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Parábolas Antonio de Valbuena

Este documento describe la visita de un niño a la huerta del abad, la cual estaba llena de manzanas. El abad le ordena al motril que recoja las manzanas caídas para dárselas a los cerdos, aunque el niño cree que no deberían darles las manzanas buenas. Más tarde, el abad le presenta al maestro y cenan juntos antes de que el niño se vaya a dormir.

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Parábolas Antonio de Valbuena

Este documento describe la visita de un niño a la huerta del abad, la cual estaba llena de manzanas. El abad le ordena al motril que recoja las manzanas caídas para dárselas a los cerdos, aunque el niño cree que no deberían darles las manzanas buenas. Más tarde, el abad le presenta al maestro y cenan juntos antes de que el niño se vaya a dormir.

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PARÁBOLAS
OBRAS DEL MISMO AUTOR
(LOS PEDIDOS, Á D. VICTORIANO SUÁBEZ)

Ripios aristocráticos (sexta edición), un tomo en 8.° 3


Ripios académicos (tercera edición), un tomo en 8.°. . 3
X Ripios vulgares (segunda edición), un tomo en 8.° . . . 3
Jí Ripios ultramarinos (montón 1.°, 2.° y 3.°, segunda
edición; el montón 4.° nuevo, con el retrato del autor),
cuatro tomos en 8.° 12
Encuadernados en tela . .. . 15
(Se venden separados.)
Fe de erratas del Diccionario de la Academia
(tercera edición), cuatro tomos en 8.° 12
(Se venden separados.)
$C Des-trozos literarios, un tomo en 8.° 3
yAgua turbia, novela (segunda edición), un tomo en 8.° 3
i lia, Condesa de Palenzuela, novela. - ¡Á buen tiem-
po!, íd.-Inconsecuencia, id.-lia prueba de in-
dicios, id.-Metamorfosis, íd. Estas cinco novelas
en un tomo en 8.° con el título de Novelas menores. 3
* Rebojos (zurrón de cuentos humorísticos), segunda edi-
ción, un tomo en 8.° 3
'/ Capullos de novela (segunda edición), un tomo en 8.°
(encuadernado en tela) 4
Agridulces políticos y literarios, dos tomos en 8.°.. 6
(Se venden separados.)
Historia del corazón, idilio, agotada.
D. José Zorrilla (biografía crítica) 1
Pedro Blot, traducción de Paul Eeval 2
Cuentos de afeitar, edición ilustrada 2
Sobre el origen del río Esla (con un mapa) 2

E N PRENSA
f> Ripios geográficos.

EN PREPARACIÓN
E l beato Juan de Prado.
Imitación de Cristo, de Kempis, traducción del latín.
Diccionario de la lengua castellana.
.JiPT'

^
PARÁBOLAS
POR

DON ANTONIO DE V A L B U E N A

(MIGUEL D E ESCALADA)

MADRID
LIBRERÍA DE VICTORIANO STTÁREZ
Calle de Preciados, núm. 48.

1904
Es propiedad.
Queda hecho el depósito que
marca la ley.

MADRID.—Establecimiento tipográfico de Idamor Moreno


Blasco de Garay, 9.—Teléfono 3.030.
LAS MANZANAS
J0' -

LAS MANZANAS

—Ven conmigo, te enseñaré la huerta—


ine dijo el abad en cuanto acabé de meren-
dar, que era lo primero que había hecho al
llegar á su casa.
Y cogiendo una llave que estaba colgada á
lo bajero de la espetera, junto al calendario,
miró al motril, que era un rapacete poco ma-
yor que yo de estatura, aunque de bastante
más edad, pues se conocía que era ya reviejo,
y le dijo:
—Ven t ú también, que no dejará de haber
por allí que hacer alguna cosa.
Echamos á andar por una calle que no te-
nía casas más que á un lado, á la mano iz-
quierda. Por la derecha corría una presa de
agua muy clara, y á la orilla de allá había ta-
pias y sebes, por encima de las cuales se veían
árboles con fruta.
De trecho en trecho había, tendidos sobre
la presa, un madero, un tablón, una losa, que
8 PARÁBOLAS

daban paso más ó menos cómodo y fácil á las


entradas de las huertas.
Después de haber andado un poco á la calle
abajo, llegamos enfrente de una cerca más
alta que las otras, revocada de argamasa bien
cargada de cal, y cubierta todo á lo largo por
una hilada de escardamulos con tapiñes en-
cima.
Pasamos la presa por una gran piedra de
grano medio labrada que servía de pontiga:
el abad metió la llave en la cerradura, des-
trancó, empujó la puerta, que estaba pintada
de color de hierro oxidado, y separándose ha-
cia la izquierda, me dijo:
—Entra.
Obedecí, y al atravesar el umbral me que-
dé pasmado: no había visto jamás tanta man-
zana junta.
Era la huerta un cuadrilátero muy exten-
so, hermosamente eneampecido y todo plan-
tado de manzanales. Sobre el verde vivo de
la hierba otoñal se destacaban innumerables
manchas redondas de diferentes tonos, verde
algo más claro, verde otro poco más claro to-
davía y rayano al amarillo, amarillo del todo,
anaranjado, color de rosa, encarnado vivo y
encarnado oscuro; que de todos estos colores
y de otros cien matices intermedios eran las
manzanas de que estaba como empedrada la
campera, figurando caprichoso mosaico.
A l levantar la vista del suelo me encontré
PAKABOLAS

con los árboles, y mi asombro creció hasta


lo indecible. No se veían hojas, porque á és-
tas no las había quedado sitio donde vivir.
Pinas muy apretadas de manzanas de todos
tamaños, metidas unas por entre otras, hacían
á las ramas cimeras abangarse con el peso
hasta posar sobre las inmediatas, que á su
vez descansaban sobre otras inferiores, y éstas
sobre otras, y así sucesivamente, hasta llegar
á las de abajo, que estaban conteadas para
que no se esgarrasen.
—¡Qué hermosura!—hube de exclamar des-
pués de unos momentos de admiración silen-
ciosa.
—¿Te gusta la huerta?—me dijo el abad
sonriéndose cariñosamente de ver mi entu-
siasmo.
—Muchísimo — le contesté con ferviente
sinceridad, sin acertar á separar la vista de
las manzanas...
Acababa yo de merendar, como he dicho,
y recuerdo que lo había hecho bien, con aque-
llas ganas con que se merienda á los nueve
años... Después de meterme entre pecho y
espalda un chorizo y un trozo de trucha, cada
cosa con su zoquete de pan correspondiente,
me había comido de postre un gran racimo
de uvas, que me gustaban más que las man-
zanas... Pero las manzanas también me gus-
taban mucho, y no me hubiera costado gran
trabajo meter el diente á una de aquellas más
10 PARÁBOLAS

tentadoras que se medio escondían entre la


hierba. No me atreví sin que me lo mandara
el abad, que de seguro no me lo mandaba por-
que no podía sospechar mi deseo habiendo
sido testigo de la merienda.
Mientras yo seguía en mi arrobamiento co-
menzó él á dar órdenes al motril.
—Mira—le decía, —endereza un poco aquel
cuento, que está desaplomado, y si sigue
venciéndose hacia adentro y se cae, se va á
romper la rama... Después, quita el agua de
aquella esquina, que hace ya días que se está
regando, y échala aquí por este medio, que es
donde ahora hace más falta... Y . . . oye: ma-
ñana, si llegamos allá, pides á mi sobrina una
cesta y vas llevando todas estas manzanas
caídas para írselas echando á los gochos...
—¿A los gochos?—dije yo sin poderme
contener, con un acento especial, mezcla ex-
traña de asombro, de protesta, de reconven-
ción y de súplica...
E l abad, que debió de comprender por la
vehemencia y por el tono de mi pregunta el
verdadero escándalo que me había causado
su determinación de echar á los cerdos aque-
llas hermosas manzanas, se apresuró á decir
para tranquilizarme:
—Están cocosas.
•—Pero... ¿todas están cocosas?—le repliqué
yo, en mi deseo de impedir la ejecución de
aquella orden que me parecía un desatino.
PARÁBOLAS 11

—Todas—me contestó el abad;—vamos,


casi todas... Puede haber entre ellas alguna
sana que haya caído al chocar una rama con
otra cuando arrecia el aire; pero bien pocas
serán: de ciento, una... Mira, ¿ves ésta... y
ésta... y ésta?...—decía mostrándome los agu-
jeros de tres ó cuatro que acababa de coger
del suelo.—Por lo regular—añadió—todas las
que están ya abajo tienen coco... y también
le tienen algunas que todavía están arriba y
que poco á poco irán cayendo...

Salimos de la huerta, sin el motril, que se


quedaba mudando el agua, y me enseñó el
abad las afueras del pueblo, ponderándome
la belleza y fertilidad del campo.
Yo asentía á sus ponderaciones y le decía
amén á todo, porque le iba ya queriendo y
sentía contrariarle; pero, en realidad, no me
gustaba aquello gran cosa.
Quitando la huerta, que esa sí me había
encantado, por todo lo demás me parecía
mucho mejor mi pueblo, con su monte cer-
cano y su río grande y su puente de piedra...
Después me llevó á presentar al dómine...
Porque debo decir á ustedes que yo era en-
viado á aquel pueblo á estudiar latín. Y des-
pués de la presentación, que fué seguida de
un rato de plática sobre lo conveniente que
es la aplicación al estudio en los primeros
12 PARÁBOLAS

años de la vida, volvimos á casa cuando


j a estaba anocheciendo.
E l abad, que no era otro que el párroco del
pueblo, a quien daban aquel título por haber
sido antiguamente la parroquia una abadía
de benedictinos, dijo que tenía que rezar por
lo menos vísperas y completas, y que si no
tuviéramos mucha prisa de cenar rezaría tam-
bién maitines y laudes...
Comprendiendo yo que la consulta, aunque
formulada en plural, se dirigía principalmen-
te á mi humilde persona, le dije que á mí no
me daba cuidado tardar un buen rato en ce-
nar porque todavía no tenía gana.
Subióse, pues, el abad á rezar, y su sobri-
na, que era una criatura angelical, de tres ó
cuatro años más que yo, mientras la criada
preparaba la cena, me estuvo enseñando las
láminas de la Historia de la Conquista de Mé-
jico para que no se me hiciera el tiempo
largo.
Cuando el abad acabó su rezo, bajó del
cuarto de estudio, rezó con nosotros el rosa-
rio en la cocina y después cenamos.
E n seguida comenzaron á achicárseme los
ojos y á querérseme cerrar, y aunque yo pro-
curaba estirarlos para que no se me conocie-
ra que tenía sueño, el abad debió de notarlo,
porque me preguntó si quería ya acostarme;
y al contestarle que no tenía inconveniente,
mandó al motril que encendiera una vela y
PARÁBOLAS lo

fuera á enseñarme la cama, dándole las se-


ñas del dormitorio.
— S i acaso tienes miedo ó te sientes mal—
me dijo al dar yo las buenas noches,—no tie-
nes más que tocar un poco en la pared y en
seguida te oigo: estoy allí al lado.

Me acosté y me dormí muy pronto; pero


me dormí pensando en lo que más me había
llamado la atención aquel día, en lo que más
vivamente había herido mi imaginación de
rapaz: pensando en las manzanas.
Y , claro, soñé con ellas.
Figúreseme que entraba en la huerta y me
quedaba extasiado al ver aquella bendición
de Dios, y oía escandalizado la resolución del
abad de echar á los gochos las manzanas
caídas... Todo lo mismo que había sucedido
por la tarde...
Después veía entrar al motril armado de
una cesta de mimbres negruzcas y disponer-
se á cumplir la orden de su amo, comenzan-
do á coger las manzanas del suelo. Parecía-
me que éstas se estremecían de horror entre
la hierba pensando en su ignominioso desti-
no, y que se tocaban unas á otras como exci-
tándose á protestar de algún modo y á no
sufrir en silencio la injuria... Por fin creí
oirías hablar en tonos de violencia extraordi-
naria.
14 PARÁBOLAS ' "

—¿Cuándo se ha visto desafuero semejan-


te?—decía una.
—¿Quién pudo nunca pensar ni imaginar
siquiera—decía otra—que la manzana, la
fruta más fina y más hermosa y la de más de-
licado perfume, había de ser destinada á en-
gordar animales inmundos?
—¿Conque en vez de ser presentadas—ex-
clamaba otra'—en elegante frutero de cristal
en la mesa de los señores, según nos asegu-
raba la tradición, vamos á ser echadas en la
artesa de los gochos?
—¿Y nuestra piel, suave y olorosa, que ha-
bía de ser separada sutilmente con cuchillo
de plata ó de oro—añadía otra,—la han de
romper groseros y asquerosos colmillos, des-
pués de revocada en el estiércol de la pocilga?
—Eso es inaudito... es atentatorio á nues-
tra dignidad y á nuestros derechos...
—Eso es una tiranía insoportable.
—Eso no se puede consentir...
—Eso no se debe tolerar—continuaron di-
ciendo con creciente ardor otras varias.
—¡Es verdad! — dijo con amargura otra
más reflexiva.—Todo eso es verdad: tienen
ustedes mucha razón... Pero, ¿qué podemos
hacer nosotras contra esa orden severa y des-
piadada?... No tenemos más remedio que su-
frir el insulto... Estamos imposibilitadas para
toda resistencia... Las que podían hacerla
eran las de arriba, si tuvieran compañerismo
PARÁBOLAS 15

y espíritu de clase... Las que están todavía


en las ramas, esas podían fácilmente hacer
imposible el cumplimiento de la orden cruel...
—¿Oónio? ¿Quiere usted decirnos cómo?—
preguntó con interés desde un árbol una man-
zanota de apariencia sana y robusta.—Muy
fácilmente—respondió la de abajo:—con sólo
dejarse ustedes caer todas á un tiempo mez-
clándose con nosotras... Veríamos entonces
si el abad tenía valor para hacernos llevar á
todas al cubil de los gochos, renunciando al
gusto de comer manzanas y á la satisfacción
de regalarlas y á la ganancia de venderlas...
—¡tís verdad, es verdad!... Tiene razón la
compañera caída—dijo regocijada, dirigién-
dose á sus vecinas de las ramas próximas, la
manzana que había hecho la pregunta.—Es
verdad... Muy bien pensado. Eso es lo que
tenemos que hacer para que no pueda el ti-
rano salirse con la suya: dejarnos caer todas
mezclándonos con las sentenciadas y hacien-
do causa común con ellas... Así se librarán
del triste destino que las amenaza.
—¿Pero á usted qué la importa que se l i -
bren ó que no se libren?—la dijo otra que
estaba en la misma rama, un poco por bajo.
—¿Que qué me importa?... Muchísimo.
¿Pues no ha de importarme? Nos importa á
todas conservar el honor de la clase. Nos im-
porta á todas que no se diga nunca que se
han echado manzanas á puercos.
16 PARÁBOLAS

—Manzanas cocosas.
—Pero manzanas, y no debemos consen-
tir que se las desprecie y envilezca de ese
modo.
—Déjelas usted, que bien merecen la seve-
ridad del dueño de la huerta. Que se hubieran
mantenido puras, y no las pasaría eso... A l
que sea judío que le quemen.
—Eso es egoísmo.
—Es amor á la justicia, y me extraña mu-
cho que usted defienda con tanto calor...
—Pues no la extrañe á usted—dijo ter-
ciando en la discusión otra que estaba un
poco más alta.—No la extrañe á usted que
esa hable así, porque también tiene coco...
—¡Lo dirá usted!—replicó de muy mal hu-
mor la aludida.
—-Lo digo yo, porque es verdad, porque
desde aquí la estoy viendo á usted la coque-
ra, ahí, á un lado de donde estuvo la flor.
—¡Toma, toma!... Ahora me explico—dijo
la que primero había entrado en el debate; —
ahora me explico que se interesara tanto por
las cocosas... siendo una de tantas... natu-
ralmente.
—Pues de mí no creo que puedan ustedes
decir eso—interrumpió otra coloradeja y
asoleada desde lo cimero del árbol, mientras
la primera abogada de las cocosas callaba co-
rrida de vergüenza; no creo que se atrevan
ustedes á llegar hasta mi altura con sus ma-
PARÁBOLAS IV

liciosas insinuaciones; y sin embargo, opino


lo mismo: que no debemos desamparar á las
caídas, sino unirnos á ellas, y lo que sea de
unas será de otras.
—¡Rara conformidad!— dijo una de las
que habían hablado antes.
— Y o soy así—continuó la última interlo-
cutoraj — yo creo que debemos defender áesas
hermanas nuestras, aun con riesgo de la pro-
pia felicidad, por espíritu de clase, tengan ó
no tengan razón: si la tienen, porque la tie-
nen; y si no, porque el compañerismo y el
desinterés y la abnegación...
Un ligero soplo de viento la desprendió
de la rama según estaba hablando, y cayó al
suelo, presentando en la cara que quedó para
arriba un agujero descomunal, por donde, so-
tronado con el golpe, comenzó á salir pere-
zosamente un coco tan gordo como el mi dedo
mefiín.
—¡Mírenla ustedes, mírenla ustedes!—se
decían arriba las sanas unas á otras.
—¡La de la abnegación!...
—¡La del desinterés!...
—¡La del compañerismo!...
— L o que ella buscaba era l a abnegación
de las demás para que la redimiéramos de l a
ignominia.
—Por eso clamaba porque nos uniéramos
y nos confundiéramos con las cocosas... por-
que tambiéu ella tenía coco.
lg PARÁBOLAS

— S i no podía menos, ya lo dice el refrán:


el que no tiene coco no gime...

E l asco que me daba ver salir aquel gusano


tan grande y tan feo de la manzana recién
caída me hizo despertar... A l principio no
sabía dónde estaba; después, poco a poco me
fui dando cuenta de mi situación, y me volví
á dormir tranquilamente.

—¿Dormiste bien?—me preguntó el abad


por la mañana.
—Sí, señor, grandemente—le dije.—Siem-
pre duermo bien.
— S i acaso habías extrañado la cama...
Como era la primera noche...
—No, no la extrañé nada: me dormí en
seguida... Pero soñé unas cosas...
Y le conté el sueño con todos sus pelos y
señales.
—Es raro—me dijo cuando concluí la re-
lación,—es raro que soñaras todo eso, que es
precisamente lo que pasa en la realidad de
la vida, donde el espíritu de clase suele ser
casi siempre espíritu de iniquidad, espíritu
de resistencia contra la razón y contra la jus-
ticia... Y a lo verás andando el tiempo... Los
que promueven uniones y confusiones como
la que pretendían en ese sueño tuyo las man-
zanas cocosas; los que quieren hacer causa
PARÁBOLAS 19

eotuún cou los reos de alguna culpa, y toman


á pechos el estorbar que se les aplique el cas-
tigo correspondiente, lo hacen porque son tan
malos como ellos, porque están manchados
con la misma culpa, ó, por lo menos, están
dispuestos á mancharse... Lo tengo j o muy
observado, y efectivamente dice bien el re-
frán: el que no tiene coco no gime.
II

PANFILIA
PANFILIA

Á mano izquierda, poco antes de llegar al


pueblo adonde íbamos mi hermana y yo á
pasar el verano, se encontraba la posesión de
D. Benigno, bautizada por él con el nombre
pomposo y cursi de Villa-Goya, no en honra
y gloria del desvergonzado pintor, de quien
D. Benigno regularmente no sabría siquiera
que había existido, sino en obsequio á la
dueña del palacio y del corazón de D . Benig-
no, á la cual sus padrinos de pila, sin duda
por no saber que había de llegar á ser persona
tan ilustre, por no sospechar siquiera que ha-
bía de tener la suerte loca de casarse con «el
indiano», la habían hecho bautizar con el vul-
gar y humilde nombre de Gregoria.
Cerrando el frente que daba á la carretera,
se extendía, sobre zócalo de piedra calar, y
entre pilastras cuadran guiares de la misma
materia, una sencilla verja de hierro, á tra-
vés de la cual se veía lo primero una ancha
24 PARÁBOLAS

cenefa verde, formada de plantas de frambue-


sa; después un llano muy grande tapizado de
verdura y de flores, moteado de árboles fru-
tales, surcado por sonrientes presas de agua
cristalina, y en último término, engaramada
ya en la ladera del monte, la casa, que era lo
que llaman un chalet á la suiza, de aspecto
risueño y agradable.
Á los dos extremos de la línea de verja,
que tendría unas doscientas varas de longi-
tud, se alzaban dos torreones cilindricos de
la misma clase de piedra que el zócalo y tas
pilastras, y sobre cada uno de ellos un cena-
dor formado de palos de roble con corteza, y
entoldado de ramos de parra entremezclados
con madreselvas y jazmines.
De estos dos torreones partían, en sentido
perpendicular á la carretera, dos cercas de
manipostería que iban á perderse en las es-
pesuras del monte.
—Tiene usted una posesión muy hermosa—
le dije á D . Benigno, que nos estaba aguar-
dando en la carretera, para saludarnos é in-
vitarnos á pasar.
—Hay que verla por dentro—me contestó;
—conque háganme ustedes el favor de bajarse
del coche y entrar á refrescar y descansar un
rato, y aun á pasar la noche, si ustedes quie-
ren dispensarme tanto honor...
—Muchas gracias—le dijimos;—nos espe-
;
ran esta tarde, '
PARÁBOLAS 25

—Bueno; pues ya que no puedan ustedes


darme ese gusto, á lo menos me honrarán
ustedes aceptando un refresco; las tai-des son
ahora muy largas, y aunque me complazcan
ustedes, les queda tiempo de sobra para llegar
de día al término de su viaje.
Nos apeamos, efectivamente, y entramos
por unas puertas grandes que había al co-
medio de enverjado, siguiendo luego por una
calle de frutales, detrás de D . Benigno, que
nos iba dando minuciosas noticias de la pro-
cedencia, de la edad y de la clase de cada uno.
—Repito que tiene usted una finca muy
hermosa—le volví á decir,—bien situada, res-
guardada del cierzo, bien cultivada, y dis-
puesto en ella todo con gusto exquisito.
— M i l gracias—me contestaba D. Benigno,
esponjándose algo con mis elogios, pero sin
entusiasmarse, y dejando entrever qne no
estaba del todo satisfecho.
Siguió enterándonos de los nombres y cua-
liJades principales de los árboles y de las flo-
res que más nos llamaban la atención; y cuan-
do llegábamos ya cerca de la casa, subiendo
la cuesta por un sendero de caprichosas cur-
vas, sombreado de garamitales, cerezos y ave-
llanos y orlado de damasquinas violetas y cla-
veles, volví á ponderarle á D. Benigno su
quinta, diciéndole:
—Esto es delicioso. Ahora me explico por
qué suele usted alargar tanto el veraneo, por
26 PARÁBOLAS

qué va usted tan tarde á Madrid. Aquí se es-


t a r á grandemente.
—No crea usted—me replicó el indiano,
con una sonrisa y un acento ligeramente ma-
tizados de amargura;—no crea usted que es
todo oro lo que reluce.
—Pues no sé qué pueda haber aquí que no
sea oro—le repliqué;—oro purísimo de alegría
y de bienestar entre estas sendas perfumadas,
y estos árboles cargados de fruta, y estos
arroyos sonrientes y estos prados floridos...
•—Latet anguis in herba—me interrumpió
echándoselas de erudito, pero sin abandonar
el tono melancólico de antes.—Aquí se puede
aplicar muy bien—continuó—ese dicho de
que entre la hierba se esconde la serpiente;
porque tan hermosa como á usted le parece
la posesión, hay en ella tal abundancia de sa-
bandijas, que no le dejan á uno vivir... E n
primer lugar, hay una verdadera plaga de
ratones y topos que todo lo destruyen. Me
canso de poner ratoneras, y caen muchos,
pero no los puedo descastar del todo. E l cua-
dro de pradera más limpio y más cuidado
amanece cualquier día lleno de los consabi-
dos montoncitos de tierra. Debajo de la plan-
ta que hoy ve usted más florida y más her-
mosa, hoza esta noche un topo y mañana á
estas horas ya está seca. Y todavía no es eso
lo peor, sino que hay tantas culebras, que se
las encuentra en todas partes y le asustan á
PARÁBOLAS 27

uno á cada momento. V a á usted al anoche-


cer, muy descuidado, por uno de estos paseos,
y á lo mejor tiene usted que detenerse para
que una culebra cruce pausadamente de un
lado á otro. Se sienta usted á las diez de la
mañana en uno de estos bancos á leer el pe-
riódico, y á los dos minutos siente usted mo-
verse la hierba y bullir el reptil entre los
pies. Generalmente son culebras de esas in-
ofensivas, que no producen otro daño que el
susto; pero también hay víboras, y muy ve-
nenosas. E l año pasado picó una á ese laca-
yito, que es hijo del jardinero, y el pobre
rapaz estuvo si se va si se viene. Y a ve usted,
¡si se nos llega á morir! En fin, crea usted
que me tiene esto tan disgustado de la finca,
que me parece que si hubiera quien me la
pagara regularmente, la mitad siquiera de lo
que me ha costado, no titubeaba en des-
hacerme de ella.
—Me parece—le dije á D . Benigno —que
se aflige usted por bien poca cosa.
—¡Caramba! —me contestó. — ¿Poca cosa
llama usted á tener uno que estar siempre
sobresaltado?
—Poca cosa—le dije,—porque todo eso es
muy fácil de remediar. Mire usted: el mar-
qués de Valdehava, mi primo, que tiene una
quinta parecida á ésta, aunque mucho más
grande, tiene en ella una raza de perros que
llaman ratoneros, pero que no sólo persiguen
28 PARÁBOLAS

á los ratones, sino que hacen á toda clase de


gafuras. Una pareja de ellos le dejaba á us-
ted limpia la posesión en ocho días... ¡Ah! y
es muy curioso y divertido verles trabajar,
ver la manera como se las arreglan con las
víboras, por ejemplo, para no sufrir daño.
Generalmente, la víbora, al sentir el perro,
si no la da tiempo de huir, se enrosca, y con
la cabeza levantada y la boca abierta le hace
frente. E l perro se para, levanta una mano,
como el cazón en presencia de la codorniz, y
se está mirando al reptil fijamente hasta ren-
dir su atención. A l primer descuido de la ví-
bora, el perro la da un zarpazo. L a víbora
sale huyendo, el perro la coge á tenazón por
la cola, y sin darla tiempo de revolverse á
morder, la tira al alto. Cae la víbora aton-
tada, y antes de que se reponga repite el pe-
rro la operación, y luego otra vez, y otra,
hasta que la mata. Y o le haré á usted con
una pareja de esos perros, y le respondo á
usted de que en ocho días, como he dicho, le
dejan á usted la huerta limpia de gafuras, de
manera que pueda usted sentarse, y aun dor-
mirse tranquilamente sobre la hierba sin
ningún peligro.

— S i usted fuera tan amable — comenzó á


decir el indiano.
—No se hable más de eso—le interrumpí;
—queda de mi cargo desde ahora.
Contentóle á D . Benigno el ofrecimiento;
PARÁBOLAS 29

hablamos de otras cosas mientras nos servían


dulce de cerezas, hecho en casa, con eerezas
de la propia finca, y por las propias manos
de doña Gregoria, al cual siguió el clásico
chocolate con mantecadas recientes, y luego
una abundante variedad de frutas.
Terminado el refresco, volvimos á montar
en el coche y seguimos nuestro camino.
Cuando regresábamos á Madrid, bien en-
trado el otoño, vimos otra vez á D . Benigno,
que otra vez se nos quejó de la abundancia
de sabandijas, contra las cuales volví yo á
prometerle la pareja de ratoneros...

A l verano siguiente nos esperaba también


D . Benigno en la carretera, para convidarnos
á refrescar, y antes de apearnos le enseñé los
perros, que iban echados á nuestros pies en
el fondo de la victoria.
Se alegró mucho con ellos, y comenzó á
acariciarlos con cierta desconfianza, no del
todo injustificada; pues ni eran muy de fiar,
ni parecía que le miraban con buenos ojos.
Nos bajamos del coche; entramos en la
huerta, dirigiéndonos, como el año anterior,
hacia la casa; y cuando empezaba yo á con-
tarle al indiano, á petición suya, qué tal ha-
bíamos hecho el viaje, oímos unos chillidos
agudos á retaguardia.
Se alarmó D . Benigno, disponiéndose á ir
30 PARÁBOLAS

hacia donde habían sonado los chillidos, que


cesaron en seguida, y le dije:
—No es nada: es que los perros empiezan
á hacer su oficio, y uno de ellos acaba de ajus-
ticiar á un ratóu.
—¡Pobre animalito!—dijo D . Benigno, ha-
ciéndome creer al pronto que la frase era de
cariño y de elogio para el perro; mas por lo
que sucedió después comprendí que no, que
era de lástima, y que era del ratón de quien
D . Benigno se compadecía.
Un poco más adelante vi plantado á uno de
los perros á la orilla del paseo por donde
íbamos.
—Mire usted—le dije al indiano,—ahí hay
una víbora. Verá usted, verá usted...
Nos detuvimos, y á los pocos instantes el
perro posó la mano con fuerza.
Marchó el reptil asustado y detrás el perro,
que en seguida le echó el diente, y vimos á
la víbora subir por el aire y volver á bajar
desmadejada, haciendo visos plateados y ne-
gros, igualmente brillantes.
Cuando el perro iba á lanzarse otra vez so-
bre la víbora para dai-la otro tenazazo, se lan-
zó D . Benigno furioso con el bastón enarbo-
lado contra el perro, haciéndole huir.
—¿Qué hace usted, D . Benigno?—le dije,
poseído de verdadero asombro.
—Ahuyentarle para que no acabe su mala
obra.
PABABOLAS 31

—¡Si está haciendo una obra excelente... y


por usted tan deseada...
—¡Ah! sí; deseada, sí... Pero yo no puedo
ver eso... Es una crueldad... y yo no puedo
yer crueldades. Por más que se trate de un
bicho altamente nocivo, como la víbora, no
puedo ver que se la dé muerte. Esos bichos
también tienen derecho á vivir...
—¿Qué derecho ni qué ocho cuartos? No,
señor, los animales no tienen derechos, ni los
pueden tener; no son capaces de derecho.
—Bien; no le tendrán, si usted quiere; pero
yo no puedo ver matar á nadie. Yo he estado
en países más adelantados y más ilustrados
que el nuestro... E n San Francisco de Cali-
fornia se les considera mucho á todos los bi-
chos, y hay hospitales para ellos...
—¿También para las víboras?
—No lo sé, pero es lo mismo. L a víbora es
un ser viviente, y yo tengo amor á todo lo
que vive, á todo, y no puedo consentir que se
le prive á nadie de la vida.
—Pero, D . Benigno, eso es una tontería, y
perdone usted la dureza de la palabra, pero
no hay otro medio de calificarlo. Esa panfilia
que usted ha traído de allá de los países que
usted llama ilustrados es una necedad, y
vuelvo á pedir á usted que perdone... Se la-
menta usted amargamente de que la quinta
esté plagada de sabandijas, considerándolo
un mal tan grave que llega usted á concebir
32 PARÁBOLAS

el propósito de enajenarla, renunciando á to-


das sus delicias, si no hay medio de limpiarla
de esa plaga... Se le proporciona á usted ese
medio, se le provee á usted de agentes efica-
ces para concluir con la plaga, y cuando estos
agentes empiezan á hacer su oficio, usted
mismo estorba su acción saliendo á la defen-
sa de las sabandijas... Eso, francamente, es
una contradicción, una falta de sentido co-
mún, y, vamos, una tontería, porque repito
que no se puede llamar de otra manera.
—Será lo que usted quiera, sí, señor; pero
yo no puedo ver que se mate á nadie. Cada
uno tiene su educación y su temperamento...
que lo hagan cuando yo no lo vea... Yo
soy así...

Una hora después, cuando mi hermana y


yo, solos en el coche, seguíamos nuestro via-
je, llevábamos esta conversación, iniciada
por ella:
—Me parece que has estado algo duro con
ese pobre hombre. Le llamaste tonto en bue-
nos términos.
— Y aun en malos, pues me parece que se
lo he llamado sin rodeos ni atenuaciones.
Sí que he estado duro, hija mía, lo reconozco;
pero no lo he podido remediar. ¡Me sacó de
quicio en tal manera!... ¡Mira tú que haberse
quejado tanto de las muchas sabandijas que
PARÁBOLAS 33

tenía en la posesión, llegando á decir que, á


pesar de ser tan hermosa, sentía deseos de
deshacerse de ella porque las sabandijas no
le dejaban vivir en paz; y cuando se le ha
traído el medio de destruirlas y de que se
vea libre de ellas, oponerse él mismo á que se
las destruya y salir á mano armada á su de-
fensa!... No he visto en mi vida majadería
semejante.
—Vamos, no exageres, hombre. Es verdad
que es una majadería, pero una majadería
que la estamos viendo á cada paso...
—¿Dónde? ¿Cuándo has visto t ú eso?
— Y o creo que esa especie de... ¿cómo lla-
maste á eso que trajo D . Benigno de países
más ilustrados?
—Panfilia, amor á todo, cariño insensato
á lo malo como á lo bueno.
—Pues yo creo que esa panf.Ua 6 esa in-
sensatez la tiene casi todo el mundo.
—¿A ver? ¿á ver? Explícate.
—Todos los hombres de bien, todas las
personas formales, se lamentan frecuente-
mente de que haya en el mundo criminales,
asesinos, ladrones, etc., que vienen á ser las
sabandijas ó gafuras del jardín social.
—Muy bien: esa comparación está muy
bien; sigue.
—De modo que, ya ves, hacen lo mismo
que D . Benigno cuando siente que en el jar-
dín de su casa haya gafuras.
34 PARÁBOLAS

—Hasta ahí es verdad; sigue...


