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Frankenstein Segunda Parte

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corazón destrozado y no le respondí; pero mientras avanzaba, sopesé los

distintos argumentos que había utilizado, y al fin decidí escuchar su historia.


En parte me vi empujado por la curiosidad, y la compasión terminó de
inclinarme a ello. Hasta entonces solo lo consideraba el asesino de mi
hermano, y deseaba con ansiedad que me confirmara o me negara aquella idea.
Por vez primera también, sentí que un creador tenía deberes para con su
criatura, y que antes de quejarme por su maldad debía conseguir que fuera
feliz. Esos motivos me forzaron a aceptar su ruego. Cruzamos los hielos, pues,
y ascendimos por las montañas que había al otro lado. El aire era frío, y la
lluvia comenzaba a caer de nuevo. Entramos en la cabaña… el monstruo con
aire de satisfacción, yo con el corazón oprimido y con los ánimos abatidos.
Pero había decidido escucharle; y, sentándome junto al fuego que encendió,
comenzó a contarme así su historia.
****

VOLUMEN II

CAPÍTULO 1

Solo con mucha dificultad recuerdo los primeros instantes de mi


existencia. Todos los acontecimientos de aquel período se me aparecen
confusos e indistintos. Una extraña sensación me embargaba. Veía, sentía, oía
y olía al mismo tiempo, y eso ocurría incluso mucho tiempo antes de que
aprendiera a distinguir las operaciones de mis distintos sentidos. Recuerdo
que, poco a poco, una luz cada vez más fuerte se apoderó de mis nervios de tal
modo que me obligó a cerrar los ojos. Luego la oscuridad me envolvió y me
angustió. Pero apenas había sentido esto cuando, abriendo los ojos (o eso
supongo ahora), la luz se derramó sobre mí de nuevo. Caminé, creo, y
descendí; pero de repente descubrí un gran cambio en mis sensaciones. Antes
estaba rodeado de cuerpos oscuros y opacos, inaccesibles a mi tacto o a mi
vista; y ahora descubría que podía caminar libremente, y que no había
obstáculos que no pudiera superar o evitar. La luz se hizo cada vez más
opresiva y como el calor me agotaba cuando caminaba, busqué un lugar donde
pudiera haber sombra. Fue en el bosque que hay cerca de Ingolstadt; y allí,
junto a un arroyo, me tumbé durante unas horas y descansé, hasta que sentí las
punzadas del hambre y la sed. Esto me obligó a levantarme y abandonar mi
sueño, y comí algunos frutos del bosque que encontré colgando de los árboles
o tirados por el suelo. Sacié mi sed en el arroyo; y luego, volviéndome a
tumbar, me embargó el sueño. Ya era de noche cuando me desperté; también
sentí frío, y se puede decir que instintivamente casi me asusté al descubrirme
completamente solo. Antes de abandonar vuestros aposentos, como tuve
sensación de frío, me había cubierto con algunas ropas; pero eran insuficientes
para protegerme de los rocíos de la noche. Era un pobre desgraciado,
indefenso y miserable. Ni sabía ni podía comprender nada; pero sintiendo que
el dolor invadía todo el cuerpo, me senté y lloré.
Poco después, una hermosa luz fue cubriendo los cielos poco a poco y tuve
una sensación de placer. Me levanté y observé una brillante esfera que se
elevaba entre los árboles. La miré maravillado. Se movía lentamente; pero
iluminaba mi camino, y de nuevo fui a buscar frutos. Todavía estaba aterido
cuando, bajo uno de los árboles, encontré una enorme capa con la cual me
cubrí, y me senté en la tierra. No había ideas claras en mi mente; todo me
resultaba confuso. Sentía la luz, el hambre, la sed y la oscuridad; innumerables
sonidos tintineaban en mis oídos, y por todas partes me llegaban distintos
olores; lo único que podía distinguir era la luna brillante, y clavé mis ojos en
ella con placer. Transcurrieron varios días y noches, y la esfera de la noche ya
había menguado mucho cuando comencé a distinguir unas sensaciones de
otras. Poco a poco empecé a discernir con facilidad el arroyo claro que me
proporcionaba el agua y los árboles que me cubrían con su follaje. Me encantó
descubrir por vez primera aquel sonido tan agradable que a menudo halagaba
mis oídos, y que procedía de las gargantas de pequeños animales alados que a
menudo la luz de mis ojos descubría. También comencé a ver con más
precisión las formas que me rodeaban y a comprender las horas de la radiante
luz que se derramaba sobre mí. A veces intentaba imitar las agradables
canciones de los pájaros, pero me resultaba imposible. A veces deseaba
expresar mis sensaciones a mi modo, pero el sonido desagradable e
incomprensible que salió de mi garganta me aterró y me devolvió de nuevo al
silencio.
La luna había desaparecido de la noche y se volvió a mostrar de nuevo con
una forma más pequeña mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel
entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya bastante claras y mi mente
todos los días concebía nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la
luz y a percibir los objetos con sus formas precisas: ya distinguía a los insectos
de las plantas y, poco a poco, unas plantas de otras. Descubrí que los gorriones
apenas cantaban, salvo unas notas toscas, mientras que las de los mirlos eran
dulces y encantadoras. Un día, cuando me hallaba aterido de frío, encontré un
fuego que habían abandonado algunos mendigos vagabundos y me embargó
un gran placer cuando sentí su calor. En mi alegría, alargué mi mano hacia las
brasas vivas, pero rápidamente la aparté con un grito de dolor. Qué extraño,
pensé, que la misma causa produjera al mismo tiempo efectos tan contrarios.
Estudié con detenimiento la composición del fuego y, para mi alegría, descubrí
que salía de la madera. Rápidamente recogí algunas ramas, pero estaban
húmedas y no prendieron. Me quedé triste por esto y volví a sentarme para ver
cómo funcionaba el fuego. La madera húmeda que había dejado cerca se fue
secando y luego empezó a arder. Pensé en aquello; y tocando las distintas
ramas, descubrí la causa y me ocupé de recoger una gran cantidad de madera
que yo podría secar y así tendría mucha reserva para el fuego. Cuando vino la
noche y con ella trajo el sueño, tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera
apagarse. Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas, y luego puse más
ramas húmedas; y luego, extendiendo en el suelo mi capa, me tumbé y caí
dormido. Por la mañana me desperté, y mi primera preocupación fue ver cómo
estaba el fuego. Lo descubrí y una leve brisa lo avivó y lo prendió. También
me fijé en eso y formé un abanico con ramas para avivar las brasas cuando
estuvieran a punto de apagarse. Cuando vino la noche otra vez, vi con placer
que el fuego daba luz además de calor; y el descubrimiento de este detalle me
fue de mucha utilidad también a la hora de comer, porque vi que algunos
restos de carne que los viajeros abandonaban habían sido asados y resultaban
mucho más sabrosos que los frutos del bosque que yo recogía. Así pues,
intenté preparar mi comida de la misma manera, poniéndola en las brasas
vivas. Descubrí que los frutos se echaban a perder, pero las nueces mejoraban
mucho. La comida, de todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba
todo el día buscando en vano algunas bellotas con las que calmar las punzadas
del hambre. Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar el lugar en el que
había vivido hasta entonces y buscar otro en el que pudiera satisfacer con más
facilidad las pocas necesidades que tenía. Al emprender este viaje, lamenté
muchísimo la pérdida de mi hoguera. La había conseguido por medios ajenos
y no sabía cómo volverla a hacer. Pensé seriamente en este contratiempo
durante varias horas, pero me vi obligado a renunciar a cualquier intento de
hacer otra; y, envolviéndome en mi capa, atravesé el bosque y me dirigí hacia
donde se pone el sol. Pasé tres días vagando por aquellos caminos y al final
encontré el campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y
los campos estaban blancos y sin hollar; todo parecía desolado, y de pronto
comprobé que aquella sustancia blanca que cubría los campos me estaba
congelando los pies. Eran alrededor de las siete de la mañana y yo solo
suspiraba por conseguir un poco de comida y abrigo. Al final vi una pequeña
cabaña que sin duda había sido construida para acoger a algún pastor. Aquello
era nuevo para mí, y estudié la estructura de la cabaña con gran curiosidad.
Encontré la puerta abierta, y entré. Había un anciano allí sentado, cerca de la
chimenea sobre la cual estaba preparándose el desayuno. Se volvió al oír el
ruido y, al verme, dio un fuerte alarido y, abandonando la cabaña, huyó
corriendo por los campos con una velocidad de la que nadie lo hubiera creído
capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me sorprendió un tanto, pero yo
estaba encantado con la forma de aquella cabaña. Allí no podían penetrar ni la
nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y aquello me parecía un refugio tan
excelente y maravilloso como les pareció el Pandemónium a los señores del
infierno después de asfixiarse en el lago de fuego. Devoré con avidez los
restos del desayuno del pastor, que consistían en pan, queso, leche y vino del
Rin… pero esto último, de todos modos, no me gustó. Entonces me invadió el
cansancio, me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.
Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por el calor del sol,
decidí reemprender mi viaje; y, colocando los restos del desayuno del
campesino en un zurrón que encontré, continué avanzando por los campos
durante varias horas, hasta que llegué a una aldea al atardecer. ¡Me pareció un
verdadero milagro…! Las cabañas, las casitas y las granjas, tan ordenadas, y
las casas de los hacendados, unas tras otras, suscitaron toda mi admiración.
Las verduras en los huertos y la leche y el queso que vi colocados en las
ventanas de algunas granjas me cautivaron. Entré en una de las mejores casas,
pero apenas había puesto el pie en la puerta cuando los niños comenzaron a
gritar y una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo se alarmó: algunos
huyeron; otros me atacaron, hasta que gravemente magullado por las piedras y
otras muchas clases de armas arrojadizas, pude escapar a campo abierto y,
aterrorizado, me escondí en un pequeño cobertizo, completamente vacío y de
aspecto miserable, comparado con los palacios que había visto en la aldea.
Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo a una casa de granjeros que
parecía muy cuidada y agradable, pero después de mi última experiencia, que
tan cara me había costado, no me atreví a entrar en ella. El lugar de mi refugio
se había construido con madera, pero el techo era tan bajo que solo con mucha
dificultad podía permanecer sentado allí dentro. De todos modos, no había
madera en el suelo, como en la casa, pero estaba seco; y aunque el viento se
colaba por innumerables rendijas, me pareció una buena protección contra la
nieve y la lluvia. Así pues, allí me metí y me tumbé, feliz de haber encontrado
un refugio ante las inclemencias de la estación y, sobre todo, ante la barbarie
del hombre.

CAPÍTULO 2

Tan pronto como despuntó la mañana, salí arrastrándome del refugio para
ver la casa cercana y comprobar si podía permanecer en la guarida que había
encontrado. Mi cobertizo estaba situado en la parte trasera de la casa y
rodeado a ambos lados por una pocilga y una charca de agua limpia. También
había una parte abierta, por la que yo me había arrastrado para entrar; pero
entonces cubrí con piedras y leña todos los resquicios por los que pudieran
descubrirme, y lo hice de tal modo que podía moverlo para entrar y salir; la
única luz que tenía procedía de la pocilga, y era suficiente para mí.
Habiendo dispuesto de ese modo mi hogar y después de haberlo
alfombrado con paja, me oculté, porque vi la figura de un hombre a lo lejos; y
recordaba demasiado bien el tratamiento que me habían dado la noche anterior
como para fiarme de él. En todo caso, antes me había procurado el sustento
para aquel día, que consistía en un mendrugo de pan duro que había robado y
un tazón con el cual podría beber, mejor que con las manos, del agua limpia
que manaba junto a mi guarida. El suelo estaba un poco alzado, de modo que
se mantenía perfectamente seco; y como al otro lado de la pared estaba la
chimenea con el fuego de la cocina de la granja, el cobertizo estaba bastante
caliente. Pertrechado de este modo, me dispuse a quedarme en aquella choza
hasta que ocurriera algo que pudiera cambiar mi decisión. En realidad, era un
paraíso comparado con el inhóspito bosque (mi primera morada), con las
ramas de los árboles siempre goteando, y la tierra empapada. Di cuenta de mi
desayuno con placer y cuando iba a apartar el tablazón para procurarme un
poco de agua, oí unos pasos, y, mirando a través de un pequeño resquicio,
pude ver a una muchacha que llevaba un cántaro en la cabeza y pasaba por
delante de mi choza. La muchacha era muy joven y de porte gentil, muy
distinta a los granjeros y criados que me había encontrado hasta entonces. Sin
embargo, iba vestida muy sencillamente, y una tosca falda azul y una blusa de
lino era toda su indumentaria; tenía el pelo rubio, y lo llevaba peinado en
trenzas, pero sin adornos; parecía resignada, y triste. Se marchó, pero un
cuarto de hora después regresó, llevando el cántaro, ahora casi lleno de leche.
Mientras iba caminando, y parecía que apenas podía con el peso, un joven le
salió al encuentro, y su rostro mostraba un abatimiento aún más profundo;
profiriendo algunas palabras con aire melancólico, cogió el cántaro de la
cabeza de la niña y lo llevó a la casa. Ella fue detrás, y ambos desaparecieron.
Casi inmediatamente volví a ver al hombre joven otra vez, con algunas
herramientas en la mano, cruzando el campo que había frente a la casa, y la
niña también estuvo trabajando: a veces en la casa y a veces en el corral,
donde les daba de comer a las gallinas. Cuando examiné bien mi choza,
descubrí que una esquina de mi cobertizo antiguamente había sido parte de
una ventana de la casa, pero el hueco se había cubierto con tablones. Uno de
ellos tenía una pequeña y casi imperceptible grieta, a través de la cual solo
podía penetrar la mirada; a través de esa ranura se veía una pequeña sala,
encalada y limpia pero casi vacía de mobiliario. En una esquina, cerca de una
pequeña chimenea estaba sentado un anciano, apoyando la cabeza en la mano
con un gesto de desconsuelo. La muchacha joven estaba ocupada intentando
arreglar la casa; pero entonces sacó algo de una caja que tenía en las manos y
se sentó junto al anciano, quien, cogiendo un instrumento, comenzó a tocar y a
emitir sonidos más dulces que el canto del zorzal o el ruiseñor. Incluso a mí,
un pobre desgraciado que jamás había visto nada hermoso, me pareció una
escena encantadora. Los cabellos plateados y la expresión bondadosa del
anciano granjero se ganaron mi respeto, mientras que los gestos amables de la
joven despertaron mi amor. El anciano tocó una canción dulce y triste, la cual,
según descubrí, arrancaba lágrimas de los ojos de su encantadora compañera,
pero el anciano no se dio cuenta de ello hasta que ella dejó escapar un suspiro.
Entonces, él dijo algunas palabras, y la pobre niña, dejando su labor, se
arrodilló a sus pies. Él la levantó y sonrió con tal bondad y cariño que yo tuve
sensaciones de una naturaleza peculiar y abrumadora; eran una mezcla de
dolor y placer, como nunca había experimentado antes, ni por el hambre ni por
el frío, ni por el calor o la comida; incapaz de soportar esas emociones, me
aparté de la ventana.
Poco después, el hombre joven regresó, trayendo sobre los hombros un haz
de leña. La niña lo recibió en la puerta, le ayudó a desprenderse de su carga y,
metiendo un poco de leña en la casa, la puso en la chimenea; luego, ella y el
joven se apartaron a un rincón de la casa, y él le mostró una gran rebanada de
pan y un pedazo de queso. Ella pareció contenta y salió al huerto para coger
algunas raíces y plantas; luego las puso en agua y, después, al fuego. Continuó
después con su labor, mientras el joven salía al huerto, donde se ocupó con
afán en cavar y sacar raíces. Después de trabajar así durante una hora, la joven
fue a buscarlo y volvieron a la casa juntos. Mientras tanto, el anciano había
permanecido pensativo; pero, cuando se acercaron sus compañeros, adoptó un
aire más alegre, y todos se sentaron a comer. La comida se despachó
rápidamente; la joven se ocupó de nuevo en ordenar la casa; el viejo salió a la
puerta y estuvo paseando al sol durante unos minutos, apoyado en el brazo del
joven. Nada podría igualar en belleza el contraste que había entre aquellos dos
maravillosos hombres; el uno era anciano, con el cabello plateado y un rostro
que reflejaba bondad y amor; el joven era esbelto y apuesto, y sus rasgos
estaban modelados por la simetría más delicada, aunque sus ojos y su actitud
expresaban una tristeza y un abatimiento indecibles. El anciano regresó a la
casa; y el joven, con herramientas distintas de las que había utilizado por la
mañana, dirigió sus pasos a los campos. La noche cayó repentinamente, pero,
para mi absoluto asombro, descubrí que los granjeros tenían un modo de
conservar la luz por medio de velas, y me alegró comprobar que la puesta de
sol no acababa con el placer que yo experimentaba viendo a mis vecinos. Por
la noche, la muchacha y sus compañeros se entretuvieron en distintas labores
que en aquel momento no comprendí, y el anciano de nuevo cogió el
instrumento que producía los celestiales sonidos que me habían encantado por
la mañana. Tan pronto como hubo concluido, el joven comenzó, no a tocar,
sino a proferir sonidos que resultaban monótonos y en nada recordaban la
armonía del instrumento del anciano ni las canciones de los pájaros; más
adelante comprendí que leía en voz alta, pero en aquel momento yo no sabía
nada de la ciencia de las palabras y las letras. La familia apagó las luces
después y se retiró, o eso pensé yo, a descansar.
Yo me tumbé en la paja, pero no pude dormir. Pensé en todo lo que había
ocurrido durante el día. Lo que me llamaba la atención principalmente eran los
amables modales de aquellas personas, y anhelé unirme a ellos, pero no me
atreví. Recordaba demasiado bien el trato que había sufrido la noche anterior
por parte de aquellos aldeanos bárbaros y decidí que, cualquiera que fuera la
conducta que pudiera adoptar en el futuro, por el momento me quedaría
tranquilamente en mi cobertizo, observando e intentando descubrir las razones
de sus actos.
Los granjeros se levantaron a la mañana siguiente antes de que saliera el
sol. La joven aderezó la casa y preparó la comida; y el joven, montado en un
animal grande y extraño, se alejó. Aquel día transcurrió con la misma rutina
que el día anterior. El hombre joven estuvo todo el día ocupado fuera, y la
muchacha se entretuvo en varias ocupaciones y labores en la casa. El anciano,
pronto supe que era ciego, empleaba sus largas horas de asueto tocando su
instrumento o pensando. Nada puede asemejarse al cariño y al respeto que los
jóvenes granjeros le demostraban a aquel anciano venerable. Le prodigaban
toda la amabilidad imaginable esas pequeñas atenciones del afecto y el deber,
y él las recompensaba con sus bondadosas sonrisas.
Sin embargo, no eran completamente felices. El hombre joven y su
compañera a menudo se apartaban a una esquina de su habitación común y
lloraban. Yo no conocía la causa de su tristeza, pero aquello me afectaba
profundamente. Si aquellas criaturas tan encantadoras eran desdichadas,
resultaba menos extraño que yo, un ser imperfecto y solitario, fuera
completamente desgraciado. Pero… ¿por qué aquellos seres tan buenos eran
tan infelices? Tenían una casa preciosa (o, al menos, lo era a mis ojos) y todos
los lujos; tenían una chimenea para calentarse cuando helaba y deliciosos
alimentos para cuando tenían hambre; iban vestidos con ropas excelentes; y,
aún más, podían disfrutar de la compañía mutua y de la conversación… y
todos los días intercambiaban miradas de cariño y afecto. ¿Qué significaban
entonces aquellas lágrimas? ¿Expresarían realmente dolor? Al principio fui
incapaz de responder a estas preguntas, pero una constante atención y el
transcurso del tiempo consiguieron explicarme muchas cosas que al principio
me parecieron enigmáticas.

CAPÍTULO 3

Transcurrió un considerable período de tiempo antes de que descubriera


una de las causas de la inquietud de aquella encantadora familia. Era la
pobreza… y sufrían esa desgracia hasta unos límites angustiosos. Su sustento
solo constaba de pan, las verduras de su huerto y la leche de una vaca, que
daba muy poca durante el invierno, cuando sus dueños apenas podían
encontrar alimento para ella. Creo que a menudo sufrían muy
desagradablemente la punzada del hambre, sobre todo los dos jóvenes
granjeros, porque muchas veces vi cómo le ponían al anciano la comida
delante, cuando ellos no tenían nada para sí. Ese rasgo de bondad me
conmovió profundamente. Yo me había acostumbrado a robar parte de sus
viandas durante la noche, para mi propio sustento; pero cuando descubrí que al
hacerlo infligía aún más sufrimiento a los granjeros, me abstuve y me
conformé con las bayas, nueces y raíces que recolectaba en un bosque cercano.
También descubrí otros medios mediante los cuales podía colaborar en sus
trabajos. Comprobé que el joven empleaba buena parte del día en recoger
madera para el hogar familiar; así que por la noche, con frecuencia cogía sus
herramientas (enseguida aprendí cómo se utilizaban) y llevaba a la casa leña
suficiente para el consumo de varios días.
Recuerdo que la primera vez que hice eso, la muchacha, que abrió la puerta
por la mañana, pareció absolutamente sorprendida al ver un gran montón de
madera en el exterior. Dijo algunas palabras en voz alta, e inmediatamente el
joven salió, y también pareció sorprendido. Observé con placer que aquel día
no iba al bosque, sino que lo empleaba en reparar la granja y en cultivar el
huerto.
Poco a poco también hice otro descubrimiento de mayor importancia para
mí. Comprendí que aquellas personas tenían un método para comunicarse
mutuamente sus experiencias y sentimientos mediante ciertos sonidos
articulados que proferían. Me di cuenta de que las palabras que decían a veces
producían placer o dolor, sonrisas o tristeza, en el pensamiento y el rostro de
quienes las oían. En realidad, parecía una ciencia divina, y deseé
ardientemente adquirirla y conocerla. Pero todos los intentos que hice al
respecto resultaron fallidos. Su pronunciación era muy rápida; y como las
palabras que emitían no tenían ninguna relación aparente con los objetos
visibles, yo no era capaz de dar con la clave que me permitiera desentrañar el
misterio de su significado. Esforzándome mucho, de todos modos, y después
de permanecer durante muchas revoluciones de la luna en mi cobertizo,
descubrí los nombres que daban a algunos de los objetos que más aparecían en
su hablar: aprendí y comprendí las palabras «fuego», «leche», «pan» y «leña».
También aprendí los nombres de los propios granjeros. La joven y su
compañero tenían cada uno varios nombres, pero el anciano solo tenía uno,
que era Padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha, y el joven era
Felix, hermano o hijo. No puedo explicar el placer que sentí cuando aprendí
las ideas que se correspondían con cada uno de aquellos sonidos y fui capaz de
pronunciarlos. Distinguí muchas otras palabras, aunque aún no era capaz de
comprenderlas o aplicarlas… como «bueno», «querido», «infeliz».
Así pasé el invierno. Las hermosas costumbres y la belleza de los granjeros
consiguieron que me encariñara mucho con ellos. Cuando ellos estaban tristes,
yo me deprimía; y disfrutaba con sus alegrías. Apenas vi a otros seres
humanos con ellos; y si ocurría que alguno entraba en la casa, sus rudos
modales y sus ademanes agresivos solo me convencían de la superioridad de
mis amigos. El anciano, así pude percibirlo, a menudo intentaba animar a sus
hijos, porque descubrí que de ese modo los llamaba a veces, para que
abandonaran su melancolía. Y entonces hablaba en un tono cariñoso, con una
expresión de bondad que transmitía alegría, incluso a mí. Agatha escuchaba
con respeto; sus ojos a veces se llenaban de lágrimas que intentaba enjugar sin
que nadie lo notara; pero yo generalmente comprobaba que sus gestos y su
hablar era más alegre después de haber escuchado las exhortaciones de su
padre. Eso no ocurría con Felix. Este siempre era el más triste del grupo; e
incluso para mis torpes sentidos, parecía que sufría más profundamente que
sus seres queridos. Pero si su expresión parecía más apenada, su voz era más
animada que la de su hermana, especialmente cuando se dirigía al anciano.
Podría mencionar innumerables ejemplos que, aunque sean pequeños
detalles, reflejan los caracteres de aquellos encantadores granjeros. En medio
de la pobreza y la necesidad, Felix amablemente le llevó a su hermana las
primeras flores blancas que brotaron entre la nieve. Por la mañana temprano,
antes de que ella se levantara, él limpiaba la nieve que cubría el camino de la
vaquería, sacaba agua del pozo, e iba a buscar la leña al cobertizo donde, para
su constante asombro, siempre se encontraba con que una mano invisible
había repuesto la madera que iban gastando. Por el día, yo creo que a veces
trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo se iba y no regresaba
hasta la hora de la cena, y sin embargo no traía leña. En otras ocasiones
trabajaba en el huerto; pero como había tan poco que hacer en la temporada de
los hielos, a menudo se ocupaba de leerles al anciano y a Agatha. Al principio
aquellas lecturas me dejaron absolutamente perplejo; pero, poco a poco,
descubrí que cuando leía profería los mismos sonidos que cuando hablaba; así
que pensé que él veía en el papel ciertos signos que entendía y que podía decir,
y yo deseé fervientemente comprender aquello también. ¿Pero cómo iba a
hacerlo si ni siquiera comprendía los sonidos para los cuales se habían
escogido aquellos signos? De todos modos, mejoré bastante en esta disciplina,
pero no lo suficiente como para mantener ningún tipo de conversación, aunque
ponía toda el alma en el intento: porque yo comprendía con toda claridad que,
aunque deseara vivamente mostrarme a los granjeros, no debería ni siquiera
intentarlo hasta que no dominara su lenguaje; aquel conocimiento permitiría
que no se fijaran mucho en la deformidad de mi aspecto; y de esto me había
dado cuenta también por el permanente contraste que se ofrecía a mis ojos.
Yo admiraba las formas perfectas de mis granjeros… su elegancia, su
belleza, y la tersura de su piel: ¡y cómo me horroricé cuando me vi reflejado
en el agua del estanque! Al principio me retiré asustado, incapaz de creer que
en realidad era yo el que se reflejaba en la superficie espejada; y cuando me
convencí plenamente de que realmente era el monstruo que soy, me
embargaron las sensaciones más amargas de tristeza y vergüenza. ¡Oh… aún
no conocía bien las fatales consecuencias de esta miserable deformidad…!
Cuando el sol comenzó a calentar un poco más, y la luz del día duraba
más, la nieve desapareció, y entonces vi los árboles desnudos y la tierra negra.
Desde entonces Felix estuvo más ocupado; y las conmovedoras señales del
hambre amenazante desaparecieron. Sus alimentos, como supe más adelante,
eran muy burdos, pero bastante saludables; y contaban con cantidad suficiente.
Varias clases nuevas de plantas brotaron en el huerto, y ellos las preparaban y
condimentaban para comerlas; y aquellas señales de bienestar aumentaron día
a día, a medida que avanzaba la estación.
El anciano, apoyado en su hijo, caminaba todos los días a mediodía,
cuando no llovía, pues, como descubrí, así se dice cuando los cielos derraman
sus aguas. Esto ocurría frecuentemente; pero un viento fuerte secaba
rápidamente la tierra y la estación se fue haciendo cada vez más agradable.
Mi vida en el cobertizo era siempre igual. Por la mañana espiaba los
movimientos de los granjeros; y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus
labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba en observar a mis amigos.
Cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche estaba estrellada, me
adentraba en los bosques y recolectaba mi propia comida y leña para la granja.
Cuando regresaba, y a menudo era muy necesario, limpiaba el camino de
nieve, y llevaba a cabo aquellas tareas que había visto hacer a Felix. Más
adelante descubrí que aquellas labores, ejecutadas por una mano invisible, les
asombraban profundamente; y en aquellas ocasiones, una o dos veces les oí
pronunciar las palabras «espíritu bueno», «prodigio»: pero en aquel momento
no comprendía el significado de esos términos.
Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más activos, y deseaba
fervientemente descubrir las razones y los sentimientos de aquellas criaturas
encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber por qué Felix parecía tan
abatido, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría estar en
mi poder devolver la felicidad a aquellas personas que tanto la merecían.
Cuando dormía, o me ausentaba, se me aparecían las imágenes del venerable
padre ciego, de la adorable Agatha y del bueno de Felix. Yo los consideraba
como seres superiores, que podrían ser dueños de mi destino futuro. Tracé en
mi imaginación mil modos de presentarme ante ellos, y pensé cómo me
recibirían. Imaginé que sentirían asco, hasta que con mis amables gestos y mis
palabras conciliadoras consiguiera ganarme su favor, y más adelante, su
cariño.
Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me obligaban a esforzarme
con renovado interés en el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta era
bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz era muy distinta a la suave
melodía de sus voces, conseguía sin embargo pronunciar con bastante
facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el burro y el perrillo
faldero: y de todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran buenas,
aunque sus modales fueran un tanto rudos, merecía mejor trato que los golpes
y los insultos.
Las lluvias suaves y la adorable calidez de la primavera cambió por
completo el aspecto de la tierra. Los hombres, que antes de este cambio
parecían haber estado escondidos en sus cuevas, se dispersaron por todas
partes y se ocuparon en las distintas artes de la agricultura. Los pájaros
cantaban con acentos más alegres y las ramas comenzaron a echar brotes en
los árboles. ¡Mundo alegre y feliz…! ¡Morada apropiada para los dioses, que
muy poco tiempo antes estaba yerma, húmeda y enferma! Me animé mucho
ante el encantador aspecto de la Naturaleza; el pasado se borró de mi memoria,
el presente era feliz y el futuro refulgía con brillantes rayos de esperanza y
promesas de alegría.

CAPÍTULO 4

Me apresuro ahora a narrar la parte más conmovedora de mi historia.


