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GUSTAVO ESTEVA - Comer o Comernos El Drama en El Campo

1) México está experimentando una grave crisis alimentaria, con la mitad de la población sin acceso a suficiente comida, especialmente en las zonas rurales e indígenas. 2) La causa es la producción insuficiente de alimentos debido a las políticas neoliberales implementadas desde 1982 que han beneficiado a unos pocos a costa de la mayoría. 3) Se necesita cambiar el rumbo de estas políticas destructivas y escuchar la voz del México profundo para detener esta crisis y construir un futuro sostenible para todos.

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GUSTAVO ESTEVA - Comer o Comernos El Drama en El Campo

1) México está experimentando una grave crisis alimentaria, con la mitad de la población sin acceso a suficiente comida, especialmente en las zonas rurales e indígenas. 2) La causa es la producción insuficiente de alimentos debido a las políticas neoliberales implementadas desde 1982 que han beneficiado a unos pocos a costa de la mayoría. 3) Se necesita cambiar el rumbo de estas políticas destructivas y escuchar la voz del México profundo para detener esta crisis y construir un futuro sostenible para todos.

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COMER O COMERNOS: EL DRAMA EN EL CAMPO1

Un gran número de mexicanos, la mitad por lo menos, no está llevando

a su boca suficiente comida. Las mujeres y los niños son, de nuevo,

los más gravemente afectados. La causa es clara: producimos menos

alimentos por persona y hay menor capacidad para comprarlos. La

situación es particularmente grave en el campo y entre los grupos

indígenas. En medio de una aguda degradación ambiental, se registra

un deterioro continuo de las condiciones de producción y de vida de

la mayoría de los habitantes rurales.

Nada de esto corresponde a un destino ineluctable. No es

atribuible a fenómenos naturales, a pesar de las recientes tendencias

adversas; tampoco a los acontecimientos internacionales y mucho menos

a los campesinos, cuya iniciativa y empeño, por lo contrario, han

impedido que la catástrofe sea mayor. Es fruto de una política

explícita, que fracasó en los propósitos que perseguía. Benefició

a algunos dentro y fuera de México, pero se realizó a costa de la

mayoría de los habitantes y principalmente sobre las espaldas de los

campesinos. Si se basó en la hipótesis ya obsoleta de que los

beneficios concentrados en unos cuantos se derramarán en cascada sobre

los demás, se ha hecho evidente que ese supuesto no se cumple en la

1. Agradezco las observaciones de Nicole Blanc, David Barkin y


Catherine Marielle a un borrador de este texto.

1
realidad.

Esta política no debe continuar: está destruyendo el país. No

puede continuar: hace tiempo se rebasaron sus límites y es

estructuralmente inviable que prosiga. No continuará: la sociedad

civil está acumulando fuerzas capaces de detenerla.

El drama del campo viene de muy atrás. El episodio actual de

ese drama empezó a finales de la década de 1960 y tomó un carácter

perverso en los últimos 15 años, cuando se abandonaron los remedios

limitados pero valiosos intentados en los años setenta y se nos llevó

a un desastre ecológico y social de inmensas consecuencias.

Tras la expresión "crisis rural", aplicada a la situación de

las décadas recientes, se oculta en realidad un fracaso generalizado.

Las ilusiones de la posguerra se han venido abajo, junto con las

ideologías que las animaron. A pesar de la propaganda abrumadora,

que intenta ocultar lo que pasa y convertir los peores desastres en

síntomas de un nuevo camino promisorio, es cada vez más claro que

el rumbo adoptado conduce a un callejón sin salida.

En un sentido amplio, está a la vista el fracaso del México

imaginario, como llamó Guillermo Bonfil al sueño que las elites

políticas e intelectuales han querido imponer a los mexicanos durante

los últimos 200 años. La forma que adoptó en los últimos tres lustros,

cuando se convirtió en lo que llamamos neoliberalismo, crispó de tal

manera su contradicción con nuestra realidad que lo ha convertido

2
en una pesadilla insostenible. Ha llegado la hora de despedirnos de

ese sueño y escuchar al fin la voz del México profundo.

El vaivén de ilusiones y esperanzas.

La política adoptada desde 1982 se ha presentado reiteradamente como

la única opción, no sólo la mejor, en las circunstancias actuales

de México y del mundo. Representa lo contrario: el sacrificio de

auténticas opciones, en el altar de un modelo ajeno a la realidad

y las esperanzas de la mayoría de los mexicanos. Para apreciar mejor

su significado, es útil ubicarla en un contexto histórico.

En los años veinte, cuando las aguas revolucionarias habían

vuelto a su cauce, la corriente liberal tomó la rienda en sus manos.

La creación de las principales instituciones del México moderno -el

banco central, la seguridad social, el partido dominante- fue

acompañada de un impulso decidido a la pequeña propiedad. No se frenó

el reparto de tierras con el fin de salvar la hacienda, sino para

evitar su transformación en ejidos, a los que no se asignaba más

función que la de preparar el tránsito hacia la pequeña propiedad,

como modelo productivo importado que se intentaba acreditar de nuevo

en el país.

El impacto negativo de este empeño contrarrevolucionario se

manifestó claramente durante la Gran Depresión, a la cual se le

atribuyó. Pero el horno no estaba para bollos. El país requería un

viraje radical, que retomara las banderas de la Revolución, y lo

3
realizó. No sólo se repartió en tres años más tierra que la distribuida

en los veinte anteriores, consolidando el ejido como una forma estable

de organización en el campo. Se reconfiguró también la perspectiva

y las acciones. Se extrajeron las lecciones pertinentes de las

experiencias derivadas del afán ciego de imitar a otros. En 1935 se

defendió el Plan Sexenal de sus opositores en los siguientes términos:

"Vistos los efectos de la última crisis del mundo capitalista, soñamos

un México de ejidos y pequeñas comunidades industriales,

electrificado y con sanidad, en que las máquinas sean empleadas para

aliviar al hombre de sus trabajos pesados y no para la llamada

sobreproducción".

Era una opción valiente, que se adoptó con brío y tuvo efectos

duraderos. Sin embargo, no pudo impedir la marea desarrollista que

se desató inmediatamente después. A partir de 1940 el empeño se

concentró en la invención de enclaves "modernos", con grandes obras

de irrigación y según los patrones de la revolución verde, abandonando

a los campesinos o imponiéndoles todo tipo de dependencias y

restricciones.

