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Nietzsche, El Problema de Sócrates

Sócrates fascinó a los atenienses a pesar de ser feo y pertenecer a las clases bajas. Nietzsche argumenta que Sócrates era en realidad un síntoma de decadencia en la antigua Grecia, ya que utilizaba la dialéctica, propia de las clases bajas, para vencer a sus oponentes y encubrir sus instintos anárquicos. Aunque Sócrates dominó sus propios instintos decadentes a través de la razón, su énfasis en la razón como virtud y
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Nietzsche, El Problema de Sócrates

Sócrates fascinó a los atenienses a pesar de ser feo y pertenecer a las clases bajas. Nietzsche argumenta que Sócrates era en realidad un síntoma de decadencia en la antigua Grecia, ya que utilizaba la dialéctica, propia de las clases bajas, para vencer a sus oponentes y encubrir sus instintos anárquicos. Aunque Sócrates dominó sus propios instintos decadentes a través de la razón, su énfasis en la razón como virtud y
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EL PROBLEMA DE SÓCRATES | POR FRIEDRICH NIETZSCHE

Extracto del libro “El Ocaso de los Ídolos”: “El Problema de Sócrates”.
Por Friedrich Nietzsche

1
Los más sabios de todas las épocas han pensado siempre que la vida no vale nada…
Siempre y en todas partes se ha oído de su boca el mismo acento: un acento cargado de
duda, de melancolía, de cansancio de vivir, de oposición a la vida. Incluso Sócrates dijo a la
hora de su muerte: «La vida no es más que una larga enfermedad; le debo un gallo a
Esculapio por haberme curado.» Hasta Sócrates estaba harto de vivir. ¿Qué prueba esto?
¿Qué indica? En otros tiempos se había dicho (como así han hecho y bien alto, nuestros
pesimistas los primeros): «En todo caso, esto tiene que tener algo de verdad. El consenso
de los sabios constituye una prueba de verdad.» ¿Seguiremos hablando hoy así?; ¿nos
está permitido hablar así? «En todo caso, esto tiene que tener algo de enfermedad», ésta
es la respuesta que damos nosotros: habría que empezar por examinar de cerca a los más
sabios de todas las épocas. ¿Será que ninguno de ellos se sostenía ya sobre las piernas?;
¿será que estaban viejos, que se tambaleaban, que eran unos decadentes? ¿Será que la
sabiduría aparece en la tierra como un cuervo a quien le entusiasma el más ligero olor a
carroña?.

2
Esta irreverencia que supone pensar que los grandes sabios son tipos decadentes se me
ocurrió por primera vez respecto a un caso en el que dicha irreverencia se halla
totalmente en contra del prejuicio que sustentan tanto los eruditos como los que no lo
son: yo caí en la cuenta de que Sócrates y Platón son síntomas de decadencia,
instrumentos de la descomposición griega, pseudogriegos y antigriegos. (El origen de la
tragedia, 1872). Cada vez he ido comprendiendo mejor que lo que menos prueba el
consenso de los sabios es que tengan razón en aquello en lo que están de acuerdo. Lo que
prueba, más bien, es que esos hombres tan sabios coinciden fisiológicamenteen algo que
les hace adoptar —de una manera forzosa— una misma postura negativa frente a la vida.
Los juicios y las valoraciones relativas a la vida, en pro y en contra, no pueden ser nunca,
en última instancia, verdaderos: sólo valen como síntomas, y únicamente deben ser
tenidos en cuenta como tales; en sí, dichos juicios son necedades. Hay que alargar
totalmente los dedos e intentar captar la admirable sutiliza de que el valor de la vida es
algo que no se puede tasar. No puede serlo por un ser vivo porque éste es parte e incluso
objeto del litigio, y no juez; y no puede serlo por un muerto por un motivo distinto. El que
un filósofo considere que el valor de la vida constituye un problema no deja, pues, de ser
hasta una crítica a él, un signo de interrogación que se abre sobre su sabiduría, una
carencia de ésta. ¿Quiere esto decir que todos esos grandes sabios no sólo han sido
decadentes, sino que ni siquiera han sido sabios? Pero volvamos al problema de Sócrates.

