El complot de Pascua
Hugh J. Schonfield
El complot de Pascua
Nueva luz sobre la historia de Jesús
Colección Enigmas del Cristianismo
Ediciones Martínez Roca, S. A.
Traducción de Joseph M. Apfelbaume
No está permitida la reproducción total o parcial
de este libro, ni la recopilación en un sistema in
formático, ni la transmisión en cualquier forma
o por cualquier medio, por registro o por otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito de
Ediciones Martínez Roca, S.A.
Título original: The Passover Plot, publicado por Element Books Ltd., Longmead,
Gran Bretaña
© 1965 by Hugh Schonfield. By arrangement with Mark Paterson
© 1987, Ediciones Martínez Roca, S. A.
Gran Via, 774. 7.0, 08013 Barcelona
ISBN 84-270-1126-1
Depósito legal B. 18.253-1987
Impreso por Diagrafic, S. A., Constitució, 19, 08014 Barcelona
Impreso en España - Printed in Spain
In memoriam R. H. Strachan, D. D.
Indice
Introducción 11
PRIMERA PARTE: El hombre que creía ser el Mesías
l. Los Últimos Tiempos 21
2. El que ha de venir .. 32
3. Ha nacido un niño 43
4. Los años de formación 51
5. El Ungido .... 60
6. Intento y fracaso .. 66
7. La revelación .... 75
8. Preparando el escenario 84
9. Llega el rey ... 94
10. El complot madura ... 104
11. Todo ha terminado . . . 116
12. Me enseñarás el camino de la vida 127
13. Él no está aquí 136
14. Fe y actos ........... ...... . . 146
9
SEGUNDA PARTE: Las fuentes y el desarrollo de la leyenda
l. El mesianismo y el desarrollo del cristianismo . . . . 153
2. Sectarios del norte de Palestina y orígenes cristianos . 165
3. El Justo sufriente y el Hijo del hombre . 171
4. La confección de los Evangelios 181
5. La segunda fase . . . . . . . 192
6. Algunos misterios evangélicos 206
Bibliografía . . . . 221
Nowy�re�� m
10
Introducción
El complot de Pascua es el resultado de un esfuerzo, prolongado
durante cuarenta años, para descubrir al hombre que fue realmente
Jesucristo. Las dificultades han sido formidables, y en modo alguno
se han visto limitadas a los problemas propios de la investigación.
La parte más difícil ha sido, con mucho, liberar la mente de las ideas
preconcebidas y de los efectos de la enseñanza cristiana tradicional.
Debía darse una predisposición a considerar todo aquello que pu
diera surgir a la luz, aun cuando ello supusiera diferir de juicios an
teriores. La mayoría de los libros escritos sobre Jesús han sido devo
tos, apologéticos o polémicos, y no quería que el mío fuera ninguna
de las tres cosas. Mi objetivo consistía en permitir que Jesús se ex
plicara a sí mismo desde su propia época.
Se me encomendó la responsabilidad de la tarea ahora comple
tada cuando aún era estudiante en la universidad de Glasgow. Nos
visitó un eminente profesor escocés, especializado en la historia y la
literatura del Nuevo Testamento, a quien Y.º· un joven judío bastan
te asombrado ante mis discusiones juvemles y mi familiaridad con
las antiguas autoridades cristianas, había estudiado por iniciativa
propia. La persona de Jesús ya me atraía mucho en aquella época,
y deseaba descubrir cuáles habían sido las convicciones de sus pri
meros seguidores judíos, que le reconocieron como el Mesías. Leí
tanto la interpretación cristiana como la judía, y me pareció que en
ambas había una parte de razón y otra parte errónea. Allí había un
misterio que exigía una ulterior explicación. Mi entusiasmo impre
sionó al profesor, quien me invitó a su casa en Edimburgo, donde
hablamos hasta altas horas de la madrugada. Al final, le hice una
promesa que sólo he podido cumplir mucho después de su muerte.
Durante los años posteriores, sin embargo, continué mis investi
gaciones, explorando numerosos aspectos del tema. Escribí una se
rie de libros, tanto para mi instrucción propia como para el deleite
de quienes los leyeran. Finalmente, me pareció necesario efectuar
una nueva traducción inglesa de las Sagradas Escrituras, acompa-
11
ñándola de abundantes notas explicativas, publicada con el título de
El auténtico Nuevo Testamento, el más consecuente de todos mis
trabajos literarios.
Numerosos lectores me han estimulado con frecuencia a poner
por escrito mis convicciones sobre Jesús. Estaban convencidos de
que, desde mi insólita posición de judío que ha dedicado su vida a la
elucidación de los orígenes del cristianismo y que, a pesar de ello,
no está relacionado con ninguna sección de la Iglesia, tendría que
haber visto cosas que hubieran escapado a la observación de quie
nes se hallaban más directamente implicados en el tema. Probable
mente, algunos de mis corresponsales sólo sentían curiosidad,
mientras que otros deseaban que les confirmara sus propias convic
ciones. En su conjunto, las cartas que recibo continuamente de to
das las partes del mundo me han convencido de que existe un deseo
ampliamente extendido de encontrar una representación realista y
no idealista de la figura de Jesús. La imagen tradicional ya no satis
face; resulta demasiado confusa en su aparente contradicción con
los términos de nuestra existencia terrenal. El hombre-Dios de la
cristiandad es una figura cada vez más increíble. Sin embargo, no es
fácil romper con siglos de una enseñanza autoritaria y una fe devo
ta, y en lo más profundo del subconsciente sigue existiendo la fuerte
sensación de algo sobrenatural heredado de tiempos remotos.
Jesús sigue teniendo validez y responde tanto a las necesidades
humanas que nos sentimos ansiosos por creer que tuvo que haber
algo especial en él, algo que elude nuestra comprensión racional, y
que nos hace pensar en él a menudo situándonos al borde de la más
pura de las supersticiones. Encontramos en él tanto el símbolo del
martirio como de las aspiraciones del ser humano y, en consecuen
cia, nos aferramos a él como la personificación de la seguridad de
que nuestra vida tiene un significado y un propósito. Al margen de
la intrusión en el cristianismo primitivo de un juicio pagano de su
valor, en términos de divinidad (lo que históricamente debemos ad
mitir), no podemos contentarnos con ninguna interpretación de Je
sús que no muestre que hemos perdido por completo la confianza.
Si no fue más que un hombre, fue, al menos, un hombre excepcio
nal que marcó con su sello indeleble la historia de la experiencia hu
mana y de sus logros.
Aquel judío notable sigue intrigándonos y agitándonos incluso
aún más a medida que se van soltando las viejas ataduras de la fe es
tablecida. «Háblame más de Jesús», dice un conocido himno. No
obstante, ahora resulta que muchos temen que la verdad pueda des
truir una ilusión, que el hombre existente tras el mito sea menos
atractivo, menos consolador, menos inspirador.
Partiendo de la literatura y de las emisiones actuales, así como
de mis propios contactos personales, he llegado a la conclusión de
que no es práctico investir al Jesús teológico de una convincente his-
12
toricidad, pues la figura teológica sigue condicionando la considera
ción de casi todo lo relacionado con el hombre actual. Es algo mu
cho más familiar y difícil de sacudir. Hay una actitud de reverencia,
que se proyecta a sí misma en la transmutación del carácter de Je
sús, y que, a pesar de la evidencia de los Evangelios, le presenta
como un ser todo amor y compasión, cada una de cuyas palabras se
juzga como sabiduría divina, con el deseo de justificar sus errores y
atenuar sus faltas. Recuerdo la incomodidad que experimenté
cuando, mientras traducía el Nuevo Testamento, un distinguido y
piadoso laico cristiano me dijo: «Si puede evitar el tema de Jesús
maldiciendo la higuera, nos habrá hecho un gran favor».
La única forma en que podemos confiar conocer al verdadero
Jesús consiste en tomar primeramente conciencia de él como un
hombre perteneciente a su propia época, país y pueblo, lo que exige
conocerías íntimamente. Debemos negarnos resueltamente a desli
garlo de su propio ambiente, permitiendo que actúen sobre noso
tros las mismas influencias que actuaron sobre él. Debemos obser
var en él los rasgos que le fueron personales, individuales, ya fueran
agradables o desagradables, todo aquello que nos transmite los atri
butos e idiosincrasia de una criatura de carne y hueso. Sólo cuando
este judío galileo nos haya impactado en los aspectos más crudos de
su mortalidad, tendremos derecho a empezar a rendir culto a su
obra, permitiéndole así que nos comunique las imaginaciones de su
mente y la motivación de sus acciones. Si entonces descubrimos en
él el fulgor del genio, alguna cualidad de grandeza y nobleza de
alma, no nos sentiremos tentados a exagerar su figura y convertirla
en un imposible parangón de todas las virtudes. Es posible que un
hombre así viviera momentos realmente divinos, pero nunca podrá
haber sido un reflejo consistente de la divinidad, excepto para aque
llos cuya noción de la divinidad permite que los dioses compartan
nuestras frivolidades humanas.
El dilema moderno de la cristiandad es patente y surge de un
credo que, a lo largo de los siglos, ha insistido siempre en ver en Je
sucristo a Dios; un credo que, como ahora se hace cada vez más evi
dente, corre el peligro de no poder comprender la existencia de
Dios sin la figura de Jesús. Muchísimos cristianos no conocen a Dios
más que a través de Jesús. Si se eliminara la divinidad de Jesús, su
fe en Dios se vería gravemente obstaculizada o destruida. Y la res
ponsabilidad de ello no recae sobre el Nuevo Testamento. El gran
error lo han cometido quienes se han aprovechado de la ignorancia
y la superstición de las gentes, ofreciéndoles un Dios creado a ima
gen y semejanza del hombre. Y, sin embargo, Jesús y su propio pue
blo, que recibieron otras enseñanzas, podían amar y adorar a Dios
sin tener que recurrir a la encarnación.
A menudo, les he preguntado a mis amigos cristianos: «¿No te
néis suficiente con creer en un Dios único, señor de todos los espíri-
13
tus, y aceptar a Jesús como su mensajero mesiánico?». Pero, al pa
recer, y desde su propio punto de vista, el mesianismo de Jesús sólo
tiene que ver con los judíos y no significa nada para ellos. Muchos
ni siquiera sabían que Cristo era simplemente una traducción griega
del título hebreo de Mesías (el Ungido), y suponían que tenía algo
que ver con la naturaleza divina de la segunda persona de la Trini
dad. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que, cuando hablá
bamos de Dios, no estábamos hablando el mismo len�uaje, y de
que, por lo tanto, existía un grave problema de comumcación. Fi
nalmente, empecé a comprender, y así debo decirlo con toda hones
tidad, que el cristianismo aún estaba demasiado cerca del paganis
mo, sobre el que alcanzó una victoria técnica, para sentirse fehz con
una fe en un Dios como Espíritu puro. En la Iglesia nunca se ha
abandonado del todo el paganismo. Podemos estar viviendo ya en
la segunda mitad del siglo XX, pero los gentiles siguen necesitando
una personificación humana de la divinidad. Dios aún tiene que ser
comprendido a través de una relación física con el hombre y sus
preocupaciones terrenales, l?ersistiendo el sentido de la eficacia del
sacrific10 sustitutorio y propiciatorio de una cabeza de turco. Como
consecuencia de todo ello, allí donde se ha logrado una emancipa
ción de esta herencia antigua, ello ha conducido como reacción na
tural no hacia la religión pura sino al ateísmo. La Iglesia es precisa
mente la principal promotora de aquello que condena con mayor
ahínco.
Sin embargo, no tengo la intención de embarcarme en un trata
do teológico. Sólo pretendo llamar la atención sobre lo que resulta
ser el mayor poder que intercepta el camino de la verdad sobre Je
sús. No cabe la menor duda de que se lograrían muchas cosas con
una re-exposición de la religión en un lenguaje moderno, capaz de
reconciliar y reunificar a cristianos y judíos, de moverse hacia la ma
terialización de esta visión largamente soñada de hermandad del
hombre y del reino de Dios sobre la Tierra, de la que Jesús fue un
exponente tan electrificante. Pero si se quiere lograr esto hay mu
cho que olvidar y volver a aprender de nuevo.
He indicado el enorme vacío que hay que salvar, porque eso ha
afectado a la forma en que he presentado mi tema. He mtentado
por todos los medios no ser demasiado académico, de modo que el
libro pueda ser leído sin dificultades por el que no es especialista.
Pero he debido tener en cuenta el hecho de que existe una gran ig
norancia sobre las condiciones de Palestina en la época de Jesús, así
como sobre los orígenes del cristianismo. Muy pocas personas están
informadas sobre el carácter del registro de los Evangelios, cómo
fueron creados, y qué grado de credibilidad debe darse a su testimo
nio. Si sólo se dependiera del Nuevo Testamento, no podría obte
nerse un juicio correcto de Jesús. Así, es muy posible que el lector
se encontrara en una posición en la que podría comprobar la validez
14
de lo que descubre mediante el expediente de tener en cuenta una
multiplicidad de factores de los que muy probablemente no tenía
conciencia.
En consecuencia, he dividido el libro en dos partes, complemen
tarias, pero que difieren considerablemente en cuanto a estilo y
contenido. La primera parte es una reconstrucción imaginativa de
la personalidad, los objetivos y las actividades de Jesús. Esta parte
es biográfica, pero no incluye todo lo que se ha dicho sobre él, y no
se ofrece como una «vida» de Jesús. Se enfrenta, no obstante, con
algunas de las mayores dificultades relacionadas con ciertos rasgos
de su vida, especialmente con las historias del nacimiento y la resu
rrección.
Mi interpretación, de la que me siento bastante seguro, se basa
en mi creencia de que Jesús era el Mesías esperado de Israel. Cual
quier imagen de él que ignore o eluda esta información definitiva e
iluminadora está condenada de antemano al fracaso -por muy
atractiva y seductora que pueda ser-, extraña no sólo a la eviden
cia del Nuevo Testamento y al hecho de la aparición de una nueva
fe que podría denominarse cristiana o mesianista, sino también a la
atmósfera prevaleciente en la Palestina de la época, gracias a la cual
se comprende la respuesta que dio Jesús. Se ha escrito mucho para
ilustrar la luz que esto arroja sobre la figura central del cristianismo;
pero aún es posible ver más ya que ahora sabemos más, gracias a los
descubrimientos modernos, como los pergaminos del mar Muerto.
Pero lo que se sabe sólo se puede aplicar constructivamente
cuando no nos sentimos inhibidos por la compulsión religiosa de
creer que los documentos sobre Jesús fueron de inspiración divina.
Debemos darnos cuenta de que sólo se puede confiar en ellos en la
medida en que se pueda establecer la veracidad de lo que dicen. Y ésa
es una prueba que no pasan muy bien, a pesar de que contienen bas
tantes cosas de gran valor. Los autores tuvieron que haber redacta
do su texto contando con escasos recursos, tanto de documentación
como de testimonios vivientes de los hechos. Y eso fue así debido a
la rebelión judía contra Roma en el año 66 d. de C., que tuvo como
consecuencia la devastación de Palestina y Jerusalén, lo que impi
dió en buena medida el acceso a una mayor información. En reali
dad, ahora estamos mejor situados que antes para obtener dicha in
formación. Cuando se escribieron los Evangelios, la leyenda, los ar
gumentos interesados, el nuevo ambiente del cristianismo después
de la guerra y el cambio del punto de vista sobre la naturaleza de Je
sús, les otorgaron unos rasgos característicos de los que tenemos
que ser muy conscientes cuando los utilicemos en nuestra investiga
ción sobre el Jesús histórico.
Estas cuestiones, así como otras pertinentes para la compren
sión de Jesús, se consideran en la segunda parte, junto con el mate
rial de investigación. En ella se encontrarán disquisiciones sobre te-
15
mas cruciales a la luz de la más reciente información, así como algu
nos argumentos nuevos que el lector interesado en profundizar más
en el tema puede explorar a su gusto.
Lo que me gustaría que se apreciara es que este libro no es uno
de esos que aparecen de vez en cuando, ofreciendo un relato ficticio
de la vida de Jesús, sin raíces reales en los conocimientos de que
ahora disponemos. Allí donde he ofrecido una teoría que, por la
propia naturaleza de las cosas, no puede ser establecida fehaciente
mente, lo he indicado así con toda honestidad.
También deseo aclarar que la imagen de Jesús que surge de este
libro no menoscaba en modo alguno ni su grandeza ni su singulari
dad. Más bien confirma, de un modo bastante abrumador, la con
vicción de los cristianos primitivos en el sentido de que, para Jesús,
su conciencia de ser el Mesías lo significaba todo. Y fue como afir
mación de esa tarea, de esa función peculiar e increíblemente difí
cil, como dio el rumbo a su vida, anticipó su ejecución y contempló
su resurrección. Este libro lo pone al descubierto como dueño de su
propio destino, en espera de que los acontecimientos se adaptaran
a las exigencias de la profecía, fomentando tales acontecimientos
cuando era necesario, oponiéndose a amigos y seguidores para ase
gurarse de que se cumplieran las predicciones. Tal fuerza de volun
tad fundada en la fe, tal concentración de propósito, tal astucia en
la planificación, tal visión psicológica como le vemos desplegar, le
caracterizan como una personalidad dominante y dinámica, con
una capacidad de acción acorde con la grandeza de su visión. Podía
ser tierno y compasivo, pero no era un Mesías con agua en la sangre.
Aceptaba que Dios le había concedido su autoridad, y la ejercía con
profundos efectos, ya fueran favorables o desfavorables, sobre
aquellos que entraban en contacto con él.
El complot de Pascua cuenta la historia de su gran aventura, una
aventura que quizá sea la más extraña empresa humana registrada
por la historia, y lo hace de un modo sencillo y circunstancial. De
ahí viene el título de la obra, deliberadamente dramático, poniendo
el acento sobre la extraordinaria empresa a la que Jesús se dedicó
por entero.
En ciertos lugares de la obra, y en aras de la claridad, he utiliza
do mi propia traducción de las Sagradas Escrituras, El auténtico
Nuevo Testamento, cuya exactitud ha sido confirmada por eminen
tes especialistas, y a cuyos editores expreso mi agradecimiento.
Soy perfectamente consciente de que mi tratamiento del tema
puede producir considerable debate y controversia. Allí donde me
he visto obligado a desafiar las creencias tradicionales, no lo he he
cho con una intención hostil, por lo que confío en que la crítica será
moderada y limitada a la persuasión sobre la base de la evidencia.
Si he albergado algún otro objetivo que no fuera el de una paciente
búsqueda de la verdad, ha sido el de rendir un servicio al proporcio-
16
nar al público actual una comprensión más correcta de Cristo con la
que se pueda estar de acuerdo, y de la que se pueda extraer valor e
inspiración, especialmente por parte de aquellas personas que se
encuentran con la adversidad y el abatimiento. Si se puede demos
trar que seguir a Jesús significa empaparse de su espíritu y perseguir
sus objetivos en favor de la humanidad, entonces puede que estas
páginas signifiquen una contribución oportuna y constructiva a uno
de los diálogos más vitales de esta generación.
HUGH J. SCHONFIELD
17
Primera parte
El hombre que creía ser
el Mesías
1
,,
Los Ultimas Tiempos
El cristianismo tiene sus raíces en Palestina, en un ambiente ju
dío y en las circunstancias históricas de un período claramente fe
chado. Esto, sin lugar a dudas, no requiere mayor discusión. En
consecuencia, estamos obligados a retroceder a esa época y lugar
para elucidar los orígenes del cristianismo.
Pero no resulta en modo alguno sencillo relacionar la vida de Je
sús y las actividades de sus primeros seguidores, conocidos como
nazareos (nazarenos), con la situación de la época. Ello se debe, en
buena medida, al carácter del Nuevo Testamento, así como a la in
suficiencia de pruebas externas sobre los orígenes del cristianismo.
Para llegar a conclusiones que puedan ser consideradas como lo
más próximas posible a la realidad, se tiene que llevar a cabo una
vasta tarea de análisis y comparación, armar pacientemente el rom
pecabezas de numerosos indicios y fragmentos de tradición y, en
particular, introducirse de un modo comprensivo en los asuntos del
pueblo judío, distanciándose de las consideraciones de la teología
cristiana.
Como consecuencia de lo que ha estado enseñando la Iglesia du
rante tantos siglos, a los eruditos cristianos les ha sido extremada
mente difícil emprender objetivamente tal investigación. Quienes
la han abordado y obtenido los resultados más valiosos merecen la
mayor de las alabanzas. Un pionero en este campo, el profesor F.
C. Burkitt, de Cambridge, a quien el autor tuvo el privilegio de co
nocer personalmente, empleó acertadamente estas palabras de ad
vertencia: «Debemos prepararnos para descubrir que el drama del
nacimiento del cristianismo resulta ser más confuso, más secular, en
una palabra más apropiado a las limitaciones de su propia época de
lo que podemos deducir a partir de la selección épica de los dogmas
y los manuales teológicos». 1 Esta clase de declaraciones son necesa
rias y deberían ser tenidas en cuenta por aquellos teólogos que se
sienten con derecho para exponer el cristianismo como si debiera
muy poco o nada al ambiente original de pensamiento donde sur-
21
gió. El obispo de Woolwich, por citar un caso reciente, emplea li
bremente J?alabras clave como «Cristo» y «Evangelio», sin nmguna
preocupación aparente ni por su significado primitivo ni por sus im
plicaciones.2 Cristo es la palabra griega de un término hebreo utili
zado para designar al Mesías, y significa el Ungido. En cuanto a
Evangelio, también de origen griego, es la traducción del término
hebreo para «buenas nuevas», y se empleó inicialmente para comu
nicar la información de que el Mesías esperado por los judíos ya ha
bía aparecido.
Para nuestra comprensión del cristianismo es muy importante
tomar conciencia de que éste no empezó como una religión nueva,
sino como un movimiento de judíos monoteístas que consideraban
a Jesús como el rey y conductor enviado por su Dios. Aquí, en una
sola frase, se condensa lo que se necesita saber imperativamente so
bre los orígenes del cristianismo. Encontramos aquí la clave esen
cial para comprender las actividades de Jesús y de sus primeros se
guidores, lo que, a su vez, nos ayuda a compensar la ausencia de nu
meroso material irrecuperable. Provistos de esta información pode
mos contemplar el cristianismo desde una perspectiva correcta, si
guiendo con claridad y sencillez, a la luz de hechos susceptibles de
ser averiguados, cómo llegó a transformarse en lo que se convirtió
más tarde.
Se ha dicho a menudo que el cristianismo se funda sobre una
sola persona. Eso es cierto. Pero sólo es una parte de la verdad his
tórica. ¿En qué se fundaba esa l'ersona a su vez? La respuesta es
que se apoyaba en una idea, una idea habitual entre los judíos de su
tiempo, una idea extraña al pensamiento occidental y que todavía
parece muy inconveniente a numerosos teólogos no judíos: la idea
del mesianismo. Fue el mesianismo lo que hizo que la vida de Je
sús fuese lo que fue, dando así nacimiento al cristianismo. Fue el
mesianismo, tal y como era aceptado por los creyentes gentiles,
lo que contribuyó a que la deificación de Jesús resultara inevita
ble. Fue el mesianismo lo que proporcionó el impulso espiritual
que hubo detrás de la guerra de los judíos contra Roma, que esta
lló en el año 66 d. de C., y que condujo a la destrucción de nume
rosos testimonios sobre Jesús y al alejamiento sustancial de los gen
tiles con respecto al cristianismo judío. 3
La enseñanza fundamental del cristianismo de entonces era
que, con Jesús, había llegado el Mesía� (el Cristo). No puede haber
la menor sombra de duda sobre esto. Esta es la convicción esencial
sobre la que descansa todo el edificio del cristianismo, el hecho his
tórico sobre el que están de acuerdo todos los Evangelios. Esta en
señanza era el Evangelio mismo, la buena nueva subyacente en to
dos los Evangelios, y sólo ella les daba el derecho de llamarse así.
Los primeros creyentes tenían fe en la declaración de Pedro, según
cita Marcos: «Tú eres el Mesías».4 Así, simplemente, sin ninguna
22
otra calificación. La persuasión de que estaban imbuidos se basaba
en lo que Jesús había dicho y hecho. Fue él quien les dio motivos
para creer que era el Mesías, y lo hizo deliberadamente. Pero lo que
no nos dicen los Evangelios es qué fue lo que le convenció a él. A
menos que logremos descubrir por qué Jesús se consideró a sí mis
mo el Mesías, qué enseñanzas sobre el Mesías se aplicó a sí mismo,
no estaremos en posesión de la clave para comprender el misterio
de su vida y de su muerte.
No tenemos ningún derecho a afirmar que, al aceptar la desi�na
ción de Mesías, Jesús lo hizo en un sentido completamente distmto
de las expectativas mantenidas en su época. Hacerlo así sería algo
inimaginable para él, en primer lugar porque considerarse el Mesías
significaba responder a ciertas exigencias proféticas que, para él,
eran de inspiración divina; y en segundo término porque, de otro
modo, habría privado conscientemente a su pueblo de toda posibili
dad de reconocerle: les habría estado invitando a rechazarle como
un falso Mesías.
Debemos tomar conciencia de que Jesús creía haber sido llama
do a cumplir el destino de la esperanza mesiánica, y que quería ha
cerlo de una forma acorde con las predicciones que él aceptaba
como autorizadas. Nuestra tarea consiste en descubrir las condicio
nes que Jesús se sentía obligado a obedecer y, sobre esta base, se
guir el curso de sus acciones. Evidentemente, debemos disociar el
tema de la doctrina paganizada de la encarnación divina, introduci
da por los cristianos, ya que la expectativa judía no identificaba al
Mesías con Dios y, de hecho, la naturaleza del propio monoteísmo
judío excluía por completo tal idea. Jesús, al igual que cualquier
otro judío, habría considerado blasfema la manera en que es descri
to en, por ejemplo, el cuarto Evangelio.
Los Evangelios son la fuente principal de nuestra información
sobre Jesús y tenemos en ellos un epítome del proceso mediante el
cual se desarrollaron y expandieron las tradiciones sobre él, según
las cambiantes necesidades y fortunas de las sucesivas generaciones
de creyentes, tanto gentiles como judíos, de tal modo que Jesús, tal
y como aparece en ellos, resulta ser una figura compuesta y en cier
to modo contradictoria. Su imagen es como el ídolo del sueño de
Nabucodonosor en el Libro de Daniel, hecho en parte de oro, en
parte de plata, en parte de bronce, en parte de hierro y en parte de
barro. Ahí está el oro, listo para ser extraído, pero no lo podemos
obtener en estado puro sin conocer las influencias y circunstancias
a las que respondió el propio Jesús. No es suficiente con mirarle a
través de las mentes de creyentes muy posteriores que no fueron de
origen judío; debemos mirarle imperativamente a través del desa
rrollo del mesianismo precristiano.
La venida del Mesías no fue algo fortuito: se hallaba estrecha
mente ligada con un período de historia anticipado proféticamente,
23
los Últimos Tiempos o el Fin de los Días, que precedería a la inau
guración del Reino de Dios. El Mesías no podía aparecer en cual
quier época, sino sólo en el Fin de los Días, en una época de pruebas
y grandes tribulaciones para Israel.
El concepto de los Ultimas Ti�mpos se extrae de las prediccio
nes bíblicas relacionadas con los Ultimas Días y el Día del Señor,
que se combinaron con las ideas babilónicas y persas sobre una su
cesión de Eras. Durante las Eras, las fuerzas del Bien y del Mal lu
charían entre sí, y la batalla alcanzaría su clímax en la penúltima
Era, a la que se,guiría una Era final de paz y felicidad, el Reino de
Dios. Así, los Ultimas Tiempos serían el período de cierre del or
den antiguo, cuando los asaltos del Mal alcanzarían su mayor inten
sidad malévola, arrojando una gran miseria sobre la humanidad, y
persecución y sufrimiento sobre el Elegido de Israel. Por lo tanto,
se esperaba al Mesías cuando aparecieran estos signos.
Según los que hafl. estudiado estas cuestiones, no se podía saber
cuánto durarían los Ultimas Tiempos, pero se podía saber aproxi
madamente cuándo comenzarían. Para ello se necesitaba disponer
de una base de cálculo, y ésta se encontró en el Libro de Damel, en
la profecía de las Setenta Semanas, 5 que más tarde se comprendió
que significabafl.setenta semanas de años (es decir, 490 años). Se es
peraba que los Ultimas Tiempos empezaran después de un lapso de
490 años «desde el inicio de la orden [de Ciro] de restaurar y cons
truir Jerusalén», es decir, hacia el año 46 a. de C. Quienes creían en
esta interpretación y vivieron en el reinad9 de Herodes el Grande
(37-4 a. de C.) pudieron aceptar que los Ultimas Tiempos habían
empezado y que, en consecuencia, no tardaría en llegar el Mesías.
Esto explica por qué, a partir de esta época, se manifestó entre los
judíos una fuerte excitación mesiánica, así como que nadie hubiera
afirmado ser el Mesías con anterioridad.
La parte del Libro de Daniel en que ocurre la profecía ha sido
datada aproximadamente en el 164 a. de C. El autor asume el nom
bre de un hombre que se supone vivió hacia finales del siglo v1 a. de
C. Por otras visiones suyas parecía esperar la llegada de la Era de la
Virtud en un período no muy lejano posterior a su propia época. Al
gunos pensaron que había llegado durante el reinado de Juan Hir
cano I (137-133 a. de C.). No sabemos mucho sobre cálculos anti
guos y éste al que nos hemos referido fue elaborado más tarde,
cuando las esperanzas sostenidas por los asmoneos se vieron grave
mente fallidas. La literatura posterior al 100 a. de C. revela un cre
ciente interés por los Ultimas Tiempos y por la venida de personali
dades mesiánicas. Esta idea se había convertido en algo febril du
rante el primer siglo de nuestra era, induciendo entre la gente un es
tado cercano a la histeria. Fue en estas circunstancias cuando apare
ció una figura como la de Juan el Bautista, quien proclamaba que el
Reino de Dios estaba al alcance, y llamaba a la gente al arrepenti-
24
miento y a salvarse de la cólera que habría de llegar. Tampoco fue
menos apropiado que un hombre como Jesús estuviera convencido
de ser el Mesías y anunciara que «el Tiempo se ha cumplido». El cál
culo de los piadosos escribas confirmaba el tiempo, pero lo que más
reforzaba tales cálculos eran las condiciones de la época.
El mesianismo era un producto del espíritu judío. Se inspiraba
en la interpretación hebrea del enigma de la creación y el destino de
la humanidad. Aunque algunos de sus rasgos no se originaron en el
pueblo hebreo, éste los absorbió y los relacionó con una gran visión
de la Hermandad definitiva del Hombre bajo la dirección de un solo
Dios y Padre de todos los hombres. Esta visión no era un simple
ideal acariciado, sino que se asociaba con un plan destinado a su
realización. Según este plan, Dios había escogido a una nación en
tre todas las naciones del mundo, ni muy numerosa ni poderosa,
para que fuera la receptora de sus leyes, con la obligación de obser
varlas y ofrecer así un ejemplo universal. La teocracia de Israel sería
una ilustración persuasiva de la teocracia del mundo: sería «un rei
no de sacerdotes y una nación santa», testimonio para todas las de
más naciones. Según este punto de vista, la redención de la humani
dad esperaba a que Israel alcanzara un estado de perfecta obedien
cia a la voluntad de Dios. Cuanto más tiempo tardara Israel en cum
plir con las exigencias divinas, tanto más se retrasaría el alcanzar la
paz y el bienestar para toda la humanidad.
La historia de Israel, vista bajo este prisma, era un aprendizaje
permanente, una disposición nacional a ir por el mal camino y a te
ner que ser corregida mediante los castigos apropiados, como con
quista y opresión por parte de extranjeros, pestes y hambrunas, exi
lio, etcétera. Internamepte, dependía mucho de la guía de dirigen
tes, sacerdotes y reyes. Estos, a su vez, también eran juzgados sobre
la base de si habían «actuado correctamente a la vista de Yahveh».
Sus fracasos hacían surgir una actividad adicional por parte de los
mensajeros de Dios, en forma de una sucesión de profetas.
Finalmente, se empezó a pensar, con la consiguiente desespera
ción, que el pueblo no podía ser conducido hacia el necesario estado
de perfección. Las esperanzas ya sólo se depositaban en un grupo
de elegidos llenos de fe; si se les obedecía se aceleraría la redención.
Ellos configurarían la élite de la Orden Mundial final, con derecho
a los más altos honores, gracias a su lealtad y a sus sufrimientos en
el mundo presente. La esperanza mesiánica se concentró, pues, en
los decididos esfuerzos de los hombres piadosos, santos, observan
tes de la Ley, lo que justificaría a Dios para actuar con mayor rapi
dez. Si el tiempo se prolongaba demasiado, incluso el Elegido po
dría no estar en consonancia con el esfuerzo esperado. Para los pro
pios hombres piadosos era imperativo descubrir lo que la guía divi
na había establecido como un término a su duración, y qué signos
debían esperarse para descubrir la llegada del Fin de los Días. La úl-
25
tima fase de la evolución de la esperanza mesiánica contemplaba la
intervención de Dios por medio de los Ungidos, figuras ideales, un
profeta como Moisés, un sacerdote perfecto, un rey justo del linaje
de David. Éstos llegarían en el Fin de los Días, como los más altos
representantes designados por Dios, para transformar toda la esce
na del mundo y dar paso al Reino de Dios.
El esquema de la esperanza mesiánica, tal y como ha sido esbo
zado aquí, debe comprenderse como algo compuesto que no lo
abarca todo. En la estructuración de la esperanza intervenían nu
merosos ingredientes. Se enfatizaban distintos aspectos, en épocas
diferentes y por parte de grupos distintos. La idea se acentuó cuan
do surgieron determinadas situaciones históricas, particularmente
después del regreso del exilio de Babilonia, y no en todas las épocas
estuvo presente en el pensamiento del pueblo judío, al menos de
una manera consciente. La preocupación por la venida de personas
mesiánicas formaba parte de la última expresión de la esperanza,
especialmente a partir del siglo II a. de C., aunque se alimentaba de
ideas y predicciones realizadas cientos de años antes, sin excluir ni
el folklore popular ni la mitología.
Podemos seleccionar tres circunstancias que contribuyeron de
una manera importante a lograr que la esperanza mesiánica alcan
zara la poderosa influencia que alcanzó en el siglo I a. de C. Una de
ellas fue un cambio en la actitud con respecto a la Biblia. La Biblia
hebrea contiene tres divisiones: la Ley, fos Profetas (Josué y Mala
quías) y las Escrituras (empezando con los Salmos e incluyendo el
Libro de Daniel). Las d1vis1ones representan fases de aceptación en
la canonicidad. La Ley, compuesta por los cinco libros de Moisés,
fue de obligado cumplimiento hasta el siglo va. de C., o no mucho
después. Los Profetas no adquirieron fuerza hasta aproximada
mente el siglo m a. de C. Los Salmos y algunos otros libros no tarda
ron en formar la base de la tercera división, estableciéndose final
mente hacia finales del siglo Id. de C. Los efectos del reconocimien
to de la Ley, los Profetas y los Salmos como un cuerpo de Escrituras
sagradas tuvieron una amplia repercusión. Abrieron el camino ha
cia nuevos desarrollos y ef tratamiento de libros como los Oráculos
de Dios. Se vieron sometidos a toda clase de interpretaciones, con
objeto de extraer de ellos los significados y las predicciones ocultas.
Una segunda circunstancia fue la peor calamidad que aconteció
a los judíos desde la destrucción del reino de Judea y la pérdida del
Templo, a principios del siglo v1 a. de C. Los judíos piadosos consi
deraban inminente esta nueva calamidad, como consecuencia de la
atracción ejercida por el helenismo, que desde los tiempos de Ale
jandro Magno había irrumpido de un modo creciente en la vida y en
el pensamiento judíos, alentando la laxitud moral y la apostasía. Sin
duda alguna, el juicio de Dios no tardaría en caer sobre la nación ju
día, tal y como había ocurrido en el pasado. Dicha opinión se vio
26
confirmada cuando el rey seleúcida Antíoco Epifano (175-62 a. de
C.) decretó la abolición de la religión judía y transformó el Templo
de Jerusalén en un santuario dedicado a Zeus Olimpo. Hubo gran
des persecuciones por todo el país, hasta que los hijos del anciano
sacerdote Matatías de Modim organizaron la resistencia. Uno de
sus hijos, Judas Macabeo, dirigió la revuelta en nombre de Dios y,
tras una serie de notables éxitos, limpió y volvió a consagrar el Tem
plo profanado. Uno de los productos de este período de prueba fue
el Libro de Daniel. Sus sueños y visiones apocalípticas llegarían a
ejercer una gran influencia sobre el pensamiento y la predicción me
siánicas.
La tercera circunstancia hacia la que debemos llamar la atención
es el sectarismo judío. Las experiencias pasadas por la nación judía
durante el período de Antíoco y sus sucesores mmediatos habían
producido una profunda conmoción. El pueblo se hizo mucho más
devoto y resurgió un sentimiento de destmo, de pertenencia a Dios
de una forma especial, lo que exigía el cumplimiento de la Ley que
Dios había revelado a través de Moisés. El pueblo vio en las victo
rias de los Macabeos la mano de Dios, extendida protectoramente
cuando se mostraba obediente a sus mandatos. La esperanza mesiá
nica aparece con gran fuerza en Daniel, donde al pueblo elegido se
le confía el reino perdurable de Dios, en el que todos los dirigentes
le servirán y obedecerán. 6 Entre las gentes más sensibles espiritual
mente empezó a importar mucho la observancia meticulosa de las
leyes divinas, y eso, inevitablemente, dio paso al sectarismo, a la
competencia por alcanzar la santidad. De este período conocemos
en particular tres estilos de vida distintos: los correspondientes a los
saduceos, a los fariseos y a los esenios. Se trataba de movimientos
minoritarios en los que, en cualquier caso, sólo participaban unos
pocos miles de personas, pero ejercían una gran influencia e impul
saban la exposición de la esperanza mesiánica. Desgraciadamente,
los dos primeros también estaban involucrados en una lucha por el
poder que perseguía el control de los asuntos políticos de la nación.
A partir del año 160 a. de C. entramos en una nueva era caracte
rizada por un extraordinario fervor y religiosidad, en la que se con
sideraba, escrutaba y analizaba todo acontecimiento, ya fuera polí
tico, social o económico, para descubrir cómo y de qué forma repre
sentaba un signo de los tiempos y arrojaba luz sobre la llegada del
Fin de los Días. El estado de todo el pueblo judío puede considerar
se como psicológicamente anormal. Los cuentos y relatos imagina
tivos más extraños encontraban fácil credibilidad. Surgió una nueva
literatura, compuesta en parte de exhortación moral y en parte de
profecía apocalíptica, una especie de ciencia ficción mesiánica. La
gente estaba con los nervios de punta, neurótica. Se producían aca
loradas disputas, rivalidades y recriminaciones.
Como hemos visto, la esencia de la esperanza mesiánica era el
27
establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra, cuyo prerrequisi
to indispensable era la existencia de un Israel virtuoso, o al menos
de una parte importante de Israel. Tenía que producirse un retorno
a la relación con Dios, iniciada con la Alianza del Sinaí. De ello ha
blaban las profecías de Jeremías cuando decía: «He aquí que días
vienen -oráculo de Yahveh- en que yo pactaré con la casa de Is
rael (y con la casa de Judá) una nueva alianza... Después de aque
llos días -oráculo de Yahveh- pondré mi Ley en su interior y so
bre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pue
blo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro
a su hermano, diciendo: "Conoced a Yahveh", pues todos ellos me
conocerán del más chico al más grande -oráculo de Yahveh
cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme».7
Aquí se prometía que la flaqueza moral de Israel sería contra
rrestada por la intervención de Dios. Y era imperativo merecer tal
interposición. Los tres movimientos a que nos hemos referido (aun
que también había otros) eran fundamentalmente respuestas a esta
convicción. Los saduceos enfatizaban una observancia estricta y li
teral de las leyes de Moisés, así como el cultivo de la ética. Los fari
seos aspiraban a la santificación de la totalidad de la vida cotidiana,
y formularon nuevas leyes gue extendían la aplicación de la Ley,
para cubrir así todas las contingencias posibles. Los esenios, decidi
dos a ser incluso más intachables, crearon comunidades cerradas de
las que podían excluir toda contaminación e impureza, y donde las
más extremas simplicidad de vida y disciplina rígida pudieran supe
rar las tentaciones materiales y carnales.
Estos movimientos revelan en sí mismos la tremenda im{'ortan
cia adquirida por el deseo de merecer la intervención de Dios. No
conectaríamos con el espíritu de la época si no tomáramos concien
cia de este hecho. Así pues, lo que ahora caracterizaba el adveni
miento de las figuras mesiánicas era el estudio de la forma de la in
tervención redentora. Los saduceos buscaban la llegada de un pro
feta como Moisés, a partir de afirmaciones expresas hechas en la
Ley.8 Los fariseos y los esenios tenían una mayor amplitud de mi
ras, y destacaban las alianzas perpetuas con Leví y David. Las pro
fecías de Jeremías contenían además la siguiente promesa: «Mirad
que días vienen -oráculo de Yahveh- en que confirmaré la buena
palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos
días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo, y
practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días estará
a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro... Pues así dice Yahveh:
No le faltará a David C\uien se siente en el trono de la casa de Israel;
y a los sacerdotes levíticos no les faltará quien en presencia mía ele
ve holocaustos y queme incienso de oblación y haga sacrificio cada
día».9
En consecuencia, se afirmaba que Dios intervendría por medio
28
de Ungidos (mesías) pertenecientes a las tribus de Leví y Judá. Un
escritor declara: «Y ahora, hijos míos, obedeced a Leví y Judá y no
os levantéis contra estas dos tribus, pues de ellas surgirá la salvación
de Dios. Pues el Señor surgirá de la tribu de Leví como si fuera un
sumo sacerdote, y de la de Judá como si fuera un rey: y él salvará a
todo el pueblo de Israel». 10
Para los esenios, el Mesías sacerdote sería superior al Mesías
rey, mientras que para los fariseos, desilusionados con el gobierno
jerárquico, el Mesías par excellence sería el rey ideal de la línea de
David.11 Pero admitían la prioridad de una personalidad mesiánica
levítica, hasta el punto de que el Mesías davídico sería precedido
por un precursor al estilo del profeta Elías, de quien ellos considera
ban que tendría que ser un sacerdote.12
Durante un breve período al final del siglo II a. de C., se abriga
ron las mayores esperanzas, como consecuencia de las victorias del
dirigente asmoneo Juan Hircano 1, bajo quien los judíos no sólo re
cuperaron la más completa independencia, sino que también adqui
rieron mayores territorios que nunca desde el reinado de Salomón,
hijo de David. No pocos se mostraron dispuestos a ver en Juan a la
persona que combinaba todas las esperanzas mesiánicas, puesto
que era profeta, sacerdote y rey.13 Pero Juan Hircano no fue un de
chado de virtudes, y sus sucesores demostraron ser dirigentes muy
poco satisfactorios, despóticos, ambiciosos e injustos. Así, en lugar
del reino de Dios, en Israel hubo guerra, y los esenios hallaron la
justificación para sostener su punto de vista, según el cual Satán an
daba suelto por el país.
A partir de esta época, los asuntos nacionales jugaron un papel
creciente en la exposición de la esperanza mesiánica, adquinendo
un matiz más personal y político. Se elevó el grito: «Oh, Señor, en
víales a su rey, el hijo de David, cuando mejor te parezca, para que
reine sobre Israel, tu sierva; y dale fortaleza para que pueda destro
zar a los que gobiernan injustamente».14
El cambio en el énfasis de las expectativas mesiánicas hizo
que se pensara mucho en las condiciones que, según las Escritu
ras, prevalecerían cuando llegara el Mesías. Habría guerras y tu
multos, disensiones públicas y familias divididas, pestes y ham
brunas, persecución de los santos y todo un cúmulo ,de tribulacio
nes. Todo ello serían los infortunios propios de los Ultimos Tiem
pos, y presagiarían la llegada del Mesías. A medida que los asun
tos judíos fueron de mal en peor, se fueron intensificando en la
misma medida las convicciones mesiánicas. Quienes buscaban
los signos no podían dejar de hallarlos en abundancia. En el 63 a.
de C., los romanos fueron llamados para ayudar a Juan Hircano
11 contra su ambicioso hermano Aristóbulo. Hubo una guerra de
aniquilación mutua, el asedio y captura de Jerusalén, y el general
romano Pompeyo cometió el gran sacrilegio de penetrar en el
29
sanctasanctórum del Templo. Los judíos perdieron su indepen
dencia, de la que habían disfrutado durante tan poco tiempo, y su
país se convirtió en un estado vasallo de Roma. Una vez más, Is
rael se veía sujeto a los paganos, viéndose finalmente obligado a
aceptar un rey impuesto por los romanos. Dicho rey, aunque ju
dío profeso, era de un extraño origen idumeo.
El reinado de Herodes el Grande (37-4 a. de C.) se vio sacudido
desde el principio por los desórdenes. No sólo tuvo que preservar su
trono mediante maniobras e intrigas políticas en relación con la lu
cha por el poder que se estaba produciendo en el mundo romano,
sino que también tuvo que gobernar un pueblo intensamente hostil
a su régimen y que estaba demasiado dispuesto a ver en él una mani
festación de la soberanía diabólica.
Herodes fue un hombre ambicioso y astuto, de comportamiento
regio y cualidades de líder, pero también impulsivo y con tenden
cias neuróticas, agravadas por las circunstancias de su reinado, has
ta el punto de que se convirtió en algo similar al monstruo implaca
ble y rabioso que sus súbditos, de tendencias apocalípticas, creían
que era. Teniendo que enfrentarse a complots, tanto reales como
imaginarios, no pudo sentirse seguro hasta haber destruido a los as
moneos, que todavía contaban con cierto apoyo popular. Primero
se desembarazó de Antígono, después del joven Aristóbulo, a
quien había nombrado sumo sacerdote a la edad de dieciséis años,
y a continuación del ya anciano y antiguo sumo sacerdote y rey, el
inofensivo Hircano II. Siguió la princesa asmonea Mariam, con
quien se había casado, y a quien había amado realmente, pero a la
que ordenó ejecutar, seguida de su madre Alejandra; al final de sus
días, los temores de conspiración por parte de su familia y amigos le
indujeron a destruir incluso a sus propios hijos.
Logró cambiar con éxito de alianzas, pasando del vencido Mar
co Antonio al victorioso Octavio, y más tarde al emperador Augus
to. De ese modo, Herodes alcanzó la cumbre de su poder y prestigio
político. Pero, como amigo de César, fiel a los romanos y al estilo
de vida helénico, se convirtió en un personaje aún más nocivo a los
ojos de su pueblo, que no se sintió aplacado ni siquiera por la gran
diosa reconstrucción del Templo. Los judíos le odiaban y le temían,
y su rebelión sólo se veía impedida por las fortalezas fuertemente
defendidas que Herodes hizo construir en puntos estratégicos del
territorio, así como por haber convertido el país en lo que podría
considerarse como un estado policía. 15 Las gentes piadosas atribu
yeron a la cólera divina el gran terremoto que sacudió Judea el sép
timo año de su reinado, así como las persistentes sequías, seguidas
de pestes, sufridas durante el decimotercer año de su reinado. Tales
calamidades parecían plagas de Egipto, y Herodes apareció como
otro faraón de la opresión. 16 Los signos parecían confirmar con se
guridad la ampliamente compartida interpretación de las profecías
30
en el sentido de que habían empezado ya los Últimos Tiempos.
Para los devotos extremistas, esta época fue el «período de la có
lera». Muchos abandonaron las ciudades y se retiraron a los desier
tos. Florecieron las comunidades sectarias, como la de Qumran, en
el mar Muerto, a las que se unieron nuevos reclutas. Tales comuni
dades habían existido desde hacía tiempo en los límites orientales
del país, pero ahora se multiplicaron y aument�ron en variedad,
afirmando ser cada una de ellas la elegida de los Ultimos Tiempos.
A través de las fuentes de información de que disponemos, ob
tenemos una imagen de la situación de Palestina hacia finales del si
glo I a. de C. Una imagen que, si se pudiera plasmar en un lienzo,
parecería la obra de un loco o de un drogadicto. Toda una nación se
hallaba arrebatada por el delirio. El rey era un enfermo y un tene
broso tirano. Sus amargados súbditos le temían y detestaban hasta
un extremo casi maniaco. Los fanáticos religiosos se multiplicaban
y predicaban la cólera y el juicio d,ivinos. Obsesionados por la con
vicción de que habían llegado los Ultimos Tiempos, el terror y la su
perstición se apoderaron de las gentes, relegando todo signo de ra
zón. Las autorrecriminaciones acompañaban a las expresiones de
fervor mesiánico. Así pues, no fue nada extraño que el infierno pa
reciera desencadenarse cuando murió Herodes.
Al principio un suspiro de alivio recorrió todo el país y después,
de pronto, todo fueron tumultos y desórdenes. Los soldados se
comportaron como locos. Las bandas de bandoleros proliferaron.
Diversos líderes, actuando en nombre de la liberación de Roma y
de la dinastía herodiana, se autoproclamaron reyes y no tardaron en
reunir una multitud de seguidores armados. «Y así -escribe Jose
fo-, una furia grande y salvaje se extendió por toda la nación, pues
no tenían ningún rey capaz de mantener a las masas en orden: y
también porque aquellos extranjeros que llegaron para reducir a los
sediciosos no hicieron otra cosa que inflamarlos aún más debido a
los daños que les causaron, así como al tratamiento avaricioso de
sus asuntos».18 Durante el transcurso de las acciones punitivas lle
vadas a cabo por los romanos murieron miles de personas en distin
tas partes del país y, sólo en Jerusalén, fueron crucificadas dos mil.
31
2
El que ha de venir
Las circunstancias que hemos bosquejado, que quizá fueron más
familiares para generaciones previas de cristianos de lo que son en la
actualidad, tienen una gran importancia para la comprensión de la
vida de Jesús, y se las debe tener siempre presentes en cualquier inten
to de comprender su figura. Ya hemos visto qué extrañas imaginacio
nes se habían apoderado del pueblo judío de la época en que Jesús lle
gó al mundo, alimentadas además por quienes interpretaban las Escri
turas. Según numerosos,predicadores había llegado la hora undécima,
habían empezado los Ultimas Tiempos, el Reino de Dios es(aba a
punto de ser instaurado. El mundo se hallaba al borde de sentir la có
lera y el juicio divinos. El Mesías no tardaría en llegar.
El cristianismo afirma que Jesús fue este Mesías, cuyo adveni
miento cumplía las profecías, pero, singularmente, no dice nada so
bre tales implicaciones como medio de familiarizarse mejor con su
carácter y sus actividades. Se afirma el mesianismo de Jesús y a con
tinuación se le soslaya para situarlo bajo una luz mucho más cercana
a los conceptos helénicos que a los judíos. Aparte de la afirmación
de que Jesús era Dios, resulta bastante habitual, por ejemplo, el
punto de vista según el cual los judíos de la época de Jesús espera
ban la llegada de un Mesías guerrero, alguien que ganaría victorias
militares sobre los enemigos de Israel, cumpliendo así la profecía.
Los judíos rechazaron a Jesús porque era un hombre de paz que re
presentaba el amor de Dios.
Pero ¿con qué autoridad se sostiene dicho punto de vista? Si ésa
hubiera sido la opinión de los contemporáneos que estudiaron las
Escrituras, sin duda alguna Jesús no podría haberse considerado a
sí mismo como el Mesías. Pero, de hecho, en las referencias al Me
sías hechas hasta la época de Jesús, no aparece el concepto de un
Mesías guerrero. Entre los campesinos de Palestina había muchos
que mantenían dicha idea, ya que las condiciones de vida eran tan
malas que la violencia parecía ofrecer el único remedio natural. Al
tener que vivir bajo una dominación extranjera, oprimidos y mal-
32
tratados, ¿quién puede censurarles por ello? Las sutilidades de la
profecía importaban poco a los desesperados. Cualquiera podría
servir como Mesías, ya descendiera de David o no, siempre y cuan
do fuera audaz, valiente y un líder de hombres. Había muchas per
sonas con poco que perder, dispuestas a cualquier aventura que
prometiera comida y bebida, así como la destrucción de los enemi
gos, y que a menudo incluso creerían sinceramente estar luchando
en nombre de Dios. Fueron personas así las que, mil años más tar
de, se unieron a las cruzadas. Pero no debemos juzgar la esperanza
mesiánica a través de personas así. Quienes se tomaban la justicia
por su mano, los que recurrían a la violencia y a la militancia fueron
fuertemente criticados y denunciados por los fariseos, que eran los
principales instructores espirituales de las masas.
De la rama de David, de quien los piadosos judíos esperaban
que surgiera el Mesías, se había escrito: «Juzgará con justicia a los
débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá
al hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios ma
tará al malvado» . 1 La aguda espada de dos filos del Mesías no sería
ningún arma física, sino la justicia y la virtud.
Datado en el siglo I a. de C., disponemos de una exposición de
la clase de Mesías que se esperaba, basada en el pasaje de lsaías que
se acaba de citar.
« Y sobre ellos reinará un rey justo e instruido por Dios: y no ha
brá iniquidad en su tiempo, porque todos serán santos y su rey es el
Señor Mesías. Porque no confiará ni en el caballo, ni en el jinete, ni
en el arco, ni se apropiará del oro y la plata para la guerra, ni confia
rá en las naves para el día de la batalla... Porque él gol}ernará la tie
rra con la palabra de su boca, para siempre jamás... El mismo está
limpio de pecado, para poder dirigir a un pueblo poderoso, y des
tronar príncipes y rechazar a los pecadores con la palabra de su
boca. Y no se debilitará, porque se apoya en su Dios, pues Dios le
hará ser poderoso con el espíritu de la santidad, y sabio gracias al
entendimiento, dotado de poder y virtud.» 2
El hijo de David que se esperaba sería santo y justo, «el Mesías
de virtud » , tal y como se le denomina en los pergaminos del mar
Muerto; viviría en estrecha comunión con Dios y sería obediente a
su voluntad. Condenaría y derrotaría a sus adversarios por medio
de la verdad.
Que el Mesías debiera tener tal carácter se halla perfectamente en
consonancia con lo que hemos dicho sobre la naturaleza de la esperan
za mesiánica. El objetivo consistía en alcanzar la autoridad umversal
de Dios, reconocida por todos los hombres, cuando hubieran cesado
la guerra, las luchas y las iniquidades. Y para alcanzar ese objetivo
se requería que Israel fuese «un reino de sacerdotes y una nación
santa» . En consecuencia, el Mesías, que llegaría en nombre de
Dios, debería ser mucho más un israelita perfecto. A él se aplica-
33
rían las palabras del salmista: «Tu trono es de Dios para siempre ja
más; un cetro de equidad, el cetro de tu reino... Se me ha prescrito
en el rollo del libro hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me
complazco en el fondo de mi ser».3
Así era como se esperaba que fuera el Mesías, y eso es lo que se
tenía que haber enseñado a los cristianos. De él se decía: «Y reunirá
a un pueblo santo, al que dirigirá en la virtud: y juzgará a las tribus
de su pueblo que han sido santificadas por el Señor su Dios. Y no
permitirá que actúen con iniquidad; y nadie malvado hablará con
él. Pues les enseñará que todos son hijos de su Dios y los dividirá por
la tierra según sus tribus... Juzgará a las naciones y a los pueblos con
la sabiduría de la virtud. Amén».4
Estas ideas eran expuestas a la gente en las sinagogas por parte de
unos sacerdotes que pertenecían principalmente a la fraternidad de los
fariseos. Pero no todos los misterios mesiánicos eran del dominio pú
blico. Los pietistas extremistas que profundizaban en tales cuestiones
mantenían sus conocimientos para sí mismos, desarrollando algunas
de sus ideas en libros a los que sólo tenían acceso los iniciados. Para
complementar nuestros conocimientos tenemos que descubrir infor
mación accediendo a la literatura interna de estos grupos, una parte de
la cual sólo es accesible desde hace relativamente poco tiempo, como
los pergaminos del mar Muerto. Una gran parte del material que po
dría ayudamos ha sido destruido o se ha perdido desde hace mucho
tiempo, y seguimos sabiendo muy poco sobre los dogmas y rasgos ca
racterísticos de los grupos en cuestión.
El descubrimiento de los pergaminos ha contribuido a que la
atención de los eruditos se dirija nuevamente hacia las referencias
antiguas a las diversas sectas judías y a las reliquias que han sobrevi
vido de ellas. La investigación en este campo se ha convertido en
uno de los aspectos más prometedores para la iluminación sobre los
orígenes del cristianismo. Aquí sólo podemos mostrar algunos as
pectos importantes para la esperanza mesiánica y su interpretación
por parte de Jesús, relacionándolos con la región en la que él vivió.
Solía ser habitual pensar que Jesús había sido educado en un ju
daísmo que respondía aproximadamente al del siglo na. de C., deri
vado del practicado por los fariseos y bastante similar al más exten
dido por toda Palestina. Este punto de vista, sin embargo, ya no es
sostenible, aunque, basándose en ello, Robert Aron ha escrito un
libro titulado Jesús de Nazaret: los años ocultos, que, aun siendo
muy colorista, resulta bastante erróneo. Hace tiempo que ciertos
eruditos comprendieron, a partir de la literatura rabínica, que las
gentes del norte y del sur no estaban de acuerdo en muchas cosas.
Incluso era posible detectar en el cristianismo primitivo el fragor
del encontronazo entre las tradiciones galilea y de Jerusalén.
Pero sólo más tarde se ha podido apreciar que la zona norte de Pa
lestina retuvo, cuando se separó de Judea y hasta los tiempos de Je-
34
sús, numerosos rasgos de la antigua religión de Israel, y esto no sólo
entre los samaritanos.
En Galilea, quienes eran de origen judío eran llamados judíos
en el sentido de que servían al Dios de Israel, a pesar de que diferían
en muchos sentidos de los habitantes de Judea. Era difícil compren
der su lenguaje arameo pues se comían sílabas y era gutural, y se dis
tinguían de los habitantes del sur en cuanto a sus costumbres y hábi
tos religiosos. Los galileos eran orgullosos, independientes y algo
puritanos, y experimentaban un mayor resentimiento a consecuen
cia de la dominación extranjera y de las violaciones de su libertad.
Se les puede encontrar en la vanguardia del movimiento de resisten
cia a los romanos y a las autoridades judías que les servían. Cuando
se impuso a los judíos la ley imperial del censo fiscal en los años 6-7
a. de C., fue el rebelde Judas de Galilea quien se sublevó al grito de:
«Ningún soberano excepto Dios». Jesús, que también era galileo,
tuvo que entendérselas con este pueblo tozudo, duro e intensamen
te patriótico.
En la esfera espiritual, los fariseos no se hallaban tan arraigados
en Galilea como lo estaban en Judea. Tenían seguidores en el norte
gracias a su piedad y a que se presentaban como el partido del pue
blo, pero sostenían un penoso enfrentamiento con el estilo de vida
galileo. Los Evangelios indican que, para enfrentarse al desafío re
presentado por las enseñanzas de Jesús, los fariseos locales tuvieron
necesidad de la ayuda de expertos procedentes de Jerusalén.5 Que
galileos y habitantes de Judea seguían viéndose afectados por anti
guos sentimientos antagónicos lo pone de manifiesto el evangelio
de Juan. En Jerusalén existía oposición a la idea de que el profeta o
el Mesías procedería posiblemente de Galilea, y Jesús fue insulta
do, acusado de ser un samaritano poseído por el demonio.6 Por otro
lado, sus seguidores galileos protestaron ante él ror querer regresar
a Judea, donde «los judíos querían apedrearte». Estamos tan fami
liarizados con la aplicación del térmmo «judío» a todas las personas
de fe judía, que no nos damos cuenta de que, a veces, en el Nuevo
Testamento se utiliza el nombre en el sentido más estricto de refe
rirse a los habitantes de Judea, comparados con los galileos o sama
ritanos.
También debemos pensar en Galilea como parte de una región
en la que florecieron las comunidades sectarias. Algunas de ellas,
como los recabitas y los quenitas, poseían una antigua historia tri
bal. La zona en la que actuaban se hallaba en las proximidades del
mar de Galilea, en la Decápolis, Gilead y Bashan, Gaulan y Hau
ran, y hacia Líbano y Damasco.
El Documento de Damasco, encontrado entre los pergaminos
del mar Muerto, narra cómo en la historia primitiva de la comuni
dad «los penitentes de Israel abandonaban el país de Judea y per
manecían en el territorio de Damasco». Después, entraban en la
35
Nueva Alianza de la que había hablado Jeremías, el profeta, com
prometiéndose a alejarse de todo vicio, a no robar al pobre, la viuda
y el huérfano, a distinguir entre limpio y sucio, sagrado y profano,
a cumplir estrictamente con el Sabbath, así como con las fiestas y el
Día de Expiación, a amar a su hermano como a sí mismo, y a ocu
parse del pobre, el necesitado y el extranjero. Esta indicación de lo
calidad debería tomarse más en serio y literalmente. Quienes se
guían el moiseísmo restaurado no gravitaban siempre hacia Qum
ran. Tenemos razones para creer que muchos permanecieron en los
distritos septentrionales mencionados y qy.e allí fundaron asenta
mientos. Estos «elegidos de Israel» de los Ultimos Tiempos encon
trarían numerosos espíritus afines en el norte de Palestina, entre los
grupos que observaban el antiguo estilo de vida ascético nazarita,
absteniéndose de todo alimento animal y de intoxicantes. El térmi
no «eseano-esenio» parece proceder de la palabra aramea del norte
chasya (en griego hosios), q_ue significa «santo». Parece ser que
debemos considerar el térmmo como genérico, abarcando a una
variedad de grupos más o menos emparentados. Para la gente,
«los santos» eran los cuerpos eclécticos judíos, que también osten
taban o a los que se daban nombres descriptivos de acuerdo con sus
afiliaciones o características.
Ha ido surgiendo una evidencia cada vez más clara de que en la
región galilea persistió, en época de Jesús, un antiguo tipo israelita
de religión que desafió todos los esfuerzos de Judea por eliminarla.
Hasta cierto punto, debemos pensar en Jesús inmerso en el con
texto de esa fe del norte, que tan fuertemente impregnaba e in
fluía a aquellas comunidades de «los santos» que se desparrama
ban por toda la zona, y que dieron origen a ciertas expresiones de
mesianismo, con las que él estaba familiarizado.8 Los Evangelios
lo identifican con la pequeña ciudad galilea de Nazaret; pero el
nombre que ostenta, Jesús el nazareno, tiene implicaciones con
las sectas del norte. Eso, unido al hecho de que era de descenden
cia davídica, permitió que se cumplieran en él las insinuaciones
proféticas que hablaban del Mesías como del retoño (nezer) de la
estirpe de José.9
En el norte, la doctrina mesiánica del rey piadoso podía darse la
mano con la idea del «justo sufriente» y el concepto del Mesías
como el del israelita ideal, el hijo del hombre. Tal y como hemos vis
to en el Libro de Daniel, los santos que poseerán el,reino ya son asi
milables al hijo del hombre. Estos elegidos de los Ultimos Tiempos
se consideraban a sí mismos como realizando una tarea de expia
ción mediante sus sufrimientos. En la Regla de la comunidad de
Qumran, se dice de los líderes del consejo: «Deben preservar la fe
en la tierra con firmeza y mansedumbre, y deben expiar los pecados
mediante la práctica de la justicia y mediante el sufrimiento de las
penas de la aflicción... Y deben ser una ofrenda agradable, expian-
36
do por la tierra y determinando el juicio de la perversidad, y así no
habrá más iniquidad». 10
Puesto que el Mesías debía proceder de la rama de la virtud y ser
el santo capaz de terminar con la iniquidad y reinar sobre un pueblo
redimido, no resultaba nada difícil pasar del hijo del hombre (colec
tivo) al Mesías como hijo del hombre (singular), es decir, desde los
elegidos de Israel al Elegido. Si los santos podían realizar una tarea
de expiación mediante sus sufrimientos, ¿con cuánta mayor razón
no podría hacerlo el propio Mesías? Para Jesús, sobre todo tenien
do en cuenta sus asociaciones con el norte, esto apareció claramen
te, determinando el carácter de su misión mesiánica. Su sangre se
llaría la Nueva Alianza anunciada por Jeremías, y debería verterse
para la remisión de los pecados de muchos. 11 En otras palabras atri
buidas a él: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara
así en su gloria?». 12
En consecuencia, podemos decir que, en la época en que vivió
Jesús, no sólo se hallaba muy extendida la expectativa de que el Me
sías no tardaría en revelarse, sino que en el pensamiento habitual
sobre «el que ha de venir», no existía nada inconsistente con la for
ma en que Jesús entendió las funciones del Mesías.
Al acercarnos al Jesús histórico no surge ningún problema en
cuanto a su divinidad, puesto que, antes de la pagamzación de la
creencia judía, durante el desarrollo del cristianismo, ninguna auto
ridad identificó al Mesías con el Logos, la eterna palabra de Dios, o
concibió al Mesías como una encarnación de Dios. El mismo térmi
no empleado, el Ungido, indica la llamada a asumir un deber. No se
trataba del título de un aspecto de la divinidad. No debemos abrigar
en modo alguno la idea de que Jesús, o cualquier otro que afirmara
ser el Mesías en Palestina durante este período, podía imaginarse a
sí mismo ni por un momento como divino. En la historia primitiva
del cristianismo se puede ver con suficiente claridad cómo la doctri
na surgió a partir del impacto del Evangelio en el mundo gentil, lo
que, teniendo en cuenta las circunstancias, fue algo casi inevita
ble.13 Incluso en el cristianismo actual hay en numerosos países mu
chas instancias impregnadas por las distintas clases de fe politeísta
que la Iglesia ha conquistado y absorbido. Debemos preocuparnos
por superar esta barrera para comprender a Jesús, retrocediendo
hacia el núcleo del cristianismo para enfrentarnos únicamente con
las exigencias del mesianismo, tal y como él tuvo que haberlas cono
cido.
¿Qué sucede entonces con el término «hijo de Dios»? Al Mesías
no se le llamaba así directamente; y, sin embargo, se podía pensar
de él que mantenía una relación filial con Dios, sin que tal idea im
plicara para los judíos nada relacionado con la divinidad, y esto po
día suceder en la medida en que el Mesías aparecía como el israelita
representativo y como el predestinado rey de Israel. 14 El ser hijo de
37
Dios significaba para la mente judía algo muy distinto a lo que re
presentaba para la mente gentil.
La correcta comprensión de Jesús empieza por tomar concien
cia de que él se ide,ntificaba a sí mismo con la realización de la espe
ranza mesiánica. Unicamente sobre esta base adquieren toda su in
teligibilidad las tradiciones que rodean su figura. No era ningún
charlatán que tuviera la intención de engañar voluntaria y delibera
damente a su pueblo, o que supiera que presentarse como Mesías
era un acto fraudulento. No existe la menor sospecha de fraude por
su parte. Al contrario, nadie puede estar más seguro de su vocación
que el propio Jesús, y ni siquiera la amenaza de una muerte inmi
nente mediante la horrible tortura de la crucifixión logran hacerle
negar su mesianismo.
Debemos aceptar la absoluta sinceridad de Jesús. Pero eso no
nos exige que pensemos en él como alguien omnisciente e infali
ble. Es posible sostener que la esperanza mesiánica no sólo era un
concepto justificable e incluso inspirado, sino que los intérpretes
de las Escrituras podían estar equivocados en muchos aspectos de
las predicciones y expectativas. Una cosa es tener visiones y so
ñar sueños, y otra muy distinta exigir que tales visiones y sueños
se realicen en el plano de la historia en toda su grandeza apocalíp
tica. ¿Cómo podía imaginar Jesús seriamente que eso pudiera
conseguirse? Podía hacerlo porque era judío, pertenecía a un
pueblo cuya historia, tal y como ese mismo pueblo la leía, era un
completo registro de milagros hechos en su beneficio, y que creía
que aún se harían mayores milagros en el porvenir. Pero lo que
Jesús anticipó que ocurriría no tenía mayores visos de ser correc
to que lo que pudiera anticipar cualquier otro intérprete de las le
yendas proféticas. Durante su vida, y gracias a sus cualidades
personales, pudo adaptarse hasta un extremo asombroso al es
quema mesiánico, tal y como él mismo lo concebía. Pero no podía
controlar lo que estaba más allá, y se equivocó en muchas de las
cosas que predijo. La Iglesia tuvo que enfrentarse al cabo de poco
tiempo al grave problema del retraso de sus expectativas, y lo
hizo, de un modo poco convincente por cierto, recurriendo al ex
pediente de espiritualizarlas. El dogma de su divinidad no le per
mitía admitir que él se había equivocado.
No podemos dejar de apreciar que las convicciones que tenía Je
sús se basaban en el tratamiento oracular del Antiguo Testamento.
Los círculos judíos en los que se movía estaban acostumbrados a
aplicar el texto de los libros sagrados no sólo a las figuras mesiáni
cas, sino también a otros individuos relacionados con el drama cós
mico y, en geneqtl, a las circunstancias que ellos creían correspon
dían a las de los Ultimos Tiempos. Los pergaminos del mar Muerto
y la literatura apocalíptica ofrecen abundantes ilustraciones de esta
clase de exégesis profética. La Biblia contenía secretos que podían
38
extraerse utilizando los medios correctos, para guía e instrucción
del elegido del Fin de los Días.
El cristianismo se inició cuando los seguidores de Jesús comen
zaron a proclamar que en él había llegado el Mesías, y trataron de
probarlo de la única manera convincente que podían: demostrando
que todo lo que le ocurrió había sido predicho en las Escrituras.
Hay razones para creer que la primera presentación escrita del
Evangelio adquirió la forma de un compendio de tales testimonios
bíblicos, convirtiéndose en una obra en cuyas diversas recensiones
subyacen los Evangelios canónicos, y cuya influencia puede discer
nirse en otras partes del Nuevo Testamento, así como en buena par
te de la literatura patrística.15 Poseemos pruebas de que algunas na
rraciones de las actividades de Jesús fueron teñidas y elaboradas
por las profecías, lo que era totalmente adecuado para identifi
carlas con ellas. Pero la imagen que tenemos en cuanto a la aso
ciación inmediata y espontánea de las profecías con las experien
cias de Jesús indica que no fueron sus discípulos quienes iniciaron
el proceso, sino que se limitaron a contmuar algo que habían
aprendido de él.
Los Evangelios insisten en que Jesús poseía un conocimiento
previo de su destino, que él había obtenido de las Escrituras. Sig
nificativamente, sólo empezó a comunicar. esta información des
pués de haber obtenido de Pedro, en Cesarea-Filipo, la afirma
ción de que él era el Mesías. «Desde entonces comenzó Jesús a
manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mu
cho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas,
y ser matado y resucitar al tercer día. »16 Lo declaró así sobre la
base de que tales cosas habían sido escritas refiriéndose al Me
sías. 17
No sería nada extraño que Jesús exhibiera tales conocimientos
previos, siempre y cuando hubiera tenido acceso a la literatura de
«los santos », como así parece indicarlo su familiaridad con la idea
de un Justo Sufriente y con la cristología del hijo del hombre. Josefo
nos dice de los esenios: «Hay entre ellos algunos que profesan la
predicción del futuro y que están versados desde sus primeros años
en los libros santos... y en las manifestaciones oraculares de los pro
fetas».18 En sus escritos, da ejemplos de sus poderes, y no cabe la
menor duda de que, en tales círculos, había muchos que habían ad
quirido una notable capacidad y visión para prever el futuro, como
resultado de su entrenamiento.
Creyendo ser el Mesías, no resulta sorprendente que Jesús tra
tara de aprender de «los santos » todo lo que pudiera sobre lo que se
esperaba de él y lo que le aguardaba. No es ninguna novedad decir
que él creía ser el destinado a cumplir las predicciones mesiánicas.
A los cristianos primitivos les encantaba seguir la pista de tales ex
pectativas en su vida, hasta el punto de que, con la ayuda de la Bi-
39
blia griega, pudieron descubrir alusiones en los textos más dispara
tados, e incluso llegaron a crear incidentes para adaptarse a lo que
creyeron eran las necesidades proféticas. Efraím el Sirio declara en
el siglo 1v: «Acercaos, grupo de profetas, intérpretes de las verda
des. ¡Ved cómo el Rey no se ha apartado del camino que trazasteis
para él! » . 19 Pero es necesario dejar constancia de que ni antes ni
después de Jesús hubo nadie cuyas experiencias fueran tan concre
tadas como para adaptarlas de un modo tan exacto a las profecías
relacionadas con el Mesías. La comparación más próxima de que
disponemos es la del Maestro de Virtud de los pergaminos del mar
Muerto. Sólo recientemente, tras este descubrimiento, hemos po
dido tomar conciencia de que, antes de la época de Jesús, el Anti
guo Testamento se interpretaba oracularmente en el mismo sentido
que encontramos en el Nuevo Testamento.
Las deducciones lógicas de este fragmento vital de información
se hicieron parcialmente incluso antes de que surgieran las pruebas
aportadas por los pergaminos. Podemos tomar como ejemplo la in
vestigación realizada por sir Edwyn Hoskyns y Noel Dave�, publi
cada en 1931, de la que vamos a citar dos breves párrafos. 2
«Jesús actuó como lo hizo y dijo lo que dijo porque estaba cum
pliendo conscientemente una necesidad que le impuso Dios a través
de las exigencias del Antiguo Testamento. Murió en Jerusalén, no
porque los judíos le acosaron hasta allí para matarlo, sino porque él
estaba convencido, como Mesías, de que debía viajar a Jerusalén
para ser rechazado y morir. »
«El historiador se enfrenta en último término con una figura
histórica plenamente consciente de una tarea que debe realizar,
y plenamente consciente también de que el único futuro que im
portaba para los hombres y mujeres dependía de lo que él dijera
e hiciera, y consciente finalmente de la muerte que le esperaba.
