La historia de los duendes que secuestraron
a un enterrador (1836), Charles Dickens
(1812-1870)
Charles Dickens
(Landport, Portsmouth, Inglaterra, 1812 - Gads Hill Place, 1870)
La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador
(1836)
(“The Story of the Goblins Who Stole a Sexton”)
Originalmente publicado como el capítulo XXVIII de The
Posthumous Papers of the Pickwick Club,
publicado individualmente, mensualmente (con excepción de partes
19 y 20),
en una series de 20 partes, entre abril de 1836 y noviembre de 1837
(parte X, diciembre de 1836);
The Posthumous Papers of the Pickwick Club
(Londres: Chapman and Hall, 1836, 610 págs.), págs. 299-307
En una antigua ciudad abacial, en el sur de esta parte del país,
hace mucho, pero que muchísimo tiempo —tanto que la historia debe
ser cierta porque nuestros tatarabuelos creían realmente en ella—,
trabajaba como enterrador y sepulturero del campo santo un tal
Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un
hombre sea enterrador y esté rodeado constantemente por los
emblemas de la mortalidad, tenga que ser un hombre melancólico y
triste; entre los funerarios se encuentran los tipos más alegres del
mundo; en una ocasión tuve el honor de trabar amistad íntima con
uno muy silencioso que en su vida privada, fuera de ser necio, era el
tipo más cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones
procaces, sin el menor tropiezo en su memoria, ni que haya vaciado
nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a respirar. Pero
no obstante estos precedentes que parecen contrariar la historia,
Gabriel Grub era un tipo malparado, intratable y arisco, un hombre
taciturno y solitario que no se asociaba con nadie sino consigo
mismo, aparte de con una antigua botella forrada de mimbre que
ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco, y que contemplaba cada
rostro alegre que pasaba junto a él con tan poderoso gesto de malicia
y mal humor que resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación
terrible.
Poco antes del crepúsculo, el día de Nochebuena, Gabriel se echó al
hombro el azadón, encendió el farol y se dirigió hacia el cementerio
viejo, pues tenía que terminar una tumba para la mañana siguiente, y
como se sentía algo bajo de ánimo pensó que quizá levantara su
espíritu si se ponía a trabajar enseguida. En el camino, al subir por
una antigua calle, vio la alegre luz de los fuegos chispeantes que
brillaban tras los viejos ventanales, y escuchó las fuertes risotadas y
los alegres gritos de aquellos que se encontraban reunidos; observó
los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente y olfateó los
numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendían en forma
de nubes vaporosas desde las ventanas de las cocinas. Todo aquello
producía rencor y amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando
grupos de niños salían dando saltos de las casas, cruzaban la
carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta de
enfrente, eran recibidos por media docena de pillastres de cabello
rizado que se ponían a cacarear a su alrededor mientras subían todos
en bandada a pasar la tarde dedicados a sus juegos de Navidad,
Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango de
su azadón mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta,
la tos ferina y otras muchas fuentes de consuelo.
Gabriel caminaba a zancadas en ese feliz estado mental: devolviendo
un gruñido breve y hosco a los saludos bien humorados de aquellos
vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro
callejón que conducía al cementerio. Gabriel llevaba ya tiempo
deseando llegar al callejón oscuro, porque hablando en términos
generales era un lugar agradable, taciturno y triste que las gentes de
la ciudad no gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando
brillaba el sol; por ello se sintió no poco indignado al oír a un joven
granuja que cantaba estruendosamente una festiva canción sobre
unas navidades alegres en aquel mismo santuario que había recibido
el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde la época de la vieja
abadía y de los monjes de cabeza afeitada. Mientras Gabriel
avanzaba la voz fue haciéndose más cercana y descubrió que
procedía de un muchacho pequeño que corría a solas con la
intención de unirse a uno de los pequeños grupos de la calle vieja, y
que en parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como
preparativo de la ocasión, vociferaba la canción con la mayor
potencia de sus pulmones. Gabriel aguardó a que llegara el
muchacho, lo acorraló en una esquina y lo golpeó cinco seis veces en
la cabeza con el farol para enseñarle a modular la voz. Y mientras el
muchacho escapó corriendo con la mano en la cabeza y cantando una
melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió cordialmente para sí
mismo y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras de sí.
Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba
sin terminar trabajó en ella durante una hora con muy buena
voluntad. Pero la tierra se había endurecido con la helada y no era
asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la pala; y aunque había
luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que estaba
a la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento estos
obstáculos hubieran hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado
y desgraciado, pero estaba tan complacido de haber acallado los
cantos del muchachito que apenas se preocupó por los escasos
progresos que hacía. Cuando llegada la noche hubo terminado el
trabajo, miró la tumba con melancólica satisfacción, murmurando
mientras recogía sus herramientas:
Valiente acomodo para cualquiera,
valiente acomodo para cualquiera,
unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado,
una piedra en la cabeza, una piedra en los pies,
una comida rica y jugosa para los gusanos,
la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor,
¡valiente acomodo para cualquiera,
aquí en el camposanto!
—¡Ja, ja! —echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida
que era su lugar de descanso favorito; fue a buscar entonces su
botella—. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja de Navidad! ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —repitió una voz que sonó muy cerca detrás de él.
En el momento en el que iba a llevarse la botella a los labios, Gabriel
se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo de la tumba
más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil
que el cementerio bajo la luz pálida de la luna. La fría escarcha
brillaba sobre las tumbas lanzando destellos como filas de gemas
entre las tallas de piedra de la vieja iglesia. La nieve yacía dura y
crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos apretados
de tierra como una cubierta blanca y lisa que daba la impresión de
que los cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que
los habían enrollado. Ni el más débil crujido interrumpía la
tranquilidad profunda de aquel escenario solemne. Tan frío y quieto
estaba todo que el sonido mismo parecía congelado.
—Fue el eco —dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los
labios.
—¡No lo fue! —replicó una voz profunda.
Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo
lugar, lleno de asombro y terror, pues sus ojos se posaron en una
forma que hizo que se le helara la sangre.
Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña,
no terrenal, que Gabriel comprendió enseguida que no pertenecía a
este mundo. Sus piernas fantásticas y largas, que podrían haber
llegado al suelo, las tenía levantadas y cruzadas de manera extraña y
rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en las
rodillas. Sobre el cuerpo, corto y redondeado, llevaba un vestido
ajustado adornado con pequeñas cuchilladas; colgaba a su espalda
un manto corto; el cuello estaba recortado en curiosos picos que le
servían al duende de gorguera o pañuelo; y los zapatos estaban
curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas. En la
cabeza llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala ancha, adornado
con una única pluma. Llevaba el sombrero cubierto de escarcha
blanca, y el duende parecía encontrarse cómodamente sentado en
esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años. Estaba
absolutamente quieto, con la lengua fuera, a modo de burla; le
sonreía a Gabriel Grub con esa sonrisa que sólo un duende puede
mostrar.
—No fue el eco —dijo el duende.
Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna.
—¿Qué haces aquí en Nochebuena? —le preguntó el duende con un
tono grave.
—He venido a cavar una tumba, señor —contestó, tartamudeando,
Gabriel Grub.
—¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en
una noche como ésta? —gritó el duende.
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —contestó a gritos un salvaje coro de
voces que pareció llenar el cementerio. Temeroso, Gabriel miró a su
alrededor sin que pudiera ver nada.
—¿Qué llevas en esa botella? —preguntó el duende.
—Ginebra holandesa, señor —contestó el enterrador temblando más
que nunca, pues la había comprado a unos contrabandistas y pensó
que quizá el que le preguntaba perteneciera al impuesto de
consumos de los duendes.
—¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una
noche como ésta? —preguntó el duende.
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —exclamaron de nuevo las voces
salvajes.
El duende miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador,
y luego, elevando la voz, exclamó:
—¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo?
Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que
sonaba como las voces de muchos cantantes entonando, con el
poderoso volumen del órgano de la vieja iglesia, una melodía que
parecía llevar hasta los oídos del enterrador un viento desbocado, y
desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la
misma:
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!
El duende mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía:
—Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso?
El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento.
—¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? —preguntó el duende
pateando con los pies el aire a ambos lados de la lápida y mirándose
las puntas vueltas hacia arriba de su calzado con la misma
complacencia que si hubiera estado contemplando en Bond Street las
botas Wellingtons más a la moda.
—Es… resulta… muy curioso, señor —contestó el enterrador, medio
muerto de miedo—. Muy curioso, y bastante bonito, pero creo que
tengo que regresar a terminar mi trabajo, señor, si no le importa.
—¡Trabajo! —exclamó el duende—. ¿Qué trabajo?
—La tumba, señor; preparar la tumba —volvió a contestar
tartamudeando el enterrador.
—Ah, ¿la tumba, eh? —preguntó el duende—. ¿Y quién cava tumbas
en un momento en el que todos los demás hombres están alegres y se
complacen en ello?
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —volvieron a contestar las
misteriosas voces.
—Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel —dijo el duende
sacando más que nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus
mejillas… y era una lengua de lo más sorprendente—. Me temo que
mis amigos te quieren, Gabriel —repitió el duende.
