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Nueve Cuentos Envenenados V.kindle - David Salvatierra

Este documento presenta el primer cuento de un libro titulado "Nueve cuentos envenenados". El cuento, titulado "Amanecer", trata sobre un hombre llamado Manolo que sufre de insomnio y pasa la madrugada pensando en posibles catástrofes y desastres que podrían acabar con la humanidad, como tormentas solares, erupciones volcánicas, pandemias o el calentamiento global. Al amanecer, Manolo sale a la azotea y cree ver indicios de que una de sus temidas cat

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Nueve Cuentos Envenenados V.kindle - David Salvatierra

Este documento presenta el primer cuento de un libro titulado "Nueve cuentos envenenados". El cuento, titulado "Amanecer", trata sobre un hombre llamado Manolo que sufre de insomnio y pasa la madrugada pensando en posibles catástrofes y desastres que podrían acabar con la humanidad, como tormentas solares, erupciones volcánicas, pandemias o el calentamiento global. Al amanecer, Manolo sale a la azotea y cree ver indicios de que una de sus temidas cat

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DAVID SALVATIERRA

NUEVE CUENTOS ENVENENADOS


A Elizabeth y Edilberto, otra vez y siempre.
Índice

Amanecer
Del miedo en la vida adulta
Ernesto se explica
El extranjero
Instrucciones para aprender a nadar
Tito
Canon
Alienación
Ohio, 1912

Notas sin veneno


Sobre el autor
Créditos
Amanecer

Que el mundo tal como lo conocemos se puede acabar en cualquier momento es


un hecho innegable y no admite mayor refutación. Nadie sabe cuándo, ni cómo, pero
todos saben que sucederá. Esto es lo que piensa Manolo a las tres y veinte de la
mañana, echado boca arriba en la cama, entre bolas de papel higiénico pegoteado,
sin ganas de seguir luchando contra el insomnio y rendido al calor que inunda la
habitación. Ahora mismo, por ejemplo, una tormenta solar podría alcanzar la Tierra
y acabar con todos los sistemas de comunicación y navegación, y aunque es poco
probable, no es imposible. Si algo malo le sucediera en medio de la noche, piensa
Manolo, pasaría mucho tiempo antes de que alguien se enterara. Estas cosas están
sucediendo todo el tiempo. Ya hace tres años –pero hace tres años él tenía otra vida
y no pensaba en estas cosas– la Tierra se salvó por un pelo, por un pelo cósmico, es
decir, por encontrarse en la órbita correcta en el momento correcto. Lo que a Manolo
más le llama la atención del informe de la NASA que leyó hace un rato es que nadie
se enteró. Él ahora se enteraba de todo. El impacto de la última tormenta solar nos
pudo haber regresado a los inicios de la civilización y Manolo no recuerda haber leído
la noticia en ese entonces. Un eructo del sol y adiós. Tal vez la próxima no tendríamos
tanta suerte. Aunque a él la suerte ya se le había acabado hacía mucho. Al parecer los
meteoritos y las invasiones extraterrestres son las únicas amenazas del espacio
exterior que llaman la atención del público. Es el tipo de tema que asegura la taquilla
de cualquier película. Pero Manolo ya no va al cine. Solo a algunos aburridos como
él les da por leer reportes de la NASA y ese tipo de cosas en la madrugada. La
madrugada es tan larga. A veces puedes encontrar en Internet cosas que sería mejor
no saber. Una cosa lleva a otra y a otras, empieza en un perfil de Facebook que revisas
todos los días y que te lleva a un artículo sobre los mejores consejos para tener una
relación estable y cinco links después te encuentras repasando la categoría de los
mayores desastres naturales de la historia de la humanidad, luego videos
relacionados al tema, documentales, imágenes, un artículo de divulgación científica
te redirecciona a la página de la NASA y descubres en uno de sus boletines que la
Tierra estuvo a una semana de su órbita de haber sido golpeada por un filamento de
erupción solar, una semana, siete días humanos, una fracción infinitesimal en el
tiempo del universo. Si la erupción se hubiera producido apenas una semana antes,
la Tierra habría estado en la línea de fuego y ahora todavía estaríamos recogiendo
los pedazos. Es lo que decía un astrofísico de la Universidad de Colorado. Pero
Manolo quiere pensar que en el futuro próximo todo esto es poco probable. Mejor
olvidarse de todo y dormir de una vez, así que Manolo deja el celular en la mesita de
noche, tira las bolas de papel higiénico al suelo, se echa de costado y aprieta bien los
párpados. ¿Y una erupción volcánica a nivel planetario? Bastaba con pensar en
Yellowstone. Subterráneamente todos los volcanes de la Tierra están conectados ¿Y
si por fin toda la masa caliente del planeta empezaba a hervir como una olla a presión
y a buscar salida? Dios mío. ¿Cómo podía dormir uno pensando en esas cosas? O una
pandemia, con la globalización del transporte y la resistencia a los antibióticos las
bacterias y los virus acabarían con todos en cuestión de días. Nadie sobreviviría esta
vez. Si tuviera un hijo, ¿cómo protegerlo? Quizás eso ya lo sabían las potencias y por
eso buscaban colonizar Marte o la Luna o cualquier otro planeta habitable. Pero por
qué pensar en catástrofes mundiales, cuando los peligros están a la vuelta de la
esquina, un colapso financiero, un ataque terrorista, un accidente en la carretera, un
ladrón tratando de meterse a la casa, un borracho en busca de una excusa para
desahogarse. Manolo se incorpora en la cama y piensa que debe dejar de leer tantas
noticias, meter el celular en un cajón o apagarlo. Es lo primero que hace al despertar
y lo último antes de dormir. Cada día se parece más a una adicción. Tantos peligros.
No, definitivamente no podrá dormir. Al menos ya no en lo que queda de la noche.
En fin. De todos modos, si cualquiera de estas cosas sucediera, ¿qué perdería él?,
tiene un trabajo absurdo, nadie depende de él, y ella ya no regresará. Se acabaría el
mundo para él, pero el mundo ya no significaba gran cosa desde hacía mucho tiempo.
Las cinco de la mañana, Manolo empieza a escuchar en el exterior el paso de los
primeros autos, motos, buses. Siente el calor metido en el cuerpo. Debería comprarse
un ventilador. Nadie tenía memoria de un verano tan ardiente. El calentamiento
global ya estaba entre nosotros. Todo se derretiría. Las costas del pacífico bajo el
agua en unos cuantos años. El permafrost partiéndose y las burbujas de metano
alojadas en las profundidades de Siberia emergiendo a la atmósfera y envenenándolo
todo. Veremos vía streaming el desprendimiento de los casquetes polares, las
inundaciones, los éxodos intercontinentales, las hileras de hombres, mujeres y niños
huyendo de las ciudades devastadas, de los bosques calcinados, los drones
sobrevolando las masas humanas para no perdernos nuestro propio fin…Quizá era
mejor así. Mejor al menos que la ola de frio que ahora azota el hemisferio norte.
Muertos bajo la nieve. Indigentes congelados en las calles. Mares convertidos en
desiertos de hielo. Cómo será. Manolo no puede ni imaginárselo con tanto calor. Las
cinco y media. Será mejor levantarse y salir a refrescarse a la azotea antes de ir a
trabajar. Arriba el color del cielo luce extraño, la oscuridad parece diluirse en tonos
púrpuras y verdes. Manolo solo ha visto auroras boreales en fotos, pero esta no es
una de ellas. Poco a poco un resplandor rojo empieza a ganar el cielo como un
amanecer que irradiara no desde el horizonte, sino desde lo más alto, cayendo a
plomo como una lluvia tropical. ¿Era esto, por fin? Manolo se dice que no debe sentir
miedo. No perderá nada. Una corriente de aire lo envuelve y le produce un ligero
escalofrío. Cierra los ojos y espera unos segundos. Mira hacia arriba otra vez y luego
alarga la mirada hasta el horizonte. Solo es el amanecer. Manolo siente un espasmo
de tranquilidad y se ríe un poco de sí mismo. Es solo el calor, se dice, es el calor que
no me deja pensar.
Del miedo en la vida adulta