Esta conciencia proporcionó una clara unidad a sus palabras y ac
ciones, de tal modo que las acciones interpretan las palabras y és
tas a aquéllas. »
Pero si esta pretensión es cierta, y resulta difícil dudarlo, signifi
ca que antes de que Jesús iniciara su ministerio ya se había provisto
del conocimiento de lo que iba a ocurrir, obteniéndolo de las inves
tigaciones mesiánicas previas. Sus actividades públicas duraron,
quizá, poco más de un año. La profecía exigía un continuo movi
miento y compromiso. Jesús raramente se hallaba solo y a menudo
aparecía casi exhausto: no disponía de tiempo para el estudio tran
quilo o para la lenta formación de las ideas. No existe la menor indi
cación de si estaba dejando las cosas al azar y no tenía el menor atis
bo de lo que podía esperar. Desde el principio hasta el final, sus ac
ciones se ven marcadas por el más definido de los propósitos, y ha
bla con una autoridad que produjo una profunda impresión en to
dos aquellos que entraron en contacto con él. Se revela como un
40
hombre que sabe exactamente lo que está haciendo y por qué. En
más de una ocasión se informa que dijo, en relación con su muerte:
«Mi hora aún no ha llegado».21
Todo lo que hemos argumentado nos conduce a una cuestión
crucial. Si Jesús creía que le sucederían una serie de experiencias,
en consonancia· con las exigencias proféticas, ¿procedió a hablar y
actuar conscientemente de acuerdo con tales profecías, tal y como
sugieren Hoskyns y Davey? Al parecer, estos eruditos se dieron
cuenta de las implicaciones de sus afirmaciones y, como eran cristia
nos ortodoxos, se apresuraron a distanciarse de ellas, puesto que al
final de su libro leemos: «Puede argumentarse que la evidencia se
ñala hacia un extraño acto de voluntad humana mediante el cual Je
sús se mostró decidido a obedecer la voluntad de Dios, habiendo
extraído dicho conocimiento del persistente estudio del Antiguo
Testamento... Pero la verdad no es ésa. Ningún escritor del Nuevo
Testamento pudo pensar en Jesús como los griegos pensaron en
Prometeo. Por lo tanto, debemos llegar a la conclusión de que no
fue el propio Jesús quien pensó su vida y su muerte tal y como ocu
rrieron. En el Nuevo Testamento no existe ningún lenguaje descrip
tivo del heroísmo humano. El. acontecimiento de la vida y muerte
de Jesús no fue pensado como" un acto humano, sino como un acto
de Dios llevado a cabo en carne y huesos humanos, lo que es una
cuestión muy diferente». 22
Esto no es una conclusión sobre el plano de la investigación his
tórica. Se limita a transferir el juicio al Nuevo Testamento, cuyos
puntos de vista, que reflejan la subsiguiente opinión cristiana, se
nos invita a aceptar como la única verdad. Si las pruebas señalan
«un extraño acto de voluntad humana» por parte de Jesús, ¿por qué
tememos aceptarlo como la verdad? ¿Por qué no llegar histórica
mente a la conclusión de que, antes de su bautismo por Juan, Jesús
había logrado bosquejar una especie de anteproyecto de la misión
del Mesías, en el que las exigencias proféticas se hallaban organiza
das para mostrar un progresivo programa de acontecimientos que
tendría su clímax en Jerusalén, donde sufriría a manos de las autori
dades?
Aquí puede hallarse la explicación de numerosos misterios exis
tentes en la historia narrada por los Evangelios. Al leer la historia
desde este punto de vista mesiánico se puede llegar a conocer de un
modo más claro, decisivo y exacto al Jesús real. Y, al hacerlo así,
debemos preocuparnos principalmente por la forma en que él se
preparó para ello y en cómo lfevó a la práctica lo que consideraba
como su tarea mesiánica, enfatizando de un modo singular no tanto
el modo de alcanzar sus objetivos, sino la forma en que obligaba a
las circunstancias a adaptarse a lo que, para él, eran exigencias im
perativas de las profecías.
Para el hombre que se embarcó en esta tarea formidable y fan-
41
tástica, eso no fue ningún juego. Actuó en ello con la seriedad más
absoluta. Tal y como comprendió las cosas, en su propia época y
ambiente, impregnado con sus extrañas obsesiones, de la medida
de su fe para adaptarse a los inalterables decretos divinos depen
dían tremendas cuestiones. Necesitaba, pues, poseer todas aquellas
cualidades de mente y carácter que las profecías prometieron al Me
sías para permitirle alcanzar el éxito.
42
3
Ha nacido un niño
Los misterios sobre el nacimiento de Jesús son bastante prosai
cos. Se refieren a dónde y cuándo nació. En cuanto a lo primero, las
alternativas oscilan entre Nazaret, en Galilea, y Belén, en Judea, y
en cuanto a lo segundo entre el 6 a. de C. y el 6 d. de C.1 Pero, sin
duda alguna, el ambiente que rodeó su infancia fue galileo.
Este niño, sin embargo, el primero de un artesano judío llamado
José y su esposa Miriam (María), no fue un niño ordinario, pues es
taba destinado a jugar un papel único en la historia. Absorbió los
sueños y visiones de su pueblo, y envolvió su vida con ellos, procu
rándose la inmortalidad para sí mismo y dando origen a una fe reli
giosa que le identificó entre muchos otros judíos como el Mesías y
entre muchos gentiles como el divino salvador del mundo. Un siglo
después de su nacimiento circularon entre sus seguidores historias
relacionadas con las circunstancias de su natividad, apropiadas a la
dignidad en la que se le tenía.
Tales historias, contadas de una forma simple y hermosa, siguen
ejerciendo un gran atractivo emocional, puesto que encierran en sí
mismas profundas esperanzas y anhelos humanos. Nos hacen retro
ceder una y otra vez a ese sagrado lugar de la imaginación infantil
en el que no existen barreras en las relaciones entre el cielo y la tie
rra. En este sentido, son un tributo adecuado al hombre que tuvo
tanta fe que logró iluminar la oscuridad de la experiencia mundana
con el alegre fulgor del país de las hadas. He aquí al genio, pues así
es como debemos comprenderle: como aquel que, por encima de
todos los demás, mostró a la humanidad cómo convertir sus sueños
en realidades.
Con las historias sobre el nacimiento de Jesús, y también de
Juan el Bautista, pasamos directamente del mundo de la más sobria
realidad al mundo de la fantasía de los cuentos. Tiene todas las apa
riencias de ser el mismo mundo con el que estamos tan familiariza
dos. Hay en él la misma clase de gente y también tienen lugar ciertos
acontecimientos comparables. Pero nos damos cuenta instantánea-
43
mente de que nos hallamos ante una atmósfera diferente y que es
tán ocurriendo cosas extraordinarias que todo el mundo parece
aceptar como perfectamente normales. Nuestras mentes se sienten
confundidas ante la manera prosaica en que se narran las circuns
tancias más extrañas, en las que aparecen seres celestiales que ha
blan con los mortales, y no sabemos qué pensar.
En la presentación de lo que sucede no hay distinción entre lo
factual y lo legendario, y no se nos proporciona tampoco criterio al
guno para separar lo uno de lo otro. Tenemos la sensación de que
eso es algo muy injusto, una imposición a nuestra credulidad. Si
penetráramos en ese otro mundo a través de cualquier otro volu
men que no fuese la Biblia, no experimentaríamos esta desazón,
porque entonces emplearíamos modelos de valoración referidos a
las características de la gente que produjo tal literatura. Pero se nos
ha persuadido, de un modo erróneo y sin consideración alguna para
la naturaleza del folklore espiritual, de que lo escrito en la Biblia
debe ser aceptado como cierto y considerado en el sentido más lite
ral y absoluto como la misma palabra de Dios. Se nos ha inducido a
pensar que no somos nosotros los que entramos en un mundo de
imaginación en el que todo es posible, sino que es ese mundo el que
ha entrado en nosotros, amalgamándose con el nuestro hasta el
punto de hacernos creer que sus características milagrosas han ocu
rrido bajo nuestras condiciones, en nuestra época, espacio e histo
ria. Todo lo que necesitamos es aplicarnos ante los ojos ese polvo de
cuento de hadas llamado fe. Sólo así podremos comprender y reco
nocer ese mundo.
Esta insistencia -y es la religión la que lo exige- no debe re
chazarse como totalmente caprichosa y alejada de la realidad.
Debemos ser sensibles a las insinuaciones de la existencia situada
más allá de nuestra comprensión finita. Pero también debemos
protegernos contra las tonterías de los tradicionalistas de vía es
trecha. Debemos tratar la Biblia de un modo inteligente, aplicán
dole, para su comprensión, el conocimiento de las formas e ideas
de quienes intervinieron en su composición a lo largo de diversos
períodos. Retener o ignorar información vital es un crimen espi
ritual.
La Iglesia debería haber enseñado, junto con las historias so
bre la natividad, que éstas no son más que idealizaciones delibe
radas en las que se mezclan intencionadamente las leyendas de
los héroes de Israel y de Helas, y que sus ingredientes básicos han
sido extraídos de tales leyendas. ¿Cómo van a saber los no inicia
dos que tales historias son del mismo orden que las maravillas con
las que los judíos de la época enriquecían y ampliaban las narra
ciones bíblicas sobre el nacimiento de Noé, Abraham y Moisés? 2
Y en cuanto al elemento no judío relacionado con el origen divino
de Jesús, ¿por qué no referirse, como hizo el mártir Justino en el
44
siglo II,3 al nacimiento divino de Perseo de la virgen Danae, rela
tar lo que se contaba sobre la natividad celestial de un dirigente
tan mundano como Alejandro Magno, o de una saga como la de
Apolonio de Tiana? 4
Lo que ofrecen las historias evangélicas de forma tan atractiva
es un tributo típico del pensamiento y la expresión literaria del mun
do de hace diecinueve siglos, expresado en un lenguaje que el cris
tianismo ha extraído de su inspiración judía. Eso fue lo que el naci
miento de Jesús llegó a significar para quienes llegaron después que
él y creyeron en él; y así fue como adornaron y compensaron la esca
sez de hechos a su disposición.
No hubo nada de peculiar en el nacimiento de Jesús. No fue
Dios encarnado, ni la virgen María lo trajo al mundo. Aguijonea
da por su antiguo celo, la Iglesia creó un mito y luego se adhirió a
él, convirtiéndolo en dogma. Como quiera que los cristianos si
guen suponiendo que su fe aumenta o disminuye según la doctri
na de la divinidad de Cristo, la Iglesia no tiene más remedio que
mantener el dogma, en detrimento de lo que es realmente signifi
cativo sobre la persona y la contribución de Jesús. Resulta patéti
co encontrar teólogos, ya sean ortodoxos o liberales, que tratan
de salvarse a sí mismos, al igual que la credibilidad de la enseñan
za de la Iglesia, mediante la búsqueda de términos que les permi
tan conservar lo que deberían haber enterrado hace ya mucho
tiempo.
En todas las épocas ha habido hombres que han sostenido since
ramente ideas erróneas, y nadie que haya vivido se ha visto libre del
error. No existe mejor modo de perpetuar tales ideas erróneas que
considerarlas ciertas en un sentido especial o misterioso, simple
mente porque han sido conservadas por sacerdotes, o porque se en
cuentran en la Biblia, o en cualquier otro libro reputado como sa
grado o inspirado. Tampoco es legítimo emplear distintos baremos
de juicio al comprobar su validez o veracidad debido a que una serie
de documentos se consideran con mayor reverencia que otros. En
cualquier caso, nos incumbe a nosotros llegar a conclusiones y obte
ner resultados utilizando los mismos métodos. Debe haber un fun
damento honesto en cuanto al reconocimiento de la presencia de
factores a los que tales métodos son inaplicables, y debemos llevar
el máximo cuidado para no engañarnos a nosotros mismos y para no
pasar por alto consideraciones que sugieran la existencia de una ex
plicación racional de las circunstancias, aun cuando sólo sea apa
rente. Es una obligación investigar y reunir todas las pruebas im
portantes, y no relegar o suprimir en ningún caso cualquier cosa que
pueda ayudar a clarificar el misterio.
En relación con Jesús, y antes de llegar a convicciones acerca de
su figura, nos incumbe hacer todos los esfuerzos necesarios para di
sipar, en la medida de lo posible, la neblina a través de la cual su fi-
45
gura aparece en los Evangelios con unas características incluso ma
yores que la proJ?ia vida. La visión de él que estamos comunicando
aquí se ha obtemdo gracias a esa clase de investigación previa, y se
presenta en sus partes esenciales en las notas y en la segunda parte
de este libro. No importa que no podamos ofrecer todas las respues
tas, ya que, debido a las circunstancias, sería imposible hacerlo así.
Quien tiene algo fundamental que decir al respecto no es el teólogo,
sino el historiador y el psicólogo. Si lo que se pueda descubrir pa
reciera exigir una interpretación para la que estuviera mejor cali
ficado el teólogo, éste pasará a un primer plano para beneficio de
todos.
De este modo, y en relación con los orígenes de Jesús, su naci
miento en un período tan crucial puede considerarse, en último
término, como un acto divino si es que creemos, con los judíos, en
la actividad de Dios dentro del marco de la historia humana. Pero
si recelamos tanto de las intenciones heroicas como teológicas
existentes en las historias sobre la natividad, no hay motivo algu
no para suponer que su llegada a este mundo nuestro fuera excep
cional en ningún sentido.;. o viniera acompañada por aconteci
mientos sobrenaturales. ti fue un bebé tan completamente hu
mano como cualquier otro, hijo mayor, como hemos dicho, de un
artesano judío llamado José y de su esposa Miriam (María), here
dando su forma de sus padres, así como una parte de su carácter
y disposición.
Las historias sobre la natividad añaden muy poca sustancia a
la débil información de que disponemos por otro lado. Se trata
más bien de composiciones introducidas posteriormente, que van
desde el prólogo poético del cuarto Evangelio, hasta la expresión
de convicciones puestas en boca de Jesús, tal y como han sido de
finidas en diversos círculos cristianos. 5 Ya sabemos, a partir de la
corriente principal de la tradición cristiana, que la familia a la que
perteneció Jesús se hallaba instalada en Galilea, y que descendía
de la casa de David, de la que se esperaba que surgiera el Mesías.
Conocemos los nombres de los padres de Jesús, y que su padre
era carpintero de profesión. Sabemos que fue el primogénito, y
que tuvo cuatro hermanos más pequeños y por lo menos dos her
manas. 6 Podemos suponer que eran personas piadosas, y que la
atmósfera de su hogar era profundamente religiosa.
No debemos conceder ningún significado especial al hecho de
que al primogénito de José y Miriam se le llamara Josua (Jesús),
del mismo modo que no lo tiene el que a sus otros hijos les llama
ran Jacobo (Jaime), José, Simón y Judas. Todos ellos son nom
bres bíblicos y eran de uso corriente. Cuando Jesús fue aceptado
como Mesías por sus seguidores judíos, significó mucho para
ellos que llevara el nombre del sucesor de Moisés que condujo a
Israel a la tierra prometida, un nombre que hablaba de la salva-
46
ción de Dios, del mismo modo que quienes siguieron a Juan el
Bautista creían que su nombre hebreo, Johanan, debía hacer re
ferencia al favor del Señor.
Resulta puramente especulativo dilucidar si los padres de Je
sús abrigaron o no la esperanza de que su primogémto demostra
ra ser el Mesías, siendo como era de la línea de David y habiendo
nacido en una época en la que predominaba tanto el fervor mesiá
nico. Resulta igualmente especulativo saber si ese pensamiento
se le ocurrió a Jesús durante su niñez y, de ser así, si ello se debió
a alguna circunstancia externa. No podemos despreciar del todo
la J?.Osibilidad, indicada en Lucas por medio de las predicciones
atribuidas al anciano Simón y a la profetisa Ana, de que alguien
que viera al niño en su infancia, o más tarde, hiciera alguna ob
servación laudatoria sobre su futuro. Josefa relata que cuando
Herodes era niño y no tenía la menor perspectiva de alcanzar la
dignidad real, se encontró un día que iba a la escuela con el esenio
Menahem, quien le dio una palmada en el trasero y le dijo que se
convertiría en el rey de los judíos. 7
Ya fuera a través de una tal experiencia, o como resultado de
sus propias imaginaciones, la semilla de la identificación de sí
mismo con el Mesías se hallaba implantada en la mente de Jesús,
y es bastante probable q_ue ello ocurriera durante su juventud.
Los niños son fácilmente impresionables y siempre están dispues
tos a verse a sí mismos en el papel de héroes. El territorio en el
que vivió el niño Jesús se vio conmocionado por las hazañas del
líder patriótico Judas de Galilea. Se contaba cómo se había nega
do a pagar tributo al César, proclamando que los judíos no tenían
más soberano que Dios. También se contaba cómo, con gran osa
día, él y sus hombres penetraron en la ciudad galilea fuertemente
fortificada de Séforis y se retiraron llevándose armas y dinero
pertenecientes al gobierno. En Galilea se odiaba a los paganos
romanos y a sus marionetas herodianas que controlaban el país,
y se condenaba al ostracismo a los judíos que vendían sus almas
para servirles. En las sinagogas, los predicadores instaban al
pueblo a arrepentirse, para que Dios pudiera intervenir en su fa
vor y enviar al Mesías. 8 Exponían las Escrituras, hablando de
consuelo y esperanza. Había muchas cosas capaces de lograr que
un judío sensible tomara conciencia de acontecimientos extraños
y de suma importancia, con los que él podía estar íntimamente
asociado.
A excepción de una sola anécdota, narrada exclusivamente
por Lucas, los Evangelios guardan un completo silencio sobre la
vida de Jesús anterior al corto período final de su ministerio pú
blico. No nos dicen nada directamente sobre las circunstancias de
lo que Lucas afirma que fueron los primeros treinta años de la
vida de Jesús, 9 y evidentemente la tradición no nos ha proporcio-
47
nado mayor información. Sin embargo, es precisamente de esos
años de los que necesitamos estar particularmente informados,
pues fueron los años en los que Jesús se convirtió en el hombre de
la breve historia evangélica, los años de preparación para alcan
zar el decidido clímax de su carrera. Tal y como ya hemos señala
do, las principales características de lo que tenía que hacer ya las
tenía claras Jesús antes de ser bautizado por Juan, y se dedicó de
liberadamente a cumplir el programa para el que creía haber sido
llamado en su papel de Mesías. Para comprender el comportamien
to de Jesús durante su ministerio público, debemos comprender an
tes lo ocurrido con anterioridad. En consecuencia, debemos esfor
zarnos con los Evangelios para extraer de ellos no simJ?lemente
aquellas cosas que más se preocupan de presentarnos, poniéndolas,
por así decirlo, delante de nuestras narices, cosas sobre las que ha
bitualmente se centra el interés. Más bien debemos esforzarnos por
extraer lo que revelan de un modo incidental e inconsciente, infor
mación que lleva la impronta de la verdad simplemente porque no
se la consideró significativa. Ciertas inferencias y deducciones no se
pueden confirmar fehacientemente, pero siguiendo el principio de
que un niño es el padre de un hombre, aquello que se informa sobre
el hombre puede iluminar, junto con la ayuda de pruebas externas,
una buena parte de lo que no se ha dicho sobre el niño.
El incidente narrado por Lucas es un intento de romper el silen
cio para sentar las bases de las cualidades exhibidas por Jesús. Se su
pone que ocurrió cuando su héroe tenía doce años de edad. Según
Lucas, Jesús había acompañado a sus padres, no cabe duda de que
por frimera vez, en el peregrinaje a Jerusalén durante la Pascua. Al
fina de la celebración, cuando el grupo se disponía a abandonar la
ciudad para regresar a su hogar, el niño desapareció sin que nadie se
diera cuenta, y cuando se le echó en falta sus ansiosos padres le bus
caron, y le encontraron finalmente en el Templo, escuchando a los
maestros religiosos y haciéndoles preguntas. Los presentes se mos
traron extrañados por su inteligencia. Su madre le dijo: «"Hijo,
¿por qué nos has hecho,esto? Mira, tu padre y yo angustiados, te an
dábamos buscando." El les dijo: "¿Y por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?". Pero ellos no
comprendieron la respuesta que les dio».
Evidentemente, Lucas pretende hacernos creer que Jesús se
estaba refiriendo a su padre celestial, de acuerdo con la afirma
ción previa del evangelista, según la cual él sería llamado «hijo
del Altísimo». 10 Naturalmente, esperaríamos que la historia re
flejara la creencia de los cristianos que vivieron hacia finales del
siglo Id. de C., cuando se compuso el Evangelio, y por lo tanto no
hay necesidad de señalar que aquí se indica que Jesús, ya en su ni
ñez, expresó la conciencia de mantener una relación especial con
Dios. Algo extrañamente similar a esta historia, sin este elemen-
48
to, fue contado por Josefo en su autobiografía refiriéndose a su
propia niñez, y no cabe la menor duda de que el autor del Evange
lio de Lucas fue contemporáneo del historiador en una serie de
aspectos. 11
Al margen de si la anécdota en cuestión debe su inspiración a
Josefo, con fundamento en la tradición o sin él, lo cierto es que
Lucas ha detectado una característica de Jesús que aparece en las
reseñas evangélicas de su ministerio. Allí, encontramos a Jesús,
después de su bautismo, dirigiéndose hacia el desierto para lu
char contra las ofertas que le tientan. Después, en Cafarnaúm,
donde ha estado curando a los enfermos, se levanta antes del
amanecer y, sin decir una sola palabra a sus discípulos, se dirige
hacia un lugar solitario para orar. En otra ocasión relacionada
con la alimentación de cinco mil personas, despacha a las gentes y
a sus discípulos y se dirige solo a una montaña para orar. Ya casi
al final, en Getsemaní, busca igualmente la soledad para comuni
carse con Dios. 12 Así pues, puede inferirse que esta forma de
apartarse de los demás para orar era una característica suya, y es
posible que Lucas tuviera razón al hacerle actuar de esta manera
en su juventud.
Es justo deducir del joven Jesús que se sentía inclinado a la in
trospección, guardando celosamente sus pensamientos más se
cretos, incluso ante las personas más cercanas y queridas. A ve
ces, experimentaba la fuerte necesidad de estar solo para meditar
y buscar una guía en la oración. En otras ocasiones, aprovechaba
la oportunidad para lograr respuestas de quienes estaban mejor
calificados para informarle sobre cuestiones que preocupaban a
su joven mente, y que tenían la máxima importancia para él. En
tales ocasiones, desaparecería sin decir a nadie adónde iba. U na
de las cosas que dijo a sus seguidores fue que, cuando rezaran, se
retiraran a su habitación, cerraran la puerta y rezaran al Padre
que está en el secreto; y les enseñó a orar tal y como él debió de
hacerlo fervientemente. 13 A través de los Evangelios puede verse
que no era raro que Jesús fuera reservado. Sus discípulos se acos
tumbraron a sus períodos de silencio, que temían interrumpir.
Caminaban con éf, charlando animadamente entre sí, incluso dis
cutiendo acaloradamente, ignorando virtualmente su presencia.
De pronto, él decía algo, ya fuera en ese momento o más tarde,
demostrando así que no permanecía totalmente inactivo y que
había escuchado, al menos, una parte de su conversación. Pode
mos suponer que ya era así de pequeño.
Así pues, la imagen que podemos hacernos del joven Jesús es la
de un individuo apacible, obediente y observador, con una vida in
terior propia y una fe profundamente enraizada. Poseía una inteli
gencia brillante y en modo alguno se mantenía al margen de lo que
le rodeaba, aunque se sintiera inclinado a separarse de ello. No era
49
en modo alguno una :persona cerrada y poco comunicativa cuando
se trataba de descubrir lo que deseaba saber, pero debió de ser un
chico bastante extraño, un poco enigmático para sus propios pa
dres, no muy dispuesto a llamar la atención e mternamente ocupa
do con tremendas imaginaciones que le era imposible revelar. Fue
ran cuales fuesen sus pensamientos más q_ueridos, podemos arries
garnos a hacer confiadamente una suposición: estaban relacionados
con el mundo, con los tratos de Dios con Israel, y con el enviado que
Dios había prometido a su pueblo.
50
4
Los años de formación
Lo que transpiró durante lo que comúnmente se denominan los
años silenciosos de la vida de Jesús no tiene para nosotros un interés
dictado por una frívola curiosidad. Necesitamos conocer en la ma
yor medida posible al hombre del que estamos tratando si queremos
mterpretar correctamente lo que se nos ha transmitido en relación
con él. Estamos convencidos de que cuando comprendamos el ca
rácter de los documentos que poseemos, y cómo se confeccionaron,
seremos capaces de dar una respuesta directa y sensible a la pregun
ta de los nativos de Nazaret: «¿De dónde ha sacado este hombre
esas cosas?».
Se nos asegura que Jesús fue el primogénito de una familia nu
merosa que vivió en circunstancias humildes. La pobreza se hallaba
muy extendida durante este período, debido a los impuestos, la de
sorganización política y los efectos combinados del fiambre y de la
guerra civil. Las familias de Nazaret estaban acostumbradas a una
vida frugal. Ciertas declaraciones de Jesús señalan su experiencia
personal de penurias económicas, habiendo convertido tales aso
ciaciones en una filosofía de la vida. Se le había asegurado que con
la providencia divina sería suficiente para cubrir las necesidades
más simples, suficiente para salir adelante, y que uno no debe sentir
ansiedad por el futuro. «Suficiente hasta el día en que aparece la
maldad. »
En tal enseñanza hablaba sin duda alguna la experiencia, y po
demos imaginar cuáles fueron algunas de tales experiencias. Al pa
recer, Jesús perdió a su padre cuando él aún era joven. Tras el inci
dente en el que Jesús tenía doce años, relatado por Lucas, José de
saparece de la historia. En las bodas de Caná de Galilea es la madre
de Jesús quien está presente, y no ambos progenitores, 1 y en los re
latos de su ministerio público únicamente aparecen su madre y sus
hermanos. Jesús no se refiere directamente a su padre, pero le ve
mos mostrando preocupación por la herencia de la pobre viuda, y
ternura hacia los niños pequeños y los huérfanos.
51
Se dice que Jesús siguió el aprendizaje del oficio de su padre,
pero podemos suponer que temperalmente no estaba capacitado
para asumir responsabilidades como cabeza de familia, ya que eso
le planteaba exigencias que chocaban con su necesidad de soledad y
de oportunidad para dedicarse a las cuestiones que le preocupaban.
Probablemente, su madre no aceptó con facilidad su tendencia a la
introspección y su costumbre de estar solo. Su familia debió de ser
su primera consideración. No resultaba fácil, ni siquiera con cuida
do y economías, proveer lo necesario para alimentar tantas bocas y
ahorrar para las dotes de las chicas. Es posible que Jesús pensara en
su madre cuando habló de la mujer que había perdido una pequeña
moneda de plata, encendió una lámpara y revolvió toda la casa has
ta encontrarla. Sus historias se basaban a menudo en la vida real tal
y como él la había conocido y observado.
Si ésta era la situación no es nada sorprendente que María se sin
tiera perturbada por Jesús. Cuando emprendió sus actividades J?.Ú
blicas, debió de parecer erróneo que volviera la espalda a su familia
para dedicarse a predicar. Ella amaba a su hijo mayor y quizá pensa
ba que, en ciertos aspectos, se parecía a su padre, pero no podía
comprenderle. Sus parientes fueron más lejos. Decidieron que de
bía de estar loco y trataron de controlarle. Su madre Y. hermano in
tentaron hablarle, y nos queda la duda de si él los recibió.2 Cuando
Jesús se dirige a su madre, lo hace con respeto y simpatía, pero no
con términos que sugieran la existencia de un lazo estrecho entre
ambos.
Con el padre de Jesús había sido diferente. A partir de sus refe
rencias a la paternidad, podemos juzgar que Jesús había adorado a
José y que ese sentimiento era recíproco. José había enseñado el
oficio a su hijo y fue inevitable que ambos pasaran mucho tiempo
juntos. El chico concebía a Dios a través de la imagen de su padre,
y cuando José desapareció la intensidad con la que Jesús se volvió
hacia Dios como el Padre en el cielo es bien elocuente de lo mucho
que había querido a su padre en la tierra y cuánto lamentaba su pér
dida. En la actualidad, se diría probablemente que tenía una fija
ción por la figura paterna. La muerte inesperada de José, cuando
Jesús aún tenía una edad impresionable, pudo haber sido un factor
importante para convencerle de su destino mesiánico. ¿Acaso no
había dicho Dios del hijo de David: «Yo seré para él padre y él será
para mí hijo» ? 3 Al llevarse a José, ¿acaso Dios no estaba cumplien
do la promesa mesiánica del salmista ? 4 Esto aparece en la narración
evangélica del bautismo de Jesús, que representa la autorización
para emprender su trabajo como Mesías. Las palabras que pronun
ció en tal ocasión parecen no sólo un eco del lenguaje del salmista,
sino también el ánimo afectuoso que su padre le había trasladado
durante su niñez, en la carpintería: «Este es mi Hijo amado, en
quien me complazco».
52
No debemos minimizar el conflicto por el que pasó Jesús, su au
toexamen y su angustia mental, antes de poder aceptar que había
sido elegido como Mesías. Fue una conclusión a la que tuvo que lle
gar sin ayuda de ningún ser humano en quien pudiera confiar. No
era extraño que deseara estar solo tan a menudo, para abrir su alma
al que ahora era el único padre que tenía. Cuando reflexionó una y
otra vez en las profecías que hablaban del Mesías, tuvo que haberse
encontrado ante los ras�os de sabiduría y perfección de carácter que
le caracterizaban. ¿Qmén podía vanagloriarse hasta tal punto? Lo
peor a lo que tuvo que enfrentarse fue la tentación de los pecados de
orgullo, ambición y autosuficiencia. Una vez que los sueños juveni
les se vieron sometidos a juicios más maduros, tales tentaciones de
bieron de haber pesado fuertemente en él durante mucho tiempo
hasta ser sometidas durante la lucha que, según la tradición, libró
en el desierto después del bautismo. «¡No nos dejes caer en la tenta
ción y líbranos del mal!»
Puede que no se nos haya ocurrido pensar previamente en el tre
mendo esfuerzo y profundo examen de conciencia que tuvo que ha
cer Jesús para aceptarse a sí mismo como el hombre que esperaba su
pueblo. Los cristianos suponen 9.ue, en cierto sentido, incluso sien
do joven, fue consciente de la divinidad CJ.Ue había en él y que, en
consecuencia, aceptó que era el Mesías sm escrúpulos ni recelos.
Desde el punto de vista cristiano, todo lo que hizo fue, en efecto, y
durante la mayor parte de su vida, ocultar su naturaleza divina a
todo el mundo, reprimiendo la revelación de sus poderes, sin reali
zar milagro alguno, sin curar a los enfermos, para que las gentes de
Nazaret no tuvieran el menor atisbo de sus cualidades, y para que ni
siquiera un demonio tuviera la temeridad de identificarle. Tal pun
to de vista, dejando aparte su intrínseca improbabilidad, no se co
rresponde con la imagen que dan los Evangelios de Jesús como un
hombre que se apresuró a responder con todas sus capacidades a la
llamada de la necesidad humana. Si fue el mismo, tanto antes como
después del bautismo, eso no pudo dejar de reflejarse en sus prime
ros años. Tras aceptarlo como Dios, los cristianos no tardaron mu
cho en apreciar esta dificultad, y produjeron una serie de libros con
el único propósito de relatar auténticamente los prodigios que ha
bía realizado de niño, y que se pueden leer en El Nuevo Testamento
apócrifo, de M. R. James. Pero parece evidente que no hubo tales
proezas, ni nada que indicara que el joven Jesús, hijo de José, fuera
otra cosa que lo que parecía ser.
No nos cansaremos de subrayar lo mucho que depende, para la
verdadera comprensión del Jesús de los Evangelios, de lo que ocu
rrió antes y de aquello que le condujo a sus actividades públicas.
Debemos tomar conciencia de que, para él, debió de haber sido
bastante terrorífico en ciertos aspectos la perspectiva de ser el Me
sías. ¿Cómo podía conocer por completo todo lo que eso implicaba,
53
y cómo lograría poseer lo gue se requería para hacerlo? �Cómo de
bía prepararse para cumplir esa tarea? Incluso es conceb11Jle pensar
que pudiera engañarse a sí mismo sobre su vocación. No poseía la
menor experiencia de gobierno ni de nada relacionado con el ejerci
cio de la autoridad. La vida a la que había estado acostumbrado era
de una relativa simplicidad y correspondía a la vida de un pueblo,
entre gentes sencillas. Pero no podía negar que un fuego ardía en él,
tal y como había ardido en los profetas de la antigüedad, la mayoría
de los cuales, como él mismo, fueron personas sencillas que, sin em
bargo, comunicaron a losrríncil>es la palabra del Señor.
Para Jesús era esencia adqmrir una visión más amplia de la in
terpretación mesiánica de las Escrituras, una mayor habilidad para
comprender la voluntad de Dios. Por lo escuchado en la sinagoga, y
quizá por lo que su padre y otros le dijeron, ya debía conocer bien la
importancia mesiánica de una serie de pasajes. Pero como nadie ha
bía afrontado el cumplimiento de las profecías, no existía una expo
sición sistemática de lo que debería acontecerle al Mesías. Eso era
algo que debía ser descubierto y elaborado. Tenía que surgir, pues,
un modelo claro. Aun cuando Jesús pudiera creer que sería guiado
cuando llegara el momento, tuvo que haber visualizado la misión
del Mesías de un modo más concreto, relacionándola con las condi
ciones y circunstancias contemporáneas.
A pesar de las responsabilidades del hogar que Jesús se vio obli
gado a cumplir, especialmente mientras sus hermanos y hermanas
fueron pequeños, hubo posibilidad de aprender mucho y es eviden
te que él la aprovechó por completo. Aunque buscaba a menudo la
soledad, no se encerró en un mundo privado. Se convirtió en un
profundo estudiante de la vida y del carácter humanos. Pocas cosas
escapaban a su penetrante observación. El hombre que encontra
mos en los Evangelios conoce íntimamente el campo de Galilea, sus
flores y árboles, campos y huertos, las actividades de la gente tanto
en el trabajo como en el culto, así como sus asuntos sociales, espiri
tuales, políticos y económicos. Las cosas que enseña y las parábolas
realistas que cuenta para ilustrar sus enseñanzas son una prueba de
lo mucho que había aprendido. Tal cúmulo de información sólo
pudo haber sido el resultado de una observación prolongada y agu
da. No había existido nada de sonambulismo en sus paseos solita
rios. Los había emprendido para tener un conocimiento de primera
mano de las realidades del mundo.
No hay necesidad de imaginarse, como han hecho algunos escri
tores, que Jesús viajó a otros países como Egipto, e incluso el Tibet,
con obJeto de aprender de los maestros que vivían allí. No muestra
hallarse familiarizado con ningún país extranjero, y se refiere al
mundo exterior empleando únicamente términos generales. El úni
co país que conocía era Palestina. Pero debemos negar que lo que
adquirió forma en la mente de Jesús, relacionado con las exigencias
54
del mesianismo, la iluminación y todo lo que ello implicaba, se le
ocurriera de repente, surgiendo del vacío, a partir del momento en
que fue bautizado por Juan. Todo lo que leemos en los Evangelios
está en contra de este punto de vista.
El Jesús de los Evangelios alude a sí mismo desde el principio
como el hijo del hombre, un título mesiánico del norte. 5 Habla clara
y decididamente de una amplia variedad de temas. Parece saber con
exactitud lo que debe hacer y por qué, y todo ello desde el mismo
principio de su breve ministerio. Cuando se ve tentado de seguir un
curso de acción distinto del que ha determinado con anterioridad,
termina por rechazarlo. Está tan familiarizado con las Escrituras y
su implicación que parece llevar toda la Biblia en la cabeza. ¿De
qué otro modo podría haber logrado enseñar a los sorprendidos
doctores de Jerusalén, para que éstos pudieran decir de él: «Cómo
está tan familiarizado con las enseñanzas si nunca ha estudiado»?
Pero aun cuando Jesús no fuera «discípulo de los sabios», tal y
como lo entendían los fariseos, bien rodía haber tenido acceso a
otras fuentes de conocimiento. Para é habría sido natural buscar a
aquellos capaces de iluminarle en cuestiones mesiánicas. Entre
ellos tuvo que haber en Galilea grupos de aquellos a quienes la gen
te reverenciaba como «santos». Había muchos de tales «esenios» en
la región, con antecedentes muy variados. Los Evangelios sugieren
que Jesús había absorbido muchas de sus ideas, y su hermano me
nor Jaime se sintió fuertemente atraído hacia el estilo de vida ascé
tico nazirita. Jesús no fue esenio, como se ha afirmado con frecuen
cia, pero parece cierto que tuvo que haberse relacionado con miem
bros de la secta, y estaba igualmente familiarizado con su literatura
y sus enseñanzas. 6 Aceptaba algunos de sus principios y reconocía
la existencia de un «Elegido de Israel», pero también repudiaba
buena parte de lo que ellos representaban, como su ascetismo, su
secretismo, rigidez de disciplina, la dureza de sus juicios y sus actitu
des no comprometidas. No podía seguir su camino con ellos, del
mismo modo que no podía hacerlo con los fariseos.
En años posteriores, a Jesús no debió de serle difícil alejarse de
su hogar durante períodos prolongados para vivir en un ambiente
en el que pudiera aprender lo que los «santos» tuvieran que ense
ñarle. Sus responsabilidades domésticas tuvieron que haber dismi
nuido de modo considerable una vez que sus hermanos empezaron
a ganarse la vida, y cuando una o varias de sus hermanas se casaron.
Sabemos que algunas personas de su oficio eran itinerantes, viaja
ban de pueblo en pueblo, como gitanos, ofreciendo sus servicios.
Esta posibilidad ha sido explorada por Robert Eisler en su obra Je
sús el Mesías y Juan el Bautista, donde considera que los nazarenos
precristianos tuvieron una afinidad con las antiguas tribus sectarias
emigrantes de los recabitas y quenitas, como afirma más reciente
mente Matthew Black, muchos de los cuales tenían los oficios de
55
herreros y carpinteros. Eisler los compara con los beduinos sleb de
Siria, todavía existentes, una tribu de artesanos itinerantes cuyo
nombre se deriva de la marca característica que se ponían sobre la
frente. Estas gentes apenas utilizan el dinero y a menudo se mues
tran dispuestos a aceptar grano o dátiles como pago de sus servicios.
Eisler lfama la atención sobre la actitud casi esema de Jesús en rela
ción con la riqueza, las posesiones materiales y las instrucciones da
das a sus apóstoles cuando los envía a predicar. Jesús declaró que
ningún hombre podía servir a Dios y a Mammón al mismo tiempo.
Los hombres no deberían acumular tesoros en la tierra. Sería más
fácil que un camello pasara por el ojo de un aguja que el que un rico
entrara en el reino de los cielos. Por lo tanto, debemos considerar
como muy probable que, al menos durante un tiempo, Jesús se
uniera a un grupo de artesanos itinerantes y fuera conocido por ello
como el nazareno.
Naturalmente, tales ideas son especulativas, pues no dispone
mos de evidencias directas. Pero las evidencias indirectas acumula
das son impresionantes.
No obstante, al margen de lo que aprendiera Jesús, y fuera cual
fuese el modo en que obtuvo sus conocimientos, incluyendo ele
mentos del arte de curar, cultivados y practicados por las comunida
des de los «santos», ante él se abrió siempre el destino para el que se
preparaba. En último término, él solo, solicitando seriamente la
ayuda del Padre celestial, tuvo que penetrar en los misterios inter
nos de las Escrituras sagradas, y poner en orden las insinuaciones de
los oráculos divinos. Lo novedoso de Jesús consistió en señalar con
toda claridad el camino que tendría que seguir el Mesías. Así estaba
escrito.
Lo que más asombra de los Evangelios, tal y como han observa
do los eruditos, es la dinámica resolución de Jesús. Actúa metódica
mente para llevar a cabo ciertas acciones calculadas para ejercer
unos efectos particulares que conduzcan a una conclusión predeter
minada. Es como si fuera un químico que trabajara en un laborato
rio y que siguiera confiadamente una fórmula expresada en un libro
de texto autorizado. Apenas existe el menor atisbo de duda o inde
cisión. Es como un jugador de ajedrez que sigue un plan maestro
previamente anticipado y que sabe cómo contrarrestar los movi
mientos de sus oponentes, e incluso cómo lograr que sirvan a los fi
nes de su desigmo. Dice y hace cosas tan inesperadas para sus aso
ciados íntimos, que los toma por sorpresa, o que ellos son incapaces
de desentrañar. Puede que les guste creer que cuentan con su confian
za, y que incluso hará lo que a ellos les parezca más conveniente. Pero
él los desconcierta y defrauda, y hace arreglos de los que ellos no tie
nen el menor conocimiento, para asegurarse así sus objetivos.
Sin duda alguna, el hombre de los Evangelios estaba J?Oniendo
en práctica un programa que era el resultado de sus investigaciones
56
mesiánicas previas durante los años anteriores al bautismo, hacién
dolo con una absoluta convicción en la validez de sus descubrimien
tos. Lo que Dios había dicho por boca de sus profetas tenía que su
ceder inevitablemente hasta en su más nimio detalle. Está tan infor
mado que es capaz de seguir el ejemplo de las situaciones a medida
que éstas surgen, asistiéndolas al mismo tiempo de un modo activo
para configurarlas, de tal modo que representen la contribución
prevista. Claro que no conoce previamente hasta qué punto y de
qué forma tales situaciones jugarán su papel en este esquema, pero,
con la ayuda de sus fuentes y su conocimiento de los asuntos con
temporáneos, es capaz de discernir que se verán implicadas en ellas
ciertas categorías de personas.
Podríamos mostrarnos escépticos en cuanto a que Jesús pudiera
hacerlo así, o imaginar que, si lo hizo, debió de tener poderes so
brehumanos, si no fuera por la información que poseemos, sobre
todo desde el descubrimiento de los pergaminos del mar Muerto.
Ahora, además, disponemos de amplia confirmación sobre el trata
miento oracular que se daba a las Escrituras en tiempos de Jesús,, de
tal modo que de ellas se dilucidaba lo que les ocurriría en los Ulti
mos Tiempos a las naciones, los grupos y los individuos, a menudo
con cierto detalle. Aún no conocemos los métodos empleados, pero
tenemos ante los ojos algunos de los resultados de la curiosa ciencia
del Elegido. Resulta revelador saber que las predicciones de Jesús
que permitieron exaseraciones en la tradición de los Evangelios pu
dieron lograrse gracias a la utilización de métodos que estaban en
boga en aquella época.
De las cuevas cercanas a Qumran han surgido manuscritos, de
unos dos mil años de antigüedad, que muestran cómo se interpreta
ban proféticamente los libros de la Biblia para relacionarlos con la
fortuna del Elegido y la persecución del Maestro de Virtud, hasta el
castigo del Sacerdote Malvado y los otros sacerdotes principales de
Jerusalén. 7 Tras leer estos extraños documentos, no resulta difícil
comprender cómo pudo haber llegado Jesús a la comprensión de lo
que le ocurriría al Mesías. Evidentemente, aceptó que, siguiendo
las formas en boga, se obtendrían resultados seguros, 8 y de sus in
vestigaciones surgió un bosquejo de los Días del Mesías. Así, las Es
crituras le revelaron el carácter de su misión, cómo sería recibido su
mensaje, cuál sería su destino, y su posterior aparición en la gloria
como rey y juez de las naciones. La más cercana aproximación indi
vidual al logro de Jesús es el poder profético y didáctico que los ese
nios asociaron al Maestro de Virtud, cuyo nombre no se cita.9
Debemos atrevernos a ser honestos sobre Jesús y estar dispues
tos a aprovechar cualquier circunstancia que pueda ayudarnos a
comprender su personalidad y el funcionamiento de su mente. La fe
que tenía en Dios estaba a la altura de un cierto tipo de piedad mís
tica judía, en modo alguno extinguida, en la que existe una mezcla
57
liberal de superstición. Era un oriental en su poesía, su imaginería,
su afición por los aforismos y su inclinación a la invectiva. Poseía la
brillante inteligencia de su raza, una imaginación vívida y una gran
fuerza de voluntad. Correspondía a su naturaleza la inclinación por
el esquema y el plan, así como el seguir paciente y tozudamente un
curso de acción elegido, hasta el final. Poseía lo que en la jerga judía
se conoce como yiddishe hertz, una calidez de afecto benevolente.
Era una persona muy sensible y capaz de juzgar sagazmente a las
personas. En su modo de ser no había ni ambición ni autoengran
decimiento; reconocerse a sí mismo como el Mesías designado no
puede ser atribuido a la megalomanía. Se veía a sí mismo como el
servidor.
No es tarea de este libro, ni competencia de este autor, ofrecer
un estudio psicoanalítico de Jesús. Pero es necesario para, con la
ayuda que podamos obtener de los documentos idealizados, com
plementados con otros conocimientos relacionados con el tema, lle
gar a comprender el carácter del hombre del que estamos tratando.
Sólo así comprenderemos que ciertas implicaciones de las narracio
nes están en consonancia con ese carácter, cuando revelan cómo Je
sús transformaba sus convicciones en acciones y se ocupaba delibe
radamente de producir aquellas consecuencias que, según su inter
pretación, habían predicho las profecías.
Las motivaciones de Jesús han de buscarse en el país donde na
ció y en los tiempos en �ue vivió. Desde su prof.ia perspectiva, fue
enviado al rebaño perdido de la casa de Israe . Su pueblo estaba
oprimido. Su país se hallaba controlado por un poderoso pueblo pa
gano, gobernado por sus administradores y representantes. Su pue
blo sufría y tenía miedo, pecaba y se sentía desdichado, y se mostra
ba colérico y ansioso. Pero después de su redención esperaban la
paz y la felicidad para todo el mundo, lo que sucedería una vez que
Israel regresara al camino del Señor, cuando el culto al único Dios y
Padre se hubiera extendido a todos los hijos de los hombres. Los es
cribas, instr_µidos en el Reino de Dios, hicieron saber que habían
llegado los Ultimas Tiempos, y que el Mesías no tardaría en revelar
se como instrumento de un $ran cambio, de una regeneración. Pero
la transición no se lograría sm dolores y juicios, sin conflictos y cala
midades a una escala sin precedentes. Al mismo pastor se le exigiría
la entrega de su vida para salvar a su rebaño. Así lo vio y compren
dió Jesús, y halló en su corazón un gran amor y compasión por su
pueblo, lo que le indujo a responder a cualquier precio al grito que
sentía y escuchaba elevarse a los cielos.
Si era un hombre extraño fue por ser el producto de un pueblo
extraño que poseía la extraña fe de haber sido elegido por Dios para
conducir a todas las naciones hacia él, para que la justicia, la virtud
y la paz pudieran reinar sobre la tierra. Jesús nació y creció en una
tierra extraña y santa. También era un período extraño, el Fin de los
58
Días, sobre el que habían escrito hombres santos de otros tiem
pos. Se creía que estaba a punto de producirse el momento más
dramático de la historia humana, y las señales de su llegada se
multiplicaban.
Ésta era la herencia y las circunstancias que nos explican a Jesús
de un modo mucho más inteligible que la interpretación casi paga
na, suscrita todavía ampliamente por el cristianismo bajo la com
pulsión de sus tradiciones e inclinaciones.
Podemos considerar que Jesús poseía un fuerte sentido para lo
dramático, lo que no sólo le hizo comprender profundamente el ca
rácter y las implicaciones de la historia de su pueblo, sino que le
condujo también a verse como la personificación de sus esperanzas.
Dramatizó los sueños de su puebfo en su propia persona y se vio a sí
mismo actuando según las profecías. Podemos sostener que fue así
como llegó a comprender las predicciones mesiánicas, como no ha
bía hecho nadie hasta entonces, hasta el punto de que éstas adqui
rieron la forma de un drama que se desarrolló hacia el clímax seña
lado. Su visualización del papel de Mesías era muy teatral y él de
sempeñó su papel como un actor, considerando cuidadosamente el
tiempo y lo que se exigía para cada acto. Sus movimientos calcula
dos, sus acciones simbólicas como los cuarenta días 9-asados en el
desierto y la elección de los doce apóstoles, su escemficación de la
entrada triunfal en Jerusalén y la última cena, todo ello atestigua su
conciencia dramática, al igual que muchos de sus gestos y declara
ciones. Sólo alguien que poseyera tal conciencia pudo haber conce
bido, tramado y llevado a cabo el complot de Pascua de un modo
tan brillante y soberbio. Pero la representación de la tragedia del
Mesías y la anticipación del final feliz fueron extremadamente sin
ceras. Eso fue una realidad y no una simulación.
Para Jesús la esencia de su fe consistía en creer que Dios, si
guiendo sus misteriosos caminos, le había elegido a él, descendiente
de David, para cumplir aquellos propósitos que el propio Señor ha
bía inspirado de tiempo en tiempo a sus mensajeros, para que los
proclamaran a los cuatro vientos. Y ése era un conocimiento que él
no podía comunicar a nadie, ni siquiera dar una pista antes de que
sucediera. Lo único que podía hacer era prepararse, y esperar.
Los efectos de lo que sin duda alguna imaginó que tendría que
soportar, tal y como contemplaba lo que iba a suceder sin atreverse
a traicionar su secreto, iban a alcanzar sus resultados, mostrándose
en su apariencia física. En el Evangelio de Juan se dice que aparen
taba tener muchos más años de los que tenía. 10 Según Lucas, tenía
cerca de treinta cuando finalmente le llegaron noticias indicándole
que su largo período de prueba había terminado.
59
5
El Ungido
El Mesías no podía empezar a actuar hasta la llegada del profeta
Elías. El último de los profetas antiguos había declarado que volve
ría antes del Día del Señor. La expectativa se enlazó con la esperan
za de un Mesías sacerdote, de modo que se empezó a pensar en
Elías como en un sacerdote. Él revelaría y ungiría al Mesías de Is
rael, el hijo de David. Los escribas dieron rienda suelta a su fantasía
en relación con la profecía del advenimiento de Elías, asociándolo
con toda clase de curiosas ideas. Nadie sabía cómo aparecería y se
daría a conocer. Podía llegar descendiendo de las nubes del cielo, o
presentarse de pronto y anunciarse. Algunos, utilizando la doctrina
de la transmigración de las almas, supusieron que el alma de Elías
penetraría en el cuerpo de un niño que nacería en un momento pre
determinado. Otros consideraron que el espíritu de Elías descende
ría sobre alguien, tal y como había hecho antiguamente sobre su dis
cípulo Elisha. Pero nosotros tenemos la impresión de que muchos
sólo se tomaban medio en serio la promesa del regreso de Elías,
como sucedía con el día del juicio final o la llegada del propio Me
sías. Había transcurrido mucho tiempo desde la apanción de un
profeta en Israel y ahora sólo parecía muy remotamente probable
que surgiera otro. No obstante, el pueblo conservaba la creencia,
así como los hombres serios y piadosos que leían las profecías y tra
taban de descifrar los signos de los tiempos.
Jesús, por el contrario, no tuvo la menor duda. Tenía una fe ab
soluta en el cumplimiento de las profecías, y estaba tan seguro de la
llegada de Elías como lo estaba de ser el Mesías. Las pruebas de que
disponemos y que ya hemos presentado en capítulos anteriores nos
obligan a imagmárnoslo como un hombre con convicciones espiri
tuales muy bien definidas que consideraba la Biblia como la palabra
incontrovertible de Dios y que la interpretaba a la manera oracular
de las sectas marginales del judaísmo pietista.
Así pues, armonizó con las expectativas de Jesús la noticia llega
da a Galilea según la cual una extraña figura antigua había surgido
60
de los páramos de Judea y ahora se encontraba a orillas del Jor
dán, predicando a la gente e introduciéndola en el agua. Este
hombre salvaje, según decían los informes, llevaba el pelo al esti
lo característico de los antiguos profetas, sujeto con una cinta de
cuero, como el profeta Elías. 1 Se llamaba Juan, hijo de Zacarías.
Procedía de una rama sacerdotal, como, según se decía, el propio
Elías, quien había partido hacia los cielos precisamente desde las
orillas del Jordán. Ahora, al parecer, había regresado en la figu
ra de Juan.
No podemos saber, desde luego, cómo reaccionó Jesús al cono
cer la existencia de Juan, J?ero podemos suponer la excitación que
experimentó. Una sensación de enorme alivio debió de haberse
mezclado con sentimientos de profunda solemnidad. Al parecer, fi
nalmente surgía allí una extraña confirmación externa que corrobo
raba lo que él creía de sí mismo. No se había equivocado: su visión
interior no le había engañado, y había sido guiado correctamente en
todo lo que había visto y elaborado a partir de su vocación mesiáni
ca. Debía acudir al Jordán para ver a Juan, escucharle y juzgarle por
sí mismo. Pero ya en su corazón se disipaba cualquier sombra de
duda como se dispersa la niebla bajo el sol. Los años de prueba y de
espera habían terminado.
Juan está rodeado de mucho misterio. Se sabe muy poco de sus
antecedentes, excepto que era hijo de un sacerdote llamado Zaca
rías, de la rama sacerdotal de Abijah, y que su madre se llamaba
Elisheba (Isabel). Según la historia cristiana posterior, narrada úni
camente por Lucas, la madre de Juan estaba emparentada con Ma
ría, la madre de Jesús, y Juan sólo tenía seis meses más de edad que
Jesús. Probablemente, la narración que hace Lucas sobre la nativi
dad de Juan depende en gran parte del material producido por sec
tarios baptistas, adaptado y ordenado para apoyar la superioridad
de Jesús, sin menoscabar por ello la importancia profética de Juan. 3
En consecuencia, es poco probable que existiera una relación de
sangre entre ellos, y otras indicaciones permiten suponer que Juan
era mucho más viejo que Jesús. Mateo se muestra vago sobre cuán
do se inició el ministerio del Bautista, pero parece fecharlo en el rei
nado de Arquelao, sucesor de Herodes el Grande, 4 época en la que
también lo sitúa la versión eslava de La guerra de los judíos, de Jo
sefo. 5 Parece posible que Juan hiciera una breve aparición pública
en dicha época y que Jesús no tuviera noticias de ella. En cualquier
caso, no se vieron afectadas ni la cualidad dramática de las activida
des actuales de Juan, ni la impresión que éstas producían.
Jesús no fue el único en suponer que Juan era el Elías retornado.
Otros se preguntaban si no sería el Mesías o el profeta como Moi
sés. En los Evangelios se le aplica la profecía del mensajero, unida a
la voz que grita desde la espesura: «Prepara el camino para el Se
ñor». 6 Se nos dice que Juan está preocupado por predicar el arre-
61
gentimiento, mensaje que Dios le ha enviado a comunicar en estos
Ultimas Tiempos, y es posible que él mismo creyera ser el predece
sor del Mesías. Habitante ermitaño de los desiertos, nazarita de
pelo largo, era la extraña personificación del sensacionalismo apo
calíptico de su tiempo, que hacía sus exhortaciones con todo el fue
go y la seguridad de los antiguos profetas de Israel. Declaró que el
Reino de Dios estaba al llegar y urgió a la gente a salvarse de la có
lera que iba a venir. Introducía a la gente en el río sagrado para lim
piarla de sus corrupciones, del mismo modo que Elisha, el se�uidor
de Elías, había instruido al leproso Naaman el Sirio.7 Ser hijos de
Abraham no es una garantía de salvación, proclamaba Juan. La
gente debía enmendar su camino y lavar sus pecados, del mismo
modo que los gentiles debían abandonar la idolatría y tratar de ser
admitidos en la comunidad de Israel. Sólo entonces serían dignos de
compartir el gran rescate.
La voz atronadora de Juan aterrorizó los corazones de las multi
tudes que la escucharon. En todas partes se hablaba de su extraordi
nario portento, que no pocos estaban dispuestos a interpretar en el
sentido de que los romanos no tardarían en ser arrojados de Palesti
na y que las marionetas judías que ostentaban el poder encontrarían
pronto su ocaso. Las multitudes acudían de todas partes para que
Juan las bautizara. Las escenas en las riberas del Jordán fueron fan
tásticas.
¿Qué pensó Jesús que ocurriría cuando se dirigió hacia el Jor
dán? ¿Sabía que Juan le reconocería e identificaría como el Mesías?
Para él sería natural esperar alguna clase de experiencia que le con
firmara que su llamada había sonado, que había sido ungido para su
tarea. Las profecías exigían que cuando llegara ese momento él ex
perimentaría un cambio profundo: sería investido con poderes que
le calificarían para jugar el papel exacto que debería representar. Se
había escrito: «Reposará sobre él el espíritu de Yahveh, espíritu de
sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de
ciencia y temor de Yahveh... ». 8
Los Evangelios consideran claramente el bautismo de Jesús
como el principio efectivo de su ministerio, el momento de su desig
nación como rey de Israel, cuando Dios lo dio a conocer como su
hijo mesiánico y representante. Lo que subyace en su testimonio es
la doctrina original judea-cristiana denominada adopcionista, J?Or
que se mantiene fiel a las Escrituras9 al afirmar que, en tal ocasión,
Jesús fue recibido como hijo de Dios. Esta enseñanza fue sustituida
en el cristianismo gentil por el concepto de la encarnación, que, de
un modo típicamente pagano, aseguraba que Jesús había nacido
como hijo de Dios mediante un acto espiritual de paternidad por
parte de Dios que fertilizó el vientre de la virgen María, para seguir
afirmando, mediante una elaboración y malinterpretación parcial
de la teología paulina, que el hijo de Dios había preexistido eterna-
62
mente y se había manifestado en la tierra en forma de Jesús, quien
era, así, Dios de nacimiento, alojado en un cuerpo humano por me
dio de la unión hipostática de las dos naturalezas. Los Evangelios,
especialmente los posteriores, se apresuraron a adaptar la fe prísti
na de los seguidores de Jesús a las ideas prevalecientes. Inevitable
mente, también se preocuparon de combatir la idea de que Jesús, al
ser bautizado por Juan, admitía ser un pecador y un ser inferior al
Bautista. Así, en el Evangelio de Mateo, se hace decir a Juan que es
él quien debería ser bautizado por Jesús, y Jesús le explica l?ºr qué
se somete. El cuarto Evangelio también subraya la inferioridad de
Juan y ofrece testimonios reiterados a tal efecto. Los cristianos pri
mitivos tuvieron que enfrentarse a un fuerte desafío por parte de la
secta que veía en Juan al propio Mesías. La literatura conservada
por los mandeanos del baJo Eufrates, que veneran a Juan hasta el
presente, lo disculpa por haber bautizado a Jesús como falso Me
sías.10 Como ya hemos visto, Lucas pone énfasis en la superioridad
de Jesús en las historias sobre la natividad. En la más primitiva tra
dición marcana del bautismo, Juan no reconoce a Jesús, y la expe
riencia psíquica que experimenta éste cuando sale del agua es algo
que queda confinado a él mismo.
La conclusión que podemos extraer de todo ello es que Jesús
tuvo una experiencia. El confiaba en que así sería y que el espíritu
de Dios descendería sobre él. Todo estaba allí, como dispuesto para
intensificar las emociones de Jesús, tal y como podemos suponer
por las descripciones de los Evangelios, incluyendo las multitudes
que acudían excitadamente al Jordán para escuchar a Juan y ser
bautizadas. Cuando vio a Juan, no abrigó la menor duda de que
Elías había regresado realmente.
Jesús nunca había sido testigo de una escena como aquélla, ni
escuchado tales palabras. Allí había verdaderamente un profeta
que hablaba con la voz de Dios, utilizando un lenguaje similar a
todo lo que él mismo había pensado y en lo que creía. Penetró en la
fría corriente, y la peluda mano de Juan descendió sobre él, hun
diéndole hacia las profundidades. Jesús rezó. Luego, lentamente,
surgió del agua; y entonces tuvo la experiencia. La tradición dice
que escuchó una voz procedente del cielo, y que el espíritu de Dios
descendió sobre él en forma de paloma, y penetró en él, significán
dole así que él era el Mesías. Fuera cual fuese la experiencia real de
Jesús, la tradición oculta oportuna y gráficamente lo que significó
para él.
Hay relatos contradictorios sobre lo sucedido después del bau
tismo. Los Evangelios sinópticos dicen que el espíritu de Dios con
dujo a Jesús hacia el desierto, para ser sometido a una prueba críti
ca. Permaneció solo con sus pensamientos durante cuarenta días,
un período simbólico, enfrentándose a las tentaciones satánicas
para ejercer sus recién adquiridos poderes y buscar un atajo que le
63
llevara al trono, lo que eliminaría toda necesidad de experimen
tar el sufrimiento que le esperaba. Logró superar con éxito tales
tentaciones. Seguiría firmemente el camino que Dios le había
trazado en las profecías. Sólo tras un intervalo de tiempo regresó
a Galilea.
El Evangelio de Juan no hace referencia alguna a la tentación en
el desierto. En su lugar, nos presenta a Jesús quedándose en el Jor
dán, donde Juan, en presencia de dos de sus discípulos, le señala
como el cordero de Dios. Esos discípulos siguen a Jesús y pasan una
noche con él. Uno de ellos es Andrés, hermano de Simón, más tar
de llamado Pedro. Están convencidos de que él es el Mesías y, como
consecuencia de ello, Jesús consigue sus primeros seguidores, An
drés, Simón, Felipe y Nataniel, así como el discípulo no nombrado
cuyos recuerdos se ven reflejados en este Evangelio. Todos excepto
este último son galileos, por lo que no tardan en ponerse en cammo
hacia Galilea.
Poco después, el Bautista fue detenido por orden de Herodes
Antipas, y encarcelado en la fortaleza de Macaerus, en Perea, al
este del mar Muerto. Había permanecido en libertad el tiempo jus
to para que Jesús le conociera y fuera bautizado por él. Las cosas ya
empezaban a suceder tal y como habían sido previstas.
En este período, Herodes se vio amenazado con la guerra por
parte del rey de Arabia, cuya hija había sido esposa de Herodes y a
la que éste había repudiado por Herodías, antigua esposa de su her
mano Filipo. Juan había denunciado este matrimomo como ilegal,
pero, en nuestra opinión, él era más bien un riesgo para la seguri
dad. Con el pueblo, muchos de ellos súbditos de Herodes, dispues
to a emprender cualquier acción que el Bautista pudiera ordenar, o
incluso a seguir su ejemplo de condena de Herodes, existía el grave
peligro de que se produjera una revuelta en Galilea, lo que obligaría
al tetrarca a luchar en dos frentes a la vez. Aquello podía ser el fin
de su gobierno e incluso costarle la vida. En cualquier caso, el em
perador Tiberio se encolerizaría y podía ordenar al legado romano
de Siria que enviara fuerzas para deponerle. No podía contar con
simpatía alguna por parte de Pondo Pilato, el actual gobernador de
Judea, quien ya tenía sus propias dificultades debido a sus mofas de
la religión judía.
A partir de ahora, Jesús fue llamado para cumplir el trabajo del
Mesías. Esperaba ser diferente como resultado del «ungimiento»
espiritual; y, en efecto, era diferente. Las profecías habían dicho
que el Mesías recibiría de Dios sabiduría y entendimiento, el poder
de curar y de subyugar el mal. La fe de Jesús era tan fuerte que no
puso en tela de juicio haber recibido estas capacidades. Creía en
ellas implícitamente y procedió a actuar en consonancia. Hablaba
con energía y con la autoridad de su posición: «Yo os digo». Empe
zó a recorrer el camino señalado con seguridad y habilidad maes-
64
tras. El sentido de su poder dinámico impuso el respeto entre sus
humildes seguidores. Se enfrentaba a los desórdenes humanos
como si estuviera capacitado para dominarlos y controlarlos, y des
pertó una respuesta llena de fe entre una multitud de sufrientes. Las
gentes de su ciudad quedaron igualmente asombradas ante el tre
mendo cambio producido en él. No era aquél el Jesús solitario y
bastante modesto que habían conocido hasta entonce�. que no ha
blaba mucho y que parecía triste y a menudo lejano. Este era otro
hombre, alguien decidido y sin pelos en la lengua.
Su fama se extendió rápidamente y su nombre se convirtió en
una leyenda de la noche a la mañana. Nada era demasiado imposi
ble para que no se le achacara a él. Por otro lado estaban aquellos
que se sintieron escandalizados por sus enseñanzas y comporta
miento, particularmente los miembros de la fraternidad farisea,
que se consideraban a sí mismos custodios de la moral y de la ins
trucción espiritual de la nación. Los más remilgados fruncieron el
ceño ante algunas de las cosas que decía, y se sintieron ofendidos
por la libertad de su conducta. Su actitud autocrática les enfureció.
Como quiera que inicialmente no hizo declaración alguna sobre su
identidad, no sabían que hablaba como el Mesías cuando le decía a
un hombre que sus pecados le serían perdonados. Para ellos, Jesús
era un arribista religioso y un demagogo. No negaban que fuera ca
paz de curar, como hacían muchos esenios e incluso algunos fari
seos. Pero en este caso atribuyeron despectivamente su éxito a la
posesión por el príncipe de los demonios. Jesús replicó que tal acu
sación era una blasfemia contra el espíritu de Dios que había en él,
un pecado imperdonable, tanto ahora como entonces.
La alteración experimentada por Jesús fue algo muy real. Su ab
soluta convicción de haber sido poseído por Dios como el Mesías
había permitido sacar a la luz e incluso intensificar todas sus cuali
dades naturales. Al igual que un hombre que ha experimentado lo
que se denomina conversión, Jesús se sintió como un ser nuevo, y
esta sensación debió de verse estimulada por su repentina emanci
pación de la tensión engendrada por los muchos años de espera, por
saber que ahora disponía de libertad para hablar y actuar, en lugar
de tener que rumiarlo todo para sí. No tenía que preguntarle a nadie
qué hacer, cómo empezar. No tuvo vacilaciones ni balbuceos. El ca
mino a seguir ya había sido predeterminado en sus �spectos esencia
les. Sólo tenía que tomar las decisiones correctas y hacer los arre
glos necesarios para ir alcanzando las posiciones que se le iban pre
sentando progresivamente. Poseía la agilidad mental y la-fuerza de
propósito suficientes para alcanzar tales objetivos.
65
6
Intento y fracaso
Nos encontramos ahora con Jesús en el umbral de su ministerio,
cuando empezó a seguir el curso de acción que lograría lo que exigía
la voluntad de Dios, tal y como le habían revelado las Escrituras� En
esta fase fue llamado a actuar como Maestro de Virtud de los Ulti
mos Tiempos, en función de profeta como Moisés, para rredicar el
arrepentimiento por todo Israel y revelar el carácter de Reino de
Dios, en el que participarían los redimidos. Elías había aparecido
en la forma de Juan el Bautista ofreciéndole las mismas palabras
que señalarían el comienzo de su campaña: «Arrepentíos, porque el
reino de los cielos está al llegar».
Los Evangelios contemplan las actividades de Jesús con la ayu
da de los testimonios proféticos que los nazarenos se encargaron de
reunir celosamente como prueba de que él era el Mesías, mientras
que nosotros, con Jesús, miramos hacia delante. Las posiciones no
son muy diferentes, porque estamos convencidos de que muchos de
los testimonios habían estado en la mente de Jesús desde hacía mu
cho tiempo, dirigiendo su planificación. Más tarde, sus seguidores
pudieron ver un significado profético en casi todo lo que hizo, en
contrando textos para adaptarse a ello; con estos medios, incluso
pudieron elevar la estimación de las cualidades de Jesús, introdu
ciendo los milagros y maravillas. 1 Pero nosotros consideramos que
sus propios descubrimientos se relacionaban con pasajes que tenían
una influencia mucho menos imaginativa y directa sobre el trabajo
y las experiencias del Mesías.
Como una indicación de su función inmediata, Jesús pudo em
plear las palabras de lsaías: «El espíritu del Señor Yahveh está so
bre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena
nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a
pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad: a
pregonar año de gracia de Yahveh...».2 Pero los compiladores de
los testimonios pudieron ir aún más lejos. Cuando Jesús abandonó
Nazaret y estableció su cuartel general en Cafarnaúm, junto al mar
66
de Galilea, eso representó para ellos el cumplimiento de la profe
cía: «... a la tierra de Zabulón y a la tierra de Neftalí..., el camino
del mar, allende el Jordán, el distrito de los Gentiles. El pueblo que
andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en tierra de
sombras, una luz brilló sobre ellos».3 De forma similar, cuando Je
sús se dirige a la multitud hablando en forma de parábolas, se quiso
ver en ello el cumplimiento de lo que había dicho el salmista: «Voy
a abrir mi boca en parábolas, a evocar los misterios del pasado».4
Sin embargo, estas medidas por parte de Jesús venían dictadas por
otras necesidades, como veremos.
La región en la que Jesús empezó a proclamar su mensaje fue en
su nativa Galilea, entre gentes de fuerte espíritu independiente,
cuya fe y amor por la libertad les dificultaba soportar la dominación
pagana de Roma y el inmediato gobierno de Antipas, hijo de su
antiguo enemigo, el rey Herodes. Los galileos se hallaban en la van
guardia de los movimientos de rebelión, y aunque en esta época los
zelotes que había entre ellos se mostraban relativamente tranqui
los, siempre estaban dispuestos a demostrar apasionadamente sus
sentimientos cada vez que surgía una situación propicia, recurrien
do si era necesario a la violencia armada. Si en esta fase de su misión
Jesús hubiera hecho saber en Galilea que él era el Mesías, las conse
cuencias podrían haber sido desastrosas. Debemos recordar que ser
el Mesías, el hijo de David, significaba ser el rey legítimo de Israel,
a quien los elementos militantes no habrían tardado en tomar el
pelo. Estaría cometiendo, además, un acto abierto de sedición, que
no sería tolerado por Roma y sus representantes. Por muy pacíficas
que fueran sus intenciones, habría estallidos de violencia. Sería per
seguido por las fuerzas gubernamentales y muerto, o detenido y
crucificado. Incluso si, contando con la suerte, podía escapar fuera
del país, el resultado habría sido el más completo fracaso. Habría
sido Mesías por un día y, evidentemente, un falso Mesías.
Jesús sabía todo esto desde hacía tiempo, aunque la mayoría de
los cristianos actuales nunca han pensado seriamente a qué situa
ción tuvo que enfrentarse. Simplemente, no se han dado cuenta de
las implicaciones políticas, y de lo explosivas que eran las condicio
nes. Pero Jesús las conocía muy bien y procedió con circunspección.
Eligió como cuartel general una pequeña ciudad situada a orillas del
mar de Galilea, que era esencialmente un centro comercial con una
población bastante mezclada, incluyendo funcionarios del go
bierno, tanto romanos como judíos. Cafarnaúm no era precisa
mente la clase de lugar donde se congregaban los desafectos y los
celosos de la ley de Moisés, y mucho menos un lugar de probable
utilización por parte de un conspirador. Cuando Jesús viajó por
el país hablando de temas políticos y espirituales del Reino de
Dios, lo hizo en parábolas, de modo que los espías e informado
res, cuya tarea consistía en hallarse presentes allí donde se con-
67
gregaran las multitudes, no fueran capaces de detectar nada sub
versivo o inflamatorio en lo que decía. Admitía estar hablando
crípticamente en sus palabras, al añadir: «Quien tenga oídos para
oír, que oiga » . Es decir: «El que entienda el significado de lo que
digo, que lo entienda » .
En esta época, el estado no interfirió en la actividad de Jesús
porque éste dio la impresión de ser un inofensivo entusiasta fanáti
co. De hecho, algunas de las cosas que decía podían ser plenamente
admitidas por las autoridades. Sus instrucciones eran excelentes, si
iban dirigidas a aquellos tozudos galileos rebeldes, y hasta podían
ayudar a mantenerlos en orden. «No resistas la maldad», declaraba
el predicador, «y a quien te golpee en la mejilla derecha, ofrécele
también la otra. Y quien te obligue a caminar una milla con él,
acompáñale dos». Esto lo dijo refiriéndose a la angaria, la requisito
ria militar de trabajo y transporte. «Ama a tus enemigos, bendice a
quien te maldice, haz el bien a quienes te odian, y reza por quienes
te utilizan y te persiguen. »
Pero Jesús no estaba actuando como un agente gratuito del go
bierno, a pesar de que advertía intencionadamente a la gente de no
tomarse la justicia por su mano en forma de represalias. Si recurrían
a la violencia, si alimentaban el odio en sus corazones, no sólo se
rían juguetes en manos de sus enemigos, sino que también estarían
abandonando el camino que Dios les había trazado como «reino de
sacerdotes y nación santa » para ganar así el cielo que llevaba a Dios.
Si utilizaban la violencia, se estarían comportando como el resto de
las naciones, y no serían dignos de compartir el Reino de Dios. Ha
bía muchos fariseos que enseñaban lo mismo.
Aunque su llamada al arrepentimiento la dirigía al rebaño per
dido de la casa de Israel, Jesús tuvo que tomar precauciones dobles.
