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Cien Flores en El Infierno - Silver Kane

El documento describe una escena violenta en la que un hombre apuñala repetidamente a otra persona con un cuchillo de forma salvaje. Una mujer llamada Nancy es testigo de esto y queda horrorizada. Intenta escapar rompiendo una ventana, pero es atrapada por unas manos grandes y blancas que salen de afuera.

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Cien Flores en El Infierno - Silver Kane

El documento describe una escena violenta en la que un hombre apuñala repetidamente a otra persona con un cuchillo de forma salvaje. Una mujer llamada Nancy es testigo de esto y queda horrorizada. Intenta escapar rompiendo una ventana, pero es atrapada por unas manos grandes y blancas que salen de afuera.

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El cuchillo rasgó el aire. Su brillo metálico produjo un brusco relampagueo.

Luego se hundió en el cuerpo humano que tenía a muy poca distancia.


Salió convertido en una línea roja.
Volvió a alzarse y una pequeña parte del mismo brilló de nuevo, mientras
unas gotas color escarlata saltaban al aire. Inmediatamente trazó una
parábola macabra para hundirse en el cuerpo otra vez.
Sonó un alarido.
Pero no era un alarido de muerte, sino de triunfo. Nancy Kennedy jamás
había visto matar a nadie con tanta saña, con tan salvaje satisfacción.
Aquella visión de pesadilla nubló sus ojos y, por un momento, le impidió
pensar.
De un modo maquinal, sus músculos se tensaron. Intentó huir, pero sus
espaldas resbalaron por la pared. Se dio cuenta entonces de que ésta ya
estaba manchada de sangre.
Un sollozo ahogado quebró su garganta.
Lo veía todo espantosamente rojo.
El cuchillo se había hundido por tercera vez.
Todas las figuras se hicieron borrosas. Vio caer al hombre mientras se
llevaba las manos al estómago. E inmediatamente sonó en la habitación un
gorgoteo de horror y de muerte.
Nancy supo que jamás escaparía de allí.

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Silver Kane

Cien flores en el infierno


Bolsilibros: Selección Terror - 68

ePub r1.0
Titivillus 04.03.15

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Título original: Cien flores en el infierno
Silver Kane, 1974
Diseño de cubierta: Enrique Martín

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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INTRODUCCIÓN
El cuchillo rasgó el aire. Su brillo metálico produjo un brusco relampagueo.
Luego se hundió en el cuerpo humano que tenía a muy poca distancia.
Salió convertido en una línea roja.
Volvió a alzarse y una pequeña parte del mismo brilló de nuevo, mientras unas
gotas color escarlata saltaban al aire. Inmediatamente trazó una parábola macabra
para hundirse en el cuerpo otra vez.
Sonó un alarido.
Pero no era un alarido de muerte, sino de triunfo. Nancy Kennedy jamás había
visto matar a nadie con tanta saña, con tan salvaje satisfacción. Aquella visión de
pesadilla nubló sus ojos y, por un momento, le impidió pensar.
De un modo maquinal, sus músculos se tensaron. Intentó huir, pero sus espaldas
resbalaron por la pared. Se dio cuenta entonces de que ésta ya estaba manchada de
sangre.
Un sollozo ahogado quebró su garganta.
Lo veía todo espantosamente rojo.
El cuchillo se había hundido por tercera vez.
Todas las figuras se hicieron borrosas. Vio caer al hombre mientras se llevaba las
manos al estómago. E inmediatamente sonó en la habitación un gorgoteo de horror y
de muerte.
Nancy supo que jamás escaparía de allí.
Saltó hasta la ventana y atacó los cristales con los puños. Los destrozó. Notó que
se cortaba las muñecas y que unas gotitas de sangre saltaban a su cara.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Dios mío, sáquenme de aquí! ¡Socorro…!
Unas manos pasaron entonces por entre los cristales rotos. Eran unas manos
grandes —tanto, que le parecieron enormes—, afiladas y blancas. Sin duda venían a
salvar a Nancy, y por eso Nancy se aferró a ellas como un náufrago se aferra a la
tabla de salvación.
Las manos tiraron de su cuerpo.
Iban a sacarla de allí.
De aquel universo de muerte.
La muchacha hizo también lo posible por salir, pero, de pronto, miró hacia arriba.
Vio la cara que estaba tras aquellas manos. Lo vio todo.
Lanzó un grito gutural, un grito de horror que llenó la noche.
El miedo penetró hasta el fondo de su corazón, hasta el fondo de sus nervios.
Poco había imaginado media hora antes, cuando vio las primeras luces, que iba a
penetrar en aquel rincón del infierno…

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CAPÍTULO PRIMERO

¿QUIERE SER TESTIGO DE UNA BODA?

Cuando Nancy Kennedy vio el paisaje que había a ambos lados de la carretera,
maldijo el momento en que la revista especializada Botanic la había enviado para
hacer aquellas fotos en exclusiva. Ella no conocía aquella parte de Louisiana, pero
jamás creyó hasta entonces que fuera tan siniestra, tan inhóspita y tan extraña. Los
bosques bordeaban los lagos en cuyas aguas quietas se reflejaba la luna. Había pocos
edificios, y todos parecían abandonados, o quizá algo peor: daba la sensación de que
todos sus habitantes estaban muertos y con los cuerpos apoyados en los cristales de
las ventanas.
«Absurdo», pensó Nancy.
Nunca le había ocurrido una cosa así.
Pero no podía evitar una sensación depresiva, mientras la carretera daba vueltas y
más vueltas por aquel bosque que se hacía interminable. Hasta hubo un momento en
que tuvo la completa seguridad de haberse perdido. No recobró la calma hasta ver un
cartel que indicaba:

AL PARQUE NACIONAL DE PEONIA: 30 MILLAS

En el Parque Nacional de Peonia tenía ella que tomar fotos de una serie de flores
que sólo existían allí. El trabajo le ocuparía dos semanas, pues para fotografiar las
flores en condiciones ideales había que tener, a veces, mucha paciencia, esperando la
oportunidad.
Suspiró con desaliento, porque había creído que el parque estaba a menos
distancia. Treinta millas y con la noche ya cerrada, le parecieron una eternidad.
Decidió quedarse a dormir en el primer motel que encontrase…, si es que encontraba
alguno por aquellos parajes.
De pronto, al tomar una curva, su suspiro de desaliento se transformó en un
suspiro de alivio.
Acababa de ver unas luces entre la espesura. Un camino vecinal, pero bien
asfaltado, llevaba hasta ellas. El anuncio de neón indicaba claramente lo que ella
estaba buscando:

MOTEL

Estacionó el coche y miró el edificio. Muy cerca de él, casi lamiendo sus
cimientos, estaban las aguas quietas de un lago. Muy posiblemente aquello debía ser
ideal para descansar y hasta para cazar patos salvajes, pero de noche tenía un aspecto

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realmente siniestro. Y, además, parecía no haber nadie.
La muchacha descendió del coche.
Parpadeó.
El local de recepción estaba bien iluminado.
Su hermosa figura se recortó a la luz mientras avanzaba poco a poco sobre la
hierba. Vio con sorpresa que en recepción tampoco había nadie. Fue hacia el
mostrador e hizo sonar una especie de timbre muy anticuado que estaba junto al libro
de registro.
Nadie acudió.
El silencio resultaba aterrador en aquel edificio tan bien iluminado, tan acogedor,
tan simpático. Precisamente el contraste con lo que uno esperaba encontrar, hacía que
se notase más el silencio que uno efectivamente encontraba. Parecía como si en aquel
motel no hubiese tampoco clientes, lo cual era absurdo. Pues, aunque estaba en un
camino apartado, su proximidad al lago lo debía hacer apetecible para según qué
gente. Por ejemplo, para cazadores. O para amantes de la soledad. O para jefes que se
fugaban con la secretaria.
Miró el libro registro y vio que había cuatro ingresos en los dos días anteriores.
Los ingresos eran de parejas. Eso significaba que ocho personas tenían que
hospedarse allí.
Después de hacer sonar el timbre por segunda vez sin éxito, Nancy Kennedy se
impacientó y fue hacia otra pieza iluminada que había visto cerca, y que tenía aspecto
de ser un pequeño taller de reparaciones para coches. Entró en él y vio un magnífico
descapotable con el capó levantado. Bajo él se veían sobresalir las piernas de un
hombre, enfundadas en las perneras de un pantalón azul. Sin duda lo estaba
reparando.
—Oiga —dijo Nancy, con voz que ya empezaba a ser impaciente—. ¿Es que no
hay nadie aquí? ¿Es que aquí nadie atiende?
El tipo situado debajo del coche no le contestó, pero, en cambio, la muchacha oyó
una amable voz a sus espaldas:
—Perdone, señorita —dijo aquella voz—. Usted llamaba antes, ¿no?
Nancy se volvió y pudo ver a un hombre de unos cuarenta años, vestido de
oscuro, que tenía un aspecto irreprochable. Sin duda, era el encargado del motel, que
estaba ausente cuando ella llegó. Parecía realmente avergonzado por su falta.
—Discúlpeme —dijo el hombre—. Es que estaba atendiendo a unos clientes en el
bar. Supongo que usted querrá alojamiento por esta noche.
Y le hizo una seña para que le siguiera. Ella atendió la sugerencia y notó, al entrar
en recepción, que le ponían delante el libro de registro.
—Efectivamente, quiero alojamiento por esta noche —dijo ella—, pero ¿qué
pasa? ¿Están escasos de personal? ¿Tiene usted que atender también al bar?
—No. Sólo quería dar un recado —dijo él—. Permítame. Tiene usted el
apartamento número cinco. El último.

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—Pues he tenido suerte —dijo ella—. Creí que contaban ustedes con más sitio.
—Sólo hay cinco apartamentos, y cuatro están ocupados. Vea.
Le señalaba el libro registro. No hacía falta que Nancy comprobara nada, porque
ya lo había comprobado antes. Tomó la llave y dijo:
—En seguida encerraré mi coche. Pero ¿puedo tomar algo antes en el bar? Tengo
mucha sed.
—Claro que sí, señorita Kennedy —dijo el hombre, después de echar un vistazo a
la firma—. Por aquella puerta.
La muchacha atendió la indicación y tuvo la sorpresa de encontrarse en un bar
magníficamente decorado, donde además sonaba una suave música. Sólo al hecho de
encontrarse aquel bar en la parte posterior del motel se debía el que ella no se hubiera
dado cuenta antes de su existencia. Tres personas se encontraban allí; una de ellas era
el camarero, y las otras dos eran clientes.
El camarero parecía bastante zafio y poco conocedor de su oficio, pero los
clientes eran distinguidos. Al parecer, no se conocían. La mujer, que en seguida
sonrió a Nancy, bebía un gin-tonic, y el hombre un whisky. El hombre se limitó a
hacer a la muchacha una inclinación de cabeza.
—Quisiera una cerveza bien fría —dijo ella—. Supongo que tienen.
—Desde luego. Y cerveza japonesa, que es excelente. Pruébela.
El camarero quería ser amable, pero servía mal. Tenía las uñas sucias. Su
chaqueta blanca estaba mal abrochada. A Nancy le pareció increíble que en un motel
de cierta prestancia, como aquél, tuviesen a un empleado tan poco presentable.
Pero bebió la cerveza con cierta avidez, porque estaba muy sedienta. La encontró
estupenda.
Entonces la mujer se dirigió a ella.
—Perdone, señorita —dijo—. Me parece que la he visto a usted en la portada de
alguna revista.
—Quizá en la revista Botanic —dijo la muchacha, ligeramente halagada—. Soy
uno de sus fotógrafos y, ciertamente, una vez aparecí en la portada con un ejemplar
muy raro de cactus. He venido a trabajar al Parque Nacional de Peonía.
—Un sitio magnífico —dijo la mujer con voz levemente chillona—. Yo me llamo
Mac Carthy y soy muy aficionada a la Botánica. Conozco el Parque Nacional de
Peonía, muy bien. Pero ahora no pensaba en eso, sino en otra cosa. Cuando la he
visto a usted me he dicho en seguida que ésta era mi noche de suerte.
—¿Su noche de suerte? ¿Por qué?
—Una de mis amigas se casa muy cerca de aquí. Buscaba a alguien que quisiera
ser testigo de la boda.
Nancy, ligeramente extrañada, murmuró:
—¿Y no tiene a mano a nadie más? ¿Por qué ha de ser una desconocida?
—Tenía dos testigos, pero una de ellas se ha puesto enferma —dijo, con
volubilidad, la señora Mac Carthy—. Es aquí mismo. ¿No podía hacernos el favor…?

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Podría haber molestado a ese caballero, pero ya ve la cara de antipático que tiene.
En efecto, el hombre que bebía el whisky a corta distancia no parecía un modelo
de amabilidad. Las ignoraba completamente. Tenía una expresión reconcentrada y
pedirle cualquier cosa, aunque fuera lumbre para un cigarrillo, parecía, a primera
vista, una empresa difícil.
—Estoy muy cansada —dijo Nancy—, pero si me promete que no nos
entretendremos demasiado iré. ¿Es uno de esos casamientos de urgencia que se
celebran entre dos jovenzuelos que se han conocido hoy mismo?
—Oh, no… El contrayente es médico, y la novia es muy amiga mía. Se conocen
hace bastante tiempo, puesto que ella ha sido su paciente. No crea usted que va a
asistir a una ceremonia inmoral.
—Una boda nunca lo es —dijo Nancy—. Vamos.
Le molestaba perder ahora el tiempo con aquello, después de lo cansada que
estaba, pero Nancy Kennedy era de esas chicas que nunca saben negar un favor. De
modo que abandonó el bar sin acordarse de pagar la cerveza (supuso que ya se la
cargarían a su cuenta) y siguió a la mujer por un estrecho sendero rodeado de
cipreses. Todo seguía teniendo un aire silencioso, solemne y hasta un poco siniestro
bajo la noche estrellada. Pero todas aquellas sensaciones inquietantes se disiparon,
cuando Nancy vio el edificio.
Estaba muy bien iluminado.
Tenía aspecto de residencia o de hotel.
Junto a la entrada había una capilla muy pequeña y muy rústica, como las que
antes eran típicas en el Oeste. Muchos lugares de Estados Unidos que quieren tener
carácter aún conservan capillas así. Dentro sonaba la música lenta y solemne de un
órgano, música que era demasiado perfecta para ser real. Seguro que la reproducían
mediante la cinta de un equipo estereofónico.
La señora Mac Carthy invitó amablemente:
—Ya ve que hemos llegado en seguida. Entre…
La capilla era acogedora y debía estar dedicada al culto protestante. Nancy no
supo precisar muy bien eso, pero, al menos, se dio cuenta de que no era católica. La
música, en efecto, procedía de un equipo de hi-fi. Tres personas estaban dentro de la
capilla, disponiéndose a celebrar la ceremonia.
Una de esas personas iba vestida de clergyman. Las otras dos eran los
contrayentes, una pareja joven de la que llamaba la atención el hombre por su aire de
bondad y de inteligencia. La mujer era bonita, aunque quizá un poco provocativa. Iba
vestida de novia, con un vestido inmaculadamente blanco, pero que le caía mal. Se lo
debía haber comprado en un almacén de confección, a toda prisa.
La señora Mac Carthy dijo, con alegría:
—¡Ya estamos aquí los testigos!
Era como si gritase: «¡Viva la fiesta!».
El hombre vestido de clergyman sonrió y sacó un libro negro.

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Pero no tuvo tiempo de hacer nada más.
Fue entonces cuando sucedió.
Nancy Kennedy creyó estar viviendo una pesadilla, porque nunca hubiera podido
concebir una escena tan alucinante y, al propio tiempo, tan absurda. La novia acababa
de sacar un largo cuchillo de uno de los pliegues de su vestido… ¡y atacaba con la
saña de una fiera al hombre que iba a casarse con ella!
¡El cuchillo venía hacia él!
De una forma maquinal y, a pesar de que se sentía dominada por el horror, Nancy
trató de impedir aquel crimen, pero se dio cuenta de que ya no podía hacer nada.
Lanzó una especie de gorgoteo, mientras sus pies parecían quedar clavados en el
suelo para siempre.
Así fue como empezó todo.
El cuchillo rasgó el aire.
Su brillo metálico produjo un brusco relampagueo. Luego se hundió en el cuerpo
humano que tenía a muy poca distancia.
Salió convertido en una línea roja.
Volvió a alzarse y una pequeña parte del mismo brilló de nuevo, mientras unas
gotas color escarlata saltaban al aire.
Inmediatamente trazó una parábola macabra para hundirse en el cuerpo, otra vez.
Sonó un alarido.
Pero no era un alarido de muerte, sino de triunfo. Nancy Kennedy jamás había
visto matar a nadie con tanta saña. Sí. Así empezó todo…
A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitaron como en una veloz
película en color donde todas las tonalidades fueron rojas. Nancy vio caer al hombre
completamente ensangrentado. Se dio cuenta de que nada podía hacer por él, puesto
que la novia seguía acuchillándole con más y más saña.
Y no era eso lo más horrible para Nancy, con serlo tanto. Lo más horrible para
ella era que aquella mujer llamada Mac Carthy, la que la había traído allí… ¡reía
como una loca!
¡Estaba asistiendo a aquel sangriento sacrificio como el que asiste a una función
de circo!
Nancy Kennedy intentó salir por la ventana. Fue entonces cuando trató de
hacerlo. Aporreó los cristales con los puños y vio aparecer aquellas manos grandes y
blancas que querían ayudarle.
Al principio las aceptó.
Veía en ellas la única posibilidad de salvación para no morir también acuchillada.
Pero luego alzó la cabeza. Vio algo más que las manos. Distinguió el resto del
cuerpo.
¡Y se encontró con aquellos ojos diabólicos que parecían brotar entre los
vendajes! ¡Distinguió ante ella aquella visión de ultratumba! ¡Vio que estaba siendo
abrazada por una momia!

