana de domingo— la muchacha se había ido repentinamente
de San Francisco. Un recadero le entrego una nota de ella.
Esta nota, que me la enseño después de insistir mucho en que me interesaba verla,
decía:

Burkelove:
Acabo de recibir un telegrama y tengo que salir hacia el Este en el próximo
tren. Intenté llamarte por teléfono, pero no pude. Te escribiré tan pronto como
sepa cuál va a ser mi nueva dirección. Si es que hay alguna (esta frase estaba
tachada y me costó gran trabajo leerla). Sigue queriéndome hasta que esté de
nuevo contigo para siempre.
Tuya,
JEANNE

Nueve días más tarde recibió otra carta desde Baltimore, Maryland. Tuve que
insistir mucho más que en la anterior para que me la dejase leer. Decía así:

Queridísimo poeta:
Parece como si hiciera dos años que no te he visto, y me temo que han de
pasar uno o dos meses antes de que te vea de nuevo. No puedo decirte ahora,
cariño, el motivo que me trajo aquí. Hay cosas que no se pueden escribir. Pero
tan pronto como esté de vuelta, te contaré esta desventurada historia. Si algo

2
Literatura en habla inglesa

ocurriera —me refiero a mí— sigue queriéndome siempre, ¿no es verdad que lo
harás, cariño? Pero esto es una tontería. Nada va a ocurrir. Acabo de dejar el
tren, y estoy cansada del viaje.
Mañana te escribiré una larga, larga carta para compensar esta tan breve
que te envío.
Mi dirección aquí es 215 North Stricker Street. ¡Por favor escríbeme por
lo menos una carta diaria!
Tuya,
JEANNE

Durante nueve días había recibido una carta diaria de ella —el lunes dos, para
compensar el domingo que no escribía— y luego las cartas se habían interrumpido. Y las
que diariamente el le envió a la dilección indicada —215 North Stricker Street—
empezaron a devolvérselas con el membrete de desconocida. Envió un telegrama y la
Compañía Telegráfica le informó que su Oficina de Baltimore no había encontrado a
ninguna Jeanne Delano en la dirección de North Stricker Street.
Esperó durante tres días, creyendo que recibiría alguna noticia de la muchacha, y
esperó en vano. Entonces sacó un billete para Baltimore.
—Pero —concluyó el joven—, tuve miedo de ir. Sé que esta en una situación
difícil —estoy seguro de ello— pero yo solo soy un necio poeta. No sé hacer frente a
estas situaciones. O no encontraría nada, o si por casualidad hallara algo, no haría más
que complicar las cosas, y tal vez expondría su vida a peligros más serios de los que le
amenazan ahora. No puedo ir a ciegas, sin saber si la ayudo o la perjudico. Es una tarea
propia para un experto en esta clase de asuntos. Por eso pensé en su agencia. Usted se
cuidará del caso, ¿no es verdad? Puede ser que ella no quiera, ayuda. Si es así usted puede
ayudarle sin que se entere. Usted esta acostumbrado a ese trabajo. Usted puede hacerlo,
¿no es cierto que puede?
Antes de contestar lo pensé detenidamente. Las dos clases de personas más
temibles para una reputada agencia detectivesca son aquellas que traen entre manos un
asunto criminal o un divorcio, y lo presentan como una operación legitima, y aquellas
otras, irresponsables, que van detrás de una cosa falsa.
El poeta, sentado ahora frente a mi y retorciéndose nerviosamente sus blancos y
largos dedos, me pareció sincero, pero no estaba seguro de su cordura.
—Señor Pangburn —dije después de un rato— me gustaría ocuparme de este
asunto, pero no se si podré hacerlo. La Agencia Continental es muy rígida, y aunque estoy
convencido de la sinceridad de sus palabras, no olvide que soy un empleado que me debo
a mi agencia, y tengo que seguir las instrucciones señaladas. Ahora bien, si usted fuera
avalado por alguna firma o persona de crédito —por ejemplo un abogado conocido o
cualquier empresa legalmente responsable— tendríamos mucho gusto en tomar su asunto
en nuestras manos. De lo contrario, me temo que...
—¡Pero yo sé que ella está en peligro! —estalló—. Lo sé. Y no puedo estar
aireando sus asuntos, y diciéndole a todo el mundo que me prometió casarse conmigo.
—Lo siento, pero no puedo encargarme del caso a no ser que me de el aval que le
pido. Me levanté.
—Naturalmente usted encontrará muchas agencias de detectives que no son tan
especiales como la nuestra.
Su cara se contrajo en un mohín infantil, y apretó su labio inferior entre sus
dientes. Por un momento creí que iba a echarse a llorar. Pero en lugar de hacerlo, dijo
lentamente:

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Literatura en habla inglesa

—Me parece que tiene usted razón. Le voy a dar un nombre, el de mi cuñado, Roy
Axford. ¿Bastará con su palabra?
—Si.
Roy Axford —R. F. Axford— era propietario de varias minas y tenía parte en la
mitad de las mas importantes empresas de la costa del Pacifico. Su palabra era garantía
suficiente para cualquiera.
—Si se pone ahora en contacto con él —dije— y concerta una entrevista entre su
cuñado y yo para hoy mismo, podré empezar mi trabajo en seguida.
Pangburn cruzo el cuarto y extrajo un teléfono de entre una pila de objetos diversos.
Uno o dos minutos después hablaba con una persona a quien llamo Rita.
—¿Está Roy en casa?... .Volverá esta tarde?... No... Dale un recado de mi parte...
dile que irá a verle esta tarde un caballero para hablarle de un asunto personal mío..., y
que le agradeceré que haga lo que le solicito... Si... Ya lo sabrás, Rita... no es cosa para
contarla por teléfono... sí, gracias
Colocó el teléfono en el lugar de donde lo había sacado, y se volvió hacia mi.
—Mi cuñado estará en su casa a las dos. Dígale lo que le he contado, y si lo ve
vacilante, ruéguele que venga a verme. Tendrá que explicarle todo; el no sabe nada de la
señorita Delano,
—De acuerdo. Antes de irme me gustaría que me hiciera una descripción de su
prometida.
—¡Es hermosa! !La mujer más hermosa del mundo!
Hubiera sido cómico dar ese dato en una circular destinada a recompensar a quien
encontrara a la joven.
—Eso no es exactamente lo que quiero saber —le dije— ¿qué edad tiene?
—Veintidós años.
—¿Estatura?
—Cinco pies y ocho pulgadas, o quizá nueve.
—¿Es delgada, gruesa, o de peso normal?
—Es mas bien delgada, pero...
Había cierto entusiasmo en su voz que me hizo temer un nuevo discurso
ensalzando las excelencias de la joven; así es que le interrumpí, haciéndole otra pregunta.
—¿De qué color tiene el cabello?
—Castaño, pero tan oscuro que es casi negro. Y tiene un cabello suave, abundante
y...
—Sí, sí. ¿Cuál es el color de sus ojos?
—¿Se ha fijado usted en los matices de la plata pulida cuando...?
Anoté ojos grises y me di prisa en seguirle interrogando.
—¿Cutis?
—¡Perfecto!
—Bueno, bueno. ¿Pero es blanco, moreno, encarnado, pálido o como es?
—Blanco.
—¿De qué forma tiene la cara: redonda o alargada?
—Redonda.
—¿Como es su nariz: larga, pequeña, respingona...?
—¡Pequena y normal! En su voz había un tono de indignación.
—¿Cómo vestía? ¿Era elegante? ¿Prefería los colores vivos o los oscuros?
—Magn... —y al ver que abría la boca para interrumpirle dijo—: colores discretos,
generalmente azul oscuro y marrón.
—¿Qué joyas llevaba?
—Nunca le he visto llevar ninguna.

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Literatura en habla inglesa

—¿Tiene alguna cicatriz o algún lunar? Su horrorizada mirada me indujo a seguir


el interrogatorio, porque supuse que sacaría algo en claro.
—¿Alguna verruga o deformidad que usted conozca? Se quedo sin habla, pero aún le
quedaron arrestos para mover negativamente la cabeza.
—.Tiene alguna fotografía de ella?
—Si, se la voy a enseñar.
Se puso de pie y, cruzando el abigarrado cuarto, desapareció por una puerta de
cortinas. Inmediatamente regresó con una gran fotografía encuadrada en un marco
esculpido en marfil. Era una de esas fotografías artísticas, llena de sombras y perfiles
borrosos que no servía para identificar a la persona retratada. La muchacha parecía
bastante bonita, pero no podía fiarme ya que el propósito de un fotógrafo artístico es,
precisamente, hacer resaltar la belleza y ocultar los defectos del cliente.
—.No tiene mas fotografías que esta?
—No.
—Tendrá que prestármela. Se la devolveré tan pronto como saque unas copias.
—¡No! ¡No! —protestó contra la idea de entregar la fotografía de su amada a un
grupo de detectives.
—Tendrá que prestarme también un par de cartas o algún escrito de la muchacha
— dijo.
—¿Para qué?
—Para sacar copias fotostáticas. Las pruebas caligráficas son de gran utilidad,
permiten a uno repasar los registros de entrada en los hoteles y, por comparación, obtener
algún resultado.
Tuvimos otra batalla, pero al final conseguí que me entregara tres cartas y dos
hojas de papel, escritas con la letra angulosa de la muchacha.
—¿Tenía mucho dinero su prometida? —le pregunté después de tener bien
seguras en mi bolsillo la fotografía y las muestras caligráficas.
—No lo sé. No es esa una cosa en la que me haya interesado. No era pobre. Es
decir, no tenía que hacer economías, pero no tengo la menor idea de a cuanto ascendían
sus ingresos o de donde procedían. Tenía una cuenta en la Golden Gate Trust Company,
pero naturalmente no sé la cantidad.
—¿Muchos amigos aquí?
—Esa es otra cosa que tampoco puedo contestar. Creo que conocía algunos aquí,
pero no sé quienes eran. Mire usted, cuando estábamos juntos no hablábamos más que de
nosotros. No nos interesaba nada más. Sencillamente estábamos...
—¿No tiene usted idea de dónde procedía o quién era ella?
—No. Eso me daba igual. Era Jeanne Delano, y eso me bastaba.
—¿Tuvieron intereses financieros en común? Es decir, ¿hubo alguna transacción
monetaria o de valores en la que ustedes estuvieran interesados?
Naturalmente lo que yo quería decir era si ella le pidió dinero prestado, o si le
había vendido algo, o sacado dinero de alguna otra manera.
Se levantó de un salto, y su cara empalideció. Luego volvió a sentarse de nuevo,
hundiéndose en el asiento, y se sonrojó.
—Perdóneme —dijo con torpeza— usted no la conocía y comprendo
perfectamente que mire el asunto desde todos los puntos de vista posibles. No, no hubo
nada de lo que usted ha dicho. Me parece que va a perder el tiempo si basa su actuación
en la idea de que ella era una aventurera. ¡No hay nada de eso! Era una muchacha con un
grave problema, un problema que la obligo a marchar a Baltimore de repente, alejándose
de mí ¿Dinero? ¿Qué tiene que ver el dinero con esto? ¡La quiero!
***

