Antologà - A 3ro
Antologà - A 3ro
El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco.
Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del
jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío.
Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando
la vigilancia de la cortina leve.
Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la
almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su
claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre
los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el día le va entrando en el cuerpo.
Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño
corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento escuchándolo.
Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la casa está apartada, bien aislada.
Pero... ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de pasos, risas, tintinear
de vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la
idea de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación. De repente sus ojos
crecen. Luísa se encuentra sentada en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo.
Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios, la otra cama de la habitación. Está
vacía.
Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos cerrados.
Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que vino
después y se prolongó hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las maletas,
las maletas que solo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas de París,
Milán. Se llevó también al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa quedaba
explicado. Estaba sola desde su partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el
intelectual fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con el dedo. Y aquella
sensación ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me muero.
Oía aún sus palabras.
Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante esa
palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había
suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él
lo había aceptado. Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo
que nunca imaginaba que fuese una humillación, pero que él le hacía entrever con
argumentos irónicos que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado, como las otras, casi
sin motivo. Luísa lo había interrumpido, decía él, en el momento en que una nueva idea
brotaba, luminosa, en su cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante exacto en
que nacía con una frase tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad,
cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada
desde el principio por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese
encontrar «el ambiente».
Pero el silencio se había prolongado infinitamente, solo rasgado por el ruido monótono de
la cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de
junio la hacía estremecerse.
«Se ha ido», pensó. «Se ha ido». Nunca le había parecido tan llena de sentido esa
expresión, aunque la hubiese leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha ido»
no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen
allí, imaginaba, sonaría metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente, con una
calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora?
Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó la ropa, el libro de
cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. «Se ha ido».
Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada por
la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una
semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban
a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas.
Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha
paralizado desde ayer, piensa Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué
hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos. Nunca había visto un agua que diera
una tal impresión de fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro. De repente,
como un dardo, una herida dura y profunda: «Se ha ido». ¡No, es mentira! Se levanta.
Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado. Corre, empuja la
puerta. Vacía.
El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la claridad
penetra con ímpetu. El aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara. Parece
que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa se queda ligeramente sorprendida. Hay
tanto encanto en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y reavivadas. Se
asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles en alameda que terminan a lo lejos en la
carretera roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada de eso. Siempre había
vivido allí con él. Él lo era todo. Solo él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del
todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por la frente,
quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)* las ideas,
profundizando en sus menores partículas.
Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que hacer y temía pensar, cogió unas
mudas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero. Se
arremangó, se subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón. Inclinada
así, moviendo los brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el esfuerzo, la
sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió a sí misma. Paró, dejó de fruncir el
ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía de aquel
hombre... Le pareció oír su risa irónica, citando a Schopenhauer, Platón, que pensaron y
pensaron... Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma de los
dedos.
Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo le
había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor... De
repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por
el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer.
Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento
seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga
en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su
cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas.
De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor
la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazón
latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rio. Él volvería,
porque ella era la más fuerte.
* Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible errata o lectura
ambigua.
Cajas de humo, Yamila Bêgné 2018|IN PRODUCCIONES|BY SONÁMBULA
No fue, claro, el primer intento. Hubo antes, aunque en sistemas más fragmentarios y
débiles, tentativas de introducir una racionalidad al caos del sueño. La adivinación, por
ejemplo, que instalaba en las visiones nocturnas las energías del futuro que permitían la
precognición.
creo que esa es la fuerza que anima a Cajas de humo. El sueño no sólo es un tema para
Bêgné (no es sólo lo que se representa), es el relato mismo el que se va estructurando de
acuerdo a energías que al lector le resultan extrañas aunque no desconocidas (la
familiaridad siniestra de los propios sueños). La literatura toda es una galería de
alucinaciones que se ensamblan con distintas cadenas lógicas. Bêgné lo sabe y usa la fuerza
de la representación para mostrar que no importa de qué eventos estamos hablando, lo
fundamental es saber cómo se conectan. Curaduría y notas: Juan Mattio
Cajas de humo
A las tres veintitrés de la madrugada del 6 de octubre de 1799 me convertí en el primer ser
humano en soñar con el tren a vapor. Según informó el instituto de análisis estadístico
Racing REMs a la mañana siguiente, fui yo el que obtuvo el primer lugar en la reñida
carrera de esa noche de octubre. Después del mío, siguieron, en otras dos cabezas de otros
dos hombres, el segundo y el tercer sueño con trenes a vapor, la misma noche, pero a las
tres y veinticinco y a las tres y veintinueve. Para el mediodía del 7 de octubre, mi primer
puesto estaba ya confirmado por todos los organismos pertinentes. Algunos ya empezaban
a decir que era un premio que no merecía, que yo solo había dado un paso muy preliminar,
demasiado preliminar, hacia la invención de la primera máquina capaz de circular con éxito
sobre rieles. Sin embargo, mi nombre apareció encabezando la tríada en The Daily
Dreamer, el periódico especializado de la zona. Aunque en un principio los otros dos
nombres me resultaron desconocidos, tras varias relecturas pude comenzar a repetir sus
sonidos con familiaridad. George Stepson y John Blinkistop; nombres como cualquier
nombre, como el mío también. Nombres de los tres primeros sueños humanos con
locomotoras. Richard Trevithink, el mío, arriba de los otros dos.
