Erase Una Vez El Placer - Andrea Adrich
Erase Una Vez El Placer - Andrea Adrich
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Andrea Adrich
ePub r1.0
Titivillus 22-10-2023
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Título: Érase una vez... el placer
Andrea Adrich, 2020
Diseño de cubierta: Andrea Adrich
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A mis lectoras.
A las que siempre estáis.
Gracias por vuestras opiniones, vuestras estrellas, vuestros «me
gusta», vuestros comentarios, vuestros divertidos gift, vuestros
emoticonos en mis posts, vuestra emoción…
Gracias por dotar de alma a mis personajes y de vida a mis
historias.
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Canciones
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Hazlo, y si te da miedo, hazlo con miedo.
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Capítulo 1
Adriana
Y llegó el día.
No el de mi boda, que dicho así lo parece, sino el día de mi cumpleaños.
Veinticinco me caían. Un cuarto de siglo ya. Quizá un tercio de vida, siendo
optimistas y contando con que llegue a los setenta y cinco.
No me importa cumplir años. No me importa la arruga ni el paso del
tiempo (¡vale, lo sé!, con veinticinco todavía no tengo que andar
preocupándome de esas cosas, pero lo digo por si acaso), simplemente no me
gusta ser el centro de atención. Y ese día lo eres. Claro, es tu cumpleaños.
Todo gira en torno a ti. La gente te felicita, te pregunta qué tal te ha caído el
nuevo año y te conviertes en poco menos que una chica del cable atendiendo
las chorrocientas llamadas que recibes.
«Gracias, mamá. Gracias, papá. Sí, parece mentira que ya tenga
veinticinco añazos».
«Gracias, tía Loreto. Sí, otro más que cayó».
«Gracias, primo. Ya voy teniendo una edad respetable, sí».
«Gracias, tío Pepe, por desearme una vida larga y próspera y que cumpla
un millón de años más para que termine pareciendo la momia de
Tutankamón».
Y bla, bla, bla…
Pero aquel cumple iba a ser el peor de todos, porque era el primero que
pasaba sola desde que Iván me había dejado por otra, después de una relación
de más de siete años. Sí, siete años, casi nada. Se puede decir que era mi
novio de toda la vida, pero a él le importó poco cuando le pareció buena idea
meterse entre las piernas de a saber tú qué fulana. Porque la culpa la tiene él,
que es quien tenía pareja y quien tenía que responder ante mí, pero si no
hubiera gente que se prestara a ello, otro gallo cantaría.
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Desde que me dejó habían pasado solo un par de meses, así que, para
alguien tan fiel a los sentimientos como yo, la herida estaba todavía abierta y
de vez en cuando, mucho más de vez en cuando de lo que me gustaba,
sangraba y supuraba toda la mierda que tenía dentro, que no era poca. Y es
que para mí la ruptura con Iván fue lo que se dice un mazazo, que me dejó el
corazón temblando y hecho pedazos. Todos mis planes de futuro lo incluían a
él, como era lógico. Y, por supuesto no era algo inmediato, pero sí lo veía
como marido y como padre de mis hijos. Normal, si no perdemos de vista que
llevábamos siete años juntos.
No quería hacer nada especial. El día lo es en sí mismo sin necesidad de
añadir nada, pero Julia, una de mis amigas, terminó convenciéndome para ir a
nuestro restaurante favorito, el Phuket Thai, un tailandés que está en la calle
Atocha, e invitar al resto del grupo, compuesto por María y Carla. Tenía que
sacudirme de encima la desidia que me perseguía desde hacía dos meses.
—Seguro que no podemos contar con Pía —dijo Julia con algo de fastidio
en la voz—. Últimamente está missing, no quiere saber nada de nosotras…
No sé qué puta mosca le ha picado —se quejó.
—De todas formas, avísale —intercedí, tratando de calmar los ánimos,
porque a Julia no le estaba gustando ni un pelo la actitud que tenía Pía—. Se
ha distanciado de nosotras, pero es que anda hasta arriba de trabajo —la
justifiqué.
—Pero ¿ni siquiera tiene tiempo para celebrar el cumpleaños de una de
sus mejores amigas? Al de María ya no vino, y fue hace dos meses.
—Es algo que suele ocurrir en los grupos, Julia. Ya no tenemos quince
años. Nos hacemos mayores y empiezan a pesar más las responsabilidades.
—Sí, supongo… —murmuró resignada, pero percibí que no estaba
convencida—. Yo creo que tiene algo por ahí.
—¿Algo de qué?
—Algún tío. Seguro que está liada con alguien y no nos lo ha dicho.
—Si anda con algún chico, ya sabrá cuando tiene que contárnoslo. Tú
avísale de la cena de mi cumpleaños, por si se anima a ir.
Julia suspiró, al tiempo que asentía resignada con la cabeza.
—Yo me encargo de todo. De reservar mesa en el restaurante y de avisar a
las chicas.
Llegué al Phuket Thai a las nueve y media de la noche, junto a Julia, porque
aparte de amiga, desde hacía un par de meses compartíamos piso. Me fui a
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vivir con ella cuando rompí con Iván. Evidentemente, después de enterarme
de la cornamenta que adornaba mi cabeza, no iba a estar bajo el mismo techo
que él. Hubiera corrido el peligro de recibir una paliza con el rodillo de la
cocina mientras dormía una de esas larguísimas siestas que se echaba el muy
cretino.
En la puerta nos esperaban María y Carla, las dos monísimas de la muerte.
María llevaba una falda corta de cuero negra y una camiseta de
transparencias de color rosa que realzaba su larga melena castaña. Carla,
siempre más discreta, había optado por un vestido largo vaquero, cuyas
mangas se había remangado hasta la altura del codo dándole un aspecto muy
cool, y unas sandalias de cuña de esparto. En el piso, Julia y yo estuvimos
más de una hora decidiendo qué ponernos y probándonos todos los modelitos
del armario. Si ya tenemos peligro solas, juntas no os hacéis una idea. No os
podéis imaginar cómo quedaron las habitaciones. Mi cama estaba sepultada
bajo un ingente montón de ropa que iría directamente al armario en forma de
montaña cuando llegara a casa, si es que pretendía dormir en ella. Y entre
trapito y trapito y corretear de allá para acá, yo atendía las llamadas y los
WhatsApp que entraban en mi móvil.
Finalmente, Julia se decantó por un minivestido fucsia que marcaba cada
una de sus exuberantes curvas y una americana negra, y yo por un pantalón
vaquero pitillo ajustado y un top lencero verde con encaje negro.
María y Carla me recibieron con una sonrisa de oreja a oreja cuando nos
vieron llegar.
—¡Felicidades, cumpleañera! —dijo María, echándome el brazo por el
cuello y dándome un beso en la mejilla—. Que cumplas muchos más.
—Gracias —respondí con una sonrisa.
—Los veinticinco te han caído genial. Estás guapísima —habló Carla,
estrechándome contra ella en un abrazo.
—Vosotras sí que estáis guapas. Todas —dije, y tuve que hacer un
esfuerzo para no emocionarme. La ruptura con Iván tenía mi sensibilidad a
flor de piel. Qué puta mierda.
—¿Alguna sabe algo de Pía? —preguntó Julia.
Las chicas negaron con la cabeza.
—No —respondieron.
Julia bufó.
—Lo de Pía ya no tiene nombre —se quejó sin ocultar su fastidio. Se giró
hacia mí—. ¿Al menos te habrá felicitado?
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—Sí, me ha llamado esta mañana, pero tenía prisa y la llamada ha durado
algo menos de dos minutos.
—Qué generosa —dijo Julia con ironía.
—Ya sabes cómo es —apuntó María.
—Sí, una desconsiderada.
—No te mosquees, Julia, no merece la pena —dijo Carla.
—Es verdad, da igual —dije, restando importancia al hecho de que Pía no
fuera a celebrar mi cumpleaños con nosotras—. Si no viene, no la vemos.
—Tenéis razón. Qué le den. Ella se lo pierde. Es tu cumpleaños, y no
vamos a dejar que nada estropee tu día.
Ya sentadas en la mesa que había reservado Julia, las tres me miraban
como si hubieran hecho una travesura.
—¿Qué? —les pregunté, empezando a echarme a temblar.
Las conozco y sé de lo que son capaces. De reojo viré la mirada de un
lado a otro, esperando que un boy vestido de policía o de bombero apareciera
de un momento a otro y se pusiera delante de mí a hacerme un baile erótico.
—Esto es de parte de las tres —dijo María, dándome un elegante sobre
alargado de color negro y dorado—. Deseamos que te guste.
Respiré aliviada y volví a recuperar el ritmo normal de la respiración, que
se me había acelerado. Sabían lo poco que me gustaban ese tipo de cosas,
pero con ellas nunca se sabía… Y sé de lo que hablo.
—Gracias —agradecí—. Pero no os teníais que haber molestado…
—Yo creo que sí —dijo Julia.
El tono enigmático de su voz y las extrañas sonrisillas de medio lado que
lucían María y Carla, hicieron que volviera a contener la respiración en la
garganta.
Un camarero se acercó a la mesa para tomarnos nota. Le fuimos dictando
lo que queríamos cada una y le pedimos que nos trajera una botella de vino.
—¿Qué es? —pregunté cuando el hombre se fue a la cocina con la
comanda.
—Es algo que hemos pensado que te vendría bien… —se arrancó a decir
María.
—Pero no alucines, ¿vale? —le cortó Julia.
¡Ay, Dios! Tragué saliva y traté de guardar la calma, pero no podía.
—Tranquilas, estoy curada de espanto —dije con la boca pequeña, porque
no era cierto.
Compuse en mis labios una sonrisa como buenamente pude, o algo
parecido a una sonrisa, y despegué el lacre. Levanté la solapa fingiendo que
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mantenía los nervios a raya y extraje una tarjeta tan elegante como lo era el
sobre. Mientras la abría notaba los insistentes tres pares de ojos de las chicas
clavados en mí, expectantes ante mi reacción.
Cuando leí el contenido se me cayó la mandíbula, casi literalmente, a la
mesa. Levanté los ojos de la tarjeta y las miré.
—Estáis de coña, ¿verdad? —les pregunté con cara de horror.
—No —respondieron las tres al mismo tiempo.
—En serio, chicas…, es una broma… —Al ver que permanecían
impasibles. Miré el techo, a mi izquierda y a mi derecha, intentando captar
algo sospechoso. Incluso levanté el cesto del pan que había encima de la mesa
y lo observé durante un rato—. ¿Dónde está la cámara oculta?
Las tres cabezas se movieron enérgicamente de un lado a otro, negando al
mismo tiempo, como si fueran las tres mellizas.
—No es una broma —dijeron con tanta tranquilidad, como si cada una de
ella se hubiera tragado un Buda.
Me revolví incómoda en la silla sin saber si reír, llorar, gritar, darme
cabezazos contra la pared o arrancarles a ellas la piel a tiras.
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Capítulo 2
Adriana
—Es… —No sabía cómo decirlo. Hasta noté que las mejillas se me
encendieron con un golpe de rubor—. Es una… —Bajé la voz para que no me
oyera nadie—… una invitación para el Templo del Placer.
—Sí, eso mismo es —dijo Julia, como si nada, dibujando una sonrisa de
oreja a oreja.
—Puedes elegir el escort que más te guste. Solo tienes que entrar en la
página web y escoger cita con el que quieras —explicó María.
—Nosotras les hemos echado un vistazo por encima y… —Carla alzó las
cejas en un gesto como si alucinara con lo que había visto—… si yo no
estuviera con Sebas iría de cabeza a por un italiano de ojos claros que tiene
una tableta de chocolate en la tripa digna de ser lamida y relamida.
—Se supone que son ellos los que te tienen que lamer a ti —dijo Julia
entre risas.
—Pero a mí no me importaría colaborar —señaló Carla.
—Y a mí porque me gustan las mujeres, bien lo sabéis, pero a alguno de
ellos no le haría ascos —comentó María en tono socarrón.
Abrí los ojos como platos. No podía creerme lo que estaba escuchando.
—Adri, deja de mirarnos como si estuvieras diciendo: «os voy a matar»
—dijo Carla.
—Es que os voy a matar —afirmé. Me recosté en la silla—. Pero ¿en qué
cojones estabais pensando para regalarme un… —busqué la palabra—
servicio con un gigoló?
—En realidad son varios servicios —me aclaró Julia en un hilo de voz—.
Puedes escoger entre toda una noche, o varias citas individuales, por si
quieres repetir o quieres estar con escorts distintos.
Giré el rostro hacia ella y la fulminé con los ojos.
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—¿Cómo? —dije ceñuda.
—Sí, es… como un bono. Salía un poco más barato.
Resoplé ruidosamente.
—¡Acabáramos!
Me retiré el pelo de la cara y me lo puse detrás de las orejas. En ese
momento llegó el camarero con nuestros platos. Todas guardamos silencio
mientras los colocaba delante de nosotras.
—Joder, Adri, ¿hace cuánto tiempo que no vives algo excitante? —me
preguntó María.
—¿Y para vosotras algo excitante es follar con un desconocido?
Ninguna de las tres se lo pensó un segundo.
—Sí.
—Estáis jodidamente mal de la cabeza. Dejad las drogas, por favor.
—Todo el mundo folla con desconocidos. ¿O qué te crees que hace la
gente cuando sale de fiesta o queda a través de las aplicaciones de ligoteo?
Follar —dijo Julia como algo evidente, y en realidad tenía razón, no estaba
descubriendo nada nuevo—. Yo ayer, por ejemplo, me follé a un tío de treinta
y seis tacos del que no me acuerdo como se llamaba. Creo que su nombre
empezaba por «J»: Javier, Juan, Jorge… Alguno era de esos.
—¡Joder, Julia! Lo tuyo no tiene nombre —dijo María. Cogió el tenedor y
pinchó un trozo de mango de su ensalada verde—. Eres una ninfómana
—añadió en tono de broma.
—Ojalá lo fuera —rio Julia—. El sexo es maravilloso.
Y juraría que la vi relamerse los labios al decirlo. Julia y el sexo. Dios, la
de cosas que se aprenden con ella. Se podría escribir un libro.
—En eso estoy de acuerdo —apuntó María—. El sexo es maravilloso, ni
el chocolate puede compararse con él.
—Chicas, ¿nos centramos? —intervino Carla, con voz de rapapolvo.
—Sí —afirmaron.
Carla me miró.
—Venga, Adriana, ¿qué tiene de malo? —me preguntó, volviendo a
retomar mi tema.
—Sí, ¿qué tiene de malo? —repitió Julia, que ya había empezado a dar
buena cuenta de sus tallarines con pollo—. Ya va siendo hora de que un
hombre te ponga mirando para Cuenca. Desde que te dejó Iván no te has dado
ni siquiera un simple homenaje, ni uno chiquitito. Es que ni siquiera has
salido a correrte una buena juerga. De esas que estás tres días seguidos
durmiendo la mona. No hay quien te saque de casa.
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En ese momento entendí cuál era el propósito de las chicas, y aunque
estaban como una regadera (esa noche me lo confirmaron, por si me quedaba
alguna duda), sabía que lo habían hecho con la mejor de las intenciones. Me
costaba reconocerlo, pero tenían razón. Desde que Iván rompió conmigo mi
vida social había caído en picado. Era cero, nula, inexistente… Mis salidas se
limitaban de ir de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Eché mano a la botella de agua, vertí un poco en mi copa y di un trago.
—Sé que vuestra intención es buena —comencé, dejando la copa de
nuevo en la mesa—, pero no es una buena idea. Lo que menos necesito es
pagar para que me… follen.
—En realidad lo pagamos nosotras, Adri. Es nuestro regalo de
cumpleaños —habló Carla.
Pero eso no me convencía.
—Además, no lo harás con cualquiera, lo harás con un Maestro del Placer
—dijo María, enfatizando las palabras «maestro del placer» con un brillo
pícaro en los ojos.
Así es como se hacían llamar los hombres que trabajaban en el Templo
del Placer. Un club de lujo que se había abierto en Madrid hacía poco menos
de un año y que había revolucionado la capital. Los escorts tenían fama de
auténticos maestros del placer y decían que no había mujer que no saliera de
allí más que satisfecha y con ganas de repetir. A pesar de que los precios de
los servicios mareaban, merecían la pena, según contaban. Los Maestros del
Placer eran hombres guapos, con muy buen cuerpo, elegantes y con las
suficientes dotes sexuales como para volverte loca de pasión. Es decir, que
sabían lo que se hacían. Parecía que Dios les hubiera concedido el don de
follar como los ángeles (y se lo hubiera negado al resto). Y, por si fuera poco,
les rodeaba un halo de misterio, porque ocultaban su rostro detrás de una
máscara de la que nunca se deshacían, preservando su identidad y
alimentando toda clase de morbos. Cuando el club y los Maestros del Placer
empezaron a coger reconocimiento y a hacer babear al género femenino de la
ciudad, todas nos preguntamos en algún momento, aunque no lo
reconociéramos, cómo sería pasar una noche con uno de esos hombres.
En ese instante, yo tenía la oportunidad de descubrirlo. La tenía allí
delante. En forma de tarjeta de invitación. Pero en mi caso, era una pregunta
que se iba a quedar sin respuesta, porque no tenía ninguna intención de ir al
Templo del Placer y contratar los servicios de uno de aquellos misteriosos
hombres que eran capaces de darte la vuelta a los ojos de puro placer.
—Lo siento, chicas —musité.
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Bajé la cabeza, piqué un poco de mi pollo con jengibre con el tenedor y
me lo llevé a la boca. Todavía no había tocado mi cena.
—¿No te lo vas a pensar? —me preguntó Carla.
—No —respondí, masticando.
Me observaron unos segundos con expresión pensativa.
—Está bien… —dijo Julia, resuelta.
La interrumpí.
—Sé que esto os ha costado una pasta gansa, y os agradezco que… bueno,
que tratéis de ayudarme, pero… No puedo, de verdad.
—No te preocupes por el dinero, la invitación se puede devolver. Así que
la devolvemos y te miramos otra cosa… —dijo Julia.
Miré a las tres.
—Me entendéis, ¿verdad? —les pregunté con el ánimo desinflado.
—Por supuesto, cielo —se adelantó a decir María—. No estás obligada a
hacer nada. Solo faltaría. Te conocemos y cuando se nos ocurrió la idea
barajamos la posibilidad de que no quisieras.
Julia cogió la tarjeta de encima de la mesa y la metió en el sobre.
—Tranquila, la devolvemos y ya está —dijo, guardándola en el bolso.
—Lo siento, chicas…
Me sentí fatal.
—Venga, es una tontería —contestó Julia para que no me preocupara.
—Es mejor devolverlo. Os habéis gastado una fortuna y no están las cosas
para estar derrochando el dinero. Pasar un rato con uno de esos hombres…
uno de esos Maestros del Placer cuesta un riñón.
—No son baratos, eso es verdad, pero creíamos que merecía la pena
—comentó Carla.
—No os andéis molestando en mirar otra cosa —atajé—. Ya habéis hecho
bastante, chicas.
—¿Cómo que no? —dijo María—. ¿Qué te parece el último perfume de
Lolita Lempicka? —me preguntó, para comprar sobre seguro y no meter de
nuevo la pata.
—Como queráis. —Sonreí.
—Huele genial. La tiene una de las churris con la que me enrollo de vez
en cuando y me dan ganas de comérmela entera cuando se la echa.
—Te la comerías igual si oliera a queso Roquefort —saltó Julia.
—Es verdad —rio María—. La última vez le lamí cada centímetro de piel
tres veces. Huele y sabe a maravilla, pero también lo haría aunque oliera a
queso Roquefort, como dices.
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Las cuatro nos echamos a reír.
Digo que Julia y el sexo, pero no hay que dejar atrás a María. Lo primero
que hace cuando se tira a una tía es contárnoslo, con pelos y señales. Nos
relata qué les hace, qué le hacen a ella, que obscenidades les dice, como se
corre… Ella misma podría escribir una novela contando sus aventuras y
desventuras con el género femenino (os adelanto que le encanta hacer la
tijera), y Julia podría hacerlo con el masculino. Ahí, en un mano a mano las
dos. Lo que os ibais a reír.
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Capítulo 3
Álex
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Sonrió de medio lado sin enseñar los dientes, pero dejando claro que le
gustaba lo que veía. Supongo que debería haberme sentido halagado cuando
su mirada se detuvo en mi paquete y permaneció ahí un rato, pero la verdad es
que me daba igual. Estaba tan acostumbrado a que me miraran como una
mercancía como a que babearan.
Cuando la alcancé, no medié palabra alguna con ella. No soy mucho de
hablar. Poseo un carácter reservado y tranquilo. Fui al grano, que es lo que me
habían pedido. Y yo siempre hago lo que me piden, y también iba a hacer que
aprovecharan bien su dinero.
Le di la vuelta de un envite, poniéndola de cara a su marido, y pegada a
mi cuerpo le acaricié los pechos por encima de la exquisita y cara blusa
blanca de transparencias que llevaba puesta. Enseguida me di cuenta de que
tenía las tetas operadas, porque noté la dureza artificial de la prótesis en las
palmas de las manos. Suspiró y echó la cabeza hacia atrás, recostándose en mi
hombro.
Bajé la mano derecha por su torso, salvé la cinturilla elástica de la falda de
tubo y el tanga y la colé hasta su coño. Le separé los labios con el índice y
ella contuvo un gemido cuando comencé a trazar círculos sobre su clítoris,
que ya estaba húmedo. Me gustaba que se mojaran en cuanto las tocaba, así
no tenía que insistir mucho.
Ya en acción, le metí el dedo en el interior mientras le mordisqueaba el
lóbulo de la oreja. La sentí estremecerse y sonreí para mí. El espectáculo
estaba servido. Me pregunté quién se correría antes, si ella o su marido.
Aunque estando ella en mis manos, lo haría ella.
Miré de reojo al marido al tiempo que le introducía otro dedo a su esposa.
Sus ojos, entornados, contemplaban la escena con una lujuria que no podía
contener. Empecé a sacar y a meter los dedos una y otra vez, aumentando el
ritmo poco a poco. El tenue sonido del chapoteo de los jugos inundó la
habitación.
—¿Te gusta? —le susurré en el oído provocadoramente.
Ella me contestó con un «sí» gemido.
Empezó a mover el culo, restregándose contra mi miembro, que ya
apuntaba maneras. Le follé el coño con los dedos hasta ponerla al borde del
orgasmo. Sin embargo, no iba a dejar que se corriera, no todavía. Saqué los
dedos y se los metí en la boca. Ella los chupó con fruición y con unas ganas
desmedidas, probando su propio sabor.
—Así, nena… Muy bien —dije mientras que, con la mano que tenía libre,
le estrujaba un pecho.
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—Fóllame —me pidió.
Era más bien una exigencia, pero la voz sonaba suplicante. Ya no podía
más, y ella sabía que solo yo podía hacer que se corriera.
—Tus deseos son órdenes para mí —susurré.
Pensé en un ángulo desde el que su marido pudiera ver perfectamente
cómo me la iba a follar, y la llevé hacia la mesa. Le puse la mano en la
espalda y la obligué a inclinarse sobre la superficie de cristal, ofreciéndome el
culo.
Le bajé la cremallera de la falda y deslicé la prenda por sus piernas, junto
con el tanga, hasta que ambas cayeron al suelo.
No tenía un mal trasero.
—Abre las piernas —dije.
No era una orden, aunque ella se lo tomó como tal, porque las abrió de
inmediato.
La mantuve expectante e impaciente en esa posición mientras me
desabrochaba el cinturón y me quitaba los pantalones y el bóxer. Me acerqué
a la mesilla y después de abrir el cajón superior, cogí un preservativo.
Mientras me lo colocaba observé como sus flujos se deslizaban por sus
muslos. Estaba chorreando, literalmente.
En camisa y corbata la sujeté poniendo una mano en su nalga y con la otra
me cogí la polla. Sin preámbulos, se la metí hasta el fondo, volcándome sobre
su cuerpo. Ella gimió tan alto con mi embestida que su marido se movió,
cambiando de posición. Salí y volví a entrar de su mujer con un empujón
seco. Lo hice una y otra vez mientras ella se retorcía de placer. Aferré las
manos a sus caderas y empecé a moverme dentro de ella deprisa, clavándome
en su coño profundamente.
Una, dos, tres, cuatro veces…
El ritmo se volvió frenético. Un coro de jadeos llenó la habitación, hasta
que sus músculos vaginales se contrajeron alrededor de mi miembro y estalló
en un intenso orgasmo que le hizo estremecerse de la cabeza a los pies.
—Joder… Has hecho que me corra como una puta —la oí susurrar cuando
aún la acometían las últimas sacudidas.
—Ese es mi trabajo —dije satisfecho.
Salí de ella, me quité el condón y le hice un nudo para tirarlo a la
papelera.
No me corrí, tampoco hacía falta. En muchos servicios no lo hacía. Se me
ponía dura y eso era suficiente. Lo importante era el placer de las clientas, no
el mío.
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Cuando la pareja salió de la habitación, me di la vuelta y me fui al baño.
Delante del espejo me quité la máscara negra que había elegido de mi extensa
colección para ponerme aquella noche, y que conjuntaba con el elegante traje
de chaqueta negro con el que me había engalanado, como si fuera James
Bond. La dejé sobre la encimera de mármol negro del lavabo, y me metí en la
ducha. Tenía el próximo servicio en dos horas y media, así que podría dormir
un rato.
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Capítulo 4
Adriana
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la música alta, a hablar gritando, a beber, a bailar en medio de la pista…
Supongo que cuando te echas novio tan pronto, hay cosas de la juventud que
no vives del todo. Miré a mi alrededor y deseé estar en casa, tumbada en el
sofá leyendo un buen libro, mientras escuchaba algo de jazz o de bossa nova,
y no aquel sonido electrónico que salía por los altavoces y que parecía
provenir del algún polígono.
Me puse seria conmigo misma y me obligué a no estropearme el
cumpleaños y no estropear la noche a las chicas. No se lo merecían.
—Por Adri y sus veinticinco añitos recién cumplidos —dijo María,
levantando su copa.
—¡Por Adri y sus veinticinco añitos recién cumplidos! —corearon Julia y
Carla.
Alcé mi copa y choqué el borde con las suyas.
—Gracias, chicas —dije, después de dar un trago de champán—. Sois las
mejores —añadí en un arrebato de emoción.
—En la cena querías matarnos —dijo Julia, guiñándome un ojo.
—Sí, menuda cara de asesina —apuntó María.
—Sí… ya… Bueno…, es que el regalito se las trae…
—Mira que eres tonta —intervino Carla a voces, para salvar el sonido de
la música—. Con lo bien que te lo ibas a pasar con uno de esos maromos que
parecen hechos a cincel. Ahí, abierta de piernas, dejándote hacer de todo.
Pim, pam toma Lacasitos…
Tuve que reírme a la fuerza.
¡Dios mío, estaban locas!
Brindamos otras tantas veces más. Y reímos, bailamos, hablamos (más
bien voceamos) y disfrutamos de lo lindo. La verdad es que me lo estaba
pasando mucho mejor de lo que pensé que lo haría, hasta que todo se jodió.
Y de qué manera.
De reojo, vi una figura familiar. Volví el rostro hacia la pista y…
—¿Esa no es Pía? —dije a las chicas.
Todas giraron la cabeza y siguieron la dirección de mi mirada.
—Sí que es Pía —contestó Julia—. La muy perra.
—¿Está sola? —preguntó María.
Pero su pregunta se contestó solita cuando un chico apareció por detrás, la
cogió de la cintura y le estampó un beso en la boca. Por el modo en que su
lengua se escapaba de entre los labios, en algún momento tuvo que llegar a
sus amígdalas.
—¡Joder! —exclamó María.
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—Os dije que estaba con alguien, que no era normal su actitud…
—intervino Julia, pero las palabras se le cortaron de repente cuando las luces
de la discoteca nos permitieron ver el rostro del chico.
Cogimos aire impresionadas.
Una expresión de asombro se me congeló en la cara. Me quedé como si
me acabaran de echar un cubo de agua helada. No podía ser. Joder, no podía
ser.
El chico con el que estaba Pía era Iván.
Cerré los ojos, pensando que igual era una alucinación mía o que estaba
tan obsesionada con él que le veía en todas partes, como una de esas
apariciones de la Virgen. Pero no, ahí seguía cuando los abrí. Ahí estaba con
ella. Y ella con él.
Noté como el color iba abandonándome el rostro.
Iván y Pía.
Mi exnovio y una de mis mejores amigas.
—¡Qué hijos de puta! —soltó Julia.
—Mira quién era la fulana —le siguió María.
«Fulana» era el apodo con el que llamábamos las chicas y yo a la tía con
la que se había liado Iván estando conmigo cuando no era más que un rostro
anónimo.
—¡Él es un puto cabrón! —completó Carla la retahíla de exabruptos hacia
sus personas.
—Adriana, cariño, ¿estás…?
No terminé de oír la pregunta de Julia, sin poder controlarme, eché a
andar hacia ellos. Aunque la pista estaba llena, me abrí paso sin problema
entre la gente. Hubiera pasado por encima de cualquiera que se me hubiera
puesto delante, incluso por encima de un cadáver si hubiera sido necesario.
Dios, quería arrancarles la cabeza y esa intención llevaba.
Me di cuenta de que tenía los dientes apretados cuando hablé para decirles
que eran unos hijos de puta y noté que me dolían las mandíbulas. Sus caras de
sorpresa al verme y la vergüenza que reflejaban las mejillas de Pía me
complacieron, pero no era suficiente.
—Adriana, pensé que… que solo ibais a cenar… —balbuceó Pía,
nerviosa.
—¿Eso es todo lo que vas a decirme? ¿Que solo pensabas que íbamos a
cenar? —Imité su voz, demasiado delicada siempre, demasiado repipi. Me
cagué en las mosquitas muertas y en los muertos de ambos también—. ¿No
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tenías otro chico en el que fijarte que en mi novio? —inquirí. El color de sus
mejillas se volvió escarlata.
—Yo… —No le salían las palabras.
Me giré hacia Iván.
—Eres un cabrón y un puto cobarde —le dije, y aunque me estaban
llevando los demonios, no grité ni le solté una hostia. No merecía la pena,
aunque no me faltaban las ganas.
—Lo siento, Adri… —fue lo único que dijo—. De verdad que…
Bufé sin dejarle acabar.
—Sois tal para cual. Una mierda. No merecéis la pena ninguno de los dos.
Ni tú como pareja ni tú como amiga —dije con desprecio, mirando a uno y a
otro.
Me di la vuelta.
—Espera… —La mano de Pía me cogió el brazo.
Me giré hacia ella queriéndola matar con la mirada. Me soltó rápidamente
y pareció encogerse.
—Idos a tomar por culo. Los dos —sentencié con rabia.
Las chicas estaban detrás de mí, a punto de empezar a echar espuma por la
boca, dispuestas a entrar en batalla, pero no era necesario. Yo ya les había
dicho todo lo que tenía que decirles. No quería montar un pollo en la
discoteca y terminar saliendo en el programa de sucesos de Ana Rosa
Quintana.
—Vámonos —les pedí.
—¡Sois los dos unos cerdos! —oí gritar a Julia, que siempre ha sido la
más espontánea de todas.
—Vámonos, por favor —rogué.
Vi a todas negar con la cabeza con expresión decepcionada. Ninguna
hubiéramos esperado algo así de Pía. Ella era la más sensata del grupo, la más
juiciosa, la que nos hacía entrar en razón cuando a alguna se nos iba la cabeza
y amenazábamos con mandarlo todo a la mierda. ¿Cuántas veces me había
consolado cuando discutía con Iván? ¿Cuántas veces me había aconsejado
sobre qué hacer cuando me ofuscaba y no veía más allá? Pero estaba claro
que las apariencias engañaban y que algunas personas eran seres poliédricos,
escondiendo caras que no mostraban a la gente.
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Capítulo 5
Adriana
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Respiré hondo para tratar de calmarme. Ni siquiera era capaz de explicar
con palabras lo que sentía en esos momentos, los sentimientos que me
recorrían el cuerpo. Todo era confusión, incredulidad y ofuscación en mi
cabeza. Un caos de ideas.
—Sabía que le pasaba algo a Pía —afirmó Julia con los dientes
apretados—. Lo sabía. La manera en que se ha alejado de nosotras… Tan
drástica. Es imposible que la excusa fuera solo el trabajo. Nadie está las
veinticuatro horas del día trabajando.
—No me extraña que se haya alejado. Se le tiene que caer la cara de
vergüenza cuando vea a Adriana —dijo Carla.
—¡Menuda gilipollas! —soltó María.
—Y él es un soplagaitas —habló Julia.
Me tapé la cara con las manos.
—Me siento como una imbécil —dije.
—No, cariño, si aquí hay unos imbéciles, son ellos —repuso María.
Bajé las manos y sacudí la cabeza.
—¿Podéis creéroslo? Iván y Pía. Liados. Esto parece un mal sueño, joder
—dije, sentándome en los escalones de piedra de un portal—. Mi novio me ha
estado poniendo los cuernos con una de mis amigas. Es la típica historia que
te destroza la vida.
—Pues la tuya no la va a destrozar. De eso nada —dijo Julia tajante—.
Hace dos meses que ese gilipollas y tú rompisteis. ¿Qué más da si te puso los
cuernos con tu amiga o con una desconocida? Sigue valiendo tan poco como
un mojón, tan poco como una mierda pinchada en un palo… Ojalá les salgan
unas almorranas tan grandes como sus cabezas y no puedan sentarse en
meses.
Estallé en una carcajada.
Dios mío. Creo que reí por no llorar, y porque Julia tiene unas caídas con
las que has de reírte, aunque no tengas ganas.
—¡Qué burra eres! —dijo Carla, que también se estaba descojonando.
Julia se acuclilló frente a mí y apoyó las manos en mis rodillas.
—Sé que esto te ha hecho mucho daño —dijo en tono serio, porque
cuando Julia se pone a hablar en serio y coge al sentido común por banda no
le gana nadie—. Es un palo saber que tu novio y tu amiga te la han pegado. Es
un dolor por partida doble, pero no puedes dejar que te hunda, Adri. Tía, vales
mucho para dejar que esto te hunda.
—Y eres más fuerte de lo que crees —añadió Carla con una sonrisa.
Resoplé.
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—Estoy… —Cerré los ojos—… No sé… ofuscada, confundida. Os juro
que no sé qué pensar —murmuré.
—Es normal que estés así —dijo María. Tanto ella como Carla se
agacharon para ponerse a mi altura—. Pero mañana verás las cosas de otra
forma.
—Si lo piensas bien, a pesar de lo que has visto, las cosas no han
cambiado —dijo Carla—. Iván es un gilipollas y ahora hemos descubierto que
Pía también lo es. Está bien que las personas revelen su verdadera cara, ahora
no te llevarás a engaños con ninguno de los dos.
—Yo creo que Pía te ha hecho un favor, cielo. Te ha quitado de encima a
un soplapollas. ¿Qué más puedes pedir? Si tenía que pasar algo como lo que
ha pasado, mejor ahora que no después, cuando os hubierais casado o cuando
hubierais tenido hijos… —dijo Julia.
—Pero es que llevábamos siete años juntos. ¡Siete años! Y lo ha tirado
todo por la borda. Absolutamente todo —dije, conteniendo un sollozo.
—Porque Iván no era para ti —intervino María—. ¿No te das cuenta de la
clase de… tiparraco que es? Tiene razón Julia, te has quitado de encima a un
buen soplapollas.
Apreté los labios y moví la cabeza. No era tan fácil. Era consciente de que
lo que decían las chicas era cierto. Iván era un soplapollas. En eso estábamos
de acuerdo. Había mostrado una cara inédita para mí, hasta el día que rompió
conmigo para irse con Pía, una cara que ignoraba que tuviera. En aquel
momento en que me dejó, no se atrevió a revelarme quien era la persona con
la que me estaba siendo infiel y solo era una desconocida; sin rostro, sin
nombre, sin identidad; una fulana, como la apodábamos las chicas y yo, pero
no podía borrar de mi mente siete años de noviazgo como quien borra con una
goma un renglón que ha escrito torcido en un papel, y menos ahora, que sabía
que con quien me había puesto los cuernos era con Pía. Puto cabrón de
mierda. Estaba cabreada como una mona.
Resoplé de nuevo y me levanté.
—Yo por esta noche ya he tenido suficiente —dije, terminando de
secarme las lágrimas—. Me voy a casa.
—Yo me voy contigo —dijo Julia—. Se me ha puesto mal cuerpo al ver a
esos dos.
—Y a nosotras —añadieron Carla y María.
Y así acabó mi cumpleaños. Viendo como mi exnovio y una de mis
amigas se metían la lengua hasta la campanilla en medio de la pista de baile
de una discoteca.
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Muy idílico todo.
¡Qué hija de puta puede ser la vida a veces!
Yo, que siempre había creído en los cuentos, que me encantaban las
historias que empezaban por el típico: «Érase una vez…», que estaba
escribiendo el mío propio con Iván; pasito a pasito, con nuestras cosas, con
nuestras rachas buenas y malas; me había dado cuenta de la peor manera
posible de que no siempre las historias acaban con los protagonistas comiendo
perdices.
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Capítulo 6
Álex
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No voy a mentir a estas alturas. Soy esencialmente hedonista. El placer,
en todas sus formas, es parte fundamental de mi vida. A veces soy superficial,
narcisista y frívolo (creo que eso es lo que me permite sobrevivir en esta
profesión. Vendo mi cuerpo para dar placer, ¿de qué otro modo subsistiría en
él si no echo mano de un poco de frivolidad?), y reconozco que encuentro un
placer morboso en ser capaz de satisfacer sexualmente a las mujeres, y en
provocarles los mayores orgasmos de sus vidas mientras gritan, gimen o
jadean mi nombre, aferradas con las uñas al colchón. Supongo que se trata de
ego. Sé lo que valgo y por qué lo valgo. No en vano soy un Maestro del
Placer. Uno de los más reconocidos, o el más reconocido, quizá.
El local adquirió tanta fama en el tiempo que llevaba abierto, que las
noches eran agotadoras. Aquella noche me duché después de mi tercer y
último servicio y salí de mi Pleasure Room con unos vaqueros con rotos, una
camiseta blanca ajustada y una americana negra que me dejé desabrochada.
Tras la puerta quedaban los elegantes trajes con corbata perfectamente
colgados en el armario, el cuero y las botas altas con las que algunas clientas
querían que las follara, y las máscaras, accesorio que nunca nos quitamos.
—¿Te vas a casa? —me preguntó en el pasillo Víctor, otro de los escorts
del Templo del Placer y mi mejor amigo. Un andaluz simpático y de carácter
noble con el que se podía contar para todo.
—Sí, he terminado por hoy. ¿Has traído el coche?
—No, le tengo en el taller.
—¿Qué le pasa?
—La polea del cigüeñal, se ha roto y me la están cambiando —respondió
Víctor.
—Te acerco a casa, entonces —me ofrecí.
—Gracias, tío —me agradeció, dándome una sonora palmada en el
hombro—. Porque no me apetece nada tener que estar esperando a un taxi o
un uber —añadió.
—No hay problema, vamos.
Salimos por la puerta de atrás del Templo del Placer que daba al parking
privado donde los escorts y el resto de los empleados aparcábamos los coches.
Abrí el mío con el mando a distancia y metí en el maletero la bolsa de
gimnasio que llevaba en la mano.
—¿Noche movidita? —pregunté a Víctor, ya camino de su piso.
—Sí, últimamente enlazo un servicio con otro. Voy a terminar en el
chasis, joder —contestó.
Me eché a reír.
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—Estás muy solicitado, cabrón. Ese acento andaluz tuyo las vuelve locas
—bromeé.
—Me veo dando clases de dicción para que me dejen descansar un poco
—dijo Víctor en tono despreocupado. Se giró hacia mí—. Y tú, ¿qué tal? Has
atendido a una de esas parejas donde al marido le gusta mirar cómo te follas a
su mujercita…
—Sí.
—Yo tuve una de esas parejas la semana pasada. El marido se corrió casi
antes que ella. Estaba encantado de ver cómo me la follaba —explicó con
cierta perplejidad en la voz—. Cuando era ajeno a este mundo te juro que no
pensaba que hubiera tanto tío al que le gustara ver como otro hombre se tira a
su chica.
—A veces es una contraprestación —dije.
—¿Una contraprestación? —repitió, con el ceño ligeramente fruncido.
—Sí. La mujer le regala un trío a su pareja con otra mujer, para que luego
él le devuelva el regalo.
Víctor se pasó las manos por el pelo.
—Vaya… —musitó.
—De unos años para acá los tríos se han convertido en el regalo de moda,
y siempre es mejor que la parte invitada sea un desconocido. Se evitan
posibles problemas en un futuro —repuse.
—Y ahí es donde entramos nosotros.
—Sí.
—Al principio me daba un poco de palo tener un mirón mientras follaba
—confesó Víctor—, pero después se me quitó cualquier pudor, como con el
resto de las cosas.
—Con pudor poco puedes hacer en este mundo, pero es verdad que las
primeras veces siempre resultan extrañas, aunque después te acostumbras. Al
fin y al cabo, es trabajo. Solo eso —dije.
—¿Te has hecho ya los análisis de ETS de este trimestre? —me preguntó.
—No, voy el lunes. Creo que tengo la cita a las diez menos cuarto
—contesté.
—Yo tengo que ir a hacérmelos el martes. ¿Quedamos el lunes para ir al
gimnasio después de que te los hagas?
—Sí, perfecto. Como estás sin coche, te paso a buscar a casa y vamos
juntos.
—Vale.
Me dio un apretón de manos para despedirse.
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—Esta noche libro, así que no te veré.
—Nos vemos entonces el lunes para ir al gimnasio.
—Que te sea leve —dijo, bajándose del coche.
—Descansa.
Cerró la puerta y enfiló los pasos hacia el bloque de pisos. Puse el motor
de nuevo en marcha y me fui a casa. Tenía unas ganas horribles de pillar la
cama y dormir durante varias horas seguidas. Al llegar, metí el coche en el
garaje y subí al ático.
Una de las mejores cosas que tiene ser escort de alto standing es la pasta
que se gana (esta es una de mis frivolidades), y que me permite alquilar un
ático de lujo de doscientos metros cuadrados en pleno Paseo de la Castellana,
con todo tipo de comodidades y vistas sin igual al mismo paseo, y hasta
contratar a un diseñador de interiores para que me lo decore. ¿Cuántos
empresarios o ejecutivos pueden permitirse algo así a pesar de ser
empresarios o ejecutivos?
Apoyé la bolsa que había sacado del maletero del coche en el sofá del
salón y cuando llegué a la habitación me desnudé, quedándome solo con el
bóxer, encendí el aire acondicionado, porque el día se presentaba calentito,
abrí la cama y sin más dilación me deslicé en ella. Apenas apoyé la cabeza en
la almohada, conquisté los encantadores brazos de Morfeo.
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Capítulo 7
Adriana
Abrí los ojos con un nudo de angustia en la garganta. Ahí estaba de nuevo
también la misma opresión en el pecho y esa falta de aire que había tenido
cuando salí de la discoteca después del encontronazo con Iván y Pía. Intuí que
era ansiedad y que, si no le ponía remedio pronto, iba a darme un ataque. Ya
me veía hiperventilando y respirando en una bolsa.
Inhalé profundamente varias veces, reteniendo el aire en los pulmones
durante unos segundos y soltándolo lentamente después, siguiendo los
consejos de los manuales de meditación que últimamente me había dado por
leer —para ser más concretos, desde que Iván me dejó—, pero no tanto por
practicar, ya que lo de ponerme en la posición de loto no era lo mío, porque
nunca he sido muy flexible que digamos. Traté de tranquilizarme y de
deshacer el nudo de la garganta. Quizá en esos momentos me hubiera venido
bien haber aprendido a meditar (en vez de dedicarme solo a leer la teoría), o
haber aprendido a hacerme el haraquiri, no lo sé bien.
Apenas dormí, me mantuve en un extraño e inquieto duermevela que me
llenó el sueño de horribles pesadillas, con espantosas hienas, e hidras que les
arrancaban la cabeza de cuajo, como cuando tienes fiebre y no dejas de soñar
tonterías. No sé si la hidra era yo y las hienas Iván y Pía, el caso es que había
sangre por todas partes y risas terroríficas. Freud se hubiera frotado las manos
interpretándolo. Y el insoportable calor que había sacudido la noche tampoco
me ayudó a conciliar el sueño.
Cuando más o menos me deshice del nudo de la garganta con las
tropecientas inhalaciones y exhalaciones que realicé, me levanté de la cama,
salí de la habitación y arrastré los pies hasta el cuarto de baño. Me metí
directamente en la ducha. Di el grifo y dejé que el agua fría me espabilara.
Necesitaba desentumecer el caos de pensamientos que tenía en la cabeza.
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Aunque dado el nivel de ofuscación, lo mejor era cortármela, porque iba a
volverme loca.
Apoyé la frente en los azulejos y rompí a llorar.
Así venía el llanto los dos últimos meses: sin avisar, sin control, sin
contención, sin prisa por irse. Podía tirarme horas llorando, hasta que el
propio llanto terminaba agotándome y dejándome sin fuerzas. Aquella era una
de esas veces.
No sé cuánto tiempo estuve así, en esa posición, bajo el agua, pero fue el
suficiente para que los dedos de los pies y de las manos se me arrugaran como
pasas. ¿Algún día acabaría aquello? ¿Algún día dejaría de llorar por Iván?
¿Algún día dejaría de llorar por su puñetera traición? Los cuernos dolían,
dolían de huevos.
Salí de la ducha y me envolví en el albornoz. Me lancé una mirada a
través del espejo del lavabo después de quitar con la mano el vaho de la
superficie. Tenía los ojos rojos como tomates y el alma me asomaba a ellos
con una tristeza que apenas podía contener. Dejé caer los hombros, suspiré
con cierta resignación que había acumulado, y volví a la habitación.
Sentada a los pies de la cama me di cuenta de que, si había una sensación
que predominaba por encima del barullo de las demás, esa era la que me hacía
sentir como una gilipollas, como una gilipollas integral. Eso es lo que había
estado haciendo mientras Iván y Pía se revolcaban a mis espaldas, el
gilipollas. Aunque ahora ya sabía por qué los dos tenían tan poco tiempo para
mí últimamente.
Pero había otra sensación que palpitaba en mi interior.
Clara, concisa, tajante.
Necesitaba rebelarme, contra el mundo, contra la sociedad, contra la
injusticia. Rebelarme contra mí misma, contra Iván, contra Pía. Contra todo lo
que me encorsetaba, contra lo que tiraba de mí hacia abajo. Necesitar gritar,
dar un golpe en la mesa. Necesitaba hacer algo malo, algo indebido, algo
vedado… Romper los esquemas del perfecto organigrama de mi vida y
salirme de la tangente. Destrozarlo todo.
Y entonces me vino a la cabeza la tarjeta de invitación que las chicas me
habían regalado para ir al Templo del Placer. No sé si era la resaca emocional
que tenía encima y que me nublaba la mente —o me la aclaraba—, pero ya no
me parecía un regalo tan descabellado ni tan mala idea lo que habían pensado
para mí cuando la compraron.
Me levanté decidida. Sí, eso es lo que tenía que hacer. Algo que no había
hecho en mi vida: follar con un desconocido. Con lo que implicaba para mí en
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ese momento. Liberarme. Explotar. Escapar. Evadirme.
El único hombre con el que había estado había sido Iván. Solo había sido
suya, y aún lo seguía siendo, porque no había estado con nadie en los dos
meses que habían pasado desde que rompió conmigo.
Dejar que un desconocido se metiera entre mis piernas era una forma de
empezar a sacarlo de mi vida, de dejar que estuviera ahí, aunque solo fuera de
forma metafórica.
Abrí la puerta de la habitación y salí al pasillo. Con pasos decididos fui al
salón, donde Julia estaba muy atareada pintándose las uñas de los pies de un
bonito color burdeos. La mesita auxiliar estaba llena de esmaltes y algodones,
y tenía los dedos abiertos con un separador.
—Buenos días —me saludó al verme entrar en el salón.
—Buenos días —correspondí.
Julia inclinó la cabeza hacia un lado y me observó unos instantes con los
ojos entornados.
—¿Has estado llorando, Adri?
—Sí —contesté. Julia chasqueó la lengua contra el paladar—. Pero estoy
bien —me adelanté a decir para tranquilizarla. Mi nueva actitud me había
imbuido un chute de energías renovadas directamente en vena—. ¿Dónde
tienes la invitación del Templo del Placer? —le pregunté.
—Sigue en mi bolso.
—Bien, no la devuelvas. Ya no es necesario que me compréis el perfume
de Lolita Lempicka —dije.
Julia me miró como si lo que tuviera delante fuera un reptiliano.
—¿Qué vas a hacer, Adri? —me preguntó, empezando a alucinar
pepinillos en vinagre.
—Ir —respondí con decisión—, y disfrutar de mi regalo de cumpleaños.
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Capítulo 8
Adriana
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—Sí, es así como se hace, ¿no?
—Sí, pero déjame que llame a Carla y a María. Ellas tienen que estar
presentes. No puedes elegir Maestro del Placer sin nuestra aprobación
—bromeó.
Me eché a reír.
—Sabes que voy a elegir al que quiera, tenga vuestro beneplácito o no,
¿verdad? —dije.
Julia hizo un aspaviento con las manos mientras cogía el móvil, que lo
tenía cargando encima de la mesita auxiliar, entre la cantidad ingente de
esmaltes.
—Sí, ya lo sé, pero va a ser un momento memorable y quiero que todas
estemos aquí, brindándote apoyo —dijo, al tiempo que se colocaba el teléfono
en la oreja.
Puse los ojos en blanco y negué con cabeza. Definitivamente mis amigas
estaban chifladas y me estaban contagiando sus chifladuras a mí. Dios, no me
quise imaginar cómo acabaríamos.
A Carla y a María les faltó tiempo para ir al piso. Acudieron a la llamada
de Julia de inmediato. Estaban emocionadísimas con la idea de que
finalmente hubiera decidido aceptar su regalo.
—¡Dios, Adriana, no sabes cómo nos alegramos! —dijeron nada más
verme, después de saludarme con un abrazo.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —me preguntó Carla.
—Estoy harta de ser una pringada —dije—. Estoy harta de ser la buena
del cuento, de tratar de ser siempre perfecta. Quiero hacer algo malo, algo
indebido…
—Algo indecente —interrumpió Julia.
—Sí, algo indecente también.
—Adriana se nos ha vuelto rebelde —comentó María, entusiasmada.
—Desde luego esto es un acto de rebeldía en toda regla —afirmé.
—Pero venga, echa un vistazo a los Maestros del Placer a ver cuál te gusta
más.
Cuando piqué en el apartado de la página web en la que se presentaban los
escorts me quedé atónita. Lejos de ser fotografías provocadoras, ordinarias,
insultantes o carentes de gusto, los hombres se mostraban a través de
instantáneas donde la elegancia y la sofisticación eran las absolutas
protagonistas. Todas estaban hechas en blanco y negro, jugando con el
claroscuro y la belleza ambigua de la contraposición. Parecía una exposición
de fotografía de una exitosa galería. Unos aparecían con rostro pensativo en
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un sillón, otros medios tumbados, otros mirando directamente a la cámara con
una actitud sugerente que prometía miles de travesuras. Unos de perfil,
enseñando parte del torso, otros apoyados en la pared… Aunque todos ellos
tenían el rostro oculto bajo una máscara. Pero aun sin verles la cara, se
advertía que eran hombres atractivísimos, con cuerpazos de quitar el hipo y
portes de modelo de revista.
—Joder… —musité.
Las chicas me miraron.
—¿Qué te habíamos dicho? —dijo Julia.
—¿Los habéis visto bien? —susurré, incapaz de apartar la mirada de la
pantalla.
—¿Qué si los hemos visto bien? A mí Sebas me pilló el otro día dándoles
un repaso en el móvil —comentó Carla—. Estaba babeando, tías.
Literalmente. Tuve que decirle que estaba buscando fotografías de hombres
para cambiar el atrezo del escaparate.
Nos reímos.
—Yo no sé qué llevará la receta de la felicidad, pero debe incluir una
noche de sexo con un hombre de estos —dijo Julia—. Me pongo cachonda
solo viendo las fotos.
La verdad es que eran alucinantes. Incluso a mí se me estaba haciendo la
boca agua, y eso que no tenía el chichi para farolillos.
—¿Hay alguno que te llame la atención? —dijo María.
—Pregúntame más bien si hay alguno que no me la llame.
—Ya, bueno, pero al menos que quieras montarte una orgía, tienes que
elegir a uno.
—Sí, lo sé… —Resoplé—. Vale, vayamos por orden —dije, tratando de
poner algo de disciplina en el batiburrillo de mi cabeza—. Cada uno tiene su
propio perfil. Podemos ir viéndolos uno a uno.
Entré en el de un chico llamado Aitor.
—Es un poco yogurín, ¿no os parece? —dijo Julia.
—Sí —contesté yo—. Prefiero alguien con más edad. Ya que puedo
elegir…
El siguiente era Pablo, un chico muy alto con unos músculos de escándalo
que dejaba entrever entre la penumbra. Vimos también el perfil de Hugo,
Óscar, Pedro, Marcus, Cristóbal, Rubén…
—Este es el italiano del que hablé ayer en la cena —interrumpió Carla.
—Joder, no está nada mal —comentó Julia.
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Se llamaba Giuseppe, era elegante y tenía unos preciosos ojos claros,
aparte de un cuerpo de infarto.
—Yo lavaría todas mis bragas en sus abdominales —suspiró Carla sin
poder evitarlo.
Volvimos a reírnos.
Seguimos curioseando por el resto de los perfiles: Daniel, Mario, Víctor…
—¡Hostias con Víctor! —saltó Julia cuando las fotografías de un chico
alto, con los ojos negros como el carbón y mirada seductora, llenaron la
pantalla—. Y encima es andaluz, con la debilidad que tengo yo por los
andaluces. Madre mía… —gimió.
—Yo no puedo seguir viendo esto, me estoy poniendo malísima —dijo
Carla en actitud dramática.
María la cogió del brazo y la retuvo frente al ordenador.
—Tú no vas a ninguna parte —le dijo.
—Coño, para ti es fácil, a ti te gustan las mujeres —se quejó Carla—.
Para ti es como ver una película de dibujos animados, pero a las demás nos
gustan los hombres y no somos de piedra.
—Es verdad, pero tengo ojos en la cara igual que tú y sé admirar la
belleza, y aquí hay mucha mucha, pero que mucha belleza —repuso María en
tono socarrón.
—Necesito beber algo fresco —dijo Carla, inquieta.
—Hay zumo, cervezas y Coca-Colas en la nevera, y también vino blanco
—dijo Julia.
—¿Por qué no nos tomamos todas una copita de vino blanco? —sugirió
María—. Yo tengo la boca seca.
—Preparo las copas en un minuto —dijo Julia—. No se os ocurra ver un
solo perfil más sin mí, perras, o me hago un bolso con vuestra piel —añadió
ya desde la cocina.
—Tranquila —dije entre risas—. No se nos ocurriría con esa amenaza.
Ninguna queremos acabar despellejada.
Julia regresó poco rato después con cuatro copas y la botella de vino
blanco. Le quitó el corcho y echó un poco a cada una. Di un trago de la mía y
la dejé al lado del portátil para seguir viendo los perfiles de los chicos.
—¡La Virgen Santa! —Esa fue la expresión de María cuando me metí en
el perfil del último escort, un hombre llamado Álex.
Teniendo en cuenta que María es lesbiana, y que los especímenes del
género masculino ni fu ni fa, podéis haceros una ligera, ligerísima idea de lo
que teníamos delante.
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Mis labios se separaron hasta formar una «O» de asombro.
—Es todo un gentleman —oí decir a Carla detrás de mí.
—Joder, está tan bueno que me dan ganas de lamer la pantalla —afirmó
Julia.
Todas rieron, pero yo seguía con los ojos clavados en él, embobada.
María leyó en alto sus datos: Treinta dos años, uno ochenta y nueve de
estatura, ochenta y seis kilos, ojos verdes, cabello castaño oscuro,
madrileño… Le gusta el deporte, el arte, el teatro y la lectura, entre otras
cosas. Habla castellano, inglés y alemán…
—Seguro que hay otros idiomas que también se le dan bien —dejo caer
Julia.
—¿Qué idiomas?
—Francés, griego… Ya sabéis… —Guiñó un ojo.
Ellas seguían a lo suyo y yo a lo mío.
Aquel hombre era casi un metro noventa de masculinidad pura y dura.
Con un atractivo sexual tan cautivador que traspasaba la pantalla. Poseía unos
ojos verdísimos, con pestañas muy espesas, y tenía la piel bronceada. Era
musculoso en su justa medida, demostrando su estupenda condición física,
pero sin llegar a ser uno de esos tíos que amenazan con romper la camiseta en
cuanto doble el brazo, o saltarte un ojo de un latigazo con una de las venas
que parecen a punto de estallar bajo la piel.
En las fotos llevaba puesto un impecable traje gris perla que parecía hecho
a medida, porque le sentaba como un puto guante, realzando cada tendón del
cuerpo, y una camisa negra abierta hasta la mitad del pecho. Aunque la mitad
superior de su rostro se mantenía oculto tras una máscara veneciana negra,
que le daba un toque morbosamente misterioso (para colmo de males), no
podía esconder unos rasgos duros y tremendamente varoniles. Sin embargo,
existía cierta belleza dulce en sus ojos. Algo que me llamó mucho la atención.
Los labios, llenos y sensuales, parecían haber sido creados para el disfrute de
las mujeres. No me extrañó que fuera escort. De verdad que no.
—¿Soy la única que no puede dejar de mirarlo? —pregunté.
—No, a nosotras nos pasa igual —dijo Carla, maravillada.
—Yo me he bebido la copa de vino de golpe, no te digo más —comentó
Julia—. Entre el tal Víctor y este me está subiendo la temperatura.
—Vas a elegir a este, ¿verdad, Adri? —me preguntó María.
Hice una mueca con la boca.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —intervino Julia.
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—Es que es… Joder, es imponente. Parece sacado de un anuncio de
Armani —dije.
—Por eso mismo. Este tipo de hombres no se encuentran en la calle, y
ahora está a tu alcance, a solo un clic. ¿Cómo vas a ser tan tonta de
desaprovechar la ocasión? —me soltó Carla.
—No sabes cómo te envidio en estos momentos —susurró Julia con voz
lastimera.
Suspiré.
La tentación era grande. Muy grande.
Y como decía Carla, solo estaba a un clic.
Con la mano temblorosa, acerqué el cursor del ratón al apartado que había
al final de su perfil, en el que ponía «Cita con Álex».
Dios, no me podía creer que estuviera pensando hacerlo.
Estaba todavía dudando cuando el dedo de Julia se adelantó al mío y
cliqueó. Giré el rostro hacia ella y la miré atónita.
—Lo he hecho por ti porque veo que al final te echas para atrás —dijo.
No dije nada, pero tenía más razón que un santo. No podía creerme que
estuviera reservando cita con uno de los famosos Maestros del Placer, tan
célebres desde que habían aterrizado en Madrid. Por momentos me poseía el
impulso de recular y desistir de todo aquello, como bien había dicho Julia. En
el fondo, no sé si era tan valiente, o tan atrevida…
—Está solicitadísimo. —La voz de María me devolvió a la pantalla del
ordenador.
Había un horario dónde tenías que coger hora, como cuando se va al
dentista. Eché un vistazo y vi que esa semana solo quedaba un hueco el
martes a las doce de la noche.
—¿No es un poco pronto? —comenté—. Hoy es domingo.
—Mejor en caliente. Nada de reflexionar —dijo Julia—. Venga, coge esa
hora, Adri. Porque visto lo solicitado que está el tío igual te toca esperar al
año que viene.
—Si tienes dudas, vuelve a ver sus fotos, ya verás como se te quitan de
golpe —dijo Carla—. ¡Por Dios!, no le des más vueltas.
No había más que pensar. Había llegado hasta ese punto y no quería
echarme atrás, aunque no podía dejar de reconocer que todo aquello me daba
mucho palo. Tenía un extraño cosquilleo en el estómago fruto de los nervios.
—Está bien… —Cerré los ojos y, respirando hondo, apreté el botón para
confirmar.
—¡Habemus cita! —gritaron las chicas sin ocultar su entusiasmo.
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Me mordí el labio.
«Ya está hecho», me dije a mí misma, mirando de reojo las fotos de Álex.
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Capítulo 9
Álex
Hay gente que encuentra los domingos aburridos o incluso tediosos, pese a ser
un día festivo. La actividad se detiene, la ciudad ralentiza su ritmo y todo
parece adormecerse bajo un silencio a veces inmaculado. Yo, en cambio,
siempre los he encontrado particularmente estimulantes, quizá, precisamente,
por ese sigilo que se palpa en el ambiente y que invita a relajarse.
Aquel día, después de hacer algo de ejercicio en los aparatos que tenía
instalados en una de las habitaciones del ático, dedicaba la mayor parte de la
jornada a leer o releer algún libro de Samuel Beckett, capaz de elevar al
hombre a través de su miseria, o de Svetlana Aleksiévich con sus escritos
polifónicos, o a consultar algún manual de pintura impresionista.
Aparte del sexo, siempre me ha gustado el arte, la buena literatura, con
toda la colección de clásicos que han conseguido sobrevivir al tiempo, y el
jazz, género que me inspira y que está constantemente puesto en el hilo
musical de la casa. Cultivo mi cuerpo, pero también cultivo mi mente. Desde
muy pequeño he tenido inquietudes intelectuales y soy un lector empedernido,
y además la cultura me facilitó el acceso a una clientela más selecta y
exquisita en el mundo de los escorts. Me gusta follar, y también mantener una
conversación interesante mientras degusto un buen vino.
Cuando trabajaba de escort independiente y el servicio incluía una cena en
un evento o una fiesta, siempre era mejor hablar de Cien Años de Soledad de
García Márquez, de las cartas de Madame Bovary, o de la última exposición
inmersiva de Van Gogh que habían expuesto en el Círculo de Bellas Artes,
por ejemplo, que de cómo quería la clienta que me la follara. A todo había
que darle su tiempo y su espacio. Y si uno es un patán, al menos tiene que
tratar de no parecerlo.
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Aquel domingo seguí la rutina. Sin ser alemán ni tener ascendencia
germana (hasta donde yo sé), para algunas cosas soy excesivamente
cuadriculado, como ellos.
Hice pesas, flexiones, dominadas y un poco de bicicleta estática. Después
me di una buena ducha para quitarme el sudor, preparé algo de comida y,
sentado en la terraza, con el Paseo de la Castellana de testigo fiel, me
enfrasqué en la última novela de Peter Handke, Siempre tormenta, el escritor
ganador del Premio Nobel de Literatura de 2019, con una Petrus en la mano,
una cerveza belga de Brouwerij de Brabandere, envejecida con madera de
roble y a cuya acidez no me puedo resistir, sobre todo los calurosos días de
verano, aunque mi preferida es la Samichlaus.
El lunes a las diez menos cuarto estaba con puntualidad británica en la clínica
donde habitualmente nos hacemos los análisis para controlar todo lo referente
a las enfermedades de transmisión sexual. Aunque tenemos prohibido
acostarnos con las clientas sin preservativo, y yo es algo que llevo a rajatabla
junto con el resto de «Noes» de la lista, el club lleva un exhaustivo control de
análisis para que no haya el menor problema. De este modo protegemos la
salud de la clienta y la nuestra.
Después de los análisis, que me los hicieron en cinco minutos, pasé a
buscar a Víctor a su casa tal y como habíamos quedado, y nos fuimos al
gimnasio.
—La pelirroja del rincón no te quita el ojo de encima —observó Víctor
mientras corríamos en la cinta andadora.
Sabía de quién hablaba, así que no me molesté en mirar.
—Ha intentado un par de veces entablar conversación conmigo, pero no le
he dado cancha —dije.
—¿No te gusta?
—A mí me gustan todas —sonreí—. Pero fuera del club no tengo citas y
raras veces me llevo a casa a una tía para follármela. Lo primero porque creo
que ya follo bastante.
Víctor estalló en una carcajada.
—En eso estoy de acuerdo —dijo.
—Y lo segundo porque no tengo interés en las mujeres más allá del
trabajo.
—¿No piensas en el amor y esas cosas? —me preguntó.
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Se podía decir que Víctor era un recién llegado a este mundo, un novato.
Tenía treinta años y su primera experiencia como escort fue cuando se abrió
en Madrid el Templo del Placer y pasó el casting que nos hacían. Todo le
resultaba novedoso y en algunos casos sorprendente, y a veces le costaba
gestionarlo con la vida real, la que hay fuera del club. Ser escort implica
mentir mucho y continuamente para que no descubran la doble vida que se
lleva. A la familia, a los amigos, a los conocidos… Y eso a Víctor le costaba.
Yo no tenía problema. No tenía familia a la que mentir sobre mi profesión y
los amigos que tenía me habían conocido como escort, aparte de los que tenía
dentro de la profesión.
—No, la verdad es que no creo mucho en el amor —contesté. Me encogí
de hombros—. Creo que más bien es el truco de la naturaleza para ayudarnos
con el apareamiento y perpetuación de la especie —bromeé.
—Curiosa definición.
Pulsé el botón de la velocidad en el panel de control de la cinta y aumenté
el ritmo.
—Exista o no —continué—. El amor es algo que no me puedo permitir.
No creo que a una pareja le haga mucha gracia que por la noche te vayas a
follar a otras tías.
—Por supuesto que no. Si te enamoras tendrías que dejar la profesión.
Ambas cosas son incompatibles —dijo Víctor—. De hecho, la novieta que
tenía cuando me presenté al casting del club me dejó cuando le dije que me
habían cogido.
Lo miré.
—Por eso el amor es un lujo que no nos podemos permitir —afirmé.
Yo no estaba dispuesto a dejar mi profesión por una tía, eso lo tenía claro.
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Capítulo 10
Álex
La noche de aquel lunes tenía un servicio con una clienta de las habituales. La
subdirectora de una multinacional, una mujer de cuarenta años que viajaba
desde Barcelona a Madrid cada diez o quince días exclusivamente para visitar
el Templo del Placer y concretamente para solicitar mis servicios durante toda
una noche.
Le gustaba que la follaran duro y disfrutaba siendo dominada, pero sin
traspasar la línea del sadomasoquismo. No era sumisa; no tenía necesidad de
pertenecer a un amo, sin embargo, le encantaba que yo la dominara
sexualmente. Y yo, por supuesto, lo hacía, porque los deseos de las clientas
son órdenes para mí. Soy un Maestro del Placer y mi propósito es convertir
las fantasías en realidad.
Era fetichista del cuero hasta lo inimaginable, así que, como ya la conocía
y sabía qué quería y de la manera que lo quería, me calcé las botas altas de
montar, los guantes y otras prendas de cuero, entre las que estaba la máscara,
y fui a mi Pleasure Room.
Me esperaba completamente desnuda y sentada en el sofá con expresión
de niña buena y cierta sonrisa de suficiencia. Cuando me vio y me echó un
vistazo de arriba abajo, suspiró. Abrió la boca y con la punta de la lengua se
relamió los labios.
—Eres un jodido cabrón, cada día estás mejor —dijo a modo de saludo
mientras se levantaba del sofá.
Sonreí sin despegar los labios.
—Bienvenida —le dije, acercándome a ella con pasos sinuosos.
—Joder, no me mires así o me voy a correr antes de que me toques
—afirmó.
Me llevé el dedo a los labios.
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—Shhh… —la acallé—. Dime, ¿te has portado bien? —le pregunté,
entrando ya en el juego.
Se mordisqueó el labio superior.
—No —negó.
—No, ¿qué?
—No, señor —rectificó.
—¿Has perdido los modales durante estos días? —la amonesté.
—Lo siento, señor —dijo.
—Voy a tener que recordártelos —le susurré al oído con voz
provocadora—. Date la vuelta —le ordené.
De inmediato ella se giró, dándome la espalda.
—Ofréceme el culo.
Se inclinó hacia delante sin rechistar, apoyando las manos en el respaldo
del sofá y presentándome una panorámica de sus nalgas muy apetitosa. Le di
un par de azotes fuertes y contundentes. Se encogió ligeramente, pero no dijo
nada.
