Capítulo IX
De los mentirosos
No hay ningún hombre más desacertado que yo para hablar de memoria,
pues es tan escasa la que tengo que no creo que haya en el mundo nadie a quien
falte más que a mí esta facultad. Todas las demás son en mí viles y comunes,
pero en cuanto a memoria me creo un ente singular y raro digno de ganar
reputación y nombradía. Además de la falta natural que experimento (en verdad
vista su necesidad Platón hace bien en nombrarla diosa grande y poderosa) si en
mi país quieren señalar a un hombre falto de sentido, dicen de él que no tiene
memoria; cuando me quejo de la falta de la mía me reprenden y no quieren
creerme, como si me acusara, de falta de sensatez: no establecen distinción
alguna entre memoria y entendimiento, lo cual agrava mi situación, pero no me
perjudica, pues por experiencia se ve que las memorias excelentes suelen
acompañar a los juicios débiles. Equivócanse también no haciéndome justicia, en
el respecto siguiente: quien como yo no sabe hacer bien nada, aparte de ser
excelente amigo, ve que para ellos las mismas palabras que acusan mi
enfermedad representan la ingratitud; forman idea de mi afección por mi
memoria, y de un defecto natural hacen un defecto de conciencia: «Olvidó, dicen,
esta súplica o esta promesa; no se acuerda de sus amigos; no se ha acordado de
decir, hacer o callar esto o aquello por la estimación que me tiene.» A la verdad,
yo puedo fácilmente olvidar, pero dejar de cuidarme del encargo que un amigo
me ha confiado, no lo hago nunca. Que se disimule, pues, mi defecto, sin hacerlo
consistir en malicia y mucho menos en una malicia que se opone abiertamente a
mi carácter.
Algo me sirve de consuelo en esta falta de memoria el convencimiento de
que es un mal de que me valgo para corregir otro peor, que fácilmente hubiera
germinado en mí y el cual es la ambición, pues no puede soportar la falta de
memoria quien está sumido en los negocios del mundo. Como rezan varios
ejemplos semejantes del progreso de la naturaleza, la ausencia de memoria ha
fortificado en mí otras facultades a medida que ésa me ha faltado; de tener buena
—23→ memoria fácilmente seguiría las huellas ajenas, mi espíritu
languidecería por no ejercer sus propias facultades, como suele hacer casi todo el
mundo, que se sirve de las extrañas opiniones por tenerlas presentes en la mente;
mi discurso por la misma razón tampoco es muy extenso ni dilatado, pues sólo
merced a la memoria se almacenan las especies que el juicio no procura. Si me
hallara favorecido por tal facultad hubiera ensordecido a mis amigos con mi
charla; los asuntos, al despertar en mí la facultad que yo poseo de manejarlos y
emplearlos, alargarían en demasía mis disertaciones. Es cosa lamentable, yo lo
veo por algunos de mis amigos, a medida que la memoria les representa el caso
de que hablan por todas sus fases, retroceden en su narración, cargándola con tan
inútiles detalles, que si lo que refieren es interesante, ahogan todo el interés; y si
no lo es, hay tanta razón para maldecir de su feliz memoria como de su juicio
desdichado. Es cosa harto difícil cerrar una relación y cortarla una vez que se ha
comenzado; nada hay que mejor pruebe la fuerza de un caballo que el que se pare
neto y en redondo. Aun entre las personas dotadas de tacto veo muchas que
quieren y no pueden apartarse ele la carrera emprendida, mientras buscan el
punto para cerrar el paso: marchan faramalleando y arrastrándose como hombres
que sucumben de debilidad. Sobre todo son peligrosos los viejos en quienes
permanece vivo el recuerdo de las cosas pasadas y que perdieron la memoria de
sus repeticiones. He visto relaciones muy agradables convertirse en aburridas en
la boca de un anciano, porque cada uno de los circunstantes las había oído cien
veces por lo menos.
La segunda ventaja de la falta de memoria consiste en recordar menos las
ofensas recibidas; como decía Cicerón, para ello sería menester un protocolo.
