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¡Que disfrutes la lectura!
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No ta E d it or ia l
BLAIRE’S WORLD es una Serie Spin-off de 6 novela de romance oscuro, es-
critos por distintas autoras superventas de USA Today y Amazon, que derivan
de la serie superventas de Anita Gray, The Dark Romance.
No es necesario leer la serie The Dark Romance para leer BLAIRE’S WORLD.
Cada historia es independiente dentro de la serie, y sigue el viaje de un per-
sonaje de la serie The Dark Romance, así que espera encontrar algunas caras
conocidas y otras nuevas.
La serie BLAIRE’S WORLD puede leerse en cualquier orden y Anita Gray
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no ha tenido ninguna influencia creativa en ella. Las historias son obra exclu-
siva de cada una de las autoras.
Si deseas descubrir de dónde procede BLAIRE’S WORLD, visita www.ani-
tagrayauthor.com
Contenido
Nota de Blaire
Sinopsis Capítulo 11
Capítulo 1 Capítulo 12
Capítulo 2 Capítulo 13
Capítulo 3 Capítulo 14
Capítulo 4 Capítulo 15
5
Capítulo 5 Capítulo 16
Capítulo 6 Capítulo 17
Capítulo 7 Capítulo 18
Capítulo 8 Agradecimientos
Capítulo 9 Sobre la Autora
Capítulo 10 Créditos
H ola lector... sí, te hablo a ti. Si no sabes qué es BLAIRE´S WORLD o
quién soy, permíteme que me presente. Me llamo Blaire-Markov. Soy una expe-
rimentada hacker y combatiente que ha sufrido de todo: ser víctima de tráfico
de personas, recibir condicionamiento brutal y las formas más depravadas de
abuso sexual. He vivido, amado y perdido, pero ¿sabes qué? Sigo aquí.
Sigo luchando.
Si aún no has leído mi historia, presta atención. Luna y Andrés, Oliver,
Serafina, Bella, Kristoff y Evelina, todos están conectados a mi mundo. Sus
vidas son oscuras, sus viajes desgarradores y sus historias no han hecho más
que empezar. Prepárate para sumergirte en el más puro e indómito Romance
Oscuro, y no esperes salir ileso. 6
Ah, y si una vez que hayas terminado BLAIRE´S WORLD crees que puedes
conmigo, empieza con BLAIRE, la primera parte de la serie The Dark Romance:
Comprada. Condicionada. Vendida al enemigo, cambiará mi vida para siempre.
Sinceramente, el comienzo de todo, Blaire.
SinopsiS
Siete años. Seis golpes. Cien secretos.
Una espía entre los hombres más peligrosos.
A veces seductora. A veces asesina.
Soy la chica de la fiesta que todos miran, pero nadie recuerda. Fui entrenada
para ser despiadada, despojada de toda emoción y empatía, y sin embargo algo
dentro de mí, algo que la lógica y la razón nunca tocarán, anhela ser más que
la hermosa fachada creada por mi maestro. Quiero que alguna parte de la fan- 7
tasía sea real. Un toque. Un beso. Una mirada solo para mí. Pero nada de eso
estaba en las cartas. Porque no hay un “yo”. Soy la que no existe. La olvidada.
Hasta que me encuentro con el único hombre que se niega a hacerlo.
1
S iempre supe que cuando me llegara el final no sería rápido. La gente de
mi condición no se libra tan fácilmente. Los secretos son poder, pero coleccio-
narlos puede poner a una chica en una situación mortal a manos de alguien que
haría cualquier cosa –incluida la tortura– por conseguirlos.
Llevé a cabo mi primer golpe a los catorce años en una habitación de hotel 8
con un “halcón” que creía que le daría una noche fantástica.
Los últimos siete años han sido una tormenta caótica de fiestas y reuniones,
viajes cortos, recogidas y entregas, y lo peor: largas operaciones encubiertas
que podían durar meses con el único propósito de ganarse la confianza y desen-
terrar los secretos más profundos y oscuros que guardaba el cártel. Acércate,
pero no demasiado. Asegúrate de que sientan que tienen el control, pero nunca
demasiado. Un guiño, un asentimiento, un brindis. Cuanto más destaco, más
no lo hago. Nadie espera que alguien que hace lo que yo hago se esconda bajo
los focos más brillantes. Por eso soy buena.
Eso es lo que Jorge me dijo, al menos.
Pero, ahora no hay focos. No hay respaldo. Ningún plan excepto entregarme
a la oscuridad antes de que roben mis secretos.
Para esto me entrené. Por eso Jorge fue tan duro conmigo.
2
PUERTO VALLARTA
m e hundo en el agua caliente y espumosa de mi baño recién hecho, sa-
biendo que hará poco por llegar al núcleo de mi dolor, y menos aún por mi ego
herido. El aroma a lavanda hace su trabajo y calma mis sentidos hasta que mis 9
doloridos músculos empiezan a deshacerse por sí mismos. Sólo llevo cinco días
de vuelta de Los Ángeles. De vuelta de una misión de seis meses. Seis meses
abriéndome camino en Sureños y encandilando a un narcotraficante de ojos
saltones llamado Gabe.
Todo iba según lo esperado hasta que el ego de Gabe hizo que lo matara una
banda rival, y Jorge arrastró mi culo de vuelta a México y lo reventó ―repe-
tidas veces por si acaso―. El fracaso no es aceptable. No importa la causa de
ese fracaso, con Gabe muerto, Jorge no estaba consiguiendo la información o
la influencia que quería, e independientemente de la lógica, eso era culpa mía.
Mi culpa por no trabajar más rápido cuando se supone que debo centrarme en
el juego a largo plazo. Mi culpa por no predecir el futuro, supongo. Por no con-
vencer a Gabe de que no saliera esa noche, pero también tenía que mantener
mi tapadera, y seguir las reglas de Jorge.
