Stepanchikovo y Sus Moradores
Stepanchikovo y Sus Moradores
Mensajero. Si bien es una obra menor, tiene el interés ciertos matices cómicos, no
habituales en el autor.
Narra la visita de Sergei Alexandrovich a su tío, el coronel y terrateniente Yegor
Ilich en Stepanchikovo. Una serie de enredos familiares, con una boda urdida a varias
bandas, nos presenta varios personajes característicos del país y de la época; y sobre
todo a Fomá Fomich, personaje inmundo y ejemplo de manipulador.
Stepanchikovo y sus moradores, publicada en 1859, no es una novela «típica» de
Dostoievski. En ella no encontrará el lector un descenso a los infiernos de la psique,
pero tampoco una mera comedia de las de tartas a la crema. Es una comedia muy
divertida, sin duda, en la que Dostoievski crea uno de los personajes más singulares e
inolvidables de la historia: Fomá Fomich, el resentido, tal vez el protagonista más
odioso de la literatura mundial (a veces dan ganas de estrangularlo) es un hombre
absurdo que se da ínfulas de erudito y pone la vida de los habitantes de
Stepanchikovo literalmente patas arriba.
La novela empieza cuando el coronel retirado Yégor Ílich invita a su sobrino a
Stepanchikovo para que se case con su niñera, de la cual él mismo está enamorado —
si bien, por intrigas familiares e intereses económicos, ha de aparentar rechazarla—;
pero, sobre todo, para que le dé una mano en los problemas que ha creado su
«ilustre» huésped, autoerigido en «señor de la casa».
Stepanchikovo y sus moradores es la prueba de que Dostoievski es capaz de reír,
y el lector —si consigue dominar sus instintos asesinos—, de reír con él.
Mario Muchnik
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Fiódor Dostoyevski
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Título original: Село Степанчиково и его обитатели, Seló Stepánchikovo i yegó obitátyeli
Fiódor Dostoyevski, 1859
Traducción: Lydia Kúper
Retoque de cubierta: FLeCos
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Personajes
Por el nombre con el que aparecen en la novela:
Anfisa Petrovna (madre de Pável Semiónovich Obnoskin, amiga y confidente de
la generala)
Bajchéiev, Stepán Aleksiéievich (un conocido)
Falaley (joven mujik, muy bello)
Fomá Fomich Opiskin (el «amigo de familia»)
Gávril (ayuda de cámara del tío)
la generala Agafia Timoféievna Krajótkina (viuda del general Krajotkin, madre
de Yégor Ílich)
Iliusha - Ilia Yégorovich (hijo de Yégor Ílich)
Krajotkin (general difunto, segundo marido de la generala)
Korovkin (filósofo borracho)
Mizínchikov, Iván Ivánovich (primo lejano de Serguéi)
Nasteñka - Nastasia Yevgrafovna (la niñera, hija de Yevgraf Yezhévikin)
Obnoskin, Pável Semiónovich (amigo local, hijo de Anfisa Petrovna)
Perepelítsina - Anna Nilovna (solterona y confidente)
Praskovia Ilínichna (hermanastra de Yégor Ílich)
Sasheñka - Aleksandra Yégorovna (hija de Yégor Ílich)
Serguéi Aleksándrovich (el narrador, sobrino de Yégor Ílich)
Tatiana Ivánovna (parienta demente, rica heredera)
Vidopliásov (lacayo de Fomá Fomich)
Yégor Ílich Rostañev (coronel, hijo de la generala, tío del narrador)
Yezhévikin, Yevgraf Lariónovich (padre de la niñera Nasteñka)
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Primera Parte
Introducción
A su retiro del ejército, el coronel Yégor Ílich Rostañev, tío mío, se trasladó a
Stepanchikovo, la propiedad que había heredado, y allí se sintió como un
terrateniente nativo que jamás hubiese abandonado sus tierras. Hay personas
totalmente satisfechas de todo y siempre conformes; así era el coronel retirado.
Difícil imaginar hombre más dulce y conciliador. Si alguien le hubiera pedido en
serio que lo transportase dos kilómetros sobre sus hombros, es bien probable que lo
hiciera; era tan bondadoso que estaba dispuesto a compartirlo todo, no bien se lo
pidiesen, hasta su última camisa. Alto y esbelto, de apariencia titánica, mejillas
sonrosadas, dientes blanquísimos como de marfil y largos bigotes rubios, tenía voz
sonora y risa contagiosa. Solía hablar muy deprisa, a borbotones. Por aquel entonces
debía de tener unos cuarenta años, y siempre, desde los dieciséis, había servido en los
húsares. Se casó muy pronto, locamente enamorado, pero su esposa murió joven
dejándole un recuerdo imperecedero y agradecido. Habiendo recibido la hacienda de
Stepanchikovo en herencia, lo que aumentaba sus bienes en seiscientos siervos,
abandonó el servicio militar y se instaló en la finca con sus hijos: Iliusha, de ocho
años, cuyo nacimiento causó la muerte de su madre, y su hija de quince, Sasheñka,
que al quedar huérfana ingresó en un liceo de Moscú.
Poco después, la casa del tío pasó a ser como el arca de Noé. He aquí cómo.
Cuando mi tío recibió su herencia y se retiró del ejército, hacía ya dieciséis años
que su madre, viuda y vuelta a casar con un cierto general Krajotkin, volvió a
enviudar. Mi tío, por su parte, que en ese momento todavía era un simple corneta,
tenía la idea de volverse a casar también él, pero su madre tardó mucho en bendecir
su proyectada nueva boda; derramó lágrimas amargas y lo acusó de ser egoísta,
ingrato, irrespetuoso; le demostró que él no poseía suficientes medios —sólo
doscientas cincuenta almas— para mantener a su mamaíta con todo su estado mayor
de aprovechadas, perros, gatos siameses y demás; y, en medio de esos reproches,
censuras y quejas, a sus cuarenta y dos años y antes que su hijo, fue ella quien se
casó, para gran asombro de todos, con el general Krajotkin. También entonces halló
un pretexto para acusar a mi pobre tío, diciendo que se casaba sólo por tener un
refugio en su vejez, refugio que el hijo egoísta y desconsiderado que se atrevía a
pensar en casarse nuevamente, le negaba.
Jamás pude averiguar la verdadera causa que movió a un hombre aparentemente
tan razonable como el difunto general Krajotkin, a casarse con aquella viuda de
cuarenta y dos años. Sospechaba, al parecer, que tenía dinero. Otros suponían que,
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presintiendo el cúmulo de males que lo afectaría al cabo de varios años, necesitaría
una enfermera. Sólo se sabe que nunca tuvo el mínimo respeto por ella, de quien se
burlaba sarcásticamente en cada ocasión propicia.
El general Krajotkin era un hombre extraño, poco culto pero listo, que
despreciaba a todos y a todo. De viejo, por enfermedades adquiridas a lo largo de una
vida viciosa y corrupta, su carácter se hizo irritable, agrio y cruel; carecía por
completo de principios morales. Su paso por el ejército fue bueno, pero debido a un
«desagradable incidente» tuvo que pedir el retiro, evitando a duras penas un juicio y
perdiendo su pensión. Eso lo enfureció. Casi sin medios, pues sólo poseía unos cien
siervos completamente arruinados, se cruzó de brazos y el resto de su vida, doce
años, lo pasó sin preguntarse de qué vivía y quién lo mantenía. Pese a lo cual se
mostraba exigente en todo cuanto se refería a sus condiciones de vida, no limitaba sus
gastos y se desplazaba en carroza. Poco tiempo después fue incapaz de andar y pasó
los últimos diez años sentado en unos confortables sillones, mecidos, cuando era
preciso, por dos forzudos lacayos que sólo oían de su boca diversos y variados
insultos. La carroza, los lacayos y los sillones eran costeados por el hijo poco
respetuoso que enviaba a su mamaíta lo último que tenía, hipotecando una y otra vez
su hacienda, privándose él y privando a su familia de lo más indispensable; y
contrayendo deudas casi imposibles de pagar en su situación económica. Aun así, su
renombre de hijo egoísta e ingrato no dejaba de seguirlo. Era sin embargo tal el
carácter de mi tío, que acabó creyéndose efectivamente un egoísta y, por eso, y para
castigarse, enviaba cada vez más y más dinero. La generala veneraba a su esposo,
aunque lo que más le gustaba era que fuera general y ella, por matrimonio, generala.
Disponía de la mitad de la casa donde vivían, y durante la semiexistencia de su
marido estuvo rodeada de gorrones, comadres de pueblo y gente fiel a su persona. En
aquel pueblecito era un personaje importante. Los chismes, las invitaciones a ser
madrina de bautizos o bodas, el juego de cartas por sumas insignificantes y el respeto
general por ser generala, la compensaban con creces de la opresión doméstica. Las
cotillas chismosas del pueblo venían a verla para informarla de todo cuanto sucedía;
siempre y en todas partes ocupaba el primer puesto; en una palabra, extraía de su
generalato cuanto podía. El general no intervenía para nada en todo eso, pero delante
de la gente se burlaba cruelmente de su esposa, preguntándose a sí mismo: «¿Por qué
me casé con esta beata especialista en hostias?». Nadie se atrevía a contradecirlo.
Poco a poco sus conocidos lo fueron abandonando, pero él necesitaba estar
acompañado: le gustaba charlar, discutir, tener siempre un oyente. Era un liberal y un
ateo de los de antes, y por ello prefería tratar temas de profundo significado.
Mas a los habitantes de aquella pequeña villa no les interesaban aquellos temas
profundos y su número disminuía más y más. Intentaron recurrir al whist-preference
en casa, aunque para el general el juego acababa habitualmente con tales crisis de
rabia que su esposa y sus allegadas, horrorizadas, encendían velas, celebraban misas,
recurrían a diversos sortilegios, repartían pan en los presidios y esperaban temblando
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la tarde cuando era preciso organizar una nueva partida de whist-preference y recibir
por cada error gritos, chillidos, insultos y, casi, casi, golpes. Cuando había algo que
no gustaba al general nadie podía contenerlo: chillaba como una vulgar mujeruca,
blasfemaba como un cochero y, a veces, rompía y tiraba los naipes al suelo, echaba
fuera a los jugadores, llegaba a llorar de fastidio y rabia cuando le daban una carta
por otra. Finalmente, perdida casi la visión, necesitó un lector. Y fue cuando apareció
Fomá Fomich Opiskin.
Admito que anuncio a este nuevo personaje con cierta solemnidad. Es, sin duda
alguna, uno de los más importantes de mi relato. No pienso explicar al lector hasta
qué punto tiene derecho a su atención, será mejor y más posible que lo decida por sí
mismo.
Fomá Fomich apareció en casa del general en busca de un pedazo de pan. Su
lugar de procedencia era un misterio, aunque yo, desde ya sea dicho, algo averigüé de
tan notorio personaje. Se decía, en primer lugar, que había sido funcionario no se
sabe dónde y que fue víctima de alguna persecución —naturalmente «por decir la
verdad»—; que en Moscú se dedicó un tiempo a la literatura, cosa nada extraña ya
que la crasa ignorancia de Fomá Fomich no podía obstaculizar su carrera literaria. Lo
único cierto es que no consiguió nada y se vio obligado a trabajar para el general
como lector y víctima. No había humillación que no soportara por un mendrugo. Es
cierto, sin embargo, que, una vez muerto el general, Fomá pasó a ser de pronto e
inesperadamente un personaje muy importante y destacado, afirmando en reiteradas
ocasiones que su trabajo de bufón era un generoso sacrificio que hacía por gratitud,
que el general había sido su bienhechor, un gran hombre por nadie comprendido, que
sólo a él, a Fomá, había confiado los secretos más íntimos de su alma y que si él,
Fomá, personificaba, cuando el general lo exigía, diversos animales y otras cosas, lo
hacía con el único fin de distraer y alegrar a su amigo, que sufría de tantos males.
Sin embargo, las palabras y explicaciones de Fomá resultan muy dudosas, ya que
ese mismo Fomá, todavía siendo bufón, desempeñaba un papel muy diferente para la
mitad femenina de aquella casa. Es difícil imaginar, para un no especialista en
semejantes cuestiones, cómo pudo conseguirlo. La generala sentía por él un respeto
místico. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Fue conquistando poco a poco una influencia
extraordinaria sobre la mitad femenina de la casa, parecida a la influencia de los
diversos Ivanes Yakovlévich y otros sabios profetas y vaticinadores visitados en los
manicomios por algunas damas aficionadas a ello. Leía en voz alta libros de piedad
religiosa, hablaba de las virtudes cristianas vertiendo lágrimas; contaba los hechos
notables de su vida, iba a misa todos los días, inclusive a los maitines, predecía el
futuro, sabía interpretar magistralmente los sueños y criticar con gran acierto al
prójimo. El general se daba cuenta de lo que sucedía en las habitaciones de arriba y
era todavía más cruel con su víctima. Pero el martirio de Fomá avivaba el respeto que
sentían por él la generala y las demás habitantes de la casa.
Por fin el general murió; su muerte fue bastante original. El liberal y ateo de antes
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se asustó de modo increíble. Lloraba, se arrepentía, rezaba ante las sagradas
imágenes, llamaba a los popes, se celebraban misas, le daban la extremaunción. El
pobre gritaba que no quería morir y, entre lágrimas, hasta pedía perdón a Fomá. Esto
último permitió a Fomá jactarse más aún. Sin embargo, antes de que el alma del
general abandonara su cuerpo, ocurrió lo siguiente. La hija del primer matrimonio de
la generala, mi tía Praskovia Ilínichna, una solterona que siempre había vivido en la
casa del general —una de sus víctimas predilectas, que estuvo durante sus diez años
de invalidez atendiéndolo en todo cuanto necesitaba y que era la única, por su
carácter simple y bondadoso, en contentarlo—, se acercó a su cama llorando
amargamente para arreglar la almohada del sufriente. Pero el sufriente tuvo tiempo de
agarrarla por los pelos y tirar de ellos tres veces casi echando espuma por la boca.
Diez minutos después murió.
Avisaron al coronel, aunque la generala declaró que no quería verlo, que prefería
morir antes que permitirle presentarse en aquellos momentos. El entierro fue
espléndido, a costa, naturalmente, del irrespetuoso hijo a quien no quería ver.
En la miserable aldea de Kniasev, perteneciente a varios terratenientes
depauperados y donde el difunto general poseía alrededor de cien siervos, se alza un
mausoleo de mármol blanco todo cubierto de inscripciones que loan la inteligencia, el
talento, la nobleza espiritual del general, así como sus méritos militares. Fomá
Fomich participó muy activamente en la redacción de los panegíricos. Durante
mucho tiempo la generala se negó a perdonar al hijo desconsiderado. Entre gritos y
sollozos, rodeada por sus numerosas gorronas y cachivaches, habría preferido comer
sólo pan seco «regado con sus lágrimas», antes que ceder a los ruegos de su hijo
indócil de que se trasladara a Stepanchikovo; mejor pedir limosna bajo las ventanas
que trasladarse a la casa de su hijo; y afirmaba también que su pie jamás pisaría esa
casa. Dicho brevemente: la palabra «pie», utilizada en ese sentido, es pronunciada
con gran énfasis por algunas señoras, pero la generala la decía de manera artística,
magistral… Quiero decir que la elocuencia, sí, se prodigó en cantidades increíbles,
pero durante esos lloros se iba preparando con sigilo el traslado a Stepanchikovo. El
coronel agotó todos sus caballos recorriendo casi a diario los cuarenta kilómetros que
separaban Stepanchikovo de la villa donde vivía su madre; fue sólo a las dos semanas
de muerto el general cuando se le permitió presentarse ante los ojos ofendidos de su
progenitora. Para las negociaciones fue utilizado Fomá Fomich.
A lo largo de aquellas dos semanas reprochó y avergonzó al hijo desobediente por
su conducta «inhumana», y llegó hasta hacerlo llorar de pena y desesperación. De
entonces data la influencia despótica e incomprensible de Fomá Fomich sobre mi
pobre tío. Fomá comprendió con qué persona se las tenía que ver y se dio inmediata
cuenta de que su papel de bufón había terminado y que también él, a falta de otro,
podía ser un hidalgo. ¡Y bien que se resarció del tiempo perdido!
—¿Cómo se sentiría usted —le decía Fomá— si su madre, la causante de que
usted viva, tomara un bastón en sus manos temblorosas y resecas por el hambre y se
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pusiera a mendigar de verdad? ¿No sería monstruoso, teniendo en cuenta, en primer
lugar, su categoría de generala y, en segundo lugar, sus virtudes? ¿Cómo se sentiría
usted si ella se equivocase y llegara por error bajo sus ventanas —todo puede suceder
— y tendiera su mano mientras usted, su hijo, descansara en un lujoso lecho de
plumas y… rodeado de lujo? ¡Terrible, terrible! Pero lo peor de todo, permítame
coronel que le hable francamente, es que lo veo insensible como un muro de piedra,
con la boca abierta y la mirada perdida, lo cual resulta hasta indecente, puesto que la
simple suposición de semejante caso lo obligaría en realidad a tirarse del pelo hasta
arrancarlo y deshacerse en lágrimas hasta llenar con ellas arroyos…, ¿qué digo
arroyos?, ¡ríos, lagos, mares, océanos de lágrimas!…
En una palabra, Fomá, llevado por su exceso de elocuencia, empezó a divagar.
Ésa era la única salida que invariablemente tenía su fogosidad. El asunto acabó como
era de esperar. La generala, con sus mantenidas, perritos, Fomá Fomich y la joven
Perepelítsina, su principal confidente, honró, por fin, Stepanchikovo con su presencia.
Decía que no iba sino a probar vivir con su hijo, para estar segura de su
comportamiento. ¡Puede uno imaginarse la situación del coronel mientras
comprobaban su conducta!
Al principio, como viuda reciente, la generala consideraba que su deber era
mostrarse desesperada dos o tres veces a la semana al recordar a su general
irremediablemente perdido; y ocurría siempre, en esos casos —vaya uno a saber por
qué—, que las culpas recaían en el coronel. A veces, sobre todo si había visitas,
llamaba a su nieto —el pequeño Iliusha— y a Sasheñka —de quince años—, los
hacía sentar a su lado, los miraba largamente con ojos doloridos y tristes, como hijos
perdidos de «semejante padre», lanzaba profundos y dolorosos suspiros y acababa
deshaciéndose en lágrimas silenciosas, inexplicables, una hora por lo menos. ¡Mal lo
pasaba el coronel si no sabía comprender esas lágrimas! Y la verdad es que el pobre
casi nunca las comprendía y debido a su ingenuidad aparecía como a propósito en
semejantes momentos lacrimosos y era sometido, lo quisiera o no, a un nuevo
examen. Sin embargo su respeto filial no disminuía, podía llegar más bien a su más
alto grado.
Dicho brevemente, tanto la generala como Fomá Fomich se dan cuenta de que la
tormenta que los estuvo amenazando durante tantos años durante la vida del general
Krajotkin ha pasado y jamás volverá. A veces, sin ton ni son, la generala se desmaya
en el diván. Cunde la confusión, el pánico. ¡El coronel destrozado tiembla como una
hoja!
—¡Hijo cruel! —Grita la generala cuando recobra el conocimiento—. ¡Has
destrozado mis entrañas… mes entrailles, mes entrailles!
—¿Pero cómo pude, mamaíta, destrozar sus entrañas? —Objeta tímidamente el
coronel.
—¡Las destrozaste! ¡Las destrozaste! ¡Intentas justificarte! ¡Me estás faltando al
respeto! ¡Hijo cruel! ¡Me muero!
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El coronel está hundido.
Pero la generala revive siempre. Y media hora después el coronel explica a un
amigo sujetándolo por un botón:
—Debes tener en cuenta, mi querido amigo, que es una grande dame, ¡una
generala! Una viejecita buenísima… Pero está acostumbrada a todo lo refinado… No
como yo, que soy un patán. Ahora está enfadada conmigo y, naturalmente, la culpa es
mía. Aunque la verdad, amigo, no sé todavía cuál es mi culpa, pero es evidente que la
culpa es mía…
A veces la solterona Perepelítsina, un ser más que maduro, siempre enfurruñada,
sin cejas, con peluca, ojitos pequeños y lascivos, labios delgados como un hilo y que
se lavaba las manos con salmuera de pepinos, consideraba su deber sermonear al
coronel.
—Es que usted no es respetuoso, usted es un egoísta e insulta a su señora madre,
y por eso ella se enfada, no está acostumbrada a ser tratada de ese modo. Ella es
generala y usted no pasa de coronel.
—Esa señorita —explica el coronel a su oyente—, Perepelítsina, es una excelente
persona, siempre a favor de mi madre. ¡Una señorita como pocas! No pienses que es
una gorrona, ni mucho menos, también es hija de un teniente coronel… Ya ves.
Pero todo lo dicho no era más que el comienzo, lo peor estaba por venir. La
generala, capaz de tales tretas, temblaba como un ratón ante Fomá Fomich, su
anterior bufón. Estaba plenamente conquistada por él. No respiraba sin él, oía con sus
oídos, veía con sus ojos. Uno de mis primos, también húsar retirado, todavía joven,
que por el mal estado de su situación vivió algún tiempo en la casa del tío, me dijo
con toda claridad y franqueza que la generala mantenía relaciones íntimas con Fomá
Fomich. Como es lógico, rechacé indignado esa suposición como algo tosco y simple.
Había en esa relación algo distinto que sólo cabría explicar haciendo comprender al
lector el carácter de Fomá Fomich, tal como yo mismo lo comprendí después.
Imaginaos a un hombre mezquino, insignificante y pusilánime, un aborto de la
sociedad a quien nadie necesita, inútil, asqueroso, repulsivo, pero dotado de un amor
propio inmenso, carente, además, de toda capacidad de justificar de algún modo su
enfermiza presunción. Os prevengo de antemano que Fomá Fomich es la
personificación de una vanidad ilimitada, pero al mismo tiempo peculiar; es decir que
posee, como suele suceder en casos semejantes, un orgullo ofendido, agraviado por
fracasos anteriores, infectado hacía mucho, mucho tiempo, lleno de odio y envidia
hacia todos aquellos que triunfan. De por sí se entiende que todos esos sentimientos
se presentan aliñados con la más descarada susceptibilidad, la suspicacia más
delirante. Cabe preguntarse cómo se origina semejante amor propio, teniendo en
cuenta la absoluta insignificancia de esas personas tan lastimosas que por su propia
posición social deberían saber cuál es su puesto. Difícil pregunta. ¡Quién sabe si hay
excepciones y si una de ellas no será Fomá Fomich!
Y, en efecto, él es una excepción de la regla, lo que se verá más adelante. Cabe
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preguntar, sin embargo, si estáis seguros de que los resignados a reconocer su papel
de bufones, gorrones y aprovechados han renunciado a todo amor propio. No olvidéis
la envidia, los chismes, los soplones, las denuncias, los misteriosos susurros en
rincones ocultos que tenéis casi a vuestro alcance, sentados a vuestra mesa… Quién
sabe si en algunos de esos vagabundos, esos humillados por el destino, esos bufones e
histriones vuestros, siempre sometidos y despreciados, el amor propio no cobra
mayor fuerza a causa de esa misma humillación, por su papel de bufones e histriones,
por su sumisión obligada y humillante. Quién sabe si, al principio, un orgullo tan
deforme no es un falso sentimiento de dignidad propia, ofendida tal vez ya en la
infancia por la miseria, la opresión y el desprecio todavía en la casa paterna,
condenándolos a una vida errante.
Había dicho, además, que Fomá Fomich era una excepción de la regla general. Y
es verdad. En otros tiempos se había dedicado a la literatura, pero no tuvo éxito y
salió defraudado; la literatura es capaz de hundir a muchos, no sólo a Fomá Fomich
—cuando no es reconocida, naturalmente—. No lo sé, pero supongo que tampoco
antes de meterse a literato había conseguido nada en sus anteriores empresas, que
sólo había recibido papirotazos en lugar de salarios o, tal vez, algo peor. Entonces no
lo sabía, pero más tarde averigüé que en Moscú había escrito una novelita muy
parecida a las que se publicaban por decenas en los años treinta como, por ejemplo,
Liberación de Moscú, El atamán Bur, Hijos del amor o Los rusos en el año 1104 y
cosas así, que proporcionaban en aquellos tiempos un grato alimento al ingenio
burlón del barón Brambeus[1]. Todo ello ocurría, naturalmente, hace tiempo. Pero la
tentación del orgullo literario resulta a veces muy profunda e incurable, sobre todo
para las personas insignificantes y estúpidas. Fomá Fomich quedó defraudado desde
su primer intento literario, y ya entonces se incorporó definitivamente a la enorme
multitud de desengañados, de quienes provienen todos los vaticinadores, peregrinos y
beatos. A partir de aquello, pienso yo, nació en él la jactancia, la indecente necesidad
de ser alabado y distinguido, de ser objeto de admiración y de causar asombro. Ya
cuando oficiaba de bufón consiguió que un grupo de idiotas lo veneraran. En todas
partes necesitaba prevalecer sobre todos, profetizar, distinguirse de los demás y
alabarse. Si alguien no lo alababa, él mismo lo hacía. En Stepanchikovo, en casa de
mi tío, le oí decir cuando ya era el amo y absoluto profeta: «No estaré aquí mucho
tiempo con vosotros —dicho con voz misteriosa y grave—. No pertenezco a este
mundo. Arreglaré aquí las cosas, os enseñaré, educaré y después os diré adiós. Me iré
a Moscú y editaré una revista. Para oírme, asistirán a mis conferencias treinta mil
personas cada mes. Mi nombre será famoso y, entonces, ¡muy mal lo pasarán mis
enemigos!».
Pero mientras el genio se disponía a ser famoso, exigía recompensa inmediata. En
general es muy agradable recibir el pago adelantado y, sobre todo, en este caso. Sé
que había convencido a mi tío de que él, Fomá, estaba destinado a una gran proeza,
proeza reservada para él a la que lo obligaba un hombre con alas, que se le aparecía
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por las noches, o algo parecido. Decía que su deber era escribir una obra de
profundísimo significado, reconfortante, piadosa, que sería como un terremoto y
repercutiría en toda Rusia, y que cuando retumbase en toda Rusia, él, Fomá,
desdeñaría su gloria y se retiraría a un monasterio y, en las cuevas de Kiev, rezaría día
y noche por la felicidad de su patria. Todo eso sedujo a mi tío.
Imagínense ahora el efecto que esto habrá tenido en un Fomá, literato
desengañado, oprimido y abatido y, tal vez, apaleado, un Fomá secretamente
voluptuoso y soberbio, un Fomá bufón por un trozo de pan, un Fomá déspota en el
fondo a pesar de toda su anterior insignificancia y debilidad, un Fomá fanfarrón y
descarado; un Fomá de pronto lleno de gloria y fama, alabado y mimado por una
protectora idiota y un protector siempre conforme en cuya casa vivía al cabo de un
largo período ambulante… Al hablar del carácter del tío debo ser más explícito; si no
lo hago resultaría incomprensible el éxito de Fomá Fomich. Mientras tanto diré que
en Fomá se hizo real el siguiente proverbio: «Si lo sientas a la mesa, pondrá los pies
en ella». ¡Bien que recuperó el tiempo perdido! Un espíritu vil, una vez redimido de
la opresión, se vuelve él mismo opresor.
Fomá había sido oprimido y había sentido de inmediato la necesidad de oprimir;
se habían burlado de él y también él se burló de otros. Había sido bufón y él mismo
se rodeó de sus propios bufones. Se jactaba hasta lo absurdo, se emperraba en lo
imposible, exigía leche de pájaros, su tiranía carecía de límites y consiguió que las
buenas gentes, aun sin haber sido testigos de sus felonías, con sólo conocerlas, las
consideraran alucinaciones maléficas, se persignaran y escupieran.
He hablado ya de mi tío. Pero si no explico su maravilloso carácter (lo repito), no
se comprenderá la descarada entronización de Fomá Fomich en casa ajena; no se
comprenderá esta conversión del bufón en un gran personaje. Mi tío, bondadoso en
extremo, pese a su apariencia algo tosca era un hombre de refinada delicadeza, de
gran nobleza y valentía probada. Me sirvo de la palabra «valentía» con plena
seguridad: no había obstáculo para él si debía cumplir una obligación, un deber. Su
alma era pura como la de un niño, y a sus cuarenta años era realmente un niño, muy
expansivo, siempre alegre, que consideraba ángeles a todos, que se culpaba a sí
mismo de los defectos ajenos y exageraba las buenas cualidades de los demás, aun
donde no existían. Se lo podía incluir entre las personas nobles y castas que llegan a
avergonzarse de sospechar algo malo en los otros, y que se apresuran a dotarlos de
todas las virtudes, que se alegran de los éxitos ajenos y viven constantemente en un
mundo ideal; y si en ese mundo tiene lugar un fracaso se culpan ante todo a sí
mismos. Su vocación era sacrificarse por los demás.
Algunos lo habrían calificado de pusilánime, débil, falto de carácter. Es evidente
que era débil y demasiado blando de carácter, pero no por falta de firmeza sino por su
temor a ofender, a ser cruel, por exceso de respeto hacia los otros, hacia el ser
humano en general.
Diré de paso que era pusilánime y débil cuando se trataba de sus propios
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intereses, intereses que desdeñaba totalmente, por lo cual fue siempre objeto de
burlas, hasta por parte de aquellos por quienes los desdeñaba. Y digamos de paso que
jamás creyó que tuviera enemigos; sin embargo los tenía, aunque no se daba cuenta
de su existencia. Temía como al fuego oír ruidos y gritos en su casa; en esos casos
cedía de inmediato a todos y se sometía por una bonhomía tímida, por delicadeza:
«Bueno, pues que así sea», decía muy rápidamente, haciendo caso omiso de los
reproches que le hacían por su debilidad y connivencia: «¡Más vale… que todos estén
contentos y sean felices!». Ni falta hace decir que siempre estaba dispuesto a recibir
toda influencia honorable; es más: podía ocurrir que un hábil sinvergüenza lo
engañara fácilmente y lo hiciera participar en algún asunto turbio, presentándoselo
como algo muy decente. A menudo el tío confiaba en los demás y sus errores solían
ser frecuentes. Cuando, después de muchos sufrimientos, se convencía, por fin, de
que el hombre que lo había engañado era un bribón, se culpaba ante todo a sí mismo,
a nadie más.
Imagínense ahora que se instala de pronto en su apacible casa una idiota
caprichosa y loca, inseparable de otro idiota, su ídolo —que hasta aquel entonces
había temido únicamente a su general, pero que ahora ya no teme a nadie y hasta
siente la necesidad de ser recompensada por todo lo pasado—, una idiota a quien el
tío se consideraba obligado a venerar por el simple hecho de que era su madre.
Empezaron por convencerlo de que era bruto, impaciente, ignorante y, sobre todo, el
mayor de los egoístas. Lo curioso es que la vieja idiota se lo creía a pies juntillas.
Creo que Fomá Fomich también lo creía, por lo menos en parte. Convencieron al tío
de que el propio Dios Todopoderoso le había enviado a Fomá para salvar su alma,
apaciguar sus desenfrenadas pasiones y su vanidad; de que era orgulloso, jactancioso
de sus riquezas y capaz del pecado de reprocharle a Fomá Fomich que comiera su
pan…
—Yo, mi amigo, tengo la culpa de todo —solía decir a algunos de sus amigos,
dispuesto a tirarse de los pelos y a pedir perdón—. Hay que tener mucha delicadeza
con un hombre al que favoreces… Pero ¡qué digo!… Otra vez tergiverso las palabras;
no soy yo quien hace un favor, al contrario, es él quien me favorece viviendo en mi
casa, no yo a él… Me acusan de haber dicho que come a costa mía, yo no lo dije pero
quizá se me escapase algo semejante… Suele sucederme… Él es un hombre que ha
sufrido mucho: durante diez años, olvidando toda ofensa, cuidó de su amigo
enfermo… Merece ser recompensado… Y, además, sabe mucho… Es… ¡un escritor!
¡Un hombre cultísimo y de gran nobleza! En una palabra…
La imagen de Fomá, culto y desdichado, bufón de un señor caprichoso y cruel,
destrozaba de dolor e indignación el noble corazón de mi tío. Todas las
singularidades de Fomá, su vil proceder, mi tío los atribuía a sus padecimientos
pasados, a las humillaciones sufridas, a su rencor… En una palabra, un ser
dignísimo… En su alma tierna y noble había decidido que a una persona tan
castigada por el destino no se le podía exigir lo mismo que a un ser corriente. Además
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de perdonarlo, había que curar sus heridas con humildad, devolverle las fuerzas y
reconciliarlo con la humanidad. Una vez fijada esa tarea se entusiasmó tanto que
perdió completamente de vista que su nuevo amigo era una bestia lujuriosa, un
egoísta, un perezoso comodón y sólo eso. Creía sin reservas en la sapiencia y
genialidad de Fomá. Olvidé comentar que el tío veneraba las palabras «ciencia» o
«literatura» del modo más ingenuo y desinteresado, aunque él jamás había estudiado
nada.
Ésa era una de sus más importantes e inocentes singularidades.
—¡Está escribiendo! —Solía decir, andando de puntillas, a dos habitaciones de
distancia del despacho de Fomá Fomich—. No sé de qué se trata —añadía con aire
misterioso e importante—, pero ha de ser algo tan complicado como un raro brebaje,
lo digo en sentido figurado. Alguno lo comprenderá, pero nosotros, tú y yo, alelados
quedaremos… Creo que se trata de fuerzas productivas, me lo dijo él mismo. Tal vez
diga algo, casi puedo asegurarlo, de política. ¡Será famoso su nombre! Y entonces
también nosotros lo seremos. Él mismo, amigo, me lo dijo…
Sé que mi tío, por orden de Fomá, se vio obligado a cortar sus bellas barbas
rubias porque con ellas parecía un francés y demostraba poco amor a su patria. Poco
a poco Fomá empezó a intervenir en la administración de la hacienda, prodigando
sabios consejos de horribles consecuencias. Los campesinos no tardaron en
comprender de qué se trataba, quién era el verdadero amo, y se rascaban con fuerza el
cogote. Un día fui testigo de una conversación de Fomá con los campesinos. Confieso
que la escuché sin ser visto. Antes había oído decir a Fomá que le gustaba hablar con
el «listo mujik ruso». Fue a la era, les habló del trabajo en el campo, aunque no sabía
diferenciar la cebada del trigo, les habló cariñosamente de las sagradas obligaciones
del mujik hacia su señor, se refirió brevemente a la electricidad y a la división del
trabajo —temas totalmente desconocidos por él—, les explicó cómo se mueve la
tierra en torno al sol y, por fin, emocionado por su propia elocuencia, habló de los
ministros. Eso lo comprendí. Cuenta Pushkin que un papaíto procuraba que su hijo de
cuatro años aprendiese a decir «papaíto es tan valiente que el zar quiere mucho a mi
papaíto»… ¡Bien que necesitaba este papaíto de un oyente de cuatro años! Los
campesinos escuchaban siempre servilmente a Fomá Fomich.
—Y tú, padrecito —le preguntó de pronto un viejecito canoso llamado Arjip
Korotki, con el evidente propósito de halagarlo—, ¿recibías mucho salario del zar?
Pero a Fomá Fomich la pregunta le pareció familiar y no soportaba las
familiaridades.
—¿Y tú, merdoso, para qué quieres saberlo? —respondió, mirando con desprecio
al pobre mujik—. ¿Y para qué me alargas tu hocico? ¿Quieres que te lo escupa?
Fomá Fomich siempre hablaba así con el «listo mujik ruso».
—Padre nuestro —intervino otro mujik del mismo grupo—, somos unos
ignorantes. Tal vez tú seas comandante o coronel o tal vez excelencia, pero no
sabemos cómo llamarte.
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—¡Merdoso! —volvió a decir Fomá Fomich, pero ya más benévolo—. Hay
salarios y salarios, cabeza de mulo. Algunos son generales pero no reciben nada, eso
significa que no lo merecen, que el zar no los necesita. Yo, por ejemplo, cuando
servía al ministro cobraba veinte mil, pero no los cogía porque trabajaba para honrar
mi nombre, tenía mis propios bienes. Donaba mi salario a los centros de enseñanza y
a las víctimas del incendio de Kazán.
—¡Vaya! ¿Entonces fuiste tú, padrecito, quien reconstruyó Kazán? —preguntó
admirado el mujik.
En general los mujiks admiraban a Fomá Fomich.
—Sí, también yo participé —respondió Fomá como sin querer, como si le
fastidiara hablar «así» a una persona como «aquélla».
Con el tío la conversación con Fomá era distinta.
—¿Cómo era usted antes? —Decía por ejemplo Fomá Fomich, arrellanado en un
cómodo sillón después de una comida suculenta; y un criado de pie detrás del sillón
debía espantarle las moscas con una rama fresca de tilo—. ¿Cómo era usted antes de
que yo apareciese? Ahora, en cambio, sembré en usted una chispa de ese fuego
celestial que arde hoy en su alma. ¿Sembré o no sembré en usted esa chispa de fuego
celestial? Respóndame. ¿Sembré o no sembré en usted esa chispa?
Lo cierto es que Fomá Fomich no sabía ni él mismo el porqué de su pregunta. El
silencio y la confusión de mi tío inmediatamente lo exasperaron. Él, que había sido
siempre tan paciente y apocado, ahora estallaba como la pólvora ante cualquier
oposición. El silencio del tío le pareció ofensivo e insistió.
—Respóndame, ¿arde o no arde en usted esa chispa?
El tío, confuso, indeciso, no sabe qué responder.
—Me permito recordarle que estoy esperando —dice Fomá ofendido.
—Mais repondez donc, Yégorushka —interviene a su vez la generala,
encogiéndose de hombros.
—¿Le pregunto si arde o no en usted esa chispa? —Repite Fomá,
condescendiente, al tiempo que toma un bombón de la bombonera que, por orden de
la generala, siempre le ponen delante en la mesa.
