Lectura 3 - 336 - 343
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FACULTAD DE
HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
CUESTIONES DE TEORÍA SOCIAL CONTEMPORÁNEA
Antonio Camou
(coordinador)
De acuerdo con lo que Parsons nos informa en el prefacio a El sistema social, fechado en
1951, el autor siguió trabajando después de La Estructura de la Acción Social en la formulación
gradual de “un enfoque sistemático del quehacer... de la teoría sociológica” (Parsons, 1976, p.10.
Cursivas nuestras). En ese itinerario –como ya se adelantó- se destacan las reflexiones y trabajos
empíricos contenidos en sus Ensayos de Teoría Sociológica, pero también otros intereses y re-
querimientos académicos. Así, en 1947, diez años después de su primer libro, Parsons dirige en
Harvard un seminario sobre la teoría de los sistemas sociales, y dos años más tarde, en una
serie de conferencias pronunciadas en Londres, entre enero y febrero del ’49, empi eza a tomar
forma una visión más ordenada de los problemas planteados, que darán origen a una nueva
etapa de su reflexión. Más específicamente, en noviembre de ese último año, junto con Edward
A. Shils publica la monografía “Values, Motives and Systems of Action”, que Parsons siempre
consideró estrechamente vinculada con El Sistema social. De hecho, señala que “debería consi-
derarse este libro como un segundo volumen de un tratado sistemático sobre la teoría de la
acción –la monografía sería el primer volumen” (Parsons, 1976, p. 11). Pero hay algo más: si la
monografía esboza, en primer lugar, “los fundamentos del esquema conceptual general de la
acción”, y luego desarrolla “cada uno de los tres modos de sistematización de la acción: los
sistemas de la personalidad y la cultura... y los sistemas sociales”, el libro de 1951 habría que
considerarlo apenas “como una ampliación del capítulo sobre el sistema social de la monografía”.
Consecuentemente, Parsons reconoce que “la consideración total de la teoría de la ciencia social
básica... requeriría otros dos volúmenes paralelos a éste que el lector tienen entre manos” (Par-
sons, 1976, p. 11. Cursivas nuestras). Esos dos volúmenes, en rigor de verdad, nunca fueron
escritos por el autor, aunque sus colaboradores hicieron importantes aportes en estos campos,
y ese proyectado “tratado sistemático sobre la teoría de la acción” quedó inconcluso 147.
Sea como fuere, en El Sistema Social, así como en otras obras elaboradas entre finales de los
años cuarenta y la década siguiente, Parsons va a enriquecer el planteo realizado en su libro de 1937,
pero también va a ponerse de manifiesto un cierto desplazamiento de intereses teóricos, políticos e
institucionales. Por de pronto, el joven autor de La Estructura de la acción social es ahora un científico
reconocido que en 1944 alcanza la dirección del Departamento de Sociología de Harvard; un par de
años después el área se disuelve –bajo su égida- para fundar una nueva estructura académica, el
Departamento de Relaciones Sociales, que alberga las áreas de psicología, sociología y antropolo-
gía; posteriormente, en 1949, Parsons es elegido por sus pares como Presidente de la American
Sociological Association (Asociación Sociológica Estadounidense), con lo cual su figura y su obra
alcanzan un nuevo peldaño de reconocimiento. Pero también es un profesional y un intelectual de-
mocrático y progresista -en términos del espectro político estadounidense-, que sigue la estela de
políticas socioeconómicas fundadas por Franklin D. Roosevelt y su New Deal, que había militado en
su juventud en agrupaciones socialdemócratas (Camic, 1991, p. XIV), y que se encuentra ahora in-
teresado en colaborar en la reconstrucción del mundo de postguerra. Dicho sea de paso, es intere-
sante hacer notar en este contexto una faceta poco conocida de Parsons: entre la publicación de La
estructura de la acción social (1937) y la redacción de El sistema social (1951), nuestro autor se
dedicó intensamente a la actividad política a través de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS por
sus siglas en inglés); en una primera etapa, estuvo comprometido con el esfuerzo bélico para lograr
la derrota del nazismo; en una segunda, sus contribuciones se orientaron a preparar el escenario
para una reconstrucción democrática de la Alemania de posguerra. Toda esta actividad, así como los
informes confidenciales que elaboró (y que permanecieron inéditos durante muchos años), recién se
conocieron a partir de la cuidadosa labor de investigación y recopilación realizada por la especialista
germana Uta Gerhardt a comienzos de los años noventa148.
Claro que también Parsons desenvuelve su labor científica e intelectual en un contexto histórico
que ha variado notablemente respecto del período anterior: el nazi-fascismo no se encuentra en auge,
sino que ha sido derrotado, y lo que se abre paso es una inédita situación de Guerra Fría, donde
147
Más allá de cuestiones circunstanciales, como veremos en el capítulo siguiente, el hecho es que Parsons –a mediados
de la década del cincuenta- irá introduciendo modificaciones significativas a su esquema “tri -sistémico”, que lo llevarán
a desplazarse a una conceptualización algo diferente.
148
Sobre esta cuestión véase (Gerhardt, 1993), así como los breves apuntes de (Joas y Knöbl, 2016, p. 62). Por otro
lado, son más conocidas, aunque no siempre valoradas, las posiciones críticas de Parsons frente al macartismo, durante
la década de los cincuenta (Domingues, 2008), o sus preocupaciones en torno a la plena integración de la población
afroamericana en los años sesenta (De Marinis y Lorenc Valcarce, 2012).
entre otros desafíos, aparece en el horizonte la problemática política, económica, pero también cul-
tural, de la “modernización” de los países del tercer mundo. Pero en este marco el posicionamiento
intelectual del ya consagrado sociólogo de Harvard llevará implícito un sesgo que impregnará su labor
teórica: antes de 1950, había hablado de Occidente “con voz crítica, tomando a Alemania como su
representante más cabal, aunque más deprimente”; después de esa fecha hablará con más insisten-
cia de la “sociedad moderna”, y la identificará con “el vigor y la estabilidad que veía en los Estados
Unidos”. Los Estados Unidos, no Alemania, se convertirán en buena medida en el “prototipo para
cualquier análisis social de la modernización occidental” (Alexander, 1989, p. 67).
Ahora bien, desde el punto de vista conceptual, en este período será de especial importancia la
lectura que Parsons hace de la obra psicoanalítica de Sigmund Freud (1856-1939), quien le aporta -
entre otros elementos clave- un conjunto de categorías y modelos para analizar un aspecto que había
quedado en la penumbra en su conceptualización inicial del “acto-unidad”: las motivaciones que im-
pulsan la acción. Asimismo, también será notoria la incorporación de nociones provenientes de la
teoría de sistemas, cuyo cometido principal -como ya se dijo- está orientado a proveer un lenguaje
único a todas las disciplinas científicas, de modo de favorecer la integración y la cooperación entre
ellas. Pero en el balance teórico general, Parsons irá acentuando sobre todo este costado sistémico
de su enfoque, hasta transformarlo en el eje principal de su teorización. En tal sentido, inicialmente
Parsons se consideraba, y así era leído por sus pares, como un teórico de la acción, centralmente
preocupado por el papel de las creencias, los valores y las decisiones de los actores, pero en los
trabajos posteriores a 1937, sobre todo a lo largo de la década siguiente, se convertiría progresiva-
mente en “un teórico estructural-funcional” centrado en los grandes sistemas sociales y culturales
(Ritzer, 1998, p.71). La expresión más desarrollada del nuevo enfoque se manifestó a comienzos de
la década del cincuenta en The Social System:
La premisa fundamental que sirve de punto de partida para el nuevo tipo de abordaje (recuér-
dense las carencias señaladas al final del capítulo previo) es a la vez simple pero cargada de
insinuaciones analíticas: “la interacción de los actores individuales tiene lugar en condiciones
tales que es posible considerar ese proceso de interacción como un sistema (en el sentido cien-
tífico) y someterlo al mismo orden de análisis teórico que ha sido aplicado con éxito a otros tipos
de sistemas en otras ciencias” (Parsons, 1976, p. 15. Cursivas del autor).
Como lo hicimos con la etapa anterior, aquí también apelaremos a un recorrido simplifi-
cador por algunos aspectos salientes del pensamiento parsoniano. Para ello vamos a revisar
algunos puntos principales, mientras que dejaremos sin atender muchas cuestiones que me-
recerían un tratamiento más detallado. En primer lugar, desde una perspectiva más “está-
tica”, vamos a considerar la redefinición del marco de referencia d e la acción en términos de
lo que se llamará el modelo tri-sistémico , así como también revisaremos la sistematización
de una serie de categorías que tiene una larga herencia sociológica y que Parsons condensa
en el modelo de las pautas variables . En segundo lugar, sobrevolaremos algunas cuestiones
derivadas del análisis de la “dinámica” del enfoque parsoniano, considerando los problemas
de consistencia intra-sistémicas e inter-sistémicas . A continuación, tanto por la importancia
que estos aspectos “dinámicos” tendrán en los debates posteriores de la teoría social con-
temporánea, así como por los cuestionamientos que recibirá Parsons, le prestaremos una
atención especial a dos procesos íntimamente ligados: en la tercera sección abordaremos
149
Abordaremos con más detalle los cambios de la noción de sistema en la obra parsoniana en el capítulo siguiente.
los desafíos de la socialización y el control; mientras que en la sección cuarta nos ocupare-
mos de los retos de la diferenciación social y la coordinación funcional . Aprovecharemos el
breve espacio de la quinta sección para dejar esbozada la arquitectura básica del modelo
AGIL, último estadio de la teorización parsoniana.
Podríamos decir que el primer movimiento que da Parsons en su nueva orientación teórica
es el de “descomponer” el acto-unidad en tres sistemas, analíticamente diferenciados, pero real-
mente presentes en toda interacción social concreta: el sistema de la personalidad, el sistema
social y el sistema cultural (Cuadro Nro. 2).
Por una parte, considerar a los sistemas sociales sólo como resultante del fun-
cionamiento de las personalidades, según el sentido común de los escritores
que tienen un punto de vista psicológico, es claramente inadecuado, funda-
mentalmente porque ignora la organización de la acción en torno a las exigen-
cias de los sistemas sociales como tales sistemas. De otras parte, tratar los
sistemas sociales sólo como incorporaciones de pautas de cultura, como ha
tendido a hacer cierta corriente de pensamiento común entre antropólogos, es
igualmente inaceptable (Parsons, 1976, 495-496).
La especificidad del sistema social tiene, entre otras, dos consecuencias importantes.
Desde el punto de vista teórico (pero también político-institucional) constituye una justificación
del lugar independiente que le corresponde a la sociología junto a otras ciencias sociales, en
momentos en que el reconocimiento académico y profesional de la disciplina continuaba en
disputa; desde el punto de vista epistemológico, involucra una clara reivindicación de lo que el
autor denomina “las virtudes del holismo teórico” (Parsons, 1966, p. X X), esto es, que si bien
hay un sentido en el que “toda acción es de los individuos; sin embargo, tanto el organismo
como el sistema cultural implican elementos esenciales que no pueden investigarse al nivel
individual” (Parsons, 1974, p. 16).
De manera algo más precisa, Parsons entiende por sistema de la personalidad el “sistema
relacional de un organismo vivo que actúa en una situación” (Parsons, 1976, p.27) con una orien-
tación motivacional definida por la “mejora del equilibrio entre gratificación -privación” (Parsons,
1976, p.23). Es el lado más dinámico de su nueva tríada, ya que es el que impulsa o motiva a la
acción en términos de alcanzar una gratificación, o bien de abandonar una situación de privación.
