Hammett - La Muchacha de Los Ojos Grises
Hammett - La Muchacha de Los Ojos Grises
***
—¡Mi prometida! —comenzó a decir inmediatamente en voz alta, con cierto tono
de histeria—, ¡Ha desaparecido! ¡Algo le ha ocurrido! “Le han gastado alguna mala
jugada! ¡Quiero que la encuentre, que la salve de este peligro que... Le preste atención un
rato y, luego, me desentendí. De su boca salía un revoltijo de palabras —desaparición
fantasmal... algo misterioso... cogida en una trampa—, tan inconexas que no podía sacar
nada de ellas. Hice un esfuerzo por entenderle y espere a que terminara su ininteligible
jerga. He escuchado a hombres razonables decir, en un momento de excitación, cosas más
absurdas que las que decía ese joven, pero su vestimenta —su bata y su pijama de colores
chillones, y el ambiente de la casa— ese cuarto amueblado de tan extraña manera —le
daba un aspecto más teatral, haciendo que sus palabras pareciesen completamente
irreales. El mismo, en estado normal, debía ser un mozo de agradable aspecto. Sus
facciones eran correctas, y aunque su boca y mandíbula tenían un aire de inseguridad, su
ancha frente era hermosa. Pero allí, de pie, escuchándole esas melodramáticas frases que
de vez en cuando captaba del revoltijo de palabras que me dijera, pensé que había perdido
temporalmente el juicio, y se dejaba llevar de su dolor.
De repente dejó de hablar y me tendió sus largas y finas manos en un gesto de
súplica, diciendo una y otra vez:
—¿La encontrará usted? ¿La encontrará? ¿La encontrará?
Afirmé ligeramente con la cabeza, y advertí que las lágrimas corrían por sus
mejillas.
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Publicado en Black Mask, en junio de 1924.
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Literatura en habla inglesa
Burkelove:
Acabo de recibir un telegrama y tengo que salir hacia el Este en el próximo
tren. Intenté llamarte por teléfono, pero no pude. Te escribiré tan pronto como
sepa cuál va a ser mi nueva dirección. Si es que hay alguna (esta frase estaba
tachada y me costó gran trabajo leerla). Sigue queriéndome hasta que esté de
nuevo contigo para siempre.
Tuya,
JEANNE
Nueve días más tarde recibió otra carta desde Baltimore, Maryland. Tuve que
insistir mucho más que en la anterior para que me la dejase leer. Decía así:
Queridísimo poeta:
Parece como si hiciera dos años que no te he visto, y me temo que han de
pasar uno o dos meses antes de que te vea de nuevo. No puedo decirte ahora,
cariño, el motivo que me trajo aquí. Hay cosas que no se pueden escribir. Pero
tan pronto como esté de vuelta, te contaré esta desventurada historia. Si algo
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Literatura en habla inglesa
ocurriera —me refiero a mí— sigue queriéndome siempre, ¿no es verdad que lo
harás, cariño? Pero esto es una tontería. Nada va a ocurrir. Acabo de dejar el
tren, y estoy cansada del viaje.
Mañana te escribiré una larga, larga carta para compensar esta tan breve
que te envío.
Mi dirección aquí es 215 North Stricker Street. ¡Por favor escríbeme por
lo menos una carta diaria!
Tuya,
JEANNE
Durante nueve días había recibido una carta diaria de ella —el lunes dos, para
compensar el domingo que no escribía— y luego las cartas se habían interrumpido. Y las
que diariamente el le envió a la dilección indicada —215 North Stricker Street—
empezaron a devolvérselas con el membrete de desconocida. Envió un telegrama y la
Compañía Telegráfica le informó que su Oficina de Baltimore no había encontrado a
ninguna Jeanne Delano en la dirección de North Stricker Street.
Esperó durante tres días, creyendo que recibiría alguna noticia de la muchacha, y
esperó en vano. Entonces sacó un billete para Baltimore.
—Pero —concluyó el joven—, tuve miedo de ir. Sé que esta en una situación
difícil —estoy seguro de ello— pero yo solo soy un necio poeta. No sé hacer frente a
estas situaciones. O no encontraría nada, o si por casualidad hallara algo, no haría más
que complicar las cosas, y tal vez expondría su vida a peligros más serios de los que le
amenazan ahora. No puedo ir a ciegas, sin saber si la ayudo o la perjudico. Es una tarea
propia para un experto en esta clase de asuntos. Por eso pensé en su agencia. Usted se
cuidará del caso, ¿no es verdad? Puede ser que ella no quiera, ayuda. Si es así usted puede
ayudarle sin que se entere. Usted esta acostumbrado a ese trabajo. Usted puede hacerlo,
¿no es cierto que puede?
Antes de contestar lo pensé detenidamente. Las dos clases de personas más
temibles para una reputada agencia detectivesca son aquellas que traen entre manos un
asunto criminal o un divorcio, y lo presentan como una operación legitima, y aquellas
otras, irresponsables, que van detrás de una cosa falsa.
El poeta, sentado ahora frente a mi y retorciéndose nerviosamente sus blancos y
largos dedos, me pareció sincero, pero no estaba seguro de su cordura.
—Señor Pangburn —dije después de un rato— me gustaría ocuparme de este
asunto, pero no se si podré hacerlo. La Agencia Continental es muy rígida, y aunque estoy
convencido de la sinceridad de sus palabras, no olvide que soy un empleado que me debo
a mi agencia, y tengo que seguir las instrucciones señaladas. Ahora bien, si usted fuera
avalado por alguna firma o persona de crédito —por ejemplo un abogado conocido o
cualquier empresa legalmente responsable— tendríamos mucho gusto en tomar su asunto
en nuestras manos. De lo contrario, me temo que...
—¡Pero yo sé que ella está en peligro! —estalló—. Lo sé. Y no puedo estar
aireando sus asuntos, y diciéndole a todo el mundo que me prometió casarse conmigo.
—Lo siento, pero no puedo encargarme del caso a no ser que me de el aval que le
pido. Me levanté.
—Naturalmente usted encontrará muchas agencias de detectives que no son tan
especiales como la nuestra.
Su cara se contrajo en un mohín infantil, y apretó su labio inferior entre sus
dientes. Por un momento creí que iba a echarse a llorar. Pero en lugar de hacerlo, dijo
lentamente:
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—Me parece que tiene usted razón. Le voy a dar un nombre, el de mi cuñado, Roy
Axford. ¿Bastará con su palabra?
—Si.
Roy Axford —R. F. Axford— era propietario de varias minas y tenía parte en la
mitad de las mas importantes empresas de la costa del Pacifico. Su palabra era garantía
suficiente para cualquiera.
—Si se pone ahora en contacto con él —dije— y concerta una entrevista entre su
cuñado y yo para hoy mismo, podré empezar mi trabajo en seguida.
Pangburn cruzo el cuarto y extrajo un teléfono de entre una pila de objetos diversos.
Uno o dos minutos después hablaba con una persona a quien llamo Rita.
—¿Está Roy en casa?... .Volverá esta tarde?... No... Dale un recado de mi parte...
dile que irá a verle esta tarde un caballero para hablarle de un asunto personal mío..., y
que le agradeceré que haga lo que le solicito... Si... Ya lo sabrás, Rita... no es cosa para
contarla por teléfono... sí, gracias
Colocó el teléfono en el lugar de donde lo había sacado, y se volvió hacia mi.
—Mi cuñado estará en su casa a las dos. Dígale lo que le he contado, y si lo ve
vacilante, ruéguele que venga a verme. Tendrá que explicarle todo; el no sabe nada de la
señorita Delano,
—De acuerdo. Antes de irme me gustaría que me hiciera una descripción de su
prometida.
—¡Es hermosa! !La mujer más hermosa del mundo!
Hubiera sido cómico dar ese dato en una circular destinada a recompensar a quien
encontrara a la joven.
—Eso no es exactamente lo que quiero saber —le dije— ¿qué edad tiene?
—Veintidós años.
—¿Estatura?
—Cinco pies y ocho pulgadas, o quizá nueve.
—¿Es delgada, gruesa, o de peso normal?
—Es mas bien delgada, pero...
Había cierto entusiasmo en su voz que me hizo temer un nuevo discurso
ensalzando las excelencias de la joven; así es que le interrumpí, haciéndole otra pregunta.
—¿De qué color tiene el cabello?
