La Joyería de Filigrana Cacereña
La Joyería de Filigrana Cacereña
EXPOSICIÓN: CATÁLOGO:
Comisariado:
Juan Manuel Valadés Sierra Diseño:
Museo de Cáceres
Concepto y diseño:
Agustina Cantero Domínguez Textos y fichas:
José Miguel González Bornay José Miguel González Bornay
Juan Manuel Valadés Sierra Manuel de Carvalho e Sousa
Maria José Sousa
Transporte y montaje:
Juan Manuel Valadés Sierra
Montajes y Transportes de Obras de Arte. Cáceres
Maquetación e impresión:
Seguros:
Editorial MIC. León
AXA XL Insurance Company
J.M. Pozas. Cáceres Fotografía de la portada:
José Vidal Lucía Egido (Los Negritos de San Blas,
Montehermoso, 2016)
Museo de Cáceres
Julio- octubre de 2022
Prestadores:
BADAJOZ
Museo Arqueológico Provincial de Badajoz
Natividad Viera Ariza (Mérida)
CÁCERES
Asociación “Adaegina” Amigos del Museo de Cáceres
Diócesis de Coria-Cáceres: Catedral de Coria, Parroquia de San Juan Bautista (Cáceres), Ermita de San
Antonio de Padua (Cáceres)
Lorenzo Llanos Bernal
Agustina Cantero Domínguez
Marcelo Domínguez Frade (Torrejoncillo)
César Moreno Clemente (Torrejoncillo)
MADRID
Museo Lázaro Galdiano, Madrid
Museo Sorolla, Madrid
Museo del Traje. Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico, Madrid
María Florentina Sanabria Marcos, Familia Marcos Barrado, Carmen y Azucena Cerro González
CÓRDOBA
Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba
VALLADOLID
Museo de Valladolid
El Museo de Cáceres desea expresar su gratitud a las siguientes personas e instituciones:
Asociación Adaegina Amigos del Museo de Cáceres, Emilia Aglio Mayor, María Dolores Baena Alcántara,
Gema Batanero López, Santos Benítez Floriano, Clara Berástegui Pedro-Viejo, Agustina Cantero Domínguez,
Azucena Cerro González, Carmen Cerro González, Vicente Chanquet Hernández, Manuel de Carvalho e
Sousa, Casa de Velázquez (Madrid), Marcelo Domínguez Frade, José Escudero Aranda, Carmen Espinosa
Martín, Carmen Fuentes Nogales, Sophie Gilotte, Belén Gómez Martín, David Gutiérrez Romero, José
Antonio Gutiérrez Romero, María del Pilar Herrera Arbona, Guillermo Kurtz Schaefer, Helena López de
Hierro d’Aubarède, Rosario López López, José Vidal Lucía Egido, Lorenzo Llanos Bernal, Familia Marcos
Barrado, Ángel David Martín Rubio, Alberto Javier Montejo, César Moreno Clemente, Manuel Pérez
Hernández, María Florentina Sanabria Marcos, Primitivo J. Sanabria Marcos, Carlos Sánchez Díez, Maria
José Sousa, Begoña Torres González, Enrique Varela Agüí, Natividad Viera Ariza, Eloísa Wattenberg García,
Diego Zambrano López
Créditos fotográficos
Juan Manuel Valadés Sierra: Fig. 12 y 14
María García Alonso: Fig. 13
Museo Arqueológico de Córdoba (Álvaro Holgado Manzanares): Cat. 44 y 45
Museo Arqueológico Provincial de Badajoz: Cat. 31
Museo de Cáceres (Fototeca histórica): Figs. 5 y 11
Museo de Cáceres (José Miguel González Bornay): Figs. 1, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 10 y 16. Cat. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8,
9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39,
40, 41, 42, 43, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 64, 66, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81,
82, 83, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 95, 96, 97, 98, 100, 101, 102, 103, 105, 107, 108, 109, 110, 111, 112,
113, 114, 115, 116, 128, 134, 135, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 148, 149, 151, 152, 155, 158, 162, 163, 164,
165, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 172, 173, 175, 177, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 187, 188,
189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 198 y 199
Museo Lázaro Galdiano, Madrid: Cat. 63, 65 y 176 7
Museo Sorolla, Madrid: Cat. 153, 159 y 160
Museo del Traje. Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico, Madrid. Foto Francisco Javier Maza
Domingo: Cat. 136, 137, 138, 145, 146, 147, 150, 154, 156, 157, 161 y 174
Museo de Valladolid: Cat. 56, 57, 58, 59, 60, 61 y 62
Museu do Ouro de Travassos (Manuel de Carvalho e Sousa): Figs. 17, 18, 21, 22, 23 y 24
Museu do Ouro de Travassos (Luís Santos): Figs. 19, 20, 25, 26, 27 y 28
Museu do Ouro de Travassos (Maria José Sousa): Figs. 29 y 30
Museu do Ouro de Travassos (Francisco Gaspar): Cat. 84, 94, 99, 104, 106, 117, 118, 119, 120, 121, 122, 123,
124, 125, 126, 127, 129, 130, 131, 132 y 133
Vicente Chanquet Hernández: Fig. 15
Índice
11
La joyería de filigrana cacereña
Remontándonos a los orígenes históricos de la orfebrería en Extremadura, se puede hablar de una primera
etapa que se desarrolla en el Calcolítico y Edad del Bronce Antiguo y Medio, en que se encuentran escasas piezas
trabajadas con técnicas sencillas como el martillado y el batido (Cat. 1), mientras que en el Bronce Final aparecen la
fundición, la cera perdida y la unión en caliente. Ya desde la Protohistoria y la Antigüedad se encuentran referencias a
la riqueza en metales preciosos de la Península Ibérica, y parece haber acuerdo en atribuir a los fenicios la introducción,
o al menos la difusión, de la filigrana en nuestro territorio (Peixoto 1908: 7), una técnica que ya conocían previamente
micénicos y etruscos y que parece proceder de las culturas neosumeria, egipcia y asiria.
En el período orientalizante, a partir del siglo IX a. C., desde las colonias fenicias en la península se introducen
técnicas de raigambre mediterránea, como la confección de joyas huecas, la incrustación de piedras preciosas
y complementos de vidrio y esmalte, hoy mayoritariamente perdidos en las piezas conservadas, el troquelado, el
estampillado, el repujado, el granulado y desde luego la filigrana. El tesoro de El Carambolo (Camas, Sevilla), que
se fecha entre los siglos VIII y IV a. de C., ejemplifica esas aportaciones, incluyendo dieciséis placas con trabajo de
granulado y filigrana, por vez primera en la orfebrería ibérica (Torres 2002: 237). También encontramos granulado
y filigrana en un hermoso collar y en la espectacular diadema del tesoro de Ébora (Cádiz) que se atribuyen a artífices
locales, mientras que las piezas de El Carambolo parecen ser de manufactura propiamente fenicia.
La tradición orfebre extremeña muestra importantes vestigios ya desde el Bronce Final, con las torques de
Berzocana, el brazalete de Monroy (Cat. 5) o el tesoro supuestamente hallado en Valdeobispo, además del tesoro del 29
Olivar del Melcón, lamentablemente perdido, y el de Sagrajas, pero destaca sobre todos el conjunto orientalizante de
Aliseda, y en menor medida los de Serradilla (Cáceres) (Cat. 12-15) y Segura de León (Badajoz), que evidencian las
estrechas relaciones del territorio extremeño con el mundo orientalizante del sur peninsular (Perea 1991: 279-280).
El Tesoro de Aliseda, hallado casualmente en 1920, está formado por 354 piezas que se encontraron en el primer
momento más otras dos recuperadas mucho tiempo después, entre ellas una espléndida diadema (Figura 11), un gran
cinturón, una torques, un collar, arracadas, sellos giratorios, anillos, sortijas y otras piezas, destacando dos brazaletes
gemelos con un bello trabajo de filigrana al aire; el conjunto viene fechándose entre finales del siglo VII y principios
del VI a. de C. (Celestino y Blanco 2006: 119) y parece deberse a las manos de un orfebre indígena que adapta e
interpreta temas orientales. Algo más reciente parece el conjunto de Serradilla, ya mencionado, destacando sus
arracadas llamadas “de racimo”, próximas al mundo ibérico, y la hermosa placa en que un prótomo femenino
reposa sobre un trono o lecho. Similares a las de Serradilla son las tres placas del tesorillo de Segura de León,
con una decoración a base de repujado y granulado, y la presencia de filigrana, para las que se ha propuesto una
cronología en el siglo V a. de C. y se atribuye también a orfebres locales.
30
Figura 11. Diadema y arracadas del Tesoro de Aliseda, fotografiadas en 1920 (Foto Sociedad
Artístico-Fotográfica de Cáceres. Archivo del Museo de Cáceres)
En el mundo ibérico, la técnica de la filigrana arraigó dando piezas espectaculares como la diadema de
Jávea (Alicante), aunque resulta más escasa y tosca en el ámbito meseteño, como ejemplifican las piezas de plata
del depósito de Driebes (Guadalajara). Con todo, es en la joyería castreña del Noroeste donde el granulado y
la filigrana son las técnicas más significativas, gracias a la riqueza aurífera de la zona y a los adelantos técnicos,
plasmados en detalles como la perfección de la soldadura, destacando obras de gran belleza como las arracadas
(Berducedo), los colgantes (Elviña) y desde luego las torques (Vilas Boas, Lanhoso).
Durante la época romana, sin embargo, las joyas hispanas se caracterizan por la menor presencia de
oro y por el mayor protagonismo de las piedras preciosas o semipreciosas, la pasta vítrea y el aljófar, perlas
irregulares y de pequeño tamaño, pero la filigrana aparece con más rareza, al igual que el granulado, que
adquieren una importancia menor como técnica decorativa en la época imperial (Cat. 23-31), pese a su gran
tradición en la joyería etrusca, cuando el hilo de oro llegaba a constituir parte integrante de la estructura de las
piezas (Pirzio y Pettinau 1992: 44-46). En las joyas romanas aparecidas en nuestra región, la filigrana también
es muy marginal y sólo aparece en piezas de alta joyería (Barrero 2022: 216).
Tampoco en la orfebrería visigoda es muy usual la filigrana, reapareciendo sin embargo como técnica
decorativa en piezas del siglo XI, como el Evangeliario de Jaca (Huesca) o los cálices de San Giraldo (Braga) y
Santo Domingo de Silos (Olaguer-Feliú 1998: 289), al igual que se aprecia desde luego en piezas de la España
musulmana desde época califal. Prácticamente desaparecida de la zona cristiana, la filigrana sobrevive en
manos de los artífices andalusíes, como ejemplifican los conjuntos califales de Castuera (Cat. 42, 43), Cortijo
de la Mora (Lucena) (Cat. 44) y Amarguilla (Baena) entre otros (Labarta 2019); ya en época nazarí, las fuentes
señalan que hombres y mujeres de Granada iban cubiertos de joyas, y entre las alhajas de Isabel la Católica, las
que se citan como musulmanas muestran un predominio de la filigrana y la probable presencia de granulado
(Arbeteta 1999: 192).
Tras la conquista cristiana, la escasa joyería conocida registra una presencia testimonial de la filigrana
como técnica decorativa, destacando en el ámbito extremeño el tesorillo de Nogales (Cat. 46-49), fechado
en el siglo XIV (Labarta 2020), pero durante centenares de años la filigrana permanece como técnica de uso
restringido y reducido a la decoración, desapareciendo las piezas de filigrana al aire que eran propias de la
joyería andalusí. 31
En la región extremeña, como en otras, es conocida la presencia de orfebres judíos y musulmanes a lo
largo del siglo XV; en Guadalupe, por ejemplo, los cristianos nuevos prácticamente monopolizaban el trabajo
del oro y la plata, así como las operaciones de préstamo, de tal manera que la represión desencadenada por
la Inquisición a finales de la centuria acabó con el oficio de la platería (Llopis 1991: 17-32). En Cáceres y en
Plasencia se documentan también orfebres judíos y moriscos trabajando durante todo el siglo, lo mismo que
sucede en Salamanca.