Relataré sucesos que grabaron sentimientos en mí que, de lo que era, me han
convertido en lo que soy.
La primavera adelantaba rápidamente; el tiempo ya era muy agradable, y
los cielos estaban despejados. Me sorprendió que lo que antes estaba desierto
y oscuro ahora estallara con las flores más hermosas y con tanto verdor. Mil
perfumes deliciosos y mil escenas maravillosas gratificaban y animaban mis
sentidos.
Ocurrió uno de aquellos días, cuando mis granjeros habían hecho una
pausa en su trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus hijos lo escuchaban
—; observé que el rostro de Felix parecía más melancólico que nunca:
suspiraba constantemente; y entonces el padre dejó de tocar, y por sus gestos
supuse que preguntaba por la razón de la tristeza de su hijo. Felix contestó con
un tono alegre, y el anciano volvió a tocar la canción, cuando alguien llamó a
la puerta.
Era una dama montada a caballo, acompañada por un campesino que hacía
de guía. La dama venía vestida con un traje oscuro, y se cubría con un tupido
velo negro. Agatha hizo una pregunta; la extranjera solo contestó
pronunciando, con un dulce acento, el nombre de Felix. Su voz era muy
musical, pero no se parecía nada a la de mis amigos. Al oír aquella palabra,
Felix se levantó y se acercó rápidamente a la dama, quien, al verlo, retiró el
velo y mostró un rostro de belleza y expresión angelicales. Tenía el pelo muy
negro y brillante, como el plumaje del cuervo, y curiosamente trenzado; sus
ojos eran oscuros, pero dulces, aunque muy vivos; sus facciones eran regulares
y proporcionadas, y su piel maravillosamente blanca, y las mejillas
encantadoramente sonrosadas.
Felix pareció sufrir un arrebato de alegría cuando la vio, y cualquier rastro
de pena se desvaneció en su rostro, que inmediatamente brilló con un éxtasis
de alegría, del cual apenas lo creía capaz; sus ojos centellearon, y sus mejillas
enrojecieron de emoción; y en aquel momento pensé que era tan hermoso
como la extranjera. Ella parecía dudar entre distintos sentimientos; secándose
algunas lágrimas en aquellos ojos encantadores, le tendió la mano a Felix, que
la besó apasionadamente, y la llamó, por lo que pude distinguir, su dulce
árabe. Ella pareció no comprenderle bien, pero sonrió. Él la ayudó a
desmontar y, despidiendo al guía, la condujo al interior de la casa. Él y su
padre intercambiaron algunas palabras; y la joven extranjera se arrodilló a los
pies del anciano, y habría besado su mano, pero él la levantó, y la abrazó
cariñosamente.
Pronto me di cuenta de que aunque la extranjera emitía sonidos
articulados, y parecía tener un lenguaje propio, ni los granjeros la entendían ni
ella los entendía a ellos. Hacían muchos gestos que yo no entendía, pero vi que
su presencia llenaba de alegría toda la casa, disipando la pena como el sol
disipa las brumas de la mañana. Felix parecía especialmente feliz, y siempre se
dirigía a su árabe con sonrisas radiantes. Agatha, la siempre dulce Agatha,
besaba las manos de la encantadora extranjera; y, señalando a su hermano,
hacía gestos que querían decir que él había estado triste hasta que ella llegó, o
eso me parecía a mí. Transcurrieron así algunas horas; por sus rostros se
entendía que estaban contentos, pero yo no comprendía por qué. De repente
me di cuenta, por la frecuencia con que la extranjera pronunciaba una palabra
ante ellos, que estaba intentando aprender su lengua; y la idea que se me
ocurrió instantáneamente fue que yo podría utilizar los mismos métodos para
alcanzar el mismo fin. La extranjera aprendió cerca de veinte palabras en la
primera lección, la mayoría de ellas, en realidad, eran aquellas que yo ya había
aprendido, pero me aproveché de otras.
Cuando llegó la noche, Agatha y la árabe se retiraron pronto. Cuando se
separaron, Felix besó la mano de la extranjera, y dijo: «Buenas noches, dulce
Safie». Él se quedó despierto mucho más tiempo, conversando con su padre; y,
por la frecuente repetición de su nombre, supuse que su encantadora invitada
era el asunto de su conversación. Deseaba ardientemente comprender qué
decían, y puse todos mis sentidos en ello, pero me resultó completamente
imposible.
A la mañana siguiente, Felix se fue a trabajar; y, después de que Agatha
concluyera sus labores, la árabe se sentó a los pies del anciano y, cogiendo su
guitarra, tocó algunas canciones tan encantadoramente hermosas que
inmediatamente arrancaron de mis ojos lágrimas de pena y placer. Ella
cantaba, y su voz fluía con una dulce cadencia, elevándose o decayendo, como
la del ruiseñor en los bosques.
Cuando terminó, le dio la guitarra a Agatha, que al principio la rechazó.
Luego tocó una canción sencilla, y su voz entonó con dulces acentos, pero
muy distintos a la maravillosa melodía de la extranjera. El anciano parecía
embelesado, y dijo algunas palabras que Agatha intentó explicar a Safie y
mediante las cuales deseaba expresar que le había encantado escuchar su
canción.
Los días transcurrían ahora tan apaciblemente como antes, con un único
cambio: que la alegría había ocupado el lugar de la tristeza en los rostros de
mis amigos. Safie estaba siempre alegre y feliz; ella y yo mejoramos
rápidamente en el conocimiento de la lengua, de tal modo que en dos meses
comencé a comprender la mayoría de las palabras que pronunciaban mis
protectores.
Mientras tanto, también la tierra negra se cubrió de hierba, y las verdes
laderas quedaron salpicadas con innumerables flores, dulces para el olfato y
para la vista, estrellas de pálido fulgor en medio de los bosques iluminados por
la luna; el sol empezó a calentar más, las noches se hicieron claras y suaves; y
mis vagabundeos nocturnos eran un inmenso placer para mí, aunque fueran
considerablemente más cortos debido a que la puesta de sol era muy tardía y el
sol amanecía muy pronto; porque nunca me aventuré a salir a la luz del día,
temeroso de que me dieran el mismo trato que había sufrido antaño en la
primera aldea en la que entré.
Pasaba los días prestando la mayor atención, porque así podía aprender el
lenguaje con más rapidez; y puedo presumir de que avancé más rápidamente
que la árabe, que comprendía muy pocas cosas, y hablaba con palabras
entrecortadas, mientras que yo comprendía y podía imitar casi todas las
palabras que se decían.
Mientras mejoraba mi forma de hablar, también aprendí la ciencia de las
letras, mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto me abrió todo un
mundo de maravillas y placeres.
El libro con el cual Felix enseñaba a Safie era Las ruinas de los imperios,
de Volney. Yo no habría comprendido en absoluto la intención del libro si no
hubiera sido porque, al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy minuciosas.
Había escogido esa obra, decía, porque el estilo declamatorio se había
elaborado imitando a los autores orientales. A través de esa obra yo obtuve
algunos conocimientos someros de historia y una visión general de los
diversos imperios que hubo en el mundo; me proporcionó una perspectiva de
las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de la
Tierra. Entonces supe de la indolencia de los asiáticos, del genio insuperable y
de la actividad intelectual de los griegos, de las guerras y la maravillosa virtud
de los primeros romanos… y de su posterior degeneración, y del declive de
aquel poderoso imperio, de la caballería, de la Cristiandad, y de los reyes.
Supe del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con Safie por el
desventurado destino de sus habitantes indígenas.
Aquellas maravillosas narraciones me inspiraron extraños sentimientos.
¿De verdad era el hombre a un tiempo tan poderoso, tan virtuoso, tan
magnánimo y, sin embargo, tan vicioso y ruin? En ocasiones se mostraba
como un vástago del mal, y otras veces como poseedor de todo lo que puede
concebirse de noble y divino. Ser un hombre grande y virtuoso parecía el
honor más alto que pudiera recaer en un ser sensible; ser ruin y vicioso, como
ha quedado escrito que fueron tantos hombres, parecía la degradación más
ínfima, una condición más abyecta que la de los topos ciegos o los gusanos
inmundos. Durante mucho tiempo no pude comprender cómo podía atreverse
un hombre a matar a un semejante, ni siquiera por qué eran necesarias las
leyes o los gobiernos; pero cuando conocí los detalles de las maldades y los
crímenes, ya nada me maravilló, y desprecié todo aquello con asco y
repugnancia.
Las conversaciones de los granjeros me descubrían ahora nuevas
maravillas. Mientras escuchaba atentamente las lecciones con las que Felix
enseñaba a la árabe, fui aprendiendo el extraño sistema de la sociedad humana.
Entonces supe del reparto de las riquezas, de las inmensas fortunas y de la
extrema pobreza, de las familias, de los linajes y la nobleza de sangre.
Las palabras me inducían a pensar sobre mí mismo. Aprendí que las
posesiones más apreciadas por vuestros semejantes eran un linaje elevado e
inmaculado, unido a las riquezas. Un hombre podría ganarse el respeto solo
con una de esas dos cosas; pero si no contaba al menos con una de ellas,
excepto en casos muy raros, se le consideraba un vagabundo y un esclavo,
destinado a emplear su vida en provecho de unos pocos escogidos. ¿Y qué era
yo? De mi creación y de mi creador yo no sabía absolutamente nada; pero
sabía que no tenía ni dinero, ni amigos, ni nada en propiedad. Además, se me
había dado una figura espantosamente deforme y repulsiva; ni siquiera tenía la
misma naturaleza que el hombre. Yo era más ágil, y podía subsistir con una
dieta bastante más escasa; soportaba mejor los calores y los fríos extremados
sin que mi cuerpo sufriera tantos daños; y mi estatura era muy superior a la
suya. Cuando miraba a mi alrededor, no veía ni oía que hubiera nadie como
yo. ¿Era entonces un monstruo, un error sobre la Tierra, un ser del que todos
los hombres huían y a quien todos los hombres rechazaban?
No puedo explicaros la angustia que aquellas reflexiones me producían;
intenté olvidarlas, pero el conocimiento solo logró aumentar mi pesadumbre.
¡Oh…! ¡Ojalá me hubiera quedado para siempre en mi bosque primero, sin
saber ni sentir nada más que el hambre, la sed o el calor…!
¡Qué cosa más extraña es el conocimiento! Cuando se ha adquirido, se
aferra a la mente como el liquen a la roca. A veces deseaba sacudirme todas
las ideas y todos los sentimientos; pero aprendí que solo había un modo de
superar la sensación de dolor, y era la muerte… un estado que temía, aunque
no lo comprendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y adoraba las
amables costumbres y las encantadoras cualidades de mis granjeros; pero yo
quedaba excluido de cualquier relación con ellos, excepto a través de medios
que yo me procuraba a hurtadillas, cuando nadie me veía ni sabía de mi
existencia, y que, más que satisfacer, aumentaban el deseo que tenía de ser uno
más entre mis amigos. Las amables palabras de Agatha y las divertidas
sonrisas de la encantadora árabe no eran para mí. Los buenos consejos del
anciano y la animada conversación del enamorado Felix no eran para mí.
¡Miserable, infeliz desgraciado…!
Otras lecciones se quedaron grabadas en mí, incluso más profundamente.
Conocí la diferencia de los sexos; y cómo nacen y crecen los niños; y cómo el
padre disfruta de las sonrisas de su hijo, y de las alegres locuras de los
muchachos mayores; y cómo toda la vida y los cuidados de la madre se
depositan en esa preciosa obligación; y cómo la mente de la juventud se
desarrolla y se adquieren conocimientos; y supe de los hermanos, y las
hermanas, y todas las infinitas relaciones que unen a unos seres humanos con
otros mediante lazos mutuos.
Pero… ¿dónde estaban mis amigos y mis parientes? Ningún padre había
visto mis días de infancia, ninguna madre me había bendecido con sonrisas y
caricias; y si existieron, toda mi vida pasada no era ya más que una mancha,
un vacío oscuro en el cual me resultaba imposible distinguir nada. Desde mi
primer recuerdo yo había sido como era en esos momentos, tanto en altura
como en proporciones. No había visto a nadie que se me pareciera, ni que
quisiera mantener ninguna relación conmigo. ¿Qué era yo? La pregunta surgía
una y otra vez, y solo podía contestarla con lamentos.
Luego explicaré adónde me condujeron esas ideas; pero permitidme ahora
regresar a los granjeros, cuya historia encendió en mí sentimientos
encontrados de indignación, placer y asombro, pero todos terminaron
finalmente en más cariño y respeto hacia mis protectores… porque así me
gustaba llamarlos, engañándome a mí mismo de un modo inocente y casi
doloroso.

CAPÍTULO 5

Transcurrió algún tiempo antes de que conociera la historia de mis amigos.


Era tal que no podía dejar de producir una profunda impresión en mi mente,
pues desvelaba innumerables circunstancias, todas especialmente interesantes
y maravillosas para alguien tan absolutamente ignorante como yo.
El nombre del anciano era De Lacey. Provenía de una buena familia de
Francia, donde había vivido durante muchos años, en la riqueza, respetado por
sus superiores y amado por sus iguales. Su hijo fue educado para servir a su
país, y Agatha se había relacionado con las damas más distinguidas. Pocos
meses antes de mi llegada, habían vivido en una ciudad grande y esplendorosa
llamada París, rodeados de amigos y disfrutando de todos los placeres que
pueden proporcionar la virtud, el refinamiento intelectual y el gusto, junto a
una aceptable fortuna.
El padre de Safie había sido la causa de su ruina. Era un mercader turco y
había vivido en París durante mucho tiempo, cuando, por alguna razón que no
pude comprender, se granjeó el odio de los gobernantes. Lo detuvieron y lo
metieron en la cárcel el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para
reunirse con él. Fue juzgado y condenado a muerte. La injusticia de aquella
sentencia era de todo punto evidente. Todo París estaba indignado, y se
consideró que habían sido su religión y su riqueza, y en absoluto el crimen del
que se le acusó, las razones de su condena. Felix estuvo presente en el juicio;
no pudo controlar su espanto e indignación cuando oyó la decisión del
tribunal. En aquel momento hizo una promesa solemne de liberarlo y luego se
ocupó de buscar los medios para conseguirlo. Después de muchos intentos
infructuosos para conseguir acceder a la prisión, descubrió una ventana
sólidamente enrejada en una parte poco vigilada del edificio, desde la cual se
veía la mazmorra del desafortunado mahometano, el cual, cargado de cadenas,
aguardaba desesperado la ejecución de aquella bárbara sentencia. Felix acudió
a la ventana enrejada por la noche y le hizo saber al prisionero sus intenciones
de liberarlo. El turco, asombrado y esperanzado, intentó encender aún más el
celo de su liberador con promesas de recompensas y riquezas. Felix rechazó
sus ofertas con desprecio. Sin embargo, cuando vio a la encantadora Safie, a la
que le habían permitido visitar a su padre y quien, por sus gestos, le
demostraba su más viva gratitud, el joven tuvo que admitir que el cautivo
poseía un tesoro que realmente podría recompensar el esfuerzo y el peligro
que iba a correr.
El turco inmediatamente percibió la impresión que su hija había causado
en el corazón de Felix, e intentó asegurar su colaboración con la promesa de
concederle su mano en matrimonio. Felix era demasiado noble como para
aceptar aquella oferta, aunque observaba aquella posibilidad como la
culminación de toda su felicidad.
A lo largo de los días siguientes, mientras proseguían los preparativos para
la fuga del mercader, el entusiasmo de Felix se encendió aún más por varias
cartas que recibió de aquella encantadora muchacha, que halló el medio para
expresar sus pensamientos en la lengua de su amante con la ayuda de un
anciano, un criado de su padre que sabía francés. Le agradecía a Felix, en los
términos más vehementes, su bondadoso gesto, y al mismo tiempo lamentaba
discretamente su propio destino. Tengo copias de aquellas cartas, porque
durante mi estancia en el cobertizo encontré medios para procurarme recado
de escribir, y a menudo esas misivas estuvieron en manos de Felix y Agatha.
Antes de separarnos, os las entregaré; así quedará probada la veracidad de mi
historia; pero por el momento, como el sol ya comienza a declinar, solo tendré
tiempo para repetiros lo sustancial de las mismas. Safie le explicaba que su
madre era una árabe cristiana que había sido apresada y convertida en esclava
por los turcos. Por su belleza, se ganó el corazón del padre de Safie, que se
casó con ella. La joven muchacha hablaba en los términos más elogiosos y
entusiastas de su madre, pues, habiendo nacido libre, despreciaba la esclavitud
a la que ahora se veía sometida. Instruyó a su hija en los principios de su
religión y le enseñó a aspirar a una altura intelectual y a una independencia de
espíritu superiores y prohibidas para las mujeres que siguen a Mahoma.
Aquella mujer murió, pero sus enseñanzas quedaron impresas indeleblemente
en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de regresar de nuevo a Asia y
ser enclaustrada entre los muros de un harén, solo con permiso para ocuparse
en pueriles entretenimientos que se acomodaban mal al temperamento de su
alma, ahora acostumbrada a las ideas elevadas y a la noble emulación de la
virtud. La perspectiva de casarse con un cristiano y permanecer en un país
donde a las mujeres se les permitía tener un puesto en la sociedad le resultaba
especialmente atractiva.
Se fijó el día para la ejecución del turco; pero la noche anterior pudo
escapar de la prisión y, antes de que amaneciera, ya se encontraba a muchas
leguas de París. Felix se había procurado pasaportes con el nombre de su
padre, de su hermana y de sí mismo. Le contó su plan al primero, que colaboró
en la añagaza abandonando temporalmente su casa con el pretexto de un viaje
y se ocultó con su hija en un lugar apartado de París. Felix condujo a los
fugitivos por toda Francia hasta Lyon y luego cruzaron Mont-Cenis hasta
llegar a Livorno, donde el mercader había decidido esperar una oportunidad
favorable para pasar a África. No pudo negarse a sí mismo el placer de
permanecer algunos días en compañía de la árabe, que le manifestó el cariño
más sencillo y tierno. Hablaban con la ayuda de un intérprete, y Safie le
cantaba las celestiales melodías de su país natal. El turco consintió aquella
relación y alentó las esperanzas de los jóvenes enamorados, pero en realidad
tenía otros planes bien distintos. Le repugnaba la idea de que su hija pudiera
casarse con un cristiano, pero temía las represalias de Felix si se mostraba un
tanto tibio, porque era consciente de que aún se encontraba en manos de su
libertador, ya que podría denunciarlo a las autoridades de Italia, donde se
encontraban en aquel momento. Ideó mil planes que le permitieran prolongar
el engaño hasta que ya no fuera necesario… y entonces se llevaría a su hija a
África. Las noticias que llegaron de París facilitaron enormemente sus planes.
El gobierno de Francia estaba furioso por la fuga del reo y no reparó en
medios para descubrir y castigar al liberador. El plan de Felix se descubrió
rápidamente y De Lacey y Agatha fueron encarcelados. Tales noticias llegaron
a oídos de Felix y lo despertaron de su placentero sueño. Su padre, anciano y
ciego, y su dulce hermana se encontraban ahora en una maloliente mazmorra,
mientras él disfrutaba de la libertad y de la compañía de su enamorada. Esta
idea lo atormentaba. Acordó con el turco que, si este último tenía la
oportunidad de huir antes de que Felix pudiera regresar a Italia, Safie podría
quedarse en calidad de huésped en un convento de Livorno; y después,
despidiéndose de la encantadora árabe, se dirigió apresuradamente a París y se
puso en manos de la ley, esperando de este modo liberar a De Lacey y a
Agatha.
Pero no lo consiguió. Permanecieron presos durante cinco meses antes de
que tuviera lugar el juicio, y el fallo del mismo les arrebató su fortuna y los
condenó al exilio perpetuo de su país natal.
Encontraron un refugio miserable en una casa de campo en Alemania,
donde los encontré. Felix supo que el turco traicionero, por el cual él y su
familia soportaba aquella incomprensible opresión, al averiguar que su
liberador había sido de aquel modo reducido a la miseria y a la degradación,
había traicionado la gratitud y el honor, y había abandonado Italia con su hija,
enviándole a Felix una insultante cantidad de dinero para ayudarle, como dijo,
a conseguir algún medio para subsistir en el futuro.
Tales eran los acontecimientos que amargaban el corazón de Felix y que lo
convertían, cuando lo vi por vez primera, en el miembro más desgraciado de
su familia. Él podría haber soportado la pobreza; y si esta humillación hubiera
sido la vara de medir su virtud, habría salido muy honrado de ello. Pero la
ingratitud del turco y la pérdida de su adorada Safie eran desgracias más
amargas e irreparables. Ahora, la llegada de la árabe infundía nueva vida en su
alma.
Cuando ella tuvo noticia de que Felix había sido privado de su riqueza y su
posición, el mercader ordenó a su hija que no pensara más en su enamorado y
que se preparara para regresar a su país natal con él. El generoso carácter de
Safie se indignó ante aquella orden. Intentó protestar ante su padre, pero él la
despidió furiosamente, reiterando su tiránico mandato.
Pocos días después, el turco entró en los aposentos de su hija y
apresuradamente le dijo que tenía razones para creer que se había difundido
que se encontraban en Livorno y que podría ser entregado rápidamente al
gobierno francés. Por tanto, había alquilado un barco que lo llevaría a
Constantinopla, y hacia esa ciudad zarparía en breves horas. Intentó dejar a su
hija al cuidado de un criado, para que partieran más adelante y con más
tranquilidad, junto a la mayor parte de sus riquezas, que aún no habían llegado
a Livorno.
Safie pensó mucho y a solas qué podría hacer en aquella terrible situación.
La idea de vivir en Turquía le resultaba odiosa; su religión y sus sentimientos
también se oponían a ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron
en sus manos, supo del exilio de su enamorado y memorizó de inmediato el
lugar en el que vivía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero al final tomó
una resolución. Llevando consigo algunas joyas que le pertenecían y una
pequeña suma de dinero, abandonó Italia con una criada natural de Livorno
que sabía árabe, y partió hacia Alemania. Llegó sin más inconvenientes a una
ciudad que se encontraba a unas veinte leguas de la granja de los De Lacey;
entonces, su criada cayó gravemente enferma. Safie se ocupó de ella con todo
el cariño, pero la pobre muchacha murió, y la árabe se quedó sola, sin conocer
la lengua del país e ignorando absolutamente de las costumbres del mundo. En
todo caso, cayó en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del
lugar al que se dirigían; y, tras su muerte, la mujer de la casa en la cual habían
estado se tomó la molestia de asegurarse de que Safie llegara sana y salva a la
granja de su enamorado.

CAPÍTULO 6

Tal era la historia de mis queridos granjeros. Me impresionó


profundamente. Y a partir de la descripción de la vida social que dejaba
entrever aprendí a admirar las virtudes y a despreciar los vicios de la
humanidad. Y, del mismo modo, consideraba el crimen como un mal alejado
de mí; siempre tenía delante la bondad y la generosidad, animándome a desear
convertirme en un actor en el alegre escenario donde se desarrollaban y se
mostraban tantas cualidades admirables. Pero al dar cuenta de los avances de
mi inteligencia, no debo omitir una circunstancia que aconteció a principios
del mes de agosto de ese mismo año.
Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque cercano donde
recolectaba mi propia comida y desde donde llevaba a casa leña para mis
protectores, encontré en el suelo una bolsa de cuero con varias prendas de
vestir y algunos libros. Inmediatamente me hice con el botín y regresé con él a
mi cobertizo. Los libros afortunadamente estaban escritos en la lengua y con
las letras que había aprendido en la granja; eran el Paraíso perdido, un libro
con las Vidas de Plutarco y las Desventuras de Werther. La posesión de
aquellos tesoros me proporcionó un extraordinario placer; podría estudiar y
ejercitar constantemente mi intelecto en aquellas historias cuando mis amigos
estuvieran ocupados en sus labores cotidianas. Apenas puedo describiros el
efecto de esos libros. Produjeron en mí una infinidad de imágenes e ideas, que
algunas veces me elevaban hasta el éxtasis pero más frecuentemente me
hundían en la más profunda desolación. En las Desventuras de Werther,
además del interés de su sencilla y emocionante historia, se proponían tantas
opiniones y se arrojaba luz sobre lo que hasta entonces habían sido para mí
asuntos completamente ignorados, que encontré en ese libro una fuente
inagotable de reflexión y asombro. Las costumbres amables y hogareñas que
describía, unidas a los delicados juicios y sentimientos que se expresan sin
ningún egoísmo, se acomodaban perfectamente a mi experiencia con mis
protectores y a las necesidades que siempre habían estado vivas en mi
corazón. Pero yo pensaba que el propio Werther era el ser más maravilloso que
yo hubiera visto o imaginado jamás. Su carácter no era pretencioso, pero dejó
una profunda huella en mí. Las disquisiciones sobre la muerte y el suicidio
parecían pensadas para asombrarme completamente. Yo no pretendía juzgar
los pormenores del caso; sin embargo, me inclinaba por la opinión del
protagonista, cuya muerte lloré sin comprenderla del todo. Mientras leía, sin
embargo, comparaba las historias con mis propios sentimientos y con mi
situación. Descubrí que era parecido y, sin embargo, muy distinto a aquellas
personas de los libros, de cuyas conversaciones yo era solo un observador.
Simpatizaba con ellos y en parte los comprendía, pero mi intelecto aún era
inmaduro; yo no dependía de nadie, ni estaba relacionado con nadie. «El
camino de mi partida estaba abierto», y no había nadie que lamentara mi
muerte. Mi aspecto era repugnante, y mi estatura, gigantesca. ¿Qué significaba
aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino?
Me hacía aquellas preguntas constantemente, pero era incapaz de darles una
respuesta.
El libro de las Vidas de Plutarco que yo tenía relataba las historias de los
primeros fundadores de la antigua república. Este libro tuvo un efecto sobre
mí bastante diferente al de las cartas de Werther. De las imaginaciones de
Werther aprendí el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó los
nobles ideales: me elevó sobre la miserable esfera de mis propias reflexiones,
para admirar y amar a los héroes de las épocas pasadas. Muchas de las cosas
que leía sobrepasaban con mucho mi entendimiento y mi experiencia. Adquirí
una idea muy confusa de los reinos y de las extensiones de los países, de los
poderosos ríos y de los océanos infinitos. Pero lo desconocía absolutamente
todo de las ciudades y de las grandes aglomeraciones humanas. La granja de
mis protectores había sido la única escuela en la que yo había estudiado la
naturaleza humana. Pero aquel libro presentaba nuevas y formidables
situaciones. Leí historias de hombres que se dedicaban a gobernar los asuntos
públicos o a masacrar a sus semejantes. Sentí que crecía en mí una gran pasión
por la virtud y un aborrecimiento por el vicio, al menos en la medida en que
yo comprendía el significado de aquellos términos, relativos únicamente al
placer y al dolor, pues en ese sentido los aplicaba. Movido por aquellos
sentimientos, desde luego acabé admirando a los legisladores pacíficos, como
Numa, Solón y Licurgo, más que a Rómulo y Teseo. La vida familiar de mis
protectores consiguió que aquellas impresiones quedaran firmemente
arraigadas en mi mente; si mi primer encuentro con la humanidad hubiera sido
junto a un joven soldado que ardiera en deseos de gloria y sacrificio, podría
haber quedado imbuido por diferentes sentimientos.
Pero el Paraíso perdido despertó emociones distintas y bastante más
profundas. Lo leí, como había leído los otros libros que habían caído en mis
manos, como una historia verdadera. Sacudió en mí todos los sentimientos de
asombro y veneración que era capaz de despertar la descripción de un Dios
omnipotente combatiendo contra sus criaturas. A menudo comparaba distintas
situaciones conmigo mismo, porque su similitud me sobrecogía. Como Adán,
yo fui creado aparentemente tal y como era, pero no estaba unido por lazo
alguno a ningún otro ser vivo; y su situación era diferente de la mía en otros
muchos aspectos. Él había nacido de las manos de Dios como una criatura
perfecta, feliz, próspera, y protegida por el amor incondicional de su creador.
Se le permitía hablar y adquirir conocimientos de los seres de naturaleza
superior; pero yo era un desgraciado, y me encontraba indefenso y solo.
Muchas veces pensaba que en realidad pertenecía a la estirpe de Satán; porque
a menudo, como él, cuando veía la dicha de mis protectores, la amarga bilis de
la envidia me invadía por dentro.
Otra circunstancia reforzó y confirmó aquellos sentimientos. Poco después
de que llegara al cobertizo, descubrí algunos papeles en el bolsillo de las ropas
que había cogido de vuestro estudio. Al principio no les había prestado
atención; pero ahora que ya era capaz de descifrar los signos en los que
estaban escritos, comencé a estudiarlos con interés. Era vuestro diario de los
cuatro meses que precedieron a mi creación. Vos describíais minuciosamente
en aquellos papeles cada paso que dabais en el proceso de vuestro trabajo; esa
historia estaba mezclada con algunos apuntes de cuestiones familiares. Sin
duda recordáis esos papeles. Aquí están. En ellos se relata todo lo concerniente
a mi origen maldito; todos los detalles de aquella serie de repulsivas
circunstancias que lo hicieron posible están ahí, a la vista. La minuciosísima
descripción de mi odiosa y asquerosa persona se ofrece en un lenguaje que
describe vuestros propios horrores y ha convertido los míos en una cicatriz
imborrable. Enfermaba a medida que lo leía. «¡Odioso el día en el que se me
dio la vida!», grité desesperado. «¡Maldito Creador! ¿Por qué disteis forma a
un monstruo tan espantoso que incluso vos mismo me disteis la espalda
asqueado? Dios, en su piedad, hizo al hombre hermoso y atractivo. Yo soy
más odioso a la vista que las amargas manzanas del infierno al gusto. Satán
tenía compañeros, otros demonios que lo admiraban y lo animaban; pero yo
estoy solo y todo el mundo me detesta.»
Esas eran mis reflexiones en mis horas de abatimiento y soledad; pero
cuando contemplaba las virtudes de los granjeros, su amable y bondadoso
carácter, me convencía de que cuando conocieran mi admiración por sus
virtudes, tendrían piedad de mí y pasarían por alto la deformidad de mi
persona. ¿Serían capaces de cerrarle la puerta a un ser que, aun siendo
monstruoso, imploraba su compasión y amistad? Decidí al menos no
desesperar, sino prepararme en todos los sentidos para afrontar un encuentro
que decidiría mi destino. Pospuse aquella tentativa algunos meses más, porque
la importancia de salir con bien de aquella situación me inspiraba un horrible
temor a fracasar. Además, descubrí que mi comprensión mejoraba tanto con
las experiencias de cada día que no deseaba afrontar aquella empresa hasta que
no transcurrieran algunos meses más y adquiriera más conocimientos.
Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en la casa. La presencia de
Safie irradiaba felicidad entre los moradores, y yo también descubrí que allí
reinaba una mayor abundancia. Felix y Agatha empleaban más tiempo
divirtiéndose y conversando y algunos criados les ayudaban en sus labores. No
parecían ricos, pero estaban contentos y felices. Estaban tranquilos y en paz,
mientras yo me sentía cada día más miserable. El hecho de aumentar mis
conocimientos solo conseguía mostrarme más claramente que era un monstruo
proscrito. Yo abrigaba una esperanza, es cierto, pero se desvanecía cuando
veía mi imagen reflejada en el agua o incluso cuando observaba mi sombra a
la luz de la luna. Intenté apartar aquellos temores y fortalecerme para la prueba
que tenía previsto llevar a cabo en el plazo de breves meses; y algunas veces
permitía que mis pensamientos, sin el freno de la razón, vagaran por los
jardines del Paraíso, y me atrevía a imaginar seres amables y encantadores que
comprendían mis sentimientos y consolaban mi tristeza. Sus rostros
angelicales me ofrecían sonrisas de compasión. Pero todo era un sueño. No
había ninguna Eva que mitigara mis penas ni compartiera mis pensamientos.
Estaba solo. Recordé las súplicas de Adán a su creador, pero… ¿dónde estaba
el mío? Me había abandonado, y con toda la amargura de mi corazón, lo
maldije.
Así transcurrió el otoño. Vi, con sorpresa y temor, que las hojas
amarilleaban y caían, y la naturaleza de nuevo adquiría el aspecto mortecino y
desolado que tenía cuando por vez primera vi los bosques y la adorable luna.
No me importaban los rigores del tiempo. Por mi constitución, estoy más
preparado para sufrir el frío que el calor. Pero mis únicas alegrías consistían en
ver las flores y los pájaros, y todas las galas del verano; cuando se me privó de
todo aquello, volví la mirada a los granjeros. Su felicidad no había disminuido
por el adiós del verano. Se querían y se comprendían, y sus alegrías, que
dependían de las de los otros, no se interrumpían por los acontecimientos que
ocasionalmente ocurrían a su alrededor. Cuanto más los observaba, mayor era
mi deseo de suplicarles protección y comprensión. Mi corazón anhelaba que
aquellas encantadoras personas me conocieran y me quisieran, y que sus
dulces miradas se dirigieran a mí con compasión. No me atrevía a pensar que
pudieran volverme la espalda con desprecio u horror. A los pobres que se
detenían y llamaban a su puerta nunca se les despedía. Es verdad que yo iba a
pedir tesoros más preciosos que un poco de pan o un lugar para descansar. Iba
a pedir comprensión y cariño, y no creía que pudiera ser absolutamente
indigno de ello.