Un dolor punzante, electrizante, me sacude la espalda, contorsionando mi
cuerpo en una posición incómoda dentro de los estrechos confines de la bañera.
Cierro los ojos y respiro controladamente una y otra vez hasta que el dolor desapa-
rece y mi cuerpo se relaja en las curvas de la porcelana blanca que tengo debajo.
Cuando esté del lado bueno de Jorge nuevamente, voy a pedirle un jacuzzi.
Tengo mi propia cabaña en la esquina del recinto fortificado de Jorge, pero
suelo encontrar más paz cuando estoy de servicio. Aquí vigila cada uno de mis
movimientos, y no es que no pueda hacerlo cuando estoy al otro lado del mundo.
Pero en el complejo, el peso de su control y la presión para complacerlo se mul-
tiplican, encapsulando cada pensamiento y movimiento hasta que paso cada
segundo en alerta máxima, insensible a todo lo demás.
Aunque, insensible suena atractivo en este momento.
Me entrenó durante años para no sentir dolor. Aprendí a apagarlo. Igno-
rarlo. Ir a ese espacio en blanco dentro de mi cabeza donde el ruido blanco me
protege de la realidad. Un ejercicio de entrenamiento que repetimos una y otra
vez hasta que estuvo seguro de que nunca revelaría sus secretos. Pero, ayer, 10
cuando por fin me permitió salir de su mansión y volver a mi espacio privado,
fue con órdenes estrictas de no hacerlo.
Es irónico que haya pasado tanto tiempo queriendo formar parte de su
mundo, aprendiendo a acabar con el aislamiento que me impuso, y ahora, a la
primera oportunidad que tengo, me refugio lejos de todo.
Me hundo en el agua hasta que las burbujas me acarician la barbilla y casi
me siento normal. Al menos, todo lo normal que jamás hubiera imaginado para
alguien cuyo trabajo en la vida incluye infiltrarse en cualquier grupo en el que
Jorge ponga sus ojos, y luego chantajear y a veces asesinar a sus miembros.
Mi soledad se rompe cuando unos zapatos de suela dura arrastran los pies
por el suelo de piedra del pasillo. Jorge no permite que nadie más entre o se
acerque a mi cabaña cuando estoy en casa, así que no me cabe duda de que es
él. Su presencia corta el silencio de la noche antes de llegar a la puerta de mi
habitación y, al girar el pomo, se me erizan los vellos de los brazos. Los sumerjo
en el agua, bajo las burbujas, y salgo de su mente. Fuera de su vista. Sé lo que
me espera, otra ronda de castigo, o de entrenamiento, que es igual de malo.
Irrumpe en el cuarto de baño sin la menor formalidad y se coloca sobre mí con
un traje gris Zegna, importado directamente de Italia. Probablemente pagado
por una o dos mujeres. Al menos está pulido. Es menos probable que quiera
ensuciarse. Su pelo negro, habitualmente alborotado, está peinado hacia atrás
y recogido en una coleta en la base del cráneo, y su cara está ensombrecida por
una barba incipiente.
—Tienes que mejorar tu acento inglés —reprocha en su horrible intento de
parecerlo.
No es que nadie le diga lo mal que suena. Nadie en su sano juicio corrige a
Jorge en nada.
—Mi inglés es perfecto —expreso con naturalidad. Igual que mi francés, mi
español, mi ruso, mi persa... pero, a diferencia de él, hablo la mayoría de esos 11
idiomas desde que tengo uso de razón. Más de lo que quiero recordar.
Sus profundos ojos se clavan en mí y me planteo esconderme bajo la capa
de burbujas que cubre la mayor parte de mi cuerpo. Al menos ha venido al
principio del baño, cuando aún tengo la rica barrera de espuma. En realidad,
las burbujas no cambian nada, pero me siento mejor con ellas. Cubriendo los
moratones y arañazos de nuestra última pelea. Se le enciende la nariz.
—Te irás a Canadá por la mañana. Toronto.
—¿Qué? —Enderezo las piernas y saco la parte superior del cuerpo del agua
para sentarme. ¿Canadá? ¿Toronto? No puedo haberlo oído bien. Nunca me ha
enviado allí.
Nunca me ha enviado allí. Grita mi mente, traicionando la barrera que había
construido para mantener oculta esa parte de mi pasado.
Jorge ni siquiera se inmuta, ni por mi reacción o mi forma desnuda. Ha visto
cada centímetro de mí y lo conoce todo íntimamente, aunque no sexualmente.
Ese era otro aspecto de su régimen de entrenamiento. Nunca hemos follado, no
en el sentido literal, pero eso no le impidió joder conmigo hasta el dolor.
—Miguel estará aquí a las cinco de la mañana para llevarte al aeropuerto. —
Se retira el lado izquierdo de la chaqueta y deja caer una bolsa con cremallera
en el taburete junto a la bañera.
—Prepara tu nuevo personaje.
—Sí, señor —digo automáticamente.
Frío y distante no es nada nuevo para él. Así es como es, no es una actuación,
pero a veces es muy intencionado. Sabe que su tono duro aumenta mi necesidad
de aceptación. Cómo un momento tierno puede romperme y hacerme anhelar
la oportunidad de complacerlo. Cuando lo pienso lógicamente, no tiene sentido.
Entiendo la maldita psicología. La uso. No debería tener el mismo efecto en mí,
pero lo tiene. Cada maldita vez.
Algo dentro de mí, algo que la lógica y la razón nunca tocarán, quiere ser
más que la hermosa fachada en la que me han convertido. 12
Cuando creo que se irá sin decir una palabra más, mis pulmones se niegan
a moverse, como si los hubieran llenado de cemento en lugar de aire. Pero, du-
rante una fracción de segundo, sus hombros se relajan y las dos arrugas de su
entrecejo desaparecen.