—Castaño, pero tan oscuro que es casi negro. Y tiene un cabello suave, abundante
y...
—Sí, sí. ¿Cuál es el color de sus ojos?
—¿Se ha fijado usted en los matices de la plata pulida cuando...?
Anoté ojos grises y me di prisa en seguirle interrogando.
—¿Cutis?
—¡Perfecto!
—Bueno, bueno. ¿Pero es blanco, moreno, encarnado, pálido o como es?
—Blanco.
—¿De qué forma tiene la cara: redonda o alargada?
—Redonda.
—¿Como es su nariz: larga, pequeña, respingona...?
—¡Pequena y normal! En su voz había un tono de indignación.
—¿Cómo vestía? ¿Era elegante? ¿Prefería los colores vivos o los oscuros?
—Magn... —y al ver que abría la boca para interrumpirle dijo—: colores discretos,
generalmente azul oscuro y marrón.
—¿Qué joyas llevaba?
—Nunca le he visto llevar ninguna.
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recibió una tarjeta de la muchacha en la que le pedía que remitiese sus cartas a 215 North
Stricker Street, Baltimore, Maryland. Sin embargo no llegó ninguna carta a su destino.
La única cosa importante que logré obtener en la casa fue que los dos baúles de la
muchacha los cargó un camión de transportes de color verde. Una de las más potentes
compañías de transportes de la ciudad llevaba sus camiones pintados de verde.
De la casa me dirigí a la oficina de la compañía de transportes y encontré de
servicio a un empleado amigo mío, (un detective, si sabe lo que lleva entre manos, debe
esforzarse en hacer y conservar el mayor numero de amigos que trabajen en compañías
de transporte, correos, y ferrocarriles). Al salir de la oficina tenia en mi poder una nota
con el resguardo de facturación y la estación adonde habían llevado los baúles.
Fui a la estación, y con la información que tenia, no tarde mucho en averiguar que
los baúles habían sido facturados a Baltimore. Envíe otro telegrama a la sucursal de
Baltimore, dándoles el número señalado en el resguardo de facturación de la estación.
Era noche bien entrada cuando regresé a casa. Al día siguiente, media hora antes
de que la Golden Gate Trust Company abriera sus puertas a los clientes, ya estaba yo
dentro hablando con Clement, el cajero. Toda la tradicional prudencia y discreción de los
empleados de banca no eran nada, comparadas con las de este gordo y canoso viejo. Pero
una mirada a la tarjeta de Axford, en la que se leía, “Por favor dé al portador las
máximas facilidades” bastó para que Clement se desviviera por ayudarme.
—Ustedes tienen, o han tenido, una cuenta corriente a nombre de Jeanne Delano
—dije—. Me gustaría saber detalles sobre dicha cuenta: contra que cuenta corriente
depositó sus cheques y en que cantidades, pero especialmente quisiera saber de donde
provenía el dinero que ella deposito aquí.
Pulsó uno de los botones de su mesa, y un mozo rubio impecablemente peinado
se deslizó sigilosamente en el cuarto. El cajero cogió un lápiz y garrapateo unas líneas en
una hoja de papel, entregándosela acto seguido al silencioso mozo, que desapareció tal
como había entrado. Volvió en seguida con un montón de papeles que depositó en la
mesa del cajero.
Clement repasó los papeles y luego se dirigió a mí.
—La señorita Delano nos fue presentada por el señor Burke Pangburn el día seis
del pasado mes, y abrió una cuenta corriente por valor de ochocientos cincuenta dólares.
Después de eso hizo los siguientes depósitos: cuatrocientos dólares el día diez; doscientos
cincuenta el día veintiuno; trescientos el veintiséis; doscientos el día treinta; y veinte mil
dólares el día dos del presente mes. Todos estos depósitos excepto el último los hizo al
contado. El último fue un cheque.
Me entregó el cheque de la Golden Gate Trust Company.
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condiciones meteorológicas durante el mes anterior, anotando cuatro fechas en las que
había llovido incesantemente día y noche. Con la anotación me fui a las oficinas de las
tres compañías de taxis más importantes.
Era ese un truco que me había salido bien en ocasiones anteriores. El piso de la
muchacha estaba bastante distanciado de la línea de tranvía, y pensé que uno de esos días
lluviosos ella habría salido o recibido alguna visita en casa. En ambos casos era muy
probable que la joven o su visitante hubieran cogido un taxi, en lugar de ir andando bajo
la lluvia hasta la parada del tranvía. Los registros que las compañías de taxis hacían
diariamente me indicarían las llamadas solicitadas desde la residencia de la joven y el
lugar adonde fueron llevados los pasajeros.
Lo mejor hubiera sido, naturalmente, encontrar en los registros indicación de todas
las veces que la muchacha cogió un taxi, pero ninguna compañía de taxis carga sobre sí
tan enorme tarea, a no ser que se trate de una cuestión de vida o muerte. Ya resultaba
bastante difícil para mi persuadirles de que me dieran la información deseada en los cuatro
días que había elegido.
Volví al domicilio de Pangburn después de dejar la última oficina de taxis, pero
no había llegado aún. Llamé por teléfono a la residencia de Axford, pensando que tal vez
el poeta había pasado allí la noche, pero me respondieron negativamente.
Esta misma tarde, me entregaron las copias fotográficas de las cartas y del retrato
de la joven. Coloqué una copia de cada cosa en un sobre, y los envié por correo a
Baltimore. Entonces fue cuando me dirigí a las tres compañías de taxis y redacté varios
informes. Dos de ellos carecían de interés. El tercero señalaba dos llamadas desde el piso
de la muchacha.
Una tarde lluviosa pidieron un taxi, que llevó un pasajero a Glenton Apartaments.
Ese pasajero, sin duda alguna, era la joven o Pangburn. Una noche, a las doce y media,
hicieron otra llamada, y esta vez el pasajero descendió en el Marquis Hotel.
El taxista que realizó este último servicio lo recordaba confusamente, según me
dijo cuando se lo pregunté, pero le parecía que el pasajero había sido un hombre. No quise
ocuparme más del asunto por entonces; el Marquis no es uno de los más grandes hoteles
de San Francisco, pero si lo suficiente para hacer casi imposible la búsqueda de un
huésped.
Pasé el resto de la tarde intentando encontrar a Pangburn, sin que me acompañara
la suerte. A las once telefoneé a Axford, y le pregunté si sabía donde podría encontrar a
su cuñado.
—Hace varios días que no lo he visto —dijo el millonario—. Creíamos que
vendría a cenar anoche, pero no vino. Mi esposa intento ponerse en contacto con él. Le
ha llamado hoy un par de veces, y sin resultado alguno.
Al día siguiente antes de saltar de la cama, llamé al piso de Pangburn. Nadie
contestó.
Telefoneé después a Axford, y concertamos una entrevista a las diez en su
despacho.
—No se- donde puede parar ahora —dijo Axford afablemente después que le
comuniqué que, al parecer, Pangburn faltaba de su piso desde el domingo— y creo que
va a ser difícil saberlo. Burke es un ser errante. ¿Ha hecho usted algún progreso en la
busca de su damisela en apuros?
—El suficiente para convencerme que la tal damisela no esta en ningún apuro. El
día antes de su desaparición le sacó a su cuñado veinte mil dólares.
—¿Veinte mil dólares a Burke? ¡Debe ser una mujer estupenda! ¿Pero de dónde
sacó mi cuñado esa cantidad?
—De usted.
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mundo. Quiero que le busque por encargo mío y sin que nadie lo sepa. La muchacha ha
dejado de importarme, aunque supongo que en donde encuentre a uno encontrara a la otra.
No me interesa el dinero perdido, y no deseo que usted de ningún paso para recuperarlo;
me temo que difícilmente se pudiera hacer nada sin levantar una enorme publicidad.
Quiero que encuentre a Burke antes de que haga alguna otra cosa por el estilo.
—Si desea evitar una publicidad escandalosa —dije—, el mejor medio es
adelantarse a la publicidad. Quiero decir que, a mi entender, deberíamos anunciar a la
Prensa la desaparición de su cuñado, enviar fotografías suyas a los periódicos, etc., etc.