Le temo a los perros. En un hombre de mi edad, y en una época que ha hecho de


la veneración a las mascotas la nueva religión mundial, esta puede parecer una
conducta inapropiada, pero en cuanto me cruzo con un perro en la calle, ya sea un
educado pastor alemán o un pequinés revoltoso, se me enfría la piel y en un acto
reflejo apresuro el paso o cambio de vereda para ponerme a salvo. Si el animal decide
seguirme, trato de no hacer contacto visual y mantenerme a distancia para que no
huela mi miedo, como dice el mito que pueden hacer estas criaturas con los
humanos. Esta actitud, naturalmente, me ha ocasionado más de un problema social,
especialmente en mi trato con las mujeres, quienes no saben qué pensar de un
hombre que ante la presencia de una encantadora bola de pelo, por más pequeña,
juguetona e inofensiva que aparente ser, muda la seguridad de su rostro por una
mueca de espanto y la toma del brazo cobardemente. La compañera de turno
inmediatamente me mira con extrañeza, piensa quizás en mi salud mental, imagina
un futuro hogar sin mascotas y me considera un mal prospecto, y es así que casi
siempre todo termina en fracaso antes de empezar. Es entonces que improviso un
desequilibrio nervioso o un extraño mal psicológico para excusarme, recurso que al
final no hace más que empeorar las cosas. No hay solución. Y, sin embargo, cada vez
que tropiezo con este bache en el camino de mi vida, no me atrevo a revelar las
motivaciones detrás de este comportamiento, la verdadera historia, digna de un
psicoanalista, que empezó una tarde de hace treinta años y tiene que ver más con los
álbumes de figuritas, mi hermano mayor y mi madre que con los perros, pero
supongo que contarla me servirá como terapia. Todo está en la infancia, dicen los
especialistas del alma humana.
Yo tenía ocho años, cursaba la primaria, papá se había mudado a otra ciudad y
mamá y yo vivíamos solos en casa. Mamá en ese entonces se había vuelto una
persona silenciosa, de llantos repentinos y andar cansado, una disposición anímica
que algo tendría que ver con las pastillas que tomaba diariamente para conciliar el
sueño. Se iba a dormir temprano por las noches y se levantaba bien entrado el día,
pero eso no me preocupaba, yo me las arreglaba para prepararme un desayuno de
campeones y almorzaba lo que me viniera en gana en el restaurante de la esquina. Al
regresar a casa del colegio la encontraba acurrucada en el sofá, viendo la televisión,
la saludaba con un beso y allí la dejaba el resto de la jornada.
Por mi parte, yo dedicaba la mayor parte de mi tiempo y energías a los álbumes
de figuritas. Fue mi primera vocación. Tenía una verdadera colección que atesoraba
como nada en el mundo. No discriminaba la temática: álbumes del reino animal y
vegetal, de los Thundercats y los Transformers, del mundial de fútbol y los Looney
Tunes. Mi conocimiento del mundo, antes que del colegio y las enciclopedias,
provenía de aquellos cromos que ordenaban mi vida. Podía pasarme tardes enteras
contemplando una cara llena, escuchando su crujido al pasar y repasar las hojas,
tocando la textura brillante del papel con un sentimiento de plenitud. Llenar un
álbum antes que mis amigos era mi meta en la vida. En el patio del colegio asaltaba
a mis compañeros para cambiarles las repetidas y me enfrascaba en serias disputas
con los vendedores ambulantes para que no me vendieran sobres previamente
manipulados con varias repetidas. Podía reconocer cualquier sobre adulterado con
solo mirarlo.
El que podría llamar el momento decisivo de mi pasión y que llevó a la catástrofe
mi relación con los perros del mundo, empezó con mamá llevándome a ver el estreno
de Batman, con Michael Keaton. Esa noche la sala del cine se oscureció para
convertirse en Ciudad Gótica, me hundí en mi butaca y aluciné con lo que me
esperaba. En pocos días, el álbum de la película salió a la luz: yo debía tenerlo y
llenarlo. Era mi deber. Fueron días frenéticos: compraba, intercambiaba y traficaba
figuritas del hombre murciélago, el Guasón y el batimóvil, completaba cara tras cara
hasta desaparecer las propinas y el dinero del refrigerio. Me impuse un ritmo
acelerado para llegar antes que nadie a la meta, y así, una tarde de domingo, mientras
mamá dormía la siesta frente al televisor, abrí el álbum y lo vi: solo tres figuritas me
separaban de mi objetivo. Ninguno de mis amigos había llenado aún su álbum,
estaba a un paso de superarlos a todos. Pero como en toda empresa heroica que vale
la pena, un obstáculo me salió al frente. Podía dar la estocada final fácilmente en ese
mismo momento, de no haber sido por un detalle: era domingo, todas las tiendas y
librerías estaban cerradas, hasta los vendedores ambulantes descansaban. Di vueltas
y más vueltas en mi habitación y decidí que eso no me detendría. El lunes llegaría al
colegio triunfante.
Recordé que el viejo Perico, eternizado en su puesto de periódicos, vendía figuras
sueltas, a un par de céntimos por encima del precio oficial, pero sin la incertidumbre
de un sobre con repetidas inútiles. Solo debía cruzar el parque, luego sortear la
avenida, y mi tarea estaría cumplida. Hacia allí me dirigí entonces, sin reparar en la
única advertencia de mi madre que no admitía discusión: los domingos no se sale, la
calle es un peligro. Por alguna razón los domingos eran días difíciles para ella y a
veces tomaba más pastillas de las que tenía medicadas. Pero mi pasión pudo más.
Sin anunciarle mi salida, me escabullí sigilosamente detrás del sofá y salí a la calle
desierta. El sol caía de lleno sobre los altos árboles de la vereda y el cielo estaba tan
limpio y las calles tan silenciosas que yo no veía cómo un día así de espléndido podía
traer los peligros que anunciaba mi madre. Mientras cruzaba el parque, inmenso y
soleado, pensé que quizás podría animar a mamá a salir algún día a dar un paseo
antes de que llegara el invierno. Subí las incontables escaleras del puente peatonal,
que se hacía más pesado e interminable bajo el calor, vi el río de autos que corría
debajo, apuré la marcha, y finalmente llegué al puesto de periódicos. Ahí estaba el
viejo Perico, cabeceando la siesta en su cubículo, detrás de un telón de diarios y
revistas. Lo desperté, le dicté los tres números codiciados y depositó las figuritas en
mis manos.
Por fin las tenía, no veía el momento de llegar a casa, abrir el álbum y completar
aquella parte de mi vida. La mitad de mi misión estaba cumplida. Para abreviar la
ansiedad que me punzaba, se me ocurrió emprender el viaje de regreso directamente,
por debajo del puente, de modo que me detuve un momento para inspeccionar la
ancha avenida: autos, micros y motos cruzaban zumbando en ambos sentidos. Eché
una mirada calculadora a las vías: un espacio vacío de vehículos se abrió unos
segundos y corrí para llegar a la otra orilla. Ahora un tranquilo sendero de árboles y
hierba se abría ante mí, y me imaginé ya con el bote de pegamento en la mano,
poniendo punto final a mi obra maestra. Y, entonces, de repente, como en todas las
historias que terminan mal en la vida, sucedió. De un recodo o un arbusto, o
simplemente de la nada, un perro gris, chato, de largas crenchas apelmazadas de
tierra y hocico babeante, me salió al paso, rugiendo como si viera al diablo. Yo creía
aún en aquel refrán que desmiente a los perros que ladran, así que seguí caminando
tranquilamente, como si conmigo no fuera la cosa, pero, eso sí, a pasos lentos y
cuidándome la espalda, intuyendo que correr sería como ondear una capa roja frente
a un toro. Así que caminé y caminé, y ya pensaba haberlo dejado atrás, cuando el
perro desafió a la sabiduría popular, despertó su ancestral instinto de lobo y se lanzó
de un salto. Su mandíbula se cerró sobre mi tobillo como una trampa para osos. Caí
de golpe sobre la tierra, desesperado, aterrado, perdido. Me sacudí, me agité, rodé
en el suelo para liberarme, pero el cazador estaba decidido a hacerme su presa. Con
un recurso sacado de alguna vieja película de acción, cogí un puñado de tierra y se lo
froté con saña en los ojos. El perro-lobo gimió, aflojó la mandíbula y se apartó. Me
puse en pie de un salto y eché a correr, dejando caer gruesas gotas de sangre a mi
paso, como un herido de guerra.
Antes de entrar a casa, hice un esfuerzo por recomponerme y limpiar la sangre
que empezaba a coagular sobre mi piel. Mamá no debía enterarse por nada del
mundo, cuando emergiera de su siesta vería a su hijo fresco y radiante. Pero entonces
mamá, que durante mi ausencia también debía haber despertado su instinto de loba
protectora y echado en falta a su cachorro, abrió la puerta de golpe y vio el horror:
ahí estaba su hijo mutilado. Solo fue un perrito, dije, para quitarle importancia al
drama. Mamá me tomó del brazo y me llevó directo al baño, me quitó las ropas
inmundas, me metió a la ducha y abrió la llave sin decir una palabra. Luego salió y
regresó de inmediato con el jabón de lavar ropa y un largo cable de luz. Frotó
metódicamente la herida con jabón y la enjuagó una y otra vez, mientras me
interrogaba sobre las cualidades del perro, era chusco o de raza, cómo tenía el hocico,
era espuma o solo baba, ahora me tendría que aguantar veinte o treinta inyecciones
en el ombligo. Cuando la herida estuvo bien limpia, vi mi piel abierta en canal y la
blanca capa de sebo que la veteaba por debajo. Y fue entonces que mamá procedió
con el segundo acto de esterilización: el cable de luz chasqueó como un látigo sobre
mi piel mojada, y luego otra vez, y otra. Mamá gritaba, recriminaba y repetía, mal
hijo, mal hijo, no me quieres. Y solo hacia el final del castigo pude ver que, además
del agua de la ducha que corría sobre su rostro y su ropa, también caían lágrimas,
lágrimas que corrían como un río sobre sus mejillas mientras gritaba, te dije cien
veces que no salgas, eres igual que tu hermano, quieres ser igual que él. Y es acá que
llegamos al centro o corazón de mi relato, como se dice, porque entonces me di
cuenta de que hasta ese momento yo no había pensado en mi hermano mayor para
nada, en mi hermano muerto un domingo de hacía dos años, muerto al cruzar la
avenida por un auto que se dio a la fuga y del que nunca se supo nada. Mamá siguió
llorando sentada en la taza del wáter, se tomaba la cabeza con las manos y se jalaba
el pelo maldiciendo al mundo como si yo ya estuviera realmente muerto de
hidrofobia, ahí, desnudo en la ducha, y botara espuma por la boca y el perro me
hubiera abierto no un pequeño corte en la piel sino una zanja profunda en medio del
pecho.
Mi vida de coleccionista terminó ahí. No pude llenar ese álbum ni ningún otro, las
figuritas de aquel domingo quedaron regadas y revueltas en la tierra del parque,
sucias, indignas. No fueron tantas inyecciones después de todo, solo diez, pero, eso
sí, todas se hundieron en mi ombligo. Falté al colegio una semana, mamá sumó una
pastilla más a la habitual y papá vino a visitarnos una tarde antes de irse del país. La
vida no me trajo mayores sobresaltos en el futuro, me dediqué a los estudios sin
distracciones, fui a la universidad, tengo una profesión rentable, me manejo con
soltura dentro de mi círculo social y paso fácilmente por un tipo equilibrado. Pero si
detecto un perro en mi horizonte, se produce un corto circuito en mi interior, mis
latidos se multiplican y cambio de vereda, y si me sucede estar con una chica me
pongo muy nervioso y no sé qué decir.
Ernesto se explica

Do you realize that happiness makes you cry


Do you realize that everyone you know someday will die
The Flaming Lips, Do you realize??

Cuando sus amigos, –pero también primos, tíos, compañeros de trabajo o


conocidos en general– le preguntan a Ernesto, en reuniones, cumpleaños o fiestas
de la empresa, con los tragos avanzados y evidente mal gusto, por qué ha decidido
no tener hijos, qué lo ha llevado a tomar una decisión tan drástica y grave y definitiva
–y para algunos hasta egoísta–, por qué se priva del don de dar la vida, considerando
que Ernesto ya pasa largamente los treinta, tiene un matrimonio sólido, es un
hombre sano y, –nadie lo puede negar– un profesional exitoso; Ernesto explica –
aunque sabe que no tiene nada que explicar– que desde su perspectiva e historia
personal, la decisión de llevar una existencia sin prole hasta el fin de sus días, sin
ocuparse ni preocuparse por engendrar una continuación física y espiritual de su ser,
es el acto de amor más grande que puede imaginar.
Si tuviera un hijo, explica Ernesto a sus atentos interlocutores –pero no le cabe
duda de que jamás lo tendrá–, suponiendo que decidiera ser padre, Ernesto está
seguro de que querría a la criatura desde el momento en que se enterara de su
existencia, primero como noticia de la posibilidad de un ser humano creado a partir
de su ser, luego como embrión en una ecografía, y finalmente como un bebé
espléndidamente nacido del vientre de su madre. Lo amaría con todas sus fuerzas,
de eso está seguro. Este acontecimiento fundamental, sigue explicando Ernesto, lo
llevaría a partir su vida en dos vidas: la que viviría para este nuevo ser, su vida como
padre, y la que viviría aún para él mismo, su vida como hombre, digamos, vida esta
última que sin duda ya no sería importante o se disolvería en la otra, o sería
importante solamente en función de vivir entregada al nuevo ser. Viviría desde
entonces quizá ni siquiera como hombre dividido, sino entregado, esa es la palabra,
como si entregara su vida voluntariamente, dichosamente, y su vida propia solo fuera
el núcleo sustentador de aquella vida por la cual viviría para procurarle bienestar y
felicidad, dones de los que efectivamente gozaría esa vida, porque ese niño, –Ernesto
piensa en un niño cuando explica su decisión, porque es la imagen mental que tiene
como padre, padre de un niño, de un pequeño varón, pero no cambiaría nada el
hecho de que fuera una niña– ese niño, entonces, viviría una vida feliz, porque esa
sería la misión de Ernesto en adelante, procurar una vida feliz para un niño feliz.
Dadas las circunstancias favorables de su vida, explica Ernesto al amigo, primo o
tío de turno, daría lo mismo que él recibió, puesto que él, es decir Ernesto como niño,
gozó de bienestar y felicidad, tal como lo demuestra la memoria de su infancia, en la
que su niñez perdura como la mejor época de su vida, gracias exclusivamente a los
padres que le tocaron en suerte: un padre y una madre devotos que lo llenaron de
amor en las épocas más felices y de cuidados en las más duras, épocas que el recuerdo
presente transmuta en felicidad nostálgica al saber que tuvo dos padres que jamás lo
abandonaron ni le causaron daño intencional alguno e hicieron de él un niño
cuidado, protegido y feliz. Por eso, explica Ernesto, está seguro de que, gracias a
aquel ejemplo de dedicación y devoción y sacrificio, el hijo que él hipotéticamente
trajera al mundo no tendría de su parte más que amor y cuidados, como una
retribución por la vida plena que sus padres le procuraron, y gracias a esto, pero
también gracias a las alegrías intrínsecas y comunes a la vida de todo ser humano en
este mundo, cuando las circunstancias lo permiten, su hijo sería un niño feliz, de eso
no tiene duda.
Todo esto, sin embargo, explica Ernesto, –y es aquí donde llega a la parte central
de su argumentación, donde entra en conflicto o da un giro dramático o se resuelve
su decisión de no tener hijos– todo este despliegue de amor y protección y cuidados,
no le evitaría a su vástago decepciones ni dolor ni sufrimiento, propios de la vida de
todo ser humano, también, porque como todo en el universo, hay un margen de caos
que nadie puede controlar. Porque él, explica Ernesto, –y ahora cuida más sus
palabras para explicarse bien y evitar que le salgan atropelladas, aunque debido a la
emoción nunca lo logra– él, siente que el hecho central de su vida es el
descubrimiento de la muerte de sus padres, aunque más pertinente sería hablar del
descubrimiento de la posibilidad o inminencia de la muerte de sus padres, la
consciencia fulminante de la muerte, por decirlo de algún modo.
En este punto, a Ernesto le gusta explicarse con detalle. Porque cuando era chico,
cuenta Ernesto, a los ocho o nueve años, una mañana espléndida de vacaciones de
verano, durante un paseo a la playa en el auto familiar, mientras su padre conducía
con mano firme sobre el volante y su madre sacaba por la ventanilla un brazo que
cortaba el viento que barría la carretera a toda velocidad, y él sentía el sol
calentándole la piel y la brisa del mar empezaba a entrarle por los poros, en ese
momento de suprema felicidad que produce un viaje cuando eres chico, en ese
instante, cuando estaba en lo más alto de la dicha, explica Ernesto, sin saber cómo
ni de dónde ni por qué, le cayó como un rayo la consciencia de que sus padres se iban
a morir. No morir en ese mismo instante, por supuesto, sino que supo para siempre
que sus padres eran mortales y un día no estarían más con él.
Ernesto no comprende, ahora que lo reflexiona en la edad madura, cómo es que
un pensamiento de esa naturaleza pudo haber entrado en la mente de un chico, y
tampoco lo supo explicar en el momento en que sus padres, al llegar a la playa, le
preguntaron por qué lloraba, qué había sucedido que lo había hecho encogerse y
cubrirse el rostro con las manos mientras las lágrimas le bajaban por la barbilla. Lo
único cierto, cuenta Ernesto, es que sucedió, y ese pensamiento desde entonces
ensombreció su vida y volvió a aparecer de tanto en tanto para causarle dolor, un
dolor de tal magnitud que, aún durante aquel viaje de verano, sentado en la arena,
no pudo evitar volver a llorar al ver a sus padres abrazados bajo la sombrilla, y no
pudo evitar tampoco, cuando fueron hacia él a preguntarle por qué seguía llorando,
decirles que lloraba de esa manera porque se iban a morir. Sus padres entonces
supieron que su hijo había descubierto la-gran-verdad-de-la-vida, y él, como hijo,
con el tiempo, supo algo más: que, a su vez, el dolor más grande de sus padres sería
la muerte de su hijo, y llegó a ser consciente del dolor inconmensurable que sentían
sus padres al verlo sufrir a él, fue consciente del dolor de no poder evitar el dolor de
su hijo, explica Ernesto, ya con un temblor de emoción, dolor que se sumaba a los
dolores cotidianos de no poder evitar su sufrimiento físico, al contraer cierta
enfermedad o sufrir un accidente o el dolor intrínseco del mundo y del ser, digamos,
y el recuerdo de ese dolor, el de sus padres por no poder acabar con el dolor del niño
que él fue, lo llena de dolor a él ahora, explica Ernesto, ya decididamente emocionado
como para ordenar tranquilamente sus ideas, le duele recordar cómo sus padres
sufrían con cada dolor suyo, dos buenas personas trabajando y luchando inútilmente
para evitar su sufrimiento, y le duele a él, también, ahora, no haberles podido evitar
aquel dolor de ser padres.
Toda su vida, entonces, la de él y la de sus padres, se trató de evitarse mutuamente
el dolor, explica Ernesto, mirando a los ojos a sus interlocutores, el dolor de ida y
vuelta que sus padres sentían, el dolor de no poder evitar el dolor de su hijo y sobre
todo evitar el dolor de Ernesto de perderlos a ellos, y el dolor que ellos sentían al
saber que algún día él, como hijo, tendría que verlos partir, y saber que ese dolor
había empezado muy pronto en la infancia, al descubrir él que algún día sus padres
morirían, esos padres que no hicieron más que darle amor y cuidados, se irían y él se
quedaría solo en el mundo, no literalmente solo, sino solo de padres, huérfano,
aunque fuera en la edad adulta, en la que él podría defenderse por su cuenta de los
peligros del mundo. El hecho central era que sus padres, explica Ernesto
entrecortadamente, un día no estarían más para él, y ese dolor tenía su contrapartida
en el dolor que sus padres sentían al saber que su hijo era consciente de que ellos
morirían para siempre y que él sufría por ello, y ellos, sabiendo que la vida tiene sus
leyes, sabían que no había manera de evitarlo, ellos eran responsables entonces de
su felicidad pero también de sus sufrimientos por el solo hecho de haberlo creado en
este mundo, que es un mundo sobre todo de dolor. Y, puestos en la balanza, no había
forma de saber si toda la felicidad de su vida equilibraba o compensaba de alguna
manera todo el sufrimiento, no había forma de saber si cada segundo de felicidad
valía la pena por cada uno de sufrimiento, y desde entonces Ernesto no dejó de
preguntarse si tanto dolor valía la pena, y el dolor es sobre todo saber que no hay
manera de que un hijo no duela por el solo hecho de saber que ese hijo piense en el
dolor que causa solo por existir, porque cada momento de dolor de él como hijo se
multiplicaba en el dolor de sus padres, no había manera de evitarlo, porque toda la
suma del amor no haría más que multiplicar el sentimiento de pérdida y sufrimiento
al final de la vida de uno de ellos, ese sería el dolor mayor para él, como efectivamente
sucedió cuando su padre cayó en las garras de la enfermedad, y supo que su padre,
antes de morir, sufría no solo por morirse sino sobre todo por dejarlo solo a él, y a
Ernesto le dolía que hasta el último momento de su vida su padre sufriera por el
dolor de él, y supo entonces que por fin había llegado a la cita que había concertado
desde aquella mañana de verano y supo que el dolor era real y mucho mayor de lo
que podía haber imaginado y que no hay manera en el mundo de dejar de sentir dolor
por el sentimiento de pérdida y desamparo y por toda la vida de amor y sacrificio que
él le había dado como padre hacia él como hijo, y ese dolor es el verdadero círculo de
la vida y no se puede evitar, en todo acto humano de dar vida y amor y no poder
evitar que todo se pierda. Y esa es la razón por la que él, con todo el amor que tiene
para dar como padre, habiendo sido amado como hijo, explica Ernesto para
terminar, a su vez no podía concebir traer una vida al mundo para que ese hijo al
final de una vida de amor viera morir a la persona que más lo ha amado.
Después de escuchar a Ernesto, sus amigos, primos y tíos nunca le dicen nada y lo
dejan tomar su trago en paz.
El extranjero