—Todos los hombres de bien están intere-
sados en acabar con los criminales, en que
haya cada día menos, en que desaparezcan
del todo si es posible...
—Ciertamente.
—Bueno; ¿pues no estás viendo á cada paso
que todo el mundo hace lo que D. Benigno?
Mira: se comete un crimen de esos espanto-
sos, un asesinato brutal con abuso de confian-
za, con ingratitud, con ensañamiento, con
todas las circunstancias más aborrecibles, un
asesinato en que el autor (ó la autora, pues
también hay criminales con faldas) ha mos-
trado todas lns cualidades propias de una
fiera, y ninguna propia de persona humana...
Todo el mundo queda horrorizado, y todos los
hombres de bien se manifiestan intranquilos
porque el criminal se ha escapado; y como da
la casualidad de que unos meses antes se co-
metió ya otro crimen no menos horroroso,
cuyo autor tampoco ha caído en manos de la
justicia, todos hablan con amargura de la
falta de vigilancia y se duelen d é l a insegu-
ridad personal, diciendo que así no se puede
vivir... Ahí tienes á D . Benigno quejándose
amargamente de la intranquilidad que le pro-
duce la abundancia de sabandijas que hay en
su huerta...
•—Sí, ya le veo; continúa...
—Pues al fin la policía hace un supremo
PAEÁBOLAS 35

esfuerzo ó tiene un golpe de fortuna y logra


coger al asesino... Los hombres de bien se
ponen muy contentos, esperando que el cri-
minal pagará su crimen, y con el terrible es-
carmiento se atemorizarán otros criminales y
huirán, y se podrá vivir más tranquilamente...
Igual que se contenta D . Benigno con el re-
galo de los perros que ie han de limpiar la
huerta de sabandijas...
—Sí, bien; pero no reo todavía...
— Y a lo verás, espera. A lo mejor la justi-
cia no condena á muerte al asesino...
—Es verdad; tenemos un código tonto que
no parece sino que ha sido hecho por los
mismos criminales á quienes favorece deci-
didamente en contra de la sociedad; un có-
digo débil y cobarde, con la debilidad y la
cobardía propias de toda ley y de toda auto-
ridad que no manda ni prohibe ni castiga en
nombre de Dios... Y con un código así y una
ley procesal llena de recodos, que ampara y
protege y mima á los delincuentes, los tribu-
nales no pueden imponer casi nunca la pena
de muerte, que es la única eficaz para dismi-
nuir el número de crímenes...
—Pero alguna vez la imponen, y en cuan-
to llega ese caso... todo el mundo trata de es-
torbar la ejecución... Casi todo el mundo... Sí,
no me lo negarás, porque es lo que pasa: todo
el mundo se vuelve en favor del criminal y en
contra de la sentencia y de la justicia. Nun-
36 PARÁBOLAS

ca falta un filántropo más ó menos espontá-


neo, ó aun cuando no lo sea, sino buscado y
pagado por el criminal ó por su familia, que
echa á volar la idea de pedir el indulto de
aquel desgraciado, y la gente acoge esa idea
como llovida del cielo, y los periódicos, aun
los que parecen buenos, la extienden y pro-
pagan por todas partes y la jalean estrepito-
samente, «para evitar, dicen, al pueblo tal 6 á
la ciudad cuál un día de luto», que es la frase
consagrada para esos casos...
— Y que es una frase bien estúpida... ¡Como
si el verdadero día de luto para un pueblo
civilizado no fuera el día en que se comete un
clamen, y lo fuera, por el contrario, aquel en
que se restablece la justicia y el orden moral
con la saludable amputación de un miembro
gangrenado!...
—Pues nada... todos ayudan á los iniciado-
res y toman la cosa con tanto calor como si
de la conservación de un hombre ó mujer con
ribetes de bestia y fondo casi igual que los
ribetes, como si de la conservación de un ser
abyecto y asqueroso, afrenta é ignominia de
la humanidad, dependiera la salvación de la
patria...
—Es verdad...
— E n fin, hijo de mi alma, que, como ves,
la panfilia de D . Benigno y su falta de sen-
tido común son comunísimas, y su tontería
es cosa corriente, porque todo el mundo pa-
PARÁBOLAS 37

rece que lia perdido el juicio. Como que hasta


los más altos dignatarios de todos los órdenes,
los que más interés deben tener en el mejo-
ramiento de la sociedad, en la disminución
de los crímenes y de los criminales, suelen
ser los principales promovedores de las solici-
tudes de indulto, que á veces encabezan con
sus firmas el obispo de la diócesis, el gober-
nador civil, el alcalde, los diputados, los con-
cejales, los canónigos... ¿No estás viendo en
todos estos señores al pobre D . Benigno co-
rriendo con el palo levantado á la defensa de
la víbora?
—Tienes razón... tienes razón.
III

EL HUERTIN DE LA HERRERA
E L HUERTlN" DE L A H E R R E R A

—Verá usted, señor, verá usted lo que me


han liecho—decía la pobre viuda del herrero
de Poblón al abogado de Villanoble, llorando
como una Magdalena.
—No llore usted, mujer, no llore—la decía
condolido el abogado, que era persona afable
y de cristianos sentimientos,—cálmese usted;
no llore y dígame lo que la pasa.
—¡Ay, señor!—replicábala viuda,—no pue-
do menos de llorar... ¿Cómo quiere usted que
no llore, después de la herejía que han hecho
conmigo?... Verá usted, verá...
Yo quedé muy pobre, porque mi difunto
marido, Dios le haya perdonado y le tenga
en su gloria, se dio más prisa á gastar que á
ganar, y me dejó muchas trampas. Determi-
né pagarlas todas, porque dije: «no quiero
que acaso, si quedo algo á deber, lo esté allá
penando su alma: donde no alcance lo suyo
pagaré con lo mío». Y así lo hice. Pagué á los
42 PARÁBOLAS

taberneros, que eran los principales acreedo-


res, todo lo que tenían apuntado, y á los de-
más lo mismo, cuarto sobre cuarto, desha-
ciéndome para eso de casi todos los pedacicos
de heredad que tenía.
Me había quedado un huerto enfrente de
casa, al otro ludo de la calle, un huertín muy
pequeño, pero que me valía mucho para v i -
vir, porque allí poníamos unos pies de pata-
tas, una erica de berzas, otra de fréjoles,
otra de nabicoles, y puede decirse que de allí
comíamos las dos hijas y yo casi todo el año.
Pero verá usted cómo lo ha enredado el
enemigo... A l lado de allá del mi huerto ha-
bía un pradón muy grande que era de un
mayorazgo que salió fiador de un administra-
dor de rentas y luego le vendieron los bienes.
Y vendiéndole los bienes al mayorazgo, aquel
pradón fué y le compró Colas, el diputado, ó
D . Nicolás, como le llaman ahora; aunque
para nosotros siempre será Colas, porque le
conocimos de rapacín guardando vecerías
para unos y para otros, con los calzonines
rotos, hablando con perdón, por la culera...
¡Ah! y muj contento que iba él con los cor-
deros ó con los jatos para algán vecino pu-
diente, porque aquel día sacaba la tripa de
mal año, pues en casa de su padre, el tío
Martinillo, solía faltar el pan á las horas de
comer las más de las veces.
Y , como le digo á usted, comprando Colas
PARÁBOLAS 43

el pradón del mayorazgo, le dio la idea de


cercarle para hacer en él una huerta de fruta,
y antojósele meter allá el huertín mío...; que
no fué más que un antojo, porque ya ve us-
ted que lo mismo hacía él la huerta con dos
celemines de tierra más, que con dos celemi-
nes de tierra menos. Pero diz que para sacar
la cerca más derecha y la huerta más cuadra-
da, tenía mucho empeño por él. Lo cierto es
que un día me dijo el tío Martinillo, el padre
del diputado, al salir de misa:
—Ménica, ¿quieres vender el huertín que
tienes junto al nuestro prado grande?
—¡Ay, no, señor, no!—le dije;—aquel huer-
tín no le vendo, que me hace á mí mucha
falta.
—También te hace falta el dinero que te
den por él—me replicó.
—También me la hace, tío Martín—le con-
testé;—verdad es que me la hace... ¿para qué
he de decir más que la verdad?... Pero con
la falta del dinero iré pasando como pueda,
que bien acostumbrada estoy á no tenerlo,
mientras que con la falta del huerto no po-
dría pasar, porque es el que me mantiene
la casa.
—Con el dinero que yo te dé por él com-
pras otro mayor.
— Y ¿quién le vende?
— S i no es hoy es mañana. Con el tiempo
no dejará de haber quien venda otro huerto.
44 PARÁBOLAS

—Sí, pero el dinero se gasta bien, y más


cuando hay necesidad; y si yo vendiera el
huerto ahora, mañana ú otro día, cuando se
ofreciera ocasión de comprar otro, ¿dónde
estaría ya el dinero?
Todo esto se lo dije con buenos modos,
y parecía que había quedado convencido.
Pero á los pocos días, el otro hijo suyo, que
le llaman Camisón, porque de rapazuco, unas
veces no tenía pantalones y otras veces decían
que no los quería poner y siempre andaba en
camisa por la antepuerta, me encontró en la
calle y me dijo:
—Herrera, ¿cuánto quieres por el huerto?...
—No le vendo—le contesté;—ya le he di-
cho á tu padre que no le puedo vender, por-
que le necesito.
—Tú le venderás—me dijo, y siguió an-
dando.
Unos días después se presentaron allí el
alcalde y dos vecinos con unas estacas y una
soga, anduvieron tomando medidas, como los
ingenieros, y por último saltaron la paliciada
del huerto y pusieron un mojón en mitad
del medio.
—Hasta aquí—me dijo el alcalde, señalan-
do al mojón—tienes que retirar la paliciada,
porque se conoce que la has ido sacando poco
á poco y has estrechado la calle.
—¡Jesús!... ¡Ave María Purísima!... ¡El
dulce nombre de Jesús!...•—dije yo, asustada
PARÁBOLAS 45

de aquella mentira tan grande.—¿Conque lie


sacadoyopara afuera el cierro del huerto? Pero
¿cómo dice usted eso, si están ahí en el mis-
mo cierro esos árboles que tendrán más de
cien años?... ¿Habré sacado también hacia
afuera los árboles con raíces y todo?...
—Bueno, bueno—me interrumpió el alcal-
de;—todo eso lo vas á alegar á otro lado, si
te dejan; que yo tengo atribuciones para ali-
nearlas calles, pero no para admitir excusas...
Y te advierto que si dentro de diez días no
levantas la cerradura y la pones por donde
está el mojón, se sacará en concejo d quien
por menos, y no faltará quien lo haga á tu
cuenta... Y también te advierto que no hables
muy alto ni hagas muchos parajismos, si no
quieres que te ponga á la sombra...
Conocí que era todo harina de Camisón,
porque como es hermano del diputado todos
hacen lo que é! quiere, y no volví á decir otra
palabra; me metí en casa, se lo contó á las
hijas, y ellas y yo estuvimos llorando toda la
tarde.
A l día siguiente vine á hablar con usted,
y cuando me dijeron que estaba usted foras-
tero y que tardaría lo menos un mes en venir,
me quedé más muerta que viva. No sabía
qué hacer ni á dónde acudir, porque cuando
usted se marcha, quedamos desamparados
los pobres.
A l cabo se me ocurrió ir á ver al Sr. Alfon-
46 PARÁBOLAS

so, que aunque no es abogado, es persona en-


tendida, no agraviando a nadie, y nos mira
bastante bien. Le conté la mano y me animó
un poco, diciéndome que no tuviera miedo á
las amenazas del alcalde, que no podía obli-
garme á mudar la cerradura estando en pose-
sión de más de año y día. Y . . . ¡figúrese usted
si habrán pasado años v días desde que po-
seemos el huerto con la cerradura por donde
está hoy; pues, como le digo, hay en ella unos
fresnos que cuando yo era niña puede decirse
que eran ya tan gordos como ahora! Pero al
mismo tiempo me aconsejó el Sr. Alfonso que
les vendiera el huerto, porque, de otra manera,
no me iban á dejar en paz.
— Si te le pagan bien—-me dijo,—véndese-
le con mil pares de diablos, porque esos pio-
jos resucitados son muy ladinos, y sino te
muerden por un lado te morderán por otro: se
han empeñado en hacerse con el huerto, y no
descansan mientras no se salgan con la suya.
— ¿Y cuánto les pediré por él?—le pre-
gunté al Sr. Alfonso, que le conoce.
—Cincuenta duros—me dijo.
No me atreví yo á pedir tanto. L a pri-
mera vez que Camisón me volvió á preguntar
lo que quería por el huerto, le pedí ochocien-
tos reales, y así y todo se enfadó mucho y
casi me trató de ladrona, y juró y echó mil
porquerías por aquella boca, y por último me
ofreció la mitad.
PARÁBOLAS . 47

—No se te da un cuarto más de los veinte


duros—dijo.
—En eso no le doy—le contesté.
—Tule darás en menos—marchó diciendo
en tono de amenaza.,.
A los pocos días, una punta de vacas de
la vecera de las duendas se bajaron del mon-
te y se metieron en unos centenos. Las vio el
alcalde y las trajo á encerrar, diciendo que
sin que se le pagaran dos reales de pena
por cada una, no salían del corral de Concejo.
Le dijimos los dueños, pues entre ellas es-
taban las dos mías, que los pastores eran
los obligados á responder del daño; pero no
se atendía á razones, y al ver que la cosa iba
de veras, busqué la peseta, que el señor cura
me la dio, y Dios Nuestro Señor se lo pague,
y saqué mis vacas.
En cuanto Camisón se enteró de que me
habían traído las vacas a encerrar, fué á casa
del alcalde y le dijo:
—¿Dónde están las vacas de la herrera?
— Y a las llevó para su casa—le contestó el
al cride;—pagó la multa y marchó con ellas.
—Vuélvala el dinero en seguida, que hay
que denunciarlas—le dijo Camisón.
Y el alcalde, pronto y bien mandado, fué á
mi casa y me volvió la peseta.
Yo me quedé tan contenta, creyendo que
era que me la perdonaba, cuando á otro día
fué el alguacil á citarme á juicio de faltas.
48 PAEÁBOLAS

Le pregunté si había más vecinos citados,


y me dijo que no. De veinte vacas que habían
entrado en las tierras, sólo habían denunciado
las mías...
A l día siguiente se celebró el juicio, y fué
conmigo al juzgado para alegar por mí el tío
Santos, que es un vecino honrado y bueno;
pero no le dejó el juez hablar ni á mí tam-
poco: no hizo más que tomar declaración lo
menos á media docena de testigos, para es-
cribir mucho y gastar bien de papel y hacer
bien de costas... Y , claro, los testigos todos
declaraban que habían visto en aquellas tie-
rras una veintena de vacas; pero que no
podían decir de quién eran, porque esta-
ban lejos; pero esto no lo mandaba el juez es-
cribir; no mandaba poner más que «contestó
afirmativamente», y...
—De modo que el juez también era contra
usted—la interrumpió el abogado.
—¡Ay! sí, señor. ¡No lo sería ni nada!—
contestó la viuda.—¡Pues si el juez es Cami-
són, señor, el mismo Camisón, que le ha he-
cho juez su hermano el diputado ya dos bie-
nios seguidos, para que todo quede en casa!
Y es una desvergüenza, porque no le hay
más negado en el Ayuntamiento... Así es que,
como le iba diciendo, no nos dejó hablar
n i nos hizo caso, y al día siguiente ya me
leyó el portero la sentencia, condenándome
á mí sola á pagar el daño todo de las veinte
PARÁBOLAfe 49

vacas, y además una multa y las costas; ello,


entre uno y otro, doce duros largos.
—¿Y no apeló usted?—la preguntó el abo-
gado.
—"No, señor—contestó,—porque me dije-
ron el tío Santos y otros vecinos que están al
tanto de las cosas, que nada adelantaría con
apelar, porque el juez de primera instancia de
Estercolera, que había de sentenciar la apela-
ción, también está puesto por Colas el dipu-
tado, y todas las barbaridades que haga su
hermano las tiene que dar por bien hechas.
—Eso no se puede creer—la dijo el abo-
gado;—aunque el juez sea de esos que entran
con todas como la romana del diablo, al di-
putado mismo le ha de repugnar que se co-
metan atrocidades...
—¡Ay! no, señor—contestóla viuda;—al
diputado no le repugnan esas cosas; que si él
no quisiera no las hacían.
—Acaso las harán sin saberlo él, pues aun
suponiendo que no tenga conciencia, si tiene
algo de entendimiento...
—¡Quiá! no, señor: tampoco le tiene—dijo
la viuda;—es un burro como su hermano...
Todavía hay quien dice que Camisón es algo
más listo... conque mire... L o que es Colas,
si no tuviera tanto dinero y no anduviera
vestido de señor, nadie le haría caso. Y así
y todo, diz que se ríen allá de él los otros
señores, porque ni sabe hablar ni nada...
é
50 PARÁBOLAS

Pero no dude usted que lo que hacen conmi-


go lo da él por bien hecho y lo ampara...
Por eso me aguanté con todo, siguiendo el
consejo del tío Santos, y comencé á discurrir
cómo me haría con el dinero para pagar,
aunque no creía que corriera tanta prisa,
cuando al tercer día, por la tarde, se nos pre-
sentó el alguacil á embargarnos los bieues, y
lo primero que hizo fué entrar en la cocina,
cogernos la caldera y la sartén y salir á la
calle tocando la una contraía otra para albo-
rotar la barriada y avergonzarnos. Las hijas
se me echaron á llorar á gritos; yo me fui á
casa del tío Santos, le conté lo que me pasa-
ba, y me dijo por todo remedio:
—Mira, Mónica: véndeles el huerto en lo
que te den por él, porque si no, van á dar fin
de t i , derritiéndote lo poco que tienes...
F u i á casa de Camisón á darle el buen pro-
vecho del huerto en los veinte duros y á que
cobrara de allí el importe del juicio, y resultó
que por ir á embargar habían caído ya otros
cuatro duros de costas; de manera que por
tres duros y trece reales, que me dieron en
metálico, se me quedaron con el huerto...
—Ym vobis... qui comeditis domos vidua-
rum (1)—murmuraba el abogado, conmovido
con la relación extraña.

(1) ¡Ay de vosotros... que devoráis la hacienda de las


viudas!... M A T H . X X I I I , 14.
PARÁBOLAS 51

—¿Qué me decía usted, señor?—le pregun-


tó la herrera.
—Nada, mujer, nada... No hablaba con
usted... Repetía unas palabras que nuestro
Divino Redentor decía á los Colases y Cami-
sones de su tiempo.
—¿Y esto mío ya no tiene remedio, señor?...
—Ninguno, hija, ninguno en lo humano...
Ofrezca usted á Dios la injusticia... Me pa-
rece usted una buena cristiana... Ofrezca
usted á Dios la injusticia, y no guarde rencor
á los que se la han hecho...

Y mienteas la pobre viuda salía desconso-


lada y llorosa del despacho del abogado, que-
daba éste diciendo entre sí con profunda
tristeza:
—¡Pobre pueblo!... ¡Esta es la igualdad
ante la ley que has conquistado á costa de tan-
tas fatigas, de tantas revueltas, de tantos
trastornos y de tanta sangre!...
IV

SAÑA DE RUINES
Segunda parte de El hwrtín de la herrera.)
SAÑA D E R U I N E S

Cuando la herrera de Poblón entró la


segunda vez en el despacho del abogado de
Villanoble, la dijo éste cariñoso y afable:
—¿Qué es eso, pobre mujer?...
Y ella, por toda contestación, se echó á
llorar á lágrima viva.
E l abogado la dejó que se desahogara, y
después de unos instantes la dijo:
—Bueno, bueno... serénese usted y cuénte-
me sus angustias, á ver si entre los dos en-
contramos remedio para ellas... ¿Qué la pasa?
—Me pasa tanto, señor—le contestó la
pobre viuda,—y todo tan malo, que casi no
sé por dónde comenzar. Pero ahora, lo último
y lo más grave es que me han puesto otro
juicio de faltas. Digo, á mí no, que ha sido á
una de las hijas, á la más joven, pero tam-
bién se han dado forma de meterme á mí en
danza.
—¿Y cuándo es el juicio?...
56 PARÁBOLAS

— Y a fué ayer tarde.


—¡Ab! ¿Ya se ha celebrado?... Y ¿cómo no
vino usted á consultar antes de que se cele-
brara?
—Porque no tuve tiempo, señor; porque j a
andan ellos con picardía,, y no me lo dijeron
hasta ayer mañana para que no tuviera tiem-
po de venir.
—¡Si eso no es posible, mujer; si tienen
que mediar por lo menos veinticuatro horas
desde la citación á la celebración del juicio, y
no se puede celebrar antes!...
—Sí, señor, sí; poder, si se puede... No lo
mandará así la ley, pero allá, el nuestro juez,
el Camisón, hace poco caso de las leyes, ó por
mejor decir, ninguno; y puede hacer eso y
todo lo que le dé la gana... No ve usted que
como es hermano del diputado... L o cierto es
que yo no supe nada hasta ayer mañana que
me lo dijo el mismo juez, ya serían cerca
de las once... Pasó por junto á mi casa y me
dijo:
—Herrera, ya sabrás que está citada á jui-
cio, para esta tarde á las dos, la tu hija pe-
queña.
—No, señor; no sé nada—le dije yo,—ni
ella tampoco, porque si lo supiera me lo hu-
biera dicho.
—Bueno, pues que se descuide y no com-
parezca, verás qué fiestas la hacen...
—Pero, ¿por qué es?—le pregunté.
PARÁBOLAS 57

—Allá lo verá—me contestó, y se fué sin


decirme otra palabra.
Con eso fui á preguntar al secretario, y me
dijo que sí, que estaba citada ya desde antes
de ayer por el portero, y que allí constaba en
la demanda la notificación firmada por un tes-
tigo á ruego, porque se conoce que así lo ha-
bían puesto en el papel, pero era mentira... De
modo que ya ve usted cómo no tuve tiempo
de venir antes.
—¿Y por qué era la demanda?
—Verá usted, señor, verá usted por qué
era: por una maldad, que no es otra cosa. E l
otro día me tocaba la vecera de los jatos, y
fué á guardarlos mi bija, la menor. Y había
allá también unos rapazucos que iban á ave-
zar játicos témales, porque el primer día que
se echan al campo tiene que ir con ellos un
pastor de casa del amo, además del que va
por la corrida. Y los rapaces, que son el
mismo diañe, tenían fósforos, y pusieron lum-
bre á unas escobas secas; pero de las secas
se pasó á las verdes luego que fué cogiendo
fuerza, y dio en arder el escobal hasta que
llegó la lumbre á la cerradura de unas tierras
y empezaron á quemarse unas llatas... Lo vio
el alcalde desde el lugar, vamos, el presidente
de la junta, y fué allá, reprendiendo á los
chicos, amenazándoles con que les iba á lle-
var á la cárcel, y diciéndoles que qué necesi-
dad tenían de lumbre con el sol que hacía,,.
58 PARÁBOLAS

Y entonces creo que dijo la muchacha mía,


como dando la razón al presidente: «Sí, sí: la
lumbre en otra ocasión haría más falta...»
Fué el presidente y se lo contó á Camisón, y
entre Camisón y el presidente, que es tan
malo como él, ó le anda cerca, entrepetaron
que aquello quería decir que la lumbre era
mejor ponérsela á la casa del diputado y á la
de su hermano... Y luego discurrieron añadir
de su cosecha que la muchacha había dicho
«que habían de arder todos los de la familia...»
Y la citaron á juicio de faltas por amenazas
graves.
—Bueno, y ¿qué pasó en el juicio?—pre-
guntó el abogado.
—Lo más malo que podía pasar, señor—
contestó la viuda;—porque ya, no siendo que
nos llevaran á la horca...—Y se la volvieron
á saltar las lágrimas.
—¿Quién oyó lo que dijo la muchacha?
—Nadie, señor, más que el presidente y
los rapacines...
—¿Y han tomado declaración á los niños?
—No, señor; no se han acordado de ellos...
— Pero, entonces... ¿no examinaron tes-
tigos?
—Sí, señor. ¡Vaya! Llevaron allí nada me-
nos que cinco de los amigo tes del juez y del
presidente...
— Que no habían presenciado lo de la
lumbre...
PARÁBOLAS 59

—No, señor, ni les liacía falta para decla-


rar, porque verá usted: mandaban entrar á
á uno, y el juez, después que le tomaba jura-
mento, le decía: «Aquí se te llama porque
esta muchacha dicen que ha dicho que habían
de arder en casa todos los de la familia del
señor diputado, mi hermano... Tú también lo
has oído decir, ¿no es cierto?» Y el testigo con-
testaba que sí; porque, claro, aunque no lo
hubiera oído antes, se lo acababa de oir al
juez... Y o pedí con buen modo que se pre-
guntara al testigo si se lo había oído á la
misma muchacha; pero me contestó Camisón,
muy serio, que á mí no me tocaba hablar...
Entró otro testigo, y lo mismo. Volví á pedir
que le preguntaran á quién se lo había oído,
y me dijo el juez que si hablaba otra palabra
me ponía á la sombra... Resultado: que ayer
mismo dio Camisón la sentencia condenando
á mi hija á 25 pesetas de multa y á tres años
de destierro á 200 kilómetros del lugar, y
condenándome á mí á ser «responsable de to-
dos los daños que en cualquier tiempo se
causen en Poblón y sus contornos, ya sea por
incendio, ya por mano airada».

—¡Qué atrocidad!—dijo el abogado son-


riéndose, mientras á la viuda se la arrasaban
en lágrimas los ojos.
—¿Se ríe usted, señor?—le dijo como pas-
mada de ver aquella crueldad en persona otras
veces tan compasiva.
00 PARÁBOLAS

Sí mujer; me río porque todo eso es un


?

puro disparate, pues ni al juez municipal l e

corresponde imponer esa pena de destierro,


que sólo puede imponer la Audiencia, ni ese
juez ni ningún tribunal del mundo puede
condenar á nadie á responder de daños que
no se le pruebe que ha causado. De manera
que á usted la han querido dar una broma;
porque la sentencia no puede decir eso ni na-
da parecido.
—¡Ah! sí, señor, sí; eso dice: aquí traigo la
copia.
Y sacando del seno un papel hecho muchos
dobles, se le alargó al abogado, que le des-
dobló y le leyó, quedándose como quien ve
visiones.
En efecto: la sentencia, después de un en-
cabezamiento chabacano y de un resultando
en que afirmaba ser cierto que la acusada ha-
bía proferido las amenazas que se la atri-
buían, y de un considerando en que decía que
todas las declaraciones venían conformes,
fallaba en los misinos términos que la mujer
había dicho.
—Hay que apelar de esta sentencia para
ante el juez de primera instancia—dijo el
abogado.—Y tiene que ser esta misma tarde:
mañana ya no es tiempo.
—Sí, pero ya sabe usted—dijo la viuda—
que ese otro juez también diz que está pues-
to por el diputado Colas, y se alaba Camisón
PARÁBOLAS 61

de que tiene que hacer lo que él mande; por-


que además creo que le tienen empleado á
un pariente en unas minas.
—No importa. Esta sentencia es una bar-
baridad tan grande que no podrá menos de
revocarla...
—Barbaridad no tiene nada de extraño
que lo sea, señor, porque Camisón..., lo uno
que no es muy espabilado... y después coge
cada mona...
A l despedirse la berrera del abogado la
dio éste una cuartilla de papel donde babía
estado escribiendo media docena de renglo-
nes, y la dijo:
—Cuando la llamen á usted á la vista en
el Juzgado de primera instancia, alegue usted
esto...

L a sentencia fué revocada, y la pobre viu-


da, al enterarse de que su bija y ella estaban
absueltas completamente, pidió volver á en-
trar en el despacho del juez, y puesta de ro-
dillas y tratando de besarle la mano, le decía
entre sollozos:
—Dios se lo pague, señor juez, porque yo
no podré pagárselo nunca.
—Levántese usted, mujer, y vaya usted
con Dios—la dijo el juez,—que á mí no me
debe usted nada: yo no he hecho más que
hacer justicia... (Y no la he hecho más que á
medias—añadió por lo bajo dirigiéndose al
62 PARÁBOLAS

escribano,—porque debía procesar al juez


municipal... Pero ¡cualquiera se mete en estos
tiempos á procesar á un hermano del diputa-
do del distrito!...)

A otro día volvió á Villanoble la pobre


berrera agradecida, a dar noticia al abogado
del buen éxito de la apelación y á llenarle de
bendiciones.
—No será la última vez que le importune
—decía despidiéndose;—pues bien crea usted
que ban de tratar de hacerme alguna otra
judiada cualquier día, porque no me pueden
ver... T yo no sé por qué tienen esa saña con-
tra mí, tras de haberme hecho tanto daño...
L a que podía aborrecerlos á ellos era yo, si
no fuera que Dios lo prohibe, por lo que me
han hecho padecer. Pero ellos, que se salieron
con la suya de quitarme el huerto... ¡y to-
davía tenerme ese odio! ¿No es verdad, señor,
que es extraño?
—No, mujer; no es extraño: es natural. Les
acusa la conciencia por la iniquidad cometi-
da, y como la vista de usted les renueva cons-
tantemente la acusación, quisieran destruirla
á usted y aniquilarla, creyendo que así se
verían libres del mortificante recuerdo; como
la vieja de quien se cuenta que rompió el
espejo enfurecida, creyendo borrar así las feal-
dades de su cara...
Las almas pequeñas siempre hacen así.
PARÁBOLAS 68

Sienten el escozor de la conciencia cuando


han obrado mal, y no teniendo ánimo bas-
tante noble para traducir ese escozor en arre-
pentimiento saludable y en reparación del
daño causado, lo traducen al revés: en odio y
en persecución de la víctima.
Esa es la saña del remordimiento.
Saña de ruines.

Poco tiempo después, volvió la pobre viu-


da del herrero á casa del abogado muy des-
consolada y llorosa, contándole cómo había
sido de nuevo demandada á juicio de faltas,
demandada y condenada, por tener un mon-
tón de abono en la calle.
No le tenía en la calle precisamente, sino
en el antojano de su casa, cerca de la puerta
del establo; pero tratándose de condenar á
una infeliz que no se había prestado por bue-
nas á ceder el huerto, no había que reparar
en pequeneces.
Además, era indudable que la viuda, tenien-
do el estiércol de sus vacas dentro del pueblo,
faltaba á las prescripciones higiénicas.
Verdad es que lo mismo que ella faltaban
los otros ochenta y nueve vecinos, de los no-
venta que el pueblo tenía, pues todos echa-
ban y conservaban el abono en las inmedia-
ciones del establo, y algunos en medio de la
calle; pero también es verdad que los otros
vecinos que hacían lo mismo que la herrera,
Q4, . PARÁBOLAS"

no habían incurrido en la enemistad del


juez municipal, hermano del diputado.
La citación se había extendido con la con-
veniente anterioridad, pero á la demandada
la habían avisado sólo media hora antes de la
comparecencia.
Esta había llevado poco más ó menos los
mismos trámites que la del juicio contra su
hija por amenazas graves.
La sentencia en que se condenaba á la viu-
da inicuamente á pagar veinticinco pesetas
de multa y las costas, con prisión subsidia-
ria en caso de insolvencia, se la había redac-
tado á Camisón un pariente algo más listo
que él, y había sido comunicada á la viuda
cuando ya no era tiempo de apelar, porque
figuraba notificada dos días antes.
A más de que, para mayor seguridad, ha-
bía sido ya trasladado de Estercolera el juez
de primera instancia que había tenido el atre-
vimiento de revocar la otra.
De modo que esta vez se habían atado
bien todos los cabos, y la injusticia no tenía
remedio en lo humano.
E l abogado de Villanoble no pudo conso-
lar á la pobre viuda sino con la esperanza
del cielo.
LA HERENCIA ADELANTADA
LA HEEENCIA ADELANTADA

Si hay hombres felices en el mundo, uno


de ellos era D. Cándido Beque jo.
Le habían dejado sus padres un buen cau-
dal, cujas rentas le permitían vivir con des-
ahogo, dedicarse tranquilamente á hacer
obras de caridad y ejercitar su espíritu en el
estudio y en la piedad cristiana.
Le había dado Dios por compañera una
mujer buena y amable, á cuyo lado era i m -
posible no estar á gusto.
Verdad es que se la llevó pronto; pero le
dejó por duplicado su retrato en dos niñas
preciosas á cual más, que se desarrollaban y
crecían en edad, hermosura y virtud al calor
del paternal cariño.
—En cuanto vayan llegaudo á los dos rea-
les—solía decir la frutera de enfrente al ver-
las ir con su padre á misa ó á paseo,—han
de tener los novios así... como los dedos de
Ja mano.
gg PARABALAS

Y efectivamente: cuando fueron llegando


á los diez y siete años, ó á los dos reales, que
decía la frutera con pintoresca frase, muy
usada en aquel tiempo en que los dos reales
tenían diez y siete cuartos, las hijas de don
Cándido Eequejo empezaron á tener preten-
dientes.
Encariñadas como estaban con su padre
más de lo ordinario, por lo inismo que se ha-
llaban privadas de la ternura maternal, eran
tan dóciles y obedientes á la autoridad pa-
terna, que seguían fielmente, no sólo sus
mandatos formales, sino hasta sus más lige-
ras indicaciones.
—Poco simpático me parece ese rubio que
te bace la rueda, Pepita—la decía una tarde
medio en broma á la niña mayor; y esto basta-
ba para que ella no volviera á mirar al rubio.
—No tiene mala traza ese moreno—decía
de otro; y con sólo esto empezaba la niña á
ponerle buena cara.
Pocos afíos después se habían casado ya
las dos con dos buenos muchachos.
La mayor, Pepita, y su marido, se habían
quedado á vivir con su padre donde antes
vivían, en el piso principal de la derecha, de
la hermosa casa que D . Cándido tenía en una
calle que entonces llevaba el nombre de un
santo, ahora lleva el de un botarate y maña-
na llevará el de algún ladrón digno de pre-
sidio.
PARÁBOLAS 69

L a menor, Eugenia, y su consorte, se ha-


bían instalado en la misma casa, en el piso
principal de la izquierda.
Viviendo así, al lado unos de otros, dicho
se está que la comunicación era constante.
Un día, con cualquier motivo, comían todos
en casa de Pepita; otro día comían todos en
casa de Eugenia.
Los dos yernos se llevaban bien con sus
mujeres, y también entre sí; los dos tenían
para D . Cándido un trato verdaderamente
filial, en el que no era fácil distinguir si pre-
dominaba el respeto sobre el cariño, ó al con-
trario. Aquello era un idilio.
Que un día D . Cándido comiera un poco
menos de lo que solía comer, ó hablara algo
menos que de ordinario, ó se riera menos
que lo de costumbre, y ya estaban las hijas
y los yernos preguntándole cariñosamente:
—¿Qué tiene usted, papá?
—¿Está usted malo, papá?
—¿Qué quiere usted tomar, papá?...
En fin, una de mimos y cuidados de que ape-
nas podría formarse idea quien no los viese.
Pronto empezó D . Cándido á tener nietos,
lo cual aumentaba todavía su felicidad, si es
que podía aumentarse. Pronto los nietos,
que eran hermosísimos, fueron creciendo y
comenzaron á tener ocurrencias y á decir gra-
cias, con lo cual evidentemente la felicidad
de D . Cándido no podía ya tener aumento.
70 PARÍBOIÍAS

TJna cosa había, sin embargo, que no le


gustaba del todo al señor Requejo; y era que
sus yernos, que, como ya he dicho, eran bue-
nísimos, no trabajaran nada ni se ocuparan
en nada absolutamente.
No tenían en qué. D . Cándido, que era quien
administraba el caudal, les daba anualmente
cinco mil duros á cada uno en dinero contan-
te, y claro es que el gastarlo no les pi-opor-
cionaba ocupación suficiente.
En cambio, él tenía demasiadas, pues en-
tre examinar y comprobar cuentas, proyec-
tar obras y reformas, situar conveniente-
mente fondos para hacerlas, leer y contestar
cartas de administradores y colonos... algu-
nos días apenas le quedaba tiempo para sus
devociones.
—Esto no puede continuar así—se dijo.—
Estos chicos no hacen nada, y aunque son
muy buenos, la ociosidad es madre de todos
los vicios, y no hay que fiarse... Por otro
lado, para mí es demasiado trabajo el
que tengo... Hay que arreglar esto de otro
modo...
Y discurrió partir su caudal entre sus dos
hijas y entregárselo para que sus maridos lo
administraran y esto les sirviera de ocupa-
ción conveniente.
Se lo propuso á ellos y á ellas, y á todos
pareció muy bien, con lo cual, sin perder
tiempo, les hizo inventario é hijuelas, entre-
PARÁBOLAS 71

gando á cada matrimonio la suya con los tí-


tulos de las fincas en ella comprendidas.