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CAPÍTULO II

LA CASA DE LAS VENTANAS ROJAS

Nancy Kennedy lanzó otro grito gutural mientras intentaba soltarse, y todo su
cuerpo sufrió una terrible contracción. Sintió dolor al clavarse los cristales de la
ventana, pero no se dio cuenta de ello. La sensación que la dominaba por completo
era la de haber entrado en el infierno; en un mundo alucinante donde todo era posible
y al mismo tiempo nada era real.
Estaba loca de horror.
Había perdido, de repente, la mayor parte de sus fuerzas y de su capacidad de
reacción.
Pero su cerebro funcionaba.
Se dio cuenta de que estaba tirando de ella una momia, pero, sin embargo, las
manos no eran de momia. Eran de hombre normal, de hombre que estaba vivo. Eso
quería decir que o ella sufría una alucinación o se trataba de un error monstruoso.
No tuvo tiempo de pensarlo.
De repente, cuando volvía a oír a sus espaldas la risa diabólica de la señora Mac
Carthy, se dio cuenta de que alguien llegaba a toda prisa. Era un hombre alto,
delgado, de cabellos blancos. Su aspecto resultaba distinguido. Aquel hombre no
pudo ocultar en su rostro una mueca de ansiedad al ver la escena.
Se abalanzó sobre la momia.
Tiró de ella hacia atrás, obligando bruscamente a que las manos soltaran el cuerpo
de Nancy Kennedy.
Y entonces, la muchacha se dio cuenta de que, en efecto, la momia no era tal
momia, sino un hombre que se había cubierto casi todo el cuerpo de vendajes, como
si acabase de salir de un sarcófago. Algunos de aquellos vendajes se desprendían y
empezaban a dejar ver con claridad unas facciones pálidas, en las que los ojos,
saltones, parecían los ojos de un loco.
El hombre ayudó a salir a Nancy, que quedó tendida en el suelo mientras todo su
cuerpo parecía pincharle. Se daba cuenta confusamente de que estaba a salvo, pero
nada más. También advertía ahora que la sangre manaba de algunas pequeñas
heridas.
El hombre que acababa de salvarla dirigió una mirada al interior de la capilla.
Palideció, pero eso fue todo. No hizo ningún comentario. No dudó, tampoco, de
detener a la asesina.
Mientras tanto, la risa de la señora Mac Carthy se había transformado en una
especie de gorgoteo doloroso, como si se estuviera ahogando.
Nancy notó que la sacaban de allí, medio a rastras. De pronto se vio rodeada de

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luces y notó que estaba en el interior del edificio que antes le había parecido un hotel.
Una vez dentro, la sensación que se tenía era distinta. Todo era nuevo, frío y
aséptico, allí. De repente, en vez de un hotel le pareció una clínica.
Y así debía de ser, porque el hombre que acababa de traerla hasta allí, murmuró,
con voz opaca:
—Permita que me presente. Soy el doctor Norman.
—Yo me llamo Nan… Nan… Nancy Kennedy.
Pronunciar su propio nombre le parecía de repente, lo más difícil del mundo.
Estaba aterrada. Pero la mirada de aquel hombre distinguido y que hasta entonces la
estaba ayudando terminó por infundirle confianza. Se dio cuenta confusamente de
que no le ocurriría nada malo mientras estuviera con él.
Con voz ronca, preguntó:
—¿Esto es una clínica?
—Sí.
—No entiendo nada de… de lo que ha pasado. Hace unos minutos yo era una
mujer normal, una mujer que venía en su coche y que buscaba una habitación para
dormir. Y de pronto…
Fue incapaz de continuar. Todo aquello seguía pareciéndole una pesadilla cada
vez más sobrecogedora. El hombre la hizo sentar y con expresión tranquilizadora,
con una calma que era como un sedante para los nervios, le preparó una tableta en un
vaso de agua. Mientras le tendía el líquido ligeramente espumeante, susurró:
—Beba. Le sentará bien.
—¿Qué es?
—Un calmante.
El líquido tenía sabor a magnesia. Por lo demás, no llamaba la atención en nada.
Casi inmediatamente después de beberlo, la muchacha se sintió mejor.
El doctor Norman se sentó frente a ella.
—¿Viene usted del motel? —preguntó.
—Hace un momento estaba allí.
—¿Quién la ha traído?
La muchacha hizo con voz entrecortada un breve resumen de la oferta que le
formuló la señora Mac Carthy, en el supuesto de que ésta se llamara así. Su relato era
tan sencillo que empleó apenas en él veinte palabras.
El doctor Norman susurró:
—Tiene razón. Ha sido espantoso para usted.
Fue a partir de aquel momento, cuando las cosas empezaron a cambiar de nuevo
para Nancy Kennedy. De pronto, le pareció que nada de aquello tenía importancia,
que todo era una pesadilla lejana y que cuando despertase todo habría acabado bien.
Porque la verdad era que tenía un sueño espantoso, un sueño demoledor y que le
impedía pensar en nada que no fuera tumbarse en el suelo a dormir. Fue a levantarse
y notó que sus rodillas se doblaban. Estuvo a punto de caer a tierra.

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«Ha sido la pastilla —pensó en un momento de lucidez—. Esa maldita pastilla
disuelta en agua…».
Ya había notado que la calmaba en exceso. Tenía que tratarse de un somnífero de
efectos casi fulminantes, porque apenas podía sostenerse sobre sus pies.
El doctor Norman la sostuvo rápidamente. La llevó casi a rastras hacia una puerta
que había a pocas yardas de la entrada.
La muchacha ya ni se dio cuenta de eso.
Todo en torno suyo daba vueltas y más vueltas, vueltas de una lentitud
exasperante, vueltas con forma de elipse, vueltas de sangre…

***

Cuando despertó, vio que estaba en una cama bastante confortable, pero
demasiado alta y además muy parecida a las de los hospitales. Confusamente recordó
que estaba en una clínica y eso le pareció natural. Pero poco a poco sus sentidos se
fueron despertando y entonces le dominó una brusca sensación de alerta.
Miró sus vestidos.
Todo estaba en orden.
No habían hecho nada con ella, mientras estaba bajo los efectos brutales del
somnífero. Por un momento lo había temido.
Al contrario, algunos de los cortes producidos por los cristales habían sido
limpiados y vendados. No podía negar que se sentía bien. Respiró hondamente y bajó
de la cama para comprobar cómo estaba de fuerzas.
Sus músculos respondieron.
Todo marchaba.
Ahora lo más importante era salir de aquella habitación, a la que, sin duda, la
habían traído para que se recuperase.
Fue a abrir la puerta.
Pero vio que ésta se encontraba cerrada con llave, por fuera.
Hizo un gesto de intranquilidad.
Fue entonces hacia la ventana.
Ésta tenía el marco pintado de rojo. Todas las ventanas parecían rojas, allí. Y
todas tenían otra particularidad: estaban…, estaban enrejadas.
Nancy Kennedy se estremeció.
Porque ahora empezaba a darse cuenta de dónde estaba.
Por si algo faltaba, acababa de leerlo al revés, en el cartel que había sobre la
puerta principal, situado a pocos pasos de distancia:

MANICOMIO DEL DOCTOR NORMAN


Clínica mental para casos no recuperables

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Nancy, mientras sus labios dibujaban una mueca de desesperación, sintió que en
su garganta moría un grito.
Algo le dijo que acababa de franquear las puertas del infierno.

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CAPÍTULO III

UNOS PASOS HACIA EL MÁS ALLÁ

Se volvió de pronto. Un sudor angustioso bañaba su cuerpo, pero la misma


desesperación que sentía le hacía sacar fuerzas de flaqueza. Comprendió que
necesitaba salir de allí como fuese. Y se dispuso a intentarlo.
Lo más urgente, era establecer contacto con los del motel.
No sería tan difícil. Seguramente éstos se darían cuenta de que no había encerrado
el coche y la buscarían. Como el manicomio era el edificio más cercano, no tardarían
en preguntar allí.
Eso hizo que crecieran las esperanzas de Nancy.
Por otra parte, si la habían encerrado allí era para que se calmase sin correr
peligro. Inmediatamente vendrían a sacarla. No se trataba de un secuestro. Y como si
sus pensamientos hubieran sido una premonición, oyó en el pasillo pasos que se
acercaban.
Una llave chirrió en la cerradura.
La puerta se abrió.
En el umbral apareció el cuerpo alto y distinguido del doctor Norman, rematado
por un rostro más tranquilo y amable que nunca.
—Celebro que el calmante le haya sentado bien —comentó—. Tiene usted mucho
mejor cara. ¿Cómo se siente ahora?
Ella hizo una mueca de decisión.
—Deseando salir de aquí —dijo.
—Buena señal. Eso significa que ha recuperado sus energías del todo. Por
supuesto, va a salir de aquí cuando usted quiera. Sólo queda un pequeño detalle.
—¿Qué detalle?
—La policía.
Nancy Kennedy cerró los ojos. Bruscamente volvió a pasar por su memoria lo
que había visto poco antes y se estremeció. Por unos instantes había llegado a creer
que todo había sido un mal sueño.
—¿Qué ha de hacer la policía? —musitó.
—Interrogarla.
—Pero… ¿sobre qué?
El doctor Norman lanzó un suspiro de desaliento. Por lo visto, también él estaba
muy cansado. Sacó cigarrillos y ofreció uno a la muchacha.
—¿Fuma?
—No, gracias; ahora no tengo el menor deseo de fumar. Al contrario, me estoy
ahogando.

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Él guardó entonces su cigarrillo para no producir humo. No había duda de que se
trataba de un hombre educado. Se sentó en el borde de la cama, y murmuró:
—Supongo que usted está asustada, señorita Kennedy, y no le falta razón. Pero
creo no equivocarme si le digo que, más que miedo, debe sentir usted un
desconcierto. No entiende nada de lo que ha ocurrido, ¿verdad?
—Absolutamente nada —dijo ella—, y creo que, por desgracia, no tiene ningún
sentido.
—Claro que lo tiene. Verá. Ante todo he de decirle que éste es un manicomio para
casos difíciles, casos no recuperables.
—Desde esta habitación he podido enterarme. Hay un cristal en la entrada y se
leen las letras al revés.
Norman asintió pensativamente.
—Celebro ahorrarme explicaciones al respecto —dijo—. Así ya sabe usted dónde
está. Pero continuaré con el relato para que usted lo sepa todo. ¿Ha podido ver bien al
hombre que moría?
—Desgraciadamente, sí. Ha sido… espantoso.
—También lo ha sido para mí —dijo el doctor Norman—, con la diferencia de
que yo estoy más acostumbrado a los horrores de un manicomio. El hombre a quien
usted ha visto morir era el doctor Talbot. Un joven bondadoso, inteligente y que
amaba su profesión. Para muchos de nosotros, hoy es un día de luto.
—Tenía cara de buena persona —dijo ella, con voz ahogada.
—Y lo era. Pero sus métodos resultaban equivocados y por eso algunas veces
había chocado con él. Sus métodos de curación eran completamente distintos de los
míos. Yo tengo mucho cuidado con los locos y no les permito un desliz, porque sé lo
peligrosos que son. En cambio, él sostenía la idea de que hay que dejarles seguir sus
tendencias, puesto que así llegan un día a darse cuenta de sus propios actos. Por
ejemplo, si un loco se cree Napoleón, hay que dejarle que se disfrace, con un
uniforme y se pasee con una mano bajo la solapa. Si una loca cree que es Cleopatra,
hay que darle un diván y dejar que se tienda en él para seducir a todos los hombres
que pasan. Según el doctor Talbot, eso les hace, reaccionar algún día.
—Entiendo. ¿Pero qué tiene eso que ver con lo que ha ocurrido hoy?
—Mucho. La loca que lo ha matado quería casarse con él. Estaba locamente
enamorada del doctor Talbot. El hombre que estaba dispuesto a casarlos es un loco
pacífico, pero que tiene golpes ocultos. Cree de verdad ser un sacerdote. Para curarlos
a los dos, al doctor Talbot no se le ocurrió mejor idea que fingir una boda.
—Pero… ¿fuera del manicomio?
—La capilla está dentro de él. No sé si se ha dado cuenta de que, antes de llegar,
usted ha atravesado una reja. Normalmente tenía que estar cerrada, pero el doctor
Talbot, desobedeciendo mis órdenes, hizo abrirla. Fue un terrible error.
La muchacha entrelazó los dedos nerviosamente.
Claro que había sido un terrible y sangriento error. Estaba convencida.

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—¿Y la que dijo llamarse señora Mac Carthy? —musitó—. ¿También es una
loca?
—Naturalmente. La llamamos la Testigo, porque disfruta viendo matar a los
demás. Ella sabía que Magda, la novia, tiene una manía depresiva que la obliga a dar
muerte a todos aquellos a quienes ama. El doctor Talbot, por lo visto, ignoraba eso.
Su error le ha costado perder toda la sangre del cuerpo.
El doctor Norman hablaba con la frialdad de un médico que está acostumbrado a
todos los horrores, pero Nancy no podía ser como él. La muchacha se estremecía de
miedo a cada nueva palabra.
—¿Qué ha hecho con la señora Mac Carthy? —susurró.
—Por descontado, la he vuelto a encerrar en seguida. Todo este tiempo que usted
ha estado descansando, unas dos horas aproximadamente, lo he empleado en
restablecer el orden dentro del manicomio. No crea que ha sido fácil. Aprovechando
mi ausencia de unas horas, el doctor Talbot ha organizado tal serie de experimentos,
dando suelta a los locos, que esto era… ¡en fin, era un verdadero manicomio, en el
sentido humorístico de la palabra! Los guardianes ya no sabían qué era lo que tenían
que hacer, pero, al fin, la calma ha sido restablecida.
—¿Por eso me ha encerrado aquí?
—Sí; en parte, porque usted necesitaba descansar en un sitio tranquilo, y en parte,
porque me hacía falta que nadie me molestara mientras superaba esta crisis. Ahora, al
menos, puedo garantizarle que no corre usted peligro.
—Doctor Norman, hay algo que me atormenta —dijo ella, con voz velada—.
Magda, esa mujer que ha asesinado al doctor Talbot, ¿habría intentado matarme
también a mí?
—No.
—¿Seguro que no?
—Se lo garantizo. Esa clase de mujeres sólo matan a los seres que aman. Como
usted le era indiferente, no le habría tocado ni una uña.
Aunque ahora ya todo había pasado y era inútil preocuparse, la muchacha se
tranquilizó. Y se dio cuenta también de lo terriblemente complicado que debía ser el
mundo de los locos, el mundo de esos seres que creaban mundos a su medida y en los
cuales sólo ellos gobernaban.
—¿Ha llamado a la policía? —preguntó.
—No lo he hecho hasta ahora porque quería tener el manicomio en calma —
explicó Norman—. De otro modo los agentes podían ponerse nerviosos, al verse
amenazados por los locos, originándose una matanza. Ahora ya puedo llamar a la
policía, y como usted ha sido testigo de lo ocurrido, supongo que hará falta su
declaración.
Ella se mordió los labios nerviosamente.
—Estoy tan… tan aterrada que quisiera que me dejasen en paz —murmuró—.
¿Es necesario que hable?

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—Sería conveniente. Al fin y al cabo, es usted la que lo ha visto todo.
—Entonces haga que vengan a verme al motel. Por favor, no quiero estar
encerrada ni un minuto más aquí.
El doctor Norman hizo un gesto, indicando que la entendía muy bien.
—Es deprimente, ¿verdad? —preguntó—. Un manicomio resulta tan angustioso
como un cementerio.
—A veces mucho más.
—De todos modos no corre ningún peligro, aquí. He hecho encerrar también a
Barrymore, que se cree que es la momia de Amenofis IV y al cual, el doctor Talbot
proporcionó incluso vendajes. No entiendo cómo el pobre pudo llevar sus
experimentos tan lejos. Un manicomio no ha de ser necesariamente una casa de locos.
—Entiendo lo que quiere decir.
—De todos modos, si lo que desea es volver al motel, puede hacerlo. Comprendo
que no hay motivos para que siga aquí, y además este ambiente debe destrozarle los
nervios. Regrese a su habitación, y cuando llegue la policía diga la verdad. Ése es su
único deber ante la ley.
—Lo cumpliré, doctor Norman.
Ella se puso en pie y salió. Sus pasos eran más seguros cada vez, aunque la
muchacha distaba mucho de estar en su mejor forma. El médico la acompañó hasta la
puerta, desde la cual se veían, a cosa de un cuarto de milla, las luces del motel.
—¿Cómo es posible que hayan edificado eso tan cerca de aquí? —preguntó
Nancy—. ¿Los clientes no se asustan?
—Los clientes del motel no saben que aquí hay un manicomio, porque estamos
ocultos entre la arboleda. Además no hay ningún peligro, ¿comprende? De no ser por
las estúpidas ideas del doctor Talbot, todo estaría en orden. Nadie habría salido de su
celda.
Le tendió la mano y la acompañó hasta la verja, pero luego la dejó sola. Volvió
sobre sus pasos porque, sin duda, tenía muchas cosas que hacer en el manicomio. La
muchacha se dio cuenta, con horror, de que tenía delante de sus ojos aquel sendero
por encima del cual sólo estaba el misterio de las estrellas.
Pero necesitaba recorrerlo para llegar al motel. Conteniendo la respiración,
avanzó por él. Tenía la sensación de que cada uno de sus pasos la llevaba hacia el
Más Allá. Estaba casi segura de que unas manos misteriosas se abalanzarían sobre
ella en cualquier momento.
Pero nada ocurrió. Pudo llegar al motel sin más obstáculos. Una vez allí se sintió
completamente segura.
El Más Allá acababa de quedarse atrás. Ahora volvía a estar en el centro de la
vida.
Fue al apartamento número cinco.
Conservaba la llave que le dieran antes.
No había metido aún el coche en el garaje, pero pensaba ir a buscarlo un poco

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después. Ahora necesitaba mojarse la cabeza con agua fría para acabar de despejarse.
Abrió la puerta.
Encendió maquinalmente la luz.
Vio el armario entreabierto.
Los metales del cuarto de baño.
Las cortinillas de cretona rosa.
La cama.
Y la cabeza que estaba sobre la almohada. Pero no era la cabeza de un hombre
que dormía.
No podía serlo.
Porque había un pequeño detalle.
La cabeza estaba sola. Le faltaba el tronco.
Le faltaba el resto del cuerpo…

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CAPÍTULO IV

UNOS LENTOS MINUTOS DE HORROR

El alarido de la muchacha sonó estridente, angustioso, total. El alarido de la


muchacha llenó la noche, pero nadie pareció captarlo. En aquel sitio abierto al
público, donde al menos diez o doce personas debieran haberla oído, nadie la oyó.
Como hipnotizada, como muerta, Nancy Kennedy miró aquella cabeza que también
parecía mirarla a ella con los ojos desencajadamente abiertos.
La muchacha volvió a gritar.
Y fue también inútil.
Al cabo de unos segundos, el más angustioso silencio volvió a rodearla.
Ella conocía aquella cabeza, porque la había visto una vez. Era la del hombre que
bebía whisky en el bar, cuando ella entró. La del que había dejado de prestarle
atención cuando ella se puso a hablar con la señora Mac Carthy.
Debían haberla separado del tronco muy poco antes, porque la cama estaba
materialmente empapada de sangre fresca.
Poco a poco, la muchacha retrocedió.
Volvió sobre sus pasos con las pocas fuerzas que le quedaban. Andando de
espaldas, se encontró de nuevo en el porche, y rodeada por el silencio.
Su cerebro volvió a funcionar al ralentí, pero a funcionar al fin y al cabo. Se dio
cuenta de que necesitaba pedir socorro. En su apartamento había un teléfono, pero
para llegar hasta él necesitaba pisar la sangre. De eso se sentía absolutamente
incapaz.
Decidió ir a recepción. Allí estaba el hombre que la había atendido y que, sin
duda, llamaría a la policía. Aparte de eso, el doctor Norman debía haberlos llamado
ya también y, sin duda, los coches patrulleros pasarían por delante del motel. Pero
necesitaba asegurarse.
Fue corriendo hacia allí.
Apenas había doscientas yardas.
Pero cuando llegó jadeaba como si hubiese acabado de hacer una carrera de cinco
millas.
Vio que todo estaba vacío.
Como antes, no había nadie detrás del mostrador. No había tampoco ningún
cliente. Aquello parecía un motel situado en mitad del desierto.
Completamente aturdida, Nancy Kennedy avanzó hacia la puerta que daba al bar.
Estaba segura de que, al menos allí, encontraría a alguien. Pero se detuvo estupefacta
al ver la barra vacía y sin el menor rastro humano. Hasta el camarero de las uñas
sucias que no sabía servir, había desaparecido.