El sistema social, por su parte, consiste en una “pluralidad de actores individuales que interac-
túan entre sí en una situación que tiene, al menos, un aspecto físico o de medio ambiente, actores
motivados por una tendencia a ‘obtener un óptimo de gratificaciones’ y cuyas relaciones con sus
situaciones –incluyendo a los demás actores- están mediadas y definidas por un sistema de
símbolos culturalmente estructurados y compartidos” (Parsons, 1976, p. 17). Mientras que el sis-
tema cultural se refiere al conjunto de “elementos simbólicos… ideas o creencias, s ímbolos ex-
presivos o pautas de valor, en la medida en que sean considerados por el ego como objetos de
la situación y no se encuentren ‘internalizados’ como elementos constitutivos de la personalidad
de ego” (Parsons, 1976, p. 16); cuando han surgido “sist emas simbólicos que sirven de medio
para la comunicación se puede hablar de los principios de una cultura” (Parsons, 1976, p.17).
En este esquema, cabe destacarlo, el marco de referencia de la acción “se ocupa de la ‘orien-
tación’ de uno o más actores... hacia una situación, que comprende otros actores” (Parsons,
1976, p.15), y la situación es un conjunto de “objetos de orientación”, ya sean estos sociales,
físicos o culturales. A efectos de su definición “dinámica” la personalidad se caracteriza por sus
orientaciones motivacionales, que son de tres tipos: catéctica (o catética), cognitiva y evaluativa.
Mientras que la cultura se estructura en torno a sus orientaciones de valor. Nuestro autor define
el valor como un “criterio para la selección entre alternativas de orientación que se presentan
intrínsecamente abiertas en una situación” (Parsons, 1976, p.22); en paralelo con las orientacio-
nes motivacionales también son de tres tipos: criterios apreciativos, cognitivos y morales.
Pero en esta caracterización asoma una interesante tensión a la que es necesario prestar
atención. Digamos rápidamente que la orientación catéctica se deriva de un término psicoanalí-
tico referido a la carga pulsional que dirigimos a objetos o representaciones, y que orienta la
movilización de los actores –como señalamos más arriba- a fin de “obtener un óptimo de gratifi-
caciones”; en otro términos, la orientación catéctica se refiere a la “relación del ego con el objeto
u objetos en cuestión para el equilibrio de su personalidad entre gratificación-privación” (Parsons,
1976, p. 18)150. Del otro lado del esquema, en cambio, Parsons nos recuerda que desde el punto
de vista de cualquier actor dado la definición de las pautas de derechos y de obligaciones mutuas,
así como los “criterios” que los dirigen en su interacción con los otros “es un aspecto crucial de
su orientación general hacia su situación”. A causa de esta relevancia especial para el sistema
social, enfatiza el autor, “los criterios morales llegan a ser el aspecto de la orientación de valor
que tiene mayor importancia directa para el sociólogo” (Parsons, 1976, p. 24).
Asimismo, este reordenamiento conceptual tiene un corolario importante en el nuevo enfoque par-
soniano (Cuadro Nro. 3). La acción es definida ahora no mediante las categorías weberianas medio-
fin (herederas a su vez de la filosofía de la consciencia decimonónica), que el propio Parsons inscribió
como epígrafe de su obra de 1937, sino como un “proceso en el sistema actor-situación que tiene
significación motivacional para el actor individual o, en el caso de una colectividad, para sus compo-
nentes individuales” (Parsons, 1976, p. 16). En cierta medida hay un corrimiento que va de una clásica
definición subjetiva de la acción, a una mirada más objetiva, realizada como “desde afuera” del actor
y en la posición de quien la observa desde el sistema social, por eso dirá el autor en una obra poste-
rior: “La acción consiste en las estructuras y los procesos por medio de los que los seres humanos
constituyen intenciones significativas y con mayor o menor éxito, las aplican a situaciones concretas”
(Parsons, 1974, p. 15). Como destaca un especialista:
150
Catexis/Catexia hace referencia según Freud a “cierta energía psíquica que se encuentra unida a una representación
o grupo de representaciones, una parte del cuerpo, un objeto, etc.” En la obra freudiana este concepto aparece a través
del término alemán Besetzung, que James Strachey tradujo para la Standard Edition como “catexis”. Es equivalente a
otras nociones como “carga”, “ocupación”, “investidura” y en la literatura psicoanalítica suele aparecer en algunas expre-
siones compuestas: “carga energética”, “investidura libidinal”, etc. (Laplanche & Pontalis, 1996, p. 49).
151
En los capítulos 4 y 5 de la Primera Parte hemos señalado algunos problemas en lo que respecta a la definición
“subjetiva” unilateral de la acción –con particular referencia a Max Weber- que no repetiremos aquí. Remitimos a esas
discusiones y al documentado trabajo de (Gil Villegas, 2014).
Pero en la progresión analítica ofrecida por Parsons, así como en los diversos estudios desa-
rrollados por sus discípulos, el sistema social abarca desde el componente más pequeño, el
“acto-unidad”, hasta el objeto colectivo de mayor complejidad, la sociedad, la cual puede ser
entendida en tres sentido principales que es preciso no confundir (Cuadro Nro. 4).
Sociedad como ideal regulativo Parsons: “Definimos la sociedad como el tipo de sis-
en el sentido kantiano (una noción tema social que se caracteriza por el más alto nivel
que sirve para organizar y direccio- de autosuficiencia en relación a su ambiente, inclu-
nar el conocimiento empírico, aun- yendo otros sistemas sociales” (Parsons, 1974a,
que no sea alcanzable como tal). p.17).
Sociedad como caso concreto (ar- Parsons: “…una sociedad está primordialmente –de
gentina, americana, boliviana, etc.) acuerdo con las palabras de Roscoe Pound- política-
mente organizada. Debe tener lealtades fincadas en
un sentimiento de comunidad y en algún cuerpo ins-
tituido del tipo que consideramos normalmente como
gubernamental, que establezca un orden normativo
relativamente eficiente, dentro de una zona territo-
rial” (Parsons, 1974, p. 12).
Finalmente hay un último nudo conceptual que trataremos de desatar para completar este breve
cuadro introductorio. Nos referimos a las llamadas variables-patrón o variables-pauta (pattern varia-
bles), que Parsons introduce en su análisis y que le sirven de pivote para conectar distintos aspectos
de su teorización, tanto en un nivel categorial como en el plano empírico (Cuadro Nro. 5). En términos
básicos, si el acto unidad delinea la “forma” general de la acción, las variables-pauta marcan el con-
junto de oportunidades y restricciones frente a las que debemos optar al momento de definir su “con-
tenido”. Estas variables son presentadas como una serie de dicotomías que los actores enfrentan en
términos de dilemas de orientación en cada situación; en particular, el actor “debe realizar” un con-
junto de “elecciones dicotómicas específicas antes que cualquier situación tenga un significado
determinado” (Parsons y Shils, 1968, p.100). Así, las variables-pauta implican diferentes posibilidades
de elección, “sancionadas socialmente”, en un amplio abanico de elementos que van desde la “defi-
nición de los objetos de gratificación” hasta “los criterios evaluativos que se toman en cuenta al asig-
nar roles, bienes y recompensas a los actores” (Girola, 2010, p.171). Las dos primeras se refieren a
los dilemas que el actor enfrenta cuando decide “cómo organizará sus actitudes hacia los objetos”,
en particular hacia otros actores; las dos últimas se vinculan con los dilemas que el actor enfrenta
cuando decide “cómo organizará a los mismos objetos en relaciones mutuas y en relación con los
intereses motivacionales del actor” (Parsons et al., 1970, p. 62)152.
El punto de interés es que estas pautas pueden ser analizadas en un plano estrictamente indivi-
dual, pueden también ser entendidas como una bisagra analítica que conecta los problemas de la
integración normativa con la integración funcional (que abordaremos en un momento), o también
pueden ser interpretadas en un sentido histórico: en el lado izquierdo se encontrarán los criterios
típicos de una sociedad “tradicional” (o de una “comunidad” en el clásico sentido de Töennis) , en el
lado derecho los de una sociedad “moderna”. Pensemos en un sencillo ejemplo: en una gran organi-
zación moderna (una empresa, una universidad, una oficina estatal) se debe cubrir una vacante, ¿con
arreglo a qué tipo de criterios se realiza la elección? ¿Qué pasaría si en vez de considerar la idoneidad
del candidato o candidata, se elige a una persona fundamentalmente teniendo en cuenta relaciones
de amistad, de parentesco, de simpatía partidaria, etc.? ¿Cómo podría justificarse la designación en
términos jurídicos, institucionales o éticos? ¿De qué modo se resentiría el funcionamiento de una
organización nombrando principalmente parientes o amigos en puestos clave? ¿Cómo afectaría a la
152
Mientras en El sistema social (1951) y en Hacia una teoría general de la acción (1951) Parsons considera cinco
variables-pauta, a partir de los Apuntes sobre la teoría de la acción se ocupa fundamentalmente de cuatro pares. Estos
es así porque comienza a considerar que el dilema entre orientación a la colectividad y orientación hacia sí mismo puede
entenderse como un caso derivado, pero sobre todo porque el esquema de cuatro pares empezará a mostrar su estrecha
articulación con el modelo de cuatro funciones que ha comenzado a desarrollar en ese tiempo y que se volverá eje de
su análisis pocos años después (Parsons et al., 1970, p. 8).
153
La crítica clásica a este enfoque en el trabajo pionero de (O'Donnell, 1972); una breve revisión de ese debate en
(Camou, 2013); una discusión más amplia en (Camou, 2015).
noción de “catexia”, como ya vimos; en segundo lugar, apela a un mecanismo clave para enten-
der el proceso de “socialización”: la introyección; y en tercer lugar utiliza la “segunda” tópica
freudiana (una representación topológica del aparato psíquico) para pensar tanto el costado di-
námico de su modelo de acción -la motivación orientada a la gratificación-, como los problemas
de la integración normativa en la sociedad. Para ilustrar gráficamente este tercer punto, podría-
mos decir que Parsons tiende a identificar cada uno de los componentes de su modelo tri-sisté-
mico –y las relaciones entre ellos- con cada uno de los elementos de la tópica psicoanalítica, a
saber: el “Ello” con las motivaciones de la personalidad; el “super -yo” con los mandatos de la
cultura, mientras que el sistema social está obligado -como el yo en la perspectiva freudiana- a
buscar difíciles equilibrios, compensaciones y reducir las tensiones y los conflictos propios de la
relación antagónica entre “ello” y “super-yo”.
La segunda cuestión de interés es que Parsons vinculaba además su renovado proyecto teó-
rico con un programa político-académico de ocupación de espacios institucionales en las univer-
sidades donde llegaba su influencia, ya sea de manera directa o a través de sus discípulos.
Según este programa estratégico, algunas disciplinas tenían la responsabilidad primaria en el
estudio de cada una de estos sistemas: la personalidad (Psicología), la cultura (Antropología) y
el sistema social (Sociología), pero todas ellas debían trabajar cooperativamente y, lo que es
más importante, debían partir de una base teórica común. De acuerdo con Parsons:
En buen romance, las diferencias disciplinares no debían hacer perder de vista un punto pri-
mordial: la “teoría social” común era la que elaboraban Parsons y su equipo.
De acuerdo con lo que ya señalamos, en esta segunda etapa de su obra Parsons se enfrenta
con una tensión analítica y empírica que se desprende de los dos cuerpos teóricos que intenta
conjugar en una presentación unificada. Por un lado, utiliza un modelo típico-ideal de equilibrio
funcional para pensar tanto el sistema general de la acción (sistemas de la personalidad, sistema
social y sistema cultural), como las relaciones de coordinación que ligan –o deberían ligar- los
distintos subsistemas sociales entre sí (economía, política, derecho, ciencia, etc.). Pero por otro
lado, parte de asumir como elemento dinámico de su modelo –y lo que es más importante: de la
realidad última de la acción individual- las motivaciones ancladas en la carga pulsional del Ello
freudiano, esto es, “los instintos surgidos de la organización somática” (Freud, 1982, p.12).