Poco a poco empezó a notar D . Cándido


en sus hijas y en sus yernos cierta frialdad,
algo así como disminución de cariño. Y a no
trataban de adivinarle los deseos como antes.
Estaban con él corteses y atentos, pero de
ahí no pasaban. Y aun la cortesía y la aten-
ción fueron disminuyendo. Aunque comiera
poco ó hablara poco; aunque aparentara es-
tar malo, y aunque lo estuviera de verdad,
ya no se apuraban ni preguntaban apenas.
Hasta los niños, como si conocieran el modo
de sentir de sus padres, parecía que le que-
rían menos.
Cuando ya no pudo soportar en la mesa
la frialdad de su hija Pepita, que apenas le
dirigía la palabra, dio en irse á comer á casa
de Eugenia; y en los primeros días lo pasó
menos mal; pero luego que transcurrió algún
tiempo le sucedió lo mismo que en casa de
Pepita. E n ambas casas se le consideraba
como un estorbo.
D . Cándido se encerró en su cuarto y
lloró amargamente... Después tomó una re-
solución.
Pidió á un banquero amigo suyo, por unos
días, 6.000 duros en plata,. Vinieron las seis
talegas al cuarto de D . Cándido, y éste las
72 PARÁBOLAS

fué vaciando sucesivamente sobre la mesa


con mucho estrépito, fué contando los duros
y apilándolos y haciendo con ellos hermosas
columnas, que luego colocaba cuidadosamen-
te en el baúl que tenía abierto.
Pepita y su marido oyeron el ruido de la
plata, y se enteraron de todo mirando por el
agujero de la llave.
—¡Calla! Papá tiene todavía dinero—se
dijeron;—no nos lo ha dado todo. ¡Cuánta
plata!...
En cuanto D . Cándido salió á la calle, fue-
ron á sopesar el baúl y apenas podían moverle.
Pocos días después D. Cándido devolvió
aquella cantidad al banquero, cuidando de
que el peso del baúl no disminuyera, y le pi-
dió otra cantidad igual en billetes de Banco.
Estuvo toda una mañana encerrado en su
cuarto con los billetes sobre la mesa, clasifi-
cándoles y tomando notas; y sus hijos, á
quienes llamó la atención la encerrona, acu-
dieron, como antes, á mirar.
—También tiene billetes—se dijeron,—y
muchos...
Por supuesto que, en seguida, hija y yerno
volvieron á estar algo más cariñosos con don
Cándido... Determinaron, por de pronto, no
decir nada al matrimonio de enfrente, á fin
de conquistar ellos solos aquella riqueza; pero
luego Pepita no lo pudo callar y se lo dijo á su
hermana.
r
PARÁBOLAS 3

E l padre volvió al banquero los billetes y le


pidió igual cantidad en oro; la echó también
sobre la mesa, con ruido, una mañana, y em-
pezó á contar y apilar onzas y centines.
Pepita y Eugenia, que estaba con ella en
aquel momento, se enterai-on, avisaron á sus
maridos, y comoD. Cándido estaba tan entre-
tenido haciendo cartuchos con las pilas de oro
que tenía sobre la mesa y guardándolos en el
baúl, entreabrieron suavemente la puerta y
estuvieron unos instantes contemplando con
gran satisfacción aquella riqueza inesperada.
Desde aquel día volvió D . Cándido á ser
objeto de todos los mimos y de todos los cui-
dados de antes. Sus hijas y sus yernos no sa-
bían qué hacer con él ni dónde ponerle... L a
artimaña había producido efecto.

Bastantes años después murió D . Cándido,


primorosamente asistido, sin que el cariño de
su familia hubiera vuelto á tener menguantes.
Naturalmente, las hijas y los yernos, antes
de acabarle de llorar, y sin perjuicio de conti-
nuar llorándole, tuvieron curiosidad de abrir
el baúl. Después de cerciorarse de que seguía
pesando muchísimo, buscaron la llave, le
abrieron y le encontraron lleno de piedras.
Sobre ellas había un papel que decía en le-
tras muy gordas:
PARA APEDREAR A L PADRE QCE E N VIDA
E N T R E G U E LOS B I E N E S Á SUS H I J O S .
VI

LOS DOS MONTEROS


LOS DOS M O N T E R O S

Un tal Cuevas tenía dos grandes posesio-


nes, una al Oriente y otra al Occidente de
Madrid, ó como si dijéramos, una á la parte
de Aragón y otra á la parte de Extremadura.
No eran suyas en propiedad, sino de una
infeliz señora á quien malamente se había
declarado incapacitada, y cuya curaduría
ejemplar, rodando de unos parientes en otros,
había venido á parar á él por uno de esos ra-
ros caprichos de la fortuna.
L a desidia y el abandono, y acaso también
la mala fe de los que habían precedido á
Cuevas en el cargo, habían puesto aquellas
hermosas fincas en estado tan lamentable,
que, en lugar de producir rentas, empeñaba
á la casa su sostenimiento.
Mal aradas las tierras labrantías, cuando
no del todo por arar y hechas adiles, apenas
daban más que cardos y abrojos, apuntando
ya también por algunas partes la escoba 6 la
78 PARÁBOLAS

jara, que siempre están dispuestas á tomar


posesión de los terrenos que la holgazanería
deja sin cultivo.
Las viñas, mal cavadas siempre y algunos
años sin podar, acaso de intento para que
dieran por lo pronto más fruto aunque fuera
á costa de su prosperidad ulterior, estaban
envejecidas y secándose.
En la parte adehesada y montuosa, que
era la mayor, en vez de hacer las cortas cien-
tífica y ordenadamente, quitando árboles
gruesos para obtener el beneficio de la ma-
dera, al par que el más rápido crecimiento
de los árboles delgados, y entresacando és-
tos y haciéndolos ralear donde estuvieran
demasiado juntos, para procurar su mayor
desarrollo á la vez que el mejor aprovecha-
miento del pasto, se habían hecho sin cordu-
ra en lo mejor y más bien parado talas enor-
mes. Así había en el monte calvas de un
cuarto de legua de extensión, donde el sol
quemaba la hierba sin dejarla crecer, y ha-
bía en cambio matorrales jamás visitados por
el hacha, y espesuras que no las rompían ni
las culebras.
Como resultado de este desorden, el gana-
do lanar, que era lo que podía dar más pro-
ducto, si se andaba por las claradas tenía que
enflacar necesariamente, á causa del agosta-
miento del pasto, y si se metía por lo espeso
iba dejando el vellón entre las matas, de ma-
PARÁBOLAS 79

ñera que al llegar la época del esquileo ape-


nas hacían falta las tijeras.
Pero todavía no era esto lo peor, sino que
ambas dehesas estaban infestadas de lobos,
que, con lo descuidado que andaba también
el servicio de pastores y de perros, hacían
á menudo destrozos horribles en el ganado.
Tratando el curador Cuevas de poner reme-
dio á tanta desdicha, pai-ecióle que había
que empezar cambiando el personal que d i r i -
gía los trabajos, y en efecto, nombró un
nuevo montero mayor para cada una de las
dehesas, despachándoles á ambos para sus
destinos con el encargo dé mejorar la situa-
ción de aquéllas hasta ponerlas en estado de
producir, y con la promesa formal de no es-
casearles á ninguno de los dos los medios
que considerasen útiles ni llorarles los gastos
necesarios.
E l montero mayor destinado á la posesión
oriental (en cuyo nombramiento parece que
había atendido Cuevas, contra su costum-
bre, á los deseos de la dueña de las fincas),
en cuanto entró en ella comenzó á trabajar
con tal esmero, con tanta inteligencia y con
tan buena suerte, que todo le salía bien, y al
poco tiempo de estar allí ya la dehesa no era
conocida.
En los primeros meses puso las tierras de
labor en condiciones de dar fruto, emprendió
con actividad los trabajos de explotación y
gO PARÁBOLAS

repoblación del monte, reformó la guarda


del ganado, dividiéndole convenientemente
en hatajos no muy grandes ni demasiado pe-
queños; y proveyendo á éstos de buenos pe-
rros y buenos pastores, hizo perder á los lo-
bos su audacia y los ahuyentó de la parte
llana y abierta, reduciéndolos por de pronto
á no salir de los valles oscuros y apartados.
Llegaban estas buenas noticias á la resi-
dencia del curador Cuevas, no precisamente
poique se apresurara á enviarlas el montero
mayor, sino porque las enviaban los demás
que residían en la dehesa.
Y , cosa particular: estas buenas noticias,
en lugar de hacer al curador encariñarse con
el montero, le hacían mirarle con prevención
y tenerle idea, llegando pronto á querer qui-
tar importancia á sus trabajos con algún
chiste que otro, sin recatarse para ello de la
servidumbre. Y como es propio de lacayos
adherirse á los pareceres del amo, por erró-
neos que sean, y aun excederle en los erro-
res, los lacayos del curador ejemplar se pa-
saban lo mejor del tiempo murmurando del
montero mayor y diciendo de él perrerías.
Avisaba una vez que en las operaciones de
corta y poda se habían desbocado tres ha-
chas, y pedía otras tres para sustituirlas...
Pues la misma insignificancia del pedido, que
demostraba la escrupulosa honradez del mon-
tero, sirvió de motivo para que en casa del
PARÁBOLAS 81

curador se hicieran cuchufletas de mal gusto


y se dijera: ¡Ese hombre va á pedir hasta
azucarillos!
Escribía otra vez diciendo que, para dar á
los lobos la batida definitiva con mayor se-
guridad de exterminarlos, necesitaba otros
veinte ojeadores, pues era muy poca la gente
de que disponía para llevar en banda toda la
dehesa. Y en seguida los criados del curador
levantaron un toletole contra la petición, di-
ciendo que no estaba la casa para tantos gas-
tos, y que no era cosa de que por sostener
aquella posesión se arruinara el caudal, y que
se arreglara como pudiera... T no se le envia-
ron los ojeadores, á pesar de la consabida
promesa de no escasearle los medios para el
mejoramiento de la finca.
Así y todo, consiguió dar la batida con
feliz resultado y dejó limpia de lobos la de-
hesa. Y cuando entre los parientes y amigos
de la dueña se celebraba con entusiasmo la
noticia, salían los criados de Cuevas diciendo
que la cosa no era para tanto, que aquello lo
hacía cualquiera, que el último de los guar-
das, si se le hubiera encomendado la empre-
sa, la hubiera acabado lo mismo.
Mientras tanto, en la posesión del Ponien-
te sucedía todo de muy distinta manera. E l
montero mayor destinado á esta finca, que
antes había sido en ella capataz y había ga-
nado alguna fama de trabajador y de rígido,
t2 PARÁBOLAS

esta vez trabajaba y hacía proyectos conti-


nuamente; pero, ya fuera por falta de acierto
ya por adversidad de la fortuna, no lograba
felices resultados. Disponía, eso sí, de todo
lo que necesitaba, tanto de personal como de
material; había caído en gracia al curador, y
éste le cumplía superabundan te mente su pro-
mesa; no le escaseaba los recursos, obtenidos
á costa de los mayores sacrificios, ni le llora-
ba los gastos. Una cuerda interminable de
obreros y un río de oro corrían constantemen-
te de Madrid á la finca... Y nada: no cambia-
ba allí la situación de las cosas.
En el mejoramiento de los cultivos, ni se
pensó siquiera, creyendo que lo más apre-
miante era la persecución de los lobos. Esta
se hacía, al parecer, sin plan fijo, y se mata-
ban aquí uno, allá dos ó tres, pero no se co-
nocía la merma.
Llegaban todos los días cartas del montero
dando cuenta de batidas aisladas: «en tal par-
te se han matado tres lobos, en tal parte
cinco...» A l cabo de un año la suma de estas
cifras parciales, verificada por un curioso,
daba tantos miles de lobos muertos que ape-
nas parecía posible que hubieran cabido en
la dehesa. Y , sin embargo, había tantos lobos
como antes.
Una vez se le ocurrió al montero cercar
con una zanja una parte del monte donde él
creía que había más lobos, para que no pu-
fARÁBOiAS SS

dieran salir de allí. Construyó la zanja, efec-


tivamente, invirtiendo en ella machísimos
jornales y amortizando muchos obreros; pero
los lobos, que se estuvieron dentro del cerca-
do mientras no tuvieron gana de salir, cuan-
do les vino bien saltaron la zanja y... trabajo
perdido.
Otra vez determinó, para privar á los lobos
de medios de subsistencia, suprimir radical-
mente la recría del ganado; pero esta medida
pareció demasiado radical, y tuvo que desis-
tir de ella.
A l fin quiso hacer la persecución sucesiva
y ordenadamente por valles. Comunicó un día
la noticia de que el primer valle estaba ya
casi limpio de lobos, y como si éstos le hu-
bieran estado escuchando y hubieran queri-
do rectificar su informe, hicieron allí aquella
misma tarde una lobada. Veinte ovejas muer-
tas y cincuenta y tantas mordidas dieron tes-
timonio de lo imperfecto de la limpieza.
Poco después notició al curador que podía
considerarse limpio de lobos otro valle, y otra
lobada vino á contradecir su noticia; pues á
las mismas puertas, como quien dice, de la
casería central donde el montero mayor solía
residir, fué destrozado cruelmente un hatajo.
Así andaban las cosas todavía en la pose-
sión occidental, cuando vinieron de la otra,
de la de Oriente, las felices noticias que ase-
guraban hallarse ya en estado de dar produc-
84 PARÁBOLA»

tos abundantes. Y . . . ¿qué dirán ustedes que


hizo entonces el ilustre Cuevas?...
Seguro estoy de que suponen ustedes des-
de luego que lo que hizo fué relevar al mon-
tero mayor de la dehesa de Occidente y sus-
tituirle con otro que se pareciera al de la
dehesa de Oriente.
Pues no; lo que hizo fué lo contrario: rele-
var al montero mayor de la posesión de Orien-
te, y mantener en su puesto al de la posesión
de Occidente.
Y si me preguntan ustedes por qué lo hizo
así el curador, les diré que, según la versión
más llana, porque el bueno de Cuevas tenía
una manera especial de ver las cosas, manera
especial que consistía en que lo malo le pa-
recía bueno y lo bueno le parecía malo.

Algún tiempo después murió Cuevas, pero


no sin dejar imitadores de sus habilidades,
loa cuales, por los mismos 6 por muy seme-
jantes procedimientos, cambiando los monte-
ros desacertadamente ó comunicándoles des-
acertadas instrucciones, se dieron tal y tan
buena maña de administrar, que la infeliz
dueña de ambas posesiones las perdió las dos
radicalmente, después de haberse arruinado
por conservarlas.
Y nadie les ha pedido cuentas.
VII

SIN PALO NI PIEDRA


SIN P A L O NI P I E D R A

—¿Te acuerdas de la catástrofe de So-


grub?—me preguntaba una noche, viajando
por la línea del Mediodía de Francia, mi
amigo Fortunato Vera.
— ¡Vaya si me acuerdo! — le respondí.—
¿Quién puede olvidarla?
—Lo que es yo no—dijo Fortunato;—yo
no la olvidaré en mi vida. Diez años han pa-
sado ya, y todavía me parece estar oyendo
el martillazo colosal del choque y el tremen-
do estallido de los vagones al meterse unos
por otros y levantarse en el aire para quedar
deshechos, formando una enorme pirámide de
astillas.
Recuerdo perfectamente, como si fuera
ahora, el desgarrador clamoreo de los heri-
dos en los momentos que siguieron á la ca-
tástrofe, implorando unos la misericordia de
Dios y otros el auxilio de los hombres.
Recuerdo al pobre Segundo Rías, á Paco
PARÁBOLAS

Nansa y á M . Villeneuve, que quedaron he-


chos una tortilla... ¡Ah! Pero á quien espe-
cialmente no puedo echar de la memoria es
al pobre Jorge Azáa... ¿Sabes por qué?...
Porque aquél no debió haber muerto; por-
que debió haberse hallado á doce leguas del
sitio en que ocurrió la desgracia.
«¡Lo que es la mala suerte de las perso-
nas!», decían alguuos, al enterarse de que
Jorge había dejado un tren para coger otro.
Pero yo no decía eso. Y o , que conocía los
antecedentes del caso, lo que decía era: «¡Qué
terrible es la justicia de Dios! ¡Ouán funes-
ta es la ceguedad de los hombres que se em-
peñan en apartarse de Dios y quebrantar su
ley santa!»
Para que comprendas si tenía yo razón al
pensar así; para que te convenzas de lo fun-
dado de mis reflexiones y adores como yo los
severos juicios del Altísimo, te voy á contar
toda la historia.
Verás el dedo de Dios dirigiendo al hombre
por el camino de la vida. Verás al hombre
rebelándose contra Dios y corriendo derecho
á la muerte, y verás otra vez la mano de
Dios dando libertad á las fuerzas de la natu-
raleza para que destruyan al hombre rebelde
y descaminado.
Suele decirse que «Dios no es viejo», y
es verdad. Dios no envejece nunca, nun-
ca. E l mismo es ahora que cuando apartó
PARÁBOLAS 89"

las aguas del mar Rojo para que pasara á


pie enjuto su pueblo escogido, y las dejó
reunií'se después para ahogar al injusto per-
seguidor Faraón con todo su ejército. E l mis-
mo que alborotó las olas del Mediterráneo
para hacer naufragar á Jonás cuando huía
eu dirección contraria al mandato divino por
no ir á predicar la destrucción de Nínive...

E l pobre Jorge era un muchacho muj


guapo, no sé si le conocías, alto, rubio, de
finos modales... No tenía mucha inteligencia
ni mucha instrucción; pero tenía un barniz
de cultura general que hacía su conversa-
ción muy agradable.
Digo, siempre que no se tratara de asuntos
religiosos; pues en éstos desbarraba lastimo-
samente.
Su madre, que era muy rica, le había en-
viado á Alemania á perfeccionar su educa-
ción, y volvió de allá con todas las condicio-
nes más á propósito para hacer buen papel
en el mundo; pero trajo muy amortiguada la
fe, al par que muy vivas y muy desordenadas
las pasiones. Tenía que ser su víctima.
Le predicaba su madre continuamente
para que temiera á Dios y fuera hombre de
bien, pero él no la hacía caso.
Le amonestaba para que se apartara de
malas compañías, y él siempre andaba con
PARÁBOLAS

los más malos de la ciudad, con los más per-


didos.
Trataba con sus buenos consejos de hacerle
aborrecer los vicios, y él cada día se encena-
gaba más en ellos.
TJn año antes del suceso terrible que le
costó la vida, había estado ya á punto de
perderla. Se hallaba en una mina, cuando se
desprendió una masa enorme de tierra que
aplastó á tres operarios que estaban á su
lado, dejándole á él completamente ileso.
Su madre, cuando se enteró del caso por la
relación que él mismo la hizo, puso grande
empeño en hacerle comprender que aquello
era un aviso del cielo, y que era preciso que
reformara sus costumbres y empezara á vivir
como cristiano. Todo fué inútil.
—Mira, hijo mío—le dijo todavía su madre
el día antes de que emprendiera el viaje del
que no había de volver,—si vas á salir ma-
ñana para Sairutsa, vete primero á confesar,
por lo que pueda ocurrir... Yo iré contigo.
Vamos muy de mañana, nos confesamos, co-
mulgamos, oímos misa, venimos, tomamos
chocolate, haces la maleta, yo te ayudo, des-
pués á las once almorzamos y á las once y
media marchas... Verás qué bien...
Pero Jorge amañó unas cuantas disculpas,
pretextó muchas ocupaciones para la mañana
siguiente, y no quiso poner en práctica el
plan cariñosamente detallado por su madre.
PARÁBOLAS 91

Salió de Obliba á las once y media de la


mañana, en un tren mixto, para llegar á las
seis de la tarde á coger el expreso en la esta-
ción de Adnarim.
E l tren mixto llegó á su hora; pocos minu-
tos después llegó el expreso en el que Jorge
debía continuar su viaje; pero en vez de mon-
tar en él se quedó en tierra, y esperó á mon-
tar en otro tren suplementario que pasó dos
horas más tarde, y fué el que sufrió el choque
más horroroso de que hay memoria.
¿Que por qué no marchó en el primero?...
Verás por qué...

Como el día estaba muy hermoso, Jorge


había hecho casi toda la primera parte de su
viaje asomado á la ventanilla de su departa-
mento de primera.
Desde allí vio cómo, al llegar el tren á la
estación de Añudro, se bajaba de uno de los
vagones de tercera clase una mujer vestida
sin lujo, pero con cierta elegancia, y se vol-
vía á subir al mismo vagón después de haber
bebido en el andén un vaso de agua con azu-
carillo.
Jorge se fijó en ella y no la quitó los ojos
desde que saltó en tierra hasta que volvió á
entrar en el coche.
Era una mujer de regular estatura, más
bien alta que baja, de pelo castaño y ojos
92 PARÁBOLAS

muy vivos, con la nariz un poco regazada y


las mejillas un si es no es demasiado llenas,
pero que en conj unto resultaba hermosa, por-
que, aparte de no andar del todo mal de fac-
ciones, tenía esa hermosura seductora que los
franceses llaman la beauté du diable, y que
nosotros no llamamos así ni de otro modo,
pero la reconocemos cuando decimos que «no
hay diez y ocho años feos»; aforismo expre-
sivo y perfectamente aplicable á la linda via-
jera, pues si no estaba precisamente en los
diez y ocho, no pasaría mucho de veinte.
Vestía un sencillo traje de percal de color
de hoja seca, con lunas blancas, y llevaba al
cuello una toquilla azul celeste, sobre la que
caía una finísima cadena de oro con dos ó
tres medallas muy pequeñas.
A la cintura llevaba un sencillo ceñidor de
cuero, y en todo su atavío resplandecía el
buen gusto. Era costurera, aprendiz de mo-
dista, y con las de este gremio no suele re-
zar el refrán que dice: «En casa del herrero,
cuchillo de palo».
E n cuanto Jorge la vio en el andén, dis-
currió como discurren todos los libertinos:
«Es guapa... Me gusta mucho... ¿Por qué no
ha de ser para mí?...»
Dando vueltas á su mal pensamiento, llegó
á la estación Adnarim, y antes de que el tren
acabara de parar, se apeó y se fué hacia el
coche de tercera en que venía la modista.
PARÁBOLAS 93

Llegó cuando ella se disponía á bajarse; con


una mano la cogió la cestita de mimbres ne-
gras donde traía la vianda, y con la otra la
asió una de las suyas para que se apoyara ai
saltar al andén, al mismo tiempo que, notan-
do su estrañeza y queriendo disipársela, la
decía con serenidad imperturbable:
—¿No me conoce usted?...
—No tengo ese gusto—le contestaba ella
con tono de duda y como tratando de hacer
memoria;—por lo menos no recuerdo...
—Pues yo la, conozco á usted mucho—de-
cía él con aire de seguridad para desconcer-
tar! a.
—Es posible—replicaba ella tímidamen-
te;—me habrá visto usted en Obliba...
—Muchísimas veces. Usted se llama...
—Rosa Urdaniz, para servir á usted.
—¡Es claro! Rosa... Yo la he conocido á us-
ted en casa de mi tía...
—¿La condesa de Iruíía?...
—¡Justo!... L a condesa de Irufia, hermana
de mi madre...
—Allí he ido yo muchas veces á probar
trajes á la señorita... que será hermana de
usted...
— S í , mi hermana... ¡Parece mentira que
no se acuerde usted de-verme allí!...
— Ahora parece que recuerdo algo...
—No puede menos...
Y ni Jorge era sobrino de la condesa de
94 PARÁBOLiJi

Iruña, ni en su vida había visto á Rosa en


ninguna parte. Pero se valió de ese ardid
para entrar en conversación con ella, y si-
guió preguntándola:
—¿Adonde va usted?
— A Valdeolivos.
—Pues podemos ir juntos hasta la esta-
ción de Nobal, donde yo tengo que tomar el
tren de Sairutsa... Dentro de un rato vendrá
el expreso, montaremos en él y continuaremos
nuestro viaje... Siempre iremos mejor juntos
que solos... por lo menos yo, entre ir solo ó
ir en compañía de una muchacha bonita...
—Muchas gracias... Pero sabe usted que
yo no puedo ir en el expreso porque traigo
billete de tercera clase, y el expreso creo que
no lleva más que primera... Según me han
dicho, tengo que esperar aquí á que pase un
tren mixto á las once de la noche...
—Bueno; ya trataremos de eso... Por de
pronto vamos a comer, y...
—Muchas gracias: yo ya he comido... Traía
merienda en la cesta...
—Eso no es comida formal... Pero de to-
dos modos, tomará usted café.
Rosa se resistió un poco á entrar en la fon-
da; pero entró al cabo y ocupó la silla que
Jorge la puso al lado de la suya.
Una vez sentada á la mesa, ya le fué alga-
lán fácil convencerla de que, habiendo comi-
do fiambre, no la vendría mal un poco de
PARÁBOLAS 05

caldo, y la hizo tomar sopa. Después, un plato


porque era muy bueno, otro porque de aquél
no había comido ella en el camino... el resul-
tado fue que comió de todo.
Cuando concluían de comer, y fueron los
últimos, porque Jorge perdió mucho tiempo
hablando con Rosa, entró en el comedor un
empleado de la estación á decir que sólo fal-
taban para la salida del tren cinco minutos.
Rosa se levantó de la silla diciendo á Jorge:
—Usted tiene prisa.
—No... Me ha ocurrido otra idea: verá
usted...
Y llamando á un camarero, le dijo:
— E n el coche de primera número 27, de-
partamento central, hay una maleta de lona
de color de pasa y una manta de listas encar-
nadas y negras liada en unas correas: hágame
usted el favor de traerlo aquí, y después nos
trae usted dos cafés y dos copas de char-
treusse verde... Me quedo para el tren siguien-
te—añadió dirigiéndose á Rosa,—á ver si así
podemos ir juntos.
L a pasión había vencido á la razón en el
ánimo de Jorge, sin luchar apenas.
Dos horas después llegaba á la estación de
Adnarim el expreso suplementario, en el cual
iba yo, ¿sabes?...
Por cierto que allí, huyendo de dos recién
casados muy empalagosos que se hacían m i -
mos, cambié de coche, y, sin duda por inspi-
96 PARÁBOLAS

ración del ángel de mi guarda, me metí en el


que e stnlapegado al furgón de cola. A eso
debo la vida.
E n tanto el pobre Jorge... ¡Cómo me acuer-
do de verle paseándose por el andén con la
costurera, luciendo ella su trajecito verdoso
con lunares blancas, y él un temo de lanilla
de color de café con leche, surcado de listas
negras casi imperceptibles!... E l pobre Jorge,
que debió haberse ido en el primer expreso,
después de dar unos cuantos paseos por el
andén, se dirigió á uno de los coches más
próximos á la máquina, abrió un departa-
mento desocupado, hizo subir á Rosa (por
quien había abonado j a la diferencia de ter-
cera á primera), y subiendo él detrás cerró la
portezuela con aire de triunfo...
¡Qué poco se figuraba él que estaba á dos
dedos de la muerte!

E l tren se puso en marcha.


A las dos horas llegaba á Sogrub, de donde
cinco minutos más tarde le daban salida, sin
recordar que de la estación inmediata había
salido hacía un cuarto de hora en dirección
contraria un tren mixto.
E l choque fué terrible.
No siendo los tres últimos vagones, en uno
de los cuales iba j o , todos se deshicieron.
Los pocos viajeros que salimos incólumes
PARÁBOLAS 97

acudimos inmediatamente en auxilio de los


que le reclamaban; y recuerdo que, entre los
múltiples lamentos de los lesionados, se dis-
tinguía la voz de una mujer que pedía con-
fesión á gritos.
Era Rosa, que estaba sepultada bajo un
montón informe de ruedas, almohadones y
tablas de coches destrozados. L a sacamos y
vimos que tenía los dos brazos rotos, uno de
ellos por dos partes.
Jorge estaba muerto.
Dios castiga sin palo ni piedra.
VIII

UN CONSEJO EVANGÉLICO
U N CONSEJO EVANGÉLICO

—Nunca lie llegado yo á entender por qué


pagamos la contribución y por qué nos la co-
bran—me decía un domingo por la tarde,
junto á la bolera de su lugar, Juan el de
Valle-Serio, hombre bueno y sencillo, viendo
á un encargado del recaudador fijar el edic-
to en una esquina.
—Pues es muy sencillo—le dije:—todos
debemos ayudar á sostener las cargas del
Estado.
—¿Y por qué he de sostener yo las cargas
del Estado, si el Estado no me sostiene las
mías?... S i yo un día, es un suponer, no ten-
go pan que dar a mis hijos, ¿me lo da el Es-
tado?... No, señor. Bien puedo ver si lo busco
6 si gano para comprarlo, porque lo que es
el Estado, vamos, el G-obierno, que es quien
le representa, no me lo da aunque se lo pida.
Y por otra parte, si yo siembro el mi cen-
teno en las mis tierras, que mías y muy mías
102 PARÁBOLAS

son, porque á mí me las dejó mi padre, como


á él se las había dejado el sujo, j yo las aro
y las abono y las bago producir, regándolas
c m el sudor de mi frente... ¿me quiere usted
decir qué le deben al Estado ni á nadie aquel
centeno y aquellas tierras?
—Sí, hombre, sí te lo quiero decir, y te lo
dirá inmediatamente. Vamos á ver... E n pri-
mer lugar, ¿quién te guarda las tierras cuan-
do están sembradas?
—Pues, mire usted, unas veces j o j otras
veces nadie.
—¿Cómo?... ¿No te guarda los frutos la
guardia civil?
—No, señor... Es decir, según j conforme.
E l día que una pareja no tenga otra cosa
que hacer, es posible que venga por ahí dan-
do un paseo, á merendar á casa del presiden-
te de la Junta, y de camino los eche un vis-
tazo. Pero el día que tenga que ir á poner-
se á la puerta de un colegio electoral para
que no turben el orden, vamos al decir, los
electores de oposición, ó para que no voten,
si á mano viene... ese día no nos guárdalos
frutos ni á mí ni á nadie. N i tampoco el día
que al cacique no le convenga que asome la
pareja por aquí, por tener peones en el mon-
te cortando robles fraudulentamente para
hacer traviesas... Y como no sabemos qué día
nos va á guardar los frutos la guardia civil
J qué día no, tampoco podemos estarnos á su
PARÁBOLAS 103

oteo y tenernos que cuidar nosotros de guar-


darlos.
Quise dar á Juan otras razones, viendo
que no le acababa de entrar en la cabeza que
estuviera él racionalmente obligado á pagar
los tributos, ni que fuera justo y legítimo el
cobrárselos; quise darle otras razones funda-
das en la necesidad de sostener y dotar otros
importantes organismos del Estado; y no
atreviéndome á hablarle del Ejército ni de la
Marina, porque temí que me iba a contestar
llanamente que para nada necesitábamos
Marina ni Ejército, pues para nada nos po-
dían servir yn, no habiéndonos servido para
conservar las colonias, me decidí á buscar el
argumento en otra institución más imprescin-
dible, que el veía más de cerca, y le hablé de
la necesidad de sostener los tribunales de
justicia.
¡Buena la hice!
Con verdadera furia rechazó Juan la idea
de semejante necesidad, diciendo que de
nada le servían á él los tribunales, como no
fuera de perjuicio, y para probarlo me contó
lo que le había pasado hacía poco.
—Verá usted... verá usted... Y o estaba
muy tranquilo en mi casa sin meterme con
nadie; pero, como dice el refrán, no vive el
leal nada más que lo que quiere el traidor...
Tenía allí cerca de casa un huerto lindando
con otro de un vecino, y los dos con la calle.
104 PARÁBOLAS

Y un día, liará cosa de cuatro años, se le


antojó á aquel vecino dueño del otro huerto
que le había, de abrir el mío para entrar por
él con el carro á abonar el suyo, que antigua-
mente se servía por allí, que torna, que vuel-
ve... Todos me decían que no accediera á una
pretensión tan injusta, y me resistí; pero él
fué y me puso la demanda. Varios vecinos se
ofrecieron á ir á declarar en mi favor, que
nunca jamás hahían visto entrar el carro por
mi huerto para abonar el del vecino, sino
que siempre le habían visto entrar directa-
mente desde la calle, por donde podía, entrar
sin dificultad ninguna. Y fueron al juicio y
así lo declararon; pero como si no... Todo fué
inútil.
U í e
— G Q ¿ ? ¿N° ' amparó el juzgado en tu
derecho?—ie dije.
—No, señor; porque el juez municipal, que
era el Santero, era amigo del consuegro de
mi contrario, y sentenció del todo á su fa-
vor, condenándome á darle paso por mi huer-
to y á pagar las costas.
—¿Y no apelaste?
—Sí, señor; apelé al juzgado de primera
instancia de Estercolera, que es adonde co-
rresponde el municipal nuestro...
— Y el juez revocaría la sentencia...
—No, señor, no la revocó; lo que hizo fué
confirmarla y condenarme también en eos-
tas... Porque, para que usted lo entienda, el
PARÁBOLAS 105