Un miércoles de lluvia, después del almuerzo, nos dimos cita los tres en un bar del centro
de la ciudad. Aún no nos habíamos visto las caras, por lo que, en nuestra correspondencia
previa, convinimos en llevar sombrero de ala amplia y en acomodarnos cerca de la entrada.
Cuando abrí la puerta del local, Stepson y Blinkistop ya estaban conversando. Con los
sombreros todavía encastrados en las cabezas, parecían entablar un diálogo de formas
cordiales e introductorias. Un paso, dos pasos, tres pasos. La mano de Stepson, la mano de
Blinkistop. Los tres sombreros describieron una curva que los soltó de las cabezas y los
depositó en la mesa. Las sillas, al unísono, hacia atrás. Los sacos, desabotonados de
repente. Los chalecos, estirados hacia abajo.
Después de las primeras palabras que nos dijimos, fue claro que un solo encuentro no sería
suficiente para adivinar el trazo que los tres sueños podían dibujar, uno al lado del otro.
Stepson dijo que el suyo era por de más complejo, que él no llegaba a entenderlo.
Blinkistop dijo más o menos lo mismo del suyo: que ahí adentro no sabía reconocerse a sí
mismo. Estaban angustiados; con miedo, incluso. Por mi parte, haber sido el primero me
daba un poco más de ímpetu para afrontar el relato; pero solo un poco más. Decidimos, ahí
mismo, que nos encontraríamos tres veces, a razón de un sueño por vez.
The Daily Dreamer cubrió con una crónica los tres encuentros. Fue una crónica por
entregas, en tres partes. El cronista le había puesto como título “Cajas de humo”. Que en
nuestras conversaciones se hallaba el futuro de la industrialización, decía. Que nosotros tres
juntos, y solo nosotros tres, éramos suficientes para que los trenes pasaran a ser una
realidad concreta. Que si alguno de nosotros llegaba a morirse, o a desaparecer, o a
enloquecer, la locomotora a vapor nunca llegaría a existir. Contaba sobre el premio en
metálico que nos había dado Racing REMs: aunque no especificaba la cifra, dejaba en claro
que no nos alcanzaría para mucho. Además, en la primera entrega, la nota recogía en coro
nuestras voces. El reportero citaba a Blinkistop primero: “Con los trenes sobre rieles,
avanzamos hacia adelante, en progreso permanente”. Y después a Stepson: “El tren
perfecto funciona como una flecha en el espacio vacío, sin rozamiento, pura dirección”. Y,
en el último párrafo, a mí: “Van hacia adelante, sí, pero a la vez vienen del pasado”.
En la segunda entrega, el
reportero dio un giro en el
enfoque de su crónica y,
seguramente atizado por sus
editores, se abocó a hacer un
intento de perfil crítico de
cada uno de nosotros.
Presentaba a Stepson como
un advenedizo a la cultura
industrial, nacido en un entorno agrícola y alfabetizado muy tardíamente. En su fase más
predictiva, el cronista vaticinaba que Stepson ganaría una importante licitación con un
modelo de tren para unir las ciudades más importantes de la zona. Decía, también, que se
iba a morir enfermo de pleuresía. De Blinkistop decía que solo le preocupaba reducir los
costos de transporte para la empresa que lo contrataba y que no tenía ningún interés real en
el suceso científico que la invención del tren iba a significar. Volvía a predecir: Blinkistop
moriría antes de llegar a los cincuenta años. A mí, según el cronista, me había ido muy mal
en mis años de escuela. Llegaba a insinuar, incluso, que nunca debí haber salido de las
minas en las que había nacido. Con mi futuro, sin embargo, la nota era un tanto más
favorable: viajaría a tierras lejanas, cruzaría océanos y, en general, tendría una buena vida
hasta que, un día, todavía lejos de casa, me quedara sin dinero. Ese mismo día, por un acto
fortuito del futuro, me cruzaría con Stepson: sería él quien me prestaría, agregaba el
reportero, las cincuenta libras para el pasaje de vuelta.
