COMER O COMERNOS: EL DRAMA EN EL CAMPO1
Un gran número de mexicanos, la mitad por lo menos, no está llevando
a su boca suficiente comida. Las mujeres y los niños son, de nuevo,
los más gravemente afectados. La causa es clara: producimos menos
alimentos por persona y hay menor capacidad para comprarlos. La
situación es particularmente grave en el campo y entre los grupos
indígenas. En medio de una aguda degradación ambiental, se registra
un deterioro continuo de las condiciones de producción y de vida de
la mayoría de los habitantes rurales.
Nada de esto corresponde a un destino ineluctable. No es
atribuible a fenómenos naturales, a pesar de las recientes tendencias
adversas; tampoco a los acontecimientos internacionales y mucho menos
a los campesinos, cuya iniciativa y empeño, por lo contrario, han
impedido que la catástrofe sea mayor. Es fruto de una política
explícita, que fracasó en los propósitos que perseguía. Benefició
a algunos dentro y fuera de México, pero se realizó a costa de la
mayoría de los habitantes y principalmente sobre las espaldas de los
campesinos. Si se basó en la hipótesis ya obsoleta de que los
beneficios concentrados en unos cuantos se derramarán en cascada sobre
los demás, se ha hecho evidente que ese supuesto no se cumple en la
1. Agradezco las observaciones de Nicole Blanc, David Barkin y
Catherine Marielle a un borrador de este texto.
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realidad.
Esta política no debe continuar: está destruyendo el país. No
puede continuar: hace tiempo se rebasaron sus límites y es
estructuralmente inviable que prosiga. No continuará: la sociedad
civil está acumulando fuerzas capaces de detenerla.
El drama del campo viene de muy atrás. El episodio actual de
ese drama empezó a finales de la década de 1960 y tomó un carácter
perverso en los últimos 15 años, cuando se abandonaron los remedios
limitados pero valiosos intentados en los años setenta y se nos llevó
a un desastre ecológico y social de inmensas consecuencias.
Tras la expresión "crisis rural", aplicada a la situación de
las décadas recientes, se oculta en realidad un fracaso generalizado.
Las ilusiones de la posguerra se han venido abajo, junto con las
ideologías que las animaron. A pesar de la propaganda abrumadora,
que intenta ocultar lo que pasa y convertir los peores desastres en
síntomas de un nuevo camino promisorio, es cada vez más claro que
el rumbo adoptado conduce a un callejón sin salida.
En un sentido amplio, está a la vista el fracaso del México
imaginario, como llamó Guillermo Bonfil al sueño que las elites
políticas e intelectuales han querido imponer a los mexicanos durante
los últimos 200 años. La forma que adoptó en los últimos tres lustros,
cuando se convirtió en lo que llamamos neoliberalismo, crispó de tal
manera su contradicción con nuestra realidad que lo ha convertido
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en una pesadilla insostenible. Ha llegado la hora de despedirnos de
ese sueño y escuchar al fin la voz del México profundo.
El vaivén de ilusiones y esperanzas.
La política adoptada desde 1982 se ha presentado reiteradamente como
la única opción, no sólo la mejor, en las circunstancias actuales
de México y del mundo. Representa lo contrario: el sacrificio de
auténticas opciones, en el altar de un modelo ajeno a la realidad
y las esperanzas de la mayoría de los mexicanos. Para apreciar mejor
su significado, es útil ubicarla en un contexto histórico.
En los años veinte, cuando las aguas revolucionarias habían
vuelto a su cauce, la corriente liberal tomó la rienda en sus manos.
La creación de las principales instituciones del México moderno -el
banco central, la seguridad social, el partido dominante- fue
acompañada de un impulso decidido a la pequeña propiedad. No se frenó
el reparto de tierras con el fin de salvar la hacienda, sino para
evitar su transformación en ejidos, a los que no se asignaba más
función que la de preparar el tránsito hacia la pequeña propiedad,
como modelo productivo importado que se intentaba acreditar de nuevo
en el país.
El impacto negativo de este empeño contrarrevolucionario se
manifestó claramente durante la Gran Depresión, a la cual se le
atribuyó. Pero el horno no estaba para bollos. El país requería un
viraje radical, que retomara las banderas de la Revolución, y lo
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realizó. No sólo se repartió en tres años más tierra que la distribuida
en los veinte anteriores, consolidando el ejido como una forma estable
de organización en el campo. Se reconfiguró también la perspectiva
y las acciones. Se extrajeron las lecciones pertinentes de las
experiencias derivadas del afán ciego de imitar a otros. En 1935 se
defendió el Plan Sexenal de sus opositores en los siguientes términos:
"Vistos los efectos de la última crisis del mundo capitalista, soñamos
un México de ejidos y pequeñas comunidades industriales,
electrificado y con sanidad, en que las máquinas sean empleadas para
aliviar al hombre de sus trabajos pesados y no para la llamada
sobreproducción".
Era una opción valiente, que se adoptó con brío y tuvo efectos
duraderos. Sin embargo, no pudo impedir la marea desarrollista que
se desató inmediatamente después. A partir de 1940 el empeño se
concentró en la invención de enclaves "modernos", con grandes obras
de irrigación y según los patrones de la revolución verde, abandonando
a los campesinos o imponiéndoles todo tipo de dependencias y
restricciones.
Hacia 1970 se presentó una coyuntura semejante a la de los años
treinta. Aparecían cotidianamente síntomas de agotamiento del modelo
seguido hasta entonces, cuya continuación sólo parecía posible con
el autoritarismo que hizo crisis en 1968. En el mundo, la propaganda
sobre una "crisis mundial de alimentos" servía para reorganizar
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mundialmente la producción y la distribución: se empleaba el drama
real del hambre, que tocaba a las puertas del mundo industrializado,
para convertirlo en uno de los grandes negocios del siglo. En México
se agudizaban las dificultades de los productores y el nivel de
conflicto. Las movilizaciones campesinas empezaban a cobrar nuevo
impulso. Estaban surgiendo condiciones para intentar un viraje que
actualizara el aliento cardenista.