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Nancy ahogó un grito de horror.
No podía ser.
Ella no podía encontrarse sola en aquel inferno.
Pero una lucecita se encendió en su cerebro, intentando hallar para todo aquello
una explicación lógica. El camarero y el encargado de recepción habían huido.
¿Habían huido, por qué? Pues por una razón elemental y, al mismo tiempo,
espantosa:
¡Los locos se habían apoderado de aquel motel!
¡No a todos los tenía controlados el doctor Norman! ¡Había más de uno que aún
continuaba suelto y había sembrado la muerte en el establecimiento donde ella estaba
ahora!
La garganta de Nancy se contrajo.
Al pensar que ella podía ser la próxima víctima, las piernas le fallaron otra vez.
Pero había otros huéspedes en el motel, y, por lo tanto, necesitaba avisarlos. Las
otras cuatro habitaciones estaban ocupadas; ella lo sabía.
Fue a la número uno.
Llamó con los nudillos en la puerta.
Nadie le respondió.
Estremecida de horror, abrió también aquella puerta.
Y vio el apartamento con todas las luces encendidas.
La mujer era joven.
Había sido bonita.
Llevaba sólo un par de prendas interiores que modelaban su espléndida figura,
pero nadie se hubiera fijado, ahora, en un detalle así. Por lo menos Nancy sólo se fijó
en que le habían clavado un puñal en la nuca.
El mango aún sobresalía por entre su espléndida cabellera rubia. La sangre había
brotado en poca cantidad, manchando sólo una parte de su espalda.
El hombre era algo mayor. Por el aspecto de señor importante que debió tener en
vida, había sido quizá el jefe de aquella belleza muerta junto a él. Su suerte había sido
aún peor, porque él se había dado aún más cuenta de que moría. Las manos estaban
agarrotadas en su cuello, mientras el rostro amoratado denotaba una terrible angustia.
Un lazo negro se ceñía en torno a su garganta, estrangulándole con tanta fuerza, que
hasta había penetrado en su piel.
Nancy Kennedy sintió también que se ahogaba.
Para ella, aquel horror era peor que la muerte.
Volvió a retroceder. Estaba como hipnotizada. Las rodillas le fallaban de tal
modo, que por un momento, pensó que iba a caerse.
Aquello había sido una matanza.
Tenía razón el doctor Norman.
Los locos encerrados en su establecimiento eran tan peligrosos, que cualquier
falta de control podía originar una catástrofe.

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El ver lo que estaba viendo, hizo comprender a la muchacha que los otros clientes
del motel debían estar muertos también. Y eso le trajo el pensamiento de que sólo
podía hacer una cosa: ¡huir! ¡Huir antes de que fuera demasiado tarde…!
Pero se impuso en ella un sentido de civismo. Nancy Kennedy era una muchacha
que creía en la humanidad. Si algunos de los clientes del motel aún no estaban
muertos, ella necesitaba avisarles.
Entró de golpe en el apartamento número dos, y entonces tuvo otra terrible y
angustiosa sorpresa. Porque había allí dos muertos. Ambos estaban a medio vestir y
pegados uno al otro, pero dentro de la bañera. Debían haber recibido un terrible golpe
en la nuca, uno después de otro, para ser luego introducidos allí. Con las cabezas bajo
el agua, la muerte les había sobrevenido por asfixia.
Nancy Kennedy no sólo estaba aterrada, sino al mismo tiempo maravillada, si eso
era posible.
¿Qué fuerza hacía falta para cometer todos aquellos crímenes? ¿Cuántos locos
eran los que andaban sueltos? ¿Hasta qué extremo dominaban el motel, para actuar
con aquella total impunidad?
Cerró la puerta.
Sus movimientos eran sólo maquinales.
Su voluntad no regía.
Pero salió de allí para llegar a la puerta contigua. Era la del apartamento número
tres. La abrió pensando que iba a encontrarse con otra escena de horror, pero esta vez
tuvo una sorpresa que podía calificarse de agradable. El apartamento estaba vacío y
no se advertía ninguna huella de violencia en él.
Igual pasó con el último que quedaba antes de llegar al suyo, es decir, con el
cuatro. No se veía ni rastro de los que lo habían ocupado, aunque, sin duda, se
encontraban ausentes por poco tiempo, porque sus ropas estaban allí.
Nancy cerró la puerta.
El hecho de que no se hubieran cometido más crímenes le hizo sentirse mejor. Le
pareció que todo tenía remedio aún. Lo único que necesitaba hacer era llamar cuanto
antes a la policía.
Volvió sobre sus pasos para llegar de nuevo a recepción, pero le pareció distinguir
una sombra. La sombra caminaba arqueada tras los cristales y tenía un aspecto
siniestro, anormal; un aspecto casi horripilante que heló la sangre en las venas de
Nancy Kennedy. Era como si caminase casi a rastras, inclinando mucho el cuerpo
hacia delante y extendiendo los brazos.
Comprendió que tras aquella sombra podía ocultarse uno de los dementes que
habían cometido los crímenes. Y eso le hizo darse cuenta de que jamás podría llamar
a la policía desde el departamento de recepción.
¿Pero por qué no habían pasado por allí ya los coches patrulleros? ¿Acaso no los
había llamado el doctor Norman?
Claro que, de todos modos, podía haberlos llamado y los coches patrulleros haber

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pasado por otro sitio. Eso significaba que ella no podía contar con ninguna ayuda a
menos que volviera al manicomio.
Y esto no podía hacerlo. Le infundía un miedo cerval pensar en que podía
encontrarse otra vez allí.
Pero, de pronto, dio con la solución. Su aguda vista le permitió ver a distancia
aquel embarcadero sobre el lago, al principio del cual había un poste con una caja de
madera y un teléfono. Debía estar instalado allí por si alguien necesitaba llamar nada
más descender de la lancha.
Allí podía estar la solución de todo. Nancy avanzó pegada a las sombras, sin dejar
de mirar hacia atrás por si alguien la seguía.
Pero nadie vino tras ella. La sombra que antes vio en los cristales, había
desaparecido. Todo respiraba una augusta calma, como si los espantosos crímenes
que ella acababa de ver no se hubieran cometido jamás.
Hasta por un momento llegó a dudar. Pensó que tal vez la habían engañado sus
sentidos. Quizá la pastilla que tomó en el manicomio provocaba alucinaciones.
Pero llegó hasta el teléfono y lo descolgó ansiosamente. Fue a marcar el número
de la oficina de información para que le diesen el de la policía, o llamaran ellos
directamente. De pronto, los dedos de la mano derecha se le quedaron como helados
sobre el dial.
Se dio cuenta de que ya era inútil.
Ocho manos estaban atadas al amarradero. Sólo las ocho manos sobresalían del
agua, porque el resto de los cuerpos se encontraban sumergidos en el lago. Cuatro
personas habían encontrado la muerte allí y mostraban sus dedos como trágicos
trofeos del asesino.
Nancy tuvo un gesto espasmódico.
Ahora sí que las rodillas le fallaron.
Vaciló al borde del agua, a punto de caer también. Se dio cuenta de que se
hundiría junto a los cuatro muertos, que eran, sin duda, los ocupantes de los dos
apartamentos que ella había encontrado vacíos.
Su propio horror le dio fuerza para resistir.
No quería morir así.
No podía acabar de aquel modo. Tenía que resistir… ¡Resistir…!
De pronto oyó una risita a sus espaldas.
Era seca, cortante.
Parecía traer, hacia ella, un soplo de muerte.
Pudo volverse y entonces vio al que se acercaba. Era el camarero que poco antes
la había atendido en el bar. Ya no llevaba la chaquetilla, sino una especie de cazadora
negra. Su pelo estaba desordenado y tenía los dedos espantosamente manchados de
sangre. Su mirada era la mirada errabunda de un loco. Su boca entreabierta, mostraba
dos colmillos que a Nancy le parecieron los colmillos que siempre había imaginado
para el conde Drácula.

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Lanzó un grito de horror.
O creyó que lo había lanzado.
Quizá no llegó ni a surgir de su garganta, porque no tuvo tiempo. De pronto,
aquel extraño ser se lanzó hacia ella. La empujó con todas sus fuerzas.
Nancy Kennedy no pudo resistir el impulso. Dio una trágica voltereta en el aire.
Y se hundió en las aguas negras del lago.
Junto a los muertos…

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CAPÍTULO V

UN RUMOR EN EL SILENCIO

La muchacha no vio absolutamente nada durante unos segundos. Sólo se dio


cuenta de que se hundía en aquel lago de aguas negras. La luz de la luna blanqueaba
la superficie, pero no penetraba hasta el fondo, donde ella había llegado en su caída.
La sorpresa había hecho que tuviera los pulmones vacíos. Por eso, unos segundos
después de caer se estaba ya asfixiando. Braceó desesperadamente para salir de allí y
ganar la superficie.
Por fortuna era una excelente nadadora.
E iba ya a salir sin mayores dificultades, cuando sus manos tropezaron… ¡con los
cuerpos de los muertos!
Una especie de descarga eléctrica la recorrió. Tuvo un verdadero espasmo bajo el
agua. Su cuerpo fue impulsado hacia atrás y se hundió de nuevo.
En los momentos de desesperación es cuando el ser humano encuentra energías
que nunca creyó poseer. Después de resbalar casi sobre el barro del fondo y quedar
medio apresada en él, la muchacha logró tensar el cuerpo y dispararse otra vez como
una flecha. Unos segundos después salía a la superficie.
Estaba bastante lejos del amarradero, y, por lo tanto, bastante lejos de las ocho
manos atadas.
Pero sabía que otra vez caería alguien sobre ella. Los asesinos no la dejarían
escapar. Era una víctima demasiado fácil para perdonarla.
Sin embargo, tuvo otra sorpresa. Nada ocurrió. Del loco que la había arrojado al
agua no se veía ni rastro. El amarradero estaba tan desierto como una calle de Argel a
cuarenta y cinco grados centígrados a la sombra.
La muchacha dudó unos momentos, porque los asesinos podían estar acechando
para caer sobre ella, de nuevo. A veces los locos son tan astutos como los criminales
más refinados. Por ello se dirigió a nado hacia una de las orillas del lago, siempre
manteniéndose a distancia del embarcadero.
No obstante le fue imposible salir por allí. Los cañaverales formaban una masa
casi esponjosa y que resultaba imposible de atravesar. Sus pies quedaban clavados en
el fango. Comprendió que aquello quizá era pantanoso y que se exponía a hundirse
para siempre.
Por eso volvió al embarcadero. Allí estaba su única posibilidad de salir del lago,
al menos mientras la luz del día no le mostrase otros lugares. Y no podía esperar al
amanecer para escapar de allí, porque sus fuerzas no resistirían.
Nadó poco a poco.
No quería levantar el menor rumor. Pretendía llegar hasta las tablas sin que nadie

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lo notase.
Y fue entonces cuando oyó el chapoteo de unos remos.
Era un suave rumor en el silencio.
Alguien se acercaba con una barca.
Pensando que allí podía estar la salvación, la muchacha se apoyó en los troncos
que sostenían el embarcadero. Pero no se hizo visible porque no quería arriesgar
nada. Medio oculta entre aquellos troncos, esperó a que la barca pasase.
Los remos sonaban más cerca, cada vez.
El que fuese, avanzaba muy lentamente.
La muchacha vio la quilla.
Era una barca blanca y cuyo color adquiría livideces insospechadas a la luz de la
luna.
Luego vio uno de los remos.
Y el hombre que lo manejaba.
Su garganta se contrajo otra vez de horror.
Sus músculos cedieron.
Porque el que llevaba aquella barca… ¡era el cubierto con los vendajes de la
momia! ¡Era un fantasma milenario que parecía haber salido de su sarcófago!
Los vendajes producían, a la luz de la luna un efecto espectral.
Era una visión que la muchacha no hubiera podido imaginar ni en la peor de sus
pesadillas.
¡Y la tenía allí, al alcance de su mano!
Apretó desesperadamente sus labios para no gritar. Necesitaba evitar el menor
ruido… ¡o estaba perdida!
Consiguió dejar pasar la barca. La momia no notó que ella estaba allí. La neblina
que envolvía el lago se los tragó.
Pero, entonces, Nancy notó algo peor.
Algo, surgiendo desde las entrañas del lago, la había sujetado por uno de los
tobillos y tiraba de ella hacia abajo.
Era… ¡era una mano humana!
¡La propia muerte, surgida del fondo del lago, la arrastraba hacia el infierno!

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CAPÍTULO VI

EL ENCUENTRO

Nancy Kennedy se volvió a encontrar, a continuación, con otra de las sorpresas


brutales que la habían acometido aquella noche. Porque la mano que la había estado
hundiendo la soltó, de pronto. Y entonces se produjo el efecto absolutamente
contrario. Unos brazos poderosos intentaron sacarla del fondo de las aguas.
Ella se dejó llevar.
Ya no tenía fuerzas para resistir, aunque estaba segura de que todo aquello
terminaría con la muerte; una muerte a la que ya no podía oponerse. Las manos la
hundirían inevitablemente otra vez en la negrura de las aguas del lago.
Pero sucedió lo contrario.
La muchacha hubo de reconocer que iba de sorpresa en sorpresa aquella macabra
noche.
Los brazos poderosos siguieron sacándola del agua, cuando ella estaba
convencida de que acabarían hundiéndola. Al cabo de unos instantes pudo respirar
bien, mientras la invadía una progresiva sensación de encontrarse a salvo.
La arrastraron hasta el borde del embarcadero.
Alguien la ayudó a subir por el lado contrario a aquél en que estaban los muertos.
Tendida en las tablas, sin fuerzas para nada más, la muchacha respiró
fatigosamente durante largos minutos. Había perdido no sólo la noción del tiempo,
sino la de su propia existencia física. Sólo los pulmones tenían importancia para ella:
aquellos pulmones que quemaban, y aquel corazón que parecía ir a pararse de un
momento a otro.
La voz dijo, entonces, a su lado:
—¿Se encuentra bien?
Era una voz también un poco cansada, pero agradable. Nancy Kennedy volvió la
cabeza hacia aquel lado.
Un hombre joven se hallaba junto a ella, medio tendido en las tablas.
Naturalmente, se hallaba empapado también de pies a cabeza, pero sus ropas eran
correctas. En circunstancias normales, hubiera tenido un aspecto incluso distinguido.
Su rostro era agradable, y su cuerpo largo y musculoso. Sus hombros anchos y su
pecho alto, recordaban a los de los nadadores que llegaban a participar en los grandes
campeonatos.
Aunque el aspecto de aquel joven no tenía nada de macabro, sino todo lo
contrario, ella se inquietó. Con voz ronca preguntó:
—¿Quién es usted?
—Me llamo John Boyman. No tenga ningún miedo de mí; he visto lo que pasaba

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y sólo pretendo salvarla.
—¿Lo… ha visto?
—Todo, o casi todo. Comprendo lo que usted siente.
La voz seguía siendo tranquilizadora. Aquel joven, al menos, no había perdido la
serenidad, aunque se notaba que hubiera deseado salir de allí aunque fuese en un
cohete. Nancy se llevó una mano a la frente, mientras balbucía:
—Por Dios, sáqueme de aquí… No puedo soportar este sitio.
Tenía toda la razón, porque por el otro borde del embarcadero se veían aún las
manos de los muertos. Él la ayudó a incorporarse y la sacó de allí. La niebla había ido
cubriendo las aguas del lago hasta hacer casi imposible que se viera nada, apenas a
veinte pasos de distancia.
No se distinguía la barca tripulada por la momia. Las aguas eran como un sudario
quieto, pero quizá era eso lo que daba más miedo aún, porque se adivinaba que detrás
de aquella quietud acechaba el misterio.
Los dos llegaron hasta las cercanías del motel, aunque no entraron en él. Nancy
tenía el suficiente horror acumulado para no acercarse a la puerta, ni aunque la
matasen. Por otra parte, el miedo y la aprensión no la habían dejado a pesar de que
aquel joven parecía realmente querer ayudarla.
Se había dado cuenta ya de lo astutos que pueden ser los locos. Sabía que en unos
segundos cambian completamente, transformando en una expresión demoníaca lo que
antes era una expresión apacible.
Él la hizo sentar en uno de los bancos de piedra que jalonaban el camino. A poca
distancia se veían los coches solitarios, cuyos dueños ya no vendrían a recogerlos
nunca. El silencio era tan agobiante que penetraba en los huesos como un veneno,
inmovilizándolos.
Él preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
—Nancy Kennedy.
—¿A qué ha venido aquí?
—Pretendía llegar hasta Peonia Valley para obtener fotos de unas plantas que sólo
crecen allí. Soy fotógrafo profesional de la revista Botanic, que tiene fama en todo el
país. Quizá usted la conozca.
—Sí —dijo él—. Conozco todas las revistas del país. Soy periodista.
Nancy se extrañó un poco, porque no comprendía qué estaba haciendo un
periodista, allí, y hasta temió por un momento que él la hubiera engañado. Pero no
hizo ningún comentario. Simplemente, se mantuvo a la defensiva.
Fue John Boyman quien murmuró:
—¿Puede explicarme lo que ha ocurrido? Tenga confianza. En primer lugar,
porque trato de ayudarla, y en segundo lugar porque los dos estamos metidos en el
mismo peligro.
Ella hundió la cabeza.

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Se sentía terriblemente cansada.
Pero con voz débil explicó todo lo acontecido, desde que ella llegó al motel y
conoció a la señora Mac Carthy hasta el momento en que los brazos del hombre la
sacaron de las aguas del lago.
Él la miró sin interrumpir.
Sus ojos reflejaban una desorientación absoluta, pero al mismo tiempo una gran
decisión. Nancy adivinó que aquel hombre había venido allí por alguna razón y
estaba firmemente decidido a seguir su camino.
—Habría mil cosas que explicar —susurró él, al cabo de unos instantes—, pero
me limitaré a lo esencial. ¿Dice que el doctor Norman ha llamado a la policía?
—Sí, pero lo que me extraña es que no haya llegado aún. No quiero creer que uno
de esos locos haya cortado el teléfono.
—Es muy posible —dijo él—. Quizá el doctor Norman esté tan acorralado como
nosotros. O también es posible que quiera recluir a todos los locos antes de llamar a
la policía, para que ésta no haga una matanza. Quizá él pensaba que todos estaban ya
recluidos, pero ya ve usted que no.
—Naturalmente que lo he visto… Oiga: ¿usted ha oído hablar del doctor
Norman? ¿Es de confianza?
—De la mayor confianza. Yo le hice cierta vez una entrevista y me pareció una
persona de la más alta moral. Por otra parte, los informes que he obtenido sobre él,
siempre han sido espléndidos. No se puede confiar a un cualquiera la dirección de un
manicomio como ése. Todos son casos no recuperables, gente sin curación. Personas
capaces de matar a cien seres humanos sólo porque les gusta soñar en el color de la
sangre.
—Entonces el que lo ha destruido todo ha sido el doctor Talbot… —bisbiseó ella.
—Por lo que usted me explica, lo ha pagado bien caro. Para dejar sueltos a esos
anormales y permitir que sigan sus tendencias, hace falta estar más majareta que
ellos. Y ahora deje que me presente con más detalle: efectivamente, me llamo John
Boyman y soy periodista. Trabajo en un periódico de Denver, la capital de Colorado,
que no es demasiado importante, pero que deja tener iniciativas a sus reporteros. Se
llama el Denver Post.
—Lo conozco —dijo Nancy, sintiéndose ya más confiada—. Cierta vez me
compraron unas fotografías.
—Luego le explicaré para qué he venido aquí, pero antes permítame una
pregunta: ¿Para qué va a Peonia Valley? ¿No sabe que es un sitio particularmente
siniestro?
—¿Siniestro por qué?
—No sé… Quizá por nada, pero tiene mala fama. Algunas personas han
desaparecido, allí. La policía no ha podido comprobar nada, pero hay cosas que se
barruntan, que se huelen… Se hicieron algunas investigaciones sin resultado.
Algunas parejas jóvenes se esfumaron misteriosamente cuando estaban en Peonia

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Valley, ¿sabe? Claro que también pudieron desaparecer en otro sitio. Pero hay algo en
aquel valle, algo misterioso, algo que repele y fascina a la vez, y por esa razón estoy
aquí.
Ella le miró, extrañada, al fondo de los ojos.
—¿Usted? ¿Qué busca realmente?
—Busco el rastro de las personas que desaparecieron —musitó él—. Es decir,
busco un posible gran reportaje, aunque quizá no haga más que perseguir un sueño.
Ya le he dicho que mi periódico no es importante, pero nos permite tener iniciativas.
Aprovechando, en parte, unas vacaciones, he venido aquí a investigar sobre el
terreno.
Aquellas palabras produjeron un hondo malestar a Nancy. Se daba cuenta de que
el peligro no sólo acechaba allí, sino también en Peonia Valley, que ella había
imaginado un lugar paradisíaco. Y quizá lo fue en otro tiempo, antes de que se
produjeran los crímenes de que le hablaba Boyman. Por un momento deseó
fervientemente que todo aquello fuera falso, que la pesadilla desapareciese como si
no hubiera existido nunca.
—De todos modos he de ir —dijo ella, en voz tan baja como si rezase—. No sólo
me interesa porque me pagarán bien, sino que yo misma tengo una gran curiosidad
científica. Dicen que allí han sido vistas unas variedades de la flor llamada Coronis
Nigra, que por lo general crece en los cementerios africanos y solamente allí. En
otros lugares le faltan condiciones para desarrollarse. Es… es una flor siniestra. Su
propio nombre lo indica, ¿se ha dado cuenta? En algunos sitios la llaman también
Flor del Infierno. Precisamente por lo rara que resulta, me han enviado a
fotografiarla.
A Nancy Kennedy le parecía que, explicando aquello, se descargaba un poco de
sus pesadillas y volvía a la normalidad. Él la había escuchado en silencio, pero se
adivinaba que el asunto de la Coronis Nigra le importaba muy poco, por gran
curiosidad científica que fuese. Otras preocupaciones ocupaban su cerebro, llenando
su frente de arrugas de inquietud.
—Lo importante —dijo—, es ver lo que hacemos. Hay que avisar a la policía,
pues mucho me temo que el doctor Norman no habrá podido hacerlo. No creo que los
teléfonos del motel estén cortados, de modo que si él no ha llamado, llamaremos
nosotros.
—¿No sería mejor huir de aquí?
—Me parecería inhumano, porque puede haber otras personas en peligro.
Además, no tardaremos ni dos minutos en ponernos en contacto con la policía.
Venga.
La acompañó hasta la entrada brillantemente iluminada del motel. Todo estaba
tan vacío como antes y no se divisaba ninguna sombra, allí. John Boyman descolgó el
teléfono que había en recepción y esperó la señal de llamada.
Inútil.

