El hombre que plantaba árboles
Jean Giono, 1953
Parte I, febrero.
Para que el carácter de un ser humano nos muestre cualidades verdaderamente
excepcionales, es necesario tener la suerte de poder observarlo a lo largo de muchos años. Si
su comportamiento está desprovisto de cualquier clase de egoísmo, si la idea que lo guía es de
una generosidad sin límites, si está muy claro que no busca ninguna recompensa y que además
dejó en el mundo señales claramente perceptibles, estamos, sin duda, ante un carácter del que
no te puedes olvidar.
Hace alrededor de cuarenta años estaba dando un largo paseo por unos montes
totalmente desconocidos por los turistas, en esa vieja región de los Alpes que se adentra en la
Provenza.
Esta región está delimitada al sureste y al sur por el curso medio del río Durance, entre
Sisteron y Mirabeau; al norte con el curso alto del río Drome, desde su nacimiento hasta Die; al
oeste con la llanura de Comtat Venaissin y las estribaciones del Mont-Ventoux. Comprende
toda la parte norte del departamento de los Bajos Alpes, al sur de la Drôme, y un pequeño
enclave de Vaucluse.
Cuando comencé mi largo paseo todo era un paisaje desértico, landas desnudas y monótonas.
Hacia 1.200 o 1.300 metros de altitud no crecían más que lavandas silvestres.
Crucé el país por su parte más larga, y después de tres días de camino me encontré en
medio de la mayor de las desolaciones. Acampé al lado del esqueleto de un pueblo
abandonado. No había encontrado agua desde el día anterior y me hacía falta encontrarla.
Aquellas casas apiñadas, aunque en ruina, que parecían un viejo nido de avispas, me hicieron
pensar que debió haber, hace mucho tiempo, una fuente y un pozo artesiano. Y allí estaba la
fuente, pero seca. Las cinco o seis casitas, sin tejado, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña
capilla con el campanario desmoronándose. Estaban allí como están las casas en los pueblos
habitados, pero toda la vida había desaparecido.
Era un hermoso día de Junio y lucía un enorme sol, más por encima de estas tierras
desnudas y altas en el cielo, el viento soplaba con una furia salvaje. Los ruidos en las casas
esqueléticas semejaban a los de un león interrumpido en mitad de su comida.
Necesitaba levantar el campamento, después de cinco horas de camino no había
encontrado agua todavía, y no había ningún indicio de ir a encontrarla. Por todas partes la
misma sequedad, los mismos hierbajos secos. A lo lejos, me pareció vislumbrar una pequeña
silueta oscura, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario. A toda prisa me dirigí hacia
allí. Era un pastor. Treinta ovejas acostadas encima de la tierra caliente reposaban a su lado.
Me dio a beber de su calabaza y, un poco más tarde, me llevó a su cabaña, en una ondulación
de la llanura. Sacaba el agua -excelente- de un agujero natural, muy profundo, encima del cual
había instalado un rudimentario torno. Este hombre era de pocas palabras. Es la costumbre de
los solitarios, pero lo noté seguro de sí mismo y confiado. Era algo sorprendente en este país
desposeído de todo. No vivía en una choza, lo hacía en una casa de piedra, donde se veía
claramente cómo con su esfuerzo fue reparando la ruina que se encontró al llegar. El tejado
era sólido y sin goteras. El viento hacía el mismo ruido que hace la mar en las playas. Su casa
estaba muy arreglada, los platos limpios, el suelo de madera barrido, su fusil engrasado, la
sopa hervía en el fuego. Me di cuenta entoncesde que también estaba bien afeitado, que
todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que su ropa estaba repasada con tanta
minuciosidad que los remiendos eran imperceptibles.
Compartió su sopa conmigo y, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no era
fumador. Su perro, silencioso como él, era amistoso pero sin llegar a ser servil.
Parecía claro que iba a pasar la noche allí. El pueblo más cercano estaba todavía a una
jornada y media de camino. Además, conocía perfectamente el particular carácter de los
pueblos de esta región. Había cuatro o cinco dispersos, lejos los unos de los otros, en las faldas
de aquellos montes, en los claros de los bosques
de robles albares, al final de los caminos donde pueden llegar las carretas. Donde viven los
carboneros que hacen carbón de la madera. Son lugares donde la vida no es
fácil. Las familias viven apretadas unas contra otras en un clima de una dureza extrema, lo
mismo en invierno que en verano, restriegan su egoísmo por entre el lodo. El continuo deseo,
irracional y desmesurado, de escapar de este lugar.
