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Evolución de la Terapia Familiar: De Cibernética a Construcción Social

Este documento describe la evolución del modelo terapéutico sistémico de Milán desde principios cibernéticos a una construcción social. Inicialmente, se centraba en describir las interacciones familiares como "juegos de poder", pero luego se cambió a verlas como intentos de darle sentido a las relaciones. También reconoció que el "juego" observado dependía tanto de la familia como del terapeuta. Esto llevó al equipo a cuestionar la noción de "descubrimiento" y enfocarse más en la construcción social de

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Evolución de la Terapia Familiar: De Cibernética a Construcción Social

Este documento describe la evolución del modelo terapéutico sistémico de Milán desde principios cibernéticos a una construcción social. Inicialmente, se centraba en describir las interacciones familiares como "juegos de poder", pero luego se cambió a verlas como intentos de darle sentido a las relaciones. También reconoció que el "juego" observado dependía tanto de la familia como del terapeuta. Esto llevó al equipo a cuestionar la noción de "descubrimiento" y enfocarse más en la construcción social de

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CONSTRUCCIÓN DE POSIBILIDADES TERAPÉUTICAS

Gianfranco Cecchin
CAPÍTULO VI

En el campo de la terapia familiar podemos observar un desplazamiento lento pero permanente desde
una epistemología basada en principios cibernéticos hacia una epistemología basada en la idea de que
las relaciones humanas surgen por medio de sus relatos producidos socialmente. En el ámbito social
nacen determinados relatos familiares. Desde esta perspectiva Podemos decir que las interacciones
brindan las oportunidades y establecen los límites de nuestros mundos.

En este capítulo realizaré la reconstrucción de un relato, desde la evolución los principios cibernéticos
a la construcción social, y sostendré que este proceso se desarrolla gracias al constante cuestionamiento
y a la curiosidad por conocer creencias, modelos y formas de práctica. También quiero sugerir que el
asesor, al ser un estratega y un clínico no instrumental, puede evitar la certeza de la verdad última.

Es interesante formular algunas hipótesis acerca del desplazamiento desde los principios de la
cibernética a los de la construcción social. Toda forma de estabilidad crea las condiciones para nuevos
cambios, que a su vez crean una nueva estabilidad, y así sucesivamente. Teniendo en cuenta estas
ideas, es muy revelador examinar lo que ha sucedido en el campo de la terapia familiar,
particularmente a través de mi participación en la evolución del modelo sistémico de Milán. Yo fui una
de las cuatro personas que en 1971-1972, en Milán, trataron de hacer terapia de una forma diferente.
Después de varios años de esfuerzos por trabajar terapéuticamente usando el modelo psicoanalítico,
empezamos a sentimos insatisfechos y buscamos un nuevo y una nueva manera de trabajar.
Nuestra elaboración del modelo sistémico se caracterizó por varios cambios conceptuales: pasamos 1)
de la energía a la información; 2) de las entidades a las construcciones sociales; y 3) de centrarnos en la
familia a centrarnos en el terapeuta.

DE LA ENERGÍA A LA INFORMACIÓN

Cuando, como equipo, conocimos las nuevas ideas presentadas por Watzlawick en 1967, nos pareció
que constituían una magnífica teoría. Según esa teoría, ya no era necesario usar el concepto de energía.
Todo era comunicación. Todo era mensaje.

Conocimos entonces una nueva libertad, no la libertad de buscar lo que podríamos encontrar dentro de
una persona, sino la de indagar cómo relaciona la gente en una red de comunicación donde cada
persona hace algo y al mismo tiempo responde a alguien. De allí surgieron relatos y juegos, muchos
maravillosamente dramáticos y conmovedores, y a veces hasta cómicos. Nos sentíamos fascinados por
aquellos juegos y empezamos a buscar maneras de poner en práctica el juego «real» en nuestras
familias. Era una experiencia agradable y fascinante conversar con una familia y dedicar tiempo, junto
con nuestros colegas, a descubrir qué clase de juego estaban jugando aquellas personas. Desde luego,
una vez elegida esta postura, se produjeron ciertas consecuencias.