En el seno del gobierno, la posibilidad de alterar el rumbo desató
un intenso debate. En un grupo poderoso predominaba aún el
triunfalismo del "milagro agrícola mexicano". Cualquier exhibición
de desastres se creía compensada por la enumeración de triunfos. De
poco sirvieron los datos duros que pusieron sobre la mesa Cynthia
Hewitt o Sergio Reyes, revelando el impacto real de la modernización
agrícola. ¡Exportábamos maíz! Si alguien decía que por subconsumo,
en medio de hambre y desnutrición muy difundidas, nunca por
sobreproducción, había evasivas a la mano: la agricultura no se
enfrenta ya a problemas de producción, se decía, sino de distribución.
Un ángulo del debate que adquiere hoy inmediata pertinencia fue
la oposición entre quienes defendían una política de autosuficiencia,
como fundamento de un viraje sustancial, y quienes se oponían a ella
en nombre de las ventajas comparativas. Éstos aducían que la
exportación de maíz subsidiado implicaba transferir recursos al
consumidor extranjero. Insistían en prolongar el congelamiento de
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los precios de garantía, que duraba ya una década, y reducir los
subsidios al campo. Con obsesiones semejantes a las de ahora, el CHAC,
un modelo matemático elaborado con asesoría del Banco Mundial y muy
festinado en la SARH de entonces, postuló en 1971 la necesidad de
concentrar el esfuerzo productivo en la fresa, renunciando al maíz.
A pesar de fuerte oposición interna y externa prevaleció la idea
de modificar el rumbo. Tras el aumento en los precios de garantía,
en 1973, se multiplicaron sistemas diferenciales para apoyar a los
campesinos con bodegas rurales, crédito a la producción y al consumo,
centros de ventas de productos básicos, fertilizantes, implementos
agrícolas y muchas otras medidas. Entre 1971 y 1975, el presupuesto
de CONASUPO se multiplicó por diez y los subsidios que canalizó se
cuadruplicaron. Sus filiales pasaron de cuatro a 19. Llegó a operar
más de 10 000 tiendas campesinas, controló el comercio exterior de
granos y el sistema de almacenamiento y diversificó sus instrumentos
de regulación.
A lo largo del periodo se mantuvo una intensa movilización
campesina, así fuese manipulada desde arriba. Se impulsó de nuevo
el ejido colectivo y se replanteó la cuestión agraria. El 20 de
noviembre de 1976, diez días antes de que terminara su mandato el
presidente Echeverría, culminó simbólicamente esta vertiente del
esfuerzo: entregó a los campesinos 40 000 hectáreas de tierras de
riego en los valles del Yaqui y Mayo, una de las áreas más productivas
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del noroeste. La acción, por ende, estaba dirigida al corazón de la
poderosa agricultura comercial creada durante la posguerra y
desafiaba a la constelación de fuerzas que la había promovido y
sostenido. Se produjo una rápida reacción. En medio de rumores de
golpe de estado, la cuestión agraria se convirtió en el principal
asunto contencioso de la nueva administración. Continuar la línea
del reparto, para consolidar el viraje, implicaba enfrentarse a los
más poderosos intereses económicos del país; abandonarla significaba
dejar de nuevo a un lado a los campesinos.
En esos mismos días, dos viejos militantes de la causa campesina
asistieron a una reunión especial con el presidente electo, José López
Portillo. Estaba presente el famoso grupo de los 25, que le habían
ayudado a formular su programa. Varios de ellos eran ya miembros
designados del gabinete, aunque el hecho era desconocido para aquellos
tercos defensores de los campesinos. Tras presenciar una larga y
desigual batalla de seis horas, en que se arrojaron sobre sus cabezas
los argumentos de la eficiencia, las ventajas comparativas, el
realismo económico, la estabilidad política y muchas otras cosas,
el presidente electo se levantó, para dar por terminada la reunión.
Señaló entonces, con una sonrisa compungida: "En cualquier periodo
de cambio rápido, como el que vamos a tener ahora, hay un grupo social
que paga los platos rotos. Esta vez le tocará de nuevo a los
campesinos".
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La suerte estaba echada. En los siguientes tres años, los
campesinos enfrentaron una política que de hecho los condenaba a la
extinción. El país entero ingresó en la turbulencias de la
"administración de la abundancia", configurada con las ilusiones del
petróleo. Y el grupo de asesores que había propiciado aquella reunión
quedó muy cerca del presidente pero en un limbo administrativo, sin
más función que seguir estudiando el asunto.
El nuevo viraje produjo extenso desconcierto en los campesinos,
y lo agravó la derrama caótica de recursos propia del periodo. Pero
sus movilizaciones empezaron a tomar brío de nuevo, ahora con más
autonomía. El fracaso de la política adoptada, combinado con las malas
cosechas de 1979 que hicieron aumentar las crecientes importaciones
de alimentos, parecieron despertar al México bronco, en medio de
cambios en la correlación de fuerzas propiciados por el dinamismo
asociado con el ingreso petrolero. El presidente López Portillo se
animó entonces a rechazar el ingreso al GATT, largamente negociado
bajo intensa presión, y casi al mismo tiempo anunció el Sistema
Alimentario Mexicano (SAM), una de las estrategias rurales más
innovadoras de la posguerra. Fue la primera que reconoció plenamente
el papel de los campesinos y la autosuficiencia dentro de un proyecto
auténticamente nacional y asoció éste con una visión de conjunto de
la cuestión alimentaria.
El SAM tuvo muchos sesgos y deficiencias. No llegó a constituir
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un auténtico viraje, porque se aprovechó la abundancia de recursos
para apoyar a los campesinos sin descuidar la clientela tradicional
del Estado, entre los agricultores comerciales, lo que distorsionó
la configuración de su base social y de muchas políticas. Y el SAM,
que se realizó a muy alto costo, heredó de la revolución verde la
apuesta tecnológica al uso de agroquímicos y semillas mejoradas, en
vez de intentar un cambio sustantivo en los patrones dominantes. Aún
así, su éxito fue espectacular. Logró la autosuficiencia de maíz y
frijol en su primer año de operación y alcanzó casi todas sus metas
en sus tres años de vigencia. A pesar de sus limitaciones, el SAM
demostró que era viable una política rural contemporánea que incluyera
a los campesinos en la perspectiva y que se ocupara a fondo de la
cuestión alimentaria.
El SAM, sin embargo, no sobrevivió al cambio de administración.
