PROMETIDA AL
BÁRBARO
T. N. HAWKE
@del libro Marta Guinart Tamarit.
Primera edición año 2023.
@de la portada Marta Guinart Tamarit.
Todos los derechos reservados.
Imágenes del interior del libro cedidas con derechos de uso, edición y comercialización por Pixabay y Canva.
Corregido por Virginia de Novoa.
Índice
Índice
Sinopsis
Glosario de términos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
SOBRE LA AUTORA
Sinopsis
Ella esperaba encontrar un nuevo hogar…
En cambio, lo que halló fue ruina, traición y violencia.
Hasta que él la encontró.
Mi nombre es Avanna Selfrey y, tras ganar un ticket dorado, pensé que mi horrible vida en una de las
ciudades-burbuja que todavía quedan en pie en el moribundo planeta Tierra había acabado y que mi
buena suerte estaba a punto de empezar.
Me equivoqué.
Nada más llegar a la colonia humana del planeta Valdan, el gobierno nos encierra a mí y a otras tres
chicas en una casa abandonada en la zona más peligrosa de todas.
Su propósito no es otro que el de someternos a los Juegos del terror. Todo ello solo para complacer a
los nuevos amos de la humanidad: los kayaz.
Una raza de crueles hombres lagarto incapaces de sentir empatía.
Justo cuando creía que todo estaba perdido y que iba a morir luchando, Aka’ashi, de la especie
berserker alienígena conocida como mâr, invade el lugar.
Lo que no esperaba era que me llevase con él de vuelta a su aldea.
Ni tampoco que declarara abiertamente su intención de cortejarme para que me convierta en su futura
compañera.
No me malinterpretéis, que el musculoso, moreno y altísimo bárbaro tatuado que se dedica a
romperle la cabeza a enormes dinos carnívoros con sus manos desnudas me diga que soy la elegida
de su corazón me halaga, sobre todo porque me hace arder la sangre.
Pero todo esto es… complicado.
Sobre todo porque, en un planeta salvaje repleto de dinosaurios, mucho me temo que lo que más
peligra es mi corazón.
Un poderoso cazador alienígena.
Una valerosa mujer humana.
Un grupo de mujeres intentando sobrevivir a un entorno hostil.
Un gobierno corrupto.
Y un nuevo planeta, hermoso, salvaje y peligroso.
Esta historia contiene un romance sin toxicidad, apasionado y caliente, ambientado en un planeta
influenciado por el amor que la autora siente por las películas de dinosaurios y de ciencia ficción.
Adéntrate en Valdan y no querrás salir jamás.
Las historias de T. N. Hawke siempre te dejarán el corazón calentito, la sangre ardiendo y una
sonrisa en los labios.
Géneros: aventuras, ciencia ficción, dinosaurios, sociedades alienígenas, bárbaros berserkers, luchas
a muerte, monstruos, romance spicy, mujeres fuertes, amistad femenina, escenas sexis, familias
encontradas, y mucho más.
Glosario de términos
Algunos términos empleados en este libro son originales de las especies del planeta Valdan.
NOTA: no te sientas intimidado por la cantidad de palabras presentes en los idiomas inventados por
la autora, todos ellos se explican en el texto conforme avanza la historia, pero siempre puedes recurrir
a este glosario para una mayor aclaración.
Aka’ashi: poderoso guerrero imvimâr de la especie mâr. Líder de los guerreros de Lorie’mâr y
orgullo de su pueblo.
Alava’she: madre de Aka’ashi. Es sanadora y científica. Está emparejada con dos varones mâr, lo
que es inusual pero no imposible. Sus esposos son Lafel’las (cazador) y Heo’edra (erudito y
embajador).
Chivariat: especie de gatos humanoides altamente empáticos y sociables. Están bajo la protección de
los mâr, que los consideran una raza amiga.
Del’lara: chamana y líder de Falav’mâr. Tiene prejuicios contra los humanos. Tía de Aka’ashi y
hermana de Alava’she.
Delzan: criatura alada semejante a un dragón que elige a un jinete de por vida. Habitan todo Valdan,
pero suelen tener un estrecho vínculo con las especies mâr y valiar.
Falav’mâr: asentamiento de los mâr liderado por la chamana Del’lara. Uno de los más grandes del
territorio boscoso. Situado en una próspera ruta comercial junto a uno de los lagos.
Heo’edra: padre de Aka’ashi y uno de los dos esposos de Alava’she. Es un famoso erudito de su
pueblo.
Imvimâr: los mejores guerreros del pueblo mâr que además de impresionantes talentos marciales y
un don mental poderoso (ya sea telepatía, sensorial, etcétera) tienen un profundo sentido de la
justicia. Se les encarga lidiar con los enemigos de la especie mâr y con todo aquello relacionado con
mantener la paz de su raza y del planeta.
Ik’aver: viejo guerrero imvimâr solitario, huraño y profundamente vinculado a la naturaleza. Es una
leyenda entre su gente, por lo que algunos creen que no existe. No se suele ver a menudo y pasa
mucho tiempo en zonas deshabitadas, lejos del bullicio de los asentamientos.
Ita’ak: aprendiz de imvimâr bajo las órdenes de su maestro Aka’ashi y hermano menor de Tarkûn.
Tiene el don del sensor.
Kak’tras: delzan de Aka’ashi.
Kayaz: especie de hombres lagarto que carece de empatía y que habita las zonas más áridas de
Valdan. Organizan sus sociedades según el color de las escamas con el que nacen. Los de escamas de
colores metálicos son los que gobiernan, independientemente de la inteligencia o el talento.
Actualmente los humanos están bajo su yugo al haberse asentado en su frontera sin saber en qué
territorio se metían.
Lafel’las: uno de los padres de Aka’ashi y, también, un renombrado cazador.
Mâr: pronunciado maár o mahár (con h muda) dependiendo de la región del planeta, es la especie
más numerosa de Valdan y una de las más poderosas. Ocupan la mitad del continente, especialmente
zonas cercanas a ríos y lagos, y construyen sus ciudades en lo alto de inmensos árboles.
Sie-shi: cruel hombre lagarto de la raza kayaz y enemigo de los mâr. Masacró a todo un asentamiento
de chivariat solo por diversión.
Selshuan: criatura mítica parecida a un pterodáctilo gigante y dorado. Posee tres corazones y a veces
los mâr les dan caza (tras obtener permiso de una chamana) porque comérselos no solo alarga la vida,
sino que cura cualquier mal. Suelen alejarse de las zonas pobladas. Cuando un mâr consigue uno de
sus corazones, deja que el selshuan se marche para que se le regenere. Las partes del cuerpo que
pierden les crecen de nuevo. Se dice que son inmortales.
Sensor: persona capaz de percibir todo rastro de vida presente en un área determinada a su alrededor.
Tarkûn: aprendiz de imvimâr bajo las órdenes de su maestro Aka’ashi y hermano mayor de Ita’ak.
Vahsari: se traduce más o menos como «la elegida de mi corazón» en lengua mâr. Los mâr llaman
así a aquellos de los que se enamoran. Normalmente ello solo sucede una única vez en sus largas
vidas, y por ello si no son elegidos como compañeros, no se emparejan y permanecen solteros el
resto de sus días.
Valiar: otra de las especies inteligentes del planeta Valdan. Habitan los bosques y llanuras del norte y
son aislacionistas. Se sabe que tienen la piel azul y que son fieros guerreros.
Valdan: planeta de un sistema solar a años luz de la Tierra en el que transcurre la historia. Se
caracteriza por su flora y fauna gigantes y bioluminiscentes y las numerosas especies inteligentes que
lo habitan. Los humanos fundaron la colonia de Nueva Esperanza en él sin ser conscientes de que no
estaban solos, ya que suele ser imposible detectar a los nativos del planeta mediante los escáneres de
los que disponen. Por ello pensaron erróneamente que estaba deshabitado.
Vorzan: especie de dinosaurio parecido a un baryonyx.
Yelzan: especie de dinosaurio parecido a un velociraptor gigante.
-Zan: El sufijo -zan se traduce más o menos como «animal».
Capítulo 1
AVA
—¿Señorita Avanna Selfrey? ¿Puede oírme?
Alzo la cabeza y fijo la vista en la enfermera vestida de blanco que tiene
una pequeña linterna encendida sujeta en sus manos enguantadas en látex.
—Sí —logro graznar, sobreponiéndome al mareo que parece querer
desenroscarme la cabeza y que además está empeñado en retorcer mis tripas
vacías con saña mientras ella enfoca la luz en mis pupilas.
—Bien. Oído normal, tacto normal, olfato normal y parece usted estar
recuperando el habla y la vista a una buena velocidad —enumera apuntando
el diagnóstico en una tableta digital—. Una vez se acabe el gotero, avise a
alguien para que le retire la vía, ¿entendido?
—Entendido —replico.
—Después de que le quiten la vía intravenosa —prosigue ella—, por
favor, camine despacio hacia la sala de espera y siéntese hasta que haya
recuperado sus fuerzas y pueda acudir a su nave asignada para el aterrizaje.
Asiento, más para evitar volver a hablar con la garganta reseca y rasposa
que otra cosa, y, cuando la enfermera se marcha a atender a otro recién
llegado de la zona de criogénesis, desvío mis ojos hacia el palo de metal del
que cuelgan varias bolsas de plástico llenas de todo aquello que mi cuerpo
necesita para ir recuperándose de haber estado congelado durante meses.
Vitaminas y toda esa mierda, supongo. No lo sé. Los nombres
científicos de lo que quiera que me estén metiendo rápidamente en las
venas son imposibles de descifrar para mí y sería aún peor tratar de
pronunciarlos.
—Paciencia, Ava. Lo peor del viaje ya ha pasado —me digo a mí misma
en un susurro, cerrando los ojos y respirando hasta que la ansiedad que
aceleraba los latidos de mi corazón va reduciéndose hasta desaparecer.
Ya nos habían advertido de que despertar del largo sueño de la cámara
de criogénesis nos podía provocar vértigos, confusión y angustia entre otros
muchos síntomas y, tras echar un vistazo a mi alrededor y ver cómo están
los demás pacientes sentados en las camillas y sillones de la inmensa
enfermería de la nave, sé que mi malestar es bastante más ligero que el de
muchos otros.
—Menuda birria de inicio para una nueva vida, ¿eh?
Abro los párpados y enfoco los ojos en la mujer que ha hablado, sentada
en la camilla adyacente a la mía.
Es joven. Tendrá unos veintipocos años y su hermosa cara de facciones
delicadas está pálida y sudorosa.
—No sé yo —le sonrío, tragándome las ganas de ser antisocial que
siempre me embargan cuando mi cuerpo no se siente del todo bien. O en
cualquier otra situación, si soy sincera. No soy la persona más sociable del
universo—. Al menos las vistas son impresionantes.
Nuestras miradas se desvían hacia la altísima pared de cristal que hay
justo en frente de nosotras.
No somos las únicas que están embelesadas por la belleza del surrealista
paisaje de la superficie del planeta Valdan.
Hay muchos otros soltando exclamaciones de admiración a nuestro
alrededor en cuanto sus ojos se recuperan lo suficiente como para enfocarse
en algo con éxito.
La humanidad lleva casi quince años intentando colonizar el planeta de
manera desesperada debido a que hemos jodido nuestro hábitat original de
tal forma que a estas alturas la Tierra ya es irrecuperable.
Sé que los pasajeros de esta nave somos los privilegiados. Aquellos que
han pagado una suma exorbitante, que están aquí porque son científicos o
artistas de renombre o que, como yo, han ganado un ticket en la lotería
mundial de la empresa que controla los viajes espaciales.
En mi caso de pura chiripa tras robárselo a alguien que intentó robarme
a mí.
La gran mayoría de los seres humanos morirán en nuestro mundo natal
una vez el sistema que ha mantenido los últimos asentamientos que quedan
bajo burbujas atmosféricas artificiales fallen.
Y eso no tardará en suceder.
Ya no entra luz del sol suficiente en la atmósfera como para poder
continuar manteniendo las ciudades-burbuja activas y con la capacidad de
filtrar el aire y la radiación del exterior. Cualquier intento de crear energía
eléctrica o incluso nuclear está destinado al fracaso incluso antes de
empezar debido a que uno de los países causantes de la Tercera Guerra
Mundial creó una maldita inteligencia artificial que se dedica a destruirlo
todo, esté o no conectado a la eternamente caída red de internet, con sus
malditos nanobots.
Porque la jodida cosa esa fue inventada para intentar erradicar a los
«enemigos».
Es decir: todos aquellos que no fueran de su misma nacionalidad.
Y, dado que el país en cuestión que la creó hace años ya no es nada más
que terreno calcinado repleto de viejos huesos olvidados, ahora todo el puto
planeta es el enemigo de esa IA a su entender.
Es un milagro que la humanidad haya sobrevivido hasta ahora.
La Tercera Guerra Mundial jodió lo poco que habíamos avanzado en
intentar coexistir de manera pacífica sin joder el único planeta que teníamos
y acabó con casi toda la vida que contenía.
Una vez fuimos ocho billones de personas. Sin contar animales, flora y
fauna.
Ahora solo quedamos poco más de seis millones de seres humanos con
vida y no hay rastro de ninguna otra forma de vida.
Ni siquiera insectos.
—¿Qué piensas hacer una vez estés en Nueva Esperanza? —pregunta la
chica desconocida de la camilla de al lado una vez nuestros goteros se
terminan y un par de enfermeros nos quitan las vías de las muñecas.
—¿Me preguntas a mí? —inquiero, cansada y sin ganas de mantener
conversaciones banales con extrañas.
Ella me sonríe.
Es una sonrisa bonita. Estresada y casi tan cansada como la mía, pero
amigable y rebosante de ilusión.
—¿A quién si no? —ríe en voz baja—. Soy Trudy, por cierto.
Comienza a caminar a mi lado hacia la sala de espera de embarque y me
trago un suspiro, sintiendo que se va a pegar a mi lado me guste o no.
—No tengo ni idea, Trudy —replico con desgana—. Sobrevivir, supongo.
Como siempre.
Casi añado: «solo quería salir de ese cementerio llamado Tierra antes de
que me asfixiara a mí también», pero me trago las palabras porque el
ambiente que se respira a nuestro alrededor es uno de maravilla, de ilusión
y de, como bien dice el nombre de la única colonia que la humanidad ha
logrado mantener en este planeta, esperanza.
Ella se muerde el labio con nerviosismo y se coloca un mechón de pelo,
largo y rubio, tras una oreja bastante grande en comparación con su
pequeño rostro de duende.
—A mí me gustaría abrir una pequeña tienda de cerámica. Vi una vez en
un documental que las generaciones anteriores tenían negocios como esos
—me confiesa mientras entramos en un ancho pasillo con paredes blancas y
un suelo de baldosas de PVC—. Pero ya nos han dicho que habrá que
conformarse con el trabajo que te asignen en la colonia, así que supongo
que me limitaré a soñar despierta con ello.
Suelta un suspiro de decepción.
—Ajá —contesto con desgana.
En la colonia todo el mundo tiene que hacer su parte, le guste o no.
Es como un enjambre de abejas: o eres la reina o eres una trabajadora
con una posición asignada de por vida. Y ya está.
Pero aun así es mejor que lo que dejamos atrás y ambas lo sabemos.
—Por cierto, ¡no me has dicho cómo te llamas! —exclama Trudy de
repente, girándose hacia mí con un ligero rubor en las mejillas, como si
estuviera avergonzada de no haber caído en la cuenta hasta ahora.
Suspiro para mis adentros de nuevo y me resigno a tener que socializar
por ahora.
—Ava —contesto.
—Encantada, Ava.
Su sonrisa de diez mil vatios no debería afectarme porque soy una
jodida cínica que ha visto lo peor de la humanidad, que ha sobrevivido a
ello y que por eso ya no cree en la gente.
Pero, aun así, una pequeña pieza de mi arrugado y ennegrecido corazón
da un pequeño latido en respuesta y algo en mí se suaviza cuando nota la
inseguridad tiñendo su voz y la expresión de su rostro.
—Igualmente. —Me fuerzo a sonreír, aunque estoy casi segura de que
debe parecer una mueca más que una sonrisa.
Sin embargo, parece surgir efecto y Trudy se relaja, adoptando un
lenguaje verbal más cercano y menos tenso que antes.
—Es genial haberte conocido. Así no me siento tan sola en todo esto. —
Lo último lo musita en una voz casi inaudible, pero, dado que mis oídos son
más finos que los de la mayoría, lo capto perfectamente.
—¿No tienes familia o amigos?
Mierda, Ava, ¿para qué coño abres la boca? Serás idiota, me recrimino.
¡Deja de darle cuerda o no se despegará de ti!
Lo último que quiero es darle a la chica motivos para pensar que
podemos ser amigas.
Yo soy de las que mantienen la distancia emocional con los demás. Eso
me ha ayudado a sobrevivir casi treinta años en la ciudad-burbuja más
peligrosa de todas y pienso seguir así.
Soy una jodida veterana del juego de la supervivencia, y por ende
consciente de que hacerle preguntas personales a alguien es lo último que
necesitas si no quieres que ese alguien se lo tome de manera errónea y se
pegue a ti buscando un vínculo que no quieres ofrecerle porque ya no te
queda un solo hueso que confíe en los demás.
—Mis padres murieron cuando yo era pequeña y soy hija única —
responde Trudy tras recuperarse de la sorpresa—. Nunca… Nunca he tenido
muchos amigos, la verdad —añade con un deje de vergüenza.
—Mmhh —replico con un sonido vago y observo a nuestro alrededor,
buscando la excusa perfecta para no tener que sentarnos juntas una vez
entramos en la sala de espera.
Pero el jodido lugar está a rebosar de gente y solo hay dos asientos
libres pegados a la pared más lejana.
Perfecto, pienso con sarcasmo
—¡Qué bien! —exclama Trudy con alegría cuando los ve—. Así
podemos sentarnos juntas.
Doblemente mierda.
Miro hacia todos lados buscando otro asiento vacío, pero nadie se
levanta de su sitio por mucho que mis ojos se claven en ellos como si fueran
dagas y mis pensamientos intenten incitarlos a mover el jodido culo.
Cosa que no funciona porque los humanos, a diferencia de algunos de
los nativos de este nuevo planeta, no somos telepáticos.
—Así que, ¿a qué sección de la colonia vas a ir? —me pregunta Trudy
con esa sonrisa suya, tímida y entusiasta a la vez, tomando asiento junto a
mí.
Me debato entre si responderle o no, pero al final decido que la colonia
es lo suficientemente grande como para que me importe un pimiento que
ella sepa o no en cuál de las cinco zonas en las que la ciudad de casi
cuarenta mil habitantes está dividida voy a residir.
—Sección 5-A —musito con voz algo arisca, deseando callarme la boca
de una vez y diciéndome que el impulso emocional que me incita a
responderle o a sentirme mal si no lo hago debe ser una consecuencia no
listada de la criogénesis.
—¡Oh!
Oh, no.
—…
Abro la boca para responder un «no me jodas» irritado, pero la cierro al
ver su cara.
Tengo ganas de retractarme de mi confesión porque veo venir su
respuesta por la expresión de su rostro, pero, al mismo tiempo, no quiero
ser borde con la chica sin un verdadero motivo para ello.
—¡Vamos a vivir en el mismo sector! —se entusiasma la rubia después
de que se le pase la sorpresa—. Puede que incluso seamos vecinas. ¿No
sería eso algo maravilloso?
Oh, joder, no.
—Vaya.
Es imposible que no note la sequedad de mi voz.
—Espero que podamos ser amigas —continúa Trudy como si realmente
no notara mi crisis antisocial interna.
Cosa que, dado que mi cara de póker es bastante buena a pesar del tono
en el que hablo, es factible.
—Uh…
La miro y me trago una vez más una respuesta cáustica y borde que
aleje esa sonrisa y esa amabilidad tímida que rebosa por todos sus poros de
mí y de mi aislamiento social defensivo.
Creo que acabo de encontrar a una nueva conocida a la que me niego a
llamar amiga porque no la conozco de nada más allá de estos diez minutos
de conversación.
Y debido a cómo eso acabó la última vez, no es extraño que mi cerebro
se llene de ansiedad al pensarlo.
Maldita boca mía y maldito cerebro descongelado, ya podrían haberse
quedado calladitos.
Capítulo 2
AVA
—Esto es raro —musito en voz casi inaudible, sabiendo que las demás no
me oyen porque están demasiado ocupadas charlando.
Muy raro, añado para mis adentros.
El sector 5-A no es más que una enorme casa señorial rodeada de la
vegetación nativa del planeta, que lo envuelve como un frondoso jardín
tropical que se vuelve bioluminiscente por la noche.
Un lugar que además está rodeado de una altísima valla electrificada que
no nos permite salir sin el permiso del guardia armado que vigila la única
puerta de entrada al terreno.
—Es un lugar precioso —suspira Trudy a mis espaldas, sacándome de
mis cavilaciones.
Giro la cabeza para mirarla por encima del hombro y luego observo a las
demás mujeres que hay sentadas en los sillones del único salón de la casa.
Somos cuatro contándome a mí.
Cuatro mujeres con edades comprendidas entre los dieciocho y los
treinta y pocos años, calculo repasándolas con los ojos. Todas jóvenes.
Todas, excluyéndome a mí, bonitas y de aspecto delicado.
Incluso Fabia, cuya aura solemne y triste, además de las pálidas
cicatrices de sus manos y un cuerpo demasiado delgado como para no
provenir de un lugar similar del que yo provengo habla a gritos de una vida
dura.
No sé qué mierda está pasando, pero me maldigo a mí misma por no
haber desconfiado más de todo esto cuando nos metieron en un jeep y nos
trajeron hasta aquí, dejándonos solas a excepción del guardia y evadiendo
mis preguntas y las de Fabia.
Si la vida me ha enseñado algo, es a no confiar en otros seres humanos.
Aprendí desde pequeña que hay demasiadas personas que harían
cualquier cosa para sobrevivir o para elevarse por encima de los demás,
aunque tengan que apuñalarte por la espalda o sacrificar a un montón de
desconocidos para ello.
—Me pregunto cuándo vendrán para decirnos a qué trabajo hemos sido
asignadas —comenta Carla de manera nerviosa.
La mujer castaña de unos dieciocho años me recuerda a un ratoncillo
tímido y asustado.
A su lado, la alta Trudy destaca como una leona junto a un ratón.
Y eso que la rubia es más dulce que el azúcar.
Cruzo miradas con Fabia, la única que pasa de los treinta, cuyo
semblante endurecido y desconfiado me recuerda mucho al mío.
No nos hace falta poner en palabras que a las dos todo esto nos está
poniendo el pelo de punta.
Ya llevamos seis días esperando desde que nos asignaron una habitación
a cada una al llegar aquí y nos dijeron que alguien vendría a hablar con
nosotras cuando «todo estuviera listo».
La única otra persona con la que hemos interactuado es el hombre que
viene a traernos las comidas del día. Un humano de mediana edad que se
niega a entablar cualquier tipo de conversación y que a veces ni nos mira a
la cara durante los pocos minutos en los que tarda en entregarnos las cajas
repletas de fiambreras cada mañana.
—Todo esto me huele a chamusquina —musito, pero Fabia me hace un
gesto con la cabeza como si me hubiera oído y quisiera que me quedara
callada.
La miro alzando una ceja mientras Trudy y Carla se ponen a hablar en
voz baja sobre qué tipo de hogar sería su casa ideal o algo por el estilo.
La mujer de cabello oscuro y piel morena desvía brevemente los ojos
hacia un rincón del techo situado sobre una cómoda como si quisiera
decirme algo y no se atreviera a ello.
Con los músculos tensos, pero fingiendo que mis movimientos son
casuales, me acerco al lugar indicado y observo de manera disimulada la
pared y el techo mientras me sirvo un vaso de agua de la jarra que hay sobre
una bandeja plateada.
Mierda.
Casi me quedo congelada cuando me doy cuenta de cuál es el motivo
por el que Fabia está asustada y tensa.
Nos están vigilando a través de una cámara oculta disimulada entre las
molduras del techo.
Y no me cabe duda de que también habrá micrófonos por toda la puta
habitación.
Posiblemente por toda la jodida casa, también.
De repente, me embarga la ira, y es solo debido a mi maestría poniendo
cara de póker y a mi habilidad para fingir una serenidad que no siento por lo
que no cedo a mi impulso de arrancar el puto aparato de la pared y rugirles
a los espías que son unos hijos de puta.
Más les vale no estar tramando algo horrible porque soy muy capaz de
matar para defenderme cuando me acorralan o abusan de mí.
No sería la primera vez ni tampoco será la última.
Me siento a unos metros de Fabia, sobre uno de los siete sillones
desperdigados por la sala, con el vaso de agua sujeto en una mano mientras
finjo beber de él.
Me pregunto si habrán drogado el agua o la comida, es lo que se me
pasa por la cabeza mientras doy vueltas a mis opciones.
Si ha sido así, seguramente ya sea demasiado tarde como para hacer
nada.
Nos la han jugado bien.
—¿No te parece increíblemente hermoso, Ava? —pregunta Trudy, que
se gira hacia mí con una sonrisa, ignorante de la jodida malicia de los que,
no me cabe duda, son nuestros captores.
Y dudo que actúen a espaldas del gobierno de la colonia, porque varios
trabajadores uniformados vinieron a buscarnos en un auto oficial cuando
salimos de la nave transportadora.
—Ajá. —No tengo ni idea de a lo que se refiere porque he estado
ignorando su conversación en pro de tratar de contener mi cabreo—. Sí, es
muy bonito.
—¡«Bonito» es una palabra que se queda corta para definir la belleza de
la naturaleza de Valdan! —exclama la chica sol, como me ha dado por
llamarla en mi cabeza dado que siempre parece sonreír y estar de buen
humor a pesar de todo—. Nunca había visto árboles o flores de verdad.
Ojalá algún día pueda vivir en una hermosa casa con un enoooorme jardín
—suspira, abriendo los brazos de par en par al mismo tiempo que alarga esa
palabra.
Ni tú ni nadie ha visto naturaleza real en nuestra generación, pienso de
manera distraída para mí misma.
En la Tierra ya no hay nada excepto las decadentes ciudades-burbuja.
—Pensaba que querías abrir una tienda de cerámica —comento
forzando mis labios a sonreír.
—¡Eso también! —ríe ella—. Sería un sueño hecho realidad si pudiera
tener ambas cosas. Ojalá sea posible algún día.
—Soñar es gratis —interviene Fabia en voz queda y monótona.
La mujer es incluso más taciturna que yo y eso es decir bastante. Rara
vez interviene en las conversaciones.
Hay una tristeza en ella que parece haberse pegado a su piel, como si
estuviera tan acostumbrada a que la vida la decepcione que gran parte de
ella da por sentado que eso es algo normal.
La entiendo bien.
Somos jodidas almas afines, sonrío de manera amarga para mis
adentros.
—¿Tú qué querrías hacer si pudieras elegir, Ava? —pregunta Carla con
timidez, bajando la mirada y ruborizándose cuando enfoco la mía en ella
porque la chica es tímida y más socialmente inepta que yo.
Ugh. Otra vez esa pregunta.
Me encojo de hombros.
—No lo sé —replico—. Nunca he podido elegir qué hacer con mi vida,
así que me he limitado a no darle vueltas al asunto. No merece la pena
rallarse la cabeza con esas cosas.
Sobrevivir era más importante que soñar.
—Pero seguro que hay algo que te haría ilusión —insiste Trudy con ese
entusiasmo que la caracteriza—. Algo que te hiciera pensar: «si pudiera,
esta sería mi vida ideal».
Evito soltar un suspiro frustrado y decido responder a la pregunta
porque tengo la sensación de que ella y Carla volverán a sacar el tema en un
futuro si no respondo ahora.
Las dos son demasiado curiosas. Demasiado positivas, a pesar de la
cortedad ansiosa de Carla.
Me debato los sesos y me pregunto a mí misma cómo me hubiese
gustado que fuera mi vida si hubiese tenido la oportunidad para soñar con
una realidad mejor. Más amable y con un futuro que no estuviese lleno de
terror y hambre.
—Me gustaría… —Pienso en todas las cosas que me hacen sentir
cómoda. Que rebajan mi paranoia y mi rabia, que a estas alturas son una
parte constante de mí—. Me gustaría tener un hogar seguro, no
preocuparme por la próxima comida ni el próximo sorbo de agua potable o
por las enfermedades.
Y tampoco por las personas y su cruel egoísmo, me recuerdo de manera
hipócrita, porque yo también he aprendido a ser egoísta para poder respirar
un día más y soy consciente de ello.
—¿Eso es todo? —pregunta Trudy frunciendo el ceño con asombro—.
¿No has pensado en el tipo de casa en que te gustaría vivir, qué clase de
decoración te gusta o si quieres quedarte soltera o casarte o algo más?
—O a qué te gustaría dedicarte —añade Carla entrelazando los dedos en
su regazo—. A mí me gustaría poder aprender más sobre cómo funcionan
los ordenadores y cómo se hace un software. Quiero diseñar videojuegos
como los que se hacían antes.
Qué pelmazas son esas dos, me irrito.
—Ya os lo he dicho, no he pensado en nada de eso —espeto sin poder
evitar que mi irritación se note bastante.
Trudy se muerde el labio inferior.
—No queríamos ofenderte o entrometernos —responde en voz algo
apagada—. Solo conocerte un poco más.
Uh. Soy idiota.
¿Por qué acabo de sentir un ramalazo de culpa en el pecho?
Es ridículo.
Me paso una mano por el pelo castaño oscuro y ondulado que siempre
llevo corto para que no sea una desventaja cuando tengo que pelear.
—No tener que estar vigilando mi espalda cada tres segundos estaría
bien —replico, deseando que den el tema por zanjado y que no me incluyan
en esa conversación—. Ese es un buen objetivo para el futuro, ¿no?
No sé qué responderles.
—Muy bueno —oigo musitar a Fabia con una risotada queda y
comprensiva.
Las dos compartimos una mirada de mutuo entendimiento.
Trudy sonríe con tristeza y la expresión de su rostro, que cambia de
manera casi inmediata, adoptando de nuevo ese aire cabezahueca y
entusiasta como si su fachada no se hubiera roto durante unos segundos.
Observar el cambio me hace comprender que esa alegría que parece
mostrar por todo esconde una vida que seguramente ha sido dura a su
manera.
—Todas estamos aquí porque hemos ganado un ticket de oro, ¿verdad?
—pregunta de repente Carla, como si hubiera estado dándole vueltas al
asunto.
Desviamos los ojos hacia ella al unísono y luego nos miramos entre
nosotras.
Recuerda las cámaras, me susurra mi cabeza.
Como si pudiera olvidarlo, resoplo para mí misma. Si estuviera más
tensa me convertiría en jodida piedra.
La paranoia me carcome, pero hasta que no decida qué hacer al respecto
tengo que fingir que no sé nada porque desconozco el número de guardias
armados reales que hay en la propiedad y a qué enemigos nos enfrentamos.
—Yo sí —declara Trudy, observando a las demás con curiosidad.
—Yo también —confiesa Fabia con renovada desconfianza.
—Y yo —añado agriamente, mirando a mi alrededor de manera
estudiadamente casual, buscando más cámaras escondidas en el mobiliario
o en los rosetones de yeso de las paredes y el techo.
—Por lo que oí hablar a otras personas cuando embarcamos en la nave
nodriza, todos ellos compraron su boleto o fueron elegidos para ello —nos
cuenta Clara con voz tranquila pero cautelosa—. ¿No os parece un poco
extraño que seamos las únicas que estemos en esta casa y que todas
hayamos ganado un boleto?
Así que la chica es observadora.
Y lista. Muy lista.
—Y también que todas seamos mujeres —añade Fabia apretando la
mandíbula con estrés.
Dejo el vaso de agua cuyo contenido no ha rozado mis labios mientras
fingía beber en el suelo a mis pies y me cruzo de brazos.
—¿Os apetece dar un paseo por el jardín? —pregunto con intensidad.
Nos miramos entre nosotras de nuevo.
Incluso Trudy está seria, ahora que comprende que hay gato encerrado
en todo esto.
—Te sigo —dice Fabia levantándose de su asiento, y las otras dos hacen
lo mismo.
Suspirando para mis adentros cuando me doy cuenta de que las otras
mujeres asumen que soy su líder o algo así y que esperan que yo descubra
por qué estamos aquí o que las ayude a salir del encierro, me levanto y
pongo rumbo hacia la puerta de entrada.
Ya es hora de averiguar qué mierda está pasando.
Capítulo 3
AVA
La puerta está cerrada.
—Tiene una cerradura electrónica. Va a ser imposible abrirla —comenta
Carla con desánimo.
—¿De verdad nos han encerrado en la casa? —inquiere Trudy con voz
apesadumbrada.
Le doy una patada a la madera, pero esta no cede y solo logro hacerme
daño en el pie.
—Puta mierda de secuestradores hijos de puta —maldigo con saña,
girando sobre mí misma y buscando con la mirada las cámaras que sé que
están ahí, repartidas por toda la jodida casa—. ¡¿Qué coño estáis
tramando?! —grito, y mi voz hace eco en la enorme entrada de la casa
señorial.
—Quizá sea solo una medida de seguridad —plantea Trudy tratando de
recobrar el buen ánimo—. Ya visteis los vídeos: la fauna y flora de este
planeta es muy peligrosa. Por no hablar de los habitantes nativos de
Valdan…
—Se dice que las tres especies inteligentes que se reparten los territorios
del megacontinente estilo Pandora del planeta son bastante agresivas —
añade Carla, pero no parece muy convencida por la teoría de Trudy de que
nos hayan encerrado para que estemos a salvo—. Ya nos advirtieron de ello
cuando estuvimos en la sala de espera de criogénesis, ¿os acordáis?
—No me trago que sea solo para protegernos —niega Fabia con una
mueca de enfado muy parecida a la mía propia—. Estamos en un sector
muy alejado del núcleo de la colonia, cerca de los límites de la misma.
Calculo que no debe de haber otra sección habitada en kilómetros a la
redonda.
—Eso es verdad —asiente Carla—. El jeep en el que nos trajeron tuvo
que atravesar la primera valla electrificada y luego el bosque que todavía no
había sido talado para construir viviendas.
—Se acabó el debate —interrumpo yo, demasiado nerviosa y llena de
energía rabiosa como para quedarme quieta—. Me largo de aquí. Voy a
buscar una salida.
No espero a que decidan si quieren quedarse o no.
No soporto estar encerrada ni un solo segundo más.
A pasos airados, me dirijo hacia la parte trasera de la casa, donde
encuentro una cocina amplia y sin electrodomésticos cuyas puertas de
cristal también están cerradas a cal y canto.
Pero al menos no son de grueso metal con una cerradura electrónica que
somos incapaces de hackear.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta Carla con alarma cuando me ve abrir
todos los cajones de la cocina.
—Buscar algo con lo que abrir esa cerradura —replico con hosquedad
—. No os quedéis ahí paradas como pasmarotes y ayudadme a buscar.
Las tres reaccionan a mis palabras y empiezan a abrir cajones y
armarios, algunas con más decisión que otras.
Carla y Trudy todavía parecen creer en la posibilidad de que todo esto
no sea un rapto y que la persona que nos ha encerrado en la casa tenga
buenas intenciones (aunque yo me inclino más por un grupo con poder
político, dada la manera en la que nos trajeron hasta aquí).
Pero yo no me trago eso.
Nadie con buenas intenciones encierra a cuatro mujeres en una casa
aislada rodeada de una verja electrificada y pone un guardia armado en la
puerta tras decirles que volverán a por ellas cuando «todo esté listo».
Y yo, aunque desconfiaba, he sido demasiado estúpida y me he quedado
a esperar como un puto corderito de camino al matadero.
—No hay nada. —Cierro el cajón con tal fuerza que el estrépito
sobresalta a las demás. Estoy frustrada y cada vez más enfadada—. Está
todo vacío.
No hay ni un puto cubierto a la vista. Ni un mísero vaso.
Nada.
Y los cubiertos que usamos para comer son de bambú. Demasiado
frágiles para usarlos en una cerradura.
Lo han pensado todo bien, los hijos de puta. O lo habrían hecho si no me
hubieran elegido a mí como víctima.
—¿Qué vas a hacer? —inquiere Trudy cuando me ve salir de la cocina
en dirección al comedor, donde solemos repartir las fiambreras que nos trae
el hombre silencioso de nombre desconocido.
—Salir de aquí.
Intrigadas y algo alarmadas por mi evidente mala hostia, las chicas me
siguen con cautela pasillo abajo.
En cuanto entro en el comedor, miro a mi alrededor con ojos entornados.
Me había dado cuenta antes de que las ventanas del primer piso, donde
están la cocina, el salón, el comedor y un aseo, están enrejadas, pero había
asumido que era para evitar intrusos o animales.
Ahora me maldigo por enésima vez por haber sido demasiado confiada.
Confiar en los demás nunca trae nada bueno, me recuerdo con acritud.
Pienso con rapidez en una posible salida mientras cojo una de las seis
sillas de madera que hay alrededor de la única mesa que ocupa casi todo el
comedor.
La caja con las comidas de hoy está sobre esta y todavía tiene las cuatro
fiambreras con la cena a la espera de que las abramos, pero no le presto
atención.
No es lo que busco.
—No creo que las puertas de cristal se vayan a romper con esa silla —
comenta Clara con inquietud cuando me ve salir del comedor cargando con
una de ellas.
Decido intentarlo igualmente.
Si esto no funciona, mi otro plan es usar las sábanas de nuestras camas
para hacer una cuerda con la que descender por una de las ventanas del
primer piso, que también están cerradas con cerradura, pero al menos no
tienen rejas.
En cuanto llego a la cocina, empiezo a golpear los cristales de las
puertas con las patas de la silla con fuerza.
Estos crujen y tiemblan, pero no se rompen.
No hasta que Fabia se une a mí cargando con otra silla. Y luego Trudy
hace lo mismo a pesar de que todavía no está convencida de que estemos
haciendo lo correcto.
Entre las tres logramos cargarnos una de las puertas, cuyo cristal se
quiebra en miles de pedazos y cae al suelo como una cortina de mortíferos
fragmentos afilados.
Me inclino y cojo uno de ellos, ignorando el corte que deja en mis dedos
y guardándomelo en uno de los bolsillos del pantalón.
El aire fresco de Valdan nos llena los pulmones con su olor a bosque y a
lluvia.
Con olor a libertad.
—¡Vamos! —exclamo, y echo a correr por la abertura que ha dejado el
cristal al romperse hacia el jardín trasero de la casa.
En cuanto pongo un pie fuera, oigo una alarma resonar por todo el
terreno.
Esos jodidos espías se van a presentar aquí armados en cualquier
momento. No me cabe duda.
Como tampoco me cabe duda de que no vamos a encontrar ninguna otra
salida que no sea la puerta donde está el guardia de cuyo cinto cuelga una
pistola.
Me acerco al árbol más próximo y tiro de una de sus ramas,
maravillándome del tacto, de lo vivo que parece en contraste con las falsas
plantas de plástico que me acostumbré a ver en todas las calles de mi
ciudad-burbuja, pero determinada a coger una de sus ramas para tener algo
extra con lo que defenderme.
Pero la madera es más difícil de romper de lo que imaginaba y la rama
no cede por mucho que intente presionarla hacia abajo o retorcerla.
—Menuda mierda de…
—¡Quietas ahora mismo! —grita la voz del guardia, interrumpiendo mi
diatriba.
Giro la cabeza y veo que está apuntándonos con el arma a unos metros
de nosotras.
Soltando una maldición, doy un par de pasos atrás… y entonces todos
nos quedamos helados cuando escuchamos el rugido que invade toda la
propiedad, poniéndonos el vello de punta.
Porque puede que ya no hubiera animales en la Tierra, pero hay instintos
biológicos innatos que jamás se olvidan. Y uno de esos es la capacidad de
reconocer el rugido de un depredador hambriento cuando lo oyes.
Capítulo 4
AKA’ASHI
El rugido del vorzan resuena en todo el valle.
La bestia está hambrienta y ha olido una presa fácil.
Desde el puesto de vigilancia de las alturas, no es difícil ver al grupo de
mujeres que hay paradas frente al varón de la pusilánime raza terrícola que
se llama a sí misma «uma’umanos», ignorantes del cruel juego al que las
han sometido para el entretenimiento de los sádicos amos que controlan a
su patético gobierno.
«El varón uma’umano está apuntándolas con un arma», me informa
mentalmente Tarkûn con asco y desaprobación, enviando imágenes
mentales de lo que puede ver desde su posición en la copa del árbol, mucho
más elevada que la mía.
«Esos varones no tienen honor», le replico con el mismo sentimiento.
Una sensación pesada y furibunda se asienta en el fondo de mi estómago
cuando mis ojos se clavan en la pequeña figura de la mujer que parece ser la
líder en cuanto ella se apresura a ponerse frente al hombre con las manos
alzadas, como si quisiera proteger a las demás llamando su atención sobre sí
misma.
Valiente, sin duda alguna.
Pero suicida, dado que no parece ir armada y es demasiado pequeña y
frágil como para presentar batalla y ganar.
«¿Qué hacemos, maestro?», inquiere Ita’ak, agazapado entre las raíces
del árbol al que su hermano Tarkûn y yo hemos trepado para tener mayor
visibilidad sobre el terreno.
El valle en el que los uma’umanos se han asentado sin pedir permiso
está justo en el borde de una de las fronteras que nuestra especie mantiene
con los kayaz.
La frontera se extiende durante kilómetros en una franja de terreno
falsamente neutro, apretujada entre las montañas que separan el territorio de
los kayaz de una aldea mâr cercana.
Al otro lado de la colonia humana, el reino siempre en conflicto de la
deshonrosa raza de serpientes, cuyo amor por la carne de criaturas
inteligentes solo es superado por su perfidia, ocupa la tierra desertizada por
sus maquinarias y su decadente estilo de vida hasta llegar al mar interior.
—Los kayaz deben estar moviéndose hacia la algarabía para verla en
persona, en vez de a través de sus cámaras espías. Les gusta demasiado oler
la sangre de sus víctimas y escuchar sus gritos de agonía —hablo en voz
alta para que ambos me oigan a la vez, descendiendo del árbol a toda prisa
seguido por Tarkûn, ya que establecer conexiones mentales con dos
personas que no son de tu familia al mismo tiempo es un gasto de energía
considerable incluso para mí.
—Entonces, ¿vamos a entrar, maestro? —pregunta el joven Ita’ak.
Asiento.
—Aprovecharemos el hecho de que estarán demasiado ocupados
saboreando el caos que se avecina para atacarles por sorpresa.
Ambos guerreros sueltan sendos rugidos de satisfacción por la idea de
bañarnos en la sangre de los kayaz.
—¿Y las hembras? —pregunta Tarkûn mientras echamos a correr sin
hacer ruido por el suelo del bosque, avanzando por el escabroso terreno con
la facilidad de la práctica.
Mi ánimo se ensombrece cuando pienso en ellas y en lo que están a
punto de sufrir a manos de los crueles kayaz y de los uma’umanos, que las
han vendido a las serpientes a cambio de su falsa promesa de protección.
O, más bien, de la falsa promesa de que no acabarán con ellos y
devorarán sus pequeños cuerpos blandos y débiles.
Cosa que harán en cuanto se aburran de jugar con ellos porque los kayaz
jamás cumplen nada de lo que prometen.
—Las ayudaremos —anuncio en tono decidido—. Pero recordad que
nuestro objetivo principal es eliminar a Sie-shi, aprendices de imvimâr.
Ambos jóvenes asienten, conscientes de que no podemos dejar escapar
la oportunidad de acabar con el viejo estratega kayaz, responsable de más
de una docena de muertes de niños chivariat; una de las especies de seres
empáticos que está bajo nuestra protección.
Ha llegado la hora de beberse la sangre de ese pútrido ser sin honor.
Y si en el camino podemos acabar con unos cuantos uma’umanos
esclavistas o con la temida mascota vorzan de Sie-shi, mucho mejor.
Mi sangre ruge con hambre de muerte y violencia.
Y tengo intención de saciarla.
Capítulo 5
AVA
—¿Qué mierdas ha sido eso? —me alarmo cuando escucho de nuevo ese
rugido, cada vez más cerca de donde estamos.
En vez de responder, el guardia palidece, suelta una maldición, da media
vuelta y echa a correr.
Sin saber qué hacer, pero empujada por el instinto de supervivencia,
corro tras él a toda velocidad.
—¡No os quedéis paradas como idiotas! —les grito a las demás chicas
mientras paso de largo al hombre, que evidentemente se dirige hacia la
caseta que suele habitar y que ha dejado desierta para seguirnos.
Las tres echan a correr tras nosotros, muertas de miedo cuando el rugido
resuena más y más cerca de la casa.
—¡Esperad! ¡No podéis entrar ahí! —chilla el hombre cuando nos ve
pasarle de largo—. ¡Me van a regañar si estropeáis el juego! ¡Tenéis que
volver a la casa!
—¡Y una mierda, cabrón! —le grito.
El hombre tiene la cara enrojecida, un gesto rabioso en el rostro y apesta
a terror.
No sé lo que es esa cosa ni qué mierdas está pasando aquí, pero sí sé que
no quiero estar fuera de la casa cuando llegue.
Ni tampoco dentro de ella.
Creo que nos han encerrado allí por algo mucho peor que el tráfico de
personas.
Y si algo dentro de mí me grita que esto es peor que algo tan inhumano
como que te vendan como si fueras un trozo de carne sin alma, entonces
ello es motivo para estar tan aterrada como lo estoy en este momento.
Llegamos a la caseta y entramos en tropel y, justo cuando Clara tropieza
y cae en el interior tras los pasos de Trudy, le cierro la puerta de grueso
metal en las narices al rabioso guardia.
—Que te jodan —le siseo cuando él empieza a golpearla con ansiedad.
—¡No podéis hacer eso! —chilla el hombre con pánico—. ¡Abrid,
jodidas putas! ¡Abrid de una vez!
—Ni de puta coña —gruño, cerrando el pestillo de metal que hay en la
parte superior de la puerta tras girar la llave, situada en el interior de la
pequeña cabaña con baño incluido en la que él suele vivir.
—De… Deberíamos abrirle —balbucea Trudy, pálida y sudorosa,
cuando el rugido de lo que quiera que sea ese bicho suena cerca de la puerta
de entrada—. Esa cosa quizá lo mate si lo dejamos fuera.
—Bien. Mejor él que nosotras —espeto al mismo tiempo que Fabia
replica: «pues que se joda».
Ignorando los gritos asustados del hombre, me acerco al cristal de la
única ventana del cubículo, que ni siquiera se puede abrir porque está
cerrada a cal y canto, y miro hacia el exterior… justo a tiempo de ver a un
puto dinosaurio carnívoro parecido a un T-Rex, pero con los brazos largos y
unas garras tremendas, detenerse frente a la puerta de metal negro que da
acceso a la propiedad como si esperara pacientemente a que esta se abriera
y le permitiera entrar.
Como si estuviera acostumbrado a ello.
Uno de sus ojos anaranjados se clava en mí a través del cristal con
hambre y malicia y me estremezco, dando un paso atrás y al borde de
empezar a hiperventilar de puro miedo.
—Joder —me oigo decir con voz histérica—. ¿Qué coño es eso?
—Parece un baryonyx —replica Clara con voz temblorosa y con los
ojos como platos, observando al animal a través del cristal—. Solo que
tiene cuatro dedos móviles y largos acabados en garras, no tres pequeños
como los de las ilustraciones paleontológicas que vi una vez.
El guardia grita algo y vuelve a golpear la puerta de la caseta con
renovado frenesí cuando ve a la criatura a su espalda.
Y no me extraña.
La jodida puerta de la valla electrificada que rodea la propiedad se está
abriendo y él está fuera y al alcance de esa cosa.
—¿Quién le ha abierto la puerta al dinosaurio? —inquiere Fabia con
estrés—. ¿Alguien le ha dado a algún botón sin darse cuenta?
Me giro para mirar a nuestro alrededor, pero no veo nada más que el
mostrador que hay bajo la ventana sellada, la silla giratoria que he apartado
para hacerle hueco a Carla cuando se ha acercado, una cama individual y
una pequeña cómoda, además de la puerta entreabierta que da al baño.
No hay ni botones ni paneles electrónicos a la vista.
Ni siquiera uno de los teléfonos móviles que antes no podíamos tener
porque la IA los jodía todos o los usaba para espiarnos, y que aquí se
rumorea que están volviendo a construir con materiales de este mundo y
software hecho por los ingenieros informáticos que se han ganado un boleto
por su talento, lejos de la infección de la inteligencia artificial.
—No hay nada con lo que poder abrirla —observo con una mueca
horrorizada, porque ello solo me hace sacar una conclusión—: Está
automatizada. Es muy probable que la estén controlando a distancia, porque
no podemos haber sido nosotras. Ni tampoco él.
—¿Seg… Seguro que no deberíamos abrirle la puerta al hombre? —
inquiere Clara cuando el guardia se para frente al cristal y empieza a
golpearlo con desesperación, mirando cada dos por tres a su espalda hacia
la puerta que se está abriendo lentamente y que dentro de poco dejará entrar
al dinosaurio.
Soltando una maldición y sabiendo que voy a arrepentirme de ello de
inmediato porque tiene pinta de que el guardia está compinchado con quien
quiera que nos haya encerrado aquí, me dirijo hacia la puerta y quito el
pestillo, pero Fabia me pone la mano en la muñeca y me detiene antes de
poder girar la llave.
—Espera —me pide con urgencia señalando hacia la ventana—. Mira.
Desvío la vista de su rostro angustiado hacia la puerta y veo que hay
algo detrás del baryonyx.
O, más bien, alguien.
Solo que ese alguien es una especie de hombre lagarto que tiene un
largo palo de metal que suelta chispazos eléctricos en una mano, como si lo
usara para volver al dinosaurio más agresivo y defenderse de él a la vez
cuando este se gira soltando siseos e intenta morderle.
—Me cago en la puta hostia —maldigo con ganas—. ¿No es eso un
jodido kayuk o kayak o comosediga? Las criaturas que nos dijeron que
comían humanos y que eran altamente inteligentes.
Fabia traga saliva y asiente.
Sus dedos, que todavía rodean mi muñeca, tiemblan ligeramente.
—Creo que es el que ha abierto la puerta y el que controla al baryonyx
—jadea con miedo.
—¿Qué leñes está pasando aquí? —le pregunto a la nada, porque
ninguna podemos responder a esa pregunta.
El guardia ha mencionado algo de un «juego», pero no me cabe en la
cabeza que nos encierren en una casa cuyas cerraduras están controladas a
distancia, sin capacidad para defendernos y nos suelten a un dinosaurio sin
más.
¿Qué clase de mierda de juego sádico es ese?
—Si abres esa puerta, no podrás cerrarla a tiempo para evitar que el
dinosaurio entre —anuncia Clara en voz baja, pero concisa y audible a
pesar de los chillidos del guardia.
El hombre decide dejar de exigirnos que abramos la puerta y echa a
correr cuando el bicho carnívoro cuela la cabeza y el largo cuello a través
de la agonizantemente lenta apertura de la puerta automatizada.
—Y además el guardia tiene pistola —añade Fabia—. Y seguro que la
habría usado contra nosotras.
Vemos al hombre correr gritando hacia la casa a través de la única
ventana de la caseta.
—Tienes razón —asiento—. No estaba pensando con claridad.
Retiro la mano de la puerta, y entonces la de la valla se abre de golpe y
vemos al dinosaurio pasar a toda velocidad con sus astutos ojos fijos en su
presa.
Segundos después, el guardia grita con pánico, pero sus chillidos no
tardan en convertirse en unos de puro dolor.
Con manos temblorosas, vuelvo a cerrar el pestillo, girándome hacia la
ventana cuando oigo gemir a Trudy, que está abrazando a una trémula
Clara, y veo que el hombre lagarto nos está mirando a través del cristal con
un par de crueles ojos anaranjados, similares a los del dinosaurio.