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Los teléfonos del motel también habían sido cortados.
Una ojeada le bastó para darse cuenta de que la centralita situada a pocos pasos de
distancia había sido completamente destrozada, a golpes. Parecía mentira que no
hubiera advertido eso hasta el momento. Ello significaba que estaban completamente
aislados, como en el manicomio debía estarlo el doctor Norman.
Nancy Kennedy sintió que el terror llegaba hasta sus mismas vísceras.
Le fue imposible resistir más.
Una arcada espantosa convulsionó su estómago.
El miedo produce efectos muy extraños, pero la necesidad espantosa de vaciar el
estómago suele ser uno de los efectos más normales. La muchacha se llevó las manos
a la boca angustiosamente y corrió hacia una puerta blanca situada al fondo y en la
que se leía: «Ladies».
Entró.
Apenas tuvo tiempo de llegar hasta el lavabo.
Con el cuerpo crispado, tuvo un par de arcadas. Luego levantó la cabeza y miró
en el espejo su propio rostro, un rostro que le pareció el de una desconocida: pálido,
ojeroso, descompuesto…
Se dio cuenta de que aquello era un cuarto de baño bastante completo. Había dos
lavabos más, un toallero, tres puertas que debían dar a los sanitarios y una cortinilla
de plástico que, sin duda, daba a una ducha. Fue precisamente detrás de esa cortinilla
donde le pareció que se movía algo, que existía algún bulto macabro.
No tuvo tiempo de pensarlo más.
Ni siquiera de gritar.
Inmediatamente las cortinillas se descorrieron.
Y detrás de ellas aparecieron… ¡los ojos delirantes! ¡Las manos envueltas en
vendajes blancos! ¡La figura espectral! ¡EL CUERPO DE LA MOMIA!

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CAPÍTULO VII

EL DULCE SABOR DE LA MUERTE

Si todo el cuerpo de Nancy había estado doblado hasta aquel momento, ahora de
pronto se tensó. Dio un terrible salto hacia arriba, como si intentara brincar por
encima de un obstáculo invisible. Casi rompió la bombilla que estaba sobre su
cabeza. Todos sus músculos se dispararon.
Pero, en cambio, no pudo gritar.
Su garganta se había agarrotado. La lengua no le obedecía. Vio con los ojos
desencajados que las manos de la momia se tendían hacia ella.
Todo el cuerpo de la muchacha se había paralizado, pero las piernas le volvieron a
obedecer en el último segundo. Saltó hacia la puerta, pero no pudo ver que no era la
misma por la que había entrado, sino otra lateral.
Se encontró en un pasillo.
Vio sombras. Sombras… Sombras…
Corrió alocadamente, como el que corre durante un sueño por un túnel que no
tiene fin. No sabía adonde conducía, pero tampoco le importaba. Sólo quería huir…
huir… Abrió la puerta del fondo.
Y, de pronto, el cuchillo vino hacia ella. La hoja de acero llameante buscó con
ansia la blancura de su garganta.

***

Nancy Kennedy ya no podía defenderse. No tenía fuerzas. Como le había


ocurrido en el fondo del lago, se resignó simplemente a morir.
El cuchillo casi rozaba ya su garganta.
Iba a hundirse en ella…
Y entonces una mano frenó la marcha del acero. Fue una mano que se movió con
la rapidez de una ballesta y la solidez de un bloque de cemento. El cuchillo se detuvo
a pocos milímetros de la garganta palpitante de Nancy.
Ésta miró a un lado y otro vertiginosamente.
Le pareció como si viera dos fotografías confusas durante un sueño. A un lado
estaba una cara desencajada, barbuda: la cara del hombre que había tratado de
matarla. Al otro estaba el rostro de John Boyman. Era él quien haba detenido, en la
última fracción de segundo, el golpe mortal.
Y el golpe no se repitió.
El hombre barbudo parecía incapaz de insistir.

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Y, entonces, la muchacha se enfrentó a otra de aquellas sorpresas que la habían
estado aturdiendo desde el principio. Se enfrentó a algo que no entendía, ni podía
entender. Porque el hombre que había tratado de matarla… ¡estaba llorando! ¡Estaba
llorando de miedo!
De pronto, Boyman le golpeó con todas sus fuerzas cuando el otro empezaba a
lanzar un gritito histérico. El tipo soltó el cuchillo y rodó por el suelo de la
habitación, que parecía un pequeño almacén para guardar trastos. Una vez allí ya no
intentó levantarse, como si las fuerzas le hubieran abandonado por completo.
No era lo que se dice, la imagen de un asesino.
Estaba destrozado.
Balbució:
—No… no me hagan nada… No puedo más…
Boyman se acercó a él y le ayudó a levantarse, aunque manteniéndose en actitud
vigilante. Nancy pudo ver, entonces, con más detalle, a aquel hombre, que no llevaba
una barba descuidada, sino recortada con gusto. Se trataba de un tipo con aspecto
normal, aunque ahora estaba deshecho. Les miraba con ojos aterrorizados, incapaz de
moverse.
—Soy… soy un simple viajero —musitó—. Acababa de llegar al motel.
Nancy le miró con asombro.
—¿Un simple viajero?…
—Sí… Acababa de llegar en mi coche… He entrado en recepción y he visto la
centralita destrozada… Entonces he visto también todos esos muertos… Me he dado
cuenta de que… de que acababa de entrar en el infierno.
—¿Y por eso ha intentado matarme? —susurró Nancy.
—En cierto modo es natural… Compréndanlo. Yo estaba aterrado y he tratado de
esconderme al oír que alguien llegaba. Desde detrás de esta puerta he oído también
como alguien venía corriendo hasta aquí… Siempre llevo un cuchillo de monte por si
pasa algo, ¿comprenden? Y he tratado de defenderme, sin darme cuenta de que la que
venía era una mujer.
El individuo tenía aspecto de ser sincero. Sudaba copiosamente y estaba aterrado.
Les miraba a los dos como si aún pensara que iban a dejarle seco.
—¿No me creen? —musitó—. Mi coche está ahí fuera…
Había para creerle. Los tres salieron de allí y entonces se dio cuenta la muchacha
de que ya no había ni rastro de la momia. Nancy jamás había visto un fantasma que
apareciese y desapareciese tan pronto y que estuviera en todas partes a la vez.
Aunque lo curioso era que aquel monstruo no llevaba armas. Nancy era incapaz de
decir hasta qué punto había tratado de matarla. De lo que no cabía duda era de que
trataba de acercarse a ella.
Vio, detenido cerca del suyo, un coche que no estaba antes. Sin duda se trataba
del automóvil del viajero barbudo. Éste, completamente desfallecido, necesitó
apoyarse en una de las puertas exteriores para no caer.

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—Dios santo… —balbució—, pero ¿qué es esto? ¿En qué sitio me he metido?
—Esto es algo así como el infierno —dijo Boyman—, pero hasta los infiernos
tienen una explicación lógica. Usted, como casi todo el mundo, ignora que este motel
se halla a muy poca distancia de un manicomio. Pues bien, a causa de la imprudencia
de un médico que ya ha muerto, los locos han podido escaparse. Son los dueños
absolutos de este motel, ¿comprende? O, al menos, lo han sido hasta hace poco.
El hombre, más desfallecido cada vez, sólo pudo musitar de nuevo:
—Dios santo…
—Nosotros estamos en la misma situación que usted —dijo Boyman—.
Queríamos llamar a la policía, pero por ahora no hay modo de hacerlo. Eso indica que
tenemos que largarnos de aquí cuanto antes.
El barbudo señaló los coches con mano trémula.
—Nunca me perdonaré lo que he estado a punto de hacer… —musitó—. Les
suplico que traten de entenderme… Yo soy Robert Jason, ¿saben? Me dedico al
comercio de flores al por mayor. Tengo campos en todas partes.
—Le conozco… —dijo Nancy Kennedy, mientras se iluminaban sus ojos—.
¿Cómo no me he dado cuenta antes? Incluso usted y yo hablamos cierta vez en la
Universidad de Indiana. Lo que pasa es que entonces no llevaba barba.
—La uso hace poco. Y usted… usted es Nancy Kennedy, ahora lo recuerdo. Pero
¿qué mundo tan absurdo es éste? ¿Cómo es posible que yo haya tenido miedo de
usted? ¿Ha venido quizá por algo relacionado con Peonia Valley?
—Desde luego, puesto que he de hacer unas fotografías de la Coronis Nigra para
la revista Botanic —dijo ella—. ¿Y usted?
—Yo también había oído hablar de esa Flor del Infierno, de esa variedad de los
cementerios africanos que hasta ahora no había logrado nadie aclimatar en América
—explicó Jason—. Tenía interés en ir a Peonia Valley para ver si obtenía semillas
frescas. Ahora es la época. Estoy seguro de que si pudiera cultivar esa flor, en
cantidades industriales, obtendría grandes beneficios.
John Boyman se había puesto entre los labios un cigarrillo, pero no lo encendió.
Trataba de dar a sus gestos una apariencia normal, aunque no lo conseguía.
Mientras señalaba los coches, dijo:
—Aunque estamos incomunicados por teléfono, podemos salir de aquí. Hay
automóviles para elegir. Vayamos al puesto de policía más próximo.
Les pareció una petición razonable. Era lo único que podían hacer. Por lo tanto, se
dirigieron hacia los automóviles, buscando el más rápido. Y, entonces, tuvieron otra
macabra sorpresa.
Todos los neumáticos… ¡habían sido rajados con un cuchillo! ¡Ninguno de ellos
servía! ¡Los coches estaban inmovilizados allí, como tanques en un pantano!…

***

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Los tres palidecieron mortalmente.
Hasta John Boyman, que luchaba por mantener la serenidad, estuvo a punto de
perderla. Con voz que era apenas un susurro, dijo:
—Por lo visto, quieren mantenernos incomunicados aquí y lo van consiguiendo.
Pero no hay que desesperarse. Todos esos coches tienen una rueda de recambio.
—Una rueda, no cuatro… —dijo Jason, con voz desfallecida—. Y necesitamos
cuatro.
—Las de dos coches de la misma marca serán intercambiables —murmuró
Boyman—. Y aquí ya veo, por lo pronto, dos coches de la misma marca. Disponemos
de dos ruedas, y nos faltan otras dos. Habrá que buscar unos coches similares, aunque
las ruedas no sean del mismo radio y tengamos que ir dando tumbos. Pero son sólo
cuatro millas.
—¿Cuatro millas? —murmuró Nancy—. Hace poco, al llegar, he leído en un
cartel que faltaban treinta…
—Deben haberlo cambiado —dijo Boyman, con expresión concentrada—. Es
siniestro, pero tienen interés en que la gente se desanime y pare aquí, en el motel. Se
trata de la fiesta más sangrienta, de la orgía más infernal con que me he encontrado,
nunca. Quieren causar el mayor número posible de víctimas.
Si necesitaban algo más para comprender que tenían que darse prisa, aquello
bastó. Su trabajo —un trabajo de todos a la vez— fue febril. Empleando dos ruedas
idénticas y otras dos, más o menos similares, y combinando hábilmente los gatos,
consiguieron que un Mustang estuviera en condiciones de rodar, durante unas pocas
millas. Por fortuna, la mano misteriosa que trató de dejarlos aislados no había
pensado en las ruedas de recambio.
Mientras trabajaron con aquella febril actividad, nadie les molestó. Nancy
Kennedy comprendió que, en cierto modo, aquello era lógico, pues se habían reunido
tres personas, dos de las cuales eran hombres con capacidad para pelear, sobre todo
John Boyman. Los locos que estaban haciendo aquella horrible carnicería, no debían
haber perdido el sentido de la astucia y sabían que era mejor tratar de cazarlos, uno a
uno. Procurarían no atacarles a los tres a la vez.
Fue Nancy la que dijo:
—Creo que está bien. Vamos.
El coche tenía las llaves de contacto puestas y funcionó. Salieron dando tumbos,
porque dos de las ruedas tenían distinto radio. Sabiendo que podían matarse en
cualquier curva, fueron a poca velocidad.
Jason murmuró:
—¿Dónde encontraremos un teléfono?
—Antes de llegar aquí no hay ninguno —explicó Nancy—. Precisamente me han
asustado la soledad de esta comarca y el abandono de los lagos. Supongo que, más
adelante, tampoco encontraremos ninguno, hasta llegar a Peonia Valley.
La carretera en que estaban metidos ahora, resultaba estrecha y oscura. No se

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cruzaron con ningún coche; no se veía un alma. Se tenía la absurda sensación de que
estaban en el último rincón del planeta.
Por fin llegaron a Peonia Valley sin haberse cruzado con nadie. En efecto, el lugar
estaba a mucha menos distancia que la indicada por el cartel que había visto la
muchacha.
Nancy no había estado jamás allí, y cuando el automóvil se detuvo se sintió
rodeada por una intensa sensación de soledad y de misterio. Comprendió muy bien
por qué el lugar tenía mala fama, aparte el hecho de que pudieran haber desaparecido
allí unas cuantas personas. Una auténtica selva vegetal cubría el valle, en cuyo fondo
había un lago de aguas quietas y casi negras. Todo estaba muy bien alumbrado por la
luz de la luna y, sin embargo, las aguas del lago no brillaban, como si el resplandor
fuese tragado y devorado por ellas. Se tenía la sensación de que aquél era un lugar sin
fondo, un rincón sin salida. Muy valorado por los botánicos, Peonia Valley producía
sin embargo una indefinible sensación de horror.
—¿Por qué nos hemos detenido aquí? —musitó la muchacha—. No sé qué me
pasa al ver esto. Quisiera seguir…
—Nos hemos detenido, porque las ruedas están muy calientes —dijo John—. Esa
es una de las causas: hay tantos roces, que temo que el coche vaya a estallar. El otro
motivo es que tú y Jason veníais aquí, de todos modos. He supuesto que querríais
pararos a ver cómo es este sitio. Y yo… Bueno, yo también venía aquí. Ya he dicho
que tengo la seguridad de que algunas personas han desaparecido en Peonia Valley.
Ni la muchacha ni Jason contestaron. Los dos miraron en silencio aquella
extensión vegetal que se mostraba ante sus ojos, como una maraña inextricable. Sólo
en aquella zona de Louisiana podían encontrarse variedades de flores y de plantas que
eran propias de los países africanos más húmedos; y ello no sólo por razones de
clima, sino porque los esclavos traídos hasta un siglo antes, habían sido portadores de
semillas de sus países de origen, que lograron hacer arraigar en aquellos parajes que
tanto debían recordarles los de sus misteriosos paisajes africanos. Una persona
normal, quizá hubiera notado solamente que la variedad vegetal era enorme, pero dos
entendidos en flores como Nancy Kennedy y Jason tenían mil motivos para
extasiarse.
Allí crecían las variedades más sorprendentes, allí era posible encontrar las
tonalidades más delicadas. De un modo insensible, sin que se dieran cuenta, fueron
quedando presos por el hechizo que se desprendía de aquel mundo tan distinto de
todos los otros. Había allí plantas fotografiadas cien veces, pero en cambio otras
aparecían ante sus ojos como completamente distintas de las demás. Y, sobre todo,
aquél era el único sitio donde crecía la inverosímil Coronis Nigra.
Jason se olvidó de su miedo.
Balbució:
—Es asombroso…
—Me extraña que los botánicos de todo el país no lo hayan estudiado mejor —

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opinó Nancy, olvidándose, también, del terror que la dominaba—. Aquí hay cosas
que no pueden encontrarse en ninguna otra parte.
—Peonia Valley ha sido un sitio ignorado hasta hace poco —dijo Jason—. Quiero
decir que aquí venían los excursionistas, pero no los botánicos. Además, el sitio tenía
una fama… ¡ejem! No sé cómo explicarlo en palabras sencillas. En fin, los coches de
los novios se detenían aquí para que las parejas hicieran el amor. Según qué personas,
no podían detenerse so pena de ver espectáculos poco edificantes.
—Pues parece como si ahora no se hubiese detenido nadie, desde hace mucho
tiempo —susurró Nancy paseando su mirada por aquella soledad.
—Así es —explicó Boyman—. Se dice que desaparecieron algunas parejas y,
desde entonces, el sitio tiene mala fama. La policía hizo unas cuantas averiguaciones,
pero no descubrió nada. Al fin pensó que las parejas muy bien podían haber
desaparecido en otro sitio. Eso es precisamente lo que quiero saber yo. ¡Eh! ¡Señor
Jason…!
Le llamó, porque el otro parecía extasiado. Había avanzado unos pasos por un
sendero de tierra muy fina.
Lo que se ofrecía ante sus ojos, le maravillaba. Por un momento se había olvidado
de los crímenes, para pensar sólo en sus importantes cultivos de flores. Cerca del
camino se inclinó sobre un pequeño montículo.
En apariencia aquello no tenía nada de especial, pero, al acercarse un poco más, el
joven comprendió las causas de aquella especie de éxtasis en que había quedado
sumido Jason. Las flores que crecían en aquel pequeño montículo no crecían en
ningún sitio más. No crecían en toda América. Sólo era posible encontrarlas en
algunos remotos cementerios africanos.
Quizá por eso tenían algo de viscoso, algo de siniestro.
Y, sin embargo, había que reconocer que era una flor bellísima. Tenía color negro,
lo cual es prácticamente imposible de hallar en otras variedades, pero sus pistilos de
diversas tonalidades le daban una apariencia casi mágica. Los pétalos eran
aterciopelados y de una rara suavidad. Para una persona entendida en botánica, como
Nancy, las flores que estaban viendo constituían un verdadero descubrimiento, pero
para Jason eran algo más. Jason pensaba que, si lograba explotarlas comercialmente,
y si además el cultivo lo hacía él en exclusiva, aquellas flores alcanzarían precios
fabulosos para un uso al que, desgraciadamente, todos nos sometemos algún día: las
coronas para los muertos. Los millones de flores de calidad que se consumen cada día
para la gente que la palma en los Estados Unidos significan una cifra de negocios
asombrosa. Y Jason ya se veía a sí mismo repartiendo por todo el continente aquella
variedad que sólo cultivaría él; aquella variedad que tendría gran aceptación y que
llenaría de ceros su cuenta corriente.
Por supuesto, ya se había olvidado de los crímenes.
Bisbiseó:
—Es maravilloso…

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—Lástima que no pueda fotografiarlas, ahora —murmuró Nancy—. He dejado
las máquinas en mi coche, y además no quedarían bien con flash. Pero en cuanto
amanezca, dentro de unas horas soy capaz de volver para acabar de una vez con este
maldito asunto.
John Boyman se acercó a Jason.
—Comprendo su admiración —dijo—, pero debemos irnos de aquí. Ahora ya
sabemos cómo es esto. Podemos volver todos a la luz del día.
—Claro que lo haremos —dijo Jason—. La situación es ideal para que yo recoja
unas cuantas semillas. Además me llevaré tierra de este lugar para estudiar su
composición. Alguna razón debe haber para que estas flores no se hayan aclimatado
en ningún otro lugar de América.
—De acuerdo —dijo John—, perfectamente de acuerdo. Pero ahora que los
neumáticos ya se habrán enfriado debemos irnos de aquí para avisar a la policía. No
podemos olvidar que hemos dejado a nuestra espalda una montaña de crímenes.
Jason se llevó un momento la mano a los ojos, mientras se volvía.
—Ya lo había olvidado —dijo—. Cierto, ya lo había olvidado… Es extraño…
Poco podía imaginar, en cambio, que alguien no le había olvidado a él. Poco
podía imaginar que la muerte acechaba a diez pasos, y que la muerte estaba sedienta.