La falta de previsión sobre la evolución del mercado petrolero creó
presiones y turbulencias inmanejables en 1982. La nacionalización
de la banca se realizó como un ejercicio de poder presidencial, no
como un compromiso político sustentado en la sociedad, a la manera
de la expropiación petrolera en 1938. Como consecuencia, no sirvió
para consolidar el cambio de rumbo que el SAM y el no al GATT parecían
anunciar, sino al contrario: fortaleció la reacción que el nuevo grupo
en el poder se ocuparía de llevar a la práctica, transformando la
creciente debilidad del régimen de la Revolución en la oportunidad
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de desmantelarlo, para seguir ciegamente la dirección de los vientos
que parecían correr por el mundo.
El viraje al vacío
Los años de Miguel de la Madrid se dedicaron a preparar la transición.
Los éxitos productivos del SAM habían sido tan notables que una de
las primeras medidas fue manipular las cifras oficiales para restarle
toneladas. Aún así, no fue posible cambiar bruscamente el rumbo. El
Programa Nacional de Alimentación (Pronal) y el Programa Nacional
de Desarrollo Rural Integral (Pronadri) fueron claramente herederos
del SAM, aunque consiguieron mejorías en la formulación a costa de
la eficacia: algunas de sus mejores sugerencias no lograron salir
del papel en que habían sido escritas; otras fueron constantemente
negadas en la práctica institucional concreta.
El desmantelamiento de los apoyos gubernamentales para el campo
empezó discreta pero vigorosamente en los años de Miguel de la Madrid
y tomó vuelo con Carlos Salinas. El nivel reducido que ya tenían en
1988 cayó aceleradamente en los siguientes seis años. Desapareció,
de hecho, el crédito y seguro oficiales en las áreas de temporal y
se contrajo entre el 60% y el 80% en las de riego. Se redujo 76.6%
la venta de semillas certificadas, casi 60% el servicio de asistencia
técnica y casi 50% la proporción de la investigación agropecuaria
en el gasto oficial en ciencia y tecnología. Se suprimió más de la
mitad de los subsidios canalizados a través de Conasupo y Aserca.
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Los que se empezaron a entregar a través del Procampo para productores
de granos básicos, con los sesgos que se analizan más adelante, no
llegaron siquiera al nivel que el subsidio directo tenía diez años
antes. La desregulación implícita en muchas de estas medidas se
complementó con otras orientadas expresamente a impulsarla. Esta
política continuó en la administración de Ernesto Zedillo, que en
muchos renglones ha concluido ya la tarea y la llevó simbólicamente
a término con el cierre de CONASUPO, en 1999.
Al iniciarse la década de 1990 fue posible ya hacer enteramente
explícito el sentido del cambio de orientación. "Mi obligación como
Secretario de Agricultura es sacar del campo a diez millones de
campesinos", dijo el profesor Hank en una rueda de prensa en 1991.
"¿Y qué harán con ellos", le preguntó un periodista. "Esa no es mi
área de trabajo", respondió Hank.
Unos años atrás, Edmundo Flores asediaba al candidato López
Portillo con una manía semejante. Le mostraba cuantas veces podía
las cifras de los países que le servían de modelo, y en particular
Estados Unidos, donde 2% de la población ocupada producía alimentos
para todos los norteamericanos y para exportar masivamente. ¿Cómo
ser un país moderno con la tercera parte de la población en el campo?
¿Cómo aceptar que más del 20% de la población económicamente activa
aportara menos del 7% del producto?
La obsesión modernizadora de Flores buscaba todavía aumentar
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producción y productividad. La sustentaba una ignorancia semejante
a la de hoy en cuanto a las realidades del campo y del país y una
visión igualmente dirigida hacia afuera. Pero todavía se orientaba
a producir, lo que no fue el caso en la nueva orientación de política.
La fe ciega en la tesis insostenible de las ventajas comparativas i
llevaba a concluir que México nunca podría competir con la capacidad
de producción de granos de los Estados Unidos. La falacia encubridora
de la "competitividad nacional" ii se empleó para justificar la
acelerada inserción del país en la nueva división internacional del
trabajo, que convertiría a México en comprador de alimentos básicos,
vendedor de mano de obra barata y proveedor marginal de productos
tropicales. Eso es, de hecho, lo que el gobierno de Salinas de Gortari
pactó en el Tratado de Libre Comercio, cuyo papel no consistió tanto
en la apertura de la economía, realizada en los años anteriores, como
en afirmar y consolidar la nueva orientación, que en relación con
el campo se proponía abandonar la producción de granos básicos e
incluso liquidar el modo de vida rural, a fin de que tanto campesinos
como capitales quedaran disponibles para otras cosas, en su mayoría
ajenas a la tierra.
El corazón político e ideológico del viraje se manifestó en las
reformas del artículo 27 constitucional, en 1992. La retórica oficial
retomó los mejores argumentos de don Luis Cabrera, que en los años
diez sólo habían podido forzar la fórmula de compromiso que se plasmó
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en la Constitución. Los reformistas ofrecieron ahora "liberar" a los
campesinos e indígenas de las "ataduras" que les imponía el régimen
de propiedad. Anticiparon que millones de ellos venderían de inmediato
sus míseras parcelas a miles de agroempresarios que tomarían en sus
manos la modernización agrícola. Esas promesas encubrían la
refutación empírica de su discurso, que dejaba sin explicar el hecho
de que un millón de minifundistas, con títulos de pequeños
propietarios, no habían vendido su tierra, cuando la ley -antes de
la reforma- se los permitía. Se reiteró también el viejo alegato
ideológico de la eficiencia, aunque todos los estudios disponibles
demostraban que los rendimientos dependían de las condiciones físicas
y técnicas de la producción, no del régimen de propiedad: en el
conjunto, ejido y pequeña propiedad arrojaban resultados semejantes;
lo mismo había ejidos prósperos, con los más altos rendimientos
productivos, que pequeñas propiedades miserables e ineficientes. Si
se trataba de un riguroso análisis de costo-beneficio, los ejidos
y comunidades indígenas de Oaxaca y Chiapas eran mucho más eficientes
en el uso de los recursos de que disponían que las sobrecapitalizadas
explotaciones del Noroeste.