Cuando regresó de España por primera y última vez, a papá se le dio por cruzar
las esquinas sin esperar la luz roja. En cualquier calle del centro, detenidos ante la
marea del tráfico, mamá y yo lo veíamos seguir de largo tranquilamente, como quien
se desplaza por la Gran Vía o da un paseo por El Retiro, sin reparar en los bocinazos
ni en los insultos que le lanzaban los conductores que frenaban de golpe ante su
temeridad. Estaba en su derecho. Es lo que le dijo a mamá cuando ella le reprochó
su imprudencia y el mal ejemplo que le daba a su hijo. “El peatón tiene la preferencia
en el paso de cebra”, informó papá con serenidad, “en Europa todos la respetan”.
“Déjate de idioteces”, replicó mamá indignada, “si quieres hacerte el hombre de
mundo, regrésate a España”. “Estoy en mi derecho”, se limitó a repetir papá. Y con
eso zanjó el asunto.
Papá era un hombre parco y respetuoso de las leyes, y siempre había conocido sus
derechos, pero solo ahora, al regresar al país después de cinco años de trabajo,
empezaba a ejercerlos plenamente. A sus cincuenta años, como último recurso tras
la quiebra del negocio familiar, papá cruzó el charco y descubrió lo que significaba
ser un ciudadano civilizado de verdad, en un país que respetaba sus más elementales
derechos, que no por ser los de un trabajador inmigrante eran menos. Volvió a casa
más consciente de ellos que nunca. Salvo que no estaba en Madrid, Valencia o Sevilla,
donde los autos lo respetaban a cualquier distancia. Venía de vacaciones por dos
meses y la seguridad que ahora lo envolvía había dejado atrás la incertidumbre de su
futuro como jefe de una familia venida a menos en una de nuestras tantas crisis
nacionales. Tu padre el civilizado, empezó a llamarlo mamá.
Con esa actitud civilizada, cualquier cosa podía pasar. Cada vez que salíamos yo
lo escuchaba hablar sobre la diferencia entre nuestras costumbres y las europeas, y
estudiaba sus reacciones ante tanta normalidad peruana.
Una tarde íbamos en micro por la avenida Colonial cuando caí de bruces contra el
suelo, gracias al chofer que pisó el acelerador hasta el fondo para ganarle pasajeros
a la competencia.
—¡Oiga, usted cree que lleva animales! —gritó papá— ¡Baje la velocidad!
—¿Qué cosa? —respondió el chofer, con toda la calle del mundo— ¡Yo tengo veinte
años trabajando en esta unidad, a mí nadie me dice cómo manejar!
Fue como si papá hubiera esperado ese momento toda su vida:
—¡Y veinte años más se va a quedar ahí por animal!
No recuerdo haber visto antes a papá enojado y por un momento no reconocí su
voz. De sus ojos brotaba tanta furia que el chofer no tuvo ánimos para responder, y
no hizo más que secarse el sudor de la frente con la mirada fija en el volante mientras
el cobrador voceaba la ruta. Luego empezó a ir más despacio, a dejar que los demás
vehículos lo adelantaran y a respetar tanto a sus pasajeros, que unas cuadras más
adelante empezaron a pedirle que fuera un poco más rápido.
Cuando salíamos a comer era estricto. El servicio de los restaurantes siempre
pésimo, los baños deplorables, la carne puro nervio. Le ordenaba amablemente al
mesero que le detallara los ingredientes de tal o cual plato, que le recomendara la
especialidad de la casa, que le hiciera el favor de decirle al cocinero que el filete lo
había pedido tres cuartos y no bien cocido. Mi padre el español. Mamá miraba
nerviosa a las demás mesas y le decía en voz baja que no incomodara tanto, que
pidiera cualquier cosa, que dejara de fregar. Papá no le respondía y comía en silencio,
y al pagar la cuenta decía que era un robo. Luego las calles y las pistas seguían siendo
suyas: cruzaba sin inmutarse delante de motos, carretillas y combis.
No se callaba nada. Les explicaba a los taxistas que si deseaban ofrecer un buen
servicio a sus pasajeros debían empezar apagando la radio. En el parque frente al
condominio les recordaba a los paseantes de perros que debían recoger los
excrementos de sus mascotas. En el estacionamiento del centro comercial discutía
con el supervisor por permitir que cualquiera ocupara el lugar reservado a los
discapacitados.
Lo dominaba la sensatez y el sentido común. A mí, su hijo adolescente en
permanente estado de indecisión, que estaba a punto de matricularme en la primera
universidad a la mano y echarme sobre la espalda una carrera que no me exigiera
nada y me prometiera un rápido nicho laboral, me aconsejaba que me lo pensara
bien, que me tomara un par de años trabajando en algo a medio tiempo, viajando un
poco, conociendo el mundo real, encontrando una vocación: que no siguiera el
camino de esos estudiantes del montón que salían de la facultad en el mismo estado
de inutilidad en que ingresaban.
En casa, cada mañana, después de desayunar, se sentaba frente a la computadora
y revisaba las noticias de Europa: la crisis francesa, las elecciones en Italia, el
desplome financiero de Grecia. Se mantenía al día con todas las novedades de la
política internacional; y en la reunión de bienvenida con los tíos les sacó el tema
apenas empezados los tragos; como si ellos acabaran de leer el último reporte de la
agencia EFE o de la BBC. Mi padre el europeo.
—No le hagan caso al pesado —advirtió mamá— todavía no aterriza.
Pero él siguió con el precio del petróleo y la caída de la bolsa de valores, y explicaba
por qué era importante saber estas cosas, de qué manera nos afectaba a todos. A
medianoche, cuando empezaron los chistes verdes y los primeros amagos de baile,
dejó su copa de vino sobre la mesa y dijo que se retiraba: ya se sentía un poco
mareado.
—¡Cómo te has pulido, compadre! —dijo el tío Beto, levantando su vaso de
cerveza— ¡Seguro ahora tomas puro champán!
Las noticias de este lado del mundo tampoco le eran ajenas. Me dijo que desde
España no había dejado de seguir los diarios nacionales que informaban sobre la
recuperación de la economía y el modesto boom que vivía el país, y una de las
primeras cosas que quiso hacer a su llegada fue ver de cerca el nuevo paisaje. Sin
embargo, fuera de los centros comerciales sembrados aquí y allá, idénticos a los miles
de centros comerciales que uno podía encontrar en Europa, y los inexplicables
puentes de cemento que ahora cruzaban la ciudad, la nueva cara del país en el fondo
no era muy diferente a la que conocía de toda la vida. A las dos semanas dejamos de
salir y dedicó su tiempo a conectarse al mundo desde casa, y por alguna razón, mamá
empezó a pasar más tiempo fuera. Se acercaban las fiestas de fin de año y las calles
se llenaban de luces, árboles y villancicos, pero él prefería quedarse leyendo los
diarios en Internet o mirando televisión; sobre todo documentales del canal de
historia, y cuando mamá se alistaba para salir a hacer las compras navideñas, le dijo
que no se molestara en acompañarla y que siguiera con sus asuntos internacionales.
La noche de año nuevo, que en mis recuerdos de infancia regresaba iluminada de
fuegos artificiales bajo el abrazo de papá y mamá, en medio del júbilo general del
vecindario, papá dijo que sería mejor quedarnos en casa, con una cena en familia
podíamos pasarla bien, en realidad no tenía muchas ganas de ir a la verbena del
condominio ni de desvelarse. Además, él ya tenía cierta edad y no estaba para esas
cosas. “Tú sabrás por qué”, le dijo mamá antes de bajar con la vecina del 201 a la
terraza.
La mañana siguiente, mientras veíamos las primeras noticias del año en la tele,
entre incendios y accidentes de tránsito, anunció que debía adelantar su pasaje de
regreso. Aún le quedaba un mes de vacaciones y le hubiera gustado pasar más tiempo
con nosotros, pero lo había pensado bien y su empleo podía peligrar si se tomaba
más tiempo del debido. Era mejor no arriesgarse, lo primero era asegurar su trabajo.
Como un reflejo cotidiano esperé una de las bromas de mamá, pero esta vez no llegó.
El día que se fue, mamá no estaba en casa. Nos despertamos temprano y llegamos
con varias horas de anticipación al aeropuerto, de modo que nos dedicamos a dar
vueltas, mirando tiendas y conversando. O mejor dicho: papá hablaba y yo
escuchaba. Llevábamos un buen rato sentados en un café cuando anunciaron su
vuelo. Tomé su maleta y me quedé mirando el nombre de la ciudad de destino en el
pasaje que estaba sobre la mesa. Nos levantamos y empezamos a caminar. Entonces
papá me puso una mano sobre el hombro, suave pero firme, como si me guiara por
un rumbo desconocido.
—Quiero que sepas que a ti y a tu mamá nunca les faltará nada —dijo.
Seguimos caminando a paso lento, sin prisa, y mientras avanzaba por los pasillos
transitados de viajeros y equipajes y les daba vueltas a las palabras de papá y a los
silencios de mamá, de pronto sentí que mis padres eran gente extraña, y que me haría
falta toda una vida para entenderlos.
Instrucciones para aprender a nadar