—¡Te juro, por Dios, Fomá, que no lo sé! —Responde por fin el tío mirándolo
desesperado—. Algo así debe haber… Más vale que no me preguntes, a lo mejor digo
algo que esté de más…
—Muy bien. Según usted soy tan insignificante que no merezco respuesta. ¿No es
eso lo que quería decir? Bueno, pues que así sea, que yo no sea nadie.
—¡Pero si no es así, Fomá! ¿Cuándo dije eso?
—Eso es, precisamente, lo que quiso decir.
—¡Te juro que no!
—Bueno, entonces yo miento, según usted busco intencionadamente un pretexto
para reñir, y no importa que eso se junte a todas las demás ofensas, yo lo soportaré
todo…
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—Mais, mon fils… —gritó la generala asustada.
—¡Fomá Fomich, mamaíta! —Exclama el tío desesperado—. ¡Por Dios os juro
que no soy culpable!, tal vez sin querer se me haya escapado algo… No me mires así,
Fomá, soy un tonto, me doy cuenta de que lo soy, que a veces digo algo que no
corresponde a lo que quiero decir… Lo sé, Fomá, lo sé todo, no me lo digas más —y
continúa, agitando la mano—: he vivido cuarenta años, pero hasta que te conocí
pensaba siempre que era un hombre… pues… un hombre como se debe ser. Pero
hasta ahora no me había dado cuenta de que era más pecador que un chivo, un egoísta
de primera, ¡y con tantos pecados que es un milagro que la tierra me aguante!
—¡Sí, en efecto, es usted un egoísta! —Asiente Fomá Fomich satisfecho.
—Sí, ahora también yo comprendo que soy egoísta, pero eso se acabó. Me
corregiré, seré mejor.
—¡Dios lo quiera! —Resume Fomá Fomich, que suspira devotamente y se
levanta del sillón para dormir la siesta. Fomá Fomich suele descansar después de
comer.
Para terminar este capítulo, permitidme hablar de mis relaciones personales con
mi tío y explicar cómo me vi de pronto frente a frente con Fomá Fomich, metido, sin
saber cómo ni cuándo, en la vorágine de los más importantes sucesos que tuvieron
lugar en el bendito poblado de Stepanchikovo. Así pues, pondré fin a mi preámbulo y
pasaré directamente al relato.
Cuando quedé huérfano y solo en el mundo, mi tío sustituyó a mi padre, me
educó a su costa e hizo lo que no siempre hace el verdadero padre. Desde que me
llevó a su lado me encariñé con él; tenía entonces diez años y nos compenetramos
perfectamente. Juntos hicimos girar la peonza y robamos la cofia a una señora
anciana de mal genio que era pariente nuestra. Até de inmediato la cofia en la cola de
una cometa de papel que se perdió en las alturas. Pasados varios años vi a mi tío ya
en Petersburgo, donde yo acababa mis estudios, por él costeados. Aquella vez me
encariñé con él con todo el ardor de la juventud. Me sorprendió en su carácter una
nobleza auténtica, verídica, alegre e ingenua que a todos atraía. Al acabar mis
estudios viví algún tiempo en Petersburgo, totalmente libre y convencido —como
suele ocurrir a los más jóvenes—, de que dentro de poco haría algo digno de ser
admirado, grandioso. No quería abandonar Petersburgo, me escribía con mi tío con
poca frecuencia y casi siempre cuando necesitaba dinero, que él jamás me negaba.
Mientras tanto había oído a un criado del tío, de paso por Petersburgo, decir que en
Stepanchikovo ocurrían cosas sorprendentes.
Esos primeros rumores me interesaron y extrañaron. Escribí a mi tío con más
frecuencia, pero sus respuestas pecaban por ser, como siempre, extrañas y confusas y
en cada carta procuraba referirse únicamente a mis estudios científicos, decía que en
ese sentido esperaba de mí muchos éxitos y se enorgullecía de ellos. De pronto,
después de un silencio bastante largo, recibí de él una carta sorprendente, distinta de
todas las anteriores, llena de extrañas alusiones y de tal cúmulo de contradicciones
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que al principio no comprendí casi nada. Me di cuenta, sin embargo, que estaba muy
alarmado. Una sola cosa quedaba clara en esa carta: el tío me proponía seriamente,
casi me suplicaba, que me casara lo antes posible con una antigua pupila suya, hija de
un pobre funcionario provincial llamado Yezhévikin; la joven había estudiado en un
excelente centro de Moscú, costeado por él, y era en la actualidad la niñera de sus
hijos. Decía en su carta que la joven era muy desgraciada, que yo podía hacerla feliz,
que por mi parte sería un acto generoso, apelaba a la nobleza de mi corazón y
prometía darle una dote. Hablaba, sin embargo, de la dote con cierto misterioso temor
y terminaba la carta suplicándome que guardara en el más riguroso secreto todo
cuanto me había escrito.
La carta me sorprendió tanto que casi acabé mareándome. ¡No es de extrañar!
Semejante propuesta, hecha a un hombre joven como yo, apenas salido del cascarón,
no dejaría de impresionarme, aunque sólo fuera por mi romanticismo. ¡Había oído
decir, además, que la joven niñera era guapísima! Sin saber qué decisión tomar,
escribí de inmediato a mi tío anunciándole que salía para Stepanchikovo. Aunque con
la carta el tío me enviaba dinero para el viaje, permanecí en Petersburgo unas tres
semanas más, lleno de dudas y hasta de temor.
De pronto y por casualidad encontré en Petersburgo a un antiguo compañero de
mi tío, que regresaba del Cáucaso después de haberse detenido en Stepanchikovo. Era
un hombre sensato, de edad madura, solterón empedernido. Me habló con
indignación de Fomá Fomich y me contó detalles que yo ignoraba por completo. Me
dijo que Fomá Fomich y la generala se proponían casar a mi tío con una mujer más
que madura, casi desquiciada, de biografía más que extraña y una dote de medio
millón; que la generala la había convencido de que serían parientes y la había alojado
en su casa; que mi tío estaba desesperado pero que el medio millón de la dote
acabaría tal vez por convencerlo. Me contó también que tanto la generala como Fomá
Fomich, de mutuo acuerdo, perseguían a la pobre e indefensa niñera de los hijos del
tío y procuraban echarla de la casa valiéndose de todos los medios; temían, al parecer,
que el coronel se enamorase de ella, si es que no lo estaba ya. Estas últimas palabras
me sorprendieron. Pero el amigo de mi tío no podía o no quería darme más detalles.
Era parco en palabras y evitaba explicaciones y pormenores. Quedé perplejo. Las
noticias contradecían tanto la última carta de mi tío que decidí no perder más tiempo
y salir para Stepanchikovo no ya con el fin de consolar y ayudar a mi tío sino, dentro
de lo posible, para salvarlo, es decir, echar a Fomá, impedir la boda con la más que
madura y desquiciada doncella y, finalmente —puesto que mi conclusión final era
que el amor de mi tío no era sino un invento de Fomá—, hacer feliz a una joven
desgraciada pero interesante casándome con ella… y todo eso. Fui animándome poco
a poco y, como era joven y estaba ocioso, mis dudas cambiaron de rumbo: ardía en
deseos de realizar proezas y hazañas. Hasta tuve la impresión de que, con aquel noble
sacrificio, demostraría una extraordinaria magnanimidad haciendo feliz a una joven
encantadora e inocente. Recuerdo que durante el viaje me sentí muy ufano de mí
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mismo. Estábamos en julio, el sol brillaba esplendoroso y alrededor de mí se extendía
la infinita amplitud de los campos con el trigo casi maduro… ¡Llevaba tanto tiempo
recluido en Petersburgo que tenía la sensación de que sólo ahora veía la luz del día!
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El señor Bajchéiev
Me iba acercando al objetivo de mi viaje. Al pasar por B., un pequeño pueblo a unos
diez kilómetros de Stepanchikovo, tuve que detenerme en la herrería para reparar la
cubierta de una rueda delantera de mi carricoche, que se había roto. Reforzarla para
recorrer esos casi diez kilómetros no exigía mucho esfuerzo y decidí por ello no
moverme de la herrería hasta que acabaran su trabajo. Al salir de mi carricoche vi a
un señor grueso quien, como yo, se había visto obligado a detenerse para que le
arreglaran algo en su espléndida calesa. Llevaba ya más de una hora, en medio de un
calor insoportable, apremiando con impaciencia a los artesanos que se afanaban junto
a su magnífico coche. A primera vista, aquel señor enfadado me pareció un irascible
gruñón. Tendría unos cuarenta y cinco años, era de talla media, muy robusto, con el
rostro picado de viruela. Su grosor, las mejillas caídas y gruesas, su voluminosa nuez
de Adán, testimoniaban su placentera vida de terrateniente. Toda su figura tenía algo
de femenino que saltaba de inmediato a la vista. Su ropa era amplia, cómoda, pero
nada había en ella a la moda.
No comprendí tampoco la razón de su enfado conmigo, sobre todo teniendo en
cuenta que me veía por primera vez y aún no nos habíamos dirigido la palabra; lo
noté, apenas salí de mi carricoche, por su mirada aviesa. Yo, sin embargo, sentí un
gran deseo de conocerlo. Por lo que decían sus criados comprendí que venían de
Stepanchikovo, de la casa de mi tío; era la ocasión para preguntarle sobre muchas
cosas. Alcé un poco la visera y procuré, lo más amablemente que pude, comentar lo
molestas que suelen ser las demoras durante un viaje; pero el gordinflón, desdeñoso y
descontento, me miró de pies a cabeza, masculló algo ininteligible y me dio la
espalda. Aunque esa parte de su persona era sin duda digna de ser contemplada, no
cabía esperar ninguna conversación agradable.
—¡Grishka! ¡No gruñas por lo bajo si no quieres ser azotado!… —gritó de pronto
a su sirviente, como sin percatarse de lo dicho por mí.
El tal Grishka era un sirviente viejo y canoso, de chaquetón largo y larga barba
canosa. También él, a juzgar por ciertos gestos, estaba muy enfadado y mascullaba
algo con aire sombrío. No tardó mucho en surgir una explicación entre ambos.
—¡Conque vas a azotarme! ¡Chilla todavía más! —gruñó Grishka en voz tan alta
que fue oído por todos, aunque parecía hablar para sí, y se apartó indignado para
arreglar algo en la calesa.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? ¿Chillas todavía más?… ¡Qué insolencia! —gritó el
gordinflón súbitamente enrojecido.
—¿Por qué se enfurece usted tanto? ¡No se puede decir nada!
—¿Por qué me enfurezco? ¿Lo oyen? ¡Me gruñe, a mí, y yo no debo
enfurecerme!
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—¿Por qué voy a gruñir?
—¿Por qué?… Yo sé muy bien por qué: por haberme ido sin comer, eso es.
—A mí eso no me importa. Si no quiere comer, allá usted. No lo riño a usted;
hablaba con los herreros.
—¡Con los herreros!… ¿Y por qué los reñías?
—No era a ellos, sino al carruaje.
—¿Y al carruaje por qué?
—Por haberse averiado y que no lo vuelva a hacer.
—Al carruaje… No, es a mí a quien gruñías, y no al coche. Tú eres el culpable y
eres tú el que gruñe…
—Pero, señor, ¿a qué viene insistir tanto? ¡Déjeme ya en paz!
—¿Y por qué estuviste todo el camino callado como un pasmarote sin decirme
nada? ¡Otras veces hablas!
—Se me metió una mosca en la boca. Por eso no hablaba. ¿No querrá que le
cuente cuentos? Llévese para eso a Malania, la que sabe muchos cuentos, ya que
tanto le gustan.
El gordinflón abrió la boca para contestar, pero no encontró la respuesta adecuada
y guardó silencio. El criado, satisfecho de haber manifestado ante testigos su
dialéctica y su influencia sobre el señor, se dirigió a los obreros y les explicó algo,
dándose importancia.
Mis intentos de entablar amistad no cuajaban, sobre todo a causa de mi timidez.
Me ayudó una circunstancia imprevista. Un rostro somnoliento, sucio y despeinado,
se asomó por la ventanilla de un coche sin ruedas que desde tiempos inmemoriales
permanecía al lado de la herrería, esperando en vano ser reparado. La aparición
provocó una carcajada general. Me explicaron que el hombre de la ventanilla estaba
allí encerrado y ahora no podía salir. Se le había pasado el efecto de la borrachera y
pedía vanamente que lo sacaran; pidió también que alguien le trajera su herramienta.
Todo lo cual divertía enormemente a los presentes.
Hay seres a quienes divierten y hacen reír las cosas más extrañas: las muecas de
un mujik borracho, la caída de un hombre en la calle, la riña de dos mujeres, cosas de
esa índole les provocan una gracia y una risa inexplicables. El terrateniente
gordinflón pertenecía a ese género de personas. Poco a poco su fisonomía, sombría y
amenazadora, se fue volviendo alegre y cariñosa y terminó despejándose del todo.
—¡Pero si es Vasíliev! —exclamó—. ¿Cómo se metió allí?
—¡Sí, es Vasíliev, Stepán Aleksiéievich, Vasíliev! —Afirmaron muchas voces.
—Anduvo de juerga, señor —añadió un obrero entrado en años y delgado, de aire
pedante y severo, deseoso de ejercer la primacía entre los demás—. Anduvo de juerga
y lleva tres días con nosotros escondiéndose de su amo. Ahora pide un escoplo…
¿Para qué lo quieres ahora, cabeza de chorlito, o es que pretendes empeñar lo último
que te queda?
—¡Ay, Arjípushka! El dinero es como las palomas, viene volando y volando se
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va. ¡Soltadme por Dios! —Rogaba Vasíliev con voz fina y quebrada, asomando la
cabeza por la ventanilla.
—¡Estate quieto, estúpido! —le respondió Arjip—. Llevas tres días borracho.
Hoy te recogimos al amanecer, da gracias de que te hayamos escondido. Dijimos a
Matvéi Ílich que habías enfermado, que «han surgido en nuestro medio diversos
males».
De nuevo resonaron las risas.
—¿Dónde está mi escoplo?
—Lo tiene nuestro Zuya. ¡Qué pesado se pone con tanta bebida, Stepán
Aleksiéievich!
—¡Je, je, je! ¡Menudo bribón! Así es cómo trabajas en la ciudad. ¡Empeñas los
instrumentos! —exclamó el gordinflón, atragantándose de risa. Estaba contento y de
muy buen humor—. Un ebanista como él no se encuentra fácilmente en Moscú. Pero
siempre se lo ve así, al muy miserable —añadió, dirigiéndose inesperadamente a mí
—. Suéltalo, Arjip, tal vez necesite algo.
El amo fue obedecido, quitaron la barra con la que habían bloqueado la
portezuela del coche para reírse de él, y Vasíliev apareció a la vista de todos, sucio,
desgreñado, en harapos. El sol lo hizo parpadear, estornudó y se tambaleó. Se llevó la
mano a los ojos como visera y miró en tomo.
—¡Cuánta, cuánta gente! Y ni un bo… borracho… —dijo lentamente y con
tristeza, como reprochándose a sí mismo—. ¡Buenos días, hermanos! Os deseo un
buen nuevo día.
Otra vez rieron todos.
—¡El nuevo día! ¡Fíjate mejor en lo que ha pasado del día, hombre sin seso!
—¡Vaya cabeza que tienes!
—A mi modo de ver, con una hora basta para empezar a trabajar.
—¡Je, je, je! ¡Qué bien habla! —gritó el gordinflón riendo a más no poder, y de
nuevo me miró amistosamente—. Y no te da vergüenza, ¿eh, Vasíliev?
—¡Bebo de pena, señor, de pena! —respondió seriamente Vasíliev agitando la
mano, al parecer contento de poder hablar de su pena.
—¿De qué pena hablas, tonto?
—De una que jamás nadie pudo imaginar. Nos traspasan a Fomá Fomich.
—¿A quién? ¿Cuándo? —gritó el gordiflón nervioso.
Di un paso adelante: el asunto me atañía.
—Pues a todos los de Kapitónovka. Nuestro señor, el coronel, Dios le dé mucha
salud, quiere donar su dominio natal, Kapitónovka, setenta y cinco almas, a Fomá
Fomich. «Es para ti —le dice—, porque tú ahora nada tienes, Fomá Fomich, sólo dos
redes para pescar en el lago Ladoga, tus padres nada te dejaron, tu padre…» —seguía
hablando con ira Vasíliev, salpicando su relato con malévola rabia cada vez que se
refería a Fomá Fomich— «… tu padre, noble de pura casta del que nadie sabe quién
era ni de dónde procedía, vivía igual que tú, a costa de los señores, comía en la cocina
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por caridad, pero ahora te doy Kapitónovka, ya serás un terrateniente, un noble,
tendrás tus propios siervos, podrás descansar a gusto, ocupar un puesto que deja
vacante un noble…».
Pero Stepán Aleksiéievich ya no lo escuchaba. El efecto que le produjo el relato
semiebrio de Vasíliev fue extraordinario. Estaba tan irritado que se puso rojo, su nuez
de Adán se estremecía y sus ojitos se inyectaron de sangre. Me pareció que a punto
estaba de sufrir un ataque.
—¡Sólo eso faltaba! —pronunció casi ahogándose—. ¡El miserable Fomá
Fomich, de bufón a terrateniente! ¡Puff! ¡Así se hundan todos! ¡Eh, apuraos y acabad!
¡A casa!
—Permítame una pregunta —dije indeciso, adelantándome a él—. Acaba de
mencionar el nombre de Fomá Fomich, creo que se apellida Opiskin, si no me
equivoco. Es que yo… tengo razones especiales para interesarme en esa persona y me
agradaría saber si lo que ese buen hombre dice es digno de crédito, que su señor,
Yégor Ílich Rostañev, quiere regalarle una de sus aldeas; el asunto me interesa en
grado sumo y yo…
—Permita que le pregunte —me interrumpió el gordinflón— qué motivos tiene
para interesarse en esa persona, como usted la califica; para mí es un canalla
diabólico y es así como debe calificarse y no como persona. ¡Esa bestia no es persona
ni es nada, es algo hediondo, no persona!
Le expliqué que nada podía decirle sobre esa persona pero que yo era sobrino de
Yégor Ílich Rostañev y que mi nombre era Serguéi Aleksándrovich Tal y Cual.
—¿El que estudiaba ciencias? ¡Amigo mío! —exclamó el gordinflón con sincera
alegría—. ¡No sabe con qué impaciencia lo esperan! Acabo de estar en
Stepanchikovo; me fui sin terminar la comida, cuando servían el pudin. No pude
soportar más a Fomá y por culpa de ese maldito reñí con todos… ¡Qué encuentro!
Perdóneme, amigo, yo soy Stepán Aleksiéievich Bajchéiev y lo recuerdo así de
pequeño… ¡Quién iba a preverlo!… Permítame…
Y el gordinflón se abalanzó a besarme.
Pasados los primeros instantes de emoción, lo acosé a preguntas: la ocasión era
excelente.
—¿Pero quién es ese Fomá? ¿Cómo pudo hacerse dueño de la casa? ¿Por qué no
lo echan a patadas? Le confieso…
—¿Echarlo? ¿Está usted en sus cabales? Yégor Ílich anda de puntillas ante él. Un
día Fomá Fomich ordenó que en vez de jueves fuera miércoles. «¡No quiero que sea
jueves, sino miércoles!». Y en aquella semana hubo dos miércoles. No crea que
exagero, que me excedo, fue exactamente así… De verdad, una casa de locos…
—Lo he oído decir, pero le confieso…
—Le confieso, le confieso… ¿A qué viene repetirlo? ¿Y qué quiere confesar?
Más vale que me pregunte de qué selva salgo… La madre de Yégor Ílich, aunque es
una dama muy digna y además generala, creo que ha perdido el juicio, no puede vivir
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sin la niña de sus ojos, ese maldito Fomá. Es ella culpable de todo, ella lo metió en la
casa y él hizo que perdiera el juicio. Ella, aunque es una «Su Excelencia», ¡se casó
con el general Krajotkin a los cincuenta! Ni mencionar quisiera a Praskovia Ilínichna,
soltera a sus cuarenta años. Parece una gallina clueca, ¡harto estoy de ella! Lo único
que puedo decir es que pertenece al sexo femenino y que por ello se le debe respeto.
Como si no bastara, es tía de usted. ¡Puff! Sólo Aleksandra Yegórovna, la hija del
coronel, que no ha cumplido aún los dieciséis y es la más lista de todos, no respeta a
Fomá. Fue muy divertido oírla. Una señorita la mar de simpática. Claro que no lo
respeta. No olvide que ese Fomá fue el bufón del general Krajotkin y personificaba
ante él diversas fieras para tenerlo divertido. Y ese Don Nadie que antes era servidor,
ahora es el amo, de bufón pasa a gran señor. Y el coronel, su tío, venera al histrión
destituido más que a su padre, pone a ese canalla en un marco, rinde pleitesía a ese
pedigüeño… ¡Puff!
—Pero la pobreza no es un vicio… le confieso… permítame preguntarle si es
guapo, o inteligente…
—¿Fomá? ¡Como Adonis! —me respondió Bajchéiev con voz que temblaba de
rabia. (Mis preguntas parecían irritarlo y empezaba a mirarme con suspicacia.)—.
¡Toda una belleza! ¡Oídme buena gente: quiere verlo como un bello ejemplar
humano! Se parece, querido mío, a todas las fieras, si es verdad que lo quiere saber. Y
si al menos fuese ingenioso, si tuviese gracia el muy canalla, entonces, forzándome,
tal vez lo admitiría, pero carece de todo ingenio, creo que ha dado a todos algún
brebaje, ese alquimista. ¡Puff! Ya estoy cansado de hablar, mal rayo lo parta. Más
valdría que escupa y calle. Me ha puesto usted malo con tanta pregunta. ¡Eh,
vosotros!, ¿ya estáis?
—Hay que herrar de nuevo a Voronok —respondió sombríamente Grígori.
—¿A Voronok? ¡Te voy a dar yo un Voronok que te hará recordarme!… Sí, señor
mío, le puedo contar unas cosas que le dejarían con la boca abierta hasta el segundo
advenimiento… Antes también yo lo apreciaba, ¿me cree? Me arrepiento, me
arrepiento de ello, estaba tonto, también a mí me sedujo. Un sabelotodo, lo conoce
todo por dentro, las ciencias, me daba a beber unas gotas que casi me llevan al otro
mundo. Yo, amigo mío, soy hombre enfermo, obeso. Escúcheme y no hable, usted irá
y ya lo verá; acabará por hacer llorar al coronel lágrimas de sangre, pero ya será
tarde. En los alrededores todos están enfadados por el maldito Fomá, a todos ofende,
sea quien sea, a ninguno respeta, a todos quiere enseñar, predica a todos, se hace
moralista el muy pícaro. Presume de sabio, de ser el más listo y dice que sólo a él se
lo debe escuchar. «Soy —dice—, un sabio». ¡Y qué, si lo es! ¿Por el hecho de ser
sabio ha de destruir a quien no lo es? Y cuando empieza a mortificar con su sabia
lengua, blablablá blablablá, es incansable, dan ganas de cortársela y echarla al
estercolero, allí podrá hablar cuanto le dé la gana hasta que una corneja se la trague.
Es un fanfarrón presuntuoso. Se mete en cosas que no están al alcance de su cabeza.
Imagínese que se le ha ocurrido enseñar francés a los siervos. Dice que les conviene a
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los mujiks y a los criados. No me crea, si no quiere. ¡Maldito sinvergüenza! ¿Qué
necesidad tiene el mujik de conocer el francés? ¿Para qué, me quiere decir? ¿Para
bailar la mazurca con las señoritas y cortejar a las casadas? Para mí bastan unos vasos
de vodka para hablar en todos los idiomas. Ya ve el aprecio que le tengo al francés. A
lo mejor usted también lo habla: «¡ta-ta-ta!, ¡to-to-to!, con la gata el gato se casó» —
añadió Bajchéiev mirándome con desprecio e indignación—. Usted, amiguito, ha
estudiado, ¿verdad? ¿Se ha dedicado a las ciencias?
—Sí… Me interesan…
—Las habrá estudiado todas…
—Así es, mejor dicho no… le confieso que ahora me interesa más la observación.
Estuve todo el tiempo en Petersburgo y ahora tengo prisa por ir a ver a mi tío…
—¿Y quién le mete prisa? Más le valdría quedarse en su casa, si la tiene. Le diré,
no irá lejos con sus conocimientos y no hay tío que lo pueda ayudar, caerá en una
trampa. ¡En un solo día yo adelgacé, en esa casa! ¿Me lo cree? No, me doy cuenta de
que no me lo cree. Bueno, que así sea, no me crea y Dios lo bendiga.
—Por favor, le creo, pero no acabo de comprender —respondí, cada vez más
confuso.
—Sí, me cree, ¡pero quien no te cree soy yo! Todos los que habéis estudiado vais
de una cosa a otra. Os contentáis con saltar con un pie para pavonearos. No me
gustan, amiguito, las ciencias ni los científicos. Me tienen hasta el gorro. Tuve
ocasión de tratar a unos cuantos de Petersburgo, todos francmasones, no inspiran
confianza, predican el ateísmo, temen una copa de vodka, como si mordiese.
¡Maldición! Me ha enfadado usted, amiguito, y no tengo ganas de contarle nada. No
me ha contratado para que lo divierta con cuentos y ya tengo la lengua cansada. No se
puede criticar a todos y es, además, un pecado… Pero Fomá casi volvió loco a
Vidopliásov, el lacayo de tu tío…
—Pues yo a ese Vidopliásov —intervino de pronto Grígori, que escuchaba serio y
digno la conversación— no pararía de azotarlo. A fuerza de golpes le quitaría toda
esa tontería germánica del cuerpo, ¡tantos le daría que ni se podrían contar!
—¡A callar! —gritó de pronto Bajchéiev—. ¡Mantén cerrada la boca! Nadie habla
contigo.
—Vidopliásov… —comenté yo totalmente desconcertado y sin saber qué decir.
Vidopliásov… un apellido bien raro.
—¿Qué tiene de raro? ¡También usted lo dice! ¡Ay, los sabios, los sabios!
Perdí la paciencia.
—Perdone —dije—. ¿Por qué se enfada conmigo? ¿Qué culpa tengo? Le confieso
que llevo media hora escuchándolo y sigo sin saber de qué se trata…
—¿Y por qué, amiguito, se siente ofendido? —respondió el gordinflón—. No
tienes ningún motivo. Lo digo por cariño hacia ti. No te fijes en que sea un gritón y
haya reñido ahora a mi sirviente. Aunque mi Grishka sea un verdadero canalla, lo
quiero, al muy miserable. Me pierde la sensibilidad y el buen corazón y la culpa de
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todo la tiene Fomka. Le juro que acabará conmigo. Ahora, por ejemplo, llevo dos
horas tostándome al sol por culpa suya. Quise visitar al arcipreste mientras estos
memos se ocupaban de la reparación. Es muy buena persona el arcipreste de aquí,
pero disgustado con el Fomka de marras ni ganas tenía de ver al arcipreste. ¡Que se
vayan todos de paseo! ¡Ni siquiera hay una hostería decente! ¡Todos, unos
miserables! ¡No excluyo a ninguno! Y si al menos tuviera alguna categoría especial
—continuó Bajchéiev, volviendo a Fomá Fomich de quien, al parecer, no podía
liberarse—, entonces se lo podría perdonar, pero no tiene ninguna, sé con certeza que
no la tiene. Me ha contado que años ha, a eso de los cuarenta, fue castigado por
«decir la verdad» y que por eso debemos rendirle pleitesía, el diablo lo lleve. Si algo
lo disgusta, salta del asiento y chilla: «Aquí me ofenden —dice—, ofenden mi
pobreza, soy un pobre peregrino, me basta con un pedazo de pan negro». Nos
sentamos, aparece y comienza de nuevo a piar. «¿Por qué os habéis sentado a la mesa
sin mí? ¿Es que no hay respeto por mi persona?». En una palabra, ¡viva la juerga! Yo,
amigo mío, guardé silencio durante mucho tiempo; él se figuraba que le bailaría el
agua, pero ¡quiá! ¡Ridículas esperanzas! Cuando él iba yo volvía. Con Yégor Ílich
fuimos compañeros en el ejército, yo como cadete me retiré pronto y cuando el año
pasado vino de visita a mi propiedad habiéndose retirado con el grado de coronel, le
dije: «¡Tenga cuidado, no sea condescendiente con Fomá, acabará llorando!». «No —
me dijo—, es una persona excelente (¡eso me dijo de Fomá!). Lo considero amigo
mío y me enseña morigeración». Nada opuse a sus palabras. Si le enseñaba
morigeración, ya estábamos perdidos. Pero hoy, aunque le parezca mentira, empezó a
piar de nuevo. Mañana es la fiesta del profeta Ilia —el señor Bajchéiev se persignó
—, el onomástico de Iliusha, su hijo. Pensaba pasar el día con ellos, comer allí; había
comprado un juguete en la capital, mejor dicho, lo encargué por escrito: el juguete era
muy divertido, representaba a un alemán con resorte que besa la mano de su novia y
ella con un pañuelo se seca las lágrimas. Ahora tengo al alemán y su nariz partida en
el coche, me lo llevo a casa. También a Yégor Ílich le habría gustado pasarlo bien y
festejar al niño, pero Fomá lo ha prohibido: «¿Por qué se ocupan de Iliusha y a mí
ahora no me hacen ningún caso?». ¿Eh, qué le parece semejante faisán? ¡Tiene
envidia de un niño de ocho años! «Pues también yo quiero ser festejado, no importa
que sea la fiesta de Ilia, también será el día de Fomá». Lo miro y aguanto. Ahora
todos andan de puntillas y meditan susurrando qué hacer. ¿Felicitar a Fomá por el día
del profeta Ilia o no? Si no se lo felicita, puede sentirse ofendido, y si se lo felicita
puede creer que se burlan de él. ¡Maldición! Nos sentamos a comer… Pero tú,
amiguito, ¿me escuchas o no?
—¡Claro que sí, con mucho placer lo escucho porque gracias a usted ahora sé!…
y le confieso…
—¡Con gran placer, eso es! Bien sé de qué placer se trata… ¿No me lo dirás para
fastidiarme?
—¿Cómo para fastidiarlo? Al contrario. Además se expresa usted de manera tan
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original que hasta me gustaría anotar sus palabras.
—¿Qué quiere decir con eso de «anotar»? —me preguntó el señor Bajchéiev algo
asustado, mirándome con desconfianza.
—Bueno, quizás no las anote… lo digo por decir.
—¿No querrás granjearte mi confianza de algún modo?
—¿Qué entiende por «granjearte mi confianza»? —pregunté asombrado.
—Pues sí: ahora la ganas, yo te lo cuento todo como un imbécil y tú, después, me
describes en alguna obra.
Me apresuré a explicarle que yo no era así, pero él seguía mirándome con
suspicacia.
—¡Dices que no eres así! ¡Quién sabe! A lo mejor eres todavía peor. También
Fomá me amenazaba con escribir sobre mí y publicar lo escrito…
—Permítame… —lo interrumpí para cambiar de tema—. ¿Es verdad que mi tío
quiere casarse?
—¡Y qué importa si quiere! No estaría mal. Cásate si quieres, si estás tan loco, lo
malo no es eso, sino otra cosa… —añadió pensativo—. Hum, lo cierto es que no
puedo responderle con certeza. Hay muchas mujeres allí, como moscas alrededor de
un tarro de confitura, y vaya uno a saber cuál de ellas quiere casarse. Yo, amiguito, le
confieso que la mujer no me gusta. Es mentira cuando dicen que es un pecado que el
hombre viva solo, una vergüenza, que perjudica la salvación de su alma. Es cierto que
su tío está enamorado como un gato siberiano. No hablaré de eso, usted mismo lo
verá, lo malo es que tarda mucho en decidirse; teme decírselo a Fomá y también a su
vieja, que chillará, coceará y se la oirá en todo el distrito. La vieja defiende a Fomá,
dice que él se disgustará, que con una esposa en casa él no durará allí ni dos días, que
la esposa lo echará con sus propias manos y si no es tonta le dará tal fregado que no
hallará sitio donde meterse. Por ello Fomá brujulea juntamente con la mamita y
procuran seducirlo con la otra… ¿Por qué, amiguito, me interrumpes? Quería contarte
lo más importante y ¡me interrumpes! Soy mayor que tú e interrumpir a un viejo no
está nada bien…
Le pedí que me excusara.
—¡No te disculpes! Quería exponer a su juicio, señor mío, como hombre culto, la
ofensa que me infirió hoy. Emite tu juicio si eres buena persona. Nos sentamos a
comer y él, ya desde el principio, casi me devora con la vista; en ascuas estaba, de
pura rabia me habría ahogado en una cuchara de agua, ¡el muy víbora! No hay
hombre capaz de sentir tanto amor propio. Empezó a meterse conmigo, también a mí
quería enseñarme morigeración… «¿Por qué —me pregunta— está tan gordo?», y
venga a repetir: «¿Por qué no está delgado y es tan gordo?». Dígame, amiguito, ¿qué
le parece semejante pregunta? ¿Tiene algo de ingenioso? Le respondí con gran
sensatez: «Dios así lo quiso, Fomá Fomich: unos son gordos y otros delgados; contra
la providencia divina el hombre mortal nada puede hacer». ¿Qué le parece mi
respuesta? Sensata, ¿verdad? «No —me dice—, tú tienes quinientos siervos, vives sin
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hacer nada, a tu gusto, y no prestas ningún servicio a la patria, te pasas la vida metido
en casa tocando el acordeón». Y es cierto, cuando me siento triste me gusta tocar el
acordeón. Y vuelvo a decirle sensatamente: «¿Qué servicio puedo prestar, Fomá
Fomich, en qué uniforme puedo meter mi gordura? Si lo consigo, y por un azar
estornudo, volarían todos mis botones en presencia de las autoridades superiores y
Dios me ampare si no lo consideran un panfleto… ¿y qué pasaría entonces?».
Dígame, amiguito, si dije algo que provoque risa. Pues sí, se reían de mí, ja-ja-ja y ji-
ji-ji… y sin parar, olvidado por completo todo pudor… además se le ocurre
insultarme en dialecto francés, cochon, me llama. Pero yo comprendo lo que
significa: «Ah, maldito alquimista, pienso, ¿supones que soy sordo?». Aguanté
mucho, mucho, y ya cansado me levanté de la mesa y delante de toda la gente dije:
«He sido injusto contigo, Fomá Fomich, pensé que eras un hombre bien educado,
pero resultas ser un cerdo igual a todos», y salí del comedor cuando servían el pudin.
¡A la mismísima os vayáis todos, y también el pudin!
—Perdóneme —dije después de haber escuchado el relato del señor Bajchéiev—,
naturalmente, estoy de acuerdo con usted en todo, aunque no sé todavía lo
principal… Sin embargo, sobre esto tengo ahora unas ideas propias.
—¿Cuáles son esas ideas, amigo mío? —preguntó con desconfianza el señor
Bajchéiev.
—Verá —empecé a decir, algo confuso—, tal vez no sea muy oportuno decirlo
ahora, pero si insiste lo diré. Pienso que tal vez ambos estemos equivocados respecto
de Fomá Fomich; tal vez todas sus excentricidades oculten un ser particular, e incluso
talentoso. ¿Quién sabe? Quizá sea una persona destrozada por el sufrimiento, que se
venga de todos. He oído decir que antes fue una especie de bufón, ese oficio lo
humilló, lo ofendió, acabó con su dignidad… ¿comprende? Una persona sensible,
digna y convertida de pronto en bufón… Y pierde confianza en la humanidad y… y
quizá, si se logra que se reconcilie con la gente… tal vez se consiga que se convierta
en una persona de especial naturaleza… puede que muy notable y… y… algo tiene
ese hombre… ¿no le parece? Debe haber una causa que justifique su dominación
sobre los demás. ¿No lo cree?
Me daba cuenta de que me había excedido terriblemente. Podía perdonárseme por
ser joven, pero el señor Bajchéiev no me perdonó. Serio y severo me miraba
directamente a los ojos y, de repente, enrojeció como un pavo.
—¿Fomá, una persona notable? —preguntó con voz alterada.
—Escúcheme, ni yo mismo creo todo cuanto acabo de decir… no es más que una
suposición…
—¿Permite, amigo mío, que le pregunte si ha estudiado filosofía o no?
—¿En qué sentido? —pregunté perplejo.
—No me refiero al sentido, contésteme a la pregunta: ¿ha estudiado o no
filosofía?
—Le confieso que me propongo estudiarla, pero…
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—¡Es lo que pensaba! —gritó el señor Bajchéiev, dando rienda suelta a su
indignación—. Lo había adivinado, amiguito, antes de que usted abriera la boca. ¡A
mí no se me engaña! Huelo la presencia de un filósofo a tres kilómetros de distancia.
¡Bésese con su Fomá Fomich! ¡Ha encontrado un ser notable! ¡Puff! ¡Así se hunda
todo! Yo creía que era una persona bien intencionada, pero resulta… ¡trae el coche!
—gritó al cochero que ya estaba en el coche reparado—. ¡A casa!
Me costó mucho tranquilizarlo; tardó en trocar la ira en clemencia mientras se iba
sentando en su coche con ayuda de Arjip y Grígori, de aquel mismo Grígori que
había aleccionado a Vasíliev.
—Perdone la pregunta —dije acercándome a su coche—. ¿No piensa volver
nunca a la casa del tío?
—¿A la casa del tío? ¡Escúpale a quien se lo diga! ¿Usted cree que soy hombre
constante, que aguantaré? Pues no, mi pena y mi dolor es que soy un trapo ¡y no un
hombre! Antes de que pase una semana volveré allí. ¿Para qué? Pues mire, no sé para
qué, pero iré, volveré a reñir con Fomá. Y ésta es mi pena. Como castigo por mis
pecados el Señor me ha enviado a Fomá. Mi carácter es blando, de mujer, carezco de
constancia. Soy un cobarde total…
No obstante nos despedimos amigos, hasta me invitó a comer con él.