Como sabemos, del Ello surge el Yo, que gobierna los movimientos voluntarios, se encarga
de la autoafirmación personal y mantiene un contacto permanente con la realidad exterior, y en
virtud de la “influencia parental” –constituido a través de los mandatos morales y culturales-
emerge el Super–yo, que en el curso de la evolución individual se nutre además de “ulteriores
sustitutos y sucesores de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los idea-
les venerados en la sociedad” (Freud, 1982, p. 14). Pero en este punto es importante destacar
un principio básico de interpretación psicoanalítica: “el Yo tiende al placer y quiere eludir el dis-
placer” (Freud, 1982, p. 13), lo cual lo lleva a vivir en un estado de ten sión permanente. En una
multicitada conferencia de 1932, Nuevas aportaciones al psicoanálisis, nos dice su fundador:
¿Qué salida tenemos frente a este triple asedio? ¿Cómo enfrentamos estas diversas amena-
zas? ¿Podemos evitar ese agobio que desemboca en algún tipo de angustia? Sin entrar en estas
notas en mayores detalles, nos quedamos con una respuesta general que ofrece el autor de La
Interpretación de los sueños: “un acto del yo es correcto cuando satisface al mismo tiempo las
exigencias del Ello, del Super-yo y de la realidad, es decir, si consigue conciliar, alternativamente,
sus respectivas pretensiones” (Freud, 1982, p.14).
Sobre este trasfondo creemos que se entiende mejor esa afirmación capital que ubicamos
como epígrafe de la presente sección: “todo sistema social está, en algún grado, mal integrado…”
(Parsons, 1976, p. 160). En términos más precisos, “sea cual sea el sistema de valores institu-
cionalizados en una sociedad”, y aquí podemos leer entre líneas que el autor nos habla de so-
ciedad estructuralmente diferentes (tradicionales o modernas, capitalistas o socialistas, demo-
cráticas o autoritarias, etc.), “la realización de las expectativas que ese sistema define es nece-
sariamente, en algún grado, incierta y desigual”. Y estos es así por dos razones principales: en
principio, como consecuencia de la exposición de los actores sociales “a una naturaleza externa
que es caprichosa”, pero fundamentalmente es el “resultado de la imposibilidad empírica de in-
tegración completa de cualquier sistema de valores con las condiciones realistas de la acción”
(Parsons, 1976, p. 160). En otros términos, con otro lenguaje analítico, reaparece aquí la vieja
preocupación hobbesiana que recorría de cabo a rabo su obra anterior. Como dirá ahora:
Y agrega nuestro autor a renglón seguido: como resultado de la mencionada escasez la in-
compatibilidad mutua de las “demandas pueden extenderse teóricamente al caso extremo del
“estado de naturaleza”, en definitiva, a la “guerra de cada uno contra todos” (Parsons y Shils,
1968, pp. 234-235). En este cuadro, se comprende cabalmente la afirmación parsoniana según
la cual “la integración del sistema total de acción —aun parcial e incompleta— es una clase de
compromiso entre las tensiones por la consistencia de sus componentes sociales, culturales y
de la personalidad respectivamente, de tal manera que ninguno de ellos se aproxima a la inte-
gración perfecta” (Parsons, 1976, p. 26-27). Por eso no puede perderse de vista que:
El punto puede parecer obvio, pero sólo llega a serlo a costa de haber naturalizado un rasgo
clave de todo sistema estructurado de acción, el orden social, que el autor pretende poner teóri-
camente en cuestión a efectos e comprender mejor las condiciones, límites y posibilidades
empíricas de su producción y reproducción. Como nos recuerda en un texto escrito hacia el final
de su vida, “las sociedades humanas, a pesar de todos sus problemas, no han degenerado en
un estado de guerra de todos contra todos”, e incluso si tomamos en cuenta “las muchas guerras
de la historia, las unidades combatientes han sido sistemas sociales, no individuos aislados”
(Parsons, 1986, p. 70).
Abordar las discusiones sobre la relación entre conflicto y orden tanto en el pensamiento filo-
sófico como en la teoría política excede largamente las pretensiones de estas páginas. No obs-
tante, cabe la siguiente puntualización. En los albores de la modernidad se elaboran –al menos-
dos gruesas concepciones en torno al conflicto sociopolítico: una línea parte de Maquiavelo -que
lo ve de manera “positiva” o “productiva”-, pasa a su manera por Hegel y llega hasta Marx; la otra
línea, que tiene una visión “negativa” del mismo, y tiende a verlo como la inversa del orden, es
la que emerge con Hobbes. De algún modo, Parsons quedó atado –a nuestro juicio errónea-
mente- a las limitaciones de la visión hobbesiana, que no modificó a lo largo de toda su obra; una
prueba de ello es que tanto en su libro de 1937 (Parsons, 1968), en su recapitulación de la he-
rencia moderna en la conceptualización de la interacción social, publicada a fines de los años
sesenta (Parsons, 1979a), como en su autobiografía de 1977, escrita a cuatro décadas de dis-
tancia y dos años antes de su muerte, cuando plantea el problema del conflicto y del orden vuelve
a hacerlo con referencia al autor del Leviathan (Parsons, 1986, p. 70)154.
De este modo, hemos encontrado un hilo de tensión estructural persistente con el que debe
convivir todo sistema de acción, pero a la vez, las exigencias de funcionalidad (alcanzar metas,
adaptarse a un ambiente cambiante, asignar de manera eficiente y socialmente aceptable sus
recursos, etc.) compelen a dichos sistemas a establecer alguna nivel de equilibrio, siempre diná-
mico, que le permite seguir adelante en pos de lograr metas individual y/o colectivamente valio-
sas. Resumido a su mínima expresión, Parsons tiene claro que tanto cada uno de estos sistemas
en su interior, como en su interacción, enfrentan diversas “tensiones” (tensiones “intra-sistémi-
cas” e “inter-sistémicas” las llama respectivamente), de modo tal que de no ser procesadas so-
cialmente pueden desembocar en “desvíos” y luego agravarse en “conflictos”. De manera muy
esquemática diremos que esas tensiones de consistencia son de dos tipos: intra-sistémicas e
inter-sistémicas, y las segundas, a su vez, pueden ser divididas en tensiones de integración nor-
mativa y de integración funcional (Cuadro Nro. 6).
Aunque utiliza un lenguaje excesivamente abstracto, y en algunos casos abstruso, Parsons
tenía claro los ejemplos históricos concretos de sociedades que enfrentaban (o habían enfren-
tado) poderosas e incluso cruentas tensiones en sus procesos de modernización. En tal sentido,
la Alemania que desembocará en el nazismo, la guerra y el holocausto –que él conoció en su
juventud mientras hacía su doctorado en Heidelberg y a la que le dedicará algunos de sus más
importantes trabajos- es una preocupación recurrente en sus obras del período “intermedio”, y
suele operar como un pavoroso espejo contra el cual observar a la sociedad norteamericana.
Para una contraposición entre la visión maquiaveliana y la hobbesiana puede verse una breve introducción en
154
(Camou, 2017).
Por de pronto, las tensiones intra-sistémicas se producen al interior de cada uno de los siste-
mas de acción y debemos aprender a convivir con esas dispares pretensiones, o “morir” en el
intento. No vamos a abundar mucho en la cuestión por lo cual sólo daremos unas breves indica-
ciones. En lo que se refiere al sistema de la personalidad, a cierta altura de la vida tenemos en
claro que nos gustan cosas (o personas) que nos hacen mal, queremos probar lo que está prohi-
bido, debemos hacer lo que no deseamos, etc. En el sistema social afloran recurrentemente todo
tipo tensiones y conflictos por su constitución “incierta y desigual”; un ejemplo típico es el confli cto
de roles (“soy profesor en un curso en el que está el hijo de un amigo: su examen es francamente
malo y debo ponerle una calificación muy baja o directamente desaprobarlo, pero yo sé –por otro
lado- que se ha esforzado al máximo y que ha llegado al examen en medio de un problema
personal o familiar, etc.”). En términos más generales, puesto que todo actor tiene una pluralidad
de roles hay inherentemente una “potencialidad endémica de conflicto de roles”, ya que al invo-
lucrar pautas diferentes con otros actores, cuyos “intereses y orientaciones se mezclan” con los
nuestros, no es posible satisfacer todas las reglas y objetivos a la vez (Parsons, 1976, p. 265).
Finalmente, encontramos tensiones en el plano del sistema cultural cuando, por ejemplo, se emi-
ten mensajes simbólicamente discordantes, e incluso francamente contradictorios. Un ejemplo
que nos retrotrae al período en el que Parsons está escribiendo sus obras se refiere a las ten-
siones culturales –y morales- generadas por los procesos de independencia y descolonización
de las antiguas posesiones imperiales: ¿Se pueden defender valores de libertad e igualdad ciu-
dadana en el país dominante (por ejemplo, Francia) y permitir que se mancillen esos mismas
valores en el territorio colonizado (por caso, Argelia), sin caer en una flagrante contradicción?
Pero por lo que se viene diciendo, Parsons le presta una especial atención a las tensiones
inter-sistémicas, por varias razones, entre las que aquí destacaremos dos de fundamental im-
portancia: por un lado, porque están más directamente involucradas en las cuestiones referidas
al vínculo “micro-macro” (Alexander et al., 1994); por otro, porque están centralmente ligadas a
los problemas del orden y el cambio social. De este modo, las tensiones de integración normativa
nos llevan a considerar la compleja y multifacética problemática de la socialización, mientras que
los problemas de la integración funcional, nos conducen al análisis del modelo de la diferencia-
ción funcional y al papel de los mecanismos de coordinación.
En este marco, no deberíamos perder de vista que para Parsons, al partir del análisis de un
sistema que “mantiene sus límites”, tal como fuera definido en su monografía “Values, Motives
and Systems of Action” (Parsons y Shils, 1968, pp. 133 -135), el concepto de integración tiene
una doble referencia: por una parte, se refiere a “a la compatibilidad de los componentes del
sistema entre sí, de modo que el cambio no sea necesario antes de que el equilibrio pueda ser
alcanzado”; y por otra, se relaciona con el “mantenimiento de las condiciones de la distintividad
del sistema [o como también las hemos llamado, de diferencia, AC] dentro de los límites frente a
su medio” (Parsons, 1976, p. 43.Cursivas y corchetes nuestros) 155.
155
En el breve espacio de estas notas introductorias dejaremos entre paréntesis dos procesos que no podemos desarrollar:
en paralelo a los desafíos de la socialización, quedarán en un segundo plano los problemas de la institucionalización de las
pautas culturales; en línea con los retos de la diferenciación funcional dejaremos entre paréntesis las discusiones sobre la
estratificación social. Ésta última cuestión, no obstante, será retomada en un capítulo de la Cuarta Parte de esta obra.
teóricos que han sido objeto de profunda crítica por parte de las visiones contemporáneas, a
saber: “El primero postula una separación entre individuo y sociedad. El segundo afirma la prio-
ridad lógica de ésta sobre los primeros. Por último, la sociedad es concebida como una totalidad
integrada y no contradictoria” (Tenti F., 2002, p. 219-220).
Aunque considerada en términos de un proceso continuo, la socialización ha sido habitual-
mente pensada según un esquema secuencial de complejidad creciente en la que se distinguen
diferentes etapas (Johnson, 1973, p. 150) y distintos agentes socializadores (Stewart y Glynn,
1977, p. 87; Chinoy, 1987, p. 350). En esta secuencia es habitual diferenciar de manera conven-
cional entre la socialización primaria y la secundaria (Scott y Marshall, 2005, p. 621). El primer
caso, como nos recuerda un reconocido sociólogo catalán, constituye un proceso intenso de
“interiorización normativa, imaginativa y valorativa” desarrollado “a través de los padres, la fami-
lia, la escuela, y el ambiente que rodea a los individuos en su infancia” (Giner, 1996, p. 88); el
segundo, por su parte, se refiere a la internalización de “submundos institucionales” cuyo carácter
y alcance vienen configurados por la “complejidad de la división del trabajo y la distribución social
concomitante del conocimiento” (Berger y Luckmann, 1998, p. 174).
