Los guerreros
de la hierba
Esteban Valentino
Ilustraciones de Eugenia Nobati
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A Susana, mi sola luz.
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“Hacia el siglo v de nuestra era, floreció cerca de lo
que es hoy la ciudad de Puebla, en México, una cultura podero
sa de agricultores cuyo principal centro ceremonial y urbano fue
Teotihuacán. No hay en los primeros siglos indicios de una gran
actividad militar, pero en los últimos sí se encuentran estatuillas
y relieves que confirman un notorio incremento de las acciones
armadas, posiblemente a causa de cierto expansionismo territo
rial. La ciudad llegó a contar con doscientos mil habitantes, lo
que la convertía en esa época en la quinta ciudad del mundo.
Sus construcciones fastuosas, como las pirámides del Sol y de la
Luna, la volvieron el centro obligado de peregrinación de todos
los pueblos de la zona. Su decadencia fue imprevista, alrededor
del siglo viii, por causas que aún se ignoran. Tal vez una inva
sión de tribus hostiles precipitó la caída de la ciudad. Lo cierto
es que se la sometió a un fuego final, probablemente de caracte
rísticas rituales, aunque estos últimos datos son por ahora conje
turas sin confirmación científica posible”.
Enciclopedia del conocimiento,
México, 1987, págs. 374-376.
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Ya sabes que me llamo Xatl, ¿no?
Ahora soy viejo y esto que ves ya es para ti
una costumbre. Soy tu abuelo y eso es todo lo que
necesitas saber de mí para quererme. Pero no siem
pre fue así. No siempre fui así. Un tiempo hubo en
que yo mismo era como tú ahora. Y tenía tus años. Y
tenía, también, un abuelo.
Pero tenía, sobre todo, una ciudad.
Así que siéntate y escucha.
Te contaré de aquellos tiempos. De cuando
yo era un niño.
Y tamb ién de cuand o tuv e que ser un
guer rer o.
El sol era grande sobre el cielo llevando un
nuevo día y la ciudad avanzaba, como la mañana.
Parado en la cima de la pirámide de la Luna podía
dirigir la mirada hacia todos lados y recorrer los terri
torios que mandábamos. Decían los ancianos que
nuestros dominios se agotaban mucho más allá de
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lo que podían atravesar, corriendo, cuatro guerreros
jóvenes en cuatro días. Yo no entendía de esas distan
cias pero mis pocos años me alcanzaban para saber
que por esas lejanías se acabaría el mundo y empeza
rían tierras de soles oscuros y mares de arena. Así era:
los teotihuacanos mandábamos y éramos los amos y
teníamos el apoyo de Quetzalcóatl, nuestro dios.
Si en lugar de mirar hacia la llanura mira
ba a la ciudad veía a la gente que se movía entre las
calles como hormigas en un hormiguero, entrando y
saliendo de las casas, caminando por el mercado,
comprando, vendiendo. Se decían de sus cosas y se
hacían los saludos, aunque desde esas alturas no se
oían porque, aunque la luna no era tan grande como
el sol, tenía una distancia larga entre mis orejas allá
arriba y las bocas de ellos allá abajo. Tampoco mis
ojos llegaban hasta las caras pero la sabía a mi madre
regateando en los puestos para comprar el maíz que
ella cocinaba de tantas maneras diferentes. Pensar en
su cocido me hacía llegar el hambre. Entonces empe
cé a ba jar. Por allí an daba tam bién mi abue lo
ha blan do con sus ami gos sobre sus tiem pos que
habían sido más lindos que estos que te cuento que
eran tan malos. Estaba en los últimos escalones y vi
de pronto algunos soldados de la ciudad que pasaban
con sus lanzas y sus penachos emplumados de guerre
ros. Con mis amigos jugábamos siempre a la guerra
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con palos que eran lanzas y enemigos y todas las
cosas de la guerra. Ya sabíamos que nuestro ejérci
to no jugaba, que combatía y que vencía en pocos
días y que regresaba con alegrías en sus cantos y
prisioneros en las sogas para los sacrificios que los
sacerdotes hacían a Quetzalcóatl, el Poderoso. En
esos días quería ser soldado, cuando el tiempo me
trajera la edad.
Ya estaba a la misma altura que todos, o sea
más abajo que todos, porque mi cabeza andaba por el
medio de los demás. Empecé a dar vueltas buscando
a mi abuelo, me distraje y una punta me pinchó en
la cola, fuerte. Alcancé a darme vuelta pero terminé
en dos brazos fuertes que me agarraron de la panza y
que me pusieron sobre dos hombros como si fuera un
costal de maíz. La voz me calló la protesta.