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CAPÍTULO VIII

EL CAMINO DEL INFIERNO

La detonación ensordeció el valle y, durante algunos segundos, transformó aquel


remanso de paz en una antesala del infierno. Los tres sufrieron una sacudida, sobre
todo Jason.
Porque las manos de Jason, que por un momento habían tapado sus ojos, se
retiraron de repente. Estaban teñidas de sangre. La sangre también resbalaba hasta su
barba, que había adquirido una extraña y patética tonalidad. Un orificio redondo y
rojinegro se había abierto en mitad de su frente.
Durante unas fracciones infinitesimales de tiempo, John Boyman y Nancy
Kennedy sintieron en sus cerebros el campanilleo del horror. Jason no sintió nada,
porque su cerebro había sido destruido por el proyectil. Cayó hacia atrás con los ojos
muy abiertos, y las manos agarrotadas cerca de la cara.
En aquel instante, justo cuando estaba a punto de ser demasiado tarde, se dio
cuenta Boyman de que Jason no sería la única víctima. El misterioso asesino que
acababa de emplear el rifle calibre veintidós, dispararía también contra ellos. Por eso
dio un golpe a Nancy mientras rodaban por tierras los dos.
Tuvo buenos motivos para darse cuenta de que había obrado bien.
Un solo segundo de retraso hubiera significado su muerte.
La bala le rozó la cabeza y se perdió en la espesura vegetal que lo llenaba todo. El
rifle volvió a crepitar, pero las balas ya ni siquiera les rozaron. Aquella especie de
selva que era Peonia Valley, les protegía mejor que una trinchera.
Nancy Kennedy estuvo a punto de perder los nervios otra vez. Abrió la boca para
chillar desesperadamente.
Boyman también fue rápido esta vez. Le tapó la boca con un gesto frenético para
que no produjera ningún sonido. De otro modo hubieran sido descubiertos.
La muchacha miró frente a sí, con los ojos desencajados.
Se daba cuenta de lo que les esperaba. Una cacería silenciosa y miserable en
aquella especie de selva, hasta que el hombre del rifle diera con ellos. Tendrían que
moverse sin hacer ruido, tendrían que deslizarse como ratas si aspiraban a salvar la
vida, pero al final no la salvarían.
El horror penetró de nuevo por los ojos de la muchacha.
Penetró como si fuera el brillo de las estrellas.
Pero el misterioso tirador del rifle no les persiguió. Pareció darse cuenta de que
quizá emplearía horas en descubrirles entre aquella maraña vegetal, y por
consiguiente esperó otra oportunidad. Lo que hizo en cambio fue asegurarse de su
inmovilidad disparando contra el carburador del coche que los había traído hasta allí.

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Lo dejó convertido en un trasto que no podría moverse si no era con una grúa.
Luego ya no se oyó nada.
El monstruo podía estar acechando.
Pero algo hizo comprender a Boyman que se había ido definitivamente, después
de causar una nueva víctima. Buscaría otra oportunidad, quizá cuando ellos dos
salieran al camino.
Retiró poco a poco la mano de la boca de Nancy.
Ella estaba llorando.
Ya no podía más.
—Tienes que calmarte —dijo Boyman—. Por Dios, tienes que calmarte…
Tampoco es tan extraño lo que ha sucedido. Era natural, en cierto modo, que uno de
esos locos nos persiguiera.
—¿Pero cómo ha podido llegar hasta aquí? No había ningún coche útil…
—Podía haberlo en algún otro sitio, sin que nosotros lo viéramos. O puede haber
venido siguiéndonos a pie, ya que la distancia es corta y nosotros hemos avanzado a
una velocidad de risa… Pero eso es lo de menos. Lo importante es que Jason ha
muerto y que continuará la fiesta sangrienta. Nosotros seremos las próximas víctimas
si no avisamos cuanto antes a la policía.
Ella se puso en pie, presa de un ataque de nervios.
Fue a saltar hacia la carretera.
—Quieta… —gruñó Boyman, cazándola casi al vuelo—. Quieta, maldita sea…
¿No te das cuenta de que nos puede estar aguardando? Hemos de salir por otro sitio…
La cosa era tan elemental, que la muchacha no se opuso. Avanzaron por entre
aquella maraña, sin hacer ruido, hasta salir a la carretera cosa de media milla más
abajo. No se veía ni rastro del coche, ni tampoco rastro del asesino. En la noche
silenciosa, el único rastro que se podía seguir era el de las estrellas.
—Vamos —dijo Boyman.
—¿Tú conoces la comarca?
—No, pero alguna indicación encontraremos. Y también puede que encontremos
algún coche para hacer autostop.
Sus esperanzas muy pronto resultaron fallidas. Tras diez minutos de andar a buen
paso, no se cruzaron con ningún vehículo. Ello aparte, debían tener cuidado, porque
el vehículo podía ser el del loco asesino que les perseguía. Lo único que encontraron
fue una indicación que acabó con sus esperanzas:

A PRAIRIE, 50 MILLAS
ESTACIÓN DE POLICÍA, RESTAURANTE, HOSPITAL
DE URGENCIA Y TODA CLASE DE SERVICIOS.

Eso significaba que no encontrarían nada de aquello hasta haber hecho las
cincuenta millas que les separaban de Prairie. En aquella desierta región de Louisiana
no había nada más. Y cincuenta millas son unos ochenta kilómetros, lo cual quiere

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decir que a pie no llegarían jamás. Su única esperanza consistía en encontrar un
coche, pero esa esperanza se estaba demostrando también inútil. Y mientras tanto,
sería asesinado sin remisión cualquier otro viajero que, por diversos caminos, llegase
al siniestro motel de la muerte.
Nancy suspiró, completamente desalentada:
—¿Qué podemos hacer?
—Me temo que el único remedio que nos queda, es seguir los dictados de nuestra
conciencia —dijo Boyman.
—¿Y qué es lo que te dice tu conciencia? Porque la mía sólo me dice una cosa:
que tengo miedo…
—Si nosotros no volvemos al motel —murmuró Boyman con la mirada perdida
—, otras personas morirán sin ningún género de dudas. Quizá se dé la casualidad de
que no llegue ningún viajero más durante la noche, pero me temo que sí. No quiero ni
pensar en que pudiera acercarse un coche cargado con niños… Por otra parte, hay una
persona que morirá con toda seguridad si nosotros no hacemos algo: el doctor
Norman.
Nancy Kennedy cerró los ojos, un momento. El doctor Norman… Norman había
sido correcto con ella, la había ayudado en el momento más difícil de su vida y la
había dejado a salvo, camino del motel. El médico estaba convencido de que podría
llamar a la policía, pero la realidad era bien distinta: estaba aislado completamente,
estaba a merced de sus propios locos y no vería la luz del próximo día. La cosa no
admitía réplica.
—¿Pero qué podemos hacer nosotros? —bisbiseó.
—Podemos detener a los coches que se acerquen al motel para evitar que lleguen
al edificio —explicó Boyman—. Con eso salvaremos más de una vida. También
podemos utilizar uno de esos coches para pedir ayuda. El motel es un centro de
atracción hacia el cual irá algún vehículo, mientras que por aquí no pasará nadie. Y,
por último, podremos sacar al doctor Norman de aquel infierno, si todavía vive.
Supongo que los locos no se atreverán a atacarnos a todos juntos. He notado que
están majaretas, pero desde luego no son idiotas.
Ella asintió.
Se daba cuenta de que Boyman había dicho la verdad, y de que su plan era
razonable.
—Me horroriza pensar que he de volver allí —dijo—, pero pienso que,
efectivamente, hemos de hacer lo que tú dices. Podemos salvar alguna vida. Y aquí
estamos expuestos a morir lo mismo que en el motel, puesto que el que ha disparado
con el rifle puede aparecer en cualquier curva con el coche y acribillarnos. Vamos a
volver…
Con la cabeza hundida y sintiendo que les fallaban las fuerzas, emprendieron de
nuevo el camino.
El extraño camino del infierno.

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CAPÍTULO IX

SANGRE EN EL PASADO

Cuando llegaron de nuevo a la vista del motel, se dieron cuenta de que, por
fortuna, no se habían producido novedades. A las terribles pesadillas ya ocurridas, no
se había añadido ninguna pesadilla más. No había llegado ningún nuevo coche con
viajeros susceptibles de transformarse en nuevas víctimas.
Todo estaba iluminado como cuando lo dejaron. Visto desde la carretera, aquello
daba la sensación de un establecimiento la mar de apacible. Los dos se detuvieron a
cierta distancia y examinaron los alrededores por si se vislumbraba algún peligro,
pero no supieron advertir nada. No cabía duda de que el peligro estaba dentro.
Nancy musitó:
—¿Qué hacemos ahora?
—Creo que lo más urgente es tratar de sacar al doctor Norman, de allí. Y también
tratar de salvar a sus ayudantes, pues debe tener algunos. Claro que también sería
razonable que alguien se quedara en el parking del motel para avisar a cualquier
posible coche que llegue.
—Eso significaría separarnos —dijo Nancy con voz trémula—. No, eso no lo
permito. Si me quedo sola me pondré a chillar como una histérica. No puede ser.
—De acuerdo; entonces vamos al manicomio. Pero mucho cuidado… Andar por
el camino que nos separa de él, será como andar por un cementerio.
No hacía falta que a Nancy se lo dijesen.
Sus labios temblaban.
Sus piernas se negaban a sostenerla.
Pero apoyada en John Boyman logró avanzar por el sendero. Afortunadamente,
todo estaba bien iluminado, porque en caso de faltar la luz —a causa de una avería
por ejemplo— se hubiera puesto a chillar frenéticamente. Sin embargo, aquellas luces
también daban a todo un aspecto espectral, siniestro, irreal; como si, de pronto,
hubieran puesto los pies en un planeta desconocido.
Vieron el manicomio.
Y la capilla.
Todo estaba igual. Los muertos componían una estampa imposible de describir.
La cruda iluminación que caía sobre ellos, los destacaba con detalles patéticos.
Resultaba evidente que la policía no había llegado.
Y si no había llegado, era porque el doctor Norman no había tenido la menor
posibilidad de llamarla.
Boyman murmuró:
—Cuidado…

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Ahora estaban en el verdadero reino de la muerte.
Estaba claro que los locos en libertad les acechaban desde algún sitio. En
cualquier momento podían caer sobre ellos y coserlos a puñaladas.
Boyman susurró:
—Si al menos hubiera tenido la precaución de recoger el cuchillo de monte de
Jason…
—Hay una esperanza —bisbiseó la muchacha—. Quizá un viajero descubra su
cadáver.
—Prefiero no creer en eso —susurró él—. En primer lugar, el cuerpo está muy
escondido para cualquiera que venga por la carretera. En segundo lugar, imagina que,
al que sea, se le ocurre avisar a la policía desde aquí…
—Pero… ¿y el coche? Verán el Mustang parado…
—Pensarán que estamos haciéndonos el amor en Peonia Valley. Nadie podrá
darse cuenta de que el carburador está deshecho de un tiro.
La muchacha inclinó la cabeza.
Se daba cuenta de que no podían alimentar falsas esperanzas.
—Mejor es conocer la realidad, por triste que sea —dijo él—. Así, al menos, uno
no tiene sorpresas.
Penetraron en el manicomio.
Todo estaba silencioso y en orden. Parecía como si nadie hubiera habitado jamás
aquello. Pero una mirada superficial al departamento de recepción, les sirvió para
comprender por qué Norman no había llamado a la policía. La centralita telefónica
estaba tan destrozada como la del motel.
No había ni rastro del enfermero que normalmente hubiera debido ocuparse de
aquello.
Posiblemente estuviera muerto debajo de cualquier cama.
Nancy Kennedy sentía en su rostro el aire frío del horror. Le parecía que en torno
suyo había puertas que se abrían y cerraban misteriosamente. Le parecía que el
propio Boyman era un enemigo. O que cien pasos furtivos se deslizaban detrás de
ambos.
—¿Qué hacemos, ahora? —susurró.
—Creo que la cosa está clara. Buscar al doctor Norman.
—¿Por dónde?
—Pues… por cualquier sitio. Por ejemplo, por allí…
Le señalaba una puerta.
Sí. Aquél era un sitio tan bueno —o tan malo— como cualquier otro.
La abrieron. Fue ella misma quien lo hizo.
Y la figura ensangrentada pareció saltar sobre ella. La figura ensangrentada que
estaba apoyada en la puerta por el otro lado, se encontraba espantosamente teñida de
rojo. La bata blanca con las rayas escarlata parecía un anuncio de la muerte. Nancy
lanzó un alarido donde palpitaba todo el terror del Más Allá.

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Toda la angustia de lo desconocido.

***

John Boyman la apartó a tiempo, porque de lo contrario, aquella figura hubiese


arrollado a la muchacha. Ella chocó contra una pared, resbaló de espaldas por ella y
quedó sentada en una posición entre encantadora y grotesca, mientras mostraba en
casi toda su extensión sus perfectas piernas. Con ojos desencajados, vio cómo el
joven se acercaba al caído.
Lo primero que Boyman susurró fue:
—No está muerto…
En efecto, el enfermero —pues iba vestido como tal— se movía aún. Una
cuchillada le había interesado el pulmón izquierdo, produciéndose una grave
hemorragia, pero los últimos atisbos de vida aún no habían escapado por la brecha.
Abrió los ojos un poco, y al ver a Boyman lanzó un gemido de horror.
—No se inquiete, no soy uno de esos locos… —susurró el joven—. Sólo trato de
ayudarle. ¿Quién le ha atacado así?
—Mi… Miller.
Miller debía de ser uno de los dementes. El enfermero añadió, con los ojos
desencajados:
—Tenga… tenga cuidado con él… Es muy peligroso… Y llamen a… a la policía.
—No podemos hacerlo —susurrón Boyman—. La centralita está destruida.
—Lo sé… Claro que lo sé… Yo la atendía… He salido un momento al oír gritos y
cuando he vuelto estaba destruida… Entonces me ha atacado Miller… Todo esto es…
es espantoso. No sé qué pensar… Pero llamen desde el motel…
Su voz se iba. Se notaba que aquel hombre estaba al borde de sus fuerzas.
Boyman no quiso desanimarle, diciéndole que la centralita del motel también
había sido destruida. Con mucho cuidado, y aún a riesgo de mancharse de sangre, lo
levantó en sus brazos y lo depositó en uno de los divanes del vestíbulo. El hombre se
sintió mejor allí. Respiraba con más calma.
Boyman hizo una seña a la muchacha para que empapase un paño con alcohol o
colonia. Dominando su miedo, Nancy fue a una habitación contigua donde había un
botiquín y volvió con lo pedido. Cuando limpiaron la cara al herido y le pusieron en
la frente el paño impregnado con alcohol, se sintió más reconfortado. Sus labios se
entreabrieron para decir:
—Gracias…
—¿Dónde está el otro personal?
—Éramos pocos aquí… No sé dónde están… Quizá algunos se han escondido en
el sótano. Otros han muerto…
—Si están en el sótano, ¿podríamos sacarlos de allí?