Pero tras el reinado de los Reyes Católicos cambia drásticamente la situación al ser expulsados los
plateros hebreos, que se dispersan estableciéndose en distintos lugares del mundo llevando consigo entre sus
conocimientos la técnica de la filigrana aprendida de sus mayores. A partir del siglo XVI, tanto en la metrópoli
como en las colonias americanas se reserva el ejercicio de la platería exclusivamente para los cristianos viejos,
vetándose la entrada en los gremios de plateros a mulatos, negros, judíos, moriscos e indios. Las ordenanzas del
gremio de plateros de Badajoz (1752) son un claro ejemplo de ello, estableciendo que los jóvenes que hubieran
de aprender el arte de la platería con algún maestro “hayan de hacer primero constar ante la Real Justicia por
informacion que executen su limpieza de sangre; y así mismo que sus padres no han exercido vil inhonorífico
oficio” (Larruga 1797: 229).
Además de la limpieza de sangre, el oficio de platero requería pertenecer a una cierta élite urbana,
pues sólo podían ingresar en el gremio los hijos de familias acomodadas a quienes el maestro, por lo general,
no pagaba nada por su trabajo, sino que eran los aprendices quienes debían costear económicamente los cuatro
o cinco años de instrucción en la profesión (García Mogollón 1987: 98). De ese carácter selecto del gremio
de plateros da idea la petición hecha al Emperador Carlos V en 1556 por Cristóbal Álvarez en nombre de los
plateros de Plasencia, que tras la publicación de una pragmática contra el lujo excesivo, prohibiendo el uso
de sedas a quienes practicaban oficios considerados inferiores, como sastres, zapateros, curtidores, tejedores y
otros, solicitó a Su Majestad que los plateros quedaran exentos de tal prohibición. La solicitud fue concedida,
pues se reconoce que el “artífice y platero” no puede ser considerado como un simple “oficial”, al necesitar
para su ocupación el conocimiento y dominio de artes y ciencias como la geometría y la aritmética (Ramírez
de Arellano 1893: 386).
Pese a la escasez de joyas llegadas hasta nosotros fechables en los siglos XVII y XVIII, el inventario de
los bienes del platero Carlos Jiménez de Morales, fallecido en Plasencia en 1711, muestra un amplio repertorio
de joyas de oro y plata que incorporan piedras preciosas o semipreciosas, aljófar, corales o perlas falsas; en ellas
aparece minoritariamente la filigrana de plata, y apenas en oro, y no parece que fuera una técnica estructural,
sino decorativa, salvo tal vez en los botones (Valadés 2019a: 47). Se trata, probablemente, de un repertorio
formal no muy distinto de las joyas que, ocultadas entre 1795 y el segundo cuarto del siglo XIX, forman
parte del llamado Tesoro de Cabezón (Valladolid) (Cat. 55-62), donde adquieren protagonismo el oro y las
perlas, pero se aprecian varias piezas en que la filigrana tiene un mayor protagonismo, llegando a constituir la
estructura de alguna de las joyas (Wattenberg 2008: 27-30).
La Guerra de la Independencia supone una gran crisis en España en todos los sentidos, y en el aspecto
que nos interesa supone la desaparición de muchas joyas, fundidas o robadas, así como la desaparición física
de algunos plateros y el cierre de numerosos talleres por falta de clientela. En la provincia de Cáceres, tras los
años del conflicto bélico apenas se documenta la presencia de tres plateros en Plasencia, dos en Alcántara y
uno en Cáceres, y acaso otros dos en Coria, aunque sin seguridad. En estos años, la joyería en la provincia
es dominada por los orfebres ambulantes cordobeses, que suelen recorrer las ciudades y pueblos cacereños
coincidiendo con las ferias locales; así mismo, todo parece indicar que desde principios del siglo, e incluso
antes de la guerra, ya circulan numerosas 33
joyas de filigrana portuguesas, que cruzan la
frontera gracias al contrabando que practican
numerosas familias de Alcántara, Zarza la
Mayor, Ceclavín, o Valencia de Alcántara.
Así pues, tras la guerra contra los franceses se observa una ausencia de plateros en los núcleos más
pequeños de la provincia de Cáceres y un número muy limitado de ellos en las ciudades de este territorio,
incluso en aquellas de importante tradición por ser sede episcopal o en la propia capital provincial. Pese a ello,
parece haber una creciente demanda de joyas de filigrana, asequibles a economías más modestas que la alta
joyería, que en esos momentos son muy populares en el vecino Portugal; muy pronto, esas piezas causarán
furor entre las cacereñas, lo que favorece el asentamiento de orives portugueses en localidades cercanas a la
frontera a lo largo del primer tercio del siglo XIX.
Los orives
Por lo general, se ha interpretado que la potente joyería de filigrana del siglo XIX en nuestro país
hermano, lo que se conoce como el oro popular portugués, había tenido una fuerte influencia en la orfebrería
extremeña, especialmente en la que se ha elaborado y utilizado en la provincia de Cáceres en los dos últimos
siglos. Pero hasta hace muy poco no se había podido constatar la forma y el momento en que esa influencia se
hizo patente condicionando definitivamente el repertorio de joyas que hoy es usual junto a la indumentaria
tradicional extremeña.
Como hemos señalado, desde principios del siglo XIX las cacereñas comenzaban a enamorarse de las
joyas que vendían los orives portugueses en las ferias de muchos pueblos del lado luso de la raya, como Elvas,
34 Campo Maior, Portalegre, Castelo de Vide, Nisa, Idanha-a-Nova o Penamacor. Esos aderezos llegaban como
contrabando o se vendían bajo cuerda en Valencia de Alcántara, Alcántara, Zarza la Mayor, Ceclavín o Gata
y fueron creando un próspero mercado para los orives de ese país que quisieran dar el paso de instalarse en
España.
En efecto, cabe suponer que orives ambulantes portugueses vendían sus joyas de contrabando en
Extremadura, en desigual competencia con los plateros cordobeses que recorrían las ferias extremeñas y
podían vender libremente. En esta situación, arrieros y trajineros de Garrovillas, Zarza la Mayor, Ceclavín
o Torrejoncillo, que no hacían ascos al contrabando y ya eran expertos en echarse a los caminos para vender
paños o seda, pronto incorporaron el oro entre los efectos que vendían. Por ello, solo era cuestión de tiempo
que algunos de esos orives dieran el paso de asentarse en alguna de esas localidades extremeñas, incluso en
aquellas que no tenían ninguna tradición platera, y de esa manera poder vender legalmente su producción a
este lado de la frontera. Eso es lo que sucedió con António José Vieira da Silva (1773-1823), que se había casado
con Joana Araújo, hija de un conocido orive de Braga llamado Adriano Araújo, quien con toda probabilidad le
enseñó el oficio. Recién fallecida su esposa, y al parecer huyendo de la inestabilidad política y crisis económica
en que se hallaba el norte de Portugal, António José llegó a Zarza la Mayor a principios de 1823 con sus siete
hijos varones, todos los cuales aprendieron y ejercieron el oficio, con su hermano Francisco José (1778-1825) y,
probablemente con otros cinco orives de Braga unidos por el parentesco o por la profesión: su cuñado Miguel
José de Araújo (1785-1827), y los que tal vez fuesen oficiales en el mismo taller bracarense, Miguel Pereira (ca.
1775-ca. 1835), José Joaquim Puppe (1793-1864), José Gomes de Oliveira (ca. 1805-1832) y João Joaquim
Lopes da Silva (1800-1867). A pesar de los tempranos fallecimientos de los dos hermanos Vieira da Silva, de
Miguel de Araújo y Miguel Pereira, el resto de orives trabajaron durante años en Zarza la Mayor y José Joaquim
Puppe se marchó a Cáceres, donde fundó en 1827 el longevo comercio “El precio fijo”, que terminó en manos
de la familia de Eulogio Blasco y cerró nada menos que en 1972.
La propia palabra “orive”, usual en Cáceres, tiene claramente su origen en estos ourives portugueses
que se asentaron en nuestra provincia. El término aparece por vez primera en documento oficial en el Padrón de
vecinos de Extremadura de 1829, precisamente para identificar a José Puppe como vecino de Zarza la Mayor, a
quien se denomina “Dn. José Oribe ó Puppe”, confundiendo oficio con apellido. A partir de ahí, los documentos
padronales y sacramentales en los registros eclesiásticos hablan siempre de “orives” para referirse a los maestros
portugueses, y sólo en 1890 comienza a utilizarse el término para referirse a plateros españoles, pasando a partir
de entonces a usarse de manera general para los maestros orfebres de toda la provincia (Valadés 2018).
Los siete hijos de António José Vieira da Silva, que habían aprendido en Braga el oficio de la orfebrería
de manos de su abuelo, de su padre y del mayor de los hermanos, consiguieron salir adelante con su profesión y
además expandieron su arte por diferentes pueblos de la provincia. El mayor de ellos, José Antonio Vieira Araújo 35
(1802-1835), murió joven y soltero, pero Manuel José (1808-1835) se estableció en Gata hasta su fallecimiento,
y un hijo de este último, también llamado José Antonio (1829-1879), se afincó primero en Serradilla y después
en Garrovillas. Otro hermano, llamado José Manuel Vieira Araújo (1806-ca. 1855), primero estuvo en
Gata, posteriormente pasó un tiempo en Ceclavín y finalmente volvió a Zarza la Mayor. El cuarto hermano,
Francisco José (1813-1880), pasó a Valencia de Alcántara y unos años después se estableció en San Vicente de
Alcántara hasta el final de sus días. Luis Vieira Araújo (1815-1880), el quinto de los hermanos, se afincó en
Ceclavín en 1850 y es considerado el primer orive de aquella localidad, donde ejercieron también sus tres hijos
Lorenzo Viera Velázquez (1841-1928), León (1845-1925) y Loreto (1846-1886), y un cuarto vástago llamado
José (1854-?) pasó a Garrovillas. El siguiente hermano, Antonio (1818-1885), se quedó en Zarza la Mayor y
tuvo continuidad en el oficio con sus cuatro hijos, Jesús Viera Alejo (1838-?), que fue ambulante, Juan (1839-
ca. 1915), que se estableció en Coria, y Gumersindo (1858-1932) y Basilio (1855-1902), que se quedaron en
Zarza, y el más joven de los hijos de António José Vieira da Silva, Esteban Vieira Araújo (1820-?), marchó a
Torrejoncillo y luego estuvo en Alcántara, pero probablemente volvió a Portugal.
Después de esta prolífica familia de orives, los Vieira, que a partir de la segunda generación españolizaron
su apellido como Viera, siguieron llegando otros orives portugueses a la provincia de Cáceres, algunos de ellos
procedentes del concejo de Póvoa de Lanhoso todavía hoy bien conocido por el trabajo de la filigrana; nombres
como los de Custódio Gomes (1811-1880), João António de Freitas (ca. 1800-?), Manuel Gonçalves (1822-?),
que se afincaron en Zarza la Mayor, Manuel Vieira Lopes (1823-ca. 1880), que vivió en Alcántara y en Valencia
de Alcántara, Tadeu Vieira da Silva (1812-1883), asentado en Plasencia, o Abel Agusto da Silva (1886-ca.