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Literatura en habla inglesa

R. F. Axford me recibió en su residencia de Russian Hill en un cuarto que tenia


las trazas de ser un despacho. Era un hombre rubio, de cuarenta y ocho o cuarenta y nueve
años, de cuerpo atlético, grueso y sanguíneo, y de maneras que mostraban una plena
confianza en si mismo, confianza que al parecer no era injustificada.
—¿Qué le pasa ahora a Burke? —preguntó con aire divertido después de decirle
quien era. Tenía una agradable voz de bajo.
No le conté todos los detalles.
—Estaba prometido con una tal Jeanne Delano, y esta señorita salió hacia el Este
hace tres semanas, y luego desapareció de repente. Su cuñado sabe muy poco de ella, cree
que le ha sucedido algo y desea que la encontremos.
—¿Otra vez? —dijo guiñando sus ojos azules— ¡de manera que esta vez se llama
Jeanne!, que yo sepa es la quinta en un año, y estoy seguro que mientras estuve en Hawai
debió tener una o dos más.¿.Pero que estoy diciendo?
—Le pedí el aval de una persona responsable. Creo que es un nombre normal,
pero no es, en sentido estricto una persona responsable. Me envió a usted.
—Esta usted en lo cierto al decir que, en sentido estricto no es una persona
responsable.
Se quedo pensativo por un momento. Luego, dijo:
—¿Cree usted realmente que le ha ocurrido algo a la muchacha? ¿O se trata de
cosas imaginadas por Burke?
—No lo sé. Al principio creí que era solo imaginación, pero en un par de cartas
de ella hay indicios de que algo no marcha bien.
—En ese caso empiece sus investigaciones para encontrarla —dijo Axford—.
Supongo que no se hará ningún mal con devolverle la muchacha. Al menos tendrá algo
en que pensar durante algún tiempo.
—¿Entonces me da usted su palabra, señor Axford, de que no habrá escándalo ni
nada por el estilo relacionado con el asunto?
—Se lo aseguro. Burke es una persona normal. Lo único que le pasa es que está
malcriado. Toda su vida ha estado delicado de salud. Como tiene una renta que le permite
vivir modestamente, puede publicar libros de versos y comprar chucherías para adornar
su piso Se lo toma demasiado en serio —pesa en el su condición de poeta—, pero en el
fondo es bueno.
—Me encargaré, pues, del caso —dije, levantándome—, A propósito, la
muchacha tiene una cuenta corriente en la Golden Gate Trust Company, y me gustaría
averiguar todo lo que fuera sobre dicha cuenta, especialmente de donde procede ese
dinero. Clement, el cajero, es un modelo de discreción cuando se trata de sacarle informes
sobre los depositarios. Si usted me diera una carta de recomendación para el, me facilitaría
notablemente mi trabajo.
—Con mucho gusto.
Escribió un par de líneas en una tarjeta, me la entregó, y tras prometerle que le
visitaría si necesitaba posterior ayuda, me despedí.
Telefoneé a Pangburn para decirle que su cuñado había dado su aprobación. Envíe
un telegrama a la sucursal de nuestra agencia en Baltimore, dando la información que
conocía. Luego fui a la casa en que había vivido la muchacha, en Ashbury Avenue.
La administradora, una inmensa señora llamada Clute, vestida de negro, sabía de
la joven tan poco como Pangburn. La chica había vivido allí durante dos meses y medio;
de vez en cuando había recibido algunas visitas, pero Pangburn fue el único visitante que
me supo describir la administradora. Dejó el piso el día tres de ese mes, diciendo que la
habian llamado del Este, y rogo a la administradora que le guardara las cartas que
recibiese hasta que le enviara su nueva dirección. Diez días después la señora Clute

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Literatura en habla inglesa

recibió una tarjeta de la muchacha en la que le pedía que remitiese sus cartas a 215 North
Stricker Street, Baltimore, Maryland. Sin embargo no llegó ninguna carta a su destino.
La única cosa importante que logré obtener en la casa fue que los dos baúles de la
muchacha los cargó un camión de transportes de color verde. Una de las más potentes
compañías de transportes de la ciudad llevaba sus camiones pintados de verde.
De la casa me dirigí a la oficina de la compañía de transportes y encontré de
servicio a un empleado amigo mío, (un detective, si sabe lo que lleva entre manos, debe
esforzarse en hacer y conservar el mayor numero de amigos que trabajen en compañías
de transporte, correos, y ferrocarriles). Al salir de la oficina tenia en mi poder una nota
con el resguardo de facturación y la estación adonde habían llevado los baúles.
Fui a la estación, y con la información que tenia, no tarde mucho en averiguar que
los baúles habían sido facturados a Baltimore. Envíe otro telegrama a la sucursal de
Baltimore, dándoles el número señalado en el resguardo de facturación de la estación.
Era noche bien entrada cuando regresé a casa. Al día siguiente, media hora antes
de que la Golden Gate Trust Company abriera sus puertas a los clientes, ya estaba yo
dentro hablando con Clement, el cajero. Toda la tradicional prudencia y discreción de los
empleados de banca no eran nada, comparadas con las de este gordo y canoso viejo. Pero
una mirada a la tarjeta de Axford, en la que se leía, “Por favor dé al portador las
máximas facilidades” bastó para que Clement se desviviera por ayudarme.
—Ustedes tienen, o han tenido, una cuenta corriente a nombre de Jeanne Delano
—dije—. Me gustaría saber detalles sobre dicha cuenta: contra que cuenta corriente
depositó sus cheques y en que cantidades, pero especialmente quisiera saber de donde
provenía el dinero que ella deposito aquí.
Pulsó uno de los botones de su mesa, y un mozo rubio impecablemente peinado
se deslizó sigilosamente en el cuarto. El cajero cogió un lápiz y garrapateo unas líneas en
una hoja de papel, entregándosela acto seguido al silencioso mozo, que desapareció tal
como había entrado. Volvió en seguida con un montón de papeles que depositó en la
mesa del cajero.
Clement repasó los papeles y luego se dirigió a mí.
—La señorita Delano nos fue presentada por el señor Burke Pangburn el día seis
del pasado mes, y abrió una cuenta corriente por valor de ochocientos cincuenta dólares.
Después de eso hizo los siguientes depósitos: cuatrocientos dólares el día diez; doscientos
cincuenta el día veintiuno; trescientos el veintiséis; doscientos el día treinta; y veinte mil
dólares el día dos del presente mes. Todos estos depósitos excepto el último los hizo al
contado. El último fue un cheque.
Me entregó el cheque de la Golden Gate Trust Company.

Pague a la orden de Jeanne Delano veinte mil dólares.


(Firmado BURKE PANGBURN)
Estaba fechado el día dos.

—¡Burke Pangburn! —exclamé entupidamente—. ¿Tenía costumbre de extender


cheques por esa cantidad?
—Creo que no. Pero de todas formas pronto lo sabremos.
Pulsó de nuevo el botón, escribió en otra hoja de papel, y el joven de impecable
peinado entró, salió, volvió a entrar y salió de nuevo, todo ello en el más completo
silencio. El cajero repasó el nuevo montón de papeles que había traído el empleado.
—El día uno de este mes el señor Pangburn depositó un cheque de veinte mil
dólares contra la cuenta corriente del señor Axford.

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Literatura en habla inglesa

—Háblame de las retiradas de dinero hechas por la señorita Delano.


Cogió los papeles que se referían a la cuenta de ella.
—El sumario de resguardos de entregas y de cheques invalidados no se le han
entregado todavía. Todo esta aquí. Un cheque de ochenta y cinco dólares a la orden de H.
K. Clute el día quince del pasado mes; uno en metálico de tres mil dólares el día veinte,
y otro de la misma clase y de cien dólares el día veinticinco. Al parecer estos dos últimos
cheques fueron depositados en metálico aquí por ella. El día tres de este mes cerró su
cuenta con un cheque de veintiún mil quinientos quince dólares.
—¿Y ese cheque?
—Fue depositado en metálico por la señorita Delano. Encendí un cigarrillo y
comencé a darle vueltas en mi cabeza a esas cifras. Ninguna de ellas, a excepción de las
firmadas por Pangburn y Axford, me eran de utilidad. El cheque de Clute —el único que
extendió a nombre de otra persona— había ido destinado con toda seguridad a pagar el
alquiler del piso.
—Entonces las entradas y salidas se realizaron así —resumí en voz alta—: El día
uno de este mes Pangburn depositó un cheque contra la cuenta corriente de Axfrod por
valor de veinte mil dólares. Al día siguiente entregó un cheque por esa cantidad a la
señorita Delano, quien lo depositó. Un día después ella cerró su cuenta sacando entre
veintiún mil y veintidós mil dólares en metálico.
—Exactamente —dijo el cajero.
Antes de ir a Glenton Apartments para preguntarle a Pangburn por que me había
ocultado el asunto de los veinte mil dólares, me dejé caer en la agencia para ver si se
habían recibido noticias de Baltimore. Uno de los empleados acababa de descifrar un
telegrama. Decía:
Equipaje llegó Mt. Royal Station día ocho. Retirado mismo día. Imposible seguir
pista. 215 North Stricker Street es Asilo Huérfanos Baltimore. Muchacha desconocida
allí. Continuamos esfuerzos para encontrarla.
El Viejo llegó en el momento en que me iba. Volví sobre mis pasos y nos metimos
en su oficina a charlar durante un par de minutos.
—¿Vio a Pangburn? —me preguntó.
—Sí. Me he encargado del asunto, pero creo que esto es un cuento.
—.De que se trata?
—Pangburn es cuñado de R. F. Axford. Hace dos meses conoció a una muchacha,
y se enamoró de ella. La chica finge trabajar. No sabe nada de ella. El día uno de este mes
sacó veinte mil dólares de la cuenta de su cuñado y los puso a nombre de la joven. La
chica desapareció diciéndole que le habían llamado de Baltimore, y le dio una dilección
que ha resultado ser un Asilo de Huérfanos. Envío sus baúles a Baltimore, y le escribió a
Pangburn varias cartas desde allí. Pero un amigo pudo haberse cuidado del equipaje y
remitir sus cartas en nombre de ella. Naturalmente la joven hubiera necesitado un billete
para facturar los baúles, pero ese es un gasto muy pequeño si se tienen veinte mil dólares.
Pangburn me ocultó varias cosas. No me dijo ni una palabra sobre el dinero. Supongo que
no habló porque está avergonzado de dejarse engañar con tanta facilidad. Ahora voy a
aclarar el asunto con él.
El Viejo sonrío con su acostumbrada dulzura, y me fui.
Estuve llamando durante diez minutos en casa de Pangburn sin obtener respuesta.
El chico del ascensor me dijo que creía que Pangburn no había pasado la noche en casa.
Le dejé una nota en su buzón y me encaminé a las oficinas de la compañía ferroviaria,
donde pedí que me notificasen si alguien reclamaba el dinero de un billete Baltimore —
San Francisco no utilizado.
Una vez hecho eso, me fui a la oficina del Chronicle y busqué en los archivos las