—¡Ven, amigo, almorzaremos juntos! Tengo un vodka recién llegado de Kiev y
mi cocinero aprendió el oficio en París. Te hará una comida de lujo y te chuparás los
dedos y terminarás por saludarlo como un gran personaje, el muy canalla. Es hombre
culto, pero hace tiempo que no lo azoto, está muy creído… Menos mal que usted me
lo hizo recordar… ¡Ven a verme! Lo habría invitado hoy, pero estoy muy débil, caído,
sin ánimos y me duelen las piernas. Soy hombre enfermo, fofo. Usted tal vez no me
crea… ¡Adiós, mi amigo! Ya es hora de que alce las velas. Su cochecito también está
reparado. Dígale a Fomá que procure no cruzar su camino con el mío: soy capaz, si lo
hace, de organizar un encuentro tan sentimental que…
No pude oír sus últimas palabras. La carroza enganchada a cuatro espléndidos
caballos arrancó en ese instante y desapareció entre nubes de polvo. Tomé asiento en
mi cochecito y nos dirigimos de inmediato a Stepanchikovo.
«Claro que ese señor exagera, sin duda —pensé—, está muy enfadado y no puede
ser imparcial. Sin embargo, es muy interesante lo que me ha contado del tío. Ya son
dos personas que dicen y aseguran su amor por esa joven… ¡Hum! ¿Me casaré o no
me casaré?». Esta vez medité muy seriamente.
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Mi tío
Confieso que iba algo asustado. No bien entré en el poblado mi sueño romántico me
pareció muy extraño, casi tonto. Eran alrededor de las cinco de la tarde. El camino
atravesaba el parque de la casa señorial. Volvía a ver, al cabo de muchos años, aquel
enorme parque donde habían transcurrido veloces esos felices días de mi infancia con
que había soñado muchas veces en los dormitorios de mis escuelas. Salté del coche y
me dirigí a la casa señorial, cruzando el parque.
Quería aparecer de pronto, sigilosamente, averiguarlo todo, conocer la situación y
antes que nada hablar en confianza con mi tío. Y así fue. Dejada atrás la avenida de
tilos centenarios, pasé a la terraza acristalada que daba acceso a las habitaciones
interiores. La terraza estaba rodeada de canteros de flores y adornada con macetas de
plantas preciosas. Allí encontré a un aborigen, mi viejo ayo Gávril, ahora ayuda de
cámara del tío. El viejo se había puesto gafas y sostenía en las manos un pequeño
cuaderno que leía con gran interés. Nos habíamos visto en Petersburgo, adonde tres
años atrás había ido con el tío, y me reconoció en el acto. Llorando de alegría se
abalanzó impetuoso a besar mis manos, y sus gafas cayeron al suelo. Me emocionó
mucho esa muestra de cariño, pero inquieto por la reciente conversación con el señor
Bajchéiev, me fijé en el sospechoso cuadernito que Gávril tenía en las manos.
—¿Es posible, Gávril, que también a ti te enseñen francés? —le pregunté.
—Sí, padrecito, a mi vejez, como si fuera un gorrión estornino —me respondió
tristemente.
—¿Es Fomá mismo tu maestro? —le pregunté.
—Él, padrecito, debe de ser un hombre listísimo, muy sabio.
—Ya lo creo, muy listo. ¿Os enseña conversando?
—Con un cuaderno, padrecito.
—¿El que llevas en la mano? ¡Ah, palabras francesas con letras rusas! ¡Qué
astuto! ¿No te da vergüenza, Gávril, hacer caso a un estúpido como él? —grité
olvidando en un instante mis benévolas suposiciones sobre Fomá Fomich por las que
hacía poco casi me peleo con el señor Bajchéiev.
—¿Cómo va a ser tonto —me respondió el viejo— un hombre que manda sobre
nuestros señores?
—¡Hum! Tal vez tengas razón, Gávril —mascullé sorprendido por esa
observación—. ¡Llévame a donde mi tío!
—Pero, padrecito, no puedo dejarme ver, no me atrevo. Hasta a él le tengo miedo.
Aquí estoy penando, y cuando él pasa me escondo tras el macizo de flores.
—¿Pero de qué tienes miedo?
—Es que la última vez no supe la lección y Fomá Fomich quiso ponerme de
rodillas, pero no lo obedecí. Ya soy viejo, Serguéi Aleksándrovich, para que jueguen
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así conmigo. El señor se enfadó conmigo por no hacer caso a Fomá Fomich. «Se
ocupa de instruirte —me dijo—, barba-gris impertinente, quiere que aprendas a
pronunciar bien». Y aquí me tiene estudiando los vocablos. Dijo que esta noche
volvería a examinarme.
Me pareció que en todo eso había algo muy raro. Alguna historia debía de haber
con eso del idioma francés, que el viejo no sabía explicarme.
—Dime, Gávril, ¿cómo es Fomá? ¿Alto, gallardo?
—¿Fomá Fomich? No, padrecito, es un hombrecito insignificante.
—Hum; tal vez todo se arregle, Gávril, te lo prometo. Pero… ¿dónde está mi tío?
—Detrás de las caballerizas hablando con los mujiks. Han venido los de
Kapitónovka para rogarle que no los traspase a Fomá Fomich. Vienen a implorárselo.
—¿Por qué detrás de las caballerizas?
—Tienen miedo, padrecito…
Encontré al tío detrás de las caballerizas, rodeado de mujiks que le hacían
profundas reverencias y le imploraban con fervor. El tío, acalorado, les explicaba
algo. Me acerqué y lo llamé. Se volvió y nos arrojamos el uno en brazos del otro.
Se alegró muchísimo de verme, su alegría llegaba al éxtasis. Me abrazaba, me
apretaba las manos… como si le hubieran devuelto a un hijo, liberado de un peligro
mortal, como si yo, con mi llegada, lo hubiese liberado también a él de un peligro
mortal y trajese conmigo la solución de todas sus dudas, la felicidad y la alegría para
toda su vida y para todos sus seres queridos. El tío nunca consentía ser feliz él solo.
Terminados los primeros transportes de alegría, comenzó de pronto a trajinar y acabó
cansado y totalmente desorientado. Me atosigó a preguntas, quiso llevarme de
inmediato al seno de su familia y allí nos dirigimos, pero cambió de parecer y pensó
que era mejor presentarme a los mujiks de Kapitónovka. Recuerdo que después se
puso a hablarme, no sé a raíz de qué, de un tal señor Korovkin, hombre extraordinario
a quien había encontrado hacía tres días en la carretera y a quien había invitado a su
casa. Esperaba su llegada con gran impaciencia. Después dejó de hablar de Korovkin
y me habló de otra cosa. Yo lo miraba con placer. Al responder a sus apresuradas
preguntas le dije que me gustaría dedicarme a las ciencias en lugar de entrar en el
funcionariado. No bien llegamos a ese tema, el tío frunció el ceño y su rostro expresó
mucha solemnidad. Al saber que últimamente me gustaba la mineralogía alzó la
cabeza y miró con orgullo en torno suyo, como si él fuese el descubridor y el autor,
sin ayuda ajena, de toda la mineralogía. Ya he dicho que el tío veneraba la palabra
«ciencia» sin ningún interés personal, sobre todo porque nada sabía de ciencias.
«Oye, Serguéi amigo, en el mundo hay gente que lo sabe todo, hasta lo más
íntimo —me había dicho un día brillándole de entusiasmo los ojos—. Estás con ellos,
los escuchas y, aunque sabes que tú nada comprendes, tu corazón está feliz. ¿Por qué?
Porque en todo cuanto dicen hay inteligencia, talento, utilidad, bienestar para todos.
Eso sí lo comprendo. Ahora viajo en tren, pero mi Iliusha, tal vez, vuele… También
el comercio, la industria, esas ramas, por así decir… o sea que… por muchas vueltas
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que le des… son de gran utilidad… ¿no es cierto? Son útiles».
Pero volvamos a nuestro encuentro.
—Espera, amigo mío, espera —empezó a decir frotándose las manos y con voz
atropellada—. Vas a conocer a un hombre excepcional, a un científico cuyo nombre
pasará a la historia. ¿Verdad que suena bien? «Pasará a la historia». Me lo explicó
Fomá… Te lo presentaré.
—¿Se refiere usted a Fomá Fomich?
—No, te hablo de Korovkin… También de Fomá.
Y, de pronto, por alguna razón, enrojeció; pareció confuso en cuanto mencioné a
Fomá.
—¿A qué ciencias se dedica, tiíto?
—¿Korovkin? A todas, querido, a todas en general, no puedo explicarte cuáles,
sólo sé que son ciencias. ¡Cómo habla de los ferrocarriles! Y, sabes —añadió en un
susurro, entornando con aire significativo el ojo derecho—, intercala también ideas
liberales. Lo noté cuando se refería a la felicidad familiar… Es una pena haber oído
poco (no tuve tiempo), si no te lo contaría todo seguido. Y, además, es un hombre de
altas virtudes morales. Lo invité a pasar unos días en casa y espero su llegada de un
momento a otro.
Mientras, los mujiks me miraban con la boca abierta y los ojos desorbitados,
como si yo fuera un milagro.
—Espere, tiíto —lo interrumpí—. Creo que mi presencia estorba a los mujiks.
Quieren decirle algo importante. ¿Qué quieren? Le confieso que sospecho algo y me
gustaría escucharlos…
El tío, sobresaltado, se puso nervioso y se agitó.
—¡Ah, sí! Me había olvidado. ¿Qué puedo hacer con ellos? Se les ha metido en la
cabeza que dejo a Fomá Fomich toda Kapitónovka, con todos ellos dentro; ¿te
acuerdas de Kapitónovka?, íbamos allí a pasear con tu finada tía Katia, ya atardecido.
«¡No queremos dejarte!», dicen. Bien me gustaría saber quién fue el primero en
decirlo.
—Entonces, tiíto, ¿no es cierto? ¿No deja Kapitónovka? —pregunté casi gritando
de entusiasmo.
—¡Ni se me había ocurrido! ¿A quién se lo oíste decir? Una vez se me escapó y
desde entonces anda de boca en boca. ¿Por qué no les gusta Fomá? Espera Serguéi, te
lo presentaré —añadió mirándome tímidamente, como si presintiese en mí a un
enemigo de Fomá Fomich—. Verás, es un hombre…
—¡No queremos a nadie que no sea usted! —Chillaron a coro todos los mujik—.
¡Vosotros sois nuestros padres y nosotros vuestros hijos!
—Escúcheme tiíto —le dije—. Todavía no conozco a Fomá Fomich, pero… oí
hablar de él. Le confieso que hoy me encontré con el señor Bajchéiev, pero tengo mis
propias ideas sobre toda esa cuestión. Despida a los mujiks y hablaremos usted y yo
sin testigos, a solas. Para eso he venido…
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—¡Eso es, eso es! —Me apoyó mi tío—. ¡Dejaremos que se vayan y después
hablaremos como amigos, estudiaremos a fondo la cuestión! Bueno —dijo a los
mujiks—, marcháos ahora, amigos míos. Y de ahora en adelante venid a verme
siempre que me necesitéis, a cualquier hora.
—Eres nuestro padre; y nosotros somos vuestros hijos, no nos entregues a Fomá
Fomich. ¡Todos los pobres te lo piden! —Gritaron una vez más los mujiks.
—¡Mira que sois tontos! Ya os dije que no lo haría.
—Es que, padrecito, acabará con nosotros con tanto estudio. Los de aquí bien
atormentados están.
—¿Será posible que también a vosotros os enseñe el idioma francés? —exclamé
casi asustado.
—No, padrecito, por ahora Dios fue misericordioso con nosotros, por ahora Dios
nos protege —respondió uno de los mujiks, un pelirrojo con una gran calva en la
nuca y una barbita larga, rala, cuneiforme, que se movía en todas las direcciones
cuando hablaba, como si viviera de vida propia—. Por ahora Dios está con nosotros.
—¿Y qué os enseña?
—Lo que nos enseña, señoría, a nuestro entender, es cómo comprar una caja de
oro para guardar una moneda de cobre.
—¿Qué significa guardar «una moneda de cobre»?
—¡Serguéi, es una calumnia! —exclamó el tío ruborizado y terriblemente confuso
—. ¡Esos tontos no han comprendido lo que les dijo! Habló por hablar… Nada tiene
que ver con eso la «moneda de cobre»… Y tú si no entiendes no debes hablar —
continúa el tío reprochándole al mujik—. ¡Han querido favorecerte y tú, imbécil, no
lo comprendes y gritas!
—¿Y qué hay, tiíto, con el francés?
—Les enseña la pronunciación, Serguéi, sólo eso —dijo el tío con una voz casi
suplicante—. Él mismo dijo que sólo la pronunciación… Además, detrás de todo eso
hay una historia especial, tú no la conoces y por ello no puedes juzgar. Mira, sobrino,
hay que profundizar en los hechos y después acusar… ¡Acusar es fácil!
—¡Y vosotros por qué permanecéis callados! —Casi grité a los mujiks con rabia
—. Debíais decirle claramente que así no, Fomá Fomich, así no se puede, no está
bien. ¿O es que no tenéis lengua?
—¿Dónde está el ratón que le puso el cascabel al gato, padrecito? «Ya te enseño
yo —me dijo—, mujik palurdo, a ser limpio y ordenado. ¿Por qué llevas una camisa
sucia?». Porque siempre está sudada, por eso. No vamos a cambiarla todos los días.
Por ser limpio no resucitarás, por ser sucio no reventarás.
—Pues hace poco fue a la era —intervino otro mujik alto y delgado, lleno de
remiendos, con unos laptis completamente desgastados, uno de esos mujiks que están
siempre descontentos y guardan como reserva alguna frase venenosa, maléfica; hasta
aquel momento había evitado mostrarse, escuchaba en tenebroso silencio con una
sonrisa amarga y astuta que no se le borraba del rostro—. Bajó a la era y preguntó:
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«¿Sabéis cuántos kilómetros hay hasta el sol?». ¡Cómo vamos a saberlo! No es un
saber para nosotros sino para los señores. «No, dice, tú eres un tonto, un patán, no
sabes lo que te conviene; yo, dice, soy astrólomo; conozco todas los planidas del
cielo».
—¿Y te dijo cuántos kilómetros hay hasta el sol? —intervino el tío, muy animado
y guiñándome alegremente el ojo, como diciendo: «¡No te pierdas lo que viene!».
—Sí, lo dijo, parece que muchos —respondió de mala gana el mujik, que no
esperaba la pregunta.
—Pero ¿cuántos dijo, cuántos?
—Su señoría lo sabe mejor, nosotros somos unos ignorantes.
—Yo, hermano, lo sé, pero ¿tú te acuerdas o no?
—Pues decía que habría varios cientos o miles. Muchos, según dijo. No bastarían
tres carros.
—Pues tenlo bien en cuenta, hermano. Tú creías, tal vez, que podrías alcanzarlo
con la mano. No, hermano, la tierra es redonda como una bola, ¿comprendes? —
siguió diciendo el tío, trazando con las manos una especie de globo.
El mujik sonrió amargamente.
—¡Sí, es como un globo! Está en el aire y así se mantiene y gira alrededor del sol
que permanece quieto, sólo parece que se mueva. ¡Ya ves qué cosas! ¡Y todo esto lo
descubrió el capitán Cook, el navegante!… ¡Ni el diablo lo sabe! —añadió
susurrando, dirigiéndose a mí—. Yo mismo, amigo, no sé nada… ¿Y tú, sabes —me
preguntó— cuánto hay hasta el sol?
—Lo sé, tiíto —respondí mirando sorprendido lo que pasaba—, pero pienso que
la ignorancia es como la suciedad, pero, por otro lado… enseñar astronomía a los
campesinos…
—¡Tienes razón, toda la razón, en efecto, es como la suciedad! —exclamó el tío
entusiasmado por mis palabras, que le parecieron extremadamente afortunadas—.
¡Un pensamiento muy noble! ¡Desaseo, negligencia! Siempre lo dije… es decir,
jamás lo dije, pero lo sentí. ¿Oís? —gritó a los mujiks—, ¡la ignorancia es igual al
desaseo, a la suciedad! Precisamente por eso Fomá quería enseñaros, quería
enseñaros lo que es bueno, lo que está bien. Es lo mismo que cualquier servicio
oficial, hermanos, cualquier rango oficial. ¡Eso es la ciencia! Bueno, bueno, amigos
míos. Id con Dios, yo estoy contento, contento…, estad tranquilos, no os abandonaré.
—¡Defiéndenos, padre querido!
—¡Permite que veamos la luz!
Y los mujiks se echaron a sus pies.
—¡Eso sí que es una tontería! A Dios y al zar podéis saludarlos así, pero a mí
no… Bueno, marchaos, portaos bien, mereced el cariño que se os da… bueno y eso
es todo… Verás —dijo de pronto dirigiéndose a mí no bien se fueron los mujiks,
radiante de alegría—, a los mujiks les gusta que los traten bien y no estaría de más
hacerles un regalito. ¿Qué te parece si les regalo algo, eh? ¿Qué piensas? Para
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celebrar que hayas venido… ¿Les regalo algo o no?
—Por lo que veo, tiíto, es usted un hombre dadivoso, un bienhechor.
—Es preciso, amigo mío, es preciso, no es nada. Ya hace tiempo que quería
regalarles algo —dijo como disculpándose—. ¿A ti te divirtió que yo enseñara
ciencias a los mujiks? Eso, amigo, fue por la alegría de verte, Serguéi. Quería
simplemente que el mujik supiera cuánto hay hasta el sol y quedara con la boca
abierta. Fue divertido verlo cuando lo supo… se alegra uno mismo, por decirlo así.
Pero cuidado, amigo mío, no vayas a decir allí, en el salón, que estuve hablando aquí
con los mujiks. Les di cita a propósito detrás de las caballerizas, para que nadie me
viera. No podía obrar de otro modo, el asunto era peliagudo y ellos se presentaron en
secreto. Lo hice sobre todo por ellos…
—Y bien, tío, ya me tiene aquí —empecé a decir cambiando de tema y con gran
deseo de llegar a lo principal lo antes posible—. Le confieso que su carta me
sorprendió tanto que yo…
—¡Amigo, ni una palabra de eso! —me interrumpió el tío como asustado,
bajando el tono de voz—, después, después todo se aclarará. Yo, tal vez, no haya
obrado bien contigo, quizá muy mal, pero…
—¿Conmigo?
—¡Después, sobrino mío, después, después! Todo tendrá su explicación. Pero qué
bien te veo, ¡qué buen mozo! ¡Querido mío! ¡Con qué impaciencia te esperaba!
Quería contarte… tú eres sabio, eres el único que tengo, tú y Korovkin. Quiero que
sepas que aquí todos están enfadados contigo. ¡Ten cuidado, no me falles!
—¿Conmigo? —pregunté sorprendido, mirando al tío sin comprender cómo
podían estar enfadadas conmigo personas por mí desconocidas—. ¿Conmigo?
—Sí, querido amigo, ¡contigo! ¡Qué le vamos a hacer! Un poco de culpa… la
tiene… Fomá Fomich… y también mamita, que lo sigue en todo. Sé precavido,
respetuoso, cortés, no contradigas y, sobre todo, respetuoso…
—¿Ante Fomá Fomich, tiíto?
—¡Qué le vamos a hacer, Serguéi! Yo no lo defiendo. Reconozco que es un
hombre que tal vez tenga defectos, particularmente ahora, en este mismo minuto…
¡Ah, hermano, si supieras cómo todo eso me preocupa! ¡Todo podría arreglarse, todos
podríamos estar contentos y ser felices!… Aunque, ¿quién no tiene defectos?
¡Tampoco nosotros somos perfectos!
—¡Pero, tío, por favor, fíjese en lo que este hombre está haciendo!…
—¡Eh, Serguéi! Todo eso son pequeñeces y nada más. Mira, te cuento, ahora está
enfadado conmigo y ¿sabes por qué?… Aunque yo tal vez tenga la culpa. Es mejor
que te lo cuente después…
—Mire, tiíto, acerca de eso tengo mi propia idea —lo interrumpí, presuroso por
explicársela. Los dos parecíamos tener prisa—. En primer lugar, él fue bufón: esto lo
disgustó, lo abrumó y ofendió su ideal; se convirtió en un ser airado, enfermizo, con
ánimo de vengarse de toda la humanidad… Pero si conseguimos reconciliarlo con los
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hombres, si conseguimos que vuelva a sí mismo…
—¡Eso, precisamente, eso es! —gritó el tío entusiasmado—. ¡Así es! ¡Una idea
nobilísima! ¡Condenarlo sería vil, ruin! ¡Eso es!… ¡Ah, amigo querido, tú me
comprendes! ¡Me tranquilizas! ¡Con tal de que se arregle lo otro! Sabes, tengo hasta
miedo de ir allí. Tú has venido, ¡y se meterán conmigo, ya verás!
—Tiíto, si es por eso… —Dije confuso, al oírlo.
—¡No, no, no! ¡Por nada del mundo! —gritó sujetando mis manos—. Eres mi
huésped y yo así lo quiero.
Cuanto oía me dejaba más y más perplejo.
—Dígame ya, ahora mismo, ¿para qué me ha llamado? —Dije enérgicamente—,
¿qué espera de mí? Y, sobre todo, ¿por qué se siente culpable ante mí?
—¡Más vale que ni me lo preguntes!, ¡después, después! ¡Todo eso se explicará
después! Yo tal vez sea culpable de muchas cosas, pero quería obrar como un ser
honrado y… y… ¡tú te casarás con ella! ¡Te casarás con ella, si es que te queda una
gota de nobleza! —añadió enrojeciendo de pronto a causa de un súbito sentimiento,
mientras estrechaba mi mano con fuerza y entusiasmo—. ¡Basta ya, ni una palabra
más! Pronto lo sabrás todo. De ti dependerá… Lo más importante es que gustes allí
dentro, que impresiones. Es importante que no te azores.
—Escuche, tiíto, ¿quiénes son los invitados? He frecuentado tan poco la sociedad
que…
—¿Qué?, ¿tienes miedo? —me interrumpió el tío sonriendo—. ¡No importa!
¡Todos son de confianza, anímate! ¡Anímate y no temas! No sé por qué, pero temo
por ti. ¿Me preguntas quiénes son? Sí, quiénes… Pues en primer lugar mi madre —
empezó a decir muy rápidamente—. ¿Te acuerdas de ella o no? Una viejecita
buenísima, nobilísima, sin pretensiones cabe decir; algo anticuada, pero así es mejor.
A veces, sabes, dice algo irreal; ahora está enfadada conmigo, pero la culpa es mía…
¡Sé que lo es! Además es lo que se llama una grande dame, una generala… Su marido
fue una persona excelente; era un general cultísimo, no dejó ninguna herencia pero
sufrió numerosas heridas, en una palabra, respetado por todos. Luego la joven
Perepelítsina. Ella… no sé… últimamente… su carácter cambió… Pero no es cosa de
condenar a todos… Allá Dios con ella… No creas que es una gorrona cualquiera, es
hija de un teniente coronel. Gran amiga y confidente de mi madre. Después, querido
amigo, mi hermana, la tía Praskovia Ilínichna. De ella poco puedo decirte, es sencilla,
buena, siempre ajetreada, ¡pero con un corazón de oro! (tú juzga a la gente más que
nada por el corazón), un poco entrada en años, pero creo que ese tonto de Bajchéiev
parece que la pretende. ¡Calla, es un secreto! Bueno, de la familia creo que ya están
todos; de los niños no te hablo, los verás tú mismo. Iliusha celebra mañana su
onomástico… Y casi se me olvidaba mencionar a Iván Ivánovich Mizínchikov, que
lleva con nosotros casi todo un mes, y viene a ser primo tuyo en tercer grado, según
parece, sí, en tercer grado, efectivamente; hace poco se retiró del ejército, teniente de
húsares; es joven. Un ser nobilísimo, pero arruinado, no sé cómo alcanzó a perderlo
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todo; es cierto que casi no tenía nada, pero dilapidó todo, se metió en deudas… Ahora
está de invitado. Hasta la fecha no lo conocía; vino por sí mismo, se presentó. Es
simpático, bueno, respetuoso. Creo que nunca nadie aquí lo oyó hablar. Siempre está
callado. Fomá, para burlarse, lo llama «el desconocido silencioso», pero él no se
enfada. Fomá está contento con él, dice que no es muy inteligente. Claro, Iván en
nada lo contradice y siempre lo apoya. ¡Hum! Es un apocado… Allá Dios con él, ya
lo verás. Hay también invitados del lugar. Pável Semiónovich Obnoskin con su
madre; es joven, pero de extraordinaria inteligencia, maduro, inmutable… No puedo
expresarlo y, además, de una moral excelente, severa. Y finalmente tenemos otra
invitada, se llama Tatiana Ivánovna, tal vez una parienta lejana, no la conoces, una
señorita ya entrada en años, debo confesarlo, pero… tiene su encanto, es muy rica,
amiguito, podría comprarse dos Stepanchikovos, si quisiera, hace poco lo heredó
todo, antes lo pasaba mal. Ten cuidado con ella, Serguéi, es muy sensible, hay algo
fantasmagórico en su carácter. Tú, que eres tan noble, lo comprenderás, lo había
pasado mal. Hay que tener el doble de cuidado con alguien que antes lo pasó mal. No
se te ocurra pensar no sé qué. Claro que padece ciertas debilidades, a veces se
precipita, dice cosas que no vienen a cuento, quiero decir, no miente, no lo
imagines… todo cuanto dice proviene de un corazón puro, noble; es decir, si dice
alguna mentira la dice por un exceso de nobleza espiritual, ¿comprendes?
Se me figuró que el tío estaba terriblemente azorado.
—Dígame, tiíto —pregunté—, yo le tengo tanto cariño… perdóneme que le
pregunte… ¿se piensa casar con alguien aquí?
—¿A quién se lo oíste decir? —me respondió, poniéndose colorado como un niño
—. Pues, mira, querido mío, te lo diré todo: primero, no me caso. Mamita, y también
la hermanita y, sobre todo, Fomá Fomich, a quien mi mamita adora y merecido lo
tiene, hizo mucho por ella, todos quieren que me case con esa Tatiana Ivánovna
porque es conveniente para toda la familia. Por supuesto que piensan en mi bien, lo
comprendo, pero no me casaré por mucho que insistan, me lo tengo prometido. No
obstante, todavía no supe decir abiertamente ni sí ni no. Eso, amigo, suele pasarme
siempre. Ellos creyeron que estaba de acuerdo e insisten en que mañana, para
conmemorar la fiesta familiar… me le declare… y por ello se ha armado tanto jaleo
que ni sé qué hacer. Además, no sé por qué Fomá Fomich se ha enfadado conmigo, y
también mamita. Te confieso que sólo te esperaba a ti y a Korovkin… quería
desahogarme, por así decirlo…
—¿Qué ayuda puede prestarle Korovkin en este caso, tiíto?
—Puede, amigo mío, puede, es un hombre de valía; en una palabra, un científico.
Confío en él como en una montaña de piedra, alguien que puede con todo. ¡Cómo
habla de la felicidad conyugal! La verdad es que también confiaba en ti, pensaba que
los harías razonar. Juzga por ti mismo: admitamos que soy culpable, realmente
culpable, lo comprendo, no soy insensible. Sin embargo, ¡también a mí se me puede
perdonar alguna vez! ¡Qué bien viviríamos entonces!… ¡Si vieras, amigo Serguéi,
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cómo ha crecido mi Sáshurka, ya se podría casar! ¡Y cómo está Iliusha! Mañana es su
onomástico. Sabes, tengo miedo por Sáshurka, eso sí…
—¿Dónde está mi maleta, tío? Cambiaré de ropa y me presentaré luego, y
entonces…
—En el ático, amigo mío, está en el ático. Decidí ya de antemano que te llevaran
allí en cuanto llegaras, para que nadie te viera. Muy bien, cámbiate de ropa. Está muy
bien, ¡magnífico, magnífico! Y yo, mientras tanto, los iré preparando de a poco. ¡Ve
con Dios! Oye, amigo mío, hay que ser astuto. Lo quieras o no, te conviertes en un
Talleyrand. Pero ¡qué importa! Ahora están tomando el té. En casa se sirve pronto. A
Fomá Fomich le gusta tomarlo apenas despierta; y hasta es mejor, ¿sabes?… Bueno,
me voy, y tú ven enseguida, no me dejes solo: me siento incómodo estando solo…
¡Sí, espera!, te ruego que no me grites como hace poco me gritaste aquí, ¿eh? Si
después me quieres decir algo, lo haces aquí, a solas, y mientras tanto aguántate y
espera. Sabes, ya la hice buena allí. Están enfadados…
—Mire, tiíto, de todo cuanto he oído y visto me parece que usted es…
—¡Un blandengue! Dilo, dilo, no te cortes —dijo de pronto, interrumpiéndome
—. ¡Qué le vamos a hacer! Yo mismo lo sé. Entonces, ¿vendrás? ¡Cuanto antes, por
favor!
Subí al ático y abrí rápidamente la maleta, recordando la orden del tío de bajar lo
antes posible. Mientras me vestía pensé que no me había enterado de casi nada de lo
que quería saber, aunque había hablado con el tío toda una hora. Me sorprendió. Sólo
tenía claro que el tío seguía insistiendo en que me casara; por consiguiente, todos los
rumores contrarios, que aducían que mi tío estaba enamorado de aquella misma
persona, eran impropios. Recuerdo que me sentí muy alarmado. Se me ocurrió pensar
que, debido a mi llegada y mi silencio ante el tío, casi me había comprometido, le
había dado seguridades, estaba atado para siempre. «No es difícil —pensaba—, no es
difícil dar la palabra por algo que después te ate para siempre de pies y manos. ¡Y ni
siquiera he visto a la novia!». Además, ¿por qué toda la familia estaría en mi contra?
¿Por qué, como asegura el tío, han de ver con hostilidad mi llegada? ¡Y qué extraño
papel el del tío en su propia casa! ¿Por qué tanto sigilo? ¿Por qué tanta preocupación
y temor? Todo me pareció de pronto tan absurdo que se me olvidaron por completo
los sueños románticos y heroicos al primer contacto con la realidad. Sólo habiendo
conversado con el tío pude ver de golpe toda la incoherencia, la excentricidad de su
propuesta y también que semejante proposición, en las circunstancias descritas, sólo
el tío podía hacerla. Comprendí también que, precipitándome entusiasmado por su
sugerencia no bien me llegó su primera palabra, debí parecer estúpido. Me vestía
apresuradamente, tan lleno de dudas que ni noté la presencia de un lacayo que me
atendía.
—¿Prefiere el señor ponerse la corbata color adelaida[2] o bien esta otra de
cuadros pequeños? —preguntó el ayuda de cámara dirigiéndose a mí con una cortesía
excepcionalmente refinada y meliflua.
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Lo miré y me pareció que también él merecía mi curiosidad. Todavía joven, iba
muy bien vestido para un lacayo, a la altura de cualquier petimetre de provincias. Era
evidente que su casaca marrón, sus pantalones blancos, su chaleco pajizo, sus medio-
botines charolados y su corbata rosada, habían sido elegidos intencionadamente.
Todo estaba destinado a que se fijaran en su gusto refinado. Y la cadena que sujetaba
el reloj saltaba a la vista seguramente con el mismo objetivo. Su rostro, pálido, tendía
al verdoso; la nariz, grande, encorvada, delgada, de extraordinaria blancura, parecía
de porcelana. La sonrisa de sus delgados labios expresaba cierta melancolía, pero una
melancolía refinada. Los ojos grandes, abombados y cristalinos, inexpresivos, de un
mirar extraordinariamente romo, desprendían sin embargo un brillo refinado.
También por refinamiento, llevaba las orejas, delgadas y suaves, tapadas con
algodones. Sus cabellos, largos, de un rubio blanquecino y ralos, estaban rizados en
bucles y untados de pomada. Sus pequeñas manos blancas estaban limpitas, diríase
que lavadas en agua perfumada; los dedos terminaban en unas uñas rosadas,
larguísimas y elegantes. Se veía en él a un ser mimado, presuntuoso y señorito.
Ceceaba al hablar y, siguiendo la moda, no pronunciaba bien las «r», alzaba y bajaba
la vista, suspiraba y se daba aires de increíble afectación. Olía a perfume. De estatura
menuda, tenía un aspecto flácido y débil y su caminar parecía una reverencia, lo cual
debía de considerarlo el máximo de lo refinado; de hecho, todo él parecía nutrido de
refinamiento, sutileza y un extraordinario sentimiento de su propia dignidad. Esto
último, ignoro el motivo, no me gustó nada.
—¿Entonces esta corbata es de color adelaida? —pregunté, mirando severamente
al joven lacayo.
—De color adelaida —me respondió con su inmutable refinamiento.
—¿Y no existe el color agrafena?
—No, señor, ese color no existe ni puede existir.
—¿Y eso por qué?
—El nombre de agrafena no es decente.
—¿No es decente? ¿Por qué?
—Se sabe que Adelaida es, al menos, un nombre extranjero, noble; pero Agrafena
puede ser cualquier mujeruca de pueblo.
—¿Es que te has vuelto loco?
—Nada de eso, estoy bien cuerdo. Claro está, de usted depende calificarme como
quiera; pero muchos generales y hasta ciertos condes de la capital estaban contentos
de mi conversación.
—¿Cómo te llamas?
—Vidopliásov.
—¿Así que tú eres Vidopliásov?
—Así es, señor.
—Espera, querido amigo, también a ti te conoceré.
«Parece una casa de locos», pensé, bajando las escaleras.
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A la hora del té
La habitación del té era la que daba a la terraza donde esa tarde me había encontrado
con Gávril. Estaba muy inquieto por las palabras del tío respecto a la acogida que me
esperaba. El amor propio de los jóvenes siempre peca por exceso y es algo cobarde,
por eso pasé tan mal rato cuando, al trasponer la puerta y ver a todo el grupo sentado
a la mesa, tropecé con la alfombra, vacilé y volé hasta el centro de la habitación
salvando el equilibrio. Me azoré como si de golpe hubiera perdido mi porvenir, el
honor y mi buen nombre; me quedé inmóvil y mudo mirando a los presentes, rojo
como un tomate. Recuerdo este hecho, en sí insignificante, porque tuvo una
extraordinaria influencia en mi ánimo durante todo el día y, por consiguiente, en mi
relación con algunos de los personajes de mi relato. Intenté una reverencia, no lo
logré del todo, enrojecí todavía más, me lancé hacia mi tío y lo tomé de una mano.
—¡Hola, tiíto! —Dije casi ahogándome, intentando decir otra cosa más ingeniosa
pero, para mi sorpresa, sin que me saliera más que ese «hola».
—¡Hola, hola, sobrino! —respondió mi tío sufriendo por mí—. Ya nos habíamos
saludado, sabes. No te azores, por favor —añadió en un susurro—. Eso le puede
ocurrir a cualquiera, vaya si puede. ¡Uno desearía que se lo trague la tierra!… Y
ahora, mamita, permítame que le presente a nuestro joven, está un poco azorado pero
a usted seguramente le caerá bien. Mi sobrino, Serguéi Aleksándrovich —añadió,
dirigiéndose a todo el grupo.
Antes de proseguir, amable lector, permítame que le presente a todos los
miembros de la compañía en la que súbitamente me encontré. Es necesario para la
secuencia ordenada del relato.
Había varias damas pero sólo dos hombres, sin contarme a mí y a mi tío. Fomá
Fomich, a quien tanto deseaba ver y que, como ya lo sospechaba, era el dueño
absoluto de la casa, no estaba; brillaba por su ausencia y diríase que se había llevado
consigo toda la luz de la habitación. Los comensales parecían tristes y preocupados,
se notaba a primera vista: por confuso y molesto que yo mismo me sintiera en ese
instante, me di cuenta de que el tío, por ejemplo, estaba tan molesto como yo, si bien
bajo una aparente desenvoltura se esforzaba por ocultar su preocupación. Una pesada
piedra le oprimía el corazón. Uno de los dos hombres presentes, un joven de unos
veinticinco años, era el Obnoskin del que el tío me había hablado esa tarde, de quien
tanto había alabado la inteligencia y la moralidad. No me gustó nada: todo en él
denotaba una ostentación barata y de mal gusto; su traje, a pesar del chic, se veía
ajado y vulgar —y algo de eso se destacaba en su rostro. El bigote rubiáceo, delgado
como los de una cucaracha, y la poco afortunada barbita desigual, querían demostrar
que era persona independiente, quizá liberal. Sonreía con fingida malicia y fruncía sin
cesar los ojos, se engaritaba en su silla y me miraba con sus quevedos; en cuanto me
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volvía hacia él, dejaba caer las gafas y parecía amedrentado. El otro caballero,
también joven, de unos veintiocho años, era mi primo lejano Mizínchikov. Era muy
silencioso y durante la hora que duró el té no dijo nada ni rió cuando reían los demás;
pero no observé en él ese «apocamiento» que había detectado el tío; por el contrario,
la mirada de sus ojos castaño-claros denotaba decisión y fuerza de carácter.
Mizínchikov era moreno y bastante guapo, de cabellos negros; iba correctamente
vestido— a costa del tío, como supe después.
