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La Jaula de Los Gorilas

El documento presenta extractos de un libro que tratan sobre un chico que reflexiona sobre temas como el sufrimiento de los insectos, la percepción que tienen sus amigos sobre su padre político y una historia de supervivencia en la que el protagonista se da cuenta que es el único habitante restante de la ciudad.
Derechos de autor
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La Jaula de Los Gorilas

El documento presenta extractos de un libro que tratan sobre un chico que reflexiona sobre temas como el sufrimiento de los insectos, la percepción que tienen sus amigos sobre su padre político y una historia de supervivencia en la que el protagonista se da cuenta que es el único habitante restante de la ciudad.
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com/es
© 2011, Rodrigo Muñoz Avia
© De esta edición:
2017, Santillana Infantil y Juvenil, S. L.
Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos (Madrid)
Teléfono: 91 744 90 60

ISBN: 978-84-9122-071-8
Depósito legal: M-37.952-2015
Printed in Spain - Impreso en España

Segunda edición: septiembre de 2017

Directora de la colección:
Maite Malagón
Editora ejecutiva:
Yolanda Caja
Dirección de arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol del Burgo, Rubén Chumillas, Rosa Marín, Julia Ortega
y Álvaro Recuenco

Cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación de esta obra
solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
La mayor injusticia consiste en parecer justo sin serlo.

Platón, La República

Así como está inserto en la lengua, la boca y el estómago de


las abejas que deben producir la miel, en nuestros ojos, en
nuestros oídos, en nuestra médula, en los lóbulos de nuestra
cabeza, en todo el sistema nervioso de nuestro cuerpo,
está escrito que hemos sido creados para transformar lo
que absorbemos de las cosas de la tierra en una energía
particular y en una cualidad única en el globo. Ningún ser,
que yo sepa, ha sido combinado para producir como nosotros
ese fluido extraño que llamamos pensamiento, inteligencia,
entendimiento, razón, alma, espíritu, potencia verbal, virtud,
bondad, justicia, saber: porque posee mil nombres, aunque no
tenga sino una esencia.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas


Dice Javier que los insectos y todos los bichos pequeñitos 9
sufren y sienten dolores como los puede sentir por ejem-
plo una vaca, y que por eso no hay que matarlos. Estas
cosas basta que te las digan dos veces para que te acabe
entrando la paranoia. Según le ha dicho su profesora de
Conocimiento del Medio, los insectos generan hormonas
y tienen órganos muy parecidos a los nuestros, aunque
más simples, y está demostrado que sufren. Que sufran
tanto como una vaca no lo sé, me parece exagerado, pero
el caso es que algo sufren y por eso yo ya no soy capaz de
darle un pisotón a una simple hormiga o de aplastar un
mosquito con un periódico. Pienso en el sufrimiento del
bicho, en su espantoso dolor, y en el pánico que sentirá
al ver cómo levanto mi pie. Por lo visto hasta las plantas
generan la hormona del estrés si sienten que se les va a
hacer daño. Yo ahora lo que hago cuando veo un bichito
en mi habitación es perseguirlo con un folio y ponerlo en-
cima. Es patético, ya lo sé, pero yo no tengo la culpa, ha
sido el anormal de mi hermano, que me lo ha contagiado.
Tiro el bicho a la jardinera que está justo delante de mi
ventana y me siento feliz por el pobre animal. Aunque
cuando me toca desviar todo un camino de hormigas que
han llegado desde el jardín a comerse las miguitas de pan
junto al tostador de la cocina, la cosa ya no me hace tanta
gracia. Lo que pasa es que si las veo, no puedo evitarlo.
Quiero salvarlas.

Es curioso, pero en las entrevistas de la radio mi pa-


dre suele decir que lo que más le gusta de su trabajo es
10 el contacto con la gente. Gente normal, gente de la calle.
Dice que, aunque cueste creerlo, su trabajo le da la opor-
tunidad de conocer a una cantidad de personas increíble.
Que le gusta ver a la gente cara a cara, hablar con ella y
ayudarla. Que la gente es maravillosa. Que si no le gus-
tara ayudar a todas y cada una de esas personas que dia-
riamente ha de ver en lugares y momentos muy variados,
nunca habría escogido ese trabajo.