Darío, para no echar en olvido la ofensa que había recibido de los atenienses,
hacía que un paje le repitiera al oído tres veces, siempre que se sentaba a la mesa:
«Señor, acordaos de los atenienses.» Además, los lugares y libros que veo por
segunda o tercera vez, se me ofrecen siempre como una novedad.
No sin razón se dice que quien no se sienta fuerte de memoria debe apartarse
de la mentira. Bien sé que los retóricos establecen diferencia entre mentir y decir
mentira; aseguran que decir mentira es decir cosa falsa que se tomó por
verdadera; y que la definición de la palabra mentir, en latín, de donde nuestra
lengua la ha tomado, vale tanto como ir contra su conciencia, y que, por
consiguiente, esto no se relaciona sino con los que dicen algo contrario a lo que
saben, a los cuales me refiero. Ahora bien, éstos o lo inventan todo a su guisa, o
alteran y trastornan aquello que es verdadero. Cuando cambian y desfiguran una
cosa, al ponerla en su lugar un interlocutor, es difícil —24→ que se
desconcierten, en atención a que su idea, tal cual es, habiéndose acomodado
primeramente en su memoria o impreso en ella por la vía del conocimiento y de
la ciencia, es difícil que no se presente a imaginación desalojando la falsedad,
que no puede tener el pie tan seguro ni asentado, y las circunstancias del primer
aprendizaje, esparciéndose de diversas suertes en el espíritu, tampoco hacen
perder el recuerdo de la parte falsa o bastarda. En aquellos otros que inventan
fondo y forma, como no hay ninguna impresión contraria que choque a su
falsedad, tanto menos semejan equivocarse. De todos modos acontece que, como
la mentira es un cuerpo vano y sin fundamento escapa fácilmente a la memoria,
si ésta no es fuerte y bien templada. De lo cual he tenido experiencia frecuente en
casos graciosos ocurridos a expensas de los que forman constantemente el
propósito de ser de la misma opinión de la persona a quien hablan, bien en los
asuntos que negocian, bien por dar satisfacción a los grandes; pues estas
circunstancias en las cuales quieren prescindir de su fe y de su conciencia,
estando sujetas a cambios frecuentes, preciso es que sus palabras se diversifiquen
a medida que ellas cambian, de donde resulta que tratándose de la misma cosa,
unas veces dicen gris, otras amarillo a una persona de un modo, a otra de manera
distinta. Y si por fortuna esta clase de hombres acomodan opiniones tan
contrarias ¿en qué se convierte tan hermoso arte? ¡a más de que imprudentemente
ellos mismos se desconciertan con tanta frecuencia! Porque, ¿de qué memoria no
habrían menester para acordarse de tantas formas diversas como forjaron de un
mismo asunto? En mi tiempo he visto envidiar a algunos esta clase de habilidad,
los cuales no ven que si la reputación la acompaña, ésta carece de todo
fundamento.
Es a la verdad la mentira un vicio maldito. No somos hombres ni estamos
ligados los unos a los otros más que por la palabra. Si conociéramos todo su
horror y trascendencia, la perseguiríamos a sangre y fuego, con mucho mayor
motivo que otros pecados. Yo creo que de ordinario se castiga a los muchachos
sin causa justificada, por errores inocentes, y que se les atormenta por acciones
irreflexivas que carecen de importancia y consecuencia. La mentira sola, y algo
menos la testarudez, parécenme ser las faltas que debieran a todo trance
combatirse: ambas cosas crecen con ellos, y desde que la lengua tomó esa falsa
dirección, es peregrino el trabajo que cuesta y lo imposible que es llevarla a buen
camino; por donde acontece que comúnmente vemos mentir a personas que por
otros respectos son excelentes, las cuales no tienen inconveniente en incurrir en
este vicio. Trabaja en mi casa un buen muchacho, sastre, a quien jamás oí decir
verdad más que cuando le conviene. Si como la verdad, la mentira no tuviera más
—25→ que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer aquélla, pues
tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que dijera el embustero mas el reverso de
la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido. Los
pitagóricos creen que el bien es cierto y limitado, el mal infinito e incierto. Mil
caminos desvían del fin, uno solo conduce a él. No me determino a asegurar que
yo fuera capaz para salir de un duro aprieto o de un peligro evidente y extremo,
de emplear una descarada y solemne mentira. Plinio dice que nos encontramos
más a gusto en compañía de un perro conocido que en la de un hombre cuya
veracidad de lenguaje desconocemos. Ut externus alieno non sit homines vice96.