Hacia 1970 se presentó una coyuntura semejante a la de los años

treinta. Aparecían cotidianamente síntomas de agotamiento del modelo

seguido hasta entonces, cuya continuación sólo parecía posible con

el autoritarismo que hizo crisis en 1968. En el mundo, la propaganda

sobre una "crisis mundial de alimentos" servía para reorganizar

4
mundialmente la producción y la distribución: se empleaba el drama

real del hambre, que tocaba a las puertas del mundo industrializado,

para convertirlo en uno de los grandes negocios del siglo. En México

se agudizaban las dificultades de los productores y el nivel de

conflicto. Las movilizaciones campesinas empezaban a cobrar nuevo

impulso. Estaban surgiendo condiciones para intentar un viraje que

actualizara el aliento cardenista.

En el seno del gobierno, la posibilidad de alterar el rumbo desató

un intenso debate. En un grupo poderoso predominaba aún el

triunfalismo del "milagro agrícola mexicano". Cualquier exhibición

de desastres se creía compensada por la enumeración de triunfos. De

poco sirvieron los datos duros que pusieron sobre la mesa Cynthia

Hewitt o Sergio Reyes, revelando el impacto real de la modernización

agrícola. ¡Exportábamos maíz! Si alguien decía que por subconsumo,

en medio de hambre y desnutrición muy difundidas, nunca por

sobreproducción, había evasivas a la mano: la agricultura no se

enfrenta ya a problemas de producción, se decía, sino de distribución.

Un ángulo del debate que adquiere hoy inmediata pertinencia fue

la oposición entre quienes defendían una política de autosuficiencia,

como fundamento de un viraje sustancial, y quienes se oponían a ella

en nombre de las ventajas comparativas. Éstos aducían que la

exportación de maíz subsidiado implicaba transferir recursos al

consumidor extranjero. Insistían en prolongar el congelamiento de

5
los precios de garantía, que duraba ya una década, y reducir los

subsidios al campo. Con obsesiones semejantes a las de ahora, el CHAC,

un modelo matemático elaborado con asesoría del Banco Mundial y muy

festinado en la SARH de entonces, postuló en 1971 la necesidad de

concentrar el esfuerzo productivo en la fresa, renunciando al maíz.

A pesar de fuerte oposición interna y externa prevaleció la idea

de modificar el rumbo. Tras el aumento en los precios de garantía,

en 1973, se multiplicaron sistemas diferenciales para apoyar a los

campesinos con bodegas rurales, crédito a la producción y al consumo,

centros de ventas de productos básicos, fertilizantes, implementos

agrícolas y muchas otras medidas. Entre 1971 y 1975, el presupuesto

de CONASUPO se multiplicó por diez y los subsidios que canalizó se

cuadruplicaron. Sus filiales pasaron de cuatro a 19. Llegó a operar

más de 10 000 tiendas campesinas, controló el comercio exterior de

granos y el sistema de almacenamiento y diversificó sus instrumentos

de regulación.

A lo largo del periodo se mantuvo una intensa movilización

campesina, así fuese manipulada desde arriba. Se impulsó de nuevo

el ejido colectivo y se replanteó la cuestión agraria. El 20 de

noviembre de 1976, diez días antes de que terminara su mandato el

presidente Echeverría, culminó simbólicamente esta vertiente del

esfuerzo: entregó a los campesinos 40 000 hectáreas de tierras de

riego en los valles del Yaqui y Mayo, una de las áreas más productivas

6
del noroeste. La acción, por ende, estaba dirigida al corazón de la

poderosa agricultura comercial creada durante la posguerra y

desafiaba a la constelación de fuerzas que la había promovido y

sostenido. Se produjo una rápida reacción. En medio de rumores de

golpe de estado, la cuestión agraria se convirtió en el principal

asunto contencioso de la nueva administración. Continuar la línea

del reparto, para consolidar el viraje, implicaba enfrentarse a los

más poderosos intereses económicos del país; abandonarla significaba

dejar de nuevo a un lado a los campesinos.

En esos mismos días, dos viejos militantes de la causa campesina

asistieron a una reunión especial con el presidente electo, José López

Portillo. Estaba presente el famoso grupo de los 25, que le habían

ayudado a formular su programa. Varios de ellos eran ya miembros

designados del gabinete, aunque el hecho era desconocido para aquellos

tercos defensores de los campesinos. Tras presenciar una larga y

desigual batalla de seis horas, en que se arrojaron sobre sus cabezas

los argumentos de la eficiencia, las ventajas comparativas, el

realismo económico, la estabilidad política y muchas otras cosas,

el presidente electo se levantó, para dar por terminada la reunión.

Señaló entonces, con una sonrisa compungida: "En cualquier periodo

de cambio rápido, como el que vamos a tener ahora, hay un grupo social

que paga los platos rotos. Esta vez le tocará de nuevo a los

campesinos".

7
La suerte estaba echada. En los siguientes tres años, los

campesinos enfrentaron una política que de hecho los condenaba a la

extinción. El país entero ingresó en la turbulencias de la

"administración de la abundancia", configurada con las ilusiones del

petróleo. Y el grupo de asesores que había propiciado aquella reunión

quedó muy cerca del presidente pero en un limbo administrativo, sin

más función que seguir estudiando el asunto.

El nuevo viraje produjo extenso desconcierto en los campesinos,

y lo agravó la derrama caótica de recursos propia del periodo. Pero

sus movilizaciones empezaron a tomar brío de nuevo, ahora con más

autonomía. El fracaso de la política adoptada, combinado con las malas

cosechas de 1979 que hicieron aumentar las crecientes importaciones

de alimentos, parecieron despertar al México bronco, en medio de

cambios en la correlación de fuerzas propiciados por el dinamismo

asociado con el ingreso petrolero. El presidente López Portillo se

animó entonces a rechazar el ingreso al GATT, largamente negociado

bajo intensa presión, y casi al mismo tiempo anunció el Sistema

Alimentario Mexicano (SAM), una de las estrategias rurales más

innovadoras de la posguerra. Fue la primera que reconoció plenamente

el papel de los campesinos y la autosuficiencia dentro de un proyecto

auténticamente nacional y asoció éste con una visión de conjunto de

la cuestión alimentaria.