—¿Te gusta? —pregunté, dándole otro azote más.
—Sí, señor —jadeó, moviendo las nalgas, porque le picaban.
—Sí, yo sé que te gusta… —ronroneé, masajeándoselas para calmar el
dolor.
Alargué la mano enguantada y le acaricié el clítoris.
—Abre más las piernas —dije con voz autoritaria mientras la
inspeccionaba.
La humedad de sus flujos traspasó el guante de cuero. Estaba chorreando.
Friccioné varias veces seguidas su sexo hasta que gimió. Sin dejar de
acariciarla, le propiné un par de azotes más con la mano que tenía libre. Las
nalgas empezaron a enrojecerse.
Flavia, como se llama, es una mujer directa, y así le gusta el sexo. Alejado
de las florituras del romanticismo. Con ella no son necesarias palabras
poéticas ni artificios, casi ni preliminares. Le gusta que vaya al grano.
—Ponte de rodillas en el sofá —le ordené en tono autoritario, al tiempo
que desenrollaba un preservativo a lo largo de mi miembro.
Cuando terminé de colocármelo, aferré con una mano la cadera y con la
otra el hombro y me clavé en ella con una estocada seca, que la hizo
arquearse.
—¡Joder! —gritó.
—Shhh… —La silencié—. Aquí no se grita.
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Giró un poco el rostro a un lado y apoyó la frente en el respaldo del sofá.
Sin dejar de observar sus reacciones en ningún momento, comencé a
embestirla sin parar. Una, dos, tres cuatro, cinco, seis veces… Mi polla
entraba y salía de su cuerpo sin ninguna resistencia. Su vagina resbalaba
haciendo que pudiera penetrarla por completo.
Después de un rato de movimientos enardecidos, me miró de soslayo con
los ojos enturbiados por el placer y la boca jadeante. Yo seguía observándola
con la vista fija.
—No me mires así —volvió a decirme.
—Te has vuelto muy irrespetuosa —le dije, embistiéndola tan duro que su
cuerpo se echó hacia adelante—. ¿Qué tienes que decir?
—Señor… —susurró jadeante—. Tengo que decir «señor».
Aflojé los envites para darle un respiro y alargar el placer, así el orgasmo
sería mucho más intenso. Le di dos azotes más y ella dejó escapar un sonoro
gemido. Subí la pierna izquierda al sofá y aumenté el ritmo, volviendo a
hundirme en su coño hasta el fondo. Apoyé las manos en su espalda y la
obligué a inclinarse más. Me vencí sobre ella, descargando parte de mi peso
en su cuerpo para conseguir que las penetraciones fueran aún más profundas.
Extenuada, echó el brazo hacia atrás y con los dedos me pellizcó uno de
los pezones. Le dejé deleitarse unos segundos hasta que volví a azotarla con
fuerza en la nalga.
—No te he dado permiso para tocarme —le dije.
Ella bajó la mano y me miró frustrada, desesperada, anhelante, pero no iba
a dejar que se corriera todavía.
Le di la vuelta y la senté en el sofá de cara a mí. Con las piernas
completamente abiertas, expuesta a mi merced, me recoloqué y comencé a
follarla de nuevo. Duro, fuerte, como a ella le gustaba.
—Ya por favor… —me suplicó—. Por favor… Ya no aguanto más.
Sonreí con malicia y ralenticé tortuosamente otra vez el ritmo.
—Te correrás cuando yo lo diga.
La oí refunfuñar algo que no entendí, pero apuesto a que se estaba
cagando en mí o echándome alguna maldición. Flavia tenía mucho carácter.
Le cogí las muñecas y le sujeté las manos por encima de la cabeza. Me
encorvé hacia ella como una pantera ante su presa, dejando mi rostro a pocos
centímetros del suyo y empujé con fuerza, empalándola con la polla contra el
sofá.
—Nunca aprendes —susurré con voz caliente.
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—¡Ya, mierda! ¡Necesito correrme…! —me gritó desesperada, con la
respiración entrecortada.
—¿Qué tienes que decir? —susurré. Pero Flavia se negó a abrir la boca.
Le gustaba jugar fuerte—. Gracias, Álex —la insté a decir con suficiencia.
Apretó los dientes.
—Gracias, Álex —musitó finalmente, cuando vio que tenía las de perder.
Aceleré las acometidas sin soltarle las manos.
—Muchas gracias por follarme, Álex —dije.
—Oh, joder…
—Muchas gracias por follarme, Álex —insistí con voz autoritaria.
—Muchas gracias por follarme, Álex —repitió gimoteando.
Unas embestidas después, se deshacía en un orgasmo que agitó su cuerpo
contra el mío, dejándola temblorosa, sudorosa y extenuada.
—Eres un maldito cabrón —susurró, satisfecha.
«No lo sabes bien».
Sonreí abiertamente y salí de ella. Me quité el preservativo de un tirón y
me dirigí al cuarto de baño para echarlo en la papelera. Al salir, abrí unas
puertas de madera de uno de los armarios empotrados que había en la pared
contigua y tomé una fusta y unas muñequeras de cuero negro para atarla al
cabecero.
Le ordené que se colocara boca abajo en la cama mientras me dirigía a
ella con las muñequeras en la mano.
La noche no había hecho más que empezar.
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Capítulo 11
Adriana
Pasé el lunes y el martes hecha un manojo de nervios y por las noches dormí
como el culo. Iba a tener una cara bonita para mi «cita con Álex». Era así
como lo había bautizado oficialmente, porque decir que iba a ir a un
prostíbulo a pagar para follar con un tío (un tío que estaba como un tren, eso
sí) me seguía dando mucho palo.
El Día D llegó y aquello parecía el día de mi boda. Las chicas vinieron al
piso y entre las tres lo revolucionaron todo con su: «ponte esto», «quítate
eso», «no se te ocurra ir así, no eres una monja», «ve sexy», «enseña
chicha»… Un montón de vestidos y otro de ropa interior terminaron
desperdigados por toda la cama como si fuera el puesto de un mercadillo
ambulante.
Me observé otra vez en el espejo de la habitación. No estaba segura de si
me sobraba pintalabios o colorete. O ambas cosas.
—Chicas, esto es excesivo —dije. Siempre me lo parecía cuando me
maquillaba.
—Excesivo, ¿por qué? —preguntó Carla con el ceño fruncido.
—Porque parezco una muñeca chochona.
Cogí una toallita húmeda y me desmaquillé los labios con cuidado de no
arruinar el resto.
—Con un poco de gloss será suficiente —atajé.
Tomé la barra de brillo y me extendí un poco.
—¿Al final qué conjunto de ropa interior te has puesto? —curioseó
María—. ¿El de color burdeos con encaje negro?
—Sí —respondí.
—Estás cañón con él —opinó, acompañando el piropo con un guiño de
ojo.
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—Gracias —sonreí.
Me separé unos pasos del espejo y observé el vestido negro que me había
puesto. Un modelo con la falda algo abullonada y escote palabra de honor.
—¿Creéis que el vestido es el apropiado? No sé si he elegido bien…
En realidad, no creía haber acertado. Le había llevado otras veces, pero no
sé por qué, en esos momentos me parecía muy corto.
—¿No es demasiado corto? —planteé.
—¿Qué más da si es demasiado corto o demasiado largo? No te va a durar
mucho puesto —bromeó Carla con voz pícara.
—Ya, bueno… —susurré.
Julia intervino.
—Eso no es razón para que no vayas preciosa. Es cierto que no lo tienes
que conquistar, ni él a ti; vais a pesar directamente a la cama, pero eso no
quita que no puedas hacer que se le caigan los palos del sombrajo cuando te
vea.
Dirigí a Julia una mirada llena de escepticismo.
—¿Los palos del sombrajo? ¿Conmigo? ¿Un hombre como él? —dije—.
Está claro que me ves con ojos de amiga, de muy buena amiga —añadí con
una sonrisa.
Julia me dio una palmadita en el culo.
—Estás guapísima —me animó—. Y quien diga lo contrario miente.
—Me eché a reír, un poco producto de los nervios que tenía—. Y no, no es
demasiado corto, es perfecto —comentó.
Suspiré apoyada en la cómoda. Tenía el estómago cerrado.
—Adri, ¿estás bien? —me preguntó María.
—Sí, pero no puedo evitar estar nerviosa —confesé.
—Yo también lo estaría si fuera a encontrarme con semejante
espécimen… Bueno, a encontrarme y a follar con él —dijo Carla.
—Eso me ayuda mucho, gracias —ironicé, mirándola con los ojos
entornados.
—Perdona, es que estaba pensando… ¿Te imaginas cómo tiene que hacer
un cunnilingus ese hombre?
Y solo pensarlo hizo que se me acaloraran las mejillas.
—Por Dios, no me pongas más nerviosa de lo que estoy —le pedí,
gesticulando con las manos.
—Madre mía, te va a dar lo tuyo y lo de tu prima.
—¡Carla! —la regañé.
Se echó a reír.
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—No creo que a Sebas le haga gracia que andes pensando en cómo hará
otro hombre un cunnilingus y encima con esos ojillos que se te ponen, se te
van a salir de las órbitas —bromeé.
—No diría nada porque sabe que le quiero con locura —dijo—. Además,
él es el mejor comedor de coños de todo Madrid.
—¡Venga! Viva la elegancia —rio Julia.
—Mira quién fue a hablar… —contestó Carla—. La que se folla, se
monta, se tira, se fornica y se cepilla a los tíos…
—Chicas, siento interrumpir esta bacanal de ordinarieces varias, pero no
podemos entretenernos más —se metió María en la conversación. Se dio unos
golpecitos en el reloj de pulsera para llamar su atención—. Son las once y
media pasadas y todavía hay una tirada en coche hasta el Templo del Placer.
Me llevé la mano al estómago, que me acababa de dar un vuelco. Estaba a
poco menos de media de hora de encontrarme con uno de los Maestros del
Placer.
Dios.
—Por cierto, ¿te has depilado? —me preguntó Julia.
Oh, señor.
—A ver, chicas… es la primera vez que voy a estar con un escort, pero no
es la primera vez que voy a estar con un hombre. No me tratéis como si fuera
virgen, como si nunca hubiera catado varón, que he tenido novio durante siete
años —les recordé—. Pero sí, me he quitado hasta el último pelo del cuerpo.
Soy como un bebé.
—Ya… Era por si acaso… —Julia alzó los hombros—. Como llevas más
de dos meses sin mojar… se pierde la costumbre.
Para ser sincera del todo, llevaba mucho más tiempo sin mojar, porque
con Iván hacía meses que no follaba antes de la ruptura. Siempre estaba muy
cansado, tenía mucho trabajo o le dolía la cabeza… Claro que, si Pía ya le
calentaba la cama y la polla, ¿para qué me iba a buscar a mí?
Lancé al aire un resoplido poniendo los ojos en blanco. ¿Qué iba a hacer
con las chicas? ¿Es que no haría carrera de ellas nunca? Me reí para mis
adentros. Joder, eran una de las mejores cosas que me habían pasado en la
vida, quitando a Pía, naturalmente, que por mí se podía ir al infierno junto a
Iván.
—¿Vamos? —me preguntó María.
Asentí con la cabeza.
—Sí —afirmé.
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Y dejé atrás si había elegido bien el vestido o si iba poco o muy
maquillada.
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—Sí —dije.
—¡Aleluya! Al menos el calzado te convence.
—Vale, ya me callo —susurré con un mohín, mirando por la ventanilla
del coche.
Todas se echaron a reír con complicidad.
—¡Dios mío, Adriana, estás preciosa!, y vas a pasar el mejor rato de tu
vida con un tío es-pec-ta-cu-lar. Por favor, disfruta —dijo Carla.
—Sí, lo haré —musité.
«Si el nudo que tengo en el estómago me deja», añadí para mí.
—Hemos llegado —anunció María, parando el motor del coche.
El corazón me trepó hasta la garganta cuando vi el edificio de tres plantas
con aires de mansión que se erguía en el centro del jardín circular donde
habíamos aparcado. Sentí cierta aprensión en el centro del pecho.
Tragué saliva con esfuerzo porque tenía la boca como el corcho.
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Capítulo 12
Adriana
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Me paré en mitad de los peldaños de mármol, giré el rostro y miré a las
chicas por encima del hombro. Seguían sonriendo, expectantes. Julia me hizo
un ademán con la mano instándome a que siguiera caminando. Tuve que
mantener un diálogo bastante serio conmigo misma para convencerme de que
lo que estaba haciendo no tenía nada de malo. ¡Porque no lo tenía! La gente
follaba con desconocidos todos los días.
Tal vez me hubiera dado la vuelta y me hubiera largado de allí echando
leches, pero en esos momentos oí una voz grave y ciertamente atronadora
muy cerca de mí.
—¿Está bien, señorita?
Al girar la cabeza de nuevo me encontré con el portero/personal de
seguridad. Un mastodonte de casi dos metros de alto con una envergadura de
tres armarios roperos, vestido completamente de negro; resueltamente rapado
y musculoso. Una montaña, vamos. Un hombre al que nadie podría mover, a
menos que él quisiera ser movido, y claramente alguien con quien no
enfrentarse. Me recordaba a uno de esos luchadores gigantes de la WWE, el
Pressing Catch de toda la vida.
Parpadeé.
—Sí —susurré, intimidada por su envergadura de King Kong.
—Venga, la ayudaré —dijo. Y aunque su voz sonaba dura, a ladrido de
perro, era amable.
Para mi sorpresa me tendió la mano, tosca y de dedos enormes, para
acabar de subir las escaleras. Puede que temiera que con los tacones de
vértigo que me había calzado, y que más bien parecían instrumentos de
tortura medieval, terminara dándome una hostia y manchando de sangre el
inmaculado mármol de los peldaños.
—Gracias —le agradecí, tomándosela.
Dejé a Julia, a Carla y a María a mis espaldas y me adentré en el Templo
del Placer, después de que el maromo de la WWE me pidiera ver la invitación
y me abriera amablemente las puertas de doble hoja tras comprobar que todo
estaba correcto.
Estaba tan nerviosa y el corazón me zumbaba tan fuerte dentro del pecho
que apenas veía nada de lo que había a mi alrededor. Estaba al borde de
desmayarme. Por suerte, una mujer salió a mi encuentro. Tendría unos
cuarenta y largos años, era muy estilosa (como todo allí) e iba vestida con un
traje de falda y chaqueta azul oscuro, con el cuello de la camisa blanca por
fuera, como si fuera una profesora sexy. En las manos llevaba un Ipad.
—Bienvenida —me dijo.
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—Gracias.
Os parecerá una gilipollez, pero tanta amabilidad hizo que me sintiera
muy cómoda y que empezaran a aflojarse un poco los nervios que me estaban
comiendo a bocados por dentro.
—¿Podrías decirme tu nombre? —me preguntó con voz suave, mientras
apoyaba el Ipad en un pequeño mostrador negro que había en el vestíbulo de
techos altísimos que se desplegaba inmenso ante mis ojos. Unas lámparas
enormes caían en cascada desde el techo, y aunque emitían una luz blancuzca,
el ambiente era oscuro e íntimo. Qué moderno, qué minimalista, qué
espectacular todo, como una de esas casas de diseño de los multimillonarios
que ves en las revistas de decoración mientras se te cae la baba.
—Adriana —respondí.
—Por favor, déjame tu invitación y la acreditación de Internet al solicitar
la cita.
—Sí, claro.
Le ofrecí la invitación que todavía llevaba en la mano junto a la
acreditación, y copió en el Ipad un número de referencia que venía en ella.
—Tienes cita con Álex, ¿verdad? —dijo, leyendo la información que le
mostraba el Ipad.
—Sí —afirmé.
Dios, era una delicia que todo fuera tratado con tanto cuidado, con tanta
delicadeza… Que todo fuera tan exquisito. El Templo del Placer se había
ganado a pulso la buena fama que tenía desde que se había abierto en Madrid.
No me extrañó que tuviera tanto éxito. Era una experiencia sensorial en sí
mismo desde que traspasabas el umbral.
—Adriana, la privacidad es uno de los pilares básicos y fundamentales en
los que se asienta nuestra política de empresa —comenzó a explicarme la
mujer—. Para nosotros es muy importante proteger tanto a las clientas como a
los Maestros del Placer. Por ese motivo se firma un contrato de
confidencialidad que comporta una sanción monetaria en el caso de que
alguna de las partes lo incumpla. No implica más que el hecho de que las
cosas se hagan bien.
—Sí, lo entiendo —dije conforme.
Además, saber eso me dio mucha confianza. Al fin y al cabo, estaba
contratando un servicio de escort.
Me pasó el Ipad.
—Echa un vistazo al contrato y si te surge alguna duda, me la comentas
—dijo.
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—Vale.
Comencé a leer. Era un documento corto en el que se exponía claramente
lo que me había explicado la mujer. Lo firmé en el apartado correspondiente
con el lápiz táctil que me ofrecía.
—Por favor, rellena el cuestionario adjunto —añadió.
Contesté en un minuto a lo que se me preguntaba: filias, fobias, alergias…
Al final de la página había un recuadro en blanco para comentar las prácticas
específicas o alguna fantasía que querías que te hiciera el Maestro del Placer.
Lo dejé en blanco.
—Álex lo firmará ahora, antes de acudir al encuentro —dijo.
Me miró con una sonrisa.
—Bien, ven conmigo. Te llevaré a su Pleasure Room.
—Gracias.
Ascendimos dos tramos de escaleras de madera negra con la barandilla de
cristal. Los focos led que brillaban desde el techo enviaban fragmentos de un
tenue azul al suelo de mármol, creando un ambiente íntimo y sensual.
Cuadros con bellas imágenes eróticas, alejadísimas de cualquier vulgaridad,
colgaban de las paredes pintadas de gris oscuro. En cada uno había un
pequeño foco que lo iluminaba desde arriba, como en una galería de arte.
—Por aquí —me indicó sin quitar la sonrisa amable de la boca.
La seguí por un pasillo contiguo a la escalera en el que había varias
puertas a los lados. Me imaginé que eran las afamadas Pleasure Room, las
habitaciones en las que tenían lugar los encuentros con los Maestros del
Placer. Pero no se oía nada. El silencio reinaba en el lugar, dando un toque
misterioso a todo. Supuse que las estancias estarían insonorizadas, sino
aquello podía convertirse en un recital obsceno de gemidos, jadeos, gritos y
respiraciones entrecortadas.
—Aquí es —dijo la mujer, deteniéndose delante de una puerta de madera
maciza negra.
Extrajo una tarjeta-llave de la chaqueta, la pasó por la ranura, como en los
hoteles, y la abrió.
—Álex vendrá en un par de minutos —me dijo, cediéndome el paso.
—Gracias —dije con la garganta cerrada.
La mujer dio media vuelta y cerró la puerta detrás de mí. Y todos los
nervios que había conseguido aplacar con la amabilidad y la confianza que
me daba el personal y el ambiente del lugar, volvieron de golpe.
Alcé la mirada y me quedé alucinando.
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La Pleasure Room era una estancia enorme y escrupulosamente cuidada,
como las suite de los hoteles de lujo. Había un espacio dedicado al salón, con
sofás de cuero negro, mesita auxiliar y hasta televisión de plasma gigante
adosada a la pared. En otra parte estaba la cama, de dimensiones colosales,
con sábanas de satén de color gris y almohadones a juego. Los techos eran
altísimos y largas cortinas caían desde él ocultando los ventanales. La
decoración seguía la tónica del resto del lugar, con muebles de madera oscura.
Paredes, techos y suelos de color negro, gris oscuro y algún toque de gris
perla. Pero lejos de parecer un sitio lúgubre o triste, era un espacio íntimo,
elegante, sensual y lleno de sofisticación. Estaba iluminada por barras de neón
entrecruzadas de color plata incrustadas en las paredes, y del techo colgaban
coquetas lámparas de diseño formadas por decenas de varillas.
Al fondo había una puerta medio abierta y pude ver que se trataba del
cuarto de baño, por el jacuzzi encajado en el suelo que divisé en un rincón.
—Joder… —musité, alzando las cejas.
La palabra espectacular no alcanzaba para describir lo que estaban viendo
mis ojos. No sé si un lugar puede tener carisma, pero aquel, desde luego, lo
tenía. Tanto que no podías dejar de mirar. Y era excitante. Muy excitante.
Cuando aterricé de nuevo en la realidad caí en la cuenta de que Álex
estaría a punto de entrar y pensar en ello hizo que me temblaran las piernas.
Sentía el corazón en la garganta. No sabía qué hacer ni dónde ponerme. ¿Me
sentaba en uno de los sofás de cuero? ¿O mejor me quedaba de pie?
Estaba debatiéndome entre hacer una cosa o la otra cuando la puerta se
abrió. Respiré hondo y me di la vuelta.
Y ahí estaba él.
Uno de los Maestros del Placer.
Álex.
¡Madre Santísima!
Mientras me obligaba a respirar, pues durante unos segundos había estado
conteniendo el aire en los pulmones, inconscientemente me tiré de la falda del
vestido. Me parecía demasiado corta y yo demasiado pequeña, o quizá solo
era la sensación que él provocaba en mí.
Era alto, muy alto (con la debilidad que tengo yo por los hombres altos).
Tenía hombros anchos y largas piernas, de esas que se prolongan hasta el
infinito y más allá. Llevaba un traje negro, con una camisa blanca que se
pegaba a su torso cosa mala, y una corbata gris plata. La mitad del rostro
permanecía cubierta por una máscara negra con ribetes plateados, pero dejaba
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a la vista una mandíbula angulosa y una barbilla perfectamente definida. La
boca se curvaba en una expresión mezcla de sonrisa y suficiencia.
Y los ojos… ¡joder! De color verde profundo y extremadamente
cautivadores. Me sentí atrapada por ellos en cuanto nuestras miradas se
encontraron.
Bajar la vista por su cuerpo no ayudó a calmar mis nervios y detener
involuntariamente los ojos en sus atributos masculinos, apretados
discretamente bajo la fina tela del pantalón, tampoco. Pensé que iba a vomitar
cuando me di cuenta de que me había pillado mirándole el paquete. Las
piernas empezaron a temblarme tanto que durante un nanosegundo tuve la
sensación de que iba a caerme redonda. La escena de mi cuerpo tirado en el
suelo y él socorriéndome se me antojaba dantesca… y extremadamente
ridícula. Tendría anécdota que contar a sus compañeros para rato.
Noté que las mejillas se me llenaban de un rubor incandescente cuando
avanzó hacia mí con la elegancia de un felino. Dios, irradiaba seducción por
cada poro de la piel.
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Capítulo 13
Álex
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sonrojadas cuando terminaba de follarlas, no antes.
Eso me llevó a preguntarme qué hacía una chica como ella en el Templo
del Placer. Llevaba años ejerciendo de escort, conocía bien la profesión, y
podía asegurar que su perfil no era el de las mujeres que contratan el servicio
de un acompañante, o de un prostituto, hablando en plata. No me miraba
como si fuera una mercancía o un producto del que beneficiarse; algo que
hubiera comprado y sobre lo que tenía derechos. Más bien todo lo contrario.
Estaba apocada, me observaba con timidez y no dejaba de tirar del borde del
vestido para que le cubriera los muslos. ¿Acaso no se daba cuenta de que en
un rato iba a ver lo que había debajo?
Cuando la alcancé, me quedé unos segundos mirándola.
—Bienvenida —dije con voz educada.
—Gracias —me respondió. Y de nuevo apareció ese rubor rosado en su
rostro.
Su voz era melodiosa y poseía la tonalidad dulce de una niña.
—Soy Álex —me presenté.
La oí tragar saliva cuando le cogí la mano y me la acerqué a los labios,
depositando un suave beso sobre sus dedos. Me recreé un rato en el gesto
mientras estudiaba su reacción. Siempre me ha gustado hacer gala de los
modales de los caballeros ingleses, sobre todo en la primera toma de contacto.
A las mujeres les infunde tranquilidad porque, al contrario que los hombres,
ellas suelen estar nerviosas cuando contratan a un escort.
—Yo Adriana —dijo intentando mantener la voz serena para que no
notara su nerviosismo, aunque fue inútil, porque percibí que le temblaba.
Le solté la mano despacio.
—Adriana, hay algunas normas que debes tener en cuenta —comencé
protocolariamente. Ella me escuchó en silencio—. Son cinco «Noes». —Pasé
a enumerarlos como hacía con las clientas nuevas—. No hablo de mi vida
privada ni doy información personal; así que nada de preguntas, no me quito
la máscara nunca, no follo sin preservativo, no beso en la boca y, por
supuesto, no te haré nada que no quieras.
Pareció entenderlo, pero percibí un sutil cambio en su expresión cuando le
dije que no besaba en la boca. Es algo que le suele ocurrir a las mujeres que
contratan mis servicios por primera vez, pero es así. Es una de mis normas y
también del Templo del Placer. Y para mí son infranqueables. De todas
formas, suelo compensarlo con otras cosas.
—¿Quieres hacerme alguna pregunta? ¿Alguna duda que tengas?
Negó con la cabeza.
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—No.
Ahora que la tenía más cerca vi que sus ojos eran enormes, tipo Bambi,
con pestañas espesas y curvadas, y aparte de cálidos, poseían una expresión
cándida, que resaltaba aún más con el escaso maquillaje que llevaba.
La observé unos segundos para intentar averiguar qué tipo de servicio
deseaba. Evidentemente no un «aquí te pillo aquí te mato». No creo que se
sintiera cómoda empotrándola contra la pared y follándola por detrás. Había
que tener paciencia y mano izquierda. Cocinarla a fuego lento.
Bien, empezaba el juego.
—¿Te apetece una copa de vino? ¿Champán, tal vez? ¿Moët & Chandon
rosa? —le pregunté.
—Una copa de vino está bien —contestó.
—Siéntate, ahora te la traigo.
Se sentó en el sofá de cuero y yo me dirigí a la licorera. Saqué dos copas
del armario y vertí en ellas un tinto de las bodegas de Emilio Moro. Un vino
suave que entra solo. No pretendía emborracharla, aunque algo me decía que
no iba a venirle mal un poco de alcohol para soltarse.
Volví al sofá, alargué el brazo y le ofrecí la copa.
—Gracias —susurró, mirándome con cierta timidez desde abajo.
Y yo me imaginé esa mirada teniéndola arrodillada frente a mí mientras
me hacía una mamada.
«Álex, para».
Es bueno que la clienta te atraiga físicamente, pero no se deben lanzar las
campanas al vuelo.
Al coger la copa nuestros dedos se rozaron. Los suyos eran suaves y
temblaban ligeramente. Me desabroché el botón de la chaqueta con una mano
y me acomodé a su lado.
—¿Brindamos? —dije para romper el hielo.
—Sí.
Levanté la copa hacia ella.
—Por el placer —murmuré ceremoniosamente.
—Por el placer —repitió.
Brindamos chocando las copas levemente, nos la llevamos a los labios y
bebimos. La miré por encima del borde del cristal. Sin duda era la primera
vez que acudía a un lugar como el Templo del Placer y la primera vez que
contrataba los servicios de un escort, o quizá era una mojigata, o las dos
cosas. Ella pareció leerme el pensamiento.
—Estoy un poco nerviosa —confesó.
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«Yo tengo una forma muy efectiva de relajar esos nervios», pensé
casquivanamente.
—Lo sé, y no pasa nada… —dije—. Lo último que deseo es darte miedo.
Traté de tranquilizarla con una sonrisa. No era plan de relatarle
detalladamente todo lo que le haría para dejarla en un estado semicomatoso, si
me lo pidiera.
Dio un buen sorbo de vino y tragó ruidosamente.
Resopló.
—Joder, estarás pensando que soy idiota o que tengo algún retraso —soltó
de repente. Reí ante su ocurrencia mientras me fijaba en cómo se acariciaba la
frente con los dedos—, pero es que no sé muy bien qué hacer…
—No te preocupes, eso déjamelo a mí… ¿vale? —dije con voz seductora
y suave para darle confianza—. Mi trabajo es satisfacerte y que jamás olvides
esta noche.
Se mordisqueó los labios.
—Vale —musitó.
Le cogí la copa de la mano y la dejé sobre la mesa de centro, junto a la
mía. Me incliné y me acerqué lentamente a su cuello. Olía muy bien. Su piel
estaba impregnada de un aroma suave y relajante. Como a flores silvestres.
Algo muy sutil y refinado. Le aparté la larga melena, colocándola por detrás
del hombro, y le rocé la garganta con los labios. Suspiré encima, dejando que
mi aliento calentara su piel.
—Tú solo dime qué quieres que te haga… —le susurré quedamente. Pude
sentir cómo el pulso del corazón se le aceleraba, golpeando sus costillas con
un sonido seco; como su pecho subía y bajaba—. ¿Qué te gusta, Adriana?
—indagué.
Su respuesta me daría una idea de por dónde debía empezar.
—No lo sé… —Se quedó unos instantes pensando—. Me gusta el sexo
convencional —respondió.
No pude evitar sonreír con su contestación. Dios, era encantadoramente
ingenua. Follarla iba a ser una puta delicia.
Continué jugueteando en su cuello, dándole leves besos allá y acá,
pasándole la lengua por la línea de la garganta. Se estremeció cuando mis
dientes le marcaron la piel.
—Y, aparte del misionero, ¿qué más te gusta? —le pregunté con un leve
deje socarrón impregnado en las palabras y, lo reconozco, con un puntito de
suficiencia.
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No obtuve respuesta. Daba la impresión de no estar muy acostumbrada a
hablar de sexo o a decir cuáles eras sus gustos o preferencias en ese campo.
—¿Te gusta el sexo oral? —le planteé.
—Sí —musitó.
Lanzó al aire un suspiro.
—¿Quieres que te coma el coño? —sugerí, entrando en faena.
El pudor cubrió sus mejillas como si fuera una adolescente a punto de
tener su primera experiencia sexual.
—Sí —contestó con un gemidito.
Oh, ese gemidito… Mi sugerencia le había gustado.
«Empezamos a entendernos, nena».
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Capítulo 14
Álex
Hice que se reclinara en el sofá y colocándome sobre ella, deslicé la boca por
su escote. Mientras lo besaba, bajé la mano y le acaricié un pecho con los
dedos por encima de la ropa. Se lo apreté un poco, lo suficiente para que le
gustase y no hacerle daño. No le iba el sexo duro.
«O no por ahora…», pensé maliciosamente para mis adentros.
Exhaló aire de forma brusca.
—¿Qué te parece si te quito el vestido? —le pregunté.
Tenía que ir con cuidado. Eso era nuevo para ella (y yo no dejaba de ser
un desconocido) y no quería que la situación la sobrepasase y terminase
abrumada o decepcionada. Necesitaba acostumbrarse a mis manos; a mí. No
podía lanzarme en picado sobre ella, como hacía con otras clientas que así lo
pedían.
—Bien —suspiró.
Localicé la cremallera en uno de los laterales, la bajé lentamente y cuando
la tela se abrió, descubriendo su cuerpo, tiré poco a poco para sacarle el
vestido. Adriana me ayudó subiendo las caderas y moviéndolas para que la
prenda pasase por ellas.
Cuando la vi desnuda, solo con la ropa interior, sobre el cuero negro del
sofá, mi polla se sacudió dentro del pantalón del traje. Me gustaba la lencería
que llevaba, era de color burdeos con un delicado encaje negro que le daba un
toque muy elegante.
Me separé un poco para contemplarla. Mis ojos exploraron su cuerpo,
tomándose su tiempo, mientras me humedecía los labios.
—¿Sabes que eres preciosa? —le dije.
Y no solo se lo dije para excitarla, para que empezara a humedecerse,
porque es mi trabajo y forma parte del juego, se lo dije porque era cierto.
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Joder, era preciosa. No tenía un cuerpo exuberante ni pródigo en curvas. Era
delgada y los pechos eran menudos. De hecho, los dos podrían caber
perfectamente en una de mis manos (aunque tengo que señalar que mis manos
son enormes), pero poseía una de esas bellezas angelicales que te quedarías
horas contemplando, como si fuera el lienzo de un pintor hiperrealista.
Alcé los ojos y vi que en sus mejillas había aparecido ese rubor tan
característico en ella. Sonreí para mí. Me gustaba sonrojarla, sacarle los
colores, porque se volvía deliciosa a mis ojos… y vulnerable.
Estaba visiblemente cohibida, pero yo le enseñaría a soltarse, a disfrutar
verdaderamente del sexo en toda su amplitud, porque la intuición me decía
que no había dado con buenos amantes.
Pasé la mano derecha por detrás de su espalda y le desabroché el sujetador
sin mayores problemas. Sus pechos quedaron al descubierto ante mis ojos.
Los pezones eran pequeños y de un color rosa pálido. Agarrándola por los
costados, pasé con delicadeza la yema de los pulgares por ellos, que se
endurecieron de inmediato.
La fui tanteando poco a poco con mis manos y mi boca, estudiando sus
reacciones.
Me incliné y le lamí el pezón derecho. Me maravillé al notar cómo
terminaba de ponerse duro dentro de mi boca, como adquiría forma, y recordé
por qué me gusta tanto el sexo y lo muchísimo que disfruto follando.
Adriana cerró los ojos y arqueó la espalda mientras dejaba escapar un
gemido.
Aún con el pecho dentro de la boca, puse la lengua dura y le acaricié la
punta del pezón con fuerza, trazando círculos encima de él. Después lo
succioné, mientras rodeaba el otro con el índice y el pulgar y tiraba
ligeramente.
—Oh, joder… —la oí gritar.
«Eso es, nena, déjate llevar… déjate llevar por mí».
La sujeté por las caderas y pasé la lengua entre los pechos. Descendí hasta
el vientre, donde me entretuve jugueteando con su obligo. Noté que se
tensaba bajo mi boca y que respiraba de forma brusca.
Seguía estando muy nerviosa.
Metí los dedos por el elástico de las braguitas y se las deslicé piernas
abajo, echándolas a un lado.
Cuando le separé los muslos, alzó un poco la cabeza y me miró con esos
grandes ojos de Bambi que tenía. Su rostro era como el de una preciosa
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muñeca. Paseé la palma de mi mano por su estómago, me incliné y le besé la
cara interna de los muslos, las ingles, el pubis…
Joder, estaba tan nerviosa que no era capaz de soltarse y disfrutar de lo
que le estaba haciendo.
Me lamí las yemas de los dedos para tener más lubricación y sin dejar de
mirarla comencé a acariciarle el clítoris.
—¿Te gusta? —le pregunté, mirándola desde abajo.
—Sí. —Tragó saliva.
Presioné hacia abajo con la palma de la mano y comencé a hacer círculos
suavemente con el dedo corazón. Me gustó oírla gemir del modo que lo hacía.
Me ponía.
Después de un rato dándole placer me incorporé, me quité la chaqueta y la
eché sobre el respaldo del sofá. Me llevé las manos a la corbata, aflojé el nudo
y me deshice de ella, dejándola sobre la chaqueta. Me desabroché los botones
de los puños y me remangué la camisa mientras me deleitaba la vista con su
cuerpo.
Quería que me anhelara, hacerme esperar, aumentar su excitación para
que deseara tenerme entre sus piernas, empujando dentro de ella hasta
romperla en dos.
—No te imaginas todo lo que te voy a hacer, Adriana —susurré.
Me agaché, le abrí los labios y le pasé la lengua por el clítoris, de abajo
arriba, en toda su longitud. Todo su cuerpo se estremeció.
«Sí, eso es… Muy bien», dije, cuando sus jugos empezaron a llenar mi
boca.
Le comí el coño una y otra vez hasta que chorreó, pero no quería que se
corriera aún. No, todavía no. Quería provocarla un poco más; que me probara,
que me tuviera dentro de ella; quería follarla como no la habían follado en su
vida.
Me erguí en toda mi estatura, la cogí en brazos y la llevé hasta la cama.
Me miraba cortada, como si mi presencia la intimidara. Le sonreí. No quería
que se sintiera mal ni hacerla sentir incómoda. En esos momentos parecía
frágil y vulnerable, y una vocecita en mi interior me dijo que le habían roto el
corazón y qué, tal vez, por eso había ido al Templo del Placer, a desquitarse
de alguna manera.
La dejé sobre el colchón con suavidad, como si estuviera hecha del cristal
más delicado del mundo.
Me puse a los pies de la cama y comencé a desnudarme delante de ella,
para que pudiera disfrutar de las vistas. Había pagado para que la follara, para
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estar conmigo, para verme… Y yo iba a dejar que me viera, iba a exhibirme.
Era su derecho.
Me desabroché los botones de la camisa y me la quité, tirándola sobre la
cama. Observé como miraba con admiración mi torso, como sus ojos se
perdían en cada músculo que lo forma.
Me quité los zapatos, me aflojé el cinturón y me saqué el pantalón y el
bóxer sin apartar la mirada de su rostro. Me gustaba que me mirara de la
manera que lo hacía. Aunque percibí cierto…, diría que temor, cuando vio mi
erección. La verdad es que tenía la polla como una piedra.
—Tranquila, voy a ir con cuidado —le dije.
Me acerqué a la cómoda y saqué un preservativo del cajón. Ya encima de
la cama, le abrí las piernas y me coloqué de rodillas entre ellas al tiempo que
me ponía el condón.
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Capítulo 15
Adriana
Cada movimiento que hacía ese hombre era pura sensualidad, y su voz…
¡Joder, su voz! Era afrodisiaca. Cada vez que me hablaba mi sexo se sacudía.
Mientras se desnudaba delante de mí, me mordí el labio fingiendo
despreocupación, para tratar de disimular lo mucho que me intimidaba su
desnudo, pero creo que no coló. Su cuerpo era exquisito y soberbio. Parecía
un Dios salido directamente de la mitología griega; un Aquiles. Y su miembro
era… Madre mía… Enorme, grueso, largo… y ¿qué queréis que os diga?,
pero me causó respeto. Iván tenía unas medidas estándar, nada de otro mundo,
y yo no he estado con otro hombre que no fuera él en mi puta vida. Y de
pronto me encontraba ante aquella erección. No tenía palabras, pero era
imponente y descarada y…
El santo se me fue al cielo cuando Álex me cogió el pie derecho y me
desabrochó la sandalia. Tenía mucha práctica, así que no quise pensar cuántas
veces habría hecho eso mismo con otras mujeres. Supongo que no pocas,
teniendo en cuenta que es escort y que es su trabajo.
Me acarició el empeine con la yema del índice y lo miré fascinada cuando
hizo el mismo camino con la lengua y los dientes, rozando ligeramente la piel.
Me retorcí de placer sobre mí misma al sentir un escalofrío recorrer mi espina
dorsal.
«Hostia puta».
—Álex… —gemí su nombre, y aunque me sonó extraño en los labios, me
encantó decirlo.
—¿Qué? —preguntó él con voz suave, consciente del efecto que estaba
teniendo en mí.
No pude articular palabra.
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Me cogió el otro pie y repitió la acción. Y yo pensé que me iba a deshacer
del gusto. Esto era más que placer. Mucho más.
Álex se inclinó un poco sobre mí y volvió a besarme y a pasar la lengua
por mi pubis, mi tripa, mis pechos… Luego colocó los brazos a ambos lados
de mis caderas, y tras asegurarse de que estaba lista, tanteó mi entrada y me
penetró lentamente. Me encontraba tan nerviosa y su polla era tan grande que
me dolió, pese a que lo hizo despacio. Fruncí el ceño.
—Estás muy apretada —observó.
No dije nada, esperando que mi cuerpo se aflojara cuando se
acostumbrara a su invasión.
Salió y volvió a entrar en mí poco a poco, pero de nuevo sentí un
pinchazo de dolor. Joder, ¿qué cojones me pasaba? Estaba excitadísima y
empapada… ¿Entonces?
Sin salir de mí, Álex se detuvo. Levantó la mirada hasta encontrarse con
mis ojos.
—¿Lo dejo? —me preguntó.
—No.
—¿Estás bien?
—Sí.
Pero incluso a él le pareció que no estaba bien.
—Me voy a retirar —repuso.
—No —me apresuré a decir—, quédate así, hasta que mi cuerpo se
acostumbre a tu miembro.
—Vale —susurró, esbozando una sonrisilla en la que dejó ver parte de su
fila de dientes uniformes—. Se está muy bien dentro de ti —ronroneó.
Su comentario me hizo sonreír.
—No sé qué me pasa… Lo siento —me disculpé muerta de vergüenza.
—Hey, nena, no tienes que disculparte conmigo —dijo, sin moverse.
—Ya, pero…
Con una mano me retiró el pelo de la cara.
—Recuerda que estoy aquí por y para ti. Para darte placer. Ese es mi
propósito. Solo tienes que dejarte llevar… —Me miró fijamente a los ojos.
Los suyos, tras la máscara, eran profundos y hablaban de mil pecados.
Pecados que yo quería cometer con él, pero mi cuerpo parecía resistirse—.
Déjate llevar… Solo déjate llevar… —susurró.
Su voz me produjo un latigazo de placer. Sin embargo, seguía cerrada,
como si mi subconsciente estuviera jugándome una mala pasada.
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—Es que yo… yo nunca he estado con un desconocido… —musité,
sincerándome con él.
—Lo sé —dijo en tono comprensivo—. Sé que es la primera vez que
vienes a un sitio como este y la primera vez que contratas los servicios de un
escort, y por eso estás tan cerrada.
Había dado en el clavo.
—Es que es extraño… —le confesé.
—No lo pienses… Cierra los ojos y solo siéntelo. Siénteme… —dijo—.
Dime qué quieres, qué te gusta, qué deseas que te haga… Me muero por darte
placer, Adriana, por hacer que te corras…
Joder, no me podía creer que me estuviera diciendo esas cosas. La
entrepierna me ardió.
—Quiero esto —murmuré con voz anhelante.
—Dime exactamente qué quieres. Pídemelo, Adriana —me dijo—.
Pídeme que te folle.
Dudé.
—Suéltate. Venga, nena, estás conmigo. Me lo han pedido mil veces. No
pasa nada —dijo, para que cogiera confianza—. Di qué quieres que te haga…
—insistió—. Di que quieres que te folle.
Volví a dudar un segundo entre el deseo y la timidez. Pero finalmente me
solté.
—Quiero que me folles.
Álex sonrió.
—Pídemelo otra vez. Yo estoy aquí para eso. Dime que te folle. Lo estoy
deseando… —Su voz se volvió sensual.
—Quiero que me folles.
Y creo que nunca en mi vida me había sentido tan libre. Era la primera
vez que decía algo así en alto a un hombre. Iván no hablaba durante el polvo.
No le gustaba. Ni le gustaba que yo hablara. Cuando le decía algo más subido
de tono de lo normal, simplemente lo ignoraba.
—Eso es… —susurró Álex con toda la naturalidad del mundo—.
Mmmm… se me ha puesto mucho más dura al oírtelo decir.
Quizá por los nervios, me eche a reír. Pero es que me encantaba la
naturalidad con que expresaba las cosas. Con él no me acometía la sensación
de tener que lavarme la boca o de ir a parar al infierno cada vez que decía una
obscenidad o si tenía un pensamiento impuro.
—Tienes una sonrisa preciosa —comentó—. Ahora cierra los ojos y
déjate llevar… Disfruta, Adriana. —Escuchar mi nombre en su voz grave y
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varonil me produjo un escalofrío.
Se inclinó un poco más hacia mí con los labios entreabiertos y comenzó a
moverse despacio, con penetraciones lánguidas. En vez de entrar y salir, subía
y bajaba. Suavemente, muy suavemente.
—Así, despacio… —musitó embistiéndome de nuevo, al tiempo que se
contenía a sí mismo para no ir más rápido.
Dios, qué voz.
Y yo hice lo que me pidió cuando alargó una mano y me acarició los
pechos con suavidad. Cerré los ojos y me dejé llevar… Había tanto que
sentir…
—¿Sigo? —me preguntó.
—Sí —respondí.
Álex continuó meneando su pelvis contra la mía y empecé a relajarme
hasta que me abandoné por completo a él y a su buen hacer. Ya no había
dolor ni mi cuerpo oponía resistencia. Lo único que sentía era placer. Un
placer que tocaba cada célula de mi ser.
—Lo estás haciendo muy bien, nena —me susurró con voz ronca.
Abrí los ojos. Me sonreía, con la sonrisa más jodidamente sexy que había
visto en mi vida.
Verlo moviéndose encima de mí de aquella forma tan sensual, lentamente,
con los músculos de los brazos en tensión por el esfuerzo, mirándome como si
fuera la mujer más deseable del mundo me colapsó los sentidos.
—¿Te gusta que te folle así? —me preguntó.
—Sí —gemí.
Levanté un poco las caderas y acogí los envites de Álex, acoplándome a
su ritmo, que ahora era más rápido.
—Joder, es una delicia estar dentro de ti, nena… Una puta delicia
—masculló, cerrando los ojos unos instantes.
—Álex… —jadeé al borde del orgasmo.
Mi cuerpo empezó a tensarse.
—Quiero que te corras —dijo él—. Quiero que te corras, Adriana, y no
voy a parar hasta que lo hagas.
Aquellas palabras y mi nombre en sus labios me remataron.
Una corriente cálida y espesa se extendió por mi cuerpo como si fuera
melaza. El clímax llegó como un hormigueo ligero en mi sexo,
convirtiéndose, unos empujones después, en unas fuertes sacudidas que
hicieron arquearme. Aferré las sábanas de satén y las estrujé entre mis manos
hasta que los nudillos se me pusieron blancos.
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—¡Dios…! ¡Oh, Dios! —dije gritando mientras echaba la cabeza hacia
atrás y me retorcía bajo el cuerpo de Álex como una serpiente a la que
estuvieran estrangulando.
Aturdida por el placer me pregunté qué había pasado. Y la respuesta era
sencilla: acababa de tener el orgasmo más intenso y brutal de toda mi
puñetera vida.
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Capítulo 16
Álex
Estaba a punto de correrme. Oh, sí, ya lo creo que estaba a punto de correrme,
y en ese momento me era imposible parar. Mi polla palpitaba en la restricción
del látex dentro de Adriana y mi cuerpo pedía a gritos la liberación. Aguanto
sin problemas hasta que la clienta termina, pero en aquella ocasión no sé qué
pasó. Quizá alargar tanto el tiempo para que ella se corriera me puso a mí al
borde del precipicio. Y aquella noche quería dejarme caer por él. Por una
vez… Estaba extrañamente excitado, como hacía mucho tiempo que no lo
estaba.
Aumenté el ritmo y me enterré en Adriana unas cuantas veces más hasta
que finalmente exploté en su interior. Me tensé y noté como mi rostro se
descomponía.
—Me estoy corriendo dentro de ti, nena… —gemí, al tiempo que me
iba—. ¿Te gusta? ¿Te gusta que me corra dentro de ti?
—Sí… Oh, sí…
Apreté los dientes y cerré los ojos aguantando las últimas sacudidas del
orgasmo. Cuando los abrí, jadeando, Adriana me miraba con los ojos muy
abiertos.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Muy bien. —Sonrió.
Salí de ella despacio y me eché a su lado, tratando de recuperar el aliento.
Descansé la cabeza en mi brazo y miré al techo. Adriana se había cubierto el
cuerpo con la sábana y permanecía en silencio, sin saber muy bien qué hacer
o qué decir, expectante a mí. Transcurridos unos segundos que aproveché
para quitarme el condón, hacerle un nudo y dejarle caer a un lado de la cama,
incorporé el torso y me giré hacia ella.
—¿Te ha gustado? —le pregunté, apoyado en el codo.
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Ella me dirigió una mirada de incredulidad.
—¿En serio me estás preguntando si me ha gustado? —dijo, como si fuera
una obviedad.
Sonreía, así que no era una mala señal.
—Quiero asegurarme de que mis clientas quedan satisfechas —susurré—,
y de que han aprovechado bien su dinero.
Aparté un poco la sábana y le di un pequeño beso en la teta. Ella se
ruborizó. A pesar de que acababa de follármela, de que la había visto correrse
debajo de mí, seguía ruborizándose.
—Me gusta hacer muy bien mi trabajo —añadí, pícaro.
—Ha sido increíble —contestó. Guardó silencio unos segundos,
mordiéndose los labios por dentro. Intuí que estaba sopesando si decir algo o
no—. Siento haberte causado… problemas —dijo al fin, cambiando la
entonación al pronunciar la palabra «problemas». Lo dijo por el momento en
que tuve que parar porque le estaba doliendo.
Reprimí una mueca de ternura.
—¿Problemas? Eso no es un problema —dije, quitándole hierro—. Es
solo un… desafío. Un problema es cuando has terminado de cagar y se ha
acabado el papel higiénico. Eso sí que es un problema.
Se echó a reír de forma infantil y su rostro se volvió más jovial y risueño.
Era la primera vez desde que había entrado por la puerta que la veía siendo un
poco ella misma, sin el encorsetamiento que traía.
—Dios mío, eso sí que es un problema —dijo entre carcajadas—, y de los
gordos.
La miré serio.
—No quiero que pienses en eso, Adriana. Es una tontería —dije—.
Además, mi trabajo es darte placer a ti. Lo importante es que tú te corras, no
yo.
Se mordió el labio de arriba.
—Vale —contestó, aunque no puedo asegurar que lo hiciera convencida.
Las mujeres dan muchas vueltas a las cosas, incluso a cosas que no son
importantes.
Y os aseguro que estaba lejos de decirlo por cumplir. Era cierto. No
importa si tengo que parar cien veces, o tratar de acoplar los ritmos otras cien.
Mi trabajo es el placer, como decía Richard Gere en la película American
Gigoló.
—Puedes ducharte antes de irte, si quieres. El baño está detrás de aquella
puerta —indiqué.
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—Sí, gracias. No tardaré más de cinco minutos —dijo.
Saltó de la cama resuelta y se dirigió al sofá, donde su ropa descansaba
dispersada por todos lados, en el respaldo, en el reposabrazos, en el suelo…
La vi agacharse y recoger una por una.
—¿Has…? ¿Has visto mis bragas? —me preguntó con el ceño fruncido—.
No las encuentro.
Eché un vistazo desde la cama, pero no las vi. ¿Dónde las había echado
cuando se las había quitado? A saber… Algunas veces la ropa aparecía en los
sitios más inverosímiles. Ella seguía buscándolas por un lado y por otro
mientras se cubría como buenamente podía con la tela del vestido para que no
la viera desnuda. ¿Cómo podía ser tan pudorosa? Debería aprender a disfrutar
de su desnudez y a que los hombres disfrutaran de ella. No había nada más
bello que una mujer desnuda, tuviera las curvas que tuviera.
—Ve a ducharte, yo las buscaré y cuando las encuentre, te las llevo —le
dije al ver que no aparecían y que se estaba muriendo de la vergüenza.
—Vale —asintió, aliviada.
Se giró sobre sus talones y enfiló los pasos hacia el cuarto de baño. No fui
capaz de quitarle los ojos de encima hasta que cerró la puerta y su figura
menuda y de proporciones casi perfectas desapareció tras ella.
Me levanté de la cama, y después de ponerme los calzoncillos y los
pantalones, me dirigí hacia la zona de los sofás y empecé a buscar las bragas.
¿Dónde mierda estaban?
Revolví todo hasta que finalmente las encontré metidas entre dos cojines.
Las cogí y no pude evitar la tentación de estirarlas con los dedos y observarlas
detenidamente. Me encanta la lencería; el satén, el raso, los encajes, la
blonda…
Ufff…
La imagen de Adriana con unas medias hasta la mitad del muslo con
costura atrás y encaramada en unos altísimos tacones caminando hacia mí
apareció en mi cabeza. Mi polla se agitó bajo la tela del bóxer. Fruncí el ceño.
¿A qué cojones venía eso? Me acaricié la nunca un par de veces y resoplé.
Ignorando a mis partes nobles, fui hasta el cuarto de baño y toqué a la puerta
con los nudillos.
Oí que se cerraba el grifo de la ducha y que el agua dejaba de correr por el
desagüe. Un ratito después, la puerta se abrió un poco, lanzando una cuchilla
de luz sobre el suelo de mármol. Detrás apareció Adriana envuelta en una de
las toallas. Su piel estaba sonrojada y gotas de agua se deslizaban por ella
formando ligeros surcos. Las densas pestañas estaban apelmazadas por el
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agua, lo que provocaba que sus ojos se vieran aún más grandes de lo que ya lo
eran.
—Aquí las tienes —dije.
Sacó el brazo por el hueco que había entre la puerta y el marco,
sujetándose la toalla con la mano libre, y las tomó de mis dedos.
—Gracias —dijo—. Me visto y estoy lista. Solo un minuto —añadió con
una sonrisa.
—Tranquila, no tengo el próximo servicio hasta dentro de un par de horas
—respondí.
Cerró la puerta y yo me di la vuelta.
Tal y como dijo salió pasado un minuto, vestida y con la melena ondulada
cayéndole coquetamente por los hombros. Mientras avanzaba por la
habitación se tironeó del vestido para estirarlo unos centímetros. ¿Era una
manía? ¿Un tic que hacía cuando estaba nerviosa?
—Tu bolso —le dije, alargando el brazo y ofreciéndoselo.
—Gracias —dijo, cogiéndolo.
Y me di cuenta de que su timidez había vuelto, o quizá no se había ido en
ningún momento.
Caminó hasta la puerta de la Pleasure Room.
—¿Has traído coche? —le pregunté.
—No, me han traído unas amigas. Así se aseguraban de que no salía
corriendo —respondió. Fruncí el ceño. ¿Qué significaba eso?—. Es una
historia muy larga —dijo al advertir mi gesto, moviendo levemente la cabeza.
—Llama a un taxi para que te venga a recoger, le diré a Gulliver que esté
pendiente de ti hasta que llegue.
—¿Gulliver? —repitió.
—El tipo grande de la entrada —le expliqué—. El portero.
—Ah… ¿Se llama Gulliver?
—Sí.
Sonrió.
Asomaba algo a su mirada cuando sonreía que no podía describir. Como
si desapareciera ese velo de tristeza que parecía estar anclado en sus cálidos
ojos color café.
—Muy apropiado el nombre —comentó—. La verdad es que a su lado
todos parecemos liliputienses —añadió.
Me quedé unos segundos mirándola y sonreí. Me gustaba su humor. Era
inteligente.
—La verdad es que sí —dije, dándole la razón.
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—Bueno, no todos… Tú… Tú también podrías ser Gulliver… —Arqueé
las cejas ante su afirmación—. No es que seas como el portero… —Rectificó
rápidamente—. Él es como un armario de tres cuerpos y tú… de dos. —Bajó
la mirada y se rascó la nuca. Se había puesto nerviosa—. Me entiendes,
¿verdad? —Arrugó la naricilla.
—Perfectamente —dije.
Sí, había empezado a entenderla.
Me incliné, ladeé la cabeza y le di un beso en el cuello. Suave, ligero,
sensual.
—Ha sido un placer, Adriana —dije como despedida.
Ella se sonrojó.
—El placer ha sido mío, Álex.
Estiré el brazo y abrí la puerta. Se giró y colgándose el bolso al hombro
salió de la habitación. En cuanto cerré llamé a Gulliver.
—Dime, Álex —dijo al descolgar.
—Gulliver, asegúrate de que la chica que va a salir ahora, rubita con el
pelo largo y un vestido negro, se monta en un taxi.
—Pierde cuidado. Estaré pendiente de ella.
—Gracias.
Colgué, dejé el teléfono sobre la mesa del salón y me metí en el cuarto de
baño para darme una ducha y quitarme el sudor.
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Capítulo 17
Adriana
La mujer que me había atendido al llegar me dijo que podía esperar el taxi en
el vestíbulo, y no hubiera estado mal sentada en uno de los enormes sillones
ergonómicos que poseía, pero yo preferí salir de allí. Me sentía algo
abrumada y necesitaba que me diera el aire. Salí, bajé los escalones del
pórtico y esperé a que llegara el taxi al lado de una fuente con la estatua de un
aguador en el centro, e iluminada por varios focos de color verde y azul,
mientras me acariciaba los brazos. El sonido del agua que expulsaba el ánfora
que sostenía en las manos era relajante. Cerré los párpados y respiré hondo,
dejando que la brisa me refrescara el rostro e intentando calmarme. El
corazón me seguía yendo a mil revoluciones por minuto.
No sabría decir cómo me sentía ni qué me pasaba por la cabeza en esos
momentos. Eran innumerables cosas. Un batiburrillo al que era incapaz de
poner orden. Nunca había experimentado algo igual a lo de esa noche.
El taxi llegó pronto. Iba a subirme en él cuando la mano tosca de Gulliver
se adelantó y me abrió la puerta. Todavía me parecía insólito que se llamara
realmente Gulliver. Sus padres habían sido unos hachas poniéndole el
nombre.
—Gracias —agradecí la amabilidad.
Él se limitó a asentir.
—Buenas noches —dijo cuando me monté.
—Buenas noches —correspondí con una sonrisa.
Cerró la puerta e hizo una seña al taxista para que arrancara. Reconozco
que me sentí como una princesa. Y, aunque las mujeres no necesitamos ser
princesas, de vez en cuando no está mal sentirse un poco una. Supongo que a
los hombres no les importa hacerles sentir como príncipes, a veces, ¿no?
Todos tenemos corazoncito y a todos nos gusta que nos traten bien.
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Cuando entré en casa la luz del salón estaba encendida. Desde el pasillo se
podía oír el murmullo de la televisión y me imaginé que Julia se había
quedado viendo algún maratón de series de Netflix.
—¿Qué haces despierta todavía? —le pregunté desde la puerta.
Estaba espatarrada en el sofá, con el pijama de verano y el ventilador
encendido a toda caña para paliar de alguna forma las sofocantes noches que
nos estaba regalando la época estival.
—¡Adri, has llegado! —exclamó, incorporándose—. Quería que me lo
contaras todo y te he esperado. Dime, ¿qué tal? —Estaba impaciente.
Crucé el pequeño salón y me senté con ella en el sofá. Suspiré al dejarme
caer en él.
—Muy bien —respondí.
—Madre mía, te brillan los ojos —observó.
—Es que ha sido una puta pasada, Julia. —Levanté las manos y me tapé
la cara con ellas, porque me daba todavía bastante vergüenza—. Una puta
pasada —repetí.
—¡Joder, cuéntamelo todo! No te dejes nada en el tintero. Nada —me
apremió. Me descubrí de nuevo el rostro—. Pero lo primero de todo… —Me
miró muy seria—. ¿El tal Álex ese está tan bueno como en las fotos de la web
o hay Photoshop?
Negué con cabeza.
—No, está mucho mejor. Mucho mucho mejor.
Julia pataleó en el suelo dando un gritito.
—¿En serio?
—Es un puto Dios griego, te lo juro. Parece haber salido directamente de
la mitología clásica. Es alto, es carismático, está buenísimo y tiene una voz
afrodisiaca. No se ha quitado la máscara, porque nunca se la quitan, pero yo
creo que es guapísimo. Tiene la mandíbula angulosa y unos preciosos ojos
verdes… Es tan… —busqué una palabra que abarcara todo lo que quería
decir—… Tan hombre.
—¿Y qué tal…? —Julia elevó las cejas un par de veces arriba y abajo—.
Ya sabes…
—Pues imagínatelo. Se tiene bien ganado el título de Maestro del Placer
—respondí.
—¡Me cago en la puta! ¿Así que el tío sabe lo que se hace?
—Sí, sabe muy bien lo que se hace. Sabe cómo acariciar, dónde tocar y
qué decir en cada momento para ponerte a mil. Incluso cuando se topa con
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un… incidente.
—¿Incidente?
Apreté los labios.
—Tuvo que parar porque… me dolía, y eso que lo hizo con cuidado.
—¿Qué tiene entre las piernas? ¿Un trabuco? —dijo Julia.
—No era por eso, aunque bien podrían dedicarle una Oda a su miembro,
porque madre mía… —señalé.
Julia se echó a reír sonoramente.
—Pero, entonces, ¿qué ha pasado?
Me encogí de hombros.
—No sé… Estaba muy nerviosa, me sentía cohibida, porque Álex es…
¡Joder, el cabrón es apabullante!, y supongo que también habrá tenido algo
que ver que hace mucho tiempo que no tengo relaciones sexuales.
—Bueno, dos meses no es tanto… —apuntó Julia.
—Es que hace más de dos meses —le aclaré—. Iván y yo llevábamos
mucho tiempo sin follar antes de dejarlo. Ni siquiera me acuerdo. Cinco, seis
meses… No sé.
Julia me miró sorprendida.
—No lo sabía.
—Él siempre estaba ocupado, o le dolía la cabeza, o llegaba tarde, o… se
estaba cepillando a Pía —enumeré.
—A la ArPía —dijo Julia, jugando con su nombre—. Porque desde hoy es
como me voy a referir a ella, como Arpía y fulana, y eso porque soy educada
y no quiero decir puta. Pero nos estamos desviando del tema… —Hizo unos
cuantos aspavientos con las manos—. ¿Qué ha pasado al final? ¿Habéis
podido follar?
—Sí, Álex ha sido superpaciente. Me ha dicho que no pensara… que solo
sintiera, que cerrara los ojos y me dejara llevar… Se movía muy despacio
dentro de mí, ¿sabes? Y bueno… al final…
—¿Te has corrido como una perra?
—Totalmente. —Y no pude evitar sonreír—. Te juro, Julia, que he tenido
el orgasmo más brutal de toda mi jodida vida. Y no solo el orgasmo, el polvo.
Ha sido el polvo más brutal de mi vida.
Julia se abalanzó sobre mí y me abrazó.
—Joder, no sabes cuánto me alegro. De verdad, Adriana. —Se separó de
mí—. Entonces, vas a repetir…
Arqueé las cejas.
—¿Repetir?
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—Sí, acuérdate que te regalamos un bono. Que podías elegir entre una
noche entera o varios servicios individuales —me recordó Julia.
La verdad es que no me había planteado repetir. ¿Otro encuentro con
Álex? Pensarlo me produjo un cosquilleo en el estómago.
—No sé, yo no…
—Te ha gustado, ¿no? —me cortó.
Pestañeé.
—Sí.
Joder, ¿a qué mujer no? Bueno, a María no, pero porque ella le da al otro
palo. Pero ¿podía haber alguna mujer en su pleno juicio —heterosexual—, en
el mundo, a la que no le gustara que le hicieran lo que Álex me había hecho a
mí esa noche?
—¿Entonces qué narices tienes que pensar? —me preguntó Julia.
Involuntariamente mis labios se elevaron en una sonrisilla. ¿Qué me
pasaba? ¿Por qué pensar en tener otro encuentro con Álex me ponía cara de
idiota? Porque estaba segura de que en esos momentos mi expresión era
totalmente de idiota.
Ay, Dios, Adriana…
—Supongo que nada —dije con obviedad, porque todo parecía de cajón
de tabla de madera.
—Si la primera vez, a pesar de ese pequeño inconveniente, ha sido una
puta pasada, las siguientes no me quiero ni imaginar cómo van a ser. Vais a
destrozar el colchón, cielo —dijo Julia, con una sonrisa que se rasgaba en su
rostro de oreja a oreja.
Me aparté un mechón ondulado de la cara y me lo puse detrás de la oreja.
—No… No sé… —dije, agitando las manos enérgicamente—. Ya me
estás liando.
Julia se dejó caer en el respaldo del sofá y soltó una carcajada.
—No niegues que nuestro regalo de cumpleaños ha sido la bomba…
—dijo.
No pude más que echarme a reír.
—No lo niego. —Sería un sacrilegio hacerlo—. Benditas seáis vosotras y
vuestras descabelladas ideas —admití.
—Es que somos la hostia.
Julia se levantó del sofá entre risas.
—Voy a la cocina a por agua, este calor es insoportable. Me cago en el
puto verano. ¿Quieres algo? —me preguntó.
—No, gracias.
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Volvió con un vaso de agua fría en la mano.
—¿Cómo es el Templo del Placer por dentro?
—Espectacular. Es un lugar elegante, sofisticado, lujoso… No me
imaginé que fuera así, la verdad.
—¿Qué pensabas? ¿Que las habitaciones estarían decoradas con
gigantescos falos? —se burló, sentándose de nuevo en el sofá.
—No, idiota —dije—. Pero es que es… exquisito. Todo está pintado de
oscuro, con negros y grises, iluminado con luces led, y hay cuadros con
imágenes eróticas por todos lados, pero sin recargar el ambiente. Es
sugestivo, y ¿qué quieres que te diga?, pero invita a pecar. A pecar mucho.
—Reí—. Y las Pleasure Room son tres cuartos de lo mismo. Están decoradas
para crear un ambiente sensual, sugestivo, que despierte los sentidos… Es
como estar en la suite de un hotel de lujo. Son enormes, tienen una zona de
salón con sofás de cuero, tele de plasma… La cama es gigante, se podría
hacer perfectamente una orgía en ella… —Resoplé—. Es espectacular. Como
un templo o un palacio. Además, te tratan como si fueras una princesa. El
personal es superamable…
—¿Te sentiste cómoda?
—Sí, mucho. Me puse muy nerviosa cuando vi a Álex, porque ya te he
dicho que es imponente y, bueno, una no contrata todos los días los servicios
de un escort —dije—, pero no porque la gente no sea amable o el lugar no sea
agradable.
—Entonces tienes que repetir. ¿Qué más da todo? Aprovecha el momento,
Adri, disfruta, y que te quiten lo bailao. Ese tío ha conseguido que dejes a un
lado estúpidos prejuicios que no valen para nada, que te sueltes y que te
corras como nunca te has corrido. Te ha dado el revolcón de tu vida. ¿Por qué
no aprovecharlo un poco más? —planteó Julia.
—Porque me voy a convertir en una putera —dije.
Julia estalló en una carcajada.
—¡Por Dios Santo, deja de decir tonterías! Qué manía de tener que
etiquetarnos en «soy» o «no soy» o «dejo de ser»… ¡Vive el momento y
punto! Acabas de cumplir veinticinco años. Vive acorde con esos años y no
como si tuvieras ochenta.
—Ay, me confundes, Julia —dije.
—No hago que te confundas, cielo, hago que pienses con claridad
—repuso tranquilamente—. Quieres volver a follar con ese tío, lo sé. Así que
no te quedes con las ganas… Arrepiéntete de lo que hagas y no de lo que no
hagas.
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Me levanté del sofá como un resorte.
—Ahora no soy capaz de pensar… —solté—. Necesito dormir un poco
—puse como excusa, porque la idea de repetir experiencia con Álex me
estaba gustando demasiado y eso me hacía sentir rara. Él era un escort, las
mujeres pagaban por tener sexo con él y yo también lo había hecho y… ¡Dios,
se me estaba yendo la olla por completo!
—Duerme todo lo quieras, pero mañana te vas a levantar con las mismas
ganas de follar con Álex que hoy —dijo Julia.
Bufé.
—¡Ya! —dije—. Me voy a dormir porque vas a volverme loca.
Cogí el bolso y me fui a mi habitación dando zancadas. No quise
volverme, pero juraría que Julia se quedó con una de esas sonrisas de
conclusión tan suyas en la cara, como si supiera lo que iba a pasar, mientras
yo lo ignoraba por completo. Y eso me repateaba, me repateaba mucho.
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Capítulo 18
Adriana
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que encarna en una serie o una película a vuestro personaje literario favorito,
ese que os vuelve locas, que os parece tan guapo y tan sexy que os derretís
solo con mirarlo en la pantalla del ordenador o de la tele. En serio,
imaginadlo. Imaginad que estáis al lado de… no sé… Henry Cavill, Jamie
Dornan, David Gandy… ¿No os pasaría lo mismo que a mí? ¿No actuaríais
como si os hubiera dado una embolia?
Y menos mal que la copa de vino que me ofreció hizo que se me soltara la
lengua lo suficiente como para decirle que estaba nerviosa. Al menos podía
hacerse una idea de qué me tenía en aquel estado casi vegetativo. Por suerte lo
entendió, o eso me hizo creer. Pareció comprensible a mis circunstancias.
Luego se inclinó y comenzó a besarme en el cuello y yo creí que me iba a
derretir del gusto. Olía a las mil maravillas, o a las mil una, porque el aroma
que desprendía su cuerpo era embriagador. Una mezcla de jabón con una nota
amaderada, como a roble o a cedro, y también a brisa de mar en los
atardeceres de verano.