CAPÍTULO 7

El invierno adelantaba y, desde que desperté a la vida, ya se había


cumplido todo un ciclo de estaciones. En aquel entonces mi atención estaba
únicamente centrada en mi plan para presentarme en casa de mis protectores.
Le di mil vueltas a innumerables planes, pero lo que finalmente decidí fue
entrar en su hogar cuando el anciano ciego estuviera solo. Yo era lo
suficientemente inteligente para saber que la fealdad anormal de mi persona
había sido el principal motivo de horror para aquellos que me habían visto
antes. Mi voz, aunque desagradable, no tenía nada de terrible. Así pues, pensé
que si podía ganarme la benevolencia del anciano De Lacey, en ausencia de
sus hijos, podría tal vez de ese modo conseguir que mis jóvenes protectores
me aceptaran.
Un día, cuando el sol brillaba sobre las hojas rojas que alfombraban la
tierra y esparcía alegría aunque negaba el calor, Safie, Agatha y Felix salieron
a dar un largo paseo por el campo, y el anciano, por su propio gusto, se quedó
solo en la casa. Cuando sus hijos se marcharon, él cogió su guitarra y tocó
varias canciones tristes y dulces, más dulces y tristes que todas las que le había
oído tocar hasta entonces. Al principio su rostro parecía iluminado de placer,
pero, a medida que cantaba, fue adquiriendo un gesto meditabundo y
apesadumbrado; luego apartó el instrumento y se quedó absorto en sus
pensamientos.
Mi corazón latía muy deprisa. Era la hora y el momento definitivo, en el
que se decidirían mis esperanzas. Los criados se habían ido a una fiesta que se
celebraba en la vecindad. Todo estaba en silencio, en el interior y alrededor de
la casa. Era una ocasión excelente; sin embargo, cuando iba a ejecutar mi plan,
me fallaron las piernas y me derrumbé en tierra. Me levanté de nuevo y,
reuniendo todo el valor del que fui capaz, aparté los maderos que había
colocado delante de mi cobertizo para ocultarme. El aire fresco me reanimó, y
con renovada determinación me aproximé a la puerta de la casa. Llamé.
—¿Quién es? —preguntó el anciano—. Adelante…
Entré.
—Perdone esta intromisión —dije—. Soy un viajero, y solo necesito
descansar un poco. Le estaría muy agradecido si me permitiera quedarme unos
momentos junto al fuego.
—Pase —dijo De Lacey—, intentaré buscar el modo de atenderle; pero,
desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como yo soy ciego, me temo
que me será muy difícil encontrar algo para que pueda comer.
—No se moleste, amable señor —contesté—. Traigo comida; lo único que
necesito es un poco de calor y descanso.
Me senté y se hizo el silencio. Sabía muy bien que cada minuto era
precioso para mí, sin embargo, permanecí indeciso respecto a la manera de
comenzar la conversación, cuando el anciano se dirigió a mí:
—Por su modo de hablar, extranjero, supongo que es usted compatriota
mío… ¿Es usted francés?
—No —contesté—, pero fui educado por una familia francesa y solo
conozco esa lengua. Ahora voy a solicitar la protección de unos amigos, a
quienes aprecio sinceramente y en cuyo favor he depositado todas mis
esperanzas.
—¿Son alemanes? —preguntó De Lacey.
—No… son franceses. Pero hablemos de otra cosa… Soy una persona
desafortunada y abandonada. Miro a mi alrededor y no tengo parientes ni
amigos en este mundo. Esas buenas gentes a quienes voy a visitar nunca me
han visto y saben muy poco de mí. Me embargan mil temores; porque si
fracaso, ya siempre seré un desheredado en este mundo.
—No desespere —dijo el anciano—. Verdaderamente es triste no tener
amigos: pero los corazones de los hombres, cuando no tienen prejuicios
fundados en el egoísmo, siempre están llenos de amor fraternal y caridad. Así
pues, tenga fe en sus esperanzas; y si esos amigos son buenos y amables, no
desespere.
—Son muy buenos —contesté—. Son las mejores personas del mundo,
pero, desgraciadamente, están predispuestos contra mí. Yo tengo buenas
intenciones; amo la virtud y el conocimiento; hasta ahora no he hecho daño a
nadie y en alguna medida he beneficiado a otros; pero un prejuicio fatal nubla
sus ojos; y, donde deberían ver a un amigo sensible y bueno, solo ven un
monstruo detestable.
—Es verdaderamente lamentable —contestó De Lacey—, pero si usted es
de verdad inocente, ¿no puede desengañarlos?
—Estoy a punto de intentar llevar a cabo esa tarea. Y es por esa razón por
la que me siento abrumado por tantos temores. Aprecio mucho a esos amigos;
no lo saben, pero durante muchos meses les he hecho algunos favores en sus
tareas cotidianas; pero ellos creen que yo quiero hacerles daño, y es ese
prejuicio el que deseo vencer.
—¿Dónde viven esos amigos? —preguntó De Lacey.
—Cerca de aquí… en este lugar.
El anciano se detuvo un instante y luego añadió:
—Si usted quisiera confiarme abiertamente los detalles, quizá podría
intentar desengañarlos. Soy ciego y no puedo juzgar su aspecto, pero hay algo
en sus palabras que me asegura que es usted sincero. Yo soy pobre, y vivo en
el exilio, pero será para mí un verdadero placer ser de alguna ayuda a
cualquier ser humano.
—¡Qué buen hombre! —exclamé—. Acepto su ofrecimiento y se lo
agradezco mucho. Me infunde usted nuevos ánimos con su amabilidad, y
espero que no me aparten de la compañía y la comprensión de mis semejantes.
—¡Que el Cielo no lo permita…! Ni aunque usted fuera un verdadero
criminal… porque eso solo podría conducirle a usted a la desesperación, y no
incitarlo a la virtud. También yo soy desafortunado. Mi familia y yo hemos
sido condenados, aunque somos inocentes: juzgue, pues, si no he de
comprender sus infortunios.
—¿Cómo podría agradecérselo, mi mejor y único benefactor…? Por vez
primera oigo de sus labios la voz de la comprensión dirigida a mí. Siempre le
estaré agradecido, y su humanidad me asegura el éxito con los amigos con los
que estoy a punto de encontrarme.
—¿Puedo saber cuáles son los nombres de sus amigos y dónde viven? —
preguntó De Lacey.
Guardé silencio. Aquel era el momento decisivo en el que se me
arrebataría o se me concedería la felicidad para siempre. Luché en vano por
encontrar el valor suficiente para contestarle; el esfuerzo acabó con todo el
ánimo que me quedaba; me hundí en la silla y sollocé. Y en aquel momento oí
los pasos de mis jóvenes protectores. No tenía tiempo que perder; pero,
aferrándome a la mano del anciano, grité…
—¡Ahora es el momento…! ¡Sálveme! ¡Protéjame! ¡Usted y su familia son
los amigos que busco! ¡No me abandonen en el momento decisivo…!
—¡Dios mío…! —exclamó el anciano—. ¿Quién es usted?
En aquel momento se abrió la puerta de la casa, y entraron Felix, Safie y
Agatha. ¿Quién puede describir el horror y el asombro que sintieron al verme?
Agatha se desmayó, y Safie, incapaz de ocuparse de su amiga, huyó de la casa
corriendo. Felix se adelantó rápidamente y con una fuerza sobrenatural me
apartó de su padre, a cuyas rodillas yo me había aferrado. En un arrebato de
furia, me arrojó al suelo y me golpeó violentamente con un palo. Vi que estaba
a punto de golpearme de nuevo cuando, sobreponiéndome al dolor y a la
angustia, hui de la casa y, en medio de la confusión, escapé sin que me vieran
y me oculté en el cobertizo.
¡Maldito, maldito Creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué en aquel
instante no apagaste la llama de la existencia que caprichosamente me diste?
No lo sé… La desesperación aún no se había apoderado de mí; solo tenía
sentimientos de rabia y venganza. Podría haber destruido con placer la casa y
haber matado a sus moradores… y haber saciado mi furia con sus gritos y su
dolor. Cuando llegó la noche, salí de mi escondrijo y vagué por el bosque. Ya
no me retenía el miedo a que me descubrieran, y pude dar rienda suelta a mi
angustia con espantosos aullidos. Era como una bestia salvaje atrapada en un
lazo, destruyendo todo lo que se le pone por delante y deambulando por el
bosque como un ciervo viejo. ¡Oh…! ¡Qué noche más horrorosa pasé! Las
gélidas estrellas brillaban burlándose de mí, los árboles desnudos me decían
adiós con sus ramas, y aquí y allá el dulce canto de un pájaro rompía aquella
absoluta quietud. Todo, salvo yo, descansaba o se alegraba. Yo, como el
Demonio, albergaba un infierno en mi interior: y puesto que no encontraba a
nadie que me comprendiera, deseé arrancar los árboles, sembrar el caos y la
destrucción, y luego sentarme y disfrutar de aquel desastre.
Pero aquella fue una cascada de sensaciones que no podía durar. Acabé
agotado por el exceso de ejercicio físico y me derrumbé en la hierba húmeda,
con la impotencia de la desesperación. Entre los miles y miles de hombres, no
había ni uno que sintiera compasión por mí o quisiera ayudarme… ¿acaso
debía yo tener alguna piedad para con mis enemigos? ¡No! Desde aquel
momento le declaré guerra eterna a la humanidad y, sobre todo, a aquel que
me había creado y que me había arrojado a aquella insoportable humillación.
Salió el sol. Oí las voces de los hombres y supe que era imposible regresar
a mi escondrijo durante el día; de modo que me oculté en la espesura del
bosque, y decidí dedicar las horas siguientes a reflexionar sobre mi situación.
Los rayos de sol y el aire puro del día me devolvieron en parte la calma; y
cuando consideré lo que había ocurrido en la granja, no pude evitar creer que
me había precipitado un tanto en mis conclusiones. Desde luego, había
actuado imprudentemente. Era evidente que mi conversación había
emocionado al padre y que me había comportado como un necio al mostrar mi
figura y aterrorizar a sus hijos. Debería haber familiarizado al viejo De Lacey
conmigo y, poco a poco, haberme ido mostrando al resto de la familia cuando
hubieran estado preparados para soportar mi presencia. Pero no pensé que mis
errores fueran irreparables; y, después de pensarlo mucho, decidí regresar a la
casa, buscar al anciano y, con mis ruegos y súplicas, ganarlo para mi causa.
Aquellos pensamientos me tranquilizaron y, por la tarde, me sumí en un
profundo sueño; pero la fiebre de mi sangre no me permitió gozar de un
descanso apacible. La horrible escena del día anterior constantemente pasaba
ante mis ojos: las mujeres huían y el furioso Felix me arrancaba de los pies de
su padre. Me desperté exhausto; y descubriendo que ya era de noche, me
arrastré fuera de mi escondrijo y fui a buscar comida.

CAPÍTULO 8

Cuando aplaqué mi hambre, dirigí mis pasos hacia el camino bien


conocido que conducía a la granja. Todo estaba en paz. Me arrastré hasta mi
cobertizo y permanecí allí, en silenciosa espera, hasta la hora en que la familia
solía levantarse. La hora pasó, y el sol ya estaba muy alto en el cielo, pero los
granjeros no aparecían. Temblé violentamente, sospechando alguna horrible
desgracia. El interior de la casa estaba oscuro y no se oía movimiento alguno.
No puedo describir la angustia que sentí en aquellos momentos.
Entonces, dos campesinos pasaron por allí; pero, deteniéndose cerca de la
casa, comenzaron a hablar, gesticulando mucho. No entendí lo que dijeron,
porque su lengua era distinta a la de mis protectores. De todos modos, poco
después, Felix apareció con otro hombre. Me sorprendió, porque yo sabía que
él no había salido de la casa aquella mañana, y esperé con inquietud para
descubrir, por sus palabras, el significado de aquellos extraños sucesos.
—¿Se da cuenta usted de que va a pagar tres meses de renta —le dijo el
hombre que iba con él— y que perderá lo que dé el huerto? No quiero
aprovecharme injustamente de usted, así que le ruego que se tome algunos
días para pensar bien su decisión…
—Es completamente inútil —contestó Felix—, no podremos volver jamás
a esta casa. La vida de mi padre está en gravísimo peligro debido a la
horrorosa circunstancia que le he contado. Mi mujer y mi hermana nunca
olvidarán ese espanto. Le ruego que no insista. Aquí tiene usted su propiedad,
y permita que me vaya inmediatamente de este lugar.
Felix temblaba horrorosamente mientras decía aquello. Él y su
acompañante entraron en la casa, en la cual permanecieron algunos minutos, y
luego se despidieron. Nunca volví a ver a nadie de la familia De Lacey.
Permanecí en mi cobertizo durante el resto del día, en un estado de
inconcebible y estúpida desesperación. Mis protectores se habían ido y habían
roto el único lazo que me unía al mundo. Por primera vez, los sentimientos de
venganza y odio embargaron mi pecho, y no me esforcé en controlarlos; al
contrario, dejándome arrastrar por la corriente, dejé que mi pensamiento se
inclinara hacia la violencia y la muerte. Cuando pensaba en mis amigos… en
la amable voz de De Lacey, en los encantadores ojos de Agatha, y en la
exquisita belleza de la árabe, aquellos pensamientos se desvanecían, y las
copiosas lágrimas me calmaban un tanto. Pero, de nuevo, cuando pensaba que
me habían rechazado y abandonado, regresaba la furia; y como no podía
golpear a ningún ser humano, volvía mi ira contra cualquier objeto inanimado.
Cuando se hizo de noche, coloqué mucha leña alrededor de la casa; y, después
de haber destruido todos los frutos del huerto, esperé con obligada paciencia
hasta que la luna se escondió para comenzar el trabajo. Con la noche
adelantada, se levantó un fuerte viento desde el bosque y rápidamente dispersó
las nubes que habían cubierto los cielos… Aquel vendaval se hizo más y más
violento hasta convertirse en un poderoso huracán y produjo una especie de
locura en mi ánimo que rompió todas las ataduras con la razón y la reflexión.
Encendí una rama seca de un árbol y dancé con furia alrededor de aquella casa
adorada, con los ojos aún clavados en el horizonte de occidente, el lugar por
donde la luna iba a ponerse. Parte de su esfera finalmente se ocultó, y yo agité
mi rama ardiendo; desapareció la luna, y con un alarido, prendí la paja y el
heno seco que había colocado. El viento inflamó el fuego, y la casa
inmediatamente quedó envuelta en llamas que la abrazaban y la lamían con
sus afiladas y destructivas lenguas. En cuanto estuve seguro de que nada
podría salvar ni la más mínima parte de aquella construcción, abandoné el
lugar y busqué refugio en el bosque.
Y ahora, con el mundo ante mí, ¿hacia dónde encaminaría mis pasos?
Decidí huir lejos del escenario de mis desgracias. Pero para mí, odiado y
despreciado, todos los países iban a ser igual de espantosos. Al final, un
pensamiento cruzó mi mente: vos. Por vuestros papeles supe que vos habíais
sido mi creador; ¿y a quién podría recurrir con más justicia, sino a quien me
había dado la vida? Entre las lecciones que Felix le había enseñado a Safie, no
había faltado la geografía. Por eso sabía cómo se encontraban dispuestos los
diferentes países del mundo. Vos habíais mencionado Ginebra, el nombre de
vuestra ciudad natal, y hacia ese lugar decidí encaminarme.
Pero… ¿cómo iba a orientarme? Yo sabía que debía viajar en dirección
suroeste para alcanzar mi destino, pero el sol era mi único guía. No conocía
los nombres de las ciudades por las que tendría que pasar, ni podía pedir
información a ningún ser humano. Pero no desesperé. De vos solo podía
esperar auxilio, aunque hacia vos no tuviera otro sentimiento que odio.
¡Creador insensible y despiadado…! Me otorgasteis sensaciones y pasiones, y
luego me arrojasteis al mundo para desprecio y horror de la humanidad. Pero
solo a vos podía dirigir mis súplicas, y solo en vos decidí buscar la justicia que
en vano intenté encontrar en cualquier otro ser de apariencia humana.
Mis viajes fueron penosos, y los sufrimientos que tuve que soportar,
amargos. Ya estaba muy adelantado el otoño cuando abandoné la región en la
que durante tanto tiempo había vivido. Viajaba solo por la noche, temeroso de
encontrarme con algún rostro humano. La naturaleza se marchitó a mi
alrededor y el sol ya no calentaba; la lluvia y la nieve me atormentaban
continuamente, y no encontraba refugio alguno… ¡Oh, Tierra! ¡Cuán a
menudo maldije a quien me dio el ser! La bondad de mi naturaleza había
desaparecido, y todo en mi interior se tornó rencor y amargura. Cuanto más
me acercaba al lugar donde vos vivíais, más profundamente sentía que el
espíritu de la venganza se había convertido en dueño de mi corazón. La nieve
cayó a mi alrededor, y las aguas se endurecieron, pero yo no descansé.
Algunas señales, aquí y allá, me guiaron en la buena dirección, pero a menudo
me desviaba mucho del buen camino. La agonía de mi dolor no me daba
descanso. Y nada ocurría de lo que mi rabia y mi desgracia no pudieran extraer
su alimento. Pero una circunstancia que aconteció cuando llegué a los confines
de Suiza, cuando el sol ya había recuperado parte de su calor y la tierra de
nuevo comenzaba a mostrarse verde, confirmó de un modo particular la
amargura y el horror de mis sentimientos.
Generalmente descansaba durante el día y viajaba solo por la noche,
cuando estaba seguro de hallarme lejos del alcance de los hombres. Sin
embargo, una mañana, descubriendo que mi camino discurría por un bosque
profundo, me aventuré a continuar mi viaje después de que ya hubiera
amanecido. El día, que era uno de los primeros de la primavera, incluso
consiguió animarme con la belleza de los rayos del sol y la dulzura de la brisa.
Sentí que revivían en mí emociones de bondad y placer que parecían haber
muerto; casi sorprendido por aquellas nuevas emociones, me dejé arrastrar por
ellas y, olvidando mi soledad y mi deformidad, me atreví a sentirme feliz.
Lágrimas de bondad de nuevo abrasaron mis mejillas, e incluso elevé con
agradecimiento mis ojos humedecidos hacia el maravilloso sol que derramaba
aquella alegría sobre mí.
Continué serpenteando por los caminos del bosque hasta que llegué al
final, donde lo bordeaba un río profundo y rápido, en el cual muchos árboles
dejaban caer sus ramas, ahora llenas de brotes de la reciente primavera. Allí
me detuve, sin saber exactamente qué camino seguir, cuando oí voces que me
obligaron a esconderme bajo la sombra de los cipreses. Apenas estaba oculto
cuando una niña vino corriendo hasta el lugar donde estaba escondido, riendo
y jugando como si huyera para escapar de alguien. Continuó su carrera junto al
borde cortado del río, cuando de repente su pie resbaló, y cayó en los rápidos.
Salí inmediatamente de mi escondrijo y, con un inmenso esfuerzo contra la
corriente del río, la salvé y la arrastré de nuevo a la orilla. Estaba sin sentido; e
intenté por todos los medios y con todas mis fuerzas reanimarla, cuando de
repente me vi sorprendido por la llegada de un campesino, que probablemente
era la persona de quien la niña huía jugando. Al verme, se abalanzó sobre mí,
arrebatándome a la niña de los brazos, y huyendo hacia lo más profundo del
bosque. Lo seguí rápidamente, apenas sé por qué; pero cuando el hombre vio
que lo seguía de cerca, me apuntó con un arma que llevaba y disparó. Me
desplomé en la tierra y él, aún más deprisa, se internó en el bosque.
Aquella fue la recompensa a mi bondad. Había salvado a un ser humano de
la muerte y, como recompensa, ahora me retorcía entre horribles dolores por
un disparo que me había destrozado la carne y el hueso. Los sentimientos de
bondad y amabilidad que había albergado solo unos instantes antes dieron
lugar a una furia infernal y al rechinar de dientes… inflamado por el dolor,
juré odio eterno y venganza a toda la humanidad. Pero el dolor que me
causaba la herida me venció, mi pulso se detuvo y me desmayé.
Durante algunas semanas llevé una vida miserable en aquellos bosques,
intentando curarme la herida que había recibido. La bala me había perforado el
hombro, y yo no sabía si aún permanecía allí o lo había traspasado; en
cualquier caso, no tenía medios para sacarla. Mis sufrimientos aumentaron
también por el opresivo sentimiento de injusticia e ingratitud que aquellos
dolores suponían. Mis juramentos diarios clamaban venganza… una venganza
absoluta y mortal, porque solo así podría compensar los ultrajes y el dolor que
había sufrido.
Después de algunas semanas, mi herida curó, y continué mi viaje. Ni el
brillo del sol ni las suaves brisas de la primavera pudieron aliviar ya los
trabajos que tuve que soportar; toda alegría no era sino una burla para mí, que
insultaba mi estado de desolación, y me hacía sentir más dolorosamente que
yo no estaba hecho para la felicidad. Pero mis sufrimientos ya se acercaban a
su conclusión, y dos meses después llegué a los alrededores de Ginebra.
Era casi de noche cuando llegué a las afueras de la ciudad, y me aparté a
un lugar escondido en los campos que la rodean, para pensar en el modo de
dirigirme a vos. Me encontraba abatido por el cansancio y el hambre, y me
sentía demasiado desgraciado para disfrutar de las dulces brisas del atardecer o
las vistas del sol poniéndose tras las imponentes montañas del Jura. En aquel
momento, me alivió un ligero sueño, el cual fue perturbado por la aparición de
un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo corriendo con la juguetona
alegría de la infancia. De repente, cuando lo miré, una idea se apoderó de
mí… que aquella pequeña criatura seguramente no tendría prejuicios y que
había vivido muy poco tiempo como para haberse imbuido del horror hacia la
deformidad. Así pues, si pudiera hacerme con él y educarlo como mi
compañero y amigo, no me encontraría tan solo en este mundo lleno de gente.
Apremiado por aquel impulso, agarré al muchacho cuando pasó y lo atraje
hacia mí. En cuanto vio mi figura, puso las manos delante de los ojos y
profirió un agudo chillido. Le aparté las manos de la cara por la fuerza y le
dije:
—Muchacho, ¿qué haces…? No pretendo hacerte daño; escúchame…
Él luchaba ferozmente.
—¡Déjame! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Monstruo horrible! ¡Quieres
devorarme y destrozarme en mil pedazos…! ¡Eres un ogro! ¡Déjame, o
llamaré a mi papá…!
—Chico… —le dije—, jamás volverás a ver a tu padre… Vas a venir
conmigo.
Estalló en gritos furiosos:
—¡Monstruo espantoso…! ¡Déjame, déjame! Mi papá es magistrado… Es
el señor Frankenstein… ¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme…!
—¡Frankenstein! —exclamé—. Entonces perteneces a mi enemigo, a aquel
por quien he jurado venganza eterna… y tú serás mi primera víctima.
El muchacho aún porfiaba y me insultaba con gritos que solo conseguían
llevar la desesperación a mi corazón. Lo cogí por la garganta para intentar que
se callara, y un instante después yacía muerto a mis pies.
Observé a mi víctima, y una alegría y un triunfo infernal embargaron mi
corazón… y mientras aplaudía, exclamé:
—Yo también puedo sembrar la desolación. Mi enemigo no es
invulnerable; esta muerte lo hundirá en la desesperación, y miles y miles de
desgracias lo atormentarán y lo destruirán.
Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que brillaba en su pecho.
Lo cogí. Era el retrato de una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel
retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante unos breves instantes observé
con deleite sus ojos oscuros y profundos, y sus adorables labios, pero de
inmediato volvió a invadirme la ira: recordé que me habían privado para
siempre de los placeres que criaturas como aquella podrían proporcionarme; y
que aquella cuyo rostro contemplaba, si me mirara, habría cambiado aquel aire
de divina bondad por un gesto de horror y repugnancia.
¿Acaso os sorprende que semejantes pensamientos me volvieran loco de
rabia? Yo solo me maravillo de que en aquel momento, en vez de dar al viento
mis emociones mediante inútiles exclamaciones y dolor, no me precipitara
contra la humanidad y pereciera en mi deseo de destruirla. Mientras me sentía
embargado por aquellos sentimientos, abandoné el lugar en el que había
cometido el asesinato y busqué un escondrijo más apartado. En aquel
momento vi a una mujer que pasaba cerca… Era joven, ciertamente no tan
hermosa como la del retrato que yo tenía, pero de agradable aspecto y en la
encantadora flor de la juventud y de la salud. Y pensé que allí iba una de
aquellas sonrisas que se entregan a todo el mundo, excepto a mí. «No escapará
a mi venganza; gracias a las lecciones de Felix y a las sanguinarias leyes de
los hombres, he aprendido cómo hacer el mal.» Me acerqué a ella sin ser
notado y coloqué el retrato a buen recaudo en uno de los bolsillos de su
vestido.
Durante algunos días estuve merodeando por el lugar en el que se habían
desarrollado aquellos acontecimientos, a veces deseando poder veros, y a
veces decidido a abandonar el mundo y sus miserias para siempre. Al final me
dirigí hacia estas montañas y he recorrido todas esas grutas inmensas,
consumido por una ardiente pasión que solo vos podéis calmar. Y no podemos
despedirnos hasta que me hayáis prometido cumplir con mis peticiones. Estoy
solo y soy muy desgraciado. Nadie querrá estar conmigo, pero una mujer tan
deforme y horrible como yo no me rechazaría. Ese es el ser que debéis crear
para mí.

