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Antología de Cuentos Realistas

Este resumen describe tres cuentos cortos incluidos en un cuadernillo de lectura para el tercer año de la escuela primaria. El primer cuento se titula "Conejo" de Abelardo Castillo y narra la historia de un niño que habla con su conejo de trapo favorito sobre la enfermedad y posible muerte de su madre. El segundo cuento es "Mecánicos" de Osvaldo Soriano y trata sobre un padre que sufre un accidente automovilístico mientras conducía de manera imprudente. El tercer cu

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Antología de Cuentos Realistas

Este resumen describe tres cuentos cortos incluidos en un cuadernillo de lectura para el tercer año de la escuela primaria. El primer cuento se titula "Conejo" de Abelardo Castillo y narra la historia de un niño que habla con su conejo de trapo favorito sobre la enfermedad y posible muerte de su madre. El segundo cuento es "Mecánicos" de Osvaldo Soriano y trata sobre un padre que sufre un accidente automovilístico mientras conducía de manera imprudente. El tercer cu

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Prácticas del Lenguaje- 3 año- EES N 42- Cuadernillo de lectura: cuentos realistas- Unidad I- Prof.

Cristian Ugarte

“Conejo” (Abelardo Castillo, 1935-2017, Argentina)


Y cualquiera que escandalizare a uno de estos pequeños
que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello
una piedra de molino de asno, y se le anegase
en el profundo de la mar.
(Mateo, XVIII: 6)

No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, 1
pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste
las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor
ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son
para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las
muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy
triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como
cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando
uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el
anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de
acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al
nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a
todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando
siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un
cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un
regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.

Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más
blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las
cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos
que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo
como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno,
que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo
extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté
estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba
así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene.
Entonces dijo desagradecido igual que tu padre.

Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en
Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que
venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean,
bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me
dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita,
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pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro,
hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera, o
los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como
Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está
enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio
digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al arco queré s, y
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malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes
a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se
parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.

Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan que uno es
un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo
pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo,
pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera
buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo
mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que
yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor
que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer
tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede
volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido
mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito.
Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían
que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El
Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no
puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que
a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenés que quererlo mucho, y una vez que yo fui a
Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a
jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta, como
ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda
mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale
nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine
porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo
con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.

Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.

Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero
porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que
estoy viendo es que esa cabeza, que tenés no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la
basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a
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romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me
dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que
estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la
barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y...

“Mecánicos” (Osvaldo Soriano, 1943- 1997, Argentina)


Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad
del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un
día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil
en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo
cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para
que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo sólo
tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas,
distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó qué haría al regresar. Ni él ni yo servíamos
para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba
vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una
lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y
conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal
chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla
mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento.
Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo
conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre
andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me
anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para
poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero él se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de
extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como
no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso
le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de
engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para qué servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tiré en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero
a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía
fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo
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poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera
saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

—Sos un cabeza hueca —me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido
antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde
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nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que
lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.

Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene
que sobrar ni una arandela, así aprendes". Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a
mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura
mi padre me pidió que eligiera por dónde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares
por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le
abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los
ejes y empezó a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca
porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el
cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de
aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren
delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos.
Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigüeñal. De vez en cuando mi
viejo gritaba "¡Carajo, qué mal trabajan los franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras
arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y
la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un
silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

—Doce —le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles—. Y con la
ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas
desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla
con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió
entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance,
convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían
dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir
el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un
diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era más atrayente que la
mecánica. Yo no me acordaba cuál pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y
una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al
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fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el
día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el
momento del recogimiento y la oración.

Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos.
Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las vergüenzas con los restos de un
mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que 5

lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una
inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba
convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una
caja de herramientas y la pateó con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como
una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré
en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.

—Anda —me dijo—. Preséntate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las
guardias.

Ese año hice más de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Ítalo Calvino
mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera
novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió
un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y
desconocido de los críticos. Por fortuna para él su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

“Primeros amores” (Osvaldo Soriano, 1943- 1997, Argentina)


Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo algunas cosas mías de cuando todavía no
soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en hoteles lejanos. Esas
imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y mi primer gol. Mi primera novia era
una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará casada y tendrá hijos en edad de rocanrol. Fue con
ella que hice por primera vez el amor, un lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas
de un cine vacío.