Empezaron a aparecer algunas perturbaciones y contradicciones. En primer lugar, notamos que cuanto
más patológico era la familia, más fácil resultaba describirla o describir su juego. Adoptamos una
postura que nos permitía ver a las familias como sistemas mecánicos regulados por realimentación.
Entonces se introdujeron subrepticiamente las primeras dudas: «¿Nuestra teoría es buena sólo para
sistemas que, de algún modo, se asemejan a una máquina? ¿Y los otros sistemas humanos, los que no
se parecen a máquinas? En segundo lugar, como estábamos entusiasmados con la idea del juego,
nuestras descripciones solían terminar describiendo a las personas como si se reunieran con el único
propósito de competir, de ser más listas, o definiendo sus relaciones desde «arriba» (como se decía en
el lenguaje de la época). A veces, teníamos la sensación de que las personas permanecían juntas para
pelear, porque los episodios de pelea brindaban oportunidades para “ganar”. Tanto en las personas
como en las familias veíamos una competencia tremenda; y cuando todo estaba tranquilo pensábamos
que esa situación era un equilibrio aparente y temporal, dentro de una situación de enfrentamiento
permanente.

Naturalmente, la batalla no se libraba sólo entre los miembros de la familia, sino que empezó a
incluimos. Entonces los terapeutas solían retirarse detrás del espejo para planificar su estrategia de
contraataque. Usábamos un lenguaje bélico. Decíamos, por ejemplo: «Esta familia está tendiéndonos
una trampa»; o bien «¿Qué maniobra podríamos idear para contraatacar?». Otra descripción posible
era: «Creo que el hijo se está aliando con el terapeuta, tal vez para derrotar a los padres». Y, por último:
«La esposa es encantadora, pero trata de humillar a su marido».

Cada movimiento se convertía en una maniobra, y cada formulación se entendía de diez maneras
diferentes. Cuando una familia acudía a nosotros, nos preguntábamos cosas como: «¿Qué clase de
juego están jugando?» o bien «¿Qué clase de juego están jugando con nosotros?» y hasta «¿Qué juego
podríamos jugar nosotros con ellos?»
Habitualmente deseábamos ganar en aquellos juegos, y estábamos convencidos de que de ese modo
podríamos persuadirlos de que pusieran fin a su lucha por el poder. Si era imposible, siempre
esperábamos poder convencerlos para que cambiaran de juego o para llevar toda la situación a un nivel
más tolerable, que no necesitara de síntomas. Dentro de este contexto, era necesario que el terapeuta
tuviera el control de la sesión. Por ejemplo: si invitábamos a cuatro personas y solo acudían tres,
mandábamos a todos de vuelta hasta que se presentaran los cuatro. Ceder equivalía a perder una
batalla. La relación no era de cooperación, sino de confrontación.

Una de las «armas» que usábamos en aquella época era lo que llamábamos la «intervención
paradójica» (Selvini, 1978). Hablabamos que en las familias y en las parejas las personas luchaban
unas contra otras valiéndose de la comunicación paradójica. La paradoja era una manera de obtener el
control, pero al mismo tiempo era una manera de suspender la batalla, de llegar a una suerte de tregua.
También con nosotros las familias se comportaban paradójicamente. De modo que nos convertíamos en
creadores de situaciones paradójicas, que surgían de la misma intensidad de la relación terapéutica.
Simplemente estábamos aplicando las ideas de Watzlawick, 1967. Pero se nos llega a conocer como los
que hacen “terapia paradójica”. Muchas veces, cuando alguien nos visitaba, o algún estudiante
observaba una sesión de terapia, cierto momento nuestro huésped preguntaba: «¿Dónde está la
paradoja? Hacíamos a la familia una pregunta muy simple, como, por ejemplo: «¿Cómo están
ustedes?» y alguien nos preguntaba: «¿Por qué se supone que esta pregunta es paradójica?». En una
palabra, nos estancamos: nos habían puesto la etiqueta de paradójicos. Todo lo que hacíamos tenía que
ser paradójico, y desde luego, todo se enmarcaba en un juego de poder. Pasado cierto tiempo,
advertimos otro giro conceptual. Observamos que, como miembros del equipo, luchábamos entre
nosotros y nos sentíamos incómodos. Había que modificar algo.

Lo que nos ayudó a superar el estancamiento fue otra teoría. Descubrimos la obra de Bateson Steps of
mind (1972). Nos dimos cuenta de que el Grupo de Palo Alto (Watzlawick, 1967) se había inspirado en
la obra de Bateson. Entonces empezamos a tomar diferentes ideas de Bateson en su forma original,
para salir de aquel impase.

