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7429-Texto Del Artículo-25114-2-10-20230926

El documento discute las relaciones entre la verdad histórica y la verdad literaria, y cómo obras de ficción y la memoria dan presencia al pasado. La cátedra se dedicó a entender las relaciones entre crónicas y obras teatrales en tiempos de Shakespeare, entre novelas e historia en el siglo XIX, y entre biografías y escritura historiográfica en los siglos XX-XXI. Los historiadores saben que su conocimiento es sólo una modalidad de la relación con el pasado, mientras que ficciones y memoria a
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El documento discute las relaciones entre la verdad histórica y la verdad literaria, y cómo obras de ficción y la memoria dan presencia al pasado. La cátedra se dedicó a entender las relaciones entre crónicas y obras teatrales en tiempos de Shakespeare, entre novelas e historia en el siglo XIX, y entre biografías y escritura historiográfica en los siglos XX-XXI. Los historiadores saben que su conocimiento es sólo una modalidad de la relación con el pasado, mientras que ficciones y memoria a
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letras istóricas

E-ISSN: 2448-8372

Cátedra “Julio Cortázar” 2022

Verdades históricas, verdades literarias; presencias del pasado1


Historical truths, literary truths; presences of the past

Roger Chartier
Collège de France

Resumen:
Hoy en día, los historiadores saben que el conocimiento que producen no es más que una de las
modalidades de la relación que las sociedades mantienen con el pasado. Las obras de ficción, al
menos algunas de ellas, y la memoria, sea colectiva o individual, también dan presencia al pasado,
una presencia a veces o a menudo más poderosa que la que establecen los libros de historia. La
cátedra estuvo dedicada a entender la relaciones entre crónicas y obras teatrales en el tiempo
de Shakespeare, entre novelas e historia en el siglo XIX, entre relatos de vidas singulares y
escritura historiográfica en los siglos XX y XXI. Se trata así de establecer los parentescos y las
diferencias entrelos encantamientos de la ficción y las operaciones propias del conocimiento
histórico.
Palabras clave: biografía, ficción, historia, literatura, tiempo, verdad.

Abstract:
Historians know today that the knowledge they produce is only one of the modalities of the
relationship that societies maintain with the past. Works of fiction, at least some of them, and
memory, whether collective or individual, also give a presence to the past, a presence sometimes
or often more powerful than the one found in history books. This lecture was dedicated to

1
Texto de la conferencia que Roger Chartier presentó en el marco de la Cátedra Latinoamericana “Julio Cortázar”,
de la Universidad de Guadalajara (México), en noviembre de 2022. Agradecemos la autorización del autor para su
publicación en Letras Históricas.

Colaboraciones Especiales 1
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understanding the relationships between chronicles and plays in Shakespeare's time, between
novels and history in the 19th century, between stories of unique lives and historiographical writing
in the 20th and 21st centuries. In this way, the lecture presented the relationship and the differences
between the enchantments of fiction and the operations of historical knowledge.
Keywords: biography, fiction, history, literature, time, truth.

Introducción

Siempre los historiadores han sido lamentables profetas, pero, a veces, al recordar que el presente
está hecho de pasados heredados y sedimentados, pudieron contribuir a un diagnóstico más lúcido
sobre las novedades que seducían o espantaban a sus contemporáneos. Es esta certeza la que
inspiraba a Lucien Febvre cuando, en una Europa todavía herida por la primera guerra mundial,
pronunció en 1933 su lección inaugural de la cátedra “Historia de la civilización moderna” en el
Collège de France. Su vibrante defensa a favor de una historia capaz de construir problemas e
hipótesis no estaba separada de la idea según la cual la historia, como toda ciencia, “no se hace en
absoluto dentro de una torre de marfil. Se hace en la misma vida, y por seres vivos que están
inmersos en el siglo” (Febvre, 1965, p. 15). Diecisiete años más tarde, en 1950, Fernand Braudel,
quien le sucedió en esa cátedra, insistía aún más en las responsabilidades de la historia y de los
historiadores en un mundo conmocionado por segunda vez y privado de las certezas difícilmente
reconstruidas en los años treinta. Para Braudel, al distinguir las temporalidades articuladas que
caracterizan cada sociedad, era posible entender el permanente diálogo instaurado entre la larga
duración y el acontecimiento e identificar tanto las “profundas rupturas más allá de las cuales la
vida de los hombres cambia por completo” como la larga duración entendida como piedra de toque
de todas las ciencias sociales (1997, pp. 97–115, 101–18).
Estas proposiciones de los fundadores de la escuela de los Annales pueden guiar todavía
nuestras reflexiones. Pero debemos también medir la distancia que nos separa de ellos. Hoy en día,
la obligación de los historiadores no consiste en reconstruir la disciplina histórica, tal como lo
exigía en 1933 y 1950, un mundo dos veces en ruinas, sino en comprender y aceptar que los
historiadores no tienen en nuestras sociedades el monopolio de las representaciones del pasado.