—Mi poco cierva1 —susurra en voz baja, inclinándose lo justo para acari-
ciarme la mejilla y pasarme el pulgar por debajo del pómulo. —No me falles
de nuevo.
Se endereza tan deprisa que es como si el movimiento me sacara el aire de
los pulmones y, de repente, vuelvo a estar sola. No quiero odiarlo, pero deseo
tanto la aprobación de mi amo. Su tacto, aunque implacable, es el único que
conozco. Y se ha empeñado en dejarme sola. Normalmente también puedo so-
portarlo, pero no sé cómo manejar su creciente violencia por detalles que no
parecen tener importancia. Algo lo ha puesto nervioso. Y sé que, si vuelvo a
cagarla, será mi fin.
1 N. del T. Las palabras en negrita son transcritas del original en español.
Recojo la bolsa y miro el contenido. Un teléfono inteligente, como todos los
que me ha dado, equipado con una aplicación oculta con todo lo que necesito. Y
documentos oficiales. Todo lo jodidamente oficial que puede ser.
Mi foto en un carné de conducir y un pasaporte de Toronto, y un certificado
de nacimiento con el nombre de Carley Martin.
La nueva yo. Una ciudadana canadiense. A veces me pregunto cómo consigue
Jorge semejantes documentos de un plumazo, pero no sería tan sorprendente si
tuviera contactos en todos los gobiernos. En todas las embajadas. Ciertamente
tiene uno en cada banda, cartel, sindicato. Lo que sea.
Juega con todos ellos como una delicada partida de ajedrez. A veces soy su
reina, pero por lo general, me siento más como un peón. Su único peón. Pres-
cindible, aunque caro de reemplazar. 13
Soy quien él quiere que sea cada noche sin apenas avisar. Algunos llama-
rían a las de mi tipo camaleón, otros me dirían zorro, Jorge prefiere su “poco
cierva”. Suave, discreta, mortal.
Alargó la mano para volver a dejar los papeles en el taburete, pero el dolor
se apodera de mi espalda de nuevo, y durante un largo momento no puedo res-
pirar. Algo desgarrado, pellizcado, roto, no lo sé, pero es el precio del fracaso.
Aunque mi fracaso no fue un “fallo” en sentido literal. Jorge clasifica el fra-
caso como le parece. Y cuando lo hace, suele ir seguido de una rabia ciega que
me hace añorar el frío y la lejanía.
Lanzo la bolsa, que se posa en la esquina del taburete y se mantiene en equi-
librio mientras me hundo en el agua, dejando que el calor alivie mis dolores y
molestias durante un momento antes de que llegue la hora de transformarme.
TORONTO
Contemplar los edificios parcialmente iluminados contra el amenazador
cielo gris del atardecer es como adentrarse en un mundo de ensueño. Hay algo
que me resulta familiar, aunque parezca que nunca antes he pisado la ciudad.
Quizá no. Quizá esa vida realmente no existió.
El taxi se detiene frente a un lujoso hotel de gran altura. Es lógico que Jorge
me envíe ahora, cuando parece que aún intenta darme una lección. Pero, ¿cuál
es esa lección? ¿Por qué enviarme de vuelta al lugar que una vez llamé hogar?
En otra vida. Me costaría incluso considerar que esa chica era yo.
Le doy al conductor un billete de veinte de mi bolsillo, sabiendo que la tarifa
ya está pagada.
14
—Gracias —murmuro, recogiendo la pequeña bolsa que me he traído en el vuelo.
Me dirijo directamente a la recepción con el carné en la mano. —Reserva
para Carley Martin —anuncio automáticamente. Tras varios minutos y repe-
tidos intentos fallidos de la recepcionista, me entregan la llave de la tarjeta y
subo a la suite del ático.
Sin bolsas. Sin equipaje.
Me dejo caer en el borde de la cama, agotada por haber dormido poco du-
rante el largo y aburrido vuelo, que hace que las horas de espera en los vestí-
bulos de los aeropuertos parezcan apasionantes. Abro el teléfono, esperando
una actualización, pero tampoco encuentro nada. Sin órdenes. Ninguna infor-
mación. Esto no es normal en Jorge. El diablo que siempre está en los detalles
hoy parece perezoso y desorganizado. Al parecer, está tan cabreado como para
enviarme a ciegas.
Froto con el dedo la cicatriz junto a la base del pulgar, sintiendo el bulto del
dispositivo de rastreo justo debajo de la piel. No deja nada al azar.
Imagino que todo esto de sentarse y esperar forma parte de su plan, así que
tomo el teléfono del hotel y llamo al servicio de habitaciones. Si va a ser un im-
bécil, al menos voy a tener una comida cara de su bolsillo.
Después de una cuantiosa comida, de la que no he probado ni la mitad, y de
una larga ducha, vuelvo a mirar el teléfono. Todavía nada.
Una parte de mi cerebro grita que algo va mal, pero la callo rápidamente.
Jorge está poniendo a prueba mi lealtad. Quiere saber si seguiré sus órdenes
sin oponerme. O tal vez, quiere mostrarme lo que se siente cuando decide de-
jarme colgada. Estoy segura de que hay una lección, en cualquier caso, así que,
en lugar de centrarme en eso, subo al centro de la cama, cierro los ojos y me
concentro en el silencio y en el ritmo constante de mi respiración.
Cuando alguien llama a la puerta, mi ritmo cardíaco se acelera, ruedo fuera 15
de la cama y observo por la mirilla, con la esperanza de que sea el resto de mis
provisiones. Un hombre trajeado con una placa de identificación del hotel está
delante de la puerta con una pequeña caja pegada al costado. Es mejor que nada.
—¿Carley Martin? —pregunta.
Asiento con la cabeza, le tiendo la mano y le doy el último billete. —Gracias.