La publicaran como una noticia sensacional. Es su cuñado y además es un poeta. Podemos
decir que esta enfermo —usted me dijo que durante toda su vida ha tenido una salud
delicada—, y que tememos que lo hayan asesinado y abandonado en algún lugar, o bien
que esta bajo determinado trastorno mental. No hay necesidad de mencionar el dinero ni
la muchacha, y con esas indicaciones la gente no sospechará la verdad, más
concretamente su esposa, cuando el hecho de su desaparición se haga público.
Al principio no le gustó la idea, pero al fin le convencí.
Nos dirigimos al piso de Pangburn y nos permitieron entrar después que Axford
dijo que teníamos una cita con el y que íbamos a esperarle en su piso. Registré palmo a
palmo las habitaciones buscando en todos los agujeros y recovecos; leí todos los
manuscritos que encontré, incluso los de carácter literario, pero no halle nada que arrojara
alguna luz sobre su desaparición.
Me ayudé con varias fotografías, metiéndome en el bolsillo cinco de la docena o
más que había en el piso. Axford no creía que las maletas y baúles del poeta hubieran
desaparecido de la leonera. No encontré su libro de cheques de la Golden Gate Trust
Company.
Pasé el resto del día llenando de anuncios los periódicos, los cuales dieron a mi ex
cliente una gran publicidad; primeras paginas llenas de fotografías suyas y con todos los
datos que habíamos podido darles. La persona que en San Francisco no se enterase que
Burke Pangburn, cuñado de R. F. Axford y autor de "Mancha de Arena y otros versos",
había desaparecido, es que o no sabía leer o no leía los periódicos.
Estos anuncios dieron resultados. A la mañana siguiente llegaron cartas de todas
partes. Centenares de personas habían visto al desaparecido poeta en centenares de
lugares. Solo unas pocas de estas cartas parecían prometedoras —o al menos con cierto
tono de veracidad— pero la mayoría eran a todas luces ridículas.
Regrese a la Agencia después de examinar una de las cartas que parecía
interesante, y encontré una nota de Axford rogándome que fuera a verle.
—¿Puede pasar ahora por mi despacho? —me preguntó por teléfono.
Axford estaba con un joven de veinte o veintiún años cuando entré en su despacho;
un joven estrecho de pecho, bien trajeado, de esa clase de empleados con aspecto
deportivo.
—Este es el señor Fall, uno de mis empleados —me dijo Axford— dice que vio a
Burke la noche del domingo.
—¿Dónde? —pregunté a Fall.
—Entraba en un parador, cerca de Halfmoon Bay.
—¿Está usted seguro de que era él?
—Completamente. Le conozco bien porque le he visto con bastante frecuencia en
el despacho del señor Axford. Estoy seguro de que era él.
—¿Cómo fue que lo vio usted?
—Yo iba un poco más lejos, a la playa, con varios amigos, y nos detuvimos en el
parador para corner algo. Cuando nos marchábamos llegó un coche del que salieron el
señor Pangburn y una señorita o señora —no me fijé bien en ella— y entraron en el
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Le conocía desde hacia tres años. Durante casi todo ese tiempo había trabajado
para mí, y no podría decir ni una sola cosa buena de él. Era cobarde. Era embustero. Era
ladrón. Era traidor para con la gente de su ralea y, si no se le vigilaba lo era también con
quien le encargaba y pagaba un trabajo. ¡Buen pájaro para tratar con él! Pero la actividad
detectivesca es un trabajo difícil y hay que usar de todos los medios al alcance de uno.
Este Porky era un medio efectivo si se le manejaba bien, lo que quiere decir que había
que ponerle constantemente la mano en la garganta y pagarle bien toda la información
que diera.
Su cobardía era, para mi fin, su mayor cualidad. Era conocido por todos los
criminales de la Costa, y aunque nadie —fuera delincuente o no— pudiera pensar en
confiar en un tipo como él, sin embargo no levantaba sospechas. La mayoría de sus
compañeros pensaban que era demasiado cobarde para ser peligroso, que tendría miedo
de traicionarles, miedo a la venganza de los criminales para con los soplones. Pero no
tenían en cuenta la cualidad de Porky para convencerse, cuando no había peligro
próximo, de que era un tipo valiente. Por estas razones entraba y salía libremente por
donde quería y por donde yo le enviaba, y me traía informes que de otra forma me hubiera
sido imposible obtener.
Durante casi tres años le había encargado trabajos con éxito considerable,
pagándole bien y teniéndole siempre bajo mí puño. En mis ficheros figuraba con el
nombre de informante; el mundo del bajo fondo usa apelativos menos agradables —como
el corriente de puerco chivato— para designar a esta clase de sujetos.
—Tengo un trabajo para tí —le dije cuando se sentó de nuevo, con los pies
apoyados en el suelo. Su boca se le torcía hacia la izquierda, y guiñaba el ojo izquierdo.
—Me lo imaginaba—. El siempre dice cosas así.
—Quiero que vayas a Half Moon Bay durante unas cuantas noches y mires con
quien anda Tin Star Joplin. Aquí tienes dos fotografías —deje caer una de Pangburn y
otra de la muchacha— su nombre y descripción están al dorso. Quiero que averigües si
uno de estos dos se deja ver por allí, y que hacen. Puede ser que Tin - Star los encubra.
Porky miraba con gesto familiar las fotografías.
—Me parece que conozco a este tipo —dijo con su boca torcida.
Esa es otra cosa de Porky. No se puede mencionar a un hombre o describir a una
persona sin que el diga siempre lo mismo, aunque haya uno inventado nombre y
descripción.
—Aquí tienes dinero —puse unos billetes sobre la mesa—; si pasas más de dos
noches, ya te daré más dinero. Mantente en contacto conmigo, ya sea por este teléfono o
por el especial de la Agencia. Y recuerda esto: no bebas; si voy y te encuentro bebiendo,
como acostumbras, te aseguro que le diré a Joplin cual es tu misión allí.
Acabó de contar el dinero —no había mucho para contar— y lo tiró con desprecio
sobre la mesa.
—Guárdatelo para comprar periódicos —dijo con mofa—. ¿Cómo voy a ir a
cualquier sitio si no tengo dinero para gastar?
—Es bastante dinero para pagar los gastos de dos días; probablemente tendrás
suficiente con la mitad. Y cobrarás el trabajo cuando lo hayas hecho y no antes.
Movió la cabeza y se levantó.
—Estoy cansado de trabajar para ti. No sabes resolver los asuntos por ti solo. No
quiero saber nada más contigo.
—Si no vas a Half Moon Bay esta noche, acabo contigo —le dije, dejándole
entender lo que quisiera de mi amenaza.
Y, naturalmente, después de un rato cogió el dinero y se fue. Siempre que le
encargaba hacer algún trabajo teníamos una disputa preliminar sobre el dinero que debía
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darle.
Una vez que hubo desaparecido Porky, me tumbé en una silla y me fumé una
docena de cigarrillos mientras pensaba en el asunto. La joven se había escapado primero
con los veinte mil dólares y luego se había escapado el poeta; y los dos habían ido a parar
a White Shack, y allí estaban de una manera permanente u ocasional. Visto de esta forma
el asunto era un claro negocio. La muchacha había trabajado bien a Pangburn hasta el
punto de hacerle falsificar un cheque contra la cuenta corriente de su cuñado y, luego,
después de varios desplazamientos que no conocía, se habían ocultado juntos.
Había dos cabos sueltos en los que fijar la atención. Uno de ellos, el averiguar
quien era el tipo que había remitido las cartas a Pangburn y había cuidado del equipaje de
la joven, era de incumbencia de la sucursal de Baltimore. El otro era averiguar la identidad
del pasajero del taxi desde el piso de la chica hasta el Marquis Hotel.
Eso pudiera no tener relación con el asunto, pero pudiera, igualmente, tenerlo. Por
ejemplo, suponiendo que lograra establecer una relación entre el Marquis Hotel y la
White Shack, es evidente que habría encontrado una buena pista. Busque en la guía
telefónica el número del parador. Luego me fui al Marquis Hotel. A la señorita de servicio
en la centralita del hotel la conocía por haber pedido alguna información en otras
ocasiones.
—¿Quién ha llamado desde aquí a Half Moon Bay?
—¡Dios mio! —se echó hacia atrás en el asiento y paso, suavemente, su delicada
mano sobre el cabello.
—Si le parece que no tengo bastante trabajo aquí para recordar cada llamada que
hacen los clientes... esto no es una pensión. Créame que desde este hotel se hace más de
una llamada por semana.