Asimismo, sobre este vector montado en la flecha temporal, los estudios sobre las sociedades
modernas inscriben las peculiaridades de un proceso creciente de diferenciación de estructuras
y funciones, lo cual lleva a considerar las lógicas de socialización específicas que configuran las
distintas esferas de la vida social (Simkin y Becerra, 2013). En particular, esto toma un cariz
especialmente relevante, y controversial, en el caso de la socialización política, la cual puede ser
entendida como
Esta doble mirada, que pone en juego las cuestiones referidas al aprendizaje como las que
se refieren a la transmisión cultural, permite someter a crítica las encerronas analíticas, y los
sesgos conservadores, de las visiones que consideran a la socialización como un proceso me-
cánico de reproducción “desde arriba”, y a la educación como un agente que refuerza “la acep-
tación de las desigualdades” (Smith-Martins, 2000). Así, en la perspectiva de un sistema político
establecido, han señalado críticamente Cot y Mounier:
Este marco teórico –observan con pertinencia anticipando discusiones que abordaremos más
adelante- “no deja mucho margen al cambio político” (Cot y Mounier, 1978, p. 280).
Los rápidos apuntes trazados hasta aquí nos previenen de que sería casi imposible, en el
espacio de estas páginas, recorrer los diversos meandros por los que han circulado (y circulan
hoy) las múltiples interpretaciones sobre esta problemática. En tren de esquematizar ese inabar-
cable corpus no podemos dejar de enfatizar que el modelo sociológico clásico llega hasta noso-
tros a través del puente del “estructural-funcionalismo”, y que en la actualidad las miradas con-
temporáneas discurren a través de diferentes avenidas donde se entrecruza el análisis de los
procesos de socialización, individuación y subjetivación156.
Como venimos señalando, la obra de Parsons y su escuela, en especial las contribuciones
de Robert K. Merton, pueden considerarse una zona de pasaje entre la herencia clásica y la
contemporánea por dos razones principales: por un lado, por la incorporación que efectúa
Parsons del análisis freudiano a la hora de comprender las tensiones y los mecanismos es-
pecíficos de la socialización de un yo, que es visto a través del cristal de la búsqueda de la
satisfacción de sus deseos; por otra parte, porque la “anomia”, como contracara extrema de
la socialización lograda, es entendida por Merton como un producto estructural de los con-
flictos y desigualdades sociales, y no como un caso disruptivo y excepcional, fruto de los
fallos en los dispositivos de control 157.
En una primera aproximación, el autor de El sistema social entiende por socialización, “el
aprendizaje de las pautas de orientación en los roles sociales” (Parsons, 1999, p. 17), pero aclara
que ese proceso no debe circunscribirse a los primeros años de vida de los niños; por el contrario,
destaca que la socialización se refiere al “aprendizaje de toda clase de orientaciones de signifi-
cación funcional para el funcionamiento de un sistema de expectativas de rol complementarias.
En este sentido, la socialización, al igual que el aprendizaje, dura toda la vida” (Parsons, 1999,
p. 136). Ciertamente, la importancia de este proceso en las etapas iniciales del ser humano no
puede ser menospreciada, y como señala el autor norteamericano, se parte del supuesto que
toda primera “socialización de los niños se produce dentro del contexto de la familia, aunque a
menudo, como es lógico, lo complementen otras agencias tales como las escuelas y los grupos
de iguales” (1999, p. 149) 158.
156
Un tratamiento más detallado de esta cuestión, con especial referencia a la socialización política de los y las jóvenes
estudiantes universitarios argentinas en (Camou, Prati, Varela, 2018).
157 Pese a sus diferencias, Parsons y Merton compartían una visión que podría llamarse “objetivista” de la desviación
social, mientras que los más jóvenes investigadores de la siguiente generación se irán acercando a una visión “subjeti-
vista” del problema; es el caso de Howard S. Becker, Kai T. Erikson o Erving Goffman, entre otros. Una revisión clásica
de este debate se encontrará en Wheeler (1970).
158 Valga como acotación en este punto que, dada la “diversidad inicial en las constituciones genéticas, más la diversidad
de influencias con arreglo a la situación (incluyéndose la combinación de interacciones de roles), sería completamente
imposible que la socialización, incluso en un medio relativamente uniforme, diese origen a un producto estrictamente
uniforme en función de las grandes diferenciaciones de la estructura social” (Parsons, 1999, p. 150).
El punto clave aquí es entender que todo sistema estructurado de acción ha de cumplir –al
menos- con dos funciones básicas: por un lado, debe resolver problemas de asignación que son
intrínsecamente conflictivos, esto es, es necesario asignar “disponibilidades” de medios y recur-
sos, educar, seleccionar y designar “personas” para cump lir determinados roles, y es necesario
distribuir “recompensas” materiales y/o simbólicas para el mejor cumplimiento de dichas tareas;
por otro lado, es preciso mantener la integración de la sociedad, a efectos de resolver colectiva-
mente los distintos desafíos sociales comunes con un bajo grado de conflictividad. Es en este
marco donde Parsons señala que hay dos mecanismos maestros que toda sociedad pone en
marcha para alcanzar grados relativamente estables de integración normativa: la socialización y
el control (Cuadro Nro. 7).
SOCIALIZACIÓN - INSTITUCIONALIZACIÓN
CONTROL
ASIGNACIÓN………………………………………………………………………………….INTEGRACIÓN
Por lo que venimos diciendo hasta ahora, y a riesgo de ser reiterativos, cabe enfatizar que el
autor norteamericano piensa que todo sistema estructurado de acción (desde un grupo musical
a una sociedad, pasando por una empresa o lo que hoy llamamos un movimiento social) debe
resolver simultáneamente los desafíos propios de la asignación de recursos y de la integración
normativa. En el caso del sistema social de máxima complejidad, esto es, una sociedad, ya sea
“capitalista” o “socialista”, igual debe enfrentar el mismo tipo de requisitos funcionales, aunque lo
haga a través de principios de organización diferentes; así, norteamericanos y soviéticos –esta-
mos hablando de la época en que Parsons escribía- tienen que asignar recursos escasos –que
es un proceso estructuralmente conflictivo- a la vez que tienen que garantizar la cooperación de
sus miembros para resolver de manera más eficiente problemas colectivos (integración).
¿Pero cómo se produce el vínculo micro-macro? ¿Cómo se genera esa rara congruencia entre lo
que “yo deseo”, lo que “yo puedo hacer” (frente a un conjunto de condiciones y medios dados) y lo
que “yo debo” cumplir en términos culturales (o morales)? La premisa de la que parte Parsons ya fue
adelantada: nuestro autor homologa cada uno de los componentes de su modelo tri-sistémico de
acción con los tres componentes de la “segunda” tópica psicoanalítica. El Ello se asocia con las orien-
taciones motivacionales de la personalidad; el Super-yo con los mandatos familiares, culturales y
morales; mientras que el sistema social -como el Yo en la perspectiva freudiana- debe servir a “tres
patrones”, a efectos de alcanzar difíciles equilibrios, compensaciones y reducción de las tensiones en
la relación antagónica entre Ello y Super-yo, enmarcadas en una situación con condiciones (materia-
les, institucionales o políticas) que no pueden ser modificadas a voluntad.
Con base en esta premisa fundante, Parsons puede articular los niveles macro-sociales y micro-
individuales haciendo suyo el hilo fundamental de la argumentación freudiana. Como nos recuerda
Véronique Voruz, de acuerdo con su creencia en “la universalidad de los impulsos incestuosos” y en
la correlativa “prohibición del incesto”, Freud ve en la renuncia del sujeto “a su deseo por la madre”,
una renuncia que es inducida por la prohibición del padre, como “la matriz conflictiva tanto del senti-
miento de culpa como del amor a la autoridad”. El argumento freudiano conjuga tres premisas: a) la
prohibición impuesta al niño de su deseo por la madre (que es el primer objeto de apego libidinal); b)
la transformación de esa energía instintiva que ha quedado inhibida en agresividad contra el padre;
c) pero, en virtud de la amenaza de castración (temor que –de acuerdo con Freud- el niño siente
frente al padre), su integridad corporal queda subordinada “a ser amado por el padre” (Voruz, 2016,
p. 113). ¿Qué sucede entonces? ¿Cómo procede el sujeto para superar este angustioso atolladero?
¿Qué le pasa al individuo para que se vuelva inocuo su gusto por la agresión? Vale la pena citar in
extenso la clásica respuesta de Freud:
Este mecanismo “asombroso” le permite a Parsons dar una respuesta al enigma de la “socialización” que Durkheim
159
había dejado en cierto modo abierto, pero lo introduce en otro problema: Freud piensa la sexualidad con base en el deseo
masculino, y cree (erróneamente) que la sexualidad femenina es un calco del varón. Para una crítica pionera de este
punto véase el clásico libro de Simone de Beauvoir, El segundo sexo (1949). Una discusión más amplia de las relaciones
vuelta hacia el Yo propio. Ahí es recogida por una parte del Yo, que se contra-
pone al resto como Super-yo y entonces, como conciencia moral, está pronta
a ejercer contra el Yo la misma severidad agresiva que el Yo habría satisfecho
de buena gana en otros individuos, ajenos a él. Llamamos conciencia de culpa
a la tensión entre el Super-yo que se ha vuelto severo y el Yo que le está so-
metido. Se exterioriza como necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura
yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo, y
vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una
guarnición militar en la ciudad conquistada (Freud, 1984, pp. 64-65).
De este modo, Freud identifica el mecanismo concreto (y Parsons sigue –en términos generales-
la estela de su argumentación) por el cual la “ley del padre”, los preceptos morales, los mandatos de
la cultura, son internalizados, in-corporados (literalmente, metidos en el cuerpo) por el sujeto. Y de
aquí la importancia crucial en la constitución del orden colectivo que tienen las familias y la educación.
Claro que esa incorporación puede estar acompañada en cada caso por el refuerzo “interno” del
control, una violencia en acto o en potencia que coacciona al actor a cumplir con un mandato dado a
lo largo de un proceso de aprendizaje, o bien puede tomar la forma de un agente o agencia “externa”,
que gestiona las sanciones en caso de incumplimientos, desvíos o conflictos (escuela, justicia, policía,
etc.). Por cierto, Parsons razona aquí en paralelo a la visión weberiana en la relación entre legitimidad
y ejercicio del poder: el control externo sólo puede ser utilizado de manera excepcional, mientras que
por lo regular son los procesos de aprendizaje, formales e informales, explícitos e implícitos, los que
sostienen el peso fundamental a la hora producir, y reproducir, esa siempre imperfecta congruencia
integrativa entre personalidad, cultura y sociedad.
En resumen, hay un circuito que vincula las pautas de valor cultural que se institucionalizan
en expectativas de rol y que se internalizan (a través de procesos de socialización) en orienta-
ciones motivacionales de los individuos. De acuerdo con esto:
Llegados a este punto, corresponde señalar que el proceso de socialización cobra una
nueva complejidad en la transición hacia la vida adulta, porque allí la educación especializada
entre Parsons y Freud, a propósito de los problemas entre normas, conflicto y cambio social se encontrará, entre otros,
en (Turkel, 1990; Domingues, 2008; Blacha 2014).
160
Nótese el parecido de esta argumentación con la que desarrollará posteriormente Bourdieu en términos de la “doble
vida” de los procesos sociales (Camou, Prati, Varela, 2018, p. 38 y ss.)