La caja es más ligera de lo que esperaba y, en cuanto se cierra la puerta, la
abro. Dentro, encuentro un par de tacones rojos, un bolso de mano a juego, ropa
interior de encaje y un vestido de cóctel cuidadosamente enrollado para que no
se arrugue. Perfecto.
Al desenrollar el vestido, cae un papelito. Enlístate, el taxi te recogerá las ocho.
Miro el reloj mientras llevo mi atuendo a la cama. 7:45. Me apresuro a po-
nerme el conjunto, me recojo el cabello en un moño aceptable y recojo mi kit de
maquillaje, que tendré que aplicarme durante el viaje.
i
A las ocho en punto, mi taxi se detiene en la acera y me lleva a una dis-
coteca en las afueras del distrito de ocio de Toronto, donde ahora permanezco
bajo el estruendo de la música, dejando que mis ojos se pierdan entre la mul-
titud. Nadie destaca, pero me gustaría tener una idea de lo que se supone que
estoy buscando. Normalmente, a estas alturas ya tengo todo un informe sobre
mi objetivo. Gustos, aversiones, historia, familia, fotos. Todo. Por lo general,
sé exactamente lo que Jorge quiere. Encuentra al objetivo. Sigue mis órdenes.
Pero, ¿cuáles son esas órdenes ahora?
Sonrío a la gente que pasa, mientras intento reconocer sus caras. Intento reco-
nocer cualquier cosa que pueda sacudir mi memoria. Sin una persona en la que
fijar la mirada, cada vez me cuesta más concentrarme. Sacudo la cabeza y recojo
un vaso de una bandeja cuando el camarero me lo ofrece. No tengo intención de
beberlo, pero necesito pasar desapercibida hasta que averigüe por qué estoy aquí.
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¿Y si no lo averiguo? El corazón me da un vuelco.
Las mangas largas de mi vestido cubren mis brazos magullados, pero me
encuentro tirando de ellas sin cesar mientras el calor dentro del club parece au-
mentar. Recorro el exterior y encuentro unas escaleras que conducen a un al-
tillo con vistas a la fiesta. Parece un buen lugar para esperar hasta que pueda
orientarme.
A mi alrededor, oigo conversaciones mixtas. Algunas en inglés. Muchas en
francés y español. Posiblemente un poco de árabe... ruso... Una reunión típica
según los estándares de Jorge, pero la sobrecarga sensorial hace que sea difícil
distinguir entre el ruido.
¿En qué me ha metido esta vez?
Jorge es un hombre exigente, quisquilloso y paranoico, y siempre sabe exac-
tamente lo que quiere que traiga. No importa si vuelvo con más o con menos
si no cumple sus expectativas. He aprendido a vivir con ello. He aprendido a
navegar sus necesidades detalladas casi siempre de forma segura.
Pero me siento más apagada que la última vez que me adentré en este
mundo, como si no hubiera encontrado del todo el camino para salir de la oscu-
ridad desde la última explosión de Jorge.
Mientras avanzo entre la multitud hacia las escaleras, un hombre trajeado
me sujeta por el hombro derecho. —Mi jefe quiere hablar con usted.
—Parece un problema personal —anuncio llevándome el vaso a los labios,
aunque no tengo intención de beber. Sea cual sea la razón por la que me han en-
viado aquí, no está en mi libro de jugadas ir donde me digan cuando me lo digan.
Lo difícil siempre es más eficaz.
Pero, ¿si fuera por su jefe por quien estoy aquí?
Mi mirada se desvía hacia las escaleras y veo una figura familiar que des- 17
ciende. No puede ser. Entrecierro los ojos y me fijo en el hombre calvo de me-
diana edad. Dirige una rápida mirada en mi dirección y luego desaparece en el
mar de cuerpos apiñados en el centro de la sala.
Santa mierda.
Me muevo para seguirlo, olvidando al hombre que aún me tiene sujeta del
brazo. Como no me suelta, ladeo la cabeza y lo miró fijamente a los ojos. —Dis-
cúlpame. —Sacudo el hombro y me alejo de él, luego levantó la copa en un falso
brindis mientras retrocedo y me mezclo entre la multitud.
Me apresuro a atravesar el centro de la sala, sorteando con cuidado los apre-
tados grupos de gente que ríe, charla y comparte bebidas y aperitivos... hasta
que un hombro choca con el mío y mi bebida resbala por los bordes del vaso.
—Disculpa —me dice un hombre con marcado acento español mientras
agarra mi brazo para estabilizarme. —¿Te encuentras bien? —pregunta con
voz es grave, tan grave que es como si las vibraciones llegaran a mi interior. Y
aunque he oído cada palabra, me quedo mirándolo sin poder responder.
Tiene la cara esculpida y enmarcada por una larga melena negra, recogida
en una coleta baja, y una barba bien recortada. Mi mirada se detiene en el ta-
tuaje de un gorrión que lleva justo debajo de la clavícula, asomando por encima
de la parte abotonada de su camisa negra. Por un instante, creo que el tatuaje
se mueve, que cobra vida. Entonces, parpadeo.
—¿Estás bien? —repite, esta vez en español. No recuerdo que tanta gente
hablara español aquí, pero desde que tengo uso de razón lo he hecho. Igual que
el hombre al que creo perseguir.
Entorno los ojos hacia él, recordándome que hoy hablo inglés.
—Lo siento —digo, levantando mi vaso medio vacío. —Se me ha debido subir
a la cabeza.
Asiente, pero no parece muy convencido. Sus ojos marrones parecen mirarme
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a través de mí. Entonces, vuelvo a ver la misma cara familiar por encima de su
hombro, metiéndose en un pasillo trasero.
—Disculpa —insisto, recuperando el equilibrio. —Gracias por preocuparte,
pero debo ponerme al día con un viejo amigo.