DE LAS ENTIDADES A LAS CONSTRUCCIONES SOCIALES

Seguimos trabajando sobre aquel desplazamiento desde la energía a la información, y nos dimos cuenta
de que la comunicación es un proceso.
FORMAS DE LA PRÁCTICA

La relación en la que la información se construye socialmente. Bateson ha formulado esta posición en


su análisis del poder. El poder, dice Bateson, es una idea, una construcción. La gente crea la idea de
poder y después se comporta como si el poder existiera. El poder lo crea el contexto y lo inventan los
protagonistas de la situación.

Al adoptar esta idea dejamos de ver los actos de los miembros de la familia como maniobras dentro de
un juego de poder. Empezamos a ver que las personas estaban involucradas en una decisión de
permanecer juntas, no para controlarse mutuamente o para controlar su relación, sino para explicarse
las unas a las otras. Era un giro conceptual interesante. Maridos y esposas, padres e hijos no están
juntos para derrotarse unos a otros, sino que al enfrentarse tratan de dar sentido a su relación. De algún
modo, esta posición del terapeuta era más «humana». Luchar y competir por el poder era sólo una de
las muchas maneras de explicarse qué tiene la gente. Podíamos decir que era un intento de explicarse
cuando no había otras opciones visibles o accesibles.

Este cambio nos brindó la oportunidad de revisar lo que el terapeuta hace dentro del contexto
terapéutico. Una vez descartada la metáfora del juego o de la batalla, desaparecía también la necesidad
de ganar. Podíamos, entonces, entrar en un proceso autorreflexivo. Cuando identificamos este cambio,
tomamos conciencia de un fenómeno muy interesante. Cuando determinado terapeuta hablaba con una
familia, «descubría» cierto tipo de juego, mientras que otro terapeuta veía un juego diferente. Un tercer
terapeuta veía otro juego, y así sucesivamente. Nos dimos cuenta de que el juego no dependía sólo de
la familia sino también del terapeuta. Quizá, después de todo, no hubiera juego alguno. El juego surgía
de la relación entre el terapeuta y la familia. Hecha esta observación, empezamos a dudar de la idea del
«descubrimiento». Durante mucho tiempo habíamos creído que nuestra tarea como científicos/clínicos
era precisamente «descubrir». Sólo después de un descubrimiento bueno y fiable podíamos hacer algo
que fuera médica y éticamente correcto. Pero de pronto nos enfrentábamos con la contradicción de que
lo que descubríamos dependía del «descubridor» y del tipo de preguntas que formulábamos. En lo
fundamental, lo que descubríamos era lo que habíamos co-construido con la familia.

EL CAMBIO DE ENFOQUE: DE LA FAMILIA AL TERAPEUTA

Nos vimos obligados a dar otro giro. Nuestro foco de atención se desplazó desde «la familia» hacia «el
terapeuta». Durante mucho tiempo no habíamos cuestionado al observador; pero, convencidos ahora de
que lo que «descubrimos» depende en última instancia del observador, empezamos a vigilamos.
Nuestros alumnos nos ayudaron muchísimo. A los estudiantes que se formaban en nuestro centro
siempre les había interesado más lo que nosotros, los terapeutas, hacíamos que los juegos que
realizaban las familias. Mientras nosotros interrogábamos a las familias acerca de su organización, los
estudiantes nos preguntaban qué era lo que estábamos haciendo. Entonces surgieron dos enfoques con
relación al terapeuta: la idea de las hipótesis y la postura de la curiosidad.

DE LA VERDAD A LAS HIPÓTESIS

Cuando fijamos nuestra atención en nosotros mismos nos dimos cuenta de que siempre teníamos una
idea acerca de lo que ocurría. Esto podía crear cierta tensión en la familia. Porque si a nosotros nos
gustaba demasiado nuestra idea (hipótesis), involuntariamente tratábamos de imponérsela a la familia.
Pensamos entonces que, quizá, si los miembros de la familia podían ver las cosas a nuestra manera, el
problema desaparecería.
Nos llevó cierto tiempo descubrir que lo que constituía la diferencia no era la calidad de nuestra
hipótesis. Lo que establecía una diferencia, por el contrario, era el contraste (la relación) entre nuestra
hipótesis y las de la familia, o entre las diferentes hipótesis que surgían durante la conversación. Nos
esforzamos por abandonar nuestras hipótesis, aun cuando las encontrábamos muy atractivas y nos
parecieran verdaderas. La hipótesis era una manera de construir una conexión con el sistema y no un
paso hacia el descubrimiento de una historia «real». Por lo tanto, descubrimos que podíamos que
trabajar durante media hora o más para elaborar una hermosa hipótesis, que «reuniera todos los
elementos del sistema, y podíamos también descartarla en pocos minutos si veíamos que no
servía.1