Y que hay dos más de esas criaturas tras él.
Criaturas que se dirigen a la puerta y empiezan a golpear el metal hasta
que este se abolla.
Deben tener una fuerza increíble para poder hacer algo así, piensa mi
cerebro, atontado por el miedo y la adrenalina.
—¿Qué hacemos? —me pregunta Trudy con ansiedad, tragándose las
lágrimas.
—No creo que estén aquí para ser nuestros amigos —me oigo responder
con un deje de humor masoquista mientras mi mente piensa a toda prisa en
cómo salir vivas de todo esto.
La cosa pinta mal.
Los lagartos echan la puerta abajo poco después de emitir la última
sílaba.
Las cuatro, acurrucadas al final de la cabaña piel con piel, observamos a
los altos seres cubiertos de escamas con cara de gecko que parecen
sonreírnos con sadismo.
—Habéissss esssstropeado el jueeego —sisea uno de ellos en nuestro
idioma—. Pero no impoorrrrta. Volveremosss a encerraroooosss y…
—¡Y una mierda! —exclamo con voz enronquecida por el histerismo.
Antes de poder pensar en lo tonta que estoy siendo, meto la mano en el
bolsillo, saco el cristal roto y me abalanzo sobre uno de ellos dispuesta a
arrancarle los ojos saltones y anaranjados de su fea cara.
Mejor morir luchando en mis propios términos que vivir con miedo y
fallecer a manos de la crueldad de otro.
Eso es algo que siempre he pensado, que ha sido mi lema desde que me
quedé sola con trece años y tuve que aprender a malvivir en las calles, y
pienso vivir siguiendo mis propias normas hasta que la puta parca venga a
por mí y se me lleve.
Un hombre lagarto según Dream.ai. Web usada para crear las imágenes.
Capítulo 6
AKA’ASHI
Saltamos desde la copa de los árboles situados fuera de la colonia hacia las
ramas más altas de los que hay en el interior con facilidad, pasando por
encima de la valla electrificada con la que los uma’umanos han rodeado su
asentamiento, que de poco les sirve contra nosotros.
Estamos por el extremo más alejado y despoblado del terreno que han
reclamado para sí, donde está situada la gran construcción de piedra que
hace pocos días nos enteramos de que sirve como prisión para los
sacrificios que los uma’umanos ofrecen a los kayaz anualmente.
Un lugar que pretendemos destruir tras haber dado muerte a Sie-shi para
dejar un mensaje claro al gobierno uma’umano: no toleramos una conducta
tan deshonrosa y retorcida en nuestro planeta.
Además, cualquier aliado de los kayaz es automáticamente enemigo
nuestro.
Mis instintos me gritan que las hembras están afrontando peligro
mientras aceleramos el paso por el camino de tierra que los terrestres han
abierto en el bosque con sus burdas máquinas de desforestación.
«Localizad a Sie-shi», ordeno a mis aprendices mentalmente. «Yo me
encargaré de proteger a las hembras del vorzan y de los esbirros del líder
kayaz».
Ellos asienten y se desvían hacia ambos lados del camino, buscando la
base que sabemos que Sie-shi usa para observar sus sádicos juegos de
muerte y tortura a través de las cámaras instaladas por la zona.
Hay varias propiedades grandes abandonadas que antes estaban
habitadas por los gobernantes de los uma’umanos, pero que estos tuvieron
que abandonar a toda prisa cuando los kayaz exigieron que se les agasajara
con las propiedades y tesoros más valiosos de sus nuevos juguetes
terrícolas.
Sie-shi y su calaña deben estar en una de ellas, usándola como base de
operaciones.
Acelero el paso cuando oigo el grito agudo de dolor de una de las
pequeñas hembras uma’umanas seguido del rugido del vorzan y de la
maldición sibilina de un kayaz macho.
Llego justo a tiempo para impedir que el macho le parta el cuello a la
guerrera uma’umana que huele a dolor, a ira y a sed de sangre y cuya mano
sujeta un trozo de cristal ensangrentado que ha logrado clavar en uno de los
ojos de la criatura.
—¡Suelta a la hembra ahora mismo! —rujo, entrando a toda prisa por la
puerta abierta y atacando a uno de los kayaz, que intenta electrocutarle con
su arma sfinss mientras un tercero huye con un grito de pánico al verme.
Hago a un lado el sfinss sin sentir apenas el pinchazo de su electricidad,
inmune a la ridícula arma que los kayaz tanto aprecian, y desarmo al lagarto
con un movimiento rápido que casi le arranca una mano de cuajo.
Al verse sobrepasada, la criatura cobarde intenta echar a correr,
imitando al compañero que observaba la lucha de la mujer uma’umana
contra el que parece ser el líder de esta cuadrilla, que todavía tiene agarrada a
la hembra, pero se lo impido con facilidad, estampando un puño contra su fea
cara escamosa y partiéndole el cráneo como si fuera tan frágil como la
cáscara de un huevo.
Uno muerto.
Dos más y un vorzan de los que encargarme.
—¡Atrásss o mato a la hembra! —grita el kayaz entrando en pánico.
La mujer, a la que le ha roto un brazo, se retuerce intentando soltarse de
su agarre a pesar de que apesta a agonía y deja caer el cristal, que le ha
abierto un feo corte en la palma de la mano.
Durante un instante, mi corazón se detiene a admirar su fuerza de
voluntad y su valentía.
Para ser tan pequeña es de armas tomar. Y además para ser una terrestre
es bastante hermosa.
Antes de que el kayaz pueda reaccionar, saco uno de los cuchillos que
cuelgan de mi cinto y lo lanzo con precisión, hundiéndolo en el único ojo
que le quedaba sano hasta el mango.
El kayaz está muerto antes de caer al suelo.
Si la cuchilla no lo hubiese matado al clavarse en su pequeño cerebro, lo
haría el poderoso veneno que cubre mis filos al que mi especie es inmune,
pero la suya no.
—¿Estás bien? —trato de preguntar a la mujer, pero esta solo me mira
con los ojos como platos, sin comprender ni una sílaba de mi idioma.
Tras ella, veo otras tres mujeres apelotonadas en el fondo del cubículo
de piedra que también apestan a miedo.
Sabiendo que no me entiende, señalo con un dedo que debe volver
dentro hasta que mate al resto de los enemigos.
Ella, en cambio, parece no entender eso tampoco porque continúa
mirándome como si estuviera paralizada.
Encogiéndome de hombros, doy media vuelta y me dirijo hacia el
vorzan, que alza la cabeza al verme cuando me acerco a él con triste
determinación.
Normalmente, mi especie, al igual que los azulados y aislacionistas
valiar, prefiere evitar muertes innecesarias de la fauna o la flora nativas de
nuestro planeta; pero este vorzan lleva demasiado tiempo enlazado a Sie-shi
y su crueldad ha hecho mella en su mente.
—Lo lamento, vorzan —le digo al fiero cazador, sacando otra de mis
dagas del cinto.
Él solo me sisea, mostrándome los largos colmillos ensangrentados por
la carne del uma’umano que está comiendo, pero sé que en el fondo de su
corazón me comprende.
Los vorzan son casi tan emocionalmente inteligentes como los chivariats
que mi pueblo tanto estima.
El animal intenta atacarme cuando comprende que va a morir, deseoso
de probar mi carne, pero lo agarro del morro con un brazo, obligándole a
cerrar las poderosas y mortíferas mandíbulas, y clavo el filo envenenado en
su cráneo.
Lo mantengo inmóvil a pesar de que se retuerce intentando desasirse de
mi agarre hasta que el veneno hace efecto y el cuerpo del animal cae al
suelo con estrépito.
Sus más de cinco metros de largo y la coloración de sus plumas y
escamas me indican que debe tratarse de un joven macho adulto,
seguramente criado por los kayaz para sus juegos, pero eso no significa que
no merezca respeto.
Así que dejo su cabeza con cuidado sobre el suelo y pronuncio unas
palabras de despedida para que su espíritu alcance la paz tras la muerte,
abandonando su cuerpo para que sea reclamado por la naturaleza como es
costumbre en mi especie.
—Joder —oigo a la hembra uma’umana de antes decir a mis espaldas,
aunque no comprendo qué significa esa palabra.
En vez de hacer caso de mis instrucciones, ha salido de la caseta y me
ha seguido los pasos.
Aunque sus amigas permanecen apelotonadas junto a la puerta de metal
destrozada, observándonos con ojos impresionados.
—Vuelve a la caseta —ordeno a la hembra señalando hacia el lugar con
un gesto de la mano, pero ella me mira como si no supiera qué hacer.
Suelto un gruñido de irritación, lamentándome de que sus líderes no le
hayan instalado el chip auditivo que permite traducir todo lo que digo que
nosotros mismos creamos y proporcionamos a los uma’umanos durante
nuestro primer encuentro para poder comunicarnos durante la única reunión
de negociación que aceptamos tener con ellos.
Seguramente porque consideraban que era una pérdida de tiempo y
recursos en mujeres condenadas a ser un maldito sacrificio.
Cuanto más sé de los líderes de los uma’umanos, menos me gustan.
—Vuelve —trato de decir en su idioma, que recuerdo haber oído hablar
a uno de los representantes de su gobierno cuando asistí como
guardaespaldas del nuestro a la reunión que se celebró en los inicios de la
invasión uma’umana.
Ella frunce el ceño como si intentara descifrar lo que he dicho.
Mi acento no es bueno. Lo sé. Pero creo que aun así el mensaje de mis
gestos es evidente.
Una de sus manos sujeta el brazo roto que cuelga junto a su esbelto
cuerpo y, al verlo, maldigo mi conciencia por no darme cuenta antes de la
extensión de sus heridas y saco un vendaje sanador de la pequeña bolsa que
cuelga de mi cinto.
Ella se alarma cuando camino hacia ella y da un par de pasos atrás,
diciendo algo rápido y agudo en su idioma que no comprendo, pero yo la
ignoro y señalo hacia su brazo varias veces hasta que comprende que quiero
verlo, enseñándole el vendaje para intentar calmarla.
Cautelosa y con evidente desconfianza, la uma’umana me permite curar
su brazo roto aplicando el vendaje sobre la piel desnuda.
De cerca huele curiosamente bien, anota mi cerebro de manera
pensativa. Y es más atractiva todavía a pesar de que está prácticamente en
los huesos.
Es un pensamiento que me desconcentra ligeramente porque no
esperaba encontrar a una hembra terrícola atractiva ni que su evidente
malnutrición me preocupase tanto, pero al parecer mis instintos han
decidido lo contrario.
La mujer suelta un grito cuando el vendaje, al estar colocado sobre la
rotura, brilla de un color verde suave y mueve el hueso hasta que este está
en su sitio, procediendo a sanarlo hasta dejarlo como nuevo en meros
segundos.
—Pero ¿qué coño…? —grita en su extraño idioma.
—Quédatelo —le hablo con paciencia, no queriendo asustarla más de lo
que está a pesar de su evidente valentía—. El hueso estará sensible hasta
dentro de unas horas. El vendaje ayudará a sanarlo más rápidamente.
Ella mira a su brazo y a mí por turnos, como si no supiera qué responder
pero hubiese entendido más o menos el mensaje.
Observo su mano y aplico otro trozo de tela sobre la carne herida,
curiosamente aliviado cuando esta deja de sangrar y se cierra casi de
inmediato al entrar en contacto con la savia sanadora que lo empapa.
La sustancia elimina posibles infecciones y deja una suave cicatriz
rosada en vez del corte de antes cuando la retiro, ya que la herida de su
palma no es tan difícil de sanar como el hueso roto y por ende no necesito
dejar el vendaje colocado sobre esta.
Ella vuelve a mirar sus heridas, ahora sanadas, con ojos como platos y
abre la boca para decir algo, pero no llega a hacerlo porque un rugido
furibundo sacude el bosque que rodea su prisión.
Alzo la cabeza y huelo el aire a pesar de que reconozco el sonido
territorial de un yerzan macho adulto.
Una criatura tres veces más grande que un vorzan y mucho más
peligrosa.
«¿Cómo va la caza?», les pregunto por turnos a mis aprendices,
estableciendo una conexión mental con ellos de nuevo mientras trato de
calmar a las hembras alteradas.
«He encontrado a Sie-shi», resuena la voz de Tarkûn en mi cabeza. «Te
envío la localización».
La información sobre las coordenadas de la casa que sirve como base al
enemigo invade mi cerebro.
Parpadeo mientras mi mente las procesa en menos de un segundo.
Sie-shi está acompañado de dos uma’umanos y de otros tres kayaz,
además del yerzan que ha soltado para que nos dé caza una vez me ha visto
invadir su campo de juego a través de las cámaras.
Pero de poco le va a servir el yerzan contra mí.
Me giro para decirle a la hembra uma’umana que vuelva a la frágil
seguridad de la caseta mientras me preparo para matar al depredador, pero
no hay necesidad de ello.
Esta vez, la mujer ha escuchado a su sentido común y se ha metido en el
cubículo de piedra y cristal a toda prisa junto a sus amigas.
Bien, pienso con un gruñido satisfecho, girándome hacia la puerta de la
valla abierta que hay junto a la caseta, listo para saltar sobre el yerzan en
cuanto este asome la cabeza por el recodo del sendero, ya que no quiero que
se acerque demasiado a las hembras.
Al menos la mujer, además de valentía, también tiene algo de sensatez.
Capítulo 7
AVA
Soy una insensata.
Es la única explicación posible que se me ocurre para haber perseguido
al jodido berserker musculoso, que parece medir más de dos metros de
altura y además acaba de cargarse a un puto dinosaurio del tamaño de un
jeep con las manos desnudas, como si fuera una jodida fangirl con un
enamoramiento.
Y vale, sí, el hombre, que parecería un maldito humano supermodelo
(cuando los había) si no fuera por esos ojos brillantes con pupilas de gato y
los jodidos colmillos de vampiro, está buenísimo y parece salido de una
fantasía sexual, pero es un puto berserker asesino de dinosaurios.
Juro que a veces no me entiendo a mí misma.
Debería aprender a no seguir todos mis impulsos o un día de estos
acabaré metida en líos.
Más líos, quiero decir, porque ahora mismo mi vida (y las de mis tres
nuevas compañeras de miseria) ya lo es. O posiblemente más que un mero
«lío».
Un puto cataclismo.
Uno con dinosaurios carnívoros, además.
—Estamos rodeadas de dinosaurios alienígenas —murmura Carla con
espanto, y me doy cuenta de que he dicho lo último en voz alta.
—¿Podéis callaros? —sisea Fabia con la respiración agitada por el
miedo—. Ese bicho se acerca y no quiero que nos oiga, ¡joder!
Hemos intentado levantar la puerta que los lagartos han arrancado de los
goznes y colocarla sobre el marco de nuevo, pero ha sido imposible, así que
nos hemos apelotonado dentro del baño con la esperanza de que si los
dinosaurios no nos ven pasarán de largo.
Fabia está apoyada contra la pila, Trudy y Carla se han metido en la
ducha como han podido y yo estoy sentada en el váter intentando procesar
todo lo que nos está ocurriendo.
Nos quedamos calladas cuando escuchamos algo pasar a toda prisa fuera
de la caseta en dirección al sendero que sale del terreno vallado y luego los
pasos cercanos de algo que es definitivamente enorme.
Algo que por el sonido que deja salir de su garganta está cabreado y
hambriento.
—¿De dónde han salido los putos dinosaurios? —me oigo preguntar,
anonadada.
—¡Te quieres callar! —gimotea Carla con desesperación, soltando un
sollozo.
—Creo que deben ser como los perros de los lagartos o algo así. Aunque
nunca he visto un perro real. —Trudy suena traumatizada.
Hasta ha perdido esa alegría suya siempre presente.
—¿Creéis que realmente iban a dejar que se nos comieran y a grabar
nuestra agonía en vídeo? —inquiere Fabia en voz baja, asqueada y
resignada a la vez.
Carla suelta otro sollozo y Trudy la abraza con más fuerza y le susurra
que esté tranquila, que todo va a salir bien.
Una mentira que todas necesitamos creernos para no derrumbarnos
todavía más, pienso con cansancio.
—Seguramente sí —cavilo yo en voz alta, sombría—. Seguro que iban a
mirar a través de las putas cámaras como si fuera un reality show del terror.
Y eso que había tenido grandes esperanzas en este supuesto nuevo
comienzo.
Grandes para mí. Es decir: que me permití creer que tal vez era algo
bueno. Un giro positivo frente a lo que hasta ahora había sido una vida de
violencia, robos y hambre constante.
Seré idiota.
Nos quedamos en silencio una vez más cuando escuchamos un sonido
estrepitoso.
Como de algo enorme estampándose contra un árbol.
—Creo que el berserker de los tatuajes se lo va a cargar —les digo a las
demás.
Fabia me sonríe de manera temblorosa, pero con esperanza.
—Te ha dado un vendaje. No debe ser un tipo malo —plantea con una
buena dosis de dudas en su rostro, pero aferrándose a lo que podría ser
nuestra única salvación.
Miro hacia el vendaje mágico que ha curado mi brazo y mi mano en
apenas unos segundos y luego hacia la puerta cuando volvemos a oír otro
rugido seguido de otro estrépito de un cuerpo estampándose contra un
árbol.
—… Tal vez no lo sea —declaro de manera tentativa.
No sé por qué el berserker lo ha hecho.
Quizá tenga intenciones ominosas, pero mis instintos no me han gritado
que debo huir o luchar cuando lo he conocido.
La lujuria, que me ha pillado por sorpresa, ha sido más intensa que el
miedo que he sentido al verlo luchar, la verdad.
Lo que es raro en mí.
Yo nunca dejo que nadie se me acerque lo suficiente como para tener
sexo.
No quería que algún indeseable descubriese que era una mujer
haciéndose pasar por un chaval.
Mi miedo a acabar siendo arrastrada hacia uno de los prostíbulos de los
suburbios de mi antigua ciudad-burbuja y esclavizada sexualmente el resto
de mis miserables días siempre ha sido intenso.
Me paso una mano por el corto pelo castaño oscuro, cuyas puntas
onduladas me acarician los dedos, y me maldigo por haber tenido que
revelar mi género cuando me inscribí en lo del puto sorteo para el boleto de
oro.
Pero estaba desesperada.
Sabía que no podría sobrevivir en las calles mucho tiempo más. Cada
día era un paso más hacia la muerte.
Además, el puto sorteo era gratis, dado que había conseguido el boleto
tras sacarlo de uno de los bolsillos del hombre que trató de apuñalarme y
robarme mi jodido trozo de pan mohoso diario tras trabajar en un almacén
durante todo el maldito día.
Maldito gobierno. Serán hijos de puta, pienso con saña.
Me seleccionaron porque estaban buscando nuevas víctimas para su
reality del horror.
No me cabe duda.
Se hace el silencio en el bosque al cabo de unos minutos.
Nos quedamos quietas, incapaces de emitir un solo sonido.
De repente, resuenan unos pasos en el interior de la pequeña cabaña del
guardia y alguien intenta abrir la puerta del baño a la fuerza.
Suelto un suspiro de alivio.
El dinosaurio no podría haber entrado dentro ni haber girado el pomo
redondo y metálico.
Nos miramos entre nosotras y al final decidimos quitar el pestillo en
silencio, aunque me toca a mí hacerlo porque Fabia da varios pasos hacia
atrás hasta estar pegada a la pared de cristal de la ducha, tensa y buscando
algo que sirva como un arma con la mirada.
Yo maldigo por no haber recuperado el trozo de cristal del cadáver del
lagarto y por no haber cogido esa maldita vara eléctrica mientras corría,
presa del pánico, a encerrarme en el baño con las demás tras el rugido de la
cosa esa.
Armándome de valor, abro la madera de la puerta… y me quedo
mirando cara a cara al hombre lagarto que antes ha huido del guerrero
berserker.
Maldita mierda.
Para que luego digan que las cosas terribles ya no pueden ir a peor.
Capítulo 8
AVA
—¡Joder!
Intento cerrar la puerta de nuevo, pero el bicho sisea algo en su idioma
nativo y me da un manotazo, haciendo que trastabille hacia atrás por la
fuerza del impacto.
—¡Serás cabrón! —le rujo, pero él se ríe de mi ira y me agarra de un
brazo, arrastrándome hacia la salida de la cabaña.
Me lo va a romper otra vez si sigue así. Mis huesos son como palillos
para ellos.
—¡Suéltala! —grita Fabia.
La humana lo golpea en la nuca con el portarrollos de papel higiénico de
metal que ha arrancado de la pared, pero se tambalea cuando el maldito
lagarto gira la cabeza ciento ochenta grados y le saca los colmillos en señal
de amenaza sin haber sufrido daño alguno.
El bicho alienígena me empuja sin miramientos hasta que estamos fuera
de la cabaña, donde se detiene para mirar hacia el sendero con súbito
nerviosismo.
—Le tienes miedo al berserker, ¿verdad? —deduzco en tono de burla,
tratando de no tener otro ataque de ansiedad y pánico y sabiendo que estoy
a su merced—. Seguro que estás a punto de mearte encima de solo pensar
en que va a volver y te va a partir el puto cuello, lagartija.
El golpe me escuece en la mejilla y deja un reguero de sangre que
desciende por mi barbilla y por mi cuello.
Perfecto, el muy cabrón me ha abierto un tajo en la cara con las garras,
maldigo en silencio.
Me duele horrores casi de manera inmediata, pero me relamo los labios
y no dejo que nada de eso se refleje en mi expresión cuando me giro hacia
él con una sonrisa sádica e indiferente en el rostro.
—Te va a matar y lo sabes —canturreo de nuevo con burla, echándome
a reír mientras siento la sangre teñirme los dientes y la saboreo en mi
lengua.
Me debo de haber cortado también el interior de la mejilla con el
manotazo. Es una suerte que no me haya partido el cuello con su fuerza.
—¡Cállate! —me grita el gecko humanoide apestando a miedo y a furia.
Pero su pavor y su ira no se comparan con los míos ni por asomo.
Suelto un gruñido cuando tira de mí de nuevo hacia la salida de la
propiedad, sorteando el cadáver de su compañero sin dedicarle ni una sola
mirada.
—¿A dónde me llevas?
Intento desasirme de su agarre, pero no hay manera.
Es demasiado fuerte.
A pesar de esa piel gruesa y rugosa que los hace parecer un poco fofos,
sus músculos son de acero.
—Serássss mi rehén —responde Caralagarto, que es como he decidido
llamarlo porque no recuerdo el nombre de su especie, en mi idioma—. El
maar ha mostrado interésssss en ti. Negociará tu liberación.
Lo dice como si realmente lo creyera posible.
—¿El qué? —pregunto, confundida—. ¿Te refieres al berserker? ¿Se
llama Maar?
Me echo a reír cuando me doy cuenta de que sí, se refiere al enorme
guerrero que se ha cargado a su amigo y al dinosaurio con una facilidad
pasmosa.
El berserker ha hecho gala de una fuerza y una habilidad marcial que
asombra y asusta mucho más que este patético ser de aspecto horrendo.
El gecko humanoide no responde, sino que me arrastra hacia un lado del
camino apartando la maleza con impaciencia a su paso.
Veo una especie de moto sin ruedas que flota en el aire que él y sus
amigos deben de haber usado para seguir al dinosaurio hasta aquí, ya que
hay otras dos junto a esta.
—No pienso subirme ahí —declaro, clavando los pies sobre la tierra y
negándome a avanzar un solo paso más.
Aunque de poco me sirve cuando él intensifica su agarre y me hace
gruñir de dolor, arrastrándome con más fuerza hacia el vehículo y
amenazando con partir el hueso de mi brazo de nuevo.
—¡Ssilencio, perra dessssobediente!
Veo venir el golpe, pero, aunque alzo el brazo que tengo libre para
intentar detenerlo, solo consigo que como había predicho me lo rompa justo
antes de detener su puño frente a mi barbilla y pincharme el cuello con una
especie de aguja que sale de su brazalete.
El muy cabrón me ha drogado, es mi último pensamiento antes de
perder la conciencia durante un buen rato.
Capítulo 9
AKA’ASHI
El yerzan tarda más en caer, pero finalmente muere con rapidez una vez
logro introducir una daga envenenada en su paladar cuando intenta morder
mi hombro para arrancarme el brazo.
Su pesado cuerpo, de más de doce metros de largo, cae con un golpe
sordo sobre el suelo del bosque, muriendo casi de inmediato.
Los yerzan tienen una mayor inmunidad al veneno tsarik que otros
depredadores, pero no mucha.
Solo lo suficiente como para hacer su muerte un poco más lenta cuando
cierra los ojos y se duerme para siempre.
Una vez finalizada la batalla, hago lo mismo que hice con el otro
carnívoro, dedicando unas palabras a su espíritu y disculpándome por haber
tenido que darle muerte.
Dejo el cuerpo tras de mí cuando me marcho.
Mi mente se desvía hacia las uma’umanas durante un segundo,
especialmente hacia la pequeña guerrera de cabello corto y curvado, pero
sacudo la cabeza y la despejo, centrándome en el objetivo principal por el
que estoy aquí: la caza de un enemigo.
El mayor peligro ya está muerto. Ellas están a salvo.
O todo lo a salvo que pueden estar por ahora.
Ya me preguntaré qué hacer respecto a las mujeres uma’umanas tras la
muerte de Sie-shi.
Como imvimâr, soy uno de los pocos guerreros sagrados de mi pueblo
que puede aplicar justicia y tomar decisiones importantes sin tener que
consultar con las chamanas.
Giro sobre mis pies y me interno en el bosque, poniendo rumbo hacia la
base en la que Sie-shi se ha encerrado junto a sus guardaespaldas y los dos
uma’umanos, parte del grupo que lidera la colonia, tras soltar a su mascota
yerzan.
Ita’ak y Tarkûn ya están allí, esperando pacientemente a que yo llegue
para liderar la carga y vigilando que nadie salga de la casa.
No tardo mucho en alcanzar a mis aprendices.
En apenas algo más de diez minutos, vislumbro la gran casa de piedra,
madera y cristal rodeada de densa vegetación.
«Están escondidos en el sótano», me cuenta Ita’ak cuando me comunico
con él para preguntar cómo va su guardia.
El joven aprendiz de imvimâr es el mejor sensor de la aldea.
Él y su hermano descienden de los árboles sobre cuyas ramas hacían
guardia en cuanto él me siente cerca.
—Id por la entrada trasera, yo usaré la delantera —les replico en voz
alta, echando a andar hacia el portón de madera, que tiro abajo con facilidad
de una patada.
Oigo gritos de pánico y siseos de alarma en cuanto pongo un pie en la
casa y sigo el ruido hasta su origen.
Tal y como Ita’ak había sentido, los enemigos están escondidos en la
bodega, a la que se accede a través de un túnel con escaleras situado en una
pared de la cocina.
Tarkûn e Ita’ak me siguen, pero los mando dar media vuelta y rodear la
casa por si acaso se trata de una trampa y Sie-shi, que es muy astuto, nos
está atrayendo hacia el sótano para despejar la parte de arriba y poder así
huir a hurtadillas por una salida lateral.
Por mucho que Ita’ak sea un gran sensor con capacidad de sentir y
localizar la energía vital de cada ser en un radio de tres kilómetros a la
redonda, el esquivo Sie-shi ha sabido ocultarse antes de los agudos sentidos
de alguien con un don como el suyo.
Cuando llego al pie de las escaleras, me encuentro con que los tres
guardaespaldas de Sie-shi están usando a los uma’umanos como rehenes.
Lo que es una estupidez, porque esos machos sin honor no son nuestros
aliados ni están bajo nuestra protección.
Así que hago caso omiso de su amenaza de partirles el cuello a los
pusilánimes terrícolas si no me marcho y los ataco con una daga en cada
mano.
Los uma’umanos gritan cuando los kayaz los lanzan contra mí como si
fueran proyectiles que esquivo con agilidad, y acaban estampándose contra
la pared de piedra que hay a mi espalda.
Pero no me preocupo por ellos. Me centro en acabar con los kayaz
cuanto antes, porque estos no son meros esbirros, sino guerreros de su
especie y, aunque no tengan nada que hacer contra alguien de mis
habilidades, el veneno ácido que escupen, capaz de reducir la piedra a una
masa humeante, podría suponerme un problema si me alcanza.
El hecho de que no les importa usarlo en un espacio cerrado y acabar
dañando a sus compañeros es tanto una ventaja como una desventaja para
ellos.
Acabo con un kayaz de escamas rojas con rapidez, golpeando su cabeza
hasta que esta se quiebra bajo el poder de mis puños, y clavo una de mis
dagas envenenadas en uno de sus ojos porque con este tipo de kayaz nunca
se sabe si están realmente muertos, aunque su cerebro esté hecho papilla, ya
que son capaces de aguantar grandes cantidades de daño.
Una vez me aseguro de que realmente está muerto, uso el cadáver del
lagarto como escudo contra el ácido de sus dos compañeros y, cuando estos
lo cubren de sus mortíferas y malolientes ráfagas y tienen que esperar a
recargar la sustancia en sus glándulas de nuevo, lo lanzo hacia delante
sabiendo que el ácido también les hace daño a ellos si los toca.
—¡Noooo! —oigo gritar al de escamas amarillas cuando el cadáver
cubierto de humeante sustancia mortal se estrella contra su cabeza.
Antes de que pueda apartarlo y lanzar otra ráfaga contra mí, le corto el
cuello con una daga y con otra lo apuñalo en el corazón, dejando el arma en
su interior para que el veneno haga efecto más rápidamente.
Me giro hacia el otro kayaz, pero, cómo no, este es tan cobarde como
suele serlo su especie y está intentando aprovechar mi distracción para huir.
Sacando otras dos dagas de mi cinto (y pensando que voy a tener que
pedirle a mi padre Lafel’las que forje más para mí), las lanzo en sucesión y
estas se clavan con puntería perfecta entre sus omóplatos y en su nuca
respectivamente.
El kayaz cae muerto al suelo junto al cadáver del uma’umano al que ha
estampado contra la pared, partiéndole la cabeza.
Aunque el otro uma’umano se ha escapado, dejando un reguero de
sangre que sube por las escaleras.
No llegará muy lejos, pienso encogiéndome de hombros y dejándolo ir.
Ita’ak y Tarkûn tendrán que tomar la decisión de si deciden tener
compasión por el terrestre y dejarlo ir con vida o matarlo por el crimen de
intentar sacrificar a cuatro hembras inocentes.
A mis aprendices les irá bien encontrarse con un conflicto de honor que
resolver.
Yo, en cambio, tengo una caza que continuar.
El conocido olor de Sie-shi se interna por el túnel que continúa más allá
de una puerta oculta que encuentro en la pared más alejada del sótano.
Sin duda una salida excavada por los kayaz, dado el burdo trabajo de la
piedra.
El estratega cobarde está intentando escaparse de nuevo.
Pero no lo va a lograr.
Decidido a acabar con todo esto de una maldita vez, pongo rumbo hacia
el oscuro interior del túnel, adaptando mis ojos con rapidez a la falta de luz.
No importa lo mucho que haya logrado poner distancia, no hay lugar al
que Sie-shi pueda huir de un cazador imvimâr determinado a darle muerte.
Especialmente si el que le está dando caza soy yo.
Capítulo 10
TRUDY
—¡Deberíamos hacer algo!
Estoy asustada.
Todas lo estamos.
Pero Ava es amiga nuestra y está en peligro, y lo único que nosotras
hemos hecho es volver a escondernos en la caseta del guardia después de
que ese hombre lagarto amenazara a Fabia enseñándole los colmillos.
Estoy avergonzada de mí misma.
Y no es difícil de ver que las demás también sienten lo mismo.
—Hay din… dinosaurios ahí fuera —tartamudea Clara, cuyas manos
tiemblan de tan solo pensar en poner un pie en terreno abierto.
—¡Ya lo sé! —exclamo con frustración—. Pero Ava se ha enfrentado a
los hombres lagarto para protegernos…
—Yo diría que más bien ha sido un impulso agresivo —cavila Fabia en
voz alta. Todavía tiene agarrado el portarrollos de papel higiénico en la
mano. Sus nudillos están blancos por la fuerza con la que aprieta el metal,
del que cuelga un rollo de papel hasta el suelo—. Creo que es de las que
prefieren luchar a intentar buscar una solución diplomática o quedarse
quietas a esperar a ver qué va a pasar.
No hace falta decir que las tres pensamos a la vez que al menos dos de
nosotras no somos así.
Aunque Fabia sí que sea más lanzada que Clara o que yo.
O que si hay un ápice de esa fuerza luchadora en nuestro interior,
seguramente está mucho más escondida en el fondo tras el miedo
paralizador que dispuesta a salir a la luz.
—Aun así, tenemos que hacer algo —insisto—. Él solo es uno. Nosotras
somos tres. Cuatro, contando a Ava —me corrijo.
Las miro a las dos a los ojos.
Fabia se muerde el labio y asiente, asustada pero valiente.
Clara, en cambio, solo me mira con los ojos como platos y niega con la
cabeza de manera enfática.
Tengo la sensación de que lo de los dinosaurios la ha asustado más que
lo de los hombres lagarto.
Y es comprensible. Pero está paralizada y eso no es bueno ni para ella ni
para nosotras si es que vamos a intentar sobrevivir a esto juntas, decido de
repente.
—Coge esto —me ordena Fabia, tendiéndome el portarrollos—. He
visto una navaja de afeitar en uno de los cajones de la pila. Yo cogeré eso.
Así al menos iremos más o menos armadas.
No creo que sirva de mucho contra esas criaturas, pero eso ella ya lo
sabe.
Así que asiento y cojo el metal, quitando el rollo de papel y dejándolo
sobre la pila.
—¿Y… y yo? —pregunta Clara con ansiedad.
Una bombilla se me ilumina en la cabeza cuando caigo en la cuenta de
algo.
—¡La pistola! —grito, sobresaltándonos a las tres cuando mi voz sale
más aguda y más alta de lo que pretendía—. El guardia llevaba una pistola.
Debe de estar en su cadáver —explico con voz mucho más baja, pero en
tono igual de urgente que antes.
—¿El cadáver que el baryonyx se estaba comiendo? —inquiere Clara
con un deje de histerismo—. ¿Te has vuelto loca? ¡Yo no pienso ir ahí!
—Estamos perdiendo el tiempo —replico con frustración—. Ten. Toma
tú el portarrollos. Yo iré a por la pistola. Intentad averiguar hacia dónde se
ha llevado el lagarto a Ava mientras yo rebusco en el cuerpo, ¿vale? Nos
reuniremos en cuanto consiga el arma.
No les doy ocasión para responder porque el tiempo apremia, pero al
menos sé que Fabia cumplirá con lo que le he pedido.
Ava nos ha sacado de esa casa y posiblemente también nos haya salvado
la vida.
Le debemos mucho, y creo que Fabia lo sabe tanto como yo.
Y Clara, cuando logre dominar un poco su terror, también se dará cuenta
de ello.
Estoy segura.
Armándome de valor y maldiciéndome por ir desarmada, salgo de la
caseta mirando hacia ambos lados y veo el cuerpo del enorme dinosaurio a
lo lejos.
A unos setenta metros de donde estoy.
Un animal del bosque hace un sonido agudo y largo y doy un bote del
susto.
El corazón me late tan rápido que me mareo.
Cálmate, seguro que está muerto. El guerrero alien lo ha matado, me
tranquilizo a mí misma mentalmente, dándome ánimos.
Pongo rumbo hacia el lugar de la matanza intentando no pensar en los
últimos momentos de la vida del hombre humano.
Que sí, seguramente haya tenido algo que ver con nuestro secuestro.
Y, sí, sé que probablemente trabajara para los hombres lagarto que nos
han atacado y han traído al dinosaurio con ellos.
No soy tan tonta como la gente suele creer que soy.
Pero, aun así, era otro ser humano. Otra persona.
Y nadie se merece morir como lo ha hecho él, aunque fuera un capullo.
En cuanto me acerco a la escena, tengo que hacer acopio de todas mis
fuerzas para no acabar vomitando.
El pobre hombre está medio devorado y la expresión de su rostro es una
de pura agonía.
El baryonyx le ha arrancado una de las piernas, que yace mordisqueada
a un metro del cuerpo del animal, como si la hubiera dejado caer para
enfrentarse al bárbaro alienígena cuando lo ha percibido acercándose por su
espalda.
El resto del cuerpo del hombre, de cuello para abajo, es poco más que
una masa sanguinolenta, pero aun así el cinto del que cuelga el arma es
bastante reconocible entre sus restos sanguinolentos.
Haciendo una mueca de asco y tragándome una vez más las ganas de
echar lo poco que he comido esta mañana antes de que se desatara el caos,
me acuclillo junto a lo que queda de la cadera del hombre y tiro del cinto
hacia mí.
Veo el arma cuando logro sacarla de debajo de un grueso trozo de carne
salpicada de vísceras y esquirlas de huesos.
Cojo la pistola justo cuando pierdo el control sobre mi angustia y acabo
vaciando el contenido de mi estómago junto a la cabeza del baryonyx.
Y luego casi grito del susto cuando alzo la mirada tras limpiarme la boca
con el dorso de la mano y encontrarme con esos ojos vacíos de vida
enfocados en mí.
La enorme mandíbula con colmillos capaces de aplastar huesos y
desgarrar carne está a pocos centímetros de mi cara y me detiene el corazón
durante unos segundos.
—Madre mía, qué miedo da —murmuro, estremeciéndome, y me
apresuro a volver sobre mis pasos hacia la caseta—. Madre mía. Madre
mía…
Me sobresalto de nuevo cuando un nuevo sonido agudo, parecido al
anterior, resuena en el bosque, pero me regaño a mí misma con fuerza.
Estás siendo tonta, Trudy. Seguro que es solo un pájaro o algo así.
Habituarme a la naturaleza real, a su olor, su tacto, su sonido y a la
visión de la misma rodeándome me va a costar mucho.
Muchísimo.
Es maravillosa, cierto, pero también asusta bastante cuando piensas en
los peligros que puede estar ocultando entre tanto follaje.
Me asomo por el agujero que hay ahora donde antes estaba la puerta
cuando paso la caseta de largo y veo con alivio que tanto Fabia como Clara
no están dentro.
Así que sigo caminando hacia la salida del terreno en su búsqueda,
cogiendo el arma que no tengo ni idea de cómo usar con una mano tensa y
ligeramente temblorosa.
Recuerdo haber visto a un personaje emplearla una vez en una película
antigua, pero eso es todo.
Calma, Trudy, solo tienes que apuntar y presionar el gatillo. Eso es
todo, me digo a mí misma mentalmente intentando sosegar los acelerados
latidos de mi corazón.
Me sobresalto por enésima vez cuando oigo algo moviéndose por la alta
vegetación que hay a ambos lados del camino y alzo el arma con una mano
temblorosa.
—¿Quién anda ahí? —pregunto con voz rasposa por culpa de las
arcadas de antes.
Oh, joder, por favor, que no sea un hombre lagarto o un dinosaurio.
Por favor.
Capítulo 11
TRUDY
—¿Trudy? ¿Eres tú?
Me relajo con un suspiro de alivio.
—Clara, ¿dónde estáis? ¿Habéis encontrado a Ava?
Clara asoma la cabeza por entre dos enormes hojas de color verde
azulado y niega con la cabeza de manera apesadumbrada.
—El gecko se la ha llevado.
Tengo ganas de llorar al oírlo.
Le he fallado.
La pobre Ava está en manos de gente cruel y malvada y en parte es por
mi culpa.
No he podido ayudarla porque estaba demasiado paralizada por el
miedo, demasiado ocupada siendo una cobarde, y ahora la hemos perdido.
Pero no voy a darme por vencida. No puedo.
Ava me necesita. Nos necesita a todas.
No podemos dejarla sola sin más. Y juntas somos más fuertes que por
separado.
Aunque eso debería haberlo recordado cuando el lagarto todavía estaba
aquí y se la llevaba a rastras.
Pero, bueno, mejor tarde que nunca.
—¿Habéis descubierto por qué parte del bosque se han ido? —le
pregunto a Clara.
Ella niega con la cabeza.
Me adentro en el bosque tras ella cuando la chica desaparece tras la
vegetación para responder a algo que Fabia le ha preguntado, pero que yo
no logro oír porque los pájaros y otros sonidos que hasta ahora solo
habíamos escuchado en viejas películas y grabaciones de audio me siguen
resultando apabullantes y llaman mi atención cada dos por tres.
—Creo que han usado una de estas —me señala Fabia cuando entro en
el pequeño claro que hay entre las enormes raíces de un árbol, que es casi
tan alto como un edificio y tan grueso que su tronco parece una pared.
Me quedo mirando los dos vehículos que parecen sacados de los cómics
que leía de pequeña sobre un mercenario que cuidaba de un bebé alienígena
verde y adorable.
—¿Son motos de esas que se deslizan por el aire? —pregunto, fascinada
por ellas.
—Creo que sí —asiente Fabia, que está subida en una de ellas
intentando averiguar cómo funciona—. Hay un rastro que se interna en el
bosque por ahí.
Señala hacia un lado del árbol, pero yo no veo nada diferente en la
vegetación.
—Seguro que es el vehículo que ha usado para llevarse a Ava —musita
Clara, observando a Fabia tratando de arrancar el vehículo que recuerdo de
repente que se llama speeder según los cómics de ciencia ficción de mi
infancia.
—Podríamos usar las otras dos para seguirlo —propongo, guardándome
la pistola en uno de los bolsillos de mis anchos pantalones de lino beige.
—¿Y qué hacemos cuando los encontremos? —interviene Clara,
mordiéndose los labios con cara frustrada—. Seguro que el lagarto tiene
armas. Armas superavanzadas. Si tienen tecnología como esta… —Mira
hacia las motos y traga saliva—. Nosotras no tenemos acceso a nada que
pueda luchar contra ese tipo de cosas.
Sé lo que se imagina: pistolas láser y demás armas futuristas.
Yo también he pensado en ello nada más ver las motos aéreas.
—Pero tenemos una pistola —le sonrío, señalando hacia mi bolsillo, que
por suerte es lo bastante ancho y profundo como para que quepa en él sin
caerse.
—No sé si servirá de mucho contra ellos —duda ella haciendo una
mueca.
—No lo sabremos hasta que lo probemos —insisto yo—. Y no podemos
abandonar a Ava sin más, ¿no crees?
—¡Mierda de tecnología! —interrumpe una voz irritada.
Ambas miramos a Fabia, que está concentrada pulsando el mango con
los dedos buscando botones digitales ocultos como los de las películas sin
lograrlo.
—Ni siquiera sabemos cómo encender las motos —masculla Clara con
nerviosismo.
—Lo averiguaremos —insisto.
Está claro que quiere volver a la caseta. Y quizá sea lo más sensato. O
quizá no.
No se me da bien ser sensata, así que no lo sé.
—Y además podríamos tener un accidente y matarnos si intentamos
conducirlas —continúa Clara, cada vez menos convencida de seguir con el
plan de rescatar a Ava.
—¡No seas tan negativa! —me frustro, y decido enfocarme en Fabia—.
Fabia, ¿has encontrado ya el botón de encender?
Ella niega con la cabeza.
—Ni siquiera hay botones —contesta con evidente confusión—.
Pensaba que al menos los habría. Aunque fueran de esos digitales que no se
ven a la primera.
Evito soltar un gemido de exasperación por las circunstancias.
Estamos perdiendo el tiempo, pero es normal que no sepamos qué hacer
con un vehículo así.
O uno en general, Realmente.
La gran mayoría de la humanidad ya no tiene acceso a vehículos. Ni
siquiera coches.
De hecho, es un milagro que todavía se fabriquen jeeps, aunque sea solo
en la colonia.
Oh, sí. Existen las naves que la gran empresa que controla la mayoría de
las ciudades-burbuja desarrolló usando cálculos y planos de los ancestros
que planeaban construirlas antes de ser exterminados, pero eso es todo.
Los ingenieros y científicos de nuestra generación todavía están
intentando averiguar cómo entender aquello que ellos mismos han
construido siguiendo instrucciones de personas muertas.
Como un constructor que levanta un edificio guiándose por un plano sin
saber cómo el arquitecto ha calculado cada milímetro del mismo para que
no se derrumbe.
La guerra nos retrasó tanto en términos de tecnología que tardaremos
vidas enteras en recuperar incluso una pequeña parte de los conocimientos
que las generaciones anteriores poseían.
Cada vez más nerviosa porque no dejo de pensar que el lagarto nos lleva
demasiada ventaja y que podríamos perder su rastro, me acerco a la otra
moto y observo que Fabia tiene razón.
No hay botones ni palancas.
Al menos en el mango.
Chasqueando la lengua con irritación, paseo mis ojos por todo el
vehículo buscando una manera de encenderlo.
Y entonces mi mirada se clava en el pedal que hay en un costado del
mismo, pequeño pero visible.
—Prueba a empujar el pedal con el pie —le digo a Fabia—. Tengo una
corazonada.
Ella asiente y estira la pierna para empujar el pedal, pero este no se
mueve por mucha fuerza que haga.
—No funciona —niega con la cabeza, tan frustrada como yo—. No cede
ni un milímetro.
Le doy vueltas y más vueltas a la cabeza mientras me muevo alrededor
de la moto que ella ocupa.
—El hombre lagarto tenía mucha fuerza —comenta Clara en voz queda
—. Quizá si empujamos entre las tres funcione.
Alzo la cabeza y me la quedo mirando, pero ella desvía la mirada.
Tiene pinta de estar avergonzada por nuestra discusión anterior.
Sé que he sido un poco borde con ella, pero todas estamos con las
emociones a flor de piel.
Tendré que disculparme después.
—Es una buena idea —le sonrío, y veo con alivio que sus labios se
curvan un poco en respuesta.
Sin rencores, pues.
Las dos nos movemos hasta estar junto a Fabia y agarramos su pie con
ambas manos, apilándolas unas sobre las otras.
—A la de tres, ¡una, dos, tres! —exclamo.
Empujamos con todas nuestras fuerzas… y las tres soltamos alaridos de
alegría cuando la moto suelta un ruido muy suave, casi imperceptible, y las
líneas negras que la decoran y que yo pensaba que eran adornos se
encienden de un color azul.
—¡Bien, ahora la otra! —me entusiasmo.
Fabia se baja de la moto y yo me subo en la otra.
Esta vez son Clara y ella las que empujan con las manos mientras yo lo
hago con el pie.
Obtenemos el mismo resultado al segundo intento.
—Bien, ahora, ¡a salvar a Ava! —anuncio reacomodándome sobre el
asiento de la moto, que está pensado para el enorme y ancho cuerpo con
cola del hombre lagarto, no para una humana, y por ello es bastante
incómodo.
—Vale —dice Fabia mientras Clara se sienta tras ella, todavía sujetando
el portarrollos de metal con una mano y con la otra agarrándose a su cintura
—. ¿Cómo las hacemos moverse?
Miro al mango que tengo agarrado con ambas manos y suelto un
suspiro.
—Creo que eso también vamos a tener que averiguarlo mediante ensayo
y error.
Capítulo 12
AVA
Despierto con un dolor de cabeza tremendo y la boca pastosa, y lo primero
que registra mi cerebro es que alguien está cargando conmigo sobre su
hombro como si yo fuera un saco de patatas.
—Pero ¿qué…? —logro graznar cuando mis ojos se enfocan en la
gruesa cola escamosa de mi captor, que sobresale por el dobladillo de su
túnica.
—¿Esssstásss dessspierta? —sisea el individuo, apretando su agarre
sobre mis piernas de manera dolorosa con saña.
Me doy cuenta de que haber hablado y de esa forma haberle hecho
entender sin pretenderlo que yo había recuperado la conciencia no ha sido
muy inteligente por mi parte, pero a veces mi lengua es tan impulsiva como
mi temperamento y actúa antes de que mi mente pueda controlarla.
—¿A dónde me llevas? —pregunto con enfado, intentando desasirme de
su agarre sin lograrlo—. No creerás realmente que al berserker le va a
importar una mierda que yo sea tu rehén, ¿verdad? Porque déjame decirte
que eso es muy estúpido por tu parte.
—No te voy a sssoltar hasssta essstar seguro de que el maar no nos
esssstá sssiguiendo.
Intentar razonar con el hombre lagarto no parece surtir mucho efecto.
Imagino que el «maar» es el berserker.
No sé si es el nombre de su especie, una palabra que significa guerrero o
lo que quiera que ese tío de dos metros sea, o es un nombre propio, pero
poco me importa todo eso.
Mis ojos se han enfocado en una bolsa de cuero que cuelga de la parte
trasera del cinto de la criatura, justo encima de su cola.
Soltando un gruñido de incomodidad cuando el lagarto me reacomoda
de manera bastante desagradable y bruta sobre su grueso hombro escamoso,
estiro el brazo todo lo que puedo y meto la mano en la bolsa.
Mis dedos rozan algo cilíndrico y largo.
Algo que parece una jeringa.
Bingo.
Es perfecto, pienso con una sonrisa macabra de oreja a oreja.
Es muy posible que sea la droga que él ha usado en mí.
O quizá algo más mortífero.
Por favor, que sea algo más mortífero, suplico mentalmente.
Con cuidado para que no se dé cuenta de mis movimientos, saco la
jeringa y le quito el tapón a la aguja.
Son muy parecidas a las que usaron los enfermeros de la nave hace unos
días, solo que mucho más grandes.
El interior del cilindro de cristal contiene un líquido de color azul
intenso que, cuando le clavo la aguja en la gruesa piel y le inyecto la
sustancia, hace gritar a la criatura con agonía en meros segundos.
El lagarto me suelta, lanzándome a un lado con alarma, e intenta
alcanzar el lugar de su espalda donde le he clavado la jeringa, que sigue
metida hasta el fondo en su piel, pero sus cortos y gruesos brazos no llegan.
Durante los segundos en los que tardo en recobrar el aliento tras el
impacto contra el suelo y en alzarme apoyando el peso sobre mi brazo
bueno para ver qué está pasando, el gecko cae al suelo como si de repente
todos sus músculos se hubieran congelado.
Me levanto y sacudo la tierra y las piedras que se clavan en mi piel con
cuidado de no hacerme daño en el brazo, repasando mi cuerpo en busca de
heridas y sintiéndome aliviada de sentir solo magulladuras, más allá del
brazo roto, sobre el que coloco el vendaje que todavía rodea el otro,
sintiendo cómo se cura y tragándome la sensación de extrañeza y el
estremecimiento que eso le causa a mi cuerpo.
Bien. Ya no hay nada roto y nada que sangre.
Genial.
Me acerco al gecko y veo que sus enormes ojos saltones están vacíos de
vida y que miran directamente a un punto fijo del bosque, vidriosos y
distantes.
—Que te jodan —me río dándole una patada con rabia.
El corazón me late a mil de la adrenalina, pero poco a poco empieza a
calmarse conforme me doy cuenta de que no hay más enemigos a mi
alrededor.
—Mierda. Estoy en la selva —musito cuando solo encuentro vegetación
allá donde mire—. Y ahora, ¿qué?
Cuando giro sobre mis pies, veo que hay un camino medio oculto entre
el follaje que sube en pendiente y se interna en el bosque.
Está en la misma dirección en la que el lagarto me llevaba.
Debe llevar a alguna parte construida por un ser inteligente, como una
guarida o algo así, porque si no nadie se habría molestado en hacer un
camino en mitad de la puta selva, deduzco.
Me acerco unos pasos y trato de mirar más allá de las altas plantas que
tratan de esconderlo a la vista, pero sea lo que sea lo que hay ahí arriba, está
oculto tras la inmensa cantidad de enormes plantas que hay en todas las
jodidas partes de este lugar.
Que sí, es cierto, son preciosas y dan oxígeno que no está provisto por
una máquina que puede fallar en cualquier momento, pero son… extrañas.
Ver tanto verde a mi alrededor y sentir el aire limpio en mis pulmones es
raro.
