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Aniquílame 1 Christina Ross

A Jennifer Kent, con un máster en administración de em-

presas recién estrenado, se le están acabando el tiempo y

el dinero después de cuatro meses buscando trabajo en

Nueva York sin éxito. Si no encuentra uno pronto, tendrá

que volverse a su Maine natal, donde el panorama laboral

es aún más desolador.

… y donde sus castrantes padres están al acecho.

Pero cuando le proponen un arreglo poco ortodoxo, Jenni-

fer decide aceptarlo. Accede a ser la “novia” de Alexander

Wenn, el reacio multimillonario, director ejecutivo de Wenn

Enterprises y extraordinariamente guapo, que necesita a

una mujer guapa del brazo para mantener a las “lobas” a

raya.

En este caso, las lobas son todas las otras mujeres que

compiten por tener su atención, con tanta agresividad que

no lo dejan centrarse en los negocios en ninguno de los

eventos a los que tiene que asistir, eventos donde se cie-

rran los tratos de negocios. Ellas quieren su dinero. Herido

por el pasado, todo lo que Alex quiere es centrarse en su

trabajo… y olvidar el pasado.

Pero, ¿puede Jennifer ignorar la química sexual entre ellos?

Cuando se introduce en el relumbrante mundo de sociedad

y altas finanzas, tiene que luchar consigo misma para no

enamorarse de Alex, una labor casi imposible que, sin em-

bargo, tiene que ejercer.

Con su máster en la mano, Jennifer Kent sabe de negocios,

pero lo que no sabe es algo que la podría destruir: prote-

ger su corazón… Y probablemente su propia vida.

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Aniquílame 1 Christina Ross

A Christopher, él sabe por qué.

A Erika Rhys, en la amistad.

A Ann Ross, por su cariño y su apoyo.

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Aniquílame 1 Christina Ross

LIBRO UNO

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Aniquílame 1 Christina Ross

CAPÍTULO UNO

Nueva York

Agosto

En mi asfixiante apartamento de una habitación en el East

Village, un campo de prisioneros, me paré frente al estre-

cho espejo colgado de la puerta rota del ar mario y vi una

versión más vieja y desarreglada de mí que me miraba fija-

mente. Me pregunté quién demonios era esa: ¿Una parien-

te lejana, una her mana desaparecida hace mucho tiempo,

mi horrible her manastra? ¿Todas las anteriores? Por otra

parte, estaba demasiado distraída con el sudor que comen-

zaba a asomar a través de mi blusa blanca como para po-

nerle cuidado.

¿Qué estoy pensando? Me veo ridícula. Ni siquiera el

hielo en la nevera podría mantenerse fresco con este calor.

Llama y cancela. Diles que alguien murió en tu familia. ¡Mi

pelo!

—Esto no va a funcionar —me dije en voz alta—. Mi ma-

quillaje se ha comenzado a correr, mi pelo es una maraña

gracias a la humedad y el Hudson está seco a mi lado. ¿Por

qué no pude haber conseguido un trabajo en mayo o ju-

nio? ¿O incluso, julio? Podría estar en este momento en

una oficina cómoda con aire acondicionado, haciendo mi

trabajo, chismorreando con mis elegantes colegas, riéndo-

nos apoyados contra el congelador de agua y recibiendo

algo que aparentemente nunca veré en esta ciudad: un

cheque. Pero, ¡oh no! Por no sé qué motivo, nadie quiere

contratar me. Así que hoy iré y me sentaré delante de otro

fastidioso encargado de recursos humanos que me tomará

como que no valgo la pena y me enviará de regreso a casa.

Esperé una respuesta, pero nunca llegó.

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Aniquílame 1 Christina Ross

Tomé una revista de debajo de mi cama y comencé a

abanicar me con ella. Caminé hasta la entrada de la puerta

que da al salón y encontré a mi mejor amiga y compañera

de apartamento, Lisa Ward, tecleando rápidamente en su

MacBook Pro. Estaba por ter minar su segunda novela que

publicaría en pocas semanas en Amazon. Por el éxito de su

primer libro, que estuvo en la lista de los 100 más vendi-

dos, yo sabía que mis días con ella estaban contados si es-

te libro también despegaba. Y esperaba que así fuera, solo

por ella. Había trabajado muy duro y se lo merecía. Por lo

menos una de nosotras podría disfrutar de la vida.

