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Los guerreros de la hierba: Xatl

Este documento presenta un resumen de la antigua ciudad mesoamericana de Teotihuacán. Floreció entre los siglos I y VIII d.C. cerca de la actual Puebla, México. Llegó a tener 200,000 habitantes y era un importante centro ceremonial y urbano, dominando amplios territorios. Su decadencia en el siglo VIII se debió a causas aún desconocidas, posiblemente una invasión hostil. El niño Xatl vivía feliz en esta poderosa ciudad junto a su abuelo.

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Los guerreros de la hierba: Xatl

Este documento presenta un resumen de la antigua ciudad mesoamericana de Teotihuacán. Floreció entre los siglos I y VIII d.C. cerca de la actual Puebla, México. Llegó a tener 200,000 habitantes y era un importante centro ceremonial y urbano, dominando amplios territorios. Su decadencia en el siglo VIII se debió a causas aún desconocidas, posiblemente una invasión hostil. El niño Xatl vivía feliz en esta poderosa ciudad junto a su abuelo.

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Los guerreros

de la hierba
Esteban Valentino
Ilustraciones de Eugenia Nobati

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A Susana, mi sola luz.

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“Ha­cia el si­glo v de nues­tra era, flo­re­ció cer­ca de lo
que es hoy la ciu­dad de Pue­bla, en Mé­xi­co, una cul­tu­ra po­de­ro­
sa de agri­cul­to­res cu­yo prin­ci­pal cen­tro ce­re­mo­nial y ur­ba­no fue
Teo­ti­hua­cán. No hay en los pri­me­ros si­glos in­di­cios de una gran
ac­ti­vi­dad mi­li­tar, pe­ro en los úl­ti­mos sí se en­cuen­tran es­ta­tui­llas
y re­lie­ves que con­fir­man un no­to­rio in­cre­men­to de las ac­cio­nes
ar­ma­das, po­si­ble­men­te a cau­sa de cier­to ex­pan­sio­nis­mo te­rri­to­
rial. La ciu­dad lle­gó a con­tar con dos­cien­tos mil ha­bi­tan­tes, lo
que la con­ver­tía en esa épo­ca en la quin­ta ciu­dad del mun­do.
Sus cons­truc­cio­nes fas­tuo­sas, co­mo las pi­rá­mi­des del Sol y de la
Lu­na, la vol­vie­ron el cen­tro obli­ga­do de pe­re­gri­na­ción de to­dos
los pue­blos de la zo­na. Su de­ca­den­cia fue im­pre­vis­ta, al­re­de­dor
del si­glo viii, por cau­sas que aún se ig­no­ran. Tal vez una in­va­
sión de tri­bus hos­ti­les pre­ci­pi­tó la caí­da de la ciu­dad. Lo cier­to
es que se la so­me­tió a un fue­go fi­nal, pro­ba­ble­men­te de ca­rac­te­
rís­ti­cas ri­tua­les, aun­que es­tos úl­ti­mos da­tos son por aho­ra con­je­
tu­ras sin con­fir­ma­ción cien­tí­fi­ca po­si­ble”.

En­ci­clo­pe­dia del co­no­ci­mien­to,


Mé­xi­co, 1987, págs. 374-376.

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Ya sa­bes que me lla­mo Xatl, ¿no?
Aho­ra soy vie­jo y es­to que ves ya es pa­ra ti
una cos­tum­bre. Soy tu abue­lo y eso es to­do lo que
ne­ce­si­tas sa­ber de mí pa­ra que­rer­me. Pe­ro no siem­
pre fue así. No siem­pre fui así. Un tiem­po hu­bo en
que yo mis­mo era co­mo tú aho­ra. Y te­nía tus años. Y
te­nía, tam­bién, un abue­lo.
Pe­ro te­nía, so­bre to­do, una ciu­dad.
Así que sién­ta­te y es­cu­cha.
Te con­ta­ré de aque­llos tiem­pos. De cuan­do
yo era un ni­ño.
Y tam­b ién de cuan­d o tu­v e que ser un
gue­r re­r o.