Tenía que prevenir la interrupción abrupta de sus actividades, tal y
como le había sucedido a Juan el Bautista, evitando ser arrestado y
encarcelado como amenaza para la seguridad pública. También te
nía que guardarse contra estratagemas nada recomendables que pu
dieran emprender sus propios seguidores, o contra estallidos espon
táneos de la multitud para proclamarle como rey. Y no iba a permi
tir desmanes en relación con esto. Al principio de su ministerio,
cuando alguien le vitoreaba como hijo de David, le hacía callar in
mediatamente. En cualquier caso, se movía sobre un borde muy afi
lado al ir despertando la fe en sus poderes de curación. Lo que esta
ba haciendo no podía dejar de excitar la especulación sobre quién
era. La gente esperaba un enviado, y se arremolinaba alrededor de
cualquiera que pudiera parecer el medio para el cumplimiento de
sus esperanzas. Jesús denunciaba a los hipócritas y falsos profetas,
así como a los falsos Mesías, del mismo modo que denunciaba a los
hombres violentos. Todos ellos estaban engañando a la nación y
desviándola del cumplimiento de la voluntad de Dios, comerciando
68
con las emociones y los anhelos de la gente. «Amplia es la puerta, y
ancho el camino que conduce a la destrucción, y habrá muchos que
lo seguirán. Pero estrecha es la puerta y el camino que conducen a
la vida, y pocos serán los que lo encontrarán.»
Jesús prefería llamarse a sí mismo el hijo del hombre (es decir,
el hombre), un término que le proporcionaba anonimato externo,
sin tener que negar por ello su verdadera identidad. La descripción
sólo tenía significado mesiánico para las comunidades de los santos,
que no representaban ningún peligro para él. Muchos se sintieron
intrigados y preguntaron: «¿Quién es este hijo del hombre?». Pero
fueron comparativamente pocos, y éstos no muy comunicativos, los
que pudieron contestar: «Es el Mesías». En otras ocasiones, como
en su respuesta a los emisarios de Juan el Bautista, 5 Jesús dejó que
quienes conocían las profecías infirieran quién era a partir de sus ac
tividades.
Otro de los pasos que dio Jesús fue alistar a un pequeño grupo
de discípulos. El primer grupo estuvo compuesto por pescadores
de la ciudad costera de Betsaida. No sabemos con seguridad si Je
sús conocía previamente a algunos de ellos, aunque así se afirma
en el cuarto Evangelio. Hombres como los hermanos Simón y
Andrés, Jacobo y Juan, fueron reclutas valiosos. Eran hombres
patrióticos y poseían una fe simple y directa; eran físicamente
fuertes y se podía contar con su lealtad personal. Jesús denominó
a Simón «la Roca» (Kepha, Pedro), y a Jacobo y Juan «los tem
pestuosos» (Boane-ragsha). Ellos formarían una muy. útil guar
dia personal. También disponían de barcas, de modo que si ame
nazaba algún peligro o la atención de la multitud se hacía dema
siado abrumadora, se abría una vía de escape o retirada a través
del lago, hacia el territorio independiente de la Decápolis, una
liga de diez ciudades fundamentalmente griegas que se autogo
bernaban.
Mediante estos diversos recursos y tácticas, Jesús se aseguró
en la medida de lo posible su propia seguridad y libertad de movi
mientos, así como la oportumdad de comunicar su mensaje sin in
terferencias. Ya estaba demostrando ser, y debemos enfatizarlo
así, un hábil estratega y planificador, siempre alerta y lleno de re
cursos. Podía ser muy apacible, pero no tenía nada de manso. Se
reveló como un hombre de una determinación inflexible y de una
aguda percepción, con todas las cualidades del líder nato. La
imagen que hemos ofrecido aquí de su carácter nos lo muestra
como alguien capaz de concebir y llevar a cabo lo que hemos de
nominado el complot de Pascua, tal y como se demostrará más
adelante.
Existió, sin embargo, una cosa que Jesús no tuvo posiblemen
te en cuenta de modo suficiente: la extensión de su fama como
milagrero. A medida que los días fueron convirtiéndose en sema-
69
nas, se puso rápidamente de manifiesto que su misión empezaba
a verse gravemente comprometida por las multitudes que le se
guían, no para escuchar sus enseñanzas, sino para ser curados de
sus males o llevar a sus parientes para que fueran curados. A ve
ces tenía las mayores dificultades para moverse a causa de la pre
sión de la gente. Sabía que el tiempo de que disponía era corto y
que al ritmo inicial de su progreso sólo podría cubrir un terreno
muy limitado.
Algunas de las cosas que empezó a decir en defensa de su con
ducta comenzaron a contrariar a un grupo pequeño pero influ
yente de su audiencia: los fariseos locales. Esta fraternidad de ju
díos devotos había trabajado con grandes penalidades durante
más de un siglo para promocionar una obediencia estricta de la
Ley (la Torah) por parte de la gente, de modo que podían mere
cer el favor y la salvación de Dios. Había sido un trabajo hecho
cuesta arriba que encontró una resistencia profundamente arrai
gada, sobre todo en Galilea, donde no se admitía que nadie dijera
lo que se podía o no se podía hacer. Al igual que los esenios, los
fariseos consideraban la observancia del Sabbath como algo im
perativo, pues era para ellos una institución divina que señalaba
la diferencia entre lo santo y lo profano, entre Israel y el resto de
las naciones. Se había escrito: «Si apartas del sábado tu pie, de
hacer tu negocio en el día santo, y llamas al sábado "Delicia", al
día santo de Yahveh "Honorable", y lo honras evitando tus via
jes, no buscando tu interés ni tratando asuntos, entonces te delei
tarás en Yahveh, y yo te haré cabalgar sobre los altozanos de la
tierra. Te alimentaré con la heredad de Jacob tu padre; porque la
boca de Yahveh ha hablado». 6 Los esenios habían abandonado
toda esperanza actual de inducir a la gente a la ejecución exacta
de los requerimientos de la Torah, y se habían retirado a sus pro
pios campos y comunidades disciplinadas. Pero los fariseos se
guían esforzándose por llevar a cabo su trabajo misionero y edu
cativo. En ocasiones, llevados por su celo, como tantas veces sue
le ocurrir, perdían de vista el espíritu de la institución al forzar su
estricta observancia; pero sus intenciones eran buenas.
Y ahora, aquí estaba el maestro, a quien prestaba oídos la
multitud, echando por tierra sus esfuerzos, qmtando el yugo de
las órdenes tal y como ellos las habían definido cuidadosamente,
violando el mandato del Sabbath, comiendo con las manos man
chadas y en compañía de publicanos y pecadores, dando así el
peor ejemplo posible. ¿Cómo se podía contrarrestar su influen
cia? ¿Cómo se lo podían quitar de en medio? Se trataba de dos
preguntas muy diferentes, e inicialmente sólo se tuvo en cuenta la
primera. Se desafió repetidas veces a Jesús, y cuando ello demos
tró ser contraproducente, se envió a buscar escribas eruditos a Je
rusalén. Como ya hemos visto, cuando llegaron declararon que
70
Jesús estaba poseído por el demonio; pero eso no evitó que la
gente siguiera acudiendo para ser curada, y Jesús no tardó en ac
tuar para defenderse de la acusación. ¿Cómo podía Satán poseer
a Satán? ¿Acaso los fariseos también estaban poseídos por el de
monio puesto que, como él, curaban a los enfermos? Que ellos
fueran sus propios jueces. Algunos se sintieron imfulsados a dar
pasos más graves. No sentían simpatía alguna por e gobierno ma
rioneta judío, pero ahora, según se nos dice, conferenciaron con
los herodianos. Si lo que Jesús decía podía interpretarse de forma
que indicara que poseía intenciones sediciosas o subversivas, se
ría detenido. Los espías escucharon atentamente para captar al
gunas palabras imprudentes. Pero Jesús estaba en guardia y una
vez más, como ya hemos visto, se vieron derrotados por su cir
cunspección y sus enseñanzas en forma de parábolas. No debe
mos suponer que estos fariseos, en contra de sus propios princi
pios, planeaban la muerte de Jesús. Simplemente pretendían te
nerlo encerrado, fuera de circulación, como a Juan el Bautista,
otra espina clavada en sus carnes. En realidad, sobreestimaban
los efectos de las enseñanzas de Jesús. A la gente le gustaba escu
char, pero sólo un pequeño grupo respondía. Ahora, sin embar
go, Jesús ya estaba plenamente advertido.
El problema esencial que tuvo que superar Jesús fue la dificul
tad creada por las multitudes que le rodeaban en todas partes,
buscando su ayuda y dificultándole el rápido traslado a zonas en
las que esperaba poder comunicar personalmente su mensaje.
Entre las enseñanzas, las curaciones, la gente apretujándose fre
néticamente para llegar hasta él, para tocar aunque sólo fuese el
borde de su túnica al pasar, al final de la mayoría de los días se
sentía bastante exhausto. En cierta ocasión, al no disponer de es
pacio para hablar, utilizó una barca anclada en la orilla como púl
pito. Incluso cruzó a la otra orilla para tomarse un breve descan
so. Pero la gente rodeó la orilla para encontrarse con él cuando
desembarcara, o bien le siguió en otras barcas. No podía alejarse.
Jesús tomó entonces la decisión de nombrar a doce de sus más
íntimos seguidores como enviados (apóstoles). Su número era
simbólico de las doce tribus de Israel. Deberían viajar por el país
en su nombre. Les dio instrucciones precisas. Debían limitar su
misión a los israelitas, y no visitar territorio gentil o penetrar en
ninguna ciudad de los samaritanos. Debían viajar ligeros de
equipaje y en pobreza, como hacían los esenios. Se quedarían allí
donde se les diera la bienvenida, pero sólo el tiempo suficiente
para comunicar su mensaje. Allí donde no fueran recibidos, no
deberían quedarse, sino quitarse de los pies el polvo de aquella
ciudad o casa. «Yo os digo: será más tolerable para el país de So
doma y Gomorra el día del juicio final que para esa ciudad. » De
bían llevar el máximo cuidado en sus discursos y en su conducta.
71
«Oíd, os envío como ovejas en medio de los lobos: sed tan astutos
como las serpientes, y tan inofensivos como las palomas. »
Esta acción por parte de Jesús indica su reconocimiento de la
urgencia de su tarea y que el tiempo de que disponía era corto.
Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos por trabajar en cada mo
mento, pronto tuvo que admitir que su mensaje había encontrado
oídos sordos. Cuando regresaron los apóstoles, le hablaron de
haber sido sometidos por los demonios, pero no le informaron de
ningún otro éxito. Era evidente que la llamada al arrepentimien
to había dejado de escucharse desde hacía tiempo. Pero, al fraca
sar en Galilea, su propio terreno, Jesús había perdido todo el
país.
Según el cuarto Evangelio, Jesús hizo una o dos incursiones
en Judea durante las fiestas, en Pascua y probablemente en Pen
tecostés. Juan asegura que en tales ocasiones enseñó y curó. La
tradición sinóptica no dice nada de estas visitas, y es probable que
Juan haya sobrevalorado su significado en su esfuerzo por esta
blecer que Jesús había dejado entrever su mesianismo desde el
principio. Pero entre Pentecostés, en mayo, y la fiesta de los Ta
bernáculos, en octubre, no hay la menor indicación de que Jesús
fuera a Jerusalén, y éste es el período del cual nos ocupamos aho
ra.
A través de su estudio de las Escrituras, Jesús debió de haber
pensado que su mensaje sería probablemente rechazado.7 Pero él
continuaba cumpliendo con su deber de proclamarlo. Siempre ca
bía la esperanza de un milagro. Habló más de una vez del profeta
Jonás, nacido en Gath-Hefer, en Galilea, no lejos de Nazaret, cuya
tumba era lugar de peregrinación. Dios había declarado a través de
Jonás que Nínive sería destruida en cuarenta días: entonces, la gen
te se arrepintió y abandonó la senda del mal, y Dios salvó a Nínive
y la profecía no se cumplió. Ahora podía volver a suceder lo mismo.
Pero no iba a ser así. Jesús se sintió profundamente conmovido
y dolido por su fracaso, aun cuando nada parecía haberle augurado
que no fuera así. Y, como era humano, también se enojó ante la es
tupidez, el despilfarro inútil, el terrible sufrimiento que iba a caer
sobre aquella nación. Al contemplar esta terrible perspectiva, ad
quirió significado la certidumbre de su propio destino. Interiormen
te, sumido en la aflicción, incluso le dio la bienvenida, porque si
Dios aceptaba su sufrimiento como expiación por los pecados de su
pueblo, estaría encantado de dar su vida. Y si ellos le hacían caso,
era posible que no les ocurriera lo peor de lo que les esperaba. Se
había escrito: «Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno
marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos
nosotros... » .8
Jesús halló salida para sus sentimientos en palabras amargas y
mordaces. Las cuestiones trascendentales estaban siendo desviadas
72
por lamentables disputas, y la situación se deterioraba para caer en
discusiones vulgares.
«Oh, generación de víboras, ¿cómo podéis, siendo malvados,
hablar de cosas buenas? »
«Esta generación es una generación perversa; busca una señal, y
no le será dada señal alguna sino la de Jonás. Porque así como Jonás
fue señal para los ninivitas, así será el hijo del hombre para esta gene
ración. La reina del Austro se levantará en el juicio con los hombres
de esta generación, y los condenará; porque vino de los extremos de
la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo que es más que
Salomón. Los ninivitas surgirán en el juicio con esta generación, y la
condenarán porque se arrepintieron a la predicación de Jonás y aquí
hay algo que es más que Jonás. »
«¡Ay de ti, Corazín; ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y Si
dón se produjeran los prodigios ocurridos en vosotras, hace tiempo
que harían penitencia con saco y ceniza. Pero os digo que habrá más
tolerancia para Tiro y Sidón en el día del juicio que para vosotras. Y
tú, Cafarnaúm, ¿acaso vas a ser elevada hasta el cielo? Hasta el in
fierno serás descendida; porque si en Sodoma hubiesen sucedido
los prodigios que han sucedido en ti, se hubiese conservado hasta
hoy. Y te digo que en el día del juicio habrá más tolerancia para la
tierra de Sodoma que para ti. »
«¿A qué compararé esta generación? Semejante es a los niños
sentados en las plazas que gritando a los otros dicen: "Cantamos al
son de la flauta, y no bailasteis; entonamos lamentaciones, y no os
golpeasteis el pecho". Vino, en efecto, Juan, que ni comía ni bebía,
y dicen: "Tiene en sí un demonio". Vino el hijo del hombre, que
come y bebe, y dicen: "He ahí un hombre voraz y bebedor, amigo
de publicanos y pecadores"; y fue justificada la sabiduría por sus
obras. » 9
Sin e!Ilbargo, a Jesús no le valieron de nada los reproches y las
quejas. Unicamente Lucas informa de un esfuerzo final al enviar a
setenta discípulos a predicar, del mismo modo que antes había en
viado a doce; pero debemos considerar esto como una intencionada
exageración del autor para anunciar el mensaje a los gentiles, pues
to que se suponía que el mundo estaba compuesto de setenta nacio
nes. Debía afrontarse el hecho de que la primera fase de la tarea de
Jesús ya había terminado. El Maestro de Virtud había sido rechaza
do. Desgraciadamente, todo había sucedido tal y como se había
predicho: «Oiréis con el oído, y no comprenderéis; y mirando mira
réis, y no veréis; porque se ha embotado el corazón de este pueblo,
y oyeron difícilmente con sus oídos, y cerraron sus ojos; para no ver
nunca con ellos, ni oír con sus oídos, ni entender con su corazón, ni
convertirse, ni que yo los sane » . 10
Ahora, tal y como le habían indicado las profecías, se ponía en
marcha la segunda fase del trabajo del Mesías. No había tiempo que
73
perder en vanas lamentaciones. Triste pero decidido, se arrojó en
brazos del futuro, y llevó la voluntad de Dios hasta el final. ¿Pensa
ba la gente que era duro cuando rechazó la petición de un seguidor
para que se le permitiera enterrar a su padre, y la de otro que quería
despedirse de su familia? Las palabras surgieron de un corazón doli
do cuando dijo: «Dejad que los muertos entierren a los muertos», y
«Ningún hombre que haya arado y mirado atrás es bueno para el
Reino de Dios».
74
7
La revelación
Si hacía falta un último impulso para que Jesús se convenciera
de que no podía perder más tiempo en prepararse para la tremenda
prueba que le esperaba, éste lo supuso la noticia de la ejecución de
Juan el Bautista. Aquella luz brillante e inflamadora se había extin
guido de repente, una señal tan segura como su propia llamada en
el Jordán. Por lo tanto, debía elegir a sus doce discípulos de mayor
confianza e identificarse plenamente ante ellos como el Mesías, lo
que, en el fondo de sus corazones, algunos de ellos ya le considera
ban, preparándoles mentalmente para lo que le esperaba a él.
Los Evangelios no nos proporcionan un esquema de confianza
de su ministerio, de modo que no disponemos de los acontecimien
tos y enseñanzas tal y como se fueron produciendo, en su orden cro
nológico. La información de que disponían los evangelistas no lo
hizo posible. La tradición antigua ha proporcionado un bosquejo de
grandes acontecimientos y tendencias en el que tenían que encajar
lo mejor que pudieran el material oral y escrito del que disponían. 1
Pero hay suficientes pistas como para permitirnos seguir los aconte
cimientos en la política y la planificación de Jesús, detectando lo
que él trataba de conseguir de un modo progresivo. Aparecen algu
nos mojones para guiar nuestros pasos y dar cuenta de nuestra posi
ción. Uno de ellos es la tradición según la cual Jesús reveló el fin vio
lento que le esperaba a manos de las autoridades, tras haber sido in
formado de la muerte de Juan el Bautista. Algo que Jesús hizo rela
cionándolo con el conocimiento de su mesianismo. A partir de en
tonces se exigía que, para cumplir con las condiciones de su destino,
se revelara cada vez más como el Mesías y abandonara su incógnito.
Sabemos que Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea,
se había sentido muy afectado por los informes sobre las actividades
de Jesús. Tal y como hemos señalado anteriormente, en esta época
Herodes se veía enfrentado a la perspectiva de una guerra con el rey
de Arabia, cuya hija había sido su esposa, y a la que había insultado
al casarse con Herodías, que antes había sido esposa de su herma-
75
nastro Filipo. Había encerrado a Juan en la prisión pereana de Ma
caeru, su cuartel general actual, por denunciar dicha unión y por te
mor a que el Bautista provocara una rebelión entre sus súbditos en
un momento en que él necesitaba de todas sus fuerzas para afrontar
la amenaza árabe. Según la narración del Evangelio, Herodías esta
ba decidida a que Juan muriese, y encontró la ocasión para forzar la
mano de su esposo y procurar la ejecución del profeta. Ahora, He
rodes se enteró con desaliento de que otro profeta actuaba en Gali
lea, atrayendo grandes multitudes, y exponiendo el mismo mensaje
que Juan. Era como si el Bautista se hubiera levantado de entre los
muertos para mofarse de él y derrotarle. Aquí aparecía una nueva
amenaza y, por primera vez, Jesús se encontró físicamente en peli
gro.
Un incidente, del que sólo informa Lucas, parece hallarse rela
cionado con estas circunstancias. «En el mismo tiempo se acercaron
unos fariseos diciéndole: "Sal y márchate de aquí, porque Herodes
quiere matarte". Y él les dijo: "Id y decid a esa zorra que hoy y ma
ñana estoy expulsando demonios y realizando curaciones y que pa
sado mañana termino. Pero tengo que caminar hoy, mañana y el día
siguiente, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusa
lén". »2 El pasaje es interesante porque nos muestra que una parte
de los fariseos hizo todo lo que pudo por salvar la vida de Jesús. Ha
bía entre ellos dos escuelas de pensamiento, la una que seguía los
preceptos del apacible Hillel, y la otra que seguía las severas ense
ñanzas de Shammai. Este último grupo se habría sentido mucho
más ofendido por la conducta de Jesús, y habría deseado verle desa
creditado e incluso encerrado si ése era el único modo de interrum
pir sus actividades. Pero había numerosos fariseos más comprensi
vos, bien dispuestos hacia él, que incluso le recibían en sus casas.
La contestación de Jesús a la amable advertencia fue desafiante.
Era la primera ocasión que hablaba despreciativamente de un go
bernante; y pudo cometer esta indiscreción porque ahora su mente
estaba puesta en la penosa experiencia que le esperaba en Jerusa
lén, donde debería cumplir su destino, y no en ningún otro lugar.
Tal y como Jesús veía la situación, no corría peligro inminente,
puesto que Herodes se hallaba en aquellos momentos demasiado
comprometido como para proceder contra él. Sin embargo, no des
preció por completo el riesgo que corría y se retiró prudentemente
hacia el norte del mar de Galilea, al territorio que antes había perte
necido a Filipo.
Fue en esta región de Cesarea-Filipo donde Jesús les preguntó a
sus discípulos qué decía la gente de él, quién pensaban que era. Le
dijeron que las opiniones variaban. Algunos suponían que era Juan
el Bautista, Elías, Jeremías o cualquier otro de los profetas antiguos
que había regresado a la tierra. «¿ Y qué decís vosotros?» Simón ha
bló llanamente en nombre de los demás: «Que eres el Mesías», y así
76
obtuvo el sobrenombre de Pedro (roca). Jesús se regocijó de que se
les hubiera revelado la verdad. Era una confirmación más de su sta
tus; pero les ordenó que mantuvieran su identidad en secreto. Aún
era demasiado pronto para darlo a conocer de modo generalizado.
Ese momento llegaría cuando acudiera a Jerusalén para sufrir las
últimas pruebas a las que tenía que someterse como Mesías.
Las palabras que utilizó para revelar a sus discípulos lo que le es
peraba fueron importantes. Se puede decir que con ellas da comien
zo la segunda fase de su ministerio. Nunca antes había hablado so
bre su fin, pero la muerte de Juan el Bautista le hizo comprender lo
esencial de hacerlo así. No podemos estar seguros del lenguaje utili
zado, aunque, sin duda alguna, el sentido estaba allí. Parece como
si estuviéramos leyendo el párrafo introductor del relato de la pa
sión del primitivo libro testimonial, y quizás algo similar configura
ba el prefacio de los oráculos donde se describía el rechazo, la ejecu
ción y la resurrección del Mesías. El anuncio, tal y como se expresa
en el Evangelio de Marcos, dice: «Y empezó a enseñarles que el hijo
del hombre habría de padecer mucho y de ser reprobado por los an
cianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y que habría de ser
muerto y resucitar des{>ués de tres días». 3 Esto mismo, con ligeras
variaciones, se va repitiendo a intervalos, como si fuera un refrán. 4
En estas afirmaciones, Jesús ya es capaz de especificar quién actua
rá contra él. Los ancianos, sumos sacerdotes y escribas a los que cita
sólo pueden referirse al sanedrín, el Consejo de los Asuntos Judíos
de Jerusalén, mientras que los gentiles, introducidos en otra oca
sión, sólo podían ser los romanos, representados por el procurador
de Roma.
Jesús sólo pudo haber hecho tal deducción gracias a la interpre
tación de las Escrituras a la manera de los esenios. Siguiendo los co
mentarios de los pergaminos del mar Muerto, podemos crearnos
una apropiada pesher (explicación oracular) del comienzo del se
gundo salmo. 5
«¿Por qué se alborotan las gentes y los pueblos meditan vacieda
des? Conciértanse los reyes de la tierra y los dignatarios conspiran a
una ,contra el Señor y contra su Ungido. » La explicación es que, en
los Ultimos Tiempos, los malvados conspirarían contra el Mesías de
Virtud para destruirle; pero al final su intención no llegaría a nada,
pues el Señor lo arrancaría de las manos de sus enemigos. Los reyes
de la tierra son los Kittim (sinónimo que se aplica a los romanos en
los pergaminos), que gobiernan numerosas naciones. Los dignata
rios son los ancianos y sacerdotes de Jerusalén, que gobiernan Is
rael por medio de su malvado consejo.
Lo que había hecho Jesús en sus primeros años había sido ver al
Mesías en las diferentes fases de su manifestación como uno de los
grandes objetos de la profecía. Había acumulado sobre sí mismo los
sufrimientos y la fe en la supervivencia del virtuoso, expresadas en
77
el poema y la predicción. Se había aplicado a sí mismo lo escrito
por su antecesor David como proscrito perseguido por el rey,
pero a quien Dios había elegido para gobernar al pueblo de Is
rael, y lo que se había escrito referido al perseguido servidor de
Dios como los de aquellos mensajeros de quienes se mofaban y a
quienes condenaban los reyes y sacerdotes. Todas estas Escritu
ras, y muchas otras, indicaban y encontraban su expresión en las
experiencias del Mesías, todo lágrimas al principio para alcanzar
finalmente el triunfo.
Cuando los nazarenos contemplaron el clímax dramático de la
vida del Mesías, como todavía hacemos algunos de nosotros a tra
vés del libretto del Oratorio de Haendel, se sintieron abrumadora
mente impresionados por la concordancia de tantos pasajes con lo
que finalmente había sucedido. Al tener que establecer, tanto para
sí mismos como para la audiencia judía, que lo sucedido estaba de
acuerdo con las Escrituras, se dedicaron a armar una formidable co
lección de testimonios. En su celo, llegaron incluso a amplificar y
suplementar la narración de sus experiencias, sobre todo cuando
ciertos textos parecieron exigir incidentes adicionales capaces de
completarlos. De un modo casi insensible, las enseñanzas se fueron
convirtiendo en hechos, y los individuos pudieron afirmar que ha
bían oído decir tales cosas de boca de otros, quienes a su vez las ha
bían oído decir a los apóstoles. De este modo, la leyenda fue cre
ciendo pasando de la historia al testimonio destinado a embellecer
la historia. 6 Debemos ser plenamente conscientes de este proceso
de embellecimiento al estudiar los Evangelios y la literatura patrís
tica primitiva.
La proeza de Jesús fue mucho más extraordinaria, puesto que se
enfrentaba a lo desconocido, y trataba de determinar la configura
ción de las cosas para que le sirviera como guía de sus propias accio
nes. Fue él quien logró extraer de los oráculos una imagen tan clara,
llegando a confiar tanto en su veracidad que pudo seguirla como
una estrella indicadora del camino, arriesgándose a hacer ciertas
predicciones concretas sobre lo que tendría lugar. Este logro fue
algo particularmente notable porque trascendió la relativa ambi
güedad del mesianismo contemporáneo, situando sus ideas bajo un
foco mucho más nítido y singular. Había cintas de diversos colores
para marcar el papel de las diversas personalidades mesiánicas, el
profeta Moisés, el Justo Sufriente, el hijo de David, el apocalíptico
hijo del hombre. Jesús las entrelazó en una sola. No resulta extraño
que lo que reveló a sus poco instruidos discípulos, con su idea popu
lar sobre el Mesías, en quien sólo veían al heredero real de David,
les sorprendiera y conmocionara, e impulsara al franco Pedro a ele
var una protesta instantánea. ¡Cómo podía Jesús emplear tales pa
labras de mal agüero! Pero Jesús no era en absoluto mórbido.
Como escriba instruido en los asuntos del Reino de Dios, que había
78
sacado a la luz tanto nuevas como viejas cosas, se limitaba a afirmar
lo que para él era algo evidente e incontrovertible.
Para comprender mejor la afirmación de Jesús debemos hacer
una incursión por el terreno de los testimonios. Debemos reprodu
cir al menos una sección de esas Escrituras que durante tantos años
fueron la carne y el agua del alma de Jesús, situarlas por orden, y sa
borearlas en su amargura y en su dulzura. No pretendemos repro
ducir con seguridad los mismos pasajes en los que él bebió para in
formarse de lo que le ocurriría en su período de prueba; pero, a la
manera de los compiladores nazarenos de los testimonios, podemos
demostrar el efecto de la conjunción de algunas de las cosas que ha
bían sido escritas.
Oposición y rechazo
«Se yerguen los reyes de la tierra, los caudillos conspiran aliados
contra Yahveh y contra su Ungido. » «Despreciable y desecho de
hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante
quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. »
«La piedra que los constructores desecharon en piedra angular se
ha convertido. » «Mis enemigos hablan mal contra mí: ¿Cuándo se
morirá y se perderá su nombre?... A una cuchichean contra mí to
dos los que.me odian, me achacan la desgracia que me aqueja. » «Y
si alguien le dice: "¿Y esas heridas que hay entre tus manos?", res
ponderá: "Las he recibido en casa de mis amigos". ¡Despierta, es
pada, contra mi pastor!... ¡Hiere al pastor, que se dispersen las ove
jas...! » «Boca de impío, boca de engaño, se abren contra mí. Me ha
blan con lengua de mentira, con palabras de odio me envuelven, me
atacan sin razón. En pago de mi amor, se me acusa... » 7
Malos tratos y ejecución
«Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los
que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y saliva
zos. » «Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un
cordero al degüello era llevado... Tras arresto y juicio fue arrebata
do, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa? Fue arrancado
de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido heri
do. » «Y yo, gusano, que no hombre, vergüenza del vulgo, asco del
pueblo, todos los que me ven de mí se mofan, tuercen los labios,
menean la cabeza. "Se confió a Yahveh, ¡pues que él le libre, que le
salve, puesto que le ama!" ... Como el agua me derramo, todos mis
huesos se dislocan, mi corazón se vuelve como cera, se me derrite
entre mis entrañas. Está seco mi paladar como una teja y mi lengua
79
pegada a mi garganta; tú me sumes en el polvo de la muerte. Perros
innumerables me rodean, una banda de malvados me acorrala
como para prender mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis
huesos; ellos me observan y me miran, repártense entre sí mis vesti
duras y se sortean mi túnica.» «El oprobio me ha roto el corazón y
desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no en
cuentro ninguno. Veneno me han dado por comida, en mi sed me
han abrevado con vinagre... Porque acosan al que tú has herido, y
aumentan la herida de tu víctima. » «Y mirarán hacia mí. En cuanto
a aquél a quien traspasaron, harán lamentación por él como lamen
tación pot hijo úmco, y le llorarán amargamente como se llora
amargamente a un primogénito. »8
Salvación y resurrección
«Si ando en medio de angustias, tú me das la vida, frente a la có
lera de mis enemigos, extiendes tú la mano y tu diestra me salva:
Yahveh lo acabará todo por mí.» «Los lazos del seol me rodeaban,
me aguardaban los cepos de la Muerte. Clamé a Yahveh en mi an
gustia, a mi Dios invoqué; y escuchó mi voz desde su Templo, reso
nó mi llamada en sus oídos. La tierra fue sacudida y vaciló, n;tem
blaron las bases de los montes, (vacilaron bajo su furor) ... El ex
tiende su mano de lo alto para asirme, para sacarme de las profun
das aguas; me libera de un enemigo poderoso...» «Venid, volvamos
a Yahveh, pues él ha desgarrado y él nos curará, él ha herido y él nos
vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará
resurgir y en su presencia viviremos.» «Pongo a Yahveh ante mí sin
cesar; porque él está a mi diestra, no vacilo. Por eso se me alegra el
corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa;
pues no has de abandonar mi alma al seol, ni dejarás a tu amigo ver
la fosa. Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces, delan
te de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre. » «Pero Dios res
catará mi alma, de las garras del seol me cobrará. » «Yahveh, en tu
fuerza se regocija el rey; ¡oh, y cómo le colma tu salvación de júbi
lo!... Has puesto en su cabeza corona de oro fino; vida te pidió y se
la otorgaste, largo curso de días para siempre jamás. Gran gloria le
da tu salvación, le circundas de esplendor y majestad. »9
Lo que hemos hecho aquí es encadenar a la manera antigua al
gunos textos bíblicos considerados como testimonios mesiánicos.
Podemos apreciar la influencia que ejercieron sobre los primeros
cristianos en la configuración de la narración d� la pasión del Me
sías, para que ésta se amoldara a los oráculos. Esta es la razón por
la que no podemos aceptar como históricos ciertos rasgos de las na
rraciones de la pasión, tal y como aparecen en los Evangelios. Pero
80
no por ello tenemos derecho a rechazar toda la historia. Buena par
te de ella se basa en una tradición en la que se puede confiar y, afor
tunadamente, los documentos cristianos ofrecen algunas pruebas
de cuyo valor o importancia no se dieron cuenta los autores. Por lo
tanto, debemos examinar atentamente los Evangelios, en busca de
elementos que nos conduzcan a la verdad.
Sin embargo, aun sosteniendo que los nazarenos, inspirados por
las Escrituras, introdujeron en la historia elementos retrospectivos
encontrados en ellas, es muy posible que las mismas fuentes insP,ira
ran a Jesús. Aceptando que su mensaje oracular se refería a los Ulti
mos Tiempos, y creyendo, pues, que muchos de los pasajes se refe
rían a sí mismo como el Mesías que consideraba ser, pudo relacio
nar tales implicaciones -como hicieron los esenios- con la situa
ción contemporánea de Palestina, planificando y actuando en con
secuencia. Debemos pensar en términos de su fe y sus ideas judías
de tipo apocalíptico, por muy extraño e incluso increíble que eso
nos parezca. Nuestros conceptos son inútiles como modelo para
juzgar el funcionamiento de su mente. Con ellos nunca podremos
obtener una imagen real y sensible de él, aunque pueden satisfacer
nos para imaginárnoslo de una forma que nos parezca más acepta
ble.
Con ayuda de los oráculos, Jesús había deducido que estaba des
tinado a sufrir ignominiosamente a manos de los dirigentes de Jeru
salén. Y eso también tenía sentido como Mesías que se considera
ba. Bajo Tiberio no podía existir ningún rey de los judíos que no hu
biera sido aprobado por el César y confirmado por el senado roma
no, y era responsabilidad de las autoridades de Palestina, tanto ju
días como romanas, actuando en nombre de César, detener a cual
quiera que afirmara ser rey. Tratándose de alguien que no pertene
cía a la nobleza romana y que no era ciudadano romano, sería con
denado a muerte, si se le encontraba culpable. Y la muerte se ejecu
taba por crucifixión, el bárbaro castigo que los romanos aplicaban
por delitos de bandolerismo, amotinamiento, alta traición y rebe
lión. Que Jesús lo sabía lo demuestran las palabras que empleó ante
los doce apóstoles, justo después de haber admitido en privado y
bajo ruego de estricto secreto que él era el Mesías. «Llamando a la
gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: "Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí y por el Evangelio, la salvará''. » Aún no podía afirmar abier
tamente que era el Mesías, pero podía advertir que cualquiera que
se asociara con él a partir de entonces debería saber cuál podría ser
el castigo. No obstante, si sufrían con el Mesías, también reinarían
con él.
La reacción de sus discípulos ante la revelación del destino que
le esperaba, así como su comportamiento posterior, le confirmaron
81
a Jesús que no podía confiar por completo en ellos. Al parecer, se
apresuraron a despreciar sus palabras como un misterio que no po
dían resolver, y quizá pensaron que se sentía melancólico a causa de
la muerte de Juan el Bautista. Les preocupaban mucho más las re
compensas materiales que les esperaban cuando quedara estableci
do el reino de Jesús, y discutían entre ellos sobre quién debería ocu
par el puesto más elevado.
Ahora, Jesús tenía que prepararse para la parte más difícil y pe
ligrosa de su misión, lo que le exigía la máxima precaución y la más
cuidadosa organización y ritmo de ejecución. No podía confiar en
sus discípulos para que le ayudaran directamente en los arreglos de
su próxima y terrible experiencia. Ni siquiera podía confiar en que
no actuaran contra él si les contaba demasiado; y ellos podían haber
arruinado fácilmente lo que había ideado. Le querían y le eran fie
les a su manera, pero eran de inteligencia limitada, simples galileos
la mayor parte de ellos, que no se encontrarían a gusto en la sofisti
cada atmósfera de Jerusalén. Ahora, sin embargo, Jesús necesitaba
amigos en Judea en quienes poder confiar para llevar a cabo sus
planes.
Hemos admitido que el cuarto Evangelio tiene probablemente
razóri cuando afirma que, al principio de su ministeno, Jesús acudió
a Jerusalén durante las fiestas primaverales de Pascua y Pentecos
tés; pero sería incongruente con su política haber realizado allí algu
na demostración prematura, como arrojar a los mercaderes del
Templo, o participar en un debate cuyo carácter no habría dejado
de provocar alguna acción sumaria contra él, como así se habría me
recido en el caso de haber hablado como afirma el cuarto Evange
lio. El autor griego de este Evangelio, tal y como lo conocemos, ha
enterrado al Jesús histórico y lo ha sustituido por su propia noción
teológica del hijo de Dios, una postura polémica, con rasgos de anti
semitismo, totalmente incompatible con el Mesías de la tradición
apostólica. No es precisamente un mérito para la Iglesia haber
aceptado esta presentación de un egoísta patológico como muestra
del verdadero Jesús. Debemos rechazarlo como retrato exacto, aun
reconociendo que su autor tuvo acceso a algunos recuerdos genui
nos no publicados hasta entonces del no citado bienamado discípu
lo, que él emplea libremente según le conviene para dar verosimili
tud a su, por lo demás, imposible criatura.'º Resulta difícil separar
el grano de la paja; pero, de vez en cuando, captamos aquí y allá una
visión de la verdad. lo que nos permite sentirnos agradecidos por el
hecho de que este libro se haya conservado. Sin el cuarto Evange
lio, es posible que no hubiéramos oído hablar nunca de Nicodemo.
o de Lázaro de Betania, y tampoco estaríamos familiarizados con el
papel jugado por el propio discípulo bienamado.
La tradición sinóptica, que en este aspecto parece ajustarse más
a las probabilidades, nos pide que creamos que Jesús ocultó cuida-
82
dosamente su identidad como Mesías durante la primera parte de su
ministerio, y que en ningún momento afirmó ser otra cosa que un
ser humano. De no haber sido así, su ministerio habría tenido una
duración aún más corta, y Jesús no habría sido crucificado como rey
de los judíos. No debemos permitir nunca que la teología nos aleje
de las circunstancias históricas, perdiendo así el contacto con los
factores que Jesús tuvo que tener en cuenta. Ahora, se volvió hacia
el sur, porque allí había cosas que hacer si es que quería cumplir lo
dicho en las Escrituras. Tenía que controlar las condiciones que pu
dieran servir a los designios de Dios, no del hombre.
83
8
Preparando el escenario
«Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén. » Estas pala
bras de Lucas están bien escogidas. Indican la resolución con la que
el galileo se dirigía ahora hacia la capital espiritual y política de la
nación judía. Allí, y solamente allí, debía desarrollarse el drama
mesiánico. La ciudad no le era totalmente desconocida a Jesús;
pero para él no era simplemente una metrópoli atareada, llena de
calles abarrotadas y ruidosas, con hombres y mercancías proceden
tes de muchos países, magníficos edificios y escuálidas casuchas.
Era la ciudad santa, el lugar de la casa del Señor, el centro previsto
del Reino de Dios, destinado a redimir y bendecir a todas las nacio
nes. Tanto Jerusalén como el Mesías habían sido objeto de podero
sas profecías y habían inspirado grandes visiones. Sus destinos se
hallarían entrelazados mientras durase la tierra, hasta que se cum
plieran todas las cosas que estaban escritas.
En aquellos tiempos, Jerusalén estaba cubierta por una nube.
Los paganos gobernaban en ella. Las tropas romanas vigilaban los
patios del Templo desde la fortaleza Antonia. En el sagrado recinto
se producían inconcebibles disputas y había vendedores ambulan
tes, y la maldad se agitaba en los altos cargos. A menos que se hicie
ra penitencia ante el Señor, desde el más alto al más bajo, la ciudad
perecería en la agonía. El sufrimiento que se exigía del Mesías en
Jerusalén se vería multiplicado infinitamente en el ocaso que caería
sobre la ciudad. Pero Jerusalén, como el Mesías, resurgiría otra vez
en una nueva vida como la Ciudad de Dios, donde su rey ungido rei
naría en paz y virtud. Al principio, se celebraría la Pascua; al final,
los Tabernáculos, la fiesta de la asamblea.
Ahora, era la época de los Tabernáculos, en el otoño, lo que repre
sentaba una oportunidad para tratar de reclamar el alma de Israel. an
tes de que fuera demasiado tarde. Si eso fracasaba, entonces... «Jesús
se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén. » Su misión allí le manten
dría ocupado durante tres meses, de octubre a enero. En relación con
ello se puede aplicar una parábola que sólo cita Lucas.
84
«Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a bus
car fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya
hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo en
cuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?". Pero él le respon
dió: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su
alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la
cortas". »
Partiendo de Galilea, Jesús siguió una ruta que le hizo pasar a
través de Samaria. Los samaritanos, para quienes el Templo de Je
rusalén era un falso santuario (el santuario en el que ellos practica
ban el culto se hallaba en el monte Gerizim), eran hostiles a los ju
díos que, procedentes del norte, pasaban por su territorio camino
de Jerusafén para asistir a las fiestas, y en ocasiones les atacaban.
Pero Jesús debió de pensar que ahora el riesgo era menor que si
viajaba por la ruta alternativa de Perea, al este del Jordán, donde
probablemente se encontraría con las fuerzas al mando de Hero
des Antipas. Y no tenía la menor intención de caer en manos de
«esa zorra » .
La narración de Lucas parece ligar aquí con el informe de Juan
sobre el viaje secreto de Jesús a Jerusalén durante la fiesta de los Ta
bernáculos. 1 Según el cuarto Evangelio, Jesús había sido desafiado
por sus escépticos hermanos a subir a Jerusalén para la fiesta y lla
mar la atención pública. Se había negado a unirse a la caravana gali
lea que seguiría la ruta de Perea debido a la enemistad de todo el
mundo hacia él (¿de Herodes?). «Subid vosotros a la fiesta » , les
dijo a sus hermanos. «Yo no subo a esta fiesta porque aún no se ha
cumplido mi tiempo. » Jesús se quedó en Galilea, «pero después que
sus hermanos subieron a la fiesta, entonces él también subió, no
manifiestamente, sino de incógnito » .
Debemos ser muy precavidos con la utilización del cuarto Evan
gelio porque lo que queda de los recuerdos del discípulo no nom
brado, a quien Jesús amaba, ha sido muy reacondicionado y s,ubor
dinado a los intereses teológicos de los ancianos griegos de Efeso,
que patrocinaron el Evangelio en apoyo de sus propias ideas. Pero
lo tenemos que utilizar para seguir las actividades de Jesús en el sur
durante este período, puesto que, excepto algunas cuestiones intro
ducidas por Lucas, la tradición de Marcos (galilea) no se ocupa del
ministerio en Judea. No resulta difícil comprender esta omisión, tal
y como veremos. Pero es una lástima, como también lo es que no
haya llegado hasta nosotros intacta la evidencia del discípulo no
nombrado. No obstante, es probable que el autor griego haya con
servado buena parte de lo que existió en las fuentes en cuanto se re
fiere a los movimientos de Jesús durante el ministerio en Judea, así
como en relación con algunos otros rasgos que reflejan las condicio
nes y circunstancias locales.
Los movimientos de Jesús se pueden rastrear aproximadamente
85
como sigue. Llegó a Jerusalén en octubre, durante la fiesta de los
Tabernáculos, y permaneció allí durante unos tres meses, hasta
poco después de la fiesta de la Dedicación, a finales de diciem
bre. 2 Después se dirigió hacia el este, al Jordán, al vado del río
(Beth-abara), no muy lejos, hacia el norte, de su desembocadura
en el mar Muerto, donde había predicado Juan. 3 Regresó apresura
damente a Betania, cerca de Jerusalén, al enterarse de la grave en
fermedad de su amigo Lázaro. Después, se retiró de nuevo a una
ciudad de Judea llamada Efraím, al borde del desierto, cerca del
Jordán, a bastantes kilómetros al noreste de Jerusalén.4 Marcos, se
guido por Mateo, omite la estancia de Jesús en Jerusalén y la visita
a Bethabara, pero posiblemente salta hasta la estancia en Efraím
cuando dice: «Y levantándose de allí va a la región de Judea, y al
otro lado del Jordán».5 Lucas, como ya hemos indicado, conserva
algunas indicaciones sobre el comienzo del ministerio en Judea,
puesto que hace que Jesús emprenda el camino de Jerusalén a tra
vés de Samaria, y su siguiente punto de localización es la llegada de
Jesús a un cierto pueblo (Betania) donde es recibido por una mujer
llamada Marta, que tenía una hermana llamada María.6 Lucas no
menciona a su hermano Lázaro, aunque hace contar a Jesús una his
toria sobre la muerte de un mendigo de ese nombre que puede tener
relación con la peculiar tradición de Juan de la resurrección de Lá
zaro.7 Tampoco Lucas hace referencia alguna a las actividades de
Jesús en Jerusalén, pero es el único en narrar cómo Jesús fue infor
mado de la matanza de galileos por Pilatos en la ciudad. No obstan
te, estas omisiones de los tres primeros Evangelios no significan que
la tradición existente detrás de Marcos ignorara el ministerio de Je
sús en Jerusalén. Cuando Jesús fue detenido en Getsemaní, se dice:
«Todos los días estaba junto a vosotros enseñando en el Templo, y
no me detuvisteis».8 Esto no puede referirse al par de días que pasó
Jesús en el Templo, sino más bien a las enseñanzas diarias que había
impartido el otoño anterior, cuando, según afirma el cuarto Evan
gelio, se hicieron intentos para prenderle, «pero nadie le echó
mano».
Debemos considerar aquí, aunque sólo sea brevemente, por
qué los Evangelios sinópticos pasan por alto una parte importante
de la vida de Jesús. En primer lugar, estos Evangelios están relacio
nados con el Libro Testimonial de los cristianos primitivos, donde
las profecías del Antiguo Testamento se emplearon masivamente
en el momento culminante de la historia, el más difícil de explicar al
público judío. Había un hilo conductor que llevaba al momento en
que Jesús entró en Jerusalén como el Mesías rey y, a partir de en
tonces, los testimonios se refieren a su rechazo, traición, sufrimien
to y resurrección. El Libro Testimonial no era una biografía, aun
que presentaba un burdo bosquejo biográfico del ministerio. Por lo
tanto, no relacionaba ninguna de las experiencias de Jesús en Jeru-
86
salén antes del Domingo de Ramos. Únicamente se lo necesitaba
para hacer que Jesús apareciera en Jerusalén para los acontecimien
tos que tuvieron lugar la semana de Pascua. Cuando se compuso el
Evangelio de Marcos, la narración se adaptó al bosquejo testimo
nial, seguido a su vez por Mateo y Lucas, aunque con grandes difi
cultades debido a su material adicional, especialmente el documen
to didáctico «Q». 9 La ñarración de los tres meses que Jesús pasó en
Jerusalén podría haber sido incluida en Marcos si la tradición de Pe
dro hubiera hablado de ello. Pero, evidentemente, no lo hacía. Los
discípulos galileos de Jesús no se encontraban a gusto en la atmósfe
ra de Judea y Jerusalén, donde su provincialismo de lenguaje y ma
neras despertaba comentarios, y donde tenían la sensación de que
su intimidad con Jesús se debilitaba debido a la amistad y el trato de
éste con otros, notablemente con Lázaro y con el discípulo biena
mado. En los Evangelios sinópticos no hay ninguna referencia di
recta a ellos.
Sin la existencia del cuarto Evangelio no podríamos saber que
Pedro no sólo conocía bien al discípulo innombrado, sino que tam
bién se sentía celoso por el afecto que Jesús le profesaba. Probable
mente se encontraron por primera vez después del bautismo de Je
sús. El Evangelio habla de dos discípulos de Juan el Bautista que si
guieron a Jesús. Uno de ellos fue Andrés, el hermano de Pedro, y
debe suponerse que el otro fue el discípulo bienamado, del que hay
razones para suponer que era un joven sacerdote judío de Jerusa
lén.10 Habría conocido a Pedro cuando Andrés llevó a su hermano
ante Jesús. No volvemos a encontrar a este joven hasta que el esce
nario pasa a Jerusalén, durante la semana de la Pasión. Pero, a me
nos que estuviera a menudo en compañía de Jesús durante los tres
meses que estudiamos ahora, casi no habría existido ninguna rela
ción de todo ese período. ];:n cuatro ocasiones lo encontramos rela
cionado con Pedro. En la Ultima Cena ocupa un lugar de honor, re
clinado sobre el brazo de Jesús, y Pedro le invita a pedirle a Jesús
que identifique a aquel que le traicionará. Tras la detención de Je
sús, el discípulo asiste a la entrada de Pedro en el palacio de Anás,
adonde Jesús había sido llevado en primer término. Cuando se in
forma que el cuerpo de Jesús ha desaparecido de la tumba, el discí
pulo corre, acompañado por Pedro, hacia la sepultura, dejándolo
muy atrás. La última referencia es cuando Pedro pregunta al Jesús
resucitado por el futuro papel del joven, mostrándose celoso de él.
Teniendo en cuenta las circunstancias no podíamos esperar que el
fiel Pedro fuera muy comunicativo en cuanto al papel del discípulo
judío que estaba tan cercano a Jesús.
Toda esta digresión ha sido necesaria para explicar el silencio de
los Evangelios sinópticos en relación con las actividades de Jesús en
Jerusalén hacia finales del año antes de su muerte. Podemos perdo
narle muchas cosas al autor del cuarto Evangelio debido a nuestra
87
gratitud por haber conservado una información vital para nuestra
comprensión de cómo trazó Jesús sus planes. Involuntariamente,
este Evangelio nos proporciona la clave para lo que se hallaba
oculto detrás de la Pasión. No se limita a complementar la histo
ria narrada por los tres primeros Evangelios: nos obliga a leer esa
historia de un modo bastante diferente y bajo una luz mucho más
reveladora.
Los acontecimientos de la Pasión, para los que aún faltaban
varios meses, tuvieron su origen en lo que sucedió ahora en Jerusa
lén. Jesús debía conseguir tres cosas: primero, dar a su llamada pro
fética una repercusión nacional en el mismo núcleo de la vida y el
culto judíos, allí donde llegaría a oídos del mayor número posible de
personas y donde atraería la mayor atención; en segundo lugar, ha
cerse notar personalmente ante las más altas autoridades judías,
que previamente sólo disponían de ciertos informes sobre sus activi
dades en Galilea; y en tercer lugar, y contando con la ayuda de sus
amigos, preparar el escenario para la revelación de sí mismo como
el Mesías, y para el cumplimiento de su destino. Jesús había com
prendido, hasta cierto punto, cómo tendrían que cumplirse las pro
fecías; pero no se imaginaba que todo pudiera suceder automática
mente a un mismo tiempo y de una forma desconocida para él. Al
contrario, se dio cuenta plenamente de que lo que debía suceder
exigiría de él un cuidadoso cronometraje, planificación y organiza
ción. Durante todo su ministerio había actuado con resolución y
decisión, controlando conscientemente sus asuntos y exhibiendo
una notable capacidad para explotar las situaciones. Resulta im
pensable que, en esta fase avanzada y crucial de su misión, tuvie
ra la intención de jugar un papel pasivo y dejarlo todo en manos
del destino.
Al subir a Jerusalén, Jesús se embarcó deliberadamente en la
más difícil y peligrosa de todas sus empresas, en la que un solo movi
miento en falso podía echarlo todo a perder. Ahora ya no estaba en
tre sus propios galileos, sino en la más crítica Judea, donde hasta su
acento estaba en contra suya. ¿Quién iba a escuchar a un profeta
que hablaba el estrafalario lenguaje del norte? Muchos se burlarían
de él, o le tratarían como a un loco. Es más, tendría que enfrentarse
con poderes y fuerzas extraños a su experiencia. Hasta entonces
nunca había tenido que poner en juego su astucia contra los sutiles
cerebros políticos de las supremas autoridades judías y romanas.
Sin embargo, estaba convencido de que no fr,acasaría, porque el es
píritu de Dios actuaba en él y a través de él. Esta sería la prueba su
prema de su fe y de que, en efecto, era el Mesías.
Sea cual sea el punto de vista que adoptemos al estudiar la cro
nología de la vida de Jesús, no cabe la menor duda de que, en esta
época, la atmósfera era tensa y ansiosa en Jerusalén, aunque las co
sas pudieran parecer bastante normales en la superficie. Se detesta-
88
ba al gobernador romano, Poncio Pilato, y había resentimiento y te
mor contra la familia noble de Anás, que conservaba el puesto de
sumo sacerdote gracias al oro que extraía de sus cofres llenos. No
obstante, las iras del Sanedrín y del pueblo se habían concentrado
últimamente sobre el arbitrario y despótico Pilato, que había pues
to sus manos impías sobre el tesoro consagrado del Templo ( el Cor
ban) para construir un acueducto con-que traer agua adicional a la
ciudad. Se había producido una manifestación contra él, que el go
bernador anuló mediante la estratagema de enviar a ella a soldados
propios, vestidos de civil, pero con armas ocultas bajo las ropas y
que, a una señal convenida, cayeron sobre la multitud y mataron
e hirieron a muchos. El populacho pudo haber sido más amenaza
dor de lo que informa el historiador judío Josefo, que escribió en
el siglo 1, y es posible que algunos se levantaran en armas y devol
vieran los golpes. Lucas se refiere a los galileos cuya sahgre había
mezclado Pilato con sus sacrificios, y Marcos habla de un cierto Ba
rrabás y de otros que fueron hechos prisioneros por haber tomado
parte en la insurrección. 11
Como consecuencia de la revuelta, los sumos sacerdotes no dis
frutaban de una posición precisamente envidiable en esta coyuntu
ra. Opuestos a Pilato, tenían que disimular y mantener corteses re
laciones diplomáticas con él, como representante del César, al
tiempo que trataban de desacreditarle lo suficiente como para que
Tiberio se viera obligado a sustituirle. Si querían lograrlo, era im
prescindible que no se produjeran más alborotos antirromanos en
Jerusalén, puesto que eso jugaría a favor del gobernador, permi
tiéndole justificar plenamente sus acciones sobre la base de la conti
nua rebeldía de los judíos. Los sumos sacerdotes querían demostrar
que eran leales al emperador, mientras que la conducta de Pilato fo
mentaba la desafección mediante la agresión caprichosa y la viola
ción de legítimas costumbres religiosas.
En medio de este enfrentamiento al más alto nivel, una lucha
por parte judía tendente a conservar lo que aún quedaba de autono
mía espiritual y política, Jesús, con su entrada en Jerusalén, no hizo
más que añadir una nueva complicación. Lo último que deseaba el
Sanedrín en aquellos momentos era la aparición de un supuesto profe
ta, especialmente uno de aquellos feroces e impredecibles galileos, ca
paz de soliviantar a las masas, invitando así a que los romanos pusie
ran en práctica fuertes medidas de castigo. Aquel otro agitador, Juan
el Bautista, había actuado al menos en el territorio de Antipas, en el
extremo más alejado del Jordán. Pero este Jesús, que parecía haber
surgido para ocupar su lugar, no se había contentado con permane
cer en su territorio de Galilea, y ahora había osado acudir a la capi
tal y se hacía oír en el Templo. Debía ser celosamente vigilado y se
debía impedir a toda costa que agitara a la multitud.
Las nuevas dificultades empezaron cuando, hacia el final de la
89
fiesta de los Tabernáculos, durante el gran día de la fiesta, Jesús en
tró en el Templo y comenzó a predicar en el patio exterior. Tenía
perfecto derecho a hacerlo, pero también parece bastante evidente
que no se limitó a impartir enseñanzas rehgiosas, sino que hablaba
con voz autoritaria, como uno de los profetas antiguos, gritando
para asegurarse de que no pudieran dejar de escucharle. Se informó
a las autoridades de que estaba atrayendo a una multitud excitada y
de que algunas personas discutían peligrosamente si no sería el pro
feta esperado, e incluso el mismo Mesías. Si no se hacía nada las co
sas podrían adquirir un cariz grave, y el comandante romano del
fuerte Antonia querría saber por qué razón la policía del Templo no
cumplía con su deber de mantener la paz. En consecuencia, se en
viaron funcionarios para que trajeran a Jesús con objeto de interro
garle. Pero, según el cuarto Evangelio, éstos regresaron con las ma
nos vacías, explicando que «nunca un hombre habló como este
hombre». Puede que también hubiera otras muy buenas razones de
su fracaso, que Jesús no estuviera diciendo nada inflamatorio o sub
versivo, que estuviera rodeado de rudos galileos capaces de ofrecer
resistencia, que la intervención, en lugar de calmar a la multitud,
pudiera provocar un estallido de violencia. Evidentemente, la poli
cía quedó satisfecha en el sentido de que no había peligro de que
surgiera ningún problema, y les pareció mejor dejarlo solo.
En cuanto a Jesús, estaba logrando dos objetivos inmediatos:
proclamaba su mensaje allí donde podía ejercer el máximo efecto,
en el centro del culto judío, y llamaba la atención tanto de los diri
gentes como del pueblo. Al limitar su predicación a los confines del
Templo, donde era habitual mantener debates religiosos, y al con
tenerse para no dar su apoyo a las afirmaciones de que era el Me
sías, evitaba cualquier riesgo personal indebido. No hay crónicas de
que se dirigiera a las gentes en las calles de la ciudad, por lo que no
había motivo para proceder seriamente contra él. Es posible que al
gunos miembros de su audiencia en el Templo se mostraran hosti
les, pero la presencia de sus robustos discípulos galileos ejercía un
adecuado efecto disuasorio ante la eventualidad de cualquier ata
que. En estos momentos, nadie le puso la mano encima. Jesús no te
nía la intención de hacer nada que no hubiera sido profetizado. Na
die dice que pasara una sola noche en Jerusalén. Era más prudente
no deambular por las calles estrechas después de oscurecer, y no
alojarse en ninguna casa de la ciudad. Ser detenido para pudrirse en
una mazmorra, o morir bajo la daga arrojada por cualquier asesino
harían que las profecías no se cumpliesen. Tal y como se informa
que dijo: «¿Acaso el día no tiene doce horas? Si un hombre camina
de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo».
Jesús no tropezó, ni dio ningún paso en falso. Maduró cuidado
samente los planes mediante los que se aseguraría el logro de sus
objetivos.
90
Como base de operaciones, había encontrado el refugio más
adecuado en el pueblo de Betania, en el extremo más alejado del
monte de los Olivos, al este de Jerusalén. Allí le había recibido una
mujer llamada Marta, que tenía una hermana llamada María, y un
hermano también llamado Lázaro. Entre Jesús y esta familia se es
tableció un fuerte lazo afectivo.
La ventaja de disponer de esta casa en Betania era la de contar
con un lugar donde poder descansar, donde nadie pudiera pillarle
por sorpresa, y donde se encontraba a una cómoda distancia a pie
de Jerusalén. Como recorría el camino de acceso a la ciudad pasan
do por el monte de los Olivos, se ofrecía ante él una vista panorámi
ca de Jerusalén, con sus macizas murallas y edificios nobles y, sobre
todo, con el Templo, coronado por el majestuoso mármol blanco
del santuario, con sus techos dorados y brillantes. Al descender ha
cia el valle del arroyo Cedrón, pasaba cerca del huerto de los Oli
vos, el jardín de Getsemaní, en el que a veces se reunía con sus discí
pulos. Allá abajo, a la izquierda, quedaban los mausoleos ornamen
tados de las familias nobles, los sepulcros blanqueados. Tuvo que
haberse familiarizado casi con cada piedra del camino.
Al entrar en Jerusalén por la puerta del Valle, cerca de la piscina
de Siloam, Jesús seguía la calle de los Queseros, que atravesaba el
centro de la ciudad y conducía hacia el Templo. A la izquierda se
encontraba el Acra, o ciudad baja, el barrio más pobre, y a la dere
cha los aguijones sobresalientes del Ofel, que había sido la ciudad
de David, donde vivían muchos de los sacerdotes, y donde podemos
pensar que también tenía su casa el sacerdote sin nombre, el discí
pulo bienamado. Y así llegaba hasta el santuario, su destino.
Describimos estos rasgos topográficos, que Jesús tuvo que ver
casi diariamente durante este período, porque algunos de ellos ayu
daron a configurar el plan que iba adquiriendo forma en su mente.
Betania, Getsemaní, la puerta de la ciudad, la casa sobre la colina,
todos ellos jugarían un papel. Porque ésa sería la ruta que seguiría
para hacer su entrada triunfal en Jerusalén.
Jesús había comprendido muy rápidamente que su mensaje sólo
sería escuchado por unos pocos en Judea y en Jerusalén, tal y como
había sucedido en Galilea. Así pues, lo que había sido previsto ten
dría que suceder. Y él se dedicó a hacer metódicamente sus prepa
rativos. En aquello que tenía que organizar no podían ayudarle sus
compañeros galileos más cercanos, Pedro y los dos hijos de Zebe
deo. Obedecerían sus órdenes, desde luego, pero no podía confiar
les sus planes. Sus mentes rechazaban la idea de su sufrimiento y es
taban llenas de expectativas en el sentido de que, de alguna forma
maravillosa, triunfaría sobre los romanos y sus satélites para inau
gurar su reino. Pero había otros que sí podían servir bien para sus
propósitos. Se trataba de discípulos locales en cuya fidelidad podía
confiar. Conocemos a dos de ellos a quienes él tenía en alta estima:
91
Lázaro y el joven sacerdote cuyo nombre no se cita y a quien, a
partir de ahora, será más conveniente llamar Juan. Pero ni si
quiera a ellos podía desvelar Jesús sus designios. Ellos tampoco
comprenderían y, en cualquier caso, no quería involucrarlos más
de lo absolutamente esencial. Era absolutamente necesario man
tener el máximo secreto y circunspección, y cuanto menos supie
ran, tanto mejor para ellos y para su seguridad. Cada uno de ellos
sería informado por separado del servicio que se esperaba de él,
y lo que se le pediría no parecería demasiado extraño o irrazona
ble a la vista del peligro físico que correría en cuanto fuera procla
mado como el Mesías.
Juan sería útil en otro sentido, como contacto con discípulos y
simpatizantes secretos en el sanedrín. A través de este canal no sólo
se podían hacer llegar mensajes, sino que, además, Jesús tendría co
nocimiento de los planes del consejo contra él. Entre sus seguidores
inmediatos había otro hombre en quien Jesús se había fijado para
llevar a cabo sus planes. Se trataba de Judas Iscariote, de quien el
cuarto Evangelio dice ser hijo de Simón, tratándose probablemente
de Simón el zelote, otro de los doce que precede inmediatamente a
Judas en la lista de Marcos.
Para cuando Jesús abandonó Jerusalén en enero, sus asuntos allí
estaban casi terminados y ya se había preparado el escenario para el
drama que se desarrollaría durante la Pascua, unos tres meses des
pués. Hay toda clase de razones que explican por qué escogió estas
fiestas en particular para la revelación y el sufrimiento que le espe
raban. Su simbolismo y asociaciones eran lo más apropiado para
adaptarse a las profecías.
La Pascua se celebraba en Nisan, el primer mes del calendario
judío. Era el gran festival de la liberación, «la estación de nuestra li
bertad». Conmemoraba las maravillas experimentadas en el anti
guo Egipto, cuando Dios libró a su pueblo de la esclavitud, median
te la mano de Moisés, con señales y maravillas, y contemplaba tam
bién la salvación final de Israel, de la mano del Mesías, el hijo de
David. El símbolo principal de la fiesta era el cordero pascual, ofre
cido en nombre de cada familia, y comido en colectividad, tras ha
ber sido asado entero. En la primera Pascua, la sangre del cordero
había salpicado las puertas y los dinteles de las casas de los israe
litas, para que el ángel de la Muerte que recorrió Egipto para des
truir a los primogénitos de los opresores pudiera ver la señal y no
tocara a los primogénitos de los oprimidos.
Jesús no sólo se veía a sí mismo como el rey y liberador predesti
nado de su pueblo, sino también, en las actuales circunstancias,
como el instrumento de liberación de la esclavitud del pecado y de
la muerte, mediante un acto de sacrificio personal, en el que se ofre
cería como «un cordero llevado a degollar». Por medio del pan sin
levadura de su cuerpo y de las hierbas amargas de la humillación,
92
este sacrificio de Pascua sería realizado de acuerdo con las Escritu
ras, con su propia sangre vertida como el vino del festival.
Pero después sería glorificado; porque la Pascua hablaba tam
bién de resurrección en la dedicación a Dios de los primeros frutos
de la cebada, cuya cosecha comenzaría la mañana siguiente al Sab
bath de Pascua, así como en las oraciones en petición del rocío, que
se iniciarían el primer día. Estaba escrito: «Revivirán tus muertos,
tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los
moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra
echará de su seno las sombras ». 12 «Yo sanaré su infidelidad... Seré
como rocío para Israel. »13
Así pues, quedó establecido que, durante la próxima Pascua,
Jesús se revelaría a sí mismo públicamente ante Israel como el Me
sías. Su hora, tanto tiempo esperada, habría llegado.
93
9
Llega el rey
Cuando Jesús abandona Jerusalén a principios de enero parece
haber tomado ya todas las disposiciones esenciales para su manifes
tación como el Mesías, y haber logrado alertar y alarmar con éxito
al sanedrín. Sus miembros estaban ansiosos por sus intenciones,
pero no podían estar muy seguros de cuáles eran. Demasiada gente
había empezado a hablar de él como el Mesías y eso, en sí mismo,
resultaba peligroso. Por el momento, Jesús no había confirmado lo
que se decía de él, aunque debió de haberlo sabido perfectamente,
pero tampoco lo había rechazado. Quizá fuera porque no aspiraba
al trono, o bien porque esperaba astutamente su hora. No sabían
qué planes abrigaba en su mente. Pero aun cuando sólo pensara en
sí mismo como un maestro o un profeta, no se podía negar la fuerza
de su personalidad, y podía verse influido por los deseos y locuras
de la gente, y decidir responder a sus expectativas. ¡Si sólo pudieran
saber qué tramaba! Cabía la posibilidad de desafiarle, con la espe
ranza de que su vanidad le hiciera ponerse al descubierto.
Durante la fiesta de la Dedicación, a finales de diciembre, que
conmemoraba las victorias de los Macabeos en el siglo II a. de C.,
una serie de hombres se habían acercado a Jesús, mientras éste pa
seaba por el pórtico de Salomón, en el Templo, para preguntarle:
«¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo
abiertamente». Es posible que estos hombres actuaran siguiendo
instrucciones del consejo.
Si el incidente es genuino, no lo es la contestación de Jesús en la
vena característica del autor del cuarto Evanfelio, en el sentido de
que ya lo había dicho con suficiente claridad. En esta época, Jesús
aún se preocupaba de guardar un secreto que, si se revelaba, podía
terminar abruptamente con sus actividades. Pero era aconsejable
dar por terminada su tarea en Jerusalén y, poco después, se marchó
con sus discípulos hacia Bethabara. Ahora ya no podía hacer nada
más para la consecución de sus planes, hasta que se uniera a los gali
leos que acudirían a Jerusalén para la Pascua y las presiones senti-
94
das en la ciudad empezaran a ser incómodamente agudas. Jesús via
jó al este, hacia el Jordán. Aquí, donde había sido bautizado por
Juan, renovaría su fortaleza y su visión, en preparación del sacrifi
cio que le esperaba y que se aproximaba con rapidez.
Tuvo que haber sido una experiencia extraña para él verse de
nuevo junto al río donde el profeta había proclamado la proximidad
del Reino de Dios, donde la Voz le había hablado, y donde, según
la promesa de Isaías, había sido dotado con los dones del espíritu de
Dios. Los recuerdos le inundaron. Juan, que representaba a Elías,
había muerto, y ahora no había aquí ninguna vasta concurrencia;
sólo se escuchaban los juncos susurrantes y el fluir del Jordán, tras
su largo camino desde Galilea, apresurándose hacia su desemboca
dura en el mar amargo donde se extinguía toda,clase de vida. Jesús
estaba convencido de no haberse equivocado. El era el Mesías pre
visto y ahora tenía que enfrentarse a aquel otro bautismo en el que
bajaría a las profundidades más oscuras y en el que las aguas de la
tribulación se cerrarían sobre su cabeza.
Podemos suponer que Jesús oró profundamente, pidiendo guía
y ayuda. Lucas ha reproducido una historia que contó a sus discípu
los en este último período de su vida «para inculcarles que era preci
so orar siempre sin desfallecer » .
«Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba
a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a
él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!". Durante mucho
tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo
a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa moles
tias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a im
portunarme".
» Dijo, pues, el Señor: "Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios,
¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche,
y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto". »
El que Jesús volviera a verse en el centro de una inesperada mul
titud pareció la respuesta a sus oraciones. Las gentes acudían a él tal
y como antes habían ido a escuchar a Juan el Bautista. Aquellas per
sonas no eran críticas; buscaban sus enseñanzas y su consejo. Y él
les enseñó y se sintió feliz.
Pero el recuerdo de cosas más duras no estaba lejos. Llegaron
mensajeros de Marta y María para decirle que su hermano Lázaro
estaba gravemente enfermo. Eran graves noticias, no sólo porque
Lázaro fuese muy querido para Jesús, sino también porque contaba
con él para llevar a cabo una parte importante de los planes previs
tos. Debía regresar inmediatamente a Betania. Sus discípulos trata
ron de disuadirle, señalando el riesgo que corría. Pero fue inútil y
abandonaron sus intentos.
Sólo el cuarto Evangelio registra que Jesús realizó un tremendo
milagro en Betania al resucitar a Lázaro después de haber permane-
95
cido enterrado en una cueva cerrada desde hacía cuatro días. La
verdad se halla oculta en alguna parte de la leyenda, y la parábola
del hombre rico y Lázaro, contada por Lucas, muestra que se ha
conservado algún recuerdo de un hombre llamado Lázaro que ex
perimentó una sorprendente recuperación después de haber estado
aparentemente muerto. Las circunstancias fueron tales que dieron
pie al informe de que Jesús había sido el responsable de su resurrec
ción, un informe que fue convenientemente entregado al sanedrín.
Por lo que al consejo se refería, aquello ya era demasiado. No
creyeron que hubiera podido ocurrir nada parecido, pero para ellos
era suficiente con que se hubiese extendido la noticia. Llegaron a la
conclusión de que el supuesto milagro no era más que un fraude de
liberado destinado a obtener el apoyo popular, perpetrado por Je
sús y Lázaro, con la connivencia de las hermanas de este último.
Eso sólo podía significar una cosa: que Jesús planeaba un levanta
miento, probablemente durante la próxima Pascua. En aquellos
tiempos era habitual que el fanático o charlatán responsable de un
intento de revuelta asegurara realizar u ofreciera realizar milagros,
para asegurarse así la adhesión de las masas crédulas. Los propios
pasos de Jesús habían estado acompañados de aquellos que le pe
dían una señal de Dios, y se les había dicho que no habría señal algu
na. No es probable que el consejo supiera esto, por lo que ahora es
taban seguros de que las intenciones de Jesús eran siniestras. Como
quiera que la resurrección de los muertos iba asociada en la creencia
popular con la inauguración de la era mesiánica, el «milagro de Lá
zaro» de que se informaba ahora era una prueba segura de proble
mas inminentes y de que Jesús se estaba haciendo demasiado peli
groso. La historia ya empezaba a ejercer sus efectos y ahora había
mucha más gente convencida de que él debía de ser el Mesías.
Cuando Moisés sacó a su pueblo de Egipto, durante la Pascua, el
hecho se vio acompañado de señales y milagros. ¿No sucedería lo
mismo ahora que había venido el hijo de David a salvarlos?
El sanedrín convocó urgentemente una sesión especial. El tema
urgente a debatir fue: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza
muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él y
vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra na
ción». El sumo sacerdote, Caifás, remachó el tema al decir: «Voso
tros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que os conviene que
muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación». Se tomó
la decisión inevitable: Jesús tendría que ser liquidado.
Como tenía amigos en el consejo, siendo uno de ellos Nicode
mo, Jesús no tardó en conocer el resultado de la reunión. Así pues,
abandonó Betania rápidamente y se retiró hacia el noreste, a la ciu
dad comparativamente segura de Efraím, al borde del desierto.
La narración del cuarto Evangelio hace que Jesús permanezca
en las cercanías de Efraím hasta poco antes de Pascua; pero la tradi-
96
ción sinóptica asegura que, tras un tiempo, regresó a Galilea. Y eso
nos parece preferible aquí, porque no sólo sería más natural que
prefiriese ver por última vez su tierra natal antes de sufrir, sino tam
bién porque, cuando regresara al sur, podría hacerlo en compañía
de un cuerpo sustancial de galileos que acudirían a Jerusalén para la
fiesta de Pascua. Y entre ellos contaba con numerosos adeptos, por
lo que sería inconcebible que los sacerdotes del consejo trataran de
impedir que los peregrinos llevaran a cabo su obligación religiosa de
asistir a la fiesta.
Así pues, encontramos a Jesús una vez más en Galilea, donde,
en Cafarnaúm, pagó el impuesto anual al Templo de un shekel y
medio. Pagó con protestas puesto que, como Mesías, se considera
ba con una inmunidad privilegiada, pero el incidente, conservado
en Marcos, 2 resulta ser una útil indicación temporal ya que, fuera de
Jerusalén, el impuesto se recogía un mes antes de la Pascua.
Cuando el grupo de peregrinos se reunió finalmente para viajar
a Jerusalén, debió de haber mucha especulación e incertidumbre
sobre lo que iba a ocurrir. ¿Iba Jesús a proclamarse rey, e iban ellos
a tomar parte en una revuelta para arrojar a los romanos y castigar
a los pecadores que ocupaban los altos cargos? El rumor según el
cual el propio Jesús creía que iba a sufrir en Jerusalén ¿no significa
ba un nuevo fracaso y frustración de las esperanzas nacionales, o
acaso sólo sería derribado en el momento de la victoria, como Judas
Macabeo, dando así su vida por su pueblo? Los discípulos de Jesús
se sentían ansiosos e incómodos. Seguían sin poder hablar de lo que
él mismo les había dicho sobre su destino, ni sobre sus propias con
vicciones, confirmadas por Jesús, en el sentido de que él era el Me
sías. Marcos escribe: «Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús
marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le
seguían tenían miedo». 3 Jesús les reiteró con fuerza lo que le iba a
suceder; pero eso no impidió que se le acercaran los hijos de Zebe
deo, Santiago y Juan, quienes le pidieron que, cuando fuera rey, les
permitiera ocupar los asientos de honor, a su derecha y a su izquier
da. Fue un viaje lastimoso, echado a perder por las discusiones y las
dudas que roían los ánimos.