Los hombres van a llevar el carbón a la ciudad con los carros y luego vuelven. Los más
sólidos espíritus se rompen en estas condiciones de vida. Las mujeres cuecen a fuego lento su
odio. Por encima de todo está la rivalidad, lo mismo da que sea por la venta del carbón que por
el banco de la iglesia, las virtudes se enredan con las virtudes, los vicios con los vicios, los vicios
con las virtudes. Y por encima de todo, el viento que sin descanso desquicia los nervios. Los
suicidios son muy frecuentes, los locos son cosa común y casi siempre son asesinos.
El pastor que no fumaba se levantó a coger un pequeño saco y esparció encima de la
mesa un montón de bellotas de roble albar. Se puso a inspeccionarlas con gran cuidado,
separando las buenas de las malas. Mientras tanto yo fumaba de mi pipa. Le pregunté si le
podía ayudar. Me contestó que aquel era su trabajo. Entonces, viendo el cuidado que ponía no
le dije nada más. Esto fue todo lo que hablamos. Cuando el montón de las buenas fue
considerable, comenzó a hacer paquetes de diez. Mientras que los iba haciendo, todavía con
más cuidado, iba separando las más
pequeñas o las que estaban agrietadas. Cuando tuvo cien bellotas perfectas, se detuvo y nos
fuimos a acostar.
Estar junto a este hombre te daba la paz. Por la mañana le pedí permiso para
descansar todo el día en su casa. Lo encontró de lo más natural, o, mejor dicho, me dio la
impresión de que nada de lo que yo hiciese lo iba a molestar. En realidad no era que yo
necesitase un descanso, estaba muy intrigado y quería saber algo más. Hizo salir al rebaño de
ovejas y las condujo hasta los pastos.
Antes de salir puso a remojar en un cubo el saco donde estaban metidas las bellotas
que con tanto cuidado había escogido y contado. Me di cuenta que llevaba de bastón una
barra de hierro tan grueso como el dedo pulgar y de alrededor de un metro y medio de largo.
Lo seguí, haciendo como que daba un paseo por un camino paralelo al suyo. El sitio donde
pastaban las ovejas era el fondo de un pequeño valle. Dejó el perro vigilando el rebaño y subió
hasta el sitio donde yo estaba. Tenía miedo de que viniera a reprocharme mi entrometimiento
pero no fue así: me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer. Subió doscientos metros
más arriba, hasta el alto.
Llegué al lugar donde él quería, y se puso a clava la barra de hierro en la tierra. Hacía un
agujero y metía una bellota, después tapaba el agujero.
Sembró los robles. Le pregunté si la tierra era suya. Me dijo que no. ¿Sabía de quién
era? No lo sabía. Creía que eran tierras comunales, o a lo mejor, los dueños eran gente que no
se preocupaba. A él tampoco le preocupaba conocer a los propietarios. De esta manera
sembró cien bellotas con el mayor de los cuidados.
Después de comer a mediodía, volvió a seleccionar las simientes. Creo que a fuerza de
insistir con mis preguntas me contestó. Llevaba tres años sembrando árboles en aquella
soledad. Sembró cien mil. De los cien mil veinte mil nacieron. De los veinte mil, calculaba que
se perdiesen todavía la mitad, por culpa de los ratones y porque es imposible prever lo que nos
puede traer la Providencia. Iban a quedar diez mil robles albares que iban a crecer en este
lugar donde antes no había nada.
Fue en este momento cuando me interesé por la edad de este hombre. Estaba bien
claro que tenía más de cincuenta años. Me dijo que cincuenta y cinco. Se llamaba Elzéard
Bouffier. Había tenido una granja en la llanura. Allí hizo su vida. Murió su única hija. Después
su mujer.
Entonces decidió retirarse a la soledad donde le tomó placer a vivir lentamente, con
sus ovejas y su perro. Se dio cuenta de que el país moría porque le faltaban los árboles. Añadió
que, no teniendo cosas más importantes que hacer, tenía que cambiar este estado de las
cosas.