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Las insurrecciones de la memoria, así como las seducciones de la ficción son potentes
competidoras. Actualmente, los historiadores saben que el conocimiento que producen no es más
que una de las modalidades de la relación que las sociedades mantienen con el pasado. Las obras
de ficción, al menos algunas de ellas, y la memoria, sea colectiva o individual, también dan
presencia al pasado, una presencia a veces o a menudo más poderosa que la que establecen los
libros de historia.

De ahí, una pregunta fundamental, ¿cómo pensar la compatibilidad o, mejor aún, la


vinculación indisociable entre la pertenencia de la escritura histórica–sea cual fuere– a la clase de
los relatos y su capacidad para producir un conocimiento verdadero? La fuerza critica de la historia
no debe limitarse a desenmascarar las falsificaciones y las imposturas. Puede y debe someter las
construcciones explicativas de las realidades pasadas a las categorías de validación, que permiten
distinguir entre las interpretaciones que son aceptables y las que no lo son, sin por ello rechazar
una posible pluralidad de interpretaciones científicamente fundadas. Esta pregunta respecto del
estatuto epistemológico propio de la historia ha adquirido una importancia particular en nuestra
época, amenazada por la fuerte seducción de las historias imaginarias o de las falsificaciones
históricas, destinadas a justificar identidades, ideologías o políticas. En este contexto, una reflexión
sobre las condiciones que permiten considerar los discursos históricos como representaciones
adecuadas del pasado que fue y que ya no es, resulta una tarea fundamental. Es posible a condición
de que la historia se abra camino entre el relativismo escéptico y el positivismo ingenuo, tal como
lo sugiere Carlo Ginzburg (2000):

Las fuentes no son ni ventanas abiertas, como creen los positivistas, ni muros que
obstruyen la vista, como sostienen los escépticos: de hecho, hay que compararlas
con cristales deformantes. El análisis de las distorsiones específicas de cada fuente
implica de por sí un elemento constructivo. Sin embargo, la construcción no es
incompatible con la prueba; la proyección del deseo, sin la cual nadie se dedicaría
a la investigación, no es incompatible con las desmentidas infligidas por el principio
de realidad. El conocimiento es posible, incluso en el ámbito de la historia. (p. 34)

Crónicas e ‘Historias’

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No obstante, el conocimiento histórico debe coexistir con otras ‘verdades’ sobre el pasado: las que
proponen las ficciones. La noción de ‘energía’, que tiene una función esencial en la perspectiva
analítica del New Historicismo, puede ayudar a entender cómo algunas obras de ficción plasmaron
representaciones colectivas mucho más poderosas que los escritos de los historiadores. Es el caso
del teatro en los siglos XVI y XVII que se apoderó del pasado llevando sobre las tablas o las
páginas impresas situaciones históricas que habían sido reales o que se presentaban como tales.
Cuando las obras están habitadas por una fuerza particular, adquieren la capacidad de “producir,
moldear y organizar una experiencia colectiva, tanto mental como corporal” (Greenblatt, 1988, p.
19). Una de estas experiencias es el encuentro con el pasado.

Tómense, como ejemplo, las obras históricas de Shakespeare. Cuando, en 1623, John
Heminges y Henry Condell – quienes, al igual que el propio Shakespeare, habían sido actores de
King’s Men, la compañía del Rey – reunieron por primera vez treinta y seis obras del dramaturgo
en un majestuoso in folio, decidieron distribuirlas entre tres géneros: comedies, histories y
tragedies (Shakespeare, 1623). Si bien la primera y la tercera categoría se adecuaban a los géneros
de la poética aristotélica, la segunda introducía un género nuevo. En la categoría de las histories,
reunieron diez obras que desplegaban la historia de Inglaterra, desde el rey Juan hasta Enrique
VIII, en el orden cronológico de los reinos. Esto excluía otras ‘historias’, las de los héroes romanos
o las de los príncipes daneses o escoceses, que fueron incluidas en la categoría de las tragedias. De
este modo, los editores transformaron obras que habían sido escritas en un orden que no era el de
los reinos en una historia continua de la monarquía y de la nación inglesas, indisociablemente
vinculadas. Así, las convirtieron en una narración dramática, organizada según el mismo orden
temporal que el de los cronistas – i.e., Edward Hall, John Stow, Richard Grafton y, en particular,
Raphael Holinshed – que habían proporcionado a Shakespeare y a los otros dramaturgos la materia
histórica de sus ‘historias’. Antes de la publicación del Folio, las histories – o, al menos, algunas
de ellas – se contaban entre las obras de teatro más frecuentemente llevadas a escena e impresas.
Moldearon, para sus espectadores y lectores, representaciones y experiencias del pasado mucho
más fuertes que las producidas por los relatos de las crónicas.