Santero, el juez municipal de aquí, es amigo


de un tío ricacho, muy bruto, de allí, de Es-
tercolera, que es el que nombra todos los jue-
ces del contorno, y aquel animal dijo al juez
de primera instancia que había que sostener
el fallo de abajo, y el juez le sostuvo.
—¡Pai'ece increíble!... ¡Es horroroso!...
—¿Sí?... pues de poco se asusta usted...
porque falta lo mejor todavía... Me avisaron
que fuera á pagar las costas, que eran doscien-
tas treinta pesetas, y... lo que suele suceder
en las casas de los labradores... á lo menos
en la mía sucede con demasiada frecuencia:
no había dinero. A los pocos días ofició el
juzgado de Estercolera al municipal de acá
para que se me embargaran bienes por valor
de quinientas pesetas, y, en efecto, vino el
juzgado y rae embargó el huerto de la cues-
tión y un prado bueno, de los mejores. Qui-
se hacer levantar el embargo, para lo cual
anduve buscando quien me prestara el dinero
mientras llegaba la feria del Corpus, donde
podría yo veuder con estimación un par de
novillos; pero nadie lo tenía en proporción,
no se arregló la cosa y se echó encima la su-
basta. Acudió mucha gente á ella, porque a l a
verdad las fincas eran apetecibles; se picaron
los licitadores unos con otro3, y, que si tío ba
de ser para ti, que si ha de ser para mí, dieron
en pujar, de rao lo que entre el huerto y el pra-
do valieron mil cincuenta pesetas, más del
106 PARÁBOLAS

doble de lo que el juzgado de Estercolera


había pedido. Y como nunca mandan embar-
gar de menos, sino de más, para que sobre,
el secretorio del juzgado municipal de acá,
figurándose que con lo pedido se arreglarían,
consultó al juzgado de Estercolera si entre-
gaba desde luego al embargado la cantidad
sobrante... A todo esto, yo estaba algo conso-
lado, en medio de la desgracia, porque decía
para mí: He perdido las dos fincas, pero me
queda dinero para andar á gusto una tempo-
rada... ¿Usted cree que accedieron á lo que
proponía el secretario? No, señor; le contes-
taron que remitiera íntegro inmediatamente
el producto de la subastn; que si luego so-
braba algo ya se devolvería.
—Bueno, y efectivamente el juzgado de
Estercolera, después de cobrar las costas su-
yas y del inferior, te volvería el sobrante...
—No, señor, no hubo nada de eso...
—Porque no lo reclamarías...,
—¡Ojalá no lo hubiera reclamado!... Verá
usted: pasó tiempo, y como no me volvían
nada, pregunté al secretario del juzgado mu-
nicipal á ver si se lo habían vuelto á él. Me
dijo que no, y me animó á que fuera á Es-
tercolera á estar con el escribano, porque
podía ser que fuese un olvido. F u i á Ester-
colera, estuve con uno de los escribanos, y me
dijo que él no sabía nada, que lo debía de
tener el otro. Euí á preguntar al otro, y me
PARÁBOLAS 107

dijo que él nada sabía, que su compañero


era el que había tenido el asunto. Viendo
que se trataban de disculpar uno con otro y
que ni uno ni otro daban lumbres...
—Acudirías al juez.
—Eso hice: fui á ver al señor juez y le
hice la reclamación de palabra; pero me dijo
que reclamara en forma... Acudí á un aboga-
dillo que hay allí, el cual, previo el pago de
cuatro duros, me puso un escrito al juez pi-
diendo en mi nombre que se hiciera tasación
de costas causadas en el juicio y en el expe-
diente de embargo y, pagadas éstas del im-
porte de los bienes vendidos, se me volviese
el remanente...
—¡Justo!
—Sí, justo sí sería, pero... verá usted...
Presenté el escrito, y me vine y no volví á
saber nada en mucho tiempo... L o menos
había pasado un año, cuando un día me lla-
mó el secretario del juzgado municipal...
—¡Vamos!... Para entregarte las quinien-
tas pesetas y pico que le habrían remitido
como sobrantes...
—¡Quiá! no, señor... para enseñarme un
volante que había recibido de Estercolera,
con la firma de uno de los escribanos y el
sello del juzgado, en donde se le decía que
hiciera el favor de avisarme para que á la
mayor brevedad posible me presentara apagar
veintinueve pesetas, importe de la tasación
108 PARÁBOLAS

de costas que había pedido, si no quería dar


lagar á que se me hiciera nuevo embargo de
bienes...
—¿Y qué hiciste?...
—¿Qné había de hacer?... pagarlas.
—¿Las pagaste de veras?
—¡Yo lo creo! Lo más pronto que pude, á
la mañana siguiente... No quería j a más que
verme libre de los juzgados, con los que no
quiero más cuentas en mi vida... Crea usted
que si mañana otro vecino me pide servidum-
bre por otra finca, lejos de pleitear para ne-
gársela, no sólo le doy la servidumbre, sino
que le dejo también la finca.
—¡Bueno, hombre! E n eso, si lo haces por
Dios, harás bien, y merecerás la recompensa
prometida á los que siguen los consejos evan-
gélicos... Porque eso viene á ser lo que acon-
sejaba el Divino Re lentor á sus discípulos
diciendo: Al que quiera litigar contigo para
quitarte la túnica, déjale que te lleve también
la, capa.
—¡Ab!... ¿Conque dijo eso Nuestro Señor
Jesucristo?
—Sí, hombre, sí... ¿No lo habías oído has-
ta ahora?
—No, señor, nunca... Pero no crea usted
que me asombro de que lo dijese... A l contra-
rio. Me parece un consejo muy sabio...
—Como de la Sabiduría Infinita.
—Es claro, como era Dios y todo lo futuro
PARÁBOLAS 109

tenía presente, se conoce que estaba viendo


lo que pasa ahora en nuestros días en el juz-
gado de Estercolera...

Por no ahondar el pesimismo de aquel


hombre bueno y honrado, por no amargarle
más el concepto que tenía ya de nuestra or-
ganización política y administrativa, me abs-
tuve de comentar la triste relación de sus
desventuras.
A no haber sido por esta consideración, le
hubiera dicho que el juzgado de Estercolera
se halla repetido ocho ó diez veces en cada
una délas provincias de España; es decir, que
en casi todos los juzgados de la nación se
suelen fallar los juicios como quiere el dipu-
tado del distrito ó el cacique rural, su lugar-
teniente.
IX

EL RIO VIEJO
E L R l O VIEJO

De sobremesa en el espléndido comedor del


Casino de Madrid, donde celebrábamos los
días de Fernando Arévalo, haciendo planes
para el veraneo que empezaba y contando
sucesos de los anteriores, dijo Luis Carvajal:
—Una de las cosas que más me gustaban
en Pedrosa la primera vez que éste (señalando
hacia mí) me llevó con él á pasar allí la tem-
porada de verano, era una hermosa alameda
que se extendía al Sudeste de la población,
desde la calzada hasta la iglesia.
L a oía llamar el «río viejo», y no dejaba
de extrañarme el nombre, porque, á la ver-
dad, no tenía aquello trazas de haber sido
río; pero cuando se me ocurría preguntar la
razón de aquel nombre, no tenía á quién, y
cuando tenía á quién preguntar, no me acor-
daba.
Una mañana que estaba éste muy entrete-
nido con unos pobres labradores que le con-
l
114 PARÁBOLAS

saltaban sobre una partición de bienes difi-


cultosa, le dejé hablando con ellos del quinto
y de la carta dotal y de los gananciales, me
salí de casa solo, atravesé la plaza, cogí luego
una calleja que iba hacia el campo, y pasan-
do la presa del Tollo por una pontiga de ta-
blones, me encontré en la alameda suso-
dicha.
Pasaba entonces la vecería de las ovejas;
y al ver que éstas se retrababan paciendo con
codicia entre los árboles, donde había una
hierbecilla muy verde, me dirigí hacia donde
se había parado haciendo media el pastor,
que era un viejín apergaminado y alégrete,
vestido de sayal, con unos zajones rojos de
pellejo de cabra por delante, y unas angorras
en las piernas y un zurrón á la espalda, de lo
mismo.
—Buenos días—le dije, tratando de entrar
en conversación con él.
—Santos y buenos—me contestó afable-
mente, aunque sin suspender su tarea.
Luego le dije sacando la petaca:
—¿Fuma usted, buen amigo?
—í*i j'> j i - - Así me llaman, sí, señor, así
me llaman...— me contestó riéndose.
Después supe que le llamaban de mote Don
Digo, y como estaba un poco sordo, había en-
tendido que yo le llamaba por el mote, cho-
cándole que hubiera llegado tan pronto á mi
noticia; mas en aquel momento lo que me
PARÁBOLAS 115

figuré fué que no me había entendido, y le


repetí un poco más alto:
—Digo que si fuma...
—¡Ah!... No suelo fumar—me contestó,—
porque la soldada es corta y no da para sos-
tener el vicio; pero gustar, bien me gusta.
—Tome usted—le dije dándole un ciga-
rrillo.
—Muchas gracias, señor; Dios se lo pague.
Y añadió poniéndose el cigarro tras de
una oreja:
—Este le fumaré luego sosegadamente en
el sestil...
—No, hombre, fámele usted ahora: para
el sestil yo le daré á usted otro—le dije alar-
gándole los tres ó cuatro que me quedaban
en la petaca.
—Muchas gracias—volvió á decir el pastor
con risueño semblante.
Y dejando de hacer media, sacó de un bol-
so del chaleco una veta de yezca, una piedra
de lumbres y una navaja, muy acostumbrada
á hacer de eslabón, según lo gastada que es-
taba por la cota, chiscó tres ó cuatro veces,
prendió la yezca, encendió con ella el ciga-
rro y se puso á fumarle.

•—Diga usted—le pregunté entonces, seguro


ya de su benevolencia,—¿por qué llaman áesta
alameda el río viejo?... ¿No la llaman así?.,.
116 PARÁBOLAS

—Sí, señor, así se llamo, porque antes


era río.
—Muy antes sería...; para haber cambia-
do tanto...
— Y a no fué ayer, es verdad; pero no crea
usted tampoco que hace siglos, pues por aquí
anda todavía quien lo vio con sus ojos.
—¡Ah!... ¿Usted conoció esto siendo río?
—Sí, señor, sí... Yo era todavía un rapaz,
pero me o cuerdo perfectamente de ver co-
rrer por aquí el río grande, que ahora va
por el lado de allá de ese soto. Por aquí per
donde estamos venía la fuerza del agua. Y
ya ve usted: como estaban las casas tan cer-
ca, en cnanto crecía algo y saltaba esa miaja
de cervigal que se conoce ahí, había ya que
andar á milagros... ¿Ve usted esa casa donde
están esas señoras al balcón?... Pues ahí
vivía un abogado, y debajo de la mesa del
despacho, que estaba en el piso bajo, cogie-
ron una vez una trucha de dos libras y otras
tres ó cuatro más pequeñas... Conque figúre-
se usted cómo andaría la cosa...
—No andaría muy buena.
—Pues para evitar aquellos sustos pensa-
ron los vecinos que lo mejor era hacer una
barbacana de piedra de sillería desde aquel
cotorrico de por cima de la iglesia, toda la
orilla abajo hasta el caedizo del puente; y
como era obra de mucho coste y la villa no
podía hacerla por su cuenta, determinaron
PARÁBOLAS 117

acudir al rey para que la mandara hacer á


costa del tesoro. Se le echó el memorial bien
razonado, le informó favorablemente el Con-
sejo Real, vino un señor arquitecto á formar
el plano de la obra, todo en muy poco tiempo,
porque aquí siempre hemos tenido buenas
aldabas... Y a ve usted que esos tres puentes
de piedra tan hermosos, uno en el río grande
y dos en ese otro riachuelo de Val manzano,
y esa calzada tan larga, y esa iglesia tan
alta, no se han hecho así como quiera... Y
cuando ya no faltaba más que el decreto real
mandando hacer la obra, y venían noticias
de que iba a salir de un día á otro; en esto
de si sale hoy, si sale mañana, verá usted...
—Vamos á ver, ¿qué sucedió?
—Pues sucedió que... había acá un señor
que llamaban D . Cenón... yo no sé de qué,
porque el apellido era muy revesado y no le
recuerdo; el cual D . Cenón había venido nom-
brado Administrador del Real Alfolí de la
sal,y no le dejaba la justicia avecindarse aquí
porque no era noble...
Porque esta villa tenía un antiguo privi-
legio concedido por una reina que creo que la
llamaban la Católica, en virtud del cual ningún
forastero podía ser vecino en su concejo sin
ser noble y probarlo... Y , así era que aquí no
había más que nobles. Y mientras en otros
concejos tenían unos vasos de plata por don-
de bebían los nobles en los convites públicos,
118 PARÁBOLAS

y otros de cuerno por donde bebían los plebe-


yos, que por eso se llamaban también los de
la cuerna prieta, este concejo no tenía más
que vasos de plata, porque los otros no eran
necesarios...
Y , como le digo, siendo la nobleza una
condición precisa para avecindarse, los que
venían de administradores del Alfolí, cuando
eran nobles tenían que hacer las probanzas
antes de tomar posesión de su cargo, y cuan-
do no lo eran tenían que renunciar al empleo
y marcharse con las orejas gachas. Pero aquel
D. Cenón era muy testarudo y puso pleito á
la villa por la vecindad; y como ya entonces
nos habían llevado el rey á Francia y empe-
zaban á introducirse las malas ideas, ganó el
pleito injustamente y se salió con la suja de
ser vecino.
Pero no se le olvidaba el feo que le habían
hecho antes, y en venganza quería estorbar
que se efectuara la defensa y aseguramiento
de la villa, pues decía que estaba deseando
que la llevara el río...
—Tan malas intenciones tenía, ¿eh?
—Sí, señor; las tenía endemoniadas, y era
muy vengativo... Y con eso, fué y escribió
allá á Madrid á un pariente que decían que
estaba no sé si de apagaluces ó algo así en el
Palacio Real y era el que le había sacado el
empleo, y aquél se empeñó con un amigo suyo
que era algo más persona, y éste con otro,
PARÁBOLAS 119

y el otro con otro, hasta que llegaron á uno


que estaba ya muy bien arriba y tuvo ocasión
de esconder el expediente... Y nada, que no
parecía por ninguna parte.
Cuando vino la mala noticia de que el ex-
pediéntese había perdido, figúrese usted cómo
se quedaría la gente... Fué un desconsuelo.
E l alcalde juntó los vecinos en concejo y les
dijo:
—Todo nuestro gozo metido en un pozo.
Avisan de Madrid que el expediente de la
barbacana no se encuentra por ninguna ofi-
cina... Conque á ver qué les parece á ustedes
que se haga en este caso.
—No habrá más remedio que volverá em-
pezar—dijeron algunos:—hacer otro expe-
diente nuevo.
•— No adelantaremos nada — replicaban
otros.—El expediente no se podía perder. Si
no parece es que le han hecho perdedizo...
Ese hombre es muy malo—decían, por don
Cenón,—y como nos lo ha entorpecido ahora,
nos lo entorpecerá otra vez y... tiempo perdi-
do... Lo mejor es remangarnos nosotros y
echar el río por otro lado.

Oídos los distintos pareceres, prevaleció es-


te último, de suerte que todos convinieron en
poner manos á la obra, y se empezó á traba-
jar de hacendera un día y otro día, Primero
120 PARÁBOLAS

se hizo allá arriba, enfrente de la iglesia y en


dirección hacia el otro lado, una zanja muy
honda... Estrechiea, eso sí, porque decían:
ensanchar, ya la ensanchará el agua; la cues-
tión es que el río meta el hocico, que después
él se abrirá paso... Por cierto que al tercero
ó cuarto día de hacendera, cuando estaban
los vecinos más afanosos haciendo la zanja,
se presentó por allí D. Cenón, diciendo con
sonrisa burlona y con aquella voz aguarden-
tosa que tenía, porque se la habían echado
á perder las borracheras:
—¡Así, así! Trabajar aprisa, que toda el
agua que hagan ustedes salir por ahí la han
de beber los mis pavos... Y lo que ellos dejen,
su amo...
—Allá lo veremos —le dijo el alcalde, sin
que nadie lo contestara más. Y prosiguieron
la obra.
Después que acabaron la zanja se pusieron
á hacer una estacada cortando el río, no de
frente, sino ahilándole desde muy arriba en
derechura á la zanja, y empezaron por las
dos orillas. Ponían dos filas de estacas, en-
tretejían éstas con ramascos ó escobas, y el
hueco de entre las dos filas, que era como de
una vara de ancho, le llenaban de piedras. A l
principio trabajaban sin dificultad; pero cuan-
do por ambos lados llegaban ya cei*ca del
medio del río y no quedaba más que un ca^
nalizo donde el agua llevaba mucha fuerza y
PARÁBOLAS 121

lo barría todo, apenas podían espetar las es-


tacas y tenían que ir reforzando la estacada
por detrás con cestos cargados de piedra..*
A l cabo una tarde consiguieron tender una
viga larga de parte á parte, y apoyando con-
tra ella las estacas y echando piedra y más
piedra, lograron cerrar el canalizo aquél, con
lo que comenzó en seguida, á entrar el agua
por la zanja.
—Esto merece un trago—dijo un vecino
que era muy aficionado á la leche de cepas; y
como otros muchos apoyaron la proposición,
no tuvo la justicia más remedio que mandar
traer vino.
Cuando lo estaban bebiendo sentados en la
campera de la orilla del río, todos muy alga-
zarosos y alegres de ver que al fin lucía el tra-
bajo,puesel río ibaya todo abocado á la zanja
y salía por ella un golpe de agua como para
moler un molino, se le ocurrió á uno decir:
—Ahora podía venir D . Oenóu con los pa-
vos, á ver si entre él y ellos eran capaces de
beber toda el agua que sale.
— ¡Hombre, sí!—añadió otro;—vamos á
avisarle que venga.
—¡Qué ha de venir!—replicaba otro.—Se
meterá bajo siete estados de tierra, avergon-
zado de ver que han salido fallidos sus pro-
nósticos.
Pero... ¡sí! ¡Bueno era D . Cenón para aver-
gonzarse por nada!
122 PARÁBOLAS

No había acabado de decirlo, cuando héte-


le que se presenta por allí embozado en su
capotilla, tan campante.
—Vamos, señor administrador—le dijo el
fiel de fechos.—¿Viene usted á cumplir su pa-
labra de beber el agua que sale por la zanja?
Porque para los pavos parece algo mucha...
¡Anímese usted!...
—Hombre, no—contestó D . Genón sin en-
fadarse y con una risilla que tenía muy ofen-
siva;—agua no me cumple. Si fuera vino, va-
mos... Na digo que todo, pero con una buena
parte sí me atrevía...
—Vino también le daremos á usted si gus-
ta—le dijo el alcalde, por aquello de que la
educación está en quien l¡i tiene, y creyendo
que D. Oenón no aceptaría el convite.
—Venga, venga—dijo con su poca vergüen-
za el alfolinero.—¿Cuándo Sevilla no quiso
trigo?...
Y en un instante se espetó un par de va-
sos de los de plata, del concejo, que son á
modo de tazas y entre los dos andan cerca
de la media azumbre...
Después se acercó á ver la obra y se fué
andando por encima de la estacada hasta el
medio del río, donde se paró mirando el gran
remanso de agua que se había hecho.
Y entonces en un corrillo de mozos... por-
que la gente joven siempre suele ser más
avanzada de ideas, hubo alguno que dijo;
PARÁBOLAS 123

—Lo mejor era ir ahora uno, y al pasar


por junto á él, disiuiuladarnente y como que
no hacía nada, darle un empujón que cayera
en el río de cabeza, que así, embozado como
está, no salía, y ya no hacía más daño.
—Sí, sí, era lo mejor—contestaban los
otros. -
—Eso no, muchachos—les dijo el tío Juan
del Campo, que estaba más cerca de ellos y
les había oído;—eso no se dice ni en broma.
Que le mate Dios, que puede... Aborrecible-
mente se porta, es cierto, pero eso no nos
autoriza á nosotros para hacer una barbari-
dad. Él dará cuenta á Dios de sus actos, como
la tenemos que dar todos.
Estaba anocheciendo y comenzó á llover,
lo cual entristeció algo á la gente, porque
decían que si crecía mucho el río aquella no-
che, estando la estacada reciente y sin enare-
nar, arrancaría con ella y... trabajo perdido.
—Es posible—dijo uno de los ancianos;—
pero ¡qué le hemos de hacer! San Antonio
la guarde.

A otro día por la mañana los primeros que


fueron á ver cómo estaba la obra se encon-
traron con que el río había crecido, pero no
había llevado la estacada, sino que había en-
sanchado la zanja y todo él había entrado por
ella é iba ya por el otro lado.
124 PARÁBOLAS

Sobre la estacada, y como hacia la mi-


tad, se veía un bulto negro... Se acercaron á
ver, y era D . Cenón, que estaba allí ahoga-
do, sin tener metida en el agua más que la
cabeza.
—¿Se había echado él á ahogar por des-
pecho?—le dije.
—¡Ca! No, señor; no estaba tan aborreci-
do de la vida.
—¿Pues á qué había ido allí?
—Por lo que se pudo comprender, había
ido, en la obscuridad de la noche, con el mal
fin de abrir un poco de brecha en medio de
la estacada, donde la fuerza del río era ma-
yor, para que el agua comenzara á entrar por
allí é hiciera lo demás, es decir, lo llevara
todo... Porque, efectivamente, se conocía que
había ya quitado algunas piedras y abierto
un poco de quebrada, por donde empezaba á
salir el agua; y hubiera salido mucha más, á
no haber quedado él allí de tapadera.
—¿Y cómo se había ahogado sin caer del
todo en el río?
— E l cirujano que hizo la anatomía de-
claró que no había sido ahogado, sino de un
ataque cerebral, y lo explicaba diciendo que,
por agacharse mucho para quitar las piedras,
le había dado el ataque. Pero ¡cuántas veces
nos agachamos los demás y no nos pasa eso!...
Para mí fué que le mató Dios, en castigo de
su maldad y para no dejarle acabar su mala
PAEÁBOLAS 125

obra... Porque el que la hace la paga; y él,


que había hecho muchas, allí las pagó todas
juntas...

Y como las ovejas, andariegas de suyo, se


salían ya de entre los árboles y emprendían
la cañada hacia el monte, el pastor se despi-
dió de mí cortésmente y se marchó tras del
ganado haciendo media.
LA ULTRAPATIANA
LA ULTBAPATIANA

—Aquí donde me ves tan desgraciado—


me decía Juan muy formal y muy triste,—
lias de saber que lie estado á cuatro pasos de
la dicha; á cuatro pasos, como te lo digo, de
ser el hombre más feliz y más afortunado de
la tierra.
Fué una cosa de esas que suceden una vez
en la vida... Que se nos presenta la fortuna
al alcance de la mano, como quien dice, y por
negligencia, por ligereza de juicio ó por falta
de constancia la dejamos escapar, y no vuelve.
Sí; por aquella negligencia y aquella falta
de constancia de que nos arguye el antiguo
refrán que dice: «¿á la primera azadonada
queréis sacar agua?»; por esa negligencia y
esa falta de constancia y esa ligereza imper-
donable, ha sido un árido desierto mi vida.
Si hubiera dado un par de azadonadas más,
hubiera encontrado el manantial clarísimo y
abundante que me la hubiera convertido en
un oasis delicioso...
130 PARÁBOLAS

Le pasó á este infortunado amigo tuyo lo


que á la mona de la fábula, que arrojó el ex-
quisito fruto del nogal en cuanto sintió que
amargaba por fuera...
Verás qué historia más triste...

Hacía cosa de un año que había vuelto yo


á Madrid después de la guerra y de la emigra-
ción subsiguiente, y para consolarme de las
desilusiones, contrariedades y desengaños que
acababa de sufrir, para ver de endulzar de
algún modo las amarguras de la deiTota, es-
taba resuelto á casarme.
Debo advertirte que, según me decían mis
amigos y según á mí también me parecía,
modestias aparte, me hallaba en excelentes
condiciones para ello.
Frisaba en los treinta años; era á la sazón
el escritor más leído y loado, el poeta de mo-
da; no había sesión de la Juventud Católica,
á cuyos salones acudía por entonces en son
de protesta antirrevolucionaria lo mejor de
Madrid, en que no se recitaran mis versos,
recibidos siempre con atronadores aplausos;
el periódico en que escribía era el que se bus-
caba y se leía primero en las redacciones de
los demás, aun de los de ideas más opuestas
á las mías, y las agudezas mortificantes de
la sección que en él me estaba encomendada,
y que á pesar del anónimo se me atribuía pú-
PARÁBOLAS 131

blicamente, eran celebradas y repetidas y


comentadas regocijadamente por todas par-
tes, lo mismo entre los muchachos de la U n i -
versidad, que en los corrillos de los políticos,
que en las tertulias de la nobleza... E n éstas,
además, con verdadero orgullo de clase.
E l alto cargo que había desempeñado con
lealtad y lucimiento en el campo rebelde me
daba cierta respetabilidad, aun entre los ene-
migos, y el mismo vencimiento, sufrido sin
culpa y aceptado con dignidad, me servía de
aureola simpática.
—Usted puede hacer una gran boda—me
solía decir mi director espiritual, el padre
Alba, que era un bendito;—se puede usted
casar aunque sea con una princesa.
Lo cual, descontando la hipérbole, y dando
su verdadero sentido á la frase, quería decir
que podía aspirar á una excelente colocación;
y nada más cierto.
Como tenía que frecuentar ras reuniones
aristocráticas, conocía ya, en muchachas ca-
saderas, lo más florido, casi todas las de fa-
milias buenas y bien acomodadas.
Hago expresa mención de esta cualidad
última, porque, aun cuando no era la princi-
palmente intentada, no la quería tampoco des-
atender en absoluto; pues por lo mismo pre-
cisamente que, fracasado mi ideal político,
me hacía cuenta de no ocupar ya jamás nin-
guna de las brillantes y pingües posiciones
132 PARÁBOLAS

oficiales á que antes ine creyera llamado, que-


ría que la mujer á quien había de unir mi
suerte estuviera regularmente dotada, de
modo que, entre lo que ella me trajera y lo
que yo ganara, reuniéramos lo suficiente para
poder soportar sin angustia las cargas del
matrimonio.
Y o no creo, ni he creído nunca, que deban
casarse solamente los ricos; pero he creído
sienapi-e que los que se casan sin los medios
de subsistencia proporcionados á su clase y
estado, no saben lo que hacen, no proceden
con la reflexión y la cordura propias de seres
racionales en asunto de tan trascendental
importancia, y se exponen á hacer infelices a
sus hijos, si Dios quiere dárselos... Porque el
hijo de un jornalero puede ser jornalero tam-
bién; pero el hijo de un señorito, que no tiene
de qué vivir, casi no puede ser más que un
perdulario...
—Perdóname esta digresión—dijo Juan,—
y vuelvo á la historia.
Iba diciéndote que conocía en Madrid casi
todas las muchachas casaderas más acepta-
bles, conocimiento que respecto de algunas
era de fecha muy reciente, de aquel mismo
invierno; pero respecto de otras, databa ya
de diez ó doce años atrás, de cuando era es-
tudiante, que iba ya á los bailes y reuniones
del gran mundo. Verdad es que las mucha-
chas de aquella época me iban pareciendo ya
PABÁBOLAS 133

un poco viejas para mí, á pesar de ser mis


contemporáneas.
A un hombre de treinta años, me decía yo,
le corresponde una mujer de veinte, según la
fórmula que dice: edad de la mujer, igual á
la mitad de la del varón, más cinco años...
Que es la misma fórmula de la pubertad,
porque 12 (pubertad de l a mujer) = 7, mitad
de 14 (pubertad del hombre), + 5...
Aunque te he dicho que conocía á casi to-
das las jóvenes de viso, había tres ó cuatro
(y por eso puse el casi) á quienes conocía de
referencia, por haber oído hablar de ellas con
elogio; pero no de trato ni de vista, porque
no iban a bailes, unas por estar de luto, otras
por desacuerdo con las costumbres corrientes
ó por escrúpulos de conciencia.
De la hija de los marqueses del Abedular
me hablaba mucho un compañero mío de
fonda, amigo de sus padres, que solía comer
en su casa un día á la semana. E r a , según él,
una muchacha de gran discreción y virtud, de
claro entendimiento, de carácter dulce y sen-
cillo, y que, sin ser lo que se dice hermosa,
resultaba muy agradable. No iba aquel año
á reuniones porque estaba de luto por su úni-
co hermano, fallecido hacía poco.
Be Anita Almaraz, hija de unos señores
ricos de Trujillo, que habían trasladado re-
cientemente su i-esidencia á la corte, también
había oído hablar, con grandes ponderado-
134 PARÁBOLAS

nes, de su hermosura y de su piedad, pero


tampoco había tenido ocasión de verla.
Lo mismo me pasaba con la condesita de
Santibáñez, de la que también había oído ha-
blar mucho.
—Es la mejor novia de Madrid—me solía
decir mi compañero de visita á los pobres de
la Conferencia de San Vicente,—por más que
no brilla en el mundo, ni acaso haya usted
oído hablar de ella...
—Sí; hablar de ella sí he oído hablar—le
decía yo;—pero no la conozco, no la he visto
por ninguna parte.
—Se la ve poco—añadía él,—es decir, no
se la ve nunca en paseos de lujo, ni en
teatros, ni en fiestas. Únicamente en las cua-
renta horas por las tardes, ó por las mañanas
en misa, adonde suele ir con su madre, ves-
tidas ambas con sencillez y modestia. Pero es
inmensamente rica y, lo que vale más, since-
i-amente buena, muy virtuosa y bastante
guapa.
Análogas ponderaciones había oído hacer
á otros amigos hablando de la baronesita de
Monreal, que también vivía retirada con su
madre, también tenía una cuantiosa fortuna
y también era, según contaban, muy bien
parecida y sinceramente piadosa...
Cuando oía hablar con tal encomio de al-
guna de estas jóvenes, me entraba curiosidad
de conocerla; pero luego se me iba pasando,
PARÁBOLAS 135

y ya no me volvía á acordar hasta que oía


hablar de ella otra vez. No encontrándolas
de casualidad, como quiera que ya conocía
tanto y tan bueno donde escoger, no me to-
maba la molestia de buscarlas, tratando más
bien de fijarme y decidirme por alguna de las
que conocía.

Así estaban las cosas, cuando una maña-


na, al ir á la redacción del periódico, no desde
la fonda, como de ordinario, sino desde casa
de un amigo con quien había tenido que tra-
tar un asunto, entré á oir misa en la iglesia
de San Sebastián, que me cayó al paso. E m -
pezaba la de las diez y media, y me puse á
oiría. Poco después del alzar, habiéndose
acabado otra que estaba ya al medio cuando
yo había entrado, se levantó del sitio que
ocupaba, y vino á colocarse cerca de mí, una
señorita con la cabeza graciosamente envuel-
ta en una mantilla de encaje y el cuerpo en-
fundado en nn vestido de lana pardusca, como
los hábitos de los frailes franciscanos, ceñido
con un cordón parecido también á los que
usan los frailes; y arrodillándose frente á una
imagen de San Antonio de Padua, se puso á
rezar devotamente.
Era de regular estatura, más bien baja que
alta, delgada y fina de cuerpo, de manos blan-
cas y menudas, de ojos negros con mirar ex-
136 PARÁBOLAS

presivo y dulce, y de rostro... no me atreveré


á decir hernioso, pero intensamente simpá-
tico.
Después de rezar un poco leyó en un libro;
después volvió á rezar, y, concluido su rezo
poco antes de que concluyera la misa que yo
oía, salió de la iglesia, acompañada de una
señora algo más bajita, dejándome con cierta
curiosidad de saber quién fuese.
Por supuesto, que desde que se vino á rezar
á mi lado hasta que se marchó, casi no la
quité ojo, y también ella, al levantar alguna
vez los suyos del libro para fijarlos en el san-
to, ó al bajarlos del santo para volver á po-
sarlos en el libro ó clavarlos humildemente
en el suelo, me echaba alguna que otra mira-
da furtiva.
A l día siguiente, al ir de la fonda á la re-
dacción, en vez de entrar á oir misa, como
tenía por costumbre, en la iglesia de las Ca-
latravas, que estaba al paso, me fui de expro-
feso á la de San Sabastián, procurando lle-
gar á la misma hora que el día anterior, y
volví á encontrar allí á la niña del hábito
pardo, la cual también, al concluirse la misa
que oía, vino á arrodillarse delante de San
Antonio y le hizo su rezo, que debía de ser
una novena, igual que el primer día, mirán-
dola yo constantemente y mirándome ella
con más frecuencia y menos disimulo que el
día antes.
PARÁBOLAS 137

Cuando, concluidas sus oraciones, salió de


la iglesia en compañía de la misma señora
del primer día, que por ciertos rasgos fisonó-
micos me pareció que debía de ser su madre,
salí detrás decidido á seguirlas.
Tomaron la calle de las Huertas, que si-
guieron hasta el cruce con la de León, inuy
despacio desde que advirtieron que iba yo
detrás, parándose á mirar los escaparates de
las tiendas, como para cerciorarse de si iba
siguiéndolas ó iba porque diera la casualidad
de que fuera aquél también mi camino.
Cuando estuvieron seguras de lo primero,
pues siempre que se paraban ellas me detenía
yo también, continuaron andando á buen
paso, volviéndose la niña alguna vez á mirar-
me con una mirada como de gratitud y de
aliento.
Al llegar á la calle de León, echaron por
ella hacia la izquierda hasta encontrar la de
Lope de Vega, que tomaron y siguieron re-
sueltamente hasta la casa número 7, donde
entraron.
Era una casita baja, de humilde aparien-
cia, y esto ya empezó á disgustarme; pero
reaccioné en seguida, pensando que sería suya
propia la casa, y que el piso principal, bien
amueblado, podría ser una habitación cómo-
da y elegante.
Toda esta ilusión se vino abajo inmediata-
mente.
138 PARÁBOLAS

Porque habiendo apretado el paso para co-


locarme frente al portal, antes que desapare-
cieran por la escalera, vi que no tomaron
ésta, que estaba á la derecha, sino que si-
guieron de frente, salieron al patio, atravesa-
ron éste, que no era muy grande, y entraron
por una puertecita que había al otro lado
como para cuartos interiores.
Se me cayó el alma á los pies; y aunque la
niña al atravesar aquella puerta ignominiosa
me echó una postrera mirada más halagüeña
y dulce todavía que las anteriores, la dije
mentalmente: «No: hasta aquí llegó mi amor,
es decir, hasta el patio; más allá no pasa». Y
me fui hacia la redacción del periódico pen-
sando amargamente: «¡Pero cuánta farsa y
cuánta farándula hay en este Madrid! Esta
niña tan modosita y tan mona, de tipo tan
fino y delicado de andar, tan elegante ves-
tida, con modestia admirablemente herma-
nada con el buen gusto, cualquiera creería
que era alguna condesa... Y , por lo visto, será
hija de algún empleado de cinco mil reales,
ó acaso de algún cesante que no tendrá más
que el día y la noche... ¡Cuando vive en un
cuarto interior de la calle de Lope de Vega,
que costará cuatro duros mensuales ó cinco,
cuando mucho!... ¡Ya, ya! ¡Para que uno se
fíe de apariencias!...»
PARÁBOLAS 139

A otro día ya no volví á misa á San Sebas-


tián; pero volví á pensar más de una vez en la
niña del vestido pardo, cuyas dulces miradas,
y muy especialmente aquella última, me ha-
bían llegado al corazón, y seguían trabajan-
do sobre él y ablandándole y cautivándole...
«¿Por qué no he devolver á verla?—me de-
cía yo;—¿qué pierdo por volver á seguirla?...
Podría ser que no vivieran allí y hubieran
entrado casualmente... Mas ¿á qué habían de
haber entrado?... Pero ¿quién sabe?...
En fin, que para asegurarme más en mi
determinación de abandono absoluto, ó rec-
tificarla si hubiera motivo, á los cinco ó seis
días de retraimiento volví otra vez á San Se-
bastián á la misma hora. Y las volví á encon-
trar allí á la hija y á la madre, produciendo
en ellas mi reaparición alegría visible.
Digo en ellas, porque ambas se alegraron,
y a las dos las conocí la alegría en el sem-
blante, y porque después de oir misa, al salir
detrás de ellas á la calle, no sólo la niña me
miraba sin reserva alguna, bañándome tran-
quilamente en miradas francas y afectuosas
de verdadero cariño, sino que su madre me
miraba también, no con aquella curiosidad
hostil con que suelen mirar las madres á un
pretendiente extraño, sino con el agrado con
que pudiera mirar á un antiguo conocido.
Seguíalas yo, encantado de aquella amabi-
lidad, forjándome ilusiones de que habría
140 PARÁBOLAS

sido casual la entrada en aquella easucha y


de que vivirían en otro lado, pues aquella
distinción y aquella fina sencillez denuncia-
ban claramente... etc., etc. Pero llegó el des-
encanto muy pronto... tan pronto como lle-
garon ellas á la calle de Lope de Vega, pues
la siguieron como la otra vez, y llegaron á la
casa número 7 y entraron en el portal, y
le atravesaron y salieron al patio, y le atra-
vesaron también, y se perdieron de vista por
la puertecita de los interiores.
Anduve paseándome por la calle, sin per-
der de vista la puerta de la casa, como media
hora, á ver si salían; pei'O no salieron. Se me
ocurrió preguntar quiénes eran á un zapatero
remendón que trabajaba en el portal, y que
sin duda desempeñaba al mismo tiempo la
portería; pero rechacé la ocurrencia como i n -
oportuna, porque la pregunta me pareció ex-
cusada y... algo denigrante... ¿Qué me im-
portaba á mí que fueran quienes fuesen?...
Era indudable que vivían allí, y era induda-
ble, por consiguiente, que eran unas pobres
infelices...