Y las preguntas… ¡Joder, con las preguntas! ¿Que qué me gustaba? Iván
nunca me había preguntado qué es lo que me gustaba en el sexo. Entendía que
el trabajo de Álex —como el de cualquier escort—, era saber qué me gustaba
para proporcionarme placer, al fin y al cabo, ese es su cometido. Hasta ahí de
acuerdo, pero Iván era mi novio. ¡Mi novio! ¿Lo lógico no sería que alguna
vez hubiéramos hablado de mis gustos sexuales?
Y mi respuesta… Dios, qué vergüenza otra vez. Todavía me pongo roja.
«Me gusta el sexo convencional». ¡Qué pringada! Sé que le hizo gracia
(seguro que por dentro se estaba descojonando de la risa), porque advertí un
tono socarrón en su voz. Menos mal que él parecía tenerlo más claro que yo,
porque cuando me pregunto que si quería que me comiera el coño se me paró
el corazón de golpe, literalmente. Por ahí se me perdieron un par de latidos.
Me lo preguntó con esa voz suya, que era un afrodisiaco en sí misma, con
ese olor amaderado de su cuerpo, susurrando a ras de mi piel, y haciendo que
la entrepierna me echara fuego. ¿Cómo podía haberme puesto cachonda con
aquella facilidad? ¿Tan necesitada estaba de un polvo que me había puesto a
mil solo con la voz de un tío? No, claro que no. Si se hubiera tratado de una
necesidad fisiológica, de aplacar mi revolución hormonal, hubiera salido un
fin de semana de fiesta con las chicas y me hubiera liado con cualquier chico
que me hubiera parecido mono, como hace todo el mundo.
No.
Era Álex.
Era él.
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TODO él.
Pensé que Iván estaría más presente en mis pensamientos, pero Álex lo
había fagocitado, por lo menos el tiempo que duró el encuentro entre
nosotros. Él había ocupado todos los recovecos de mi cabeza, y de mi
entrepierna, por supuesto. Aunque es cierto que Iván terminó apareciendo en
mi mente, pululando de un lado a otro, porque era así de capullo. Y encima
ahora, para más inri, lo hacía acompañado de Pía. De mi traidora amiga Pía.
Joder, los odiaba. ¿Cómo me podían haber hecho la tres catorce de esa
manera tan sibilina? ¿Tan rastrera? Casi con alevosía y premeditación.
No quería pensar en ellos. No.
Pero deseé que les salieran unas almorranas tan grandes como sus cabezas
y que no pudieran sentarse en meses, como había dicho Julia.
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Capítulo 19
Adriana
María fue la última en llegar al lugar al que solíamos quedar para tomar algo.
Una cafetería con carteleras de películas de Hollywood de los años 60 situada
en el Barrio de las Letras. Llegó medio corriendo y con la cara sofocada por
el calor que hacía. A pesar de que eran las siete de la tarde el sol seguía
cayendo a plomo en Madrid. Por suerte el local contaba con aire
acondicionado y enseguida volvió a su color normal.
María era fisioterapeuta y trabajaba desde que había terminado la carrera
en una clínica de la calle Goya. Le gustaba mucho su trabajo, era totalmente
vocacional, y siempre acababa haciendo horas extras que casi nunca le
pagaban.
—¡Cuéntanoslo todo, ya! —me exigió Carla, en cuanto María se sentó a
la mesa, después de saludarnos con un beso en la mejilla.
—¿Qué queréis que os cuente? —dije, como si no hubiera pasado nada.
Carla arqueó una ceja.
—¿Cómo que qué queremos que nos cuentes? Todo —atajó con
impaciencia.
—Primero vamos a pedir las consumiciones, porque va para largo
—advertí.
Pedimos lo acostumbrado: una Coca-Cola cero para María, un café con
hielo para Carla y un par de cervezas para Julia y para mí, y el camarero nos
lo trajo todo acompañado de un par de cuencos con patatas fritas y frutos
secos.
—Desembucha —me apremió Carla cuando el hombre se alejó.
Carraspeé un par de veces para aclararme la garganta y comencé a
narrarles lo mismo que había contado a Julia por la noche. Me escucharon con
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el mismo interés que si les estuviera relatando una historia de miedo,
exclamaciones y grititos varios incluidos.
—Se me han puesto los dientes largos —comentó Carla, recostándose
contra la silla.
—Te recuerdo que estás con Sebas —dijo Julia.
—Esto no tiene nada que ver con él.
—¿Cómo que no tiene nada que ver con él?
—Ya me entendéis… Todas las mujeres deberíamos pasar al menos una
noche con un Maestro del Placer, para que nos ponga a tono.
Negué con la cabeza para mí. Carla y sus cosas. Habría tanto que contar
de ella.
—Pídeselo a Sebas —soltó María como si nada, llevándose una patata a la
boca.
—¿Qué le pida qué? —dije, con las cejas enarcadas.
—Un trío.
—No veo yo mucho a Sebas por la labor —comentó Julia. Dio un trago de
su Coca-Cola cero—, y menos con un tío.
Yo tampoco lo veía, la verdad. Sebas era un tipo bastante serio —incluso
diría que rancio—, que trabajaba en una sucursal bancaria del centro de
Madrid. Aunque el hecho de que fuera algo rancio no era garantía de que
sexualmente no le gustaran cosas que pudieran resultar sorprendentes. Las
apariencias engañan.
—Pueden hacer un intercambio de regalitos… Hay parejas que contratan
a escort para que se follen a su pareja mientras ellos miran. —María dirigió
una mirada llena de significado a Carla—. Contratáis un Maestro del Placer
para ti y que Sebas mire, y luego una escort femenina para él mientras tú
miras.
A esas alturas Carla estaba flipando en colores, con una patata frita a
medio camino de la boca, que permanecía abierta. Los ojos se le iban a salir
de las órbitas y a rodar por la mesa como canicas.
—¿Yo? —Se apuntó con el dedo en la mitad del pecho—. ¿Ver como una
tía se folla a mi Sebas? ¿En vivo y en directo? Ni muerta —dijo tajante.
—En el fondo no muerdes —rio María.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que perro ladrador poco mordedor.
—Ya… Bueno… Es que yo quiero mucho a mi Sebas —dijo con una
vocecilla ñoña.
Nos echamos a reír.
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—¿Sabéis que Álex no besa en la boca? —dije.
Todas fruncieron el ceño.
—¿No?
—No. Es uno de los cinco «Noes».
—¿Qué es eso de los cinco «Noes»? —se adelantó a preguntar Julia.
—Una especie de normas…
—¿Y cuáles son? —curioseó María.
—No se quita nunca la máscara, no folla sin preservativo, no habla de su
vida privada, no hace nada que no quiera la clienta y no besa en la boca
—enumeré.
—¿Y todos los escort del Templo del Placer siguen esas normas? —dijo
Julia.
—La verdad es que no tengo ni idea —respondí, después de dar un trago a
mi cerveza.
—¿Por qué no besará en la boca? —lanzó al aire María.
Me encogí de hombros.
—No lo sé.
—¿Os acordáis de la peli de Pretty Woman? Ella tampoco besaba en la
boca —apuntó Carla.
—Besar es un acto mucho más íntimo que el sexo —comenté—. Por lo
que implica un beso, más que por el hecho de besar en sí.
—Así que no probaste sus labios… —habló Julia.
—En la boca no —contesté, y se me coló una nota de picardía en la voz.
—¡Qué cacho perra eres! —dijo Carla—. Te hizo un cunnilingus de
miedo, ¿verdad?
Me tapé la cara con la mano y me reí como si fuera idiota.
—Joder, te estás poniendo roja —observó María.
Me abaniqué la cara con la mano. Solo pensar en el modo en que Álex me
había comido el coño hizo que se me calentara la sangre. Y lo que no era la
sangre, también.
—Hace mucho calor, ¿no? —dije, para disimular el sofoco que tenía
encima.
Cogí mi cerveza, me la llevé a la boca y me la bebí de un trago.
—Sí, sí, calor…
Las tres me miraron de reojo.
—Oye, ¿y a ti te hubiera gustado besarle? —me preguntó Julia.
—Sí, muchísimo. ¿Quién no querría? —contesté—. Pero es una norma
que tiene y hay que cumplirla. Además, cuando las enumeró lo hizo muy
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serio. No creo que nunca se haya saltado ninguna.
—¿Y lo de la máscara? ¿No te da cosa no verle la cara? —me preguntó
María.
—Pues no os lo vais a creer, pero es algo que me da mucho morbo.
—A mí también me lo daría —comentó Julia.
—Sí, le proporciona un toque misterioso, sensual, enigmático… Como si
fuera algo clandestino o prohibido. Aunque me encantaría verle la cara. Yo
creo que tiene que ser guapísimo, por lo que la máscara deja a la vista. Tiene
los ojos verde claro y unas pestañas oscuras y espesas que parecen un
abanico.
—¿Y cómo os empezasteis a enrollar? —dijo Carla.
—Os lo cuento, pero sin detalles morbosos —avisé.
Las conozco y sé que son capaces de sonsacarme hasta el número de
veces que me la metió, sometiéndome a un exhaustivo tercer grado del que
cualquier miembro de la Santa Inquisición se sentiría orgulloso.
—¿Por qué no? Sin detalles morbosos pierde encanto —dijo Julia.
—Sin detalles morbosos —repetí firme.
Suspiraron resignadas.
—Como quieras.
—Me invitó a una copa de vino y gracias a que se me subió un poco a la
cabeza, le dije que estaba muy nerviosa. ¡Dios, estaba como un flan!
—maticé.
—Pero es normal —dijo María.
—Ya, pero yo ni daba ni tomaba, era como un vegetal, allí plantada en el
sofá, cual lechuga. —Continué—: Él me dijo que no pasaba nada. Le dije qué
no sabía muy bien qué hacer y me contestó que de eso se encargaba él…
Entonces empezó a besarme en el cuello y a susurrar, y yo me derretí por
dentro.
Puse los ojos en blanco por el placer que me estaba produciendo
recordarlo.
—Me preguntó que qué quería que me hiciera…
—Joder, sexo a la carta. Qué maravilla —apuntó Julia.
—¿Sabéis qué le contesté cuando me preguntó que qué me gustaba?
Las tres inclinaron un poco la cabeza y me miraron atentamente.
—¿Qué? —dijeron al unísono.
—El sexo convencional —respondí—. Y eso después de pensármelo un
rato.
—¡La madre que te parió, Adriana! —prorrumpió María.
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—Soy una pringada, lo sé —dije con voz lastimosa.
—Me imagino la cara de él… —comentó Julia, ocultándose las ganas de
reír detrás de la mano.
—Le hizo mucha gracia, porque me preguntó en tono socarrón que, aparte
del misionero, qué más me gustaba.
—Ay, Dios…
Se llevaron las manos a la cabeza.
—Dejad de pitorrearos —pedí.
—No nos pitorreamos —rio Carla.
¿Cómo que no? Si se estaban descojonando vivas.
—¿Y qué hubierais hecho vosotras? Me gustaría haberos visto en mi lugar
—me quejé—. ¿Qué le hubierais dicho? «Oh, me encanta que me aten a la
cama y que me azoten el culo con una fusta hasta que me salgan verdugones»
—dije poniendo voz de moñas.
—Mujer, a lo mejor eso no. Pero ¿no te gustaría que ese tío te empotrara
contra la pared y te lo hiciera un poco… fuerte? ¿Duro? —me preguntó Julia.
—Perfil de empotrador tiene —apunté.
—No has respondido a la pregunta.
Chasqueé la lengua contra el paladar. Joder, con su insistencia.
—Y yo qué sé… —Alcé los hombros—. ¿Por qué siempre me planteáis
cosas de ese tipo?
—¿De qué tipo? —dijo María.
—Cosas que… que me hacen pensar…
—Pues porque, quizá, las tienes que pensar, darles una vuelta de tuerca y
cambiar la perspectiva, la forma de verlas.
Cogí una patata frita del cuenco y me la metí en la boca.
—Yo nunca he tenido sexo… no sé cómo decirlo… salvaje. De ese que te
cogen y sin dejarte tomar aire te empotran contra la pared —dije mientras
masticaba—. Iván era muy clásico.
—Iván era un soso —atajó Julia.
—Para liarse con Pía a mis espaldas estuvo bien listo —comenté.
—Arpía… Ar-Pía —matizó Julia, levantando el dedo índice. María y
Carla sonrieron—. Yo creo que si tienes un par de encuentros más con Álex
vas a terminar empotrada contra la pared, y además a lo bestia, retorciéndote
cual culebra con un orgasmo de esos que te dan la vuelta a los ojos.
Julia siempre tan explícita.
Durante unos instantes jugueteé con la idea de que Álex me cogiera, me
empujara contra la pared y me echara uno de esos polvos de los que hablaban
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las chicas y que hacían que los ojos se te dieran la vuelta. La imagen logró
que se me contrajera la entrepierna de gusto. Pero ¿me atrevería a pedírselo?
¿Me arrepentiría después? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar?
—¿Va a haber más encuentros? —La voz insinuante de Carla me sacó de
mi ensimismamiento. Cuando la miré, alzaba las cejas arriba y abajo por
encima del borde del vaso de su café con hielo.
—Por supuesto —se adelantó a contestar Julia por mí.
Giré la cabeza hacia ella con los ojos entornados.
—No lo sé… —dije, vocalizando bien cada sílaba.
—Pues tal y como cuentas que fue la experiencia, no sé a qué estás
esperando —dijo Carla—. Las siguientes veces van a ser mejores.
—Eso mismo le he dicho yo —apostilló Julia, muy orgullosa de que las
chicas opinaran lo mismo que ella.
Puse los ojos en blanco.
—Sois unas liantas.
Todas me dedicaron su mejor sonrisa Trident, esa clásica sonrisa de
dientes blancos con destellito.
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Capítulo 20
Álex
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Conocía a Marta —en este oficio conviene conocer bien a las clientas,
para ofrecerles el mejor servicio—. Le gustaba llevar las riendas y disfrutaba
dando placer a los hombres, era una de sus filias, aunque al final terminaba
haciendo lo que yo quería.
Me empujó hacia el sillón y me dejé caer en él. Se movió con celeridad
para arrodillarse frente a mí. Venía con ganas. Abrí ligeramente las piernas
para facilitarle la tarea y la observé bajarme la cremallera del pantalón del
traje, meter la mano por la bragueta con una habilidad pasmosa y buscar mi
miembro entre el bóxer. Cuando lo sacó, no se lo pensó dos veces, se inclinó
y se lo metió entero en la boca.
Marta tenía experiencia de sobra, era capaz de introducirse una polla hasta
el fondo de la garganta sin dar una sola arcada. Era una maestra de la felación,
y lo sabía.
Apreté los labios cuando empezó a succionar adelante y atrás con fuerza,
repasando mi miembro con los dientes a su paso.
La contemplé hacer (su buen hacer), con la espalda recostada en el
respaldo del sillón y la mirada entornada. Sin dejar de chupármela, alzó los
ojos, de un marrón claro, y me miró con lascivia a través de las pestañas
maquilladas. Le dediqué una sonrisa seductora, dándole mi aprobación, como
le gustaba.
Durante un rato se ayudó con la mano, combinando ambos movimientos.
Mientras me mamaba la punta con los labios, me acariciaba la base con los
dedos. Después cogió mi mano derecha y la llevó a su cabeza, instándome a
que la agarrara del pelo.
Era mi turno.
Metí los dedos entre sus mechones oscuros, le cogí la cabeza por la
coronilla y empecé a empujarla contra mi polla. Unos segundos después
estaba follándole la boca sin miramientos, como le gustaba que lo hiciera.
Me eché hacia atrás y cerré los ojos para disfrutar del placer que me
estaba proporcionando aquella magnífica mamada, todo hay que decirlo. Pero
pasó algo… inesperado. La imagen de la chica con la que había tenido un
servicio la noche anterior, Adriana, apareció en mi mente.
Así, de repente.
Sin avisar.
Sin llamar.
¿Qué cojones…?
Durante un instante me sentí desconcertado.
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Mi cerebro y el morbo se empeñaban en fantasear con ella, obligándome a
imaginarme que era su boca la que me follaba como un poseso, sus labios
llenos y rosados los que recorrían mi polla adelante y atrás, sus manos las que
se agarraban a mis muslos mientras yo empujaba su cabeza hacia mi pelvis…
—Oh, sí, nena… —me oí gemir.
Con el rostro de Adriana campando a sus anchas por mi cabeza empujé
una y otra vez, tocando el fondo de la garganta de la mujer que tenía
arrodillada frente a mí y que aguantaba estoicamente los envites.
Estaba al borde del clímax cuando dije con los dientes apretados:
—Voy a correrme en tu boca…
Era una advertencia. Evidentemente Marta podía apartarse, si quería, pero
no lo hizo. Le gustaba que nos corriéramos dentro de su boca, aunque yo
prefería acabar de otra manera, pero en aquella ocasión me fue imposible.
Pese a echar mano de todo mi autocontrol, fantasear con Adriana me había
puesto como una moto y además de una forma que no me había dado casi
tiempo a reaccionar.
Gemí profundamente mientras apretaba la cabeza de Marta contra mi
cuerpo y notaba como el chorro de semen salía, chocando con su garganta. Le
siguieron otros más mientras me estremecía.
—Joder… —jadeé sin respiración, aún con la polla metida en el fondo de
su boca.
Dejé de hacer presión con la mano y desenrosqué mis dedos del pelo,
relajándome contra el respaldo del sillón. Marta se sacó despacio mi miembro
todavía erecto, y pasó la lengua por sus labios, lamiendo las gotitas de semen
que habían quedado fuera y dedicándome una mirada mezcla de satisfacción y
orgullo.
Cerré los ojos unos segundos intentando recobrar la respiración y
analizando qué cojones había pasado. ¿Por qué había aparecido esa chica en
mi cabeza?
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Capítulo 21
Adriana
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pensaba en Iván y a ratos me desazonaba cuando pensaba en Álex. Sí, porque
no había conseguido deshacerme de la idea de tener un nuevo encuentro con
él.
Cuando bajé del metro, me pasé por un Starbucks que me pillaba de
camino, pedí dos cafés con leche y hielo para llevar y me dirigí a «¡Oh,
regalos!», como se llamaba la tiendecita de Carla.
Tenía las manos ocupadas, así que entré empujando la puerta con el culo.
Las campanillas del techo anunciaron mi presencia.
—Hola, preciosa —la saludé al cruzar el umbral.
Carla estaba encaramada en una escalera, colocando un arsenal de velas
—suficiente para prender fuego a todo Madrid—, en una de las estanterías de
la entrada. Volvió el rostro y sonrió.
—Hola, Adri —dijo.
—Te he traído un café con hielo. —Le mostré en alto los vasos.
Carla se apresuró a bajar de la escalera, dejó la caja de velas sobre el
mostrador y se acercó a mí.
—Mil gracias —dijo, dándome un beso en la mejilla—. No sabes cuánto
te lo agradezco, hoy no he podido salir ni un minuto.
Le entregué uno de los vasos, lo cogió y dio un trago.
—Qué rico… —murmuró, relamiéndose los labios.
Se podría decir sin lugar a equívoco que Carla era adicta al café. Lo bebía
tanto en invierno como en verano, tanto con frío como con calor, y por las
mañanas no era persona de provecho hasta que no se chutaba (porque solo le
faltaba chutárselo directamente en vena) un buen café solo con azúcar.
—¿Te ayudo? —me ofrecí.
Sonrió.
—No hace falta, cielo, bastante tienes tú con tu trabajo como para que
encima vengas a ayudarme a hacer el mío —repuso.
—No me importa —le dije—. Además, me vendrá bien para mantenerme
distraída.
Carla ladeó la cabeza.
—¿Estás pensando en Iván y Pía? —me preguntó.
Me revolví el pelo ligeramente.
—Sí, hoy tengo el día tonto —respondí.
Me acarició el brazo.
—Es normal, lo que te han hecho esos dos es una marranada. Pero con el
tiempo pasará, como todo. Él va a ser tu mejor aliado, ya verás. El tiempo
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cura las heridas, las cicatriza, las cierra, y un día te das cuenta de que ya no
duelen y de que quién te las ha provocado ni siquiera te importa.
Jugueteé con el vaso de cartón de mi café con hielo después de dar un
sorbo.
—Sé que tienes razón, pero a mí en estos momentos me parece algo
imposible. —Lancé un suspiro—. Al palo de que mi novio me deje por otra
después de siete años de relación, se une el palo de que esa otra es una de mis
amigas. No dejo de preguntarme desde cuándo están juntos y la respuesta me
aterra y repugna a partes iguales. Pensar que lo hemos estado compartiendo…
—¿Y qué más da eso? —me corta Carla con suavidad—. Cuánto lleven
juntos es algo que ya no te incumbe, Adri. Tendemos a querer saber todos los
detalles escabrosos de una infidelidad: ¿Con quién? ¿Cómo? ¿Cuándo?
¿Cuántas veces?… Pero a estas alturas eso ya te tiene que dar lo mismo. No
vale nada saberlo, excepto para hacerte daño.
—Sí, es verdad —reconocí.
Me gustaba la sensatez de Carla. Ella tenía capacidad para hacer que viera
las cosas de otra forma distinta a cómo las veía yo. A veces me ofuscaba de
tal manera que no había forma de hacerme entrar en razón, porque me metía
en un bucle vicioso del que no sabía cómo salir, por más vueltas que daba.
Tenía que admitir que gracias a las chicas mi ruptura con Iván no me estaba
resultando tan infernal.
—Venga, que te ayudo —dije resuelta.
Apuré mi café y tiré el vaso a la papelera que Carla tenía detrás del
mostrador.
—¿Estás segura? Mira que aquí hay trabajo para aburrir y yo soy lo
suficientemente pobre para no poderme permitir pagarte —bromeó.
Solté una risilla.
—Anda, calla, y dime qué hago.
Carla se subió de nuevo a la escalera.
—Pásame las velas de la caja para irlas colocando en la estantería. Así no
tengo que cargar con la caja a pulso. Tengo el brazo que no le siento.
—Pues vamos allá.
Fui sacando las velas de la caja que había encima del mostrador y
pasándoselas a Carla, que las cogía y las ponía en la estantería, junto a las
otras. Las tenía ordenadas por colores, desde el verde lima hasta el negro,
creando una perfecta armonía de colores que seducía a los ojos.
—Hay algo más a lo que le estás dando vueltas, ¿me equivoco? —dijo
cuando acabamos con esa caja y empezamos con la siguiente.
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Hice una mueca, pero no respondí de inmediato. ¿Tan mal disimulaba?
Desde luego no podría ganarme el pan como actriz. Qué poco recorrido
tendría en las alfombras rojas de Hollywood. O tal vez es que Carla me
conocía bien, mejor incluso que yo misma.
—Venga, habla —me instó.
Cogí aire.
—Es… sobre la idea de volver a tener un encuentro con Álex… —dije—.
No sé si estoy haciendo bien…
Vi que fruncía un poco el ceño.
—¿Qué se supone que está mal? —me preguntó.
Me mordisqueé el labio.
—¿No es obvio? Pagar para follar con un tío —contesté.
Carla me miró unos segundos.
—¿Lo que te da reparo es la transacción? ¿El hecho de que haya dinero de
por medio?
—Sí.
—Vale. Voy a darte mi punto de vista…
—Por favor —le pedí.
Bajó un par de peldaños y se recostó en la escalera.
—Desde que el Templo del Placer se abrió en Madrid han cambiado
muchos conceptos respecto a los escorts, acompañantes masculinos, llámalos
como quieras… Se han roto muchos tabús, sobre todo para las mujeres. Nadie
lo concibe como un prostíbulo de hombres —entrecomilló con los dedos las
palabras «prostíbulo de hombres»—, sino más bien como un lugar donde se
explora el placer, la sexualidad femenina… Esta noche podrías salir de fiesta
y follarte a un tío, a dos o a tres, incluso a la vez… De eso nadie tiene dudas.
No necesitas pagar para tener sexo, ¿vale?
—Vale.
—Pero sinceramente no creo que tengas muchas ganas de andar de ligoteo
con uno y con otro, ni de llevarte a la cama a un tío con el que probablemente
te quedes a medias. —Arqueó una de sus perfectas cejas depiladas—. Porque,
aquí entre nosotras, probablemente te quedes a medias, sobre todo ahora que
parece que estás algo desentrenada —afirmó en tono cómplice, y yo no podía
estar más de acuerdo con ella.
Sonreímos.
Continuó.
—Con Álex, o si quisieras probar con otro de los Maestros del Placer, es
todo mucho más aséptico, más… objetivo. ¿Me entiendes? Sabes lo que hay
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con él, y por lo menos te aseguras de que vas a salir de allí con un buen polvo,
¿para qué nos vamos a engañar? ¿Por qué no habrías de repetir? Es un tío que
está cañón, que sabe lo que se hace, que te trata de puta madre… —Me miró a
los ojos—. En estos momentos es lo que necesitas, Adriana. Necesitas
divertirte, disfrutar, follar, ¡correrte!, dejarte llevar, como te dijo él, y
olvidarte de Iván y de Pía. Utiliza a Álex como catarsis, como una escoba
para quitarte de encima a esos dos y olvidar lo que te han hecho. Ayuda al
tiempo a hacer su trabajo.
Puede que Carla tuviera razón. Puede que con Álex consiguiera liberarme
de mis sentimientos por Iván definitivamente.
—¿Entonces no crees que estoy haciendo algo malo? —pregunté con un
mohín.
—Joder, claro que no estás haciendo nada malo —se apresuró a
responder—. Esos tíos están ahí porque les gusta follar, ¡qué coño!, les gusta
dar placer, seducir… y encima ganan una pasta gansa. ¡No es una trata de
personas, por Dios! Ninguno de ellos está ahí obligado, te lo aseguro. Son
hombres, disfrutan de lo que hacen más que las propias clientas.
Las palabras de Carla me tranquilizaron. A ratos sobrevolaban por mi
cabeza ciertas paranoias que me suponían un conflicto moral con el que me
veía obligada a luchar. ¿Era moralmente reprochable pagar a un escort por
tener sexo? Suponía que no. A esos tíos les molaba follar, les molaba dar
placer, jugar con él… La prostitución masculina tenía poco que ver con la
femenina, sobre todo la de alto standing, eso lo tenía claro. Era otro mundo,
muy alejado de los bajos fondos. Pero para mí aquello era nuevo. Mi primer
encuentro con Álex lo había provocado el despecho y la rabia que sentí al ver
a Iván y a Pía morreándose como cerdos en mitad de la pista del Urban 58; su
flagrante traición, y el segundo… ¿Qué iba a provocar el segundo encuentro
con él? (Porque ya daba por hecho que volvería al Templo del Placer). La
búsqueda de placer… De mi placer… Y tener las mejores experiencias
sexuales de mi existencia junto al tío más jodidamente atractivo y sexual del
mundo.
—Anímate, Adri, y solicita otra cita con Álex —dijo Carla para acabarme
de convencer—. Dale gusto al cuerpo. —Me guiñó un ojo—. No te vas a
arrepentir.
Me mordí el labio. Si algo tenía seguro es que no me iba a arrepentir. Eso
era imposible con Álex. Sonreí tontorrona para mí.
En un impulso que me nacía del fondo de… no sé de dónde, pero que
estaba ahí, cogí el móvil, lo desbloqueé y entré en la página web del Templo
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del Placer. Más decidida que la primera vez, busqué el perfil de Álex. Inhalé,
exhalé, y piqué en el apartado «Cita con Álex».
El próximo viernes volvería a verle.
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Capítulo 22
Álex
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Concentrado y con la mirada fija en el saco de boxeo, di unos cuantos
puñetazos en su costado. Primero a la derecha, después a la izquierda y así
varias veces mientras mis pies se movían inquietos por el suelo.
—¿Estás más pensativo que otros días o son imaginaciones mías, Álex?
—me preguntó Víctor, al ver que me había sumido en un silencio reflexivo y
que llevaba en él un rato largo.
Me debatí entre contárselo o no.
—La verdad es que hay algo a lo que ando dando vueltas… —dije sin
dejar de propinar golpes—. Pero es una tontería —añadí.
—¿Problemas con alguna clienta?
Fruncí los labios.
—No es un problema exactamente…
—Entonces, ¿qué es?
—Hace unos días tuve un servicio con una clienta de esas que resulta
delicioso follarte. —Lancé una mirada de reojo a Víctor—. Ya sabes…
—dije, devolviéndole la atención al saco de boxeo.
Escuché a Víctor sonreír mientras seguía pegando.
—Mmmm… —ronroneó con intención.
Sí, sabía de qué hablaba.
—La pobre estaba supercortada…
—¿Era joven?
—Tendría unos veinticuatro o veinticinco años. —Di un golpe de nuevo
al saco—. No dejaba de ruborizarse y me costó que se soltara.
Al recordarlo sentí algo parecido a ternura.
—A veces pasa… Sobre todo, si es la primera vez con un escort. Los
nervios les juegan malas pasadas.
—Sí, estaba muy nerviosa, y cerrada en banda.
—Un poco de lubricante ayuda…
—Lo cojonudo es que estaba empapadísima. Por ese lado no había
problema, pero tuve que parar porque le estaba haciendo daño. Joder, no
sabes qué apretada estaba… —dije, acordándome del momento.
—Supongo que también influye que calzas de cojones, cabrón —comentó
Víctor en tono socarrón, mirándome y levantando una ceja en mi dirección.
—No era por eso… O no solo era por eso —maticé.
Paré de dar golpes y detuve con las manos el saco de boxeo, que se
balanceaba atrás y adelante, y me erguí.
—Estaba muy cortada; titubeaba, se sonrojaba a la mínima, de vez en
cuando me miraba con ojitos de cordero degollado y no dejaba de darse
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tirones al vestido para bajarlo… Joder, quería que se corriera, no que saliera
corriendo.
Víctor rio y también paró de dar puñetazos.
—Esas tías son un gustazo, y luego ver cómo se van abriendo… en todos
los sentidos —murmuró con voz insinuante.
Sonreí. Sí, lo era.
—Hacía muchísimo tiempo que no tenía un servicio con una mujer así.
Normalmente las que contratan nuestros servicios son más atrevidas. Vienen
con el cuento aprendido. Te dicen qué quieren y cómo lo quieren. —Me
ajusté los mitones a las manos—. ¿Sabes qué es lo que más me sorprendió?
—pregunté de manera retórica—. Que no hubo ni un solo momento en el que
me mirara como si fuera una mercancía, un trozo de carne, un objeto del que
obtener simplemente placer…
—Es muy habitual que nos miren así. Esa es una de las cosas que más me
llamó la atención cuando empecé en esto —dijo Víctor—. Esa mirada de «he
pagado por ti, chato, y tienes que hacerme todo lo que te diga». Pero supongo
que es normal… —Se encogió de hombros—. Después de todo, es cierto que
nos pagan.
Alcancé con la mano la toalla que tenía colgada en una barandilla y me la
pasé por la frente para enjugarme el sudor.
—No me estoy quejando… Estoy acostumbrado a ellas y sé cómo tratar a
las mujeres que miran así, de otro modo no se sobrevive en este mundo —dije
indiferente, porque era cierto que no me suponía ningún problema.
Me las arreglaba bien para que cuando terminara el servicio cambiaran esa
mirada arrogante, y a veces incluso despectiva, por otra… suplicante. Pero
entonces el tiempo se había acabado y tendrían que pagar de nuevo si querían
que volviera a follarlas.
—Lo que me sorprendió fue precisamente que no me mirara de ese modo
—señalé, pasándome la toalla por el cuello.
Víctor cogió su botella de agua, desenroscó el tapón y dio un trago largo.
—¿Era una niña rica? —preguntó—. Nuestros honorarios no los puede
pagar cualquiera.
Negué con la cabeza.
—No lo creo, no actuaba como tal y la ropa no era de marcas caras. De
hecho, creo que el vestido era de Zara —dije.
—Quizá por eso no te miraba como si fueras un objeto. Hay gente con
dinero que piensa que todo el mundo debe rendirle pleitesía, más si han
pagado por ello.
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—Ella no. —Arrastré hasta mi mente el instante en que entré en la
Pleasure Room. Recordé su rostro de muñeca, sus enormes ojos castaños de
Bambi, su naricilla, sus labios llenos y entreabiertos, tomando aire
apresuradamente por los nervios—. Ella me miraba con vergüenza, con
timidez, y también con cautela, como si yo fuera un lobo y fuera a saltar sobre
su cuerpo en cualquier momento.
—Hombre, un poco lobo sí que eres —se mofó Víctor.
—Y de buena gana hubiera saltado sobre ella —admití, relamiéndome
figuradamente, aunque abrí los labios y me pasé la lengua por ellos—. De
muy buena gana la hubiera empujado contra la pared y la hubiera follado
duro.
Bosquejé la escena en mi cabeza con tanta claridad que mi polla se agitó
bajo el pantalón de deporte. Joder.
Víctor carcajeó y me dio una sonora palmada en el hombro que me
devolvió a la realidad.
—Estás hecho un romántico —rio.
Sonreí.
—Tan romántico que el otro día me corrí pensando en ella mientras una
clienta me estaba haciendo una mamada —solté.
—Bueno, muchas veces tenemos que tirar de trucos mentales para que se
levante, o para mantenerla tiesa, o para terminar… Somos hombres, no
máquinas, y en ocasiones no tenemos la polla para historias.
—Lo sorprendente es que no lo utilicé como recurso, sino que apareció en
mi mente sin avisar, y no pude dejar de fantasear con ella hasta que me fui.
—Lo que digo, que estás hecho un romántico —repitió Víctor entre risas.
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Capítulo 23
Adriana
Salí de detrás del mostrador sorteando a la gente. En las manos llevaba una
vistosa bandeja de colores pastel, acorde con la decoración del local, con dos
cafés y un plato con cuatro cupcakes en forma de corazón y virutas de
chocolate por encima. Crucé la cafetería y lo dejé todo en la mesa situada
frente a la cristalera y a la que había sentadas un par de jóvenes que no
pasarían de los veinte años. Apenas me había dado la vuelta para volver a la
tarea que me quedaba por hacer cuando oí:
—Perdona…
Solté el aire y me giré.
—No hemos pedido café, sino batidos —me dijo una de las chicas.
Pestañeé.
Tenían razón. Joder, me había equivocado. Era la tercera vez en lo que
llevaba de tarde.
«Céntrate, Adriana», me reprendí.
—Lo siento, ahora mismo os traigo los batidos —dije. Cogí las tazas de
café y las puse en la bandeja—. Chocolate y fresa, ¿verdad? —les pregunté.
—Vainilla y plátano —me corrigió la chica.
«Mierda, no doy una».
Arrugué la nariz. Más me valdría tomarme un cafetito de esos tan cucos
que servíamos, pero en mi caso cargado de whisky, a ver si así me espabilaba.
—Se nota que es viernes… —me excusé, forzando en los labios una
sonrisilla artificial.
Las chicas me sonrieron con indulgencia, apiadándose de mí y de mi
torpeza, que aquella tarde era del tamaño de la catedral de Burgos. Tal vez la
sonrisa indulgente era porque pensaban que probablemente tenía memoria de
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pez o que era tonta y que el Estado daba una subvención a la cafetería por
haberme contratado, y debían ser educadamente pacientes conmigo.
Me di la vuelta y enfilé los pasos hacia el mostrador. Preparé los batidos
lo más rápido que pude, los coloqué en la bandeja y se los acerqué a la mesa.
Os preguntaréis a qué era debida mi ineptitud de aquella tarde, y la
respuesta es sencilla. Era el día que tenía mi segunda cita con Álex.
¡Viernes por fin!
Tres días antes (sin exagerar), me dediqué a pensar en cuerpo y alma
cómo iba a ir vestida. Porque es cierto que no tenía que seducirle ni
conquistarle ni bla, bla, bla… Pero quería estar guapa. Que no tuviera que
levantársele solo porque hubiera pagado, sino porque le hiciera un poco de
tilín, aunque fuera un poco. Una tiene su orgullo y no me entusiasmaba que
tuviera que tirar de alguna escena porno que hubiera visto para realizar la
faena conmigo.
Para ello hice mentalmente todas las combinaciones de vestidos, faldas,
camisetas, pantalones, zapatos y sandalias posibles que tenía en el
guardarropa. Aún todo, pasé media hora delante del armario decidiéndome
qué ponerme porque, al igual que me ocurrió la primera vez, no me veía bien
con nada.
Lo sé, era una pesada.
Pero es que estábamos hablando de Álex, EL HOMBRE (sí, en
mayúsculas). Ese tío que parecía que acababa de bajarse de la pasarela de
Milán, que follaba de miedo y al que absolutamente todo le quedaba bien,
hasta un taparrabos a lo Tarzán.
La imagen con el taparrabos apareció en mi cabeza.
¡Joder!
Pensar en él me hacía un nudo en el estómago, un nudo que se retorcía
hasta dolerme, y me producía cierta ansiedad. Y ahí estaban otra vez
puntuales los nervios, la respiración agitada, incluso las náuseas… Dios, no
sabía si merecía la pena pasar por todo aquello solo para echar un polvo.
Para echar un polvo no, para echar un polvo con Álex, sí.
Al final me puse en plan guerrera con unos pantalones pitillo negro
brillantes (tipo vinilo) y una camiseta verde botella con escote halter y lazada
al cuello. Acompañé el conjunto con unos zapatos negros de salón con nada
más y nada menos que diez centímetros de tacón. Probablemente Gulliver
también tendría aquella noche que ayudarme a subir las escaleras del pórtico
si quería llegar entera al Templo del Placer.
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Julia se empeñó en llevarme en su coche y yo me empeñé en llamar a un
taxi. Estuvimos un rato batallando. Al final tuve que dejarla por imposible y
porque no me apetecía ponerme a discutir. Ya tenía bastante de punta los
nervios.
—Disfruta mucho —me dijo a modo de despedida cuando me bajé del coche
frente al edificio del Templo del Placer. En la puerta, como la vez anterior,
Gulliver se mantenía impasible en su papel de cancerbero.
Asentí con la cabeza y no pude evitar sonreír. Pensar que iba a volver a
ver a Álex me tenía en un estado de embobamiento importante.
Me di la vuelta y, mientras Julia ponía en marcha el motor y se alejaba,
me dirigí hacia el pórtico tratando de que mis pasos expresaran seguridad en
mí misma, aunque todavía dudo si lo conseguí.
Gulliver, amable tras esa fachada de criatura severa e incorruptible, me
tendió la mano cuando empecé a ascender los peldaños uno a uno.
—Gracias —sonreí.
—Buenas noches —dijo, inclinando levemente la cabeza.
Qué rico era a pesar de su porte de mastodonte.
—Buenas noches —respondí.
En aquella ocasión no me pidió la tarjeta de invitación que me habían
regalado las chicas ni la acreditación de la cita, simplemente se limitó a abrir
la puerta para que pasara.
La misma mujer que salió a recibirme la primera vez, ataviada tan
elegantemente como aquel día, salió a mi encuentro también en esa ocasión.
—Bienvenida, Adriana —me saludó en tono cálido, y empecé a relajarme,
al menos hasta que me encontrara con Álex.
—Gracias.
—Tienes cita con Álex, ¿verdad?
Mi cerebro me obligaba a fijarme detenidamente en la expresión de su
rostro, al igual que hacía con Gulliver al entrar, en un intento de atisbar algo
que me proporcionara una mínima información de qué podrían estar pensando
de que una chica joven solicitara los servicios de un escort —y de que lo
hiciera por segunda vez—, pero nada en sus caras me decía qué estaba
pasando por sus cabezas, ni siquiera intuirlo. Quizá porque para ellos era una
situación normal y las paranoias absurdas solo estaban en mi mente.
—Sí —contesté.
—Acompáñame —dijo.
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Caminamos por el suelo de mármol del impresionante vestíbulo y
subimos los dos tramos de escaleras hasta el pasillo en el que se hallaban las
Pleasure Room. El sonido de nuestros tacones se amortiguó por la moqueta
que se extendía a lo largo del oscuro y elegante corredor, y todo se llenó de
silencio.
—Adelante —me dijo al abrir la habitación de Álex con la tarjeta-llave.
Crucé el umbral y entré.
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Capítulo 24
Adriana
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una idea de que lo que hay al otro lado es de armas tomar. Lo sé, si sigo por
ese camino cuando cumpla los ochenta seré una vieja verde.
Me levanté del sofá y me pasé las manos por el pantalón para estirarlo.
—Adriana… —Su voz profunda pronunciando mi nombre me hizo
cosquillas en la piel.
¿Había sorpresa en su rostro? Bueno, no era de extrañar.
—Hola —lo saludé.
—No esperaba verte de nuevo —comentó.
—Mis amigas me han regalado un… bono —dije, tratando de que se me
escuchara firme y resuelta y no como una lerda.
Esbozó una leve y preciosa sonrisa y a mí me pareció tan irresistible que
me derretí por dentro, como la bola de un helado de cucurucho que dejas
expuesta al sol impenitente de agosto.
—Me alegra tenerte aquí otra vez —dijo en tono provocativo, y creo que
se calló decir: «porque no te imaginas todo lo que te voy a hacer». Al menos
su voz decía eso.
Probablemente fueran imaginaciones mías, que no digo que no, pero creí
que era sincero. O quise creer que lo era. Todo se hacía más llevadero para mi
conciencia si pensaba que no lo decía solo por qué había pagado para ello.
Cuando me alcanzó levanté la vista para adaptarla a su altura. Cogió mi
mano, se la acercó a los labios y la besó, exhibiendo esas maneras de
caballero tan suyas y que hacían que las bragas me echaran chispas. Sin
apartar la mirada de mis ojos, dijo:
—Bienvenida.
«Venga, Adriana, mantén la compostura».
—Gracias.
—¿Qué tal? —Me soltó la mano.
—Bien —contesté.
El primer día me advirtió que no hablaba de su vida privada, pero no
pasaría nada por preguntarle que qué tal, ¿no? No dejaba de ser una pregunta
de mera cortesía que la gente siempre respondía con un «bien», aunque les
fuera como el culo. Me lancé.
—¿Y tú? —Mi voz salió más suave de lo que pretendía.
Ladeó la cabeza.
—Bastante mejor desde que te he visto.
Me ruboricé.
«No, no, no. No te ruborices, Adriana, por favor».
Me repasó con los ojos de arriba abajo.
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—Estás preciosa.
—Tú también estás muy guapo.
—¿Sí? —Jugueteó.
—Sí.
Sonrió de medio lado.
—Gracias —dijo.
Como si el cabrón no lo supiera.
—¿Sabes que me encantan estos lazos?
Alargó la mano y tocó con los dedos la lazada que llevaba en el cuello.
—¿Ah, sí? —dije bajito.
Empecé a notar las piernas gelatinosas.
Álex agachó la cabeza y la pegó a mi rostro. Su olor, a hombre y a
exóticas maderas de lugares recónditos, me golpeó las fosas nasales hasta
aturdirme.
—Sí, me encanta desatarlos y descubrir lo que hay debajo —me susurró
en el oído con su voz jodidamente sensual.
¡¡¡Joder!!!
Cerré los ojos.
Pensé que iba a tirar y a deshacer la lanzada y así entrar ya en materia,
pero me equivoqué. Desde luego no era un hombre predecible. Manejaba los
tiempos a su antojo con una precisión pasmosa.
—¿Qué te parece si pones algo de música que te guste mientras yo
preparo dos copas de vino?
Abrí los ojos de golpe, turbada. Me costó unos segundos reaccionar.
—B… Bien —titubeé.
—Tienes el equipo de música y los discos en ese armario de ahí —dijo,
señalándolo con la mano.
Respiré hondo para recomponerme y enfilé los pasos hacia el armario
mientras Álex se dirigía a la licorera.
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Capítulo 25
Adriana
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de él: Jazz at massey hall, Sonny side up…
Entusiasmada, seguí curioseando.
Tenía discos de los grandes del género: Milt Hinton, Charlie Parker,
Thelonious Monk, Miles Davis…
Increíble.
Yo escuchaba a todos esos músicos. A todos. No faltaban en mi playlist.
Me saqué la carrera escuchándolos, y eran mi banda sonora de fondo en las
duras y tediosas horas de estudio de las oposiciones.
—¿Hay algo que te guste? —La voz de Álex me devolvió a la realidad.
Me incorporé y me giré hacia él con unos cuantos vinilos entre las manos.
Estaba de pie detrás de mí, sosteniendo las copas de vino, con ese porte de
modelo de la pasarela de Milán que se gastaba.
—¿Te gusta el jazz? —le pregunté—. Bueno… no sé si eso es
información personal… Si quieres responder.
Sonrió.
—Tranquila, no tengo ningún problema en responder preguntas sobre
gustos musicales —dijo.
Estiró el brazo y me ofreció una de las copas. La cogí, di un trago y la
dejé sobre el aparador. Me temblaban un poco las manos y no quería derramar
el vino por los vinilos. Sería un sacrilegio.
—Me gusta la música afroamericana en general y el jazz en particular
—contestó.
Me quedé pasmada. A Álex le gustaba la misma música que a mí, y
aquello suponía una paradoja, dado que no a todo el mundo le gustan los
ritmos afroamericanos. Ni que decir que Iván los detestaba. Nunca podía
poner algo de jazz o soul en su presencia. Me hubiera mirado mejor si hubiera
hecho un aquelarre para invocar al demonio.
—Yo amo el jazz —confesé orgullosa—. También me gusta el soul, pero
más el jazz. ¿La colección es tuya? —me animé a continuar preguntando.
—Sí, paso muchas horas aquí y a veces necesito relajarme, desconectar…
—contestó.
—Entiendo. —Follar tanto debía estresar mucho, pensé para mí—. Es
magnífica —halagué—. Jamás había tenido la oportunidad de ver los vinilos
originales. Son una pasada.
—Gracias —dijo Álex—. Soy un nostálgico para algunas cosas —añadió.
Eché un vistazo a los que tenía en las manos. Casi se me cae la mandíbula
al suelo.
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—Wow… —mascullé de pronto. No me lo podía creer—. Tienes el vinilo
original de East St. Louis Toodle-Oo de Duke Ellington… —Lo miré con los
ojos brillantes—. Esto es una joya. Casi tiene un siglo —dije con asombro.
—Se lo compré hace algunos años a un coleccionista.
—Tuvo que costarte una pequeña fortuna —apunté—. Leí hace tiempo
que en una subasta de EE. UU. alguien había adquirido uno de los pocos que
quedaban por seis mil y pico euros.
—Duke Ellington lo merece, es un clásico.
—Desde luego. Es una figura fundamental en la historia del jazz
—apunté.
—Es fascinante oírte hablar de jazz —dijo Álex, y su comentario me
sorprendió, porque en esos momentos me miraba como si yo acabara de
aterrizar de Venus.
Me metí el pelo detrás de la oreja.
—Es que me encanta. Me sé toda su historia y las playlists de mi Ipod
están llenas de canciones de los clásicos. Aunque llevo una temporada que me
ha dado por el jazz afrocubano y la bossa nova. Hay versiones de canciones
actuales en este estilo que son maravillosas. Tiene el poder de relajarme más
que toda la mierda de manuales de meditación que me he leído.
Las comisuras de los labios de Álex se elevaron en una pequeña sonrisa.
—¿Te gusta meditar? —me preguntó.
—Más que gustarme, lo necesitaba para aclarar la mente —dije. Alcé los
ojos. Álex me miraba con una ceja levantada en un gesto interrogativo—. Una
mala época —expliqué sin profundizar en nada más.
La voz se me apagó.
—¿Quieres escuchar el vinilo de Duke Ellington? —dijo.
—Sí, claro.
—Ponlo en el tocadiscos.
Giré la cabeza y miré el aparato.
El disco de Ellington era de 1927. La funda estaba sobada y el paso del
tiempo había hecho estragos en uno de los bordes. ¿Y si jodía el vinilo al
ponerlo en el tocadiscos? ¿Y si lo rayaba? ¿Y si se partía? Era una reliquia.
Entré en pánico. No quería ser la causante de tal tragedia. Me puse mala solo
de pensarlo.
—No sé cómo funciona y me da miedo que pueda estropearlo —dije.
Álex terminó de beberse el vino de un trago, dejó la copa encima de la
mesa, se acercó y se colocó detrás de mí. Posó sus labios sobre mi oído. Mi
corazón entró directamente en taquicardia.
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—Es muy fácil, no tengas miedo, no va a pasar nada… —susurró.
Sacó el disco de la funda y me lo pasó.
—Levanta la aguja —indicó.
Hice lo que me pidió. Alargué la mano hacia el tocadiscos y alcé la aguja.
—Pon el disco.
Me hablaba bajito, haciendo que aquello pareciera una master class de
cómo follar en cuatro simples pasos.
Con sumo cuidado, como si fuera de cristal, deposité el disco sobre la
plataforma circular.
—Y ahora baja la aguja.
Posé los dedos temblorosos encima de la aguja. Álex hizo lo mismo desde
atrás, colocando los suyos sobre los míos, y los empujó ligeramente hasta que
la aguja se colocó suavemente en el extremo del vinilo.
Las notas musicales de East St. Louis Toodle-Oo empezaron a expandirse
por la estancia.
Álex se pegó a mí, atrapándome entre el aparador y él. Sus manos,
sujetando mi cintura, me quemaban la piel a través de la ropa.
—¿Hay algo más placentero que follar mientras se escucha de fondo el
elegante swing del jazz? —susurró, deslizando la nariz por mi cuello.
Joder.
Se me puso la carne de gallina y un escalofrío me recorrió entera como un
latigazo.
—No —contesté en un suspiro.
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Capítulo 26
Adriana
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femenina. Me estremecí. Ya lo creo que me estremecí. ¿Qué tenía Álex en las
manos? Eran electrificantes. Durante un rato, no sé si largo o corto, trazó
pequeños círculos sobre él mientras la habitación se llenaba de mis gemidos.
¡Bendito punto y benditas manos!
Noté que me humedecía más y más a medida que me acariciaba con
aquella maestría suya. Terminé de encharcarme (porque yo ya tenía allí abajo
un charco del tamaño de la Laguna de Sanabria), cuando se pegó del todo a
mí y sentí su polla endurecida en mi trasero.
Aquello no era normal. No podía serlo.
Despacio, fue introduciendo el dedo corazón dentro de mí, tanteando el
terreno poco a poco, al tiempo que me mordía el lóbulo de la oreja.
—Hoy estás mucho más receptiva —comentó en mi oído con una
sonrisilla envuelta en lo que me pareció satisfacción, o suficiencia… ¡Qué
cabrón era!
—Sí —me limité a decir.
Sí, lo estaba. Todavía seguía nerviosa. Mucho. Con Álex era imposible no
estarlo. La seguridad en sí mismo que transmitía, su casi metro noventa, su
mirada canalla y ese porte masculino y extremadamente sexual que se gastaba
me hacía sentir como una niña pequeña perdida en un enorme centro
comercial. Era tan inquietante como excitante… Pero ciertamente me sentía
más relajada, más confiada, más «floja»… Sin la tensión que me había
cerrado casi por completo la primera vez. Los nervios ahora estaban en mi
estómago, no en mi entrepierna.
Sacó el dedo de mi interior y alzando la mano, lo llevó a mi boca. Abrí los
labios y empecé a chuparlo. Mi lengua recorrió su falange de arriba abajo y de
abajo arriba. Al principio lo hice algo cortada, lo admito, pero después lo lamí
con gusto, con mucho gusto…, deleitándome con mi sabor salado y con el
modo en que Álex se dejaba lamer.
—Eres deliciosa —me halagó. Se inclinó y besó con labios húmedos mi
cuello.
Y me sentí extrañamente orgullosa. Pero me duró poco, hasta que la
vocecilla de mi cabeza —o vozarrona, más bien— me recordó con infinita
crueldad que ese era su trabajo. ¿Entonces todo era trabajo? ¿Todo se reducía
a eso? ¡Qué mierda!
Álex bajó las manos hasta mis caderas y me desabrochó el botón del
pantalón. Metió los dedos a ambos lados de la cinturilla y lo deslizó por mis
muslos. Me moví un poco para ayudar a que la prenda descendiera.
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—Nena, no sé si es bueno que menees así el culo delante de mí…
—bromeó.
Le miré de reojo y vi que sonreía con expresión canalla en el rostro. Me
reí y dejé caer la cabeza hacia adelante. Mi larga melena me cubrió la cara.
Con el índice levantó el elástico de la pierna de la braguita y lo soltó de
golpe, dándome un pequeño latigazo en la nalga. Hizo lo mismo con el otro
lado.
Solté el aire de los pulmones.
Seguidamente me las quitó y comenzó a mordisquearme los glúteos; y a
chuparlos, y a lamerlos, y a estrujarlos con las manos. Podía oír cómo los
saboreaba, cómo los disfrutaba, como si llevara semanas sin probar bocado y
le hubieran puesto delante un bistec para comérselo con las manos.
Abrí los ojos pasmada y gemí de la sorpresa (y del gusto) cuando me
separó las nalgas con las manos y sentí el aterciopelado tacto de su lengua
entre ellas. Una suerte de descarga eléctrica se instaló directamente en mi
entrepierna.
¡Hostia puta!
Y después volvió a hacerlo de nuevo, y otra vez, y otra vez, y otra vez
más… y siguió jugueteando con los agujeros de mi cuerpo hasta que ronroneé
como una gata en celo, o como una perra, no lo sé. Sentir la calidez de su
lengua en el borde de mi ano era nuevo para mí… y excitante.
Tremendamente excitante.
Ignoraba si todo lo que me hacía y todo lo que me decía entraba dentro de
sus honorarios, como me advertía mi jodida vocecita interior, pero era una
delicia sentirse tan deseada. Jamás había experimentado nada parecido con
Iván, a pesar de llevar tantos años juntos. El sexo que había practicado con él
era mediocre y anodino. Sin sustancia, como el caldo de pollo que te dan
cuando tienes gripe. Sin embargo, con Álex el sexo parecía algo de lo más
natural. Incluso cosas como pasarte la lengua por el culo, hablando en plata.
¿De dónde coño había salido este tío? ¿Venía de otro planeta? ¿Qué nos
estábamos perdiendo las mujeres con todos esos novios, maridos, amantes y
rollos de una noche insulsos y sin ningún tipo de imaginación para el sexo,
que solo pensaban en su propia satisfacción? Me acuerdo que pensé que cada
vez tenía más claro por qué el Templo del Placer y los Maestros del Placer
habían tenido tanta repercusión en Madrid, por qué se hablaba tanto y tan bien
de ellos. Joder, eran una puta pasada.
Trataba de recobrar la cordura, pero me fue imposible cuando oí la voz de
Álex.
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—Separa las piernas —me dijo.
Hice lo que me pidió sin rechistar y abrí las piernas. Permanecí en esa
posición mientras él se acercaba a la mesilla a por un condón, rompía el
paquete plateado con los dientes y se lo ponía en la erección. Ni siquiera se
quitó los pantalones, se limitó a bajárselos hasta la mitad del muslo y dejarlos
ahí.
—Estás lista, ¿verdad, nena? —me preguntó, poniéndose de nuevo detrás
de mí.
—Sí —afirmé.
Respiré hondo. No quería que me pasara lo que me pasó la primera vez.
—Te voy a follar desde atrás… ¿Quieres?
—Sí —suspiré, esperando la primera acometida.
Álex me sujetó la cadera con una mano, con la otra se agarró el miembro
y tanteó la entrada de mi vagina con la punta. Empujó la pelvis y se metió
lentamente hasta la mitad.
—¿Qué tal? —me preguntó para asegurarse.
—Muy bien —gemí.
Y estaba muy bien. Muy muy bien.
—Que te abras a mí me pone —dijo.
Volvió a empujar y se hundió hasta el fondo.
—Dios… —jadeé con la voz áspera, mientras seguía agarrada con fuerza
al aparador.
Me arqueé hacia dentro cuando lo sentí en mi interior, llenándome entera,
ocupando cada centímetro de mi vagina. Con la segunda embestida me relajé
por completo y empecé a disfrutar.
Sujetándome de las nalgas con ambas manos, Álex empezó a penetrarme.
Al principio despacio, pero al ver que yo respondía bien, aumentó el ritmo
hasta convertirlo en un movimiento frenético que hacía que su cuerpo chocara
brutalmente con él mío. Apreté los dedos contra el aparador para no perder el
equilibrio, hasta que me dolieron por la fuerza que estaba ejerciendo.
Los músculos de mi vagina se contrajeron, expandiendo por mi cuerpo
una corriente de calor que por momentos se me volvía insoportable y
placentera al mismo tiempo. Iba a correrme. Joder, iba a correrme. Grité
cuando el orgasmo estalló en mi interior con la fuerza de miles de fuegos
artificiales.
—Córrete, nena. Así, córrete… —oí decir a Álex, aunque su voz sonaba
lejos, entre la nebulosa del placer que me azotaba el cuerpo.
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Capítulo 27
Álex
Adriana se dejó escurrir después del orgasmo como si no tuviera fuerzas. Salí
de ella despacio, me subí los pantalones, aunque no me los abroché, y la
cargué en brazos para llevarla a la cama. Menos mal que se corrió antes de
que yo lo hiciera y pude parar y darme un respiro. No sabía qué cojones me
pasaba con esa chica. Siempre había tenido un autocontrol sobre mi cuerpo y
sobre mi polla férreo, un dominio sobre mí mismo que me ayudaba a durar lo
que fuera necesario, pero con ella ese autocontrol se desbarataba, saltaba por
los aires hecho un montón de astillas, como un navío al que se le hace
explotar con una carga de dinamita dentro. ¿Dónde quedaba mi control
cuando me la follaba a ella? Me excitaba tanto que cuando quería darme
cuenta estaba al borde del orgasmo.
En muchos de los servicios no terminaba, aguantaba estoicamente
follándome a la clienta hasta que se corría, y con ella
—incomprensiblemente—, me ocurría todo lo contrario, tenía que tirar de
filigranas mentales para no irme.
En aquella ocasión había ocurrido eso. Estaba empapada y mi polla entró
sin problemas en la primera embestida. Comprobar que se había humedecido
tanto por mí y que estaba relajada, dispuesta a dejarse hacer, ya me puso a
cien (como si no estuviera acostumbrado con otras clientas. ¿De qué otra
forma podría hacer mi trabajo si no fuera capaz de excitarlas? ¿Cómo iba a
cumplir entre sus piernas?), y luego estaba esa maravillosa manera que tenía
de responder a mis caricias, a mis susurros, a mis roces, a mis besos… Era
adorable la forma en que su cuerpo se volvía maleable entre mis manos.
Víctor tenía más razón que un santo al decir que era un gustazo cuando las
mujeres se iban abriendo a uno… ¿Era eso lo que me pasaba con esa chica?
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¿Me gustaba ver como se daba a mí? ¿Cómo se entregaba? ¿Cómo estaba
consiguiendo que se soltara poco a poco?
No lo sé, pero resultaba… desconcertante.
El caso es que no quería correrme porque deseaba que ella tuviera otro
orgasmo. Ahora podía. Volvería a llevarla a tocar el Cielo.
—¿Quieres otro? —le pregunté, dejándola sobre la cama.
Sus enormes ojos de Bambi me miraron con sorpresa.
«Sí, nena, otra vez. No sabes las veces que puedo hacer que te corras»,
pensé para mis adentros con satisfacción.
—Sí —ronroneó.
Sonreí con una mueca lobuna. Le abrí las piernas y repté por su cuerpo.
—Esto te sobra —dije.
Alargué la mano e hice lo que llevaba toda la noche deseando hacer, tirar
de la lazada del cuello de la camiseta que llevaba puesta para deshacer el
nudo y ver otra vez lo que había debajo.
La lazada desapareció entre mis dedos y la tela cayó sobre su torso,
dejando al descubierto sus pechos, aprisionados por el sujetador. Sus senos
subían y bajaban agitadamente al compás de la respiración. Pasé los índices
por el borde de encaje de arriba y lo desplacé hasta la parte de abajo del
pecho, de forma que la presión que ejercía el sujetador los irguiera aún más.
Aguantando el peso de mi cuerpo en los brazos, agaché la cabeza y le di un
lametazo a uno de los pezones. Después soplé suavemente un poco de aire
sobre él. De inmediato se encogió para adquirir una forma dura. Hice lo
mismo con el otro.
Adriana suspiró.
Durante un buen rato me recreé todo lo que quise y más en sus pechos.
Los besé, los estrujé, los mordisqueé. Igual hice con los pezones: los chupé,
los pellizqué, los succioné como un bebé y jugueteé con mi lengua a placer.
Adriana se arqueaba una y otra vez, llenando el aire del sonido de sus
gemidos.
—¿Te gusta? —le pregunté.
—Hasta el punto de volverme loca —respondió.
Sonreí sobre su vientre. Mi aliento le cosquilleó la piel. Se estremeció.
Era tan perceptiva, tan receptiva, tan sensible a todo lo que le hacía, que
cualquier mínimo roce provocaba que vibrara de placer, y eso simplemente
era una puta delicia.
Durante unos segundos me imaginé todas las cosas que le haría, todas las
formas de placer que le descubriría si nuestros encuentros no estuvieran
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acotados por el tiempo…
Aquel pensamiento fue muy extraño.
¿De dónde salían aquellas cosas?
«Álex, céntrate».
Agarré el borde de la camiseta y se la subí hasta que se desprendió de ella.
Después me encargué de deshacerme también del sujetador. La ropa me
estorbaba enseguida.
—Mucho mejor así —comenté cuando la vi completamente desnuda.
Me recreé un rato en las formas de su cuerpo, en su estupenda desnudez,
en el sonrojo que había adquirido su piel después de haberla follado. Saqué la
lengua y me relamí a conciencia los labios. Joder, con ella no tenía que tirar
de imaginación para ponerme cachondo, lo estaba sin necesidad de hacer
nada.
—¿Y tú? —dijo.
—Yo, ¿qué?
—La ropa… No estamos en igualdad de condiciones.
—¿Quieres que me desnude? —le pregunté.
—Sí.
—Pensé que no me lo pedirías nunca —bromeé.
Soltó una carcajada.
Sonreí de medio lado sin dejar de mirarla mientras me incorporaba. Me
gustaba que fuera perdiéndome el miedo, que fuera deshaciéndose de los
prejuicios, de las inhibiciones, de todo lo que la tenía encorsetada; que
empezara a ser ella misma.
—Tus deseos son órdenes para mí, nena… —susurré.
Me desabroché la camisa sin ninguna prisa y me la quité con un
movimiento de hombros que hizo que Adriana entornara los ojos, como si
quisiera aprenderse mis músculos de memoria. Estaba claro que le gustaba lo
que veía. Muy claro. Su cara expresaba las emociones como un libro abierto
de par en par.
Me saqué los zapatos y me quité los pantalones y el bóxer, mostrándole de
nuevo mi erección, que seguía izada como una bandera con el preservativo
aún puesto.
—¿Quieres que te haga algo especial? —le pregunté.
—Lo que quieras tú —respondió.
Me coloqué de rodillas entre sus piernas. Las alcé, sujetándolas por la
parte de atrás de los muslos y la abrí completamente, exponiéndola a mí. Me
incliné, y apretándole las piernas contra su propio cuerpo, hundí la cara entre
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sus piernas. Movió las caderas y gimió cuando mi lengua acarició su clítoris.
Posé los labios y succioné.
—Álex… —jadeó.
Y oír mi nombre jadeado nunca me había resultado tan erótico como
escucharlo en su voz.
Poseía el coño más sabroso que había probado en mi vida. Tenía un sabor
ligeramente salado y olía de una forma deliciosa. A hembra. A sexo. Me
encantaba llenarme la boca con sus flujos mientras se retorcía de placer. No
os podéis hacer una idea de cómo me puso cuando metió los dedos por mi
pelo y empujó mi cabeza contra su sexo.
¡Joder!
—Te necesito dentro —me suplicó.
Y yo, que soy muy obediente, me incorporé, le levanté la pierna izquierda
por encima de mi hombro mientas la otra la mantenía doblada sobre mi muslo
y la penetré hasta que no pude más, hasta que los testículos chocaron contra
sus nalgas con un golpe seco.
Adriana cerró los ojos y lanzó un grito contenido de placer.
Moví las caderas hacia adelante y hacia atrás, embistiéndola con firmeza,
pero sin resultar duro.
—Mírame… —le pedí mientras me precipitaba dentro de ella. Quería ver
sus ojos de Bambi colmados de deseo por mí, deshecha de placer.
Abrió los párpados y con los labios entreabiertos clavó su mirada en la
mía. Sus ojos me miraban turbios. Estaba a punto.
—Córrete… —la animé con voz ronca cuando sus músculos empezaron a
tensarse alrededor de mi polla—. Quiero ver cómo te corres…
Apretó los dientes y siseando algo que no conseguí entender se dejó ir
mientras yo permanecía hundido en ella, quieto, esperando a que las últimas
sacudidas del orgasmo cesaran. Podía haber salido de su interior en ese
momento, pero necesitaba liberarme. Verla correrse había terminado de
encenderme. La tensión me tenía agarrotados los músculos y tenía que
aflojarlos. Me agarré con fuerza a sus caderas y retomé el ritmo.
Me corrí como un animal, gruñido incluido, tres embestidas después. Noté
como el semen llenaba el extremo del preservativo.
Salí de ella, me incliné y apoyé la cabeza en su vientre, recuperando el
aliento.
¡Joder, qué polvo!
Cerré los ojos unos instantes y me dejé acunar por la respiración de
Adriana, que hacía que su estómago subiera y bajara acompasadamente.
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Cuando los abrí y alcé la cabeza, se había dormido.
Me incorporé sin hacer ruido, me saqué el condón y me levanté de la
cama. La observé de pie durante unos instantes. Tenía la expresión relajada,
con la placidez que da el sueño. La larga melena rubia se desplegaba como un
abanico alrededor de su rostro.
Alargué la mano y cogí el extremo de la sábana para echársela por encima
y taparla. Se removió un poco en el sitio y suspiró cuando notó el suave tacto
de la seda sobre su cuerpo desnudo, pero no se despertó.
La dejé allí durmiendo y me fui al baño a darme una ducha.
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Capítulo 28
Adriana
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cabeza para romper el encantamiento que no me permitía apartar la vista de él
y regresé a la realidad.
—No pasa nada —dijo tranquilo.
—Tenías que haberme despertado.
—¿Por qué? —preguntó.
Tiré de la sábana de arriba —que en aquella ocasión era de color
borgoña—, me la enrosqué en el cuerpo, tapándome los pechos con ella, y me
levanté. La seda era tan suave que resbalaba por mi piel como si fuera líquida.
—Porque me he excedido del tiempo —respondí.
Fui hacia el aparador donde estaba el tocadiscos para recoger mi ropa, que
era ahí donde me la había quitado Álex cuando me echó el primer polvo, pero
no la encontré. Miré a mi alrededor. Nada. ¿Dónde diablos estaba?
—Si buscas la ropa está sobre el sofá —dijo Álex, contestando a mi
pregunta mental.
Me giré rápidamente y miré hacia el lugar donde señalaba con la mano.
En el respaldo de uno de los sofás de cuero reposaba mi pantalón, mis bragas,
incluso el sujetador y la camiseta que me había quitado ya en la cama. Al
lado, en el suelo, también localicé los zapatos. Álex lo había dejado todo allí.
Dios, qué mono.
—Gracias —musité al tiempo que la cogía.
Me senté en el sofá, me quité la sábana y comencé a vestirme.
—Puedes ducharte —repuso Álex.
—No, ya me he pasado bastante de la hora —repetí—. Me ducho en casa
cuando llegue —contesté, poniéndome el pantalón a toda prisa.
—Ya te he dicho que no pasa nada —repitió amable Álex.
—Sí pasa. —Me puse el sujetador—. Este es tu tiempo libre y has tenido
que estar de… centinela de mi sueño —dije molesta conmigo misma.
Terminé de ponerme la camiseta. Subí el cuello y me hice la lazada a un
lado como buenamente pude. Sin espejo donde mirarme, seguro que había
quedado como el culo, pero daba igual. Lo que quería era salir de allí. Estaba
en un tiempo extra que no me correspondía. Me calcé los zapatos y me puse
en pie. Cuando eché a andar hacia la puerta, Álex me alcanzó, sujetándome
por la cintura. Sus manos me quemaron la piel como si no me hubiera tocado
antes.
—Eh, eh, eh… Relájate. Todo está bien, nena —susurró. Su tono sonaba
despreocupado—. No pasa nada.
En ese instante me di cuenta de que me encantaba que me llamara «nena».