Abrir la tierra al mercado, convirtiéndola en mercancía
artificial, buscaba en realidad modificar en su base la naturaleza
del régimen político mexicano, que aún oponía obstáculos, al acercarse
al fin del siglo, a la operación irrestricta del capital. A pesar
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de la ceguera o el cinismo dominantes, no cabe sospechar que quienes
impulsaban la reforma confiaban en su propio discurso y esperaban
la inmediata realización de una revolución productiva. Aunque
adujeron argumentos técnicos o económicos, con el fundamentalismo
que los caracteriza, su razón era política e ideológica. Atreverse
a desmantelar este pilar fundamental del régimen de la Revolución
les daba una sólida carta en las negociaciones internacionales, al
hacer simbólicamente evidente su nueva afiliación ideológica. Les
servía también para seducir al PAN, que nació como respuesta al
cardenismo y nunca abandonó sus obsesiones contra el ejido, a fin
de hacerlo socio y cómplice de la nueva política, que llenaba de
entusiasmo a capitales internos y externos.
Más allá del polarizado debate sobre el artículo 27, que fue
muy intenso en el itinerario de negociaciones que dió viabilidad
política a la reforma y todavía no cesa, debe tomarse en cuenta la
ambigüedad de ésta, que debilitó la resistencia de las organizaciones
campesinas y logró su consenso relativo. Eliminó al fin el candado
alemanista de los certificados de inafectabilidad, plasmado en el
párrafo tercero de la fracción XIV del artículo 27: su derogación
había sido la principal demanda campesina de carácter agrario, puesto
que paralizaba el reparto y propiciaba la concentración de tierras
y la estructura desigual prevaleciente. La eliminación de otras
fracciones del artículo 27 canceló el reparto agrario y el derecho
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de los pueblos a la tierra, quitando a la tierra ejidal su carácter
inalienable e imprescriptible, pero si bien esto dejó sin esperanzas
a millones de campesinos sin tierra, tuvo lugar cuando la mayor parte
de las grandes organizaciones campesinas ya la tenían y luchaban ahora
por su mayor autonomía económica, social y política. La reforma
prometía librarlas del paternalismo oficial y el corporativismo
agrario, que introducían en su seno toda suerte de controles,
manipulaciones y corruptelas. Esta atadura, no la del régimen de
propiedad de la tierra, era la que verdaderamente les importaba. Y
aunque se rompió en medida importante, persistió el autoritarismo
y el clientelismo en la relación entre el Estado y los campesinos,
sobre todo en el plano local. Aceptar la reforma, como hizo un gran
número de organizaciones campesinas, significó así entregar la
primogenitura por un plato de lentejas.
Falsa atadura, puerta falsa
En la actualidad, despejada en parte la humareda ideológica, los
defensores de la reforma constitucional de 1992 tienen que realizar
increíbles contorsiones políticas e intelectuales para encontrarle
méritos intrínsecos.
Nada semejante a una transferencia masiva de parcelas ha
ocurrido. Ninguna comunidad indígena se ha transformado en ejido,
para poder vender su tierra. Se han otorgado títulos de propiedad
a dos y medio millones de campesinos, de 20 mil ejidos, y se han medido
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ya, para su "regularización jurídica", 60 millones de hectáreas. iii
Sin embargo, la venta legal de tierra ejidal es insignificante: 0.28%
o 2.4%, según la cifra oficial de dos distintos Secretarios de la
Reforma Agraria. En muchos casos, se vendió tierra ejidal previamente
invadida por las ciudades, que sólo se regularizó. ¿Cuál atadura a
la tierra imponía la legislación agraria? ¿En qué consistió su
"liberación"?
Existe en todo el país la renta de parcelas. Aunque la proporción
parece ir en aumento y llegó al 10% en 1997, es probable que esté
cambiando el registro del fenómeno, que ahora es legal, más que su
importancia. En 1975, cuando Augusto Gómez Villanueva llevó a un mitin
en Sonora el discurso oficial de entonces, contra la renta de parcelas,
un dirigente campesino lo interpeló: "Usted tiene seguramente
informaciones equivocadas. Aquí nadie renta una parcela. Aquí se
rentan ejidos completos." En realidad, la renta de la tierra ha sido
en realidad una práctica generalizada desde hace décadas. Tras el
reparto de las tierras del Yaqui y Mayo, en las postrimerías del
régimen de Echeverría, los terratenientes que quedaban en el noroeste
se apresuraron a vender las tierras que todavía tenían. Utilizaron
sus capitales según el estilo norteamericano de la agricultura por
contrato. Alguno llegó a controlar de esta manera 600 000 has. sin
ser propietario de una sola. Cabe suponer, por tanto, que el aumento
en la renta de parcelas que revela su registro muestra simplemente
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que ahora se declara lo que antes se hacía al margen de la ley. También
es probable que una porción importante de las operaciones de renta
esté cambiando de signo. La practican muchos minifundistas, privados
o ejidales, para ampliar su explotación: una quinta parte de ellos
lo hizo en 1997. Y quienes la rentan no parecen dispuestos a abandonar
la agricultura: lo hacen en contratos de un año y no toda su tierra.
En muchos casos se trata de migrantes temporales, que antes no lo
hacían por temor a perder su tierra. Y en todo caso, prevalecen aún,
sobre la renta, los tratos de mediería o aparcería entre los campesinos
que por cualquier razón no pueden cultivar su tierra.
La carta de las reformas del 27 ha sido ampliamente usada para
sus fines políticos e ideológicos...ajenos al campo. En el medio rural
fracasó en sus propósitos explícitos y lejos de crear seguridad y
vigor productivo ha sembrado incertidumbre y división y ha contribuido
a debilitar la organización. Quizás su único saldo positivo sea el
surgimiento de un vigoroso movimiento de resistencia, que no cejará
hasta conseguir una nueva reforma constitucional del 27. No buscará
traerlo a sus términos anteriores a 1992, enteramente inaceptables
para la mayoría de los campesinos, sino limpiarlo de nuevos y viejos
candados y darle pleno sentido contemporáneo.