1920), que residió en Malpartida de Cáceres, reflejan la estrecha relación entre la filigrana de Lanhoso y la de
Cáceres, aunque también llegaron orives de Guimarães, como Pedro Nogueira Molarinho (1822-ca. 1885). En
total, hemos podido documentar la llegada de 27 orives portugueses (Valadés 2019b: 164), que se repartieron
por nuestra geografía, instalándose en Zarza la Mayor, Ceclavín, Torrejoncillo, Gata, Valencia de Alcántara,
Plasencia, Cáceres, Navalmoral de la Mata, Garrovillas, Serradilla, Malpartida de Cáceres o Alcántara. Estos
maestros del trabajo de la filigrana trajeron consigo el repertorio tipológico de las joyas que fabricaban, que
pasaron a ser parte esencial de la indumentaria extremeña, así como las técnicas de fabricación y la terminología
utilizada para designar tanto las joyas como las herramientas con que se confeccionan. También importaron los
modelos de funcionamiento de los talleres y la venta ambulante de sus productos. Al igual que sucedía en los
talleres de Braga, de Travassos o de Guimarães, los talleres de Ceclavín, de Zarza la Mayor o de Torrejoncillo
se organizaron como empresas familiares, donde el maestro dirigía la producción y se ocupaba de las ventas
mientras los oficiales y los aprendices llevaban a cabo el trabajo; entre estos trabajadores casi siempre se
encontraban los hijos varones del maestro, y a menudo también las mujeres, que solían aprender el oficio
al igual que sus hermanos, pero también tomaban aprendices que no eran de la familia, quienes a menudo
36 llegaban a casarse con la hija del maestro y a heredar el taller.
Otras dinastías portuguesas, como la de João Joaquim Lopes da Silva, a quien ya citamos entre los
primeros llegados a Zarza la Mayor, tuvieron continuidad con los hermanos Loreto (1833-1865) y Juan López
López (1829-1889), quien se estableció en la capital de la provincia casándose con una hija del también orive
José Joaquim Puppe, y además llegó a ser Teniente de Alcalde del ayuntamiento cacereño.
Como no podía ser de otro modo, con el paso del tiempo, el relevo generacional y la expansión de los
orives portugueses por la geografía de la provincia, la mayor parte de estos talleres regentados por maestros de
origen luso fueron españolizándose a medida que los aprendices extremeños pasaron a dirigirlos; es el caso de
Juan Pablo Módenes Rodríguez (1810-1883), el primer orive natural de Zarza la Mayor, que probablemente
fue aprendiz en el taller del orive luso Miguel José Pereira, o el de Ramón Serrano Rodríguez (1828-?), primer
orive ceclavinero que con el tiempo se trasladó a Hervás y abrió allí nuevo taller, así como los hermanos Antero
(1823-1896) y Santiago Domínguez Amores (1830-?), el último de los cuales se casó con la hija de su maestro
Luis Vieira.
A partir de ahí, numerosos muchachos zarceños se forman en los distintos talleres del pueblo,
tanto de los orives portugueses como de los españoles, apareciendo los nombres de Anastasio Valenciano
(1825-1897), Luis Barres (1816-?), Antonio López Pantrigo (1826-1888) y muchos otros. El último orive
de Zarza la Mayor fue Jacinto Viera Jiménez (1893-1983), bisnieto del primer artista portugués que llegó a
la población, sus hijos llegaron a aprender el oficio, pero la crisis económica y la emigración de los años 60 y
70 hicieron inviable que continuaran en el oficio. Así sucedió también con los otros orives que trabajaban en
Zarza entre 1960 y 1980: Francisco González Cabeza (1891-1963) y Antonio López Gutiérrez (1891-1981),
nieto de Antonio López Pantrigo. Contabilizamos más de 50 orives que a lo largo del tiempo hicieron de
Zarza la Mayor la puerta de entrada de la orfebrería de filigrana en Cáceres y mantuvieron su esplendor
especialmente hasta la guerra civil.
Pero es Ceclavín la localidad cacereña donde alcanza su máximo auge el trabajo de los orives; ya hemos
señalado que el primero que se estableció, hacia 1850, fue el portugués Luis Vieira Araújo, y a partir de ahí,
aprendieron el oficio sus hijos Lorenzo, León, Loreto y José Viera Velázquez, y otros jóvenes de Ceclavín
entraron a trabajar en sus talleres aprendiendo el oficio y llegando a crear sus propios obradores. Ya hemos
citado al primero de ellos, Ramón Serrano Rodríguez. De los hijos de Luis Vieira, Loreto y José se establecieron
en Garrovillas, donde ya un discípulo de su primo José António Vieira, Pedro Gómez Hurtado (1826-1897),
fue el primero de una larga tradición de orives en ese pueblo, extinguida a mediados del siglo pasado. Lorenzo
y León se quedaron en Ceclavín y tuvieron numerosos aprendices y oficiales que con el tiempo crearon la
floreciente artesanía de filigrana de este pueblo. Hemos contabilizado unos 130 orives que han trabajado en 37
Ceclavín desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, pero hay que señalar que además de los maestros
conocidos, en los talleres que existían trabajaron numerosas mujeres de las que apenas ha quedado el recuerdo.
En Ceclavín, antes de la guerra civil funcionaba una decena de talleres en cada uno de los cuales trabajaban
entre seis y quince personas, hombres y mujeres, que vendían su producción por toda Extremadura e incluso
a joyerías de Salamanca, Madrid, Barcelona o Córdoba. Uno de los talleres más afamados y potentes fue el de
Argimiro Barco Pozas (1881-1956), en el que llegaron a trabajar casi veinte personas al mismo tiempo, entre
oficiales, aprendices (hombres y mujeres) e incluso sus propios nietos. El último orive que permanecía en
activo en Ceclavín en el año 2020, Domingo Rosado Pozas, es bisnieto de Argimiro.
De Ceclavín eran también algunos de los más afamados joyeros que tenían taller y tienda en la capital
de la provincia en los años anteriores y posteriores a la guerra civil; de ellos destacan Juan Corbacho Pozas
(1884-ca. 1960), que se estableció en 1923; su hijo Aquilino Corbacho (1917-2009) se asoció con su cuñado
Marcial Barco (1905-?), sobrino de Argimiro Barco, y crearon la firma Barco y Corbacho, que cerró en Cáceres
en 2005. Así mismo eran ceclavineros los hermanos Bernardo (1892-?) y Agustín Pozas Amores (1903-ca.
1953), también sobrinos de Argimiro Barco; sobre todo el primero de ellos creó Pozas, la más importante
joyería cacereña de mediados del siglo pasado, en la que se vendían principalmente los trabajos elaborados por
su hermano Agustín.
Otra de las localidades en que floreció la joyería de filigrana es Torrejoncillo, donde se estableció
primeramente el ya citado Esteban Vieira Araújo, perteneciente a la estirpe de los Vieira de Zarza la
Mayor. Tras él, ya desde 1853 conocemos varios nombres de orfebres extremeños en el pueblo, siendo
el primero Mamerto Soria Perales (1819-?), que había nacido en Ceclavín en 1819; otros importantes
orives torrejoncillanos son Blas Moreno Corcho (1831-1894), Julián Martín Sánchez (1849-1893),
Pedro León Valle (1866-1909), Francisco López Valle (1869-1949) o Eulalio Martín Moreno (1885-
1950), destacando también Martina Acacio Arias (1873-1943), que al quedar viuda continuó con el
oficio de su esposo y supo transmitirlo a su hijo Pedro León Acacio (1902-1972). Todavía hoy siguen
trabajando en Torrejoncillo orives como César Moreno Clemente, que es tataranieto del ya citado Blas
Moreno Corcho, y Marcelo Domínguez Frade, nieto del orive natural de Gata Higinio Frade Roldán
(1919-2003).
Naturalmente, hubo también orives en Plasencia; todavía hoy funciona la joyería Corona,
que en 1875 fundó José Corona Fernández (1852-1915) aunque el negocio actual ya no tenga ningún
vínculo con su fundador, pero hubo grandes orives como Modesto Barco Corbacho (1907-1980), hijo
del mencionado ceclavinero Argimiro Barco, o el zarceño Juan Jiménez Módenes (1854-1908), nieto de
Juan Pablo Módenes, y su hijo Jacinto Jiménez Módenes (1889-ca. 1932), que tuvieron su taller en el
38 Rincón de San Esteban, y el torrejoncillano Joaquín Ramos Moreno (1874-ca. 1936). También hubo,
y hay, grandes orives en Trujillo, adonde llegó hacia 1892 Nicomedes Viera Módenes (1866-ca. 1930),
descendiente de la dinastía de los Vieira de Zarza la Mayor, pero en este pueblo han destacado sobre todo
los Chanquet, que descienden de Hipólito Chanquet Soria (1885-1960), quien se había establecido en
Trujillo en 1939; Hipólito era hijo de Pedro Chanquet Sánchez, nacido en Plasencia en 1861, hijo de
un carpintero francés, y de Severa Soria Pozas, una ceclavinera que envió a Hipólito a que aprendiese
el oficio en su pueblo natal. El hijo de Hipólito, Lorenzo Chanquet Fernández (1923-1993) dominó el
panorama de la orfebrería trujillana, y hoy la familia continúa con Vicente Chanquet Hernández, que
mantiene activo su taller en la localidad.
Muchos otros pueblos de la provincia
de Cáceres fueron conocidos por sus
orives, como Alcántara, donde destacan los
ceclavineros Diego Fonseca (ca. 1750-1831) y
su hijo Manuel (1773-1848) y los ya citados
Luis Barres y Anastasio Valenciano, que
aprendieron el oficio en Zarza la Mayor. En
Cáceres sobresale la dinastía de los Arnelas,
formada por los hermanos José (1842-1902),
Francisco (1845-1883) y Vicente (1857-1920),
así como los hijos de este, Julián (1886-1943)
y Francisco (ca. 1894-?), que seguramente
aprendieron el oficio del orive portugués José
Joaquim Rodrigues Pereira (1823-ca. 1905)
y del zarceño descendiente de portugueses
Julián Gonsalves Módenes (1847-1926). En
la capital de la provincia hay que destacar
también a Bernardo Serrano Hernández
(1856-ca. 1935), natural de Ciudad Rodrigo y
conocido por ser el primer platero al que los
halladores pretendieron vender las piezas del
tesoro de Aliseda en 1920 (Rodríguez Díaz et
al. 2014: 67). El último gran orive de Cáceres
ha sido Lorenzo Llanos Bernal, nacido en
Torrejoncillo en 1940 en el seno de una larga 39
dinastía en la que destacan su padre Pedro Figura 13. El orive de Torrejoncillo Julián Martín Sánchez
Llanos Gil (1906-1968) y su abuelo Lorenzo (1849-1893) (dcha.), su esposa Antonia Valle Ramos y sus
Llanos Díaz (?-1939); Llanos Bernal ha tenido sobrinos, los orives Francisco López Valle (1869-1949)
un importante taller en activo en la plaza de San (izda.) y Julio López Valle (1872-1935) (centro)
Jorge hasta el año 2008.
En Acehúche hubo un buen puñado de orives desde la década de 1890 hasta los años sesenta del siglo
pasado, varios de ellos procedentes de Torrejoncillo; en Coria destaca a finales del XIX el ya citado Juan Viera
Alejo, de la familia Vieira de Zarza la Mayor, y su hijo Tomás Viera Módenes (ca. 1879-?), que llegó a ser alcalde
de Coria. También Navalmoral de la Mata contó con buenos orives, procedentes varios de ellos de Zarza la
Mayor y de Ceclavín, y algo similar sucede en Malpartida de Cáceres, Casatejada, Jaraíz de la Vera y un largo
etcétera de pueblos de Cáceres.