La primera dama que distinguí, por su rostro anémico y maligno, fue la joven
Perepelítsina. Sentada cerca de la generala —de quien hablaré con detalle más
adelante—, no a su lado sino un poco detrás, por deferencia, se inclinaba
constantemente y susurraba algo al oído de su protectora. Dos o tres gorronas
entradas en años, sentadas en absoluto silencio junto a una ventana, esperaban su taza
de té mirando con ojos desorbitados a la madrecita generala. En particular despertó
mi interés una señora gruesa de unos cincuenta años, desbordada de grasa, vestida
con notable falta de gusto, pintarrajeada y casi sin dientes (en cuyo lugar se veían
unos raigones rotos y ennegrecidos); todo lo cual no le impedía presumir, seguir la
moda y hasta coquetear. De su cuello colgaban numerosas cadenitas y, como
Obnoskin, me miraba sin cesar con sus quevedos: era su madre. Mi tía, Praskovia
Ilínichna, persona humilde y cariñosa, servía el té. Parecía evidente que le habría
gustado abrazarme, al cabo de tan larga ausencia y, claro está, echarse después a
llorar, pero no se atrevía. Todo aquí, al parecer, estaba muy controlado. A su lado vi a
una preciosa niña de quince años, que me miraba, curiosa, con sus ojitos negros. Era
mi prima Sasheñka. Finalmente, la que más se destacaba entre todas era una dama
muy extraña, vestida muy llamativamente para su edad: debía de tener al menos
treinta y cinco años. De rostro delgado, pálido y marchito pero muy animado, sus
mejillas descoloridas se cubrían, a la menor emoción y el menor gesto, de un intenso
rubor. Y sus emociones eran constantes, daba mil vueltas en su silla, parecía incapaz
de estarse quieta. Me miraba con ávida curiosidad y se inclinaba sin cesar hacia
Sasheñka o su otra vecina para susurrarles algo al oído y enseguida echarse a reír con
risa abierta, infantil y alegre. Para mi sorpresa, sus excentricidades no llamaban la
atención de nadie, como si se hubieran puesto de acuerdo antes. Comprendí que se
trataba de Tatiana Ivánovna, la misma que, según mi tío, tenía un carácter algo
fantasmagórico y con quien querían casarlo, y a quien casi todos los de la casa
cortejaban por su fortuna. Sin embargo, me gustaron sus ojos azules y dulces; y
aunque a su alrededor ya se veían arruguitas, su mirada era tan cándida, alegre y
bondadosa que resultaba muy agradable cruzarla. Hablaré más tarde de esa Tatiana
Ivánovna, una de las verdaderas «heroínas» de mi relato; su biografía es muy notable.
Cinco minutos después de mi aparición, un lindo muchachito llegó corriendo del
jardín: mi primo Iliusha, cuyo onomástico nos disponíamos a celebrar al día
siguiente. Venía con los bolsillos llenos de tabas y una peonza en las manos. Lo
seguía una joven esbelta, algo pálida y cansada al parecer, pero muy bonita. Lanzó
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una mirada general inquisidora, desconfiada, pero también tímida; me miró fijamente
y tomó asiento al lado de Tatiana Ivánovna. Recuerdo que mi corazón dio un brinco:
adiviné que era la famosa niñera… Recuerdo también que mi tío, en cuanto apareció
ella, me lanzó una rápida ojeada, se ruborizó intensamente, luego se inclinó, levantó
en brazos a Iliusha y me lo acercó para que lo besara. También me di cuenta de que
madame Obnoskina miró fijamente al tío y, con sonrisa sarcástica, enfiló sus
quevedos hacia la niñera. El tío, muy azorado y sin saber qué hacer, llamó a su hija
para presentármela, pero ella se alzó y me saludó con una reverencia sin acercarse ni
decir nada, con seria circunspección. Su proceder fue de mi agrado, estaba a tono con
su persona. En aquel momento mi bondadosa tía, Praskovia Ilínichna, no pudo
aguantar más, dejó de servir el té y se precipitó hacia mí para besarme, pero no tuve
tiempo de decirle nada porque resonó la voz chillona de la joven Perepelítsina: «Por
lo visto, Praskovia Ilínichna se ha olvidado de que mamaíta (la generala) quería té, no
se le ha servido y está esperando». Praskovia Ilínichna me dejó y corrió a toda prisa
para atender a su obligación.
La generala, el personaje más importante del grupo, a quien todos obedecían y
temían, era una vieja delgada y áspera, toda vestida de luto, debido sobre todo a la
vejez y la pérdida de sus últimas capacidades mentales, que tampoco eran muchas;
hasta entonces había sido simplemente petulante. El generalato la había hecho aún
más estúpida y soberbia. Cuando se enfadaba, la casa se volvía un infierno. Tenía dos
maneras de mostrar su mal humor: la primera consistía en permanecer callada, se
pasaba días sin abrir la boca guardando un silencio obstinado; apartaba y tiraba al
suelo todo cuanto le ponían delante. La otra manera era la opuesta: le daba por hablar.
La abuela —porque en definitiva era mi abuela— empezaba por caer en el
pesimismo, vaticinar la destrucción del mundo y el fracaso general, presentir la
miseria venidera y toda suerte de males, dejándose llevar por sus presentimientos y
contando con sus dedos todos los desastres futuros, presa de un gran abatimiento,
hasta el éxtasis histérico. Revelaba, al mismo tiempo, que lo venía previendo hacía ya
mucho y que nada había dicho porque «en esta casa» estaba condenada al silencio.
«Si sólo le guardasen el respeto debido, si hubiesen querido escucharla antes,
entonces», etcétera, etcétera; todo eso era repetido y aprobado por toda la cohorte de
gorronas y por la joven Perepelítsina, y sería confirmado por fin solemnemente por
Fomá Fomich. En el justo momento en que me presentaron, estaba horriblemente
enfadada de la primera manera, es decir, la silenciosa, la más terrible. Todos la
miraban con aprensión. Sólo Tatiana Ivánovna, a quien todo le estaba permitido, se
mostraba de excelente humor. Con deliberada solemnidad, el tío me llevó hasta la
abuela, pero ella, con mueca ácida, apartó airada una taza que tenía delante.
—¿Es éste el famoso vol-ti-geur? —preguntó entre dientes con voz algo
zumbona, dirigiéndose a Perepelítsina.
La pregunta estúpida acabó por desconcertarme. ¿Por qué voltigeur? Preguntas
así no eran extrañas en ella. Perepelítsina se inclinó y le susurró algo al oído. Pero la
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vieja agitó enfadada una mano. Boquiabierto, yo miraba al tío, interrogándolo con los
ojos. Todos se miraron y Obnoskin hasta sonrió, lo que no me gustó nada.
—A veces no sabe lo que dice, querido —me susurró el tío, también algo perdido
—, pero no tiene importancia, es por su buen corazón, tú fíjate en el corazón, sobre
todo.
—Sí, ¡el corazón!, ¡el corazón! —Se oyó de pronto la voz sonora de Tatiana
Ivánovna, que durante todo este tiempo no había apartado de mí sus ojos ni podía
tenerse quieta en su silla; la palabra «corazón», susurrada, había llegado a sus oídos.
Pero no terminó de hablar, aunque era evidente que le habría gustado decir algo.
Quizá por la confusión, o por alguna otra razón, el hecho es que calló de pronto,
enrojeció intensamente, se inclinó rápida hacia la niñera, le murmuró algo al oído y,
echándose hacia atrás en su silla, se tapó la boca con el pañuelo y comenzó a reír a
carcajadas, como presa de un ataque de histeria. Miré a todos muy asombrado y
perplejo, pero me di cuenta de que todos estaban muy serios, como si nada sucediera.
Comprendí, claro está, quién era Tatiana Ivánovna. Por fin me sirvieron el té y me
repuse un poco. Ignoro por qué, se me ocurrió que debía mantener una conversación
amable con las damas.
—Tenía usted razón hace poco, querido tío, en prevenirme de que podría sentirme
confuso. Admito sinceramente, ¿a qué ocultarlo? —Dije, mirando con obsequiosa
sonrisa a madame Obnoskina—, que hasta la fecha conocía poco la sociedad
femenina y ahora comprendo, al irrumpir con tan mala fortuna en el centro del salón,
que mi comportamiento fue muy ridículo y habrá parecido lento y torpe, ¿verdad?
¿Ha leído usted El blandengue? —pregunté, cada vez más confuso y ruborizado por
mi obsequiosa sinceridad, mirando duramente a monsieur Obnoskin quien, mostrando
los dientes, me observaba de pies a cabeza.
—¡Eso es, precisamente, eso es! —exclamó de pronto el tío, con extraordinaria
animación, genuinamente contento de que por fin la conversación se hubiera anudado
y de que yo pareciera repuesto—. Eso que dices, mi amigo, de que uno puede hacer el
ridículo, no tiene importancia, y punto. Yo llegué a mentir cuando entré en sociedad,
¿puedes creerlo? Le aseguro, Anfisa Petrovna, que vale la pena oírlo. Acababa de
ingresar en el ejército, llego a Moscú y, con una carta de recomendación, me dirijo a
casa de una dama muy importante, una mujer muy orgullosa, pero de hecho excelente
persona, a pesar de todo lo que pudiera decirse. Me reciben. La sala está abarrotada,
todos personajes importantes. Saludo y tomo asiento. Y la segunda pregunta que me
hace es la siguiente: «¿Y posee usted alguna que otra aldea?». Lo cierto es que no
tenía ni siquiera una gallina… ¿Qué podía decirle? Quedé anonadado. Todos me
miraban como sin dejar de pensar «¡A ver qué dices, pobre cadete!». Y en vez de
decir francamente la verdad, no aguanté y dije «Poseo ciento diecisiete siervos».
¡Para qué habré añadido esos diecisiete! Puestos a mentir podía añadir una cifra
redonda ¿verdad? Un minuto después se supo por mi carta de recomendación que
nada poseía y, por consiguiente, que era un mentiroso. ¿Qué podía hacer? Huí lo más
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rápidamente que pude y nunca volví. En aquel entonces no tenía nada aún, nada
parecido a lo de ahora. Ahora, el tío Afanasio Matvéich me dejó en herencia
trescientos siervos y otros doscientos venían con Kapitónovka, que había recibido
antes de la abuela Akulina Panfilovna, lo que hace unos quinientos siervos, algo más.
Eso está bien. Y desde entonces juré no mentir y no miento.
—Yo en su lugar no lo habría jurado. Sólo Dios sabe qué puede suceder —
observó Obnoskin con una sonrisa irónica.
—¡Sí, sí, cierto, es cierto! ¡Tan sólo Dios sabe lo que puede suceder! —asintió
ingenuamente el tío.
Obnoskin rió estrepitosamente, echándose atrás en su sillón. Su mamaíta sonrió
con sonrisa repulsiva y la joven Perepelítsina hizo lo mismo; también se echó a reír
Tatiana Ivánovna, sin saber de qué, y comenzó a aplaudir; en una palabra, comprendí
que para nada tomaban al tío en cuenta en su propia casa. Sasheñka miraba fijamente
a Obnoskin con los ojos brillantes de ira. La niñera se ruborizó y bajó la mirada. El
tío parecía sorprendido.
—¿Pero qué, qué ha pasado? —preguntó atónito, mirando a todos.
Durante todo ese tiempo, mi primo Mizínchikov, algo apartado, permanecía
silencioso y cuando todos reían él ni siquiera sonrió. Bebía su té muy seriamente, lo
miraba todo con aire filosófico y, de puro aburrimiento, estuvo a punto varias veces
de lanzar un silbido, sin duda una vieja costumbre suya, pero se contuvo a tiempo.
Obnoskin, que provocaba al tío y lo intentaba conmigo, no parecía siquiera mirar a
Mizínchikov. Me di cuenta de ello. También observé que, con frecuencia, mi
silencioso primo me miraba con curiosidad, como para decidir qué hombre era yo
exactamente.
—Estoy segura —pió de pronto madame Obnoskina—, perfectamente segura,
monsieur Serge, es ése su nombre, ¿verdad?, que en su Petersburgo usted no debía de
ser muy devoto a las damas. Sé también que hay allí muchos, demasiados jóvenes
que rehúyen la sociedad femenina. A mi juicio se trata de liberales. Sólo así los juzgo,
como imperdonables liberales. Le confieso que eso me asombra, mi joven amigo, me
asombra, ¡simplemente me asombra!…
—No he frecuentado la sociedad —me apresuré a decir con extraordinaria
animación—. Eso, sin embargo, creo, no tiene mayor importancia… Vivía en una
habitación de alquiler… pero, le aseguro, haré lo posible por frecuentar la sociedad;
hasta la fecha solía permanecer en casa…
—Se ocupaba de ciencias —intervino mi tío poniendo cara de circunstancias.
—¡Ah, tío, usted siempre con sus ciencias!… Imagínese —proseguí con gran
desenvoltura, dirigiéndome con una sonrisa amable a la misma madame Obnoskina—
que mi querido tío siente tanta afición por las ciencias que ha encontrado en la
carretera a un filósofo que hace milagros, pero con los pies en la tierra, un tal señor
Korovkin, y la primera palabra que me dijo hoy después de tantos años fue que
esperaba a ese mago milagroso y fenomenal con una impaciencia convulsa, por
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decirlo de algún modo… por amor a la ciencia, naturalmente…
Y me eché a reír, esperando provocar la risa general como premio a mi ingenio.
—¿De quién habla? —preguntó cortante la generala, dirigiéndose a Perepelítsina.
—De sus huéspedes. Yégor Ílich ha invitado a unos científicos que deambulan
por los caminos, los reúne y los trae a casa —pió con placer la solterona.
Mi tío se sintió totalmente perdido.
—¡Ah, sí! ¡Lo había olvidado! —exclamó, lanzándome una mirada de reproche
—. Estoy esperando a Korovkin. Es un científico, Korovkin, cuyo nombre pasará a la
historia…
Vaciló sin saber cómo seguir. La generala agitó la mano y esta vez con tan buena
puntería que la taza que tenía delante cayó al suelo y se hizo añicos. Hubo agitación
general.
—Siempre que se enfada arroja algo al suelo —me susurró confuso el tío—. Pero
sólo cuando se enfada… Tú, amigo, no hagas caso, no mires… ¿Por qué diablos
hablaste de Korovkin?…
Yo había desviado la mirada: en aquel instante mis ojos se cruzaron con los de la
niñera y me pareció ver en ellos cierto reproche, hasta quizá desprecio; un fulgor
indignado coloreó sus pálidas mejillas. Comprendí su mirada y vi que, con mi
cobarde y vil deseo de provocar la risa a costa de mi tío para parecer menos risible yo
mismo, nada había ganado en las simpatías de esa joven. ¡No atino a expresar la
vergüenza que sentí!
—Hablábamos de Petersburgo, ¿o no? —repitió Anfisa Petrovna cuando se calmó
la agitación por la taza rota—. Recuerdo con tanto placer nuestra vida en aquella
encantadora ciudad… En aquel entonces teníamos una buena amistad con una
familia, ¿lo recuerdas, Pável?, con el general Polovitsyn… ¡Ah, qué encantadora, en-
can-ta-do-ra persona, la generala! Verá, la aristocracia, ¡el beau monde!… Dígame
usted, tal vez los haya conocido… Le confieso que esperaba con impaciencia su
llegada: confiaba enterarme por su mediación de muchas novedades sobre nuestros
amigos de Petersburgo…
—Lamento mucho no poder… perdóneme… Ya le he dicho que frecuentaba muy
poco la sociedad y no, no conocí al general Polovitsyn, ni siquiera oí hablar de él —
respondí con cierta impaciencia, cambiando mi amabilidad por la irritación y el
fastidio.
—¡Se ocupaba de mineralogía! —Intervino con orgullo el incorregible tío—. La
mineralogía, amigo mío, la ciencia que estudia todo tipo de piedrecitas, ¿no es
verdad?
—Sí, tío, diversas rocas…
—Hum… Hay muchas ciencias ¡y todas tan útiles! Sabes, yo ni siquiera sabía, a
decir verdad, lo que era la mineralogía… Oía sólo la palabra, dicha por otros.
Tratándose de alguna otra cosa podía más o menos valerme, pero en ciencias era un
tonto, ¡lo confieso francamente!
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—¿Lo confiesa francamente? —intervino Obnoskin sonriendo burlón.
—¡Papaíto! —exclamó Sasha mirando con reproche a su padre.
—¿Qué, cariño? ¡Ah, Dios mío, no hago más que interrumpirla, Anfisa Petrovna!
—exclamó mi tío sin entender la exclamación de Sasheñka—. Perdóneme, por favor.
—¡Oh, no se preocupe! —respondió Anfisa Petrovna con una sonrisa ácida—;
además ya se lo había dicho todo a su sobrino y para terminar sólo agregaré,
monsieur Serge —creo que es éste su nombre—, que debe absolutamente corregirse.
Creo que las ciencias, el arte… la escultura, por ejemplo… todas esas nobles ideas
poseen, por decirlo así, su faceta en-can-ta-do-ra, ¡pero no pueden sustituir a las
damas!… Las mujeres, las mujeres, mi joven amigo, son quienes os forman y por ello
es imposible e-vi-tar-las, im-po-si-ble.
—¡Es imposible, imposible! —Se oyó de nuevo la voz algo chillona de Tatiana
Ivánovna—. Escúcheme —comenzó a decir presurosa como una niña toda ruborizada
—. Escúcheme, querría preguntarle…
—Usted dirá —respondí mirándola atentamente.
—Querría preguntarle si piensa permanecer aquí una larga temporada.
—Le juro por Dios que no lo sé, depende de cómo vayan las cosas…
—¡Las cosas! ¿Qué cosas ni qué ocupaciones puede tener?… ¡Qué loco!
Tatiana Ivánovna, ruborizándose intensamente y ocultándose tras el abanico, se
inclinó hacia la niñera y empezó a decirle algo en voz baja. Después se echó a reír y
aplaudió con ambas manos.
—¡Espere! ¡Espere! —exclamó, apartándose de su confidente y volviéndose
rápidamente hacia mí, como temiendo que me fuera—. Escúcheme, ¿sabe una cosa?
Se parece usted muchísimo a un joven, a un joven a-do-ra-ble… ¿Os acordáis,
Sasheñka y Nasteñka? Se parece terriblemente a ese loco, ¿te acuerdas Sasheñka?
Estábamos dando un paseo y lo encontramos… iba a caballo y llevaba un chaleco
blanco… ¡y el muy sinvergüenza dirigió sus quevedos hacia mí para verme mejor!
¿Os acordáis que me escondí tras mi velo? Pero no aguanté y sacando la cabeza del
cabriolé le grité: «¡sinvergüenza!» y después tiré mi ramo al camino… ¿Lo recuerdas,
Nasteñka?
Y la solterona, medio enloquecida por sus ideas amorosas, agitada, hundió el
rostro en las manos, saltó del asiento, se lanzó hacia la ventana, arrancó una rosa de
una maceta, la tiró al suelo cerca de mí y salió corriendo de la habitación. Vista y no
vista. Se produjo cierta confusión, aunque la generala permaneció otra vez muy
tranquila. Anfisa Petrovna, en cambio, en lugar de sorpresa denotó cierta
preocupación y miró angustiada a su hijo; las señoritas se ruborizaron y Pável
Obnoskin, con aire fastidiado aún incomprensible para mí, dejó su silla y se acercó a
la ventana. El tío me hacía unas señas, pero en ese mismo momento entró en la
habitación un nuevo personaje que atrajo la atención general.
—¡Ah! ¡Bienvenido Yevgraf Lariónovich! ¡De usted hablábamos ahora mismo!
—exclamó el tío evidentemente satisfecho—. ¿Qué tal, amigo, viene usted de la
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ciudad?
«¡Qué gente más rara! ¡Diríase que los han reunido aquí adrede!», pensé en
secreto, sin acabar de comprender bien cuanto ocurría ante mí, sin sospechar siquiera
que yo era uno más entre ellos.
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Yezhévikin
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todos los grados y talentos, sobre todo talentos. Y, de paso, también para Iván
Ivánovich Mizínchikov todas mis obligaciones, que el Señor Todopoderoso le
conceda lo que él mismo para sí desea, puesto que es tan silencioso que no acaba uno
de comprender, querido amigo, lo que usted mismo para sí desea… Hola, Nastia,
todos mis pequeñuelos te saludan; cada día te recuerdan. Y ahora una profunda
reverencia al dueño de casa. De la ciudad vengo, excelencia, directamente de la
ciudad. Y éste debe ser su sobrino, que se ha educado en una facultad científica,
¿verdad? Mis más humildes obligaciones, señor, deme la mano, concédame ese favor.
Todos se echaron a reír. Se veía que el viejito desempeñaba el papel de un bufón
aficionado. Su llegada alegró a los presentes. Muchos no comprendieron sus
sarcasmos, aunque los había saludado a casi todos. Sólo la niñera, a quien, para mi
sorpresa, simplemente llamó Nastia, se había ruborizado. Yo intenté retirar mi mano
y eso, al parecer, es lo que el viejito esperaba.
—Pero si yo sólo quería estrechársela, padrecito, en caso de que usted lo
permitiese, no besársela. ¿Creyó de veras que se la besaría? No, querido señor, por
ahora sólo estrechársela. Usted, bienhechor mío, tal vez me tomó por el payaso del
circo —dijo mirándome burlonamente.
—N… no, le ruego, yo…
—Eso es, padrecito. ¡Si soy un payaso no seré aquí el único! Usted debe
respetarme, no soy tan canalla como usted cree. Aunque, tal vez, sí sea un payaso.
¡Soy un esclavo, mi esposa también es esclava y hay que adular, adular! Así son las
cosas, algo podrás conseguir, aunque sólo sea sopa para los pequeñuelos. Y es bueno,
muy bueno, poner en todo más azúcar, es muy sano. En secreto, señor: tal vez le hará
falta. La Fortuna me ha olvidado, bienhechor mío, por eso soy payaso.
—¡Ji, ji, ji! ¡Qué bromista, el viejito, siempre nos hace reír! —Pió Anfisa
Petrovna.
—Madrecita bienhechora, es más fácil vivir haciéndose el tonto. Si lo hubiera
sabido antes ya de joven me habría apuntado a los bufones y tal vez ahora sería un
hombre sabio, pero como quise ser listo desde muy joven, ahora me he convertido en
un viejo bufón.
—Dígame, por favor —intervino Obnoskin (a quien evidentemente no le había
agradado la observación sobre «el talento»), tendido negligentemente en su sillón y
observando con sus anteojos al viejito como si fuese un insecto—. Dígame, hágame
el favor… siempre olvido su apellido… ¿cómo se llama?
—Ah, padrecito, pues si le place me llamo Yezhévikin, pero ¡qué importa! Llevo
casi diez años viviendo sin puesto de trabajo, según las leyes de la naturaleza. ¡Y
tengo tantos, tantos hijos como la familia Jolmski! Exactamente lo mismo que en el
refrán: «El rico tiene ganado y el pobre terneritos»…
—Ah; sí… terneritos… Aparte, desde hace mucho quería preguntarle por qué,
cuando entra, enseguida mira hacia atrás. Resulta muy cómico.
—¿Por qué miro hacia atrás? Porque siempre me parece, padrecito, que hay
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alguien detrás que pretende aplastarme como a una mosca, por eso miro. Estoy hecho
un monomaniaco, padrecito.
De nuevo rieron todos. La niñera intentó levantarse y marcharse, pero se volvió a
sentar. Había en su rostro algo doliente, un sufrimiento, a pesar del rubor que cubría
sus mejillas.
—¿Sabes quién es? —me susurró el tío—. ¡Es su padre!
Miré a mi tío con estupor. El apellido de Yezhévikin se me había borrado
completamente de la memoria. Me figuraba ser un héroe, durante todo el viaje había
soñado con mi futura esposa, hacía para ella planes fantásticos —y había olvidado
por completo su apellido o, mejor dicho, desde un principio ni me fijé en él.
—¿Cómo, su padre? —respondí también susurrando—. ¡Yo pensaba que era
huérfana!
—Su padre, amiguito, su padre. Y fíjate, es el hombre más honrado, más noble, ni
siquiera bebe; juega a ser bufón. Vive en la extrema pobreza, ocho hijos, tiene. Viven
con el sueldo de Nastia. Lo expulsaron del servicio por hablar demasiado. Cada
semana viene a vemos. Es orgulloso como nadie y por nada del mundo logro que
acepte algo. Se lo ofrecí muchas veces, muchas, pero no quiere. Un hombre
amargado. ¿Qué tal, hermano Yevgraf Lariónovich, qué novedades nos trae? —le
preguntó el tío, dándole una fuerte palmada en la espalda al percibir que el suspicaz
viejito estaba pendiente de nuestra conversación.
—¿Novedades, padrecito? Pues que Valentín Ignátievich prestó ayer declaración
sobre el asunto Trishin, quien en vez de llenar a tope las tolvas de grano, las llenaba a
medias. Se trata, señora, del mismo Trishin que lo mira a uno y resopla como un
samovar. A lo mejor lo recuerda usted. Y Valentín Ignátievich escribe, hablando de
Trishin: «Si el tantas veces mencionado Trishin no supo salvaguardar el honor de su
carnal sobrina que se fugó con un oficial el año pasado, ¿cómo iba a ser capaz de
salvaguardar los bienes del Estado?». Así, tal cual, lo publicó en la prensa, por Dios
le juro que no miento.
—¡Fu! ¡Qué historias nos cuenta! —gritó Anfisa Petrovna.
—¡Exacto, exacto, exacto! —corroboró el tío—. ¡Te estás pasando, hermano
Yevgraf! ¡Tu lengua te perderá! Eres noble, sincero, honrado, puedo asegurarlo, pero
tu lengua es viperina. Y no entiendo cómo no te llevas bien con ellos; parecen buena
gente, sencilla…
—¡Padre y bienhechor mío, si a quien temo es al hombre sencillo!… —exclamó
el viejo, con énfasis peculiar.
Me gustó su respuesta. Me acerqué rápidamente a Yezhévikin y le estreché con
fuerza la mano. A decir verdad, quería oponerme al tono general y mostrar
abiertamente mis simpatías por el viejo; tal vez, ¡quién sabe!, mejorar la opinión que
de mí tuviese Nastasia Yevgrafovna. Pero mi intento fracasó.
—Permítame preguntarle —dije con mi forma precipitada habitual, y ruborizado
—, ¿ha oído hablar de los jesuitas?
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—No, amigo mío, no he oído hablar de ellos; bueno, puede que alguna vez…
pero no es cosa mía. ¿Por qué?
—Habría querido contarle… Recuérdemelo en otra ocasión. Pero ahora, tenga la
seguridad de que lo comprendo… que sé apreciar…
Y, totalmente confundido, volví a coger su mano.
—Se lo recordaré, padrecito, se lo recordaré sin falta, lo grabaré con letras de oro
en mi memoria, permítame que haga un nudo.
Y lo hizo, en una esquina limpia de su sucio pañuelo, que olía a tabaco.
—Yevgraf Lariónovich, tome su té —dijo Praskovia Ilínichna.
—Ahora mismo, bellísima señora, inmediatamente, mejor dicho princesa, no
señora. Eso es por el té. Acabo de encontrar en el camino a Stepán Aleksiéievich
Bajchéiev, muy alegre y radiante. Llegué a preguntarme si no estaría por desposarse.
¡Adula, adula! —añadió en un semisusurro al pasar ante mí con la taza, con un guiño
y entornando los ojos—. ¿Y cómo es posible que no esté Fomá Fomich, mi principal
bienhechor? ¿Es que no vendrá a tomar el té?
El tío respingó como si lo hubieran pinchado y miró tímidamente a la generala.
—La verdad es que no lo sé —respondió indeciso, extrañamente azorado—. Lo
mandamos llamar, pero él…
No lo sé, tal vez no esté de humor. Envié a Vidopliásov… ¿tal vez sea mejor que
vaya yo mismo?
—Acabo de verlo en sus aposentos —dijo Yezhévikin con aire misterioso.
—¿Es posible? —exclamó el tío asustado—. ¿Y qué?
—Pasé ante todo a presentarle mis respetos. Me dijo que bebería el té a solas y
luego añadió que le bastaba un seco mendrugo de pan, eso fue lo que me dijo.
Esas palabras sumieron al tío en el terror absoluto.
—Tenías que haberle explicado, Yevgraf Lariónovich, haberle dicho —dijo por
fin el tío mirando al viejo con angustia y reproche.
—Se lo dije, se lo dije.
—¿Y bien?
—Tardó mucho en responderme. Estaba resolviendo un problema aritmético,
debía ser complicadísimo, dibujó delante de mí el teorema de Pitágoras. Lo vi con
mis propios ojos. Se lo repetí tres veces y sólo a la cuarta alzó su cabecita y fue
entonces cuando me vio por primera vez. «No iré, ahora ha venido un hombre docto y
¿cómo podría yo permanecer junto a tal lumbrera?». Así fue como dijo, «junto a tal
lumbrera».
Y el viejito me miró burlón de reojo.
—¡Es lo que me esperaba! —exclamó el tío, juntando las manos—. ¡Así pensé
que sucedería! Lo dice por ti, Serguéi, cuando dice «hombre docto». Bueno, ¿qué
podemos hacer ahora?
—Le confieso, querido tío, que a mi juicio es una negativa tan ridícula —repliqué
con dignidad encogiéndome de hombros— que no vale la pena tomarla en serio, y en
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verdad le digo que me asombra su confusión…
—¡Oh, hermano, tú no sabes nada! —exclamó, haciendo un gesto enérgico con la
mano.
—De nada sirve penar, ahora —intervino de pronto Perepelítsina—, puesto que
todo el mal procede, desde el principio, de usted, Yégor Ílich. Una vez perdida la
cabeza no se llora por el pelo. Si hubiera hecho caso de su mamaíta ahora no lo
lamentaría.
—¿Pero, Anna Nilovna, de qué soy culpable? ¡Dígalo por Dios! —rogó el tío,
como suplicando una explicación.
—Yo temo a Dios, Yégor Ílich, pero sé que todo proviene de que sea usted un
gran egoísta y no quiera a su madre —respondió dignamente Perepelítsina—. ¿Por
qué no respetó desde un principio su voluntad? Es su madre, señor. Jamás le contaré a
usted mentiras. También yo soy hija de un teniente coronel, señor, y no una
cualquiera.
Tuve la impresión de que Perepelítsina había intervenido en la conversación con
el único fin de hacer saber a todos y, sobre todo a mí, el recién llegado, que era hija
de un teniente coronel.
—Es que ofende a su propia madre —dijo con voz amenazadora la propia
generala.
—Mamita, por Dios, ¿en qué pude ofenderla?
—Siendo un irremisible egoísta, Yégorushka —prosiguió la generala cada vez
más animada.
—Mamita, mamita, ¿por qué soy un egoísta irremisible? Lleva cinco días, cinco
días enteros enfadada conmigo, sin hablarme —exclamó el tío casi desesperado—.
¿Por qué motivo? ¿Por qué? Que me juzguen, que me juzgue el mundo entero. Que
oigan mi justificación por fin, ya es hora de que la gente me escuche. ¡Anfisa
Petrovna! ¡Pável Semiónovich, nobilísimo Pável Semiónovich! ¡Que oigan por fin mi
justificación! Guardé silencio mucho tiempo, usted no quería oírme, pues bien, que
ahora me escuche la gente. Serguéi, ¡amigo mío! Tú estás al margen, eres, por decirlo
así, espectador, juez imparcial…
—¡Tranquilícese, Yégor, serénese! —exclamó Anfisa Petrovna—, no mate a su
mamita.
—No estoy matando a mi mamita, Anfisa Petrovna, pero aquí tiene mi pecho,
¡máteme! —continuó diciendo el tío, en el colmo del enardecimiento, lo que suele ser
corriente en personas de carácter débil cuando pierden por completo la paciencia,
aunque todo su ardor es como el fuego de la paja encendida—. Quiero decir, Anfisa
Petrovna, que a nadie ofendo. Y empezaré por decir que Fomá Fomich es persona
nobilísima, de lo más honrada, dotada de altísimas cualidades, pero que en este
caso… no fue justo conmigo.
—¡Hum! —masculló Obnoskin, como para irritar más al tío.
—¡Pável Semiónovich, nobilísimo Pável Semiónovich! ¿Puede usted de veras
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creer que soy insensible como una piedra? Veo y comprendo, doliéndome el corazón,
que todos esos malentendidos son el producto del exceso de cariño que él me tiene.
Pero esta vez… ha sido injusto conmigo. Quiero contarlo todo, Anfisa Petrovna,
hasta el último detalle, para que todos sepan cómo empezó y puedan juzgar si
mamaíta tiene razón en acusarme de no haber satisfecho a Fomá Fomich. Escúchame
tú también, Serguéi —añadió dirigiéndose a mí, cosa que hizo a lo largo de todo el
relato, como si temiera a otros oyentes y dudase de su simpatía—; escúchame y
decide si tengo o no razón. Toda la historia empezó hará una semana, sí, no más de
una semana; supe que llegaba a nuestra ciudad mi antiguo jefe, el general Rusapétov
con su esposa y su cuñada, y que harían escala durante algún tiempo. Quedo
abrumado. Me apresuro y aprovecho la ocasión, vuelo a presentarme y lo invito a
cenar. Me promete venir, si es posible. Se trata de una persona nobilísima, posee
todas las virtudes y, además, gran persona, un alto dignatario; favoreció
económicamente a su cuñada, casó a una huérfana con un joven excelente (ejerce de
notario en Malínovka, es joven pero muy culto); en una palabra, un general como
pocos. En casa, es natural: un trajín tremendo, contrato a un cocinero famoso, se
hacen menús especiales, hago venir una orquesta. Me siento feliz, es claro, como si
fuera mi propia fiesta, ¡pero a Fomá Fomich no le gusta que esté contento y tenga aire
festivo! Sentado a la mesa —recuerdo aún que estaban sirviendo su predilecto pastel
con nata— permanece largo rato callado y de pronto dice: «¡Me ofenden, me
ofenden!». «¿De qué manera, Fomá?». «¡Usted me desprecia, prefiere tratar con
generales, los aprecia más que a mí!». Se entiende que estoy explicando todo de
manera sucinta, pero si supieras lo que pudo decir… en una palabra, removió todo mi
ser. ¡Qué podía hacer! Mi ánimo decae, me siento exhausto, como un gallo mojado.
Llega el día solemne. El general me avisa que no puede venir, se disculpa. Voy
corriendo a Fomá: «Serénate, Fomá. ¡No viene!». ¿Qué crees que hace Fomá? ¡No
me perdona y repite: «Me han ofendido y nada más»; sólo dice eso! Insisto de todos
los modos posibles. «No vaya —me dice— con sus generales, los aprecia más que a
mí; ha roto usted los lazos de la amistad». Comprendo el porqué de su enfado. ¡No
soy un poste, amigo, ni un carnero, ni un estúpido! Está enfadado conmigo por
exceso de cariño hacia mí y, por celos del general, teme perder mi afecto. «¡Debo ser
para usted un “Su Excelencia”! Sólo entonces haré con usted las paces, cuando me
demuestre su respeto». «¿Y cómo podré demostrarte mi respeto, Fomá Fomich?».
«Llamándome todo el día “Su Excelencia”; sólo entonces me demostrará su respeto».
¡Fue como caer de las nubes! ¡Pueden imaginar mi asombro! «¡Eso puede servirle de
ejemplo para no admirar a generales cuando hay otras personas mejores y superiores
a todos sus generales!». Y fue entonces cuando perdí la paciencia, lo confieso, lo
confieso sinceramente. «Fomá Fomich —le digo—, eso es imposible. No puedo
hacer algo así. ¿Puedo, tengo acaso poder para hacerte general? Piensa, ¿quién puede
hacer general a una persona? ¿Cómo voy a darte de “Su Excelencia”? Eso equivale a
darte una categoría que sobrepasa mi poder… Sería infringir los decretos de la
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Providencia. Un general es, para la Patria, como una condecoración, ha combatido, ha
vertido su sangre en el campo de honor… ¡Cómo puedo darte de “Su Excelencia”!».
Pero él no ceja. «Haré todo cuanto quieras, Fomá, lo haré todo por ti. Me mandaste
que me afeitara la barba porque, según tú, había en ella poco patriotismo; lo hice, de
mala gana, pero lo hice. Más aún, haré cuanto quieras, pero renuncia al rango de
general». «No —responde—, no me reconciliaré hasta que me llame “Su
Excelencia”. Eso le vendrá bien a su moralidad, a la humildad de su espíritu». Y ya
lleva una semana, toda una semana sin hablar conmigo, se enfada con todo aquel que
llega. Cuando oyó decir que eras un científico —la culpa de eso la tuve yo, estaba
contento y hablé de más—, dijo que su pie no pisaría esta casa si tú entrabas en ella.
«Eso quiere decir —me dijo— que para usted ya no soy un científico». ¡Mal lo
pasaremos si se entera de que vendrá Korovkin! Dime, por Dios, ¿dónde está mi
culpa? ¿Puedo, acaso, llamarlo «Su Excelencia»? ¡Es imposible vivir en semejante
ambiente! ¿Qué motivos tuvo hoy para echar de la mesa al pobre Bajchéiev? De
acuerdo que Bajchéiev no inventó la astronomía, tampoco yo la inventé, y tú
tampoco… ¿Por qué, por qué?
—Porque eres envidioso, Yégorushka —musitó de nuevo la generala.
—¡Mamita! —gritó el tío completamente desesperado—, acabará usted
volviéndome loco. No habla por sí misma, repite palabras ajenas. ¡Acabaré por ser un
poste, una piedra, una farola, no su hijo!
—He oído decir, tío —lo interrumpí yo, atónito por el relato—, oí decir a
Bajchéiev, no sé si es cierto, que Fomá Fomich está envidioso del onomástico de
Iliusha y que afirma que mañana es también la suya. Debo admitir que ese rasgo de
su carácter me asombra tanto que yo…
—Cumpleaños, hermano, cumpleaños, no onomástico —me interrumpió el tío de
forma apresurada—. Y, es cierto, mañana festejamos su cumpleaños. La verdad, mi
amigo, ante todo…
—¡No es su cumpleaños, papaíto! —gritó Sasheñka.
—¿Cómo que no? —respondió el tío desconcertado.
—Lo que usted dice no es cierto, quiere engañarse y complacer a Fomá Fomich.
Nació en marzo, ¿no recuerda que poco antes fuimos en peregrinación al monasterio
y no dejó a nadie tranquilo en la carroza y se quejaba todo el tiempo de que el cojín le
había aplastado un costado y pellizcaba a sus vecinas?: tal era su rabia que pellizcó
dos veces a la tía. Y cuando fuimos a felicitarlo por su cumpleaños se enfadó de que
no hubiera camelias en el ramo. «A mí —nos dijo— me gustan las camelias porque
mis gustos son aristocráticos, y a vosotras os dio pena cortarlas para mí en el
invernadero». Y anduvo todo el día huraño y de mal genio sin dignarse hablar con
nosotras…
Creo que si una bomba hubiera caído en la habitación, el susto y la conmoción no
habrían sido mayores que la franca rebelión… ¿de quién?, de una niña a quien ni se le
permitía hablar en voz alta en presencia de la abuela. La generala, muda de sorpresa y
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furia, se levantó, se irguió y miró a su nieta insolente sin creer a sus ojos. El tío,
horrorizado, apenas respiraba.