CAPÍTULO 9

La criatura terminó de hablar y clavó su mirada en mí, esperando una


respuesta. Pero yo estaba desconcertado y perplejo, y era incapaz de ordenar
mis ideas lo suficiente como para comprender el significado de su propuesta.
Él añadió:
—Debéis crear una compañera para mí, una mujer con la que pueda vivir,
que me comprenda y a la que yo pueda comprender, para poder existir. Solo
vos podéis hacerlo, y lo exijo como un derecho que no debéis negarme.
Cuando dijo aquello, no pude contener la ira que ardía en mi interior.
—¡Pues claro que me niego! —contesté—, y por nada del mundo
conseguirás que acceda a ello. Puedes convertirme en el hombre más
desgraciado de la Tierra, pero no conseguirás que me rebaje y me convierta en
un ser despreciable ante mí mismo. ¿Es que debo crear otro ser como tú, para
que vuestra maldita alianza destruya el mundo? ¡Apártate de mí! Ya te he
contestado. Puedes matarme, pero no lo haré.
—Estáis equivocado —replicó—; y, en vez de amenazaros, estoy dispuesto
a razonar con vos. Soy malvado porque soy desgraciado. ¿O no me desprecia
y me odia toda la humanidad? Vos, mi creador, me destrozaríais en mil
pedazos y os preciaríais de semejante triunfo. Recordad eso… y decidme por
qué debería apiadarme de un hombre que no tiene piedad de mí. Si me
arrojaseis a una de esas grietas de hielo y destruyerais mi cuerpo, obra de
vuestras propias manos, ni siquiera lo llamaríais asesinato. ¿Debo respetar a
un hombre que me condena? Mejor será que convivamos y colaboremos
amablemente, y, en vez de daños, derramaría sobre vos todos los beneficios
imaginables, con lágrimas de gratitud. Pero eso no puede ser; las emociones
humanas son barreras infranqueables para nuestra alianza. Pero no me
someteré como un esclavo abyecto. Vengaré mis sufrimientos; si no puedo
inspirar amor, causaré terror; y principalmente a vos, mi enemigo supremo,
porque sois mi creador, os he jurado odio eterno. Me esforzaré en destruiros, y
no daré por terminada mi tarea hasta que arrase vuestro corazón y maldigáis la
hora de vuestro nacimiento.
Una ira diabólica animó su rostro cuando dijo aquello; su cara se contraía
en muecas demasiado horribles para que un ser humano pudiera tolerarlas;
pero inmediatamente se calmó y continuó.
—Intentaba razonar… Esta obsesión me perjudica, porque no comprendéis
que solo vos sois la única causa de su fuego. Si alguien fuera capaz de ser
bondadoso conmigo, yo devolvería entonces esa bondad doblada cien y cien
veces; solo por una criatura así, sería capaz de hacer las paces con toda la
humanidad. Pero ahora estoy fantaseando con sueños que nunca podrán
cumplirse. Lo que os pido es razonable y justo. Solo exijo una criatura de otro
sexo, pero tan espantosa como yo. Es un consuelo pequeño, pero eso es todo
lo que puedo recibir, y será suficiente para mí. Es verdad que seremos
monstruos y que estaremos apartados del mundo, pero precisamente por eso
nos sentiremos más unidos el uno con el otro. No seremos felices, pero no
haremos mal a nadie y no sufriremos la desdicha que ahora siento yo. ¡Oh…
mi creador! Hacedme feliz; permitidme que sienta gratitud hacia vos por ese
único acto de bondad para conmigo. Permitidme comprobar que soy capaz de
inspirar la comprensión de otra criatura. No me neguéis esta petición.
Me sentí conmovido. Temblaba cuando pensaba en las posibles
consecuencias de aceptar, pero creí que había una parte de justicia en su
argumentación. Su relato y los sentimientos que ahora expresaba demostraban
que era una criatura de emociones delicadas; y yo, como su hacedor, ¿no debía
proporcionarle toda la felicidad que estuviera en mi mano concederle? Él
percibió el cambio en mis sentimientos y continuó.
—Si consentís, ni vos ni ninguna criatura humana nos volverá a ver jamás.
Me iré a las vastas selvas de América. Mi alimento no es como el de los
hombres; yo no mato a un cordero ni a un cabrito para saciar mi apetito. Las
bellotas y las bayas me proporcionan suficiente alimentación. Mi compañera
será de la misma naturaleza que yo y se contentará con lo mismo. Haremos
nuestro lecho con hojas secas; el sol nos iluminará como a todos los hombres y
madurará nuestros alimentos. Estáis emocionado. El cuadro que os presento es
amable y humano, y debéis sentir que solo os podríais negar haciendo uso de
una tiranía y una crueldad caprichosas. Aunque habéis sido despiadado
conmigo, veo compasión en vuestros ojos. Permitidme que aproveche este
momento favorable y os persuada para que me prometáis lo que tan
ardientemente deseo.
—Has prometido que os apartaréis de los lugares donde habitan los
hombres —contesté— e iréis a vivir a las selvas desiertas donde las bestias del
monte serán vuestra única compañía. ¿Cómo vas a poder mantener esa
promesa de exilio, tú, que ansias tanto el cariño y la comprensión del hombre?
Volverías, y buscarías su comprensión, y volverías a encontrarte con su
desprecio; tus malvadas pasiones se reavivarían, y entonces contarías con una
compañera que te ayudaría a cumplir tus deseos de destrucción. Apártate… No
puedo aceptar.
El monstruo contestó con vehemencia:
—¡Qué inconstantes son vuestros sentimientos…! Solo hace un momento
parecíais conmovido por mis súplicas: ¿por qué volvéis a endureceros ante mis
quejas? Os juro, por la tierra que piso, y por vos, que me habéis creado, que
con la compañera que me concedáis me alejaré de la presencia de los hombres
y viviré, si es necesario, en los lugares más salvajes. Mis malas pasiones
desaparecerán, porque habré encontrado la comprensión. Mi vida transcurrirá
apaciblemente, alejada de todo, y en el momento de morir no maldeciré a mi
hacedor.
Sus palabras tuvieron un extraño efecto en mí. Me compadecí de él y, por
un momento, sentí el impulso de consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando
veía aquella masa inmunda que se movía y hablaba, mi corazón enfermaba y
mis sentimientos se transformaban en horror y odio. Intenté sofocar esas
emociones. Pensaba que, aunque no pudiera apreciarlo en absoluto, no tenía
derecho a negarle la pequeña porción de felicidad que estaba en mi mano
poder proporcionarle.
—Juras no hacer daño a nadie —dije—, pero ¿no has demostrado ya tu
implacable maldad? ¿No debería desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa
para engrandecer tu victoria? ¿No estaré proporcionándote más ocasiones para
tu venganza?
—¿Cómo…? —exclamó—. Pensaba que os habíais compadecido de mí y,
sin embargo, aún os negáis a concederme el único bien que aplacaría mi
corazón y me convertiría en un ser inofensivo. Si no tengo relaciones ni
afectos, me entregaré al odio y a la maldad. El amor de otro ser destruirá la
razón de mis crímenes y me convertiré en algo de cuya existencia nadie sabrá.
Mis maldades son hijas de una soledad forzada que aborrezco, y mis virtudes
florecerán necesariamente cuando reciba la comprensión de un igual. Sentiría
el afecto de un ser vivo y me convertiría en un eslabón en la cadena del ser y
de los acontecimientos de los que ahora estoy excluido.
Me detuve algún tiempo a reflexionar en todo lo que había dicho y a
meditar los argumentos que había empleado. Pensé en las prometedoras
virtudes que había mostrado al principio de su existencia; y en la subsiguiente
ruina de todos aquellos amables sentimientos, por culpa del desprecio y el
espanto que sus protectores habían manifestado hacia él. En mis cálculos no
olvidé ni su fuerza ni sus amenazas: una criatura que podía vivir en las grutas
de hielo de los glaciares y podía ocultarse de sus perseguidores en las aristas
de precipicios inaccesibles era un ser que poseía facultades a las que era
imposible hacer frente. Después de una larga pausa para meditar, concluí que
la justicia debida tanto a él como a mis semejantes me obligaba a acceder a sus
peticiones. Así pues, volviéndome hacia él, le dije:
—Accedo a tu petición, con la siguiente condición: que me prometas
solemnemente que abandonarás Europa, y cualquier otro lugar donde haya
seres humanos, tan pronto como ponga en tus manos la hembra que te
acompañará en tu exilio.
—¡Lo juro —gritó—, por el sol y por los cielos azules del Paraíso, que
mientras existan jamás volveréis a verme! Marchad, entonces, a vuestra casa y
comenzad los trabajos. Observaré vuestros avances con incontenible ansiedad,
y, descuidad, que cuando todo esté preparado, yo apareceré.
Y diciendo aquello, rápidamente se alejó de mí, temeroso quizá de que
cambiara de opinión. Le vi descender la montaña más veloz que el vuelo del
águila y rápidamente lo perdí de vista entre las ondulaciones del mar de hielo.
Su relato había durado todo el día, y el sol ya estaba sobre la línea del
horizonte cuando él partió. Yo sabía que debía comenzar a descender
inmediatamente hacia el valle, pues muy pronto me vería envuelto en una
completa oscuridad. Pero mi corazón estaba apesadumbrado, y avanzaba con
pasos lentos. El esfuerzo de ir serpenteando por los pequeños senderos, y
fijando mis pies firmemente mientras avanzaba, me agotaba, absorto como
estaba en las emociones que los acontecimientos de aquel día habían
despertado en mí. Ya era muy de noche cuando llegué a un lugar de descanso
que hay a mitad de camino y me senté junto a la fuente. Las estrellas brillaban
de tanto en tanto, a medida que las nubes pasaban por delante de ellas. Los
pinos oscuros se elevaban frente a mí, y por todas partes, aquí y allá, los
árboles quebrados yacían en tierra; era un paisaje de maravillosa solemnidad
que encendió extraños pensamientos en mi interior. Lloré amargamente y,
retorciéndome las manos de dolor, exclamé:
—¡Oh, estrellas, y nubes, y viento… todos os burláis de mí! ¡Si realmente
tenéis piedad de mí, aplastadme y destruidme! ¡Y si no, alejaos; alejaos y
dejadme en la oscuridad!
Eran pensamientos enloquecidos y desesperados, pero no puedo describir
hasta qué punto el eterno centellear de las estrellas me abrumaba, y cómo
esperaba cada ráfaga de viento como si fuera un espantoso y turbio viento del
sur dispuesto a consumirme.
Ya había amanecido cuando llegué a la aldea de Chamonix; pero mi
aspecto, macilento y extraño, apenas pudo calmar los temores de mi familia,
que había estado angustiada toda la noche, esperando mi regreso.
Al día siguiente regresamos a Ginebra. La intención de mi padre con aquel
viaje había sido distraer mi mente y restaurar mi tranquilidad perdida. Pero la
medicina había resultado fatal; e, incapaz de comprender aquella tristeza
excesiva que yo parecía estar sufriendo, se apresuró a regresar a casa,
esperando que la tranquilidad y la calma de la vida familiar aliviara poco a
poco mis sufrimientos, cualquiera que fuera su causa.
Por mi parte, apenas participé en todos sus preparativos, y el amable cariño
de mi amada Elizabeth no servía para arrancarme de las profundidades de mi
desesperación. La promesa que le había hecho a aquel demonio pesaba en mi
espíritu como las capas de hierro que llevaban los infernales hipócritas de
Dante. Todos los placeres de la tierra y del cielo pasaban ante mí como en un
sueño, y solo aquel único pensamiento poseía la capacidad para mostrarse
como la verdadera realidad de la vida. ¿Es que alguien puede admirarse de que
en ocasiones sufriera una especie de locura, o de que viera en torno a mí una
multitud de espantosas bestias infligiéndome incesantes heridas que a menudo
me hacían proferir gritos y amargos lamentos?
Sin embargo, poco a poco, aquellos sentimientos se calmaron. Volví a
adentrarme en la vida cotidiana, si no con interés, al menos con un tanto de
tranquilidad.

CAPÍTULO 10

Día tras día, semana tras semana fueron transcurriendo tras mi regreso a
Ginebra, y no reuní el valor suficiente para comenzar el trabajo. Temía la
venganza del demonio si lo defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer mi
repugnancia a emprender la tarea. También descubrí que era incapaz de
componer una mujer sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y
laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo inglés había hecho algunos
descubrimientos, cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y en
ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre para visitar Inglaterra con esa
intención; pero me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo y no me decidí a
interrumpir mi tranquilidad recuperada. Mi salud, que hasta entonces se había
resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo impedía el recuerdo de mi
desgraciada promesa, me encontraba bastante animado. Mi padre observó
aquel cambio con placer y constantemente buscaba el mejor método para
erradicar los restos de la melancolía que de vez en cuando regresaba y me
atacaba con su feroz oscuridad, ensombreciendo el anhelado amanecer. En
aquellos momentos me refugiaba en la más absoluta soledad: pasaba días
enteros en el lago, solo, en un pequeño bote, mirando las nubes y escuchando
el murmullo de las olas, en silencio y en completa indiferencia. Pero el aire
fresco y el sol brillante con mucha frecuencia conseguían devolverme en
alguna medida la compostura; y cuando regresaba, respondía a los saludos de
mis amigos con una sonrisa más dispuesta y un espíritu más afectuoso.
Fue después de volver de una de esas excursiones cuando mi padre,
llamándome aparte, se dirigió a mí del siguiente modo:
—Mi querido hijo, me alegra mucho comprobar que has vuelto a tus
antiguos placeres y parece que vuelves a ser tú mismo. Y, sin embargo, aún
estás triste y rehúyes nuestra compañía. Durante un tiempo he estado
completamente perdido al respecto y no podía ni siquiera imaginar cuál podría
ser la causa de esto; pero ayer se me ocurrió una idea, y si está bien fundada,
te ruego que me la confirmes. En este punto, la discreción no solo sería
completamente inútil, sino que contribuiría a triplicar nuestras tribulaciones.
Temblé visiblemente cuando terminó aquella introducción, y mi padre
continuó:
—Te confieso, hijo mío, que siempre he considerado el matrimonio con tu
prima como el fundamento de nuestra felicidad familiar y el báculo de mi
ancianidad. Os conocéis desde que erais muy niños; estudiabais juntos y
parecía, por vuestros caracteres y gustos, que estabais hechos el uno para el
otro. Pero los hombres a veces estamos tan ciegos… y lo que yo creía que
podía ser lo mejor para encauzar mi plan puede haberlo arruinado por
completo; tal vez solo la mires como a una hermana, sin que haya en ti ningún
deseo de convertirla en tu esposa. Es más, seguro que has encontrado a otra de
la que estás enamorado; y, considerando que has comprometido tu honor en el
futuro matrimonio con tu prima, ese sentimiento puede causar el punzante
dolor que pareces sentir.
—Querido padre, tranquilízate. Quiero a mi prima de todo corazón y
sinceramente. No he conocido a ninguna mujer que me inspirara, como
Elizabeth, la admiración y el cariño más profundo. Mis esperanzas y mis
perspectivas de futuro se basan enteramente en la expectativa de nuestra
unión.
—Mi querido Victor, la confirmación de tus sentimientos en este asunto
me produce una alegría mayor que la que me haya podido proporcionar
cualquier otra cosa desde hace mucho tiempo. Si es eso lo que sientes,
seremos felices con toda seguridad, por mucho que las circunstancias actuales
puedan arrojar alguna tristeza sobre nosotros. Pero es esa tristeza que se ha
apoderado con tanta fuerza de tu espíritu la que querría desterrar. Dime, pues,
si tienes alguna objeción a una inmediata celebración formal de vuestro
matrimonio. Hemos sido muy desdichados, y los recientes acontecimientos
nos han arrebatado esa tranquilidad familiar que mis años y mis achaques
precisan. Eres joven; sin embargo, disponiendo de una notable fortuna, no creo
que un matrimonio temprano pueda interferir en cualquier proyecto futuro que
hayas planeado, sea en la universidad o en la administración pública. En
cualquier caso, no creas que deseo imponerte la felicidad, o que un retraso por
tu parte me causaría ninguna inquietud seria. Interpreta mis palabras con
sencillez y respóndeme, te lo ruego, con confianza y sinceridad.
Escuché a mi padre en silencio y durante unos momentos permanecí sin
dar contestación alguna. Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de
pensamientos e intenté llegar a una conclusión. ¡Dios mío…! La idea de una
boda inmediata con mi prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba
comprometido por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no
me atrevía a romper; y si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos
podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia! ¿Acaso podía celebrar un
banquete con aquel peso mortal colgando de mi cuello y arrastrándome por el
suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo así conseguiría que el monstruo se
fuera con su compañera antes de que yo pudiera permitirme disfrutar de un
matrimonio en el cual tenía depositadas todas mis esperanzas de paz. Recordé
también la necesidad perentoria en que me hallaba, bien de viajar a Inglaterra,
bien de entablar una larga correspondencia con los filósofos de ese país, cuyos
conocimientos y descubrimientos me resultaban indispensables en semejante
empresa. Esta última forma de conseguir la información precisa era lenta y
enojosa; además, cualquier cambio me sentaría bien, y estaba encantado con la
idea de pasar uno o dos años en otro lugar y con otras ocupaciones, lejos de mi
familia; durante ese período de tiempo podría ocurrir algo que me devolviera
la paz y la felicidad. Podría cumplir mi promesa y el monstruo podría partir; o
tal vez podría acontecer algún accidente que acabara con él y pusiera fin a mi
esclavitud para siempre. Aquellos sentimientos dictaron la respuesta que le di
a mi padre. Expresé mi deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las
verdaderas razones de aquella petición, disfracé mis intenciones con la
máscara de un supuesto deseo de viajar y ver mundo antes de instalarme para
siempre entre los muros de mi ciudad natal.
Presenté mi ruego con toda formalidad, y mi padre muy pronto accedió a
mi petición… Creo que no ha habido un padre más indulgente o menos
tiránico en el mundo. Nuestro plan se dispuso de inmediato. Viajaría a
Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval, y luego bajaríamos juntos por el
Rin. Pasaríamos algún tiempo, poco, en las ciudades de Holanda, y la mayor
parte de nuestro periplo lo pasaríamos en Inglaterra. Regresaríamos por
Francia. Se acordó que este viaje duraría dos años.
Mi padre se contentó con la idea de que me casaría con Elizabeth
inmediatamente después de mi regreso a Ginebra.
—Estos dos años —dijo— pasarán rápidamente, y será el único retraso que
se oponga a tu felicidad. Y, en realidad, deseo fervientemente que llegue el
tiempo en que todos estemos juntos y que ni las esperanzas ni los temores
consigan alterar nuestra tranquilidad familiar.
—Estoy de acuerdo —contesté—. Para entonces, Elizabeth y yo seremos
más maduros, y espero que más felices, de lo que somos en este momento.
Suspiré, pero mi padre amablemente evitó hacerme ninguna pregunta más
respecto a la razón de mi tristeza. Él esperaba que los paisajes nuevos y el
entretenimiento del viaje me devolvieran la tranquilidad.
Luego hice los preparativos para el viaje, pero se apoderó de mí un
sentimiento que me llenó de temor y angustia. Durante mi ausencia, debería
dejar a mis familiares solos, inconscientes de la existencia de un enemigo, y
desprotegidos ante sus ataques, pues tal vez se enfurecería al ver que yo me
iba. Pero había prometido seguirme allá donde quisiera que yo fuera: ¿no
vendría tras de mí a Inglaterra? Esa suposición era desde luego aterradora,
pero tranquilizadora en tanto en cuanto significaba que mi familia estaría
segura. Me amargaba la idea de que pudiera ocurrir lo contrario. Pero durante
todo el tiempo en el que fui esclavo de mi criatura, solo me dejé guiar por los
impulsos de cada instante; y mis sensaciones en aquel momento me
aseguraban con toda certeza que aquel demonio me seguiría y que mi familia
quedaría al margen del peligro de sus maquinaciones.
Fue muy a finales de agosto cuando partí de Ginebra, dispuesto a vivir dos
años en el extranjero. Elizabeth aceptó las razones de mi viaje, y solo
lamentaba que ella no tuviera las mismas oportunidades para ampliar sus
conocimientos y cultivar su inteligencia. De todos modos, lloró al despedirse y
me pidió que regresara feliz y tranquilo.
—Todos te necesitamos —dijo—; y si tú estás triste, ¿cuáles serán nuestros
sentimientos?
Me metí en el carruaje que iba a alejarme de allí, sin saber apenas adónde
me dirigía y sin importarme lo que sucedía a mi alrededor. Solo recuerdo, y
pensé en ello con la angustia más amarga, que ordené que empaquetaran mi
instrumental químico para llevármelo. Porque decidí cumplir mi promesa
mientras estuviera en el extranjero y regresar, si era posible, como un hombre
libre. Abrumado por todas aquellas visiones terribles, atravesé muchos
paisajes maravillosos y majestuosos, pero mis ojos estaban clavados en el
vacío y no veían nada; solo podía pensar en la finalidad de mi viaje y en el
trabajo que iba a ocuparme mientras durara. Después de algunos días en los
que estuve sumido en una indolente apatía, durante los cuales recorrí muchas
leguas, llegué a Estrasburgo, donde permanecí dos días esperando a Clerval.
Finalmente, vino; ¡Dios mío! ¡Qué enorme contraste había entre ambos! Él
siempre estaba atento a todo; disfrutaba cuando veía la belleza del sol al
atardecer, y aún se alegraba más cuando lo veía amanecer y comenzaba un
nuevo día. Me señalaba los cambiantes colores del paisaje y las tonalidades
del cielo.
—¡Esto sí que es vivir! —exclamaba—. ¡Me encanta vivir! Pero tú… mi
querido Frankenstein, ¿por qué estás triste y apenado?
En efecto, estaba muy ocupado en mis sombríos pensamientos, y ni veía la
aparición de la estrella vespertina ni los dorados amaneceres reflejados en el
Rin; y usted, amigo mío, seguramente se divertiría mucho más con el diario de
Clerval, que observaba el paisaje con mirada sentimental y gozosa, que
escuchando mis reflexiones… yo, un pobre desgraciado atrapado en una
maldición que me cerraba todos los caminos de la alegría.
Habíamos acordado bajar el Rin en barco, desde Estrasburgo a Rotterdam,
donde podríamos coger un navío hacia Londres. Durante aquel viaje pasamos
junto a pequeñas islas y visitamos algunas hermosas ciudades. Pasamos un día
en Mannheim y, cinco días después de nuestra partida de Estrasburgo,
llegamos a Maguncia. El curso del Rin, a partir de Maguncia, es mucho más
pintoresco. El río desciende rápidamente y serpentea entre colinas, no muy
altas, pero escarpadas, y con hermosísimas formas. Vimos muchos castillos en
ruinas, asomándose al borde de altos e inaccesibles precipicios, rodeados por
bosques oscuros. Esta parte del Rin, en efecto, presenta un paisaje
singularmente variopinto. En cierto punto, uno puede observar colinas
escarpadas, castillos en ruinas asomándose a tremendos precipicios, con el
oscuro Rin precipitándose en el fondo… Y de repente, a la vuelta de un
promontorio, florecen los viñedos y surgen populosas ciudades, y los
meandros de un río con suaves riberas verdes se hacen dueños del paisaje.
Viajábamos en la época de la vendimia y oímos las canciones de los
trabajadores mientras avanzábamos río abajo. Incluso yo, con el espíritu
abatido y el ánimo continuamente perturbado por sentimientos sombríos,
incluso yo pude disfrutar de aquello. Me tumbaba en la barcaza, y, mientras,
miraba el cielo azul sin nubes, y me embriagaba con una paz que durante
mucho tiempo me había sido esquiva. Y si aquellas eran mis sensaciones,
¿cómo describir las de Henry? Parecía que se hubiera trasladado al país de las
hadas y gozaba de una felicidad que rara vez disfrutan los hombres.
—He visto los paisajes más hermosos de mi país —decía—. He estado en
los lagos de Lucerna y de Uri, donde las montañas nevadas se desploman casi
verticalmente sobre el agua, proyectando sombras negras e impenetrables que
los hacen tétricos y lúgubres, si no fuera por los islotes verdes que tranquilizan
la vista con su alegre aspecto. He visto esos lagos agitados por la tempestad,
cuando el viento arranca remolinos de agua y advierte cómo debe de ser una
tromba marina en el océano abierto… y he visto romper las olas con furia en
la base de las montañas, donde el cura y su amante quedaron sepultados por
una avalancha y donde se dice que aún se escuchan sus voces moribundas en
medio de las ventiscas nocturnas. He visto las montañas de La Valais y del
Pays de Vaud, pero esta región, Victor, me gusta más que todas aquellas
maravillas. Las montañas de Suiza son majestuosas y extraordinarias, pero en
las orillas de este divino río hay encantos como no he visto jamás. Mira aquel
castillo colgado en aquel precipicio; y aquel otro también, en la isla, casi
oculto entre el follaje de aquellos encantadores árboles; y ahora, mira aquel
grupo de trabajadores que vuelven de sus viñedos; y aquella aldea, medio
escondida en la quebrada de la montaña… ¡Oh, seguramente el espíritu que
habita y protege este lugar tiene un alma más piadosa con los hombres que
aquellos que se esconden en los glaciares o viven en los inaccesibles picos de
las montañas de nuestra tierra!
Sonreí ante el entusiasmo de mi amigo y recordé con un suspiro aquella
época en la que mis ojos habrían brillado con alegría al contemplar los
paisajes que entonces veíamos. Pero el recuerdo de aquellos días era
demasiado doloroso; debía acallar cualquier pensamiento para disfrutar de un
poco de paz, y aquella idea ya era suficiente para emponzoñar cualquier
placer.
Desde Colonia bajamos a las llanuras de Holanda, y decidimos continuar
en diligencia el resto de nuestro camino, porque el viento era contrario y la
corriente del río era demasiado lenta como para arrastrar el barco. Ahora
llegábamos a un territorio muy distinto. La tierra era arenosa y las ruedas se
hundían frecuentemente en ella. Las ciudades en este país constituían la parte
más agradable del paisaje. Los holandeses son extremadamente ordenados,
pero a menudo nos sorprendía lo poco práctico que resultaba su orden.
Recuerdo que en cierto lugar había un molino de viento colocado de tal modo
que el postillón se vio obligado a llevar el carruaje por un extremo del camino
para evitar el giro de las aspas. El camino a menudo discurría entre dos
canales, donde no había espacio más que para que pasara un carruaje; y
cuando nos encontrábamos otro vehículo, lo cual ocurría con frecuencia, nos
veíamos obligados a ir hacia atrás durante casi una milla, hasta que
encontrábamos uno de los puentes levadizos que conducen a los sembrados,
donde bajábamos con el carruaje y esperábamos a que pasara el otro. También
empapan el lino en el barro de sus canales y lo cuelgan de los árboles, a lo
largo de los caminos, para secarlo. Y cuando hace mucho calor, no es fácil
soportar el hedor que desprende. Sin embargo, los caminos son magníficos y
los prados, maravillosos.
Desde Rotterdam navegamos hasta Inglaterra. Fue una mañana despejada
de los últimos días de septiembre cuando vi por primera vez los blancos
acantilados de Gran Bretaña. Las riberas del Támesis ofrecían un paisaje
nuevo; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades tenían una historia
curiosa. Vimos Tilbury Fort, y recordamos la Armada Española; Gravesend,
Woolwich, Greenwich… lugares de los que ya había oído hablar en mi país.
Al final vimos las numerosísimas agujas de Londres, con San Pablo
elevándose sobre todas las demás, y la Torre, famosa en la historia de
Inglaterra.

CAPÍTULO 11

Así pues, Londres era nuestro lugar de destino; decidimos permanecer


algunos meses en aquella ciudad famosa y maravillosa. Clerval deseaba
conocer a hombres de genio y talento que estaban en auge en aquellos años;
pero para mí aquella era una cuestión secundaria; yo estaba principalmente
preocupado por los medios con los que conseguir la información necesaria
para cumplir mi promesa, y rápidamente despaché algunas cartas de
presentación que llevaba conmigo, dirigidas a los más distinguidos filósofos
de la naturaleza. Si aquel viaje hubiera tenido lugar durante mis días de
estudio y felicidad, me habría proporcionado un indescriptible placer. Pero
sobre mi vida había caído una maldición, y solo visité a aquellas personas con
el fin de recabar la información que me pudieran ofrecer sobre el asunto en el
que estaba tan profundamente interesado. La relación con otras personas me
resultaba odiosa; cuando estaba solo, podía dejar volar mi imaginación hacia
donde más me complaciera; y la voz de Henry me tranquilizaba, y así podía
engañarme con una paz transitoria. Pero los rostros curiosos, amables y
alegres despertaban una negra desesperación en mi corazón. Veía un muro
infranqueable situado entre mis semejantes y yo; aquel muro se había
levantado con la sangre de William y Justine, y pensar en aquellos sucesos
llenaba mi alma de angustia. Pero en Clerval veía la imagen de lo que yo había
sido antaño; era curioso y estaba deseando adquirir nuevas experiencias y
conocimientos. Las diferencias en las costumbres que observaba eran para él
una fuente infinita de observación y entretenimiento. Siempre estaba ocupado,
y lo único que enturbiaba su felicidad era mi tristeza y mi semblante
apesadumbrado. Yo intentaba ocultarlo todo lo posible, puesto que no debía
arrebatarle los placeres naturales a una persona que, alejada de preocupaciones
o de recuerdos amargos, está adentrándose en los nuevos horizontes que le
ofrece la vida. A menudo me negaba a acompañarlo, alegando otros
compromisos, y así podía quedarme solo. Entonces comencé también a reunir
los materiales necesarios para mi nueva creación, y aquello fue para mí como
una tortura, como gotas de agua que continuamente caen sobre la cabeza. Cada
pensamiento que dedicaba a ello me causaba una inmensa angustia, y cada
palabra que decía al respecto hacía temblar mis labios y palpitar mi corazón.
Después de estar algunos meses en Londres, recibimos una carta de una
persona que vivía en Escocia, que nos había visitado antaño en Ginebra.
Mencionó las bellezas de su país natal y nos preguntó si aquello no tenía
encanto suficiente para inducirnos a prolongar nuestro viaje hacia el norte,
hasta Perth, donde vivía. Clerval, entusiasmado, deseaba aceptar aquella
invitación; y yo, aunque detestaba cualquier relación con otras personas,
deseaba volver a ver montañas y torrentes y todas las maravillosas obras que
la naturaleza dispone en sus rincones favoritos. Habíamos llegado a Inglaterra
a principios de octubre y ya estábamos en febrero; así que decidimos
emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes siguiente. En aquel
periplo no teníamos intención de ir por el camino real de Edimburgo, sino
visitar Windsor, Oxford, Matlock, y los lagos de Cumberland, de modo que
alcanzaríamos el punto final de este viaje hacia finales de julio. Empaqueté mi
instrumental químico y los materiales que había recabado, y decidí completar
los trabajos en algún rincón apartado, en el campo.
Partimos de Londres el 27 de marzo y permanecimos algunos días en
Windsor, donde paseamos por su precioso bosque. Para nosotros, hombres de
la montaña, aquel paisaje era completamente nuevo; para nosotros todo era
una novedad: los majestuosos robles, la abundancia de la caza, y las manadas
de encantadores ciervos. Desde allí nos trasladamos a Oxford. Nos encantó la
ciudad. Los edificios universitarios eran antiguos y pintorescos, las calles,
anchas, y el paisaje se ordenaba maravillosamente en torno al encantador Isis,
que se detiene en una amplia y plácida balsa de agua y luego corre hacia el sur
de la ciudad. Teníamos cartas de presentación para varios profesores, que nos
recibieron con gran amabilidad y cordialidad. Descubrimos que las costumbres
de esa universidad habían mejorado mucho desde los tiempos de Gibbon, pero
en la moda aún hay mucha intolerancia y una devoción por las normas
establecidas que constriñe la inteligencia de los estudiantes y conduce a la
esclavitud y a una gran estrechez de miras en la concepción de la vida. Aún se
cometen muchas barbaridades, y aunque puedan ser motivo de risa para un
extranjero, se observaban en el mundo universitario como cuestiones de la
mayor importancia. Algunos caballeros se empeñaban obstinadamente en
vestir pantalones claros cuando la norma de la universidad era vestir con ropa
oscura: los maestros estaban irritados, pero sus alumnos se mantenían firmes,
de tal modo que durante nuestra estancia dos estudiantes estuvieron a punto de
ser expulsados por esta precisa cuestión. Aquella severa amenaza obligó a un
notable cambio en el vestuario de los caballeros durante algunos días.
Así pues, para nuestro infinito asombro, nos encontramos con que aquel
era el principal asunto de conversación cuando llegamos a la ciudad. Nuestros
espíritus se colmaron con los recuerdos de los acontecimientos que habían
tenido lugar allí casi un siglo y medio antes. Fue allí donde Carlos I había
reunido sus huestes; aquella ciudad le había sido fiel cuando toda la nación le
había abandonado para unirse a la causa del parlamento y la libertad. Cuando
entramos en la ciudad, el recuerdo de aquel desafortunado rey, el amistoso
Falkland y el insolente Goring ocuparon todos nuestros pensamientos, y nos
extrañó cuando descubrimos que estaba llena de togados y estudiantes que
tenían en mente cualquier cosa salvo aquellos acontecimientos. Sin embargo,
hay algunos vestigios que recuerdan al viajero los antiguos tiempos; entre
otros, admiramos con curiosidad la editorial fundada por el autor de la historia
de los conflictos. También nos enseñaron el edificio en el que había vivido
fray Bacon, el descubridor de la pólvora, y del cual se decía que se vendría
abajo cuando entrara allí un hombre más sabio que aquel filósofo. El profesor
bajito, de cara redonda y parlanchín que nos acompañaba se negó a pasar el
umbral, aunque nosotros nos aventuramos en el interior con toda seguridad, y
él probablemente podría haber hecho lo mismo.
Matlock, que era nuestra siguiente etapa, recordaba en gran medida el
paisaje de Suiza; pero todo está en una escala menor, y a las verdes colinas les
falta la corona de los lejanos Alpes blancos, que siempre asoman por encima
de las montañas cubiertas de pinos en nuestro país. Visitamos la maravillosa
gruta y los pequeños gabinetes de historia natural, donde las muestras están
dispuestas del mismo modo que aparecen en las colecciones de Servox y
Chamonix. Este último nombre me hizo temblar cuando lo pronunció Henry, y
me apresuré a abandonar Matlock, donde todo parecía tan relacionado con
nuestro país.
Desde Derby, aún viajando hacia el norte, pasamos dos meses en
Cumberland y Westmoreland. En aquel lugar, casi podía imaginarme a mí
mismo en las montañas suizas. Los pequeños neveros que aún persistían en la
cara norte de las montañas, los lagos, y el fragor de los torrentes pedregosos
me resultaban paisajes familiares y queridos. Allí también conocimos a
personas que casi consiguieron hacerme creer que era feliz. La alegría de
Clerval era considerablemente mayor que la mía; su inteligencia se crecía
cuando se encontraba en compañía de hombres de talento, y descubrió en sí
mismo una capacidad y unas emociones superiores a las que habría
sospechado cuando se encontraba con personas menos inteligentes.
—Podría pasarme la vida aquí —me decía—, y entre estas montañas
apenas echaría de menos Suiza y el Rin.
Pero descubrió que la vida de un viajero, entre sus encantos, esconde
también muchos pesares. Sus sentimientos siempre están en tensión; y cuando
comienza a acostumbrarse, se encuentra con que tiene que partir en busca de
algo nuevo que una vez más exige su atención y que también deberá
abandonar por otras novedades. Apenas habíamos ido a ver los muchos lagos
de Cumberland y Westmoreland, y apenas habíamos empezado a encariñarnos
con algunos de sus habitantes cuando tuvimos que despedirnos de ellos para
continuar nuestro viaje, pues ya estaba muy próxima la fecha del encuentro
con nuestro amigo escocés. Por mi parte, no lo lamenté. Había descuidado mi
promesa durante algún tiempo, y temía las consecuencias si el monstruo se
ponía furioso. Tal vez se había quedado en Suiza y había desatado su venganza
contra mis familiares; aquella idea me perseguía y me atormentaba en todos
aquellos momentos que, en otras circunstancias, podría haber disfrutado del
descanso y la paz. Esperaba las cartas con febril impaciencia: si se retrasaban,
me sentía abatido y abrumado por mil temores; y cuando llegaban, y veía el
remite de Elizabeth o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas, por temor a
confirmar aquellas desgracias. Otras veces pensaba que aquel ser diabólico me
seguía y podía recordarme la promesa asesinando a mi compañero. Cuando me
acosaban esos pensamientos, no me apartaba de Henry ni un momento, y lo
seguía como una sombra para protegerlo de la imaginaria furia de aquel
asesino. Me sentía como si hubiera cometido un enorme crimen, cuyos
remordimientos no me dejaran vivir. Yo era inocente, pero la realidad era que
había lanzado sobre mí mismo una horrible maldición, tan mortal como la de
un crimen.
Visité Edimburgo con mirada y espíritu lánguidos, aunque aquella ciudad
podría haber cautivado el interés del ser más desdichado. A Clerval no le gustó
tanto como Oxford, porque la antigüedad de esta última ciudad le encantaba.
Pero la belleza y la regularidad de la nueva ciudad de Edimburgo le maravilló;
sus alrededores son también los más bonitos del mundo: el Trono de Arturo, el
Pozo de San Bernardo, y las Pentland Hills. Pero yo estaba impaciente por
llegar al destino final del viaje. Una semana después abandonamos
Edimburgo, pasamos por Cupar, St Andrews y bordeamos las orillas del Tay
hasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no estaba de humor
para reír y conversar con extraños, ni compartir sus sentimientos o sus ideas
con el buen humor que se espera de un invitado; así pues, le dije a Clerval que
deseaba hacer un viaje por Escocia yo solo.
—Disfruta —le dije—; nos volveremos a encontrar aquí. Estaré fuera un
mes o dos, pero no te preocupes por mí, te lo ruego; déjame tranquilo y solo
durante un tiempo, y cuando regrese, espero traer el corazón aliviado, y más
acorde con tu estado de ánimo.
Henry quiso disuadirme, pero al verme tan convencido, dejó de insistir. Me
pidió que le escribiese a menudo.
—Preferiría acompañarte en tus excursiones solitarias —dijo—, en vez de
quedarme con estos escoceses, a quienes no conozco; pero vete, mi querido
amigo, y vuelve para que pueda sentirme como en casa, lo cual me resulta
imposible si no estás.