La gente se piensa que si tu padre es político se le nota


todo el tiempo. Mis amigos creen que mi padre también
es político cuando se pone el pijama, se lava los dientes o
se tira en el sofá a ver un partido de fútbol. Ser político
les parece una cosa tan rara que piensan que uno no puede
dejar de serlo en ningún momento. Están convencidos
de que mi padre dice las mismas cosas en casa que en las
entrevistas de la radio o de la tele. Pero eso no es así.
Para mí, mi padre es mi padre, eso es evidente, y lo
de que sea político o no tampoco cambia tanto las cosas,
la verdad. Lo que quiero decir es que cuando mi padre
­ esayuna los sábados por la mañana y me da la charla
d
por haber llegado tarde la noche anterior, yo lo último
que pienso es si mi padre es político o fontanero. En rea-
lidad lo único que pienso entonces es que mi padre siem-
pre aprovecha el momento de ponerse la mermelada en
la tostada para sacar ese tema de conversación, no sé
muy bien por qué. Y también pienso que la nueva moda
de levantarnos a todos a la misma hora para desayunar
juntos los sábados y empezar el fin de semana con buen
pie es bastante insoportable. 11

El otro día, mientras tomábamos unos minis en el


parque, antes de ir a buscar a las chicas y echarnos unas
risas con ellas, me dijo el Abrebotellas que mi padre le
parecía un tipo muy enrollado. A mí me pareció algo muy
preocupante, porque el Abrebotellas es medio retrasado
y lo único meritorio que ha hecho en su vida es abrir bo-
tellines de cerveza con los dientes, y así los tiene. Él dice
que no se los ha torcido con las chapas sino que los tiene
torcidos de nacimiento, lo cual es bastante más grave y
explica muy bien por qué su madre decidió no tener más
hijos.
Así que el hecho de que mi padre le pareciera un tipo
enrollado al Abrebotellas no fue una buena noticia, por-
que es difícil explicar la clase de gente que al Abrebote-
llas puede merecerle esa opinión. Es verdad que hay pre-
cedentes en esta línea, como su abuelo, que debe de ser
un tipo legal, y también el abuelo de Heidi («ya no hay
gente como él», me dijo un día), pero también el infeliz
de Matemáticas, que por algún motivo le hace tilín y le
aprueba siempre a fin de curso, la histérica de su vecina
(por ese increíble récord de haber sido la primera en en-
trar a las rebajas del centro comercial por tercer año con-
secutivo) y el mismísimo Berlusconi, que, según él, tiene
su punto en las cosas que dice.
Me quedé mirándole sin salir de mi asombro y con el
mini de sangría en la mano.
—Joder, G., que lo digo de coña —me dijo enton-
12 ces—, solo quería hacerte la pelota para ver si me pasas
el mini de una vez. —Y empezó a partirse de risa, para
variar. No hay nada que le guste más al Abrebotellas que
enseñar sus dientes para afuera a todo bicho viviente,
pero es curioso que siempre que se ríe se lleva la mano
a la boca para tapársela. Es un acto reflejo que no puede
evitar.
—Qué subnormal eres —le dije, y después de dar otro
trago le pasé el mini.
Que el Abrebotellas hablara bien de mi padre era pre-
ocupante, es cierto, pero reconozco que algo de ilusión sí
me hacía. Llega un momento en que me harto un poco
de oír siempre las mismas cosas sobre los políticos y so-
bre mi padre y que alguien diga algo bueno la verdad es
que se agradece. Yo soy el primero que pongo a parir a mi
padre por su forma de hablar en público y por muchas de
sus decisiones y porque haya conseguido parecerse cada
vez más al resto de los políticos. Pero una cosa es que lo
diga yo e incluso que se lo diga a él, y otra cosa muy dis-
tinta es que lo digan los demás.
Afortunadamente la política y mi viejo no son los
únicos temas de conversación con mis colegas. Así que
cuando el Abrebotellas se acabó el litro dejamos el tema
y nos fuimos a buscar a las chicas. Cruzamos la autopista
por la pasarela de peatones para ir al bar del hermano de
Susana, donde estaban ellas. Entonces al Abrebotellas no
se le ocurrió nada mejor que tirar una de sus chapas de
cerveza hacia la autopista, por encima de los coches. Me
cabreé con él por demente y luego estuvo toda la tarde
riéndose de la frase tan ingeniosa que se le ocurrió decir: 13
—Deja de darme la chapa, chaval.