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—Yo lo he intentado, pero hay que pasar por una especie de laberinto para llegar
hasta allí… Les atacarían, como me han atacado a mí. No lo intenten…
John Boyman tenía motivos para pensar que al otro le sobraba la razón. Guardó
silencio mientras volvía a limpiarle la cara. Luego musitó:
—El doctor Talbot ha tenido la culpa de todo esto, ¿no?
—El doctor Talbot y sus malditos experimentos… —masculló el enfermero—.
Es… es un chalado…
—Lo era.
—¿Lo era?
—¿No sabe que ha muerto? —musitó el joven—. Una loca lo ha asesinado en la
capilla.
—Dios santo…
—Según el doctor Norman, quizá se había buscado él mismo esa tragedia con un
modo de actuar tan irreflexivo… Y el doctor Norman, ¿dónde está?
—No sé. No me he podido enterar de nada…
—Hay que confiar en él —dijo Boyman—. Quizá podrá encontrar una solución,
aunque hasta ahora no haya tenido suerte. Es inteligente, ¿no?
—Muy inteligente… y muy buena persona. El doctor Norman es una gran
persona.
—Esa es la impresión que he sacado también yo —dijo Nancy, rompiendo el
silencio por primera vez—. Reconforta verle y da una gran sensación de seguridad.
Lo malo es que todo esto le ha desbordado.
—Culpa del doctor Talbot —insistió el enfermero—. Maldita sea… Él y sus
condenadas ideas… Tenía que haberse dado cuenta de que… de que… ¡Infiernos!
Además no sé por qué el doctor Talbot… el doctor Talbot…
Boyman le apretó las manos.
—¿Qué pasa?
—No sé por qué seguía aquí —musitó el enfermero.
—¿Es que querían echarle?
—Debió irse él mismo… debió largarse de aquí, después de recibir aquellas
acusaciones.
—¿Qué acusaciones?
El herido había recuperado las fuerzas, por un momento. Mientras ladeaba la
cabeza dijo:
—No se puede estar entre maníacos… sin acabar teniendo manías, también.
Quizá Talbot hizo lo de Peonia Valley… si es que alguien lo hizo realmente. No lo
sé…
—¿El asunto de Peonía Valley? —preguntó Boyman, que estaba enterado de todo
—. Se habló de varias muertes. Se dijo que al menos seis personas habían
desaparecido. Tres parejas que en fechas distintas se estaban arrullando allí dentro de
sus coches. Los hombres fueron despachados de una bala. Las mujeres ultrajadas y

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luego… luego también murieron.
—Sí, eso se dijo —murmuró el herido, haciendo un gesto de dolor—, pero no se
probó nada… Desaparecen tantas parejas al año en los Estados Unidos que… que tres
más poco importan… La policía buscó en el lago y no encontró nada… Ni en
ninguna parte… Quizá desaparecieron en otro sitio, maldita sea… O se fueron a
hacerse el amor a China… También los hay raros… Pero, además, estaba el detalle de
los coches. Los coches no se esconden tan fácilmente.
Boyman murmuró:
—Tengo mi propia teoría sobre esto. El asesino, si es que existió, se los pudo
llevar conduciéndolos él mismo. Luego les daría tres o cuatro batacazos, hasta
dejarlos hechos polvo, y los llevaría a un cementerio de chatarra de los que abundan
en todas partes. Supongamos que a cien millas de aquí, más o menos. Pudo volver en
la misma noche. Cuando se formulase la denuncia por la desaparición de la pareja,
dos o tres días después, el automóvil ya estaría convertido casi en hojas de afeitar.
—Claro que es posible… —confirmó el herido, que se había recuperado mucho
—. Pero, en fin, la policía buscó y buscó… Lo primero que pensaron fue que había
sido un loco de los encerrados aquí.
—¿Alguno de ellos tuvo posibilidades de fuga?
—Con el doctor Talbot y sus malditas ideas, todo era posible.
—Pues sí que…
—No es eso sólo —murmuró el enfermero—. Llegaron a sospechar del doctor
Talbot.
—¿Cómo es posible?
—Hablo de… de simples sospechas… Nadie está libre de eso. El caso es que no
podía justificar bien su tiempo… La policía le hizo muchas preguntas, pero fue inútil.
Yo estoy convencido de que se equivocaban. Simples tonterías… Pero, en su lugar,
yo me hubiese ido. Un médico del que han sospechado una vez, no debe quedarse a
trabajar en el mismo sitio.
Tragó aire fatigosamente y añadió:
—Lo curioso es que la policía estaba segura de que había un testigo… Después
del último crimen, un hombre llegó enloquecido a Prairie y dijo en un bar que había
visto algo horrible… Estaba como trastornado. Para él debía haber sido un shock tan
terrible que no podía ni hablar… Se bebió dos vasos de whisky y dijo que iba a la
policía, pero a la policía no llegó… Seguramente tuvo miedo o su shock le hizo
tumbarse en cualquier sitio. O quizá el asesino lo liquidó a tiempo, quién sabe… El
caso fue que no dieron con él. De todos modos, la policía siempre pensó que ese
testigo podía llegar algún día…
—Más vale que se olviden de él —dijo pensativamente Boyman—. Además no es
eso lo que nos preocupa ahora. Lo que nos preocupa es que no muera nadie más…
Nancy Kennedy susurró:
—¿Por qué?

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—Me niego a creer eso del doctor Talbot.
—Yo lo vi en el momento de morir. Era… En fin, la cara de un hombre no engaña
hasta ese extremo. Había una gran bondad en él. No creo que de ninguna manera
haya hecho nada de eso, si es que alguien lo hizo. No, no puedo creerlo.
El enfermero susurró:
—Cierto. Había una gran bondad en sus ojos azules. Todos estamos de acuerdo en
eso… Pero la policía mete sus narices en todas partes… Ya se sabe… Mete sus
narices en todas partes… Menos aquí.
Sus últimas palabras fueron una desesperada llamada. Fueron la angustiosa
petición de una ayuda que nunca llegaría. Nancy Kennedy le miró a los ojos y tuvo la
sensación de su horrible soledad, una sensación más angustiosa y lacerante que
nunca.
John Boyman dijo, con voz segura:
—No se preocupe. La policía llegará en seguida.
Pero mentía descaradamente. Mentía haciéndose daño a sí mismo. Porque sabía
que la policía no llegaría nunca, a no sobrevenir una casualidad que les ayudara en el
último momento.
El herido bisbiseó:
—Si la policía llega pronto… Aún podré salvarme… Parece que me siento
mejor… La soledad me hacía tanto daño como la cuchillada…
—¿Podemos dejarle un momento? —musitó Boyman.
—¿Dejarme? ¿Para qué?
—Hemos de buscar al doctor Norman. Eso es lo más importante de todo. Me
temo que esos locos hayan acabado con él.
—Es más que posible, pero…
—¿Tiene idea de dónde puede haberse ocultado? ¿En el sótano tal vez?
—No… En el sótano no… Le hubiese visto pasar.
—Entonces buscaremos en su despacho. Puede haberse hecho fuerte allí. ¿Existe
otra línea telefónica?
—No. Ninguna…
Boyman suspiró con desaliento.
—De todos modos, hemos de intentarlo —murmuró—. Sólo le dejaremos aquí
unos minutos. ¿Por dónde se va al despacho del director?
—Escaleras… arriba.
—De acuerdo. No tema nada… Dentro de unos minutos volveremos aquí, con el
doctor Norman o sin él. Vamos, Nancy.
La muchacha empezó a subir las escaleras.
Todos sus músculos vibraban.
Volvía a tener tanto miedo, que el silencio parecía disolverse en su sangre como
un veneno que la paralizaba.
Ninguno de los dos había estado en el piso superior. Y si Nancy había estado no

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lo recordaba. Por lo tanto, se enfrentaban a un mundo desconocido, hostil, detrás de
cada una de cuyas encrucijadas podía acechar la muerte.
Todas las puertas estaban cerradas.
Mil rumores llegaban furtivamente desde los pasillos, desde los rincones. Una
fuerza misteriosa y oculta palpitaba en la casa. Nancy Kennedy sentía que, por
minutos, se iba haciendo más difícil su respiración.
Estaban acercándose al final del pasillo.
Una de las puertas se abrió entonces, silenciosamente, a su espalda.

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CAPÍTULO X

LA BOCA SELLADA

Dos ojos febriles, alucinados, asomaron por el hueco que dejaba aquella puerta.
Una mano crispada surgió poco a poco de la oscuridad. Aquella mano aferraba un
hacha con fuerza demoníaca.
Ni Nancy ni su acompañante se habían dado cuenta de lo que ocurría. Ninguno de
los dos supo que tenía a su espalda al falso camarero que antes conoció la muchacha
en el bar. No supieron ver su figura encorvada, casi monstruosa, que se deslizaba
como una sombra más entre las que ya llenaban el pasillo.
Tampoco tenían ninguna posibilidad de oírlo.
El loco avanzaba con los pies descalzos.
El hacha brilló fugazmente.
Los ojos enfebrecidos se fijaron, ante todo, en la nuca de John Boyman. Un solo
golpe bastaría. La pesada hacha hundiría la caja craneana, liquidando al hombre en
sólo unos segundos.
Luego sería muy fácil liquidar a la muchacha. Nancy Kennedy no tendría la
menor posibilidad de huir.
Fue en ese momento cuando se abrió una de las puertas que había a la izquierda
del pasillo. El rostro de un hombre de facciones serenas, de cabellos blancos,
apareció en el hueco que acababa de dejar aquella puerta.
Naturalmente, vio muy bien lo que ocurría detrás del hombre y la mujer que se
acercaban. No hizo ninguna advertencia, no lanzó ni un grito, pero la sorpresa que se
reflejó en sus ojos fue tal, que John Boyman hubo de darse cuenta, por fuerza, de que
algo anormal ocurría a su espalda.
Volvió la cabeza.
La volvió justamente en el segundo mismo en que el hacha había emprendido su
mortífero vuelo. Ya estaba a tres cuartas partes del camino que tenía que recorrer para
hundirse en su cabeza.
Durante un tiempo infinitamente corto, casi inapreciable, todo dependió de los
reflejos de John Boyman. Pero esos reflejos no fallaron en aquellas centésimas de
segundo que decidían su vida o su muerte.
Pudo ladearse a tiempo. El filo del hacha le pasó rozando el hombro izquierdo y
planchó materialmente una de las mangas de su traje, pero no le produjo el menor
rasguño. Llevado de su impulso, el loco también voló materialmente hacia él.
Los reflejos de Boyman volvieron a funcionar.
Tendió una pierna y ayudó al vuelo sin motor del otro. Vio que su enemigo se
estrellaba contra la pared, aunque sin soltar el hacha. Nancy gritó:

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—Dios mío…
Se había dado cuenta, lo mismo que John Boyman, de que si el loco se volvía
todo estaría perdido. Conservaba el hacha y les atacaría de frente. Por lo tanto, no
podrían esquivarle esta vez.
Por eso Boyman no le dio tiempo a volverse. Saltó como un puma y se lanzó
contra su enemigo antes de que éste reaccionara. Cuando el otro volvió sus ojos
enloquecidos, ya tenía encima el puño de Boyman.
El impacto fue estruendoso.
Pareció hundirle la mitad de la cara.
El chasquido siniestro pareció transmitirse a las paredes del pasillo.
John Boyman aprovechó aquellos segundos porque sabía que no iba a poder
disponer de otros. Sujetó a su enemigo por la entrepierna, antes de que pudiera
manejar el hacha, y tiró de él hacia arriba.
El movimiento fue fulgurante.
La fuerza de Boyman resultó asombrosa, como si durante toda su vida no hubiera
hecho más que pelear.
Envió a su enemigo por los aires.
Materialmente lo estrelló contra la ventana.
En el primer momento, pensó que con aquello le haría perder el sentido y podría
así quitarle el hacha, pero el golpe fue más fuerte de lo que había imaginado. La
ventana se rompió. El peso de aquel loco, que tampoco era ningún alfeñique, hizo el
resto.
El hombre salió despedido al vacío, con hacha y todo. La altura era de un solo
piso, pero abajo había sólidas losas de piedra. Un segundo después se había estrellado
contra ellas y las losas se teñían de sangre.
John Boyman quedó materialmente boquiabierto.
Se notaba que nunca había matado a un hombre.
Y, aunque llevaba bastante horas viendo cadáveres, el hecho de que uno de
aquellos cadáveres lo hubiese fabricado él, le dejó consternado. Lo había hecho para
defender su vida, pero de todos modos una sensación de culpabilidad le abrumaba.
Volvió la cabeza, mientras respiraba con dificultad por unos momentos.
Nancy Kennedy había cerrado los ojos.
Por unos momentos permanecieron paralizados, estáticos, como si de pronto el
tiempo hubiera dejado de existir.
Oyeron, entonces, los suaves pasos a sus espaldas. Vieron los cabellos blancos, el
cuerpo alto, erguido y todavía fuerte, y vieron especialmente aquellas facciones que
reflejaban serenidad.
Nancy susurró:
—Doctor Norman… Celebro que esté vivo.
El otro no contestó. Parecía aturdido, a pesar de que quería mantenerse sereno.
John Boyman tiró un poco de él para dirigirse hacia el despacho del cual acababa de

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salir.
—Si no llega a ser por usted —dijo—, ese loco termina conmigo. Ha sido su
expresión de brusca alarma, lo que me ha avisado.
—Es que no he tenido tiempo ni de… ni de gritar.
—Ya lo he visto. Todo ha pasado en tan breves segundos, que apenas me he
podido dar ni cuenta. Menos mal que usted ha abierto la puerta en aquel momento.
—He oído pasos y he querido saber quién se acercaba. Ahora me doy cuenta de
que eran los pasos de ustedes.
Habían entrado en el despacho, que era severo, pero acogedor. Por lo menos a los
dos jóvenes les pareció el único lugar del mundo en que podían estar un poco
seguros. La puerta fue cerrada con llave.
Vieron que el médico se derrumbaba en su asiento, detrás de la mesa, como si ya
no tuviera fuerzas ni para mantenerse en pie.
—Tengo miedo… —dijo—. Estoy destrozado. Cada vez que oigo pasos, creo que
vienen a por mí, y ya no me fío ni de la puerta cerrada con llave. Todo…, todo ha
fallado de un modo increíble. A veces pienso que el loco soy yo.
Nancy Kennedy le miró con lástima.
Se daba cuenta de lo que tenía que estar pasando por la mente de aquel hombre.
Lo de aquella noche no sólo era una pesadilla para él, una pesadilla que le
acompañaría durante toda su vida, sino que además significaba el derrumbamiento de
todo su prestigio profesional. A partir de aquel momento ya nadie creería en él; sería
el médico más derrotado de Estados Unidos.
Eso si no salía de allí con los pies por delante.
Nancy, que no podía evitar sentir una honda pena por aquel hombre, bisbiseó:
—No piense más en ello, doctor Norman. No ha sido culpa suya.
—Ya no se trata de saber de quién es la culpa —dijo pesadamente él—. Lo más
terrible es que nada tiene remedio.
Se pasó la mano por los ojos y bisbiseó:
—Nunca creí que Talbot me odiara de ese modo.
Boyman le miró sorprendido.
—¿Pero qué dice? ¿Le odiaba?
—Ahora me doy cuenta de que tenía que ser así. Yo pensé que era una simple
rivalidad profesional, pues él quizá aspiraba a mi puesto y, además, nuestros métodos
resultaban completamente distintos. Eso bastaba para que nos peleáramos a veces,
pero…, pero yo no me daba cuenta de que había algo más. Ahora me doy cuenta de
que Talbot quería hundirme. Eso de dejar en libertad a los locos es la cosa más
absurda con la que me he encontrado jamás. Y también es la más terrible.
John Boyman asintió.
Se hacía cargo de lo que pensaba el otro.
Nancy dijo, queriendo tranquilizarle:
—Uno no es responsable de las cosas que no ha hecho, doctor Norman. También

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sé que eso no le va a servir de ningún consuelo, pero el doctor Talbot ha pagado muy
caro su error. Ha muerto asesinado salvajemente.
El médico movió la cabeza pesarosamente.
—No… Claro que eso no me sirve de consuelo —dijo pausadamente—. Ni yo
quería la muerte de Talbot ni eso arregla nada. Lo inverosímil es que tenga que verme
recluido aquí, sin poder dar ni un paso, sin poder pensar en otra cosa que no sea
salvar mi piel…
John Boyman susurró:
—Eso es lo más grave, doctor Norman. ¿Qué piensa hacer?
—¿Pensar…? Su pregunta es muy normal, pero, desgraciadamente, le he de
contestar que en estas circunstancias ya ni siquiera pienso. Mi plan era el único plan
lógico, en vista de lo que había sucedido: tomar el teléfono y llamar a la policía.
Desgraciadamente esos locos, que no lo están tanto como parece, se han ocupado en
seguida de destrozar las líneas telefónicas. He ido hasta el motel, jugándome la piel,
pero he visto que allí ocurría lo mismo. Los coches tienen los neumáticos
destrozados. Les juro que no sé qué hacer.
Su voz era patética y su expresión reflejaba un infinito cansancio.
—Nosotros hemos intentado pedir socorro —dijo Nancy—, pero no ha sido
posible. Aunque yo pensaba, doctor, cuando usted me dejó salir antes, que tenía
completamente controlado todo el manicomio.
—Eso creía yo también. Desgraciadamente, no he contado con los locos que
estaban en el motel. No son muchos… Tengo calculado que, como máximo, serán
media docena, de los que ahora sólo deben quedar cinco, pero ya es bastante. Cinco
asesinos sueltos en la noche, resulta lo más siniestro que yo hubiera podido imaginar.
Pienso que no nos quedará más remedio que esperar a que amanezca.
—¿Cree que entonces vendrá a ayudarnos alguien?
—Por descontado que sí. Sobre las siete de la mañana empiezan a llegar los
camiones de suministro al manicomio, y, especialmente, al motel. Cuando vean lo
que ocurre harán el viaje hasta Prairie para llamar a la policía.
—¿Prairie es el puesto más cercano?
—Si damos por eliminado éste en que estamos ahora, sí. Prairie es el puesto de
policía más cercano. Desde aquí se les hubiera podido llamar, pero ya ven que no es
posible.
John Boyman preguntó con un estremecimiento:
—¿Y no es posible que al amanecer nos veamos peor aún? ¿No es posible que si
esos camiones llegan uno tras otro, los conductores también sean asesinados uno tras
otro?
Aquel estremecimiento que el joven acababa de sentir se transmitió a sus dos
interlocutores. Realmente la perspectiva era lo bastante siniestra como para que les
dejara seca la boca.
Nancy musitó:

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—¿Qué…, qué piensa de eso, doctor Norman?
—Pienso que, en teoría, es posible, pero no me parece lógico que pueda suceder.
Afortunadamente no me parece lógico. Los camiones van llegando con intervalos tan
breves, que esos locos asesinos no podrán hacer nada práctico. Además, los
conductores se darán cuenta de que algo ocurre, sólo llegar a la explanada. No serán
tan tontos como para caer en una trampa.
John Boyman no estaba tan seguro.
De todos modos, poco arreglaban pensando ahora en eso. Les quedaba
prácticamente toda la noche por delante, y en toda una noche podían desaparecer
hasta sus mismísimos huesos. De modo que se puso en pie y preguntó:
—¿Este despacho ofrece seguridades, doctor Norman?
—A mí me parece el más seguro de todo el edificio o, al menos, es el sitio que
conozco mejor. No creo que entren aquí, aunque en teoría podrían derribar la puerta a
hachazos. ¿Cree que estoy seguro de algo?
—En caso necesario, ¿le obedecerían?
—¡Qué diablos van a obedecerme! Los locos que andan sueltos son los peores,
son los asesinos más sanguinarios. Una vez que han palpado la muerte, ya están
metidos en una especie de borrachera. No me obedecerán en nada, sino que seré su
víctima predilecta. Demasiado sé lo que piensan, a pesar de que tienen el cerebro al
revés. Pero confío en que, al menos, no tratarán de derribar la puerta.
—De todos modos vamos a tener que abrirla —dijo Boyman—. Hemos dejado
abajo a un hombre gravemente herido. Es el enfermero que hacía de telefonista. Si
continúa solo, lo pueden destrozar a cuchilladas en cualquier momento.
—¿Y qué pretenden hacer?
—Subirlo aquí. Desgraciadamente éste es el único sitio en que puede estar
relativamente seguro.
—Lo comprendo, pero lo malo es que aquí no hay nada para atender. Ni siquiera
tengo botiquín.
—Ya no se trata de eso —susurró Boyman—. Imagino que podrá aguantar hasta
que amanezca, aunque sus heridas son graves. Lo que quiero decir, es que no
podemos dejarlo solo más tiempo porque esos locos harán salchichas con su cuerpo.
¿Comprende?
El médico dio una cabezada afirmativa.
—Claro que comprendo. Pero vamos a hacer las cosas con inteligencia por si aún
hay tiempo de salvar a ese hombre. Hay una caja botiquín bastante importante junto
al patio posterior. Como los locos se hacen daño en cualquier sitio, tenemos uno
instalado allí. Ese botiquín tiene todo lo necesario para primeras curas e incluso hay
calmantes e instrumental para pequeñas operaciones. A pesar de que soy psiquiatra,
me he mamado todos los cursos de Medicina, de forma que sé curar a un hombre.
¿Podrán traer ese botiquín entre los dos? Les advierto que pesa un poco, porque la
caja es de hierro para que los locos no la rompan.