(en particular en el contexto de una sociedad crecientemente articulada en torno a los vectores
del desarrollo del conocimiento científico-tecnológico) pasa a cobrar una importancia estraté-
gica. Como recuerda el sociólogo de Harvard, en esta transición es necesario para el actor
adquirir orientaciones:
Sobre el trasfondo de estas consideraciones, que serán retomadas con mayor o menor distancia
crítica por distintos autores contemporáneos, los aportes del programa de investigación “crítico-her-
menéutico” partirán de una significativa revisión de los supuestos en que se apoyaba la concepción
clásica de la socialización. En primer lugar, sostendrán que la configuración colectiva de la subjetivi-
dad y la conformación individual de lo social son procesos que se configuran mutuamente; desde
temprana edad conformamos nuestro ser social a partir de “tipificaciones” (Schütz) de la vida cotidiana
que echan hondas raíces en nuestra memoria y modelan nuestro aprendizaje. En segundo término,
el lenguaje no es solamente un medio de expresión o de transmisión de mensajes, sino un espacio
de conformación de nuestro ser social (“hablamos una lengua”, pero como decía Heidegger, también
“somos hablados” por el lenguaje). En tercer lugar, la “comprensión” deja de ser entendida exclusiva-
mente como un método de análisis (por oposición a la “explicación causal”) para ser entendida como
una condición constitutiva de la experiencia social. Los actores son intérpretes de sí mismos y de sus
relaciones con los otros, por lo cual los observadores elaboran una interpretación sobre interpretacio-
nes, dando pie a una espiral de elucidaciones sucesivas.
Pero la revisión de estos supuestos se dará al interior de dos coordenadas analíticas que ubicarán
a los procesos de socialización en un marco teórico (e histórico) diferente al que guió las indagaciones
de la tradición sociológica en la línea que va de Durkheim a Parsons. Por un lado, se ha hecho evi-
dente en la actualidad que la socialización “no es un proceso unidireccional entre un agente o instan-
cia socializadora y determinados agentes socializados, proceso en el cual los primeros tendrían un
rol activo, mientras que los segundos serían meros agentes pasivos” (Tenti, 2002. p. 220). En un
juego de interdependencia compleja, donde se articulan el compromiso emocional con la emergencia
de diferentes fenómenos de ejercicio de poder y de resistencia cruzados, los procesos de socializa-
ción no pueden ser reducidos a un modelo de “programación cultural” (Giddens, 1997, p. 52). Como
señala Norbert Elías, si bien la relación entre padres e hijos es una relación de dominación, los niños
no son agentes completamente pasivos ya que “también en este caso se presenta una reciprocidad
de las oportunidades de poder” (Elías, 1998, p. 419)161.
Por otra parte, como destaca Tenti Fanfani, el mundo en el que vivimos:
... es al mismo tiempo cada vez más diverso y desigual y, por lo tanto, la for-
mación de los agentes sociales será un terreno donde se enfrenten intereses
y actores colectivos en conflicto. La socialización no fue nunca ni será en el
futuro un proceso pacífico (2002)
En esta línea de reflexión, podemos concluir esta sección destacando que la conformación
de individuos socializados es materia de permanente “conflicto y constituye un elemento funda-
mental de toda estrategia de dominación que por lo general trasciende a las generaciones y
tiende a proyectarse en el futuro” (Tenti, 2002, p. 224).
161 Para una discusión actualizada de distintas interpretaciones sobre los procesos de socialización como parte del
“curso de la vida” véase Giddens y Sutton (2014).
enfoque marxista (Duek e Inda, 2006). Será sobre todo la concepción weberiana la que retomará
y adaptará Parsons, y que tendrá una notoria influencia en la academia norteamericana.
Ahora bien, tal vez las contribuciones más destacadas del autor de El sistema social se en-
cuentren en sus esfuerzos por ordenar y clarificar los problemas que se presentan al indagar el
otro gran eje de estructuración de las sociedades modernas: la diferenciación social. En términos
generales entendemos por diferenciación social un vasto y complejo proceso histórico –verificado
inicialmente a lo largo de varios siglos en las sociedades occidentales- que involucra tres dimen-
siones principales:
• La división del trabajo: es un proceso que abarca tanto la división “técnica”, esto es, la
atribución de diferentes tareas especializadas a distintos trabajadores en el marco de la
elaboración de un mismo bien o provisión de un servicio, como la división “social” del
trabajo, en el sentido más general de la “distribución desigual de las tareas según las
clases, etnias u otros criterios de origen social” (Giner, 1996: 129);
En lo que sigue nos concentraremos exclusivamente en este último aspecto, sobre el que
cabe comenzar con una aclaración importante: es obvio que Parsons no fue el primero, ni el
único, en ocuparse de estas cuestiones; al contrario, en la época moderna hay una larga deriva
de contribuciones, desde la biología a la economía, pasando naturalmente por la sociología, pero
también por la literatura, que pueden mencionarse como antecedentes relevantes (Cuadro Nro.
8)162. En todo caso, el punto clave a señalar aquí marca la contraposición -durante largo tiempo
teórica y políticamente influyente-, entre la visión “utópica” heredada de Marx y Engels frente a
un conjunto de autores que fueron jalonando el camino para los desarrollos que efectuará el
“estructural-funcionalismo”, en particular, y la corriente sistémica en general.
162
Además de los epígrafes que encabezan esta sección, valga como curiosidad el siguiente reconocimiento: “El fenó-
meno de la división del trabajo y de la estructuración profesional de la sociedad ya había sido interpretado, entre otros,
por santo Tomás de Aquino… como derivación directa del plan divino del mundo” (Weber, 1987, p. 171).
La contraposición entre esas dos miradas se vuelve evidente cuando consideramos un texto
clave del pensamiento marxista como es la Ideología Alemana (1845); allí se afirma:
concretos de la sociedad, el Estado y los procesos de cambio revolucionario. Así, por ejemplo,
en un recordado pasaje de “El Estado y la revolución”, redactado por Lenin entre agosto y sep-
tiembre de 1917, y publicado un año después, se afirma:
Pero la evolución en esta “esfera” específica (en este “subsistema” dirá Parsons más tarde)
es nada más que un caso puntual de un proceso más extenso, diversificado y general, que el
autor de Economía y sociedad nos ayudó a comprender gracias a las investigaciones plasmadas
163
En este punto es claro que el propio Lenin parecía olvidar (o prefería olvidar) su memorable y muy convincente lección
inscripta en su libro ¿Qué hacer?, publicado originalmente en 1902: “es mucho más difícil pescar a una decena de hom-
bres inteligentes que a un centenar de imbéciles”. En tal sentido, al defender la necesidad de un partido de cuadros frente
a la tiranía zarista, propugnaba que esos militantes debían hacer de “las actividades revolucionarias su profesión” y que
debían adquirir una auténtica “preparación profesional en el arte de luchar” (Lenin, 1946, pp. 160-161). Como es sabido,
una vez en el poder, se dará cuenta que no es suficiente con saber “leer y escribir” para resolver los crecientes y com-
plejos problemas de la gestión pública. Y dicho sea de paso, tampoco considerará la organización partidaria de cuadros
una excepción frente a un régimen autocrático, sino como el modelo general de partido revolucionario, donde las deci-
siones serán en última instancia tomadas siempre por ese puñado de dirigentes “inteligentes”, desde las altas cumbres
del “centralismo democrático”.
en sus Ensayos sobre Sociología de la Religión164, del que rescatamos un breve y programático
texto escrito en 1915, “Excurso. Teoría de los estadios y direcciones del rechazo religioso del
mundo”; allí nos dice:
En términos muy simplificados, esa “ingenua relación originaria con el mundo” era provista
por la cosmovisión de la cristiandad occidental, articulada a través de una diversificada trama de
prácticas, reglas, creencias y valores, que vertebraban las estructuras simbólicas y materiales
de las sociedades tradicionales (Iglesia, Estado, gremios medievales, etc.). Poco a poco, esa
unidad se fue rompiendo –en espacios diferentes, con distintas temporalidades-, a partir de las
rupturas parciales de cada una de esas esferas cuyas “específicas legalidades internas” comen-
zaron a contraponerse a un mensaje único de salvación. En particular, Weber analiza los casos
de las esferas económica, política, estética, erótica e intelectual.
El caso de la economía es por demás conocido pero vale la pena destacar un rasgo de
especial importancia, ya que toca un aspecto clave de la construcción colectiva y autonomizada
de sentidos que trascienden las pretensiones del sujeto: las consecuencias no intencionadas
(y los efectos perversos) de la acción. Como es sabido, en sus estudios sobre sociología de la
religión, Weber entiende la ascética como “una acción realizada con arreglo a la voluntad di-
vina, en calidad de instrumento de Dios” (Weber, 1987, p.529); en ese marc o, según la voluntad
“inequívocamente revelada de Dios, lo que sirve para aumentar su gloria no es el ocio ni el
goce, sino sólo el obrar” (Weber, 1987, p.165), de ahí que “el trabajo es fundamentalmente el
fin propio de la vida, prescrito por Dios” (Weber , 1987, p. 169). De este modo, el proceder
ascético de realización personal a través de las obras, propio de la religiosidad protestante,
terminó generando un tipo de práctica –desligada de su fundamento teológico, y fogoneada
luego por el afán de lucro, el ocio y el goce- que se convirtió en el nervio motor de la acumula-
ción capitalista (González García, 1992)165.
Otro ejemplo no menos notorio viene representado por el conocimiento científico, que co-
mienza a organizarse como discurso, pero también como práctica institucional, en torno a
164
Vale destacar en este punto que cuando Weber menciona el objeto de la sociología comparada de la religión lo hace
en referencia a las que llama “religiones universales”, esto es, “aquellos cinco sistemas religiosos… de reglamentación
de la vida que han sabido agrupar en torno a sí a multitudes de adeptos” : confusionismo, hinduismo, budismo, cristia-
nismo e islamismo, a lo que debe agregarse el judaísmo (Weber, 1987, p. 233.Cursivas nuestras).
165
Los debates generados en torno a la argumentación weberiana sobre las “afinidades electivas” entre ética protesta nte
y espíritu del capitalismo han discurrido durante más de cien años y llenan bibliotecas enteras; tres obras que abordan
diferentes aristas de la controversia son (Rodríguez Martínez, 2005; Aronson y Weisz, 2007; Gil Villegas, 2013).
La idea del carácter ascético del moderno trabajo profesional no es nueva. In-
cluso Goethe en los Wanderjahre (años de aprendizaje) y en la muerte que dio
a su Fausto, nos ha querido enseñar, desde la cumbre de su conocimiento de
la vida, este motivo ascético del estilo de vida burgués, fundamental si quiere
ser verdaderamente un estilo y no simple carencia de él: que la limitación al
trabajo especializado, y la renuncia a la universalidad faústica de lo humano
que ella implica, es en el mundo actual condición de toda obra valiosa, y que,
por tanto, “acción” y “renuncia” se condicionan recíprocamente de forma inexo-
rable en el mundo de hoy… El puritano quería ser un hombre profesional; no-
sotros tenemos que serlo (Weber, 1987, p.199.Cursivas del autor)166.
166
Weber se refiere aquí no sólo al célebre Fausto, sino también a Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, segunda
novela de Goethe, de la que hemos extraído el ilustrativo epígrafe que encabeza esta sección; el mejor análisis que
conocemos sobre los vínculos entre Goethe y Weber es (González García, 1992).
En una rápida mirada, podríamos decir que cada uno de estos subsistemas cumple una “fun-
ción”. Desde un punto de vista teórico-metodológico, Parsons parte de una clásica premisa desa-
rrollada por Emile Durkheim en La División del Trabajo Social: “…todo hecho de orden vital –
como son los hechos morales– no puede generalmente durar si no sirve para algo, si no responde
a alguna necesidad; mientras, pues, no se haga la prueba en contrario, tiene derecho a nuestro
respeto” (Durkheim, 1985, p. 43). Claro que esta mirada también le venía sugerida al autor por
su directo conocimiento de la antropología funcionalista inglesa, que conoció de primera mano
durante su juvenil estancia universitaria en Gran Bretaña. Como recuerda en su autobiografía:
necesidades (es decir, las condiciones necesarias de existencia) del organismo”. En la esfera
social, “la función de toda actividad recurrente, tal como el castigo de un delito, o una ceremonia
fúnebre, es el papel que dicha actividad representa en la vida social como un todo y, por lo tanto,
la aportación que hace a la conservación de la continuidad estructural” (Merton, 1987, p. 95).