Sacudo la cabeza y trato de concentrarme en el problema inmediato que
me aqueja: qué hacer ahora.
—No veo la moto por ninguna parte —mascullo para mí misma,
recordando la cosa flotante esa con la que seguro que el gecko me ha traído
hasta aquí.
La vegetación es tan densa que podría estar a un metro y aun así no sería
capaz de verla.
Llego a la conclusión de que tengo dos opciones: volver sobre mis pasos
y seguramente perderme en el bosque, y tal vez morir vagando por él si no
encuentro a otro ser humano (o, quizá a otro alien enemigo o, en el mejor de
los casos, al berserker que me ha ayudado antes); o avanzar por el camino y
ver si este me lleva a algún tipo de asentamiento que pueda espiar desde
lejos y decidir si es seguro o no acercarme a él.
Me encojo de hombros.
Visto así, la segunda opción parece la más lógica.
Habiendo tomado una decisión, rebusco en el cadáver del lagarto por
cualquier cosa que pueda aprovechar, decido quedarme con las tres bolsas
que lleva colgadas al cinto y el brazalete, que en mi muñeca queda
demasiado grande, pero que estoy segura de que me será útil.
Tras intentarlo durante un rato, desisto de intentar empujar al pesado
alien hacia la maleza para ocultarlo y así cubrir mi rastro y en cambio
pongo rumbo camino arriba de manera cautelosa, recordándome que hay
jodidos dinosaurios sueltos por este mundo y que quizá el que ya he visto
no sea el único que anda rondando por esta parte de la colonia.
Aun así, no tengo intención de morir, le pese a quien le pese y sin
importar los obstáculos que se me pongan por delante.
Así que más les vale a los putos lagartos o a cualquier otro que intente
hacerme daño o encerrarme otra vez prepararse para morir, porque ya hace
tiempo que matar en defensa propia no me hace dar ni un puto respingo de
culpa.
Y pienso demostrarlo aunque tenga que dejar este jodido lugar tan lleno
de cadáveres como un cementerio de la Tierra en mi camino hacia la
libertad.
Capítulo 13
AVA
El camino lleva a la entrada de un túnel que se introduce en la tierra
mediante una rampa de cemento.
Y no pienso meterme ahí porque todos mis instintos protestan en cuanto
lo pienso.
Así que no tengo ni puta idea de qué hacer.
¿Vuelvo sobre mis pasos y busco la moto? ¿O sigo por el túnel hacia la
colina que parece continuar por debajo, atravesando el bosque?
No me decido, y entre mis dudas y el dolor de cabeza me estoy
empezando a cabrear conmigo misma.
Lo que siempre me lleva a tomar decisiones impulsivas.
Por suerte, esta vez un ruido que sale del interior del corredor
subterráneo me distrae lo suficiente como para obligarme a enfocar de
nuevo mi atención sobre mi entorno en vez de en mi debate interno.
Algo, o alguien, está corriendo en dirección al sendero por el que yo he
llegado hasta aquí.
Menos mal que me he ocultado a un lado del pequeño claro que rodea la
boca del corredor subterráneo, precavida como soy a veces cuando me da
por ahí, porque si no me habría topado con lo que quiera que sea que va a
salir del túnel de frente.
Debería haber subido a un árbol, me recrimino cuando lo pienso,
agazapándome todavía más entre las enormes hojas tras las cuales me
escondo a esperar a ver qué es y qué pasa.
Si el lagarto venía hacia aquí, deduzco entrecerrando los ojos y sacando
uno de los cuchillos de caza que llevaba antes el bicho gecko en una de sus
bolsas y que ahora me he agenciado como propios, entonces debe de ser un
jodido enemigo.
Me preparo para saltar y apuñalar a lo que quiera que salga de ese túnel
con el cuchillo tensando los músculos de mis pantorrillas.
Podría dejarlo ir, pero no soporto dejar enemigos con vida.
Aprendí la lección de que la gente tiende a apuñalarte por la espalda más
adelante si les perdonas la vida cuando vivía en las calles y no la he
olvidado.
Jamás lo haré.
Relamiéndome los labios con anticipación, siento la ira vengativa
rugirme en las venas cuando veo a un lagarto de escamas de color cobre
salir corriendo a toda prisa del túnel.
Salgo de entre los matorrales saltando y logro apuñalarlo en su grueso
hombro y volver a esconderme entre la vegetación tras soltar una maldición
por no haber logrado hacerle un daño sustancial.
No he calculado bien.
Mi intención era cortarle el cuello, pero la piel es más gruesa de lo que
esperaba y además se mueve más rápido que el otro.
—¡Zorra humana! —grita el lagarto, deteniéndose para mirar en el lugar
donde me escondo con evidente ira en sus enormes ojos saltones.
Hace ademán de dar un paso al frente para intentar encararse a mí, pero
de repente se detiene y, tras un visible sobresalto, vuelve a echar a correr
camino abajo a toda prisa como si lo persiguieran diez mil demonios
dispuestos a despellejarlo.
Alzo las cejas con sorpresa, pero luego me encojo sobre mí misma de la
tensión y el miedo porque lo que quiera que sea que ha asustado a la
criatura de esa forma debe de ser algo muy peligroso.
Maldiciendo en silencio, me acerco a uno de los árboles que rodean el
claro e intento escalarlo para quedarme fuera de la zona de peligro en caso
de que sea otro dinosaurio, pero las ramas son demasiado altas y la rugosa
corteza no es tan fácil de escalar como pensaba.
—Uma’umana —resuena una voz profunda y masculina que reconozco
al instante a mis espaldas.
Giro sobre mis pies con rapidez y me quedo mirando al berserker con
alarma.
Ni siquiera lo he oído llegar.
¿Cómo es posible que alguien tan enorme pueda ser tan silencioso como
un fantasma?
Él, tras dedicarme una mirada huraña cargada de reproche que me
confunde bastante y una seña que interpreto como «quédate aquí», da media
vuelta y se aleja, persiguiendo al lagarto cobrizo.
Oh, me doy cuenta de inmediato. Eso es de lo que el gecko estaba
aterrado.
Suelto una sonora carcajada cuando lo pienso.
Envidio esa capacidad del berserker para hacer que sus enemigos se
caguen encima.
Y también el poder matar a un enorme depredador con las manos
desnudas.
Eso ha sido increíble.
Tanto, que todavía no se me quita de la cabeza.
Ojalá yo pudiera hacer lo mismo. Si tan solo…
—No te muevas —sisea una voz a mis espaldas—. O te juro que te
mato, zorra.
Y dale con esa palabra.
Qué manía de llamar a las mujeres «zorras» o cosas similares cuando a
alguien le da por insultarnos.
Capítulo 14
AKA’ASHI
Encuentro el cadáver del kayaz con el olor de la uma’umana todavía en él y
me maldigo a mí mismo con furia.
Es inaudito que se me haya pasado por alto que todavía quedaba uno de
ellos en la casa-prisión.
Un error que no había cometido jamás y que solo puedo achacar al
extraño impacto que la pequeña guerrera de fiereza inusitada ha tenido en
mí.
Céntrate, guerrero, me gruño mentalmente, recordándome que debo
concentrarme en seguir los pasos del escurridizo Sie-shi. Estás absorto en las
sensaciones que ella te provoca y eso podría salirte caro.
Mis dos aprendices están limpiando el terreno de los esbirros que Ita’ak
ha localizado intentando huir y se unirán a mí una vez comprueben que no
queda ningún enemigo más con vida, pero no me hacen falta para dar
muerte al asesino de inocentes.
A pesar de su astucia, Sie-shi no es nada más que un ser débil y cobarde
que se recrea en el poder político que posee meramente por haber nacido
con escamas de un color metálico, que los kayaz valoran más que ningún
otro independientemente de las habilidades o inteligencia de la mente que
habite dicho cuerpo.
No tardo en alcanzar a Sie-shi, que gira la cabeza para mirarme con
alarma mientras pone en marcha el vehículo al que se ha subido.
Pero la velocidad de sus máquinas aéreas no es comparable a la de un
guerrero mâr.
Me cuesta unos tres minutos agarrar con mi mano el metal sobresaliente
de la parte trasera de su vehículo y detenerlo en el acto, mandando a volar
al kayaz por encima del mango de la moto, que suelta un grito de sorpresa y
miedo cuando su cuerpo se estrella contra un árbol cercano.
—Se acabó, Sie-shi —le digo en mi idioma, dejando ir la moto aérea,
que se estampa a pocos metros de él, estallando en llamas plateadas.
Saco una de mis dagas largas favoritas del cinto y me acerco al
enemigo.
Sie-shi se apresura a levantarse y alza las manos en señal de paz, pero a
mí poco me importa que suplique.
Ha de morir y no hay palabra ni ruego que vaya a cambiar eso.
Matar niños e inocentes de cualquier especie de Valdan, pero
especialmente de una protegida por mi gente, es el mayor crimen que
alguien pueda llegar a cometer.
Y él lo sabía antes de hacerlo.
—Podemossss negociar —suplica el kayaz andando hacia atrás. Cojea
de una pierna y está a punto de caerse en varias ocasiones, pero el terror le
impide quedarse quieto mientras yo avanzo lentamente hacia él—. Tengo
metalesss. Metaless que a tu pueblo podrían interesssarle…
—Suficiente.
De un solo movimiento, cerceno su escamosa cabeza del resto de su
cuerpo, poniendo fin a su vida de manera rápida y eficiente.
No emito palabras de adiós que den paz a su espíritu.
No las merece. Era un ser sin honor.
Ahora que ya está muerto, puedo volver sobre mis pasos y asegurarme
de que la hembra no se mete en más líos.
No sé por qué, pero mi corazón me incita a ello y, como buen mâr que
soy, no cuestiono aquello que este anhela.
Solo sigo el flujo de sus deseos.
Mi pueblo sabe bien que la cabeza, al fin y al cabo, no suele ganar, ya
que el corazón está guiado por el espíritu y por ende es más poderoso que la
mente.
De las dos energías que componen a cualquier ser de Valdan, física y
espiritual, la segunda siempre prevalece ante la primera.
Satisfecho de haber cumplido con el objetivo que el consejo del
asentamiento de Falav’mâr me encomendó, limpio y envaino la daga… y
mi cuerpo se congela cuando escucho a la hembra uma’umana gritar de
dolor.
La ira empaña mi mirada y todo se vuelve rojo.
Capítulo 15
AVA
El muy hijoputa me ha disparado con una ballesta.
¿Pero en qué maldito siglo se cree que estamos?
Me agarro el brazo y aprieto los dientes con fuerza de puro dolor. La
flecha se ha clavado en la parte superior de mi brazo izquierdo y arde como
si estuviera hecha de fuego.
Por suerte, la ballesta es pequeña y también lo es la saeta que ha
empleado, porque si no me lo habría reventado del impacto. Estoy segura
de ello.
—Por tu culpa… ¡por tu puta culpa! —me grita el idiota al que
reconozco como el presidente de la colonia—. ¡Todo se ha estropeado!
Estábamos a punto de lograr que los kayaz nos dieran acceso a su
tecnolog…
Se ahoga con su propia sangre antes de darse cuenta de ello.
El bárbaro berserker ha aparecido de repente junto a él y, tan rápido que
mis ojos ni siquiera han podido seguir su movimiento, le ha destrozado el
cuello con una de sus enormes manos como si fuera lo más fácil del mundo.
Joooooder, chilla mi mente, anonadada.
Ese alien tiene músculos hasta en las manos.
Hasta en las malditas manos.
¿Qué les darán de comer a esos seres para que sean tan enormes?
El guerrero me pregunta algo en su lengua que no entiendo, como de
costumbre, así que me relamo los labios resecos y, justo antes de
desmayarme por la pérdida de sangre, intento decirle que no tengo ni
pajolera idea de qué me ha dicho, porque parece que no ha entendido el
concepto cuando ha intentado comunicarse conmigo anteriormente.
Mi cabeza no se estampa contra el suelo gracias a sus inhumanamente
rápidos reflejos.
El bárbaro coge mi cuerpo entre sus brazos antes de que eso pase.
Y eso es lo último que recuerdo durante un buen rato.
Cuando abro los ojos unos segundos más tarde, lo primero que noto es que
el dolor ha desaparecido.
Lo segundo, que ya no hay flecha en mi brazo y que alguien ha vendado
la herida y sujetado el hueso (sin duda alguna roto por el impacto de la
saeta) con una de esas vendas mágicas.
Lo tercero, que tengo fiebre y que todo da vueltas a mi alrededor.
Y lo cuarto, que alguien está cargando con mi cuerpo y que no me cabe
duda de que ese alguien es el berserker alienígena, a pesar de que soy
incapaz de enfocar mis ojos, porque su olor, fascinante, atractivo y
masculino, es inconfundible ahora que estoy rodeada por él.
Cuando consigo recuperar la vista lo suficiente, me doy cuenta de que
estamos saltando de árbol en árbol como si el alien fuera un mono con
habilidades sobrenaturales cargado de más esteroides que cuatro culturistas
juntos.
Se me pasa por la cabeza que una estamina como esta es científicamente
imposible.
Aunque no es que yo sepa mucho de ciencia. Pero no hace falta ser
Sheldon Cooper, el personaje de la serie vintage que uno de los pocos
canales de televisión disponibles en mi ciudad-burbuja no dejaba de
transmitir una y otra vez en el restaurante en el que a veces lograba
encontrar trabajo, para percatarse de ello.
O quizá es que mi cerebro, confuso y afiebrado, está delirando.
Tal vez estemos viajando en alguna clase de vehículo que salta de
megaárbol en megaárbol como si nada.
Sí, decido asintiendo para mí misma como si fuera lógico, debe ser eso.
Y vuelvo a perder el conocimiento una vez más.
Recobro la conciencia varias horas después.
Estoy en una cueva, pienso, analizando mi entorno una vez me siento lo
suficientemente despejada como para entender mis propios pensamientos,
que se van desenredando poco a poco de la maraña de incoherencias
afiebradas que me aqueja todavía, aunque en menor medida que antes.
¿Qué coño hago en una cueva?, me pregunto a mí misma con
confusión, tratando de hacer memoria de lo acontecido en mi vida estos
últimos días para haber acabado aquí.
Mi mente me proporciona imágenes de una casa que no era nada más
que una trampa mortal donde mantenerme encerrada, un jodido dinosaurio,
varios hombres lagarto y el presidente de la colonia disparándome y siendo
asesinado instantes después por el…
—¡El bárbaro berserker! —me oigo exclamar con voz ronca, y giro la
cabeza cuando un ruido llama mi atención.
Abro los ojos como platos cuando veo no a uno, sino a dos berserkers
cerca de mí.
Y ninguno de ellos es el que me ha salvado la vida varias veces, aunque
sean casi igual de guapos, los jodidos alienígenas tatuados seductores de
pobres mujeres humanas como yo.
Temblando de los pies a la cabeza por la fiebre y el desconcierto, abro la
boca para preguntarles quiénes son y que hago yo aquí, pero uno de ellos
frunce el ceño y me dice algo en su idioma de sonidos guturales que suena a
regañina.
Cuando trato de hacerlo de nuevo porque nadie me gana a cabezonería,
el macho alienígena, que es casi tan alto como el primero al que vi, se me
acerca y me empuja con suavidad hacia el camastro en el que estoy tendida.
—¿Quién eres? ¿Qué hago aquí? —pregunto con voz quebrada por la
sequedad de mi garganta.
Él me regaña en su lenguaje con tono paternalista y me coloca la manta
que me doy cuenta ahora que me cubre el cuerpo cuando me muevo
intentando levantarme sin ser consciente de ello y esta cae hacia un lado.
Parpadeo con renovada confusión.
El berserker, que tiene el cabello castaño y largo recogido en una trenza,
se señala y pronuncia «Tarkûn» con una sonrisa.
—Ava —grazno, sabiendo que me está enseñando cuál es su nombre.
Él intenta decirme algo de nuevo, pero su compañero, el otro berserker,
más delgado y de rostro serio y joven, lo interrumpe como si le estuviera
recordando algo.
Así que el berserker número dos (el uno es el morenazo grandote que
me salvó la vida y que les saca al menos una cabeza de alto y un montón de
anchura en los hombros a ambos) suspira y niega con la cabeza como si
estuviera frustrado por algo.
Ya somos dos, guapito, me jacto para mis adentros.
El berserker número uno elige ese momento para entrar en la cueva,
cuyo interior está cuidadosamente tallado con simbologías que no
comprendo, y el dos y el tres lo saludan con respeto, poniéndose firmes
como si saludaran a un comandante.
Así que debe de ser algún tipo de líder, deduce mi cabeza a pesar de que
apenas soy capaz de concentrarme.
Hay un lado de mí que ha aprendido a estar siempre listo para analizar el
entorno y así saber cómo sacar ventaja de él (o encontrar la vía de escape
más próxima si es necesario).
El amable berserker número dos (Tarkuun, ha dicho que se llama), que
me había obligado a tenderme de nuevo, se aparta a toda prisa de mí cuando
el uno, frunciendo su oscuro ceño, deposita un animal que debe ser la cena
junto a la fogata que hay en el centro de la cueva, en la que los otros dos
están cocinando algo.
Observo, cuando el gigante entre gigantes le pregunta algo a Tarkuun
sin dejar de mirarme fijamente, que él responde con calma, y luego veo
cómo coge un cuenco de un estante cercano y lo llena de lo que haya en la
olla en la que los otros dos cocinan, caminando hacia mí con la clara
intención de alimentarme.
Cosa que apruebo porque me rugen las tripas de hambre, aunque no me
fíe de su contenido.
Intento incorporarme de nuevo de la cama, pero los brazos me fallan al
intentar impulsarme hacia arriba y me mareo al instante.
Por suerte, antes de que mi estómago decida rebelarse de manera
jodidamente indigna sobre las mantas y expulsar lo poco que me queda
dentro, Míster músculos número uno, que es como decido llamarlo por
ahora, me coge con una suavidad inesperada para alguien de su tamaño y
me ayuda a estabilizarme, reorganizando las almohadas que hay en mi
espalda para que pueda estar sentada con tranquilidad.
Y entonces intenta hacerme beber del cuenco.
Cosa que me niego a hacer hasta ver qué es lo que contiene.
Por muy amigable que haya sido antes, estoy en una cueva con tres
machos humanoides desconocidos y, según mi experiencia, eso jamás es
algo bueno.
Aprieto los labios y giro la cabeza, frustrada y furiosa de no tener
fuerzas suficientes como para resistirme de manera apropiada.
—No —espeto con un siseo, y vuelvo a negarme cuando él lo intenta de
nuevo—. Tienes que decirme qué lleva y entonces tal vez coma. Yo soy
quien decide, ¿entiendes?
Él arruga su entrecejo de nuevo y su apuesto y masculino rostro se pone
firme.
Perfecto, es tozudo. Como yo, maldigo en silencio cuando gruñe algo
severo, pero extrañamente amable en su idioma nativo que me imagino que
es algo así como «bébete esto, mujer» en tono cavernícola.
Por su expresión y por la manera en la que una de sus manazas me coge
de la mandíbula con cuidado y me obliga a girar la cara hasta que estoy
frente a frente con él (o más bien frente a pecho, porque ¿he dicho ya que el
tipo es tan enorme como una jodida montaña?), no tiene intención de
rendirse.
Pero a mí a cabezota no me gana nadie. Ni siquiera un alien.
—Que no, berserker. Que no pienso beber nada si no sé lo que contiene,
¿entiendes? —le gruño con irritación, intentando empujar su mano a un
lado sin éxito—. No es personal. Simplemente no confío en nadie y punto.
Es como si estuviera hecho de piedra. No puedo mover su mano ni un
milímetro por mucho que lo intento.
De hecho, tengo la sensación de que mover una montaña sería más fácil
que moverlo a él cuando el tipo no quiere que lo hagas.
Su voz se vuelve más severa, más insistente, y yo, cada vez más
afiebrada y debilitada, al final pierdo la batalla.
Hago una mueca cuando él me obliga a tragarme esa cosa, que resulta
ser alguna especie de té de hierbas amargas.
Sabe a medicina, me susurra mi mente justo antes de decidir que he
gastado demasiada energía y que estoy mejor dormida.
Y, por mucho que intento mantenerme despierta, la muy jodida gana
también la batalla contra mí.
Capítulo 16
AVA
Cuando recobro la conciencia una vez más, estoy dentro de una habitación
cuyo techo logro enfocar al cabo de unos minutos de parpadear
estúpidamente en su dirección.
—¿Dónde mierdas estoy?
Me quedo mirando la claraboya que hay sobre mi cabeza, a través de
cuyo cristal puedo ver la copa de un árbol cuyas inmensas hojas
verdeazuladas brillan ligeramente en la oscuridad.
Debe de ser de noche, porque todo el bosque se enciende como si
estuviera hecho de luces led cuando sale la luna, deduzco una vez puedo
pensar con claridad.
Parpadeo y miro a mi alrededor una vez mis ojos se han acostumbrado a
la luz ligeramente azulada que lo tiñe todo en este sitio durante las horas
nocturnas.
Estoy en un amplio dormitorio en el que hay tres posibles salidas: la
claraboya que hay en el techo sobre la cama, que descarto porque el techo
debe estar a unos cuatro metros y medio de altura y no voy a ser capaz de
alcanzarlo sin una escalera; una puerta de madera cuya parte superior
termina en un arco que seguro que lleva al resto de la casa; y unas dobles
puertas de cristal altísimas y delicadamente talladas enclaustradas en un
marco de madera y metal color cobre situadas en la pared de al lado.
Entrecierro los ojos y veo que estas últimas parecen dar a una terraza
con una barandilla repleta de flores trepadoras.
No me fío de que la altura a la que estoy sea fácil de saltar, así que
tendré que comprobarlo.
—Parece muy del estilo art nouveau —musito mirando el resto de la
decoración y recordando el viejo libro de arquitectura que guardaba como
un tesoro en mi guarida dentro de una finca abandonada hasta que me lo
robaron—. A ver si resulta que el berserker es rico o algo así. Todo esto
tiene pinta de ser malditamente caro.
Busco algo que pueda servirme de arma con la mirada.
Y también algo que sea fácil esconder en un bolsillo por si necesito
intercambiarlo por comida o agua más adelante.
Vivir en la calle te enseña a intentar tener algo de valor encima para
poder sobrevivir, aunque ello implique robar.
La ética siempre muere cuando llega el hambre.
Bien, toca averiguar dónde mierdas estoy de una maldita vez, pienso
para mí misma intentando no ponerme nerviosa y repasando mi situación
mentalmente.
Está claro que ya no estoy en la colonia humana. Dudo que haya algo así
de hermoso en la pequeña ciudad de cubículos de cemento y metal que el
gobierno ha construido.
Aparte de la enorme cama en la que estaba tendida, cuyo cabecero está
hecho de enredaderas vivas cubiertas de flores bioluminiscentes, me fijo
con extrañeza, hay un par de mesitas a cada lado y una cómoda.
Y ya está.
No hay ni joyeros, ni cuadros, ni nada.
Es como si alguien hubiera considerado que el paisaje que se ve a través
de los cristales es suficiente decoración.
Y en cierto modo lo es, supongo.
Pero es una pena que no vea nada que se pueda robar.
Asomando los pies por un lado de la enorme cama, me quito las pesadas
sábanas de encima y observo una de las mesitas laterales cuya lámpara sin
cables, hecha del mismo material y estilo que el resto de la decoración (de
metal cobrizo y madera con una pantalla de cristal facetado color verde
musgo), cojo y sopeso como arma potencial.
Me tendrá que servir sí o sí porque no hay nada más que pueda usar,
pienso con decepción cuando abro los cajones de la mesita y solo veo
prendas de ropa extrañas y algún que otro cachivache de uso
incomprensible.
Me incorporo con mi nueva arma (que seguramente es más cara que mis
riñones) en la mano y me doy cuenta de que llevo puesto una especie de
vestido blanco de tela suave y ligera como la seda que cae hasta mis pies.
—¿Quién leñes me ha desvestido? —me alarmo.
Mi pregunta se responde sola cuando alguien abre la puerta y una mujer
alta, delgada y rubia, más bella que un jodido ángel abre la puerta y
parpadea con sorpresa al verme allí plantada.
—Estás despierta —comenta con un acento lírico y fluido.
Abro la boca para responderle, pero de repente la cabeza me palpita con
fuerza y mis manos dejan caer la lámpara al suelo para coger mi cráneo con
un audible gemido.
No me doy cuenta de que la extraña supermodelo me está empujando
con suavidad hacia la cama hasta que siento mi culo sobre el colchón.
—Tranquila —me calma la desconocida—. Es normal que duela la
primera vez que el traductor se activa.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién diablos eres? ¿Qué me está pasando?
¿Dónde estoy? —mis preguntas son rápidas, nerviosas y se suceden unas a
otras de carrerilla.
—Perdona. Te implantamos un traductor para que sea posible
comunicarnos contigo mientras te suministrábamos el antídoto —responde
ella—. Mi nombre es Alava’she y soy sanadora además de ser la madre de
Aka’ashi, el guerrero imvimâr que te trajo aquí. El dolor de cabeza y las
náuseas que seguramente estás sintiendo son efectos habituales la primera
vez que se activa. Y estás en Lorie’mâr, nuestro bello y orgulloso hogar.
¿Responde eso a tus dudas?
Me sonríe cuando alzo la cabeza una vez se me pasan los efectos de lo
que quiera que me hayan metido en la cabeza.
—¿Que me habéis implantado el qué? —pregunto con desconfianza—.
¿Un chip? No será un control mental de algún tipo, ¿no? ¿Por qué habéis
metido algo en mi cerebro y quiénes sois?
Ella suspira, sentándose a mi lado sobre el borde de la cama.
Me saca al menos dos cabezas de alto y su larguísimo pelo rubio sería la
envidia de la mujer más rica de la colonia.
Sus ojos azules se clavan en mí con comprensión y compasión a partes
iguales.
—No es un chip de control mental —me aclara con calma, sonriéndome
a pesar de que mi ceño fruncido y mis ojos entornados con sospecha deben
dejarle claro que no me trago lo que me está contando—, sino un pequeño
aparato biodegradable y no tóxico que desaparecerá una vez haya hecho su
función y tu cerebro haya aprendido a traducir por sí solo nuestro idioma.
Te lo prometo. No te deseamos ningún mal.
Me inclino y cojo la lámpara que se ha caído sobre la alfombra sin dejar
de mirarla.
Me siento más segura teniendo algo contundente en mis manos.
Ella tiene aspecto de que mi desconfianza y mi acto de rebeldía le
parecen algo divertido.
—¿Por qué iba a creerte? —le pregunto, incorporándome hasta estar
sentada, pero sin hacer ademán de ponerme agresiva.
No me cabe duda de que es más fuerte que yo.
Lleva un largo vestido sin mangas que deja ver sus brazos, pálidos y
delgados pero musculosos y bien formados.
No hay un ápice de debilidad, de hambre o de deformidades en ella, a
diferencia de la gran mayoría de los humanos con los que compartí casi
toda mi vida.
El feo sentimiento de celos por lo que se ve a las claras que ha sido una
vida de seguridad y privilegios hace su aparición en la boca de mi
estómago, pero lo aplasto porque no es algo útil y no quiero que tiña mi
juicio.
Necesito estar alerta y ser lógica para poder pensar y reaccionar con
rapidez a lo que quiera que esté por suceder.
—De verdad que no te deseamos ningún mal, uma’umana —insiste la
sanadora una vez más con amabilidad—. Mientras tú no nos ataques,
nosotros tampoco lo haremos. Podemos ser amigas, si tú quieres.
—No me llamo así —replico sin saber qué responder ante su oferta de
paz—. Mi nombre es Ava. Avanna Selfrey —le aclaro—. No Uma’umana.
Ella parpadea como si estuviera procesando la información.
De verdad que sus ojos son lo más azul que he visto jamás.
Parecen casi tan intensos como los del berserker que me sanó.
—Ava’Avanna Selfrey es tu nombre —repite con cuidado—. Y
Uma’umanos es el nombre de tu especie.
—¿Eh? —bufo, soltando una risotada divertida—. No. Ava’Avanna no.
Avanna es mi nombre completo, pero prefiero Ava. A secas, ¿entiendes? —
le explico—. Es un diminutivo. Y nosotros nos llamamos humanos a
nosotros mismos, ¿es uma’umanos el nombre que nos disteis en vuestra
lengua? Mi traductor —rechino los dientes al decirlo porque no me hace
gracia que me insertaran un jodido chip en la cabeza mientras estaba
inconsciente—, no lo está traduciendo para mí.
Ella ladea la cabeza como si estuviera tan confundida como yo.
—Creo que lo entiendo —responde con lentitud de manera pensativa—.
Ava es tu nombre. —Me mira como si esperase confirmación, así que
asiento con la cabeza—. Cuando le preguntamos al primer uma’umano cuál
era el nombre de su especie, eso fue lo que nos respondió: «Somos…
Somos los huma… humanos».
Lo dice como si imitara la voz de alguien que ha sacado de algún
recuerdo.
Casi me echo a reír.
—¿Tú estabas allí cuando conocisteis al embajador del Primer
Contacto?
Ella ladea la cabeza observando mis labios curvados como si mi risa le
fascinara.
—Sí —me sonríe, asintiendo de nuevo—. Mis esposos Heo’edra y
Lafel’las fueron parte del concilio encargado de hablar con la especie
terrícola y yo fui con ellos y con Aka’ashi para conocer a vuestro
embajador.
—Ah. —Le doy vueltas a la cabeza y llego a la conclusión de que el
hombre, al que seguramente pillaron por sorpresa porque hasta encontrarnos
con ellos nuestros satélites nos habían informado falsamente de que el planeta
estaba deshabitado, seguramente balbuceó. Cosa que casi me mata de risa al
pensarlo—. Debió tartamudear. Es algo que algunos humanos hacemos
cuando nos ponemos nerviosos.
—Así que no sois los uma’umanos.
Suelto otro resoplido de risa.
—No.
—Entiendo —suspira ella—. Tendré que comunicárselo a mi esposo
Heo’edra para que actualice y corrija los registros que tenemos de vuestra
especie.
—Eso sería bueno sí.
Me aguanto una risotada tonta. Me siento fuera de mi elemento y no sé
ni qué pensar, ni qué sentir, ni qué esperar de toda esta situación.
—No va a estar muy contento de haber cometido ese error —sonríe
como si estuviese visualizando la irritación de su marido con una expresión
de cariño en el rostro—. Mi Heo es muy orgulloso, ¿sabes?
—Ah. Vaya. ¿Así que tienes dos maridos? —le pregunto con curiosidad,
maldiciéndome por meter las narices en algo privado.
Vale que ella diga que podemos ser amigas, pero sigo sin fiarme y no
quiero que crea que estoy accediendo a ello.
La confianza da asco y a mí no se me olvida lo mucho que duele cuando
te traicionan. Nunca lo hará.
Ella me sonríe de nuevo.
A esta mujer no se le agotan las sonrisas. Parece perpetuamente feliz,
masculla mi mente.
—Es raro que una hembra de los mâr tenga más de un compañero, pero
a veces sucede —me cuenta—. Por suerte, mis esposos fueron amigos y
rivales desde que eran niños, así que se llevan bien entre sí.
Hago un sonido de vaga comprensión y me sobresalto cuando escucho
un ruido.
Alava’she se levanta como si estuviera distraída, con la mirada fija en la
puerta abierta de la habitación.
Dirijo la vista hacia allí y veo movimiento al otro lado del amplio pasillo
de suelos de madera y paredes pintadas de verde.
—Parece que mi hijo está de vuelta —dice la etérea mujer con alegría
—. Seguro que se alegrará de saber que ya has despertado. Llevas dos días
dormida y estábamos empezando a preocuparnos. Aka’ashi ha estado más
gruñón que nunca desde que anunció que su corazón te había elegido como
compañera. La preocupación siempre lo vuelve tan arisco…
Tardo un rato en procesar lo que me acaba de decir, y cuando logro
descifrar toda esa información, Alava’she ya ha salido de la habitación.
—Espera, ¡¿qué?!
¿Compañera? ¿Cómo que compañera?
¿A qué diablos se refiere con eso?
Capítulo 17
TRUDY
—Y ahora, ¿qué? —se desespera Clara—. ¡Estamos perdidas!
—Tranquilízate, Clara —intenta calmarla Fabia—. Solo tenemos que
encontrar el camino y seguro que nos lleva hacia la colonia.
Se nota que no está del todo segura, pero que tiene confianza en que
encontraremos la manera de salir de esta.
Me limpio la boca de los restos del agua de río y cierro los párpados
para intentar tragarme las lágrimas una vez más, alejándome de la orilla
hacia la zona cercana en la que nos hemos detenido a descansar una vez
puedo volver a fingir que estoy siendo fuerte y que todo va a salir bien.
Está anocheciendo y, como siempre, comienza a refrescar.
Pronto el frío nos obligará a acurrucarnos apretujadas buscando el calor
de las demás como cada noche.
—Perfecto. Otra noche a la intemperie en la selva —musito para mí
misma con un suspiro.
No añado: «espero que podamos sobrevivir hoy también», porque no
quiero ser gafe, pero casi estoy a punto de hacerlo.
—No nos quedan provisiones y seguimos avanzando sin salir de la selva
por mucho que busquemos el camino hacia la ciudad. Y, además, ¡hay
depredadores aquí afuera y ese bicho volador está decidido a matarnos! —
solloza Clara.
La mujer castaña de aspecto delicado se deja caer sobre una gruesa raíz
que está empezando a iluminarse con esa luz azul que lo adorna todo aquí,
desde las plantas hasta los animales y, nos hemos dado cuenta cada vez con
más terror, poco a poco incluso nuestra piel.
Como si la sustancia que hace que este sitio se ilumine en la oscuridad
se estuviera colando a través de la piel y asentándose dentro de nuestras
venas.
—Seguro… Seguro que nos ha perdido el rastro —insiste Fabia con el
tono de alguien que intenta convencerse a sí misma de que lo que dice es
cierto—. Hemos estado conduciendo durante más de un día a través del
bosque.
Las tres nos estremecemos con pavor al recordar a aquel bicho volador,
mezcla de dinosaurio y murciélago, que se abalanzó sobre nosotras mientras
recogíamos el campamento improvisado y nos montábamos en las motos la
mañana del día anterior.
—Esa cosa tenía más colmillos que un tiburón —susurra Clara
apretando las manos en puños para que no le tiemblen—. Había hileras e
hileras de dientes por toooda su boca hasta el fondo de su garganta. ¿Os
disteis cuenta de ello? Se los vi cuando nos rugió.
—¿Podrías callarte, por favor? —le gruñe Fabia, a la que el miedo
vuelve áspera, irritable y brusca.
El miedo y el hambre, también.
Por suerte, descubrimos que las motos aéreas o speeders como se llamen
estas cosas tenían un compartimento secreto en el que los hombres lagarto
habían almacenado frutos secos y una carne reseca en tiras cuya
procedencia ninguna hemos querido imaginar.
Al principio, por supuesto, intentamos evitar tener que comérnosla y
cazar algo. Pero aquí no hay conejos ni liebres.
Y los animales que hemos visto hasta ahora parecen todos enormes
titanes repletos de garras y colmillos que no se toman a bien que nos
acerquemos a ellos.
Y eso que se supone que estamos dentro de los límites del territorio
vallado de la colonia.
El lugar supuestamente más seguro de Valdan, según el marketing del
gobierno.
Aunque recuerdo que atravesamos una zona vallada con una enorme
puerta de metal cuando nos llevaron a la mansión, así que también podría
ser que en realidad estuviéramos en lo que los guardias llaman El Cinturón:
una franja boscosa que atraviesa el extremo este de la colonia.
Un lugar que se supone que iba a usarse para ampliarla y por eso se
cercó, pero que al final fue abandonada por ser considerada demasiado
peligrosa después de que algunos animales locales abrieran huecos en las
vallas electrificadas y se colaran en ella.
Cuanto más lo pienso, más sentido tiene que estemos ahí en vez de en
los extremos de la propia colonia.
—Chicas —llamo la atención de Fabia y Clara, que se han puesto a
discutir sobre si deberíamos o no intentar trepar a uno de los árboles para
procurar un poco de descanso o escondernos apiñadas bajo una de las raíces
con las motos haciendo las veces de pared exterior improvisada—. Creo
que estamos en El Cinturón. En lo que ahora es el borde exterior de la
colonia.
—¿La antigua ampliación que fue invadida por carnívoros que escupen
ácido? —inquiere Clara con un hilo de voz.
Asiento con expresión sombría por la preocupación.
—Sí. Esa misma.
Fabia suelta una maldición al oírlo y Clara palidece todavía más.
—¿Estás segura? —pregunta, pidiéndome con la mirada que me retracte
y le diga que no.
Necesita que le asegure que solo necesitamos recorrer unos pocos
kilómetros más para llegar a una zona habitada y estar a salvo, pero no
puedo.
Las capas y capas de mentiras y positivismo en las que suelo arroparme
para no pensar en la realidad se están quebrando una a una.
Miro a mi alrededor, pienso en los peligros que nos hemos encontrado
hasta ahora y en las casas abandonadas y medio en ruinas o a medio
construir que pasamos de largo cuando intentábamos encontrar a Ava, antes
de tener que preocuparnos de nuestros propios cuellos y abandonar el
camino que estábamos siguiendo para huir del depredador alado, y ya no
puedo negar la verdad que se extiende ante mis ojos.
—Muy segura.
Esta vez, Fabia, además de maldecir, da una patada a una piedra
cercana.
Clara, en cambio, se encoge sobre sí misma y se echa a llorar con
fuerza.
No me hace falta decirles lo peligrosa que es la zona.
Ya lo saben.
Los documentales que vimos mientras esperábamos nuestro turno en la
cola de criogénesis nos lo dejaron claro a todas.
Este lugar es poco más que un trozo de selva sin colonizar medio
vallada que la fauna local ha vuelto a reclamar para sí.
Una pesadilla que los soldados de la colonia temen porque se ha
convertido en territorio de caza de los depredadores que buscan manadas de
animales que se han quedado atrapadas en esta conveniente trampa mortal.
Una vez entran y se internan en el bosque, rara vez recuerdan la salida.
Y no hay animal al que le guste estar atrapado. De ahí que sean más
agresivos de lo normal.
—Tenemos que salir de aquí —les digo, cuadrando los hombros y
buscando dentro de mí esa valentía que no me queda más remedio que
emplear si queremos tener posibilidades de sobrevivir.
—La mayoría de los depredadores que se conocen del planeta Valdan
son nocturnos y está a punto de caer la noche —logra decir Clara entre
hipidos, al borde de otro ataque de nervios—. Van a despertar.
Las tres estamos cansadas, hambrientas y sucias, y el que hayamos
logrado burlar a los carnívoros hasta ahora ha sido cuestión de pura suerte.
—¿Qué hay del berserker? —pregunta Fabia con aspecto de creer que
ha tenido una epifanía—. Nos ayudó contra el dinosaurio y los hombres
lagarto. Y además seguramente le salvó la vida a Ava. Si lo encontramos,
podríamos pedirle ayuda.
«Y Ava nos la salvó a nosotras», es lo que todas pensamos y no
decimos.
Pero no tenemos tiempo para la vergüenza.
No cuando el sonido del puto pájaro comehumanos vuelve a resonar
sobre nuestras cabezas.
—¡Jodeeer! —exclama Fabia—. Puto bicho insistente, ¡vete a cazar otra
cosa, maldito!
—¿Nos ha visto? —pregunta Clara con voz aterrada.
—Mejor no nos quedamos para averiguarlo —replico.
La cojo de un hombro y la obligo a levantarse, poniendo rumbo a toda
prisa hacia la moto más próxima.
Fabia ya está subida en la suya y la acaba de poner en marcha, tomando
la delantera.
—¡Vamos, vamos, vamos! —urjo con histerismo siguiendo su estela a
toda prisa.
Aceleramos en dirección contraria al sonido del bicho justo cuando este
decide lanzarse a por nuestras cabezas desde las alturas.
Si no nos mata él, pienso con oscuro pesimismo, inclinándome sobre el
manillar para acelerar la moto, moriremos cuando nos estampemos a toda
velocidad contra un árbol.
O quizá nos acabará encontrando otro depredador.
Estamos en problemas.
Y no creo que salgamos vivas de ellos.
El peligro acecha en el bosque
Capítulo 18
AKA’ASHI
—Estás despierta —comento con alivio nada más verla, repasando su figura
de arriba abajo y apreciando lo bien que le sienta el faular, la vestimenta
femenina típica de mi gente.
Aunque su falta de tatuajes familiares y adornos de rango o profesión la
hacen parecer una niña recién llegada a la adultez, es una hembra atractiva.
—¡Y tú me has raptado, grandullón! —exclama ella, cruzándose de
brazos con expresión hosca.
Aunque su intento de parecer molesta me resulta algo cómico debido a
que tiene una lámpara de mesa sujeta en una de sus manos.
Mi madre ahoga una risotada tras una mano alzada y deposita un beso
en mi mejilla, pasando de largo pasillo abajo hacia el despacho de uno de
mis padres para dejarnos algo de privacidad.
—Sé paciente, sul’li —me susurra dándome una ligera palmada en el
hombro.
Pero no necesito que me lo recuerde. Soy un cazador y un guerrero de
élite. Un imvimâr. La paciencia es parte de mí.
—No te he raptado. Te he salvado la vida, mujer —le recuerdo a la
pequeña humana batalladora—. Dos veces.
Ella suelta un bufido como si fuese un velzan ofendido.
—¿Esperas que te pague por ello? —lo pregunta como si temiese que
dijera que sí y le pidiera algo ultrajante.
Y eso me preocupa.
¿Acaso los machos de su especie le han hecho daño alguna vez como
«pago» por algo?
De solo pensarlo me hierve la sangre y mi mirada amenaza con volverse
roja por la sed de muerte que me invade.
Logro calmarme y me recuerdo que debo responderle porque está
esperando a que lo haga; que está alterada y en un entorno que no es
familiar para ella y que debo estar sereno para no ponerla todavía más
nerviosa.
Y me guardo la rabia para otro momento y otro lugar.
Preferiblemente uno repleto de machos de su especie.
—No. No necesito ningún otro pago que no sea el saber que estás bien,
vahsari.
—Ah. Si tú lo dices…
Se ruboriza y ello hace que mi sangre se altere antes de recordarle a mi
cuerpo que, según nuestros informes, en su especie ello no es signo de
excitación sexual, sino que puede significar varias cosas como, por ejemplo,
la vergüenza o la incomodidad.
—Gracias —añade cuando el silencio se alarga, apoyando la lámpara
sobre su pecho de manera inconsciente y curvando su mano sobre ella.
Me quedo mirando el aparato.
—¿Por qué llevas una lámpara en la mano, Ava?
Los latidos de su corazón se aceleran durante unos segundos cuando
pronuncio su nombre y ello me hace sonreír con arrogancia.
Sospecho que me encuentra atractivo, lo cual me halaga.
Ella se aclara la garganta y desvía la mirada hacia la pared.
—Por nada en especial.
Está mintiendo y ambos lo sabemos, pero lo dejo pasar.
Me giro hacia un lado sin dejar de mirarla y le señalo hacia el salón,
situado al final del pasillo, observándola de arriba abajo de nuevo para
comprobar que está bien y que ya no hay síntomas del veneno.
Si mis ojos se detienen ligeramente en la curva de sus pechos, en fin, no
puedo culparme a mí mismo cuando mi corazón no deja de gritarme que
debería estar besando a la hembra y ello hace que mi cabeza y mi cuerpo
reaccionen de maneras hasta ahora inesperadas.
—Ven al salón a sentarte mientras te preparo algo de comer, mujer
uma’umana —le digo, preocupado por su palidez, su delgadez y su lenguaje
corporal defensivo—. Debes tener hambre.
Mis palabras causan una reacción inesperada en ella.
Parece debatirse entre la sorpresa y la diversión sin saber cuál de las dos
emociones escoger.
Hembra desconcertante, pienso para mí mismo, sabiendo que poner
algo así en palabras me aseguraría una buena regañina y otro
enfurruñamiento por su parte.
—Humana, no uma’umana —me corrige—. Ya se lo he aclarado a tu
madre… Por cierto, ¿cómo es posible que sea tu madre? ¡Pero si parece que
tengáis la misma edad!
Parece anonadada.
Casi tanto como yo, de hecho.
Sus preguntas, suposiciones y cambios de ritmo y de tema en una misma
conversación me desconciertan tanto como me fascinan.
—Mi madre es cincuenta ciclos del sol mayor que yo —le aclaro—.
Aunque es joven para los cómputos de nuestra especie.
Me mira como si no se lo creyera.
—No puede ser —resopla como si pensara que estoy intentando gastarle
una broma—. ¿Qué edad tienes tú?
Ladeo la cabeza cuando ella se incorpora de su asiento en la cama y
empieza a caminar de manera tentativa hacia los sofás, situados frente a la
chimenea del salón, pero sin dejar de mirarme por encima del hombro como
si no se fiara de mí.
Ello me causa malestar, pero, sobre todo, intensifica las ganas de acabar
con los machos de su especie con mis propias manos y teñir mis ropajes con
su sangre.
Sigo sus pasos vigilando que no se caiga cada vez que se tambalea
ligeramente.
Mi preocupación por el estado de fragilidad de su cuerpo se hace más
acuciante.
Pediré permiso para cazar un selshuan para ella, decido en el instante
en el que la veo dejarse caer sobre uno de los sillones con un suspiro de
alivio. Ayudará a hacerla más fuerte y alargará su esperanza de vida.
Es evidente que está mareada y que le cansa caminar durante demasiado
tiempo.
Efectos del veneno combinados con la malnutrición que mi madre ha
diagnosticado, sin duda, observo para mí mismo.
—No has respondido a mi pregunta —me acusa, sacándome de mi
estado reflexivo mientras planeaba mentalmente la caza del animal sagrado.
Parpadeo y enfoco mi atención en su pequeño rostro tozudo.
Sus astutos ojos, de mirada desconfiada como la de un animal que ha
sido herido demasiadas veces, me observan con cautela.
—Noventa y ocho —le respondo—. Soy bastante joven para mi especie,
pero aun así me he convertido en un gran cazador, como mi padre Lafel’las.
Señalo mis tatuajes que indican que soy un cazador, un guerrero de alto
rango de mi especie cuyo título, imvimâr, es el mayor honor que existe.
Saco pecho con orgullo a pesar de que me avergüenza hablar de esa
forma tan arrogante de mí mismo, descruzando los brazos para dejar a la
vista los tatuajes de honor y estatus de mis bíceps y mis caderas ante sus
curiosas pupilas.
—Estás de coña, ¿no? —se atraganta ella abriendo los ojos como platos
—. ¿De verdad esperas que me crea que tienes noventa y ocho años?
—Los tengo —insisto, comprendiendo que esa cifra situaría a uno de su
especie al final de su vida, según nuestros datos, mientras que para la mía
apenas es el inicio de la nuestra—. Mi especie vive hasta los trescientos
ciclos del sol, Ava. A veces más.
—Guau —exclama con voz ahogada, y sus ojos se clavan en mis
tatuajes con interés—. ¿Qué significan?
—Este —señalo el que recorre mi bíceps—, que fui nombrado imvimâr,
un guerrero de élite que da caza a los enemigos de su especie y los juzga,
tras pasar las pruebas para ello hace unos años. Este otro —pongo mi dedo
sobre el que hay en mi antebrazo—, que logré vencer a un comandante
kayaz en combate singular. Este de aquí —repaso el que dibuja los arcos
propios de la diosa cuyo nombre, Valdan, es el del propio planeta, la gran
madre de toda la vida de nuestro mundo, situado en mi costado—, fue
tatuado por la chamana de mi aldea, habla de que sirvo fielmente al
equilibrio de la vida y la muerte y que respeto el ciclo natural del mundo.
Los demás —hago un gesto hacia los que hay en mi espalda y en mi otro
brazo—, son los nombres de los enemigos de los mâr más pérfidos a los que
he dado caza personalmente.
El de Sie-shi se unirá a estos últimos muy pronto.
Ella se ruboriza al mirar mi piel desnuda, y esta vez estoy seguro de que
sí se trata de excitación sexual.
Lo que hace que una bola de calor se asiente en mi entrepierna,
sorprendiéndome por el ímpetu de la inesperada sensación y de la súbita
necesidad de tocar su piel desnuda con la mía.
Mi cama todavía debe oler a ella, susurra mi mente.
Contengo difícilmente un estremecimiento cuando mi mente se llena de
lujuria al pensar en ello.
He estado patrullando desde que madre me echó de casa por acosarla a
preguntas sobre el estado de Ava, cuyo nombre ahora conozco tras haber
escuchado parte de su conversación con mi madre mientras caminaba hacia
la habitación.
Cuando me han avisado de que la hembra uma’umana se había
despertado, la rapidez con la que he dejado el entrenamiento de los más
jóvenes al mando de Tarkûn y he regresado al hogar de mi familia ha hecho
que mis aprendices se rieran de mí un buen rato, pero no importa.
Los chistes a mi costa son un precio que estoy muy dispuesto a pagar
por verla sana y a salvo con mis propios ojos.
Definitivamente es la compañera que mi corazón y mi espíritu han
elegido para mí, decido en este instante, eliminando cualquier rastro de
duda o titubeo que quedaba en mí, mayoritariamente por ser de especies
diferentes, ante la intensidad con la que mi cuerpo reacciona de maneras
que solo una compañera elegida puede despertar en la sangre de un macho
mâr.
Me relamo los labios y, antes de darme cuenta, mi cuerpo se ha
inclinado hacia ella buscando más de ese aroma suyo tan adictivo.
Mi piel se caldea por la lujuria y mis pupilas se clavan en la curva de sus
pechos, visible a través del escote de su vestido…
Pero mi padre Lafel’las elige ese momento para asomar su cabeza desde
el arco que da a la cocina.
—¿Tu invitada va a querer comer algo o no, hijo mío? —pregunta con
paciencia.
Tanto Ava como yo nos sobresaltamos, separándonos como si padre nos
hubiera pillado copulando.
Veo a Lafel aguantarse la risa cuando me giro hacia él, sintiendo mi piel
enfriarse de la vergüenza.
—¡Sí! —grita Ava, dando un respingo cuando su voz suena demasiado
alta—. Quiero decir —se aclara la garganta antes de continuar—. ¿Sí, por
favor? Me muero de hambre.
Eso me hace palidecer de inmediato.
—¡Madre! —vocifero angustiado, y la cojo en brazos de inmediato,
ignorando su chillido asustado y el golpe que me llevo cuando estampa la
lámpara contra mi cara—. ¡Ven, rápido! ¡Mi vahsari se muere!
Corro con ella hacia el dormitorio con la esperanza de que todavía
estemos a tiempo de salvarla.
Capítulo 19
AVA
—No puedo creer que te hayas tomado mi comentario sobre morirme de
hambre de manera literal —refunfuño, lanzándole una mirada enfadada al
pobre Aka’ashi tras el susto que el grandullón tatuado me ha dado hace
unos minutos.
Él me devuelve la expresión de fastidio con una de irritación.
—La próxima vez no hagas comentarios como esos sin motivo, mujer
—gruñe, cruzándose de brazos.
Está de mal humor y se le nota.
Pues ya somos dos.
Suelto un resoplido y pongo los ojos en blanco.
—¿Nunca has oído a alguien usar una hipérbole, grandullón?
Su ceño se incrementa.
—A los mâr nos gusta la honestidad sin exageraciones ni dramatismos
—murmura con arrogancia.
Me indigno de manera tan exagerada que me levanto de la mesa con el
tenedor alzado sobre mi cabeza, pero me contengo antes de lanzárselo a la
cara porque sé que estoy siendo irracional, seguramente debido a lo
nerviosa que me siento al estar en un entorno tan extraño repleto de
desconocidos.
—¡No soy una dramática, capullo! —exclamo.