Entre los siglos XIX y XX hemos documentado la existencia de más de 400 orives en la provincia de
Cáceres; obviamente, los portugueses son solo una minoría entre ellos, pero la gran mayoría del resto debieron
su arte, directa o indirectamente, a aquellos primeros orives que llegaron del otro lado de la Raya, si es que no
fueron descendientes suyos. Por eso, podemos afirmar que la semejanza entre las joyas del aderezo extremeño
y las portuguesas responden a algo más que a una influencia; obedecen al trasvase de decenas de profesionales
que literalmente trajeron su arte a nuestra tierra.
Una actividad tan floreciente como fue la filigrana en Cáceres sólo pudo darse gracias a la existencia de
materia prima asequible; las fuentes documentales y la bibliografía hablan de la riqueza de las arenas auríferas
de los ríos cacereños y en los numerosos filones de metales preciosos de la provincia, al parecer conocidos ya
desde época protohistórica.
Además de esos filones, el territorio cacereño era un hito en el viejo camino tartésico por el que
después seguiría la Vía de la Plata en época romana, a través del cual se accedía a los yacimientos auríferos
del noroeste peninsular; además, por esta vía penetraban las modas de la orfebrería meridional en
forma de fastuosas joyas, algunas de las cuales han llegado a nosotros en forma de tesoros. Desde finales
de la Edad del Bronce eran conocidos placeres o depósitos aluviales con presencia de oro en grano o en
pepitas (Cat. 70) que hicieron que durante siglos Extremadura fuese conocida por su riqueza aurífera;
40 el Tajo y sus afluentes Alagón, Jerte, Eljas, Árrago y Sever eran bien conocidos por ello ya en época
tartésica (Torres 2002: 58).
En época romana la fama aurífera del Tajo se convierte en una referencia común en la obra de
numerosos autores clásicos, como Ovidio, Marcial, Estacio, Silio Itálico, Plinio, Claudio Claudiano y Solino;
la fundación de Castra Servilia por Quinto Servilio Cepión en torno al 139 a. de C., y la posterior de Castra
Caecilia están relacionadas con el interés de Roma por tener una vía segura de comunicación desde el valle
del Guadiana hacia el norte, con los asentamientos necesarios para el sometimiento de las tribus lusitanas y
para la explotación de las aguas auríferas del Tajo y de otros ríos.
En épocas más recientes hay numerosos testimonios de hallazgos y de minas de oro y plata en la
provincia, destacando los de Santiago del Campo, Mirabel, Serradilla, Cáceres, Valencia de Alcántara,
Logrosán, Trujillo, Tejeda de Tiétar y Arroyomolinos de la Vera. Granos de oro aparecían en cursos fluviales
en Brozas, Montehermoso, Guadalupe, e incluso en Las Hurdes. Los montehermoseños tuvieron fama como
buscadores de oro, dedicándose a batear el agua de los ríos Lobos, Alagón y Morcillo, hasta el punto de que el
gobierno tuvo que dictar en 1825 una resolución para protegerles de la persecución de las autoridades locales
y permitirles la búsqueda de oro en las aguas de los ríos.
Pese a esa presencia de oro y plata en ríos y filones de la provincia, de la que se nutrieron los talleres
orfebres durante siglos, no parece que el volumen de oro y plata extraído de esos yacimientos pueda haber
bastado para el funcionamiento de las decenas de talleres que han trabajado en el territorio cacereño a lo largo
del tiempo. En realidad, parece claro que la principal fuente de materia prima para el trabajo de los orives fue,
al menos desde el siglo XVIII, la fundición de monedas (Cat. 69, 71-75) y de oro y plata viejos procedente de
vajillas domésticas y litúrgicas y de joyas deterioradas o pasadas de moda (Cat. 68). La fundición y reciclaje de
los metales preciosos es una práctica usual y muy frecuente todavía hoy, de manera que los plateros y orives a
menudo adquirían, y adquieren, piezas antiguas para fundirlas y utilizar el metal como materia prima. Este
reciclaje del metal no sólo se ha guiado por el cambio en las modas o el deterioro de las piezas que debían ser
fundidas, sino también y muy especialmente por la necesidad de convertirlo en lingotes o en moneda sobre
todo en momentos de crisis o de compromisos bélicos o financieros del Estado.
Los orives acostumbraban a tener existencias de oro y plata viejos para fundir y fabricar sus joyas: José
António Vieira Araújo, por ejemplo, dejó en su testamento fechado en 1835 a su hermano José Manuel “cuatro
onzas de oro viejo sólo por una vez suplicándole me encomiende a Dios”, sin olvidarse de su hermano Antonio,
al que “mando por una vez por vía de legado a mi hermano Antº el más pequeño cuatro onzas de oro viejo y
todas las herramientas del oficio en razón a su menor edad y obediencia”. Así mismo, el orive João Joaquim
Lopes declaraba en su testamento haber aportado como dote a su matrimonio con Catalina López “veinte y
cuatro onzas de oro de trabajo y demás útiles del oficio de orive al cual pertenece”, especificando claramente que 41
el oro a que se refiere no tiene otra finalidad sino la del trabajo, siendo de hecho citado junto a las herramientas
necesarias para su procesado y manufactura.
En cuanto a los metales trabajados, las fuentes revelan que en la segunda mitad del siglo XIX las joyas,
aderezos, colgantes y anillos, eran mayoritariamente de oro, y la plata se utilizaba más bien para cuberterías,
hebillas, botones o cajitas. Sin embargo, ya en los inicios del siglo XX se intensifica el trabajo de la plata para
piezas decorativas, como cajas o bandejitas, y también para el adorno personal, apareciendo ya colgantes,
pulseras, y desde luego los típicos pendientes, gargantillas y cadenas. Esta tendencia irá acentuándose a lo largo
del primer tercio del siglo, de tal forma que a finales de los años veinte era corriente encontrar pendientes,
cruces y gargantillas de plata, y tras la guerra civil este metal llega a desplazar al oro, casi inexistente en aquellos
duros momentos; se comienza a sobredorar la plata, e irrumpe también el cobre, posteriormente dorado, como
materia constitutiva de un aderezo regional cada vez más humilde y asequible. Cuando Ruth Matilda Anderson
visitó Torrejoncillo en 1949, toda la filigrana que se hacía en el pueblo era de cobre (Anderson 1951: 110).
Desde finales de la década de 1960 la forma de adquisición de oro y plata preferente y casi única por parte
de los orives es a través de la Sociedad Española de Metales Preciosos, surgida en el siglo XIX cuando las sociedades
Bonnin, Marret y Figueroa suministraban las materias primas demandadas por orfebres y plateros, y constituida
formalmente en 1920. Esta firma comercializa el oro y la plata en forma de lingotes, granalla (Cat. 76), láminas
y bobinas de hilo (Cat. 77), entre otras. Este último formato es muy utilizado por los orives por ser la materia
prima que necesitan para la labor de filigrana, y tiene la ventaja de que les ahorra el trabajo de transformación de
los lingotes en hilo, una dura tarea que requería horas de esfuerzo en el banco de estirar o en el laminador.
Efectivamente, antes de la aparición del hilo metálico en bobina, el trabajo del orive comenzaba con
la fusión del metal; para ello debía alcanzar más de 1.000ºC mil para fundir el oro, y algo menos para la plata,
utilizando una fragua similar a la de los herreros, aunque de dimensiones algo más reducidas. El combustible
que se utilizaba en esta fragua era el carbón vegetal, fundamentalmente de brezo, que al parecer garantizaba
excelentes resultados por la calidad del metal fundido. El calor se mantenía constante mediante el uso de fuelles;
existían dos tipos principales de ellos dependiendo de que se accionaran con la mano o con el pie; el primero de
éstos es el fuelle con extensores, que requería un trabajo más pesado y la atención constante de una persona en
tanto el orive trabajaba en la fragua, mientras que el fuelle de pie o “galápago” permitía que una sola persona
con la suficiente pericia y experiencia pudiera fundir el metal mientras accionaba con el pie la ventilación de
la fragua. Posteriormente, los fuelles fueron sustituidos por el ventilador de fragua, que se accionaba con una
manivela que debía tener un recorrido continuado.
42 Cuando los orives seguían fundiendo el metal, todo profesional disponía en su taller de una
balanza de precisión y un juego de pesas (Cat. 111-116), única forma de conocer con exactitud la cantidad
de los metales que se fundían y la proporción en que se mezclaban en las aleaciones. Estos útiles pasaban
de generación en generación y por ello responden, en gran parte, a un sistema de medidas anterior al
métrico decimal, la mayoría ajustados al Marco Real de Castilla, constituido por la pieza mínima, el
adarme, equivalente a un dieciseisavo de onza o 1,797 gramos, y los vasos metálicos de pesos superiores,
que encajan unos dentro de los otros, un cuarto de onza o 7,188 gramos, media onza o un dineral de plata,
14,377 gramos, una onza o 28,755 gramos, dos onzas o 57,51 gramos y cuatro onzas o medio marco,
115,02 gramos (VV. AA. 2000: 98).
El metal a fundir se colocaba en la fragua dentro de crisoles de diferentes tipos (Cat. 79); los más
usuales tenían forma de cubilete troncocónico o con el fondo plano, y eran de arcilla refractaria, resistente a
las altas temperaturas de la fragua. Estos crisoles cerámicos tenían una vida muy limitada, pues solían partirse
por el fondo al enfriarse el metal previamente fundido, pasando la masa de oro o plata, ya fría, a trabajarse en la
bigornia; por este motivo, eran preferidos los crisoles de grafito o lápiz-plomo, que eran utilizados para fundir
el metal y verterlo aún líquido directamente en la lingotera.
La manipulación del crisol para el fundido del metal en la fragua requería el uso de varias herramientas
y útiles de hierro o de acero, como la badila o “adara”, una especie de cucharón utilizado para remover las ascuas,
las tenazas de fragua (Cat. 78), destinadas a la manipulación del crisol en el interior de la fragua, o el muelle de
fragua, una especie de pinza de gran tamaño con la que se sujetaba el crisol durante el calentamiento del metal.
Una vez fundido el metal, se vierte en la “chaponera” o lingotera (Cat. 80), un instrumento de hierro
que sirve para obtener barras de metal macizo y que tiene canales de diferentes grosores en cada uno de sus lados,
y un asa de madera para manejarlo sin quemarse cuando se vierte el metal licuado. La chaponera era también
llamada por los orives cacereños “rillera” o “rialera” en Gata, que parece derivar directamente del equivalente
portugués rilheira (Sousa 1997: 49; Mota 2011: 23), pero que también tiene que ver con la castellana rielera, y
que además ha tenido uso en lo antiguo en otras regiones españolas. Al parecer, la rillera es más bien la cara de
esta herramienta que tiene dos canales para conseguir dos barras estrechas de metal, mientras que la chaponera
sería la cara opuesta, dotada de un solo canal que permite la fabricación de lingotes (Velasco 1986: 39). Tanto
los lingotes como el metal procedente de los crisoles se trabajaban antes de enfriarse por completo en la bigornia
o en el tas. El tas es un pequeño yunque de hierro o de acero, de forma cúbica o ligeramente troncopiramidal
invertida, que se encaja por medio de una espiga en un tajo de madera, mientras que la bigornia es una pieza
de diseño más complejo, que combina un tas plano en el centro con salientes en dos de sus lados, uno de forma
cónica y el otro piramidal. Ambas piezas se utilizan para laminar, batir la chapa y remachar.