Antes de llegar a eso, otro día de invierno, su madre nos sorprendió en la penumbra de la boletería
con la ropa desabrochada y ahí nomás le pegó dos bofetadas que todavía me suenan, lejanas y dolorosas,
en el eco de aquellos años de frondicismo y resistencia peronista. Su padre era un tipo sin pelo, de pocas
pulgas, que masticaba cigarros y me saludaba de mal humor porque ya tenía bastantes problemas con
otra hija que volvía al amanecer y en coche ajeno. Mi novia y yo teníamos quince años. Al caer la tarde,
como el cine no daba función, nos sentábamos en la plaza y nos hacíamos mimos hasta que aparecía el
vigilante de la esquina.
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No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para ver el asfalto
había que salir hasta la ruta que corría recta, entre bardas y chacras, desde General Roca hasta Neuquén.
Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía en un acontecimiento. Eran treinta y seis horas
de tren o un avión semanal carísimo y peligroso, de manera que sólo recuerdo la visita de un boxeador en
decadencia que fue a Roca, al equipo de Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se
hacían pasar por el trío Los Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios de la
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Capital tardaban tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar donde escuchar música o
representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados y la banda del regimiento que una vez por
mes venía a tocarle retretas a la patria. Entonces sólo quedaban el fútbol y las carreras de motos, que
empezaban a ponerse de moda.

Cuando su madre le dio aquella bofetada a mi novia, yo estaba en la Escuela Industrial y todavía
no había convertido mi primer gol. Jugaba en una de esas canchitas hechas por los chicos del barrio, y de
vez en cuando acertaba a meterla en el arco, pero esos goles no contaban porque todos pensábamos
hacer otros mejores, con público y con nuestras novias temblando de admiración. Con toda seguridad
éramos terriblemente machistas porque crecíamos en un tiempo y en un mundo que eran así sin
cuestionarse. Un mundo de milicos levantiscos y jerarquías consagradas, de varones prostibularios y
chicas hacendosas, sobre el que pronto iba a caer como un aluvión el furioso jolgorio de los años sesenta.

Pero a fines de los cincuenta queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa viril y estúpida
como las carreras de motos o los partidos de fútbol. Yo me di varios coscorrones antes de convencerme
de que no tenía ningún talento para las pistas. Mi padre solía acompañarme para tocar el carburador o
calibrar el encendido de la Tehuelche, pero mi madre sufría demasiado y a mí las curvas y los rebajes me
dejaban frío. La pelota era otra cosa: yo tenía la impresión de ganarme unos segundos en el cielo cada
vez que entraba al área y me iba entre dos desesperados que presumían de carniceros y asesinos. Me
acuerdo de un número 2 viejo como de veintiséis años, de vincha y medalla de la Virgen, que para asustar
a los delanteros les contaba que debía una muerte en la provincia de La Pampa.

Lo recuerdo con cierto cariño, aunque me arruinó una pierna, porque era él quien me marcaba el
día que hice mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y con tanto entusiasmo que, como al legendario Rubén
Marino Navarro, lo llamaban Hacha Brava. Jugaba inamovible en la Selección del Alto Valle y en ese lugar
y en aquellos años pocos eran los árbitros que arriesgaban la vida por una expulsión.

Mi novia no iba a los partidos. Estudiaba para maestra y todavía la veo con el guardapolvo a la
salida del colegio, buscándome con la mirada. Un día que mis padres estaban de viaje le exigí que viniera
a casa, pero todo fue un fracaso con llantos, reproches y enojos. Tal vez leerá estas líneas y recordará el
perfume de las manzanas de marzo, su miedo y mi torpeza inaudita.

Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro zaguero
central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una mano debajo de la blusa. Eso
me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella imagen del pasado que casi dejé de saludarlo. El
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chico era alto, bastante flaco y pateaba como un caballo. Yo me mordía los labios, allá arriba, en la
soledad del número 9, cuando me fauleaban y él se llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo
como un cañonazo. Si lo nombro hoy, todavía receloso, es porque participó de aquella victoria memorable
y porque sin su gol el mío no habría tenido la gloria que tiene.

Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera puesto la mano
en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una aguja me atravesara las tripas. 7

Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero yo no iba a bailar porque eso me parecía
cosa de blandos. En realidad nunca me animé y si más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una
fiesta del club Independiente, fue porque estaba completamente borracho y perseguía a una rubia
inabordable.

Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría las piernas,
y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado, ausente, masticando el
charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de proyección. Pero la madre no nos
sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle
de cachetadas a mi novia.

Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía que había
una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la existencia habría
ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a otro instante, cuando la pelota
entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay Dios más feliz que ese tipo que festeja con los
brazos abiertos gritándole al cielo.

Ese tipo, hace treinta años, soy yo. Todavía voy, en un eterno replay, a buscar los abrazos y
escucho en sordina el ruido de la tribuna. Sé que estas confesiones contribuyen a mi desprestigio en la
alta torre de los escritores, pero ahí sigo, al acecho entre el 5 que me empuja y Hacha Brava que me
agarra de la camiseta mientras estamos empatados y un wing de jopo a la brillantina tira un centro rasante,
al montón, a lo que pase. Se me ha cortado la respiración pero estoy lúcido y frío como un asesino a
sueldo. Nuestro zaguero central acaba de empatar con un terrible disparo de treinta metros que he
festejado sin abrazarlo y en este contragolpe, casi sobre el final, intuyo secretamente que mi vida cambiará
para siempre.

El miedo de perderme en la maraña de piernas, en el infierno de gritos y codazos, ya pasó. El 10,


que es un veterano de mil batallas, llega en diagonal y pifia porque la pierna derecha sólo le sirve para
tenerse parado. Inexorablemente, ese gesto fallido descoloca a toda la defensa y la pelota sale dando
vueltas a espaldas del 5 que gira desesperado para empujarla al córner. Entonces aparezco yo, como el
muchachito de la película, ahuecando el pie para que el tiro no se levante y le pego fuerte, cruzado, y
aunque parezca mentira aquella imagen todavía perdura en mí, cualquiera sea el hotel donde esté.

Igual que la otra, a la hora de la siesta, en una butaca rota del cine desierto. Nos besamos y sin
buscarlo, porque las cachetadas todavía le arden en la cara, mi primera novia se abandona por fin y me
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recibe mientras sus pechos que alguna vez consintieron la caricia de nuestro despreciable zaguero central
tiritan y trotan, brincan y “broncan”, hoy que nuestras vidas están junto a otros y mi hotel queda tan lejos
del suyo.