—¡Qué libertad se les da! —gritó Perepelítsina—. ¡Quiere matar a la abuelita!
—¡Sasha, Sasha!, ¿qué dices? ¿Qué te ocurre? —Gritaba el tío, corriendo de la
generala a su hija para detenerla.
—¡No quiero callar, papaíto! —gritó de pronto Sasheñka; saltó de su asiento,
golpeó el suelo con los pies; sus ojos despedían chispas—. ¡No quiero callar! Hemos
aguantado largo tiempo a su maldito Fomá Fomich. A ese Fomá Fomich malvado y
asqueroso que acabará con todos nosotros porque siempre le dicen que es listísimo,
generoso, noble, sabio, que es un conjunto de virtudes, el compendio de todas ellas,
¡y él, como tonto que es, se lo cree todo! Son tantas las alabanzas que recibe que a
otro cualquiera le daría vergüenza, pero Fomá Fomich se lo traga todo y pide más. Ya
verán que acaba comiéndonos a todos y la culpa de todo la tendrá papaíto. ¡Fomá
Fomich es vil y asqueroso, lo digo francamente, a nadie tengo miedo! Es imbécil,
caprichoso, cochino, ingrato, cruel, tirano, chismoso, embustero… ¡Yo lo echaría
inmediatamente, inmediatamente de casa, sin pérdida de tiempo! ¡Pero papaíto lo
adora, está loco por él!…
—¡Ah! —exclamó la generala y se desplomó sobre el diván, desvanecida.
—¡Mi querida Agafia Timoféievna, mi ángel! —Gritaba Anfisa Petrovna—.
Traedme mi frasco de sales. ¡Agua, traed agua de inmediato!
—¡Agua, agua! —Gritaba el tío—. ¡Mamita, mamita, serénese, de rodillas le
suplico que se tranquilice!
—¡Habría que ponerte a pan y agua, encerrarte en una habitación oscura!…
¡Asesina!… —siseó contra Sasheñka una Perepelítsina temblorosa de rabia.
—Y comeré pan y beberé agua, ¡a nada tengo miedo! —Gritaba Sasheñka, a su
vez fuera de sí—. Defiendo a mi padre, porque él solo no sabe defenderse. ¿Quién es
él, quién es vuestro Fomá Fomich, comparado con papá? Come el pan de mi padre y
lo humilla, el muy ingrato. ¡En trozos partiría a vuestro Fomá Fomich! ¡Lo retaría a
duelo y lo mataría en el acto con dos pistolas!…
—¡Sasha, Sasha! —Gritaba el tío desesperado—. ¡Una palabra más y estoy
perdido, irremisiblemente perdido!
—¡Papaíto! —gritó de pronto Sasheñka lanzándose de cabeza hacia su padre, el
rostro bañado en lágrimas y abrazándose a él con fuerza—. ¡Papaíto!, ¿será posible
que usted, tan bueno, tan generoso, alegre, listo, se deje perder de este modo? ¿Cómo
puede someterse así a ese hombre ruin, desagradecido, ser su juguete, convertirse en
el hazmerreír de todos? ¡Papaíto, mi adorado papaíto!…
Sollozando, se cubrió el rostro con las manos y salió corriendo de la habitación.
A esto siguió una terrible confusión. La generala yacía desmayada. El tío, de
rodillas ante ella, le besaba las manos. Perepelítsina giraba en torno de ellos y nos
lanzaba miradas airadas, pero triunfantes. Anfisa Petrovna mojaba con agua las sienes
de la generala y no soltaba su frasco de sales. Praskovia Ilínichna temblaba, bañada
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en lágrimas. Yezhévikin buscaba un rincón donde meterse y la niñera permanecía
pálida y muerta de susto. Sólo Mizínchikov permanecía imperturbable. Se alzó, se
acercó a la ventana y se quedó mirando fijamente al exterior sin hacer ningún caso a
todo cuanto acontecía.
De pronto, la generala se incorporó en el diván, se irguió y me miró de pies a
cabeza airadamente.
—¡Fuera! —gritó, acompañando el grito con una patada en el suelo.
Debo confesar que no lo esperaba.
—¡Fuera! ¡Fuera de esta casa! ¿A qué vino? ¡No quiero ver ni la huella de sus
pies! ¡Fuera!
—¿Qué dice, mamita? ¡Si es Serguéi! —masculló el tío asustado—. Está de
huésped en nuestra casa.
—¿Qué Serguéi? ¡Tonterías! ¡No quiero oír nada! ¡Fuera! ¡Es Korovkin! ¡Estoy
segura de que es Korovkin! Mi presentimiento no me engaña. Ha venido para matar a
Fomá Fomich, para eso lo han llamado. Mi corazón me lo… ¡Fuera de aquí,
miserable!
—Si las cosas están así, tío —dije lleno de justa indignación—, yo, perdóneme…
—Y recogí mi sombrero.
—¿Serguéi, Serguéi, qué haces?… Ahora eres tú… Mamita, ¡pero si es Serguéi!
… ¡Serguéi, haz el favor! —Corría tras de mí para quitarme el sombrero—. Eres mi
huésped y aquí te quedas, así lo quiero. ¡Mamita, si es Serguéi! —Y añadió en un
susurro—: Sólo es así cuando se enfada… Tú, por lo pronto, te escondes en alguna
parte… quédate algún tiempo escondido y ya verás como pasa todo. ¡Te perdonará, te
lo aseguro! Es buena pero a veces se desorienta… Sabes, ahora te toma por
Korovkin, pero luego te perdonará, te lo aseguro… ¿Qué quieres? —gritó a Gávril
que, aterrorizado, entraba en la habitación.
Gávril no venía solo; venía con él un joven siervo de unos dieciséis años, de
extraordinaria belleza, que había sido admitido en la casa por esta razón, como pude
saber más tarde. Se llamaba Falaley. Llevaba un traje muy especial, una camisa de
seda roja adornada de pasamanería dorada en el cuello, un cinturón dorado,
pantalones negros plisados y botas de piel con vueltas rojas. El traje había sido ideado
por la propia generala. El joven lloraba amargamente y las lágrimas se desprendían
unas tras otras de sus ojazos azules.
—¿A qué vienen esas lágrimas? —exclamó el tío—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Habla,
bandido!
—Nos mandó venir Fomá Fomich, él viene enseguida —respondió Gávril,
dolorido—. Yo para ser examinado y él…
—¿Y él qué?
—Por bailar, señor —respondió Gávril con lágrimas en los ojos.
—¡Por bailar! —exclamó el tío horrorizado.
—Por bailar —dijo Falaley entre sollozos.
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—¡El komarinski!
—¡El ko-ma-rins-ki!
—¿Y te sorprendió Fomá Fomich?
—¡Me pescó!
—¡Han acabado conmigo! —exclamó el tío—. ¡Perdida está mi cabeza! —Y se
llevó ambas manos a la cabeza.
—¡Fomá Fomich! —anunció Vidopliásov entrando en la habitación.
Se abrió la puerta y ante el expectante público hizo acto de presencia Fomá
Fomich.
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Del buey blanco y «El Mujik de
Komarino»
Pero antes de tener el honor de presentar a los lectores a Fomá Fomich en persona,
considero del todo indispensable decir algunas palabras sobre Falaley y explicar qué
había de horrible en el hecho de bailar el komarinski y de que Fomá Fomich lo
sorprendiera en tan agradable ocupación. Falaley era un mandadero de la casa,
huérfano desde muy pequeño y ahijado de la primera esposa de mi tío, el cual lo
quería muchísimo. Eso bastaba para que Fomá, después de trasladarse a
Stepanchikovo y someter al tío, odiase a su muchacho favorito. Pero el niño cayó en
gracia a la generala y, pese a la ira de Fomá, quedó en la casa en el piso de los
señores. La generala insistió en ello y Fomá cedió, considerándolo sin embargo como
una ofensa —todo era para Fomá una ofensa—, de la cual culpaba al tío, se vengaba
en él cada vez que tenía la ocasión. Falaley era asombrosamente bello. Su rostro de
rasgos femeninos era el de una belleza campesina. La generala lo cuidaba y lo
mimaba, para ella era como un animalito precioso y no se sabía a quién quería más, a
su rizosa perrita Ami o a Falaley. Ya dijimos que el traje de Falaley era una creación
de la generala. Las señoritas le proporcionaban pomada y el peluquero Kozma debía
rizarle el cabello los días de fiesta. Falaley era una extraña criatura, no se lo podía
tildar de idiota o atrasado, pero a tal punto era ingenuo, veraz y simple que a veces de
veras se lo podía tomar por tontorrón. Si soñaba con algo, por la mañana venía a
contárselo a los señores. Los interrumpía cuando hablaban, sin preocuparse de ser un
incordio. Les contaba cosas impropias para los señores. Lloraba sinceramente cuando
la señora se desvanecía o reñían demasiado a su señor. Se compadecía de las
desgracias de todos. A veces se acercaba a la generala, besaba sus manos y le
suplicaba que no se enfadara, y la generala, magnánima, le perdonaba tales libertades.
Era extremadamente sensible, bondadoso y no conocía el rencor; alegre y manso
como un cabritillo, feliz y despreocupado como un niño. En la mesa, los señores le
daban bocados de sus propios platos.
Se colocaba siempre tras la silla de la generala y le encantaba el azúcar. No bien
le daban un trocito, lo roía con sus dientes fuertes, blancos como la leche, y en sus
alegres ojos azules y en toda su linda carita brillaba un placer indescriptible.
Durante mucho tiempo Fomá Fomich estuvo enfadado, hasta que un día
comprendió que enfadándose no iba a ninguna parte: decidió ser el bienhechor de
Falaley. Después de reñir al tío por no ocuparse de la educación de sus siervos,
decidió enseñar al pobre chiquillo reglas morales, modales correctos y francés.
«¿Cómo es posible —solía decir Fomá defendiendo su absurda idea (no
solamente suya, el autor de estas líneas puede dar fe)— que Falaley, estando siempre
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al lado de su señora, no comprenda si ella le dice de pronto: “doné mua mon
mushuar” y no obedezca de inmediato su petición?».
De hecho, no sólo se vio que era imposible enseñarle francés sino siquiera el
alfabeto ruso, lo que había intentado inútilmente, el cocinero Andrón, tío suyo, que
terminó relegando la gramática rusa a un estante. Falaley era tan torpe para el estudio
que no entendía nada, una torpeza que dio origen a cierta historia: los demás siervos
se burlaban de él, llamándolo «el francés» y el viejo Gávril, fiel ayuda de cámara del
tío, tuvo la temeridad de negar abiertamente la utilidad de aprender ese idioma. El
hecho llegó a oídos de Fomá Fomich quien, irritado y como castigo, obligó a
estudiarlo a quienes negaban su utilidad, entre ellos a Gávril. Eso dio origen a la
enseñanza del francés a los siervos, que tanto había enfadado al señor Bajchéiev.
Respecto a la enseñanza de buenos modales, las cosas iban todavía peor: Fomá no
podía evitar de ningún modo que Falaley, pese a una estricta prohibición, viniese a
contarle por las mañanas sus sueños, cosa que, a su juicio, era de lo más indecente y
familiar. Pero Falaley seguía siendo Falaley. Claro está que el primero en sufrir las
consecuencias fue el tío.
—¿Sabe, sabe usted lo que hizo hoy? —Solía gritar algunas veces Fomá,
eligiendo siempre el momento cuando estaban todos reunidos—. ¿Sabe usted,
coronel, adonde llevan su tolerancia y sus mimos constantes? Hoy tragó el trozo de
empanada que le dio usted a la hora del almuerzo y ¿sabe lo que dijo después? Ven,
ven aquí, ser absurdo, ven, idiota, mofletes sonrosados…
Falaley se acerca llorando, secándose los ojos con ambas manos.
—¿Qué dijiste cuando te tragaste el trozo de empanada? ¡Repítelo delante de
todos!
Falaley no responde, sigue llorando amargamente.
—Bien. Lo diré yo por ti. Dijiste, después de palmotear tu tripa llena e indecente:
«Me atraqué de pastel como Martín de jabón». Por favor, coronel, ¿así se habla, por
ventura? ¿Se pronuncian tales frases en una sociedad culta y refinada? ¿Lo dijiste o
no? ¡Habla!
—¡Lo di-je!… —confirmó Falaley sollozando.
—Entonces, dime ahora, ¿ese Martín come jabón? ¡Habla! ¿Dónde has visto a un
Martín que coma… jabón? ¡Habla! ¡Hazme conocer a tan fenomenal personaje!
Silencio.
—Te estoy preguntando —insiste Fomá—, ¿quién es ese Martín? Quiero verlo,
quiero conocerlo. ¿Quién es? ¿Qué es, un registrador, un astrónomo, un vendedor
ambulante, un poeta, un capitán, un siervo? Alguien ha de ser. ¡Responde!
—Un sier… vo —responde por fin Falaley sin dejar de llorar.
—¿De quién es siervo? ¿Cómo se llaman sus amos?
Pero Falaley no sabe decir a qué señores pertenece. El final de la historia es por sí
previsible: Fomá, irritado, sale corriendo de la habitación gritando que lo han
ofendido; la generala se desvanece y el tío maldice el día de su nacimiento, pide
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perdón a todos y pasa lo que resta de día en sus propias habitaciones andando de
puntillas.
Ocurrió por casualidad que, al día siguiente, después de la historia de Martín y el
jabón, Falaley, que había olvidado ya por completo a Martín y sus penas del día
anterior, cuando trajo el té a Fomá Fomich le contó que había soñado con un buey
blanco. ¡Sólo eso faltaba! La indignación de Fomá Fomich alcanzó niveles
indescriptibles. Convocó de inmediato al tío para reñirlo por los indecentes sueños de
su Falaley. Las medidas tomadas fueron muy severas: se lo puso de rodillas en un
rincón y se le prohibió severamente tener sueños tan zafios, propios de los mujiks.
«Lo que más me indigna —decía Fomá Fomich—, al margen de que no debería
atreverse a contarme sus sueños y mucho menos cuando se trata de un buey blanco,
es que —y espero, coronel, que esté de acuerdo conmigo—, el buey blanco es una
prueba de la estulticia, ignorancia y torpeza de su cerril Falaley. Se sueña lo que se
piensa. ¿Acaso no le había ya dicho de antemano que nada positivo conseguiría de él
y que no debíamos dejarlo en el piso de los señores? Jamás, jamás podrá usted
cultivar ese espíritu vulgar ni adaptar su primitivo cerebro a las nociones poéticas y
refinadas. ¿Es que no puedes —continuó dirigiéndose a Falaley— soñar con algo
elegante, delicado, bello, con alguna escena de la buena sociedad, digamos con unos
señores que, por ejemplo, juegan a las cartas o unas damas que pasean por un bello
jardín?».
Falaley prometió que la noche próxima soñaría sin falta con los caballeros o con
las damas paseando por un bello jardín.
Al acostarse, Falaley suplicó a Dios, derramando lágrimas, y pensó largamente en
qué hacer para no soñar más con el maldito buey blanco; pero engañosas son las
esperanzas humanas. Cuando despertó al día siguiente recordó, horrorizado, que
había soñado con el detestable buey blanco sin ver a dama alguna paseando por un
bello jardín. Esta vez las consecuencias fueron graves. Fomá Fomich manifestó sin
rodeos que no creía en la posibilidad de que el sueño se repitiese, que alguien de la
casa había inducido al muchacho a decirlo, tal vez el mismo coronel, para fastidiarlo
a él, Fomá. Hubo gritos, reproches y lágrimas. Al anochecer la generala cayó
enferma, la casa entera andaba de cara larga. Quedaba todavía la débil esperanza de
que a la tercera noche Falaley soñara con una escena de la buena sociedad. ¡Cuál no
sería la indignación general cuando se supo que cada bendita noche, durante toda una
semana, Falaley había soñado con el buey blanco y sólo con él! ¡Y ni hablar de la
buena sociedad!
Lo más curioso, sin embargo, era que a Falaley nunca se le hubiese ocurrido
mentir, decir simplemente que en vez del buey blanco había visto una carroza llena
de damas acompañadas de Fomá Fomich. Y tanto más, cuanto mentir, en este caso
particular, no habría sido pecado mayor. Pero Falaley era un alma tan pura que,
aunque lo quisiera, era absolutamente incapaz de mentir. Además, nadie se lo había
sugerido; sabían que se traicionaría no bien abriera la boca y que Fomá Fomich lo
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descubriría enseguida. ¿Qué se podía hacer? La posición de mi tío se volvía
insostenible; Falaley era incorregible; adelgazaba de angustia.
Melania, el ama de llaves, afirmaba que lo habían embrujado y lo roció a
escondidas con agua bendita; la bondadosa Praskovia Ilínichna participó en esa labor
saludable. No dio resultados. ¡Nada daba resultados!
—¡Mal rayo parta el sueño! —Contaba Falaley—. Sueño con el buey cada noche
y empiezo a rezar temprano, en cuanto anochece: «¡Fuera de mi sueño, buey blanco,
fuera!». Pero la bestia, maldita sea, no se va, la tengo ante mí, enorme, con sus
cuernos, su bocaza, ¡u-u-u!
Mi tío estaba desesperado, mas, por suerte, Fomá Fomich pareció olvidarse del
buey blanco. Claro está que nadie creía que pudiese olvidar tan importante
circunstancia y suponían con temor que lo reservaba para ocasiones más propicias.
Más tarde se supo que el buey blanco no figuraba en sus planes. Eran otros los
asuntos, otras las preocupaciones y los propósitos que maduraban en su mente fértil y
prolífica. Por esa razón Falaley tuvo un respiro y todos respiraron tranquilos. El
chiquillo recobró su alegría, dejó de recordar lo pasado y veía menos en sus sueños el
buey blanco, aunque éste, de vez en cuando, asomaba su fantástica cabezota. En una
palabra, todo habría ido bien si no existiera en el mundo un baile llamado el
komarinski.
Debemos señalar al lector que Falaley era un excelente bailarín; ésa era su
facultad principal, podríase calificarla casi de vocación. Bailaba con energía, con
inagotable alegría, pero la danza que más lo atraía era «El Mujik de Komarino».
No es que fuera tan de su agrado la frivolidad ni, en todo caso, la inexplicable
conducta de aquel voluble mujik, no, no era eso lo que lo atraía, le gustaba bailar el
komarinski porque oír esa música y no danzar a sus sones para él era totalmente
imposible. Por las tardes, a veces, dos o tres lacayos, el cochero, el jardinero que
tocaba el violín y también algunas damas de la servidumbre, se reunían en una
plazoleta, la más alejada de la hacienda señorial; formaban un círculo lo más lejos
posible de Fomá Fomich y comenzaba la música, los bailes y, al final, asumía
solemnemente sus derechos el komarinski. Formaban la orquesta dos balalaicas, una
guitarra, un violín y un pandero manejado a la perfección por Mitiushka, el postillón.
¡Había que verlo entonces a Falaley! Bailaba hasta olvidarse de sí mismo, hasta el
agotamiento, estimulado por las risas y los gritos de su público. Chillaba, gritaba, reía
a carcajadas, batía palmas… Diríase que lo llevaba una fuerza exterior que no podía
dominar, y se obstinaba en apresar el ritmo cada vez más acelerado de la melodía
contagiosa, batiendo la tierra con sus tacones. En aquellos momentos su placer
llegaba al paroxismo, y todo habría transcurrido bien y alegremente si el rumor sobre
el komarinski no hubiera llegado, por fin, a oídos de Fomá Fomich.
Horrorizado, Fomá Fomich mandó llamar inmediatamente al coronel.
—Me gustaría saber sólo una cosa, coronel —empezó diciendo Fomá Fomich—.
¿Está usted decidido a acabar definitivamente con ese desgraciado idiota o no? En el
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primer caso me aparto por completo, no intervengo en nada, pero si no lo está…
—Pero ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado? —gritó el tío asustado.
—¿Y pregunta qué ha pasado? ¿Es que no sabe que baila el komarinski?
—Bueno… ¿y qué?
—¿¡Cómo y qué!? —chilló Fomá—. Y eso lo dice usted, ¡usted, que es su señor
y, en cierto sentido, su padre! ¿No sabe, acaso, lo que significa el komarinski? ¿Sabe
usted que en esa canción se habla de un mujik depravado que intenta, borracho,
cometer el acto más inmoral? ¿Sabe qué hace este mujik patán? Holla los lazos más
sagrados y los patea, por decirlo así, con sus botazas sucias, acostumbradas al suelo
de la taberna… ¿Comprende que con su respuesta usted ha ofendido mis más nobles
sentimientos, que me ha ofendido personalmente? ¿Lo comprende o no?
—Pero Fomá… No es más que una canción… tan sólo una canción.
—¡Tan sólo una canción! ¿Y no le da vergüenza reconocer que la conoce, usted,
miembro de una sociedad noble, padre de hijos inocentes, bien educados, y a mayor
razón siendo coronel? ¡Tan sólo una canción! Tengo la convicción de que esta
canción reproduce un hecho real. ¡Tan sólo una canción! ¿Qué persona decente, sin
morir de vergüenza, puede admitir que conoce la canción, que la ha oído alguna vez?
¿Quién, quién?
—Pues mira, Fomá, ya que lo preguntas te diré que tú mismo la conoces, ya que
la has oído —respondió ingenuamente mi tío, algo azorado.
—¡Cómo! ¿Que yo la he oído? Yo… yo… ¡es decir yo!… ¡Me han ofendido! —
gritó de pronto Fomá, saltando de su silla y atragantándose de ira. No esperaba una
respuesta tan aplastante.
No describiré la ira de Fomá Fomich. Por su respuesta indecente e inadecuada, el
coronel tuvo que desaparecer, humillado, de la vista del guardián de la moralidad.
Desde ese instante Fomá Fomich se juró a sí mismo sorprender a Falaley en flagrante
delito, es decir, bailando el komarinski.
Por las tardes, cuando todos lo suponían ocupado trabajando, salía
silenciosamente al jardín, rodeaba los huertos y se escondía entre el cáñamo, desde
donde se divisaba a lo lejos la plazoleta del baile. Vigilaba al pobre Falaley como el
cazador a su presa, imaginando con placer el escándalo que armaría ante toda la casa
si conseguía su objetivo, y en especial ante el coronel. Por fin sus búsquedas
incansables se vieron coronadas por el éxito: descubrió a Falaley bailando el
komarinski.
Se comprende después de ello la desesperación del tío cuando vio llorando a
Falaley y oyó a Vidopliásov anunciar a Fomá Fomich, quien, en persona y en aquel
momento tan inesperado y crítico, apareció ante nosotros.
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Fomá Fomich
Estudié a Fomá Fomich con infinita curiosidad. Tenía razón Gávril al calificarlo de
insignificante. Fomá Fomich era de baja estatura, rubiáceo, algo canoso, de nariz
aguileña y el rostro cubierto de minúsculas arrugas. Tenía una gruesa verruga en la
barbilla y no pasaría de los cincuenta años.
Entró sin hacer ruido, con mesurado andar, sin alzar la vista del suelo, pero su
rostro y toda su pedante y pequeña figura reflejaban la insolencia más aplomada. Con
gran sorpresa mía se presentó con bata de corte importado —pero bata al fin—, y
pantuflas. El cuello de su camisa sin corbata iba vuelto à l’enfant, lo cual le daba un
aspecto muy ridículo. Se dirigió a un sillón desocupado, lo acercó a la mesa y tomó
asiento sin decir nada. Todo el ajetreo y la agitación de hacía un minuto cesaron en el
acto. El silencio era tan denso que se habría oído el vuelo de una mosca. La generala,
ahora apacible como un corderillo, puso de manifiesto su veneración de pobre idiota
por Fomá Fomich. Clavó en él sus ojos con mirada insaciable. La joven Perepelítsina,
con sonrisa afectada, se frotaba las manitas; y la pobre Praskovia Ilínichna temblaba
de miedo.
El tío se agitó.
—¡Que se sirva el té, hermanita, el té! —Dispuso inmediatamente—, pero que
esté muy dulce, a Fomá Fomich le gusta el té muy dulce, ¿verdad, Fomá?
—No estoy ahora para vuestros tés —dijo Fomá lenta y dignamente, con aspecto
preocupado, agitando la mano—. Para vosotros todo debe estar muy dulce.
Esas palabras, como ya la entrada increíblemente ridícula de Fomá, despertaron
mi interés. Quería saber hasta qué punto aquel señor tan insolente y seguro de sí
mismo olvidaría las reglas de urbanidad.
—Fomá —exclamó el tío—, te presento a mi sobrino Serguéi Aleksándrovich,
que acaba de llegar.
Fomá Fomich lo miró despectivamente de pies a cabeza.
—Me sorprende, coronel, que siempre le guste a usted interrumpirme —dijo
después de un largo silencio, sin prestarme la menor atención—. Intento tratar
asuntos serios y usted discursea, sabe Dios de qué. ¿Ha visto a Falaley?
—Lo vi, Fomá.
—¡Ah, lo vio! Bueno, haré que lo vea de nuevo, si es que lo vio. Podrá admirar el
fruto moral de su propia obra, coronel… ¡Ven aquí, estúpido! ¡Ven aquí, hocico
holandés! ¡Ven, ven, no tengas miedo, muévete!
Falaley se acercó sin dejar de sollozar, con la boca abierta, tragándose las
lágrimas. Fomá Fomich lo miraba con siniestro placer.
—Con toda intención, Pável Semiónovich, lo he llamado hocico holandés —dijo,
volviéndose un poco hacia Obnoskin al tiempo que se retrepaba en su sillón—. Verá,
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en términos generales no considero necesario suavizar mi lenguaje. La verdad debe
ser la verdad; y por mucho que se cubra la suciedad, suciedad seguirá siendo. ¿Para
qué intentar suavizarla? Sería engañar a la gente y engañarse a sí mismo. Semejante
insensatez sólo puede nacer en una estúpida mente mundana. Dígame, lo tomo por
juez, ¿encuentra algo bello en este hocico? Me refiero a algo noble, sublime, elevado,
no a un hocico rojo.
Fomá Fomich hablaba en voz baja, contenida, con cierta majestuosa indiferencia.
—¿Bello en él? —respondió Obnoskin con desvergonzado desdén—. A mi juicio
no es más que un buen trozo de roast-beef, simplemente.
—Uno se acerca al espejo, lo mira —continuó Fomá Fomich evitando
solemnemente el pronombre «yo»—. Estoy muy lejos de considerarme a mí mismo
un Apolo, pero, sin quererlo, llegué a la conclusión de que en esos ojos grises había
algo que me diferenciaba de un Falaley cualquiera. Hay ideas, vida, inteligencia. No
me refiero a mí personalmente. Hablo en general, hablo de nuestra clase social.
Ahora bien, ¿cree usted, Pável Semiónovich, que puede haber una brizna, un
fragmento de alma en ese beefsteak vivo? Observe, Pável Semiónovich, cómo la
gente que carece de toda idea e ideal, que sólo vive de carne, siempre tiene un rostro
repugnantemente fresco, ¡grosera y burdamente fresco! ¿Quiere conocer el nivel de
sus conocimientos? ¡Eh, tú, objeto, acércate más, deja que te admiremos! ¿Qué haces
con la boca abierta? ¿Pretendes, acaso, tragar una ballena? ¿Eres guapo? ¡Responde!
¿Eres guapo?
—¡Soy gua… po! —respondió Falaley, ahogando sus sollozos.
Obnoskin se retorcía de risa. Yo comenzaba a temblar de rabia.
—¿Ha oído? —continuó Fomá triunfalmente, dirigiéndose a Obnoskin—. ¡Y lo
que le falta por oír! He venido para examinarlo. Mire usted, Pável Semiónovich, hay
personas que pretenden pervertir y acabar con este miserable idiota. Tal vez sea un
juez demasiado severo, tal vez me equivoque; pero hablo por amor a la humanidad.
Estaba bailando ahora el más indecente de los bailes, pero aquí eso a nadie le
importa. Escuche ahora por sí mismo. ¿Qué hacías? Responde, responde
inmediatamente, ¿me oyes?
—Bai… la… ba… —dijo Falaley, intensificando su llanto.
—¿Qué bailabas? ¿Qué baile? ¡Habla!
—El komarinski…
—¡El komarinski! ¿Y quién es ese komarinski? ¿Crees que puedo comprender
algo de tu respuesta? Explícanos de dónde sale tu komarinski.
—De… de un mu… jik…
—¡De un mujik! ¡Tan sólo un mujik! ¡Me sorprende! Debe de ser un mujik
famoso si en su honor se componen poemas y bailes. Explícamelo.
Hostigar a su víctima es una necesidad para Fomá. Se divierte con ella como el
gato con el ratón, pero Falaley, sin entender la pregunta, gimotea y calla.
—¡Responde! —Insiste Fomá—. Te estoy preguntando. ¿Cómo era ese mujik?
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¡Habla! ¿Era un siervo del Estado, era libre, un siervo de monasterio?… Hay muchas
clases de mujiks…
—De Komarino, de… un mo… naste… rio…
—¡Ah, siervo de un monasterio! ¿Lo oye usted, Pável Semiónovich? Aquí tiene
un nuevo dato histórico: el mujik de Komarino es un siervo de monasterio. ¡Hum!…
Pero ¿qué hizo ese mujik? ¿Por qué hazañas se lo ensalza y… se baila?
La pregunta era escabrosa y, dirigida a Falaley, podía ofrecer cierto peligro.
—Pero… usted…, sin embargo… —observó Obnoskin, después de haber mirado
a su madre que comenzaba a retorcerse inquieta en su diván. ¿Qué se podía hacer? En
esa casa los caprichos de Fomá Fomich eran leyes.
—Por favor, tío, si no detiene a ese imbécil, él… ¿comprende lo que intenta?
Falaley acabará por decir alguna barbaridad, se lo aseguro… —Dije en un susurro al
tío quien, desorientado, no sabía qué decir.
—Oye, Fomá, deberías… —empezó a decir—. Mira, te presento a mi sobrino que
se dedica a la mineralogía…
—Le ruego, coronel, que no me interrumpa con su mineralogía, que, según me
consta, ignora usted por completo y tal vez «otros» también la ignoren. No soy un
niño. Me responderá que dicho mujik, en lugar de afanarse por el bien de sus hijos,
dedicaba su tiempo a emborracharse y a dejarse la piel en la taberna y que luego,
absolutamente beodo, se lanzaba a correr por las calles. A esto, como es sabido, se
reduce este poema para mayor gloria de la embriaguez. No se preocupe usted, que
bien sabe él lo que debe responder. Vamos a ver, responde: ¿qué hacía ese mujik?
Mira que ya te lo he dicho, te lo he puesto en la boca. Quiero que seas tú quien me
digas exactamente qué ha hecho este mujik para llegar a ser tan célebre, para merecer
la gloria inmortal de ser ensalzado por los trovadores. ¿Eh?
El desdichado Falaley, en su angustia, lanzaba miradas perdidas a su alrededor y
abría y cerraba la boca como una carpa que acaban de arrojar sobre la arena.
—Me da ver… ¡vergüenza decirlo! —bramó finalmente, en el colmo de la
desesperación.
—¡Te da vergüenza decirlo! —prosiguió Fomá en tono triunfal—. Le da
vergüenza decirlo, pero no hacerlo. He aquí la respuesta que yo quería oír, coronel.
Ésta es la moral que usted sembró, moral que fructificó y que usted ahora… riega.
Pero para qué gastar más saliva. Ve a la cocina, Falaley. Por el momento, y por
respeto a los presentes, nada te diré; pero hoy, hoy mismo, serás castigado cruel y
dolorosamente. En caso contrario, si de nuevo te prefieren a mí, quédate y entretén a
tus señores con el komarinski que yo, hoy mismo, abandono esta casa. ¡Basta! ¡He
dicho! ¡Puedes marcharte!
—Creo que está siendo usted demasiado severo… —farfulló Obnoskin.
—Eso es, eso es, eso es —exclamó el tío, pero calló de pronto cuando Fomá lo
miró sombríamente de reojo.
—Me sorprende, Pável Semiónovich —continuó diciendo Fomá— lo que hacen
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actualmente los escritores, los poetas, los científicos, los pensadores modernos que no
fijan su atención en las canciones que canta y baila el pueblo ruso. ¿Qué han hecho
hasta ahora todos esos Púshkin, Lérmontov, Borozdna? ¡Me asombra! El pueblo baila
el komarinski, esa apología de la embriaguez, y ellos se inspiran en no sé qué
florecitas. ¿Por qué no componen canciones más decorosas para que el pueblo las
cante, y olvidan sus florecitas? He aquí un problema social. Me gustaría que nos
hicieran conocer a un mujik, pero a un mujik ennoblecido, es decir a un campesino y
no a un mujik, a un campesino sabio y sencillo, aunque calce lapti —hasta esto lo
admito—, pero, y lo digo sin turbarme, repleto de virtudes que sean la envidia de un
Alejandro de Macedonia, excesivamente loado, a mi juicio. Conozco mi patria y mi
patria me conoce y por eso lo digo. Que representen a ese mujik cargado de familia,
con cabellos grises, en una isba ahumada, acuciado por el hambre y sin embargo
contento; que bendiga su pobreza, no se queje y sea indiferente a la riqueza del gran
señor. Que el gran señor, finalmente, se sienta conmovido y le dé por fin su oro; sería
edificante que, en este caso, asistiéramos a la unión de las virtudes del mujik con las
de su señor y, ¿por qué no?, un gran noble. ¡El campesino y el gran señor, tan
dispares en su posición social, se fusionan, finalmente, por sus virtudes!… ¡Qué
exaltante idea! Pero ¿qué vemos en la vida real? Por un lado, florecitas y, por otro, un
mujik borracho y andrajoso que corre por la calle. ¿Qué poesía hay en eso? ¿Qué se
puede admirar? ¿Dónde está el ingenio? ¿Dónde la gracia? ¿Dónde la moral? No lo
comprendo.
—¡Cien rublos te debo, Fomá Fomich, por estas palabras! —dijo Yezhévikin
entusiasmado—. ¡No recibirá ni un kopek! —me susurró al oído—. ¡Alaba, alaba!
—Sí, en efecto… lo ha expuesto bien —dijo Obnoskin.
—¡Eso es, en efecto! —exclamó el tío, que escuchaba con gran atención y me
miraba con aire triunfal—. ¡Qué tema tan profundo se está tratando! —musitó,
frotándose las manos—. ¡Una conversación multifacética! ¡Qué diablos! Fomá
Fomich, aquí está mi sobrino —añadió muy emocionado—. También él se dedica a
las letras. Permítame presentárselo.
Igual que antes, Fomá Fomich no hizo caso alguno de las palabras del tío.
—Por Dios le pido que no me presente más, se lo pido en serio —dije al tío en
voz baja y tono decidido.
—Iván Ivánovich —empezó a decir Fomá dirigiéndose a Mizínchikov, mirándolo
fijamente—. ¿Qué piensa usted de lo que hemos hablado ahora?
—¿Yo? ¿Me lo pregunta a mí? —respondió sorprendido Mizínchikov como si lo
acabaran de despertar.
—Sí, a usted. Se lo pregunto porque valoro la opinión de personas realmente
inteligentes, y no las de personas de inteligencia discutible que se consideran
inteligentes y científicos porque no paran de presentárnoslos como inteligentes y
científicos, y que a veces los hacen venir de lejos como para actuar en un teatro de
feria o algo semejante.
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El tiro iba dirigido directamente a mí. Era indudable que Fomá Fomich, al no
hacerme ningún caso, hablaba de literatura con el único propósito de sorprender,
destruir, aplastar de entrada al «científico inteligente de Petersburgo». Yo, al menos,
no lo dudaba.
—Si quiere conocer mi opinión, yo… yo estoy de acuerdo con su opinión —
respondió Mizínchikov, apático y de mala gana.
—¡Todos estáis de acuerdo conmigo! ¡Me aburre oíros! —dijo Fomá—. Le diré
francamente, Pável Semiónovich —prosiguió después de una pausa, y dirigiéndose
de nuevo a Obnoskin—, que si por algo admiro al inmortal Karamzin no es por su
Historia, ni por Marfa la alcaldesa, ni por Antigua y nueva Rusia, sino por haber
escrito Frol Silin, esa grandiosa épica. ¡Una obra realmente popular que perdurará a
través de los siglos! ¡Una épica sublime!
—¡Eso es, eso es! ¡Una «época» sublime! Frol Silin, un bienhechor. Lo recuerdo,
lo he leído, además había pagado la libertad de dos siervas y luego miraba el cielo y
lloraba. Un rasgo muy noble —aprobó mi tío con entusiasmo.
¡Pobre tío! No podía contenerse para no intervenir en una conversación culta.
Fomá esbozó una sonrisa maléfica, pero no dijo nada.
—También ahora se escriben cosas interesantes —intervino cautelosamente
Anfisa Petrovna—. Por ejemplo Los misterios de Bruselas.
—No opino así —dijo Fomá como lamentándolo—. He leído hace poco un
poema… ¡Qué se puede decir! Las mismas «florecitas» de siempre. Pero no, de los
más modernos el que más me gusta es «El Escribiente», un estilo liviano.
—¡«El Escribiente»! —exclamó Anfisa Petrovna— ¿es aquel que escribe las
cartas a las revistas? ¡Ah, qué bien lo hace! ¡Qué divertido juego de palabras!
—Precisamente, el juego de palabras, ¡por así decirlo, juega con la pluma! ¡Qué
felicidad de expresión!
—Sí, pero es un pedante —observó Obnoskin negligentemente.