La mirada socarrona que el berserker me dirige lo dice todo.
Ruborizada y molesta, vuelvo a sentarme en la silla y mastico mi
comida con enfado.
Normalmente soy mucho más comedida en mis reacciones, pero este
alien saca lo peor de mí a pesar de que sé que sus intenciones no son malas,
por mucho que a parte de mí le cueste creérselo.
Debería ser agradecida. Pero no sé cómo hacer eso, pienso para mí
misma.
No he conocido a nadie, jamás, que me ofreciera un ápice de bondad o
amabilidad sin esperar algo a cambio, ya fuese un favor, dinero o, como una
horrenda vez de la que me libré por los pelos, mi cuerpo.
Estamos en una zona de la casa que tiene grandes ventanales de suelo a
techo, junto a un área llena de sillones que parece un salón, sentados
alrededor de una mesa frente a una amplia chimenea de piedra.
Lo que más me llama la atención es la altísima pared curvada que imita
a un enorme árbol y, por supuesto, la impresionante vista del bosque que
puedo ver desde mi posición sentada en una silla que, si no fuera porque
parece haber sido creada con gigantes de dos metros en mente, quedaría
perfecta en una residencia de lujo humana.
Visto lo visto, el berserker no vive nada mal.
Con esas pintas y la faldilla de cuero que lleva atada a la cintura, me lo
imaginaba viviendo en cuevas o algo así.
Este lugar sería considerado una mansión en cualquier asentamiento
humano de hoy en día, con sus más de doscientos metros cuadrados
(calculo a ojo teniendo en cuenta el tamaño de la habitación en la que he
dormido y el número de puertas que hay en el pasillo) repartidas en dos
plantas.
Aunque de la segunda planta no he visto nada. Solo las escaleras que
hay a un lado de la pared, junto a los sillones, que desaparecen hacia arriba.
Este lugar es impresionante. Parece una casa sacada de un cuento de
fantasía, admiro, desviando mi atención de nuevo hacia el berserker, que
me observa comer como si pensara que voy a dejar de hacerlo si él aparta la
vista o algo así.
Cosa que es una tontería, porque he aprendido a llenarme la tripa cómo
y dónde pueda y a no desperdiciar ni un solo bocado, así que pienso
acabármelo todo ahora que estoy segura de que la comida no está
envenenada ni drogada.
—Así que —comento de manera falsamente casual mientras bebo un
trago de lo que creo que es vino—, ¿qué tienes planeado hacer conmigo?
Mis ojos lo observan como un halcón buscando señales de algún plan
malicioso.
Más le vale que no me diga «sexo» porque me cabrearé. Aunque mucho
me temo que parte de mí se está preparando para esa respuesta,
resignándose a ello.
Quizá no sea algo tan malo si a cambio te deja quedarte aquí y puedes
dejar de huir de un lado a otro, siempre asustada de morir de hambre, me
susurra una vocecilla insidiosa desde el fondo de mi cabeza.
Además, al menos te sientes atraída por él, no como con aquel viejo
verde que intentó encerrarte en su cuchitril cuando eras una cría. Ser la
amante de Aka’ashi podría ser un buen trato.
Hago callar esa voz e ignoro cómo mi estómago se retuerce de malestar,
tanto por esos pensamientos intrusivos como por la respuesta que el
berserker, que por desgracia no me cae tan mal como suelen hacerlo las
personas en general (que me salvara la vida ha tenido efectos extraños en
mí), podría darme.
No quiero decepcionarme.
Y eso es algo estúpido, porque todo el mundo me decepciona tarde o
temprano y esperar lo contrario es tomar un riesgo idiota.
—¿A qué te refieres con «hacer conmigo»? —pregunta él como si
intuyese la respuesta y no le gustara nada su suposición.
Me encojo de hombros con una sonrisa falsamente amigable y dejo el
vaso de vino, cogiendo de nuevo el tenedor y llevándome un trozo de
deliciosa carne especiada a la boca.
Está tan tierna que se deshace en mi paladar.
—A que si tienes pensado que me quede aquí, que te sirva de algún
modo —no digo «sexual» pero está implícito en el tono—, o algo por el
estilo.
Él se tensa y niega con la cabeza.
—No, mujer —me replica con cierto grado de tristeza y un brillo de
rabia en los ojos que no parece dirigido a mí—. Solo quiero que estés a
salvo. Si te traje hasta aquí es porque entre los tuyos no lo estabas y porque
mi madre es una de las pocas sanadoras capaces de elaborar el antídoto del
veneno kayaz que había en tu sangre.
—Ah —musito sin que la desconfianza muera del todo, y decido
lanzarme al agua de golpe—. Pues tu madre ha mencionado algo sobre que
tú habías decidido que podría ser tu amante o compañera o algo así.
Fijo toda mi atención en él y por ello veo el rubor que tiñe su morena
piel y cómo sus pupilas se agrandan ligeramente.
Ajá. Así que sí que es un pervertido. Bueno es saberlo.
Al menos estoy advertida sobre ello.
—Mujer —contesta él tras hacer un sonido bajo con la garganta que
creo que denota vergüenza o sorpresa, aunque no estoy muy segura—, eres
muy… honesta, a la hora de hablar de tales temas íntimos.
Casi me meo de la risa al ver la cara que pone al decir eso.
—¿Qué pasa? ¿No me digas que eres un mojigato? —bufo con diversión
—. Con lo grandote y lo guapo que eres, seguro que hay muchas mujeres
que te habrán hecho «favores» a estas alturas y que no eres virgen, ¿verdad?
Su mueca de desconcierto e indignación me confunde.
—Soy un varón mâr —replica con un gruñido, mirándome con
intensidad—, no un humano. Nosotros jamás nos sentimos atraídos por
ninguna otra hembra que no sea aquella que nuestro corazón elige para ser
nuestra compañera eterna.
—Uh… —Parpadeo, reorganizando las ideas que tenía sobre él—.
Entiendo. Así que sois vírgenes hasta que os enamoráis. Eso es… —evito
decir «extraño» porque estoy intentando mantener una conversación
civilizada sin insultar a toda su especie—, curioso.
Vaya… Choque cultural, supongo, se sorprende mi cabeza.
Él cuadra los hombros con orgullo. Y qué hombros. Son anchos y
marcados, pero no de manera tan excesiva que lo hagan parecer lleno de
bultos exagerados.
Tiene una musculatura jodidamente perfecta.
A ver si ahora va a ser que aquí la pervertida soy yo, no él.
—Por supuesto que soy virgen —contesta el berserker como si fuese lo
más lógico del mundo.
Definitivamente un choque cultural.
Nadie de mi propia especie dice eso hoy en día con aplomo a no ser que
haya creencias religiosas detrás.
Aunque ambas cosas deberían respetarse, en mi opinión.
La sexualidad o falta de sexualidad de otra persona no debería ser algo
en lo que los demás metan las narices sin ser invitados a ello.
Así que decido seguir mi propio consejo y no meter las narices ni
burlarme de su cultura y su elección, porque eso sería muy capullo y yo no
lo soy tanto.
—Entiendo —le digo, aclarándome la garganta y cortando otro trozo de
carne—. Perdona por mi comentario de antes.
Él asiente.
—Entiendo que entre tu gente las cosas son diferentes —habla con
comprensión, y me rellena la copa de vino casi vacía sin que se lo pida,
como si intuyera que tengo sed—. ¿Asumo que tú no lo eres?
Me encojo de hombros, algo incómoda.
—Perdí la virginidad con un chaval que solía vivir en las calles, como
yo, cuando tenía unos dieciséis años —le cuento, y no sé por qué lo hago,
porque no es asunto suyo, pero siento la extraña necesidad de hacerlo—.
Aunque no lo disfruté nada, la verdad. Así que no lo volví a repetir.
Evitar que me forzaran a hacerlo me puso muchas veces entre la espada
y la pared a pesar de que pasé gran parte de mi vida disfrazada como
muchacho.
Cosa que no evitó que fuera víctima de la lujuria no bienvenida de
demasiadas personas, muy a mi pesar.
Lo miro por debajo de mis pestañas mientras finjo concentrarme en
terminarme lo que queda en el plato, observando cuál es su reacción.
Aunque no parece contento, tampoco está molesto ni asqueado ni nada
por el estilo.
Dado que en su cultura o en su especie tienden a conservar la virginidad
hasta el matrimonio, me esperaba lo último.
Pero él, más bien, parece reflexivo.
—Supongo que ese varón no es tu compañero de vida.
Suelto un resoplido de risa, pillada por sorpresa una vez más.
—No. Definitivamente no lo es —contesto, recordando cómo el muy
cabrón me robó mis últimas provisiones y desapareció sin mirar atrás tras
haber pasado la noche escondido conmigo de las pandillas callejeras que
buscaban gente cuyos órganos vender en el mercado negro.
Mi pequeño refugio no era más que un rincón en un edificio en ruinas
que tuve que abandonar tras esa noche, porque empecé a tener la sospecha
de que él era parte de alguna de las mafias de mendigos que dominaban las
calles de los barrios bajos.
El berserker asiente.
Creo que algunos gestos, como este, son universales entre ambas
especies. Aunque otros voy a tener que aprendérmelos si quiero llegar a
entenderle, reflexiono.
—Entonces todavía puedo cortejarte —declara de repente.
Me atraganto con el trago de vino que estaba tragando.
—¿Cor… —toso hasta poder despejarme las vías respiratorias—…
Cortejar?
—Sí, mujer. Cortejar —asevera él con gesto preocupado, levantándose
para darme palmadas en la espalda con cuidado. Como si temiera romperme
o algo—. Agasajarte y demostrarte que puedo ser un buen compañero para
ti para que me aceptes como tu prometido.
—¡Pero si somos de especies diferentes! —Es lo primero que me viene
a la cabeza.
Aunque eso no te impide sentir lujuria por él, se mofa mi mente con
sorna.
Él se ríe entre dientes y su voz profunda y grave le hace algo a mi
estómago que llena mis entrañas de calidez.
—No sería la primera vez que alguien de mi especie se empareja con
una raza diferente —me explica con calma, volviendo a su asiento cuando
ve que el ataque de tos se me ha pasado—. Aunque sí la primera en hacerlo
con un humano. Pero si mi corazón me dice que eres mi compañera, ello
significa que somos compatibles para la reproducción. Ese suele ser el caso.
Casi me atraganto de nuevo, esta vez con aire, cuando me suelta esa
bomba como si nada.
—¡Uoh! ¡Oye! ¡Para el carro! —me alarmo—. Estás yendo muy rápido,
grandullón.
Su sonrisa, mucho más cálida y denotando diversión a raudales por mi
respuesta, hace que el corazón se me acelere.
—Entonces iré más lentamente, vahsari —ronronea el berserker de
manera complacida—. Y me tomaré mi tiempo contigo para que puedas
juzgarme con calma como posible compañero.
Mi cerebro me traduce la palabra vahsari como «promesa del corazón»,
pero la manera en la que la pronuncia es lo que hace que a mi cuerpo casi le
dé un cortocircuito.
Oh, mierda, estoy jodida.
De verdad que este alien me atrae. Demasiado, además.
Después de años de rehuir el sexo y la atracción, encontrarme cara a
cara con alguien que despierta esos deseos y emociones en mí es como
subirse a una montaña rusa tras haber pasado toda tu vida creyendo que no
existían.
No estoy preparada para esto, gimo mentalmente.
Pero mucho me temo que, una vez más, a la vida le importa una mierda
si estoy lista o no antes de lanzarme en aguas turbulentas sin previo aviso.
Capítulo 20
ALAVA’SHE
—Aka’ashi ha solicitado permiso para cazar un selshuan —anuncia
Lafel’las, entrando en el estudio y depositando un cesto cargado de armas
sobre la mesita.
Le tiendo uno de los lazos que adornan mi pelo para que pueda recoger
su cabello rubio oscuro en una coleta y que así no le moleste mientras
trabaja.
—Querrá alimentar a su elegida con el corazón de la bestia para alargar su
vida y fortalecer su salud —deduce Heo de inmediato sin abrir los párpados,
recostado cómodamente sobre el diván—. La humana parece un poco frágil.
—Seguro que nuestro hijo volverá victorioso de su cometido. Es el
mejor cazador de nuestro asentamiento, además de un imvimâr —musita
Lafel, sacando las armas del cesto y analizándolas con cuidado antes de
dejarlas una a una sobre la alfombra.
—Pensé que ese eras tú —comenta Heo, abriendo los ojos para mirar
con una sonrisa ladeada a su mejor amigo.
Lafel sonríe con orgullo.
—Nuestro hijo hace tiempo que me ha superado también en ese aspecto.
Me muerdo los labios, pero no puedo evitar que una sonrisa los adorne a
pesar de que el corazón me da un pinchazo de tristeza al pensar en Aka’ashi
emparejándose y marchándose de casa.
—Oh, amor. No estés triste —murmura Heo’edra, apartándome el cabello
del rostro para depositar un beso sobre mi frente. Su pelo oscuro me hace
cosquillas en el cuello—. Sé que nuestro niño ha crecido, pero ha tardado más
que otros en encontrar a la hembra de su vida.
Suspiro y me acurruco un poco más contra su pecho.
—Lo sé —admito—. Pero aun así no puedo evitarlo. Ha crecido tan
rápido, Heo. Y pronto, si ella acepta su cortejo, construirá su propio hogar y
se marchará del nuestro como dictan las costumbres. —Se me empañan los
ojos de lágrimas al pensarlo—. La casa se sentirá tan vacía cuando lo
haga…
Lafel, atento y sagaz, se levanta de la alfombra sobre la que estaba
sentado organizando las armas, cuyo estado ha decidido comprobar antes de
que nuestro hijo salga de caza, y se sienta en un rincón del diván donde
estoy recostada medio encima de su hermano de corazón echando las
piernas de Heo a un lado para tener espacio.
—Míralo por el lado positivo, esposa —me dice, curvando sus labios en
esa sonrisa pícara y tierna a la vez que siempre logra acelerar los latidos de
mi corazón—. Eso significa que habrá espacio en casa para un hijo más.
Su expresión me deja claro que planea divertirse mucho seduciéndome,
haya o no haya un hijo como resultado.
—Oh.
Mi rubor le divierte horrores, aunque el que le hace soltar una carcajada,
como siempre, es el de Heo’edra, que se aclara la garganta en señal de
vergüenza.
—¿Qué ocurre, hermano, acaso la concepción de un niño sería una tarea
demasiado ardua para tu alma de estudioso? —se burla el cazador de buen
humor, dándole palmadas a Heo sobre una rodilla extendida.
El erudito resopla de indignación.
—El que debería preocuparse por hacer demasiado esfuerzo en el lecho
marital eres tú, arrogante cabezahueca deslenguado —le sisea—. Si
recuerdo bien, estás exento de tus deberes como cazador porque dejaste que
un yerzan te mordiera.
Menudo susto nos dio a todos cuando lo trajeron en una camilla con el
costado ensangrentado, a pesar de que él no dejaba de hacer bromas sobre
casi acabar en el estómago de un yerzan por haber estado distraído
rascándole el cuello a la bestia.
A pesar de que Heo es un sabio conocido por su serenidad, perspicacia
e inteligencia, Lafel’las siempre logra provocarlo para que discuta con él
como si fueran dos críos.
Su rivalidad jamás ha desaparecido del todo desde que eran niños,
aunque en el fondo se quieran y respeten y se consideren el uno al otro su
mejor amigo.
Es el turno de Lafel’las de indignarse esta vez.
—¡No dejé que me mordiera! —protesta con ganas—. El animal estaba
herido y el sanador que lo atendía aplicó la medicina sobre su pata sin
avisarme de antemano mientras yo estaba intentando calmarlo, y el dolor
del maloliente potingue le hizo reaccionar mal. Eso es todo.
—¿No será que fuiste tú el que «reaccionó mal»? Quizá tus afamados
reflejos ya no sean tan rápidos como antes —rebate Heo con socarronería, y
añade con una sonrisa ladina—: Aunque no me cabe duda de que tu rapidez
en el dormitorio, en cambio, ha aumentado. Quizá estés descompensado,
hermano. Aunque si es el caso, a mí no me molesta cumplir con tu parte en
ese ámbito.
Tanto Lafel como yo boqueamos, él de furor y yo de bochorno.
Heo es el más tímido y, por ende, suele evitar hablar de manera explícita
de sexo… a no ser que esté en mitad del acto.
Entonces se vuelve un deslenguado. Como ahora.
—¡Heo! —regaño, pero ninguno de los dos me escucha, sobre todo
porque me estoy cubriendo la boca con la mano para no reírme por las caras
que han puesto ambos, uno de indignación y el otro de sorna—. Sabes que
eso no es cierto. Lafel nunca ha tenido dificultades en ese aspecto. Y si los
tuviera no sería un problema. Todo puede hablarse con calma y honestidad.
—¡Mis habilidades en el lecho marital son mucho mejores que las tuyas!
—gruñe Lafel con ira—. Te recuerdo que de los dos yo soy el que más la
hace gritar y perder el sentido por el placer.
—¡Ni en tus sueños!
—Los únicos sueños —sisea el cazador—, son los que nuestra esposa
tiene sobre mí mientras tú la montas.
Suelto un gritito de sorpresa cuando Heo se incorpora espoleado por la
furia y se encara a su hermano de corazón.
—¡Retira eso!
—Ni en tus sueños —replica Lafel con una sonrisa victoriosa, repitiendo
las palabras que él ha dicho antes con sarcasmo.
—¡Ya basta! ¡Parad los dos! —les exijo, poniendo una mano en cada
uno de sus anchos hombros y empujándolos hacia atrás, pero sabiendo que
si puedo hacerlo es solo porque ambos ceden ante mi escasa fuerza
comparada con la suya.
Soy sanadora, no guerrera, a diferencia de una de mis hermanas.
Los entrenados músculos de Lafel resaltan sus abdominales cuando se
inclina hacia atrás, y el delgado pero fuerte y marcado cuerpo de Heo hace
lo mismo cuando se tiende de nuevo sobre el diván como una serpiente
irritada.
Ambos se miran con furor, y no me cabe duda de que voy a estar
agotada el próximo mes porque van a retarse a ver quién me da más
orgasmos.
Otra vez.
Menos mal, pienso con resignada irritación, que mi Aka’ashi se va a
mudar. El pobre siempre se va de caza cuando sus padres están así. Al
menos ahora no tendrá que dormir en las barracas de los guerreros cada
vez que estos dos se porten como críos.
Niego con la cabeza, exasperada con ambos.
—Os quiero a los dos por igual —les recuerdo, porque, aunque lo sepan,
cuando discuten me gusta dejarles claro que eso de que jueguen a ver quién
me da más de lo uno o lo otro en ocasiones me irrita bastante—. Y siento
placer con ambos por igual, aunque seáis diferentes en el dormitorio.
Ambos sois los elegidos de mi corazón.
—Lo sabemos, esposa —contestan ambos a la vez, mucho más
calmados pero sin dejar de retarse con la mirada.
Soltando un suspiro, decido que hoy me voy a pasar el día en mi
laboratorio en vez de tener que lidiar con su enfurruñamiento.
Porque no me cabe duda de que en el mismo instante en el que estemos
solos los tres en casa, una vez Aka’ashi se haya llevado a su vahsari, no me
van a dejar concentrarme en mis estudios médicos.
—¿Te vas? —pregunta Heo haciendo un puchero que transforma su
severo rostro de facciones elegantes y masculinas en algo mucho más
juvenil.
El corazón se me reblandece con las miradas de anhelo que me dirigen
ambos.
Los tres adoramos pasar los días juntos haciendo cosas mundanas y
agradables: leer, escribir, pulir armas o simplemente debatiendo sobre una
noticia que recorre las bocas de la aldea o hablando de temas privados.
—Voy a estar un rato trabajando en mi laboratorio —anuncio con una
sonrisa afectuosa, pero todavía emanando exasperación—. Quiero tener la
receta del antídoto perfeccionada antes de enviarla al archivo de la
biblioteca del centro de sanación.
Ambos murmuran entre dientes, rivalidad y enfado olvidados cuando
comparten su decepción de no pasar un día junto a mí.
Les está bien empleado.
Al menos esta vez no han discutido también mentalmente, me consuelo.
Ya es bastante con que lo hagan en voz alta las veces que ello sucede.
Que los dos tengan el don de la telepatía a veces es un poco agotador.
Les mando una oleada de amor a través de nuestro vínculo espiritual y
deposito un beso sobre sus labios antes de salir del estudio y poner rumbo al
laboratorio de la planta alta.
Solo espero que nuestro Aka’ashi no sea tan tozudo como sus padres y
que logre hacerle entender a la humana el buen macho que es y lo
maravilloso que sería tenerlo como compañero sin convertir el cortejo en
una competición, como ambos hicieron antes de que yo los regañara por
ello.
Por favor, hembra humana, cuida bien del corazón de mi adorado hijo.
Capítulo 22
AVA
—Pero ¿qué…?
Miro boquiabierta la pequeña ciudad construida en lo alto de los árboles
que se extiende hasta donde alcanza la vista.
No es que estuviéramos en una casa en el suelo del bosque y que la
pared del salón imitara a un árbol, sino que se trata de una casa suspendida
a más de treinta metros de altura, construida alrededor de un jodido árbol
cuya envergadura empequeñecería cualquier edificio de la colonia.
—Lorie’mâr es el asentamiento mâr más hermoso de todos los que
existen —afirma Aka’ashi con orgullo.
Me giro hacia él con asombro.
—¿Quieres decir que hay más ciudades como esta y que soléis
construirlas en lo alto de los árboles como norma general?
Aunque supongo que eso tiene sentido si consideramos que el suelo está
lleno de dinosaurios, reflexiono para mí misma.
Él asiente.
—Según los registros de mi especie, es una aldea o poblado, no una
ciudad. Lorie’mâr no tiene más de quince mil habitantes. Y por supuesto
que hay más lugares donde nuestro pueblo reside, vahsari —me explica con
una sonrisa.
Miro de nuevo el paisaje y sigo sin creer lo que ven mis ojos.
Puede que no tengan la tecnología que un día tuvo la humanidad, pero
definitivamente los mâr no son el tipo de «bárbaros» que en la colonia se
cree que son.
—Iremos por este camino. —El guerrero señala hacia un amplio y
elegante puente de madera por el que hay varias parejas caminando en
dirección al centro de la aldea, situado dos niveles por debajo de nosotros—.
Así llegaremos antes al mercado.
Me remuevo incómoda en mis zapatos prestados.
Los suaves mocasines son más lujosos de lo que he poseído nunca.
Están hechos de una especie de seda con una suela de un material tan
flexible como el plástico, pero que huele a savia de árbol.
—Ya te he dicho que no hace falta que me compres nada —protesto
débilmente.
Él niega con la cabeza, tozudo.
—Proveerte de ropas y enseres es parte de mi cortejo —insiste—.
Además, te he traído aquí sin tus pertenencias y los vestidos de mi madre
son solo un préstamo.
Me encojo de hombros pensando en que al menos lo he intentado.
Aunque deberle algo a alguien me retuerce las tripas con desagrado, no
tengo más remedio que aceptarlo por ahora.
—Muy bien. Como tú quieras —me encojo de hombros—. Eres tú quien
paga, grandullón.
De todas formas, añado para mí misma, ni siquiera sé si me quedaré
aquí o intentaré volver a la colonia.
Aunque la verdad es que después de lo que ha pasado, no sé si tendré un
lugar en ese dichoso sitio, ya que al fin y al cabo me dieron el puto ticket
para sacrificarme.
Oh. Caigo en la cuenta de repente, sintiéndome fatal por ello.
—Oye, ¿sabes algo de las demás mujeres que estaban conmigo? —le
pregunto cuando empezamos a caminar por el puente-avenida, cuyos
laterales están adornados de flores.
Elevo la cabeza para mirarle y me froto el cuello de manera distraída.
Es tan alto que tengo que doblarlo para poder verle la cara.
—Se quedaron en la casa-prisión cuando nos fuimos. Así que supongo
que seguirán allí o que las habrán llevado de vuelta a la colonia ahora que
los kayaz están muertos —me explica, frunciendo el entrecejo como si él
también acabara de recordar que ellas existen—. Mi prioridad era salvarte y
me avergüenza decir que me olvidé de su existencia debido a la
preocupación por tu estado, vahsari.
Pone cara de estar molesto por ello.
Me digo a mí misma que no tengo por qué preocuparme de otras
personas. Que es suficiente que él me haya salvado el pellejo cuando no
tiene por qué hacerlo y que pedirle algo es salir de mi zona de confort.
Algo a lo que no estoy acostumbrada porque yo jamás he tenido nadie a
quien pedirle nada.
Pero acabo maldiciéndome en silencio por ser una idiota sentimental en
vez de la criatura egoísta que siempre he aspirado a ser.
—¿Crees que podrías averiguar qué les ha pasado? —insisto antes de
cambiar de idea, atenta a su respuesta mientras observo a la gente pasar de
largo.
Puede que no considere a las otras mujeres mis amigas del alma, pero al
menos les debo algo de decencia humana, supongo.
—¿Es ello importante para ti? —inquiere Aka’ashi, taladrándome con
esos ojos azules e intensos—. Mi honor me pide que haga algo al respecto,
pero las leyes dictaminan que su destino, al no ser ellas mi vahsari a
diferencia de ti, le pertenece al mundo decidirlo ahora que los enemigos que
las mantenían encerradas están muertos.
Desvío la mirada hacia las flores de nuevo y elevo un hombro, sintiendo
mi piel erizarse por su escrutinio.
—No es que seamos amigas o algo así, pero no estaría mal saber si están
bien —contesto intentando restarle importancia a mi preocupación, más
molesta para mí que otra cosa.
Me pregunto si habrán vuelto a la colonia ahora que ya no están
atrapadas en esa casa y el gobernador ha muerto.
Espero que tengan un buen futuro allí.
Él emite un sonido bajo y gutural de consideración y siento sus ojos
volver de nuevo al frente.
Casi suelto el aire sin saber si siento alivio o si lo que quiero es que
vuelva a mirarme como si estuviera intentando colarse en mi alma y
observarme desde dentro.
—Lo averiguaré —decide en tono firme—. A mis aprendices les vendrá
bien tener alguna tarea que realizar mientras te cortejo.
Evito decir nada sobre lo del cortejo porque me está costando procesar
la idea.
O la realidad.
Despertar aquí ha sido como haber entrado en un mundo alterno repleto
de colores tras haber vivido siempre en una escala de grises.
—Gracias —susurro en respuesta, apartándome el cabello de la frente
porque de repente no sé qué hacer con mis manos.
Elevo la vista para mirarlo de nuevo cuando soy incapaz de resistir la
tentación de hacerlo.
Mis ojos se pasean por su perfil, de pómulos altos y nariz recta y
patricia; y luego descienden hacia sus abdominales, visibles sobre el cinto
de la prenda que parece una especie de kilt negro que muchos de los
varones que pasamos de largo llevan en diferentes colores y diseños; luego
suben por sus marcados pectorales hasta posarse en sus hombros tatuados y
de ahí de nuevo hacia su apuesto rostro, que le hace cosas injustas a mi
cerebro y a mis hormonas.
Aka’ashi me pone una mano en la parte baja de la espalda cuando casi
choco contra una pareja, distraída como estaba por la simétrica belleza de
sus facciones, y sonríe como si le complaciera mi incapacidad para dejar de
mirarlo.
Me maldigo por ser tan evidente con mi atracción por él y vuelvo mi
atención hacia el camino, ruborizada y molesta conmigo misma.
La fragancia de las flores y, sobre todo, la sobrecogedora visión de la
naturaleza que nos rodea y el hecho de que sea real y no un holograma
como la de aquel museo en el que me colé una vez, le hacen algo a mi
pecho, a mi corazón y a mi alma que nunca pensé que sería capaz de sentir.
Del mismo modo que este berserker despierta cosas en mí que no había
sentido antes, el estar rodeada de una biosfera natural, de pura vida, se
siente como si llevase toda una eternidad esperando y anhelando este
momento.
El solo notar el olor de las plantas y el frescor del aire casi me hace
querer llorar.
Y yo no soy de las que lloran.
—Tu aldea es un paraíso —me oigo confesar mis pensamientos en voz
alta cuando llegamos a la bulliciosa y colorida plaza, en la que hay puestos
de venta hechos de madera a los lados de la misma.
Él me sonríe con ese orgullo y esa felicidad que muestra cuando
hablamos de su pueblo o de su hogar.
—Lo es —declara sin tapujos.
Hay de todo en el mercado, observo con abierta curiosidad.
Desde puestos de armamento hasta tiendas que venden muebles y
decoración de hogar pasando por, por supuesto, tiendas de comida, ya sean
fruterías o deliciosos platos preparados al momento.
—Jamás había visto tanta variedad de comida en un solo lugar —me
asombro, maravillada.
Carnes, verduras, frutas, panes, legumbres, arroces… hay una variedad
inmensa que me resulta imposible de entender.
Los aromas especiados de la comida me hacen la boca agua.
Aka’ashi, al ver mi reacción, me coge suavemente de la mano y me
lleva hasta un puesto cercano donde venden una especie de pinchos de
carne y verduras cubiertos de una salsa cuyo olor, a pesar de que he comido
hace poco, me hace rugir las tripas.
—Dos raciones de pinchos de vorzan, por favor —pide el guerrero,
tendiéndole al vendedor una especie de monedas de jade que se saca de un
saquito del bolsillo.
El cocinero se apresura a servírselos con una sonrisa tras dedicarme una
mirada cargada de amable curiosidad.
Como hacen muchos, he notado desde hace un rato.
Aunque no hay animosidad en sus miradas, su curiosidad por una mujer
que no es de su especie es más que evidente, aunque yo haya decidido fingir
que no noto su atención sobre mí porque si no voy a empezar a ponerme
tensa, y cuando me pongo tensa me cabreo, aunque no quiera sentirme así.
—¿De qué es esta carne? —le pregunto a Aka’ashi mientras nos
llevamos dos bandejas de grueso papel con varios pinchos en cada una de
ellas e, incapaz de resistirme, me meto uno de ellos en la boca—. Está
deliciosa.
Él, notando mi incomodidad recibiendo tantas miradas, nos lleva hasta
un rincón de la plaza en el que apenas hay nadie.
Y yo me siento mucho más relajada casi al instante.
—De uno de la misma especie al que me viste enfrentarme —me dice
él, y mi mente se llena de la imagen del dinosaurio al que mató con un
cuchillito de nada.
Jadeo cuando me doy cuenta de que estoy comiendo dinosaurio y me
quedo mirando el pincho con cara de boba.
—Oh… —El pensamiento es apabullante.
Él se ríe de mi expresión mientras nos sentamos en un banco de un
parque hecho de enormes macetas y construido a un lado de la plaza del
mercado, seguramente para este mismo propósito.
—Si se cocina de manera adecuada, es deliciosa —me explica—. Pero si
cometes el más mínimo error a la hora de cocerla se vuelve dura como una
piedra. Yeno’dai es uno de los mejores cocineros de la aldea, además de un
buen amigo.
—¿Y tú? ¿Sabes cocinar esta cosa? —inquiero solo para centrar mi
mente en otro tema que no sea la pareja que se detiene a cuchichear con
entusiasmo, señalándonos, hasta que Aka’ashi hace que se larguen con una
sola mirada.
Él me mira con suavidad una vez se van y en sus ojos hay
determinación, como si acabara de tomar una decisión.
—Aprenderé a hacerlo para ti, vahsari —promete el berserker con una
solemnidad inesperada.
—Espera un segundo —me alarmo—. ¡No te estaba diciendo que lo
hicieras! ¡Y menos por mí!
Él se ríe entre dientes.
Y, joder, qué sonrisa tan bonita tiene.
—Haría cualquier cosa por ti, Ava —declara como si nada.
Como si dijera «el cielo es azul» o «el agua moja». Como si fuera lo
más lógico del mundo para él.
No sé qué responder a eso, ni tampoco qué hacer con los latidos
acelerados de mi corazón.
Entre que me ha comprado comida, algo tan valioso que no me cabe
todavía en la cabeza que sea tan fácil de obtener para ellos; que me ha
ofrecido un lugar seguro donde dormir; que me ha salvado la vida dos veces
y que además me sonríe de esa forma, haciendo promesas sobre hacer cosas
para que yo sea feliz y que estoy más que segura que para él son lo más
serio que ha ofrecido nunca, creo que este macho está haciendo algo que
nadie había hecho jamás: está suavizando mi arrugado, malherido y
desconfiado corazón, reclamando un hueco para él poco a poco pero con
una rapidez brutal.
Y me asusta darme cuenta de ello. De pensar que tal vez no quiero ese
corazón mío, tan amargado y solitario, de vuelta.
Porque mucho me temo que la respuesta está empezando a ser «muy
probablemente no».
Y ya ni siquiera me preocupa tanto como antes de empezar a conocerle.
La aldea de Lorie’mâr
Capítulo 23
PRESIDENTA CHARA
—¿Sabemos algo más sobre el incidente?
Nadie de los presentes me responde hasta que no los miro uno a uno a
los ojos con promesas de dolor por su silencio.
—Creemos que al menos dos de los sacrificios de los juegos siguen con
vida —se apresura a responder uno de ellos—. Nuestras cámaras
perimetrales captaron la señal térmica de dos speeders hace unos días.
—Interesante —musito—. ¿Dónde?
—En El Cinturón —replica el que está sentado a su lado.
Hago un ademán de fastidio e impaciencia con la mano.
—Sí, ¿pero en qué zona de El Cinturón?
—Cerca del antiguo sector diecisiete —añade el primero tras compartir
una mirada rápida con él.
Me reclino sobre mi asiento y junto las manos bajo mi barbilla en
ademán pensativo.
—El hueco abierto por los xauzan está en ese sector, ¿no es así?
—Sí, señora —responde la joven mujer que sustituye al antiguo
vicepresidente de la colonia tras la muerte de este—. Y se cree que ambos
carnívoros están todavía por la zona. Por eso nuestras tropas no han podido
reparar la abertura de la muralla, sir.
—Emboscan a nuestros soldados cada vez que lo intentan y hemos
tenido demasiadas pérdidas debido a ello —explica Cortez, el jefe de
seguridad de la colonia.
—Mmmmm —cavilo en voz alta—. ¿Y cómo podríamos usar esta
situación a nuestro favor para capturar al menos a una de esas traidoras?
Los ministros del nuevo consejo de gobierno de Nueva Esperanza se
remueven con incomodidad en sus asientos mientras los miro de nuevo uno
a uno, exigiéndoles que pongan en palabras sus ideas y empezando a perder
la paciencia cuando ni uno solo de ellos se atreve a hablar.
—Ah…
—¿Sí? —dirijo mi atención hacia el que ha hablado.
Se trata de uno de los científicos encargados de estudiar la poca
tecnología alienígena que hemos podido recopilar hasta ahora, noto con
interés.
—Podríamos usar ganado herido de cebo para atraer la atención de los
carnívoros y, mientras están ocupados, emplear drones con visión térmica y
escáner aéreo para intentar localizar a esas mu… a esas traidoras —
propone.
Lo medito unos segundos, pero sé que es la mejor idea que vamos a
tener en todo el día, seguramente.
Ni uno solo de estos inútiles tiene un ápice de creatividad. Pocos
superan la inteligencia más básica de la especie, a diferencia de mí.
No han sido nombrados ministros precisamente por sus capacidades
intelectuales, sino por el dinero y el prestigio de sus apellidos.
Es lo que tiene que nuestra sociedad esté basada en el nepotismo
hereditario.
—Muy bien —accedo—. Comandante Cortez, monte un equipo de
soldados y prepárelos para acceder a territorio hostil y guiar el ganado a
través del bosque —le digo al líder de nuestro ejército de mercenarios—. Y
usted —me dirijo al científico, que se recoloca las gafas de pasta negra de
manera nerviosa sobre el delgado puente de su nariz—, prepare la
tecnología necesaria para la misión y colabore con nuestros soldados en el
procedimiento, ¿entendido?
Ambos asienten con presteza y la sesión se levanta poco después.
La marabunta de imbéciles sale de la sala de reuniones con alivio.
El hecho de que haya tenido que enviar a cuatro de los anteriores
ministros como sacrificio a los kayaz por la pérdida de varios de los suyos y
por culpa del fallo del Juego del terror que preparamos cada año para ellos
no se les olvida.
A mí tampoco.
Pero no por las mismas razones.
Heredé el puesto de presidenta de la colonia de mi fallecido padre, pero
no tengo intención de fallar como lo hizo él.
Ni tampoco de seguir sirviendo a los kayaz durante mucho tiempo más.
A diferencia de ellos, yo no me he vuelto blanda y estúpida por el
nepotismo, sino que he aprovechado los recursos de mi familia para
acumular conocimientos y aprender cómo gobernar desde que era una cría.
Me he preparado para este día. Sé que el planeta necesita mano dura si
queremos sobrevivir a él y progresar como especie.
La naturaleza de este lugar, para mi más absoluto horror, tiene una
especie de conciencia colectiva a la que tanto animales como especies
inteligentes están conectados, según afirman nuestras investigaciones más
recientes.
Algo inaudito, que además seguramente es la causa de que el planeta en
sí haya intentado matarnos más de una vez, por ridículo que parezca.
Todavía recuerdo aquel día en el que los mismísimos árboles
desenraizaron sus raíces del suelo para aplastar a más de cincuenta hombres
que habían intentado cortarlos.
Fue un recordatorio terrorífico de que no comprendemos este lugar y de
que aquí cada planta y cada jodido bicho tiene más poder que nosotros.
Pero no importa.
Conquistaremos este maldito planeta y exterminaremos a cada uno de
sus habitantes hasta que solo quedemos nosotros sobre él, cueste lo que
cueste.
Por ahora debo centrarme en encontrar al menos a una de esas jodidas
imbéciles que han decidido estropear el juego, aunque todavía no sepamos
cómo lo han hecho, para así enviar su cabeza como regalo a los enfurecidos
hombres lagarto tras interrogarla a conciencia, pero pronto podré desviar mi
atención hacia temas más importantes.
Como la creación del suero que permite a las mentes humanas
conectarse a la red vital de Valdan.
Una vez tengamos ese suero y además logremos entender la tecnología
que poco a poco hemos ido robándoles a las especies nativas, nuestro plan
de establecer una simbiosis igual a la de estas con el planeta cobrará forma
y entonces los días de los kayaz y de los mâr o de cualquier otra especie que
se nos resista estarán contados.
Y la Edad de la Humanidad habrá llegado por fin a Valdan.
Capítulo 24
TRUDY
No creo que vayamos a sobrevivir mucho tiempo más.
Ayer logramos llenar nuestros estómagos con algo de cena. Una cría de
una especie de roedor emplumado de casi un metro de largo.
Fue casi de casualidad.
Pasamos con las motos por una espesa zona del bosque y encontramos
su cuerpo cubierto de sangre fresca.
Algún animal le había destrozado el cuello y lo había dejado allí. Así
que lo cogimos a toda prisa a pesar del asco y de que jamás habríamos
hecho algo semejante si no hubiéramos estado desesperadas, nos subimos a
las motos de nuevo y nos alejamos de allí sin mirar atrás.
No fuese que lo que quiera que hubiese matado a esa cosa, o la madre de
esa cosa, decidiera hacer acto de presencia.
La carne sabía a pollo cuando la asamos en la hoguera horas después,
evitando pensar en si sería venenosa o no (higiénico ya sabíamos que no),
porque a esas alturas estábamos tan muertas de hambre que apenas nos
sosteníamos encima de las motos.
Ese día pensamos que quizá estábamos teniendo una racha de buena
suerte.
Habíamos perdido de vista al depredador alado, encontrado comida y
agua fresca y hallado el rastro medio escondido tras la maleza de un
sendero que debía llevar a alguna parte.
Pero, cómo no, esa buena suerte solo fue un breve respiro antes del
infierno en el que se iban a convertir nuestras vidas una vez más.
Escuchamos a los drones antes de verlos.
Emocionadas, habíamos arrancado las motos y conducido hacia el lugar
en el que los habíamos visto desaparecer, descendiendo de la colina rocosa
en la que nos habíamos escondido para pasar la noche e intentar ver dónde
estábamos desde sus alturas para tratar de entender qué estaba ocurriendo.
Algo muy estúpido y desesperado, porque pensamos que quizá
podríamos negociar nuestra libertad y nuestra vuelta a la relativa seguridad
de la colonia en vez de morir de hambre en el bosque si se trataba de seres
humanos o de los berserkers.
Eso había sido hacía alrededor de dos horas.
Y ahora volvíamos a huir, pero esta vez de los hombres claramente
humanos que nos perseguían intentando matarnos.
—¡Trudy, hacia la izquierda! —grita Fabia, cuya espalda está cubierta
de sangre debido a la bala que le ha abierto un tajo en un hombro al rozarlo.
Ha sido un milagro que no se lo atravesara.
Viro la moto hacia la izquierda, a estas alturas experta en manejar mi
speeder con facilidad, y nos metemos por el sendero abandonado en
dirección contraria a la de los soldados uniformados de la colonia.
Una colonia que, por si no lo había dejado claro a estas alturas, nos
considera muertas que todavía respiran, haya hombres lagarto de por medio
o no.
Es cruel, pero así es la vida.
—¿Hacia dónde vamos? —le grito a Fabia por encima del sonido de los
quads con los que los soldados nos persiguen—. ¿Tienes algún plan?
A mi espalda, Clara se aferra cada vez con mayor debilidad intentando
no caerse, así que quito una mano del manillar y aferro su antebrazo con
fuerza, angustiada por su estado.
—¡Creo que la salida de El Cinturón podría estar por aquí! —asevera
Fabia, sorteando árboles y maleza con agilidad.
—¡Te sigo! —le digo, confiando plenamente en la mujer cuyos instintos
de supervivencia nos han salvado la vida más de una vez en los últimos
días.
Pasamos de largo un río poco profundo, levitando por su superficie a
toda velocidad, y al fin perdemos de vista a los soldados cuando el terreno
pedregoso de la orilla prueba ser un obstáculo difícil para vehículos con
ruedas.
Al menos tenemos la ventaja de haber manejado estos trastos durante
cuatro días o más sin parar por este bosque.
Los soldados no son rivales para nuestra velocidad.
Estamos ganando terreno y pronto los perderemos de vista.
O lo haríamos si no fuera porque creo que están usando drones para
observarnos desde las alturas y así seguirnos el rastro.
Maldigo entre dientes cuando noto un líquido espeso mojarme la camisa
por detrás.
A Clara le han dado en el estómago cuando, deseando pensar que al fin
íbamos a ser rescatadas de este infierno, hemos detenido los speeders,
nerviosas pero dispuestas a confiar en que podríamos arreglar las cosas con
el gobierno, al ver a la milicia acercarse tras descubrir el lugar en el que nos
escondíamos.
Ella se ha bajado a toda prisa para elevar los brazos en forma de saludo,
llorando del alivio y gritándoles una bienvenida, y ellos le han disparado.
Hijos de puta, pienso con rabia, consciente de que es muy probable que
la chica no sobreviva a esto.
—¡Trudy! —grita Fabia—. ¡Al frente!
Salgo a un claro siguiendo su estela y me doy cuenta de que estamos
frente a la valla de seguridad, de unos doce metros de altura y hecha de
titanio electrificado, que rodea tanto la colonia como el antiguo intento de
ampliación abandonado.
Y que hay un inmenso hueco justo frente a nosotras, como si algo
hubiera deshecho con ácido un buen trozo del enrejado.
—Madre mía, ¿qué depredador es capaz de hacer algo así? —me
estremezco, deteniendo mi speeder junto al suyo.
Nos miramos entre nosotras con expresiones sombrías.
A nuestras espaldas, el sonido de los quads se hace más fuerte.
Tomo una enorme bocanada de aire y la dejo salir de golpe, mirando al
frente de nuevo.
—¿Lo hacemos? —inquiero tragando saliva—. ¿Salimos hacia territorio
inexplorado?
—Si nos quedamos vamos a morir —declara Fabia de manera sombría.
Mira a Clara y cierra los párpados como si le doliera.
—Tienes razón —susurro, ahogando un sollozo y apretando las manos
sobre el manillar de mi speeder.
—Tendremos que dejar a Clara aquí —murmura Fabia con dolor, como
si pronunciar esas palabras le rompiera el corazón.
La miro, pálida y horrorizada.
—¿Cómo puedes decir eso?
Ella aprieta la mandíbula con los ojos llenos de lágrimas.
—Está muerta, Trudy.
Durante un segundo, sus palabras no se registran en mi cerebro.
Entonces, emitiendo un sollozo agudo, asiento mientras lágrimas caen
por mis mejillas, cubiertas de suciedad y de la sangre de Clara cuando la he
cogido sobre mi hombro y subido al speeder a toda prisa.
Todavía la mantengo aferrada de un antebrazo con una mano torcida
hacia atrás en mi costado.
Fabia baja de su speeder para ayudarme a depositar a Clara contra un
árbol, y ambas besamos la frente de la chica que con apenas dieciocho años
tenía toda una vida por delante, cerrando sus párpados sobre sus ojos
apagados y sin brillo.
—Adiós, amiga —susurro limpiándome los ojos con la manga de la
desgastada camisa antes de subirme de nuevo al speeder—. Ojalá
encuentres la felicidad allá donde tu alma haya ido. Ve en paz.
Encendemos de nuevo los motores y salimos al bosque sin mirar atrás.
Atrás queda la colonia que nos ha traicionado dos veces seguidas.
Y atrás quedan los espantosos rugidos de lo que quiera que el sonido de
sus quads haya atraído, seguidos de los gritos aterrados de los soldados y el
retumbar de sus disparos.
Espero que esa bestia los devore lenta y agónicamente, deseo con
crueldad.
No hay un ápice de compasión en mí por ellos y nunca jamás la habrá de
nuevo.
Capítulo 25
PRESIDENTA CHARA
—Las hemos perdido.
Me giro con ira hacia el comandante Cortez, que deja el auricular sobre
la mesa y me devuelve la mirada con tranquilidad.
—¿Cómo que las habéis perdido? —le siseo.
El hombre sigue sin inmutarse.
A sus más de cincuenta años, es un soldado veterano que ha luchado en
docenas de batallas y en la conquista de un pequeño pedazo de planeta
alienígena al servicio de la multinacional que fundó la colonia y cuyas
acciones yo he heredado.
—Lo último que han captado las cámaras de los drones antes de ser
derribados por un depredador alado es que se han metido en territorio de los
mâr, saliendo de El Cinturón —me explica sin perder la calma.
Su actitud arrogante y condescendiente me crispa los nervios.
—¡Pues encontradlas! ¡Mandad más drones! ¡Más soldados! —exclamo,
irritada—. Necesitamos a esas chicas para poder entregárselas a los kayaz y
que así dejen de exigir más cabezas de ciudadanos ilustres o de ministros
como pago por el desastre de los juegos y de la muerte de lord Sie-shi,
¿entiendes?
—Entender eso no cambiará el resultado —contesta sin inmutarse.
Este hombre no comprende lo importante que es mantener a los kayaz
contentos con la falsa idea de que somos sus mascotas sumisas antes de
poder acabar con ellos.
—¡No podemos perderlas! Pensarán que somos unos inútiles, y estamos
en una posición en la que no podemos permitirnos mostrar debilidad.
Él sigue sin mostrar la iniciativa que necesito.
No tiene madera de líder.
—Nuestros soldados han sido atacados por uno de los xauzan y han
sufrido bajas —replica—. Permiso para enviar a un equipo de rescate para
retirar al escuadrón.
—¿Y perder a más soldados en el proceso? —resoplo, desestimando la
idea de inmediato—. Sabes bien, comandante Cortez, que nuestros recursos
en este lugar son escasos. Especialmente las fuerzas de combate.
Él se tensa y me mira con odio, pero a mí poco me importa su
desagrado. No es más que un matón al que le pagan una cuantiosa suma
para que sirva a la empresa como supuesto líder de las fuerzas de seguridad
de Nueva Esperanza.
Por muchas armas que lleve encima, es mi empleado.
Nada más que eso.
Y por ende mi poder es mucho mayor que el suyo.
—Pido permiso de nuevo para retirar a los chicos de la zona de
conflicto, sir —sisea Cortez con lentitud, como si estuviese barajando
rebelarse contra mi orden.
Elevo la vista del mapa digital de la mesa de operaciones y la clavo en
él, retándole a que me desobedezca.
Puedo sustituirlo por otro rápidamente, y lo sabe.
Su vida vale lo que yo decida que valga.
—No —repito con fuerza.
Su rostro se pone lívido de ira, pero, tal y como esperaba, no vuelve a
sacar el tema.
—Visitaré a mi tío y le pediré que ordene contratar nuevos soldados. Es
el mayor accionista de la empresa actualmente, dado que el imbécil de mi
hermano ha heredado la mitad de las acciones de papá —le cuento para
calmarlo, porque al fin y al cabo no he mentido cuando he dicho que
nuestras fuerzas necesitan ser incrementadas para la protección de la
colonia—. Seguro que no se opone a ello.
El tío Raoul se pasa sus días en su mansión del centro de la colonia,
rodeado de su corte de chicas adolescentes que son traídas desde la Tierra
con tickets de oro específicamente para servirle.
Heredó la mitad de la empresa de su padre, mi abuelo materno, y nunca
le han gustado ni la política ni la responsabilidad.
Por eso dejó el cargo de presidente en manos de mi padre y ahora en las
mías.
No se opondrá a lo que yo decida, aunque por desgracia por ahora
necesite su firma para reclutar nuevos miembros de la milicia, dado que mi
hermano se niega a venderme sus acciones.
Pero eso también cambiará muy pronto. Tengo planes de sustituirlos a
ambos.
Al fin y al cabo, el veneno ha sido una forma políticamente correcta de
deshacerse de los inútiles desde tiempos inmemoriales, y con su vida
relajada y disoluta nadie se sorprenderá si un día ambos aparecen muertos y
los medios de comunicación anuncian que fue a causa de una sobredosis.
Verme obligada a pedir el permiso de un imbécil cada vez que necesito
tomar una decisión importante sobre la contratación de nuevas fuerzas de
seguridad, el nombramiento de un nuevo ministro o la construcción de
nuevas áreas es frustrante y ridículo.
Me levanto de mi asiento a la cabecera de la mesa de operaciones y me
paso una mano por el pelo, cansada pero decidida a poner las cosas en
marcha cuanto antes.
—Contactad con el equipo científico y hacedles saber que necesitamos
que manden un nuevo dron para seguir el rastro de esas mujeres —ordeno a
los presentes.
El comandante sigue mirándome con ira, pero asiente como el perro
obediente que es.
Salgo de la sala con la mente llena de tareas por hacer.
Si tan solo mi padre hubiera sido menos débil e inservible, quizá no me
habría dejado tanto trabajo pendiente.
Menos mal que tengo lo que hace falta para llevar a la colonia Nueva
Esperanza hacia una nueva era de prosperidad.
Este lugar necesita una mano dura para prosperar.
Capítulo 26
AVA
Llevo varios días en este lugar y cuanto más tiempo paso aquí, más pienso
que vivir entre estas gentes sería algo… bueno, supongo que es la palabra.
A pesar de que la tecnología de los mâr no es tan avanzada como solía
serlo la humana antes de la Tercera Guerra Mundial, su calidad de vida es
impresionante y deja la nuestra a la altura del betún.
No solo por la belleza de su intrincada y maravillosa ciudad arbórea o por
la abundancia de comida o de tiendas que venden todo tipo de productos
artesanos, sino también porque su medicina, aunque diferente a la nuestra,
está irónicamente mucho más desarrollada, por mucho que yo los haya
llamado mentalmente bárbaros berserkers nada más verlos.
Aunque en algunas cosas, como la de ahora, el término, sin ser
peyorativo y en referencia a sus habilidades en combate y a su aspecto de
guerreros enormes y musculosos, la verdad les va que ni pintado.