Pero llevado al extremo, esta visión entraña un sesgo conservador insostenible: es claro que
múltiples pruebas en contrario nos han puesto sobre aviso de prácticas anquilosadas, retrógra-
das o aberrantes, así como del choque de acciones que marchan sistemáticamente en sentido
contrario. Por eso, desde el punto de vista teórico, el estructural-funcionalismo entiende que una
función es, en líneas generales, un proceso objetivo (observable) y recurrente de una unidad de
referencia tal que satisface un necesidad de dicha unidad. Pero el hecho de que satisfaga una
necesidad de esa unidad en particular, no significa que satisfaga las necesidades del resto167. A
menos que creyéramos en una especie de “armonía preestablecida”, o de una autorregulación
automática en el sentido de Spencer, encontramos múltiples planos de tensión y conflicto entre
esos diferentes subsistemas. Por ejemplo, los actores del subsistema económico pueden querer
actuar con un máximo posible de libertad para comerciar y con un mínimo de impuestos, pero el
subsistema educativo público (entre muchos otros) requiere una fuerte inversión en infraestruc-
tura y formación de su personal, además de un salario acorde a su tarea, que requiere un fuerte
y continuado sostén fiscal. Claro que, en un caso límite, si se extrajeran todos los recursos del
sector privado nos encontraríamos con una brutal caída de la producción económica, que arras-
traría muchos otros males: desinversión, cierre de empresas, desempleo, etc. En otros términos,
nos enfrentamos aquí con un nuevo conjunto de tensiones inter-sistémicas, con los consecuen-
tes desafíos para la integración funcional, y con el reto de encontrar balances y ponderaciones
fácticas -ya sea de manera más o menos “espontánea” o inducida- entre demandas que marchan
en dirección opuesta. En definitiva, volvemos a encontrarnos los ya mencionados problemas de
integración y equilibrio que ya observamos en la relación entre “individuo” y “sociedad” en un
plano sociocultural o normativo (el lado más “durkheimiano” de la preocupación de Parsons) pero
ahora los reencontramos en un plano de complejidad diferente.
La pregunta clave que podemos hacernos –en paralelo a lo que son los mecanismos de so-
cialización y control en el plano normativo- es la siguiente: ¿a través de qué mecanismos se
pueden coordinar funcionalmente estos diversos subsistemas? (Cuadro. Nro. 10).
La respuesta de Parsons combina dosis distintas y variables de consenso y coerción. Por de
pronto, nos avisa que cuando los términos de intercambio no son alcanzados “espontánea y
simultáneamente por los integrantes” de una relación social dada, entonces se hace necesario
“algún tipo de adjudicación o convenio”; claro que en tal caso, el regateo o la discusión por la
cual “llegan al arreglo pueden ser simplemente el resultado del poder coercitivo de uno de los
actores sobre el otro” (Parsons y Shils, 1968, p. 258). Pero dicho est o en un plano más general:
167
El mejor tratamiento clásico de esta cuestión se encuentra en el célebre artículo de Robert K. Merton, “Funciones
manifiestas y latentes” (Merton, 1987), donde aparecen puntos de coincidencia pero también de disonanci a con el enfo-
que dominante del “estructural-funcionalismo”.
Sub-sistema
Subsistema Subsistema Subsistema Subsistema Subsistema jurídico, etc…
económico científico político educativo artístico
Mecanismos de COORDINACIÓN
De manera más específica, en esta etapa de su teorización Parsons distingue “tres tipos de
mecanismos” que regulan el flujo asignativo:
Sin ser un parsoniano, ni mucho menos, el esquema de Lechner nos ayuda a reconstruir una
intuición clave de Parsons en ese período intermedio de su teorización, antes de desarrollar el
168
Un análisis pormenorizado de este punto –que no podemos abordar aquí- nos llevaría a considerar la llamada teoría
o esquema analítico parsoniano de los “medios generalizados de intercambio”. Vé anse las sugerentes presentaciones
de esta problemática en (Chernilo, 1999 y 2006; Mascareño, 2008; Giordano, 2020).
169
El término original que usa Lechner es el de “redes sociales”, pero como en la actualidad esta expresión se utiliza
frecuentemente para designar los dispositivos de comunicación vía internet, nos ha parecido conveniente aclarar –en
línea con la visión original de Parsons- que estamos hablando de un amplio espectro de “asociaciones voluntarias”,
que abarca desde diversas organizaciones de la sociedad civil hasta un pequeño grupo de auto-ayuda. Como destaca
el autor germano-chileno, cabe distinguir “tipos diferentes de redes, según el número de participantes, la vinculación
fuerte o débil entre ellos, el grado de estabilidad de la red, su cam po de acción, etcétera”. En todo caso, toda red
responde a cierta “lógica funcional”, que se traduce “en algunas reglas mínimas”: distribución justa de costos y bene-
ficios entre los participantes; la reciprocidad (que incluye “confianza, fair play y una vinculación intersubjetiva que
sustenta el sentimiento de pertenencia”; la autolimitación de cada actor y el respeto a los intereses legítimos de los
otros participantes (Lechner, 1997, p. 14).
paradigma de las cuatro funciones. De este esquema es importante retener unas pocas cuestio-
nes de cierta importancia.
En primer lugar, como dijimos, se trata de tipos-ideales de formas de coordinación, y por tanto
en ningún caso se pueden identificar de manera absoluta con instancias sociales concretas, aun-
que podemos ejemplificarlas con algunas instituciones que utilizan un mecanismo particular de
manera dominante o específica170.
En segundo lugar, y como derivación de lo anterior, en un mismo sistema concreto de acción
podemos encontrar -y habitualmente encontramos- diferentes mecanismos de coordinación con
distinto grado de coherencia y articulación: en algunos casos esa integración sigue una pauta de
plena consistencia, en otros se producen situaciones de superposición o yuxtaposición; recorde-
mos aquí una vez más el ya citado dictum parsoniano: “Todo sistema social está, en algún grado,
mal integrado…” (Parsons, 1976, p. 160). Para comprender los límites y posibilidades de cada
mecanismo (nuestro autor razonablemente creía que hay cosas que sólo puede hacerlas el Es-
tado, otras que es más eficiente dejarlas en manos del mercado, y hay tareas que las hace mejor
una instancia de la sociedad civil) pensemos en un par de ilustraciones.
Por ejemplo: una empresa lucrativa es el agente principal del intercambio y la acumulación
en un sistema capitalista, pero internamente la empresa no se organiza como un mercado (la
gerencia de producción no le “vende” sus productos a la gerencia administrativa, y ambos no le
“compran” recursos monetarios a la gerencia financiera, etc.), sino que el sistema de toma de
decisiones sigue una pauta de coordinación vertical de carácter jerárquico (como un Estado);a
su vez, entre algunos miembros de la empresa pueden estrecharse lazos de solidaridad, recipro-
cidad y confianza que son vitales para desarrollar sentidos de pertenencia y de reconocimiento,
capaces de promover procesos de innovación: allí donde hay temor de compartir ideas, resque-
mores o fuertes egoísmos es muy probable que los procesos creativos se traben, y con ello se
reduzca la capacidad de competir con los adversarios de “afuera”.
Pero ahora pensemos el caso de un joven –eventualmente acompañado por sus amigos/as
o por su familia- que está intentando resolver serios problemas de adicción al consumo de subs-
tancias psicoactivas. En los últimos tiempos sus problemas se agravaron: ha dejado de asistir
regularmente a clase, perdió un empleo precario que tenía e incluso ha llegado al delito. Ni en la
escuela ni en el ámbito de la salud pública ha encontrado respuestas adecuadas, pero sí se
siente contenido y amparado por una comunidad terapéutica, en la que otros jóvenes como él,
que han padecido la misma experiencia, lo ayudan y lo aconsejan; finalmente, después de varias
reuniones, ha comenzado un proceso de recuperación. El joven tal vez no lo sabe –ni le interesa-
pero la comunidad ha logrado recientemente un subsidio estatal que le permite mejorar sus ins-
talaciones y el funcionamiento del comedor, y a través de un convenio entre el Ministerio de la
Producción y una cámara que reúne a pequeños y medianos empresarios locales se ha puesto
Nótese de paso que cuando hablamos de coordinación de mercado no necesariamente estamos hablando de mercado
170
capitalisa, ya que hay otras formas de mercado no capitalistas: como nos enseñaron, entre otros, las investigaciones de
Max Weber, la humanidad conoce mercados muy anteriores al desarrollo del capitalismo.
en marcha un programa de empleo que incluye un capítulo de formación en el trabajo para jóve-
nes sin experiencia171.
Ahora bien, estas amables disquisiciones no nos deben hacer perder de vista –en tercer
lugar- un punto fundamental: si los casos de coordinación “espontánea” no son problemáticos
(nos ponemos de acuerdo con un grupo de amigos/as para ir a bailar el sábado a la noche), el
grueso de las tensiones y los conflictos sociales se juegan allí donde se requiere que alguien
haga algo que no le gusta (trabajar ocho o más horas seguidas en un empleo poco alentador).
El problema se complica aún más si pensamos que no se trata de un caso aislado, sino de
miles o de millones de personas en idéntica situación. Es aquí donde los mecanismos de coor-
dinación revelan una doble cara: por una parte, nos estimulan o nos incentiv an “positivamente”
(obtenemos un beneficio económico por el trabajo que nos permite, entre otras cosas, salir a
bailar los sábados en la noche); pero por la otra, las tres formas de coordinación social incluyen
siempre una condición de clausura, o de amenaza, que hace efectivo el carácter discriminador
del sistema (o el carácter reproductor de una diferencia con el entorno). Y siempre que se trate
de sistemas sociales esa condición (que lo hace “consistente”) es alguna forma de violencia o
de “privación” en el lenguaje de Parsons: en el caso de la coordinación estatal –como bien lo
vio Max Weber- esa condición de cierre es la violencia física; en el caso del mercado –como
bien lo vio la crítica marxista- es la violencia económica del desempleo y del hambre (o quizá
de manera más precisa, la lógica de la privación relativa); para el caso de la coordinación social
–como bien lo vio la tradición que va de Durkheim a Parsons- es la violencia simbólica y mate-
rial del castigo moral, del rechazo o del ostracismo.
En cualquiera de los casos, los sistema funcionan siempre y cuando exista una amenaza
cierta y creíble de que la condición de discriminación va a ser cumplida. Más allá de las discu-
siones en torno a la antropología “negativa” que sustenta esta visión, natur almente esto no sig-
nifica que los sistemas tienen que apelar de manera permanente al cumplimiento de las amena-
zas (de hecho, si lo hicieran, sería muy bajo el rendimiento sistémico, pues conseguirían un cierto
rendimiento funcional a un alto costo). Y por supuesto, hay maneras diferentes de combinar el
balance entre “premios” y “castigos” de modo tal que, por ejemplo, una condición de clausura
económica sea equivalente a estratificación (o posicionamiento social), y no se vuelva necesa-
riamente marginación o exclusión: las sociedades de Francia o de Haití tienen maneras un tanto
diferentes de discriminar, pero ambas –por razones funcionales- lo hacen.