La vecina de la casa de al lado es belga y se llama Pau-


line y es la tía más guapa y misteriosa que he visto en
mi vida. Al principio no me gustaba mucho, pero ahora
cuanto más la miro más me gusta. Tiene el pelo liso y
negro, peinado con raya en medio, con un rollo un poco
gótico, pero tiene algo tan dulce y triste en la cara que me
encanta. Me pone nervioso. Puedo estarme toda la tarde
esperando a que llegue de su clase de baile para verla su-
bir la escalinata exterior de su casa desde mi ventana. A
su madre suele hacerle un aspaviento de desprecio como
saludo. A mí, cuando me la cruzo en la calle, jamás me
saluda ni me dirige la mirada.

Es la historia de un tío de mi edad que una mañana se


levanta y descubre algo raro. Internet y el móvil no fun-
cionan, la radio no emite nada y todos los miembros de
su familia han desaparecido sin dejar rastro. Así son las
primeras páginas del cómic que estoy haciendo. El tipo
sale a la calle y todo es todavía más extraño. Están las co-
sas, los árboles, todo, pero no hay nadie, absolutamente
nadie. El tipo tarda poco en descubrir que está solo en la
ciudad y probablemente solo en el planeta. No entiende
nada. La luz deja pronto de funcionar y el agua de salir
del grifo y la historia se convierte entonces en un rollo
de supervivencia en una urbanización y una ciudad de-
siertas. Cuando el tío está más colgado y ya bastante en-
14 loquecido, visita la casa de algunos de sus compañeros de
colegio, y en la casa de la tía que más le gusta, cotilleando
en todas sus cosas, resulta que aparece ella, que también
se pensaba que estaba sola en el mundo y llevaba varios
días escondida en el sótano de su casa.
Bueno, esto todavía no lo he dibujado, pero me lo
imagino bastante bien. Luego ya no sé muy bien qué es
lo que haré.

Los lunes mi madre tiene una tertulia con amigos. Se


reúnen en el salón y hablan de literatura o de pintura o
a veces también de política. Mi padre dice que mi madre
hace muy bien en organizarse su propia agenda. Dice que
es muy bueno para ella, como también lo ha sido empe-
zar a trabajar por las mañanas. Los lunes que mi madre
tiene tertulia, mi padre aprovecha para quedarse más
tiempo en la Consejería. Normalmente llega a casa cuan-
do la tertulia ya ha terminado.
Me llega lejanamente el sonido de las voces en el piso
de abajo mientras estudio el examen de Historia que
tengo­el miércoles. Mi profesor de Historia es más raro
que un perro verde pero me gusta cómo da la clase. Siem-
pre dice que la historia no es una historieta. Que cada
una de las cosas que han pasado en la historia tiene un
porqué. Y que más que la sucesión de acontecimientos
le interesa que entendamos por qué han ocurrido esos
acontecimientos. Dice que si somos capaces de compren-
der eso seremos capaces de comprender qué cosas pue-
den suceder en el futuro.
A la hora de cenar bajo a la cocina. Javier está cenan- 15
do con Luisa, la chica dominicana que viene a casa las
noches que mi madre tiene tertulia o cuando mis padres
salen por ahí. Pongo mi cena en una bandeja y me subo
a la habitación con ella. Lo de cenar solo en mi habita-
ción es bastante raro, pero me gusta. Abro el trozo de
pan y meto los filetes rusos dentro. Me como el bocata
de pie, mirando por la ventana. Una polilla revolotea al
otro lado del cristal y no deja de chocar con él. Apago la
luz para que se vaya, aunque me cuesta creer que la po-
lilla sienta mucho dolor cada vez que se choca contra el
cristal. Comer a oscuras, coger el vaso de agua a oscuras,
mirar por la ventana a oscuras tiene algo prohibido que
me gusta. Pienso que a Pauline, la vecina belga de la casa
de al lado, debe de pasarle algo parecido.
En el foro de Internet de mi clase hay alguien que se
dedica a meterse conmigo y con mi padre. Firma como
«Eva», pero yo estoy convencido de que es un tío, aunque
no tengo ni idea de quién puede ser en concreto. El foro
este lo crearon Carolina y Silvia, dos chicas de clase que
decían que el Tuenti era muy limitado para mantener­
conversaciones entre todos. Lo malo de su foro es que
tampoco hay manera de detectar a los intrusos, aunque
habitualmente lo usamos siempre los mismos.
Tampoco me preocupa demasiado que la tal «Eva» se
meta conmigo y con mi padre, la verdad. Sea quien sea,
no tiene ningún respaldo y ni siquiera se atreve a dar la
cara con su nombre de verdad. Aparece de tarde en tarde,
pone un par de estupideces y se calla. Yo nunca le he res-
16 pondido desde mi identidad, porque estoy convencido de
que eso es lo que quiere. Me parece mucho mejor ignorar-
lo, no hacer ni caso a sus comentarios, como si no pasara
nada. Eso sí, a veces le respondo con nombres falsos. Hoy
por ejemplo le he puesto: «Eva, te espero en la puerta de
tu casa a las once, si miras por tu ventana me verás con
el bate de béisbol, imbécil». He firmado como «Pocoyó».