Paso al abismo
En términos productivos, los resultados de la política aplicada no
pueden ser peores. Se ha reducido cerca del 10% la producción de
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alimentos por persona. Se sigue abatiendo el monto del PIB
agropecuario. La limitada contribución del sector al PIB nacional,
que llamaba a escándalo a Edmundo Flores en 1976, llegó a 6.1% en
1997, el nivel más bajo desde 1983 (7.8%), sin que haya disminuido
la proporción de la población ocupada en él (22.5% en 1997). Se ha
mantenido el déficit comercial del sector, y el aumento espectacular
de las exportaciones no ha logrado financiar el de las importaciones,
que expresa nuestra creciente dependencia alimentaria: compramos ya
en el exterior 40% de nuestros alimentos básicos y la importación
creciente de insumos, que incluyen semillas de vegetales
transgénicos, acentúa el deterioro en nuestra capacidad autónoma de
producirlos.
Si se deja de lado el caso del maíz, que examino por separado,
entre 1980 y 1996 se ha reducido o estancado la superficie y se ha
contraído el valor y el monto de la producción de los principales
cultivos, en algunos casos (como el arroz) en forma muy pronunciada.
Los precios reales de los productos agrícolas han caído continuamente
en los últimos diez años, con lo que disminuyen los ingresos agrícolas
reales. A partir de 1991, la evolución de los precios, comparada con
la de los costos de producción, se volvió desfavorable a los
productores, lo que implica una caída en la rentabilidad de la
actividad. Desde 1994, los precios reales agrícolas son inferiores
a los internacionales, lo que saca del mercado a los productores
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internos de granos. En los últimos seis años, se acentuó la
desprotección para todos los granos y las oleaginosas (con excepción
del maíz), colocándolos en clara desventaja con los productores
externos de los países de la OCDE, cuyos subsidios siguen siendo
superiores a los de México.
El daño social de la política aplicada es insoportable y revela
su carácter perverso. A pesar del vigor y riqueza de las respuestas
campesinas e indígenas, que probablemente evitaron un impacto de
magnitud genocida o un grado incontrolable de violencia, tuvo efectos
particularmente nocivos en el tejido social en el campo y en las
condiciones de producción y de vida de la mayoría de los productores.
Ha estado aumentando la desnutrición infantil, que ya era muy
aguda: se agrava sobre todo en el campo; en las zonas indígenas llega
a afectar al 80% de los niños. Se han incrementado igualmente los
números y las proporciones de "pobres" y de "pobres extremos": en
el caso de éstos, representan ya más de la cuarta parte de la población
rural.
Ninguna de estas y otras estadísticas, empero, basadas en
conceptos inadecuados y mediciones equívocasiv, puede reflejar lo que
realmente ha ocurrido en el campo. La capacidad de respuesta de
campesinos e indígenas no ha podido evitar un aumento sostenido de
su agobio, particularmente en el caso de las mujeres: su carga de
trabajo ha estado aumentando, en términos individuales y para las
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familias. Tampoco ha podido evitar el efecto dramático causado por
una mayor incertidumbre, más agudas restricciones nutricionales y
ambientales y mayor violencia y descomposición social y política.
Lo que se hizo trajo lo contrario de lo que se les prometió en 1994:
inmenso malestar para la mayoría de las familias.
El extraño caso del maíz
El maíz, que nació aquí y sigue siendo el principal cultivo de México,
con amplia significación e importancia en todos los aspectos, recibió
un tratamiento especial que en apariencia se apartaba de la
orientación general de la política rural. Se le siguió protegiendo
y la continuada expansión de su producción permitió al régimen de
Salinas presumir de la autosuficiencia en el grano y a él, como a
Zedillo, divulgar sus cuentas alegres sobre lo que pasaba en la
agricultura. Dado su gran peso en el total, su inclusión en los
análisis permitía disimular lo que estaba ocurriendo.
La producción de maíz, estancada tras el impulso del SAM, tuvo
un incremento repentino en la primera parte de la administración de
Salinas: pasó de 10.9 millones de toneladas en 1989 a 18.3 millones
en 1993. Se satisfizo así la demanda e incluso se generaron excedentes.
El resultado debe atribuirse sobre todo a lo ocurrido en las áreas
de riego, cuya producción aumentó más de un cien por ciento en esos
años, y que desde entonces dedican una proporción sustancial de su
superficie al grano.
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Mientras todos los cultivos eran abandonados a su suerte -tan
mala como acabo de mostrar- se mantuvo alta protección para el maíz.
El instrumento principal para otorgarla fue el de los precios de
garantía, que se mantuvieron e incrementaron cuando se habían retirado
los demás y en 1992 superaban ya en 72% a los de importación. La
captación de CONASUPO pasó del 13% al 29%, llegando al 100% de las
cosechas en algunos estados del norte -algo nunca visto en el país.
Algunos analistas sospecharon que en este caso, por la importancia
decisiva del grano, se intentaría una reconversión tecnológica: que
se apoyaría el cultivo hasta el punto en que la apertura no lo afectara
demasiado, al ampliarse sustancialmente el sector que podría ser
competitivo, con los apoyos adecuados. Se pensó incluso que quedaría
al margen del TLC, siguiendo el ejemplo de Canadá, que no incluyó
en su acuerdo comercial con Estados Unidos sus productos agropecuarios
más sensibles.
La política maicera fue errática a lo largo de todo el periodo
y no es probable que se haya contado con una estrategia clara y
consistente sobre el cultivo. Pero lo que se hizo no se apartó
realmente de la orientación general. Una vez más, las apariencias
resultaron engañosas.
Al emplear el precio de garantía como el principal instrumento
de protección, se obtuvo un impacto que corresponde a su naturaleza.
Justificado siempre como protección para los más pobres, opera en
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realidad en sentido inverso. Como trata igual a los desiguales,
beneficia a los más ricos -algo muy propio de la política seguida.
Así fue posible interesar en el grano a los agricultores comerciales
de riego, creándose la situación aberrante de que las áreas de mayor
inversión pública y privada no se aprovechen de modo razonable y que
se sacrifique su capacidad de exportación.
El precio para el maíz no protegió a la mayoría de los
productores: tres cuartas partes de ellos lo dedican al autoconsumo,
que representa entre el 35% y el 40% de la producción nacional. Como
una parte de ellos son compradores netos de maíz, la medida los afectó
adversamente.