“Noche de epifanía” (Abelardo Castillo, 1935- 2017, Argentina) 8

Querido querido Jesús Dios mío, perdóname que te lo cuente a vos justamente esta noche que
debe ser un lío con todo lo de los chicos pobres y del África pero como ya escribí la carta de Matías no
creo que esto lo pueda arreglar otra persona porque recién oí dar las doce y ellos ya deben andar por acá
y capaz que lo traen, perdóname también que te diga de vos y no de tú como cuando rezo, pero si me
pongo a pensar las palabras finas con el sueño que tengo voy a hacerme un matete o voy a parecer la tía
Elvirita cuando se las quiere dar de educada. Me imagino que sabés que te habla Carolina, la hermana de
Matías, pero por si acaso te lo cuento como le dice papá a mamá que hay que contarles las cosas a los
hombres, como si fueran tarados, vos contame las cosas como si yo fuera tarado y no me vengas con
sobrentendidos. Matías vos sabés que es medio loco pero yo lo quiero porque tiene cinco y es lindísimo y
es mi hermano, aunque al principio lo quería menos porque se hacía pis encima y se cagaba todo, vos
perdóname pero no te voy a decir que se hacía po po, como la tilinga de Elvirita, y de todas maneras ahora
apenas se caga de vez en cuando porque ya aprendió a sacarse los pantalones solo. Lo que más me
gusta son los ojos que tiene, que parecen esos papeles celestes medio plateados de los ramos de flores, y
también me gustan esos dientes parejitos que la verdad no sé para qué te salen tan parejos si después se
te caen y te vuelven a salir y encima te crecen para cualquier lado y parecen serrucho, pero cuando se te
caen éstos sí que estás frita como la abuela que se olvida la dentadura en cualquier parte y cuando yo era
más chica y no sabía cómo era ese asunto de los dientes postizos casi me muero de la impresión cuando
me los encontré en la pileta del baño. No sé cómo vine a parar acá pero lo que quería decirte es que a
Matías yo no le puedo negar nada, y por eso escribí la carta. Ese chico la tiene completamente dominada,
dice mamá, ese chico es la piel de Judas pero su hermana es el brazo ejecutor. Y siempre cuenta la vez
que él me hizo quemar los zapatos de presillas. Como a lo mejor es un pecado y nunca lo confesé te lo
digo a vos directamente para que me perdones directamente. Matías odiaba esos zapatos de presillas que
son iguales para nosotras y para los varones, y tenía razón, si no me gustaban ni a mí, y como el pobre
tenía cuatro y era tan chico que ni sabía prender un fósforo me hizo traer alcohol fino, o lo del alcohol fue
una idea mía, no sé, y me dijo Carolita linda, quemalos. Lo que pasa es que te mira con esos ojos
redondos y celestes que parecen bolillones y quién le niega nada, cómo te vas a negar a escribirle una
carta a un chico que no sabe escribir y que se empaca en no decirle a nadie lo que quiere para el día de
los reyes ni nunca pensó que a lo mejor los reyes son los padres. No es que yo esté muy segura, pero si
no son los padres para qué necesitan saber qué pedís, y lo malo es eso, Jesús querido querido, lo malo es
que ahora no estoy nada segura, porque si los reyes no son una de esas macanas que inventan los
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grandes para que después la vida te desilusione, como dice Elvirita que tiene como veinticinco años y ya
se quedó soltera, si los reyes son los reyes y son magos, vos no sabes, Jesús querido hijo de la santísima
Virgen, lo que va a pasar en esta casa mañana a la mañana cuando se despierten, o dentro de un rato,
porque a mí me parece que ya se lo trajeron. Y ahora que lo pienso esto tendría que estar contándoselo a
la Virgen, que como es mujer y madre por ahí entiende mejor que vos este tipo de problemas de familia,
pero ya que empecé no puedo cambiar de caballo en la mitad del río, como dice papá. Hace una semana
9
que le andan dando vueltas, qué vas pedir para el día de los reyes, Matías, qué te gusta, un trencito, un
videojuego, uno de esos para armar casitas. Matías nada. Decinos qué pediste, Matías, querés un triciclo.
Nada. Los reyes saben lo que quiero. Sí, Matías, pero igual tenés que contarnos para que te ayudemos a
pedir nosotros. Matías nada y que si el regalo es para él no precisa que nadie se meta, y ellos mirá cómo
Carolita nos dijo que pidió una bicicleta para que nosotros también pidamos con ella, y él a mí qué me
importa Carolita el regalo es para mí y ellos son magos y saben todo. Y yo creo que es cierto que saben
todo, porque desde hace un rato tengo la impresión de que ya se lo trajeron pero no pienso prender la luz
ni abrir los ojos, debe medir como siete metros, y lo peor es que la carta de Matías la escribí yo. Pero no
sólo a mí me tiene dominada, también a la abuela y a mamá. Me acuerdo la vez que me vio sin
bombachas y se puso a llorar y a gritar como desesperado que yo no tenía pito, que lo había perdido o me
lo habían cortado o qué sé yo qué burradas y mamá casi se desnuda para mostrarle que las mujeres no
necesitamos ningún pito, hasta que papá le dijo pero qué estás haciendo, Mecha, te volviste loca. Y mamá
dijo qué le va a pasar al chico si me mira, degenerado, o no te das cuenta que cree que han mutilado a la
nena. Pero se va a impresionar, Mecha, decía papá. Cómo se va impresionar a los cinco años, cómo un
inocente de cinco años se va a impresionar de su propia madre. Entonces la abuela dijo algo del bello
público y ahí medio que me perdí. Tu marido lo dice por el bello público, dijo la abuela, y mamá se calmó
de golpe, pero Matías seguía llorando como un huérfano y no había modo de convencerlo, o sea que los
tiene dominados a todos, no a mí sola. Mamá dijo me depilo, y papá dijo ¡Mecha! y la abuela que es
viejísima y por eso sabe más dijo hacé que te toque y listo, con los pantalones que usás se va a dar
cuenta enseguida, y la verdad que no me acuerdo cómo terminó porque cada vez tengo más sueño. Sí,
Jesús querido de mi corazón, ya sé que estás esperando que te cuente lo de la carta, pero si no te explico
los pormenores, como dice papá cuando discute con mamá, vos, Mecha, explicame bien los pormenores y
no me andes con evasivas, si no te explico sin evasivas los pormenores de mi casa y cómo es mi hermano
Matías cuando se empaca, cómo te explico lo de la carta. Porque al final le dijeron que escribiera una
carta, y él que cómo iba a escribir una carta, tiene razón el pobre chico, si apenas cumplió cinco y es
analfabeto, y ellos vos díctanos Matías y mamita o la abuela o Elvirita la escriben, y él que le compren un
mecano y se vayan todos a la mierda, vos perdoname Jesús pero Matías no tiene mucho vocabulario, no
como yo que todos se admiran del vocabulario que tengo y a lo mejor fue por eso que él me lo pidió a mí.
Escribime la carta, Carolita linda, y me hizo jurar con los dedos en cruz que no se lo diga a nadie o me
caigo muerta y cómo le voy a negar nada cuando me mira con esos ojos o será que salí a mi madre, como
dice papá, y tengo el sí fácil. Sí, le dije, dictame. Vos poné señores reyes magos, y yo le dije mejor pongo
queridos, y Matías vos poné señores y que lo quiero a rayas. Pero mirá que yo leí en Lo sé todo que
algunos miden como siete metros, contando la cola miden como siete metros. Fenómeno, dijo Matías,
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cuáles son los mejores. Los de Bengala, dije yo. Entonces poné queridos y que lo quiero de Bengala y
poné que sea de verdad, dijo Matías, a ver si me traen uno de esos de paño lenci para tarados, y lo que yo
creo Jesús de mi corazón es que ya se lo trajeron, lo oigo respirar entre mi cama y la de Matías, debe ser
afelpado, debe ser tan hermoso, oigo cómo abanica suavemente su cola sobre la alfombra, ay lo que va
ser mañana esta casa, lo que va a ser dentro de un rato cuando yo me duerma y papá entre a dejar mi
bicicleta y el mecano de Matías, y por favor, cuando me castigues, acordate que me acordé de los chicos
10
pobres y del África.