3
Por su origen, Sócrates pertenecía a lo más bajo del pueblo: Sócrates era chusma. Se sabe,
e incluso hoy se puede comprobar, lo feo que era. Pero la fealdad, que en sí constituye
una objeción, era entre los griegos casi una refutación. ¿Fue Sócrates realmente un
griego? Con bastante frecuencia, la fealdad se debe a un cruce que entorpece la
evolución. En otros casos, es el signo de una evolución descendente. Los antropólogos que
se dedican a la criminología nos dicen que el criminal típico es feo: monstruo de aspecto,
monstruo de alma. Ahora bien, el criminal es un decadente. ¿Era Sócrates un criminal
típico? Esto, al menos, no iría en contra de aquel conocido juicio de un fisonomista, que
tanto extrañó a los amigos de Sócrates. Un extranjero experto en rostros que pasó por
Atenas, le dijo a Sócrates directamente que era un monstruo en cuyo interior se escondían
todos los vicios y todas las malas inclinaciones. Y Sócrates se limitó a comentar: «¡Qué
bien me conoce este señor!»

4
En Sócrates no sólo son un signo de decadencia el desenfreno y la anarquía de los
instintos, que él mismo reconoció, sino también la supergestación de lo lógico y esa
maldad de raquítico que le caracteriza. No nos olvidemos tampoco de sus alucinaciones
acústicas, a las que, con el nombre de «daimon de Sócrates», se les ha dado una
interpretación religiosa. Todo era en él exagerado, bufo y caricaturesco, al mismo tiempo
que oculto, lleno de segundas intenciones, subterráneo. Trato de aclarar de qué
idiosincrasia procede la ecuación socrática razón = virtud = felicidad: la más extravagante
de las ecuaciones, que tiene además particularmente en su contra todos los instintos de
los antiguos helenos.

5
Con Sócrates el gusto griego se vuelve hacia la dialéctica: ¿qué es lo que sucede aquí
realmente? Ante todo, que con ello queda vencido un gusto aristocrático: con la
dialéctica, quien impera es la chusma. Antes de Sócrates, las personas de la buena
sociedad repudiaban los procedimientos dialécticos: los consideraban como malos
modales, como algo que ponía en entredicho a quien los utilizaba. Se prevenía a los
jóvenes contra ellos. También se desconfiaba de quien manifestaba sus razonamientos
personales de semejante forma. Las cosas y los hombres honrados no van por ahí
exhibiendo sus razones así. No es muy decente ir enseñando los cinco dedos. Poco valor
tiene que tener lo que necesita ser demostrado. Allí donde la autoridad sigue formando
parte de las buenas costumbres, donde lo que se dan no son «razones» sino órdenes, el
dialéctico es una especie de payaso; la gente se ríe de él, no lo toma en serio. Sócrates fue
un payaso que consiguió que lo tomaran en serio. ¿Qué es lo que sucedió aquí
realmente?…

6
Sólo se recurre a la dialéctica cuando no se dispone de ningún medio. Ya se sabe que
suscita desconfianza, que es poco persuasiva. No hay nada más fácil de disipar que el
efecto producido por un dialéctico. Esto lo puede comprobar todo el que asista a una
asamblea donde se discuta públicamente algo. La dialéctica sólo puede ser un recurso
forzado, en manos de quienes ya no tienen otras armas. Han de hacer valer por la fuerza
sus derechos; de lo contrario no recurrirían a ella. Por eso fueron dialécticos los judíos,
como también lo fue el zorro de las fábulas… ¿Y Sócrates?, ¿lo fue también?

7
¿Es la ironía socrática una manifestación de rebeldía, de resentimiento plebeyo? ¿Sacia,
en su calidad de oprimido, su propia ferocidad mediante las cuchilladas del silogismo? ¿Se
venga de los aristócratas a los que fascina? El dialéctico tiene en sus manos un
instrumento implacable: con él puede ejercer la tiranía; al que vence le deja en
entredicho, porque obliga a su adversario a tener que probar que no es un idiota;
enfurece a los demás, y a la vez les niega toda ayuda. El dialéctico reduce el intelecto de
su adversario a la impotencia. ¿Será la dialéctica socrática simplemente una forma de
venganza?.

8
He sugerido qué es lo que podía haber en Sócrates de repulsivo; falta explicar, con mayor
motivo, qué es lo que había en él de fascinante. Una de las razones es que descubrió una
forma nueva de lucha, siendo el maestro indiscutible de esgrima entre los medios
aristocráticos de Atenas. Fascinaba en la medida en que excitaba el instinto de lucha de
los helenos; en que introdujo entre los jóvenes y los adolescentes una variante de la lucha
pugilística. Sócrates era también un gran erótico.