—Por favor, señor —replicó el enterrador sobrecogido por el horror
—. No creo que sea así, señor; no me conocen, señor; no creo que
esos caballeros me hayan visto nunca, señor.
—Oh, claro que te han visto —contestó el duende—. Conocemos al
hombre de rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por
la calle lanzando malas miradas a los niños y agarrando con fuerza su
azadón de enterrador. Conocemos al hombre que golpeó al
muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el
muchacho podía estar alegre y él no. Lo conocemos, lo conocemos.
En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el
eco devolvió multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el
aire, se quedó de pie sobre su cabeza, o más bien sobre la punta
misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más estrecho de la
lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal
cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la
actitud en que suelen sentarse los sastres sobre su tabla.
—Me… me… temo que debo abandonarlo, señor —dijo el enterrador
haciendo un esfuerzo por ponerse en movimiento.
—¡Abandonarnos! —exclamó el duende—. Gabriel Grub va a
abandonarnos. ¡Ja, ja, ja!
Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un
instante una iluminación brillante tras las ventanas de la iglesia,
como si el edificio dentro hubiera sido iluminado; la iluminación
desapareció, el órgano atronó con una tonada animosa y grupos
enteros de duendes, la contrapartida misma del primero, aparecieron
en el cementerio y comenzaron a jugar al salto de la rana con las
tumbas, sin detenerse un instante a tomar aliento y “saltando” las
más altas de ellas, una tras otra, con una absoluta y maravillosa
destreza. El primer duende era un saltarín de lo más notable.
Ninguno de los demás se le aproximaba siquiera; incluso en su
estado de terror extremo el sepulturero no pudo dejar de observar
que mientras sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de
tamaño común, el primero abordaba las capillas familiares con las
barandillas de hierro y todo, con la misma facilidad que si se tratara
de postes callejeros.
Finalmente el juego llegó al punto más culminante e interesante; el
órgano comenzó a sonar más y más veloz y los duendes a saltar más y
más rápido: enrollándose, rodando de la cabeza a los talones sobre el
suelo y rebotando sobre las tumbas como pelotas de fútbol. El
cerebro del enterrador giraba en un torbellino con la rapidez del
movimiento que estaba contemplando y las piernas se le
tambaleaban mientras los espíritus volaban delante de sus ojos,
hasta que el duende rey, lanzándose repentinamente hacia él, le puso
una mano en el cuello y se hundió con él en la tierra.
Cuando Gabriel Grub tuvo tiempo de recuperar el aliento, que había
perdido por causa de la rapidez de su descenso, se encontró en lo que
parecía ser una amplia caverna rodeado por todas partes por
multitud de duendes feos y ceñudos. En el centro de la caverna,
sobre una sede elevada, se encontraba su amigo del cementerio; y
junto a él estaba el propio Gabriel Grub sin capacidad de
movimiento.
—Hace frío esta noche —dijo el rey de los duendes—. Mucho frío.
¡Traigan un vaso de algo caliente!
Al escuchar esa orden, media docena de solícitos duendes de sonrisa
perpetua en el rostro, que Gabriel Grub imaginó serían cortesanos,
desaparecieron presurosamente para regresar de inmediato con una
copa de fuego líquido que presentaron al rey.
—¡Ah! —gritó el duende, cuyas mejillas y garganta se habían vuelto
transparentes, mientras se tragaba la llama—. ¡Verdaderamente esto
calienta a cualquiera! Tráiganle una copa de lo mismo al señor Grub.
En vano protestó el infortunado enterrador diciendo que no estaba
acostumbrado a tomar nada caliente por la noche; uno de los
duendes lo sujetó mientras el otro derramaba por su garganta el
líquido ardiente; la asamblea entera chilló de risa cuando él se puso a
toser y a ahogarse y se limpió las lágrimas, que brotaron en
abundancia de sus ojos, tras tragar la ardiente bebida.
—Y ahora —dijo el rey al tiempo que golpeaba con la esquina
ahusada del sombrero de pan de azúcar el ojo del enterrador,
ocasionándole con ello el dolor más exquisito—… y ahora
mostrémosle al hombre de la tristeza y la desgracia unas cuantas
imágenes de nuestro gran almacén.