—¿Seguro que no se van a hacer daño? —le pregunto ansiosamente a
Alava’she, que se ríe con diversión y me palmea una rodilla en un gesto
afectuoso al que no me acostumbro todavía.
Ser tocada, y además que lo hagan sin violencia, es… inusual.
—Tranquila, Aka’ashi sabe lo que hace.
Estamos sentadas en las gradas que rodean un campo de entrenamiento
de combate, en el que los guerreros y guerreras mâr ponen a prueba sus
habilidades para deleite del público.
El vento es una especie de juego en el que los contendientes muestran la
extensión de sus habilidades marciales y que se celebra de manera mensual.
—Oh, guau. Eso ha tenido que doler —exclamo cuando veo a una
hembra mâr hacer que un macho que le saca un par de cabezas de alto bese
el suelo con una llave.
Las mujeres de esta especie, aunque no tan grandes ni musculosas como
sus contrapartes, son mortalmente rápidas.
Más de una vez las he visto tumbar a un contendiente masculino que era
el doble de su tamaño, para mi maravillado asombro.
Ya me gustaría a mí ser tan fuerte como ellas, he pensado para mí
misma en más de una ocasión mientras las observaba con envidia.
—¡Oh, es el turno de Aka’ashi! —aplaude Alava’she.
Se oye un coro de gritos entusiasmados cuando el enorme guerrero entra
en la pista después de que los contendientes anteriores la hayan despejado.
Está malditamente sexy.
Nunca había imaginado que un hombre semidesnudo vestido con un kilt
me parecería tan guapo.
O, más bien, nunca había imaginado que nadie me pareciera
malditamente sexy jamás, y punto.
Las gradas, llenas a rebosar desde que ha corrido la voz de que mi
prometido (concepto al que todavía no me acostumbro desde que acepté su
cortejo) iba a participar en el evento, que se lleva a cabo en una inmensa
plataforma ovalada colgada de los cuatro árboles más enormes que he visto
hasta ahora, se alborota por todo lo alto hasta que él alza una mano y los
hace callar como si comandara sus voces con facilidad.
—¿Quién es su oponente? —le pregunto a Alava’she cuando veo al
inmenso guerrero entrar en la pista y saludar al imvimâr con respeto.
El desconocido es incluso más alto que Aka’ashi, tiene el cabello
plateado y una cara cubierta de cicatrices que lo hacen destacar incluso
entre la amalgama de formidables guerreros mâr.
—Bok’to, hijo de Bok’tut —replica Alava’she, a la que se la ve tan
entusiasmada por el evento como todos los demás—. Es uno de nuestros
mejores combatientes, y él y Aka’ashi han sido rivales y amigos desde que
eran críos.
—Vaya.
Clavo la vista en el macho de anchas espaldas, también cubiertas de
cicatrices como su cara, con curiosidad.
—¿Cómo se hizo esas cicatrices? Las heridas debieron dolerle un
montón —inquiero con intriga.
Por la cantidad y el tamaño de las mismas, no me extrañaría que
hubieran puesto en peligro su vida.
Si no estuviera tan acostumbrada a percibir los sutiles cambios en el
lenguaje no verbal de otras personas y, a estas alturas, hubiera empezado a
entender cada vez mejor las diferencias de comunicación y cultura entre
nuestras especies, no habría captado la tensión súbita que parece recorrer el
cuerpo de Alava’she.
—Su abuelo fue quien se las hizo —responde la sanadora en voz queda
y entristecida cuando ya creía que no iba a contármelo.
Cuando fijo la vista en el guerrero de cabellos como la nieve de nuevo,
una oleada de tristeza empática me recorre por entero.
Al fin y al cabo, sé lo que es quedar marcada de por vida debido a la
traición.
Las cicatrices de mis pechos han disminuido un poco con la crema que
Alava’she me regaló después de que hace unos días me invitara a ir con ella
a los baños públicos (y yo, aunque quería negarme, al final no pude decirle
que no a la amable y dulce mujer, que ejerce un inesperado poder sobre mí
que todavía no he aprendido a resistir), pero nunca se borrarán del todo.
Como las de Bok’to.
A mí me las hizo una mujer mayor que pensaba que era mi amiga
cuando yo tenía catorce años, pero que resultó ser una psicópata sádica que
me encerró en una habitación solo para torturarme.
Logré darle muerte y huir, pero las marcas, tanto mentales como físicas,
se quedaron conmigo para siempre.
Fue la primera persona a la que maté, pero no la última.
El combate da inicio poco después de que ambos contendientes entren
en el ring y sean presentados por el árbitro y los vítores no se hacen esperar
de nuevo, sorprendiéndome una vez más por su intensidad.
Incluso otros guerreros y guerreras se han parado en mitad de sus
estiramientos o en medio de una conversación para observar este combate.
Y no me extraña.
En cuanto empiezan a moverse, buscando puntos débiles, realizando
fintas y movimientos que hasta un experto en artes marciales envidiaría, me
quedo embobada mirándolos.
Pero especialmente observando a Aka’ashi.
A pesar de que es una torre de hombre, se mueve con una fluidez y una
agilidad tan impresionante que un humano jamás podría imitar.
Mientras que Bok’to parece preferir la fuerza bruta, cargando contra él
como si fuera un tren dispuesto a arrollarlo y empujarlo hacia el suelo,
Aka’ashi lo esquiva como si hubiera nacido para ser el jodido rey de la
agilidad.
Sus golpes, cuando encuentra una abertura, son rápidos, brutales y
eficientes, haciendo que Bok’to empiece a tambalearse cada vez más
conforme los minutos se alargan y ellos siguen peleando.
Estoy tan fascinada por la visión de la habilidad marcial de Aka’ashi
que ni siquiera me doy cuenta de que han transcurrido casi tres horas desde
que empezó la pelea hasta que Alava’she me obliga a salir de mi trance.
—Ten. Come algo, chiquilla —ordena con voz autoritaria pero amable.
Me pone un pincho de comida en la mano y un vaso de cristal facetado
que los mâr parecen preferir repleto de una bebida burbujeante, dulce y
fresca que me hace sentir renovada.
—Gracias.
Mastico y trago la deliciosa comida a la que me estoy haciendo adicta
mientras replico con sonidos monosilábicos a los comentarios de Alava’she,
que al final se ríe y me da por perdida, girándose para conversar con una de
las mujeres que se han sentado a su otro lado.
—¡Oh! —exclamo, dejando caer la bandeja de cartón y el palo de madera
del pincho al suelo sin darme cuenta cuando me levanto de golpe de manera
inconsciente—. ¡Lo tiene! —grito con entusiasmo al ver a Aka’ashi agarrar
a Bok’to en una llave que parece implacable, obligando al otro guerrero a
caer al suelo y sujetándolo con fuerza del cuello con las piernas—. ¡Vamos,
Aka’shi! ¡Pon fin al combate, precioso!
No me doy cuenta de lo que acabo de gritar frente a más de trescientos
desconocidos hasta que escucho la risa deleitada de Alava’she.
Tomo asiento de manera inmediata, avergonzada, pero no antes de que
Aka’ashi cruce miradas conmigo sin soltar el poderoso agarre que tiene
sobre su adversario.
El árbitro da el combate por finalizado cuando Bok’to deja de intentar
desasirse al caer inconsciente y las gradas y la zona de espera de los
combatientes estallan en una algarabía impresionante.
Pero Aka’ashi, incluso inclinándose con respeto hacia Bok’to como he
visto que todos los adversarios hacen al empezar o finalizar sus combates,
no aparta sus ojos triunfantes de mí.
Antes incluso de que el árbitro termine de anunciar que es el ganador, el
berserker ha cruzado las gradas de un inhumano salto hasta estar frente a
mí, obligando a la gente a apartarse a toda prisa para hacerle un hueco como
si ni siquiera los viera.
—¿Aceptarías la devoción de este guerrero mâr el resto de tu vida,
hermosa Avanna, mi vahsari? —pregunta Aka’ashi con voz ronca.
Sus pupilas se agrandan cuando me relamo los labios por el
nerviosismo.
Mi cuerpo se siente caliente y pesado y el ardor de mi vientre es tan
intenso que sé que mi piel se está ruborizando con fuerza.
Asiento.
—Sí —replico en un susurro casi inaudible, sintiendo cada rincón de mi
mente llena de un anhelo que apenas puedo contener.
Algo dentro de mí me grita que estoy siendo impulsiva y que no puedo
dejarme llevar por el hecho de tener el estómago lleno y sentirme
físicamente bien y por lo mucho que me atrae este macho, pero acallo ese
miedo aunque me cuesta toda mi fuerza lograrlo porque, por primera vez en
mi vida, quiero confiar en alguien.
Quiero pensar que merezco ser amada, aunque parte de mí se burle de
ese deseo.
Mi respiración se acelera casi tanto como los latidos de mi corazón
cuando él se inclina hasta estar en cuclillas frente a mí y extiende una cinta,
hecha de una tela parecida a la seda, que ha cogido de las manos del árbitro.
Aka’ashi agarra mi antebrazo con una de sus cálidas manos y lo
extiende hacia su pecho sin apartar sus ojos de los míos.
La gente exclama con sorpresa y exaltación cuando él anuda la cinta en
mi antebrazo con maestría.
En un acto que hace que casi me dé un síncope de la sorpresa, el
guerrero besa la seda de color carmesí y deja caer mi brazo tras pasar sus
dedos por mi muñeca con lentitud.
—Oh, hijo mío, ¡estoy tan feliz por vosotros! —solloza Alava’she,
emocionada—. Bienvenida a la familia, Avanna, hija de mi corazón.
Salgo de mi estupor cuando la sanadora me abraza con fuerza.
Y me doy cuenta de que puede que acabe de casarme con Aka’ashi sin
saberlo.
Ups.
Capítulo 27
AVA
Pues no soy su esposa.
No todavía.
Lo que soy es oficialmente su prometida.
Lo que significa que he dado mi palabra de casarme con él.
Uh.
Hace solo unos días que conozco al grandullón y, vale, puede que me
guste más de lo que me ha gustado nadie jamás, que haga arder mi sangre
más de lo que nadie me ha hecho sentir así nunca y que definitivamente la
idea de vivir aquí, ahora que ser parte de la colonia queda descartado y que
volver a la Tierra es imposible (y jamás lo haría, de todas formas), me
atraiga mucho, pero de ahí a casarse hay un mundo de distancia.
Claro está, que he hecho cosas más extremas antes por mi propia
supervivencia.
Y, vamos a dejarlo claro, mientras él no me pida que sea una mujer
sumisa que se queda en casa a hacer la comida, limpiar y criar a todos los
retoños que él quiera tener sin voz ni voto sobre mis propias necesidades,
cosa que sospecho que no va a ser el caso, no me molesta tanto la idea de
vivir con él como su compañera.
Es algo así como un contrato, me digo a mí misma. Un contrato con un
tipo que está más bueno que el pan sin moho y que me trata como a una
reina. Y por el que además puede que sienta algo…
Aunque no pienso dejar que la lujuria que compartimos me nuble el
juicio, la atracción mutua no es mal inicio en una relación.
Los he visto peores.
—Vale. Entonces estamos prometidos —asiento tras haberle dado
vueltas y haber tomado una decisión—. Así que, ¿qué implica eso? ¿Vamos
a vivir en casa de tus padres? ¿Vas a exigirme un número de hijos o algo
así? —Me detengo y pienso mejor en lo que he dicho—. Espera, somos de
especies diferentes, ¿acaso podemos siquiera tener hijos? ¿De verdad eso de
que tu corazón sienta que somos compatibles significa que realmente podemos
reproducirnos?
Aka’ashi hace gala de esa infinita paciencia que estoy convencida de
que desarrolló a juego con su estoicismo, que solo rompe para sonreírme.
—Mi corazón me dice que sí —replica, cogiendo mi mano con cuidado,
como si se creyese que soy una especie de cervatillo asustadizo—. Y,
aunque sería un honor y un privilegio tener hijos contigo, mi verdadera
prioridad es que mi compañera sea feliz. Y no, por cierto, no viviremos con
mis padres —se ríe y me mira como si no pudiera esperar para tenerme a
solas con él bajo un mismo techo.
—Ah, ¿no?
Trago saliva, excitada y nerviosa por la forma en la que sus dedos
acarician la piel del dorso de mi mano como si mi tacto le hipnotizara.
—Es costumbre en mi pueblo que el macho diseñe y construya una casa
para su hembra con ayuda de sus más allegados en un árbol que hayan
bendecido en privado entre los dos —me explica con un ronroneo—. Pero
antes desearía obtener el corazón de un selshuan para ti. Por ello he pedido
permiso al consejo. Mañana partiré para tratar de encontrar el rastro de la
mítica bestia.
—Guau. Un segundo. Para el carro —le pido, intentando procesar toda
esa información—. ¿Cómo diantres se bendice un árbol? Sin ofender —me
apresuro a añadir, ya que mi boca a veces me pierde y me hace parecer más
agresiva de lo que soy, que ya es bastante de por sí—. ¿Y qué es un
selshu… una bestia mítica de esas? Ya lo has mencionado antes, pero sigo
sin saber por qué quieres cazarlo.
A mi mente, gracias al chip ese biodegradable que me pusieron, me
llega la imagen de una enorme bestia alada parecida a un pterodáctilo, solo
que dorado y con muchísimos colmillos.
Ostias en vinagre. Debe de ser muy peligroso, me horrorizo.
Él se ruboriza. A estas alturas ya he aprendido que el rubor de un mâr
significa que está excitado sexualmente.
—El árbol se bendice mediante la pasión física entre la pareja —me
cuenta, clavando sus pupilas dilatadas en la base de mi cuello y
relamiéndose los labios—. Los filaren, como se llama a este tipo de árbol
milenario, son sentientes. Por ello la pareja que ha de elegir uno se sube a
sus ramas y se une íntimamente sobre estas buscando su aprobación
mediante la conexión que se establece cuando ambos alcanzan el éxtasis.
Me lo quedo mirando con la boca abierta. Hasta se me olvida lo del
selshuan ese y lo de cazar un corazón para mí.
Una vez se me pasa la sorpresa y la imagen mental de nosotros dos
teniendo sexo sobre la altísima rama de un árbol gigante, me entra la risa
tonta con tanta fuerza que tengo que sentarme en el suelo porque las rodillas
se me ponen débiles con tanta carcajada.
—¿Qué es lo que te resulta tan gracioso, mujer? —inquiere Aka’ashi,
poniéndose en cuclillas frente a mí.
Estamos en un rincón del parque más cercano tras habernos escaqueado
de la celebración posterior a su victoria, así que tenemos la suerte de tener
algo de privacidad.
Si no, no dudo de que él jamás habría hablado de sexo tan abiertamente.
Empiezo a entender que mi berserker es bastante tímido con esos temas.
—¿Me estás diciendo que tenemos que tener orgasmos junto al árbol
para que este nos comunique misteriosamente si aprueba o no que
construyamos una casa en él? —logro decir una vez creo que no me voy a
morir de risa, pero evitando que mi mente se llene de imágenes mentales de
lo que acabo de describir porque si no me va a dar otro ataque de hilaridad.
Él asiente con solemnidad.
—Sí.
Y a mí me da la risa de nuevo.
Esta vez hasta acabo por marearme de lo mucho que me carcajeo de
todo el asunto.
Aunque sé que reírse de las costumbres de otra especie no está bien, no
puedo evitarlo.
La hilaridad de la situación es más fuerte que yo.
—Perdona —jadeo al cabo de un rato, limpiándome las comisuras de los
ojos con los dedos—. Vale. Sexo en el árbol para pedir permiso. Lo pillo.
No lo entiendo muy bien, pero lo pillo. Es la costumbre de tu pueblo y
punto. Eso… Eso haremos.
Oírme a mí misma declarar eso en voz alta parece un poco surrealista,
pero, aun así, independientemente de lo chocante que me resulte el estar
accediendo a casarme con un alien que es casi un desconocido para mí, no
me arrepiento de mi decisión y sigo pensando que es la más lógica de mis
opciones.
Él pasa una mano por mi mejilla de manera tentativa, limpiando los
restos de lágrimas y llevándose después sus dedos a la boca para
saborearlas.
Se me pasa toda la diversión de golpe y ese calor que a estas alturas ya
es tan familiar invade mi cuerpo como si fuera a incinerarme viva.
Mi sexo palpita por la visión que el jodida e injustamente guapo macho
alienígena me está dando.
Aka’ashi pasa la lengua por sus dedos, lamiendo mis lágrimas como si
el sabor fuera tan fascinante como el resto de mí, y yo casi muero por
combustión interna.
Estoy tan mojada que la ropa interior empieza a incomodarme.
—Así que —grazno con una voz aguda y rota, y me aclaro la garganta
cuando soy incapaz de controlar mi tono de voz. O de pensar de manera
coherente en lo que quiero decirle—. Ah. Árbol. Y orgasmos. Sí, eso. Vale.
Lo entiendo.
Me relamo los labios y los ojos del guerrero mâr se oscurecen,
clavándose en la visión de mi lengua con un hambre palpable.
—Es posible que no encontremos el árbol indicado a la primera —me
dice en voz baja y ronca con una sonrisa lenta, pícara y completamente
injusta para mis ovarios, que se están caldeando tanto como el interior de un
volcán—. Así que habrá que seguir buscando hasta encontrar el que sea
perfecto para nosotros, vahsari.
—Me… Me parece bien —tartamudeo, súbitamente idiotizada y
reducida a una masa de hormonas y lujuria—. Muy bien… Ajá. Sí. Genial.
Su sonrisa depredadora se vuelve más amplia y su piel morena parece
exudar calor a raudales.
—Entonces, cuando vuelva de mi caza buscaremos ese futuro árbol-
hogar —asevera como si el asunto quedase zanjado.
Asiento, demasiado embobada como para discutir.
—Vale.
Él se ríe entre dientes como si fuese su turno de encontrar algo que yo
digo o hago hilarante.
Supongo que es lo justo, musito para mí misma mentalmente cuando
logro recobrar el uso de algunas neuronas.
—Si no tienes otras preguntas que requieran respuestas inmediatas,
vahsari, ¿podemos volver a la fiesta?
Asiento de nuevo.
—Vale —repito.
Mi cerebro todavía no se acuerda de lo que es una palabra más compleja
que esas dos únicas sílabas.
Él me tiende la mano y yo la cojo, dejando que me ayude a
incorporarme.
Tras una última mirada que hace estallar el escaso rastro de inteligencia
que quedaba en mí, Aka’ashi nos lleva de vuelta a la celebración, pero yo
tiro de él justo antes de salir del parque.
—Un beso —logro barbotear.
Él se gira y se me queda mirando con la cabeza ladeada.
—¿Un qué?
—Beso —le repito, descubriendo que realmente quiero saber lo que es
besar con una intensidad abrumadora, como si llevara toda una vida
anhelándolo sin atreverme a pensar que algún día podría tener esa clase de
intimidad—. ¿Los mâr sabéis besar? No sé si tu especie lo hace o…
Él me hace callar capturando mis labios en un beso de manera ardiente
tras soltar un gruñido victorioso, como si hubiese estado esperando que se
lo pidiera y en cuanto esas palabras han salido de mi boca el guerrero
hubiese decidido tirar esa admirable, pero a veces irritante, compostura
suya a la basura.
Me derrito entre sus brazos, que me aplastan contra él teniendo cuidado
de no hacerme daño con esa bruta fuerza sobrenatural capaz de domar a un
jodido dinosaurio solo con las manos desnudas.
Joder, qué cachonda me pone recordar eso. No lo voy a olvidar nunca.
Se me ha quedado grabado a fuego en la retina y en el alma.
Soltando un gemido, paso mis brazos por su cintura y me pego más a él,
abriendo los labios para que él cuele su lengua en mi boca.
A pesar de que se nota que es un novato a la hora de besar (como yo
misma), Aka’ashi le pone tanta pasión y tiene tanto autocontrol que no le
cuesta nada aprender qué movimientos y caricias me hacen gemir con
mayor pasión.
Y no tarda en poner en práctica todo ello que va aprendiendo de las
maneras en las que mi cuerpo reacciona al suyo hasta que pierdo la noción
del tiempo y el espacio.
Solo está el calor. El deseo, pesado y arrasador. El beso que empaña
todos mis sentidos y los llena de él. De su sabor.
De su aroma a bosque y a algo que no reconozco pero que me llena los
sentidos, especiado y atrayente como nada.
El poderoso cuerpo del guerrero mâr pegado al mío. Sus fuertes y
grandes manos acariciando mis costados, mi cintura, mi espalda, mi culo,
hasta posarse sobre este último y presionar mi estómago contra su
palpitante erección, tan enorme que me hace sentir aún más mareada.
Cuando nos separamos, una vez mis pupilas vuelven a centrarse en la
realidad que me rodea, me doy cuenta de que solo se ha detenido porque el
parque se ha llenado de gente que nos observa con curiosidad.
Gente que se larga corriendo con la cola entre las piernas cuando él les
suelta un rugido posesivo de advertencia tras notar los ojos de varios
varones solteros mâr sobre mí con interés.
—Tranquilo, grandullón —trato de calmarle, jadeante y todavía
intentando recobrar la respiración y la etiqueta de «ser inteligente» que él
me ha arrebatado en un solo movimiento.
El gruñido bajo y grave que hace vibrar su enorme pecho se va
reduciendo una vez ese feroz y salvaje lado de Aka’ashi vuelve a ser
controlado bajo la armadura de acero que es su voluntad.
Tardamos más de veinte minutos en calmarnos.
Otros diez en que mi berserker esté lo suficientemente relajado como
para dejar que me aleje un par de pasos.
Y otros cinco en caminar hacia la fiesta; y eso solo porque uno de los
padres de Aka’ashi viene a buscarnos al ver que no hemos vuelto todavía,
insistiendo en que tienen que coronar a mi guerrero como campeón del
torneo y no pueden hacerlo sin él allí.
No consigo dormir en toda la maldita noche cuando volvemos a la casa
del árbol porque mi cuerpo sigue ardiendo incluso horas después; incluso
tras dos sesiones de masturbación bastante intensas con la cara contra la
almohada para ahogar mis gemidos.
Este guerrero está alterando mi cuerpo y mi mente de maneras
sorprendentes.
Y parte de mí no puede esperar para volver a sentirme viva entre sus
brazos.
Capítulo 28
AKA’ASHI
—Quiero ir contigo.
Qué hembra tan cabezota.
Y tan malditamente valiente.
—Es muy peligroso, vahsari.
Ella suelta un resoplido, y deduzco que para su especie ese sonido es
sinónimo de irritación.
En la mía lo sería de diversión.
Nuestras diferencias a la hora de comunicar nuestras emociones no son
tantas como cabría esperar a pesar de provenir de planetas diferentes, pero
sí lo suficiente como para que cada gesto y cada mueca que hace me
resulten absolutamente hipnotizadores.
Es hermosa y fascinante la elegida de mi corazón.
—Estoy acostumbrada al peligro —replica Ava con sequedad—. Y no
quiero quedarme sola en Lorie’mâr, por muy agradables que sean tus
padres. Además, tu madre está ocupada en su laboratorio y ya me ha dicho
que no va a poder pasar mucho tiempo conmigo. Así que estaría muy sola.
Y quiero ayudarte a encontrar a… a encontrar a mis amigas, supongo.
Las llama amigas, pero lo hace como si no estuviera convencida de si
realmente lo son o no.
Suelto un suspiro y termino de colocarme las armas que mi padre
Lafel’las ha afilado y envenenado para mí.
—No voy a ir a pie, mujer —intento hacerla entrar en razón—, sino
montado en mi delzan.
Ella arruga el ceño con confusión.
—¿Qué es un delzan?
Me debato entre si explicárselo con palabras o dejar que lo vea por sí
misma, pero al final escojo lo segundo.
Mi elegida me inspira una comodidad inusual a la hora de hablar, y por
ello seguramente he dicho más en todos estos días desde que la encontré
que en los últimos seis meses, pero sigo siendo un macho que prefiere la
práctica y la experiencia antes que las palabras.
—Ven conmigo —le digo, saliendo de la armería familiar.
Ella me sonríe ampliamente y da saltitos de emoción mientras me sigue.
Creo que cree que la voy a llevar conmigo. Parte de mí desea hacerlo.
Es fuerte y valerosa, pero al mismo tiempo tan frágil comparada con las
hembras de mi especie…
Además, hace poco se debatía entre la vida y la muerte debido al veneno
con el que el otro humano intentó matarla.
No quiero arriesgarme a verla sufrir de nuevo.
El mero pensamiento me hace querer sacar los colmillos y sisear.
—Padres, me voy de caza —anuncio asomando la cabeza por la puerta
abierta del estudio.
Mis dos padres varones alzan sus miradas del mapa que estaban
repasando y se llevan la mano al pecho con la palma abierta, dándose un par
de golpes sobre el corazón.
—Buena caza y que la madre naturaleza Valdan te sonría —entonan al
unísono, recitando las palabras tradicionales de buena suerte.
—Que Valdan, conciencia infinita del planeta, guíe mis manos de
manera certera y victoriosa. Y que devuelva mi alma al vientre de mi madre
si perezco en batalla para que pueda renacer de nuevo algún día —respondo
con la despedida típica que se espera de mí.
A mis espaldas, Ava nos observa con evidente curiosidad.
Cuando me alejo, la veo sonreírles a mis padres con mucha mayor
timidez de la que muestra conmigo y alzar la mano en señal de lo que
supongo que es la típica despedida de su pueblo.
—Nos vemos a la vuelta —comunica con un titubeo, como si no supiese
si recitar la despedida tradicional o no.
—¿Tú también irás? —le pregunta mi padre Heo’edra.
Ella vuelve a sonreír, esta vez con mucho mayor entusiasmo, y asiente
con énfasis.
—Sí.
Mis dos padres desvían su mirada hacia mí con preguntas en los ojos e
inquieren mentalmente si es cierto.
«Voy a mostrarle a mi delzan y a intentar convencerla de que regrese a
casa», les explico.
Ambos se aguantan una sonrisa de diversión a mi costa, seguramente
intuyendo que tengo las de perder.
No han hecho falta centurias de convivencia para comprender que Ava
puede ser más tozuda que un delzan.
«Buena suerte en eso también, hijo», ríe Lafel’las.
«La vas a necesitar», añade Heo’edra, cuya mente está conectada a la de
ambos al mismo tiempo debido a que los tres tenemos el mismo don.
Aunque todos podamos percibir las emociones del resto a través del
vínculo general de la especie, establecer comunicación directa mental con la
suficiente potencia como para hablar con palabras claras es un don que posee
menos de un octavo de la población mâr de todo el planeta.
Suspiro y me resigno a que muy probablemente tengan razón.
—¿Qué tipo de montura es un delzan? —inquiere Ava mientras me
sigue hacia la salida de la casa—. Por cierto, ¿no deberías prestarme
algunas armas? —cavila, y luego mira el vestido largo de un verde diáfano
con detalles dorados que lleva puesto—. Y algo de ropa apropiada para ir
por el bosque, también. No creo que parecer una mariposa verde y dorada
sea muy conveniente para ir de caza, por muy bonito que sea.
Me río cuando lo pienso.
—Si sigues empeñada en ir conmigo cuando conozcas a Kak’tras,
entonces me lo pensaré.
Ella resopla de nuevo, y esta vez tengo la sensación de que es un sonido
que refleja una buena dosis de ese orgullo tozudo del que suele hacer gala,
además de irritación.
Aprender cómo expresa sus emociones es una habilidad que estoy
determinado a conquistar.
Cada pequeño gesto suyo me embelesa.
—Dudo que un caballo alienígena vaya a espantarme tras lo que he
visto —afirma, pronunciando una palabra en su idioma nativo que supongo
que es el equivalente a un delzan—. Aunque en la Tierra hace mucho
tiempo que están extintos, he visto vídeos de gente subidos en sus lomos y
parecen animales bonitos y agradables.
—Ver no es lo mismo que experimentar —gruño mientras nos
desviamos de la calle en la que está situada la casa de mis padres hacia una
pasarela lateral y de ahí a las escaleras que suben hacia los niveles
superiores de la aldea.
Ella deja salir el aliento con exasperación y pone los ojos en blanco,
echando a andar a mi lado.
Reduzco el paso para no dejarla atrás, ya que sus zancadas son muy
pequeñas en comparación con las mías.
—Ya lo sé —replica.
Abro la boca para insistirle en que se quede junto a mis padres, pero al
ver su expresión la cierro y niego con la cabeza.
Debería ser más firme con ella.
Siempre me han dicho que soy un gruñón un tanto tiránico (o al menos
Tarkûn me lo dice de vez en cuando), pero ella me suaviza de una manera
inesperada.
Si fuera cualquier otra, me habría limitado a encerrarla en la habitación
para que dejara de seguirme o la habría dejado atrás escalando los árboles
con agilidad.
Pero a Ava no creo que haya mucho en el mundo que pueda negarle.
—¿Hacia dónde vamos? —pregunta mi vahsari cuando se cansa de
andar.
—Hacia los establos de los delzan.
La miro de reojo y veo que está jadeando de tanto subir escaleras, así
que me detengo y la cojo en brazos.
Ella emite un grito de sorpresa y me golpea el hombro, pero sus
puñetazos son tan débiles que ni siquiera los habría sentido aunque hubiera
intentado hacerme daño en serio.
—¡Bájame! —me sisea cuando ve que una pareja cercana nos está
mirando y se está riendo con diversión.
Mi humana tiene la piel roja y tentadora. Debería avergonzarla más a
menudo solo por el placer de ver ese color.
—No.
Ella vuelve a golpear mi hombro y me ordena que la deje en el suelo,
pero la ignoro, decidiendo trepar el árbol con rapidez saltando de rama en
rama para llegar antes a los nidos.
Cuando llegamos a la cima, Ava ya ha dejado de soltar gritos alarmados
cuando salto hacia arriba y está empezando a reírse como si estar
suspendida en el aire antes de aterrizar en la siguiente rama o plataforma le
divirtiera.
—Eres como el jodido Tarzán, lo juro —resopla, soltando otra carcajada
cuando salto hacia el árbol de al lado, ya que mi delzan suele preferir anidar
en una zona más aislada, cerca de las afueras del asentamiento.
Me tenso, súbitamente celoso y con ganas de batallar contra ese Tarzán
hasta demostrar quién es el mejor luchador: yo.
—¿Quién es ese varón? —gruño—. ¿Es él al que le diste tu virginidad?
Ella se me queda mirando con una expresión extraña en el rostro antes
de soltar otro resoplido, cuya emoción no comprendo pero que se parece
bastante a la diversión.
O quizá a la indignación.
Esta hembra mía tiene emociones complejas que a veces parece emitir
todas a la vez. Es un poco confuso.
—Tarzán es un personaje de ficción que… No importa —finaliza,
negando con la cabeza, pero sin perder la sonrisa—. No hace falta que estés
celoso de él. Ni del tipo con el que la perdí. Además, ya te lo dije: no
significó nada.
En mi cultura es algo tan importante que, aunque acepte que ella es
diferente a nosotros, la idea de que algo así no sea importante, como ella
dice, sigue siendo chocante.
Respondo con un sonido gutural reflexivo y dejo estar el tema.
Yo soy el macho con el que ha accedido a emparejarse. El macho que la
llamará compañera y esposa, me recuerdo con fiereza.
Pero la oscura bola de celos no se marcha del todo.
Nos detenemos en lo alto de un árbol y me deslizo por sus ramas
superiores hasta alcanzar la plataforma de vuelo.
—¿Qué vamos a hacer aquí? ¿Dónde está tu caballo? —me pregunta mi
hembra con curiosidad cuando deposito sus pies en el suelo de la
plataforma.
Suelto un silbido y llamo a Kak’tras, mi delzan, que responde con un
rugido desde su nido tallado en un lateral del gran árbol.
—Ahora lo verás.
—Ver el qu… ¡Aaah! ¡Un dragón! ¡Es un jodido dragón! —chilla Ava,
aterrada.
Mis instintos reaccionan de inmediato.
Sin poder controlarme, suelto un rugido al percibir su miedo que
silencia casi la totalidad del bosque de inmediato.
Cuando vuelvo en mí me doy cuenta de que he escondido a Ava tras mi
cuerpo y he sacado los colmillos, listo para el ataque.
El pobre Kak’tras está hecho un ovillo sobre el suelo, emitiendo
gemidos de sumisión y miedo.
Parpadeo para centrarme justo cuando Tarkûn, que suele vivir cerca de
los nidos de los delzan, aterriza al final de la plataforma.
Y tras él llegan docenas de mis hermanos y hermanas guerreros armados
y listos para la pelea… que se quedan confundidos cuando no perciben
ninguna amenaza.
Por primera vez desde que era un crío, la vergüenza me invade de tal
forma que mi piel se vuelve fría como el invierno.
—Maestro, ¿cuál es el peligro? —inquiere Tarkûn, envainando su
espada cuando no ve ningún enemigo en las cercanías.
El sonido de los mâr, alarmados por mi arrebato, está volviendo a llenar
las calles de la aldea, que se habían apagado debido a mi rugido.
—Falsa alarma —respondo con fingida serenidad—. Ha sido una…
reacción inesperada a… —Pienso en cómo explicarlo sin abochornarme
más a mí mismo—. A otra reacción. No hay nada de lo que preocuparse.
Ava asoma la cabeza por uno de mis costados y los mira a todos con los
ojos abiertos del asombro por la rapidez con la que han llegado a nosotros.
Pero están entrenados para ello, al fin y al cabo.
La mayoría por mí.
Me yergo en toda mi estatura y procuro ocultar el alcance de mi
vergüenza y mi incomodidad ante los afilados sentidos empáticos de los
guerreros y guerreras que me rodean, pero la causa de mi incomodidad debe
de ser evidente, porque algunos han empezado a reírse, comprendiendo lo
que debe de haber pasado sin que yo añada nada más.
—Debiste haberme dicho que íbamos a ver un dragón —me sisea Ava
cuando los demás cazadores y guerreros empiezan a irse, divertidos a mi
costa, para extender el mensaje de que todo está bien y de que no hace falta
hacer sonar la alarma general.
Una vez estamos solos a excepción de Tarkûn, cuyas carcajadas
empiezan a ser molestas, decido ignorar a mi aprendiz, al que le falta poco
para graduarse como imvimâr, y me acerco al pobre Kak’tras, poniendo una
mano en su morro cubierto de escamas verdes y rojas.
Emito las emociones: «calma, todo está bien, lo siento, eres un buen
chico», como solía hacer cuando se asustaba con facilidad de cachorro,
arrepentido de haberle atemorizado.
Kak’tras se relaja al cabo de unos segundos y lame mi mano como
saludo, enviando: «alegría por verte, te echaba de menos, ¿qué ha pasado?»,
en respuesta.
Sus ojos dorados observan a Ava, que permanece clavada en el sitio
devolviéndole la mirada con pasmo, con abierta curiosidad, pero, por
suerte, no hostilidad.
Los delzan son muy particulares, y suelen amarte, ignorarte u odiarte.
No hay término medio con ellos. Y la única otra criatura que aman,
además de al compañero con el que se emparejan y a sus propias crías,
suele ser su jinete.
—Ven, Ava. Quiero que conozcas a Kak’tras.
—¿Estás de coña? —contesta ella con un hilo de voz, dando un paso
atrás—. Es un dragón —repite—. Un dragón enorme. Mi chip no me había
avisado de ello. Solo ha traducido delzan como «amigo animal». No me ha
dado imágenes esta vez.
Asiento.
—Esa es la traducción literal, sí. —Extiendo una de mis manos hacia
ella—. Ven —insisto.
Ella suelta un gemido, como si se estuviese regañando a sí misma por su
insensatez, pero da un paso al frente y luego dos más hasta estar a menos de
un metro de Kak’tras, que continúa teniendo sus pupilas fijas en ella.
Haciéndome sentir orgulloso y bendecido por la muestra de confianza,
Ava coge mi mano con una de las suyas.
Sus dedos tiemblan ligeramente contra los míos.
—Esto es una mala idea —la oigo susurrar como si se hablara a sí
misma—. Pero ¿tú has visto qué colmillos tiene esa cosa?
—Kak’tras —corrijo, tirando de ella para acercarla y así poder poner su
mano sobre el morro del delzan—. Su nombre es Kak’tras, vahsari.
El delzan emite un gorjeo y mueve la cola cuando escucha su nombre
mâr y responde con un ronroneo y un repiqueteo que reconozco como el
nombre que me dio él a mí en su lenguaje.
Ignoro la atención de Tarkûn, que observa la escena de reojo sin querer
despertar los infames celos de un prometido al hacerlo de manera directa,
me imagino.
Macho sensato.
Si no fuera tan tocapelotas cuando no está de servicio, lo alabaría por
ello, pero ahora mismo lo que hago es enseñarle mis colmillos alargados
para que no se olvide de que debe continuar mostrando buenos modales.
—Oh, madre mía. Estoy acariciando a un dragón —musita Ava con voz
temblorosa—. Esto es asombroso.
Frunzo el ceño con preocupación por lo alterada que parece.
—¿Estás bien, vahsari?
Ella eleva la vista y me dedica una trémula sonrisa.
—No va a comernos, ¿verdad?
Suelto una carcajada que hace que ella haga una de sus muecas de
molestia que siempre me incitan a besarla.
He pasado toda la noche sin dormir desde que probé el sabor de sus
labios, deseando encontrar el momento de probarlos de nuevo.
Pero, sobre todo, de volver victorioso de mi caza para así poder cumplir
mi promesa de llevarla al éxtasis en cada una de las ramas de los árboles
candidatos para convertir uno de ellos en el pilar de nuestro hogar.
—No. Kak’tras prefiere la carne de yerzan.
Ella parpadea como si procesara nueva información en su mente.
Una vez más, siento que desearía poder percibir sus emociones y leer su
mente como puedo hacerlo con mi propia especie.
Observo hipnotizado cómo sus pensamientos se plasman en su
expresivo rostro pálido salpicado de pequeñas y bellas manchitas marrones
que parecen constelaciones.
—¿Es yerzan el dinosaurio ese que te cargaste? —pregunta como si
hubiese visto algo que no se acabara de creer.
—Uno de ellos, sí.
Ava desvía de nuevo su atención hacia Kak’tras, que gorjea de nuevo,
entrecerrando los párpados de placer al sentir cómo le rasca bajo el ojo de
manera distraída.
Es uno de sus sitios favoritos.
—Vale, está bien, dragón comedinosaurios. Llevémonos bien, ¿te parece?
Kak’tras vuelve a gorjear y ella se ríe, relajando su cuerpo como si
hubiese aceptado eso como la confirmación que es de manera instintiva.
Es absolutamente adorable.
Mis ganas de besarla son tan intensas que me cuesta horrores
contenerme.
Y entonces me pregunto por qué tendría que hacerlo.
Así que la beso, dando la espalda a Tarkûn e ignorando su silbido de
asombro y el cómo pone distancia rápidamente para no entrometerse en un
momento íntimo entre una pareja.
Ava gime y aferra mis bíceps desnudos con sus dedos, fundiéndose
contra mi pecho de manera lánguida mientras mi lengua conquista su boca
como ella ha conquistado mi corazón.
Y, por la diosa Valdan, jamás nada se ha sentido tan bien, tan correcto y
tan perfecto en toda mi vida como lo hace ella entre mis brazos.
Capítulo 29
TRUDY
Perder a Clara ha sido un golpe tan duro que, cuando esa noche no tenemos
más remedio que detener los speeders bajo las raíces de un árbol y
acurrucarnos para intentar dormir un poco para no caer muertas de
agotamiento, ni Fabia ni yo podemos contener las lágrimas.
Abrazadas y tan tristes que la pena parece haberse hecho un hueco en
nuestro corazón para siempre, al final caemos rendidas rodeadas de los
constantes sonidos del bosque.
Cuando escuchaba audios de grabaciones de la antigua naturaleza de la
Tierra en la soledad de mi pequeño apartamento, en mitad de una ciudad en
ruinas, jamás llegué a pensar que los bosques reales fuesen tan ruidosos,
pero a estas alturas nos hemos acostumbrado a los sonidos que antes nos
alarmaban a la fuerza.
—Necesitamos comer y beber —declara Fabia cuando despertamos,
poniendo en palabras lo que ambas sabemos.
A estas alturas, será el hambre y la sed lo que nos mate.
No el bosque o los soldados.
—Creo que oí un río cerca anoche cuando nos detuvimos —comento
con voz reseca, devanándome los sesos y saliendo de debajo de la inmensa
raíz—. Por ahí. —Señalo una vez estoy segura de que mi memoria no me
falla.
Cogemos los speeders, pero en vez de subirnos a ellos decidimos caminar
empujándolos para buscar el riachuelo.
No sabemos cuánta batería les queda. Ni tampoco si es que funcionan
con baterías o con otra cosa diferente.
Es difícil saberlo porque ninguna de las dos conocemos nada de
tecnología alienígena. Y por ello no queremos malgastar combustible ahora
que estamos más o menos seguras de que nada ni nadie nos persigue.
Porque todo el mundo sabe que es de locos internarse en las tierras de
los nativos sin su permiso y vamos a necesitar los vehículos a plena
potencia si queremos intentar sobrevivir un poco más.
Ah, se me había olvidado añadir «nativos cabreados» a la lista de cosas
que pueden matarnos, pienso con un humor oscuro impropio de mí.
Por suerte, tenía razón y encontramos el riachuelo de aguas alegres y
profundas tras caminar menos de diez minutos desde nuestro último
escondrijo.
Una vez más, no tenemos el privilegio de tener a mano algo que
potabilice el agua o de preocuparnos por las enfermedades alienígenas que
pueda haber en el río, así que nos inclinamos y bebemos directamente del
mismo tras limpiarnos las manos como podemos.
—No sé tú, pero yo me voy a bañar. No aguanto más mi propio olor —
anuncia Fabia con una mueca de asco tras limpiarse la barbilla mojada con
una mano.
Miro mi propia ropa e imito su expresión.
—La verdad es que las dos damos bastante asco —comento de manera
distraída.
Nos miramos y, por primera vez en más de lo que calculo que debe de
ser una semana, el sonido de nuestras risas resuena a nuestro alrededor.
Pero pronto se convierten en sollozos y nos abrazamos con fuerza para
intentar encontrar algo de consuelo en la otra.
—Joder. Reír cuando Clara está… Cuando está… —Fabia no puede
seguir.
Algo duro y oscuro que ha hecho una bola en mi pecho y que destila
rabia y sed de sangre tiñe mi tono de voz cuando hablo.
—Muerta.
Ella aparta el rostro y asiente con los hombros tensos, limpiándose las
lágrimas y levantándose con esfuerzo.
—Voy a bañarme, ¿vigilas tú primero? —inquiere.
Hemos aprendido a estar alertas de manera perpetua a la fuerza.
—Sí.
Me levanto y me siento sobre una roca cercana, al lado de los speeders
que hemos aparcado a un par de metros porque era difícil acercarlos más a
pie a través de la maleza y la roca.
El puesto me permite observar ambas orillas del riachuelo al mismo
tiempo.
Fabia no se aleja mucho y tampoco tarda demasiado en lavarse.
Casi paso por alto la sombra cuando ella camina chapoteando hacia la
orilla y empieza a vestirse en silencio, pero el sutil movimiento de una rama
cercana me alerta lo suficiente.
—Fabia —llamo su nombre con urgencia pero aparentando calma, y ella
me entiende sin palabras.
Nos están vigilando.
El qué o quién no lo sé, pero está sobre un árbol del otro lado de la
orilla. Y sospecho que hay más y que nos están rodeando.
Maldita sea, este mundo no nos da ni un solo segundo de respiro, pienso
con rabia, levantándome y estirando los brazos por encima de la cabeza con
fingida calma para no alertar a nuestros espectadores de que sabemos que
están ahí.
Fabia termina de vestirse con la respiración acelerada, evitando mirar
fijamente lo que quiera que haya al otro lado del río, a apenas unos tres
metros de nosotras.
Continuando con esa fachada de serenidad, nos acercamos a los
speeders… pero soltamos una maldición y un grito cuando una maldita
flecha gigante se clava en el costado de uno de ellos, pasando a menos de
veinte centímetros de mi cara.
Mi speeder empieza a emitir destellos eléctricos que me hacen
preocuparme de que vaya a estallar, así que cambio de rumbo de inmediato.
—Nativos —jadea Fabia con alarma, corriendo hacia su speeder junto a
mí—. Mierda. Mierda. Mierda.
El otro speeder recibe el mismo trato.
Solo que esta vez son dos flechas en vez de una.
Con un grito, corremos hacia los árboles para refugiarnos tras ellos de
las flechas y del hecho de que nuestros vehículos robados están empezando
a humear… y casi caemos en los brazos del altísimo bárbaro de fiera mirada
dorada que nos observa con furia y desprecio desde sus más de dos metros
de altura.
—Estáis detenidas por traspaso, terrestres —dice en su idioma, pero
ninguna de las dos entendemos un carajo porque la colonia no quiso
desperdiciar traductores automáticos en sus sacrificios.
Así que nos limitamos a gritar cuando otros dos saltan del árbol y nos
agarran.
Capítulo 30
AVA
Esto es lo más impresionante que he vivido jamás.
—¡Estoy volando!
El júbilo de mi voz hace reír a Aka’ashi.
Kak’tras emite un grito que suena parecido a los audios grabados de las
extintas águilas de la Tierra, fuerte y agudo.
El sonido hace que una especie de pájaros que comparados con él
parecen pequeños, pero que deben tener una envergadura de alas de un
metro y algo, echen a volar alarmados cuando pasamos junto al acantilado
en el que han hecho sus nidos.
Río con más fuerza cuando los veo. Sus plumas blancas con las puntas
azules son preciosas.
—¡Este planeta es increíble! —le grito a Aka’ashi con alegría,
agarrándome con más fuerza a su cintura cuando Kak’tras se desvía hacia
un lado, rozando las frías aguas de una de las cascadas con la punta de su
ala.
—Valdan es el hogar más hermoso de todos —responde el berserker con
amor por su tierra.
Bueno, yo no conocí la Tierra cuando estaba viva y no era un desierto
con lluvias ácidas constantes, así que no se lo discuto.
—Me alegra mucho haber venido —mi confesión, dicha en voz baja, se
la lleva el fuerte viento por el que navegamos como peces en el agua.
Y no miento.
Apoyo la mejilla contra la ancha espalda desnuda de Aka’ashi y
contemplo el paisaje, maravillada.
Ya ni siquiera noto el vértigo que me causa estar a cientos de metros del
suelo, subida a la espalda de un dragón.
A pesar de todo, e incluso aunque vaya a vivir entre alienígenas (eso sí,
más agradables que los humanos) y tenga que adaptarme a una cultura
diferente, jamás me arrepentiré de haber hecho este viaje.
Nunca había visto tanta belleza junta.
Valdan es tan absolutamente bello que no dejaré jamás de asombrarme
ni de sentirme un poco abrumada por estar rodeada de vida tras haber
nacido y subsistido rodeada de muerte hasta ahora.
—¡Agárrate! —me grita Aka’ashi, sacándome de mi contemplación
maravillada de la biodiversidad de Valdan de un plumazo.
—¿Qué ocu…? ¡Aaaaaaah! —suelto un alarido cuando Kak’tras inclina
el morro hacia abajo y vuela en picado hacia el suelo a toda prisa.
Aka’ashi me grita algo con apremio, pero el sonido del viento y de un
rugido que definitivamente no es el del delzan no me dejan oír qué es.
Así que me limito a aferrarme a él con más fuerza.
Por mucho que quiera ver qué es lo que nos persigue y cómo es posible
que exista una criatura capaz de alarmar tanto a Kak’tras como a su jinete,
no me atrevo a aligerar mi agarre para así poder girar la cabeza y mirar
sobre mi hombro.
Tengo la sospecha de que mi berserker ha establecido el vínculo
telepático que me explicó que su especie posee con el dragón, porque de
repente este vira hacia la derecha dando un rodeo y se mete por un río que
se desvía del lago que estábamos cruzando a toda leche, como si alguien le
hubiera ordenado hacerlo en silencio.
Los dos altos acantilados situados a ambos lados de las rugientes aguas
están repletos de cuevas, hacia las que el delzan se dirige a toda prisa,
buscando refugio en su interior.
—Tranquilo, chico —lo calma Aka’ashi, inclinándose sobre su cuello y
alargando una mano hacia detrás para sujetarme cuando Kak’tras se
tropieza al entrar en la enorme y húmeda caverna, que por suerte parece
deshabitada—. Agárrate fuerte, vahsari.
—¡Eso hago!
Algo provoca un inmenso ruido en la entrada de la cueva, tras nosotros
y otro de esos terroríficos rugidos resuena con fuerza, haciendo eco a
nuestro alrededor.
Sea lo que sea esa cosa que ha decidido intentar convertirnos en su
tentempié, me pone los pelos de punta.
Una vez está en una caverna mucho más grande, el delzan continúa
volando por lo que ahora comprendo que es un túnel hasta que nos metemos
tanto en el interior de la montaña que se va haciendo más y más oscuro.
Me relajo una vez dejamos de escuchar a la criatura; sobre todo cuando
me doy cuenta de que este lugar está cubierto de flora y fauna
bioluminiscente que, a pesar de que fuera es de día, debido a que aquí no
llega el sol brillan como si fueran luces led.
—Oh, guau. Es como un bosque secreto de setas gigantes —jadeo al
verlo—. ¿Es que acaso aquí todo es hermoso?
Aka’ashi se ríe al oírme y entrelaza sus dedos con los míos, pero todavía
se le nota tenso mientras sobrevolamos el bosque de hongos, pasando de
largo a las mariposas y pequeños roedores que parecen habitar junto a ellos.
—Valdan es bello, sí. Pero nada se puede comparar a tu belleza, vahsari.
Ni siquiera mi propio planeta.
Me ruborizo hasta las orejas. Tanto porque soy consciente de que está
siendo honesto con sus pensamientos, como por el hecho de que lo que
acaba de decir es el colmo de lo ñoño.
—Eres un berserker muy romántico.
—Solo contigo, mujer.
Tengo la sensación de que está intentando aligerar mi miedo, pero,
aunque es un buen intento, mi corazón vuelve a palpitar de terror cuando un
nuevo rugido resuena en uno de los túneles laterales que pasamos de largo.
—¿Qué es esa cosa, Aka’ashi? —le pregunto cuando Kak’tras se detiene
en un saliente de roca a descansar.
El pobre animal está jadeando por haber volado a toda prisa, pero
sospecho que sobre todo por el susto que se acaba de llevar.
Aka’ashi palmea el cuello de su compañero volador con afecto y le
dedica unas palabras serenas y tranquilas para calmarlo antes de
responderme.
—El selshuan —replica de manera ominosa—. Me temo que él nos ha
encontrado a nosotros. Y que está decidido a matarnos.
Capítulo 31
AKA’ASHI
Expando mi mente y escaneo la zona con mis sentidos hasta dar con la
inmensa forma del depredador alado más temido de Valdan.
Esperaba poder perderlo en este lugar, pero él no ha dudado a la hora de
meterse en los túneles de la antigua ciudad tallada en la montaña que fue
abandonada mucho tiempo atrás, cuando nuestras gentes todavía eran
jóvenes en este mundo.
Maldigo en silencio cuando lo siento.
Es un macho inmenso y agresivo.
Más de lo que suelen serlo estas criaturas, que de normal ignoran a los
mâr, respetando nuestro terreno como nosotros respetamos el suyo por
norma general.
Es muy inusual que uno de ellos haya decidido darnos caza por su
cuenta.
Y también que esté tan cerca de dos asentamientos mâr, ya que suelen
preferir terrenos montañosos despoblados.
Pero no tengo tiempo para preguntarme qué es lo que lo habrá puesto
tan furioso ni tampoco por qué está tan lejos de su territorio.
Mi prioridad ahora es poner a salvo a mi vahsari cuanto antes.
—Quédate aquí —le ordeno a Ava tras ayudarla a bajar de la silla de
Kak’tras.