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La historia que ponen en escena es una historia abierta a los anacronismos, una historia
regida por cronologías propiamente teatrales, distintas a la de los acontecimientos tal como se
sucedieron. La historia de las histories ofrece a la imaginación o a la memoria de los espectadores
representaciones ambiguas del pasado. Por ejemplo, en la reescritura de la rebelión de Jack Cade
y los artesanos de Kent, tal como aparece en la Segunda Parte de Enrique VI, la reinterpretación
de Shakespeare atribuye a los rebeldes de 1450 un lenguaje milenarista e igualitario, así como
acciones violentas, destructoras de todas las formas de la cultura escrita y de quienes la encarnan,
que los cronistas habían asociado, de manera menos radical, a la rebelión de los campesinos en
1381. El resultado era una representación ambivalente de la rebelión de 1450, que recuperaba las
aspiraciones y gestos de las revueltas populares, al tiempo que ridiculizaba al jefe de los rebeldes,
el cruel y manipulado Jack Cade, que se proponía instaurar un mundo al revés carnavalesco, sin
escritos, sin moneda, sin diferencias, y que se encontraba burlado por sus propios tenientes
(Chartier, 2006, pp. 77–89). La representación era contradictoria, inestable, abierta a la pluralidad
de interpretaciones.

El tiempo de las histories dramáticas no era – o no sólo era – el tiempo humano de los
acontecimientos, de las decisiones y derrotas, de los deseos y los conflictos. También era el tiempo
de la Fortuna que, de modo inevitable, hace que la caída suceda al triunfo y la miseria, a la gloria.
En Enrique VIII, los destinos desafortunados del duque de Buckingham, el cardenal Wolsey y la
reina Catalina muestran tres veces las ilusiones engañosas de aquellos y aquellas que creyeron
posible someter la historia a su voluntad, pero resultaron víctimas del movimiento inexorable de
la rueda que los elevó a la cima de los honores, antes de precipitarlos a una desgracia que deben
aceptar en la paz y el perdón.

Hay un tiempo más en las ‘historias’: el de los designios de Dios. Los hombres no deben
ni pueden descifrarlo, salvo cuando son invadidos por palabras de las que sólo son intérpretes. Es
el caso de los profetas inspirados que anuncian, tanto el desastre por venir, como el obispo de
Carlisle en Ricardo II, o bien la promesa de una edad de oro, como Thomas Cranmer en Enrique
VIII. A excepción de estos momentos raros, el sentido de lo que sucede sigue siendo opaco para
los mortales, sean príncipes o campesinos. La perpetuación de la fuerza de las histories

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shakespearianas proviene de su capacidad para mostrar las incertidumbres de los tiempos, las
contradicciones de los individuos, la imposibilidad de atribuir un sentido seguro, único, a los
acontecimientos.

La novela, la sociedad y los individuos

En el siglo XIX, es la novela la que se apoderó del pasado, y lo hizo en un nuevo orden del discurso,
caracterizado por la invención de la ‘literatura’ tal como la entendemos hoy. A partir de la segunda
mitad del siglo XVIII, la palabra ‘literatura’ se apartó del significado que la había identificado con
la erudición durante el siglo anterior. En el diccionario de Furetière (1690), el término se define
así: “Literatura, conocimiento profundo de las letras. Scaliger, Lipsius & otros críticos modernos
eran personas de gran literatura, de una erudición sorprendente” (p. 476). Incluso, cuando la
literatura es sinónimo de “bellas letras”, como en el Diccionario de Richelet (1680), la definición
no distingue entre creaciones estéticas y obras de saber: “Las bellas letras son el conocimiento de
los oradores, los poetas y los historiadores” (p. 461, 472). Es solamente en el siglo XVIII que se
instauró una distinción. En 1762, el Diccionario de la Academia Francesa si bien mantiene la
definición docta de ‘literatura’ como erudición, define ‘Bellas Letras’ de la siguiente manera: “Se
entiende por Bellas Letras a la Gramática, la Elocuencia y la Poesía” (1762, p. 27, 46). La historia
dejó de pertenecer al ámbito de las bellas letras y la literatura, cuando se la identifica con ellas, ya
no es erudición.

La nueva definición se fundamentó en tres nociones esenciales: la individualización de la


escritura, la originalidad de las obras, y la propiedad literaria. La asociación de estas nociones
adquiere una forma acabada a fines del siglo XVIII, en el momento de la “coronación del escritor”,
para retomar la fórmula de Paul Bénichou (1996; 2012). Esta “coronación” se traduce en la
conservación y “fetichización” de los manuscritos autógrafos, convertidos en garantes de la
autenticidad de los escritos de los autores (Chartier, 2011, pp. 45–70; 2016, pp. 39–60); en el deseo
de conocerlo o tener una correspondencia con ellos, en la peregrinación a los lugares donde
vivieron y en el levantamiento de estatuas y monumentos que lo glorifican (Lilti, 2014). En el siglo
XIX, este conjunto de gestos culmina en un hecho de considerable importancia: la construcción
de la figura del escritor nacional que expresa el alma misma de su pueblo (Thiesse, 2019).