Aunque probablemente sería un sobrenombre por el que nos llamaría a todas.
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Bueno, ¿qué se supone que tenía que decir? Pues la verdad, ¿no?
—Es que yo no he pagado por este tiempo extra —murmuré avergonzada.
Álex rio.
—No voy a cobrarte estas horas —dijo con naturalidad.
—No lo digo por eso, es que…
—Shhh… —Me silenció—. Sé por qué lo dices. Pero es mi tiempo y yo
hago con mi tiempo lo que quiero. ¿Entendido?
Asentí.
Desplegó en sus labios una sonrisa caballerosa, mostrando el gentleman
que llevaba dentro.
—Déjame que te haga bien la lazada —dijo, alargando los brazos hacia
mí.
Tiró de la tela con suavidad y deshizo el nudo que había hecho yo un
minuto antes. Me pregunté si trataría a todas sus clientas como me trataba a
mí. La idea me inquietó. No sé por qué.
—¿Vas a venir otra vez? —quiso saber.
Reconozco que su pregunta me pilló por sorpresa y totalmente
desprevenida para darle una respuesta firme. Ya sabéis… yo y mis puñeteras
dudas.
—No… Bueno, no sé… —titubeé como una idiota.
—Me has dicho que tus amigas te han regalado el bono Golden.
Movió las manos con pericia y rehízo la lazada, mientras a mí el corazón
me amenazaba con salírseme por la boca cada vez que sus dedos rozan
descuidadamente mi cuello.
—¿Lo vas a utilizar con otros Maestros del Placer? —interrogó
mirándome fijamente, escrutando mi rostro.
—¡No! —casi grité.
Me pareció ver que sonreía a mi efusividad.
—¿Entonces? —me instó.
—Bueno, es que… —Volvieron mis titubeos y mis dudas.
Seguía sin saber si pagar a un escort para tener sexo estaba bien o mal.
Dios, era tan tonta.
—¿Qué te parece esta noche? —me propuso de pronto.
—¿Esta noche? —repetí como un loro.
Aluciné, era como si me estuviera proponiendo una cita, ¿no?
—Hay que amortizar ese bono —contestó, dando un último retoque a la
lazada. Me guiñó un ojo.
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Había tantas promesas y tantas travesuras en ese guiño. Y todas las quería
probar con él.
—Así está mejor —dijo al terminar.
—Gracias —respondí, obnubilada.
—Entonces, ¿nos vemos esta noche?
—Sí —respondí al tiempo que confirmaba con la cabeza varias veces,
hechizada por el modo en que me miraba en ese momento. Sus intensísimos
ojos verdes me dejaron fuera de juego. Este hombre me perdía.
—¿A las doce te viene bien? —me preguntó.
—Sí.
—Coge la cita conmigo en la página web para que quede constancia,
¿vale? —dijo—. Es solo burocracia y tecnicismos —bromeó.
Daba igual, yo haría lo que él dijera, incluso el pino puente si quería.
—Vale —contesté.
Se inclinó hasta pegarse a mi oreja. Su olor me golpeó como si fuera un
mazo.
—Y descansa para esta noche, nena —me susurró—. Va a ser larga
—añadió crípticamente.
Estoy segura de que oyó el sonido que hice al tragar saliva.
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Capítulo 29
Adriana
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siquiera necesitaba estar en la misma habitación que yo, como en aquel
momento.
Salí de mi cuarto sin querer pensar en nada y fui al baño. Hice pis, me
refresqué un poco la cara, la nuca, las muñecas, el escote… Todo lo que
hiciera falta para que se me pasara aquel ardor, por no llamarlo calentón, y me
dirigí a la cocina, donde estaba oyendo a Julia trastear.
—Buenos días —dije al entrar en la cocina, arrastrando los pies.
El aroma a café recién hecho que flotaba en el aire me revitalizó.
Julia estaba recostada en la encimera, con un vaso de zumo de naranja en
la mano. Se había puesto unos vaqueros claritos con vuelta en el bajo y una
camiseta básica blanca. Por las sandalias planas adiviné que era día de curro.
Julia es periodista, de las de vocación y don. Lo lleva en la sangre. Es
reportera en una revista de actualidad, y siempre anda en la calle,
persiguiendo la noticia. Tan pronto está cubriendo un robo en una tienda de
souvenirs del centro de Madrid, como un accidente en la M-30, como el
avistamiento de una cabra montesa en la sierra. Se pueden decir muchas cosas
de su trabajo, pero no que sea monótono o aburrido.
—Buenos días —ronroneó melosa—. ¿Qué tal tu cita con Álex, perra?
Abrí la nevera, me agaché y cogí el paquete de leche.
—Demasiado bien —respondí, alargando el brazo y alcanzando mi taza
de desayuno del estante. Una que me compré en la tienda de Carla y en la que
podía leerse: «Aunque pierdas el norte, tienes más direcciones».
—Cómo te brillan los ojitos, cielo —observó con voz burlona.
Dejé caer los hombros.
—Es que ese tío es… Joder, no tengo palabras. Es demasiado en todos los
sentidos.
Llené la taza de leche y la metí en el microondas para que se calentara.
Julia enarcó una ceja.
—Un tío que te deja sin palabras… No está mal —apuntó.
Sabía lo que iba a ocurrir con lo siguiente que iba a decir así que lo
pronuncié bajito.
—Voy a verle otra vez esta noche.
La mano de Julia se detuvo, dejando el vaso de zumo a mitad de camino
de la boca.
—¡¡¿Qué?!! —exclamó.
—Eso, que vuelvo a verle hoy. —La miré de soslayo.
—Le has cogido el gusto, ¿eh? —Sonrió con picardía por encima del
borde del vaso—. Me alegro de que hayas entrado por fin en razón y de que
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las chicas y yo ya no tengamos que estar convenciéndote…
—La verdad es que lo ha hecho él —dije.
—¿Cómo que lo ha hecho él?
—Me preguntó si iba a volver. Yo empecé a dudar: «No… No lo sé… Es
que…». Tendrías que haberme visto, tartamudeaba como una idiota.
—Como siempre, dudando. Si fueras una reina, serías «Adriana, La
Indecisa».
—Bueno, no deja de ser raro —me justifiqué.
Julia bebió un trago de zumo.
—¿Cuándo vas a empezar a normalizarlo?
Levanté un hombro.
—No lo sé.
—¿No te das cuenta de que no haces daño a nadie? —me dijo.
—Es que no todos los días una paga para follar.
Julia suspiró resignada.
—Bueno, ¿y qué te dijo él? —preguntó impaciente, pasando de mí y de
mi justificación.
—Que había que amortizar el bono que me habíais regalado
—respondí—, y me ha propuesto que nos veamos esta noche.
El ding del microondas sonó. Abrí la puertecilla y saqué mi leche caliente.
Me eché un poco de café que había en la cafetera y me senté a la mesa.
—Te quiere fidelizar como clienta —bromeó Julia.
—Quizá, aunque me preguntó que si iba a estar con otros Maestros del
Placer.
—¿Y qué le contestaste?
—Que no, ¿qué le iba a decir? —pregunté a su vez—. Aunque más que
decírselo, se lo grité.
—Bueno, podías probar con otro… —lanzó al aire Julia.
Dejé de mover el azúcar con la cucharilla y alcé el rostro hacia ella.
—Sí, claro, con toda la plantilla, no te jode —solté.
Julia se encogió de hombros.
—En la variedad está el gusto —dijo.
Puse los ojos en blanco y suspiré. Tenía que dejarla por imposible.
—Es curioso… —murmuró, como si estuviera hablando para sí misma.
—¿El qué?
Miré a Julia, que se había quedado en silencio. Raro en ella. Muy raro.
—¿En qué estás pensando? Sea lo que sea, suéltalo —le apremié.
—En nada.
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Fruncí el ceño.
—¿Cómo que en nada? Estás pensando algo. Has dicho que «es curioso».
¿Qué es curioso?
—Tengo que irme —dijo de pronto.
—¡Julia!
Metió el vaso de zumo en el lavavajillas y salió de la cocina pitando.
—Julia, no me dejes así —inquirí.
—Tengo que irme, cielo —repitió como si nada desde el pasillo, sin
hacerme ni puto caso.
Chasqueé la lengua contra el paladar. ¿Qué me estaba perdiendo?
Daba un mordisco a una magdalena con virutas de chocolate por dentro
cuando Julia volvió a entrar en la cocina. Se había pintado los labios de un
bonito rosa palo e iba cargada en las manos con un par de carpetas y un
cuaderno. Puso las llaves de su coche encima de la mesa.
—Esta noche llévate mi coche —dijo.
—De eso nada, pediré un taxi —la contradije, con la boca llena.
—No seas tonta. ¿Para qué vas a estar llamando a un taxi si mi coche está
libre?
—Porque para eso están los taxis, y sino pido un uber —respondí.
—¿Y otro para volver? Porque pensarás volver, ¿no?
—No, me voy a quedar allí de camping —ironicé.
—Pues te va a tocar vender un riñón para pagar tanto taxi y tanto uber,
porque me da en la nariz… —Sé golpeó levemente su apéndice nasal con el
índice—… que tus visitas al Templo del Placer van a continuar después de
esta noche.
Dejé la magdalena encima de la mesa y me sacudí las manos.
—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunté, suspicaz por el tono de voz
que había utilizado.
—Tú hazme caso… —dijo, y me guiñó un ojo.
Puse los ojos en blanco.
—Julia… —Iba a arrancarme a protestar de nuevo, pero me interrumpió.
—Yo voy a estar todo el día fuera. Tengo que hacer un reportaje sobre la
exposición de Dalí en el Museo Reina Sofía, por lo que tienes mi coche a tu
entera disposición —insistió.
—Joder, a pesada no te gana nadie —dije.
—Sí, a veces tú —sonrió.
Suspiré ruidosamente.
—Vale, me llevaré tu coche.
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—Genial.
—¿Me vas a decir ahora lo que estabas pensando hace un rato?
—¡Uy, se me hace tardísimo! —contestó Julia de forma teatral.
Se agachó y me dio un rápido beso en la mejilla.
—¡Eres lo peor! —exclamé en broma.
Y con las mismas ella volvió a salir de la cocina.
—Disfruta mucho esta noche, cielo, y echa un polvo por mí —vociferó
desde el pasillo.
¡Dios, le iban a oír los vecinos!
Segundos después escuché el sonido de la puerta cerrarse. Me mordí el
labio de abajo y suspiré mientras movía la cabeza.
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cafés, batidos y divertidos pastelitos cupcakes junto a Alicia y Mabel, mis
compañeras de trabajo. Y tampoco es que estuviera muy lúcida aquel turno.
Qué va. No puedo presumir de que no equivocara uno de los pedidos y le
llevara a una niña un cupcake de los minions (dibujos que detestaba, al
parecer) en lugar de uno del monstruo de las galletas.
Mierda, de esa me mandaban a la puta calle.
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Capítulo 30
Álex
No era la primera vez que una clienta solicitaba un servicio compartido con
Víctor y conmigo. De hecho, éramos la pareja de escorts del Templo del
Placer que más veces habían participado juntos en un trío.
La mujer, de unos cincuenta años, con buen cuerpo y mejores destrezas,
sabía muy buen qué quería de nosotros y no dudaba en pedirlo. No era la
primera vez que contrataba a un par de escorts para hacerle pasar un buen
rato. Eso estaba claro.
Víctor y yo entramos a la vez en la Pleasure Room de Víctor, donde
habíamos planeado que tendría lugar el encuentro, ataviados con nuestras
máscaras, nuestros trajes ajustados, nuestras camisas perfectamente
abotonadas y nuestras corbatas impolutas anudadas minuciosamente al cuello,
abriéndonos paso seguro entre la semipenumbra que embebía la estancia. A la
mujer le brillaron los ojos cuando nos vio avanzar hacia ella.
La acción empezó pronto. No hubo preliminares y apenas nos dejó tiempo
para presentarnos y enumerarle las normas que comprendían los cinco
«Noes». En el ambiente flotaba la impaciencia. La suya. Lo notamos en el
hambre que asomaba a sus ojos grises.
Nos dirigimos a la cama y la desnudamos. Ya sin el ajustado vestido que
se había puesto y sin el sujetador, Víctor lamió y succionó un pezón mientras
yo lo hacía con el otro después de acariciarle los pechos. Pequeños gemidos
llenaron cada rincón de la habitación. Dejé hacer a Víctor mientras yo me
desvestía lentamente delante de ella, como quien le ofrece una sesión de
striptease privada. Eso corría por cuenta de la casa. Cuando me reincorporé a
la escena, Víctor ya estaba muy aplicado follándole el coño con los dedos, y
la mujer gemía de placer.
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Me acerqué a ella con una sonrisa provocativa en el rostro. Alargó el
brazo y, devolviéndome el gesto, cerró su mano derecha alrededor de mi
erección, que ya apuntaba maneras. Me senté sobre mis talones y dejé que me
masturbara. Sus dedos se movían cada vez más rápido por mi miembro, que
terminó de endurecerse.
—Sí… así, nena… —gemí al cabo de un rato.
Víctor se incorporó y se puso al otro lado. La mujer abrió la boca y él
deslizó el pene poco a poco en su interior. La siguiente vez fue ella quien
empezó a mover la cabeza adelante y atrás para imponer el ritmo, al tiempo
que se ayudaba con la mano.
Cuando los dos estábamos completamente a tono, se incorporó y se puso
de rodillas en la cama. Continuó haciéndole la felación a Víctor y a mí me
miró para que actuara.
—Fóllame —me dijo.
—¿Los condones? —pregunté a Víctor.
—En el cajón de arriba —respondió entre leves jadeos.
Abrí el cajón de la mesilla y saqué un par de ellos. Rasgué uno de los
paquetes con los dedos, extraje el preservativo del envoltorio y lo estiré a lo
largo de mi erección. Después me coloqué detrás. Agarrándole las caderas y
sin preámbulos, me hundí en ella de una sola estocada.
Lanzó un gemido con la polla de Víctor dentro de la boca. Salí y volví a
entrar en ella con un golpe seco. Estaba muy húmeda y sus músculos se
acoplaron rápidamente a mí.
Era bien recibido, pensé con malicia.
Clave los dedos en sus nalgas y empecé a empujar con fuerza contra su
culo, facilitando la felación que le estaba haciendo a Víctor.
—No pares… —me pidió—. Por favor, no pares…
Y no iba a parar, no hasta que se corriera.
—¿Te gusta cómo te follo? —le pregunté, embistiéndola una vez más con
fuerza—. ¿Te gusta?
Víctor le sacó el miembro de la boca para que me contestara.
—Sí, joder, sí. Me encanta —jadeó, pegándose más a mi pelvis.
Después Víctor le pasó la mano por la nuca y comenzó a marcar el ritmo
de la mamada.
—Quiero que me folléis a la vez —pidió.
Víctor y yo nos miramos. Sin mediar palabra, cogió el preservativo que yo
había dejado sobre la cama y se lo puso. Cuando lo tenía se tumbó y apoyó el
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torso y la cabeza en el cabecero. Ella se subió sobre él y se metió su erección
hasta el fondo. Víctor gimió.
—¿Nos quieres a los dos dentro? —le preguntó.
—Sí —respondió con voz ronca.
Me acerqué, abrí las piernas a ambos lados de sus caderas y cogiéndome
el miembro, flexioné las rodillas y fui bajando, introduciéndome despacio en
su culo. Estaba dilatado, pero oponía resistencia.
—Es demasiado grande —comentó la mujer, frustrada.
La saqué, la humedecí bien con saliva, al igual que la entrada de su ano, y
volví a intentarlo.
—Si no puedes, hay lubricante en el cajón de los preservativos —dijo
Víctor.
Asentí.
Pero no hizo falta. El glande se introdujo aquella vez sin problemas y
abrió paso al tronco.
—Dios, sí… —siseó la mujer cuando la tenía completamente dentro de
ella.
No hizo falta que le preguntáramos si todo estaba bien, a juzgar por la
forma en que se movía entre nosotros apoyada en el pecho de Víctor. Él
empezó a levantar las caderas para que las penetraciones fueran más
profundas y yo ajusté mis envites a su ritmo. Fuimos adquiriendo intensidad a
medida que los cuerpos se acoplaban y la habitación se convirtió en un
concierto a tres voces de jadeos, gemidos y suspiros de placer.
La primera en correrse fue ella. Se agitó entre nosotros al tiempo que
gritaba. Víctor le siguió. Yo lo tenía todo bajo control. Salí de su culo
despacio para no hacerle daño, me bajé de la cama y me quité el preservativo.
—¿Estás bien, preciosa? —le preguntó Víctor.
—Muy bien —susurró ella, echada sobre su pecho—. Sois geniales —nos
alabó con la respiración entrecortada.
Ambos sonreímos.
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Capítulo 31
Álex
No voy a negar que fue una grata sorpresa saber que a Adriana le gustaba el
jazz, que fuera una nostálgica de este género de minorías, y aún me
sorprendió más comprobar la extensa cultura musical que tenía. Podríamos
estar hablando de los géneros y subgéneros afroamericanos días y días sin
cansarnos. No es mucha la gente a la que le gusta ese tipo de música y menos
a una chica de su edad. No soy un carca, tengo treinta y dos años, pero es que
a las generaciones de ahora parece que solo les gusta el vasto y ordinario
reggaetón y esas canciones de letras insulsas y nula armonía que parecen
haberse compuesto en una noche de alcohol y marihuana.
La estuve observando en silencio mientras repasaba la colección de
vinilos. Realmente los miraba como si fueran de oro puro y cuando vio el
original de East St. Louis Toodle-Oo de Duke Ellington, los ojillos le brillaron
como si tuviera un tesoro entre las manos. Apreciaba lo que ese disco
significaba para los que adoramos el jazz.
Follarla al ritmo de Ellington fue muy erótico. Follarla en general era
extrañamente erótico. Mucho menos maquinal y más sensual que con otras
clientas. Por eso aquella noche la reservé entera para ella. No me bastaba una
hora, no me bastaba un rato; quería más. Quería tenerla toda una noche para
mí.
Normalmente ocurre lo contrario. La regla principal del juego es que las
mujeres pagan para tenerme una noche entera para ellas. En cambio, yo
quería estar con Adriana. Quería arrancarle de cuajo las inhibiciones, la
timidez, que me pidiera que le hiciera lo que realmente deseaba, lo que
traslucía detrás de esos estúpidos prejuicios con los que todavía educan a las
mujeres. Que se despojara de todo lo que no le dejaba ser ella misma.
Deseaba indagar en sus fantasías, saber cuánto placer era capaz de sentir su
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cuerpo y mostrárselo como creo que nadie se lo había mostrado nunca. Ese
era mi trabajo. Enseñarle.
Veía en sus ojos de Bambi sus dudas y su vergüenza, esas que la
obligaban a cohibirse, a encerrarse dentro de sí misma. Supongo que se
preguntaba si lo que estaba haciendo, si pagar para tener sexo conmigo estaba
mal. La moral y sus putas dobleces.
Dios, cuánto disfrutaría si se dejara de tonterías y se abriera…
A eso de las nueve de la noche (había llegado a casa sobre las siete y pico
después del servicio que había hecho con Víctor), mientras me preparaba algo
de cena en la cocina, busqué en el portátil covers de canciones adaptadas a la
bossa nova. Adriana me había hablado de ello el día anterior y me picaba la
curiosidad. Había escuchado ese estilo de música en varias ocasiones porque
había autores que lo fusionaban con el jazz y quedaban cosas muy guapas,
pero nunca me había parado a escuchar covers con base en bossa nova. Hasta
ese momento.
Me descubrí cocinando con un pantalón de deporte y el torso desnudo
mientras de fondo sonaban algunos de esos temas que encontré en Spotify.
Eran acordes relajantes, que parecían flotar suspendidos en el aire, como la
propia esencia de la bossa nova, pero con un toque… especial.
—No tiene mal gusto —me dije a mí mismo, pensando en Adriana.
Busqué un pen drive entre los cachivaches que tenía en el estudio del ático
y creé una playlist con algunos de los covers que más me gustaron.
Después de cenar me duché. Frente al espejo del baño me pasé la mano
por las mandíbulas. Iba a afeitarme, y tenía la maquinilla preparada, pero tras
otro vistazo en el espejo, en el último momento decidí quedarme con la barba
de un par de días que tenía, eso sí, la recorté un poco para darle un toque
elegante.
En una percha en la habitación colgaba el traje que me iba a poner aquella
noche. Elegí uno gris oscuro, camisa negra, como las solapas de la chaqueta y
botines chelsea. Ya os comenté que peco de narcisista, entre otras cosas, y
admito que me gustaba ver la expresión de Adriana cuando entraba en la
Pleasure Room. Me miraba como si fuera un modelo de pasarela, el actor de
moda, un famoso cantante de rock, o el único hombre al que había visto en su
vida. Era divertido y… tierno (porque yo también tengo mi corazoncito) verla
sonrojarse cuando me acercaba a ella.
¿Qué le voy a hacer? Tengo un punto canalla.
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Las doce se acercaban.
Me había propuesto hacer que aquella noche fuera inolvidable para
Adriana. Le descubriría cosas de ella misma que ni siquiera pensaba, y le
haría otras cosas que tampoco se imaginaría, y es que yo me tomo mi trabajo
de Maestro del Placer muy en serio.
A las once y cuarto, de punta en blanco, bajé al garaje y me dirigí a la
plaza de aparcamiento. Unos metros antes de llegar abrí el coche con el
mando a distancia y me subí a él. Iba con tiempo, pero un accidente en la
Castellana había congestionado el tráfico de los carriles de ida, retrasando
todo.
¿Iba a llegar tarde?
No me lo podía creer.
«¡Me cago en la puta!».
Di un puñetazo al volante y suspiré tratando de calmarme.
Si con algo era estricto era con la puntualidad. Para mí el tiempo es oro, el
mío y el de los demás.
Hasta los cojones de estar esperando a que se restableciera el tráfico, giré
el volante con mala leche, un bufido y un exabrupto, me desvié dando un
acelerón y me metí por una bocacalle para coger una ruta alternativa. Sería
más larga, pero al menos sabría cuándo llegaría al Templo del Placer.
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Capítulo 32
Adriana
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—Soy Adriana —me adelanté a decir antes de que me preguntara mi
nombre.
Consultó su Ipad.
—Tienes cita con Álex.
—Sí.
—Acompáñame, si eres tan amable.
Cuando abrió la puerta de la Pleasure Room me interné en ella y esperé
impaciente la llegada de Álex.
Después de un rato saqué el móvil del bolso y consulté el reloj, pasaban diez
minutos de las doce. Era extraño, él siempre había llegado puntual. Se me
antojó que el tiempo transcurría fatigosamente lento. Tenía muchas ganas de
verlo, y la espera desespera, como dicen. Me levanté del mismo sofá en el que
el primer día Álex me había hecho el mejor cunnilingus de mi vida, y me
entretuve dando una vuelta por la estancia.
Contemplé detenidamente las fotografías que colgaban de las paredes. Las
había visto los días anteriores y definitivamente eran exquisitas. Erotismo en
estado puro. Manos de hombre acariciando las curvas de un cuerpo de mujer,
piernas entrelazadas formando nudos de extremidades infinitos, labios
besando un pecho desnudo, pero cuyas formas solo se dejaban intuir a través
de los claroscuros de la imagen… Cada una de aquellas instantáneas era un
tributo a los contornos de los cuerpos, tratados de manera meticulosa y
sutilmente provocadores.
Miré en una esquina quién era el autor: Ralph Gibson. Cuando tuviera un
rato buscaría en Google información de él. No me hubiera importado tener
una de sus fotografías en el salón del piso que comparto con Julia, y a ella
tampoco le hubiera importado.
Pasé la mano por los caros muebles de diseño y por algunos objetos que
formaban parte de la decoración. Las cortinas, de un gris perla, caían pesadas
por los altos ventanales. Miré un rato por ellos. El cielo estaba muy oscuro y
no había ni rastro de estrellas. Los relámpagos seguían dando fogonazos
azules en la distancia. Crucé delante del tocadiscos y la vista se me fue a los
vinilos. La tentación de poner un poco de jazz me pasó por la cabeza, pero
finalmente no me atreví a hacerlo por miedo a cargarme algo. Cuando me lo
proponía podía ser muy manazas.
En mi periplo llegué hasta la pared del fondo, la que estaba contigua al
cuarto de baño. Había un armario encajado en la pared y al lado un botón
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negro que parecía indicar que pulsándolo se abriría. No sé qué me impulsó a
estirar la mano y apretarlo. No me paré a pensar que tal vez aquello no estaba
bien. No era mi habitación ni mi casa.
Las puertas comenzaron a abrirse hacia los laterales de forma lenta. Lo
que apareció al otro lado de ellas me hizo pestañear varias veces y tragar
saliva. Una luz proveniente de varios halógenos se encendió de forma
automática e hizo visibles muchos de los objetos que se utilizaban en las
prácticas sadomasoquistas.
Había tres fustas de distintos tamaños, esposas, muñequeras de cuero,
látigos cortos, dildos de diversas formas, y otras tantas cosas que no tenía ni
pajolera idea de para qué podían utilizarse. Era como perderse en la sección
de ferretería de unos grandes almacenes, que no sabes para qué coño sirven la
mitad de las cosas.
En uno de los lados había dos pares de botas de montar de un número
enorme. Eran de Álex, claro. Con ese pie solo podían ser suyas. Alargué el
brazo y me descubrí acariciando la superficie con las yemas de los dedos. Era
extremadamente suave y brillaba como si las acabaran de lustrar. Encima
colgaban varios pares de guantes de cuero, también enormes. Alcé la mano y
acaricié uno de los dedos entre los míos. Todo olía a cuero y la sensación me
produjo un insólito cosquilleo por debajo del vientre.
—¿Te animas a jugar con algo de lo que hay ahí?
Retiré la mano del guante como si me hubiera dado calambre.
El profundo susurró llegó desde atrás, casi encima de mi oído. El cálido
aliento rozó la piel de mi cuello, que se erizó. Involuntariamente me
estremecí.
Me giré, aturdida por el hecho de que Álex me hubiera pillado fisgando y
porque se había acercado a mí sin que me hubiera dado cuenta de ello. Estaba
demasiado ensimismada observando aquellos artilugios.
—Lo siento —me disculpé de inmediato, notando como mis mejillas
ardían—. No he… No he debido abrir el armario —dije.
Álex sonrió indulgente.
—No tiene importancia. Esta es vuestra casa mientras estáis aquí —dijo,
quitándole hierro—. Podéis hacer y ver cuanto queráis, por eso sois las
clientas las que nos esperáis a nosotros en la habitación y no al revés. De esta
forma os sentís más cómodas.
—Aun así, no he debido cotillear…
La sonrisa de Álex se amplió en sus labios perfectos. Se inclinó
ligeramente hacia mí.
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—Hay mujeres que me esperan con la mitad de lo que hay en ese armario
encima de la cama —comentó en tono confidencial y muy cómplice.
Respondí a su sonrisa con otra. Aquellas palabras reconozco que me
tranquilizaron. Era cierto entonces que podíamos campar a nuestras anchas
por la Pleasure Room, si había clientas que se tomaban esas libertades.
Dios, ¿cómo podía ser Álex tan completo? Guapo (porque estaba segura
de que bajo la máscara había unos rasgos perfectos), inteligente, sexy,
divertido, comprensivo, excelente follador y sabiendo qué decir en cada
momento para no hacerte sentir mal. Y para colmo, le gustaba el jazz. ¿Le
había dado Dios a él todas las virtudes que les había quitado a los demás
hombres?
—Para ti —dijo con su voz galante, tendiéndome una rosa roja.
Me quedé pasmada, como si me hubiera dado un aire. De verdad. La cogí
sorprendida. Nuestros dedos se rozaron y las miradas se encontraron, y
aunque nuestras pieles ya se habían tocado (sobado y restregado, más bien), el
contacto hizo que una pequeña corriente eléctrica hormigueara por mi brazo.
—¿Y esto? —le pregunté.
—Mi ofrenda por llegar tarde —contestó.
—No pasa nada, no tenías que haberte molestado. —Me acerqué la rosa a
la nariz y aspiré su aroma. Madre mía, olía genial.
—No me gusta hacer esperar a la gente, y a ti te he hecho esperar.
—Gracias —le agradecí.
Le miré preocupada. ¿Y si le había pasado algo y por eso había llegado
tarde? Me acordé de la expresión tensa de Gulliver cuando llegué.
—¿Estás bien, Álex? ¿Te ha ocurrido algo? —le pregunté sin poderlo
evitar.
—Sí, estoy bien. Ha habido un accidente en la Castellana y el atasco que
ha provocado ha sido monumental. No he podido venir por ahí y he tenido
que dar un rodeo.
Me alivió saber que el retraso no había tenido nada que ver con él.
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Capítulo 33
Adriana
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Alcé las cejas, extrañada.
—¿Sí?
—Sí, claro, la bossa nova tiene su origen musical en la samba y el jazz, y
algunas fusiones con el jazz han dado como resultado cosas muy decentes
—respondió—. Ayer me picaste la curiosidad con eso de los covers y hoy,
que tenía un rato libre, he estado investigando…
Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un pen drive que insertó
en el puerto usb del tocadiscos. Una pantalla led de color azul claro se
encendió en el frontal. Álex pulsó unos cuantos botones y la primera canción
de la playlist empezó a sonar.
—¿La conoces? —me preguntó.
Dejé la rosa sobre la tapa del tocadiscos, que estaba cerrada. El rostro se
me iluminó cuando escuché las primeras notas.
—¡Sí!, es Dust in the wind, versionada por Vintage Reggae Soundsystem
—dije.
—Esa es.
—Es genial —apunté con voz algo ñoña, mientras me atrevía a canturrear
algunas frases que me sabía de memoria.
Fue inevitable que el cuerpo empezara a moverse ligeramente sin darme
siquiera cuenta con el ritmo suave y algo reggae de la melodía. Las notas de
As de Natty Bong & Michelle Simonal comenzaron a volar por la habitación y
yo pensé que me daba algo.
Oh, Dios…
Cerré los ojos y me dejé llevar por la música… De vez en cuando los
abría, lentamente, pero los volvía a cerrar sin mirar a Álex. Seguro que estaba
pensando que se me había ido la olla o que igual me había fumado algo, y a lo
mejor tenía razón, en lo de que se me había ido la olla, claro, que todavía no
me ha dado por fumar hierba. Pero me daba igual. Él me proporcionaba una
confianza que daba alas a mi seguridad, que me hacía volar, y mientras
surcaba el cielo me permitía el lujo de ser yo misma, aunque fuera unos
instantes; sin tapujos, sin pretextos, sin pensar en el puñetero «qué dirán».
—Tengo estas mismas canciones en mi Ipod, y las escucho todos los días
cuando voy en el metro camino del trabajo —dije.
—Para mí ha sido un descubrimiento.
—¿Te gustan?
—No es como el jazz, pero sí —respondió Álex.
—Nada es como el jazz —afirmé tajante, esbozando una sonrisilla
cómplice.
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Talking in your sleep de Ituana & Groove Da Praia empezó a sonar por
los altavoces del tocadiscos. El ritmo era esencialmente bossa nova e invitaba
a acercarse. Álex pareció sentir lo mismo que yo, porque se aproximó por mi
espalda, colocándose detrás de mí y me rodeó la cintura con los brazos,
apoyando una palma de la mano en mi estómago, que lo abarcaba por
completo. Me echó hacia atrás y comenzó a mover las caderas. Las notas
ligeras y sedosas de la música nos envolvieron, incitando a pegarse (o a
fundirse en un solo ser).
Y lo hice.
Me arrimé un poco más a él y me contoneé contra su cuerpo duro. El
movimiento se volvió sensual, sumergiéndonos en un baile elegante y
provocativo. Sinuosamente bajé un poco para subir después, restregándome
con su entrepierna. Álex tiró de mí hacia atrás otra vez. Noté su descarada
erección en mi culo.
¡Dios!
Su nariz acarició la línea de mi cuello y sus dientes mordisquearon el
lóbulo de mi oreja.
—No sé qué coño me pasa contigo… —susurró, respirando sobre mi piel.
Y parecía ser un pensamiento dicho en alto más que algo consciente.
Deseé creer con todas mis fuerzas que me lo decía a mí y que no era una
frase estereotipada que pronunciaba mecánicamente para poner cachondas
perdidas a las clientas —o para fidelizarlas, como diría Julia—, pero mi
vocecita interior (vozarrona), me gritó que ni se me ocurriera pensar algo
distinto a que todo aquello formaba parte de su trabajo.
Alcé el brazo, metí los dedos por su pelo y le acaricié la nuca.
—Va a ser una noche que no vas a olvidar fácilmente —dijo.
Dejé de acariciarle y me giré. Fruncí el ceño, mirándolo confusa.
—¿Vamos a pasar toda la noche juntos? —le pregunté.
—Sí.
Aluciné unos segundos. ¿Toda la noche con Álex? Hora tras hora,
compartiendo cada minuto… Madre mía, si me hubiera tocado la lotería no
me hubiera puesto tan contenta.
—Ayer cuando dijiste que iba a ser una noche muy larga pensé que era
simplemente una forma de hablar…
Álex arqueó las cejas.
—¿Has hecho planes? ¿Tenías pensado salir después con tus amigas?
—me preguntó.
—No, no… —respondí de inmediato.
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—Tengo muchas cosas que enseñarte y con una hora no es suficiente
—dijo travieso—. Hoy vamos a jugar, nena… Vamos a jugar mucho.
Me recorrió un escalofrío de anticipación de los pies a la cabeza. Aquellas
palabras prometían mucho y, conociendo a Álex, estaba convencida de que lo
cumpliría; de que, como había dicho, no me iba a olvidar fácilmente de esa
noche.
Madre del Amor Hermoso, iba a salir a rastras de la Pleasure Room.
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Capítulo 34
Álex
Le cogí la barbilla con la punta del dedo y le alcé el rostro para que me
mirara.
—¿Confías en mí, Adriana? —le pregunté muy serio.
—Sí, Álex —respondió.
«Muy bien, nena. Vamos a jugar».
—Recuerda que mi trabajo es darte placer, explorar tu sexualidad para
que disfrutes al máximo —le dije.
Asintió con los labios apretados.
La cogí en brazos de un envite. Dio un pequeño gritito por la sorpresa. Se
agarró a mi cuello y yo sonreí. Sus manos desprendían un calor tibio que me
calentaba el cuerpo como lo hace el mejor whisky del mundo.
«Joder, no te imaginas todo lo que te voy a hacer», dije maliciosamente
para mí, relamiéndome.
La llevé hacia la cama y dejé que su cuerpo resbalara por el mío hasta que
sus pies tocaron la moqueta. Me giré sobre mis talones y me senté en el sillón
de cuero negro situado enfrente. Me senté y crucé una pierna por encima de la
otra.
—Desnúdate —le pedí.
Levantó una ceja y se sonrojó. Su rubor me provocó una leve sonrisa.
—¿Te da vergüenza? —le pregunté. No dijo nada, pero su expresión me
indicó que sí—. Ya te he visto desnuda, nena. De hecho, me sé de memoria
todos los lunares de tu cuerpo.
Echó un poco la cabeza hacia atrás y rio con un gesto divertido y risueño.
Pero eso le hizo decidirse.
—Eres un bicho —bromeó, mirándome.
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Incliné la cabeza, aceptando amablemente su calificativo. Sí, era un bicho,
un cabrón, un hijo de puta… Y todo era cierto, incluso lo de que era hijo de
una puta.
—No dejes de mirarme mientras te quitas la ropa —le indiqué.
En silencio y con los ojos de Bambi fijos en mi rostro, se llevó las manos
al lateral de la falda y comenzó a bajarse despacio la cremallera.
Hoy había venido especialmente sexy, con una falda de tubo negra hasta
las rodillas. La dichosa prenda se pegaba a las curvas que dibujaba su cuerpo
como si se la hubieran cosido encima, y una blusita rosa con transparencias en
los hombros que le endulzaba las facciones. Por supuesto, la guinda del
atuendo para ponerme a mil la habían puesto unos stiletto de tacón de vértigo.
Algún día tendría que follarla con los zapatitos puestos. Solo con los zapatos.
Quizá hoy…
Meneó las caderas para que la falda cayera al suelo, y yo al ver ese
movimiento asesino volví a la realidad. A aquella en la que le había pedido a
una clienta que se desnudara para mí, como si el servicio lo hubiera
contratado yo. Aparte de algo superficial, narcisista y frívolo, también tengo
un punto voyeur que se acentúa con las cosas que me gustan. Y ella me
gustaba.
Adriana levantó las manos, ajena a mis pensamientos, y comenzó a
desabrochar la línea de botones de la blusa con los deditos. El escote se fue
abriendo a ambos lados y dejó a la vista piel y su precioso pecho. Se sacó la
prenda y la tiró a la cama sin mirar donde iba a parar.
La visión de su cuerpo solo con la lencería y los zapatos de tacón ya era
gloria bendita por sí misma. Dios, estaba para comérsela.
—¿Estás disfrutando con las vistas? —me preguntó mordaz, cuando tuve
que cambiar la posición de las piernas porque la polla me estaba dando tirones
dentro del pantalón, reclamando mi atención.
—Muchísimo —respondí con los ojos entornados y el índice apoyado en
los labios.
Me dedicó una sonrisa a medio camino entre la satisfacción y la picardía,
y di gracias a Dios por ello. Estaba empezando a perder la vergüenza ante mí
y aquello iba a abrirnos muchas puertas. La del placer y el hedonismo,
principalmente.
Llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Deslizó los
tirantes por los hombros suavemente y se lo quitó sin perderme de vista. Iba a
dejarlo caer, pero algo la impulsó a lanzármelo a mí. Estiré la mano y lo cogí
al vuelo.
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—Buenos reflejos —dijo.
—Gracias.
Posó los dedos en el elástico de las braguitas y se las bajó poco a poco por
las piernas hasta que descansaron en el suelo. Pensé que las iba a dejar ahí,
pero se agachó, las recogió y al igual que hizo con el sujetador, me las tiró.
Volví a cazarlas al vuelo, me las acerqué a la nariz y las olí, bajo su atenta
mirada. Desprendían un aroma a suavizante, a mujer y a Adriana, sobre todo a
ella.
Mi polla volvió a dar un tirón.
—Eres un poquito cerdo —bromeó.
—¿Solo un poquito? —le pregunté.
Se echó a reír.
Me di cuenta de que el baile que habíamos compartido había provocado
que se mojara, porque las braguitas estaban húmedas en la parte de la
entrepierna. Maravilloso.
—Ahora, siéntate en la cama, abre las piernas y mastúrbate —indiqué.
Me humedecí los labios.
—¿Quieres ver una peli porno en directo? —dijo con una sonrisilla
tímida.
—Quiero un recuerdo tuyo —contesté con expresión seria—. Un recuerdo
que no olvide jamás.
Y sé que mi respuesta le hizo pensar. Se mordió el labio de abajo un
instante. Después se sentó al borde de la cama y se abrió.
—Abre más las piernas.
Hizo lo que le pedí, separando las piernas de par en par y exponiéndose
totalmente a mí. Vi en su rostro pasear la duda.
—Tócate, por favor —le pedí.
Y hubiera jurado que en mi voz había impregnada una nota de súplica. La
que demandaba la necesidad de verla en una actitud tan íntima como el
onanismo.
Acercó la mano derecha hasta el interior de sus muslos y comenzó a
acariciarse suavemente. La otra ascendió a uno de sus pechos. Eso era un
extra que no esperaba y que me encantó. Sus dedos abrieron los pliegues del
clítoris y la yema del corazón trazó círculos alrededor de su punto neurálgico.
Desde fuera le llegaba el resplandor mágico y fascinante de la luna, que
jugaba con las formas de su cuerpo y la semipenumbra de la habitación, y le
bañaba la piel confiriéndole un aspecto como si fuera de plata.
¡Joder, era la imagen más erótica que había visto en toda mi puta vida!
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¿Sabía esa chica lo jodidamente sensual que era? ¿Lo deseable que
resultaba? Tenía la rara certeza de que no era consciente de que sería capaz de
volver loco a un hombre si se lo propusiera.
Mientras continuaba tocándose respiraba de forma agitada, jadeante, con
los labios entreabiertos, y de vez en cuando dejaba escapar un gemido que
llenaba por completo el silencio, solo roto por las sensuales notas musicales
de la bossa nova que sonaban de fondo.
—No dejes de mirarme, nena —dije, cuando sus ojos se perdieron en un
punto impreciso de la habitación.
Porque no, no quería que mirara a ningún lado que no fuera a mí, aunque
en ese lado hubiera algo tan vacío e innocuo como la nada. Quería ser el
dueño de sus fantasías mientras se pajeaba. Sí, así de egoísta soy. Eso es lo
que quería conseguir, que, cuando estuviera en casa a solas, se corriera
pensando en mí. Solo en mí.
—Mírame —volví a decirle, cuando el placer le obligaba a cerrar los
párpados y evadirse.
Abrió los ojos y los clavó en los míos. Su mirada se veía turbia,
desdibujada por el deseo. Y eso me causó un placer infinito.
Tuve que hacer un verdadero esfuerzo de autocontrol para no sacarme la
polla y masturbarme frente a ella. Pero no era eso lo que tenía planeado.
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Capítulo 35
Adriana
No podía creerme que estuviera sentada en una cama, abierta de par en par de
piernas, con los zapatos puestos, masturbándome delante de un tío.
¡Masturbándome! Joder, me estaba haciendo una paja (hablando mal y
pronto) delante de un hombre. Y no de un hombre cualquiera, delante de él.
De Álex. De EL HOMBRE en mayúsculas, que me contemplaba tocarme
envuelto en la semipenumbra de la habitación, como si fuera la única mujer
sobre la faz de la Tierra.
Y lo más sorprendente es que me gustaba. Dios, me gustaba como nunca
pensé que me gustaría hacer una cosa semejante. Había algo en los profundos
ojos verdes de Álex, en la mirada oscura y morbosa que me dirigía desde el
sillón de cuero mientras se mordía el labio de abajo, que hacía sentirme
deseada, cachonda, sexy y tremendamente sexual.
Supe a ciencia cierta que aquella imagen se quedaría en mi recuerdo por
los siglos de los siglos, como si él lo hubiera hecho así a propósito, para
conseguir ese efecto. La próxima vez que me masturbara en casa sola, lo haría
pensando en él sentado en ese sillón.
A esas alturas estaba empapada, mi sexo palpitaba como un loco, como si
el corazón se me hubiera bajado a la entrepierna, y pedía liberarse, mientras
en el tocadiscos sonaba Roads de Urban Love & Ivette Moraes.
—Álex… —gimoteé.
—Córrete, nena. Córrete para que yo te vea —susurró.
Y su voz profunda y oscura hizo que estallara. No necesité más. Solo su
voz. Su puñetera voz. Me corrí con los ojos fijos en los suyos, mirándolo
como si fuera mi salvador y acabara de evitar que cayera a un profundo
abismo.
Sin fuerzas, me dejé caer hacia atrás con la respiración entrecortada.
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—¡Joder! —exclamé.
Álex apareció en mi campo de visión con una sonrisa dibujada en los
labios. Resoplé y le devolví el gesto con timidez. Me había masturbado
delante de él como una exhibicionista.
Lo miré pasmada cuando me cogió la mano derecha, que descansaba
sobre mi estómago, se la llevó a la boca y se metió los dedos uno por uno para
chuparlos. ¿Se estaba metiendo en la boca los dedos con los que me había
tocado?
—¿Tú tienes idea de lo deliciosamente bien que sabes? —dijo como si
nada.
No, no tenía ni idea de nada. Ni siquiera del sexo que había al margen del
que tenía con Iván y que, visto lo visto, era una mierda, todo hay que decirlo.
¿Qué más me había estado perdiendo enmascarado en una relación que
parecía perfecta en todos los sentidos, pero que no lo era en absoluto?
Pensarlo me asustó. Porque había estado con Iván siete años de mi existencia
y estaba dispuesta a pasar el resto de mi vida con él.
Álex ladeó la cabeza y me miró en silencio como diciendo: «esto no ha
hecho más que empezar». Y me imaginé que terminaba la frase con ese
«nena» tan suyo, pronunciado de aquella forma sumamente particular que me
removía hasta el alma.
—Eres muy buena alumna —dijo satisfecho.
—Y tú muy buen maestro —le devolví el piropo, más satisfecha que él.
Sonrió.
El símil se las traía, hay que reconocerlo. Lo primero por el sobrenombre
por el que se los conocía: «Maestros del Placer», que les venía que ni pintado,
y lo segundo porque me di cuenta de que tenía mucho que aprender, sobre
sexo, sobre placer y sobre mí misma. ¿Y quién mejor que Álex para
enseñármelo?
—Siguiente lección —dijo, cómplice con mi mirada, que le observaba
como si fuese tonta.
Giró el torso y estirándose abrió la mesilla de noche. Metió la mano en el
cajón y sacó un antifaz de los que la gente usa para dormir. Levanté la cabeza
y me lo colocó en los ojos.
—Túmbate.
Me dejé caer sobre el colchón y me apoyé en la almohada. Un escalofrío
de anticipación me sacudió. Estaba nerviosa y algo ansiosa por lo que iba a
hacer.
—¿Cómoda?
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—Sí.
Sentí que sus pasos se alejaban. Me pareció oír que la puerta se abría y
fruncí la frente. Agucé el oído, tratando de captar algún sonido más que me
diera una pista de lo que estaba haciendo. Silencio. ¿Se había ido? Estuve
tentada de quitarme el antifaz, pero oí de nuevo sus pasos acercarse. Dejó
algo sobre la mesilla, como un plato o una bandeja, o similar. Alguien se lo
había traído.
Noté que el colchón se hundía ligeramente a mi lado y supe que se
acababa de subir a la cama.
—¿Tienes alergia o intolerancia a algún alimento? —me preguntó.
—No —negué.
—Perfecto. Abre la boca.
Hice lo que me pidió. Me metió el índice en el interior.
—Chupa.
Cerré los labios en torno a su dedo largo y elegante. Una explosión cálida
de sabor me invadió cada recoveco de la boca. Era chocolate amargo. ¡Oh,
Dios! Chocolate y Álex, ¿había una combinación mejor?
Álex iba moviendo el dedo mientras mi lengua lo lamía para quitarle el
chocolate.
—¿Te gusta?
Asentí.
—¿Y el chocolate? —dijo mordaz.
Sonreí a su juego de palabras.
—Sí.
—A mí también —dijo él.
Sacó el dedo de mi boca y se colocó entre mis piernas.
De pronto una gota muy caliente cayó en mi vientre. Di un pequeño
respingo de la impresión. Era como una pequeña punzada, acompañada de un
punto de dolor que enseguida pasó.
—Tranquila, no te va a quemar.
—Vale.
Otras gotas se precipitaron después. Luego Álex se inclinó y lamió con la
punta de la lengua la línea ascendente que había dibujado en mi torso con el
chocolate amargo.
El escalofrío que sentí me sacudió entera.
—Dios… —musité.
—Mmmm… —ronroneó a ras de mi estómago—. Me encanta el
chocolate, sobre todo cuando lo como directamente del cuerpo de una mujer
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—dijo.
¿Este hombre se las sabía todas? ¿De dónde sacaba esas palabras? ¿Esa
habilidad? ¿Era un don innato o lo obtenía de algún manual o biblia del que el
resto de los hombres no tenía conocimiento? ¿O el manual lo estaba
escribiendo él?
—Y después del calor, el frío —me avisó.
Oí que agitaba un bote.
—Abre —volvió a decirme, tirando levemente de mi barbilla con el
pulgar.
Abrí la boca y apoyó la cánula del bote en mi labio inferior, presionó
despacio hasta que se formó una bola de lo que presumí que era nata. Me
gusta la nata. Y me gustaba aún más que Álex jugara con ella. Cerré la boca y
enseguida se convirtió en un líquido que comenzó a escurrirse por la comisura
de mis labios. Saqué la lengua intentando abarcar el recorrido de las gotas
para que no me mancharan la cara, pero Álex se me adelantó. Le noté situar
los brazos a ambos lados de mi cabeza e inclinarse sobre mí. Cuando me
quise dar cuenta su lengua recorría mi barbilla lamiendo los surcos que había
trazado la nata al deslizarse por mi rostro. El acabose fue sentir su lengua
sobre mis labios, relamiéndolos, dando lengüetazos aquí y allí. Los tenía tan
sensibilizados que el roce fue como si una corriente eléctrica los atravesara.
Joder, quería me besara, o besarlo yo a él; besarnos los dos hasta perder el
sentido. Probar el sabor de sus labios.
Era una necesidad.
Imperiosa. Déspota. Avasalladora.
Nunca me había pasado hasta ese momento.
No hacerlo era uno de los cinco «Noes», una de las reglas del local o una
de las reglas de Álex, a saber. ¿Qué importaba?
Era una línea que no podía traspasar. Lo sabía bien, pero un impulso hizo
que mi lengua se abriera paso a través de mi boca y buscara la suya.
Alcancé a acariciarla con la punta y fue sublime, pero Álex se apartó
levemente antes de que mis labios rozaran los suyos.
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Capítulo 36
Adriana
¡Me quería morir! Os lo juro. Noté como las mejillas me ardían, literalmente.
—Lo sé… Lo siento… —balbuceé—. Ha sido un impulso del momento
—puse como excusa, aunque la verdad es que me moría por besarlo.
Oí el sonido tenue de la sonrisa indulgente de Álex. Genial, había entrado
directamente en la lista de las imbéciles que habían querido besarle. Lo bueno
es que no le dio importancia.
Se incorporó y esparció un chorro de nata alrededor de mis pezones, que
de inmediato se endurecieron por el frío. Podría haber cortado una placa de
diamante con ellos.
—Preciosa reacción la de tus pezones —comentó satisfecho—. Sí…
Agitó de nuevo el bote y echó una canica de nata en la punta de ellos. Me
estremecí. Estaba muy frío. La sensación desapareció cuando sus cálidos
labios atraparon el pezón y lo chuparon, retirando la nata de todo el pecho. Lo
mismo hizo con el otro.
—Me encantan, son tan suaves… —murmuró.
Si seguía con esos jueguecitos estaba segura de que iba a volverme loca
de placer. ¿Lo hacía a propósito?
—A ver qué te parece esto… —continuó.
Definitivamente iba a volverme loca de placer y definitivamente sí, lo
hacía a propósito. El muy cabrón.
«Dios, apiádate de mí».
A los pocos segundos me introdujo de nuevo el índice en la boca. Lo lamí
con gusto, pasando la lengua a lo largo de toda la falange. La sustancia con la
que se lo había embadurnado poseía una textura parecida a la miel; espesa y
pegajosa, pero mucho más suave y con un sabor más sutil. Su sabor me
recordaba al caramelo.
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—Es Golden Syrup —dijo Álex en un perfectísimo inglés—. Sirope
Dorado, originario de Reino Unido —añadió—. ¿Te gusta?
Asentí.
Me metió un segundo dedo en la boca y comenzó a moverlos juntos hacia
fuera y hacia dentro con un vaivén de lo más sensual. Después de un rato
acercó sus labios a mi oído.
—¿Te gusta cómo te follo la boca con los dedos? —me preguntó en tono
íntimo, rozándome la oreja con su aliento.
Dios, me la podía follar con lo que quisiera.
Afirmé ligeramente con la cabeza mientras sus dedos seguían entrando y
saliendo de mi boca.
—Sí, ¿verdad? —repitió morboso, sin dejar de mover la mano.
Sacó los dedos de mi boca y noté que un liquidillo caliente resbalaba por
mis muslos formando finos hilos.
—Álex, voy a poner perdida la cama —dije, en un tono a medio camino
entre la preocupación y la vergüenza.
—¿Qué te ocurre? —me preguntó, y creo que se alarmó al escuchar el
matiz de mi voz.
—Estoy chorreando —confesé con el rostro rojo como un tomate.
Más que chorreando, mis bajos parecían las fuentes de La Granja de San
Ildefonso.
—No te preocupes por eso, después de cada servicio todo se cambia y se
higieniza.
—Ya, pero la mancha…
Yo solo pensaba en la persona que tuviera que cambiar las sábanas y viera
la enorme mancha que los flujos de mi calentón habían dejado en el impoluto
satén. Se me caía la cara de vergüenza al imaginarlo.
Álex advirtió mi malestar. Me acarició la frente con el pulgar.
—No te preocupes por eso, por favor —me pidió en tono suave—. Nadie
va a decir nada. Es normal, ¿vale? El personal que trabaja aquí sabe que no
hacemos calceta en las habitaciones.
Tuve que reírme.
—Vale —musité.
No me convenció del todo, pero reconozco que se me fue el santo al cielo
cuando la lengua de Álex comenzó a lamer de pronto mi clítoris. Al parecer,
tenía la seria intención de solucionar mi «problemilla» a base de lengüetazos.
En serio, ¿qué pretendía hacer conmigo? ¿Volverme loca de atar? Que ya
empezaba a estarlo. De hecho, en breve me veía dándome cabezazos contra
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una pared acolchada. ¿Volverme adicta a él? Que ya empezaba a serlo. El
sexo que había conocido de mano de Iván me parecía ridículo comparado con
lo que me hacía él. Era difícil no volverse adicta a Álex con las artes sexuales
que se gastaba.
No necesitó trabajar mucho ahí abajo y menos cuando introdujo su lengua
en el interior de mi vagina empapada. ¡¡Pooor favorrr!! Me estremecí de
gusto. Empezó a meterla y a sacarla, follándome con ella. La punta dura de su
lengua me embestía una vez tras otra, haciéndome tocar el cielo.
El segundo orgasmo de la noche vino entre espasmos tan
precipitadamente que me dejó sin respiración. Maldita sea, iba a
desintegrarme de tanto placer.
—Álex, me corro… Ah, Dios, me corro… —grité, apretando su cabeza
contra mi sexo.
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Capítulo 37
Álex
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de la cara que no me cubría la máscara. Adriana me miraba obnubilada. Dios,
me hacía sentir como una auténtica estrella de rock.
Alcancé el gel de la estantería y me eché un poco en la mano. Froté hasta
conseguir hacer espuma y empecé a darle un masaje en el cuello y los
hombros. Fui bajando por los pechos, el estómago, las caderas…
Ella gimió y cerró los ojos, dejándose perder entre mis caricias.
—Álex, me voy a deshacer del gusto —susurró, apoyando las manos en
mis pectorales mientras el agua resbalaba por su piel.
Sonreí para mí. Me incliné hacia ella.
—¿Vas a venir otro día? —le pregunté en el oído, aprovechando la
intimidad del momento.
—Sí —musitó.
—¿Cuándo? —La apremié, acariciándole suavemente las nalgas.
—Cuando tú quieras… —susurró, como si estuviera hipnotizada por el
placer que le proporcionaban mis manos.
—¿Qué te parece la semana que viene?
—Me parece bien —dijo como un autómata.
Ladeé la cabeza y agachándome, comencé a darle besos en el cuello. En
esos días había averiguado que ese era uno de sus puntos erógenos y quería
explotarlo. Ella echó a un lado la cabeza para que tuviera mejor accesibilidad.
—Álex… —suspiró mi nombre, y eso casi me llevó al quinto cielo sin
necesidad de metérsela.
—¿Qué te pasa, nena? —susurré con voz queda.
—No lo sé… —dijo como ida.
Estirando la mano, abrí un cajoncito que poseía la estantería y extraje un
condón de los que guardaba allí para los típicos polvos expeditos en la ducha.
Rompí el paquetito y me lo puse con rapidez. Arrastré a Adriana hacia la
pared, levanté una de sus piernas lentamente y, mientras la sujetaba con una
mano contra mi muslo, hice presión hasta colarme dentro de ella de un envite.
Algo parecido a un gruñido se arrancó de mi garganta.
¡Qué gustazo, joder!
Su coño era el paraíso. Cálido, húmedo, receptivo, apretado…
Adriana dejó caer la cabeza hacia atrás y lanzó un gemido. Salí de su
cuerpo y volví a entrar, empujando con las caderas. Se agarró a mis hombros
y me clavó las uñas. Apreté los dientes cuando una deliciosa punzada de dolor
me recorrió los brazos. Durante un rato la empujé con mis embestidas contra
la pared alicatada de la ducha. Los cuerpos chapoteaban con el agua.
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Me fui irremediablemente unas cuantas acometidas después, empujando
con fuerza hasta su interior. Gemí en su oído con un sonido ronco. Ella estaba
a punto, así que antes de que se me bajara la erección, la penetré con fuerza
una, dos, tres, cuatro veces… buscando su orgasmo. Adriana se inclinó hacia
mí, hundió la nariz en mi cuello y se corrió mientras me mordía el hombro,
ahogando con la carne los gemidos que escapaban de su boca.
Verla correrse era una puta maravilla.
Salí de ella a regañadientes.
Le solté la pierna, que resbaló suavemente por mi muslo, y corté el grifo
para que dejara de caernos agua. Entre jadeos, apoyé mi frente en la suya y
cogí aire. Nos mantuvimos unos segundos —no sé si muchos o pocos— en
silencio, sin decir nada. Solo escuchando el sonido de nuestras respiraciones
entrecortadas. No sé qué me impulsó a darle un beso en la sien cuando ella
giró la cabeza para apoyarse en mi pecho.
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Capítulo 38
Álex
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Adriana pudiera tener un encuentro con uno de mis compañeros anidó una
sensación extraña en mi estómago.
De lo más extraña.
¿A qué cojones venía ese pensamiento? ¿Cuándo había tenido un
sentimiento parecido a posesividad respecto a una mujer en mi vida? Ese tipo
de emociones son primitivas y arcaicas. ¡Qué viva el poliamor, las parejas
abiertas, las orgías y todas esas cosas! Pero es que, joder, tenía que reconocer
que me gustaba follarla. Mucho. No soy una máquina, soy un hombre, y tener
sexo con ella era delicioso. Sin más historias. No había que darle más vueltas
al asunto. Punto.
La oí suspirar al otro lado de la habitación. Era uno de esos sonoros
suspiros de satisfacción, que en mi caso significaban que había hecho bien el
trabajo para el que se me había pagado. Aparté los ojos del ventanal, giré el
rostro y miré. Cuando me quise dar cuenta mis pies desnudos se dirigían hacia
la cama como autómatas. No recordaba haberle dado la orden a mi cerebro,
pero allí me encontraba, caminando hacia ELLA.
Adriana se mantenía inerte mientras su pecho subía y bajaba con una
respiración pausada. La placidez del sueño abarcaba su rostro, que descansaba
hacia un lado en la almohada. Un mechón de pelo medio húmedo caía sobre
su mejilla. Estiré la mano y se lo retiré con cuidado, pero mis dedos rozaron
su cara sin querer, o tal vez lo hice «sin querer evitarlo». Se movió un poco,
pero volvió a la dulce dejadez del sueño.
Se veía indefensa y vulnerable, un poco como nos vemos todos cuando
dormimos.
Me fijé en sus pestañas, reposando sobre los pómulos. Ya no estaban
maquilladas, pero aun así eran largas y curvadas.
Dice un proverbio chino que el aleteo de una mariposa en Hong Kong
puede desatar una tempestad en Nueva York. Es el llamado «efecto
mariposa». Adriana podría hacer lo mismo con sus pestañas si se lo
propusiera.
Siempre he tenido una especial debilidad por el cuerpo femenino, y tiendo
a verlo desde una perspectiva artística, incluso poética. Y en aquel instante el
cuerpo de aquella chica me inspiraba contemplarlo desde ese punto de vista
bucólico. No en vano las mujeres han sido fuente de inspiración en pintura,
escultura y fotografía como un elemento recurrente a lo largo de la historia.
Envuelto entre las sábanas de satén de color negro, con una pierna y la
mitad de un pecho destapados, llamaba a la sensualidad, a la más pura esencia
del erotismo. Adriana incitaba sin ni siquiera saberlo —como les sucede a
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muchas mujeres—, a la insinuación, a la sutileza, o al más descarado
voyerismo, porque podrías pasarte horas contemplándola. La imagen que
proyectaba en ese momento era digna de ser retratada por Jaroslaw Kukowski
o por Eduardo Naranjo.
Como buen amante del arte y voyeur de lo estéticamente bello, me preparé
un whisky con hielo, cambié la bossa nova por una compilación de jazz de las
grandes voces del género del siglo XX, en las que las armonías encajan a la
perfección (no como en esa música ratonera de ahora), y me senté en la
penumbra a contemplar a Adriana.
Pasé así los minutos, acompañado por Ella Fitzgerald, Louis Armstrong y
Blossom Dearie, entre otros; bebiendo y degustando a sorbos pequeños mi
whisky, contemplando a Adriana como si fuera un cuadro del Museo del
Prado, arrancándole matices a su imagen, y pensando… Pensando en que
había querido besarme en la boca y que yo lo había evitado. Era norma de la
casa y mía propia. Los besos siempre traen complicaciones. Mucho más que
el sexo, que uno puede terminar haciendo por costumbre, por rutina, o por
aburrimiento; tan maquinalmente como la compra en el supermercado. La
gente folla más de lo que se besa, y es que los besos implican mucho más que
un polvo. Nunca he besado a una clienta en la boca y nunca le he permitido a
ninguna que lo hiciera, pero en ese momento me preguntaba qué hubiera
pasado si hubiera dejado que ELLA me besara.
Un fuerte trueno restañó fuera.
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Capítulo 39
Adriana
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—Ven —susurró.
Y allí estaba también su voz, que era puro sexo, puro orgasmo.
Aparté el manojo de sábanas y las eché a un lado. Me puse rápidamente
las bragas y el sujetador que recogí del suelo y me dirigí a él, frotándome los
ojos.
Me recibió con una sonrisa y eso me dio confianza para sentarme a
horcajadas encima de sus muslos. Desde mi intento frustrado de beso me
había quedado algo cortada, la verdad. Álex bajó un poco y agarrándome de
la cintura con una mano, me acomodó encima de su paquete. Sí, justo encima.
—Ahí mejor —dijo con la naturalidad que lo caracterizaba.
Sonreí, cómplice.
Miré el pesado vaso que sujetaba.
—¿Whisky? —le pregunté.
—Sí.
Cogí el vaso de su mano y di un sorbo. No me gusta especialmente el
whisky, y le pegué un trago porque quería compartir bebida con él, hacerme la
chulita, o probar sus babas, no sé… El caso es que estaba atenuado por otros
sabores que no me rascaron la garganta hasta ponérmela en carne viva. Lo
paladeé.
—Sabe un poco a caramelo y a vainilla —dije.
—Es un Evan Williams con 23 años de antigüedad —comentó Álex—. Es
un whisky tradicional, pero con matices de chocolate negro, pasas, ron y,
como bien has notado, caramelo y vainilla.
—Suena caro —apunté, devolviéndole el vaso.
Aunque estaba bueno, ya había tenido suficiente.
—Quinientos euros la botella —respondió.
—Joder, tienes caprichos caros.
—Me lo regaló una clienta por un buen servicio.
Me sorprendió el suplemento que pagaban/regalaban algunas mujeres por
un buen polvo.
—Me imagino que quedó muy satisfecha…
El comentario era estúpido. ¿Habría alguna mujer que no quedara
satisfecha con Álex?
—Sí, quedó bastante satisfecha —dijo.
Sonrió de una forma arrebatadoramente seductora y yo creí que me daba
algo. Tener su rostro tan cerca y encima desplegando una sonrisa era
realmente impresionante.
—¿Has descansado? —me preguntó.
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—Un poco. ¿Y tú?
—No mucho. Soy un centinela.
—¿No te gusta compartir cama?
—No es eso.
—Puedo dormir en el sofá —bromeé.
—Jamás dejaría que durmieras en el sofá. ¿Tú sabes el calor que da el
cuero?
Me eché a reír. Después nos quedamos en silencio. Me mordí el labio.
—Álex, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Si no es personal, sí —respondió, dando un trago de whisky. Observé
como la marcada nuez subía y bajaba. ¡Madre mía!, hasta eso me resultaba
sexy—. Aunque si pronuncias mi nombre de esa manera, dudo que no pueda
contestarte, sea la pregunta del tipo que sea —añadió en un tono sexual.
Alargó el brazo y dejó el vaso, todavía con medio dedo de whisky, encima
de una mesita baja que había al lado del sofá.
—¿Por qué has reservado toda la noche para estar conmigo?
Necesitaba saberlo. Las reglas del juego consistían en que yo pagaba para
reservar una cita con él, y no que él me regalara su tiempo, que podría estar
invirtiendo en hacer otros servicios.
—Para que, cuando te despertaras, no salieras corriendo como si hubieras
visto una Parca, como hiciste ayer —contestó.
Joder, y encima me hacía reír. ¿Se le podía pedir más?
—Te lo he preguntado en serio —refunfuñé, fingiendo seriedad.
—Y yo te estoy respondiendo en serio. Tenías que haberte visto la cara…
Puse un mohín en mis labios y tiré de estrategia y de maldad.
—Álex… —volví a pronunciar su nombre para ver qué efecto tenía.
—¿Me lo vas a sonsacar poniéndome morritos y diciendo mi nombre de
esa forma? —dijo—. Qué artimañas más viles.
No quería reírme, pero me reí.
—Venga, respóndeme… —le insté.
—¿Quieres que sea sincero?
—Sí, por favor.
Se puso serio de pronto.
—Me gusta follarte, Adriana. Me gusta mucho follarte —respondió, y
enfatizó elocuentemente la palabra «mucho», como si él mismo estuviera
sorprendido—. Y creo que a ti te gusta que te folle…
Arqueó una ceja en un gesto interrogativo. Me tocaba responder. Agaché
la cabeza esperando que no se diera cuenta de que me había puesto roja y bajé
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una octava el tono de voz.
—Nunca me lo han hecho como me lo haces tú —fue mi respuesta.
«El mundo necesita más hombres como tú», pensé para mí, pero eso no se
lo dije.
Álex buscó mi mirada.
—¿Te sientes cómoda conmigo? ¿Estás bien?
—Sí —afirmé sin dudarlo—. Además, el primer día estuviste genial.
—¿Todavía sigues pensando en eso?
—No, no, es solo que quería que lo supieras.
Sí que pensaba en ello, claro, y en que yo estaba casi en estado vegetativo
y tímida como una virgen, pero tampoco iba a decírselo. Una tiene su orgullo.
—Creo que tenemos mucha química, ¿sabes?, y que debemos explotarla.
—Sonrió—. No siempre se encuentra a alguien con quien el sexo es tan…
vibrante.
Me sentí orgullosa. Quizá soy imbécil, pero que un hombre que se dedica
al sexo te diga que contigo tiene química, pues no sé… Es para sentirse
orgullosa, ¿no? Sobre todo cuando has salido de una relación en la que tu
exnovio apenas te tocaba. ¿O es que realmente soy imbécil?
—Por eso quería que pasáramos una noche juntos. Quiero que juguemos
mucho, nena… —Tiró un poco de mis caderas y noté la longitud de su
miembro bajo la tela de la braguita—. Que descubras todo lo que puede llegar
a sentir tu cuerpo si dejas las inhibiciones a un lado…
Sonreí. Dios, eso sonaba tan bien.
—Estás empezando a soltarte, y eso me gusta, me gusta mucho…
A mí me gustaba más.
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Capítulo 40
Álex
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Tomó aire.
—Hace dos meses mi novio me dejó por otra. El día de mi cumpleaños
me enteré de que esa otra era una de mis mejores amigas. Los vi morreándose
en la pista del Urban 58 —dijo. Su voz temblaba un poco.
Fruncí ligeramente el ceño. En esos momentos supe a qué se debía la
sombra que había en sus ojos de Bambi, esa tristeza que dormía agazapada
tras su sonrisa. Mal de amores. Como había intuido, le habían roto el corazón.
—¿Cuánto tiempo llevabais?
—Siete años. —Suspiró bajito.
Una lágrima empezó a deslizarse silenciosamente por su mejilla.
Mierda.
Tal vez fue el instinto lo que hizo que estirara la mano y le enjugara la
lágrima con mi dedo pulgar. Tuvo que ser una especie de reflejo, porque se
me da fatal consolar a las mujeres.
Me mantuve en silencio para animarla a continuar hablando.
—Soy una friki, ¿sabes? —dijo—. Me gusta el jazz, la bossa nova, el arte,
los cómics de superhéroes y los cuentos que empiezan por «Érase una vez…».
Su disparidad de gustos era exquisita, pensé.
