Quince años de literatura española
César M. Arconada
publicado en Octubre. Escritores y artistas revolucionarios, Madrid, junio-julio
de 1933
Es muy frecuente en España hablar del odio que el pueblo siente hacia el
intelectual. Y, por supuesto, la cuestión se reduce a ciertas maquinaciones
morbosas de los intelectuales mismos, sin que el pueblo, que está en otra
parte y en distancia, tenga culpa alguna en esa supuesta ferocidad salvaje
contra el intelectual.
Es un hecho evidente la divergencia del intelectual y el pueblo, no ya en este
momento, porque los problemas actuales son de otra índole, sino de muy
antiguo, desde el comienzo histórico de nuestra decadencia, más de dos siglos
atrás. Un análisis dialéctico materialista de los orígenes de la decadencia
española está por hacer y es lástima, porque es una de nuestras cuestiones
históricas más fundamentales. Desde hace dos siglos, venimos girando sobre
ella, con pasos y vacilaciones de angustia, sin que hayamos hecho otra cosa
que enredarnos en las propias redes que nosotros mismos fabricamos.
En principio, el problema puede reducirse a esta afirmación: que la cultura
francesa importada por los Borbones no supo o no pudo crearse una burguesía
con poder y destinos históricos de clase. En consecuencia, sin operarse esa
transformación, el pueblo sigue la vertiente de su camino, fiel a sí mismo, sólo
y olvidado, con su cultura popular no libre de reminiscencias clásicas ya
pasadas. Por otro lado, la cultura francesa importada crea, no un pueblo ni una
clase, ni siquiera una extensa influencia, crea, simplemente unas minorías.
Comienzan a entrar en juego histórico las minorías.
Y todo lo que llega a España son ecos franceses más o menos apagados como
todos los ecos. El Enciclopedismo, la Cultura, el Progreso, la Educación. Y todo
lo que se hace es imitar en pequeño la vida y la organización social francesa.
Academias, bibliotecas, jardines, salones, tertulias, fiestas, arquitectura. Nada
de esto era reprobable y mucho menos las ideas en predominio que llevaban
los gérmenes próximos de una gran revolución. No podía ser reprobable ni
siquiera el buen deseo de transformar un país con ideas extranjeras
progresivas. Lo que decimos siempre, coincidiendo todos en ello, es que por
causas especiales –causas complejas que no es tarea mía analizar ahora– esas
ideas francesas no llegaron al pueblo, no transformaron al pueblo, no crearon,
como en Francia, una burguesía amplía, culta, capaz, decidida y necesitada de
hacer una revolución.
Crearon unas minorías, y desde entonces toda la vida española gira alrededor
de ellas. Y estas minorías, lo mismo en la literatura que en el arte, lo mismo en
la gobernación que en la ciencia, fueron mediocres, pobres, no ya sin
originalidad ni personalidad, sino, sobre todo, sin empuje, sin fuerza, como
algo que carecía de sustentación firme y de profundidad de raíces.
Pero el siglo XVIII pasó así, amablemente, sin que nadie se diese cuenta de lo
que se había perdido y de lo que se iba a perder aún. La pobreza y la
trashumancia de nuestros escritores clásicos, quedaba ya muy atrás. Ahora, el
escritor se desenvolvía en círculos más elevados, con más medios económicos
generalmente. Se pasaba el tiempo en academias y salones. Se fabricaban
glorias falsas. Se escribían bastantes obras racionalistas sin razónâ ¦ Y las
minorías, en este ambiente, almibarado de florituras, músicas y fiestas, no
sentían ni preocupación, ni vacío, ni percibían la gravedad que significaba la
ausencia total del pueblo, ni se daban cuenta de su situación movediza y falsa
y violenta en que estaba con respecto a la sustantividad de su país.
Y de este modo llegamos al siglo XIX. Lo que en el siglo anterior era, en los
intelectuales, ceguera, ahora se hace preocupación y más tarde se convierte en
angustia. En el siglo XIX, desflorados los jardines, desconchado el oro de los
salones, apagadas las músicas y las fiestas, empieza a verse, a sentirse en
todo su dolor, el problema de España. El hecho decisivo de la Revolución
francesa impone una influencia sobre todos los órdenes de cosas y sobre todos
los países. Empieza a hablarse de una palabra ya olvidada, de una palabra
menospreciada, de sentido bajo y diferencial. Empieza a hablarse del Pueblo.
Con la Revolución, las minorías, que eran un producto selecto de la nobleza
decadente, se encuentran sin apoyo, sin base, sin ninguna solidez sobre la cual
sustentar su existencia. Con el tiempo, estas minorías se transforman, se
disuelven en el seno rico de la burguesía triunfante, quedando asimiladas a ella
y encontrando una razón vital de existir.