CAPÍTULO 12

Habiéndome despedido de mi amigo, decidí visitar algunos lugares


remotos de Escocia y terminar mi trabajo en soledad. No dudaba de que el
monstruo me seguía y se me presentaría delante cuando hubiera concluido,
para poder recoger a su compañera. Con esa decisión tomada, crucé las tierras
altas del norte y elegí una de las islas Orcadas para finalizar mis trabajos. Era
un lugar muy apropiado para aquella tarea, porque apenas iba más allá de ser
una roca cuyas orillas eran acantilados constantemente batidos por las olas. La
tierra era baldía, y apenas proporcionaba pasto para unas cuantas vacas
famélicas y un poco de avena para los habitantes, que no eran más de cinco
personas, cuyos cuerpos demacrados y esqueléticos daban prueba de su triste
destino. Las verduras y el pan, cuando se podían permitir semejantes lujos, e
incluso el agua dulce, procedían de tierra firme, que se encontraba a unas
cinco millas de distancia. En toda la isla no había más que tres cabañas
miserables, y una de ellas estaba vacía cuando llegué. La alquilé. No tenía más
que dos habitaciones, y ambas mostraban toda la escasez de la penuria más
miserable. La techumbre se había hundido, los muros no estaban enyesados y
la puerta bailaba fuera de los goznes. Ordené que la repararan un poco, puse
algunos muebles, y me instalé allí… un hecho que sin duda habría provocado
alguna sorpresa si no hubiera sido porque todos los sentidos de los campesinos
estaban entumecidos por la necesidad y la extrema pobreza. En todo caso,
pude vivir sin que nadie me observara ni me molestara, y apenas si me
agradecieron la comida y las ropas que les di: hasta ese punto el sufrimiento
debilita incluso las emociones más primitivas de los hombres.
En aquel retiro, dediqué las mañanas al trabajo, pero por la tarde, cuando el
tiempo me lo permitía, paseaba por la playa pedregosa junto al mar, para
contemplar las olas que rugían y rompían a mis pies. Era un paisaje monótono
y, sin embargo, siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan distinta a aquel
desolado y aterrador lugar. Sus colinas están cubiertas de viñedos y sus granjas
salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos lagos reflejan un cielo azul y
delicado; y cuando los vientos azotan sus tierras, no parece más que el juego
de un niño travieso en comparación con los aterradores bramidos del inmenso
océano.
De aquel modo distribuía mi tiempo cuando llegué; pero a medida que
avanzaba en mi trabajo, este se me hizo cada día más horrible y más
detestable. A veces ni siquiera tenía valor para entrar en el laboratorio durante
varios días, y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día y noche con la
única idea de terminarlo de una vez. Verdaderamente, estaba inmerso en una
tarea asquerosa. Durante mi primer experimento, una especie de frenesí de
entusiasmo me había cegado ante el horror del trabajo que estaba llevando a
cabo; mi mente estaba absorta en los resultados de mi labor y mis ojos
permanecían cerrados ante lo horroroso de mi proceder. Pero ahora lo estaba
haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo enfermaba ante lo que estaban
haciendo mis manos.
En aquella situación, entregado al trabajo más detestable, en una soledad
donde nada podía reclamar mi atención, aparte de lo que me traía entre manos,
mis nervios comenzaron a resentirse. Siempre estaba inquieto y atemorizado.
A cada paso temía encontrarme con aquel ser que me acosaba. Algunas veces
me quedaba quieto con los ojos clavados en el suelo, temiendo levantarlos, no
fuera a encontrarme con aquello que tanto me aterrorizaba tener que ver.
Temía alejarme de mis semejantes, no fuera a ser que cuando estuviera solo,
viniera a exigirme a su compañera. Mientras tanto, seguía trabajando, y mi
trabajo ya estaba considerablemente adelantado. Observaba con placer la idea
de darlo por terminado, sin embargo, la liberación de aquella maldición que
estaba sufriendo era una alegría en la que nunca me atreví a confiar del todo.
Una tarde estaba sentado en mi taller; el sol ya se había puesto y la luna
estaba saliendo en ese momento tras el mar. No tenía luz suficiente para
trabajar, y me senté allí sin hacer nada, preguntándome si debería dejar la tarea
por aquella noche o apresurarme a terminarlo sin cejar en ello ni un instante.
Mientras permanecía allí, la concatenación de ideas me condujo a considerar
las consecuencias de lo que estaba haciendo. Tres años antes, me había
enfrascado del mismo modo y había creado un monstruo cuya violencia
inconcebible había destruido mi corazón y lo había anegado para siempre con
los remordimientos más amargos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser
cuyo carácter también desconocía por completo. Aquella cosa podría ser diez
mil veces más perversa y malvada que su compañero y podría deleitarse en el
asesinato y en la villanía. Él me había jurado que se apartaría de los hombres y
que se ocultaría en los desiertos, pero ella no; y ella, que se convertiría
probablemente en un animal pensante y racional, podría negarse a cumplir un
pacto acordado antes de su creación. Puede que incluso se odiaran. La criatura
que ya vivía aborrecía su propia deformidad, ¿acaso no experimentaría un
aborrecimiento aún mayor cuando la viera reflejada ante sus ojos en forma de
una hembra? También puede que ella le volviera la espalda ante la belleza
superior del hombre. Puede que se apartara de él, y así volvería a estar solo, y
enloquecería ante la nueva provocación de verse despreciado por uno de su
propia especie.
Aunque ellos abandonaran realmente Europa y fueran a vivir a los
desiertos del nuevo mundo, tendrían la intención de engendrar hijos y así se
propagaría sobre la tierra una raza de demonios cuya figura y mente sumiría al
hombre en el terror. ¿Es que tenía yo algún derecho, solo por mi propio
beneficio, a infligir esta maldición a las generaciones futuras? Me había
dejado convencer por los sofismas del ser que había creado; me había dejado
convencer por sus diabólicas amenazas; y ahora, por vez primera, el horror de
mi promesa se presentó claramente ante mí. Me recorrió un escalofrío al
pensar que los siglos futuros me maldecirían como si fuera la peste, y dirían
que, por egoísmo, no había dudado en comprar mi propia tranquilidad a un
precio que tal vez ponía en peligro la pervivencia de la especie humana.
Temblé, y se me paralizó el corazón cuando levanté la mirada y vi al demonio
junto a la ventana, iluminado por la luz de la luna. Una mueca fantasmal le
retorcía los labios mientras miraba hacia donde yo me encontraba. Sí, me
había seguido en mis viajes; se había detenido en los bosques, se había
escondido en las cuevas o se había refugiado en los vastos páramos desiertos;
y ahora venía a ver mis adelantos y exigía el cumplimiento de mi promesa.
Cuando lo miré, su rostro pareció expresar la más inconcebible maldad y
traición. Pensé con una sensación de locura en mi promesa de crear otro ser
como él y, temblando de ira, hice pedazos la cosa en la que estaba trabajando.
El monstruo me vio destruir la criatura en la cual había fundado la felicidad de
su futura existencia y, con un alarido de diabólica desesperación y venganza,
se alejó.
Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me juré de todo corazón no
volver jamás a emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos temblorosos,
busqué mi alcoba. Estaba solo. No había nadie cerca de mí para disipar la
tristeza y consolarme ante aquellas terribles pesadillas. Transcurrieron varias
horas, y permanecí junto a la ventana observando el mar. Casi estaba inmóvil,
porque los vientos guardaban silencio, y toda la naturaleza descansaba bajo la
mirada de la luna callada. Solo algunos barcos de pesca moteaban el agua, y
aquí y allá una dulce brisa traía los ecos de las voces cuando los pescadores se
llamaban unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas era consciente de su
asombrosa profundidad, hasta que de repente llegó a mis oídos el chapoteo de
unos remos cerca de la orilla, y una persona saltó a tierra cerca de mi casa.
Pocos minutos después oí el chirrido de mi puerta, como si alguien estuviera
intentando abrirla muy despacio. Estaba temblando de la cabeza a los pies.
Tuve el presentimiento de quién podía ser y pensé en avisar a alguno de los
campesinos que vivían en una casa no muy lejos de la mía. Pero me
encontraba aturdido por esa sensación de impotencia que tan a menudo se vive
en las pesadillas, cuando uno trata en vano de huir de un peligro inminente y le
resulta imposible moverse. Entonces oí el sonido de unas pisadas en el pasillo,
la puerta se abrió y el engendro al que tanto temía apareció. Cerrando la
puerta, se aproximó a mí y dijo con una voz ahogada:
—Has destruido la obra que comenzaste… ¿qué es lo que pretendes? ¿Te
atreves a romper tu promesa? He soportado calamidades y miserias. Abandoné
Suiza detrás de ti; me arrastré a lo largo de las orillas del Rin, entre sus
pequeños islotes y por las cumbres de sus colinas. He vivido durante muchos
meses en los páramos de Inglaterra y en los solitarios bosques de Escocia. He
soportado un cansancio que no puedes imaginar, y frío y hambre. ¿Y te atreves
a destruir mis esperanzas?
—¡Apártate de mí! —contesté—. ¡Rompo mi promesa! ¡Nunca crearé otro
ser como tú, igual de deforme e igual de criminal!
—Esclavo… —dijo el engendro—, ya intenté razonar contigo una vez,
pero has demostrado ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que yo
tengo el poder; tú crees que eres miserable, pero yo puedo hacerte tan
desgraciado que incluso la luz del día podría resultarte odiosa. Tú eres mi
creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!
—Monstruo… —dije—, la hora de mi debilidad ha pasado, y el tiempo de
tu poder ha concluido. Tus amenazas no pueden obligarme a cometer un acto
de maldad, sino que me confirman en la decisión de no crear para ti una
compañera en el crimen. ¿O es que debo, a sangre fría, arrojar al mundo otro
demonio cuyo único placer consiste en sembrar muerte y destrucción? ¡Vete!
¡No cambiaré de opinión, y tus palabras solo conseguirán aumentar mi furia!
El monstruo vio la determinación en mi rostro e hizo rechinar los dientes
en la impotencia de su ira.
—Cada hombre tiene su mujer, y cada animal tiene una compañera… ¿y
yo tendré que estar solo? —gritó—. Tenía sentimientos de cariño, y todo lo
que me devolvieron fue desprecio. Hombre: tú puedes odiarme, ¡pero ten
cuidado! Tus horas transcurrirán entre el terror y el dolor, y muy pronto caerá
sobre ti el rayo que te arrebatará la felicidad para siempre. ¿O es que piensas
que vas a ser feliz mientras yo me arrastro en mi insoportable sufrimiento? Tú
puedes negarme todos mis deseos, pero la venganza permanecerá… la
venganza, más amada que la luz o los alimentos. Y puedo morir, pero antes tú,
mi tirano y mi verdugo, maldecirás el sol que verá tu miseria. ¡Ten cuidado,
porque no tengo miedo y, por tanto, soy poderoso! Estaré observando, con la
astucia de una serpiente, para morderte e inocularte el veneno. ¡Hombre: te
arrepentirás del daño que infliges!
—¡Maldito demonio! —grité—. ¡Cállate, y no emponzoñes el aire con tus
malvadas amenazas! ¡Ya te he dicho cuál es mi decisión, y no soy ningún
cobarde para asustarme por unas palabras! ¡Déjame! ¡Está decidido!
—Muy bien —dijo—. Me iré. Pero recuerda: ¡estaré contigo en tu noche
de bodas!

CAPÍTULO 13

Avancé decidido hacia él y grité:


—¡Miserable! ¡Antes de que firmes mi sentencia de muerte, asegúrate de
que tú mismo estás vivo!
Lo habría atrapado, pero me esquivó, y abandonó la casa
precipitadamente… unos instantes después lo vi subir a una barca, que cruzó
las aguas con la suavidad de una saeta y pronto se perdió en medio de las olas.
Todo volvió a quedar en silencio; pero sus palabras resonaban en mis
oídos. Ardía en deseos furiosos de perseguir al asesino de mi tranquilidad y
hundirlo en el océano. Caminé arriba y abajo en mi habitación, nervioso y
conmocionado; mi imaginación conjuraba ante mí miles de imágenes que solo
conseguían atormentarme y zaherirme. ¿Por qué no lo había perseguido y
había entablado con él una lucha a muerte? Bien al contrario, le había
permitido escapar, y había dirigido sus pasos hacia tierra firme. Un escalofrío
me recorrió el cuerpo cuando imaginé quién podría ser la siguiente víctima
sacrificada a su insaciable venganza. Y entonces volví a pensar en sus
palabras: «¡Estaré contigo en tu noche de bodas!» Así pues… ese era el plazo
fijado para el cumplimiento de mi destino. En aquel momento, moriría y por
fin aquel monstruo podría satisfacer y aplacar su maldad. Aquella perspectiva
no me infundió temor; sin embargo, cuando pensé en mi amada Elizabeth…
en sus lágrimas y en su infinita pena cuando comprobara que se le había
arrebatado a su amante de un modo tan cruel… las lágrimas, las primeras que
había derramado en muchos meses, anegaron mis ojos, y decidí no caer ante
mi enemigo sin entablar una batalla feroz.
La noche pasó, y el sol asomó tras el océano. Mis sentimientos se
calmaron, si puede llamarse calma a ese estado en que la furia violenta se
hunde en las profundidades de la desesperación. Abandoné la casa, el
espantoso escenario de la lucha de la noche anterior, y caminé por la playa
junto al mar, y lo miré casi como la insuperable barrera que me separaba de
mis semejantes. Más aún, cruzó mi mente el deseo de que semejante hecho se
hiciera realidad; deseé poder pasar la vida en aquella roca yerma; desalentador,
es cierto, pero al menos viviría ajeno a cualquier golpe fortuito de la desdicha.
Si regresaba, era para ser sacrificado… o para ver morir a aquellos que más
quería bajo la garra de un demonio que yo mismo había creado. Vagué por la
isla como un alma en pena, lejos de todo lo que amaba y amargado por tal
separación. A mediodía, cuando el sol ya estaba muy alto, me tumbé en la
hierba y me venció un profundo sueño. Había estado despierto toda la noche
anterior: tenía los nervios destrozados y los ojos inflamados por la vigilia y el
dolor. El sueño en que me sumí me hizo bien; y cuando me desperté, sentí
como si de nuevo perteneciera a la especie de los seres humanos, y comencé a
reflexionar con más serenidad sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, las
palabras de aquel ser diabólico continuaban resonando en mis oídos, como una
campana que tocara a muerto; aquellas palabras aparecían como un sueño,
aunque claras y apremiantes como la realidad.
El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía sentado en la orilla,
saciando mi apetito, que se había tornado voraz, con una galleta de avena,
cuando vi que un barco de pescadores tocaba tierra cerca de donde yo me
encontraba, y uno de los hombres me trajo un paquete; traía cartas de Ginebra,
y otra de Clerval, instándome a reunirme con él. Me decía que ya había
transcurrido casi un año desde que salimos de Suiza y aún no habíamos
visitado Francia. Así pues, me pedía que abandonara mi isla solitaria y me
reuniera con él en Perth al cabo de una semana, y entonces podríamos planear
nuestros siguientes pasos. Aquella carta me devolvió de nuevo a la vida y
decidí abandonar mi isla al cabo de dos días.
Sin embargo, antes de partir había una tarea que tenía que llevar a cabo, y
en la cual me daba escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental químico;
y con ese propósito debía volver a entrar en la habitación que había sido el
escenario de mi odioso trabajo; y debía manipular los utensilios, cuando la
sola visión de los mismos me ponía enfermo. Al día siguiente, al amanecer,
reuní el valor suficiente y abrí la puerta del taller. Los restos de la criatura a
medio terminar, que yo había destruido, yacían dispersos por el suelo, y casi
sentí como si hubiera destrozado la carne viva de un ser humano. Me detuve
un instante para recobrarme y luego entré en la sala. Con manos temblorosas,
fui sacando los aparatos fuera de la habitación; pero pensé que no debía dejar
los restos de mi obra allí, porque aquello horrorizaría y haría sospechar a los
campesinos, así que lo puse todo en una cesta, junto a una buena cantidad de
piedras y, apartándola a un lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche;
y, mientras tanto, volví a la playa y estuve limpiando y ordenando mi
instrumental químico.
Nada podía ser más absoluto que el cambio que había tenido lugar en mis
sentimientos desde la noche en que apareció el demonio. Antes había
considerado mi promesa con una sombría desesperación, como algo que debía
cumplirse, cualesquiera que fueran las consecuencias; pero ahora me sentía
como si me hubieran quitado una venda de los ojos y, por vez primera, pudiera
ver con claridad. La idea de volver a mi trabajo ni siquiera se me pasó un
instante por la cabeza. La amenaza que había escuchado pesaba en mis
pensamientos, pero no creía que pudiera hacer nada para apartarla de mi
cabeza. Había decidido conscientemente que crear otro ser diabólico como
aquel que ya había hecho sería un acto del más vil y atroz egoísmo, y aparté de
mi mente cualquier pensamiento que pudiera conducirme a una conclusión
diferente.
Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna, y entonces,
colocando la cesta en el interior de un pequeño bote de vela, me adentré unas
cuatro millas en el mar. El lugar estaba absolutamente solitario; solo algunas
barcas regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme de ellas. Me sentía como
si fuera a cometer algún espantoso crimen y, con temblorosa ansiedad, evité
cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna, que hasta entonces
había estado clara, se cubrió repentinamente con una espesa nube, y aproveché
el momento de oscuridad para arrojar la cesta al mar. Escuché el burbujeo
mientras se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El cielo se había nublado;
pero el aire era puro, aunque venía helado por la brisa del noreste que se
estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó de sensaciones tan
agradables que decidí prolongar mi estancia en el agua y, fijando el timón, me
tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro,
y solo podía oír el sonido del barco cuando la quilla cortaba las olas. Aquel
sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.
Yo no sé cuánto tiempo permanecí en esa situación, pero cuando me
desperté, descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se había desatado un fuerte
viento y las olas constantemente amenazaban la seguridad de mi pequeño bote.
Comprobé que el viento era del noreste y que debía de haberme alejado
bastante de la costa en la que había embarcado. Intenté variar el rumbo, pero
de inmediato supe que si volvía a intentarlo de nuevo, el barco se llenaría de
agua al momento. En semejante situación, mi única solución era navegar a
favor del viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No llevaba brújula y
estaba muy poco familiarizado con la geografía de aquella parte del mundo,
así que el sol era lo único que podía ayudarme. El viento podría arrastrarme al
Atlántico abierto y sucumbir a todas las penalidades de la inanición… o
podrían tragarme las aguas insondables que rugían y se levantaban
amenazantes a mi alrededor. Ya llevaba muchas horas en el bote y comenzaba
a sentir las punzadas de una sed ardiente… un preludio de mayores
sufrimientos. Miré a los cielos, que aparecían cubiertos con nubes que volaban
con el viento solo para ser reemplazadas por otras. Observé el mar. Iba a ser
mi tumba.
—¡Maldito demonio! —exclamé—. ¡Tu deseo se ha cumplido!
Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval… y me sumí en una
ensoñación tan desesperada y aterradora que incluso ahora, cuando el mundo
está a punto de cerrarse ante mí para siempre, tiemblo al recordarla.
Así transcurrieron algunas horas. Pero poco a poco, a medida que el sol iba
descendiendo hacia el horizonte, el viento se fue transformando en una ligera
brisa, y el mar se vio libre de grandes olas; pero aquello dio paso a una fuerte
marejada; me sentí enfermo y apenas capaz de sostener el timón, cuando de
repente vi el perfil de tierra firme hacia el sur. Casi agotado por el cansancio y
el sufrimiento, aquella repentina esperanza de vivir me embargó el corazón
como una cálida alegría, y mis ojos derramaron abundantes lágrimas. ¡Qué
mudables son nuestros sentimientos, y cuán extraño es ese apego tenaz que
tenemos a la vida incluso cuando estamos sufriendo horriblemente! Preparé
otra vela con parte de mi indumentaria e intenté poner rumbo a tierra con
ansiedad. La orilla tenía un aspecto rocoso, pero a medida que me fui
aproximando más, vi claramente señales de cultivos. Vi algunos barcos cerca
de la orilla y de repente me vi transportado de nuevo junto a la civilización
humana. Recorrí con inquietud las formas del terreno y descubrí con alegría
un campanario, el cual vi elevarse a lo lejos, tras un pequeño promontorio.
Como me encontraba en un estado de extrema debilidad después de tanto
esfuerzo, decidí dirigirme directamente hacia la ciudad, porque sería el lugar
donde podría procurarme algún alimento más fácilmente. Por fortuna, llevaba
dinero.
Al rodear el promontorio, descubrí un pequeño pueblecito, y un puerto en
el que entré, con el corazón rebosante de alegría ante mi inesperada salvación.
Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y arriando las velas, varias
personas se congregaron en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi
aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda, susurraban y hacían gestos que
en cualquier otro momento podrían haberme producido una leve sensación de
alarma. Pero en tales circunstancias, simplemente observé que hablaban inglés
y, por tanto, me dirigí a ellos:
—Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de decirme cómo se llama
este pueblo… y dónde estoy?
—Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—. Puede que haya
llegado a un lugar que al final no le guste mucho. Pero no le van a preguntar
dónde le apetece alojarse, se lo aseguro.
Yo estaba extraordinariamente sorprendido al recibir una respuesta tan
desapacible por parte de un extraño, y también me quedé perplejo al ver los
rostros ceñudos y enojados de las personas que lo acompañaban.
—¿Por qué me contesta con tanta brusquedad? —repliqué—. Desde luego,
no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de un modo tan poco
amistoso.
—No sé cuáles son las costumbres de los ingleses —dijo aquel hombre—,
pero la costumbre de los irlandeses es detestar a los criminales.
Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo, me di cuenta de que
rápidamente aumentaba el número de personas congregadas. Sus rostros
expresaban una mezcla de curiosidad y enfado que me molestaba y en cierta
medida me asustaba. Pregunté por dónde se iba a la posada, pero nadie me
contestó. Entonces di un paso adelante, y un murmullo se elevó entre la gente
mientras me seguían y me rodeaban… y entonces un hombre de aspecto
desagradable, adelantándose, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo:
—Vamos, señor, sígame a casa del señor Kirwin; tendrá que darle
explicaciones.
—¿Quién es el señor Kirwin? —dije—. ¿Y por qué tengo que darle
explicaciones? ¿Acaso no es este un país libre?
—Claro, señor —contestó el hombre—, lo suficientemente libre para la
gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted debe dar cuenta de la
muerte de un caballero que apareció asesinado aquí la pasada noche.
Aquella respuesta me asombró, pero inmediatamente me recobré. Yo era
inocente, y podía probarlo fácilmente. Así pues, seguí a aquel hombre en
silencio y me condujo a una de las mejores casas del pueblo. Estaba a punto de
sucumbir al cansancio y al hambre; pero, estando rodeado por una multitud,
pensé que lo mejor sería hacer acopio de todas mis fuerzas, no fuera que
tomaran mi debilidad física como prueba de mi temor o mi culpabilidad. Poco
podía imaginar la calamidad que pocos instantes después se iba a abatir sobre
mí, ahogando en horror y desesperación todo temor a la ignominia y a la
muerte. Debo detenerme aquí, porque preciso toda mi fortaleza para traer a mi
memoria las horrorosas imágenes de los acontecimientos que voy a relatar con
todo detalle.