Finalmente, llegaron a Jericó, donde se unieron a otros peregri
nos de modo que, como ya había calculado Jesús, subiría a Jerusa
lén rodeado de un grupo formidable. Y, en esta ocasión, acudía
como rey.
Cuando la multitud reanudó el camino a partir de Jericó, se pro
dujo una interrupción. Un mendigo ciego, sentado en la cuneta del
camino para solicitar limosna, al escuchar el paso de Jesús, gritó:
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Aquellas palabras
produjeron un gran revuelo, pues eran peligrosas, y algunos incre
paron al ciego para que se callara. Pero éste se negó y siguió gritan
do a pleno pulmón: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Hasta
97
entonces, Jesús había prohibido que nadie se dirigiera a él en públi
co llamándole con aquel título mesiánico. Significativamente, en
esta ocasión no lo prohibió.
Al acercarse a Jerusalén, la procesión llegó a Betfagé, cerca de
Betania. Había llegado el momento de que Jesús pusiera en prácti
ca las primeras medidas que había tomado privadamente durante el
invierno. Creemos que esta tarea le había sido confiada a Lázaro de
Betania, y que ninguno de los doce apóstoles sabía nada al respecto.
A la entrada del pueblo de Betania habría atado un pollino, y las
gentes que lo custodiaban únicamente lo entregarían a mensajeros
que dijeran: «El Señor lo necesita». Entonces, Jesús llamó a dos de
sus discípulos y les dijo: «Id al pueblo que está enfrente de vosotros,
y no bien entréis en él, encontraréis un pollino atado, sobre el que
no ha montado todavía ningún hombre. Desatadlo y traedlo. Y si
alguien os dice: "¿Por qué hacéis eso?", decid: "El Señor lo necesi�
ta", y que lo devolverá en seguida».
Todo se desarrolló según el plan previsto. Los mensajeros regre
saron con el pollino, sin duda alguna maravillados por la visión de
Jesús. Pero, de pronto, alguien captó la implicación de lo que esta
ba sucediendo. Lucas dice: «Y creían ellos que el Reino de Dios
aparecería de un momento a otro». Eso era lo que había escrito el
profeta Zacarías: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría,
hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso,
humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna».4 «Y
echando sus mantos sobre el pollino, hicieron montar a Jesús.
Mientras él avanzaba, extendían sus mantos por el camino... De
cían: "¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!"» La noticia
corrió entre los peregrinos. «Jesús es verdaderamente el Mesías. La
profecía se ha cumplido: ha montado en un pollino. »
Podemos imaginar la escena. Durante unos pocos minutos de
bió de reinar la más notable confusión. La gente corrió hacia donde
estaba Jesús, arrojándose al suelo en el mayor de los abandonos,
aclamándolo con éxtasis. Jesús permaneció en silencio, en medio
del estruendo creado por sus fervientes súbditos; pero de sus ojos
debió de surgir el brillo de la mayor complacencia. Sólo por aquella
experiencia habían valido la pena todos los años de espera, todas las
tribulaciones y fracasos, incluso el destino que extendía sus frías
manos hacia él.
Finalmente, dio la señal de se�uir adelante. Algunos de sus ar
dientes seguidores ya habían exigido el privilegio de conducirle las
bridas; otros se agrupaban a su alrededor, formando una sólida mu
ralla. Empezaron a moverse.
Al avanzar, el entusiasmo redobló su intensidad. La gente se
arrancaba las túnicas y las extendía en el suelo, a su paso, para que
las patas de su pollino, o al menos su sombra, cayeran sobre ellas. Mu
chos se apresuraron a cortar ramas para alfombrar el camino.
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El cuarto Evangelio afirma que Jesús se detuvo a pasar la noche
en Betania, donde Marta había preparado una cena, esperándole,
mientras María recibía a su rey sacando una libra de perfume de
nardo puro, con el que ungió sus pies, secándolos con sus cabellos.
Toda la casa estaba llena con el perfume de nardo. Lázaro, que ha
bía ejecutado fielmente la tarea que Jesús le encomendara, tuvo el
honor de sentarse a su mesa.
Este relato es bastante probable, porque Betfagé y Betania eran
zonas de recepción de los peregrinos que acudían para las fiestas.
Miles de personas acampaban aquí, ya que era imposible conseguir
alojamiento en la atestada ciudad. Los Evangelios sinópticos, sin
embargo, hacen que Jesús se dirija directamente a la cmdad a la
que, según Marcos, llegó por la tarde, entró en el Templo y, tras
contemplarlo, regresó a Betania. Si seguimos a Marcos, Jesús entró
en Jerusalén el domingo, mientras que si aceptamos el Evangelio de
Juaq, la entrada se produjo el lunes.
Esta no es, en modo alguno, la única contradicción existente en
nuestras fuentes con referencia a los sucesos de la semana de Pas
cua. Desgraciadamente, y por lo que se refiere al cuarto Evangelio,
no sabemos hasta qué punto el testimonio de Juan, el sacerdote, ya
anciano, fue falsificado por el autor del libro, ni qué circunstancias
cambiaron o cuáles fueron omitidas. También tenemos que pensar
en la incertidumbre de los recuerdos por parte de Juan. En esta par
te de los registros surge un problema muy importante en relación
con las diyersas cenas a las que se refieren los documentos, inclu
yendo la Ultima Cena, pero ya nos referiremos a este tema más ade
lante.
Todos los evangelistas se muestran de acuerdo en que Jesús en
tró en Jerusalén como rey de la forma más abierta, con las multitu
des aclamándole como hijo de David, y saludándole con el canto del
aleluya del salmo cxviii: «¡Bendito el que viene en el nombre de
Yahveh!». Lucas nos dice que algunos fariseos que se encontraban
entre los espectadores se escandalizaron, y pidieron a Jesús que re
prendiera a sus seguidores, a lo que éste replicó: «Os digo que si és
tos callan gritarán las piedras».
Los dados estaban echados, y ahora ya no podía haber vuelta
atrás. Jesús se había comprometido sencilla y públicamente, tal y
como había planeado. Había aceptado los vítores de la multitud ju
día, compuesta principalmente por sus propios galileos, que le acla
maban como su legítimo rey, y eso en la misma capital de la nación.
Al hacerlo así se había hecho culpable de traición contra el César.
Sobre eso no podía caber duda alguna. La acción de Jesús había
sido intencionada y deliberada, y él era plenamente consciente de
que sólo podía haber una salida: su arresto y ejecución. Sin ninguna
ostentación de fuerza y de la forma más pacífica, había conseguido
hacer una demostración palpable de que se consideraba el Mesías,
99
colocando así a los representantes del gobierno judío en una situa
ción en la que se verían obligados a actuar contra él, tanto por una
cuestión de autoconservación como por deber hacia el emperador
romano, haciéndolo, además, sabiendo que él se había identificado
ante ellos como el rey de Israel enviado por el cielo. Estaba a punto
de conseguir, de una forma maestra, que se cumplieran las profe
cías mesiánicas, tal y como él mismo las interpretaba. Los sumos sa
cerdotes y ancianos pudieron pensar que estaban actuando por ini
ciativa propia al enfrentarse a la amenaza creada por Jesús, pero, en
realidad, el complot del galileo los estaba reduciendo progresiva
mente a simples marionetas que respondían a su control.
Había sido un brillante movimiento por parte de Jesús hacer su
entrada triunfal en Jerusalén como Mesías, en asociación con una
multitud de peregrinos galileos que acudían a la ciudad y al Templo
para celebrar la Pascua. No había habido el menor intento de intro
ducirse subrepticiamente en la ciudad, como ellos habían pensado
que haría probablemente. Había entrado abiertamente, y de una
forma que no dio pie a la guarnición romana a intervenir en modo
alguno. Los romanos estaban acostumbrados a la llegada de gran
des contingentes de judíos para celebrar las grandes fiestas, y las
multitudes se aproximaban habitualmente hacia el lugar de culto
profiriendo gritos de alegría y cantando sus canciones sacras en len
gua hebrea. Después de lo ocurrido en otras ocasiones, las tropas
tenían órdenes estrictas de no impedir a los judíos las prácticas de su
religión, evitando todo comportamiento despreciativo o provoca
dor. Y ahora, Poncio Pilato llevaba mucho más cuidado de no me
terse en problemas.
La estratagema de Jesús también impidió la actuación del Con
sejo. Lo que sus miembros temían tanto había sucedido ahora, al
menos parcialmente. Por fin había permitido ser reconocido públi
camente como el Mesías; pero la forma tan inteligente en que lo ha
bía hecho le aseguraba por el momento una completa libertad de ac
ción. Debían reconocer que se encontraban ante un hombre lleno
de coraje, astucia e ingenuidad. Ellos se sentían intrigados y ansio
sos, y no tenían ni la menor idea de cuál sería el próximo paso a dar.
Por el momento no había signos externos de ninguna revuelta orga
nizada, y había resultado imposible conseguir la más ligera informa
ción sobre los planes de Jesús, puesto que no los había confiado a
nadie, ni siquiera a sus más cercanos seguidores.
El Consejo no se atrevió a actuar con precipitación, por no esti
mular un estallido que, en cualquier caso, ellos eran los primeros en
querer evitar en aquella Pascua ansiosa e inflamable. Si enviaron
representantes al gobernador, no obtuvieron prueba alguna de que
los romanos esperaran un levantamiento armado. Es posible que
Pilato sospechara que pretendían tenderle una trampa. O es posible
que insistiera en el sentido de que, si creían que sus temores estaban
100
fundados, fueran ellos mismos quienes arrestaran a Jesús. Y eso era
algo que no podían arriesgarse a hacer, al menos por el momento.
El asunto no era en absoluto como la antigua cuestión del acueduc
to. En aquella situación fue el propio Pilato la causa directa de los
tumultos, y los sumos sacerdotes, conscientes de su impopularidad
entre las masas judías, recogieron la simpatía y el apoyo nacional en
su oposición al odiado gobernador. Pero ahora todo sería diferente:
la cólera del pueblo se volvería contra el Sanedrín, acusando a sus
miembros de lacayos de los romanos. Pero, si se mantenían en silen
cio, y no hacían nada para llevar ante la justicia al pretendiente al
trono judío, podrían ser acusados de ayudar e incitar a la traición, y
probablemente serían enviados ante César para ser juzgados y casti
gados. En Jerusalén podía producirse otra masacre sangrienta.
Aquel Jesús, en su locura, les había colocado entre la espada y la pa
red. Deberían encontrar, de algún modo, una forma rápida de con
trolarlo, sin incurrir por ello en el odio de la gente ni precipitar una
crisis. Pero ¿cómo?
Mientras tanto, el objeto de sus preocupaciones controlaba per
fectamente la situación y había tomado una medida calculada para
ganarse la creciente aprobación del pueblo. En el patio de los genti
les, la parte del Templo accesible a todo el mundo, Jesús había lan
zado un ataque contra los mercaderes y cambistas que atendían las
necesidades de quienes se acercaban. Les había arrojado de allí con
un látigo de cuerdas utilizadas para atar a las bestias vendidas como
víctimas sacrificiales, y había derribado las mesas de los cambistas y
las jaulas de los vendedores de palomas, al tiempo que les gritaba
imperiosamente: «¡Mi Casa será Casa de oración1 ¡Pero vosotros la
habéis hecho una cueva de bandidos!».
En el Templo de Jerusalén, al igual que en otros grandes tem
plos, resultaba difícil impedir que se utilizara una parte de los recin
tos sagrados para la venta comercial; además, en el caso del santua
rio judío, era imprescindible cambiar las monedas paganas, acuña
das con imágenes idólatras, por la moneda judía de curso legal, que
no contenía tales imágenes, de acuerdo con el segundo mandamien
to del Decálogo. Pero lo que en otros tiempos pudo haber sido una
actividad legítima se había convertido ahora en un mal, puesto que
se aprovechaban de ello para buscar el beneficio. Los propios su
mos sacerdotes tenían intereses en el mercado del Templo, y se en
riquecían gracias a las transacciones. A menudo, los pobres se que
daban aún más en la miseria al tener que pagar precios inflados arti
ficialmente para cumplir con sus obligaciones religiosas. Muchos ju
díos piadosos se sentían escandalizados por lo que sucedía, y algu
nos de los más ricos forzaban a menudo los precios a la baja, para
ayudar así a quienes poseían medios limitados.
Informados de lo que había hecho Jesús, los sumos sacerdotes se
indignaron, pero sintieron demasiado miedo de las consecuencias
101
de enviar a la policía del Templo para restaurar el orden. Su com
postura no se vio muy favorecida cuando los pilluelos de Jerusalén
se lo pasaron en grande recogiendo las monedas caídas entre los res
tos y gritando alegremente: «¡Aleluya, hijo de David! » .
Al día siguiente se produjo un ingenioso duelo verbal en el Tem
plo. El Consejo había decidido que debían utilizarse todas las oca
siones para alejar al pueblo de Jesús. Si lograban desacreditarle ten
drían una probabilidad de dominarle. Pero su estratagema fracasó ig
nominiosamente. Jesús respondió adecuadamente a todas las pregun
tas envenenadas que le hicieron, y en más de una ocasión replicó con
mordacidades propias. Las autoridades sólo se dirigieron directamen
te a él al principio, preguntándole con qué derecho actuaba como lo
hacía. Jesús les contestó que se lo diría si ellos le decían antes si consi
deraban el bautismo de Juan como inspirado por Dios o no. Eso les
puso ante un dilema. Si admitían que Juan había sido enviado por
Dios, Jesús les preguntaría: «¿Por qué entonces no le creísteis? ». Y si
decían lo contrario, el pueblo se enojaría, porque todos habían consi
derado a Juan como un profeta. Así pues, se refugiaron en una res
puesta sin compromiso. «No lo sabemos.» «En tal caso, tampoco yo
os digo con qué autoridad hago esto», replicó Jesús.
Después, intentaron otras tácticas. Se le hicieron a Jesús pre
guntas desde diversos lugares, procedentes de personas situadas
entre la multitud, en un intento de crear una fuerte diferencia de
opinión. De ese modo, apenas podría evitar ponerse en contra
de una parte de su audiencia, entre la que había agentes dispues
tos a explotar cualquier contestación imprudente y volverla con
tra él.
Pero Jesús era demasiado inteligente y tenía demasiada expe
riencia para ser engañado mediante tales tácticas. Sabía que no eran
preguntas honradas, y conocía sus propósitos. La más compromete
dora de ellas fue expuesta por un hombre que la hizo preceder de un
elogio: «Maestro, sabemos que hablas y enseñas con rectitud, y que
no tienes en cuenta la condición de las personas, sino que enseñas
con franqueza el camino de Dios. ¿Nos es lícito entonces pagar tri
buto al César o no? »
Este tributo era ajustado sobre la base de un censo que se efec
tuaba en las provincias romanas cada catorce años. Cuando se llevó
a cabo en Palestina por primera vez, en los años 6-7 a. de C., fue
amargamente experimentado como una infracción de la ley judía,
que no permitía que se contara a las personas como medida de es
clavización a un poder extraño y pagano. La pregunta era muy in
tencionada, tanto más peligrosa debido a su interés actual. En el
año 34-35 d. de C. debía realizarse un censo, y era la época en que
debía pagarse el tributo romano.5
La gente abrió la boca y murmuró ante la audacia del desafío.
Fuera cual fuese la opinión de cualquiera sobre la cuestión, nadie se
102
atrevería a ventilarla en público, especialmente aquí, en Jerusalén.
Todos esperaron la respuesta temerosamente.
Jesús no pareció sentirse perturbado, pero J;iabló con firmeza:
«¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea». Se lo traje
ron, pero él no lo tocó, porque eso habría ofendido a los zelotes.
«¿De quién es esta imagen y la inscripción?», preguntó.
«Del César», se le dijo.
«En tal caso», contestó Jesús, «lo del César devolvédselo al Cé
sar». Hizo una pequeña pausa y añadió: «Y lo de Dios a Dios».
Surgieron murmullos excitados. ¡Qué respuesta más maravillo
sa! Nadie podía afirmar que Jesús había dicho nada subversivo. Sus
palabras parecían indicar que tenemos obligaciones distintas para
con Dios y para con el César. No entran, pues, en conflicto. Pero
quienes le escuchaban sabían a qué se refería. Su respuesta indicaba
que Dios es nuestro único Señor, como ya proclamara Judas de Ga
lilea cuando se hizo el primer censo. 6 Si le entregamos nuestros co
razones, todo lo que podría conseguir el César sería su miserable
plata, sin la menor sombra de amor o lealtad. Las palabras de Jesús
expresaban un sutil desprecio por aquellos judíos que ocupaban al
tos cargos y que servían a los intereses de Roma. Aquí había un de
nario: llevaba la imagen de César y la inscripción TIBERIUS CAESAR
DIVI, divino César. Que los que se proclamaban ministros del Dios
de Israel reconciliaran sus conciencias con la cuestión de hasta qué
punto estaban dispuestos a reconocer las pretensiones divinas del
emperador.
Jesús respondió con la misma seguridad a todas las demás pre
guntas. Al final, su autoridad no sólo no se había visto mermada,
sino que había logrado un triunfo personal. La piedra rechazada
por los constructores se había convertido en lápida mortuoria.
103
10
El complot madura
La secuencia de los acontecimientos ocurridos durante la sema
na de la pasión no se puede establecer con seguridad. Los eruditos
han realizado considerables esfuerzos, empleando información as
tronómica y de otro ,tipo, para fijar el año y la fecha de la crucifixión
y para decidir si la Ultima Cena fue la comida pascual que se cele
braba el decimocuarto día del mes de Nisan (tradición sinóptica), o
bien otra comida celebrada el decimotercer día (cuarto Evangelio).
Se han hecho numerosos e ingeniosos esfuerzos para reconciliar
ambas afirmaciones contradictorias, siendo una de las sugerencias
más recientes la que afirma que, aun cuando Jesús fue crucificado el
viernes, la víspera de la Pascua según el calendario lunar oficial, él y
sus discípulos celebraron la Pascua la noche del jueves, de acuerdo
con el calendario solar de Qumran. Aunque sería gratificante alcan
zar resultados concluyentes, debemos aceptar que hay pocas pers
pectivas de que pueda ser así. No obstante, eso no nos impide cap
tar detalles importantes que se comunican en los documentos cuan
do se leen éstos con visión histórica, y aventurar un juicio consisten
te con las pruebas cuyo respeto sea esencial.
Estudiando los Evangelios, tal y como han llegado hasta noso
tros, parece que, al exponer lo sucedido durante la semana de la pa
sión, el Evangelio de Marcos es más ordenado que los demás. Pro
porciona una serie de indicaciones relacionadas con el tiempo. Je
sús hace su entrada triunfal en Jerusalén por la tarde, y por la noche
se retira a Betania. Al día siguiente regresa de nuevo a la ciudad y
arroja a los mercaderes del Templo. Vuelve a marcharse por la no
che, y regresa una vez más al Templo al tercer día, contestando a las
preguntas que se le hacen y enseñando. Al finalizar el día abandona
el Templo por última vez i y entonces se nos dice que «faltaban dos
días para la Pascua y los Azimos». Al parecer, Jesús pasa el cuarto
día en Betania, pasando la noche en ,casa de Simón el leproso. El
quinto día comienza la fiesta del Pan Azimo, que es cuando se mata
el cordero pascual, y Jesús envía a dos discípulos a la ciudad para
104
prepararla. Aquella misma IJOChe, acude a Jerusalén acompañado
de los doce para celebrar la Ultima Cena, que es la comida pascual.
Esa misma noche salieron hacia el huerto de Getsemaní, donde Je
sús fue detenido y llevado ante el Consejo. A primeras horas de la
mañana del sexto día, Jesús fue llevado ante Pilato, siendo crucifi
cado a las nueve de esa misma mañana. Murió hacia las tres de la
tarde y por la noche, es decir la víspera del Sabbath, ya había sido
enterrado.1
Sería un horario convincente si pudiera sostenerse, y debemos
ser muy cuidadosos a la hora de argumentar en su contra. Pero está
abierto a ciertas objeciones y, además, el cuarto Evangelio discrepa
de él.
Al igual que otras cuestiones tratadas en Marcos, su versión de
la pasión da una sensación de compresión, como si las cosas hubie
ran sido condensadas para adaptarse a los límites del tiempo permi
tido, bastante estrecho por cierto. Resulta difícil imaginarse que Je
sús fuera llevado ante Pilato antes de las seis de la mañana, que era
cuando empezaba el día judío. Y, sin embargo, todo pa,rece decidi
do tres horas después y Jesús se encuentra ya en el lugar de la ejecu
ción. En el intervalo, Pilato ha escuchado los cargos contra Jesús, le
ha interrogado, ha escuchado y contestado al ruego de dejar en li
bertad a un prisionero, hecho de acuerdo con la costumbre, y el
pueblo ha elegido a Barrabás; ha cedido a la exigencia de que Jesús
sea crucificado y ha ordenado que lo azoten; los soldados se lo han
llevado y se han burlado de él, y a continuación le han conducido a
paso lento a las afueras de la ciudad, hacia el Gólgota. Según esto,
Pilato debió de haber condenado a Jesús muy rápidamente, que no
es precisamente lo que indican otras fuentes. Según Mateo, la espo
sa de Pilato envió a decirle que había tenido un sueño, rogándole
que no procediera contra Jesús, y el gobernador se muestra tan rea
cio a actuar que envía a buscar agua y se lava públicamente las ma
nos para indicar su inocencia. Lucas introduce otro elemento de re
tardo. Pilato, al enterarse de que Jesús es galileo, se lo envía a He
rodes Antipas, que reside en su palacio de Jerusalén. Antipas inte
rroga largamente a Jesús, y finalmente se burla de él y se lo devuel
ve a Pilato. En el cuarto Evangelio, Pilato se las arregla para retra
sar el juicio todo lo que puede y sólo cede hacia la hora sexta;es de
cir hacia el mediodía según el cálculo judío. En tal caso, Jesús ha
bría sido crucificado más de tres horas después de lo afirmado por
Marcos, y si murió hacia la hora novena, no habría permanecido
más de tres horas en la cruz. Se ha dicho que el cuarto Evangelio uti
liza el cálculo romano y que el juicio había terminado virtualmente
a las seis de la mañana. Pero resulta difícil aceptar que Pilato fue sa
cado de la cama en plena noche para dilucidar el caso.
La tendencia de los cristianos a medida que la Iglesia se fue de
sarrollando fue la de resaltar la culpabilidad de los judíos, y exone-
105
rar a Pilato, y así lo hemos de admitir en los últimos Evangelios. Su
énfasis en cuanto a la renuencia de Pilato y sus tácticas dilatorias
pueden ser, por lo tanto, parcialmente descartadas. Pero, incluso
así, el relato de Marcos parece apresurar las cosas un poco.
No obstante, debemos regresar a acontecimientos que sucedie
ron antes durante la semana de la pasión. Las tradiciones son confu
sas, particularmente en relación con ciertas comidas significativas.
En el cuarto Evangelio se dice que Jesús llegó a Betania seis días an
tes de la Pascua, inmediatamente antes de su entrada triunfal en Je
rusalén. Allí es huésped de Marta y María, y ésta última unge sus
pies con un costoso perfume. Judas protesta, diciendo que el perfu
me debería haber sido vendido y su importe entregado a los pobres.
Marcos, sin embargo, sitúa esta cena varios días después, y la loca
liza en la casa de Simón el leproso, en Betania. No cita a María ni a
Judas como participantes en ella. Acude una mujer desconocida
que unge la cabeza de Jesús, no sus pies, como en Juan, y algunos
discípulos se quejan del despilfarro de dinero. Después, Judas acu
de a los sumos sacerdotes y llega con ellos a un acuerdo para traicio
nar a Jesús. Lucas no relaciona la historia de esta cena con la sema
na de la pasión, sino que la sitúa en un momento muy anterior del
ministerio de Jesús. La escena se desarrolla en casa de Simón, un fa
riseo, y la mujer es una pecadora de la ciudad, que baña sus pies con
sus propias lágrimas, los seca con sus cabellos y los unge con un per
fume caro. La discusión no se produce por el despilfarro de dinero,
sino porque Jesús no ha tenido en cuenta las características de la
mujer y ha permitido que ésta le toque. 2
El problema de las comidas se complica aún más debido a, la cu
riosa construcción del cuarto Evangelio. En cuanto a la Ultima
Cena, no sabemos qué recuerdos de Juan, el sacerdote, han sido al
terados u omitidos para dejar espacio a los largos discursos que el
autor hace pronunciar a Jesús y que ocupan los capítulos xiv-xvi. En
el Evangeho no hay referencia alguna al ceremonial de Pascua so
bre el pan y el vino, que Jesús utilizaría para habl�r de su sacrificio.
El autor parece no estar dispuesto a reconocer la Ultima Cena como
la cena pascual, puesto que señala que al día siguiente, el día t;n que
fue crucificado Jesús, era la víspera de la Pascua. 3 Para él, la Ultima
Cena se llevó a cabo antes de Pascua. 4 Para apoyar este punto de
vista, parece haber intercalado la tradición sinóptica, combinando
elementos de la cena en Betania el miércoles por la noche con la
cena pascual del jueves por la noche en Jerusalén. Se cambia el es
cenario de la cena del miércoles, trasladándolo de Betania a Jerusa
lén, de modo que se convierte así en la Última Cena, mientras que
las características principales de la cena del miércoles pasan a un se
gundo plano gracias a la introducción de una narración de una cena
anterior, celebrada en Betania seis días antes de la Pascua. En esta
cena, María unge los pies de Jesús con perfume y Judas protesta por
106
considerarlo un d�spilfarro. Cuando el autor funde la comida del
miércoles con la Ultima Cena, evidentemente no puede volver a
utilizar este incidente, de modo que lo sustituye por una acción en la
que el propio Jesús lava los pies a sus discípulos.
Después del incidente del ungimiento en la tradición de Marcos,
Judas se marcha para tratar con los sumos sacerdotes. Lucas, como
ya hemos visto, fecha antes el incidente, pero confirma que Judas
acudió a los sumos sacerdotes antes de la fiesta al decirnos: «Enton
ces Satanás entró en Judas, llamado lscariote». 5 Estas palabras cla
ve refiriéndose al miércoles por la noche aparecen también en el
cuarto Evangelio, pero refiriéndose al jueves por la noche: «Y, mo
jando el bocado, lo toma y se lo da a Judas, hiJo de Simón Iscariote.
Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás». 6 De modo que la
decisión de Judas de traicionar a Jesús fue tomada en Jerusalén, en
lugar de en Betania. Este Evangelio, sin embargo, conserva de la
tradición de la cena pascual la pregunta que hacen los discípulos so
bre quién traicionaría a Jesús. Podemos señalar también otro pun
to. En Marcos, seguido de Mateo, Jesús dice: «¡Levantaos! ¡Vámo
nos!», y lo dice en Getsemaní, después de la agonía e inmediata
mente antes de ser arrestado; pero, en el cuarto Evangelio, pronun
cja estas palabras antes de abandonar el lugar donde se celebra la
Ultima Cena, y sólo se dirige hacia Getsemaní después de un largo
discurso.
Disponemos aquí de una elocuente ilustración, tanto de las in
certidumbres de la tradición, tal y como llegó a manos de los evan
gelistas, como de la libertad que emplearon al utilizarla para servir
mejor a sus objetivos y designios. Realmente, resulta excitante que
no poseamos una historia de la vida de Jesús en la que se r.ueda con
fiar por completo y que no haya sido retocada. Eso significa que la
búsqueda de la verdad es una tarea continua en la que, de vez en
cuando, surgen oportunidades para hacer nuevos e importantes
descubrimientos. Los propios desacuerdos implican recuerdos de
acontecimientos y experiencias genuinos, que debemos esforzarnos
por reconstruir. Nuestra tarea no consiste en limar o justificar las di
ferencias (empresa, por otra parte, imposible), con el propósito de
demostrar la validez de la curiosa doctrina de la plena inspiración de
las Escrituras. Aquí se trata más bien de llegar a exponer los hechos
que no han sido presentados de un modo completo o exacto, a cuya
veracidad contribuyen los documentos con su cuota de valiosas evi
dencias, a veces sin pretenderlo.
Una vez comprendidas las consideraciones que guiaron las acti
vidades de Jesús, impulsándole a imaginar y realizar una serie par
ticular de acontecimientos, resulta mucho más fácil afirmar el valor
relativo de las tradiciones. En esta obra, nuestra línea de investiga
ción ha ido dirigida a demostrar, en relación con la comprensión de
la personalidad de Jesús, una convicción de la que nunca se dudó en
107
la Iglesia primitiva y que ha sido reforzada por las investigaciones
modernas, en el sentido de que se embarcó en la realización de un
programa calculado para cumplir lo que él creía que las profecías
exigían del Mesías. El estaba obsesionado con esta necesidad. Sus
exigencias terminaron por configurar cada uno de sus movimientos,
obligándole a mantener una vigilancia constante. Tal y como él lo
entendía, los grandes problemas de la humanidad dependían de que
él tuviera éxito en sus propósitos. Fue una empresa singular, fantás
tica y heroica, aunque perfectamente comprensible a la luz del ex
traño espíritu apocalíptico de la época. Ello exigía una intensa fe
mesiánica, una aguda capacidad de percepción, una voluntad de
hierro y un nivel de inteligencia muy elevado.
Ahora, el programa se estaba aproximando a su clímax y sus es
tipulaciones se hacían más variadas y complejas, más difíciles de al
canzar, puesto que implicaban estimular ciertas reacciones esencia
les en los demás. Todo tenía que estar previsto, calculado en cuanto
al tiempo y perfectamente ajustado. El sentido de la crisis se halla
presente en el espacio que le dedican los Evangelios. Aquí se en
cuentra la herencia más rica procedente de las impresiones dejadas
en las mentes de los seguidores inmediatos del Mesías.
El camino que debía recorrer Jesús conducía a la tortura en Je
rusalén, seguida de la resurrección. Pero tales cosas tenían que su
ceder tal y como se predecía en las Escrituras, y después de ciertos
hechos preliminares previstos en un esquema y un complot concebi
dos con todo cuidado para producirlas. Se tenían que anticipar los
movimientos y las situaciones, los dirigentes y sus asociados debían
cumplir con sus papeles respectivos, sin darse cuenta de que esta
ban siendo utilizados. Se tenía que organizar una conspiración cuya
víctima deliberada sería el propio instigador secreto de la misma. Se
trataba de una concepción de pesadilla, el aterrador resultado lógi
co de una mente enferma, o de un genio. Y funcionó.
En plena semana de la pasión, según la narración de Marcos, Je
sús abandona por última vez el Templo de Jerusalén y, de un modo
muy apropiado, el Evangelio introduce en ese momento, en res
puesta a las preguntas de las dos parejas de hermanos, Simón y An
drés por un lado, Santiago y Juan por el otro, un discurso apocalíp
tico en el que Jesús prevé la destrµcción de Jerusalén y del Templo,
así como las tribulaciones de los Ultimos Tiempos, que precederían
a su regreso a la tierra rodeado de gloria.
Jesús ya había terminado su ministerio público y sus enseñan
zas. El duelo verbal con las autoridades también había quedado
atrás. Tanto él como ellas se retiraron, preparándose para el en
frentamiento final. El Consejo debía encontrar una forma de captu
rar a Jesús y hacerle ejecutar sin que ello tuviera graves repercusio
nes populares. Jesús tenía que asegurarse de que no sería detenido
hasta que no estuviera preparado, y aún se tenían que alcanzar cier-
108
tas cosas vitales. Se tenía que registrar, por ejemplo, todo el signifi
cado mesiánico de su final, para adaptarse así a las profecías. De
otro modo, sus sufrimientos no serían vistos por sus discípulos bajo
su verdadera luz, y no serían comunicados a Israel en ese sentido.
Aunque nuestra mirada se ha dirigido fundamentalmente hacia
la figura central de este drama único, debemos dedicar espacio a
quienes, en aquella época, tuvieron que haber especulado con lo
que iba a suceder, con lo que Jesús iba a hacer. Había aparecido de
la forma más clara posible como el líder del pueblo judío, aunque se
discutiera si como profeta o como el verdadero Mesías; pero en
todo Jerusalén se sabía que había adoptado una actitud de autori
dad, y que se había enfrentado abiertamente con los gobernantes.
Nadie haría algo así sin abrigar un propósito definido, sin tener
otras intenciones de naturaleza más asombrosa. ¿Cuál sería el si
guiente movimiento del galileo? ¿Intentaría dar un golpe de esta
do? Todavía no existía ningún indicio de cuáles podrían ser sus
planes. Desde los que ocupaban puestos más altos a los más bajos y
de acuerdo con las distintas opiniones de los fariseos, los saduceos,
los zelotes y las masas no comprometidas, dejaba que todo el mun
do hiciera sus suposiciones. Jerusalén esperaba conteniendo el
aliento la víspera de esta portentosa Pascua, con una mezcla de es
peranza, duda y temor.
El Consejo se hallaba en estado de tensión. Por el momento, no
disponía de contestación alguna a su problema. Se acordó que Jesús
no debía ser detenido el día de la fiesta, lo que abunda en la opinión
de que estaban a punto de tomar una decisión y arriesgarse a sufrir
las consecuencias más tarde.
Los discípulos de Jesús no estaban menos tensos. Así podemos
inferirlo por la narración de Marcos sobre la mujer de Betania que
ungió a Jesús. La reconvinieron por su prodigalidad, cuando el per
fume podía haber sido vendido en beneficio de los pobres. Es posi
ble que el cuarto Evangelio tenga razón cuando afirma que Judas Is
cariote fue el más vehemente de los críticos, y que fue él quien
citó la cifra de trescientos denarios, es decir, el valor del perfume
en el mercado. Este Evangelio ofrece la explicación de que Judas
era un ladrón y se había sentido enojado al perder esta oportuni
dad de obtener ganancias personales. En cualquier caso, el inci
dente sugiere que los discípulos estaban muy tensos. En realidad,
no pensaban en los pobres, y dirigieron sus críticas a la mujer única
mente para aliviar su tensión nerviosa. En sus mentes existía una
inoportuna inquietud, debido a lo que Jesús había dicho que le su
cedería; y él había confiado aún más en ellos. Así pues, se sentían
ansiosos y de un humor explosivo, sin atreverse a pedirle que fuera
más explícito. Parecería como si Judas, que sería así el más sensible
y excitable de los doce, estuviera al borde de una crisis. El gesto de
la mujer hizo que las cosas se desencadenaran. No sirvió de nada
109
que Jesús dijera tranquilamente a sus discípulos que su cuerpo ha
bía sido ungido para el entierro.
A través de los confusos pero aun así elocuentes recuerdos de lo
que acontecía, podemos permitimos entrar aquí en otro ingredien
te del complot de Pascua, al margen de quienes lo comunicaron sin
darse cuenta de lo que hacían. Ya hemos visto previamente cómo
Jesús había organizado privadamente, sin duda alguna con Lázaro,
el poder disponer de un pollino atado en el extremo oriental del
pueblo de Betania, listo para ser entregado a sus mensajeros en
cuanto éstos pronunciaran las palabras previamente acordadas. Lá
zaro es el único hombre en Betania del que se nos dice que mantenía
estrechos lazos con Jesús, quien podía confiar en él completamente
para cumplir su petición, de modo que, en el momento psicológico
más oportuno, se pudiera cumplir la profecía de Zacarías y escenifi
car su entrada triunfal en Jerusalén como rey. Vale la pena destacar
que, fuera de las filas de los doce apóstoles, se dice que Jesús amaba
particularmente a Marta, María y a su hermano Lázaro de Betania,
así como al discípulo innombrado, a quien hemos dado en llamar
Juan, el sacerdote, de Jerusalén. Estos confidentes judíos eran
esenciales para la realización de sus planes, y podemos seguirles la
pista a los papeles interpretados por Lázaro, María y Juan.
Podemos detectar aquí el acuerdo privado hecho por Jesús con
María, quien, según el cuarto Evangelio, fue 1st que trajo el frasco
de perfume caro de nardo para ungir a Jesús. Este le había pedido
que cumpliera esa misión, sin especificar su propósito, con objeto
de llevar a término la traición de uno de sus discípulos, cumpliendo
así la profecía: «El que come mi pan, ha alzado contra mí su talón». 7
Veamos el tema más detalladamente. Desde la revelación de la
naturaleza mesiánica de Jesús en Cesarea-Filipo, había informado a
sus discípulos que su fin sería el resultado de haber sido rechazado
por los sumos sacerdotes, ancianos y escribas. Esto mismo les había
ido inculcando a intervalos con un énfasis cada vez más creciente,
añadiendo que sería traicionado a estos dirigentes. No dijo específi
camente quién de los doce sería el traidor, pero eso fue algo que
tuvo que haber estado en su mente, tanto a la vista de la profecía
como porque no había comunicado a nadie más el destino que le es
peraba. Sólo el cuarto Evangelio afirma que Jesús sabía desde el
principio quién le traicionaría. 8 Esto es improbable, aunque hubie
ra podido formarse con rapidez una fuerte sospecha en el sentido de
que sería Judas. Se nos dice que Judas se conv1rtió en el tesorero del
grupo, y se le acusa de malversar pequeñas cantidades. Si eso es
cierto, al parecer era algo desconocido para los otros once, ya que,
de haberlo sabido, habrían hecho algo al respecto. Quizá sólo Jesús
conocía la codicia de Judas y su carácter inestable, y al final única
mente lo reveló al discípulo bienamado. Al hablar constantemente
de su traición y de las circunstancias de su muerte, no sólo insistía en
110
lo que creía era vital que conocieran sus discípulos, sino que tam
bién estaba estimulando claramente ciertas reacciones que confir
marían lo que él ya debía de saber. Ahora, su estratagema estaba di
señada para aumentar la presión en el momento crucial e inducir al
traidor a actuar. Para lograr un resultado positivo, no había comu
nicado más información sobre sus planes a sus discípulos, de modo
que éstos se encontraban en una situación emocional sobrecargada,
y había acordado con María el incidente del perfume precioso para
poder pronunciar sus palabras sobre el ungimiento de su cuerpo
para el entierro. Habría utilizado esas mismas palabras al margen
de que surgiera la cuestión de los pobres: pero parece probable que
la intención consistía en que el valor del perfume actuara sobre la
debilidad de Judas. El episodio tuvo el efecto deseado, como el mis
mo Jesús pudo observar. Y así se registró la conjunción de la idea de
riqueza y ungimiento para el entierro. En palabras de Lucas: «En
tonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del núme
ro de los Doce; y se fue a tratar con los sumos sacerdotes y los jefes
de la guardia del modo de eqtregárselo. Ellos se alegraron y queda
ron con él en darle dinero. El aceptó y andaba buscando una opor
tunidad para entregarle sin que la gente lo advirtiera». El testimo
nio de Marcos es que Judas tomó esta decisión inmediatamente des
pués del incidente del precioso perfume.
Judas sabía que Jesús esperaba ser traicionado. Así lo había di
cho una y otra vez. Ahora, de nuevo, había hablado de su muerte.
No obstante, podemos pensar que, hasta ese momento, Judas no
pensó en sí mismo como traidor. Fue el valor del perfume, y el he
cho de que Jesús hablara de su entierro, lo que indujo tal idea en su
mente. De pronto, como si de una inspiración se tratara, se le ocu
rrió pensar que se podía ganar dinero haciendo lo que Jesús deseaba
tan claramente. Parecía como si Jesús se lo estuviera diciendo así de
un modo muy sutil, invitándole a aprovecharse de ello, al tiempo
que cumplía con su voluntad. El temperamento actuó dirigido por
el Maestro.
Es imposible juzgar qué otra cosa pudo haber habido en la men
te de Judas. Se ha sugerido que se sentía amargamente desilusiona
do con Jesús, pues había imaginado que establecería rápidamente
su reino y que habría grandes recompensas materiales para sus se
guidores. Pero Jesús había dicho que le matarían, y que las recom
pensas llegarían en un futuro incierto y en forma de extraños prodi
gios incomprensibles en términos prácticos. En consecuencia, Ju
das traicionó a Jesús porque, en su opinión, Jesús le había traiciona
do a él.
A los sumos sacerdotes debió de parecerles un acto de la provi
dencia cuando Judas acudió a ellos con su oferta. Habían tratado
inútilmente de encontrar los medios para eliminar la amenaza que
representaba Jesús, sin inflamar la sensibilidad popular, lo que po-
111
dría significar el estímulo de un estallido revolucionario que desea
ban evitar a toda costa. Una vez eliminado el líder, confiaban en
que la excitación disminuiría y la amenazadora insurrección termi
naría por apagarse. Ahora, y ante su enorme alivio, uno de sus aso
ciados más íntimos se mostraba dispuesto a entregárselo en sus ma
nos.
Para ser justos con el Consejo, debemos decir que sus motiva
ciones no eran inherentemente malvadas. Creían en la existencia de
un riesgo real de una rebelión judía estimulada por el nuevo y pre
tendido Mesías, un galileo como el notable Judas de Galilea. Sabían
cómo eran odiados los romanos, al igual que la jerarquía saducea.
Cualquier pequeña chispa podía incendiar todo el país. Se produciría
un baño de sangre, seguido por una represión aún más dura.
Tenemos evidencias de que los sumos sacerdotes de la época
eran arrogantes y altivos, y amaban la riqueza, el poder y la posición
social. Así ha ocurrido con las jerarquías de distintos países en mu
chos períodos de la historia. Pero en la Palestina de la época ellos
eran también los responsables del mantenimiento del orden públi
co, en difíciles condiciones de dominación extranjera, así como de
la continuidad de la existencia nacional y de la supervivencia del
Templo como el centro de la fe judía. Sus temores no dejaban de ser
fundados, como muy bien confirma la historia judía de las décadas
siguientes. Era mucho mejor permitir la muerte de un solo hombre
que la de multitudes, en las que también se encontrarían mujeres y
niños inocentes. En aquellos tiempos era habitual la liquidación de
los individuos, sobre todo durante los últimos años del reinado de
Tiberio. 9 Eso es algo tolerado incluso dos mil años después, con
toda nuestra pretendida preocupación por los derechos humanos.
Debemos evitar juzgar lo que ocurrió a la luz de lo que los cristianos
creen sobre Jesús. Debemos verle tal y como apareció ante el Con
sejo. Desde su punto de vista, la decisión a la que llegaron estaba
plenamente justificada, y Jesús, sabiendo muy bien lo que estaba
haciendo, les había forzado deliberadamente a tomarla, actuan
do en ese sentido mediante actividades hábilmente calculadas y
planificadas. Si no se hubiera presentado como aspirante al trono
de Israel y como una amenaza contra la seguridad nacional, habría
sido completamente ignorado por el Sanedrín. Jesús se había asegu
rado por partida doble de que ellos tomarían medidas extremas
contra él, aguijoneándolos a hacerlo así por medio de sus palabras y
su comportamiento, de modo que cualquier posible mitigación de
su severidad se viera anulada por el estado de ánimo personal que él
mismo había creado intencionadamente.
El Consejo pudo imaginar que estaba ejerciendo su voluntad
cuando decidió destruir a Jesús, y Judas lscariote pudo pensar lo
mismo al traicionarle; pero, en realidad, el arquitecto del complot
de Pascua fue el propio Jesús. Las respuestas de todos los implica-
112
dos se vieron gobernadas por la capacidad de Jesús para calcular sus
reacciones ante la aplicación de los estímulos apropiados. De ese
modo se aseguraba del cumplimiento de lo que se había dicho en las
Escrituras.
Se acercaba el momento hacia el que había apuntado toda la as
tucia y la calculada estrategia de Jesús. Se había revelado el nombre
del traidor y se le había llevado al punto en que no tenía más reme
dio que jugar su papel. Podemos creer que ésta fue la tarea más do
lorosa que tuvo que realizar Jesús, y tuvo que haberle dolido pro
fundamente que el traidor tuviera que ser uno de los doce elegidos.
Pero así estaba escrito. Quedaba poco tiempo y muchas cosas por
realizar aún.
Para el pensamiento mesiánico de Jesús era vital que pasara la
Pascua con sus discípulos en Jerusalén. Eso significaba acudir allí
por la noche, algo que nunca había hecho con anterioridad, asegu
rándose de que el Co11sejo no supiera dónde encontrarle hasta des
pués de terminada la Ultima Cena y de haber abandonado de nuevo
la ciudad. Las profecías exigían que él fuera la única víctima, y nin
gún otro debía compartir su destino. Estaba de acuerdo con el Con
sejo en el sentido de que no debía haber violencia en la Ciudad San
ta. En consecuencia, tuvo que haber tomado acuerdos secretos de
tipo dramático con su joven discípulo Juan, el sacerdote, para cele
brar la Pascua en su casa, estipulando igualmente las precauciones
que debían tomarse. De estos acuerdos no habían sido informados
ni los más íntimos de entre los doce: Pedro, Santiago y Juan.
El jueves por la mañana, en Betania, los discípulos acudieron a
Jesús para preguntarle dónde quería que prepararan la cena pas
cual. Al igual que en el caso del pol)ino en Betania, volvió a dar ins
trucciones a dos de sus discípulos. Unicamente Lucas dice que éstos
fueron Pedro y Juan, los hijos de Zebedeo. Tenían que ir a la ciu
dad, donde, en la puerta situada junto a la piscina, se encontrarían
con un hombre que llevaría un cántaro de agua. Normalmente, eran
las mujeres las que iban a buscar agua, de modo que no les sería
nada difícil distinguirle. Tenían que seguir a ese hombre hasta la
casa en que entraría, entrar ellos mismos y decirle al propietario:
«El Maestro te dice: ¿Dónpe está la sala donde pueda comer la Pas
cua con mis discípulos?». El les enseñaría entonces, en el piso supe
rior, una sala grande, ya dispuesta, donde deberían hacer los prepa
rativos para la cena pascual.
Lo que Jesús había solicitado de sus amigos judíos había sido
realizado una vez más al pie de la letra. No hubo ninguna dificultad.
El hombre con el cántaro de agua estaba en el lugar de la cita. Todo
estaba preparado y, aquella noche, Jesús acudió allí acompañado
por los doce. Las circunstancias hicieron que a Judas le fuera impo
sible notificar al Consejo dónde estaría Jesús. Incidentes como éste
son extremadamente reveladores porque ilustran la estrategia de
113
Jesús y proporcionan ejemplos concretos de los instrumentos que
estaba dispuesto a tocar para lograr el cumplimiento de sus fines.
Cuando se les da el valor que merecen, nos obligan a contemplarle
con nuevos ojos, lo que despierta en nosotros una clase diferente de
respeto.
Fueron catorce, y no trece personas, las que se sentaron a la
mesa para la cena pascual. Estaban Jesús y los Doce, y además,
ocupando un lugar de honor, también estaba el discípulo biena
mado como amo de la casa. 10 Jesús se reclinó sobre el brazo de
Pedro, y este otro discípulo sobre el pecho de Jesús. Rodeado de
rostros familiares, incluido el del traidor, Jesús se sintió profun
damente conmovido. «Con ansia he deseado comer esta Pascua
con vosotros antes de padecer » , les dijo, «porque os digo que ya
no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de
Dios. »
Comenzó el servicio secular (seder). Jesús recitó la bendición
ante la primera de las éuatro copas obligatorias de vino de la no
che, y la tendió hacia ellos para que la compartieran, diciendo:
«Os digo que, a partir de este momento, no beberé del producto
de la vid hasta que llegue el Reino de Dios » . Es probable que fue
ra durante la comida pascual que precedió a la segunda parte del
servicio cuando Jesús anunciara que uno de los que estaban co
miendo con él le traicionaría. Profundamente afligidos, uno tras
otro quisieron saber si era él. Jesús se negó a contestar. No quería
exponer a Judas a la vergüenza delante de los demás, y no podía
correr el riesgo de que pudiera ser detenido o disuadido. Así, se
limitó a decir: «Pero la mano del que me entrega está aquí conmigo
sobre la mesa. Porque el Hijo del hombre se marcha según está de
terminado. Pero, ¡ay de aquél por quien es entregado! Mejor le va
liera no haber nacido» .
Según el cuarto Evangelio, Pedro no quedó satisfecho. Se incli
nó hacia Juan el sacerdote, que no era uno de los Doce, y le susurró:
«Pregúntale de quién está hablando» . Así lo hizo el bienamado, y
Jesús le contestó: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar» .
Introdujo un trozo de pan en el plato de comida, lo mojó y se lo pre
sentó a Judas, diciendo: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto » . Judas
aceptó el bocado y se levantó apresuradamente de la mesa. Sabía
que Jesús conocía la situación, y que deseaba que actuara. Y Judas
salió a la noche Los demás llegaron a la conclusión de que, como te
sorero que era, había salido para comprar algo que faltaba para la
fiesta, o bien para dar limosna a los pobres.
Una vez que el traidor se hubo marchado, Jesús partió el último
pan de la cena, al final de la comida, y distribuyó los trozos entre sus
discípulos, diciéndoles que significaban su cuerpo. A continuación,
tomó la tercera copa de vino, conocida como «la copa de la bendi
ción», recitó la bendición y pasó la copa, diciendo: «Esta copa es la
114
Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros » , Este
servicio concluyó con la bebida de la cuarta copa de vino y el canto
del salmo cxv-cxviii.
Jesús abrazó y se despidió del bienamado y después se marchó
con los otros once, saliendo de la ciudad, atravesando el Cedrón y
dirigiéndose hacia el huerto de Getsemaní, en las laderas bajas del
monte de los Olivos. Mientras caminaban, les dijo: «Todos os vais a
escandalizar, 1ª que está escrito: "Heriré al pastor y se dispersarán
las ovejas"». 1 Y nostálgicamente, añadió: «Pero después de mi re
surrección, iré delante de vosotros a Galilea» .
Pedro replicó con tenacidad: «Aunque todos se escandalicen,
yo no» . Jesús le miró: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solici
tado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para
que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus
hermanos » .
Pero él dijo: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel
y la muerte».
Jesús sacudió la cabeza: «Te digo, Pedro, no cantará hoy el gallo
antes que hayas negado tres veces que me conoces » . 12 Se volvió ha
cia los demás y añadió: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin
sandalias, ¿os faltó algo? »
«Nada», respondieron.
«Pues ahora, el que tenga bolsa que la tome y lo mismo alforja,
y el que no tenga que venda su manto y compre una espada; porque
os digo que es necesario que se cumpla en mí esto que está escrito:
"Ha sido contado entre los malhechores". Porque lo mío toca a su
fin. »
«Señor, aquí hay dos espadas » , dijeron ellos.
«Basta » , les dijo él.
115
11
Todo ha terminado
El pequeño huerto de Getsemaní fue un lugar favorito de Jesús
durante su estancia en Betania. Se nos dice que acudía allí con fre
cuencia, acompañado de sus discípulos. Era un lugar tranquilo des
de donde se podía contemplar Jerusalén y el Templo. Ahora, volvió
allí, tal y como había hecho en otras ocasiones. Quería rezar, pero
esta noche sentía la necesidad del solaz de la compañía humana. Así
pues, se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan cuando se alejó de
los demás. Marcos dice que sintió pavor y ªºrustía, y les confesó:
«Mi alma está triste hasta el punto de morir».
Hasta ese día había considerado el sufrimiento físico que le
aguardaba casi como algo impersonal. Siempre había sido algo si
tuado en el futuro, el destino más solemne que podía sufrir el Me
sías. Había habido una cierta gloria y majestad en ello, una sublima
ción del comportamiento heroico, tal y como se decía en los pasajes
proféticos. Jesús había estado tan ocupado con su planificación, con
sus movimientos y contramovimientos, con el exultante ejercicio de
su voluntad para que los acontecimientos se configuraran de acuer
do con las predicciones, que no había tenido ni tiempo ni inclina
ción a enfrentarse con los detalles de lo que debía experimentar.
Ahora, sin embargo, era diferente. La hora había llegado, y su car
ne y su espíritu se sintieron amedrentados. ¡Morir bajo tortura!
¿ Tenía fuerza y fortaleza suficientes para soportarlo? Lo que estaba
escrito le iba a suceder a él, a Jesús, no a ninguna figura ideal de la
imaginación.
Los Evangelios han captado la agonía de Jesús en esta coyuntu
ra, aunque debemos decir que la tradición existente tras ellos es
imaginativa, puesto que nadie estaba presente. Jesús reza, pidiendo
que, a ser posible, no tenga que beber la copa de la amargura, pero
eso sólo si así lo quiere la voluntad de Dios. Regresa hacia donde se
encuentran sus tres discípulos y los encuentra dormidos. Se da
cuenta entonces de que ya sólo depende de sí mismo. Ya no habrá
ningún otro ser humano en quien poder apoyarse, ningún amigo
116
en la tierra hacia el que poder volverse al enfrentarse con su des
tino. Se dirige al medio dormido Pedro en un tono casi desespera
do: «Simón, ¿duermes? ¿Ni una hora has podido velar? Velad y
orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pron
to, pero la carne es débil » . Sin embargo, parece que está hablan
do más para sí mismo que para sus seguidores, y Pedro no le con
testa. Se aleja de nuevo para seguir rezando, tan intensamente
que Lucas dice que «su sudor se hizo como gotas espesas de san
gre que caían a tierra».
Volvemos a encontrarnos aquí con el enfático tres del idioma
hebreo. Jesús reza tres veces, según Marcos, y tres veces regresa
adonde están dormidos sus discípulos. La excitación y la tristeza, la
cena que habían comido, el vino que habían bebido, había sido de
masiado para ellos. No pudieron mantener los ojos abiertos. Sólo
Jesús estaba alerta, tensado cada uno de los nervios de su cuerpo, y
con su cerebro funcionando con una claridad cristalina. «Ahora ya
podéis dormir y descansar. Basta ya. Llegó la hora. Mirad que el
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡ Le
vantaos! ¡Vámonos! Mirad, el que me va a entregar está cerca. »
Apenas ha terminado de hablar cuando llega Judas acompaña
do por una fuerza enviada por el Consejo, armada con espadas y pa
los. Por la descripción de los Evangelios se deduce que eran miem
bros de la guardia civil bajo la autoridad del Sanedrín, acompañada
por algunos de los siervos de los sumos sacerdotes. La referencia a
los «pecadores » en las palabras de Jesús indica que la fuerza estaba
compuesta principalmente por gentiles. 2 Judas había dado instruc
ciones para que se detuviera al hombre al que abrazara.
La detención se llevó a cabo con rapidez. Jesús dijo algo a Judas
y al capitán de la fuerza. Los textos no se muestran de acuerdo en
qué fue. Tuvo que haber habido una considerable confusión entre
los discípulos, sobre todo teniendo en cuenta que estaban medio
dormidos. Alguien, que el cuarto Evangelio identifica como Pedro,
sacó una espada y atacó al oficial del sumo sacerdote, llamado Mal
eo y que probablemente era un árabe,3 cortándole la oreja. Pero, a
excepción de este incidente, no hubo resistencia. Una vez detenido
Jesús, los discípulos huyeron a la desbandada, y no es probable que
se hiciera ningún intento de perseguirlos. Sólo se quería detener al
líder, no a los seguidores.
Sólo Marcos dice que un joven, cubierto únicamente con un
lienzo, siguió a Jesús cuando se lo llevaron. Los miembros de la
fuerza lo detuvieron, pero él forcejeó, liberándose y dejando el lien
zo entre las manos de sus adversarios, escapando desnudo. Tiene
uno la tentación de pensar que éste no era otro que el discípulo bien
amado, puesto que hay tantos huecos tentadores en la narración.
¿Cabe la posibilidad de que le hubieran llegado noticias en Jerusa
lén, en el sentido de que el Consejo había enviado una fuerza, con
117
J,udas a la cabeza, para detener a Jesús en el huerto de petsemaní?
El, al menos, sabía que Judas había abandonado la Ultima Cena
para traicionarle, porque Jesús le había señalado al traidor, y sería
sorprendente que no hubiera hecho nada para descubrir lo que esta
ba ocurriendo. La información definitiva pudo haber llegado a su
conocimiento en el momento en que se disponía a acostarse y, sin
quitarse la camisa de noche, salió corriendo hacia Getsemaní para
advertir a Jesús. Pero llegó demasiado tarde. Jesús acababa de ser
detenido. Empezó a seguirle, fue detenido a su vez y sólo logró es
capar dejando su camisa de dormir en manos de sus captores. Re
gresó corriendo a la ciudad, se vistió apresuradamente y se dirigió
inmediatamente a casa de Anás, adonde, según la información de
que disponía, iba a ser llevado Jesús. Allí donde tantas cosas son un
misterio, esta posibilidad -y no es más que eso: una posibilidad
no parece en modo alguno imaginaria. El cuarto Evangelio dice que
Juan siguió a Jesús hasta el palacio del sumo sacerdote, y que entró
allí tras él; pero no da ninguna explicación sobre cómo es que estaba
allí. El único de los Doce que se recuperó un poco y siguió a distan
cia a Jesús fue el fiel Pedro. Pero tuvo que quedarse fuera del pala
cio, hasta que el otro discípulo, conocido del sumo sacerdote, 4 ha
bló con la portera y logró que Pedro fuera admitido.
Era una fría noche de primavera, y un fuego de carbón ardía en
el brasero. Los sirvientes y guardianes se hallaban alrededor del
fuego, y Pedro se unió a ellos para calentarse. Debido a su acento,
fue reconocido entonces como galileo y se sospechó que fuera un se
guidor de Jesús. Uno de los parientes de Maleo estaba convencido
de haber visto a Pedro en el huerto de Getsemaní. Puesto ante tal
disyuntiva, Pedro juró no conocer a Jesús, pero como le pareció
arriesgado seguir allí, se marchó. Y al recordar lo que le había dicho
Jesús, lloró amargamente. 5
Mientras tanto, el prisionero fue llevado ante Anás, hijo de Set,
antiguo sumo sacerdote y cabeza de la familia sacerdotal más pode
rosa de su época. También era el suegro del sumo sacerdote actual,
Caifás. Anás procedió a interrogar a Jesús sobre sus enseñanzas y
seguidores. Estaba ansioso por descubrir, si podía, hasta dónde ha
bían llegado las cosas, y hasta qué punto existía el peligro de un le
vantamiento. ¿Cuál era el objetivo de Jesús? ¿Cuántas personas se
hallaban involucradas hasta el momento? ¿Estaba la conspiración
aún en su fase inicial, limitada a un puñado de seguidores del pre
tendiente, inútiles en cuanto se vieran privados de su líder, o acaso
había implicados individuos más importantes? Jesús había recupe
rado ya toda su compostura y negó lisa y llanamente que estuviera
implicado en ningún tipo de actividades secretas y subversivas. Lo
que había enseñado lo había dicho abierta y públicamente en las si
nagogas y en el Templo. «¿Por qué me preguntas? Pregunta a los
que me han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho. »
118
Uno de los guardias le abofeteó por insolencia para con el sumo
sacerdote; pero el perspicaz Anás juzgó que era sincero. Estaba
convencido de que, por el momento, sólo tenían que tratar con una
persona, y se sintió muy aliviado por ello. Envió a Jesús al Consejo,
maniatado y bajo escolta, y sin duda alguna comunicó su opinión a
Caifás, ya fuera mediante un mensaje verbal o escrito. Sólo era ne
cesario ejecutar a Jesús, y fuera lo que fuese lo que se estaba cocien
do quedaría inmediatamente anulado. El hombre era sin lugar a du
das un fanático engañado, y por esa misma razón resultaba peligro
so teniendo en cuenta el estado actual de los asuntos judíos.
No disponemos de información cierta sobre dónde estaba reuni
do el Sanedrín, aunque probablemente fuera en la Sala del Consejo
(Bouleuterion), al oeste del recinto del Templo, y no lejos del pala
cio del sumo sacerdote situado en el extremo nororiental del monte
Sión. Los Evangelios no nos dicen nada sobre adónde fue Pedro, o
qué sucedió con los otros once discípulos. Al parecer, más tarde se
qirigieron a casa de Juan, el sacerdote, donde se había celebrado la
Ultima Cena y que ahora conocían todos ellos. Algunas de las mu
jeres que acompañaban a Jesús estaban allí. El discípulo bienamado
fue quizás el único seguidor de Jesús que conocía el lugar al que po
día ser llevado Jesús aquella noche y a la mañana siguiente.
En cuanto a lo que se desprende desde el arresto de Jesús hasta
su agonía en la cruz, dependemos de las distintas narraciones de los
Evangelios. Se trata de reconstrucciones de tradiciones obtenidas
de diversas fuentes, intercaladas con leyendas y deducciones de tes
timonios del Antiguo Testamento. La historia también ha sido am
pliada y adaptada, de acuerdo con el desarrollo de la doctrina cris
tiana y de las necesidades apologéticas. Por lo tanto, debemos con
tentarnos con utilizar este material con las consiguientes reservas y
cualificaciones, siguiendo, en la medida de lo posible, lo que se per
cibe a partir del curso auténtico de la narración.
Ha habido mucha discusión erudita sobre el juicio de Jesús, ci
tando las reglas del Sanedrín tal y como eran representadas ideal
mente mucho después de que este organismo dejara de funcionar.
En la actualidad, los eruditos reputados no conceden excesivo valor
a estas pruebas. De hecho, sabemos comparativamente poco sobre
el procedimiento, y en el caso de Jesús parece que no existió juicio
alguno. Aquella noche, el Sanedrín se reunió en sesión especial, no
para enjuiciar a Jesús, sino para encontrar bases sobre las que for
mular una acusación que permitiera al gobernador romano la con
dena de Jesús a la ejecución sumaria. Así se dice llanamente en
Marcos. El tema a tratar no era la teología de Jesús, o cualquier tipo
de ofensa contra las leyes de Moisés; allí se habló de sus pretensio
nes políticas. Para presentar una acusación política merecedora de
la pena capital, era deseable poder presentar testigos. Algunos indi
viduos habían sido retenidos o sobornados para actuar como infor-
119
madores, pero sus declaraciones fueron indecisas y contradictorias.
Jesús se había mostrado demasiado circunspecto en sus apariciones
públicas para que se pudieran emplear palabras suyas como un me
dio de probar que estaba involucrado en actividades traidoras. La
indicación más cercana a ello, ofrecida por alguno de los testigo�,
fue una observación críptica que Jesús había hecho en el Templo. El
había dicho algo así como: «Destruid este templo, y yo lo recons
truiré en tres días». El cuarto Evangelio afirma que en esa ocasión
se refería a su propio cuerpo. El testigo transformó sus palabras en
una intención positiva: «Destruiré este Templo». Y en ello podía
verse algún tipo de amenaza contra el orden establecido; pero, aun
así, la frase, incluida la sugerencia de un milagro, sonaba más al len
guaje de un loco o de un charlatán que al de un rebelde peligroso.
Eso no convencería nunca a Pilato.
Mientras se producía todo esto, Jesús guardó silencio. Estaba
cumpliendo la profecía de Isaías: «Del mismo modo que una oveja
delante de sus esquiladores es muda, así él no abrió la boca». El
Consejo se iba poniendo inquieto y ansioso. Finalmente, el sumo
sacerdote le desafió: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos
atestiguan contra ti?». Jesús no contestó. Ahora, la única esperanza
consistía en obligarle a incriminarse a sí mismo. De pronto, Caifás
le hizo la pregunta directa: «¿Eres el Mesías?».
Y Jesús, en esta ocasión, contestó: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo
del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del
cielo».
Aquello fue suficiente para los dirigentes saduceos. El sumo sa
cerdote se rasgó la túnica como señal formal de pesar. «¿Qué nece
sidad tenemos ya de testigos?», gritó. «Habéis oído la blasfemia.
¿Cuál es vuestra decisión?» El Consejo juzgó que merecía la pena
de muerte. Al admitir ser el Mesías, el rey legítimo y previsto de Is
rael, Jesús había cometido «blasfemia», no ante Dios, según la ley
judía, sino ante Tiberio César según la ley romana. Así pues, era
culpable de laesa maiestas, violación de la soberanía del emperador
y, en consecuencia, las escandalizadas autoridades, que en ese mo
mento no se presentaban como judíos sino como súbditos romanos,
podían actuar como delatores, informando contra Jesús al represen
tante del César.
Debido a que un tribunal judío hubiera llegado a este veredicto,
no imaginamos, como la Iglesia se preocupó de establecer más tar
de, que Jesús había declarado su divinidad y que, consecuentemen
te y desde el punto de vista de la ley mosaica, 6 había blasfemado el
nombre del Señor. En tal caso, el castigo habría sido lapidación, y
no crucifixión. Jesús ni siquiera pronunció el sagrado nombre de
Dios, y se refirió a sí mismo como el Hijo del hombre. Las primiti
vas enseñanzas nazareas no sabían nada de trinitarianismo. El Con
sejo no tenía ni causa ni interés en condenar a Jesús por motivos re-
120
ligiosos, ya que su único propósito consistía en estar a buenas con
Roma y, al mismo tiempo, derivar hacia Pondo Pilato el odio del
pueblo judío contra lo que estaban haciendo ellos.
La calumnia de que el pueblo judío fue responsable de la muerte
de Jesús ha sido desde siempre un fraude antisemítico perpetrado
por la Iglesia cuando ésta se paganizó, convirtiéndose en la causa di
recta de incontables sufrimientos y persecuciones infligidas a los ju
díos durante siglos. Los pensamientos actuales de la Iglesia romana
sobre el tema del «deicidio» judío han llegado muy tardíamente y no
han representado más que una retractación inadecuada. Pero, evi
dentemente, la Iglesia se encuentra en un dilema, ya que sólo puede
eliminar todo el estigma que ha infligido renunciando a la veracidad
absoluta de sus sagradas doctrinas y documentos.
No obstante, la tradición más antigua de los Evangelios es un
testigo contra la propia Iglesia. Jesús nunca dijo que caería en ma
nos del pueblo judío, sino en manos de los sumos sacerdotes, ancia
nos y escribas. Los Evangelios atestiguan que la gente común de la
nación judía le escuchaba con agrado, y que el Consejo actuó secre
tamente sin el conocimiento del pueblo porque temía un levanta
miento popular de los judíos en favor de Jesús. Tenemos pruebas de
que decidieron la eliminación de Jesús en un cónclave privado y
que, aprovechando la traición de uno de sus propios discípulos, le
detuvieron e interrogaron durante la noche, de modo que el pueblo
judío, reunido en verdaderas multitudes en Jerusalén para la Pas
cua, ignorara por completo lo que estaba sucediendo.
Ya hemos considerado los motivos del Consejo, que, principal
mente, eran los de autoconservación e interés propio, aunque no
fueran totalmente ajenos a consideraciones de tipo nacional y de su
pervivencia espiritual. Estos ricos aristócratas sabían que no conta
ban con el favor de las masas judías mientras servían a un gobierno
pagano y extranjero, y que su posición con respecto a Roma era pre
caria. Desprovistos de muchos de sus antiguos poderes, caminaban
sobre la cuerda floja, se aferraban a su cargo, al prestigio heredado
y a la vida lujosa, manteniendo su posición mediante la acción arbi
traria y la intriga tortuosa. Había buenos hombres entre ellos, una
minoría disidente, compuesta principalmente de fariseos, dedica
dos a utilizar su influencia para doblegar todo lo que pudieran al do
minante partido saduceo. Probablemente, algunos de los miembros
fariseos del Consejo se ausentaron de la asamblea que trató el asun
to de Jesús. Puede que algunos de ellos ni siquiera fuesen convoca
dos a asistir a la reunión organizada apresuradamente. El hecho de
que, no mucho después, el sumo sacerdote presidente del Consejo,
Caifás, fuera depuesto de su cargo por el legado de Siria sugiere que
se hicieron algunas acusaciones graves contra él. 7 Pero aun cuando
la acción de la jerarquía y de quienes la apoyaban fuera dictada por
la conveniencia y resultara ser moralmente indefendible, debemos
121
recordar una vez más que Jesús había maniobrado deliberadamente
para situarlos en una posición en la que se vieran obligados a proce
der contra él. Si no hubiera despertado su ira, dándoles motivos
para temer algún tipo de demostración nacionalista, no se habrían
preocupado por él en absoluto.
A primera hora de la mañana del viernes, Jesús fue llevado ante
el gobernador Poncio Pilato. El veredicto formulado por el Consejo
estaba redactado en términos puramente políticos: «Hemos encon
trado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tribu
tos al César y diciendo que él es Cristo Rey».
El escenario era el palacio Herodiano, en el oeste de la ciudad,
cercano a la moderna puerta de Jaffa. Era la residencia oficial del
procurador romano cuando acudía a Jerusalén desde su sede en Ce
sarea. A Pilato no le gustaría en absoluto que le molestaran a prime
ra hora de la mañana con una delegación de los sumos sacerdotes
trayéndole a Jesús prisionero. Las circunstancias eran muy sospe
chosas, y él salió a recibirles en la amplia terraza -no entrarían en
el edificio, exponiéndose a la deshonra-, exigiendo malhumorada
mente conocer la acusación. Se le dijo que aquel hombre era un
criminal. «Tomadle entonces vosotros y juzgadle según vuestra
ley», replicó Pilato. Ellos le recordaron que ya no tenían autoridad
para ejecutar a nadie. Los romanos les habían privado últimamente
de ese poder. De modo que, como el delito era capital y no religio
so, era Pilato quien debía juzgarlo. Pero él tenía la sensación de que
algo no andaba bien y de que se estaba intentando tenderle una
trampa. No confiaba en los sacerdotes, y conocía bien la hostilidad
del Consejo hacia él debido a su falta de respeto para con las institu
ciones judías. Le pareció antinatural que los sumos sacerdotes acu
saran a un judío compatriota de conspirar contra Roma. Lo más
probable era que el prisionero fuese un hombre sin ninguna jmpor
tancia que estaba siendo utilizado para causarle problemas. Ultima
mente no había recibido ninguna noticia de que hubiera agitación
en Jerusalén. El hombre que se encontraba pasivamente ante él no
parecía en absoluto un militante zelote.
Incrédulamente, Pilato le preguntó a Jesús: «¿Eres tú el rey de
los judíos?». Esperaba o bien una negativa, o bien alguna indica
ción de que el prisionero no era más que un lunático inofensivo.
Pero, de un modo irritante, Jesús contestó: «¿Dices eso por tu cuen
ta, o es que otros te lo han dicho de mí?»
«¿Es que yo soy judío?», rugió Pilato. «Tu pueblo y los sumos
sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?»
Jesús explicó que su reino no pertenecía a este mundo. De otro
modo, sus seguidores habrían luchado para impedir su detención.
Pero ¿cómo podía comprender un oficial romano pagano lo que sig
nificaba el futuro reino mesiánico? Eso era algo que estaba más allá
de su capacidad de comprensión.
122
Para Pilato, aquel hombre decía insensateces. «¿Luego tú eres
rey, », insistió en preguntarle, tratando de que fuera más explícito.
«Sí, como dices, soy rey» , contestó Jesús. «Yo para esto he naci
do y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la ver
dad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz. »
Pilato quedó convencido de que estaba tratando con un maniaco
visionario. «¿Qué es la verdad? » , le espetó. Era imposible tomarse
las acusaciones en serio. Se incorporó de un salto y salió adonde es
taban los acusadores judíos, diciendo: «Yo no encuentro ningún de
lito en él » .
Hasta aquí hemos seguido fundamentalmente el cuarto Evange
lio, pero aquí tenemos que dar cabida a una tradición preservada
por Lucas. Según su versión, los sumos sacerdotes insistieron en sus
acusaciones, diciendo: «Solivianta al pueblo, enseñando por toda
Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí».
Entonces, el gobernador captó rápidamente una oportunidad
de dar por terminado el asunto. Preguntó si el hombre era galileo y
al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes Antipas, el te
trarca de Galilea, les dijo que se lo llevaran a él. Herodes estaba en
Jerusalén para pasar la Pascua, y se alojaba en el palacio Asmoneo,
más hacia el este, a lo largo de la colina. Hacía tiempo que deseaba
ver a Jesús, y confiaba en verle realizar algún milagro. Le interrogó
largo rato, mientras que los representantes del Consejo le acusaban
con vehemencia. Jesús no contestó, ni siquiera cuando Herodes y
sus hombres se mofaron de éL Cansado de aquel juego, el tetrarca
volvió a enviar al prisionero a Pilato, con un mensaje en el que le de
cía que era inofensivo. En Lucas se dice: «Aquel día Herodes y Pi
lato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados » . Sin duda
alguna se habían peleado porque los soldados de Pilato habían ma
tado a numerosos galileos en la reciente demostración de protesta
causada por la utilización de los fondos sagrados para la construc
ción del acueducto.
Ahora, los sumos sacerdotes se encontraban con dificultades y
se dieron cuenta de que tendrían que ejercer una fuerte presión so
bre Pilato. En consecuencia, ocuparon el patio del pretorium con
sus esclavos y partidarios. El gobernador seguía insistiendo en que
la acusación era frívola. Haría azotar a Jesús y lo dejaría en libertad,
de acuerdo con una costumbre de amnistía pascual. Pero, instigada
por los sumos sacerdotes, la multitud gritó que quería la libertad de
Barrabás, y no la de Jesús. Pilato tuvo que haberse encolerizado
ante esta demanda, porque Barrabás estaba en prisión por haber lu
chado cuando sus hombres atacaron a los que se manifestaban con
tra la construcción del acueducto, y había razones para creer que
había causado la muerte de por lo menos un soldado romano. De
modo que se trataba de eso. El prisionero estaba siendo utilizado
por los sacerdotes como un medio para vengarse de él por haberse
123
apoderado del tesoro del Templo. Aquellos arrogantes sacerdotes
no olvidaban.