Espero que se me haya pasado el problema mientras me abro paso entre la
multitud hacia el pasillo. Entregó a una camarera mi vaso medio vacío y me
frotó la frente con el dorso de la mano. Me sale una mancha de sudor y maqui-
llaje. Aquí debe de hacer por lo menos cuarenta grados. ¿Cómo puede alguien
aguantar bailando en este infierno?
—¿Estás perdida? —interpela un hombre, apoyado en la esquina más alejada.
—¿Qué? —Mierda. Rápidamente cambio al inglés esperando que no se haya
dado cuenta. —Estoy buscando el baño.
Un hombre me roza por detrás. —Nadie se lo cree, Poco Cierva.
Así es como me llama Jorge. Me palpo el muslo en busca del arma que suelo
llevar, pero no está ahí. No hay nada. Nada. Recuerdo que estoy desarmada.
Sus dedos rozan mis brazos desnudos mientras gira a mi derecha. Luego,
un dedo solitario me toca la piel, recorriéndome la clavícula desde la base del
cuello hacia fuera, empujándome el cabello por encima del hombro. Luego me
da un golpecito en la barbilla para que levante la cabeza.
—Yo no... —finjo ignorancia, pero cualquiera que sepa cómo me llama Jorge
no puede estar actuando por intuición.
—No lo hagas —gruñe, empujándome hacia atrás con su cuerpo.
—No puedes culpar a una chica por intentarlo. —De alguna manera, saco
las palabras, aunque parece que no puedo encontrar aire en mis pulmones para
nada más.
Su expresión estoica se desvanece, como una figura de cera que se derrite.
Se abalanza sobre el hombre que había estado de pie cerca de la esquina y yo
19
echo un rápido vistazo por encima de su hombro para evaluar la situación. El
hombre solitario se ha multiplicado y al menos seis más esperan en el extremo
opuesto del pasillo. Todos llevan pantalones negros, adornados con elegantes
cinturones de cuero negro, y rematados con camisas blancas a medida.
Podría luchar contra el hombre que tengo más cerca. Podría con él fácil-
mente, pero hay al menos media docena de hombres en cualquiera de las dos
salidas vigilando todos nuestros movimientos, incluido el que me había lla-
mado junto a las escaleras.
Me superan en número. No importa cómo reaccione, van a atraparme, y no
será rápido.
—Muéstranos lo que tienes, Zorra.
Zorra. El corazón me da un vuelco en el pecho y trago saliva, casi ahogán-
dome en mi intento de no mostrarle mi reacción. Él no sólo lo sospecha. No
tiene una corazonada que yo pueda refutar o descartar. Lo sabe, soy una espía.
3
— O lvidado —digo, mi voz sin tono y vacía. Olvidada. La palabra es-
taba arraigada en mí desde el momento en que empecé a entrenar para Jorge.
Hasta que se convirtió en automática bajo coacción. La única respuesta acep-
table. El punto en el que dejo la mente en blanco. Nadie conseguirá nada de mí.
Por mucho que lo deseen. 20
Su significado es irónico ahora.
Mi necesidad suele venir acompañada de la insinuación de que en realidad
tengo la información deseada. Esta vez, probablemente saben más que yo. Por
desgracia, no van a creer mi inocencia.
Ese desconocimiento es fácilmente el enemigo más aterrador al que me he
enfrentado. Peor que los líderes de los cárteles a los que me han enviado a se-
ducir y matar, peor que los Barones sobre los que tuve que recopilar informa-
ción, peor que sus esposas a las que he enviado a chantajear.
Peor que Jorge cuando no vuelvo a casa con exactamente lo que quiere.
No sé qué estoy haciendo aquí, o ―considerando mi falta de suministros e
información― si los refuerzos existen ya. Y no tengo nada para aprovechar.
Lo que me deja con dos opciones. Una, oponer resistencia y dejar que em-
piecen la inevitable tortura. O dos, dejarme capturar y mantener la fuerza
física y mental que tenga el mayor tiempo posible antes de escapar o de con-
vencerlos de que me maten.
Extiendo los brazos, ligeramente levantados de los costados, con las palmas
vacías planas, mirando al hombre que tengo delante, y dejo que el mundo
se desvanezca en un gris apagado en el que poco de lo que hagan llegará a
alcanzarme.
—Olvidado.
Una de las rarezas de mi mundo es que pareces mucho más sospechoso por
rendirte cuando estás rodeado de al menos trece hostiles que si simplemente te
aguantas y luchas la batalla perdida.
Diablos, dadas las circunstancias, sospecharía de mí misma, pero todo el
asunto se convierte en un penoso enfrentamiento. Se paran y esperan, prolon-
gando lo inevitable.
—Estoy desarmada —exploto. —¿Qué quieres?
21
El hombre que se eleva sobre mí sonríe. —Jorge dijo que no te derrumbarías,
aunque yo esperaba más pelea.
—Sí, bueno... —Sacudo la cabeza. —Soy lo bastante lista para saber cuándo
las probabilidades no están a mi favor.
Gruñe, empujándome hacia atrás contra la pared.
—Sabes que no va a ser tan fácil.
Siento un fuerte pinchazo en la cadera y jadeo.
Su ojo izquierdo titila mientras da un paso atrás y levanta la mano. Sus nu-
dillos no dejan nada a la misericordia cuando conectan con mi pómulo. Me da
un latigazo y todo se vuelve negro durante una milésima de segundo.
—Nochnaja babochka.
¿Ruso? Joder. Retrocedo inconscientemente. Español, ruso, conoce a Jorge,
me conoce a mí. Y yo no sé una mierda aparte de que estoy jodida.
—Olvidado —gritó. No debería estar tan enfadada. No debería dejar que
las emociones se apoderaran de mis pensamientos. Debería estar ya en mi es-
pacio en blanco, pero mi mente baila y da vueltas como un animal inquieto.