En todo caso, la situación cambió con la firma del TLC, que
finalmente incluyó al maíz, aunque dió un plazo de 15 años para la
apertura total. Se abandonó entonces la política anterior,
sustituyendo el estímulo del precio con el de Procampo, que de hecho
opera como castigo a la productividad. Ni siquiera se mantuvo la
protección de los altos aranceles previstos para los primeros años
del periodo. En 1996 se importaron, por encima de la cuota de 2.5
millones de toneladas de maíz, 3.3 millones de toneladas totalmente
libres de aranceles, contra lo estipulado en el Tratado y en perjuicio
de los productores internos.
Es cierto que el Procampo representa un apoyo para los
productores de subsistencia, que compensa en parte lo que han perdido:
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para quienes lo reciben, puede implicar entre el 5% y el 10% de sus
ingresos totales. Pero con ello siguen atrapados en las redes del
clientelismo tradicional y agravan su dependencia y la del país. Se
ha abandonado en rigor la perspectiva del cambio técnico, en todo
tipo de productores. Con la apertura acelerada, sólo se seguirá
produciendo maíz en la pequeña franja de productores competitivos
(que probablemente no podrán siquiera mantener el nivel de cerca de
cuatro millones de toneladas que producen en la actualidad) y en la
muy amplia de productores de autoconsumo, con bajos rendimientos,
que el mercado desestimulará continuamente.
El contexto internacional contribuye a explicar la política
maicera. El maíz ocupa el segundo lugar en las transacciones mundiales
de granos. Su precio cayó entre 1980 y 1986, como consecuencia de
la sobreproducción, y ha seguido enfrentando una demanda restringida.
Estados Unidos es el principal productor de maíz del mundo y el grano
ocupa de lejos el primer lugar en sus cultivos y exportaciones
agropecuarias. En la crisis de los años 80 fluyeron cuantiosos
subsidios para sus 700 000 productores, que ni aún así vieron mejorar
sus perspectivas. El impacto en el mercado mundial de la súbita
apertura del mercado maicero mexicano explica el interés de los
negociadores norteamericanos por incluirlo en el TLC, primero, y
después por acelerar la apertura. El esquema corresponde al patrón
de la nueva división internacional del trabajo, pero nada tiene que
23
ver con el interés de los mexicanos, dadas las graves repercusiones
que ya ha tenido y podría tener aún más en el futuro.
En vez de constituir una anomalía, el caso del maíz ilustra
ejemplarmente el sentido de la política aplicada, abiertamente
contrario a los intereses del país y sus habitantes. Su concentración
en las zonas de riego es en sí misma una aberración, que sacrifica
simultáneamente a sus productores y a los tradicionales productores
del grano. Tiene el mismo sello que las reformas de 1992: la obsesión
con el exterior y el abandono de los intereses reales de la gente,
en nombre de un fundamentalismo tecnocrático sin sustento.
Las respuestas campesinas
No era responsabilidad del profesor Hank ocuparse del destino de los
10 millones de campesinos que se proponía expulsar del campo. Nadie,
en realidad, asumió esa responsabilidad. La política suponía, en
estricto rigor, la extinción de la vida rural. En el campo sólo
quedaría una pequeña franja de productores de granos con capacidad
de enfrentar la competencia internacional; algunos islotes
"modernizados" para la producción de frutas y otros productos
tropicales (que ya nos dieron, por ejemplo, rango principal en el
mercado mundial de mango o aguacate); una ganadería enteramente
subordinada al sistema pecuario global y una zona forestal que en
vez de concentrarse en la producción se dedicaría al turismo ecológico
y a la plantación de especies maderables capaces de absorber los
24
excedentes de CO2 que seguirán generando los países industrializados.
Esta política no tenía previsiones sensatas para evitar la aguda
degradación ambiental que traía consigo. Mucho menos para dar salida
digna y productiva a millones de campesinos que de pronto se volvían
prescindibles: ni su mano de obra ni sus productos encontraban cabida
apropiada. Frente a todo ello, sólo existía una fe ciega y perversa
en que bastaría eliminar trabas a la operación irrestricta del capital
para que se ocupara por sí mismo de enderezar los entuertos existentes
y los que se agudizarían con la nueva política. Mientras más rápido
se aplicase la medicina sería mejor. Para que sus impactos dañinos
no provocasen reacciones que impidiesen continuar el ejercicio, se
confió también en que bastarían los paliativos temporales, para los
que se emplearían sobre todo, mientras durasen, los recursos obtenidos
con la privatización. Quizás lo más impresionante de este periodo
es la terca persistencia de quienes impulsan este camino catastrófico,
sean o no sus beneficiarios directos. Ningún indicador de la realidad
sobre su radical inviabilidad ha podido modificar ni un ápice su credo
fundamentalista.
La catástrofe natural, productiva, social y política no es mucho
mayor, en el campo y en el país, por la sorprendente capacidad de
los campesinos de resistir, primero, la marejada mortal, y después
empezar a regenerar, por nuevos caminos, sus condiciones de producción
y de vida.
25
A lo largo del periodo, en efecto, a contrapelo de los vientos
dominantes, los habitantes del campo no sólo lograron soportar el
impacto dramático de la política seguida, sino que también pudieron
absorber parte del que tuvo sobre la ciudad y empezar, así sea en
forma limitada y sólo en algunas regiones, a construirse una
posibilidad mejor de vida.
Entre los productores llamados tradicionales, se reforzaron sus
cultivos de autosuficiencia. El incremento apreciable en la
intercalación de cultivos y la reducción en el uso de semillas
mejoradas y agroquímicos provocó nuevas tensiones, pero al mismo
tiempo contribuyó a regenerar el suelo y las redes locales de
solidaridad, y preparó el terreno para opciones más sensatas. Se
amplió entre los ejidatarios la ganadería de traspatio o en terrenos
comunes, que contribuye a la autosuficiencia familiar y al ingreso
(11% del total): aumentó la proporción de quienes cuentan con ella
y su número de cabezas. Si bien lo contrario ocurrió entre los
minifundistas, aún en ellos se observó que el empeño de asociar la
seguridad alimentaria familiar con sus propias capacidades fue una
estrategia general de pervivencia.