“La lengua de las mariposas” (Manuel Rivas, 1957- España)

"¿Qué hay, Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas".
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción
pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que
los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de
poderosas lentes.
"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la
atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cando1 lleváis el dedo humedecido a un tarro de
azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la
lengua de la mariposa". Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el
mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no
podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza
terrible. Una palabra que cimbraba2 en el aire como una vara de mimbre.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos3 a la guerra
de Marruecos4. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había
historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y
sin habla, como desertores de la Barranca del Lobo5. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión.
Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.

1
En este cuento aparecen errores de lenguaje que intentan reflejar el habla de los personajes.
2
“Cimbrar” significa mover algo flexible, haciéndolo vibrar.
3
La expresión “ir de quintos” quiere decir que se incorporaban al servicio militar.
4
La guerra de Marruecos fue un conflicto armado que enfrentó a España con los habitantes de Rif, una comarca de Marruecos.
La guerra se inició en 1909 y terminó en 1927 y se inscribe dentro del contexto de principios del siglo xx, donde el imperialismo
fue la principal causa de enfrentamientos.
5
La Barranca del Lobo, en Melilla, Norte de África fue escenario de una acción militar acaecida en 1909 en la que las tropas
españolas fueron derrotadas por los habitantes de Rif.
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Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día
correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el
apodo. "Pareces un gorrión".
Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un
loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del
monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás
11
sobrepasé aquella montaña mágica.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en
que el maestro les arrancaba la jeada6 del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias7. "Todas las
mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'.
¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió.
La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la
angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil8 de carnicero. No mentiría si le dijera a
mis padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía por dentro.
Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.
Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa
escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de
que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!"
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mí. Aquel maestro
feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de
Abd el-Krim9.
"¿Cuál es su nombre?"
"Gorrión."
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.
"¿Gorrión?"
No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido
de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al
ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como
latigazos.

6
La “jeada” se refiere a que el maestro le enseñaba a pronunciar correctamente los sonidos de la “g” y de la “j”.
7
“Ajua”, “jato” y “jracias” eran las pronunciaciones incorrectas de la “g” que el maestro intentaba corregir.
8
Un mandil es una prenda de cuero o tela fuerte que, colgada del cuello, sirve en ciertos oficios para proteger la ropa desde lo
alto del pecho hasta por debajo de las rodillas.
9
Fue un dirigente de la resistencia contra la administración colonial española y francesa en el Rif y presidente de la República del
Rif entre 1923-1926.
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Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene
tras de uno el Sacaúnto10. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí.
Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro.
Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido,
que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía
reparar en mí, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos
12
censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la
noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mí. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación
desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña 11 y embarcaría de polisón en uno de esos
navíos que llevan a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos
recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y
nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas,
mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre
cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si
atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mí la sombra regia de
Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo."
Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había
quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas
amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.
Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón12 en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión,
con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel
pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio
absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro
y dijo: "Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso".
Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y
ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya
sabes, despacito y en voz bien alta".
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras,
con las rodillas llenas de heridas.