Javier sale del cuarto de baño y se mete en su habita-


ción. Voy un rato con él. Me habla de su último partido
de fútbol con el equipo del colegio. Javier tiene diez años.
—Enano, no me des más detalles porque odio el fút-
bol, ya lo sabes.
—Gerardo, hoy he visto a Luque morreándose con
Virginia —me dice. Le encanta decirme estas cosas para
ver cómo reacciono yo.
—Me parece muy bien, yo también los he visto, están
saliendo.
—¿Ya no van con vosotros?
—Sí, a veces sí, y a veces no.
—¿A ti te gusta Virginia o no?
—No, enano, no me gusta Virginia, ¿y a ti?
—Psa. Pero ¿tú te has morreado alguna vez con al-
guien?
—¿Otra vez con esto? ¡Qué obsesión!
Javier se ríe, un poco cortado, pero su perseverancia
no tiene límites.
—Si te hubieras morreado con alguien, me lo habrías
contado.
—Eso es lo que tú crees —le digo, y cambio ya de una vez 17
de tema—. Una cosa, enano, si tú una mañana te levantaras
y no encontraras a nadie y descubrieras que estabas comple-
tamente solo en la Tierra, ¿qué creerías que habría pasado?,
¿dónde pensarías que se habría metido todo el mundo?
—Habrían entrado en una dimensión Beta, un uni-
verso paralelo en el que todo el mundo estaría buscándo-
me como loco. Yo lo que haría sería dedicarme a buscar la
manera de acceder a ese universo paralelo.
Me lo temía. Lo de Javier, con su cultura de videojue-
go cien veces superior a la mía, es exagerado, pero creo
que cualquiera que leyera mi cómic pensaría en un rollo
de ciencia ficción de ese estilo, y a mí eso no me interesa.
A mí en realidad no me importa dónde se ha metido todo
el mundo, lo que me importa es la historia de ese chico y
esa chica que se encuentran y solo se tienen a sí mismos
en medio de un planeta gigantesco.
Vuelvo a mi habitación. Los amigos de mi madre ha-
blan de un escritor que toda la vida ha sido de izquierdas­
y en las últimas elecciones ha apoyado a la derecha.­
A unos les parece fatal, una pura manera de hacerse no-
tar, y a otros les parece que el escritor está en su derecho
a cambiar de opinión o a considerar que el partido que
más cerca está de sus ideales ha pasado a ser otro.
Oigo que mi madre sube las escaleras. Entra a darle
las buenas noches a Javier y luego viene a mi habitación,
con su tranquilidad de siempre. Me da un beso y me dice
que deje ya el cómic y me acueste, que tengo que descan-
sar por las noches. Huele a tabaco, aunque ella no fuma.
18 Antes de irse, me dice:
—Ya sabes que si un día te apetece bajar a la tertulia,
aunque solo sea a escuchar, nosotros encantados.
—Vale, mamá, gracias. —Aunque realmente no es
una posibilidad que me apetezca demasiado. Creo que
me sentiría como un bicho extraño observado por todos.
Mi madre se baja. Al llegar a la mitad de la escalera
se cuela por un extraño agujero de la pared y se mete en
la dimensión Beta. Luego sus amigos de la tertulia van a
buscarla y acaban todos en el mismo lugar.