—Estás terriblemente callada —dije.

—Porque mientras que tú te ponías histérica, yo tomaba

nota. Voy a usar esta rabieta para una escena en mi próxi-

mo libro. Estuviste brillante.

—¿Me vas a poner en tu libro?

—Voy a poner tu diatriba en el libro.

—Cuéntame si voy a participar de las ganancias.

—¿Qué tal una salida a comer? ¿A un puesto de perri-

tos calientes? Eso podemos per mitír noslo.

—No tengo problema. Yo soy de sopa de fideos Ramen.

Lisa se quitó su pelo rubio de la cara, lo recogió en una

coleta y se volvió para mirar me. Su piel brillaba por el calor,

pero aún desde donde yo estaba, se veía limpia. Lisa era

una de esas chicas jóvenes, bonitas, que pueden salir sin

maquillaje y siguen viéndose impecables. A menudo ella

decía lo mismo de mí pero yo nunca lo creí. Yo nunca he

visto lo que otros ven en mí. Ya me gustaría tener la seguri-

dad de Lisa.

—Bueno, ¿dónde es esa entrevista?

—En Wenn Enterprises.

—Nunca la había oído nombrar, claro que yo no soy del

mundo de los negocios. ¿Cuál es el trabajo?

—¡Oh, esto te va a encantar!

—¿Qué?

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Aniquílame 1 Christina Ross

—Puedo tener mi maestría en negocios, tú sabes, que

me dejó con una deuda de cuarenta mil dólares, pero co-

mo el problema real es que estoy en bancarrota, estoy de-

trás de un puesto de secretaria.

—Jennifer…

—No. Está bien. Wenn Enterprises es un conglomerado

con mucho éxito. Esto es lo que estoy pensando: si puedo

entrar como secretaria, alguien verá algo en mí y en pocos

meses tendré el trabajo que estoy buscando.

—Te dije que te puedo dar dinero. El libro va bien, y es-

te está mejor que el primero. Le puede ir mejor.

—Te lo agradezco, Lisa, pero necesito salir de este enre-

do yo sola. Todavía me quedan algunos ahorros, los sufi-

cientes para pagar el alquiler del próximo mes, pero luego

no sé qué voy a hacer. Si no consigo un trabajo, voy a tener

que volver a casa.

—¿Por qué tendrías que irte de Nueva York a Maine?

¿Por qué tendrías que regresar a Bangor con esos padres

castrantes que tienes? Ellos solo te deprimen.

—La verdad es que mi cuenta bancaria es como una

bomba de relojería a punto de explotar. Desde que llega-

mos aquí en mayo, he sido muy frugal: nada de bares, ni de

hombres, ni comidas afuera, ni ropa nueva, ni siquiera un

latte. He hecho lo que tenía que hacer, si no ya habría teni-

do que salir de aquí a finales de junio.

—Bueno —dijo ella—, tal vez deberías considerar un

trabajo como camarera en alguno de los mejores restauran-

tes de la ciudad. Podrías ganar dinero ahí durante la noche

y buscar trabajo durante el día. No sería fácil, pero si de al-

go de lo que estoy segura con respecto a ti, Jennifer, es

que eres trabajadora. Los camareros en algunos de estos

restaurantes hacen buen dinero. Más de cien mil dólares

anuales no es algo raro aquí,… y muchos de ellos no son

tan atractivos como tú. Deja de subestimarte. Creo que no

has conseguido trabajo porque intimidas a las mujeres que

te entrevistan.

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Aniquílame 1 Christina Ross

Ignoré el comentario. Yo simplemente no veía en el es-

pejo lo que otros veían en mí. Nunca lo hice, nunca lo ha-

ría.

—De hecho pensé en trabajar como camarera. Tengo

alguna experiencia, aunque ninguna en restaurantes lujo-

sos, más que nada sirviendo pizzas y cervezas para poder

sobrevivir en la universidad.

Lisa extendió las manos.