Aprendí a nadar a los treinta y tres años porque cuando era adolescente mi primo
me salvó de morir ahogado mientras Teresa, la chica más linda de tercero, se reía en
la orilla. Desde entonces me pasé la vida sin poner un pie en el mar y sin poder borrar
la risa de Teresa de mi mente. Un rato antes de eso todo iba de maravilla porque era
la primera vez que nos llevaban de excursión en el bus del colegio, y apenas pusimos
un pie en la playa los valientes emprendimos una carrera hacia el mar para bajar olas
a pecho, y entre una y otra zambullida yo veía a Teresa tomando el sol como salida
de un sueño de verano y me imaginaba una vida en el mar junto a ella, porque me
miraba por primera vez y seguramente comentaba con las demás chicas qué gran
nadador era. O quizás sería más justo decir que la mirada de Teresa saltaba por
encima de mí y llegaba hasta mi primo, porque él nadaba como un campeón y bajaba
las olas más grandes, las olas de verdad que se encrespaban al fondo, y yo no pasaba
de las enanas e inofensivas que reventaban en la orilla. Pero yo sabía que Teresa
también podía mirarme y entonces me adentré, pensando que todo era cuestión de
actitud y que la vida está hecha para quien se arriesga y que el hecho de que no
supiera nadar era lo de menos, y así fui, flotando en mi propio optimismo, hasta que
cogí una ola alta y furiosa que por un segundo me permitió atisbar a Teresa, dorada
y sonriente, y que un segundo después me revolcó en las profundidades como un feto
arrojado al espacio exterior. Cuando logré sacar la cabeza ya no sentí el suelo bajo
mis pies y entonces todo fue pánico y terror y dar manotazos como un náufrago del
Titanic, hasta que el brazo de mi primo me enroscó y me sacó a flote como un muñeco
de trapo y me llevó a rastras a tierra firme, tosiendo y echando espuma por la boca
bajo la mirada del profesor y los demás, y sobre todo bajo la mirada de Teresa, que
ahora mostraba la más sincera de sus risas.
Aunque tal vez me conté esta historia durante años para no aceptar que la
verdadera razón por la que aprendí a nadar a los treinta y tres fue porque finalmente
decidí hacerle caso al neumólogo que empezó a tratar mis congestiones pulmonares
y me aconsejaba clases de natación como terapia natural para dejar de fumar. Yo
mismo me reprochaba mi falta de voluntad para dejar el tabaco, y cada vez que lo
hacía recordaba la noche de la fiesta del milenio, y me recordaba deambulando solo,
mirando a las parejas y el baile, como un espectro un banquete, hasta que Vanessa,
la mejor amiga de mi hermana, se acercó y me ofreció un cigarro y yo se lo acepté
como todo un hombre, y ella me dio fuego y cuando me atoré con el humo y empecé
a toser, ella se rio con una sonrisa que valía todos los cigarros del mundo y me dijo
“Yo te enseño”. Esa noche también me enseñó otras cosas, pero cuando fui a buscarla
días después no quiso enseñarme nada más. Desde entonces fumaba cada vez que
me sentía solo y me sentía solo cada vez que pensaba en Vanessa. Pasaron muchos
años para que dejara de pensar en ella, pero para entonces yo ya acudía al neumólogo
porque al correr o subir las escaleras me acosaban una tos seca y una agitación
terrible que mucho tenían que ver con los cigarros que me fumaba ya por cualquier
razón. Un día el neumólogo me dijo “Ve a nadar. El agua te limpiará los pulmones”.
Pero para ser franco conmigo mismo, no sé si fue aquella prescripción la que
finalmente me decidió, y lo que yo creo ahora es que aprendí a nadar tan tarde en la
vida porque ya tenía más de treinta años y un trabajo que era un callejón sin salida y
no sabía qué hacer con mi tiempo libre, y sobre todo porque quería llegar cansado a
casa y olvidarme de que me estaba muriendo de pena porque Emilia me había dejado
para siempre. Emilia tampoco sabía nadar, pero nos gustaba mucho ir a la piscina
del club; allí el agua nos llegaba a la cintura y nos gustaba hacer como que
buceábamos y nos dábamos besos bajo el agua, como en esas fotos cursis de las
revistas de viajes, y nos decíamos que después de cinco años juntos ya era hora de
aprender a nadar para ir algún día a bucear de verdad en las playas del norte o en
una isla del Caribe cuando nos casáramos.
O tal vez sea cierto lo que pienso en este momento y es que en realidad tuve que
aprender a nadar porque mi mejor amigo se cansó de verme tan triste tanto tiempo
y me ofreció pasar las vacaciones en su casa de playa, y yo pensaba que si allí conocía
a la chica de mis sueños entonces iríamos hasta la playa y le diría quédate en la orilla
y mira, y entonces yo me metería al mar y me zambulliría, y ella se asustaría al
principio pero yo saldría a flote y ella sonreiría solo para mí y yo empezaría a nadar
de espaldas, un brazo y luego el otro remando en el agua azul, así como ahora que el
sol me estalla en la cara y veo la playa desierta y giro para mostrarle a nadie mi mejor
estilo libre y fondeo una ola tras otra y yo sigo adelante y más adelante, ya sin miedo
a no sentir el suelo bajo mis pies.
Tito

Yo no soy de armar líos, tú me conoces, pero en ese momento era lo que me tocaba.
Porque Tito ya no podía rebelarse ni estaba en plan de elegir nada. Así que cuando
entró la doctora sin mirar a nadie, sin despegar los ojos de la historia clínica siquiera,
y les dijo a los enfermeros “entuben al paciente”, con el tono de quien dice “metan
esa carne a la congeladora”, supe que tenía que hacer algo. “No, no, nada de eso”, le
dije. La doctora levantó la mirada para ver quién hablaba. “Mi hermano está bien así
y así se va a quedar”.
Pero la verdad es que Tito no estaba nada bien. Estaba peor que nunca. Ya no le
alcanzaban las fuerzas para un día más. Ni para poner la misma cara de sabelotodo
que puso cuando lo llevamos al hospital, como si lo comprendiera todo. Qué iba a
saber. Nadie sabe nada cuando pasan estas cosas. Veinte días. Veinte malditos días
del cáncer más agresivo que te puedas imaginar. Y a los veintisiete años. Veintisiete,
ni siquiera treinta. ¿Sabes lo que es eso? “A mí no me mientan, a mí no me vengan
con cuentos”, nos dijo a papá y a mí cuando salimos con los resultados de la biopsia.
Y cómo le íbamos a mentir si mamá no dejaba de llorar en un rincón del consultorio
como si ya mismo lo estuviéramos velando en sus narices. Aunque si lo veías
fríamente, esa era la verdad. Cirrosis. Sí, cirrosis, ¿sabías que les da hasta a los niños?
Sí, niños muriéndose con el hígado reventado. Y eso le estaba pasando a Tito desde
quién sabe cuándo. No sé si no lo creía o no lo aceptaba o seguía haciéndose el
rebelde de toda la vida. “Regreso mañana”, nos dijo cuando lo quisimos internar.
“No me voy a quedar encerrado esperando el milagro. Le dicen a mamá que les rece
a todos sus santos”. Y se fue. Papá lo dejó ir sin decir una palabra, el viejo siempre lo
dejaba salirse con la suya. Volvió a los dos días tan demacrado y débil que apenas
tuvo fuerzas para volver a levantarse de la cama. “Al menos no te hagas el rebelde
ahora, angelito”, le dije, “piensa en mamá”. “La vida es como la muerte, hermanito”,
respondió con su risa cachosa. Por Dios, salir con una de sus frases célebres a esas
alturas. Aunque esta vez yo no podía llevarle la contra. No como antes, cuando
éramos chicos y me bastaba tirarlo al suelo y con el pie en el pecho le demostraba
quién tenía la razón. Pero era tan terco que ni aun así se quedaba callado. Y eso era
lo que yo menos le aguantaba: que no supiera callarse la boca. Cambió de un día para
otro en la secundaria: llegaba tarde a casa y le respondía a mamá, se negaba a salir
con la familia a celebrar su cumpleaños, le pedía a papá que lo cambiara de colegio.
Nadie sabía qué le pasaba. Un día el padre Juvenal llamó a casa porque faltaba a
clases de confirmación, y ese fue el primero de los problemas con mamá. Imagínate,
once años con los padres maristas para que al final se pierda la confirmación, qué
ganas de joder. Y por si eso fuera poco, la universidad. A quién carajos se le ocurre
mandarlo a la Nacional. Era cuestión de tiempo verlo convertido en un revoltoso.
Cómo se le ocurre venir con que lo siente mucho pero que no va a misa con la familia
porque ahora es ateo. “Ateo”, pero qué título de mierda es ese. Me reí en su cara. “Te
puedo prestar unos libros para que no te rías tanto”, me dijo. Tito ya estaba casi de
mi tamaño y no podía hacerle el pare tan fácil cada vez que se ponía faltoso, pero
igual yo tenía que hacerme respetar como hermano mayor. “No seas payaso, apenas
vas en primer ciclo y ya te crees Marx, ¿qué sigue ahora, la barba o la boina?”. Pero
era inteligente el bandido. Malcriado pero inteligente. Tengo que reconocerlo. Era el
cerebrito de la familia. Yo ni en sueños hubiera ingresado a la Nacional y la Mariale
menos. Tal vez por eso papá le toleraba todos sus desplantes. Imaginaba que llegaría
lejos y eso le daba derecho a hacerse el especial todo el tiempo. Un día dijo en la mesa
que no solo era ateo, sino también “militante”. Eso fue el colmo. ¿Existen esas cosas
ahora? ¿Partidos políticos de ateos? Se mandaba cada cosa contra la iglesia. Adiós
bautizos, adiós matrimonios. Ni a la misa de la abuela quiso ir. La familia lo empezó
a mirar raro. Se peleaba con mamá cada vez que el cardenal salía a hablar en la
televisión. “Ese criminal”, se mandó una vez, parado frente al televisor, como si
quisiera romper la pantalla con la mirada. Mamá le lanzó fuego por los ojos: “Retira
lo que has dicho”. Y alzó más la voz: “En esta casa creemos en Dios, así te hagas el
comunista con tus amigos, en esta casa respetas”. “Mamá, por favor, yo no respeto a
criminales”. Entonces yo salté y le dije que se callaba o se ganaba un golpe. Yo no soy
un santo y a mí las cosas de la iglesia ni me van ni me vienen, cada loco con su tema,
pero a mamá, que cree en su grupo de oración como en su segunda familia, no iba a
dejar que la tratara así. Ya no podía revolcarlo como cuando era un mocoso y cogía
mis cosas sin pedir permiso, pero me bastó con pecharlo para que se callara.
Discutiendo no le iba a ganar. Ese era su terreno. Tenía un floro de los mil diablos y
no paraba hasta demostrar que tenía la razón. Papá era el único que escuchaba sus
disparates tranquilo y lo felicitaba por tener sus propias ideas. A veces pienso que se
aprovechaba del viejo, se escudaba en él, y por eso cuando terminó la universidad
siguió en lo mismo y en lugar de buscarse un trabajo empezó a dárselas de
revolucionario o activista o como se diga, metido en mítines, debates y esas cosas. Se
pasaba las madrugadas en la computadora, escribiendo y peleándose con grupos de
fanáticos religiosos de Internet. Qué manera de perder el tiempo. Después lo vimos
en la tele marchando contra la iglesia por el caso ese de los curitas abusadores. Iba
al frente de los revoltosos, altavoz en mano, gritando a las puertas de la catedral,
como esperando la salida del cardenal para colgarlo en plena plaza de armas. La
policía le dio con palo pero lo entrevistaron en el noticiero y tuvo sus quince minutos
de fama. “El hijo de Pilar está medio loquito ¿no?”, decían las vecinas y las tías. La
oveja negra. El anticristo. “Cálmate ya, Satanás”, le dije, “vas a hacer que le dé un
ataque a mamá”. Me quedó mirando y no dijo nada. Pensaría que yo no era quién
para debatir con él. Y fue ahí nomás que se consiguió la beca para estudiar en Cuba.
El acabose. Iba a regresar hecho un Fidel, entrenado para matar a todos los curas a
punta de fusil. Estábamos jodidos. Mamá hizo como si no se hubiera enterado de
nada pero la vi rezando más que nunca. Papá dijo que no era para tanto y que le haría
bien ver un poco de mundo. Mariale con el novio todo el tiempo no opinaba. Yo solo
pensaba en su maldita suerte y en la cantidad de cubanas que se iba tirar. Y después
de unos meses temiendo lo peor, regresó igualito. Pero ya casi no andaba en casa.
Siempre en reuniones de partido, planeando sus debates, metido de cabeza en sus
marchas. Ya no peleaba con mamá. Parece que entendió que la guerra no era con
ella. Pero detestaba a la iglesia más que nunca. Empezó a escribir para diarios, blogs,
páginas de izquierda, en cualquier sitio que apoyara sus locuras. Ahora hablaba de
aborto, eutanasia, derechos de las minorías, todas esas cojudeces de moda entre los
rojos. Yo lo leí un par de veces: pura basura comunista; pero ¿sabes qué? Qué bien
escribía, carajo, como un profesional. No me importaba a quién jodiera, escribía
como los grandes el bandido. Hubiera convencido hasta al Papa. Así que mi
hermanito es escritor, pensé, quién lo iba a decir. Y entonces la puta noticia. Así, de
la nada. ¿A quién le suceden estas cosas? A esa edad. Para no creer. Apenas aguantó
tres días en casa antes de internarlo, y a pesar de eso quiso seguir en lo suyo. Le di
mi laptop para que escribiera lo que le cantaran las pelotas, para que fusilara a todos
sus enemigos desde el teclado, pero apenas le daba la cabeza para leer un rato y el
resto del tiempo se la pasaba durmiendo. Yo llegaba temprano en las mañanas y
luego al mediodía, antes de regresar al trabajo. Conversábamos un rato, le decía que
sus fans lo extrañaban, y cuando me despedía me iba directo al baño y me soltaba a
llorar todo lo que me había aguantado. Mamá se quedaba todo el día y apenas se
separaba de él para ir a comer algo. Papá y Mariale se turnaban en las tardes. A las
dos semanas hizo metástasis y entró en coma. Así de rápido. Se apagó de un día para
otro, como se dice. Esa mañana el doctor nos enseñó las últimas placas y dijo que ya
era cuestión de horas, que en cualquier momento, que lo acompañáramos a irse
tranquilo, que le habláramos, él aun podía escuchar. En ese momento solo
estábamos mamá y yo en el hospital. Fuimos con él y nos sentamos a su lado. Yo solo
quería que mi muchacho descansara y se fuera sin dolor. Mamá le tomó una mano y
yo la otra. Se le veía tranquilo, en paz, ya a solo un paso del final. Entonces, de la
nada, apareció esta doctora con dos enfermeros y les ordenó que practicaran de una
vez el entubamiento. Me paré como un resorte y le pregunté qué era lo que trataba
de hacer. “El paciente está a punto de sufrir un paro respiratorio”, informó.
“Practicaremos una intervención de entubamiento para que no deje de respirar”. Me
imaginé a Tito, horas, días, revolviéndose dentro de sí mismo, carcomido de dolor y
de ganas de acabar de una vez. Le dije a la doctora que mi hermano se iba a quedar
tal y como estaba y que no iba a sufrir más. Me miró como si hablara desde las
alturas: “Su hermano puede alargar su vida con el procedimiento, usted no es Dios
para decidir la muerte de una persona. Su hermano está en las manos de Dios ahora,
no en las suyas, la vida es sagrada”. La miré directo a los ojos. “Y a quién se lo dices”,
me dije apretando los labios y mirando a Tito. Mamá tenía los ojos cerrados y las
manos juntas, llorando y rezando al mismo tiempo. Y entonces lo hice. Cuando
pienso ahora en cómo me las arreglé, cuánto discutí, grité, me escandalicé y
amenacé, no me reconozco. Hasta llamé a un amigo abogado para que le informara
a la doctora que si tocaba al paciente ya se podía preparar para las consecuencias
legales. La mujer no se rindió y dijo que regresaría con una autorización y que si yo
me oponía iba a llamar a seguridad. “Usted no puede jugar a ser Dios con la vida
humana”, dijo antes de dar media vuelta hecha una furia. Nos dejó solos y apoyé los
labios en el oído de Tito y le dije que no se preocupara, que ahora teníamos todo el
tiempo del mundo. “Bandido”, le susurré, “tu sí sabrías poner en su lugar a esta vieja
loca”. Luego seguí hablándole durante un rato, contándole cómo iba el mundo, cosas
de la casa, y sin darme cuenta tenía otra vez a la mujer a mis espaldas, ordenando el
entubamiento con todas las de la ley. Pero Tito ya se había salido con la suya.
Canon