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Definida de este modo, la literatura se opone a la economía de la escritura de ficción que


la precedía y que implicaba otro tipo de prácticas, como la escritura en colaboración, la
reutilización de historias ya contadas, el recurso a los lugares comunes compartidos o la
continuación o la reescritura de obras ya existentes. Hasta mediados del siglo XVIII, persiste una
fuerte consciencia de la dimensión colectiva de todas las producciones textuales y un escaso
reconocimiento del autor. Sus obras no son de su propiedad, no se conservan sus manuscritos, su
vida no nutre ninguna biografía, sino sólo recopilaciones de anécdotas. La situación cambia de
manera radical cuando la afirmación de la originalidad creadora lleva a entrelazar la escritura y la
existencia, a situar las obras en las experiencias de vida y a encontrar estas experiencias en las
propias obras. De allí, la necesaria advertencia de João Hansen contra la utilización retrospectiva
y anacrónica de categorías subjetivas y psicológicas propias de la edad de la “literatura”, que no
hacen más que ocultar la discontinuidad fundamental que distingue la estética literaria romántica
y moderna del régimen retórico y poético que la precede (2001, pp. 10–66; 2004, pp. 111–32).

En el siglo XIX, una vez que la literatura está establecida en su definición moderna, la
verdad reivindicada por la escritura literaria es la de un saber auténtico sobre toda la sociedad, tal
como fue y tal como es. Puesto que los historiadores de la época, fascinados por los grandes
acontecimientos y los grandes personajes, dejan esta verdad de lado, la tarea fundamental de la
novela consiste en tomar a su cargo el conocimiento verdadero del mundo social. Es lo que afirma
Manzoni, oculto detrás de un interlocutor imaginario, en su libro Del romanzo storico, publicado
en 1845: el novelista

debe poner ante mis ojos, en una forma nueva y especial, una historia más rica, más variada, más
acabada en comparación con aquella que se encuentra en las obras a que más comúnmente y como
por antonomasia se da ese nombre. [...] La historia que de vuestra merced esperamos no es un relato
cronológico de tan solo hechos políticos y militares y, como excepción, de algún acontecimiento
extraordinario de otro tenor, sino una representación más general del estado de la humanidad en un
momento, en un lugar, naturalmente más acotado que aquel donde habitualmente se expanden los
trabajos de historia, en el sentido más usual del término. (Manzoni, 1854, pp. 306, 450–51)

Pensando en su propio libro, I promessi sposi, Los novios, publicado veinte años antes, en 1827,
Manzoni añade que el objeto de la novela es dar a conocer
costumbres, opiniones, ya sea generales o inherentes a esta o a aquella clase de
hombres: efectos privados de los acontecimientos públicos que más precisamente se

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denominan históricos, y de las leyes, o de las voluntades de los poderosos. En suma,


todo lo que hay de más característico, en cualesquiera maneras que se expresen en
todas las condiciones de vida, y en las relaciones de unas con las otras, en una sociedad
dada, en un tiempo dado: he aquí́ aquello que es voluntad vuestra dar a conocer (p.
451).

Desde esta perspectiva, el verdadero historiador es el novelista que reconoce las diferentes
temporalidades que atraviesan una misma sociedad. Balzac lo muestra con especial agudeza en
Ilusions perdues, publicado en 1837, en la última frase del primer párrafo del libro, presenta su
novela como una ‘gran pequeña historia’ (1837, p. 101). Pequeña, porque comienza en un pequeño
taller de una pequeña ciudad de provincia: “En la época en que esta historia comienza, la prensa
de Stanhope y sus rodillos distribuidores de tinta no funcionaban aún en las pequeñas imprentas
de provincias. A pesar de la especialidad que la pone en contacto con la tipografía parisina,
Angulema utilizaba siempre prensas de madera, de las que se ha conservado la expresión ‘hacer
gemir las prensas’ que hoy en día ya no tiene razón de ser” (Balzac, 1986, p. 11). En realidad, esta
“pequeña historia” es una “gran historia”, puesto que el contraste entre las pobres prensas de
madera del taller de Angulema y las prensas mecánicas de los talleres de la capital expresa las
esperanzas de todos aquellos que dejan una provincia anticuada y despreciada por la capital, donde
las ilusiones se pierden. Durante los años de la Restauración, el calendario de París y Angulema
es el mismo, pero la novela muestra que las dos ciudades viven en tiempos distintos: lo que “ya no
tiene razón de ser” en la capital sigue siendo el presente de la provincia.

Cuando la historia de los historiadores abandonó su fascinación por los hechos políticos y
los grandes personajes para ocuparse del estudio de las sociedades, la literatura invirtió su objeto
y privilegió las singularidades. Escribir las vidas únicas de individuos particulares se convirtió en
un género fundamental. Borges (1988) menciona a uno de sus precursores en Biblioteca personal:
“Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de
sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob”. Borges (1988) hace
referencia a Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Para escribir esas vidas, Schwob “inventó un
método curioso. Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces
fantásticos. El sabor peculiar de este volumen está en ese vaivén” (Borges, 1988, pp. 83–84).