—Lo que ganaste en Pat’s es experiencia. Quien te con-

trate te prepararía para atender a sus clientes como ellos

esperan. Piénsalo. Te daría el dinero que necesitas y te per-

mitiría buscar trabajo durante el día. Si esta entrevista no

funciona, esa sería la solución.

Tenía razón.

—Discúlpame, perdí los papeles hace un momento.

—No tienes que disculparte, fue divertido. —Su rostro

se suavizó y me miró con preocupación—. Me gustaría que

no estuvieras pasando por todo esto. Sé que ha sido difícil,

te he visto trabajar duro para encontrar algo. Llegará en al-

gún momento, pero estoy tan frustrada como tú de que no

haya pasado ya. Te mereces un buen trabajo.

—Somos un equipo —dije—. Siempre lo hemos sido.

—Desde la escuela, en quinto.

—¿Cómo va el libro?

—A decir verdad, estoy trabajando intensamente. En

este, los zombis son feroces. Creo que tendré el primer bo-

rrador al final de esta semana y después es más que todo

edición, lo cual es bueno, porque editar es la mejor parte.

Desmenuzas las palabras, las vuelves a ar mar, lees y relees,

le das al libro su mejor for ma y lo sacas.

—¿Cuándo lo puedo leer?

—El día que lo ter mine. Tú eres una excelente correcto-

ra. —Abrió los ojos—. ¿Y? Esta ciudad está llena de edito-

res. ¿Has considerado esa opción?

—Tengo un título en negocios. Y ellos quieren a alguien

licenciado en inglés, y de Harvard.

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Aniquílame 1 Christina Ross

—Yo no lo descartaría. Tú puedes hacer lo que sea,

siempre te lo he dicho.

—Eres única, te adoro.

—Yo también te quiero. Esto va a mejorar.

—Eso espero. Estamos apenas en la primera semana de

agosto y esta es la séptima entrevista del mes.

—El siete de la suerte. Ahora ve y usa el secador. Ponlo

en frío, sécate la cara con una toalla limpia y refréscate. Te

voy a dar dinero para un taxi y no acepto un no como res-

puesta. De verdad. No comiences de nuevo. Necesitamos

aire acondicionado. Si este libro arranca, compro uno para

el apartamento.

Si este nuevo libro arranca me temo que te voy a per-

der, lo cual es un motivo más para encontrar trabajo.

—Bueno —dije—, pero me dejas devolverte el dinero

cuando tenga trabajo.

—Bien. Como quieras. Ahora, lárgate. Tu cita es en no-

venta minutos. El tráfico puede estar denso.

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Aniquílame 1 Christina Ross

CAPÍTULO DOS

Con el maletín en la mano, salí de nuestro lamentable apar-

tamento en la Calle 10 Este y caminé bajo el sol abrasador.

Menos mal, al menos había brisa, lo que era raro en estos

días. Durante el último mes, Manhattan había sido como

una sauna irrespirable, con un idiota echándole agua a las

brasas para mantener el aire húmedo.

Miré calle abajo en busca de un taxi y, para mi sorpresa,

no tuve que esperar mucho tiempo antes de encontrar uno.

Estiré la mano, el taxista me vio, se acercó a la acera y me

subí al asiento trasero aliviada al encontrar el aire acondi-

cionado prendido al máximo. Me acomodé de tal manera

que el aire fresco me llegara y respiré. ¡Era maravilloso!

—A la Quinta con la Calle 48 —le dije a la taxista, una

mujer mayor con una mata de pelo rojo muy corto—. Al

edificio de Wenn Enterprises, o lo más cerca que pueda de-

jar me por veinte dólares.

La mujer me miró por el espejo retrovisor levantando

una ceja.

—Haré lo que pueda, usted sabe cómo se pone esto

durante la hora del almuerzo.

—Lo que pueda hacer se lo agradezco. Y por favor

acuérdese de que esto incluye la propina. Desafortunada-

mente, cinco dólares es todo lo que le puedo dar.

—No se preocupe por la propina —dijo la mujer—. Un

joven muy amable me dejó veinte dólares de propina por

un trayecto de cinco. Sacaremos la suya de ahí.

Encontré sus ojos en el espejo. A veces esta ciudad me

sorprendía con su amabilidad.

—Muchas gracias.