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Literatura en habla inglesa

condiciones meteorológicas durante el mes anterior, anotando cuatro fechas en las que
había llovido incesantemente día y noche. Con la anotación me fui a las oficinas de las
tres compañías de taxis más importantes.
Era ese un truco que me había salido bien en ocasiones anteriores. El piso de la
muchacha estaba bastante distanciado de la línea de tranvía, y pensé que uno de esos días
lluviosos ella habría salido o recibido alguna visita en casa. En ambos casos era muy
probable que la joven o su visitante hubieran cogido un taxi, en lugar de ir andando bajo
la lluvia hasta la parada del tranvía. Los registros que las compañías de taxis hacían
diariamente me indicarían las llamadas solicitadas desde la residencia de la joven y el
lugar adonde fueron llevados los pasajeros.
Lo mejor hubiera sido, naturalmente, encontrar en los registros indicación de todas
las veces que la muchacha cogió un taxi, pero ninguna compañía de taxis carga sobre sí
tan enorme tarea, a no ser que se trate de una cuestión de vida o muerte. Ya resultaba
bastante difícil para mi persuadirles de que me dieran la información deseada en los cuatro
días que había elegido.
Volví al domicilio de Pangburn después de dejar la última oficina de taxis, pero
no había llegado aún. Llamé por teléfono a la residencia de Axford, pensando que tal vez
el poeta había pasado allí la noche, pero me respondieron negativamente.
Esta misma tarde, me entregaron las copias fotográficas de las cartas y del retrato
de la joven. Coloqué una copia de cada cosa en un sobre, y los envié por correo a
Baltimore. Entonces fue cuando me dirigí a las tres compañías de taxis y redacté varios
informes. Dos de ellos carecían de interés. El tercero señalaba dos llamadas desde el piso
de la muchacha.
Una tarde lluviosa pidieron un taxi, que llevó un pasajero a Glenton Apartaments.
Ese pasajero, sin duda alguna, era la joven o Pangburn. Una noche, a las doce y media,
hicieron otra llamada, y esta vez el pasajero descendió en el Marquis Hotel.
El taxista que realizó este último servicio lo recordaba confusamente, según me
dijo cuando se lo pregunté, pero le parecía que el pasajero había sido un hombre. No quise
ocuparme más del asunto por entonces; el Marquis no es uno de los más grandes hoteles
de San Francisco, pero si lo suficiente para hacer casi imposible la búsqueda de un
huésped.
Pasé el resto de la tarde intentando encontrar a Pangburn, sin que me acompañara
la suerte. A las once telefoneé a Axford, y le pregunté si sabía donde podría encontrar a
su cuñado.
—Hace varios días que no lo he visto —dijo el millonario—. Creíamos que
vendría a cenar anoche, pero no vino. Mi esposa intento ponerse en contacto con él. Le
ha llamado hoy un par de veces, y sin resultado alguno.
Al día siguiente antes de saltar de la cama, llamé al piso de Pangburn. Nadie
contestó.
Telefoneé después a Axford, y concertamos una entrevista a las diez en su
despacho.
—No se- donde puede parar ahora —dijo Axford afablemente después que le
comuniqué que, al parecer, Pangburn faltaba de su piso desde el domingo— y creo que
va a ser difícil saberlo. Burke es un ser errante. ¿Ha hecho usted algún progreso en la
busca de su damisela en apuros?
—El suficiente para convencerme que la tal damisela no esta en ningún apuro. El
día antes de su desaparición le sacó a su cuñado veinte mil dólares.
—¿Veinte mil dólares a Burke? ¡Debe ser una mujer estupenda! ¿Pero de dónde
sacó mi cuñado esa cantidad?
—De usted.

9
Literatura en habla inglesa

El musculoso cuerpo de Axford se removió en el asiento.


—¿De mí?
—Si. Un cheque suyo,
—No le extendí ningún cheque.
No había nada argumentador en el tono de su voz; simplemente constataba un
hecho.
—¿No le entregó usted a su cuñado un cheque de veinte mil dólares el día uno de
este mes?
—No.
—Entonces —sugerí—, quizá lo mejor que podemos hacer es llegarnos hasta la
Golden Gate Trust Company.
Diez minutos mas tarde estábamos en el despacho de Clement.
—Quisiera ver mis cheques cancelados —dijo Axford al cajero.
El joven rubio de impecable peinado los trajo en seguida —un grueso paquete—
y Axford los repasó rápidamente hasta que encontró el que buscaba. Lo miró con
detenimiento durante largo rato, y cuando levantó la vista para mirarme, movió la cabeza
pausadamente pero con decisión.
—Nunca he visto este cheque antes de ahora.
Clement se pasaba un pañuelo blanco por la cabeza, y procuraba no aparentar que
temblaba de curiosidad y miedo pensando que habían estafado al Banco.
El millonario dio vuelta el cheque y miró el respaldo.
—Depositado por Burke el día uno —dijo con el tono de uno que habla de una
cosa y esta pensando en otra completamente distinta.
—¿Podríamos hablar con el empleado que aceptó el cheque de veinte mil dólares
depositado por la señorita Delano? —pregunte a Clement.
—Apretó uno de los botones de su mesa, y al poco tiempo entro un hombre calvo,
de cara pálida.
—¿Recuerda haber aceptado hace unas semanas un cheque de veinte mil dólares
depositado por la señorita Jeanne Delano? —le pregunté.
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Lo recuerdo perfectamente!
—¿Qué recuerda usted de ello?
—Le diré, señor. La señorita Delano vino a mi ventanilla en compañía del señor
Burke Pangburn. Entregaron el cheque del señor Pangburn. Pensé que era una gran
cantidad para sacar, pero el tenedor de libros me dijo que en la cuenta corriente del señor
Pangburn había suficiente dinero para cubrirlo. La señorita Delano y el señor Pangburn
estuvieron charlando y riendo mientras ingresé el dinero en la cuenta de ella, y luego se
fueron. Eso fue todo.
—Este cheque —dijo lentamente Axford después que el empleado volvió a su
ventanilla—, está falsificado. Pero naturalmente lo daré por válido. Y con esto, señor
Clement, doy por finalizada la cuestión, y no quiero que se le de más vueltas al asunto.
—Ciertamente, señor Axford. Ciertamente.
Clement quedo aliviado del peso que para el suponía cargar con una cantidad al
descubierto de veinte mil dólares. Se deshizo en sonrisas e inclinaciones de cabeza.
Axford y yo dejamos el Banco y nos metimos en su coche descapotable en el que
habíamos venido desde su despacho. Pero Axford no puso inmediatamente el coche en
marcha. Se quedo sentado, quieto, mirando durante un rato con fijeza el tráfico de
Montgomery Street.
—Quiero que encuentre a Burke —me dijo, y en su voz no se adivinaba la menor
emoción—. Quiero que le encuentre sin promover el menor escándalo. Si mi esposa
supiera todo esto... no debe saber nada. Cree que su hermano es una persona única en el

10
Literatura en habla inglesa

mundo. Quiero que le busque por encargo mío y sin que nadie lo sepa. La muchacha ha
dejado de importarme, aunque supongo que en donde encuentre a uno encontrara a la otra.
No me interesa el dinero perdido, y no deseo que usted de ningún paso para recuperarlo;
me temo que difícilmente se pudiera hacer nada sin levantar una enorme publicidad.
Quiero que encuentre a Burke antes de que haga alguna otra cosa por el estilo.
—Si desea evitar una publicidad escandalosa —dije—, el mejor medio es
adelantarse a la publicidad. Quiero decir que, a mi entender, deberíamos anunciar a la
Prensa la desaparición de su cuñado, enviar fotografías suyas a los periódicos, etc., etc.
La publicaran como una noticia sensacional. Es su cuñado y además es un poeta. Podemos
decir que esta enfermo —usted me dijo que durante toda su vida ha tenido una salud
delicada—, y que tememos que lo hayan asesinado y abandonado en algún lugar, o bien
que esta bajo determinado trastorno mental. No hay necesidad de mencionar el dinero ni
la muchacha, y con esas indicaciones la gente no sospechará la verdad, más
concretamente su esposa, cuando el hecho de su desaparición se haga público.
Al principio no le gustó la idea, pero al fin le convencí.
Nos dirigimos al piso de Pangburn y nos permitieron entrar después que Axford
dijo que teníamos una cita con el y que íbamos a esperarle en su piso. Registré palmo a
palmo las habitaciones buscando en todos los agujeros y recovecos; leí todos los
manuscritos que encontré, incluso los de carácter literario, pero no halle nada que arrojara
alguna luz sobre su desaparición.
Me ayudé con varias fotografías, metiéndome en el bolsillo cinco de la docena o
más que había en el piso. Axford no creía que las maletas y baúles del poeta hubieran
desaparecido de la leonera. No encontré su libro de cheques de la Golden Gate Trust
Company.
Pasé el resto del día llenando de anuncios los periódicos, los cuales dieron a mi ex
cliente una gran publicidad; primeras paginas llenas de fotografías suyas y con todos los
datos que habíamos podido darles. La persona que en San Francisco no se enterase que
Burke Pangburn, cuñado de R. F. Axford y autor de "Mancha de Arena y otros versos",
había desaparecido, es que o no sabía leer o no leía los periódicos.
Estos anuncios dieron resultados. A la mañana siguiente llegaron cartas de todas
partes. Centenares de personas habían visto al desaparecido poeta en centenares de
lugares. Solo unas pocas de estas cartas parecían prometedoras —o al menos con cierto
tono de veracidad— pero la mayoría eran a todas luces ridículas.
Regrese a la Agencia después de examinar una de las cartas que parecía
interesante, y encontré una nota de Axford rogándome que fuera a verle.
—¿Puede pasar ahora por mi despacho? —me preguntó por teléfono.
Axford estaba con un joven de veinte o veintiún años cuando entré en su despacho;
un joven estrecho de pecho, bien trajeado, de esa clase de empleados con aspecto
deportivo.
—Este es el señor Fall, uno de mis empleados —me dijo Axford— dice que vio a
Burke la noche del domingo.
—¿Dónde? —pregunté a Fall.
—Entraba en un parador, cerca de Halfmoon Bay.
—¿Está usted seguro de que era él?
—Completamente. Le conozco bien porque le he visto con bastante frecuencia en
el despacho del señor Axford. Estoy seguro de que era él.
—¿Cómo fue que lo vio usted?
—Yo iba un poco más lejos, a la playa, con varios amigos, y nos detuvimos en el
parador para corner algo. Cuando nos marchábamos llegó un coche del que salieron el
señor Pangburn y una señorita o señora —no me fijé bien en ella— y entraron en el

