M. T.
Podestá
Apoteosis
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M. T. Podestá
Apoteosis
Pasa a nuestro lado rozándonos como una sombra; cabizbajo y tembloroso, como un perro
que se estremece al salir del agua.
Su aspecto es otro; así, al primer golpe, no lo reconoceríamos. Le han cortado el cabello, y
su cara, completamente afeitada, tiene el aspecto de esos santos que mueren de consunción,
por la disciplina y los ayunos.
Está ahora en el manicomio, custodiado, sin sospecharlo, por temor de que un ataque de
epilepsia, o un rapto de delirio, le haga terminar sus días de una manera dolorosa.
Extraña mezcla de hombre y de ente, de coraje y de debilidad, de entusiasmo y de
desfallecimiento, de ideas elevadas y de conceptos microscópicos, de efectividad tierna y
enfermiza y de egoísmo inconsciente.
Caso frecuente de hombre de carácter, de imaginación ardiente, de apasionamiento
exaltado, de orgullo, de niño y de viejo, como si las dos edades se hubiesen refundido, para
llevarlo a una existencia aventurera.
Adherido a la sociedad como un musgo que crece en los cimientos, buscando siempre los
rincones, las sombras, el alejamiento, para amar y odiar a su modo; arrastrado muchas
veces al sacrificio, pero sin fuerzas para contenerse; sepultado en el fango, para inspirar
lástima; flotando en la superficie, para alimentar las burlas; desafiando el ridículo, para
satisfacer su vanidad despreciativa.
Enfermo moral -inconsciente de su estado y de su condición, -quebrando en sus manos la
felicidad que iba generosa a golpear sus puertas.
Soñador, poeta que ha escrito rimas envenenadas con la savia malsana de su cerebro
alcoholizado.
Con envoltura de filósofo pesimista, inclinado al suicidio, por cansancio de su inutilidad y
por el desaliento innato que lo comprimía con su garra.
Crítico y moralista, con las pretensiones delirantes del neurótico.
Generoso, delicado, humilde hasta la mansedumbre... soberbio, irascible hasta el furor.
Ebrio por herencia, sin los refinamientos del vicio.
Ser transformado, sucesivamente, por la neurosis, por el alcohol, por la mancha hereditaria,
que fue agrandándose con los años, hasta eclipsar su personalidad.
Hombre a ratos... artista siempre... artista para llorar sus desdichas, para exhibirse él mismo
como un modelo de su obra; juzgado y despreciado por sí mismo, cuando se encuentra
indigno del suicidio.
Ironía viviente de la criatura humana, que se levanta como una efigie en la aridez de sus
propias obras.
Una mueca grotesca que befa el orgullo del que se empina desde el fango para tocar el
cielo.
Descreído hasta el ultraje, en uno de esos momentos hubiera sido capaz de reírse hasta de
Hamlet y de su monólogo, y de dar un puntapié al cráneo que extraía de la fosa... se hubiera
burlado de Dios mismo, en su petulancia rebelde y enfermiza.
De rodillas, besando el suelo, hundiendo su frente en la tierra, que había escarbado con
rabia, derramando lágrimas ardientes, hubiera esperado sin zozobra el rayo que lo
destruyese, porque se creía maldito y desgraciado.
Miraba a sus espaldas, y veía a la sociedad correr detrás de él como una turba insensata y
desenfrenada, estirando un millón de manos para asirlo, lapidarlo, y tirarle a la cara sus
vicios para ahuyentarlo lejos, como a un animal dañino.
Las puertas del infierno de Dante, abiertas de par en par ante sus ojos, y las figuras
imponentes de los desdichados que se revolvían en el abismo, salir airados y amenazadores,
para defenderlo.
El, en medio de las dos turbas, estirando sus brazos para contener la pelea horrible, abrirse
después el pecho y decir a los de la tierra... Aquel es nuestro cielo; el infierno soy yo... y
arrancarse el corazón; tirarlo ensangrentado, de carnada, para aplacar los alaridos de la
muchedumbre famélica y enloquecida.
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En la materialidad de las cosas diarias, en el roce de la vida, era un infeliz que se le miraba
con desdén despreciativo.
Había recorrido su viacrucis, impasible, recibiendo los azotes con la resignación y la
sensibilidad del sectario.
En sus debilidades, en sus angustias, en sus miserias, en sus esperanzas engañadoras era el
hombre tirado a la orilla, como la espuma que lame la escoria... La escoria se había
revuelto, y había ennegrecido la espuma, que venía columpiándose en la onda mansa.
Tenía aún, en el supremo abandono en que se encontraba, sus ratos de lucidez; desaparecía
entonces el daltonismo que le cambiaba los colores reales, y con aire desconfiado,
empezaba a contemplar la larga fila de hombres macilentos y silenciosos que pasaban a su
lado como otras tantas efigies de su existencia.