CAPÍTULO 14

Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y


benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó
detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que
me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en aquella
ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al frente; y
cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda la noche
anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que entonces,
hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte marejada del
norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una noche muy oscura,
porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino, como era su costumbre,
en una cala que se encontraba unas dos millas más abajo. Él se adelantó
llevando parte de los aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a cierta
distancia. Mientras iba caminando por la arena, tropezó con algo y cayó en
tierra todo lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los
faroles descubrieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que,
según todas las apariencias, estaba muerto.
Su primera suposición fue que se trataba del cadáver de alguna persona
que se había ahogado y que había sido arrojado a la orilla por las olas. Pero,
después de examinarlo, descubrieron que las ropas no estaban mojadas y que
el cuerpo ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo llevaron a casa de una
anciana que vivía cerca del lugar e intentaron, en vano, devolverle la vida.
Parecía un joven apuesto, de unos veinte años de edad. Al parecer había sido
estrangulado, porque no había señales de violencia, excepto la marca negra de
unos dedos en su cuello.
La primera parte de aquella declaración no tenía el menor interés para mí;
pero cuando se mencionó la marca de los dedos, recordé el asesinato de mi
hermano y me puse muy nervioso; comencé a temblar y se me nubló la vista,
lo cual me obligó a apoyarme en una silla para sostenerme; el magistrado me
observó con mirada penetrante y, desde luego, extrajo una impresión
desfavorable de mi comportamiento.
El hijo confirmó el relato del padre. Pero cuando se le preguntó a Daniel
Nugent, este juró con toda seguridad que, justo antes de que se cayera su
compañero, vio un barco con un hombre solo en él, a corta distancia de la
orilla; y, por lo que pudo ver a la luz de las estrellas, era el mismo barco en el
que yo había llegado a tierra.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa y que estaba a la puerta de
su casa esperando el regreso de los pescadores; alrededor de una hora antes de
que supiera del descubrimiento del cuerpo, vio un barco, con un hombre solo,
que se alejaba de la parte de la costa donde posteriormente se había
encontrado el cadáver.
Otra mujer confirmó el relato según el cual era cierto que los pescadores
habían llevado el cuerpo a su casa. No estaba frío, y lo pusieron en una cama y
le dieron friegas, y Daniel fue al pueblo a buscar al boticario, pero el joven ya
estaba sin vida.
Se preguntó a otros hombres a propósito de mi llegada, y todos estuvieron
de acuerdo en que, con el fuerte viento del norte que se había levantado
durante la noche, era muy probable que yo hubiera estado zozobrando durante
muchas horas y, finalmente, me hubiera visto obligado a regresar al mismo
punto del que había salido. Además, señalaron que parecía como si yo hubiera
traído el cadáver de otro lugar; y era muy probable que, como al parecer no
conocía la costa, pudiera haber entrado en el puerto sin saber la distancia que
había desde el pueblo de *** hasta el lugar donde había abandonado el
cadáver.
El señor Kirwin, al oír aquella declaración, ordenó que me llevaran a la
sala donde habían depositado el cuerpo provisionalmente, para que pudiera
observarse qué efecto me causaba la visión del mismo. Probablemente el gran
nerviosismo que yo había mostrado cuando se había descrito cómo se había
cometido el asesinato fue la razón por la que se propuso semejante
procedimiento. Así pues, el magistrado y algunas personas más me condujeron
a la posada. No pude evitar sorprenderme ante las extrañas coincidencias que
habían tenido lugar durante aquella azarosa noche; pero sabiendo que, a la
hora en que se había hallado el cuerpo, yo había estado hablando con varias
personas en la isla en la que estaba viviendo, me encontraba perfectamente
tranquilo respecto a las consecuencias del caso.
Entré en la sala donde yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd.
¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo
siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una horrible
angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos tormentos que sufrí
cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos
pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida de Henry
Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y, arrojándome sobre el cuerpo,
exclamé:
—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis
criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas; otras víctimas
esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…
Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento
que estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.
La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte.
Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo de
ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a mis
cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me atormentaba; y,
en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a mi
garganta y daba alaridos de angustia y terror. Afortunadamente, como yo
hablaba en mi lengua natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme. Pero mis
gestos y mis alaridos de amargura fueron suficientes para aterrorizar a los
otros testigos.
¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más desgraciado que ningún
hombre lo fue jamás; entonces, ¿por qué no me hundí en el silencio y en el
olvido? La muerte arrebata a muchos niños en la flor de la vida, las únicas
esperanzas de sus padres, que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes amantes
han estado un día rebosantes de salud y esperanza y al siguiente eran ya
víctimas de los gusanos y de la putrefacción de la tumba! ¿De qué materia
estaba hecho yo para que pudiera resistir de aquel modo los golpes que, como
el constante girar de una rueda, continuamente renovaban mi tortura?
Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses después me encontré como
si estuviera despertando de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro
miserable y rodeado de rejas, candados, cerrojos, y todo el desdichado aparato
de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo, cuando me desperté en aquel
estado. Había olvidado los detalles de lo que había ocurrido y solo me sentía
como si una gran desgracia se hubiera abatido sobre mí. Pero cuando miré a
mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la estrechez de la celda donde me
encontraba, todo lo sucedido cruzó mi memoria y lloré amargamente.
Aquellos gemidos despertaron a una vieja que estaba durmiendo en una silla, a
mi lado. Era una cuidadora a sueldo, la mujer de uno de los carceleros, y su
aspecto reflejaba todas esas malas cualidades que a menudo caracterizan a esa
clase de personas. Su rostro era duro e implacable, como el de las personas
acostumbradas a contemplar el dolor sin mostrar comprensión ninguna. Su voz
expresaba una absoluta indiferencia. Se dirigió a mí en inglés, y en sus
palabras pude reconocer la voz que había oído durante mi enfermedad.
—¿Ya está mejor, señor? —dijo.
Contesté en el mismo idioma, con una voz débil.
—Creo que sí; pero si todo esto es verdad, si no estoy en realidad soñando,
lamento estar aún vivo para seguir sintiendo este sufrimiento y este horror.
—Si es por eso —replicó la vieja—, si lo dice usted por el caballero que
mató, creo que sería mejor que estuviera usted muerto, porque me parece a mí
que lo va a pasar muy mal. Lo van a colgar a usted cuando se celebren las
próximas sesiones judiciales en el pueblo; de todos modos, no es asunto mío.
Me han dicho que lo cuide y ya está usted bien. Cumplo con mi deber y tengo
la conciencia tranquila; mejor nos iría si todo el mundo hiciera lo mismo.
Le di la espalda con repugnancia a aquella mujer que podía hablarle de
aquel modo absolutamente insensible a una persona que se acababa de salvar,
habiendo estado al filo de la muerte; pero me sentí débil e incapaz de pensar
en todo lo que había acontecido. Todas las escenas de mi vida aparecían como
en un sueño. A veces dudaba y pensaba que tal vez todo aquello no era verdad,
porque los hechos nunca adquirían en mi mente toda la fuerza de la realidad.
A medida que las imágenes que flotaban ante mí se fueron haciendo más
nítidas, me subió la fiebre; la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a nadie
cerca para consolarme con la voz amable del cariño; ninguna mano querida me
confortaba. Vino el médico y me prescribió algunas medicinas, y la vieja me
las preparó; pero se dejaba ver perfectamente una absoluta indiferencia en el
primero, y una mueca de crueldad parecía firmemente impresa en el gesto de
la segunda. ¿Quién podría estar interesado en el destino de un asesino, sino el
verdugo que se iba a ganar el sueldo?
Aquellos fueron mis primeros pensamientos, pero pronto supe que el señor
Kirwin me había dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que
prepararan para mí la mejor celda de la prisión (en efecto, era miserable, pero
era la mejor), y había sido él quien había procurado el médico y las personas
que me atendieron. Es verdad que apenas vino a verme, porque, aunque
deseaba ardientemente aliviar los sufrimientos de cualquier ser humano, no
deseaba presenciar las agonías y los espantosos delirios de un asesino. Así
pues, vino algunas veces para comprobar que no estaba desatendido, pero sus
visitas fueron cortas y muy de vez en cuando.
Un día, cuando ya me iba restableciendo poco a poco, me sentaron en una
silla, con los ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas como las de un
muerto. Me encontraba abrumado por la tristeza y el dolor, y a menudo
pensaba si no debía buscar la muerte en vez de esperar allí, miserablemente
encerrado, solo a que me soltaran en un mundo atestado de desgracias. En
alguna ocasión consideré si no debería declararme culpable y sufrir el castigo
de la ley, el cual, arrebatándome la vida, me proporcionaría el único consuelo
que era capaz de admitir. Tales eran mis pensamientos, cuando se abrió la
puerta de la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro dejaba entrever
comprensión y amabilidad: acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en
francés.
—Me temo que este lugar no le hace mucho bien. ¿Puedo hacer algo para
que se encuentre mejor?
—Gracias —contesté—, pero ya nada importa; no hay nada en el mundo
que pueda conseguir que me encuentre mejor.
—Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una
persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que
pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán
encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales
que se le imputan…
—Eso es lo último que me preocupa… Debido a una sucesión de extraños
acontecimientos, me he convertido en el más desgraciado de los mortales.
Perseguido y atormentado como estoy, y como he estado… ¿puede la muerte
hacerme algún daño?
—En efecto, nada puede ser más desagradable y triste que las extrañas
circunstancias que han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente
casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas, bien conocidas por su
hospitalidad. Fue apresado inmediatamente y acusado de asesinato, y lo
primero que se le presentó a sus ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado de
ese modo atroz, y que algún malvado colocó, como si dijéramos… en su
camino.
Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar de la agitación que sufría con
el relato de mis sufrimientos, también me sorprendió considerablemente el
conocimiento que parecía tener respecto a mí. Imagino que mi rostro no dejó
de mostrar cierto asombro, porque el señor Kirwin se apresuró a decir:
—No fue hasta un día o dos después de su enfermedad cuando pensé que
debía examinar sus ropas, para descubrir alguna pista que me permitiera enviar
a sus familiares una nota en la que explicara su desgracia y su enfermedad.
Encontré varias cartas, entre otras, una que, por su encabezamiento, enseguida
comprendí que sería de su padre. Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han
pasado casi dos meses desde que envié la carta. Pero… está usted enfermo…
está usted temblando… Parece usted indispuesto para tolerar cualquier
emoción…
—No saber lo que ha ocurrido es mil veces peor que el acontecimiento más
horrible. Dígame qué nueva escena de muerte ha tenido lugar y a qué muerto
debo llorar.
—Su familia se encuentra toda perfectamente bien —dijo el señor Kirwin
con amabilidad—, y alguno, alguien que le quiere, va a venir a visitarle.
No sé qué asociación de ideas se produjo en mi mente, pero
instantáneamente se me pasó por la cabeza que el monstruo había venido a
burlarse de mi desgracia y a reírse de mí por la muerte de Clerval, como una
nueva forma de instigarme a cumplir sus diabólicos deseos. Me cubrí los ojos
con las manos y grité de angustia…
—¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por el amor de Dios, no le deje
entrar…!
El señor Kirwin me miró con gesto contrariado. No pudo evitar pensar que
mi exclamación podía entenderse como una confirmación de mi culpabilidad,
y dijo en un tono bastante severo:
—Hubiera creído, joven, que la presencia de su padre sería bienvenida, en
vez de producirle una aversión tan violenta.
—Mi padre… —dije, mientras cada rasgo y cada músculo de mi cuerpo
pasaba de la angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido mi padre? ¡Mi buen
padre, mi buen padre…! Pero… ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a
venir…?
El cambio de mi comportamiento sorprendió y agradó al magistrado; quizá
pensó que mi anterior exclamación era una momentánea recaída en el delirio.
Y entonces, inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia. Se levantó y
abandonó la celda con la enfermera, y un instante después, entró mi padre.
En aquel momento, nada podría haberme alegrado tanto como la presencia
de mi padre. Le tendí y le estreché la mano y exclamé:
—Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien y
diciéndome que no le había dicho a mi prima que yo estaba encarcelado;
simplemente le había mencionado que estaba enfermo.
—¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió, observando lúgubremente las
ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas para buscar
la felicidad, pero la fatalidad parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.
El nombre de mi desafortunado amigo asesinado me causó una agitación
demasiado grande como para que mi debilidad pudiera soportarlo. Prorrumpí
en llanto.
—Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún espantoso destino pende sobre
mí, y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro modo, habría muerto sobre
el ataúd de Henry.

CAPÍTULO 15

No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, dado que el precario


estado de mi salud exigía tomar todas las precauciones necesarias que
pudieran asegurar mi tranquilidad. El señor Kirwin entró e insistió en que mis
fuerzas no deberían agotarse en demasiadas emociones. Pero la presencia de
mi padre era para mí como la de un ángel bueno, y poco a poco recobré la
salud. A medida que la enfermedad me abandonaba, me iba invadiendo una
melancolía negra y lúgubre que nada podía disipar. Siempre tenía delante la
imagen fantasmal de Clerval asesinado. En más de una ocasión, el
nerviosismo al que me conducían aquellos recuerdos hizo temer a mis amigos
que podría sufrir una peligrosa recaída.
¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y
detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del cual
estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos latidos de
mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me hunde en el
cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo también podré
entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la muerte aún me
resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba presente en mis
pensamientos; y a menudo permanecía durante horas enteras sin moverme y
sin hablar, deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera acabar
conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara también a la causa de mis
desdichas.
Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses
en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de
recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado,
donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con
mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la
vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso no
se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado
rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas
Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince
días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó
mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al
comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a mi
país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los muros
de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la
vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba sobre mí, y
sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor más que
una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor podía penetrar, salvo
la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran los alegres ojos de Henry,
languideciendo en la muerte, con las negras pupilas casi cubiertas por los
párpados y las largas pestañas que los ribeteaban. En otras ocasiones eran los
ojos turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi por vez primera en mis
aposentos de Ingolstadt.
Mi padre intentó despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de
Ginebra, a la que pronto volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus
palabras solo conseguían arrancarme profundos suspiros. Algunas veces, en
realidad, tenía deseos de ser feliz, de volver junto a mi adorada prima y
regresar al lago azul que me había sido tan querido desde mis primeros años;
pero el estado habitual de mis emociones era la apatía, para la cual una prisión
es lo mismo que un palacio en el paisaje más hermoso que pueda pintar la
naturaleza; y semejante estado a menudo se veía interrumpido por ataques de
angustia y desesperación. En esos momentos, a menudo intenté poner fin a la
existencia que detestaba, y ello hizo precisas una constante atención y
vigilancia, para impedir que cometiera algún horrible acto de violencia.
Recuerdo que, cuando me sacaron de la prisión, oí a un hombre decir: «Puede
que sea inocente de asesinato, pero lo que es seguro es que tiene mala
conciencia.»
Aquellas palabras me conmocionaron. ¡Mala conciencia! Sí, con toda
seguridad: tenía mala conciencia.
William, Justine y Clerval habían muerto debido a mis infernales
maquinaciones.
—¿Y qué muerte pondrá fin a esta tragedia? —clamaba—. ¡Ah, padre…!
¡Salgamos de este maldito país! ¡Llévame donde pueda olvidarme de mí
mismo, donde pueda olvidar mi existencia y a todo el mundo…!
Mi padre de inmediato accedió a mis deseos; y, después de habernos
despedido del señor Kirwin, nos encaminamos rápidamente a Dublín. Cuando
el carguero partió de Irlanda con viento favorable y abandoné para siempre
aquel país que había sido para mí el escenario de tanto dolor, me sentí como si
me hubieran quitado de encima una pesada carga. Era medianoche, mi padre
dormía abajo, en el camarote, y yo permanecía en cubierta mirando las
estrellas y escuchando el rumor de las olas. Agradecí la presencia de aquella
oscuridad que apartaba a Irlanda de mi vista, y mi pulso latió con febril alegría
cuando pensé que pronto volvería a ver Ginebra. El pasado me pareció
entonces una espantosa pesadilla; sin embargo, el barco en el que me
encontraba, el viento que soplaba desde las odiosas costas de Irlanda y el mar
que me rodeaba me aseguraban, ciertamente, que no había sufrido visiones
engañosas y que Clerval, mi amigo y mi más querido compañero, había
muerto, víctima de mis actos y del monstruo que yo había creado.
Hice memoria de toda mi vida: la apacible felicidad cuando vivía con mi
familia en Ginebra, la muerte de mi madre, y mi partida hacia Ingolstadt.
Recordé con un escalofrío el enloquecido entusiasmo que me había impulsado
a la creación de mi odioso enemigo, y traje a mi mente la noche en la cual
recibió la vida. Fui incapaz de seguir el hilo de mis razonamientos. Mil
emociones me embargaron, y rompí a llorar amargamente.
Desde que me recuperé de las fiebres, había adquirido la costumbre de
tomar todas las noches una pequeña cantidad de láudano, porque solo gracias a
esta droga era capaz de descansar lo suficiente para seguir viviendo.
Angustiado por el recuerdo de mis desgracias, tomé una dosis doble y pronto
caí dormido profundamente. Pero, Dios mío, el sueño no consiguió liberarme
de la memoria y del dolor; mis sueños se poblaban de mil cosas que me
aterrorizaban. Hacia el amanecer tuve una especie de pesadilla. Sentí la garra
de aquel demonio aferrada a mi garganta y no podía librarme de ella. Gritos y
lamentos resonaban en mis oídos. Mi padre, que siempre me vigilaba, notando
mi inquietud, me despertó y señaló el puerto de Holyhead, en el cual ya
estábamos entrando.
Habíamos decidido no ir a Londres, sino cruzar el país hacia Portsmouth…
y desde allí, embarcar hacia Le Havre. Yo prefería este plan, principalmente,
porque temía ver de nuevo aquellos lugares en los que había disfrutado de
unos breves días de sosiego con mi querido Clerval. Y pensaba con horror en
la posibilidad de ver a aquellas personas que habíamos conocido juntos y que,
sin duda, harían preguntas respecto a un suceso cuyo simple recuerdo me
hacía sentir de nuevo todo lo que había sufrido cuando vi su cuerpo inerme.
Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos y todos sus esfuerzos se
destinaban a verme de nuevo restablecido tanto en la salud como en la paz de
espíritu. Aunque su cariño y sus atenciones eran constantes, mi dolor y mi
tristeza eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En ocasiones pensaba que
yo me sentía profundamente avergonzado por haberme visto obligado a
responder de una acusación de asesinato, e intentaba demostrarme la inutilidad
del orgullo.
—¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco me conoces…! Los seres
humanos, sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían efectivamente si
un desgraciado como yo pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e infeliz
Justine, era tan inocente como yo, y fue acusada por lo mismo… murió por
ello. Y yo fui el culpable… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres
murieron por mi culpa.
Mi padre me había oído a menudo hacer la misma afirmación durante mi
encarcelamiento. Cuando me acusaba de aquel modo, a veces parecía desear
que le diera una explicación; y en otras ocasiones probablemente consideraba
que era consecuencia de mi delirio, y que durante mi enfermedad alguna idea
de ese tipo se había grabado en mi imaginación, y que el recuerdo de la misma
aún permanecía vivo en la convalecencia. Yo evité dar una explicación;
mantuve un permanente silencio respecto al engendro que había creado. Tenía
la sensación de que me tomarían por loco, y esto encadenó para siempre mi
lengua, cuando en realidad habría dado un mundo por poder confesar aquel
secreto fatal. En una de esas ocasiones, mi padre me dijo con una expresión de
indecible sorpresa:
—¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás loco…? Querido hijo, te ruego que no
vuelvas a decir esas cosas tan raras…
—¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los cielos que me han visto
actuar pueden atestiguar que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas víctimas
absolutamente inocentes… ¡Y murieron por mis maquinaciones! Mil veces
habría derramado mi propia sangre, gota a gota, por haber salvado sus vidas.
Pero no podía… padre, de verdad, no podía sacrificar a toda la raza humana…
La conclusión de aquella conversación persuadió a mi padre de que estaba
trastornado; así que cambió inmediatamente de conversación para intentar
alterar el hilo de mis pensamientos. Deseaba, en la medida de lo posible,
borrar de mi memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás volvió a aludir
a ellas ni me permitió hablar de mis desgracias. A medida que fue
transcurriendo el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba en mi
corazón, pero ya no volví a hablar de aquel modo incoherente respecto a mis
crímenes; era suficiente para mí tener conciencia de ellos. Con una
insoportable represión, dominé la voz imperiosa de la desdicha, que a veces
deseaba mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento se tornó más
tranquilo y más contenido que antes, como lo era antes de mi excursión al mar
de hielo. Incluso mi padre, que me vigilaba como el pájaro a su polluelo,
estaba engañado y pensaba que la negra melancolía que me había angustiado
se estaba alejando para siempre, y que mi país natal y la compañía de mis
seres queridos me restablecería por completo y me devolvería la salud y mi
antigua alegría.
Llegamos a Le Havre el 8 de mayo e inmediatamente viajamos a París,
donde mi padre tenía que resolver algunos asuntos que nos detuvieron allí
algunas semanas. En esa ciudad recibí la siguiente carta de Elizabeth.
PARA VICTOR FRANKENSTEIN
Ginebra, 18 de mayo de 17**
Mi queridísimo amigo:
Me dio muchísima alegría recibir una carta de mi tío fechada en París. Ya
no te encuentras a una distancia tan enorme, y puedo confiar en verte antes de
quince días. ¡Mi pobre primo! ¡Cuánto debes de haber sufrido! Me temo que te
voy a encontrar incluso más enfermo que cuando partiste de Ginebra. Hemos
pasado un invierno terrible; pero, aunque la felicidad no brilla en nuestra
mirada desde hace muchos meses, espero ver sosiego en tu semblante y
comprobar que tu corazón no se encuentra completamente privado de paz y
tranquilidad.
Sin embargo, temo que persistan los mismos sentimientos que te hacían tan
desgraciado hace un año, y que incluso hayan aumentado con el tiempo. No
querría importunarte en estos momentos, cuando tantas desdichas te oprimen,
pero una conversación que tuve con mi tío antes de su partida me obliga a
darte una explicación necesaria antes de que nos encontremos.
«¿Una explicación?», probablemente te dirás, «¿qué puede tener que
explicar Elizabeth?». Si de verdad piensas eso, mis preguntas ya se han
respondido, y no tengo más que hacer que firmar con un «Tu prima que te
quiere». Pero estamos muy lejos, y es posible que temas y, sin embargo,
agradezcas esta explicación; y, teniendo en cuenta la posibilidad de que tal sea
el caso, no me atrevo a posponer más lo que, durante tu ausencia, he deseado
comentarte muy a menudo y para lo cual nunca he reunido el suficiente valor.
Tú sabes bien, Victor, que mis tíos siempre pensaron en nuestra unión,
incluso desde nuestra infancia. Así se nos dijo cuando éramos jóvenes y nos
enseñaron a considerar ese futuro como un acontecimiento que sin duda
tendría lugar. Fuimos cariñosos compañeros de juegos durante nuestra niñez y,
creo, buenos y sinceros amigos cuando crecimos. Pero del mismo modo que
un hermano y una hermana mantienen una cariñosa relación sin desear una
unión más íntima, ¿no puede ser este también nuestro caso? Dime, querido
Victor… Contéstame, y te lo pido por nuestra felicidad mutua, con una
sencilla verdad: ¿amas a otra?
Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt; y te confieso,
amigo mío, que cuando te vi tan triste el otoño pasado, huyendo del contacto
con la gente y buscando solo la soledad y la tristeza, no pude evitar suponer
que tal vez te arrepentías de nuestro compromiso y que te sentías obligado, por
honor, a cumplir con la voluntad de nuestros padres, aunque se opusiera a tus
verdaderos deseos. Pero este es un razonamiento falso. Te confieso, primo
mío, que te amo y que en los castillos en el aire que he imaginado para mi
futuro tú has sido mi amante fiel y mi compañero. Pero solo deseo tu felicidad,
y también la mía, cuando te digo que nuestro matrimonio haría de mí una
persona absolutamente desgraciada a menos que fuera el resultado de los
dictados de nuestra propia decisión libre. Incluso ahora lloro al pensar que,
acosado como estás por las más crueles desgracias, puedas echar a perder, por
tu palabra de honor, todas las esperanzas de amor y felicidad, que son las
únicas que podrían conseguir que volvieras a ser lo que fuiste. Yo, que siento
hacia ti un cariño tan desinteresado, podría estar aumentando mil veces tu
desdicha si me convirtiera en un obstáculo a tus deseos. Ah, Victor, puedes
estar seguro de que tu prima y compañera siente un amor demasiado verdadero
por ti como para hacerte desgraciado. Sé feliz, amigo mío; y si atiendes a esta
mi única petición, puedes estar seguro de que nada en el mundo podrá jamás
perturbar mi tranquilidad.
No permitas que esta carta te incomode. No la contestes mañana, ni al día
siguiente, ni siquiera hasta que vengas, si ello te causa algún dolor. Mi tío me
dará noticias sobre tu salud; y si veo siquiera una sonrisa en tus labios cuando
nos veamos, sea por esta carta o por cualquier otra cosa mía, no necesitaré
nada más para ser feliz. Tu amiga, que te quiere,
ELIZABETH LAVENZA.

CAPÍTULO 16

Esta carta reavivó en mi memoria lo que ya había olvidado, la amenaza del


engendro diabólico cuando me visitó en las islas Orcadas: «Estaré contigo en
tu noche de bodas.» Tal fue mi sentencia, y esa noche aquel demonio
emplearía todas las artimañas para destruirme y arrebatarme aquel atisbo de
felicidad que prometía, al menos en parte, consolar mis sufrimientos. Aquella
noche había decidido culminar sus crímenes con mi muerte. ¡Muy bien, que
así fuera! Entonces, con toda seguridad, tendría lugar una lucha a muerte en la
que, si él salía victorioso, yo descansaría en paz, y su poder sobre mí habría
terminado. Si vencía yo, sería un hombre libre. ¡Cielos…! ¡Qué extraña
libertad —la que soporta el campesino cuando su familia ha sido masacrada
ante sus ojos, su granja ha sido incendiada, sus tierras asoladas y se convierte
en un hombre perdido, sin casa, sin dinero, y solo—, pero libertad al fin! ¡Así
sería mi libertad, salvo que en mi Elizabeth al menos tendría un tesoro, Dios
mío, que compensaría los horrores del remordimiento y la culpabilidad que me
perseguirían hasta la muerte!
¡Dulce y querida Elizabeth! Leí y releí su carta, y algunos sentimientos de
ternura se apoderaron de mi corazón y se atrevieron a susurrarme paradisíacos
sueños de amor y alegría. Pero ya había mordido la manzana, y el brazo del
ángel ya me mostraba que debía olvidarme de cualquier esperanza. Sin
embargo, daría mi vida por hacerla feliz; si el monstruo cumplía su amenaza,
la muerte era inevitable. Sin embargo, volví a pensar que tal vez mi
matrimonio precipitaría mi destino una vez que el demonio hubiera decidido
matarme. En efecto, mi muerte podría adelantarse algunos meses; pero si mi
perseguidor sospechara que yo posponía mi matrimonio por culpa de sus
amenazas, seguramente encontraría otros medios, y quizá más terribles, para
ejecutar su venganza. Había jurado que estaría conmigo en mi noche de bodas.
Sin embargo, esa amenaza no le obligaba a quedarse quieto hasta que llegara
ese momento… porque, como si quisiera demostrarme que no se había saciado
de sangre, había asesinado a Clerval inmediatamente después de haber
proferido sus amenazas. Así pues, concluí que si mi inmediata boda con mi
prima iba a procurar su felicidad o la de mi padre, las amenazas de mi
adversario contra mi vida no deberían retrasarla ni una hora.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era sosegada y
cariñosa. «Me temo, mi adorada niña», le decía, «que queda poca felicidad en
este mundo para nosotros, sin embargo, toda la que yo pueda disfrutar reside
en ti. Aleja de ti temores infundados. Solo a ti he consagrado mi vida y mis
deseos de felicidad. Tengo un secreto, Elizabeth, un secreto terrible. Te
horrorizará hasta helarte la sangre; y luego, lejos de sorprenderte por mis
desgracias, simplemente te asombrará que aún siga con vida. Te revelaré esta
historia de sufrimientos y terror al día siguiente a nuestra boda… porque, mi
querida prima, debe existir una confianza absoluta entre ambos. Pero hasta
entonces, te lo ruego, no lo menciones ni aludas a ello. Te lo pido con todo mi
corazón, y sé que me lo concederás».
Alrededor de una semana después de la llegada de la carta de Elizabeth,
regresamos a Ginebra. Elizabeth me dio la bienvenida con mucho cariño; sin
embargo, había lágrimas en sus ojos cuando vio mi cuerpo maltrecho y mi
rostro febril. Yo también descubrí un cambio en ella. Estaba más delgada y
había perdido buena parte de aquella maravillosa alegría que antaño me había
encantado. Pero su dulzura y sus amables miradas de compasión la convertían
en la mujer más apropiada para un ser condenado y miserable como yo.
De todos modos, la tranquilidad de que gozaba yo en aquel momento no
duró mucho. Los recuerdos me volvían loco. Y cuando pensaba en lo que
había ocurrido, una verdadera locura se apoderaba de mí. Algunas veces me
enfurecía y estallaba con ataques de rabia, y otras me derrumbaba y me sentía
abatido. Ni hablaba ni veía, sino que permanecía inmóvil, abrumado por la
cantidad de desdichas que se cernían sobre mí. Solo Elizabeth tenía poder para
sacarme de esos pozos de abatimiento. Su dulce voz me tranquilizaba cuando
estaba furioso, y me infundía sentimientos humanos cuando me sumía en la
apatía. Ella lloraba conmigo y por mí. Cuando recobraba la razón, me
reconvenía dulcemente e intentaba infundirme resignación. Ah, sí… es
necesario que los desdichados se resignen. Pero para los culpables no hay paz:
las angustias de los remordimientos envenenan ese placer que se halla en
ocasiones, cuando uno se entrega a los excesos de la pena.
Poco después de mi llegada, mi padre habló de mi inmediato matrimonio
con mi prima. Yo permanecí en silencio.
—Entonces… —dijo mi padre—, ¿estás enamorado de otra mujer?
—En absoluto. Amo a Elizabeth y pienso en nuestra futura boda con sumo
placer. Fija la fecha, y ese día consagraré mi vida y mi muerte a la felicidad de
mi prima.
—Mi querido Victor… no hables así. Graves desgracias han caído sobre
nosotros, pero lo único que debemos hacer es mantenernos unidos a lo que nos
queda, y el amor que sentíamos por aquellos que perdimos debemos
entregárselo ahora a los que aún viven. Nuestra familia es pequeña, pero está
muy unida por lazos de cariño y de desdichas compartidas. Y cuando el paso
del tiempo haya mitigado tu desesperación, nuevas y amadas preocupaciones
nacerán para reemplazar a aquellos de los que tan cruelmente hemos sido
privados.
Tales eran los consejos de mi padre, pero los recuerdos de la amenaza
volvieron a obsesionarme. Y no puede sorprender a nadie que, omnipotente
como se había mostrado aquel engendro diabólico en sus crímenes
sanguinarios, casi lo considerara invencible; y que, puesto que había
pronunciado las palabras «estaré contigo en tu noche de bodas», considerara
aquel destino amenazador como algo inevitable. Pero la muerte no era una
desgracia para mí, si no fuera porque acarreaba la pérdida de Elizabeth; y, así
pues, con gesto sonriente e incluso alegre, me mostré de acuerdo con mi padre
en que la ceremonia tuviera lugar, si mi prima consentía, al cabo de diez
días… y así sellé mi destino, o eso creía.
¡Dios bendito…! Si por un instante hubiera imaginado cuáles podrían ser
las diabólicas intenciones de mi enemigo infernal, habría preferido abandonar
para siempre mi país, y haber vagado como un despreciable desheredado por
el mundo, antes que consentir aquel desdichado matrimonio. Pero, como si
tuviera poderes mágicos, el monstruo me había ocultado sus verdaderas
intenciones; y cuando yo pensaba que únicamente preparaba mi propia muerte,
solo conseguí precipitar la de una víctima que amaba mucho más.
A medida que se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, tal vez por
cobardía o por un mal presentimiento, me sentí cada vez más abatido. Pero
oculté mis sentimientos bajo la apariencia de una alegría que dibujó sonrisas
de gozo en el rostro de mi padre, aunque difícilmente pude engañar a la
mirada más atenta y perspicaz de Elizabeth. Ella observaba nuestra futura
unión con sosegada alegría, aunque no sin cierto temor, debido a las pasadas
desgracias, y tenía miedo de que lo que ahora parecía una felicidad cierta y
tangible pudiera desvanecerse de pronto en un sueño etéreo, y no dejara ni una
huella, salvo una amargura profunda y eterna.
Se hicieron los preparativos para el acontecimiento. Recibimos a las
visitas, que nos felicitaron, y todo parecía adornado con las galas más
halagüeñas. En lo que me fue posible, oculté en lo más profundo del corazón
la ansiedad que me consumía y acepté con aparente sinceridad todo lo que
proponía mi padre, aunque todo aquello no podía servir sino como decorado
de mi tragedia. Se adquirió una casa para nosotros, cerca de Cologny: así
podríamos disfrutar de los placeres del campo y, sin embargo, estaríamos lo
suficientemente cerca de Ginebra como para ir a visitar a mi padre todos los
días, pues él seguiría viviendo en el interior de la ciudad, por Ernest, para que
pudiera continuar sus estudios en la universidad.
Mientras tanto, yo adopté todas las precauciones para defenderme en caso
de que aquel engendro quisiera atacarme. Siempre llevaba pistolas y una daga,
y estaba siempre alerta para evitar emboscadas, y así conseguí gozar en alguna
medida de cierta tranquilidad. Y, en realidad, conforme se aproximaba la
fecha, la amenaza comenzó a parecer más bien una locura que no valía la pena
tener en cuenta, pues probablemente no sería capaz de perturbar mi
tranquilidad, mientras que la felicidad que esperaba de mi matrimonio iba
adquiriendo poco a poco una apariencia de verdadera realidad a medida que se
acercaba el día de la ceremonia, y oía hablar de ella como un acontecimiento
que ningún incidente podría impedir.
Elizabeth parecía contenta ante el cambio que vio en mí, y cómo había
pasado de una risa forzada a una serena alegría. Pero el día en que se iban a
cumplir mis deseos y mi destino, ella estaba melancólica; un mal
presentimiento la embargaba, y quizá también pensaba en el terrible secreto
que yo había prometido revelarle al día siguiente. Mi padre en cambio estaba
rebosante de felicidad y, con el ajetreo de los preparativos, solo vio en la
melancolía de su sobrina la pudorosa timidez de una novia.
Después de celebrar la ceremonia, tuvo lugar una gran fiesta en casa de mi
padre; pero se acordó que Elizabeth y yo deberíamos pasar aquella tarde y
aquella noche en Evian, y que a la mañana siguiente regresaríamos. Hacía un
buen día; y, como el viento era favorable, decidimos ir en barco.
Aquellos fueron los últimos momentos de mi vida durante los cuales
disfruté del sentimiento de felicidad. Navegábamos muy deprisa; el sol
calentaba, pero nosotros íbamos protegidos por una especie de dosel, mientras
disfrutábamos de la belleza del paisaje: unas veces nos girábamos hacia a un
extremo del lago, donde veíamos el Monte Salêve, las encantadoras orillas de
Montalegre y, en la distancia, elevándose sobre todo lo demás, el magnífico
Mont Blanc y todo el grupo de montañas nevadas que intentaban alcanzarlo.
En otras ocasiones, bordeando la ribera opuesta, veíamos el majestuoso Jura,
retando con sus oscuras laderas la ambición de quien deseara abandonar su
país natal y mostrándose como una barrera infranqueable al conquistador que
pretendiera invadirlo.
Cogí la mano de Elizabeth.
—Estás triste —le dije—. ¡Ay, mi amor, si supieras lo que he sufrido y lo
que tal vez aún tenga que soportar, procurarías dejarme saborear la
tranquilidad y la ausencia de desesperación que al menos me permite disfrutar
este único día!
—Sé feliz, mi querido Victor —contestó Elizabeth—; confío en que no
haya nada que te inquiete; y puedes estar seguro de que mi corazón está feliz,
aunque no veas en mi rostro una alegría excesiva. Algo me dice que no
deposite muchas esperanzas en las perspectivas que se abren ante nosotros,
pero no quiero escuchar esas voces siniestras. Mira qué deprisa navegamos y
cómo las nubes, que a veces oscurecen y a veces se elevan sobre la cúpula del
Mont Blanc, consiguen que este maravilloso paisaje sea aún más hermoso.
Mira también los innumerables peces que nadan en estas límpidas aguas,
donde se pueden ver claramente todas las piedras que yacen en el fondo. ¡Qué
día más hermoso…! ¡Qué feliz y serena parece toda la naturaleza!
Así era como Elizabeth intentaba distraer sus pensamientos y los míos de
cualquier reflexión sobre asuntos melancólicos, pero su ánimo era muy
voluble. La alegría brillaba durante unos breves instantes en su mirada, pero la
felicidad constantemente dejaba paso a la tristeza y al ensimismamiento.
En el cielo, el sol se iba poniendo; pasamos frente al río Drance y
observamos su curso a través de los abismos de las montañas y las cañadas de
las colinas más bajas. Los Alpes, aquí, se acercan mucho al lago, y nosotros
nos aproximábamos al anfiteatro de montañas que forman su extremo oriental.
La aguja de Evian se recortaba brillante sobre los bosques que la rodeaban, y
sobre la cordillera de montañas y montañas en la cual estaba suspendida.
El viento, que hasta ese preciso instante nos había llevado con asombrosa
rapidez, se convirtió al atardecer en una agradable brisa; el airecillo apenas
conseguía erizar el agua y producía un encantador movimiento en los árboles.
Cuando nos aproximamos a la orilla, flotaba en el aire un delicioso perfume de
flores y heno. El sol se puso tras el horizonte cuando saltamos a tierra; y
cuando pisé la orilla, sentí que las preocupaciones y los temores renacían en
mí, y que pronto me iban a atrapar y a marcarme para siempre.
CAPÍTULO 17