11
Literatura en habla inglesa

parador. No le concedí importancia hasta que anoche vi en el periódico que se desconocía


el paradero del señor Pangburn desde la noche del domingo. Entonces pensé que...
—¿Que parador es ese? —le interrumpí.
—El White Shack.
—¿Sobre que hora le vio?
—Creo que fue entre las once y media y las doce de la noche.
—¿Le vio el a usted?
—No.
—¿Estaba ya dentro del coche cuando él salió del suyo?
—Sí.
—¿Cómo era la mujer?
—No lo sé. No le vi la cara y no recuerdo como iba vestida. Ni siquiera se si era
alta o pequeña.
Eso fue todo lo que nos dijo Fall. Le dijimos que podía retirarse, y usé el teléfono
de Axford para llamar a casa de Healey “Wop”, en Nortt Beach y decir que cuando llegara
“Porky” Grout le dijeran que llamara a “Jack”. Era eso un arreglo concertado entre Porky
y yo para las ocasiones en que lo necesitara sin necesidad de que nadie se enterara de
nuestras relaciones.
—¿Conoce la White Shack? —le pregunté a Axford cuando terminé de hablar por
teléfono.
—Se donde está, pero desconozco que clase de parador es.
—Un antro. Está dirigido por “Tin Star” Joplin, un ex criminal que invirtió todo
su dinero en la casa e hizo del parador un buen lugar cuando la prohibición de las bebidas
alcohólicas. Gana ahora más dinero que el que podía soñar en sus días de atracador de
cajas de caudales. La White Shack es un antro, y no es lugar adecuado para que lo
frecuente su cuñado. Yo no puedo ir allí sin complicar más las cosas; Joplin y yo nos
conocemos desde hace tiempo. Pero tengo un hombre a quien puedo colocar allí durante
unas cuantas noches. Quizá Pangburn visite el parador con regularidad, o quizás este
hospedado allí. No sería la primera vez que Joplin oculta gente en su casa. Colocaré a ese
hombre que le digo en el parador durante una semana a ver que averigua.
—El asunto está en sus manos —dijo Axford.
Del despacho de Axford me fui a mi piso, dejé la puerta sin cerrar, y me senté a
esperar a Porky Grout. Llevaba media hora esperando cuando el hombre empujó la puerta
entreabierta y entró.
—¡Hola! ¿Cómo van las cosas?
Se dirigió con aire fanfarrón a una silla, se tumbó en ella, puso los pies sobre la
mesa y cogió un paquete de cigarrillos que había allí.
Ese era Porky Grout. Un hombre de unos treinta y tantos años, de cara
blanquecina, ni alto ni bajo, siempre vestido de forma extravagante, incluso con
frecuencia suciamente, que procuraba ocultar su enorme cobardía bajo su aire fanfarrón,
y con una jactanciosa manera de hablar y una exagerada pretensión de confianza en si
mismo.
Pero le conocía desde hacia tres años y, por eso, crucé el cuarto y de un empellón
le hice quitar los pies de la mesa.
—¿Qué pasa? —Se puso en pie, agachándose y enseñando los dientes—, ¿de
dónde has sacado esos humos?, ¿quieres que te de una bofetada?
Avancé un paso hacia él. Se echó a correr por el cuarto.
—No quise decir nada. ¡Estaba solamente bromeando!
—Calla y siéntate —le aconsejé.

12
Literatura en habla inglesa

Le conocía desde hacia tres años. Durante casi todo ese tiempo había trabajado
para mí, y no podría decir ni una sola cosa buena de él. Era cobarde. Era embustero. Era
ladrón. Era traidor para con la gente de su ralea y, si no se le vigilaba lo era también con
quien le encargaba y pagaba un trabajo. ¡Buen pájaro para tratar con él! Pero la actividad
detectivesca es un trabajo difícil y hay que usar de todos los medios al alcance de uno.
Este Porky era un medio efectivo si se le manejaba bien, lo que quiere decir que había
que ponerle constantemente la mano en la garganta y pagarle bien toda la información
que diera.
Su cobardía era, para mi fin, su mayor cualidad. Era conocido por todos los
criminales de la Costa, y aunque nadie —fuera delincuente o no— pudiera pensar en
confiar en un tipo como él, sin embargo no levantaba sospechas. La mayoría de sus
compañeros pensaban que era demasiado cobarde para ser peligroso, que tendría miedo
de traicionarles, miedo a la venganza de los criminales para con los soplones. Pero no
tenían en cuenta la cualidad de Porky para convencerse, cuando no había peligro
próximo, de que era un tipo valiente. Por estas razones entraba y salía libremente por
donde quería y por donde yo le enviaba, y me traía informes que de otra forma me hubiera
sido imposible obtener.
Durante casi tres años le había encargado trabajos con éxito considerable,
pagándole bien y teniéndole siempre bajo mí puño. En mis ficheros figuraba con el
nombre de informante; el mundo del bajo fondo usa apelativos menos agradables —como
el corriente de puerco chivato— para designar a esta clase de sujetos.
—Tengo un trabajo para tí —le dije cuando se sentó de nuevo, con los pies
apoyados en el suelo. Su boca se le torcía hacia la izquierda, y guiñaba el ojo izquierdo.
—Me lo imaginaba—. El siempre dice cosas así.
—Quiero que vayas a Half Moon Bay durante unas cuantas noches y mires con
quien anda Tin Star Joplin. Aquí tienes dos fotografías —deje caer una de Pangburn y
otra de la muchacha— su nombre y descripción están al dorso. Quiero que averigües si
uno de estos dos se deja ver por allí, y que hacen. Puede ser que Tin - Star los encubra.
Porky miraba con gesto familiar las fotografías.
—Me parece que conozco a este tipo —dijo con su boca torcida.
Esa es otra cosa de Porky. No se puede mencionar a un hombre o describir a una
persona sin que el diga siempre lo mismo, aunque haya uno inventado nombre y
descripción.
—Aquí tienes dinero —puse unos billetes sobre la mesa—; si pasas más de dos
noches, ya te daré más dinero. Mantente en contacto conmigo, ya sea por este teléfono o
por el especial de la Agencia. Y recuerda esto: no bebas; si voy y te encuentro bebiendo,
como acostumbras, te aseguro que le diré a Joplin cual es tu misión allí.
Acabó de contar el dinero —no había mucho para contar— y lo tiró con desprecio
sobre la mesa.
—Guárdatelo para comprar periódicos —dijo con mofa—. ¿Cómo voy a ir a
cualquier sitio si no tengo dinero para gastar?
—Es bastante dinero para pagar los gastos de dos días; probablemente tendrás
suficiente con la mitad. Y cobrarás el trabajo cuando lo hayas hecho y no antes.
Movió la cabeza y se levantó.
—Estoy cansado de trabajar para ti. No sabes resolver los asuntos por ti solo. No
quiero saber nada más contigo.
—Si no vas a Half Moon Bay esta noche, acabo contigo —le dije, dejándole
entender lo que quisiera de mi amenaza.
Y, naturalmente, después de un rato cogió el dinero y se fue. Siempre que le
encargaba hacer algún trabajo teníamos una disputa preliminar sobre el dinero que debía

13
Literatura en habla inglesa

darle.
Una vez que hubo desaparecido Porky, me tumbé en una silla y me fumé una
docena de cigarrillos mientras pensaba en el asunto. La joven se había escapado primero
con los veinte mil dólares y luego se había escapado el poeta; y los dos habían ido a parar
a White Shack, y allí estaban de una manera permanente u ocasional. Visto de esta forma
el asunto era un claro negocio. La muchacha había trabajado bien a Pangburn hasta el
punto de hacerle falsificar un cheque contra la cuenta corriente de su cuñado y, luego,
después de varios desplazamientos que no conocía, se habían ocultado juntos.
Había dos cabos sueltos en los que fijar la atención. Uno de ellos, el averiguar
quien era el tipo que había remitido las cartas a Pangburn y había cuidado del equipaje de
la joven, era de incumbencia de la sucursal de Baltimore. El otro era averiguar la identidad
del pasajero del taxi desde el piso de la chica hasta el Marquis Hotel.
Eso pudiera no tener relación con el asunto, pero pudiera, igualmente, tenerlo. Por
ejemplo, suponiendo que lograra establecer una relación entre el Marquis Hotel y la
White Shack, es evidente que habría encontrado una buena pista. Busque en la guía
telefónica el número del parador. Luego me fui al Marquis Hotel. A la señorita de servicio
en la centralita del hotel la conocía por haber pedido alguna información en otras
ocasiones.
—¿Quién ha llamado desde aquí a Half Moon Bay?
—¡Dios mio! —se echó hacia atrás en el asiento y paso, suavemente, su delicada
mano sobre el cabello.
—Si le parece que no tengo bastante trabajo aquí para recordar cada llamada que
hacen los clientes... esto no es una pensión. Créame que desde este hotel se hace más de
una llamada por semana.
—No hay muchos clientes que llamen a Half Moon Bay —insistí, apoyando un
brazo en el mostrador y dejando asomar un billete de cinco dólares entre mis dedos. —
Tiene usted que recordar alguna llamada hecha últimamente.
—Voy a mirar —suspiró, como indicando que estaba dispuesta a complacerme,
pero que lo veía muy difícil.
Repasó los resguardos.
—Aquí hay una llamada, de la habitación 522, hace un par de semanas.
—¿A que número llamó?
—Al 51 de Half Moon Bay.
Ese era el numero del parador. Le di los cinco dólares.
—¿Es un huésped fijo el 522?
—Sí, es el señor Kilcourse. Lleva aquí desde hace tres o cuatro meses.
—¿Quién es?
—No lo sé. Solo sé que es un perfecto caballero.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es un hombre joven, pero su cabello comienza a apuntar canas. Es moreno y
guapo, parece un actor de cine.
—¿Boris Karloff? —pregunté, mientras me alejaba del mostrador.
La llave del 522 estaba en su cafetín. Me senté en un sitio desde el que podía ver
la llave. Aproximadamente una hora después un empleado cogió la llave y se la entregó
a un hombre que parecía un actor de cine. Era un tipo de unos 30 años, de tez morena, y
pelo negro que se emblanquecía en las sienes. Era delgado y vestía elegantemente. Debía
tener unos seis pies de altura.
Con la llave en la mano, desapareció en el ascensor.

14
Literatura en habla inglesa

Llamé a la Agencia y le pedí al viejo que me enviara a Dick Foley, quien llegó
cinco minutos mas tarde. Es una pequeña lagartija de unas ciento diez libras de peso, y es
la sombra mas pegadiza que he visto, y he visto muchas.
—Tengo un pájaro aquí al que quiero que sigas —le dije a Dick—, su nombre es
Kilcourse y tiene la habitación 522, Quédate afuera, y ya te indicaré el lugar desde el que
tienes que seguirle.
Regresé al vestíbulo y esperé un rato más.
A las ocho Kilcourse bajó y salió del hotel. Le seguí un trecho, aproximadamente
media manzana —lo suficiente para traspasárselo a Dick— y volví a casa con el fin de
estar junto al teléfono por si Porky Grout me llamaba. Pero esa noche no hubo ninguna
llamado de su parte.
Cuando llegue a la Agencia a la mañana siguiente, Dick me estaba esperando.
—¿Hubo suerte? —le pregunté.
—¡Pésima!
El pequeño canadiense habla como un telegrama cuando hay algo que le molesta,
y ahora estaba de muy mal humor.
—Me llevó dos manzanas. Se escapó en un taxi. No había otro a la vista.
—¿Crees que se dio cuenta de que le seguías?
—No. Tipo listo. Juega seguro.
—Inténtalo de nuevo, entonces. Mejor es que tengas un coche a mano para el caso
que repita el truco.
Mi teléfono sonó en el momento en que salía Dick. Era Porky Grout que me
llamaba por la línea especial de la Agencia.
—¿Ocurre algo? —pregunté.
—Muchas cosas —dijo con petulancia.
—¡Bueno! ¿Estás en la ciudad?
—Sí.
—Nos encontraremos en mi piso dentro de veinte minutos —le dije.
Mi informante de cara blanquecina estaba orgullosísimo de sí mismo cuando entró
por la puerta que deje sin cerrar. Su balanceo fanfarrón al andar semejaba en ese momento
una danza de negros, y en su torcida boca se dibujaba una sonrisa de suficiencia.
—Lo hice para ti —alardeó—, ¡nada para mí! Fui allí y hablé con todos los que
tenía que hablar, vi todo lo que había que ver y no se me escapó ni un solo detalle. Hice
un...
—¡Uy! —le interrumpí—, enhorabuena y todo eso... pero, ¿qué sacaste en limpio?
—Ahora te lo diré.
Levantó una sucia mano con un gesto parecido al de un agente de circulación.
—No me des prisa. Te lo contaré todo.
—Seguro —dije—. Tu eres un tío grande, y yo tengo mucha suerte de que hagas
los trabajos para mí, etcétera, etcétera. Pero ahora dime, ¿está Pangburn allí?
—Ahora voy a hablarte de eso. Fui allí y...
—¿Viste a Pangburn?
—Como te estaba diciendo, fui allí y...
—¡Porky! —dije—, ¡me importa un bledo lo que hiciste! ¿Viste a Pangburn?
—Sí. Le he visto.
—Está bien. Ahora dime que viste.
—Ha acampado allí con Tin-Star. Está el y la muchacha de la fotografía que me
diste. Los dos están. La chica lleva allí un mes. No la vi, pero uno de los camareros me
habló de ella. A Pangburn si que lo he visto. Ellos no se dejan ver mucho; se quedan en