Una tarde parda y fría...


"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?"
"Una poesía, señor".

10
El Sacaúnto es el hombre lobo en una leyenda gallega.
11
Ciudad y municipio de España.
12
Un serón es una especie de cesta que sirve para llevar de una parte a otra escombros, tierra u otras cosas semejantes.
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"¿Y cómo se titula?"


"Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado13".

"Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación."


El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de
Altamira, carraspeó como un viejo fumador de tabaco y leyó con una voz increíble, espléndida, que
13
parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo14.

Una tarde parda y fría


de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín..
.
"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?" preguntó el maestro.
"Que llueve después de llover, don Gregorio".

"¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el
día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza15.
"Pues sí", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel".
"Eso está bien", dijo mamá. "Non se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo".
"¿Qué es un ateo?"
"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con
energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?"
Mamá posó la plancha y me miró fijo.
"¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?"
Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los
hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.
Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio 16. Me parecía que sólo las mujeres creían de
verdad en Dios.
"¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?"

13
Antonio Machado (1875-1939) fue un poeta español, miembro tardío, aunque uno de los más representativos, de la
generación del 98.
14
El término “indiano” hace referencia a los emigrantes españoles en América que retornaban con riquezas.
15
La nabiza es la hoja tierna del nabo cuando empieza a crecer.
16
En la fonética gallega es muy común emplear la “j” en lugar de la “g”.
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"¡Por supuesto!"
El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e
gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que
colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara
se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste,
como si se refiriera a un desvalido.
14
"El Demonio era un ángel, pero se hizo malo".
La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.
"El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que
llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar
de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?"
"Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la
escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega".

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo.
Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano.
Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande,
bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con
gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto
a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.
"Si ustedes no se callan, tendré que callar yo".
E iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado,
desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.
Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba
era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el
Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la
lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara
la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho
de los caballos y el estampido del arcabuz17. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las
nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas
de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Inicio.
Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria.
Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.

"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante
mío.

17
El arcabuz es un arma de fuego.
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"¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella.


"No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía
clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los
padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos.
Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con
15
azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie
de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho
ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me eligió
como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión.
Recorríamos las orillas del rio, las gándaras18, el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos
era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula.
Un escornabois19. Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que
el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.
De regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el
maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión".
Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi
madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don
Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda". "Estoy segura de que pasa
necesidades", decía mi madre por la noche.
"Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre.
"Ellos son las luces de la República"20.
"¡La República, la República! ¡Ya veremos dónde va a parar la República!"
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los
republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.
Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".
"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre.
"Tú, sí, pero el cura no".
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no
tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje".
El maestro miró alrededor con desconcierto.
"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa.
"Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro.

18
Se denomina Gándara a la tierra baja y llena de maleza.
19
Mántis, libélula y escornabois son nombres de insectos.
20
En esa época había dos bandos políticos en España: los republicanos y los nacionalistas. Ambos bandos se enfrentaron en lo
que se conoce como la Guerra Civil Española (1936-1939).
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Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de
1936 cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento21.
"¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas".
Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que
miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas,
estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a
16
Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros
era que venía una tormenta.
Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de
atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche.
Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.
Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la
abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como
abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios. Llamaron a la puerta y mis padres
miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el
indiano. "¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están
disparando contra el Gobierno Civil". "¡Santo cielo!", se persignó mi madre.
"Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, "Se dice que el alcalde llamó al
capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo.”
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban
me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones
de la Alameda como hojas secas. Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió
para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.
"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre.
También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.
Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.
"Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo."
Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara
bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la
Alameda".
Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy
grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba
mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".
"Sí que lo regaló".
"No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regaló!"
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaban también algunos grupos de
las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado,

21
El ayuntamiento es una corporación compuesta de un alcalde y de varios concejales para la administración de los intereses de
un municipio.
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precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un
corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los
que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la Alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La
gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba
puesta en la fachada del ayuntamiento. Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada.
17
Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros
guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada22. De algunos no sabía el
nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo
Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero a quien llamaban Hércules,
padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro. Se escucharon
algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la
multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.
"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"
"Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba agarrado del brazo a
papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que
vean que gritas!"
Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores!" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte,
"¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada
enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí.
"¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre! Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el
campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a
mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tú también,
Monchiño, grítale tú también!"
Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás
lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el
convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo
fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"

22
En silente cordada es un conjunto de personas que van sujetos por una misma cuerda.

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