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Texto Castoriadis. Periodismo de Danza

El documento habla sobre la creación cultural y la transformación social. Plantea que lo que está muriendo en Occidente es su cultura capitalista, pero que está naciendo un nuevo proyecto de sociedad autónoma. Sin embargo, este proyecto plantea desafíos sobre qué valores debería promover una sociedad autónoma y cómo crear una nueva cultura que sea compatible con dicha sociedad.

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Texto Castoriadis. Periodismo de Danza

El documento habla sobre la creación cultural y la transformación social. Plantea que lo que está muriendo en Occidente es su cultura capitalista, pero que está naciendo un nuevo proyecto de sociedad autónoma. Sin embargo, este proyecto plantea desafíos sobre qué valores debería promover una sociedad autónoma y cómo crear una nueva cultura que sea compatible con dicha sociedad.

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PERIODISMO DE DANZA

Taller Online Certificado

TRANSFORMACIÓN SOCIAL Y CREACIÓN CULTURAL

Cornelius Castoriadis

Hasta donde se sabe, los genes humanos no han sufrido deterioro, por lo menos hasta
ahora. Pero sabemos que las “culturas”, las sociedades, son mortales. Se trata de una
muerte que no es general ni necesariamente instantánea. Su relación con una nueva
vida, de la que puede ser condición, es un enigma siempre singular. La “decadencia
de Occidente” es un tema antiguo, y en el más profundo de los sentidos, es falso.
Este eslogan también quiso encubrir las potencialidades de un mundo nuevo que la

descomposición de “Occidente” plantea y libera; quiso esconder, en todo caso, el


problema de este mundo y sofocar el hacer político con una metáfora botánica. No
intentamos postular que esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se
marchitó.

Intentamos comprender qué es lo que muere en este mundo histórico social, cómo
muere y, de ser posible, por qué. También intentamos encontrar qué es lo que,
quizás, está naciendo. Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son
gratuitas, neutras o desinteresadas. La cuestión de la “cultura” se enfoca aquí como
una dimensión del problema político; y perfectamente puede decirse que el problema
político es un componente de la cuestión de la cultura en el sentido más amplio. (Por
política, claro está, no me refiero a la profesión del señor Nixon, ni a las elecciones
municipales. El problema político es el problema de la institución global de la
sociedad).

La reflexión no puede ser más “anticientífica”. El autor no movilizó un ejército de


asistentes, ni pasó decenas de horas frente a la computadora para establecer
científicamente lo que todo el mundo ya conoce de antemano: por ejemplo, que a
los conciertos de la música llamada seria sólo asisten ciertas categorías socio-
profesionales de la población. También es una reflexión llena de trampas y de
riesgos: estamos sumergidos en este mundo –y tratamos de comprenderlo e incluso
de evaluarlo-.
Evidentemente, es el autor quien habla. ¿En nombre de qué? En nombre,
precisamente, de ser parte integrante, de ser individuo participante de este mundo;
en nombre de lo mismo por lo que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a
escoger lo que combate y lo que sostiene en la vida social de la época.

Lo que está muriendo hoy, en todo caso, lo que se cuestiona profundamente, es la


cultura “occidental”. Cultura capitalista, cultura de la sociedad capitalista, pero que
supera ampliamente este régimen histórico-social, pues comprende todo lo que éste
ha querido y podido retomar de aquello que lo ha precedido, y muy particularmente
en el segmento “greco-occidental” de la historia universal. Esto muere como
conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de vida cultural,
como tipo histórico-social de individuos, como significado de la relación de la
colectividad consigo misma, con aquellos que la componen, con el tiempo y con sus
propias obras.

Lo que está naciendo, difícil, fragmentaria y contradictoriamente, desde hace más


de dos siglos, es el proyecto de una nueva sociedad, el proyecto de autonomía social
e individual. Proyecto que es una creación política en sentido profundo, y cuyas
tentativas de realización, desviadas o interrumpidas, ya han formado la historia
moderna. Son totalmente ilógicos los que a partir de estas desviaciones o
interrupciones quieren concluir que el proyecto de una sociedad autónoma es
irrealizable. No he tenido noticias de que la democracia haya sido desviada de sus
fines bajo el despotismo asiático, ni de que las revoluciones obreras de los Bororo
hayan degenerado.

Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de mujeres, de jóvenes,


de minorías “culturales”, étnicas, regionales son pruebas de la emergencia y la vida
continuada de este proyecto de autonomía. La cuestión de su porvenir y de su
“cumplimiento” –la cuestión de la transformación social en un sentido radical- queda
evidentemente abierta. Pero también queda abierta o, mejor dicho, debe ser
nuevamente planteada una cuestión nada original, por cierto, que no obstante es
redescubierta regularmente por los modos de pensamiento heredados, aun cuando
pretenden ser “revolucionarios”: la cuestión de la creación cultural en sentido
estricto, la aparente disociación entre el proyecto político de autonomía y un
contenido cultural; las consecuencias, pero sobre todo los presupuestos culturales
de una transformación radical de la sociedad. Las páginas que siguen quieren
elucidar, parcial y fragmentariamente, esta problemática.

Considero aquí el término cultura en una acepción intermedia entre su significado


habitual en francés (las “obras del espíritu” y el acceso del individuo a ellas) y su
sentido dentro de la antropología estadounidense (que cubre la totalidad de la
institución de la sociedad, todo aquello que diferencia y opone sociedad, por una
parte, y animalidad y naturaleza, por la otra). Entiendo aquí por cultura todo lo que
supera, en la institución de una sociedad, la dimensión conjuntista-identitaria
(funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad invisten positivamente
como “valor” en el sentido más general del término: en definitiva, la paideia de los
griegos. Como su nombre lo indica, la paideia contiene también indisociablemente
los procedimientos instituidos por medio de los cuales el ser humano, durante su
fabricación social como individuo, es conducido a reconocer y a investir
positivamente los valores de la sociedad. Estos valores no son dados por una
instancia externa, ni descubiertos por la sociedad en sus yacimientos naturales o en
el cielo de la Razón. Son creados por cada sociedad considerada, como núcleos de
su institución, referencias últimas e irreductibles de la significancia, polos de
orientación del hacer y del representar sociales.

Por lo tanto, es imposible hablar de transformación social sin afrontar la cuestión de


la cultura en este sentido -y de hecho, la afrontamos y “respondemos” a ella hagamos
lo que hagamos-. Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la aberración relativa
del Proletkult fue aplastada por la aberración absoluta de la asimilación de la
culturamcapitalista -y éste ha sido uno de los componentes de la constitución del
capitalismo burocrático total y totalitario sobre las ruinas de la revolución-.

Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre la creación


cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo. Podemos hacerlo
mediante ciertas interrogaciones, y lo que éstas presuponen, implican o traen
aparejado (como constataciones de hecho, aunque sean discutibles, o como
articulaciones de sentido):

• En un sentido, el proyecto de una sociedad autónoma (tanto como la simple idea


de un individuo autónomo) ¿no es “formal” o “kantiano”, en tanto que parece no
afirmar como valor más que la autonomía en sí misma? Más precisamente: ¿puede
una sociedad “querer” ser autónoma por ser autónoma? O incluso: autogobernarse
-sí, pero ¿para hacer qué cosa?-. La mayoría de las veces, la respuesta tradicional es:
para satisfacer mejor las necesidades. La contestación a esta respuesta es: ¿cuáles
necesidades? Cuando no existe el riesgo de morirse de hambre, ¿qué es vivir?

• Una sociedad autónoma podría “realizar mejor” los valores –o “realizar otros
valores” (se sobreentiende: mejores)-; ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores?
¿Cómo evaluar los valores? Interrogaciones que adquieren un sentido pleno a partir
de esta otra pregunta “de hecho”: ¿aún existen valores en la sociedad
contemporánea? ¿Se puede hablar todavía, como Max Weber, de conflicto de
valores, de “combate de dioses”? ¿O hay, antes bien, un hundimiento gradual de la
creación cultural y -afirmación que, aunque sea un lugar común, no es
necesariamente falsa descomposición de valores?

• Sería imposible, por cierto, decir que la sociedad contemporánea es una “sociedad
sin valores” (o “sin cultura”). Una sociedad sin valores es simplemente inconcebible.
Hay, evidentemente, polos de orientación del hacer social de los individuos y
finalidades a las cuales el funcionamiento de la sociedad instituida está sometido.

Por lo tanto, hay valores en el sentido transhistóricamente neutro y abstracto


indicado más arriba (en el sentido en que, para una tribu de cazadores de cabezas,
matar es un valor sin el cual esa tribu no sería lo que es). Pero estos “valores” de la
sociedad instituida contemporánea parecen y son efectivamente incompatibles con
-o contrarios a- lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma.

Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la maximización


antagónica del consumo, del poder, de la posición social y del prestigio (únicos
objetos de investidura que hoy son socialmente pertinentes); si el funcionamiento
social está sometido a la significación imaginaria de la expansión ilimitada del
control “racional” (técnica, ciencia, producción, organización, como fines en sí
mismos); si esta expansión es a la vez vana, vacía e intrínsecamente contradictoria,
como visiblemente lo es, y si los humanos no están obligados a servirla más que por
medio de la puesta en práctica, el desarrollo y la utilización socialmente eficaz de
móviles esencialmente “egoístas”, en un modo de socialización donde cooperación
y comunidad no son consideradas y no existen sino bajo el punto de vista
instrumental y utilitario; en resumidas cuentas, si la única razón por la cual no nos
matamos entre nosotros cuando nos conviene es el miedo a la sanción penal,
entonces, no solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad podría
“realizar mejor” valores ya establecidos, incontestables, aceptados por todos, sino
que es necesario ver claramente que su instauración presupondría la destrucción
radical de los “valores” contemporáneos, y una nueva creación cultural
concomitante con una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y
mentales de los individuos socializados.

No me parece que el hecho de que la instauración de una sociedad autónoma exija


la destrucción de los “valores” que orientan actualmente el hacer individual y social
(consumo, poder, posición, prestigio - expansión ilimitada del control “racional”-)
requiera una discusión particular. Lo que habría que discutir aquí es el hecho de
saber en qué medida la destrucción o el desgaste de estos “valores” ha avanzado, y
en qué medida los nuevos estilos de comportamiento que se observan, sin duda
fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los grupos (especialmente de
jóvenes) son anunciadores de nuevas orientaciones y de nuevos modos de
socialización. No abordaré aquí este problema capital e inmensamente difícil.

Pero el término “destrucción de valores” puede chocar, y parecer inadmisible, al


tratarse de la “cultura” en el sentido más específico y más restringido: “obras del
espíritu” y su relación con la vida social efectiva. Es evidente que no propongo
bombardear los museos ni quemar las bibliotecas. Mi tesis, antes bien, es que la
destrucción de la cultura, en este sentido específico y restringido, ya se está
produciendo en gran medida en la sociedad contemporánea, que las “obras del
espíritu” ya han sido ampliamente transformadas en ornamentos o monumentos
funerarios, que sólo una transformación radical de la sociedad podrá hacer del
pasado otra cosa que no sea un cementerio visitado ritualmente, inútilmente y cada
vez con menor frecuencia por algunos parientes maníacos y desconsolados.

La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) ya está ocurriendo, en


la misma medida en que la creación cultural de la sociedad instituida está
desplomándose. Allí donde no hay presente, tampoco hay pasado. El periodismo
contemporáneo inventa cada trimestre un nuevo genio y una nueva “revolución” en
tal o cual campo. Son esfuerzos comerciales eficaces para que funcione la industria
cultural, pero incapaces de ocultar el hecho flagrante: en una primera aproximación,
la cultura contemporánea es inexistente.

Cuando una época no tiene grandes hombres, los inventa. ¿Qué otra cosa ocurre
actualmente en los diferentes campos del “espíritu”? Se pretende hacer revoluciones
copiando e imitando mediocremente - también por medio de la ignorancia de un
público hipercivilizado y neoanalfabeto- los últimos grandes momentos creadores
de la cultura occidental, o sea, lo que se hizo hace más de medio siglo (entre 1900
y 1925-1930).

Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal y serial antes de 1914.
Entre los admiradores de la pintura abstracta, ¿cuántos conocen las fechas de
nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian (1872)? En 1920, el dadaísmo y el
surrealismo ya habían aparecido. ¿Qué novelista podríamos agregar a la
enumeración: Proust, Kafka, Joyce...? El París contemporáneo, cuyo provincianismo
sólo es comparable con su presuntuosa arrogancia, aplaudió ruidosamente a los
audaces escenógrafos que copiaron con audacia a los grandes innovadores de 1920:
Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etc. Al mirar las producciones de la arquitectura
contemporánea encontramos un consuelo: es el de pensar que, si no se derrumban
solas en treinta años, serán demolidas de todos modos por obsoletas. Y todas estas
mercancías son vendidas en nombre de la “modernidad” -mientras que la verdadera
modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.
Por cierto, aún hay obras intensas que aparecen aquí y allí. Pero yo estoy hablando
del balance general de medio siglo. Por cierto, también están el jazz y el cine. ¿Están
o estaban? El jazz, esa gran creación popular y culta a la vez, parece haber agotado
su ciclo de vida ya a principios de la década de 1960. El cine presenta otras
cuestiones que no puedo abordar aquí.

Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al lector la


siguiente experiencia mental: que se imagine a sí mismo conversando con los más
célebres y celebrados creadores contemporáneos y les haga esta pregunta: ¿se
consideran ustedes, sinceramente, a la altura de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner,
de Jan van Eyck, Velázquez, Rembrandt o Picasso, de Brunelleschi, Miguel Ángel
o Franck Lloyd Wright, de Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke?

Y que imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí. Dejemos de lado la


Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas, y hagamos la pregunta de
otro modo. Desde 1400 hasta 1925, en un universo mucho menos poblado e
infinitamente menos “civilizado” y “alfabetizado” que el nuestro (de hecho: apenas
en una decena de países de Europa, cuya población total era todavía del orden de los
100 millones a principios del siglo XIX), encontramos un genio creador de primera
magnitud por lustro. Y he aquí, desde hace alrededor de cincuenta años, un universo
de 3 o 4 mil millones de humanos, con una facilidad de acceso sin precedentes a lo
que habría podido fecundar e instrumentar, aparentemente, las disposiciones
naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etc.-, que sólo ha
producido un número ínfimo de obras de las cuales podría pensarse que, en cincuenta
años, serán señaladas como obras mayores.

Por cierto, la época no podría aceptar este hecho. Por esta razón, no sólo inventa sus
genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo: destruyó la función crítica. Lo
que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo es la promoción comercial
-lo que está totalmente justificado si se considera la naturaleza de la producción que
se trata de vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los
consumidores finalmente han empezado a reaccionar, pues las calidades de los
productos, mal que bien, son objetivables y medibles.

Pero, ¿cómo conseguir un Ralph Nader de la literatura, de la pintura o de los


productos de la Ideología francesa? La crítica promocional -la única que subsiste-
continúa ejerciendo, además, una función de discriminación. Eleva por las nubes
cualquier cosa producida según la moda de la temporada y, en cuanto al resto, no
desaprueba, sino que calla y entierra en silencio. Como la crítica se ha criado en el
culto de la “vanguardia”, como cree haber aprendido que casi siempre las grandes
obras comenzaron
siendo incomprensibles e inaceptables, y como su calificación profesional principal
consiste en la ausencia de juicio personal, nunca se atreve a criticar. Lo que se le
presenta cae de inmediato bajo alguna de estas dos categorías: o bien es un
incomprensible ya aceptado y adulado -entonces lo elogiará-, o bien es un
incomprensible nuevo -entonces callará por miedo a equivocarse en un sentido o en
otro-.

El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al del corredor de bolsa, tan bien
definido por Keynes: adivinar lo que la opinión media piensa que la opinión media
pensará. Estas cuestiones no se presentan exclusivamente en relación con el “arte”;
se refieren también a la creación intelectual en sentido restringido. Aquí sólo
podemos rozar el tema mediante algunos signos de interrogación. El desarrollo
científico-técnico continúa incontestablemente, incluso tal vez se acelera en cierto
sentido.

¿Pero supera lo que podría llamarse la aplicación y la elaboración de las


consecuencias de grandes ideas ya adquiridas? Hay físicos que estiman que la gran
época creadora de la física moderna ha quedado atrás -entre 1900 y 1930-. ¿No
podría decirse que constatamos, también en este campo, mutatis mutandis, la misma
oposición que en el conjunto de la civilización contemporánea entre un despliegue
cada vez más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o
amplia), de la fabricación, de la implementación, de la elaboración, de la deducción
amplificada de las consecuencias- y la involución de la creación, el agotamiento de
la aparición de grandes esquemas representativos imaginarios nuevos (como lo
fueron las intuiciones germinales de Planck, de Einstein, de Heisenberg) que han
permitido diferentes comprensiones del mundo?

Y en cuanto al pensamiento propiamente dicho, ¿no es legítimo preguntarse por qué,


en todo caso después de Heidegger pero ya con él, éste se vuelve cada vez más
interpretación, interpretación que parece además degenerar hacia el comentario y el
comentario del comentario? Ni siquiera es que se habla interminablemente de Freud,
de Nietzsche y de Marx; se habla cada vez menos de ellos, se habla de lo que se ha
dicho de ellos, se comparan “lecturas” y las lecturas de las lecturas.

Autoría: Cornelius Castoriadis - Ventana al caos (FCE: 2009)

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