—Yo creía que ya tenía escrito mi cuento, y que además era perfecto…
—continuó. Empezó a relatarlo con la entonación que se utiliza cuando se
cuenta un cuento a un niño—. «Érase una vez una chica que conoció a un
chico, se enamoraron perdidamente y se fueron a vivir juntos. Se querían
tanto que el único modo que concebían para vivir la vida era el uno con el
otro, y bla, bla, bla…» —dijo con un toque de nostalgia impregnado en la
voz—. Pero los cuentos no siempre tienen un final feliz, no siempre acaban
como uno desea. A veces los protagonistas no son felices ni comen
perdices…
—Lo de comer perdices está sobrevalorado —le dije, tratando de hacerle
reír.
Esbozó una sonrisa en la que enseñaba los dientes, blancos alineados y
perfectos.
—Sí, es verdad… ¿Y si las perdices no te gustan? —bromeó.
Me uní a su sonrisa.
—Lo que te ha pasado a ti le pasa a mucha gente. No es consuelo, pero es
así. —Me encogí de hombros—. No diré que tu exnovio es un puto gilipollas,
porque es algo que salta a la vista si te ha dejado escapar, y porque tampoco
creo que te suponga ningún consuelo, pero a veces el mayor favor que nos
puede hacer una persona es que se largue de nuestra vida.
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Se quedó con los ojos perdidos unos instantes, mirando hacia los
ventanales.
—Eso es lo que me dicen mis amigas.
—Tus amigas tienen razón. Hazles caso. En ocasiones no estar con quien
quieres es un maravilloso golpe de suerte.
Volvió a sonreír, aunque esa vez fue un gesto comedido, sin despegar los
labios.
—Ahora que empiezo a ver las cosas desde la distancia, me doy cuenta de
que mi relación se alejaba mucho de ser lo perfecta que yo creía que era.
Incluso en el sexo. Yo pensé que… —Se pasó la mano por el cuello y
suspiró—. En fin… Ya no sirve de nada darle vueltas a las cosas —concluyó.
—¿Entonces fue el despecho lo que te trajo aquí?
Alzó los hombros.
—El despecho, la rabia, las ganas de saltarme las reglas, de dejar de ser
ultraperfecta, de rebelarme contra el mundo, contra mí misma… —fue
enumerando—. De todo un poco.
—¿Por qué te parecía una idea descabellada venir al Templo del Placer?
Adriana arrugó un poco la naricilla y se rascó la frente.
—Pagar para tener sexo no… no me convencía. —Se sonrojó cuando lo
dijo.
—¿Qué tiene de malo?
—Supongo que nada.
—¿Solo lo supones?
—Sí, supongo… No sé… —Se colocó el pelo despeinado tras las
orejas—. Yo nunca he contratado a un escort, para mí es… raro. Eso es algo
que hacen los hombres.
—Las mujeres también lo hacen, te lo aseguro —afirmé.
—Ya lo sé. No hay más que ver que yo estoy aquí… —dijo—. ¿Y en qué
me convierte eso? ¿En qué clase de mujer?
Alcé una ceja. Prejuicios varios a la vista.
—No te convierte en nada que no seas sin contratar los servicios de un
escort —respondí.
Alzó sus ojos de Bambi y me miró. Guardó silencio unos segundos antes
de volver a hablar.
—Álex, ¿qué piensas de tus clientas? ¿Crees que estamos desesperadas?
—Yo no juzgo a mis clientas, Adriana. No debo hacerlo ni tengo que
hacerlo. Las razones por las que soliciten mis servicios no son de mi
incumbencia. Las mujeres pueden hacer con su cuerpo y con su sexualidad lo
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que les plazca, como hacemos los hombres. No es que sea su derecho, es que
es su obligación. ¿En serio crees que las mujeres que contratan a un escort
están desesperadas? —lancé al aire—. Esa afirmación está llena de prejuicios
y de juicios de valor. Para follarse a un tío, solo tendrían que ir una noche a
un bar. Pero ellas no quieren eso.
—Entonces, ¿qué quieren? —me preguntó.
Me di cuenta de que aquel tema realmente suponía un problema para ella.
Podría decir que incluso un conflicto. ¿Tanto le afectaba?
—Divertirse, pasarlo bien, ser libres… Algo sin expectativas, sin
compromiso. Algunas quieren hacer realidad sus fantasías, esas que cuando se
las comentan a su compañero, este no les mire como si fueran un alienígena;
otras, sexo sin mayores historias, otras simplemente que las complazcan, otras
explorar su sexualidad, ver qué hay más allá; otras que las folle un hombre
que sepa lo que se hace y no uno que da por concluida la relación sexual
cuando él se corre, sin importarle si su pareja ha quedado satisfecha o no,
incluso algunas solo quieren que las escuchemos. Otras vienen para romper
tabúes, saltarse las reglas que imponen los convencionalismos sociales; o
como un acto de rebeldía contra ellas mismas —dije, mirándola con
complicidad, ya que era su caso—. Las razones son infinitas, nena, pero
ninguna es la desesperación. Si estás desesperada te haces una paja y punto.
Se tapó la cara con las manos.
—Dios mío, debo parecerte idiota —comentó con vergüenza.
—No me pareces idiota. Las dudas son normales. Aunque estamos en el
siglo XXI, sigue habiendo muchos prejuicios, muchas mierdas de por medio en
torno a la sexualidad de las mujeres, que os impiden expresar las cosas con
claridad, pedir lo que os gusta en la cama… —Enderecé la espalda y me
acerqué un poco a su rostro, quedándome a escasos centímetros—. Ese es otro
de los motivos por el que quería pasar una noche contigo… —dije en voz
baja, mirándola directamente a los ojos. Adriana me miró con el ceño
fruncido, pero sus pupilas estaban dilatadas—. Todavía no he conseguido que
me digas qué te gusta…
—Sí que te lo he dicho. Me gusta lo que me haces.
—No me refiero a eso… ¿No tienes ninguna fantasía erótica? ¿Algún
fetiche que te ponga cachonda?
Se echó un palmo hacia atrás.
—No —negó.
Sonreí. Yo sabía que sí, pero naturalmente, no iba a presionarla. Las cosas
tenían su momento, y Adriana era una persona que necesitaba tiempo y
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mucha confianza para soltarse, y yo le daría toda la del mundo para que lo
hiciera. Era experto en ello, pero si algo tenía claro, es que no iba a descansar
hasta que no me confesara esos secretos sexuales que no le había revelado a
nadie, ni siquiera a su exnovio.
Ladeé la cabeza y exhalé el aliento en su cuello.
—Me encantaría hacer realidad las tuyas, Adriana —le confesé en voz
baja. Y noté que la carne se le ponía de gallina.
El fuerte rugido de un trueno llenó el aire hasta ser ensordecedor. Los
cristales temblaron. Adriana se encogió sobre sí misma, dobló los brazos por
delante de su torso, e instintivamente se pegó a mi pecho, apoyando la frente
debajo de mi cuello.
—Joder… —farfulló.
La rodeé con mis brazos, y lo hice más cariñosamente de lo que yo mismo
me hubiera esperado. Inmediatamente después una fuerte llovizna comenzó a
caer de forma estrepitosa, como si el cielo se fuera a desplomar sobre nuestras
cabezas, azotando los grandes ventanales.
Otro trueno sacudió el cielo. Adriana se apretó más contra mí.
—No me gustan los truenos —susurró.
Sus labios, al moverse, acariciaron suavemente mi piel, haciéndome
cosquillas.
—Yo tengo una fórmula magistral para que te olvides de ellos —dije con
voz seductora.
Deshice el abrazo y Adriana se irguió encima de mis muslos, expectante.
Alargué el brazo, introduje los dedos en el vaso de whisky y, acercándolos a
su cuello, le salpiqué la piel con las gotas de la bebida, que comenzaron a
deslizarse lentamente hacia su clavícula. Le aparté el pelo y le pasé la lengua
por encima con fuerza, lamiendo los hilos que había formado el whisky.
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Capítulo 41
Adriana
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Ni yo me mojaba tan rápido como cuando estaba con él. Ese era un dato
que a esas alturas estaba más que corroborado. Me ponía a tono a la velocidad
de la luz. Esa era la química (sexual) de la que hablaba Álex. Ahí estaba. Tan
palpable como él y yo.
Me desabrochó el sujetador, lanzándolo a un lado del sofá, y puedo decir
que, literalmente, me comió los pechos, porque los chupaba, los succionaba,
los lamía y los mordisqueaba con una codicia desmedida, incluso con rudeza,
como si la vida le fuera en ello, mientras me los estrujaba con las manos.
Confieso que ver su lengua danzar sobre ellos fue una visión de lo más
sensual. Los sonidos de su boca y de mis gemidos llenaron el aire hasta cubrir
los ecos de la tormenta que azuzaba fuera y la voz de terciopelo de Mel
Tormé, que cantaba Old devil moon en ese intervalo de tiempo.
Puse mis manos encima de las de Álex y le incité a que me apretara con
más fuerza las tetas. Necesitaba sentir sus caricias hasta que me dolieran.
Grité cuando me mordió un pezón. Después pasó la lengua con suavidad para
aliviar el dolor, y pensé que me moría de placer. Estaba tan caliente que mi
humedad traspasó la tela de la braguita y mojó los pantalones del traje de
Álex.
Cuando bajé la vista y vi el estropicio, lo miré con la cara ruborizada.
Mierda, era la noche de las manchas. Él me dedicó una sonrisa entre traviesa
y morbosa en la que me decía que le importaba una jodida mierda haberle
manchado unos pantalones que seguro costaban mi sueldo de la cafetería. Me
arrastró hacia adelante, extendiendo la mancha y dejándome de nuevo encima
de su erección. Con la mano derecha maniobró en la bragueta y unos
segundos después se sacó el miembro. Yo ya me había deshecho de las
bragas.
Cogió un preservativo de un cajón que abrió de la mesita donde
descansaba el vaso de whisky (al parecer había condones repartidos
indiscriminadamente por todas las zonas de la habitación), y con la habilidad
que le caracterizaba se lo puso. Serían imaginaciones mías, pero yo cada vez
se lo veía más grande, y recuerdo que me pregunté cómo podía albergarlo en
mi interior sin que me partiera por la mitad.
Me agarré a sus hombros y levanté un poco las caderas. Álex me ayudó
cogiéndome el muslo con su enorme mano, y mirándome directamente a los
ojos, me fue penetrando en silencio.
Resbalé por su erección hasta que la tuve completamente dentro de mí,
hasta que nuestras pelvis se juntaron.
—Oh, Dios… —suspiré de placer.
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Cerré los ojos y durante unos instantes me dejé embriagar por la sensación
de estar completamente llena de él, de que ocupara mi vacío por completo.
Álex empezó a moverse adelante y atrás y yo le seguí el ritmo. Sus ojos
seguían fijos en los míos, sin perder ni una sola de mis reacciones, y solo
mirándome del modo que me miraba me encendía.
Me rodeó las caderas con los brazos y metió las manos por debajo de mis
muslos hasta alcanzar mis nalgas. Clavó los dedos en ellas y me levantó unos
centímetros para facilitar los envites. En esa posición subió la pelvis y empujó
su erección hacia mi interior, cada vez con más intensidad, arrancándome
gemidos de la garganta.
—Sí, nena, así… Así… —jadeó.
Follamos como posesos, ajenos al mundo, mientras la lluvia continuaba
golpeando los cristales y el resplandor eléctrico de los relámpagos iluminaba
la habitación con fogonazos azules.
Me corrí con la cara hundida en el cuello de Álex, mientras me agarraba
con fuerza a su nuca. Él se fue casi al mismo tiempo que yo, gimiendo un
«me corro, joder…», como si fuera algo nuevo para él.
Durante un rato indeterminado permanecimos abrazados el uno al otro,
oyendo nuestras respiraciones ahogadas. Sudorosos, exhaustos, quietos.
Sintiéndonos la piel y el corazón.
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Capítulo 42
Adriana
Nunca había estado tan cansada. Había perdido la cuenta del número de veces
que me había corrido aquella noche, pero hubo otro asalto cuando despuntaba
el alba. Una deliciosa guinda para el pastel. La tormenta cesó y, como ocurre
en los días de verano, el amanecer trajo un sol radiante de color rosado que
colaba sus rayos por las cortinas descorridas de la habitación.
En esa hora mágica, donde todo es silencio, donde la ciudad está aún
quieta, apenas empezando a desperezarse, Álex volvió a meterse entre mis
piernas, haciéndome tocar el cielo otra vez. Admiré su aguante, lo juro, y me
sorprendieron las ganas que tenía de mí. Era una puta maravilla sentirse como
me hacía sentir él: tan deseada, tan mujer, tan sexual, tan libre…
Se dejó caer a mi lado en la cama.
—¿Así que te gustan los cómics de superhéroes? —me preguntó de pronto
cuando recuperó el aliento.
Oh, oh… ¿Iba a cachondearse de mis excéntricos gustos de friki?
—Sí —afirmé con firmeza.
—¿Y cuál es tu superhéroe favorito? —No me dio tiempo a contestar—.
Espera, déjame que lo adivine. Mmm… Thor. Seguro que Chris Hemsworth
te vuelve loca en Los Vengadores.
Lo decía como si él tuviera algo que envidiar al marido de Elsa Pataky.
Joder, si él era un Thor por sí mismo.
—No —contesté.
—¿Superman?
Negué de nuevo.
—No.
—¿Iron Man?
—No.
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—¿El Capitán América?
Me eché a reír sonoramente.
—¡No! —dije—. No lo vas a adivinar nunca —añadí, mordiéndome el
labio.
Puso morritos, y yo quise lanzarme a ellos y mordérselos. ¿Por qué tenía
unos labios tan sensuales?
—¿Visión? —insistió.
No quería darse por vencido.
—Nooo… ¿Te rindes? —pregunté.
—Sí, porque me estoy quedando sin candidatos.
Lo miré.
—Hulk —dije.
Se apoyó en un codo y me miró. Reconozco que disfruté mucho con su
reacción.
—¿Hulk? —repitió con el ceño fruncido.
—Sí. Bueno, me flipa WonderWoman, pero es normal, es mujer, sin
embargo tengo debilidad por Hulk.
—La verdad es que nunca lo hubiera pensado.
—¿Crees que solo me gustan los «principitos»? —dije—. Es cierto que
tengo predilección por las historias que empiezan por «Érase una vez…»,
pero eso es solo un gusto, algo poético, incluso nostálgico de cuando mis
padres me leían algún cuento… Pero tengo los pies sobre la tierra, y después
del escarmiento que me he llevado con mi exnovio, me ha quedado claro que
los príncipes y las princesas solo existen en los cuentos, la vida real en mucho
más prosaica.
—Eres toda una caja de sorpresas —comentó Álex, con la cabeza apoyada
en la mano. Los dedos de la otra dibujaban filigranas en mi hombro—. ¿Y por
qué te gusta Hulk?
—¿Cómo que por qué? Porque reparte hostias como panes —respondí—.
¿Tú has visto todo lo que se lleva por delante cuando da un puñetazo?
Álex soltó una carcajada fuerte y profunda que resonó en la habitación.
Era tan masculino follando como riéndose a mandíbula batiente. Le hubiera
comido la cara allí mismo.
—¿Y el tuyo? ¿Tienes algún superhéroe favorito?
—Me va mucho el rollo de Linterna Verde.
—Compartís el gusto por la máscara —bromeé.
Álex sonrió. Se tumbó en la cama y descansó la cabeza en un brazo. Me di
la vuelta, me puse bocabajo y lo miré, apoyada en los codos.
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—¿Nunca te la quitas? —dije.
—No —contestó con una pequeña sonrisa, indulgente a mi curiosidad.
—¿Entonces ninguna clienta te ha visto el rostro?
—No.
—Es una buena forma de preservar vuestra identidad —comenté.
—No solo preserva nuestra identidad, también nuestra intimidad y nuestra
integridad —repuso Álex—. No tengo ningún problema con mi profesión, soy
escort y punto. No me da vergüenza reconocerlo. Pero la sociedad sigue sin
estar preparada para algunas cosas.
—Me gustaría decirte que te equivocas, pero tienes razón. Estamos
todavía a años luz de normalizar ciertas cosas. Se nos da muy bien ser unos
hipócritas —dije.
Álex me apartó un mechón rebelde de la cara y me lo colocó detrás de la
oreja mientras me miraba estudiando mi rostro. El tacto de su mano era suave.
Hubiera dejado que me acariciara todo el cuerpo otra vez, pero era hora de
volver al mundo real.
—Tengo que irme —dije, rompiendo el contacto visual con él—. Quiero
dormir un poco antes de entrar a trabajar. Hoy tengo turno de mediodía.
«Y bastantes razones le he dado a mi jefe estos días de atrás para que me
despida», pensé para mis adentros.
—¿Te pido un taxi? —se ofreció Álex.
Me levanté y, como siempre que me disponía a irme, tuve que buscar mi
ropa por la habitación, que cada día terminaba en un sitio distinto. Por suerte
apareció todo entre la cama y el sofá, no como el primer día, que no
encontraba las bragas por ningún lado y me las tuvo que buscar Álex. ¡Dios,
qué vergüenza! Había cosas que solo me pasaban a mí.
—No, gracias, hoy he traído coche. Me lo ha dejado mi amiga Julia
—respondí, cogiendo una a una las prendas esparcidas por el suelo.
Álex asintió desde la cama sin quitarme ojo de encima. Cuando ya lo tenía
todo, me fui al cuarto de baño, me di una ducha rápida y me vestí.
Al salir, me esperaba en bóxer con el bolso en la mano. Estaba para
hacerle una foto y exponerla en alguna galería de arte vanguardista. El tío era
de calendario. Me obligué a no perderme entre las formas de su escultural
cuerpo como si fuera gilipollas y eché a andar. Sin apenas mirarlo, me dirigí a
él y cogí mi bolso.
—Gracias —le dije.
—Pide cita conmigo esta semana —me dijo—. Quiero verte otra vez,
nena… —susurró.
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Y yo me deshice entre los matices de su voz. Por poco no me puse a
babear allí mismo.
—Sí, lo haré —contesté.
Se inclinó y posó los labios en mi cuello. Antes de que se separara de mí,
le sujeté por la nuca y poniéndome de puntillas le di un beso corto en la parte
de la mejilla que no cubría la máscara. Ahí sí que podía besarle, ¿no?
—Adiós —me despedí en un susurro.
—Adiós —dijo él.
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Capítulo 43
Adriana
Llegué al piso sobre las ocho de la mañana más o menos. Cuando abrí la
puerta me encontré a Julia besándose en el recibidor con un chico al que no
conocía de nada. Claro, que eso no suponía ninguna novedad. Ambos giraron
el rostro hacia mí y me miraron.
—Hola, Adri —me saludó Julia, separándose del susodicho.
—Hola —dije.
—Mira, este es Fran —me lo presentó mientras se limpiaba la saliva que
tenía en la comisura de los labios—. Fran, ella es Adriana, mi compi de piso.
—Encantada —dije.
—Igualmente —respondió él.
—Fran ya se iba —se adelantó a decir Julia.
—Sí, ya me voy —repitió él, rascándose la nuca.
Julia es como una mantis religiosa. No mata a los chicos después de la
cópula, pero no quiere saber nada de ellos una vez que se los ha tirado. Es la
puta ama.
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El chico salió por la puerta, que yo todavía no había cerrado, y se marchó
con viento fresco. Probablemente no le volvería a ver nunca más. Miré a
Julia, que estiró los brazos y bostezó con expresión somnolienta. Estaba en
bragas y llevaba una camiseta dada de sí que le tapaba parte de los muslos.
—Ha sido una noche provechosa —dijo.
Sonreí.
—Ya veo, ya… ¿Se puede saber quién es? —pregunté, dejando las llaves
en el aparador de la entrada.
—Un reportero de una emisora de radio local. Nos conocimos ayer. Al
terminar el día nos fuimos a tomar una copa, una cosa llevó a la otra…
—respondió—. No se le dan nada mal las comiditas. Tiene una lengua
bastante activa —comentó.
Negué para mí.
—Por lo que veo, te lo has pasado bien.
—No ha estado mal… —Me miró con las cejas levantadas—. ¿Y tú qué
tal? ¿Crees que estas son horas de llegar? —me dijo en tono cómplice, como
si fuera una madre.
Resoplé.
—No sabes las agujetas que tengo —dije.
Julia se echó a reír.
—¿Maratón de sexo? —preguntó.
—Más que maratón, diría decatlón de sexo.
—¡Ese tío te va a dejar en el espíritu de la golosina! —bromeó.
No podía negar que no fuera verdad lo que estaba diciendo. Un par de
noches más así y tendrían que mirarme dos veces para verme.
—Julia, es una puta locura —le confesé—. De verdad. Con él la palabra
placer ha cobrado otra dimensión.
—Cielo, es un Maestro del Placer —dijo Julia como algo obvio.
—Es más que eso. Es sensualidad, erotismo, deseo, caballerosidad… El
sexo que yo tenía con Iván era una mierda.
—Bueno, de Iván se esperaba porque el chico es… un poco sosainas,
¿para qué vamos a negarlo a estas alturas? Ahora que el tonto está con ArPía
te lo puedo decir. ¿Por qué no desayunamos en la cocina y me lo cuentas
todo? Follar siempre me abre el apetito, tengo un hambre feroz.
—Sí, yo también estoy hambrienta —dije—, pero te haré un resumen y
más tarde te contaré con detalle. Tengo que dormir algo antes de irme a
trabajar. Hoy entro a la una en la cafetería y si no descanso un poco voy a
quedarme dormida poniendo los cafés y los cupcakes.
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—Vale, vamos.
Fuimos a la cocina y mientras Julia preparaba las tazas, yo me encargaba
de las magdalenas con virutas de chocolate que teníamos guardadas a buen
recaudo en el armario.
—Me imagino que vas a volver… —dijo, mirándome de reojo.
Cogió la jarra de café que estaba en la encimera y se echó un chorro en la
taza.
—Álex me ha dicho que pida esta semana cita con él, que quiere verme
otra vez —contesté, sacando un par de magdalenas de la bolsa y poniéndolas
en la mesa.
Dicho así parecía una cita para el médico, pero nada más lejos de la
realidad, aunque a los médicos sí que jugábamos, y al teto también.
Julia dejó la jarra a medio camino de mi taza y me miró con una ceja
arqueada.
—Cielo, tú sabes que ese tío te está follando por placer y no por trabajo,
¿verdad? —me preguntó.
Me mordí el labio y levanté un hombro.
—Le he peguntado que por qué había reservado toda la noche para estar
conmigo y me ha venido a decir algo así, aunque no con esas palabras.
Julia terminó de echar el café en mi taza y devolvió la jarra a la cafetera.
—¿Qué te ha dicho exactamente? ¿Qué le gusta ponerte mirando a
Cuenca? —Me picó, con ese desparpajo suyo, al tiempo que depositaba la
taza delante de mí.
—Algo así… Sus palabras textuales han sido: «me gusta mucho follarte»,
y que teníamos química… Y te juro por lo más sagrado que eso es cierto,
porque nos ponemos a cien a la mínima. Joder, Julia, nos hemos pasado la
noche apareándonos como si fuéramos dos putos conejos. Mejor dicho, los
conejos a nuestro lado son unos simples aprendices.
No pude evitar sentir vergüenza, aunque con Julia no suponía ningún
problema hablar de sexo. En realidad, ni con ella ni con ninguna de las chicas.
La más remilgada para hablar de esas cuestiones era Pía, o ArPía como la
llamaba Julia, pero todos los remilgos le saltaron por la ventana cuando
empezó a cepillarse a mi novio a mis espaldas.
—Así estás tú, con unas agujetas de campeonato —rio Julia.
Retiró una silla y se sentó a la mesa conmigo. Yo sonreí, cogí un trocito
de magdalena y me lo metí en la boca.
—¿Pues sabes qué te digo? —dijo, dando un sorbo de su taza.
—¿Qué?
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—Que aproveches el momento. Álex te está dando una master class de
sexo exprés. Folla todo lo que puedas, cielo, disfruta todo lo que puedas,
aprende todo lo que puedas… ¡Vive, joder! ¡Vive! Después vas a ser tú la
maestra del placer; vamos, una puta diosa del sexo.
Julia estaba loca. Como yo, que tenía la plena intención de llevar a cabo
su consejo. Aquello ya no había quien lo parara, ni siquiera la traición de Iván
y Pía, en la que cada vez pensaba menos, sobre todo cuando estaba con Álex.
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Capítulo 44
Álex
Cuando llegué del Templo del Placer al piso me fui a correr. Era la mejor
hora. Si esperaba a salir más tarde sería imposible dar un paso en Madrid con
los cuarenta grados que rondábamos todos los días en aquellas jornadas. Así
que me enfundé mi pantalón de deporte y mis zapatillas Nike y me fui.
Recorrí el Paseo de la Castellana con Sultans of swing de Dire Straits
sonando en mis oídos. Me gusta el jazz, pero para correr necesito ritmos más
fuertes, y algo de rock siempre viene bien. Crucé la Puerta de Alcalá y me
dirigí al Parque del Retiro, donde me paré para hacer algunos estiramientos. A
esas horas daba gusto estar. Se encontraba casi vacío, solo había unos cuantos
runners como yo, algunos turistas madrugadores, cuatro o cinco ciclistas, y
las personas que lo cruzaban de camino al trabajo, a los que adelanté en el
paseo Nicaragua.
Pasé junto al estanque, sin rastro de las barcas que lo salpican durante el
día, y tiré por el Paseo de Cuba. A esas horas el Parque del Retiro y Madrid
parecían otros: mudos, quietos, discretos… Aún no se habían desperezado y
siendo domingo tardarían un poquito más que los días de diario.
El sol relucía con tibieza en el cielo mientras corría por la avenida de
Menéndez Pelayo pensando en cómo Adriana se iba soltando, como un
pajarito que empieza a echar a volar por primera vez del nido; en cómo se
sentía cada vez más cómoda conmigo. Empezaba a saber lo que quería, lo que
le gustaba. Ahora solo tenía que decírmelo, y yo me encargaría de cumplir sus
expectativas.
Quería volver a verla.
Sí, quería volver a verla. Eso lo tenía claro. Todavía no había acabado con
ella. La idea de un nuevo encuentro me resultaba sumamente excitante. No
sabía qué tenía esa chica que me atraía tanto —quizá ganarme su confianza.
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Eso me parecía muy estimulante—, pero solo imaginarme todo lo que quería
hacerle hizo que mi miembro se agitara contra la tela del bóxer.
—¡Quieta, joder! —dije, y creo que lo hice en alto, porque una mujer se
me quedó mirando con expresión extraña cuando enfilé la calle Príncipe de
Vergara.
Últimamente mi polla parecía tener voluntad propia, y lo digo con el
corazón en la mano. Iba a su puta bola cada vez que pensaba en Adriana.
¿Qué me pasaba? Volví a preguntarme dónde estaba mi férreo autocontrol.
¿Se había esfumado? Adriana lo hacía pedazos. Admito que eso me frustraba,
porque no estaba acostumbrado. Y era peor cuando estaba con ella, me corría
como un jodido adolescente, como si fuera la primera vez que estuviera con
una tía.
Aceleré el ritmo de la carrera para que se me pasara el calentón.
Pero no se me pasó. Al contrario, fue a más. Llegué a casa empalmado
como si no hubiera follado en semanas.
La imagen de Adriana masturbándose para mí, apareció en mi mente y no
había forma de sacármela de la cabeza. Su mano derecha acariciando en
círculos su sexo, la izquierda amasándose el pecho. Los labios entreabiertos
con la mirada fija en la mía. Los suspiros, los jadeos, los gemidos cuando se
corrió. El modo en que se mojaba… Dios, el modo en que se mojaba.
La madre que lo parió, iba a tener que cascármela.
—Una ducha fría, Álex —me dije—. Una ducha fría te bajará los
testículos hasta los pies.
Dejé el Ipod y los cascos en la mesa del salón y me fui directamente al
cuarto de baño. Me quité la ropa de deporte y me metí en la ducha sin esperar
a que el agua saliera ni siquiera templada. Y fría la dejé. Tenía que bajar
aquello de alguna manera que no fuera poniéndome la mano encima. Dios,
tenía que controlarme. No era un chaval.
Durante un rato traté de dejar la mente en blanco mientras el agua se
deslizaba por mi cuerpo, pero retazos de imágenes de Adriana aparecían una y
otra vez sin cesar. Había cavado mi propia tumba, porque aquella escena iba a
acabar conmigo.
Mi erección se resistía a doblegarse.
Me froté la cara.
Estaba jodido.
Hasta los cojones de estar bajo el chorro de agua fría, apoyé la palma de la
mano izquierda en la pared alicatada de la ducha lanzando un bufido, y la
derecha la llevé a mi polla, cerrando los dedos alrededor de ella. Empecé a
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moverlos adelante y atrás, friccionando el tronco con fuerza para darme más
placer. Gemí.
Erguí la cabeza un poco y seguí moviendo la mano enérgicamente
mientras el agua caía por mi pelo, mi cara y mi cuerpo. En mi mente solo
estaba ella. Adriana y aquella puta escena en la que me dejaba contemplar
cómo se masturbaba.
No necesité mucho tiempo ni muchas ceremonias. Los músculos de mis
piernas se tensaron, anunciando el orgasmo. Apreté las mandíbulas sin dejar
de meneármela y me corrí soltando un «¡joder!» seco, que debieron escuchar
mis vecinos.
Cuando bajé la cabeza alcancé a ver que varios chorros de semen salían
disparados y se estrellaban contra los impolutos azulejos grises de la pared,
resbalando por ellos poco a poco, al tiempo que se mezclaban con el agua y se
perdían por el desagüe.
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Capítulo 45
Adriana
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decoración de la cafetería. La verdad es que es supermono. Nos convierte a
todas en muñequitas, dándonos un toque dulce que propicia que los clientes se
sientan en familia, en una ciudad (como ocurre en las grandes urbes) donde al
final todo termina siendo frío e impersonal.
Lo de concentrarme en el trabajo pintaba mal de entrada. Cuando Mabel
sacó una hornada de cupcakes, los puso sobre la mesa y comenzó a
recubrirlos de nata con la manga pastelera, yo en lo único en lo que pensaba
era en la forma en que Álex me había embadurnado los pechos de nata y la
había comido directamente de ellos, o cómo había rociado un poco en mi
boca y había lamido con la lengua los chorretones que resbalaban por mis
comisuras. Después, el resto de recuerdos vino a mi cabeza como un caballo
desbocado. Imposible frenarlos. El Golden Syrup, el modo en que me folló la
boca con los dedos, el polvo en la ducha, como me masturbé delante de él…
Oh, Dios…, ese recuerdo hizo que me ardieran las mejillas allí mismo.
Mabel chasqueó los dedos delante de mi cara.
—Hola —dijo, para llamar mi atención.
Sonreí.
—Lo siento —me disculpé.
—¿Dónde estás?
«En la Pleasure Room de Álex», pensé.
—Dime, ¿qué necesitas? —le pregunté.
—Que me alcances esa bandeja de ahí.
Me giré, agarré la bandeja que señalaba y se la pasé. Mabel me miró antes
de reanudar la tarea.
—¿Qué te tiene en el limbo? —me preguntó.
Evidentemente me tocaba tirar de una mentira. No iba a contarle que no
dejaba de pensar en las mil formas de dar placer que tenía uno de los
Maestros del Templo del Placer, y en que recomendaría encarecidamente a
todas las mujeres que fueran a explorar su sexualidad y a pasar el mejor rato
de sus vidas allí. No con Álex, claro (él era para mí), pero había muchos
escorts de muy buen ver donde elegir, solo tenían que entrar en la página web.
—La oposición —dije.
Mabel les devolvió la atención a los cupcakes y siguió recubriéndolos de
nata.
—Las oposiciones son un quebradero de cabeza de cojones —comentó.
—No lo sabes bien.
—No conozco persona que no se vaya a presentar que no se ponga
histérica en algún momento.
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—Eso es verdad.
Aunque cierto hombre con cuerpo de Aquiles y voz de sexo era capaz
también de darte la vuelta a la cabeza hasta el histerismo y ponerte los ojos
del revés a base de empujones entre las piernas. Joder, tenía que dejar de
pensar en Álex en esos términos. Empezaba a parecerme a Torrente.
No sé qué me recordó que Álex me había regalado una rosa cuando entró
en la Pleasure Room. Quizá que una chica de origen asiático pasó por delante
de la cristalera de la cafetería con un ramo de ellas de plástico vendiéndolas a
un euro.
Mierda, me la había dejado olvidada en la habitación. Álex en gayumbos
me había distraído. ¿Y si la persona que se encargaba de la limpieza la tiraba?
¿Y si alguna otra clienta se pensaba que era para ella? No sé de qué modo
podía recuperarla. Era un regalo de Álex y me apetecía tenerla como
recuerdo.
Estaba pensando en eso cuando Julia, María y Carla entraron en la
cafetería. La sonrisa que se me extendió en la cara al verlas era tan grande que
me llegó de oreja a oreja. Estaban guapísimas con sus vestiditos de verano y
sus sandalias, a excepción de María que, muy noventera aquella tarde y algo
más informal, combinaba la ropa con unas preciosas deportivas blancas.
—Hola, chicas —las saludé, saliendo de detrás del mostrador.
A esas horas (domingo, poco más de las cuatro de la tarde) no había
mucho jaleo, así que pude dedicarles unos minutos. Nos saludamos con un
beso en la mejilla y pasé a acomodarlas en una de las mesas del fondo que
había libres, entre la barra y los ventanales.
—Adri, ¿tienes algo que contarnos? —preguntó Carla, guiñándome un ojo
y dándome un golpe en el culo.
Madre mía, estaban ávidas de información. Podía verles las ansias de
cotilleo en los ojos.
—Ya veo que Julia os ha puesto al tanto —apunté.
—Pero ella no nos ha contado los detalles morbosos —intervino María.
—Y yo tampoco voy a hacerlo, que luego seguro que os toqueteáis
—bromeé.
—Menos María —dijo Julia—. A ella no le ponen los penes.
—Ah, no problem —contestó María despreocupadamente—. Me imagino
una versión femenina de Álex y me pongo a tono enseguida.
Nos echamos a reír.
—¿Qué os traigo? —les pregunté, sacando mi libreta y mi boli del bolsillo
del delantal.
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—Primero cuéntanos cómo te fue ayer —dijo Carla.
—¿Por qué no le preguntáis a Julia por su último ligue? Fran se llamaba,
¿verdad? —dije, mirando a la susodicha.
—Porque ya nos lo ha contado —dijo María—. Así que es tu turno,
guapita de cara. Venga, suelta cómo te fue ayer.
—Muy bien —respondí escuetamente, al ver que no tenía escapatoria.
—Joder, qué sosa —dijo María—. ¿Cuántas veces te corriste?
—Chicas…
—¡Venga, Adri! —exclamó Carla, poniéndome ojillos de cordero
degollado.
—No te vamos a dejar en paz hasta que nos lo digas —dijo María.
—Perdió la cuenta —apuntó Julia.
—¿Perdiste la cuenta? —saltó Carla, dando un golpe en la mesa con las
manos.
—No, no la perdí. —Me rasqué el cuello. No sabía dónde meterme, pero
era mejor decírselo o no me dejarían en paz. Carraspeé—. Fueron cinco o seis
veces…
—Ese tío, ¿qué toma? ¿Taurina? —lanzó al aire Carla.
—Perderse en una isla desierta con él tiene que ser la hostia —farfulló
Julia.
—Se os olvida que es un profesional del sexo, es su trabajo… —Anoté,
por si se les había olvidado.
—Pero contigo anoche no estuvo por trabajo, precisamente —comentó
María, mirándome de forma elocuente con una sonrisa ladina y las cejas
arqueadas.
—Ya, bueno… A lo que me refiero es que está… entrenado, por decirlo
de alguna manera.
—Aun así es la hostia —dijo de nuevo Julia.
Agité la mano.
—¡Vamos!, pedidme para que os tome nota —les metí prisa—. No puedo
estar todo el rato de cháchara.
Por fin pude lograr que me pidieran lo que querían tomar. Parece que se
habían quedado bastante conformes con mi confesión.
—Y tráenos, por fi, un montón de esos cupcakes que tienen encima una
tortuga hecha de gominolas —dijo María—. Están deliciosos.
—Vale —asentí—. Traeré un par de kilos de esos cupcakes.
—Mil gracias —me agradeció, poniendo voz ñoña.
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Capítulo 46
Adriana
Llené un plato de los cupcakes que con tanta insistencia me había pedido
María, lo coloqué encima de la bandeja junto al resto de las consumiciones y
se lo acerqué a la mesa.
—Entonces, ¿cuándo has dicho que vas a volver a verle? —Me picó
Carla.
—No lo sé. Tengo mal horario aquí esta semana —dije, muy a mi pesar,
porque eso significaba que tendría que retrasar mi cita con Álex—. ¿Sabéis
que me regaló una rosa porque llegó tarde? Hubo un accidente en la
Castellana y le pilló el atasco.
—Encima el cabrón es todo un caballero —anotó Julia—. Se las sabe
todas. —Le arrancó una de las patas de golosina a la tortuga del cupcake y se
la comió.
«Sí, se las sabe todas para que mojes las bragas de forma instantánea». Lo
pensé, pero no lo dije en alto.
—Pero me la dejé olvidada en la habitación y no sé cómo recuperarla. Me
sabe mal que piense que se me olvidó porque no di importancia a su detalle.
—Llámale y dile que te la guarde —atajó María antes de dar un bocado a
su cupcake.
Levanté las cejas.
—Claro, porque tengo su teléfono —ironicé.
—No, tonta, pero viene el número en la web del Templo del Placer, en los
perfiles de los escorts, y también su email.
—¿Sí? —dije ceñuda, y algo escéptica.
—Sí, ¿no te fijaste?
—Estaba yo ese día para fijarme… —comenté.
—Voy a mirarlo en el móvil.
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María sacó su smartphone del bolso después de meterse la mitad del
cupcake en la boca, tocó unas cuantas veces con el índice sobre la pantalla y
me lo puso a unos centímetros de la cara.
—¿Lo ves?
Cogí su teléfono y miré detenidamente el perfil de Álex.
—Sí, aquí está su número —dije. Apreté los labios—. Pero ¿creéis que es
buena idea que le llame?
—¿Por qué no? —planteó Carla, dando un mordisco con gula a uno de los
pastelitos.
—Hace que te corras cual perra hasta casi perder el sentido y ahora te da
vergüenza llamarle —saltó Julia.
Ella tan clara y explícita como siempre.
—No sé… —Devolví el móvil a María—. No quiero que se piense cosas
raras.
—¿Y qué cosas raras se va a pensar? —habló otra vez Julia.
Me encogí de hombros.
—No sé…
Más tarde daría una vuelta a esa idea. Los hombres son muy dados a
pensar que las mujeres queremos cazarlos a la primera de cambio, y yo no
quería quedar como una pesada.
—Por cierto, no sabéis el corte que me llevé… —comencé.
—¿Por qué? —preguntaron todas casi a la vez.
—Porque hice un amago de besarle. —Arrugué la nariz. Recordarlo
todavía me sacaba los colores—. Él estaba lamiendo un poco de sirope de mis
labios y se me fue la lengua. Fue… inevitable —me excusé.
—¿Y qué te dijo? —preguntó María, chupándose los restos de pastelito
que le había quedado en los dedos.
—Que no podía besarle.
—Te aseguro que no has sido la única que lo ha intentado —me consoló
Julia—. Yo en tu lugar no me hubiera quedado en un «amago», me hubiera
tirado directamente a su boca, pudiera o no, y después que me quitaran lo
bailao.
De Julia lo creía. Ella era capaz de eso y de más.
—¿En serio nunca ha besado a una clienta? —dijo Carla.
Negué con la cabeza.
—Yo juraría que no —respondí—. Igual que la máscara, que no se la
quita nunca. Hoy le he preguntado si alguna clienta le había visto el rostro y
me ha dicho que no.
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—Joder, qué morbo —comentó Julia.
—A lo mejor es más feo que Picio y por eso nunca se quita la máscara
—opinó Carla.
Las tres giramos el rostro hacia ella al mismo tiempo y la miramos con
cara de: «pero ¿qué estás diciendo, loca?».
—¿Quééé? —Tenía la boca llena. Alzó las manos, enseñándonos las
palmas—. Hay tíos que tienen un cuerpazo y luego la cara es de orco. Para
ponerles una bolsa en la cabeza.
—Seguro que no es el caso de Álex —se adelantó a decir Julia—. No le
he visto el rostro, pero dejaría extirparme un ojo al vivo con unas tenazas si
no es guapísimo.
—Dios, Julia, deja de ser tan precisa en tus explicaciones —farfulló
Carla—. Vas a hacer que eche el cupcake.
—Qué delicadita has sido siempre, hija —se burló Julia.
Todas nos reímos.
—Estáis para que os encierren y tiren la llave… muy lejos. Donde nadie
pueda encontrarla —dije.
Las risas continuaron.
Las dejé hablando de trapitos y de lo que se iba a llevar para la temporada
de otoño-invierno y volví a mi trabajo. La cafetería estaba empezando a
llenarse y no podía entretenerme.
La idea de llamar a Álex daba vueltas en mi cabeza. Me rondaba
tentadoramente. ¿Qué podía tener de malo llamarle para decirle que me
guardara la rosa? Era mía, ¿no? Y por su culpa, por tener un cuerpo de
escándalo, se me había olvidado cogerla. Joder, ¿por qué narices tenía que
estar justificando y poniendo excusas? Quería la rosa como recuerdo y punto.
¿Por qué las tías tenemos que dar tantísimas vueltas a las cosas que tienen que
ver los hombres? ¿Haciendo cábalas de lo que pensarán o adelantándonos
precisamente a lo que piensan? Que luego ni siquiera acertamos, es todo
producto de nuestra imaginación.
En el ratito que teníamos de descanso, cogí el móvil de la taquilla y entré
en la web del Templo del Placer para buscar el perfil de Álex. Antes de ir
hasta el final, donde estaba el número, me quedé unos segundos
contemplando sus fotografías. Estaba bueno a rabiar, pero aún estaba mejor
en persona. A regañadientes conmigo misma, deslicé la pantalla y fui al
apartado donde estaba el número de teléfono. Podías marcarlo directamente
pulsando sobre él.
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Pasé el pulgar varias veces, acariciando la pantalla. Finalmente cogí aire y
di un toquecito. Se estaba estableciendo conexión…
Un tono…, dos tonos…, tres tonos… Sin exagerar, mi corazón iba a mil
por hora, como poco.
Descolgó.
—¿Sí? —Oí su voz masculina y sexy al otro lado de la línea.
Me costó unos segundos reaccionar. Por teléfono su voz era aún más
impactante.
—¿Álex?
—Sí, soy yo.
—Soy Adriana —me presenté.
—Hey, nena…
Dios, ese «nena» en su voz me derritió. Sonaba dulce, sexy, travieso…
Me rasqué la nuca, nerviosa.
—Hola. Te llamaba porque, con las prisas, esta mañana me he dejado la
rosa que me regalaste en la habitación. ¿Podrías guardarla y dármela el
próximo día que nos veamos? Por favor…
—No puedo negarte nada si me lo pides así… —dijo con voz lúbrica, de
esas que suenan a sexo sucio y salvaje.
Un disparo de calor me recorrió la entrepierna. Carraspeé.
—La dejé encima del tocadiscos —dije, intentando mantener la
compostura.
—Yo te la guardo, tranquila.
—Gracias.
—¿Cuándo te voy a ver? ¿Has cogido ya la cita? —me preguntó. ¿Era
impaciencia lo que noté en su voz? No, tenían que ser imaginaciones mías.
Hice una mueca con los labios.
—No sé cuándo podré ir, esta semana tengo un poco de lío y un horario
complicado en el trabajo —respondí.
—¿Me vas a dejar con las ganas que tengo de ti?
No era bueno para mi salud mental que me dijera aquellas cosas y menos
en ese tono dulce como la miel. ¿Alguna mujer podría resistirse, o era yo la
única pardilla que no?
Suspiré.
—Intentaré ir… —murmuré.
—Adri… —La voz de Alicia me llamó.
—Voy —voceé, tapando el teléfono—. Álex, tengo que dejarte, me llama
una compañera de trabajo.
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Con los nervios y el calor que tenía encima, y que no era precisamente por
el horno donde hacíamos los cupcakes, ni siquiera me despedí, directamente
colgué la llamada.
Sonreía como una tonta cuando fui a ver qué quería Alicia.
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Capítulo 47
Álex
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—Sí.
—Eso sí que es una… bonita casualidad —dijo Víctor con un brillo
extraño en los ojos—, contando con que el jazz es un género de minorías. ¿Es
la chica esa de la que me has hablado?
Asentí con la cabeza y di un sorbo de mi Samichlaus.
—Sí. Todavía no he conseguido que me diga qué le gusta en el sexo. Sé
que tiene por ahí alguna fantasía oculta, intuyo algunas cosas…, pero no
quiere decirme nada y eso me supone todo un reto, no te lo voy a negar.
—Dale tiempo, al final terminará confesándotelo todo. Siempre lo hacen
—repuso Víctor con una sonrisa—. Incluso las más tímidas terminan bajando
las barreras y dejando los prejuicios y las inhibiciones a un lado.
Desde luego estaba dispuesto a darle todo el tiempo que hiciera falta. Era
cuestión de tener un poco de paciencia para que Adriana terminara
confesándome sus fantasías sexuales y yo las hiciera realidad.
—Ha tenido novio durante siete años y tengo la sensación de que nunca le
ha dicho nada acerca de lo que le gusta. Creo que en su relación se han
limitado al sexo convencional: misionero, chupadita de polla, comidita de
coño y poco más —dije.
—Y espérate que practicaran sexo oral… —agregó Víctor—, que hay
parejas que ni eso, y llevan media vida juntos. Solo hay que ver las mujeres
que acuden a nosotros para hacer realidad las fantasías eróticas que no se
atreven a confesar a sus novios o maridos.
—Nunca lo he entendido… —dije. Me eché hacia atrás y recosté la
espalda en la silla—. ¿No se supone que son los hombres de sus vidas? ¿Sus
compañeros de juegos? No les reprocho que vengan a nosotros buscando
hacer realidad sus fantasías; es algo con lo que estoy muy a favor, pero no
entiendo por qué no se lo proponen a los que se suponen que son sus medias
naranjas, y estos lo ven como un mundo que explorar, y no como si a sus
mujeres les hubieran crecido dos cabezas. Siempre se habla de que la pareja
tiene que comprenderte, sumarte y no restarte, y todas esas cosas… Joder, con
la de posibilidades que da el sexo y hay parejas que se quedan en lo básico.
Me acerqué el botellín de cerveza a los labios y bebí otro trago.
Víctor alzó los hombros.
—El sexo produce tanta satisfacción en algunas personas como
insatisfacción en otras. No todo el mundo está preparado para abrirse a todas
esas posibilidades de las que hablas —dijo.
—Entiendo que nosotros somos profesionales del sexo y el tener una
mente abierta a él nos viene, tal vez, de serie, pero para eso está la
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normalidad. Cuando se da normalidad a algo, y se prueba, las inhibiciones
desaparecen y los prejuicios también.
Víctor se inclinó un poco hacia adelante.
—Y, por lo que veo, tú quieres arrancarle todas las inhibiciones y los
prejuicios a esa chica… —dijo, y no me pasó desapercibida la picardía que
destilaban sus palabras.
—Absolutamente todos —afirmé. Volví a dar un trago de mi cerveza.
Pensar en ello me había dejado la boca seca—. Anoche le dije que se
masturbara delante de mí para verla. Nunca había presenciado algo tan
erótico, tío —confesé—. Y eso que a estas alturas de la película yo ya he visto
todo y practicado casi todo —dije—, pero hay algo distinto en la imagen que
proyecta esa chica…
—¿Distinto?
—Sí, distinto a todo y a todas las demás. Se lo pedí porque quería tener un
recuerdo suyo, ¿sabes?; grabar la imagen de su mano acariciando su sexo en
mi retina —dije.
Pensándolo bien, creo que posiblemente fuera un gesto egoísta por mi
parte.
—¿Cómo algo artístico? —me preguntó Víctor—. Tú eres muy de esas
cosas.
—Sí, por un lado sí. Como te he dicho, había mucho erotismo y mucha
sensualidad en la imagen. —Levanté una ceja—. Pero también algo
tremendamente sexual, no lo voy a negar. Esta mañana después de salir a
correr he tenido que cascarme una paja pensando en ella masturbándose para
mí.
Víctor no pudo evitar echarse a reír.
—Vuelves a ponerte romántico —dijo en tono socarrón, sabedor de que
soy la persona menos romántica del mundo.
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Capítulo 48
Adriana
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centrarme en la oposición, o me iba a comer un suspenso más grande que la
polla del negro de WhatsApp.
El sábado por la noche, después de la paliza de toda la semana y de salir
de la cafetería molida, estaba tratando de concentrarme con los codos
hincados sobre el escritorio en uno de los temas de la oposición, cuando me
sonó el teléfono. Alargué la mano por encima de la pila de papeles y libros,
que a punto estuvieron de acabar en el suelo, lo cogí y vi en la pantalla que
era un número que no tenía registrado, aunque de primeras me resultaba
vagamente familiar. Pulsé el botoncito del teléfono verde y me lo puse en la
oreja.
—Dígame…
—Adriana, soy Álex.
¡Hostias!
El corazón me saltó a la boca. Lo sentía latiendo contra el paladar. La
última persona que hubiera pensado que me llamaría sería Álex.
—Álex, hola…
—No te he visto esta semana —me dijo.
Me mordisqueé el interior de los labios y comencé a juguetear con un
mechón de pelo, enrollándomelo en el dedo.
—Ya…, bueno…, es que no he podido ir. He tenido una semana de locura
—contesté.
—¿Qué estás haciendo ahora? —me preguntó.
—Hincando los codos.
—¿Estás estudiando en casa?
Fruncí el ceño. ¿Acaso se pensaba que las bibliotecas iban a estar abiertas
a las doce de la noche de un sábado solo para mí?
—Sí.
—¿No te apetece relajarte un poco? —dijo en tono suave. Muy suave y
con toda la intuición del mundo.
Ya me imaginaba yo la forma que se le estaba pasando a él por la cabeza
para relajarme, aunque paradójicamente, surtía justo el efecto contrario, me
excitaba cosa mala. Pero mi cuerpo reaccionó y sentí un cosquilleo en el
estómago.
—Ya sé cuáles son tus técnicas de relajación —bromeé a propósito.
—¿Y no te gustan?
Qué cabrón era.
«Muchísimo», suspiré para mis adentros.
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—Sí, pero no puedo —contesté—. Llevo días sin tocar el temario y voy
con retraso… —me excusé, tratando de sonar firme.
—Solo será un ratito, nena, después tengo servicios que hacer. Pero
quiero verte.
Joder, Álex quería verme. Sí, vale, y quitarme el polvo. Me gustan los
cuentos, pero no soy tan ingenua como para no darme cuenta de eso.
—Lo que quieres es quitarme el polvo —solté.
Estalló en carcajadas al otro lado de la línea. Su risa grave se metió en el
fondo de mi tímpano, estremeciéndome de placer.
—Yo siempre quiero quitarte el polvo —admitió con naturalidad—.
Quitártelo, echártelo… Sacudirte entera.
Tuve que reírme.
—Álex, de verdad…
—Dame la dirección de tu casa y te envío un uber para que te recoja —me
cortó.
¿En serio? ¿Me lo estaba diciendo en serio?
—No, no hace falta…
—¿Me vas a hacer suplicar? —dijo en un tono algo moñas. Me lo imaginé
haciendo un mohín y me ablandé, como uno de los cupcakes de la cafetería—.
Ten piedad de mí.
—Joder, no me lo puedes pedir así… —mascullé. Resoplé, vencida—.
Que sepas que eres un jodido cabrón.
Volvió a descojonarse y yo volví a estremecerme de placer.
—Dame tu dirección y en un ratito pasa un uber a por ti —concluyó,
sabiendo que me tenía en el bote.
Ya no pude negarme. No pude. Álex era demasiado tentador. Le di la
dirección del piso, colgué y salí disparada hacia el armario a ver qué coño me
ponía con… ¿veinte minutos de antelación como mucho? Cualquier chica
sabe que ese es el tiempo que invertimos solo para escoger los zapatos, en el
mejor de los casos. Y para colmo de males yo estaba «de sábado por la
noche», es decir, con un short de algodón negro corto de hace años, una
camiseta ancha con el hombro desbocado y un moño informal en lo alto de la
cabeza, vamos, que desde luego no parecía que acabara de bajar de la
pasarela.
—Vale, Adri, que no cunda el pánico, que no cunda el pánico… —musité
resoplando, mientras me deshacía el moño con las manos y me atusaba el
pelo.
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Sobra decir que tenía prisa, así que debía ser eficiente. Me puse un
minivestido entallado en la cintura de color rosa palo con cuello bebé en
blanco, y unas sandalias de tacón alto con tiras plateadas. Con el pelo no
había mucho que hacer. Lo tenía limpio, pero sin mucha forma, excepto las
reminiscencias de unas ondas al agua que me había hecho por la mañana para
ir a trabajar presentable.
Julia abrió los ojos como platos cuando me vio salir de la habitación
camino del baño.
—¿Dónde coño vas? —me preguntó.
Ella se estaba arreglando para salir de fiesta con unos compañeros del
trabajo.
—Me ha llamado Álex —contesté.
—¿Vas al Templo del Placer?
—Sí, ha mandado un uber para que me pase a recoger. En unos minutos
estará aquí —dije con la voz acelerada, entrando en el cuarto de baño.
Julia me siguió.
—Se toma muchas molestias solo para follarte, ¿no? —dijo con doble
intención.
—Álex le pone mucha pasión a todo —comenté, volcando sobre la
encimera del lavabo el neceser donde guardaba todos los utensilios de
maquillaje. ¿Dónde narices estaba el gloss y el colorete?
Al fondo.
Claro, ¿cómo no? Basta que se esté buscando algo, para que esté lo
último. Puta Ley de Murphy.
Atrapé el gloss y me lo pasé por los labios. Con una brocha me esparcí un
poco de colorete rosa sobre los pómulos y finalicé la sesión de maquillaje con
máscara de pestañas. Estaba morenita, así que no me cargué con base de
maquillaje, preferí dejarme la piel desnuda, aprovechando el bronceado que
había cogido los días que había bajado a la piscina.
Me atusé un poco el pelo con las manos, tratando de aportarle algo de
volumen.
—Estás guapísima —dijo Julia.
La miré a través del espejo.
—Tú también —le devolví el halago.
El teléfono móvil sonó. Lo cogí. Era el conductor del uber para decirme
que me estaba esperando abajo. Colgué con él, ya nerviosa perdida, y me puse
a meter todas las cosas en el neceser.
—Tranquila, ya lo coloco yo —se ofreció Julia, al ver que estaba atacada.
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—Muchas gracias —le agradecí. Me giré y al salir del baño le di un beso
en la mejilla—. Te quiero.
—Y yo a ti. —Ella me palmeó el trasero—. Y pásatelo bien.
—Tú también. Bebe, ríe, folla y todas esas cosas —dije mientras corría
por el pasillo hacia la puerta.
—Lo haré.
Y estaba segura de que lo haría. Julia tiene una manera de ver la vida que
muchas la quisiéramos para nosotras, la verdad.
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Capítulo 49
Adriana
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el término), porque no me traería más que problemas y un montón de
quebraderos de cabeza. No se me podía olvidar que, pese a la química sexual
que había entre nosotros, él era escort. Follaba a tías por dinero.
La chica abandonó el Templo del Placer y la mujer se giró y se dirigió a
mí con un gesto amable en la boca.
—Adriana, ¿cierto? —me preguntó.
—Sí.
—Yo me encargo, Ana. —La voz de Álex sonó en el vestíbulo,
interrumpiendo nuestra incipiente conversación.
Alcé los ojos y lo avisté por encima del hombro de la mujer. Se acercaba
con pasos resueltos y decididos, haciendo resonar los zapatos contra el
mármol, mientras se abrochaba uno de los botones del puño de la camisa
morada oscuro que llevaba puesta, con esa elegancia que supuraba por todos
los poros de la piel. Sexy era poco. Lo juro. Estaba para comérselo… en todos
los sentidos.
La mujer asintió amable cuando Álex nos alcanzó, y después desapreció
discretamente por una puerta situada detrás del mostrador, dejándonos a solas.
Álex me rodeó la cintura con el brazo y sonrió. Olía tan bien… Pero tan tan
bien. Tendría que patentar ese aroma. Sería mucho más exitoso que los
desodorantes AXE, porque todas las mujeres caeríamos a los pies del hombre
que se lo echase.
—Estás preciosa —me susurró al oído en tono cómplice.
Su aliento me cosquilleó la oreja.
—Tú también estás muy guapo.
Estaba más que guapo. Lo suyo ya era de infarto de miocardio fulminante.
En esta semana que no le había visto parecía haber guapeado aún más, si es
que eso era posible, y ese par de botones desabrochados del cuello de la
camisa que dejaban ver parte de su torso era de subir la temperatura de golpe.
Me seguía pareciendo demasiado perfecto para ser de verdad.
—Vamos a mi Pleasure Room —dijo.
Y entonces hizo algo que me sorprendió porque no me lo esperaba. Buscó
mi mano y la cogió. Lo que sentí cuando sus largos dedos rodearon los míos
fue… joder, indescriptible. Un intenso cosquilleo se me instaló en el
estómago, como si fueran… No lo quise pensar. Lo único que tuve capacidad
de hacer fue mirarlo y sonreírle.
Fuimos de la mano el trayecto de la escalera y el tramo del pasillo
contiguo a ella donde estaban las habitaciones. Me soltó cuando llegamos a la
puerta de la Pleasure Room. Le observé meter los dedos en uno de los
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bolsillos del pantalón y extraer de él la tarjeta-llave, que se apresuró a
introducir en la ranura. Con un gesto me indicó que pasara yo primero.
—Por favor… —dijo con una de sus caballerosas sonrisas.
Cogí aire y entré.
Álex cerró la puerta a mi espalda y yo me quedé inmóvil en mitad de la
estancia.
—Tu rosa —susurró, poniéndola delante de mí desde atrás.
—Muchas gracias por guardármela —dije.
En un gesto mecánico me la llevé a la nariz y aspiré su aroma. Olía igual
que el primer día. Álex se inclinó y me dio un beso en el cuello.
—Me encanta tenerte aquí, nena…
Dejé escapar un suspiro.
—Esto empieza a ser una locura —murmuré.
Eché la cabeza a un lado para que tuviera mejor acceso a mi cuello,
levanté el brazo y le acaricié el pelo con la mano.
—Entonces seamos unos locos en este mundo insanamente cuerdo —dijo
él. Arrastró la nariz por la piel hasta el lóbulo de mi oreja y lo mordisqueó.
Sonreí a sus palabras.
«Sin locura no hay felicidad», me recordé.
Y me dejé llevar por la locura…
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Capítulo 50
Álex
Sí, probablemente fuera una locura. Una puta locura. Pero en la locura es
donde encontramos la libertad y nuestra propia esencia. ¿Por qué escapar?
¿Por qué no quererla? ¿Por qué no buscarla? ¿Por qué no lanzarse de cabeza a
ella?
—Ven, vamos a relajarnos un poco —le dije.
—¿Cómo?
—En el jacuzzi. —Le guiñé un ojo.
Tiré de su mano cuando dejó el bolso y la rosa sobre el sofá, y me la llevé
al cuarto de baño.
Abrí el grifo y dejé que el jacuzzi se llenara de agua.
—¿Te gusta el olor a azahar? —le pregunté.
—Mmmm… Sí —ronroneó.
Alargué el brazo y cogí de uno de los estantes una cesta con productos de
baño que siempre había en las habitaciones para utilizarse cuando lo
requiriera la ocasión. Tomé el frasco de aceite esencial de azahar y vertí un
chorro generoso en el agua. Devolví los productos a su sitio y me giré hacia
Adriana, que me miraba con una mezcla entre curiosidad y expectación en el
rostro.
Joder, cómo me ponía. Ese vestidito que le hacía parecer aún más muñeca
hacía que mi polla se inquietara.
Caminé hacia ella y cuando la alcancé le di la vuelta, poniéndola de cara
al enorme espejo que cubría la pared. Quería que viera cómo la desnudaba y
cómo la miraba yo mientras dejaba a la vista retazos de su piel.
Agarré con los dedos el extremo de la cremallera del vestido, situada en la
espalda, y despacio la deslicé hacia abajo. Metí las manos por las mangas y lo
empujé hacia adelante para que la prenda cayera al suelo.
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Alcé la vista y en silencio la contemplé con admiración en ropa interior.
Llevaba un conjunto blanco y rosa chicle con encaje en los bordes. Mis ojos
repasaron su cuerpo de arriba abajo sin ningún pudor. Reconozco que soy
poco discreto cuando se trata de admirar la belleza de una mujer. Pero la suya
en especial. Era hermosísima. Más de lo que me pareció el primer día que
estuve metido entre sus piernas. Tenía una de esas bellezas etéreas, sutiles,
elegantes que inspiraría a poetas y bardos a escribir versos libres.
Nuestras miradas se encontraron en el espejo y durante unos segundos nos
quedamos mirándonos, sin mediar palabra. El silencio hablaba por nosotros,
susurrándonos cosas al oído que ninguno de los dos estábamos dispuestos a
escuchar en ese momento.
Adriana me regaló una sonrisa y yo le devolví el gesto.
Luego le desabroché el sujetador y lo dejé a un lado. Observé sus pechos
reflejados en el espejo. Me mordí el labio del gusto. Exquisitos: pequeños,
firmes, redondeados. Me agaché, arrastrando con los dedos las braguitas a lo
largo de sus piernas. Adriana movió los pies y se las saqué. Después me
encargué de quitarle también las sandalias.
Me incorporé y nuestras miradas volvieron a cruzarse en el espejo. La
imagen que componía yo vestido y ella completamente desnuda era un cuadro
rebosante de sensualidad.
—Yo también quiero desnudarte a ti —me dijo.
Sonreí.
—Soy todo tuyo —susurré, dejando caer los brazos en los costados.
Nada me apetecía más que Adriana me desnudara.
Empezó por la camisa. La sacó de un par de tirones de dentro del pantalón
y después se afanó en desabrocharme los botones mientras yo la miraba sin
perder detalle. La punta de sus dedos tocaba descuidadamente mi torso
provocándome un ligero cosquilleo en la piel.
Me pregunté por qué la había llamado por teléfono y la había incitado a
que fuera al Templo del Placer. La respuesta era sencilla: quería verla. Y
normalmente estoy acostumbrado a conseguir lo que quiero. Y la quería a ella
en mi Pleasure Room aquella noche. Aunque solo podríamos estar un rato. El
deber mandaba y tenía que atender un par de servicios después.
—Estás muy concentrada —bromeé.
—Me gusta hacer bien las cosas —repuso con una sonrisilla entre risueña
y traviesa cuando levantó los ojos y me miró por debajo de sus espesas
pestañas. Una sonrisilla que juro me dieron ganas de morderle.
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Me ordené guardar la compostura cuando aquella mirada que provocaba
la diferencia de altura hizo que me la imaginara arrodillada delante de mí,
mirándome igual mientras le follaba la boca.
Apreté los dientes y la dejé hacer.
Quitó los botones de los puños y tiró un poco de las mangas. La ayudé
para quitármela haciendo un movimiento con los hombros. Aflojó el cinturón
y lo sacó de las presillas. Después me desabrochó el pantalón y se agachó un
poco para que cayera por mis piernas hasta el suelo. Di un par de patadas y lo
eché a un lado. Cuando se irguió se encontró con el bulto de mi miembro, que
ya apuntaba maneras debajo del bóxer. Me encantó el roce de sus dedos en la
cintura cuando los coló por los calzoncillos y me los bajó.
Respiré fuerte y me concentré en algo que no fuera ponerla contra la pared
y follarla como si fuera un animal.
—Gracias —dije en tono socarrón cuando me quedé en cueros.
Sus labios esbozaron una sonrisa maliciosa mientras se recogía la larga
melena en un moño informal en lo alto de la cabeza con la goma que tenía en
la muñeca.
Giré el rostro por encima del hombro y vi que el jacuzzi estaba listo. Me
acerqué y corté el grifo. Luego alargué la mano hacia Adriana.
—Ven —dije, moviendo los dedos.
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Capítulo 51
Adriana
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correcta.
—Sí.
—¿Y te has tocado pensando en mí? —dijo en mi oído. Noté que el rostro
se me llenaba de calor. Guardé silencio—. Dime, nena, ¿te has tocado
pensando en mí? —insistió.
—Sí —confesé al final.
—¿Hasta correrte?
—Sí.
—Mmmm… Me encanta que te pajees pensando en mí —ronroneó con
gusto.
Y a mí me gustaba horrores que me hablara con ese vocabulario sucio, y
hasta vulgar, alejado de cualquier cortesía o buenas formas. Me daba mucho
morbo oírle decir esas cosas con su voz masculina y sexy. Me estaba dando
cuenta de que dentro de mí tenía un lado cerdo que no había emergido hasta
que no había conocido a Álex. ¿Tendría ese efecto en todas?
—¿Y tú? ¿Te has… pajeado pensando en mí? —me atreví a preguntarle.
¡Lado cerdo al poder!
—Todos los días —respondió con la misma naturalidad con que alguien te
dice que le gustan los días de lluvia. Me dio un beso en el hombro.
Me mordí el labio de abajo cuando me asaltó la cabeza la imagen de Álex
masturbándose en la ducha. Tan alto, tan ancho, llenando el cubículo, el
rostro contraído por el placer… El sexo me palpitó.
—No puedes dejarme tanto tiempo solo o voy a terminar matándome a
pajas —añadió.
Solté un par de carcajadas que llenaron el cuarto de baño.
—Por el amor de Dios, Álex, follas todos los días varias veces… —dije
entre risas, mirándolo de reojo.
—No es lo mismo.
—¿No?
—No.
—¿En qué se diferencia?
Levantó un hombro.
—No lo sé, pero no es lo mismo —fue su escueta respuesta.
Debería haber insistido, pero perdí la noción de la conversación cuando
estiró las piernas y las colocó por encima de las mías, abriéndome por
completo. Sentí el calor del agua cosquillear entre los pliegues de mi clítoris.
La mano derecha bajó lentamente por mi tripa hasta alcanzar mi sexo.
Gemí cuando uno de sus dedos se introdujo dentro de mí. Eché la cabeza
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hacia atrás, dispuesta a abandonarme al placer que iban a proporcionarme las
manos de Álex.
Lo sacó y lo volvió a meter lentamente mordiéndome el lóbulo de la oreja.
Introdujo otro dedo y aceleró el ritmo mientras su boca recorría mi cuello con
lametones, besos, mordiscos y suspiros, que hacían que la piel se me pusiera
de gallina.
Suspiré hondo.
No iba a aguantar mucho. Lo pensé cuando la mano izquierda de Álex se
coló hasta mi entrepierna y comenzó a acariciarme el clítoris haciendo
círculos, sin dejar de follarme con los dedos.
Joder… El doble placer que me estaba dando iba a dejarme inconsciente.
—¿Sabes que me gusta mucho darte placer? —susurró en mi oído con voz
lujuriosa.
—¿Sí? —alcancé a pronunciar.
—Sí, es uno de mis fetiches. Me excita ver cómo te corres… No sabes
bien hasta qué punto.
Parecía sorprendido de sus propias palabras, pero podía hacerme una
ligera idea a juzgar por la dureza que fue adquiriendo su miembro pegado a la
parte baja de mi espalda.
Jadeé casi sin aire.
Me agarré con las manos a sus fuertes brazos, en tensión por los
movimientos que llevaban a cabo debajo del agua.
—Álex… —gemí.
Estaba a punto de caramelo.
—Eso es, gime mi nombre, nena… Grítalo. Deshazte de placer entre mis
manos.
Y me deshice entre sus manos gritando su nombre.
—Me voy… Sí, me voy… —mascullé jadeante con los ojos cerrados,
apoyada en Álex mientras mi cuerpo temblaba con la explosión de placer.
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Capítulo 52
Álex
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Sonreí.
Durante unos segundos se me quedó mirando, como si estuviera tratando
de escudriñar lo que había más allá de la máscara que ocultaba parte de mi
cara.