—¿A dónde vas? —me pregunta ella, inquieta, dejándose caer junto al
tembloroso cuerpo del delzan, que gimotea y le exige caricias de inmediato,
apretujándose contra ella en el saliente.
—Debo dar muerte al selshuan si no logro calmarlo.
Ava se levanta de inmediato.
—Voy contigo.
Una de las guerreras que se han acercado a cotillear tras el incidente en
los nidos de los delzan le ha ofrecido algo de ropa para montar que a su hija
ya no le viene al verla con el vestido puesto, así que va vestida como una
joven cazadora aérea.
Una aprendiz de jinete.
Pero ello no la convierte en una.
Por muy arrojada que Ava sea, sigue siendo demasiado frágil.
—No —niego con rotundidad, señalándole a Kak’tras—. Quédate junto
a él. Si el selshuan se acerca demasiado, monta en su silla como te he
enseñado a hacer y alzad el vuelo de inmediato hacia Falav’mâr, el
asentamiento mâr más cercano. Kak’tras conoce el camino de memoria. Allí
os ofrecerán protección.
La expresión que ella me dedica es una muy familiar para mí a estas
alturas: tozuda, rebelde y fiera.
—¡No pretenderás ir solo a enfrentarte a esa cosa!
—Eso es exactamente lo que pretendo, mujer.
—Eso ni hablar. —Se cruza de brazos—. No voy a dejarte ir solo.
Además, tres son mejor que uno.
Niego con la cabeza, no dispuesto a ceder en esto.
—Solo estorbaréis —le digo con rudeza, y veo que al fin ella empieza a
entender—. Necesito que te quedes aquí, a salvo, y no tener que
preocuparme por tu seguridad, vahsari.
Intento ser más suave a la hora de decírselo porque no quiero herirla,
pero es la pura verdad.
Mi plan era dejarla en Falav’mâr tras hablar con la chamana de allí para
que le diera cobijo durante unos días, y luego partir yo solo para dar caza al
selshuan tras haber arreglado el retorno de Ava a Lorie’mâr con mi primo
Argo’ez, que capitanea una patrulla de montaraces en ese asentamiento.
Mientras ella estaba a salvo de vuelta en casa, mi intención era buscar a
Tarkûn y encontrar juntos a las amigas de Ava.
Pero la vida y la diosa a veces te empujan hacia situaciones inesperadas.
—¿Y no podemos montar de nuevo en Kak’tras e ir los dos a toda prisa
hacia esa otra aldea?
—No, vahsari. No podemos.
Está demasiado cerca, lo noto.
El selshuan está caminando por las cuevas buscando nuestro rastro y
pronto empezará a mirar hacia arriba.
Ava me mira como si quisiera echarse a llorar, rabiosa, pálida y
preocupada.
—Esto no me gusta, Aka’ashi —reniega con enfado—. Tengo una mala
sensación en el cuerpo que no se me va. Me da mala espina. No te vayas, por
favor.
Su ruego me hace sangrar el corazón, pero ahora no puedo mostrar
debilidad.
—Estaré bien, vahsari —le prometo, pero por algún motivo mis palabras
saben a cenizas en mi boca—. Confía en mí.
Me acerco a ella y deposito un beso en su frente, cogiéndola de la
cintura para colocarla sobre la espalda de Kak’tras.
—¿Qué haces? ¡Bájame ahora mismo! —sisea, agarrándose a la silla de
montar de manera instintiva.
«Llévatela y ponla a salvo, amigo mío», le pido mentalmente al delzan.
«Si esta hembra muere, mi corazón la llorará para siempre».
No debí haber accedido a que Ava viniese conmigo, pero mis ganas de
pasar todo el tiempo posible junto a ella y de enseñarle las maravillas de mi
mundo se han sumado a mi incapacidad para decirle que no, y ahora ya es
tarde para arrepentirse.
Kak’tras emite un gorjeo, prometiendo cuidar de ella con su vida y
emanando preocupación por mí.
La idea de dejarme solo le gusta tan poco como a Ava, pero es un buen
compañero.
Comprende mis prioridades y daría su vida por ellas.
Por ello abre las alas y alza el vuelo, metiéndose por uno de los túneles
superiores que dan a una salida muy alejada y estrecha por la que el
selshuan lo tendría difícil para seguirlo.
No es la primera vez que visitamos este laberinto de cuevas, habitadas
decenas de miles de años atrás, y por ello conocemos de memoria algunos
de los corredores.
El selshuan ruge con toda la fuerza de sus pulmones cuando entra en la
gruta que ahora ocupo yo solo y alza la cabeza, clavando sus dorados ojos
en mí con una profunda e inexplicable rabia.
—¡Selshuan, he venido a por uno de tus corazones! —declaro a voz en
grito, llenando las cavernas con el poder de mi voz, y salto del saliente para
quedarme frente a él con una de mis dagas favoritas en la mano—. Te reto a un
duelo, Rey de las alturas.
Su intento de partirme en dos es el único aviso que la enloquecida
criatura me da antes de abalanzarse sobre mí.
Capítulo 32
AVA
Nononono.
Esto no puede estar pasando.
—¡Kak’tras, tenemos que volver! —le grito al delzan, pero él no me
hace caso.
Me agarro a la silla de montar y ato mis piernas a toda prisa a los lazos
laterales justo a tiempo, puesto que la enorme bestia aletea con fuerza y
vuela con más rapidez cuando sale de la gruta, sobrevolando el bosque que
se extiende a nuestros pies.
—¡Kak’tras! —llamo de nuevo con urgencia, pero el dragón me ignora,
emitiendo un chillido agudo que está tan cargado de pena como de
determinación.
Me está llevando a ese otro asentamiento mâr del que Aka’ashi ha
hablado.
No me cabe duda.
Pero lo que yo quiero es volver atrás.
Volver con mi estúpido guerrero, que acaba de sacrificarse para
salvarme la vida.
La idea me llena de tanta angustia… Quizá no sea tan egoísta ni tan
amoral como pensaba, me gruño a mí misma mentalmente con sarcasmo.
—¡Kak’tras, o vuelves ahora mismo o te juro que te castraré!
Eso hace que el dragón se tambalee y que yo acabe chillando cuando
casi caigo por uno de sus costados si no fuera porque estoy atada a la silla.
Así que sí que me entiende.
Bueno es saberlo.
—No sería la primera vez que lo hago, bicho alado —le rujo.
El pobre delzan emite un ruido aterrado por mi amenaza, pero no da
media vuelta.
Es tan cabezota como su jinete.
No es que haya castrado como tal a alguien, pero sí que una vez le
apuñalé los huevos a un hombre que intentó violarme.
Así que supongo que eso cuenta como tal.
Kak’tras está dudando. Lo sé. Así que solo debo presionar un poco más.
Aunque decido cambiar de táctica, ya que el miedo no está funcionando.
—Tú también le quieres, ¿verdad, dragón bonito? —le pregunto de
manera desesperada, consciente de que Aka’ashi ya debe de estar
enfrentándose a esa cosa.
No sé para qué mierdas quería cazar a ese animal, pero ojalá nunca nos
hubiéramos cruzado con él, maldita sea.
—No podemos dejarlo allí, Kak’tras. No podemos dejarlo solo o morirá.
Eso lo sé con una certeza que no me explico, pero que no tengo tiempo
para cuestionar.
Necesito volver con Aka’ashi cuanto antes. Y punto.
Grito de alivio cuando Kak’tras se inclina hacia un lado y da media
vuelta.
—¡Bien hecho, dragón precioso! ¡Eres el delzan más valiente de todos!
—le chillo al animal—. Te prometo que no te castraré. Era mentira.
El delzan gorjea de manera aliviada y acelera el vuelo, acercándose cada
vez más a la gruta que hemos abandonado instantes antes.
Aguanta, Aka’ashi, mi maldito berserker. La caballería va en camino.
Más te vale estar vivo, maldita sea.
Capítulo 33
AKA’ASHI
Golpeo con fuerza la mandíbula del selshuan, pero mi puño, aunque lo hace
trastabillar hacia atrás, apenas le hace daño.
Su cuerpo está cubierto de una densa capa de gruesas escamas de color
dorado y cobre.
Este no es un selshuan común y corriente, y eso que su especie ya de por
sí es tan peligrosa como majestuosa.
Pero poco importa saberlo cuando una de sus garras delanteras se
engancha en mi costado y me lanza con fuerza contra una de las paredes
cercanas.
Suelto un gruñido de dolor cuando mi cuerpo impacta contra la dura
roca resbaladiza, pero por suerte el musgo que la recubre me salva de
acabar hecho papilla.
Pienso en mi próximo movimiento. Debo eliminar a la criatura cuanto
antes, aunque la idea de matarlo me desagrade.
El selshuan echa la cabeza hacia atrás y prorrumpe un rugido terrible y
eufórico, convencido de que ha ganado cuando no me ve levantarme de
inmediato.
Seguro de su victoria y deseando probar mi sangre, la bestia se acerca
con las mandíbulas abiertas goteando saliva hasta que está a escasos
centímetros de mí.
Me muevo haciendo uso de toda mi agilidad, agarrándolo de las
protuberancias óseas que hay sobre sus ojos para trepar por su cabeza y de
ahí impulsarme por su cuello hacia su espalda, buscando uno de sus tres
corazones.
Y sabiendo que si no termino con los tres el selshuan seguirá luchando,
aunque debilitado, y que en unas semanas volverá a regenerar el que ya he
logrado apuñalarle mientras alguno de los otros sigan activos y nos dará
caza de nuevo.
Sacando una de las dagas de mi cinto, intento clavársela con fuerza en la
columna vertebral con la idea de atravesarla para llegar a su corazón
superior, situado cerca de su espina dorsal, pero el animal grita con rabia y
se retuerce con fuerza, intentando tirarme al suelo, rodando sobre su espalda
para tratar de aplastarme con su peso cuando ello no funciona.
De normal se retiraría una vez herido, dando por finalizado el combate
ya que no suelen ser muy belicosos a pesar de su tamaño y su dieta de carne
y huesos, pero no este selshuan.
Le ocurre algo. Algo que lo ha puesto muy agresivo.
Y todavía no he logrado descubrir de qué se trata para así poder
tranquilizarlo.
—¡Calma, selshuan! —le grito, intentando establecer una conexión
mental con él por enésima vez y fallando cuando me topo con una barrera
de dolor e ira que me resulta incomprensible.
Salto justo a tiempo para que no me aplaste contra una pared cuando no
logra hacerlo contra el suelo, logrando salvar la vida a duras penas.
Maldigo con saña cuando la criatura prorrumpe otro rugido y decide
renovar sus esfuerzos para matarme tras elevar la cabeza y aspirar varias
bocanadas de aire.
Es el olor, me doy cuenta. Es el olor lo que le está afectando la mente.
Pero ¿qué olor? ¿El mío? ¿El de Kak’tras?… ¿El de Ava?
Suelto una maldición de nuevo cuando mis instintos me dicen que es
este último, y que la criatura huele a mi compañera en mí.
Que la está buscando para acabar con ella.
No tengo tiempo para preguntarme por qué antes de que el selshuan
decida emplear su aliento soporífero y tóxico, llenando la cueva con el
pesado vaho blanco al que él es inmune.
Me tapo la boca y la nariz con un antebrazo y saco otra daga para
sustituir a la que se me ha caído antes, pero es demasiado tarde.
He inhalado el gas y ello me está afectando.
Y, por desgracia, no llevo encima el antídoto para ello porque no todos
los selshuans tienen semejante habilidad, rara incluso entre los más
ancianos de su especie, y porque se supone que iba a comprarlo en
Falav’mâr, ya que a nosotros no nos quedaban existencias ni ingredientes
para fabricar la cara y poco demandada poción.
Si no fuera por esto, hubiera sido capaz de acabar con él.
Me tambaleo, mareado, sabiendo que pronto perderé el sentido y que el
selshuan me devorará.
Aúllo de rabia y frustración cuando comprendo que, por muy buen
cazador que sea, por muy buen guerrero que sea, por muchas cosas que me
queden todavía por vivir, este es mi final.
Un final que podría haber sido evitado si hubiese estado bien preparado
de antemano, por mucho que predecir que este selshuan tendría una
habilidad que posee menos del uno por ciento de su especie fuese casi
imposible hasta que la ha usado.
Pero pensar en lo que podría haber sido ya no me sirve de nada.
Caigo de rodillas sobre el rugoso suelo de la cueva, observando al
selshuan acercarse lentamente tras haber aprendido la lección de no cantar
victoria demasiado rápido contra mí.
Jadeo con esfuerzo, intentando resistirme al soporífero veneno y
notando cómo mi sangre está intentando depurarlo de mi cuerpo a toda
prisa.
Si tuviese tan solo unos pocos minutos más…
Si pudiera llegar hasta una de las cuevas auxiliares de menor tamaño y
respirar aire limpio…
El selshuan abre las fauces sobre mi cabeza, preparándose para tragarme
entero, mientras yo intento reunir mis últimas fuerzas para arrastrarme hacia
la entrada que veo a un lado de las cavernas, que hasta ahora quedaba oculta
tras una de las enormes setas, ahora arrancadas del suelo por la ira de la
bestia.
La baba del animal me cae sobre el cabello, sobre los hombros y sobre
la espalda, y su larga garganta roja repleta de colmillos se va acercando
cada vez más.
—¡Aka’ashi! ¡No! —chilla alguien con angustia—. ¡Aléjate de él,
maldita lagartija!
No, palidezco cuando escucho la voz de Ava.
—¡Ava, no! —logro gritar con alarma cuando la veo salir del túnel por
el que Kak’tras se la había llevado hace media hora a lomos del delzan—.
¡Vuelve!
Pero ya es demasiado tarde.
El selshuan la ha visto.
El selshuan
Capítulo 34
AVA
Ese bicho es enorme.
Y dorado, noto con asombro.
Las plumas y escamas que recubren su cuerpo son literalmente doradas,
con algún que otro toque azul cobalto o cobrizo.
Si no hubiese estado intentando comerse a Aka’ashi, incluso me habría
quedado embobada mirándolo de lo hermoso que es.
—¡Kak’tras, por el túnel de la izquierda! ¡Tenemos que alejarlo de
Aka’ashi! —le ordeno al delzan, que responde con un chillido y vira en
pleno vuelo metiéndose por el ancho túnel que le he indicado.
El selshuan abre sus inmensas alas, que rozan las paredes de la cueva, y
alza el vuelo tras nosotros abandonando a su debilitada presa.
Y se le nota cabreado.
—¡Vamos, síguenos! —le gruño a la bestia, que se mete en el largo y
ancho pasadizo de roca con cierta dificultad, pero que empieza a ganar
terreno con rapidez.
Trago saliva y le rezo a los cielos que por favor esta no haya sido la peor
decisión de mi vida.
—¡Por el de la derecha! —guío a Kak’tras cuando el pasillo de enfrente
resulta estar derruido y este casi se estampa contra la pared, teniendo que
detenerse para apoyar las patas traseras e impulsarse y aleteando como un
loco hacia el lado que le indico.
Maldigo con fuerza cuando veo que el selshuan ha ganado aún más
terreno y que en unos segundos estará sobre nosotros.
Necesitamos ganar ventaja cuanto antes.
—¡Vamos, bonito, vamos! —urjo al delzan, que logra recuperar el
equilibrio, aunque casi me tira de su espalda con tanto ajetreo.
Mareada, aterrada y jadeante, me inclino sobre el cuello de Kak’tras
cuando el pasadizo se va haciendo cada vez más estrecho; hasta que el
pobre ya no puede volar y se ve obligado a aterrizar y a correr con las patas
traseras, apoyando las alas plegadas en la dura roca inestable para darse
impulso hacia delante.
El pico serrado y repleto de colmillos del selshuan roza su cola, tirando
de la punta con saña.
Kak’tras chilla de dolor y miedo cuando le arranca algunas plumas, pero
el valiente dragón emplumado avanza sin parar hasta que vemos la luz de
una salida al frente, a menos de cien metros.
—Vamos, vamos, vamos…
Inclinada con la cara medio escondida entre las plumas de su cuello y su
espalda, doy un grito de alivio y victoria cuando logramos salir por la cara
de la montaña, sabiendo que es demasiado estrecho para que la bestia
dorada nos siga.
O eso creía.
El selshuan rompe las paredes de piedra con un rugido ensordecedor y
se lanza en picado hacia nosotros a toda velocidad, con sus poderosas e
inmensas mandíbulas abiertas de par en par.
—¡A los árboles! ¡Métete en el bosque, rápido! —chillo, tan asustada
que mis entrañas se vuelven de hielo.
En cielo abierto, no somos rivales para la velocidad de esa cosa.
Por eso Aka’ashi guio a Kak’tras hacia los túneles.
Oh, joder. Oh, joder, repite mi mente como un mantra asustado. No
deberíamos haber dejado las cuevas.
Espero que al menos hayamos logrado salvar al berserker. Parecía
estar malherido, me digo a toda prisa mientras Kak’tras logra colarse bajo
las largas lianas de un árbol gigante y evitar una nueva mordedura del
selshuan, que se detiene aleteando sus alas y formando pequeños
vendavales al batirlas con fuerza.
Pero la cúpula de lianas cubiertas de espinas no es suficiente protección
contra esa cosa.
El animal dorado vira hacia la derecha, buscando huecos alrededor del
árbol para que sus garras y alas no se enreden con ellas.
Es muy astuto.
Y los va a encontrar muy pronto.
—¡Sube, Kak’tras, sube! —ordeno, pensando a toda prisa—. ¡Escóndete
en las ramas más frondosas de la copa!
Ir hacia abajo no es una opción.
Primero, porque el selshuan no es ningún bicho torpe sobre tierra.
Esa cosa ha sido hecha para cazar tanto en el aire como en el suelo.
Y segundo, porque las lianas no llegan hasta el suelo y el bicho se ha
dado cuenta de ello y se dirige hacia allí, colando su cabeza por dentro de la
semiesfera de lianas que nos ha dado un breve respiro contra su violencia.
Kak’tras se mete a toda prisa en la copa del árbol todo lo profundo que
puede, pegándose al tronco con la esperanza de que las gruesas ramas
formen algo parecido a los barrotes de una prisión que el selshuan no pueda
cruzar.
Pero el inmenso terror de los cielos está decidido a colarse entre ellas y,
aunque no pueda meter todo su cuerpo hasta el fondo, sí que introduce la
cabeza con esas jodidas mandíbulas repletas de dientes más largos que mi
antebrazo, destrozando la madera que se interpone entre él y nosotros con
ferocidad.
—¡Cuidado! —advierto a Kak’tras, cuya cola emplumada está
demasiado cerca de la boca del rugiente selshuan—. Pégate más al tronco,
chico. Vamos, tú puedes. No dejes que te coja, por favor.
Puedo sentir los acelerados latidos del corazón del delzan bajo mi
pecho, pegada a su espalda y a su cuello.
El pobre dragón se mueve con frenesí para alejarse todo lo que puede
del depredador tres veces más grande que él.
Pero al final es en vano.
El selshuan logra hincar sus dientes en el borde de una de las alas
plegadas de Kak’tras y lo arrastra sin piedad hacia la zona exterior del
árbol, clavando sus garras delanteras en las caderas del delzan, que ruge de
dolor al notarlo, en cuanto lo tiene lo suficientemente cerca.
—¡No! ¡No, por favor, no!
Intento desatarme de la silla de montar a toda prisa, maldiciendo por
estar desarmada, pero solo logro liberar una de mis botas antes de que
Kak’tras y el selshuan empiecen su lucha a muerte, zarandeándome en el
proceso hasta que acabo colgando de una pierna bocabajo sobre un costado
del dragón.
Grito cuando la pierna y la espalda me arden de dolor por tanto
movimiento. Me aterra que me partan la columna con cada sacudida.
El delzan se resiste con todas sus fuerzas a que la bestia dorada, que lo
tiene aprisionado bajo sus garras sobre una gruesa rama que cruje
ominosamente con el peso de ambos, llegue hasta mí o logre hincar sus
colmillos en su largo cuello escamado, pero es solo cuestión de tiempo que
pierda la batalla.
Por mucho que Kak’tras lo arañe o lo muerda, sus garras y colmillos
apenas logran atravesar la gruesa piel del inmenso depredador, que aplasta
sus piernas con un terrible crujido de huesos y músculos partiéndose con
crueldad.
Las ramas del árbol se tiñen con la roja sangre del dragón, que agoniza
entre estertores y se retuerce de dolor hasta que empieza a caer por un
costado del árbol.
—¡Kak’tras, no! ¡Kak’tras! —me angustio, deseando ser más fuerte,
más atlética, o haber encontrado una manera de evitar esta situación.
Logro desasirme de la última atadura de la silla y saltar, agarrándome a
una rama más pequeña, justo cuando el delzan cae desde la copa del árbol
rompiendo ramas a su paso.
Un sonido de pura angustia sale de mi pecho al verlo.
En cuanto el pequeño dragón desaparece engullido por las frondosas
hojas verdeazuladas, me trago un sollozo de tristeza y culpabilidad.
Impulsándome hasta poder ponerme en pie sobre la rama a toda prisa,
corro a pegarme al tronco del árbol, intentando huir del selshuan, que ha
vuelto al ataque ahora que el obstáculo que se interponía entre él y yo ha
sido eliminado.
El sonido del cuerpo del delzan al estamparse contra el suelo, a más de
treinta metros bajo mis pies, me sacude de la cabeza a los pies por el horror.
Estoy cubierta de su sangre, pienso como si tuviera el corazón
congelado y distante al notar el pegajoso líquido manchándome la cara, el
torso y las manos.
Y eso es lo primero que huele el selshuan en mi piel cuando logra meter
la cabeza en la abertura que la lucha entre ambas criaturas ha dejado tras de
sí, acercando su morro y aspirando varias bocanadas de aire que hacen
temblar las aletas de su nariz mientras yo tirito de terror, intentando pensar
en una manera de sobrevivir y fallando.
Miro hacia abajo por un costado de mi rama y veo que hay una un poco
más gruesa a unos dos metros bajo esta.
Y, en un acto impulsivo guiado por el miedo, decido saltar.
El depredador ruge con frustración cuando desaparezco de su vista,
haciendo que el árbol entero tiemble cuando empieza a arrancar ramas con
frenesí para poder llegar hasta mí de nuevo.
Busco con la mirada más ramas a las que saltar, a pesar del dolor de mis
piernas y caderas por el zarandeo de haber estado atada a la silla de montar,
y me apresuro a saltar de nuevo rezando para no acabar cayendo al suelo yo
también.
Y entonces, justo cuando una de las garras del selshuan me roza el corto
pelo haciéndome gritar y saltar de nuevo a otra rama presa del más absoluto
pánico, un nuevo rugido sacude el bosque entero.
Uno que hace que la criatura dorada se detenga y alce la cabeza
percibiendo la amenaza que se avecina.
Aka’ashi me ha encontrado.
Capítulo 35
AVA
Aka’ashi llega como un huracán de destrucción y muerte, haciendo temblar
el bosque a su paso.
Huyo todo lo deprisa que puedo y encuentro un hueco en el tronco del
árbol en el que esconderme, pero ya no hace falta, porque el berserker tiene
toda la atención del bicho de nuevo en cuanto llega a la zona en la que
estamos.
—¡Baja de ahí, selshuan! —brama con tanta fuerza que su vozarrón
hace eco a nuestro alrededor como los truenos de una tormenta.
Cuando me atrevo a asomarme por un lateral de mi nuevo escondrijo y
miro hacia los pies del árbol a través de un hueco en el follaje, veo al
guerrero, alto, furibundo y temible, parado a unos metros de donde yace el
cuerpo caído del pobre Kak’tras.
El selshuan, sin embargo, emite un sonido de estrés y de ira a la vez,
como si estuviera ofendido pero asustado, y decide tenderse cuan largo es
sobre una gruesa rama posicionado de tal forma que puede estar pendiente
del berserker sin perder la ventaja de la altura.
A mí, por suerte, me ha olvidado por ahora.
Menos mal.
—Bien —sisea Aka’ashi, que parece un dios de la muerte y la venganza
—, si no bajas tú, yo subiré hasta ti.
Ahogo un grito de sorpresa cuando, haciendo alarde de una velocidad y
una agilidad sobrehumanas, el mâr escala el árbol como si subir de manera
horizontal por su tronco fuera pan comido.
Joder. Qué miedo da. Si no estuviera de mi parte, estaría acojonada.
Por eso no puedo culpar al enorme y feroz bicho cuando este suelta un
grito alarmado y se lanza a volar a toda prisa, ganando altura.
Pero no con la suficiente rapidez.
Aka’ashi alcanza la rama en la que estaba el selshuan en cuestión de
segundos y, sin ni siquiera detenerse, salta de esta a una altura y velocidad
vertiginosas, aferrándose a su cola y trepando por ella hasta llegar a su
espalda como si fuera un jodido mono con terroríficos superpoderes.
—¡Joder! —exclamo, esta vez en voz alta, cuando le veo sacar un
cuchillo de su cinto.
Manteniéndose aferrado con una mano a la espalda del pterodáctilo
gigante como si no costara nada, y mientras este se empeña en zarandearse
en pleno vuelo para intentar quitárselo de encima, Aka’ashi hunde el arma
en su nuca con brutal precisión.
El depredador alado emite un aullido de dolor y empieza a caer en
picado hacia el suelo del bosque a unos cien metros de donde estoy.
Los pierdo de vista cuando desaparecen tras otro de los árboles
imposiblemente altos de Valdan.
—Madre mía —me oigo decir—. ¡Hostias!
Soy incapaz de dejar de estar impresionada.
Segura de que la criatura no ha podido sobrevivir a esa caída y
rezándole a los cielos una vez más para suplicarles que Aka’ashi sí lo haya
logrado, me doy cuenta de dos cosas:
La primera, que la mera idea de que al guerrero le pase algo me parece
insoportable.
La segunda, que, de solo pensar en él muerto, por primera vez en mucho
tiempo me entran ganas de llorar.
Y yo no lloro.
Yo nunca lloro.
Llevo desde que era una niña sin llorar por mí misma, así que, ¿por qué
ahora siento la necesidad de llorar por otra persona?
—Céntrate, Ava. Ahora no es el momento de revelaciones emocionales,
tonta —me regaño en voz alta.
Salgo de mi escondite y me pregunto cómo voy a bajar hasta el suelo del
bosque, dado que la rama más cercana al mismo está a unos siete metros de
altura y saltar eso sin acabar muerta es imposible para mí.
No es la primera vez en mi vida que me siento indefensa ni será la
última, pero jamás me había dado cuenta de lo inmensamente frágil que es
la vida humana en comparación con la de otras especies hasta ahora.
Oigo un ruido muy leve a mis espaldas y me giro, fijándome en que una
de las ramas situadas a mi izquierda ha dejado caer varias hojas al viento,
pero descarto que sea el selshuan porque me ha parecido algo más propio de
una criatura mucho más pequeña.
Quizá una ardilla o algo similar. Aunque jamás he visto una y no sé si…
—¿Estás herida?
Grito y doy media vuelta de nuevo sobre mis pies con tanta rapidez que
casi pierdo el equilibrio y me caigo de la rama.
Aka’ashi coge mi brazo y me estabiliza con presteza.
—Pero ¿qué…? —Me lo quedo mirando, llevándome la mano libre al
pecho para intentar calmar los acelerados latidos de mi corazón—. ¡Estás
vivo!
Él, sin embargo, no me devuelve la sonrisa de alegría.
Está tan cabreado que su rostro es una fría máscara de piedra.
Y toda esa ira está dirigida a mí.
Capítulo 36
TRUDY
Ya ni siquiera pregunto a dónde nos llevan.
Los nativos nos desatan solo cuando tenemos que comer o para dejarnos
ir a aliviar nuestras vejigas en el bosque, siempre bajo su vigilancia (lo que
lo hace aún más incómodo).
El resto del tiempo, dos de ellos, silenciosos y huraños, nos cargan a sus
espaldas mientras saltan de árbol en árbol como si fueran ardillas voladoras
con forma humanoide.
Estamos tan cansadas, tan absolutamente agotadas en cuerpo y alma,
que han pasado días desde que protestamos o intentamos huir por última
vez.
—Ey. Al menos nos dan de comer —había bromeado Fabia durante
nuestro último intento fallido de escapar de la austera vigilancia de nuestros
captores.
No sé cuántos días pasamos viajando con ellos.
Tres. Tal vez cuatro.
Durante el que podría ser el quinto, el grupo de cinco hombres y tres
mujeres berserker se detiene en un claro del bosque que parece delimitar
algún tipo de frontera, ya que al otro lado hay una alta valla de madera, y
gritan algo en su idioma natal.
—Suena como si estuvieran llamando a alguien —comenta Fabia de
manera nerviosa cuando los dos guerreros nos bajan de su espalda y nos
dejan sobre la hierba, una al lado de la otra, pero rodeadas por los
berserkers por los cuatro costados.
—Eso creo yo también —respondo, tragando saliva y deseando con
todas mis fuerzas que no sea otro dinosaurio carnívoro al que piensan
sacrificarnos.
Ya hemos tenido bastante, maldita sea, siseo mentalmente. ¿Cuánto más
vamos a tener que sufrir?
Estoy empezando a dejar de tener fe en la gente, y eso me molesta,
porque me he esforzado mucho en preservar ese atisbo de esperanza por el
buen corazón de los demás durante toda mi vida.
Y me niego a que me quiten eso. Esa esperanza. Esa fe.
Esa pequeña luz que…
—¿Qué es eso? —me alarmo cuando algo sale desde el otro lado del
bosque.
—Un dinosaurio —palidece Fabia—. Parece un… Uno de esos con una
cresta con cuernos.
—Triceratops —corrijo de manera distraída—. Buena descripción, por
cierto —añado con humor, tratando de aligerar un poco el nerviosismo.
Ella me golpea suavemente en el hombro con una sonrisa, pero sigue
teniendo el ceño fruncido con preocupación.
Como yo.
El triceratops avanza hacia nosotros y los berserkers no reaccionan con
sorpresa ni a la defensiva, así que suponemos que debe de ser lo que han
llamado.
—¿Qué…? —jadea Fabia cuando se da cuenta de lo que mis ojos
también acaban de captar—. ¿Son eso humanos?
—Bienhallados, guerreros de Riven’mâr —saluda el humano que parece
estar al mando en el idioma de los berserkers, que nosotras no
comprendemos.
El guerrero nativo que parece ser el líder del grupo le replica algo en
tono seco y hace un ademán con la mano a los que han cargado con
nosotras durante el trayecto, que nos empujan suavemente hacia delante.
El líder abre la puerta de la verja y nos empuja hacia ella, instándonos a
cruzarla y cerrando firmemente tras nosotras.
—Os damos las gracias por… —empieza a decir el hombre.
Los nativos dan media vuelta y se largan antes de que el hombre
montado en el dinosaurio pueda decirles nada más.
—Oh, vaya —suspira el líder—. Me gustaría que dejaran de hacer eso.
Qué maleducados son siempre.
—¡Hablas nuestro idioma! —exclamo con alivio sin poder evitarlo.
Él se gira hacia mí con una sonrisa que pretende ser amigable, pero que
me pone tensa de manera instintiva.
—Como ves, soy tan humano como tú —replica como si no fuera obvio
que no toda nuestra especie habla el mismo lenguaje ni siquiera hoy en día—.
Así que sí.
—¿Eres de la colonia? —pregunta Fabia dando un paso atrás para
alejarse un poco más de los peligrosos cuernos del animal, que gira el
morro para olisquearla con curiosidad.
Él alza una ceja y nos mira con curiosidad.
—¿Vosotras no lo sois?
Fabia suelta una maldición y me coge del brazo, haciéndome la seña
para huir si la cosa se pone fea que hemos estado usando desde hace
tiempo.
Asiento de manera sutil, haciéndole saber que la he entendido.
Pero estoy preocupada, porque sé que no vamos a poder seguir
sobreviviendo en un entorno tan hostil, sin comida ni agua potable.
Y mucho menos ahora que ya ni siquiera tenemos las motos speeders.
—Lo éramos —replico mirando fijamente a los ojos del hombre
desconocido, recordando la muerte de Clara.
Mi mirada debe de ser más dura de lo que recordaba ser capaz de hacer,
porque él aparta los ojos como si le hubiera puesto nervioso.
—Qué bien —contesta con otra de esas sonrisas que no llegan a sus ojos
—. Nosotros también lo éramos. Ahora vivimos por nuestra cuenta en
territorio neutro. Así que, ¿qué os parecería veniros a nuestro humilde
hogar?
—¿Lo dices en serio? —jadea Fabia, temblando ligeramente al pensar
en tener comida, agua y un lugar seguro en el que poder dormir, pero
desconfiada hasta la médula.
Se me hace la boca agua al pensarlo y casi me echo a llorar. Esas cosas
tan básicas son lujos que no hemos tenido durante lo que parece una
eternidad.
—¡Claro! —replica el hombre, palmeando el grueso cuello escamoso
del triceratops cuando este se pone a mascar la hierba del suelo—. Mi
nombre es Tauro. Dejad que os presente a los otros.
Tauro se aclara la garganta y emite un fuerte silbido.
Otros dos triceratops salen del bosque por la misma zona por la que ha
aparecido él.
Y también van cargados con varias personas de nuestra propia especie.
Los ojos del hombre, de unos cuarenta y muchos años, bajo, delgado y
con el escaso pelo que le queda y la barba de color negro salpicado con
canas, se clavan en nosotras.
—Seguro que nuestra pequeña colonia es el lugar perfecto para vosotras
—afirma.
No sé por qué, pero esa sensación ominosa de que este hombre no es
una buena persona se hace más intensa con ese comentario.
Y a estas alturas he aprendido a fiarme de mis instintos cuando me
gritan algo, por mucho que desee estar equivocada.
Capítulo 37
AVA
Aka’ashi me ha bajado del árbol y nos hemos limpiado la sangre en el río,
en su caso del selshuan y en el mío de Kak’tras, cuyo cuerpo soy incapaz de
mirar sin sentir una profunda angustia y unas tremendas ganas de llorar.
El mâr se ha despedido de él con unas palabras quedas tras bajarme del
árbol, poniendo una mano sobre el morro del dragón y besando su frente
con evidente dolor.
—Lo siento —susurro por enésima vez al pensar en el hermoso delzan.
Pero el berserker está tan furioso que apenas me habla.
Como si necesitara calmar su ira antes de hablar conmigo.
Me inclino sobre el agua para enjuagarme el pelo como puedo, cerca de
donde está él porque el bosque sigue lleno de peligros y ahora le tengo más
miedo que nunca.
Estoy triste y estresada por mucho que el selshuan ya haya muerto.
Porque no dudo de que ha muerto. Aka’ashi está tan cubierto de sangre
que sospecho que más que apuñalarlo lo ha convertido en un coladero o le
ha arrancado los miembros de cuajo.
A saber.
Es muy capaz de hacer ambas cosas.
El guerrero no me ha contado nada cuando le he preguntado al respecto,
limitándose a prorrumpir un gruñido, decir que el peligro ha pasado y
señalar hacia el río con un dedo extendido.
Ni siquiera me ha dirigido la palabra mientras me cargaba en su hombro
sin previo aviso y me bajaba al suelo trepando por el tronco del árbol.
—Aka’ashi… —llamo.
Él me mira mientras se mete en el agua, pero tras esperar a ver si
continuaba y ver que ni yo misma sabía qué decirle, se hunde en el agua
hasta la coronilla tras emitir uno de sus gruñidos.
Con un suspiro, me estremezco por lo fría que está el agua y trato de
lavarme la cara y los brazos lo mejor que puedo sin meterme hasta el fondo
como él ha hecho.
Está desnudo, pero hasta lo increíblemente bello que es y lo mucho que
me fascina su cuerpo son incapaces de arrancar mi mente de la pena y el
shock.
No sé qué hacer ni qué decir para arreglar las cosas.
Detesto la tensión que hay en el aire entre nosotros cuando hace unas
horas estábamos sumidos en un ambiente feliz, esperanzador y rebosante de
atracción y de una confianza mutua que iba fortaleciéndose poco a poco.
Incluso de momentos de ternura, diría yo.
Más suyos que míos, pero aun así ahí estaban: sorprendiéndome con la
inesperada calidez que me mostraba el inmenso e intimidante guerrero
tatuado.
Echar tanto de menos algo así me hace preguntarme si estoy tan falta de
afecto, tan harta de no tener a nadie en mi vida al que querer, que he
acabado por volverme adicta al evidente cariño de Aka’ashi y a sus
malditos besos y abrazos.
—¿Sabes qué? ¡Ya basta! —pierdo la paciencia de manera descomunal
cuando lo veo salir del río sin emitir una sola palabra—. Estoy harta de
torturarme a mí misma sobre esto. Lamento que mi decisión haya acabado
así, ¡pero esa cosa estaba a punto de matarte!
La voz se me quiebra con la última palabra y, para mi horror, los ojos se
me llenan de lágrimas que me apresuro a esconder inclinando la cabeza
para que no pueda ver la expresión de mi rostro.
Aka’ashi me mira con preocupación y luego camina hasta la orilla,
atrayendo toda mi atención cuando se sacude como si fuera un animal,
salpicando a todas partes y dejándome patidifusa cuando parece estar casi
seco tras hacer eso.
Otra de las rarezas de su especie a las que voy a tener que
acostumbrarme, supongo.
—Podrías haber muerto tú —responde con voz grave y sombría,
acercándose hasta estar a mi lado y acuclillándose junto a mí—. Mírame,
vahsari.
—No —trago saliva, no queriendo perder el control y acabar llorando,
sintiéndome avergonzada de mi arrebato emocional.
—¡Mírame! —me urge él de nuevo.
Cuando no le hago caso porque aún estoy intentando aguantarme las
lágrimas, él me pone una mano en el hombro y me obliga a echarme hacia
atrás y a dejar de esconder la cara con la barbilla contra mi pecho.
—Morir es un riesgo que todo el mundo corre por el mero hecho de
estar vivo —replico con voz monótona antes de que pueda decirme nada,
tratando de desviar el tema con una frase de filosofía que oí una vez en
alguna parte.
Él aprieta los labios con desaprobación, pero tengo la sensación de que
esa emoción no va dirigida a mí.
—Ese riesgo, cuando se trata de ti, no es aceptable para mí —contesta
con ardor.
Suelto un bufido de incredulidad, pero también de emoción.
Es la primera vez en toda mi jodida vida que alguien me dice que soy
demasiado importante como para morirme.
Hasta ahora, a nadie le había importado jamás lo que me ocurriera.
Ni siquiera a mi madre, que me tuvo solo porque no tenía acceso a
anticonceptivos ni al aborto y que me recordó toda mi vida que yo era la
causa de todos sus males, reales o imaginarios, hasta que murió cuando yo
tenía trece años.
La mano de Aka’ashi aprieta un poco más mi hombro, pero lo hace
suavemente, como si fuera consciente de su fuerza y no quisiera hacerme
daño. Como siempre.
Otra cosa más que es nueva para mí: que alguien no quiera hacerme
daño ni siquiera cuando está alterado.
El corazón se me acelera, no solo por lo cerca que está, sino por lo
mucho que me está diciendo, con gestos y palabras, que le importo.
Y no sé qué responder a eso por mucho que intente buscar algo que
decir, porque la lengua se me ha pegado al paladar y porque, si ya antes
tenía unas ganas inusuales de llorar, ahora, por primera vez desde que era
una cría, siento que voy a estallar en llanto me guste o no, atragantándome
con cualquier cosa que quiera decirle.
Así que me callo.
Él me atrae más hacia sí, como si ya no pudiera contenerse ni un solo
segundo más, y me abraza, engullendo mi pequeño cuerpo con esa
gigantesca forma suya.
—Moriría de pena si algo te llegara a ocurrir, vahsari —murmura de
manera vehemente contra mi coronilla—. Estoy furioso de que me hayas
desobedecido y hayas puesto tu vida en riesgo, pero, sobre todo, lo que
estoy es aterrado. Pensé que el selshuan te había herido de muerte cuando te
oí gritar. Pensé que no llegaría a tiempo. Pensé que… —Aspira una
bocanada de aire, intentando calmarse—. Pensé, imaginé, muchas cosas, y
todas ellas me hicieron darme cuenta de que no conocía el verdadero rostro
del miedo hasta ahora, mujer.
Me acurruco más contra él y siento bajo mi mejilla los acelerados y
poderosos latidos de su corazón.
—No me des órdenes —es lo que sale de mi boca en un tono débil y
agotado, pero obstinado porque si no, no sería yo.
Él ahoga una carcajada que hace retumbar su pecho como si de él
salieran truenos.
—Jamás he conocido a una hembra tan tozuda, valiente y malditamente
generosa como tú.
—¿Por qué crees que soy generosa? Soy egoísta. Siempre lo he sido —
replico con un nudo en la garganta.
Él me abraza un poco más fuerte.
Quizá porque nota la inseguridad tiñendo mi voz sin mi consentimiento.
O tal vez porque simplemente disfruta al abrazarme. Aunque seguro que
no tanto como yo disfruto, para mi vergüenza, de que lo haga.
—Por la manera en la que tratas a mi madre, siempre tan amable —
contesta, pasando una mano por la enredada maraña de cortos rizos que es
mi pelo—. Por la manera en la que, a pesar de que se nota que has sido
herida en el pasado y que desconfías de los demás —me tenso cuando le
oigo decir eso porque es la verdad y él es jodidamente perceptivo—, sonríes
a los niños cuando te cruzas con ellos como si su inocencia te caldeara el
corazón. Por la forma en la que le salvaste la vida a aquellas otras hembras
uma’uma… humanas —se corrige—, poniendo la tuya en riesgo. Por el
modo en el que me tratas a mí. Porque a pesar de tener más espinas que una
liana —bufo contra su piel, pero él ignora mi ligera indignación y sigue
hablando, y yo no puedo dejar de prestar atención a cada sílaba que sale de
sus labios como si estuviese hipnotizada por sus palabras—, jamás me has
mentido, ni manipulado, ni herido con tus palabras o actos, ni hecho
ninguna otra cosa maliciosa aunque hayas tenido oportunidad para ello, y
has aceptado mi cultura y a mi gente con la mente abierta y sin prejuicios
por extraños que te parezcamos.
—Eso es mutuo —murmuro, escondiendo la cara en sus pectorales
porque siento que me voy a morir de la vergüenza, pero al mismo tiempo
estoy tan halagada, tan emocionada, que no puedo pedirle que pare.
Y él no lo hace.
—Porque, a pesar del terror que sentías por el selshuan, has vuelto
porque pensabas que tal vez yo necesitaría ayuda, arriesgando tu vida para
intentar salvar la mía. —Esta vez es él el que se tensa al decir eso, y sus
palabras se tiñen ligeramente de esa preocupación rabiosa de antes—. Y
eso, por mucho que deteste la idea, es un acto de generosidad tanto como lo
es de valentía, vahsari.
Tengo la sensación de que, si le dejara, Aka’ashi se pasaría la vida
entera enumerando las cosas buenas que ve en mí.
Cosas que yo nunca había visto en mí misma porque las negativas
siempre destacan más cuando pienso en quien soy como persona.
Porque así es como mi madre me enseñó a pensar de mí misma con sus
continuas recriminaciones y los supuestos fallos que siempre veía en mí.
—No soy tan generosa como tú crees —le digo con voz temblorosa,
agarrándome a él porque ya no puedo soltarle.
Parte de mí quiere que no me crea. Que vea solo la luz que habita en mí,
escondida tras capas y capas de desesperación, desconfianza y dolor.
Porque he vivido en las sombras toda mi vida y tal vez la luz de
Aka’ashi me queme, pero ahora comprendo que estoy dispuesta a
quemarme si ello implica que dejaré de estar hundida en la parte más oscura
de mí.
El que alguien te mire y vea lo bueno y lo malo que hay en ti y que, aun
así, valore más lo bueno y te diga que te quiere con tus luces y tus sombras
es algo adictivo.
—Eres la elegida de mi corazón, vahsari —murmura Aka’ashi acunando
mi cabeza con una de sus enormes palmas e inclinándose para frotar una de
sus mejillas sobre mi pelo, como un enorme felino necesitado de mimos—.
Pero quiero que sepas que también te he elegido con la cabeza. Y que los
machos mâr amamos solo una vez en la vida y también que, sin importar el
qué, yo siempre veré lo mejor de ti, aunque sepa que también hay sombras
como las hay en todos, sean de la especie que sean. Mi corazón, mi lealtad
y mi amor están contigo. Ahora y siempre, Avanna.
La voz masculina y profunda del berserker me hace sentir a salvo
cuando habla, de manera mucho más calmada ahora que el susto se le ha
pasado un poco.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —Mi voz suena temblorosa,
pero tan deseosa de confiar en sus promesas, de dejar de resistirme y
aceptar el amor infinito que él me ofrece, que me pregunto cuánto tiempo
llevo deseando en secreto que alguien me mire y, aun así, me ame.
Él me obliga a apartar la cara de su pecho con suavidad y alza mi
barbilla para poder mirarme a los ojos de nuevo.
Sus ojos son suaves, dulces, pero llenos de una fuerza de voluntad tan
fiera, tan decidida y poderosa, que me quedo hipnotizada en sus
profundidades.
—Porque lo estoy, vahsari. Así de simple.
—Nada en la confianza es simple —jadeo con la respiración agitada,
consciente de lo mucho que me está afectando emocionalmente todo esto—.
Y las cosas no siempre funcionan aunque quieras que lo hagan, Aka’ashi.
Mi fachada de tipa dura e inflexible ha sido destruida por su jodida
ternura, pero parte de mí todavía resiste.
Y esa parte es la pequeña vocecilla que suele decirme de manera
constante que yo no merezco nada hermoso y duradero.
Que no soy una buena persona y que él tarde o temprano lo verá y me
abandonará.
Él me sonríe y todo mi mundo parece implosionar desde dentro hacia
afuera, reduciéndose a esa sonrisa, a este momento, a la malditamente
hermosa curvatura de sus labios y a la ternura de la expresión de su rostro.
Durante un instante, incluso esa vocecilla desaparece como si la luz de
Aka’ashi la hubiera hecho cenizas.
—Encontraremos la manera en la que funcione, por diferentes que
seamos —asevera el berserker con total seguridad—. Sé que lo haremos.
Tengo fe y confianza en nosotros y en nuestro futuro, vahsari.
Se inclina y besa suavemente mis labios, de manera casi casta, y vuelve
a abrazarme como si supiese que lo necesito.
Que mi alma está hambrienta de lo que él me está regalando de manera
tan jodidamente generosa.
Ese amor que destila; ese «mi corazón, mi lealtad y mi amor están
contigo» que me ha soltado tan casualmente como si fuese lo más lógico del
universo.
Todo él, noto por enésima vez, me hace sentir a salvo. Me hace sentir
bien.
Y en alguien que jamás en la vida se ha sentido así, ni siquiera cuando
vivía con su única familia, eso es algo tan preciado que ningún tesoro en
oro y joyas se le podría comparar jamás.
—Aka’ashi —logro decir con voz rasposa y afectada cuando recobro la
capacidad para hablar sin romperme en mil pedazos.
—Dime, vahsari.
Su mano vuelve a acariciarme el pelo y yo cierro los párpados y apoyo
la frente sobre su piel, cálida y suave bajo la firmeza férrea de sus
músculos.
—Yo también te elijo a ti.
Capítulo 38
AVA
Aka’ashi deja caer el corazón del selshuan sobre la superficie plana de la
piedra que ha cubierto de hojas limpias para presentar el plato.
—Ven, vahsari —llama, haciéndome una señal con la mano para que me
acerque.
Me limpio las mejillas con un antebrazo bajo su mirada llena de
preocupación.
Nunca había sentido tanta culpa en mi vida como con la muerte del
adorable y valeroso dragón, y creo que parte de mí siempre se sentirá fatal
por ello.
Ojalá hubiera podido hacer más por él, pienso con pesadumbre
conforme me acerco a donde el guerrero mâr está de pie esperándome con
paciencia.
—¿Qué quieres que haga con eso? —le pregunto, mirando el enorme
corazón de sangre azulada con una ligera mueca de asco.
Durante mi vida en la Tierra rara vez comía o siquiera veía carne
propiamente dicha.
La mayoría de la gente se alimentaba de un sucedáneo creado por los
laboratorios de los que dependíamos para subsistir, ya que los animales
estaban prácticamente extintos y los pocos que existían tenían los cuerpos
contaminados por la radiación.
Es extraño ver y oler un corazón real.
—Comer.
Me quedo mirando a Aka’ashi pensando en que el berserker se ha vuelto
majareta.
—Perdona, ¿qué? —Hago otra mueca, esta vez mucho menos
disimulada.
He comido de todo para sobrevivir. Cuando el hambre te retuerce las
tripas hasta ser un dolor constante, el cerebro pierde todo raciocinio.
Más de una vez he tenido que llenarme el estómago de las sobras tiradas
a la basura en el distrito más rico de la ciudad, en el que me colaba durante
las noches más frías de invierno para buscar comida y algo de valor que
robar sin que me pillaran.
Así que no debería darme tanto asco.
Pero, aun así, me lo da.
—La sangre de este ser tiene tal poder de regeneración que es sagrada
para mi pueblo —me explica Aka’ashi—. Además de ser uno de los
ingredientes principales de muchos de nuestros medicamentos. Pero mi
motivo principal para darle caza era conseguir uno de los corazones para ti.
Señala el corazón en cuestión, que espera, fresco y sangrante, sobre su
nido de hojas de color verde y azul.
—¿Por qué? ¿Para qué querría yo uno de ellos?
—Porque —me contesta él, colocando una mano en mi hombro—, su
corazón sana todos los males físicos y alarga la vida durante cientos de
años, Ava.
—Oh.
Acaba de dejarme a cuadros otra vez.
Si mi especie supiera de algo así…
No, pienso con horror, negándome incluso a considerarlo. Eso no debe
suceder jamás.
No sería nada bueno para los nativos que el gobierno humano tuviera
acceso a algo que prácticamente los hace inmortales. O casi.
—¿Por eso quieres que me lo coma? —deduzco.
Él asiente, sonriéndome.
Y me encuentro a mí misma pensando de nuevo en lo jodidamente
hermoso que es y lo mucho que esa sonrisa, pequeña pero cálida, me
acelera los latidos del corazón y me hace sentir bien por dentro.
Arropada, querida, deseada.
—Aunque mi especie viva mucho tiempo de manera natural,
aprendimos hace mucho que el corazón del selshuan puede hacer lo mismo
con aquellas razas que no fueron bendecidas con una vida tan larga como la
nuestra.
—Creo… —murmuro soltando un suspiro cuando la idea de antes
vuelve de nuevo a mi cabeza—. Creo que mi especie jamás debería saber
eso, Aka’ashi. Especialmente la gente de la colonia.
—¿Por qué? —Es su turno de preguntar.
Sonrío con pena.
—Porque creo que la multinacional que nos gobierna no haría nada
bueno con ese conocimiento —me lamento—. Todo lo contrario. Pero,
dejando a un lado ese tema, Aka’ashi —le pongo una mano en el pecho y
presiono la palma contra los latidos de su corazón, necesitando sentirlo vivo
tras el susto que nos hemos llevado y que todavía perdura en mí—, no
vuelvas jamás a hacer algo así, ¿vale?
—¿A hacer el qué? —inquiere él, ladeando la cabeza con confusión y
poniendo su enorme mano sobre la mía para presionarla un poco más contra
su piel.
Le sonrío sin poder evitarlo, pero mi tono sigue siendo uno de regañina.
Porque mi cabeza se ha empeñado en repetir la escena de Aka’ashi a
punto de morir a todo color en cuanto ha visto la sangre del selshuan.
Me estremezco y me armo de valor porque quiero dejarle claro cuál es
mi posición sobre esa tontería de cazar a ese peligroso animal.
—Preferiría pasar cincuenta años de vida junto a ti que perderte
mientras tú intentas alargarme los días, ¿me entiendes?