Mi esposa, de pie y despeinada; sus pechos laten altos sobre el vestido de encajes viejos
pero apretados. Con movimientos rápidos, agarra todo lo que puede cargar con los brazos:
algunas ropas de viaje, un pequeño maletín que me pertenece, las valijas. La articulación
exclamatoria de sus labios indica que me está gritando algo urgente que no puedo oír. Hasta
que comienzo a escuchar todos los gritos. Y miro. Las parejas se besan antes de saltar del
vagón; los padres dan a sus hijos el ímpetu necesario para abandonar el tren en
movimiento; los ancianos se entregan a sus asientos, con los gestos detenidos. A los
suspiros y llantos se suman los golpes secos de los cuerpos que dan contra la tierra, vagón
tras vagón tras vagón. El espacio aéreo exterior se habita de equipaje, arrojado como
inservible. Mi esposa vuelve a mirarme. La miro. Vuelan nuestras ropas y nuestras valijas.
El aire se embolsa en los pliegues reñidos de su vestido y llego a ver la extraña pose de sus
piernas al caer.
La tercera y última entrega reproducía los tres sueños, narrados en una primera persona
uniforme, anticuada por demás, que no daba ninguna cuenta de los rasgos propios de cada
uno de nosotros: las excentricidades de Blinkistop estaban borradas, al igual que las
sutilezas de Stepson y mi clara inclinación por el énfasis. Dispuesta esta vez en forma de
columna, la nota presentaba los sueños en orden cronológico, uno detrás del otro. El
cronista, al fin, incluía su nombre: Matthew Murray. Lo hacía, precisaba en la nota, porque
con su nombre aportaba sustento a la interpretación con la que quería terminar su texto.
Decía que una crónica por entregas no podía estar cerrada sin una intromisión ostensiva del
reportero; y que, en nuestro caso específico, The Daily Dreamer no podía omitir acercar al
público una lectura, al menos una, para el conjunto de los tres sueños. Y, en pocas palabras,
eso es lo que hacía Murray en los dos párrafos finales de su texto. Decía que el dibujo que
los tres sueños trazaban conjuntamente parecía, de algún modo, invisible, transparente.
Decía también, desmintiendo sus propias afirmaciones de la primera entrega, que no había
que dar demasiado crédito a los contenidos concretos de nuestros sueños, que no valían más
que cualquier otro, que ser los primeros tres no los hacía ni más premonitorios ni más
visionarios ni más exactos en términos científicos. Era, simplemente, decía Murray, una
mera arbitrariedad que hubieran sido nuestros sueños, y no cualquier otra tríada, los que
habían salido primeros en el certamen de Racing REMs.
Por nuestra parte, Blinkistop, Stepson y yo nos encontramos una cuarta vez, en el mismo
bar. No llovía, no hacía frío, y los tres nos conocíamos, entonces, cuatro veces más que
antes. Llevamos los recortes de la nota de Murray y la releímos entera con las primeras
cervezas. Con la segunda tanda, Blinkistop dijo algo sobre un sistema de cremalleras como
mecanismo de acople para las vías, Stepson puso sobre la mesa los primeros bocetos de un
diseño nuevo y yo les conté cómo pensaba avanzar en el proceso de construcción de los
cilindros. El premio en metálico que nos había dado Racing REMs ya nos lo habíamos
gastado casi todo; nos quedaba solo una pequeña parte, muy pequeña, que habíamos
acordado reservar para pagar las bebidas de nuestro último encuentro. Era tarde cuando nos
paramos. Las sillas, para atrás. Los sombreros, de nuevo sobre las tres cabezas. La mano de
Blinkistop, la mano de Stepson. Y eso fue todo.
El texto fue publicado en Los límites del control, el más reciente libro de cuentos de Yamila Bêgné editado por Alto Pogo.
Previamente publicó El sistema del invierno (Ediciones Outsider) y Protocolos naturales (Metalúcida).
El llamado-Selva Almada
Era una mañana soleada. Aunque ya había comenzado el invierno, la temperatura era agradable,
todavía otoñal.
Lidia Viel tomaba un café negro sentada a la mesita de la cocina. Desde allí, por el gran ventanal
que daba al jardín, observaba al muchacho que cortaba el césped. Él y su hermano hacían trabajos
de jardinería en el barrio. Lidia Viel los llamaba una o dos veces al mes, dependiendo de la
estación. En el verano venían hasta tres o cuatro veces en un mes porque también se ocupaban de
mantener la pileta. Casi siempre venía este, Juan, y cuando no podía lo reemplazaba el hermano.