Pero la gravedad de nuestro problema es que en España estamos ya en el siglo
XIX, marchamos por él, incluso hemos batido la dominación francesa, y
todavía no existe la burguesía como clase que pueda desarrollar una
trayectoria y cumplir su destino. El poder, sustentado aún sobre poderes
feudales, rueda y se trasmite a manos de minorías acaudilladas, en ese vaivén
característico de nuestra política del siglo pasado.
El intelectual o el escritor, que en contra de lo que se cree o de lo que creen
ellos mismos, no son entes extraordinarios que se sustentan en el aire arriba
de una atmósfera superior, sino al contrario, que necesitan el apoyo de una
clase para existir, son los primeros que se dan cuenta de que están rodeados
de un vacío terrible, de una soledad casi geológica que pesa sobre ellos como
un castigo, sin nadie que escuche sus voces, sin nadie con quien justificar sus
ideas, sin nadie que comprenda, que tenga curiosidades, que estudie, que se
inquiete.
Y esta angustia de soledad dentro de una sociedad viva la sienten,
naturalmente, todos los mejores escritores a través del siglo XIX. Ellos se
encuentran desasistidos, sin eco, sin repercusión alguna social. Ellos no tienen
ya ni salones elegantes, ni academias doradas, ni nobleza protectora, ni
relieve. Se han quedado atrás o fuera, perdidos y desorientados, y como esos
perros de camino que pierden al amo, buscan, husmean, corren de un lado a
otro, con inquietud, con ojos de miedo y de sobresalto, hacia una mano de
apoyo sin la cual no pueden vivir.
Entonces se busca de nuevo al pueblo. Pero no al pueblo perdido, no al pueblo
auténtico y magnífico de nuestra novela picaresca, del teatro de Calderón o de
Lope, al pueblo real y existente de Cervantes o de Quevedo; al pueblo que
existió siglos atrás, dando héroes y personajes y hazañas, fundidos,
confundidos, héroes y hombres, artistas y gentes en una masa única, con
fuerza y vitalidad creadora. Para los escritores del siglo XIX, este pueblo estaba
ahora en estado extremo de incultura, de barbarie, de atraso, y la misión de
elevarle correspondía en todo caso a los gobernantes y no a ellos.
Larra, el primer escritor español que padeció este género de angustia, se
preguntaba: “¿Quién es el público y dónde se le encuentra?” Y la tragedia de
Larra –como la de tantos otros después– consistía en que era un escritor tipo
de pequeña burguesía en un país sin ella. Desde Larra hasta la generación del
98, toda preocupación intelectual ha consistido en anhelar la existencia de una
burguesía amplia, culta, comprensiva. Las admoniciones y la paternidad de
Costa sobre la escuela, sobre la enseñanza, sobre la política, &c. van directas
hacia ese sentido.
Pero al contrario de lo que deseaban y necesitaban nuestros escritores, la
pequeña burguesía española se ha desarrollado muy lentamente, con pereza,
haciendo esfuerzos inauditos. Todavía en el 98, apenas sí existía. Desde el 98
hasta hoy es cuando ha dado todo su crecimiento, todo su rendimiento. Un
pequeño y pobre rendimiento, pero al fin ella ha podido sustentar a escritores
como Baroja, Azorín, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Unamuno; ha hecho su
pequeña revolución: ha recogido los mandos y está hoy en pleno y efímero
triunfo. Tiene cierto optimismo y cierta inconsciencia. Pero está en la línea
terminal de su ocaso.
El esplendor de la burguesía acaba con la guerra, que fue la zarabanda
codiciosa de la burguesía mundial. Si nosotros no entramos en aquel ancho
círculo de la muerte fue, no porque nuestra situación geográfica no fuese
estratégica, sino porque nuestra pobre burguesía no tenía ningún interés que
defender.
La guerra cortó verticalmente el mundo. Una enorme zanja de cuatro años de
movilización y de pelea separó orillas imposibles de unir. Muchos joven
escritores encontraron su formación en esta escuela desesperante y trágica de
la guerra. No olvidaron después este aprendizaje. Cuando acaba la guerra se
produce un periodo de temor y de debilidad en la burguesía, que pasa por
trances muy difíciles. En Rusia es abatido su poder. Estallan movimientos
revolucionarios en Alemania, en Hungría, en Finlandia, luego en Italia; hay
huelgas extensas en Francia y en Inglaterra, &c.