15
Literatura en habla inglesa

la parte de atrás de la casa de Joplin —donde el vive— la mayor parte del tiempo.
Pangburn esta allí desde el domingo. Fui allí y...
—¿Te has enterado de quien es la muchacha, y que es lo que hacen allí?
—No. Fui allí y...
—De acuerdo. Ve allí de nuevo esta noche. Llámame tan pronto como sepas que
Pangburn esta allí y que no se ha ido. Procura no equivocarte. No quiero ir y asustarlos
con una falsa alarma. Usa la línea particular de la Agencia, y a quien quiera que conteste
a tu llamada dile que no llegaras a la ciudad hasta tarde. Eso querrá decir que Pangburn
esta allí, y te permitirá, además, llamar desde el parador sin revelar nada del asunto.
—Quiero que me des más cuartos por la información —dijo, mientras se
levantaba—. Vale...
—Me acordare de tu petición —le aseguré—. Ahora vete, y llámame esta noche
en el momento que tengas la seguridad de que Pangburn esta allí.
Luego me fui al despacho de Axford.
—Creo que tengo una pista de su cuñado —le dije al millonario—. Espero tenerle
esta noche en un lugar donde pueda hablar con usted. Mi hombre dice que anoche estaba
en la White Shack. Si esta allí esta noche, le llevaré a usted si lo desea.
—¿Por qué no vamos ahora?
—No. Hay poca gente en el parador durante el día y mi hombre no podría colarse
allí sin despertar sospechas; por otra parte, no quiero aventurarme a que vayamos usted y
yo hasta tener la seguridad de que hemos de encontrarnos a Pangburn,
—¿Entonces que quiere que haga?
—Tener preparado para esta noche un coche rápido, y estar dispuesto a salir tan
pronto como le avise.
—De acuerdo. Estaré en casa después de las cinco y media. Telefonéeme tan
pronto como este todo dispuesto para salir, y pasaré a recogerle.
Esa tarde, a las nueve y media, estaba sentado al lado de Axford en el asiento
delantero de un potente coche, rodando por una carretera que conducía a Half Moon Bay,
Porky me habia llamado por telefono.
Ninguno de los dos hablamos mucho durante el viaje, y el rápido coche nos llevó
en poco tiempo. Axford, sentado confortablemente al volante, parecía ajeno a todo. Por
primera vez advertí que tenia una gran mandíbula.
La White Shack es un enorme edificio cuadrado, construido en una imitación de
piedra. Esta situado de espaldas a la carretera, y se llega a el por dos calzadas para coches
que, juntas, forman un semicírculo cuyo diámetro es la carretera. En el centro de este
semicírculo hay varios cobertizos en los que dejan los coches los clientes de Joplin y, a
trechos, alrededor de los cobertizos, hay cuadros de jardín y arbustos. Seguíamos
corriendo a considerable velocidad cuando nos metimos en unas de las calzadas
semicirculares y...
Axford frenó y nos vimos lanzados hacia el parabrisas, ya que, por efecto del
repentino frenazo, el coche se inmovilizó con una brusca sacudida, teniendo apenas
tiempo de evitar aplastar a un grupo de gente que había aparecido súbitamente.
A la luz de los focos del coche las caras resaltaban enormemente; blancas
horrorizadas caras, furtivas caras, caras que eran extrañas y curiosas. Bajo las caras se
veía un verdadero galimatías de brazos, hombros, brillantes joyas y vestidos de mujer
sobresaliendo sobre el fondo menos claro de la indumentaria masculina.
Esa fue la primera impresión que obtuve y, luego, al apartar la cabeza del
parabrisas me di cuenta que este grupo de gente tenía un centro, algo alrededor del cual
se movía. Me levanté y traté de mirar sobre las cabezas de la gente, pero no vi nada.
Salté a la calzada, y me metí entre la gente.

16
Literatura en habla inglesa

Con la cara apoyada en la grava blanca yacía un hombre —un hombre delgado
con traje oscuro y tenia un agujero en donde el cuello y la cabeza se juntan. Me arrodillé
para aproximarme a su cara. Empujé a la gente, y salí del corro. Regresé al coche en el
momento que Axford se apeaba sin haber parado el motor.
—Pangburn ha muerto de un balazo.
Lentamente Axford se sacó los guantes, los dobló y los metió en su bolsillo. Luego
movió la cabeza indicándome que había comprendido lo que le había dicho, y se dirigió
al lugar donde la gente rodeaba al poeta muerto. Le presté atención hasta que le vi
mezclarse en el grupo. Entonces me fui en busca de Porky Grout.
Lo encontré en el porche, apoyado en una columna. Pasé cerca de él para que me
viera, y continué caminando hasta llegar a uno de los lados del parador que estaba más
sombrío.
En la oscuridad se reunió Porky conmigo. La noche no era fría, pero sus dientes
castañeteaban.
—¿Quién lo mató? —le pregunté.
—No lo sé —lloriqueó, y esa fue la primera vez que le oí confesar su ignorancia
en algo. Estaba adentro, vigilando a los otros.
—¿Que otros?
—Tin-Star, la chica, y otros tipos a los que no había visto antes. No creí que el
chico fuera a salir. No llevaba sombrero.
—¿Qué sabes de todo esto?
—Poco después de telefonearte, la muchacha y Pangburn salieron del lado de la
casa que ocupa Joplin y se sentaron en una mesa al otro lado del porche, donde esta casi
oscuro. Estuvieron comiendo durante un rato y luego se les acercó otro tipo, sentándose
con ellos. No sé su nombre, pero me parece que lo he visto por la ciudad. Es un tipo alto,
muy bien vestido.
—Debía ser Kilcourse.
—Charlaron un rato y luego se les unió Joplin. Estuvieron sentados a la mesa
hablando y riendo alrededor de un cuarto de hora. Luego Pangburn se levantó y fue para
adentro. Cogí una mesa desde la que podía vigilarlos, pero no seguí al chico porque como
había mucha gente temí que me quitaran el sitio si me levantaba. No llevaba sombrero.
Me figuré que no iba a salir. Pero debió salir por otra puerta interior porque muy pronto
oí un ruido que creí era el del escape de gas de un coche y luego el ruido de un coche que
se alejaba rápido. Y luego algunos tipos dijeron que había un hombre muerto afuera. Todo
el mundo salio aquí, y resulto ser Pangburn.
—¿Estás completamente seguro que Joplin, Kilcourse y la muchacha estaban
todos ellos en la mesa cuando mataron a Pangburn?
—Completamente seguro —dijo Porky— si ese tipo moreno se llama Kilcourse.
—¿Dónde están ahora?
—En la parte trasera de la casa, donde vive Joplin. Subieron allí en cuanto vieron
que habían liquidado a Pangburn.
No tenía ninguna confianza en Porky. Sabía que era capaz de haberse vendido y
encubrir al asesino del poeta. Pero la cosa estaba así. Si Joplin, Kilcourse o la muchacha
le habían sobornado, entonces no me quedaba ninguna esperanza de poder probar que
ellos no estaban en la parte trasera de la casa cuando se oyó el disparo. Joplin tenia una
multitud de tipejos que jurarían con la mayor serenidad haber visto todo lo que el les
dijera. Habría una docena de supuestos testigos que confirmarían su presencia en la parte
posterior de la casa.
Por lo tanto lo único que podía hacer era dar por bueno lo que me decía Porky, y
pensar que jugaba limpio conmigo.

17
Literatura en habla inglesa

—¿Has visto a Dick Foley? —le pregunté, puesto que Dick se había encargado de
seguir a Kilcourse.
—No.
—Date una vuelta y mira a ver si lo encuentras. Dile que he subido a charlar con
Joplin y que suba el también. Y quédate por aquí cerca por si tengo necesidad de ti.
Entré en la casa, cruce una vacía sala de baile y ascendí por la escalera que
conducía a las habitaciones de Star Joplin en la parte trasera del segundo piso: Conocía
el camino por haber estado allí en otras ocasiones. Joplin y yo éramos antiguos conocidos.
Aunque no tenía pruebas contra él ni contra sus amigos, iba a acusarles. De esa
forma existía la posibilidad de sacar algo en claro. Hubiera podido, naturalmente, acusar
de alguna cosa a la muchacha, pero no sin señalar primero el hecho de que el poeta
asesinado había falsificado la firma de su cuñado en un cheque. Y eso no podía decirlo.
—Adelante.
Una fuerte y familiar voz contestó cuando llamé en la puerta del cuarto de Joplin.
Empuje la puerta abierta y entré. Tin-Star Joplin estaba de pie en el centro de la
habitación. Era un ex-delincuente, de grueso cuerpo y anchas espaldas, con una
inexpresiva cara de caballo. Un poco más allá Kilcourse estaba sentado sobre una mesa
balanceando una pierna en el aire, con una expectativa que trataba de ocultar con una
media sonrisa dibujada en su agradable cara. En el extremo opuesto del cuarto había una
muchacha a la que yo conocía con el nombre de Jeanne Delano. Estaba sentada en el
brazo de una silla forrada de cuero. El poeta no había exagerado al decirme que era
hermosa.
—¡Tú! —gruñó Joplin malhumorado tan pronto como me reconoció—. ¿Qué
diablos quieres?
—¿Qué has hecho?
Sin embargo, mi atención se había desviado hacia otro sitio. Estaba observando a
la muchacha. Había algo vago en ella que me era familiar, pero no podía situarla. Quizá
no la hubiera visto antes; quizá de tanto mirar la fotografía que de ella me había dado
Pangburn se me había quedado grabada y creía conocerla. El mirar fotografías produce
con frecuencia esa sensación.
Mientras tanto Joplin dijo:
—Pierdes el tiempo si vienes a investigar lo que no he hecho.
Estaba seguro de haber visto en alguna parte a la muchacha.
Era delgada, llevaba un deslumbrante vestido azul que dejaba al descubierto una
gran parte de su delantera, espalda y brazos. Tenía el pelo de color castaño oscuro
recogido en un gran moño. Su cara ovalada era perfecta. Sus ojos eran grandes y de color
gris y al contemplarlos pensé que el poeta no había andado equivocado al compararlos
con la plata pulida. Observaba a la muchacha y ella me miraba a su vez con fijeza, y seguí
sin poderla situar. Kilcourse seguía balanceando una pierna en un ángulo de la mesa.
Joplin se impacientó.
—¿Quieres dejar de mirar a la muchacha y decirme que quieres? —gruño.
En ese momento sonrío la muchacha. Su sonrisa era burlona y mostraba unos
dientes afilados como los de un animal de presa. Y al sonreír la reconocí.
El color de su piel y cabello me habían desorientado. La última vez que la vi —y
fue esa la única vez que la había visto— su cara era de un color blanco de mármol y
llevaba el cabello corto, color de fuego. Ella, una mujer mas vieja, tres hombres y yo
habíamos estado jugando al escondite cierta tarde en una casa de la calle Turk. Estaban
envueltos en el asesinato de un corredor de banco y en el robo de unos bonos por valor
de cien mil dólares. Por sus intrigas, tres de sus cómplices murieron aquella tarde y el
cuarto, el chino, había terminado en la horca en la prisión de Folsom. Entonces se hacía