El SAM tuvo muchos sesgos y deficiencias. No llegó a constituir

8
un auténtico viraje, porque se aprovechó la abundancia de recursos

para apoyar a los campesinos sin descuidar la clientela tradicional

del Estado, entre los agricultores comerciales, lo que distorsionó

la configuración de su base social y de muchas políticas. Y el SAM,

que se realizó a muy alto costo, heredó de la revolución verde la

apuesta tecnológica al uso de agroquímicos y semillas mejoradas, en

vez de intentar un cambio sustantivo en los patrones dominantes. Aún

así, su éxito fue espectacular. Logró la autosuficiencia de maíz y

frijol en su primer año de operación y alcanzó casi todas sus metas

en sus tres años de vigencia. A pesar de sus limitaciones, el SAM

demostró que era viable una política rural contemporánea que incluyera

a los campesinos en la perspectiva y que se ocupara a fondo de la

cuestión alimentaria.

El SAM, sin embargo, no sobrevivió al cambio de administración.

La falta de previsión sobre la evolución del mercado petrolero creó

presiones y turbulencias inmanejables en 1982. La nacionalización

de la banca se realizó como un ejercicio de poder presidencial, no

como un compromiso político sustentado en la sociedad, a la manera

de la expropiación petrolera en 1938. Como consecuencia, no sirvió

para consolidar el cambio de rumbo que el SAM y el no al GATT parecían

anunciar, sino al contrario: fortaleció la reacción que el nuevo grupo

en el poder se ocuparía de llevar a la práctica, transformando la

creciente debilidad del régimen de la Revolución en la oportunidad

9
de desmantelarlo, para seguir ciegamente la dirección de los vientos

que parecían correr por el mundo.

El viraje al vacío

Los años de Miguel de la Madrid se dedicaron a preparar la transición.

Los éxitos productivos del SAM habían sido tan notables que una de

las primeras medidas fue manipular las cifras oficiales para restarle

toneladas. Aún así, no fue posible cambiar bruscamente el rumbo. El

Programa Nacional de Alimentación (Pronal) y el Programa Nacional

de Desarrollo Rural Integral (Pronadri) fueron claramente herederos

del SAM, aunque consiguieron mejorías en la formulación a costa de

la eficacia: algunas de sus mejores sugerencias no lograron salir

del papel en que habían sido escritas; otras fueron constantemente

negadas en la práctica institucional concreta.

El desmantelamiento de los apoyos gubernamentales para el campo

empezó discreta pero vigorosamente en los años de Miguel de la Madrid

y tomó vuelo con Carlos Salinas. El nivel reducido que ya tenían en

1988 cayó aceleradamente en los siguientes seis años. Desapareció,

de hecho, el crédito y seguro oficiales en las áreas de temporal y

se contrajo entre el 60% y el 80% en las de riego. Se redujo 76.6%

la venta de semillas certificadas, casi 60% el servicio de asistencia

técnica y casi 50% la proporción de la investigación agropecuaria

en el gasto oficial en ciencia y tecnología. Se suprimió más de la

mitad de los subsidios canalizados a través de Conasupo y Aserca.

10
Los que se empezaron a entregar a través del Procampo para productores

de granos básicos, con los sesgos que se analizan más adelante, no

llegaron siquiera al nivel que el subsidio directo tenía diez años

antes. La desregulación implícita en muchas de estas medidas se

complementó con otras orientadas expresamente a impulsarla. Esta

política continuó en la administración de Ernesto Zedillo, que en

muchos renglones ha concluido ya la tarea y la llevó simbólicamente

a término con el cierre de CONASUPO, en 1999.

Al iniciarse la década de 1990 fue posible ya hacer enteramente

explícito el sentido del cambio de orientación. "Mi obligación como

Secretario de Agricultura es sacar del campo a diez millones de

campesinos", dijo el profesor Hank en una rueda de prensa en 1991.

"¿Y qué harán con ellos", le preguntó un periodista. "Esa no es mi

área de trabajo", respondió Hank.

Unos años atrás, Edmundo Flores asediaba al candidato López

Portillo con una manía semejante. Le mostraba cuantas veces podía

las cifras de los países que le servían de modelo, y en particular

Estados Unidos, donde 2% de la población ocupada producía alimentos

para todos los norteamericanos y para exportar masivamente. ¿Cómo

ser un país moderno con la tercera parte de la población en el campo?

¿Cómo aceptar que más del 20% de la población económicamente activa

aportara menos del 7% del producto?

La obsesión modernizadora de Flores buscaba todavía aumentar

11
producción y productividad. La sustentaba una ignorancia semejante

a la de hoy en cuanto a las realidades del campo y del país y una

visión igualmente dirigida hacia afuera. Pero todavía se orientaba

a producir, lo que no fue el caso en la nueva orientación de política.

La fe ciega en la tesis insostenible de las ventajas comparativas i

llevaba a concluir que México nunca podría competir con la capacidad

de producción de granos de los Estados Unidos. La falacia encubridora

de la "competitividad nacional" ii se empleó para justificar la

acelerada inserción del país en la nueva división internacional del

trabajo, que convertiría a México en comprador de alimentos básicos,

vendedor de mano de obra barata y proveedor marginal de productos

tropicales. Eso es, de hecho, lo que el gobierno de Salinas de Gortari

pactó en el Tratado de Libre Comercio, cuyo papel no consistió tanto

en la apertura de la economía, realizada en los años anteriores, como

en afirmar y consolidar la nueva orientación, que en relación con

el campo se proponía abandonar la producción de granos básicos e

incluso liquidar el modo de vida rural, a fin de que tanto campesinos

como capitales quedaran disponibles para otras cosas, en su mayoría

ajenas a la tierra.

El corazón político e ideológico del viraje se manifestó en las

reformas del artículo 27 constitucional, en 1992. La retórica oficial

retomó los mejores argumentos de don Luis Cabrera, que en los años

diez sólo habían podido forzar la fórmula de compromiso que se plasmó

12
en la Constitución. Los reformistas ofrecieron ahora "liberar" a los

campesinos e indígenas de las "ataduras" que les imponía el régimen

de propiedad. Anticiparon que millones de ellos venderían de inmediato

sus míseras parcelas a miles de agroempresarios que tomarían en sus

manos la modernización agrícola. Esas promesas encubrían la

refutación empírica de su discurso, que dejaba sin explicar el hecho

de que un millón de minifundistas, con títulos de pequeños

propietarios, no habían vendido su tierra, cuando la ley -antes de

la reforma- se los permitía. Se reiteró también el viejo alegato

ideológico de la eficiencia, aunque todos los estudios disponibles

demostraban que los rendimientos dependían de las condiciones físicas

y técnicas de la producción, no del régimen de propiedad: en el

conjunto, ejido y pequeña propiedad arrojaban resultados semejantes;

lo mismo había ejidos prósperos, con los más altos rendimientos

productivos, que pequeñas propiedades miserables e ineficientes. Si

se trataba de un riguroso análisis de costo-beneficio, los ejidos

y comunidades indígenas de Oaxaca y Chiapas eran mucho más eficientes

en el uso de los recursos de que disponían que las sobrecapitalizadas

explotaciones del Noroeste.