La mera idea de que él vuelva a insistir en dar caza a un selshuan si lo
de comerme el corazón no funciona, o si pasa cualquier otra cosa que ponga
mi vida en riesgo, me llena de una angustia insoportable.
—No necesito volver a enfrentarme a una de esas criaturas —replica él
—. Ya he obtenido lo que quería.
Señala de nuevo hacia el corazón.
Ya, vale, lo pillo, suspiro para mí misma, quiere que me coma la dichosa
cosa sí o sí porque está preocupado por lo frágil y pequeña que soy.
Maldito guerrero enorme con poderes sobrenaturales, me está
enterneciendo el corazón y está empezando a hacer que confíe en él
ciegamente con esa manía suya de hacer cualquier cosa para que yo esté
bien, aunque ello implique cazar a una bestia casi imposible de matar.
—Muy bien —accedo, sabiendo que, si realmente tiene los efectos que
él describe, entonces por muy asqueroso que sea, comerse esa cosa es la
decisión acertada.
A caballo regalado no se le miran los dientes y todo eso.
Seré todo lo arisca y desconfiada que quieras, pero «tonta» es algo que
jamás se ha atribuido a mi nombre.
—¿Cómo me lo como? ¿Lo vas a cocinar?
Me alejo de Aka’ashi y me acerco al plato principal de la tarde.
Puaj. Qué asco da.
Aka’ashi se coloca tras de mí y pone sus manos en mis hombros.
—No. Debes hacerlo con tus manos desnudas, vahsari.
—Debí habérmelo imaginado —musito para mí misma en tono gruñón.
Me inclino sobre el dichoso órgano y, decidiendo hacer a un lado los
últimos vestigios de mis reticencias, hundo mis manos en él.
Vida nueva, aquí voy: cubierta de sangre. Tal y como vine al mundo la
primera vez, pienso cuando la sangre del selshuan acaba por gotear por mi
garganta y por mi pecho, mientras poco a poco me como el inusitadamente
dulce corazón de la enloquecida bestia dorada bajo la atenta mirada de mi
prometido berserker.
Capítulo 39
AVA
Me hundo en un sueño profundo y repleto de paz mientras mi cuerpo, una
vez más, arde.
Pero esta vez no en agonía, sino que se trata de un ardor similar a
encontrar un acogedor fuego de la chimenea ardiendo alegremente mientras
a tu alrededor se desata una tormenta invernal que sacude los cielos.
Puedo sentir a Aka’ashi cargando conmigo como lo hizo aquella vez que
ahora parece tan lejana, saltando de árbol en árbol como si fuera un enorme
Tarzán, pero mi mente está muy lejos de la realidad.
Oigo música.
Como si el planeta entero estuviese hecho de ella.
Los árboles cantan; los animales siguen el ritmo como si sus pisadas y
sus voces se hicieran eco de esa canción ancestral; los cielos rugen su
propio coro; y los ríos y mares acompañan la inmensidad de la música de la
vida del planeta con su propio retumbo, más antiguo que la existencia
misma.
Y yo me dejo llevar por todos ellos, uniendo mi pequeña, diminuta y
casi imperceptible voz a la inmensidad de esa música que resuena en cada
una de las células de mi cuerpo.
Siento mis labios sonreír, mi pecho ronronear y mi garganta emitir
sonidos que van más allá de lo que un humano debería ser capaz de hacer.
Es como si el mundo me estuviera dando la bienvenida.
Como si el planeta entero me hubiera adoptado como parte de su
familia.
Me siento, ahora más que nunca, como si hubiera encontrado mi
verdadero hogar.
Cuando despierto, horas o días o semanas después, quién sabe, estoy
tendida sobre un montón de pieles calentitas y agradables colocadas en una
cuidadosa pila sobre el suelo de madera de lo que parece una cabaña.
Puedo oler el aroma que reconozco de manera inmediata como el de
Aka’ashi presente en todo este lugar.
En el aire, en las pieles, en mi rostro, especialmente mi frente, como si
la hubiera tocado numerosas veces para comprobar mi fiebre; en los boles
de comida limpios y apilados sobre un banco de madera al otro lado de la
chimenea que hay en el centro de este pequeño lugar, cuyo techo está hecho
de las ramas y hojas de un árbol vivo que canta con una fuerza que me hace
sonreír nada más notarlo haciendo eco a mi alrededor.
Cierro los ojos y suspiro, sin alterarme cuando mi mente localiza a
Aka’ashi, su presencia y su calor, a unos metros de la cabaña.
Puedo sentirlo con tanta claridad como siento el resto de la vida de
Valdan a mi alrededor.
Es como si hubiera desarrollado superpoderes sensoriales capaces de
localizar a todos los seres vivos en un radio de unos doscientos metros.
—Esto es increíble —murmuro, notando que mi voz está rasposa y
áspera, pero sonriendo por lo extraordinario que se siente.
Jamás me había sentido tan viva como en estos instantes.
Tan correcta dentro de mi propia piel.
Siento a Aka’ashi en la puerta antes de que el grandullón la abra.
—Hola —le sonrío.
Él deja el animal que cargaba en una mano, parecido a las ilustraciones
de un conejo que vi una vez, al lado del banco y se acerca a mí con rapidez,
acuclillándose para poder pasar sus manos por mi rostro con devoción.
—Estás despierta —deja salir el aire de sus pulmones con alivio—. Me
tenías preocupado, vahsari.
Amplío mi sonrisa, apoyando mi mejilla en una de las cálidas palmas de
sus manos, rugosas por el uso de las armas.
—No tenías por qué preocuparte —le digo con un suspiro—. Me siento
como si estuviera flotando en el cielo.
Suelto una risita que ni en mil años habría soñado que saldría de mis
labios si no estuviera en este estado de euforia.
Aka’ashi me mira y, segundos después, ahoga una risotada que resuena
de manera grave y ronca en su amplio pecho musculoso.
—Pasará pronto, vahsari —me dice con ojos brillantes de la risa—. Por
suerte, este estado temporal no es peligroso. Ni siquiera para una frágil
humana como tú.
—Au —protesto en voz alta, aunque encuentre sus palabras hilarantes
—. No hace falta que me recuerdes lo débil que es mi especie en
comparación con la tuya, grandullón.
No entiendo de qué se ríe, pero me hace gracia verle reír, así que yo
también lo hago. Con ganas. Hasta que los ojos me lloriquean y, de repente,
me siento agotada sin más.
Los párpados se me cierran mientras mis ojos, clavados en la ancha
espalda de Aka’ashi, que se ha alejado de mí tras besar mi frente, lo
contemplan trabajar en prepararnos la cena.
Creo que estoy colocada, me susurra esa pequeña zona de mi cerebro
que todavía tiene algo de sensatez.
Me duermo sintiendo que estoy flotando en el cielo y me escucho emitir
un quedo «uiiii» y una risita tonta y eufórica que no sé de dónde salen.
Cuando vuelvo a despertar un rato después, el estado de euforia es
mucho menor, pero la sensación de pertenencia se queda conmigo el resto
de mis días.
Y sé, en lo profundo de mi corazón, que venir a Valdan y conocer a
Aka’ashi fue cosa del destino.
Capítulo 40
AVA
—¿A dónde vamos ahora? —le pregunto a Aka’ashi mientras él se inclina
para que pueda subirme a su espalda.
—A Falav’mâr.
Ah. El asentamiento construido a las orillas de un lago del que me habló
durante el vuelo sobre Kak’tras.
Pensar en él todavía me retuerce el corazón de la culpa.
Y creo que siempre lo hará.
Aka’ashi le ha dado el último adiós al precioso dragón, y verle apoyar
su frente otra vez como despedida en la de su viejo amigo y montura me ha
roto el corazón un poco más.
Mi «lo siento» ha sido recibido con un «no ha sido tu culpa, el selshuan no
debió comportarse así. Fue antinatural» y un fruncimiento de ceño que me
hace pensar que Aka’ashi cree que hay algo más que mera agresividad
territorial, o lo que quiera que fuera eso que motivó el ataque del selshuan,
pero a mí ni siquiera repetir esas palabras hasta la saciedad me ha calmado.
Supongo que el tiempo sanará las heridas poco a poco.
Suelto un grito de sorpresa cuando Aka’ashi trepa por el tronco del árbol
más cercano cargando conmigo como si nada y empieza a saltar de rama en
rama como si estuviera volando por el bosque.
Esa habilidad nunca dejará de sorprenderme.
Después de haberme comido el corazón del selshuan (puaj) la verdad es
que me siento mucho más fuerte y saludable.
Llena de vida, por así decirlo, pero no dejo de pensar en que aun así voy
a necesitar hacerme con un arma con la que defenderme fácilmente si las
cosas se vuelven difíciles, porque el ataque de la bestia dorada me ha
recordado, una vez más, lo peligroso que es este mundo repleto de
inmensos dinosaurios.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar al asentamiento? —le
pregunto a Aka’ashi, haciéndome oír por encima del sonido del viento y de
los animales que se apartan de nuestro camino.
—Dos días si continuamos a este ritmo.
Reacomodo mi agarre sobre los hombros y las caderas del guerrero y me
preparo para pasar horas colgada a su espalda.
Cuanto más nos internamos en el bosque, más me doy cuenta de lo
maravilloso que es este mundo.
Jamás había visto o sentido tanta vida en un solo lugar.
Pájaros, insectos, manadas de inmensos ciervos con cuernos que parecen
ramas de árboles en flor, dinosaurios, tanto herbívoros como carnívoros…
(y estos últimos me hacen estremecer).
Los pasamos a todos por encima de sus cabezas mientras saltamos de
árbol en árbol y, cuando el sonido de mi estómago se hace evidente y
Aka’ashi lo capta, aterrizamos junto a una pacífica manada de lo que
parecen triceratops cubiertos de escamas de vivos colores.
—Son preciosos —murmuro mientras bajo con cuidado de la espalda
del guerrero y procedo a estirar mis músculos adoloridos.
Aka’ashi coge mi mano en una de las suyas y me dedica una de sus
bellas sonrisas.
—Ven, vahsari, te los presentaré.
—¿Los conoces? —alzo las cejas de la sorpresa.
Él se ríe.
—Una de las obligaciones de mi especie es cuidar el equilibrio de
nuestro planeta —me dice, tirando de mí con suavidad hacia uno de los
miembros de la manada, que está pastando tranquilamente cerca de la orilla
de un río—. Los imvimâr, especialmente, nos encargamos de castigar tanto
a los que cazan en exceso hasta poner en peligro a una especie, como a las
especies que se reproducen en demasía. Aunque ese es solo uno de nuestros
deberes. Como también lo es acabar con los enemigos de nuestra especie —
me informa el guerrero de manera solemne.
Es evidente que está orgulloso de ser uno de los mejores guerreros de su
pueblo.
Le sonrío y me trago los nervios que me produce el estar tan cerca de
una criatura tan inmensa con cuernos que podrían atravesar un camión de
lado a lado.
Puedo sentir la energía que emana del animal, cosa que le comento a
Aka’ashi cuando este saluda a la bestia, que resopla suavemente en su
palma como reconocimiento y permite que lo acariciemos durante un rato.
Él me mira con un brillo de orgullo y alegría en los ojos cuando se lo
cuento.
—Eso significa que el planeta te ha aceptado como hija suya y que te ha
regalado el don del sensor —me explica, abrazándome contra su pecho y
enredando sus manos en mis cortos rizos antes de besarme—. Cuando
volvamos a casa, te presentaré a la chamana de Lorie’mâr para realizar la
ceremonia que te convertirá en una más de los mâr y solicitaré tu mano de
manera formal ante todo nuestro pueblo.
La sonrisa se me congela en los labios y los nervios vuelven a hacer acto
de presencia.
Uuuuh.
Esas palabras, no sé por qué, me parecen un tanto funestas en cuanto
salen de sus labios, a pesar de que soy consciente de que Aka’ashi las ha
pronunciado de manera inocente y con toda la alegría de su corazón.
Hablar en público jamás se me ha dado bien.
Espero no cagarla.
Capítulo 41
AVA
Esa premonición no se apaga ni siquiera cuando llegamos a la ciudad de
Falav’mâr.
Todo lo contrario. En cuanto los ojos de la chamana del lugar se posan
en mí cuando los guerreros nos guían hasta ella, mi estómago se retuerce en
un nudo de aprensión.
—Bienvenido, Aka’ashi, valeroso imvimâr —saluda la alta mujer al
guerrero, que inclina la cabeza con respeto sin soltar mi mano—. Y tú,
uma’umana, mientras vengas en son de paz, obtendrás paz.
Vaya. Qué saludo tan frío y menuda amenaza tan evidente, pienso
mientras trato de mantener la sonrisa cordial bien pegada a mis labios y no
romper a reír por lo de «uma’umana» otra vez como me pasó con la madre
de Aka’ashi.
Abro la boca para darle las gracias, pero Aka’ashi se me adelanta.
Se yergue con orgullo y anuncia:
—Avanna Selfrey es mi prometida y ha aceptado ser mi futura
compañera de vida, tía Del’lara —replica con cierta agresividad al ver el
desplante de la mujer—. Nos emparejaremos muy pronto.
No sabía que era su tía.
Ahora que lo menciona, el parecido físico es evidente. Ambos tienen
esos ojos de un azul imposiblemente bello.
Las exclamaciones de sorpresa y disgusto me sorprenden por su
intensidad.
—¡Aka’ashi! —exclama la chamana, pálida como el papel y con sus
azules ojos abiertos de par en par—. ¿Emparejarte con una uma’umana?
¿En qué está pensando mi hermana para permitir esto? —Niega con la
cabeza, pero se detiene de repente como si recordara que está ante testigos y
nos hace una seña—. Venid. Hablaremos en privado.
Aka’ashi aprieta suavemente mis dedos para darme fuerza mientras
seguimos a la líder del pueblo al interior de su elegante palacio, construido
sobre árboles de madera blanca y plateada.
Lo sabía, musito mentalmente para mí misma, mis instintos nunca fallan.
—Está molesta —le comento a Aka’ashi en voz queda.
Él se tensa.
—No tiene derecho a ello —responde en tono gruñón—. Eres perfecta y
quien no lo vea está ciego.
Ahogo una risotada avergonzada porque sé que lo dice en serio.
La chamana nos mira con desaprobación por encima de su hombro.
Las cosas no podían ser tan fáciles, ¿verdad?, suspiro, subiendo los
últimos escalones y negándome a dejarme amedrentar por las miradas
escandalizadas de los guardias del palacio, que me observan con los
nudillos apretando fuertemente el mango de sus largas lanzas blancas.
Casi parece que les haya dicho que he cometido un crimen sacrílego o
algo por el estilo, observo justo antes de que las puertas del palacio se
cierren tras nosotros de manera silenciosa.
Capítulo 42
AKA’ASHI
—Es una locura, sobrino —sisea mi tía, tomando asiento y haciéndonos un
ademán para que hagamos lo mismo frente a ella en los sillones de su salita
—. Y no lo consentiré. Ya sabes lo que son los humanos…
Mira de reojo a Ava con desconfianza y un ligero deje de disgusto y a
mí la sangre me hierve de ira por su comportamiento, aunque mi prometida
no parece afectada en lo más mínimo y solo le sonríe.
O, más bien, le enseña los dientes en una mueca ligeramente
amenazante que pretende ser una sonrisa nada amigable.
—Tratarás con respeto a mi prometida, tía Del’lara —le advierto—.
Porque cualquier insulto que le dediques a ella, ya sea abiertamente o de
manera sutil, me lo tomaré como un insulto a mi propio honor.
Del’lara da un respingo y me mira con espanto.
—No puedes hablar en serio, sobrino. ¿Acaso te has vuelto loco? —
resopla—. ¿Qué dirían tus padres de semejante comportamiento? —Mira a
Ava de nuevo y entrecierra los ojos con sospecha—. Dime, ¿la criatura te ha
dado algo de comer o de beber que te ha hecho sentirte así?
—Oiga, señora —se indigna Ava, hablándole por primera vez desde que
ha conocido a mi tía y sorprendiéndola cuando lo hace en nuestra lengua
nativa—, yo no he envenenado ni manipulado a nadie, ¿está claro? Aka’ashi
es quien ha decidido cortejarme y yo —alza la barbilla con orgullo— he
decidido aceptar ese cortejo. Cosa que no es asunto suyo.
Mi tía me mira con horror.
—Le has dado un traductor a la terrícola —me dice en tono acusatorio.
Me tenso y le devuelvo la mirada de asco con una de ira.
—Mi futura compañera ha consumido el corazón de un selshuan y ha
sido aceptada como hija de Valdan —declaro con un deje de vanidad,
orgulloso de ello—. Ahora su vida será tan larga y próspera como la
nuestra.
Eso hace que mi tía pierda la compostura y se levante como un resorte,
tan furibunda y asqueada que sus emociones son casi palpables a nuestro
alrededor debido a lo poderosa que es su aura.
Protejo la mente de Ava envolviéndola con la mía de manera instintiva.
Aunque no creo que Del’lara intente cometer el horrendo crimen de la
invasión mental sin consentimiento, condenado con el exilio en nuestro
pueblo, ni tampoco que pueda invadir la mente de una humana si lo intenta
(ya que, aunque ahora pueda percibir su presencia espiritual, yo tampoco
puedo conectarnos a ambos de esa forma tan íntima, cosa que me
decepciona un poco), es inherente a cualquier macho mâr intentar proteger
a nuestra hembra a toda costa.
Especialmente de alguien como nosotros: telépatas.
Del’lara se pasea de manera alterada por la habitación.
—¿Cómo es eso posible? ¡El regalo de los selshuan no debería
funcionar en criaturas foráneas! —exclama de manera nerviosa como si se
hubiera olvidado temporalmente de nuestra presencia—. ¿Es posible que la
criatura haya engañado al Gran Espíritu de Valdan de alguna forma?
—Señora, que estoy presente —interrumpe Ava con irritación, haciendo
que la chamana se gire hacia ella—. ¡Ya le vale! Deje de llamarme
«criatura». Mi nombre es Ava. Y sí, vale, sé que mi especie no ha dejado
una buena impresión. Créame cuando le digo que a mí tampoco me la ha
dejado, ¡pero yo soy una sola persona! No represento a la totalidad de los
humanos, ¿entiende? Ni tampoco tengo nada que ver lo que quiera que
hiciera el gobierno de la colonia para hacer de mí su enemiga. También son
mis malditos enemigos, en realidad.
Se nota que Ava está intentando que mi tía la entienda; que está tratando
de construir un puente entre ambas.
Lo valerosa que es me caldea el corazón una vez más.
Siento una profunda admiración por esta hembra que no solo ha
sobrevivido a las crueles condiciones a las que la ha sometido su propio
pueblo de manera atroz e injusta, sino que además afronta las conductas
crueles de los demás con la cabeza en alto y sin callar ni una sola palabra, a
pesar de lo pequeño y frágil que es su cuerpo.
Su espíritu arde con la fuerza de mil soles, tan espléndidos que su alma
reluce a través de esa mirada que no se amedrenta ante nada.
Mi tía aspira varias bocanadas de aire antes de volver a sentarse y, una
vez calmada, entrelaza los dedos en su regazo.
—¿Estás seguro de esto, Aka’ashi? —me pregunta ignorando a mi
vahsari.
—Sí —respondo sin lugar a dudas con la mirada y el tono tan firmes
como una montaña, ofendido por su continuo desdén hacia la mujer a la que
amo.
La tía cierra los párpados y adopta una expresión adolorida.
Cuando los abre, en sus ojos hay una determinación que no me gusta
nada.
—Veremos lo que el concilio tiene que decir sobre esto —declara,
haciendo caso omiso de mi rugido de indignación y del respingo que da Ava
al oírme—. Voy a invocar a los diez grandes líderes de los mâr. Hasta
entonces, ambos quedáis bajo mi custodia.
Mi ira es tan inmensa como el astro rey, pero sé que negarnos solo hará
que los demás pueblos mâr también sospechen que Ava me ha manipulado
de alguna forma solo por ser de una especie en la que la gran mayoría de los
míos jamás confiará tras el incidente con Riven’mâr.
Miro a Ava y le pido con toda mi alma que confíe en mí, y ella parece
entender mi mensaje silencioso, asintiendo con expresión preocupada.
—Muy bien —accedo a regañadientes, aunque añado—: Pero no
toleraré que nos encierres hasta que dicho consejo se celebre. Y más te vale
estar dispuesta a pagar el precio por el insulto al honor de mi prometida que
acabas de emitir sin arrepentimiento cuando su nombre se declare
honorable y nuestro cortejo quede limpio de dudas.
Mi tía traga saliva, pero se mantiene firme.
—Espero que tengas razón, Aka’ashi —declara a pesar de que sus ojos,
cuando se clavan en Ava, siguen llenos de asco—. Aunque tu más que
desagradable gusto por una best…
—No acabes esa frase.
Jamás en la vida había sonado tan amenazador como ahora.
Se hace el silencio, no solo dentro del palacio, sino en toda la ciudad.
Siempre he tenido poderes mentales superiores a la media, y ahora todo
el maldito asentamiento acaba de sentir mi ira permeando desde el aire que
respiran hasta la tierra por la que caminan.
Son como conejos atrapados por la mirada furibunda de un vilzan. La
criatura carnívora más peligrosa que existe.
Y lo saben.
—Aka’ashi…
No es hasta que Ava susurra mi nombre, dándose cuenta de que el
ambiente se ha cargado de silenciosas promesas de violencia, que logro
controlarme y contener mi poder dentro de mi ser una vez más.
—Te lo repetiré una última vez por el respeto y el cariño que te tengo,
tía Del’lara —hablo con una calma que amenaza tormenta—: no vuelvas a
insultar a Ava o a insinuar que es inferior a nosotros bajo ningún concepto,
¿lo has entendido?
La chamana asiente de manera trémula, incapaz de emitir ni una sola
sílaba más.
Que jamás vaya a levantar mi puño o mi mente contra una hembra no
significa que no pueda derrocarla de su posición en la sociedad mâr, aunque
para ello tenga que derrotar con las manos desnudas a cada uno de los
guerreros que la eligieron como líder de su pueblo para enseñarles una
lección mortífera: que con la compañera de un imvimâr no se juega.
No es por nada por lo que solo hay una veintena de nosotros en todo el
planeta.
Somos seres a los que incluso nuestro propio pueblo no puede permitirse
insultar a la ligera.
Más le vale a mi querida tía aprenderlo por las buenas.
Porque si no lo aprenderá por las malas.
Capítulo 43
AVA
Honestamente, jamás imaginé que el dulce Aka’ashi pudiera llegar a ser tan
terrorífico.
Sí, vale, cierto: lo he visto matar dinosaurios con diminutas dagas como
única arma o con las manos desnudas.
Algo que nunca me cansaré de recordar porque, joder, es impresionante.
Pero no es lo mismo que sentir a miles de poderosos mâr quedarse
quietos y en silencio tras sentir el poder del cazador berserker
extendiéndose como una jodida supernova a mi alrededor.
«Guau» es una palabra que se queda corta, pero es la que mi cerebro no
deja de repetir como un disco rayado.
Guauguauguauguau… y así llevo ya una media hora, más o menos.
El poder de Aka’ashi va más allá de lo físico y lo visible y estoy
empezando a darme cuenta de varias cosas.
Uno: que nadie se atreviera a decirme ni mu cuando me veían pasear
con él por Lorie’mâr como dos tortolitos, a pesar de que alguna que otra vez
recibí miradas poco agradables, no solo tiene que ver con el hecho de que
allí son más tolerantes que los mâr de este asentamiento.
Dos: que nadie creyera durante los juegos en los que me convertí en su
prometida de manera oficial que Aka’ashi iba a ser derrotado, y que además
muchos guerreros se retiraran cuando supieron que él iba a participar, fue
una pista importante sobre quién y qué es Aka’ashi para su especie.
Y tres: que el berserker al que me he prometido es una maldita leyenda
viva que hace que los demás miembros de su especie se encojan con respeto
cuando lo miran es la conclusión a la que he llegado.
Y yo no tenía ni idea de ello.
Para prueba de todo esto, el que nos hayan dado un pequeño palacete
para nosotros solos alejado del centro de la ciudad, privado y con un
montón de terrazas con jardines colgantes y maravillas similares que hace
que la casa de los padres de Aka’ashi parezca una humilde cabaña en
comparación.
Que sí, soy consciente de que se trata más o menos de una prisión y de
que se va a celebrar un juicio o algo así en el que voy a tener que probarle a
la racista de Del’lara que no he hechizado a Aka’ashi para que se case
conmigo, pero, honestamente, yo me esperaba una oscura y húmeda cárcel
o una cabaña como aquella en la que pasamos la noche tras comerme el
corazón (puaj) del selshuan, o algo así.
Pero no. Nada de eso.
Nos han dado un jodido palacio entero.
Y a Aka’ashi le parece de lo más normal.
—Este lugar está reservado a los imvimâr que visitan Falav’mâr cuando
hacen sus rondas por la zona, vahsari —me explica el berserker por segunda
vez cuando señalo hacia el altísimo techo de la sala, cuya puerta acabo de
abrir porque no puedo dejar de explorar este maldito lugar—. Así que es
normal que nos lo hayan ofrecido. Aunque muchos solemos preferir
acampar en el bosque.
Mira a su alrededor como si tanto lujo lo incomodara un poco.
—Ya, pero, Aka’ashi —insisto, y vuelvo a señalar las cristaleras
delicadamente talladas del techo—. ¡Mira eso! Todo este sitio es más lujoso
que uno de los dúplex de los millonarios de las ciudades de mi planeta. Y esos,
según vi una vez en una revista que robé de algún lado, eran un maldito
desperdicio de espacio en un lugar saturado de gente que se hacinaba en las
calles para dormir porque no había apartamentos suficientes, sin importar lo
pequeños que los hicieran… Mierda, te estoy soltando el rollo otra vez.
Perdona.
—No es un «rollo» —me asegura él—. Puedes contarme lo que te
plazca. Escucharte hablar de tu pasado y de ti misma, vahsari, me permite
conocerte. Y por ello siempre será algo preciado para mí.
Maldito seductor, río para mí misma. Ya podrían los hombres humanos
aprender de él.
—Es que no me cabe en la cabeza que alguien construya algo así solo
por si acaso una o dos personas deciden visitar su ciudad —le explico con
un poco de timidez tras su declaración. Una emoción que me estoy
acostumbrando a sentir cada vez que me suelta cosas como esas—. Es
impresionante.
Noto su expresión de angustia y preocupación, aunque intente
ocultármela porque sabe que lo voy a regañar si lo que intuyo que piensa es
cierto.
Hermoso guerrero sobreprotector… Ya está otra vez sintiéndose
culpable por no haberme salvado de una vida de miseria y explotación.
Cosa que es ilógica porque yo ni siquiera estaba en su mismo planeta.
Palmeo su musculoso antebrazo con una sonrisa.
—Anda, deja de darle vueltas a la cabeza y enséñame el resto de este
sitio —ordeno con un tono de voz que es más dulce que el que he empleado
hasta ahora en toda mi vida.
Quién me diría a mí que para despertar ese lado de mí que ni yo misma
sabía que poseía haría falta la intervención de un guerrero alienígena de dos
metros de altura.
Aka’ashi coge mi mano como el oso tierno con pinta de matón que es y
me guía por todo el palacio, enseñándome cada una de las habitaciones,
terrazas y recovecos del lugar, que me maravillan por igual.
—Quiero una casa igual de bonita —confieso en un impulso—. No tan
ostentosa, pero sí grande y con muchos ventanales, jardines y terrazas. Me
encanta la idea de sentarme en un solárium a cuidar de las plantas y a, no
sé, leer o algo así. Aunque… —añado con un poco de vergüenza—. En mi
planeta nunca aprendí a leer mucho más allá de lo básico.
—Aquí podrás aprender lo que desees, ser lo que desees y hacer lo que
desees —me promete él.
Y, como todas sus promesas, es una que me cala hondo hasta el fondo
del maltrecho corazón, sanándolo un poco más.
Caminamos un rato más por la propiedad hasta que la hemos visto toda
y está empezando a oscurecer.
Al final elijo un dormitorio con vistas al lago, cuyas aguas son
bioluminiscentes por la noche como casi todo en este lugar, incluyendo a la
gente.
Incluso yo estoy empezando a serlo también, aunque curiosamente no
me preocupa mucho porque el brillo de mi piel, azulado en vez del dorado
de los mâr, me parece hermoso.
Y además ahora sé que Valdan me quiere. Un hecho que todavía me
resulta chocante porque, primero: saber que el planeta es una especie de
megaconciencia escapa un poco a mi capacidad para comprender las cosas;
y, segundo, siento que esa hiperconciencia es benevolente conmigo y ello
me hace sentir curiosamente a salvo.
Aka’ashi me mira con ojos de cachorrillo cuando le pregunto qué
dormitorio va a elegir él.
—Muy bien —le digo con los latidos del corazón acelerados—. Puedes
quedarte conmigo en el mío.
Él emite un ronroneo de lo más satisfecho… y procede a cargarme en su
hombro como si fuera un saco de patatas sin previo aviso, dejándome caer
sobre la cama.
—Descansa, vahsari —me ordena, inclinándose sobre mí para
devorarme la boca con un beso que me deja con las dos neuronas
funcionales bastante atontadas—. Iré a cazar algo para prepararte la cena
mientras tanto.
Sonrío y le veo marcharse a paso ligero para hacer eso mismo.
Extiendo las extremidades sobre las suaves sábanas de la inmensa cama
y pienso para mí misma que esto debe de ser el puto paraíso, juicio o no
juicio de por medio.
—Podría acostumbrarme a esta vida —suspiro.
Ojalá pueda vivir así, con él, contenta y a salvo, el resto de mis días.
Sean los que sean estos.
Capítulo 44
AVA
Despierto cuando oigo ruidos en la zona de la cocina y me levanto con una
sonrisa.
Camino hacia el origen del ruido y no es hasta que estoy cerca que mi
nuevo poder para sentir la energía vital de las cosas (que mola tanto que no
deja de maravillarme) me aclara que no se trata de Aka’ashi.
Pero para entonces el que quiera que esté en la casa ya me ha oído, y
antes de poder decidir si quiero volver silenciosamente sobre mis pasos o
presentarme (opción que me hace sentir tensa y desconfiada y me recuerda
que, aparte de Aka’ashi y su familia, no hay gente con la que me sienta del
todo cómoda o relajada), el intruso sale de la cocina y se planta en mitad del
pasillo.
Es alto, pero no tanto como Aka’ashi.
Se nota que es un guerrero porque, aunque todos los mâr que he visto
hasta ahora son musculosos y parecen hacer ejercicio a menudo, este tiene
cicatrices aquí y allá, un cinto del que cuelga un arma que en sus manos
seguramente sea una daga larga y en las mías una espada y, mis ojos se fijan
de inmediato, un tatuaje similar al que Aka’ashi lleva en el costado que
declara su rango como imvimâr.
Así que se trata de uno de esos compañeros de los que Aka’ashi me ha
hablado de vez en cuando, supongo.
—Hola —saludo intentando ser amigable.
El enorme guerrero, cuyos hombros son tan anchos que me sería
imposible pasar por su lado sin apretujarme contra la pared, me frunce el
oscuro ceño y clava sus ojos de color verde claro en mí como si me
estuviese evaluando.
—Así que es cierto, Aka’ashi ha traído a una hembra terrestre a un
poblado mâr y la ha presentado como su prometida.
La manera en la que lo dice: seria, reflexiva e intrigada, me pone todavía
más tensa que antes porque me siento analizada por esos ojos suyos, tan
fantasmagóricos.
Me yergo en toda mi estatura tratando de esconder lo intimidada que me
siento ante el desconocido.
Algo que llevo haciendo desde que era una niña que aprendió a
posturear y a chulear para sobrevivir.
—Mi nombre es Ava —declaro con una sonrisa que de calidez tiene los
mismos grados que el polo norte—. Y, sí, soy una hembra humana. Y
también la prometida de Aka’ashi.
La sonrisa del cazador, cargada de un humor algo oscuro, me pilla
desprevenida.
—No hace falta que te asustes de mí, mujer —ríe el berserker—. Jamás
haría daño a una hembra, humana o no.
Me relajo un poco porque puedo sentir la sinceridad de sus palabras.
—Aka’ashi ha salido de caza y volverá pronto —siento la necesidad de
decírselo y me siento un poco patética por ello.
Porque sé que ha sonado a «no te metas conmigo porque mi prometido
estará aquí enseguida y te las verás con él», y lo odio.
Lo detesto porque me hace sentir vulnerable, indefensa y dependiente de
un hombre, y yo jamás he dependido de nadie para nada.
Ojalá comerme el corazón de esa cosa me hubiera dado un superpoder
para defenderme, suspiro para mí misma, lamentándome mentalmente de
no haber desarrollado algo tan increíble como la capacidad de paralizar o
aterrar a todo el mundo mentalmente como hizo Aka’ashi durante su
discusión con su tía.
El imvimâr fija su atención en mí de nuevo, como si le molestara que no
me sienta segura a su alrededor.
Aunque es algo muy sutil, presente en la tensión de su cuerpo y en su
ceño, que sigue arrugado y pensativo, lo percibo con claridad.
—Los imvimâr no nos entrometemos en los asuntos de otros cazadores a
no ser que este esté incumpliendo alguna ley del pueblo, y Aka’ashi es un
macho honorable —me asegura de manera lenta y pausada, como si
quisiera que comprenda que no es mi enemigo—. Aunque considere que su
corazón es algo… curioso, por elegir a una hembra humana como
compañera —me mira unos segundos más con intensidad, como si estuviese
fascinado por mí.
Y se da la vuelta y se mete en la cocina de nuevo.
Me permito relajarme del todo y decido que voy a volver a mi
dormitorio a esperar a Aka’ashi y que esta vez sí que sí voy a exigirle hasta
salirme con la mía que me dé un arma.
Pero entonces el imvimâr, que no me ha dicho su nombre, asoma la
cabeza por el arco que da a la cocina y fija esos ojos casi translúcidos en mí
de nuevo.
—Mi nombre es Ik’aver, por cierto. Pasaré la noche al otro lado de la
casa y me iré cuando amanezca.
—Ah… Encantada.
Él ya ha vuelto a desaparecer antes de que yo termine de hablar.
Qué macho tan extraño, pienso cuando me meto en el baño para darme
una ducha mientras espero a que vuelva mi prometido con la cena.
Capítulo 45
AKA’ASHI
—Ik’aver.
Me sorprende ver al viejo cazador tan cerca de la civilización.
Ik’aver lleva más de un siglo viajando por todo el continente y es
famoso por evitar a la gente y pasar largos periodos de tiempo a solas con la
naturaleza, escuchando la canción del planeta y acudiendo allí donde se le
necesita, normalmente lejos de los pueblos mâr más populosos.
—Joven Aka’ashi. Ha pasado un tiempo desde que nos vimos —saluda el
guerrero, dejándose caer de la rama del árbol en la que estaba sentado, cerca
del camino que da a las escaleras de acceso a la casa—. Veo que he llegado
en medio de un suceso de lo más interesante.
Suelto un gruñido sin apartar los ojos de él y reacomodo la bolsa en la
que cargo la carne y las hierbas que he recogido del bosque para sazonarla
para Ava.
—¿Qué te trae por aquí, Ik’aver? —inquiero, curioso, tras compartir con
él el típico saludo entre guerreros.
Él, que según se dice rara vez sonríe, esta vez ríe entre dientes como si
hubiera algo que encontrara divertido respecto a mí.
—Hace unas semanas, mientras estaba tumbado a la sombra de un árbol
sagrado, oí a la música del mundo hablar de un guerrero mâr que había encontrado a
su vahsari en una humana —me explica con voz ligeramente rasposa, poco
habituada a mantener conversaciones con otras personas—. Me pareció de lo más
interesante, así que le pedí a Valdan que me guiara hasta vosotros para conoceros.
Ladeo la cabeza y aprieto la mandíbula, sabiendo que muchos van a
sentir una curiosidad mucho menos inocente por Ava y preparándome
mentalmente para hacerlos huir con el rabo entre las piernas si osan
molestarla.
Elijo pasar por alto el hecho de que el imvimâr ha decidido meter las
narices donde no le corresponde, aunque mis instintos, que arden por
proteger a Ava y eliminar cualquier inconveniente y saben que ella está
tensa y preocupada, me gritan que lo mejor sería hacer que se marche.
Hacer huir a todos los que ahora mismo habitan en Falav’mâr, de hecho.
Cosa que es ridícula porque no debo despoblar un asentamiento debido a
que su líder y algunos de sus guerreros han ofendido a mi vahsari.
Es algo que he tenido que aprender a controlar rápidamente,
centrándome en meditar para calmarme mientras cazaba, porque si no
acabaré con una peor reputación que la de Ik’aver; aunque lo que me
preocupa realmente es que algunos aíslen a Ava y se nieguen a socializar
con ella por culpa de mi agresividad protectora si cedo ante mis instintos.
—He conocido a tu prometida —confiesa Ik’aver, observando mi
reacción con ojos curiosos—. Es… más agradable físicamente de lo que
había oído que los humanos eran, si soy honesto.
Saco los colmillos y le siseo antes de poder controlarme, pero él solo se
ríe, mostrando los suyos propios cuando echa la cabeza atrás para soltar una
carcajada, divertido por mi advertencia.
—Calma, joven. No pretendo luchar contra ti por su mano —resopla con
humor—. La humana no es mi vahsari.
Me relajo al oír eso, pero instantes después me siento un poco
avergonzado porque estoy ante una leyenda en carne y hueso de mi pueblo,
el único otro imvimâr que nació en Lorie’mâr desde su fundación, y lo
primero que he hecho es amenazarlo y dejarme llevar por mis instintos de
macho encandilado y en celo por su hembra.
—Hay algo más, ¿no es así? —caigo en la cuenta cuando logro
controlarme y me centro, analizándolo como él ha hecho conmigo—. No
has venido solo por curiosidad.
Su expresión, que se vuelve mucho más cerrada, me dice que sí lo hay.
Él hace un movimiento con la mano que se traduce como un «tal vez»
en el lenguaje no verbal de nuestra gente.
—Creo que tu futura compañera está hambrienta y que quiere hablar
contigo —cambia de tema—. No deberías hacerla esperar.
Sé que está apelando a mis instintos para que deje estar el tema y me
centre en mi tarea de alimentar a Ava y hacer que esté cómoda y segura.
Es muy astuto por su parte, porque no hay duda de que funciona con
cualquier macho mâr, incluyéndome a mí.
Me encojo de hombros, dejando estar sus secretos, y lo paso de largo
mientras él eleva el rostro hacia las estrellas y murmura algo en lenguaje
antiguo que no logro captar del todo.
Aunque reconozco una palabra: «esperanza».
Y me pregunto una vez más qué es lo que el solitario Ik’aver está
buscando realmente al venir hasta aquí.
Capítulo 46
FABIA
—No me fío de estos tipos.
Trudy, agotada y cansada de desconfiar de todo y de todos, solo suspira.
Sé que quiere creer en estos humanos, que aseguran haber renunciado a
la colonia y haber fundado su pequeño asentamiento con la esperanza de
poder vivir respetando a los nativos de Valdan y colaborando con ellos, en
vez de en una alianza con los crueles amos lagartos a los que el gobierno
sirve.
Pero yo creo que hay gato encerrado en todo esto y que no tardarán en
enseñar su verdadera cara.
Mis instintos no dejan de gritarme que no me fíe y que no baje la
guardia.
Y mis instintos jamás fallan.
Me han salvado la vida tantas veces al advertirme de la malicia que
esconde la gente que los escucho sin plantearme si se están o no
equivocando a estas alturas.
He aprendido a hacerlo desde que era una cría.
—Mantén los ojos abiertos —le advierto a la rubia en voz queda
mientras me inclino sobre mi bol de gachas, tragándome la cosa insípida
hecha de arroz pastoso que nos dan de comer tras trabajar en los campos
durante casi todo el día.
—Lo haré. Tranquila —promete Trudy, tensa pero con ganas de dejar ir
el tema porque en el fondo, a pesar de todo lo que nos ha pasado desde que
llegamos aquí, sigue siendo esa chica que da oportunidades a los demás
porque quiere tener fe en la naturaleza humana aunque desconfíe de ellos.
Cosa que podría costarle la vida.
Y esa es una idea que me angustia después de haber pasado por tanto
junto a ella.
Hace mucho que no tengo amigos ni nadie en quien confiar. No desde
que mi hermano fue asesinado.
Y, aunque sé que no pude haber hecho nada para salvar a Samuel ni a
Clara, me niego a que Trudy también muera y a tener que decirle adiós a mi
nueva amiga.
Así que vigilaré las espaldas de ambas mientras espero a que lo que
quiera que estas gentes estén escondiendo nos estalle en la cara.
Como siempre pasa.
Paseo mis ojos por todo el gran comedor y observo a los presentes con
sospecha, anotando cómo se comportan unos con otros, quién es amigo de
quién o quién no se lleva bien con otros, y veo que nuestro nuevo líder, que
asegura ser el fundador y administrador del lugar pero no quiere ser
llamado presidente (aunque cuando lo dice a mí me huele a que miente y
solo finge ser humilde), se inclina hacia una mujer que le susurra algo al
oído que parece bastante urgente.
Durante unos segundos, tras hacer una mueca que agria sus rasgos, los
ojos del hombrecillo se cruzan con los míos.
Noto una expresión de consideración en ellos que no me gusta nada.
Él sonríe de manera tensa, fingiendo una amabilidad que nunca llega a
sus ojos, y yo le devuelvo la sonrisa como si no pasara nada y me meto otra
cucharada de gachas en la boca como si las estuviera saboreando.
Una vez ambos, él y su amiga, apartan sus miradas de mí, cojo el
cuchillo de la mesa y me lo escondo sutilmente en la manga de la camisa de
lino que todo el mundo viste por estos lares.
No pienso estar desarmada cuando vengan a por mí.
Sea lo que sea lo que están tramando, estaré todo lo lista que pueda para
ello.
Capítulo 47
AVA
Aka’ashi ha ido a hablar con algunos de los líderes que conoce antes de que
se reúnan para juzgar nuestra relación, tanto para comentar el hecho de que
estamos prometidos como para avisarles del comportamiento extraño del
selshuan, pero, aunque me ha ofrecido ir con él, he preferido quedarme
aquí.
Nunca seré una maldita mariposa social.
Y menos con gente que se cree con derecho a determinar mi vida y con
quién debo o no debo casarme y si soy o no soy alguien que está tratando de
«robar» un macho mâr mediante tretas horribles.
Creo que mi presencia solo estropearía su intento de construir puentes a
mi favor con mi perpetua cara de mala hostia, la verdad.
Han pasado dos días durante los que me he estresado de preocupación,
no solo por nosotros, sino también cada vez que pienso en las otras mujeres
encerradas en esa casa de pesadilla.
Mi angustia es tan visible que el hosco cazador, al que Aka’ashi parece
respetar, me pregunta por ello durante el primer día de estar dando vueltas y
más vueltas por la casa, tras una noche en la que he sido incapaz de dormir
porque el enorme y caliente cuerpo de Aka’ashi estaba tendido a mi lado.
A escasos centímetros de distancia, tenso y deseando follarme, pero
negándose a hacerlo porque quiere que sigamos las costumbres «correctas»
para que su pueblo no tenga más motivos para encenderse aún más con el
racismo que algunos muestran por los humanos.
Juro que casi muero de frustración sexual.
—Es solo que estoy preocupada por las otras mujeres —le confieso a
Ik’aver cuando me lo encuentro horas antes del juicio, paseando por el
jardín de una de las terrazas colgantes, y me pregunta por segunda vez si lo
que me pone tan nerviosa es la reunión de los líderes de los mâr (que sí que
me pone nerviosa, pero no me da la gana admitirlo ahora mismo).
—¿Qué otras mujeres? —pregunta él con evidente interés.
Me muerdo el labio inferior y decido hablarle de mis encantadores
primeros días en el planeta Valdan.
—Había otras tres chicas conmigo cuando nos encerraron en aquella
casa —le cuento la historia de la casa del horror, de los repulsivos hombres
lagarto (que los mâr llaman kayaz) y de cómo acabé en Lorie’mâr con
Aka’ashi.
Decir que el imvimâr parece horrorizado después de escucharme es
quedarse corto.
—Tus líderes no tienen honor —escupe con asco y enfado—. No solo
por haberse aliado con los kayaz, sino también por lo que os hicieron.
Me encojo de hombros.
—Ya. Eso no son noticias para mí —replico medio en broma medio
amargada—. No sé de muchos líderes humanos que hayan tenido «honor»
en nuestra historia. O al menos no como vosotros interpretáis el honor:
compasión, honestidad, altruismo y esas cosas.
Su rostro adopta una expresión todavía más oscura.
—¿Y no sabes si esas mujeres siguen todavía en ese lugar? —desaprueba—.
¿Aka’ashi no las sacó de allí?
Niego con la cabeza, apesadumbrada.
—Aka’ashi vio que yo había sido envenenada y su prioridad era
salvarme a mí, ya que soy su vahsari —le explico—. No se acordó de ellas
porque en cuanto me vio herida su cerebro cortocircuitó, supongo.
Él emite un sonido pensativo.
—Si se lo ha dicho a la chamana de Lorie’mâr, lo más probable es que
ella enviara a otro imvimâr a buscarlas si Aka’ashi estaba ocupado contigo
—me explica—. O que decidiera abandonarlas a su suerte si son adultas,
ahora que los kayaz están muertos, dado que ellas son de otra especie
diferente.
Eso me preocupa.
—Cuando todo esto se arregle, él irá a buscarlas con sus aprendices,
pero para entonces temo que sea demasiado tarde…
Ik’aver hace un sonido gutural.
—Aquí no tienen imvimâr —contesta él. He aprendido que ese es el
nombre en lenguaje antiguo que todavía se les da a los cazadores que se
dedican a hacer justicia o a matar en nombre de su pueblo y que por eso mi
chip no lo traduce—, y nosotros somos los únicos que podemos interceder
con otra especie y entrar en territorios que no nos pertenecen sin necesidad
de obtener el permiso de los líderes de pueblo.
—¿Algo así como la policía internacional? Cuando existía en mi
planeta, me refiero… —veo su expresión de incomprensión y me regaño
porque claro que no va a entender la referencia—. No importa. Perdona,
sigue.
Él ladea la cabeza y continúa hablando como si no le hubiera
interrumpido.
—De normal, dejamos que los demás cumplan con su destino por su
cuenta, sea el que sea, a no ser que se trate de niños que no cuenten con la
protección de un adulto —me revela—. Solo actuamos para restaurar el
equilibrio, para matar a un enemigo de nuestro pueblo o para corregir un
gran mal.
—Algo así entendí cuando Aka’ashi trató de explicármelo —asiento yo
—. Me prometió que averiguaría si les había pasado algo.
—Imagino que no habrá podido —replica él, pero aun así tiene el
entrecejo fruncido.
Suelto un suspiro.
—Sus aprendices dijeron que intentarían localizarlas, pero que estaban
ocupados con sus propios deberes y que tardarían unos días más en poder
hacer algo por ellas —recuerdo que me comentó Aka’ashi poco antes de
anunciar que se iría unos días de Lorie’mâr y de que yo lo siguiera hasta el
nido del pobre Kak’tras.
—Yo lo haré —declara Ik’aver.
La intensidad con la que lo dice me sorprende.
—¿Por qué?
—Porque —Ik’aver clava esos ojos de color verde fantasmal en los míos—,
no soy capaz de pensar en que hay tres hembras indefensas y desarmadas en
manos de esclavistas y abusadores sin hacer nada al respecto —asevera—. Así
que dime dónde estabais encerradas exactamente y yo las encontraré y, si están
vivas, juro por mi honor que las pondré a salvo.
Siento un inmenso alivio al ver lo decidido que está.
Aka’ashi también estaba dispuesto a ir a buscarlas junto a sus amigos
guerreros, pero con todo lo que nos ha pasado creo que se le ha ido el santo
al cielo.
Y no lo culpo. Sería hipócrita por mi parte porque a mí también me ha
ocurrido.
La ayuda de Ik’aver nos vendría genial en este tema. Sería algo menos
de lo que agobiarse.
—Muy bien —accedo, y le cuento todo lo que recuerdo de la casa del
horror y de su ubicación.
Ik’aver me escucha con atención y, cuando los guardias encargados de
guiarnos hacia el círculo del consejo llegan acompañados de un huraño
Aka’ashi, hace rato que el solitario imvimâr ha desaparecido del mapa tras
recoger su armamento y deslizarse como una silenciosa y mortífera sombra
por el bosque.
Capítulo 48
AVA
Del’lara ha convocado a los diez líderes más rápidamente de lo que creía
que sería posible.
Al parecer, la mayoría han llegado volando o a lomos de criaturas que
son capaces de cargar con un barco a toda velocidad río arriba.
Lo que es impresionante.
Como la mayoría de las cosas que pasan en este planeta, para bien o
para mal.
Aka’ashi está tan tenso que tengo que calmarlo poniendo una mano en
su antebrazo para que deje de sacarles los colmillos a los pobres guardias,
que están acobardados, pero insisten en seguirnos los pasos con los nudillos
blancos por la fuerza con la que agarran sus lanzas.
Cuando llegamos a la plaza, las chamanas y demás líderes de las aldeas
mâr, cuya inmensa mayoría son mujeres, están sentados en un semicírculo
sobre una plataforma bellamente decorada con flores silvestres por toda la
barandilla.
El aspecto paradisíaco del lugar contrasta con el triste sentimiento de ser
juzgada y de verme obligada a probar que no he forzado a Aka’ashi de
ninguna forma para que me elija como su vahsari.
De demostrar que soy por derecho propio la elegida de su corazón.
Aunque cómo voy a probar algo así escapa a mi comprensión si son
incapaces de aceptar mi palabra o la del propio imvimâr.
Es irritante que hayan decidido meter las narices en nuestra vida privada
y me toca mucho la moral, pero al mismo tiempo admiro el hecho de que
Aka’ashi les importe tanto que estén dispuestos a cabrear a alguien tan
poderoso como él el resto de sus vidas solo para comprobar que nuestra
relación es consentida.
Porque algo así jamás habría pasado en la Tierra que yo conozco, donde
cada individuo trata de subsistir bajo condiciones bastante extremas y
normalmente a costa de los demás en una competición constante por la
supervivencia.
—Bienvenidos, Aka’ashi, Avanna Selfrey —saluda la tía del cazador—.
Este consejo ha sido invocado para comprobar que… —la mirada de la
mujer se detiene en mí unos segundos y, aunque su expresión permanece
neutra, puedo sentir su ligero disgusto cuando me mira—… la humana —
sonrío sin poder evitarlo cuando noto que ha corregido el nombre de mi
especie a pesar de la tensión— no ha coaccionado o manipulado a Aka’ashi,
honorable imvimâr del asentamiento de Lorie’mâr, para que este se
empareje con ella y además le ofrezca el sagrado corazón de un selshuan.
Eso último hace que se levante una ola de exclamaciones de sorpresa
entre los espectadores, que se acumulan en las terrazas superiores de los
árboles como en un inmenso anfiteatro al aire libre.
Trago saliva cuando noto sus cientos de pares de ojos sobre mí, algunos
de ellos nada amigables, aunque hasta ahora la gente solo había sentido
principalmente curiosidad por la foránea que había sido la causa de que uno
de sus guerreros más fuertes se cabrease tanto hace unos días.
—Mi prometida, Avanna Selfrey —interviene Aka’ashi, y una vez más
me sorprendo cuando las voces se apagan de repente y la gente se queda
quieta escuchando lo que él tenga que decir, tanto por respeto como por
miedo debido a su evidente cabreo—, jamás me ha coaccionado a nada. Mi
corazón la ha elegido libremente —afirma, y luego añade algo que hace que
me enamore de él del todo, dejando a un lado las últimas dudas que me
quedaban sobre si casarme con Aka’ashi sería lo correcto o no y si algún
día podría ser feliz junto a alguien tan diferente a mí en tantos sentidos—:
mi futura compañera no solo es valiente y arrojada, también es compasiva,
hermosa y generosa, y mi alma canta para ella desde el mismo instante en el
que la vi. No hay ni habrá otra para mí.