—Solo continúo la cadena de favores, querida. Ahora le

toca a usted hacer lo mismo por otra persona hoy. ¿De

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Aniquílame 1 Christina Ross

acuerdo?

—Trato hecho.

Esa es otra de las razones por la cual me encanta estar

aquí. Ahora, si tan solo pudiera quedarme. Necesito conse-

guir ese trabajo.

La conductora giró a la izquierda después del First Re-

public Bank y Jerri’s Cleaners y comenzamos a subir por la

Sexta Avenida. Mantuve mi mirada fija en el taxímetro y vi

cómo se iba consumiendo con rapidez el dinero que Lisa

me dio antes de salir. Ya iban ocho dólares y seguía el con-

teo. Con este tráfico, tendría suerte si llegaba a la Sexta

con la Calle 40. Ni hablar de llegar a la Quinta con la 40.

Y tenía razón. Cuando llegamos a la Calle 38, mis veinte

dólares ya se habían consumido.

—Así está bien —dije—. Puedo caminar desde acá.

—¿Regresa al trabajo?

—Ya quisiera tener uno. Voy para una entrevista. Creo

que debe ser la número cien en los últimos meses.

—Con su pinta, pensaría que la contratarían en un minu-

to.

Antes de que pudiera pretender ignorar el cumplido, la

mujer presionó un botón. El recibo comenzó a imprimirse y

se paró el taxímetro.

—Una no puede presentarse hecha un desastre ¿ver-

dad? Nadie va a contratar a una fregona. No se preocupe.

Los viajes a esta zona siempre compensan. Recuperaré la

pérdida.

—Es usted es muy amable.

—Solo sigo la cadena de favores. Yo sé lo que es tratar

de encontrar trabajo en esta desastrosa economía. Yo sigo

luchando por sobrevivir en ella. Sospecho que no es de

aquí.

—Soy de Maine. Me mudé aquí en mayo.

—¿Sin un trabajo?

—Solo una más de las muchas cosas estúpidas que he

hecho en mi vida. Esto tiene tanto que ofrecer que pensé

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que sería fácil encontrar trabajo. Bueno, por lo menos más

fácil que en Maine, donde no hay nada.

—En Nueva York nada es fácil, querida. Pero siga la ca-

dena de favores. Cada día sea amable con alguien. Ya verá.

Las cosas cambiarán de rumbo para usted. Cambiaron para

mí.

Cuando paramos al frente de Wenn Enterprises, un ras-

cacielos moderno, resplandeciente, que parecía capturar la

luz del sol y lanzarla de nuevo besando el cielo, la mujer

ajustó el espejo retrovisor para que me pudiera ver en él.

—¿Tiene una polvera?

—Si —dije. Bajé la cabeza y vi por qué lo decía. A pesar

del aire acondicionado mi cara tenía el brillo del sudor. Abrí

mi maletín al lado derecho y saqué la polvera.

—Yo me daría un toque.

—Estoy en ello.

—Debajo de los ojos.

—Los ojos.

—No se le olvide el cuello.

—El cuello.

—Ahora, a por todas con esa entrevista.

—Usted debe tener unos hijos muy afortunados.

—Yo soy la afortunada —dijo la mujer cogiendo el bille-

te de veinte que le extendí.

—Es lo que me digo todos los días.

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CAPÍTULO TRES

Una vez en el lobby, que parecía un hor miguero con gente

entrando y saliendo del ascensor y cruzándose en frente de

mí, me acerqué a la recepción. Estaba tan nerviosa que oía

mis tacones como golpes de tambor contra el piso de már-

mol.

Un hombre levantó los ojos para mirar me.

—Soy Jennifer Kent —dije—. Tengo una entrevista con

Bárbara Blackwell.

—¿La señora Blackwell?

—Lo siento. Sí, la señora Blackwell.

Escribió algo en su ordenador, leyó la pantalla, tomó el

teléfono que tenía al lado e hizo una llamada.

—Jennifer Kent para la señora Blackwell. ¿La mando pa-

ra arriba? Sé que ha llegado temprano, pero de todas for-

mas aquí está. Gracias.

Colgó el teléfono e hizo un gesto indicando hacia el as-

censor.