Leo en la cama la novela Territorio comanche, de Ar-


turo Pérez-Reverte, que me regaló mi padrino. Es la his-
toria de dos corresponsales en la guerra de Bosnia. Me
gusta bastante. Todo lo que rodea a las guerras es asque-
roso, también los periodistas que van a cubrirlas o los
políticos que van a hacerse la foto con chaleco antibalas.
Leo una frase que me impresiona: «La bala que te mata
es la que no oyes pasar... La bala que te mata es la que se
queda contigo sin decir aquí estoy». No puedo dejar de
darle vueltas, ni cuando apago la luz. Esa bala que llega a
tu cuerpo mucho antes que su propio sonido. Es lo que se
llama llegar sin avisar.
Mi padre sí ha hecho ruido al llegar a casa. Oigo su
coche en el garaje. En los últimos tres años, desde que le
hicieron consejero de Medio Ambiente, hemos visto mu-
cho menos a mi padre. Supongo que a mí no me importa
gran cosa, aunque reconozco que lo de darle la tabarra y
llevarle la contraria en temas de política o de lo que sea
me gusta bastante. Pero a quien sí que le importa es a m­ i 19
madre. Dice que con ese horario y ese ritmo de trabajo
mi padre ayuda mucho a todo el mundo, como a él le
gusta, pero poco a sus hijos. Está claro que, cuando dice
eso, mi madre piensa sobre todo en Javier, mi hermano,
porque yo he tenido más años, así lo dice ella, para dis-
frutar de mi padre. Y tiene razón. Sea como sea, mi padre
trata de resarcirse durante los fines de semana. Se pre-
ocupa por nosotros, nos interroga, la mitad del tiempo
intenta adoctrinarnos y la otra mitad agradarnos. Pero
con ninguna de las dos cosas resulta natural.
Últimamente mi padre y yo pasamos la mayor parte
del tiempo que estamos juntos discutiendo. Por lo que
sea, por cualquier cosa. Mi madre no entiende que nos
ocurra esto. Dice que discutir es nuestro deporte favori-
to, pero que le gustaba más cuando yo mostraba la ad-
miración a mi padre de otra manera. Ahora a mi padre le
gusta llamarme «jefe de la oposición».
Es evidente que desde el punto de vista de mi padre
siempre ha existido algo especial que nos une a los dos, a
él y a mí. No es que lo diga así, pero casi. Lo deja entrever
con bastante descaro. El hecho de ser el mayor y de sacar-
le seis años a Javier hace que mi padre me trate de ma-
nera distinta. A veces bromea con mi madre y habla del
«cauce entre primogénitos» que nos conecta, del que mi
madre, que es la pequeña en su familia, queda excluida.
Está convencido de que, por debajo de cualquier circuns-
tancia que nos aleje o nos haga discutir, existirá siempre
un entendimiento especial entre nosotros, la certeza de
20 que nunca nos fallaremos. No lo sé. Puede que en esto
tenga razón. Pero creo que estas cosas es mejor no decir-
las ni hacerlas ver. Ni siquiera pensarlas. Se estropean.
Es como si dejaran de ser ciertas, o como si uno quisiera
que dejaran de ser ciertas.
Oigo que mi padre está hablando con mi madre en el
salón. Hace rato que se marcharon los amigos de mi ma-
dre.