En aquel tiempo, y a pesar de mi juventud, como yo mismo estaba haciendo una vida
solitaria, debería haber sabido aproximarme a otras almas solitarias. Entonces dije algo que no
debía. Mi juventud me llevaba a imaginar el futuro en función de mí mismo y a una particular
forma de búsqueda de la felicidad. Le dije que, en treinta años, estos diez mil robles estarían
magníficos. Me respondió sencillamente, que si Dios le concedía bastante vida, en treinta
años, sembraría tantos, tantos, que estos diez mil iban a parecer una gota de agua en la mar.
Mientras tanto, estaba estudiando la reproducción de las hayas y había hecho al lado
de su casa un semillero donde algunas ya habían germinado. Las plantitas, resguardadas de los
corderos por una valla de zarzo, estaban hermosas. Pensaba también en los abedules para las
partes más bajas donde, me dijo, una cierta humedad dormía a algunos metros de la superficie
del suelo.
Al día siguiente nos separamos.
Parte II, marzo.
Al año siguiente, comenzó la guerra del catorce en la que estuve cinco años. Un
soldado de infantería no podía ni siquiera pensar en los árboles. A decir verdad, aquel asunto
no me había impresionado: lo consideré como un juguete, como una colección de sellos, y lo
olvidé.
Volví de la guerra, y me encontré con una pequeña pensión de desmovilización y con
unos inmensos deseos de respirar un poco de aire puro. Fue así como, sin pensarlo, volví a
tomar el camino de las comarcas desiertas.
El país no había cambiado. Sin embargo más allá del pueblecito muerto, vislumbré a lo
lejos una niebla gris que tapaba las cumbres como si fuese un tapiz. Ya desde el día anterior
había vuelto a pensar en el pastor que sembraba árboles. “Diez mil robles, dije para mí,
ocupan verdaderamente mucho espacio”.
Había visto morir a tanta gente en cinco años que no me fue difícil imaginar que
Elzéard Bouffier hubiese muerto, además de que a los veinte años uno ve a los hombres de
cincuenta como unos ancianos a los que no les queda ya nada más que morir. No había
muerto. Estaba de veras vivo. Había cambiado de oficio. Ya no tenía más que cuatro ovejas,
pero a cambio tenía cien colmenas. Se deshizo de los corderos porque hacían peligrar sus
plantaciones de arbolitos. Me dijo (y lo comprobé) que no le había hecho caso alguno a la
guerra. Había seguido plantando sin distracción.
Los robles de 1910 tenían ahora diez años y eran más altos que yo y que él. El
espectáculo era impresionante. Quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba,
pasamos todo el día caminando por su bosque. Tenía, en tres parcelas, once kilómetros de
largo y tres en la parte más ancha. Cuando uno se acuerda que todo esto había salido de las
manos y del alma de este hombre sin medios técnicos comprendía que los hombres pueden
ser tan eficaces como Dios en tareas distintas a las de destruir.
Había seguido con su idea, y las hayas que me llegaban al hombro, extendidas hasta
donde llega la vista, lo atestiguaban. Los robles eran robustos y habían pasado de la edad en la
que están a merced de los ratones; si la misma Providencia quisiera destruir lo ya hecho,
tendría que echar mano de los ciclones. Me mostró orgulloso bosquetes de abedules que
tenían cinco años, eso quiere decir de 1915, de la época en la que yo estaba peleando en
Verdún. Los había colocado en las hondonadas donde sospechaba, con toda la razón, que
había humedad cerca de la superficie del suelo. Los abedules estaban tan hermosos como
muchachas en flor y crecían valientes. El trabajo realizado parecía funcionar como una
reacción en cadena. Él no se alteraba; seguía tenazmente con su tarea, nada más. Bajando
hacia la aldea, vi como el agua corría por los arroyos que, hace mucho tiempo, estaban secos.
Esta fue la consecuencia más importante que vi de su trabajo. Estos arroyos secos,
antiguamente, iban rebosantes de agua. Muchos de los pueblos entristecidos, antes
mencionados, estaban edificados sobre las ruinas de antiguas villas galo-romanas, de las que
todavía se ven las señales. Los arqueólogos en sus excavaciones encontraron varios anzuelos,
en un lugar en el que a principios del siglo veinte eran necesarias cisternas para poder
disponer de un poco de agua.
El viento diseminó las semillas. Y al mismo tiempo en que reapareció el agua, volvieron
los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y la esperanza de la vida.