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—Lo subiré yo solo —dijo Boyman—, mientras Nancy ayuda a sostener al
herido. Gracias, doctor Norman. Creo que, la suya, es una idea razonable para salir de
este mal paso; de este maldito túnel.
E hizo una seña a Nancy.
Abrió la puerta.
No pudo evitar un leve estremecimiento, porque sabía que unos pasos más allá
podía haber alguien acechando con su hacha. Cuando miró hacia el pasillo, supo que
podía encontrarse cara a cara con su propia muerte.
Pero no había nadie allí.
Sólo las sombras.
El silencio.
Y una indefinible sensación de Más Allá, una sensación que no podía explicarse
con palabras.
Nancy, que estaba tras él, bisbiseó:
—¿Qué…?
—Nada. Vamos.
Los dos avanzaron poco a poco por el pasillo. Oyeron que el médico cerraba con
llave la puerta, a sus espaldas. Era una medida lógica y elemental, pero con eso
tuvieron la angustiosa sensación de que se les cortaba cualquier retirada.
Avanzaron poco a poco.
Oían el sonido quedo de sus propios pasos.
Eso era todo. Por lo demás, el silencio resultaba tan denso que había momentos
en que parecía ahogarles.
Nancy bisbiseó:
—No quiero pensar en que hayan podido… acabar con él.
—Me sentiría responsable si eso hubiera ocurrido —dijo Boyman—. Quizá le
hemos dejado solo demasiado tiempo.
Pero, cuando llegaron abajo, se dieron cuenta de que nada había ocurrido. El
herido yacía en el diván quejándose levemente. Pensaba que le habían dejado solo y
volvía a estar dominado por el miedo.
Cuando les distinguió, otra vez volvió a asomar a sus ojos una lucecita de
esperanza.
—¿Han encontrado vivo al doctor Norman? —musitó.
—Sí.
—No deja de ser un consuelo… Aunque los locos querrán matarle. A los locos no
les resultaba simpático el doctor Norman.
—Porque imponía disciplina, ¿verdad?
—Claro… Al que querían era al doctor Talbot. Éste les dejaba hacer casi todo lo
que les venía en gana.
—Pues bien lo ha pagado —dijo Nancy pesarosamente—. En cuanto al doctor
Norman, ya sabe que corre peligro. Está encerrado en su despacho y no podrán

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atraparle si no es derribando la puerta a hachazos.
—Serán capaces de hacerlo. Dios santo…
—¿Se siente peor?
—No, no… Voy aguantando. Si me llevan junto al doctor Norman es posible que
éste pueda curarme.
—Eso es lo que nos ha dicho.
El enfermo suspiró con alivio.
—El botiquín más completo está en el patio posterior. Bueno, al menos ése es el
que está más cerca de los que tienen material quirúrgico. Es uno con una caja de
hierro bastante pesada.
—También nos lo ha dicho el doctor Norman —susurró Boyman—. Precisamente
quiere curarle a usted y nos ha dicho que subamos también el botiquín.
—Gracias a Dios… Les juro que había momentos en que…, en que pensaba que
no iba a poder aguantar.
—¿Podrá subir al primer piso?
—Creo que sí.
—Pues vamos a buscar el botiquín —dijo John Boyman—. No desespere. ¿Por
dónde se va más rápido al patio posterior?
—Por ese pasillo de la izquierda. Oigan…
—¿Qué?
—Les hablaba antes del doctor Talbot… Que Dios me perdone, pero pienso que
quizá es mejor que esté muerto.
Nancy Kennedy se estremeció.
Aquella frase no le había gustado en absoluto.
—Ya sé que esto no es caritativo… —musitó el herido—, pero es que he estado
recordando detalles… Hum… Aunque en sus ojos azules hubiera bondad… quizá
engañara a la gente. Pienso que podía ser un maníaco sexual, pero uno de esos tipos
para quienes el sexo no significa nada si no va acompañado de la muerte.
Ahora fue John Boyman el que se estremeció. Los hombres de aquella clase
siempre le habían parecido un angustioso problema, aunque eran pocos. Pero su
número iba en aumento en Estados Unidos como iba en aumento el número de
violadores de mujeres. La razón era que, pese a todo lo que se pregona sobre la
libertad sexual, cada vez era más difícil a un individuo que pasara de los cuarenta
años, conseguir una hembra. Y al ser difícil también encontrar mujeres que
practicaran el amor como oficio, sobre todo, en las pequeñas localidades, surgían
aquellos maníacos. Muchas mentalidades se iban deformando.
Y no era sólo eso, según pensaba Boyman. Había razones más profundas,
también. Estados Unidos son un matriarcado, un país donde las mujeres mandan. Los
hombres trabajan toda su vida y revientan a los cincuenta años, para que sus dulces
esposas cobren un buen seguro y se dediquen a ver mundo. En los espacios
televisivos los artistas son casi siempre hombres, no mujeres. El hombre divierte a la

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mujer, y no al contrario. El divorcio, como negocio, es practicado por millones de
hembras a lo largo y ancho de todo el país. Y entonces se produce un fenómeno muy
curioso. El hombre odia en el fondo de su alma a la mujer. Desea liberarse de ella,
vengarse de su dominio. A John Boyman estas consideraciones le producían un
profundo malestar.
¿Había sido Talbot un hombre así? ¿Eran ciertas las matanzas de Peonia Valley?
¿Realmente los locos habían hecho justicia, matando a un monstruo?
El herido continuó:
—No sé lo que ustedes piensan, pero…, en fin…, he ido recordando algunos
detalles. Como, por ejemplo, el de aquella loca del tercer piso, la hermosa Sigrid.
—¿Qué pasó con ella?
—Se quiso matar. Dijo que el doctor Talbot la había ultrajado. Pero era una mujer
que sufría crisis místicas y veía al demonio en todas partes; de modo que no le
hicimos demasiado caso… Pero ahora pienso que quizá fue verdad… Dios santo…
He hablado demasiado… Vuelvo a sentirme mal, ¿comprenden…? Por favor,
llévenme junto al doctor Norman y… y que me cure.
—Cierto —dijo Boyman—. De nada nos sirve hablar de Talbot ahora, puesto que
el doctor Talbot ha muerto. Aguarde unos instantes aquí porque no tardaremos ni dos
minutos. En seguida volvemos con el botiquín.
Los dos salieron hacia el pasillo que les había indicado y llegaron hasta el patio.
Éste se encontraba silencioso y estaba casi enteramente sumido en penumbra. Sólo un
par de faroles lejanos difuminaban las tinieblas.
Boyman susurró:
—Allí…
Se movieron con precaución.
Tenían la angustiosa sensación de que cien ojos acechaban.
Pero llegaron sin obstáculos hasta la caja de hierro que colgaba de una de las
paredes. Boyman la descolgó y notó que pesaba lo suyo, pero se vio capaz de subirla,
por sí solo, al primer piso.
—¿Te ayudo? —preguntó en un susurro ella.
—No. Más vale que al menos tú tengas las manos libres. Cúbreme las espaldas y
vigila que nadie nos ataque. Vamos.
Regresaron sobre sus pasos.
Vieron el pasillo.
Las luces inciertas.
Las sombras…
El herido…
El herido seguía en el diván.
Pero no era lo mismo.
Resultaba absurdo llamarle herido, puesto que ahora había dado un paso más. Un
dramático paso. Ahora estaba ya muerto. Su boca se había cerrado para siempre. Su

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sangre volvía a brotar. Las dos manos estaban angustiosamente agarrotadas a la altura
del corazón. Por entre ellas brotaba el mango de un precioso, de un rico, de un
artístico cuchillo de plata.

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CAPÍTULO XI

LA MIRADA DE LA MOMIA

Ahora sí que las fuerzas fallaron completamente para Nancy Kennedy. Ahora sí
que quedó destrozada del todo. Lanzó un gemido y cayó de rodillas, aun a riesgo de
derrumbarse encima del muerto.
John Boyman también había tenido que soltar el botiquín. Al fin y al cabo, ya no
le servía para maldita la cosa. Por un momento su cuerpo sufrió una sacudida, como
si también le fallaran las fuerzas.
No supo qué decir.
Todo aquello les hundía a los dos en una inseguridad espantosa. Todas las
palabras sobraban.
La muchacha gimió:
—Es posible…
—Desgraciadamente es posible, Nancy —dijo él—. Es una sórdida realidad. Ya
hemos visto antes que estamos rodeados por esos locos, los cuales nos acechan desde
todas partes. Conocen el manicomio mucho mejor que nosotros y…, en fin, ¿qué voy
a decirte? Van eligiendo sus víctimas, una a una. Han esperado que nos fuéramos para
atacar.
—Es horrible…
—No hace falta que me lo recuerdes, Nancy. Claro que es horrible. Y pienso que
no debemos separarnos, ni un paso, uno del otro.
Nancy asintió. Como queriendo dar la razón a aquellas palabras, se pegó
maquinalmente a él, sintiendo que se ahogaba.
Por unos momentos, sus labios estuvieron muy cerca.
Tan cerca que se cruzaron sus alientos.
Y quizá se hubieran besado en otro momento; quizá se hubieran dejado llevar por
la chispa que estaba saltando de sus bocas, pero no se atrevieron a hacerlo. La muerte
estaba demasiado cerca. La sensación de lo irremediable les impedía respirar, les
impedía pensar en lo que no fuera su propia supervivencia. Sobre todo a Nancy.
Ella pudo musitar, al fin:
—Debemos volver junto a Norman…
—Sí. Y cuanto antes.
Para nada les servía el botiquín, de modo que lo dejaron. Para nada les servía
mirar el cadáver, de modo que se alejaron como sombras, sabiendo con seguridad
ahora, que varios ojos febriles les estaban vigilando.
John Boyman iba con los músculos tensos.
Un solo chasquido, el rumor de unos pasos, le hubiera hecho atacar furiosamente

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a quien fuese.
Sin embargo, llegaron sin contratiempos al piso superior. Todo estaba en silencio,
como antes. Llamaron a la puerta.
La voz del médico, preguntó:
—¿Son ustedes?
—Sí; abra sin miedo, doctor Norman. No hay peligro.
—¿Traen al herido?
Boyman no supo qué contestar. Sólo musitó:
—Por favor, abra…
La puerta fue franqueada. El médico les miró con asombro a los dos, como si no
comprendiese aquello.
—¿Pero qué pasa? —murmuró—. ¿Dónde está el herido que tenían que traer
aquí?
—Ha muerto.
—¿Es que han llegado demasiado tarde? ¿Se había desangrado tal vez?
Boyman hundió la cabeza con un gesto de impotencia.
—Nada de eso, doctor Norman. Ha bastado que lo dejásemos solo unos segundos,
mientras íbamos a buscar el botiquín, para que esos locos cayeran sobre él. Uno de
ellos lo ha apuñalado en el corazón. Ya nada se puede hacer por ese hombre.
El médico parecía completamente aturdido. Retrocedió un paso, mientras soltaba
la puerta. Los dos jóvenes pasaron y Boyman cerró a su espalda, tras asegurarse de
que nadie les había seguido.
Miraron con lástima al hombre que les había acogido en su despacho. El doctor
Norman les inspiraba una profunda pena, porque su situación era la más grave. Ellos
no tenían más preocupación que la de salvar la vida, lo que ya era bastante, mientras
que el director del sanatorio tenía una preocupación más: poner orden allí y salvar su
prestigio, si eso era posible aún. Además él era quien estaba en mayor peligro, porque
al parecer, los locos le odiaban, mientras que, en cambio, habían apreciado al difunto
doctor Talbot, el que les dejaba hacer casi lo que les daba la gana.
Tomaron asiento, porque se sentían tan reventados como si acabasen de hacer una
larga carrera. Nancy balbució:
—Ahora sí que he comprendido que esos locos están en todas partes. Nosotros no
lo sabemos, pero vigilan todos nuestros movimientos. Cuando uno se separe de los
demás, caerán sobre él como lobos hambrientos.
—Entonces no nos separemos —dijo el médico—. Creo que aquí estamos
seguros, de momento. Mientras ustedes estaban abajo, nadie se ha acercado por aquí.
Boyman se puso un cigarrillo en los labios porque quería aparentar calma. Pero
no lo encendió. En este momento el humo le hubiese ahogado. Sólo con la idea de
alejar el pensamiento de la muerte que les amenazaba, susurró:
—¿Usted cree que el doctor Talbot pudo cometer crímenes en Peonia Valley?
¿Pudo tener alguna intervención en la muerte de aquellas parejas que desaparecieron,

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si realmente esas historias son reales?
El interpelado rió un momento, pero con gesto pesado. Sin ganas.
—Si yo creyera eso —dijo—, no habría mantenido al doctor Talbot a mi lado.
Una cosa es que no compartiéramos, ni de lejos, las mismas ideas en cuanto a la
curación de los locos. Otra cosa es la moral de ese hombre. Yo creo que el doctor
Talbot era un hombre honrado. Algo maniático, tal vez, porque todo se pega, pero
honrado.
—Todo se pega… —dijo Boyman, como un eco de las palabras del otro—. ¿La
locura también? ¿Llegan a contagiarse ustedes?
—¿Qué quiere que le diga? Hay momentos en que necesitamos un rígido control
de nuestros cerebros. De todos modos, ya conocen el dicho: el que anda con un cojo
acaba cojeando.
—Por eso le quisiera preguntar algo importante, doctor Norman: ¿hay maníacos
aquí?
—Pues claro… La mayoría de los que están encerrados en esta casa han pasado
por etapas de degradación muy importantes, y sería terrible que una mujer cayera en
sus manos.
Evitó mirar a Nancy, pero ésta supo lo que aquellas palabras significaban. Miró la
puerta, pensando en si podría resistir unos hachazos. Y sintió frío hasta en la misma
médula de los huesos.
Boyman continuó:
—¿Pudieron contagiarse algunas de esas aberraciones al doctor Talbot?
El otro movió la cabeza pesarosamente. Estaba claro que aquella conversación no
le gustaba, aunque, al menos, les ayudaba a olvidarse de lo demás.
—Ya sé a dónde quiere ir a parar —dijo—. Y le repito que nunca atribuí a Talbot
el menor delito. Había cosas oscuras en su vida, pero eran simples rumores, como los
de aquella loca que aseguraba haber sido ultrajada por él.
—El herido nos lo dijo —musitó Nancy.
—Pues sí que habló el tío, antes de morir…
Boyman no pudo evitar una sonrisa, aunque en su cara flotaba un gesto cansado.
El médico continuó:
—También vigilaba mucho a las personas que se acercaban al manicomio. Era
como si tuviera miedo de la llegada de alguien. Alguien que pudiera
comprometerle…
Nancy dijo bruscamente:
—El testigo…
—¿Qué?
—Usted no lo puede entender, doctor Norman. El testigo… Aquel herido nos
habló de eso también. En el caso de cometerse los crímenes en Peonia Valley, alguien
los vio. Lo que ocurre fue que debió sufrir un shock terrible y durante mucho tiempo
debió tener miedo de hablar. O tal vez fue un hombre que quiso saber antes la

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identidad del individuo a quien él había visto cometer los asesinatos. En ese sentido,
puede que merodeara por aquí para ver si realmente era el doctor Talbot, en cuyo
caso hubiese dado a la policía una pista exacta. El doctor Talbot, temiendo una cosa
así; vigilaría a todos los que se acercaban al manicomio, ¿no cree?
El médico movió la cabeza pensativamente.
—Es posible, pero de todos modos una idea así ya no nos lleva a ninguna parte.
Talbot ha muerto. Usted lo vio. Lo que nos interesa es salir vivos de aquí y… Bueno,
tengo otra preocupación que me está volviendo loco.
—¿Cuál?
—La posibilidad de que lleguen más viajeros al motel. No es fácil, pero si alguien
llega, morirá. Y si fueran niños… En fin, no quiero ni pensarlo. No sé qué podríamos
hacer para avisar a los que están en peligro.
John Boyman apretó los labios.
No le gustaba aquello, pero dijo fríamente:
—Sólo podemos hacer una cosa: salir.
El médico casi dio un brinco.
—Está loco…
—Muy bien. Si estoy loco ya he llegado al sitio ideal: el manicomio. Pero no se
trata de discutir eso ahora, doctor Norman. Lo único que digo, es que no puedo
estarme quieto aquí como un cobarde, detrás de esa puerta cerrada, mientras quizá
media docena de personas inocentes son degolladas en este momento. De modo que
voy a salir.
—¿Y dejará a la muchacha sola?
—La dejaré con usted.
Nancy Kennedy, saltó de repente:
—No, yo no me quedo aquí. Yo voy contigo… Todos sabemos perfectamente que
si nos separamos, nos matarán.
—Pero aquí estás protegida…
Nancy dijo fríamente, con una absoluta decisión:
—Si vas tú, voy yo. Tengo la sensación de que te matarán, si vas solo. En cambio,
los dos podemos protegernos uno al otro. Hasta ahora no nos han atacado estando
juntos.
—¿No? ¿Y el del rifle calibre 22 en Peonía Valley? ¿Ya no lo recuerdas?
—Ha sido la única vez. Vamos los dos, John. El doctor Norman no tiene por qué
moverse de aquí. Él está más o menos protegido.
El médico se había puesto en pie. Les miró confusamente a los dos, como si no
les comprendiera.
—Son ustedes muy valientes y su nobleza me admira —dijo—, pero me niego a
que salgan de aquí. Al fin y al cabo, debo sentirme responsable de cualquier cosa que
les ocurra.
Dio la sensación de que ninguno de los dos le había oído.

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John Boyman fue hacia la puerta. La muchacha le imitó. Abrieron
maquinalmente, sin pensar en el peligro.
El pasillo estaba vacío.
Como antes, sólo lo poblaban las sombras.
«Sería espantosa una avería de la luz, aquí… —pensó Nancy—. Resultaría
terrible que alguien decidiera cortarla…».
Avanzaron, sintiendo la muerte a sus espaldas. Nunca habían notado el peligro tan
en el fondo de sus huesos y de su propia sangre. Al llegar a la planta baja vieron el
muerto y el botiquín. Nada más.
Boyman susurró:
—Parece que todo está en calma, pero no me fío. Seguro que nos están
observando, y quizá alguno de esos locos acecha para atacarnos fuera. Espera tú aquí.
Voy a mirar.
—No te alejes demasiado…
—No temas. No te perderé de vista.
Boyman se desplazó unos metros y oteó desde la puerta la oscuridad que lo
llenaba todo. Realmente no podía decirse que se hubiera separado de la muchacha,
puesto que ésta veía su espalda. Pero sólo aquellos metros de distancia ya le
producían una confusa sensación de horror. El miedo llegaba hasta su columna
vertebral subiendo por sus piernas, como si brotara del suelo.
Pero nada se movía en torno suyo. Todo estaba hundido en el silencio de un
cementerio.
La muchacha se dio cuenta, sin embargo, de que había una zona que Boyman no
podía vigilar. Se trataba de la zona de unas cortinas que tapaban una de las ventanas
que daba al jardín. Allí podía estar oculto alguien.
Fue hacia aquel lugar.
Descorrió las cortinas violentamente.
Y, de pronto, lanzó un grito sordo, ronco, lacerante; un grito donde palpitaba el
sabor de la muerte.
Porque sólo el cristal la separaba de aquello.
De la momia.
¡La momia cuyos ojos desencajados la estaban mirando!
¡Cuyas manos parecían querer tenderse hacia ella…!