El hilo de oro, plata o cobre se obtenía haciendo pasar los finos lingotes fundidos en la rillera a través 43
de los orificios de diferentes formas y diámetros practicados en las placas metálicas conocidas como hileras
(Cat. 81). La hilera es una placa generalmente rectangular, antiguamente de acero y más modernamente de
tungsteno, en la que hay varios orificios que pueden tener diferentes perfiles, redondos, cuadrados, triangulares,
ovales o de media caña, destinados a la fabricación de alianzas. Normalmente los orificios van en escala de su
diámetro, con diferencias de décimas de milímetro entre sí, por donde se va haciendo pasar sucesivamente la
barra metálica hasta conseguir el hilo del grosor deseado; en los talleres de los orives portugueses se distingue la
fieira del damasquilho, que tiene los orificios más finos, y también en Cáceres las hileras que tienen los orificios
más finos reciben el nombre de “demasquillos” o damasquillos (Marques 2011: 75; Velasco 1986: 39).
Para obtener el hilo con la finura necesaria se hace pasar a través de los orificios de la hilera en el banco
de estirar (Cat. 66); ésta se coloca bien sujeta entre los dos tacos de madera que hay en la superficie de uno de
los extremos del banco, y el estrecho cilindro de metal que asoma por el hueco de la hilera se engancha con una
tenaza de trefilar, con las quijadas en forma de sierra con los mangos doblados en semicircunferencia. Estos
mangos se enganchan con una argolla metálica a una correa de cuero, cuerda o cadena, que se va enrollando en
el eje del torno que hay en el otro extremo del banco girando para ello unas grandes aspas de madera; una vez
que se consigue pasar todo el metal, se vuelve a repetir el proceso pasándolo por el orificio inmediatamente más
fino hasta lograr el grosor deseado.
Un segundo proceso de afinado mecánicamente similar al anterior, aunque mucho más preciso se
consigue utilizando hileras de orificios mucho más finos con el interior revestido de diamante (Cat. 83). Tanto
en Cáceres como en Portugal esta hilera especial recibe el nombre de “rubí”, y con ella el hilo metálico puede
alcanzar el grosor de un cabello (Sousa 2004b: 110). Este procedimiento se realiza en el carriño (Cat. 105),
término que deriva directamente del portugués carrinho de puxar o fio (Cat. 104) o simplemente carrinho.
Es un instrumento de madera, de forma rectangular, en cuyas extremidades hay dispuestos sendos carretes de
madera, uno de los cuales tiene una manivela; en uno de ellos se coloca la bobina de hilo obtenida en el banco
de estirar, y se hace pasar a través del rubí situado en el centro de la tabla del carriño, enrollándola en el otro
carrete mediante el accionado de la manivela.
El carriño fue sustituido en los talleres por una nueva y pesada herramienta, el laminador, que muchos
orives llaman simplemente “cilindro”. Se trata de dos rodillos sobrepuestos en forma de cilindro accionados
en paralelo por dos manivelas que tienen varios surcos de diferentes secciones y grosores por los que se hace
pasar el metal usando la presión para formar el hilo y la plancha metálicos con la sección y el grosor deseado,
a este proceso se le llama estirar o laminar (Cat. 101, 108-109). En los diferentes tipos de laminador, los que
tienen los cilindros lisos sirven para estirar la chapa a lo largo y a lo ancho, y los de hilo tienen surcos de sección
cuadrada o de media caña ordenados por su grosor. Un nuevo avance se produjo con la incorporación de
44 la energía eléctrica para el movimiento del laminador, lo que además ha ido acompañado de una progresiva
reducción del tamaño de la máquina, algo que ahorra mucho espacio en el taller. Gracias a esta tecnología, en
la actualidad se puede obtener un finísimo hilo de oro de tres metros de longitud con sólo un gramo de metal.
Una vez obtenidos los hilos del grosor necesario para el armazón y la filigrana, el trenzado de éstos
se lleva a cabo con dos tablas de madera (Cat. 82), que en los talleres portugueses y salmantinos debían ser
preferentemente de nogal, entre las cuales se hace rodar el hilo trenzado manualmente. Una vez trenzado, el
hilo debe ser recalentado y levemente fundido para mejorar la unión de los filamentos, y se vuelve a pasar por
el laminador para aplanarlo, quedando listo para armar la estructura de la pieza.
Ya con el material listo para trabajar, el orive pasa a su mesa de trabajo o banco, que en Zarza la Mayor
y Ceclavín fue llamada “cajón” (Cat. 107), siguiendo una tradición ya documentada en el siglo XVI entre
los plateros cacereños que ya denominaban cajón a su mesa de trabajo (García Mogollón 1987: 101). Se trata
de una mesa de madera, de cuatro patas, con el tablero rodeado de un reborde formado por una moldura
de madera que sirve para evitar la caída de herramientas y pequeñas piezas de las alhajas que se fabrican; en
Cáceres, como en Portugal (Cat. 106), el tablero de la mesa es rectangular, y tiene adherida una chapa de
hierro o acero en forma de escudo en el centro del lado más cercano al orive, con el lado recto ubicado en la
arista del tablero. Este soporte sirve para proteger la madera del deterioro que le causarían los golpes dados
con el martillo o el fuego de la soldadura, además de conseguir un apoyo más firme y duro para las tareas que
requieren la precisión en el martillado o ajustado de las piezas; en el centro del borde de la mesa donde se ubica
esta chapa de acero se abre una ranura en sentido horizontal que está destinada a insertar en ella un pedazo
de madera de forma rectangular con una lengüeta que se introduce en la ranura, la cual recibe el nombre de
tablilla, “tillera” o “estillera”, término que también parece estar relacionado o derivar de la denominación
portuguesa, estilheira; sirve para varias funciones, entre las que se halla el apoyo de la mano del orive o el de
soporte para el perforado o limado de las alhajas en proceso de fabricación.
El cajón del orive está dotado, a su vez, de varios cajones, generalmente de dos tan anchos como el
tablero, y en ocasiones tiene también otro par de cajones más pequeños por debajo de los principales que
sólo alcanzan un cuarto de la anchura del tablero; en Gondomar estas mesas solían tener invariablemente tres
cajones, uno de ellos se dedicaba a las herramientas, otro a los materiales necesarios para el trabajo, y el tercero,
forrado en su interior de cinc o de hierro, se dejaba abierto durante el trabajo y tenía la finalidad de recoger las
limaduras y virutas de metal que eran pasadas por un imán que retiraba las de hierro y quedaban las de oro y
plata, que eran reaprovechadas y fundidas.
Sobre el tablero de su mesa, el orive realiza el armazón de la pieza utilizando para ello la vitola, una
chapa metálica de forma parecida a la hoja de un cuchillo dentado en la que están marcadas diferentes medidas.
En torno a una de estas medidas, se enrolla el hilo dándole las vueltas necesarias para la fabricación del armazón, 45
consiguiendo con ello marcar varios segmentos todos ellos de la misma medida; estos segmentos primeramente
se marcan bien y a continuación se curvan con la pinza del orive, la herramienta más característica de esta parte
del proceso de fabricación; con ello se forma una “U” con cada uno de los segmentos o “piernas”, de manera
que la continuidad de todos ellos da como resultado un “peine” con tantas “UUUUU” como piernas. Una vez
que está completo el peine, el orive curva todo el conjunto sobre uno de sus extremos, formando una especie
de estrella.
Las pinzas de diferentes
tipos y tamaños son, pues, un
instrumento básico en el taller
del orive; le sirven para sujetar,
curvar y enrollar hilos de filigrana
y de la armadura de las piezas y
pueden tener las extremidades
más o menos anchas según la
precisión que requieran, teniendo
normalmente estriada la parte
interior de las puntas para sujetar
mejor el hilo metálico (Cat. 98).
En los talleres portugueses de
Gondomar y de la feligresía de
Póvoa de Lanhoso se distinguen
las pinzas propiamente dichas de
las buchelas, que son más anchas
y cortas (Sousa 1997: 37), y la
misma terminología ha dejado Figura 14. Las manos del orfebre de Trujillo Vicente Chanquet Hernández
huella en la filigrana cacereña, dando forma a un peine de filigrana
donde reciben el mismo nombre.
La estrella o flor ya descrita es la base de muchas de las joyas típicas del repertorio tradicional cacereño;
los pétalos huecos de la flor se rellenan con la filigrana propiamente dicha, de hilo trenzado más fino, con la
que se van formando los corros. Para ello, el hilo es enrollado formando espirales con las pinzas, de forma que
los espacios libres de la flor queden completamente cubiertos de filigrana.
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En cuanto a las piezas que se fabrican con láminas de plata o de oro, como las bolas de las gargantillas,
se recortan con la segueta o sierra de mano y se agujerean con el taladro manual (Cat. 102). Estas tareas se
realizan apoyando la lámina metálica en la tillera o sujetándola con el gato de orive, fijado con un tornillo al
tablero de la mesa. Para conseguir la forma hemisférica de las bolas de gargantilla, y también para darle la forma
convexa a las estrellas de filigrana, el orive dispone de dos utensilios fundamentales, la embutidera (Cat. 95)
y el embutidor (Cat. 96); la primera es una placa redonda o un cubo de bronce en cuyas caras hay practicadas
varias oquedades de forma semiesférica de tamaños diferentes; el artista elige la medida deseada en el hueco
de la embutidera y coloca sobre él la pieza; a continuación, y sirviéndose del martillo y de un vástago metálico
llamado embutidor, va golpeando suavemente sobre éste al tiempo que se va girando sobre la oquedad de la
embutidera, que por los golpes va dando a la lámina o a la flor de filigrana la forma convexa deseada. Una vez
que ya tienen la forma deseada, las dos mitades de las cuentas de las gargantillas se sueldan, antiguamente con la
llama de un candil de petróleo de fabricación artesanal (Cat. 99-100) y posteriormente con soplete conectado
a una bombona de gas butano.
La soldadura del metal precioso se hace con un preparado para la solda que suele depositarse en los
llamados calderillos, piezas de metal cóncavo similares a los crisoles de este material; el polvillo usado para
soldar las diferentes piezas de la joya está formado por una aleación de oro, plata y cobre; para el oro, una
primera soldadura de dos partes de oro y una de plata, y la segunda a partes iguales de oro y plata, mientras que
para la plata se requieren dos partes de plata y la tercera repartida, dos tercios de ella en cobre y el resto en cinc.
Para administrar la cantidad justa de polvo metálico para soldar, depositándolo en el punto exacto
donde es necesario, el orive dispone de un pequeño botecito metálico, generalmente de cobre, de forma
cilíndrica del que sale un estrecho tubito por el que dejará caer la cantidad justa de polvillo; a este utensilio
le llamaban “cachifo” los orives de Ceclavín y de Torrejoncillo (Cat. 92-93), y “cacifro” en Trujillo, lo que
coincide con el nombre que recibe en Ciudad Rodrigo y con la denominación local que le dan los orives
de Póvoa de Lanhoso, donde se le llama cacifo (Cat. 94) o cacifro (Sousa 2000: 77), mientras que en el resto
de centros productores de Portugal recibe el nombre de borrachinha. Curiosamente, en Gata se le llamaba
“borrachina”, en esta misma línea.
Una vez vertido el polvo sobre el punto a soldar, el orífice aplica sobre él el fuego del candil, soplando
sobre la llama y dirigiéndola hacia donde lo necesita a través de un fino y largo tubo metálico curvado por el
extremo llamado generalmente boquilla (Cat. 97), que en Portugal recibe el nombre de maçarico. Era una
tarea delicada que quedaba reservada a los maestros en aquellos talleres que disponían de varias personas.