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Literatura en habla inglesa

llamar Elvira, y desde su fuga de la casa, aquella noche, estuvimos buscándola por todas
partes sin resultado alguno.
A pesar del esfuerzo que hice por no delatarme con la mirada, mis ojos debieron
indicar que acababa de reconocerla, porque, rápida como una centella, dejo el brazo de la
silla y dio unos pasos hacia adelante. Sus ojos tenían un brillo acerado.
Saqué la pistola.
Joplin dio medio paso hacia mí.
—¿Que pasa? —chilló.
Kilcourse saltó de la mesa y puso una de sus finas manos en su corbata.
—Lo que pasa es esto —les dije—. Quiero llevarme a la muchacha por un
asesinato cometido hace unos meses, y tal vez —aunque no estoy seguro— por el de esta
noche. De todas formas, yo estoy...
Se oyó el golpe seco de un interruptor detrás de mí, y el cuarto se oscureció por
completo.
Me moví, sin importarme donde ponía los pies pero alejándome del sitio donde
estaba cuando se apagaron las luces. Con la espalda toqué la pared, y me detuve,
agachándome.
—¡Rápido, chico!
Un ronco susurro llegó de la parte donde creía que se hallaba la puerta del cuarto.
Pero, según me parecía, las dos puertas de la habitación estaban cerradas, y era
difícil abrir una de ellas sin que se filtrase un poco de luz. Se movieron en la oscuridad,
pero ninguno paso delante del débil reflejo que se filtraba por las ventanas.
Oí frente a mí un débil ruido metálico —demasiado débil para ser el
amartillamiento de un revólver— pero que podía ser el producido al abrir una navaja, y
recordé que Tin-Star Joplin era aficionado a usar el arma blanca.
—¡Vamos! —fue un agudo susurro que sonó en la oscuridad como un trallazo.
Ruido de pasos, apagados, indistinguibles... otro ruido no lejos...
De repente una potente mano me agarró por el hombro, y un fuerte y musculoso
cuerpo se apretó contra mí. Le golpeé con mi revólver, y oí un gruñido.
La mano se movió desde mi hombro en busca de mi garganta.
La di un fuerte golpe con la rodilla, y oí otro gruñido. Un punto luminoso corrió
hacia mi lado. Golpeé de nuevo con mi revólver, y conseguí apartar el cuerpo del hombre
lo suficiente para que la boca de mi revolver quedara libre del obstáculo que la entorpecía.
Apreté el gatillo.
El ruido del disparo. La voz de Joplin en mi oído, una voz curiosamente normal:
—¡Dios! !Me has dado!
Me aparté de su lado y me dirigí hacia donde se veía la débil claridad de una puerta
abierta. No había oído ruido de pasos que se alejaran. De todas maneras justo es
reconocer que había estado muy ocupado. Sabía que Joplin me había estado entreteniendo
mientras los otros escapaban.
No vi a nadie cuando me lancé hacia abajo, casi deslizándome, tropezando en los
escalones de la escalera. Cuando me lancé hacia la sala de baile, un camarero se interpuso
en mi camino. No sé si su interferencia fue premeditada o no. No se lo pregunte. Le golpeé
en su cara con la culata de mi revólver y proseguí. Salté sobre una pierna que intentaba
zancadillarme, y en la puerta exterior tuve que dar un nuevo golpe a otra cara.
Salí a la calzada de coches en el momento en que la luz roja del piloto de un
automóvil torcía a la derecha para meterse en la carretera principal.
Mientras corría en busca del coche de Axford, me di cuenta que habían retirado el
cuerpo de Pangburn. Quedaban todavía unas cuantas personas alrededor del sitio en el
que había estado tumbado el poeta, y me miraron con aire sorprendido.

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Literatura en habla inglesa

El coche estaba como Axford lo había dejado, con el motor en marcha. Lancé el
coche a través de un cuadro de jardín y torciendo a la derecha lo dirigí en dirección hacia
la carretera. Cinco minutos después volvía a ver el punto rojo del piloto del coche.
El coche era mas potente y veloz de lo que yo necesitaba, y podía dar de sí mucha
mas velocidad de lo que yo era capaz de sacarle. No sabía a que velocidad iba el
automóvil delantero, pero lo alcancé en seguida como si no hubiera corrido en todo ese
tiempo.
Seguimos así durante una milla y media, o quizá dos.
De repente vi a un hombre en la carretera fuera todavía del alcance de los faros de
mi coche. Cuando lo alumbraron los faros vi que era Porky Grout.
¡Porky Grout de pie en medio de la carretera, haciéndome frente con una pistola
en cada mano!
En sus manos las pistolas parecían relucir a la luz de los faros con un color rojo
que se convertía luego en oscuro, como las bombillas de un aparato de señalización
eléctrico. El parabrisas cayó a trozos a mi lado. Porky Grout —el informante cuyo nombre
era en toda la costa del Pacifico, sinónimo de cobardía— estaba en mitad de la carretera
disparando al coche que se abalanzaba sobre el... No vi el final.
Confieso sinceramente que cerré los ojos cuando su blanquecina cara asomo junto
al radiador. Mi coche trepidaba con fuerza y, adelante, en la carretera solo se veía la luz
roja del coche que huía. El parabrisas había desaparecido. El aire despeinaba mi cabello
y hacia saltar lágrimas a mis ojos.
Me di cuenta que estaba hablando conmigo mismo, diciendo:
“Eso era Porky. Eso era Porky”.
Era algo asombroso. No me sorprendía que me hubiera engañado. Eso era una
cosa de esperar. Ni tampoco era sorprendente que el hubiera subido las escaleras detrás
de mí y apagado las luces del cuarto. Pero que se hubiera quedado en la carretera y hubiera
muerto...
El fogonazo de un disparo procedente del coche que me precedía deshizo mi
asombro. La bala no pegó cerca de mi —no es fácil disparar con puntería desde un coche
en marcha a otro que le sigue— pero al paso que iba no tardaría mucho en estar lo
suficientemente cerca para facilitar su puntería.
Encendí los faros de encima del guardabarros. Su luz apenas alcanzaba al coche
que iba en cabeza, pero me permitía ver que la que lo conducía era la muchacha, mientras
Kilcourse, sentado torcidamente a su lado, me hacia frente. El coche era de color amarillo,
tipo deportivo.
Aminoré la marcha. En un duelo con Kilcourse yo hubiera tenido desventaja,
porque tendría que disparar y conducir al mismo tiempo. Lo que creí mas acertado era
mantener la distancia hasta que llegásemos a una ciudad, puesto que inevitablemente
tendríamos que llegar. Todavía no era medianoche.
En cualquier ciudad había gente y policías con mayor posibilidad de salir ganando.
Unas pocas millas más allá y mi presunta presa hizo variar mi plan. El coche
amarillo disminuyó la marcha, y balanceándose se paró, colocándose de través en la
carretera. Kilcourse y la muchacha salieron inmediatamente de él y se agazaparon en la
carretera, al otro lado de la barricada.
Estuve tentado de lanzarme contra su coche, pero solo fue una tentación y cuando
esta pasó eché los frenos y paré. Enfoqué mi faro directamente hacia su coche.
De algún lugar próximo a las ruedas salió un disparo, y el faro se estremeció
violentamente, pero el cristal no fue alcanzado. Naturalmente el cristal seria su primer
objetivo y...

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Literatura en habla inglesa

Agazapado en el coche, esperando la bala que haría añicos el cristal, me quité los
zapatos y la chaqueta.
La tercera bala destrozó el faro.
Apagué las otras luces, salté a la carretera, y cuando dejé de correr estaba
agazapado junto al lado más próximo de su coche. Un truco lo mas fácil y seguro que se
puede imaginar.
La muchacha y Kilcourse habían tenido la vista fija en el resplandor de una luz
potente. Cuando de repente esa luz desapareció, y las otras más débiles desaparecieron
también, se encontraron sumidos en la mas completa oscuridad, que debía durar un
minuto o quizá más, es decir, el tiempo necesario para que sus ojos se adaptaran a la
grisácea oscuridad de la noche. Mis pies descalzos no habían hecho ningún ruido al correr
por la carretera asfaltada, y ahora nos separaba solamente un coche. Yo sabía eso, pero
ellos no lo sabían.
Kilcourse habló quedamente junto al radiador.
—Voy a tratar de liquidarlo en la cuneta. Dispara de vez en cuando, para tenerle
entretenido.
—No lo veo —dijo la muchacha.
—Dentro de un segundo verás bien. De todas formas dispara contra el coche.
Me moví hacia el radiador mientras la pistola de la muchacha se descargaba contra
el coche vacío.
Kilcourse, a gatas, caminaba hacia la cuneta que corre a lo largo de la parte sur de
la carretera. Encogí las piernas y me dispuse a dar un salto sobre el para golpearle la
cabeza con mi revólver. No quería matarlo, pero necesitaba dejarlo rápidamente fuera de
juego. Aun así me quedaría la muchacha que, por lo menos, era tan peligrosa como él.
En el momento que me disponía a saltar, Kilcourse, guiado tal vez por el instinto
del animal que va a ser cazado, volvió la cabeza y me vio; vio una sombra amenazadora.
En lugar de saltar disparé.
No miré si mi disparo le había alcanzado. A esa distancia había poca posibilidad
de errar. Encorvado me deslicé a la parte trasera del coche, quedándome quieto. Y esperé.
La muchacha hizo lo que con toda seguridad hubiera hecho yo en su lugar. Pensó
que yo había impedido a Kilcourse hacer su propósito y que mi siguiente paso sería
cercarla por detrás. Para evitarlo se movió desde la parte trasera del coche hacia la que
estaba más cercana al coche de Axford con el fin de prepararme una emboscada.
Ocurrió, pues, que vino arrastrándose y puso su delicada nariz en la mismísima
boca del revolver que tenía preparado para ella.
Dio un pequeño grito.
Las mujeres no siempre son razonables; se inclinan con frecuencia a no hacer caso
de cosas insignificantes tales como un revólver que apunta sobre ellas. Sabido esto tuve
la feliz idea de sacar de su mano el revólver que llevaba. Mientras le quitaba el arma, ella
apretó el gatillo. Le torcí la muñeca, y terminé de sacarle el revólver.
Pero la muchacha no había terminado todavía. Teniéndome allí con un revólver a
cuatro pulgadas de su cuerpo, dio media vuelta y se lanzó corriendo hacia un grupo de
árboles que formaban una mancha negra en la parte norte de la carretera.
Cuando me repuse de la sorpresa que me causó tan ingenuo proceder, me metí en
los bolsillos su revólver y el mío y me lancé tras ella, lastimándome los talones a cada
paso que daba.
Cuando la cogí estaba intentando saltar una valla de alambre.
—¿Va a dejar de jugar? —le dije malhumorado, y amarrándola por la muñeca la
hice volver a la carretera.
—Este es un asunto serio. ¡Déjese de hacer chiquilladas!

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Literatura en habla inglesa

—Me hace daño en el brazo.