Pilato se encontró así a la defensiva, pero aún no había sido de
rrotado. Hizo azotar a Jesús, y sus guardias se burlaron de él como
rey y le colocaron una corona de espinas y un manto de púrpura.
Cruelmente, el gobernador presentó a la multitud este penoso in
sulto para con el sentimiento judío, diciéndole: «Aquí tenéis a vues
tro rey».
Habría sido un espectáculo intolerable para el pueblo judío, y
probablemente habría causado un tumulto. Pero la multitud, com
puesta por los hombres adictos a los sumos sacerdotes, entre los que
se incluían numerosos gentiles, gritó obedeciendo las consignas:
«¡Crucifícale! ¡Crucifícale!». 8
A Pilato no le importaba nada Jesús. Lo único que le importaba
era su propia posición si es que le acusaban ante Tiberio de fomen
tar la desafección por haber ejecutado a un judío basándose en un
testimonio falso. En aquellos tiempos, en Roma no se tomaban a la
ligera las acciones provocativas en provincias, y el gobernador ya
tenía problemas suficientes debido a las perturbaciones resultantes
de su burla de las costumbres judías. Lo que finalmente le decidió a
ceder fue la amenaza de una acusación aún más siniestra: «Si sueltas
a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al
César».
Barrabás fue puesto en libertad y Jesús condenado a ser crucifi
cado. Pero Pilato aún pudo golpear a sus verdugos haciendo colocar
su propia acusación sobre la cruz: JESÚS EL NAZARENO,,REY DE LOS JU
DÍOS. Y se negó en redondo a cambiarla por la frase «Este ha dicho:
Yo soy el rey de los judíos».
Los sumos sacerdotes se habían salido con la suya. Habían lo
grado intimidar al gobernador, pero no pudieron solazarse mucho
con su victoria. Había sido un asunto turbio, aunque necesario, y
ahora no confiaban en que la muerte de Jesús fuera el final del asun
to y que estuvieran libres de haberse manchado de sangre. El pue
blo judío podía reaccionar ante el hecho si se descubría que ellos ha
bían tomado la iniciativa, colocándolos así en una posición de gran
desgracia. El futuro no prometía mucha paz. En realidad, la histo
ria asegura que, en el término de treinta y cinco años, las multitudes
saquearon los palacios de los nobles, y que los sumos sacerdotes
fueron perseguidos y asesinados.
Debilitado por los azotes, Jesús fue sacado por la puerta occi
dental de la ciudad, custodiado por guardias romanos, junto con
otros dos que iban a ser crucificados con él. Un cireneo llamado Si
món fue obligado a llevar la viga transversal de su cruz. Jerusalén
comenzó a despertarse lentamente y a enterarse de lo que estaba su
cediendo. Corrían rumores de que se había detenido a Jesús; pero
la mayoría de la gente, tal y como se había pretendido, no sabía
124
nada de lo sucedido en la Colina de Gobierno. Era el principio de la
fiesta, y todo había sucedido con demasiada rapidez y secreto como
para que se produjera una manifestación organizada. No había na
die capaz de dirigirla. Las cruces estaban en el Gólgota, con las víc
timas colgadas de ellas antes de que las noticias se hubieran extendi
do demasiado. El temor, el horror y el respeto por los sufrientes de
cidió a la mayoría de los que se enteraron a mantenerse alejados del
escenario. Quizás hubiera por allí espías de los sumos sacerdotes
para vigilar y escuchar, aunque es bastante increíble, y eso no sea
más que el resultado de la profundización de los testimonios según
los cuales los sumos sacerdotes, ancianos y escribas estuvieron pre
sentes personalmente, como afirma la tradición sinóptica.9 La tra
dición sinóptica del cuarto Evangelio, en cambio, no hace tal aseve
ración. Pero podemos creer que estuvieron allí algunas personas
encolerizadas y piadosas, para prestar el solaz de su presencia y re
zar por los moribundos. Según Lucas, un grupo de mujeres acompa
ñó a Jesús al lugar de la ejecución. De los seres queridos que estu
vieron cerca de la cruz, sólo se nos menciona a su madre y al discípu
lo bienamado. No había ninguno de los apóstoles, pero estaban Ma
ría de Magdala, María la madre del joven Santiago y de José, Salo
mé, la madre de Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y algunas
otras mujeres, que mkaban desde cierta distancia.
Las tradiciones que han llegado hasta nosotros sobre lo ocurrido
en el Gólgota no están totalmente de acuerdo entre sí, tal y como
era de esperar, puesto que más tarde no debió de ser fácil reunir in
formación fidedigna. Cada uno de los Evangelios narra circunstan
cias que no se indican en los otros. Evidentemente, aquí se ha em
pleado la imaginación para construir una imagen capaz de otorgar
solemnidad y significancia a la crucifixión. Algunos de los efectos
son reminiscencias de la revelación en el Sinaí y evocan una antici
pación del Juicio Final.10 Se nos habla de oscuridad, de terremoto, y
de que se rasgó el velo del santuario, e incluso de la resurrección de
los cuerpos de los santos muertos. En varios incidentes se observa
un reflejo del lenguaje de las Escrituras, especialmente del salmo
xxii, el que empieza diciendo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?». Los soldados se sortean la túnica de Jesús, en
cumplimiento del salmo xxii, 19. Le hieren las manos y los pies en
cumplimiento del xxii, 17. Los sumos sacerdotes y escribas se bur
lan de él, tuercen los labios, menean la cabeza, tal y como se indica
en el salmo xxii, 8. Y, para cumplir el salmo xxii, 9, dicen: «Se con
fió a Yahveh, ¡pues que él le libre, que le salve, puesto que le ama!».
Los espectadores le dan a beber vinagre mezclado con hiel, en cum
plimiento del salmo lxix, 22. Cuando le creen muerto, no le rompen
las piet:,nas, como hacen con los ladrones, cumpliendo así lo indica
do en Exodo xii, 46. En lugar de ello, se le da un lanzazo en el cos
tado, de acuerdo con lo que se dice en Zacarías xii, 10.
125
Se observa aquí la más fuerte conciencia de los testimonios pro
féticos. Podemos estar seguros de que ocurrieron algunas cosas,
una parte de las cuales eran habituales, que parecían cumplir lo in
dicado en las Escrituras. Pero también hubo invención para lograr
una correspondencia más exacta y complementar la escasez de los
datos disponibles.
Surge entonces la cuestión de hasta qué punto, anticipándose a
la realización detallada de las predicciones, estaba Jesús preocupa
do en medio de su dolor por todo lo que estaba sucediendo y porque
se adaptara a las profecías. Podemos esperar que se aferrara hasta
el final a lo que había sido la motivación de toda su vida en su papel
de Mesías. Cuando Jesús gritó en voz alta las palabras con que se
abre el salmo xxii: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abando
nado?», ¿era esto únicamente una exclamación de angustia, o si
guió recitando este salmo que era tan importante para sus sufri
mientos, hasta llegar.a pronunciar sus palabras finales? Cuando los
judíos rezan, tienen la costumbre de enfatizar en el lenguaje el co
mienzo y la conclusión de la composición litúrgica, el salmo, la ala
banza o la oración, ex oniendo el texto intermedio en un tono más
bajo. Posiblemente, ercuarto Evangelio, al no tener en cuenta este
detalle, hace que Jesús diga: «Todo está cumplido», cuando, en rea
lidad, había llegado a las palabras finales del salmo xxii, que dicen:
«Esto hizo él». No obstante, los Evangelios aseguran al menos �ue
«ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura». 1
En su sufrimiento, Jesús rio podía saber que había pasado triun
falmente la prueba mesiánica, realizando con éxito y de modo exac
to las estipulaciones de los oráculos. La tremenda tarea a la que ha
bía dedicado su mente y su corazón había terminado. Pero en estos
momentos, aún le quedaba algo por hacer: proveer a la madre a la
que había tenido que descuidar para poder cumplir su misión; de
modo que se la confió al cuidado de su querido discípulo. Su último
esfuerzo consistió en decir: «Tengo sed». En respuesta, alguien ele
vó hasta él una esponja empapada en vinagre. Y casi inmediata
mente después expiró.
Nunca había sido Jesús más el Mesías de su pueblo oprimido que
cuando se encontró colgado de la cruz del César imperial, con la ca
beza inclinada, ya muerto, con un cartel en griego, latín y hebreo
que le anunciaba patéticamente como rey de los judíos. Sus acom
pañantes reales eran desdichados representantes de la degradación
humana y de una sociedad implacable. Así, elevado ya a la catego
ría de estandarte de los pueblos, 12 había comenzado a reinar.
126
12
Me enseñarás el camino de la vida
Jesús estaba convencido de que su crucifixión no sería el final.
Sabiendo que había cumplido fielmente los deberes que le incum
bían como el Mesías en su manifestación como el siervo del Señor,
se le aseguraba que Dios le exaltaría en su posterior manifestación
como dirigente en el Reino de Dios. Esta glorificación se iniciaría
con su resurrección. Según los Evangelios sinópticos, había habla
do a sus apóstoles con confianza, a medida que se acercaba su jui
cio, de su resurrección al tercer día. Incluso llegó hasta el punto de
acordar una cita con ellos en su querida Galilea.
La expectativa de la resurrección era algo judío, e implicaba la
reanimación del cuerpo que, de algún modo, quedaría así inmorta
lizado. Cuando llegara el momento de la inauguración del Reino de
Dios, los fieles muertos se levantarían para compartir su bienaven
turanza y, desde el punto de vista de Pablo, los santos supervivien
tes experimentarían un cambio. 1 En los Evangelios se dice que las
personas que se levantaran de entre los muertos serían capaces de
reanudar una existencia normal, excepto por el hecho de que en el
Reino de Dios no existirían las relaciones sexuales. En la curiosa
historia de Mateo sobre la aparición de los santos difuntos, son sus
cuerpos los que se levantan, salen de sus tumbas y van a Jerusalén.
Se entendía que la resurrección de Jesús sería del mismo tipo: que
su cuerpo abandonaría la tumba y podría ser tocado, que el resuci
tado Jesús podría hablar, comer, beber y caminar como los demás
mortales. No se produciría disminución alguna de las facultades y
capacidades que había tenido en vida. Pero, al mismo tiempo, ad
quiriría nuevas capacidades, tales como la habilidad para aparecer y
desaparecer a su voluntad.
En los Evangelios no nos encontramos con alucinaciones, con
fenómenos físicos de supervivencia en el sentido espiritual. Esas
posibilidades no encajan con las circunstancias, tal y como éstas son
narradas. Sin embargo, no podemos detenernos aquí a explicar las
tradiciones sobre la resurrección de Jesús.
127
En esta parte de su narración, los Evangelios exhiben las mis
mas características que hemos encontrado en otras partes anterio
res. Existe cierto conflicto entre las versiones galilea y judía sobre lo
que aconteció. Se produce una intensificación de lo milagroso en los
últimos Evangelios, y un énfasis de la divinidad de Jesús en el cuarto
Evangelio. Hay una gran pobreza de material y la consiguiente au
sencia de material vital. En Marcos, el menos legendario de los
Evangelios, el texto se interrumpe brusca y extrañamente en un
punto crucial; es el momento en el que las mujeres que habían
acompañado a Jesús llegan el domingo por la mañana a la tumba en
que había sido colocado el viernes por la noche, y la encuentran va
cía. En su interior ven sentado a un hombre joven vestido con una
túnica blanca, quien les comunica que Jesús ha resucitado, y las en
vía a decirles a los discípulos que se encontrará con ellos en Galilea.
Llenas de temblor y espanto, las mujeres abandonan el sepulcro rá
pidamente, y el Evangelio no nos dice nada más. Existe la sospecha
de que la parte perdida de Marcos no se perdió necesariamente de
un modo accidental.
Los detalles sobrenaturales narrados en los otros Evangelios
nos recuerdan el carácter de las historias sobre la natividad. El final
de la vida de Jesús, tal y como se redactó, se produjo unos setenta
años después, y tiene la misma calidad que el principio. Lo que se
había expuesto como un hecho terminó por convertirse en un cuen
to de hadas. Se terminó por afirmar, y no argumentar, la proposi
ción de la resurrección de Jesús, con todos sus rasgos legendarios.
No hay investigación sobre los extraños hechos, ni interrogatorio de
los testigos, ni análisis de las pruebas. Sólo disponemos de lo que in
forman los evangelistas, de la poca información que tienen a su dis
posición, embellecida y adornada, lo que es totalmente inadecuado
para demostrar nada. Pudieron haber ocurrido muchas cosas de las
que no se tiene conocimiento, ni recuerdo, y que bien podrían ha
ber arrojado una luz diferente sobre las circunstancias. Se puede su
gerir al respecto diversas posibilidades; pero, en cualquier caso, no
podemos saber la verdad. Eso es algo que debemos admitir con
toda franqueza. No obstante, tenemos derecho a investigar hasta
donde sea posible, y es mucho más probable que sigamos las pistas
correctas s1 derivamos las claves que empleemos de aquello que se
nos presenta a nuestra atención. De modo que vamos a seguir inves
tigando sobre esa base para alcanzar una mayor iluminación.
A estas alturas no podemos olvidar que Jesús debió de preocu
parse por su resurrección, tal y como se había preocupado de los
acontecimientos que condujeron a su ejecución. Eso significa asu
mir que habló por adelantado de la resurrección al tercer día y de
volver a reunirse con sus discípulos en Galilea. Para poder ser tan
explícito, no es probable que confiara únicamente en un acto divi
no, que estaba más allá de su propio control. Desde este punto de
128
vista, la historia de la resurrección no empezaría con su entierro,
sino mucho antes. Podemos estar seguros de que también aquí exis
tían los mismos imperativos, es decir, la necesidad de que se cum
plieran las predicciones mesiánicas, tal y como Jesús las había inter
pretado. Estas predicciones, como en lsaías liii, preveían la renova
ción de la vida tras el sufrimiento y la tumba: «alargará sus días, y lo
que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su
alma, verá luz, se saciará». Por lo tanto, nos vemos obligados a re
correr de nuevo el terreno cubierto, para detectar si se ha revelado
allí algo que pueda ayudarnos.
Lo más importante que observamos es que Jesús trazó sus pla
nes con una notable preocupación por la secuencia temporal. Había
designado una Pascua particular como el momento en que debía su
frir, y había tomado todas las precauciones posibles para asegurarse
de que no sería detenido antes de hora. Durante la primera mitad
de la semana de la Pasión se mantuvo entre el público, desarrollan
do sus actividades en el Templo, agraviando a las autoridades ecle
siásticas hasta el punto de que éstas decidieron destruirle en cuanto
les fuera posible sin correr el riesgo de provocar un tumulto; pero él
llevó buen cuidado de no facilitarles sus propósitos, y por ello no se
quedó en la ciudad después del anochecer. No fue hasta el miérco
les cuando Jesús aplicó la presión necesaria para decidir a Judas a
acudir al Consejo con una oferta de traicionarle, y con sus arreglos
secretos procuró que la detención no pudiera producirse hasta el
jueves por la noche, después de haber compartido la Ultima Cena
con sus discípulos. Todo ello sugiere que su intención consistía en
que la crucifixión tuviera lugar el viernes, que sería la víspera del
Sabbath. Calculando que el Consejo necesitaría algunas horas del
viernes por la mañana para obtener su condena de Pilato, que éste
no podría impedir puesto que la acusación era de traición contra el
emperador, y sabiendo que, de acuerdo con la costumbre, no sería
dejado en la cruz durante el Sabbath, sino que sería bajado antes de
la puesta del sol, cuando empezaba el Sabbath, Jesús pudo suponer
que experimentaría la crucifixión durante no más de tres o cuatro
horas, mientras que normalmente la agonía de los crucificados du
raba algunos días.
Como ya hemos visto, Jesús confiaba en los oráculos del Anti
guo Testamento y éstos le revelaban que, aun cuando habría una
conspiración de los dirigentes para destruirle ( como se dice en el
salmo ii), la gracia de Dios impediría que su vida se extinguiera por
completo. Para ilustrar esto, debemos repetir aquí algunos de los
pasajes que hemos considerado como proféticos.
«Si ando en medio de angustias, tú me das la vida, frente a la có
lera de mis enemigos, extiendes tú la mano y tu diestra me salva:
Yahveh lo acabará todo por mí... Los lazos del seol me rodeaban,
me aguardaban los cepos de la Muerte. Clamé a Yahveh en mi an-
129
gustia, a mi Dios invoqué; y escµchó mi voz desde su Templo, reso
nó mi llamada en sus oídos... El extiende su mano de lo alto para
asirme, para sacarme de las profundas aguas; me libera de un ene-
migo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo... Pero Dios
rescatará mi alma, de las garras del seol me cobrará... y hasta mi
carne en seguro descansa; pues no has de abandonar mi alma al
seol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el camino de la
vida... Venid, volvamos a Yahveh, pues él ha desgarrado y él nos
curará, él ha herido y él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la
vida, al tercer día nos hará resurgir y en su presencia viviremos...
Yahveh, en tu fuerza se regocija el rey... vida te pidió y se la otor
gaste, largo curso de días para siempre jamás. » 2
Se podría interpretar, por lo tanto, que el Mesías sobreviviría a
su terrible destino. Para ello era esencial que la duración de sus su
frimientos se viera reducida a un mínimo. Y la planificación de Je
sús había contribuido con toda efectividad a que esto fuera así.
Si la crucifixión no se prolongaba demasiado tiempo, era posible
salvar la vida de la víctima. Josefo ofrece sobre esto una informa
ción de primera mano. En su autobiografía nos dice que durante la
última fase del asedio de Jerusalén por los romanos, fue enviado
por Tito, el general al mando, para inspeccionar un lugar donde po
der instalar un campamento en Tekoa, a unos diecinueve kilóme
tros al sur de la ciudad. A su regreso, pasó ante una serie de prisio
neros que habían sido crucificados, y reconoció a tres a quienes co
nocía. Ya de regreso, fue a ver a Tito y rogó por ellos. Tito ordenó
que fueran descendidos y que se les diera el mejor tratamiento posi
ble. Dos de ellos murieron, pero el tercero se recuperó. Las indica
ciones señalan que esos hombres habían permanecido en la cruz
más tiempo de lo que estuvo Jesús, a pesar de lo cual uno de ellos lo
gró sobrevivir.
Si Jesús estaba convencido por las Escrituras de que tendría que
sufrir martirio en la cruz, pero no perecer en ella, no había razón al
guna para que no se ocupara de hacer las previsiones necesarias
para su supervivencia. Ya disponemos de amplias pruebas que nos
muestran que Jesús empleó sµ inteligencia para asegurar el cumpli
miento de las predicciones. El creía que, como Mesías, se le había
conferido el espíritu de la sabiduría y de la comprensión, y que era
voluntad de Dios que utilizara estos poderes mentales para lograr
que se realizara lo que tenía que pasar. Su naturaleza no era la de
quien se sienta a esperar que suceda algo natural o sobrenatural.
Durante todo su ministerio se mostró resuelto, dominante y prácti
co. Maquinó y organizó con la mayor de las habilidades y capacidad
de recursos, llegando en ocasiones a establecer arreglos secretos,
aprovechando cualquier circunstancia que le permitiera alcanzar
sus objetivos. Así pues, resulta difícil admitir que descuidó hacer
algo en relación con la crisis suprema de su carrera, cuando era im-
130
perativo burlar las fuerzas concentradas contra él y alcanzar la vic
toria ante las mismas fauces de la muerte.
Ya hemos señalado que Jesús había procurado no permanecer
en la cruz más de tres o cuatro horas. Si seguimos el cuarto Evange
lio, veremos que el martirio duró apenas tres horas, desde poco des
pués del mediodía hasta aproximadamente las tres de la tarde. Pero
esto, evidentemente, no era suficiente. Si quería burlar a la muerte,
era esencial que fuera descendido de la cruz antes de tiempo, y eso
no podía ser después de las cinco de la tarde, por lo que tendría que
aparentar estar muerto. En caso contrario, los soldados se encarga
rían de acelerar su muerte. Además, debía recibir auxilio inmedia
tamente después. A menos que su cuerpo cayera en manos amigas,
no habría posibilidad alguna de recuperación. El «cadáver» sería
arrojado en la fosa común, como un vulgar criminal.
Si los Evangelios no nos ayudan en este punto, tendremos que
imaginar cómo logró Jesús dar la impresión de estar muerto, asegu
rándose al mismo tiempo de hallar un medio para que sus amigos re
cuperaran su cuerpo. No es en modo alguno ninguna teoría novedo
sa decir que Jesús no estaba muerto cuando fue descendido de la
cruz, y que incluso se recuperó posteriormente. La idea ya fue utili
zada en la ficción por George Moore en The Brook Kerith y por D.
H. Lawrence en El hombre que murió. Sin embargo, tenemos que
imaginar pocas cosas, puesto que Marcos y Juan se muestran de
acuerdo en los requerimientos esenciales de la situación. Sólo tene
mos que conceder que, tanto en ésta como en otras muchas cuestio
nes, Jesús hizo arreglos privados con alguien en quien pudiera con
fiar y que estuviera en la posición adecuada para llevar a cabo sus
designios. Esta per§ona se nos identifica en los Evangelios como
José de Arimatea. El es uno de los mayores misterios de los Evan
gelios. Se le presenta como un hombre rico y como miembro del Sa
nedrín; y como se dice que estaba esperando la llegada del Reino de
Dios, debió de haber sido un fariseo de mentalidad mesiánica. Apa
rece en la historia sin ser previamente anunciado, y después de cum
plir su tarea desaparece por completo del Nuevo Testamento. No
hay ninguna indicación sobre ningún tipo de asociación con los
apóstoles o sobre la posibilidad de que se uniera abiertamente al
movimiento nazareno.
Una de las posibilidades que debemos contemplar es la de que la
falta de información de los evangelistas les llevara a construir su na
rración no sólo mediante la historización de los testimonios del
Antiguo Testamento, sino también copiando al historiador judío
Flavio Josefo. Lucas, especialmente, parece haber extraído infor
mación de Josefo. 3 También debemos admitir que a la tradición
evangélica se incorporaron recuerdos confusos y anacronismos. Por
ello, es necesario resaltar aquí que la narración de los dos ladrones
que fueron crucificados con Jesús pudo haber surgido de la crucifi-
131
xión de dos «bandoleros », hijos de Judas de Galilea, Santiago y Si
món, ordenada por Tiberio Alejandro cuando fue gobernador de
Judea durante el reinado de Claudio, según informa Josefo.4 Este
incidente pudo haber sido relacionado, por lo que se refiere al pa
pel jugado por José de Arimatea, con lo que ya hemos menciona
do de la narración de Josefo donde cuenta cómo tres amigos su
yos habían sido crucificados y él pidió clemencia para ellos a Tito.
Cuando fueron bajados de la cruz, dos murieron, pero uno se re
cuperó. Y eso es algo bastante aproximado a lo que dicen los
Evangelios. Los dos ladrones crucificados con Jesús murieron,
pero él volvió a la vida después de que José de Arimatea rogara a
Pilato que le entregara su cuerpo. Según Marcos, con la crucifi
xión de dos ladrones junto a Jesús se cumplía la profecía de lsaías
liii: «y con los rebeldes fue contado » .
El mismo nombre de José de Arimatea es cuestionable. Josefo,
de nuevo en su autobiografía, al hablar de sus antepasados eminen
tes, afirma que su abuelo José engendró a Matías en el décimo año
del reinado de Arquelao (6 d. de C.). El texto griego de la frase
«José (engendró a) Matías» es simplemente Josepou Matthias. El
nombre de José de Arimatea se da en griego en Marcos como Jo
seph apo Arimathias. La similitud es notable. Resulta ciertamente
curioso que el propio Josefo, como Josepou Matthias, rogara cle
mencia al comandante romano para los cuerpos de tres amigos cru
cificados, uno de los cuales logró sobrevivir.
Pero esto no es todo. En la historia de la resurrección, Marcos se
refiere a un joven vestido con una túnica blanca que es visto en la
tumba vacía. Mateo cuenta más elaboradamente la historia de un
guardián de la tumba. Un ángel desciende, acompañado de un te
rremoto y llevando una túnica blanca como la nieve, «y los guar
dias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron
como muertos ». En Josefo encontramos una relación de la captura
del líder judío Simón bar Giora, después de la caída de Jerusalén,
que trató de escapar de la ciudad construyendo un túnel de salida
por entre las antiguas cavernas subterráneas. Pero, al fracasar, re
currió a una estratagema. «Simón, pensando que podía asustar a los
romanos y escapar de ellos, se puso una túnica blanca y una capa
púrpura, y apareció, surgiendo del suelo allí donde antes había esta
do el templo. Quienes le vieron, al principio se atemorizaron y per
manecieron inmóviles; pero después se le acercaron y le pregunta
ron quién era. »5
Tales similitudes no pueden achacarse fácilmente a la coinciden
cia. Debemos admitir que autores como Josefo fueron utilizados
para complementar la escasez de verdaderos recuerdos que sobre
vivieran a la poderosa catástrofe de la guerra judía contra Roma. 6
En consecuencia, no debemos aceptar el testimonio de los Evange
lios como un valor real, y debemos utilizar todas las informaciones
132
externas disponibles para buscar la información verdadera allí don
de se pueda. Generalmente, extraemos elementos de las tradicio
nes siempre que nos parezcan razonablemente fiables. De otro
modo estaríamos construyendo castillos en el aire y argumentando
sobre cuestiones y dichos que no han sido establecidos como autén
ticos. Debemos tener continuamente presentes las circunstancias
que contribuyeron y ayudaron a configurar y desarrollar la historia
de Jesús tal y como la encontramos en los Evangelios.
No hay motivo alguno para dudar de la crucifixión de Jesús, o de
que tuviera asistentes capaces de ayudarle en su propósito de super
vivencia. Podemos aceptar que uno de ellos fuera un miembro del
Sanedrín, e incluso podemos hablar de él como José de Arimatea,
aun cuando no estemos seguros de que ése fuera su nombre verda
dero. Jesús podría haberle conocido por medio de Nicodemo, men
cionado sólo en el cuarto Evangelio, durante los tres meses previos,
de octubre a enero, en que estuvo en Jerusalén elaborando los deta
lles del complot de Pascua. Necesitaba a individuos situados en
puestos importantes, o en quienes pudiera confiar para obtener in
formación interna de las medidas que el Consejo decidiera tomar
contra él, y también para informarle sobre las relaciones entre el
Consejo y el gobernador romano, los procedimientos seguidos en
los juicios políticos y otras cuestiones pertinentes con las que él no
estaba familiarizado, pero que tenían importancia para sus planes.
Es evidente que José quedó profundamente impresionado ante Je
sús y se mostró dispuesto a cooperar en su intento de frustrar las in
tenciones de los sumos sacerdotes saduceos. Lucas dice que no ha
bía aprobado su decisión, y Juan lo describe como un discípulo se
creto de Jesús.
Resulta, además, que José disponía de una propiedad muy pró
xima al Gólgota, la colina de la ejecución. Una parte estaba cultiva
da como huerta, y en un lado había también una tumba nueva, exca
vada en la roca. Esto significa que la tumba era una caverna que
contenía una cámara con un nicho -o nichos- en el que se coloca
ría al muerto, asegurándola mediante una gran roca deslizada ante
la boca de entrada. Josefo nos informa una vez más de la existencia
de emboscadas en esta zona,7 pues Tito casi se vio atrapado en ellas
cuando los defensores de Jerusalén hicieron una salida en el mo
mento en que el general romano, acompañado por unos pocos jine
tes, cabalgaba hacia el noroeste para hacer un reconocimiento de la
ciudad. La tumba en cuestión no podía haber estado mejor situada,
y servía admirablemente al plan de llevar allí a Jesús, en el caso de
su crucifixión.
No obstante, para el éxito de una operación de rescate eran im
prescindibles dos cosas. La primera consistía en administrar una
droga a Jesús, en la misma cruz, para dar la impresión de que había
muerto prematuramente; la segunda consistía en lograr la rápida
133
entrega del cuerpo a José. Jesús no podría abrigar ninguna otra es
peranza de supervivencia, puesto que se mostraba inexorable en
cuanto al cumplimiento de las profecías en el sentido de que él debía
sufrir.
Si aceptamos como cierta la historia de José acudiendo a Pilato, 8
entonces, y con la ayuda de los factores comunes que aparecen en
las tradiciones, podemos intentar reconstruir lo que sucedió real
mente. Las consideraciones de seguridad y secreto habrían impues
to que fueran muy pocas personas las que estuvieran enteradas del
plan, y entre ellas no se incluía ninguno de los apóstoles, en quienes
Jesús no pareció haber confiado nunca del todo en lo que se,refiere
a sus planes, como ya hemos visto en más de una ocasión. El trató
individual y solitariamente con judíos que estaban en una po�ición
que les permitiera cumplir con las diversas partes de su plan. El era
la cabeza rectora y aquellos a quienes dio sus instrucciones ni traba
jaban juntos ni eran conocidos más que por su función específica.
La primera fase de la acción consistió en la cruz. Se nos dice que
hubo gente al pie de la cruz, y que uno de los presentes mojó una es
ponja con vinagre y, sujetándola en la punta de una caña, la acercó
a la boca de Jesús. Esa tarea no la realizó para con ninguno de los
dos ladrones crucificados con Jesús, lo que muy bien habría podido
hacer si su intención hubiera sido puramente humanitaria. El inci
dente se produjo, según Marcos, después de que Jesús hubiera di
cho: «Dios mío [ Elí en hebreo], Dios mío, ¿por qué me has abando
nado?». Marcos cita las palabras en arameo, tal y como Pedro ha
bría empleado para describir la crucifixión; pero no cabe la menor
duda de que Jesús citó el salmo xxii en hebreo. Eso hizo que algunos
de los presentes supusieran que llamaba a Elías. El hombre que ac
tuó, enviado allí por José para administrarle la droga, dijo: «Deja,
vamos a ver si viene Elías a salvarle». Aquí, el hombre mostró su
iniciativa, aprovechando un momento oportuno para intervenir:
una intervención que nadie pudo suponer fuera favorable a Jesús.
Marcos no ofrece razón alguna que explique esta acción, pero el
cuarto Evangelio dice que Jesús dijo: «Tengo sed», lo que habría
sido la señal. No había nada de insólito en que en el lugar de una eje
cución hubiera un recipiente con líquido refrescante, y no plantea
ba problema ofrecer la bebida a Jesús. De hecho, el plan se lo po
dían haber sugerido a Jesús las palabras proféticas: «Veneno me
han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre». 9 Si
lo que le dieron fue el vinagre normal, diluido en agua, el efecto ha
bría sido estimulante. Pero en este caso fue exactamente lo opues
to. Jesús cayó casi inmediatamente en una completa inconsciencia.
Su cuerpo se derrumbó. La cabeza le cayó sobre el pecho, y todas
las apariencias indicaron que era un hombre muerto.
En cuanto vio que la droga había surtido su efecto, el hombre se
apresuró a acudir a José, quien esperaba ansioso las noticias. lnme-
134
diatamente, solicitó una audiencia a Pila to, a quien podía tener ac
ceso rápido como miembro que era del Sanedrín, y le pidió poder
disponer del cuerpo de Jesús. Pilato quedó asombrado al saber que
Jesús ya había muerto y, vigilante como estaba a la vista de todo lo
sucedido, envió a buscar al centurión encargado de la ejecución
para pedirle información. Una vez obtenida, dio inmediatamente el
permiso necesario. Los eruditos han observado que José solicitó el
cuerpo (soma) de Jesús, lo que podrja indicar que no pensaba en él
como en alguien que está muerto. Unicamente Pilato se refiere al
cadáver (ptoma). 'º
José acudió apresuradamente al Gólgota con lienzos, mirra y
áloe. El cuarto Evangelio dice que fue acompañado por Nicodemo.
Y también informa de otra circunstancia. A la vista de la necesidad
de apresurar la muerte a causa del Sabbath, a los dos ladrones se les
habían roto las piernas con mazos, pero a Jesús se le ahorró este tra
tamiento porque ya se le creía muerto. No obstante, y para estar se
guro, uno de los soldados le dio un lanzazo en el costado. El inci
dente podría haber sido introducido para hacer aparecer en la histo
ria ciertos testimonios del Antiguo Testamento. El pasaje 11 sugiere
que había algunas dudas sobre esta nueva información cuando fue
publicada. Si es correcto, las posibilidades de que Jesús se recupera
ra se verían gravemente disminuidas. Dependería mucho de la na
turaleza de la herida. El hecho de que saliera sangre de la herida in
dica que aún estaba con vida.
Tal y como se había acordado, José lo transportó cuidadosa
mente a la cercana tumba. Las mujeres de su séqmto, que lo habían
observado todo a distancia, vieron adónde se lo llevaban. Triste
mente, regresaron a la ciudad, proponiéndose regresar a la mañana
siguiente al Sabbath para honrarle ungiendo su cuerpo. Es evidente
que en modo alguno esperaban ninguna resurrección.
135
13
,
El no está aquí
Jesús permaneció en la tumba durante el Sabbath. No recupera
ría la conciencia durante bastantes horas y, mientras tanto, los lien
zos y ungüentos le proporcionarían el mejor vendaje posible a sus
heridas. Podemos descartar la historia, que sólo aparece en Mateo,
según la cual los sumos sacerdotes exigieron a Pilato que se pusiera
un sello sobre la tumba y apostara una guardia, presumiblemente el
sábado por la noche, al término del Sabbath. Los fantásticos deta
lles que se dan hacen pensar que la historia fue una réplica posterior
a las alegaciones de que los discípulos habían robado el cuerpo, lo
que se confirma con las palabras: «y se corrió esa versión entre los
judíos, hasta el día de hoy». 1 Parte de la historia, tal y como la he
mos mostrado, pudo haber sido sugerida por el incidente de Simón
bar Giora, registrado por Josefo. La alegación judía, sin embargo,
era racional y debe ser contemplada. Como ha declarado un distin
guido erudito cristiano: «Cuando se le quita toda sobrenaturalidad,
la tumba vacía puede señalar más bien un traslado del cuerpo y su
entierro en otra parte». Y concluye: «Así, cuando los judíos hicie
ron correr la historia de que el cuerpo de Jesús había sido "robado",
decían la verdad». 2 Pero si el cuerpo de Jesús fue sacado de la tumba
por sus amigos durante la noche del sábado, deberíamos estar dis
puestos a admitir, junto con los Evangelios, que los discípulos inme
diatos de Jesús no sabían nada al respecto, por lo que se mostrarían
sinceramente indignados al rechazar cualquier acusación de haber
perpetrado un fraude.
Seguramente, los cristianos tienen razón al afirmar que la Igle
sia no se podría haber establecido sobre la base de una falsedad de
liberada por parte de los apóstoles y que, por lo tanto, debe haber
otra explicación a la desaparición del cuerpo distinta a cualquier in
tencionalidad de aparentar que Jesús se había levantado de entre
los muertos. A finales del siglo n el Padre de la Iglesia Tertuliano de
Cartago dio una alternativa a la acusación de robo. Dirigiéndose re
tóricamente a los judíos que están confundidos por la segunda veni-
136
da de Cristo, dice: «Éste es aquel a quien sus discípulos robaron se
cretamente, para que pudiera decirse que resucitó, o el hortelano
robó para que sus lechugas no fueran dañadas por la multitud de vi
sitantes». 3
De modo que en el siglo II corría otra historia en la que se deriva
ba la responsabilidad hacia «el hortelano» que se llevó el cuerpo de
Jesús para salvar sus verduras. En el mismo siglo, el Evangelio de
Pedro habla de multitudes que, procedentes de Jerusalén y sus alre
dedores, acudían a primeras horas de la mañana del Sabbath (el sá
bado), a ver el sepulcro de Jesús. Un manuscrito copto de Egipto,
conservado actualmente en el Museo Británico y titulado El Libro
de la Resurrección, atribuido al apóstol Bartolomé, narra otra histo
ria. El hortelano es llamado Filogenes, a cuyo hijo ha curado Jesús.
Habla con María ante la tumba, aunque se trata de la madre de Je
sús, no de la Magdalena, y le dice: «Desde el instante mismo en que
los judíos le crucificaron, insistieron en buscarle un sepulcro excesi
vamente seguro donde pudieran colocarle para que los discípulos
no vinieran por la noche a llevárselo en secreto. Así que les dije:
"Hay una tumba bastante cerca de mi huerto: traedle y metedle en
ella, y yo mismo la vigilaré". En el fondo de mi corazón, yo pensa
ba: en cuanto los judíos se hayan marchado y entrado en sus casas,
entraré en la tumba de mi Señor y me lo llevaré, y le ungiré con per
fumes y áloes y ungüentos olorosos». 4
Esta extraña narración puede tener su origen en lo que se afirma
únicamente en el cuarto Evangelio, en el que María Magdalena ve
en la tumba a un hombre de quien supone que es el hortelano, y le
dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me
lo llevaré». 5 Pero ¿a qué viene narrar este incidente en el Evange
lio? ¿Estaba relacionado con algo que se supo después? Es posible
que no lo sepamos nunca. En cualquier caso, debemos tomarnos
muy en serio todo aquello que pueda ayudarnos a solucionar el mis
terio de la tumba vacía. Si descartamos la acusación de que el cuer
po de Jesús fue robado para poder afirmar después que se había le
vantado de entre los muertos, o que el hortelano, por iniciativa pro
pia, lo hizo así para preservar su cosecha, sólo nos queda la explica
ción perfectamente natural y completamente justificable de que Je
sús fue sacado de la tumba a la primera oportunidad posible con el
legítimo propósito de reanimarfe. Para esta acción se habrían nece
sitado por lo menos dos personas.
En tal caso, aún se sostendría mejor el argumento del capítulo
anterior, en el sentido de que se siguió un plan elaborado con ante
rioridad por el propio Jesús y que éste no había comunicado a sus
discípulos. Lo que parece probable es que, en la oscuridad de la no
che del sábado, cuando Jesús fue sacado de la tumba por quienes te
nían la misión de hacerlo, recuperó la conciencia temporalmente,
pero finalmente sucumbió. Si, como dice el cuarto Evangelio, su
137
costado fue atravesado por una lanza antes de ser bajado de la cruz,
sus posibilidades de recuperación habrían sido mínimas. En tales
circunstancias, era mucho más arriesgado, y quizá demasiado tar
de, volver a llevar el cuerpo a la tumba; recoger las vendas dejadas
allí, volver a colocar la piedra ante la entrada y tratar de crear la im
presión de que todo estaba como había estado el viernes por la no
che. También habría sido considerado como indecoroso. Antes del
amanecer, los restos mortales de Jesús fueron rápida aunque reve
rentemente enterrados, dejando así el enigma de la tumba vacía.
A partir de ahora expondremos las narraciones de la resurrec
ción, tal y como aparecen en los Evangelios, y vamos a ver si son
consistentes con nuestra hipótesis. No hemos dicho de nuestra re
construcción que fuera eso lo que ocurrió exactamente, sino que, de
acuerdo con las pruebas de que disponemos, muy bien pudo haber
sido así. Debemos considerar que las narraciones de los Evangelios
nos han llegado procedentes de una época en la que la figura de Je
sús había adquirido dimensiones sobrenaturales, y en su historia se
habían introducido ya numerosos rasgos legendarios adquiridos en
la transmisión oral. Sin embargo, no debemos tratar dichas narra
ciones evangélicas como totalmente ficticias, pues han conservado
valiosas indicaciones de lo que sucedió. Casi podemos ver cómo ac
tuó el proceso que transformó el profundo abatimiento de los com
pañeros de Jesús en la alegre convicción de que había triunfado so
bre la muerte, tal y como dijo que haría. Lo que trasciende de las na
rraciones es que varios discípulos vieron a alguien, una persona real
viva. Sus experiencias no eran subjetivas.
Debemos recordar nuevamente que Jesús estaba convencido de
ser el Mesías de Israel y que se dedicó de una manera notable a lle
var a cabo las predicciones, tal y como él las entendió. La Iglesia se
creó sobre esta convicción de que las profecías mesiánicas debían
cumplirse. Y fue verdaderamente judía tanto en su aspecto visiona
rio como pragmático. Su actitud con respecto a la esperanza mesiá
nica de su tieml'o no fue muy distinta a la de Theodor Herzl cuando
lanzó el mensaJe del regreso a Sión, casi diecinueve siglos más tar
de. Jesús podría haber utilizado perfectamente las famosas palabras
de Herzl en El Estado judío: «Si lo queréis, no es un sueño». Ya he
mos visto hasta qué punto estaba preparado para conseguir que los
acontecimientos se adaptaran a las predicciones.
El posible que Jesús no pasara por alto la posibilidad de morir,
a pesar de las medidas que había tomado secretamente para asegu
rar su supervivencia. Podría haber interpretado en tal sentido a
Isaías liii: «Y se puso su sepultura entre los malvados. y con los ricos
su tumba [plural]». Así pues, se podían haber previsto dos muertes,
dos entierros. Moriría en la cruz, y también después de la cruz.
Pero, ocurriera lo que ocurriese, su fe le aseguraba que, de algún
modo, Dios le resucitaría y le recibiría hasta su regreso en la gloria
138
con las nubes del cielo. Jesús sabía, no obstante, que sus discípulos
estarían angustiados, y no muy dispuestos a creer en las profecías.
No puede haber ninguna prueba clara, pero tenemos derecho a
imaginarle como hemos hecho, recobrando la conciencia después
de haber sido sacado de la tumba, y utilizando esos preciosos minu
tos para rogar a sus amigos que entregaran un mensaje a sus discípu
los. Repetiría lo que ya se había convertido en una parte de sí mis
mo, algo dicho en las Escrituras relacionado con su sufrimiento y re
surrección. «Decidles » , podía haberles pedido, «que deben creer.
Decidles que cuando haya resucitado los encontraré en Galilea,
como he dicho, y que después entraré en la gloria. » Teniendo en
cuenta esta posibilidad debemos estudiar atentamente nuestros do
cumentos para ver en qué pueden iluminarnos en tal sentido.
A primeras horas de la mañana del domingo, las mujeres del sé
quito de Jesús, dirigidas por María Magdalena, se dirigieron a la
tumba. De pronto, se les ocurrió pensar que podrían tener dificulta
des para apartar la piedra de la entrada; pero continuaron su cami
no. Al llegar, quedaron asombradas y alarmadas al ver que la pie
dra ya había sido removida. ¿Habían actuado los ladrones de tum
bas? Se conocían casos de entradas de tumbas forzadas para conse
guir cadáveres o partes de ellos para propósitos mágicos o médicos.
Era un crimen capital tratar de forzar las tumbas y actuar sobre los
cuerpos de los muertos. Así lo atestigua un decreto imperial encon
trado en Nazaret en 1870 y que puede datarse en el reinado del em
perador Claudia (41-54 d. de C.). Tímidamente, las mujeres se
acercaron y miraron en el interior de la cueva. Lo que vieron las
alarmó aún más. Allí dentro había un hombre extraño.
Según el Evangelio de Marcos, el hombre era joven y llevaba
una túnica blanca, y dijo a las mujeres que Jesús había resucitado y
que tenían que informar a Pedro y a los demás que lo verían en Ga
lilea, tal y como habían acordado. Así fue como se contó la historia
más tarde. Pero da la impresión de que, efectivamente, las mujeres
encontraron a alguien en la tumba; alguien que podría haber sido el
jardinero o el otro hombre desconocido que había participado en
los acontecimientos anteriores y que quizá fuera el mismo hombre
que administró a Jesús una bebida drogada en la cruz. Si habló a las
mujeres, lo que es bastante probable, ellas no estaban con ánimos
para escucharle. Todo lo que registraron en ese momento fue que
el cuerpo de Jesús había desaparecido y que allí había un hombre
extraño. Temblando y llenas de pánico, huyeron, y no dijeron nada
a nadie porque tuvieron miedo. Y aquí el texto de Marcos se inte
rrumpe bruscamente.
La historia progresó a la luz de la fe en la resurrección de Jesús.
El joven se convirtió en un ángel, y después en dos ángeles. Se pu
dieron recordar las palabras que había dicho. El cuarto Evangelio
puede estar muy cercano a la verdad al hacer que sólo María Mag-
139
dalena acudiera a Pedro y al discípulo bienamado para comunicar
les las noticias, en nombre de las otras mujeres. Pe,ro ella no dice
nada sobre ningún mensaje de un Jesús resucitado. Unicamente es
peta: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le
han puesto». A quién se refiere al hablar en plural es algo que no se
especifica.
La noticia produjo una terrible conmoción y desconcierto. In
mediatamente tratan de confirmarla. ¡Seguro que era un error! Los
dos discípulos corren hacia la tumba, y Juan el sacerdote, mucho
más joven, se adelanta a Pedro y llega primero. Como sacerdote
que es, no puede entrar en una tumba hasta estar seguro de que no
hay cadáver capaz de contaminarle ritualmente. Se limita a mirar y
ve las vendas en el suelo. Pedro, que no se preocupa por quedar
contaminado ritualmente, entra directamente. Era cierto. El cuer
po había desaparecido y sólo queda el sudario, bien plegado en un
rincón. Juan entra entonces y de pronto se le ocurre que, en efecto,
Jesús ha resucitado. Hasta entonces, dice este Evangelio, no se ha
bía comprendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de
entre los muertos. Extrañados y maravillados, los dos discípulos re
gresan a casa de Juan.
Esto fue el principio de todo: una tumba vacía y un relámpago
de inspiración por parte del discípulo bienamado. Pero no existió
ninguna prueba confirmatoria.
Al parecer, María había seguido a los discípulos hasta la tumba,
y cuando ellos se marcharon ella permaneció allí, llorando. A través
de las lágrimas percibió entonces a un hombre de pie, junto a la
tumba, a quien tomó por el hortelano, diciéndole: «Señor, si tú lo
has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». El hom
bre, siempre según el cuarto Evangelio, se revela entonces a sí mis
mo como Jesús y le dice que no le toque. Le comunica entonces el
mismo mensaje que se informa dijo el hombre joven en la tumba a
las mujeres, registrado por Marcos, y al que el cuarto Evangelio no
hace referencia alguna.
El hombre desconocido es la figura clave, el indicio más impor
tante de que disponemos. Según hemos conjeturado, podría haber
sido el mismo hombre que dio a beber a Jesús la poción en la cruz,
que asistió al traslado del cuerpo a la tumba y que a la noche siguien
te ayudó a sacar de allí a Jesús, tomando parte en su nuevo entierro
cuando éste murió. Las mujeres le habían visto borrosamente en el
interior de la tumba cuando llegaron a primeras horas de la mañana
del domingo. Cuando huyeron corriendo él siguió allí y, de pronto,
María Magdalena lo ve entre sus lágrimas cuando levanta la cabeza.
La pregunta que le hace es la clave de todo, porque, en efecto, se
había ocupado de trasladar el cuerpo de Jesús y por eso pudo haber
replicado, a la defensiva: «No me toques», o «Déjame solo». Pero
¿por qué razón permanecer en la tumba para ser visto en estas dos
140
ocasiones? Pudo haber ocurrido muy bien que, en efecto, tuviera
que transmitir un mensaje de Jesús, como ya hemos sugerido, y que
éste pudo haberle dado en el breve período en que recuperó la con
ciencia, para que fuera transmitido a sus discípulos. Pudo haberse
sentido demasiado asustado para descubrirse cuando Pedro y Juan
llegaron a la tumba, sin saber en aquel momento quiénes eran, y sa
biendo muy bien que había cometido un crimen al llevarse el cuerpo
de Jesús. Debido al estado turbado de las mujeres, probablemente
pensó que no podía estar seguro de que su mensaJe hubiera sido
transmitido.
María no reconoce claramente al hombre que vio como Jesús.
Pero al verle repentinamente junto a ella, hace que, en su estado
perturbado por el dolor, lo identifique con Jesús, que ha hablado
con ella y desaparecido. Sabemos que estaba desequilibrada, pues
to que Jesús había tenido que sacarle siete demonios del cuerpo.
Era una mujer profundamente devota de él, quizás apasionada
mente, y pudo haber abrigado la ilusión de que él estaba enamora
do de ella. En su gran estado de dolor sería consistente con esa ilu
sión el que él se le apareciera para consolarla, llamándola cariñosa
mente por su nombre.
María regresó apresuradamente junto a los discípulos, diciendo
que había visto al Señor. De ese modo se añadió otro ingrediente a
la historia. Ya tenemos una tumba abierta, el hombre visto por las
mujeres convertido en un ángel, la convicción repentina del discípu
lo bienamado, y ahora el hombre que había hablado con María
Magdalena se transformaba en una aparición del propio Jesús. A
partir de este momento la incredulidad comenzó a enfrentarse con
la fe naciente. Simón y Jesús pudieron confirmar que, en efecto, ha
bía descubierto que el cuerpo de Jesús había desaparecido, aunque
las vendas y el sudario seguían estando en la tumba. Confesaron, sin
embargo, que ellos mismos no habían visto a Jesús. 6
Ahora el estado de ánimo se caracterizaba por una excitación
reprimida. Había graves dudas y dolor, pero también disposición
para creer cualquier cosa que pudiera ocurrir, por muy extraordina
ria que pareciera. Si Jesús estaba vivo, ¿quién podía saber cómo o
cuándo se aparecería y qué aspecto tendría? Según el testimonio del
propio Jesús, ¿acaso Elías no se había revelado en forma de Juan el
Bautista? Todos ellos eran campesinos o pescadores supersticiosos,
y no desconocían la doctrina de la transmigración de las almas.
Veamos ahora la historia de los dos discípulos en el camino de
Emaús, narrada sólo por Lucas. Al parecer, este autor escribió su
Evangelio en Grecia, a principios del siglo segundo, y Robert Gra
ves ha mostrado que ciertos ingredientes de la historia recuerdan
bastante a El asno de oro de Lucio Apuleyo, publicado en esta épo
ca. 7 Eso no quiere decir que la historia fuera una completa inven
ción, sino simplemente que Lucas utilizó la obra de Lucio como
141
ayuda literaria, del mismo modo que hizo con varios pasajes de Jo
sefo.
La esencia de la historia es que a los discípulos, uno de los cuales
era Cleofás, quien según la tradición era tío de Jesús, 8 se les aproxi
mó un extraño mientras hablaban tristemente sobre los aconteci
mientos de los días pasados. Le hablaron de las esperanzas mante
nidas con respecto a Jesús en el sentido de que demostraría ser el
Mesías, y el extraño les animó al citar algunas predicciones mesiáni
cas. Le soli�itaron ávidamente que cenara con ellos y les contara
más cosas. El así lo hizo y después se marchó. Este personaje desa
parece en el texto de Lucas. Estimulados por el discurso del extra
ño, los discípulos no tardaron en decirse mutuamente que aquel
hombre tuvo que haber sido Jesús. «¿No estaba ardiendo nuestro
corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos
explicaba las Escrituras?».
Según Josefo, el pueblo de Emaús se encontraba a unos seis ki
lómetros al noroeste de Jerusalén. La tumba en la que fue colocado
Jesús también se hallaba situada al noroeste de la ciudad. Es posible
que los discípulos vinieran de la tumba que habían querido visitar,
a la vista de los informes, para verla por sí mismos. El extraño que
se les unió en el camino pudo haber sido el hombre de la tumba, que
trataba de cumplir el encargo de Jesús. No podía estar seguro de
que las mujeres con las que se había encontrado hubieran compren
dido y transmitido correctamente el mensaje que les había comuni
cado, y que el propio Jesús le había urgido a entregar a sus discípu
los. Ahora lo volvió a intentar.
Esto, desde luego, sólo es una teoría cuyo único valor es que
concuerda con las circunstancias, tal y como nos han sido descritas.
No sabemos qué parte de la historia es auténtica y hasta qué punto.
Pero un ingrediente importante de la misma, una vez más, es que no
se reconoce a Jesús a primera vista, y en esta ocasión ni siquiera por
parte de sus parientes. Evidentemente, el hombre del camino de
Emaús no era Jesús.
Según Lucas, los dos contaron su historia cuando regresaron a
Jerusalén, y allí se les informó de una «aparición» a Simón Pedro.
En esta atmósfera se informa que ocurrió la «aparición» a los após
toles, en la tradición judía seguida por Lucas y Juan. Eso representa
una variación con respecto a la tradición galilea seguida por Mateo,
de la que se hace eco Juan en el capítulo final. En la tradición judía,
Jesús se identifica categóricamente a los apóstoles en Jerusalén, ex
hibiendo sus heridas y comiendo con ellos. Podemos considerar
esta información como altamente cuestionable, sobre todo a la vista
de la que nos proporciona Mateo, quien sugiere que los apóstoles
no vieron a Jesús en Jerusalén y que, después de la Pascua regresa
ron a Galilea, dudando aún de que, si estaba vivo, Jesús se les apa
recería en el lugar señalado. Si la versión judía es cierta, los apósto-
142
les, a estas alturas, ya deberían de haber estado convencidos de que
Jesús había resucitado. Esta versión da la impresión de ser una res
puesta jerusalemitana a la historia galilea. En ambas se habla de
una comida con Jesús en la que se come pescado.
Debemos considerar ahora las «apariciones » en Galilea. La ver
sión más completa se encuentra en el cuarto Evangelio, pero sólo
tenemos que ocuparnos de los elementos básicos. Pedro decide salir
a pescar y otros seis discípulos le acompañan. No tienen suerte en
toda la noche. Mirando hacia la orilla a primeras horas del alba, ven
a un hombre de pie que les llama y les pregunta si tienen algo que
comer. Ellos le contestan que todavía no, pero precisamente en ese
momento hacen una captura sustancial. Relacionan su éxito con el
hombre de la orilla. El discípulo bienamado, el primero en creer
que Jesús había resucitado,9 exclama: «¡Es el Maestro! » . Esto es su
ficiente para Pedro, quien salta por la borda y se dirige hacia donde
está el hombre. Así pues, se supuso que éste era Jesús, pero Juan
dice: «pero los discípulos no sabían que era Jesús » . Cuando llega
ron a tierra y tras varar la barca, encuentran un pez asándose al fue
go, y el extraño les invita a comer con él. «Ninguno de los discípulos
se atrevía a preguntarle: "¿ Quién eres tú?", sabiendo que era el Se
ñor. » Pero resulta que eso era precisamente lo que no sabían. La
esencia de la cuestión es que los apóstoles, que tan bien,conocían a
Jesús, no logran reconocerle en el hombre al que ven. Unicamente
estaban persuadidos a través de la creencia del discípulo bienama
do. El extraño que encontramos aquí es tan inidentificable con Je
sús como lo había sido el hombre a quien María halló en la tumba,
y el hombre que los dos discípulos encontraron en el camino de
Emaús. Al parecer, sucedió lo mismo con el hombre de la montaña
de Galilea, al que se refiere Mateo. Cuando los discípulos le vieron
se postraron ante él «pero algunos dudaron » . 10
Una explicación plausible de las circunstancias es que, desde el
principio, empezando por el joven visto en la tumba por las muje
res, se trató siempre del mismo hombre, y éste no era Jesús. Ese
hombre estaba dedicado a cumplir lo que quizá fuera una promesa
hecha a Jesús antes de morir, después de haber sido sacado de la
tumba durante la noche del sábado, en el sentido de que transmiti
ría fielmente a Pedro y a los otros discípulos el mensaje de que el
Mesías había resucitado, de acuerdo con las profecías, y que le ve
rían en el lugar del que les había hablado en Galilea. El hombre,
que ya había mostrado sus cualidades ante la cruz, hizo todo lo
mejor que pudo. Transmitió el mensaje a las mujeres y a María
Magdalena, habló también con los discípulos que visitaron la
tumba y que iban por el camino de Emaús. Pero no podía sentirse
satisfecho. No había visto a Pedro y a los otros diez, y no sabía
dónde encontrarles. Cuando recibió noticias, se enteró de que
habían regresado a Galilea. El hombre los siguió; quizá Jesús le
143
indicara dónde se había acordado la cita. Finalmente, pudo cum
plir con su obligación.
Naturalmente, no puede decirse que ésta sea la solución del
rompecabezas. Es posible que los hombres no fueran el mismo en
todos los casos. Hay lugar para otras teorías tales como la de que el
hombre implicado, si es que sólo había uno, era un médium, y que
Jesús, resucitado de entre los muertos en el más allá, en el sentido
espiritualista, hablara a través de él con su propia voz, lo que permi
tiría reconocer su presencia. Se dice muy poco, y ese poco se convir
tió en algo legendario con excesiva rapidez, y también en algo de
masiado contradictorio para llegar a mnguna conclusión segura.
El punto de vista adoptado aquí parece cumplir los requisitos, y
está en consonancia con lo que se ha dicho sobre el complot de Pas
cua. La planificación de Jesús sobre su esperada recuperación creó
el misterio de la tumba vacía. Sin la existencia de ese plan, resulta
difícil encontrar una razón válida que justificara el traslado de su
cuerpo de su lugar de descanso, y sin la tumba vacía probablemente
no se habría creído en su resurrección. Fue este hecho material, que
parecía confirmar la fe expresada por Jesús de que resucitaría según
gecían las Escrituras, lo que inició el surgimiento de la convicción.
Esta se vio reforzada por la aparición en escena de un mensajero,
que es lo que significa la palabra «ángel», a quien Jesús instruyó an
tes de morir para que comunicara una fe que era la suya a sus entris
tecidos seguidores. Hay un viejo proverbio judío que dice: «El men
sajero de un hombre es como él mismo». La esperanza recién surgi
da y el deseo de que ésta se cumpliera hicieron que el mensajero
fuera identificado con el Maestro.
No hubo ninguna falta deliberada a la verdad en el testimonio de
los seguidores de Jesús sobre su resurrección. Según las pruebas, la
conclusión a la que llegaron parece inevitable. No podían explicarse
lo que había sucedido con el cuerpo. No podían saber que el profe
ta, como Moisés, había sido finalmente enterrado en una tumba
desconocida.
Tampoco hubo fraude alguno por parte de Jesús. Él había plani
ficado, lleno de fe, su recuperación física, y lo esperado se vio frus
trado por circunstancias situadas más allá de su control. Pero cuan
do se hundió en el sueño su fe estaba incólume y, gracias a una serie
de acontecimientos, resultado parcial de su prolia planificación y
que hicieron su contribución al esquema genera , se demostró que
dicha fe estaba justificada. En cierto modo, no había previsto que
pudiera resucitar. Y seguramente eso fue lo mejor que pudo ocu
rrirle, puesto que no habría futuro para un Mesías que regresara
temporalmente a este mundo lleno de problemas con una mente y
un cuerpo posiblemente lisiados.
Gracias a sus planes para después de la cruz y de la tumba, gra
cias a su implícita confianza en la venida del Reino de Dios sobre el
144
que pretendía iba a reinar, Jesús había alcanzado finalmente la vic
toria. El programa mesiánico estaba a salvo de la tumba de las espe
ranzas muertas, destinado a convertirse en una luz guía y en inspira
ción para los hombres. Allí donde la humanidad se esfuerza por al
canzar la justicia, la virtud y la paz, la presencia inmortal de Jesús el
Mesías está con ella. Allí donde un pueblo de Dios trabaja por la
causa de la fraternidad humana, el amor y la compasión, allí se ve
entronizado el rey de los judíos. Nadie llegará a ser jamás lo que el
fue y hacer lo que hizo. No es nada probable que vuelvan a darse las
circunstancias especiales que permitieron su aparición en un mo
mento peculiar y sobrecargado de la historia. Pero sin duda alguna
habrá otros momentos con sus propios rasgos extraños y otros hom
bres a través de los cuales la visión hablará a un tiempo predetermi
nado. Mientras tanto, no hemos agotado aún las potencialidades de
la visión de Jesús.
«Cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea», se informa
que dijo Jesús. Que quienes participan de la fe y de la fuerza de pro
pósito de este hombre extraño le busquen allí, en su querida tierra,
entre sus colinas y junto a sus aguas vivas.
145
14
Fe y actos
Lo que ha surgido con mayor fuerza en nuestra aproximación a
Jesús como persona real, antes que la figura teológica de la fe cris
tiana, representada de diversas maneras en los Evangelios, ha sido
su carácter dinámico. Ese dinamismo fue tan evidente y ejerció una
influencia tan poderosa en aquellos que entraron en contacto con
él, que ninguna versión de su vida puede dejar de exhibirlo, sean
cuales sean sus intenciones doctrinales. La positividad y firmeza de
propósitos de Jesús fueron rasgos tan destacados de su personali
dad, que no se les pudo erradicar del recuerdo de sus pnmeros se
guidores, acuñándose indeleblemente en la tradición cristiana. Fue
este espíritu de comunicación con sus primeros creyentes lo que les
convirtió en una comunidad activa y enérgica, capaz de hablar con
franqueza. Quizás no haya nada que nos permita conocer con ma
yor seguridad al Jesús histórico que la forma exuberante en que su
figura se desparramó por entre las circunstancias y la experiencia de
la Iglesia primitiva. Es aquí donde podemos ver el verdadero signi
ficado de Pentecostés.
Porque él vio aquí su ojo oscurecido
los haces de la cosecha,
y oyó cuando su oreja aún escuchaba
la voz de los segadores cantando.
¡Ah, bien! El mundo es prudente;
hay mucho por lo que detenerse y esperar;
Pero aquí hubo un hombre que se adelantó
algún tiempo a su destino.
En el simbolismo mesiánico de una fuente común a Mateo y a
Lucas, cuando Jesús murió se rasgó el velo del Templo. Del mismo
modo, nosotros, para comprender al Jesús real, tenemos que rasgar
en dos la cortina de seda bordada de la teología cristiana! El hom-
146
bre que descubrimos entonces, como hemos tratado de mostrar, es
un hombre lleno de fe, pero no se trata de una fe pasiva e inactiva.
Fue un hombre que expuso sus intensas convicciones a la mayor
prueba de todas: la prueba de las acciones.
Cuando Jesús creyó ser el Mesías de Israel, eso significó para él
realizar los actos del Mesías, tal y como habían previsto los profe
tas, exponiendo el supremo ejemplo de la conducta justa en rela
ción con Dios y con el hombre, desafiando los desacreditados dog
mas de la religión ortodoxa y los decretos de un gobierno poderosa
mente establecido. Nada pudo intimidarle, ni las preocupaciones
de la vida ni la perspectiva de una muerte por traición. Utilizó los
recursos de su mente fértil para superar a sus oponentes, para im
pulsar sus propios esquemas hasta hacerlos realidad, de acuerdo
con sus propósitos mundanos. Trazó sus planes y los llevó a cabo:
guió y contuvo al mismo tiempo las palabras de su boca para alcan
zar sus objetivos. La ley del amor estaba en su lengua; pero también
sabía hablar el lenguaje amargo capaz de poner al descubierto y di
solver la hipocresía. No era altivo, pero tampoco humilde. Apare
ció como sirviente, pero con la dignidad de un maestro, no con el
servilismo de un esclavo.
La pasión que dirigió su vida fue la venida.del Reino de Dios.
Para él tenía un significado hebreo; sería el tiempo en el que la gue
rra y el odio se verían desterrados, «y la tierra se llenará con el cono
cimiento del Señor, del mismo modo que las aguas cubren el mar». 2
Dijo a los fariseos que el Reino de Dios no vendría permaneciendo
ociosos, en espera de los signos. El Reino de Dios estaba justo a su
lado, delante de sus narices, listo para aparecer sólo con que ellos
quisieran cumplir las condiciones que lo inaugurarían. Estad vivos,
estad alertas, insistía Jesús. El objetivo no se alcanzará mediante
una adormilada asociación con Dios.
A pesar de todas las leyendas, de todos los desarrollos de su ima
gen, de todos los cambios de énfasis, en los Evangelios aparece cla
ramente la vitalidad de Jesús, la voz de la autoridad mesiánica, el
ardor de su empresa, la extremada sinceridad de este hombre en to
dos sus actos. Las tradiciones, brumosas en muchas cosas, siguen
estando impregnadas de su personalidad brillante, objetiva y diná
mica. El Jesús histórico siempre ha estado ahí, listo para ser descu
bierto, no sin tachas, no sin errores, no divino, sino magníficamente
humano.
De un hombre así se podrían contar milagros sorprendentes, al
igual que sucede con otras sagas y héroes. Son milagros que parece
rían naturales a mentes capaces de aceptar esta clase de adoración.
Un hombre así incluso podía ser venerado por corazones paganos,
como un dios, como hijo de la �ersonificación del Dios más alto.
Todavía no ha quedado atrás el tiempo en que tal devoción excesiva
sea un tributo apropiado, puesto que se la mantiene gracias al fun-
147
cionamiento de un cuerpo erudito de profesores religiosos, dedica
dos a enseñar una vieja herencia. El destino y el bienestar eterno del
individuo, una cuestión que preocupa profunda y personalmente a
muchas personas, depende de la aceptación de un credo que se ase
gura es la expresión de una verdad inalterable y divinamente autori
zada.
Pero ahora hay cada vez más personas que han alcanzado la
emancipación con respecto a tal antigua esclavitud, y ha surgido
una tendencia hacia el extremo opuesto que parece más racional
que lo que se ha descartado, a pesar de que esto no sea necesaria
mente así. Jesús, el judío, creía que la visión y la acción, la fe y los
actos, son inseparables si el hombre ha de evolucionar y progresar.
Ambas se necesitan por igual, la inspiración añadida a la aspiración,
y la ejecución absorbiendo su incentivo a partir de los sueños creati
vos. Ignoramos, a nuestro costo, que hay formas que no son nues
tras formas, y pensamientos que son más completos que nuestros
propios pensamientos.
La esperanza mesiánica que Jesús expuso y personificó de ma
nera incomparable no ha exhibido aún todas sus potencialidades, y
así él sigue siendo el líder, al que vale la pena seguir, no de una cau
sa PS!rdida, sino de una causa que exige su realización más comple
ta. El mismo procuró que no se olvidara, al decir que estaría conti
nuamente con nosotros, estimulándonos y desafiándonos. A pesar
de todo lo que se ha hecho para detenerle, tanto en su {'ropia época
como desde entonces, y no sólo por parte de sus enemigos, sino in
cluso por quienes se declaran sus meJores devotos, él ha seguido re
corriendo el camino.
Así pues, que nadie que haya leído esta presentación de Jesús se
quede con la idea de que es destructiva para la fe, o que revela a Je
sús como un fanático engañado. Si alguien se ha formado esa impre
sión está muy lejos de haber comprendido. Lo que este libro ha tra
tado de revelar es que fue un hombre de tanta fe que se atrevió a
transformar en realidad una imaginación antigua y algo nebulosa.
Era inútil para los judíos, o para cualquier otro, abrigar un ideal no
ble si no estaban dispuestos a hacer nada concreto al respecto y si no
abrigaban la intención de sudar y esforzarse para lograrlo. Jesús
rezó y luego se puso a trabajar. Hay demasiados que se dedican a
hacer lo primero, pero no lo segundo. Creen que es suficiente con
expresar sus buenos sentimientos y pensamientos, esperando que
sean otros quienes realicen el trabajo penoso. Esta actitud fue la
que Jesús castigó de una forma tan inmisericorde en su propia épo
ca.
El verdadero espíritu de Jesús se manifiesta en la Epístola de
Santiago, en el Nuevo Testamento: «¿De qué sirve, hermanos
míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá
salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y care-
148
cen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: "Idos en paz,
calentaos y hartaros", pero no les dais lo necesario para el cuerpo,
¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente
muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: "¿Tú tienes fe?; pues yo
tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras
mi fe." ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los
demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la
fe sin obras es estéril?... Porque así como el cuer�o sin espíritu está
muerto, así también la fe sin obras está muerta».
Mucho se ha hablado del amor y la compasión de Jesús, y co
rrectamente, pero en todas partes vemos estas cualidades unidas al
compromiso, haciendo, más que siendo bueno. Se negó a que le lla
maran bueno. Se dice que a un joven aparentemente digno de elo
gio que nunca había cometido una falta, Jesús le miró y le amó, y
que la prueba de su amor fue decirle que vendiera sus posesiones y
las distribuyera entre los pobres. El énfasis se pone nuevamente en
los actos como prueba de fe y amor.
El hecho de que no se rinda culto a Jesús no quiere decir inevita
blemente que se disminuyan su figura o su efectividad. Más bien de
beríamos sentirnos fortalecidos y estimulados sabiendo que sus
huesos fueron como los nuestros y su carne como la nuestra, y no
una encarnación de Dios. Por lo tanto, la mente que estuvo en el
Mesías también puede estar en nosotros, estimulándonos a conse
guir lo declarado como imposible por quienes adoptan una actitud
más cuidadosa y equilibrada. Sólo así se ganará al final la victoria
por la que luchó Jesús sin descanso. Habrá paz en la tierra.
Bismarck, el Canciller de Hierro, dijo en cierta ocasión con una
reluctante admiración de Disraeli, otro organizador famoso: «¡Ese
viejo judío, es todo un hombre!». Visto a la luz mesiánica del com
plot de Pascua, podemos decir de Jesús con aprobación sincera:
«¡Ese joven judío, es todo un hombre!».
149
Segunda parte
Las fuentes y el desarrollo
de la leyenda
1
El mesianismo y el desarrollo
del cristianismo
Con el Nuevo Testamento en las manos puede ser sorprendente
decir que sabemos comparativamente poco sobre los comienzos del
cristianismo. La mayoría de los cristianos no saben que nuestra in
formación es escasa, porque ellos se preocupan fundamentalmente
del Nuevo Testamento como revelación de fo que es necesario para
la «salvación» y asumen que éste incorpora todo aquello que es im
portante.
Sin embargo, resulta muy fácil comprobar lo poco que se nos
dice. Aunque la vida pública de Jesús fue muy breve, tuvo que ha
ber estado llena de incidentes de los que no se informa. Eso lo dice,
al menos, el Evangelio de Juan I Y si los acontecimientos de un año
o dos son presentados de forma tan esquemática en los Evangelios,
mucho peor es la situación en lo que se refiere a la historia primitiva
de los seguidores inmediatos de Jesús, durante el período de treinta
años que se extiende desde el 36 al 66 d. de C. Si de los Actos de los
Apóstoles restamos el espacio dedicado a discursos previamente
construidos, y añadimos lo que se puede recoger de las epístolas de
Pablo, se verá que disponemos aún de menos material sobre los
acontecimientos ocurridos en Palestina durante estas tres décadas
vitales que lo que se dice sobre Jesús en el Evangelio más corto.
El escritor del Nuevo Testamento que se ocupa de las experien
cias de los creyentes judíos en Jesús, los nazarenos, nos ofrece poco
más que un prefacio idealizado de la carrera de Pablo y de la evan
gelización de los gentiles. Es evidente que Santiago, el hermano de
Jesús, fue una figura de extraordinaria importancia; pero apenas se
nos dice algo sobre él en el Nuevo Testamento, por lo que tenemos
que acudir a otras fuentes en busca de información.
Se trata de una cuestión grave para el estudiante de los orígenes
del cristianismo, puesto que, hasta cierto punto, la verdad sobre Je
sús no se nos certifica con ningún documento procedente directa-
153
mente de aquellas comunidades judías y galileas que florecieron du
rante el período de formación de la Iglesia nazarea. De ese período
no ha llegado hasta nosotros ni una sola línea de texto hebreo o ara
meo que hable de Jesús o que nos hable de las creencias y experien
cias de sus seguidores judíos. En el material cristiano primitivo no
encontramos nada parecido a los pergaminos del mar Muerto. En
consecuencia, para obtener el máximo conocimiento posible no
sólo tenemos que someter al más drástico de los análisis los textos
del Nuevo Testamento, sino que también debemos estudiar la his
toria y las tradiciones judías, los escritos de los Padres de la Iglesia
y de otros historiadores eclesiásticos primitivos, y las diversas reli
quias de libros perdidos, conservadas a través de alguna que otra
autoridad cultural antigua.
El factor que más ha contribuido a privarnos del acceso a la «his
toria interna» de Jesús y de sus primeros seguidores judíos ha sido,
con mucho, la guerra judía contra Roma, y particularmente la pri
mera revuelta, que alcanzó su punto culminante en el 66 d. de C.,
pero también la segunda revuelta, que estalló en el año 132.