—A veces me muero por ver cómo es tu rostro —dijo con voz seria—.
Mirarte sin que entre nosotros se interponga una máscara.
—No debo ni puedo quitármela —dije con voz suave—. Es una norma,
uno de los cinco «Noes».
Su cara adoptó una expresión que identifiqué como decepción.
—Lo sé —masculló resignada. Jugueteó con la pulsera de mi reloj—. Una
norma como la de no besar en la boca —añadió. Asentí levemente con la
cabeza—. ¿Nunca has besado en la boca a una clienta? —me preguntó.
—No.
—¿Ni siquiera… en el fragor de la batalla? Ya sabes… cuando se está
muy excitado es difícil controlar la pasión.
—No, ni siquiera en el fragor de la batalla —negué, utilizando la misma
definición que había utilizado ella.
Se quedó pensativa unos segundos.
—La verdad es que lo entiendo —dijo—. Besar en la boca es un acto muy
íntimo.
—Más que el sexo —comenté.
Arqueó las cejas rubias.
—¿Más que el sexo? —preguntó. Su tono de voz mostraba un deje de
confusión.
—Sí. El sexo puede ser de muchas maneras: suave, delicado, salvaje,
duro, pero no tiene por qué ser íntimo. Para mí no lo es.
—¿Para ti es un acto mecánico?
—Tanto como mecánico, no, porque las erecciones no se pueden
mecanizar. No pulsas un botón para que la polla te suba o te baje, pero cuando
trabajas en el sexo sí que conviene acostumbrarse a estereotiparlo, por decirlo
de alguna manera.
—No quiero que estereotipes esto… —dijo, acompañando sus palabras de
una sonrisa maliciosa.
Sumergió la mano derecha en el agua y, sin apartar la mirada de la mía,
rodeó mi miembro con los dedos, ya erecto. Como un acto reflejo, bajé mi
mano hasta la suya.
—No tienes por qué hacerlo —me apresuré a decir.
Adriana amplió la sonrisa en los labios.
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—Lo sé, pero quiero hacerlo; deseo hacerlo. A mí también me pone darte
placer —dijo.
Quité la mano de encima de la suya. Ella entreabrió la boca y movió los
dedos de arriba abajo lentamente. Dejé escapar el aire que había estado
conteniendo en los pulmones y cerré los ojos para disfrutar el momento.
Oh, sí…
—Quiero ver cómo me la cascas, nena —susurré.
Puse las manos en el resalto del jacuzzi y me impulsé hacia arriba para
sentarme en el borde y que mi polla quedara a la vista. El empujón hizo que
un montón agua salpicara la losa del suelo.
Adriana continuó masturbándome con decisión, llevando la mano de un
extremo a otro. Intercalando presiones fuertes con caricias más suaves. Hacia
adelante y hacia atrás. Los ojos se me enturbiaron de deseo cuando vi que se
colocó de rodillas entre mis piernas y que hundió mi erección en su boca.
—Dios… —siseé son los dientes apretados cuando noté su cálida saliva
envolver mi polla.
Se la sacó, la lamió con la lengua desde el tronco hasta la punta y volvió a
metérsela dentro. Succionó con fuerza mientras se la sacaba de nuevo, y dejó
escapar un gemidito.
—Joder…, Adriana —gemí—. No pares.
Y no paró. Apoyó una mano en mi muslo y utilizó la otra para ayudarse a
masturbarme durante un rato. Después lo hizo de nuevo solo con la boca.
Cerré los ojos unos segundos y me rendí al ritmo que marcaba, porque fuera
el que fuera, me hacía sentir en la puta Gloria. ¿Qué tenía su boca que me
excitaba como si fuera un jodido animal?
—Mírame, nena… —le pedí. O le rogué, no me acuerdo bien.
Alzó sus ojos de Bambi hacia mí y me dedicó una mirada de satisfacción,
al tiempo que se volvía a introducir mi erección entre los labios, dejándome
tocado y hundido. Tanto su boca como mi miembro estaban empapados de
saliva.
—Te ves preciosa… —jadeé, mirándola maravillado.
Era como una jodida Afrodita, creada para dar placer a los hombres… y
volvernos locos.
Acarició la punta carnosa con la lengua y succionó con fuerza mientras se
la metía más adentro.
—Ufff…
No podía más. Estaba al borde del clímax, pero no quería terminar nuestro
encuentro corriéndome en su boca, quería terminar dentro de ella, metido
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entre la calidez de sus muslos.
—Ya, nena… —Haciendo un esfuerzo de contención titánico y casi sin
aliento, me retiré para que parara—. No quiero correrme en tu boca. Todavía
no —dije con la respiración entrecortada.
Me levanté y mientras recobraba el resuello, me acerqué al armario del
lavabo, abrí el cajón superior y saqué un preservativo. Crucé con Adriana una
mirada a través del espejo, que me espera impaciente.
—Eres increíble… —le dije.
Sonrió con su carita de muñeca.
Rasgué el paquetito y me puse el condón rápidamente. Lo he practicado
suficientes veces como para dominar la técnica. Caminé hacia el jacuzzi de
nuevo y me metí en el agua bajo la atenta mirada de Adriana. Me senté sobre
mis tobillos y tiré de ella hacia mí, para acoplar su cuerpo al mío. Poniendo
una pierna a cada lado de mis caderas, me agarré la erección para dirigirla a
su entrada y me enterré en ella. Los músculos de su vagina fueron cediendo y
adaptándose a mi invasión de forma deliciosa. Adriana gimió fuerte y se
arqueó, levantando sus pechos.
—Sigue… —me pidió.
Salí y volví a penetrarla, metiéndome hasta el fondo. Colé las manos por
debajo de sus muslos y la sujeté por las caderas para facilitar el movimiento,
ya que el agua tendía a ralentizarlos. Clavé los dedos en su carne y comencé a
embestirla con sacudidas lentas pero contundentes. El agua del jacuzzi
amenazó con desbordarse cuando incrementé el ritmo. El bombeo de mi
cuerpo hacía que se acercara peligrosamente al borde.
Seguí aumentando la velocidad de mis envites hasta que Adriana se
abandonó al placer con los ojos cerrados. Dios, me encantaba verla correrse,
como no me había pasado nunca con una mujer, y me había follado a tantas
que no habría atinado con el número ni de chiripa.
Gimió con los dientes apretados y agarrada al borde del jacuzzi esperó a
que los últimos espasmos desaparecieran de su cuerpo. Incliné el torso un
poco hacia adelante y con una profunda penetración me corrí con un gruñido
de placer. Mientras mi esperma llenaba el preservativo me quedé inmóvil
dentro de ella, escuchando el ritmo acelerado de nuestras respiraciones. El
cuerpo me temblaba como una hoja. Adriana alargó los brazos y me acarició
suavemente la cara. Sentí sus manos en la parte de las mejillas que no cubría
la máscara y en las mandíbulas mientras los últimos resquicios del intenso
orgasmo me abandonaban.
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Reconozco que salí del jacuzzi algo aturdido, sin saber muy bien qué me
pasaba. El cuerpo se me descontrolaba. A veces me sobrepasaba la intensidad
con la que me corría con Adriana, como si participaran todos los sentidos para
llevarme a un orgasmo tan brutal que se me iba de las manos, que me
desmadejaba. A mí. ¿Cuándo me había pasado a mí eso? Joder, era
desconcertante.
Cogí una toalla del anaquel donde había una pila de ellas limpias y me la
coloqué alrededor de la cintura. Eché mano a otra, la extendí, sosteniéndola
en alto para Adriana.
—Ven, nena —dije.
Salió del jacuzzi y se dirigió a mí. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos
le brillaban con el destello lúbrico que otorga el sexo. Cuando se puso de
espaldas, la envolví con la toalla y permanecí unos segundos con los brazos
alrededor de su cuerpo.
—Estás preciosa así —susurré, apoyando la barbilla en su hombro.
—Así, ¿cómo?
—Recién follada.
Adriana sonrió.
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Capítulo 53
Adriana
Si algo tenía seguro cuando salí del Templo del Placer y me monté en el uber
que me esperaba en la puerta es que no me arrepentía en absoluto de haber
ido. ¿Alguien en mi lugar se arrepentiría? Ya recuperaría las horas de estudio
otro día, pero no cambiaba un rato con Álex por nada del mundo. Él suponía
un redescubrimiento de nuevo al sexo. Pero no solo al sexo; a la sensualidad,
al erotismo; al placer puro y duro. Con él me estaba convirtiendo en un ser
hedonista en una continua búsqueda de placer. Y con él era tan fácil… Todo
fluía, rodaba, discurría como un río por la falda de una montaña.
Cogí la rosa de mi regazo (que en aquella ocasión no me olvidé de
llevarme) y la olí mientras esbozaba en mis labios una de esas sonrisas tontas
que aparecen en el rostro cuando vas de alcohol hasta las cejas. El motivo del
gesto era la satisfacción que me había dado enjabonarle, o más bien sobarle el
torso, no voy a negarlo. Sentir sus músculos tensarse bajo las palmas de mis
manos había sido maravilloso. Repito: maravilloso.
Y la mamada…
No sé si habrá muchas clientas que se pongan manos a la obra para
hacerle una gayola al escort que han contratado, pero yo se la hice a Álex
porque en esos momentos era lo que más me apetecía en el mundo. Quería
darle placer, devolverle parte del que él me daba a mí. No era una moneda de
cambio ni agradecimiento, aunque tal y como lo he dicho, lo parezca. Es que
es lo que me apetecía. Punto.
Ver cómo sus muslos se tensaban, cómo su cara se descomponía por el
placer, cómo sus labios se entreabrían para tomar aire, cómo apretaba los
dientes siseando las palabras, incluso cómo se le enturbiaban los ojos de
deseo, me hizo sentir… poderosa. Dios, ¿cómo no me iba a sentir poderosa?
Todo eso se lo estaba provocando yo, coño. Como él me lo provocaba a mí.
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No me molesté en mirar la hora que era cuando llegué a casa.
Directamente me fui a la habitación, me puse el pijama, o lo que venía siendo
un short y una camiseta de algodón que tenían todos los años del mundo, me
desmaquillé, me lavé los dientes, y sin más me metí en la cama.
Mañana sería otro día.
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¿Celos?, os preguntaréis.
Sí, celos. Unos celos horrorosos.
Pero ¿cómo podía tener celos?
No lo sé. No sé cómo pude llegar a ese punto. Estábamos hablando de un
escort, joder. No era un tío al que estuviera conociendo, no era un follamigo
ni un amigovio ni nada que se le pareciese; era un tío al que había pagado
para que me follara. ¿En qué puñetero momento se me había pasado por alto
eso?
No me podía estar encoñando con Álex.
No, no, no.
Eso sería un craso error, una barbaridad, una insensatez, una hecatombe.
¡Ni siquiera nos habíamos besado! ¡Ni siquiera le había visto la cara! Y lo
peor: ¡ÉL ERA ESCORT! (Si tuviera luces de neón rodearía las letras con luces de
neón para verlo bien).
No. Tendría que ser algo producto del momento, de mi bajo estado de
ánimo por toda la historia con Iván. Álex era el tío más guapo que había visto
en mi jodida vida, un tío de anuncio que follaba de vicio. Era normal que
estuviera deslumbrada. Cualquiera en mi lugar estaría como yo. No había que
sacar las cosas de madre ni poner el grito en el cielo. Y el conato de celos solo
era amor propio. Las mujeres tenemos mucho de eso en cuanto a hombres se
refiere.
Decidí arrastrar aquellos pensamientos al fondo de mi cabeza porque no
tenían lógica, y afirmar que todo era fruto del momento y del arrollador
carisma de Álex. Cuando todo terminara yo volvería a mi vida normal sin
más.
No sabéis lo equivocada que estaba.
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Capítulo 54
Álex
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lo que hago, lo que no o lo que debería hacer (con la vida, con el trabajo,
etcétera…).
A esas alturas nadie iba a cambiarme, y yo no se lo iba a permitir a nadie.
Me levanté de la cama, me di una ducha refrescante para pasar el
sofocante calor de principios de agosto y después me comí los tallarines a la
carbonara que me había dejado en la nevera la asistenta que viene a casa tres
días a la semana. Al terminar metí los platos en el lavavajillas y me preparé
un café. Uno de los mejores momentos de los domingos es tomarme un café o
una cerveza en la terraza mientras leo el periódico y Madrid desfila sin prisas
por la Castellana.
Bajé el toldo para resguardarme a la sombra y ojeé las últimas noticias
que acontecían a nivel nacional e internacional. Después de pararme a leer las
más relevantes, eché un vistazo al suplemento dominical. Mostré interés por
un par de exposiciones, una de pintura y otra de fotografía que iban a tener
lugar en Madrid y que me gustaría ir a ver. Apunté en las notas del móvil
horarios y demás y me senté en una de las hamacas a terminar de leer Siempre
tormenta, la novela del Premio Nobel Peter Handke, que para ser sincero no
había tocado muchos los últimos días.
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Capítulo 55
Adriana
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pagando para tener relaciones sexuales. Sin embargo esos pensamientos me
daban el coñazo fuera del Templo del Placer, cuando volvía a mi vida normal,
porque una vez que estaba allí dentro, una vez que cruzaba la puerta que
Gulliver tan amablemente me abría, todos esos prejuicios y todas las dudas se
esfumaban con la rapidez de un pestañeo. Y para Álex era todo tan natural y
él era tan carismático, que una vez que ponías un pie en la Pleasure Room
tenías que sentirte cómoda a la fuerza. Como si fuera eso, una cita con él.
—Mañana —respondí.
Cogí unas sandalias con tiras de lentejuelas plateadas para verlas de cerca.
—Al final hicimos bien en regalarte un bono —dijo Julia, levantando un
par de veces las cejas.
—Hicisteis muy bien —repuse, guiñándoles un ojo.
—Aunque él le está regalando unas cuantas sesiones extra —intervino
Carla.
—Adri, ¿no te parece extraño? —me preguntó María, con un short
vaquero de la mano.
Dejé las sandalias en su sitio.
—¿El qué?
—Que insista tanto en quedar contigo.
—Pues la verdad es que sí —contesté—, pero es que Álex es así. Él está
de vuelta de todo. Hace lo que quiere en el momento que quiere y cuando su
cuerpo serrano se lo pide sin que signifique nada. Quiero decir que no hay que
pensar cosas raras…
—Pues yo sí las pienso —atajó Julia con presteza.
Giré el rostro hacia ella.
—¿Qué piensas? —dije.
—Que le haces gracia.
Levanté una ceja.
—¿Dices eso y te quedas tan campante?
Alzó los hombros.
—¿Qué pensarías si la situación se diera con un chico que no fuera escort?
Por ejemplo, con un tío que hubieras conocido una noche de fiesta —planteó.
Paseé la mirada por las caras de cada una de las chicas, escrudiñando sus
respuestas. Las tres parecían tenerlo claro. Más claro que yo.
—Supongo que diría que le gusto —contesté—, pero es que en este caso
no se nos puede olvidar que Álex es escort. Es muy gentleman, ¿sabéis? Le
encanta seducir, juguetear; está más que acostumbrado a tratar con mujeres.
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Además, él me lo dijo, que le gustaba follarme, pero eso solo significa eso,
que le gusta follarme. Punto.
—¡Joder, lo que faltaba! —oí exclamar de repente a Julia con mala leche.
Seguí la dirección de su mirada y me topé con Iván y Pía, que entraban en
la tienda compartiendo risas y confidencias. ¡Puta mierda! El color se me fue
de la cara de golpe y durante un instante noté que me faltaba el aire. Las
chicas se arremolinaron a mi alrededor, como si estuvieran cogiendo
posiciones para empezar una batalla.
—Los amantes de Teruel —se burló María al verlos.
—Tonta ella y tonto él —dijo Julia en voz alta, sin cortarse un pelo.
En ese momento ellos miraron en nuestra dirección y nos vieron. Ignoro si
habían oído a Julia, pero era muy probable que sí. Iván tuvo la vergüenza de
bajar la mirada y Pía se sonrojó hasta la raíz del pelo. Yo en cambio me les
quedé mirando —a riesgo de sufrir una úlcera duodenal—, como si
pretendiera echarles mal de ojo.
Uy, si tuviera ese poder y creyera en ello…
Me seguían pareciendo unos putos mierdas. Los dos. El uno como
exnovio y la otra como examiga. Nadie es capaz, a menos que haya pasado
por ello, de imaginarse el dolor lacerante que produce una doble traición de
ese calibre. Me empezó a doler la boca del estómago y sentí una náusea.
Seguía sin poder verlos juntos. Aunque tampoco soportaría verlos por
separado. Era… Era como bajar al jodido infierno. Los detestaba.
No me di cuenta de que estaba apretando los dientes hasta que la mano de
Carla se puso en mi hombro y me llevó de vuelta a la realidad, esa que en
aquel momento se estaba riendo de mí y aplastándome como una losa.
—Será mejor que nos vayamos —susurró.
—¿Nosotras? Que se vayan ellos —soltó con desdén Julia, haciendo un
gesto arrogante con la barbilla.
Carla le lanzó una mirada de reprobación.
—Julia, tenemos que pensar en Adri. Lo mejor es que nos vayamos de
aquí.
Julia me miró y al ver el estado en el que me encontraba recapacitó.
—Sí, tienes razón —reconoció en tono conciliador, dirigiéndose a
Carla—. Vámonos.
Eché a caminar como un autómata, por la inercia de ver andar a Julia,
Carla y María, que no se despegaron de mi lado. Si las hubiera azuzado como
un perro, les hubieran mordido una pierna a Iván y a Pía, que no levantaron la
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cabeza hasta que no salimos de la tienda. ¿Se podía ser más cobarde de lo que
lo eran ellos? ¿Más basura?
—¿Por qué no nos tomamos un granizado? —propuso María, a ver si así
se pasaba un poco el mal trago.
Yo no contesté, me limité a seguirlas hasta el pequeño local donde servían
los granizados. Incluso pidieron por mí. Uno de limón, mi favorito, que ni
siquiera me apetecía probar.
—Hey, cielo, ¿estás bien? —me preguntó Julia, pasando el brazo por mis
hombros.
Negué con la cabeza mientras me mordía los labios por dentro. Cuando
alcé el rostro para mirarla tenía los ojos anegados en lágrimas.
—No, no estoy bien —respondí. La voz me temblaba.
—Adri, no llores —dijo María con voz apenada.
Pero no podía evitarlo. Rompí a llorar allí mismo, sin importarme si la
gente me veía o no.
—Cariño, no merece la pena —habló Carla.
Alargó la mano y me acarició la espalda. María sacó un par de kleenex de
su bolso y me los tendió. Los cogí y seguidamente me sequé las lágrimas, que
ya corrían por mis mejillas sin nada que las frenara.
—Joder, ¿por qué me los tengo que encontrar? ¿A qué coño juega el
destino conmigo? —dije cabreada. La rabia me hervía en las venas—. Ya sé
que están juntos, que se quieren mucho y todas esas cosas… —me burlé—.
¿Por qué me los tiene que poner delante? ¡Me duele, mierda, me duele!
—Las casualidades son así de hijas de puta —me respondió Julia, con esa
sensatez de extrarradio de la que a veces hacía gala—. Fíjate cuando por
casualidad coges el avión que se estrella…
—Dios mío, ¿no tenías otra comparación mejor? —se quejó Carla.
Julia hizo un gesto con la mano, restándole importancia.
—Es solo un ejemplo, Adriana me entiende.
No pude hacer otra cosa que sonreír, aunque tenía el rostro bañado en
lágrimas. Pero es que Julia y Carla, pese a que se adoraban, a veces eran
como el perro y el gato. Sorbí por la nariz.
—Estoy harta de encontrármelos. —Suspiré con visible cansancio—. De
verdad, estoy harta.
—Pasa de ellos. Que les den por culo, Adri —dijo María con
vehemencia—. No son más que unos gilipollas. Que disfruten del amor o de
lo que sea que les ha unido mientras lo tengan porque, sinceramente, no creo
que les vaya a durar mucho —añadió con escepticismo.
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Me cogí la cabeza con las manos y resoplé.
¿Qué lección o enseñanza pretendía darme o hacerme ver la vida
poniéndome delante de las narices al que había sido mi novio enredado con
mi amiga? ¿O acaso solo se trataba de una puta casualidad, como había dicho
Julia? Porque no lo entendía. De verdad que no. Pero tenía que pasar página
ya. Cómo fuera. Olvidarme de ellos de una maldita vez. Ninguno de los dos
se merecía que me pusiera en el estado en el que me ponía cada vez que
pensaba en su traición o cada vez que me los encontraba.
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Capítulo 56
Álex
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la polla, ya dura. Estiré la mano y pasé el pulgar por su labio inferior. Ella
abrió la boca.
—Muy bien —susurré satisfecho.
Enredé su pelo en mis dedos, le sujeté la cabeza con las manos y hundí mi
erección hasta el fondo, provocándole una violenta arcada. Salí.
—¿Bien? —le pregunté.
—Muy bien —contestó con una sonrisa.
Volví a metérsela hasta dentro. Permanecí quieto durante unos segundos
mientras apretaba su cabeza contra mí. Me dio unas palmadas en los muslos y
se la saqué para que respirara. Tomó aire ruidosamente y me miró con los
ojos llorosos. Volví a embestirle la boca sin ninguna consideración, tal y
como le gustaba.
—Así, muy bien… —ronroneé, ejerciendo fuerza con mis manos sobre su
cabeza para que no se la pudiera sacar.
Se revolvió contra mí y la solté. Cogió una bocana de aire a la
desesperada. Hilos de saliva colgaban de su boca.
—¿Te gusta chupármela? —La provoqué.
—Mucho —respondió, y para demostrármelo abrió la boca y se metió mi
erección por completo. El exceso de saliva hizo que resbalara sin problemas
hasta la garganta.
Eché la cabeza hacia atrás y durante un rato me dejé llevar por el placer
que me estaba proporcionando su boca.
—Qué bien me la chupas, nena… —la animé con la voz ronca,
metiéndosela y sacándosela con fuerza hasta provocarle fuertes arcadas.
Cuando la miré tenía el rostro lleno de lágrimas y el rímel de los ojos le
escurría por las mejillas.
Ya había tenido suficiente.
La levanté de un tirón y con una sola mano le saqué por la cabeza el
vestido negro de gasa que llevaba puesto. Solo hizo falta un zarpado para
deshacerme de su ropa interior. Desnuda, le di un pequeño golpe con los
dedos en cada pecho. Ella cerró los ojos, disfrutando el momento.
Cogida del brazo la arrastré a zancadas hasta la cama, donde la lancé
bocabajo. Ella gimió por la sorpresa. Le cogí los tobillos y le abrí las piernas
todo lo que pude.
—Quietecita —le ordené con voz ruda.
Ella giró el rostro y me dedicó una mirada morbosa, llena de lascivia.
Hambrienta. Aquello le gustaba. Pero todavía le iba a gustar más. Extraje un
condón del cajón de la mesilla y me lo puse.
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—¿Quieres ver cómo te follo duro? —le pregunté.
—Sí, por favor… —contestó jadeante.
Tomé de encima de la mesilla un pequeño mando a distancia y apuntando
hacia la pared que había en uno de los laterales de la cama pulsé un botón.
Unas compuertas fueron deslizándose lentamente hacia los lados para dejar al
descubierto un enorme espejo. Había mujeres que no se sentían cómodas
viéndose follar, pero otras disfrutaban mucho. Por eso se optaba por tener
oculto el espejo y dejarlo a la luz si era necesario. Había otro en el techo, pero
en esos momentos no iba a servirnos de mucho. Aunque ya tenía pensado
darle uso al día siguiente, en el encuentro con Adriana.
La mujer sonrió de medio lado al verle, verdaderamente complacida.
Me subí a la cama y me puse de rodillas entre sus piernas, que no había
movido ni un centímetro, tal y como le había ordenado. Palpé su sexo con los
dedos y comprobé que estaba empapada.
Bien, estaba lista.
Cuando la penetré con una estocada dura y seca hasta el fondo, se retorció
y gimió contra el colchón. Me tumbé sobre ella y sosteniéndome en los brazos
empecé a darle fuerte, metiéndome en su cuerpo todo lo que podía, hasta que
los testículos me chocaban con su culo.
Le cogí por el pelo y le volví la cabeza hacia el espejo, aplastándosela
contra el colchón.
—Mira… Mira cómo te jodo —dije con voz rasposa, empujando hasta lo
más profundo de sus entrañas.
Gritó.
—Silencio… —susurré, al tiempo que le tapaba la boca con la mano de
malas maneras y apoyaba su cabeza contra mi pecho. Sus gemidos empezaron
a escucharse amortiguados contra la palma de mi mano—. Así, calladita…
—dije.
Apoyado en el brazo izquierdo seguí asaltándola una y otra vez. Ella se
movía debajo de mí, aferrada con las manos a las sábanas de la cama, que
retorcía con fuerza entre los dedos. Le liberé la boca y jadeó.
—Sigue follándome, por favor, no pares… —me suplicó con los dientes
apretados, agarrándose a mi brazo izquierdo.
Me apoyé en los codos y dejé caer ligeramente mi cuerpo sobre ella,
cubriéndola por completo, y me moví hacia adelante y hacia atrás encima.
Llevé los ojos hacia el espejo. Nuestras pieles brillaban con una película de
sudor. El subconsciente me traicionó y me imaginé que era a Adriana a la que
me estaba follando de aquella manera tan brutal.
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—¡Joder…! —mascullé con voz baja y grave. ¿Por qué no podía
quitármela de la puta cabeza?
Mi excitación creció, como era de esperar siempre que su imagen aparecía
en mi mente. Me incorporé un poco, sujetándome en los brazos y aumenté el
ritmo de los envites.
—Así… Joder, así… —gimoteó la mujer a punto de alcanzar el orgasmo.
Me corrí inmediatamente después de ella con dos acometidas secas, entre
gruñidos guturales de desesperación por no ser Adriana a la que tuviera
debajo de mí.
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Capítulo 57
Adriana
Encontrarme con Iván y Pía en la tienda del centro comercial me dejó tocada
aquella tarde y todo el viernes. Era increíble la capacidad que tenían para
amargarme el día… y la existencia. Me hubiera encantado haberles quitado
ese poder que ejercían sobre mí, dejar que nada de ellos me afectara,
pasármelo todo por el arco del triunfo. Y lo intentaba, juro que lo intentaba,
pero no todas las veces lo conseguía. De hecho, por aquellas fechas nunca lo
conseguía.
Era horrible lo mierda que me sentía, y como ese sentimiento se acentuaba
cuando los veía, hundiéndome en la más absoluta miseria. Me preguntaba qué
sentirían al verme a mí. Desde luego no creo que yo tuviera la misma
capacidad que ellos para joderles el día, por mucho que el uno bajara la
mirada avergonzado y la otra se pusiera roja hasta casi entrar en combustión.
Me juego una mano y un pie a que cuando nos fuimos de la tienda, aparte de
respirar tranquilos, siguieron como si nada hubiera pasado. La gente que hace
lo que hicieron ellos y del modo tan rastrero cómo lo hicieron cuentan con
una importante falta de escrúpulos.
Se dice que la vida no consiste en esperar a que pase la tormenta, sino en
aprender a bailar bajo la lluvia, y eso es lo que intentaba yo: bailar bajo la
lluvia; fluir ante la adversidad… pero a veces se quedaba en eso, en un
intento.
El viernes por la mañana me levanté con pocas ganas de nada. No me
podía concentrar en estudiar, pese a que me prometí que no me levantaría del
escritorio hasta que no tuviera que irme a trabajar. Y así lo hice, pero estuve
más viendo las musarañas que leyendo el temario.
Incluso después de volver del trabajo tenía la idea de anular la cita con
Álex, pero Julia me convenció para que no lo hiciera. Me dijo que él era el
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único con la suficiente capacidad para que me olvidara de Iván y Pía, aunque
solo fuera el rato que durara el encuentro. Después añadió con esa gracia
castellano leonesa suya, porque es de Segovia, que, si me dejaba amargar el
día por un par de idiotas, la idiota era yo, y claro, terminó de convencerme,
porque tenía razón, en ambas cosas. Al final me lie la manta a la cabeza, me
arreglé, llamé a un taxi y me fui al Templo del Placer. No quería que me
importase nada ni pensar en nada que tuviera que ver con Iván y Pía.
Necesitaba olvidarme de todo y dejar de darle vueltas a la cabeza, y entre
alcoholizarme como una beoda hasta perder el conocimiento y acudir a mi
«cita con Álex», prefería lo segundo.
Llegué al Templo del Placer con algo de tiempo de antelación porque el taxi
no encontró tráfico. Se notaba que las vacaciones y agosto estaban dejando las
calles de Madrid como El Sahara. Bueno, tanto no, pero les daban un buen
repaso.
Crucé el umbral de la Pleasure Room de Álex cuando Ana, la mujer a la
que él había llamado así el día de nuestro último encuentro, abrió la puerta.
Yo seguía como una idiota tratando de captar en su expresión algo que me
indicara qué pensaba de mí. Lo sé, era imbécil, o lo parecía. ¿Qué más daba lo
que pensara esa tal Ana? ¿O Gulliver? El caso es que su rostro siempre se
mantenía inmutable a algo que no fuera una amabilidad de lo más natural.
Era, si no me equivoco, mi quinta «cita con Álex», y todas comprendidas en
un espacio de tiempo relativamente corto. ¿Pensaría que era una viciosa?
¿Una yonqui de Álex? Algo de yonqui era, pero ¿quién no lo sería con un tío
como él?
La puerta se cerró a mi espalda y yo me dediqué a matar el tiempo
curioseando de nuevo en la fantástica discografía de Álex. Saqué algunos
cuantos vinilos que escogí al azar y vi de quién eran: Eddie Condon, Jelly
Roll Morton, Sidney Bechet…
Todo exquisito. Me mordí el labio mientras pensaba en lo poco que le
pegaba a Álex tener gustos musicales tan específicos como el jazz o el blues.
Antes de conocerle uno pensaría que era de esos hombres que cultivan su
cuerpo, pero no su mente, un ciclado de gimnasio y poco más. Pero era culto,
inteligente, leído, pragmático y, además, divertido y encantador. Aparte del
largo etcétera de calificativos que vengo repitiendo: guapo, sexy, atractivo,
tremendamente sexual y bla, bla, bla… Él era la excepción que viene a
confirmar la regla, sin duda.
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Llevé los dedos hasta la parte de los vinilos de blues y extraje de la fila el
álbum The Earthshaker de la cantante Koko Taylor, cuyo nombre artístico
había surgido por su amor por el chocolate. Hay una canción de esta artista
que me encanta. I´m a woman. Una composición llena de carácter con un
mensaje claro y sencillo: la feminidad es una fuente de poder.
Qué curioso que me apeteciera escuchar precisamente esa canción en ese
momento.
Crucé hasta los dedos de los pies para no joder el disco cuando lo pusiera
en la base del tocadiscos. Alcé la tapa y seguí cuidadosamente los pasos que
me indicó Álex cuando me enseñó cómo hacerlo, y al final terminamos
restregándonos igual que animales en celo como si no hubiera un mañana.
Juro que contuve la respiración hasta que los primeros acordes de la canción
empezaron a llenar el aire.
Con la voz rasgada de Koko Taylor acompañando mis pasos fui hasta el
cuarto de baño. Revisé el maquillaje y el pelo, que muchas veces terminaba
yendo a su puta bola, y cuando vi que todo estaba más o menos en orden,
después de empolvarme la nariz, salí a la habitación. Mi mirada se detuvo
involuntariamente en el armario de la pared contigua, en el que Álex guardaba
los juguetes que utilizaba con las clientas. Consulté el reloj de pulsera.
Todavía faltaban unos minutos para que llegara. Me mordisqueé los labios y
en un arrebato, mirando la puerta por encima del hombro para asegurarme de
que no entraba Álex, pulsé el botón que lo abría.
Las puertas se deslizaron hacia los lados, la luz interior se encendió
automáticamente y de nuevo quedó a la vista el arsenal de accesorios de
perversión que descansaba en su interior. El olor del cuero me golpeó
suavemente el rostro. Me gustaba. El aroma que desprendía era suave,
complejo y como especiado. Cerré los ojos y aspiré hondo. Era como Álex:
masculino, seductor, enigmático, encantador…
Abrí los párpados y alejé de mi mente lo que realmente me evocaba aquel
olor. Volví en sí. Paseé los ojos de arriba abajo y los fijé de nuevo en las
botas, como hice el primer día que vi lo que contenía aquel armario. Seguían
perfectamente colocadas, impolutas, lustradas, brillantes… Y aquel cosquilleo
de la primera vez se me instaló en el estómago. Tuve la tentación de
acariciarlas, pero me contuve en el último momento. Álex estaría a punto de
llegar.
Alargué el brazo y apreté el botón de la pared con el dedo. Unos segundos
después el armario estaba completamente cerrado. Me limpié las manos
sudorosas a la faldita que me había puesto.
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Oí la puerta a mi espalda. Me giré. Era Álex. Respiré ciertamente aliviada
cuando me percaté de que había cerrado antes de que me viera.
—Hola —dije con una sonrisa.
Como siempre estaba guapísimo. Verle suponía un alegrón para la vista, y
para lo que no era la vista. Por el amor de todos los dioses existentes, ¿cómo
coño lo hacía? ¿Era yo, o cada día estaba más bueno? Era capaz de quitarte de
un plumazo todas las penas. Vestía pantalón de traje negro con cinto y una
camisa satinada gris oscuro ajustadita con una tira negra en el cuello y en la
línea de la abotonadura, que destacaba su torso en forma de trapecio: hombros
anchos y cintura estrecha. Iba a empezar a babear en tres, dos, uno…
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Capítulo 58
Álex
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mujeres, desde los más triviales hasta los más excéntricos. Llevo muchos años
haciéndolo.
Yo soy todo lo que la clienta deseé. No hay más.
Avancé hacia ella.
—¿Todo bien? —le pregunté.
—Sí —contestó.
Y, sin embargo, asomaba algo a su mirada de Bambi que me decía lo
contrario. No debería haberme importado. Los problemas de las clientas que
no tuvieran que ver conmigo o mi trabajo no me incumbían, pero ladeé la
cabeza, le cogí la barbilla con los dedos y le alcé el rostro para que me mirara.
—¿Estás bien, Adriana? —repetí la pregunta.
—Sí, Álex.
Me quedé mirándola unos instantes. Ella sonrió y yo perdí la noción… de
todo.
Reaccioné cuando llegaron hasta mis oídos las notas musicales de I´m a
woman.
—Buena elección —apunté.
Adriana carraspeó.
—He puesto el vinilo de Koko Taylor. Espero que no te importe —dijo.
—Para nada.
Inmediatamente después inicié la ceremonia de apareamiento de aquella
noche. La solté y con un movimiento de la mano le pedí que diera una vuelta
sobre sí misma.
—Gírate.
Ella dio una vuelta entera y volvió a su posición inicial. Revisé su atuendo
de arriba abajo sin perderme un solo detalle. Llevaba una faldita de polipiel
de color negro y una camiseta de manga corta también en negro con
brillantes, y zapatos de taconazo. Ay, los tacones… Estaba muy elegante,
aunque no llevara un vestido de marca. Nunca iba con grandes escotes ni
excesivamente ajustada, pero igualmente me daban ganas de empotrarla
contra la pared y hacerla gritar mi nombre hasta dejarla sin voz. Sí, estaba
obsesionado con empotrarla contra la pared, pero ¿qué se le iba a hacer? Mi
imaginación es muy prolífera y condenadamente insistente con algunas cosas.
Le cogí la mano y tiré de ella para atraerla hacia mí. Suspiré cuando la
pegué a mi cuerpo.
—¿Tú sabes todo lo que te haría, nena? —susurré en su boca.
—¿Qué me harías, Álex? —preguntó, mirándome a los ojos.
—No te lo puedes ni imaginar…
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Adriana rio de una manera muy seductora, sujetándose a mis brazos. Pero
creo que realmente no tenía ni idea de cómo me ponía, y no solo hablo de lo
que me cuelga entre las piernas. Era algo más. Algo que no entendía y que
solo me sucedía cuando estaba con ella. Algo que para mí se saltaba cualquier
lógica por la que me rigiera. Joder, era tan desconcertante… Tanto.
Supongo que se pensaba que lo que le decía era parte de mi trabajo.
Camelármela para facilitar las cosas, pero nada más lejos de la realidad.
Habéis leído el modo en que he descrito otros encuentros con mis clientas, y
en ninguno hay nada parecido a los encuentros que tenía con Adriana. Me
gusta seducir; tengo modales de caballero inglés y me aseguro de que la mujer
con la que voy a tener relaciones sexuales esté cómoda, pero siempre he
mantenido la distancia. Y con Adriana tenía la sensación de que esa distancia
se reducía con cada encuentro. Inevitablemente. Con el resto de las clientas
no voy de yo mismo, siempre me precede un papel, un personaje, pero con
ella no era así, con ella cada día era un poquito más yo, un poquito más Álex.
El Álex que había detrás de la máscara. Era menos el escort y más la persona.
La agarré de los muslos y la impulsé hacia arriba de tal manera que
tuviera que rodearme con las piernas. La falda se le subió hasta la cintura,
dejándome acceso libre a sus nalgas. Ella siempre se mostraba preocupada
por las manchas que podían dejar sus fluidos, pero en esos momentos a mí no
me podían importar menos las putas manchas. Lo que quería es que se mojara
hasta chorrear. Pensar que su humedad traspasaría la tela de las braguitas
hasta alcanzar mi pantalón me encendía las venas al punto de la ebullición.
¿Hay algo más excitante?
Cargué con ella hasta la pared, donde apoyó la espalda. Incliné la cabeza y
hundí el rostro en su cuello con la intención de devorárselo a besos, como
sabía que le gustaba. Para Adriana, el cuello y el lóbulo de la oreja eran dos
de sus puntos erógenos.
Noté que pasaba los brazos por mi nuca y que gemía quedamente en mi
oído. ¡Dios! Deslicé su cuerpo hacia abajo, coloqué su sexo a la altura de mi
bragueta y apreté las caderas contra ella.
—Mmmm…, ya estás listo… —susurró satisfecha.
—Me enciendo solo con rozarte, con olerte… —dije—. Joder, me
enciendo solo con verte…
La embestí por encima de la ropa para que sintiera aún más el bulto duro
de mi miembro. Adriana gimió y se apretó con fuerza a mi cuello.
Respiré hondo y enderecé la espalda, separándome unos centímetros.
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—¿Cuándo vas a atreverte a decirme qué es lo que tanto te llama la
atención del armario? —le pregunté en un susurro.
Ella me miró confusa. El rubor llenó sus mejillas.
—Yo no…
Aproximé mi rostro al suyo para que nuestros ojos estuvieran a la misma
altura y la observé muy fijamente.
—Sé qué te gusta y qué te gustaría que te hiciera… ¿Por qué no me lo
pides?
Tragó saliva.
—Lo miro por curiosidad. Nada más —se excusó con poca convicción—.
No hay nada que… que me guste especialmente —dijo. Trataba de sonar
firme pero no lo conseguía. Su voz temblaba.
—Yo creo que sí.
Pude sentir el latido acelerado de su corazón.
—¡No, Álex, no! —dijo.
Apoyó las manos en mi pecho y me empujó para apartarme. Pero
moverme a mí es complicado.
—¿Por qué no lo reconoces? ¿Por qué no me dices qué quieres que te
haga y cómo? —insistí.
Se moría por decírmelo, lo sé, pero le podía la vergüenza, la timidez, los
prejuicios, la mierda de normas sociales… No sabéis qué rabia me daba que
no sucumbiera a sus deseos solo por seguir la ruta de lo socialmente
establecido.
—Déjame —me pidió con los ojos anegados de lágrimas—. Quiero irme.
Su reacción me sorprendió, lo admito. ¿Qué le pasaba? ¿Tan grave le
parecía? ¿Le había ofendido o se sentía ofendida?
—Adriana, escúchame… —Intenté razonar con voz suave.
—No quiero escucharte.
Se revolvió como un gato para zafarse de mí y finalmente la dejé en el
suelo. Se bajó la falda de un tirón y se apartó de mí.
—¿Qué haces?
—Me voy.
—Adriana…
—No me vas a convencer de que haga lo que tú quieras que haga, solo
para satisfacer tus putas fantasías, ¿sabes? —soltó—. Las cosas no funcionan
así. No te pago para eso.
¡¿Qué?! ¿Mis fantasías? Me quedé estupefacto.
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—¿De qué hablas? —le pregunté mientras la veía dirigirse todo lo rápido
que le permitían los tacones hacia el sofá, donde había dejado el bolso.
—De qué no todos tenemos fantasías eróticas inconfesables, no todos…
no todos somo unas supermáquinas sexuales. Hay personas a las que nos
gusta simplemente el… sexo convencional, sin más historias. —Hablaba sin
mirarme, muy nerviosa.
—¿Puedes escucharme, por favor…? —le pedí.
—No —bufó—. Solo me conoces de cinco encuentros… No puedes saber
qué me gusta o qué no, por muy Maestro del Placer que seas.
No sé si tendría que haberme tomado a mal aquellas palabras, pero no lo
hice. Incluso discutiendo, Adriana despertaba en mí una terrible y extraña
ternura, como si fuera una niña pequeña asustada. Porque eso es lo que
estaba: asustada. Me tendría que haber dado una colleja por haber sido tan
impulsivo y habérselo preguntado tan directamente. ¿Acaso no tenía tacto?
Me habían podido las ganas y había metido la pata. Pero es que incluso ella
misma no se creía lo que estaba diciendo. No se estaba defendiendo de mí,
sino de sí misma y de lo que sentía. Se estaba defendiendo de su propio deseo.
Cuando la vi encaminarse hacia la puerta, di unas cuantas zancadas, le
cogí por la muñeca con suavidad y la retuve en mitad de la habitación.
—Nena, respira… —le dije sonriendo—. No le des importancia a algo
que no lo tiene.
—Para mí sí lo tiene, porque esto ya se está pasando de castaño oscuro.
—Vamos a hablarlo. Estás ofuscada…
Negó con la cabeza.
—No quiero hablar nada, solo quiero marcharme a casa. Por favor,
déjame ir. —La barbilla le temblaba.
La solté sin decir nada más. Se colgó el bolso al hombro con un
movimiento rápido y salió de la Pleasure Room como si dentro estuviera el
mismísimo diablo. Cuando la puerta se cerró me pasé la mano por el pelo y
resoplé.
—Mierda —mascullé.
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Capítulo 59
Adriana
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del Placer la noche anterior también pululaba por mi mente. Ambos
fluctuando de un lado a otro, como entes sin rumbo.
Quizá había sido un poco exagerada… ¿Había hecho una montaña de un
granito de arena o realmente era tan grave lo que me había dicho? Desde
luego que no. Entonces, ¿a qué venía aquella reacción desmedida por mi
parte? Lo pensé con detenimiento. Al miedo.
Me había sentido un poco superada por el momento, eso sí, y lo pagué
arremetiendo contra él como un miura. No me creía que le hubiera llegado a
decir que no me iba a convencer para satisfacer sus fantasías, que no le
pagaba para eso. ¿En serio?
—Adri, ¿se te ha ido la olla? —me pregunté—. Ese tío ya tiene clientas
con las que hacer realidad sus fantasías, y si no, ya habría decenas de mujeres
dispuestas a ponerse a sus pies para que hiciera con ellas lo que quisiera.
Me sentí patética.
Eché la almohada a un lado y respiré hondo.
A idiota no me ganaba nadie.
Y lo peor de todo es que… Joder, que Álex tenía razón.
Sí, tenía razón.
De nada servía mentirme a mí misma. Él había advertido algo que estaba
despertándose en mí. Sí, tenía fantasías, aunque le dije que sencillamente me
gustaba el sexo convencional. Pero no era cierto. Había otras cosas que
llamaban mi atención. Cosas que no me atrevía a reconocerme a mí misma,
pero que estaban ahí latentes. Y en todas mis fantasías (esas que le había
negado que tenía) estaba ÉL. Él empotrándome contra la pared y follándome
duro. Él atándome a la cama y rompiéndome en dos. Él poniéndome a cuatro
patas y…
¡Dios!
Pensarlo hizo que mi entrepierna se contrajera en un espasmo de placer.
Cansada de darle tantas vueltas al asunto y de que, en cambio, mi coño
tuviera las cosas tan claras, aparté las sábanas de un manotazo y me levanté.
—¿Te he despertado, cielo? —me preguntó Julia cuando entré en la
cocina arrastrando los pies y el alma.
—¿Tú qué crees? —dije, frotándome los ojos.
Frunció la cara.
—Lo siento.
—Tranquila.
Abrí la nevera y saqué el tetrabrik de zumo.
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—Quería dejar hecha una ensalada de pasta para tenerla lista cuando
regrese del curro —me explicó.
—¿Por qué no me lo has dicho a mí?
—Bastantes cosas tienes que hacer tú entre estudiar, trabajar a la vez y
follar con Álex —enumeró Julia.
—Pero no me importa haberte dejado hecha una ensalada —dije.
—Quita cuidado. La preparo ahora en un momento, antes de irme.
—¿Qué noticia te toca cubrir hoy? —le pregunté.
Cogí un vaso del escurridor y lo llené de zumo.
—Un robo en un chalet de lujo de El Viso.
—Me imagino qué clase de botín se llevarán de esas casas: joyas, relojes,
pieles, cuadros… El mercado negro y los trapicheros se van a poner las botas.
El agua empezó a hervir dentro de la cazuela que había acabado estrellada
contra el suelo unos minutos antes y Julia echó un par de puñados de pasta
con forma de espiral.
—Al parecer en el último mes ha habido una oleada de asaltos en esa
urbanización y están empezando a saltar las alarmas —comentó.
Me senté a la mesa.
—No es para menos. Yo pondría cien Dóberman por el jardín para que, si
me entran a robar, al menos los perros les arranquen una pierna a los cacos.
Julia se echó a reír.
—No es una mala idea —dijo.
Sonreí y di un trago al zumo. Tenía la boca seca. Julia retiró una silla y se
sentó frente a mí.
—A ver… dime qué te pasa —dijo.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué habría de pasarme algo?
Julia apoyó los codos en la mesa.
—Porque te conozco como si te hubiera parido y sé que te pasa algo.
—Levantó las cejas—. ¿Ayer el polvo con Álex no fue como esperabas?
—preguntó en tono burlón.
—No hubo polvo —contesté.
—¿Y eso? —dijo extrañada.
—Discutí con él.
—¿Y eso?
—Pareces un disco rayado —bromeé.
—Deja de desviar el tema y dime por qué discutiste con él.
Jugueteé con el vaso del zumo.
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—Es largo de contar…
—¿Y no me puedes hacer un resumen?
—Preferiría preguntarte algo… —comencé.
—Tú dirás.
Carraspeé un par de veces.
—¿Alguna vez…? —Me rasqué la nuca—. ¿Alguna vez has practicado
sexo… duro?
Pensé que Julia pondría cara de póker, pero su expresión no cambió.
—¿Álex te ha propuesto tener sexo duro?
Negué inmediatamente con la cabeza.
—No, no.
—¿Entonces?
—¿Podrías contestarme, por fa? —le pedí.
—Sí, he practicado sexo duro —respondió con naturalidad—. Nada que
tenga que ver con sadomasoquismo ni nada de esas subculturas, pero sí.
—Y… ¿estuvo bien? ¿Te gustó?
—Me gustó mucho. De hecho, lo sigo haciendo si el tío en cuestión me
inspira a ello.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no me apetece follar duro con todos los tíos con los que me lío.
Hay algunos con los que no se me ocurriría hacerlo nunca y otros con los que
me encanta. —Hizo una pausa y añadió—: Se practique el sexo que se
practique, tiene que haber respeto por ambas partes y, por supuesto,
consentimiento. ¿He respondido bien a tu pregunta?
—Sí.
—¿Y ahora vas a contarme qué coño te pasa?
Di un trago del zumo.
—Desde que conozco a Álex he empezado a tener… no sé si son fantasías
sexuales o qué, pero el caso es que… bueno…
—¿Te gustaría tener sexo duro con él?
Era maravilloso hablar con Julia. Dios, desde aquel día la adoré un poco
más.
—Sí. Lo único que hago es imaginármelo empotrándome contra la pared
y dándome duro —dije, sin andar ya con puñeteros rodeos que no valían para
nada.
Julia se levantó y dio una vuelta a las espirales con una cuchara de
madera.
—¿Y qué te lo impide? —me preguntó.
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Alcé un hombro.
—Me da vergüenza pedírselo —contesté.
—¿Tú sabes eso de que el que tiene vergüenza ni come ni almuerza?
—bromeó—. ¿De verdad te da vergüenza pedirle sexo duro a Álex? ¿Crees
que le va a hacer ascos? —se burló Julia, apoyada en la encimera.
—No, supongo que no —musité.
—Adri, tienes demasiados prejuicios —dijo.
No hice comentario alguno a eso, pero tenía razón. Más que un Santo.
Tenía demasiados prejuicios, demasiados principios, demasiadas tonterías en
la cabeza.
—¿Y si no me gusta? —lancé al aire.
—Pues le dices que pare.
—¿Y si la situación me sobrepasa? A veces las fantasías son solo eso,
fantasías, y cuando se llevan a la práctica no son tan geniales como
pensábamos.
—Pues le dices que pare y a otra cosa mariposa. No es tan difícil.
¿Era tan fácil como lo planteaba Julia? Puede que sí, y que fuera yo la que
me empeñaba en complicarlo para autosabotearme, como he hecho siempre a
lo largo de mi vida. Un boicot tras otro. Soy la reina del autosabotaje.
—Si hay un tío con el que tiene que ser una puta pasada tener sexo salvaje
y duro hasta que te desmadeje como una muñeca de trapo es Álex. Ya viste
cómo se portó el primer día contigo, como gestionó la situación… —Julia fijó
sus ojos en los míos—. Por favor, Adri, no dejes de hacerlo por vergüenza o
por miedo, y menos con Álex. —Giró teatralmente los ojos alrededor de las
cuencas—. Él es un puto Dios del sexo —dijo con énfasis.
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Capítulo 60
Adriana
¿Y qué narices hacía yo llegado a ese punto? Había quedado como una
auténtica imbécil delante de Álex, como una niñata de mierda. A lo mejor
había quedado como lo que era. Salí en estampida sin venir a cuento, porque
las cosas se pueden hablar. Pero en honor a la verdad, diré que me jiñé viva
cuando me di cuenta de que él sabía más de mí que yo misma. Pero en vez de
salir corriendo, tenía que haberme sincerado con él y haberle confesado la
verdad, esa que llevaba moldeándose dentro de mí desde que lo conocí. Me lo
había puesto a huevo. ¿Y ahora qué?
Tocaba disculparse.
¿Lo llamaba?
No, no, no. Escuchar su voz al otro lado de la línea me ponía nerviosa. Lo
pasé fatal el día que lo llamé para decirle que me guardara la rosa. Seguro que
empezaba a tartamudear y terminaría soltando una retahíla de incongruencias,
incluso empeorando las cosas, que me conozco…
¿Entonces qué?
¿Un WhatsApp? ¿Y si le mandaba un WhatsApp? Estadísticamente tenía
menos posibilidades de hacer el ridículo. Me temblarían los dedos, pero no la
voz.
Vale, utilizar la mensajería instantánea no me pareció una mala idea.
Miré la hora. Eran las diez de la noche. ¿Estaría ocupado haciendo algún
servicio? ¿O estaría en casa?
Cogí el móvil y abrí la aplicación. Lo busqué en la lista de contactos. Ahí
estaba, con un perfil aséptico. No tenía ni foto ni nada puesto en el estado, ni
siquiera una de esas frases filosóficas que coloca la gente y que a veces ni
ellos mismos entienden. El hermetismo alrededor de su vida privada se
extendía también a su teléfono.
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Abrí el cuadro de diálogo y durante un rato pensé concienzudamente qué
ponerle.
«Hola, soy una payasa redomada, siento mucho el modo tan infantil y
ridículo con el que me fui anoche», me burlé de mí misma. Lo de payasa
redomada no, pero lo siguiente no sonaba mal.
Empecé a escribir:
Lo leí como unas cien veces antes de dar a enviar, y cuando lo hice el
corazón me latía en la garganta como un tambor. Con Álex parecía una
adolescente. Con él lo vivía todo con la intensidad con la que se viven a esa
edad las cosas.
Dejé el móvil sobre la cama y me fui a la cocina a prepararme algo de
cena. El estómago no me pedía mucho, así que metí unas lonchas de jamón
york y un poco de queso entre dos rebanadas de pan de molde, eché un poco
de zumo en un vaso y me lo llevé a la habitación.
Miré de reojo la pantalla del móvil, pero no había nada. No habían pasado
ni diez minutos desde que le había enviado el mensaje a Álex, pero ya iba a
empezar a hacer un drama… Di un respingo cuando unos segundos después
sonó el pitido que me avisaba de que acababa de llegar un WhatsApp. El
corazón me saltó dentro del pecho al ver que era suyo:
Sí.
Las dudas volvieron. ¿Por qué siempre volvían? Qué cansinas eran.
No sé…
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Me gustaría hablar contigo sobre ello.
Vale.
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Capítulo 61
Álex
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Sus miedos estaban aún ahí y las dudas que le generaban también. Eso no
había cambiado de un día para otro, pero al menos quería hablar y quería
escucharme. Ya era algo, viendo lo cabezota que podía ser. Quizá no estaba
del todo equivocaba cuando decía que se había comportado como una niña
(que no niñata, como afirmaba ella) y que su reacción había sido infantil y
excepcionalmente desmedida, eso sí. Pero estaba asustada y mi insistencia
para que me confesara sus fantasías sexuales no había favorecido a que no se
comportara como lo hizo, aunque estuviera fuera de lugar.
Suspiré.
—Ay, Adriana, ¿qué voy a hacer contigo? —dije, mientras me ajustaba la
corbata frente al espejo.
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Capítulo 62
Adriana
—Álex te espera en la habitación —me dijo Ana con una sonrisa amable.
Asentí y como siempre me pidió que la acompañara. Al llegar a la
Pleasure Room, tocó la puerta con los nudillos. Oí la voz de Álex decir
«pasa» desde dentro. Ana abrió.
—Adriana está aquí —anunció.
—Dile que entre.
—Adelante —me dijo Ana.
Eché a andar y entré en la habitación. Álex estaba en frente, apoyado en el
respaldo del sofá, con las manos agarradas al borde y sus interminables
piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos. Iba vestido con un
pantalón de traje gris, con el cinto a juego; camisa ajustadita negra
arremangada hasta los codos y corbata verde, como sus intensos ojos. La
máscara iba a juego con el conjunto. La madre que lo parió, estaba para
morirse de gusto. ¿Por qué siempre que lo veía mi cerebro se colapsaba?
Respiré hondo y sonreí débilmente algo cortada.
—Hola —dije, cuando Ana cerró la puerta detrás de mí.
—Hola, nena —me saludó.
La cálida sonrisa con la que me recibió me tranquilizó. ¿Cómo podía tener
dudas de que las cosas podían ir mal con él?
—Soy una idiota —fue lo primero que dije.
—No eres una idiota.
—Sí, sí que lo soy.
—¿Por qué no discutimos eso también con una copa de vino? —propuso.
—Me parece bien —respondí.
—Siéntate, ahora la traigo.
Álex se enderezó y se fue hacia la licorera.
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—¿Blanco? —me preguntó desde allí.
—Sí.
Me daba igual blanco, que tinto, que rosado. Hubiera aceptado cualquiera,
hasta el que se echa para hacer calimocho, porque sé que me iba a ir bien una
copita.
—Siento el pollo que te monté ayer —dije avergonzada, cogiendo la copa
que me ofrecía.
Álex se sentó a mi lado y se quedó mirándome.
—Yo no debí preguntarte nada —dijo.
Di un trago de vino.
—No pasaba nada porque preguntaras, pero a mí se me juntó todo. Llevo
un par de días tocada… —se me escapó decir.
—¿Qué te ocurre?
Apreté los labios.
—El jueves por la tarde me encontré a mi exnovio y a mi examiga en la
tienda de un centro comercial y me desestabilicé. —Lo miré—. Y creo que lo
pagué contigo… Mi reacción fue desmesurada, como la de una niñata
inmadura.
—Adriana, hay algo que debes tener claro, no estás aquí para satisfacer
mis necesidades sexuales ni para hacer realidad mis fantasías, estás aquí para
que yo haga realidad las tuyas.
—Lo sé, lo sé… Ahora lo entiendo —me apresuré a decir—. Eso fue una
tontería de las varias que dije. No tengas en cuenta nada de lo que salió de mi
boca, estaba…
—Asustada —me cortó él con suavidad—. Sé qué te asustaste.
Con la mano que tenía libre me coloqué unos mechones de pelo detrás de
la oreja y fijé los ojos en la copa de vino.
—Sí, un poco —confesé.
—Es una reacción normal, no pasa nada.
—Yo… no estoy acostumbrada a hablar de sexo con los hombres. He
tenido novio durante siete años, pero nosotros no hablábamos de nuestras
fantasías sexuales. Y la verdad es que antes de conocerte yo no… no tenía.
—¿Tienes fantasías sexuales conmigo? —me preguntó. Noté cierto
orgullo en su voz. ¿Acaso le extrañaba? ¿Alguna de sus clientas no lo tenían a
él como protagonista absoluto de sus fantasías?
El corazón se me puso a mil. Esa era mi oportunidad. No podía recular.
No si había llegado hasta allí.
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—Todas las que tengo son contigo —respondí del tirón, y sentí que la
cara me ardía.
—¿Sabes que puedo hacerlas realidad? —dijo con voz sugerente.
Tragué saliva.
—Sí.
Y quizá eso era lo que más me asustaba. La probabilidad de hacerlas
realidad… con él.
—¿Y sabes que me apetece mucho hacerlas realidad?
Cada sílaba que pronunciaba sonaba a sexo en su voz.
—Sí, lo sé.
—Pídemelo, Adriana. Dime qué cosas imaginas…
—Yo… —Me mordisqueé el labio inferior.
Álex me quitó la copa y la dejó junto a la suya en la mesa baja.
—Ven.
Me cogió la mano y me levanté del sofá. Fuimos hasta el armario. Álex
alargó el brazo y pulsó el botón para que se abriera. Cuando las puertas se
descorrieron completamente hasta los lados, se colocó detrás de mí. Puso las
manos en mi cintura e inclinó la cabeza.
—¿Qué te gusta de lo que ves? —susurró en mi oído—. Yo lo sé, pero
quiero que lo digas. Tienes que quitarte toda la mierda de encorsetamientos
que tienes encima, Adriana. Los juicios morales no pintan nada aquí. Yo no
voy a juzgarte. Dime, ¿qué te gusta?
Tragué saliva compulsivamente y observé con las pupilas dilatadas todo
lo que contenía el armario.
—Las botas —contesté al fin en voz baja.
—¿Y qué más?
—Los guantes de cuero.
—¿Quieres que me ponga las botas y los guantes para follarte?
Toda mi piel se puso de gallina. Solo imaginármelo desnudo, ataviado
únicamente con las botas de montar y los guantes de cuero me produjo un
escalofrío de placer. Tragué saliva de nuevo.
—Sí —me atreví a decir.
—Bien. ¿Algo más? —dijo tranquilo, exhalando las palabras sobre mi
cuello.
Sus manos treparon por mis costados hasta alcanzar los pechos.
—Las esposas o las muñequeras de cuero… Algo con lo que puedas
atarme.
—¿Te gustaría que te atara a la cama? —me preguntó.
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—Sí —musité en un hilo de voz.
Me apretó un pezón con el índice y el pulgar y yo gemí.
—De momento está muy bien —dijo. Sus labios reptaron hasta el lóbulo
de mi oreja. Lo lamió y musitó—: ¿Cómo te imaginas en tus fantasías que te
follo?
El muy cabrón sabía que había algo más. ¿Tenía un radar para detectarlo?
¿Lo intuía? ¿Era capaz de leer el pensamiento? ¿O es que era jodidamente
bueno en lo suyo?
Cerré los ojos y tomé aire.
—Duro —jadeé con vergüenza.
—¿Me imaginas follándote duro?
Simplemente oírle hablar me estaba poniendo cachonda. En mi sexo latió
una fuerte pulsión. ¡Jodida voz! ¡Jodidas manos! Me estaban haciendo
confesar todo lo que jamás pensé que le confesaría.
—Sí.
—¿Quieres que te folle fuerte?
Abrí los ojos. Un golpe de lucidez iluminó mi mente.
—Álex, yo… yo nunca lo he hecho así —empecé a hablar de forma
atropellada—. No sé si me gusta o no. A lo mejor solo se trata de una
fantasía… Y, además, ese tipo de prácticas pueden doler…
Álex sonrió comprensivo.
—Nena, las primeras veces no entro como un elefante en una cacharrería
ni como un miura —dijo con algo de sorna—. Y lo de entrar es literal.
Dejé caer la cabeza sobre su torso y solté una sonrisilla.
—Soy tonta, ¿verdad?
—No, no eres tonta. Ni muchísimo menos. Eres… sorprendente. Una de
las personas más sorprendentes que conozco.
—No sé si se me va a gustar…
—Para eso estoy yo aquí. Para enseñarte lo que te gusta, sin normas, sin
prejuicios, sin juicios de ningún tipo… Solo tienes que dejarte llevar y sentir.
Sentir…
Dios, sonaba tan apetecible.
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Capítulo 63
Adriana
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—¿Sabes con qué te estoy acariciando?
—Sí. —Todo el vello del cuerpo se me erizó.
—¿Con qué te estoy acariciando?
—Con los guantes —respondí.
—Me dijiste que te gustaban los cuentos, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí —afirmé.
—Yo te voy a contar uno… —comenzó a decir con aires de misterio—.
Érase una vez… EL PLACER —susurró con voz sensual, enfatizando las
palabras «el placer».
Sonreí a su juego de palabras y me abandoné.
Sus manos, enfundadas en los guantes de cuero, reptaron por mis costados
hasta alcanzar los pechos. Álex deslizó los pulgares por los pezones. Al
contacto se endurecieron y yo reaccioné arqueándome hacia él, invitándole a
que siguiera acariciándome. Una mezcla de sensualidad, morbo y otra cosa
que no identifiqué me recorrió la espina dorsal. Por Dios bendito, juro que
jamás me había sentido así. Gemí cuando me los pellizcó, para después
pasarlos la lengua húmeda y soplar un poquito de aire.
—Ah… —suspiré.
El sonido suave de la sonrisa de satisfacción de Álex llegó hasta mis
oídos, convirtiéndose en música celestial. Me encantaba cumplir sus
expectativas tanto como que él cumpliera las mías.
Su mano derecha trepó hasta mi boca. Los dedos repasaron el perfil de
mis labios, sensibilizándolos. Los entreabrí y Álex introdujo el índice y el
corazón. Sabía lo que tenía que hacer, así que los lamí como si fuera lo último
que fuera hacer en mi vida. El regusto del cuero impregnó mi lengua,
bajándome por la garganta. Era morbosamente delicioso.
Sacó los dedos de mi boca y los bajó hasta mi entrepierna. Después de
acariciar los pliegues con las yemas humedecidas por mi saliva y de dejarme
sentir el tacto suave del cuero en esa zona tan sensible, me metió los mismos
dedos que había tenido en la boca. Noté como mi vagina los succionaba para
que llegaran más adentro. Álex los introdujo todo lo que pudo.
—¿Notas el guante? —me preguntó, metiendo y sacando los dedos.
—Sí.
—¿Y te gusta?
—Me encanta —musité, deshecha en placer.
Colocó el pulgar en el clítoris y comenzó a dibujar pequeños círculos
sobre él, mientras seguía moviendo los otros dedos dentro de mí. Me agarré
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con una mano al reposabrazos del sofá y con la otra al cojín y gemí con las
piernas desvergonzadamente abiertas.
—Estás deliciosamente húmeda —dijo Álex, y, por si fuera poco, se
inclinó y de vez en cuando me acariciaba también con la lengua.
—¡¡¡Diooos…!!! —Iba a morirme.
El sonido del suave chapoteo inundó la habitación, mientras introducía los
dedos una y otra vez en mi coño.
De pronto sentí su mano quitándome el antifaz. Cuando mis ojos
enfocaron la imagen y vi a Álex completamente desnudo, con su cuerpo de
Dios griego ataviado únicamente con las botas de montar, los guantes y la
máscara, me estremecí tan fuerte que creí que me correría en ese mismo
instante. Era hipnótico. La imagen lo era. No podía quitarle los ojos de
encima.
—Joder, Álex… —fue lo único que fui capaz de balbucear.
Con una sonrisa lobuna delineada en los labios, sacó los dedos de mí, me
cogió en volandas y me echó al hombro. Grité por la sorpresa y hubiera
seguido gritado hasta desgañitarme por la panorámica que me ofrecía su
trasero desnudo caminando visto desde arriba. Los músculos moviéndose
acompasadamente mientras avanzaba. Su culo era prieto y provocador y sus
piernas largas y ágiles. Qué ganas me entraron de mordérselo.
¡Mátame, camión! ¡Mátame ya!
Me bajó frente a una pared. Sin tacones, me veía minúscula a su lado, y al
tiempo, sexy, femenina…
—Prepárate, nena… —dijo.
Vale, ahora empezaba el juego de verdad.
No me dio tiempo a formular ningún pensamiento más, Álex me cogió las
muñecas y me las sujetó por la espalda, acercándome a él, se inclinó sobre mi
boca.
—¿Quieres que te dé duro? —susurró con voz autoritaria.
Su aliento cálido cosquilleó mis labios.
—Sí —dije en tono bajito.
—Nena, dime «para» cuando quieras que paré. Si te sientes incómoda, si
no te gusta… Pararé inmediatamente, ¿entendido? —me dijo.
Pronunció las palabras de una forma tan sensata y tan firme que supe a
ciencia cierta que no tendría que decirle en ningún momento que parase.
—Sí —respondí.
Con un movimiento ágil me dio la vuelta y me puso de cara a la pared sin
ningún cuidado… Algo que me encantó. El corazón me dio un vuelco. Estiré
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los brazos y apoyé las palmas en el muro.
—¿Te confieso una cosa…? —dijo Álex provocativamente.
No respondí. El corazón latiéndome en la garganta no me dejaba. Su boca
se pegó a mi oreja.
—Me he hecho mil pajas pensando en follarte duro contra la pared.
El sexo se me contrajo de placer. Todo el cuerpo se me contrajo de placer.
—Álex… —musité con voz agónica.
—Shhh… —Me silenció.
Miré de reojo y le vi sacar un preservativo del lateral de la bota y rasgar el
envoltorio. Cuando enfundó la erección en el látex, me metió el glande.
Estaba tan dispuesta que el resto resbaló en mi humedad y se hundió dentro
de mí sin problemas. Sentí como mis músculos se dilataban para acogerle y
toda mi piel se sensibilizaba. Era increíble. Todo con él era increíble.
Las primeras penetraciones fueron solo una fase de tanteo. Álex lo había
dicho muy claro a su manera; que las primeras veces no entraba como un
elefante en una cacharrería.
—Me la pones tan dura… —susurró.
Entonces salió de mí y me embistió con tanta fuerza que me arrancó un
grito, haciendo que pegara la cara a la pared, y después de un punto de dolor
propiciado por la presión de su miembro, el placer se abrió paso por mi
cuerpo como una lengua de fuego.
Llevó la mano derecha hasta mi pelo, lo agarró, enrollándoselo alrededor
y tiró de él, obligándome a echar la cabeza hacia atrás con un gemido
ahogado, y volvió a clavarse otra vez en mí hasta lo más hondo. Jadeamos al
mismo tiempo. Tiró de nuevo de mi pelo y me embistió salvajemente
mientras me mordía el cuello con los dientes. Gemí tan alto que parecía que
me estaba matando.
—Shhh… —Me silenció en tono autoritario, disminuyendo el ritmo—.
¿Quieres que pare? —me preguntó, conteniéndose unos segundos.
—No, por favor. No se te ocurra parar… —supliqué jadeante.
Retomando la intensidad, me penetró duro cuatro, cinco, seis veces más.
No me acuerdo. Tan fuerte como si pretendiera vaciarse dentro de mí o
marcarme. El sonido que hacía sus caderas chocando con mi culo se oía en
toda la habitación.