—No hay muchos clientes que llamen a Half Moon Bay —insistí, apoyando un
brazo en el mostrador y dejando asomar un billete de cinco dólares entre mis dedos. —
Tiene usted que recordar alguna llamada hecha últimamente.
—Voy a mirar —suspiró, como indicando que estaba dispuesta a complacerme,
pero que lo veía muy difícil.
Repasó los resguardos.
—Aquí hay una llamada, de la habitación 522, hace un par de semanas.
—¿A que número llamó?
—Al 51 de Half Moon Bay.
Ese era el numero del parador. Le di los cinco dólares.
—¿Es un huésped fijo el 522?
—Sí, es el señor Kilcourse. Lleva aquí desde hace tres o cuatro meses.
—¿Quién es?
—No lo sé. Solo sé que es un perfecto caballero.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es un hombre joven, pero su cabello comienza a apuntar canas. Es moreno y
guapo, parece un actor de cine.
—¿Boris Karloff? —pregunté, mientras me alejaba del mostrador.
La llave del 522 estaba en su cafetín. Me senté en un sitio desde el que podía ver
la llave. Aproximadamente una hora después un empleado cogió la llave y se la entregó
a un hombre que parecía un actor de cine. Era un tipo de unos 30 años, de tez morena, y
pelo negro que se emblanquecía en las sienes. Era delgado y vestía elegantemente. Debía
tener unos seis pies de altura.
Con la llave en la mano, desapareció en el ascensor.
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Llamé a la Agencia y le pedí al viejo que me enviara a Dick Foley, quien llegó
cinco minutos mas tarde. Es una pequeña lagartija de unas ciento diez libras de peso, y es
la sombra mas pegadiza que he visto, y he visto muchas.
—Tengo un pájaro aquí al que quiero que sigas —le dije a Dick—, su nombre es
Kilcourse y tiene la habitación 522, Quédate afuera, y ya te indicaré el lugar desde el que
tienes que seguirle.
Regresé al vestíbulo y esperé un rato más.
A las ocho Kilcourse bajó y salió del hotel. Le seguí un trecho, aproximadamente
media manzana —lo suficiente para traspasárselo a Dick— y volví a casa con el fin de
estar junto al teléfono por si Porky Grout me llamaba. Pero esa noche no hubo ninguna
llamado de su parte.
Cuando llegue a la Agencia a la mañana siguiente, Dick me estaba esperando.
—¿Hubo suerte? —le pregunté.
—¡Pésima!
El pequeño canadiense habla como un telegrama cuando hay algo que le molesta,
y ahora estaba de muy mal humor.
—Me llevó dos manzanas. Se escapó en un taxi. No había otro a la vista.
—¿Crees que se dio cuenta de que le seguías?
—No. Tipo listo. Juega seguro.
—Inténtalo de nuevo, entonces. Mejor es que tengas un coche a mano para el caso
que repita el truco.
Mi teléfono sonó en el momento en que salía Dick. Era Porky Grout que me
llamaba por la línea especial de la Agencia.
—¿Ocurre algo? —pregunté.
—Muchas cosas —dijo con petulancia.
—¡Bueno! ¿Estás en la ciudad?
—Sí.
—Nos encontraremos en mi piso dentro de veinte minutos —le dije.
Mi informante de cara blanquecina estaba orgullosísimo de sí mismo cuando entró
por la puerta que deje sin cerrar. Su balanceo fanfarrón al andar semejaba en ese momento
una danza de negros, y en su torcida boca se dibujaba una sonrisa de suficiencia.
—Lo hice para ti —alardeó—, ¡nada para mí! Fui allí y hablé con todos los que
tenía que hablar, vi todo lo que había que ver y no se me escapó ni un solo detalle. Hice
un...
—¡Uy! —le interrumpí—, enhorabuena y todo eso... pero, ¿qué sacaste en limpio?
—Ahora te lo diré.
Levantó una sucia mano con un gesto parecido al de un agente de circulación.
—No me des prisa. Te lo contaré todo.
—Seguro —dije—. Tu eres un tío grande, y yo tengo mucha suerte de que hagas
los trabajos para mí, etcétera, etcétera. Pero ahora dime, ¿está Pangburn allí?
—Ahora voy a hablarte de eso. Fui allí y...
—¿Viste a Pangburn?
—Como te estaba diciendo, fui allí y...
—¡Porky! —dije—, ¡me importa un bledo lo que hiciste! ¿Viste a Pangburn?
—Sí. Le he visto.
—Está bien. Ahora dime que viste.
—Ha acampado allí con Tin-Star. Está el y la muchacha de la fotografía que me
diste. Los dos están. La chica lleva allí un mes. No la vi, pero uno de los camareros me
habló de ella. A Pangburn si que lo he visto. Ellos no se dejan ver mucho; se quedan en
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la parte de atrás de la casa de Joplin —donde el vive— la mayor parte del tiempo.
Pangburn esta allí desde el domingo. Fui allí y...
—¿Te has enterado de quien es la muchacha, y que es lo que hacen allí?
—No. Fui allí y...
—De acuerdo. Ve allí de nuevo esta noche. Llámame tan pronto como sepas que
Pangburn esta allí y que no se ha ido. Procura no equivocarte. No quiero ir y asustarlos
con una falsa alarma. Usa la línea particular de la Agencia, y a quien quiera que conteste
a tu llamada dile que no llegaras a la ciudad hasta tarde. Eso querrá decir que Pangburn
esta allí, y te permitirá, además, llamar desde el parador sin revelar nada del asunto.
—Quiero que me des más cuartos por la información —dijo, mientras se
levantaba—. Vale...
—Me acordare de tu petición —le aseguré—. Ahora vete, y llámame esta noche
en el momento que tengas la seguridad de que Pangburn esta allí.
Luego me fui al despacho de Axford.
—Creo que tengo una pista de su cuñado —le dije al millonario—. Espero tenerle
esta noche en un lugar donde pueda hablar con usted. Mi hombre dice que anoche estaba
en la White Shack. Si esta allí esta noche, le llevaré a usted si lo desea.
—¿Por qué no vamos ahora?
—No. Hay poca gente en el parador durante el día y mi hombre no podría colarse
allí sin despertar sospechas; por otra parte, no quiero aventurarme a que vayamos usted y
yo hasta tener la seguridad de que hemos de encontrarnos a Pangburn,
—¿Entonces que quiere que haga?
—Tener preparado para esta noche un coche rápido, y estar dispuesto a salir tan
pronto como le avise.
—De acuerdo. Estaré en casa después de las cinco y media. Telefonéeme tan
pronto como este todo dispuesto para salir, y pasaré a recogerle.
Esa tarde, a las nueve y media, estaba sentado al lado de Axford en el asiento
delantero de un potente coche, rodando por una carretera que conducía a Half Moon Bay,
Porky me habia llamado por telefono.
Ninguno de los dos hablamos mucho durante el viaje, y el rápido coche nos llevó
en poco tiempo. Axford, sentado confortablemente al volante, parecía ajeno a todo. Por
primera vez advertí que tenia una gran mandíbula.
La White Shack es un enorme edificio cuadrado, construido en una imitación de
piedra. Esta situado de espaldas a la carretera, y se llega a el por dos calzadas para coches
que, juntas, forman un semicírculo cuyo diámetro es la carretera. En el centro de este
semicírculo hay varios cobertizos en los que dejan los coches los clientes de Joplin y, a
trechos, alrededor de los cobertizos, hay cuadros de jardín y arbustos. Seguíamos
corriendo a considerable velocidad cuando nos metimos en unas de las calzadas
semicirculares y...
Axford frenó y nos vimos lanzados hacia el parabrisas, ya que, por efecto del
repentino frenazo, el coche se inmovilizó con una brusca sacudida, teniendo apenas
tiempo de evitar aplastar a un grupo de gente que había aparecido súbitamente.
A la luz de los focos del coche las caras resaltaban enormemente; blancas
horrorizadas caras, furtivas caras, caras que eran extrañas y curiosas. Bajo las caras se
veía un verdadero galimatías de brazos, hombros, brillantes joyas y vestidos de mujer
sobresaliendo sobre el fondo menos claro de la indumentaria masculina.