La resistencia judía a la dominación de la pagana Roma ya era
evidente mucho antes de que se iniciara el mimsterio público de Je
sús, y la guerra fue inevitable, como consecuencia del mal gobierno
y de las medidas opresoras de los procuradores romanos, sobre
todo después de que éstas se intensificaran tras la muerte del último
rey judío, Agripa I, en el 44 d. de C. En esta época y atmósfera se
sitúan los comienzos del cristianismo, y no es de gran valor ninguna
relación de los mismos que no reconozca el efecto de la situación so
bre las mentes de los judíos leales que se adhirieron a Jesús, consi
derándolo como su Mesías.2
Las personas devotas de Israel estaban de acuerdo en que Roma
era el archienemigo de Dios y de su pueblo.3 Se la identificó con el
cuarto Reino, el peqr de todos los agresores, que aparece en la pro
fecía de Daniel v1i. Unicamente la llegada del Mesías podía destruir
su poder, como declara uno de los últimos escritores apocalípticos:
«Un cuarto Reino se levantará, cuyo poder será duro y malvado,
mucho más que cualquiera de los que le precedieron... y se exaltará
a sí mismo más que los cedros del Líbano... y pasará cuando el tiem
po de su consumación haya llegado y se revele el principado de mi
Mesías ... y cuando se revele arrancará a la multitud de su hueste».4
La convicción mesiánica que hay detrás de la revuelta la pone de
manifiesto Josefo, que escribe patrocinado por los vencedores ro
manos: «Lo que más les incitó a la guerra [ a los judíos] fue un orácu
lo ambiguo, encontrado en sus sagradas escrituras, en el que se de
cía que, en ese tiempo, uno de los suyos se convertiría en dirigente
del mundo. Esto lo comprendieron como que se refería a alguien de
su propia raza, y muchos de sus hombres sabios erraron en su inter
pretación. El oráculo, sin embargo, significaba en realidad la sobe-
154
ranía de Vespasiano, que fue proclamado emperador sobre territo
rio judío». 5
Inspirada por el fervor mesiánico, la lucha contra las fuerzas ro
manas, muy superiores, fue terrible, y en ella jugaron un papel im
portante el terrorismo, el fanatismo y un ardiente patriotismo. El
clímax trágico se alcanzó con la destrucción de Jerusalén y del Tem
plo en el 70 d. de C. Tal y como afirmó el escritor en una obra ante
rior: «La pérdida de vidas durante la guerra fue estremecedora. Jo
sefo estimó que sólo en el asedio de Jerusalén perecieron un millón
cien mil. Antes de esto, muchos miles habían muerto o sido asesina
dos en Jerusalén y en otras partes del país. Los prisioneros tomados
a lo largo de la guerra sólo fueron noventa y siete mil. De quienes
sobrevivieron al asedio, fueron asesinados los combatientes, los an
cianos y los débiles. Once mil prisioneros murieron de hambre an
tes de que se pudiera decidir su destino, y el número de muertos si
guió aumentando con aquellos enviados a las minas, o despachados
hacia las diversas provincias para morir en los circos por la espada o
desgarrados miembro a miembro por las bestias salvajes». 6
Las bajas en Jerusalén fueron tan numerosas debido a que la po
blación de la ciudad había aumentado considerablemente a causa
de los refugiados que habían buscado seguridad allí, y de los pere
grinos que habían acudido al culto en el Templo y que se vieron
atrapados en la tenaza del asedio romano.
Los seguidores de Jesús, los nazarenos, tenían sus cuarteles ge
nerales en Jerusalén. Allí, Santiago, hermano de Jesús, había presi
dido sus asuntos hasta su muerte judicial, hacia el 62, de la que in
forma Josefo y otros. 7 Cuando la guerra amenazó la capital, la co
munidad nazarena, obedeciendo una revelación, según declara la
tradición, 8 abandonó la ciudad y huyó a través del Jordán. No sabe
mos hasta qué punto es cierta esta historia, pero, al parecer, algu
nos líderes escaparon. En cualquier caso, sólo representaban una
fracción de los nazarenos en Palestina, numerosos en otras partes
del país, y podemos creer que no fueron pocos los que se refugiaron
en Jerusalén y perecieron allí. Probablemente, su destino habría
sido el mismo si hubieran tratado de permanecer en sus casas, como
podemos ver por los informes de Josefo sobre los lugares que habi
taron, como Cesarea, Lidia y Joppa, mencionados en las Actas, y,
desde luego, en Galilea, hasta la orilla del lago.
Al principio de la revuelta, los gentiles de Cesarea «masacraron
a los judíos que residían en su ciudad; en el término de una hora fue
ron asesinadas más de veinte mil personas, y Cesarea quedó com
pletamente vacía de judíos, ya que los fugitivos fueron detenidos
por orden de Floro, y conducidos a los muelles cargados de cade
nas». Al llegar a Lida, Galo encontró la ciudad desierta porque sus
habitantes habían escapado a Jerusalén, pero se descubrió a cin
cuenta personas que fueron asesinadas, y se incendió la ciudad. 9
155
Una de las zonas que más sufrieron fue Galilea, donde Jesús ha
bía vivido y enseñado y donde se hallaba el núcleo del movimiento
de resistencia judío. «Los romanos no dejaban, ni de día ni de no
che, de devastar las llanuras y saquear las propiedades de los cam
pesinos, matando invariablemente a todos aquellos capaces de em
puñar las armas y reduciendo a los no combatientes a la servidum
bre. Galilea se convirtió en escenario de fuego y sangre de un extre
mo a otro, donde no faltaron ninguna miseria y calamidad. » Más
tarde, durante el transcurso de la guerra, hubo grandes matanzas a
lo largo de las costas del mar de Galilea. «Se podía ver todo el lago
rojo de sangre y cubierto de cadáveres, pues no escapó un solo hom
bre. Durante los días siguientes, de todo el distrito surgió un hedor
terrible, presentando un espectáculo igualmente horrible. Las pla
yas estaban sembradas de restos y cadáveres hinchados. » 10
En estas circunstancias podemos sostener con bastante certi
dumbre que un alto porcentaje de los nazarenos de Palestina murie
ron en la guerra. La mortalidad entre los viejos y enfermos fue esr.e
cialmente grave. Así pues, si Jesús fue crucificado bajo Poncio P1la
to, y por lo tanto antes del año 37, muy pocos de los que le vieron y
escucharon pudieron haber estado vivos cuarenta años después. La
guerra creó un vacío apenas superable en la historia primitiva del
cristianismo. Como ha dicho el doctor Brandon, 1 1 el cristianismo
penetró en un túnel, y cuando resurgió aproximadamente una déca
da más tarde, muchas cosas habían cambiado en él.
Aún se tiene que decir algo más acerca de los supervivientes de
la guerra. La literatura rabínica primitiva revela una consecuencia
inevitable del conflicto y del complicado período que lo precedió,
que debe ser tomada muy en cuenta. Muchas personas, especial
mente de la generación más vieja, se vieron dañadas en sus riquezas
y en sus recuerdos. Personas cuyo testimonio era importante sobre
los acontecimientos y prácticas del pasado, hicieron declaraciones
contradictorias, mezclaron las fechas y confundieron las personas y
los sucesos. Era algo muy natural, claro, pero también muy desafor
tunado. La forma en que había funcionado el Sanedrín y los servi
cios del Templo tuvo que ser reconstruida parcialmente sobre bases
idealizadas, por lo que el historiador sólo puede emplearlas con
grandes precauciones, algo que no han tenido en cuenta algunos es
critores eruditos sobre la vida de Jesús. Es probable que algunos de
los problemas que surgen en los Evangelios puedan ser atribuidos a
las mismas causas, y eso hace que no sea correcto enfatizar el valor
de la tradición oral.
En el estudio de los Evangelios -todos ellos escritos después de
la guerra-, se acostumbra a tolerar las actitudes e intenciones de
los autores y de su trabajo editorial en el empleo y ordenación de las
fuentes de que dispusieron. Pero también se debería esperar que
hubiera diferentes versiones de la misma historia, narraciones com-
156
parables unidas con épocas y acontecimientos diferentes, sobre la
base de que los testimonios de la posguerra no pueden evitar verse
gobernados por las incertidumbres de la memoria. Por la misma ra
zón, y dejando aparte los cambios en la narrativa o en las palabras
de Jesús, introducidos deliberadamente a la vista de las condiciones
alteradas, deberíamos esperar que en los Evangelios existan pasajes
mediatizados por aspectos de los asuntos judíos posteriores a Jesús,
lo que afectaría a los registros debido a un anacronismo no intencio
nado.
En la composición de los últimos capítulos de los Evangelios se
ría importante averiguar, hasta donde sea posible, cuánto sobre Je
sús y en qué forma salió de Palestina antes de la guerra, y qué mate
rial procedente de los círculos nazarenos llegó posteriormente a los
cristianos. Lo que hemos clarificado hasta el momento es que la re
vuelta judía tuvo un ímpetu mesiánico, y que los efectos de la guerra
fueron profundos para el naciente cristianismo, disminuyendo mu
cho lo que podía saberse sobre Jesús, privando a la Iglesia -que
ahora es predominantemente gentil- de una guía autorizada en
cuestiones de fe, y dejando abierta la puerta a la creciente intrusión
de creencias extrañas.
Pero los años expectantes de antes de la guerra fueron de la ma
yor importancia, puesto que se caracterizaron por un fuerte senti
miento mesiánico judío y porque se nos certifica que los comienzos
del cristianismo formaron parte de él. El Nuevo Testamento no nos
deja duda alguna sobre el hecho de que los primeros seguidores de
Jesús fueron judíos, y de que le siguieron a partir de su convicción
de que era el Mesías esperado. Eso se afirma incluso en el Evange
lio de Juan, y cuando los más cercanos a Jesús establecieron una co
munidad en Jerusalén proclamaron a Jesús como el Mesías, el hijo
de David. 12 Este fue el mensaje sensacional que había que predicar.
En las circunstancias altamente explosivas de la Palestina de la épo
ca, con la efervescencia del ansia popular por la llegada del Mesías,
ningún otro mensaje podría haber producido una respuesta más co
lérica, una controversia más excitada y amarga, y también una ma
yor hostilidad gubernamental. La oposición no vino de las masas ju
días, 13 sino de aquellos que ostentaban la autoridad responsable
ante Roma. En Palestina no existió el cristianismo como una nueva
religión. Los nazarenos fueron celosos cumplidores de la ley de
Moisés.
El mensaje no tardó en ser llevado más allá de Palestina y llegó
a las gentes de cultura griega que habitaban en la frontera con el ju
daísmo. Quienes lo aceptaron en Antioquía, Siria, fueron llamados
cristianos. El nombre se deriva de Christos (Cristo), la traducción
griega del título hebreo de Mesías, significando con ello el Ungido.
No podemos evadir, ni tratar de modificar este hecho básico de que
el término «Cristo» o «cristiano» atestigua que la Iglesia fue funda-
157
da sobre convicciones mesiánicas, en la creencia de que Jesús era el
Mesías.
En esa época, el cristianismo empezó a extenderse por otros paí
ses y atrajo a los no judíos procedentes del politeísmo, la agitación
mesiánica ya era muy abundante en el imperio romano. Los zelotes
judíos de Palestina, actuando como apóstoles (enviados), trataban
de buscar apoyo para sus actividades antiromanas entre los judíos
de la Diáspora. Las circunstancias se repitieron antes de la segunda
revuelta judía, durante el reinado de Adriano. Estos emisarios, sin
embargo, no obtuvieron una gran respuesta en las ciudades del oes
te, porque los judíos que vivían en ellas eran muy sensibles a los pri
vilegios de que disfrutaban bajo la dirección romana, y no tenían el
menor deseo de verlos desaparecer, lo que les hubiera dejado a
merced de los hostiles griegos en el caso de que se hubiera demos
trado que habían ayudado a fomentar una conspiración traicionera.
Las autoridades romanas conocían muy bien lo que estaba suce
diendo, y se sentían particularmente preocupadas por la propagan
da zelote en ciudades clave donde existía una amplia población ju
día, tales como Alejandría y la propia Roma. El emperador Claudio
(41-54 d. de C.) llegó a escribir a los judíos de Alejandría, advirtién
doles que no alojaran a los judíos itinerantes procedentes de la pro
vincia de Siria (de la que formaba parte Judea) si no querían ser tra
tados como instigadores de «una peste que amenaza a todo el mun
do (es decir, al imperio romano)». 14 Ordenó igualmente la expul
sión de los judíos extranjeros de Roma «que perturbaban continua
mente el orden a instigación de Christos ( es decir, estaban compro
metidos en la agitación mesiánica)». 15
Los Hechos de los Apóstoles, un producto del reinado de un
emperador más tolerante, Trajano, es un esfuerzo apologético para
aplacar a los romanos en el que no se trata de ocultar la verdad, pero
sí se la disfraza, afirmando que el mensaje cristiano había sido mal
interpretado por sus traductores judíos. A la luz de las condiciones
actuales podemos ver, sin embargo, que los judíos de las ciudades
griegas atacaron a Pablo y sus colegas durante sus viajes misioneros
porque les tomaron por agitadores zelotes ya que proclamaban al
Mesías, de modo que actuaron contra ellos para autoprotegerse. En
Tesalónica, los judíos locales informaron a los magistrados de que
«esos subvertidores del imperio ya han llegado aquí... , y todos ellos
se oponen activamente a los decretos imperiales, diciendo que hay
otro emperador, un tal Jesús». 16
Pablo fue acusado en Cesarea ante el gobernador romano Félix
de «portador de la peste, fomentador de la revuelta entre todos los
judíos del imperio, líder destacado del partido nazareno». 17 Uno de
los armazones de la plataforma de Pablo fue el anastasis Christou (la
resurrección de Cristo), que también podía ser comprendido como
el «levantamiento· mesiánico». Se sabía que había estado estable-
158
ciendo grupos mesiánicos en muchos lugares; Se trataba de grupos
que podían convertirse fácilmente en células de conspiración, si es
que algunos no lo eran ya. También se decía que había estado reco
giendo fondos para llevárselos a Jerusalén, a los nazarenos de Ju
dea, y se �ensaba que tales fondos estarían destinados a la compra
de armas. 8
El mensaje cristiano atrajo a la mayor parte de sus reclutas de
entre las filas de los esclavos y los desamparados. Muchos de ellos,
como vemos en las epístolas de Pablo, no sólo eran de dudosa mora
lidad, sino también facciosos, turbulentos y desafectos. No pocos
de ellos tuvieron que haber sido hostiles al régimen romano, dema
siado deseosos de tomar parte en actividades subversivas. De otro
modo, difícilmente hubiera habido necesidad de inculcarles la no
ción de comportarse pacífica y correctamente, pagar los impuestos
romanos y ser sumisos, honrando y rezando por el emperador y sus
representantes. 19 Los romanos no eran tontos y tuvieron que haber
tenido alguna justificación para considerar el cristianismo como una
superstición peligrosa y hostil. 20 Resulta significativo que, tras la su
presión de la primera revuelta judía, los romanos no pusieran fuera
de la ley el judaísmo, aunque trataron de asegurarse de que los no
judíos que profesaban esta fe fueran genuinos conversos; y, sin em
bargo, declararon fuera de la ley al cristianismo. Estaban familiari
zados desde hacía tiempo con la religión judía y sabían que el mesia
nismo militante no era común a todos los judíos. El cristianismo,
por su parte, procedente de una secta judía, era completamente me
siánico, y se dedicaba a la propaganda en nombre de un supuesto
rey y dirigente mundial llamado Jesús. Eso podía producir, y de he
cho produjo, un violento documento antirromano en el Libro de la
Revelación. Si los cristianos que no eran judíos se negaban a que
mar incienso ante la imagen del César, se debía no a escrúpulos reli
giosos, sino a opiniones traidoras.
Por muy extraño que pueda parecer a quienes piensan la divini
dad de Jesús en un sentido religioso, fue el carácter mesiánico del
cristianismo lo que contribuyó directamente a su deificación entre
los creyentes procedentes de los gentiles. El mesianismo represen
taba la convicción de que el orden del mundo existente sería derri
bado. El imperio regido por César y sus legiones pasaría y en su lu
gar se instauraría el Reino de Dios, gobernado por el Mesías y su
pueblo. El cristianismo identificó al Mesías con Jesús. Había «otro
rey», otro emperador, al que se transfería la lealtad.
El mensaje sobre Jesús encontró buena acogida entre gentes
que creían en el comercio de los dioses con los mortales y estaban
acostumbradas a la deificación de los dirigentes y otras personalida
des destacadas. Así lo testifican los Hechos. Cuando un lisiado fue
curado en Listra durante la misión de Pablo y Bernabé, el popula
cho gritó: «Los dioses han bajado hasta nosotros en forma de hom-
159
bres», y aclamaron a Bernabé como Zeus y a Pablo como Hermes.
Los griegos de Cesarea, aclamando el discurso del rey Agripa cuan
do apareció con gran pompa, gritó: «Es la voz de un dios, no la de
un hombre».
En esta época, todo el imperio romano se hallaba unido por un
culto imperial, que implicaba el culto a Roma y al emperador. Di
cho culto se había desarrollado durante el reinado de Augusto,
quien aceptó la deificación y la construcción de templos en los que
era venerado por simples razones de política de Estado. Fue decla
rado formalmente hijo de dios (Divi Filius) por el Senado. Una ins
cripción típica fechada en el año 7 a. de C., le saluda como «César,
que reina sobre los mares y continentes, Júpiter, que recibió de su
padre Júpiter el título de Liberador, Dueño de Europa y Asia, Es
trella de toda la Grecia, quien se elevó con la gloria del gran Júpiter,
Salve».
Cayo Calígula (37-41 d. de C.) llegó a sentirse obsesionado por
la idea de la deificación, y sus serviles funcionarios le siguieron la
comedia. Suetonio informa que Lucio Vitelio, legado de Siria, al re
gresar a Roma una vez terminado el período de su servicio, adoró al
emperador postrándose ante él sobre el suelo y apareciendo ante él
únicamente con la cabeza cubierta. El mismo autor dice cómo Cayo
«empezó a arrogarse una majestad divina. Ordenó que trajeran de
Grecia todas las imágenes de los dioses famosas ya fuera por su be
lleza o por la veneración en que se las tenía, entre las que se hallaba
la de Zeus Olimpo, para que se les pudiera quitar las cabezas y sus
tituirlas por la suya... También instituyó un templo y sacerdotes,
con víctimas propiciatorias, en honor de su divinidad. En su templo
había una estatua de oro que era la imagen exacta de sí mismo... Las
personas más opulentas de la ciudad se le ofrecían como candidatos
para tener el honor de ser sus sacerdotes, y compraban sucesiva
mente dicho derecho pagando por ello un precio inmenso».21
Un emperador posterior, Domiciano (81-96 d. de C.), insistió
en que, cuando le escribieran, sus gobernadores empezaran dicién
dole: «Nuestro Señor y nuestro Dios ordena». Suetonio dijo que se
convirtió en una norma el que «nadie se dirigiera a él de otro modo,
ni de palabra ni por escrito».22
Entre los gentiles que creían en Jesús como el verdadero empe
rador, no era posible considerarle con una dignidad inferior a la del
César. Así, en los Evangelios encontramos el término Hijo de Dios
(el Divi Filius imperial), junto con el título real judío de Mesías.23 El
último Evangelio de Juan, compuesto no mucho después del reina
do de Domiciano, incluso tomó prestadas las palabras con que ese
emperador exigía que se dir�ieran a él. Tomás se dirige a Jesús
como «Mi Señor y mi Dios».2
Los cristianos habrían tenido alguna justificación adicional para
considerar divino a Jesús a la vista de que oyeron a los predicadores
160
nazarenos describirlo como Hijo de Dios en un sentido puramente
mesiánico. El término había sido aplicado al gran rey que era el hijo
inmediato de David, 25 y por lo tanto podía ser apropiado para el
Mesías. Y no sólo esto, porque el Mesías era considerado por los
nazarenos como el represental)te israelita, e Israel era llamado Hijo
de Dios, el Primer nacido, el Unico adorado y el Muy querido. 26
Este pensamiento judío, sin embargo, no implicaba la divinidad
del Mesías. Ni siquiera el helenizado Pablo, en su filosofía mística,
habló nunca de Cristo como Dios, aunque su doctrina del Mesías
como la expresión preeminente de Dios es tan delicadamente astuta
en su termmología que podía ser malinterpretada por quienes no es
tuvieran familiarizados con el peculiar trasfondo esotérico judío re
lacionado con el Hombre Arquetipo. 27 Pero, en los ambientes del
cristianismo gentil, y especialmente en relación con la utilización
paulina del lenguaje de Platón y de los cultos mistéricos, no sólo no
existía ninguna objeción profunda a la idea de otorgar honores divi
nos a Jesús, sino que incluso había la más fuerte predisposición a ha
cerlo así. El resultado de todo ello fue que, con el tiempo, en algu
nos círculos cristianos bajo influencias gnósticas apareció un movi
miento dirigido hacia el dualismo, y el monoteísmo sólo se salvó
gracias a la compleja doctrina de la Trinidad.
Pero aquí no nos ocupamos de tales cuestiones. Lo que nos ocu
pa es que Jesús nunca habría sido proclamado a los gentiles de no
haber sido por la convicción de que era el Mesías a través del cual se
establecería el Reino de Dios sobre toda la tierra. Tal proclamación
encuentra una clara manifestación en las palabras del Libro de la
Revelación: «Los reinos de este mundo se convierten en el reino de
nuestro Señor [ es decir, Dios] y de su Mesías; y reinará por los siglos
de los siglos». A la vista del culto imperial fue inevitable para mu
chos cristianos que no eran de origen judío, que el rey Mesías se
convirtiera en el Señor Cristo, como el Señor Serapis, Sabio e Hijo
de Dios, con César estigmatizado como falso dios, cuyas pretensio
nes eran blasfemas. Pero debemos recordar que las primitivas refe
rencias cristianas al anticristo hacen que se le distinga con la afirma
ción de que él es Dios. 28
Pero no es sólo el título de Cristo lo que confirma que la esencia
de la proclamación era la de ser el Mesías. Hay otra palabra asocia
da a ello, derivada también del hebreo en su utilización cristiana. Se
trata de la palabra Evangelion (Evangelio), con la que se traduce la
expresión hebrea Besorah (buenas noticias), basar (dar buenas no
ticias).
Las buenas noticias esperadas en Israel eran que la liberación
mesiánica era inminente. Así lo comunica Lucas en el anuncio an
gélico a los pastores de Belén: «No temáis, pues os anuncio una
gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en
la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor». El mensaje
161
se hace eco de las palabras de lsaías ix: «Porque una criatura nos ha
nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro ...
Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David
y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo». El Evangelio co
municado por los apóstoles contenía estas buenas noticias. Con un
mensaje tan electrificante no podían ser más que evangelistas.
Las expectativas judías sobre las buenas noticias se basaban en
pasajes como los de lsaías xl,9f; liii,7 y lxi,lf, donde con referencia
a la Gran Consolación, la versión griega, la Septuaginta, utiliza el
verbo evangelizomai. Dios intervendría para salvar a su pueblo en
su desgracia, y de la mano de su Mesías instauraría su gobierno en
el mundo. Todas las naciones deberían reconocer al Dios único y
cesar de guerrear. Como dice una antigua oración judía: «Por eso
confiamos en ti, oh Señor, nuestro Dios, para que podamos alcan
zar rápidamente la gloria de tu poder, cuando elimines las abomina
ciones de la tierra, y los ídolos sean destrozados, cuando el mundo
sea perfecto bajo el Reino del Todopoderoso, y todos los hijos de la
carne sean llamados ante ti y tú doblegues a todos los malvados de
la tierra». 29
El Evangelio de los cristianos primitivos no era más que éste: la
proclamación del Reino de Dios, y con ello la revelación, confirma
da por las Escrituras, de la identidad del Mesías. Así, el Evangelio
de Marcos se abre con las buenas nuevas de Jesús el Mesías, en la
profecía de Isaías xi y Malaquías iii,I. Así, la palabra «evangelio»
tiene un significado mesiánico asociado con los pasajes proféticos
de la Biblia relacionados con el Reino de Dios, y trata de apoyar la
idea de que Jesús era el Mesías que lo instauraría. Como los judíos
titulaban frecuentemente los libros con sus palabras iniciales, muy
bien pudo haber ocurrido que una colección nazarena de testimo
nios del Antiguo Testamento, compilada en fechas anteriores, lle
vara el título de Evangelio porque comenzaba adecuadamente con
una cita de buenas nuevas. Si eso fue así y tal colección era una fuen
te vital de registros de la vida de Jesús, eso explicaría cómo tales re
gistros llegaron a conocerse como los Evangelios.
Tal y como hemos indicado brevemente, el mensaje evangélico
contemplaba la conversión de los paganos, que abandonarían la
idolatría. Pablo consideraba que su misión peculiar consistía en co
municar este mensaje a los gentiles. 30 Pero también declaró que ha
bía una diferencia entre este evangelio y el de los apóstoles. ¿ Cuál
era esa diferencia? No se refería al objetivo del mensaje, participa
ción en la felicidad del Reino de Dios a través de la fe en Jesús, el
Mesías. Eso significaba salvación, preservada en el Día del Juicio
Mesiánico, con derecho a reinar con el Mesías en su reino terrestre.
Donde Pablo entraba en conflicto con sus compañeros apóstoles
era en sostener, tanto para los judíos como para los gentiles, que la
salvación en este sentido no se podía obtener por la repetición y el
162
mandamiento de las leyes de Dios escritas en la Ley (Torah), sino
que dependía por completo d� la aceptación de la muerte de Jesús
como un sacrificio redentor. El subrayó la eficacia primordial de la
crucifixión como el pasaporte hacia la bendición futura, certificado
por la resurrección. Por estos medios, Dios había convertido a to
dos los que creían en recipiendarios de su gracia, ofreciéndoles un
perdón libre en el Mesías, por medio del cual a los gentiles converti
dos se les aseguraban los mismos privilegios que a los creyentes ju
díos, y heredarían con ellos las mismas promesas hechas a Israel.
Al formular esta doctrina en beneficio de los gentiles, Pablo no
pudo dejar de pensar en los misterios paganos, con su concepción
de la salvación individual mediante la identificación con un dios en
su muerte y resurrección. En su ignorancia, los gentiles se habían
tropezado con una verdad que el advenimiento del Mesías permitía
ver en todo su significado real. Liberada de los crudos aspectos pa
ganos, la doctrina estaba calculada para ejercer un fuerte atractivo,
especialmente para los pobres, a quienes se les negaban los saluda
bles beneficios de los ritos iniciáticos de los cultos mistéricos. La sal
vación en Jesús creada por Pablo se podía obtener sin esfuerzo y sin
tener que pagar: estaba abierta a todos como un regalo gratuito,
tanto al esclavo como al hombre libre, a la mujer como al hombre,
al gentil como al judío. Pero la salvación que confería este evangelio
seguía siendo expresada por Pablo en términos judíos, es decir, he
rencia con los santos en el eterno reino mesiánico, a través de la ad
quisición de un cuerpo inmortal en el momento en que el Mesías re
gresara del cielo.
Con el transcurso del tiempo, la doctrina de la salvación experi
mentó un cambio. Eso se debió en parte a influencias no judías so
bre el cristianismo, al concepto filosófico de la redención del alma
de la prisión de la carne y su ascensión a Dios, y en parte a la cues
tión mucho más terrenal de que el segundo advenimiento no se ha
bía materializado. La expectativa del Reino de Dios sobre la tierra
se descartó ampliamente, considerándola como insuficientemente
espiritual, aunque la Iglesia mantuvo la creencia en la resurrección
de la carne y el Juicio Final. Podemos ver cómo las nuevas ideas ga
naban terreno en pleno siglo segundo, gracias a la obra del mártir
Justino Diálogo con el judío Tri/o, aunque todavía eran heterodo
xas. Trifo desafía a Justino: «¿Admites realmente que este lugar,
Jerusalén, será reconstruido, y esperas que tu pueblo se reúna y sea
feliz con el Mesías, los patriarcas y profetas... ?». Justino replica que
así lo admite, a pesar de que algunos que se creen buenos cristianos
piensan de otro modo. Y sigue diciendo: «Pero si te has encontrado
con algunos llamados cristianos... que dicen que no hay resurrec
ción de los muertos, y que sus almas, cuando mueran, irán al cielo,
no imagines que son cristianos... Pero yo y otros, que somos verda
deros cristianos, estamos seguros de que habrá una resurrección de
163
los muertos, y mil años en Jerusalén, que entonces será reconstrui
da, adornada y ampliada, como declaran los profetas Ezequiel e
Isaías y otros». 31
Los cristianos actuales siguen teniendo problemas con las doc
trinas contradictorias de la Iglesia, que surgen del desgraciado in
tento de armonizar ideas incompatibles, como son las paganas y las
judías. No hemos querido ir en estas cuestiones más allá de lo esen
cial. Nuestro propósito ha sido mostrar que el cristianismo tuvo su
origen en un movimiento mesiánico, 32 surgido del suelo de Palesti
na en un momento crítico de la historia judía, y que su desarrollo
como nueva religión se vio condicionado por el subsiguiente am
biente no judío en el que se extendió. Aun conservando numerosos
aspectos de sus orígenes, incluyendo la idea de las Escrituras judías,
de cuyo ímpetu mesiánico inicial dependió, terminó por transfor
marse mediante la asimilación de ideas y modos de pensamiento ex
traños. Y, durante el proceso, dejó de ser una guía digna de confian
za para llegar a sus propios orígenes, de tal modo que ahora sólo po
demos llegar a ellos con enormes dificultades, reconociendo en eri
mer lugar que tal cambio se produjo, y que su causa no fue una ilu
minación reciente, sino circunstancias actuales, dedicándonos des
pués a la búsqueda de reliquias del período primitivo, que lograron
sobrevivir de algún modo, en el sombrío espacio de la antigüedad
cristiana.
164
2
Sectarios del norte de Palestina
y orígenes cristianos
El nombre que llevaron los primeros seguidores de Jesús no fue
el de cristianos; se les llamaba nazoreos (nazarenos), y el propio Je
sús era conocido como el Nazareno. Ahora se acepta ampliamente
que se trataba de un término sectario, siendo el Notsrim el nombre
hebreo, y no se halla directamente relacionado con un lugar llama
do Nazaret ni con el Nezer mesiánico (rama) de las raíces de Jesé.1
En los juegos de palabras de la época se hicieron estas asociaciones,
pero el nombre se refiere esencialmente a una comunidad cuyos
miembros se consideran a sí mismos como los «mantenedores» o
«preservadores» de la verdadera fe de Israel. Esta aspiración era
compartida por los samaritanos que habitaban Samaria (Shomron),
y que se presentaban a sí mismos como los shamerinos, los «custo
dios» o «sostenedores» de la religión israelita original, en oposición
a los judeanos (judíos). Lo mismo puede decirse de una secta pre
cristiana de nazarenos (Natsaraya arameos), descrita por el Padre
de la Iglesia Epifanio.
Epifanio, de origen judío, es una autoridad muy importante so
bre las primitivas sectas judías, de las que escribe en su voluminosa
obra contra las herejías, el Panarion. Algunas de ellas seguían exis
tiendo en su época en el norte de Palestina a finales del siglo cuarto.
Los antiguos nazarenos, como los samaritanos, se oponían a las tra
diciones judías, sosteniendo que los habitantes del sur habían falsi
ficado la Ley de Moisés. Eran vegetarianos, rechazaban los sacrifi
cios animales, pero practicaban la circuncisión y observaban el Sab
bath judío y las fiestas.
Hay buenas razones para creer gue los herederos de estos naza
renos son los actu�les nazoreanos ( conocidos también como man
deanos) del bajo Eufrates, aunque el tiempo y las circunstancias
han producido numerosos cambios. Su literatura, rescatada sobre
todo por Lidzbarski y lady Drower, revela que procedían del norte
165
de Palestina, a cuya zona habían emigrado desde Judea debido a la
persecución judía. Esta tradición es muy parecida a la de los «peni
tentes de Israel» de los pergaminos del mar Muerto, que abandona
ron Jerusalén y se refugiaron en el territorio de Damasco. Entre es
tos nazoreanos no cristianos son particularmente preciosos los
nombres geográficos de Jordán y Hauran, 2 lo que señala recuerdos
de haber residido en el norte de Palestina, en épocas tan antiguas
como el siglo segundo antes de Cristo. En relación con su nombre
puede haber surgido también un juego de palabras ya que Plinio el
Viejo habla de una tetrarquía de nazerinos en Coele-Siria. 3
Los mandeo-nazoreanos siempre han sido una secta que acepta
ba el bautismo, que honraban especialmente a Juan el Bautista, y
que antes de haberse trasladado a Mesopotamia pudieron muy bien
haber tenido relaciones con los esenios y otros grupos que practica
ban abluciones rituales. El que esto escribe ha descubierto un lazo
directo entre el mandeano Sidra d'Yahja (Libro de Juan el Bautista)
y el arameo Genesis Apocryphon, descubierto entre los pergaminos
del mar Muerto. Existen diversos puntos de contacto entre las tradi
ciones mandeana y esenia, y es pertinente que Epifanio identifique
a los nazareanos precristianos del norte de Palestina con los Baptis
tas del Día.
A partir de las fuentes de información de que disponemos se
puede demostrar que, al menos a partir del siglo segundo después
de Cristo, se compartieron bastantes ideas y se produjo una interco
municación entre las sectas que bordeaban el judaísmo y que tenían
su sede en el norte. Entre estas sectas tenemos que incluir a los na
zoreanos cristianos, y especialmente a los más extremo ebionitas,
como podemos ver en la literatura clementina, las Homilías y Reco
nocimientos, así como en varias referencias patrísticas. Inevitable
mente, estos grupos, que poseían ciertas características individua
les, se vieron obligados a apoyarse mutuamente en las graves condi
ciones que siguieron a la segunda revuelta judía dirigida por Bar
Coqueba en el año 135 d. de C. Según las primeras listas cristianas
suministradas por Egesipo y el mártir Justino, sobrevivían por
aquel entonces no sólo los ya familiares fariseos y saduceos, sino
también los esenios, galileos, Baptistas del Día, masbuteanos (de
nominación aramea de los baptistas), samaritanos, y otros, las im
plicaciones de cuyos nombres no se ven claras. Algunas de estas sec
tas tuvieron su origen hacia el principio de la era cristiana,, como
consecuencia de la creencia de que habían llegado ya los Ultimos
Tiempos. Otras sectas, en cambio, eran más antiguas.
«El pueblo üudío]», dice el autor de los Reconocimientos cle
mentinas, «estaba dividido ahora en numerosas sectas, incluso des
de los tiempos de Juan el Bautista... El primer cisma fue el eje los
llamados saduceos, que surgieron casi en la época de Juan. Estos,
como más virtuosos que otros, empezaron a separarse de la asam-
166
blea del pueblo. » 4 Por saduceos, el escritor parece referirse aquí a
los zadoquitas, miembros de la misma secta esenia que los pertene
cientes a Qumran, que se llamaban a sí mismos los «hijos de Za
dok » , y que se segregaron deliberadamente para seguir la Ley es
trictamente y evitar ser contaminados. Esta es la clase de gente de
la que Jesús dijo: «Desde los días de Juan el Bautista sufren violen
cia, y los violentos lo arrebatan» . 5 Intentaban acelerar la llegada del
Reino de Dios por medio de su estilo de vida. El Talmud también
afirma que «Israel no entró en cautividad [ en el 70 d. de C.] hasta
que surgieron veinticuatro variedades de sectarismo » . 6
Cuando tratamos de ir más allá del reinado de Herodes, resulta
mucho más difícil obtener de las tradiciones y de los documentos
conservados un conocimiento preciso de las relaciones sectarias.
Pero resulta claro que, al menos en lo que respecta a Judea, los ju
díos consideraban el norte de Palestina como el hogar natural de la
herejía. 7 Y por buenas razones, puesto que, evidentemente, exis
tían allí, junto a los cismáticos samaritanos, otros grupos cuyas
creencias y costumbres eran un legado de los tiempos en que Israel
y Judá eran reinos separados. No sabemos mucho sobre la antigua
religión israelita, pero parece que absorbió bastante del culto de los
sirios y fenicios, y eso no fue erradicado en la misma medida, como
ocurrió en el sur, por el celo reformador de Ezra y sus sucesores.
Una buena parte de la fe antigua persistió en el folklore y en las
ideas y costumbres de clanes y sectas que se mostraron activos en
tiempos de Cristo. Epifanio, cuyos nazareanos precristianos del
norte muestran una afinidad con los samaritanos, estaban convenci
do de que los esenios derivaban de los samaritanos, mientras que el
abad Nilus afirmaba que eran descendientes de los recabitas.
De los recabitas se dice, en Jeremías, que seguían las órdenes de
sus antepasados, nunca bebían vino, no construían casas, ni cultiva
ban la tierra o eran propietarios de la misma, y siempre vivían en
tiendas. 8 Al igual que los quenitas, llevaban una existencia beduina,
ganándose la vida, según afirma Eisler, 9 como artesanos, carpinte
ros y herreros. Antes de la época de Cristo pudieron haberse con
vertido tanto en una secta como en un clan, manteniendo una aso
ciación espiritual con otras comunidades que se habían separado, y
viviendo en campamentos en los territorios desérticos que, a través
del norte de Arabia, unen Siria con Mesopotamia. Tales grupos
eran los «santos de Dios » , y el mismo término de eseano-esenio que
se les aplicaba parece haber procedido de la palabra aramea del
norte Chasya (en griego Hosios), que significa «santo » .
En una valiosa obra titulada Los pergaminos y los orígenes del
cristianismo, el doctor Matthew Black, de acuerdo con los puntos
de vista de Ernst Lohmeyer, dice lo siguiente: «Las raíces más anti
guas de la Iglesia primitiva estaban en Galilea, en el amplio sentido
de la "Galilea de los gentiles", que se extendía más allá de la Galilea
167
propiamente dicha, hacia el este, incluyendo Perea y la Decápolis
(llegando posiblemente hasta la misma Damasco), y hacia el norte
hasta Hermón. El desarrollo en Judea y Jerusalén fue una expan
sión inevitable, como resultado de los acontecimientos que tuvie
ron lugar allí».10 Ni en los Evangelios ni en los Hechos se hace refe
rencia a los esenios, y tal referencia habría sido innecesaria si los
cristianos primitivos, como nazoreanos, se hallaban enmarcados en
lo que comúnmente se denominaba esenismo, un término genérico
antes que el nombre de una secta en particular. Los seguidores de
Jesús el Nazareno de Galilea simplemente establecieron en Jerusa
lén una comunidad de su «estilo», teniendo una dignidad real, como
se puede ver por los Hechos, que era común al «estilo del desierto»,
seguido por los distintos grupos esenios que tenían nombres dife
rentes y características distintivas, pero que también mostraban una
semejanza familiar entre sí. Lo que distinguía particularmente a los
cristianos nazoreanos era su afirmación de que su Maestro era el
Mesías davídico.
Siempre ha sido difícil explicar el viaje de Saulo de Tarso a Da
masco para detener allí a cristianos nazoreanos. Los Hechos no
ofrecen indicación alguna de que, en los primeros días de la comuni
dad nazoreana en Jerusalén, el mensaje de Jesús hubiera llegado
tan al norte como Damasco. Tampoco queda clara la afiliación reli
giosa de Ananías de Damasco, enviado a Saulo para que recuperara
la vista. Se le describe como «un hombre devoto, de acuerdo con la
Ley, que mantenía buenas relaciones con todos los judíos que vi
vían allí». Y tenía el don de curar. Le dice a Saulo que ha sido elegi
do para ver y escuchar al Justo, un título que tiene asociaciones nor
teñas que veremos más adelante. Urge a Saulo para que limpie sus
pecados mediante el bautismo. En estos pocos detalles se nos está
dando la descripción de un esenio típico.
El problema de los Hechos quedaría resuelto si suponemos que
algunos de los miembros de la comunidad de Jerusalén se habían re
fugiado, con sus familias precristianas, en el norte, y que Ananías
era uno de ellos. Pablo (Saulo) nos informa que, después de su con
versión, fue a Arabia y que más tarde regresó a Damasco. 11 Esto
también sería incomprensible si no inferimos que permaneció en
una comunidad nazarea en el territorio nabateo cercano a Damas
co. Sólo así podemos comprender mejor algunos rasgos de la doctri
na paulina (el Mesías del cielo y el segundo Adán), que todavía se
ven reflejados en la literatura de los mandeanos-nazoreanos, 12, así
como ciertos pasajes de las Epístolas paulinas que recuerdan los
pergaminos del mar Muerto.13
El Justo de quien habla Ananías nos recuerda al reverenciado
Maestro de Virtud de los esenios de Qumran. que había sido el líder
de los penitentes de Israel, «el estudiante de la Ley que llegó a Da
masco». Fue en el territorio de Damasco donde los penitentes afir-
168
maron la nueva alianza, tal y como se profetiza en Jeremías. El Tal
mud, que representa puntos de vista rabínicos hostiles, contiene un
pasaje sobre el profeta Elías en el que éste va a Damasco para lograr
el arrepentimiento de su siervo Gehazi, que tipifica aquí a un secta
rio judío. 14 La doctrina del Maestro de Virtud todavía no está sufi
cientemente clara, pero las sectas esenias esperaban que algo de
esta caracteriología surgiera en el Fin de los Días, I?udiendo tener
una misión sacerdotal o profética, y quizá se le identificó con el Me
sías sacerdotal.
Se nos induce a pensar que Ananías de Damasco comprendió
que Jesús era el Justo esperado, y está claro que los seguidores de
Jesús así lo pensaban. Evidentemente, consideraban que el Mesías
era idéntico al Justo. «Vosotros renegasteis del Santo y del Justo...
y matasteis al Jefe que lleva a la Vida [en el mundo por venir] ...
Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado
por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería.»15 De modo
similar, el diácono Esteban declara ante el Sanedrín: «¿A qué pro
feta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anun
ciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros
ahora habéis traicionado y asesinado». 16 En el Evangelio de Marcos
un espíritu impuro reconoce a Jesús como el «Santo de Dios». Los
términos «santo » y «justo» pertenecen al lenguaje de las sectas ese
nias, algunas de las cuales seguían un estilo de vida nazirita, sin co
mer carne ni intoxicantes. El profeta Samuel, en Shiloh, a quien Lu
cas utiliza como un antetipo de Jesús, fue un nazirita que vivió largo
tiempo. También lo fue Juan el Bautista, cuyos padres nos son pre
sentados como observantes sin mácula de la Ley. Las reglas escritas
para la comunidad en los textos de Qumran enfatizan continuamen
te que la condición indispensable para ser miembro era la fidelidad
absoluta a las Leyes de Dios entregadas a Moisés.
Esta clase de pensamiento nos introduce directamente en el cír
culo familiar de Jesús, cuando descubrimos que su hermano Santia
go, que se convirtió en el jefe de los nazoreanos de Jerusalén, era un
típico sectario esenio. La epístola del Nuevo Testamento hecha en
nombre de otro hermano Judas, cita de la literatura sectaria (el Li
bro de Enoc y el Testamento de Moisés). En las Memorias de Egesi
po (siglo II d. de C.) se afirmaba que Santiago había sido un nazirita
de toda la vida, que se abstenía de comer carne animal y de bebidas
fuertes. Ni se afeitaba ni se cortaba el pelo, nunca ungía su cuerpo
con aceites o utilizaba el baño público. Nunca se ponía vestiduras de
lana o lino, realizaba oficios sacerdotales y rezaba constantemente
en el Templo por el perdón del pueblo. Cuando fue ejecutado por
lapidación en Jerusalén, se cumplieron las palabras de Isaías iii:
«Librémonos del Justo, porque es ofensivo para nosotros; y por
tanto comerán el fruto de sus actos». Mientras estaba siendo lapida
do, se arrodilló y gritó: «Te lo suplico, oh Señor Dios y Padre, per-
169
dónalos, porque no saben lo que hacen» (palabras atribuidas a Je
sús por Lucas). Uno de los presentes, un sacerdote recabita, gritó a
quienes le estaban ejecutando: «¡Deteneos! ¿Qué estáis haciendo?
El Justo reza por vosotros ». 17
La evidencia acumulada, de la que seguirá hablándose en el ca
pítulo siguiente, nos lleva a la conclusión, a la que también llegó
Matthew Black de que «la raíz más antigua del movimiento cristia
no en "Galilea", hay que buscarla en un grupo de naziritas consa
grados, sectarios que continuaron la antigua institución israelita del
nazirato de toda la vida» . 18
Tenemos razones para sostener que la familia a la que pertene
cía Jesús fue criada según esta tradición, como así lo confirman bue
na parte de sus enseñanzas. Pero la comprensión de su misión me
siánica le llevó a darle la espalda en numerosas cuestiones, lo que
muy bien pudo haber sido causa de fricción con su familia. 19 Se aso
ció libremente con la gente, incluso con la peor, y no quiso tener
nada que ver con un estilo de vida nazirita o segregado. «El Hijo del
hombre vino comiendo y bebiendo y ellos dijeron: "Mirad, un glo
tón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores". » Relajó la rí
gida observancia del Sabbath, y sostuvo que nada que entra por la
boca de un hombre le deshonra. Enseñó que todos los secretos (tan
queridos para «los santos») serían revelados, y que aquello que se
susurraba a la oreja debía ser proclamado a los cuatro vientos. Para
muchos de los antiguos nazareanos debió de ser considerado como
un apóstata. En consecuencia, no es extraño que en la literatura
mandeana se le estigmatice como un falso Mesías.
No obstante, en su concepción de la tarea mesiánica Jesús debía
mucho a las ideas del norte. Para ilustrarlo debemos considerar es
pecialmente la tradición del Justo sufriente, y tratar también la figu
ra del Hijo del hombre.
170
3
El Justo sufriente
y el Hijo del hombre
La enseñanza habitual sobre el Mesías, hijo de David, en el
tiempo de Cristo, como hemos visto en el capítulo 2 de la primera
parte, era que sería un rey virtuoso y santo, tal y como se predecía
en las profecías de lsaías ix y xi. Pero no sabemos si el Mesías davídi
co, distinto del Mesías sacerdotal de los documentos sectarios, se
había asociado de algún modo con el siervo sufriente de Isaías xlii
liii. Existía la creencia de que los santos, el Electo de Israel, el Hijo
del hombre colectivo del Libro de Daniel, llevarían a cabo una tarea
de expiación de los pecados por medio de su fidelidad a la Ley y de
sus sufrimientos a manos de los malvados, y parece ser que, al me
nos en los círculos sectarios, se aplicaba la misma función a la perso
nalidad mesiánica, al Electo, al Justo y al Hijo del hombre singular.
No resulta fácil iluminar estas ideas precristianas de los grupos
eclécticos judíos porque buena parte de sus enseñanzas no se hicie
ron públicas, y porque la literatura a la que tenemos acceso es algo
misteriosa en sus expresiones. Tenemos que explorar lo mejor que
podamos y llegar a ciertas conclusiones tentativas.
De acuerdo con el testimonio de las Escrituras, se pensaba que
la persecución e incluso la muerte eran el destino más probable de
quienes seguían el camino de la fidelidad al Señor. Esto quizá no se
expresa mejor en ningún otro sitio que en el famoso pasaje de la Sa
biduría de Salomón.
Tendamos lazos al justo, que nos fastidia,
se enfrenta a nuestro modo de obrar,
nos echa en cara faltas contra la Ley
y nos culpa de faltas contra nuestra educación.
Se gloría de tener el conocimiento de Dios
y se llama a sí mismo hijo del Señor...
Veamos si sus palabras son verdaderas,
171
examinemos lo que pasará en su tránsito.
Pues si el justo es hijo de Dios, él le asistirá
y le librará de las manos de sus enemigos.
Sometámosle al ultraje y al tormento
para conocer su temple
y probar su entereza.
Condenémosle a una muerte afrentosa,
pues, según él, Dios le visitará. 1
Este pasaje está muy cerca de lo que leemos en el salmo xxxvii, 30-
33, sobre el que afortunadamente disponemos de un comentario
procedente de Qumran. Se ha conservado fragmentadamente, pero
en una parte importante se puede restaurar lo bastante el sentido de
lo que falta.
«El malvado vigila al virtuoso y trata de asesinarlo. El Señor no
le abandonará en su mano, ni permitirá que se le condene cuando sea
juzgado. Interpretado, esto se refiere al sacerdote malvado que se
levantó contra el Maestro de Virtud para matarle porque servía a la
verdad y la Ley, por cuya razón le echó mano. Pero Dios no "le
abandonará en su mano, ni permitirá que se le condene cuando sea
juzgado". »
Para los esenios de Qumran, su fundador había sido un Justo su
friente, aunque había escapado a la muerte a manos de sus enemigos
y marchado al exilio. Sus sufrimientos son descritos en los Himnos de
acción de gracias, que muchos eruditos creen autobiográficos.
A modo de ilustración, ofrecemos aquí un extracto del Himno
ii, 2, pero al lector interesado se le recomienda estudiar estas con
movedoras composiciones, algunas de las cuales reflejan la atmós
fera de los salmos davídicos que fueron interpretados en un sentido
mesiánico en la tradición cristiana.
Hombres violentos han buscado quitarme la vida
porque he mantenido Tu Alianza.
Pues ellos, asamblea de fraude,
y una horda de Satán,
no saben que mi posición
es mantenida por Ti,
y que en Tu gracia salvarás mi alma
puesto que mis pasos proceden de Ti.
Por Ti es por lo que
atacan mi vida,
para que Tú seas glorificado
por el juicio de los malvados,
y manifiestes Tu poder a través de mí
en presencia de los hijos de los hombres;
porque es gracias a Tu gracia que yo resisto. 2
172
No obstante, estamos a oscuras en cuanto a lo que creían los ese
nios sobre el destino de ese otro Maestro de Virtud que esperaban
surgiera al Fin de los Días. ¿Sería también un Justo sufriente? Al
parecer, como sugiere G. Vermes, se pensaba en el Maestro de Vir
tud como en un profeta mesüj.nico como Moisés, y se le identificaba
con «el hombre» que en los Ultimos Tiempos «instruiría la rectitud
en el conocimiento del Altísimo». 3 En tal caso habría una relación
directa entre el Justo y la figura del Hijo del hombre. Moses Gaster
propuso hace ya tiempo que el Hijo del hombre de la visión de Da
niel que llegaba envuelto en las nubes del cielo estaba inspirado en
Moisés, que recibió la Ley entre las nubes, en el monte Sinaí. Pero
debemos dejar este tema por ahora para seguir otra línea de tradi
ción relacionada con el Justo.
Entre ciertas secciones de los Santos, se ha dado un interés me
siánico a la persona del patriarca José. Debido a ello, quizás, emer
gió en el judaísmo posterior el concepto de un Mesías ben José, que
sería asesinado.
En la enseñanza judía, José se nos presenta como el perfecto vir
tuoso, cuyos hermanos le persiguieron y trataron de eliminarle.
Pero, en la providencia de Dios, aquel que fue humillado fue poste
riormente exaltado y se convirtió en el salvador de los hijos de Ja
cob, de los que había sido separado. De él se profetizó: «por el
Nombre del Pastor, la Piedra de Israel».4 Este curioso pasaje tuvo
la consecuencia de incluir en la causa mesiánica varias Escrituras re
lacionadas con el Pastor y con la Piedra, que tienen conexiones con
el sufrimiento o el rechazo. Como ya veremos cuando tratemos par
ticularmente el aspecto del Pastor, subrayamos aquí brevemente
con respecto a la Piedra que la interpretación mesiánica relacionó la
piedra que Jacob utilizó como almohada cuando se le confirmó en
un sueño que en su semilla se verían bendecidas todas las familias de
la tierra, con la piedra que él ungió en el lugar que se convirtió en el
centro del culto de Betel, en el norte,5 la piedra colocada en Sión
como fundamento, «una piedra probada, un canto precioso»,6 la
piedra que los constructores rechazaron y que terminaría por con
vertirse en piedra angular7 y la piedra del sueño de Nabucodonosor,
que sugería una gran imagen representando los sucesivos imperios
paganos y convirtiéndose en una gran montaña que llenaba la tie
rra. 8
Pero volvamos a José. En los sectarios Testamentos de los Doce
Patriarcas, se le revela como el antetipo del Justo sufriente.
«Así pues, hijos míos, amad al Señor Dios del cielo y de la tierra,
y guardad sus mandamientos, siguiendo el ejemplo del santo y justo
José. Porque hasta su muerte no quiso considerarlo de sí mismo;
pero Jacob, habiéndolo sabido por el Señor, se lo dijo. No obstante,
él siguió negándolo. Y entonces, con dificultades, fue convencido
por las súplicas de Israel. Porque José también suplicó a nuestro pa-
173
dre que rogara por sus hermanos, que el Señor no les tendría en
cuenta como pecado el mal que le habían hecho. Y así, Jacob gritó:
"Mi buen hijo, tú has prevalecido sobre las entrañas de tu padre Ja
cob". Y le abrazó, y le besó durante dos horas, diciendo: "En ti se
cumplirá la profecía del cielo, que dice que los inocentes serán pro
fanados por los hombres sin ley, y los que no tienen pecado morirán
por los hombres sin dios" . »9
Existió antiguamente un Libro de José el Justo, mencionado en
la Ascensión de lsaías, del que no conocemos su contenido. Pero en
otra obra sectaria, el Libro de los Jubileos, se dice que el Día anual
de la Expiación fue instituido a causa de José. «Y los hijos de Jacob
mataron a un muchacho, y hundieron la capa de José en la sangre,
y se la enviaron a Jacob, su padre, el décimo día del séptimo mes...
Por esta razón, se ordena que los hijos de Israel deben afligirse el
décimo día del séptimo mes... el día en que al recibir Jacob las noti
cias, lloró por su hijo José. » 10
No resulta en modo alguno fácil llegar al fondo de este misterio
de José: pero podemos aventurarnos a sugerir que tiene un fondo
procedente del norte, porque José es sinónimo del reino norte de Is
rael en diversos lugares del Antiguo Testamento.11 Se puede sospe
char que, como resultado de un monoteísmo estricto, se transfirió a
la figura de José, es decir a la del Justo sufriente, algunas de las ca
racterísticas del antiguo culto sirio de Adonis-Tammuz o Adad,
Tammuz:
Cuya herida anual en Líbano
indujo a los sirios a lamentar su destino.
La muerte y resurrección de Adonis-Tammuz estaba relaciona
da con el culto a la fertilidad, y en las liturgias antiguas se le denomi
na Pastor y Buey salvaje, nombres utilizados en las predicciones de
José.12 Como es bien sabido, las costumbres y creencias paganas no
se extinguen del todo con un simple cambio de fe, y la Iglesia ha te
nido que absorber y cristianizar muchas de ellas. T. J. Meek ha ilus
trado pertinentemente esta clase de supervivencia al escribir sobre
el tema de los Cánticos y el culto de Tammuz. Según Lawson (Fol
klore griego moderno), un viajero que pasaba por Euboea observó
la tristeza de la gente durante la Semana Santa. Al pedirle una ex
plicación a una anciana, se le dijo: «Claro que estoy angustiada,
porque si Cristo no resucita mañana no tendremos buena cosecha
este año ». Meek considera al pastor de los Cánticos como una refe
ren�ia original al dios Dad, que en Palestina era Adad, la contrapar
tida de Tammuz. Existe una relación entre el nombre del dios y el
de David como rey pastor de Israel, y existe la fuerte probabilidad
de que, en Palestina, la expectativa mesiánica incluyera elementos
del culto local a la fertilidad. En las liturgias, Tammuz era «pastor,
174
pura comida, dulce leche », y del Mesías se dice:«Y yo les pondré un
pastor, que será mi siervo David; y él les alimentará, y será su pas
tor».13 En la ciudad davídica de Belén (el lugar del Pan), había un
santuario dedicado a Adonis-Tammuz.
A pesar de ser especulativo merece considerarse el punto de vis
ta según el cual había en el norte, en tiempos de Jesús, un concepto
mesiánico de José como un Justo sufriente, que podría combinarse
con el del Mesías davídico. En la literatura mandeana, Juan el Bautis
ta dice de sí mismo: «Soy un pastor que ama a su rebaño; ovejas y
corderos que vigilo ».14 Y al Mesías se le aplicaron las palabras:
«¡Despierta, espada, contra mi pastor, y contra el hombre de mi
compañía!, oráculo de Yahveh Sebaot. ¡Hiere al pastor, que se dis
persen las ovejas ...! ».1 5 El perseguido David, destinado a ser rey y
pastor de Israel, no se halla muy lejos del siervo sufriente de Isaías.
La esperanza mesiánica era lo bastante fluida como para per
mitir la intercambiabilidad de las personalidades mesiánicas, y
existen pruebas considerables sobre tales fusiones. Cuando, en el
cuarto Evangelio, Jesús dice: «Soy el pastor del Señor; el buen
pastor que da la vida por sus ovejas », está hablando con la voz de
Adonis-Tammuz-Adad, así como de acuerdo con las profecías
mesiánicas, y muy apropiadamente en su caso, puesto que proce
día de Galilea y era, por parentesco, hijo de José y por descen
dencia hijo de David.
Cuanto más estudiamos el origen del cristianismo más nos en
frentamos con creencias e ideas venerables entretejidas en el mode
lo mesiánico por los grupos sectarios judíos, creencias e ideas a las
que Jesús tuvo acceso en cierta medida, y a las que fue sensible
puesto que le ayudaron a configurar sus propias convicciones me
siánicas.
Una de las más curiosas de entre estas ideas es la que se refiere
al Hijo del hombre o -evitando el orientalismo- al Hombre. Per
tenece a la esfera de la enseñanza mística judía relacionada con el
Arquetipo u Hombre Primordial, 16 y su significado mesiánico fue
desarrollado entre los esenios.
La fuente bíblica del concepto se encuentra en Daniel, ese nota
ble libro de los santos. «Yo seguía contemplando en las visiones de
la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo
de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia.
A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones
y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca
pasará, y su reino no será destruido jamás. »17
Por el contexto podemos ver que esta figura humana es contras
tada con el sucesivo imperialismo mundano, descrito mediante las
figuras de bestias, siendo el último en aparecer el peor de todos. El
Hijo del hombre favorece a los Elegidos de Israel, al pueblo de los
Santos del Altísimo, que finalmente poseerán el reino e instituirán
175
el gobierno de la virtud.
Sin embargo, era natural que lo que se creía de los Elegidos de
Israel fuera aplicado al israelita ideal. Del mismo modo que la Santa
Comunidad sufriente estaba personificada por el Santo sufriente y
por el Justo, así el Hijo del hombre corporativo encontró su epíto
me en el Elegido mesiánico, el profeta como Moisés que fue llevado
cerca de Dios, en las nubes del cielo. Jesús es descrito como el ver
dadero profeta en la literatura clementina de los nazoreanos ebioni
tas. Aunque el autor de Daniel tuviera más presente a Moisés, tam
bién podemos encontrar la imagen del hombre nacido de la nube en
el simbolismo religioso de Asiria y Babilonia, de donde llegó a Pa
lestina, donde se intercaló admirablemente en las doctrinas místicas
de los sectarios judíos. Tenemos un reflejo de dicha imagen en las
historias de Juan el Bautista escritas por los mandeanos, donde
Juan es transportado en una nube a Jerusalén y dejado caer allí. 18
Hay cierta justificación en la opinión de que los documentos de
Qumran unieron al esperado profeta con la figura del Hijo del hom
bre (el Hombre, geber) y con la del Maestro de Virtud. En su intro
ducción a Los pergaminos del mar Muerto en inglés, G. Vermes
dice: «No es tan simple definir el papel del misterioso profeta, pues
to que sólo se le cita una vez y no se especifican sus deberes. Pero si
lo he comprendido correctamente, las funciones adscritas a las per
sonas aludidas en la regla de la comunidad (IV) como geber, "Hom
bre", corresponden a las del profeta esperado: geber significaba
"instruir a los rectos en el conocimiento del Altísimo" al final de los
tiempos, así como "enseñar la sabiduría de los Hijos del Cielo a los
perfectos". Geber, sin embargo, parece haber sido identificado con
el Maestro de Virtud. En el comentario del salmo 37, el verso "Los
pasos del geber son confirmados por el Señor" se inter.preta como:
"Esto concierne al sacerdote, al Maestro de Virtud"». 1 El papel de
geber (el Hombre) es mesiánico. A través de su enseñanza la Comu
nidad Elegida recupera la inocencia del Primer Hombre, «pues
Dios los ha elefido para una Alianza eterna y toda la gloria de Adán
será la suya».2
Nos encontramos aquí al borde de la cristología paulina del se
gundo Adán procedente del cielo, y a la doctrina de la predestina
ción del Elegido.
Pero en el tema del Hombre mesiánico existe otra conexión en
tre los registros de Qumran y los cristianos. En la Revelación lee
mos: «Y apareció un gran signo en el cielo; una mujer vestida con el
sol, y con la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce
estrellas: y llevaba un mño que lloraba, que trataba de nacer y sen
tía pánico de ello... Y ella dio a luz a un hijo de hombre (el geber),
destinado a regir todas las naciones con medida de hierro: y su hijo
fue llevado ante Dios y ante su trono».21
Esto recuerda un pasaje apocalíptico de los himnos de Qumran,
176
donde se afirma:
Pues los niños han llegado a los dolores de la Muerte,
y ella, que lleva al Hombre, a los dolores del parto.
Porque entre los dolores de la Muerte
dará a luz a un niño-hombre,
y entre los dolores del Infierno
surgirá de ella, portadora de un niño,
un maravilloso y poderoso consejero;
y el Hombre será liberado de los dolores. 22
Probablemente, en ambos casos se nos quiere dar a entender
que es la Comunidad Elegida, el verdadero Israel, la que da a luz al
Hombre, que aquí parece identificarse con el Mesías ben David,
puesto que las palabras del himno hacen una referencia evidente a
lsaías ix, 6-7: «Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará su nombre
"Maravilla de Consejero" ... Grande es su señorío y la paz no tendrá
fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y con
solidarlo por la equidad y la justicia, desde ahora y hasta siempre».
¿Es posible que entre los santos anteriores al tiempo de Jesús, el
Hijo del hombre fuera ya otro término más para designar al Mesías,
ya fuera éste el profeta, el sacerdote o el rey?
Eso ayudaría a explicar el mesianismo del Hijo del hombre de
las Similitudes de Enoc, una sección de los documentos de Enoc que
circulaba entre los santos, y que sigue siendo nuestra principal fuen
te de información sobre el tema. Enoc, el patriarca antediluviano
que había caminado con Dios y que fue trasladado al cielo, era uno
de sus grandes héroes, así como también lo era Noé. Se duda tanto
del lugar como de la fecha de origen de las Similitudes. En Qumran
se han encontrado fragmentos de otras partes de la colección; pero
por el momento nos falta esta sección. Se ha propuesto la explica
ción de que las Similitudes no son precristianas, sino judeo-cristia
nas. Por otro lado, bien podría ser que fueran un producto del ese
nismo nazareano del norte y no se utilizara en el sur. Es consistente
con este punto de vista el que Jesús el nazoreano se aplicara a sí mis
mo el término Hijo del hombre, en un sentido mesiánico, y que, al
contestar al desafío del sumo sacerdote sobre si él era el Mesías, de
clarara: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra
del Poder y venir entre las nubes del cielo». En su respuesta, Jesús
emplea un sustituto del nombre divino, «Poder», que, como ha se
ñalado Matthew Black, siguiendo a Lohmeyer, «era una forma de
lenguaje que correspondía al norte, indudablemente samaritana y
posiblemente no menos galilea». Como él dice: «El mismo sustituto
para el nombre divino (y el mismo tipo de cristología de "Hijo del
hombre") se encuentra en la famosa respuesta de Santiago (herma
no de Jesús), de la que informa Egesipo... "¿Por qué me preguntáis
177
por el Hijo del hombre? Él está sentado a la diestra del gran Poder
y vendrá entre las nubes del cielo" ... Nos encontramos aquí con un
lenguaje propio del norte de Palestina, que aparece especialmente
en las narraciones de los círculos sectarios de esta zona. Vemos aquí
un lazo de unión muy claro entre la tradición evangélica "�alilea" y
las formas de religión existentes en el norte de Palestina». 3
Como quiera que la doctrina del Hijo del hombre de las Similitu
des es de una gran importancia y no será conocida de muchos lecto
res, ofreceremos ahora algunos extractos representativos. En el do
cumento, Enoc i:,elata sus visiones celestiales, en las que se le permi
te ver hasta los Ultimos Tiempos. Y es entonces cuando contempla
al Hijo del hombre.
«Y allí vi Uno que tenía la Cabeza de los Días [es decir, la anti
güedad de los tiempos], y su cabeza era blanca como la lana, y con
él estaba otro ser cuyo semblante tenía la apariencia de un hombre
cuyo rostro estaba lleno de gracia, como el de uno de los santos án
geles. Yle pregunté al ángel que venía conmigo, y que me mostraba
todas las cosas ocultas, sobre el Hijo del hombre, quién era, y de
dónde era, y,por qué iba con la Cabeza de los Días. Y me contestó
y me dijo: "Este es el Hijo del hombre que hace la virtud, en quien
mora la virtud, y que revela todos los tesoros de lo que está oculto,
porque el Señor de los Espíritus le ha elegido, y su actitud ante el
Señor de los Espíritus ha sobrepasado toda rectitud para siempre.
Y este Hijo del hombre al que has visto... destronará a los reyes de
sus tronos y reinos porque ellos no le ensalzan y alaban [al Señor de
los Espíritus], ni reconocen agradecidamente quién les ha confiado
el reino... "
»Yen ese momento el Hijo del hombre fue llamado en presencia
del Señor de los Espíritus y su nombre sonó ante la Cabeza de los
Días. Y antes de que el sol y los signos fueran creados, antes de que
se hicieran las estrellas del cielo, su nombre fue nombrado ante el
Señor de los Espíritus. Él será un sostén para los virtuosos, en el que
ellos se apoyarán y no caerán, y él será la luz de los gentiles y la espe
ranza de quienes tienen tribulaciones en el corazón. Todos los que
moran en la tierra caerán e inclinarán la rodilla ante él, y bendeci
rán, alabarán y celebrarán con cánticos al Señor de los Espíritus. Y
por esta causa ha sido elegido y oculto ante él y ante la creación del
mundo para siempre. Yla sabiduría del Señor de los Espíritus le ha
revelado a los santos y a los virtuosos, porque ellos han odiado y
despreciado este mundo de perversidad... Y en esos tiempos los re
yes de la tierra y los fuertes que poseen la tierra tendrán el semblan
te abatido... Y yo los entregaré en manos de mis Elegidos... y ante
ellos caerán y no volverán a levantarse... porque ellos han negado
al Señor de los Espíritus y a su Ungido.
»Y el Señor de los Espíritus lo hizo sentar [al Hijo del hombre]
en el trono de su gloria, y el espíritu de virtud se vertió sobre él y la
178
palabra de su boca mató a todos los pecadores... Y todos los Elegi
dos estarán ante él en ese día... y el virtuoso y el elegido será salva
do en ese día y a partir de entonces ya no volverán a ver los rostros
de los pecadores y los perversos. Y el Señor de los Espíritus habita
rá con ellos para siempre, y con el H�o del hombre comerán y se
echarán y se levantarán por siempre.» 4
La atmósfera de las Similitudes de Enoc es apocalíptica y de pre
destinación, y ello se refleja en la Revelación y en las Epístolas pau
linas. El concepto del Hijo del hombre se une aquí con el del Justo
y el del Mesías de Virtud, de la rama de David. Está presente en la
mente de Dios y ha sido elegido antes de la creación, y de vez en
cuando es revelado a los virtuosos para su consuelo; pero no es ni di
vino ni preexistente. Es nombrado y ocultado desde el principio en
los p,ensamientos secretos de Dios, para ser finalmente revelado en
los Ultimos Tiempos como el hombre ideal que justificará la crea
ción del mundo por parte de Dios. En este sentido, es el segundo
Adán que se corresponde con el Adán de los nazoreanos mandea
nos y con el de los nazoreanos ebionitas, «figura similar al hombre,
pero invisible para los hombres en general » . De tales enseñanzas, y
probablemente durante el período que Pablo estuvo en las fronte
ras de Arabia, extrajo éste la inspiración de la que desarrolló su con
cepto del Mesías celestial que se había encarnado en el Jesús terre
nal.
Al final de las Similitudes se le dice a Enoc que en el Hijo del
hombre ha visto una imagen de su propio yo virtuoso; así pues, no
es necesario ir más allá de la idea de que, cuando se manifieste el
Mesías, albergará la perfecta virtud que Dios ha diseñado desde el
principio para la humanidad, y que ha estado presente en los princi
pales santos de todos los tiempos. En virtud de esa perfección de
santidad el hombre es exaltado en el Mesías a la diestra de Dios,
adecuado para ser el representante de Dios en el mundo redimido y
renacido del que se habrá eliminado todo pecado. El Hijo del hom
bre es, por así decirlo, el Mesías esencial personificado en todos los
Mesías, el principio eterno de la virtud ejemplificada en todos los
Justos.
Hasta qué punto bebió Jesús de estas enseñanzas resulta eviden
te. Su lenguaje es una y otra vez un eco del de las Similitudes, como
podemos ver citando algunas referencias de los Evangelios.
«Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras... también
el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria
de su Padre con los santos ángeles. Y entonces verán al Hijo del
hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; y veréis al
Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nu
bes del cielo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recoge
rán de su reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad,
y los arrojarán en el horno de fuego. Porque el Hijo del hombre ha
179
de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará
a cada uno según su conducta. Yo os aseguro que vosotros que me
habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se
siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce
tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Cuando el Hijo del
hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, en
tonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante
de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como
el pastor separa las ovejas de los cabritos. Y [el Padre] le ha dado
poder para Juzgar, porque es Hijo del hombre. » 25
Así pues, podemos apreciar cómo entre la creencia de los santos
en el Mesías se contempla tanto al Justo sufriente como al Rey glo
rioso. Los dos conceptos, aparentemente distintos, podían unirse,
el uno precediendo al otro, tan evidentemente como lo estaban en
la mente de Jesús. Se necesitó un nazoreano de Galilea para com
prender, a partir de las Escrituras, que la muerte y la resurrección
eran el puente entre las dos fases. Así parece recordarlo igualmente
la misma tradición del país donde Adonis moría y resucitaba cada
año.
180
4
La confección de los Evangelios
Los cuatro Evangelios, de los que dependemos en buena medi
da para informarnos sobre Jesús, fueron el producto de circunstan
cias históricas que, hasta cierto punto, se pueden averiguar. Según
numerosos eruditos cristianos que se han dedicado al estudio de es
tos documentos, no hay en ellos ninguna inspiración especial, ni en
cuanto a su origen ni en cuanto a su composición. Hay dramatiza
ciones con rasgos políticos; y lo que los inspiraron fueron las necesi
dades y condiciones de comunidades particulares de cristianos en
distintos países.
Los Evangelios pertenecen al período que siguió a la guerra ju
día con Roma, y pueden ser datados aproximadamente entre el 75
y el 115. Cada Evangelio tiene el sello de un autor individual, que
trata a su manera el material de que dispone; pero todos los autores
escriben fuera de Palestina, en un ambiente sustancialmente gentil
cristiano.
Ninguno de los Evangelios es original en el sentido de proceder de
una autoridad de primera mano, aunque debemos tener en cuenta la
utilización de recuerdos de primera mano y de documentos originales
ya desaparecidos. La medida de la fidelidad a tales fuentes es impor
tante, así como lo que podemos observar de su carácter y valor. Pero
tampoco podemos ignorar que, en interés de la doctrina teológica, las
circunstancias contemporáneas y el proceso narrativo, no se vio como
nada malo la creación de puntos de vista que se ponían en boca de Je
sús, alterando el sentido tradicional de lo que dijo, supliendo y mati
zando episodios con la ayuda de literatura no cristiana.
El carácter de los Evangelios es biográfico, haciendo concesión
al hecho de que son controlados por un diseño establecido para re
presentar la experiencia de Jesús en términos de fe que original
mente fue una fe puramente mesiánica. Los autores se esfuerzan
por contar una historia de Jesús interrelacionada. No lo consiguen
muy bien porque sus recursos eran escasos y ofrecen pocas indica
ciones sobre tiempo y secuencia. No estaban en la posición de un
181
Plutarco, cuyas Vidas paralelas fueron compuestas a principios del
siglo segundo, o de un Suetonio, cuyas Vidas de los Césares fueron
escritas pocos años después. Pero, al hacer el intento, nos han pues
to de manifiesto que estaban al servicio de círculos influidos por el
arte literario griego y romano, y no por el judío, y que la confianza
en el regreso inminente de Jesús empezaba ya a desvanecerse. En
cuanto a esto último, el sentido de posposición se halla menos pre
sente en Marcos, siendo esto uno de los indicadores de su composi
ción relativamente temprana.
Aunque todos los evangelistas saben cómo empezaron las acti
vidades públicas de Jesús y cómo terminaron, no están seguros de
durante cuánto tiempo continuaron, qué enseñanzas de Jesús esta
ban conectadas con qué acontecimientos, y cuál fue el orden de ta
les acontecimientos. En los Evangelios sinópticos, la mayoría de las
enseñanzas de Jesús se encuentran en Mateo y Lucas. Una parte de
ellas proceden de alguna fuente escrita utilizada por ambos, y esa
fuente tuvo que haberse preocupado muy poco por el tiempo y el lu
gar, puesto que tanto Mateo como Lucas se sienten con libertad
para tomar sus propias decisiones en cuanto a encajar el material en
la estructura de Marcos. Pero al construir su narración sobre la de
Marcos, trataban de conseguir un resultado biográfico, y se encon
traron con el dilema de que, aun cuando la carrera de Jesús tenía un
principio y un final claros, no mostraba ningún intermedio organi
zado.
Aún tendremos que hablar más adelante del perdido Documen
to de las Enseñanzas. La determinación de su existencia ha sido uno
de los resultados más importantes del examen literario de los Evan
gelios. Podemos observar, sin embargo, que dicho documento pa
rece haber sido desconocido para el autor de Marcos, y lo mismo su
cede con el material original para las historias de la natividad. Esto
sugiere que, después de haber sido escrito el Evangelio de Marcos,
apareció una excitante información fresca, o bien que dicha infor
mación circulaba en otras zonas distintas a aquella en la que se com
puso el Evangelio.
Cuando Marcos fue publicado, quizás entre el 75 y el 80, fue úni
co en la literatura cristiana; así pues, Mateo y Lucas no tuvieron
otra alternativa que utilizarlo como guía. Es evidente que no pudie
ron echar mano de ninguna otra ayuda similar. Cuando Lucas habla
de «muchos» en su prólogo, se ha supuesto que se refería a que mu
chos otros habían escrito evangelios antes que él decidiera hacerlo.