Eran las ocho en punto cuando desembarcamos; caminamos durante un


breve trecho junto a la orilla, disfrutando de las cambiantes luces del atardecer,
y luego nos retiramos a la posada, y contemplamos el encantador paisaje de
aguas, montañas y bosques que se iban ocultando en la oscuridad, y, sin
embargo, aún dejaban ver sus negros perfiles. El viento, que casi había
desaparecido por el sur, se levantó ahora con gran violencia por el oeste; la
luna había alcanzado su cénit en el cielo y estaba comenzando a descender; las
nubes barrían el cielo por delante de ella con más premura que el vuelo del
buitre y enturbiaban su luz, mientras el lago reflejaba el conmocionado paisaje
de los cielos, y lo agitaba aún más con las inquietas olas que estaban
comenzando a erizarse. De repente, se desató una violenta tormenta de lluvia.
Yo había estado tranquilo durante todo el día; pero tan pronto como la
noche comenzó a enturbiar los perfiles de las cosas, mil temores se adueñaron
de mi mente. Estaba angustiado y alerta, mientras con la mano derecha me
aferraba a una pistola que tenía escondida en el pecho. Cada ruido me
aterrorizaba, pero decidí que vendería cara mi vida y no evitaría el
enfrentamiento que tenía pendiente hasta que mi propia vida, o la de mi
adversario, se extinguiera.
Elizabeth, tímida y temerosa, observó en silencio mi inquietud durante
unos instantes. Al final, dijo:
—¿Por qué estás nervioso, mi querido Victor? ¿De qué tienes miedo?
—¡Oh, tranquila, tranquila, mi amor…! —le contesté—. Espera que pase
esta noche, y ya podremos estar seguros… Pero esta noche es horrible, esta
noche es espantosamente horrible…
Pasé una hora en aquel estado de nervios, y entonces, de repente, pensé
cuán horroroso sería para mi esposa presenciar el combate que de un momento
a otro imaginaba que tendría lugar; y por eso le rogué con vehemencia que se
retirara a dormir, decidido a no ir con ella hasta que no supiera algo de mi
enemigo.
Elizabeth me dejó solo, y durante algún tiempo estuve yendo de un lado a
otro por los pasillos de la casa, inspeccionando cada esquina que pudiera
servir de escondrijo a mi enemigo. Pero no vi ni rastro de él, y comencé a
considerar la posibilidad de que algún afortunado acontecimiento hubiera
tenido lugar y hubiera impedido la ejecución de su amenaza, cuando de
repente oí un grito y un espantoso alarido. Procedía de la habitación a la que
Elizabeth se había retirado. Cuando oí aquel grito, lo comprendí todo… Mis
brazos cayeron rendidos y el movimiento de cada músculo y cada fibra de mi
cuerpo se detuvo; podía sentir la sangre reptando por mis venas y
hormigueando en mis pies. Aquel estado no duró más que un instante, el grito
se repitió y corrí precipitadamente hacia la habitación. ¡Dios mío! ¿Por qué no
me mataste entonces? ¿Por qué estoy aquí para describir la destrucción de mi
esperanza más anhelada y la muerte de la criatura más buena del mundo? Allí
estaba, sin vida e inerte, tendida de lado a lado en la cama, con la cabeza
colgando, con su rostro pálido y deformado, medio cubierto por su cabello. No
importa dónde mire… siempre veo la misma imagen: sus brazos exánimes y
su cuerpo muerto arrojado por el asesino sobre el ataúd nupcial. ¿Cómo pude
ver aquello y seguir viviendo? ¡Dios mío! La vida es obstinada… se aferra con
más fuerza allí donde más se odia. Entonces, solo sé que perdí el
conocimiento… y me desmayé.
Cuando me recobré, me encontré en medio de la gente de la posada. Sus
rostros expresaban claramente un espantoso terror, pero el horror de los demás
solo me parecía una pequeña farsa, una sombra de los sentimientos que me
atenazaban a mí. Me abrí camino entre ellos hasta la alcoba donde yacía el
cuerpo de Elizabeth… mi amor… mi esposa… Solo unos instantes antes
estaba viva… mi querida… mi preciosa… La habían cambiado de postura y ya
no se encontraba como yo la había visto; y ahora, tal y como estaba tendida,
con la cabeza sobre un brazo y un pañuelo cubriéndole el rostro y el cuello,
podría haber pensado que estaba dormida. Corrí hacia ella y la abracé con
locura, pero la mortal frialdad de su cuerpo me recordó que lo que estaba
sosteniendo en mis brazos ya había dejado de ser la Elizabeth que yo había
amado y adorado; la marca de las garras asesinas de aquel demonio aún
permanecían en el cuello, y sus labios ya no tenían aliento.
Mientras aún la tenía en mis brazos, en la agonía de la desesperación, se
me ocurrió levantar la mirada. La alcoba había quedado casi a oscuras, y sentí
una especie de terror pánico al ver cómo la pálida luz de la luna iluminaba la
habitación. Los postigos se habían abierto y, con una sensación de horror que
no se puede describir, vi por la ventana abierta aquella figura odiosa y
aborrecible. Había una sonrisa burlona en el rostro del monstruo; parecía reírse
de mí mientras, con su diabólico dedo, señalaba el cadáver de mi esposa. Me
abalancé hacia la ventana y, sacando la pistola de mi pecho, disparé… pero
consiguió esquivarme, huyó de un salto y, corriendo a la velocidad de un rayo,
se arrojó al lago. Al oír el estallido de la pistola, muchas personas acudieron a
la habitación. Les indiqué por dónde había huido, y lo perseguimos con barcos
y redes, pero todo fue en vano; y, tras pasar varias horas en su busca,
regresamos desesperanzados; la mayoría de los que me acompañaban creyeron
que aquella figura solo había sido fruto de mi imaginación. De todos modos,
después de regresar a tierra, comenzaron a buscar por el campo, y se formaron
distintas partidas que se dispersaron en diferentes direcciones por los bosques
y los viñedos. Yo no los acompañé.
Estaba agotado; un velo me nublaba la vista; y mi piel ardía con el calor de
la fiebre. En aquel estado me tumbé en una cama, apenas consciente de lo que
había ocurrido, y mis ojos vagaron por la habitación como si estuvieran
buscando algo que hubiera perdido. Al final pensé que mi padre esperaría con
ansiedad mi regreso y el de Elizabeth, y que regresaría yo solo. Aquella
reflexión hizo brotar las lágrimas en mis ojos, y lloré durante mucho tiempo.
Pensé en mis desgracias y en su causa, y me vi envuelto en una nube de
estupefacción y horror. La muerte de William, la ejecución de Justine, el
asesinato de Clerval y, ahora, el de mi esposa… en aquel momento ni siquiera
podía saber si la familia que aún me quedaba estaría a salvo de la maldad de
aquel engendro; mi padre podía estarse debatiendo en aquel momento bajo la
garra asesina, y Ernest podría estar muerto a sus pies. Aquellas ideas me
hicieron sentir escalofríos y me devolvieron a la realidad. Me levanté de
inmediato y decidí regresar a Ginebra tan deprisa como me fuera posible. No
había caballos de los que pudiera disponer, y tuve que volver por el lago; pero
el viento era desfavorable y la lluvia caía torrencialmente. De todos modos,
apenas había amanecido y seguramente podría llegar a casa al anochecer.
Contraté a unos cuantos hombres para remar, y yo mismo cogí un remo,
porque el ejercicio físico siempre ha producido en mí cierto alivio de los
sufrimientos emocionales. Pero el insoportable dolor que sentía y la terrible
agitación que sufría me imposibilitaron cualquier esfuerzo. Dejé caer el remo
y, sujetándome la cabeza entre las manos, me abandoné a todas las siniestras
ideas que quisieron asaltarme. Si levantaba la mirada, veía paisajes que me
resultaban familiares, de mis tiempos felices y que había estado contemplando
solo un día antes, en compañía de aquella que ahora no era más que una
sombra y un recuerdo. Las lágrimas anegaron mis ojos. Miré el lago, la lluvia
había cesado un momento, y vi cómo los peces jugaban en las aguas, del
mismo modo que los había visto solo unas horas antes… Elizabeth los había
estado viendo. Nada es tan doloroso para la mente humana como un cambio
violento y repentino. El sol podía brillar, o las nubes podían cubrir el cielo…
nada sería ya como el día anterior. Un ser diabólico me había arrebatado de un
zarpazo toda esperanza de felicidad futura. Ninguna criatura había sido jamás
tan desgraciada como yo; y unos sucesos tan espantosos eran absolutamente
insólitos en este mundo.
Pero… ¿por qué tendría que recrearme en los sucesos que siguieron a esta
insoportable tragedia? La mía ha sido una historia de horror. Ya he alcanzado
el punto culminante; y lo que puedo relatar de aquí en adelante puede
resultarle tedioso, ahora que ya he narrado cómo aquellos a quienes quería me
fueron arrebatados uno tras otro, y yo quedé hundido en la desolación más
profunda. Estoy muy cansado, y solo puedo describir en pocas palabras lo que
queda de mi espantosa historia.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún estaban vivos, pero el primero fue
incapaz de soportar las dolorosísimas noticias que yo les llevaba. Puedo verlo
ahora… era un anciano venerable y maravilloso. Su mirada se perdió en el
vacío, porque había perdido a la persona que era su razón de vivir y su alegría:
su sobrina, que era más que una hija para él, a la cual había entregado todo el
cariño de un hombre que, en el ocaso de su vida, y teniendo pocas personas
queridas, se aferra con más fervor a aquellas que aún le quedan. Maldito,
maldito sea el demonio que derramó el dolor sobre sus canas y lo condenó a
terminar sus días sumido en la desdicha. No pudo vivir rodeado de los
espantos que se habían acumulado a su alrededor. Sufrió un ataque de
apoplejía y, pocos días después, murió en mis brazos.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé. Era incapaz de sentir nada, y las únicas
cosas que podía ver eran cadenas y oscuridad. En realidad, algunas veces
soñaba que paseaba con los amigos de mi juventud por prados llenos de flores
y encantadores valles; pero me despertaba y me encontraba en una mazmorra.
Después me invadió la melancolía, pero poco a poco fui obteniendo una idea
clara de mis desdichas y mi situación, y entonces me sacaron de allí. Porque
me habían dado por loco; y durante muchos meses, como supe después, había
estado ocupando una celda solitaria. Pero la libertad hubiera sido una
concesión inútil para mí si al mismo tiempo que despertaba a la razón no
hubiera despertado a la venganza. Al tiempo que el recuerdo de mis pasados
infortunios me angustiaba, comencé a pensar en su causa… el monstruo que
yo había creado, el miserable demonio que yo había arrojado al mundo para
mi propia destrucción. Me invadía una furia enloquecida cuando pensaba en
él… y deseaba y rogaba ardientemente poder atraparlo para poder desatar un
feroz e imborrable rencor sobre su maldita cabeza.
Desde luego, mi odio no pudo reducirse durante mucho tiempo a un deseo
inútil; comencé a pensar en cuáles podrían ser los mejores medios para
cazarlo; y con ese propósito, aproximadamente un mes después de que me
soltaran, acudí a un juez de lo criminal de la ciudad y le dije que tenía una
acusación que hacer, que yo conocía al asesino de mi familia y que le pedía
que ejerciera toda su autoridad para aprehender al asesino.
El magistrado me escuchó con atención y amabilidad.
—Puede estar seguro, señor —dijo—: por mi parte no se ha reparado en
esfuerzos, ni se reparará en medios, para descubrir a ese malvado.
—Gracias —contesté—; escuche, pues, la declaración que tengo que hacer.
En realidad es un relato tan extraño que me temo que usted no me creería si no
fuera porque hay algo en la verdad que, aunque resulte asombrosa, siempre
convence de su realidad. La historia está demasiado bien trenzada como para
confundirla con un sueño, y yo no tengo ningún motivo para mentir.
Mis gestos, mientras decía aquello, eran vehementes pero tranquilos; había
tomado la decisión íntima de perseguir a mi enemigo hasta la muerte; y aquel
propósito aplacaba mi angustia y, al menos provisionalmente, me reconciliaba
con la vida. En aquel momento relaté mi historia brevemente, pero con
firmeza y precisión, señalando fechas con seguridad y sin dejarme arrastrar
por invectivas o exclamaciones. Al principio el magistrado parecía
absolutamente incrédulo, pero a medida que avanzaba mi relato, se mostró
más atento e interesado. Algunas veces le vi estremecerse de horror; y otras,
una absoluta sorpresa sin mezcla de incredulidad se pintaba en su rostro.
Cuando hube concluido mi narración, dije:
—Ese es el ser al que acuso y al que le pido que detenga y castigue con
toda su fuerza. Ese es su deber como magistrado, y creo y espero que sus
sentimientos como ser humano no le permitan desertar de esas funciones en
esta ocasión.
Aquella petición produjo un notable cambio en la fisonomía de mi
interlocutor. Había escuchado mi historia con aquella especie de credulidad a
medias que se le concede a los cuentos de espíritus y fantasmas; pero cuando
se le instó a actuar oficialmente y en consecuencia, recuperó de inmediato toda
su incredulidad. En todo caso, me respondió con amabilidad.
—De buena gana le prestaría toda la ayuda posible; pero la criatura de la
que usted me habla parece tener poderes capaces de desafiar todos mis
esfuerzos. ¿Quién puede perseguir a un animal que puede cruzar el mar de
hielo y vivir en grutas y cuevas donde ningún hombre se aventuraría a entrar?
Además, han transcurrido ya algunos meses desde que se cometieron los
crímenes y nadie puede ni siquiera imaginar adónde puede haber ido o en qué
lugares vivirá ahora.
—No tengo la menor duda —contesté— de que anda rondando cerca de
donde yo vivo. Y si en efecto se hubiera refugiado en los Alpes, podrían
cazarlo como a una gamuza y abatirlo como a una bestia de presa. Pero ya sé
lo que está pensando: no da crédito a mi relato, y no tiene ninguna intención
de perseguir a mi enemigo y castigarlo como merece.
Mientras hablaba, la ira centelleaba en mis ojos. El magistrado se arredró:
—Está usted equivocado —dijo—; lo intentaré; y si está en mi poder
atrapar al monstruo, puede estar seguro usted de que recibirá el castigo que
merecen sus crímenes. Pero me temo que será imposible, por lo que usted
mismo ha descrito a propósito de sus características; y, mientras se toman
todas las medidas pertinentes, debería usted intentar prepararse para el fracaso.
—¡Eso es imposible! —dije furioso—. Pero todo lo que pueda decir no
servirá de mucho. Mi venganza no le importa nada a usted; sin embargo,
aunque admito que es una obsesión, confieso que es la única pasión que me
devora el alma; mi furia es indescriptible cuando pienso que aún existe el
asesino a quien yo mismo arrojé a este mundo. Usted rechaza mi justa
petición. No tengo más que un camino, y me dedicaré, vivo o muerto, a
intentar destruirlo.
Temblé de nerviosismo al decir aquello; había un frenesí en mi conducta y
algo, no lo dudo, de aquel orgulloso valor que, según dicen, tenían los mártires
de la Antigüedad. Pero para un magistrado ginebrino, cuyo pensamiento se
ocupaba en cuestiones muy distintas a la devoción y el heroísmo, aquella
grandeza de espíritu se parecía bastante a la locura. Intentó calmarme como
una niñera intenta tranquilizar a un niño, y achacó mi relato a los efectos del
delirio.
—¡Hombres…! —grité—. ¡Qué ignorantes sois y cuánto os enorgullecéis
de vuestra sabiduría! ¡Cállese! ¡No sabe usted lo que dice…!
Salí precipitadamente de la casa y, furioso y enloquecido, me fui a meditar
algún otro modo de actuar.