E n los primeros días siguientes me acor-


daba mucho de la niña del hábito pardo, y
de lo que más me encantaba en ella... aunque,
en rigor, me encantaba todo; no solamente
las miradas dulces, sino el modo de andar, el
PARÁBOLAS 141

modo de ponerse la mantilla, la manera de


abrir el libro, la manera de coger el rosario,
y hasta la manera de mover los labios cuando
rezaba.
J31 corazón estaba ya tan interesado por
ella, que la quería, pobre y todo, y se defen-
día con denuedo en su querencia; pero la ra-
zón, la fría razón, ayudada de la vanidad, de
la soberbia, del orgullo y de otros auxiliares
más ó menos innobles, rechazaba severa ó
indignada sus defensas y sus solicitudes como
pecaminosas debilidades.
Temeroso de no poder resistir á los legíti-
mos deseos del corazón, determiné ponerla en
ridículo, no sólo ante mi juicio propio, sino
también ante mis amigos y compañeros, á
quienes conté la historia con todos los deta-
lles del hábito, de las miradas dulces, de las
elegancias exteriores y de la vivienda interior,
al otro lado del patio.
Como á mí me llamaban los periódicos
enemigos ultramontano, por mis ideas de ca-
tólico intransigente, y yo sabía que á los pri-
meros que llevaron este apodo se les aplicó
porque vivían más allá ó al otro lado de los
montes, la di en llamar á ella ultrapatiana,
porque vivía más allá del patio.
Les hizo gracia el mote a mis amigos, y
siempre le usaban para preguntarme por ella
cuando querían darme broma.
—¿Qué tal la ultrapatiana?—me decían.
142 PARÁBOLAS

—No la lie vuelto á ver—les contestaba yo


desdeñosamente.
Y luego hacían conmemoración de los de-
talles que les había contado, y se reían mu-
cho; y... es claro, así no podía yo volver á
pensar seriamente en ella, porque se burla-
rían de mí y me pondrían en ridículo, y íie-
rirían mi amor propio con las armas que yo
mismo les había dado...
Así concluyó todo... así fui dejando de pen-
sar en ella, y abandoné por completo aquel
rastro de mi felicidad, tan sin razón como
suelen abandonar muchas veces el que han
seguido en busca del autor de un delito los
jueces de primera instancia.
Algún tiempo después, tras de mucho dudar
y mucho pensarlo, entré en relaciones con
una hija de la vizcondesa del Alcor, que me
resultó orgullosa y pobre, y que con embe-
lecos y rodenas me tuvo entretenido once
años, hasta que se hizo vieja... y yo, figú-
rate...
Y aquí me tienes hecho un desgraciado...
el hombre mas desgx*aciado de la tierra.

—Eso es mucha exageración — le dije á


Juan; — pero bueno, ¿cuándo fué cuando es-
tuviste tan cei-ca de ser feliz? ¿No me decías
al empezar que habías estado á cuatro pasos
de la dicha? ¿Quién era la dicha?
PARÁBOLAS 143

— L a ultrapatiana... ¿No sabes quién era la


idtrapatiana?
—No... ¿quién era?
— L a condesita de Santibáñez... la mismí-
sima condesa de Santibáñez, á quien yo de-
seaba conocer y de quien liabía oído tan bue-
nas referencias, tantas alabanzas y pondera-
ciones.
—¿Y vivía en aquel casucho?
—No, no vivía allí, sino en un suntuoso
palacio de la calle de Atocha... Allí entraban
aquellos días, después de oir misa, ella y su
madre, á visitar á una pobre enferma del pe-
dio, á la mujer del zapatero del portal, que
estaba ya sacramentada, y todos los días
iban á llevarla limosna y á consolarla y ha-
cerla compañía desde las once hasta cerca de
la una.
—¿Y cuándo lo supiste?
—Cuando ya no tenía remedio... Poco hace
todavía que he tenido el dolor de enterarme
de todo, por un sacerdote que fué capellán de
la casa y que ha cometido la inadvertencia, ó
no sé si la crueldad, de contármelo.
—¿Y cómo se mostraba ella desde luego tan
favorable á tus primeras insinuaciones?... ¿Te
conocía?
—¡Claro que me conocía! Verás.,. Había
oído hablar mucho de mí en la temporada
aquella de mi mayor lucimiento literario y
político de que te hablé antes, y como era de
144 PARÁBOLAS

las mismas ideas mías, leía con fruición y


complacencia, todas las noches, mi obra en
el periódico, y también mis versos en los se-
manarios ilustrados donde aparecían... Esta-
ba enamorada de mí sin conocerme...
Procurándolo muy á finas veras, fué una
noche á una sesión de la Juventud Católica
y allí me vio; y como también exteriormenfce
fui de su agrado, su afición creció hasta el
punto de estar hablando de mí y pensando
en mí continuamente.
Fué alguna otra noche á la Juventud Ca-
tólica, según me ha dicho el capellán, bus-
cando la ocasión de que alguien me presen-
tase á ella, mas no la halló fácil como queríaj
es decir, que no pudo conseguirlo disimula-
damente. Llegó á pensar en escribirme ella
misma con algún pretexto, dándome la en-
horabuena como correligionaria por alguno
de mis artículos, ó pidiéndome copia de al-
guna composición poética de las que más la
habían gustado, ó con otro motivo cualquiera
que sirviese para trabar amistad, que luego
pudiera sufrir la transformación convenien-
te. Mas al fin nada de esto se atrevió á hacer,
por creerlo fuera de los usos corrientes, y de-
terminó poner el caso en manos de Dios, pi-
diéndole la realización de su deseo por la i n -
tercesión de los santos, y precisamente para
eso, para pedirle que yo me fijara en ella, es-
taba haciendo aquella novena á San Antonio.
PARÁBOLAS 145

A l tercer día de la novena aparecí yo en


la iglesia... y naturalmente, sospechó que iba
por ella y que era San Antonio quien me lle-
vaba. Y cuando al día siguiente volví y me
fijé en ella más y la miré mucho y la seguí
por la calle, tuvo ya por seguro que San A n -
tonio había hecho el milagro...
Y sí le habría hecho; pero se le deshizo el
demonio... el demonio de la soberbia y del
orgullo y del apegamiento al propio pa-
recer...
Por algo dijo Campoamor, en su humoris-
mo habitual, que
«En materias de amor y matrimonio
puede más que los santos el demonio».
Como ella estaba en cuenta de que yo la
conocía y de que al seguirla sabía quién era,
cuando vio que después de haber comenzado
á demostrarla afición me retiré completa-
mente, orejó que era que no me había gusta-
do por su figura ó por otra cualquier circuns-
tancia, y pasó muchísima pena, pero siguió
queriéndome resignada y sin perder la espe-
ranza del todo...
Después comenzó á pretenderla un primo-
génito de marqués muy acaudalado, pero muy
majadero, y no le hacía caso, naturalmente.
Pero no sé quién habló á la madre en su fa-
vor, diciéndola que, aunque no era de muchos
alcances, era un buen muchacho que sabría
10
146 PARÁBOLAS

estimar y considerar á su mujer; y la buena


señora, en su deseo de no dejar á su hija sol-
tera el día de su muerte, que ya creía cerca-
no, empezó á interesarse por él y á aconse-
jarla á ella que le aceptara.
L a pobre niña, que quería muchísimo á su
madre, pero que sentía mucha repugnancia
por semejante novio, por no verse en el caso
de tener que ir de plano contra la voluntad
de aquella á quien más sentía disgustar ne-
gándose á aceptar el matiúmonio que la pro-
ponía, la pareció mejor decir que no pensaba
casarse con nadie y que tenía determinado
dejar el mundo.
Y , en efecto, así lo confirmó poco después,
retirándose al convento de Santo Domingo,
donde profesó y donde, como no tenía natu-
raleza para la vida claustral y penitente,
creo que vive enfermucha, después de haber
muerto su madre de hipocondría, originada
por la tristeza de verse separada de ella.
— T a ves—concluyó Juan muy triste—
cuántas desgracias acarreadas por mi equivo-
cación, por mi desidia, por no haber dado un
par de azadonadas más..., por no haber pre-
guntado al zapatero quiénes eran aquellas
señoras...
XI

EL OYENTE
EL OYENTE

—Sobre eso me pasó á mí un caso muy


curioso — dijo Aurelio Yalle cuando estába-
mos tomando café, después de la comida se-
mioficial de apertura de curso...
—¡Ah! ¿queréis que os le cuente?—añadió
al ver que nos habíamos quedado mirándole
como esperando que continuara...
—Pues voy á complaceros... Hablabais de
los que asisten á las aulas por mera afición,
sin estar matriculados ni ser estudiantes...
<mo es eso?
—Sí, justo: de los oyentes—le contestó
uno de los compañeros de claustro;—habla-
mos de los oyentes y de lo grato que es te-
nerlos; de lo que halaga al catedrático saber
que hay quienes, libre y voluntariamente,
acuden á oir su explicación, sólo por el gusto
de oiría...
—Precisamente de eso es mi caso...
—-Venga, venga...
150 PABIBOLAS

—Era el segundo año que explicaba yo la


asignatura de Derecho Natural, con la que
me hallaba muy encariñado.
Y a en el curso anterior, en el de estreno,
un periódico de importancia, en el que debía
de escribir alguno de mis discípulos, había pu-
blicado sueltos laudatorios de mis explicacio-
nes, comenzando por decir que estaban lla-
mando mucho la atención, calificándolas otro
día de elocuentes, de profundas, y no sé si
también de brillantes, creo que sí, porque
algún adjetivo relumbrón bien me acuerdo
que había; y acabando, á la tercera vez, por
asegurar que todos los días se veían entre
mis discípulos personas extrañas á la clase,
que acudían al aula número 7 (la mía), «ga-
nosas de escuchar los nuevos y sorprenden-
tes conceptos científicos del joven y docto
catedrático».
¿Para qué os voy á decir que aquellos suel-
tos me disgustaban, si no es verdad? A l con-
trario: alegando antes como disculpa que era
todavía un rapaz, os confieso queme sabían
á gloria. Especialmente el último... Aquello
de que á mi cátedra fueran oyentes que no
eran alumnos n i tenían ninguna obligación
de ir, constituía para mí una satisfacción
muy grande.
Como nos hallábamos todavía en el perío-
do sincero de la libertad de enseñanza, y la
asistencia á las clases no era obligatoria ni
PARÁBOLAS 151

aun para los matriculados, no solía j o pasar


lista; de modo que no conocía á mis discípu-
los. Recordaba las fisonomías de los que asis-
tían con frecuencia, y si los encontraba en
la calle, sabía que eran discípulos míos, pero
no sabía cómo se llamaban. Por eso y porque
al aparecer el último suelto quedaban ya po-
cos días de clase, no era fácil ni posible ape-
nas comprobar la afirmación del periódico;
mas considerando que al autor de ella nadie
le obligaba á mentir, determiné creerla bue-
namente bajo su palabra.

A l siguiente curso empecé mi tarea con


más esmero aún, si era posible, y con más
entusiasmo.
E n las primeras conferencias asentó como
preliminar la existencia de Dios ab eterno,
pues si no hubiera existido siempre, no exis-
tiría, porque nunca hubiera podido comenzar
á existir; luego, la creación del inundo, sa-
cado de la nada por la omnipotencia divina,
y como remate y coronamiento de la creación
del mundo, la creación del hombre á imagen
y semejanza de Dios, hechura en que Dios
se complació sobremanera, haciéndola obje-
to especial de su amor; ser privilegiado á
quien dio señorío sobre todos los seres vi-
vientes, porque para eso le hizo inmensa-
mente superior á ellos y poco inferior á los
152 PARÁBOLAS

ángeles, dotándole de razón, de ese destello


divino que había de hacer exclamar al gran
profeta: «Visible está, Señor, en nosotros la las
de tu semblante».
Expliqué cómo el hombre había sido puesto
por Dios en el paraíso en estado de gracia,
del que cayó por el pecado. Demostré que la
trasmisión de los efectos de la caída á los des-
cendientes, ó sea la trasmisión del pecado
original, lejos de ser injusta y de repugnar a
la recta razón, era conforme á razón y justi-
cia. Y entrando á determinar las consecuen-
cias de aquel pecado, expliqué cómo la ra-
zón humana quedó por él debilitada, nubla-
da, por decirlo así, y algo oscurecida, pero
no apagada del todo, no muerta; y refuté
victoriosamente los errores contrarios á la
sana doctrina, así el de los antiguos pelagia-
nos, de que la razón había quedado íntegra
y lo podía todo, en orden á la consecución
del fin último, sin necesidad del divino auxi-
lio, como el de los protestantes y jansenis-
tas, de que la razón, después de la caída de
Adán, no puede por sí nada en orden al bien,
y de que el libre albedrío no existe, ó si existe
sólo sirve para pecar, no para otra cosa.
Todavía me acuerdo del himno ferviente
que al concluir la explicación de aquel día
entoné á la libertad humana. ¡ Ah, señores!—
decía,—la libertad, ese don sublime de Dios,
es nuestro glorioso distintivo, fundamento
PARÁBOLAS 153

de nuestra responsabilidad, base de nuestro


mérito... Es reina y señora y dueña absoluta
de quei'er ó no querer, sin que nadie pue-
da obligarla... Dios mismo no la fuerza
nunca ni la oprime; lo más que hace es mo-
verla suavemente por medio de su gracia di-
vina...
Mis discípulos me oían con bastante aten-
ción; rara vez hablaba alguno con el de al
lado, y muy pocas palabras, como para hacer
alguna pregunta; por lo general, todos solían
estar atentos. Pero había especialmente uno
que atendía hasta con la vista, mirándome
constantemente, sin perder movimiento, n i
acción, ni gesto el más insignificante.
Era de alguna más edad de la que suelen
tener los estudiantes, pues aparentaba andar
á redor de los treinta años; vestía con aseo,
pero no con lujo, pues su traje, aunque lim-
pio siempre, estaba algo raído, así como tam-
bién un poco pasado de moda; y no se senta-
ba entre los demás, sino destacado de la
agrupación que los otros formaban en la alta
gradería, delante, en el fondo del aula, en
un banquito movible que había cerca de la
estufa, ya bien encendida, porque desde la
segunda semana de Octubre teníamos un
temporal de frío terrible.
La circunstancia del exceso de edad y la
de no hacer junta con los otros, me infundie-
ron bien pronto la sospecha grata de que
154 PARÁBOLAS

aquél no era un estudiante, sino un oyente.


Por fortuna, esta vez había facilidad de ave-
riguarlo.

Pasé lista un día muy despacito, mirando


cada vez que pronunciaba un nombre á ver
quién era el que respondía, y, en efecto, el
individuo aquel no respondió á ninguno de
los nombres leídos.
—Ciertos son los toros—dije para mí con
interior satisfacción; y seguí explicando la
lección correspondiente, y él seguía prestán-
dome atención especialísima.
A los pocos días se me ocurrió la idea de
que podría el caballero aquel no haber con-
testado á la lista por encontrarse distraído
cuando sonó su nombre, y determiné volver
á pasarla.
E l mismo resultado. A algunos nombres
no contestaba nadie: cuando esto sucedía,
paraba yo un poco y aun repetía el nombre
hasta convencerme de que faltaba aquel
alumno: muchos faltaban; pero todos los
asistentes fueron contestando á algún nom-
bre de la lista; el individuo aquel que se sen-
taba solo delante de los demás no respondió
á ninguno.
Quedé convencido. Positivamente aquél no
era alumno; era un oyente, era un enamora-
do de mis explicaciones, que desatendiendo
PARÁBOLAS 155

acaso otros quehaceres, acudía constante-


mente á oirías. Quedé convencido, y confieso
que no exento de vanidad... ¿Quién no la lia
sentido á los veintiséis años?
Seguí con entusiasmo mis explicaciones, y
siguió el oyente prestándome atención con la
intensidad acostumbrada. E l día que me tocó
explicar la conformidad entre el Derecho
Natural y el Derecho Divino positivo, como
nacidos de la misma fuente, y establecer la
imposibilidad de los supuestos conflictos en-
tre la razón y la fe, entre la religión y la
ciencia, hasta me pareció que iba repitiendo
mis palabras, pues le veía mover los labios á
compás de los míos. E r a una delicia... Aquel
hombre se me estaba haciendo muy simpáti-
co... A veces me daban ideas de abrazarle, al
salir, delante de todos... Por lo menos nece-
sitaba hablarle, entablar relación con él y
manifestarle vivamente mi agradecimiento
por su adhesión á mi persona, por su mudo y
elocuente homenaje á mi ciencia y á mi pa-
labra.
Días hacía que buscaba yo un pretexto, una
ocasión para hablarle, cuando la ocasión vino
rodada y á pedir de boca.

E n cuanto entró Diciembre empezaron los


estudiantes á alborotarse por los claustros pi-
diendo el punto, y á tratar de que no se entra-
156 PARÁBOLAS

se en las aulas. Casi todos mis compañeros


dijeron un día en la sala de profesores, donde
nos reuníamos antes de empezar, que en sus
clases ya el día anterior no habían entrado
los discípulos. E n la mía siguieron entrando
algunos días más; pero llegó uno, el siguiente
al de Concepción, en que ya no entraron tam-
poco, y me encontré solo con mi oyente asi-
duo, con mi simpático oyente, que había en-
trado detrás de mí y se había sentado en su
banquito como todos los días.
—Hoy parece que nos dejan solos—le di-
je, tratando de tramar conversación.
Pareció sonreírse un poco, como demostran-
do asentimiento, pero no me contestó.
«Lo hará por cobardía—me dije;—no se
atreverá á hablar conmigo dentro del aula».
Y levantándome del sillón, bajó del estrado,
y como para darle más confianza, fui á sentar-
me muy cerca de él, en otro banco frente al
suyo.
—Digo que hoy parece que nos han dejado
solos—le repetí, — pero no importa; tendre-
mos la conferencia aquí como dos amigos...
Tampoco me contestó nada en el primer
momento; pero pasado éste, y viendo sin duda
la extrañeza pintada en mi semblante, colocó
la mano izquierda muy extendida detrás de la
oreja del mismo lado, como para aumentar
el pabellón auditivo, y me dijo en voz desen-
tonada:
PARÁBOLAS 157

—Soy un poco tardo de oído; llágame el


faro i* de hablar alto.
Le hablé alto y no me oía tampoco. Debía
de estar más sordo que una tapia. Por fin, á
gritos, y en la misma oreja, le dije:
—Entonces, ¿cómo entiende usted mis ex-
plicaciones?
—¡Ah! De ninguna manera—me contes-
tó;—no le entiendo ni le oigo á usted una
palabra... Pero estoy cesante, no tengo ocu-
paciones, ni carbón en casa, y vengo á calen-
tarme á la estufa.
Figuraos cómo me quedaría.
XII

LO DESCONOCIDO
LO DESCONOCIDO

—¿Que no puedes creer que yo te quiera


tanto, tanto?—decía Eduardo Cajigal á su
novia Isabel Villaverde ocho días antes de
casarse;—¿que no es posible que esté tan
enamorado de ti como digo, porque tú no
tienes nada particular?...
— Y es verdad—dijo con sencilla naturali-
dad Isabel.
—Bueno... eso es modestia tuya...—replicó
Eduardo.—Si no tuvieras también esa vir-
tud... no las tendrías todas.
—¡Aj! ¡Cómo estás esta noche!
—Lo mismo que siempre... Pero ¡decir que
tú no tienes nada de particular!... Mira: tie-
nes tanto, tanto, como que todo es particu-
lar en t i ; como que yo no he visto nada pa-
recido á t i en mi vida, ni espero verlo. Por-
que, en primer lugar, eres hermosísima...
—No seas loco.
11
162 PARÁBOLAS

—Sí, hermosísima; á mí me pareces her-


mosísima... y además, todos me lo dicen.
—Hombre, de cumplimiento, naturalmen-
te... Los que te hablen de mí, sabiendo que
te vas á casar conmigo, ¿te van á decir que
soy fea?...
—No; pero bien se conoce cuándo se habla
de cumplimiento y cuándo se habla de ver-
dad. Para decirle á uno, por cortesía, que
tiene buen gusto, no se necesita hablar con
el fervor con que me dicen á mí que eres una
mujer encantadora, que...
—Mira, si sigues así, me voy á mi cuarí
y tendrás que acercarte de mirón á la metí,
del tresillo ó ir á tomar parte en la conver
sación de mi madre y las demás señoras ma-
yores.
—Pero si es verdad, si te diré una cosa...
Y eso que, por otro lado, no te la había de de-
cir, no sea que vayas á enorgullecerte...
—Bueno; pues no me la digas... Mejor es
que no me la digas, porque será alguna bo-
bada regularmente.
—¡Gracias, amor mío! ¡Gracias por la fran-
queza!... Es decir, que de mí no se puede es-
perar otra cosa que...
—No, hombre, perdona; no he querido de-
cir eso, sino que como esta noche estás empe-
ñado en decirme bobadas...
—Bueno; pues verás lo que te iba á decir:
que eres hermosísima...
PARÍB©LAS 163

—¿Otra vez?...
— Y que eso sólo, ese rostro escultural,
animado por esa sonrisa trastornadora, es
bastante para explicar que esté yo tan ena-
morado de ti como te digo y como lo estoy
realmente. Pero te diré mas: si te afearas, si
te pusieras horrorosa, por ejemplo, si te die-
ran unas viruelas...
—¡Jesús, hombre!... ¡Mejor lo haga Dios!
—¡Claro que lo hará! No creas, no es
más que un suponer. Pero si, lo que Dios
no quiera nunca jamás, te dieran mañana
unas viruelas y te dejaran pintada, ennegre-
cida, desfigurada, vamos, horrible, seguiría
tan enamorado de t i como ahora, sólo por-
que continuaras mirándome con esos ojos tan
hermosos, tan enloquecedores y tan dulces...
—No seas loco.
— Y más te diré todavía: si también te
quedaras ciega...
—¡Ave María Purísima!... ¡No lo quiera
Dios!
—No; ni yo lo quiero tampoco: es para
pintarte lo que siento por t i . . . y el atractivo
irresistible que pax-a mí tienes por muchísi-
mos conceptos... Si además de dejarte las v i -
huelas desfigurada y horrorosa te dejaran
ciega, todavía te querría lo mismo que antes
y seguiría tan enamorado de ti por oirte ha-
blar, y me casaría contigo porque regalara
constantemente mis oídos el metal de tu voz,
J64 PARÁBOiAS

de esa voz tan atractiva, tan cariñosa, tan


simpática como no es posible que haya otra
en el mundo...
—¡Qné exagerado eres!
—No, no exagero nada. Y todavía te diré
más... Aun cuando también te quedaras
muda...
—¡Virgen santa!
— Y a te lie dicho que hablo solamente en el
supuesto de que eso sucediera... Si te queda-
ras muda ó afónica, de suerte que no se te
pudiera oir una palabra, continuaría perdida-
mente enamorado de t i , sólo por tu modo de
andar, por esa gracia y esa elegante sencillez
que no tiene nadie más que tú.
—No seas adulador, ya te lo he dicho.
—No te adulo: déjame que acabe. S i , por
último, también llegaras á perder ese encan-
to irresistible; si te quedaras tullida...
—¡Dios mío!...
—No, no te asustes... ya sabes que no es
más que suposición: si te quedaras tullida, sin
poder andar, todavía seguiría igualmente ena-
morado de t i y me uniría á ti contentísimo
en lazo indisoluble, por estar siempre cerca
de esa alma pura y bendita y escogida de
Dios; porque yo creo que no hay en el mundo
una alma tan buena, tan dulce y tan santa
como la tuya...
PARÁBOLAS 165

Cuatro años hace que se casaron Eduardo


é Isabel.
E n ese tiempo lian tenido un niño y una
niña, ambos muy hermosos.
Y , por supuesto, á Isabel no la han dado
las viruelas, gracias á Dios, ni se ha quedado
fea, ni desfigurada, ni ciega, ni muda, ni tu-
llida, afortunadamente.
Está tau hermosa como antes de casarse,
ó algo más si es posible; tiene la misma belle-
za escultural en su semblante, animado por
la misma sonrisa; tiene los mismos ojos, con
la misma dulzura en la mirada; tiene el mis-
mo timbre de voz, agradabilísimo realmente;
la misma esbeltez, la misma distinción, la
misma gracia en el andar..., y en cuanto al
alma, no es menester decir que también es la
misma, con la misma dulzura, la misma sen-
cillez, la misma modestia y todas las demás
virtudes.
Pero su marido se ha acostumbrado á todos
aquellos encantos, y ya no le llaman la aten-
ción como antes. N i le trastorna aquella son-
risa, ni le enloquecen aquellos ojos, n i e l me-
tal de aquella voz le atrae, ni le hace la gra-
cia que antes aquel modo de andar, ni estima
ya como una felicidad el estar cerca de aque-
lla alma escogida de Dios, puesto que pasa
lejos de ella todo el tiempo que puede.
Eduardo es ingeniero de montes. Hijo de
una familia noble y piadosa, fué educado
166 PARÁBOLAS

cristianamente y en sn juventud se conservó


sano.
Cuando salió de E l Escorial, después de
haber concluido sus estudios y de haber sido
algunos años profesor de la Escuela, todavía
era un buen muchacho. Pero después de ca-
sado y destinado al Ministerio, dio en ir al
casino, contrajo allí ciertas amistades, y por
aquello de que quien con lobos anda á aullar
se enseña, fué perdiendo la afición á la vida
de familia y el cariño á su mujer, de manera
que en cualquier parte le gustaba estar más
que en casa.
Todavía no se determinaba á decir á su mu-
jer que se iba al casino, ni se atrevía á hacer-
la entender que se aburría á su lado; pero
trataba de engañarla con pretextos.
L a Junta de repoblación de montes debía
de estar poco menos que en sesión permanen-
te, porque á cualquier hora del día, y aun de
la noche, tenía Eduardo que ir á tomar parte
en sus tareas... Por las noches más común-
mente reclamaba su presencia el Círculo de
Bellas Artes, donde había entrado hacía años
como socio, porque era algo poeta, y donde
ahora le habían hecho vocal de la Junta di-
rectiva.
L a pobre Isabel conocía el desvío de sn
marido, y le lloraba á solas y pedía á Dios el
remedio, porque en el mundo apenas tenía á
quién volver los ojos. Su madre había muer-
PARÁBOLAS 167

to tranquila y feliz poco después de haberse


ella casado. L a quedaba su tío el conde de
Carvajal (título que había de heredar Isabel);
pero ¿qué le iba á contar ella á aquel santo
varón que no pensaba ya más que en prepa-
rarse para la muerte? ¿Cómo iba ella á amar-
gar con sus quejas los últimos días de aquel
pobre anciano, que la quería muchísimo y que
estaba en la creencia de que era muy di-
chosa?...

Para tener á quién contar sus cuitas quiso


intimar con una hermana de Eduardo, mayor
que él, casada hacía ya mucho tiempo, y á la
cual hasta entonces apenas había tratado,
porque Clara, que así se llamaba, había vivi-
do fuera de Madrid. Era Clara mujer de buen
corazón y muy discreta, de suerte que no tar-
dó en llegar á conocer á fondo la sincera bon-
dad de Isabel, y pronto se quisieron como las
mejores hermanas.
Contaba Isabel á Clara los tristes indicios
del extravío de Eduardo, y trataba Clara de
consolar á Isabel,disuadiéndola de sus amar-
gas sospechas.
—Estará de veras ocupado—la decía;— y
por eso parará poco en casa, pues de otro
modo no me lo explico... Porque él te quiere,
conozco yo que te quiere, pues cuando le ha-
blo de t i , ponderándote, me oye con mucha
168 PARÁBOLAS

atención y se anima y se conoce que lo agra-


dece... Anteayer, que estuvo en casa un mo-
mento, le dije que había ido el día antes con-
tigo á tiendas, y añadí, como que no hacía
nada: «Me gusta mucho ir con Isabel, porque
como es tan simpática y tiene ese agrado, nos
sirven con más amabilidad en todas partes y
con más esmero... Ayer, en cuanto entramos
en casa de Escolar, tres ó cuatro dependientes
dejaron lo que estaban haciendo para acudir
á ponernos sillas y á ver qué deseábamos,
como si el comercio fuera para nosotras solas».
j Y si vieras con qué alegría y con qué gusto me
escuchaba!
L a pobre Isabel contestaba á estos opti-
mismos de su cuñada comunicándola sus ob-
servaciones, no tan lisonjeras, ni con mucho,
pero más aproximadas á la realidad, desgra-
ciadamente.
Eduardo no pasaba todavía de ser un peca-
dor teórico, digámoslo así. Pecaba ordinaria-
mente de pensamiento, y á veces también
de palabra, tomando parte en las conversa-
ciones obscenas del Casino... Todas las muje-
res que veía por la calle le parecían mejor
que la suya, y se le iban los ojos tras de cual-
quier talle un poco airoso, 6 tras de cualquier
palmito medio agraciado. A veces no sola-
mente los ojos, sino él mismo en persona se
iba también tras de alguna repolisea del gre-
mio costureril, y á media voz la decía cuatro
PARÁBOLAS 169

chicoleos; pero de ahí no pasaba... No era to-


davía lo que se llama un perdido, pero estaba
en camino de perderse.
Llegó un día en que hubo de entrar en
cuentas consigo mismo, y decidió seriamente
mudar de vida. Pero... ¿ustedes creen que
para mejorarla? Pues no; sino para empeorar-
la todo lo posible.
—«La verdad es—vino a decirse—que si
yo me muriera ahora y me llevara el diablo,
que sería lo más fácil, me llevaba de la ma-
nera más tonta del mundo... porque ¡cuidado
que la vida que estoy haciendo es... mema de
solemnidad! Esto no puede seguir así: hay
que irse al vado ó á la puente. Ahora bien:
¿tengo aliento para subir el repecho y pasar
el puente, separándome por completo de mis
amigos actuales, que me quieren hacer un
perdido como ellos?... Es decir: ¿tengo valor,
tengo fuerza de voluntad para ser bueno del
todo?... No..., creó que no... Decididamente,
no tengo valor para tanto... Pues no pudiendo
ser bueno del todo, ¿qué adelanto con serlo á
medias? Nada, nada, de perdido al río; á ser
malo y á divertirme como los demás...»

Tan extraña y desastrosa resolución no


quiso Eduardo que se le apolillara en pro-
yecto, y decidió en seguida ponerla por
obra.
170 PARÁBOLAS

Aquella misma noche había baile de más-


caras en el Teatro Eeal, y allá fué Eduardo,
empapado en el mal pensamiento de hacer lo
que eu el vocabulario de la mala gente se lla-
ma una conquista.
Pretextó, como otras veces, tener que asis-
tir á Junta en el Círculo de Bellas Artes, y
apenas concluyó de comer se marchó de casa,
como quien dice con el bocado en la boca.
Y luego desde el Círculo se marchó al baile
cuando le pareció ser ya la hora conveniente.
Á poco de entrar en el teatro se encontró
con un amigo, y tuvo que pararse á saludarle.
—¿Cómo va esa repoblación?—le dijo el
amigo inmediatamente después del ordinario
saludo.
—Mal—contestóle Eduardo.—¿Cómo quie-
res que vaya? E l Ministro de Hacienda no
quiere darnos dinero, y sin dinero nada pue-
de hacerse... ¡Ah! y lo peor es que no sola-
mente no nos da dinero para repoblar los
montes destruidos por la mala administra-
ción, por la venalidad de guardas y capata-
ces ladrones y por la codicia de los caciques,
ladrones también, sino que además trata de
vender ó de destruir los pocos que aún que-
dan poblados... Pero, eutre paréntesis, ¡qué
dos máscaras más monas esas de los pañuelos
negros de Manila!... Lo que es la que le lleva
bordado con flores encarnadas... ¡qué talle y
qué andar y qué...!
PARÁBOLAS 171

—Sí, es una andaluza rnuy graciosa—le


dijo el amigo.
—¡A.li! ¿la conoces?
—No; pero pasaron hace poco por junto á
raí, que estaba distraído, y me dijo en anda-
luz cerrado: Adió, zerio.
Eduardo se despidió de su amigo y se fué
en seguimiento de las dos máscaras de los
pañuelos negros de Manila.
Estas se habían salido del salón, y cuando
estuvieron solas en un pasillo, la de las flores
encarnadas dijo á su compañei'a:
—Qué tal manejo el andaluz?
—Admirablemente—la contestó la otra.
—¿No se me conocerá?
— ¡Quiá! Nada. Á mí misma me pareces
andaluza de veras.
—¡Mira tú que una andaluza de León!...
—Pues, hija, estás admirablemente.