El lenguaje falso es en efecto mucho menos sociable que el silencio.
El rey Francisco I se alagaba de haber arrollado por medio de tales artes a
Francisco Taverna, embajador de Francisco Sforza, duque de Milán. Era este
legado hombre famosísimo en la ciencia de la charla, y había recibido de su señor
la misión de disculparle a los ojos del monarca a causa de un suceso de
importancia grave. El rey, para estar informado de las cosas de Italia, de donde
había sido expulsado, incluso del ducado de Milán, decidió enviar cerca de
Sforza un gentilhombre que le sirviera de hecho de embajador, pero que en
apariencia simulara residir en el país por sus negocios —26→ particulares, lo
cual era posible fingir porque el poder del duque dependía más del emperador
(sobre todo en aquella época en que preparaba el matrimonio con su sobrina, hija
del rey de Dinamarca, que es al presente dueña de Lorena), y no podía descubrir,
sin perjuicio de sus intereses, que tal personaje tuviera ninguna relación ni
comunicación con nosotros. A esta comisión se prestó un caballero milanés,
caballerizo de la casa real llamado Maravilla, quien, despachado con cartas
secretas y particulares instrucciones como embajador, y llevando además otras de
recomendación para el duque en favor de sus asuntos particulares, para cubrir las
apariencias, permaneció tanto tiempo cerca de ese personaje, que habiéndolo
advertido el emperador, disgustose por ello, lo cual a mi ver dio lugar a lo que
sucedió después, y fue que, so pretexto de una muerte misteriosa, el duque
mandó que le cortaran la cabeza de noche, habiendo el proceso durado sólo dos
días. Francisco Taverna se encargó de tergiversar lo acontecido (el rey había
reclamado a todos los príncipes de la cristiandad y al duque mismo), y en sus
declaraciones relató mil patrañas, entre otras que su señor jamás consideró al
muerto sino como gentilhombre privado y súbdito suyo, a quien habían llevado a
Milán sus negocios particulares, añadiendo además que no sabía que perteneciera
a la casa del soberano, ni mucho menos que fuera su representante. El rey a su
vez, acorralándole con diversas objeciones y preguntas, y cercándole por todos
lados, llevole por fin al punto de la ejecución, que se llevó a cabo como queda
dicho, por la noche, y como a escondidas, a lo cual el pobre hombre, confundido
por completo, respondió para echárselas de sencillote, que por respeto a su
majestad, el duque no hubiera consentido que hubiese tenido lugar durante el día.
Puede suponerse cómo fue cogido en la trampa, habiéndoselas con un hombre de
tan aguzado olfato como Francisco I.
El papa Julio II envió un embajador al rey de Inglaterra para impulsarle a la
guerra contra el rey Francisco. Luego que fue conocida su misión, como el rey de
Inglaterra insistiera en su respuesta sobre los obstáculos que veía para disponer
los preparativos necesarios con que combatir a un soberano tan poderoso, el
embajador replicó torpemente que él por su parte los había pesado también y se
los había hecho presentes al papa. Por estas palabras, bien ajenas a su misión, que
no era otra que la de empujarle desde luego a la lucha, el rey infirió lo que se
corroboró después, o sea que el embajador, por designio propio, era un auxiliar
de Francia. Advertido de ello el papa fuéronle confiscados todos los bienes y
faltole poco para perder la vida.