El uso del esmalte por parte de los orives cacereños de filigrana debe ser antiguo, tal vez desde principios 47
del siglo XIX o incluso desde décadas anteriores, y se viene atribuyendo a la influencia portuguesa; en todo
caso, responde a la voluntad de dar a las joyas una mayor vistosidad y colorido con la imitación sencilla y
barata de las piedras preciosas que están ausentes de estos productos de filigrana. Al parecer, en Torrejoncillo
siempre hubo un gusto por el esmalte más acentuado que en Ceclavín, por lo que sus orives lo utilizaban con
mucha más frecuencia, mientras que en Gata nunca se utilizó, prefiriendo las mujeres el metal precioso sin más
colorido. Naturalmente, los orives se adaptaban a los gustos de la clientela y aplicaban el esmalte en aquellas
piezas destinadas a compradores torrejoncillanos o de Montehermoso, donde también existía un destacado
gusto por el esmalte desde antiguo.
Cuando el orive ya tenía la estructura de la joya prácticamente acabada; para ahorrarse trabajo en el
futuro, o para los aprendices del taller y sus eventuales sucesores en el mismo, era costumbre recalentar la pieza,
entera o sus diferentes partes, hasta que llegaba a ponerse al rojo e inmediatamente colocarla sobre una hoja de
papel para que se quedara marcada su impronta. Otras partes o joyas enteras se dibujaban a mano, y se dejaba
testimonio escrito del procedimiento de la fabricación, el peso de cada pieza, su valor y otros aspectos. Estas
hojas formaban parte de un librito o cuaderno en que los orives iban enriqueciendo su repertorio de joyas. En
Cáceres suelen llamarse libros de orive (Cat. 85), y en Portugal, donde existen con formatos prácticamente
iguales, reciben el nombre de livros de fumo (Cat. 84) (libros de humo, por la manera en que se plasman las
improntas de las joyas, cada impresión por ese sistema se llamaba fumo) o canhenhos (Mota 2014: 616; Peixoto
1908: 38).
Pero no todas las piezas confeccionadas por los orives cacereños son de hilo de oro o plata, de hecho
muchas de estas joyas llevan piezas que se fabrican utilizando cuños que sirven como troqueles para obtener
formas planas, que pueden manipularse para convertirlas en piezas tridimensionales (Cat. 89-90). Con estos
cuños el orive hacía las piezas que cuelgan en el galápago, por ejemplo, y para ello los había de diferentes formas
y tamaños, como los “pero lisos”, con los que se hacían conos arrollando sobre sí misma la forma troquelada,
los “pechos”, los tréboles, etc. Así mismo, ciertas joyas fabricadas por los orives se realizaban partiendo de
antiguas matrices de piedra (Cat. 36, 52, 86-87) o de plomo que han pasado de generación en generación, y que
eran utilizadas para confeccionar las joyas con la técnica de la fundición; para ello se sacaba un molde bivalvo
negativo en arcilla refractaria (Cat. 88), cobre o acero a partir de la matriz, el cual posteriormente se sellaba y
rellenaba con oro o plata a través de unos canales o respiraderos. De esta manera se hacían las veneras de chapa,
verguetas, amuletos semilunares, colgantes con la imagen de la Inmaculada Concepción, etc., todos ellos muy
populares tanto en Cáceres como en Portugal.
Una vez que la joya ya está montada y terminada en su estructura, normalmente se ha ennegrecido
por el fuego y la soldadura (Cat. 91), aunque sea de oro, y los puntos en que se ha aplicado la soldadura son
48 fácilmente distinguibles del resto de la pieza, por lo que es preciso darle el aspecto brillante que corresponde
a los metales preciosos. Para ello solía hacerse el dorado de puchero, un procedimiento de bañado en oro por
electrolisis, para el que se usaba un baño de cobre que contenía agua y sal que tenía en su interior un puchero
con la solución de oro y en el centro una pila de cinc; desde ésta hasta el borde del baño iba un alambre del
que se colgaban las piezas e iban pasando para su dorado por la disolución del metal precioso. En la actualidad,
la pila de cinc para el dorado ha sido sustituida por el uso de un convertidor de corriente eléctrica, al igual
que puede adquirirse en el mercado el baño de oro líquido, que contiene cianuro potásico, por sus excelentes
cualidades conductoras; en todo caso, el baño de oro se sigue preparando de forma artesanal utilizando para
ello una solución llamada agua regia, formada por tres partes y media de ácido clorhídrico y una parte de ácido
nítrico, en la que se diluye y se hierve el oro triturado a razón de cuatro gramos de agua regia por cada gramo
de oro; la pasta resultante de esta cocción se disuelve en agua destilada con cianuro potásico y con ello ya se
tiene la solución de oro neutro necesaria para la electrolisis. Este oro líquido, al que se añaden sulfato de sodio
y sulfito de sodio, se vierte en una cubeta metálica en cuyo borde se fija un ánodo conectado al rectificador de
corriente mientras el cátodo se coloca en la pieza a dorar, previamente desengrasada y limpia molecularmente,
se le da una corriente de bajo voltaje por unos segundos, según necesidad, y se obtiene ya el dorado deseado.
Al finalizar este proceso, es preciso continuar trabajando sobre la joya con el bruñido de su superficie,
que se realiza utilizando los bruñidores, punzones metálicos de diferentes medidas que tienen la punta afinada;
hay punzones planos y otros de sección redonda, y se pasan suave y repetidamente por las superficies de la
pieza, no directamente con la punta, sino raspándolas con la zona afilada en posición inclinada, de forma que
vaya reapareciendo el aspecto brillante del metal. Así mismo, se frota bien toda la pieza con un cepillo de barbas
metálicas, lo que es un proceso cuidadoso y lento, y se pule a mano en un baño con arena fina; todas estas
tareas fueron muy simplificadas con la incorporación del tambor de pulido, una cubeta cilíndrica en la que se
introduce un material abrasivo, que pueden ser bolas metálicas de rodamientos o pequeñas piezas cerámicas,
y diversos productos líquidos entre los que tradicionalmente se encontraba el cianuro. En la actualidad, estas
tareas se llevan a cabo de manera más segura y descansada con la pulidora de banco, dotada de un eje conectado
a un motor eléctrico que cuando alcanza las 2.800 ó 3.000 revoluciones por minuto consigue un perfecto
pulido de las joyas mediante la aplicación de las muelas y boinas textiles más convenientes a cada trabajo.
En Cáceres no ha estado generalizada la costumbre de marcar las joyas con el punzón del orive, a
diferencia de lo que sucede en Portugal, donde nunca se abandonó esta práctica. Conocemos, no obstante,
pendientes marcados por orives afincados en Cáceres como Luciano Fiayo (1829-ca. 1886), y la marca de orives
portugueses o cacereños descendientes de ellos, como José Joaquim Puppe (Cat. 181) o Juan López López
(Cat. 180) está en piezas litúrgicas conservadas en varios templos cacereños, pero no fue esta la práctica más
común, como tampoco había punzón de la ciudad ni de su contraste en gran parte del siglo XIX.
49
Todo este laborioso proceso de fabricación sólo era posible en nuestra provincia, lógicamente, gracias
a la existencia de talleres ubicados en las ciudades y poblaciones ya mencionadas. En general, la documentación
histórica establece la distinción entre diferentes tipos de talleres; por un lado estarían los plateros que tenían
comercios situados en las zonas céntricas y comerciales de ciudades como Cáceres, Plasencia, Trujillo o Coria,
que además solían tener un obrador en la trastienda, donde fabricaban o reparaban joyas, y en ocasiones
relojes, y que además vendían el género que les dejaban plateros salmantinos, cordobeses o de platerías como
Martínez ya en el siglo XIX. Estos establecimientos incluían el comercio en la planta baja, el obrador en el
interior, una cuadra para las caballerías utilizadas en las rutas comerciales, y en general la vivienda del maestro
o propietario en la planta alta. Por el otro lado, sabemos de la existencia de establecimientos más modestos,
los de los llamados “plateros en portal”, que eran viviendas familiares de orfebres, con su taller y su fragua,
que vendían las joyas que producían en el portal de su casa directamente al público, aparte de vender parte
de su producción a comercios de más categoría como los que hemos mencionado. Estos talleres que podemos
calificar de artesanales, en la inmensa mayoría de los casos debieron ser de pequeña producción, dando empleo
a un número mínimo de personas, salvo en los casos más complejos de lugares como Ceclavín o Torrejoncillo,
como veremos.
A principios del siglo XIX se había venido abajo la estructura productiva propia del Antiguo Régimen
que establecía la obligación de pertenecer a un gremio para poder ejercer un oficio. A partir de esa época
había dejado de regularse el tiempo y la forma del aprendizaje, la ubicación de los talleres y tiendas, los
grados que debía alcanzar cada profesional, la división del trabajo en el taller, la especialización, el comercio
y otras cuestiones técnicas como la contrastía o la marca de las piezas. Pero la costumbre siguió marcando el
proceso de aprendizaje y la organización del trabajo; la vivienda familiar del maestro era compartida con toda
probabilidad con los aprendices que pudiera haber, niños o adolescentes que quedaban al cuidado del maestro,
y ocasionalmente con alguno de los oficiales que mantuviese su residencia junto a la familia del propietario,
aunque normalmente tuviesen su propia vivienda gracias al salario que percibían. Tarde o temprano, los
oficiales terminaban independizándose del maestro o heredando su negocio si éste se retiraba o fallecía y carecía
de hijos que se dedicaran al oficio, mientras que los aprendices podían llegar a adquirir la condición de oficiales
tras unos años de formación si antes no abandonaban la ocupación y se dedicaban a otra cosa. Sin duda había
oficiales de estos talleres que en vez de trabajar en el obrador del maestro lo hacían en su propio domicilio,
recibiendo un salario o cobrando por piezas hechas.
Pero existieron también importantes talleres que daban trabajo a varios oficiales y aprendices, pero
que no tenían un comercio en el sentido moderno, sino que vendían sus artículos a platerías de las ciudades
y grandes poblaciones, incluso de fuera de la región, o trabajaban por encargo, tanto de particulares como
50 de mayoristas. Este modelo funcionó en las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX en lugares como
Zarza la Mayor o Ceclavín, alcanzando su máxima expresión en esta última localidad; el taller de Argimiro
Barco, por ejemplo, estuvo ubicado, al menos entre 1928 y 1956, en el actual número diez de la calle Granadera
de Ceclavín. En él se formó una gran cantidad de aprendices, y solían trabajar simultáneamente tres o más
oficiales en sus respectivas mesas y hasta una veintena de mujeres, las cuales también disponían de un cajón de
trabajo, aunque también podían llevarse la tarea a sus casas y cobraban por piezas hechas. En Torrejoncillo, sin
embargo, los talleres siempre estuvieron conformados por el maestro, o los maestros, y los oficiales y aprendices
unidos por lazos de parentesco; era muy raro que entrase a trabajar alguien de fuera de la familia, y si lo hacían
solían ser mujeres para la realización de las tareas de relleno de filigrana.
En el taller, pues, convivían el maestro, o maestros, porque en ocasiones hubo más de uno de ellos, con
los oficiales y los aprendices. El maestro recibía en su casa uno o varios aprendices, estableciéndose una relación
de la que ambos se beneficiaban, pues el primero disponía del trabajo de los aprendices tanto en las tareas
del taller como para otras de su casa y no sólo no tenía que pagar por ello, sino que habitualmente percibía
cantidades económicas por este aprendizaje; por su lado, el aprendiz obtenía un beneficio evidente al acceder a
una formación profesional teórica y práctica que le proporcionaba un oficio y un modo de vida honroso para
el resto de su existencia, tanto si llegaba a independizarse y establecerse por su cuenta como si permanecía en el
taller del maestro, que en ocasiones podía llegar a heredar. Por ello, el acceso al aprendizaje no estaba al alcance
de cualquiera; se trataba de una profesión honorable, acaso la de mayor prestigio entre las labores manuales, y
las cantidades a pagar por esa formación hacían que sólo los jóvenes pertenecientes a familias de buena posición
económica tuvieran la oportunidad de aprender el oficio.