Pero el cambio se iba haciendo de manera tan imperceptible que todo era natural, sin
sobresaltos. Los cazadores que subían a aquellos páramos persiguiendo liebres o jabalíes se
iban dando cuenta de que los árboles brotaban, pero lo achacaban a la propia naturaleza. Así
sucedió que nadie perturbó el trabajo de este hombre.
Lo más probable es que si alguien lo hubiera sabido, hubiesen ido en contra de su
labor. Pero, ¿quién se iba imaginar, en las aldeas o en las administraciones, una constancia y
una generosidad parecidas?
Parte III, abril.
Desde 1920, no dejé pasar un año sin ir a visitar a Elzéard Buoffier. Jamás lo vi flaquear
ni dudar. ¿Solo Dios sabe si el mismo Dios lo empujaba!. Nunca se quejó. Sin embargo, uno
puede imaginarse que para realizar semejante proeza fue necesario vencer a la adversidad;
que para asegurar la victoria le hizo falta pelear contra la desesperación. Un año, sembró diez
mil arces. Todos murieron. Al año siguiente abandonó los arces y volvió con las hayas que se
dieron todavía mejor que los robles albares.
Para darse una mínima idea de lo que era este carácter extraordinario, no debemos
olvidar que trabajaba en la soledad más absoluta; tan total que al final de su vida, perdió la
costumbre de hablar. O ¿es posible que ya no lo considerase necesario?
En 1933 lo visitó un guardabosques despistado. El funcionario le dejó bien claro que
estaba terminantemente prohibido hacer fuego en el monte, para que no peligrase el
desarrollo de este monte natural. Era la primera vez, le dijo el ingenuo hombrecillo, que se veía
a un bosque nacer solo. En esta época, iba a plantar las hayas a doce kilómetros de su casa.
Para ahorrarse el trabajo de ir y volver -ahora tenía setenta y cinco años- se propuso hacer una
cabaña de piedra en el mismo lugar donde estaban sus plantaciones. La construyó al año
siguiente.
En 1935, una delegación del gobierno fue a inspeccionar el “monte natural”. Fueron un
alto cargo de Aguas y Bosques, un diputado y distintos técnicos. Se dijeron muchas palabras sin
ningún valor. Se decidió hacer algo y, gracias a Dios, no se hizo nada, sólo lo único que tenía
sentido: el bosque fue protegido por el gobierno y se prohibió hacer carbón. Era imposible no
quedar anonadado por la belleza de aquellos arbolillos jóvenes llenos de vitalidad que
consiguieron enamorar al mismísimo diputado.
Un amigo mío era uno de los jefes de montes de la delegación. Le desvelé el misterio.
Un día de la semana siguiente fuimos juntos a encontrarnos con Elzéard Bouffier. Lo
encontramos trabajando, a veinte kilómetros del lugar donde se hizo la inspección.
El jefe de montes era mi amigo por algo. Era conocedor del valor de las cosas. Supo
guardar el secreto. Le ofrecí unos huevos que llevé para regalárselos. Partimos en tres trozos
nuestra merienda y luego pasamos varias horas mirando el paisaje sin decir nada.
El lugar por donde fuimos estaba cubierto de árboles de seis a siete metros de altura.
Me acordé de cómo era el país en 1913: el desierto… El trabajo tranquilo y continuo, el aire
puro de las alturas, la prudencia en el vivir y, por encima de todo, la serenidad del alma
acabaron por darle a este anciano un aire de santidad casi solemne. Era un atleta de Dios. Me
pregunté entonces, cuántas hectáreas iba todavía a cubrir de árboles.
Antes de marchar, mi amigo le hizo apenas una pequeña sugerencia sobre algunas
clases de árboles a las que les podía ir bien aquel terreno. No insistió gran cosa. “Por una
buena razón, me dijo luego, este buen hombre sabe mucho más que yo”. Después de una hora
de camino -la idea le había ido dando vueltas en la cabeza- me dijo: “sabe mucho más que
todo el mundo. Encontró una muy buena manera de ser feliz”.
Fue gracias al jefe de montes que, no sólo el bosque, sino también la felicidad de este
hombre fueron protegidos. Para ello designó tres guardabosques y los aleccionó de tal manera
que resistieron a todos los vasos de vino que les ofrecieron los leñadores.
Parte IV, mayo.
Su obra no corrió un riesgo serio hasta la guerra de 1939. Los automóviles funcionaban
ahora con gasógeno, y no había suficiente madera.