Los ojos se me empañan y, aunque detesto llorar y más aún hacerlo en
público, me cuesta mucho no ceder al impulso de dejar que la emoción me
sacuda hasta los cimientos en este momento, mientras él se yergue,
orgulloso, protector y rebosante de amor, a mi lado, como un pilar de fuerza
y luz.
Una de las mujeres sentadas en las sillas de madera trenzada se levanta.
Viste el atuendo típico que vi en las mujeres de Lorie’mâr, ligeramente
diferente al de los otros asentamientos, que al parecer tienen sus propios
estilos de ropa.
Su largo vestido vaporoso decorado con cadenas de plata y delicada
joyería en su cuello y muñecas la hacen parecer una reina de una película de
fantasía.
Es preciosa.
Y me lo parece aún más cuando sus ojos, de color azul índigo, se clavan
en los míos con amabilidad como si quisiera calmarme y darme fuerzas.
—Cuando Aka’ashi vino a hablar conmigo sobre la elección de su
corazón, fui en persona a observar a la joven humana —pronuncia esa
palabra como si todavía se estuviera acostumbrando al «nuevo» término—.
Lo hice mientras ella dormía, y vi en mi propio corazón que ella era honesta
y valerosa y que, aunque ha tenido una vida dura, posee una gran fuerza
interior y un eje moral no tan diferente al nuestro como algunos de los
presentes parecen creer.
La pulla no se le escapa a nadie.
Algunos de los líderes, especialmente la tía de Aka’ashi y uno de los
pocos varones presentes, de cabellos largos y pálidos, parecen
avergonzados y molestos al mismo tiempo por sus palabras.
Tengo la sensación de que la líder de Lorie’mâr es una mujer muy
respetada y una de las más mayores de entre los presentes a pesar de que no
hay ni una sola arruga en su rostro de facciones perfectas.
Otro de los hombres, vestido de negro y rojo y con una larga cabellera
oscura y un rostro de pecaminoso ángel caído, se ríe entre dientes con un
humor oscuro sin perder el aura de irritación que ha tenido desde el
comienzo del juicio, mostrando sus inusualmente largos colmillos cuando lo
hace.
—Así que nos has hecho venir para nada, hermosa Del’lara —habla con
expresión de aburrido fastidio—. El chico ha elegido a alguien de una
especie diferente, ¿y qué? No es el primer mâr que se empareja con una
raza distinta a la nuestra ni será el último.
—¡No es lo mismo! —sisea otro de los varones en respuesta,
contestando antes de que Del’lara pueda hacerlo—. Ella es una de los
uma’umanos —gruñe con disgusto—. ¿Acaso no recuerdas lo que esa
especie le hizo al asentamiento de Riven’mâr antes de que dos de nuestros
cazadores, incluyendo el propio Aka’ashi y sus aprendices —dirige una
mirada dura y acusatoria contra mi prometido, que se tensa y le devuelve el
gesto hasta que el líder aparta la vista como si se hubiera quemado—,
detuviesen su crueldad?
Ah, ya me imaginaba yo que los míos no habían venido tan en son de
paz como clamaban hacerlo en sus vídeos de propaganda, suspiro para mí
misma en silencio.
No me hace falta preguntar qué es lo que los soldados mercenarios del
gobierno hicieron en este sitio.
Puedo imaginarme que lo mismo que hacen en el planeta Tierra: acosar,
violar, aterrorizar, matar y esclavizar.
Seguramente fue lo que intentaron hacer aquí para conquistar tierras
antes de que alguien los detuviera.
Miro a Aka’ashi de reojo y decido romper mi silencio por primera vez,
dejando a un lado lo intimidada y a la defensiva que me siento porque tengo
la urgente necesidad de dejar claras varias cosas.
—Estimados líderes de los mâr —hablo, interrumpiendo la perorata del
mâr de cabello platino, que se queda en silencio tras un gruñido de
advertencia de Aka’ashi para que preste atención a mis palabras.
Me aclaro la garganta cuando vuelve a hacerse el silencio en toda la
maldita ciudad y evito soltar una carcajada nerviosa por lo súbita que es la
ausencia de ruido a mi alrededor.
Todavía no me acostumbro a ese poder que el berserker muestra de
manera tan casual.
Aka’ashi es tan dulce conmigo que lo terrorífico que el grandullón
puede ser para otros es chocante.
—Estimados líderes y chamanas de los mâr —vuelvo a empezar,
hablando alto y claro para que mi voz haga eco por el anfiteatro—,
comprendo vuestra desconfianza hacia la especie humana, creedme —
ignoro los bufidos que algunos de los presentes sueltan cuando digo eso y
me centro en la mano de Aka’ashi, que ha colocado en señal de apoyo sobre
mi hombro y cuya calidez me da fuerzas—. Yo también he sufrido a manos
de mi propia especie, al igual que muchos otros que viven en la pobreza,
sumidos en una sociedad en la que no tenemos derechos…
Procedo a hacerles un brevísimo y ligero recuento de algunas de las
cosas que, como ciudadana del sector más pobre y olvidado de mi antigua
ciudad-burbuja, he visto o me han sucedido a mí a lo largo de mi vida.
Apenas rozo la superficie, pero lo que les cuento los deja pálidos y
mudos del horror.
Especialmente a Aka’ashi, cuya presencia sigue siendo un bálsamo para
mis sentidos y me hace sentir arropada mientras desnudo esa pequeña parte
de la gran herida que esconde mi alma.
—… Pero, aunque es cierto que hay mucho que está mal en la
humanidad, desearía que tuvierais en cuenta que los seres humanos somos
solo personas, individuos, y que ni uno solo de nosotros representa a la
totalidad de nuestra especie. —Mis palabras suenan más a un ruego de lo
que querría que sonaran—. Nosotros no elegimos las circunstancias de
nuestra vida ni la sociedad o la especie en la que nacemos. La mayoría solo
lo hacemos lo mejor que podemos para sobrevivir un día más. Así que, por
favor, no nos juzguéis por las acciones y palabras de otros. Solo por las
nuestras. Solo como individuos, aunque sea difícil dado nuestra historia…
No se me da bien dar discursos. Ni siquiera sé si he expresado lo que
quería expresar: que sí, que hay mucha cosa mala en la humanidad, pero
también buena.
Que somos tonos de gris, de colores, algunos más sucios que otros, pero
no una especie con mente de colmena que decida en conjunto todo lo que
nuestra especie hace y que, por ende, deba pagar por lo que hacen otros en
nombre de nuestra raza.
Estaríamos todos jodidos si así fuera.
—Yo solo soy Ava —añado cuando el silencio se alarga—. No
represento a nadie ni a nada que no sea yo misma. Jamás le haría daño a
Aka’ashi ni lo… —aspiro una bocanada de aire y lo dejo salir lentamente
para aliviar un poco el ramalazo de ira y asco que me causa ese
pensamiento—. Ni lo violaría de ninguna forma negando su
consentimiento. Eso nunca.
Porque, al fin y al cabo, es de lo que me están acusando de manera
implícita: de haber manipulado sexual o mentalmente a Aka’ashi.
Y yo, por muchas cosas terribles que sea capaz de hacer para sobrevivir,
por mucha violencia que habite en mí, no soy ni seré jamás una maldita
violadora.
—Mi prometida es una mujer de honor —declara Aka’ashi con su
potente voz de barítono, acallando los susurros que habían empezado a
sonar una vez más—. Me honra que haya aceptado mi cortejo y que
confiara en mí para consumir el corazón del selshuan que yo decidí cazar
para ella, porque soy consciente de que haber obtenido la confianza y el
respeto de una mujer como ella es el mayor honor de mi vida. Más incluso
de lo que es ser un imvimâr.
Su declaración me hace boquear porque a estas alturas comprendo que
ser nombrado imvimâr es el equivalente a que su sociedad le grite a todo el
mundo «esta persona es uno de los mejores guerreros, cazadores,
vengadores y defensores de la justicia que existen en nuestra especie».
Y uno no declara algo como lo que ha dicho él a la ligera, tal y como
atestiguan las reacciones de todos los mâr presentes.
Decir que los habitantes del lugar estallan en una algarabía, mezcla de
sorpresa y suspiros sobre lo romántico que ha sido eso, es quedarse un poco
corta.
Posiblemente sus voces se oyen en todo el maldito bosque, de aquí hasta
Lorie’mâr.
—Muy bien, pues —aplaude la líder de Lorie’mâr con una sonrisa—.
Creo que es suficiente. Es evidente que Aka’ashi no ha sido condicionado
por nadie para elegir a Avanna Selfrey como su compañera y que está
perfectamente en sus cabales.
Alguno que otro murmura que un guerrero tan cabreado como él no es
precisamente la definición de «en sus cabales», pero la gran mayoría del
público ha quedado tan embelesado por las palabras del cazador que lo
acallan con rapidez.
Al parecer, los mâr son unos grandes románticos a pesar de parecer
bárbaros élficos de dos metros de altura que serían capaces de arrancarte la
cabeza por traspasar su territorio, y además hacerlo con una sonrisa repleta
de colmillos vampíricos.
Quién lo iba a decir.
—Declaro este concilio finalizado —afirma Del’lara con una mueca de
resignación, pero al menos ya no hay odio ni desconfianza en sus ojos
cuando me mira.
Solo intriga y algo de compasión.
—Os voy a dejar algo bien claro, mis camaradas y líderes —Aka’ashi
repasa con la mirada a cada uno de los líderes de las aldeas y luego la pasea
por los cotillas.
Estos, una vez más, escuchan atentamente lo que quiera que él tenga que
decir y se acobardan ligeramente cuando él los mira.
—Si he dejado que se celebrara esta pantomima de concilio —prosigue
—, es solo para que todo el mundo sepa que Avanna es mi vahsari y que
cualquiera que ponga eso en duda y se atreva a extender rumores o
falsedades sepa que tendrá que vérselas conmigo —un estremecimiento
recorre a alguno de los presentes por su tono de voz—. Quiero que cada
mâr de este mundo sepa que no toleraré ninguna falta de respeto hacia ella
bajo ningún concepto, ¿lo he dejado claro?
Hay un murmullo de asentimiento general entre los presentes.
Aka’ashi asiente con seriedad, y luego me coge de la cintura y carga
conmigo sin previo aviso, haciéndome soltar un quedo chillido de sorpresa
porque todavía no me acostumbro a que haga esas cosas.
Suelto un resoplido por lo bruto que es a veces cuando echa a andar
hacia el palacio en el que nos estábamos quedando sin molestarse en
despedirse ni en añadir nada más.
No le hace falta decirles lo que les pasará si vuelven a faltarme al
respeto.
Su tono y su lenguaje corporal lo han dejado claro como el agua.
Cierro los párpados y escondo la cara en el pecho de Aka’ashi cuando
nos hemos alejado lo suficiente como para que los cotillas no nos vean y lo
abrazo con fuerza, acurrucada contra su amplio pecho musculoso.
—Lamento que hayas tenido que pasar por esto, mi bella Ava —
murmura el enorme guerrero contra mi pelo, apretujándome un poco más
pero cuidando de que su fuerza no me haga daño, como siempre hace—. Te
juro por mi honor que jamás vas a tener que volver a defenderte, ni de los
míos ni de nadie más. Porque despedazaré a cualquiera que se atreva a alzar
un solo dedo contra ti.
Trato de hacer una broma sobre su inclinación por la violencia cuando al
inicio de conocer a su especie me quedó claro que los mâr nunca hacen uso
de ella sin motivo, pero se me enreda la lengua porque las malditas
emociones están haciendo de las suyas otra vez.
Porque puedo sentir su amor, su devoción, su fe en mí, sus ganas de
protegerme y su aura poderosa pero cálida y acogedora cuando me envuelve
con ella, y eso es más de lo que podrán expresar palabras tan simples como
un «te quiero».
Porque este guerrero alienígena me ha demostrado una y otra vez que el
amor, que yo creía que no era nada más que una estupidez comercial para
idiotas fácilmente manipulables, existe y está a mi alcance.
Y estoy empezando a creer que puedo ser feliz y olvidarme de estar
siempre a la defensiva, siempre asustada y a la espera de la próxima
puñalada trapera, y que al fin soy capaz de vivir la vida que, en el fondo,
aunque me lo negase a mí misma diciéndome que no lo necesitaba y que era
más fuerte sin esos deseos, siempre he anhelado: una repleta de amor, de
compañerismo y de mutuo respeto y confianza con alguien a mi lado.
Una vida en la que puedo tener un hogar junto al macho al que he
aprendido a amar a pesar de mis heridas.
Capítulo 49
AVA
Aka’ashi me cuenta que podemos elegir cualquier asentamiento mâr como
hogar para establecer nuestra casa, pero no me hace falta saber que tengo
opciones porque ya hay uno cuyo líder y gentes están ya un poquito en mi
maltrecho corazón.
—Lorie’mâr —le respondo de manera casi inmediata mientras me siento
en la mesa de la cocina y me como con gusto lo que él ha cazado y
cocinado para mí, como se ha convertido en nuestra costumbre.
Él me sonríe, complacido por haber elegido el mismo lugar en el que
habitan sus padres y en el que él mismo nació, y me promete que me
construirá la casa-árbol más cómoda y hermosa que exista jamás.
—Me basta con que tenga un techo y un lugar donde dormir, Aka’ashi
—le sonrío con ternura, cada vez más a gusto con realizar muestras de
afecto a su alrededor—. Nunca he tenido algo así antes. Ya sé que te dije
que me gustaba la idea de una casa grande con muchas ventanas, pero en
realidad me basta con un pequeño lugar perfecto para ambos en el que entre
mucha luz del sol, si es posible.
Su expresión se vuelve oscura unos instantes y me maldigo por haber
estropeado el momento haciendo un comentario inconsciente sobre mi vida
anterior.
—Jamás volverá a faltarte de nada, Ava —me jura con esa solemnidad
tan honesta suya—. Lo prometo.
Le sonrío y alargo un brazo por encima de la mesa para colocar una
mano en su fuerte antebrazo.
—Lo sé —es lo que sale de mis labios sin que lo piense demasiado
porque, en el fondo, confío en que este guerrero me tratará bien más de lo
que he confiado en nadie jamás—. Y yo te prometo que también te
respetaré y que encontraré un oficio o algo así en cuanto sepa cuáles son
mis opciones.
Él frunce el ceño.
—No hace falta que trabajes para ganar jades si no quieres.
Las pequeñas monedas de jade son el dinero de aquí, aunque la gente
también hace trueques con objetos y comida.
Abro la boca para reírme porque lo de no trabajar es algo que no se me
ha pasado por la cabeza.
Lo he hecho toda mi vida, normalmente unas dieciocho horas al día,
solo para poder comer un trozo rancio y mohoso de pan al final del día.
Supongo que se me nota.
Aka’ashi insiste en darme de comer cada dos por tres y, aunque estoy
definitivamente más rechoncha que cuando nos conocimos, todavía estoy
bastante delgada y mis clavículas resaltan como si fueran espinas bajo mi
piel.
Al menos ya no se me notan las costillas y me siento más fuerte de lo
que lo he estado jamás, selshuan y don sensorial aparte.
—Me gusta estar ocupada —le digo en cambio. Aunque algún día le
hablaré de mis jornadas de «trabajo» y de mi vida como persona sin hogar,
ahora solo quiero hablar del futuro, no del pasado—. No puedo pasarme
todo el día en la casa esperándote. Quiero decir —corrijo mientras mastico
un trozo de deliciosa verdura parecida a una patata asada. O a lo que
sospecho que habría sido una patata asada, ya que las patatas hace años que
ya no existen en la Tierra—, no es que esté mal tener una vida así, ¿sabes?
Aunque no tenga ni idea de cómo administrar una casa… —me quedo
pensativa y me pregunto si es eso realmente lo que quiero.
Si me sentiría cómoda quedándome en casa, administrando las finanzas
y manteniendo el lugar limpio o lo que quiera que sea lo que las personas
que eligen ser «amos de casa», como se decía antiguamente, hacen.
Tal vez no estaría mal.
No lo sé.
Nunca he tenido la oportunidad de hacer algo que yo quisiera hacer sin
tener que preocuparme por la comida.
—Puedes hacer lo que desees —me repite Aka’ashi, que disfruta de
verme comer como si fuera la cosa más hermosa del mundo—. Además,
todo lo que me pertenece es tuyo. Y he acumulado bastantes jades durante
mis años de servicio como imvimâr.
Parece que le resulta incómodo hablar de riquezas, pero que lo hace para
asegurarse de que sé que no tengo que preocuparme por los ingresos.
Dulce grandullón.
—Y viceversa, Aka’ashi —susurro con dulzura—. Todo lo que yo gane
también será tuyo.
Son palabras difíciles de decir para mí porque antes lo poco que ganaba
apenas me daba para sobrevivir yo y por ello me convertí en una persona
extremadamente egoísta.
Maldito sea este hombre, qué bonito es y qué generoso con todo lo que
es y lo que posee.
Si todos los mâr son así de buenos con sus parejas en todos los sentidos,
preveo una larga lista de humanos queriendo emparejarse con uno.
Él me mira con un amor infinito que hace que me ruborice porque el
deseo bulle, como siempre lo hace, bajo esa calma suya, tan intensa y tan
fiera como un volcán esperando pacientemente su turno para erupcionar.
—Entonces —me aclaro la garganta—. ¿Cuándo nos emparejamos?
No debería sorprenderme cuando segundos después de que termine de
comer el grandullón decide recoger nuestras cosas a toda prisa y, cargando
conmigo sobre su hombro (esta vez solo suelto un suspiro de resignación),
nos largamos de este lugar sin despedirnos, deteniéndonos solo cuando cae
la noche en una de las cabañas que los guerreros mâr han construido por
todo el bosque.
No dejo de reírme durante todo el camino.
Aunque dejo de hacerlo cuando esa noche él devora mi boca con ardor y
cuela esos benditos dedos suyos en mis nuevos pantalones de cuero, regalo
de disculpa de Del’lara que llegó poco después del juicio y que decidí
aceptar, no porque la perdonara, sino porque mi espíritu práctico se niega a
desperdiciar nada.
—Tranquilo, grandullón, que al final vamos a estar demasiado cansados
como para practicar el equilibrio sexy en lo alto de un árbol —jadeo,
estremeciéndome por lo que me hacen sus dedos en los pezones.
—Mujer —gruñe él, apretando mis pechos con sus palmas—, yo jamás
estaré demasiado cansado como para follarte.
—Ese lenguaje vulgar que usas a veces me pone muy cachonda —le
confieso en un impulso de honestidad.
Él se ríe y vuelve a hundir su lengua en mi boca mientras los sonidos
nocturnos del bosque nos envuelven durante las breves horas de descanso
antes de empezar el viaje de vuelta a casa de nuevo.
Capítulo 50
AVA
Lorie’mâr es un paraíso de paz, tranquilidad y respeto a la privacidad de los
demás comparado con Falav’mâr.
Aka’ashi me nota menos ansiosa y me pregunta por ello, así que le
explico que Ik’aver ha hecho suya la misión de encontrar a mis compañeras
de la casa del terror, y que ello me hace sentirme más tranquila.
—Lamento haberme olvidado de ellas de nuevo —dice el imvimâr,
frustrado consigo mismo, pasando una mano por su rostro en un gesto que
interpreto como vergüenza.
—No te angusties, Aka’ashi —lo calmo, poniendo una mano sobre su
antebrazo porque me encanta tocarlo y a él le hace feliz—, con todo lo que
nos ha pasado, es normal que apenas hayamos tenido tiempo para pensar en
algo que no fuese cómo resolver el lío en que estábamos metidos en ese
momento antes de caer en el siguiente.
—Aun así —niega él con la cabeza, tozudo—, debería contactar con
Tarkûn y ver si ha podido rastrearlas y si ha hallado algún indicio. Mi
aprendiz tenía deberes que atender, pero le pedí que hablara con los demás
guerreros para ver si alguno de ellos se ofrecía voluntario para encontrarlas
mientras yo me encargaba del selshuan si él o su hermano no podían
completar esa misión.
—Lo sé, Aka’ashi —le sonrío—. No te preocupes, seguro que entre
Ik’aver y Tarkûn, o quien quiera que haya aceptado buscarlas si no ha
podido ser él porque está ocupado, las encontrarán.
Algo me dice que no será fácil, pero que lo lograrán, y ello me alivia.
Tras saludar a un par de personas cuando entramos en el centro de la
ciudad, pasamos de largo un alto árbol repleto de plataformas en las que hay
varias tiendas de comida adornadas con coloridos letreros que no puedo
descifrar.
A estas alturas, hablar la lengua de los nativos ya es algo natural para mí
y ya no noto la ligera presencia de ese «chip» biodegradable o lo que quiera
que me pusieran en la cabeza, pero leer es una cuestión diferente que sé que
tendré que aprender a la vieja usanza: estudiando.
Sus padres nos saludan con calidez en cuanto llegamos a la casa
familiar, pero Aka’ashi no se detiene mucho allí.
Solo lo justo como para dejar su equipo, informarles de la muerte del
pobre delzan (Kak’tras… el corazón se me estruja de nuevo al recordarlo),
darnos una ducha (en la que pasamos más tiempo enrollándonos porque el
grandullón decide que no puede estar separado de mí ni un solo segundo
más) y despedirse a toda prisa de sus divertidos progenitores.
—He oído decir que en el sector sur, cerca del río, hay varios árboles lo
suficientemente grandes como para construir una buena casa —comenta
Lafel’las con humor cuando nos ve pasar de largo, todavía con el cabello
húmedo y la piel cubierta de gotas, de cara a la puerta de entrada y cogidos
de la mano.
—Y no está muy lejos de aquí —añade su emparejada con una sonrisa.
Aka’ashi, que emana más impaciencia que un toro en celo, solo emite
un gruñido y tira de mí hacia la salida, volviendo a cargar conmigo sin
previo aviso sobre su hombro.
—¡Tienes que dejar de hacer eso! —me quejo, pero lo hago con un
bufido de risa porque a estas alturas ya me he acostumbrado y porque
además yo también estoy tan ansiosa como él por tenerlo dentro de mí.
Aunque con lo grande que es seguramente vaya a costar un poco.
Todo en él es enorme.
—Es más rápido así, mujer —gruñe él, optando por saltar como Tarzán
de árbol en árbol hacia el sector sur en vez de usar las plataformas y los
puentes como hace la gente con sentido común.
Los habitantes de Lorie’mâr, entre ellos un varón que reconozco como
el vendedor de pinchos del mercado y una de las mujeres que batallaron
durante los juegos en los que Aka’ashi me pidió formalmente que fuera su
prometida, se ríen con diversión y nos desean buena suerte a voz en grito al
vernos pasar por encima de sus cabezas.
Me ruborizo de cuerpo entero, pero la manera tan jovial en la que nos
hablan, libre de los prejuicios de la tía de Aka’ashi y sus gentes, me llena el
estómago con una calidez diferente a la de la pasión.
Definitivamente hemos elegido el mejor lugar para empezar una vida
juntos.
Además, he visto a otras parejas de guerreros mâr con personas que
parecen de otras especies, como los afamados alienígenas de pieles azules
que viven al otro lado del bosque que cubre el planeta casi por entero y que
hasta ahora ningún humano había visto.
Llegamos a la zona sur del poblado en menos de cinco minutos.
—Guau —admiro cuando el cazador me deja sobre uno de los puentes
que conectan el área con el resto de Lorie’mâr—. Este sitio es precioso.
La zona, cuyos enormes árboles tienen un ligero brillo dorado en sus
hojas y en sus troncos, tan anchos que se podrían construir varias casas en
ellos y sobraría espacio, parece sacada de un jodido cuento sobre el paraíso.
Aunque se nota que está en construcción ya que hay un par de casas a
medio terminar cerca de donde aterrizamos.
—Es todavía más bello por la noche —se yergue Aka’ashi, orgulloso,
poniendo una mano sobre el tronco del árbol más cercano—. La
bioluminiscencia del planeta lo ilumina todo como un campo de estrellas
doradas. Este lugar es único en todo el bosque.
—No puedo esperar para ver eso —suspiro, maravillada una vez más
por la belleza de Valdan.
A pesar de sus numerosos peligros, nadie puede negar que este planeta
es uno de los lugares más hermosos del universo.
No me cabe duda de ello.
—Por cierto, ya que estamos hablando del futuro últimamente y esas
cosas —añado antes de que se me vuelva a olvidar cuando Aka’ashi, que se
está acercando a mí con un brillo depredador en esos hermosos ojos suyos,
me bese de nuevo—, quiero aprender a usar un arma para poder defenderme.
—Yo siempre te protegeré con mi vida, vahsari —me promete él—.
Pero si usar un arma te hace sentir más segura, puedo ayudarte a escoger
una y a enseñarte cómo usarla con eficiencia contra cualquier tipo de
enemigo.
Se me quita un peso de encima cuando me dice eso.
No es que creyera que él iba a decirme que no.
Honestamente, no creo que Aka’ashi sea capaz de negarme nada a no
ser que le pida algo que atente directamente contra mi propio bienestar y
salud física o mental, pero es bueno oírlo de su propia voz.
—Vale. Perfecto —jadeo, porque está casi piel con piel contra mí y su
mano me acaricia la mejilla con reverencia y deseo—. Entonces… ¿nos
emparejamos mediante sexo y buscamos nuestro árbol a ver si reacciona?
Se hace así, ¿no?
Él me hace soltar uno de los grititos de sorpresa que se han convertido,
como muchas otras cosas, en algo habitual cuando me sorprende.
En esta ocasión empujándome hasta que mi espalda está contra el árbol
más cercano.
—Siento que he esperado toda una vida para oírte decir eso, prometida
—ronronea con ardor contra mi boca antes de hundir su lengua en ella y
dejarme sin capacidad para responderle.
Capítulo 51
AVA
Nunca pensé que tener sexo, y menos aún hacerlo en público (aunque no
haya nadie en las cercanías) pudiera ponerme tan cachonda.
Claro está, que jamás imaginé, cuando escuché hablar de los bárbaros
alienígenas que habitaban el planeta (de los que los vídeos decían que eran
una especie intelectualmente inferior a la humana y extremadamente
violenta, así como un montón de mentiras más), que acabaría por
enamorarme de uno.
Aka’ashi me desnuda en tiempo récord con dedos impacientes y
movimientos ágiles hasta que mi espalda roza contra la superficie rugosa
del tronco del árbol dorado mientras él explora mi parte frontal con sus
manos y su boca.
—Vahsari… —jadea, arrodillándose para capturar mi sexo con su boca
y lamer mi montículo con una lengua inexperta pero que aprende
rápidamente de mis reacciones.
—Oh, jooooder. —Son las maravillosas palabras poéticas y coherentes
que salen de mi boca cuando me sacuden espasmos por la intensidad de la
maldita lujuria que me recorre de la cabeza a los pies.
Él, soltando un gruñido que reverbera por mis huesos y mi sangre desde
mi coño, en el que su lengua se hunde como si mi sabor fuera néctar de los
dioses para él, sujeta mis caderas con sus fuertes manos cuando las rodillas
empiezan a fallarme.
Jadeante y echando la cabeza atrás, abro ligeramente las piernas con los
pies temblorosos e inclino mi pelvis hacia delante buscando más.
—Así… Sí, un poco más intenso. Oh… Aka’ashi —vocalizo sin poder
evitarlo.
Otra de las cosas que nunca había esperado de mí misma es hablar tanto
y ser tan ruidosa si tenía sexo algún día, pero al parecer él me enseña cosas
sobre mí misma cada día.
Como por ejemplo a tener el mejor orgasmo de mi vida cuando sus
largos y gruesos dedos, curiosos y tan hambrientos por provocar más
sonidos de placer en mí como el resto de él, acarician mi sexo y uno de
ellos se cuela en mi húmedo canal buscando más zonas erógenas que
estimular.
Mis dedos aprietan tanto el tronco del árbol cuando me arqueo con el
orgasmo que la gruesa corteza rasga ligeramente mi piel, aunque yo no lo
noto porque no tengo capacidad para cualquier otra cosa que no sean las
sensaciones que Aka’ashi me provoca.
El guerrero emite un sonido satisfecho, gutural y masculino sin apartar
la boca de mi coño mientras me corro con fuerza hasta que veo las estrellas
y, cuando desciendo de mi nube de éxtasis lo suficiente como para volver a
ser consciente de mi entorno, Aka’ashi se aparta de mí, haciéndome gemir
por la pérdida de su contacto, pero regalándome la visión de su cuerpo
desnudo cuando se quita las pocas prendas de ropa que cubren su piel
besada por el sol.
Lo devoro con la vista tal y como él hace conmigo, admirando cada
ángulo, cada músculo trabajado y perfectamente simétrico, cada ápice de
piel, que brilla con un ligero tinte dorado como si fuera el mismísimo sol en
carne y hueso, cada cicatriz y cada tatuaje, cuyas líneas negras o rojas
hablan de sus batallas, de sus títulos y de su honor.
—Eres tan hermosa, mujer —ronronea él con lujuria—. Juro que no sé
cómo he podido esperar para poseerte. Me has vuelto loco de deseo desde el
primer día en el que te vi.
Me muerdo los labios, que sonríen por la dosis de endorfinas que sus
palabras liberan en mi atontado cerebro.
—Lo mismo digo, grandullón. —Le hago un gesto para que deje de
mirarme y se me acerque de nuevo—. ¿Y bien? ¿Te vas a quedar
mirándome todo el día?
Mi ligera burla hace que él suelte un sonido bajo y animalesco de pura
lujuria.
En meros segundos, el guerrero vuelve a estar pegado piel con piel y su
boca domina la mía en un beso abrasador.
Sus manos, grandes, fuertes e impacientes, acarician mi piel con una
ternura que habla de un autocontrol de hierro que está siendo puesto al
límite.
Pero, aun así, a pesar de que Aka’ashi está casi al borde de perder ese
control suyo que a mí me fascina tanto, no deja de tocarme con cuidado de
no hacerme daño y sin olvidarse de lo frágiles que son los cuerpos
humanos, aun con un corazón de selshuan en las entrañas, en comparación
con el suyo.
—Aka’ashi —jadeo, mordiendo su boca tras perder el poco control que
me quedaba porque esa lengua, y esas manos, que no dejan de acariciar y
amasar y retorcer suavemente mis pezones porque el muy maldito ha
aprendido rápidamente lo cachonda que eso me pone, me están convirtiendo
en un ser únicamente hecho de lujuria y nada más—, entra en mí.
—Mujer —replica él, mordiendo ligeramente la piel de mi cuello con
sus colmillos y haciéndome soltar un gemido cuando mi cuerpo decide que
eso es algo jodidamente erótico que hace palpitar mi coño como si pudiera
correrme solo por la sensación que me produce—, debo prepararte de
antemano. A pesar de la lubricación natural de un macho, tu cuerpo es…
—Entra. En. Mí —le siseo, haciendo énfasis en cada palabra con una
pausa—. Ahora, Aka’ashi.
Él refunfuña y se ríe a la vez, pero me agarra de las nalgas y me levanta,
sujetándome con una sola mano mientras eleva la otra por encima de
nuestras cabezas y arranca una de las gruesas hojas de oro para colarla tras
mi espalda.
—Para que no te hagas daño en la espalda —me explica cuando yo alzo
la mirada y dejo de darle chupetones por todo el cuello con una pregunta
silenciosa en los ojos.
Maldita sea. Juro que sería capaz de echarme a llorar solo por lo tierno
que es.
En vez de eso, dejo que cuele la suave hoja tras mi espalda para proteger
mi sensible piel humana del roce de la áspera corteza y me apoyo de nuevo
contra esta, abriendo un poco más mis piernas para acomodar sus delgadas
caderas entre ellas.
Gimo y me estremezco una vez más cuando él guía su goteante polla
con una de sus manos contra mi abertura y la punta de su enorme miembro
presiona contra mi sensible entrada.
Al mismo tiempo que me mantiene subida sujetándome con un brazo,
los dedos de su otra mano acarician con suavidad mi inflamado sexo
mientras empuja sus caderas hacia mí como si quisieran calmar el ardor de
la penetración.
—Ava.
Aka’ashi eleva la mano que ha colado entre nuestros cuerpos para
obligarme a alzar el rostro y así poder ver mi expresión.
Abro la boca para decirle que estoy bien, pero de mi garganta solo sale
un sonido agudo, gutural y desordenado.
Él se ríe queda y roncamente con expresión satisfecha como si hacerme
perder la cabeza del placer fuera uno de los mayores logros de su vida y
presiona un poco más contra mí, entrando poco a poco en mi interior.
Cierro los ojos y me aferro a sus anchos hombros, firmes como rocas,
mientras mi cuerpo se caldea, mi respiración se vuelve pesada y solo tengo
capacidad para sentir cómo su gruesa polla, cubierta de una sustancia
autolubricante que definitivamente voy a tener que saborear en un futuro,
llena mi interior hasta que la siento como una parte más de mí. Tan
profunda que apenas puedo moverme.
Aka’ashi se detiene cuando está dentro de mí por completo y observa mi
expresión en busca de señales de dolor o incomodidad, cosa que no
encuentra porque juro que ese lubricante debe de estar haciendo milagros.
No es posible que algo tan grande se sienta tan jodidamente bien y que
no haya sentido ni un solo ápice de ardor o incomodidad mientras me
penetra.
Pero así es.
—Mueve… Muévete… —me oigo decir cuando recobro la respiración y
ya no parece que esté corriendo una maratón sin haber entrenado para ello.
Él me sonríe y me besa.
Y empieza a moverse.
Y yo veo las estrellas tantas veces que pierdo la cuenta y, finalmente,
hasta la voz cuando mi garganta se niega a emitir ni un solo sonido más.
Cuando Aka’ashi llega al orgasmo y su caliente y abundante semilla
llena mis entrañas, el guerrero imvimâr emite un rugido de placer que hace
echar el vuelo a todos los pájaros del bosque.
Si había gente que no sabía lo que estamos haciendo, ahora lo sabrán,
piensa mi cerebro con humor cuando vuelvo en mí tras un último orgasmo
que me deja más agotada que todos los demás juntos debido a su intensidad.
Atontada por el placer y sintiendo más endorfinas de las que creía capaz
de producir a mi cerebro recorrer mi cuerpo, me río de pura felicidad
inducida por el gozo y me aferro a Aka’ashi con extremidades débiles
mientras él se estremece y se aferra a mí, apoyando una de sus manos en el
tronco y haciendo que este se quiebre bajo sus dedos por la fuerza con la
que lo presiona.
Cuando baja de su orgasmo, mi imvimâr tiene tal expresión de asombro
atontado y placentero en el apuesto rostro que me río sin pensarlo,
abrazándolo con las pocas fuerzas que me quedan y besando su cara con
ganas.
Me detengo solo cuando el árbol brilla ligeramente a mi espalda y giro
la cabeza en shock, entrecerrando los ojos hasta que la luz se apaga.
—No me digas que… —Mi voz suena rasposa y mi garganta se siente
reseca.
—Nos ha elegido. —La de Aka’ashi también.
Giro el rostro y nos quedamos mirándonos el uno al otro. Todavía está
erecto y palpitante en mi interior.
—¿Sabes, mujer? —le brillan los ojos cuando me habla—. Algunas
veces las parejas recién casadas se aseguran de reclamar por completo su
árbol-hogar unas cuantas veces. Para que no quepa duda.
Me río de nuevo y alzo mi rostro en una silenciosa invitación.
Aka’ashi me besa con suavidad y empieza a moverse de nuevo, esta vez
mucho más lentamente que antes.
Al fin y al cabo, es mejor asegurarse de que el árbol queda bien
reclamado.
Por si hay dudas y esas cosas.
Capítulo 52
AVA
Juro que tener sexo con un mâr es adictivo.
No es que yo tenga mucha experiencia con machos humanos más allá de
ese único encuentro (que duró literalmente unos minutos), pero, joder, está
claro que es diferente, muy diferente.
Para empezar, los machos humanos no se autolubrican con una sustancia
que aumenta el placer de una hembra al ser penetrada y además elimina el
dolor y las posibles heridas causadas por el generoso tamaño de una polla
mâr.
Y los humanos tampoco tienen tanto aguante.
Eso ni de lejos.
Durante los días siguientes a nuestra unión, mientras los padres de
Aka’ashi nos ayudan a preparar la ceremonia pública de los votos (que
consiste básicamente en declarar que nos hemos emparejado ante la líder de
la aldea y los curiosos que acudan a la fiesta y en sentarnos en sillas
ceremoniales mientras la gente baila y bebe alcohol para que nos tatúen el
nombre del otro en lenguaje mâr sobre el pecho), somos incapaces de dejar
de tocarnos en cuanto tenemos unos meros segundos libres.
Aunque yo ando ocupada aprendiendo las costumbres mâr de sus padres
y eligiendo las telas de los trajes ceremoniales y Aka’ashi trabaja junto a
algunos de sus familiares y sus dos aprendices en la construcción de nuestro
nuevo hogar, siempre encontramos algunas horas del día para vernos.
Para hablarnos. Para tocarnos. Pero, sobre todo, para disfrutar
meramente de la presencia del otro, aunque sea solo sentarnos juntos y
abrazarnos tras un día agotador.
Aka’ashi, como buen macho mâr, sigue insistiendo en ser quien cace,
compre o haga trueque en el mercado para adquirir los ingredientes
necesarios para poder cocinar para mí.
Y yo no me quejo.
Es genial que me cuiden como a una reina.
Aunque a mí también me gusta cuidar de él y, bajo la guía de mi
generosa y paciente nueva suegra, no tardo en aprender sus platos favoritos
y en entender cómo funciona la economía mâr para poder ir al mercado a
pasear y a comprar lo necesario mientras Aka’ashi está ocupado con la
adquisición de los materiales de construcción y demás cosas relacionadas
con el que va a ser nuestro nuevo hogar, que estoy impaciente por ver.
La ceremonia pública para anunciar nuestro emparejamiento se lleva a
cabo unos días después de que Aka’ashi registrara el árbol-hogar para nosotros
(ya que al parecer los mâr tienen burocracia, aunque ni de lejos sea tan
compleja como la humana) y yo me presentara ante la líder, nerviosa pero
contenta, como nueva ciudadana de Lorie’mâr, cosa que ella anunció desde
el balcón de su palacio con una sonrisa, para deleite de los demás
ciudadanos.
La ceremonia es hermosa y, aunque estar frente a tanta gente siempre
me pondrá nerviosa, no es ni de lejos tan tensa y tan desagradable como lo
fue el juicio.
Entre las gentes de Lorie’mâr me siento arropada, bienvenida y
celebrada como una más.
Está claro que aman a su hijo pródigo, gran imvimâr del pueblo, y que
se alegran de su felicidad.
La fiesta está repleta de bailes, música y casetas de comida de personas
que han aprovechado la festividad para hacer negocio (algo que me parece
muy inteligente y práctico de su parte).
Para mi sorpresa, la celebración ha atraído a mâr de otros asentamientos
que tras enterarse de la noticia han venido para saciar su curiosidad o para
celebrar con nosotros una nueva unión.
Tras comer, beber, bailar juntos (y luego con los padres y la madre de
Aka’ashi y con un par de sus primos, además de sus aprendices) y acabar
agotada de conocer a tanta gente de golpe, de reír y de ser felicitada por un
millar de alegres desconocidos, llega el turno de los tatuajes.
La líder chamana de Lorie’mâr desciende los escalones de su palacio
para unirse a nosotros y es quien tatúa el nombre del otro en runas mâr
sobre nuestras pieles junto al símbolo que nos marca como emparejados
mientras nosotros nos miramos con amor y enredamos nuestros dedos.
Durante toda la noche, hasta que llega el amanecer, mientras las sílabas
que representan mi unión con el macho del que me he enamorado palpitan
sobre mi piel, no dejo de sentir como si el mundo entero, a pesar de los
obstáculos y de los detractores, me estuviera dando la bienvenida.
Como si mi alma al fin hubiera encontrado el lugar al que pertenece.
Cuando dos meses después Aka’ashi y sus amigos finalizan la
construcción de nuestro hogar, algo palpita en mi vientre con calidez
mientras mi emparejado y yo jadeamos desnudos y enredados sobre las
mantas bordadas a mano por la chamana como regalo de bodas.
Y, cuando miro a Aka’ashi, río porque sé que estoy embarazada y que él
también lo sabe. Que lo ha percibido como una pequeña luz activándose en
mi interior.
Río porque, a pesar de que el pensamiento de ser madre me intimida, sé
que voy a amar la vida que crece en mí tanto como amo la del macho que se
ha convertido en mi compañero de vida.
—Te amo, Aka’ashi —las palabras salen por primera vez de mi boca
como si por fin pudiera quitarme el peso del miedo que me producía
decirlas en voz alta.
Como si hubiera dado un gran salto en el camino para aprender a sanar y
a amar la vida por primera vez en mi existencia.
—Eres el sol de mi cielo y las estrellas de mi corazón, vahsari —me
responde él con emoción, abrazándome contra su pecho.
Me duermo con una sonrisa en los labios.
Y nunca jamás las sombras de mi pasado vuelven a ahogar mi corazón
en lágrimas sin derramar.
Capítulo 53
EPÍLOGO
FABIA
Yo tenía razón.
Estos tipos no son de fiar.
Llevamos unos cuatro meses aquí y cada vez sospecho más y más que
este sitio es una tapadera para algo.
Algo muy turbio.
Alzo la mirada cuando oigo voces por el pasillo tallado en la piedra y
me trago una maldición apresurándome a dejar los papeles que casi había
acabado de leer en la posición en la que los he encontrado sobre el
escritorio.
A toda prisa y procurando ser lo más silenciosa posible, me meto dentro
del armario más cercano y entorno la puerta para que no puedan verme.
Tranquila, Fabia, nadie te ha visto entrar, me recuerdo a mí misma para
tratar de contener los latidos apresurados de mi corazón.
Me relamo los labios resecos por el nerviosismo cuando escucho la voz
de Tauro y de su amiguita entrando en el despacho.
—… Debemos enviar el nuevo cargamento —está diciendo el hombre
con cansancio e impaciencia—. La gobernadora no va a esperar mucho
tiempo más antes de enviar a alguien a cotillear en nuestro asentamiento. Y
no podemos permitirnos que eso pase ahora que estamos tan cerca de
conseguir las armas necesarias para… Espera, ¿te has dejado una lámpara
aquí antes?
Abro los ojos como platos y me maldigo en silencio, llamándome
estúpida de todas las formas que conozco.
Me he dejado la jodida lámpara de aceite al lado del escritorio,
impaciente como estaba por esconderme antes de que me pillaran.
Mierda y más mierda.
Menudo error más tonto.
—Cierra la puerta —le sisea Tauro a su secretaria, que estoy segura de
que es más su segundo al mando en algún tipo de mafia de contrabando de
armamento que otra cosa, y pasea sus pequeños ojos oscuros y llenos de
rabia sádica por toda la habitación hasta que se quedan fijos en el armario.
El único lugar evidente en el que alguien podría esconderse.
Segundo error.
Me he vuelto idiota desde que llegué aquí, al parecer.
Antes jamás me habrían pillado.
Claro está que antes mi hermano siempre me cubría las espaldas en
mitad de un allanamiento o de un robo…
Contengo el aliento y me obligo a no pensar en Samuel porque el
corazón me duele tanto cuando lo hago que los pulmones se niegan a
respirar.
Le prometí que viviría y pienso cumplir mi promesa.
Cuelo la mano en el bolsillo de mis anchos pantalones de lino y cojo con
fuerza el cuchillo que escondo en mis ropas desde hace meses, preparada
para hacer lo que haga falta para sobrevivir cuando veo a Tauro caminar
hacia el armario.
Saco el arma improvisada y la coloco en mi puño hasta que el filo está
hacia arriba, listo para penetrar su yugular en cuanto trate de agarrarme y
calculando cómo librarme de la mujer que hace guardia en la puerta sin que
ella me dispare con la maldita arma de fuego que cuelga de su cinto.
Pero entonces un grito suena al otro lado del pasillo.
—¡Invasores! —chilla una voz femenina—. ¡Invasores alienígenas!
Tauro se sobresalta y deja caer la mano del pomo de la manilla, dando
un paso hacia atrás, y yo respiro con alivio, pero maldigo de nuevo para mí
misma al reconocer la voz de Trudy.
Maldita sea, le he dicho que se mantuviera al margen, siseo en silencio
para mí misma, angustiada por ella y rezando porque haya tenido la
sensatez de echar a correr y volver a los aposentos en los que nos mantienen
encerradas durante la noche.
—Ve a ver qué pasa —le urge Tauro a la gorila, que duda antes de
obedecer pero sale del despacho tras un gesto impaciente por parte del
hombre.
Una vez solos en la habitación, el líder de la supuesta colonia
independiente clava sus ojos en los míos a través de la rendija de la puerta.
—Sé que eres tú, Fabia —me dice con calma—. Así que sal de ahí y
explícame qué haces en mi despacho.
Me planteo si hacerle caso o no, pero al final abro la puerta y salgo de
mi escondite porque no tiene sentido seguir escondida ahora que sabe que
estoy aquí.
Pero eso sí, escondo de nuevo el cuchillo, esta vez en mi manga, para
que no sepa que voy armada.
Sobre todo, porque ahora puedo ver que el muy cabrón supuestamente
pacifista y hippie lleva un arma de fuego en la mano.
—Sé que no sois lo que decís que sois —espeto en cuanto estoy frente a
él, irguiéndome en toda mi estatura y sacándole al menos diez centímetros
de altura—. Y que vosotros sois la causa de que esté desapareciendo gente.
Así que ahórrame lo del discursillo de «somos colonos pacíficos que no
aprueban los métodos de Nueva Esperanza», porque no me lo trago.
La sonrisilla sádica de sus labios me deja claras unas cuantas cosas:
La primera, que ha dejado de fingir que esa fachada de hippie es real.
La segunda, que admira mis cojones metafóricos.
Y la tercera, que lo que está planeando para mí por intentar haber sacado
a la luz su mierda no va a ser nada agradable.
Pero tampoco lo hubiese sido si me hubiera quedado sentada a esperar a
desaparecer como han ido haciendo los demás sin que nadie, especialmente
los nuevos que llegan huyendo de Nueva Esperanza o son traídos aquí por
los alienígenas, haga preguntas al respecto.
—Supongo que no se puede engañar a una perra callejera como tú —se
ríe él.
Hago una mueca de asco cuando eleva una mano y me toquetea un
mechón de pelo que se sale de mi coleta, enredándolo como si fuera un
tirabuzón.
Alejo su mano de mí de un manotazo, asqueada con la expresión de su
rostro y de su gesto.
Sabía que era un cerdo en cuanto lo vi.
—Dime, Fabia, ¿cuántas mamadas has hecho para que te dieran de
comer? —me pregunta con un tono insidioso y repugnante mientras baja
una mano hacia su bragueta—. Seguro que una puta con esa cara es una
experta en chuparla.
Mi puño se estampa contra su fofa cara con fuerza, haciéndolo gritar de
dolor y sorpresa cuando cae al suelo con la mandíbula rota y la nariz
sangrándole a mares.
—No me pondrás la mano encima, maldito cabrón —escupo, dándole
una patada a la pistola que ha caído de su mano y sacando el cuchillo de su
escondite para plantarlo en su yugular.
Su cara aterrada despierta una satisfacción oscura y cruel en mí que
llevaba tiempo sin sentir, pero que sigue siendo tan familiar como el sabor
de mi propia sangre.
Él intenta hablar, pero solo escupe sangre al hacerlo.
—Dime de qué cojones va todo esto —le ordeno—, qué son esas armas
de las que has hablado y qué estáis haciendo con la gente antes de que te
raje el cuello como el cerdo que eres.
Es increíble cómo los más chulitos siempre son los que más lloran
cuando los presionan un poco para sacarles información.
Tauro habla, a trompicones y escupiendo sangre de vez en cuando, pero
de manera comprensible, como si alguien le hubiera dado un suero de la
verdad.
O como si una mujer cabreada y con instintos asesinos estuviera
sosteniendo un cuchillo contra su cuello.
—Así que estáis vendiéndoles gente a los kayaz a espaldas de los mâr
que los traen aquí y que se creen que realmente queréis establecer una
colonia pacífica y por ello os dejan a lo vuestro —resumo mientras él
tartamudea, sabiendo que tengo poco tiempo antes de que uno de sus
esbirros se plante aquí a ver qué es lo que pasa.
Y lo hacen a cambio de armas sabiendo que, sin importar si son niños o
adultos, los que confían en esta colonia de mierda acaban en un laboratorio
de los kayaz para que experimenten con ellos.
—Joder, eres más cabrón de lo que creía. Pensaba que serías parte de
una mafia de explotación laboral. Pero no —chasqueo la lengua con asco—,
siempre hay algún gilipollas descerebrado y sádico que tiene que
sorprenderme con más mierda de la esperada.
Él abre la boca para quejarse y seguramente insultarme, pero no llego a
oír lo que tiene que decir porque le rebano el cuello sin esperar a oír más en
cuanto escucho pasos en el pasillo que da al despacho.
Ignorando sus intentos inútiles por detener el sangrado con las manos
desnudas y el pánico de sus ojos mientras muere, cojo el arma de fuego del
suelo y la contemplo unos segundos preguntándome si será tan fácil usarla
como en aquella película que vi una vez con mi hermano cuando nos
colamos en un cine del área privilegiada de la ciudad.
—Pues no. No es tan fácil — descubro cuando abro fuego sobre los dos
esbirros que abren la puerta del despacho buscando a su líder, cuyo cadáver
se está enfriando a mis pies.
Los disparos suenan demasiado alto en el silencio nocturno y despiertan
una algarabía que me pone nerviosa porque sé que el resto de los esbirros
van a venir a investigar muy pronto.
Y además uno de los dos esclavistas sigue vivo.
Y los llamo esclavistas desde el día uno porque a mí todo ese jodido
rollo hippie de «trabajamos todos juntos hasta el anochecer como una
comunidad Cumbayá» no me vuelve malditamente ciega como para ver que
estamos siendo explotados en los campos de este puto sitio infernal hasta el
agotamiento mientras nos alimentan con mierdas que nos matan de anemia.
Salgo al pasillo tratando de entender cómo funciona el arma, que echa
mi brazo hacia atrás por lo débil que estoy con la fuerza de los disparos,
mientras le doy una patada al esbirro que sigue con vida y corro en
dirección contraria a las voces alarmadas de los guardias, que están cada
vez más cerca.
Y estoy tan concentrada buscando una salida por las puertas que dan al
pasillo que no me doy cuenta de la enorme sombra que entra por una de las
ventanas que hay al fondo del mismo hasta que la jodida montaña con
forma de musculoso macho alienígena me coge de una muñeca e impide
que le dispare por instinto.
—Sena tae zas, vahsari.
No sé qué mierdas ha dicho.
Pero será mejor que E.T., versión berserker dorado, guapo y caliente, me
suelte para que pueda encontrar a Trudy o se va a enterar de lo que una
mujer humana asustada y enfadada con el universo es capaz de hacerle a un
hombre que se interpone en su camino.
Tal y como el cabrón de Tauro acaba de descubrir hace poco.
FIN
Continuará en el próximo libro de la serie.
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SOBRE LA AUTORA
T. N. Hawke ha escrito más de una treintena de libros.
Desde romances apasionados con vampiros gruñones ambientados en un
mundo distópico, hasta dulces historias de Almas Gemelas Cambiantes que
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TNHawke y tiene varias novelas gratuitas publicadas, así como en
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trabajando en ese momento, juegos, sorteos y mucho más: @tnhawke
Mil gracias por leer.