En cuanto volvieron a entrar en la sala se


las acercó Eduardo, que andaba desbautizado
buscándolas por todas partes y renegando del
amigo que con su intempestiva conversación
le había hecho perderlas de vista.
Se puso al lado de la del mantón bordado
de flores encarnadas y comenzó á decirla co-
sas al oído, sin acertar á separarse de ella en
toda la noche.
—¡Qué hermosa eres, rnasearita!—comen-
172 PARÁBOLAS

zó diciéndola, sin reparar que teuía la cara


tapada.
—¡Caya!... ¿Cómo lo haz notao?—le con-
testaba ella.—¿Me liaj echao loz rayoz equiz?
—No; pero se conoce que eres hermosa...
me lo da el corazón... No puedes menos de
ser muy hermosa y muy simpática, según
eres de elegante y de graciosa en el andar y
en el hablar, y... en fin, mascarita, te digo
que eres mi ideal, y que en cuanto te he vis-
to entrar en el salón j a no he podido mirar
nada más que á ti, porque me has cautivado,
me has robado el alma, y, sobre todo, desde
que te he oído hablar me he enamorado de t i
perdidamente...
—¡Jui!... ¡Qué apriza!... ¡Puez hijo!... Ezo
é demaziao.
—No es más que la verdad. Créeme, mas-
carita..., te lo juro.
— A z i te creeré menoz... ¡Zi no é pozible!...
Y aunque fuera... Z i te hubieraz enamorao
azi tan de zope ton, ¿cuánto tardaríaz en or-
vidarme?
—Toda la vida, mascarita, y más larga que
fuera, y aunque me durara un par de siglos
no te olvidaría nunca, porque...
—Mira, déjame en pá zi quiere, no pierdaz
er tiempo: no te creo n i una zola palabra...
—Pero ¿por qué, mascarita, por qué no has
de creerme? Te aseguro, hermosa...
Y así anduvo toda la noche, junto á ella,
PARÁBOLAS 173

como cosido á pespunte, diciéndola lisonjas,


repitiéndola juramentos de amor y hacién-
dola toda clase de ofrecimientos generosos,
desde el inmediato y sencillo de pagarla la
cena,hasta el remoto y grave de ponerla casa.
La máscara no aceptaba ninguno, n i aun
el de la cena, porque había dado palabra á
aquella amiga de no descubrirse, de no qui-
tarse la careta en toda la noche, y no podía
quitársela.
Por fin, después de mucho embromar al
ingeniero de montes hasta volverle tarum-
ba, se fueron las dos amigas, como distraídas,
liacia el restaurant y entraron en un depar-
tamento reservado, con lo cual Eduardo vio
los cielos abiertos.
Apenas se habían sentado acudió un cama-
rero, que no reconociendo á Eduardo por pa-
rroquiano antiguo, no recordando haberle
visto nunca, se le acercó muy alegre, con la
esperanza de cobrarle una buena cuenta, por
aquello de que «al ave de paso, cañazo».
—¿Quieren los señores la lista?—dijo pre-
sentándosela.
—Todavía no: ya avizaremo—contestó la
máscara del pañuelo con flores.
Eduardo estaba como loco, rogando sin ce-
sar á su mascarita que se descubriera el ros-
tro y llamándola hermosa...
—¿Y zi luego rezultaze fea?—le dijo ella
una vez.
174 PARÁBOLAS

—No, imposible; tú no puedes ser fea—


replicaba Eduardo:—me da el corazón que no
eres fea, sino guapísima... Pero ¿quieres que
te diga la verdad?... Pues aunque fueras más
fea que Picio, no dejaría de quererte siem-
pre; porque me enamora en t i todo, especial-
mente ese timbre de voz atractivo y dulce,
esa elegancia y esa distinción en el andar, y
en fin, te juro, mascarita, que por llegar á
poseerte daría gustoso toda mi fortuna y lo
menos la mitad de mi vida...
—¡Tonto!... ¡Si me estás poseyendo tran-
quilamente hace cuatro años!—dijo con voz
natural Isabel, quitándose la careta.

Asustado Eduardo como si hubiera caído


á sus pies una bomba, cayó él de rodillas á
los de su mujer, diciéndola:
—¡Perdóname, bien mío, perdóname!
Y cogiéndola las manos se las cubría de
besos, repitiendo sin cesar:—¡Perdóname,
perdóname!...
Isabel lloraba.
A l cabo de unos instantes reparó Eduardo
en la presencia de la otra mássara, que per-
manecía tapada y silenciosa, y dijo á Isabel:
—¿Quién es esta señora?
—¿Quién he de ser, perdido, quién he de
ser? Tu hermana—le dijo severamente Clara
destapándose,—tu hermana, que ha venido á
PARÁBOLAS 175

ser testigo de tu maldad y de tu vergüenza...


—De mi vergüenza... dices bien—la con-
testó Eduardo.—De mi vergüenza, sí, de mi
gran vergüenza, porque mayor no la lie pasa-
do ni la pienso pasar en mi vida... Perdóna-
me tú también, hermana mía, perdóname...
Confieso que he sido un villano, un loco, un
infame; pero ya estoy arrepentido... Perdo-
nadme las dos... Perdóname tú principalmen-
te, Isabelina de mi alma—añadió volviendo á
besar las manos á su mujer, que seguía llo-
rando; —tú, que eres la principal ofendida,
perdóname y no llores más... que seré bueno
siempre... Perdóname, vida mía; perdóna-
me... perdóname...
XIII

EL PRINCIPIO DE LA CUESTIÓN

12
E L P R I N C I P I O D E L A CUESTIÓN

Una monada de criatura solían decir que


era Paquita Pérez, y efectivamente era muy
mona; pero tenía un defecto bastante grave:
el de no tener juicio.
Y además, los que la trataban de cerca de-
cían que estaba muy mal educada.
Su padre, D . Policarpo Pérez Prendero, ó
«el tío de las tres pes», como le llamaban los
abanderados, factores y furrieles cuando era
contratista de provisiones para el ejército en
la última guerra civil, no había cuidado más
que de dos cosas: lo primero, de enriquecerse
dando á los soldados tocino podrido, garban-
zos como balas, etc.; y luego, de que su hija
luciera las riquezas todo lo posible.
—¡Pobre criatura!—solía decir cuando te-
nía que resolver sobre alguna descabellada
pretensión de Paquita. — ¡ Pobre criatura !
¿Por qué la hemos de contrariar y afligir, si
180 PARÁBOLAS

no nos sobra otra cosa más que medios para


satisfacer sus caprichos?
Su madre, que era lo que se dice una buena
Juana (y de ella se podía decir con toda pro-
piedad, pues Juana era su nombre), como se
la paseaba sosegadamente el alma por el cuer-
po, y á todo se avenía, menos á incomodarse,
asentía siempre alas perjudiciales condescen-
dencias de su marido; resultando de todo esto
que á Paquita jamás la quitaban un gusto.
Y así había ido creciendo como un arboli-
Uo salvaje, inclinándose hacia donde quería,
sin sujeción moral ninguna, ni material ape-
nas, más que la del corsé, á la cual se sometía
ella voluntariamente por el deseo de parecer
bien y andar á la moda.
L a única persona que trataba de oponerse
á los antojos de Paquita, y procuraba rectifi-
car suavemente sus más dañosas inclinacio-
nes, era D . Agustín, amigo íntimo de la casa.
Mas como, á pesar de esta condición, le falta-
ba autoridad para hacer que prevalecieran
sus buenos intentos, y no le apoyaban como
debían los principales interesados en la obra,
no sacaba fruto.
Sus relaciones con la familia provenían de
a
haber sido el primer novio de D . Juana. Él
había creído ser también el último, creen-
cia de que ella participaba igualmente, pues
con él pensaba casarse; pero á lo mejor se
atravesó D . Policarpo, cargado de dinero, y
PARÁBOLAS 181

los padres de ella, creyéndole mejor partido,


la indujeron á casarse con él, dejando á don
Agustín en blanco.
Quiso éste curarse del disgusto, que no ha-
bía sido flojo, por el sistema aquel del re-
frán que dice «un clavo saca otro clavo», y se
casó con otra. Pero no le vivió más que unos
meses; y aunque no constaba que hubiera te-
nido en aquella breve temporada graves dis-
gustos, no le debió de ir del todo bien, por-
que, lejos de pensar en reincidir, no podía oir
hablar de bodas y era enemigo acérrimo del
matrimonio.
Quizá debido á esto, no guardaba rencor á
a
D. Juana ni á su marido por la mala partida
que entre los dos le habían jugado; sino que,
bien lejos de abrigar contra ellos resenti-
miento alguno, les trató siempre cual verda-
dero amigo.
—Estáis echando á perder esa niña—les de-
cía á menudo—por dejarla salir con todo lo
que quiere.
— ¿Y qué la hemos de hacer?—le contesta-
a
ba D . Juana.—Si se la contraría, llora y se
alborota de una manera...
—Naturalmente: porque no está acostum-
brada á que la contradigáis; pero si una vez
os mantuvierais firmes, y otra vez también,
ella se iría acostumbrando.
•—No, no; yo no tengo corazón para verla
llorar... Ese tampoco tiene carácter... Y por
182 PARÁBOLAS

otro lado, corno está en la edad de divertirse...


—Ese es un error: lo que está es en la
edad de ser bien educada, y de que cimentéis
sólidamente su felicidad temporal y eterna...
—¿Su felicidad?—decía D . Policarpo.—
Bien sabe Dios que no deseamos otra cosa;
pero yo creo que para hacerla feliz no necesi-
tamos privarla de nada... Tenemos para ella
sola seis millones largos.
—¡Ya parecieron los millones!... No se trata
de eso. Con ellos puede ser muy desgraciada,
y sin ellos ó con ellos puede ser feliz educán-
dola bien y cristianamente...
L a discusión continuaba por lo regular has-
ta que alguno de los cónyuges, no sabiendo
ya por dónde salir, decía al amigo, en buenos
términos, que á él apuradamente nada le im-
portaba.
Con lo cual el bueno de D. Agustín callaba
por entonces; mas no se daba por vencido,
y al día siguiente solía volver á la carga con
igual empeño y con el mismo resultado.
Como Paquita era tan mona, ó si ustedes
quieren, como su padre era tan rico, en cuan-
to la pusieron de largo tuvo un sinnúmero de
adoradores... un capitán de artillería, un
abogado, un ingeniero de caminos, etc., et-
cétera, de entre los cuales ella, por su propio
numen ó quizás aconsejada de sus padres,
acertó á elegir el peor, naturalmente: un no-
ble tronado, cuya educación, trato social, eos-
PARÁBOLAS 183

tumbres y gustos eran todo lo contrario de


los de ella.
—Esa boda—les decía D . Agustín—es un
disparate.,. Bueno, quiere decirse que todas
lo son, ¿eh? pero esa muy especialmente.
a
—¿Por qué, hombre?—le decía D . Juana.
—Porque no puede pintar bien, es impo-
sible—respondía él con firmeza.
—Pero ¿por qué no ba de pintar bien, si
ellos se quieren?—replicaba la madre.
—¿Se quieren?... ¿De dónde sacas tú que se
quieren?... N i se quieren, ni pueden quererse
nunca. Son de muy diferente condición... No
tienen ni un punto común en la manera de
ver las cosas... Desde el primer día lian de
estar en pugna los gustos del uno con los
del otro.
—¿Tú qué sabes?—le decía D . Policarpo.
—Ojalá no lo supiera... Mira, bouibre, un
buen matrimonio es de suyo difícil...; y digo
difícil por no decir imposible, como casi lo
es en realidad... Pero tratándose de Paquita,
de vuestra bija, siendo Paquita uno de los
novios, el buen matrimonio resulta imposible
completamente á causa de su mala educación,
ó de su falta de educación mejor dicho; pues,
contra mis consejos, la habéis dejado siempre
salir con todos sus antojos, tiene la voluntad
entera y virgen, y no podrá vivir en paz con
nadie.
—No exageres...
184 PARÁBOLAS

—Añadidme á esto que el Vizconde... no


quisiera ofenderle, pero ni puede estar ena-
morado de ella ni en ella ha buscado otra cosa
que vuestros millones para restaurar su pa-
lacio agrietado, para dorar de nuevo sus es-
cudos..., y tendréis que convenir conmigo
en que esa boda es un despropósito, y en
que vais á hacer á vuestra hija muy desgra-
ciada.
Pero como a aquellos cursis adinerados les
seducía tanto la alianza con una casa noble,
el predicar de D . Agustín no fué más que
predicar en desierto, y la boda se hizo.
Y salió lo que D . Agustín pronosticaba.
E l primer día de casados no riñeron Pa-
quita y su marido porque no tuvieron tiem-
po, pues apenas estuvieron solos; pero el se-
gundo día hubo ya sus más y sus menos...
Después... En la primera semana todavía
las escarapelas matrimoniales no llegaren á
trascender fuera del gabinete; pero á los
quince días ya reñían en el comedor, delante
de los criados.
Y eso que el Vizconde, persona fina y edu-
cada, hizo lo posible por conservar la paz y
la armonía conyugal, cuando menos en apa-
riencia, y se aguantó mucho. Pero Paquita
era tan inaguantable, que el hombre llegó á
perder los estribos; y poco á poco, por aque-
llo de que todo se pega menos la hermosura,
vino á hacerse tan reñidor como ella ó poco
PARÁBOLAS 185

menos, llegando pronto hasta el extremo de


reñir en público.
TJna tarde, al oscurecer, iban los dos en
amor y compaña por la calle del Barquillo,
cuando se la ocurrió á Paquita decir á su
consorte:
—Mira la de Sorribos qué vestido azul lle-
va tan hermoso.
—No es azul, es verde—la contestó él de
buena manera.
Pero ella insistió de mal aire en que era
azul, y él en que era verde, y tras del mutuo
contradecirse vino el insultarse, con tanta
crudeza, por cierto, de parte de Paquita, que
luego llamó á su marido perdulario y ham-
briento, diciéndole á gritos que hasta que no
se había casado con ella no había tenido qué
comer... E n fin, que la furia de ella en el de-
cir llegó á tal exceso, que él, ya fuera de sí,
la dio una guantada, á la que contestó ella
echándole las uñas a la cara como para sa-
carle los ojos, y rasgándole un lagrimal,
con lo que se le puso el rostro bañado en
sangre.
Acudieron transeúntes á separarlos; y como
pasaba mucha gente, se formó en seguida un
corro muy grande, donde cada uno decía la
suya. Llegaron por fin, aunque tarde, como
siempre, varios guardias de orden público y
un inspector, y trataron de llevar á la pre-
vención á los reñidores.
186 PARÁBOLAS

Pero el público, dividido en bandos, se


oponía á que los llevaran á los dos, teniendo
por injusto que ambos fueran tratados del
mismo modo.
—Que la lleven á ella, la grandísima furia
—decía uno,—que ella es la que ha hecho
sangre... ¿qué culpa tiene el caballero?
—Culpa tiene—replicaba otro.—Él es pre-
cisamente el que tiene más culpa, que fué
quien primero la dio una bofetada.
— Y la dio poco para lo que merecía, por-
que primero le había dicho ella perrerías, in-
sultos insufribles...
—Toda l a culpa la tiene él...
—Toda la culpa la tiene ella...
En esto, y mientras el inspector escuchaba
tan contrarias opiniones de unos y de otros,
sin saber á quién creei*, y se confundía cada
vez más queriendo enterarse, llegó muy apri-
sa, abriéndose paso por entre la gente, un
caballero de cierta edad, pulcramente ves-
tido, que empezó á reconvenir á media voz y
con alguna aspereza á Paquita y al Vizconde,
como si tuviera autoridad sobre ellos.
—¡Qué espectáculo!—les decía.—¿No os da
vergüenza?... ¡En medio de la calle!... Vamos,
recógete tú ese pelo y ponte el sombrero (la
decía á ella). Limpíate tú la sangre de la
cara (le decía á él), y vamonos de aquí cuan-
to antes... ¿Qué se dirá de vosotros?...
Era D . Agustín, en quien la gloria de ha-
PARÁBOLAS 187

ber salido profeta no se sobreponía totalmen-


te al disgusto que le causaba aquella escena
cómico-trágica.
E l inspector, no sabiendo á qué atenerse
ni qué juicio formar sobre quién fuera el ver-
dadero responsable del escándalo, pues todos
los espectadores querían hablar á un tiempo
y cada uno le quería informar á su manera,
decía:
—Déjenme ustedes... A ver... que hable
uno que haya presenciado el principio de la
cuestión...
— Y o , señor inspector—dijo D . Agustín
acercándose rápidamente al funcionario y
disponiéndose á enterarle.
—¿Usted?—le contestó el inspector.—¡Pues
si usted ha venido después que yo!... ¡Si le he
visto á usted llegar ahora mismo!...
—No obstante—insistía D . Agustín...
—¡Pero, hombre!...—replicó el inspector.—
Ha llegado usted aquí cuando todo había con-
cluido... ¿y dice usted que presenció el prin-
cipio de. la cuestión?...
—Sí, señor... F u i testigo de la boda.
XIV

LAS ARMAS
LAS ARMAS

¡Pobre D . León!
Hijo de una familia noble, fabulosamente
rica y de legendaria grandeza, contando en-
tre sus progenitores soldados heroicos, i n -
vencibles generales de tierra y de mar, con-
quistadores de ricos imperios, virreyes de ex-
tensas regiones y hasta monarcas poderosos
que dieron leyes al mundo, habían venido
tan á menos su casa y su fortuna, que de los
pingües heredamientos que sus antepasados
habían poseído sin contradicción en las cinco
partes del mundo, no había llegado á él ape-
nas nada, pues no conservaba ya más tierras
que las precisas para proporcionarle un mo-
desto pasar; y de la fama y los honores y las
preeminencias que sus ascendientes habían
obtenido en ambos hemisferios, tampoco le
quedaba más que la compasiva estimación
que a su honradez se tributaba en la villa de
Navahermosa, donde vivía.
192 PARÁBOLAS

¿Que cómo había sido para dar tan de baja?


Desgracias de la vida... y más que desgra-
cias, descuidos, prodigalidades, despiltarros...
Curadores ineptos, mayordomos infieles, guar-
das cobardes ó traidores, habían dejado mer-
mar en más de la mitad la inmensa fortuna.
Y luego, las modernas leyes desvinculado-
ras, dividiendo y subdividiendolas haciendas,
sin otro fin que deshacer y extinguir las fa-
milias ilustres y con ellas la tradición, des-
amortizando los bienes de los nobles para
amortizarlos de nuevo en manos de usureros
viles...; después, el aumento incesante de los
impuestos, destinados principalmente á saciar
la rapacidad de los implantad ores del nuevo
régimen, surgidos, por obra del motín, de en-
tre las últimas capas sociales..., y por último,
el socavar constante de la infidelidad en la
administración, entregada casi siempre á la-
drones, acabaron de dar con la casa en tierra.
E l abuelo de D . León, que la poseía como
señor y dueño al promulgarse en el año de
1820 la primera ley desvinculadora, tenía
nueve hijos; su padre, que era el mayor de
ellos, y que como tal recibió la mitad de la
hacienda y una novena parte de la otra mi-
tad, tuvo ocho; de modo que á nuestro don
León, que era el mayor, y el encargado, como
tal, de sostener el brillo de la casa y de la fa-
milia, no le llegó más que una dieciseisava
parte del caudal de su abuelo.
PARÁBOLAS 193

Constituían esta exigua porción algunas


tierras no muy bien cuidadas en los aire-
dores de Navahermosa y una casería al otro
lado de los montes, en la cuenca del Guadia-
na, cerca de Arroba y no muy lejos de Pie-
drabuena.
A l publicarse la ley de 3 de Junio de 1868
sobre Colonias Agrícolas, se acogió á ella,
constituyendo su casería en colonia, á fin de
disfrutar de las ventajas y beneficios consi-
guientes, como exención de quintas para sus
hijos y criados, licencia gratuita de uso de
armas extensiva á todos sus dependientes, y
rebaja considerable en la contribución, todo
lo cual, y especialmente esto último, le venía
muy bien, ya que sus rentas no eran crecidas.
Por cierto que de esta ley, muy buena en
sí, se ha abusado mucho y se sigue abusando,
pues las mejores dehesas de Extremadui-a y
los mejores cortijos de Andalucía suelen es-
tar hoy casi libres de impuestos por figurar
como colonias agrícolas, sin que apenas se
halle senador ni diputado rico que no apro-
veche su posición y la influencia que le da
el cargo, buscado quizá con ese fin, para
hacer inscribir sus posesiones como tales co-
lonias, y cuando ha expirado el plazo legal
de exención de tributos, hacerlas inscribir de
nuevo con nombres distintos; resultando así
que la contribución la vienen á pagar exclu-
sivamente los pobres.
13
194 PARÁBOLAS

Volviendo á D . León, debo decir que, cono-


ciendo desde joven su poco desahogada situa-
ción económica, había querido tener una ca-
rrera y había estudiado leyes; pero era dema-
siado noble para ejercer la abogacía con
provecho, y no pasó de ser un abogado de
secano. '
Después había querido meterse en empre-
sas de industria, pero tampoco en esto había
tenido suerte; no le daba el naipe, según le
solían decir, aunque la verdad era que care-
cía de la picardía necesaria para tratar con
industriales.

A l lado de lo bueno que le quedaba á don


León de su antigua raza, al lado de sus sen-
timientos generosos y de sus instintos de rec-
titud y de nobleza, le quedaba también una
afición perjudicial y ruinosa: la afición á las
armas.
Tenía su casa montada en pie de guerra,
á modo de plaza fronteriza, provista de ar-
mas blancas y negras de todas clases: pano-
plias de espadas y sables y pistolas y retacos
y trabucos de distintas formas y de distintas
épocas, en el despacho, en el comedor y en el
salón; una hacha y un revólver á la cabecera
de la cama, escopetas de diversos sistemas
en todos los rincones de todos los cuartos, y
en la barandilla de la escalera, enfilado á la
PARÁBOLAS 195

puerta principal, un cañón cito pedrero, que


era el terror de todas las personas pacíficas
que entraban en su casa.
Todo esto, amén de tener una carabina
para cada criado (aunque quizá fuera más
propio decir un criado para cada carabina),
y para sí un bonito juego de armas de viaje,
siempre del último sistema.
Y como se lia venido perfeccionando tan-
to y tan rápidamente el armamento, á cada
nueva invención introducida, y aun á cada
modificación de importancia, había de reno-
varlo todo, gastando un dineral en cada una
de estas renovaciones.
Tenía, verbigracia, unas hermosas pistolas
de arzón, cotí ramos y letreros de plata en
los cañones y mil monerías en la culata,
cuando aparecieron los revólvers, y, es claro,
hubo que sustituirlas con el nuevo invento.
Se iba perfeccionando el revólver, y había
que desechar el del antiguo sistema de aguja
y adquirir el más perfeccionado. Que ya no
se usaban bruñidos ni relucientes, sino em-
pavonados..., pues empavonado había que
adquirirle... Que ya no se usaban empavona-
dos, sino niquelados..., pues niquelado había
que comprarle.
Aun sin tratarse de estas renovaciones,
siempre que iba á Toledo dejaba por allá un
montón de duros y se traía alguna novedad
en el ramo. Si estaba de moda el machete,
196 PAKABOLAS

se compraba uu machete; otra vez compraba


una gumía morisca, otra vez una bayoneta-
sable, otra vez un cuchillo de monte cuyo
mango enchufaba en el cañón de la escope-
ta... En fin, que el hombre se gastaba todos
los años en armas y municiones más de la
mitad de sus módicos ingresos.

a
Su mujer, D . Prudencia, que éralo que se
dice una santa de Dios, trabajaba constante-
mente por quitarle aquella manía.
—Las armas—le solía decir—son una en-
gañifa, una ilusión, lo mismo que las medi-
cinas. Estas, cuando uno está bueno ó cuan-
do está poco malo, son innecesarias, de modo
que lo que se gasta en ellas es superfluo; y
cuando el mal viene de veras no suelen ser-
vir cosa alguna, de manera que el gasto re-
sulta inútil. Así lo da á entender aquella
copla:
L a enfermedad postrimera
nadie te la ha de curar;
la que no te ha de matar
te l a curará cualquiera.

Pues una cosa igual vienen á ser las armas:


cuando no hay peligro, no hacen falta; y
cuando hacen falta, no sirven. De suerte que
cuanto se gaste en ellas, ó es innecesario ó
es inútil, y en uno y otro caso es malgas-
tado. Porque mira: cuando estamos en paz y
PARÁBOLAS 197

nadie se mete con nosotros, ¿qué falta nos


hace estar armados? Y si, lo que Dios no
quiera, nos acometen algún día los ladrones
en casa ó fuera de ella, regularmente no nos
servirán de nada las armas, porque vendrán
ellos mejor armados; y aun cuando no ven-
gan mejor armados, sacarán más partido de
las armas, porque están más avezados á ser-
virse de ellas; á más de que ya procurarán
sorprendernos para que las nuestras de nada
nos sirvan, y, que nos cojan armados, que
nos cojan desarmados, siempre harán con
nosotros lo que se les antoje. De modo que
aun en ese triste caso, que Dios quiera que
no llegue nunca, tampoco nos valdría de
nada el haber estado años y años gastando
un dineral en armas y en criados que las
lleven.

«Para que las armas pudieran darnos tran-


a
quilidad—añadía D . Prudencia—sería ne-
cesario que estuviéramos ciertos, de tener
más armas y mejores y más destreza en ma-
nejarlas que los que habían de acometernos,
y esto es imposible. ¿Quién puede estar cierto
de reunir más y mejores armas y mayor maes-
tría en usarlas que nadie en el mundo?...
Pues además de tener esta certeza, que es
imposible, sería necesario vivir siempre espe-
rando la acometida, siempre alerta, siempre
sobre las armas, y esto no sería vivir... Y sin
todas estas condiciones, cuya realización es
188 . PARÁBOLAS

imposible, ya ves que de nada sirve tener


armas.
«Todavía, si fuéramos muy ricos, muy r i -
cos—añadía la compañera de D . León,—po-
drías gastar dinero en armas, no por su utili-
dad, que, como ves, para nosotros no tienen
ninguna; sino por el gusto y el lujo de tener-
las ó por contribuir al desarrollo de esa in-
dustria; pero siendo pobres 6 no andando so-
brados, el gastar todos los años un capital en
armas es una locura de las mayores... Aparte
de que también tienen las armas el inconve-
niente de ensoberbecer y endurecer á los que
de ordinario las usan, y por eso nuestros cria-
dos son bruscos y fieros con la gente campe-
sina, y por tratar ásperamente á los colonos
nos crean muchas antipatías en el país...»
Pero D . León no se dejaba convencer por
ninguna de estas razones, y continuaba en-
tregado á su afición dañosa.

En esto, los vecinos de un pueblo cercano


á la casería, que no estaban conformes con
que D . León tuviera allí dominio, porque no
querían sufrir el despotismo y la brutalidad
con que les solían tratar los guardas y criados
de la colonia, discurrieron pretender sobre
ella una servidumbre de pastos.
D . León se la negaba tenazmente, porque
no la debía, y porque consentirla era como
fARÍBOLAS 199

renunciar al dominio, pues con semejante


gravamen le quedaba la colonia improductiva
é inservible.
Así anduvieron algún tiempo en barajas,
los unos pretendiendo y el otro negando; has-
te que llegó una ocasión que los vecinos cre-
yeron buena para llevar á feliz término sus
pretensiones, merced a la influencia del di-
putado del distrito, a quien para ello habían
votado todos, en masa, con la condición de
que les pusiera un juez de su gusto y á su de-
voción en Piedrabuena. Y entonces entabla-
ron el pleito.
No tenía D . León más remedio que ponei'-
se en defensa, y para ello le era preciso tras-
ladarse á la casería provisto de los elementos
necesarios para desde allí acudir oportuna-
mente á contestar á la demanda y sostener
sus derechos ante el juzgado.
Otras veces, cuando le ocurría ir á su co-
lonia, por no atravesar los montes de Tole-
do, tristemente famosos, solía hacer el viaje
por el ferrocarril, rodeando mucho. Venía a
tomar el tren á la capital, y desde allí, por
Algodor, se iba á Ciudad Real, y de allí luego
á Piedrabuena en coche. Pero así el viaje le
resultaba muy caro, y como ahora había de
tener que hacerle con frecuencia, tenía que
tratar de hacerle también con economía.
—Esta vez—dijo á su mujer—voy á ir á
caballo por los montes... llevo un par de
200 PARÁBOLAS

criados conmigo... vamos bien armados...


T así lo hizo.
Mandó preparar los caballos, cogió sus
títulos de propiedad, guardó el dinero que
creía necesario para los primeros gastos, me-
tió en una de las bolsas del arzón de su silla
un hermoso revólver Smith con todas las cáp-
sulas puestas, y en la otra un cuchillo tole-
dano con un mango precioso lleno de incrus-
taciones de oro y plata; hizo equipar de aná-
loga manera los arzones de las sillas de los
criados, y terciadas que fueron sobre la mon-
tura de uno de ello3 las lujosas y grandes al-
forjas con viandas abundantes para la jorna-
da, se despidió D . León de su familia, montó
briosamente á caballo, montaron los criados
también y... andando.

Salieron á medio galope los tres, forman-


do un grupo brillante por la fogosidad y bue-
na traza de los corceles, que hacía resaltar
más el esplendor de los arreos, y por lo vistoso
del atavío de los que los montaban. E l amo
llevaba un hermoso traje de caza; los criados
iban con uniforme de pardo-monte con vivos
encarnados, por el estilo del que había usado
la Guardia rural, creada por el general Nar-
váez en los últimos años de su vida y disuel-
ta por el Gobierno de la Revolución de Se-
tiembre.
PARÁBOLAS 201

—¡Adiós, adiós!—dijo D. León, volviéndose


á mirar á su mujer al doblar la última esqui-
na de la calle.
—¡Adiós! ÉL te guarde y te lleve con bien—
le contestó ella temerosa de algún mal suce-
so, pues, como se ha visto, no tenía en la efi-
cacia de las armas confianza ningana.
Después que se perdieron de vista, siguie-
ron andando a buen paso, y departiendo afa-
blemente D . León con sus criados sobre la
hermosura del paisaje ó los accidentes del
camino, hízoseles muy corta la mañana.
Llegaban á lo más cerrado de los montes,
cerca del Molinillo; iban ya muy tranquilos y
confiados, porque hasta allí no les había su-
cedido nada, cuando de repente, al pasar un
arroyo donde hacía un recodo la vereda, oye-
ron estas voces terribles:
—¡Alto!... ¡Al que se mueva se le abrasa!...
¡Pie á tierra y boca abajo inmediatamente!
L \ León volvió instintivamente la vista
liacia donde sonaban las voces, y vio á dos
bandidos que les apuntaban, á ocho ó diez
pasos, con sus trabucos de boca-marta, uno
a él y otro á los criados que iban detrás. L o
primero que se le ocurrió fué tirar de revól-
ver, pero se dijo cuerdamente:—En cuanto
baga el menor ademán de resistir 'me desce-
rrajan un tiro imposible de errar y me hacen
polvo. ¿Qué adelanto con hacerme matar sin
sustancia?...
202 PARÁBOLAS

Miró á sus criados por ver si se disponían


á hacer resistencia, y vio que aquellos moce-
tones con cara de pocos amigos, que eran, el
terror del inerme paisanaje, obedientes al
mandamiento de los bandidos, estaban ya en
el suelo bruces abajo.
Entonces se apeó él también, y dijo:
—Bueno; ya estoy pie á tierra... boca aba-
jo, ¿para qué? No me muevo...; doy palabra
de no moverme.
Los bandidos, echándoselas de tolerantes
y generosos, porque ya veían que D . León no
podía hacer, aunque quisiera, resistencia al-
guna, no insistieron en la segunda parte de
su mandato y le dejaron estar á pie firme.
Uno de ellos, mientras el otro seguía apun-
tando á D . León, se llegó á los criados, y al
uno primero y al otro después, les ató las
manos atrás con unos bramantes. Después se
llegó á D. León y se las ató lo mismo.
— A ver—le dijo entonces el otro bandido—
el dinero y las cosas de valor que usted lleve.
—Aquí, en el bolso interior de la cazado-
ra—dijo D . León,—llevo la cartera con bille-
tes de Banco... unas dos mil pesetas...; en un
bolsillo del chaleco llevo el reloj y en el otro
cinco ó seis duros...
E l ladrón que estaba á su lado, después de
cogerle el reloj y el dinero suelto, le sacó del
bolso interior la cartera y, al mismo tiempo,
los títulos de pertenencia de la casería. Miró
PARÁBOLAS 203

primero los billetes, los contó pausadamente


como si se los llevara con intención de devol-
vérselos algún día, los guardó, y después se
puso a mirar las escrituras...
—¿Estos papeles?...—dijo, haciendo ade-
mán de romperlos.
—Son los títulos de propiedad de unas
fincas—le contestó D . León; y añadió en se-
guida, como suplicándole, aunque siempre
con dignidad:—Déjemelos usted, porque á
usted no le sirven para nada, y yo, si usted
me los inutiliza, pierdo muellísimo...
•—¡Pchs!... Otro lo ganará —dijo fríamente
el ladrón; y los hizo tacos, consumando la
ruina de D . León en un instante.
Concluido el desbalijamiento, los bandidos
se apoderaron de las repletas alforjas de la
vianda y se marchaban tranquilamente.
Mas antes de que se alejasen, reflexionan-
do el pobre D . León sobre lo poco que las
armas le habían servido en la primera oca-
sión en que las había necesitado y en que ha-
bían debido servirle, vio claro por primera
vez en su vida y tomó una resolución, costosa
indudablemente á su vanidad, pero prudente
y sabia.
—¡Eh!... ¡Vuelvan ustedes acá!—dijo, lla-
mando á los ladrones.—¡Hagan ustedes el
favor de volver, que tengo algo más que
darles!
Los bandidos se miraron uno á otro algo
204 PARÁBOLAS

extrañados; pero como nada podían temer de


tres hombres que tenían las manos atadas,
volvieron.
—¿Qué quiere usted, hombre?—le dijo uno
de ellos cuando estuvieron cerca.
—Ahí eu una de las bolsas del arzón de mi
silla hay un revólver muy hermoso, de la me-
jor marca, con todas las cápsulas puestas, y
en la otra un cuchillo de monte, muy rico; en
las sillas de los criados hay otro cuchillo de
monte en cada una y otro revólver excelen-
te... Hagan ustedes el favor de llevarse tam-
bién todas esas armas, porque... ¡para lo que
me han servido!