Naturalmente, la literatura no es ajena a esta debilidad de la burguesía, y en
ese momento –la burguesía preocupada en salvarse– ella sí que es ajena a
todas las veleidades de la literatura, que de un modo o de otro, sólo la
divierten cuando se encuentra feliz, en períodos prósperos y seguros.
Como esos amantes desdeñosos pero no infieles, la literatura, al sentirse por
una parte decepcionada y paralizada por la guerra, y por otro lado desdeñada
por la burguesía, una y otra se separan, riñen, se llenan de improperios, se
castigan. Es, el momento en que la literatura adopta un aire intempestivo,
decidido y “revolucionario”. Es el período de los “ismos”. Se dijeron entonces
las más grandes atrocidades contra el arte, contra la tradición, contra el
burgués, contra todas las cosas que tenían cierta respetable solvencia social.
Fue un periodo de incongruencia, de intemperancia y de expresión
revolucionaria que se resolvió así, en meras palabras y en arrogancias baldías.
La juventud, al acabar la guerra, se sentía vengadora del crimen a la cual la
habían llevado; se sentía desconectada y avergonzada del pasado, libre,
resuelta, anhelando ilusionadamente vivir una vida propia, mejor y más
humana.
Esta actitud produjo un serio fermento revolucionario que la burguesía dominó
en todos los países menos en Rusia. Su relación en el arte corresponde al
período dadá, futurismo, simultaneísmo, ultraísmo, &c., &c.
Cierta inconsciencia ilusionada de la juventud, hizo suponer a muchos que el
arte era una potencia independiente de la burguesía y que por lo tanto ellos –
los artistas–eran caprichosamente libres, dueños de su voluntad, con arbitrio
de hacer lo que les diese la gana: insultar, blasfemar, repudiar el pasado, hacer
cosas incomprensibles para que el burgués se asustara.
Pero todo esto no era otra cosa que el ingenuo juego del ratón y el gato. Si el
arte no servía a la burguesía en aquel momento, era porque la burguesía no
necesitaba arte alguno. Para consolarse del desdén, el arte se hacia él mismo
desdeñoso; se fingía “revolucionario” y hacía escenas de miedo, daba
respingos de independencia y producía truenos muy fuertes para llamar la
atención del burgués a quien precisamente desdeñaba.
En este período de la post-guerra –ya lo hemos dicho antes– la burguesía
española entra en el período más pleno de su desarrollo y sus escritores más
representativos adquieren, en virtud de ello, una fuerza social y un relieve
literario con el cual habían soñado inútilmente todos los escritores del siglo
pasado.
Coincidiendo con la post-guerra y sus trastornos específicos, se produce en
España una nueva generación de escritores que bajo una denominación propia
bastarte acertada –ultraísmo– imita las manifestaciones literarias que se
producen en el extranjero, en Francia especialmente. La cuestión formal y
agresiva de guerra y odio al burgués apenas si en España tenía importancia. La
burguesía española no estaba tan saturada de cultura como para entender y
hacer caso de estos juegos. De todos modos, la agresión y la violencia logran
penetrar y hacer mella en algunos círculos reducidos, y años después, cuando
se presentía un viraje rápido hacia otras direcciones, Ortega y Gasset escribió
un ensayo sobre la “Deshumanización del arte”, lleno de profecías incumplidas,
donde se trataba de justificar estos movimientos literarios por razones que no
eran las verdaderas.
En el fondo, repasando hoy aquellas manifestaciones en lo que tenían de
creación y de intento, vemos que eran perfectamente comprensibles y claras,
incapaces de asustar a nadie. Si extrañaron a nuestra pequeña burguesía
culta, es porque ella ya hacía bastante esfuerzo con entender a Baroja o a
Azorín; pasar más allá era demasiado. Sin embargo, allí se revelaban, en cada
trabajo, finas calidades poéticas, violentadas y estrechadas por un juego
imaginístico continuo. En verdad, en España la dislocación y la arbitrariedad
intencionada, nunca llegaron al exceso, sin duda porque tampoco teníamos
aquí el grado de cultura que otros países.
Este período, más combativo que creador, no dio ningún gran poeta. Tampoco
podía darle si el movimiento no plasmaba en una verdadera revolución como
sucedió en el caso de Rusia y de Maiakovsky. Simple pirotecnia verbal, tal vez
con predisposición a lo epopéyico revolucionario, se fueron apagando sus
efectos a medida que las condiciones económicas del mundo fueron propicias a
ello.