Y entonces Emilio se dio cuenta de que era la primera vez en treinta años que
pronunciaba aquella palabra.
—El canon literario nacional lleva décadas escrito sobre piedra. Tal vez no sea
mala idea empezar a debatir su vigencia.
Eso había dicho, conversando con un anciano profesor en los pasillos de la
facultad. E inmediatamente después una violenta sinapsis relampagueó en su
cerebro y recordó y recordó y cayó en la cuenta de que era la primera vez que utilizaba
la palabra canon en una conversación desde aquella noche remota, con los
muchachos en el parque. En ese entonces Emilio era un chico de quince años, tenía
una pequeña biblioteca personal que hacía crecer de cuando en cuando con sus
propinas, y reconocía íntimamente que una de sus aficiones era coleccionar palabras:
elegía, incólume, canon. Además, el curso de lenguaje era el único que se le daba
bien en el colegio, el profesor Acevedo era de los pocos que se dejaban escuchar. De
modo que aquella noche de fin de semana, mientras los muchachos se pasaban una
botella de ron de mano en mano, sentados en círculo sobre la hierba del parque, y
discutían los grupos fundamentales de la historia del rock y soltaban los nombres
sagrados de Queen, Led Zeppelin y Black Sabbath, de pronto a él se le ocurrió decir
pero para hablar de un canon del rock tendríamos que ir más atrás. Se hizo un atónito
silencio que se rompió cuando Manolo estalló en una risa que casi le hace escupir el
trago, ¿has dicho canon? ¿canon? ¡pero qué huevadas hablas!, y entonces todo fue
una carcajada unánime, con gritos, manotazos y cogidas de panza, toda la
pantomima de costumbre. Emilio sintió que tal vez también debía reír con ellos y
trató de encontrarle la gracia al asunto, pero no pudo. Hasta Chicho, su mejor amigo,
que conocía su afición por los libros, se había cagado de risa en su cara. Emilio pensó
que exageraban y no era para tanto, a fin de cuentas, no era una palabra tan
rebuscada como florilegio o paradigma. Pero ellos siguieron riendo un buen rato, y
aunque luego pasaron a otros temas y la ebriedad los derivó al futbol y al final a la
política, él siguió escuchando el eco de la risa que aquella palabra había
desencadenado, y se reservó de aportar mayores comentarios el resto de la noche.
Desde ese día no dejó de sentirse un poco extraño y descolocado entre sus amigos.
Le faltaba un par de meses para terminar la secundaria, y hasta ese momento le había
dado vueltas a la idea de estudiar letras en la universidad, deambular entre
bibliotecas y convertirse en profesor, pero con los días sintió que algo se le iba
apagando, algo sólido en su interior empezó a perder peso y vaciarse. Pese a todo,
siguió saliendo con los muchachos, acompañándolos en las salidas, pichangas y
borracheras, y se acomodó al lenguaje del grupo, eran sus mejores amigos a fin de
cuentas, era normal batirse el uno al otro. Le volvieron a subir los ánimos, hizo
promesas de eterna amistad y acabó el colegio, y sin pensarlo mucho ya estaba
estudiando administración en la universidad. Fueron cinco años huecos que pasaron
en un pestañeo y de los que después no recordaría mucho más que algunas
compañeras de las que se enamoró en silencio y la pesadez infinita de los libros de
texto.
La vida que vino después también fue para el olvido, al comienzo pateando la calle
como vendedor, y luego oscilando con menos pesar entre trabajos de autómata,
detrás de una ventanilla de banco o clavado a un cubículo. Llegó a los treinta, se casó
con una compañera de trabajo, tuvo un hijo, se hizo amante de otra compañera de
trabajo, se divorció, consiguió una oficina propia, y cuando menos se dio cuenta ya
tenía cuarenta y cinco años. Una tarde, mientras buscaba algo en qué ocupar el
tiempo en un fin de semana que se le hacía interminable, fue a visitar a sus padres y
se le ocurrió llevarse su olvidada biblioteca. Al acomodar los libros en los estantes
vacíos de su departamento, reconoció las obras favoritas de su adolescencia, repasó
sus hojas al azar, y las colocó sobre su mesa de noche. Con el tiempo, retomó sus
hábitos de lectura, tomó nota de escritores que debía leer, empezó a recorrer
librerías, y un día pensó que no estaría mal matricularse en la facultad de letras, o al
menos asistir como alumno libre. El primer día de clases se sentó discretamente en
una carpeta de la última fila, y cuando el profesor entró al salón, su cuerpo se llenó
de un entusiasmo parecido al que hubiera sentido en la butaca de un cine, a punto
de ver la película que había esperado toda su vida. Siendo el alumno más viejo de la
clase, observó que era poco probable que hiciera amigos entre aquellos chicos recién
salidos del colegio. De cualquier modo, no le interesaba mucho hacer nuevas
amistades a esas alturas de su vida, ni siquiera conservaba las antiguas, y tampoco
se hubiera acordado de sus viejos compañeros de no haber alargado fuera del aula el
debate que se había iniciado una hora antes, discutiendo a los autores fundamentales
de la literatura nacional.
Pronunció otra vez aquella palabra ante el profesor, con una satisfacción que
nunca antes había encontrado en pronunciar alguna otra.
—Creo que el canon no es inmutable, profesor, lo que antes era, quizás hoy no lo
sea.
Quiso afirmar lo que estaba sintiendo y la repitió una vez más, sin miedo.
Alienación