Abrir la tierra al mercado, convirtiéndola en mercancía

artificial, buscaba en realidad modificar en su base la naturaleza

del régimen político mexicano, que aún oponía obstáculos, al acercarse

al fin del siglo, a la operación irrestricta del capital. A pesar

13
de la ceguera o el cinismo dominantes, no cabe sospechar que quienes

impulsaban la reforma confiaban en su propio discurso y esperaban

la inmediata realización de una revolución productiva. Aunque

adujeron argumentos técnicos o económicos, con el fundamentalismo

que los caracteriza, su razón era política e ideológica. Atreverse

a desmantelar este pilar fundamental del régimen de la Revolución

les daba una sólida carta en las negociaciones internacionales, al

hacer simbólicamente evidente su nueva afiliación ideológica. Les

servía también para seducir al PAN, que nació como respuesta al

cardenismo y nunca abandonó sus obsesiones contra el ejido, a fin

de hacerlo socio y cómplice de la nueva política, que llenaba de

entusiasmo a capitales internos y externos.

Más allá del polarizado debate sobre el artículo 27, que fue

muy intenso en el itinerario de negociaciones que dió viabilidad

política a la reforma y todavía no cesa, debe tomarse en cuenta la

ambigüedad de ésta, que debilitó la resistencia de las organizaciones

campesinas y logró su consenso relativo. Eliminó al fin el candado

alemanista de los certificados de inafectabilidad, plasmado en el

párrafo tercero de la fracción XIV del artículo 27: su derogación

había sido la principal demanda campesina de carácter agrario, puesto

que paralizaba el reparto y propiciaba la concentración de tierras

y la estructura desigual prevaleciente. La eliminación de otras

fracciones del artículo 27 canceló el reparto agrario y el derecho

14
de los pueblos a la tierra, quitando a la tierra ejidal su carácter

inalienable e imprescriptible, pero si bien esto dejó sin esperanzas

a millones de campesinos sin tierra, tuvo lugar cuando la mayor parte

de las grandes organizaciones campesinas ya la tenían y luchaban ahora

por su mayor autonomía económica, social y política. La reforma

prometía librarlas del paternalismo oficial y el corporativismo

agrario, que introducían en su seno toda suerte de controles,

manipulaciones y corruptelas. Esta atadura, no la del régimen de

propiedad de la tierra, era la que verdaderamente les importaba. Y

aunque se rompió en medida importante, persistió el autoritarismo

y el clientelismo en la relación entre el Estado y los campesinos,

sobre todo en el plano local. Aceptar la reforma, como hizo un gran

número de organizaciones campesinas, significó así entregar la

primogenitura por un plato de lentejas.

Falsa atadura, puerta falsa

En la actualidad, despejada en parte la humareda ideológica, los

defensores de la reforma constitucional de 1992 tienen que realizar

increíbles contorsiones políticas e intelectuales para encontrarle

méritos intrínsecos.

Nada semejante a una transferencia masiva de parcelas ha

ocurrido. Ninguna comunidad indígena se ha transformado en ejido,

para poder vender su tierra. Se han otorgado títulos de propiedad

a dos y medio millones de campesinos, de 20 mil ejidos, y se han medido

15
ya, para su "regularización jurídica", 60 millones de hectáreas. iii

Sin embargo, la venta legal de tierra ejidal es insignificante: 0.28%

o 2.4%, según la cifra oficial de dos distintos Secretarios de la

Reforma Agraria. En muchos casos, se vendió tierra ejidal previamente

invadida por las ciudades, que sólo se regularizó. ¿Cuál atadura a

la tierra imponía la legislación agraria? ¿En qué consistió su

"liberación"?

Existe en todo el país la renta de parcelas. Aunque la proporción

parece ir en aumento y llegó al 10% en 1997, es probable que esté

cambiando el registro del fenómeno, que ahora es legal, más que su

importancia. En 1975, cuando Augusto Gómez Villanueva llevó a un mitin

en Sonora el discurso oficial de entonces, contra la renta de parcelas,

un dirigente campesino lo interpeló: "Usted tiene seguramente

informaciones equivocadas. Aquí nadie renta una parcela. Aquí se

rentan ejidos completos." En realidad, la renta de la tierra ha sido

en realidad una práctica generalizada desde hace décadas. Tras el

reparto de las tierras del Yaqui y Mayo, en las postrimerías del

régimen de Echeverría, los terratenientes que quedaban en el noroeste

se apresuraron a vender las tierras que todavía tenían. Utilizaron

sus capitales según el estilo norteamericano de la agricultura por

contrato. Alguno llegó a controlar de esta manera 600 000 has. sin

ser propietario de una sola. Cabe suponer, por tanto, que el aumento

en la renta de parcelas que revela su registro muestra simplemente

16
que ahora se declara lo que antes se hacía al margen de la ley. También

es probable que una porción importante de las operaciones de renta

esté cambiando de signo. La practican muchos minifundistas, privados

o ejidales, para ampliar su explotación: una quinta parte de ellos

lo hizo en 1997. Y quienes la rentan no parecen dispuestos a abandonar

la agricultura: lo hacen en contratos de un año y no toda su tierra.

En muchos casos se trata de migrantes temporales, que antes no lo

hacían por temor a perder su tierra. Y en todo caso, prevalecen aún,

sobre la renta, los tratos de mediería o aparcería entre los campesinos

que por cualquier razón no pueden cultivar su tierra.