—Sí, pedante, no lo discuto, pero un pedante encantador, con gracia, Claro que
ninguna de sus ideas soportaría una crítica seria, pero al frívolo lector lo atrae la
facilidad con que se expresa. Es frívolo, de acuerdo, pero encantador y tiene gracia.
¿Recuerdan, por ejemplo, cuando en un artículo literario dijo que tenía propiedades?
—¿Propiedades? —preguntó mi tío—. Eso está muy bien. ¿En qué provincia?
Fomá se detuvo, miró fijamente al tío y prosiguió con el mismo tono.
—Díganme, ¿en qué puede interesar al lector saber si tiene propiedades? Si las
tiene, felicidades. Pero con qué gracia y encanto las describe. Su ingenio chispea,
rebosa, la agudeza de su ingenio lo desborda. Es así como se debe escribir. Creo que
yo escribiría de ese modo si quisiera escribir para que me publicaran…
—Tal vez todavía mejor —observó Yezhévikin respetuosamente.
—Sus sílabas son melodiosas —añadió el tío.
Fomá Fomich no pudo aguantar más.
—Coronel —dijo—, querría pedirle, con la máxima delicadeza posible, que deje
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de interrumpimos y permita que terminemos tranquilamente nuestra conversación. A
nuestra conversación usted no puede aportar nada, no puede. Por lo tanto no intente
participar en nuestra grata charla literaria. Ocúpese de su hacienda, tome té… pero
deje la literatura en paz. ¡Le aseguro que la literatura, por eso, nada perderá!
Esas palabras sobrepasaban el colmo de la insolencia. Me quedé mudo.
—Pero si tú mismo, Fomá, habías dicho que las sílabas son más melodiosas —
dijo el tío confuso y abatido.
—Sí, pero yo hablaba conociendo el tema, hablaba oportunamente. ¿Y usted?
—Sí, hablábamos con conocimiento de causa —apoyó Yezhévikin para adular a
Fomá Fomich—. No es mucho, pero nos alcanza para atender el trabajo en dos
distritos, y si nos empeñamos, con alguna pequeña ayuda, hasta podemos atender
otro, pero no más.
—¡Entonces he vuelto a decir una tontería! —Resumió el tío con su bonachona
sonrisa.
—Al menos lo reconoce —observó Fomá.
—¡No importa, no importa, Fomá, no estoy enfadado! Sé que tú, como amigo
mío, como un hermano, me llamarás la atención. Yo mismo te lo permití, llegué a
pedírtelo; me conviene, es por mi bien. Te lo agradezco y sabré aprovecharlo.
Mi paciencia se agotaba. Todo cuanto hasta entonces había oído sobre Fomá
Fomich me había parecido exagerado. Pero ahora, viéndolo con mis propios ojos, mi
estupor no tenía límites. No creía mis sentidos. Era incapaz de conciliar semejante
insolencia, tan atrevido autoritarismo, por una parte, con tanta voluntaria esclavitud,
tanta crédula benevolencia por otra. Por lo demás, era obvio que también mi tío
estaba confuso por la insolencia. Yo ardía en deseos de encararme de un modo u otro
con Fomá, de pelearme con él y provocarlo con alguna puya… y después, que pasara
lo que tuviera que pasar. Me excitaba la idea. Sólo necesitaba una oportunidad y,
esperándola, estrujé por completo el ala de mi sombrero. La oportunidad no se
presentó. Fomá se negaba de plano a fijarse en mí.
—Dices la verdad, Fomá, la pura verdad —continuó el tío, esforzándose en
recobrarse y disimular la acrimonia de la conversación anterior—. Siempre das en el
clavo, dices la verdad por desagradable que sea, y te doy las gracias por ello. Es
preciso conocer el tema y hablar después. Estoy arrepentido. Más de una vez me hallé
en este predicamento. Imagínate, Serguéi, que una vez fui examinador… ¡Se ríen!
Pues ya ven, tuve que examinar, os lo juro. Me llamaron de una institución de
enseñanza para participar en un tribunal y tuvieron la deferencia de sentarme junto a
los demás examinadores, sobraba un sitio. Os juro que hasta tuve miedo, me asusté
mucho, no conocía ninguna materia. ¡Qué hacer! ¿Y si me invitaban a la pizarra?,
pensé. Pero al final todo terminó bien, y hasta yo mismo formulé unas preguntas,
como quién fue Noé. En general todos respondieron muy bien, luego almorzamos y
bebimos champán a la salud del conocimiento. Excelente centro docente.
Fomá Fomich y Obnoskin estallaron en carcajadas.
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—También yo me reí después —exclamó el tío, riendo bonachonamente, contento
de que todos se divirtieran—. Escucha, Fomá, ahora os quiero divertir a todos con
una historia que me puso en ridículo… Oye, Serguéi, estábamos acampados en
Krasnogorsk…
—Permítame preguntarle, coronel —lo interrumpió Fomá—, si será muy larga su
historia.
—¡Oh, Fomá! Se trata de una historia divertidísima, para morirse de risa.
Escúchala, es buena, muy buena. Os contaré cómo por hablar demasiado una vez
metí la pata…
—Yo siempre escucho con placer sus historias cuando son de ese género —dijo
Obnoskin bostezando.
—Nada se puede hacer, habrá que escuchar —decidió Fomá.
—Todo será muy divertido, ya lo verás, Fomá. Quiero contaros, Anfisa Petrovna,
cómo metí la pata por hablar. Escucha también tú, Serguéi, es una historia edificante.
Estábamos acampados en Krasnogorsk —empezó a decir el tío muy de prisa,
resplandeciente de placer, con numerosos paréntesis, como siempre que contaba algo
para complacer a los demás—. Acabábamos de llegar y aquella noche fui al teatro.
Trabajaba Kuropatkina, una gran actriz que se fugó con el capitán de Caballería
Zvierkov en mitad de la obra, tuvieron que bajar el telón… Menuda bestia, ese
Zvierkov, amigo de beber, de jugar a las cartas; no es que fuera un borracho, pero le
gustaba compartir el tiempo con los amigos. Cuando bebía de veras se olvidaba de
todo: del país en que vivía, de su nombre, decididamente de todo, pero de hecho era
un excelente muchacho… Pues bien, estoy en el teatro y durante el intervalo me
levanto y encuentro a mi antiguo compañero Kornujov… no había otro como él, seis
años sin vemos. Participó en la campaña, su pecho estaba cubierto de medallas;
ahora, según me han dicho, se pasó al funcionariado y ha llegado a cargos muy
altos… Nos alegramos del encuentro, es natural. Y en el palco junto al nuestro había
tres damas; la que estaba a la izquierda era feísima, como pocas en el mundo…
Luego supe que era una mujer excelente, madre magnífica, la felicidad de su
marido… Yo, por tonto, le digo a Kornujov: «Dime, hermano, ¿sabes quién es el
espantajo allí sentado?». «¿A quién te refieres?». «A ésa». «Es mi prima». ¡Menuda
situación la mía! Para arreglarla, le digo: «No, no me refiero a ella. ¿Dónde tienes los
ojos? Me refería a la que está sentada algo más lejos, ¿quién es?». «Es mi hermana».
¡Maldición! Y su hermana, como aposta, era preciosa, bella como pocas: vestida con
mucho gusto, enjoyada, en una palabra, un encanto; se casó después con Pyjtin,
excelente persona; se fugó con él, se casó sin permiso paterno, pero ahora todo se ha
arreglado y viven muy bien y los padres no dejan de bendecir al Cielo… Bueno,
como les iba diciendo: «¡No, no! —grito y ya no sé dónde meterme— ¡no ésa!
¿Quién es la del medio?». «¿La del medio? Ésa, hermano, es mi esposa…» Entre
nosotros, no era una dama, era una delicia de mujer, para comérsela toda entera…
«Bueno —le digo—, ¿has visto alguna vez a un tonto? Aquí lo tienes ante ti y
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también su cabeza: ¡córtala, no le tengas lástima!». Se echó a reír. Después del
espectáculo me las presentó y probablemente el muy guasón les contó todo lo
sucedido. ¡Cuánto se habrán reído! Les confieso que nunca he pasado una velada tan
divertida. ¡Ya ves, hermano Fomá, cómo se puede a veces quedar mal! ¡Ja, ja, ja!
Pero en vano reía mi pobre tío, en vano paseaba en tomo su mirada alegre y
bondadosa: un silencio de muerte era la respuesta a su divertida historia. Fomá
Fomich se mantenía mudo y sombrío y los demás seguían su ejemplo; sólo Obnoskin
sonreía apenas; previendo el castigo que infligirían al tío, que estaba ruborizado y
confuso. Eso era justamente lo que Fomá esperaba.
—¿Ha terminado usted? —preguntó por fin dirigiéndose con aire importante al
embarazado narrador.
—He terminado, Fomá.
—¿Y está contento?
—¿Qué entiendes, Fomá, por contento? —respondió angustiado el pobre tío.
—¿Se siente aliviado? ¿Está contento de haber interrumpido una charla literaria
entre amigos para satisfacer su insignificante amor propio?
—¡Qué dices, Fomá! Yo quería divertiros y tú…
—¿Divertirnos? —gritó Fomá de pronto enfurecido—, usted no es capaz de
divertirnos sino de amargarnos. ¡Divertir! ¿Sabe usted que su historia raya lo
inmoral? Ya no digo lo indecente, eso cae por su propio peso… Acaba de explicar,
poniendo de manifiesto la singular torpeza de su sensibilidad, que se reía de la
inocencia de una dama noble por no haber tenido el honor de gustarle, y ha intentado
que nosotros, nosotros, nos regocijemos, es decir, que estemos de acuerdo con su
zafio e indecente proceder, y ello, sólo por ser usted el dueño de esta casa. Haga lo
que quiera, coronel, puede buscarse gorrones, aduladores, gente de esa calaña; puede,
inclusive, hacerlos venir de lejanos países y reforzar de ese modo su séquito en
detrimento de la sinceridad y nobleza espiritual; pero Fomá Opiskin jamás será su
adulador, ni su gorrón. ¡De eso puede estar usted seguro!…
—¡Oh, Fomá! ¡No me has comprendido!…
—No, coronel, ya hace tiempo que lo he comprendido, lo conozco a fondo. Está
atormentado por un ilimitado amor propio, pretende tener una gracia inalcanzable y
se olvida que la agudeza pierde filo en la pretensión. Usted…
—Basta ya, Fomá, por Dios. Debería darte vergüenza, delante de la gente…
—Pena, me da, coronel, ver todo esto, pero, una vez visto, callar es imposible.
Soy pobre, vivo a costa de su madre. Se podría esperar, tal vez, que lo halague con mi
silencio, y yo no quiero que cualquier chiquillo me tome por un parásito de su mesa.
Tal vez, al hablar hace poco, acentué adrede mi veraz candor y llegué a la grosería,
pero es usted, precisamente, quien me puso en ello. Es usted muy altivo conmigo,
coronel. Podrían considerarme su esclavo, su gorrón. Le causa placer humillarme
ante «desconocidos» cuando de hecho soy igual a usted. ¿Me oye? Igual en todos los
sentidos. Tal vez yo le esté haciendo el favor de vivir en su casa y no usted a mí. Me
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humillan, por consiguiente debo yo mismo cantar mis alabanzas, es natural. No puedo
dejar de hablar, debo hablar, debo protestar inmediatamente, y por ello le manifiesto
con toda franqueza y simplicidad que es usted un envidioso como no hay otro. Se
percata, por ejemplo, de que en una conversación sencilla, amistosa, una persona
pone de manifiesto sin querer sus conocimientos, sus gustos, lo mucho que sabe, y
usted ya siente fastidio, ya no está a gusto. Piensa: «¡Voy a hacer patente también yo
mis conocimientos, mi buen gusto!». Pero, permítame decirle que en materia de buen
gusto entiende usted tanto como un buey entiende de la carne. Lo que digo es brutal,
tosco, lo confieso, pero al menos es sincero y auténtico. No lo oirá decir, coronel, a
sus aduladores.
—¡Eh, Fomá!
—¡Eso es, «Eh, Fomá»! Bien se ve que la verdad hace daño. Pero bueno, después
hablaremos de eso y ahora permítame que divierta un poco a los presentes. No es
cosa de que acapare usted toda la atención. ¡Pável Semiónovich! ¿Ha visto usted a
ese monstruo marino con forma humana? Hace tiempo que lo observo. Fíjese eh él,
me quiere comer vivo de un bocado.
Se refería a Gávril. El viejo criado, de pie junto a la puerta, miraba con pena
cómo se metían con su señor.
—Quiero divertirlo, Pável Semiónovich, con un espectáculo. Eh, tú, cuervo, ven
aquí… tenga usted la bondad de acercarse un poco más, Gávril Ignátievich. Aquí
tiene, Pável Semiónovich, a Gávril, quien por su grosería está estudiando el dialecto
francés. Yo, como Orfeo, suavizo los hábitos locales no mediante canciones sino
gracias al dialecto francés. Vamos a ver franchute, mesié feneánt —detesta que lo
llamen mesié feneánt—; ¿te sabes la lección?
—La estudié —responde Gávril con la cabeza gacha.
—¿Parlé vú fransé?
—Ui, mesié, ye le parl an pe…
No sé si fue la cara triste de Gávril al pronunciar la frase en francés, o que todos
se anticiparan a los deseos de Fomá de que se rieran: se desternillaron de risa no bien
Gávril empezó a hablar. Hasta la generala dignó reírse. Anfisa Petrovna, reclinada
contra el respaldo del diván, reía a los chillidos, tapándose con el abanico. Lo más
grotesco fue cuando Gávril, al ver en qué se había convertido el examen, fue incapaz
de soportarlo, escupió y dijo en tono de reproche:
—¡A qué vergüenza me veo reducido en la vejez!
Fomá Fomich se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? ¿Te permites decir groserías?
—No, Fomá Fomich —respondió con dignidad Gávril—. Mis palabras no son
una grosería y no me corresponde a mí, un siervo, decirlas a un señor de nacimiento.
Pero toda persona está hecha a imagen y semejanza de Dios. Tengo ya sesenta y tres
años. Mi padre recordaba al bandido Pugachev. Mi abuelo, juntamente con su señor,
Matvéi Nikitich —Dios los tenga en su gloria— fueron colgados del mismo árbol por
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ese monstruo, Pugachev, debido a lo cual mi padre fue distinguido por nuestro
difunto señor, Afanasi Matvéich; fue su ayuda de cámara y acabó sus días como
mayordomo. Yo, señor Fomá Fomich, aunque soy siervo de mi amo, ¡jamás conocí
tanta ignominia como ahora!
Al pronunciar estas últimas palabras, Gávril se abrió de brazos y bajó la cabeza.
El tío lo observaba inquieto y exclamó:
—Basta, basta Gávril. No hace falta que te extiendas más, basta.
—No importa, no importa —terció Fomá palideciendo levemente y esforzándose
en sonreír—. Que hable, todo, coronel, es fruto de su…
—Lo contaré todo —prosiguió Gávril con extraordinaria animación—, no
ocultaré nada. Me atarán las manos, pero no la lengua. Aunque comparado contigo,
Fomá Fomich, sea un hombre ruin, en una palabra, un esclavo, también yo puedo
sentirme ofendido. Sé que estoy obligado a servirte porque nací siervo y he de
cumplir toda obligación, con temor y a conciencia. Si te pones a escribir un libro, mi
obligación es no dejar que nadie pase a distraerte, es mi obligación verdadera y la
cumpliré con gusto; pero no que a la vejez me hagas ladrar en otro idioma que el mío,
cubriéndome de vergüenza… Ahora ni puedo bajar al cuarto de la servidumbre…
«Eres un franchute, un franchute», me dicen. No, señor Fomá Fomich, no soy el
único tonto, toda la buena gente dice ahora que usted es mala persona y que ante
usted nuestro señor parece un niño pequeño; aunque usted por naturaleza sea hijo de
general y tal vez le falte poco a usted mismo para llegar a serlo, es usted malvado
como una verdadera furia.
Gávril acabó de hablar. Yo estaba fuera de mí de entusiasmo. Fomá Fomich,
pálido de ira en medio de la confusión general, parecía incapaz de recobrarse del
inesperado ataque de Gávril. Diríase que meditaba hasta qué punto debía enfurecerse.
Por fin explotó.
—¡Cómo! ¡Se atreve a insultarme, a mí, a mí! ¡Es un motín! —chilló Fomá
Fomich saltando de su asiento.
Tras él saltó la generala y se retorció las manos. Se armó un gran desorden. A
empellones, el tío sacó de la habitación al criminal Gávril.
—¡Que lo aherrojen, que lo aherrojen! —Gritaba la generala—. Llévalo a la
ciudad, Yégorushka, sí quieres mi bendición. Ponle inmediatamente el cepo, que vaya
como soldado.
—¡Cómo te atreviste —gritaba Fomá—, patán miserable, Hamlet, trapo
asqueroso, a llamarme furia!
Me adelanté y le dije decidido, mirándolo directamente a los ojos y temblando de
excitación:
—Le confieso que en esta ocasión estoy completamente de acuerdo con Gávril.
Quedó tan asombrado por esas palabras que al principio pareció no creer sus
oídos.
—¿Qué pretende decir? —gritó, echándose sobre mí y clavándome sus ojitos
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inyectados en sangre—. ¿Quién eres tú?
—Fomá Fomich… —empezó a decir mi tío completamente desorientado—. Es
Serguéi, mi sobrino…
—¡El estudioso! —vociferó Fomá—. Un científico. ¡Liberté, égalité, fraternité,
journal des débats! Te equivocas, amiguito, no estamos en Sajonia; esto no es
Petersburgo, no te equivoques. Me río yo de tus débats. ¡Que se vayan al diablo, aquí
nada pintan! ¡Estudioso! Todo cuanto tú sabes yo lo tengo olvidado multiplicado por
siete; para mí ¡vaya estudioso!
Si no lo hubieran sujetado se habría echado sobre mí a puñetazos.
—¡Pero si está borracho! —Dije, perplejo, mirando en tomo de mí.
—¿Quién? ¿Yo? —vociferó Fomá.
—¡Sí, usted!
—¿Borracho?
—¡Borracho!
Fomá no pudo soportar eso. Chilló como si lo estuvieran degollando y salió
corriendo de la habitación. La generala, al parecer, deseaba desmayarse, pero decidió
que era mejor correr en pos de Fomá. Detrás de ella corrieron los demás y detrás de
ellos mi tío. Cuando me repuse y miré a mi alrededor sólo vi a Yezhévikin. Sonreía y
se frotaba las manos.
—Hace poco me prometió contarme algo sobre los jesuitas —dijo con voz
insinuante.
—¿Qué? —pregunté sin comprender de qué me hablaba.
—Había prometido contarme algo sobre los jesuitas… una pequeña anécdota…
Salí corriendo a la terraza y de allí al jardín. La cabeza me daba vueltas.
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Una declaración de amor
Vagué por el jardín durante un cuarto de hora, irritado y muy descontento conmigo
mismo, meditando qué hacer. Caía el sol. De pronto, al entrar en una avenida oscura,
me encontré cara a cara con Nasteñka. Tenía los ojos en lágrimas, que enjugaba con
un pañuelo.
—Lo estaba buscando —me dijo.
—También yo —le respondí—. Dígame, ¿estoy o no estoy en un manicomio?
—Nada de eso —me respondió con aire ofendido, mirándome fijamente.
—Si no es así, ¿qué ocurre? ¡Aconséjeme, por Dios! ¿Dónde está mi tío? ¿Puedo
ir a buscarlo? Me alegro de haberla encontrado, tal vez usted me oriente.
—No, más vale que no vaya, acabo de dejarlos.
—Pero ¿dónde están todos?
—¡Quién sabe! Tal vez se hayan ido todos al huerto —me respondió irritada.
—¿A qué huerto?
—El de la cocina. Es que la semana pasada Fomá Fomich se puso a gritar que no
quería quedarse en la casa y corrió al huerto, agarró una azada en la cabaña y
comenzó a cavar el sembrado. Todos quedamos atónitos, creímos que se había vuelto
loco. «Que no se diga que no hago nada para ganarme el sustento, lo ganaré con mi
trabajo y me iré. ¡Ya ven a lo que me han llevado!». Todos se pusieron a llorar casi de
rodillas ante él, intentaron quitarle la azada de las manos, pero él siguió cavando;
echó a perder el sembrado de nabos. Lo hizo una vez y quizá vuelva a hacerlo. Es
capaz, no lo excluyo.
—¡Y usted… usted me lo cuenta así, tan tranquila! —grité intensamente
indignado.
Me lanzó una mirada centelleante.
—¡Perdóneme —añadí—, no sé ni lo que digo! Óigame, ¿sabe por qué he venido
aquí?
—N… no —respondió ruborizándose, y su rostro encantador reflejó un
sentimiento de pena.
—Tiene que perdonarme —proseguí—, estoy nervioso y comprendo que no es así
como debía hablar de eso… sobre todo con usted… Pero no importa. Creo que lo
mejor es la sinceridad. Le confieso… es decir, quiero decirle… ¿conoce los proyectos
de mi tío? Me ordenó pedirle a usted su mano…
—¡Oh, qué tontería! ¡No me hable de eso, por favor! —me interrumpió presurosa
y enrojeciendo.
Quedé perplejo.
—¿Cómo tontería? ¡Pero si me lo escribió!
—¿Así que le escribió? —preguntó muy interesada—. ¡Qué tontería! ¡Y me había
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prometido no hacerlo! ¡Qué absurdo! ¡Cielos, qué absurdo!
—Perdóneme —balbuceé sin saber qué decir—, tal vez me haya portado
groseramente, fui poco oportuno… momento inoportuno… Dese cuenta, estamos
rodeados de Dios sabe qué…
—¡Oh, no se disculpe, por amor de Dios! Créame, ya es embarazoso oír todo eso;
sin embargo era yo la que quería verlo para intentar saber algo… ¡Ah, qué fastidio!
¿Así que realmente le escribió? Lo que más temía. ¡Dios mío, qué hombre tan
extraño! ¡Y usted lo creyó y ha venido a toda prisa! ¡Es el colmo!
No ocultaba el fastidio. Mi posición no era envidiable.
—Lo admito, no esperaba… —Dije sumido en la confusión— no esperaba que
las cosas fueran así… Pensaba, por el contrario…
—¿Qué pensaba? —preguntó con un deje de ironía, mordiéndose levemente el
labio—. A ver, enséñeme la carta que le mandó.
—Muy bien.
—Y no se enfade conmigo, por favor, no se sienta ofendido, ¡tenemos ya
demasiados problemas! —dijo con voz suplicante aunque una sonrisa burlona brilló
apenas en sus bellos labios.
—¡Oh, le ruego, no me tome por un tonto! —exclamé con ardor—. ¿No la habrán
prevenido contra mí? Tal vez alguien le habló mal de mí. Tal vez sea porque hice el
ridículo hace un momento. De todos modos, no tiene importancia, se lo aseguro. Me
doy cuenta de lo tonto que debe de considerarme usted. ¡No se ría de mí, por favor!
No sé lo que digo… ¡La culpa la tienen mis malditos veintidós años!
—¡Oh, por Dios! ¿Qué importancia tiene?
—¡Claro que la tiene! Quienquiera de veintidós años lo lleva grabado en la frente.
Como yo, por ejemplo, cuando tropecé al entrar en la sala, o ahora, delante de
usted… ¡Maldita edad!
—¡Oh, no, no! —respondió Nasteñka, conteniendo a duras penas la risa—. Estoy
segura de que usted es bueno y simpático e inteligente, y se lo digo con sinceridad.
Pero… es muy orgulloso y de eso puede corregirse.
—No creo que mi amor propio sea exagerado.
—¡Cómo no! Cuando quedó azorado al entrar, sólo por haber tropezado… pero
¿qué derecho tenía de poner en ridículo a su tío, tan bueno y magnánimo y tan
generoso con usted? ¿Por qué quiso desviar la risa hacia él, una risa dirigida sólo a
usted? Su conducta fue malvada, vergonzosa. No era digna y le confieso que en el
momento lo odié.
—¡Es cierto! Fui un estúpido, o peor, fue una canallada. Usted se dio cuenta y ése
es mi castigo. Ríñame, ríase de mí, pero escúcheme: al final tal vez cambie de
opinión —añadí llevado por un extraño sentimiento—; aún me conoce poco, puede
que más tarde, cuando me conozca mejor, entonces… puede…
—¡Por Dios, dejemos esta conversación! —exclamó Nasteñka visiblemente
exasperada.
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—Muy bien, muy bien, la dejamos. Pero ¿dónde puedo verla?
—¿Cómo, dónde?
—Verá, no es posible que ya nos hayamos dicho todo, Nastasia Yevgrafovna. Por
Dios le ruego que me conceda una cita, ¿puede ser hoy? No, ya anochece. Si puede
ser mañana, muy temprano, haré que me despierten lo antes posible. Junto al
estanque hay un cenador, conozco muy bien todo aquello, sé el camino. Viví aquí
cuando era pequeño.
—¿Una cita? ¿Para qué? Estamos hablando ahora, sin necesidad de citas.
—Pero hasta ahora no sé nada, Nastasia Yevgrafovna. Primero hablaré con el tío,
ya que él, al fin y al cabo, tendrá que contármelo todo y tal vez entonces tenga algo
muy importante que decirle…
—¡No, no! ¡No hace falta, no hace falta! —exclamó Nasteñka—. Acabemos
ahora de decirlo todo para no volver a hablarlo. No se moleste en ir a ese cenador, le
aseguro que yo no iré. Y olvide, por favor, todas esas tonterías, se lo pido muy en
serio…
—¡Entonces el tío se ha portado conmigo como con un tarado! —grité
exasperado—. ¿Para qué, entonces, me hizo venir?… Escuche: ¿qué es ese ruido?
Estábamos cerca de la casa. Desde las ventanas abiertas nos llegaban chillidos y
gritos insólitos.
—¡Dios mío! —exclamó Nasteñka muy pálida—. ¡Otra vez! ¡Lo presentía!
—¿Lo presentía? Una pregunta más, Nastasia Yevgrafovna. Claro está, carezco
de todo derecho, pero me atrevo por el bien de todos a hacerle esta última pregunta.
Dígame —y su respuesta jamás saldrá de mis labios—, dígame sinceramente si el tío
está enamorado de usted.
—¡Ah! ¡Quítese de la cabeza semejante estupidez de una vez por todas! —
exclamó, enrojeciendo de ira—. ¡Sólo usted faltaba! Si él estuviera enamorado de mí
no habría estado tratando de casarme con usted —añadió con amarga sonrisa—. ¿Y
por qué, por qué lo piensa? ¿No comprende lo que hay detrás de todo esto? ¿Oye
estos gritos?
—Pero… es Fomá Fomich…
—Sí, claro, Fomá Fomich, pero ahora se trata de mí, porque dicen lo mismo que
usted, la misma insensatez, también ellos sospechan que él está enamorado de mí. Y
como soy pobre, como no valgo nada y no cuesta nada envilecerme, pretenden
casarlo con otra, le exigen, para mayor seguridad, que me eche de esta casa y me
vaya a casa de mi padre. Y cuando se le habla de ello se enfurece y quiere destrozar a
Fomá Fomich. Ahora esos gritos son por eso, presiento que son por eso.
—¡Entonces, es verdad! Es decir que deberá casarse con esa Tatiana.
—¿Qué Tatiana?
—Esa loca.
—No tiene nada de loca. Es buena. No tiene derecho a decirlo. Tiene un gran
corazón, más noble que otros muchos. No es culpable de ser desgraciada.
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—Lo siento. Supongamos que tiene usted toda la razón, pero ¿no se equivoca en
lo principal? ¿Cómo pueden recibir tan bien a su padre, según pude ver? Si estuvieran
tan enfadados como me dice, y quisieran echarla, también lo estarían con él, y lo
recibirían mal.
—¿Pero acaso no ve lo que está haciendo mi padre por mí? Finge ser un bufón
para tener contento a Fomá Fomich y, como Fomá fue bufón, lo halaga tener ahora el
suyo propio. ¿Por quién cree que mi padre lo hace? Lo hace por mí, sólo por mí. No
le hace falta; por él, no se humillaría ante nadie. Algunos lo consideran ridículo, pero
es el ser más noble del mundo. Cree, vaya uno a saber el motivo, que más vale que
me quede en esta casa; no por el buen salario, eso se lo puedo asegurar. Yo hice que
cambiara de opinión; le escribí y ha venido para llevarme consigo, y si fuera preciso
mañana mismo, porque la situación ha llegado al límite. Aquí quieren acabar
conmigo y estoy segura de que todos esos gritos son por mí. Por mi culpa lo
martirizan a él, acabarán con él y él es para mí como un padre, entiéndalo, más que
mi verdadero padre. No quiero ver más, sé mejor que otros lo que ocurre. Mañana,
¡mañana mismo me iré! Quién sabe, eso les hará aplazar, aunque por un tiempo, su
boda con Tatiana Ivánovna… Ahora se lo he contado todo y usted se lo puede decir a
él, porque yo ni siquiera puedo hablar con él; nos vigilan y, sobre todo, esa mujer,
Perepelítsina. Dígale que no se preocupe, que prefiero comer pan negro y vivir en una
isba con mi padre que ser la causa de sus tormentos. Soy pobre y debo vivir como
pobre. ¡Dios, qué alboroto, qué gritos! ¿Qué estará pasando allí dentro? Sea como
sea, he de entrar. Ahora mismo voy y les digo todo, mirándolos a los ojos, pase lo que
pase. Debo hacerlo. Adiós.
Salió corriendo. Me quedé inmóvil, consciente del ridículo papel que había hecho
e incapaz de imaginar cómo acabaría todo. Me daba pena la pobre chica y temía por
mi tío. De pronto apareció Gávril junto a mí con su cuaderno en la mano.
—Tenga la bondad, señor, de venir a ver a su tío.
Volví a la realidad.
—¿Al tío? ¿Dónde está? ¿Qué hace?
—Está en el salón, donde estaban tomando el té.
—¿Quién está con él?
—Está solo y espera.
—¿A mí?
—Envió a buscar a Fomá Fomich. Se nos acabaron los buenos tiempos —añadió
y suspiró profundamente.
—¿A Fomá Fomich? ¡Hum! ¿Y dónde están los demás? ¿Dónde está la señora?
—En sus habitaciones. Se ha desmayado, está casi inconsciente… y llora.
Charlando así llegamos a la terraza. Casi era de noche. Mi tío, en efecto, estaba
solo. Iba y venía a zancadas por la misma habitación donde yo había tenido mi
agarrada con Fomá Fomich. Unas velas ardían sobre las mesas. Al verme se precipitó
y me estrechó con fuerza la mano. Estaba pálido, respiraba con esfuerzo, le
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temblaban las manos y un estremecimiento nervioso le recorría de vez en cuando el
cuerpo.
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«Su Excelencia»
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Vidopliásov, que jamás había visto al señor tan irritado, se alejó asustado. Yo no
salía de mi asombro.
«Debe tratarse de algo muy importante —pensé— para que un hombre de su
carácter se ponga tan furioso y tome tales medidas».
Durante varios minutos, sin hablar, el tío paseó por la habitación, como luchando
consigo mismo.
—Por si acaso, no rompas el cuadernito —dijo, por fin, a Gávril—. Espera,
permanece a mi lado, tal vez me hagas falta. Amigo mío —añadió dirigiéndose a mí
—, creo que me enfadé demasiado. Siempre debemos actuar con dignidad, valor, pero
sin gritar ni ofender, sólo así. Mira, Serguéi, ¿no sería mejor que te vayas de aquí? A
ti te da igual. Yo mismo te lo contaré todo después. ¿Qué opinas? Te ruego que lo
hagas por mí.
—¿Tiene usted miedo, tío? ¿Se arrepiente? —le pregunté, mirándolo fijamente.
—¡No, no, querido mío, no me arrepiento! —exclamó con renovado ardor—.
Ahora ya no temo a nadie. He tomado medidas, medidas decisivas. Tú no sabes ni
puedes imaginar lo que exigen de mí. ¿Acaso debía acatarlo? No, ¡les demostraré
cómo soy! Me he rebelado y lo demostraré. Ha llegado el momento. Pero, sabes,
querido, me arrepiento de haberte llamado. Tal vez para Fomá sea muy doloroso verte
aquí, que seas testigo de su humillación. Sabes, quiero echarlo de manera noble, sin
humillarlo. Aun las palabras más dulces, en estos casos ofenden, vejan. Soy un
hombre tosco, no tengo educación, por tonto soy capaz de largar algo de lo que yo
mismo me avergüence. En definitiva, él hizo mucho por mí… Márchate, amigo
mío… Ya lo traen, ya lo traen. ¡Serguéi, te ruego que te vayas! Luego te lo contaré
todo, márchate, ¡por el Señor te lo pido!
Y el tío me sacó a la terraza en el mismo instante en que entraba Fomá en la
habitación. Pero no me fui, lo confieso. Había resuelto quedarme en la terraza donde
desde la habitación, por la oscuridad, apenas se distinguía nada. Había decidido
escuchar sin ser visto. De ningún modo intento justificar mi proceder, mas debo
admitir con sinceridad que, habiendo resistido esa media hora en la terraza sin haber
perdido la paciencia, bien merezco el título de verdadero mártir. Desde el lugar donde
estaba no sólo veía bien, también oía perfectamente: las puertas eran de cristal.
Imagínense ahora a Fomá Fomich, a quien habían «conminado» a venir, bajo la
amenaza de que, en caso de negarse, lo traerían por la fuerza.
—¿Han sido mis oídos los que han oído semejante amenaza, coronel? —exclamó
Fomá al entrar en la habitación—. ¿Fueron ésas sus palabras?
—Oíste bien, Fomá, tranquilízate —respondió valientemente el tío—. Siéntate;
hablaremos en serio, amistosamente, como hermanos. Siéntate Fomá.
Con aire solemne, Fomá Fomich tomó asiento en una silla baja. El tío iba y venía
por la habitación con pasos rápidos y desiguales; al parecer le costaba iniciar la
conversación.
—Como hermanos —volvió a decir—. Me comprenderás, Fomá, no eres un niño,
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tampoco yo lo soy… en verdad ambos tenemos ya bastantes años… ¡Hum! Sabes,
Fomá, no coincidimos en ciertas cuestiones… sí, en ciertas cuestiones, por lo cual
creo, Fomá, que es mejor que nos separemos. Estoy seguro de que tú eres muy noble,
que me deseas el bien y por eso… ¿Para qué perder tiempo en palabras? ¡Soy tu
amigo, Fomá, y lo seré siempre, te lo juro por todos los santos! Mira, aquí tienes
quince mil rublos de plata; eso es todo lo que he ahorrado, reuní lo último que me
quedaba, privando de ello a los míos. ¡Tómalo sin dudar! ¡Mi deber, mi obligación es
asegurar tu vida! Casi todos son pagarés, el resto en líquido. ¡Tómalo sin vacilar!
Nada me debes, porque jamás podré pagarte todo cuanto por mí has hecho. Sí, sí, esto
es precisamente lo que en este momento siento, aunque ahora no coincidamos en lo
esencial y debamos separarnos. Mañana o pasado… o cuando tú quieras… nos
separaremos. Dirígete a la aldea, a sólo diez kilómetros de aquí; hay allí una casita,
detrás de la iglesia, en el primer callejón, con postigos verdes, pertenece a la viuda
del pope; parece construida ex profeso para ti; quiere venderla y yo te la compraré,
aparte del dinero que te estoy dando. Instálate en ella, cerca de nosotros. Dedícate a la
literatura, a las ciencias, serás famoso… Los funcionarios de allí son gentiles,
cordiales y el arcipreste muy sabio. Los días de fiesta vendrás a visitarnos ¡y
viviremos como en el paraíso! ¿Estás de acuerdo?
«Pues vaya condiciones para echar a Fomá», pensé yo. El tío nada me había dicho
de dinero.
Durante largos minutos reinó el silencio más profundo. Fomá, desde su silla,
miraba inmóvil y como estupefacto al tío, quien parecía sentirse cada vez más
incómodo por ese silencio y esa mirada.
—¡Dinero! —dijo al fin Fomá con voz débil y fingida—. ¿Dónde está, dónde está
ese dinero? ¡Démelo, démelo, venga!
—Aquí lo tienes, Fomá: es lo último que me queda, justamente quince, en letras
de cambio y billetes, ya lo ves… ¡toma!
—Gávril, toma ese dinero —dijo Fomá con voz queda—, te lo doy. Eres viejo, te
puede servir. ¡Pero no! —exclamó de pronto, acompañando sus palabras con un
extraño chillido al tiempo que saltaba de la silla—. ¡Dame primero ese dinero, Gávril,
dámelo, dámelo, dámelo! ¡Dame esos millones para que los pisotee, para que los
rompa, los escupa, los esparza al viento, los mancille, los deshonre!… ¿A mí me
ofrecen dinero? Me sobornan para que salga de esta casa. ¿He oído bien? ¿Pero cómo
pude haber llegado a semejante iniquidad? ¡Aquí están, aquí están sus millones!
¡Mire, aquí los tiene! ¡Aquí los tiene! ¡Mire lo que hace Fomá Opiskin si es que no lo
sabía hasta ahora, coronel!
Fomá arrojó todo el dinero al aire, que se desperdigó por la habitación. Es de
señalar que no rompió ni escupió billete alguno, como había prometido; sólo se limitó
a estrujarlos, pero con mucho cuidado. Gávril se apresuró a recoger el dinero
esparcido por la habitación y después, una vez que Fomá se hubo marchado, se lo
entregó a su señor.
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La reacción de Fomá dejó estupefacto al tío, que ahora, a su vez, permanecía
petrificado, boquiabierto, inmóvil, mirándolo sin reaccionar. Fomá, mientras tanto,
volvió a sentarse en la silla y jadeaba, presa de profunda emoción.
—¡Eres un ser nobilísimo, Fomá! —exclamó por fin el tío, recobrando su ánimo
—. ¡El más noble de los hombres!
—Lo sé —respondió Fomá con voz débil pero muy digna.