Pero en tal caso sería probable que en su obra apareciera la eviden
cia de que estaba familiarizado con esos otros y que tomaba presta
do de ellos, y esa evidencia no se da. La referencia de Lucas tiene
una cierta cualidad retórica, pero podía aludir a diversas coleccio
nes de material evangélico que aplicaban las profecías del Antiguo
Testamento a las circunstancias en la vida de Jesús, de acuerdo con
182
el modelo más o menos estereotipado de los primeros testimonios
nazoreanos. Mucho antes que los Evangelios canónicos, Pablo
muestra estar familiarizado con tal testimonio, especialmente en re
lación con los acontecimientos finales de la vida de Jesús. 1 Aunque
se ocupó del Mesías, en un aspecto más celestial que terrenal, ex
cepto para reforzar su mensaje mediante el clímax mundano, sabía
algo al respecto, incluyendo el dato de que Jesús descendía de la es
tirpe de David.2 También le pareció necesario realizar comproba
ciones con los líderes nazoreanos, «para saber si corría o había co
rrido en vano».3
Ya hemos señalado anteriormente que la palabra «evangelio»
en el uso cristiano tiene un significado mesiánico, y los testimo
nios proféticos aplicados a Jesús, al ser escritos, serían tanto un
Evangelio como un mensaje oral, combinando los textos del
Antiguo Testamento con su realización. La multiplicación de ta
les recuerdos, con ciertas diferencias de detalle producto de la
tradición oral, crearía lo que se podría denominar «evangelios».
Sabemos qué abundancia había en la gnosis profética de la Iglesia
primitiva, y hasta qué punto se confió en ella como «nuestra co
mún salvación... la fe que ha sido transmitida a los santos de una
vez para siempre».4
Mientras que Marcos pisó terreno nuevo al dar a la proclama
ción de Jesús un tratamiento más biográfico, lo enmarcó dentro
de la tradición de los testimonios. En su registro de los aconteci
mientos no expone los cumplimientos de las profecías del Anti
guo Testamento, como hacen Mateo y Juan; pero el lenguaje que
emplea muestra que las conoce muy bien.5 No duda en comenzar
su libro con tales testimonios proféticos, y decir que Jesús consi
deraba las experiencias de Juan el Bautista y de sí mismo como
exigencias planteadas por la Escrituras.6 Que el Evangelio de
Marcos debe mucho a la gnosis profética nazoreana viene indica
do además por la cantidad de espacio dedicado a la narración de
la Semana de la Pasión, que ocupa más de una tercera parte de
todo el libro. Era el destino de Jesús, si él era el Mesías, lo que
exigía pruebas de que así había sido predicho. En consecuencia,
las circunstancias tenían que ser expuestas con mucho mayor de
talle, y apoyadas con una impresionante exposición de testimo
nios.
Una vez que Marcos fue conocido, y tras un intervalo decente
como autoridad inmutable, se esperaría la aparición de otros
Evangelios de este tipo, basados primeramente en Marcos, pero
convirtiéndose después en más aventureros. Un medio así se
prestaba admirablemente para investir diversas doctrinas con la
confirmación más alta, y aproximadamente a partir de mediados
del siglo segundo aparecieron una serie de tales Evangelios no ca
nónicos, bajo los nombres de diferentes apóstoles. En los ensa-
183
yos primitivos aún se encontraba el núcleo del Evangelio Testi
monial; pero la presentación narrativa, mucho más vívida, de es
tos Evangelios de memorias, terminó por hacerlos mucho más
aceptables para la Iglesia gentil. Resulta interesante observar
que cuando el mártir Justino, a mediados del siglo segundo, habla
de los registros de la vida de Jesús leídos en las iglesias, se refiere
a ellos como Memorias, o Recuerdos de los apóstoles y de quie
nes les siguieron.7 Los documentos testimoniales esenciales deja
ron de ser utilizados internamente en las iglesias, para quienes el
mesianismo de Jesús ya no era lo más importante, y tendieron a
desaparecer muy rápidamente. No obstante, lo que habían repre
sentado aún se podía seguir utilizando externamente para propó
sitos de controversia y misioneros, en forma de Testimonios con
tra los judíos. 8
Para saber más sobre cómo el mensaje acerca de Jesús como
Mesías llegó a ser puesto por escrito, tenemos que volver la mira
da hacia la primitiva historia nazoreana en Palestina.
El período transcurrido entre el 40 y el 50 estuvo lleno de
acontecimientos dramáticos, y de una intensa excitación religiosa
y política para el pueblo judío. Primero se produjo el intento del
emperador Cayo Calígula de colocar su estatua en el Tempo,
como objeto de culto. Tal pretensión blasfema no había temdo
parangón desde el rey seléucida Antíoco Epifano en el siglo se
gundo a. de C., quien había convertido el Templo en un santuario
dedicado a Zeus Olimpo, lo que hizo que la nación se levantara
unida en armas, bajo la dirección de los Macabeos. En esta otra
ocasión, la pretensión de Cayo hizo resurgir de un modo similar
la resistencia de los judíos, y algunos se levantaron en armas. La
mayoría, sin embargo, esperaron al estallido de protestas masi
vas contra Petronio, el legado romano de Siria. Se conjuró una
revuelta a gran escala, gracias a la táctica dilatoria de este alto
funcionario, quien, corriendo un riesgo personal, hizo saber al
emperador cuáles podrían ser las consecuencias. A regañadien
tes, Cayo hizo marcha atrás, escuchando los razonamientos de su
amigo, el príncipe judío Agripa. Pero ordenó a Petronio que se
suicidara por desobediencia, un destino al que el legado pudo es
capar sólo gracias a que recibió antes la noticia de que Cayo había
sido asesinado.
Los nacionalistas y fanáticos judíos aprovecharon la situación
y la explotaron. Todos aquellos que tenían una mente mesiánica
vieron en lo que había sucedido el gran Signo de los Tiempos, y
entre ellos se encontraron los nazoreanos, a quienes tuvo que ha
ber parecido un presagio del próximo regreso de Jesús. Se restau
ró una calma parcial cuando el emperador Claudio nombró rey de
Judea a Agripa; pero el rey tuvo necesidad de tratar de doblegar
a los más exaltados. Ejecutó a uno de los «tempestuosos» herma-
184
nos, a Santiago, hijo de Zebedeo. Pedro fue detenido y fuerte
mente custodiado; pero se tramó su fuga, y una vez huido se ocul
tó; los guardias que lo custodiaban fueron condenados a muerte
por el rey. El estado de los asuntos públicos era evidentemente
mucho más explosivo de lo que nos dicen los Hechos.
La muerte repentina de Agripa en el 44 hizo que Judea cayera
de nuevo directamente bajo el control romano, estimulándose así
el espíritu de revuelta. Cuspio Fado, enviado como gobernador,
tuvo que emprender acciones militares contra los desafectos y los
exaltados religiosos, caracterizados como rebeldes. Siguiendo
órdenes del emperador, exigió que las vestiduras con las que el
sumo sacerdote oficiaba en el Templo fueran devueltas para su
custodia en la guarnición romana de la fortaleza Antonia, com
prometiéndose a entregarlas en cada ocasión festiva. Esta medi
da, según informa Josefa, fue pensada probablemente para J?ro
vocar un estallido hostil, como demuestra el que Casio Longmo,
entonces legado en Siria, llegara a Jerusalén, «y trajera consigo
un gran ejército, por temor a que las órdenes de Fado pudieran
provocar una rebelión entre los judíos».
Más tarde, Claudia envió a un judío prorromano, Tiberio
Alejandro, para ayudar a la pacificación del país. Entre los muer
tos de esta época se cuentan el profeta Teudas, y Santiago y Si
món, hijos del antiguo líder de la resistencia, Judas de Galilea,
que fueron crucificados.
En la historia de este período, el antiguo texto ruso de Josefa
añade un pasaje que, si no es genuino, no está lejos de la verdad:
«Y como en el tiempo de aquellos [gobernadores] aparecieron
muchos seguidores del milagrero [es decir, de Jesús] antes men
cionado, hablando a la gente de su maestro, diciendo que estaba
vivo, aunque había estado muerto y que "él os librará de vuestras
ataduras", muchos de entre la multitud escucharon sus prédicas e
hicieron caso de sus mandatos... Pero cuando estos nobles gober
nadores vieron el desmoronamiento de la gente, decidieron, jun
to con los escribas, prenderlos... por temor a que los que eran po
cos no lo fueran tanto y terminaran por ser muchos... Los envia
ron lejos, algunos al César, otros a Antíoco, a ser juzgados, y a
otros los desterraron a territorios alejados».9
Podemos comparar con éstas las palabras de Tácito de que,
con la ejecución de Cristo, «la secta que él había fundado recibió
un golpe que, por un tiempo, contuvo la expansión de una peli
grosa superstición; pero volvió a resurgir, y se extendió con un
creciente vigor, no sólo por Judea, el territorio donde había naci
do, sino incluso por la ciudad de Roma, la cloaca común en la que
florece todo lo infame y abominable, como un torrente proceden
te de todas las partes del mundo». 10
Históricamente, debemos contemplar los inicios del cristia-
185
nismo sin las gafas rosadas de la piedad. El movimiento estaba
compuesto ampliamente por zelotes de la Ley, y se hallaba impli
cado en la lucha judía por la libertad. Ya hemos insinuado algo al
respecto anteriormente, y mencionado las medidas del empera
dor Claudio para contrarrestar la propaganda mesiánica en
Roma y Alejandría. La «pacificación» de Judea en aquella época
debe considerarse como la causa principal de la extensión de esta
propaganda por las provincias y por la misma Roma, realizada en
parte por individuos prominentes que se vieron forzados a aban
donar el país, y en parte por el envío deliberado al exterior de
agentes y apóstoles.
Existe una primitiva tradición cristiana a la que se refiere
Apolonio en la Oración de Pedro, según la cual Jesús les dijo a sus
apóstoles que no abandonaran Jerusalén durante doce años, y
que después salieran al mundo.11 Doce años después de la última
fecha posible de la crucifixión coincidiría con las medidas represi
vas tomadas por Fado y Alejandro. Es, pues, pertinente que los
Hechos asignen a este período, después de la muerte del rey
Agripa, el primer viaje misionero de Pablo y Bernabé, y afirmen
lacónicamente que «la palabra de Dios creció y se multiplicó». 12
Pero Eusebio, siguiendo una tradición antigua, dice que «el resto
de los apóstoles, hostililizados de formas innumerables con el
propósito de destruirlos, y expulsados del territorio de Judea, si
guieron proclamando el evangelio a todas las naciones». 13
Ahora podemos comprender mejor las circunstancias que
permitieron la puesta en marcha de la operación llamada la Gran
Comisión. Fue este paso lo que requirió la redacción de los testi
monios proféticos de Jesús como Mesías para ponerlos al servicio
de los evangelistas. Como quiera que sólo el texto hebreo de la
Biblia era considerado como versión autorizada por los zelotes,
debemos suponer que el documento fue redactado en primera
instancia en la lengua sagrada, no en arameo, la lengua hablada,
ni en griego, y no podemos estar muy equivocados al asignar el
año 50 aproximadamente como la fecha en que se redactó el Li
bro Testimonial. Debió de haber sido un pergamino corto, nada
caro de copiar y fácil de transportar.
Hay fuertes evidencias de que el compilador de esta pequeña
obra fue el apóstol Mateo. Todos los Padres de la Iglesia se mues
tran de acuerdo en que él publicó este Evangelio en hebreo. Pero
el Mateo canónico fue indudablemente compuesto en griego, y el
error pudo haber surgido por no haber comprendido que el
«Evangelio» de Mateo fue de hecho el Libro Testimonial que en
el sentido original fue el Evangelio. La referencia más antigua
que ofrece cierta confirmación y que puede haber inducido al
error a escritores posteriores es la de Papías (h. 144 d. de C.),
quien afirmó en una obra suya, ahora perdida, que «Mateo com-
186
piló los oráculos en lengua hebrea, y cada cual los interpretó
como fue capaz». 14 Los «oráculos» (logia) significa aquí pasajes
del Antiguo Testamento empleados proféticamente, como en los
pergaminos del mar Muerto, en este caso en relación con Jesús
como Mesías (logia kyriaka). Del mismo modo que los textos de
las sinagogas procedentes de las lecturas de la Ley y de los profe
tas, fueron traducidos para que fueran utilizados por los predica
dores, los evangelistas tenían la misión de interpretar y explicar
los oráculos cumplidos por Jesús. Más tarde, los Evangelios Tes
timoniales adquirirían con toda probabilidad existencia en ara
meo y griego, siendo éstos los «muchos» a que se refiere Lucas,
en los que textos y aplicaciones aparecían juntos, con variaciones
en consonancia con la información de que disponía cada evange
lista. Podemos citar una ilustración de Justino, que cita a su vez
el Génesis xlix, 11: «el que ata a la vid su borriquillo y a la cepa el
pollino de su asna». A continuación, nos dice que esto fue lo que
le sucedió a Cristo: «porque un pollino estaba atado a una vid a la
entrada de un pueblo, y ordenó a sus seguidores que se lo traje
ran... y lo montó y se sentó en él y así entró en Jerusalén». 15 Nues
tros Evangelios actuales no dicen nada sobre una vid en Betania.
Desde otras fuentes nos llegan más pruebas de que los apósto
les que salieron de Judea durante el reinado de Claudio iban
equipados con el Libro Testimonial preparado por Mateo. Los
hechos de Bernabé, aunque posteriores y legendarios, cuentan
cómo Bernabé, cuando se dirigía a Chipre, 16 se llevó consigo do
cumentos que había recibido de Mateo, «un libro de la Palabra de
Dios, y una narración de milagros y doctrinas». En la sinagoga de
Salamis, «Bernabé, habiendo desenrollado el Evangelio que ha
bía recibido de Mateo, su compañero, empezó a enseñar a los ju
díos». A continuación se nos dice cómo, tras el martirio de Ber
nabé, los manuscritos fueron ocultados secretamente en una cue
va, junto con sus restos. La referencia al segundo documento,
«una narración de milagros y doctrinas», puede estar relacionada
con el Documento de Enseñanza, la segunda fuente empleada
por Mateo y Lucas, conocido por los eruditos modernos como Q,
del que Kirsopp Lake ha escrito: «Probablemente no es nada exa
gerado decir que cada año transcurrido después del 50 es crecien
temente improbable en cuanto a la producción de Q». 17
También disponemos del informe de Eusebio según el cual
Pantaeno, un eminente cristiano de Egipto de finales del siglo se
gundo que visitó el este, «encontró el Evangelio de Mateo, que
había sido entregado antes de su llegada a algunos que tuvieron
conocimiento de Cristo y a quienes, según se dice, predicó Barto
lomé, uno de los apóstoles, dejándoles ese escrito de Mateo en
caracteres hebreos». 18 Según Jerónimo, Pantaeno se llevó consi
go esta copia al regresar a Alejandría.
187
Hay razones para creer que la situación existente en Palestina
entre los años 45 y 50 fue la causa principal de los amplios viajes
misioneros emprendidos por los apóstoles nazoreanos, creándo
se así la necesidad de redactar las profecías que se creían habían
sido cumplidas por Jesús, junto con una narración de sus ense
ñanzas y actividades. Estos textos se redactaron en hebreo y fue
ron compilados por Mateo. Probablemente, Pablo tenía una co
pia del Libro Testimonial, al que se refiere cuando se dirige a los
corintios, diciéndoles que les entrega lo mismo que él ha recibi
do, «que Cristo murió por nuestros pecados, de acuerdo con las
Escrituras». 19
A la vista de las pruebas que poseemos, hubo narraciones es
critas sobre Jesús unos quince años después de su muerte. Excep
to por la posibilidad de que tales escritos hayan sido reflejados en
los Evangelios, estas fuentes hebreas se han perdido, así como las
primeras traducciones hechas de ellas. A pesar de todo, es posi
ble saber algo del contenido y la estructura del Evangelio Testi
monial.
Evidentemente, al presentar el material, una frase de un pro
feta se relacionaba o se combinaba a veces con las palabras de
otro profeta. Ejemplos clásicos de ello son MI iii, 1 citando a Is xi,
3, adscrito a Isaías en Me i, 2-3, y un pasaje de Za xi, 12-13, mez
clado con alguna alusión a Jr xxxii, 6, 9, adscrito a Jeremías en Mt
xxvii, 9. No se trata sólo de que la segunda autoridad es sustituida
por la primera, sino de que se combinan extractos de diferentes
obras para hacer una cita continuada. Encontramos lo mismo en
la utilización que hace Justino de los testimonios, como por ejem
plo: «De Jacob avanza una estrella, y saldrá un vástago del tronco
de Jesé».20 La primera parte de la frase corresponde a Nm xxiv,
17, y la segunda a Is xi, 1; pero la oración se lee como una sola cita
y se le atribuye a Isaías. Podemos suponer, por lo tanto, que esta
clase de combinación apareció también en el Libro Testimonial.
Sabemos ahora, por los recuperados pergaminos del mar
Muerto, que la composición de un libro así no era ninguna nove
dad para los nazoreanos; al contrario, era algo más bien típico de
lo que estaban haciendo los grupos judíos eclécticos, que prepa
raban una serie de antologías bíblicas, algunas de ellas mesiáni
cas, con y sin interpretación, proporcionando igualmente comen
tarios explicativos más amplios sobre libros de la Biblia. Su em
pleo oracular de las Escrituras era del mismo orden que el que ha
cían los nazoreanos.
En una fecha ya temprana, el material testimonial cristiano
parece haber sido organizado bajo encabezamientos, de acuerdo
con el sesgo de los acontecimientos. Tenemos un indicio de ello
en el discurso de Palo ante Agripa, relatado en los Hechos. «Sigo
hasta el presente... no diciendo otras cosas que aquellas que los
188
profetas y Moisés dijeron que sucederían; que el Mesías sufriría,
que él sería el primero en levantarse de entre los muertos, y en
arrojar luz sobre el pueblo [judío], y sobre los gentiles». Unos
cincuenta años después de la redacción de los Hechos, Justino es
incluso más explícito: «En estos libros de los profetas, pues, en
contramos predicha la llegada de Jesús como Mesías, nacido de
una virgen, creciendo hasta alcanzar el estado adulto, curando
las enfermedades, resucitando a los muertos y siendo odiado, no
reconocido, y crucificado, muriendo y resucitando y ascendiendo
a los cielos, siendo llamado el Hijo de Dios. También encontra
mos predicho que ciertas personas serían enviadas por él a cada
nación para dar a conocer estas cosas y que entre los gentiles (an
tes que entre los judíos) habría hombres que creerían en él». 21
Evidentemente, Justino estaba familiarizado con una versión
griega ampliada de los testimonios, más parecida a lo que termi
nó por convertirse en la historia cristiana de Jesús.
En otra parte, Justino afirma que los cristianos no habrían
aceptado a Jesús sin ser capaces de producir pruebas, y pregunta:
«¿ Con qué razón deberíamos creer de un hombre crucificado que
es el primer nacido del Dios no engendrado, y que él mismo so
meterá a juicio a toda la raza humana, si no hubiéramos encontra
do testimonios sobre él antes de que él viniera?». Justino afirma
que las predicciones se hicieron en cinco intervalos de tiempo, y
eso hace surgir la cuestión de si el Libro Testimonial había tenido
originalmente o asumido una estructura de cinco libros, que, de
hecho, es la estructura literaria del Mateo canónico.
Hay una tradición judía según la cual Jesús tenía cinco discí
pulos, euros nombres se citan como Matthai, Naki, Netser, Buni
y Todah. 2 El primer nombre se refiere indudablemente a Mateo:
pero la discusión del pasaje muestra que los individuos no son su
jeto sino pruebas testimoniales de la Biblia en favor de Jesús, co
rroborados por otros textos. Así, la tradición apunta hacia una
colección de testimonios, dividida en cinco partes, asociada con
Mateo, lo que, según argumentó de modo convincente Rendel
Harris, fue la forma original del Libro Testimonial.
En apoyo de lo anterior se recuerda que la obra de Papías, que
afirmaba que Mateo había compilado los oráculos en hebreo,
también adquirió la forma de cinco libros y fue titulada Exposi
ción de los oráculos relacionados con el Señor. Es muy posible
que el autor del Mateo canónico haya sido más fiel al espíritu y al
propósito del Libro Testimonial que cualquiera de los otros evan
gelistas, y se puede pensar que fue muy influido por una versión
griega del mismo. Esto justificaría que el Evangeho fuera atribui
do a Mateo.
Cuando manejamos las primeras fuentes de información so
bre Jesús, tenemos que acudir al Evangelio de Marcos. Sobre su
189
origen, Papías ha obtenido de segunda,mano ciertos detalles so
bre la autoridad de Juan, el anciano de Efeso, que son de conside
rable interés. Citamos su afirmación completa.
«Marcos, habiéndose convertido en intérprete de Pedro, re
dactó con exactitud todo lo que recordaba, aunque no en orden,
de las cosas dichas y hechas por Cristo. Porque ni escuchó al Se
ñor ni le siguió; pero más tarde, como ya he dicho, siguió a Pedro,
quien adaptó sus instrucciones a las necesidades ( de sus oyentes),
pero que no tuvo el propósito de proporcionar una narración
completa de las cosas relacionadas con el Señor. Así, Marcos no
cometió ningún error al redactar algunas cosas tal y como él las
recordaba, pues llevó cuidado de no omitir nada de lo escuchado,
o de incluir nada que fuera falso. »
Lo que Papías nos está diciendo puede ser ligeramente elabo
rado para aclararlo. Marcos había seguido a Pedro, y actuó como
su intérprete, debido sin duda alguna a que Pedro sólo podía ex
presarse en arameo. Posteriormente -y esto pudo haber sido
mucho más tarde-, Marcos escribió lo que recordaba de lo que
Pedro había contado en sus discursos sobre diversas cosas que Je
sús había dicho y hecho. Tales recuerdos no pudieron ser organi
zados por orden consecutivo, puesto que Pedro los había dicho
de acuerdo con la ocasión, sin especificar la secuencia en que ha
bían ocurrido.
¿Hasta qué punto se puede aplicar esta tradición al Marcos ca
nónico? No puede negarse que encaje en una amplia medida.
Este Evangelio es episodial, con muy poca conexión real entre
muchos de los episodios que relata. Reproduce ciertas palabras
de Jesús en arameo, tal y como Pedro pudo haberlas citado. El es
tilo no es literario y da la impresión de ser una historia hablada
antes que escrita, contada sinceramente con gran economía de
palabras, aunque con un basto encanto y una convincente matiza
ción palestina. Al crear esta presentación biográfica, el autor
tuvo que haber dependido de alguna clase de fuente personal, y
las pruebas señalan que Pedro fue dicha fuente.
El Marcos canónico no nos permite mostrarnos totalmente de
acuerdo con Papías, porque este Evangelio pone de manifiesto
propósitos y tendencias que reflejan una situación que surgió al
gunos años después de la muerte de Pedro, así como actitudes de
las que el propio Pedro no pudo haber sido responsable. Seguire
mos hablando del tema en el próximo capítulo. Pero debemos se
ñalar aquí que Brandon y otros han visto en Marcos el resurgi
miento del cristianismo paulino que había perdido terreno entre
los nazoreanos durante una década o más antes de la caída de Je
rusalén. Tras la detención de Pablo hacia el año 58, las iglesias
que él fundara abandonaron una tras otra la doctrina de la supre
ma autoridad de Jerusalén, 23 y en Italia, donde muy probable-
190
mente escribió Marcos, y donde había numerosos judíos cristianos,
las enseñanzas de Pablo encontraron una fuerte oposición. 24 Pare
cería, sin embargo, que al final Marcos se puso del lado de Pablo, 25
y pudo haber sido influido por él. La caída de Jerusalén produjo un
gran cambio, y bajo las nuevas condiciones se pudo reafirmar buena
parte de lo que Pablo había dicho, ayudando así a formular un cris
tianismo revisado, de un modo parecido a como los rabinos formu
laron y revisaron el judaísmo después de la guerra.
Pudo muy bien haber sucedido que el Evangelio de Marcos, es
crito entre los años 75 y 80, fuera un instrumento para lograr una
combinación de la doctrina palestina de Pedro con las enseñanzas y
la cristología paulinas, más helenísticas. En cualquier caso, el Nue
vo Testamento asocia a Marcos con Pedro, así como con Pablo, y
sugiere una reconciliación entre las posiciones de uno y otro. 26
No obstante, no debemos entusiasmarnos con las favorables pri
meras impresiones causadas por el Evangelio de Marcos, puesto
que estaba realizando una función que era esencial si se quería que
el cristianismo sobreviviera a la derrota de los judíos y al corte de
comunicaciones con los restos de la ortodoxia nazoreana en el este.
Pero eso mismo aumenta su papel como autoridad si realmente con
tiene recuerdos de lo que se había dicho, escuchados de boca de al
guien que estuvo tan cerca de Jesús como Pedro. 27 En estas circuns
tancias, no es sorprendente que el Evangelio de Marcos haya sido
saludado por la Iglesia gentil como una posesión singularmente va
liosa. Incidentalmente, hay un nexo entre Pedro y la publicación del
Libro Testimonial, pues la tradición dice que fue durante el reinado
de Claudio cuando Pedro llegó a Roma.
Cuando tratamos de apreciar el carácter y el valor de los Evan
gelios, es importante saber que tras ellos hay una considerable can
tidad de material sobre Jesús que afortunadamente (debido a la re
presión romana en Palestina entre los años 45 y 55) fue sacada hacia
otros países antes del estallido de la fatal rebelión judía contra
Roma. Este material no está a nuestra disposición tal y como fue re
dactado originalmente en su forma documental, aunque siempre
cabe la afortunada posibilidad de que se pueda recuperar una parte.
Consecuentemente, aun convencidos de que Jesús vivió realmente
y de que una buena parte de lo que se informa sobre él es fiable, de
bemos aceptar que no tenemos acceso directo a las fuentes de infor
mación más antiguas y dignas de crédito.
191
5
La segunda fase
Las comunidades cristianas tuvieron que enfrentarse a una gran
crisis a consecuencia de la destrucción de Jerusalén como hogar es
piritual de su fe. Se hallaban ampliamente desparramadas, con bol
sas de creyentes en muchas partes del imperio romano y grandes
grupos organizad9s en las grandes ciudades como Roma, Alejan
dría, Antioquía, Efeso y Corinto, de diversa procedencia y compo
sición. Existía una cierta comunicación entre los centros, pero nada
que se pareciera a una Iglesia universal integrada.
Las reacciones emocionales ante el resultado de la guerra judía
con Roma tuvieron que haber sido entremezcladas. Probablemen
te, se afirmó que espiritualmente Jerusalén había merecido el desti
no de Sodoma y las plagas de Egipto; pero su destrucción había esti
mulado a la Bestia a declarar la guerra a los santos, vencerlos y ma
tarlos. 1 El antagonismo contra Roma debió de verse estimulado y,
durante algún tiempo, se intensificaría la convicción de que Jesús
regresaría rápidamente y triunfaría sobre el adversario. Muchos
acusarían amargamente a los judíos como causantes de sus proble
mas. Los griegos eran proclives al antisemitismo, y ahora ese senti
miento encontraría eco en la Iglesia. Se diría que los judíos habían
sufrido porque eran culpables de haber crucificado a Jesús y que
ahora se habían visto claramente rechazados por Dios, en favor de
los gentiles creyentes. Los oídos estarían dispuestos a escuchar a los
maestros que se oponían a todas las prácticas judías y que exigían li
berarse completamente del cumplimiento de la Ley, e incluso a al
gunos que distinguirían entre el Dios de los judíos, el Demiurgo, y
el verdadero Dios revelado por y encarnado en Jesús, el Salvador.
La clase de reacciones que hemos indicado aquí son confirma
das por la literatura cristiana de la era subapostólica. Durante algu
nas décadas, la posición de los cristianos fue grave. Formaban una
minoría perseguida sin estatus legal que en muchos lugares sólo po
día reumrse en privado. Había dudas corrosivas, mezcladas con las
esperanzas de que aquellas calamidades señalaran el segundo adve-
192
nimiento. La doctrina de Cristo había venido de los judíos. ¿Había
sido una fábula? La victoria de Roma parecía completa. «¿Quién es
como la Bestia? ¿Quién puede guerrear con ella�»2 A menos que
esos días pudieran ser acortados, nadie podría salvarse. Muchos
creyeron ser incapaces de atender la llamada que les conminaba a
resistir hasta el final: se apartaron e hicieron su paz con el dirigente
de este mundo.
Plinio el Joven, entonces gobernador de Bitinia, informó al
emperador Trajano de la situación en Asia a principios del siglo
II. Algunos que habían sido denunciados como cristianos «prime
ro se confesaron cristianos y después lo negaron. Cierto que an
tes lo habían sido, pero ahora habían abandonado aquellas ideas
(algunos desde hacía tres años, otros muchos años, y unos pocos
incluso desde hacía veinticinco años). Todos ellos adoran tu esta
tua y las imágenes de los dioses, y maldicen el nombre de Cristo».
Por otro lado, había una gran abundancia de nuevos conversos,
como suele suceder cuando una ideología es declarada fuera de la
ley y proscrita, y Plinio sigue diciendo: «Esta contagiosa supersti
ción no se ve confinada a las ciudades, sino que se ha extendido
por los pueblos y el campo. A pesar de todo, aún parece posible
detenerla y erradicarla».
En último término, la persecución permitió el establecimiento y
la unificación de la Iglesia, pero, durante un tiempo considerable
después de la catástrofe del año 70, hubo oscuridad y caos, división
y controversia. Obtenemos una impresión de la situación gracias a
los últimos documentos del Nuevo Testamento, y a la Epístola de
Clemente de Roma a los Corintios. Se trata de escritos que reflejan
la existencia de graves problemas internos, falsos maestros, antino
mianismo, facción y rivalidad, pérdida de confianza en el segundo
advenimiento, persecución y apostasía. El largo discurso a los após
toles, puesto en boca de Jesús en el cuarto Evangelio, 3 tiene que ser
leído como un mensaje de exhortación del autor dirigido a las comu
nidades de cristianos de las que él era responsable. A algunos segui
dores de Jesús se les dice que hagan las paces entre sí y que se amen.
Jesús promete no dejarlos huérfanos. Les enviará el Espíritu de la
Verdad para instruirles. Deben permanecer firmemente aferrados
a Jesús, o perecerán. Deben esperar la persecución en el mundo,
pero él ha vencido al mundo. Y reza para que permanezcan unidos
y sean librados del mal.
Ya hemos señalado l?reviamente que no se veía nada malo en la
invención de dichos y discursos puestos eIJ boca de otros, siempre
en interés de la doctrina o la propaganda. Esa es la razón por la que
tenemos que ser tan cuidadosos con los Evangelios, productos del
período comprendido entre los años 75 y 115, observando sus ten
dencias e intereses, así como su reflejo de las circunstancias contem
poráneas.
193
A pesar de todo, incluso de su mitologización y argumentos
no muy claros, los Evangelios deben considerarse como los ins
trumentos más poderosos que salvaron al cristianismo de la de
sintegración. Fueron una torre de fortaleza, tanto para los cre
yentes de su generación como para los de las venideras, ayudan
do así a alcanzar la victoria en lo que podría haber sido la mayor
derrota. Se les necesitaba con toda urgencia en el tiempo en que
aparecieron. Ellos salvaron y coordinaron lo suficiente del pasa
do como para inspirar el presente y asegurar el futuro. Se atuvie
ron al Jesús histórico como la roca sobre la cual se había fundado
la fe cristiana, aun cuando lo enmarcaron dentro del esquema de
los conceptos gentiles, aun cuando usaron su nombre como el
vehículo a través del cual expresar lo que era vital que escucharan
sus contemporáneos de boca de una autoridad tan alta. Y mantu
vieron viva la idea, tan relevante e indispensable para la esperan
za cristiana de salvación, de que Jesús había aparecido entre los
judíos como Mesías.
No puede caber la menor duda de que los autores de los Evange
lios hicieron todo lo posible por utilizar y manejar lo que pudieron
descubrir sobre la vida y las enseñanzas de Jesús a partir de las limi
tadas fuentes escritas, prefiriendo conservadoramente éstas a las
tradiciones orales, que probablemente fueron más auténticas. Mar
cos, al emplear los discursos de Pedro, es excepcional; pero tras él
Mateo y Lucas hicieron poco uso de los agrapha (los dichos no escri
tos) de Jesús, que eran corrientes, que hombres como Papías se
mostraron ávidos por recoger, y de los que tenemos un compendio
en el Evangelio de Tomás, recientemente recuperado. El cuarto
Evangelio posee una fuente adicional única en los recuerdos del dis
cípulo bienamado, pero incluso aquí las pruebas indican que éstos
habían sido registrados antes de que llegaran a manos del autor de
este Evangelio. Por lo tanto, debemos ocuparnos primordialmente
de las fuentes literarias de los Evangelios. Ya hemos hablado del Li
bro Testimonial, y debemos profundizar ahora en el Documento de
Enseñanza al que también nos hemos referido, y a otro material,
como las historias sobre la natividad, para tratar después breve
mente sobre el ambiente y los objetivos de los Evangelios.
El carácter de la segunda gran fuente empleada por Mateo y Lu
cas crea la presunción de que, al igual que sucede con el Libro Testi
monial, ésta emanara de círculos nazoreanos. Si esta obra, tal y
como parece, no fue conocida para el autor de Marcos, una versión
griega de la misma tuvo que haber circulado algún tiempo después
de la guerra, hecha a partir de un original hebreo o arameo, preser
vada posiblemente por los supervivientes de la comunidad palesti
na, quienes pudieron argumentar que los nazoreanos se las arregla
ron para reorganizarse. Que así lo hicieron nos lo confirma la infor
mación de que disponemos.
194
Eusebio, apoyándose en la autoridad de Egesipo, en el siglo
11, relata2 que aquellos apóstoles y discípulos que permanecieron
con vida después de la guerra, junto con miembros de la familia
de Jesús, se reunieron en consejo para tratar de quién debía ser la
cabeza titular de los nazoreanos, en sucesión de su hermano San
tiago. Escogieron a un primo hermano suyo, Simeón, hijo de
Cleofás, que había sido hermano de José, el padre de Jesús. Este
Simeón vivió hasta alcanzar una edad muy avanzada, y fue final
mente crucificado por los romanos en el reinado de Trajano.
También estuvieron asociados con el liderazgo Santiago y So
quer, nietos de Judas, hermano de Jesús.
Así pues, en el este se creó un gobierno interno ocupado duran
te el tiempo que tratamos por parientes de Jesús, una especie de ca
lifato, similar a la posición de la familia Booth en el Ejército de Sal
vación después de la muerte de su fundador. Estos parientes fueron
conocidos como los Herederos (Desposyni) y debemos tener en
cuenta que, gracias a ellos, los nazoreanos sabían que Jesús era des
cendiente de David, hijo primogénito de José y María, y que fue de
signado como Mesías en su bautismo en el Jordán.
No es cierto, como todavía afirman a veces los historiadores de
la Iglesia, que los nazoreanos pasaran rápidamente al olvido. Euse
bio afirma que un gran número de judíos se les unieron en esta épo
ca, y esto es intrínsecamente probable, ya que ellos podían ofrecer
una esperanza segura a los que estaban agobiados por la desespera
ción. Las fuentes rabínicas también testifican la influencia de la pro
paganda nazoreana sobre el pueblo judío.5 A la muerte de Simeón,
la sucesión pasó a un judío llamado Justo, que ya no era uno de los
Herederos, y que fue seguido a su vez por doce judíos cuyos nom
bres se han conservado, hasta el año 132. Todos ellos, dice Eusebio,
«fueron judíos desde el principio, y recibieron el conocimiento de
Cristo puro e inalterado». 6 Los nazoreanos estaban en posesión de
un Evangelio escrito en arameo, del que se han conservado frag
mentos, y que produjo bastante literatura que nos es parcialmente
conocida. Sus comunidades seguían activas incluso en el siglo ven
el norte y el este de Palestina.
No sabemos hasta qué punto los reorganizados nazoreanos pu
dieron comunicarse con los cristianos de otras partes. El misterio
rodea a las Epístolas de Santiago, Pedro y Judas en el Nuevo Testa
mento. Algunos de los escritos nazoreanos llegaron sin duda a ser
conocidos por las iglesias cristianas, y uno de los más antiguos bien
pudo haber sido el Documento de Enseñanza de que dispusieron
Mateo y Lucas. Estos dos Evangelios introducen genealogías de
Jesús, y Julio Africano, en su Carta a Arístides, afirma que dichas
genealogías procedían de los nazoreanos. Declara que fueron
producidas y hechas circular por los Herederos «procedentes de
Nazara y Cocaba, pueblos judíos, y que llegaron a otras partes del
195
país». Estos mismos supervivientes de la familia de Jesús también
relataron cómo el rey Herodes, para ocultar su procedencia inno
ble, hizo quemar los registros públicos de Jerusalén.
Estaría de acuerdo con el carácter de una comunidad judeo-cris
tiana el que fuera responsable de la creación de un libro como Q, un
Maaseh Jeshua (Obras de Jesús), y, de hecho, mucho después hubo
una parodia judía de la historia del Evangelio que llevó este mismo
título. Los discursos de los primeros rabinos fueron reunidos y pu
blicados, como en el Pirke Aboth, y también se conservaron muchas
de sus parábolas. De modo que lo hecho por el judaísmo de la pos
guerra también pudieron hacerlo los nazoreanos. De hecho, el Tal
mud alude a dichos de Jesús en conexión con incidentes relaciona
dos con finales del siglo r y principios del 11.
El tono de Q es judaico y algunas de sus características pueden
muy bien deberse a la controversia suscitada entre la posición de los
nazoreanos y la de los rabinos. Esta situación se intensificó durante
los siglos m y rv, como puede verse en el Talmud7 y en el comentario
nazoreano sobre lsaías, citado por Jerónimo; pero ya había comen
zado entre los años 80 y 90. Los nazoreanos se oponían particular
mente a la Torah oral, que los rabinos afirmaban se remontaba a
Moisés en el Sinaí. Los nazoreanos, al igual que los cristianos genti
les, empleaban el nombre de Jesús según los intereses de su política
antes de finales del siglo r. En los cuatro Evangelios, productos de
la segunda fase de la experiencia cristiana, podemos ver que la figu
ra de Jesús es engrandecida y se convierte en más simbólica, más re
presentativa de las preocupaciones eclesiásticas, ya sean cristianas
o nazoreanas, en las diversas zonas donde fueron introducidos. El
milagro consiste en que el Jesús real haya podido sobrevivir al trata
miento a que le sometieron, persistiendo en los Evangelios, a pesar
de todos los esfuerzos para aprovechar su incapacidad para corregir
las interpretaciones erróneas de sus seguidores. Y ese milagro ocu
rrió porque buena parte de lo que se dice en los Evangelios depende
de fuentes anteriores al desarrollo de la doctrina cristiana en el siglo
11.
Hacia finales del siglo 11, lreneo, obispo de Lyon, se dedicó a ex
poner razones convincentes que explicaran por qué era correcto y
adecuado que la Iglesia universal tuviera cuatro Evangelios. Entre
ellas menciona los cuatro vientos y los cuatro puntos cardinales de
la tierra. No dejaba de tener cierta razón, pues las probabilidades
favorecen el punto de vista según el cual los Evangelios fueron pro
ducidos en zonas situadas al norte, el sur, el este y el oeste del Medi
terráneo oriental. No podemos afirmar definitivamente que fuera
así, y los eruditos no se ponen de acuerdo, pero con las evidencias
disponibles parece funcionar bien la hipótesis de que Marcos surgió
a la luz en Italia, Mateo en Egipto, Lucas en Grecia y Juan en Asia
Menor.
196
No hay necesidad de repetir aquí lo que ya se ha dicho sobre
Marcos. Pero debemos mencionar brevemente las tendencias de
este Evangelio. Cuando se compuso fue el único existente en la lite
ratura cristiana, una presentación de Jesús hecha por primera vez
por medio de una biografía. Este solo detalle ya le aseguró una re
cepción entusiasta mientras fue el único. Cuando se escribió se co
rría el riesgo de que Jesús no tardara en convertirse en un mito, por
lo que para el cristianismo era básico que no fuera considerado
como un ser celestial que sólo aparentaba ser un hombre. El Evan
gelio de Marcos fue calculado para evitar dicho riesgo, poniendo
por escrito lo que la tradición había conservado y lo que la memoria
podía recordar. Su obra salvó la historicidad de Jesús, y proporcio
nó una relación coherente de sus experiencias, relacionada con la
gnosis profética, pero libre de sus complejidades.
Pero el Evangelio de Marcos también explica la actitud romana
para con los cristianos: sus tendencias son apologéticas. Brandon ha
demostrado de modo convincente8 que Marcos h�ce todo lo que
puede por disociar a Jesús del nacionalismo judío. El es quien inicia
el lavado de manos de Poncio Pilato. Evita mencionar que el após
tol Simón era un militante zelote, dejando sin traducir deliberada
mente la palabra aramea Qana. Concebiblemente por la misma ra
zón hace que Jesús enfatice su superioridad sobre David, antes que
su descendencia de éste. Según la tradición, el emperador reinante,
Vespasiano, había intentado exterminar a los descendientes de Da
vid para impedir una nueva rebelión mesiánica judía.
Evidentemente, debemos observar hacia dónde se inclina el
Evangelio de Marcos cuando hacemos uso de esta información.
Dirijamos ahora nuestra atención al Evangelio redactado en
Egipto. Por el Nuevo Testamento no sabemos nada sobre la Iglesia
en Alejandría. Sólo se nos dice que el distinguido predicador Apolo
vino de esa ciudad, y en la Epístola a los Hebreos hay pruebas de
que el autor conocía los escritos del filósofo judío Filo de Alejan
dría. La ciudad poseía una población judía muy amplia, y teniendo
en cuenta su proximidad a Judea tuvo que haber sido necesariamen
te uno de los primeros objetivos de los evangelistas nazoreanos. Ya
hemos visto en la carta que el emperador Claudio dirigió a los judíos
de Alejandría una indicación de la existencia de agentes mesiánicos
en la ciudad, y fue en ese mismo reinado, según afirma Eusebio,
cuando Marcos proclamó el Evangelio allí. Al abandonar Alejan
dría en el octavo año del reinado de Nerón (61-62), Marcos nombró
a un cierto Aniano como primer obispo, y éste mantuvo el cargo
hasta su muerte en el cuarto año del remado de Domiciano (84-85).
Evidentemente, se trataba de un judío, pues su nombre es equiva
lente al Hannaniah judío. Le sucedió Avilio (es decir, Abe}), otro
judío.
Desde los tiempos antiguos, Egipto había sido lugar de refugio
197
para los judíos que escapaban de los problemas políticos de Palesti
na. Aquí habían acudido muchos huyendo de la destrucción de Je
rusalén por los babilonios, en el siglo VI antes de Cristo, un aconte
cimiento que los judíos del año 70 d. de C. recordaban aún doloro
samente. Sabemos por Josefo que los refugiados volvieron a acudir
en grandes cantidades a Egipto, como resultado del desastre parale
lo, entre los que se incluían unos 600 zelotes, y podemos suponer
que un cierto número de nazoreanos llegaron a Alejandría para au
mentar la comunidad previamente existente allí.
Según ha señalado Brandon, las circunstancias llevaron a la pro
ducción de un Evangelio como el de Mateo en Alejandría, antes
que en Antioquía, Siria, como sostienen muchos eruditos; eso ex
plicaría las características de este Evangelio, que es a la vez judío y
universalista. Ningún otro Evangelio transmite tanto la impresión
de que la gran calamidad nacional había sido un castigo por la culpa
bilidad de lo que se le había hecho al Mesías. Ningún otro como éste
combina la limitación de la misión de Jesús a su propio pueblo con
el reconocimiento de que los gentiles habían sido admitidos por su
fe a compartir la herencia de Israel, sustituyendo así a los hiJos del
reino que habían sido eliminados.
Los elementos de la historia de la natividad, peculiares del
Evangelio de Mateo, parecen ser otro indicador de sus orígenes ale
jandrinos. La narración del nacimiento de Jesús se construye, desde
luego, sobre las leyendas del nacimiento y la infancia de las grandes
figuras de Israel, como Abraham y Moisés, corrientes entre los ju
díos. Pero en este Evangelio se ponen en relación con la leyenda del
nacimiento de una mujer virgen, típica de los héroes griegos como
Perseo y el propio Alejandro, mucho más apta a la tierra de !sis y
del niño Horus, y que tiene un cierto apoyo en las interpretaciones
alegóricas bíblicas del autor judío helenizado del siglo I Filo de Ale
jandría. Uno de los rasgos de la historia de Mateo es que el niño Me
sías escapa a la muerte gracias a la huida de sus padres hacia Egipto;
de modo que es posible que nos encontremos aquí ante un reflejo de
la huida de los nazoreanos a Egipto en la época de la guerra contra
Roma. Esta huida también se produjo siguiendo una visión: una
tradición habla de la advertencia comunicada por un ángel, como
sucede en la historia del Evangelio. Parece improbable, a la vista de
lo que nos dice Josefo, 9 que los nazoreanos huyeran hacia Pella, al
otro lado del Jordán, aunque aparecieron en esta zona mucho des
pués. Pella pudo haber sustituido a la original Pelusium, la ciudad
fronteriza egipcia situada en el camino a Palestina. En el Evangelio,
Herodes, para destruir al Mesías, mató a todos los niños de Belén,
la ciudad de David. Lo mismo hizo Vespasiano, como ya hemos
mencionado, quien «tras la caída de Jerusalén, ordenó que se bus
cara a todos los miembros de la familia de David, y que no quedara
ninguno del tronco real». 10
198
Desde el descubrimiento de una colección sustancial de ma
nuscritos gnósticos en Egipto, sobre todo el Evangelio de Tomás,
con sus dichos de Jesús, algunos de los cuales ya nos eran previa
mente conocidos por los Papiros de Oxyrhynchus, se ha visto
fuertemente favorecido el punto de vista de que parte de este ma
terial derivaba de fuentes judea-cristianas, y que llegó a Egipto pro
cedente de Palestina. Hay lazos de unión con el Evangelio de los
Hebreos, que llegó a ser considerado por algunos como el original
hebreo de Mateo.
Así pues, vale la pena considerar que el Evangelio de Mateo se ori
ginó en Egipto. Si Marcos evangelizó este país, su Evangelio, traído a
Alejandría en uno de los barcos que navegaban con regularidad desde
Roma, sería especialmente bien recibido, y ayudaría en buena medida
a los cristianos de Egipto a solucionar sus problemas.
El autor de Mateo siguió la estructura de cinco libros del Evan
gelio Testimonial, uniéndola al trabajo básico de Marcos y, fuerte
mente impresionado por el Documento de Enseñanza, conjuntó
brillantemente los dichos de Jesús en el largo discurso del Sermón
de la Montaña. El resultado de tales logros fue una amalgama de
elementos orientales y occidentales, una asociación de intereses ju
díos y gentiles, una formulación de algo parecido a una ortodoxia
cristiana. Estos rasgos, así como la preocupación del autor por el es
tatus de la Iglesia y su disciplina interna, sugieren que el Evangelio
se compuso hacia finales del siglo 1, posiblemente durante su última
década. El autor a veces combina sus fuentes, de modo que tene
mos dos endemoniados gadarenos y dos ciegos curados en Jericó, e
introduce elementos legendarios no sólo en la historia de la nativi
dad sino también en su narración de la crucifixión. La comunidad
para la que escribía seguía siendo parcialmente judía; pero él no era
judío, y sus fuentes literarias eran griegas. Sólo un no judío hubiera
dejado de comprender el paralelismo hebreo en Zacarías ix, 9, para
terminar por suponer que a Jesús le fueron traídos un asno y un po
llino para hacer su entrada en Jerusalén. Y ningún judío habría he
cho que la multitud saludara a Jesús gritando: «¡Hosanna al hijo de
David!».
El Evangelio de Mateo tiene la mayor importancia para noso
tros porque es el que más nos acerca al Libro Testimonial, y porque
preserva dichos de Jesús que parecen ciertos y que, o bien fueron
desconocidos por Lucas, u omitidos por éste debido a su particular
aspecto judío.
En cuanto a Lucas, la tradición dice que dio expresión al evan
gelio predicado por Pablo. Esto era una inferencia razonable par
tiendo de la evidencia de que Lucas, el médico, había sido compa
ñero de Pablo, de que el Evangelio tiene una visión universalista y
de que muestra ciertos puntos en común con las enseñanzas pauli
nas, así como por el hecho de que Pablo es el héroe del segundo tra-
199
tado del autor, los Hechos de los Apóstoles. No es probable, sin
embargo, que Lucas fuera el autor, puesto que el Evangelio debe
datarse hacia el año 105, y los Hechos por lo menos uno o dos años
después. Pero no hay razón por la que el verdadero autor no hubie
ra podido tener acceso a material escrito por Lucas, como por ejem
plo las secciones diarias utilizadas en los Hechos, conservadas en Fi
lipo o en alguna otra parte de Grecia.
El carácter del tercer Evangelio es bastante diferente de los de
Marcos y Mateo. Posee intereses apologéticos aún más fuertes en
relación con las autoridades romanas, y el prefacio sugiere que el
autor diseñó su libro para el lector no cristiano interesado, o al me
nos eso era lo que tenía en la cabeza. Está escrito en una época bas
tante más favorable para los cristianos, como la experimentada du
rante el reinado de Trajano, y evita hacer referencia a los problemas
internos de la Iglesia. Es un buen evangelista, pero no un astuto
controversialista: es urbano, inclinado a idealizar y a rebajar los to
nos de dureza. El Jesús que retrata es una figura más suave y simpá
tica, que cura y enseña por un virtuosismo innato y por amor a la hu
manidad, corrigiendo así el punto de vista tan extendido de que los
cristianos eran subversivos y odiaban a la humanidad. La devoción
del autor para con el Cristo se parece bastante a la de Damis, quien
a principios del siglo n compuso una vida de su maestro, el famoso
sabio Apolonio de Tiana.
Con Lucas, lo hebreo y lo helénico se integran felizmente, y él
está muy influido por el Antiguo Testamento griego. En el ser
món de Jesús en Nazaret se introduce el incidente de la viuda de
Sarepta, en la época de Elías, y la cura de Naaman el Sirio, de la
época de Elisha. En las historias de la natividad de Juan el Bautis
ta y Jesús, el evangelista toma prestado de la historia del naci
miento e infancia de Samuel, llegando incluso a aplicar a Jesús el
lenguaje de 1 S ii, 26. 11 El anciano Simeón puede haber procedido
del líder nazoreano Simeón, hijo de Cleofás, quien aún vivió en
el reinado de Trajano, ya centenario, pero también se asemeja al
anciano sacerdote Elí de la historia de Samuel, y el nombre de
Ana, la profetisa, es el de la madre de Samuel. Al igual que la
Hannah del Antiguo Testamento, Isabel, la madre del Bautista,
ansía tener un hijo, y cuando su petición a Dios se ve escuchada,
le dedica el niño al Señor como nazarita perpetuo, y canta una can
ción de acción de gracias. El Magnificat, como estableció Rendel
Harris, es la canción de Isabel y no la de María, y se le debe compa
rar con 1 S ii, 1-10. Las correspondencias son demasiado considera
bles para que se traten de simples coincidencias. Lucas es el único
evangelista que nos da la edad de Jesús al principio de su ministerio,
diciendo que tenía unos treinta años de edad. Esto puede que no sea
histórico y que se base en la edad a la que empezó a reinar David, 12 ó
quizá también a la edad en que José fue nombrado virrey de Egipto. 3
200
Ya hemos ilustrado en el capítulo 3 de la Segunda parte la combina
ción de material mesiánico de David y José.
El Evangelio de Lucas es más decididamente biográfico que el
de Marcos. Al igual que Mateo, el autor utiliza a Marcos como refe
rencia básica y ha tenido acceso a la versión del Documento de En
señanza, y probablemente sigue más fielmente el orden de esta se
gunda fuente. Pero también aporta material adicional procedente
de otras fuentes y evidentemente se ha tomado la molestia de bus
car información suplementaria, una parte de la cual puede haber
procedido de círculos nazoreanos. Ya hemos observado su proba
ble conocimiento de Simeón, hijo de Cleofás, e introduce al propio
Cleofás en la historia de los dos discípulos camino de Emaús. Es
concebible pensar que el otro era Simeón.
Lucas hace bastante alarde de sus cualificaciones, pero demues
tra ser mejor narrador que historiador, y se permite numerosas li
cencias imaginativas. Allí donde no dispone de datos suficientes no
duda en tomar prestado lenguaje e incidentes de autoridades no
cristianas para ampliar su narración y aumentar los efectos. Ya ha
salido a la luz su requisa del Libro de Samuel; pero su autoridad fa
vorita fue el historiador judío Josefo, un anciano contemporáneo.
Sabe por Josefo del censo llevado a cabo cuando Quirino era legado
de Siria (6-7 d. de C.), y vio en el decreto del censo la causa por la
que José y María se dirigieron a Belén cuando nació Jesús. En la au
tobiografía de Josefo descubrió que el historiador había sido un
niño precoz, y había escrito: «Cuando era sólo un niño, de unos ca
torce años de edad, gané aplauso universal por mi amor hacia las le
tras, hasta el,eunto de que los sumos sacerdotes y hombres letrados
de la ciudad lJerusalénj solían acudir constantemente a mí para ob
tener información precisa sobre algún detalle particular de nuestras
ordenanzas». Eso era justo lo que necesitaba para salvar el hueco
existente en la vida de Jesús, presentando una narración de cómo
fue a Jerusalén a la edad de doce años y asombró a todos los hom
bres eruditos del Templo con su conocimiento y comprensión.
Hay bastantes más embellecimientos de esta clase. La parábola
de las minas es desarrollada a partir de la historia de Arquelao, su
cesor de Herodes, tal y como la relata Josefo, 14 que fue de Judea a
un lejano país (Roma) para obtener un reino, y cuyos ciudadanos le
odiaban y le enviaron una embajada para decirle: «No queremos que
ése reine sobre nosotros». La referencia a los galileos, cuya sangre ha
bía derramado Pilato, refleja el tumulto causado por el uso que hizo
Pilato del tesoro del Templo para traer agua a Jerusalén. 15 De modo
similar, la historia de los samaritanos que impidieron a Jesús y a sus se
guidores procedentes de Galilea entrar en su pueblo porque se diri
gían a Jerusalén, utiliza el incidente en Josefo de una negativa de los
samaritanos a permitir que los galileos entren en sus pueblos en su
camino hacia Jerusalén. 16 Después, está la versión de Lucas de la
201
curación del siervo del centurión, donde añade que el oficial roma
no «amaba nuestra nación y nos había construido una sinagoga».
Hay aquí una similitud con el legado romano de Siria, que mantuvo
r
relaciones de amistad con los judíos cuando el emperador Cayo in
sistió en colocar su estatua en el Templo, les dijo: «Porque yo es
toy bajo la autoridad igual que vosotros», 1 que es casi lo mismo que
dice el centurión en Lucas: «Porque también yo soy un subalterno».
Aparte de Josefo, Robert Graves ha detectado el empleo de Lu
cas de elementos del primer capítulo de El asno de oro de Lucio
Apuleyo en su narración de los dos discípulos en el camino de
Emaús. Por diversas indicaciones de la lectura de Lucas y otras con
sideraciones, su Evangelio puede datarse con toda probabilidad,
como ya hemos sugerido, en el año 105.
Otra característica de este evangelista es la de adaptar el lengua
je de sus fuentes cristianas al ambiente con el que estaban familiari
zados sus lectores griegos. En el Sermón, Mateo habla de un hom
bre que construyó su casa sobre la roca, y de otro que la construyó
sobre la arena. Lucas cambia esto, convirtiéndolo en un hombre
que excavó profundamente y puso los cimientos de su casa sobre
roca, mientras que el otro construyó en la superficie, sin cimien
tos.18 En el caso del paralítico curado, Marcos dice que quienes le
trajeron abrieron el techo para descolgar la camilla donde la lleva
ban, lo que resulta apropiado teniendo en cuenta los techos de ba
rro orientales, pero Lucas les hace quitar las tejas.19
El Jesús de Lucas sigue siendo bastante la figura del Mesías, el
hijo de David, pero también se le conoce como el Hijo de Dios, re
velando su cualidad como el buscador y salvador de todas las almas
perdidas, sea cual sea su nacionalidad. Así, Lucas se las arregla há
bilmente para conservar lo mejor de ambos mundos.
El Evangelio en Asia está representado por Juan, quien aun
mostrando cierta familiaridad con la tradición sinóptica sigue su
propio camino, creando un problema que no habría sido tan difícil
de resolver de no ser r.orque el libro fue atribuido inverosímilmente
al apóstol Juan, el hijo de Zebedeo, un pescador galileo. El error
surgió parcialmente al llegarse a la conclusión de que el discípulo
bienamado y anónimo, que se había apoyado en el pecho de Jesús
durante la Ultima Cena, tuv o que haber sido uno de los Doce. Pero
en esa ocasión pudo haber estado presente alguien en quien Jesús
confiara mucho, es decir el hombre en cuya casa se hizo la celebra
ción y que habría tenido así derecho a ocupar un lugar de honor jun
to a Jesús. Los Doce, excepto Judas, pero incluyendo a Juan, el hijo
de Zebedeo, se ocultaron en el momento de la crucifixión; pero el
discípulo bienamado estaba junto a la cruz, y Jesús le dijo que acep
tara a su madre María en su propia casa. Es bastante improbable
que el humilde pescador galileo fuera propietario de una casa en Je
rusalén y tuviera asimismo acceso al palacio del sumo sacerdote. 20
202
Pedro, que también era un pescador galileo, no pudo entrar en ella
de no haber sido por la ayuda del misterioso discípulo. La casa pudo
haber sido la misma donde los discípulos se encontraron más tarde
para elegir un sucesor de Judas, y donde se hallaba la madre de Je
sús.21
La cuestión de la casa es una simple prueba que debe ser �cepta
da en conjunción con el testimonio de Polícrates, obispo de Efeso a
finales del siglo 11,, en el sentido de que Juan, el discípulo bienama
do, enterrado en Efeso, había servido antiguamente como sumo sa
cerdote judío. Esto es sin duda una exageración, pero no cabe la
menor duda de que había sido sacerdote judío. Como ha señalado
el escritor en su prefacio a su traducción del Evangelio de Juan: «Se
le reconoce su función sacerdotal no sólo por sus agudas referen
cias al ritual judío y al culto en el Templo, sino también por cuan
to habla de los sacerdotes que no entran en el praetorium para no
quedar contaminados, y cuando él mismo no entra en la tumba en
la que había sido depositado Jesús hasta que sabe que el cadáver
no se encuentra allí». 22 Este hombre, fuera quien fuese, era cono
cido personalmente por el sumo sacerdote, y no es tan inverosí
mil identificarlo con el propietario de la casa de Jerusalén donde
se celebró la Ultima Cena. Jesús tuvo que haber estado muy seguro
de la devoción del innombrado propietario de la casa para haberse
confiado completamente a él. Desde luego, podemos afirmar que el
Juan galileo no era �acerdote, y en la narración que hace Lucas de
los arreglos para la Ultima Cena, este apóstol es enviado, junto con
Pedro, con la misión de seguir a un hombre que les conduciría a una
cita secreta.
La tradición dice que Juan, el discípulo bienamsido y depositario
de la revelación, murió a una edad avanzada en Efeso, durante el
reinado de Trajano, tras haber sido persuadido de su inclinación a
no contar sus recuerdos de Jesús. Sin embargo, el estudio del cuarto
Evangelio muestra que no es su trabajo tal y como aparece aquí. Se
puede detectar en este Evan$elio la intromisión de otra mano que,
por su estilo, puede ser identificada con la del autor de las Epístolas
de Juan, llamado el Anciano. Eusebio habla de las tumbas de dos
Juanes que existían en Éfeso. Este Juan el Anciano aún vivía en
época de Papías (h. 140) y es citado por Ireneo como una autoridad.
Según podemos discernir, fue capaz de emplear los recuerdos del
anciano sacerdote en un Evangelio que, por lo demás, sería entera
mente suyo, pero se distingue del discípulo bienamado en dos notas
a pie de página. 23
Cuál fue la relación entre el Anciano griego y el anciano sacer
dote judío es algo imposible de saber; pero, en cierto modo, el An
ciano se convirtió en el heredero de su material y pudo afirmar ser
el depositario de su testimonio. Esto le situó en una posición muy
fuerte y autorizada, y ayudó a su vez a crear una confusión de iden-
203
tidad. Por medio del cuarto Evangelio tenemos acceso hasta cierto
punto a los recuerdos del último discípulo directo superviviente de
Jesús, ya que el libro exhibe la existencia de un propósito subyacen
te para presentar a Jesús como el Mesías mediante una serie de sig
nos, introducidos por las palabras «después de esto» o «tras estos
acontecimientos».
Cuando el anciano sacerdote dictó su material habían transcu
rrido unos sesenta y cinco años desde los sucesos descritos, y debe
mos suponer la existencia de errores de memoria e incertidumbres
en cuanto a tiempo y lugar. A pesar de todo, obtenemos una visión
de importantes circunstancias que no aparecen en la tradición si
nóptica. Se muestra familiaridad con la topografía de Palestina, y
especialmente con la de Jerusalén. En diversas ocasiones, esta au
toridad fue testigo presencial de lo que se relata. Introduce a perso
nas importantes que no son mencionadas en los otros Evangelios,
como Nicodemo y Lázaro, el hermano de Marta y María. Para el
Anciano, un griego cuya educación y filosofía cristiana eran muy di
ferentes de las del anciano sacerdote, el material era un regalo caído
del cielo, puesto que investía su propia enseñanza particular de una
atmósfera de autenticidad que, de otro modo, no habría poseído, y
le permitía expresar sus ideas a través de la boca de Jesús. Esta fu
sión creó el rompecabezas de que el cuarto Evangelio pudiera pre
sentar elementos primitivos y tardíos, judíos y antijudíos, lo que
sólo se puede explicar satisfactoriamente reconociendo las distintas
contribuciones que contiene.
El segundo Juan {el Anciano) es casi marcionita en su forma
de pensar; no es sorprendente, pues, que se haya conservado una
tradición en los Prólogos antimarcionitas según la cual el discípu
lo bienamado había dictado sus recuerdos a Marcion de Ponto,
que más tarde se hizo herético. Para el Anciano, y volviendo a ci
tarme a mí mismo: «Jesús es el divino hijo del Padre, cuyo naci
miento terrenal no se menciona. Ha venido directamente de Dios
y entrado en el mundo, y regresa a Dios. Sus cualidades humanas
han desaparecido en buena medida, y se dirige a los judíos como si
él mismo no lo fuera, utilizando términos de menosprecio. La Ley
de Moisés es "vuestra Ley" ... La peculiaridad del diálogo ( material
de tipo griego suministrado por el Anciano) es la de que tanto los
apóstoles como los judíos aparecen como maniquíes, lo que permite
a Jesús establecer sus puntos de vista mediante interpolaciones de
comentarios y preguntas irreales. Los discursos del propio Jesús es
tán llenos de repeticiones. De hecho, habla exactamente como es
cribe el autor de I Juan».24
El Evangelio viene precedido por un prólogo que resulta de
cierta utilidad en cuanto a localizar y datar el libro en su forma pre
sente. El prólogo adquiere la forma de un himno en doce stanzas,
estando seguida cada una de las líneas declamadas por una respues-
204
ta. El himno está dedicado a Cristo como el Logos divino y la Luz
del Mundo, y muy bien podría ser el mismo que el mencionado por
Plinio el Joven en su carta sobre los cristianos dirigida al emperador
Trajano, escrita cuando era gobernador de Bitinia, en Asia Menor
(h. 112). Dice que los cristianos «se reúnen un cierto día, antes de
que se haga de día, para cantar un canto antifonal a Cristo, como a
un dios». Este himno del amanecer tuvo que haber sido popular en
tre los cristianos de Asia Menor durante el reinado de Trajano, en
la época en que se compuso el cuarto Evangelio. También hay otros
lazos con Asia Menor, ,además de éste y del testimonio efesio de dos
Juanes enterrados en Efeso. Al apóstol Felipe se le da una gran im
portancia en este Evangelio, y la tradición dice que él y sus hijas fue
ron enterrados en Hierápolis, de donde Papías fue obispo. Andrés
y Tomás también son mencionados especialmente, y se les cita en
tre las fuentes de información utilizadas por Papías, junto con Juan
el Anciano, que todavía vivía.
Así pues, el cuarto Evangelio puede ser datado entre los años
110 y 115. Es el último de los Evangelios canónicos, a pesar de lo
cual conserva ciertos recuerdos de primera mano sobre Jesús en lo
que queda del testimonio del discípulo bienamado. Este hombre vi
vió hasta una edad tan avanzada que en vida se convirtió en una le
yenda, hasta el punto de que se lle�ó a pensar que no moriría antes
de que Jesús regresara de nuevo. 2·
205
6
Algunos misterios evangélicos
Cae fuera de los propósitos de este libro entrar en los aspectos
más recónditos del estudio de los Evangelios, como la crítica textual
y similares, que están bajo el dominio del especialista y son dema
siado técnicos. Nuestro objetivo ha consistido en ofrecer una visión
del carácter de los Evangelios y de las circunstancias en que se origi
naron, restringiendo nuestra investigación a lo que pudiera ilustrar
e informar suficientemente.
Había necesidad de tomar conciencia de que una gran variedad
de influencias ayudaron a configurar los Evangelios, como también
de que fueron diseñados para afrontar situaciones extrañas y poste
riores a las que prevalecieron en Palestina durante la época de Je
sús, por lo que, hasta cierto punto, reflejan tales situaciones. Tam
bién se necesitaba tomar conciencia de que los Evangelios no sólo
eran sospechosos de preservar información genuina sobre Jesús,
sino que también trataban de guiar los asuntos cristianos contempo
ráneos. Igualmente, había que tomar conciencia de que el estado de
los cristianos tras la guerra judía contra Roma afectó su actitud tan
to para con las autoridades judías como para con las romanas. Final
mente, había que tomar conciencia de las fuentes de conocimiento
sobre Jesús de que dispusieron los autores de los Evangelios, y las
formas en que ellos las utilizaron.
Ahora podemos acercarnos a una posición en la que podamos
emplear los Evangelios correctamente para obtener una imagen fi
dedigna de Jesús y de sus actividades. Bultmann ha señalado, aun
que no fuera en modo alguno el primero en hacerlo, que «la procla
mación de Jesús debe ser considerada dentro del marco de referen
cia del judaísmo. Jesús no fue un "cristiano", sino un judío, y sus en
señanzas entroncan con las formas de pensamiento y la imaginería
del judaísmo».1 Tenemos que calificar esto un poco, porque el ju
daísmo de Jesús era galileo y parcialmente sectario; pero, en térmi
nos generales, tal afirmación es correcta. Lo mismo puede decirse
de quienes inicialmente transmitieron información sobre él. En
206
consecuencia, el gentil, ya sea creyente o escéptico, debe ajustar su
pensamiento si quiere sentirse a gusto en un ambiente nada fami
liar. El esfuerzo, duro para ambos, debe serlo aún más para el cris
tiano, porque buena parte de lo que le es querido en los Evangelios
tiene que ser rechazado por no ser auténtico, o bien interpretado
ocasionalmente de un modo diferente. Con todo lo que ha enseña
do la Iglesia, insistiendo en ello durante siglos, ahora resulta que el
Jesús que van descubriendo los informados eruditos cristianos es
más bien un extraño y, ante un primer contacto, una figura menos
agradable y aceptable que el ser idealizado, divino y casi mítico de
la fe cristiana. ¿Se debe estimular a los cristianos a conocer al Jesús
real y aprender a apreciarle, o va la Iglesia a intentar escapar de su
dilema mediante la formulación de nuevos mitos sobre él?
En la actualidad se está llevando a cabo un gran esfuerzo para
recuperar esa parte de la imagen tradicional que se asocia con el
Gran Maestro y Revelador de Dios. Sin embargo, habiendo deter
minado que una serie de elementos muy queridos de las enseñanzas
de Jesús no eran suyos, esta empresa no tiene visos de alcanzar mu
cho éxito. El Jesús real enseñó, desde luego, pero lo hizo hablando
esencialmente del reino mesiánico de Dios, y de cómo ser digno de
participar en él. No tenía motivo alguno para revelar o explicar a
Dios a su audiencia judía. Lo que en este sentido se le atribuye, so
bre todo en el cuarto Evangelio, fue puesto en su boca para benefi
cio de los no judíos.
El Jesús histórico puede ser conocido más correctamente sólo
por aquellos dispuestos a ver en él al Mesías judío. Los evangelistas
trataron de aminorar las implicaciones nacionales y políticas de esta
doctrina cardinal. Y para ello no les faltaron excusas, teniendo en
cuenta las circunstancias de su tiempo. A pesar de todo, tales impli
caciones se afirmaron y no pudieron ser erradicadas del todo. Cada
paso que daban para representar una determinada imagen de Jesús
les alejaba más y más de él. Ahora, no podemos volver a encontrar
le cayendo en el mismo error.
Aceptando los objetivos y las tendencias de los autores de los
Evangelios, probablemente no eliminaron todos ellos muchas cosas
de sus fuentes hasta el punto de que ya no queden restos. Uno de los
valores importantes que poseen los evangelistas es que retuvieron
bastante de todo aquello que no siempre pudieron comprender.
Esas cosas tienen para nosotros un interés especial. También tene
mos que apreciar, como ya hemos indicado, que, antes de que se
compusieran los Evangelios, las tradiciones sobre Jesús habían
cambiado y se estaban expandiendo y que ya desde el principio se
eliminó mucha información porque no tenía utilidad alguna para el
objetivo de proclamar a Jesús como el Mesías, cuyo regreso para
inaugurar su reino se consideraba inminente. En consecuencia, de
bemos investigar más a fondo, tanto en los Evangelios como al mar-
207
gen de ellos, en busca de todo aquello que pueda ayudamos a relle
nar los huecos.
Los Evangelios no podían ser otra cosa que libros bastante pe
queños si es que no querían transformarse sustancialmente en obras
de ficción, y no tenemos derecho a criticarles por no ser largos estu
dios sobre la vida y la época de Jesús. Sus autores no perseguían tal
objetivo, como tampoco disponían del equipo necesario para alcan
zarlo. Así pues, fueron todo lo biográficos que les permitió su limi
tada información; no obstante, a excepción de Lucas y sólo hasta
cierto punto, no se sintieron motivados para realizar ninguna inves
tigación histórica, algo que, por otra parte, habría sido casi imposi
ble a la vista de las condiciones en que se encontraba Palestina des
pués de la guerra. Aunque hablaron de lo ocurrido allí durante un
período particular de la historia, no proporcionan más que una indi
cación burda y no muy fiable en cuanto al tiempo y el espacio, y las
referencias a la vida y las condiciones contemporáneas son bastante
incidentales. Se cita a algunos funcionarios y a otras personas, pero
no se hace ningún intento de contamos más sobre ellas, limitando
su narración a la conexión que tuvieron con los acontecimientos
ocurridos en la vida de Jesús. Para obtener una información de fon
do sobre lo que estaba ocurriendo, debemos volvemos hacia otras
fuentes. ¿Dón de estaríamos, por ejemplo, si no contáramos con la
ayuda de las historias de Josefo?
Al investigar en toda una variedad de registros, podemos re
construir las circunstancias religiosas, sociales, políticas y económi
cas con una tolerable exactitud; y una vez hecho esto y situándolo
junto a la historia narrada en los Evangelios, vemos que buena par
te de lo así descubierto se ve reflejado en ellos y confirmado por
ellos, lo que atestigua la confianza general que se puede tener en las
tradiciones. Pero eso no lo sabríamos si no lleváramos a cabo una
investigación independiente. Si sólo dispusiéramos de los Evange
lios seríamos incapaces de comprender la importancia de lo que lee
mos para la situación de la época; no podríamos considerar enton
ces las experiencias de Jesús en relación con las circunstancias ex
ternas, ni saber por sus palabras y actividades cuáles fueron sus
reacciones ante ellas.
Evidentemente, mucho depende de la cronología de la vida de
Jesús porque eso puede proporcionamos pistas importantes para
comprender su conducta y entender su destino. En consecuencia,
en este aspecto es necesario unir y ampliar ciertos puntos expuestos
en la Primera parte.
Los Evangelios nos dicen que el ministerio público de Jesús em
pezó poco antes de que Juan el Bautista fuera detenido por el tetrar
ca Herodes Antipas, y que Jesús fue crucificado no mucho después
de la ejecución del Bautista, cuando Poncio Pilato era gobernador
de Judea y Caifás su sumo sacerdote. Eso nos proporciona algo tan-
208
gible con lo que empezar, pero apenas lo suficiente para sugerir que
la información tuviera una gran consecuencia. Y, sin embargo, P.º
dría importar mucho saber en qué año de la administración de Pila
to fue crucificado Jesús (27-36 d. de C.). Nos vemos obligados a
buscar mayor exactitud en las páginas de Josefo.