—¿Cómo pude atrapar así de descuidado a
un guerrero tan poderoso? Grande será ahora mi glo
ria y me ascenderán a jefe.
—¡Caloc! —grité entre la risa de mi panza
doblada. Era uno de los soldados de mi padre, que
mandaba hombres en el ejército. Caloc era como mi
hermano mayor y yo lo quería porque me dejaba
tocar su lanza antes de cada combate y porque me
paseaba sobre él ante mis amigos y porque simplemen
te lo quería. Así cargado me llevó hasta mi abuelo,
que ya había terminado de contar a otros viejos lo
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grande que había sido Teotihuacán cuando ellos no
eran viejos.
—¿Alguien perdió a este soldado feroz?
—preguntó Caloc.
—Sí, yo —dijo mi abuelo sonriendo—. La
jefa del cuartel ya debe estar esperando con la comida
lista y puede castigarnos si llegamos tarde.
Mi amigohermano me bajó hasta que mis
pies se apoyaron de nuevo en el suelo. Me puso la lan
za que había pinchado mi cola cerca de las manos.
—Estoy esperando —me habló.
Toqué la punta con los dedos y corrí con mi
abuelo. Nos fuimos caminando despacito debajo del
sol alto, que iluminaba y calentaba bien.
Yo era feliz y vivía en una ciudad fuerte.
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Capítulo 1
P
oderosa se veía desde lejos la ciudad.
Los viajeros llegaban desde todos lados para rendirle
culto a Tlaloc y asegurar así lluvias que bendijeran
las cosechas. Más de doscientas mil almas se apiña
ban en el valle y no era poca la comida que se nece
sitaba para alimentarlas. Si el dios veía con malos
ojos los sacrificios en su honor o eran horas de desen
cuentros entre él y su amada Chalchihuitlicue las
aguas no llegarían y el pueblo sufriría. Pero en
los últimos años no habían sucedido ninguna
de las dos cosas y la gente que se acercaba a las
moles de las pirámides del Sol y de la Luna lo
hacía llenas de confiada reverencia.
Xatl dejó con su abuelo la zona del mer
cado. Los dos caminaron entre el enjambre de
gente que iba y venía entre las casas y los centros
ceremoniales para dirigirse hacia las residencias de
los miembros del ejército, donde vivían. Ya varios
metros antes de llegar se olían los aromas que
acompañaban al legendario cocido de maíz de su
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madre. Desde hacía bastante, cuando estaba arri
ba de la pirámide de la Luna, Xatl sufría los tiro
nes del hambre y lo que sentía su nariz ayudaba
a hacer más intensa esa sensación. El chico entró
corriendo como un ventarrón y buscó de inmedia
to la cocina para calmar la urgencia que le nacía
en el vientre. El anciano lo seguía sonriendo,
disfrutando también de antemano los trabajos
que tendría su alicaída dentadura en los próxi
mos minutos.
Xatl estaba exigiendo a su madre que le
diera un anticipo del cocido cuando una voz a sus
espaldas le hizo detener su reclamo.
—¿Y desde cuándo en esta casa se nos
permite a los hombres estas presiones de chacales
hambrientos? —dijo la voz.
Xatl giró sobre sus talones y fue corrien
do a sumergirse entre los brazos de la voz, que
tenía forma de guerrero pero sobre todo forma
de papá. El hombre levantó a su hijo como si
fuera de viento y lo elevó por sobre sus propios
ojos. Lo lanzó al aire y lo volvió a tomar para
dejarlo suavemente en el piso. Era la segunda
vez en el día que andaba navegando por manos
adultas pero no lo lamentaba. La madre llamó
a la mesa y todos se dispusieron en sus lugares.
El padre agradeció los alimentos.
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—Quetzalcóatl, somos parte de tu gloria.
Esta comida te pertenece y si nos nutre será por
tu grandeza.
Era el mensaje que esperaba Xatl para
zambullirse sobre su plato. Empezó a contar su
mañana.
—Hoy estuve sobre la pirámide de la
Luna.
—Bueno, no es la primera vez —le recor
dó su madre.
—Sí, pero nunca había mirado para abajo
como hoy. Parecemos hormigas dando vueltas en
el jardín.
—Sí, y aquí veo una especialmente gran
de —dijo el abuelo riéndose.
—También estaba Caloc, que me dejó
tocar su...
Pero no pudo terminar la frase. En el hue
co de la puerta apareció precisamente el soldado
que Xatl acababa de nombrar. Traía la cara llena
de sombras y de alarma y de sobresaltos.
—Han llegado mensajeros desde los lími
tes —informó—. Las noticias no son buenas. Hay
desconocidos.
—¿Muchos? —preguntó el padre de Xatl,
su jefe.
—Muchos —confirmó el muchacho.
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