—¡Perdóname, Fomá! ¡Me porté como un canalla contigo, Fomá!
—Sí, conmigo —asintió Fomá.
—No me extraña tu nobleza —continuó el tío con entusiasmo—, sino el hecho de
que fuera yo tan tosco, ciego y miserable como para ofrecerte dinero en semejantes
condiciones. Pero en una cosa te equivocaste, Fomá: no era mi propósito sobornarte,
ni pagarte para que abandonaras la casa, sino para que también tú tuvieras dinero,
para que nada necesitaras cuando te fueras. ¡Te lo juro! Estoy dispuesto a pedirte
perdón de rodillas y si quieres me pondré de rodillas ahora mismo… si lo quieres…
—¡Para nada necesito que se ponga de rodillas, coronel!…
—¡Pero, Dios mío! Juzga por ti mismo, date cuenta de cómo estaba, acalorado,
fuera de mí… Dime, dime, ¿qué puedo hacer para reparar, para hacerte olvidar esta
ofensa? Enséñame, háblame…
—Nada, nada, coronel. Y puede estar seguro de que mañana mismo sacudiré el
polvo de mis botas en el umbral de esta casa.
Fomá empezó a levantarse de la silla. El tío, horrorizado, se lanzó y volvió a
sentarlo.
—No, Fomá; no te irás, ¡te lo aseguro! —Gritaba el tío—. No hables más del
polvo y las botas. No te irás o bien yo te seguiré hasta el fin del mundo, y te seguiré
siempre, hasta que me perdones… Te lo juro, Fomá, y así lo haré.
—¿Perdonarlo yo? ¿Se siente usted culpable? —dijo Fomá—. ¿Pero comprende,
acaso, cuál es su culpa? ¿Comprende, acaso, que ahora es culpable hasta por haberme
dado un trozo de pan en su casa? ¿Comprende usted que ha envenenado todo el pan
que he degustado en su casa? Me ha reprochado ahora todo el pan que he consumido;
me ha demostrado ahora que he vivido como un esclavo en su casa, como un lacayo,
como un trapo para limpiar sus relucientes botas. Mientras que yo, por la pureza de
mi corazón, hasta ahora creía que vivía en su casa como un amigo, como un hermano.
¿Acaso no fue usted quien con sus venenosas palabras me aseguró miles de veces que
éramos hermanos? ¿Por qué entonces iba usted tejiendo en secreto esas redes en las
que caí como un tonto? ¿Por qué cavó en la penumbra esa mortal trampa de lobo
hacia la que me empujó con sus propias manos? ¿Por qué no acabó antes conmigo de
un solo golpe de maza? ¿Por qué ya desde el principio no me retorció el cuello como
a un gallo cualquiera por… digamos el hecho de no poner huevos? Sí, precisamente
eso. Soy partidario, coronel, de semejante comparación, aunque provenga del ámbito
provincial y recuerde el estilo trivial de la literatura moderna; soy partidario de ella
porque refleja el tono vulgar de la actual literatura; la defiendo porque se ve
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claramente en ella lo absurdas que son sus acusaciones; vienen a ser iguales a las
hechas al gallo que disgusta a su frívolo dueño por no poner huevos. ¡Por favor,
coronel! ¿Acaso se paga con dinero al hermano o al amigo? Y, sobre todo, ¿por qué,
por qué? Eso es lo principal. «Toma, mi muy querido hermano, estoy en deuda
contigo, me has salvado la vida: toma estos denarios de Judas, ¡pero lárgate, que no te
vea!». ¡Qué ingenuidad! ¡Con qué grosería me ha tratado! Usted creía que yo
anhelaba su dinero cuando sólo tenía sentimientos celestiales con sólo pensar en su
bienestar. ¡Oh, cómo me ha desgarrado el corazón! ¡Ha jugado con mis sentimientos
más elevados, como un niño con una peonza! ¡Hace ya mucho, mucho tiempo,
coronel, que había previsto todo esto y por ello me ahogaba comiendo su pan, por esa
razón me pesaban los edredones, me pesaban, no me confortaban! ¡Por la misma
razón su azúcar, sus dulces me sabían a pimienta de Cayena, no a dulces! ¡Más vale,
coronel, que viva solo, sea feliz y deje que Fomá siga su triste destino con un hato a
cuestas! ¡Así será, coronel!
—¡No, Fomá, no! ¡Así no será, así no puede ser! —gimió el tío totalmente
anonadado.
—Sí, coronel, así será, porque así debe ser. Mañana lo abandono. Disperse sus
millones, pavimente mi largo camino, si quiere alfombre la carretera hasta Moscú con
sus billetes, coronel, que yo, con dignidad y desprecio, caminaré sobre ellos; estos
pies que usted ve, coronel, pisotearán, mancillarán, hollarán, y Fomá Opiskin se
sentirá satisfecho por su sola nobleza de alma. Lo dije y lo demostraré. Adiós,
coronel… ¡Adiós, co… ronel!…
Y otra vez Fomá Fomich empezó a levantarse de su silla.
—¡Perdona, perdóname, Fomá! ¡Olvídalo…! —Repetía el tío con voz suplicante.
—¡Perdón! ¿Para qué necesita mi perdón? Supongamos que lo perdone; soy
cristiano, no puedo dejar de perdonar, podría decirse que ya lo he perdonado. Pero
dese cuenta usted mismo si es posible que alguien con sentido común y noble espíritu
pueda seguir viviendo, aunque sea un minuto más, en su casa. ¡Usted me echó de
ella!
—¡Sí que lo es, es posible, Fomá! ¡Te aseguro que es posible!
—Pero, acaso, ¿hay igualdad entre nosotros? ¿Es posible que no comprenda que
yo, con mi nobleza, por así decirlo, lo he aniquilado y usted se ha aniquilado a sí
mismo con su vil conducta? Usted se ha envilecido y yo enaltecido. ¿De qué igualdad
cabe hablar? ¿Puede haber amistad sin esa premisa? Lo digo y no me vanaglorio, ni
me enorgullezco, sintiéndome superior a usted, como tal vez crea; al contrario, lo
digo y se me parte el corazón.
—Pero también a mí se me parte el corazón, te lo aseguro Fomá.
—¡Y éste es el hombre —continuó diciendo Fomá, cambiando el tono severo de
su voz por otro mucho más apasionado— por quien me pasé tantas noches sin
dormir! Cuántas veces, en mis noches de insomnio, abandoné mi cama, encendí una
vela y me dije: «Él duerme tranquilo, confía en ti. Pero tú, Fomá, debes estar alerta;
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¡tal vez se te ocurra algo que aumente su bienestar!». ¡He aquí lo que pensaba Fomá
del coronel en sus noches sin sueño! ¡Pero de qué modo lo recompensó ese coronel!
Aunque ya basta, basta…
—Fomá, volveré a ser digno de tu amistad, ¡te lo juro!
—¿Digno? ¿Qué seguridades tengo? Como cristiano lo perdono y hasta lo volveré
a querer, pero como hombre de corazón tendré que despreciarlo, pese a mi deseo.
Estoy obligado en aras de la moral, visto que usted se ha cubierto de vergüenza y mi
acción ha sido de las más nobles. ¿Quién de los que lo rodean es capaz de algo así?
¿Quién renunciaría a semejante cantidad de dinero, a la que yo renuncié, a la que
renunció el mísero Fomá, despreciado por todos, y que lo hizo por amor a la grandeza
de alma? Usted, coronel, para compararse conmigo, debería realizar toda una serie de
hazañas, pero ¿de qué hazaña es capaz cuando no puede siquiera darme de «usted»
como a un igual y me tutea como a un criado?
—¡Pero, Fomá, te tuteaba por amistad! —clamó el tío—. No sabía que te
desagradaba… ¡Dios mío! De haberlo sabido…
—Usted —continuó Fomá—, usted que no pudo, o mejor dicho, no quiso cumplir
el ruego más simple y mínimo cuando le pedí que me tratase de «Su Excelencia»
como a un general…
—Pero, Fomá, ¡habría sido un ultraje, el mayor de los sacrilegios!
—¡El mayor de los sacrilegios! ¡Se aprendió de memoria una frase literaria y la
repite como un papagayo! ¿Es consciente, acaso, de que negándose a llamarme «Su
Excelencia» me ha avergonzado y deshonrado? ¿Sabe que por eso, sin comprender
mis razones, dejó que me consideraran un estúpido caprichoso, digno de un
manicomio? ¿Acaso cree que no veo lo ridículo que es que yo aspire a ese título, yo,
que desprecio toda clase de distinciones y dignidades terrenales, insignificantes por sí
mismas, cuando no las sostiene la virtud y la integridad de ánimo? Ni por un millón
aceptaría el título de general sin la virtud. Y usted, sin embargo, me consideró un
demente. Por usted, en beneficio suyo, sacrificaba mi amor propio y admitía que
usted, usted y sus científicos, no me tomasen en serio. Opté por exigirle el grado de
general con el único fin de iluminar su mente, desarrollar su moral, dotarlo de nuevas
ideas. Quería que supiese que un título nada significa si carece de magnanimidad y
que no debería sentirse orgulloso por la llegada de su general teniendo a su lado
personas dotadas de mayores virtudes. Pero como usted presumía ante mí de su grado
de coronel, era evidente que le costaba llamarme «Su Excelencia». ¡Ésta es la causa!
En ella radica todo y no en el atentado a no sé qué derechos. Todo se explica por ser
usted coronel y yo solamente Fomá…
—¡No, Fomá, no! Te aseguro que no es así. Tú eres un sabio, no eres sólo
Fomá… yo te admiro…
—¿Me admira? Eso está bien. Dígame, entonces, ¿merezco o no el grado de
general? Responda de inmediato y claramente si soy digno de serlo. Quiero poner a
prueba su inteligencia y el desarrollo de la misma. Responda de inmediato y
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claramente.
—Sí, lo merece por su honradez, inteligencia, su gran nobleza de alma —dijo el
tío orgullosamente.
—Y si lo merezco, ¿por qué no me llama «Su Excelencia»?
—Si quieres, Fomá, te lo llamaré…
—Ahora se lo exijo, coronel, se lo exijo, insisto y exijo. Comprendo que le
cueste, por eso mismo lo exijo. Este sacrificio suyo será el primer paso en su prueba
porque, no lo olvide, deberá realizar toda una serie de ejercicios para ser igual a mí,
tendrá que vencerse a sí mismo, y entonces, sólo entonces, creeré en su sinceridad…
—Desde mañana mismo, Fomá, te llamaré ¡«Su Excelencia»!…
—No, mañana no, coronel, mañana ni qué decir tiene, exijo que ahora,
inmediatamente, usted me diga «Su Excelencia».
—Como quieras, Fomá, estoy dispuesto… Pero ¿cómo así, de pronto, ahora?
—¿Y por qué no ahora? ¿Acaso le da vergüenza? En este caso si le da vergüenza,
me siento ofendido.
—Pero bueno, Fomá, estoy dispuesto… y me siento orgulloso… ¿Pero cómo de
buenas a primeras, sin relación con algo, decir de pronto: «Buenas tardes, Su
Excelencia»? No puede ser así…
—No, no es «Buenas tardes, Su Excelencia». El tono de por sí ya es ofensivo,
parece una broma, una farsa. No permito que bromeen conmigo. Vuelva en sí,
coronel, recóbrese. ¡Cambie de tono!
—¿No estarás bromeando, Fomá?
—En primer lugar, el tú, Yégor Ílich, está fuera de lugar; de «usted» debe
tratarme, no lo olvide, y no Fomá, sino Fomá Fomich.
—Te juro, Fomá Fomich, que con muchísimo gusto. Te lo juro por Dios… Pero
¿qué debo decir?
—Se comprende que le cueste añadir a sus palabras la frase «Su Excelencia». Se
comprende. ¡Debía habérselo explicado hace tiempo! Y hasta es perdonable si la
persona en cuestión no es un escritor, dicho sea cortésmente. Bueno, yo lo ayudaré ya
que usted no lo es. Repita lo que yo digo: «Su Excelencia».
—Bueno, «Su Excelencia».
—¡No, no es «bueno, Su Excelencia» sino sólo «Su Excelencia»! Le digo,
coronel, que debe cambiar de tono; confío también en que no se ofenda si le
propongo que haga una leve inclinación y al mismo tiempo eche hacia delante el
cuerpo. Con el general se habla inclinando el cuerpo hacia delante, pues así se
manifiesta el respeto y la disposición, por decirlo así, de cumplir volando sus
órdenes. He frecuentado reuniones de generales y conozco todo eso… Así, pues: «Su
Excelencia».
—Su Excelencia…
—Repita: qué inmensa alegría siento de tener la ocasión de pedirle perdón por no
haber podido conocer desde el principio el corazón de Su Excelencia. Le aseguro que
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desde ahora mismo no escatimaré mis débiles fuerzas en favor del bien común…
Bueno, por ahora, ¡ya es suficiente para usted!
¡Pobre tío! ¡Debía repetir todos esos disparates, frase tras frase, palabra tras
palabra! Ruborizado, yo lo escuchaba desde la terraza sintiéndome culpable. Me
ahogaba la ira.
—Y bien, ¿no siente ahora —sentenció el torturador— más aliviado el corazón,
como si un ángel hubiera descendido sobre él?… ¿Siente usted la presencia de ese
ángel? ¡Respóndame!
—Sí, Fomá, en efecto me siento mucho mejor —respondió el tío.
—¿Como sí su corazón, después de haberlo vencido, estuviera bailando en una
especie de bálsamo?
—Sí, Fomá, en efecto, como si estuviere bañado en mantequilla.
—¿En mantequilla? Hum… No me refería en realidad a mantequilla alguna…
Pero no importa… He aquí lo que significa, coronel, el cumplimiento del deber. Siga
venciéndose. Tiene mucho amor propio, un amor propio inmenso.
—Sí, Fomá, lo veo —responde el tío suspirando.
—Es usted un egoísta, incluso un tremendo egoísta…
—Sí, soy egoísta, es cierto Fomá, lo sé; desde que te conocí lo supe.
—Le hablo ahora como un padre, como una madre cariñosa… ahuyenta usted a
todo el mundo de su lado y olvida que un ternerito cariñoso mama de dos ubres.
—Eso es cierto, Fomá.
—Usted es grosero, intenta penetrar tan brutalmente en el corazón de los demás,
exige su atención con tanta vanidad que toda persona recta siente ganas de huir de
usted lo más lejos posible.
Mi tío volvió a suspirar profundamente.
—Debe ser más atento, tierno y cariñoso con los demás, olvídese de sí mismo y
entonces también se acordarán de usted. Viva y deje vivir a los otros. A esta regla me
atengo. «Ten paciencia, trabaja, reza y confía»… Éstas son las verdades que me
gustaría infundir a toda la humanidad. Imítelos y yo seré el primero en abrirle mi
corazón y en llorar sobre su pecho… si fuera preciso… Pero usted en cambio sólo
habla de usted, de su yo y su benevolencia. Le diré, con su permiso, que esa
benevolencia suya acaba finalmente por nausear.
—¡Qué dulces palabras! —susurró Gávril desde la puerta, con veneración.
—¡Es verdad, Fomá, siento todo cuanto dices! —asintió el tío conmovido—. Pero
no todo es culpa mía. Así me educaron. He vivido con los soldados. Pero te juro,
Fomá, que también yo sentía. Cuando me despedía del regimiento, todos mis húsares,
toda mi división lloraba y decían que no encontrarían a otro como yo… Y fue
entonces cuando pensé que, tal vez, no estuviese del todo perdido.
—¡Otra vez el egoísmo!, ¡la vanidad! ¡Usted se vanagloria y de paso me reprocha
las lágrimas de sus húsares! Pero yo no me jacto de lágrimas ajenas, aunque sí podría
hacerlo, ya lo creo que podría.
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—Se me habrá escapado, Fomá, no pude reprimir el recuerdo de los buenos
tiempos.
—El buen tiempo no cae del cielo, lo hacemos nosotros, radica en nuestro
corazón, Yégor Ílich. ¿Por qué yo me siento siempre feliz, contento, tranquilo pese a
los padecimientos? ¿Por qué mi espíritu está sereno, por qué no molesto a nadie
exceptuando a los estúpidos y a los polichinelas, a los científicos, a quienes no
compadezco ni quiero respetar? ¡No me gustan los tontos! ¿Qué son estos tíos cultos?
«Hombres de ciencia». La ciencia que esos científicos defienden no es más que un
engaño. ¿Qué decía el científico ése de antes? Tráiganlo aquí, traigan aquí a todos los
científicos. Yo puedo refutarlos a todos, refutar todas sus tesis, para no hablar de la
nobleza espiritual…
—Claro, Fomá, claro. ¿Quién lo duda?
—Hace poco demostré inteligencia, talento, erudición, conocimiento del corazón
humano y de la literatura moderna; y demostré con brillantez cómo un mujik
cualquiera de Komarino puede transformarse en un tema de conversación inteligente
para una persona de talento. ¿Y bien? ¿Supo alguien apreciar alguno mis méritos
como era debido? ¡No, me volvieron la espalda! ¡Estoy seguro de que habrán dicho
que no sé nada! Ya podría sentarse ante ellos el propio Maquiavelo, o bien un
Mercadante, que no tendrían reparos en acusarlos de no saber nada de nada, sólo por
ser pobres y desconocidos… ¡Eso me lo pagarán!… Oigo hablar de Korovkin.
¿Quién es ese tipo?
—Es un hombre inteligente, Fomá, un científico… Lo estoy esperando. Ya verás,
Fomá, cómo te place.
—Hum. Lo dudo. Será, sin duda, un burro cargado de libros. Carecen de alma,
coronel, de corazón… ¿Y qué es el saber sin virtudes?
—Te equivocas, Fomá. ¡Si lo oyeras hablar de la felicidad conyugal! Te llega al
mismo corazón.
—¡Hum! Veremos, también Korovkin será investigado. Pero, ya basta —
concluyó Fomá levantándose de la silla—. Yo no puedo, coronel, perdonarlo del
todo; la ofensa todavía sangra, pero rezaré y tal vez mañana Dios apacigüe el corazón
ofendido. Volveremos a tratar ese tema mañana, y ahora permita que me retire. Me
siento cansado y agotado…
—¡Oh, Fomá! —exclamó el tío estremecido—. Claro que estás cansado. ¿No
querrás reponer fuerzas y tomar algo? Doy la orden ahora mismo.
—¡Tomar algo! ¡Ja, ja, ja! —rió Fomá, despectivo—. ¡Primero te embriagan de
veneno y luego te preguntan si no quieres un tentempié! ¡Quieren curar las heridas
del corazón con setas marinadas o dulces manzanitas! Es usted, coronel, un pobre
materialista.
—Pero, Fomá, te juro que lo decía de buena fe…
—Bueno, basta, ya hemos hablado bastante de eso. Yo me voy y usted, sin
pérdida de tiempo, vaya a ver a su madre, caiga de rodillas ante ella, llore, solloce,
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pero consiga su perdón; ¡ése es su deber, su obligación moral!
—¡Ay, Fomá, justo en eso estaba pensando! Ahora, mientras me hablabas, sólo
pensaba en eso. Estoy dispuesto a recibir el alba de rodillas ante ella. Pero date
cuenta, Fomá, lo que exigen de mí. Es injusto, es cruel. Sé magnánimo, Fomá, hazme
del todo feliz, reflexiona, decide y entonces… entonces… ¡te juro!…
—No, Yégor Ílich, eso nada tiene que ver conmigo —respondió Fomá—. Usted
sabe que todo esto no me va ni me viene; es decir, supongamos que usted esté
firmemente convencido de que yo soy la causa de todo, pues yo le aseguro a usted
que desde el primer momento he sido ajeno a ello. Todo depende de la voluntad de su
madre y ella, claro está, desea su bien… Vaya a verla, dese prisa, vuele, y con su
obediencia arregle la situación. Ojalá olvide su ira; yo rezaré toda la noche por usted.
Ya hace mucho que no sé lo que es dormir, Yégor Ílich. ¡Adiós! También a ti, viejo,
te perdono —añadió dirigiéndose a Gávril—. Sé que no obraste por juicio propio.
Perdóname también a mí si te ofendí en algo… ¡Adiós, adiós a todos, que Dios os
bendiga!…
Fomá se fue y de inmediato yo entré en la habitación.
—¿Estuviste escuchando? —gritó el tío.
—¡Sí, tiíto, estuve escuchando! ¡Y usted, usted llegó a llamarlo «Su Excelencia»!
—¿Qué podía hacer, querido? Hasta estoy orgulloso… Hacerlo no es nada,
comparado con sus nobles proezas. ¡Qué hombre tan noble, desinteresado, generoso!
Tú, Serguéi, lo has oído. ¡Cómo pude darle dinero, no lo comprendo! Sospechaba de
él, amigo mío, estaba furioso, lo culpaba… ¡Qué error! Él no podía ser mi enemigo,
ahora lo veo… ¿Recuerdas la noble expresión de su rostro cuando rechazó el dinero?
—Bueno, tiíto, enorgullézcase cuanto quiera: yo me voy, no aguanto más.
Dígame, se lo pregunto por última vez, ¿qué me exige? ¿Para qué me hizo venir?
¿Qué espera de mí? Y si todo está terminado y yo no le hago falta, me voy. ¡No
puedo soportar estos espectáculos! ¡Me marcho hoy mismo!
—Amigo Serguéi —dijo el tío, tan agitado como era su costumbre—, aguarda
sólo dos minutos. Voy a hablar con mamita… Debo resolver allí… un asunto de suma
importancia, de gran significado… Y tú, mientras tanto, retírate a tu habitación, te
llevará Gávril al pabellón de verano. ¿Sabes dónde está? En el mismo jardín. Ya di la
orden y tu maleta está allí. Yo me reuniré contigo cuando consiga el perdón, tomé la
decisión adecuada que ya sé cuál es y entonces me reuniré contigo y te lo contaré
todo, nada te ocultaré. Y… ¡llegarán también para nosotros días felices! ¡Dos
minutos, tan sólo dos minutos, Serguéi!
Me estrechó la mano y se marchó rápidamente. No me quedaba sino seguir
nuevamente a Gávril.
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Mizínchikov
Sólo por una antigua costumbre, el pabellón al que me condujo Gávril se llamaba «el
ala nueva»; en realidad era una vieja construcción, obra de los expropietarios, una
casita de madera muy bonita levantada en el mismo parque a escasa distancia de la
casa vieja. Por tres de sus lados estaba rodeada de unos grandes y viejos tilos, cuyas
copas rozaban el tejado. Sus cuatro habitaciones, para huéspedes, estaban bien
amuebladas.
Al entrar en la habitación que me había sido reservada, en donde ya habían
colocado mi maleta, vi en la mesilla de noche una hoja de papel bellamente escrita,
con letras y párrafos de distinta caligrafía y adornada con guirnaldas. Las mayúsculas
y las guirnaldas brillaban con diversos colores y el conjunto denotaba un gran trabajo
caligráfico. Desde las primeras palabras comprendí que era una petición a mi nombre
en la que se me calificaba de «ilustrado bienhechor». Se titulaba «Lamentaciones de
Vidopliásov». En vano me esforcé con mucha atención por entender lo escrito: era lo
más absurdo, lo más enfático, redactado en el más elevado estilo lacayuno. Sólo pude
adivinar que Vidopliásov se hallaba en situación difícil y pedía que lo ayudase
haciendo que mi tío interviniera en su favor, pues mi «ilustración lo permitía», y que
influyese en él con mi «máquina», como literalmente decía al final de su escrito.
Todavía la estaba leyendo cuando se abrió la puerta y entró Mizínchikov.
—Confío en que permita que nos conozcamos —dijo con aire muy desenvuelto
pero sumamente cortés, tendiéndome la mano—. Antes no pude decirle nada y sin
embargo desde un primer momento sentí ganas de conocerlo mejor.
Le respondí que también yo tenía mucho gusto, y esas formalidades, pese a estar
en un malísimo estado de ánimo. Nos sentamos.
—¿Qué tiene en la mano? —preguntó echando una ojeada a la hoja que sostenía
—. ¿No serán las lamentaciones de Vidopliásov? Ya lo veo. Estaba seguro de que se
metería también con usted. A mí me dio una hoja igual, con idénticos lamentos; a
usted lo esperaban hacía tiempo, así que seguramente alcanzó a prepararse. No se
asombre: aquí pasan muchas cosas raras y hay motivos suficientes para reírse.
—¿Sólo para reírse?
—Bueno, ¿cree usted que para llorar? ¿Quiere que le cuente la biografía de
Vidopliásov? Le aseguro que se reirá.
—Francamente, nada me importa Vidopliásov por el momento —le respondí con
fastidio.
No dudaba de que la visita del señor Mizínchikov y su amable conversación
obedecían a que tenía algo que pedirme. Hasta recientemente lo había visto serio y
enfurruñado; ahora estaba alegre, sonreía, estaba dispuesto a contarme largas
historias. Se veía de inmediato que sabía dominarse perfectamente y que conocía bien
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a la gente.
—¡Maldito Fomá! —exclamé iracundo, dando un furioso puñetazo en la mesa—.
¡Estoy seguro de que aquí el culpable de todo es él, de él nace todo! ¡Maldito bicho!
—Creo que está demasiado rabioso con él —observó Mizínchikov.
—¡Demasiado rabioso! —grité yo, aún más enfurecido—. Desde luego que hace
un rato me dejé llevar por la ira, y di pie a que cualquiera me criticara. ¡Comprendo
muy bien que fracasé en todo por culpa de la ira, y no es necesario recordármelo!…
También comprendo que no es ése el modo de portarse en una sociedad decente,
pero, a ver, ¿cómo no sublevarse? ¡Esto es un manicomio, si quiere saberlo! Y… y…
finalmente… ¡me marcharé, eso es!
—¿Fuma? —me preguntó tranquilo Mizínchikov.
—Sí.
—Entonces, no le importará que yo lo haga. Allí no lo permiten y lo echo mucho
de menos. Estoy de acuerdo con usted —prosiguió después de encender un pitillo—,
todo esto parece un manicomio, pero puede estar seguro de que yo jamás me
permitiría culparlo. En su lugar me enfurecería y saldría de mis casillas mucho más
que usted.
—¿Y por qué no lo hizo, si de veras estaba tan enfadado? Yo, en cambio, lo
recuerdo muy sereno… le soy sincero: me extrañó que no saliese en defensa del
pobre tío, siempre tan dispuesto a favorecer a… todos y cada uno.
—Es cierto lo que dice, ha favorecido a muchos, pero me parece totalmente inútil
defenderlo: en primer lugar, inútil para él, y en cierto modo humillante; y, en segundo
lugar, a mí me pondrían de patitas mañana mismo. Le diré francamente que las
circunstancias en que me encuentro me obligan a valorar mucho la hospitalidad de
que gozo.
—En absoluto pretendo que sea sincero conmigo en cuanto a esas
circunstancias… Sin embargo, me gustaría preguntarle, ya que lleva viviendo aquí
hace ya un mes…
—Pregunte, pregunte, hágame el favor; estoy a su disposición —respondió
presuroso Mizínchikov, acercando su silla.
—Explíqueme, por ejemplo: acabo de ver que Fomá Fomich renunció a quince
mil rublos en plata que tenía en sus manos, lo vi con mis propios ojos.
—Cómo, ¿renunció? ¿Es posible? —exclamó Mizínchikov—. Cuéntemelo, por
favor.
Le conté lo sucedido, pero sin mencionar nada sobre «Su Excelencia».
Mizínchikov me escuchaba con viva curiosidad, y su rostro cambió de expresión
cuando le volví a mencionar los quince mil rublos.
—¡Qué astuto! —dijo después de oírme—. No esperaba eso de Fomá.
—Sin embargo, renunció al dinero. ¿Cómo se explica? ¿Por nobleza de alma?
—Renunció a quince mil para llevarse luego treinta mil. Aunque, ¿sabe? —
añadió después de un rato de meditación—, dudo que Fomá Fomich haya echado
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cuentas. No tiene ningún sentido práctico; a su modo, es una especie de poeta. Quince
mil… ¡Hum! Estoy seguro de que habría tomado el dinero, pero no pudo resistir la
tentación de pavonearse, de presumir, A mi juicio es un calzonazos llorón, dotado,
además, de un infinito amor propio.
Mizínchikov parecía casi enojado. Saltaba a la vista que estaba dolido, casi
envidioso, despechado. Yo lo miraba con curiosidad.
—Hum. Hay que esperar grandes cambios —añadió tras un breve silencio—.
Ahora Yégor Ílich está a punto de venerar a Fomá como a un ídolo. Y tal vez su tío se
case con ella por bondad espiritual —añadió entre dientes.
—Entonces, ¿usted piensa que esa boda vil, antinatural, con esa pobre loca, se
llevará a cabo?
Mizínchikov me lanzó una mirada escrutadora.
—¡Canallas! —exclamé acalorado.
—Tienen un propósito bastante bien fundado. Afirman que su tío debe hacer algo
por la familia.
—¡Les parece poco lo que hizo por ellos! —grité indignado—. ¿Y usted, usted
puede decir que es una buena idea, casarlo con esa vulgarota?
—Estoy de acuerdo con usted en que es vulgar… ¡Hum! Me parece muy bien que
quiera tanto a su tío… Me gusta… aunque él, con la fortuna de ella, bien podría
mejorar su propiedad. Sin embargo, ellos tienen otros temores; que se case con la
niñera de sus hijos… ¿La recuerda? Una joven muy atractiva.
—Pero…, ¿es probable? —pregunté alterado—. Creo que es una calumnia. Por
amor de Dios, dígame la verdad, me interesa muchísimo…
—¡Oh, está loco por ella! Lo oculta, claro está.
—¡Lo oculta! ¿Cree usted que lo oculta? ¿Y ella? ¿También lo ama?
—Es muy posible. Para ella, que es muy pobre, sería una boda ventajosa.
—¿De qué datos dispone usted para sospechar que se aman?
—Es imposible no darse cuenta; además creo que se ven a escondidas. Se decía
que mantenían relaciones pecaminosas. Por favor le pido que no diga nada. Se lo
cuento en secreto.
—¡No lo puedo creer! —exclamé—. ¿Y usted, usted confiesa que lo cree?
—No, no del todo, no estuve allí, aunque es muy posible.
—¿Posible? ¡Recuerde la nobleza del tío, su honorabilidad!
—De acuerdo. Pero es posible que se haya dejado arrastrar con la intención más
adelante de convertir su relación en un matrimonio legítimo. Muchos se dejan llevar.
Por lo demás, se lo repito, no doy gran crédito a esos rumores, tanto más cuando aquí
han mancillado su reputación. Han llegado a afirmar que mantenía una relación con
Vidopliásov.
—¡Ah, ve usted! —exclamé yo—. ¡Con Vidopliásov! Pero, dígame, ¿es posible?
¿El simple hecho de escucharlo, no es repugnante? ¿Usted lo cree?
—Ya le digo yo que no creo para nada ese infundio —respondió tranquilamente
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Mizínchikov—, aunque, tenga en cuenta que todo es posible. Todo es posible en este
mundo. Yo no estaba allí y, además, es un asunto que no me atañe. Pero como
observo que usted se toma estas cosas muy a pecho considero mi obligación añadir
que poco crédito merece por cierto esta historia con Vidopliásov. No son más que
intrigas de Anna Nilovna, o sea la Perepelítsina; es ella quien esparce todos y cada
uno de estos rumores, por envidia, ya que, en tiempos, era ella quien soñaba con
casarse con Yégor Ílich, ¡se lo juro!, aduciendo ser hija de un teniente coronel. Ahora
ha perdido toda ilusión y hierve de rabia. Pero, en fin, creo haberle contado todo lo
que sé del asunto y sinceramente detesto las habladurías, tanto más cuanto nos hacen
perder un tiempo precioso. Le diré, vine para pedirle un insignificante favor.
—¿Un favor? Tenga por seguro que haré todo lo que esté a mi alcance…
—Comprendo, y espero interesarlo también a usted, porque veo que ama a su tío
y se toma muy en serio su destino en relación con el casamiento. Pero antes de
formularle este ruego, debo hacerle otro, previo.
—¿Cuál?…
—Bueno, quizá podría usted estar dispuesto a acceder a mi ruego principal, o
quizá no, pero, sea como sea, antes de exponerle mi asunto le rogaría humildemente
me dé su palabra de honor, de hombre noble y honesto, de que todo esto quedará
entre nosotros en el secreto más profundo y que, en ningún momento, ni por nadie, ha
de violar usted este secreto ni utilizará en su favor la idea que a continuación pasaré a
exponerle. ¿De acuerdo?
El preámbulo era solemne. Le di mi palabra.
—¿Entonces?… —Dije.
—El asunto, en el fondo, no puede ser más simple —comenzó Mizínchikov—.
Mire, quiero raptar a Tatiana Ivánovna y casarme con ella; en una palabra, lo que se
hace en Gretna Green, ¿comprende?
Miré a Mizínchikov fijamente y durante un rato quedé mudo.
—Le confieso que no entiendo nada —murmuré finalmente—, y además,
creyendo tratar con un hombre sensato, no me esperaba mínimamente…
—Se lo esperase o no —me interrumpió Mizínchikov—, usted quiere decir, para
hablar claro, que yo tanto como mis propósitos somos absurdos, ¿no es así?
—Desde luego que no… pero…
—¡Oh, le suplico, no se sienta molesto por hablar claro! No se preocupe. Será
para mí casi un gran placer, puesto que así nos acercaremos al objetivo.
—Supongo que, a primera vista, tiene que parecerle algo extraño. Pero me atrevo
a asegurarle que mi intención no sólo no es insensata sino que muy razonable; y si
usted tiene a bien escuchar mi relación de las circunstancias…
—¡Oh, cielos, ansió escucharlo!
—En definitiva, no hay mucho que contar. Vea, en este momento me encuentro
cargado de deudas y sin un céntimo. Tengo, además, una hermana, una joven de
diecinueve años, huérfana de padre y madre, que vive con una familia y carece de
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recursos; de lo cual yo soy, en parte, culpable. Recibimos en herencia una propiedad
con cuarenta siervos. Precisamente entonces fui promovido a corneta. Bueno, lo que
hice en un primer momento, naturalmente, fue hipotecarlo todo… después lo gasté en
excesos, llevé una vida idiota, seguí la moda, me di aires, jugué, bebí; en resumidas
cuentas, una vida absurda, que de sólo recordarla siento vergüenza. Pero he sentado
cabeza y deseo cambiar radicalmente de vida, y para ello necesito, irremisiblemente,
cien mil rublos. No podría procurármelos con el sueldo de oficial ni estoy calificado
para hacer ninguna otra cosa, apenas si tengo educación, de modo que es evidente
que sólo tengo dos posibilidades: robar o casarme con una mujer rica. Llegué aquí
poco menos que descalzo y a pie, no en coche. Antes de salir de Moscú mi hermana
me entregó sus últimos tres rublos. La ocasión quiso que aquí conociera a Tatiana
Ivánovna e inmediatamente tuve la idea. Decidí sacrificarme y casarme con ella.
Convendrá conmigo en que nada puede ser más razonable. Además, hago todo esto
por mi hermana… y bueno, desde luego también por mí.
—Permítame, ¿piensa pedirle oficialmente la mano a Tatiana Ivánovna?
—¡El Señor me libre! Me echarían de aquí al instante y además ella me
rechazaría. Otra cosa será si le propongo raptarla, fugarnos; aceptaría enseguida. Ahí
está el quid de la cuestión, que el asunto tenga algo de romántico, de efectista.
Naturalmente, todo acabaría de forma inmediata en un casamiento legítimo. ¡Se trata
de sacarla de aquí!
—Pero ¿está tan seguro de que ella estará dispuesta a fugarse con usted?
—¡Oh, no se preocupe! Estoy absolutamente seguro. En eso consiste mi idea
principal, en que Tatiana Ivánovna sería capaz de arrojarse en brazos de una intriga
amorosa con el primer hombre que se le cruzara; en resumen, con el primero al que se
le pasara por la cabeza correspondería. Es por eso que le rogué a usted que
prometiera no aprovecharse de mi idea. Reconocerá, sin duda, que sería una tontería
no beneficiarse de una ocasión como ésta, sobre todo en las circunstancias por las que
atravieso.
—Si es así, debe de estar totalmente loca… ¡Oh, perdone! —agregué
recapacitando—, usted tiene intenciones con respecto a ella…
—Por favor, no se sienta molesto por hablar claro, ya se lo rogué antes. Usted me
preguntaba si no estará totalmente loca. ¿Qué puedo responderle? Evidentemente no
lo está, ya que no está encerrada en un manicomio. Por otro lado, no veo una especial
locura en su manía por las intrigas amorosas. Pese a todo, es una solterona decente.
Fíjese, hasta el año pasado vivió en la peor de las pobrezas y, desde su nacimiento,
bajo el yugo de diversas bienhechoras. Su corazón es extremadamente sensible;
ningún hombre pidió su mano. Figúrese, los sueños, deseos, esperanzas, esa llama de
su corazón que debía siempre ahogar, las incesantes burlas de sus bienhechoras, es
evidente, todo era como para llevar al trastorno mental a un carácter sensible. Y de
golpe, va y hereda. Reconocerá que también eso puede trastornar a cualquiera.
Bueno, no puede sorprender, ahora, que todos la busquen, la cortejen, y sus
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esperanzas han renacido. Hace un rato hablaba de un petimetre de chaleco blanco; el
hecho ocurrió literalmente como ella misma lo cuenta. Ese solo detalle le da una idea
de lo demás. Con suspiros, cartitas de amor, pequeños poemas, de golpe puede
hacerla caer rendida a sus pies. Y si, además, hace alusión a una escala de seda, a
serenatas españolas y demás boberías, podrá hacer de ella lo que le dé la gana. He
hecho la prueba y ahí mismo me concedió una cita secreta. Por el momento la he
aplazado hasta la ocasión propicia. Pero de aquí a cuatro días, como mucho, estoy
obligado a raptarla. La víspera comenzaré con las zalamerías y los suspiros; toco
bastante bien la guitarra y canto. Por la noche una cita en el cenador y, al despuntar el
alba, la calesa estará lista; la saco de aquí, montamos en el coche y despegamos.