Al decir aquello el duende, una nube espesa que oscurecía el extremo
más remoto de la caverna desapareció gradualmente revelando,
aparentemente a gran distancia, un aposento pequeño y escasamente
amueblado, pero pulcro y limpio. Había una multitud de niños
pequeños reunidos alrededor de un fuego brillante, agarrados a la
bata de su madre y dando brincos alrededor de su silla. De vez en
cuando la madre se levantaba y apartaba la cortina de la ventana,
como deseando ver algún objeto que esperaba; sobre la mesa estaba
dispuesta una comida frugal; cerca del fuego había un sillón. Se oyó
que llamaban a la puerta: la madre la abrió y los niños se
amontonaron a su alrededor, aplaudiendo de alegría, cuando entró el
padre. Estaba mojado y fatigado. Se sacudió la nieve de las ropas
mientras los niños se amontonaban a su alrededor agarrando su
manto, sombrero, bastón y guantes con verdadero celo y saliendo a
toda prisa con ellos de la habitación. Después, mientras se sentaba
delante del fuego y de su comida, los niños se le subieron en las
rodillas y la madre se sentó a su lado y todos parecían felices y
contentos.
Pero se produjo, casi imperceptiblemente, un cambio de la visión. El
escenario se alteró transformándose en un dormitorio pequeño en
donde yacía moribundo el niño más joven y hermoso: el color
sonrosado había huido de sus mejillas y la luz había desaparecido de
sus ojos; y mientras el sepulturero lo miró con un interés que nunca
antes había conocido o sentido, el niño murió. Sus jóvenes hermanos
y hermanas se apiñaron alrededor de su camita y le cogieron la
diminuta mano, tan fría y pesada; pero retrocedieron ante el
contacto y miraron con temor su rostro infantil; pues aunque
estuviera en calma y tranquilo, y el hermoso niño pareciera estar
durmiendo, descansado y en paz, vieron que estaba muerto y
supieron que era un ángel que los miraba desde arriba,
bendiciéndolos desde un cielo brillante y feliz.
De nuevo la nube luminosa traspasó el cuadro y de nuevo cambió el
tema. Ahora el padre y la madre eran ancianos e indefensos, y el
número de los que les rodeaban había disminuido a más de la mitad;
pero el contento y la alegría se hallaban asentados en cada rostro,
brillaban en cada mirada, mientras rodeaban el fuego y contaban y
escuchaban viejas historias de días anteriores ya pasados. Lenta y
pacíficamente entró el padre en la tumba, y poco después quien
había compartido todas sus preocupaciones y problemas le siguió a
un lugar de descanso. Los pocos que todavía les sobrevivían se
arrodillaron junto a su tumba y regaron con sus lágrimas la hierba
verde que la cubría; después se levantaron y se dieron la vuelta:
tristes y lamentándose, pero sin gritos amargos ni lamentaciones
desesperadas, pues sabían que un día volverían a encontrarlos; y de
nuevo se mezclaron con el mundo ajetreado y recuperaron su alegría
y su contento. La nube cayó sobre el cuadro y lo ocultó de la vista del
sepulturero.
—¿Qué piensas de eso? —preguntó el duende volviendo su rostro
grande hacia Gabriel Grub.
Gabriel murmuró algo en el sentido de que era muy hermoso y
pareció algo avergonzado cuando el duende volvió hacia él sus ojos
ardientes.
—¡Tú, miserable! —exclamó el duende con un tono de gran desprecio
—. ¡Tú!
Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación sofocó sus
palabras, levantó una de las piernas que tenía dobladas y, tras
sostenerla un momento por encima de la cabeza del sepulturero,
para asegurar su puntería, le administró a Gabriel Grub una buena y
sonora patada; inmediatamente después de eso, todos los duendes
que habían estado aguardando rodearon al infeliz enterrador y lo
patearon sin piedad: de acuerdo con la costumbre establecida e
invariable entre los cortesanos de la tierra, quienes patean a aquél al
que ha pateado la realeza y abrazan a quien la realeza abraza.
—¡Enséñenle algo más! —dijo el rey de los duendes. Ante esas
palabras desapareció la nube revelándose ante su vista un paisaje
rico y hermoso; hasta el día de hoy hay otro semejante a menos de un
kilómetro de la antigua ciudad abacial. El sol brillaba desde el cielo
claro y azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, los árboles parecían
más verdes y las flores más alegres bajo su animosa influencia. El
agua corría con un sonido agradable; los árboles rugían bajo el viento
ligero que murmuraba entre sus hojas; los pájaros cantaban sobre las
ramas; y la alondra gorjeaba desde lo alto su bienvenida a la mañana.
Sí, era por la mañana: la mañana brillante y fragante de verano; la
más diminuta hoja, la brizna de hierba más pequeña, estaban
animadas de vida. La hormiga se arrastraba dedicada a sus tareas
diarias, la mariposa aleteaba y se solazaba bajo los pálidos rayos del
sol; miríadas de insectos extendían las alas transparentes y gozaban
de su existencia breve pero feliz. El hombre caminaba entusiasmado
con la escena; y todo era brillo y esplendor.