Me retorció el pelo para obligarme a girar la cabeza hacia un lado.
Escuché el sonido de su respiración pesada en la oreja.
—Me vuelves loco… —siseó en mi boca. La voz estaba empañada por
algo que no supe qué era.
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Lo tenía tan cerca de mis labios que quería (necesitaba) que me besara de
la misma forma salvaje arrebatadora con la que me estaba follando. ¡Dios,
como quería (necesitaba) que me besara!
Lo del beso se me olvidó cuando me dio un azote en la nalga. Me revolví
y grité por la sorpresa. Álex me acarició suavemente por encima para aliviar
la quemazón y volvió a dejar caer la mano sobre la otra nalga. En ese instante
empecé a darme cuenta de por qué unos cuantos azotes podían ser excitantes.
Sobre todo si te los daba Álex. ¿Qué narices tenían sus manos?
Gruñó y, clavándome los dedos en el glúteo, siguió embistiéndome
brutalmente, lamiéndome el cuello como si de verdad quisiera saborearme.
Aquello no era cómo lo había pensado, ni mucho menos, era mejor. Dios, ya
lo creo que era mejor. El atuendo de Álex, el olor del cuero y esa forma de
follarme tan primitiva, tan animal, tan sexual, me llevó a un nivel de
excitación que no había experimentado en los siete putos años que había
estado con Iván.
Álex bajó la mano derecha a mi clítoris y empezó a frotarlo con los dedos.
Apreté los dientes. El cuerpo empezó a temblarme desde los pies hasta el
último pelo de la cabeza. Lo notaba en las manos apoyadas en la pared y en
las piernas, que de pronto parecían de gelatina.
—No aguanto más… me corro… —musité con la voz rota.
Apenas era capaz de pronunciar las palabras, ni siquiera de avisar a Álex
de lo que me estaba pasando. Cada embestida era delirante y me hacía
lloriquear porque el placer que me recorría el cuerpo era insoportable. ¿Qué
me ocurría?
De repente, cuando el orgasmo estalló dentro mí y empecé a
convulsionarme, las rodillas me fallaron, como si me hubieran asestado un
golpe en ellas desde atrás. Traté de agarrarme a algo con las manos, clavando
los dedos en la pared, pero era lisa y no había ningún asidero, y yo veía que
me iba al suelo irremediablemente.
—¡Me caigo! —grité, sin fuerzas en las piernas para sostenerme.
En menos de lo que dura un parpadeo, noté el fuerte brazo de Álex
rodeando por completo mi cintura y sujetándome.
—Tranquila, ya te tengo… —dijo con voz suave—. Ya te tengo…
Shhh… —me siseó quedamente al oído—. Ya te tengo, mi niña…
Los últimos espasmos del brutal orgasmo los tuve pegada a su cuerpo,
mientras me sujetaba con fuerza para no caerme al suelo. Y aun en ese estado
me di cuenta de que duraban demasiado. Joder, qué pasada. Respiraba
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agitadamente, como si hubiera corrido un par de maratones seguidas, pero es
que el aire no me entraba en los pulmones.
Álex dejó que me apaciguara en silencio, con su rostro enmascarado
pegado al mío, respirando en mi mejilla. Después me vino una calma absoluta
y placentera, como cuando empiezas a sentir los primeros efectos de una
anestesia. Me notaba floja, débil, desmadejada igual que una muñeca de trapo.
Me dejé caer completamente sobre el torso sudoroso de Álex y apoyé la
cabeza en su hombro, convencida de que estaba segura entre sus brazos.
—Nena, ¿estás bien? —me preguntó con una nota de preocupación.
Asentí con la cabeza varias veces. Traté de esbozar una sonrisa, pero ni
siquiera tenía fuerzas. Madre mía, ¿qué cojones me había pasado? ¿Tan
intenso había sido el orgasmo que me había dejado sin fuerzas?
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Capítulo 64
Álex
Jamás había vivido un momento tan íntimo como el que viví aquella noche
con Adriana. Su cuerpo totalmente laxo contra el mío, como el de una muñeca
desmadejada, envuelto en mis brazos esperando a que se calmara,
compartiendo el aliento, los latidos del corazón… Fue algo nuevo e insólito
para mí. Siempre que follo con una clienta la intimidad se queda fuera del
acto. Siempre. Me mantengo lo suficientemente frío y distante como para no
traspasar nunca esa línea, como la de besar en la boca. Pero con ella todo era
tan distinto… que me descolocaba. Mi cabeza era una suerte de puzle ya
hecho, con las piezas perfectamente encajadas en su sitio, pero había sido
llegar ella y desbaratarlas.
La cogí en brazos y la llevé a la cama. Adriana rodeó mi cuello con sus
manos y hundió la cara en él con un suspiro. Sentir su tibia respiración en la
piel me produjo un suave escalofrío.
Cuando la deposité con cuidado en la cama, le aparté un mechón de pelo,
húmedo por el sudor, de la cara. Me fui al cuarto de baño, me quité los
guantes y los dejé encima de la repisa de mármol del lavabo antes de sacarme
el condón y ponerme rápidamente el bóxer, para contener la erección que
todavía se izaba cual bandera en mástil. Empapé una toalla de tocador en agua
fría y fui de nuevo hacia Adriana.
Tenía los ojos cerrados y la piel del rostro sudorosa y sonrojada, como si
hubiera estado toda la tarde expuesta al sol de un día de primavera. Recuerdo
que pensé que era preciosa.
Alargué el brazo y le pasé la toalla por la frente y las mejillas para
refrescarle la piel. Al contacto abrió los párpados y me miró con sus enormes
ojos de Bambi. Le sonreí.
—¿Estás bien? —le pregunté otra vez.
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—Sí —contestó en un suspiro—. No sé lo que me ha pasado… —dijo
algo avergonzada—. No era capaz de sostenerme… Es como si me hubiera
pasado un tsunami por encima.
Mi sonrisa se amplió.
—Voy a tener que buscar la forma de dosificar tu excitación o no será la
última vez que te suceda algo así —dije, acomodándome a su lado—. Hemos
sobre estimulado las fibras nerviosas —añadí.
—Eso va a ser complicado, porque me pones solo con mirarme —me
confesó, algo ida por el fuerte orgasmo que acababa de experimentar.
Me eché a reír.
—Entonces afinaré los reflejos para cogerte antes de que te caigas cuando
te vuelva a pasar.
Adriana se unió a mis risas.
—Duerme un poco —le aconsejé, acariciándole dulcemente la mejilla con
el pulgar.
—Sí, creo que me va a venir bien.
Se giró un poco y pasó su brazo por encima de mi torso. Cuando me quise
dar cuenta tenía su cabeza apoyada en mi pecho desnudo y se había quedado
dormida. Ni siquiera me había dado tiempo de quitarme las botas. Al menos
la erección me había bajado.
Pasé el brazo por debajo de su nuca y le acaricié el pelo. Era relajante
tocar algo tan suave. Y en aquel estado de relax mi cabeza se llenó de un
bombardeo de imágenes. De las excitantes imágenes que mi mente había
guardado celosamente. Mis manos enguantadas acariciando sus pequeños
pechos; embistiéndola como un salvaje; tirándola del pelo (ese que ahora
mismo acariciaba) y obligándola a arquear la cabeza, susurrándole que me
estaba volviendo loco… Penetrándola otra vez hasta el fondo, y otra y otra…
Los cuerpos sudorosos, sus gemidos, mis jadeos, sus suspiros, mis gruñidos…
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escort. Ella una clienta, una de tantas… Cuando las «citas» conmigo se
acabasen, seguiría su camino y yo seguiría el mío. Sin más.
Corté el grifo, salí de la ducha y me puse una toalla en la cintura. Volví a
la habitación con esa idea en la cabeza. Me acerqué a la cama y mientras me
secaba el pelo con otra toalla observé a Adriana. Me gustaba verla dormir. Me
inspiraba una paz como pocas cosas en esta vida.
Eché la toalla con la que me estaba secando el pelo a un lado y me subí a
la cama hincando la rodilla. Mis ojos repasaron los rasgos de su precioso
rostro de muñeca como si contuvieran una caricia. Observé las cejas rubitas,
los ojos grandes de Bambi cerrados, la nariz pequeña y respingona, y la
boca… Fijé la mirada en su boca de labios rosados y mullidos. De pronto me
resultaron sumamente apetecibles…
Mmmm…
Era imposible lo que se me estaba pasando por la cabeza…
Besarla.
Sí, me apetecía horrores besarla.
Era una necesidad, como si sus labios llamaran a los míos simulando un
canto de sirena.
Me incliné y suavemente posé mis labios sobre los suyos. La sensación
fue… simplemente maravillosa. Eran suaves y esponjosos. Probablemente os
parezca gilipollas (y no lo negaré si lo pensáis, porque hasta yo lo pienso),
pero era como besar estas golosinas llamadas nubes de azúcar. Exactamente
igual. Cuando levanté la cabeza y me separé de sus labios, a regañadientes he
de decir, me sentí como el príncipe del cuento de la Bella Durmiente, que la
besa con la esperanza de que despierte. Solo que yo esperaba que Adriana no
se despertase, primero porque me hubiera pillado besándola (aunque fuera un
beso sin lengua ni tintes sexuales), lo cual hubiera requerido por mi parte
alguna explicación coherente, y en esos momentos no poseía ninguna,
excepto las enormes ganas que tenía de besarla, y lo segundo porque no tenía
puesta la máscara, y si abría los ojos, puesto que no es ciega, me hubiera visto
el rostro. Joder, sin darme cuenta acababa de romper conscientemente dos
normas. Dos, de golpe. Algo que no había hecho JAMÁS de los jamases.
¿Qué sería lo próximo? ¿Contarle que mi madre había sido puta y que yo
ejercía la misma profesión que ella?
No, por supuesto que no, pero la idea de que cuando las citas conmigo se
acabaran, ella seguiría con su vida y yo con la mía, que con tanta seguridad
me había dicho en la ducha, me produjo un desasosiego poco común en mí.
Muy poco común.
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La miré en silencio y suspiré.
Ingenuo de mí, no supe darme cuenta de que todo aquello era el germen
de algo que traería problemas.
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Capítulo 65
Adriana
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un precipicio, como en estos sueños en los que vives como si fuera real
cuando te lanzas por un abismo. Dios, qué insólito fue todo. Jamás hubiera
pensado que mi cuerpo reaccionaría de aquella manera.
Después, inerte e inmóvil, sudorosa, y juraría que seminconsciente, me
había abrazado contra su pecho, había juntado su rostro con el mío y me había
susurrado palabras tranquilizadoras al oído.
Pero volvamos a ese pensamiento que no me gustaba un pelo. Era dejar de
ver a Álex lo que no me hacía ni puta gracia. Así, llanamente lo digo.
Bueno…, las mujeres pagaban para follar con él, la solución a priori era
sencilla… Pero ¿acaso estaba loca? ¿Se me había ido la olla por completo?
Me negaba en rotundo. Lo primero porque para sufragar los honorarios de
Álex tendría que vender un riñón y las dos córneas, y segundo porque eso no
solucionaría nada. No parecía que me fuera a saciar de él pronto. Lo mejor era
que cuando las citas concluyeran, lo dejara estar. Otra cosa entre nosotros era
inviable.
Me di la vuelta y me puse de cara a él. Dormía plácidamente, con la mitad
del rostro cubierto por una de esas máscaras de las que nunca se deshacía.
Estiré la mano y le aparté un mechón de pelo que le caía por la frente. Como
si mis dedos tuvieran vida propia bajaron por el antifaz de cuero, dibujando la
forma del pómulo y de la nariz.
¿Se despertaría si se lo levantaba un poquito para verle el rostro?
«Claro, idiota, estaba dormido no anestesiado».
Joder, era humana y la tentación era tan grande…
Ufff… Ufff… y otra vez ufff…
«¡Ni se te ocurra!», me gritó espantada mi vocecita (vozarrona) interior.
No sacaría nada bueno de ello. Con toda seguridad me pillaría y
probablemente se enfadaría. Si fuera al contrario yo me cabrearía mucho. Le
armaría un pollo que se tendría que meter debajo de la cama. Me dejó muy
claras las normas el primer día y por lo que había visto, él las cumplía a
rajatabla.
«Las manos quietecitas, Adri», me dije.
Me limité a acariciarle la mandíbula y me di el lujo de repasar la forma de
sus preciosos labios con la yema del índice.
Pero no había acabado de deshacerme de una idea de bombero retirado
cuando apareció en mi mente otra:
Besarle.
Sí, besarle.
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¿Se daría cuenta? No tenía por qué, ¿verdad? Sería un beso suave, solo un
leve roce de mis labios con los suyos, como el roce de las alas de una
mariposa. En aquella ocasión no dejé que la vocecilla (vozarrona) interior me
gritara nada ni mucho menos que me quitara la idea de la cabeza. Estaba harta
de ella, así que la mandé a la mierda un rato.
Sin pensarlo, acerqué lentamente el rostro a Álex y posé mis labios en los
suyos. Durante unos segundos cerré los ojos y me abandoné al gesto. Eran
suaves y esponjosos. ¿Sabéis? Era como besar una de esas golosinas que
llaman nube de azúcar.
Qué deliciosos.
Mmmm…
Me hubiera quedado pegada a ellos el resto de la noche. Pero no podía.
Despacio, me retiré y abrí los ojos, como si acabara de despertar de un
sueño. No quería que por avariciosa terminara liándola parda. Ya había
tentado demasiado a mi suerte.
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Capítulo 66
Álex
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—¿Lo dudabas? —dijo airada, al tiempo que envolvía mi incipiente
erección con la mano.
Estiré el brazo y encendí la lámpara de la mesilla de noche. Quería verla
trabajar. Una tenue luz iluminó la habitación de un color caramelo. Cuando
volví la vista al punto de acción, Adriana había liberado mi polla del bóxer y
movía la mano de arriba abajo a lo largo de ella. Cerré los ojos unos instantes
y suspiré ruidosamente.
Ella siguió un rato masturbándome con la mano. La sorpresa vino cuando
se inclinó y me lamió los testículos. Me mordí el labio inferior hasta casi
hacerme daño. Al principio su lengua los recorría con timidez, como
tanteando mi reacción, para después lamerlos con avidez.
—Joder, nena… —gemí cuando cubrió mi erección con la boca,
absorbiéndola casi entera.
Se la metió una y otra vez sin parar. Apretaba con una mano la base
mientras con la otra me acariciaba con firmeza los huevos. Desde luego
estaba aprendiendo la mar de bien, porque no creo que a su exnovio le hiciera
nada parecido, y tengo que reconocer que ese pensamiento me produjo una
extraña satisfacción. No era mi culpa si ese tío era un papanatas.
Instintivamente levanté las caderas y sujetándole la cabeza empujé. Noté
que le tocaba el final de la garganta y eso hizo estremecerme de placer. Sin
embargo le provoqué una arcada y admito que no me hizo gracia.
—Lo siento —me disculpé.
—Más —musitó, sacándose mi miembro de la boca y volviéndoselo a
meter hasta el fondo.
—¡Hostia puta, Adriana! —susurré sin poder evitar mi sorpresa.
Metí los dedos entre los mechones sueltos de su pelo rubio y volví a
empujar fuerte cuando abrió la boca, entrando de nuevo hasta el final de su
garganta. Dejé escapar un gemido y eché la cabeza hacia atrás. Continuó
chupándomela con toda la intensidad que podía, succionando de vez en
cuando y produciéndome oleadas de placer que viajaban de un lado a otro de
mi cuerpo.
—Sigue mamándomela así, Adriana… —le pedí con voz ronca,
recibiendo cada embate de su boca como Gloria bendita.
Mi respiración se volvió agitada e irregular. Gemí y me agarré con fuerza
a su pelo.
—¿Puedo correrme en tu boca, nena? —le pregunté.
Asintió levemente con la cabeza. Fue contar con su beneplácito y
correrme. Alcé las caderas y le apreté la cabeza contra mí, alcanzando otra
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vez la pared de su garganta, donde descargué, gimiendo, gritando, gruñendo,
aullando o qué sé yo…
Adriana tragó.
Jadeante, me retiré de su boca. Unas gotas de semen cayeron como perlas
sobre sus labios. Me incorporé, le cogí la cara por la barbilla y le pasé la
lengua por ellos, compartiendo mi sabor salado.
—Me cago en la puta… —susurré en un resuello mientras le lamía.
Me dejé caer en el colchón aún con la respiración entrecortada. Recibí la
mirada de Adriana con una sonrisa (de plena satisfacción). Ella me devolvió
el gesto. Metí el brazo por detrás de su espalda y la atraje hacia mí.
—Eres increíble —dije, acomodándola a mi lado.
—Te lo debía.
—No me debías nada, nena… El fin no es que yo me corra, sino que te
corras tú.
—Lo sé, pero disfruto mucho dándote placer —confesó, apoyando la
mejilla en mi pecho.
—No seré yo quien te lo niegue entonces —bromeé.
Adriana se echó a reír.
—Qué escondidas tenías esas artes —dije.
—Bueno, tiene truco… —murmuró.
—¿Truco? —Fruncí el ceño—. ¿Has estado practicando con alguien que
no sea yo?
Sabía qué no, o quise pensar que no. Pero la idea de que Adriana le hiciera
una mamada así a otro tío no me hizo ni puta gracia.
—No, tonto —negó rápidamente.
—¿Entonces?
—He visto algunas escenas porno —confesó visiblemente azorada.
—¡La madre que te parió! —solté.
—¿Qué? Es una buena escuela, aunque las clases solo sean teóricas.
—Es la primera vez en mi vida que una tía ve porno para hacerme una
mamada —comenté riéndome.
—Oye, no te cachondees.
Me dio una patada en la pierna.
—No me estoy cachondeando. Estoy flipando, nena.
Y juro que lo decía totalmente en serio. Adriana era… sorprendente. No
me había encontrado a nadie igual en mi vida.
—Pues he de decirte que has estado fantástica —afirmé.
—¿Ves como es buena escuela? —dijo.
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—Sí, lo es, pero para enseñarte todo lo relacionado con el sexo estoy yo,
que doy las clases con prácticas incluidas.
Los dos nos echamos a reír.
—Ya, pero tus clases tienen fecha de caducidad.
Después de sus palabras nos quedamos en silencio. No sé si ninguno
quería pensar en lo que significaba aquello y por eso la conversación no
continuó, o los dos estábamos pensando precisamente en lo que quería decir y
de ahí el silencio.
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Capítulo 67
Álex
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antes sí, me avergonzaba tener fantasías de ese tipo, en las que te tratan con
dureza, con brusquedad, por eso no me atrevía a confesártelas.
—Cada cual practica el sexo de la manera que quiere. Hay una premisa en
BDSM que aboga por el sano, seguro y consensuado. Creo que se puede
extrapolar a cualquier otra práctica sexual. Siempre que sea consentido por
todas las partes involucradas, haya respeto y no se haga daño a nadie, todo es
válido. No siempre, pero a mí me encanta follar duro. Me da mucho morbo el
contexto en el que se desarrolla. Aunque en mi caso me adecúo a lo que la
clienta desee, por supuesto. Nunca hago nada que no me pidan o soliciten.
Adriana levantó el rostro y se giró hacia mí.
—¿Sabes que yo nunca había experimentado el morbo hasta ayer?
—¿Nunca?
—Nunca. Pero cuando te vi con las botas y los guantes fue… No sé
explicar lo que sentí… Cuando me acariciabas con los guantes me estremecí,
y oler el aroma del cuero… Ufff… Jamás pensé que era fetichista.
—A veces es una persona la que te despierta esos aspectos de la
sexualidad que están adormecidos, incluso la necesidad de hacer o de que nos
hagan algo en concreto —dije.
—Supongo que es así…
—Todavía hay muchas cosas en ese armario esperándote… —dije en tono
provocador.
Adriana sonrió traviesa.
—Estoy deseando probarlas —dijo, entornando los ojos—. El sexo para
mí ha cobrado otra dimensión —repuso—. No me extraña que tengáis tanta
fama y que tengáis Madrid revolucionado.
Sonreí satisfecho por su afirmación.
—Entonces, ¿no te arrepientes de haber venido al Templo del Placer?
—¡¿Estás loco?! Nooo —dijo con expresión risueña, abriendo mucho sus
ojos de Bambi.
—¿Ya no quieres matar a tus amigas?
—¿Matarlas? Ahora quiero ponerles un altar. Alabadas sean por
convencerme para venir.
Me eché a reír.
No sé exactamente qué me impulsó a levantar la mano y acercarla a su
rostro, pero cuando me quise dar cuenta mis dedos estaban acariciándole la
mejilla.
—¿Estás un poco más animada? —le pregunté, cambiando el tono de voz.
—Sí —contestó.
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—Adriana, no me gusta el modo en que el gilipollas de tu exnovio te jode
el día —dije.
¿De dónde había salido aquello? No solía opinar sobre la vida de mis
clientas, ni meterme donde no me llamaban, aunque escuchaba pacientemente
lo que ellas quisieran contarme sobre sus largas listas de frustraciones
sentimentales. ¿Y por qué disfrutaba hablando con Adriana? No lo sabía, pero
disfrutaba.
Bajó la mirada y se puso a juguetear con lo que supuse que eran unas
pelotillas imaginarias de las sábanas.
—Ya… Bueno…, es que todavía está todo muy reciente —se excusó—.
Hace poco más de dos meses que rompió conmigo y luego enterarme de que
estaba con una amiga ha reabierto la herida.
—Ya sé que no tengo por qué meterme, que no es asunto mío, pero es que
me caes bien —dije.
Adriana sonrió.
—Yo intento que no me afecte. Lo intento, de verdad, pero… —Suspiró
mientras seguía entreteniéndose con las pelotillas imaginarias de las
sábanas—. No siempre lo consigo. El jueves me pasé toda la tarde llorando y
encima les amargué el día de compras a mis amigas —añadió en voz baja,
apenada.
Ese tío era un puto patán.
—Seguro que a tus amigas nos les importó consolarte, para esos están los
amigos, pero no creo que les guste verte así.
—No, claro que no. Ellas me adoran y yo las adoro a ellas. Daríamos la
vida las unas por las otras, y trato de evitarlo precisamente por eso, para que
no lo pasen mal por mí, pero es complicado. Los asuntos del corazón siempre
lo son… —dijo, apoyándose de nuevo sobre mi pecho.
Posé mi mano en su cabeza y comencé a acariciarle el pelo suavemente,
hasta que se dejó vencer de nuevo por el sueño. Estiré el brazo y cogiendo la
sábana que había a su lado se la eché por encima.
Mientras observaba el hipnótico subir y bajar de su pecho volvió a mi
mente el beso que me había dado y el que le había dado yo a ella. Habíamos
sido como dos niños pequeños, robándole un beso a escondidas al amiguito o
amiguita que le gusta de la clase de primaria mientras este dormía la siesta.
Una leve sonrisa asomó a mis labios.
Joder, éramos como un par de críos.
No tenía edad para andar haciendo ese tipo de cosas de aire infantil, sin
embargo, las hacía. Como lo de ponernos a hablar y que se nos echaran las
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horas encima sin ser conscientes de ello, cual adolescentes. Pero era algo que
aparecía de forma natural entre nosotros, sin buscarlo, sin pretenderlo y sin
evitarlo… Porque yo no quería evitarlo, como me pasaba con otras clientas.
Lo más curioso es que me sentía cómodo compartiendo con ella esas charlas.
La sensación de confort que me proporcionaba su presencia era insólita para
mí, similar a esas horas en soledad que pasaba en casa, escuchando algo de
Johnny Hartman o leyendo un libro mientras degustaba un buen vino.
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Capítulo 68
Adriana
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Álex y yo nos despedimos con ganas de volver a vernos, y planeando cuando
podría ser nuestra próxima cita. No sé qué pasaba con nosotros, pero aquello
ya no parecían los encuentros de un escort con una clienta, sino la de una…
pareja. Sí, os parecerá una locura, pero esa es la sensación que tenía.
Evidentemente ignoraba el modo en que Álex trataba al resto de sus
parroquianas, pero dudaba que lo hiciera de la misma manera que lo hacía
conmigo… o eso quería creer.
Empezaba a tener la cabeza hecha un lío de tres pares de cojones. Y
cuando digo lío, ya os podéis imaginar a qué tipo de lío me refiero. Ese en el
que anda de por medio el corazón. Me estaba dejando llevar… demasiado, y
eso era peligroso.
Cuando el taxi me dejó en casa, me cambié de ropa después de darme una
ducha rápida y me fui a la cafetería. Tenía turno de mañana y si no me daba
prisa, llegaría tarde. Por apurar hasta el último minuto con Álex y por esa
pereza de separarnos que nos daba, iba a tener que desayunar en el trabajo.
Menos mal que estaba en una cafetería y cafés y cupcakes había a tutiplén. No
sé qué hubiera hecho si hubiera sido empleada en una ferretería. ¿Me hubiera
comido los tornillos y las tuercas? Qué calamidad podía ser a veces.
Entré como una exhalación y crucé hasta la zona de las taquillas, donde
me puse el uniforme.
La mañana transcurrió tranquila. Era sábado, verano y estábamos en
agosto, y Madrid lo sabía. De todas formas, a mí el tiempo se me pasaba
volando, porque hora tras hora, rememoraba en mi cabeza la noche que había
pasado con Álex. Él tirándome del pelo para echarme la cabeza hacia atrás, él
clavándose en mí hasta el fondo como un animal, él susurrándome en el oído
que le estaba volviendo loco… Yo despertándole con una manuela, yo viendo
cómo se deshacía de placer mientras se la mamaba, yo tragando su orgasmo…
¿De dónde salía esa Adriana totalmente desconocida para mí? ¿Siempre
había estado ahí? ¿Latente? ¿Tenía razón Álex cuando decía que había
personas que te despertaban los aspectos adormecidos de la sexualidad?
¿Incluso la necesidad de hacer o de que nos hagan algo en concreto?
Tenía que ser cierto, porque antes de conocerlo a él, yo no sabía lo que era
el morbo ni había tenido fantasías eróticas y con él todo había reventado
como si fuera una represa de agua. No había tenido más amantes que Iván,
pero al parecer él no me resultaba muy inspirador. Esperaba (con ironía), que
por lo menos inspirara a Pía, porque si no, no sabía lo que se estaba
perdiendo. Claro, que a mí lo que se perdiera o no me la traía bastante floja.
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Me estaba tomando apoyada en la mesa el tercer café de la mañana, a ver
si ese por fin conseguía centrarme, cuando Mabel y Alicia entraron en la
estancia donde estaban las taquillas y donde había una mesita con unas sillas
para sentarnos a descansar quince minutos cuando el turno era largo.
—No has dormido mucho… —observó Mabel, mirándome con una ceja
arqueada.
—No, la verdad es que no —contesté sin dar ninguna razón.
—¿La oposición? —preguntó Alicia, echándose un poco de café de la
cafetera en una taza.
Últimamente era bastante fácil y cómodo achacar mis ojeras, mis
despistes y mis visitas a la Inopia a la oposición, así que fui por ese camino.
Que Dios Padre me perdonase por mentir de aquella forma tan bellaca y no
decir que el motivo de todo aquello era un espécimen de metro ochenta y
nueve, con cuerpo de escándalo, modales de caballero inglés y follador
impenitente.
—Sí, es una quitavidas —dije.
Y Álex un quitapenas, con cada orgasmo que te arrancaba de las entrañas
un problema salía disparado por la ventana.
—Tómatelo con mucha paciencia, guapa —dijo Mabel en un tono de esos
que tratan de alentarte, mientras daba un mordisco a una barrita energética, a
las que era muy aficionada.
—Eso intento hacer.
Dios, iba a ir derechita al infierno.
Me llevé la taza de café a la boca y di un sorbo.
—Adriana, ¿has oído hablar del Templo del Placer? —me preguntó
Alicia.
Fijaos que pregunta más inocente. Todo el mundo había oído hablar del
Templo del Placer a esas alturas. Era la comidilla de Madrid. Bueno, pues de
la sorpresa que supuso me dio la tos y eché el café por la nariz. Menudas
zarrias preparé en un momento. Alicia y Mabel me miraron con las cejas
enarcadas.
—Cualquiera diría que has estado —bromeó Mabel.
—No, joder, es que se me ha ido el café por otro lado —salí del paso
como pude.
Madre mía, si ellas supieran que el Templo del Placer casi se había
convertido en mi segunda casa.
Cogí un par de servilletas de papel de las que había encima de la mesa y
me limpié la cara.
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—¿Hay alguien que no haya oído hablar de él? —pregunté a su vez,
tratando de mantener un tono entre neutral y despreocupado.
—Sí, es verdad. Desde que se inauguró hace casi un año, todo el mundo…
Bueno, mejor dicho, todas las mujeres hemos hablado en algún momento de
las artes amatorias de los escort que trabajan allí, o Maestros del Placer, como
se hacen llamar —comentó Alicia.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Era un simple comentario… Una amiga está pensando ir. Lleva un
tiempo picándole el gusanillo… El otro día entró en la web y se quedó
alucinada con los jamelgos que vio. Yo por curiosidad eché un vistazo ayer
por la noche y… ¡Madre Santísima!, esos hombres son de otro mundo.
«Dímelo a mí», pensé.
Alicia dio un trago de su café y continuó hablando.
—Ninguno tiene desperdicio. Ninguno. Son altos, atractivos y con unos
cuerpazos para mojar pan —dijo.
—Mujer, son putos de lujo. No pensarás que van a ser bajitos, gordos y
feos —intervino Mabel—. Poco les iba a dar para vivir si fueran así. Para
encontrar a uno de esos te das una vuelta por la calle y al menos el polvo te
sale gratis.
Las dos se echaron a reír.
No me gustó que Mabel los llamara «putos», aunque lo sean, incluso
aunque yo misma probablemente los nombrara así al principio, pero ahora
que conocía a Álex, era un término que no me hacía tilín. Evidentemente me
eché un punto en la boca.
—El caso es que hay unos cuantos que llaman especialmente la atención.
Hay un italiano que está… ufff… Otro llamado Óscar con el que no me
importaría tener un hijo —bromeó—. Pero por encima de todos, pasaría una
noche ultra mega loca con un chico llamado Víctor, un andaluz con cuerpazo
y, sobre todo, con un madrileño que se llama Álex.
El estómago se me subió a la garganta de golpe. Temía que nombrara a
Álex, y lo nombró. ¿Cómo no iba a hacerlo? Los tíos son cuestión de gustos;
no a todas nos gustan los mismos, a excepción de Álex, que nos encanta a
todas.
—Por favor, entrad en la página web y buscar sus perfiles. Con Álex os
vais a caer de espaldas. Es… EL HOMBRE. —Gesticuló teatralmente con las
manos—. Esa es su definición. EL HOMBRE. Es de otro mundo, de verdad.
Me quedé tan impresionada que llamé a mi amiga y le dije que, si finalmente
se decidía a ir al Templo del Placer, que eligiera una cita con Álex.
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Apreté los dientes con fuerza. No tenía ningún derecho a ponerme así. Lo
sé. Sin embargo, en esos momentos me dieron unas enormes ganas de
arrancarle todo el cabello a Alicia, y de hacerlo pelo a pelo.
¿Cómo se le ocurría recomendar a Álex a su amiga? ¿Y por qué no iba a
hacerlo?, me dijo enseguida mi vocecita (vozarrona) interior, esa que cada día
detestaba un poquito más. ES ESCORT. Su cuerpo y su porte de gentleman lo
hacen objeto de deseo de toda la que pose sus ojos en él.
«¡Me cago en todo lo que se menea!».
—Esta noche les echo un vistazo —dijo Mabel con los ojillos brillantes.
Me miraron a mí. Fingí una sonrisa como si estuviera de acuerdo.
—¿Y no le importa pagar para que le echen un polvo? —volvió a hablar
Mabel, que continuaba royendo su barrita energética.
—¿A Belén? Para nada. Ella es superabierta para esas cosas. Si le pica,
busca a alguien para que le rasque, y asunto arreglado. No tiene ningún
problema. —Alicia bebió un poco de café—. Malo es que esté pensando ir al
Templo del Placer… Claro que, visto lo que hay allí, yo también iría si mi
cuenta corriente no estuviera en números rojos, aunque quizá empiece a
ahorrar para pasar un ratito con Víctor o con Álex. Follar con ellos tiene que
ser la hostia.
Apreté de nuevo los dientes. Joder, me iban a saltar en pedazos. ¿Por qué
me molestaban tanto aquellos comentarios? ¿Acaso se me había olvidado a
qué se dedicaba Álex? ¿Acaso no era consciente de que lo mismo que estaba
hablando Alicia lo estarían hablando decenas de mujeres más? ¿Acaso creía
que solo tenía citas conmigo?
Aquellos pensamientos me produjeron una opresión en el pecho. ¿A qué
venía esa reacción? ¿Estaba tonta o qué?
—Voy a seguir trabajando —dije.
Necesitaba urgentemente salir de allí. La salita parecía haber encogido
unos metros y no tener suficiente oxígeno para las tres. Además, tenía que
dejar de escuchar a Alicia o acabaría haciendo una locura. A ella y a su
amiguita Belén, que sin conocerla me caía fatal.
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Capítulo 69
Adriana
Entré en casa, colgué el bolso de mala manera en una silla y me dejé caer en
el sofá con un resoplido, como si llevara algo tremendamente pesado cargado
en los hombros y lo acabara de soltar.
Al oírme, Julia salió de la cocina. Giré el rostro y la miré con rostro de
funeral.
—¿Y esa cara? —me preguntó, secándose las manos con un paño.
—Nada —respondí.
—He invitado a las chicas a casa para tomar un aperitivo y empezar a ver
la serie esa que se estrena hoy en Netflix, el remake moderno de Las Chicas
de Oro. Están a punto de llegar.
—Genial —dije.
Me apetecía un montón ver a María y a Carla y pasar un rato juntas,
contar cuatro bobadas, echarnos unas risas, arreglar el mundo…, pero mi voz
no sonó muy entusiasta.
Julia se acercó hasta el sofá y se sentó a mi lado.
—Cuéntame qué te pasa —dijo, echándose el paño al hombro.
Erguí la espalda y fruncí los labios.
—Estoy… cabreada.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—No lo sé —dije.
—¿Se puede estar cabreada y no saber el motivo? —preguntó Julia.
—Hoy en el trabajo Alicia ha comentado que una amiga suya está
pensando ir al Templo del Placer —comencé a decir después de una pausa
muy larga.
—¿Y? Todos los días van mujeres al Templo del Placer.
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—Alicia estuvo viendo los perfiles en la página web y le encantó Álex,
entre otros. ¿Te acuerdas del que te gustó a ti? —dije.
—Sí, el andaluz. Un puto bombón —ronroneó Julia, haciendo memoria.
—Ese también le gusta.
—¿A quién no?
—Pero es a Álex, el escort que ha recomendado a su amiga. Si al final se
anima a ir al Templo del Placer…
—Y eso te molesta —afirmó Julia.
—No… Sí… Joder, no sé…
No os podéis imaginar qué cacao tenía en la cabeza.
—Me has dado todas las respuestas posibles, pero a juzgar por la cara que
traes y por todos los años que te conozco, me quedaré con el «sí». Te molesta.
Te molesta mucho.
Me pasé las manos por el pelo y resoplé.
—Me pisa las tripas que otras mujeres puedan tener al alcance a Álex solo
con pagar.
—Bueno…, al alcance, al alcance… Cobra cuatrocientos euros la hora
—dijo Julia con un matiz mordaz en la voz.
Sacudí la cabeza.
—Ya me entiendes… —murmuré.
—Te entiendo, cielo. Te entiendo muy bien…
En ese momento sonó el timbre.
—Son las chicas —anunció Julia.
Se levantó del sofá y fue a abrir. El murmullo de sus voces comenzó a
llenar el piso.
—Hola, Adri —me saludaron al entrar en el salón.
—Hola, chicas —respondí.
Julia se apoyó en el marco de la puerta.
—Tenemos un código dos —dijo.
María y Carla intercambiaron una mirada cautelosa.
—¿Un código dos? —repitió María.
—¿Quién está celosa? —dijo Carla, traduciendo el número del código.
Julia apuntó en mi dirección con la barbilla. María y Carla se volvieron
hacia mí, que en ese momento las miraba con el ceño fruncido. ¿Yo celosa?
¿Estaban locas?
—¿Por Pía? —planteó María.
—No —se adelantó a decir Julia, respondiendo por mí.
—Yo no estoy celosa —refunfuñé.
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Pero tenía una desagradable sensación en el estómago desde que había
oído hablar a Alicia en la cafetería que se parecía mucho a los celos.
Tres pares de ojos se calvaron en mí.
—¿Álex? —Se atrevió a romper el hielo Carla.
—No me jodas que te has encoñado con Álex… —dijo María.
Me levanté del sofá, inquieta por lo que sobrevolaba encima de las
palabras de las chicas.
—No me he encoñado con nadie —atajé con indignación, ignorando las
caras interrogativas de mis amigas.
—Yo creo que sí —se adelantó a decir Julia, que se mantenía apoyada en
el quicio de la puerta.
La fulminé con la mirada. No me podía estar encoñando con Álex. Sería
la mayor estupidez de mi vida.
—No diré que me extraña —comenzó Carla—, porque bueno… con lo
que nos has contado de él, es para jurarle amor eterno —bromeó—, pero no
tiene ni pies ni cabeza. Es un escort —añadió más seria.
—Ya sé que es escort, ya sé que no tiene ni pies ni cabeza —dije.
Pero parece que algunas partes de mi cuerpo no lo tenían tan claro.
—Pero entonces, ¿te gusta? —me preguntó María.
—No lo sé… Lo único que sé es que me jode que otras mujeres puedan
estar con él —reconocí—. Hoy en el trabajo Alicia nos ha comentado que una
amiga está pensando ir al Templo del Placer. Ella ha visto los perfiles en la
web y el de Álex le ha encantado, y le ha dicho a su amiga que le elija a él, y
cuando lo he oído me han entrado ganas de arrancarle la cabeza. Hay muchos
más Maestros del Placer, ¿por qué tiene que ser Álex? Joder, que le
recomiende otro —dije, mostrando ya abiertamente mi enfado.
Las chicas se miraron entre ellas.
—O sea, que estás celosa —afirmó Carla.
Dejé caer los brazos y suspiré ruidosamente, rindiéndome a lo que estaba
sucediendo.
—Supongo —respondí a media voz.
Me senté de nuevo en el sofá.
—Sería fantástico que te ilusionaras con otro tío, porque así sacarías a
Iván de tu cabeza de una puta vez. —Julia se enderezó y entró en el salón—.
Pero no si ese tío es un escort.
Me mesé el pelo con las manos.
—Solo a mí me podía pasar pillarme por el escort al que me estoy tirando
—dije—. Con el que nunca me he besado y al que no he visto la cara. Joder,
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soy patética.
Me hundí en el sofá como si quisiera que me engullera y así desaparecer.
—No digas esas mierdas, Adri. No eres patética. Te has colgado un poco
por Álex. Es normal. Es un tío muy intenso y está como un tren —intervino
Carla—. Pero eso no significa que estés enamorada de él ni nada de eso. Se te
pasará en cuanto dejes de verlo. ¿No os pasa a veces con un actor o cantante?
Lo admiramos como bobas mientras están de actualidad, pero luego se pasa
—agregó—. A mí me ha ocurrido con Henrry Cavill, con Chris Hemsworth y
con Adam Levine, el cantante de Maroon 5. Bueno, con Adam Levine hasta
Sebas se llegó a mosquear conmigo por la perra que cogí.
—Yo me acuerdo —confirmó María—. Es que te dio buena con él… Te
pusiste muy cansina.
—Bueno, tú babeabas cosa mala por Jennifer Lawrence —apuntó
Carla—. Te recuerdo que veías la trilogía de Los Juegos del Hambre en bucle.
—Es verdad, pero es que esa tía es una puta diosa —comentó María con
una sonrisa pícara dibujada en los labios.
Las tres rieron.
—Eso es lo que te está pasando a ti. —Carla se dirigió a mí—. No creo
que debas preocuparte.
Por lo más sagrado esperaba que Carla tuviera razón, y que lo que sentía
por Álex estuviera dentro de una especie de fenómeno fan, por llamarlo así,
porque era un hombre impresionante, se le mirara por donde se le mirara, y no
que se estuviera encarrilando hacia algo más serio, porque si no me estaría
metiendo en un problema de narices.
Me incorporé.
—Me voy a duchar, con este bochorno y el calor que pasamos horneando
los cupcakes estoy pegajosa —dije.
—Vale —dijo Julia—. Nosotras vamos preparando el aperitivo.
Asentí, cogí el bolso de la silla y me fui a mi habitación. Dejé el bolso
sobre la cama y busqué en el armario algo cómodo que ponerme.
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Capítulo 70
Adriana
Página 292
Álex, me las había hecho cuando se había agarrado a mi culo para enterrarse
en lo más profundo de mí.
Joder.
Pasé mi mano por encima, acariciando los puntos donde coloreaban mi
piel, y sonreí casi de forma involuntaria recordando el momento exacto en el
que Álex había hundido sus dedos en mi carne. Tuve que frenar en seco mis
pensamientos porque me estaba poniendo como una moto solo con pensarlo,
y si seguía por ese camino no me quedaría otra opción que tener que
masturbarme para que se me pasara el calentón. Inoportunos calentones que a
menudo me tenían tocándome todo el rato.
Me gustaba el sexo duro con Álex, pensé mirando las marcas otra vez. Ya
lo creo que me gustaba. Había sido una de las mejores experiencias sexuales
desde que lo conocía.
Acabé de darme la crema hidratante por el resto del cuerpo, me vestí con
unos pantalones vaqueros cortos y una camiseta básica, y me reuní con las
chicas en el salón. Lo tenían ya todo listo encima de la mesita auxiliar para
ver el estreno de la versión moderna de la mítica serie Las Chicas de Oro, y
de la que tanto se estaba hablando en redes sociales. Julia se había encargado
de hacer un tentempié para un regimiento, con sándwiches, saladitos,
empanada de hojaldre, encurtidos, queso, jamón serrano, y todo acompañado
de unas cervezas fresquitas, que se agradecían más que otra cosa con los
cuarenta grados con los que seguía castigando el verano a Madrid.
—¿Estás mejor después de la ducha? —me preguntó María.
Me senté en el sofá junto a Carla, que me hizo un hueco, ya que era
biplaza.
—No sé… Me sigue sin hacer gracia que Álex esté con otras mujeres
—dije.
Me estiré para coger un trozo de empanada. Al inclinarme hacia la mesa,
se me subió la camiseta.
—Adriana, tienes un moratón en la nalga —observó Carla.
Noté que las mejillas me ardían.
—Sí, ya… —titubeé como una idiota.
Miré a Julia de soslayo. Era con ella con la que había hablado de la
posibilidad de tener sexo duro con Álex y la primera que se daría cuenta de
que aquel cardenal (uno de los cinco que tenía en total), era debido
precisamente a que al final me había decidido a confesarle mis fantasías.
—¿Por qué te has puesto roja? —inquirió María con los ojos entornados.
Mi puto rubor y su manía de aparecer cuando no se le requiere.
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—¿Ese moratón tiene algo que ver con tu noche de sexo con Álex? —me
preguntó Carla, dando un bocado a un saladito.
De nada serviría mentir. Además, ¿para qué iba a mentir a las chicas?
Ellas no iban a hacer juicios de valor ni a calificarme de nada.
—Sí, tengo otros cuatro más en la misma nalga. Son las marcas de los
dedos de Álex —respondí, y en mi voz había algo de orgullo, algo de
satisfacción de tener esas marcas ahí, recordándome a Álex. (Como sin ellas
no pensara en él ya bastante).
—¡La madre que os parió a los dos! —soltó María—. Vosotros folláis
como dos putos animales —rio.
—¿Con tanto ímpetu te agarra? —dijo Carla.
—Sí, ya os he dicho que es muy… intenso.
—No quiere que te escapes —se burló Julia, mirándome por encima de su
botellín de cerveza.
No pude más que echarme a reír.
—Así que os va fuerte, ¿eh? —murmuró María.
Di un bocado al trozo de empanada que tenía en la mano.
—Estamos probando… —dije un poco avergonzada.
—Yo he tenido sexo duro un par de veces y la verdad es que es algo que
pienso repetir, si encuentro una buena candidata, claro —dijo María.
—¿Con quién fue? —curioseó Carla.
—Con Nuria.
—¿La veterinaria pelirroja?
—Sí. Me lo propuso ella y fue una pasada. Primero la dominé yo a ella y
después ella me dominó a mí.
—¿Y qué te gustó más? —preguntó Julia.
—Ambas. Me lo pasé bomba y tuve unos orgasmos de esos que te sacan
de la estratosfera.
—Aquí la que tengo fama de perra soy yo, pero resulta que a vosotras os
va también el bambo de cojones —dijo Julia entre risas.
—Unas tienen la fama y otras cardan la lana —dije, tirando de refranero
español mientras le guiñaba un ojo.
Todas nos echamos a reír.
Huelga decir que lo dijo de broma. Julia era la rompecorazones del grupo
y a nosotras nos encantaba la vida que llevaba. Se tiraba al tío que quería y de
la manera que quería. Era poco amiga del romanticismo y de las florituras de
este y le gustaba el sexo sin compromiso, sin ataduras, sin implicaciones
sentimentales de ningún tipo. A mí, en más de una ocasión, me gustaría ser
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como ella. Del grupo, es la que menos quebraderos de cabeza tiene con el
género masculino —o femenino en el caso de María—. Más bien es ella la
que los provoca en los tíos, porque Julia siempre les deja con ganas de más.
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Capítulo 71
Álex
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en la encimera—. Ya sabes…, acompañarla a algunos compromisos; un
cóctel, una fiesta, una charla degustando un buen vino, unos cuantos polvos
de esos de campeonato… Pagaba muy bien y la tía no estaba nada mal, así
que no me lo pensé dos veces —me explicó.
—Estás hecho un máquina —dije, abriendo mi botellín.
Víctor sonrió.
—Hay que aprovechar las oportunidades bien pagadas. Y tú, ¿qué tal?
¿Has vuelto a ver a esa chica de la que me hablaste? —me preguntó, después
de dar un sorbo de su cerveza.
Alargué el brazo hacia él con un plato de jamón serrano que había estado
loncheando meticulosamente antes de que llegara.
—Sírvete —le dije.
Cogió una loncha y se la llevó a la boca.
—Dios, esto está de vicio —comentó, relamiéndose.
Creo que los ojos se le dieron la vuelta dentro de las cuencas.
—Pata negra, cien por cien ibérico —dije, apuntando al jamón que
descansaba en el jamonero que tenía en la mesa situada al otro lado de la
cocina—. Esto es comida de dioses —bromeé.
—Ambrosía pura —dijo Víctor, tomando otra loncha—. Entonces, ¿qué?,
¿has vuelto a ver a esa chica? —Se la metió en la boca.
—Sí, ayer estuve toda la noche con ella —respondí, dando un trago de mi
Samichlaus.
Moví con la cuchara de palo las gambas al ajillo que estaba preparando
para llevarnos algo a la boca mientras veíamos el partido.
Víctor se recostó en la encimera.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Qué te pasa con esa chica?
Aparté los ojos de la sartén y le miré mientras me limpiaba las manos a un
paño.
—No lo sé, Víctor —contesté sinceramente, echándome el trapo de cocina
al hombro—. No tengo idea de qué me sucede con ella. Me comporto como si
tuviera quince años. La miro mientras duerme como si fuera idiota, ¿sabes,
tío? Simplemente la miro. Sin hacer nada, sin ni siquiera atreverme a respirar
por miedo a que se despierte. Me gusta estar con ella; es divertida, es
inteligente, es sensible… —Me encogí de hombros—. Es diferente a lo que
conozco.
—Esa chica está empezando a importarte, Álex —me dijo Víctor.
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Lo miré con el ceño fruncido, verdaderamente desconcertado.
¿Importarme? ¿Qué coño significaba eso? Siempre he vivido demasiado hacia
dentro, sin dejar que nadie se acercara mucho, sin dejar que nadie me
importara lo suficiente, porque las cosas que te importan te vuelve vulnerable
a ellas.
—Si no, ¿por qué te tomas tantas molestias por ella? ¿Es solo por sexo?
—lanzó al aire.
—Entre nosotros hay una química sexual brutal —apunté como excusa—.
Para ella todo es un descubrimiento y a mí me encanta enseñarle todas esas
cosas que creía saber. Con ella más que con nadie soy un Maestro del Placer.
Víctor detuvo el botellín de su Samichlaus a unos centímetros de los
labios.
—Ten cuidado, Álex, no hay droga más peligrosa que la química sexual,
porque a veces te lleva a otras cosas sin que te des cuenta…
Sonreí con sorna.
—¿No me estarás hablando de amor y esas pijotadas? —dije con
incredulidad.
Víctor se limitó a alzar los hombros, dejando en el aire la respuesta. Pues
sí, se estaba refiriendo al amor y esas pijotadas. Y me lo estaba diciendo a mí,
que el amor me parecía poco menos que una absurdez. Un truco de la
naturaleza para facilitar la reproducción.
—No me estoy pillando por Adriana —dije con aires de suficiencia—.
Simplemente me cae muy bien y, como ya te he dicho, me encanta follarla.
Nada más. No necesito una relación, Víctor. ¿Tú sabes la cantidad de
problemas que me traería?
—Sí, puedo hacerme una idea. Mi novia me dejó cuando entré a trabajar
en el Templo del Placer.
Me giré y me puse a mover de nuevo las gambas al ajillo.
Desde luego había cosas que me estaban sucediendo que no entendía.
Daba a Adriana un trato que no utilizaba con mis otras clientas, pero eso era
porque me caía bien y porque había en ella un punto de vulnerabilidad que me
incitaba a protegerla como si fuera una hermana pequeña. Por eso no me
hacía ni puta gracia que el imbécil de su exnovio tuviera capacidad para
amargarle el día si se lo encontraba en un centro comercial. Era un gilipollas
si había engañado a Adriana con una amiga. ¿Qué tipo de hombre hace algo
así?
Pero de ahí a hablar de algo más serio había un mundo. No niego que
pudiera estar encaprichado o encoñado; había muchas cosas de ella que me
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gustaban y otras que me sorprendían, pero no era amor, ni mucho menos, y
tampoco dejaría que lo fuera, si hubiera la más mínima sospecha. Una
relación era algo que estaba fuera de mis planes; una complicación en mi vida
que, desde luego, no quería.
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Capítulo 72
Adriana
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Al principio pensé que lo de ir sin bragas era un poco locura. Jamás se me
había ocurrido ir sin ropa interior fuera de casa, ni dentro tampoco. Después
pensé que era parte del juego que nos traíamos Álex y yo, y empecé a
encontrarlo muy sexy, aparte de muy excitante. Sería nuestro secreto.
Hacía un calor casi sofocante, así que no corría peligro de pillarme una
cistitis por hacerme la valiente llevando el chichi al aire.
Para no pecar de indiscreta y evitar posibles malos ratos, me puse una
falda tubo de color negro con un largo hasta las rodillas y una camisa sin
mangas fucsia, que metí por dentro. Con el taconazo, unos zapatos de salón
del mismo tono que la camisa, parecía la ejecutiva de una empresa de esas
cuyas oficinas se emplazan en AZCA. No estaba mal el look, pensé, cuando
me eché un último vistazo en el espejo antes de salir de la habitación.
Julia estaba libre, no había quedado con ningún churri ni tenía que hacer
reportajes intempestivos, así que se ofreció a llevarme al Templo del Placer
en el coche.
—Estás cañón, nena —me dijo cuando me vio, guiñándome un ojo—. No
me extraña que Álex reserve toda la noche para ti sola. Estás para hacerte mil
cosas.
No pude evitar reír. Julia tiene una especie de don para animarte y, si te
descuidas, a veces hasta para sacarte los colores.
—Hoy no vamos a poder estar toda la noche. Álex tiene… que atender un
servicio después —dije.
Julia me miró.
—Y a ti no te hace ni puta gracia —observó.
Hice una mueca.
—Ninguna.
—¿Estás celosa?
Tenía tiempo, así que me dejé caer en el sofá, resoplando.
—Sí, negarlo a estas alturas es una tontería. Antes no me importaba, pero
desde que oí a Alicia decir que una amiga suya estaba pensando ir al Templo
del Placer y que le había recomendado que eligiera a Álex no me gusta pensar
que se folla a otras, por mucho que sea su trabajo y que sea solo sexo —me
sinceré.
—¿Te gusta Álex? Y no me refiero a lo que salta a la vista, que ya ves que
le gusta hasta a María, y ella tira al otro palo.
Solté una risilla.
—Creo que sí. No estoy enamorada ni nada de eso —dije en tono más
serio—. Se necesitan más que unas cuantas sesiones de excepcional sexo para
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enamorarse de una persona, pero sí que me gusta de una forma distinta a la
que me gustaba cuando elegí tener cita con él. Ya no es solo físico. Álex es
especial. Es culto, es inteligente, es divertido, me hace reír, me escucha…
—Le gusta el jazz —apuntó Julia.
—Para más inri —sonreí—. El cabrón es perfecto, por fuera y por dentro
—añadí.
—Adri, debes tener cuidado —me advirtió Julia.
Y yo bien lo sabía. Tenía la sensación de estar adentrándome en terreno
pantanoso.
—Lo sé. —Me mordisqueé el labio por dentro. Hice una pausa—. He
pensado en dejar de ir al Templo del Placer, pero tendría que darle
explicaciones a Álex y no cualquier excusa le valdría, es un tío que cuando
quiere algo, insiste hasta conseguirlo, y yo no necesito mucho para que me
convenza, la verdad —sonreí—. Ya viste el sábado que me sacó de casa a las
tantas de la noche y me mandó un uber para que viniera a recogerme.
—Es de los hombres acostumbrados a conseguir lo que quieren.
—Nos quedan dos citas más hasta consumir el bono que me regalasteis, y
después… se acabó. —Me quedé un rato pensativa—. ¿Sabes qué es lo más
curioso?
—¿Qué?
—Que no nos hemos besado nunca en la boca. Bueno, yo el otro día le
besé en los labios cuando estaba dormido.
Julia se echó a reír.
—Como una adolescente —dijo.
—Igual —sonreí otra vez—. Pero es que no pude evitar la tentación.
—Me pongo en tu lugar y te entiendo.
—Me encantaría que me besara —confesé—. Y me encantaría verle el
rostro.
—Yo le hubiera arrancado ya la máscara a mordiscos —bromeó Julia.
Estallé en una risotada.
—Conociéndote, te creo. —Miré el reloj—. Será mejor que nos vayamos
o llegaré tarde —dije.
Julia se levantó del sofá.
En el trayecto hasta el Templo del Placer, me dio un consejo.
—Como siempre te digo: disfruta mucho de estas últimas citas que te
quedan con él, folla todo lo que puedas, córrete todo lo que puedas, pero no te
pilles, Adri. No creo que salieras bien parada.
Asentí en silencio, agradeciendo su sinceridad.
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—Tranquila, mantendré los pies en el suelo —dije.
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Capítulo 73
Álex
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Me giré y me fui a uno de los salones donde los escorts esperamos a que
la clienta esté en nuestra habitación.
Los minutos pasaron lentos y pesados como no se me habían pasado en la
vida. Me había resistido como buenamente había podido para no enviarle un
WhatsApp entre semana diciéndole que adelantara la cita, que tenía ganas de
follarla. ¿En serio yo mandándole un mensaje a una clienta para decirle que
tenía ganas de follarla?
Me comí las ganas de enviarle el WhatsApp y las ganas de follarla, pero
no lo hice pacientemente. La paciencia no es mi punto fuerte. Y no encontré
nada en lo que distraerme para matar los días; ni gimnasio, ni libros, ni jazz,
ni Samichlaus con Víctor… lo único en lo que me quería distraer era en una
rubita con cara de muñeca.
Me levanté y paseé por el salón, iluminado por unas lamparitas de
distintos tamaños que había sobre una mesa situada en un rincón. Me
entretenía contemplando las vistas cuando la puerta se abrió a mi espalda. Me
di la vuelta.
—Álex, Adriana está en tu Pleasure Room —anunció Ana, con la mano
apoyada en el pomo.
—Gracias —dije.
Me ajusté convenientemente la capa con la que ocultaba el atuendo que
llevaba debajo y me dirigí a mi habitación. Frente a la puerta me tomé unos
segundos para respirar y recomponerme del mal humor que me había
provocado tanta impaciencia.
Introduje la tarjeta-llave en la ranura, giré lentamente el pomo y abrí la
puerta.
Y allí estaba Adriana, contemplando concentrada las fotografías de Ralph
Gibson que colgaban de las paredes, recorriéndolas con sus preciosos ojos
castaños. Se giró hacia mí con una sonrisa prendida en los labios y me di
cuenta de que la espera (cualquier espera por ella) merecía la pena. Ya lo creo
que la merecía. Iba vestida con una falda tubo por las rodillas, marcando sus
curvas hasta el infarto y una camisa de color fucsia sin mangas. Taconazo de
vértigo para estilizar las piernas y volverme loco. Me pregunté si finalmente
se habría atrevido a ir sin bragas, y solo pensarlo hizo que mi polla se agitara.
Por Dios, ¿qué me pasaba con esa chica?
—Son de Ralph Gibson, un fotógrafo estadounidense que aprendió
fotografía en la marina —dije, avanzando hacia ella.
—Me quedé con su nombre uno de los días que he estado aquí para buscar
información de él, porque sus fotografías me encantan desde que las vi. Son
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ensoñadoras, misteriosas y muy inspiradoras, como si pidieran ser
acariciadas, pero entre los estudios y el trabajo no he tenido mucho tiempo
—explicó.
Su opinión acerca de las instantáneas de Ralph Gibson me sorprendió,
porque parecía que sabía de lo que hablaba. La mayoría de las mujeres que
pasaban por la Pleasure Room ni siquiera se fijaban en lo que había colgado
en las paredes.
—¿Te gusta la fotografía? —le pregunté.
—Me gusta el arte en general. De hecho, estudié Historia del Arte
—matizó con los ojitos brillantes, metiéndose un mechón de pelo detrás de la
oreja—, y por extensión me gusta la fotografía.
Y para terminar de ponérmela dura le gustaba la fotografía y era
apasionada del arte. Estupendo.
—¿En qué trabajas? —le pregunté.
—¿Puedo hablar de mi vida privada? —me preguntó a su vez, mirándome
de reojo con una sonrisilla.
—Tú sí, yo no debo hacerlo —respondí.
—En una cafetería de cupcakes —contestó. Alcé las cejas. No esperaba
esa respuesta—. Es algo temporal, mientras me preparo las oposiciones para
conservador de museos y comisario de galerías de arte —explicó—. No es
fácil encontrar trabajo con una carrera como Historia del Arte.
—Tuviste los cojones de estudiar lo que querías, aun sabiendo que tiene
menos salidas que otras carreras. Eso es muy valiente —comenté.
Hizo una mueca con los labios.
—A mis padres no les hizo gracia y tampoco lo vieron como un acto de
valentía. Ellos preferían que hubiera estudiado Derecho o Económicas…
Algo que me tuviera sentada cómodamente en un despacho o en una oficina,
en su defecto.
Esbocé una sonrisa algo indulgente.
—Eso es lo que todos los padres quieren para sus hijos —dije.
Giró el rostro y me miró. Juraría que tenía en la punta de la lengua alguna
pregunta con respecto a mis padres y a mi profesión, pero en el último
momento se arrepintió de formularla.
—Sí, supongo… —repuso—. Para que me dejaran estudiar Historia del
Arte les prometí que buscaría un empleo y que trabajaría al mismo tiempo que
me sacaba la carrera.
Adriana tenía tesón, eso sin duda, y una personalidad arrolladora. Un tipo
como yo cree un poco más en la humanidad cuando me encuentro a personas
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con principios, que persiguen sus metas, aunque estas estén fuera de los
márgenes de los convencionalismos o de lo práctico. Adriana había confiado
en su criterio y se había hecho cargo de las consecuencias. Pocos se atrevían a
tanto.
—Estoy seguro de que conseguirás todo lo que te propongas —afirmé,
convencido de ello—. Las personas como tú lo hacen.
—Gracias —dijo al tiempo que asentía.
Devolvimos la atención a las imágenes de Ralph Gibson.
—Ralph Gibson tiene varios libros publicados —hablé de nuevo, tratando
de ignorar las sacudidas que seguía dando mi polla—. Los más conocidos
forman una trilogía llamada Trilogía negra compuesta por The Somnambulist,
Déjà vu y Days at Sea.
—¿Toda su fotografía es erótica?
—No, sus temas son muy variados. Pero si te gusta su fotografía erótica te
recomiendo su colección Nude, es un auténtico regalo para la vista.
—Los veré —dijo con una sonrisa de satisfacción—. Gracias por la
recomendación.
—Un placer —dije.
Me quedé unos instantes pensando. Yo podría prestárselos o regalárselos.
Eran ediciones de coleccionista en la que cada libro costaba alrededor de 750
euros, y no creo que Adriana pudiera desprenderse de esa cantidad de dinero
por unos libros de fotografía, por muy buenos que fueran.
Y hablando de fotografía…
Jugué con la idea de tenerla delante del objetivo de mi cámara, posando
desnuda para mí. Con esa exquisita sensualidad que solo había visto en ella,
que solo ella poseía. Reflejando su fragilidad y su fortaleza a través de cada
disparo, como cuando la miraba mientras dormía; con una pierna por encima
de la sábana, el brazo descansando a un lado del rostro, mostrando un pecho
mientras el otro se mantenía misteriosamente escondido entre la tela de satén
de la sábana…
—¿Estás bien? —me preguntó con voz dulce, al advertir el silencio en el
que me había sumido.
Pestañeé un par de veces volviendo en mí.
—Sí —contesté.
—¿Por qué me miras así? —dijo.
Sonreí débilmente.
—Por nada, nena —susurré.
Pero sí, la miraba por muchas cosas. Por muchas. Por demasiadas, quizá.
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Capítulo 74
Adriana
Álex me miraba de una forma que no supe explicar entonces y que no sabría
explicar ahora. No era de un modo lascivo o lujurioso, como otras veces; con
esa hambre de mí que dejaban traslucir sus intensos ojos verdes. No, era una
mirada más bien contemplativa, incluso curiosa, como yo miraba las
fotografías de Ralph Gibson cuando él entró en la habitación.
Estaba raro, con aire taciturno, o esa es la impresión que me dio; muy
pensativo, muy metido para dentro, muy suyo. Parecía estar lejos, muy lejos
de allí, ensimismado en sus pensamientos. Nunca fui capaz de averiguar qué
pasaba por su cabeza cuando me miraba como si nunca hubiera visto a una
mujer. Precisamente él… De risa, ¿verdad?
Se acercó a mí. Llevaba una capa negra larga que le llegaba hasta los pies
y que, ¡válgame Dios!, me puso a tono en menos de lo que canta un gallo. Le
daba un toque aún más misterioso y morboso de lo que ya le aportaba la
máscara. Bienvenido de nuevo morbo, ¿dónde has estado todos estos años de
atrás?
—Hoy todavía no te he dicho que estás increíble —dijo susurrante,
sacando ese lado gentleman que tenía.
Ladeé la cabeza para recibir un beso en el cuello. Álex se quedó unos
segundos pegado a mi piel. No os hacéis una idea de cómo me gustaba ese
beso de bienvenida que además hacía de pistoletazo para el inicio del juego.
—Gracias —musité.
Su mano derecha fue subiendo por mi muslo mientras deslizaba la falda
hacia arriba. Cerré los ojos y me abandoné a su sensual caricia. Necesitaba
tanto que me tocara… Sentir sus enormes manos sobre mi cuerpo.
—Eres una buena chica —sonrió satisfecho en mi oído, al comprobar que
no llevaba bragas, como él me había pedido.
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Sus dedos se colaron habilidosamente hasta mi sexo desde atrás y
comenzaron a juguetear con él.
—Abre las piernas —me pidió—. Me gusta hacer las inspecciones
cómodo —añadió burlón.
Con la falda ya en la cintura, di un paso lateral y separé las piernas. Álex
siguió acariciándome, paseando su dedo corazón entre los pliegues y rozando
en el recorrido el clítoris.
¡Por Dios!
—Me encanta humedecerte de esta manera, nena.
Gemí. Su voz tremendamente sexy susurrada en mi oído iba a hacer que
me corriera ahí mismo. Pero paró. Acercó las manos a su cuello y se desató la
capa sin dejar de mirarme. Yo tampoco podía apartar la vista de él mientras se
la quitaba. La capa cayó al suelo y por poco yo no me caí también. No se me
salieron los ojos de las órbitas de milagro. Álex estaba… IMPRESIONANTE.
Durante un segundo me faltó el aire, os lo juro. Llevaba unos pantalones
de cuero negro ajustados, marcando sus fibrosas piernas, las botas de montar
y en la parte del pecho un arnés en forma de H. Una tira cruzaba en horizontal
de lado a lado, mientras dos tiras verticales rodeaban los hombros. Era de
cuero negro, como el pantalón, y se ajustaba a su cuerpo mediante unas
hebillas plateadas.
—Álex… —susurré jadeante y algo ruborizada por la reacción que estaba
teniendo mi cuerpo.
Me humedecí tanto al verle así que un líquido cálido empezó a resbalar
por mis muslos.
Álex arqueó una ceja con aire malicioso. Sabía que me encantaba como
iba y que me estaba poniendo a mil. Y si le quedaba alguna duda, cuando
alargó la mano y tocó de nuevo mi entrepierna, se desvaneció por completo.
—Joder, nena, estás empapada —dijo con voz profunda.
No pude evitar volver a ruborizarme, por el modo tan bestia en que me
mojaba.
—Yo… Joder… —titubeé algo frustrada.
Me daba tanta vergüenza que apoyé la frente en su hombro para que no
me viera la cara, escondiéndome de él.
—¿Qué pasa? —me preguntó, acariciándome la espalda suavemente.
—Esto no es normal… —farfullé.
—¿Qué no es normal, nena?
—Cómo me pones… Joder, estoy chorreando.
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—¿Todavía no te has dado cuenta de cómo me pones tú a mí? —me
preguntó en tono bajo—. Mira… —Se apretó contra mí, dejándome notar su
erección, durísima en mi vientre—. Me duele de tanto como te deseo.
—Pero tú no corres el peligro de deshidratarte —dije con humor.
Me obligué a no hacer de aquello un puto drama. ¿Era tonta o me lo
hacía?
Álex se echó a reír y yo me uní a él. Separé la frente de su hombro y
levanté los ojos hacia su rostro, que estaba fijo en el mío. Me sujetó la cara
por la mandíbula, pero sin apretar los dedos y dijo:
—¿Qué hago contigo, Adriana?
No sé a qué se refería. Por el tono con el que pronunció las palabras, entre
serio y resignado, parecía una pregunta que se hacía más a sí mismo que a mí,
y que nada tenía que ver con lo que estaba sucediendo en ese momento, pero
yo le contesté, porque lo tenía muy claro.
—Follarme —dije.
Esbozó una ligera sonrisa y sin soltarme, tocó con la punta de su nariz,
cubierta por la máscara, la mía.
No pocas veces me pregunté a qué venían determinados gestos o frases.
Un roce en la nariz, como ese, un beso en la sien, una caricia en el pelo…, la
pregunta que acababa de formular, por qué me decía que lo estaba volviendo
loco… ¿Aquello también entraba dentro de su trabajo? ¿Era lo que tenía que
hacer? Yo creo que no, incluso creo que él, a ratos, ni siquiera era consciente
de ello. Álex no era especialmente cariñoso. Apasionado, sí, hasta la saciedad
y más allá, pero cariñoso no. Sin embargo, de vez en cuando, parecía que se le
escapaba o se le colaba un gesto tierno del que él mismo no era consciente.
Extraño, ¿cierto? O puede que solo fueran imaginaciones mías, que yo
fantasía tengo un rato. Fuera por lo que fuera, era mejor seguir el consejo de
Julia. No podía perder el suelo de vista.
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Capítulo 75
Adriana
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iba a utilizar en mi contra para matarme de deseo o de morbo, o de las dos
cosas.
Joder, qué tonta me ponía.
Lo vi dar media vuelta y alejarse hacia el armario. ¿Qué iría a coger?