Si hubo alguien entre nosotros que conoció el verdadero sentido de la amistad,


sus sacrificios y recompensas, ese fue Josefino Carrión. Una pasión que no
prescindió de su propio vía crucis y nació de la adversidad, ya que sobre sus hombros
recayó el amargo destino de tantos muchachos de nuestro tiempo. Esta historia es
singular, sin embargo, pues a pesar de aquel oscuro designio, su protagonista nunca
huyó de sus enemigos. Tampoco los enfrentó. Josefino representa, estamos seguros,
el caso más extraño de huida hacia adelante del que alguna vez fuimos testigos; e
ilustra, al menos parcialmente, un capítulo emblemático de la historia privada de
Trujillo.
Para empezar por el principio, como quien dice, habría que reconocer que los
alumnos del Mariano conformábamos la típica ensalada racial de un colegio de clase
media, y hubo un tiempo en que Josefino se confundía entre la manada de mocosos
que éramos sin llamar la atención: ni alto ni bajo, tez oscilante entre el cobre y el
marrón, nariz más curva que recta. Es curioso cómo nadie reparó en esta condición
natural en los años felices de la primaria. La secundaria lo cambió todo. En el tránsito
de un estado a otro, algo sucedió: la historia de todas las sangres empezó a burbujear
dentro de nosotros.
En este proceso evolutivo, la primera semana de clases significó, para todos, la
adaptación a un territorio extranjero, con nuevas identidades y atributos: el tamal
López pasó a ser el Colorao, el gato Infantes mutó en el Chino, y el chiquito Ríos dio
el estirón hasta llegar a Kunta, en honor al esclavo rebelde que por aquellos días era
la estrella de la televisión nacional. Un espíritu extraño sobrevolaba el salón,
rebautizándonos con apelativos que revelaban mejor nuestra naturaleza y habrían
de cubrirnos de por vida, como un sacramento: Gringo, Mono, Perro.
Arrojados a este nuevo mundo, expulsados del paraíso de la infancia, no pasó
mucho tiempo antes de que Manolo Risso, melenudo y pecoso dueño de la última
fila, una buena mañana contemplara a Josefino por primera vez bajo la nueva luz de
la adolescencia. Lo observó entre el grupo apretado y bullangero que entraba al
salón, lo discernió entre sus congéneres y lo identificó para gritarle a voz en cuello
las cinco palabras que decidieron su destino: “¡Cholo, anda cuídame el carro!” En
realidad, Risso llegaba al colegio en moto, pero las risas y carpetazos que
acompañaron su ocurrencia consagratoria sellaron aquel primer momento en la vida
pública de Josefino.
Su suerte estaba echada. Nunca ningún alumno del Mariano fue tan creativo y
empeñoso como buscando nuevas denominaciones para Josefino; desde las
convencionales y más a la mano: Indio, Llama, Huaco; pasando por las de
inspiración televisiva: Gregorio, Sotil, Yungay; hasta las gastronómicas: Olluco,
Charqui, Chuño. En este proceso, además, tuvo lugar un curioso fenómeno: hasta los
alumnos más indolentes, como el mudo Pacheco o el pelado Reyes, que en ausencia
de Josefino habrían pasado por simples e inofensivos monses, revelaban un
insospechado lado palomilla cuando les caía de rebote la oportunidad para batirlo,
contagiados por el espíritu de cuerpo del salón.
Josefino no se hundió en el desánimo, pese a todo, y hasta parecía participar
fraternalmente, con un guiño cómplice y risueño, de cada lapo fulminante que
aterrizaba en su nuca. No lo supimos entonces, pero ya había empezado a maquinar
la estrategia de supervivencia que le ganaría tantos afectos en la vida. Sabía lo que
hacía. Alguien menos astuto habría pensado en incendiar el colegio, tramar planes
para una venganza fatal, liderar una conjura con los demás sometidos de la
secundaria al estilo de La conquista del planeta de los simios, o, al menos, en un acto
de voluntad negativa, tratar de hacerse invisible a la mirada del salón. Esas eran las
salidas fáciles, dignas de cualquier torpe sin imaginación, pero no para Josefino, que,
con estudiada ambición, empezó a infiltrarse en la vida en continuo movimiento del
colegio, nunca como protagonista, por supuesto, sino como un extra permanente al
fondo de la escena, o, en el mejor de los casos, como una figura de reparto. A mitad
de año la primera etapa de su plan empezó a darle resultados: se convirtió en el chule
oficial del salón, el que corría sin chistar a cumplir cualquier mandado, a encargarse
de cualquier favor sin pedir nada a cambio. Dio entonces la impresión de
experimentar una íntima satisfacción, un orgullo de trabajo bien hecho. Fue un
momento precursor del rumbo que tomaría su vida. Si a alguien le faltaba un
lapicero, Josefino tenía dos; si te dejaban castigado en hora de recreo, Josefino no
esperaba para traerte el pan con tortilla del quiosco; si nos quedábamos sin pelota
para las pichangas en Mansiche, Josefino volaba a su casa o a donde fuera para
conseguir una. Siempre diligente, siempre servicial. Y si en general seguía todo el
tiempo a la mancha del salón, en particular se mantenía cerca del círculo de Risso,
gravitando como un planeta muerto alrededor del sol.
A pesar de su laboriosa omnipresencia, primer y segundo año pasaron por él como
el tiempo por la vida de Sísifo: viendo rodar cada día el fruto de sus esfuerzos. Pero
en tercer año sucedió algo en la vida de Josefino que, para bien o para mal, torció su
destino.
Llegó el día en que el laboratorio de química, la sala blanca, radiante y vaporosa
vedada a nuestra incompetencia escolar, por fin se abrió ante nosotros. Aquella
mañana, entre morteros, matraces y tubos de ensayo, el profesor Benítez, antes de
iniciar el primer experimento con ácido clorhídrico, recibió una llamada de la
dirección y nos abandonó a nuestra suerte. Fue uno de esos momentos perfectos para
Risso, quien, como de costumbre, se hizo dueño del lugar y se decidió a oficiar como
supremo sacerdote de la química. Armado de un tubo de ensayo rebosante de ácido
y un gotero, empezó a regar sobre chompas y pantalones el agua bendita de la ciencia.
Todos saltamos de nuestros asientos y tomamos municiones y entonces el
laboratorio fue el carnaval de la química escolar y empezaron a llover chorros
humeantes sobre mesas y uniformes. Risso, por su parte, aburrido de agujerear
camisas y zapatos, llegó hasta Josefino y le dijo, en estado de gracia: “Cholo, que la
bendición sea contigo”, y soltó una ráfaga que le cruzó la cara como un latigazo. Bastó
ver el rostro descarnado de Josefino para que todos huyéramos a salvarnos de la
expulsión. Cuando el alboroto ganó el pasillo, el profesor Benítez regresó con el
auxiliar y encontraron a Josefino encogido en el suelo, apretando los párpados,
pidiendo disculpas por manipular el ácido letal.
Lo que sucedió en la enfermería a puertas cerradas lo supimos como si
hubiéramos estado ahí, al lado de la enfermera Nancy que le aplicaba a Josefino una
pomada antiséptica sobre la carne viva, viendo las caras del profesor Benítez y el
auxiliar que se convencían nerviosamente de que el hecho no pasaba de un accidente
menor, y entrando en pánico cuando el padre Iñigo se corporeizó ante ellos, un
evento que constituía, en nuestro mundo, un prodigio similar a la liberación del
Kraken en la mitología: el último recurso para aterrorizar a quien se atreviera a
quebrar el orden de los dioses. Pero a pesar del interrogatorio policial al que lo
sometieron, Josefino se mantuvo hasta el final en su versión de los hechos, y nunca
abrió la boca para delatar a su verdugo, evitando así que la mano inapelable del padre
Iñigo firmara el destierro de Risso con el expediente escolar más siniestro en la
historia de la asociación de colegios católicos del país.
Josefino faltó a clases una semana, y a su regreso, ya con la piel sellada en una
línea punteada de costras secas, ascendió de esclavo a subalterno de Risso. Este fue
el primer gran paso en su huida hacia adelante. Ya nadie le pegaba, sus cuadernos
no terminaban en los techos, y todas las chapas ilustradas con la historia del Perú
que le caían encima se resumieron en un simple cholo, aunque lo siguieran
mangoneando por cualquier cosa, pero con buenas maneras, eso sí. La nube negra
que lo perseguía incansable se disipó: Josefino vio entonces su oportunidad de
integrarse, de ser parte del rebaño, de cobijarse bajo el ala del poder. Aún conservaba
rezagos de su anterior condición, por supuesto, y no podía dejar de observar, de fijar
la mirada alerta, como a la espera de que alguien lo despeinara de un manazo o le
bajara el pantalón en plena formación.
Desde entonces se convirtió en un miembro oficial de la collera de Risso, y entre
ellos lo vimos surgir. A la salida del colegio, cholo, trae la moto; en el carrito de los
sánguches; cholo, pídete tres con todas las cremas; en la boletería del estadio, cholo,
guarda la cola. Con el resto del salón nunca dejó de ser buena gente, pero a su nueva
collera se entregó con sumisión total: al cabezón Salinas, fanático del heavy metal, le
conseguía conciertos de Megadeth y Slayer en casetes cromados nuevecitos;
atiborraba al toro Ortiz de aceitosas papas rellenas para saciar su hambruna crónica;
y antes de que Risso se lo pidiera, arreglaba por lo bajo con el guachimán del parque
de la Amistad para que los dejara lanzar tranquilos cuando se tiraban la pera.
Al llegar a quinto año, cuando la vida de la calle se volvió más importante que la
del colegio, Josefino se las arregló para convertirse en un profesional en conseguir
las cosas que ahora contaban de verdad para empezar una vida social respetable y
que al resto nos costaban un mundo: el trago, los tronchos, las entradas para las
fiestas del Country. Era la pieza indispensable en el mecanismo de funcionamiento
de la collera, el tipo discreto que disponía de todo para que no les faltara nada, para
que siempre salieran triunfadores ante los demás grupitos de sanos que apenas
arañaban una botellita de ron en sus excursiones nocturnas a discotecas y
quinceañeros. Su reputación llegó hasta los más grandes pendejos de las demás
secciones, que a veces se apuntaban caletamente a su lado para pedirle un cigarro o
gorrearle una cerveza cuando se lo encontraban en fiestas y conciertos.
Todo indicaba que Josefino había encontrado el camino para salir del colegio
como uno de ellos, como un miembro primigenio de la collera más brava de quinto,
con todos sus derechos y privilegios. Se los había ganado, después de todo, con
trabajo sólido y diligente.
Y al final del año el espíritu primordial del colegio lo iba a reivindicar a su propia
manera.
En la fiesta de promoción, como parte del discurso de despedida a los futuros
ciudadanos, el tutor hizo hincapié en los mejores alumnos de la secundaria, los
primeros puestos, los más destacados deportistas, quienes habían dejado en alto el
nombre del colegio Mariano, Dios, Patria y Verdad; y antes de terminar hizo una
mención especial al mejor amigo de la promoción, el más colaborador, quien había
demostrado más que nadie el sentido del compañerismo entre estudiantes. Y aunque
sabíamos que el gesto oficial no era más que una sobonería de desagravio con
Josefino por el episodio del laboratorio —que aún flotaba en la memoria colectiva—
, el entusiasmo nos ganó a todos rápidamente y empezamos a hacer temblar las
mesas a una sola voz: cholo, cholo, cholo… Y entonces Risso, con todo el derecho que
le otorgaba ser el pastor del rebaño, se puso de pie para abrazar histriónicamente a
Josefino en nombre de todos, seguido de otro abrazo no menos efusivo del toro Ortiz,
y otro del cabezón Salinas, del virolo Chávez, el perro García, Pabilo Ruiz… hasta que
la sección completa estuvo encima del mejor amigo de la promoción, que terminó
aplastado bajo un cerro de compañeros fervorosos que le demostraban su afecto con
lapos y jalones de pelo, dejándole un revoltijo de trinches en la cabeza y el terno y la
corbata hechas mierda ante la vista de los padres de familia y las risueñas parejitas
vestidas de blanco inmaculado.
A pesar de tan inolvidable despedida, o gracias a ella quizás, inescrutables son los
caminos del Señor, durante sus años de universidad, Josefino, aplicado estudiante
de derecho, no dejó de frecuentar a la collera de Risso. Y si bien la universidad estatal
en la que estudiaba era más democrática, tolerante y solidaria con tipos como él, y
aunque para sus nuevos amigos y futuros colegas no fuera más que un muchacho
tranquilo y respetable con quien se podía entablar una amistad como cualquier otra,
Josefino estaba convencido de que a sus verdaderos amigos los había conocido en el
colegio. Y en nombre de esa idea tenaz de la amistad, atendió siempre a su llamado.
En las juergas de fines de semana les aseguraba el carro, las cervezas, los tiros, y
a veces hasta las putas del night club. Ahí estaba, para aguantarle las amanecidas al
toro Ortiz, que no se cansaba de derramar lágrimas de alcohol por la pendeja de
Rocío, a quien no podía ni quería dejar. Ahí estaba, para encargarse de arrastrar al
cabezón Salinas hasta su casa como quien deposita un cadáver anónimo en la
morgue. Y ahí estaba, siempre y sobre todo, para Risso, cada vez que los diablos
azules lo visitaban y terminaba peleando con las cabinas de teléfono y los guardias
de serenazgo que intentaban subirlo al patrullero mientras vociferaba no saben
quién soy, cholos de mierda.
***
Llega un momento en la vida en que te cansas de las promesas de la noche y los
líos ajenos, caes en la cuenta de que las aventuras insensatas que emprendes
impunemente con tus amigos como reyes del mundo a los diecisiete o dieciocho
empiezan a adquirir un carácter patético a los veinticinco, y corres el riesgo de verte
a ti mismo como un estúpido pobre diablo si no sabes retirarte a tiempo. Y llegó el
día en que hasta Josefino entendió que no podía seguir llevando ese tipo de vida
interminablemente.
Cuando al fin terminó la carrera y su familia lo presionó para que sentara cabeza,
Josefino decidió, tras un largo debate interior, tomar el timón de su destino sin la
carga ociosa de la collera, que sin su motor principal no tardó en desintegrarse como
polvo en el viento. El toro Ortiz descubrió en poco tiempo las aflicciones de la
paternidad, el cabezón Salinas recaló periódicamente en los más célebres bares de
mala muerte del jirón Grau, y Risso, por su parte, se aventuró a una nueva vida en la
capital, donde estaba seguro de encontrar gente de su nivel. Josefino se dedicó,
entonces, con buena conciencia clasemediera y con el mismo trabajo de hormiga que
lo había sacado adelante en otros tiempos, a empezar desde abajo.
El estudio de abogados Pérez-Orbegoso, firma con una de las mejores
reputaciones de Trujillo, lo acogió gracias a la recomendación de un catedrático
octogenario de su facultad, que vio en él un espejo limpio de su propia juventud. En
la época de sus primeras diligencias por los juzgados, Josefino se cruzaba en
ocasiones con compañeros del Mariano, y como a esas alturas la vida ya era otra, no
faltaba el cordial apretón de manos y la tarjeta profesional por si algún día se
presentara el caso.
Con los años algunos de ellos llegaron a ser sus clientes; y como tenía tan buena
mano y contactos de oro para resolver prontamente litigios que cualquier otro
abogado aplazaría hasta la desesperación, se empezó a correr la voz de que si a
alguien había que recurrir por un problema legal ese era Josefino Carrión. Al perro
García, divorciado y furioso, le resolvió, sin posibilidad de apelación, la tenencia
definitiva de su pequeña hija. Se sacó de la manga un recurso magistral para
conseguir que el mono Flores mordiera la tajada mayor de la herencia de su padre,
un muy buen negocio, teniendo en cuenta que era el hermano menor de una larga y
codiciosa prole. Pero su jugada maestra, que culminó además amagando a la prensa
sensacionalista de la ciudad, fue sacar limpio de polvo y paja a Pabilo Ruiz en el
proceso penal que se desató cuando éste se llevó de encuentro con su cuatro por
cuatro a una abuelita carretillera —culpable de negligencia en el expediente final—
mientras regresaba cueteado y borracho de la fiesta de la primavera.
Luego de aquella hazaña, Josefino empezó a ser voceado como el hombre de la
promoción. De sus compañeros, era quien más alto había llegado por sus propios
medios; a pesar de su corta carrera para entonces ya empezaba a foguearse en las
lides políticas con el partido de gobierno, llegando a ser el regidor más joven de la
provincia, y todos sus colegas y conocidos se dirigían a él como doctor Carrión.
Estaba donde debía estar.
Íntimamente, sin embargo, Josefino se confesaba que estas satisfacciones,
sociales y profesionales, no valían nada al lado de las que alguna vez habían destilado
del verdadero ejercicio de la amistad. Pero también pensaba que cada circunstancia
había encajado en su vida en el momento preciso, que su labor era esperar la
siguiente con ecuanimidad; y los eventos que pronto sobrevinieron le dieron la
razón.
La noche en que asistió a su primera fiesta del Perol, la más tradicional y rancia
de nuestra ciudad, la que separa a triunfadores de fracasados y blanquea socialmente
más que una cuenta de varios ceros en el banco, Josefino, de la mano de quien en el
futuro llegaría ser la señora Carrión, se paseó lentamente por los blancos salones
iluminados del Club Libertad, siendo reconocido y saludado con cálidos abrazos y
palmadas en la espalda por compañeros del Mariano tan ganadores como él. A mitad
de la velada, entre carcajadas y choques de vasos, se había congregado un grupo tan
entrañable en su mesa que terminaron secando eufóricamente una botella tras otra
de whisky, rendidos a la nostalgia escolar, rememorando hasta el amanecer los viejos
buenos tiempos del colegio; sin dudarlo, la mejor época de sus vidas.
Al despertar de aquella noche espléndida, con un regusto triunfal en los labios, un
pensamiento brotó pertinaz en la cabeza de Josefino: él debía ser el eje central que
convocara y mantuviera unida a su promoción. Eran sus amigos, sus hermanos.
Para cumplir con esta misión de manera eficaz, ingresó a la asociación de ex
alumnos, en la que su autoridad política se impuso de modo natural para llegar a
ocupar el cargo de presidente en poco tiempo. Con su nueva investidura creó una
base de datos con teléfonos y direcciones de los compañeros residentes en la ciudad
y demás extraviados por los cuatro rincones del mundo, envió boletines con
próximos proyectos y actividades, y con los primeros entusiastas organizó
encuentros deportivos, parrilladas y excursiones al norte. Su gestión fue tan
productiva que logró implementar un centro jurídico anexo a la asociación, desde el
cual asesoraba gratuitamente a los miembros de su cofradía. Poco a poco, paso a
paso, como siempre lo había hecho, Josefino aglutinó el sentimiento de sus
compañeros de pertenecer a una hermandad que contenía el significado más vivo de
la palabra amistad.