Esa fue la primera impresión que obtuve y, luego, al apartar la cabeza del
parabrisas me di cuenta que este grupo de gente tenía un centro, algo alrededor del cual
se movía. Me levanté y traté de mirar sobre las cabezas de la gente, pero no vi nada.
Salté a la calzada, y me metí entre la gente.
16
Literatura en habla inglesa
Con la cara apoyada en la grava blanca yacía un hombre —un hombre delgado
con traje oscuro y tenia un agujero en donde el cuello y la cabeza se juntan. Me arrodillé
para aproximarme a su cara. Empujé a la gente, y salí del corro. Regresé al coche en el
momento que Axford se apeaba sin haber parado el motor.
—Pangburn ha muerto de un balazo.
Lentamente Axford se sacó los guantes, los dobló y los metió en su bolsillo. Luego
movió la cabeza indicándome que había comprendido lo que le había dicho, y se dirigió
al lugar donde la gente rodeaba al poeta muerto. Le presté atención hasta que le vi
mezclarse en el grupo. Entonces me fui en busca de Porky Grout.
Lo encontré en el porche, apoyado en una columna. Pasé cerca de él para que me
viera, y continué caminando hasta llegar a uno de los lados del parador que estaba más
sombrío.
En la oscuridad se reunió Porky conmigo. La noche no era fría, pero sus dientes
castañeteaban.
—¿Quién lo mató? —le pregunté.
—No lo sé —lloriqueó, y esa fue la primera vez que le oí confesar su ignorancia
en algo. Estaba adentro, vigilando a los otros.
—¿Que otros?
—Tin-Star, la chica, y otros tipos a los que no había visto antes. No creí que el
chico fuera a salir. No llevaba sombrero.
—¿Qué sabes de todo esto?
—Poco después de telefonearte, la muchacha y Pangburn salieron del lado de la
casa que ocupa Joplin y se sentaron en una mesa al otro lado del porche, donde esta casi
oscuro. Estuvieron comiendo durante un rato y luego se les acercó otro tipo, sentándose
con ellos. No sé su nombre, pero me parece que lo he visto por la ciudad. Es un tipo alto,
muy bien vestido.
—Debía ser Kilcourse.
—Charlaron un rato y luego se les unió Joplin. Estuvieron sentados a la mesa
hablando y riendo alrededor de un cuarto de hora. Luego Pangburn se levantó y fue para
adentro. Cogí una mesa desde la que podía vigilarlos, pero no seguí al chico porque como
había mucha gente temí que me quitaran el sitio si me levantaba. No llevaba sombrero.
Me figuré que no iba a salir. Pero debió salir por otra puerta interior porque muy pronto
oí un ruido que creí era el del escape de gas de un coche y luego el ruido de un coche que
se alejaba rápido. Y luego algunos tipos dijeron que había un hombre muerto afuera. Todo
el mundo salio aquí, y resulto ser Pangburn.
—¿Estás completamente seguro que Joplin, Kilcourse y la muchacha estaban
todos ellos en la mesa cuando mataron a Pangburn?
—Completamente seguro —dijo Porky— si ese tipo moreno se llama Kilcourse.
—¿Dónde están ahora?
—En la parte trasera de la casa, donde vive Joplin. Subieron allí en cuanto vieron
que habían liquidado a Pangburn.
No tenía ninguna confianza en Porky. Sabía que era capaz de haberse vendido y
encubrir al asesino del poeta. Pero la cosa estaba así. Si Joplin, Kilcourse o la muchacha
le habían sobornado, entonces no me quedaba ninguna esperanza de poder probar que
ellos no estaban en la parte trasera de la casa cuando se oyó el disparo. Joplin tenia una
multitud de tipejos que jurarían con la mayor serenidad haber visto todo lo que el les
dijera. Habría una docena de supuestos testigos que confirmarían su presencia en la parte
posterior de la casa.
Por lo tanto lo único que podía hacer era dar por bueno lo que me decía Porky, y
pensar que jugaba limpio conmigo.
17
Literatura en habla inglesa
—¿Has visto a Dick Foley? —le pregunté, puesto que Dick se había encargado de
seguir a Kilcourse.
—No.
—Date una vuelta y mira a ver si lo encuentras. Dile que he subido a charlar con
Joplin y que suba el también. Y quédate por aquí cerca por si tengo necesidad de ti.
Entré en la casa, cruce una vacía sala de baile y ascendí por la escalera que
conducía a las habitaciones de Star Joplin en la parte trasera del segundo piso: Conocía
el camino por haber estado allí en otras ocasiones. Joplin y yo éramos antiguos conocidos.
Aunque no tenía pruebas contra él ni contra sus amigos, iba a acusarles. De esa
forma existía la posibilidad de sacar algo en claro. Hubiera podido, naturalmente, acusar
de alguna cosa a la muchacha, pero no sin señalar primero el hecho de que el poeta
asesinado había falsificado la firma de su cuñado en un cheque. Y eso no podía decirlo.
—Adelante.
Una fuerte y familiar voz contestó cuando llamé en la puerta del cuarto de Joplin.
Empuje la puerta abierta y entré. Tin-Star Joplin estaba de pie en el centro de la
habitación. Era un ex-delincuente, de grueso cuerpo y anchas espaldas, con una
inexpresiva cara de caballo. Un poco más allá Kilcourse estaba sentado sobre una mesa
balanceando una pierna en el aire, con una expectativa que trataba de ocultar con una
media sonrisa dibujada en su agradable cara. En el extremo opuesto del cuarto había una
muchacha a la que yo conocía con el nombre de Jeanne Delano. Estaba sentada en el
brazo de una silla forrada de cuero. El poeta no había exagerado al decirme que era
hermosa.
—¡Tú! —gruñó Joplin malhumorado tan pronto como me reconoció—. ¿Qué
diablos quieres?
—¿Qué has hecho?
Sin embargo, mi atención se había desviado hacia otro sitio. Estaba observando a
la muchacha. Había algo vago en ella que me era familiar, pero no podía situarla. Quizá
no la hubiera visto antes; quizá de tanto mirar la fotografía que de ella me había dado
Pangburn se me había quedado grabada y creía conocerla. El mirar fotografías produce
con frecuencia esa sensación.
Mientras tanto Joplin dijo:
—Pierdes el tiempo si vienes a investigar lo que no he hecho.
Estaba seguro de haber visto en alguna parte a la muchacha.
Era delgada, llevaba un deslumbrante vestido azul que dejaba al descubierto una
gran parte de su delantera, espalda y brazos. Tenía el pelo de color castaño oscuro
recogido en un gran moño. Su cara ovalada era perfecta. Sus ojos eran grandes y de color
gris y al contemplarlos pensé que el poeta no había andado equivocado al compararlos
con la plata pulida. Observaba a la muchacha y ella me miraba a su vez con fijeza, y seguí
sin poderla situar. Kilcourse seguía balanceando una pierna en un ángulo de la mesa.
Joplin se impacientó.
—¿Quieres dejar de mirar a la muchacha y decirme que quieres? —gruño.
En ese momento sonrío la muchacha. Su sonrisa era burlona y mostraba unos
dientes afilados como los de un animal de presa. Y al sonreír la reconocí.
El color de su piel y cabello me habían desorientado. La última vez que la vi —y
fue esa la única vez que la había visto— su cara era de un color blanco de mármol y
llevaba el cabello corto, color de fuego. Ella, una mujer mas vieja, tres hombres y yo
habíamos estado jugando al escondite cierta tarde en una casa de la calle Turk. Estaban
envueltos en el asesinato de un corredor de banco y en el robo de unos bonos por valor
de cien mil dólares. Por sus intrigas, tres de sus cómplices murieron aquella tarde y el
cuarto, el chino, había terminado en la horca en la prisión de Folsom. Entonces se hacía
18
Literatura en habla inglesa
llamar Elvira, y desde su fuga de la casa, aquella noche, estuvimos buscándola por todas
partes sin resultado alguno.
A pesar del esfuerzo que hice por no delatarme con la mirada, mis ojos debieron
indicar que acababa de reconocerla, porque, rápida como una centella, dejo el brazo de la
silla y dio unos pasos hacia adelante. Sus ojos tenían un brillo acerado.
Saqué la pistola.
Joplin dio medio paso hacia mí.
—¿Que pasa? —chilló.
Kilcourse saltó de la mesa y puso una de sus finas manos en su corbata.