—¡Tú, miserable! —exclamó el rey de los duendes con un tono más
despreciativo todavía que el anterior. Y de nuevo el rey de los
duendes levantó una pierna y de nuevo la dejó caer sobre los
hombros del enterrador; y otra vez los duendes que asistían a la
reunión imitaron el ejemplo de su jefe.
Muchas veces la nube se fue y regresó, y enseñó muchas lecciones a
Gabriel Grub, quien tenía los hombros doloridos por las frecuentes
aplicaciones de los pies de los duendes; pero, aún así, miraba con
interés que nada podía disminuir. Vio a hombres que trabajaban con
duro esfuerzo y se ganaban su escaso pan con una vida de trabajo,
pero eran alegres y felices; y a los más ignorantes, para quienes el
rostro dulce de la naturaleza era una fuente incesante de alegría y
gozo. Vio a aquellos que habían sido delicadamente alimentados y
tiernamente criados, alegres ante las privaciones y superiores ante el
sufrimiento, quienes habían superado muchas situaciones duras
porque llevaban dentro del pecho los materiales de la felicidad, el
contento y la paz. Vio que las mujeres, lo más tierno y frágil de todas
la criaturas de Dios, eran a menudo capaces de superar la pena, la
adversidad y la tristeza; y vio que era así porque en su corazón
llevaban una inagotable fuente de afecto y devoción. Pero sobre todo
vio que hombres como él mismo, que refunfuñaban por el gozo y la
alegría de los demás, eran las peores hierbas en la hermosa superficie
de la tierra; y poniendo todo el bien del mundo contra el mal, llegó a
la conclusión de que al fin y al cabo era un mundo muy decente y
respetable. Nada más acababa de formarse cuando la nube que
ocultó el último cuadro pareció ponerse sobre sus sentidos y llevarle
al reposo. Uno a uno los duendes fueron desapareciendo de su vista;
y cuando el último de ellos se hubo ido, se quedó dormido.
Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró
tumbado cuán largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el
cubrebotellas de mimbre vacío a su lado y la capa, el azadón, y el
farol, blanqueados por la helada de la noche anterior, tirados por el
suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al duende se
erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche
anterior no estaba lejana. Al principio empezó a dudar de la realidad
de sus aventuras, pero el dolor agudo que sintió en los hombros
cuando intentó levantarse le aseguró que las patadas de los duendes
no habían sido ciertamente meras ideas. Vaciló de nuevo al no
encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los duendes
habían jugado al salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero
rápidamente se explicó esa circunstancia al recordar que, siendo
espíritus, no dejarían tras ellos impresiones visibles. Por tanto,
Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en cuenta
el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo
puso y volvió el rostro hacia la ciudad.
Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento
de regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y
no creerían en su reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó
errando hacia donde pudiera, buscándose el pan en otra parte.
Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el
cubrebotellas de cestería. Al principio hubo muchas especulaciones
acerca del destino del enterrador, pero rápidamente se decidió que se
lo habrían llevado los duendes; y no faltaron algunos testigos muy
creíbles que lo habían visto claramente a través del aire a lomos de
un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la
cola de un oso. Finalmente acabaron por creer devotamente en todo
aquello; y el nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio
de un ligero emolumento, un trozo de buen tamaño perteneciente a
la veleta de la iglesia que accidentalmente había sido coceada por el
caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él mismo recogió
en el cementerio uno o dos años después.
Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por
la reaparición no esperada del propio Gabriel Grub unos diez años
más tarde, como un anciano reumático y andrajoso, pero contento.
Le contó su historia al clérigo, y también al alcalde; y con el curso del
tiempo aquello se convirtió en parte de la historia, y en esa forma se
ha seguido contando hasta hoy. Los que creyeron en el relato del
trozo de veleta, habiendo colocado mal su confianza en otro tiempo,
dejaron de predominar y se apartaron de esa historia. Trataban de
parecer lo más sabios que pudieran, encogiéndose de hombros,
tocándose la frente y murmurando algo parecido a que Gabriel Grub
se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó dormido
sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que se suponía
que él había presenciado en la caverna de los duendes diciendo que
había visto el mundo y se había hecho más sabio. Pero esta opinión
que en absoluto fue popular en ningún momento, acabó
gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel
Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la
historia tiene al menos una moraleja, aunque no pueda enseñar otra
mejor, y es que si un hombre se vuelve taciturno y bebe solo en la
época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los espíritus
puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a
presentar tantas pruebas, como aquéllos a los que vio Gabriel Grub
en la caverna de los duendes.