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Es así como Borges incluye en la biblioteca de sus libros favoritos las Vidas imaginarias
que Marcel Schwob publicó en Le Journal entre 1894 y 1896, antes de reunirlas en un solo
volumen en 1896 (Schwob, 2004). El “método curioso” de Schwob consistía en separar de manera
radical las vidas particulares de los destinos colectivos, privilegiar los “resquicios singulares e
inimitables” de las existencias, liberar la escritura biográfica de la verdad histórica. Para él, el arte,
ya sea literatura o pintura, se definía por oposición a la historia: “La ciencia de la historia nos sume
en la incertidumbre acerca de los individuos. No nos los muestra sino en los momentos que
empalmaron con las acciones generales”; mientras que “el arte es lo contrario de las ideas
generales, describe solo lo individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica”. El arte
del biógrafo, como el del pintor japonés Hokusai, consiste en “consumar la milagrosa
transformación de la semejanza en la diversidad”, “llegar a hacer individual lo que hay de más
general”. La búsqueda de las “rarezas” o “anomalías” propias de cada individuo de ningún modo
supone la sumisión a la realidad: “el biógrafo no tiene que preocuparse por ser veraz; debe crear
sumido en un caos de rasgos humanos [...] De esta grosera aglomeración el biógrafo entresaca lo
necesario para componer una forma que no se parezca a ninguna otra. No es de utilidad que sea
parecida a aquella que fue creada otrora por un dios superior, con tal que sea única, como toda
nueva creación”. La biografía, el género en apariencia más histórico debe apartarse de la historia
para acercarse a una realidad más profunda, más esencial: “contar con el mismo esmero las
existencias únicas de los hombres, así hayan sido divinos, mediocres o criminales”. El ideal de la
biografía, o de la literatura, consiste en “diferenciar al infinito” (Schwob, 2004, pp. 54–60). La
verdad no se ve refrenada por el principio de realidad; surge con más fuerza de la ficción misma.
Tomando este mismo camino, la literatura del siglo XX se apropió de lo que la historia de las
poblaciones y las economías, las sociedades y las mentalidades, ignoraba u ocultaba, a saber: las
vidas únicas, oscuras, frágiles. En las novelas, esta atención se centró en las vidas minúsculas y
las historias ínfimas, como los ocho capítulos del libro de Pierre Michon Vies minuscules,
publicado en 1984.

Ahora bien, las existencias anónimas y los destinos ignorados no habitan sólo en la
imaginación de los escritores; también pueden hallarse en los archivos, en particular, los de la
policía y las cortes de justicia. Si bien esos documentos, que conservan rastros leves y misteriosos

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de vidas singulares, suelen ser tratados estadísticamente por los historiadores de los delitos y las
penas, también pudieron ser leídos de otra manera. Destellos de vidas como esos son los que
Foucault quería reunir en la “antología de vidas” que presentó en 1977, en un ensayo concebido
como una introducción general a una colección de documentos de los siglos XVII y XVIII, que
tituló La vie des hommes infâmes, infames por sin “fama”, sin renombre, sin gloria: “existencias
contadas en pocas líneas o en pocas páginas, desgracias y aventuras infinitas recogidas en un
puñado de palabras. Vidas breves, encontradas al azar en libros y documentos. [...] Vidas
singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas; tal es lo que he pretendido reunir
en este herbolario” (Foucault, 1996, pp. 237–53).

Invirtiendo el procedimiento de Schwob, Foucault encuentra en existencias reales,


contadas en pocas palabras en informes policiales, registros de detención, peticiones enviadas al
rey u órdenes reales de encierro, “un extraño efecto mezcla de belleza y de espanto” que invade a
quien las descubre: “He querido que se tratase de existencias reales, que se les pudiesen asignar
un lugar y una fecha, que detrás de esos nombres que ya no dicen nada, más allá́ de esas palabras
rápidas que en la mayoría de los casos muy bien podrían ser falsas, engañosas, injustas, ultrajantes,
hayan existido hombres que vivieron y murieron, sufrimientos, maldades, envidias,
vociferaciones. He suprimido pues todo aquello que pudiera resultar producto de la imaginación o
de la literatura” (Foucault, 1996, p. 80).

En estas vidas, conocidas sólo por los rasgos breves y enigmáticos recogidos por las
instituciones, Foucault (1996) descubría existencias perdidas, que habrían quedado en el olvido si
no fuera por aquel momento en el que chocaron con el poder o intentaron utilizarlo: “He pretendido
en suma reunir algunos rudimentos para una leyenda de los hombres oscuros, a partir de los
discursos en los que, en la desgracia o en el resentimiento, ellos entran en relación con el poder”
(p. 82). Esta voluntad de acercarse lo más posible a la verdad de los destinos singulares, no a partir
de la ficción, sino de una “relación con la realidad”, debe hacer frente a una situación extrema, ya
que “la existencia de estos hombres y estas mujeres se reduce exactamente a lo que de ellos se
dice; nada sabemos acerca de lo que fueron o de lo que hicieron, salvo lo que vehiculan estas
frases”. Asumiendo el desafío, Foucault rechaza la literatura que hace de la ficción el lugar mismo

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de las verdades más intensas de la realidad. En su proyecto, los términos se invierten: “Esta pura
existencia verbal, que hace de estos desgraciados o de estos facinerosos seres casi ficticios, la
deben precisamente a su prácticamente completa desaparición, a esa gracia o desgracia que ha
hecho sobrevivir, al azar de documentos reencontrados, algunas raras palabras que hablan de ellos
o que ellos mismos llegaron a pronunciar” (1996, p. 82). De este modo, en la “leyenda de los
hombres oscuros” se produce “cierto equivoco entre lo ficticio y lo real”, entre la “luminosidad
fulgurante” de la poesía y las oscuras existencias de los hombres y mujeres “infames”.