Hasta el siglo XIX la relación entre maestro y aprendiz solía formalizarse a través de un contrato
escrito o “carta de aprendizaje” que firmaba por un lado el maestro, y por el otro la persona adulta que tuviese
la patria potestad sobre el pequeño, ya que estos contratos se firmaban durante la infancia de los aprendices. A
menudo este adulto era el padre o madre, pero en muchas otras ocasiones se trataba de algún familiar a cuyo
cargo había quedado el menor huérfano; entre los siglos XVI y XIX este tipo de contratos varió muy poco, los
aprendices solían ser adolescentes de entre catorce y dieciocho años y su período de formación oscilaba entre
los tres y los cinco años; el maestro solía comprometerse a no ocultarle nada del oficio, enseñarle a leer y escribir
y a darle de comer, cama y ropa, a cambio de uno o varios pagos.
Pero además de los jóvenes que aprendieron el oficio de esta manera, puestos al servicio de un maestro
por sus padres o tutores, una gran parte de los orfebres aprendieron de la manera más natural, por haber nacido
y haberse criado en la familia de un orive. En efecto, y al igual que sucedía en otros oficios, los hijos aprendían
desde muy temprana edad a realizar tareas auxiliares en el taller, ayudando a sus padres o a los oficiales y
observando su trabajo, de manera que llegaban a dominar por completo todas las tareas de la profesión en su
temprana juventud; el nacimiento en una familia de orives predisponía a los niños a aprender y continuar el 51
oficio de sus padre y abuelos. Entre los orives cacereños de los siglos XIX y XX, más de la mitad de ellos eran
familiares de otros orives, el 30 % porque fueron hijos de maestros del oficio, mientras que casi el 13 % fueron
sobrinos, el 4 % yernos y el 3 % nietos de orives; del 49 % que no parecen tener antecedentes familiares en el
oficio, en realidad hay que tener en cuenta que contabilizamos aquí aquellos maestros de los que sabemos que
no tenían tales antecedentes y aquellos que podrían tenerlos pero no nos consta (Valadés 2019a: 477).
En la actualidad, la venta de las joyas que hacen los orives se lleva a cabo en su propio
establecimiento o incluso por internet, si bien los maestros aún se desplazan con alguna frecuencia para
vender sus productos en ferias y mercados, pero tradicionalmente la venta ha sido una de las tareas más
duras a la que se han enfrentado estos profesionales. En algunas localidades, como Gata, el único orive
que trabajaba tras la guerra civil, Higinio Frade, nunca necesitó salir a vender su mercancía, recibiendo
en su casa y taller los encargos de los particulares. Sin embargo, la enorme producción de los talleres de
Ceclavín, Zarza la Mayor o Torrejoncillo durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del
XX, no podía ser absorbida completamente por la demanda local ni tampoco por las adquisiciones de
los plateros de los centros de la provincia, de manera que los orives necesitaban forzosamente dar salida
a su producción fuera de los límites de su localidad de residencia, especialmente quienes vivían en los
pueblos más activos en el oficio, y esto sólo podían conseguirlo saliendo de sus localidades para vender la
producción en diferentes poblaciones de su entorno.
Según parece, los orives salían a vender su producción por determinadas zonas que tenían establecidas,
siguiendo itinerarios asignados en los que no entraban otros colegas; así, por ejemplo, los de Torrejoncillo
se movían por poblaciones de su entorno, como Montehermoso, Granadilla, Guijo, o Jerte, y dentro de los
orives torrejoncillanos la zona que cada uno de ellos tenía era sagrada y ningún otro colega podía entrometerse
(Velasco 1986: 47). Los vendedores solían tener unos pequeños cofres de madera dotados de cinco o seis cajones
en el frente, que llamaban “caja” (Cat. 110); cuando tenían ya terminadas suficientes joyas como para llenar la
caja salían a vender esa producción en las zonas que tenían reservadas, procurando coincidir con las ferias o con
las vísperas de éstas para aumentar las ventas en cada localidad.
Los maestros salían personalmente a vender, aunque tuviesen talleres en los que trabajaban
numerosas personas; a principios del siglo XIX este mercado ambulante estaba dominado por los
plateros de Plasencia, Cáceres y Alcántara, pero desde mediados de la centuria ya habían irrumpido con
fuerza los maestros de Zarza la Mayor, y comenzaban a darse a conocer los de Ceclavín y Torrejoncillo,
por lo que el control de rutas y mercados fue cambiando a lo largo de la segunda mitad del siglo. Del
mismo modo, en los primeros treinta años del siglo XX se produjo el lento declive del foco de Zarza
52 la Mayor y el apogeo de los orives ceclavineros y torrejoncillanos, quedando todo ello traducido en
el dominio de la venta por los pueblos y ciudades de la provincia. Tras la guerra civil, el sector sufre
una crisis que a la postre resultaría mortal, y el comercio ambulante va decreciendo poco a poco hasta
desaparecer; con todo, en los primeros años posteriores al conflicto los orives de Ceclavín son dueños y
señores del comercio en Cáceres capital y las poblaciones de su entorno, mientras los de Torrejoncillo
dominan las ventas en Plasencia y localidades de alrededor. Las joyerías de Cáceres, Plasencia, Trujillo
o Navalmoral fueron poco a poco absorbiendo la demanda y los clientes dejaron de hacer encargos a
los ambulantes, pues ahora podían desplazarse con más facilidad y rapidez a los núcleos urbanos para
adquirir los escasos aderezos tradicionales que se vendían.
Los desplazamientos por los pueblos fueron también cambiando con el tiempo; aquellos que se lo
podían permitir lo hacían a lomos de caballerías, y no iban solos, pues en general iba el maestro, o un oficial,
con el cajero, y no era extraño que fueran acompañados por la familia. Pero también parece que los orives
más modestos se veían obligados a desplazarse a pie al no disponer de los medios necesarios para costearse un
transporte animal; en este sentido, la incorporación de la bicicleta a la vida cotidiana a partir de las primeras
décadas del siglo XX, facilitó la tarea a más de un orive, que pocas décadas después había variado sus hábitos
de desplazamiento, que pasaron a ser realizados en tren, en moto o en coche de línea.
Las mujeres también formaron parte de esos vendedores ambulantes de joyas, que trabajaban distintas
zonas por cuenta de orives con los que normalmente estaban emparentadas; era corriente que los encargados
de vender el género fuesen la esposa o alguno de los hijos de los orífices, que de este modo se ahorraban la
parte comercial del oficio y podían permanecer al frente de taller durante todo el tiempo. En el caso de la
familia Chanquet, asentada en la zona oriental de la provincia, este papel de la venta siempre recayó sobre estas
personas, dedicándose el maestro a producir el género; Severa Soria, la esposa de Pedro Chanquet, se ocupaba
de hecho en la venta de oro y joyas por la zona limítrofe de las provincias de Cáceres y Toledo, incluso antes de
conocer al que sería su esposo, algo que sucedió precisamente debido a las ocupaciones de ellos dos. Vicenciana
Fernández, la esposa de Hipólito Chanquet Soria, la siguiente generación en la familia, también recorría los
pueblos con su maletín en la mano vendiendo las joyas que fabricaba su esposo, gozando de una buena clientela
en Trujillo, motivo por el cual finalmente la familia fue a asentarse en esta población.
En fiestas populares y romerías de pueblos repartidos por toda la geografía cacereña aún pueden
verse con facilidad muchas mujeres de todas las edades, luciendo las joyas que conforman el aderezo típico
de la provincia. Acostumbramos a pensar que estas alhajas, mayoritariamente de filigrana y transmitidas por
herencia de generación en generación, tienen un origen muy antiguo, pero rara vez nos planteamos cuál es su
procedencia y cuándo se incorporaron a la indumentaria tradicional de las extremeñas.
Las joyas para el adorno mujeril, en terminología de la época, eran mayoritariamente de oro, utilizándose
la plata sobre todo para hebillas, rosarios, sortijas y cubiertos. A medida que fue avanzando el siglo XIX, y sobre
todo a inicios del XX, la plata dorada fue sustituyendo al oro como metal principal en la elaboración de alhajas
de filigrana. La reina de las joyas para el cuello es la gargantilla de oro, también llamada “hilo” o jilu, (Cat. 159-
161, 166-68) hecha con cuentas de filigrana, tanto lisas como caladas, como la conocemos todavía hoy; aparece
en más de la mitad de los inventarios, y empieza a mencionarse desde finales del siglo XVIII, citándose que
tenían entre 26 y 30 cuentas de forma esférica o “bolas”, dependiendo del tamaño de éstas. Las cuentas de la
gargantilla pueden ser de chapa, decorada con “corros” de filigrana, siendo la más compleja la llamada “de ojo
de perdiz” o “pica de Cristo”, o también caladas, directamente hechas con filigrana como estructura. Además,
a veces aparece mencionado un tipo de gargantilla de cuentas alargadas, llamadas “de pipa de aceituna”, que
hoy está prácticamente desaparecida en Extremadura. Tanto la gargantilla de cuentas esféricas como la de
cuentas alargadas tienen sus paralelos, y probablemente sus orígenes, en los modelos portugueses, allí llamados
colar de contas, con contas de Viana (Cat. 126) o contas de pipo o brasileiras (Cat. 127), según sean esféricas u
oblongas; lo mismo sucede con las bolas caladas de filigrana, que en el país luso se llaman contas de filigrana o
de açafate. La gargantilla de bolas cacereña tiene mucho que ver, desde luego, con las que podemos encontrar
en Salamanca o Zamora, si bien en nuestra provincia suelen ser de dimensiones más modestas que las que
forman las amplias collaradas leonesas, y generalmente de ellas sólo pende un colgante, mientras que en las
salmantinas y zamoranas es corriente que aparezcan varias cruces o medallas.
No se debe olvidar tampoco el llamado “collar de lentejuelas” (Cat. 165), formado por un gran
número de arandelas de oro o plata dorada entrelazadas entre sí de manera compleja, ya que cada eslabón está
formado por dos arandelas montadas en sentido perpendicular entre sí, lo que permite esconder el punto en 55
que se ensartan los distintos eslabones y además le da un mayor volumen y por tanto sensación de brillantez
y riqueza. Este collar puede llegar a tener dos o tres metros de longitud, según sea de dos o de tres vueltas, y es
esencialmente idéntico al trancelim de lantejoulas portugués (Cat. 125).
Como ya se ha mencionado, de la gargantilla cacereña pendía casi siempre una joya de mayor o
menor tamaño, casi siempre en forma de cruz. La más frecuente es la venera, de la que existen dos tipos
fundamentales, la venera de chapa, que suele ser fundida a molde, y la venera de filigrana. La primera de
ellas (Cat. 166, 199) se decora con esmalte, y parece popularizarse desde inicios del siglo XIX, tanto en
oro como en plata; el modelo más extendido en la provincia de Cáceres reproduce la cruz de la Orden de
Cristo portuguesa, por lo que cabe atribuir su origen también al país vecino. Al parecer, la venera tiene
su origen como insignia que portaban los caballeros de determinadas órdenes militares, y solían ser joyas
muy ricas de oro con piedras preciosas, pero una versión modesta y sencilla terminó popularizándose y
pasó a ser utilizada como joya femenina sin ninguna relación con hábito militar o religioso alguno; una de
las versiones de la venera de chapa, por ejemplo, es la llamada “de cruz y palma”, que muestra el emblema
del Santo Oficio en vez de la Orden de Cristo, teniendo probablemente origen en los distintivos que
llevarían los familiares de la Inquisición, aunque posteriormente perdiese tal significado.