—Lo que pasa es esto —les dije—. Quiero llevarme a la muchacha por un
asesinato cometido hace unos meses, y tal vez —aunque no estoy seguro— por el de esta
noche. De todas formas, yo estoy...
Se oyó el golpe seco de un interruptor detrás de mí, y el cuarto se oscureció por
completo.
Me moví, sin importarme donde ponía los pies pero alejándome del sitio donde
estaba cuando se apagaron las luces. Con la espalda toqué la pared, y me detuve,
agachándome.
—¡Rápido, chico!
Un ronco susurro llegó de la parte donde creía que se hallaba la puerta del cuarto.
Pero, según me parecía, las dos puertas de la habitación estaban cerradas, y era
difícil abrir una de ellas sin que se filtrase un poco de luz. Se movieron en la oscuridad,
pero ninguno paso delante del débil reflejo que se filtraba por las ventanas.
Oí frente a mí un débil ruido metálico —demasiado débil para ser el
amartillamiento de un revólver— pero que podía ser el producido al abrir una navaja, y
recordé que Tin-Star Joplin era aficionado a usar el arma blanca.
—¡Vamos! —fue un agudo susurro que sonó en la oscuridad como un trallazo.
Ruido de pasos, apagados, indistinguibles... otro ruido no lejos...
De repente una potente mano me agarró por el hombro, y un fuerte y musculoso
cuerpo se apretó contra mí. Le golpeé con mi revólver, y oí un gruñido.
La mano se movió desde mi hombro en busca de mi garganta.
La di un fuerte golpe con la rodilla, y oí otro gruñido. Un punto luminoso corrió
hacia mi lado. Golpeé de nuevo con mi revólver, y conseguí apartar el cuerpo del hombre
lo suficiente para que la boca de mi revolver quedara libre del obstáculo que la entorpecía.
Apreté el gatillo.
El ruido del disparo. La voz de Joplin en mi oído, una voz curiosamente normal:
—¡Dios! !Me has dado!
Me aparté de su lado y me dirigí hacia donde se veía la débil claridad de una puerta
abierta. No había oído ruido de pasos que se alejaran. De todas maneras justo es
reconocer que había estado muy ocupado. Sabía que Joplin me había estado entreteniendo
mientras los otros escapaban.
No vi a nadie cuando me lancé hacia abajo, casi deslizándome, tropezando en los
escalones de la escalera. Cuando me lancé hacia la sala de baile, un camarero se interpuso
en mi camino. No sé si su interferencia fue premeditada o no. No se lo pregunte. Le golpeé
en su cara con la culata de mi revólver y proseguí. Salté sobre una pierna que intentaba
zancadillarme, y en la puerta exterior tuve que dar un nuevo golpe a otra cara.
Salí a la calzada de coches en el momento en que la luz roja del piloto de un
automóvil torcía a la derecha para meterse en la carretera principal.
Mientras corría en busca del coche de Axford, me di cuenta que habían retirado el
cuerpo de Pangburn. Quedaban todavía unas cuantas personas alrededor del sitio en el
que había estado tumbado el poeta, y me miraron con aire sorprendido.
19
Literatura en habla inglesa
El coche estaba como Axford lo había dejado, con el motor en marcha. Lancé el
coche a través de un cuadro de jardín y torciendo a la derecha lo dirigí en dirección hacia
la carretera. Cinco minutos después volvía a ver el punto rojo del piloto del coche.
El coche era mas potente y veloz de lo que yo necesitaba, y podía dar de sí mucha
mas velocidad de lo que yo era capaz de sacarle. No sabía a que velocidad iba el
automóvil delantero, pero lo alcancé en seguida como si no hubiera corrido en todo ese
tiempo.
Seguimos así durante una milla y media, o quizá dos.
De repente vi a un hombre en la carretera fuera todavía del alcance de los faros de
mi coche. Cuando lo alumbraron los faros vi que era Porky Grout.
¡Porky Grout de pie en medio de la carretera, haciéndome frente con una pistola
en cada mano!
En sus manos las pistolas parecían relucir a la luz de los faros con un color rojo
que se convertía luego en oscuro, como las bombillas de un aparato de señalización
eléctrico. El parabrisas cayó a trozos a mi lado. Porky Grout —el informante cuyo nombre
era en toda la costa del Pacifico, sinónimo de cobardía— estaba en mitad de la carretera
disparando al coche que se abalanzaba sobre el... No vi el final.
Confieso sinceramente que cerré los ojos cuando su blanquecina cara asomo junto
al radiador. Mi coche trepidaba con fuerza y, adelante, en la carretera solo se veía la luz
roja del coche que huía. El parabrisas había desaparecido. El aire despeinaba mi cabello
y hacia saltar lágrimas a mis ojos.
Me di cuenta que estaba hablando conmigo mismo, diciendo:
“Eso era Porky. Eso era Porky”.
Era algo asombroso. No me sorprendía que me hubiera engañado. Eso era una
cosa de esperar. Ni tampoco era sorprendente que el hubiera subido las escaleras detrás
de mí y apagado las luces del cuarto. Pero que se hubiera quedado en la carretera y hubiera
muerto...
El fogonazo de un disparo procedente del coche que me precedía deshizo mi
asombro. La bala no pegó cerca de mi —no es fácil disparar con puntería desde un coche
en marcha a otro que le sigue— pero al paso que iba no tardaría mucho en estar lo
suficientemente cerca para facilitar su puntería.
Encendí los faros de encima del guardabarros. Su luz apenas alcanzaba al coche
que iba en cabeza, pero me permitía ver que la que lo conducía era la muchacha, mientras
Kilcourse, sentado torcidamente a su lado, me hacia frente. El coche era de color amarillo,
tipo deportivo.
Aminoré la marcha. En un duelo con Kilcourse yo hubiera tenido desventaja,
porque tendría que disparar y conducir al mismo tiempo. Lo que creí mas acertado era
mantener la distancia hasta que llegásemos a una ciudad, puesto que inevitablemente
tendríamos que llegar. Todavía no era medianoche.
En cualquier ciudad había gente y policías con mayor posibilidad de salir ganando.
Unas pocas millas más allá y mi presunta presa hizo variar mi plan. El coche
amarillo disminuyó la marcha, y balanceándose se paró, colocándose de través en la
carretera. Kilcourse y la muchacha salieron inmediatamente de él y se agazaparon en la
carretera, al otro lado de la barricada.
Estuve tentado de lanzarme contra su coche, pero solo fue una tentación y cuando
esta pasó eché los frenos y paré. Enfoqué mi faro directamente hacia su coche.
De algún lugar próximo a las ruedas salió un disparo, y el faro se estremeció
violentamente, pero el cristal no fue alcanzado. Naturalmente el cristal seria su primer
objetivo y...
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Literatura en habla inglesa
Agazapado en el coche, esperando la bala que haría añicos el cristal, me quité los
zapatos y la chaqueta.
La tercera bala destrozó el faro.
Apagué las otras luces, salté a la carretera, y cuando dejé de correr estaba
agazapado junto al lado más próximo de su coche. Un truco lo mas fácil y seguro que se
puede imaginar.
La muchacha y Kilcourse habían tenido la vista fija en el resplandor de una luz
potente. Cuando de repente esa luz desapareció, y las otras más débiles desaparecieron
también, se encontraron sumidos en la mas completa oscuridad, que debía durar un
minuto o quizá más, es decir, el tiempo necesario para que sus ojos se adaptaran a la
grisácea oscuridad de la noche. Mis pies descalzos no habían hecho ningún ruido al correr
por la carretera asfaltada, y ahora nos separaba solamente un coche. Yo sabía eso, pero
ellos no lo sabían.
Kilcourse habló quedamente junto al radiador.
—Voy a tratar de liquidarlo en la cuneta. Dispara de vez en cuando, para tenerle
entretenido.
—No lo veo —dijo la muchacha.
—Dentro de un segundo verás bien. De todas formas dispara contra el coche.
Me moví hacia el radiador mientras la pistola de la muchacha se descargaba contra
el coche vacío.
Kilcourse, a gatas, caminaba hacia la cuneta que corre a lo largo de la parte sur de
la carretera. Encogí las piernas y me dispuse a dar un salto sobre el para golpearle la
cabeza con mi revólver. No quería matarlo, pero necesitaba dejarlo rápidamente fuera de
juego. Aun así me quedaría la muchacha que, por lo menos, era tan peligrosa como él.