Sabía que no le hacía daño, y sabía también que era la causante de cuatro o cinco
muertes. Sin embargo, aflojé mi mano sobre su muñeca, sin hacer más presión que la que
se hace en un simple apretón de manos entre amigos.
Volvimos a la carretera sin que me opusiera resistencia y allí, sin soltarla de la
muñeca, encendí las luces del coche. Kilcourse yacía acurrucado debajo de la luz de los
focos.
Dejé a la muchacha en el centro del foco de luz.
—Quédese ahí —le dije—, y no intente nada. Al primer movimiento que haga,
dispararé a las piernas.
Encontré la pistola de Kilcourse, la metí en mi bolsillo, y me arrodillé a su lado.
Estaba muerto, con un agujero de bala encima de la clavícula.
—¿Está...? —la boca de la muchacha temblaba.
—Sí.
La muchacha miró el cuerpo de Kilcourse, y se estremeció ligeramente.
—Pobre Fag —susurró.
Ya he dicho que la muchacha era hermosa, y ahora frente a la luz blanca de los
focos parecía mas hermosa todavía. Era capaz de enloquecer incluso a un detective de
edad madura y poco imaginativo. Era...
Debió ser por eso que fruncí el ceño y dije:
—Sí, pobre Fag, y pobre Hook, y pobre Tai, y pobre chico empleado del Banco
de Los Ángeles, y pobre Burke—, citando la lista de todos los hombres que habían muerto
por quererla.
No se inmutó. Levantó sus grandes ojos, me dirigió una mirada cuyo significado
no pude entender y advertí que su encantadora cara redonda bajo la masa de su pelo negro
— que sabía era postizo—, estaba triste.
—Supongo que usted cree... —comenzó a decir. Pero yo no podía más. No me
encontraba a gusto. —Vamos —dije—. Dejaremos aquí por ahora a Kilcourse y al coche.
No dijo nada, entró conmigo en el coche de Axford, y se sentó en silencio mientras
yo me ataba los zapatos. En el asiento trasero del coche encontré una capa para ella.
—Mejor será que se ponga esto por los hombros. El parabrisas ha desaparecido, y
hará frío.
Siguió mi consejo sin decir una sola palabra, pero cuando puse el coche en la
carretera y lo conduje en dirección Este, colocó su mano en mi brazo.
—¿Regresamos a la White Shack?
—No. Vamos a Redwood City, a la cárcel del distrito.
Aproximadamente durante una milla, y aun sin mirarla, me di cuenta que
observaba mi perfil que no es en verdad clásico. Luego puso de nuevo su mano en mi
antebrazo y se inclinó tan cerca de mí que sentí su respiración en mi mejilla.
—¿Quiere parar un minuto? Hay algo, algo importante que quiero decirle.
Detuve el coche en un espacio de tierra dura a un lado de la carretera y me ladeé
en el asiento para mirarla de frente. —Antes de que empiece —le dije—, quiero que sepa
que nos quedaremos aquí solamente el tiempo preciso para que me hable del asunto
Pangburn. Si toca otro tema, reemprenderemos el viaje a Redwood.
—¿No le interesa el asunto de Los Ángeles?
—No. Eso está liquidado. Tanto usted como Hook Riordan, Tai Choon Tau y los
Quarre son igualmente responsables de la muerte del empleado bancario, aunque fuera
Hook el asesino. Hook y los Quarre murieron la noche que tuvimos la fiestecita en la calle
Turk. A Tai lo colgaron el mes pasado. Y ahora la he cazado a usted. Tuvimos pruebas
suficientes para hacer ahorcar al chino y tendremos muchas más contra usted. Eso ya está

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Literatura en habla inglesa

hecho, terminado y completo. Si quiere decirme algo sobre la muerte de Pangburn le


escucharé. Si no es así... Puse la mano en el botón de marcha.
Me detuve al advertir la presión de sus dedos en mi brazo.
—Quiero hablarle de eso —dijo seriamente. Quiero que sepa toda la verdad. Ya
sé que me llevara a Redwood City. No crea que espero... que tengo ninguna loca
esperanza. Pero me gustaría que supiera la verdad de todo esto. No sé por que me
preocupa tanto lo que usted piensa pero...
Su voz se apagó hasta hacerse casi ininteligible.
Luego comenzó a hablar rápidamente —como habla la gente que teme ser
interrumpida antes de terminar de contar sus cosas— inclinándose ligeramente hacia
adelante, por lo que su hermosa cara redonda estaba muy cerca de la mía.
—Al salir de la casa de la calle Turk esa noche —mientras usted luchaba con Tai
— mi intención fue marcharme de San Francisco. Tenia doscientos mil dólares, dinero
suficiente para ir a donde quisiera. Pero luego pensé que al marcharme de San Francisco
era lo que ustedes creían que iba a hacer, y por lo tanto reflexione y me dije que lo más
seguro para mí era quedarme aquí. No es difícil para una mujer cambiar de aspecto. Mi
cabello era pelirrojo y corto, mi piel blanca, y llevaba vestidos de tonos vivos. Me teñí el
pelo, compré una peluca y vestidos de color oscuro. Luego alquilé un piso en Ashbury
Avenue bajo el nombre de Jeanne Delano, y me convertí en una persona completamente
distinta.
Pero aunque estaba completamente segura que no me reconocerían, para
exponerme no salí de casa durante algún tiempo y, para matar las horas, me dediqué a
leer mucho.
Fue por eso que me vino a las manos un libro de Burke. ¿Lee usted poesía?
Negué con la cabeza. El primer automóvil que veíamos desde que dejamos White
Shack apareció en la carretera, dirigiéndose hacia Half Moon Bay. La muchacha esperó
a que, pasara el automóvil antes de proseguir, y siguió hablando con la misma rapidez.
—Burke no era un genio, pero había algo en su poesía que se metía dentro de mi.
Le escribí una breve nota, diciéndole cuanto me habían gustado sus versos, y la envíe a
sus editores. Pocos días después recibí una nota de Burke por la que me enteré que vivía
en San Francisco. No lo sabía. Nos cruzamos varias notas, y el me preguntó si podía
visitarme. Y así nos conocimos. Al principio no sé si estaba o no enamorada de él. Me
gustaba, y entre su apasionado amor por mí y el orgullo mío de tener por pretendiente a
un conocido poeta llegué realmente a pensar que le quería. Le prometí casarme con el.
—No le dije nada de mí, aunque ahora sé que no le hubiera hecho cambiar sus
sentimientos hacia mi persona. Pero tenía miedo de decir la verdad, y como no quería
mentirle, decidí no contarle nada.
—Entonces Fag Kilcourse me vio un día en la calle, y me reconoció a pesar de mi
nuevo cabello y vestidos de color diferente a los que solía llevar. Fag no tenía mucho
talento, pero tenía en cambio una mirada capaz de descubrir cualquier cosa. No le culpo
a Fag. Actuó según su código. Me siguió hasta casa y subió al piso. Le dije que iba a
casarme con Burke y a convertirme en una respetable dueña de casa. Pensar eso era una
tontería por mi parte. Fag era honrado. Si le hubiera dicho que estaba trabajando a Burke
para sacarle algo, Fag me hubiera dejado tranquila y no se hubiera metido en nada. Pero
cuando le dije que había terminado con mi habitual ocupación, me quede a su merced.
Usted ya sabe como son los delincuentes; para ellos todo el mundo es o un compañero o
una futura víctima. Por lo tanto si yo dejaba de ser una delincuente, Fag me consideraba
víctima propicia para sus fines.
—Se enteró de las relaciones de la familia de Burke, y entonces me planteó el
siguiente dilema. O veinte mil dólares o me denunciaría. Estaba enterado del asunto de

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Literatura en habla inglesa

Los Ángeles y sabía que me buscaban por todas partes. Yo estaba en una posición difícil.
Estaba convencida de que no podía escaparme o esconderme de Fag. Le dije a Burke que
necesitaba veinte mil dólares. No creía que el tuviera tanto dinero, pero pensé que podría
conseguirlo. Tres días después me entregó un cheque por esa cantidad. No sabía entonces
de donde lo había sacado, pero aunque lo hubiera sabido no me hubiera importado. Tenía
necesidad de esa cantidad.
—Pero esa noche me dijo de donde procedía el dinero; que había falsificado la
firma de su cuñado. Me lo dijo porque después de recapacitar sobre lo que había hecho,
tenia miedo que cuando descubrieran la falsificación nos cogerían a los dos y me
considerarían a mi igualmente culpable. Yo estoy corrompida, pero no lo bastante para
permitir que el fuera a la cárcel por mí sin que supiera de que se trataba. Le conté toda la
historia. El no pestañeo. Insistió en que le pagara a Kilcourse para que estuviera yo a
salvo, y comenzó a hacer planes para mi seguridad futura.
—Burke dijo que su cuñado no lo entregaría a la policía por falsificación, pero
con el fin de que estuviera más segura insistió en que me cambiara de piso, me pusiera
un nuevo nombre y permaneciese escondida hasta saber la reacción de Axford. Pero esa
noche, después de irse el, hice algunos planes por mi sola. Me gustaba Burke, me gustaba
demasiado para permitir que pagara los vidrios rotos sin intentar salvarle, y no tenía
mucha fe en la bondad de Axford. Era el día dos de este mes. Si no ocurría nada
imprevisto, Axford no descubriría la falsificación hasta que le entregasen sus cheques
cancelados el mes siguiente. Tenia prácticamente un mes para actuar.
—Al día siguiente saqué todo el dinero del Banco, y envíe una carta a Burke,
diciéndole que me habían llamado de Baltimore, dándole una dirección en esa ciudad para
el envío del equipaje y cartas, de cuya recepción se cuidaba por mi un compañero. Luego
fui a casa de Joplin y le pedí que me escondiera. Hice saber a Fag donde me encontraba,
y cuando llegó le dije que esperaba poder darle el dinero en uno o dos días.
—Después de eso vino casi a diario, y día tras día le fui poniendo inconvenientes,
pero yo veía que cada vez me resultaba más fácil mi labor. Sin embargo, no disponía de
tiempo suficiente. Muy pronto las cartas de Burke se las devolverían de la dirección
telefónica que le había dado, y yo quería estar alerta para impedirle hacer alguna tontería.
No deseaba ponerme en contacto con él hasta que estuviera en condiciones de devolverle
los veinte mil dólares para que pudiera arreglar la falsificación antes que Axford se
enterase al ver sus cheques cancelados.
—A Fag cada día lo manejaba mejor, pero todavía no había conseguido de él lo
que deseaba. No parecía dispuesto a ceder los veinte mil dólares —los cuales,
naturalmente, retenía yo— a menos que le prometiera quedarme con él para siempre. Y
como seguía creyendo que estaba enamorada de Burke, no quería atarme a el ni siquiera
por algún tiempo.
—Burke me vio en la calle un domingo por la noche. Iba conduciendo con la
mayor tranquilidad el coche negro de Joplin por la ciudad. Y quiso la suerte que me viera
Burke. Le dije la verdad, toda la verdad. Y él me dijo que había alquilado a un detective
privado para buscarme. En muchos aspectos era como un niño; no se le había ocurrido
pensar que la policía averiguaría lo del dinero. Pero yo sabía que a lo sumo en uno o dos
días advertirían el cheque falsificado. ¡Lo sabia!
—Cuando se lo dije a Burke, se desmoralizó. Toda su confianza en el perdón de
su cuñado desapareció. No podía dejarle en el estado en que se encontraba. Hubiera
contado todo el asunto a la primera persona conocida que hubiera visto. Me lo llevé
conmigo a casa de Joplin. Mi intención era tenerlo allí durante unos días hasta que
viéramos en que paraban las cosas. Si no aparecía nada en los periódicos sobre el cheque,
podríamos pensar que Axford se había desentendido del asunto y Burke podía volver a