CAPÍTULO 18

En aquel momento, mi situación era tal que todos los pensamientos


razonables se consumían y desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo la
venganza me proporcionaba fuerza y serenidad. Modelaba mis sentimientos y
me permitía pensar con frialdad y estar tranquilo en períodos en los que de
otro modo el delirio o la muerte se habrían apoderado de mí. Mi primera
decisión fue abandonar Ginebra para siempre. Mi país, al que amaba cuando
era feliz y querido… ahora, en la adversidad, se convirtió en un lugar odioso.
Me hice con una pequeña suma de dinero, junto con algunas joyas que habían
pertenecido a mi madre, y partí.
Y entonces comenzó mi peregrinación, que no terminará hasta que muera.
He recorrido vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas las penurias que
suelen afrontar los aventureros en los desiertos y en otros territorios salvajes.
Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas veces me he derrumbado, con
mi cuerpo rendido, sobre la misma tierra, agotado y sin nadie que me
socorriera, y he rogado que me llevara la muerte. Pero la venganza me
mantenía vivo. No me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo.
Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue obtener alguna clave
mediante la cual pudiera seguir el rastro de los pasos de mi diabólico enemigo.
Pero mi plan no dio resultado; y vagué durante muchas horas por los
alrededores de la ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino debería seguir.
Al caer la noche, me encontré a la entrada del cementerio donde reposaban
William, Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a las estelas que marcaban
sus sepulturas. Todo permanecía en silencio, excepto las hojas de los árboles,
que se agitaban suavemente con la brisa. Era casi noche cerrada, y el escenario
habría resultado conmovedor y solemne incluso para un observador
desinteresado. Me parecía que los espíritus de los que se habían ido vagaban
por el aire, a mi alrededor, y proyectaban una sombra que se sentía, pero no se
veía, en torno a la cabeza de aquel que los lloraba. El profundo dolor que esta
escena me produjo al principio inmediatamente dio paso a la rabia y la
desesperación. Ellos estaban muertos, y yo aún vivía. También vivía su
asesino y, para destruirlo, yo debía alargar mi agotadora existencia. Me
arrodillé en la tierra y con labios temblorosos exclamé:
—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que
me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos, oh,
Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico ser
que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate mortal!
Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada venganza,
volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de otro modo
apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos, y a
vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y me guieis en esta
tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las heces el cáliz de la
agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!
Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor
reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos
estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron de
mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la noche,
una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve. Resonó en
mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco, y sentí como
si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de mí.
Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y habría
acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi juramento y mi
vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La carcajada se fue
desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien conocida se dirigió a mí
en un audible susurro:
—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.
Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo
escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su
fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.
Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único
objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del
Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña
casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar
hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco
en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las tierras
inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme, ya
seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos, aterrorizados por su
espantosa figura, me informaban de cuál era su camino; en otras ocasiones y a
menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el rastro, podría desesperar y
morir, me dejaba algunas señales para guiarme. La nieve cayó sobre mí, y vi la
huella de su tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted, que apenas está
comenzando su vida, y las preocupaciones son nuevas para usted y la angustia,
desconocida, ¿cómo puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento?
El frío, las necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que
soportar. Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un
infierno eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis
pasos, y cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo
que me parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo,
abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una
comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me animaba.
La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de aquellas
regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los espíritus que
yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando todo estaba seco,
y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían el
firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia que me reanimaban, y
luego se desvanecían.
Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo
principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente se
asientan las poblaciones del campo. En otras regiones apenas se veían seres
humanos, y en esas zonas generalmente subsistía con los animales salvajes que
se cruzaban en mi camino. Tenía algún dinero y me granjeaba la amistad de
los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la carne de algún animal que
hubiera cazado, la cual, después de coger para mí una pequeña porción, se la
regalaba a aquellos que me proporcionaban fuego y utensilios para cocinar.
Así transcurría mi vida, de un modo que realmente me resultaba odioso, y solo
durante el sueño me sentía un poco mejor. ¡Oh, bendito sueño! A menudo,
cuando más miserable me sentía, me sumía en el descanso y mis sueños me
calmaban casi hasta el éxtasis. El ángel que me guardaba seguramente me
proporcionaba aquellos momentos o, más bien, aquellas horas de felicidad en
las que podía reunir fuerzas para continuar mi peregrinación. Privado de estos
instantes de alivio, habría sucumbido a mis sufrimientos. Así, durante el día
me sostenían y animaban las esperanzas de la noche: porque durante el sueño
veía a mis seres queridos, a mi esposa, y mi amado país; volvía a ver el rostro
de mi bondadoso padre, oía la argentina voz de mi Elizabeth y podía ver a
Clerval, rebosante de vida y juventud. A menudo, cuando me encontraba
exhausto tras una agotadora marcha, me convencía de que estaba soñando, y
de que la noche llegaría y entonces disfrutaría realmente en brazos de mis
seres queridos. ¡Qué anhelo tan angustioso sentía por ellos! ¡Cómo intentaba
abrazar aquellas amadas figuras cuando se me aparecían a veces, incluso en
las visiones que tenía durante la vigilia, y llegaba a convencerme de que aún
estaban vivos! En aquellos momentos, la venganza que ardía en mi interior se
apagaba en mi corazón, y seguía mi camino en pos de la destrucción del
engendro demoníaco más como una tarea que agradaba a los cielos, como si
fuera un impulso mecánico de algún poder del cual yo no tenía conciencia, que
por un verdadero y ardiente deseo de mi alma.
¿Qué sentía aquel a quien perseguía? No puedo saberlo. En efecto, en
ocasiones dejaba señales escritas en las cortezas de los árboles o grabadas en
la piedra, que me guiaban y aguzaban mi furia. «Mi reinado aún no ha
terminado», se podía leer en una de aquellas inscripciones; «Vives, y por eso
mi poder es absoluto. ¡Sígueme…! Voy en busca de los hielos eternos del
norte, donde sentirás el dolor del frío y el hielo, ante los cuales yo no me
inmuto. Muy cerca de aquí, si no te retrasas mucho, encontrarás una liebre
muerta; cómela y así te repondrás. ¡Vamos, enemigo mío…! Lucharemos a
muerte, pero antes de que llegue ese momento, te esperan largas horas de
sufrimiento y dolor».
¡Así te burlas, maldito demonio! Vuelvo a jurar venganza, vuelvo a
prometer, miserable engendro, que te haré sufrir y te mataré; nunca
abandonaré esta persecución, hasta que uno de los dos perezca. Y entonces,
con qué placer me uniré a mi Elizabeth y a aquellos que ya preparan para mí la
recompensa de mi penosa y horrible peregrinación.
A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte, las nieves se hicieron
más abundantes, y aumentó el frío hasta extremos que apenas era posible
resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus cabañas y solo un puñado de
los más atrevidos se aventuraban a salir para cazar animales a los que solo la
inanición había obligado a salir para buscar algo que comer. Los ríos bajaban
cubiertos de hielo, y no había modo de pescar nada. El triunfo de mi enemigo
se engrandecía con la penuria de mis trabajos. Otra inscripción que dejó decía
lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus sufrimientos solo están comenzando ahora!
Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida, porque pronto comenzaremos
un viaje en el que tus sufrimientos colmarán mi odio eterno.» Mi valor y mi
perseverancia se reforzaron ante esas dificultades; decidí no cejar en mi
propósito; e invocando al cielo para que me ayudara, avancé con irremisible
pasión y crucé inmensas regiones desiertas, hasta que el océano apareció en la
distancia y dibujó la última frontera del horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los
mares azules del sur! Cubierto con hielos, solo se podía distinguir de la tierra
porque estaba más desolado y era más accidentado. Los griegos lloraron
cuando vieron el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con
febril alegría el final de sus sufrimientos. Yo no lloré; pero me arrodillé y
agradecí a mi ángel de la guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado sano
y salvo hasta el lugar donde, a pesar de las amenazas de mi enemigo, esperaba
encontrarlo y abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento me había
procurado un trineo y perros, y así pude surcar las nieves a una gran velocidad.
Yo no sé si el engendro contaba con el mismo vehículo; pero descubrí que, así
como antes había ido perdiendo diariamente ventaja en mi persecución, ahora
se la ganaba a él con tanta celeridad que, cuando vi por vez primera el océano,
apenas me sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder alcanzarlo pronto.
Así pues, con renovado valor continué sin desfallecer y dos días después
llegué a una miserable aldea junto a la orilla del mar. Pregunté si habían visto
a aquel engendro y conseguí alguna información. Un monstruo gigantesco,
dijeron, había llegado allí la noche anterior. Armado con un rifle y muchas
pistolas, y poniendo en fuga a los habitantes de una granja solitaria,
atemorizándolos con su terrorífica apariencia, les había arrebatado todas las
provisiones que tenían para el invierno; y poniéndolas en un trineo, había
enganchado al mismo un buen número de perros adiestrados… y la misma
noche, para alegría de los conmocionados y aterrorizados aldeanos, había
proseguido su viaje por el mar helado, en dirección a ninguna parte; y
pensaron que no tardaría en morir en una grieta de hielo o congelado en
aquellos glaciares eternos.
Al escuchar aquella información, sufrí un pasajero ataque de
desesperación. Se me había escapado; y ahora debía comenzar un viaje casi
interminable y peligrosísimo por las montañas de hielo que se alzan en el
océano… en medio de un frío que pocos seres humanos de aquella parte
pueden soportar durante mucho tiempo y en el cual yo, un hombre nacido en
un clima amable y soleado, seguramente no sobreviviría. Sin embargo, ante la
idea de que aquel demonio pudiera vivir y salir triunfante, mi rabia y mi
venganza retornaron, como una poderosa oleada, imponiéndose sobre
cualquier otro sentimiento. Después de un ligero descanso, durante el cual los
espíritus de los muertos me rodearon y me animaron a continuar en pos de la
destrucción y la venganza, me preparé para el viaje.
Cambié mi trineo de tierra por otro preparado para las quebradas del
océano helado; y, tras hacer un buen acopio de provisiones, abandoné tierra
firme. No sé cuántos días han transcurrido desde entonces, pero he soportado
sufrimientos que nada podría haberme capacitado para resistir, salvo el eterno
sentimiento de una justa venganza ardiendo en mi corazón. A menudo
inmensas y escarpadas montañas de hielo me impedían el paso, y a menudo
oía las sacudidas y los estallidos del suelo marino al quebrarse, que amenazaba
con destruirme, pero enseguida caía una nueva helada y los caminos del mar
volvían a ser seguros. A juzgar por la cantidad de provisiones que he
consumido, diría que han transcurrido tres semanas de viaje. El desaliento y el
dolor con frecuencia arrancaban amargas lágrimas de mis ojos. En realidad, la
desesperación casi había hecho presa en mí y pronto me habría sumido en la
más completa miseria. Pero entonces, después de que los pobres animales que
me arrastraban alcanzaran, con un increíble sufrimiento, la cima de una
montaña de hielo, y se detuvieran para descansar —y uno, incapaz de avanzar,
agotado por el esfuerzo, murió—, pude ver angustiado la enorme extensión de
hielo que se abría delante de mí; cuando, de repente, mi mirada se detuvo en
un punto oscuro en la llanura sombría, agudicé la vista para averiguar qué
podría ser y proferí un alarido salvaje de placer cuando distinguí un trineo,
perros, y las deformes proporciones de un ser bien conocido. ¡Oh, con qué
llamarada de emoción la esperanza volvió a arder en mi corazón! Cálidas
lágrimas enturbiaron mis ojos, pero las aparté rápidamente para que no me
impidieran ver a aquel engendro. Continué… pero aún las lágrimas me
impedían ver bien, hasta que, liberando las emociones que me oprimían,
prorrumpí en llanto.
Pero no era momento de entretenerse. Desembaracé a los perros de su
compañero muerto, les di una generosa porción de comida y, después de
descansar una hora —lo cual era absolutamente necesario y, sin embargo,
amargamente enojoso—, continué mi camino. El trineo aún era visible; no
volví a perderlo de vista, excepto en los momentos en que, durante unos
breves instantes, alguna quebrada de hielo me lo ocultaba con sus importunas
aristas. Era evidente que estaba ganándole terreno al objeto de mi persecución.
Y después de otra jornada de viaje aproximadamente, me vi a no más de media
milla de distancia. Mi corazón latía poderosamente en mi interior. Pero
entonces, cuando parecía tener casi a mi alcance al monstruo, mis esperanzas
se desvanecieron súbitamente, y perdí cualquier rastro de él, absolutamente,
como jamás me había ocurrido antes. Se oyó entonces el mar… El rugido de
su avance, a medida que las aguas se levantaban y crecían las olas bajo mis
pies, se hacía a cada paso más espantoso y aterrador. Procuré continuar, pero
fue en vano. Se levantó una ventisca; el mar rugía; y, con la violentísima
sacudida de un terremoto, la superficie helada se quebró y se despedazó con
un estallido terrible y abrumador. Pronto concluyó todo: en pocos minutos, un
imponente océano se abrió entre mi enemigo y yo. Y yo me quedé flotando en
un fragmento de hielo desprendido que a cada paso se hacía más pequeño y
me advertía de ese modo de una espantosa muerte. Así transcurrieron varias
horas: varios de mis perros murieron; y yo mismo estaba a punto de sucumbir
ante tantas penurias, cuando vi este barco anclado, que me hizo mantener
alguna esperanza de obtener socorro y poder salvar la vida. No sabía que los
barcos navegaran tan al norte y verdaderamente me asombró semejante visión.
Rápidamente rompí parte de mi trineo para construir remos y con esos medios
pude, con un esfuerzo infinito, mover mi navío de hielo en dirección a su
barco. Había decidido que, si ustedes se dirigían al sur, me encomendaría a la
piedad de los mares antes que abandonar mi propósito. Esperaba ser capaz de
convencerles para que me prestaran un bote y algunas provisiones con las
cuales aún podría seguir buscando a mi enemigo. Pero iban ustedes al norte.
Me subieron a bordo cuando todas mis fuerzas estaban exhaustas, y pronto
habría sucumbido ante el peso de mis múltiples desgracias, y me habría
entregado a una muerte que aún temo, porque mi objetivo aún no se ha
cumplido. ¡Oh…! ¿Cuándo mi espíritu guardián, guiándome hacia él, me
concederá el descanso que tanto ansío? ¿O debo morir, y él vivir? Si muero,
júreme, Walton, que no escapará, que usted lo buscará y cumplirá mi venganza
y lo matará. Pero… ¿cómo me atrevo a pedirle que se haga cargo de mi
peregrinación, que soporte los sufrimientos que yo he sobrellevado? No, no
soy tan egoísta; sin embargo, cuando esté muerto, si él apareciera, si los
heraldos de la venganza lo condujeran hacia donde usted se encuentra, jure
que no vivirá… jure que no saldrá victorioso ante todas mis desdichas… y que
no vivirá para hacer a otra persona tan desgraciada como yo. ¡Oh…! Es
elocuente y persuasivo, y en una ocasión sus palabras incluso tuvieron algún
poder en mi corazón… pero no confíe en él. Su alma es tan infernal como su
aspecto, podrido de traición y de una maldad diabólica… no le escuche.
Invoque a los manes de William, Justine, Clerval, Elizabeth, de mi padre y del
desgraciado Víctor; y hunda su espada en lo más profundo de su corazón. Yo
estaré a su lado y le mostraré el camino al acero.
Walton - Continuación
Día 26 de agosto
Ya has leído esta extraña y aterradora historia, Margaret, ¿y no sientes que
se te hiela la sangre de horror, como se me congela incluso a mí en este
preciso instante? A veces, atrapado en un repentino ataque de angustia, no
podía continuar su relato; en otras ocasiones, su voz, quebrada y emocionada,
profería las palabras que he transcrito. Sus hermosos y encantadores ojos
ahora se encendían de indignación, ahora se apagaban hasta el abatimiento
más penoso y una infinita desdicha. A veces podía dominar sus gestos y su
expresión, y relataba los incidentes más horribles con una voz tranquila,
evitando cualquier rastro de conmoción… y entonces, de pronto, estallaba
como un volcán, su rostro repentinamente se demudaba y adquiría una
expresión de furia salvaje cuando lanzaba esas maldiciones sobre el monstruo
que lo acosaba.
Su historia es coherente y la contaba de tal modo que parecía sencillamente
la verdad; sin embargo, reconozco, hermana, que las cartas de Felix y Safie,
que me mostró, y la aparición del monstruo, que vimos desde el barco, me
convencieron más de la verdad de su historia que todas sus afirmaciones, por
muy vehementes y coherentes que fueran. Ese monstruo es real, desde luego;
no puedo dudarlo; sin embargo, estoy un poco confuso, y me debato entre el
asombro y la admiración. A veces intentaba que Frankenstein me contara los
particulares de su creación, pero en este punto era inflexible. «¿Está usted
loco, amigo mío?», me decía; «¿Adónde pretende llegar con su insensata
curiosidad? ¿Acaso también desea usted engendrar un demonio infernal para sí
mismo y para el mundo… o qué pretende con esas preguntas? Tranquilo,
tranquilo… Aprenda de mis desdichas, y no pretenda aumentar las suyas».
Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía notas relativas a su
historia; me pidió verlas, y él mismo las corrigió y las aumentó en muchos
lugares, pero principalmente se ocupó de dar vida y fuerza a las
conversaciones que mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado usted
algunas notas», dijo, «no querría que la historia pasara mutilada a la
posteridad».
Así ha transcurrido una semana, mientras he estado escuchando el relato
más extraño que imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi huésped ha
conseguido que mis emociones y todos los sentimientos de mi alma hayan
quedado prendidos de su historia, un interés que él mismo ha ido animando
con su relato y la gentileza de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo,
¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo a alguien tan miserable, tan
desprovisto de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La única alegría
que podrá disfrutar será la que goce cuando prepare sus trastornados
sentimientos para el descanso y la muerte. Sin embargo, sí disfruta de una
pequeña alegría, fruto de la soledad y el delirio: cree que cuando mantiene
conversaciones con sus seres queridos en sueños, y obtiene de esos encuentros
algún consuelo para sus desgracias o coraje para su venganza, esas figuras no
son creaciones de su imaginación, sino los seres reales que lo visitan desde las
regiones del más allá. Semejante fe confiere cierta solemnidad a sus delirios,
que me resultan casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.
Nuestras conversaciones no siempre se reducen a su propia historia y sus
desdichas. Demuestra un notabilísimo conocimiento de la literatura y una
inteligencia rápida y perspicaz. Su elocuencia es vehemente y conmovedora:
desde luego, no soy capaz de escucharlo sin lágrimas en los ojos cuando narra
un acontecimiento patético o cuando pretende excitar las pasiones de la piedad
o el amor. ¡Qué extraordinaria persona tuvo que haber sido en sus buenos
tiempos, si estando en la miseria se muestra así de noble y bondadoso! Parece
intuir lo mucho que vale y la grandeza de su caída. «Cuando era joven», me
dijo, «me sentía como si estuviera destinado a alguna gran empresa. Mis
sentimientos eran muy intensos, pero poseía un juicio tan equilibrado que se
me prometían notables triunfos. Este sentimiento de valía respecto a mí mismo
me animaba en aquellos momentos en los que otros se hubieran hundido, pues
consideraba un crimen desperdiciar en inútiles lamentos aquellos talentos que
podrían resultar útiles a mis semejantes. Cuando reflexioné sobre el trabajo
que había realizado, nada menos que la creación de un animal sensible y
racional, no me pude considerar uno más entre todos los demás científicos.
Pero ese sentimiento que entonces me animó ahora solo me sirve para
sumergirme aún más en el fango. Todas mis fantasías y esperanzas han
quedado en nada; y como aquel arcángel que aspiraba a la omnipotencia,
ahora me veo encadenado en un infierno eterno. Mi imaginación era viva, pero
también tenía una gran capacidad para el estudio… y gracias a la conjunción
de ambas cualidades pude concebir la idea y ejecutar la creación de un
hombre. Incluso ahora, no puedo recordar sin emoción mis delirios cuando el
trabajo aún estaba incompleto: tocaba el cielo en mis sueños… unas veces
exultante por mi inteligencia, y otras, orgulloso ante la idea de sus
consecuencias. Desde la infancia concebí las más altas esperanzas y las más
elevadas ambiciones, ¡y ahora estoy hundido…! ¡Oh, amigo mío! Si me
hubiera conocido usted como fui un día, no me reconocería en este estado de
degradación. El desánimo casi nunca visitaba mi corazón; parecía esperarme
un gran porvenir… hasta que caí, y… ¡oh… nunca, nunca jamás volví a
levantarme!».
¿Voy a perder a este ser admirable? He suspirado por un amigo; he
buscado uno que pudiera comprenderme y apreciarme. Y ya ves, en estos
océanos desiertos lo he encontrado; pero me temo que he ganado a un amigo
solo para conocer su valía y perderlo. Querría reconciliarlo con la vida, pero
rechaza esa idea. «Se lo agradezco, Walton», dijo; «le agradezco que tenga tan
buenas intenciones para con un desgraciado tan miserable; pero cuando usted
habla de nuevas relaciones y nuevos afectos, ¿piensa que hay algo que pueda
reemplazar a aquellos que se fueron? ¿Es que algún hombre puede ser lo que
fue Clerval para mí? ¿O es que alguna mujer puede ser otra Elizabeth? Y
aunque los afectos no se deban especialmente a cualidades extraordinarias, los
compañeros de nuestra infancia siempre poseen cierta influencia en nuestro
espíritu: una influencia que difícilmente otro amigo posterior puede conseguir.
Ellos conocen nuestros sentimientos de la infancia, los cuales, aunque puedan
modificarse más adelante, nunca desaparecen del todo; y pueden juzgar
nuestros actos con más ecuanimidad. Una hermana o un hermano nunca puede
sospechar que el otro lo engaña o le miente, a no ser que efectivamente esos
rasgos se hayan dado en uno de ellos previamente; mientras que otro amigo,
aunque nos tenga en gran aprecio, puede sentir, aun a pesar suyo, la punzada
de la sospecha. Pero yo tuve amigos, a los que quise no solo por las relaciones
de parentesco, sino por sí mismos… y, dondequiera que esté, la dulce voz de
mi Elizabeth o la conversación de Clerval siempre están susurrando en mis
oídos. Están muertos, y en esta horrible soledad solo un sentimiento puede
convencerme de que conserve la vida. Si estuviera comprometido en una noble
tarea o en un proyecto que fuera de gran utilidad para mis semejantes,
entonces podría vivir para llevarlo a cabo. Pero ese no es mi destino. Debo
perseguir y destruir al ser al que di vida; entonces mi objetivo estará cumplido,
y podré morir».
Día 2 de septiembre
Mi querida hermana:
Te escribo cercado por el peligro y no sé si el destino me permitirá alguna
vez volver a ver mi querida Inglaterra y a los queridos amigos que viven allí.
Estoy rodeado por montañas de hielo que no nos permiten movernos y a cada
momento amenazan con aplastar el barco. Mis valientes hombres, a los que
convencí para que fueran mis compañeros, me miran pidiéndome ayuda, pero
no tengo nada que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra
situación… Sin embargo, mi valor y mi confianza no me abandonan. Podemos
sobrevivir; y si no, volveré a leer las enseñanzas de mi Séneca y moriré con
buen ánimo.
Pero, Margaret, ¿cómo te encontrarás tú? No sabrás de mi muerte, y
esperarás angustiada mi regreso. Pasarán los años, y a veces caerás en la
desesperación y, sin embargo, aún acariciarás esperanzas. ¡Oh, mi querida
hermana…! La dolorosa desilusión de tus afectuosas esperanzas me parece
ahora más terribles que mi propia muerte. Pero tienes un marido y unos hijos
adorables; y vas a ser feliz. ¡Que el Cielo te bendiga, y permita que lo seas!
Mi desafortunado huésped me observa con comprensión, intenta darme
esperanzas y habla como si la vida fuera algo que amara verdaderamente. Me
recuerda cuán a menudo estos incidentes le han ocurrido a otros navegantes
que han surcado los mismos mares. A pesar de mí mismo, me anima con los
mejores augurios. Incluso los marineros notan el benéfico influjo de su
elocuencia —cuando habla, se mitiga su desesperanza—; reanima su valor, y
acaban creyendo que estas tremendas montañas de hielo son pequeñas colinas
que se desvanecerán ante la decidida voluntad del hombre. Sin embargo, todo
esto es pasajero, y cada día de esperanza frustrada no hace sino infundirles
miedo; y empiezo a temer que la desesperación desemboque en un motín.
Día 5 de septiembre
Ha ocurrido algo tan extraño que, aunque sea muy probable que estas
cartas nunca te lleguen, mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo
aquí. Aún estamos rodeados por montañas de hielo, aún estamos en constante
peligro de ser aplastados en medio de su fragor. El frío es espantoso, y muchos
de mis desafortunados camaradas ya han encontrado la muerte en medio de
este escenario de desolación. Frankenstein cada día está más enfermo; un
fuego febril aún centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si decide realizar
algún esfuerzo, inmediatamente cae de nuevo en un completo estupor.
Mencionaba en mi última carta los temores que tenía a propósito de un
amotinamiento. Esta mañana, mientras me encontraba vigilando el pálido
rostro de mi amigo, sus ojos medio cerrados y sus brazos colgando exánimes,
me interrumpieron media docena de marineros que deseaban que los recibiera
en el camarote. Entraron, y su jefe se dirigió a mí. Me dijo que él y sus
compañeros habían sido elegidos por los otros marineros para venir en
comisión con el fin de exigirme lo que en justicia no les podría negar.
Estábamos atrapados entre muros de hielo y probablemente jamás saldríamos
vivos de allí; pero ellos temían que si el hielo se descongelaba, cosa que podía
ocurrir, y se abría un canal, yo fuera lo bastante temerario como para proseguir
mi viaje y conducirlos a nuevos peligros después de haber podido superar
felizmente este. Así pues, querían que yo hiciera una promesa solemne: que si
el barco se liberaba, inmediatamente pondría rumbo a Arkangel.
Aquella conversación me preocupó. Yo aún no había perdido la esperanza,
ni había pensado en absoluto en regresar, si el hielo nos liberaba. Sin embargo,
en justicia, ¿podía, aunque estuviera en mi mano, negarles aquella petición?
Dudé antes de responder, cuando Frankenstein, que al principio había
permanecido en silencio y, en realidad, parecía que apenas tenía fuerzas para
escuchar, se incorporó. Sus ojos centelleaban, y sus mejillas se inflamaron con
un momentáneo vigor. Volviéndose hacia los hombres, dijo:
—¿Qué queréis decir? ¿Qué le estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿De
modo que abandonáis con esta facilidad vuestro trabajo? ¿No decíais que esta
expedición era gloriosa? ¿Y por qué iba a ser gloriosa? Desde luego, no
porque la ruta fuera sencilla y plácida como en un mar del sur, sino porque
estaba atestada de peligros y horrores… porque a cada nueva dificultad se
exigiría más de vuestra fortaleza, y se mostraría vuestro coraje… porque
cuando la muerte y el peligro os rodearan, vosotros demostraríais vuestro valor
y todo lo superaríais. Por eso era una expedición gloriosa… por eso era una
empresa de honor. A partir de aquí, todo el mundo os saludaría como
benefactores de la humanidad… vuestros nombres serían honrados como los
de hombres valientes que se enfrentaron a la muerte con honor y por el
beneficio de la humanidad. ¡Y miraos ahora…! A la primera señal de
peligro… o, si lo preferís, ante la primera prueba importante y aterradora a la
que se somete vuestro valor… retrocedéis y preferís abandonar como hombres
que no tuvieran fortaleza para soportar el frío y el peligro. Muy bien, pobres
de espíritu: «¡Tenían frío y volvieron al calor de sus chimeneas…!» ¡Vaya!
¡Para ese viaje no necesitábamos tantos preparativos! No necesitabais venir
hasta tan lejos, ni arrastrar a vuestro capitán a la vergüenza de un fracaso, para
demostrar que sois unos cobardes. ¡Oh…! ¡Sed hombres… o sed más que
hombres! Sed fieles a vuestros compromisos y firmes como la roca. Este hielo
no está hecho de la misma materia que vuestros corazones; es débil, y no
puede derrotaros, si vosotros decís que no va a derrotaros. No volváis junto a
vuestras familias con el estigma de la derrota marcada en vuestras frentes;
volved como héroes que han luchado y han conquistado y no han sabido qué
es volver la espalda al enemigo.
Dijo aquello con un espíritu tan adecuado a los distintos sentimientos que
expresaba en su arenga, y con una mirada cargada de elevados propósitos y
heroísmo, que no fue maravilla que aquellos hombres se conmovieran. Se
miraban los unos a los otros, y eran incapaces de contestar. Hablé. Les dije que
se retiraran y que pensaran en todo lo que se había dicho: que no los llevaría
más al norte si verdaderamente deseaban lo contrario; pero que esperaba que
lo pensaran bien y que pudieran recobrar el valor. Se fueron y me volví hacia
mi amigo, pero se había sumido en un profundo estupor y casi le había
abandonado la vida.
No sé en qué terminará todo esto. Pero preferiría morir antes que regresar
vergonzosamente, sin cumplir mi objetivo. Sin embargo, creo que tal será mi
destino. Los hombres que no sienten con fervor las ideas de gloria y honor
jamás tienen voluntad para seguir soportando penalidades.
Día 7 de septiembre
La suerte está echada. He aceptado regresar si no perecemos antes. Así se
malogran mis esperanzas, por la cobardía y la falta de arrojo. Regresaré a casa
sin haber descubierto nada y desilusionado. Se precisa más filosofía de la que
sé para soportar con buen ánimo esta humillación.
Día 12 de septiembre
Todo ha acabado. Regresamos a Arkangel. He perdido cualquier esperanza
de ser útil a los demás y de alcanzar la fama… y he perdido a mi amigo. Pero
intentaré describirte detalladamente estos amargos acontecimientos, mi
querida hermana. Y si los vientos me llevan a Inglaterra y a ti, no seré del todo
desgraciado.
Día 9 de septiembre: el hielo comenzó a ceder, y los bramidos del mar,
como truenos, se oían en la distancia, a medida que las islas se desprendían y
se resquebrajaban en todas direcciones. Estábamos corriendo un extremo
peligro. Pero como lo único que podíamos hacer era permanecer pasivos,
dediqué todas mis atenciones a mi desdichado huésped, cuya enfermedad se
agravó hasta tal punto que siempre permanecía en cama. El hielo se
resquebrajó por detrás de nosotros y los témpanos fueron arrastrados
rápidamente hacia el norte. Una brisa se levantó desde ese preciso cuadrante…
y el día 11 se abrió un paso hacia el sur y el barco quedó liberado. Cuando los
marineros lo vieron, y comprobaron que el regreso a sus pueblos estaba
prácticamente asegurado, estallaron en gritos de incontenible alegría… que
duró mucho tiempo. Frankenstein, que estaba adormilado, se despertó y
preguntó la razón de aquella algarabía. Era incapaz de contestarle. Preguntó de
nuevo… «Gritan», dije, «porque pronto regresarán a Inglaterra».
«Entonces… ¿de verdad regresa usted?»
«¡En fin… sí! No puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos
al peligro si no quieren, y debo regresar»
«Hágalo si quiere, pero yo no. Puede usted abandonar su propósito, pero el
mío me lo asignó el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil, pero
seguramente los espíritus que me ayudan en mi venganza me concederán la
fuerza suficiente…»
Y al decir eso, intentó levantarse de la cama, pero el esfuerzo fue
demasiado para él; se derrumbó hacia atrás y perdió la consciencia.
Transcurrió mucho tiempo antes de que se recobrara; a menudo pensaba que la
vida le había abandonado por completo. Al final abrió los ojos, pero respiraba
con dificultad y era incapaz de hablar. El doctor le dio una medicina
reconstituyente y nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces me dijo que
con toda seguridad a mi amigo no le quedaban muchas horas de vida.
Así se pronunció su sentencia, y yo solo podía lamentarlo y resignarme.
Me senté junto a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados, y yo creí que
dormía. Pero entonces me llamó con un débil susurro y, rogándome que me
acercara, me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba me han
abandonado; sé que voy a morir pronto, y él, mi enemigo y mi acosador, aún
puede estar con vida. No crea, Walton, que en los últimos instantes de mi
existencia siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo de venganza que un
día le conté; pero tengo derecho a desear la muerte del monstruo. Durante
estos últimos días he estado examinando mi conducta en el pasado… y no creo
que sea culpable. En un ataque de apasionada locura creé una criatura racional
y me vi obligado a proporcionarle, en lo que me fuera posible, felicidad y
bienestar. Ese era mi deber, pero había un deber aún mayor que ese. Mis
obligaciones respecto a mis semejantes tenían más fuerza porque de ellas
dependían a su vez la felicidad o la desgracia para muchos otros. Apremiado
por esta perspectiva, me negué, e hice bien en negarme, a crear una compañera
para la primera criatura. Él demostró una maldad insólita. Acabó con mis seres
queridos… se consagró a la destrucción de seres que gozaban de una
sensibilidad, una alegría y una sabiduría maravillosas. Y no sé dónde puede
acabar esa sed de venganza. Miserable como es, para que no pueda hacer
desgraciados a otros, debe morir. La tarea de su destrucción me correspondía a
mí, pero he fracasado. En cierta ocasión, cuando actuaba por egoísmo y por
ansias de venganza, le pedí que completara mi trabajo inacabado; y ahora
renuevo mi petición, cuando solo me veo inducido a ello por la razón y la
virtud.
»Sin embargo, no le puedo pedir que renuncie a su país y a sus seres
queridos para llevar a cabo esta tarea. Y ahora que usted va a regresar a
Inglaterra, tendrá pocas posibilidades de encontrarse con él. Pero le dejo a
usted la consideración de esos detalles y la tarea de evaluar lo que usted puede
estimar como sus verdaderos deberes. Mi razón y mis ideas ya no están claros
por la cercanía de la muerte. No me atrevo a pedirle que haga lo que yo creo
que es correcto, porque aún puedo estar perturbado por la pasión.
»Me enloquece pensar que él pudiera seguir viviendo para ser instrumento
del mal, y más en esta hora, cuando de un momento a otro espero mi
liberación, la única hora de felicidad que he gozado desde hace tantos años. Ya
puedo ver las imágenes de mis seres queridos muertos a mi alrededor, y deseo
apresurarme a abrazarlos. Adiós, Walton. Busque la felicidad en la
tranquilidad y evite la ambición, aunque sea la ambición aparentemente
inocente de sobresalir en las ciencias y los descubrimientos. Pero… ¿por qué
digo eso? Yo mismo he fracasado en semejantes esperanzas, pero quizá otro
pueda tener éxito…»
Su voz se debilitó aún más; y, exhausto por aquel esfuerzo, se sumió en el
más profundo silencio. Alrededor de media hora después intentó hablar de
nuevo, pero no pudo; apretó mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron
mientras una amable sonrisa se dibujó en sus labios.
Margaret… ¿qué puedo decir? ¿Puedo hacer algún comentario acerca de
este hombre asombroso? ¡Dios mío! Todo lo que puedo decir sería
inapropiado y vulgar. Las lágrimas corren por mi rostro. Pero ya viajo hacia
Inglaterra, y quizá allí encuentre algún consuelo.
Me interrumpen. ¿Qué significan esos ruidos? Es medianoche, la brisa
sopla suavemente, y el vigía del puente apenas se mueve. Otra vez he vuelto a
oír ese ruido… y procede del camarote donde aún permanecen los restos
mortales de Frankenstein. Debo levantarme e ir a ver qué ocurre. Buenas
noches, hermana mía.
¡Dios mío! ¡No sabes lo que acaba de ocurrir! Aún estoy aturdido ante el
recuerdo de lo que he visto. Apenas sé si tendré fuerzas para contártelo con
precisión; sin embargo, lo intentaré, porque el relato que he transcrito hasta
aquí estaría incompleto sin este episodio final y asombroso.
Entré en el camarote donde yacían los restos de mi desdichado huésped.
Sobre él se inclinaba una figura para cuya descripción no tengo palabras… de
una estatura gigantesca, pero desproporcionado y deforme. Como estaba
inclinado hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por largos mechones de
pelo desgreñado; pero su mano extendida parecía como la de las momias,
porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele en color y textura. Cuando
escuchó un ruido y me vio entrar, interrumpió sus exclamaciones de dolor y se
apartó hacia la ventana. Jamás vi una cosa tan espantosa como su rostro, tan
asquerosa y tan aterradora. Cerré los ojos involuntariamente mientras le
gritaba que se quedara quieto. Se detuvo. Mirándome con asombro y
volviéndose luego hacia la figura exánime de su creador, pareció olvidar mi
presencia, aunque todos sus movimientos y sus gestos parecían movidos por la
ira más violenta. «Esta es también mi víctima», exclamó. «Con su asesinato
culmino mis crímenes. ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser generoso y abnegado…!
¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo, que os maté porque maté a
aquellos que vos más queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!»
Su voz pareció ahogada; y mi primer impulso, que había sido obedecer la
petición de mi amigo moribundo y acabar con su enemigo, ahora parecía
atenazado por una mezcla de curiosidad y compasión. Me aproximé a él,
aunque no me atrevía a mirarlo: había algo demasiado aterrador y
sobrehumano en su horrenda fealdad. Intenté decir algo, pero las palabras
murieron en mis labios. El monstruo continuó culpándose y reprochándose
locuras e incoherencias. Al final, dije: «De nada sirve ya tu arrepentimiento. Si
hubieras sentido la punzada de los remordimientos antes de haber llevado tu
diabólica venganza hasta este extremo, Frankenstein aún estaría vivo.»
«¿Es que piensa que yo era insensible a la angustia y a los
remordimientos?», dijo aquel ser demoníaco. «Él», añadió, señalando el
cadáver, «él no ha sufrido más en la consumación de los hechos que yo en su
ejecución. Un espantoso egoísmo me animaba, al tiempo que mi corazón
sufría la más dolorosa angustia. ¿Acaso cree que los gemidos de Clerval eran
música para mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el amor y la
comprensión; y, cuando las desgracias me empujaron hacia la maldad y el
odio, no soporté la violencia del cambio sin un sufrimiento tal que usted sería
incapaz de imaginar. Cuando murió Clerval, regresé a Suiza, con el corazón
destrozado y vencido. Sentía compasión por Frankenstein y por sus amargos
sufrimientos; mi piedad se tornó en horror; me aborrecía a mí mismo. Pero
cuando vi que de nuevo se atrevía a tener esperanzas de felicidad… que
mientras amontonaba desdichas y desesperación sobre mí, buscaba su propia
alegría en los amables sentimientos y las pasiones que a mí me estaban
absolutamente vedados, de nuevo me asaltó la indignación y la sed de
venganza. Recordé mi amenaza y decidí ejecutarla. Y cuando ella murió… no,
en aquel momento no lo lamenté… abandoné cualquier sentimiento y
cualquier angustia. Disfruté enloquecidamente en mi absoluta desesperación; y
habiendo llegado tan lejos, decidí concluir mi diabólico plan. Y ya ha
concluido. He aquí mi última víctima».
Me conmovieron los lamentos por sus desdichas, pero recordé lo que
Frankenstein me había dicho a propósito de su elocuencia y su capacidad de
persuasión; y, cuando de nuevo volví la mirada a los restos de mi amigo, mi
indignación se encendió: «¡Miserable!», grité. «¡Muy bien: así que vienes aquí
a lloriquear sobre las desgracias que has causado…! Arrojas una antorcha en
medio de una aldea, y cuando ha quedado destruida, te sientas en mitad de las
ruinas y lamentas que se hayan quemado… ¡Maldito hipócrita! Si el hombre
por quien gimoteas aún viviera, lo seguirías acosando y persiguiendo con tu
maldita sed de venganza. No es compasión lo que sientes… ¡solo es la pena
porque se ha terminado tu excusa para causar el mal!»
«No es eso…», dijo el engendro demoníaco, «y sin embargo, tal debe de
ser la impresión que usted tenga de mí, porque tal parece haber sido el sentido
de mis actos. Pero no busco a nadie que entienda mi desgracia… lo sé absoluta
y perfectamente, ni busco una comprensión que nunca podré encontrar.
Cuando la busqué, al principio, solo deseaba participar del amor al bien y de
los sentimientos de felicidad y alegría. Pero ahora que la virtud no es para mí
más que una sombra, y la felicidad y la alegría se han tornado desesperación,
¿dónde tendría que buscar comprensión? No… Me conformo con sufrir solo,
mientras tenga que sufrir. Y cuando muera, aceptaré que el odio y el oprobio
descansen sobre mi memoria. En cierta ocasión mi imaginación se deleitó en
sueños de virtud, de fama, y alegría. En cierta ocasión confié en encontrar a
alguien que, ignorando mi aspecto externo, me apreciaría por las excelentes
cualidades que sin duda poseía. En aquel tiempo estaba embargado por los
altos ideales del honor y de la abnegación. Pero ahora la vileza me ha hundido
hasta convertirme en una alimaña bestial… No hay crímenes que se asemejen
a los míos; y, cuando repaso la horrenda nómina de mis actos, apenas puedo
creer que yo sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez animados por
las sublimes y trascendentes visiones del amor y la belleza. Pero así es. El
ángel caído se convierte en un demonio maligno. Pero él… incluso él, el
enemigo del hombre, tuvo amigos y compañeros. Yo estoy absolutamente
solo.
»Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece saber algo de mis
crímenes y mis desdichas. Pero, en el relato que él tal vez le ha hecho de mis
sufrimientos, no ha podido contar las horas y los meses de miseria que he
soportado mientras mi alma ardía de furia e impotencia. Porque cuando destruí
su futuro, no satisfice mis propios deseos, que eran tan ardientes y devoradores
como siempre. Aún deseaba amor y compañía, y siempre me despreciaban.
¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el único criminal, cuando toda la
humanidad ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Felix, que expulsó
de su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O por qué no odia usted al hombre
que deseaba matar a quien salvó a su hija? No, desde luego: ellos son seres
virtuosos e inmaculados… mientras que yo, el miserable y el pisoteado, ¡solo
soy un aborto que debe ser despreciado y apaleado y odiado! Incluso ahora me
hierve la sangre cuando recuerdo semejante injusticia…
»Pero es verdad que soy un miserable. He destruido todo lo bello y lo
indefenso. He cazado a los inocentes mientras dormían y he estrangulado hasta
la muerte el cuello de quien jamás me hizo daño. He conducido a mi creador al
sufrimiento y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia, pero su
aborrecimiento ni siquiera puede compararse al que yo siento por mí mismo.
Miro las manos que han cometido esos actos, pienso en el corazón que los
planeó, y me detesto. No tema: no volveré a hacer ningún mal; mi tarea está a
punto de concluir. No necesito de usted ni de nadie para consumarla, me basto
yo solo. Y no crea que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Abandonaré su
barco; y, en el témpano que me trajo hasta aquí, buscaré el extremo de tierra
más septentrional que pueda tener el globo. Yo mismo levantaré mi pila
funeraria y me consumiré en cenizas, para que mis restos no puedan sugerir a
ningún desgraciado curioso e ingenuo que puede ser capaz de crear a otro
como yo. Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia que me consume, ni seré
presa de sentimientos insatisfechos y, sin embargo, eternos. Quien me creó ha
muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí morirá para siempre. Ya no
volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento en el rostro. La luz, los
sentimientos y la razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad. Hace algunos
años, cuando las imágenes del mundo se mostraron abiertamente ante mí,
cuando sentía la alegre calidez del verano y oía el murmullo de las hojas y el
gorjeo de los pájaros, y aquello era todo para mí, habría lamentado morir; pero
ahora la muerte es mi único consuelo. Enfangado en el crimen y corroído por
los remordimientos más amargos, ¿dónde podré encontrar descanso, sino en la
muerte?
»Adiós. Me voy, usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Y adiós,
Frankenstein! Si en la muerte aún os restara algún deseo de venganza, esta se
vería más satisfecha si siguiera viviendo que con mi muerte. Pero eso no
ocurrirá. Deseabais mi absoluta destrucción para que no pudiera causar
mayores sufrimientos a otros, y ahora no desearíais sino que viviera para que
siguiera sufriendo. Aunque estabas destrozado, mi agonía es mayor que la
tuya, porque los remordimientos son la amarga punzada que atormenta mis
heridas y me tortura hasta la locura.
»Pero pronto moriré», dijo, entrelazando las manos, «y lo que siento ahora
ya no lo sentiré; pronto estos pensamientos… estas dolorosas heridas… ya no
existirán. Levantaré triunfal mi pira funeraria, y las llamas que consuman mi
cuerpo concederán la alegría y la paz a mi espíritu».
Y tras decir aquello, saltó por la ventana del camarote y cayó sobre un
témpano de hielo que permanecía junto al barco; y apartándose con fuerza de
la nave, las olas lo alejaron, y muy pronto se perdió de vista en la oscuridad y
la distancia.

FIN

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