La carta de las reformas del 27 ha sido ampliamente usada para

sus fines políticos e ideológicos...ajenos al campo. En el medio rural

fracasó en sus propósitos explícitos y lejos de crear seguridad y

vigor productivo ha sembrado incertidumbre y división y ha contribuido

a debilitar la organización. Quizás su único saldo positivo sea el

surgimiento de un vigoroso movimiento de resistencia, que no cejará

hasta conseguir una nueva reforma constitucional del 27. No buscará

traerlo a sus términos anteriores a 1992, enteramente inaceptables

para la mayoría de los campesinos, sino limpiarlo de nuevos y viejos

candados y darle pleno sentido contemporáneo.

Paso al abismo

En términos productivos, los resultados de la política aplicada no

pueden ser peores. Se ha reducido cerca del 10% la producción de

17
alimentos por persona. Se sigue abatiendo el monto del PIB

agropecuario. La limitada contribución del sector al PIB nacional,

que llamaba a escándalo a Edmundo Flores en 1976, llegó a 6.1% en

1997, el nivel más bajo desde 1983 (7.8%), sin que haya disminuido

la proporción de la población ocupada en él (22.5% en 1997). Se ha

mantenido el déficit comercial del sector, y el aumento espectacular

de las exportaciones no ha logrado financiar el de las importaciones,

que expresa nuestra creciente dependencia alimentaria: compramos ya

en el exterior 40% de nuestros alimentos básicos y la importación

creciente de insumos, que incluyen semillas de vegetales

transgénicos, acentúa el deterioro en nuestra capacidad autónoma de

producirlos.

Si se deja de lado el caso del maíz, que examino por separado,

entre 1980 y 1996 se ha reducido o estancado la superficie y se ha

contraído el valor y el monto de la producción de los principales

cultivos, en algunos casos (como el arroz) en forma muy pronunciada.

Los precios reales de los productos agrícolas han caído continuamente

en los últimos diez años, con lo que disminuyen los ingresos agrícolas

reales. A partir de 1991, la evolución de los precios, comparada con

la de los costos de producción, se volvió desfavorable a los

productores, lo que implica una caída en la rentabilidad de la

actividad. Desde 1994, los precios reales agrícolas son inferiores

a los internacionales, lo que saca del mercado a los productores

18
internos de granos. En los últimos seis años, se acentuó la

desprotección para todos los granos y las oleaginosas (con excepción

del maíz), colocándolos en clara desventaja con los productores

externos de los países de la OCDE, cuyos subsidios siguen siendo

superiores a los de México.

El daño social de la política aplicada es insoportable y revela

su carácter perverso. A pesar del vigor y riqueza de las respuestas

campesinas e indígenas, que probablemente evitaron un impacto de

magnitud genocida o un grado incontrolable de violencia, tuvo efectos

particularmente nocivos en el tejido social en el campo y en las

condiciones de producción y de vida de la mayoría de los productores.

Ha estado aumentando la desnutrición infantil, que ya era muy

aguda: se agrava sobre todo en el campo; en las zonas indígenas llega

a afectar al 80% de los niños. Se han incrementado igualmente los

números y las proporciones de "pobres" y de "pobres extremos": en

el caso de éstos, representan ya más de la cuarta parte de la población

rural.

Ninguna de estas y otras estadísticas, empero, basadas en

conceptos inadecuados y mediciones equívocasiv, puede reflejar lo que

realmente ha ocurrido en el campo. La capacidad de respuesta de

campesinos e indígenas no ha podido evitar un aumento sostenido de

su agobio, particularmente en el caso de las mujeres: su carga de

trabajo ha estado aumentando, en términos individuales y para las

19
familias. Tampoco ha podido evitar el efecto dramático causado por

una mayor incertidumbre, más agudas restricciones nutricionales y

ambientales y mayor violencia y descomposición social y política.

Lo que se hizo trajo lo contrario de lo que se les prometió en 1994:

inmenso malestar para la mayoría de las familias.

El extraño caso del maíz

El maíz, que nació aquí y sigue siendo el principal cultivo de México,

con amplia significación e importancia en todos los aspectos, recibió

un tratamiento especial que en apariencia se apartaba de la

orientación general de la política rural. Se le siguió protegiendo

y la continuada expansión de su producción permitió al régimen de

Salinas presumir de la autosuficiencia en el grano y a él, como a

Zedillo, divulgar sus cuentas alegres sobre lo que pasaba en la

agricultura. Dado su gran peso en el total, su inclusión en los

análisis permitía disimular lo que estaba ocurriendo.

La producción de maíz, estancada tras el impulso del SAM, tuvo

un incremento repentino en la primera parte de la administración de

Salinas: pasó de 10.9 millones de toneladas en 1989 a 18.3 millones

en 1993. Se satisfizo así la demanda e incluso se generaron excedentes.

El resultado debe atribuirse sobre todo a lo ocurrido en las áreas

de riego, cuya producción aumentó más de un cien por ciento en esos

años, y que desde entonces dedican una proporción sustancial de su

superficie al grano.

20
Mientras todos los cultivos eran abandonados a su suerte -tan

mala como acabo de mostrar- se mantuvo alta protección para el maíz.

El instrumento principal para otorgarla fue el de los precios de

garantía, que se mantuvieron e incrementaron cuando se habían retirado

los demás y en 1992 superaban ya en 72% a los de importación. La

captación de CONASUPO pasó del 13% al 29%, llegando al 100% de las

cosechas en algunos estados del norte -algo nunca visto en el país.

Algunos analistas sospecharon que en este caso, por la importancia

decisiva del grano, se intentaría una reconversión tecnológica: que

se apoyaría el cultivo hasta el punto en que la apertura no lo afectara

demasiado, al ampliarse sustancialmente el sector que podría ser

competitivo, con los apoyos adecuados. Se pensó incluso que quedaría

al margen del TLC, siguiendo el ejemplo de Canadá, que no incluyó

en su acuerdo comercial con Estados Unidos sus productos agropecuarios

más sensibles.

La política maicera fue errática a lo largo de todo el periodo

y no es probable que se haya contado con una estrategia clara y

consistente sobre el cultivo. Pero lo que se hizo no se apartó

realmente de la orientación general. Una vez más, las apariencias

resultaron engañosas.

Al emplear el precio de garantía como el principal instrumento

de protección, se obtuvo un impacto que corresponde a su naturaleza.

Justificado siempre como protección para los más pobres, opera en

21
realidad en sentido inverso. Como trata igual a los desiguales,

beneficia a los más ricos -algo muy propio de la política seguida.