El sol era gran­de so­bre el cie­lo lle­van­do un


nue­vo día y la ciu­dad avan­za­ba, co­mo la ma­ña­na.
Pa­ra­do en la ci­ma de la pi­rá­mi­de de la Lu­na po­día
di­ri­gir la mi­ra­da ha­cia to­dos la­dos y re­co­rrer los te­rri­
to­rios que man­dá­ba­mos. De­cían los an­cia­nos que
nues­tros do­mi­nios se ago­ta­ban mu­cho más allá de

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lo que po­dían atra­ve­sar, co­rrien­do, cua­tro gue­rre­ros


jó­ve­nes en cua­tro días. Yo no en­ten­día de esas dis­tan­
cias pe­ro mis po­cos años me al­can­za­ban pa­ra sa­ber
que por esas le­ja­nías se aca­ba­ría el mun­do y em­pe­za­
rían tie­rras de so­les os­cu­ros y ma­res de are­na. Así era:
los teo­ti­hua­ca­nos man­dá­ba­mos y éra­mos los amos y
te­nía­mos el apo­yo de Quet­zal­cóatl, nues­tro dios.
Si en lu­gar de mi­rar ha­cia la lla­nu­ra mi­ra­
ba a la ciu­dad veía a la gen­te que se mo­vía en­tre las
ca­lles co­mo hor­mi­gas en un hor­mi­gue­ro, en­tran­do y
sa­lien­do de las ca­sas, ca­mi­nan­do por el mer­ca­do,
com­pran­do, ven­dien­do. Se de­cían de sus co­sas y se
ha­cían los sa­lu­dos, aun­que des­de esas alturas no se
oían por­que, aun­que la lu­na no era tan gran­de co­mo
el sol, te­nía una dis­tan­cia lar­ga en­tre mis ore­jas allá
arriba y las bo­cas de ellos allá aba­jo. Tam­po­co mis
ojos lle­ga­ban has­ta las ca­ras pe­ro la sa­bía a mi ma­dre
re­ga­tean­do en los pues­tos pa­ra com­prar el maíz que
ella co­ci­na­ba de tan­tas ma­ne­ras di­fe­ren­tes. Pen­sar en
su co­ci­do me ha­cía lle­gar el ham­bre. En­ton­ces em­pe­
cé a ba­ jar. Por allí an­ da­ba tam­ bién mi abue­ lo
ha­ blan­ do con sus ami­ gos so­bre sus tiem­ pos que
ha­bían si­do más lin­dos que es­tos que te cuen­to que
eran tan ma­los. Es­ta­ba en los úl­ti­mos es­ca­lo­nes y vi
de pron­to al­gu­nos sol­da­dos de la ciu­dad que pa­sa­ban
con sus lan­zas y sus pe­na­chos em­plu­ma­dos de gue­rre­
ros. Con mis ami­gos ju­gá­ba­mos siem­pre a la gue­rra

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con pa­los que eran lan­zas y ene­mi­gos y to­das las