Verdad de la ficción, poesía de lo real

Entonces ¿los historiadores deben elegir entre la verdad de la ficción y la poesía de lo real? Con
Carlo Ginzburg (2018; 2010), pueden reconocer que “las formas adoptadas por la ficción al
servicio de la verdad” (p. 14; p. 15) son múltiples. No se trata de afirmar que ficción e historia
producen una misma verdad, sino de identificar en qué condiciones un texto literario, literario en
su escritura o su lectura, produce un conocimiento histórico sobre las realidades del pasado. En El
hilo y las huellas, Ginzburg (2018; 2010) analiza tres procedimientos narrativos que aseguran este
conocimiento. El primero es el extrañamiento, identificado por los formalistas rusos como el
“recurso literario que transforma algo familiar –un objeto, una actitud, una institución– en algo
extraño, insensato, ridículo” (p. 95; p. 134). Se propone, entonces, una “docta ignorancia” que
rechaza la percepción ciega de las evidencias, la aceptación automática de las costumbres, la
sumisión al orden de las cosas. Las figuras del sabio analfabeto, el sabio salvaje, el campesino
astuto, o bien, los animales de las ficciones que encarnaron en los escritos y las imágenes estos
modos paradójicos que revelan verdades ocultas e ignoradas.

Un segundo procedimiento, propio de la lectura, consiste en ir de la verdad estética, que


supone la suspensión de la incredulidad, a la verdad critica, que atribuye “a un pasado invisible,
mediante una serie de oportunas operaciones, marcas trazadas en el papel o en el pergamino;
monedas, fragmentos de estatuas corroídas por el tiempo, etc.” (Ginzburg, 2018, pp. 163–66; 2010,
pp. 234–40). Se trata de invertir el enfoque del New Historicism, que focaliza la atención en la
apropiación estética de los discursos y las prácticas del mundo social y de retroceder de la ficción
al documento. Ginzburg, inspirado por el libro de Jean Chapelain, De la lecture des vieux romans,

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escrito en 1646 y publicado en 1720, afirma que es posible descubrir verdades históricas en las
ficciones y entonces “construir la verdad sobre esas ficciones (fables), la historia verdadera sobre
la ficticia” (2018, p. 116; 2010, p. 273).

Un tercer procedimiento que inscribe la verdad histórica en la ficción novelesca es el


empleo del discurso directo libre, que introduce en el relato en tercera persona –suspendido por un
momento– los pensamientos secretos, íntimos, mudos de uno de los protagonistas. Ginzburg
(2018; 2010) señala que es “un procedimiento que parece de antemano vedado a los historiadores,
ya que por definición el discurso directo libre no deja huella documental. Estamos en una zona
ubicada más acá́ – o más allá – del conocimiento histórico, e inaccesible para este” (p. 116; p.
273). Sin embargo, observa que “los procedimientos narrativos son como campos magnéticos:
provocan preguntas y atraen documentos potenciales. En este sentido, un procedimiento como el
discurso directo libre, nacido para responder en el campo de la ficción a una serie de
preguntas planteadas por la historia, puede ser considerado un desafío indirecto lanzado a los
historiadores” (p. 184; p. 266). En ciertas condiciones, “un día ellos podrían hacerlo propio” – y
algunos intentos, como la reconstrucción que hace Jonathan Spence (1992; 1990) de los sueños de
la mujer Wang, ya han aceptado el reto. En definitiva, una verdad histórica de la ficción es posible,
sin que se desvanezca la diferencia entre el arte del novelista y el oficio del historiador.

¿Cómo puede haber verdad sin mentira?

Algunas veces, en los complejos juegos entre verdad histórica y verdad literaria, la apropiación
por parte de la ficción de las técnicas de la historia ha demostrado, paradójicamente, el estatuto de
conocimiento de la disciplina. Esta apropiación es una figura invertida del “efecto de realidad”
definido por Roland Barthes (1968; 1984) como una de las principales modalidades de la “ilusión
referencial” (pp.153–74; pp. 179–88). En la estética clásica, la categoría de lo “verosímil”
aseguraba la semejanza entre el relato histórico y las historias imaginadas, ya que, según la
definición del Diccionario de Furetière (1690), la historia es “descripción, narración de las cosas
como son o de las acciones tal como han sucedido, o como podían suceder” (pp. 262–63). El
término “historia” designaba así no sólo “la narración seguida y concatenada de varios
acontecimientos memorables que han ocurrido en una o más naciones, en uno o varios siglos”,

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sino también “las novelas, las narraciones imaginadas, pero verosímiles, que son fabuladas por un
autor, o disfrazadas” (p. 263).2 Así, la separación no era entre la historia y la ficción, sino entre los
relatos verosímiles, referidos o no a la realidad, y aquellos que no lo son. Entendida de este modo,
la historia se encontraba radicalmente separada de las exigencias críticas, propias de la erudición
de los anticuarios y destacada de la referencia a lo real considerada como objeto de su discurso.