Así fue posible interesar en el grano a los agricultores comerciales

de riego, creándose la situación aberrante de que las áreas de mayor

inversión pública y privada no se aprovechen de modo razonable y que

se sacrifique su capacidad de exportación.

El precio para el maíz no protegió a la mayoría de los

productores: tres cuartas partes de ellos lo dedican al autoconsumo,

que representa entre el 35% y el 40% de la producción nacional. Como

una parte de ellos son compradores netos de maíz, la medida los afectó

adversamente.

En todo caso, la situación cambió con la firma del TLC, que

finalmente incluyó al maíz, aunque dió un plazo de 15 años para la

apertura total. Se abandonó entonces la política anterior,

sustituyendo el estímulo del precio con el de Procampo, que de hecho

opera como castigo a la productividad. Ni siquiera se mantuvo la

protección de los altos aranceles previstos para los primeros años

del periodo. En 1996 se importaron, por encima de la cuota de 2.5

millones de toneladas de maíz, 3.3 millones de toneladas totalmente

libres de aranceles, contra lo estipulado en el Tratado y en perjuicio

de los productores internos.

Es cierto que el Procampo representa un apoyo para los

productores de subsistencia, que compensa en parte lo que han perdido:

22
para quienes lo reciben, puede implicar entre el 5% y el 10% de sus

ingresos totales. Pero con ello siguen atrapados en las redes del

clientelismo tradicional y agravan su dependencia y la del país. Se

ha abandonado en rigor la perspectiva del cambio técnico, en todo

tipo de productores. Con la apertura acelerada, sólo se seguirá

produciendo maíz en la pequeña franja de productores competitivos

(que probablemente no podrán siquiera mantener el nivel de cerca de

cuatro millones de toneladas que producen en la actualidad) y en la

muy amplia de productores de autoconsumo, con bajos rendimientos,

que el mercado desestimulará continuamente.

El contexto internacional contribuye a explicar la política

maicera. El maíz ocupa el segundo lugar en las transacciones mundiales

de granos. Su precio cayó entre 1980 y 1986, como consecuencia de

la sobreproducción, y ha seguido enfrentando una demanda restringida.

Estados Unidos es el principal productor de maíz del mundo y el grano

ocupa de lejos el primer lugar en sus cultivos y exportaciones

agropecuarias. En la crisis de los años 80 fluyeron cuantiosos

subsidios para sus 700 000 productores, que ni aún así vieron mejorar

sus perspectivas. El impacto en el mercado mundial de la súbita

apertura del mercado maicero mexicano explica el interés de los

negociadores norteamericanos por incluirlo en el TLC, primero, y

después por acelerar la apertura. El esquema corresponde al patrón

de la nueva división internacional del trabajo, pero nada tiene que

23
ver con el interés de los mexicanos, dadas las graves repercusiones

que ya ha tenido y podría tener aún más en el futuro.

En vez de constituir una anomalía, el caso del maíz ilustra

ejemplarmente el sentido de la política aplicada, abiertamente

contrario a los intereses del país y sus habitantes. Su concentración

en las zonas de riego es en sí misma una aberración, que sacrifica

simultáneamente a sus productores y a los tradicionales productores

del grano. Tiene el mismo sello que las reformas de 1992: la obsesión

con el exterior y el abandono de los intereses reales de la gente,

en nombre de un fundamentalismo tecnocrático sin sustento.

Las respuestas campesinas

No era responsabilidad del profesor Hank ocuparse del destino de los

10 millones de campesinos que se proponía expulsar del campo. Nadie,

en realidad, asumió esa responsabilidad. La política suponía, en

estricto rigor, la extinción de la vida rural. En el campo sólo

quedaría una pequeña franja de productores de granos con capacidad

de enfrentar la competencia internacional; algunos islotes

"modernizados" para la producción de frutas y otros productos

tropicales (que ya nos dieron, por ejemplo, rango principal en el

mercado mundial de mango o aguacate); una ganadería enteramente

subordinada al sistema pecuario global y una zona forestal que en

vez de concentrarse en la producción se dedicaría al turismo ecológico

y a la plantación de especies maderables capaces de absorber los

24
excedentes de CO2 que seguirán generando los países industrializados.

Esta política no tenía previsiones sensatas para evitar la aguda

degradación ambiental que traía consigo. Mucho menos para dar salida

digna y productiva a millones de campesinos que de pronto se volvían

prescindibles: ni su mano de obra ni sus productos encontraban cabida

apropiada. Frente a todo ello, sólo existía una fe ciega y perversa

en que bastaría eliminar trabas a la operación irrestricta del capital

para que se ocupara por sí mismo de enderezar los entuertos existentes

y los que se agudizarían con la nueva política. Mientras más rápido

se aplicase la medicina sería mejor. Para que sus impactos dañinos

no provocasen reacciones que impidiesen continuar el ejercicio, se

confió también en que bastarían los paliativos temporales, para los

que se emplearían sobre todo, mientras durasen, los recursos obtenidos

con la privatización. Quizás lo más impresionante de este periodo

es la terca persistencia de quienes impulsan este camino catastrófico,

sean o no sus beneficiarios directos. Ningún indicador de la realidad

sobre su radical inviabilidad ha podido modificar ni un ápice su credo

fundamentalista.

La catástrofe natural, productiva, social y política no es mucho

mayor, en el campo y en el país, por la sorprendente capacidad de

los campesinos de resistir, primero, la marejada mortal, y después

empezar a regenerar, por nuevos caminos, sus condiciones de producción

y de vida.

25
A lo largo del periodo, en efecto, a contrapelo de los vientos

dominantes, los habitantes del campo no sólo lograron soportar el

impacto dramático de la política seguida, sino que también pudieron

absorber parte del que tuvo sobre la ciudad y empezar, así sea en

forma limitada y sólo en algunas regiones, a construirse una

posibilidad mejor de vida.

Entre los productores llamados tradicionales, se reforzaron sus

cultivos de autosuficiencia. El incremento apreciable en la

intercalación de cultivos y la reducción en el uso de semillas

mejoradas y agroquímicos provocó nuevas tensiones, pero al mismo

tiempo contribuyó a regenerar el suelo y las redes locales de

solidaridad, y preparó el terreno para opciones más sensatas. Se

amplió entre los ejidatarios la ganadería de traspatio o en terrenos

comunes, que contribuye a la autosuficiencia familiar y al ingreso

(11% del total): aumentó la proporción de quienes cuentan con ella

y su número de cabezas. Si bien lo contrario ocurrió entre los

minifundistas, aún en ellos se observó que el empeño de asociar la

seguridad alimentaria familiar con sus propias capacidades fue una

estrategia general de pervivencia.