En cuanto a la venera de filigrana (Cat. 162, 168), tiene forma de cruz de Malta, como de
hecho se denomina en Portugal, donde es extraordinariamente popular, y la encontramos de distintos
tamaños, llamándose “caprichos” las más pequeñas, y a veces se decoran con esmaltes, especialmente
las confeccionadas en Torrejoncillo. Este mismo tipo de venera aparece en Zamora, donde se la llama
“encomienda”.
La cruz de penderique (Cat. 141, 161), también llamada “de pebas”, rosicler o de “pingallo” se cita
desde al menos 1804; se trata de un modelo muy emparentado con la joyería de Salamanca, Zamora, Córdoba y
Sevilla, y carece de paralelos en la filigrana portuguesa, por lo que se le atribuye un origen en las joyas cortesanas
españolas del siglo XVIII, como el lazo o el peto. Generalmente tiene tres cuerpos, siendo el superior una
especie de estrella o flor de filigrana sobre un gran lazo de la misma labor, de la que penden anillas con piezas
colgantes que reciben el nombre de “pebas”. El cuerpo central es la cruz propiamente dicha, formada por cinco
estrellas o flores colocadas en forma cruciforme de las que salen unos “rayos” en forma de aspa, y de cuyos
extremos penden otras pebas, y el cuerpo inferior es similar al superior y de él también penden tres o cinco
pebas, según sea la pieza más o menos rica. Generalmente, esta cruz forma parte de un aderezo con pendientes
a juego, que suelen llamarse “de lazo”.
Otros colgantes que eran frecuentes en el siglo XIX, como los dijes, relicarios o medallones,
prácticamente ya no se conocen, y algo parecido sucede con el corazón de filigrana, muy popular desde 1821
y de clara raigambre portuguesa, mencionado ya a mediados del siglo XIX en joyeros de la provincia de
Salamanca (Cea 2022: 77), o la imagen de la Inmaculada Concepción, que se cita ya desde 1715, que ya se
ven muy raramente colgando de las gargantillas cacereñas. Conocemos además diferentes tipos de cruces de
filigrana, destacando la llamada “cruz de rayos” (Cat. 163), en forma de cruz latina con unos “rayos” o elipses
de filigrana que salen de las uniones entre el palo y los brazos de la cruz. Junto a este modelo existen cruces de
filigrana huecas, con la imagen de Cristo crucificado (Cat. 164), que suelen ser las que acompañan los rosarios
de filigrana (Cat. 53, 63, 65), también muy populares en la provincia.
Los pendientes son, sin duda, las joyas más frecuentes entre las utilizadas por las extremeñas en todo
momento, distinguiéndose un amplio repertorio de tipos, algunos de los cuales ya han dejado de llevarse. Las
verguetas (Cat. 143, 195), por ejemplo, hoy en desuso, aparecen mencionadas desde 1809, aunque se sabe que 57
tienen un origen mucho más antiguo, siendo utilizadas en Portugal ya a finales del siglo XVII. Los sencillos
aretes, conocidos también como “criollas” o “africanas” (Cat. 134-135), parece que irrumpen a finales del
primer cuarto del siglo XIX, y también hacia 1825 hacen su aparición los más populares del aderezo cacereño,
los “aros” de dos o de tres órdenes, también llamados “pendientes de herradura”, “argollas” o “pendientes de tres
o cinco picos”; los de dos órdenes (Cat. 136-137) tienen forma casi circular con dos medias lunas concéntricas
de filigrana, mientras que los de tres órdenes (Cat. 138-140) poseen una media luna intermedia que es móvil,
pudiendo ser lisa o de filigrana calada. Se trata de un tipo procedente de Portugal que llega en este momento a
la provincia de Cáceres, emparentado directamente con las arrecadas de Viana o argolas de bambolina (Cat.
119), y que los orives cacereños de raigambre lusa popularizaron por las provincias de Salamanca y Toledo
además de la región extremeña; son los pendientes idóneos para hacer juego con el galápago que ya hemos
visto, y su forma semilunar se vincula con referencias a la concepción y a la fertilidad.
También son muy frecuentes los pendientes “de rosicler” o “de pebas” (Cat. 141-142), también
llamados en los documentos estudiados “de lazo”, a juego con la cruz del mismo nombre, que se documentan
al menos desde 1816. Se trata de un modelo simplificado de la cruz del mismo nombre que ya hemos descrito,
siendo sustituidos los cuerpos superior e inferior por estrellas de filigrana, pendiendo un “piñero” de la inferior
y adquiriendo forma de mariposa el lazo de filigrana del cuerpo principal, formado por cinco estrellas de esta
técnica. Generalmente, de los brazos de la mariposa central y del piñero inferior penden cinco pebas que
dan nombre al pendiente en amplias zonas de la provincia. Típicamente cacereño, es un modelo que aparece
también en Salamanca, Toledo y Albacete.
Existen otros tipos de pendientes muy populares en el aderezo extremeño, tal vez los más usuales
son los conocidos como “calabazas”, también llamados “de farol” o “de cúpula” (Cat. 146-153), parecen ser
los de incorporación más reciente al repertorio de joyas cacereñas, pues no lo hemos documentado con esos
nombres antes de 1865. Son pendientes de filigrana con forma de cono y base convexa formado por varias
varillas o “piernas” de hilo, algunos de ellos con un gran lazo en la parte superior y una estrella de filigrana en el
botón; derivan directamente de los brincos de fuso portugueses, habiendo alcanzado gran popularidad no sólo
en nuestra provincia, sino también en el área zamorana y leonesa. Similares son también los pendientes “de
chozo” (Cat. 154-155), que tienen forma de campana de filigrana con una bolita que cuelga a modo de badajo;
aunque hay inventarios del siglo XVIII que mencionan un tipo de “pendientes de campanario”, no está claro
que se trate del mismo diseño, y en todo caso se relaciona con los brincos de gaiola portugueses.
Pero la huella portuguesa es especialmente evidente en los pendientes que en Cáceres se conocen como “de
reloj”, de los que el modelo más extendido no es de filigrana, sino de chapa recortada y perforada (Cat. 144). Están
58 formados por un botón superior del que penden dos piezas, una mayor de forma tendente a la circunferencia y otra
menor que se inscribe en el interior de la otra y que cuelga como un péndulo, de donde le viene el nombre de reloj.
Es un modelo importando directamente de los brincos à rainha o “pendientes al estilo de la reina” extremadamente
populares en Portugal, que simplifican joyas del periodo de la reina Maria I (1777-1816), y que adquiere distintas
denominaciones según zonas: “de brillante” o “abrillantados” en Gata y Torrejoncillo, “de brillantina” en
Torrequemada, “de laurel” en Salamanca, o también “de reina” o simplemente “brincos” en diferentes áreas de
Extremadura. Una variante de este modelo se viene haciendo en filigrana desde el siglo XIX (Cat. 145), aunque se
conservan pocos ejemplares; también de estipe portuguesa, esta versión es muy popular en Galicia, pero los libros de
orive conservados por los maestros cacereños muestran la impronta de este tipo hoy ya en desuso.
Habría un largo listado de los variados tipos de pendientes que forman parte del aderezo tradicional,
como son los pendientes de péndola, de bellota o de espiga entre muchos otros, y además hay que señalar
que la mayoría de los tipos ya mencionados se han confeccionado también con decoración de aljófar, es decir,
pequeñas perlitas de forma irregular que van cosidas en un hilo alrededor de la filigrana de oro (Cat. 198). Se
trata de una técnica también a punto de desaparecer en gran parte por la dificultad para encontrar hoy día este
material, y también por ser menos demandado por el público.
Aunque no son muy abundantes, también deben mencionarse las pulseras o “manillas” de filigrana
(Cat. 169, 185), hechas normalmente mediante eslabones de distintos tamaños y de formas tendentes al
rectángulo, conociéndose también algunas formadas por bolas de filigrana calada, flores de filigrana esmaltada
o incluso con la forma de botones charros. En cuanto a esta pieza, los botones, los más antiguos solían ser de
plata, decorados con motivos florales a punzón y de forma cuadra u ochavada, dotados todos ellos de muletilla
para su colocación en las prendas de vestir (Cat. 61, 171-172), pero en el siglo XIX se popularizó mucho el
botón de filigrana de forma semiesférica con una estrella de ocho o nueve pétalos y otros tantos caramullos,
lo que suele llamarse el “botón charro” (Cat. 173, 190) que en Cáceres pudo haber sido introducido por el
mogarreño Nemesio Criado (1915-ca. 1990), afincado en Ceclavín, y ampliamente confeccionado por orives
como Claudio González (1912-1989) o Lorenzo Llanos.
Entre las joyas de todo tipo que también fabricaron los orives hay que señalar la importancia que
alcanzaron los amuletos; los inventarios antiguos mencionan ocasionalmente la garra de tejón, la castaña de
Indias o el coral, y hasta nosotros han llegado piezas que incorporan la filigrana con higas de azabache o coral
(Cat. 174). Son también bien conocidos los amuletos lunares (Cat. 177-178), que se prendían a la ropa de los
niños para protegerles del alunamiento y del mal de ojo, muchos de ellos eran de cobre, pero también los había de
plata que eran confeccionados por los orives extremeños. Otras piezas imprescindibles en el aderezo de muchos
pueblos son las horquilllas de plata para sujetar el moño (Cat. 170), formadas por bolas de filigrana calada con
dos largas y finas piernas del mismo metal; en Torrejoncillo, por ejemplo, se consideran parte insustituible de la
indumentaria femenina, y sin embargo todo parece indicar que se trata de una incorporación reciente, ya que 59
los inventarios decimonónicos no recogen la presencia de horquillas, pues lógicamente en esa época la cabeza
de la mujer siempre iba cubierta, con mantilla, pañuelo o gorra.
De ayer a hoy
Pese a ese gran esplendor alcanzado por la orfebrería de filigrana cacereña en el primer tercio del siglo
XX, tras la guerra civil comienza una profunda crisis en el sector, debida a la falta de metales preciosos y la
escasez de recursos generalizada en el medio rural extremeño. La decadencia se acentuó desde finales de la
década de 1950, en que los orives no fueron excepción a la generalizada emigración registrada desde los pueblos
de Extremadura a Cataluña, a Madrid, a Bilbao o al extranjero. En pocos años desaparece prácticamente la
clientela de los orives, y cambian los gustos de la juventud hacia otro tipo de joyas; además nuevas técnicas
como la microfusión permiten la producción masiva y mucho más barata de una mala imitación del aderezo
regional, que triunfa por su bajo precio en comparación con las joyas hechas artesanalmente. Desde la década
de 1970 y hasta el presente se produce, pues, un imparable declive con el sucesivo y masivo cierre de los talleres
en Zarza la Mayor, Cáceres, Plasencia, Navalmoral, Coria y Ceclavín, hasta llegar al punto actual en que sólo
permanecen en activo tres orives que trabajan a la manera tradicional en la provincia de Cáceres: César Moreno
Clemente y Marcelo Domínguez Frade en Torrejoncillo, y Vicente Chanquet Hernández en Trujillo.
César, Marcelo y Vicente son, si nada lo remedia, los últimos orives cacereños, herederos de un arte
milenario y representantes de largas estirpes familiares. Estos artistas de la filigrana, y todos aquellos que
les precedieron, trabajaron en nuestra provincia y dejaron un gran legado que aún conservan las familias y
utilizan en las grandes ocasiones junto con los trajes típicos de cada pueblo como un gran tesoro que forma
parte del Patrimonio cultural cacereño. El poso dejado por la orfebrería portuguesa ha pasado a integrar y
formar parte inherente de este arte cacereño, hasta el punto de que ha dejado de ser identificable en la tradición
extremeña y hasta ahora permanecía prácticamente ignorado, pero hemos de destacar esa componente lusitana,
fundamental en esta parte del legado cultural recibido de nuestros antepasados.
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