Lidia lo prefería a Juan. El otro le daba la impresión de estar siempre apurado y algunas veces
dejaba cosas a medias.
El chico iba y venía por el jardín empujando la vieja cortadora, pesada y ruidosa. Una vez Lidia le
había preguntado si no le gustaría tener uno de esos tractorcitos para cortar el césped. Él había
dicho que no, que las máquinas viejas son mejores. No era de mucho hablar.
Esa mañana Lidia no tenía ganas de hacer nada. Si no hubiese sido por los trabajos en el jardín, se
habría quedado en la cama hasta el mediodía. Tenía que corregir unos exámenes de inglés, pero
podía hacerlo esa noche en la escuela en una hora libre que tenía entre clase y clase. Era un
multiple choice que se corrige rápidamente. Desde que sus hijos se habían ido a estudiar afuera,
tenía mucho tiempo libre. Algunas noches, después del trabajo, ella y un par de amigas se iban a
un bar a charlar y tomar una cerveza. O se juntaban a comer y jugar a las cartas. Luego de la
separación no había vuelto a formar pareja. De vez en cuando salía con algún tipo, pero nada
serio.
El sonido del teléfono la sobresaltó. Antes de atender se sirvió más café y prendió un cigarrillo: si
era una de sus amigas, estarían un buen rato hablando. A esa hora no podían ser los chicos que
siempre llaman a la noche o los fines de semana cuando la comunicación es más barata. Levantó el
brazo para tomar el tubo del aparato adosado a la pared.
–Hola –dijo.
–Hola –dijo otra vez Lidia, levantando un poco la voz–. Dígame –aunque se notaba que era
muchísimo más joven que ella, no quiso tutearlo de buenas a primeras. Quizás era un vendedor y
si le daba confianza después sería más difícil sacárselo de encima. Aunque un vendedor no estaría
llamando desde un teléfono público.
El jardinero había apagado la máquina. El ruido de los vehículos, del otro lado de la línea, se
escuchaba con más fuerza.
–Le parecerá raro –dijo el joven–. Lidia le dio una última pitada al cigarrillo y lo aplastó en el
cenicero. Con el tubo en la oreja se puso de pie y fue hasta la ventana. El cable del aparato era
muy largo y le permitía moverse sin problemas. Juan había dado vuelta la cortadora de césped y
parecía estar revisando las cuchillas. Lidia golpeó el vidrio con los nudillos y él alzó la cabeza para
mirarla. Con una seña le preguntó si pasaba algo. El chico levantó un pulgar dando a entender que
todo estaba en orden. Tal vez la cuchilla se había trabado con una piedra o algo así.
–No, por favor –rogó la voz del otro lado–. Discúlpeme, es algo delicado… no sé por dónde
empezar.
Juan echó a andar otra vez la cortadora alejándose hacia el extremo del jardín. El ruido de la
máquina se fue atenuando a medida que se alejaba hasta ser sólo una vibración, un zumbido.
Lidia se quedó medio pasmada. Enseguida sintió un gran alivio. Por un momento pensó que había
ocurrido algo con sus hijos, un accidente de tránsito, alguna cosa horrible. Lo que acababa de
escuchar le causó gracia y estupor. Creyó que había entendido mal, así que dijo:
–¿Cómo?
El chico no respondió de inmediato, sin embargo todavía estaba ahí; Lidia podía sentir su
agitación. Escuchó también las maniobras de un camión, de los grandes, con acoplado. Supuso que
la estaba llamando desde una estación de servicio al costado de la ruta. A Lidia siempre le
provocaron una profunda desolación esos parajes en el medio de la nada. Los grandes carteles de
neón descoloridos y zumbones que permanecen encendidos hasta bien entrada la mañana.
Incluso los días soleados esos sitios adolecen de una tristeza quieta, inconmensurable.
–Que creo que usted es mi madre–. El muchacho pronunció cada palabra lentamente, tratando de
hacerse oír por sobre el ruido de los motores, cada vez más cercano.
–Lo siento –dijo Lidia Viel–. Pero estás en un error. Sólo tengo dos hijos y siempre han estado
conmigo. Lo lamento.
El chico volvió a quedarse callado. Lidia sintió que debía decir algo más, pero la verdad es que no
tenía nada más para decir. De todos modos repitió: lo siento.