Al abandonar lo verosímil, la ficción estableció otra relación con lo real: multiplicó las
anotaciones concretas destinadas a darle peso de realidad a la ficción produciendo de este modo
una ilusión referencial. En esto, imitó a la historia, para la cual la presencia de referencias a la
realidad es aún más importante. Así, la historia fue el modelo propuesto para la literatura: “es
lógico que el realismo literario haya sido, con pocos decenios de diferencia, contemporáneo del
imperio de la historia ‘objetiva’” (Barthes, 1968, pp. 184–85). El uso de los “efectos de realidad”
no se limita a la literatura realista, como lo afirmó Barthes. La voluntad de acreditar la ficción con
lo que Julio Cortázar llamaba “certificados de verdad” (por ejemplo, los documentos o noticias
reproducidos en facsímil en el cuento o la novela) existe también en otras formas de la escritura
literaria – tal como la suya. Deben asegurar la presencia de los procesos históricos en la ficción
misma

La certeza de los historiadores de que “el ‘haber estado ahí’ de las cosas es un principio
suficiente de la palabra”, como decía Barthes (1968), fue fortalecida por “el desarrollo actual de
las técnicas, las obras y las instituciones basadas sobre la necesidad incesante de autentificar lo
‘real’: la fotografía – mero testigo de ‘lo que ha sucedido ahí –, el reportaje, las exposiciones de
objetos antiguos – una buena muestra sería el éxito del show de Tutankamón –, el turismo acerca
de monumentos y lugares históricos. Todo ello afirma que lo ‘real’ se considera autosuficiente”
(p. 185).

2
Furetière cita como ejemplos de “novelas” que contienen narraciones fabulosas pero verosímiles: La Astrea, Clélie,
Francion y, sin mencionar su título, Las Etiópicas de Heliodoro.

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Sin embargo, ese “haber estado ahí”, ese “real concreto”, garante de la verdad de la historia
como conocimiento auténtico, debe estar introducido en el propio discurso histórico. Esta es la
función que se atribuye a las citas, las referencias, los documentos que convocan el pasado en la
escritura del historiador, al tiempo que demuestran la autoridad de su saber. Para Michel de Certeau
(1975; 1993), a diferencia de otros relatos, la escritura de la historia se desdobla en un discurso
foliado: “se plantea como historiográfico el discurso que “comprende” a su otro –la crónica, el
archivo, el documento–, es decir, el que se organiza como texto foliado, en el cual una mitad,
continua, se apoya sobre otra, diseminada para poder decir lo que significa la otra sin saberlo. Por
las ‘citas’, las referencias, las notas y todo el aparato de remisiones permanentes a un primer
lenguaje, el discurso se establece como un saber del otro” (p. 111; p. 113). Por lo tanto, la escritura
escindida de la narración histórica tiene la triple tarea de inscribir el pasado en un discurso en el
presente, mostrar la competencia del historiador, su maestría con las fuentes, y lograr la convicción
del lector.

Entonces, ¿debemos considerar la historia y la literatura como dos modalidades


equivalentes de la transmisión de la verdad sobre el pasado o el presente? Carlo Ginzburg (2000),
al afirmar que “el conocimiento es posible, incluso en el campo de la historia” (p. 34), y Michel
de Certeau (1975; 1993), al indicar que la operación histórica produce enunciados “científicos”, si
se entiende por eso “la posibilidad de establecer un conjunto de reglas que permitan ‘controlar’
operaciones proporcionadas para la producción de objetos determinados” (p. 64; p. 68),
proporcionan las razones epistemológicas para rechazar esta conclusión. Son estas operaciones y
reglas las que permiten acreditar la representación histórica del pasado y rehusar la sospecha de
relativismo o escepticismo que nace del uso por la escritura historiográfica de las formas
“literarias”: estructuras narrativas, tropos retóricos, figuras metafóricas.

Ahora bien, otra manera de hacerlo es multiplicar los ‘efectos de realidad’ en un discurso
que se pretende histórico a la vez que desmiente su condición de discurso verdadero. Es el caso de
la biografía del pintor Jusep Torres Campalans, publicada originalmente en 1958 por Max Aub en
México. La obra pone al servicio de la biografía todas las técnicas modernas de acreditación del
discurso histórico: dos fotografías que muestran a los padres del pintor y a él mismo en compañía

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de su amigo Picasso: artículos de dos periódicos franceses, L’Intransigeant y Le Figaro Ilustré,


con declaraciones que Campalans había hecho en 1912 y 1914 – antes de su salida de París hacia
México –; la publicación del Cuaderno Verde, en el que señaló́ observaciones, aforismos y
transcripción de las conversaciones que Max Aub tuvo con Campalans cuando lo conoció en San
Cristóbal de Las Casas en 1955; y, finalmente, las reproducciones de obras propias que fueron
expuestas en México (Aun, 1958).