Como usted comprenderá no hay el menor peligro en todo esto: ella es mayor de edad
y, lo que es más, cuento con su aquiescencia. Una vez fugados, ella habrá contraído
un compromiso conmigo, sin duda… La llevaré a una casa pobre, pero honesta —
conozco una, a cuarenta kilómetros de aquí— donde, hasta el día de la boda, la
tendrán entre algodones, sin dejar que nadie se le acerque. Entretanto, no perderé un
segundo; nos casaremos en tres días, es posible. Naturalmente, para todo esto
necesito dinero; para todo el asunto he calculado que no me harán falta sino
quinientos mil rublos y para ello confío en Yégor Ílich; él me los prestará sin saber de
qué se trata. ¿Comprende, ahora?
—Sí, comprendo —dije, al fin dándome cuenta cabal de todo—. Pero, dígame,
¿en qué puedo serle útil yo?
—¡Ah, en un montón de cosas! Si no, no le habría pedido nada. Acabo de decirle
que tengo en vista una familia respetable pero pobre. Pues, verá, podría ayudarme
aquí y también allí y, además, ser padrino de mi boda. Sin su ayuda le confieso que
sería como un hombre sin manos.
—Aún otra pregunta: ¿cómo es que se ha dignado honrarme a mí con su
confianza, ¡a mí!, si no me conoce, sólo llevo aquí unas horas?
—Su pregunta —respondió Mizínchikov con la sonrisa más amable—, su
pregunta me halaga, se lo digo con toda sinceridad, me proporciona el gran placer de
expresarle mi más alta estima.
—Oh, ¡demasiado honor!
—No, mire; antes lo estuve observando. Es usted vehemente… cierto… en fin,
joven. Pero si de algo estoy seguro es de una cosa: me ha dado su palabra de que no
contará a nadie lo que aquí hemos hablado, y sé que la mantendrá. En primer lugar…
usted no es Obnoskin. Y en segundo lugar, es un hombre de honor y no se
aprovechará de mi idea en su propio beneficio, salvo, naturalmente, que lleguemos a
un pacto. En tal caso, yo quizá aceptaría cederle mi idea, es decir a Tatiana Ivánovna,
para lo cual estaría dispuesto a ayudarlo en el rapto con todo mi celo, pero con una
condición: la de recibir, un mes después de la boda, la cantidad de cincuenta mil
rublos, para lo cual, naturalmente, me extendería usted de antemano una letra de
cambio sin intereses.
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—¿Cómo? —grité—. ¿Me la está ofreciendo ahora a mí?
—Naturalmente, puedo cedérsela, si le interesa y lo desea. Desde luego, yo
perdería en todo esto… la idea me pertenece y las ideas se pagan. Y en tercer y
último lugar, lo he escogido a usted porque no tengo a nadie más. Y visto lo que está
teniendo lugar en esta casa, era imposible dilatar la espera. Añádale que estamos en
vísperas del ayuno de la Asunción y ya no se celebrarán casamientos. ¡Espero que
ahora me comprenda plenamente!
—Perfectamente, y de nuevo le prometo guardar su secreto con total discreción;
sin embargo, no puedo ser su cómplice en este asunto, tengo el deber de
manifestárselo desde ya.
—¿Y por qué?
—¿Que por qué? —grité dando por fin rienda suelta a las emociones que había
acumulado—. ¿Pero no se da cuenta de que proceder así sería deshonesto?
Supongamos que haya hecho bien sus cuentas según la fragilidad mental y la
desdichada manía de esa dama: ¡de por sí habría sido suficiente para desistir de sus
propósitos, como hombre de honor! Usted mismo dice que merece respeto, pese a ser
ridícula. ¡Y se aprovecha de su desgracia para sacarle cien mil rublos! Es indudable,
no piensa ser un marido real y cumplir sus obligaciones conyugales: en cuanto pueda
la abandonará… ¡Es tan deshonesto que no alcanzo a comprender cómo tuvo la
osadía de solicitar mi complicidad!
—¡Oh, cielos, qué romántico! —exclamó Mizínchikov mirándome con sorpresa
—. Mire, en el fondo no se trata de romanticismo, es simplemente que usted no
comprende de qué se trata. Dice que es algo deshonesto cuando quien sale ganando
no soy yo, sino ella. ¡Piense un poco!
—Desde luego, casarse con Tatiana Ivánovna, desde su punto de vista, es un
gesto magnánimo —respondí sonriendo con sarcasmo.
—Pero ¿acaso no lo es? Precisamente lo es, es el gesto más magnánimo —
exclamó Mizínchikov, que era quien ahora se enardecía—. Simplemente reflexione:
en primer lugar, me sacrifico y consiento ser su marido… ¿no tiene eso ya un valor?
En segundo lugar, aunque seguramente posee cien mil rublos de plata, me contentaré
con tomarle únicamente cien mil rublos en papel, y me he jurado no tomar un kopek
más en toda mi vida, aunque pudiera: esto también hay que valorarlo, ¿no?
Finalmente, mire el asunto más a fondo; ¿sería capaz ella de vivir una vida tranquila?
Para vivir en paz sería necesario que le quiten todo su dinero y la recluyan en un
manicomio, pues al primer minuto se le cruza un gandul cualquiera, aventurero,
timador con perilla a la imperial y bigotillos, cantándole serenatas con una guitarra,
tipo Obnoskin, la seduce, se casa con ella, la arruina y la abandona en medio de un
camino. Por ejemplo, ésta es una de las casas más decentes, pero si la tienen en ella
es para especular con su fortuna. Hay que librarla de esos riesgos, salvarla. Una vez
casada conmigo, compréndalo, todos estos peligros desaparecerán. Me comprometo a
velar por evitarle toda desgracia. En primer lugar, la llevaré a Moscú con una familia
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honrada… pero pobre; no ésa de que le hablé, otra; allí estará constantemente mi
hermana y mirarán por ella con los dos ojos. Le quedarán doscientos cincuenta mil,
quizá trescientos mil rublos papel. Con esa cantidad, usted lo sabe, se puede vivir, ¡y
muy bien! Se podrá permitir todos los placeres, distracciones, bailes, mascaradas,
conciertos. Podrá soñar con amoríos; sólo que yo, naturalmente, tomaré mis medidas:
soñar, sueña cuanto quieras, pero hacer, nada. En este momento, por ejemplo,
cualquiera puede ofenderla; pero entonces nadie podrá: será mi esposa, una
Mizínchikova, y no consentiré que nadie mancille mi apellido. Ya esto vale algo,
¿no? Naturalmente, no viviremos juntos. Ella en Moscú y yo en cualquier lugar,
Petersburgo, por ejemplo. Lo admito, pero porque le estoy hablando a corazón
abierto. ¿Qué tiene de malo vivir separados? Reflexione, considere su carácter: ¿es
mujer para casarse y vivir con su marido? ¿Es posible esperar de ella constancia? ¡Es
el ser más frívolo del mundo! Siempre necesita cambios; es capaz de olvidar al día
siguiente que se casó la víspera y que ya es legítima esposa. La haría desgraciada si
viviéramos juntos y le exigiera el estricto cumplimiento de sus obligaciones
conyugales. Naturalmente, iré a visitarla una vez al año o más y no por dinero, se lo
aseguro. Ya le he dicho que no le cogería sino cien mil rublos en papel, ¡y mantendré
mi palabra! En lo del dinero, me comportaré con ella con la más absoluta honestidad.
Pasar con ella un día, dos, acaso tres, será para ella una alegría, nunca un
aburrimiento: reiré con ella, le contaré historias, la llevaré a bailar, le haré el amor, le
daré pequeños recuerdos, le cantaré romanzas, le regalaré un perrito, me despediré de
la manera más romántica y mantendré con ella una correspondencia amorosa. Se
entusiasmará de tener un marido tan romántico, tan devoto, tan divertido. A mi modo
de ver éste es el modo racional de proceder: todos los maridos deberían conducirse
así. Los maridos sólo son apreciados por sus mujeres cuando no están; siguiendo mi
sistema, ocuparé el corazón de Tatiana Ivánovna del modo más dulce y será para toda
la vida. ¿Qué más puede desear? ¡Dígamelo usted! ¡No sería una vida, sería el
paraíso!
Yo lo escuchaba en silencio, maravillado. Había comprendido que era imposible
hacerlo cambiar de plan. Estaba fanáticamente persuadido de la rectitud y aun de la
grandeza de su proyecto y hablaba con el entusiasmo del inventor. Pero subsistía un
asunto espinoso que no quedaba más remedio que abordar.
—¿Recuerda usted —dije— que ella está poco menos que comprometida con mi
tío? Será una gran ofensa para mi tío que usted se fugue con ella. Se la arrebata casi
en vísperas de la boda y, como si no bastara, le saca el dinero para su hazaña.
—Es ahí donde lo he pillado —exclamó Mizínchikov acaloradamente—. No
tenga miedo, ya había previsto su objeción. Primero y sobre todo, su tío aún no le ha
pedido la mano; yo puedo no saber que intentan casarla con él. Además, tenga en
cuenta que llevo ya tres semanas dándole vueltas a mi idea, desde mucho antes de
saber lo que aquí se tramaba; por tanto, estoy moralmente justificado ante él. Mire,
estrictamente hablando, reconocerá que no soy yo sino él quien me quita a mí la
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novia, con la cual, no lo olvide, ya he tenido una cita secreta en el cenador, una
noche. Y además, permítame, ¿no era usted quien estaba perfectamente indignado
porque a su tío lo obligaban a casarse con Tatiana Ivánovna? ¿Cómo es que ahora, de
repente, defiende ese matrimonio y me habla de ofensa a la familia, de honor? Muy al
contrario, yo, a su tío, le hago el mayor de los favores, salvarlo. Usted debería
comprenderlo. Él mira este matrimonio con horror, es más, está enamorado de otra
señorita. A ver, ¿qué esposa sería Tatiana Ivánovna para él? Sería una esposa
desdichada porque, diga usted lo que diga, habría que impedirle lanzarle rosas al
primer joven. La noche en que yo la rapte, oiga, no habrá generala ni Fomá Fomich
capaces de impedirlo. Hacer volver a una novia que ha huido de su casamiento sería
realmente demasiado deshonroso. ¿No es, pues, acaso un servicio, una buena acción
hacia Yégor Ílich?
Admito que este último argumento me causó una fuerte impresión.
—¿Pero y si mi tío se le declarase mañana mismo? —Dije—. En ese caso sería
demasiado tarde: ella sería ya la prometida oficial.
—¡Desde luego que sería demasiado tarde! Pero es precisamente por ello que
debemos trabajar para que no ocurra. ¿Por qué, si no, he acudido a usted en busca de
ayuda? Para mí solo sería demasiado difícil, pero juntos los dos podremos arreglar las
cosas para que Yégor Ílich no pida su mano, aunque para ello debamos llegar al
extremo de darle una buena tunda a Fomá Fomich y desviar así la atención general,
que no se acuerden de la boda. Evidentemente, esto sólo en última instancia; no es
más que un ejemplo. Y para esto cuento con usted.
—Una pregunta más, la última: ¿no ha revelado sus intenciones a nadie más que a
mí?
Mizínchikov se rascó la nuca e hizo un gesto desazonado.
—Le advierto —respondió— que esta pregunta es para mí peor que la píldora
más amarga. Lo malo es que ya he revelado mis intenciones… en una palabra, ¡he
hecho una tontería horrible! Y a quién, se preguntará usted. ¡A Obnoskin! Hasta para
mí es increíble. ¡No comprendo cómo pudo ocurrir! Él andaba por aquí husmeando;
yo lo conocía muy poco; cuando me sentí embargado por la inspiración, sumido,
compréndalo, en una especie de estado febril, fui consciente de que necesitaría ayuda
y me dirigí a Obnoskin… ¡Imperdonable, imperdonable!
—Bueno, ¿y qué dijo Obnoskin?
—Aceptó con entusiasmo, pero al día siguiente, por la mañana temprano,
desapareció. Tres días después reapareció acompañado por su madre. Ahora, a mí ni
una palabra, me escurre el bulto, como si me tuviera miedo. Comprendí al instante lo
que ocurría. Su madre es un ave de rapiña con mucho pasado. La conozco hace
tiempo. Por supuesto, él se lo ha contado todo. Yo callo y espero: me espían, y el
asunto crea mucha tirantez… De ahí la prisa.
—Pero, concretamente, ¿qué es lo que teme de ellos?
—Desde luego, no pueden mucho, pero sí pueden intentar algo feo, es obvio.
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Exigirán dinero a cambio de silencio y ayuda; eso ya me lo espero… Sólo que yo no
puedo darles gran cosa y no lo haré… lo tengo decidido: más de tres mil rublos en
papel, imposible. Júzguelo usted mismo: tres mil para ellos, quinientos en efectivo
para la boda, hay que devolverle a su tío hasta el último kopek, añada mis antiguas
deudas, y, bueno, tendré que darle algo a mi hermana, nada, poca cosa. ¿Me quedarán
poco más de cien mil rublos? ¡Es la ruina!… Por lo demás, los Obnoskin se han
marchado.
—¿Se han marchado? —pregunté con curiosidad.
—Pronto después del té; ¡al diablo con ellos! Pero mañana, ya verá, estarán otra
vez aquí. Bueno, ¿qué?, ¿está de acuerdo?
—Debo confesar —respondí un poco molesto—, que no sé siquiera cómo
decírselo. El asunto es delicado… Desde luego que guardaré el secreto: no soy
Obnoskin, pero… Preferiría que no confiara en mí.
—Ya veo —dijo Mizínchikov levantándose de la silla—, todavía no está lo
suficientemente hastiado de Fomá Fomich y de la abuela y, aunque quiera mucho a su
noble y buen tío, todavía no tiene idea de hasta qué punto lo hacen sufrir. Usted es
aún muy nuevo aquí… ¡Paciencia! Usted seguirá aquí mañana, observe y por la
noche estará de acuerdo conmigo. Porque, de otro modo, su tío es hombre perdido,
¿me comprende? Sin duda lo obligarán a casarse. No olvide que es muy posible que
mañana pida su mano. Entonces será demasiado tarde; ¡hay que decidirse hoy!
—Verdaderamente, le deseo a usted todo el éxito, pero, ayudarlo… no sé cómo…
—¡Sí lo sabemos! Pero esperemos a mañana —concluyó Mizínchikov con una
sonrisa irónica—. La nuit porte conseil. Adiós. Vendré a verlo mañana muy
temprano. Mientras, reflexione…
Se dio media vuelta y salió silbando no sé qué.
Yo salí detrás para tomar un poco de aire fresco. La luna no había salido aún; era
una noche oscura, calurosa y sofocante. Las hojas de los árboles estaban inmóviles.
Pese a mi horrible cansancio, deseaba caminar un poco, distraerme, poner orden en
mis pensamientos, pero no había dado diez pasos cuando, de repente, oí la voz de mi
tío. Subía la escalinata del pabellón de verano hablando muy animadamente con
alguien. Volví al instante sobre mis pasos y lo llamé. Mi tío estaba con Vidopliásov.
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Extrema perplejidad
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bienhechor y lo hizo secretario suyo y no le encomienda ningún otro trabajo. Sin
embargo, es natural, lo educó, ennobleció su espíritu, tanto que, en cierto sentido, es
un hombre culto… Mira, te lo contaré todo…
—Así es —intervino de nuevo Vidopliásov—. Es cierto, Fomá Fomich es mi
auténtico bienhechor y como tal me ha hecho comprender mi insignificancia, que soy
un gusano en la tierra; así, gracias a él, comprendí por primera vez mi destino.
—Ya ves, Serguéi, ya ves cómo son las cosas —continuó el tío, hablando como
siempre a borbotones—. Desde su más tierna infancia vivió en Moscú, como
sirviente de un maestro calígrafo. ¡Si vieras qué bien aprendió a escribir! Con colores,
y con oro, y decora sus escritos con cupidos, ¡un verdadero artista! Iliusha está
aprendiendo con él, le pago un rublo y medio por lección. El precio lo fijó Fomá.
También da clase en tres casas más, de los terratenientes vecinos. ¿Ves cómo va
vestido? Además escribe versos.
—¿Versos? ¡Sólo eso faltaba!
—Versos, hermano, versos, no creas que bromeo; versos auténticos, es decir,
versifica y además muy bien; puede poner en verso cualquier tema. ¡Para el
onomástico de mi madrecita nos compuso un sermón que nos dejó boquiabiertos!
Recurrió a la mitología, a las musas revoloteando, sabes, se veían como… no sé ni
cómo decirlo… se veía la redondez de sus formas, y todo en verso, la perfección de
estilo. Fomá se lo corrigió. Yo claro está, no dije nada, me alegré. Que siguiera
componiendo con tal de no venirme con alguna de sus pifias. Mi viejo Grígori, oye,
te hablo, ya lo ves, como un padre. Fomá oyó hablar de esto y revisó los versos, los
alabó y lo nombró lector y copista suyo, en una palabra, lo tomó bajo su protección.
Pues verás, ha comenzado a mostrar un noble romanticismo y un sentimiento de
independencia, según me explicó Fomá, pero yo, la verdad, lo he olvidado. Sólo que,
sin necesidad de Fomá, quería darle su libertad. Es una vergüenza, ¿sabes? Sólo que
Fomá se opone; dice que lo necesita, que le ha tomado cariño, y además dice que a
mí, como señor, me honra tener poetas entre mis vasallos; en otros tiempos había
barones que vivían así, en grand. Eso es, en grand, así como suena, en grand. Como
es natural, ya empiezo a respetarlo, ¿comprendes?… Pero sólo Dios sabe cómo se
porta. Lo peor es que con los versos comenzaron a subírsele los humos ante la
servidumbre, al punto de no dirigirles la palabra. No te ofendas, Grígori, te hablo
como un padre. Había prometido casarse con una sierva mía el invierno pasado,
Matriona, una chica linda, alegre, trabajadora, honesta, pero ahora se niega, no quiere
ni oír hablar, la dejó plantada. O se considera muy superior, o prefiere hacerse célebre
antes y luego buscar mejor novia en otro sitio.
—Lo hago sobre todo por consejo de Fomá Fomich —observó Vidopliásov—, él,
mi verdadero bienhechor…
—¡Está claro, aquí no se puede hacer nada sin Fomá Fomich! —exclamé sin
poder contenerme.
—¡Eh, amigo, no se trata de eso! —me atajó presuroso mi tío—. Es que ahora no
Me quedé solo. Mi situación era insoportable: había sido rechazado, pero el tío
parecía querer casarme a la fuerza. Perplejo, me enredaba en cavilaciones. La
propuesta de Mizínchikov no se me borraba de la mente. ¡A toda costa había que
salvar al tío! Se me llegó a ocurrir ir en busca de Mizínchikov y contárselo todo. Pero
¿adónde había ido el tío? Él mismo me había dicho que en busca de Nasteñka y, sin
embargo, había torcido hacia el jardín. Fugazmente, recordé lo de las citas secretas y
un sentimiento desagradable me oprimió el corazón. Me acordé de lo que había dicho
Mizínchikov sobre una relación clandestina… Reflexioné un instante y aparté
indignado todas mis sospechas. El tío no sabía engañar, era evidente. Mi inquietud
aumentaba minuto a minuto. Inconsciente de mis actos, bajé la escalinata y me
interné en las profundidades del jardín, siguiendo la misma avenida por la que había
desaparecido el tío. Despuntaba la luna. Conocía ese jardín como la palma de mi
mano y no temía perderme. Al llegar al viejo cenador solitario, a orillas del viejo
estanque cubierto de limo, me detuve en seco, paralizado; me pareció oír voces en el
cenador. No sabría describir el extraño fastidio que se apoderó de mí. Estaba seguro
de que eran Nasteñka y el tío, pero seguí acercándome, acallando mi conciencia con
la idea de que, si no apresuraba el paso, mi propósito no podía parecer el de espiarlos.
De pronto se oyó claramente el sonido de un beso, luego un intercambio animado de
palabras e inmediatamente después un grito estridente de mujer. En ese instante, una
mujer de blanco salió corriendo del cenador y pasó a mi lado como una golondrina.
Me pareció que, para no ser reconocida, se tapaba el rostro con las manos; muy
probablemente, desde el cenador me habían visto. ¡Pero cuál no sería mi asombro al
reconocer en el caballero que siguió a la asustada dama a Obnoskin, el mismo
Obnoskin que, según Mizínchikov, se había marchado horas antes! Obnoskin, por su
parte, al verme, cayó en la confusión: toda su arrogancia se había esfumado.
—Perdóneme, pero… no esperaba verlo por aquí —tartamudeó sonriendo.
—Tampoco yo lo esperaba —respondí burlón— y tanto menos puesto que me
dijeron que se había marchado.
—No… eh… fui… a acompañar a mi madre a un lugar próximo. ¿Puedo hablarle
como al hombre más noble del mundo?
—¿De qué?
—Sucede a veces, y estará de acuerdo, que un hombre realmente noble se ve
obligado a recurrir a toda la nobleza de otro hombre realmente noble… Confío en que
usted me comprenda…
—No confíe: no comprendo nada de nada.
—¿Ha visto a la dama que estaba conmigo en el cenador?
—La vi pero no la reconocí.
La persecución
Dormía profundamente, sin soñar. Sentí de pronto un gran peso sobre los pies. Lancé
un grito y desperté. Ya era de día y el sol penetraba esplendoroso por la ventana. En
mi cama, o mejor dicho, sobre mis pies, descansaba el señor Bajchéiev.
Dudarlo era imposible: era él; liberé como pude mis piernas, me incorporé en la
cama y lo miré con la torpe perplejidad de quien acaba de despertar.
—¡Y aun mira a su alrededor! —gritó el gordinflón—. ¿Qué haces mirándome?
¡Levántate, padrecito, llevo media hora despertándote, restriégate los ojos!
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—¡Todavía es temprano, pero nuestra Fevronia se largó cuando aún era de noche!
Levántate, ¡vamos a perseguirlos!
—¿Qué Fevronia?
—La nuestra, la desquiciada, se largó antes de que amaneciera. Yo venía sólo a
despertarlo y llevo perdiendo con usted casi dos horas. Levántese, amigo, su tío lo
espera. ¡Vamos de fiesta! —añadió con malicia en la voz.
—Pero ¿de qué y de quién me habla? —pregunté yo con impaciencia, aunque ya
empezaba a comprender—. No será de Tatiana Ivánovna, ¿no?
—¿Y de quién iba a ser? De ella misma. Yo lo había previsto, lo dije, no quisieron
escucharme. Y ahora ella nos obsequia con una fiesta. El amor la saca de quicio, tiene
el amor bien metido en la sesera. ¡Puaf! ¿Y qué le parece el otro, el de la barbita?
—¿Es posible que fuera Mizínchikov?
—¡Maldito sea! —respondió el gordinflón—. ¡Más vale, amigo, que te
restriegues los ojos y te espabiles, aunque sólo sea por la fiesta, que parece que
anoche bebiste más de la cuenta! ¿Cómo que con Mizínchikov? ¡Con Obnoskin, no
con Mizínchikov! Iván Ivánovich Mizínchikov es una persona honesta y se dispone a
perseguirlos con nosotros.
—¿Qué me dice? —exclamé yo, dando un salto en la cama—. ¿Es posible que
con Obnoskin?
—¡Qué fastidio de hombre! —respondió el gordinflón, poniéndose de pie de un
salto—. Vengo a informarlo, como persona culta que es, de una novedad ¡y él duda!
¡Y bien, si quieres venir con nosotros, levántate, ponte los pantaloncitos y no me
tengas aquí dándole a la lengua y perdiendo tiempo contigo, que ya he perdido
bastante!
Y salió extremadamente indignado.
Atónito, salté de la cama, me vestí deprisa y me lancé fuera en busca del tío. En la
Fomá ocupaba dos habitaciones amplias y hermosas, mejor amuebladas que todas las
demás de la casa. Todo tipo de comodidades rodeaba al gran hombre. El reciente y
elegante empapelado de las paredes, los visillos de seda de colores abigarrados, las
alfombras, los espejos, la chimenea, los muebles elegantes y ligeros, demostraban el
cariño y la solícita atención de los dueños de casa hacia Fomá Fomich. Los alféizares,
como los veladores redondos de mármol junto a ellos, estaban adornados con macetas
de flores. En el centro del despacho se veía una gran mesa cubierta con paño rojo,
atestada de libros y manuscritos. Un bello tintero de bronce y numerosas plumas,
cuyo orden y buen estado dependían de Vidopliásov, ponían de manifiesto los arduos
trabajos mentales de Fomá Fomich. Aprovecho aquí para decir que Fomá Fomich,
habiéndose sentado a esa mesa durante casi ocho años, no había creado nada digno de
mención, y cuando pasó a mejor vida y pudimos examinar los manuscritos que dejó,
todos eran extraordinariamente malos. Encontramos, por ejemplo, el comienzo de una
novela histórica que tenía lugar en Novgorod, en el siglo VII; después un horrible
poema: «El anacoreta en el cementerio», escrito en versos libres; luego absurdas
divagaciones sobre la importancia y calidades del mujik ruso y el modo de tratarlo; y
finalmente la narración La condesa Blonskaya, también sobre la nobleza rusa. Todo
ello sin acabar. Y nada más. Sin embargo, Fomá Fomich había obligado al tío a gastar
cada año importantes sumas de dinero en diversos libros y revistas, mucho de lo cual
quedaba sin abrir. Andando el tiempo, más de una vez sorprendí a Fomá Fomich
leyendo a Paul de Kock[3], libro que escondía lo más posible cuando había gente. En
la pared posterior del despacho había una puerta de cristal que conducía directamente
al patio de la casa.
Nos esperaban. Fomá Fomich ocupaba un cómodo sillón y vestía una suerte de
gabán largo hasta los pies, pero iba sin corbata. Se lo veía silencioso y pensativo.
Cuando entramos alzó levemente una ceja y me miró de reojo con ojos escrutadores.
Lo saludé, me respondió con otro saludo, menos ceremonioso aunque bastante cortés.
Cuando la generala vio que Fomá Fomich me trataba con benevolencia, inclinó la
cabeza hacia mí, sonriendo varias veces. Aquella mañana, la pobre no esperaba que
su «tesoro» acogiese tan serenamente la nueva de la «aventura» de Tatiana Ivánovna,
y por ello estaba ahora de excelente humor, aunque temprano había tenido
convulsiones y desmayos. De pie detrás de ella, como siempre, la doncella
Perepelítsina, malévola y sardónica, sonreía con los labios apretados y se frotaba las
huesudas manos. Junto a la generala había, como siempre, dos ancianas de familias
nobles venidas a menos y perpetuamente silenciosas; también una monja, caída allí
esa mañana; y una vecina terrateniente, entrada en años, también ella muda, que
había venido después de la misa a felicitar a la madrecita generala por el onomástico.
Nueve años ha que Pedro Gómez[4], empezó a decir Iliusha con voz clara,
pausada y segura, sin comas ni puntos, como recitan habitualmente los niños
pequeños los versos aprendidos de memoria,
—¡Cómo! ¿Qué? ¿De qué leche habla? —gritó el tío mirándome sorprendido.
—¡Sigue recitando, Iliusha! —exclamó Sasheñka.
—¡Vaya un momento que encontró para reír! ¡Qué burro! Hasta a él mismo le
hizo gracia. ¡Un cabrito! Es decir que había cabritos y ¿por qué no los comía él
mismo? ¡Bueno, Iliusha! ¡Continúa! ¡Excelente, magnífico!, todo realmente muy
agudo.
—Se acabó, papaíto.
—¡Creo, coronel, que me pregunta usted «qué significa eso»! —dijo Fomá en tono
solemne, como disfrutando del estupor general—. ¡Me asombra su pregunta!
Explíqueme más bien «usted» cómo tiene el coraje de mirarme a los ojos.
¡Explíqueme este último problema psicológico de la desvergüenza humana y
marcharé entonces enriquecido al menos por un conocimiento nuevo de lo que puede
la depravación en el ser humano!
Pero el tío no estaba en condiciones de responder: miraba a Fomá con temor,
humillado, los ojos desorbitados y la boca semiabierta.
—¡Dios mío, qué pasiones! —gimió la señorita Perepelítsina.
—¿Comprende usted, coronel —prosiguió Fomá— que más vale que me deje
marchar sin pedirme explicaciones? En su casa, hasta un hombre maduro y sensato
como yo empieza a temer seriamente por sus principios morales: créame que sus
preguntas no conducirían a nada, sino a cubrirlo a usted de deshonor.
—¡Fomá, Fomá!… —gritó el tío y un sudor frío le cubrió la frente.
—Así es que, permítame decirle algunas palabras de adiós y desearle buenos
augurios: serán mis últimas palabras en su casa, Yégor Ílich. ¡Lo hecho, hecho está y
no hay vuelta atrás! Confío en que comprenda de qué le estoy hablando: le suplico de
rodillas, si queda en su corazón aunque más no sea una chispa de moral, que refrene
el ímpetu de sus pasiones. Y si el fuego maligno no ha hecho presa aún de todo el
edificio, intente, dentro de lo posible, que no se propague.
—¡Te aseguro Fomá que estás equivocado! —gritó el tío, recobrándose poco a
poco y previendo horrorizado el desenlace.
—Modere sus pasiones —continuó diciendo Fomá con el mismo tono solemne,
como si no hubiese oído la exclamación del tío—. Procure vencerse a sí mismo. «Si
quieres vencer al mundo, ¡comienza por vencerte a ti mismo!». Ésta es mi regla
constante de vida. Usted es terrateniente, debe brillar como un diamante en sus
haciendas, pero ¡qué vil ejemplo es su dejadez para sus inferiores! He rezado por
usted noches enteras, temblaba buscando ansioso su felicidad, pero no la encontré
porque la felicidad radica en la virtud…
—¡Te equivocas, Fomá! —volvió a interrumpirlo el tío—. No me has
comprendido y lo que estás diciendo no es cierto…
—Y no olvide que es un terrateniente —prosiguió Fomá, haciendo caso omiso de
las exclamaciones de mi tío—. ¡No crea que el ocio y el placer son prerrogativa del
terrateniente! ¡Funesto error! ¡No el ocio, sino el deber, la responsabilidad ante Dios,
el zar y la patria! ¡El terrateniente debe trabajar y trabajar como el último de sus
mujiks!
—¡Entonces —gruñó Bajchéiev—, siendo también yo terrateniente, debo
—¿Adónde me habéis traído? —dijo por fin Fomá con voz de quien perece por una
causa justa.
—¡Maldito calzonazos! —susurró Mizínchikov a mi lado—, como si no viera
dónde lo han traído; menuda comedia nos va a representar ahora.
—Estás con nosotros, Fomá, rodeado de amigos —gritó mi tío—, ¡anímate,
serénate! Pero en serio, debes cambiarte de ropa si no quieres enfermar… ¿No
quieres una copita de algo, para calentarte un poco?…
—Me tomaría un poquito de málaga —gimió Fomá, cerrando de nuevo los ojos.
—Es poco probable que tengamos vino de Málaga —dijo el tío, mirando inquieto
a Praskovia Ilínichna.
—¡Claro que sí! —afirmó Praskovia Ilínichna—. Nos quedan cuatro botellas
enteras —y corrió en busca del; málaga haciendo tintinear las llaves, acompañada por
los gritos de todas las damas que rodeaban a Fomá como las moscas en tomo a la
confitura.
Bajchéiev estaba extremadamente indignado.
—¡Se le antoja málaga! —gruñó casi en voz alta—. Tuvo que pedir un vino que
casi nadie bebe. ¿Quién bebe málaga hoy día, a no ser un canalla como él? ¡Malditos!
¿Qué hago yo aquí? ¿Qué espero?
—¡Fomá! —empezó a decir mi tío deteniéndose en cada palabra—, ahora que ya
has descansado y estás de nuevo con nosotros, es decir, Fomá, comprendo que, por
decirlo de alguna manera, habiendo culpado a un ser inocente…
—¿Dónde, dónde está mi inocencia? —interrumpió Fomá, como afiebrado y en
delirio—. ¿Dónde están los días cuando creía en el amor y amaba al ser humano?
¿Dónde están mis días dorados cuando, joven e inocente, corría por el campo tras una
mariposa primaveral? ¿Dónde, dónde están esos felices tiempos? ¡Devolvedme mi
inocencia, devolvédmela!…
Fomá, abriendo los brazos, se dirigía a cada uno de los presentes como si su
inocencia estuviese en algún bolsillo nuestro. Bajchéiev estaba a punto de estallar de
ira.
—¡Vaya, lo que quiere! —gruñó furioso—. ¡Que le devolvamos su inocencia!
¿Será para besarse con ella? ¡Quizá ya de pequeño fuera tan bandido como ahora!
¡Juraría que sí!
—¡Fomá! —empezó a decir mi tío de nuevo.
—¿Dónde, dónde están aquellos días en que amaba al ser humano —gritaba
Fomá—, cuando lo abrazaba y lloraba en su pecho? Y ahora, ¿dónde estoy?, ¿dónde
estoy?
—¡Estás con nosotros, tranquilízate! —gritó mi tío—; yo quería decirte, Fomá…
El triunfo de Fomá era absoluto e incuestionable. Por cierto, sin él nada se habría
conseguido, y el hecho consumado acallaba toda duda y objeción. La gratitud de la
pareja feliz no conocía límite. Mi tío y Nasteñka me obligaron a callar apenas insinué
cómo habían logrado el beneplácito de Fomá para su boda. Sasheñka gritaba:
«¡Magnífico, magnífico Fomá Fomich! Le bordaré un precioso cojín», y hasta me
reprochó el haber sido tan duro.
El señor Bajchéiev, recién convertido a la causa de Fomá, me habría estrangulado
si me hubiese atrevido a decir, delante de él, algo irrespetuoso sobre Fomá Fomich.
Ahora lo seguía como un perrito, lo miraba con devoción y añadía a cada palabra
suya: «¡Eres un ser nobilísimo, Fomá; eres un hombre sabio, Fomá!». Por lo que se
refiere a Yezhévikin, rayaba el colmo del entusiasmo. Hacía mucho que se había dado
cuenta de que Yégor Ílich había perdido la cabeza por Nasteñka, y desde entonces
soñaba, despierto o dormido, con casar a su hija con él. Pensaba en ello
continuamente y sólo renunció al ver que su ilusión no era posible; en una palabra,
cuando fue evidente que Fomá Fomich se había entronizado en esa casa para siempre
y que su tiranía, esta vez, no acabaría nunca. Es bien sabido que aun las personas más
desagradables y caprichosas se dulcifican algún tiempo cuando sus deseos se ven
satisfechos. No así Fomá Fomich, que se volvía más imbécil cuando conseguía sus
propósitos y se envanecía cada vez más y más. Justo antes de comer, y después de
cambiarse de ropa, tomó asiento en un sillón, llamó a mi tío y en presencia de toda la
familia empezó a darle un nuevo sermón.
—Coronel —empezó diciendo—, está usted por contraer un matrimonio legítimo,
¿comprende usted la obligación que ello?…
Y así seguía y seguía. Imagínense diez páginas de un Journal des Débats de gran
formato y tipografía microscópica, llenas de las más absurdas tonterías, en las que no
se mencionan para nada las obligaciones sino los elogios más vergonzosos a la
inteligencia, modestia, cordialidad, generosidad, valor y magnanimidad del propio
Fomá Fomich. Todos tenían hambre, todos querían comer, pero nadie se atrevía a
decirlo, escucharon con devoción hasta el final esos disparates. El mismo Bajchéiev,
pese a su apetito descomunal, se mantuvo quieto, sin moverse, imbuido de respeto.
Fomá Fomich, satisfecho de su propia elocuencia, recobrado el buen humor y
animado por las frecuentes libaciones a la hora de comer, pronunciaba los brindis más
extravagantes. Comenzó a bromear a costa de los desposados. Todos reían y
aplaudían. Algunas de sus bromas eran tan soeces y directas que hasta Bajchéiev se
sintió avergonzado. Finalmente, Nasteñka saltó de la mesa y huyó, lo que procuró a
Fomá un deleite indescriptible, aunque inmediatamente se controló. Describió en
cortas y brillantes frases las cualidades de Nasteñka y pronunció un brindis por la
La novela toca a su fin. Los amantes se han reunido y el genio del bien, en la
persona de Fomá Fomich, se entronizó incondicionalmente en la casa. Cabría dar,
llegados a este punto, muchas explicaciones atinentes, pero en realidad ahora sobran.
Al menos es lo que pienso. En su lugar diré algunas palabras sobre el destino ulterior
de todos los héroes de mi relato: sin ello, como se sabe, no puede darse por concluida
una novela y así, por cierto, lo mandan los cánones.
La boda de los «felices enamorados» se celebró seis semanas después de los
acontecimientos por mí narrados. Todo fue apacible, en familia, sin demasiada pompa
ni invitados superfluos. Yo fui el padrino de Nasteñka; Mizínchikov, el de mi tío.
Dicho esto, hubo, sin embargo, unos invitados. El héroe principal, el más importante,
fue desde luego Fomá Fomich. Lo mimaban, lo cuidaban, pero en un momento no le
sirvieron champán a tiempo. Inmediatamente hubo una escena, acompañada de
reproches, gritos y sollozos. Fomá corrió a su habitación, se encerró con llave
gritando que lo despreciaban, que ahora había «gente nueva» en la familia y que él ya
no era nada, que no valía más que una astilla que había que tirar. El tío estaba
desesperado; Nasteñka lloraba; la generala tuvo, como siempre, convulsiones… La
fiesta de boda más parecía un entierro… Y el premio para mi pobre tío y la pobrecita
Nasteñka fueron exactamente siete años de tal convivencia con el bienhechor Fomá
Fomich. Hasta su muerte (Fomá Fomich murió el año pasado), mudaba
constantemente de humor, tanto se enfadaba y renegaba, como presumía y bramaba.
La veneración de los desposados hacia él, lejos de disminuir, se acrecentaba en