Esta posibilidad se complementó con actividades no agrícolas
remunerativas. Se duplicó en el curso de la década la proporción de
familias que las incluían en su estrategia, y abarca ya a dos terceras
partes del total. A pesar de que la venta de sus productos ha enfrentado
26
crecientes dificultades en el mercado globalizado, no ha dejado de
aumentar, en parte por la creación o reforzamiento de canales
alternativos de comercialización, incluyendo el trueque local,
limitados pero efectivos.
Es posible que el componente de mayor importancia en el conjunto
sea la emigración temporal o permanente. Se intensificó notablemente
en el periodo. Dejó de estar asociada con las tradicionales "zonas
de expulsión": los migrantes fluyen ahora de todo el país. Si bien
hay tradiciones muy antiguas de migración, la que actualmente se
registra, impuesta violentamente por las circunstancias creadas por
una política insensata, está imponiendo un grave daño a la vida
cotidiana de millones de mexicanos y afectando el tejido social de
miles de comunidades.
La aptitud e ingenio que se han manifestado en estos flujos
migratorios, entre los más intensos del mundo, son muy impresionantes.
Producto de la imaginación sociológica, que saca fuerzas de flaqueza,
ha surgido la comunidad transnacional o transrural. Un mismo grupo
humano ocupa en forma rotatoria dos espacios sociales y humanos: uno
en su comunidad de origen, otro en alguna ciudad de México o los Estados
Unidos, en una forma de interacción que resulta provechosa para todos
ellos y para sus entornos. Las remesas de los migrantes, por su monto
tanto como por la forma en que se emplean, no sólo son un paliativo
insustituible del drama en curso. Impulsan también formas de
27
regeneración y nuevos caminos de gran significación.
Existen formas de migración temporal que se han incorporado
saludablemente a la lógica de existencia de muchas personas y
comunidades, tanto en las zonas de origen como en las de destino.
Parece conveniente mantenerlas y hacerlas objeto de protección
negociada de los gobiernos involucrados. Pero la magnitud y
condiciones de la que está ocurriendo ilustra, acaso más que cualquier
otro aspecto, la ausencia de un proyecto de país en la elite dirigente
y su irresponsabilidad criminal.
La perspectiva
La orientación de la política rural aplicada en estos años ha fracasado
en sus propósitos manifiestos. A su saldo negativo en términos
productivos, económicos, sociales y políticos, deben agregarse los
impactos ecológicos, que se abordan en otro capítulo de este libro
y son claramente insoportables. Hace tiempo que esta política llegó
a sus límites. Diversas imposibilidades estructurales impiden su
continuación.
Al mismo tiempo, se ha estado configurando una conciencia cada
vez más clara sobre el rumbo que hace falta adoptar y se han acumulado
experiencias que le dan sustento y dirección. No será fácil reparar
los daños sufridos y el camino de la regeneración está lleno de
obstáculos. Pero la creatividad, imaginación y vigor de las
iniciativas que se han empezado a tomar para enfrentar el desastre,
28
tendrán otro signo cuando no tengan que realizarse a contrapelo de
un aparato institucional que es aún inmensamente poderoso, ni se vean
empeñadas en un combate desigual con las enloquecidas fuerzas del
mercado. Podrán emplearse con renovado vigor en la construcción de
nuevos caminos, que no buscarán restaurar viejos patrones igualmente
obsoletos, sino emprender un camino ya acotado, que se ajusta con
realismo y esperanza a las condiciones en que se inicia el siglo XXI.
Uno de los supuestos fundamentales de la política seguida,
adoptado a menudo en forma explícita, es la descalificación de las
capacidades campesinas e indígenas y del modo de vida rural. Domina
en quienes la han concebido y llevado a la práctica un ideal urbano
de vida reformulado en los términos de la globalización. Domina
igualmente la convicción de que, por lo menos durante una transición
indefinida hacia una vida mejor, los campesinos e indígenas no tienen
nada que ofrecer, para sí mismos o el país, fuera de su mano de obra
barata.
Este supuesto, arraigado ya en amplias capas sociales, necesita
ser combatido con vigor. No sólo debe ser denunciado su racismo
implícito o su falta de realismo. Es preciso plantear con claridad
que contradice las realidades y esperanzas de la mayoría de los
campesinos e indígenas, y de un número creciente de urbanitas que
están llegando a establecerse con ellos, para intentar un modo de
vida más sensato y deseable. Necesitamos reivindicar, con todo vigor,
29
el enorme valor de un estilo rural de vida, que ha de constituir una
de las opciones fundamentales de la sociedad mexicana. No ha de ser
visto como una fórmula de transición sino como un destino posible.
La vida en una comunidad rural, una vez que sea posible superar sus
restricciones actuales y evitar que sus iniciativas tengan que
realizarse a contrapelo de las propensiones dominantes, constituye
claramente una posibilidad de existencia deseable para millones de
mexicanos. Si pudiesen cumplir sus sueños, regenerando sus "matrias"
para sí mismos y para sus descendientes, crearían una posibilidad
real de renacimiento en México.
Con apoyos que no necesitan ser mayores a los que predominan
en los países de la OCDE, México podría producir 20 millones de
toneladas de maíz (como ya anticipaba el SAM) sin descuidar los demás
cultivos básicos. En el campo podrían encontrar ocupación productiva
quienes ahí están, absorbiendo su propio crecimiento demográfico e
incluso a una parte de quienes han emigrado a las ciudades o a Estados
Unidos. Con las políticas pertinentes, que pongan la tarea en manos
de los campesinos, podría llevarse a la práctica una acción eficaz
de conservación de la naturaleza e iniciarse la compleja regeneración
de suelos y bosques que es indispensable para la supervivencia del
país. Al abandonar radicalmente los modelos de atención urbana de
necesidades básicas, que se han extrapolado de modo insensato a las
comunidades rurales y presionan continuamente para reducir su número,
30
sería posible para cuantos habitan en el campo crear en sus propios
contextos físicos y culturales una forma digna de vivir bien.