Los ladrones recogieron aquellas armas,


cuya existencia jamás habrían sospechado
viendo la docilidad y mansedumbre con que
se dejaban robar sus poseedores; y luego, ya
fuese de contentos con la buena cantidad de
dinero, ya un tanto subyugados por la no-
bleza que en todo mostraba D . León, le des-
ataron las manos, le ayudaron á recoger del
suelo cuidadosamente los pedazos de las es-
crituras, por si todavía pudieran servir, y le
dieron cinco duros para el camino, despidién-
dose de él cortésmente con la conocida frase
de «¡buen viaje!».
D. León se volvió á Navahermosa, donde,
a
completamente de acuerdo ya con D . P r u -
PARÁBOLAS 205

dencia, su mujer, lo primero que hizo fué en-


viar á la fragua todas cuantas armas blancas
y de fuego tenía en casa, para ser converti-
das en rejas, azadas, palas, 'azadones, hoces,
guadañas, podaderas j escabuches, dedican-
do luego á manejar estos instrumentos agrí-
colas á todos los criados que, armados antes,
se ocupabau exclusivamente en la guarda de
sus fincas y de su persona.
Y es fama que rehizo su casa en pocos
años.
XV

EL TÍO JUDAS
E L TlO JUDAS

Llegó la carta del señor Lectora! un domin-


go al oscurecer, á la hora y en el día en que
solían llegar á Vallejín las cartas, porque las
traía de la Llosa el individuo de Ayunta-
miento cuando volvía de la sesión, que se ce-
lebraba siempre los domingos por la tarde.
A la Llosa, que era la capital, venía un
peatón, por lo menos dos veces á la semana,
y hasta tres en buen tiempo; pero las cartas
que había para los otros pueblos del Munici-
pio, que no solían ser muchas, aun cuando
llegaran el lunes, allí se tenían que estar en
la estafeta, que era la cocina del Secretario,
rodando por encima de la trébede hasta el
domingo.
E l de Ramos, señaladamente, al entrar en
Vallejín, ya casi de noche, el concejal, que
era por aquel entonces un vecino á quien lla-
maban de apodo Maturrangas, porque en rea-
lidad tenía muchas, se cruzó en la calle junto

210 PARÁBOLAS

á la casa bajera con una rnujer que desde la


última quinta tenía un hijo por soldado.
—¿No me traes carta?—le preguntó al
pasar.
—No—la contestó él;—no traigo más que
una para el tío Felipe.
—¿Para el tío Felipe?... Pues ¿quién le es-
cribirá?—replicó ella.
—No sé... De Valladolid me parece que
viene—dijo Maturrangas.
Y siguió por la calle arriba.
A l llegar frente á la casa del tío Felipe se
ladeó hacia la puerta, llamó, y salió en segui-
da Fidel, su hijo.
—Toma una carta para tu padre—le dijo
el regidor alargándosela.
—¡Colle!... ¿para mi padre?—dijo Fidel,
maravillado.—¿De quién demóginos será?...
—No sé... De Valladolid es el sello que
trae... Ahora, de quién sea no es fácil sa-
berlo... no abriéndola.
—Pues si quieres entrar, pronto lo averi-
guamos... No te vayas con la gana...
Y empujado por la curiosidad de saber de
quién era la carta, entró Maturrangas tras
de Fidel hasta la cocina.

Allí estaba el tío Felipe bien abrigado tras


de los tizones, porque todavía las noches eran
frías, y también se extrañó bastante cuando
Fidel le anunció el suceso, diciéndole:
PARÁBOLAS 211

—Trae aquí Dionisio una carta para usted,


padre.
—¿Una carta para mí?... ¡Pero, hombre!
Pues ¿de quién será? ¿quién se habrá acorda-
do todavía de este pobre viejo?
—Dice que debe de venir de Valladolid,
según ei sello indica...
—¡Ah! ¿de Valladolid?—repuso el anciano.
—Como no sea del señor Lectoral, de D . Ga-
briel el de Villanoble, que está allí hace ya
muchos años, porque ganó la prebenda por su
saber, siendo todavía muy joven... y algunas
veces me ha escrito recordándome lo bien
que yo le cuidaba de pequeño... Porque yo
serví mucho tiempo en Villanoble en casa de
sus padres, y allí estaba ya de motril cuando
él era niño... Ábrela, ábrela á ver... No va á
ser de otro...
Fidel cogió de la espetera un candil de ho-
jalata, le encendió á la llama de un tizón de
la lumbre, le colgó de las llares, y á su luz
mortecina y triste y medio ahogada por el
humo que subía del hogar, abrió la carta y
se puso á leerla.
Lo primero fué á ver la firma, y en cuanto
la vio, dijo á su padre:
—Sí, señor, sí; de él es, de D. Gabriel, del
mismo que usted pensaba...
—Bueno, pues léela á ver qué dice—le
contestó el viejo.
—Verá usted: «Mi estima...»—Fidel carras-
212 PARÁBOLAS

peo aquí un poco para desahogar la garganta


y continuó:—«Mi estimado Felipe...»
—Bien lo puede decir—interrumpió entu-
siasmado el padre,—y no son palabras vanas
ni de cumplimiento; porque, aun cuando no
me esté bien el decirlo, toda la vida me lia
estimado mucho. Es más bueno y más llano...
Viéndole hablar conmigo ó con cualquier otro
pobre, nadie creería que tiene el saber que
tiene... Que no creáis que es así como quiera,
sino que habrá muy pocos como él en Espa-
ña, si hay alguno; porque pedrica unos ser-
mones... y ha sacado unos libros para los es-
tudios... y han dicho de él unas cosas los pa-
peles...
E l hijo aprovechó la interrupción para ir
leyendo la carta en silencio mientras habla-
ba su padre, por si acaso había en ella algu-
na cosa que no debiera oir Maturrangas; y
cuando se convenció de que no había peligro
ninguno, volvió á empezarla leyendo alto.
La carta decía:
«Mi estimado Felipe: Como no me olvido
nunca de ti ni de tus buenos servicios en
casa de mis padres, y me acuerdo especial-
mente del cariño con que me tratabas cuan-
do me ibas á llevar á la escuela, he pensado
que te convendría una plaza de apóstol en
León, en esta Semana Santa, y habiendo es-
crito á vuestro señor Obispo pidiéndosela
pava ti, me la ha concedido.
PARÁBOLAS 218

»De modo que el lunes Santo por la ma-


ñana te pones en camino para dicha ciudad,
acompañándote tu hijo ó tu yerno, porque ya,
en la edad en que estás, no debes viajar solo.
Llegáis á León, Dios mediante, el martes
Santo por la tarde; te presentas luego al Se-
cretario de cámara de su Ilustrísima, di-
ciéndole que eres mi recomendado, y ya no
tienes que hacer más que lo que él te mande.
»Así recibirás, lo primero, no poco prove-
cho espiritual, meditando en los misterios
sublimes de nuestra redención al tomar parte
en su representación augusta; y tocante á lo
temporal, te darán bien de comer, te vesti-
rán de nuevo de pies á cabeza, pantalones,
chaleco y chaqueta de paño de Prádanos
decente, sombrero y zapatos, y te darán,
además, una onza de oro, que no te vendrá
mal para ayuda de vivir, según lo contrarias
que se van poniendo las cosas.
»Que Dios te conserve en gracia y en sa-
lud, como lo desea y se lo pide tu afectísimo
Gabriel de Viana.n

No es cosa fácil, ni posible siquiera, pintar


con palabras la alegría que se apoderó del tío
Felipe al verse tratar con tanta amabilidad
por persona tan ilustre y al considerar la
fortuna que se le venía encima... ¡Un vestido
nuevo de arriba á abajo!... ¡cambiar su ropa
214 PARÁBOLAS

de sayal, vieja y remendada, por otra nueva


de paño recién salido de la tienda!... Y como
si esto no fuera bastante, una onza de oro
por añadidura! ¡Una onza de oro!... Todo ello,
aparte del honor de que le lavara los pies el
señor Obispo y de que le hablara y conversa-
ra con él, que seguramente lo haría muy afa-
ble por consideración á la persona que le re-
comendaba...
También Fidel se puso muy contento; pero
á éste, aunque todo le pareciera bien, lo que
más gracia le hacía era la onza. Una onza
de oro así como llovida del cielo... ¡Recolle!
Tanto como había que trabajar y economizar
para que después de pagado el tercio de con-
tribución quedara de repuesto siquiera un
duro... Y encontrarse ahora con diez y seis
de un golpe.

Como la llegada de una carta á Vallejín


era casi un acontecimiento, y más viniendo
dirigida á un pobre viejo y retirado del mun-
do como el tío Felipe, la mujer con quien
primero había hablado el concejal portador,
contó en seguida el caso á otra, esta otra se
lo dijo á otras varias, y así fué que pronto
cundió la noticia por el lugar, y las personas
curiosas, mujeres la mayor parte, unas á tí-
tulo de parientas, otras á título de vecinas,
fueron desfilando hacia casa del tío Felipe á
PARÁBOLAS 215

ver de quién era la carta y qué traía de bue-


no; de manera que al cuarto de hora 6 poco
más estaba ya llena de gente la cocina.
La primera que llegó fué Marcela, una
hermana del cuñado de Fidel, y, nada más
entrar, preguntó á éste llanamente:
—¿De quién es la carta, niño?
—De un señor canónigo de Valladolid—
la contestó él;—del señor Lectoral... un se-
ñor muy sabio y muy bueno que es amigo de
mi padre.
—¿Y qué dice?—volvió a preguntar ella.
—Que tiene que ir "mi padre á León á ser
apóstol.
—¡Jesús! ¿Ahora otra vez?—dijo una ra-
pazona que había entrado detrás de Mar-
cela.
—¿Cómo que otra vez?—la replicó Fidel.—
M i padre no ha sido todavía ninguna vez
apóstol.
—Pero digo—replicó ella—que si otra vez
va á haber apóstoles ahora, como cuando
Nuestro Señor andaba por el mundo.
—No, mujer, no—la dijo el tío Felipe;—•
los apóstoles de ahora son figurados, vamos
al decir: son una representación de aquéllos.
—Justo—añadió Maturrangas, queriendo
meter su cucharada y lucir su saber;—son
doce pobres á quienes el Jueves Santo da de
comer el señor Obispo y les lava los pies, en
memoria de lo que hizo Jesucristo con los
216 PARÁBOLAS

doce apóstoles; y uno de esos doce pobres va


á ser este año el tío Felipe.
—Eso de pobres—dijo Fidel—será segúu
se entienda, porque mi padre verdad es que
no es rico poderoso; pero tampoco anda n i
anduvo nunca pordioseando, ni querrá Dios
que llegue á pordiosear mientras yo tenga
manos para manejar la esteva y la azada y
el hacha.
—Bueno—rectificó Maturrangas,—lo mis-
mo es doce ancianos; pero quiere decirse que
aquí en este pueblo nadie debe darse por
ofendido de que le llamen pobre, pues el que
más y el que menos...
Á todo esto, iba entrando gente en la co-
cina, y cada persona que entraba hacía las
mismas preguntas: «¿de quién es la carta?...
¿qué dice?».
Repetían con agrado el padre ó el hijo á
cada interrogante las mismas contestaciones;
pero algunas mujeres seguían haciendo pre-
guntas y más preguntas, dejando entrever
que no quedaban satisfechas si no se las leía
la carta; y no tuvo Fidel más remedio que
volver á leerla cuando una moza, menos disi-
mulada que las demás, se lo suplicó expresa-
mente en esta forma:
—Léela otra vez, chacho; ¿qué te cuesta?...
—Bueno; pues coge tú el candil y alúm-
brame bien, que allí colgado de las llares,
con el humo del hogar, apenas luce.
PARÁBOLAS 217

Cogió el candil la moza y comenzó Fidel á


leer de nuevo la carta, rodeándole la concu-
rrencia y empinándose las mujeres unas por
detrás de las otras para verle bien, porque se
las figuraba que, aun cuando oyeran la lectu-
ra, si no veían al lector no quedaban bien
enteradas.
Cuando acabó de leer se multiplicaron los
parabienes de los circunstantes al futuro
apóstol y á su familia, que estaban llenos de
satisfacción; pero no faltó quien se encarga-
ra de aguarles el vino.
—¿Y qué apóstol va á ser el tío Felipe?—•
preguntó una vieja que pasaba por algo
sabihonda.
—¡Toma! Pues un apóstol cualquiera—
dijo Maturrangas.
—Es que no consiste en decir cualquie-
ra—replicó ella,—porque tendrá que repre-
sentar á uno determinado: tendrá que ser
San Juan, ó San Pedro, es un suponer..., y lo
malo será si le toca ser Judas.
—Eso sí que no me gustaría á mí—dijo
Fidel.
—No, ni á mí tampoco—añadió su padre.
—Lo digo—continuó la autora de la ob-
servación,—porque un tío de Val negro creo
que fué apóstol en Patencia, como lo va á ser
ahora en León el tío Felipe, y diz que fué
Judas, vamos, que representó á Judas, y con
eso todos le llamaban después el tío Judas, y
218 PARÁBOLAS

á la postre concluyó, como el otro, por ahor-


carse.
— ¡Jesús! ¡Ave María Purísima!—dije-
ron asustadas las mujeres, casi todas á un
tiempo.
—Sí, sí—continuó la que estaba hablan-
do-—diz que se ahorcó un domingo mientras
misa, y cuando salió la gente le vieron á la
puerta de su casa colgado del cumbral... To-
davía creo que vive un nieto y le llaman el
nieto del tío Judas.
—No, pues lo que es mi padre no será
Judas—dijo Fidel, impresionado;—que sea
San Juan, ó San Pedro, ó Santiago...
—O San Felipe—le interrumpió Matu-
rrangas,—ja que se llama así...
—Bueno, que sea San Felipe—continuó
Fidel;—pero Judas de ningún modo... Prime-
ro nos volvernos para casa... No quiero yo
que luego llamen á mi padre el tío Judas, ni
que me llamen á mí el hijo del tío Judas, ni á
mis hijos los nietos del tío Judas...

A otro día muy temprano, despedidos por


toda la gente del pueblo, salían para la ciu-
dad el tío Felipe y su hijo, el primero mon-
tado en una yegua vieja, algo den-angada del
cadril izquierdo, y el segundo de espolista.
A l pasar por Villanoble fueron á ver á
los hermanos delLectoral para darles noticia
PARÁBOLAS 219

del beneficio que acababa de hacei'les y ma-


nifestar su agradecimiento.
Pero como Fidel iba tan preocupado con
la representación apostólica que pudiera co-
rresponder a su padre, insinuó bien pronto
sus temores de que le tocara ser Judas, por
las malas consecuencias que eso podría traer,
contaudo la historia de Valnegro, y manifes-
tando por último su resolución de perderlo
todo antes que consentir en tal infamia.
—No hagas caso de paparruchas—le dijo
un hermano de D. Gabriel,—que nada de eso
tiene fundamento. Allí ninguno es Judas ni
representa á ningún apóstol determinado:
son doce ancianos que representan á los doce
apóstoles, y nada más. E u Valnegro es ver-
dad que se ahorcó hace muchos años un hom-
bre; pero no es verdad que hubiera represen-
tado á Judas, ni que hubiera sido apóstol si-
quiera. Se ahorcó, según oí decir á mi padre,
porque siempre había sido malo, y el demo-
nio le cogió por su cuenta, y le hizo cometer
aquella atrocidad; y si le llamaron después
el tío Judas, era porque se había ahorcado...
Tranquilizados con esta explicación, Fidel
y el tío Felipe siguieron su camino.
Estaba un día espléndido: Uno de esos
hermosos días del mes de Abril que convidan
á alabar á Dios en sus obras. Cruzando la
hermosa vega de Villanoble, á la izquierda
verdigueaban los prados como lujosa alfom-
220 PARÁBOLAS

bra de esmeralda dividida eu desiguales tro-


zos por cintas de plata, qne tales parecían las
presas de regar, y festoneada de claveles y
minutisas. A la derecha amarilleaban los tri-
gos salpicados de amapolas. E n los árboles
de las sebes cantaban los jilgueros, los mir-
los y los ruiseñores, y mezclándose con sus
trinos alegres, sonaba en el lejano monte el
perezoso canto del cuco...
Cuando les pareció á los viajeros que era
mediodía se ladearon hacia una campera á
orilla del camino, se apeó el anciano, tendió
Fidel su chaqueta del lado del revés, ó sea con
el forro para arriba, echó sobre ella tres mur-
ciadas de cebada de la que llevaban en las
alforjas para pienso de la yegua, y la apro-
ximó á comerlo. Sentándose luego ellos sobre
el césped, confortaron sus estómagos con una
tortilla de jamón y chorizo que sacaron de
una fiambrera de madera, y con buenos tra-
gos de un boto de vino tinto que llevaban
también en las alforjas.
Después continuaron la marcha, yendo
á dormir aquella noche á la taberna de Dos-
Ríos, donde la tabernera, comunicativa y
afable como todas sus paisanas, tramó pron-
to conversación con ellos mediante el exor-
dio acostumbrado.
—¿De dónde son ustedes, aunque sea mala
pregunta?
—De Vallejín, para servir á usted.
PARÁBOLAS 221

—Para servir á Dios, y que sea por muchos


años.
— Y usted los vea.
—Van ustedes hacia la ciudad, ¿eh?
—Sí, señora; allá vamos, si Dios quiere.
—¿Van acaso á consultar con algún médico?
—No, señora; vamos á...
—Lo decía porque como el señor trae la
cara encañada...
—No, señora, no es encañada: ese pañuelo
que trae mi padre puesto por debajo de la
barba y atado en el alto de la cabeza, es para
que no le lleve el sombrero el aire... A lo que
vamos es á...
Y la dijeron el objeto de su viaje, y la
leyeron de pe á pa la carta del señor Lecto-
ral de Valladolid, y la contaron la historia de
éste y la de los servicios del tío Felipe en
casa de sus padres, con otras muchas cosas
que la tabernera, seguramente, no había pen-
sado saber en su vida; sin ocultarla tampoco
I03 temores que abrigaba Fidel de que 4 su
padre quisieran hacerle representar á Judas,
temores que, á pesar de la tranquilidad que
le había infundido el hermano del Lectoral,
por la mañana, en Villanoble, se le habían
recrudecido durante el día, y que la taberne-
ra no supo desvanecerle.
A la mañana siguiente, al rayar el sol,
continuaron el viaje, y antes de media tarde
llegaban á la ciudad, que era su término.
222 PARÁBOLAS

Alojáronse en uno de los mesones más hu-


mildes del barrio de la Serna, y fueron en
seguida á presentarse al secretario del señor
Obispo, que, enterado de que eran los reco-
mendados del Lectoral, los recibió amable y
afectuoso.
Mandó llamar al sastre que había hecho
los trajes, para que, tomando medida al tío
Felipe, le escogiese el que pudiera sentarle
mejor.
Vino el sastre, y en un instante acertó á
probarle uno que le estaba pintiparado, con
el cual, y después de calzarse los zapatos y
ponerse el sombrero ancho de ala, quedó el
tío Felipe hecho un apóstol en toda regla.
—¿Hace mucho que no le ha visto á usted
D . Gabriel?—le preguntó el secretario.
—Sí, señor, ya hace bastantes años que no
nos vemos—contestó el tío Felipe.
—Pues ahora le dirá el señor Obispo cuan-
do le escriba que le hemos visto á usted muy
bueno y muy guapo...
Tanta amabilidad y llaneza por parte del
secretario animó á Fidel á consultarle sobre
sus temores, y comenzó con esta pregunta:
—Dígame usted, señor, y usted me per-
done: ¿qué apóstol va á ser mi padre, si se
puede saber?
—¿Cómo que qué apóstol?... Cualquiera;
uno de los doce, indistintamente.
—¡Ah! ¿Conque no tiene que representar
PARÁBOLAS 223

cada uno de estos apóstoles de ahora á un


apóstol fijo de los de antiguamente?
—No, no es necesario.
—Pues había allá quien decía que sí, que
uno tenía que ser San Pedro, otro San Juan,
y así sucesivamente; y en ese caso tenía yo
que pedirle á usted una gracia: la de que mi
padre no fuera Judas; porque, la verdad, yo
no quisiera que mi padre fuera Judas por
nada del mundo, porque Jadas fué muy mala
persona, y luego allá, que son muy amigos de
poner motes, si se llegaba á saber, que sí se
sabría, porque todo se sabe, que mi padre ha-
bía sido Judas, iban á dar en llamarle el tío
Judas, y á mí el hijo del tío Judas, y á los
mis hijos los nietos del tío Judas.
—Pues mira—le interrumpió el secretario
riéndose,—que no haría mal Judas tu padre,
porque algo rojo tiene el pelo.
—No, señor, usted perdone; no le tiene ro-
jo, le tiene cano y un poco ahumado de allá
de la cocina de casa, que es muy humosa...
—Bien, bien...ya veremos de arreglar eso...
;
— Es que mire usted—continuó Fidel,—yo,
bablándole á usted con franqueza, venía de-
cidido á que si me decían que mi padre tenía
que ser Judas ó que había peligro de que
fuera Judas, se volviese conmigo para casa
sin ser apóstol.
—¡Pero, hombre!... ¿Y te había de dar tan
fuerte?
224 PARÁBOLAS

—Sí, señor, sí—decía Fidel muy resuel-


to.—Y lo mismo le dirá á usted mi padre.
—Verdad es, señor—dijo el tío Felipe.
—Bueno, pues no tengan ustedes miedo,
que no habrá nada de eso de Judas—les dijo
el secretario reprimiendo la risa.
Y despidió al tío Felipe y á su hijo hasta
el Jueves Santo.
Después contó al señor Obispo toda la en-
trevista que con el tío Felipe y su hijo había
tenido, y el temor y la repugnancia de Fidel
y de su padre á que éste tuviera que repre-
sentar al apóstol traidor, cosa que al prelado
le hizo mucha gracia.
E l Jueves Santo, al servir la comida á los
apóstoles, se acordó del caso y preguntó al
secretario:
—¿Cuál es el que no quería ser Judas?
—Este—dijo el secretario señalando al tío
Felipe;—el recomendado del señor Lectoral.
—Bien, bien—le dijo el señor Obispo, dán-
dole unas palmadas en el hombro;—hace us-
ted bien, que demasiados Judas hay por el
mundo todavía.
De este modo se enteraron también los de-
más apóstoles de que el tío Felipe no quería
ser Judas, y esto les sirvió de motivo para
darle bromas.
Después, cuando llegó la ceremonia prin-
cipal del apostolado, la de irles lavando el se-
ñor Obispo los pies á todos, uno por uno, en
PARÁBOLAS 225

una palangana de plata y enjugárselos con


una toalla de seda, todos estaban muy serios
y muy poseídos del sagrado papel que repre-
sentaban; pero más que todos el tío Felipe,
que tenía una actitud de verdadera devoción,
no exenta de temor de que el señor Obispo
volviera allí á decirle algo de Judas...
Pero no; el prelado, al llegar á él, hizo lo mis-
mo que con los demás, sin distinción alguna.
A l despedirse al día siguiente del señor
Obispo y del secretario para volverse á Valle-
jín, ya fué otra cosa: ya les embromaron á él
y á su hijo con los temores que habían tenido
de que le tocara representar á Judas.
Y otro tanto le pasó al despedirse de los
demás apóstoles, con quienes se trataba ya
fraternalmente, pues varios le decían estre-
chándole la mano: «Adiós, el que no quería
ser Judas»; y hasta hubo alguno que le dijo:
«Adiós, Judas».

Emprendieron el viaje de vuelta, y al lle-


gar á la taberna de Dos-Ríos, donde habían
dormido á la ida, la tabernera les recibió
muy amistosa, diciendo al tío Felipe:
—¡Hola, hola! ¡qué majo viene usted y qué
contento! Bien se conoce que no le tocó ser
Judas...
—No, gracias á Dios—la contestaron los
dos á un tiempo.
15
226 PARÁBOLAS

—Pues no se alegrarían ustedes poco...


Porque yo misma tenía pena y me acordaba
aquellos días muchas veces, diciendo para mí:
«¡Si á aquel buen hombre le harán ser Judas!»
—No, eso no—decía Fidel;—antes nos hu-
biéramos vuelto para casa.
—Pero no hubo necesidad de llegar áes,o—
decía el tío Felipe.
—Me alegro, me alegro.
—Teníamos buen padrino...
—Sí; eso vale mucho...
En esto, entraba de fuera el tabernero, y
le decía su mujer:
— M i r a , éste es el anciano aquel de Valle-
jín que estuvo aquí el otro día, que iba á ser
apóstol...
—¡Ah! sí, el que no quería ser Judas...
Y entraba luego un vecino de los que le
habían visto allí, cuando iba para la ciudad,
y le decía:
—¡Hola!... Éste es el que tenía miedo á
ser Judas...
Cuando pasaron al día siguiente por Villa-
noble y entraron á saludar á la familia de
su protector, fueron por ella muy felicitados
el padre y el hijo, pero especialmente el pa-
dre, por el buen porte que traía; y también
le decía el hermano del señor Lectoi'al:
—¿Ve usted cómo no le hicieron ser Ju-
das?...
Por último, llegados felizmente á Vallejín,
PARÁBOLAS 227

Fidel se esmeró en hacer entender á todos


los vecinos del pueblo que iban acudiendo á s u
casa á darles el parabién y la bienvenida,
que su padre no había sido Judas; que él por
ningún concepto hubiera consentido que á
su padre le hicieran ser Judas, que su padre
tampoco se hubiera avenido á ser Judas.
Y , naturalmente, con tanto insistir en ello
y tanto enterar á todos del caso, toda la gen-
te del lugar decía al hablar del nuevo após-
tol: «el tío Felipe, que no quiso ser Judas;
el tío que no quiso ser Judas»...
Y como este mote de «el tío que no quiso
ser Judas» resultaba demasiado largo, pronto
se le abreviaron al tío Felipe, llamándole
sencillamente «el tío Judas», y á Fidel «el
hijo del tío Judas», y á los hijos de Fidel
«los nietos del tío Judas».

Lo cual demuestra que no se debe tener


demasiado miedo á las cosas desagradables,
ni huir de ellas con demasiado afán, pues á
veces, por tanto empeñarse en huir de ellas,
le caen á uno encima.
Que es lo que había dicho ya Horacio:
In vitium ducit culpce fuga, si caret arte.
XVI

LA PERFECCIÓN DEL SISTEMA


L A PERFECCIÓN" D E L S I S T E M A

Sucedió uua vez en un país medio salva-


je, es decir, en un país que había sido ci-
vilizado, pero que, á fuerza de practicar el.
sistema liberal que llaman, se había vuelto
medio salvaje, si es que no salvaje del todo;
sucedió, decía, que un funcionario de los que
llamaban allí gobernadoi-es civiles y estaban
encargados de hacer lo que les diera la gana
en las respectivas provincias... á los respecti-
vos caciques, se sintió una noche indispues-
to... con el ministro de la Gobernación, y
presentó la renuncia de su cargo.
Y sucedió que, juntándose el hambre con
la gana de comer, pues el ministro no es-
taba deseando otra cosa que la dimisión del
gobernador, se la .aceptó en seguida, con lo
cual quedó el cargo vacante. Y habiendo que-
dado vacante el cargo de gobernador, uno de
los diputados que en el sistema se llamaban
ministeriales, porque no tenían otro oficio
232 PARÁBOLAS

que decir amén á todo lo que proponía el M i -


nisterio, cansado j a de hacer este papel gra-
tuitamente, quiso sustituir en el mando de la
provincia huérfana, y en el sueldo adyacente,
al gobernador dimisionario.
L a cosa no tenía nada de particular, por-
que ya se sabe que cada cual tiene su gusto,
y que lo que uno no quiere otro lo desea,
porque el mundo es así y así habrá que de-
jarle.
Bueno; pues el hombre, ó, si ustedes quie-
ren, el diputado ministerial, brujuleó y ma-
nejó con habilidad el incensario, digo, el
asunto, y salió airoso en su pretensión, derro-
tando a todos los que apetecían la misma
plaza, que no pasarían mucho de tres do-
cenas.
E l diputado fué nombrado gobernador ci-
vil y dejó vacante su distrito electoral, por-
que el cargo de gobernador y el de diputado
no podían ejercerse á un tiempo.
Y dijo en seguida el gobernador cesante,
dándose una palmada en la frente:
—¡Quoniam!... Pues ya que el diputado
por Valdebobos me sustituye á mí en el go-
bierno de la provincia de Malasuerte, ¿por
qué no he de sustituirle yo á él en la repre-
sentación parlamentaria?... Yamos á ver si
pega.
Y el hombre fué y, desindisponiéudose con
el ministro y poniéndose bien con el cacique,
PARÁBOLAS 233

dio todos los pasos que eran de rigor para


llegar á ser nombrado representante del dis-
trito de Valdebobos en el Parlamento, es
decir, para llegar á ser encasillado, que era
la palabra pudorosa que se solía emplear, aun
cuando apenas había ya quien no estuviera
en el secreto de que encasillado y nombrado
era todo uno.
Y , efectivamente, el gobernador dimisio-
nario de la provincia de Malasuerte fué en -
casillado como candidato ministerial por el
distrito de Valdebobos.

— ¿Triunfará?—-se preguntaban algunos


pobres hombres.
— Indudablemente—contestaban los algo
más avisados y más prácticos en el sistema,—
el candidato encasillado siempre triunfa.
—Es que tiene de contrincante á un hijo
del país—objetaban los candidos.
—Pues aunque tenga en contra al hijo y
al padre—-replicaban los listos.
—Es que el otro candidato es de mucho
arraigo—insistían los bobalicones.
—Aunque esté más arraigado que un roble
viejo: contra el encasillado no hay arraigo
que valga.
—Es que está dispuesto á gastar mucho
dinero...
—Tanto peor para él, que lo pierde, y tan-
to mejor para el ministerial, que tendrá la
234 PARÁBOLAS

gente contenta y divertida con el dinero del


enemigo.
—Es que también está dispuesto á tomar
tocias las precauciones que autoriza la ley,
para evitar los pucherazos.
—Como si no tomara ninguna, porque con-
tra la voluntad del ministro no hay precau-
ción que valga.
Así planteada la cuestión y publicada la
convocatoria en la Gaceta, llegó el día de la
elección, que era un domingo; porque como
j a para entonces iba el país aquél cansado
de elecciones y de sistema, no siendo la vo-
tación en día de fiesta no iba nadie á votar.
Y aun siendo en día de fiesta, algunas veces
tampoco.
Es de advertir que ya antes y con antes el
candidato del país había recorrido el dis-
trito, enterándose de los deseos de los electo-
res, y manifestándoles de paso el suyo de
ser votado, al cual todos accedían de buena
gana, prometiendo votarle.
Era cosa hecha. Vigilando la elección en
todas las secciones, cuidando las urnas, evi-
tando el pucherazo, era cosa hecha... Quizá el
mismo candidato encasillado lo habría com-
prendido así, y habría ya desistido de su em-
peño, pues no se le veía por el distrito...
Así pensaba el pobre candidato de oposi-
ción, y la verdad era que así, á la simple vis-
ta, no parecía desacertado su pensamiento.
PARÁBOLAS 235

A la simple vista, sí, pero tenía que ser una


vista muy simple.
Sin embargo—añadía para sí el candidato
de oposición,—por lo que pueda suceder, to-
maré todas las precauciones ideadas... Por
fortuna, mi carrera y mi posición me las fa-
cilitan.
Efectivamente: como el candidato de opo-
sición era notario, y por añadidura decano de
un Colegio notarial, tenía todo lo que quería
con los de su clase.
Veintitrés secciones formaban el distrito y
veintitrés notarios tenía preparados, cada
cual en su sección correspondiente, el día de
la elección por la mañana, dispuestos á le-
vantar acta de cualquier infracción de la ley
que se cometiera, y hasta de la irregularidad
más insignificante.
Llegó la hora de abrir la elección; los vein-
titrés notarios esperaban á las puertas de los
veintitrés locarles designados.
No se abrió ninguno. N i á las ocho, ni á
las nueve, ni á las diez, ni a ninguna hora
del día.
Los veintitrés notarios levantaron veinti-
trés actas de cómo no se había abierto la
elección en los colegios, y el candidato de
oposición las recogió todas y las guardó en el
bolso, para exigir con ellas todo género de
responsabilidades, en las que parecía creer
todavía, ó por lo menos para declarar la elec-
236 PARÁBOLAS

ción desierta y provocar nueva convocatoria.


No había noticia de que en ninguna parte
se hubiera votado ni intentado votar; lo úni-
co que se sabía era que en casi todos los pue-
blos se habían reunido los electores en la ta-
berna á celebrar la votación poniéndose a l i -
tordos con la propina del diputado hijo del
país.

Esto era el domingo por la noche. Cuatro


días después, el jueves por la tarde, corrió la
noticia de que en la cabeza del partido y del
distrito electoral se había celebrado el escru-
tinio y se había proclamado diputado al can-
didato encasillado.
—¿Escrutinio de qué?—decía el candidato
de oposición.—¡Si no ha habido elección!...
¡Si tengo yo las actas notariales probatorias
de que no se ha abierto ningún colegio!...
—Pues no lo dude usted—le decía un ami-
go;—el escrutinio se ha celebrado bajo la
presidencia del juez de instrucción, y el can-
didato encasillado tiene ya su acta.
—No es posible...
—No será legal ni justo; pero lo que es
posible...
—Pues lo veremos—contestaba el candi-
dato; y se marchó á la corte.
Quiso entrar en el Congreso á formular su
reclamación; pero no le dejaron los porteros
porque no tenía pase...
PARÁBOLAS 237

A l fin, al amparo de un diputado conoci-


do, logró entrar, presentó sus papeles, y...
como si los hubiera perdido en el camino...
Solicitó informar previamente una noche
ante la Comisión; pero como si no informa-
ra: de los cuatro ó cinco diputados que asis-
tieron, unos se reían, otros se dormían...
L a Comisión dio dictamen favorable al
acta falsa del encasillado...
Un amigo del otro candidato formó voto
particular, pidiendo se declarase la nulidad
del acta, porque no había habido elección en
ningún colegio, y así lo afirmó ante la Cáma-
ra al apoyar su voto en elocuente y fogoso
discurso.
—¡Qué novedades nos cuenta su señoría!—
le contestó riéndose un ministerial.—Eso ya
se sabe que lo dicen siempre los candidatos
derrotados.
—Aquí tengo copias de las actas notariales
que obran en el expediente y prueban que no
hubo elección—'replicaba el defensor del voto.
—¡Qué cosas tiene su señoría!—insistía el
contrario chungueándose.—En fin,
S i es broma, puede pasar;
Pero, á ese extremo llevada...