co­sas de la gue­rra. Ya sa­bía­mos que nues­tro ejér­ci­
to no ju­ga­ba, que com­ba­tía y que ven­cía en po­cos
días y que re­gre­sa­ba con ale­grías en sus can­tos y
pri­sio­ne­ros en las so­gas pa­ra los sa­cri­fi­cios que los
sa­cer­do­tes ha­cían a Quet­zal­cóatl, el Po­de­ro­so. En
esos días que­ría ser sol­da­do, cuan­do el tiem­po me
tra­je­ra la edad.
Ya es­ta­ba a la mis­ma al­tu­ra que to­dos, o sea
más aba­jo que to­dos, por­que mi ca­be­za an­da­ba por el
me­dio de los de­más. Em­pe­cé a dar vuel­tas bus­can­do
a mi abue­lo, me dis­tra­je y una pun­ta me pin­chó en
la co­la, fuer­te. Al­can­cé a dar­me vuel­ta pe­ro ter­mi­né
en dos bra­zos fuer­tes que me aga­rra­ron de la pan­za y
que me pu­sie­ron so­bre dos hom­bros co­mo si fue­ra un
cos­tal de maíz. La voz me ca­lló la pro­tes­ta.
—¿Có­mo pu­de atra­par así de des­cui­da­do a
un gue­rre­ro tan po­de­ro­so? Gran­de se­rá aho­ra mi glo­
ria y me as­cen­de­rán a je­fe.
—¡Ca­loc! —gri­té en­tre la ri­sa de mi pan­za
do­bla­da. Era uno de los sol­da­dos de mi pa­dre, que
man­da­ba hom­bres en el ejér­ci­to. Ca­loc era co­mo mi
her­ma­no ma­yor y yo lo que­ría por­que me de­ja­ba
to­car su lan­za an­tes de ca­da com­ba­te y por­que me
pa­sea­ba so­bre él an­te mis ami­gos y por­que sim­ple­men­
te lo que­ría. Así car­ga­do me lle­vó has­ta mi abue­lo,
que ya ha­bía ter­mi­na­do de con­tar a otros vie­jos lo

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gran­de que ha­bía si­do Teo­ti­hua­cán cuan­do ellos no


eran vie­jos.
—¿Al­guien per­dió a es­te sol­da­do fe­roz?
—pre­gun­tó Ca­loc.
—Sí, yo —di­jo mi abue­lo son­rien­do—. La
je­fa del cuar­tel ya de­be es­tar es­pe­ran­do con la co­mi­da
lis­ta y pue­de cas­ti­gar­nos si lle­ga­mos tar­de.
Mi ami­go­her­ma­no me ba­jó has­ta que mis
pies se apo­ya­ron de nue­vo en el sue­lo. Me pu­so la lan­
za que ha­bía pin­cha­do mi co­la cer­ca de las ma­nos.
—Es­toy es­pe­ran­do —me ha­bló.
To­qué la pun­ta con los de­dos y co­rrí con mi
abue­lo. Nos fui­mos ca­mi­nan­do des­pa­ci­to de­ba­jo del
sol al­to, que ilu­mi­na­ba y ca­len­ta­ba bien.
Yo era fe­liz y vi­vía en una ciu­dad fuer­te.

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Capítulo 1

P
o­de­ro­sa se veía des­de le­jos la ciu­dad.
Los via­je­ros lle­ga­ban des­de to­dos la­dos pa­ra ren­dir­le
cul­to a Tla­loc y ase­gu­rar así llu­vias que ben­di­je­ran
las co­se­chas. Más de dos­cien­tas mil al­mas se api­ña­
ban en el va­lle y no era po­ca la co­mi­da que se ne­ce­
si­ta­ba pa­ra ali­men­tar­las. Si el dios veía con ma­los
ojos los sa­cri­fi­cios en su ho­nor o eran ho­ras de de­sen­
cuen­tros en­tre él y su ama­da Chal­chi­hui­tli­cue las
aguas no lle­ga­rían y el pue­blo su­fri­ría. Pe­ro en
los úl­ti­mos años no ha­bían su­ce­di­do nin­gu­na
de las dos co­sas y la gen­te que se acer­ca­ba a las
mo­les de las pi­rá­mi­des del Sol y de la Lu­na lo
ha­cía lle­nas de con­fia­da re­ve­ren­cia.
Xatl de­jó con su abue­lo la zo­na del mer­
ca­do. Los dos ca­mi­na­ron en­tre el en­jam­bre de
gen­te que iba y ve­nía en­tre las ca­sas y los cen­tros
ce­re­mo­nia­les pa­ra di­ri­gir­se ha­cia las re­si­den­cias de
los miem­bros del ejér­ci­to, don­de vi­vían. Ya va­rios
me­tros an­tes de lle­gar se olían los aro­mas que
acom­pa­ña­ban al le­gen­da­rio co­ci­do de maíz de su