El gobierno de Poncio Pilato terminó bruscamente hacia finales
del año 36 o a principios del 37, cuando su superior, el legado de Si
ria, Vitelio, le ordenó regresar a Roma para responder de acusacio
nes hechas contra él por los judíos y samaritanos. El propio Vitelio
acudió personalmente a Jerusalén porque los judíos mostraban una
peligrosa actitud antirromana debido a las acciones caprichosas de
Pilato. Allí, durante la Pascua del año 37, privó a Caifás de su pues
to de sumo sacerdote. En consecuencia, la última fecha posible para
la crucifixión de Jesús fue la Pascua del año 36, y no podemos des
cartar que pudiera existir alguna conexión entre este acontecimien
to y el hecho de que, al cabo de un año, los dos funcionarios más im
plicados en la muerte de Jesús fueran depuestos de sus cargos. Es
pertinente decir aquí que, en el año 62, otro sumo sacerdote fue de
puesto por haber convocado ilegalmente el Sanedrín y haber logra
do de éste una sentencia de muerte contra Santiago, el hermano de
Jesús, mientras un nuevo gobernador se hallaba camino de Judea y
no sancionó la sentencia.2
Según los Evangelios, el período de las actividades públicas de
Jesús se extendió desde no mucho antes hasta no mucho después del
encarcelamiento y ejecución de Juan el Bautista. Por ello, puede
semos útil datar estos dos acontecimientos. La causa ostensible de
la detención del Bautista por parte de Antipas fue que Juan había
denunciado como ilegal el matrimonio del tetrarca con Herodías,
viuda de su hermano Filipo.3 Siguiendo las pruebas aportadas por
Josefo, sabemos que Filipo murió a finales del año 33 o a principios
del 34. La esposa anterior de Antipas no toleró la nueva unión y
huyó junto a su padre Aretas, rey de Arabia Petraea. Aretas no
aceptó el insulto hecho a su hija, y se preparó para la guerra. Hero
des tuvo que defenderse. Envió a Juan, como prisionero, a la forta
leza de Macaerus, cerca de la frontera árabe y estableció allí su pro
pio cuartel general. Y fue allí, antes de que comenzaran las hostili
dades, donde se decapitó a Juan. En la batalla contra las fuerzas de
Aretas, el ejército de Herodes resultó gravemente derrotado y eso,
según dice Josefo, fue considerado por numerosos judíos como un
juicio divino por haber asesinado a Juan. 4 Herodes acudió en busca
de ayuda al emperador Tiberio, quien entonces ordenó a Vitelio,
legado de Siria, que le hiciera la guerra a Aretas y lo capturara o
destruyera. Vitelio reunió sus fuerzas y estaba a punto de lanzar su
ataque cuando le llegó la noticia de que Tiberio había muerto (mar
zo del año 37), por lo que anuló la acción prevista. Siguiendo aJose
fo, podemos llegar a la conclusión de que Juan el Bautista fue dete-
209
nido y ejecutado en el año 35, poco antes de que se produjera la ba
talla entre las fuerzas de Antipas y Aretas, en el invierno del 35-36.
Debe observarse aquí que cuando Antipas dio la orden de decapitar
a Juan, lo hizo durante un banquete real, sobre el que Marcos men
ciona que estaban presentes los comandantes militares del tetrar
ca.5 Así pues, el bautismo de Jesús tuvo que haber tenido lugar a fi
nales del año 34 o más probablemente durante la primavera del 35,
y su crucifixión se produjo durante la Pascua del año 36, en el último
año de la administración de Pilato.
La cronología de Lucas así lo apoya. Él data el nacimiento de Je
sús en la época en que se llevaba a cabo el censo, cuando Quirino
era legado de Siria, es decir, en los años 6-7 d. de C., y el comienzo
de la predicación de Juan el Bautista en el año decimoquinto del rei
nado de Tiberio (28-29). Cuando Jesús fue bautizado por Juan «te
nía unos treinta años de edad». De modo que, en el año 35 tendría
veintinueve años. De este modo, la datación de Lucas encaja con la
evidencia aportada por Josefo, en el que, como hemos visto, se basa
él mismo. La cronología de Mateo no afecta para nada la datación
del ministerio y crucifixión de Jesús: únicamente le convierte en un
hombre bastante más viejo, nacido en el año 6-5 a. de C., durante el
reinado de Herodes el Grande, que murió en el 4 a. de C. En conse
cuencia, en la fecha de la crucifixión, en el año 36, Jesús habría teni
do unos cuarenta y un años, lo que estaría más de acuerdo con el
Evangelio de Juan, en el que los judíos de Jerusalén le dicen a Jesús:
«Todavía no tienes cincuenta años».6
En ningún caso podemos olvidar el hecho de que es la detención
y ejecución de Juan el Bautista lo que gobierna la datación del mi
nisterio y crucifixión de Jesús, y puesto que sabemos la fecha en que
ocurrió lo primero, conocemos la fecha de cuándo sucedió lo segun
do. Podemos afirmar que Jesús fue crucificado durante la Pascua
del año 36 y, evidentemente, esta información implica una gran di
ferencia para la comprensión de la historia del Evangelio.
Tomemos primero la controversia producida en el Templo du
rante la Semana de la Pasión. Cuando Jesús fue desafiado a confir
mar su autoridad para expulsar a los mercaderes del Templo, repli
có preguntándoles a los sacerdotes si el bautismo de Juan era de ms
piración divina o no. Esto puso a sus oponentes en un dilema por
que el pueblo consideraba a Juan como un profeta. La cuestión
planteada por Jesús debió de haber tenido mucha más fuerza y rele
vancia si apreciamos que la muerte de Juan aún estaba fresca en la
mente del pueblo, y que éste consideraba la reciente destrucción del
ejército de Antipas como un castigo de Dios por el hecho de que el
tetrarca hubiera ejecutado al Bautista.
También podemos comprender mejor la pregunta que se le
plantea a Jesús sobre si se debe pagar tributo al César o no. Con ob
Jeto de cobrar este impuesto, se hacía un censo cada catorce años, y
210
el año 34-35 era un año de censo. Así pues, ese detestado impuesto,
que los judíos consideraban como equivalente a la esclavitud, se de
bía pagar en la misma época en que se le planteó a Jesús esa envene
nada pregunta. Sólo unos pocos días antes se habían elevado nume
rosas protestas cuando Jesús decidió pasar una noche en casa de Za
queo, el cobrador de impuestos de Jericó. Encontramos un eco de
los sentimientos públicos de este período en la afirmación de Josefo
de que Vitelio, cuando llegó a Jerusalén al año siguiente, suprimió
la obligación de los ciudadanos de pagar un impuesto sobre las fru
tas y verduras. Desde luego, no podía hacer nada con respecto al
impuesto censitario, que era prerrogativa del emperador, pero evi
dentemente su acción iba destinada a calmar al pueblo en la medida
en que estaba a su alcance. Debemos notar, además, que la procla
mación romana del año 35 como año del censo, que significaba el
dominio del César, fue contestada por Jesús como Mesías al procla
mar en la sinagoga ese mismo año como «el año aceptable del Se
ñor». Esto era una réplica tan aguda como la respuesta que diera a
la cuestión del impuesto que se le hizo en el Templo.
Así pues, el ministerio de Jesús coincidió con un período de in
quietud pública y de perturbaciones políticas. En el año 35, Hero
des Antlpas tenía problemas con sus súbditos a causa de Juan el
Bautista, y tuvo que afrontar una guerra con Arabia, lo que le obli
gó a sacar sus fuerzas armadas de Galilea para enviarlas a Perea, al
otro lado del Jordán. Tenía razones para sentir preocupación por la
posibilidad de que los galileos, hostiles a los herodianos, aprove
charan las circunstancias para iniciar un levantamiento, y debería
saber que el Bautista había dicho a la gente que esperara la llegada
de alguien más poderoso que él. Jesús no podía haber elegido un
momento más oportuno, y también más peligroso, para llevar a
cabo una campaña en el territorio de Herodes anunciando el próxi
mo advenimiento del Reino de Dios. Tenemos el informe de Lucas
de que algunos de los fariseos advirtieron a Jesús de que Herodes
quería matarlo, y le urgieron a que escapara.
Pero Antipas no era el único que tenía problemas. También los
tenía Pondo Pilato, gobernador de Judea. Se había ganado la repul
sa de los judíos, tanto de la jerarquía como del pueblo, por haber
empleado los fondos sagrados del Templo para traer agua a Jerusa
lén. Los judíos habían organizado una protesta masiva. Pilato hizo
rodear a la multitud por sus soldados, vestidos de paisano, pero con
dagas ocultas bajo sus ropas y, a una señal convenida, cayeron sobre
la gente cuando ésta se negó a dispersarse, y mataron a muchos. Es
en este momento de la historia7 cuando Josefo introduce su referen
cia a Jesús. No debió ser el pasaje fraudulento que leemos ahora,
sino algo mucho menos halagador y que manos cristianas se encar
garon de corregir. Podemos estar razonablemente seguros de que
entre la multitud encolerizada habría zelotes galileos, y así, en tal
211
coyuntura, habría sido adecuado y cronológicamente correcto, que
Josefo se refiriera al profeta galileo Jesús. Sin duda alguna, la copia
que hace Lucas de Josefo debió de haber contenido el pasaje genui
no, pues parece depender del incidente cuando nos habla de quie
nes mformaron a Jesús sobre los galileos cuya sangre había derra
mado Pilato.8 ¿Había extraído Lucas su historia de la caída de la to
rre de Siloam de la misma fuente? Al parecer, y en relación con los
tumultos que estallaron cuando Pilato requisó los fondos del Tem
plo, Marcos habla de Barrabás, que está encadenado en prisión
«con aguellos sediciosos que en el motín habían cometido un asesi
nato».9
Pilato tampoco estaba en buenas relaciones con los samarita
nos. En esta época, ellos también esperaban a una personalidad
mesiánica, el Taheb, que llegaría para descubrir los recipientes sa
grados del Tabernáculo ocultos en tiempos antiguos en el monte
Gerizim. Y ahora había aparecido un hombre afirmando ser el
Taheb, y multitud de samaritanos se reunieron para seguirle hacia
la montaña. Pilato, considerando que esta actividad era el inicio de
una revuelta, envió sus fuerzas contra ellos, mató a muchos y captu
ró y ejecutó a los líderes. El Consejo de los samaritanos escribió in
mediatamente a Vitelio, acusando a Pilato de haber asesinado a
gente inocente. 10 Este incidente subraya el peligro que corrió Jesús
al proclamar el Reino de Dios a las multitudes de Galilea, aun cuan
do Pilato no tenía jurisdicción sobre esa zona, y explica lo que los
Evangelios no revelan con claridad: las razones por las que tenía
que ser tan comedido y permanecer vigilante con sus palabras, y por
qué hasta cerca del final tuvo que mantener en secreto que él era el
Mesías, negándose a admitir que se dirigieran a él como hijo de Da
vid.
También podemos comprender ahora la difícil posición en que
se encontró Pondo Pilato cuando los sacerdotes le trajeron a Jesús,
acusándole de instigador de una revuelta. El gobernador sabía muy
bien que tanto los judíos como los samaritanos eran sus más acérri
mos enemigos y que sobre su cabeza pendían las gravísimas acusa
ciones de crueldad y tiranía. En esta época tendría todas las justifi
caciones posibles para mostrarse extremadamente cauto, y el hecho
de que las autoridades judías le invitaran a juzgar a un judío compa
triota, y con aquella acusación, le haría ponerse inmediatamente a
la defensiva. Las forma en que actuó sólo tiene sentido si Pilato, que
se había ganado la reputación de arrogante y duro, se encontraba
ahora en una posición particularmente vulnerable. No cabe duda de
que ya había sido amonestado por Vitelio y, como ya hemos visto,
se le ordenó regresar a Roma a finales del año 36. El dilema de Pila
to no queda suficientemente claro en los Evangelios, aunque Lucas
y Juan dan una cierta impresión acerca del mismo.11 Si Jesús era
inocente y Pilato lo condenaba, sería otra acusación contra él en
212
Roma. Si Jesús era culpable y lo soltaba estaría cometiendo traición
contra el César.
La interpretación de los Evangelios puede ser fácilmente erró
nea debido a su reticencia y a sus tendencias apologéticas, y tene
mos que compensar sus deficiencias con fuentes externas. Si quere
mos conocer al Jesús real debemos ser muy conscientes de todo lo
que estaba ocurriendo en su tiempo, de la atmósfera sobrecargada
y de la tensión política. Debemos pensar en él no como en un ser di
vino o como en un maestro de ética, sino como un hijo de su tierra,
como un hombre con sangre de reyes en sus venas, capaz de ejercer
la autoridad porque creía que ése era su destino mesiánico, en cir
cunstancias de gran peligro y dificultad, dirigiéndose a un pueblo
que ansiaba un liderazgo inspirado y la liberación nacional.
Los Evangelios nos hablan de las ávidas multitudes, pero sólo
ocasionalmente, como cuando parecieron dispuestas a llevarle por
la fuerza y hacerle rey, lo que nos proporciona una visión de cuáles
eran los pensamientos de muchos de los que le seguían. Nos hablan
de aquellos que veían una amenaza en Jesús; pero nos dan a enten
der que la oposición era en buena parte religiosa. No nos dicen con
la suficiente claridad que.Jesús hablaba en parábolas, cuando pro
clamaba el Reino de Dios, debido a la presencia de espías e infor
madores, un sistema de seguridad introducido por Herodes el
Grande. Se pondría fin a las discusiones sobre las implicaciones de
algunas de las cosas que dijo Jesús si éstas se pusieran adecuada
mente dentro del contexto de las condiciones contemporáneas.
Nada hace que Jesús parezca tan históricamente increíble como tra
tarle como una especie de palimpsesto superimpuesto a los docu
mentos de la época, como un hombre que estaba en su mundo de
sesperado, pero no en él, que hacía pronunciamientos en galileo
con un aire de desprecio olímpico.
La escasez de información de los Evangelios y los alegatos espe
ciales no hacen más que agravar las cosas. Una serie de dichos de Je
sús son extremadamente dudosos, y en cuanto a otros resulta incier
to su contexto correcto. Algunos fueron creados posteriormente,
como respuesta a críticas adversas, como por ejemplo: «No penséis
que vengo a destruir la Ley» o «No penséis que he venido a traer paz
sobre la tierra». 12 Cuando tratamos de profundizar más el problema
se endurece porque no sabemos qué ocurría en el seno de la comu
nidad nazoreana en aquellos días, qué controversias internas se es
taban produciendo, qué desacuerdos había entre individuos, qué
cosas se alteraron o suprimieron en relación con Jesús y los que es
taban asociados con él.
Los autores de los Evangelios deben soportar la responsabilidad
de los cambios que introdujeron, pero no se les puede acusar de las
oscuridades inherentes a sus fuentes. De hecho, debemos sentirnos
agradecidos para con ellos por el hecho de haberse limitado en mu-
213
chas ocasiones a reproducir lo que encontraron. Pero seguimos sin
tiéndonos sorprendidos ante ciertas cosas que parecían desconocer,
y algunas otras que dejaron sin explicación.
Resulta curioso que la tradición sinóptica contenga tan poca in
formación sobre José de Arimatea, y ninguna en absoluto sobre Ni
codemo. ¿Y por qué no se nos dice nada más sobre José de Arima
tea, que aparece bruscamente en la historia de la Pasión y que desa
parece casi inmediatamente sin dejar rastro? También resulta cu
rioso que la tradición sinóptica hable de Marta y de su hermana Ma
ría, pero no de su hermano Lázaro. ¿Qué relación tuvo con ellos, si
es que hubo alguna, Simón, el leproso de Betania?
También podemos preguntarnos por qué en ninguna de las
fuentes se dice nada sobre la vida de Jesús antes de su bautismo. Es
muy posible que el Libro Testimonial empezara su narración con el
bautismo, porque éste fue considerado como su inauguración como
Mesías. Pero en alguna otra parte se nos tendría que haber dicho
algo más al respecto. La comunidad nazoreana de Jerusalén incluía
a la madre de Jesús y a sus hermanos, de quienes se podía obtener
información. En la Biblia se nos habla de incidentes ocurridos du
rante la niñez de David. ¿Por qué no se dice nada similar del Me
sías, su descendiente? ¿Se produjo un silencio deliberado por razo
nes políticas? Generaciones posteriores de cristianos no compren
dieron por qué había este hiato, por lo que se dedicaron a rellenar
lo, según su propio estilo, con cuentos extravagantes. Todo lo que
nos ofrecen los Evangelios al respecto es la dudosa historia con la
que contribuye Lucas.
Hay otra cuestión que también nos parece extraña. Cuando lee
mos el cuarto Evangelio nos impresionan los recuerdos del discípu
lo bienamado sobre acontecimientos en algunos de los cuales él mis
mo estuvo present�, notablemente hacia el final de este Evangelio,
su presencia en la Ultima Cena, el haber ayudado a Pedro a entrar
en el palacio del sumo sacerdote, su presencia ante la cruz, y el ha
ber acompañado posteriormente a Pedro a la tumba vacía de Jesús.
¿Por qué en los Evangelios sinópticos no se mencionan ninguna de
estas cosas? Si Marcos refleja los recuerdos de Pedro, sería natural
que éste se refiriera a ellas. Es difícil evitar el llegar a la conclusión
de que es intencionada la omisión en la tradición sinóptica de toda
referencia al discípulo bienamado.
Acontecimientos de carácter dramático, absolutamente impor
tantes para la comprensión de la vida de Jesús, no reciben explica
ción alguna, aunque las circunstancias así lo exigen. Dos ejemplos
serán suficientes, ambos relacionados con la Semana de la Pastón.
El primero se refiere a la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén,
cuando envía a dos apóstoles a Betania para obtener un pollino, que
encontrarán atado a la entrada del pueblo. El segundo aconteci
miento tuvo lugar más tarde, aquella misma semana, cuando Jesús
214
y sus discípulos estaban en Betania. En este caso, Jesús volvió a en
viar a dos discípulos (Lucas dice que se trataba de Pedro y Juan, hijo
de Zebedeo) a seguir a un hombre con un cántaro de agua a quien
encontrarán en la puerta de Jerusalén, y que les conducirá a la casa
donde celebrarán la Pascua.
Estas historias nos muestran a Jesús haciendo arreglos secretos
por adelantado, con personas en las que evidentemente confiaba
implícitamente, llevando a cabo planes tan vitales que ni siquiera se
los había comunicado a sus discípulos más cercanos. Implicaban se
ñales de reconocimiento. Los dos enviados por Jesús iban provistos
de contraseñas, con relación al pollino: «El Maestro lo necesita», y
en el caso del propietario de la casa: «¿Dónde está mi sala, donde
pueda comer la Pascua con mis discípulos?». En el primer inciden
te, a los emisarios se les preguntaría: «¿Por qué lo desatáis?». En el
segundo tenían que buscar a un hombre con un cántaro de agua. Las
señales estaban claras por ambas partes y todo salió de acuerdo con
lo planeado.
Las historias, intrigantes, con su atmósfera nebulosa, son direc
tas y no sirven para ningún propósito teológico. No tenemos razón
alguna para dudar de su veracidad. Arrojan una luz importante so
bre el comportamiento de Jesús. Pero parece como si las fuentes no
hubieran querido desvelar por qué Jesús se había dirigido a otros
que no formaban parte de los Doce, otras personas distintas a Pe
dro, Santiago y Juan. ¿Por qué razón no pudo decirse posterior
mente quién era el dueño del pollino de Betania y el propietario de
la casa en Jerusalén?
Los misterios de los Evangelios no se ven confinados a los que
surgen de la ignorancia primitiva, la negligencia o el posible oculta
miento de hechos materiales; se extienden también a los rasgos le
gendarios. En su mayor parte no fueron los evangelistas quienes
crearon las leyendas: antes bien las heredaron. Cuando hablamos
de leyendas estamos pensando en sucesos de carácter milagroso o
sobrehumano, tales como las historias de la natividad en Mateo y
Lucas, de las que ya hemos tratado. Excluimos las curaciones que
se dice realizó Jesús y que, aun exageradas y multiplicadas, espe
cialmente en interés del cumplimiento de la profecía, no expresan
ninguna suposición de que Jesús tuviera poderes sobrenaturales.
Podemos aceptar que era un curandero y que podía realizar curas
de ciertos males allí donde se encontraba con una fe capaz de coope
rar en ellas. Era algo normal en aquellos tiempos, tanto entre los ju
díos como entre los gentiles, el esperar de los sabios y los santos que
ejercieran poderes de curación, bendición y maldición de una forma
mágica. Aquí nos preocupan más otra clase de sucesos, como Jesús
apaciguando la tormenta y caminando sobre las aguas, la milagrosa
alimentación de la multitud, y las circunstancias anormales relacio
nadas con la crucifixión.
215
Se puede decir, desde luego, que tales historias fueron simple
mente el producto de la superstición popular, pero las huellas de al
gunas de ellas pueden seguirse hasta la utilización del primitivo Li
bro Testimonial.
La gnosis J?rofética nazoreana poseía, inevitablemente, el po
tencial de insptrar la creación de acontecimientos. En las Escrituras
se encontraron pasajes que parecían exigir que Jesús realizara lo es
crito en ellos. La interpretación oracular de las Escrituras, de moda
entre los nazoreanos, encantó evidentemente a los primeros cristia
nos, que empezaron a buscar en el Antiguo Testamento griego tex
tos que se pudieran aplicar a Cristo y al cristianismo. Y eso se con
virtió en una especie de juego espiritual. Los creyentes gentiles po
dían llegar mucho más lejos que los judíos, puesto que aceptaban la
divinidad de Jesús. Las referencias al Señor (Kyrios) en la Biblia
griega, e incluso a Dios (Theos) podían ser puestas al servicio del
Señor Cristo (Kyrios Christos). Tenemos un ejemplo primitivo de
ello en el primer capítulo de la Epístola a los Hebreos.
Sin embargo, la mayoría de estos ejercicios de caza oracular no
llegaron a formar parte de los Evangelios. Mejor suerte tuvieron los
que estaban relacionados con algún incidente auténtico. En este
proceso se produjeron tres fases. En primer lugar hubo el incidente
mismo, del que informa la tradición. Después, se le añadieron los
oráculos del Antiguo Testamento para exhibir así su significado me
siánico. Finalmente se añadió la imaginería de los oráculos a la tra
dición, para dar al incidente rasgos milagrosos. Veamos las histo
rias que hemos tomado como ejemplos.
La base de la historia de Jesús apaciguando la tormenta es bas
tante clara. Había estado enseñando durante todo el día desde una
barca anclada a la orilla del mar de Galilea, y se sentía muy cansado.
Dio órdenes para cruzar hacia el otro lado del lago, y se quedó dor
mido en cuanto se alejaron de la orilla. Se despertó entonces una
tempestad, pero él estaba tan agotado que ni siquiera eso le desper
tó. La barca empezó a hacer agua rápidamente y los ansiosos discí
pulos le despertaron. Jesús se incorporó y en cuanto lo hizo la tor
menta amainó. El fenómeno no es nada extraño en el mar de Gali
lea, donde el viento puede aparecer repentinamente viniendo de las
gargantas adyacentes azotando las tranquilas agua del lago con fu
ria, y desaparecer con la misma rapidez.
Como quiera que todo lo que le sucedía al Mesías debía tener un
significado, los escritores recordaron numerosos pasajes de los sal
mos que hablaban del Señor en relación con la tormenta y la tem
pestad. «Y acallas el estruendo de los mares, el estruendo de sus
olas»; «Viéronte, oh Dios, las aguas, las aguas te vieron y tembla
ron»; «Tú domeñas el orgullo del mar, cuando sus olas se encrespan
las reprimes». 13
Finalmente, el incidente fue embellecido con los textos oracula-
216
res. Cuando Jesús se despierta reprende al viento y acalla las aguas.
Los temerosos discípulos se preguntan: «¿Qué clase de hombre es
éste, que hasta el viento le obedece?».
Un proceso similar ha actuado con la historia de Marcos en la
que Jesús camina sobre las aguas, elaborada en Mateo para incluir
a Pedro caminando también sobre las aguas, pero hundiéndose en
ellas. La base vuelve a ser una tormenta sobre el lago. En esta oca
sión, Jesús les había dicho a sus discípulos que cruzaran con la barca
al otro lado, mientras él se dirigía a una montaña cercana para re
zar. Pero la barca no llegó lejos, porque una tormenta se desató, im
pulsándola hacia la orilla. Mientras ellos se esforzaban con los re
mos, Jesús apareció de pronto ante ellos sobre la orilla, a la débil luz
del atardecer, y por un momento los supersticiosos pescadores le to
maron por un espíritu maligno que se suponía deambulaba por
aquella zona. Se smtieron muy aliviados cuando él los llamó, y él se
dirigió hacia ellos caminando por el agua, siendo subido a bordo.
En cuanto subió a la barca el viento se calmó.
Aquí la palabra clave es la preposición hebrea al, que significa
tanto «por» como «sobre». Los oráculos dicen de Dios: «Por el mar
iba tu camino, por las muchas aguas tu sendero, y no se descubrie
ron tus pisadas»; 14 y de nuevo: «Y holló la espalda de la mar». 15 La
adición de Pedro se derivó probablemente de la enseñanza sobre el
cuidado del Señor para con los creyentes en peligro. «¡Sálvame, oh
Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! Me hundo en el
cieno del abismo, sin poder hacer pi�; he llegado hasta el fondo de
las aguas, y las olas me anegan»; «El extiende su mano de lo alto
para asirme, para sacarme de las profundas aguas » . 16 El incidente,
pues, surgió fortificado por los oráculos. Jesús camina sobre las
aguas, y Pedro le grita: «¡Señor, si eres tú, mándame ir donde ti so
bre las aguas!», y él le dice: «Ven». Y cuando Pedro bajó de la bar
ca, caminó sobre las aguas yendo hacia Jesús. Pero cuando vio la
violencia del viento, sintió miedo y empezó a hundirse, y gritó, di
ciendo: «¡Señor, sálvame!». E inmediatamente Jesús extendió su
mano y lo agarró, diciéndole: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudas
te?».
Un tipo de historia no muy distinta se representa con la alimen
tación de cinco mil personas, de la que hay otra versión según la cual
fueron cuatro mil. Detrás de la historia, tal y como la leemos en la
actualidad, no cabe duda que hay una narración judía en la que se
da de comer a los hambrientos, y se buscó en la Biblia para aumen
tar su significado. Se citaron oráculos como por ejemplo: «¿Podrá
de igual modo darnos pan, y procurar carne a su pueblo?». 17 «Pidie
ron, y trajo codornices, de pan de los cielos los hartó. » 18 El profeta
parecido a Moisés tenía que realizar milagros parecidos a los de
Moisés. También había otra asociación con el antetipo José, que
había obtenido grano para su pueblo en tiempos de hambre.
217
Se observa que los oráculos se relacionaban con incidentes de la
vida de Jesús no sólo para ilustrar el cumplimiento de la profecía,
sino también para proporcionar lecciones en los sermones. En
nuestro ejemplo previo aparece la enseñanza de que el Señor estará
con su pueblo en tiempos de tribulación, y que la salvación depende
del mantenimiento de la fe en él. Tal exposición de sermón se detec
ta también en la alimentación de la multitud, y las cifras citadas se
rían alegóricas. Las cinco hogazas pueden representar el Libro Tes
timonial dividido en cinco partes, y los dos peces el bautismo y la eu
caristía, dando a entender todo ello que qmenes participen serán sa
tisfechos en abundancia. 19 Los doce canastos de fragmentos sobran
tes representarían quizá la posterior distribución del Evangelio a to
das las naciones, el mandato dado a los doce apóstoles. La versión
alternativa en la que se habla de siete hogazas de pan y siete canas
tos podría hacer pensar en los siete diáconos (Hechos vii) y en sus
subsiguientes actividades evangélicas.
Con la última historia que queremos considerar, las extrañas cir
cunstancias relacionadas con la crucifixión, entramos de un modo
más claro en la exposición de tipo nazoreano. La forma completa de
la historia se encuentra en Mateo xxvii: «Desde la hora sexta hubo
oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona... Pero Jesús, dan
do de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del
Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las ro
cas se hendieron. Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de
santos difuntos resucitaron». En cuanto al rasgamiento del velo del
Templo, el Evangelio de los Hebreos dice que cayó la piedra dintel,
de grandes proporciones. También debemos hacer notar las versio
nes antiguas en Lucas xxiii, 48, en la que los presentes se golpean el
pecho y lloran; «Murió por nuestros pecados; por el juicio al final de
Jerusalén se hizo la noche».2º
Lo que se nos ofrece aquí es una solemne comparación entre la
entrega de la Antigua Alianza en el Sinaí y el sello de la Nueva
Alianza en la sangre del Mesías. Hay una comparación asociada en
tre lo sucedido en el Sinaí y lo ocurrido en el Gólgota en relación
con el Día del Juicio.
Los oráculos utilizados para aumentar la narración de la muerte
de Jesús y revelar su significado mesiánico fueron inevitablemente
mucho más abundantes que para cualquier otra historia relacionada
con su vida. Algunos de los testimonios todavía se han conservado
en los Evangelios; pero aquí nos ocuparemos de aquellos que no se
citan pero que ejercieron una poderosa influencia. Los siguientes
sólo son unos pocos ejemplos: «Todo el monte Sinaí humeaba..., y
todo el monte retemblaba con violencia... Moisés hablaba y Dios le
respondía con el trueno».21 «Se conmovieron los quicios y los dinte
les a la voz de los que clamaban, y la Casa [el Templo] se llenó de
humo. Y dije: "¡Ay de mí, que estoy perdido!" .»22 «Y haré temblar
218
los cielos y la tierra..., y llenaré esta casa de gloria. » 23 «¡Tocad el
cuerno en Sión, clamad en mi monte santo! ¡Tiemblen todos los ha
bitantes del país, porque llega el Día de Yahveh, porque está cerca!
¡Día de nieblas y de oscuridad, día de nublado y densa niebla! » 24
En la antigua escatología samaritana encontramos una compa
ración directa entre los acontecimientos del Sinaí y el Día del Juicio.
«Todas las señales y maravillas que ocurrieron en el monte Sinaí se
repetirán el Día del Desquite, es decir, un día de confusión y relám
pagos y fuertes nubarrones... y un gran temor y el poderoso sonido
de una trompeta ... Y así será el Día del Desquite, el Señor cubrirá
a sus siervos fieles con la nube del Jardín del Edén, mientras que los
malvados serán ... en profunda oscuridad y angustia del alma... Y
entonces los cuerpos revivirán y surgirán de la tierra. » 25
De esta clase de pensamiento procedieron las circunstancias mi
lagrosas de la crucifixión, vistas por los primeros escritores como
una repetición de las experiencias del Sinaí, apropiada a la Nueva
Alianza y al presagio del futuro Día del Juicio. Ahí estaban la oscu
ridad, los temblores de tierra, la voz que gritaba, el temor de la gen
te y la resurrección de los santos.
En casos tales como los que hemos considerado, y hay otros mu
chos, encontramos incidentes convertidos en acontecimientos mu
cho más significativos e imaginativos mediante los oráculos extraí
dos del Antiguo Testamento, de modo que estaban investidos de un
carácter legendario cuando fueron incorporados a los Evangelios.
A menos que nos familiaricemos con los primitivos métodos cristia
nos de exposición e instrucción, podríamos suponer que ciertas his
torias milagrosas de los Evangelios no fueron más que pura inven
ción. Debemos comprender que entre los evangelistas y los acon
tencimientos originalmente naturales intervinieron los profetas y
maestros cristianos que, según la lista de Pablo, llegaron inmediata
mente después de los apóstoles.26 Lo que comenzó siendo edifica
ción pedagógica terminó por convertirse en hecho aceptado.
219
Bibliografía
Las autoridades que se citan, antiguas y modernas, son aque
llas a las que se ha hecho una referencia directa a lo largo del li
bro. Un gran número de otras han sido estudiadas o consultadas
para la preparación de esta obra, y el que no sean mencionadas
aquí no debe implicar ni falta de familiaridad con ellas ni ausencia
de apreciación por sus variadas contribuciones. Allí donde se han
empleado traducciones se ha tenido en cuenta a veces la accesibi
lidad a las mismas.
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cas), Adam y Charles Black (Londres, 1908).
Thomas, [the so-called] Gospel of (Tomás fel llamado] Testamento
de), en Grant y Freedman, The Secret Sayings of Jesus (Los di
chos secretos de Jesús), Collins (Fontana Books) (Londres,
1960).
VERMES, G., The Dead Sea Scrolls in English (Los pergaminos del
mar Muerto en inglés), Penguin Books (1962).
WILLIAMS, A. LuKYN, Adversos Judaeos, Cambridge University
Press (1935).
Wisdom of Solomon ( La sabiduría de Salomón), en The Apocrypha
of the Old Testament [Revised Standard Version] (Los apócrifos
del Antiguo Testamento) [Versión estándar revisada], Thomas
Nelson & Sons Ltd. (1957).
225
No tas y referencias
Primera parte:
EL HOMBRE QUE CREÍA SER EL MESÍAS
Capítulo 1. Los Últimos Tiempos
l. F. C. Burkitt, La historia del Evangelio y su transmisión, p. 29.
2. John A. Robinson, Honesto con Dios.
3. Véase Segunda parte, capítulo 1, «El mesianismo y el desarrollo del cristia-
nismo » .
4. Me viii, 29.
5. Dn ix, 24-27.
6. Dn vii, 26-27.
7. Jr xxxi, 31-34.
8. Dt xviii, 15.
9. Jr xxxiii, 15-26.
10. Test. Simeón, vii, 1-2 (Testamentos de los X/1 Patriarcas, edición Charles). Cf.
«Test. Naftalí » , viii, 2-3; «Test. José», xix, 11.
11. Is xi.
12. Un comentario posterior sobre los Salmos ilustra la posición adoptada por
los fariseos: «A esa generación (en Egipto) enviaste la redención por medio de
dos redentores, como se dice (Sal cv, 26): "Luego envió a l\._1oisés, su servidor, y
Aarón, su escogido". Así también a esta generación (de los Ultimos Tiempos) en
vió dos, que se correspondían con aquellos otros dos. "Envía tu luz y tu verdad"
(Sal xliii, 3). "Tu luz", es decir el profeta Elías, de la casa de Aarón... y "Tu ver
dad", es decir el Mesías ben David, como se dice (Sal cxxxii, 11), "Juró Yahveh a
David, verdad que no retractará". Y del mismo modo se dice (Is xlii, 1) "He aquí
mi siervo a quien yo sostengo". » (Midrash Tehillim, xliii, 1). El retorno de Elías
se predice en MI iv, 5-6.
13. «(Juan Hircano) fue encontrado por Dios digno de los tres privilegios, el
gobierno de su nación, la dignidad del sumo sacerdocio, y la profecía; porque
Dios estaba con él y le permitió conocer el futuro » (Josefo, Antig. XIII, x, 7).
14. Salmos de Salomón, xvii, 23-24.
15. «En esta época, Herodes condonó a sus súbditos la tercera parte de sus im
puestos, pretendiendo aliviarles después de las penalidades que habían pasado;
pero la razón principal fue la de recuperar su buena voluntad, que ahora deseaba;
pues ellos se sentían incómodos con él debido a las innovaciones que había intro-
227
ducido en sus prácticas, hasta la disolución de su religión y de sus costumbres. y en
todas partes la gente hablaba contra él. como aquellos que se sentían más provocados
y perturbados por su procedimiento. Descontentos contra los que se guardó mucho
pues aprovechaban todas las oportunidades de que disponían para perturbarlo, y dis
frutaban trabajando siempre en ello; tampoco permitió que los ciudadanos se encon
traran juntos, o caminaran o comieran, sino que observaba todo lo que hacían, y
cuando eran cogidos eran severamente castigados, Y hubo muchos entre ellos que
fueron llevados a la ciudadela Hircania, tanto abierta como secretamente, y allí eran
asesinados. Y se pusieron espías por todas partes, tanto en la ciudad como en los ca
minos, que vigilaban a los que se encontraban juntos... y a aquellos que no podían
ser sometidos de modo alguno y que no estuvieran de acuerdo con su esquema de go
bierno, los persiguió de todas las maneras posibles. » (Josefo, Antig. XV, x, 4).
16. «Un rey insolente [Herodes] les sucederá [a los asmoneos], que no será de la
raza de los sacerdotes, un hombre franco y sin vergüenza, y él los juzgará como se
merecen. Y arrasará a sus jefes con la espada, y los destruirá en lugares secretos, para
que nadie sepa dónde quedaron sus cuerpos. Destrozará al viejo y al joven, y no les
ahorrará nada. Entonces, el temor de él será más amargo en su país. Y ejecutará sig
nos sobre ellos. como los egipcios lo hicieron con ellos, durante treinta y cuarenta
afios, y los castigará (Asunción de Moisés, vi, 2-6, edición Charles).
17. El Manual de disciplina de Qumran declara: «Y cuando estas cosas lleguen a
ocurrirle a la comunidad de Israel, en ese momento determinado se separarán por la
mitad de Ja población de hombres perversos para ir al desierto a preparar allí el Ca
mino de El, tal y como está escrito: "En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en
la estepa una calzada recta a nuestro Dios" (Is xi, 3). Así es el estudio de la Ley...
para actuar de acuerdo con todo lo que se ha revelado tiempo tras tiempo, y de acuer
do con lo que los profetas revelaron mediante Su Santo Espíritu ».
18. Josefo, Antig. XVII, x, 5.
Capítulo 2. El que ha de venir
l. Is xi, 4.
2. Salmos de Salomón, xvii, 35-42.
3. Sal xlv, 7; xi, 7-8.
4. Salmos de Salomón, xvii, 28-31.
5. Me iii, 22; vii, l.
6. Jn vii, 40-43, 51-52; viii, 48.
7. Jn xi, 7-8.
8. Véase Segunda parte, capítulo 2: «Sectarios del norte de Palestina y orígenes
cristianos».
9. Is xi, 1; Mt ii, 23.
10. La regla de la comunidad, viii. Los manuscritos del mar Muerto en inglés, Tr.
Vermes.
11. Mt xxvi, 28; Is liii, 11.
12. Le xxiv, 26. Véase Segunda parte, capítulo 3: «El Justo sufriente y el Hijo del
hombre» .
13. Véase Segunda parte, capítulo 1: «El mesianismo y el desarrollo del cristia
nismo » .
14. Israel es llamada Hijo de Dios, el Primogénito, La Única engendrada y muy
amada, y Salomón hijo de David, y por interpretación al Mesías se le pone en una rela
ción filial con Dios (véase Segunda parte, capítulo 1). Pero esta filiación sólo significa
una asociación más estrecha en cuanto a representar a Dios y cumplir con su voluntad.
15. Véase Segunda parte, capítulo 4: «La confección de los Evangelios».
16. Mt xvi, 21. A intervalos, Jesús repitió su predicción (Mt xvii, 22-23; xx. 17;
xxvi, 2).
228
17. Véase Me ix, 12; Jn v. 46; Mc xiv, 21; Le xxiv, 44-47.
18. Josefo, Guerras, 11. viii, 6.
19. Ritmo contra los judfos, un sermón pronunciado el Domingo de Ramos. Po
demos citar aquí a Stather Hunt: «Es significativo que, al parecer de un modo total
mente independiente, tanto los eruditos antiguos como los modernos lleguen a la
misma conclusión: que los Evangelios son material testimonial puesto en forma na
rrativa» (Fuentes evangélicas primitivas, p. 236).
20. El enigma del Nuevo Testamento, pp. 160 y 250.
21. Véase Jn ii.4; vii. 6-8; xii, 27; Me xiv, 41.
22. El enigma del Nuevo Testamento, p. 254.
Capítulo 3. Ha naddo un niño
l. Jesús nació en Belén según las historias de la natividad, porque era la ciudad
de David y debido a la predicción de Mi v, 2; pero algunas dudas al respecto se expre
san en Jn vii, 41-42. En cuanto al problema cronológico véase Segunda parte, capítu
lo 6: «Algunos misterios evangélicos».
2. En el Genesis Apocryphon, encontrado entre los pergaminos del mar Muerto,
el principio perdido hablaba al parecer del milagroso nacimiento de Noé, y el texto
comienza con la sospecha de su padre Lamec de que su esposa ha quedado encinta
de un ángel y que, en consecuencia, le ha sido infiel. Ella lo rechaza. (Véase Vermes,
Los pergaminos del mar Muerto en inglés.) De Abraham se dijo que cuando nació
una estrella apareció en el este y se movió por los cielos. Los hombres sabios acudie
ron al rey Nimrod y le informaron que eso significaba el nacimiento de un nifto desti
nado a ser grande. El terror se apoderó del rey, que envió a buscar a sus consejeros.
quienes le aconsejaron que matara al hijo de Terah. El rey envió a sus soldados para
matar al nifto, pero Dios lo protegió enviando al ángel Gabriel para que lo ocultara
entre nubes y nieblas. Más tarde, Terah, temiendo por la vida del niño, huyó secreta
mente del país. (Véase Libro de Jashar y Maase Abraham.)Sobre el nacimiento de
Moisés, la leyenda dice que el faraón decretó la muerte de los niftos israelitas de sexo
masculino debido a un sueño que los magos interpretaron que significaba que, por
medio de un nifto israelita, Egipto sería destruido. Amram, cuya esposa estaba en
cinta, se sintió alarmado por el decreto; pero Dios le habló en un suefto y le dijo que
el niño que le nacería sería alguien a quien los egipcios temerían. Sin embargo, tenía
que ocultarlo de quienes intentarían destruirlo. y se convertiría en el liberador de los
hebreos. (Véase Targum de Palestina y Josefo, Antig. 11, ix, 3-4.)
3. Mártir Justino, Primera apologfa, xxi-xxii.
4. Según una historia. Olimpia, antes de su matrimonio con Filipo de Macedonia,
softó que un rayo caía del cielo encendiendo un fuego en su vientre, indicando así el
origen celestial de su hijo Alejandro. Otra historia habla de una serpiente que hacía
compaftía a Olimpia mientras ésta dormía. Filipo lo vio y consultó el oráculo délfico,
que le informó de que el dios Júpiter Amón se había desposado con su mujer en for
ma de una serpiente. Alejandro fue el descendiente de dicha unión. (Véase Plutarco,
Vida de Alejandro Magno). En el caso de Apolonio, el famoso sabio que vivió en la
segunda mitad del siglo I d. de C., se contaba que el dios Proteo se le apareció a su
madre antes de su nacimiento. Ella no sintió ningún miedo, sino que le preguntó qué
clase de niño daría a luz. «A mí mismo», contestó él. «¿ Y quién eres tú?», preguntó
ella. «Soy Proteo, el dios de Egipto», le dijo él. (Véase Filóstrato, Vida de Apolonio
de Tiana.)
5. Véase Segunda parte, capítulo 5: «La segunda fase».
6. Los católicos romanos, debido a la doctrina de la perpetua virginidad de María,.
están obligados a sostener que los hermanos y hermanas de Jesús fueron los hijos que
tuvo José con una esposa anterior. Los Evangelios no justifican esta enseftanza,
puesto que se afirma que José mantuvo relaciones sexuales con María después del
229
nacimiento de Jesús, que fue el primogénito (Mt i, 25). Los otros niflos de la familia
son descritos como hermanos y hermanas de Jesús en los Evangelios sin afladir nin
guna otra cualificación, y no se dice nada de que José hubiera estado previamente ca
sado.
7. Josefo, Antig. XV, x, 5.
8. El propio Jesús predicó con frecuencia en las sinagogas de Galilea.
9. Véase Segunda parte, capítulo 6: «Algunos misterios evangélicos».
10. Le i, 32, 35.
11. Véase Segunda parte, capítulo 5: «La segunda fase». Josefo dice (Vidas) que
fue celebrado de niflo por su aprendizaje y que cuando sólo tenía catorce aíios era
consultado a menudo por los sumos sacerdotes y doctores de Jerusalén.
12. Me i. 12-13, 35; vi, 45-46; xiv, 32-35.
13. Mt vi, 6-13.
Capítulo 4. Los años de formación
l. Jn ii, l.
2. Me iii, 21, 31-35.
3. 2 S vii, 14.
4. Sal ii, 7.
5. Véase Segunda parte, capítulo 2: «Sectarios del norte de Palestina y orígenes
cristianos».
6. Véase Segunda parte, capítulo 2.
7. Los comentarios bíblicos de Qumran son extremadamente reveladores, y pue
den ser consultados en la traducción de G. Vermes, Los pergaminos del mar Muerto
en inglés (Penguin Books). Se llama especialmente la atención acerca del Comenta
rio sobre Habacuc y sobre el del Salmo xxxvii. Damos aquí un ejemplo de cada uno
de ellos. Los corchetes indican la existencia de palabras restauradas, allí donde los
manuscritos eran defectuosos.
Comentario sobre Habacuc
[ Pues la violencia hecha al L1'bano te cubrirá, y la matanza de los animales] te ate
rrará, por la sangre del hombre y la violencia a la tierra, a la ciudad y a todos los que
la habitan (Ha ii, 17).
Interpretado, este texto se refiere al Sacerdote Malvado, en el sentido de que se
le pagará la misma recompensa que él ofrecerá a los Pobres. Porque Líbano es el
Consejo de la Comunidad; y los animales son los Simples de Judá que observan la
Ley. Al igual que él maquinó la destrucción de los Pobres, Dios le condenará a la des
trucción. En cuanto a lo que él dijo.por la sangre del hombre y la violencia a la tierra,
a la ciudad, interpretado, la ciudad es Jerusalén, donde el Sacerdote Malvado come
tió abominables actos y deshonró el Templo de Dios. La violencia hecha a la tierra se
refiere a las ciudades de Judá, donde él robó a los pobres, quitándoles sus posesio
nes.
Comentario sobre el Salmo xxxvii
Desenvainan la espada los impíos, tienden el arco, para abatir al mísero y al pobre,
para matar a los rectos de conducta. Su espada entrará en su propio corazón, y sus ar
cos serán rotos (14-15).
Interpretado, esto se refiere a los impíos Efraím y Manasés, que tratarán de po
ner las manos encima al Sacerdote (es decir, al Maestro de Virtud) y a los hombres
de este Consejo, se abalanzarán sobre ellos en el momento del juicio. Pero Dios los
redimirá de entre sus manos. Y más tarde ellos (es decir, los impíos) serán entrega
dos en manos de los violentos entre las naciones para el juicio...
8. Santiago, el hermano de Jesús, utilizó esta técnica para confirmar que los gen
tiles responderían al Evangelio (Hch xv, 14-18), y el fariseo Johanan, hijo de Zacai,
también lo hizo así para predecir la destrucción del Templo, que se produjo en el 70.
230
9.En el Comentario de Habacuc es llamado «el Sacerdote [en cuyo corazón] Dios
puso [comprensión] para que pudiera interpretar todas las palabras de sus siervos los
profetas, a través de quienes El predijo todo lo que le ocurriría a su pueblo y [a su
país)» (11). También se le llama el «Maestro de Virtud,a quien Dios dio a conocer
todos los misterios de las palabras de sus siervos los profetas» (VII).
10.Jn viii,57.
Capítulo 5. El Ungido
l. Za xiii. 4; 2Ri. 8.
2.2Rii.8.
3. Véase Schonfield. El libro perdido de la natividad de Juan.
4.Mt ii,23; iii, l.
5.El texto se da en el apéndice a La guerra de los jud(os en la traducción que hace
Thackeray de Josefo (Biblioteca Clásica Loeb). En la versión eslava. el Bautista es
llevado ante Arquelao y los doctores de la Ley,amenazado con el castigo y puesto en
libertad.
6.MI iii, 1; Is xi,iii.
7.2Rv,10.
8. Is xi. 2-4.
9.2 S vii,14; Sal ii, 7.
10.En los registros mandeanos. Jesús intenta ser bautizado por Juan y al princi
pio es rechazado por impostor.Juan acepta finalmente debido a un mensaje que reci
be.El pasaje está en el Sidra d'Yahya (El Libro de Juan), sección 30.Se da una tra
ducción en G. R.S.Mead,El Bautista gnóstico, pp. 48-51.
Capítulo 6. Intento y fracaso
l. Véase Segunda parte. capítulo 6: «Algunos misterios evangélicos».
2.Is lxi,1-2.
3. Is ix,1-2.
4.Sal lxxviii. 2.
5. Mt xi. 2-6.
6.Is lviii. 13-14.
7.Algunos pasajes en los Profetas parecieron anunciar tal rechazo a la llamada al
arrepentimiento.Véase Is vi. 9-10. citado en el texto. al final del presente capítulo.
8.Is liii,6.
9.Véase Mt xi. 16-19. 21-23; xii,39-42; Le x,13-15; xi,29-32.
10.Is vi. 9-10; Mt xiii,13-15.
Capítulo 7. La revelación
l.Véase Segunda parte,capítulo 4: «La confección de los Evangelios».
2.Le xiii. 31-33.
3.Me viii,31.
4.Me ix. 3; x. 32-34.
5.Sal ii.1-2.
6.Véase Segunda parte,capítulo 6: «Algunos misterios evangélicos».
7.Sal ii,2; Is liii. 3; Sal cxviii. 22; Sal xli. 5-7; Za xiii. 6-7; Sal cix. 2-4.
8.Is 1,6; Is liii. 7-8; Sal xxii. 6-18; Sal lxix,20-26; Za xii. 10.
9.Sal cxxxviii,7-8;Sal xviii. 5-7.16-17; Osvi.1-2;Salxvi.8-11; Sal xlix.15; Salxxi.1-5
10.Véase Segunda parte. capítulo 4: «La confección de los Evangelios».
231
Capítulo 8. Preparando el escenario
l. Jn vii.
2. Jn vii-ix.
3. Jn i, 28; X, 40-42.
4. Jn xi, 54.
5. Me x, 1; Mt xix, l.
6. Le ix, 51-53; X, 38-39.
7. Le xvi, 19-31. De acuerdo con la parábola el destino del hombre rico en el in
fierno es contrastado con el de Lázaro. El rico ruega a Abraham que envíe a Lázaro
para avisar a sus hermanos, «y no vengan también ellos a este lugar de tormento».
Abraham replica: «Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan». Pero el rico insis
te: «No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se
convertirán». A lo que Abraham replica: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tam
poco se convencerán, aunque un muerto resucite». En la historia no se nos dice si Lá
zaro ha resucitado de entre los muertos, como ocurre en el Evangelio de Juan; pero
la coincidencia del nombre, asociado con la resurrección, no es probable que sea for
tuita.
8. Me xiv, 49; Mt xxvi, 55; Le xxii, 53.
9. Véase la Segunda parte, capítulo 4: «La confección de los Evangelios».
10. Véase la Segunda parte, capítulo 5: «La segunda fase».
11. Véase Le xiii, 1; y Me xv, 7.
12. Is xxvi, 19.
13. Os xiv, 4-5.
Capítulo 9. Llega el rey
l. Jn x, 25-30. Véase el argumento (arriba, pp. 68 y 70).
2. Mt xvii, 24-27.
3. Mc x 32.
4. Za ix, 9.
5. La cronología preferida por este autor dataría la crucifixión en la Pascua de la
primavera del año 36. Las razones se dan en la Segunda parte, capítulo 6: «Algunos
misterios evangélicos». La cuestión del tributo no entra en conflicto con este punto
de vista, e incluso lo apoya en cierta medida.
6. Véase la Primera parte, capítulo 3: «Ha nacido un niño».
Capítulo 10. El complot madura
l. Véase Me xi, 11, 12, 15, 19, 20, 27; xiii, 1; xiv, 1, 3, 12, 17, 26, 32, 46, 53; xv, 1,
25, 34, 42.
2. Le vii, 36-50.
3. Jn xviii, 28; xix, 14.
4. Jn xiii, l.
5. Lc xxii, 1-6; Mc xiv, 10-11.
6. Jn xiii, 2.
7. Sal xli, 9; Jn xiii, 18.
8. Jn vi, 64, 70-71.
9. El historiador romano Tácito dice: «Entre las calamidades del período negro
la más grave de todas fue el espíritu degenerado con el que los primeros hombres del
Senado se sometieron al penoso trabajo de convertirse en informadores comunes; al
gunos de ellos sin el menor sonrojo, a la luz del día; y otros mediante artificios clan
destinos. El contagio fue epidémico. Parientes cercanos, extraños de sangre, amigos
232
y extranjeros, conocidos y desconocidos, todos se vieron implicados. sin distinción,
en un peligro común. El hecho recientemente cometido y el cuento revivido eran
igualmente destructivos. Las palabras eran suficientes por sí solas... Los informado
res se esforzaron, como si estuvieran participando en una carrera. para ver quién era
el primero en arruinar a su hombre; algunos para asegurarse a símismos; la mayor
parte infectados por la corrupción general de los tiempos» (Anales, Libro VI, vii).
10. Que el discípulo bien amado poseía una casa en Jerusalén nos lo confirma el
cuarto Evangelio, donde se afirma que. en la cruz, Jesús le confió a su madre, «y des
de aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn xix, 27). Los discípulos estuvie
ron en esta casa después de la crucifixión, donde María Magdalena acudió en busca
de Pedro y del discípulo bienamado (Jn xx. 2; Le xxiv. 33). Al principio de los Hechos
encontramos a los discípulos reunidos en una sala superior de una,casa, en Jerusalén,
presumiblemente la sala superior de la casa donde se celebró la Ultima Cena, y ésta
es identificada como el hogar de Juan, el discípulo bienamado, puesto que la madre
de Jesús está allí con sus hermanos (Hch i, 13-14).
11. Za xiii, 7.
12. Marcos dice: «antes que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres»
(xiv, 30). No debemos hacer demasiado caso de las cifras. que sólo son una forma he
brea de enfatizar, que se encuentra con frecuencia en la Biblia. Lo que Jesús le dijo
a Pedro significaba sencillamente: «Tú. el leal, me negarás igual que los demás». Las
palabras se literalizan en los Evangelios, sin apreciación alguna por el lenguaje he
breo, de modo que el gallo tiene que cantar dos veces en Marcos, y Pedro tiene que
negar a Jesús en tres ocasiones.
13. Is liii. 12. Una vez más, no se deben tomar las palabras de Jesús literalmente.
No les estaba diciendo a sus discípulos que se armaran. sino indicándoles que ahora
se encontrarían solos, abandonados a sus propios recursos, y que serían tratados
como rebeldes.
Capítulo 11. Todo ha tenninado
1. Éste es el significado de las palabras hebraicas «Mi alma está muy triste. incluso
hasta la muerte».
2. De los gentiles se pensaba que eran unos pecadores porque no observaban las
leyes de Dios entregadas a Moisés, del mismo modo que eran considerados aquellos
judíos pecadores que vivían como los gentiles, violando la Ley. Véase Gal ii, 14-15;
Mt ix, 10-11. Los sumos sacerdotes tenían a su disposición una pequefta fuerza reclu
tada entre gentes de muchas nacionalidades, así como siervos y esclavos no judíos.
3. Por las inscripciones y por Josefo sabemos que el nombre Maleo o Malico era
de uso común entre los árabes y sirios.
4. La naturaleza de la conexión no es segura. Algunos eruditos sostienen que
Juan, el sacerdote, era un pariente de Anás, leyendo gnorimos en lugar de gnostos,
como en el Código Púrpura de Patmos. En cualquier caso. está claro que se trataba
de una persona de cierta posición, y no se le debe confundir con el tempestuoso pes
cador galileo Juan, hijo de Zebedeo.
5. Véase capítulo 10, nota 12.
6. Véase Lv xxiv, 16.
7. Vitelio, el legado de Siria, estaba ansioso por ganarse al pueblo judío mediante
concesiones al sentimiento nacional, y uno de los actos relacionados con esta actitud
fue la destitución de Caifás (Josefo, Antig. XVIII, iv, 3). Muchos años más tarde.
cuando Anás, hijo del Anás de los Evangelios, era sumo sacerdote, Santiago, el her
mano de Jesús, fue detenido y ejecutado gracias a la convocatoria de una reunión ile
gal del Sanedrín, mientras estaba de camino un nuevo gobernador de Judea que ve
nía a hacerse cargo de su puesto. Algunos de los ciudadanos dirigentes de Jerusalén
protestaron ante el gobernador por esta acción arbitraria. a raíz de lo cual éste escri-
233
bió al sumo sacerdote amenazando con castigarle. y Agripa II destituyó a Anás del
sumo sacerdocio después de que éste hubiera desempeñado su cargo sólo durante
tres meses (Josefo,Antig. XX,ix,1).
8. La reiteración sólo se encuentra en Lucas,pero Juan da la repetición del grito:
«¡Fuera! ¡Fuera!» (Jn xix,15). Si confiamos en estos reflejos de la tradición de Jeru
salén, nos indicarían la presencia de una multitud compuesta principalmente por no
judíos,no acostumbrados a «vanas repeticiones» (Mt vi,7). Un ejemplo de ello es:
«César, ¡que los prisioneros sean arrastrados! César,¡que los prisioneros sean arras
trados!».
9. Estos augustos personajes no se habrían molestado en asistir personalmente a
la crucifixión y, en cualquier caso,los Evangelios dejan bien claro que estaban ansio
sos por no verse relacionados con la ejecución en las mentes del pueblo judío. Juan,
el sacerdote,que estuvo al pie de la cruz,no hace mención alguna de su presencia.
Jesús había dicho que caería en manos de aquellas autoridades y que se burlarían de
él. Esto fue suficiente para crear la historia,sobre la base del testimonio del Salmo
xxii, 7-8.
10. Véase la Segunda parte,capítulo 6: «Algunos misterios evangélicos».
11. Jn xix, 28-30.
12. Is xi,10-12.
Capítulo 12. Me enseñarás el camino de la vida
1. l Co xv,51-53.
2. Sal cxxxviii; Sal xviii; Sal xlix; Sal xvi; Os vi; Sal xxi. Incluso Sal xxii,el salmo
de la «crucifixión», habla de ayuda en caso de apuro y de liberación (v. 20-25).
3. Véase la Segunda parte,capítulo 5: «La segunda fase».
4. Josefo,Antig. XX, v,2.
5. Josefo, Guerras VII,ii, 2.
6. Véase la Segunda parte,capítulo 1: «El mesianismo y el desarrollo del cristia
nismo».
7. Josefo. Guerras V,ii,2.
8. La evidencia adversa que hemos citado procede de la autobiografía de Josefo.
publicada poco después del año 100. Si Marcos hizo uso de ella en su Evangelio tuvo
que haber sido escrito con posterioridad. lo que parece improbable,a menos que sos
tengamos la teoría de un borrador anterior de Marcos ( Ur-Marcos), en el que no se
dieran los detalles en cuestión. En conjunto,y habiendo observado las coincidencias,
es mucho más seguro tratarlas en este sentido simplemente como lo que son. Con el
incidente adicional de Mateo y,en general,con Lucas,el caso de dependencia de Jo
sefa es aún más fuerte, puesto que la conexión se establece con obras de este historia
dor publicadas entre los años 75 y 95.
9. Sal lxix, 21.
10. Me xv,43,45.
11. Jn xix. 34-37.
Capítulo 13. Él no está aquí
l. Is xxviii. 15.
2. El entierro de Jesús, del profesor J. Spencer Kennard,Jr. (Journal of Biblical
Literature, vol. lxxiv, 1955).
3. Tertuliano. De Spectaculis xxx. U1' eco de esta historia se encuentra en el si
glo IX en la Epístola contra Judaeos, de Amulo,arzobispo de Lyon,quien cita una
tradición judía según la cual cuando Jesús fue bajado de la cruz, se le colocó en una
tumba «en un cierto huerto lleno de coles» (caulibus pleno).
234
4. El Libro de la Resurrección, Manuscritos Orientales núm. 6804, Museo Britá-
nico.
5. Jn XX, 15.
6. Le xxiv. 24; Jn xx, 2-10.
7. En El asno de oro, «un viajero se encuentra con dos campesinos discutiendo
muy en serio sobre un milagro local, interviene en la conversación, y sigue con ellos
hasta llegar adonde iba. Más tarde, uno de los campesinos dice: "Seguramente debe
de ser usted un extraño por aquí, si es ignorante ... " de otro milagro» (El Evangelio
nazareno restaurado, p. 763).
8. Cleofás era hermano de José, padre de Jesús. El otro discípulo muy bien pudo
haber sido su hijo Simeón, primo hermano de Jesús, quien más tarde sería elegido lí
der de los nazoreanos, tras la muerte de Jacobo (Santiago), el hermano de Jesús.
9. Jn xx, 8.
10. Mt xxviii, 16-17.
Capítulo 14. Fe y actos
l. El profesor Hugh Anderson, en su libro Jesús y los orígenes cristianos. ha dicho
de los teólogos dialécticos que «cierran la puerta ante cualquier conocimiento directo
del Jesús humano, adquirido mediante métodos históricos científicos, como un ele
mento en la fe».
2. Is xi, 9.
3. St ii. 14-26 (traducida por Hugh Schonfield en El auténtico Nuevo Testamento).
Segunda parte
LAS FUENTES Y EL DESARROLLO DE LA LEYENDA
Capítulo l. El mesianismo y el desarrollo del cristianismo
l. Jn xx, 30-31; xxi, 25.
2. Véase Schonfield, E/judío de Tarso y Santos contra el César, y también el capí-
tulo 4: «La confección de los Evangelios».
3. Salmos de Salomón; Comentario de Habacuc (pergaminos del mar Muerto).
4. Apocalipsis de Baruc xxxix, 5-7.
5. Josefo, Guerras VI, v, 4. Los autores romanos asumen un punto de vista singu
lar; véase Tácito, Hist. v, 13; Suetonio, Vespas. 4. El oráculo no se especifica, pero
probablemente Josefo aludía a la profecía de la estrella que aparece en Nm xxiv, 17-
18. El Targum de Onkelos parafrasea aquí el pasaje: «Cuando unrey surja de Jacob,
y el Mesías de Israel haya sido ungido, derrotará al príncipe deMoab, y reinará sobre
los hijos de los hombres; y Edom [es decir, Roma] será heredada».
6. Schonfield, Santos contra el César, p. 142.
7. Josefo. Antig. XX, ix, 1; y Egesipo, Memorias (citado por Eusebio. Hist.
ecles., Libro 11, cap. xxiii).
8. Eusebio, Hist. ecles.. Libro III, cap. v (véase Me xiii, 14-18). Una variación de
la tradición es ofrecida por Epifanio, Adv. Haeres. XXX, ii. 2 y Mens et Pons xv.
9. Josefo, Guerras 11, xviii, 11; xix, l.
10. Josefo, Guerras 111, iv, 1; x, 9.
11. S. G. F. Brandon, La caída de Jerusalén y la Iglesia cristiana.
12. Jn i, 41, 45; Hch ii, 30.
13. Véase Hch v, 26.
14. Carta de Claudia a los alejandrinos.
235
15. Suetonio, Claudio xxv; Dio Casio lx, 6; Hch xviii, 2..
16. Hch xvii, 6-7.
17. Hch xxiv, 5.
18. Las circunstancias se vieron repetidas antes de la segunda revuelta judía, du
rante los viajes misioneros del rabino Akiba, quien de hecho era culpable de haber
hecho lo que a Pablo se le acusó erróneamente de hacer. Véase Schonfield, El judío
de Tarso, p. 181.
19. Rm xiii; 1 Tm ii, 1-3; 1 P ii, 12;17.
20. Tácito, Anales xv, 44.
21. Suetonio, Cayo xxii.
22. Suetonio, Domic. xiii.
23. Me xiv, 61; Mt xvi, 16; Le i, 32; Jn i, 49; vi, 69; xx, 31.
24. Jn XX, 28.
25. 2 S vii, 13-14; Sal ii. 6-8.
26. Ex iv, 22; Os xi, 1; Apoc. de Ezra vi, 55; Jr xii, 7.
27. Véase Schonfield, El judío de Tarso, cap. vii.
28. 2 Ts ii, 3-4.
29. La oración Alenu (Libro judío autorizado de oraciones).
30. Hch ix, 15; xvii, 22-31; xxvi, 16-20; Ga ii, 7.
31. Justino, Diálog. lxxx.
32. Para un tratamiento más completo de la historia y las creencias judeo-cristia
nas véase Schonfield, El judío de Tarso y Santos contra el César; véase también Bran
don. La caída de Jerusalén y la Iglesia cristiana, y Schoeps, Theologie und Geschichte
des Judenchristentums.
Capítulo 2. Sectarios del norte de Palestina y orígenes cristianos
l. Is xi, l.
2. Polémica mandeana, E. S. Drower, Bulletin of the School of Oriental and Afri-
can Studies, Vol. XXV. parte 3.ª
3. Plinio, Historia Natural v, 81.
4. Reconoc. Libro I, liii-Iiv.
5. Mt xi.12.
6. T. J.• Sanedrín, 29c. Véase Schonfield, Secretos de los pergaminos del mar
Muerto.
7. Se sospechó de Jesús como Galileo y se le vilipendió como «samaritano poseí-
do por el demonio».
8. Jr XXXV, 5-10.
9. Eisler, El Mesías Jesús y Juan el Bautista, pp. 234 y ss.
10. Matthew Black, Los pergaminos y los orlgenes cristianos, p. 81.
11. Ga i, 17.
12. Véase E. S. Drower, El Adán secreto. y Schonfield, El judío de Tarso, cap. vii.
13. «Dejó un vestigio de Israel» (Documento de Damasco, Rm xi, 5). «Le puso
ante él la amorosa sabiduría y el consejo de Dios. La prudencia y el conocimiento le
penetraron. El prolongado sufrimiento está con él y el más generoso perdón» (Docu
mento de Damasco, Rm xi, 32-34). «Yun poder y una gran furia de fuego (todos los
ángeles de la destrucción) caerán sobre los que se apartaron del camino, y la Estatua
aborrecida. de modo que no quedará vestigio, y ningún escape para ellos» (Docu
mento de Damasco 11; 2 Ts i, 7-9). Al igual que los pergaminos del mar Muerto, Pablo
también se refiere a los Hijos de la Luz y de la Oscuridad, Epif v, 8.
14. T. B. Sotah, 47a. Véase R. Travers Herford, Cristianismo en el Talmud y en
la Midrash. pp. 97 y ss. Entre los pergaminos del mar Muerto, el Documento de Da
masco habla de lo que Elisha le dijo a Gehazi, vii.
15. Hch iii, 14-18.
236
16.Hch vii.52.
17.Egesipo,citado por Eusebio,Hist. ecles.. Libro 11,xxiii.
18.Black,Los pergaminos y los or{genes cristianos. p.83.
19.Me iii,21; Jn vii,3-5.
Capítulo 3. El Justo sufriente y el Hijo del hombre
l.Sb ii,12-20,RSV.
2. Vermes, Los manuscritos del mar Muerto en inglés, p.155.
3. Vermes,op. cit.• p.50.
4. Gn xlix,24.
5.Gn xxviii,10-22.
6.Is xxviii,16.
7.Sal cxviii,22.
8.Dn ii,29-45.
9. Testamento de Benjamín iii,1-7.
10.Jubileos xxxiv. 12-18.
11. Véase Sal lxxviii. 67; lxxx,1; Ez xxxvii, 16,19; Am v.6.15.
12. Véase Gn xlix,24; Dt xxxiii.17; y también Langdon.Liturgias babilónicas.
13.Ez xxxiv,23-24; xxxvii,24-25.
14. Sidra d'Yahya xi. Véase G. R. S. Mead, El gnóstico Juan el Bautista, p. 81.
15. Za xiii,7.
16.Véase Schonfield.El jud{o de Tarso. cap.vii. donde el tema se trata con algún
detalle.
17.Dn vii,13-14.
18. Sidra d'Yahya xxxii. Mead,op. cit., pp. 56 y ss.
19. Los manuscritos del mar Muerto en inglés, p. 50.
20. La regla de la comunidad iv.
21. Véase Rev.xii,1-6.
22.Himnos III. 4.Trad.Vermes,op. cit., p.157.
23. Matthew Black, Los manuscritos del mar Muerto y los or{genes cristianos,
p. 81.
24. Enoc, Similitudes xlvi, 1-5; xlviii, 1-10; lxii, 2-16. Véase también lxix, 26-
29.
25.Los pasajes citados están por orden: Mc viii,38; xiii.26; xiv,62; Mt xiii,41-42;
xvi. 27; xix,28; xxv,31-32; Jn v,27.
Capítulo 4. La confección de los Evangelios
1.1 Co xi,23-25; xv,1-7.
2.Rm i,3.
3. Ga ii,2.
4.Judas 3.
5. Véase Me xv, 24 con Sal xxii, 18,y Me xv, 29 con Sal xxii. 7. Véanse especial-
mente Hoskyns y Davey, El enigma del Nuevo Testamento, cap.iv.
6.Me ix,12 y véase Me xiv,49.
7.Mártir Justino, 1. Apol. lxvi y lxvii; Didl. lxxxviii, etcétera.
8. J. Rende! Harris, Testimonios, Vols. I y 11; A. Lukyn Williams, Adversos Ju
daeos.
9.El pasaje es introducido en Guerras 11,xi,6.Todas las adiciones eslavas se dan
en el Apéndice al Vol.III de Josefo,en la Biblioteca Clásica Loeb.
10.Tácito,Anales. XV. 44.
11. Euseb.• Hist. ecles., Libro V,xviii. Véase Me xvi.15; Mt xxviii,19.
237
12.Hch xii,24-xiii,3.
13. Euseb. Híst. ecles., Libro III,v.
14.Euseb. Hist. ecles., Libro 111,xxxix.
15. Justino,1 Apol., xxxii.
16. Véase Hch xv,39.
17.Expositor, VII,vii,p. 507.
18. Euseb. Híst. ecles., Libro V,x.
19.1 Cro xv,3-4. Véase Is liii,8.
20.Justino,1 Apol., xxxii.
21. Justino, 1 Apol., xxxi.
22. Sanedrín xliiia. VéaseSchonfield,De acuerdo con los hebreos, pp. 52 y ss.
23. 2 Tm i,15,y véaseS. G.F. Brandon,La caída de Jerusalén y la Iglesia cristia
na, cap.x.
24. Flp i, 14-17; iii, 1-8. El Evangelio había sido llevado por los nazoreanos a
Roma mucho antes de que Pablo fuera llevado como prisionero a la ciudad, como
muestra su Epístola a los Romanos.
25.Flm 24; 2 Tm iv,11.
26.1 p V,13; 2 p iii,15-16.
27.El mártir Justino se basa en la información «de recuerdos» dada en Me iii,16-
17,y el pasaje se puede leer como para implicar que conocía a Marcos como el memo
rialista de Pedro (Diál. cvi).Existen dudas,sin embargo,sobre si el «él» del texto se
refiere a Pedro o a Jesús,y Justino puede que sólo esté hablando de los recuerdos re
lativos a Jesús,y no de los de Pedro.
Capítulo S. La segunda fase
l. Rev.xi,7-8.
2.Rev.xiii, 4.
3.Jn xiv-xvii.
4.Euseb.Hist. ecles., Libro III,xi.
5.Véase R.Travers Herford, Cristianismo en el Talmud y la Midrash.
6.Euseb.Hist. ecles. Libro IV,v.
7.R. Travers Herford. op. cit ..
8.S.G.F. Brandon,La caída de Jerusalén y la Iglesia cristiana, cap.x.
9. Véase Brandon,op. cit., cap. ix,p. 169 y s.
10.Euseb. Hist. ecles., Libro III,xii.
11.Le ii,52.
12.2S v,4.
13.Gn xli,46.
14. Josefo,Antig. XVIII, xi; véase Le xix,12-27 y Mt xxv,14-30.
15.Josefo,Antig. XVIII,iii,2; Le xiii, l.
16.Josefo,Antig. XX,vi,1; Le ix,52-53.
17.Josefo,Guerras 11,x,4; Le vii,1-10.
18.Mt vii,24-27; Le vi 47-49.
19.Me ii,4; Le v,19.
20.Jn xviii,15-16.
21. Hch i,13-14.
22.Schonfield, El auténtico Nuevo Testamento, prefacio al Evangelio de Juan.
23.Jn xix,35 y xxi,24; cap.I Jn i,2.
24.Schonfield, El auténtico Nuevo Testamento, prefacio al Evangelio de Juan.
25.Jn xxi,21-23.
238
Capítulo 6, Algunos misterios evangélicos
l. Rudolf Bultman, Cristianismo primitivo en su ambiente contemporáneo, p. 84
(Fontana Library).
2. Josefo, Antig. XX, ix, l.
3. El Filipo conocido de los evangelistas (Me vi, 17; Mt xiv, 3; Le iii. 1) era Filipo,
el tetrarca medio hermano de Herodes Antipas, y se entiende que este Filipo fue el
esposo anterior de Herodías. La misma suposición se hace en un pasaje introducido
en la versión eslava de Las guerras judías, de Josefo ( véase Apéndice a las obras de
Josefo, Vol. III, pp. 646-647, Biblioteca Clásica Loeb). Sin embargo, y según Josefo,
Antig. XVIII, v, 4, el esposo anterior de Herodías era otro medio hermano llamado
Herodes, hijo de Herodes el Grande y de Mariamne, hija de Simón, el sumo sacerdo
te. No hay pruebas de que él también llevara el nombre de Filipo.
4. Josefo, Antig. XVIII, v, 1-2.
5. Mc vi, 21.
6. Jn viii, 57.
7. Josefo, Antig. XVIII, 3.
8. Le xiii, l.
9. Mc xv, 7.
10. Josefo, Antig. XVIII. iv. 1-2.
11. En Lucas el gobernador trata de salvar su responsabilidad enviando a Jesús a
Herodes Antipas, y cuando el tetrarca exonera a Jesús, se nos dice que «Aquel día
Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados» {Le xxiii, 12-
16). En Juan, cuando Pilato trata de poner en libertad a Jesús, se le amenaza, dicién
dole: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al
César» (Jn xix, 12).
12. Mt V, 17; X, 34.
13. Sal lxv, 7; lxxvii, 17; lxxxix, 9.
14. Sal lxxvii, 19.
15. Jb ix, 8.
16. Sal lxix, 1-2; xviii, 16.
17. Sal lxxviii, 20.
18. Sal cv, 40 y lxxviii, 24; cap. Jn vi, 30-31.
19. Dt xiv, 29; Sal xxii, 25-27; Jr 1, 19-20; Joel ii, 26.
20. En el antiguo latín y parcialmente en siriaco curetoniano; también en el Evan-
gelio de Pedro.
21. Ex xix, 18-19.
22. Is vi, 5-6.
23. Hag ii, 6-7, y cap. Heb. xii, 26.
24. Joel ii, 1-2 y 31.
25. Yom al-Din (Día del Juicio). Véase Gaster, Escatología samaritana, pp.
153-157.
26. 1 Co xii, 28-29.
239