Parece mentira que eso se diga en serio...


Y a veo que su señoría, como buen amigo del
candidato derrotado, quiere hacerle funerales
de primera, clase; mas para eso no se necesita
238 PARÁBOLAS

dar la nota de lo grotesco y de lo absurdo.


¿Cómo quiere su señoría hacernos creer que
no lia habido elección en ningún colegio,
en ninguno precisamente? ¡Y dice que lo
prueba con actas notariales!... ¡Bah! qui ni-
mis probat, nihil probat...»
Y sin elección, sin un solo voto emitido en
su favor, sin haberse abierto un solo cole-
gio, el candidato ministerial fué proclamado
diputa...
—¿Qué haces?—me dijo al llegar aquí mi
amigo el marqués de P., cogiéndome la mano
con que escribía, sin dejarme acabar la pa-
labra empezada.
—Un cuento—le respondí;—mira: estaba
acabando de escribir un cuento contra el sis-
tema parlamentario.
—¿Le puedo leer?...
—Sí, hombre... ¿por qué no?... Y me ale-
gro de que le leas, á ver qué te parece... Te
advierto que es original... Quizá le encuen-
tres algo exagerado, pues aunque el sistema
es una farsa, a eso que j o supongo no ha
llegado aún, ni acaso llegue nunca; pero algo
había que inventar y fingir para que tenga
alguna gracia y alguna sal el cuento, y para
acabar de poner el sistema en ridículo...
Ya sabes la licencia que á los pintores y á
nosotros nos concedió Horacio de quidlibet
audendi...
PARÁBOLAS 239

Cuando el marqués acabó de leei% me dijo:


—Está muy bien; es un cuento muy bonito,
y hermosamente escrito, por supuesto. Pero
oye, ¿por qué dices que es original?
—¡Toma! Porque lo es. ¿Por qué lo he de
decir? No lo diría si no lo fuera...
—Pues, chico, te advierto que no lo pare-
ce... y que todo el mundo creerá que le has
plagiado... Y cuando lo sepa doña Emilia, dirá
muy contenta: ¡Todos somos pecadores!
•—Te aseguro que no; no le he leído en nin-
guna parte, ni he oído contar nada parecido.
—Pues entonces te le han plagiado á t i . . .
no puede menos...
—¿Quién?
— E l ministro de la Gobernación... ¿Tú ha$
contado el cuento, antes de escribirle, delante
de él ó de algún amigo suyo?
—Es posible... creo que le esbocé una tar-
de en el salón de conferencias, delante de...
—No digas más: te le han plagiado. Lo
mismo, lo mismo que tú supones haber suce-
dido en el distrito de Valdebobos, se ha hecho
en la quincena anterior la elección y la pro-
clamación de diputado por el distrito de
Chantada.
XVII

EL TAMBORITERO

16
E L TAMBORITERO

Veinte duros, pagaderos en dos plazos de


á diez, el uno por San Miguel de Setiembre
y el otro por San Miguel de Mayo, consti-
tuían la dotación auual de Juan Ortiz el
tamboritero de Villadanzas.
Por esa suma, en realidad nada excesiva,
tenía Juan Ortiz la obligación que cumplía
religiosamente de tocar el tambor y la dul-
zaina todos los domingos y fiestas de guar-
dar, de las once á las doce de la mañana y
de las dos a las cinco de la tarde, en la tem-
porada de invierno, que duraba allí desde
fines de Setiembre á principios de Mayo, y de
las nueve á las once de la mañana y de las
cuatro al toque de la oración por la tarde, en
la temporada de verano, que se extendía des-
de principios de Mayo á fiues de Setiembre-
L a música, si me permiten ustedes llamar-
la así, había de ser por el invierno en la pla-
za y por el. verano en las eras, y lo que el
244 PARÁBOLAS

tamboritero tenía que tocar eran bailes, al-


ternando lo llano con lo menudo y con la re-
dondilla, para concluir irremisiblemente con
la jota.
¿Que si pasaban la vida divertida y con-
tenta en Villadanzas? ¡Figúrense ustedes!...
Como que venía a ser casi lo mismo que en
Villalón, de donde ya se sabe lo que dice la
copla:
Allá en Villalón,
por no trabajar,
andaba la gaita
por todo el lugar..

¡Ah! se me olvidaba añadir que en el ve-


rano también tenía el tamboritero que tocar
un poco de diana por las calles, al amanecer
alguna de las cuatro ó cinco fiestas mayores.
Todo esto por la modesta asignación ofi-
cial. Pero aparte de ella percibía Juan Ortiz
otros emolumentos, porque tenía también sus
apelaciones, como se dice de los cirujanos y
médicos rurales, cuando se reclaman sus ser-
vicios para fuera del partido, ó, aun den-
tro de él, para personas no avenidas ó para
casos exceptuados de la avenencia.
Estos lucros extraordinarios, que se po-
drían llamar, en el buen sentido de la frase,
desgajes del oficio, se los proporcionaban á
Juan Ortiz, en primer término, las bodas rum-
bonas, en las que tocaba todo el día y una
PARÁBOLAS 245

gran parte de la noche y casi todo el día si-


guiente ó de la tornaboda, por una cantidad
estipulada de antemano ó confiada á la ge-
nerosa voluntad del padrino ó de las familias
de los novios cuando eran gente de verdade-
ro rumbo. E n segundo lugar, aunque en me-
nor escala, los bautizos rumbones también,
como lo solía ser por lo menos el primero de
los correspondientes ó consiguientes a cada
boda de la misma clase, en los cuales iba to-
cando delante de la comitiva cuando se dix-i-
gía á la iglesia, y cuando volvía desde la igle-
sia á casa después de acristianar el vastago.
ítem en las misas nuevas, en las que toca-
ba como en las bodas todo el día y casi toda
la noche; y aunque es verdad que no las ha-
bía todos los años, también lo es que, por eso
mismo, cuando caía una, Juan Ortiz sabía
muy bien ponderar lo grande y extraordi-
nario del acontecimiento y hacerse pagar con
largueza. í t e m más, las visitas del señor
Obispo, que no eran tampoco anuales ni con
mucho, pero cuando acaecían tocaba a l a en-
trada del prelado en el pueblo y á la despedi-
da, pagado espléndidamente por los curas
del arciprestazgo, que aunque no anden muy
sobrados de dinero, siempre en tales casos
echan la casa por la ventana.

De vez en cuando, también le llamaban


para honrar la fiesta del santo patrón de al-
gún lugarcillo comarcano que no podía per-
246 PAIt ABÓLAS

rnitirse como Villadanzas el lujo de tener


tamboritero. Algún año también, aunque de
tarde en tarde, en el mismo Concejo se le
encargaba, mediante propina, organizar y en-
sayar una danza de mozos para celebrar la
fiesta principal de la villa, que era la Asun-
ción de Nuestra Señora, con solemnidad ex-
traordinaria.
Por todos estos conceptos y otros semejan-
tes, descontando partidas fallidas como, por
ejemplo, las cantidades que devengaba to-
cando a l a venida del candidato ministerial y
del de oposición en tiempo de elecciones por
mandado de la justicia local ó del cacique,
sin que ni éste ni aquélla cuidaran de pagar-
le; aun descontadas, como digo, las partidas
fallidas, venía reuniendo Juan Ortiz otro
tanto como cobraba de sueldo, y aun más
algunos años; de suerte que con sus cuarenta
ó cincuenta duros anuales, como al mismo
tiempo que tamboritero era algo labrador y
contaba por consiguiente con los frutos de
sus tierras, se manejaba menos mal y vivía
más desahogado que la mayor parte de Los
vecinos.
Aunque el cargo de tamboritero era de
provisión anual y de dar de la justicia, se le
consideraba allí como perpetuo é inamovible;
y de hecho lo era, no solamente en la perso-
na, sino en la familia; pues antes que Juan
Ortiz, le había desempeñado con las mismas
PARÁBOLAS 247

condiciones su padre José Ortiz, y antes que


éste, allá muy antes, según constaba en los
escritos antiguos de cuentas del Concejo, su
abuelo Juan José Ortiz, y aun se decía si an-
tes le había desempeñado ya su bisabuelo.
Con estos antecedentes, bailábase Juan
muy tranquilo respecto de la estabilidad de
su empleo, sin que jamás se sintiese miedoso
de que alguien pudiera venir á suplantarle
en él mientras viviera... N i aun después de
su muerte pensaba que el empleo había de
salir de su familia, porque contaba con trans-
mitírsele á su hijo mayor, á quien había ya
enseñado el oficio creyendo dejarle en él una
buena herencia; pues aunque el sueldo no
era grande, reforzado, como se ha dicho, con
las apelaciones y los productos de la labran-
za, daba para vivir con comodidad, y, en fin,
á él nunca le había parecido pequeño.
Mas, corriendo sin cesar los días, llegó uno
en que Juan Ortiz, 6 por haber leído perió-
dicos, ó por haber hablado con los que los
leían, se enteró de que, por la época en que
solían discutirse los presupuestos en las Cor-
tes, todo el mundo pedía aumento de sueldo,
y, lo que era más, á casi todo el mundo se le
aumentaban.
Y como nadie está libre de un mal pensa-
miento de ambición ó de cualquier otra clase,
Juan Ortiz entró en gana de hacer lo mismo
que los demás, y al fin un año se presentó al
248 PARÁBOLAS

Concejo, exponiendo formalmente su preten-


sión de que se le aumentase el salario, apo-
yándola eu los siguientes argumentos, copia-
dos casi al pie de la letra del discurso de un
diputado que, previo contrato con los favo-
recidos, que se comprometían formalmente á
cederle íntegro el aumento del primer año,
acababa de pedir, con pedestre elocuencia,,
que se les aumentara el sueldo á los fiscales
de los juzgados de primera instancia:
«La vida se va haciendo cada día más
cara—decía Juan, copiando al diputado alu-
dido;—las cosas necesarias para vivir con de-
cencia, y aun las de primera necesidad, se
han ido encareciendo rápidamente: lo que
antes costaba dos reales, cuesta ahora una
peseta; los alimentos, los vestidos, todo se pone
por las nubes, todo cuesta ya el doble que
antes. Por eso, más ó menos paulatinamente,
se han ido subiendo todos los sueldos, y no
debe ser una excepción, sino que debe subir-
se también, el de los muy dignos funcionarios
á quienes la sociedad encomienda la misión
delicada é importantísima de la...»
E l diputado había dicho «de la vindicta
pública». Juan Ortiz dijo:
«...la misión delicada é importantísima de
la diversión pública... A más de que, si no se
dota á estos dignísimos funcionarios con lar-
gueza, para que puedan satisfacer amplia-
mente las necesidades de la vida, ¿cómo se
PARÁBOLAS 249

quiere, con qué derecho se les exige que haya


probidad y honradez en sus redobles? (El di-
putado había dicho" «en sus dictámenes».)
Fundado en estas consideraciones, yo pre-
gunto respetuosamente al Congreso, digo, al
Concejo: si todos los sueldos de los funcio-
narios públicos se han ido elevando al doble,
ó poco menos, ¿por qué razón ha de seguir
ganando los mismos veinte duros de siempre,
y no ha de ganar cuarenta, ó siquiera, siquie-
ra treinta, el tamboritero? Yo entiendo, se-
ñores, que un funcionario...»
—Mira, Juanillo—le interrumpió el alcal-
de, que era hombre cachazudo y de buena
luz natural, pero que se iba ya cansando de
oirle decir tonterías,—calla esa boca y déja-
nos en paz; no trates de poner usos nuevos
en villas viejas. Aquí no hay tal carestía de
la vida, ni el vestido ni el alimento cuestan
más que antes. L a misma lana, poco más ó
menos, darán las tus.ovejas y las mías este
año que el año pasado, y el mismo tiempo se
tarda en hilarla, tejerla y pisarla. Y el mismo
centeno, poco más ó menos, y el mismo trigo
dan ahora que daban antes las tierras, y la
misma leche las vacas. Para quien las cosas
van cada vez peor es para los que no cobra-
mos sueldo ninguno y tenemos que pagar la
contribución, que es la única que va subiendo
todos los años... Conque así, no seas tonto,
llévate la vida en paz y no quieras buscar tres
250 PARÁBOLAS

pies al gato... Quiero decirte, que no andes


por donde la justicia determine sacar el car-
go de tamboritero á qtiien por menos, que es
como, según la ley, deben contratarse los ser- .
vicios públicos, y venga por ahí algún desocu-
pado que no tenga inconveniente en servirle
por las dos terceras partes ó por la mitad, si
se ofrece.»
Juan no insistió, porque oyendo cómo se
expresaba el alcalde, comprendió que llega-
ba, corno suele decirse, en el mes del obispo,
ó que no estaba la Magdalena para tafetanes;
pero tampoco se asustó ni se preocupó nada
con la amenaza del alcalde de que pudiera
llegar el caso de que su cargo se sacase á
quien por menos, ó dígase á pública subasta.
Aquello le pareció que era hablar al bultun-
tún, porque estaba seguro de que ni en la
villa ni el contorno había nadie que supiera
tocar la dulzaina y el tambor más que él y
sus hijos; y eso de que pudiera venir un fo-.
rastero que no teniendo allí tierras, ni pra-
dos, ni vacas, como tenía él, se sujetara á to-
car el tambor y la dulzaina todo el año de
Dios por veinte duros, ó por menos de veinte
duros, ni á él ni á ningún hombre de razón
le podía caber en la cabeza.

Tal era el estado de las cosas cuando acertó


á venir por allí una compañía de titiriteros;
la cual, pedida y obtenida la necesaria licen-
PARÁBOLAS 251

cia del alcalde, comenzó á dar unas funcio-


nes nocturnas en la casa de Concejo, que era
á la vez casa de escuela, y cuando era menes-
ter, también servía de teatro.
Componíase la compañía de dos matrimo-
nios y dos medias docenas de rapaces, de los
que los más espigadillos de uno y otro sexo
ayudaban á sus padres en la empresa de ganar
de comer tomando parte en las funciones.
E l programa dé éstas no dejaba de ser va-
riado. E l número principal, y aun el primero
puede decirse, pues antes no había más que
unos culumbetes que daban los chicos sobre
una manta, le constituían los muñecos, la
exhibición del famoso y terrible Cristóbal,
que mataba á su mujer de un morterazo, y
luego, de un porrachazo, al cura que la venía
á enterrar, y de otro, al alguacil que le ve-
nía á prender; y, aun después de preso y con-
denado á muerte, por poco no entornaba
también de otro cacbiporrazo al verdugo de
Granada, que acudía á ejecutar en él la te-
rrible sentencia. Después, un rato de linterna
mágica, merced á la cual aparecían represen-
tados eu una sábana el Cid Campeador, el pa-
lacio real de Madrid, la pantera., Napoleón,
el jabalín inglés que se vuelve al tiro y otras
varias notabilidades. Luego, otro rato de pres-
tidigitación, en el que dos de los muchachos
mayores hacían con gran sutileza juegos de
manos, desanudaban los nudos más apretados
252 PARÁBOLAS

con sólo tocarlos con la punta de una vara;


adivinaban el pensamiento, y á cualquier es-
pectador, sin que diera cuenta ni supiera
cómo, le quitaban un duro de la palma de la
mano á ojos en vista. Y por tütimo, después
de algunos chistes y habilidades del payaso,
se ponía un rapaz á caballo en un trapecio y
empezaba á dar vueltas como un argadillo;
su padre decía que andaba muy despacio y
que había que ponerle una espuela, y dicien-
do y haciendo, le ataba un cohete á un cal-
cañar y le prendía fuego, y el muchacho vol-
vía á dar vueltas en el trapecio con mucha
mayor velocidad que antes, armando un chis-
porreteo que era el acabóse.

Como la entrada no costaba más que cua-


tro cuartos a las personas mayores y dos á
los niños, todas las noches se llenaba la sala,
y eso que era un paramal; de suerte que la
recaudación no podía ser más halagüeña.
Pero con todo eso, á la tercera noche, sobre
si los trabajos de cada parte eran ó no pro-
porcionados á la distribución que se hacía de
las ganancias, surgió entre las dos familias
una desavenencia, que degeneró en riña y en
formal rompimiento.
A la mañana siguiente, después de partir
los títeres y demás enseres del oficio, así
como los pollinejos que tenían para trans-
portarlos, uno de los matrimonios se marchó
PARÁBOLA 258

con sus hijos y sus trebejos en dirección al


Mediodía, y el otro con los suyos en dirección
al Norte, como si no quisieran volver á en-
contrarse nunca.
Pero este último, que era el más joven,
aquel mismo día, á puestas del sol, volvía á
entrar en la villa con toda la recámara y se
acuartelaba de nuevo en la taberna como es-
taba antes.
Se creyó que aquella vuelta sería para mar-
charse en otra dirección distinta; pero pasa-
ban días y no se marchaban... Y a una tarde
salieron de la villa con todo su menaje, pero
volvieron á otro día por la mañana y se supo
en seguida que aquella noche habían estado
dando una función en uno de los pueblecillos
del contorno; otro día hicieron lo mismo,
y luego las salidas se .repetían á menudo,
prueba de que no les iba en ellas del todo
mal, pero siempre volvían á Villadanzas, que
sin duda les gustaba como centro de opera-
ciones.

Con esto comenzó á sentir Juan Ortiz un


requemorcillo de que el titiritero rezagado
tratara de avecindarse allí y hacerle mal ter-
cio, no con los títeres, sino con el tambor y la
dulzaina; porque es de advertir que, al disol-
verse la compañía, le habían correspondido
en la partija entre su mitad de utensilios
la dulzaina y el tambor que tenían para
•2oi PARÁBOLAS

anunciar cada mañana por las calles la fun-


ción de la noche y para convocar á ella al os-
curecer, y ya era sabido que tocaba admira-
blemente ambos, instrumentos.
Cuando hubo exhibido sus títeres y lucido
sus habilidades y las de sus hijos en todos los
pueblecillos de alredor, viendo que ya aquella
industria, de no extender mucho el radio de
acción, no daba más de sí, discurrió irse á
las romerías, que eran muy frecuentes en
aquella temporada de fin de verano, á tocar
sin ajuste ni convenio alguno la dulzaina y
el tambor para divertir al concurso y para
que la juventud bailara á su placer cuanto
quisiera. De vez en cuando, entre baile y bai-
le, uno de sus hijos más pequeños pasaba
por entre los bailadores una bandejina de
hojalata pintada de encarnado y verde, y si le
echaban algún cuarto, bien, y si no, también:
seguía tocando tan campante.
E l requemor de Juan Ortiz, que había ido
creciendo con todas estas cosas, llegó á con-
vertirse en aterradora seguridad el día que
supo que el titiritero, dejando su alojamien-
to provisional de la taberna, se había insta-
lado con sus trastos en una casa que estaba
deshabitada, px-ometiendo al dueño pagarle
alguna renta.
Entonces vio clai-o el peligro que le ame-
nazaba y en el que primero no creía; enton-
ces ya creyó á pies juntos que aquel f oras te-
PARÁBOLAS 255

ro era un enemigo que tomaba posiciones


con intento de birlarle la plaza; y pensando
que «al raposo durmiente, según dice el re-
frán, no le amanece gallina en el vientre», y
que «al que madruga Dios le ayuda», y que
«hombre prevenido vale por dos», se puso en
defensa con tiempo, hablando á los indivi-
duos de justicia y demás vecinos influyentes
del Concejo, á quienes encareció la necesidad
de que le apoyaran y sostuvieran contra el
intruso si llegaba el caso, no tanto por favo-
recerle á él y conservarle el modo de vivir,
1
cuanto por el bien de la villa , por evitar que
se avecindara y arraigara allí aquel aventure-
ro que á saber de qué casta sería y que por
todo caudal traía una enjambre de rapaces
morriñosos que se habrían de criar por allí
rebojeando para ser después á lo mejor unos
gandules...
Todos le contestaban, como es de suponer,
favorablemente, asegurándole que siempre
sería preferido en igualdad de condiciones, lo
cual no dejaba de tranquilizarle.
Por su parte, Pedro García, que así se lla-
maba el ex-titiritero, unos días antes del de
San Silvestre, último del año, que era cuando
se proveían los empleos concejiles, según se
había ya él informado, se presentó al alcalde
solicitando la plaza de tamboritero, que ofrecía
servir por mucho menos sueldo del que tenía
asignado. Contestóle el alcalde que, desde el
•25»j PARÁBOLAS

momento en que había más de un aspirante


á la plaza; lo que procedía era sacarla á quien
por menos, y eso se haría, adjudicándosela al
que la sirviera más económicamente. Aque-
lla misma tarde el pregonero del Concejo
anunciaba la subasta.

Llegada la noche de San Silvestre, y re-


unidos la justicia y el vecindario en la casa
de Concejo para rendición de cuentas, reno-
vación de cargos, provisión de empleos y con-
vite de despedida del año, se procedió lo pri-
mero á subastar la susodicha plaza en toda
regla.
—De orden del señor alcalde, y por acuer-
do del Concejo—dijo solemnemente el algua-
cil,—se pone á quien por menos la plaza de
tamboritero de la villa, tomando como tipo el
sueldo de veinte duros en que hasta hoy es-
taba servida... ¿Quién la sirve por menos?...
—Yo la sirvo por quince duros—dijo Pe-
dro García en voz alta y desahogada.
—Por quince duros la sirven—repitió el
alguacil.—¿Hay quien la sirva por menos de
quince duros?...
— Y o por catorce—dijo Juan Ürtiz muy
malhumorado.
•—Yo por diez—dijo inmediatamente Pe-
dro García, sin dar tiempo siquiera á que el
alguacil pregonara la postura de los catorce.
PARÁBOLAS 257

Una ola de indignación cubrió el semblan-


te de Juan Orfciz, que se puso encarnado como
la grana, y luego pálido como la cera, y otra
vez encarnado, y otra vez pálido; es decir,
que un color se le iba y otro se le venía.
E l alguacil pregonó la ultima postura del
titiritero, diciendo:
—Por diez duros la sirven... ¿Hay quien la
sirva por menos de diez duros?...
Reinó el silencio. Se hubiera sentido volar
una mariposa.
Juan Ortiz tuvo un instante de perpleji-
dad; pero la ira se sobrepuso en él á la re-
flexión, y dijo para sí resueltamente: «No, no
quiero envilecerme ni envilecer el cargo hasta
ese punto». Y se retiró de la reunión sin ha-
blar palabra.
E l alguacil volvió á preguntar:
—¿Hay quien desempeñe el cargo de tam-
boritero por menos de diez duros?...
Y como nadie decía nada, continuó:
—Diez duros, á la una... ¡Que se va á dar
el buen provecho!... Diez duros, á la una...
Diez duros, á las dos... ¡Que buen...! ¡que re-
buéu...! ¡Que lo digo! Diez duros... diez duros,
á la una... diez duros, á las dos... ¡Que se re-
mata!... diez duros, á las... tres. ¡Que buen...!
¡que rebuén...! Que buen provecho le haga...
que le haga buen provecho... que buen pro-
vecho le haga... al que lo tiene puesto.
E l suceso fué muy comentado toda aquella
17
258 PARÁBOLAS

noche durante el convite. Unos alababan la


dignidad y entereza del antiguo tamboritero
en no querer servir por una cantidad tan
exigua; otros censuraban su soberbia dicien-
do que mientras tenía diez duros, ó aunque
no fueran más que cinco, no tenía necesidad
de pedir nada á nadie.
Juan Ortiz, en un principio, se manifesta-
ba satisfecho de su resolución; pero luego,
considerando que al fin el otro se había sali-
do con la suya, comenzó á pesarle de no ha-
ber hecho más baja. Quería consolarse á ra-
tos con la idea de quitarle todas las apela-
ciones reduciendo mucho en ellas la tarifa, y
sitiarle por hambre; mas cuando pensaba que
de todos modos su contrario iba á ser el tam-
boritero oficial y que tendría que verle tocar
á sus anchas y recibir los aplausos de la ju-
ventud en la plaza ó en las eras todo el año
redondo, le invadía verdadera tristeza, para
la cual no había consuelo posible.
Pero, en fin, como la cosa ya no tenía re-
medio, no había más que decir con el refrán:
«á lo hecho, pecho», y tener paciencia hasta
otro año...

¿Que no tenía remedio?...


Todavía le tenía. U n vecino viejo de los
más entendidos y principales se le sugirió
aquella misma noche al mustio y desalen-
PARÁBOLAS 259

tado Juan Ortiz diciéndole que aún podía


anularse la adjudicación de la plaza de tam-
boritero cuarteando la subasta; con lo cual
le volvió el alma al cuerpo. Y efectivamente,
según derecho consuetudinario allí en vigor,
cuando se trataba de una subasta en que estu-
viera interesado el procomún, aun después
de cerrada, si había quien mejorase en la
cuarta parte la última postura, la que había
servido de precio en el remate, quedaba res-
cindido y renovado el contrato, y el nuevo
postor ó sea el cuarteador se subrogaba en
lugar del rematante.
Como Juan Ortiz estaba para agarrarse á
un hierro albando, se agarró en seguida ¡no
se agarraría ni nada! al recurso que le indi-
có el vecino legista, y á la mañana siguien-
te se presentó al alcalde en compañía de dos
hombres buenos, manifestándole su formal
propósito de hacer el cuarteo y solicitando
le fuese admitido.
E l alcalde, conocedor también de la anti-
gua costumbre, y creyendo que no se podía
menos de respetarla, reunió el Concejo á son
de campana para hacerle presente el caso,
con citación expresa y nominal del nuevo
tamboritero para que acudiera á enterarse
de lo que pasaba y á mostrarse conforme ó
alegar en otro caso lo que tuviera por con-
veniente.
Reunido el Concejo, el alcalde dio cuenta
260 PARÁBOLAS

de lo solicitado por Juan Ortiz y manifestó


que en su sentir la antigua costumbre tenía
fuerza de ley y no había más remedio que
someterse á ella, y dar por rescindido el con-
trato de adjudicación de la plaza de tambo-
ritero á Pedro García y por renovado á favor
de Juan Ortiz, que con la cuarta parte menos
de dotación quedaría subrogado en lugar del
primero.
E l Concejo asintió con unanimidad á lo
propuesto por el alcalde; y requerido Pedro
García para que dijera si estaba conforme,
contestó que sí, que él era fiel observante de
las leyes y de las costumbres que tuvieran
igual fuerza, y por consiguiente que se con-
formaba de grado con el acuerdo del Conce-
jo anulando la anterior subasta y renovando
el contrato á favor de Juan Ortiz, mediante
el cuarteo propuesto. Pero...—y aquí la na-
ciente alegría de Juan Ortiz, á quien daban
ya la enhorabuena los vecinos que estaban
á su lado, comenzó de nuevo á eclipsarse;—
pero que tan pronto como acabaran de exten-
der la nueva escritura adjudicando la plaza
á Juan Ortiz en siete duros y medio, él iba
á hacer uso del mismo derecho de cuarteo
ofreciendo servirla por las tres cuartas partes
de esa cantidad, y que por si acaso el tambo-
ritero anterior tuviera intención de cuartear
otra vez, añadía desde luego, para evitar al
Concejo y á la justicia molestias y dilacio-
PARÁBOLAS 261

nes, que él estaba dispuesto á servir la plaza


completamente gratis y desde luego lo ofrecía
así, con lo cual podían extenderle la escritura
definitiva, por cuanto ya no era de presumir
que se presentase otra proposición más ven-
tajosa.
Todo el Concejo tuvo que convenir en ello,
y Pedro García quedó nombrado tamboritero
sin sueldo ni gratificación de ninguna es-
pecie.
Si le sangran entonces á Juan Ortiz, no
da ni una gota de sangre: tal quedó de cua-
jado. Verdad es que aun los demás vecinos
á quienes el asunto no afectaba personal-
mente, quedaron atónitos.

— ¿Qué se propone este hombre?—se pre-


guntaban todos al salir de la reunión,—¿qué
va ganando?...
Alguien manifestó la idea de que aquello era
una burla, de que el ex-titiritero se proponía
dar al Concejo una broma pesada, desapare-
ciendo de allí cualquier día y dejándoles en
blanco. Esta opinión, abrazada desde luego
por Juan Ortiz, á quien no podía menos de
serle agradable, tuvo en los primeros días
otros muchos adeptos.
Pero, nada... Pasaba tiempo, y Pedro Gar-
cía, lejos de pensar en marcharse, tocaba ca-
da vez con más afición y esmero, el tambor y
PARÁBOLAS

la dulzaina, todos los días y horas que man-


daba la contrata en la plaza 6 en las eras, se-
gún el tiempo en que fuese. Y aun no conten-
to con tocar los días festivos, que era cuando
lo tenía de obligación, dio en tocar también
los días de mercado en la plaza, desde media
tarde, cuando aquél empezaba á deshacerse,
con lo cual se armaba un baile estrepitoso,
que solía durar basta bien entrada la noche.
Y tocaba igualmente, sin a justar y sin pedir
nada, en las bodas y en los bautizos, y en
cualesquiera regocijos de las principales fa-
milias... Todo sin perjuicio de irse á tocar
también á todas las romerías grandes y pe-
queñas que se celebraban en cuatro ó cinco
leguas a la redonda.
Y esto un año y oti'O año...'
¿Qué misterio es éste?—decían todos.—¿De
qué vive este hombre? No percibe sueldo del
Concejo... y toca de balde en todas partes,
pues aunque alguna vez pase la bandeja, na-
die le echa un cuarto... ¿De qué vive?... Son
un matrimonio con siete de familia: nueve
personas, de las que ninguna gana ni un
real... ¿De qué se mantienen?...
—¿Tendría sus ahorros de cuando andaba
con los títeres—apuntaba uno con timidez—
y los estará gastando alegremente en divertir
al público?...
—¡Quiá! ¿Qué ahorros había de tener?...—
le contestaban.—Y aunque tuviera algunos,
PARÁBOLAS 263

¿por dónde habían ido ya á estas horas?...


Dice un antiguo refrán que «donde se quita
y no se pon, pi'esto se llega al hondón».
¿Cnanto hace ya que habría llegado al hondón
de la caja de sus ahorros el antiguo titiritero,
caso que los tuviera?...
—Pues ello es que él vive—decía otro—y
tiene todo lo necesario; conque de alguna
parte lo saca...
—Ese es el misterio—le contestaban.
—Sí, ese es el misterio.
Y en descubrir ese misterio, se devanaba
los sesos en Yilladanzas todo el mundo... em-
pezando por Juan Ortiz, que era á quien más
le daba en qué entender la cosa.

¿Que si se llegó á descubrir el misterio al-


guna vez, me preguntan ustedes?
Sí, por cierto; el misterio se descubrió.
Andando el tiempo se llegó á saber todo. No
lo llegó á saber el pobre Juan Ortiz, á quien
la pesadumbre... mucho mayor que aquella á
que, según B,ioja, se rindieron las torres de
Itálica, la pesadumbre de verse privado del
oficio y de la esperanza de dejársele á sus
descendientes, le llevó en pocos años á la se-
pultura. Pero los demás, todos lo supieron, con
ocasión de haberse formado, por hurto del
bolsillo á un tratante, una causa criminal que
dio mucho ruido...
264 PARÁBOLAS

Entonces se supo todo... y por cierto que la


cosa era bien sencilla...
Pedro garcía, como se La diclio ya, tenía
siete hijos, de los cuales, tres que eran ya mo-
zuelos y otros dos que eran rapacetes de diez
á doce años, se dedicaban, unos á limpiar los
bolsillos de las gentes que se arremolinaban
en la plaza y en las eras, y en el mercado, al-
redor del baile... y otros, al mismo tiempo, á
hurtar todo lo que podían de las casas que
quedaban abandonadas ó mal guardadas por
marcharse la gente á oir la música. Con el
mismo objeto iban todos á las romerías á
ejercer su industria, mientras su padre tocaba
y divertía á la gente.
Del producto de todos estos hurtos vivían
el tamboritero y su familia con desahogo y
hasta con lujo.
Para eso tocaba de balde.

Esta historia, talmente como la acabo de


contar, pasó en Villadanzas, al demediar el
siglo XIX.
Conviene consignarlo formalmente, por-
que si no, como hay gente tan maliciosa, no
faltaría quien, teniéndola por una inven-
ción, por una verdadera parábola, tratara de
explicar su sentido.
Y habría quien le explicara diciendo que
el tamboritero que toca de balde simboliza á
PARÁBOLAS 265

los que ejercen cargos políticos ó adminis-


trativos, costosos de adquirir, trabajosos de
desempeñar y, por añadidura, sin sueldo.
Y aun habría tal vez quien, puntualizando
más las cosas y aguzando más la malicia, lle-
gara á insinuar la sospecha de si los que po-
nen tanto empeño y aun gastan dinero en
ganar una elección y hacerse con un acta,
para luego pasarse todo el año pronunciando
discursos de balde, lo harán con la mira de
aligerar los bolsillos al país, entreteniéndole
y embobándole con la oratoria.

FIN
ÍNDICE

I . — L A S MANZANAS. 5
II.—PANEILIA 21
III.—EL HUERTÍN DE LA HERRERA 39
IV.—SAÑA D E RUINES 53
V.—LA HERENCIA, ADELANTADA 65
V I . — L O S DOS MONTEROS 75
VIL—SIN PALO NI PIEDRA 85
VIII.—UN CONSEJO EVANGÉLICO 99
IX.—EL RÍO V I E J O 111
X.—LA ULTRAPATIANA 127
X I . — E L OYENTE 147
X I I . — L o DESCONOCIDO 159
X I I I . — E L PRINCIPIO DE LA CUESTIÓN.... 177
X I V . - L A S ARMAS 189
X V - E L TÍO J U D A S 207
X V I . — L A PERFECCIÓN DlfiL SISTEMA 229
XVII.—EL TAMBORITERO 241
PROTESTA

Si apareciese en este libro alguna cosa


contraria á la fe católica ó á las buenas cos-
tumbres, téngase por no escrita.

EL AUTOR,
±
EN
MADRID,
EN L A IMPRENTA
D E IDAMOR MORENO,
SE TERMINÓ L A IMPRESIÓN
D E ESTE V O L U M E N E L
10 DE JUNIO
D E L AÑO
1904.
¥
00
o
TÍ-

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