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CAPÍTULO XII

LA MUERTE EN LOS TALONES

El grito lacerante de la muchacha fue oído por John Boyman. El joven no había
visto nada, pero, realmente, sólo estaba a unos pasos de distancia.
Y saltó.
Su velocidad fue la de un auténtico puma.
Probablemente hubiera roto el cristal y abrazado a la momia, rodando con ella por
tierra, de no haber sobrevenido entonces aquel ataque diabólico. Vieron a los dos
hombres que se lanzaban hacia ellos cuando aún no habían tenido tiempo de
reaccionar, cuando aún no habían tenido tiempo de pensar en nada.
Se trataba, sin duda, de dos de los locos, y ambos iban armados. Uno empuñaba
el pie de un pesado candelabro de bronce, con el que podía hundir en dos segundos la
cabeza de un bisonte; otro manejaba un bisturí obtenido de algún botiquín.
Cualquiera de las dos armas podía acabar con Boyman y la muchacha, antes de que
tuvieran tiempo para lanzar un grito.
Los dos dementes vinieron uno por cada lado, demostrando que si habían perdido
la razón para algunas cosas no la habían perdido para todo. Su ataque simultáneo fue
un prodigio de perfección. Vinieron a por John Boyman porque supieron que, muerto
éste, la muchacha ya no tenía salvación posible.
Boyman supo conservar, en aquel momento, toda su serenidad. Un solo gesto en
falso, un momento de terror habrían acabado con él. Lo que hizo al ver venir a sus
dos enemigos, fue lanzarse ágilmente hacia atrás y volcar una de las butacas del
vestíbulo, rodando con ella. Eso le colocó en mala posición, pero desorientó por
completo a los dos dementes, que casi chocaron en el aire.
La muchacha se había apretado contra la pared. Estaba completamente
aterrorizada. Ni siquiera un grito podía surgir de su garganta.
La momia había desaparecido.
Era increíble.
Llegaba y se esfumaba, como si fue lo que realmente parecía: un ser del otro
mundo y un fantasma.
Los dos locos atacaron de nuevo, pero ahora sintiéndose desorientados. Boyman
empujó el botiquín a los pies de uno de ellos.
La pesada caja de hierro destrozó los tobillos del hombre, que lanzó un gemido de
dolor. Al desplomarse hacia delante, encontró las dos manos abiertas de Boyman.
Éste las dejó caer sobre su nuca en dos fulminantes golpes de karate.
No mató a aquel hombre, puesto que tampoco era su intención hacerlo, pero lo
dejó completamente K.O.

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El candelabro que empuñaba rodó por el suelo, al alcance de la derecha de
Boyman.
Era tiempo.
Un segundo más tarde, y el joven no hubiera podido contarlo.
Logró hacerse con la pesada pieza de metal, cuando el del bisturí ya estaba
materialmente encima. Pero el brazo de Boyman, armado con el pie del candelabro,
era mucho más largo que el de su enemigo. Pudo alcanzar a éste en el bajo vientre
antes de que el bisturí llegara a su cuello.
El hombre lanzó un terrible aullido de dolor.
Todo su cuerpo se crispó.
Por unos momentos no supo ni dónde estaba.
Boyman aprovechó aquella ocasión para asestarle un golpe con el candelabro,
directamente a la nuca. Pero tampoco lo hizo con excesiva fuerza. Ninguno de
aquellos dos hombres, que no eran responsables de sus actos, merecía morir.
Al verlos a los dos caídos, respiró hondamente.
Por unos instantes ya se había sentido en el Más Allá.
—Nancy —dijo.
La muchacha no podía ni hablar. Su voz fue apenas un gorgoteo, cuando dijo:
—Ni siquiera comprendo… cómo estamos vivos.
—Quizá yo tampoco, muchacha. Pero no lo estaremos dentro de unos minutos, si
esos locos no se encuentran bien atados cuando despierten. De modo que abre el
botiquín. Seguro que hay rollos de vendas.
Ella obedeció. Había vendas y esparadrapo, en abundancia. Combinando las dos
cosas, Boyman inmovilizó hábilmente a sus dos enemigos, de modo que, al despertar,
no pudieran mover ni las manos ni los pies.
Al terminar, Boyman se secó el sudor que perlaba su frente.
—Bueno… —dijo—. Creo que no nos atacarán más.
Y entonces oyeron pasos en las escaleras.
Los dos alzaron la cabeza, con el mismo gesto instintivo.
Nancy bisbiseó:
—Doctor Norman…

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CAPÍTULO XIII

TAN SÓLO UNOS OJOS

El médico descendía en aquel momento. Se le notaba muy agitado y parecía tener


tanto miedo como ellos. Con ojos desencajados, vio los cuerpos de los dos hombres
que yacían sin sentido en el vestíbulo.
—He oído ruido —jadeó—, y he pensado que…, en fin, he pensado que ya
habían acabado con ustedes. No podía soportar estar encerrado allí. ¿Qué ha
ocurrido? ¿De dónde han salido esos dos asesinos?
—No lo sé —dijo Boyman—. Supongo que estaban acechando.
—Acechan en todas partes… —dijo el médico, mientras se llevaba unos instantes
las manos a los ojos—. Lo que no comprendo es cómo ha podido vencer a los dos…
Son unos peligrosos asesinos. Llegaron aquí por orden judicial y no podían salir, en
lo que les quedaba de vida.
—En ese caso el manicomio debiera estar mejor vigilado —murmuró Boyman—.
Unos guardianes con armas no hubiesen estado de más.
—Un manicomio no es una cárcel; nadie tiene derecho a olvidar eso. Si me he
resistido al principio a llamar a la policía ha sido para que no hiciese una carnicería,
¿comprende?
—Claro que lo comprendo. No he querido decir que esa gente debe morir, doctor
Norman. Pero alguien que nos ayudase no nos vendría mal, ahora.
—Somos nosotros los que debemos ayudar a cualquiera que llegue al motel. ¿Qué
va a hacer? ¿Va a ir allí? ¿Quiere que vaya yo?
El joven negó con la cabeza, lentamente.
—No, doctor Norman —dijo—, no quiero que vaya usted. Supongo que si le
atacasen no sabría defenderse. Quédese un momento con Nancy, mientras yo voy al
motel. Quiero ver si se ha producido alguna novedad.
Nancy fue a protestar, pero no se atrevió, esta vez. No quería que él llegase a
tomarla por una chica histérica y que estaba aterrorizada sin remedio. Además ya no
era fácil que se produjeran más ataques. Si algún loco más quedaba libre —a
excepción de la momia— debía estar en el motel.
Claro que era la momia la que la aterrorizaba.
Presentía su presencia allí. En los cristales, en los pasillos, en el aire…
Pero cuando quiso decir algo, ya Boyman se había alejado de allí. La noche se lo
estaba tragando. Iba hacia el motel sin querer pensar en el peligro mortal a que se
exponía.
La muchacha se sintió envuelta por el silencio.
Por las sombras…

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Le pareció que en el edificio seguían acechando mil ojos, le pareció que la muerte
respiraba tras ella.
Pero intentó tranquilizarse.
Tenía que hacerlo. Tenía que demostrar calma, puesto que, al fin y al cabo, no
corría peligro…
—Doctor Norman —susurró.
—¿Qué, muchacha?
—Quizá deberíamos ir al sótano. Supongo que los restantes enfermeros están
encerrados allí.
—De acuerdo. Aquello es un laberinto, pero, tal vez, podríamos ir. Es por aquella
puerta…
Se dirigió hacia ella.
La abrió.
Las sombras parecían haberse hecho más espesas, más asfixiantes.
Un largo pasillo se iniciaba ante ellos. Unas escaleras resbaladizas, estrechas,
empezaban allí. Era como la entrada a un mausoleo; como la entrada a una de las
regiones ignoradas del otro mundo.
El médico susurró:
—Pase…
Ella pasó.
Dejó de ver el vestíbulo.
Dejó de ver el sitio donde Boyman podía encontrarla.
—Doctor Norman…
—¿Qué?
—¿Está usted ahí?
Su voz era trémula.
En ella vibraba el pájaro del miedo.
—Sí —dijo el médico—. Espere. Encenderé la luz.
Tendió la mano. Se produjo un chasquido y una luz amarilla, espectral; casi una
luz de pesadilla se hizo en el corredor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que
no estaban solos. Fue entonces cuando tropezaron con alguien que aguardaba allí.
Cuando casi chocaron con los ojos desorbitados, enfebrecidos de aquella mujer.
¡Con los ojos de la mujer que había llevado a Nancy hasta allí! ¡Con los ojos de la
señora Mac Carthy!
¡Pero no sólo eran sus ojos!
¡También la muerte estaba en sus manos!
¡Sus manos que blandían un hacha!

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CAPÍTULO XIV

LA LARGA MANO DE LA MUERTE

Si Nancy Kennedy sintió que aquello era el fin; si Nancy Kennedy se llevó las
manos a la cara para no ver el fulgor del hachazo, el médico no quedó menos
sorprendido que ella. Por lo visto, lo que menos había esperado en el mundo era
encontrar allí a la señora Mac Carthy, la loca a la que le gustaba ver morir. Su
sorpresa fue tal, que por unos momentos perdió el equilibrio. Estaba sobre las
resbaladizas escaleras y con el brazo demasiado extendido hacia el conmutador de la
luz, de modo que sólo aquello faltó para que cayese. Lanzó un breve grito y rodó
hasta el pie de las escaleras, pasando por encima de tres peldaños. Un instante
después estaba quieto sobre las losas, mientras se sujetaba una pierna con gesto de
dolor.
De momento, estaba indefenso.
Y Nancy Kennedy se dio cuenta de la terrible situación. También ella estaba
indefensa. Se encontraba en aquel condenado pasillo donde quizá Boyman no sabría
buscarla. Se encontraba ante una loca armada con un hacha… ¡y dispuesta a asestar
su golpe!
Vio brillar sus ojos.
Se dio cuenta de que el doctor Norman sería el primero en morir.
La Mac Carthy se inclinaba sobre él…
Y, entonces, Nancy Kennedy tuvo otra de sus sorpresas, uno más de los
sobresaltos increíbles que la habían rodeado desde que empezó aquella maldita
aventura. Porque la loca no atacó al médico al cual, lógicamente, debía odiar. Al
contrario, se inclinó solícitamente sobre él. En sus ojos brillaba la pena. Dejó a un
lado el hacha, para musitar:
—¿Se ha hecho daño? ¿Necesita algo? ¿Quiere que le ayude…?
Nancy Kennedy no se atrevió a moverse.
Estaba paralizada por la sorpresa.
Por la incredulidad.
¿No le habían dicho todos, que los locos odiaban al doctor Norman y, en cambio,
estimaban al doctor Talbot? ¿Pues qué era aquello? ¿Por qué la mujer quería
ayudarle? ¿Por qué…?
Y entonces las palabras lejanas llegaron otra vez a oídos de la muchacha.
Las palabras de un muerto.
Las palabras del enfermero al que habían asestado una puñalada en el corazón. El
que le había hablado dos veces «de los ojos azules que despedían bondad».
Los ojos del doctor Talbot.

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Los ojos azules…
Los ojos azu…
Nancy sintió que la lengua se le pegaba a la garganta.
No podía ni respirar.
Las uñas se clavaban en las palmas de sus manos.
Se hizo sangre, sin darse cuenta.
Porque ahora lo veía. Ahora captaba aquel detalle que antes le pasó inadvertido a
causa del nerviosismo. Los ojos que le miraban… ¡eran azules! ¡Y ella recordaba,
ahora, que el hombre que vio morir durante la falsa boda, tenía los ojos negros!

***

El médico se dio cuenta de cuáles eran sus pensamientos. Lo supo comprender


porque había estado alerta todo aquel tiempo, porque supo, desde el principio, que
algo así podía suceder. Sus manos largas, sólidas, aferraron el hacha. Sus labios
dibujaron una sonrisa lenta, viscosa, una sonrisa donde había algo distinto y que
formaba en su cara la mueca de un loco.
—¿Cómo no lo has imaginado antes, idiota? —masculló—. ¿Cómo no has
comprendido que soy Talbot, y que el que murió ante tus ojos fue Norman? Yo le
convencí para que realizara aquella ceremonia, diciéndole que era un experimento
curativo… Sabía que los locos obedecerían mis órdenes y acabarían con él…
Necesitaba matarlo, porque Norman sospechaba de mí… Porque Norman… ¡sabía!
—¿Saber qué? —musitó la muchacha, sintiendo como si le desgarraran la piel—.
¿De qué estaba enterado, después de todo, el doctor Norman?
—De que yo había ultrajado a aquella loca. De que había cometido los crímenes
de Peonia Valley… Bueno, eso sólo lo sospechaba, pero era bastante para mí. Porque,
en efecto, en Peonía Valley yacen seis cadáveres… Tú has estado a punto de morir
junto a ellos, cuando he disparado con el rifle calibre 22… ¿Es que tampoco lo has
comprendido? Tendré que arrancarlas, porque son un compromiso para mí… Alguien
podría sacar deducciones… ¿Por qué crees que vive en aquel sitio La flor del
Infierno, la Coronis Nigra? ¿Por qué crece justamente en aquel lugar, una flor que
sólo se encuentra en los cementerios africanos?
Los ojos de Nancy se desencajaron de horror.
Otra vez el sabor de la muerte llegaba hasta su garganta, paseaba por su lengua.
Otra vez sentía que las fuerzas la habían abandonado. De modo que era aquello… De
modo que por eso crecía La flor del Infierno…
—Para matar a Norman, tuve que dejar sueltos a los locos —dijo Talbot,
roncamente—. Era el crimen perfecto, puesto que nadie me acusaría a mí, y de lo que
los locos digan nadie hará maldito caso… A ese herido que ibais a traerme al
despacho, hube de matarlo también mientras vosotros buscabais el botiquín, porque

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me conocía. Delante de vosotros me hubiera llamado doctor Talbot… Ahora ya sabes
lo que ocurrió. Ahora ya sabes por qué razón debes tú morir también, muñeca…
Nancy Kennedy no se movió. Estaba demasiado destrozada, demasiado hundida
para mover un dedo. Quiso gritar y no pudo. Sólo balbució:
—Pero los del motel… ¿Qué culpa tenían?
—Entre ellos tenía que estar el testigo.
—¿El testigo?
—Sí, el que me vio cometer los crímenes en Peonia Valley. Yo sabía que existía y
que me buscaba… Yo sabía que quería verme de nuevo para señalarme a la policía
con seguridad… En el motel me dijeron anoche que alguien había reservado una
habitación, pero haciendo muchas preguntas sobre el manicomio. Sospeché… ¡Claro
que sospeché! Tenía que ser él… Pero no sabía ni su nombre ni sus señas físicas; de
modo que decidí acabar con todos. Los locos harían un buen trabajo si los dejaba
sueltos, allí. Sólo tenía que darles armas… También maté con el rifle al buitre que os
había acompañado a Peonia Valley porque el testigo podía ser él… Debía morir como
tenéis que morir vosotros. Uno a uno… ¡Uno a uno!
Lanzó una ronca carcajada, mientras sujetaba el hacha.
Sus ojos, sus gestos, su expresión, eran los de un loco.
Y los de un sádico.
Él era el peor monstruo de todos los que existían en aquel manicomio.
Alzó el hacha, poco a poco.
Nancy Kennedy no podía defenderse.
Ni quería.
Estaba demasiado destrozada, demasiado aterrorizada para desear vivir.
La señora Mac Carthy lanzó una risita.
Todo aquello era una delicia para ella. Había disfrutado viendo matar al doctor
Norman. Ahora disfrutaría viéndola morir a ella. Sus manos temblaron de ansia. Sus
ojos estaban desorbitados. Su boca se abrió…
El hacha brilló en el vacío.
Fue a caer…
Y, de pronto, las manos de Talbot se crisparon. De pronto quedó aterrado,
mirando al frente, mientras detenía el gesto. El hacha pendió en el aire durante
algunos segundos. Nancy Kennedy no oyó nada.
Y es que no se produjo el menor ruido.
De pronto, la muchacha vio, con los ojos desencajados, el cuchillo clavado en el
vientre de Talbot. Vio que los labios de éste temblaban. Escuchó un gemido de
dolor…
John Boyman, que había lanzado el arma con todas sus fuerzas desde la entrada,
vino hacia los dos. La muchacha lanzó un grito de triunfo, de alivio, un grito con el
cual volvía a la vida.
Pero eso sólo duró unos segundos.

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Unos segundos dramáticos y breves como un soplo.
Porque Boyman acababa de salvarla hiriendo al doctor Talbot. Pero no veía que
alguien venía detrás suyo. No se daba cuenta de que a sus espaldas estaba… ¡la
momia…!

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CAPÍTULO XV

LA ÚLTIMA SORPRESA DE NANCY KENNEDY

La muchacha apenas pudo susurrar:


—John… A tu espalda… Dios mío… John…
Él se volvió. No tenía armas. No podía luchar contra la figura macabra que estaba
tras él. Y los brazos de la momia ya se tendían hacia su espalda. Los dedos vendados
ya rozaban su nuca…
¿Pero por qué no saltaba John? ¿Por qué no demostraba la agilidad que le había
salvado otras veces? ¿Por qué no luchaba?
La muchacha se preguntó angustiosamente, mientras sentía flotar otra vez sobre
ella la sombra de la muerte: ¿Por qué?
John Boyman, inverosímilmente, apenas se volvió.
Sólo señaló a la momia.
—Si le hubieras hecho caso antes, te hubieses librado de muchos apuros, Nancy.
Él sólo quería avisarte…
—¿Él? ¿La momia?
—Pues claro que sí…
—¿Avisarme de… de qué?
—De que ese hombre no era Norman, sino Talbot.
Quería ponerse de acuerdo con nosotros para avisar a la policía. Menos mal que
yo le he hecho caso y he hablado con él. Ha sido él, quien me ha guiado hasta aquí.
De lo contrario, tú estarías muerta.
Nancy Kennedy se sentía abrumada, pero, al mismo tiempo, llena de esperanza.
La vida empezaba para ella en aquel momento. Lo presentía. Lo adivinaba… Con voz
incierta, preguntó:
—Pero ¿no estás confundido, John? Es uno de los locos. Uno que cree ser una
momia…
—Al contrario, Nancy. Es el que ha sustituido a uno de los locos, disfrazándose
como él porque era el único modo de que Talbot no le reconociese. Todo este tiempo
ha estado tratando de ayudarnos y nosotros sin enterarnos. Es el que, con su
declaración, va a llevar a Talbot a la galería de los condenados a muerte.
La muchacha bisbiseó:
—Pero entonces es… es…
—Claro —dijo John Boyman—. El único que necesitaba taparse la cara, por si
acaso. El que sabía por qué, en Peonia Valley, han crecido las flores del infierno…
¡EL TESTIGO…!

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FIN

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FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA (Barcelona, 1927-2015) fue abogado,
periodista y escritor.
El primer reconocimiento le llega en 1948 cuando gana, con Somerset Maugham y
Walter Starkie en el jurado, el Premio Internacional de Novela gracias a Sombras
viejas. Pero la obra premiada es censurada por el régimen franquista y se frustra el
prometedor futuro del autor.
Coartado por la dictadura, González Ledesma empieza a escribir, bajo el seudónimo
de Silver Kane, novelas populares para Editorial Bruguera. Desencantado de la
abogacía, estudia periodismo e inicia una nueva etapa profesional en El Correo
Catalán y, más tarde, en La Vanguardia, alcanzando en ambos periódicos la categoría
de redactor jefe.
En 1966 fue uno de los doce fundadores del Grupo Democrático de Periodistas,
asociación clandestina durante la dictadura en defensa de la libertad de prensa.
En 1977, con la consolidación de la democracia en España, publica Los Napoleones y
en 1983 El expediente Barcelona, novela con la que queda finalista del Premio
Blasco Ibáñez y en la que aparece por vez primera su personaje emblema, el inspector
Méndez. En 1984 obtiene el Premio Planeta con Crónica sentimental en rojo y la
consagración definitiva.
Como abogado ha recibido el premio Roda Ventura y como periodista el premio El
Ciervo. En 2010 se le otorgó la Creu de Sant Jordi por su trayectoria informativa y

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por la calidad de su obra, de proyección internacional.

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