Miraba con curiosidad esas caras deformadas por el sufrimiento; sentía frío ante esas risas
inconscientes; llamaba con cariño a algunos de ellos, pero éstos, con el miedo del animal
huraño, le hacían un gesto indescriptible, le clavaban sus miradas de burla, de lástima, de
reproche, de rencor, y se alejaban cabizbajos, vacilantes, cantando unos, blasfemando otros,
como seres maldecidos que van en busca del caos.
Fijaba su pupila en esas cabezas que se movían lentamente, como un mar que empieza a
agitarse, y sentía un estremecimiento nervioso que lo dejaba como petrificado.
Veía una serie de cráneos exhibiéndose como en un museo vivo: algunos redondeados,
como si hubiesen sido refundidos en un molde; comprimidos y abollados otros, como si una
mano maléfica hubiera querido impedir su desarrollo.
Algunos, pequeños, torcidos, angulosos, habían usurpado a la cara la belleza de sus líneas
para mostrar una frente que hubiera podido medirse con el dedo puesto a través.
En un rincón se columpiaba, en el suelo, como una caterva de cabezas de gigante, enormes,
monstruosas, en las que se adivinaba un cerebro pequeño chapaleando dentro del agua.
Las caras de esos desdichados le hacían retroceder; él las veía aún más enormes, y cuando
sonreían, dando a su pupila cierta expresión consciente, agitaban en el aire sus manos,
levantadas con aleteos de pingüinos.
Este cuadro, que se iba desarrollando a retazos ante sus ojos, le producía a él mismo la
alucinación de los hechos reales.
Oía una discusión animada, calurosa; gritos, blasfemias, amenazas... Corría rápidamente al
sitio de la lucha, y los dos infelices que habían simulado la escena, se callaban de pronto, se
miraban como dos personas extrañas, daban vuelta a la espalda, y se alejaban
silenciosamente.
En un rincón, un individuo joven, de aspecto simpático, de mirada brillante, estaba
acurrucado como un mendigo; de pronto, un sollozo violento le hacía dar vuelta la cabeza.
Veía a ese hombre, deshecho en lágrimas, golpearse el pecho y acusarse de delitos atroces;
se acercaba compasivo para consolarlo... una mirada del guardia bastaba para secar las
lágrimas y cambiarlas en risas nerviosas de alucinado.
Se veía despreciado, humillado por un arrogante millonario que había poblado su cerebro
con todas las grandezas de la tierra... pasaba a su lado desdeñoso, mostrando sus trapos y
sus miserias... la felicidad se complacía en engañarlo sin tortura... y él, que adivinaba esa
felicidad verdadera, la única real que había tenido, no le tenía envidia.
Iba pasando así una revista minuciosa a la larga fila de desgraciados que habían entrado
antes que él a ocupar su pequeño círculo en ese infierno que se iba agrandando, y que lo
envolvía por todas partes, como un laberinto sin salida.
Su existencia anterior se había borrado poco a poco, no le quedaba más que un recuerdo
confuso, se veía rodeado de individuos que le codeaban, que le hablaban sin comprenderlo,
que lo abrazaban sin cariño, que le sonreían sin conocerlo, que lloraban sobre su pecho
dolores imaginarios, que lo maldecían sin rencor, que lo amenazaban inconscientes, y que
tan pronto le lanzaban una blasfemia, como le tendían una mano, sin afecto.
En medio del patio, al rayo del sol, que caldeaba el cráneo rapado, se había arrodillado uno
para murmurar plegarias que no llegarían a su destino; otro, silencioso, pensativo, con la
vista clavada en el suelo, parecía meditar sobre sus desventuras, hacía signos en el aire, y
luego se levantaba como enfadado de no encontrar solución a sus miserias.
En un buen momento, un orador se le puso por delante, le habló con énfasis, con
entusiasmo, anudando frases, palabras, fechas, nombres y citas; y, por último, en su
irritación creciente, un asalto brusco, inesperado, que habría concluido con él, si una mano
fuerte, avezada, no lo hubiese tomado de un brazo para desviarlo.
El estaba allí como el emblema de esa larga serie de hombres a quienes no podía querer,
porque no era comprendido, y de quienes recibía mil protestas a un tiempo, de afecto y de
odio.
Su mayor dolor era darse cuenta de la realidad de estas desdichas.
Su felicidad hubiera sido la inconsciencia, la locura completa, rápida, que anulase para
siempre los ratos lúcidos que asomaban como destellos dentro de su pobre cabeza.
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La sociedad estaba lejos.
Era un país del que había emigrado para no volver... Desde su rincón solitario, la veía
agitarse, agrandarse, venir hacia él, como a reclamarlo para restituirlo a su cueva y a sus
dolores. El retrocedía, se replegaba, corría desatinado, buscando un refugio, y cuando creía
ver avanzar las calles, que se abrían como brazos enormes para estrecharlo, daba un grito, y
caía en un ataque convulsivo...
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