Entro al cole y todo el mundo me habla de la cara de


sueño que traigo. Es así, siempre me ha ocurrido, desde
que era pequeño. Las mejillas y los ojos se me hinchan
por la mañana y llevo una cara de sueño espantosa du-
rante mucho tiempo, aunque haya dormido fenomenal y
ya no tenga realmente nada de sueño.
Sandra me señala desde la puerta de su clase, se ríe
­y me dice:
—Qué cara de sueño tienes, tío.
Está ella sola. De todas las chicas que vienen con no-
sotros o que van al bar del hermano de Susana, Sandra es
con diferencia la que más me gusta. Estuve bastante co-
lado por ella el año pasado. Creo que es una tía muy legal
y muy lista, pero una vez nos tocó darnos un pico jugan-
do a la botella y ella estuvo como fría, yo qué sé, creo que
no le apetecía ni lo más mínimo. Luego tuve la sensación
de que me rehuía, aunque a lo mejor era paranoia mía. La
verdad es que no soy muy bueno para estas cosas y nunca
llego a saber lo que piensan las chicas de mí. Ahora me
he relajado bastante con ella, pero basta que un día esté
un poco simpática conmigo para que de nuevo me quede 21
colgado y no pueda quitármela de la cabeza.
—Ya —le digo—, pero no tengo sueño. Me pasa siem-
pre.
—Pues parece que acabas de salir de la cama.
Pienso en hacer algún chiste pero no se me ocurre,
joder, algo de la cama, de «ya te gustaría a ti verme salir
de la cama» o algo así, aunque no doy con ello.
Es lamentable, pero trago saliva, empiezo a andar y
digo:
—Me voy a mi clase. —Eso es lo más ingenioso que se
me ha ocurrido.
Y luego durante la mañana intento por todos los me-
dios pensar en otras chicas y olvidarme de Sandra. Entre
el resto de las tías del colegio la que más me gusta es una
mayor que yo, de segundo de bachillerato. No he hablado
con ella en mi vida, pero siempre me sonríe cuando me
ve, porque una vez la ayudé a recoger los cigarrillos que
se le cayeron de una cajita metálica en la puerta de los
baños. A lo mejor un día le entro y le regalo un mechero o
algo así, o me hago el sueco y le pregunto cuál es el baño
de fumadores.