Me agarra por el cuello, levantándome hasta la punta de los pies mientras
me empuja hacia atrás, al alcance de varios de sus hombres.
—¿Olvidado? Poco zorra, estoy íntimamente familiarizado con el adies-
tramiento de las de tu clase, pero doblegarte será mucho más divertido.
Sus ojos se entrecierran, buscando en mi garganta, mi pecho, mi abdomen....
¿Para qué?
Irónico, ¿verdad? Estoy entrenada para fingir ignorancia hasta la muerte
para proteger a mi maestro, y la única vez que mi ignorancia es real, no hay
nadie bajo el sol que me crea. No sé por qué estoy aquí. No sé qué quiere este
22
hombre. Quién es. Y si él no me mata, Jorge lo hará.
—Haz lo que quieras —lanzo con el poco espacio que me deja para respirar.
Me empuja hacia atrás y dos pares de manos me agarran los brazos, otra
cubre con una capucha de tela sobre la cabeza, apretándome la tela alrededor
del cuello hasta que ahogarme. Mis ojos se llenan de manchas blancas mien-
tras mi cuerpo lucha por respirar. Entonces siento otra presión en el cuello.
Nada.
i
M e despierto con el sonido de un grito que me cala hasta los huesos. Hasta
que no siento el dolor en la garganta no me doy cuenta de que soy yo quien grita.
Alguien me golpea la cara. —Silencio. Aún no te he hecho nada.
La capucha sigue cubriéndome la cara, pero distingo una luz mortecina y
una figura de pie frente a mí.
Si no me ha hecho nada, ¿qué demonios es este dolor punzante que me des-
garra la columna vertebral? Gimo involuntariamente cuando el dolor golpea mi
cabeza con una fuerza ensordecedora, trayendo consigo un rugido en mis oídos
como si me acabaran de sumergir en el agua. Tengo los brazos atados a la es-
palda como grandes salchichas comprimidas con el peso de mi cuerpo sobre ellos.
Alguien me sienta de un tirón. Con un chasquido, el malestar empeora hasta
que siento que voy a vomitar, y luego disminuye gradualmente. Mis piernas caen
sobre el borde de un pequeño catre. Noto el frío suelo de cemento bajo los dedos de
los pies, pero al mismo tiempo no lo siento. Las sensaciones son todas erróneas.
Nunca en mi vida he deseado tanto ver a Jorge. Me conformaría incluso
con una de sus palizas. Aunque, dado el estado de mi espalda, tampoco du-
raría mucho allí. Necesito toda mi energía para concentrarme en respirar por
la nariz.
23
Me levantan violetamente, pero tropiezo y caigo de rodillas con un crujido
cuando mis piernas se niegan a sostener mi peso. Me escuecen los brazos por
la lenta circulación de sangre y aprieto los dientes, negándome a emitir sonido
alguno.
El hombre me frota los brazos con las manos, obviamente consciente de mi
malestar y aprovechándose de ello. Siseo entre los dientes y se me encogen los
dedos de los pies.
Me ata algo a través de las cuerdas que me sujetan los brazos. Algo chirría
por encima de mí y me eleva los brazos por detrás. Mis hombros se tensan en
esa posición antinatural. No hay alivio. No tengo adónde ir. Mis articulaciones
llegan al límite, pero me siguen tirando hacia arriba. Me pongo en pie antes
de que se me disloquen los hombros, pero me siento como si estuviera sobre
dos muelles estirados y destrozados en lugar de sostenerme sobre las piernas.
Siento un hormigueo en todo el cuerpo. Me duelen los músculos. Y la habitación
se oscurece mientras las luces parpadean detrás de mis ojos.
Con la cuerda tensada al máximo y los brazos completamente inmovilizados
detrás de mí en un ángulo dolorosamente extraño, los chirridos por encima de
mí cesan por fin.
—Jorge se ha superado a sí mismo —alaba el hombre. Sus pasos me rodean
mientras su mano se desliza por mis caderas y mi culo. —Veamos qué hay de-
bajo de este vestido.
Me giro a verlo a través de la capucha, sólo distingo su silueta, de pie frente
a mí, y entonces un metal frío me presiona la piel entre los pechos.
—Sería mucho más sencillo bajarme la cremallera. —Mis palabras suenan
como si mis cuerdas vocales hubieran pasado por una trituradora.
—No es tan divertido —objeta, cortando la tela negra hasta el ombligo y de-
jando que caiga al suelo. Recorre los tirantes del sujetador, desliza el dedo por
el cierre entre los pechos y lo hace caer también. El frío metal de la navaja pasa 24
por debajo de la correa de mi tanga y tira de ella, empujándome hacia delante
con un rápido movimiento antes de que la hoja corte la tela. Me balanceo y
recuperó el poco equilibrio que tengo mientras él corta la última correa, deján-
dome allí de pie y desnuda.
—¿Sin rastreadores? —Me mete la mano entre las piernas y atraviesa brus-
camente mi hendidura.
Jadeo. Mi instinto me hace reaccionar y me muevo rápidamente, levantando
la rodilla, pero sólo golpeó el aire.
Mientras el dolor se apodera de mí y mi mundo se tambalea, oigo el chas-
quido de la electricidad, justo antes de que algo se conecte con mi costado, y
todo mi cuerpo se ponga rígido por la corriente que vibra a través de mi cuerpo.
Mis rodillas ceden, dejando todo mi peso sobre mis hombros y la cuerda que me
sostiene. Mi columna grita de agonía.
—No decepcionas, Poco Cierva —señala, agarrándome del pelo y echán-
dome la cabeza hacia atrás mientras lucho por volver a funcionar.