No se trata de nuevas utopías, sino de transformar en metas
sociales y políticas públicas lo que han estado intentando miles de
comunidades campesinas e indígenas. Sus iniciativas innovadoras,
llenas de coraje, talento e imaginación, corresponden a patrones
avanzados que vanguardias disidentes están adoptando en todas partes
del mundo, incluso en los países industriales. Se trata de formas
de vida libremente elegidas que no son para todos: hay urbanitas que
no darán jamás un paso abajo de la banqueta; hay núcleos urbanos que
intentan también en las ciudades superar las restricciones y amenazas
que han caído sobre sus vidas. Para muchos, empero, que ya no se
deslumbran con las luces de neón y conocen de primera mano lo que
significa vivir en la ciudad, muchos que ya han ponderado las
desgracias que se asocian inevitablemente con el modo industrial de
producción, un buen estilo rural de existencia es la mejor definición
de la vida buena.
San Pablo Etla, octubre de 1999
PISTAS BIBLIOGRÁFICAS
Las cifras que he empleado tienen las siguientes fuentes: "Informe
del Gobierno Mexicano sobre Seguridad Alimentaria para la Cumbre
Mundial de la Alimentación", de 1996 (Documentos de trabajo del Foro
Nacional por la Soberanía Alimentaria, México: Fundación Ebert,
1996); Cepal, Efectos sociales de la globalización sobre la economía
campesina: Reflexiones a partir de experiencias en México, Honduras
y Nicaragua, México: Cepal, 1999; y elaboraciones de Manuel Ángel
31
Gómez Cruz y Rita Schwentesius Rinderman ("Impacto de la devaluación
en el sector agropecuario: agudización de la crisis agrícola", en:
Estudios Agrarios, 1, 1995, pp.74-96) y de Catherine Marielle ("El
arte de comer y los obstáculos para una sustentabilidad alimentaria
en México", contribución aún inédita para el proyecto "Por un México
sustentable y convivial" de Opciones Conviviales de México, México).
Los tres últimos trabajos contienen análisis actualizados de la
situación rural.
Sobre los antecedentes y perspectivas de la situación del campo, ver
Gustavo Esteva y otros, La Batalla en el México Rural, México: Siglo
XXI, 1980; Gustavo Esteva, "La agricultura en México de 1950-1975:
el fracaso de una falsa analogía", en: Comercio Exterior, 25-12,
diciembre 1975; Gustavo Esteva, "El desastre agrícola: adiós al México
imaginario", en: Comercio Exterior, 38-8, agosto 1988; y Gustavo
Esteva, "Re-embedding Food in Agriculture", en: Culture and
Agriculture, 48, invierno 1994. Sobre el SAM: James Austin y Gustavo
Esteva, Food Policy in Mexico: The Search for Self-sufficiency,
Ithaca: Cornell, 1987.
Ver también David Barkin, Un desarrollo distorsionado: la integración
de México a la economía mundial, México: Siglo XXI, 1991; David Barkin,
con Blanca Suárez, El fin de la autosuficiencia alimentaria, México:
Centro de Ecodesarrollo y Editorial Océano, 1985.
En Felipe Torres Torres (coord.), El Sector Agropecuario Mexicano
después del colapso económico, México: UNAM/Plaza y Valdés, 1998,
se encuentra una buena colección de artículos sobre la política
seguida. Ver también: Hubert de Grammont y Héctor Tejera (coord.),
La sociedad rural mexicana frente al nuevo milenio, 5 volúmenes,
México: UAM-A/UNAM/INAH/Plaza y Valdés, 1996; José Luis Calva et al,
La agricultura mexicana frente al tratado trilateral de libre
comercio, México: CIESTAAM/Universidad Autónoma de Chapingo/JP,
1993; Foro Nacional de Soberanía Alimentaria, Memoria básica, México:
Foro, 1996; Luciano Concheiro y María Tarrio (compils.), La
privatización del mundo rural, México: UAM, 1998.
Los números de Cuadernos Agrarios de la última década dan buen
seguimiento al impacto de la política rural. Ver, en particular, el
núm. 4, 1992, de su nueva época, sobre "Agricultura y TLC", el 5-6,
1992, sobre "El 27 Constitucional", y el 11-12, 1995 sobre
"Neoliberalismo y campo".
Agustín Escobar, Frank D. Bean y Sidney Weintraub, La dinámica de
la emigración mexicana, México: CIESAS/Porrúa, 1999, contiene un buen
32
análisis reciente de la migración, con apropiada bibliografía.
NOTAS
2. No es este el lugar para examinar esta cuestión teórica. Basta
decir aquí que esa tesis sólo se sostiene bajo el supuesto de perfecta
movilidad de los factores, como la que se dió en la construcción de
los Estados Unidos de Norteamérica o empieza a verse en la Unión
Europea. La refutación teórica de la tesis, con abundante sustento
empírico e histórico, se expresó en México con toda claridad en el
debate de los años setenta. En la Escuela Nacional de Estudios
Profesionales, Unidad Aragón, de la UNAM, puede consultarse la
bibliografía sobre el tema campesino de 1968 hasta 1990, cuya
compilación dirigí, en la que existe una sección específica sobre
el tema.
3. La idea de la "competitividad nacional" carece de todo fundamento
empírico y teórico. Su empleo generalizado es una maniobra encubridora
para ganar aceptación pública sobre decisiones de política que de
otro modo sería casi imposible tomar. Ver, entre otros, Paul Krugman,
"Competitiveness: A Dangerous Obsession", Foreign Affairs, 73:2,
March/April 1994, pp.28-43.
4. La precipitada realización del Programa de Certificación de
Derechos Ejidales (PROCEDE), que se pretende concluir en esta
administración, está siendo nueva fuente de conflictos, tanto por
los continuos errores que se cometen en su forzada implementación
como por la confusión, incertidumbre y división que causan en los
ejidos y comunidades.
5. A la tradicional manipulación de las cifras y a las deficiencias
de los métodos y las mediciones, se ha agregado en los últimos años
un sesgo conceptual que ha estado creando una brecha creciente entre
los instrumentos estadísticos y la realidad que se pretende reflejar
cuantitativamente con ellos. No me resulta confiable ninguna de las
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cifras que empleo aquí con muchas reservas, por lo que me he
constreñido a aquellas que pueden dar alguna indicación burda de
grandes tendencias o magnitudes. Ni siquiera la que distingue el
sector rural del urbano es confiable. El aparato oficial carece de
instrumentos para establecer con precisión la diferencia y no se
interesa en incluir las preguntas relevantes.
34