La hipótesis es una manera de contribuir a la construcción de una relación terapéutica; es la base para
iniciar una conversación. Al hablar, el terapeuta revela sus ideas acerca de lo que está sucediendo y se
compromete, junto con la familia, en un modo de obrar que repercute en todos los participantes. Este
tipo de repercusiones (una combinación de mensajes corporales, formulaciones verbales, ideas e
hipótesis) es una invitación a crear un nuevo sistema. El valor de la hipótesis no está en su verdad sino
en su capacidad de crear una repercusión que incluya a todas las personas involucradas. Imagino que
alguien podría sentirse partícipe de esta repercusión aún sin hablar, sólo con la conversación analógica.
Sin embargo, para manifestar nuestra ternura los seres humanos usamos palabras. Por ello, las palabras
y las hipótesis son una manera de entrar en contacto con los demás; y su contenido no interesa. En
resumen, la hipótesis es un modo de crear repercusiones en el sistema de comunicación,
independientemente de su valor como verdad o de su validez como explicación.

DE LA NEUTRALIDAD A LA CURIOSIDAD

La idea de neutralidad, fundamental para el enfoque sistémico del Grupo de Milán (Selvini, 1980;
Cecchin, 1987) también proviene del lenguaje bélico. Como no podemos tomar partido en la lucha que
estamos observando, decidimos ser neutrales. De algún modo, la neutralidad pone al terapeuta en una
situación de «poder» ¿Cómo podemos evitar esta contradicción? Nos llevó cierto tiempo advertir que la
neutralidad también se podía contemplar como un «estado de actividad» (véase Cecchin, 1987). El
esfuerzo del terapeuta por buscar pautas y por descubrir lo que encaja con el comportamiento, y no sus
causas o sus «porqués», es lo que constituye el «acto» de ser neutral.

En estas circunstancias dos teóricos acudieron en nuestra ayuda. Partiendo de la descripción de las
organizaciones biológicas, Maturana y Varela (1987) llegaron a la conclusión de que las diferentes
unidades biológicas no influyen sobre su comportamiento recíproco de manera directa, sino a través del
acoplamiento estructural. En otras palabras, sucede simplemente que diferentes unidades encajan una
con otra; y todo intento de explicar su interacción de un modo causal es sólo un relato construido por
un observador. Este relato podría ser inútil y hasta perjudicial. Lo que vemos como sistema es el acople
mutuo de sus miembros, acople que se convierte en una cualidad estética de la interacción. Lo que

1
Una vez que establecimos que podíamos cambiar de hipótesis, muchas veces se nos presentó un nuevo interrogante: «¿De
dónde vienen las hipótesis?». Dado que las hipótesis las formula el observador en relación con otros
observadores/participantes, es obvio que la experiencia acumulada de esos observadores es la que les permite formular ideas,
conceptos o hipótesis. Básicamente, son sus «parcialidades» las que construyen la hipótesis. Las parcialidades de los
observadores surgen de sus antecedentes culturales, de su educación y de su formación. Para el término del terapeuta
familiar, la principal fuente de ideas es el psicoanálisis. Consideremos, las bellas historias que salen del complejo de Edipo.
De la teoría de la triangulación de J. Haley (1964) surgió la teoría del límite desarrollada por Minuchin (1974) y la
explicación del ciclo vital, y la teoría del juego psicótico de Selvini (1989), así, sucesivamente. Solemos decirles a nuestros
estudiantes: «Ustedes deben tener en mente la hipótesis y 50 historias; y cuando conversen con una familia deben utilizar la
primera que se les ocurra.
vemos que sucede podría no suceder. Si cierto evento no encaja, no debería estar allí. Esta visión
estética genera un sentimiento de curiosidad. Si las personas son desdichadas con su situación, pero
están, no obstante, inmersas en ella, debe ser porque hay cierto tipo de «acople», de correspondencia,
un acople que no implica «bondad» o valor, sino simplemente una conexión. Ser curioso acerca de esta
conexión suele ser útil para construir formas más visibles de vinculación. La curiosidad, como postura
terapéutica, brinda la oportunidad de construir nuevas formas de acción e interpretación.