Comenzaron a cortar por los robles de 1910, pero estas zonas estaban tan lejos de
todas las rutas que el negocio fue malísimo desde el punto de vista financiero. Abandonaron.
El pastor no llegó a ver nada. Estaba a treinta kilómetros, continuaba apaciblemente con su
trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la guerra del 14.
Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía ahora ochenta y siete años.
Tomé el camino de aquel erial, pero ahora, a pesar de que la guerra había arruinado el país, un
autobús hacía el trayecto entre el valle de la Durante y la montaña. Pensé que era este medio
de transporte, relativamente rápido, el que me hacía irreconocibles los lugares de los viejos
paseos. Me parecía también que el trayecto pasaba por parajes desconocidos. Necesité ver el
nombre de un pueblo para asegurarme que estaba en la región que yo tan bien conocía, antes
arruinada y triste. El autobús me dejó en Vergons.
En 1913, esta aldea de diez o doce casas tenía tres habitantes. Eran medio salvajes, se
odiaban, vivían de la caza con trampas y lazos; sólo un escalón por delante del estado físico y
moral de los hombres prehistóricos. Las ortigas crecían alrededor de las casas abandonadas.
Habían olvidado la esperanza. No les quedaba nada más que esperar a la muerte: una
situación que no predisponía precisamente a una vida virtuosa.
Todo había cambiado. El mismo aire. En lugar de los brutales vendavales que me
habían recibido en otro tiempo, murmuraba suavemente una brisa cargada de fragancias. Un
ruido parecido al del agua venía de las alturas: era el viento meciendo los árboles en el bosque.
Por fin, la cosa más gratificante, oí el ruido del agua manando de una fuente. Habían hecho
una fuente de la que brotaba agua en abundancia, y lo mejor de todo, habían plantado un tilo
que debía tener cuatro años, bien robusto, símbolo verdadero de la resurrección.
Además Vergons mostraba las señales de un trabajo para el que se necesita tener
mucha esperanza. La esperanza volvió. Se retiraron los escombros, se derribaron los muros
desvencijados y se reconstruyeron cinco casas. La aldea tenía veinticinco habitantes de los que
cuatro eran jóvenes matrimonios. Las casas nuevas, recién enjalbegadas, estaban rodeadas de
huertas donde crecían mezcladas pero ordenadas, las legumbres y las flores, las coles y los
rosales, los puerros y las bocas de dragón, los apios y las anémonas. Se convirtió en un pueblo
donde la vida era agradable.
Desde allí, hice el resto del camino a pie. La guerra de la que salíamos no dejaba que la
vida floreciese del todo, pero Lázaro había salido de la tumba. En las faldas de los montes, se
veían campos de cebada y de centeno, al fondo de los estrechos valles divisé el verde de los
prados.
Sólo hicieron falta ocho años para que todo el país resplandeciese de salud y de
bienestar. Donde estaban las ruinas que yo había visto en 1913, se veían ahora cuidadas
granjas, encaladas, que mostraban la existencia de una vida feliz y confortable. Los viejos
arroyos, alimentados por las lluvias y las nieves retenidas por los bosques, fluyen sin descanso.
Se canalizaron las aguas. Al lado de cada granja, en los bosquetes de arces, el agua que
desborda los vasos de las fuentes inunda los tapices de mentas frescas. Los pequeños pueblos
se van reconstruyendo poco a poco. Gente que vino de las llanuras donde la tierra cuesta cara,
vive ahora en el país, al que le han traído juventud, dinamismo y espíritu de aventura. En los
caminos te encuentras hombres y mujeres saludables, jóvenes a los que da gusto verlos reír y
que han vuelto a disfrutar de las fiestas campestres. Si se cuenta a los antiguos pobladores,
irreconocibles desde que su vida cambió, y a los venidos de afuera, más de diez mil personas le
deben la felicidad a Elzéard Bouffier.
Cuando reflexiono acerca de que un solo hombre, únicamente con sus recursos físicos
y morales se bastó para que saliese del desierto este país de Canaan, pienso que, aunque
alguno lo dude, la condición humana es admirable. Pero cuando pienso en la cantidad de
constancia, en la grandeza de alma que se necesita y el derroche de generosidad necesario
para alcanzar este resultado, me entra un inmenso respeto por este anciano carente de cultura
que llevó a cabo una tarea digna del mismísimo Dios.
Elzéard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en el hospicio de Banon.