«Perdona
nuestras ofensas
como también
nosotros
perdonamos a
los que nos
ofenden»
«Perdona nuestras ofensas»...
Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro
Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le
hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero,
aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de
pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva
petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo
(cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él
como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición
empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al
mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra
esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la
redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1,
14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo
encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26,
28; Jn 20, 23).
Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de
misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras
no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El
Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no
podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al
hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al
negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el
corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor
misericordioso del Padre; en la confesión del propio
pecado, el corazón se abre a su gracia.
Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual
el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña
(cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia
crucial del misterio de la Alianza es imposible para el
hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26).
... «como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden»
Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed
perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48);
«Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso»
(Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis
también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el
mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde
fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y
nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la
misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que
es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos
sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la
unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente
“como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
Así, adquieren vida las palabras del Señor
sobre el perdón, este Amor que ama hasta el
extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola
del siervo sin entrañas, que culmina la
enseñanza del Señor sobre la comunión
eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta
frase: “Esto mismo hará con vosotros mi
Padre celestial si no perdonáis cada uno de
corazón a vuestro hermano”. Allí es, en
efecto, en el fondo “del corazón” donde
todo se ata y se desata. No está en nuestra
mano no sentir ya la ofensa y olvidarla;
pero el corazón que se ofrece al Espíritu
Santo cambia la herida en compasión y
purifica la memoria transformando la
ofensa en intercesión.
La oración cristiana llega hasta
el perdón de los enemigos (cf Mt 5,
43-44). Transfigura al discípulo
configurándolo con su Maestro. El
perdón es cumbre de la oración
cristiana; el don de la oración no puede
recibirse más que en un corazón
acorde con la compasión divina.
Además, el perdón da testimonio de
que, en nuestro mundo, el amor es más
fuerte que el pecado. Los mártires de
ayer y de hoy dan este testimonio de
Jesús. El perdón es la condición
fundamental de la reconciliación (cf 2
Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con
su Padre y de los hombres entre sí (cf
Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).
No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino
(cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados”
según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros
somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del
mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad
es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-
24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía
(cf Mt 5, 23-24):
«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los
despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos:
Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación
más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad
en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel»
(San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).