Indudablemente, estos movimientos literarios subversivos de la post-guerra
rompieron de momento –y mucho más en España– la tradición pequeño
burguesa de la literatura. En otras partes este conflicto se resolvió con un
desplazamiento de la literatura a distintas capas sociales. Por ejemplo, hacia
los núcleos de snobs, predispuestos siempre a todo la que sea ir en contra del
grueso medio burgués, ellos que se consideran una selección depurada de la
inteligencia y de la aristocracia.
En España esto no fue posible, porque no existían núcleos de snobs capaces de
sostener, artificiosamente y en ciertos momentos depresivos, los valores
nuevos y jóvenes de la literatura y el arte. Y sucedió esto: que la literatura
rompió con la tradición de aquella pequeña burguesía culta que, con tanto
esfuerzo, había venido formándose desde Larra hasta Baroja. Una pequeña
burguesía, es cierto, limitada, sin formación, dispersa, pero que, con todo, era
la única base sobre la cual se desenvolvía la literatura de aquellos años.
En virtud de estos hechos el escritor se encontró de pronto en una apartada
desconexión, sin público, sin nombre, sin influencia alguna, pero gozoso y
gustoso de su independencia. Era una soledad morbosa, enrarecida,
desfigurada por la imaginación. Producto y consecuencia de ella fue lo que se
ha llamado literatura pura y cuyo campo de desenvolvimiento era una corta
red amistosa, casi secreta, de revistas, cartas, manuscritos, libros que se
cruzaban de unos a otros en un ligero tejido de direcciones mutuas.
Pero todo esto fue transitorio juego de unos años, todavía inseguros y con
turbulencias de post-guerra. Después cambió el panorama social. La burguesía
volvió a recuperar su perdida estabilidad y con ella, naturalmente, los goces y
las tranquilas satisfacciones que no había podido cultivar en años pasados de
peligros y amarguras revolucionarias. Por fuerza, la burguesía y su literatura
tenían que encontrarse de nuevo, impulsadas hacia sí, reconociéndose y
reconciliándose.
En estas circunstancias es cuando en España los escritores más ambiciosos,
más fuertes, quizá los que sentían un imperativo más urgente de cumplir su
destino normal de escritores, rompen el cerco amistoso de la literatura pura y
sienten deseos de incorporarse al público y de recuperar los años perdidos.
Entonces aparece La Gaceta Literaria, la que tuvo en la vida intelectual
española una gran importancia. Ella fue el vehículo que utilizó la joven
literatura para salir de su soledad de pureza –encrucijada en donde la había
metido la post-guerra– y marchar en busca de la pequeña burguesía culta que
ya se suponía de vuelta de la generación del 98.
Por esto, La Gaceta Literaria nunca fue, en principio, un periódico combativo de
lucha y diferenciación, sino al contrario, un periódico aglutinante de agrupación
de todas las letras, de todas las gentes, viejas y jóvenes, en convivencia y en
buen deseo de que la burguesía recogiera y protegiera la literatura joven que
empezaba a manifestarse en público.
En tres años de existencia, La Gaceta Literaria cumplió en parte su fin. Muchos
de los nuevos escritores dieron en ella –y no gracias a ella, por que un
periódico no deja nunca de ser un medio– los primeros pasos eficaces de
incorporación a la literatura y a la memoria valorativa del público. Este período
que podemos hacer llegar hasta 1930, se ha caracterizado por un deseo común
de creación, de producción, oponiéndose a la parquedad de la época pura y a
la destemplanza negativa de la época de post-guerra.
¿Y después? Después empieza en España un período revolucionario, durante el
cual la pequeña burguesía forja la República. ¿Qué contribución, qué apoyo,
qué solidaridad literaria presta a la Revolución la literatura española? Ninguna.
En los períodos revolucionarios es cuando la literatura adquiere un sentido
inmediato de necesidad, de satisfacción. El impulso revolucionario de la gente,
como no se satisface con la urgencia que la imaginación desea, busca todos los
medios imaginables para satisfacerse, desde la conversación al epigrama,
desde los desahogos epistolares hasta el regocijo de un chiste, desde el
periódico a la lectura intensa de libros. En este período tuvo la literatura
extranjera revolucionaria, como es natural, un auge extraordinario, y la
capacidad de lectura de la pequeña burguesía española marcó el límite más
alto de su ascenso.
Que la joven literatura estuviese ausente en la revolución significa mucho.
Significa: 1.º Que los acontecimientos habían sobrevenido para ella demasiado
pronto. 2.º Que la joven literatura, a pesar de sus deseos, a pesar de su salida
afortunada por la vía de la La Gaceta Literaria, no se había identificado aún con
su clase. 3.º Que por lo tanto, esa literatura estaba aún en período de
evolución, todavía sin fijar y precisar, en una vaguedad de nebulosa. Y 4.º Que
la pequeña burguesía española no tenía de momento identidad alguna con la
joven literatura, sin carácter nacional, sin preocupación por su clase,
sorprendida y retrasada ante los acontecimientos.