En el momento que me disponía a saltar, Kilcourse, guiado tal vez por el instinto
del animal que va a ser cazado, volvió la cabeza y me vio; vio una sombra amenazadora.
En lugar de saltar disparé.
No miré si mi disparo le había alcanzado. A esa distancia había poca posibilidad
de errar. Encorvado me deslicé a la parte trasera del coche, quedándome quieto. Y esperé.
La muchacha hizo lo que con toda seguridad hubiera hecho yo en su lugar. Pensó
que yo había impedido a Kilcourse hacer su propósito y que mi siguiente paso sería
cercarla por detrás. Para evitarlo se movió desde la parte trasera del coche hacia la que
estaba más cercana al coche de Axford con el fin de prepararme una emboscada.
Ocurrió, pues, que vino arrastrándose y puso su delicada nariz en la mismísima
boca del revolver que tenía preparado para ella.
Dio un pequeño grito.
Las mujeres no siempre son razonables; se inclinan con frecuencia a no hacer caso
de cosas insignificantes tales como un revólver que apunta sobre ellas. Sabido esto tuve
la feliz idea de sacar de su mano el revólver que llevaba. Mientras le quitaba el arma, ella
apretó el gatillo. Le torcí la muñeca, y terminé de sacarle el revólver.
Pero la muchacha no había terminado todavía. Teniéndome allí con un revólver a
cuatro pulgadas de su cuerpo, dio media vuelta y se lanzó corriendo hacia un grupo de
árboles que formaban una mancha negra en la parte norte de la carretera.
Cuando me repuse de la sorpresa que me causó tan ingenuo proceder, me metí en
los bolsillos su revólver y el mío y me lancé tras ella, lastimándome los talones a cada
paso que daba.
Cuando la cogí estaba intentando saltar una valla de alambre.
—¿Va a dejar de jugar? —le dije malhumorado, y amarrándola por la muñeca la
hice volver a la carretera.
—Este es un asunto serio. ¡Déjese de hacer chiquilladas!
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Literatura en habla inglesa
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Literatura en habla inglesa
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Literatura en habla inglesa
Los Ángeles y sabía que me buscaban por todas partes. Yo estaba en una posición difícil.
Estaba convencida de que no podía escaparme o esconderme de Fag. Le dije a Burke que
necesitaba veinte mil dólares. No creía que el tuviera tanto dinero, pero pensé que podría
conseguirlo. Tres días después me entregó un cheque por esa cantidad. No sabía entonces
de donde lo había sacado, pero aunque lo hubiera sabido no me hubiera importado. Tenía
necesidad de esa cantidad.
—Pero esa noche me dijo de donde procedía el dinero; que había falsificado la
firma de su cuñado. Me lo dijo porque después de recapacitar sobre lo que había hecho,
tenia miedo que cuando descubrieran la falsificación nos cogerían a los dos y me
considerarían a mi igualmente culpable. Yo estoy corrompida, pero no lo bastante para
permitir que el fuera a la cárcel por mí sin que supiera de que se trataba. Le conté toda la
historia. El no pestañeo. Insistió en que le pagara a Kilcourse para que estuviera yo a
salvo, y comenzó a hacer planes para mi seguridad futura.
—Burke dijo que su cuñado no lo entregaría a la policía por falsificación, pero
con el fin de que estuviera más segura insistió en que me cambiara de piso, me pusiera
un nuevo nombre y permaneciese escondida hasta saber la reacción de Axford. Pero esa
noche, después de irse el, hice algunos planes por mi sola. Me gustaba Burke, me gustaba
demasiado para permitir que pagara los vidrios rotos sin intentar salvarle, y no tenía
mucha fe en la bondad de Axford. Era el día dos de este mes. Si no ocurría nada
imprevisto, Axford no descubriría la falsificación hasta que le entregasen sus cheques
cancelados el mes siguiente. Tenia prácticamente un mes para actuar.
—Al día siguiente saqué todo el dinero del Banco, y envíe una carta a Burke,
diciéndole que me habían llamado de Baltimore, dándole una dirección en esa ciudad para
el envío del equipaje y cartas, de cuya recepción se cuidaba por mi un compañero. Luego
fui a casa de Joplin y le pedí que me escondiera. Hice saber a Fag donde me encontraba,
y cuando llegó le dije que esperaba poder darle el dinero en uno o dos días.
—Después de eso vino casi a diario, y día tras día le fui poniendo inconvenientes,
pero yo veía que cada vez me resultaba más fácil mi labor. Sin embargo, no disponía de
tiempo suficiente. Muy pronto las cartas de Burke se las devolverían de la dirección
telefónica que le había dado, y yo quería estar alerta para impedirle hacer alguna tontería.
No deseaba ponerme en contacto con él hasta que estuviera en condiciones de devolverle
los veinte mil dólares para que pudiera arreglar la falsificación antes que Axford se
enterase al ver sus cheques cancelados.
—A Fag cada día lo manejaba mejor, pero todavía no había conseguido de él lo
que deseaba. No parecía dispuesto a ceder los veinte mil dólares —los cuales,
naturalmente, retenía yo— a menos que le prometiera quedarme con él para siempre. Y
como seguía creyendo que estaba enamorada de Burke, no quería atarme a el ni siquiera
por algún tiempo.
—Burke me vio en la calle un domingo por la noche. Iba conduciendo con la
mayor tranquilidad el coche negro de Joplin por la ciudad. Y quiso la suerte que me viera
Burke. Le dije la verdad, toda la verdad. Y él me dijo que había alquilado a un detective
privado para buscarme. En muchos aspectos era como un niño; no se le había ocurrido
pensar que la policía averiguaría lo del dinero. Pero yo sabía que a lo sumo en uno o dos
días advertirían el cheque falsificado. ¡Lo sabia!
—Cuando se lo dije a Burke, se desmoralizó. Toda su confianza en el perdón de
su cuñado desapareció. No podía dejarle en el estado en que se encontraba. Hubiera
contado todo el asunto a la primera persona conocida que hubiera visto. Me lo llevé
conmigo a casa de Joplin. Mi intención era tenerlo allí durante unos días hasta que
viéramos en que paraban las cosas. Si no aparecía nada en los periódicos sobre el cheque,
podríamos pensar que Axford se había desentendido del asunto y Burke podía volver a
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Literatura en habla inglesa
casa y sincerarse. Por otro lado, si los periódicos publicaban toda la historia, tanto Burke
como yo tendríamos que buscar un lugar permanente para ocultarnos.
—Los periódicos de la tarde del martes y los de la mañana del miércoles estaban
llenos de noticias sobre su desaparición, pero no decian nada del cheque. Eso era buena
señal, pero esperamos otro día corno medida de seguridad. Fag Kilcourse estaba ya
enterado de todo, y tenía que entregarle los veinte mil dólares, pero aún me quedaban
esperanzas de conservar el dinero —o por lo menos una gran parte de él—, y con ese fin
seguí engañándole. Burke me dio mucho trabajo porque, considerándose con ciertos
derechos sobre mí, los celos lo enfurecían. Le pedí a Tin-Star que le intimidara en
evitación de peores males.
—Esta noche uno de los hombres de Tin-Star subió y nos dijo que un hombre
llamado Porky Grout, que desde hacía dos noches llevaba rondando por el parador, había
hecho un par de tonterías que le delataban como tipo sospechoso. Me señalaron a Grout,
aproveché una oportunidad para presentarme en la parte del parador destinada al público,
y me senté en una mesa próxima a la suya. Como usted sabe muy bien era un tipajo de
cuidado. En menos de cinco minutos lo tenía en mi mesa, y media hora después sabía que
le contó a usted que Burke y yo estábamos en la White Shack. No me dio una información
detallada, pero me dijo más que suficiente para que yo adivinara el resto.
—Subí y se lo conté a los demás. Fag quería matar a Grout y a Burke, pero se lo
quite de la cabeza. Le dije que eso no nos ayudaría en nada y que tenía a Grout en el
bolsillo dispuesto a hacer cualquier cosa por mí. Creí que le había convencido pero...