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Literatura en habla inglesa

casa y sincerarse. Por otro lado, si los periódicos publicaban toda la historia, tanto Burke
como yo tendríamos que buscar un lugar permanente para ocultarnos.
—Los periódicos de la tarde del martes y los de la mañana del miércoles estaban
llenos de noticias sobre su desaparición, pero no decian nada del cheque. Eso era buena
señal, pero esperamos otro día corno medida de seguridad. Fag Kilcourse estaba ya
enterado de todo, y tenía que entregarle los veinte mil dólares, pero aún me quedaban
esperanzas de conservar el dinero —o por lo menos una gran parte de él—, y con ese fin
seguí engañándole. Burke me dio mucho trabajo porque, considerándose con ciertos
derechos sobre mí, los celos lo enfurecían. Le pedí a Tin-Star que le intimidara en
evitación de peores males.
—Esta noche uno de los hombres de Tin-Star subió y nos dijo que un hombre
llamado Porky Grout, que desde hacía dos noches llevaba rondando por el parador, había
hecho un par de tonterías que le delataban como tipo sospechoso. Me señalaron a Grout,
aproveché una oportunidad para presentarme en la parte del parador destinada al público,
y me senté en una mesa próxima a la suya. Como usted sabe muy bien era un tipajo de
cuidado. En menos de cinco minutos lo tenía en mi mesa, y media hora después sabía que
le contó a usted que Burke y yo estábamos en la White Shack. No me dio una información
detallada, pero me dijo más que suficiente para que yo adivinara el resto.
—Subí y se lo conté a los demás. Fag quería matar a Grout y a Burke, pero se lo
quite de la cabeza. Le dije que eso no nos ayudaría en nada y que tenía a Grout en el
bolsillo dispuesto a hacer cualquier cosa por mí. Creí que le había convencido pero...
Finalmente decidimos que Burke y yo cogeríamos un coche y nos iríamos, y que cuando
usted llegara aquí Grout le diría que se había equivocado y le señalaría un hombre y una
mujer — cualquiera de los que viera en ese momento— diciéndole que los había tomado
por nosotros. Me retrasé para coger un chal, y Burke salió solo en dirección al coche, Fag
lo mató. ¡No sabía que iba a matarlo! ¡De haberlo sabido no le hubiera dejado disparar!
¡Por favor, créame lo que le digo! ¡No estaba tan enamorada de Burke como creía, pero,
por favor, créame, que después de todo lo que había hecho por mí no hubiera dejado que
le hiciesen ningún daño!
—Después de eso, me agradara o no, tenia que seguir con los otros. Y seguí con
ellos. Grout se encargó, por orden nuestra, de decirle a usted que nosotros tres estábamos
en la parte posterior del porche cuando mataron a Burke, y dimos instrucciones a otros
para que contasen la misma historia. Luego subió usted y me reconoció. Quiso mi mala
suerte que fuera usted, ¡el único detective que me conoce en San Francisco!
—El resto lo sabe usted; como subió detrás de usted Porky Grout y apagó las
luces, y como le entretuvo Joplin mientras nos escapábamos en busca del coche; y luego,
cuando nos alcanzó con su coche, Grout se ofreció para enfrentarse a usted mientras
nosotros poníamos tierra por medio, y ahora... Se interrumpió y se estremeció
ligeramente. La capa que le había dado cayo de sus hombros. No sé si fue porque estaba
muy próxima a mi, lo cierto es que también yo me estremecí. Mis dedos se metieron
nerviosamente en mi bolsillo y sacaron un cigarrillo arrugado y aplastado.
—Eso es todo lo que usted quería escuchar —dijo suavemente, con su cara medio
vuelta hacia mí. Quería que usted lo supiera. Usted es un hombre duro, pero yo...
Tragué saliva y, de repente, el cigarrillo que tenía en la mano dejó de moverse
Nerviosamente.
—No se ponga tan patética, joven — dije. Es una lástima que habiendo realizado
su trabajo con tanta destreza venga a estropearlo ahora con sus palabras.
Se echo a reír —una breve risa, amarga y repentina que denotaba enfado— y puso
su cara todavía mas cerca de la mía. Sus ojos grises teñían suavidad y placidez.

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Literatura en habla inglesa

—Pequeño detective gordo cuyo nombre no conozco —su voz era ronca y
burlona—, crees que estoy bromeando un poco, ¿no es verdad? ¿Crees que bromeo para
intentar recuperar mi libertad? Quizá sí. Aceptaría la libertad si me la ofrecieran. Pero...
Los hombres me han considerado hermosa, y he jugado con ellos. Las mujeres somos así.
Los hombres me han querido y a pesar de haber hecho con ellos lo que me apetecía, los
encuentro despreciables. Pero llega un momento en que aparece un pequeño y gordo
detective cuyo nombre no conozco, y se comporta conmigo como si fuera una bruja.
¿Puedo evitar sentirme atraída un poco hacia el? Las mujeres somos así. .Tan vulgar me
encuentra que no cree que haya algún hombre capaz de mirarme con cierto interés?
¿Acaso soy fea? Negué con la cabeza. —Eres muy bonita —dije, intentando dar a mis
palabras un tono intrascendente.
—¡Mala bestia! —escupió, y después volvió a mirarme de nuevo con gesto
amable
—Y, sin embargo, debido a tu actitud me encuentro sentada a tu lado confiándote
mi intimidad. Si me tomases en tus brazos y me apretaras contra tu pecho, y me dijeras
que no ibas a llevarme a la cárcel, es natural que me alegraría. Pero, aunque por un
momento me tomaras en tus brazos, serías tan solo uno de esos hombres con los que estoy
familiarizada; hombres que aman y son reemplazados después por otros de su misma
clase. Y como tú no haces ninguna de esas cosas, porque pareces estar hecho de piedra,
me siento atraída hacia ti. ¿Crees, mi gordito detective que si bromeara te diría esto?
Lancé un gruñido que no significaba ni afirmación ni negación, e hice un esfuerzo
para no humedecer mis labios con la lengua.
—Esta noche estaré en la cárcel si continuás siendo el mismo hombre duro que
me ha enloquecido de amor y no me ha hecho ningún caso; pero antes de que ocurra eso,
¿puedes decirme si no me consideras algo mas que muy bonita? ¿O al menos una
insinuación de que si no fuera tu detenida latiría tu pulso mas fuerte cuando te toco? Voy
a entrar en la cárcel para mucho tiempo, tal vez me manden a la horca. Mi vanidad de
mujer es lo único que me queda. ¿No vas a permitir que quede a salvo? Haz algo para que
no me arrepienta de haberme declarado a un hombre que se aburría mientras me
escuchaba. Sus párpados se estremecieron; inclinó la cabeza tanto que pude ver el pulso
de su blanca garganta; sus labios, ligeramente abiertos, no se habían movido desde que
pronunció la última palabra. Mis manos apretaron la blanca y suave carne de su hombro.
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y enlazó con su brazo mi cuello.
—¡Tienes una hermosura maldita —grité fuera de mí, y la aparté con fuerza.
Me pareció que pasaba una hora antes de que puse el coche en marcha y, ya en la
carretera, lo lancé a toda velocidad en dirección a la cárcel del condado de San Mateo. La
muchacha se colocó de nuevo en su asiento, arrebujada en la capa que le había dado.
Conducía con los ojos semicerrados a causa del aire que daba de lleno en mi cara y
alborotaba mi cabello, y la falta de parabrisas me hizo recordar a Porky Grout.
Porky Grout, cuya cobardía era notoria desde Seattle a San Francisco, plantado en
medio de la carretera, haciendo frente con un par de pistolas a un coche que se le echaba
encima. ¡Y esta mujer que estaba a mi lado había sido la causa de que Porky Grout hiciera
eso! ¡Había logrado enamorarle, a pesar de que el no podía querer como una persona!
¡Porky Grout, un repugnante reptil que solo vivía para las drogas, se había prestado a una
muerte segura para que ella escapara! ¡Y la causante de todo era esa cuya boca había
besado!
Aminoré la velocidad del coche siguiendo, no obstante, la carretera.

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Literatura en habla inglesa

Pasamos por una ciudad; peatones que se ponían a salvo, rostros sorprendidos que
nos miraban, centelleos de las luces eléctricas a través de mis ojos humedecidos por el
viento. Crucé la ciudad, y nos encontramos de nuevo en el campo.
Al pie de una cuesta eché los frenos y se paró el coche. Acerqué mi cara a la de la
muchacha.
—¡Además eres una embustera! —me di cuenta que gritaba alocadamente, pero
no podía hablar en tono mas bajo.
—Pangbum no puso el nombre de Axford en ese cheque. Nunca supo nada de su
existencia. Te hiciste amiga suya porque sabías que su cuñado era millonario. Le
preguntaste con habilidad y lograste enterarte de lo que el sabía sobre la cuenta corriente
de su cuñado en la Golden Gate Trust. Robaste el talonario de cheques de Pangburn,
porque lo busqué en su casa y no pude encontrarlo, y depositaste el cheque falsificado de
Axford en su cuenta corriente, sabiendo que de esa forma el cheque ofrecía garantía. Al
día siguiente llevaste a Pangburn al Banco, diciéndole que ibas a hacer un depósito.
Hiciste que te acompañara porque sabías que si él estaba contigo el cheque que él había
falsificado no ofrecería duda sobre su validez. Y sabías también que siendo él un caballero
como era en realidad, no se preocuparía en mirar lo que tu depositabas.
—Luego te fuiste a Baltimore. El me contó la verdad, no toda sino la que sabía.
Después, ya sea por casualidad o intencionadamente, te encontraste con él un domingo
por la noche. Lo llevaste a casa de Joplin y le hiciste creer una historia fantástica que le
convenció de la necesidad de quedarse allí durante unos días. Eso no era difícil, ya que él
no sabía nada de los dos cheques de veinte mil dólares. Tu y Kilcourse sabíais que si
Pangburn desaparecía nadie se enteraría de que el no había falsificado el cheque de
Axford, y nadie sospecharía que el segundo cheque era falso. Tu lo hubieras matado en
otra ocasión, pero cuando Porky te dijo que yo me dirigía a la casa de Joplin tuviste que
actuar a toda prisa, y disparaste sobre Pangburn. ¡Esa es la verdad! —grite.

Durante el tiempo que estuve hablando la muchacha me miraba con calma y


afecto, pero al final su mirada se oscureció un poco.
Levanté la cabeza y puse el coche en marcha. Poco antes de entrar en Redwood
City colocó su mano en mi brazo, la dejo allí durante un segundo, y después de acariciar
mi brazo por dos veces la retiró.
No la miré, ni creo que ella me miró cuando en la cárcel estaban inscribiéndola en
el registro de entrada. Dijo llamarse Jeanne Delano, y se negó a hacer ninguna declaración
hasta ver primero a un abogado. Los trámites duraron unos pocos minutos.
Cuando se la llevaron, se detuvo y pregunto si podía hablar conmigo a solas.
Nos retiramos a un extremo del cuarto.
Acerco su boca junto a mi oído, sintiendo en mi mejilla su respiración como
ocurrió en el coche, y susurró el adjetivo más peyorativo que posee la lengua inglesa.
Luego se encamino hacia la celda.

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