Así llegamos hasta los días actuales. Para expresar el fenómeno actual, la
literatura, la cultura o la inteligencia, si se quiere con más amplitud, no tiene
una palabra distinta a la de economía. Se dice: Crisis, y es la cruda, la sintética
realidad presente. En Norteamérica, en Francia, en Alemania, en los países
donde anteriormente las manifestaciones de la literatura eran más prósperas,
hoy existe una crisis aguda. Las editoriales quiebran; se leen pocos libros; se
publican menos; el público acude en busca de temas prácticos, olvidando los
libros de imaginación; los autores están desorientados. Se polemiza mucho; se
discute. Todas las revistas están invadidas por la actualidad y la política. En fin,
es la crisis.
Esta crisis de la literatura no es otra cosa que la crisis de la burguesía. Se
acentúa cada vez más su proceso de descomposición, y en un trance así, a la
burguesía no la importa la literatura como arte o como simple juego de la
inteligencia o como reflejo fiel de su situación. La importa únicamente, y en
cierta medida, la literatura que luche por ella, que defienda sus intereses y que
combata por su poder.
Por otra parte, la literatura frente a una burguesía decadente que ha dado de sí
todo cuanto tenía que dar, se encuentra también desfallecida, agotada, sin
motivos de inspiración, sin alientos ni esperanzas renovadoras. Y frente a la
evidencia de esta crisis, en trance de decisión, no se hace vulgarmente
mercenaria, movilizando sus servicios para la lucha activa, o al contrario,
piensa en la deserción y en las posibilidades de fecundidad que pueda tener el
enemigo.
Indudablemente, ocurre en todos los países –ocurre también en España– que a
medida que se extrema la contienda social de la lucha de clases, los escritores
toman partido en esa lucha, no ya porque la sientan en sí mismo como
hombres afectados por la crisis, sino porque la inteligencia –que cuando no es
pozo de aguas muertas, es siempre sensible– los lleva a apasionarse y a
entregarse a los vivos problemas sobre los cuales gira no ya la literatura, sino
toda la vida.
En este momento, estamos en España. Las generaciones nuevas de escritores,
están acentuando su posición de día en día. Por ejemplo, la contrarrevolución,
la reacción, el fascismo o el “catolicismo de la cultura” tiene defensores y
adeptos en Montes, Bergamín, Ledesma Ramos, Giménez Caballero, Sánchez
Mazas.
Por otra lado, existe una corriente favorable a continuar la tradición de
influencia de la pequeña burguesía. Es decir, a que en un medio tranquilo,
apolítico, una burguesía culta posibilite la vida y el relieve social del escritor
como en la época de Azorín o de Baroja. Esta tendencia que defienden Jarnés,
Gómez de la Serna, Obregón, Salazar y Chapela, &c., es equivocada y el
tiempo demostrará que la burguesía se irá al lado de los escritores fascistas
que la defiendan y nunca con los escritores que la canten o la describan un
poco liberalmente como en el 98 o como en la época de Balzac, en que ella se
sentía fuerte y por lo tanto se permitía el lujo de ser liberal.
Entre estos dos grupos, en el rincón de las “soledades sonoras” están todos los
poetas puros dando biografías oscuras de sus sentimientos. ¿Revolucionarios o
contrarrevolucionarios? Estas palabras y estos dilemas son horribles para sus
oídos, acostumbrados a sonoridades de flauta y a símbolos de pluma. Por lo
demás, su problema específico puede ser tentación de otro día que tengamos
más espacio.
Y por último, aumenta cada vez más el número de escritores que, como
Arderius, Sender, Prados, Alberti, Roces, &c. han comprendido todo el
significado de estas horas decisivas en que vive el mundo. Y en ese
interrogante de Gorki: “con la fuerza obrera de la cultura por la creación de
nuevas formas de vida, o contra esta fuerza, por la continuación de la casta de
los espoliadores irresponsables”, ellos están con el proletariado, fundiéndose en
él, seguros de que el Porvenir y la nueva cultura nacerán de su seno. Ellos
están con el proletariado en la tarea común e inmediata de derrocar el poder
de la burguesía y comenzar la edificaron socialista. Ellos están con el
proletariado y en contra de la burguesía decadente. Están con las posibilidades
de las masas y en contra de esa pobre tradición cultural de la pequeña
burguesía que ha sido el apoyo –por lo demás debilísimo– de la generación del
98.