—Piso cincuenta y uno. Vaya a la derecha cuando se

abra la puerta. Encontrará una sala de espera a su izquier-

da. Llegó temprano. Espere ahí un poco y la asistente de la

señora Blackwell vendrá a buscarla.

—Gracias —dije—. Lo siento por haber llegado tem-

prano.

—Mejor que tarde —dijo él.

Cuando las puertas se abrieron, me llené de valor y entré

en el vestíbulo. Vi la sala de espera, fui hasta allá y estaba

llena. No había dónde sentarse. Catorce caras se levanta-

ron para mirar me, me recorrieron con los ojos. Un hombre

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Aniquílame 1 Christina Ross

gordo, embutido en un traje gris donde a duras penas ca-

bía, me sonrió sugestivamente.

—¿Me per mite? —dijo alguien mientras me rozaban al

pasar por el estrecho pasillo.

—Lo siento.

—Bien, bien.

¡De nada!

—¿Julie Hopwood?

Me giré y vi una mujer de mediana edad de pie a mi la-

do.

—No. Yo soy Jennifer…

—Soy Julie Hopwood —dijo una belleza morena que

estaba sentada al lado del gordo. Era elegante y cuando se

puso de pie, pensé que se veía espectacular con aquel traje

azul oscuro.

—¿Está aquí para el trabajo de secretaria?

—Creo que todos estamos para lo mismo —dijo ella.

La mujer la miró con una sonrisa forzada.

—Por acá. La señora Blackwell la recibirá ahora mismo.

—Gracias.

Cuando pasó delante de mí, dijo:

—Tengo que conseguirlo.

¿De verdad?

Le eché un vistazo al gordo que me miraba fijamente

con los labios entreabiertos. ¿Por qué me mira como si yo

fuera un chuletón de ter nera? No podía quedar me en la

puerta, por supuesto. Fui a la silla que quedó libre a su la-

do y me senté. Puse el maletín sobre mi regazo y noté que

el hombre había vuelto la cara para mirar me. No quería en-

tablar una conversación con él, así que lo ignoré, abrí mi

portafolio y pretendí que estaba buscando algo hasta que

por fin él miró para otro lado.

Quince minutos más tarde vi a Julie Hopwood que atra-

vesaba la sala de espera con una sonrisa de satisfacción en

su rostro. Después, la mujer mayor que la había acompaña-

do antes preguntó por Jennifer Kent.

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—Soy yo —dije mientras me levantaba.

—La señora Blackwell la atenderá inmediatamente.

—Gracias.

—Buena suerte —dijo el gordo.

Levanté la mano como respuesta y fui donde la mujer,

quien me guio por un largo corredor hasta la puerta abierta

de una oficina que hacía esquina. Adentro vi una mujer con

una expresión seria, con un elegante traje negro, sentada

en un gran escritorio, con el horizonte de Manhattan a sus

espaldas reflejando la luz del sol. Estaba hablando por telé-

fono pero me indicó con la mano que siguiera adelante y

me sentara en una silla enfrente de ella y articuló, sin decir

palabra, que le diera mi currículum vítae.

Abrí mi maletín y saqué una copia para ella.

—No, no —dijo la mujer por el teléfono, mientras cogía

mi currículo—. Así no es como funcionan las cosas, y tú lo

sabes, Charles. Habla con mi abogado. No me llames de

nuevo. Y… ¿te puedo dar un consejo? Simplemente fir ma

el maldito papel, así cada uno puede seguir adelante con

su vida. Hace meses que lo presenté. Estoy cansada de to-

do esto. Te quiero sacar ya de mi vida. Y tus hijos también.

¡Por Dios!

Sin agregar nada más, colgó el teléfono, miró mi currí-

culo y me miró a mí con la rabia reflejada claramente en su

rostro. —Señorita Kent— dijo. —¿Cómo está?

—Bien, señora Blackwell. Gracias por recibir me.

—No tiene por qué agradecer me. Es mi trabajo. Duran-

te todo el día. A veces los fines de semana. —Le echó un

vistazo a mi currículo—. ¿Es de Maine?

—Sí, así es.

—¿Y se graduó en mayo?

—Con una maestría, sí.

—¿En negocios?

—Así es.

Me miró.

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FIN DEL FRAGMENTO

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