Del mismo modo que el pensamiento sistémico (y toda persona medianamente lúcida) tiene
claro que no cualquier conjunto de piezas mecánicas constituyen un motor, y que no cualquier
disposición de esas piezas permite que el motor funcione, también es claro que no cualquier
combinación de recursos produce una sociedad con alto grado de auto-suficiencia. En esa línea,
171
Dejamos nada más apuntado que los desafíos de coordinación constituyen un núcleo de cuestiones que recorren
buena parte de las preocupaciones analíticas de varias disciplinas y que involucran problemas prácticos en diferentes
esferas de actividad. A título meramente ilustrativo vale nada más recordar algunas discusiones en el plano sociopolítico
(Lechner, Millán y Valdés Ugalde, 1999); en el ámbito económico (Messner, 1996; Williamson, 2009); y en el campo de
la gestión de políticas públicas (Aguilar Villanueva, 2006 y 2010; Ilari, 2015).
dejamos entre paréntesis en estas rápidas notas todas las discusiones, muy pertinentes y opor-
tunas, sobre la problemática ecológica y el desarrollo sustentable, que en todo caso son discu-
siones al “interior” de sistemas de alta complejidad, y no “fuera” de ellos. Una posición diferente,
y que de tanto en tanto resurge como atractiva tentación, es la de quien piensa retirarse a una
comunidad que viva en perfecta armonía con la naturaleza: cazar por la mañana, pescar en las
tardes, etc. Esto puede hacerse y no hay problemas en conseguirlo en muy pequeña escala,
pero no parece estar disponible como solución evolutiva a gran escala. Por ejemplo, esa comu-
nidad tendría muchas dificultades para costear un tomógrafo computado en caso de que alguien,
desafortunadamente, lo necesite. La película La aldea (2004), de M. Night Shyamalan, es una
excelente ilustración de este problema.
En resumen, el análisis sistémico que va de Parsons a Luhmann no parece albergar una pizca
de pensamiento utópico. Cualquier sistema estructurado de acción de cierta complejidad que
pensemos sobre la Tierra (en el Paraíso las discusiones posiblemente son otras…), ya sea mo-
derno o contemporáneo, capitalista o socialista, republicano o populista, occidental u oriental,
debe enfrentarse siempre a la desagradable tarea de lograr que la gente haga individualmente
cosas que no quiere hacer, a efectos de que alcancemos ciertos objetivos colectivamente. La
razón la dejó escrita en pocas palabras –hace casi dos siglos (!)- uno de los padres fundadores
de la tradición sociológica: “Porque el gran medio de la civilización es la separación de los traba-
jos y la combinación de los esfuerzos” (Comte [1822], 1981, p. 94). Y aunque las articulaciones
y proporciones de los mecanismos disponibles para obligar a coordinarnos son muy relevantes
(no es lo mismo vivir en una democracia que bajo una dictadura; ser trabajador asalariado y en
blanco, que esclavo, etc.), los métodos no son muchos. De hecho, para Parsons son solamente
tres (en la siguiente etapa serán cuatro): la obediencia consciente ante la amenaza de la violen-
cia, el interés lucrativo para no caer en el hambre, el reconocimiento de nuestros pares que nos
aleja de la reprobación social o la condena moral.
La tercera parte de la obra de Parsons ha sido -sobre todo si la consideramos desde los usos
y las lecturas de la sociología latinoamericana- la menos influyente. Por un lado, en el último
tramo de su vida, el autor norteamericano no produjo una obra de la misma envergadura que La
Estructura de la acción social o de El Sistema Social. Aunque muy valiosos y sugerentes, los
trabajos de esos años se hallan algo más dispersos y elaborados además en un vocabulario más
abstracto, fruto del fuerte desplazamiento de Parsons hacia la utilización plena del lenguaje sis-
témico. En este sentido, no pocos seguidores le reclamaron que hubiera abandonado la herencia
durkheimiana (aunque él sostuviera que nunca la abandonó), tan presente en las primeras eta-
pas de su desarrollo intelectual, y que de esta manera renunciara también al intento de ofrecer
un enfoque teórico más equilibrado, integrado y “multidimensional”.
Pero a la par de cuestiones teóricas propiamente dichas, hay razones de carácter histórico
que nos ayudan a comprender el eclipse de la influencia parsoniana. Como sabemos, los años
sesenta del siglo XX estarán signados -tanto en los países centrales como en los periféricos- por
movimientos de cambio social, por transformaciones culturales en diferentes órdenes de la vida
(desde las relaciones de pareja hasta mutaciones en la sociabilidad cotidiana), por nuevas de-
mandas de actores sociales y políticos, por reclamos de derechos civiles largamente sofocados,
por procesos de descolonización y liberación nacional, o por el auge de vertientes revoluciona-
rias, entre otras transformaciones, que le darán un peculiar cariz revulsivo a la época. Ya no
estamos en un período –como la “era de las catástrofes” o la reconstrucción de postguerra - atra-
vesado por la necesidad de orden; en ese marco, una visión como la parsoniana, fuertemente
configurada por aquellas preocupaciones, quedaba un poco a trasmano de las tendencias en
boga. No es casual entonces que las críticas a Parsons se hicieran oír con más fuerza, que otras
elaboraciones sociológicas (incluso anteriores al auge del estructural-funcionalismo) alcanzaran
una visibilidad que no habían tenido hasta entonces, y que otras obras captaran mejor la imagi-
nación de nuevas generaciones de científicos y científicas sociales. Entre esas críticas cabe re-
cordar algunas de las más conocidas: la teoría de Parsons fue de un grado de abstracción tan
alto que se ha mostrado inútil para el análisis empírico del mundo social, el cambio o el conflicto
(Wright Mills,1959); el énfasis sobre el orden social y la integración de valores no deja espacio
(o deja muy poco espacio) para pensar el conflicto social, las rupturas del orden e incluso el
cambio social mismo (Dahrenforf, 1968); o bien que el enfoque teórico de Parsons no descendió
a aplicaciones históricas concretas, al punto que su tratamiento del proceso histórico –en térmi-
nos de diferenciación- fue siempre evolucionista y teleológico (Gouldner, 1970).
A esto hay que agregar, siguiendo el modelo de análisis de estructuración del conocimiento
que tomamos de Immanuel Wallerstein (1999), y que presentamos en los primeros capítulos
de la Primera Parte de este libro, un hecho no menor. El auge de la sociología norteamericana
en la inmediata posguerra comenzó a irradiarse desde los antiguos departamentos de Harvard,
Columbia, o incluso desde el “ex baluarte de la sociología pragmatista”, la Universidad de
Chicago; en todos estos casos, Parsons y sus discípulos directos ejercían una gran influencia.
Pero con la “difusión de la educación masiva” en la década del cincuenta, surgieron otros in-
fluyentes departamentos (Wisconsin, Berkeley, UCLA, Stanford). Y serán precisamente los jó-
venes sociólogos de esas universidades -afectados además “por el más pesimista clima ideo-
lógico” de la época- quienes encabezarán la revuelta contra la hegemonía parsoniana (Alexan-
der, 1989, p. 102).
Ahora bien, valga como curiosidad casi anecdótica que cuando las críticas al “estructural -
funcionalismo” comenzaron a arreciar, nuestro autor ya estaba –desde el punto de vista analítico-
en otro lado. La nueva conceptualización surgió a partir de la colaboración con otros colegas,
entre los que cabe destacar a Robert F. Bales y Edward A. Shils, con quienes anticipó el nuevo
enfoque a través de la publicación de la obra colectiva Apuntes sobre la Teoría de la Acción,
editada en 1953, y de manera más orgánica fue desarrollado en el libro Economy and Society,
publicado en 1956, escrito junto con Neil Smelser.
Esta combinación de cuatro funciones debe ser cumplida por todos los sistemas, desde los
más generales hasta los más pequeños, y si bien ciertas estructuras organizativas tienen una
prioridad operativa en el cumplimiento de cada función, la satisfacción de las mismas involucra
a los cuatro subsistemas que permiten el funcionamiento coordinado del sistema en su conjunto
Pero a su vez, como en un juego de muñecas rusas, estructuras y funciones se reiteran en dife-
rentes niveles de análisis (Cuadro Nro. 13 y 14)172.
En el nivel de mayor abstracción, que corresponde al sistema general de la acción (Cuadro
Nro. 13), el modelo AGIL involucra al organismo biológico, que cumple la función de “adaptación
al ajustarse o transformar el mundo externo” (A); el sistema de la personalidad que se ocupa del
logro de metas “mediante la definición de los objetivos del sistema y la movilización de los recur-
sos para alcanzarlos” (G); el sistema social, que es el objeto específico de la sociología y que –
según Parsons- cumple la “función de la integración, al controlar sus partes constituyentes” (I); y
finalmente, el sistema cultural (L) es el que proporciona a los actores “las normas y los valores
que les motivan para la acción” (Ritzer, 1998, 117).
Si descendemos un nivel analítico y nos ubicamos ahora en el plano del sistema social (Cua-
dro Nro. 14), encontramos que la adaptación (A) constituye un proceso de intercambio que vin-
cula al sistema social con el entorno de las necesidades materiales y sus ineludibles condiciones;
la economía es el subsistema más directamente ligado esta función. La capacidad para alcanzar
metas (G), “a pesar de sufrir la fuerte influencia de los problemas materiales y de adaptación”,
está más sujetas a un control ideal; su clave de funcionamiento es la organización, que procura
controlar el impacto de las fuerzas externas con el objeto de alcanzar objetivos “cuidadosamente
delimitados”; la esfera política y la actividad gubernamental están claramente asociadas con esta
función. La integración (I) representa fuerzas que “afloran del impulso inherente hacia la solida-
ridad”, entendida como el “sentimiento de pertenencia conjunta que se desarrolla dentro de los
grupos”. Está regulada específicamente por normas (los valores se ubican en un nivel más alto
de abstracción) y el ámbito específico de acción que Parsons le atribuye lo denomina sistema
comunitario o comunidad societaria, que en términos prácticos podemos homologar con la trama
asociativa horizontal de la sociedad civil. Y finalmente nos encontramos la función de manteni-
miento de patrones o estado latente (L): es “la esfera de los valores generales, aunque se trata
de valores cuya relación con los problemas objetivos es suficiente como para ser institucionali-
zados” (Alexander, 1989, p. 82).
172
Parsons pensó este esquema mucho antes de que el matemático francés Benoît Mandelbrot, en 1975, inventara el
término fractal, pero de manera aproximada podríamos graficar el modelo AGIL como un esquema de este tipo: un objeto
geométrico cuya estructura básica se repite a diferentes escalas.
ECONOMIA
POLITICA
Mantenimiento de patrones (L) Integración (I)
A lo dicho cabe agregar un punto importante, que Parsons comienza esbozando en esta etapa
y que luego será reconocido como un paradigma de interpretación de más amplia proyección
(Chernilo, 1999 y 2006; Mascareño, 2008; Giordano, 2020), nos referimos al esquema de los
“medios generalizados de intercambio”:
Cada nivel de interés ideal y material… depende de aquello que recibe de sub-
sistemas con intereses más materiales o más ideales. Parsons emplea una
analogía económica para enfatizar esta interpenetración: cada subsistema es
producido a partir de una combinación de los datos que recibe de los subsiste-
mas limítrofes. Cada uno de los cuatro subsistemas crea un producto o dato
característico: dinero, poder, normas, valores. Este producto es creado a partir
de datos, o “factores de producción”, que ingresan en el subsistema desde los
subsistemas que lo rodean. El producto, a la vez, se transforma en un nuevo
factor de producción, un dato, en la creación del producto de los subsistemas
contiguos (Alexander, 1989, p. 83).
De estos medios generalizados de intercambio (o medios simbólicos del intercambio) vale la pena
detenerse un momento en la sugerente noción de poder que Parsons elaboró por esos años. A con-
tracorriente de la caracterización habitual en sociología y ciencia política, heredera de la clásica
definición weberiana, el sociólogo norteamericano plantea –al menos- dos puntos cruciales en dis-
cordancia. Por un lado, Parsons es muy cuidadoso al distinguir poder de violencia, por lo cual, más
que continuidad entra ambos fenómenos, lo que encontramos es una diferencia estructural: el poder
detenta una cualidad “simbólica”, justamente, porque por lo habitual no debe recurrir a la violencia, al
contrario, “simboliza la efectividad y la capacidad para obligar y hacerse obedecer” (Joas y Knöbl,
2016, p. 87). Por otro lado, la relación analógica que Parsons establece entre el poder y el dinero le
permite superar la limitada idea según la cual las relaciones de poder deben ser entendidas de ma-
nera uniforme como juegos de “suma cero”. En otros términos, en un sistema de acción puede “in-
crementarse el poder legítimo sin que necesariamente pierdan poder” los actores individuales o co-
lectivos que lo integran (Joas y Knöbl, 2016, p. 87). Así, es particularmente interesante el modo como
Parsons piensa la construcción de poder en un sentido colectivo:
Adaptación - (ECONOMÍA)
Capacidad para alcanzar metas (CIENCIA POLÍTICA)
Integración (SOCIOLOGÍA)
Mantenimiento de patrones (ANTROPOLOGÍA)
173
Para la diferencia entre poder y violencia en Arendt, así como para la lectura habermasiana de la obra de la pensadora
alemana, véase (Di Pego, 2006).