Cuando regresó con unas esposas me dejé caer completamente sobre la cama.
Álex aún no me había tocado, no me había hecho nada, excepto jugar con mis
sentidos para hacer crecer mi morbo —algo que se le daba de maravilla—, y
yo ya intuía que no iba a durar mucho. Me iba a ir con unas pocas embestidas.
Se subió encima de la cama y se situó de rodillas entre mis piernas,
inclinándose sobre mí.
—Las manos —dijo.
Dejé de acariciarme. Álex me cogió las manos y las colocó por encima de
mi cabeza, después de dar con gusto un lametazo a los dedos con los que me
había tocado. Sonrió. Era verdad cuando decía que le gustaba mi sabor. Verle
lamer mis jugos era una de las cosas más excitantes, aunque ¿qué no era
excitante con él?
Lo sentí maniobrar por encima de mi cabeza mientras mis ojos se perdían
en el modo en que los músculos de su torso y de sus brazos se marcaban entre
el arnés con cada movimiento.
Cuando terminó, dio un fuerte tirón de las esposas para asegurarse de que
estaban bien amarradas a las abrazaderas que tenía el cabecero acolchado. El
sonido del metal chocando me produjo un escalofrío.
Álex se enderezó entre mis piernas. Me sobrecogió la forma en que me
miró. Entreabrí la boca para tomar aire y me mordí el labio inferior cuando se
bajó la bragueta del pantalón de cuero y se sacó la polla.
Mi sangre empezó a bombear con fuerza. Casi podía oír el glu glu a su
paso por las venas mientras se ponía un preservativo.
Confiaba en Álex, pero la idea de ser tan vulnerable me produjo un
pellizquito en el estómago. Estaba a su merced. Pensar que en ese instante
podía hacer conmigo lo que quisiera resultaba desconcertante y estimulante a
la vez.
—Me quedaría toda la vida mirándote, Adriana —dijo muy serio, con el
ceño ligeramente fruncido. Con el gesto aparecieron algunas arrugas de
expresión en su frente.
Aquella era una de esas veces que me descolocaba lo que decía, y más que
lo que decía, el tono en el que lo hacía. Después no hubo palabras ni
pensamientos coherentes. Solo sexo fuerte, salvaje.
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Álex tanteó mi entrada y se metió de un solo empujón, clavándose en mí
hasta dentro. Gemí mientras dejaba escapar el aire de mis pulmones. Sin
darme un respiro, la sacó casi entera para volver a asaltarme hasta el fondo.
Tiré de los brazos, pero las esposas me impidieron moverme. Se detuvo.
—Álex, sigue… —le rogué.
—Pídemelo.
—Sigue.
—Así no, mejor. Como a mí me gusta.
—Fóllame.
—¿Dónde están los buenos modales?
—Por favor, fóllame…
—¿Cómo quieres que te folle? —Su voz iba a hacer que me fuera sin
necesidad de nada más.
—Duro —contesté.
Sonrió de lado y me penetró con una embestida fuerte. Jadeé. Pronto el
ritmo se volvió frenético. Las caderas de Álex se movían hacia adelante y
hacia atrás sin descanso. La fuerza de las penetraciones provocaba un
golpeteo de las esposas contra las abrazaderas del cabecero, llenando la
Pleasure Room de un soniquete metálico.
Miré hacia el techo. En el espejo se entreveían nuestras figuras embebidas
en los claroscuros de la habitación, esbozando el retazo de una imagen como
las que fotografiaba Ralph Gibson. El cuerpo de Álex, vestido de cuero, con
las botas puestas, asaltando el mío una y otra vez hasta llevarme al séptimo
cielo. Me excitó tanto vernos follar que estuve a punto de correrme, pero no
quería dejarme ir todavía, quería alargar un poco más el placer y el momento.
Álex salió de mí con violencia, me dio la vuelta sin contemplaciones,
poniéndome bocabajo. Se inclinó y comenzó a morderme las nalgas. Sentir
sus dientes clavándose en mi carne hizo que me estremeciera. Fue subiendo y
me mordió los costados, la espalda, los hombros… Después puso su mano en
mi hombro y me empujó hacia su cuerpo a la vez que me embestía con fuerza.
—Ah, Dios… —gemí en alto.
Empujó uno de mis muslos hacia adelante para que flexionara la pierna y
así profundizar las acometidas. Arqueé la espalda cuando lo tuve de nuevo en
mi interior. Me cogió del pelo y tiró hacia un lado para que girara el rostro
hacia la pared donde estaba el espejo. Con la mano me sujetó la cabeza contra
el colchón impidiendo que pudiera levantarla.
—¿Ves cómo te follo? —jadeó con voz ronca, precipitándose como un
animal dentro de mí.
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—Sí —musité, sin apenas fuerzas en la voz.
—¿Lo ves? —repitió.
—Sí, joder.
Y también me vi abriendo la boca, buscando un poco de aire que llevarme
a los pulmones, mientras gemía, jadeaba, gritaba, sudaba y me retorcía debajo
del cuerpo de Álex, arrancándole todo el placer que pudiera darme.
—¿Y te gusta, nena? ¿Te gusta que te dé duro? —habló lentamente.
—Sí.
—¿Te gusta cómo te la meto hasta el fondo?
—Sí, Álex, sí… —jadeé desesperada.
Pasó el brazo por mi cintura y de un tirón me subió el culo, pero sin
dejarme levantar la cabeza, que seguía sujetando con su mano contra el
colchón.
—Me mata estar dentro de ti… —susurró, ralentizando el ritmo.
Metido hasta lo más profundo de mí, trazó círculos con las caderas, para
que su miembro rozara otras zonas distintas al saca-mete de las penetraciones.
—Más… —dije contra el colchón.
Transcurrido un rato empezó de nuevo a embestirme salvajemente entre
ruidosos jadeos. Estudié su expresión a través del espejo. Tenía los dientes
apretados y el ceño fruncido. Un par de mechones, húmedos por el sudor,
caían por su frente. Daba igual cómo se le mirara o desde qué ángulo, siempre
estaba buenísimo, y sexy, y masculino, y viril… ¿Era para volverse loca o no?
Cerré los ojos y me abandoné a todas las sensaciones que azotaban mi
cuerpo.
Noté que la respiración de Álex se aceleraba y supe que iba a correrse. Lo
hizo dos estocadas después con un alarido que llenó el aire. Bendita
insonorización que supuse que tenían las habitaciones.
—Mírame —gruñó jadeante mientras se deshacía dentro de mí.
Lo miré a través del espejo de la pared y vi como el placer golpeaba su
rostro.
Detrás fui yo. Abrí la boca y grité su nombre hasta casi quedarme afónica.
Él se echó sobre mí y empezó a mordisquearme, a chuparme y a lamerme a lo
bestia. Su boca me devoró entera, dejando un reguero de saliva sobre la piel
de mi cuello y mis hombros como testigo.
Una inmensa ola de placer estalló dentro de mi cuerpo, estremeciendo
cada terminación del sistema nervioso. Me contraje entera debajo del
imponente cuerpo de Álex mientras clavaba los dedos en el cabecero
acolchado.
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—Ha sido increíble… —ronroneé cuando pude recobrar el aliento.
Pero no hubo ningún comentario por parte de Álex, ningún beso en el
hombro, ninguna palabra, ninguna sonrisa. Nada. Se limitó a salir de mí y a
liberar mis manos de las esposas y, sin decir nada, se fue al cuarto de baño.
Aquella felicidad poscoital que aparece después de haber follado
satisfactoriamente como animales en plena época de apareamiento, se me
esfumó de la cara de un plumazo.
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Capítulo 76
Álex
Salí de Adriana, liberé sus muñecas de las esposas y de las abrazaderas del
catre de la cama y sin mediar palabra me fui al cuarto de baño. Me quité el
condón de un tirón, molesto, le hice un nudo y lo tiré a la papelera de mala
manera.
Apoyé las manos en la encimera de mármol negro del lavabo y alcé la
mirada hasta encontrarme con el reflejo de mi rostro en el espejo.
Maldecí mil veces.
Había querido besarla. Sí, mientras me la follaba como un puto animal,
había querido besarla. Quería comerle la boca; morderle los labios. Quería
morderle hasta los gemidos y absorber sus jadeos… Tuve que darle la vuelta
y colocarla bocabajo en la cama para dejar de ver su boca rosada
prometiéndome mil placeres, y finalmente no lanzarme a sus labios. Putos
labios.
Traté de recuperar los sentidos, sobre todo el sentido común, que parecía
haberse cogido vacaciones.
—¿Sabes lo que hubiera pasado si la hubieras besado? —me recriminé a
mí mismo, mirándome fijamente en el espejo.
Que había posibilidades de que me metiera en un lío de cojones.
—Lo tienes prohibido, imbécil —me recordé.
Las normas del Templo del Placer nos tienen terminantemente prohibido
besar a las clientas en la boca (aunque ese era el motivo que menos me
preocupaba en aquel momento, incluso el lío en el que me pudiera meter me
importaba una puta mierda), y aparte es una norma que yo siempre he
cumplido a rajatabla en los doce años que llevo como escort, incluso antes de
entrar a trabajar aquí. Jamás, en toda mi trayectoria, había besado a una
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clienta, ni había tenido ganas de besarla. Pero cuando estaba con Adriana todo
se desbarataba. Era como un jodido afrodisiaco para mí.
Había estado a punto de perder el control. ¿Cuándo había sido la última
vez que lo había perdido? Nunca, joder, nunca. Soy famoso por mi
autocontrol, mi resistencia y mi frialdad. ¿Qué coño me estaba pasando?
Gruñí frustrado. Me quité la máscara de un tirón y la lancé a un lado.
Aquellas reacciones no eran normales ni propias de mí. No me gustaban
un pelo, y menos gracia me hacía aún no poder detenerlas. Por más que lo
intentaba, no podía hacerme con ellas. Se me iban de las manos.
Me quité los guantes y me enjugué el sudor de la frente con el brazo.
Adriana estaba haciendo estragos en mi control.
Bajé ligeramente la cabeza y respiré hondo. Me quité el arnés del pecho,
las botas y los pantalones y me metí en la ducha. Apenas el agua comenzó a
deslizarse por mi cuerpo y ya estaba mi cabeza bombardeándome con las
imágenes de Adriana. Aquello era un puto infierno. Acababa de follármela y
ya tenía ganas otra vez.
Bufé y apreté los puños al ver que la sangre de todo mi cuerpo volvía a
concentrarse en mi polla. Con mala hostia y una maldición en la boca, di un
manotazo al grifo, haciendo que girara en redondo, y dejé que el agua fría me
templara el cuerpo.
Cuando salí del baño con la máscara de nuevo ocultando mi rostro y una
toalla enrollada en la cintura, Adriana estaba echada en la cama, con una
pierna estirada por fuera de las sábanas, el rostro de medio lado, mirándome
con una sonrisa luminosa y seductora. Cogí el móvil de encima de la mesa y
consulté si tenía algo. Lo volví a dejar sobre la mesa e inhalé profundamente.
—No puedes quedarte —le dije con voz seria. Una mezcla de sorpresa y
decepción cruzó su precioso rostro de muñeca—. Tengo que atender un
servicio que han contratado esta tarde a última hora.
Me sentí una auténtica mierda mintiéndole. Un cabrón, un hijo de puta.
Adriana no se lo merecía. Me costaba tanto mantenerle la mirada que aparté
los ojos de ella.
—No pasa nada —contestó. Me miró unos segundos con el ceño
fruncido—. ¿Estás bien? —me preguntó, al advertir mi cambio de actitud.
«No, joder, no. No estoy bien».
Y no lo estaba. Me desconcertaba lo difícil que me resultaba dejarla ir. Me
desconcertaba la forma en que perdía el control cuando la tenía cerca. Me
desconcertaba lo mucho que me gustaba follarla. Me desconcertaba las ganas
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que tenía de verla otra vez cuando ni siquiera se había ido… Me
desconcertaba y me preocupaba. Me preocupaba mucho.
—Sí —afirmé escuetamente, peinándome el pelo húmedo con una mano.
—Álex, ¿he dicho algo que te haya molestado? Si he…
—No, todo está bien —le corté—. No te preocupes. Es solo que estoy
algo cansado —me excusé tontamente.
Se mantuvo unos segundos en silencio, mirándome, leyéndome,
percibiéndome, quizá intentando descifrar qué había pasado para que la
tratara como si un rato antes no hubiéramos echado el polvo de nuestras
vidas, como si en las últimas citas no hubiéramos compartido risas, como si
no hubiera visto la tristeza en sus ojos mientras me hablaba del gilipollas de
su exnovio, como si no hubiéramos sido cómplices… Joder, cómplices. Eso
es lo que tenía con ella aparte de una química sexual brutal: complicidad. De
esa complicidad que existe o no existe entre dos personas, pero que no se
puede aparentar ni fingir, si no es real.
—Vale —musitó finalmente, sin hacer más preguntas ni alargar el
momento, aunque sé que no me creyó. Pero me lo iba a hacer fácil. Hasta en
eso era mejor que yo—. Me visto y me voy. ¿Puedo darme una ducha antes?
—preguntó—. Solo van a ser cinco minutos.
Asentí inclinando la cabeza.
—Sí, claro.
No quise mirarla (no me atreví, más bien) cuando salió de la cama y
recogió su ropa del suelo con timidez. Tampoco cuando atravesó la habitación
desnuda y con pasos inseguros para internarse en el cuarto de baño. Tenía
miedo de hacerlo. Tenía miedo de perder el control, abalanzarme sobre ella y
besarla hasta que los dos nos quedáramos sin aliento. En ese momento tenía
miedo de muchas cosas… De más de las que quería reconocer. Adriana me
debilitaba. Convertía mi cuerpo y mi mente en un caos, haciendo que perdiera
el control de todo.
Tenía que centrarme y para eso no debía tenerla cerca. No podía negar
que estaba agitando algo dentro de mí.
Mientras me ponía un bóxer limpio y el pantalón de uno de los trajes que
siempre dejaba en la habitación, escuchaba el agua de la ducha. Me imaginé a
Adriana empapada, enjabonándose la piel, y pensé en las veces que mis
manos habían recorrido su cuerpo bajo el agua tibia. Dios, tenía que
sacármela de la cabeza y de la piel.
Como dijo, tardó solo cinco minutos. Cuando la vi salir con la falda de
tubo, la camisa ajustadita y los zapatos de tacón, me acordé de que debajo no
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llevaba braguitas y la sangre volvió a tener intención de concentrarse en mi
entrepierna. Me levanté del sofá en el que la esperaba sentado y cogí su bolso
para dárselo.
—Gracias —dijo al cogerlo y colgárselo en el hombro.
Echó a andar hacia la puerta y yo la acompañé en silencio. Me adelanté un
paso y la abrí.
—¿Cuándo te viene bien que nos volvamos a ver? —me preguntó.
Los días de atrás yo insistía en volver a verla y la instaba a coger cita
conmigo lo antes posible para estar otra vez con ella, pero creí que lo más
sensato en ese momento era alejarla de mí durante unos días para poder
pensar con claridad.
Me rasqué la nuca con la mano.
—No sé… Tengo la semana bastante ocupada —mentí de nuevo y de
nuevo me sentí como una puta mierda. Pero era lo mejor. Sí, era lo mejor.
—Ah…, vale… —Intentó sonar despreocupada, pero pude ver su
decepción otra vez en sus ojos de Bambi al oír mis palabras—. Pues… ya nos
veremos —dijo.
—Sí, ya nos veremos —dije sin entusiasmo.
Tenía que guardar la compostura del modo que fuera, aunque me hiciera
quedar como un verdadero mamón, porque las ganas de cerrar la puerta de
golpe y empotrarla contra ella con un beso del que me encargaría que no
olvidara jamás, estaban volviendo a despertarse en mi interior. La miré.
Adriana dio un par de pasos cautelosos hacia mí, salvando la distancia que
nos separaba. Mis ojos la siguieron hasta que se detuvo delante de mí. Se
puso de puntillas y depositó un suave beso en mi mejilla a modo de
despedida. Un cosquilleo recorrió la piel de mi cara.
Me metí las manos en los bolsillos del pantalón para evitar tocarla.
—Adiós —murmuró.
Mi puto corazón comenzó a latir aceleradamente.
Quería besarla.
¡Dios, quería besarla!
Sujetar su cara entre mis manos y atrapar sus labios con los míos,
acariciarlos con mi lengua; probar su sabor, seguro que era tan delicioso como
lo era su piel o su coño… Hundirme en su preciosa boca y recorrer cada
recoveco hasta hacerle perder el sentido.
«Dios mío, necesito que se vaya. Ahora. O no respondo».
Apreté los puños dentro de los bolsillos y di un paso hacia atrás para
poner distancia entre nosotros.
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—Adiós —dije únicamente.
Adriana se dio media vuelta y salió de la Pleasure Room con la mirada
baja.
—Eres un hijo de la gran puta, Álex —mascullé cuando cerró la puerta
detrás de ella.
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Capítulo 77
Adriana
Me fui de la Pleasure Room sin tener ni puta idea de lo que había pasado y
con un mal sabor de boca de la leche. ¿Qué había provocado ese cambio de
actitud en Álex? De repente estaba bien y de repente… no. Así, sin más. ¿De
qué iba todo aquello?
Repasé unas mil veces mentalmente lo que había sucedido desde que
entró en la habitación mientras yo observaba las instantáneas de Ralph
Gibson, intentando escrutar qué podía haber dicho o qué podía haber hecho
que le sentara tan mal como para provocar en menos tiempo de lo que dura un
chasquido de dedos que me tratara como si no fuera más que una
desconocida. Ni siquiera el primer día se había comportado con tanta frialdad,
a pesar de ser una extraña.
No encontré nada en ninguno de los mil repasos que hice. Nada de nada.
Es cierto que le había notado raro a lo largo de la noche. Muy pensativo,
muy introvertido… Tal vez había tenido un mal día. Todos los tenemos. Días
que nos levantamos con el pie izquierdo y no queremos saber nada del mundo
ni que el mundo sepa nada de nosotros. Días en que lo único que nos apetece
es meternos en la cama, taparnos hasta las cejas y desaparecer…
La despedida fue lo más frío… Ni siquiera había insistido para que
cogiera cita con él como otras veces había hecho. Eso de que tenía la semana
bastante ocupada, no lo dudaba, pero era una excusa, claro. Una excusa para
quitarme de encima. Y eso sí que me puso la mosca detrás de la oreja. ¿Ya no
quería verme? Pasaba de llamarme y enviarme un uber a casa para que fuera
al Templo del Placer casi por imperativo categórico, a tener la semana
ocupadísima… Ese tipo de actitudes (rayando la bipolaridad) las esperaría de
cualquier chico que estuviera conociendo en circunstancias normales. Al que
hoy le interesas mucho y mañana no le interesas nada, y te da una patada en el
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trasero, porque ha conocido a otra chica, porque has dejado de atraerle o
simplemente porque lo que quería de ti ya lo ha obtenido. Es sucio, porque
hace añicos nuestras ilusiones, pero no podemos hacer la vista gorda y decir
que nunca nos ha pasado.
Aquí la cuestión es que Álex no era un chico al que «estuviera
conociendo», no teníamos una relación al uso. Él era un escort de lujo al que
yo había pagado para que me echara unos cuantos polvos. No debería haber
interés o desinterés por su parte. Tampoco por la mía. Cierto es que estaba
pasando algo por alto, y era que sí que había interés por su parte en mí más
allá de lo profesional. Fuera este propiciado por la química sexual que existía
entre nosotros, ahí estaba. Él mismo lo había dicho. Si hasta habíamos pasado
noches enteras juntos cuando yo solo había contratado la hora reglamentaria.
Pero quizá esa química se había esfumado por su parte y con ella se había
llevado el interés que tenía en mí, aunque a juzgar por el modo en que se
había corrido entre mis piernas parecía estar muy presente todavía. Otra
posibilidad era que fuera una de esas personas propensas a sufrir cambios
bruscos de humor.
Mientras esperaba a que el taxi me recogiera, algo debió de notar Gulliver
en mi cara, porque me preguntó en un tono con un matiz ya familiar:
—¿Todo bien?
Giré la cabeza hacia él.
—Sí —sonreí.
Pero no, no todo iba bien. Algo había dejado de ir bien esa noche.
—Me alegro —dijo.
Tengo que admitir que ese hombre me caía francamente bien. No sé si
porque el primer día que fui al Templo del Placer me brindó amablemente su
mano para ayudarme a subir las escaleras y no terminar en el suelo con algo
roto o torcido, porque siempre estaba atento a que subiera al taxi/uber sana y
salva, o porque todo lo que tenía de grande (porque era inmenso), lo tenía de
buena persona, o eso me decía mi sexto sentido.
—Su taxi, señorita —anunció, mientras yo toqueteaba distraída el móvil.
Bajó las escaleras conmigo y se adelantó un par de pasos para abrirme la
puerta del vehículo.
—Gracias —le agradecí como siempre que lo hacía.
Gulliver cerró la puerta cuando me subí al taxi y el taxista se puso en
marcha sin más ceremonia.
El tiempo que duró el trayecto hasta casa seguí rompiéndome la cabeza
pensando en la extraña actitud de Álex. Raro en mí eso de dar doscientas mil
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vueltas a las cosas, ¿verdad? Formulé cien hipótesis y otras cien teorías.
Todas malas y algunas también absurdas. Pero es que era una actitud que no
conseguí entender. Ni cuando me metí en la cama aquella noche después de
desmaquillarme y lavarme los dientes, ni tampoco cuando me desperté por la
mañana. No, no conseguí darle una explicación al porqué de su repentino
cambio de humor, y no hacerlo me dolía. Porque dejaba en el aire muchas
cosas, y todo lo que se queda en el aire siempre está rodeado de
incertidumbre, de dudas y a veces de culpa.
Tal vez me estuviera poniendo bastante metafísica, cuando la explicación
era más sencilla. Probablemente lo que le interesaba a Álex de mí, lo que le
daba morbo, lo que había llamado su atención era saber cuáles eran mis
fantasías sexuales, y una vez que se las había confesado y las había hecho
realidad, el interés se había desvanecido, como se desvanece el humo de un
cigarrillo.
Era un Maestro del Placer, su objetivo consistía en explorar la sexualidad
de las mujeres que contrataban sus servicios, que acudían a él, y conmigo ya
había cumplido su cometido. Si no, ¿qué otra explicación tenía su
comportamiento?
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Capítulo 78
Adriana
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polvo tiene el cabrón.
—No tienes arreglo —dije entre risas.
—Ni quiero tenerlo —comentó Julia.
Apoyó el vestido en la silla que había en mi habitación y se dejó caer a mi
lado en la cama.
—Cuéntame, ¿qué tal ayer con nuestro Dios griego Álex? —me preguntó,
levantando un par de veces las cejas.
—Pues todo iba bien hasta que… dejó de ir —respondí.
Julia se apoyó en un codo.
—¿Cómo que iba bien y dejó de ir? ¿Discutisteis otra vez?
Moví la cabeza, negando.
—No.
—Entonces, ¿qué coño pasó?
—Tendríamos que preguntárselo a él, porque yo todavía no logro saber
qué narices pasó —dije, sintiéndome frustrada.
—Pero ¿sucedió algo o te dijo algo?
Resoplé ruidosamente.
—No. Cuando terminamos de follar, sin decir ni pío, se levantó de la
cama y se fue al cuarto de baño. Se duchó y cuando salió, tenía un humor de
perros.
—Y eso que acababa de follar… —dijo con sorna Julia—. Normalmente
están de mal humor antes, no después.
—Flipante, ¿verdad? —dije.
—Raro de cojones es, desde luego.
—No tengo ni puñetera idea de qué pensar… —Me retiré unos cuantos
mechones de pelo de la cara y me los coloqué detrás de las orejas—. Cuando
salió del cuarto de baño me dijo que no podía quedarme, que tenía que
atender un servicio de última hora.
—Bueno, seguro que eso era cierto —opinó Julia.
—Podría serlo, pero a mí me sonó a excusa barata. —Me quedé unos
segundos pensativa—. Y la despedida fue superfría… Él era el que me metía
prisa todos los días para que reservara cita para volver a vernos, casi era una
imposición…
—Joder, si hasta un día te mandó un uber para que viniera a por ti —me
interrumpió Julia.
—Sí, ya viste aquel sábado… Tuve que ir deprisa y corriendo al Templo
del Placer. Pues anoche cuando le pregunté qué cuándo podíamos volver a
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vernos, me dijo que no sabía, que tenía la semana bastante ocupada…
—dije—. Otra mierda de excusa que me coló —añadí enfadada.
—¿Y no dijiste algo que pudiera molestarle?
Levanté las manos.
—Estábamos follando, ¿qué podría decirle que le sentara mal?
—No sé… «Ay, cariño, la tienes tan pequeña que no la siento» —se burló
Julia con voz repipi—. O… «¿ya la tengo dentro?».
Con ganas o no, tuve que reírme.
—No seas mala —dije—. Además, no es el caso. Álex está bien armado.
Te aseguro que te enteras de sobra cuando la tienes dentro. Tendrías que tener
eso como el canal de La Mancha para no darte cuenta.
Julia estalló en una carcajada tan fuerte que seguro que oyeron los
vecinos.
—Pues si no dijiste nada relacionado con su chorra, ¿qué narices le pasó?
—dijo.
—Lo que pasó y lo que pasa es que es un hombre —contesté rotunda—.
Siempre dicen que nosotras somos las complicadas, pero ellos también
deberían de venir con una manual de instrucciones debajo del brazo, porque a
veces no hay quien los entienda. Están bien y de repente te hablan como si
fueras una desconocida. Luego hablan de los cambios de humor que sufrimos
las mujeres durante la regla… ¿Y ellos?
—Y eso que no hay nada sentimental entre vosotros, que es solo folleteo,
y que por norma general no suele dar problemas, a no ser que la tengan como
un cacahuete.
Volvimos a reírnos.
—Sí, menos mal.
—No le dirías nada de que estabas celosa de que se follara a otras…
—dijo Julia.
—No, no, para nada —contesté—. Eso me metería en un buen lío.
Julia resopló.
—Luego me preguntáis a mí que por qué no me implico con un tío, que
por qué paso de echarme novio… Pues ahí tienes la respuesta —comentó
Julia—. Porque te vuelven loca.
—Pero Álex es escort y yo soy una de sus clientas, se supone que entre
nosotros no hay implicación de ningún tipo.
—Pues no supongas tanto… —Los ojos de color avellana de Julia se
llenaron de suspicacia.
—¿Qué quieres decir con eso?
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Levantó un hombro.
—Yo creo que algo le hizo acojonarse.
—¿Acojonarse? ¿Álex? —repetí con escepticismo.
—A ver… no estoy hablando de que vea un ratón y se suba a una silla
gritando.
—¿Entonces? —la apremié.
—Que algo le asustó, que algo hizo que se le pusieran los huevos de
corbata…
Julia guardó silencio unos segundos mientras yo seguía sin entender una
mierda lo que quería decir. Vale, igual estaba un poco espesa, pero es que
hacía un rato que me acababa de despertar.
—Y, cielo, solo hay una cosa que dé pavor a los hombres —continuó
hablando.
Fruncí el ceño.
—¿Qué?
—Los sentimientos.
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Capítulo 79
Álex
Hundí los dedos en la carne de sus nalgas y me clavé en ella tan fuerte como
si pretendiera sacarle la polla por la garganta. Así, tal cual. Su rostro se
aplastó contra el respaldo del sofá y sus labios seguían pidiéndome —o
rogándome— que le diera más fuerte.
—Más fuerte, Álex… Más fuerte, por favor…
—¿Desde cuándo soy Álex para ti? —le pregunté con voz ruda.
—Señor. Tú eres mi señor —rectificó—. Más fuerte, señor… Por favor…
Salí y con los dientes apretados hasta casi rechinarme, volví a enterrarme
por completo en su cuerpo, hasta que mis testículos golpearon con su culo.
Una, dos, tres, cuatro veces… Sin piedad.
Flavia gritó.
La estaba follando con desesperación, con enfado. Irritado como no había
estado en mi vida. Hacía días (demasiados me parecían a mí) que había
sacado con cajas destempladas de mi habitación a Adriana y me estaba
carcomiendo. ¿El qué? La impaciencia, las putas ganas de verla, las putas
ganas de follarla…, y otras muchas cosas que no quería reconocer y a las que
no ponía palabras para no tener que enfrentarme a ellas.
El fuerte sonido que hacían mis embestidas contra su cuerpo se unió a los
jadeos, a los gemidos y a mis gruñidos de animal herido. La golpeé con
dureza en el glúteo un par de veces con la mano.
—Oh, joder… —gimoteó Flavia.
Incliné mi cuerpo hacia adelante para ejercer más fuerza y la asalté
implacablemente. Mis caderas bombeaban una y otra vez sin descanso, sin
tregua, sin demostrar piedad, sin posibilidades de tomar aliento… No deseaba
respirar si el olor de Adriana no impregnaba el aire.
¡Joder! Iba a volverme loco.
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Jamás había sentido aquella ansiedad, aquel desasosiego recorriendo mi
cuerpo, aquella necesidad de desahogarme las ganas de follar metiéndome
entre unos muslos, aunque no fueran los muslos dentro de los que quería
estar. Pero tenía que quítarme de encima la desazón que me lamía las venas,
ese hormigueo en la piel que últimamente me impedía incluso dormir.
—Me estás destrozando —oí balbucir a Flavia, retorciéndose debajo de
mí como su fuera una serpiente a la que estuviera estrangulando con las
manos.
—¿Y no te gusta? Dime, ¿no te gusta que te destroce? —pregunté con
rabia, penetrándola brutalmente.
—Sabes que sí, cabrón. Sabes que me encanta que me desarmes con tus
empujones —jadeó—. Eres como un puto animal, por eso me gusta que me
folles tú.
Agarré su pelo y tiré de él, obligándola a echar la cabeza hacia atrás.
—Cuidadito con esa lengua —le susurré al oído.
Flavia me miró de reojo con una sonrisa de medio lado en los labios.
—¿Sabes lo cachonda que me pone tu voz? —dijo.
—Yo sé muchas cosas… —mascullé enigmáticamente.
Pero lo que no sabía era qué mierda me pasaba, y eso me irritaba y me
frustraba a partes iguales.
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Capítulo 80
Adriana
Había pasado más de una semana desde que Julia había insinuado que quizá
el cambio de actitud de Álex se debía a que podía haber sentimientos de por
medio. Todavía me reía cuando lo pensaba. Sí, me reía. A carcajadas.
¿Sentimientos? ¿Álex? ¿Se suponía que por mí? Pensar algo semejante era
poco menos que un acto suicida. Por la cama de Álex habían pasado muchas
mujeres, y yo solo era una de tantas. Una simple clienta. No era lo
suficientemente especial para haber impedido que mi novio se fuera con mi
mejor amiga, ¿por qué habría de ver Álex algo especial en mí? (Sí, baja
autoestima: modo on).
No, de ninguna manera iba a pararme a pensar en eso y alimentar los
pájaros de mi cabeza. Me tenía que quedar con los hechos, no con las palabras
ni con las mil suposiciones que fraguaba mi mente. Y los hechos hablaban por
sí solo. Por la razón que fuera, Álex no parecía seguir teniendo interés en mí.
Había pasado más de una semana desde que, con excusas de poca monta, me
había invitado a que me fuera de la Pleasure Room, y no había tenido noticias
suyas. Ni un puñetero WhatsApp ni una puñetera llamada pidiéndome que
fuera a verlo al Templo del Placer. Se había esfumado el empeño en enviar un
uber para que me pasara a recoger, se había esfumado el empeño en verme…
¡Dios, qué rabia! Qué maldita rabia tenía dentro. ¿Y por qué? Sabía que mis
encuentros con Álex tenían fecha de caducidad, que un día se acabarían. Pero
¿de esa manera tan insípida?, ¿tan fría?
Bueno… mis encuentros con él no habían terminado. Todavía tenía dos
citas en el bono que me habían regalado las chicas. Podría ir al Templo del
Placer cuando me diera la gana.
Una idea empezó a rondarme la cabeza con más insistencia de lo normal.
Podía ir a verle y utilizar uno de los encuentros para hablar con él e intentar
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aclarar lo que hubiera que aclarar.
Me dije que estaba en todo mi derecho de ir. Las chicas habían pagado por
dos citas más. Aunque a mí me bastaba con una. La otra podría regalársela a
la amiga de Alicia. Bueno, eso no. Ahí me pasé de chulita. Me seguía
jodiendo mucho que otra mujer que no fuera yo se metiera en la cama de
Álex, aunque fuera pagando.
Unos días después Álex seguía sin dar señales de vida y yo al borde de un
ataque de nervios. En una de esas que quedé con las chicas en la cafetería del
Barrio de las Letras a la que solíamos ir, la que tiene las carteleras de
películas de Hollywood de los años 60, les comenté mi idea.
—¿A qué estás esperando? —dijo Julia.
—Sí —la apoyó Carla—. Ve y habla con él, para bien o para mal.
Miré a María, que todavía no había dicho nada.
—Para mañana es tarde —dijo—. Y si no arregláis nada, que te eche un
polvete de esos suyos y pelillos a la mar.
Puede que en aquella ocasión también tratara de engañarme a mí misma.
Decía que iba al Templo del Placer para hablar con él y que me diera una
explicación, aunque podría haberle llamado por teléfono, pero quizá lo único
que quería era verle. Y esa necesidad de él empezaba a darme miedo, porque
significaba muchas cosas. Algunas de las cuales eran peligrosas; armas de
doble filo con las que me podía acabar hiriendo.
Tenía la sensación de que algo se me estaba yendo de las manos y de que
todo aquello, que podía terminar mal, terminaría mal. ¿Pesimismo? ¿Ley de
Murphy? A saber…
Me pasé las manos por el pelo.
—No sé qué hacer… —empecé a recular.
Cogí una patata frita de las que nos habían puesto en un pequeño cuenco
con las consumiciones y me la metí en la boca.
—Ir. Eso es lo que tienes que hacer —atajó Julia, directa como siempre.
—A lo mejor tuvo un mal día o un mal momento y todo es una chorrada
—dijo Carla.
—Es que han pasado muchos días… —murmuré. La idea en esos
momentos ya no me parecía tan buena.
—Mejor —intervino María. Dio un trago de su cerveza—. Así, sea lo que
sea lo que pasara, se ha enfriado, y las cosas en frío se hablan mejor que en
caliente, porque se toma distancia y se ven con más claridad.
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En un arrebato, agarré una mano de cada una y las uní a la mía.
—Dios, ¿qué haría sin vosotras? —lancé al aire algo ñoña.
—Y nosotras sin ti, cielo —habló María.
Carla esbozó una sonrisa con sus labios pintados de color coral.
—¿Nos vamos a poner moñas? —dijo Julia, haciéndose la dura—.
Habedme avisado y hubiera traído unos kleenex.
—Deja de hacerte la dura, que sabemos que en el fondo nos quieres —dije
yo, pasando un brazo por sus hombros y achuchándola contra mí.
Julia puso los ojos en blanco.
—Pues claro que os quiero, cabronas —claudicó, dejando ver un atisbo
del enorme corazón que tiene—. Pero sois unas jodidas moñas —añadió.
—¿Eso es una lagrimilla? —me burlé de ella, al ver que le brillaban los
ojos.
—¿De qué coño hablas? —dijo, irguiéndose y respirando hondo.
—Si es que quereros es poco —dije con una sonrisilla apostada en los
labios.
—Pues si te parece poco cómpranos un chalet en La Moraleja —se burló
Julia.
Nos echamos a reír. Los rostros de algunas personas de las que estaban
sentadas en las otras mesas de la terraza se giraron hacia nosotras, pero nos
dio igual. Nos fundimos en un abrazo colectivo como si fuéramos unas
quinceañeras en plena edad del pavo.
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Capítulo 81
Adriana
Admito que me fastidiaba ver en la web del Templo del Placer que Álex había
tenido y tenía horas libres para concertar cita con él —aunque cierto era que
estaba muy solicitado—, y que no me hubiera avisado para vernos, como
habíamos hecho otras veces. Era esa sensación que tienes cuando te dejan un
mensaje en WhatsApp en visto, observas que la otra persona está en línea y
no te contesta. Como una patada en el estómago, vamos. Álex había
despertado en mí un lado sexual que desconocía y ahora estaba despertando
un lado asesino del que tampoco sabía, pero que me metía mil ideas en la
cabeza de cómo matarlo lenta y dolorosamente con mis propias manos.
¡Qué desesperante!
No sé en qué momento había dejado la decisión de vernos en él y no en
mí, cuando yo era la clienta. ¿En qué momento se habían intercambiado los
papeles? ¿En qué momento había dejado esa pelota en su tejado? Por un
instante parecía el mundo al revés.
Me obligué a dejar de darle vueltas al asunto, para evitar emprender el
camino de descenso a la locura, y pedí una cita con él el viernes a las doce y
media de la noche. Cuanto antes lo hiciera mejor. De nada serviría alargar el
momento. Lo que tuviera que ser que fuera. Lo que tuviera que pasar que
pasara… de una puta vez.
Aquella noche me puse mis mejores galas. Me enfundé en un vestido que
me había regalado mi hermana de Almatrichi, que ya tenía sus temporadas,
pero que estaba impecable, y me encantaba porque era superelegante sin
parecer que vas al cotillón de nochevieja. Ajustado, con estampado étnico en
negro y rosa, de manga francesa y largo por la rodilla. Lo conjunté con unos
peep toes negros, me hice una coleta tirante y… ¡lista!
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La sonrisa de Gulliver mientras me ayudaba a subir las escaleras del
pórtico no me tranquilizó y la bienvenida siempre amable de Ana tampoco.
Ese día estaba tanto o más nerviosa que el primero que acudí al Templo del
Placer. Me temblaban hasta las rodillas. ¿Era posible? Sí, lo era. Así de idiota
soy yo, como si tuviera quince años en vez de veinticinco.
—Álex vendrá en un par de minutos —dijo Ana, al abrir la puerta de la
Pleasure Room.
—Gracias —dije.
Se echó a un lado y pasé. Unos segundos después la puerta se cerró tras de
mí. Avancé unos metros encaramada en los altísimos tacones hasta la mitad
de la habitación y ahí, de pie e inmóvil, incómodamente consciente de que
aquel encuentro no iba a ser como el de los días anteriores, me acaricié los
brazos con las manos.
Frené en seco la retahíla de recuerdos que se agolpaban en mi mente y los
pensamientos y dudas que volvían a dar vueltas a las cosas. Me limité a
repasar lo que quería decirle, aunque seguro que no me iba a acordar de la
mitad de las cosas y la otra mitad no la diría como tenía pensado decirla.
Estaba en esas cuando la puerta se abrió y entró Álex. Inhalé
profundamente y me di la vuelta.
En el momento en el que le vi, le odié. Le odié por ser tan
insoportablemente atractivo, tan sexy, tan casanovas, tan elegante, tan
irresistible… y por no haber insistido para que le fuera a ver, como había
hecho en otras ocasiones. Sobre todo le odiaba por eso.
—Hola —lo saludé.
Y al igual que el primer día, me volvió la puñetera manía de tironearme
del vestido hacia abajo. ¿No era suficientemente largo que me llegara por las
rodillas? Ni que llevara un cinturón ancho. Además, él ya me había visto
desnuda unas cuantas veces.
—Bienvenida —dijo.
«Bienvenida», el saludo formal de los primeros encuentros. Al parecer
tenía delante al Álex profesional. Al escort. Al tío que tenía que follarme
porque había pagado para ello y en eso consistía su trabajo. Reconozco que
me dolió, por la neutralidad del tono y por la indiferencia que albergaba esa
palabra después de toda la pasión que había habido entre nosotros.
Bienvenida…
«Bienvenida a la realidad, cariño», me dije con burla a mí misma.
—¿Qué tal estás? —le pregunté, manteniendo la compostura.
Se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
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—Bien, ¿y tú? —me preguntó a su vez por cortesía.
—Bien. Hacía muchos días que no nos veíamos… —dije, esbozando una
débil sonrisa.
Quizá no eran muchos, pero a mí me habían parecido muchos. Una
eternidad, de hecho.
—Sí, he estado ocupado.
—Ya…
Lo miré durante unos segundos. La lengua me quemaba dentro de la boca.
—Álex, ¿no vas a decirme qué te pasa? —le pregunté directamente, sin
paños calientes ni milongas—. ¿A qué viene esa indiferencia? Te confieso
que estoy descolocada…
Sacó una de las manos del bolsillo y se mesó el pelo. Estaba inquieto,
como intentando controlar la situación, pero sin mucho éxito. El aire empezó
a hacerse más denso a nuestro alrededor.
—Adriana, he traspasado contigo líneas que no tenía que haber traspasado
—dijo.
Fruncí el ceño. Mí no entender. Si antes estaba confusa, ahora ni os
cuento.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que hay cosas que no pueden ser… Eres mi clienta y eso no se me
puede olvidar.
—¿Y en algún momento te has olvidado de ello? ¿En algún momento te
has olvidado de que soy tu clienta? —le pregunté ligeramente sorprendida.
Advertí en la expresión de su rostro una lucha interna. ¿Qué estaba
pasando? ¿Qué me estaba perdiendo?
—Sí, Adriana, sí —afirmó, como resignado consigo mismo—. He estado
a punto de perder los papeles y eso me puede meter en un lío.
—¿Y por eso ahora me tratas como a una desconocida? —En mi voz
había decepción cuando le lancé el interrogante—. ¿Por eso has puesto
distancia entre nosotros? ¿Por eso estás tan frío?
Tomó aire antes de hablar de nuevo.
—Es lo que tengo que hacer —fue su escueta respuesta.
Alcé las cejas.
—¿Es lo que tienes que hacer? ¿Y qué más cosas tienes que hacer? —dije,
algo indignada.
—Follarte. Para eso has pagado.
Me quedé mirándolo alucinada mientras un silencio denso resonaba
dentro de la habitación.
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La indiferencia con la que pronunció las palabras me dejó clavada en el
sitio y casi sin aliento. ¿Lo estaba diciendo en serio? Me dieron ganas de
arrancarle la cabeza de un guantazo.
—Eres como un puto robot —espeté.
Busqué su mirada, pero la evitó desviando sus ojos al suelo.
—No puedo hacer concesiones, para mí todas las clientas sois iguales
—dijo.
Aquella afirmación también me dolió, y sentí que caía, como si la Tierra
se abriera bajo mis pies y yo me despeñara hacia el infierno. Era ridículo que
me sintiera así, ¿verdad? ¿Por qué tendría que haber pensado que no era igual
al resto? ¿Por qué tendría que haber pensado en algún momento que era
especial para Álex?
Tragué el nudo que tenía en la garganta.
—No me puedo creer que me estés diciendo eso. —Fui incapaz de evitar
que la voz me temblara.
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Capítulo 82
Álex
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de sobra el bono que me regalaron mis amigas. —La ironía seguía
impregnando su voz—. He venido para hablar contigo. Ya me ha quedado
todo claro, así que no tengo nada más que hacer aquí.
Se recolocó la tira del bolso en el hombro y echó a andar con dignidad.
Esa dignidad que destilaba por los cuatro costados y de la que yo carecía en
aquel momento.
Joder, estaba preciosa. El vestido ajustado con estampado étnico que se
había puesto le quedaba de vicio. Estaba elegante sin parecer pretenciosa, y la
coleta alta dejaba a la vista la exquisita línea de su cuello. El que me
encantaba besar, lamer, morder… Era tan tentador.
Al pasar por mi lado una nube de su dulce y sutil perfume de flores
silvestres me golpeó las fosas nasales, poniendo en jaque todos mis sentidos.
Hipnotizándome como si fuera un narcótico. La respiración se me aceleró
dentro del pecho hasta hacerse sonora.
Joder.
No podía más.
Quería besarla.
Hasta la extenuación.
Ahí. En ese mismo momento.
Sin importarme las normas.
Sin importarme nada.
El sentido común me abandonó.
Solo quería besarla.
En mi mente solo estaba ella.
ELLA. ELLA. ELLA. Y su jodida boca.
El control se escapó de mis manos.
El impulso me pudo. Irrefrenable. Irracional. Devastador.
DESESPERADO.
¡A la puta mierda todo!
La agarré con fuerza de la cintura con una mano para que no diera un paso
más y con la otra le sujeté la cara, y entonces me estrellé contra su boca,
como lo hacen las olas contra un acantilado.
Adriana trastabilló por el envite, pero la apreté contra mí para que no
perdiera el equilibro.
Empecé a besarla como un loco, como si tuviera que coger el oxígeno de
sus pulmones para poder respirar, para poder vivir. Mi lengua, ávida y curiosa
por probarla, recorrió con fuerza el interior de su boca. Por fin la estaba
probando.
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Dios, qué delicia… Sabía tan bien como me había imaginado. A nubes de
azúcar y fresa.
Mis labios resbalaron entre los suyos y atraparon su labio inferior. Siseé
mientras lo mordisqueaba y después lo solté lentamente, dejándolo escapar.
Adriana gimió en mi boca.
Mi polla llevaba ya un rato largo dura como una barra de acero, pero
terminé de encenderme cuando Adriana me abordó. Sus manos se enredaron
en mi pelo y tiraron de él con impaciencia, al tiempo que metía la lengua en
mi boca y exploraba su interior, mientras la mía acariciaba la suya.
—Besas cómo me imaginaba… —susurré pegado a su boca, respirando
pesadamente.
—¿Y cómo beso? —me preguntó.
—De una manera que no olvidaré jamás. De verdad.
Fuimos hacia la cama besándonos de nuevo. A los pies, nuestros brazos se
enredaban en la urgencia de deshacernos de la ropa. Tanteé el vestido con los
dedos hasta localizar la cremallera en el centro de la espalda. La bajé y se lo
quité, deslizando las manos por sus brazos. Adriana ya andaba
desabrochándome los botones de la camisa y sacándomela por los hombros.
Se bajó de los zapatos de tacón y me quitó el botón de los pantalones, de los
que me deshice de un plumazo.
No había palabras, no eran necesarias; probablemente hubieran sonado
absurdas. La pasión y el deseo hablaban por nosotros, mostrando todo lo que
teníamos cada uno dentro.
Cuando nos desnudamos por completo, me dejé caer suavemente en la
cama con ella debajo. Alargué el brazo y abrí el cajón de la mesilla para sacar
un preservativo. Rompí el paquete con los dientes y me lo puse a una
velocidad de vértigo.
Adriana estaba tan a punto que mi miembro, enfundado ya en el látex,
resbaló en su humedad, hundiéndose dentro de su suave coño. Jadeé de gusto
cuando estuve totalmente metido en ella. Tuve que tomarme un momento,
para intentar no perder el control.
Sus esbeltas piernas rodearon mis caderas, apretándome más contra su
pelvis. Sin despegarme de sus labios, a los que había empezado a venerar, la
follé con desesperación, con impaciencia y hasta con devoción, sabiendo que
aquella iba a ser la última vez. Que no habría un «hasta la próxima», que no
habría «un después» para nosotros. Tras ese encuentro todo acabaría. Todo
debía acabar. Sería la última debilidad que me permitiera.
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Me incliné sobre Adriana, cubriéndola por completo con mi cuerpo,
sintiendo cada centímetro de su piel con la mía, y continué penetrándola con
embestidas furiosas hasta llenarla, mientras volvía a hacer mía su boca. ¡Su
jodida boca! Nuestras lenguas se entrelazaron como si contaran con voluntad
propia en una sensual danza de caricias, toques y pequeños envites.
Me agarré a las sábanas y me hundí en la curva de su cuello para
penetrarla otra vez hasta el fondo. Necesitaba estar metido totalmente en ella.
Sentirla. Tenerla. Y algo más que no alcanzaba a entender, que se difuminaba
entre las palabras que quería ponerle. Mascullé alguna cosa a ras de su piel de
la que no me acuerdo.
Adriana dejó escapar un gemido de puro placer en mi oído y clavó las
uñas en mi espalda cuando un violento orgasmo hizo que su cuerpo se
contrajera. Los músculos de su vagina empezaron a apretarme la polla con
increíbles espasmos que me llevaron a irme de la forma más salvaje que
recuerdo, con un placer tan caliente que no podía acallar los gruñidos que
salían de mi garganta.
Me enterré en ella mientras el semen ascendía por mi miembro y salía
disparado en el preservativo. Apoyé la frente en la de Adriana y su
respiración entrecortada me acarició la piel de la cara. Ambos estábamos
sudorosos y jadeantes.
Cerré los ojos.
Aquella sería la última vez.
La última.
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Capítulo 83
Adriana
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quitarnos la ropa, Álex estaba encima de mí, embistiéndome con un toro, y yo
deshaciéndome en un orgasmo de traca. No nos dijimos ni una palabra porque
no eran necesarias; sobraran.
Me llevé los dedos a la boca y me toqué los labios. Todavía los tenía
hinchados por la intensidad de los besos que nos habíamos seguido dando
después de aquel primero. Qué brutal era Álex. Resultaba devastador para los
sentidos y las sensaciones. Y empezaba a ser devastador para mí.
Cuando me giré, lo encontré mirándome.
—Estás despierto… —murmuré.
—Sí.
No sabía bien cómo debía actuar, porque antes de que me besara y de
echar un polvo salvaje habíamos discutido y yo me disponía a marcharme
hecha un basilisco. Así que esperé con cautela a que Álex moviera ficha.
Se incorporó a mi lado y me dio un beso en el hombro.
—¿Estás bien? —me preguntó, mirándome.
—Sí, ¿y tú?
—Sí.
Alcé la mano y acaricié la máscara. Ignoro qué me llevó a hacerlo. No sé
si estaba atontada todavía por el beso y el revolcón, o es que soy idiota
perdida, pero antes de que pudiera morderme la lengua o pensar con el
cerebro, que para eso le tenemos y, además, utilizarlo es gratis, solté:
—Álex, quiero verte el rostro.
Esbozó una sonrisa débil que ni siquiera alcanzó sus ojos. Mal augurio eso
de que las sonrisas no terminen de llegar a los ojos. Me agarró la mano y la
apartó con suavidad de la máscara. Se acercó los dedos a los labios y los besó.
—Las cosas no han cambiado, nena… —dijo.
Dejé caer la mano y fruncí el ceño. Un silencio recorrió la habitación de
un extremo a otro. Pensé que el beso había cambiado algo, o que lo había
cambiado todo. Álex no besaba nunca en la boca y a mí me había besado, y
tan apasionadamente que me había dejado sin aliento. Tonta de mí. Creí que
podría ser el principio y, sin embargo, era el final.
—¿Por qué me has besado? —le pregunté.
—Porque me moría de ganas de hacerlo —respondió con una sinceridad
aplastante—. No aguantaba más sin besarte. Me hubiera muerto si no hubiera
probado tus labios.
—¿Y eso no significa nada para ti?
—Adriana, haces que rompa las normas y eso no me gusta —dijo con un
suspiro.
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Tuve la sensación de que era algo a lo que había estado dando vueltas
muchas veces. Se notaba a leguas que a Álex no le gustaba hablar de sus
emociones, por lo que se sentía violento o incluso intimidado. Solo los
sentimientos y todo lo que tiene que ver con ellos, son capaces de intimidar a
los hombres, incluso a hombres como él.
No me pude contener.
—Estoy harta de las putas normas —dije, aunque quizá no tuviera
derecho a hacer tal afirmación.
—A mí son las que me permiten sobrevivir en este mundo. A veces tan
frío, tan frívolo…
Y, por primera vez desde que lo conocía, percibí una nota de decadencia
en su voz grave, como si ser escort le pesara.
—Entonces… ¿ya está? Como hago que rompas las normas, me alejas de
ti.
—Es lo mejor para los dos —atajó—. Si seguimos viéndonos
terminaremos implicándonos y eso solo nos traerá problemas.
Tarde. Aquella recomendación llegaba muy tarde para mí. Yo ya me había
implicado… y en aquel instante tuve la extraordinaria certeza de que
demasiado. De hecho, esa noche me di cuenta de que estaba metida hasta las
cejas.
Qué mal pintaba todo…
«Buena suerte, Adriana», me deseé a mí misma. Iba a necesitarla.
—No quieres sentir —dije.
—No me conviene sentir —matizó Álex. Me miró un instante fugaz, pero
apartó los ojos enseguida—. No necesito una relación; no quiero una relación.
Sería estúpido una complicación así en mi vida. Ser escort es lo que soy, lo
que me gusta ser, para lo que valgo. No creo que a una pareja le gustara
demasiado que por las noches me tirara a una, dos, tres mujeres diferentes por
trabajo. Los sentimientos siempre traen problemas. Además, si soy sincero,
no creo mucho en eso del amor.
—¿Y en qué crees? —le pregunté a modo de reto.
La mirada verde de Álex se perdió en algún punto de la habitación.
—Creo en la atracción, en el deseo, en el sexo, en el placer… Pero incluso
eso puede acabar también trayendo problemas si no se maneja como se debe.
Y en ese punto es en el que parecía estar él. La atracción sexual que sentía
por mí estaba empezando a darle problemas y lo mejor era cortarlo de raíz.
Bajé la mirada. No sabría explicar cómo me sentía: frustrada, triste,
decepcionada, enfadada… Álex estiró la mano y me cogió de la barbilla. Me
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alzó el rostro para que lo mirara.
—Me caes bien, Adriana. Eres una tía maja, y con pocas mujeres he
tenido la química sexual que he tenido contigo…
Qué guay, era una tía maja, pensé con ironía. Algún día las tías majas
dominaríamos el mundo.
—¿Pero? —me adelanté a decir. Porque había un «pero», claro. Y quien
dice uno, dice dos, tres o ciento veinte…
Sus labios dibujaron una sonrisa suave.
—Pero las cosas hay que hacerlas bien, y conmigo no saldrían bien.
—Eso no lo sabes…
—Sí lo sé. Hay tantos motivos que se ve venir de lejos.
Lo dijo con una seguridad y firmeza tan aplastantes que me quedé sin
palabras, como si se me hubiera congelado el cerebro. Sabía lo que
significaba aquello sin necesidad de ahondar más en el tema. Álex no era un
hombre fácil y había cosas para las que no estaba preparado ni dispuesto a
estarlo. Creo que fue Napoleón Bonaparte quien dijo que una retirada a
tiempo es una victoria. Era hora de retirarse, para no perder la piel en la
batalla.
Cerré los ojos unos instantes y suspiré. La garganta me dolía por el nudo
que desde hacía un rato me la comprimía.
—Creo que es mejor que me vaya —susurré, con la poca fuerza de
voluntad que me quedaba.
Álex me retuvo unos segundos más con sus intensos ojos verdes.
—Lo entiendes, ¿verdad? —me preguntó.
Le sostuve la mirada unos instantes. En ese momento os juro que me dolía
hasta mirarle.
—Lo entiendo —dije, tratando de hacerme la fuerte.
Aunque en realidad no entendía nada de lo que había pasado. No sabía si
estaba tratando de protegerme de él, o él estaba tratando de protegerse de mí.
Pero a fin de cuentas, ¿qué más daba? Todo se reducía a una premisa más
sencilla, ya no había que darle más vueltas al asunto. Fuera lo que fuera lo
que sintiera o dejara de sentir había llegado hasta ahí, porque él no tenía
intención de dar alas a nada, y la solución pasaba por creer que no debíamos
vernos más. Para mí no iba a ser tan fácil. Me costaría media vida y alguna
que otra reencarnación olvidarme de lo que había vivido con él y de lo que me
había hecho sentir. El muy cabrón era demasiado intenso como para olvidarse
de él de la noche a la mañana.
—Me voy —dije.
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Me separé de él y envuelta en la sábana, cogí la ropa esparcida al pie de la
cama. Oí que Álex chasqueaba la lengua contra el paladar mientras agarraba
las bragas y me las ponía tratando de que no me viera desnuda más de lo
estrictamente necesario.
—Joder, no quiero que te vayas así —dijo.
Me volví hacia él.
—¿Y cómo coño quieres que me vaya? ¿Me pongo a bailar una sardana?
—pregunté con mordacidad. Álex contrajo la expresión. Respiré hondo y
hundí un poco los hombros hacia abajo—. No es culpa tuya, Álex, la culpa es
mía… —dije.
—¿Por qué? —quiso saber.
Me mordí el labio por dentro. El corazón me latía tan fuerte que me
ensordecía.
—Es igual… —Sacudí la cabeza.
Sería una imprudencia demencial desgranar lo que creía que estaba
empezando a sentir. No estaba dispuesta a actuar como una kamikaze.
—¿No me vas a responder? —insistió.
Hice una pausa para coger aire.
—No hay nada que responder, Álex —dije, zanjando el tema.
Me agaché y terminé de recoger la ropa del suelo todo lo rápido que pude.
Él no insistió de nuevo. Mejor, porque no estaba segura de mantenerme
durante mucho tiempo todo lo firme que me gustaría y que me convendría
para no liar más el asunto.
Me senté en la cama y comencé a vestirme. Cuando me levanté para
subirme la cremallera del vestido, noté los dedos de Álex en mi espalda.
Aferró el extremo y lo hizo ascender con lentitud, como si quisiera demorar el
momento a propósito.
Oh, Diooosss…
Involuntariamente cerré los párpados unos segundos y me deleité por
última vez con el contacto de sus manos sobre mi piel.
—Gracias —dije cuando cerró la cremallera por completo, tratando de
mantenerme fría.
Iba a empezar a resquebrajarme en cualquier instante, así que hice un
esfuerzo para contenerme.
Cogí el bolso y me encaminé hacia la puerta, obligándome a caminar con
paso firme.
—Adiós, Álex —me despedí.
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Pero para el cabrón de él un simple adiós no debía de ser suficiente para
que tardara, ya no un par de reencarnaciones, sino un centenar, en olvidarme
de él. Le gustaba meterse hasta los huesos, y además lo hacía sin llamar y sin
pedir permiso. ¡Maldito Álex!
Me cogió de la muñeca y tiró suavemente de mí. Me sujetó la cara entre
las manos y me besó apasionadamente, como lo había hecho unas horas antes
por primera vez, y cualquiera diría que se iba a acabar el mundo al día
siguiente —aunque el nuestro un poco sí que se acababa, ya que no volvería a
haber un Álex y una Adriana juntos—, porque me dejó sin aire en los
pulmones. Dios, qué forma de besar, qué forma de agarrarme, qué forma de
pegarme a él…
Eché mano de toda la fuerza de voluntad que me quedaba para separar mis
labios de los suyos.
—Ya, Álex… Ya, por favor… —musité como súplica, bajando la cabeza
para no mirarle.
—Adiós, Adriana —susurró con voz queda.
Y aguantándome las lágrimas me giré, abrí la puerta y me fui, luchando
contra el impulso de mirar atrás.
¿Quién se despide dejándote sin aliento con un beso así? ¿Quién da por
concluido todo de esa manera? ¿Acaso pretendía que no me olvidara de él en
la puta vida?
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Capítulo 84
Adriana
—Adiós, Gulliver —me despedí de él, bajando las escaleras del pórtico.
Gulliver me miró sorprendido por llamarlo por su nombre.
—Adiós, señorita —dijo amable.
Enfilé los pasos por el sendero que se abría al pie de la escalinata y me fui
a la zona donde se aparcaban los coches. Aquella noche Julia había vuelto a
prestarme el suyo. Cuando me subí y atravesé el jardín camino de la salida
pensé que tendría que invitarla a una buena comilona por todo lo que había
hecho por mí esos días.
De vuelta al piso por un Madrid taciturno iluminado por el resplandor de
los carteles de los comercios, tuve una charla (con reprimenda adjunta) muy
seria conmigo misma. ¿Por qué estaba enfadada? ¿Acaso pensaba que aquello
iba a acabar de una forma distinta a como había acabado? ¿Había sido tan
ingenua de creer que Álex lo dejaría todo por mí solo porque me había
besado? ¿Tanto se me había ido la olla como para pensar que después de
aquel beso y del polvo iba a decirme que le gustaba lo suficiente como para
intentar algo conmigo? Debía estar loca para que algo así se me hubiera
pasado por la cabeza. Las cosas no funcionaban de ese modo. Eso ocurría en
las películas románticas no en la vida real. En la vida real la chica (tonta) no
conseguía que el escort con cuerpo de quitar el hipo dejara su trabajo por ella,
o simplemente se lo planteara. Lo que conseguía la chica (tonta) en la vida
real es que él dijera que lo mejor era dejar de verse para no complicarse la
vida. Porque se trataba de eso, ¿no? De no complicarse la vida.
El problema es que yo me había complicado la mía, y lo había hecho
solita, porque me había pillado por Álex. En ese punto no iba a andar con
medias tintas ni paños calientes, escondiendo una realidad que estaba ahí.
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Palpable. Y lo peor es que todo había acabado. No sé si alguna vez había
empezado, pero desde luego había acabado.
Hasta ahí llegaba «lo mío» con Álex. Hasta ahí nuestras noches de sexo,
de placer, de risas, de música…
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—¡¿Cómo?! Pero ¿no lo tenía prohibido?
—A eso es a lo que se refiere cuando dice que le hago romper las
normas… No puede besarme y, sin embargo, lo ha hecho.
—¿Y cómo ha sido? —dijo Julia impaciente, queriendo saber más
detalles.
—Como es él: intenso, voraz, apasionado, húmedo, espectacular…
—Mientras lo describía estaba a punto de empezar a babear. ¿Qué coño me
había hecho ese hombre para, en menos de un mes, tenerme como me
tenía?—. Lo más gracioso es que normalmente algo entre dos personas
empieza con un beso y lo que tuviéramos nosotros ha terminado con uno. Ha
sido como una especie de gesto de despedida —dije—. El beso y el polvo
salvaje que hemos echado —añadí.
—Pero no entiendo por qué no quiere seguir viéndote…
—Álex no quiere implicarse en nada que no sea su trabajo —dije.
—Eso es muy cobarde por su parte.
Me metí un par de palomitas en la boca.
—Puede. Pero hay que reconocer que tiene razón. Es escort, Julia. Dice
que es lo que es y lo que le gusta ser y su profesión es totalmente
incompatible con una relación o algo que se le parezca. ¿Qué tía en su sano
juicio aguantaría que su novio fuera gigoló? Además, él no está
particularmente entusiasmado con tener una relación o meterse en historias.
No le veo de novio, la verdad.
—Quizá eso es cierto, pero… no sé… No lo acabo de ver claro.
La miré de reojo.
—Tú mejor que nadie debería entenderle, huyes del compromiso como de
la peste —comenté.
Julia sonrió.
—Sí, bueno… pero es que yo no he encontrado una versión tuya
masculina si no, no la dejaría escapar —me guiñó un ojo con complicidad.
Reí.
—Qué buenos ojitos tienes para mí —bromeé.
Nos quedamos unos segundos en silencio, masticando las palomitas que
teníamos en la boca.
—Adri, pareces resignada y todo eso…, pero ¿qué pasa contigo? ¿Cómo
estás?
Expulsé el aire de los pulmones.
—Pues sigo diciendo que soy la tía más idiota sobre la faz de la Tierra…
—¿Por qué?
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—Porque me he pillado por Álex —solté. Ya no podía aguantar más.
Tenía que desembucharlo—. Porque estoy hasta las cejas, Julia. Hasta las
cejas. Porque solo a mí se me ocurre encoñarme con un escort. Es que parece
de novela romántica, pero sin final feliz. Soy una gilipollas.
—Esas cosas no se planean —dijo Julia.
—Pero es que siempre nos pasa a las mismas idiotas. Mi vida ya estaba
hecha una mierda con lo de Iván y Pía y esto me ha terminado de joder.
—Cielo, se te pasará. Solo estás encoñada —me consoló Julia—. Pero los
encoñamientos terminan pasándose…
Sacudí la cabeza.
—Pensé que el beso que me había dado había cambiado las cosas. Pensé
que… —Me tapé la cara con las manos. De pronto me sentí agobiada—.
Pensé que las cosas podían ser fáciles para mí por una vez en la vida, pero
no…
¿Por qué algo va a salir bien cuando existe la posibilidad de que salga
mal? ¿Y encima dramáticamente?
Julia sacó su lado humano y me abrazó.
—Lo siento, cielo —susurró.
—Soy una pardilla, Julia —dije contra su hombro a medio camino del
sollozo.
—No se te ocurra decir eso otra vez o te arreo un sopapo —dijo. Y estaba
segura de que me daría un guantazo si lo decía. La Julia macarra había vuelto.
Deshice el abrazo riéndome, tratando de arrancarme de cuajo el nudo que
tenía en la garganta.
—Esto de vivir, a veces es un asco —afirmé.
—No lo sabes bien.
Me levanté del sofá.
—Creo que necesito dormir —murmuré cansada. Me sentía como si
hubiera corrido tres maratones seguidas.
—Sí, te vendrá bien. Mañana verás las cosas de otra manera —dijo Julia.
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Capítulo 85
Adriana
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A mí me pueden decir lo que quieran, que me lo dirán, pero en todo eso
había más que sexo y más que trabajo. Había una intimidad y una
complicidad que estaba empezando a nacer entre nosotros, a germinar. Había
química sexual, sí, y otras cosas… Que probablemente solo notara yo, porque
las mujeres somos más de percibir esas sensaciones que los hombres.
Bufé.
Joder, tenía que dejar de justificar mi encoñamiento. Daba igual qué
hubiera hecho pillarme por Álex, ¿no constituía él solito una razón de peso?
Ahora tenía que desandar el camino, empezar de cero. Olvidarme de todo lo
que había vivido con él; del sexo, de su voz sexy, de su cuerpo de Aquiles, de
sus susurros al oído diciéndome que le encantaba follarme, que lo volvía loco,
de sus manos recorriendo mi cuerpo; de esa manera de encajar perfectamente
entre sus brazos… Madre mía, sus brazos; fuertes, protectores, que me cogían
sin esfuerzo. Olvidarme de su forma de besar, tan impetuosa como sensual…
¡Basta, Adriana!
Nuestros encuentros solo habían sido un paréntesis en mi monótona
existencia, un alto en el camino que tenía que tratar de borrar de mi memoria.
Resetear, como se resetea un ordenador.
No encajaba en su forma de vida y eso es lo que me tenía que meter en la
cabeza. No era tan difícil, ¿no? Era cosa mía aceptarlo, negarlo o mandarlo a
tomar por culo. Y aunque no era tan difícil, la mente me martilleaba hasta el
cansancio pensando en lo que podía haber sido y no fue. Anhelando ese algo
que no llegó a ser. Ese algo que encerraba muchas cosas con Álex: un «vamos
a intentarlo», un «vamos a conocernos…». ¿Se puede sentir nostalgia por algo
que no se ha vivido? ¿Por algo que nunca ha existido? No parece tener mucho
sentido.
La nostalgia te conecta a lo que hubo, pero ¿y cuándo no ha habido nada y
aun así la sientes en el fondo del corazón? Como dice la canción de John
Coltrane: un recuerdo inventado, un pudo ser y no fue. Y no por inexistente la
emoción era menos emoción, o así lo sentía yo, porque pesaba.
Me di media vuelta en la cama. Mis ojos repararon en la rosa que me
había regalado Álex el día que había llegado tarde. La tenía metida en un
jarrón de cristal alargado encima del escritorio, sobresaliendo con su belleza
de terciopelo entre las pilas de libros, temarios y apuntes que abarrotaban la
superficie de madera. Un tímido rayito de sol que parecía colarse extraviado
por el estor dibujaba una cuchilla de luz sobre ella, haciendo que el rojo de los
pétalos se volviera más vivo.
Lancé al aire un suspiro.
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Olvidarme de Álex iba a ser más difícil de lo que parecía. Mucho más
difícil, pero tenía que dejarlo atrás. Para siempre. Sonreí al recordar la forma
en que había empezado a relatar su particular cuento mientras sus manos
recorrían mi cuerpo con caricias infinitas.
«Érase una vez… EL PLACER», pero el cuento —colorín colorado—,
había acabado.
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ANDREA ADRICH. Lectora empedernida para quien leer ya no era
suficiente, de repente sintió la necesidad de dar vida a sus historias y crear sus
propios personajes. Hace dos años se animó a autopublicar su primera novela
y rápidamente se convirtió en una de las autoras independientes más vendidas
del género romántico. Amante de un buen libro, no puede pasar un día sin
escribir, su verdadera pasión, algo que necesita como respirar.
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Índice de contenido
Cubierta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Página 355
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Página 356
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Página 357
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Sobre la autora
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