Justo cuando recuperó algo de equilibrio, me empuja la cabeza hacia un
lado, deshaciendo mi trabajo. El frío metal vuelve a presionar mi cadera y él
lo arrastra alrededor de mi cintura. De nuevo detrás de mí, agarra mi mano
izquierda y siento cómo sus dedos se clavan en la base del pulgar, buscando el
rastreador del tamaño de un arroz incrustado allí.
De un rápido tajo, siento que mi piel se abre, igual que el vestido negro mien-
tras clava el cuchillo y lo retuerce. Oigo algo diminuto rebotar contra el suelo
debajo de mí.
—Vamos a divertirnos mucho juntos —murmura, apretando su mano contra
la parte baja de mi espalda.
Olvidado. Intentó retroceder.
Vuelvo a oír el chasquido de la pistola eléctrica y veo el destello de luz a cen-
25
tímetros de mi mejilla derecha. Huelo la corriente, mezclada con el sabor de la
sangre de mi mano.
Olvidado.
—No te molestes en intentar bloquearme —reprende. —El cóctel que corre
por tus venas es suficiente para que no te escondas detrás de ese muro mental.
Lo sientes, ¿verdad?
El olor de su aliento rancio se filtra a través de la capucha y se enreda con
los demás y el calor de mi propia respiración, creando una espesa nube a mi
alrededor.
—Sientes el cambio —continúa en un tono suave y cadencioso. —Justo
cuando intentas enhebrar la aguja, el hilo se rompe.
Retrocede un paso y desplaza la pistola eléctrica por mi cuerpo, a escasos
centímetros de mi piel. Mi fino vello se eriza a su paso, entonces, sumerge la
mano y atrapa la punta de mi pezón en su corriente. Gritó involuntariamente
mientras mi cuerpo se arquea.
—Jorge te matará —prometo con los dientes apretados.
—Tú y yo sabemos que no se ensucia las manos —contradice en voz baja y
suave como la seda.
Me mete la mano entre las piernas, pero en cuanto trato de resistirme, siento
la amenaza en el ronco arco eléctrico a escasos centímetros de mis entrañas.
Miró fijamente hacia el foco que hay sobre su cabeza, intentando bloquearlo a
él y a su áspero tacto, pero siento cada momento en que sus dedos me separan,
rodeando primero mi vagina y luego moviéndose más atrás. Me retuerzo invo-
luntariamente, lo que le provoca una risita. Se agacha cuando su mano se hunde
más entre mis piernas y un dedo presiona el apretado músculo de mi ano.
—¿No fue brillante por parte de Jorge mantenerte casta? —Su dedo perma-
nece dentro de mí mientras su pulgar presiona mi otra entrada, y habla con 26
calma, casi con ese tono seductor que Jorge me inculcó.
—Cualquier hombre al que te haya enviado a seducir puede encontrar una
puta, pero tu trabajo era mantener algo sobre ellos. Una necesidad de la que no
pudieran librarse. ¿Pero creías que ése era el único propósito?
Aprieto los dientes. Está intentando llegar a ti...
Mierda. No puedo aguantar lo suficiente para racionalizar mis reacciones.
No puedo encontrar la calma para salir de esta celda, no cuando él sabe exac-
tamente lo que soy. Incluso si pudiera superar el mal funcionamiento de mi
cerebro, no sé si mis miembros y mi cuerpo obedecerían. Aún siento un hormi-
gueo en los brazos y las piernas, y no sé si se debe a la conmoción, a las drogas
o a la creciente incomodidad que irradia de entre mis omóplatos.
Este estado de incertidumbre me resulta extraño. No desde…
No desde la oscuridad.
La pistola eléctrica vuelve a chasquear contra mi piel y mi cuerpo se arquea.
Entonces, centra su atención entre mis piernas, acariciándome el clítoris.
Olvidado. Olvidado. Repito la palabra en mi cabeza, intentando mantener
la respiración uniforme. Suplico a mi mente que se convierta en ruido blanco y
me permita escapar.
Se lleva el pezón izquierdo a la boca, lo lame suavemente al principio y luego
lo aprieta con los dientes.
Aunque la habitación está caliente, un frío espeluznante invade mi cuerpo,
sacudiendo mis músculos ya tensos.
Una bocanada de aire caliente me golpea el estómago, luego su lengua in-
vade mi ombligo y, aunque sé que es inútil, intento retroceder ante su contacto.
—¿Qué quieres? —Se me escapan las palabras.
Se endereza, me sujeta la mandíbula con una mano y presiona sus labios 27
contra los míos. Puede que la capucha me impida ver, pero no me protege de su
tacto ni de su aliento caliente.
—Verte desmoronarte.
4
E l catre que tengo debajo tiembla mientras resuena una explosión.
Sigo viva.
No puedo moverme, mierda, pero sigo viva.
La habitación da vueltas. Se acerca a mí y vuelve a alejarse. Mierda. Es como 28
esas malditas atracciones que sólo he visto en televisión. Al menos la capucha
ha desaparecido. No más cuerdas. Pero puedo ver todos los cortes, verdugones
y moretones que marcan mi piel.
Ruedo y aterrizó en el duro suelo de cemento. Ni siquiera lo siento. Diablos,
no estoy segura de sentir las piernas. Me toco el muslo para asegurarme.
No.
Tal vez.
¿Son mis manos?
Todas las sensaciones parecen extrañas. Alejadas de mí, como si estuviera
mirando un cuerpo con el que no tengo conexión.
Voces y pasos se acercan a mi alrededor. De todas las direcciones.
La puerta se abre.
—Hay una chica aquí —grita un desconocido. Le hace señas a alguien—:
Lucero.
—Hijo de puta —jura el segundo hombre. También hace un gesto a alguien
al otro lado de la puerta y luego se vuelve en mi dirección, agachándose frente
a mí. —¿Estás bien?
Veo cómo mueve los labios, oigo los sonidos, pero nada de eso significa nada.