EL TERAPEUTA IRREVERENTE COMO CONSTRUCCIONISTA SOCIAL

Lo que he descrito hasta aquí, es la posición del observador-terapeuta que usa sus respuestas como
instrumento para entrar en un sistema. Pero existen también otras formas posibles de entrar en una
historia. Anderson y Goolishian (1988) señalan que la conversación terapéutica es una manera de
comprometerse con una familia. A mi gustaría hacer otra sugerencia. Como terapeutas, nos
convertimos en actores participantes en el relato terapéutico. La separación entre «actor participante» y
«conversador» es arbitraria. Sin embargo, para facilitar las cosas separamos artificialmente estas dos
posiciones. Como conversador, un terapeuta intenta «desbloquear» las restricciones lógicas que
mantienen el estado de «estancamiento» del sistema (véase Sluzki, 1992). Esto se logra por medio del
uso de preguntas circulares (Selvini, 1980). Como actor participante, el terapeuta utiliza el rol que
surge en el contexto interactivo para actuar, dar indicaciones, convertirse en un «controlador social» o
hasta en un «moralizador». El terapeuta puede hacer todo esto y sin embargo mantenerse leal a una
epistemología sistémica sólo si tiene siempre presentes dos principios aparentemente contradictorios.
En primer lugar, el terapeuta debe recordar que hay diferentes relaciones que contribuyen a la
construcción del terapeuta como “moralista”, como “controlador social”, etc. Así, si el terapeuta adopta
una postura moralizante, una familia donde el incesto ha sido un problema, está actuando
«moralmente» sólo en la medida en que diversos contextos y una variedad de relaciones le brindan la
oportunidad de realizar tales construcciones. Entre relaciones importantes figuran la relación
terapéutica (entre terapeuta y cliente) y las condiciones-institucionales, culturales e históricas que
vienen caso en el momento terapéutico. También es preciso tener en cuenta la orientación del terapeuta,
que surge de su historia personal, su orientación teórica, etc. Estas cuestiones relacionales encajan con
las historias personales de los clientes.
En segundo lugar, el terapeuta debe recordar que su posición, tal como se construye en el complejo
momento interactivo, es una co-construcción. Por lo tanto, el terapeuta comparte la responsabilidad por
el contexto que surge en la terapia. Por otra parte, los que trabajan con equipos deben recordar que,
colectivamente, los miembros del equipo participan en la situación que desarrollan. Todos los
participantes se convierten en miembros activos en la conversación (aun cuando parezcan pasivos) y
así, es posible considerar que todos los participantes están continuamente seleccionando determinadas
acciones e interpretaciones. Sin embargo, es importante tener en cuenta que hacer una selección no
implica la viabilidad de una construcción. Para que una interpretación o una acción sean viables, deben
ser coherentes dentro del contexto significativo interactivo. Esto requiere una forma de “coreografía
social”. Además, la selección de determinada interpretación por parte de un terapeuta o de un cliente
está siempre constreñida por las posibilidades que surgen en la situación terapéutica misma. Asimismo,
decidir actuar de determinada manera no asegura un desenlace previsible, porque nuestras actividades
van siempre unidas a las actividades de otros, y por ello brindan la oportunidad de que se materialicen
consecuencias no buscadas (Shotter, 1987).

Un ejemplo ayudará a esclarecer este segundo punto. Supongamos que un terapeuta cierra una sesión
con el siguiente comentario: «Estoy convencido de que muchos problemas de su familia surgen del
hecho de que su comportamiento está regido por un modelo patriarcal que oprime a las mujeres.
Algunas de las historias que ustedes me han contado me indujeron a pensar así. Por lo tanto, les daré
algunas instrucciones, con la esperanza de romper ese modelo. Sin embargo, algunos de los colegas
que están detrás del espejo me han advertido que no es correcto interferir en la manera en que las
familias se organizan, independientemente de lo defectuosa que esa organización pueda parecemos a
nosotros. "Tuve una larga conversación con ellos y llegamos a la conclusión de que yo seguiré con mi
idea, pero sólo durante cinco sesiones terapéuticas. Yo deseo tratar de hacer lo que considero correcto
como terapeuta, aun cuando mis colegas no estén de acuerdo».