Esta posibilidad se complementó con actividades no agrícolas

remunerativas. Se duplicó en el curso de la década la proporción de

familias que las incluían en su estrategia, y abarca ya a dos terceras

partes del total. A pesar de que la venta de sus productos ha enfrentado

26
crecientes dificultades en el mercado globalizado, no ha dejado de

aumentar, en parte por la creación o reforzamiento de canales

alternativos de comercialización, incluyendo el trueque local,

limitados pero efectivos.

Es posible que el componente de mayor importancia en el conjunto

sea la emigración temporal o permanente. Se intensificó notablemente

en el periodo. Dejó de estar asociada con las tradicionales "zonas

de expulsión": los migrantes fluyen ahora de todo el país. Si bien

hay tradiciones muy antiguas de migración, la que actualmente se

registra, impuesta violentamente por las circunstancias creadas por

una política insensata, está imponiendo un grave daño a la vida

cotidiana de millones de mexicanos y afectando el tejido social de

miles de comunidades.

La aptitud e ingenio que se han manifestado en estos flujos

migratorios, entre los más intensos del mundo, son muy impresionantes.

Producto de la imaginación sociológica, que saca fuerzas de flaqueza,

ha surgido la comunidad transnacional o transrural. Un mismo grupo

humano ocupa en forma rotatoria dos espacios sociales y humanos: uno

en su comunidad de origen, otro en alguna ciudad de México o los Estados

Unidos, en una forma de interacción que resulta provechosa para todos

ellos y para sus entornos. Las remesas de los migrantes, por su monto

tanto como por la forma en que se emplean, no sólo son un paliativo

insustituible del drama en curso. Impulsan también formas de

27
regeneración y nuevos caminos de gran significación.

Existen formas de migración temporal que se han incorporado

saludablemente a la lógica de existencia de muchas personas y

comunidades, tanto en las zonas de origen como en las de destino.

Parece conveniente mantenerlas y hacerlas objeto de protección

negociada de los gobiernos involucrados. Pero la magnitud y

condiciones de la que está ocurriendo ilustra, acaso más que cualquier

otro aspecto, la ausencia de un proyecto de país en la elite dirigente

y su irresponsabilidad criminal.

La perspectiva

La orientación de la política rural aplicada en estos años ha fracasado

en sus propósitos manifiestos. A su saldo negativo en términos

productivos, económicos, sociales y políticos, deben agregarse los

impactos ecológicos, que se abordan en otro capítulo de este libro

y son claramente insoportables. Hace tiempo que esta política llegó

a sus límites. Diversas imposibilidades estructurales impiden su

continuación.

Al mismo tiempo, se ha estado configurando una conciencia cada

vez más clara sobre el rumbo que hace falta adoptar y se han acumulado

experiencias que le dan sustento y dirección. No será fácil reparar

los daños sufridos y el camino de la regeneración está lleno de

obstáculos. Pero la creatividad, imaginación y vigor de las

iniciativas que se han empezado a tomar para enfrentar el desastre,

28
tendrán otro signo cuando no tengan que realizarse a contrapelo de

un aparato institucional que es aún inmensamente poderoso, ni se vean

empeñadas en un combate desigual con las enloquecidas fuerzas del

mercado. Podrán emplearse con renovado vigor en la construcción de

nuevos caminos, que no buscarán restaurar viejos patrones igualmente

obsoletos, sino emprender un camino ya acotado, que se ajusta con

realismo y esperanza a las condiciones en que se inicia el siglo XXI.

Uno de los supuestos fundamentales de la política seguida,

adoptado a menudo en forma explícita, es la descalificación de las

capacidades campesinas e indígenas y del modo de vida rural. Domina

en quienes la han concebido y llevado a la práctica un ideal urbano

de vida reformulado en los términos de la globalización. Domina

igualmente la convicción de que, por lo menos durante una transición

indefinida hacia una vida mejor, los campesinos e indígenas no tienen

nada que ofrecer, para sí mismos o el país, fuera de su mano de obra

barata.

Este supuesto, arraigado ya en amplias capas sociales, necesita

ser combatido con vigor. No sólo debe ser denunciado su racismo

implícito o su falta de realismo. Es preciso plantear con claridad

que contradice las realidades y esperanzas de la mayoría de los

campesinos e indígenas, y de un número creciente de urbanitas que

están llegando a establecerse con ellos, para intentar un modo de

vida más sensato y deseable. Necesitamos reivindicar, con todo vigor,

29
el enorme valor de un estilo rural de vida, que ha de constituir una

de las opciones fundamentales de la sociedad mexicana. No ha de ser

visto como una fórmula de transición sino como un destino posible.

La vida en una comunidad rural, una vez que sea posible superar sus

restricciones actuales y evitar que sus iniciativas tengan que

realizarse a contrapelo de las propensiones dominantes, constituye

claramente una posibilidad de existencia deseable para millones de

mexicanos. Si pudiesen cumplir sus sueños, regenerando sus "matrias"

para sí mismos y para sus descendientes, crearían una posibilidad

real de renacimiento en México.

Con apoyos que no necesitan ser mayores a los que predominan

en los países de la OCDE, México podría producir 20 millones de

toneladas de maíz (como ya anticipaba el SAM) sin descuidar los demás

cultivos básicos. En el campo podrían encontrar ocupación productiva

quienes ahí están, absorbiendo su propio crecimiento demográfico e

incluso a una parte de quienes han emigrado a las ciudades o a Estados

Unidos. Con las políticas pertinentes, que pongan la tarea en manos

de los campesinos, podría llevarse a la práctica una acción eficaz

de conservación de la naturaleza e iniciarse la compleja regeneración

de suelos y bosques que es indispensable para la supervivencia del

país. Al abandonar radicalmente los modelos de atención urbana de

necesidades básicas, que se han extrapolado de modo insensato a las

comunidades rurales y presionan continuamente para reducir su número,

30
sería posible para cuantos habitan en el campo crear en sus propios

contextos físicos y culturales una forma digna de vivir bien.