Así pues, el libro exhibe todas las técnicas de autentificación de la realidad mencionadas
por Barthes: fotografías, reportajes y exposiciones. Y, no obstante, Jusep Torres Campalans nunca
existió. Max Aub, un socialista español, que se exilió a Francia tras la caída de la República y se
refugió en México para huir de las persecuciones del Régimen de Vichy, inventó a este pintor
imaginario y pintó sus cuadros para burlarse de las categorías más apreciadas por los historiadores
del arte. Sus objetivos eran la explicación de las obras a partir de la biografía del artista, la
elucidación del sentido oculto de los cuadros, lo arbitrario de las técnicas de atribución y datación,
e incluso el uso de nociones que, aunque contradictorias, no dejan de asociarse a cierta influencia
o precursor. Así, si bien Campalans estaba influenciado por Matisse, Picasso, Kandinsky y
Mondrian, las fechas de sus obras lo muestran como precursor del cubismo, l’art nègre, el
expresionismo y la pintura abstracta.

Hoy en día, el libro de Max Aub puede leerse de otra manera. Al emplear los modos de
autentificación de la realidad que comparten la escritura histórica y la invención literaria, muestra,
a la manera de Barthes, las semejanzas que las vinculan. Sin embargo, la obra también multiplica
las advertencias irónicas que deben poner al lector en alerta. No es casualidad que Max Aub
conociera a Campalans en un coloquio por los trescientos cincuenta años de la publicación de Don
Quijote, o que el “Prólogo indispensable” del libro cierre con una referencia al “mejor” de todos
los prólogos, justamente, el de Don Quijote. Uno de los epígrafes de la obra atribuye a un tal
Santiago de Alvarado, autor de un libro titulado Nuevo mundo caduco y alegrías de la mocedad
de los años de 1781 a 1792 – una obra que podría figurar en el ‘museo’ de los textos imaginarios
relevados por Borges en El hacedor –, la sentencia: “¿Cómo puede haber verdad sin mentira?”.
Así, en el seno mismo de la superchería literaria, se recuerda la diferencia que separa el

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conocimiento verdadero de la ficción, la realidad que fue de los referentes ilusorios. El libro de
Max Aub acompaña, en tono de parodia, todas las obras dedicadas a las falsificaciones históricas,
siempre posibles, cada vez más sutiles, pero igualmente siempre desenmascaradas por el trabajo
crítico. Asimismo, pone de manifiesto la diferencia radical entre los encantamientos de la ficción
y las operaciones propias del conocimiento histórico.

¿En qué condiciones estas operaciones producen un discurso de verdad sobre el pasado?
Para Paul Ricœur, la idea de la objetividad histórica merece ser defendida contra todas las formas
de relativismo que privarían a la historiografía de su primera ambición: la de ofrecer una
representación adecuada del pasado, que es la condición de posibilidad de una “memoria
equitativa”, que obliga las memorias particulares y opuestas a referirse a un conocimiento del
pasado ubicado en el orden de un saber universalmente aceptable.

La representación histórica, que Ricœur (2000) designa con el término ‘representancia’,


entendida como “la espera vinculada al conocimiento histórico de las construcciones que
constituyen reconstrucciones del curso pasado de los acontecimientos” (p. 359; 2004), ¿produce
una verdad? Desde luego que sí, si se entiende esta verdad como una “adecuación mediante
lugartenencia”, como una modalidad de conocimiento dada en un relato que, al mismo tiempo, se
propone mostrar los acontecimientos “tal como ocurrieron realmente”, según la famosa fórmula
de Ranke, sin olvidar que “un relato no se parece al acontecimiento que relata” (Ricœur, 2000, p.
366).

Esta formulación de Ricœur lleva a pensar en la de Pascal Quignard (2019): “¿Es legítimo
pretender referir lo real contando el pasado? Está claro que no, ya que a la pregunta: ‘¿cómo
ocurrieron las cosas en realidad?’, se puede responder con certeza: “En la realidad las cosas no
ocurrieron en un relato”(p. 107). Los procedimientos propios de la operación historiográfica, que
asocia crítica, pruebas y controles, protegen a la escritura histórica del relativismo escéptico. Sin
embargo, la representación que ésta propone del pasado no es el pasado convertido en relato, sino
un conocimiento del pasado que se sitúa en “el entramado entre realidad y ficción, entre verdades
y posibilidades” (p. 140).

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La historia se ve profundamente desafiada cuando la literatura o la memoria toman a su


cargo la representación del pasado y afirman la autoridad de la ficción o del recuerdo ante el
“malestar en la historiografía”, por tomar la expresión de Yosef Yerushalmi (1982, p. 83). Es la
razón por la cual la historia debe afirmar la especificidad de su régimen de conocimiento. Al
demostrar su capacidad para desenmascarar falsificaciones, pasadas o presentes, la historia asume
la tarea que le corresponde: denunciar las verdades alternativas, destruir las certezas absurdas,
establecer lo que fue. En esto radica su deber crítico y su obligación cívica.

Lista de referencias

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