Los años rodaron como una bola de nieve, limpiando el destino alguna vez oscuro
de Josefino. Sin embargo, pese a la nueva luz con que ahora veía la vida, él estaba
convencido de que su tarea aún no había culminado, de manera que el año en que se
cumplían veinte años fuera de las aulas, estuvo listo para poner en marcha su
proyecto mayor: La gran fiesta de reencuentro mariana, un evento magnífico que
haría remecer las páginas de sociales. Contrariamente a la sabiduría del cancionero
popular que afirma que veinte años no es nada, Josefino creía que veinte años es toda
una vida, y ese sentimiento de oportuna nostalgia era la ocasión perfecta para
integrar al mayor número de compañeros y empezar una nueva etapa de renovada y
madura amistad. Con meses de antelación formó un equipo de confianza al que
encargó reservar el gran salón del Country, contratar a la Gran Banda de Moche,
supervisar al detalle la composición del buffet criollo, cursar las invitaciones por
correo e informar a los medios del evento.
Bajo su supervisión las cosas empezaron a marchar como un motor recién afinado,
el rumor de la fiesta del año flotaba en la ciudad y todo se completaba como un
círculo. No cabía duda para Josefino: esta sería la versión magnificada de aquella
memorable fiesta del Perol y quizás de su propia vida, esta era la semilla que había
sembrado y ahora germinaba para dar sus mejores frutos. Y había un detalle,
además, reservado a la señora Carrión y la cúpula política de su partido: aquella
noche anunciaría en sociedad su candidatura a la alcaldía de la provincia. La prensa
haría el resto.
La noche esperada llegó en un pestañeo, y aunque previsiblemente no asistieron
todos los invitados, los que llegaban, —algunos en grupos, otros acompañados de sus
esposas, los menos solos— lo hacían con tan ardiente entusiasmo que parecían ebrios
de antemano. Se veían caras por las que parecían haber pasado tres vidas, pero
después de un apretón de manos o un abrazo, el tiempo se replegaba hasta la
adolescencia de tal manera que se figuraban en el mismo patio del colegio,
personalidades ahora notables e influyentes de Trujillo volviendo a ser mocosos de
secundaria, ya solo faltaba que el padre Iñigo apareciera con su chicote para
reprenderlos a todos por borrachos y malcriados.
Josefino iba de mesa en mesa saludando personalmente a sus amigos, brindando
con todos, inspeccionando que no les faltara nada; y al cabo de un par de horas de
tragos y recuento de anécdotas, y cuando sintió llegado el momento culminante de
la noche, subió al estrado y pidió la palabra para dar el discurso que había preparado
en noches y noches de intensa cavilación sobre el significado de la palabra amistad.
—Queridos amigos —empezó, con el micrófono pegado a los labios— queridos
amigos…
Se tomó unos segundos para reconocer con satisfacción a cada uno de los rostros
sonrientes que colmaban las mesas; él estaba ante ellos, y ellos ante él: sus amigos,
cómo dudarlo, siempre lo habían sido.
—Queridos amigos…
Y fue entonces que Risso, que acababa de llegar mal trajeado y envuelto en una
nube de pisco, se adelantó hasta el pie del estrado y gritó con su vaso en alto:
—¡Cholo, anda cuídame el carro!
Las mesas se remecieron con el eco unánime de las carcajadas y los aplausos,
saltaron y cayeron tenedores al suelo, los vasos se colmaron de cerveza hasta los
bordes y chocaron unos contra otros, la desconcertada orquesta inició una lenta
cortina musical; y entonces el doctor Josefino Carrión, el mejor amigo de la
promoción, repitió, queridos amigos, queridos amigos… pero ya nadie lo escuchaba.
Ohio, 1912

Es día de Acción de Gracias y el hombre de negocios que está sentado en su


escritorio, en una oficina de Second Street, en Elyria, Ohio, aún no sabe que se
encuentra a siete pasos de cambiar el rumbo de la literatura norteamericana. Tal vez
nunca lo sabrá, porque esas serán las palabras que un siglo después, ante un grupo
de jóvenes escritores en la universidad de Iowa, usará un profesor de literatura al
trazar la genealogía de la narrativa moderna. Lo único que sabe el hombre de
negocios en este momento, en esta mañana de vientos invernales que golpean la
fachada de ladrillos rojos de la fábrica de pinturas que dirige, es que debe responder
cabalmente el correo acumulado de la semana, dictar respuestas para clientes y
pedidos para proveedores a Frances, la joven secretaria atareada ante la máquina de
escribir al otro lado de la oficina, revisar la producción diaria de los trabajadores, y
llegar temprano a casa porque la familia de Cornelia, su mujer, ha llegado de visita
desde Toledo y ella prepara una cena especial.
El hombre de negocios no ha dormido bien, como no ha dormido bien en noches
pasadas, no más de cuatro horas; al meterse a la cama la víspera aún flotaba en su
cabeza el último párrafo de la novela que borronea en secreto desde hace meses, una
novela de escenas caóticas y personajes silenciosos que huyen de una ciudad que se
parece peligrosamente a Elyria, y se ha pasado la noche soñando con formas, una
obsesión que diez años más tarde confesará en una carta desde Chicago a un amigo
editor: “Un escritor no es más que un hombre que vive de día con una historia y
sueña de noche con su forma”.
Esta mañana, sin embargo, las únicas formas que han aparecido en la cabeza del
hombre de negocios al despertar son las de las cartas comerciales que debe contestar,
y se ha vestido de prisa con el traje gris de costumbre, el mismo traje sucio y enlodado
hasta las rodillas con el que lo encontrarán tres días después, a cuarenta kilómetros
de su oficina, sin saber quién es, ni dónde está.
Pero en este momento, mientras Frances le sirve el primer café de la mañana en
la oficina, el hombre de negocios sabe muy bien quién es, sabe que tiene tres hijos y
que ha llegado a Elyria hace cinco años como un hombre sin empleo y ha fundado en
poco tiempo la compañía que hoy es uno de los emblemas de la ciudad. La
comunidad sabe también quién es, lo reconocen en el teatro los sábados y lo saludan
en la iglesia los domingos, sus amigos lo tienen en muy buena consideración y sus
socios confían de tal manera en su olfato para los negocios que están seguros de que
sus pinturas cubrirán algún día hasta la última casa de América, y presienten que
pronto sacará del mercado a Sherwin—Williams, la naciente compañía de Cleveland
que medio siglo más tarde exhibirá su nombre en las ferreterías del mundo entero.
Saben también que el hombre de negocios, además de espíritu empresarial, posee
una inofensiva excentricidad artística, pues a menudo publica poemas bucólicos en
el diario local y enreda a sus interlocutores con toques de filosofía y literatura. Su
mujer, además, dirige el club de lecturas de la biblioteca municipal, en el que se
discute a los clásicos americanos, Twain, Hawthorne e Irving, un club de lecturas que
—no llegará a saberlo ni imaginarlo su mujer— décadas después reunirá a las señoras
de la ciudad en torno a los libros de su marido.
En mañanas como esta, sin embargo, no puede permitirse veleidades artísticas,
piensa ahora el hombre de negocios mientras abre la primera de las cartas apiladas
en una esquina de su escritorio. El hombre de negocios sabe que el mundo hoy es un
lugar seguro y es su trabajo que siga siendo así, y no se permite dudar de su
responsabilidad, de su compromiso con su familia, con sus socios, sus trabajadores,
y sobre todo consigo mismo, desde el día en que decidió huir de la miseria y no
regresar a ella jamás.
Aún ahora, a sus treinta y seis años, lo persigue el recuerdo de su padre, el viejo
Irwin, el borracho sinvergüenza que huía del trabajo como de la peste y se pasaba las
tardes en las tabernas de Clyde, contando historias a quien quisiera pagarle una pinta
de cerveza. Nadie se le resistía. Parecía conocer historias de cada pueblo del país o
inventarlas en el momento mismo en que el primer trago de cerveza le bajaba por la
garganta. Cómo olvidarlo, el viejo se ganaba a la gente con las palabras y era popular
a donde iba, aunque su fama no le alcanzara para pagar las deudas y tuviera que
cargar con su familia de pueblo en pueblo cuando los acreedores le tocaban la puerta.
Él nunca se vería así, piensa el hombre de negocios después de dictarle la primera
carta a Frances, toda su vida ha sido un largo camino de huida de la imagen de su
padre, y siente una oleada de nostalgia y orgullo en este instante al recordar aquellos
días de adolescencia en que abandonó la escuela y empezó a sentirse un hombre con
el dinero de su trabajo. Se recuerda y se ve a sí mismo en mañanas de sol y sudor en
Clyde, Sandusky y Caledonia, en sus andanzas como repartidor de periódicos,
mensajero, arriero, mozo de cuadra, ayudante de pintor y aprendiz de impresor. No
tenía dudas: no había mejor escuela que el trabajo.
Recuerda también su primera huida, después del hundimiento y muerte de su
madre, cuando la convivencia con el viejo Irwin se hizo intolerable. Huyó de casa
para no ver más la ruina paterna que le pisaba los talones, como huiría después del
trabajo en el establo cuando descubrió la crueldad animal de los hombres, y como
huyó muchos años más tarde, en Chicago, hecho un hombre de la gran ciudad, al
comprender que se estaba convirtiendo ante sus ojos en una persona despreciable.
En aquel entonces era un muchacho de veinticinco años, tenía una oficina propia
en una agencia de publicidad, y había descubierto que podía vender cualquier cosa
sin valor, llenarse los bolsillos de dólares y ganarse a las personas inventándose una
buena historia. Algún día presintió de donde le venía ese talento. “Soy un verdadero
hijo de puta”, le confesaría una noche definitiva a Karl, su hermano mayor, en un bar
de Cass Street, “puedo manipular a la gente a mi antojo, lograr que hagan lo que
quiera, que sean como a mí me da la gana”. Y entonces dejó Chicago y llegó a esta
pequeña ciudad industrial decidido a hacerse hombre de negocios, a crear algo sólido
y verdadero, algo que permaneciera en el tiempo y se uniera al auténtico espíritu de
los hombres americanos, a triunfar de verdad en la vida.
Y ahora, cinco años después, el hombre de negocios no sabe si lo ha conseguido,
pero piensa que lo mejor que puede hacer es seguir cumpliendo con su
responsabilidad, apurarse en dictar otra carta a Frances y hacer con las palabras algo
mejor que engañar a las personas o dejarlas ir sin ningún sentido en las páginas que
escribe sin fortuna por las noches.
El hombre de negocios siente tan lejana su vida pasada en esta mañana de
noviembre, que no imagina siquiera que en unos meses volverá sin familia a las calles
de Chicago y a la agencia de publicidad, vivirá solo en una pieza alquilada y por las
noches escribirá sobre la mesa de la cocina algo diferente a todo lo que ha escrito
antes, y, mientras lo haga, no sabrá que está creando un lugar que los lectores del
futuro sentirán como propio, un lugar que seguirá en pie dentro de un libro que al
final del siglo se enseñará en casi todas las escuelas del país como un clásico de las
letras americanas.
Tampoco puede imaginar, en este momento en que empieza a dictar otra carta,
que años más tarde, una mañana de 1920, al regresar de Europa como un autor
reconocido, conocerá a un joven periodista de Oak Park, un muchacho recio y
ambicioso que venera e imita su escritura y que lo escuchará, ansioso y atento, en
sus paseos por el centro de Chicago. Tampoco sabe que decidirá el futuro de aquel
muchacho al desalentarlo de instalarse en Roma, la ciudad vital donde el muchacho
piensa hacerse escritor. “El único lugar en el mundo para un escritor es París”, le dirá
el hombre de negocios, y le escribirá cartas de recomendación que le abrirán las
puertas del cerrado círculo literario parisino. Aquel muchacho recio y ambicioso no
imaginará entonces que un día llegará a lectores de todas las lenguas escribiendo
historias contra la derrota, historias de heridos de guerra y cazadores de leones, de
toreros y pescadores, historias que sin embargo no impedirán que un día final se
vuele la cabeza con una escopeta.
Pero todo esto no puede imaginarlo ahora el hombre de negocios porque empieza
a sentirse extrañamente abrumado y no entiende de dónde salen tantas cartas,
parecen salir de todos lados una tras otra tras otra, cartas de clientes y proveedores
y socios a los que debe vender y comprar y convencer. Le parece ver cartas no solo
en su escritorio, sino también en el suelo, sobre los estantes y la estufa. En este
instante el hombre de negocios siente que lo único que sucede en el mundo son las
cartas y el tecleo de Frances y el movimiento de las máquinas en la planta y el viento
contra las ventanas. No hay manera de que sepa lo que sucede en este momento más
allá de la puerta de la oficina, y mucho menos lo que sucederá tres días después de
este día de Acción de Gracias, cuando el dependiente de una farmacia en Cleveland
vea entrar por la puerta de su establecimiento a un hombre demacrado, sucio y
tambaleante, sin saber quién es ni cómo ha llegado hasta allí.
Él no sabrá quién es, pero al dependiente de la farmacia le importará más el
hombre que la identidad del hombre y lo llevará al hospital de la ciudad. El hombre
de negocios pasará la noche en vela abriéndose paso entre las tinieblas de la memoria
y a la mañana siguiente dará con las dieciséis letras de su nombre. El doctor al pie de
su camilla, un doctor indiferente y cansado de haberlo visto todo, anotará un
diagnóstico sencillo: “Crisis nerviosa”. Este doctor de Cleveland no tendrá idea, en
aquel momento, de lo que la literatura médica del futuro definirá como fuga
disociativa: una suspensión fulminante en la memoria de quien necesita
desesperadamente huir, y que solo encuentra alivio al liberarse de la vida presente.
El hombre de negocios leerá aquella definición en un manual de psiquiatría treinta
años más tarde, hacia el final de su vida, y tendrá tiempo de abreviarla en una sola
palabra, en una entrada de su diario: “Liberación”.
El hombre de negocios no sabe nada de esto ahora, desde luego, porque Frances
le trae otro café y le entrega la carta de un proveedor de Nueva Orleans. El viejo sur,
el calor, el ruido, se dice el hombre de negocios recordando un viaje de juventud, las
casas coloniales, las galerías de Royal Street, el aire cargado de música negra; y
piensa que un día ha de volver, sin saber que en verdad lo hará doce años más tarde.
Será 1924 y el hombre de negocios llegará como una modesta celebridad a Nueva
Orleans y vivirá para escribir, olvidado de esta mañana, de las cartas, de los negocios,
y de toda su vida anterior. Y será allí que un muchacho de Misisipi, un muchacho
tímido que se piensa destinado a la poesía pero que ya habrá renunciado a ella,
visitará su casa. Se entenderán como un padre con un hijo. Caminarán por las calles
viejas en las tardes y la noche los esperará en los bares del barrio francés, y entre
tragos de bourbon y tabaco negro se contarán historias del Deep South. El muchacho
de Misisipi decidirá una de esas noches que la vida de aquel hombre es la que quiere
para él, pero no sabrá por dónde empezar. “Tú eres un chico de pueblo”, le dirá
entonces el hombre de negocios, “todo lo que conoces es esa pequeña parcela de
tierra de donde saliste. Esa es tu piedra angular, si la retiras, por más pequeña que
sea, todo se vendrá abajo”. El muchacho de Misisipi se llevará aquellas palabras
consigo y las recordará muchos años después, cuando escriba en el centro de un
mapa imaginario el nombre de Yoknapatawpha.
Es cerca de mediodía ahora en Elyria y el hombre de negocios deja de hablar a
mitad del dictado de una carta, se pone de pie y se queda un momento al lado de la
estufa, mirando hacia la puerta. Hace frío afuera, dice, y sus labios se estiran
levemente en una sonrisa. Frances le pregunta si se siente bien. El hombre se
mantiene en silencio y da un paso, el primero de los siete que debe dar, sabe que son
siete porque los ha contado, los cuenta cada mañana desde hace cinco años. Regresa
en este momento a su mente la imagen severa de Trillena White, su maestra de
escuela en Clyde. “Si vas a ser escritor”, le dijo una tarde en la feria del pueblo, “tienes
que dejar de jugar con las palabras. Cualquiera puede ser un vendedor barato de
palabras”.
El hombre da los seis pasos restantes, se detiene en el umbral, y le dice a Frances
algo que ella no comprende, pero recordará para contarlo el resto de su vida: “He
caminado durante mucho tiempo sobre el lecho de un rio. Ahora he de caminar sobre
tierra seca”. El hombre da un paso hacia el exterior y ve lo que ve todos los días: las
chimeneas de las fábricas humeando hacia el cielo gris, los árboles desnudos
agitándose como espectros y los escaparates de los comercios que se alargan hacia el
este. El hombre cruza la calle, deja atrás Second Street y empieza a caminar sobre las
vías del tren que parte de Elyria, sus zapatos brillantes se cubren de polvo y el viento
helado lo golpea en los ojos. Cualquiera que lo viese en este momento, pisando el
metal de las vías y sonriendo para nadie, lo tomaría por un forastero o un loco
perdido en la ciudad; si él pudiera verse, pensaría lo mismo.
Notas sin veneno