No se trata de nuevas utopías, sino de transformar en metas

sociales y políticas públicas lo que han estado intentando miles de

comunidades campesinas e indígenas. Sus iniciativas innovadoras,

llenas de coraje, talento e imaginación, corresponden a patrones

avanzados que vanguardias disidentes están adoptando en todas partes

del mundo, incluso en los países industriales. Se trata de formas

de vida libremente elegidas que no son para todos: hay urbanitas que

no darán jamás un paso abajo de la banqueta; hay núcleos urbanos que

intentan también en las ciudades superar las restricciones y amenazas

que han caído sobre sus vidas. Para muchos, empero, que ya no se

deslumbran con las luces de neón y conocen de primera mano lo que

significa vivir en la ciudad, muchos que ya han ponderado las

desgracias que se asocian inevitablemente con el modo industrial de

producción, un buen estilo rural de existencia es la mejor definición

de la vida buena.

San Pablo Etla, octubre de 1999

PISTAS BIBLIOGRÁFICAS

Las cifras que he empleado tienen las siguientes fuentes: "Informe


del Gobierno Mexicano sobre Seguridad Alimentaria para la Cumbre
Mundial de la Alimentación", de 1996 (Documentos de trabajo del Foro
Nacional por la Soberanía Alimentaria, México: Fundación Ebert,
1996); Cepal, Efectos sociales de la globalización sobre la economía
campesina: Reflexiones a partir de experiencias en México, Honduras
y Nicaragua, México: Cepal, 1999; y elaboraciones de Manuel Ángel

31
Gómez Cruz y Rita Schwentesius Rinderman ("Impacto de la devaluación
en el sector agropecuario: agudización de la crisis agrícola", en:
Estudios Agrarios, 1, 1995, pp.74-96) y de Catherine Marielle ("El
arte de comer y los obstáculos para una sustentabilidad alimentaria
en México", contribución aún inédita para el proyecto "Por un México
sustentable y convivial" de Opciones Conviviales de México, México).
Los tres últimos trabajos contienen análisis actualizados de la
situación rural.

Sobre los antecedentes y perspectivas de la situación del campo, ver


Gustavo Esteva y otros, La Batalla en el México Rural, México: Siglo
XXI, 1980; Gustavo Esteva, "La agricultura en México de 1950-1975:
el fracaso de una falsa analogía", en: Comercio Exterior, 25-12,
diciembre 1975; Gustavo Esteva, "El desastre agrícola: adiós al México
imaginario", en: Comercio Exterior, 38-8, agosto 1988; y Gustavo
Esteva, "Re-embedding Food in Agriculture", en: Culture and
Agriculture, 48, invierno 1994. Sobre el SAM: James Austin y Gustavo
Esteva, Food Policy in Mexico: The Search for Self-sufficiency,
Ithaca: Cornell, 1987.

Ver también David Barkin, Un desarrollo distorsionado: la integración


de México a la economía mundial, México: Siglo XXI, 1991; David Barkin,
con Blanca Suárez, El fin de la autosuficiencia alimentaria, México:
Centro de Ecodesarrollo y Editorial Océano, 1985.

En Felipe Torres Torres (coord.), El Sector Agropecuario Mexicano


después del colapso económico, México: UNAM/Plaza y Valdés, 1998,
se encuentra una buena colección de artículos sobre la política
seguida. Ver también: Hubert de Grammont y Héctor Tejera (coord.),
La sociedad rural mexicana frente al nuevo milenio, 5 volúmenes,
México: UAM-A/UNAM/INAH/Plaza y Valdés, 1996; José Luis Calva et al,
La agricultura mexicana frente al tratado trilateral de libre
comercio, México: CIESTAAM/Universidad Autónoma de Chapingo/JP,
1993; Foro Nacional de Soberanía Alimentaria, Memoria básica, México:
Foro, 1996; Luciano Concheiro y María Tarrio (compils.), La
privatización del mundo rural, México: UAM, 1998.

Los números de Cuadernos Agrarios de la última década dan buen


seguimiento al impacto de la política rural. Ver, en particular, el
núm. 4, 1992, de su nueva época, sobre "Agricultura y TLC", el 5-6,
1992, sobre "El 27 Constitucional", y el 11-12, 1995 sobre
"Neoliberalismo y campo".

Agustín Escobar, Frank D. Bean y Sidney Weintraub, La dinámica de


la emigración mexicana, México: CIESAS/Porrúa, 1999, contiene un buen

32
análisis reciente de la migración, con apropiada bibliografía.

NOTAS

2. No es este el lugar para examinar esta cuestión teórica. Basta


decir aquí que esa tesis sólo se sostiene bajo el supuesto de perfecta
movilidad de los factores, como la que se dió en la construcción de
los Estados Unidos de Norteamérica o empieza a verse en la Unión
Europea. La refutación teórica de la tesis, con abundante sustento
empírico e histórico, se expresó en México con toda claridad en el
debate de los años setenta. En la Escuela Nacional de Estudios
Profesionales, Unidad Aragón, de la UNAM, puede consultarse la
bibliografía sobre el tema campesino de 1968 hasta 1990, cuya
compilación dirigí, en la que existe una sección específica sobre
el tema.

3. La idea de la "competitividad nacional" carece de todo fundamento


empírico y teórico. Su empleo generalizado es una maniobra encubridora
para ganar aceptación pública sobre decisiones de política que de
otro modo sería casi imposible tomar. Ver, entre otros, Paul Krugman,
"Competitiveness: A Dangerous Obsession", Foreign Affairs, 73:2,
March/April 1994, pp.28-43.

4. La precipitada realización del Programa de Certificación de


Derechos Ejidales (PROCEDE), que se pretende concluir en esta
administración, está siendo nueva fuente de conflictos, tanto por
los continuos errores que se cometen en su forzada implementación
como por la confusión, incertidumbre y división que causan en los
ejidos y comunidades.

5. A la tradicional manipulación de las cifras y a las deficiencias


de los métodos y las mediciones, se ha agregado en los últimos años
un sesgo conceptual que ha estado creando una brecha creciente entre
los instrumentos estadísticos y la realidad que se pretende reflejar
cuantitativamente con ellos. No me resulta confiable ninguna de las

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cifras que empleo aquí con muchas reservas, por lo que me he
constreñido a aquellas que pueden dar alguna indicación burda de
grandes tendencias o magnitudes. Ni siquiera la que distingue el
sector rural del urbano es confiable. El aparato oficial carece de
instrumentos para establecer con precisión la diferencia y no se
interesa en incluir las preguntas relevantes.

34

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