Finalmente decidimos que Burke y yo cogeríamos un coche y nos iríamos, y que cuando
usted llegara aquí Grout le diría que se había equivocado y le señalaría un hombre y una
mujer — cualquiera de los que viera en ese momento— diciéndole que los había tomado
por nosotros. Me retrasé para coger un chal, y Burke salió solo en dirección al coche, Fag
lo mató. ¡No sabía que iba a matarlo! ¡De haberlo sabido no le hubiera dejado disparar!
¡Por favor, créame lo que le digo! ¡No estaba tan enamorada de Burke como creía, pero,
por favor, créame, que después de todo lo que había hecho por mí no hubiera dejado que
le hiciesen ningún daño!
—Después de eso, me agradara o no, tenia que seguir con los otros. Y seguí con
ellos. Grout se encargó, por orden nuestra, de decirle a usted que nosotros tres estábamos
en la parte posterior del porche cuando mataron a Burke, y dimos instrucciones a otros
para que contasen la misma historia. Luego subió usted y me reconoció. Quiso mi mala
suerte que fuera usted, ¡el único detective que me conoce en San Francisco!
—El resto lo sabe usted; como subió detrás de usted Porky Grout y apagó las
luces, y como le entretuvo Joplin mientras nos escapábamos en busca del coche; y luego,
cuando nos alcanzó con su coche, Grout se ofreció para enfrentarse a usted mientras
nosotros poníamos tierra por medio, y ahora... Se interrumpió y se estremeció
ligeramente. La capa que le había dado cayo de sus hombros. No sé si fue porque estaba
muy próxima a mi, lo cierto es que también yo me estremecí. Mis dedos se metieron
nerviosamente en mi bolsillo y sacaron un cigarrillo arrugado y aplastado.
—Eso es todo lo que usted quería escuchar —dijo suavemente, con su cara medio
vuelta hacia mí. Quería que usted lo supiera. Usted es un hombre duro, pero yo...
Tragué saliva y, de repente, el cigarrillo que tenía en la mano dejó de moverse
Nerviosamente.
—No se ponga tan patética, joven — dije. Es una lástima que habiendo realizado
su trabajo con tanta destreza venga a estropearlo ahora con sus palabras.
Se echo a reír —una breve risa, amarga y repentina que denotaba enfado— y puso
su cara todavía mas cerca de la mía. Sus ojos grises teñían suavidad y placidez.
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Literatura en habla inglesa
—Pequeño detective gordo cuyo nombre no conozco —su voz era ronca y
burlona—, crees que estoy bromeando un poco, ¿no es verdad? ¿Crees que bromeo para
intentar recuperar mi libertad? Quizá sí. Aceptaría la libertad si me la ofrecieran. Pero...
Los hombres me han considerado hermosa, y he jugado con ellos. Las mujeres somos así.
Los hombres me han querido y a pesar de haber hecho con ellos lo que me apetecía, los
encuentro despreciables. Pero llega un momento en que aparece un pequeño y gordo
detective cuyo nombre no conozco, y se comporta conmigo como si fuera una bruja.
¿Puedo evitar sentirme atraída un poco hacia el? Las mujeres somos así. .Tan vulgar me
encuentra que no cree que haya algún hombre capaz de mirarme con cierto interés?
¿Acaso soy fea? Negué con la cabeza. —Eres muy bonita —dije, intentando dar a mis
palabras un tono intrascendente.
—¡Mala bestia! —escupió, y después volvió a mirarme de nuevo con gesto
amable
—Y, sin embargo, debido a tu actitud me encuentro sentada a tu lado confiándote
mi intimidad. Si me tomases en tus brazos y me apretaras contra tu pecho, y me dijeras
que no ibas a llevarme a la cárcel, es natural que me alegraría. Pero, aunque por un
momento me tomaras en tus brazos, serías tan solo uno de esos hombres con los que estoy
familiarizada; hombres que aman y son reemplazados después por otros de su misma
clase. Y como tú no haces ninguna de esas cosas, porque pareces estar hecho de piedra,
me siento atraída hacia ti. ¿Crees, mi gordito detective que si bromeara te diría esto?
Lancé un gruñido que no significaba ni afirmación ni negación, e hice un esfuerzo
para no humedecer mis labios con la lengua.
—Esta noche estaré en la cárcel si continuás siendo el mismo hombre duro que
me ha enloquecido de amor y no me ha hecho ningún caso; pero antes de que ocurra eso,
¿puedes decirme si no me consideras algo mas que muy bonita? ¿O al menos una
insinuación de que si no fuera tu detenida latiría tu pulso mas fuerte cuando te toco? Voy
a entrar en la cárcel para mucho tiempo, tal vez me manden a la horca. Mi vanidad de
mujer es lo único que me queda. ¿No vas a permitir que quede a salvo? Haz algo para que
no me arrepienta de haberme declarado a un hombre que se aburría mientras me
escuchaba. Sus párpados se estremecieron; inclinó la cabeza tanto que pude ver el pulso
de su blanca garganta; sus labios, ligeramente abiertos, no se habían movido desde que
pronunció la última palabra. Mis manos apretaron la blanca y suave carne de su hombro.
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y enlazó con su brazo mi cuello.
—¡Tienes una hermosura maldita —grité fuera de mí, y la aparté con fuerza.
Me pareció que pasaba una hora antes de que puse el coche en marcha y, ya en la
carretera, lo lancé a toda velocidad en dirección a la cárcel del condado de San Mateo. La
muchacha se colocó de nuevo en su asiento, arrebujada en la capa que le había dado.
Conducía con los ojos semicerrados a causa del aire que daba de lleno en mi cara y
alborotaba mi cabello, y la falta de parabrisas me hizo recordar a Porky Grout.
Porky Grout, cuya cobardía era notoria desde Seattle a San Francisco, plantado en
medio de la carretera, haciendo frente con un par de pistolas a un coche que se le echaba
encima. ¡Y esta mujer que estaba a mi lado había sido la causa de que Porky Grout hiciera
eso! ¡Había logrado enamorarle, a pesar de que el no podía querer como una persona!
¡Porky Grout, un repugnante reptil que solo vivía para las drogas, se había prestado a una
muerte segura para que ella escapara! ¡Y la causante de todo era esa cuya boca había
besado!
Aminoré la velocidad del coche siguiendo, no obstante, la carretera.
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Literatura en habla inglesa
Pasamos por una ciudad; peatones que se ponían a salvo, rostros sorprendidos que
nos miraban, centelleos de las luces eléctricas a través de mis ojos humedecidos por el
viento. Crucé la ciudad, y nos encontramos de nuevo en el campo.
Al pie de una cuesta eché los frenos y se paró el coche. Acerqué mi cara a la de la
muchacha.
—¡Además eres una embustera! —me di cuenta que gritaba alocadamente, pero
no podía hablar en tono mas bajo.
—Pangbum no puso el nombre de Axford en ese cheque. Nunca supo nada de su
existencia. Te hiciste amiga suya porque sabías que su cuñado era millonario. Le
preguntaste con habilidad y lograste enterarte de lo que el sabía sobre la cuenta corriente
de su cuñado en la Golden Gate Trust. Robaste el talonario de cheques de Pangburn,
porque lo busqué en su casa y no pude encontrarlo, y depositaste el cheque falsificado de
Axford en su cuenta corriente, sabiendo que de esa forma el cheque ofrecía garantía. Al
día siguiente llevaste a Pangburn al Banco, diciéndole que ibas a hacer un depósito.
Hiciste que te acompañara porque sabías que si él estaba contigo el cheque que él había
falsificado no ofrecería duda sobre su validez. Y sabías también que siendo él un caballero
como era en realidad, no se preocuparía en mirar lo que tu depositabas.
—Luego te fuiste a Baltimore. El me contó la verdad, no toda sino la que sabía.
Después, ya sea por casualidad o intencionadamente, te encontraste con él un domingo
por la noche. Lo llevaste a casa de Joplin y le hiciste creer una historia fantástica que le
convenció de la necesidad de quedarse allí durante unos días. Eso no era difícil, ya que él
no sabía nada de los dos cheques de veinte mil dólares. Tu y Kilcourse sabíais que si
Pangburn desaparecía nadie se enteraría de que el no había falsificado el cheque de
Axford, y nadie sospecharía que el segundo cheque era falso. Tu lo hubieras matado en
otra ocasión, pero cuando Porky te dijo que yo me dirigía a la casa de Joplin tuviste que
actuar a toda prisa, y disparaste sobre Pangburn. ¡Esa es la verdad! —grite.
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