9
Pero Sócrates intuyó también algo más. Vio qué es lo que había detrás de los aristócratas
de Atenas. Se dio cuenta de que su caso, la idiosincrasia de su caso, había dejado de ser
excepcional. Por todas partes se estaba extendiendo silenciosamente su mismo tipo de
degeneración: la vieja Atenas se dirigía a su final. Y Sócrates comprendió que todos tenían
necesidad de él: de sus remedios, de sus cuidados, de su habilidad personal para
autoconservarse… En todas partes los instintos presentaban un aspecto anárquico; en
todas partes se estaba a un paso del exceso. El peligro universal era el monstrum in
ánimo. «Los instintos quieren erigirse en tiranos; hay que inventar un contratirano que
sea más fuerte…» Cuando el fisonomista del que antes hablé le reveló a Sócrates lo que
era, un pozo de malos deseos, el gran irónico pronunció otra frase que revelaba su forma
de ser: «Es cierto —señaló—, pero he conseguido dominarlos a todos.» ¿Cómo llegó
Sócrates a dominarse a sí mismo? En última instancia, su caso no fue más que el caso
extremo, el caso más patente de lo que ya entonces constituía una catástrofe general: que
nadie se dominaba ya a sí mismo, que los instintos se habían vuelto unos contra otros.
Sócrates fascinaba por ser el caso extremo de esto; su fealdad, que inspiraba miedo, era
manifiestamente la expresión de ese caso: y, como es fácil entender, fascinó más
fuertemente aún al presentarse como la respuesta, la solución, como la forma aparente
de curación dicho caso.

10
Cuando no hay más remedio que convertir a la razón en tirano, como hizo Sócrates, se
corre por fuerza el peligro no menor de que algo se erija en tirano. En ese momento se
intuyó que la racionalidad tenía un carácter liberador, que Sócrates y sus «enfermos» no
podían no ser racionales, que esto era de rigor, que era su último recurso. El fanatismo
con que se lanzó todo el pensamiento griego en brazos de la racionalidad revela una
situación angustiosa: se estaba en peligro, no había más que una elección: o perecer o ser
absurdamente racional… El moralismo de los filósofos griegos que aparece a partir de
Platón está condicionado patológicamente; y lo mismo cabe decir de su afición por la
dialéctica. Razón = virtud = felicidad equivale sencillamente a tener que imitar a Sócrates e
instaurar permanentemente una luz del día —la luz del día de la razón—, contra los
apetitos oscuros. Hay que ser inteligente, diáfano, lúcido a toda costa: toda concesión a
los instintos, a lo inconsciente, conduce hacia abajo…

11
He dado a entender el por qué de la fascinación de Sócrates: parecía que era un médico,
un salvador. ¿Hay que explicar ahora el error que suponía su «fe» en la «racionalidad» a
toda costa? Los filósofos y los moralistas se engañan a sí mismos cuando creen que
combatir la decadencia es ya superarla. Pero superarla es algo que está por encima de sus
fuerza: el remedio y la salvación a la que recurren no es sino una manifestación más de
decadencia: cambian la expresión de la decadencia, pero no la eliminan. Sócrates fue la
personificación de un malentendido: toda la moral que predica el perfeccionamiento,
incluida la cristiana, ha sido un malentendido… La luz del día más cruda, la racionalidad a
toda costa, la vida lúcida, fría, previsora, consciente, sin instintos y en oposición a ellos, no
era más que una enfermedad diferente; no era de ninguna manera un medio de retomar a
la «virtud», a la «salud», a la felicidad… «Hay que luchar contra los instintos» representa la
fórmula de la decadencia. Cuando la vida es ascendente, la felicidad se identifica con el
instinto.

12
¿Llegó a entender esto el más inteligente de cuantos se han engañado a sí mismos?
¿Acabó diciéndose esto, en medio de la sabiduría de su valiente enfrentamiento con la
muerte? Y es que Sócrates quería morir. No fue Atenas quien le entregó la copa de
veneno; fue él quien la tomó obligando a Atenas a dársela… «Sócrates no es un médico —
se dijo a sí mismo en voz baja—; aquí no hay más médico que la muerte… Sócrates no ha
hecho más que estar enfermo durante mucho tiempo…»

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