Pasando por encima de los detalles, podríamos decir -grosso modo- que desde el punto de
vista topográfico, en su última etapa Parsons divide en dos el sistema cultural de su modelo
tri-sistémico del período estructural-funcionalista. Así, en el plano de mayor abstracción se
ubican los valores ligados a la función primordial de mantenimiento de patrones, mientras que
las normas permanecen como la trama fundamental de la integración en el marco de la comu-
nidad societaria.
Pero otra manera de mirar el cuadro es haciendo un corte horizontal que divide los medios
poder y dinero, de un lado, y las normas y los valores de otro. De este modo, el flanco más
sistémico de la teorización parsoniana se ubica en el lado de “arriba”, mientras que la impronta
durkheimiana se ubica en los cuadrantes de “abajo”. Más adelante veremos que Habermas, en
su Teoría de la acción comunicativa, hará de la tensión central entre los imperativos funcionales
(el lado de “arriba” del cuadro parsoniano) y las exigencias autonómicas del “mundo de la vida”
(el flanco de “abajo”) un pivote de interpretación del diagnóstico de nuestro tiempo. Por supuesto,
ese corte que introduce Parsons no es arbitrario. Para quienes recuerdan las escenas iniciales
de El Padrino (Parte I), el aleccionador diálogo entre Marlon Brando y el funebrero Amerigo Bo-
nasera encierra las claves de una tensión: el funebrero va con ánimo de negociar en términos de
dinero y violencia en el marco de un esquema de intercambio sistémico muy limitado, pero el
Padrino se ofende y le hace ver –en sintonía con Durkheim- que lo que primordialmente ansía
lograr es “respeto”.
Reflexiones finales
Al comienzo del capítulo anterior partimos de una premisa –tomarnos a Parsons como un clásico-
que entendemos ahora puede valorarse en mejor medida. Como lo ha resumido Jürgen Habermas:
Por alto que se valore el rango de Talcott Parsons, su status como clásico no es
tan indiscutible como para que resulte ociosa toda justificación a la hora de erigir
su obra en punto de referencia… Nadie entre nuestros contemporáneos ha desa-
rrollado una teoría de la sociedad de complejidad comparable… Aunque el interés
por esta teoría ha remitido desde los años sesenta y la obra de Parsons incluso se
ha visto desplazada a un segundo plano…, hoy no podría tomarse en serio ninguna
teoría de la sociedad que no intente al menos ponerse en relación con la de Par-
sons (Habermas, 1981b, p. 281/2. Cursiva nuestra).
Y sin bien la exposición de la obra parsoniana está muy lejos de ser completa, más bien
ha sido muy esquemática y superficial, creemos también que hemos acercado elementos
para explorar una acotada hipótesis de lectura. De acuerdo con esta clave de interpretación
la obra de Parsons puede ser pensada como un juego de tensiones irresueltas entre elemen-
tos discordantes, pero de integración necesaria, al momento de elaborar un marco de coor-
denadas analíticas que sirva para pensar los problemas y desafíos de los sistemas estructu-
rados de acción. Claro que esas tensiones no son estáticas sino cambiantes, se fueron des-
plazando a medida que se incorporaban distintas fuentes teóricas, que aparecían nu evos
retos empíricos, o que emergían cambiantes circunstancias sociopolíticas. En un primer mo-
mento, esa oposición conjuga la voluntad de salvar un ideario moderno de libertad y racio-
nalidad individuales a la par de garantizar las condiciones –específicamente sociales- de un
orden colectivo en una sociedad democrática; en la segunda fase, esa tensión se dirime
entre el objetivo de encontrar una nueva “infraestructura” motivacional para la acción (de la
mano de las enseñanzas freudianas), a la vez que se elabora un modelo epistémico más
general y riguroso en términos de sistemas que mantienen el equilibrio; finalmente, en el
tercer período, de lo que se trata es de articular dos pares de vectores explicativos que la
tradición sociológica había mantenido –hasta cierto punto- en relativo aislamiento: los mo-
mentos estáticos y dinámicos de las estructuras y procesos sociales (pensemos, por ejemplo,
en la deriva de controversias que va de Comte a Durkheim); el papel de los factores mate-
riales e ideales en el cambio histórico (recordemos la escolar contraposición entre Marx y
Weber a propósito del surgimiento del capitalismo).
En tal sentido, entendemos que los aportes más significativos de su última conceptualización
hay que buscarlos en el intento por superar las dicotomías que afectaban algunos tramos de su
etapa anterior: de un lado, las tensiones entre orden y cambio social; de otro, la relación entre
las dimensiones materiales e ideales de la realidad social.
En el primer caso, en una progresión de trabajos que va desde Economy and Society, el libro
publicado junto a Neil Smelser en 1956, pasa a través del ensayo “An Outline of the Social System”
(1965), y se prolonga en trabajos posteriores, Parsons va afinando su marco categorial para analizar
los problemas del cambio, ya se trate de cambios “en” el sistema, o de cambios “de” sistema, a partir
de tres directrices: el estudio de los orígenes de las tendencias de cambio; el análisis del impacto de
dichas tendencias en los componentes estructurales y sus consecuencias; y las tendencias y las
pautas del cambio (Del Campo, 2010, 43). Como balance de estas indagaciones, durante esta última
etapa puede decirse que la teoría del cambio social se inserta directamente en la teoría general de
los sistemas sociales, y con ella se llega a la “abolición de la dicotomía estática-dinámica”, puesto
que las dimensiones estructural y procesual de análisis “son sólo perspectivas, en cierto modo dife-
rentes, de ver los mismos fenómenos concretos” (Almaraz, 2013, p. 476)174. Por ello, en las páginas
174
Vale aclarar que nos encontramos ante un cambio “de” sistema, un cambio estructural o cualitativo cuando “el des-
ajuste entre sistema y ambiente no es solucionable por la variación de los valores estructurales establecidos” (Almaraz,
2013, p. 473).
autobiográficas escritas en los últimos años de su vida, Parsons se refiere casi de manera anecdótica
a este punto:
Durante mucho tiempo nos llamaron a Merton y a mí los líderes de una escuela
estructura-funcional entre los sociólogos norteamericanos. Los desarrollos a
partir del surgimiento del paradigma de las cuatro funciones y el análisis de los
medios generales… indican que esta designación como “estructural -funcional”
es cada vez menos adecuada. En primer lugar, se ha vuelto más claro que
estructura y función no son conceptos correlativos al mismo nivel… Es evidente
que “función” es un concepto más general que define ciertas exigencias del
sistema que mantiene una existencia independiente dentro del ambiente, mien-
tras que el concepto más afín a estructura es en realidad el de proceso, enten-
dido como el aspecto general de un sistema (Parsons, 1986, p. 43).
Esta perspectiva ofreció una salida de las eternas discusiones acerca del pre-
domino relativo de ciertas clases de factores en la determinación de los proce-
sos y desarrollos sociales. Por ejemplo, ¿era, en última instancia, el determi-
nismo económico marxiano más correcto que el determinismo cultural? En ge-
neral, una pregunta así no tenía significado; era similar al viejo discurso bioló-
gico que contraponía la herencia al ambiente. La alternativa, por supuesto, es
que el proceso de acción involucra combinaciones de factores que cumplen
diferentes funciones para los sistemas dentro de los cuales se combinan…
(Parsons, 1986, p. 44).
de eventuales beneficios mediatos que traerá –por ejemplo- un plan de estabilización económica
que no sabemos si tendrá éxito?).
De este modo, las sociedades contemporáneas se encuentran diferenciadas en múltiples
subsistemas especializados pero solamente contamos con unos pocos mecanismos de coor-
dinación para conectar eficazmente esos distintos subsistemas entre sí: el Estado, el mer-
cado o las redes asociativas de la sociedad civil, porque cada una pone en juego un medio
de intercambio diferente y necesario (poder, dinero o compromisos de valor, etc.). Se trata
de una buena y una mala noticia: tenemos pocos conceptos para memorizar y pocos instru-
mentos para analizar, pero tenemos también pocas “palancas” para mover a la hora de ge-
nerar resultados sociales, siempre inciertos.
Algunas páginas atrás apelamos a la imagen básica de un motor, y a la idea elemental de
que no cualquier disposición de sus piezas permite que el motor funcione; si además quere-
mos que alcance cierta velocidad, que ahorre combustible, que no contamine el aire, etc.,
las opciones para construirlo se reducen todavía más. Podemos sustituir ahora la tosca me-
táfora del motor por la disposición táctica de un equipo de futbol: si hay un arquero/a, enton-
ces tenemos 10 jugadores/as de campo que se pueden combinar –matemáticamente ha-
blando- de múltiples maneras; pero no cualquier distribución numérica funciona futbolística-
mente, más allá de lo que nos guste, o de lo que podemos imaginar. Alguien que sabe un
poco del asunto lo explica así: “ Yo sé que los esquemas tácticos son diez. No existen más
que diez. Sé que son diez porque hace treinta años que veo fútbol. Siempre registro cómo
están los jugadores posicionados y como vi 50.000 juegos en los últimos años, sé que los
esquemas tácticos son diez” (Bielsa, 2017). Pero esos diez esquemas, a su vez, se reducen
todavía más si pensamos –por ejemplo- que no siempre contamos con los/las jugadores/as
más adecuados/as para cada formato, o si tomamos en cuenta las fortalezas del adversario,
el campo de juego, el partido a definir, etc. A todos y todas nos gustaría que hubiera más
opciones disponibles, pero no siempre están a la mano.
Este tipo de pensamiento sociológco -“ingenieril”, “pragmático” o “realista” -, suele chocar
con la formación habitual de un estudiante de humanidades y ciencias sociales (no incluyo
aquí a juristas y economistas), a quienes raramente se los prepara para pensar problemas
bajo restricciones . Sin embargo, una condición clave de intervención en la realidad es pensar
los problemas en el marco de restricciones y oportunidades dadas; de lo contrario, la deriva-
ción hacia la fantasía política irrealizable –o hacia la vergonzosa goleada- nos aguarda a la
vuelta de la esquina 175.
175
A quien le interese el tema de los sistemas tácticos, cabe agregar que los diez esquemas futbolísticos serían los
siguientes: 4-3-3, 4-2-1-3, 4-3-1-2, 4-2-4, 4-2-2-2, 3-3-1-3, 3-4-3, 3-4-1-2, 3-3-2-2 y 3-3-4; éste último –según Bielsa- es
“muy inusual”. Entendemos que el “popular” 4-4-2 surge posicionalmente de las combinatorias del tercero, el cuarto y el
quinto; dejamos para otra oportunidad la revisión de la bibliografía correspondiente.
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Actividades
176
En tono satírico el texto aborda un desafíos social de primera importancia, que en particular preocupa (y afecta) a los
más jóvenes: la congruencia entre ciertos rasgos subjetivos y las exigencias funcionales de un sistema particular (este
problema reaparecerá en Bourdieu en la relación entre habitus y campo). Más allá del hecho de que esos rasgos no son
fijos, y que pueden transformarse en un proceso de aprendizaje, pensemos en la misma clave que nos propone Allen:
piromaníacos empleados en un cuartel de bomberos, masoquistas trabajando en el desarrollo de analgésicos, conser-
vadores al frente de oficinas de innovación, mojigatos produciendo películas pornográficas, etc. ¿Puede pensar otros
casos del mismo tenor?