Lidia Viel se quedó unos segundos con el tubo puesto entre el hombro y la cabeza, aunque el otro
ya había cortado y no se oía nada más.
Aquel llamado era la cosa más extraña que le había sucedido. Se quedó un poco descorazonada.
Pensó en ese chico que debía tener la edad de su hijo mayor o cuanto mucho un par de años más.
Aunque nunca bebía por las mañanas, ahora necesitaba una copa. Todavía le duraba la sensación
espantosa de haber creído, por un momento, que la llamaban para avisarle que algo les había
ocurrido a sus hijos. Se sirvió un poco de whisky con hielo y volvió a sentarse en el mismo lugar.
En una de esas no debería haberlo dejado cortar así, pobre muchacho. Quizás debería haber
mantenido una conversación con él, haberle preguntado de dónde había sacado que ella podía ser
su madre. Estaba claro que todo había sido un gran error, que no era ella la Lidia Viel correcta. Así
que había otra mujer con su nombre o uno muy parecido. Darse cuenta de esto también le resultó
inquietante, pero siguió pensando en la charla telefónica. Tal vez de haber indagado un poco más
en la cuestión, podría haberlo ayudado. Aunque no se le ocurría cómo. También podía ser que
mostrarse interesada confundiera más al chico: podría pensar que ella sí era su madre y que sólo
estaba haciendo preguntas para ganar tiempo.
Por lo menos debería haberle preguntado su nombre. No costaba nada y hubiese sido más
amable. Era una pena haberlo dejado así. Quizás el suyo era el único teléfono de una Lidia Viel que
el chico había conseguido y ahora ya no le servía de nada y tendría que empezar de nuevo. Vaya a
saber cuánto tiempo hacía que tenía ese número anotado en un pedazo de papel, guardado en la
billetera; cuántas veces antes habría marcado y cortado hasta juntar valor y esperar que alguien le
respondiese. Ahora estaba en cero otra vez.
En una de esas volvía a llamarla. De estar en lugar del chico, ella insistiría. En estos casos, ante un
llamado así, debía ser bastante común, hasta lógico que la mujer se asuste y niegue todo. Pero un
muchacho joven no puede saber lo que pasa por el corazón de una mujer madura.
Lidia miró por la ventana. Juan había terminado de cortar el pasto y pasaba la escoba de alambre.
Trabajaba con auténtico esmero. No como su hermano. Había pensado decirle que aproveche y
pode los fresnos, pero se veían tan lindos con sus grandes copas amarillas recortadas contra el
cielo azul que sería una lástima. Después de todo, las hojas se caerían solas a medida que avanzara
el invierno.
Gabriel García
MÁRQUEZ
Me alquilo para soñar
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en
menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en
orden. Por ahora no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba
que era uno de los estacionados en la acera.
Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el
asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un
hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo
de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de
llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana
quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su
nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado
por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué
dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no
supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel
tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas
hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos.
Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida
pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en
forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el
castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería.
Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a
estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca
debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano
encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos
irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del
mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado
para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo
por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus
comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el
trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me
la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho
para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del
Quindío, y ella me contestó con un golpe:
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del
antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar
los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A
los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura
superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada.
Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
—Lo que ese sueño significa —dijo—, no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía
vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija,
hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con
una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró
por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa
que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño».
Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas
suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el
desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de
cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y
apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran
religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau
Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más
siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía
hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única
autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por
orden suya.
Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la
elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando
para la familia hasta el fin de sus sueños. Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las
estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas
imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro
régimen de penurias.
Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no
permitía ninguna pérdida de tiempo.
—He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte
enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo,
por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de
un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan
inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra
española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia
Valparaíso.
Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un
libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos
meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un
interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso
juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida. No he conocido a nadie más parecido a la idea
que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado.
Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un
babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que
se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras
descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los
platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de
comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas
de la Costa Brava.
Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de
los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus
antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja: «hay alguien detrás de mí que no deja de
mirarme».
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida
con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos
en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en
el índice. Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a
bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para
sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en
adivinaciones de sueños.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau
Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus
propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un
castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no
lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por
apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo,
porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo
dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más,
porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga
chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había
cambiado de tema.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra
casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té
en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto
y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y
despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala
restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa mujer que sueña —dijo—. Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo. —dijo él—.
—Si no está escrito lo va a escribir alguna vez —le dije—. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó
en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que
dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del
buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos
íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la
mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle
preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción
diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración.
«No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de
escribir un cuento sobre ella». Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin
una pista que me permitiera una conclusión final.