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ma­dre. Des­de ha­cía bas­tan­te, cuan­do es­ta­ba arri­


ba de la pi­rá­mi­de de la Lu­na, Xatl su­fría los ti­ro­
nes del ham­bre y lo que sen­tía su na­riz ayu­da­ba
a ha­cer más in­ten­sa esa sen­sa­ción. El chi­co en­tró
co­rrien­do co­mo un ven­ta­rrón y bus­có de in­me­dia­
to la co­ci­na pa­ra cal­mar la ur­gen­cia que le na­cía
en el vien­tre. El an­cia­no lo se­guía son­rien­do,
dis­fru­tan­do tam­bién de an­te­ma­no los tra­ba­jos
que ten­dría su ali­caí­da den­ta­du­ra en los pró­xi­
mos mi­nu­tos.
Xatl es­ta­ba exi­gien­do a su ma­dre que le
die­ra un an­ti­ci­po del co­ci­do cuan­do una voz a sus
es­pal­das le hi­zo de­te­ner su re­cla­mo.
—¿Y des­de cuán­do en es­ta ca­sa se nos
per­mi­te a los hom­bres es­tas pre­sio­nes de cha­ca­les
ham­brien­tos? —di­jo la voz.
Xatl gi­ró so­bre sus ta­lo­nes y fue co­rrien­
do a su­mer­gir­se en­tre los bra­zos de la voz, que
te­nía for­ma de gue­rre­ro pe­ro so­bre to­do for­ma
de pa­pá. El hom­bre le­van­tó a su hi­jo co­mo si
fue­ra de vien­to y lo ele­vó por so­bre sus pro­pios
ojos. Lo lan­zó al ai­re y lo vol­vió a to­mar pa­ra
de­jar­lo sua­ve­men­te en el pi­so. Era la se­gun­da
vez en el día que an­da­ba na­ve­gan­do por ma­nos
adul­tas pe­ro no lo la­men­ta­ba. La ma­dre lla­mó
a la me­sa y to­dos se dis­pu­sie­ron en sus lu­ga­res.
El pa­dre agra­de­ció los ali­men­tos.

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—Quet­zal­cóatl, so­mos par­te de tu glo­ria.


Es­ta co­mi­da te per­te­ne­ce y si nos nu­tre se­rá por
tu gran­de­za.
Era el men­sa­je que es­pe­ra­ba Xatl pa­ra
zam­bu­llir­se so­bre su pla­to. Em­pe­zó a con­tar su
ma­ña­na.
—Hoy es­tu­ve so­bre la pi­rá­mi­de de la
Lu­na.
—Bue­no, no es la pri­me­ra vez —le re­cor­
dó su ma­dre.
—Sí, pe­ro nun­ca ha­bía mi­ra­do pa­ra aba­jo
co­mo hoy. Pa­re­ce­mos hormigas dan­do vuel­tas en
el jar­dín.
—Sí, y aquí veo una es­pe­cial­men­te gran­
de —di­jo el abue­lo rién­do­se.
—Tam­bién es­ta­ba Ca­loc, que me de­jó
to­car su...
Pe­ro no pu­do ter­mi­nar la fra­se. En el hue­
co de la puer­ta apa­re­ció pre­ci­sa­men­te el sol­da­do
que Xatl aca­ba­ba de nom­brar. Traía la ca­ra lle­na
de som­bras y de alar­ma y de so­bre­sal­tos.
—Han lle­ga­do men­sa­je­ros des­de los lí­mi­
tes —in­for­mó—. Las no­ti­cias no son bue­nas. Hay
des­co­no­ci­dos.
—¿Mu­chos? —pre­gun­tó el pa­dre de Xatl,
su je­fe.
—Mu­chos —con­fir­mó el mu­cha­cho.

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