Cuando el partido de mi padre ganó las elecciones yo


tenía trece años y me dio un subidón que no es normal.
Más que una victoria electoral de mi padre y su partido
parecía una victoria electoral mía. Parecía que era yo el
que me había presentado a las elecciones y el que iba a
tener cuatro años por delante para hacer las cosas bien
22 desde el Gobierno de la Comunidad y para demostrarle a
la gente que no se había equivocado al votarme. Así que
me sentí orgullosísimo de mi padre. Estaba convencido
de que iba a ser el mejor gobernante del mundo.
Ahora no veo las cosas exactamente de la misma ma-
nera. Tampoco mi padre tiene ya la misma ilusión que
cuando empezó. No lo reconoce, pero está claro que le
frustra encontrar tantas barreras para hacer la política
que había imaginado. Creo que en nuestra casa fuimos
todos tan ingenuos de creer que era posible arreglar las
cosas en dos días. Pero luego eso no ha resultado tan fá-
cil, claro. Lo que me fastidia es que mi viejo siga negán-
dose a reconocerlo. «No hay labor más noble que la polí-
tica». Me pongo enfermo cuando le oigo decir esas cosas.
Estoy seguro de que ya no se las cree y de que todo sería
mucho mejor si no las dijera.
Mi padre se enciende tras el postre uno de esos puri-
tos alargados que solo fuma por las noches. Hoy ha llega-
do pronto a casa, aunque sea martes. Hemos oído la puer-
ta del garaje y el coche cuando estábamos empezando­a
cenar, y Javier ha bajado al garaje a una velocidad tal que
si hubiera récord del mundo de descenso de escaleras se-
guro que lo habría batido. La cena ha resultado bastante
agradable, porque mi padre estaba especialmente relaja-
do y ha sido capaz de olvidarse de nosotros y de tratar-
nos como personas normales que estamos sentadas a la
misma mesa que él.
Es verdad que nos ha preguntado qué tal en el colegio
y alguna cosa más de ese estilo, pero luego ha contado
cosas de su trabajo, de la política del agua, y ha sabido 23
desconectar del rollo paternalista.
Echa el humo hacia el techo y le digo:
—Tu Medio Ambiente lo cuidas muy bien, pero el otro
medio hay que ver cómo lo dejas. —Aunque la verdad es
que a mí el humo no me molesta para nada.
Mi padre sonríe, sin dejar de fumar. Desde que en-
tró en el Gobierno autonómico, su barba, que cada vez
es más blanca, es también cada vez más corta. Algunos
días, cuando se la recorta, apenas se ve. A mí me gustaba
más la barba poblada que tenía antes.
—A continuación tiene la palabra el jefe de la oposi-
ción.
—Vale, papá.
—No, venga, ataca, que lo estoy esperando. Hoy es-
tás muy callado. ¿No vas a hablarme de los incendios, de
las carreteras, del cambio climático? ¿Qué pasa con lo
del agua? ¿Qué te parece lo que os he contado? ¿Estás de
acuerdo con el programa de concienciación para el ahorro?
—Pues no.
—Bien.
—Vale, si te pones en plan irónico me callo y punto.
—Está bien —dice mi padre, y Javier se ríe y eso me
aumenta las ganas de hablar.
—El otro día discutimos esto en clase de Filosofía.
Mi opinión es que resulta ridículo gastarse el dinero en
campañas de concienciación. Lo único que conciencia a la
gente es cortarle el agua.
—No se puede cortar el agua alegremente, G.
24 —Vale, pues que la gente llene las piscinas y riegue
el jardín todo el rato, barra libre. —No me gusta mucho
que mi padre me llame G., tal como hacen mis amigos,
pero que lo haga en este tipo de conversaciones me pone
de los nervios.
—No es eso. Lo importante es usar bien el agua. Re-
gar o llenar la piscina está prohibido y quien lo haga pue-
de ser multado.
—Cierra el grifo, papá, haz cortes de agua desde ya,
vas a ver qué rápido aprende la gente.
—Pero, hijo, mira que eres cabezota. No se puede qui-
tar el agua como medida de prevención. Se quitará cuan-
do se agote, pero antes no, no tiene sentido. Es como si
hay escasez de antibióticos y decides dejar de darlos a los
enfermos para evitar que se gasten.
—¡No es lo mismo! —digo, llevándome las manos a la
cabeza—, ¡qué demagogo eres!
—El agua es una necesidad básica. Explícale tú al ciu-
dadano que le cortas el grifo ahora para evitar tener que
cortárselo en verano, ¿no te das cuenta?
—No, se lo cortas para concienciarle, exclusivamente,
y solo durante unas horas al día.
—Vale. Imagínate, imagínate que mañana mismo hu-
biera cortes de agua, ¿sabes lo que pasaría?
—Sí, que ahorraríamos agua, que el agua que tene-
mos duraría más y sobre todo, que la gente se daría cuen-
ta de que no puede derrocharla como la derrocha ahora.
—De acuerdo, aceptemos que puede ser así. Pero mu-
cho antes que todo eso, ocurriría otra cosa bien distinta:
que todo el mundo se me echaría encima, que se orga- 25
nizaría una terrible campaña en mi contra por cortar el
agua en Semana Santa, que me reprocharían, a mí, como
principal responsable de la gestión del agua de la Comu-
nidad, no haber sido capaz de prever esta situación y de
crear medidas para evitarla. Y tendrían razón. Porque lo
normal es haber agotado primero cualquier otra posibili-
dad antes de llegar a una medida tan drástica.
—O sea que lo importante no es el agua, sino lo que
piense la gente de tu gestión.
—Si eso es lo que tú crees, es evidente que no esta-
mos de acuerdo.
—Pues no.
Nos quedamos un momento en silencio. Mi padre
apaga el purito en el cenicero.
—Ay, si todo el mundo tuviera tus dieciséis años...
—dice.
—El mundo sería mejor.
—Puede que sí. Lo malo es que cuando tienes
cuarenta­y cinco ves las cosas de otra manera.

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