En este caso el terapeuta asume la responsabilidad de sus convicciones, las coloca dentro de un
contexto cultural, ofrece una interpretación alternativa (lealtad a las pautas patriarcales), coloca la
convicción dentro de un marco temporal (cinco sesiones) y aclara que estas convicciones no son una
verdad independiente del observador y del contexto, sino el resultado de normas éticas que surgen de la
historia personal del terapeuta, de su orientación teórica y del contexto cultural.
Si uno cree demasiado en la acción, se puede convertir en un manipulador. Si uno cree demasiado
firmemente que hay que dejar que el sistema «sea» se puede volver irresponsable. Si uno está
convencido de que todos los sistemas tienen aspectos opresivos, puede llegar a ser un revolucionario.
Si confía apasionadamente en los aspectos de control de la terapia, entonces será un “ingeniero social”.
Pero como es imposible no tomar una postura, es precisamente este giro reflexivo entre tomar posición
y colocarla inmediatamente después dentro de un contexto más amplio, lo que crea el «llegar a ser» y
no el «ser» de un terapeuta. Además, esta posición permite al terapeuta lograr saludable estado de leve
irreverencia hacia sus «verdades», pese a lo mucho que le pudo costar conquistarlas.

Creo que un terapeuta construccionista social puede seguir a diferentes líderes en diferentes momentos,
pero nunca debe obedecer determinado modelo o teoría. El construccionista social es siempre
levemente subversivo respecto de toda «verdad» cosificada. En este sentido el terapeuta es buen
ejemplo de una sensibilidad posmoderna en la que se reconoce que el contexto relacional proporciona
las posibilidades y las restricciones terapéuticas. Estas no pueden predeterminarse en virtud de la
validez o la superioridad teórica de un modelo. Y, sin embargo, el terapeuta irreverente no entabla una
relación terapéutica despojado de ideas, experiencia o construcciones privilegiadas. El terapeuta, al
igual que los clientes, acude a la terapia provisto ya de ciertas versiones de la realidad. El desafío está
en la negociación y la construcción de maneras de ser viables y sostenibles, que convengan a la familia,
al terapeuta y a las formas de obrar culturalmente aceptadas.

Por último, los terapeutas son responsables de sus actos y opiniones. Se atreven a utilizar sus recursos
para intervenir, construir rituales, re-enmarcar situaciones, comportamientos e ideas, tanto para los
clientes como para ellos mismos. Después de todo, estos recursos son lo único que tiene el terapeuta.
Yo no puedo confiar en las «verdades» exteriores. Al liberarse de la naturaleza co-optativa de la
creencia consensual, el terapeuta puede ayudar los clientes a tener opiniones propias y a asumir la
responsabilidad por esas opiniones. Al adoptar una actitud de «ironía» el terapeuta trata de entender
historias y los modelos que observa. Los clientes, por su parte, observan la actitud irónica del terapeuta
y pueden también empezar, por imitación, utilizar esta perspectiva. Así, los clientes podrían llegar a
tener más opiniones propias y, al mismo tiempo, asumir esa responsabilidad, sin cosificar sus opiniones
considerándolas «perogrulladas». Esta postura promueve la flexibilidad y la creatividad tanto del
terapeuta como del cliente.

La terapia es un desafío fascinante. Ese desafío consiste en demoler lentamente la vieja historia y
avanzar hacia una nueva historia, construida en colaboración, que abra nuevas posibilidades para los
clientes. La historia de terapia familiar como campo sigue el mismo modelo narrativo. Son las
inevitables contradicciones y disonancias las que brindan la oportunidad de construir una nueva
posición, una nueva explicación o un nuevo relato acerca de lo que estamos haciendo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

• Anderson, H. y Goolishian, H. (1988), «Human systems as linguistic systems: preliminary and


evolving ideas about the implications for clinical theory», Family Process 27 (4:371-393)
• Bateson, G. (1972), Steps to an Ecology of Mind, Nueva York, Ballantine.

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