Cada cuentista profesa un credo particular. A lo largo de su vida, elige sus propios
santos y demonios, los renueva o los perenniza, descree de dogmas ajenos y hace del
oficio una religión personal. Enfrentado a la página, el cuentista avanza a tientas a
partir de una idea o una intuición, presintiendo una imagen borrosa de lo que podrá
ser o de adonde habrá de llegar. Supongo que todo se trata de tener una incierta luz
entre las manos y tratar de guiarse con ella en la oscuridad, sin conocer el camino.
El escritor colombiano Evelio Rosero lo dijo más breve y mejor: cada cuento crea su
propia incertidumbre. Eso es. La incertidumbre es la única verdad.
Sin embargo, una vez escrito el cuento, uno puede dar la vuelta y desandar el
camino para saber en qué punto partió, dónde se detuvo para cambiar de ruta o en
qué momento llegó a un callejón sin salida. En estas breves notas hago un rápido
ejercicio de memoria para rastrear el origen de los cuentos presentes en este libro, el
lector curioso puede ojearlas con algún interés o dejarlas pasar sin pena ni culpa, al
fin y al cabo, cuando se trata de disfrutar de una historia, es mejor hacerle caso a
D.H. Lawrence: “Confía en el cuento, no en quien lo cuenta”.

“AMANECER”
Si uno se hace adicto a la prensa contemporánea, el fin del mundo siempre estará
a la vuelta de la esquina. Es lo que me pasó en cierta temporada paranoica de mi
vida: me aficioné al Armagedón, el cataclismo final, el meteorito aniquilador y ese
género de cosas que brotan cada día en portales de noticias y alimentan al ejército
de fieles de Nostradamus. Un día, para curarme un poco de esos terrores
apocalípticos, decidí alojarlos en un personaje insomne que en realidad vive con el
miedo permanente de otra cosa.

“DEL MIEDO EN LA VIDA ADULTA”


Entre la dentellada real de un perro de mi infancia y el impulso para escribir este
cuento deben de mediar unos treinta años. Durante ese largo intervalo, aquel
episodio pasó al archivo de mi memoria y mi trato con los perros del mundo fue
bastante cordial, hasta una tarde en que, paseando con mi novia, entré en un
inesperado pánico neurótico cuando un simpático perrito de la calle cruzó entre mis
piernas. Mi novia entonces inquirió para saber qué me sucedía. Yo tampoco me lo
explicaba, pero supuse que algo tendría que ver el fantasma de aquel perro de mi
niñez. La historia original que le conté en ese momento, días después, dio paso a esta
historia inventada, en la que la anécdota central revela un drama más profundo.

“ERNESTO SE EXPLICA”
El embrión de este cuento surgió de una recurrente respuesta mental a una
recurrente y torpe pregunta real con la que empecé a estrellarme en reuniones
sociales pasada la treintena, esa especie de limbo en el que, para ciertas personas que
se preocupan mucho por la incompleta felicidad de uno, un hombre sin hijos empieza
a ser sospechoso de no se sabe qué delito. Como uno tiene que ser amable con el
prójimo, a pesar de todo, a cada preocupado interrogador sobre mi postergada
paternidad solo me cabía darle una respuesta a la altura de sus expectativas,
mientras iba desmadejando interiormente una respuesta que lo silenciara para
siempre. Con el tiempo, a fuerza de inventarme una y otra respuesta, me di cuenta
de que, en realidad, me iba creciendo una historia, la historia de una decisión,
digamos, que a su vez podría ser algo más: una confesión del miedo a la pérdida.
Stephen Dixon, genial y prolífico cuentista norteamericano, comentó en una
entrevista, reflexionando sobre su propio proceso creativo, que la neurosis le da un
cierto filo a todo escritor y que hay cierta verdad en ella. Quisiera creer que este
cuento refleja ese espíritu narrativo.

“EL EXTRANJERO”
No estoy seguro de si fui testigo de la escena real que dio origen a este cuento o
me la contaron tantas veces y tan bien que creo haberla vivido: la imagen del padre
que enfurece con el chofer del micro y lo lapida con una frase. Me fijé aquella imagen
como eje para conseguir el efecto de extrañamiento de un hijo que cree conocer a su
padre y, abruptamente, lo desconoce. Lo reescribí muchas veces, tuvo salidas en
falso, elementos autobiográficos suprimidos y añadidos, y finales que iba tanteando
en cada reescritura. Lo que no cambió en ningún momento fue la escena primordial,
en la que sentí que estaba contenido todo el cuento.

“INSTRUCCIONES PARA APRENDER A NADAR”


En contadas ocasiones he escrito cuentos por encargo, a una de ellas le debo estas
páginas. Un amigo editor me invitó a escribir para su revista una historia en la que
resonara el mar como telón de fondo, así que me subí a bordo del proyecto y me puse
manos a la obra, buscando conexiones entre mi precaria experiencia como nadador
de aguas poco profundas y los fracasos episódicos de un aprendizaje sentimental. He
ahí el resultado.

“TITO”
A pesar de la mala fama de las redes sociales, de su sobrecarga de noticias falsas e
información banal, a veces uno puede encontrar en ellas pequeños testimonios de
humanidad. Es lo que me sucedió un día, cuando una historia compartida en
Facebook disparó en mí una emoción que no me pude sacar de encima. Al trasladar
esta historia a la ficción, consideré que el hecho central del personaje que resguarda
la dignidad de su hermano menor sería la única imagen inamovible, el corazón de la
historia. Mi trabajo entonces consistió en crear una voz para el narrador e imaginar
un conflicto entre los dos hermanos y las circunstancias que desembocaran en su
gesto final.

“CANON”
La anécdota que hizo girar la trama de este cuento sucedió en la vida real y tuvo
lugar, si puedo confiar en mi memoria, hará unos veintidós años, en una noche de
adolescencia efusiva, en medio de una discusión banal sobre bandas de rock. Al
parecer, canon no debía ser una palabra que uno podía pronunciar impunemente
entre tragos y buenos amigos, de modo que cuando la deslicé en el debate de aquella
noche, cayó sobre mí una carcajada tan explosiva que hasta ahora debe resonar en
los oídos de aquel vecindario. Luego de este episodio, el mundo siguió girando, como
siempre, y la escena se echó a dormir en la oscuridad de mi cabeza, hasta que una
noche, un par de décadas después, leyendo un cuento de Joyce Carol Oates, me
encontré con un personaje que desde muy joven coleccionaba palabras, y entonces
la llave giró una vez más, la compuerta se abrió y aquella escena perdida regresó
convertida en el germen de esta historia.

“ALIENACIÓN”
No hará mucha falta decir que Josefino Carrión es pariente directo de Roberto
López, Bob, para más señas. Me hice para siempre lector de Ribeyro durante la
secundaria, sus cuentos fueron una suerte de guía de aprendizaje para identificar los
conflictos íntimos de nuestra a veces incomprensible sociedad. Alienación en
particular me dio las claves para distinguir las formas y relaciones sociales que
colisionaban en mi propio mundo adolescente de colegio católico y muchachos de
clase media. Fue este mundo el que me procuró los episodios y personajes de esta
historia, y Ribeyro el tono para contarla.

“OHIO, 1912”
En mi santoral de cuentistas, Sherwood Anderson tiene un lugar definitivo. Este
cuento nace de cierta obsesión por su vida y tiene como primer impulso un artículo
que el autor de Ohio escribió en 1924 para The Century Magazine sobre el día en
que abandonó los negocios para dedicarse a la literatura. Anderson cuenta que aquel
día, agobiado por el peso de las responsabilidades y muerto el sueño equivocado de
convertirse en un exitoso hombre de negocios americano, decidió “volverse
chiflado”, o, al menos, hacerse pasar por uno para tener una excusa decente con la
que huir de sus compromisos. Sin embargo, en el mismo artículo menciona que no
sabe a ciencia cierta lo que sucedió aquel día: “Si en aquel momento quise engañar a
los demás o si de verdad perdí la razón temporalmente es algo que nunca sabré.” Por
otra parte, en una de sus más detalladas biografías, se señala que efectivamente
Anderson sufrió un episodio de “fuga disociativa”, una forma de amnesia que crea
un vacío en la memoria por horas o días, y lleva a quien la padece a desaparecer de
los lugares que acostumbra frecuentar, dejando atrás familia y trabajo.
Decidí que el relato girara en torno a ese momento, a esa mañana de ruptura del
28 de noviembre de 1912 en que Anderson cruzó la puerta de su oficina en Elyria,
Ohio, abandonó su compañía de pinturas y su familia, desapareció por tres días, y
fue a dar a Cleveland, a cuarenta kilómetros de su ciudad. Se han tejido muchas
versiones en torno a aquel episodio, siendo el propio Anderson —a quien le
apasionaba narrar de distintas formas una misma historia— responsable de algunas
de ellas, al variar las circunstancias de los hechos con el paso del tiempo.
La idea que estructura el cuento es que esa mañana constituye un momento
central en la literatura norteamericana, pues al huir de su vida, Sherwood Anderson
finalmente encara su destino de escritor, que lo lleva tiempo después a escribir
Winesburg, Ohio, su obra maestra, en Chicago, ciudad en la que trastocaría, de algún
modo, la vida de Ernest Hemingway. Allí, el joven Hemingway, quien ya había escrito
algunos cuentos con indudable influencia de Anderson, traba amistad con el escritor,
quien lo ayuda a publicar su primer libro. Además, es el propio Anderson quien lo
conmina a instalarse en París en lugar de Roma, le da cartas de recomendación para
Gertrude Stein y Ezra Pound, y de alguna manera decide su destino.
El otro momento clave es el encuentro con el joven William Faulkner en Nueva
Orleans. Allí, según cuenta el mismo Faulkner en una entrevista, conoce a Anderson,
y al ver el tipo de vida que lleva, la vida de un hombre que escribe por las mañanas y
se pasa las noches conversando en los bares, decide seguir sus pasos. Además,
Anderson lo anima a escribir sobre lo que mejor conoce, la vida de Misisipi, y
promete publicar su primer libro: La paga de los soldados.
A lo largo de la escritura de este cuento traté de hacer mía la declaración de fe
narrativa del propio Anderson: “Cuando escribo trato de entregar la historia de un
momento, es solamente en momentos excepcionales en los que vivimos, y, como
narrador, he llegado a entender que la verdadera historia de una vida no es más que
la historia de esos momentos”.
Sobre el autor

Tras culminar los estudios de Economía en la Universidad Nacional de Trujillo,


David Salvatierra (Lima, 1981) ejerció los más diversos oficios —entre ellos el
periodismo—, antes de embarcarse como tripulante en un crucero que surcó las
costas de África, Medio Oriente y Europa. A su retorno, empezó a escribir los cuentos
que formaron parte de su primer libro: Lo que sé de mi madre (2014). Dos años
después, vio la luz su novela corta El sentimiento de la fuga, basada en sus años
escolares. Su trabajo ha sido incluido en las antologías narrativas Sobrevolando
(2014) y Cuento liberteño / Panorama actual 2 (2019). Su cuento Ohio, 1912, —
incluido en el presente libro— fue finalista en la XX Bienal de Cuento “Premio Copé
2018”.
Créditos

Nueve cuentos envenenados


©David Salvatierra

Edición en formato digital: mayo de 2020


©Editorial Trotamundos Eirl.
Renato Descartes 477, urbanización La Noria.
Trujillo-Perú.

Diseño de portada: Aldo Estrada Figueroa

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