—¿Hablas inglés? ¿francés? ¿ruso?
La creciente temperatura de mi cuerpo rompe mi trance el tiempo suficiente
para que murmure una palabra antes de que la habitación se oscurezca.
—Olvidado.
Soy lo bastante consciente para sentir cómo me envuelven con algo. Siento
el viento ―el aire fresco y refrescante― mientras nos movemos. ¿Pero dónde?
¿Adónde me llevan?
29
Esta vez no me importa.
Una puerta se balancea sobre sus goznes y una ráfaga de aire aún más frío
se abalanza sobre mí. En un instante siento que me caigo.
¿Me ha dejado caer?
No, la caída libre dura demasiado.
Con una sacudida, me doy cuenta de que sigo en sus brazos. Veo una masa
de figuras borrosas moviéndose a nuestro alrededor. Luego aparece una fila
de todoterrenos negros. Doy un respingo cuando, de repente, otro hombre se
coloca sobre mí y me pone los dedos en la garganta. Espero el desmayo. Espero
perder el conocimiento, pero su tacto es suave.
Intercambian palabras frenéticas sobre mí en español. ¿Quién es ella? Algo
sobre Serge... Sus palabras son demasiado rápidas y no estoy lo bastante lúcida
para seguir el ritmo en ningún idioma.
i
O lvidado. El olvido.
Mi refugio seguro, ese espacio mental en blanco en el fondo de mi mente que
se ha convertido en mi prisión.
Jorge. Mi Maestro. Pienso que ahí debe empezar el hilo, pero no es así. Pero ya no.
Me despierto en una cama blanda, acurrucada en un nido de sábanas, y por
un momento me pregunto si todo ha sido un sueño horrible. Pero cuando mis
ojos empiezan a percibir los detalles de la habitación en penumbra, me doy
cuenta de que es cualquier cosa menos familiar.
Lo último que recuerdo con claridad es la pelea con Jorge. ¿Por qué no puedo
recordar más?
Sólo encuentro destellos. Un material negro sobre mi cabeza, cubriendo la 30
cara. La pistola eléctrica. Manos por todo mi cuerpo, como si me tocaran para
demostrarme que no tenía elección. O una promesa de lo que vendría una vez
que terminara con la tortura.
Luego, el agua helada, cayendo sobre mi cabeza hasta que no pude respirar
a través de la tela y mi cuerpo convulsionando en el frío sin oxígeno.
Trabajar para lobos como Jorge conlleva cierta incertidumbre. Los lobos so-
litarios pueden establecer sus propias reglas, pero al final tienen que jugar con
las de otros. ¿Es eso lo que pasó?
Me levanto de la cama, pero mi cuerpo parece tener otras ideas. Siento la
espalda como si me hubieran clavado un punzón, pero eso no es lo peor. La
sangre se me va de la cabeza y me mareo mientras el estómago se me revuelve.
La puerta de la habitación se abre, pero alzo las manos, suplicando en silencio.
Por favor, no te acerques. Por favor, no hagas ruido.
No puedo articular palabra, ni me atrevo a hacerlo.
Dios, hasta el sonido de sus pisadas cruje en mi cabeza como si caminara
sobre mi cerebro desnudo. Se retira un momento, parece hablar con alguien en
el pasillo y luego vuelve a reunirse conmigo en el dormitorio.
Dios, por favor, por favor, he sentido mucho dolor en mi vida, pero nada tan
paralizante como esto. Es como si hubieran devorado cada parte de mi ser.
No tengo escapatoria.
Caigo de rodillas, con arcadas.
De repente, las manos del hombre están sobre mí, pero estoy demasiado ocu-
pada con las arcadas y luchando por aferrarme a la poca realidad que me queda.
¿Qué es esto?
Mi visión brilla como un rayo mientras mi estómago se aprieta para va- 31
ciarse. Me arde la garganta. Los ojos me escuecen como si el cerebro quisiera
derretirse fuera de mi cabeza. El hombre se arrodilla a mi lado, cuidadosa-
mente silencioso en sus movimientos mientras me tira del cabello hacia atrás.
Cabello que estoy segura está todo cubierto de vómito. O ácido estomacal.
Lo que sea que no pueda retener.
¿Veneno?
Me levanta la barbilla, pero todo mi cuerpo se estremece y vuelvo a vomitar.
Veo que hay otro hombre junto a mí. Ambos están callados. Observan.
Una y otra vez, gimo hasta que creo que no podré volver a aspirar aire en mis
pulmones, y de repente llega con furia. Más dolor. Dios mío.
Me agarro a la manga del hombre que está agachado cerca de mí, necesi-
tando algo a lo que aferrarme mientras los dedos de los pies se clavan en el frío
suelo de piedra. Me sostiene con un brazo alrededor de la cintura.
Ni siquiera puedo resistirme. ¿Qué sentido tiene? Dios, qué dolor.
Me levanta y me sienta sobre los talones. Entonces noto la pequeña pastilla
blanca en su otra mano.
—Abre la boca —pide en voz baja. Aunque susurra, siento cada vibración
del sonido y amenaza con provocarme otro ataque. Sea lo que sea, no puede
ser peor, así que hago lo que me dice y me deja caer la pastillita bajo la lengua,
donde se disuelve en una papilla granulosa y mentolada. Nada cambia mucho.
No me atrevo a moverme y él no me suelta.
—¿Cómo te sientes? —examina.
Gimo. Las palabras siguen doliendo igual, pero ya no soy un desastre en el
suelo. Levantó la cabeza.
No conozco su cara y, sin embargo, siento como si la conociera. Hay algo que me
resulta familiar. ¿Alguien a quien había seguido por Jorge? No. No en esa vida.
32
Sus ojos. Oscuros. Castaños. Los he visto en sueños. Y su olor... una combi-
nación de almizcle y cuero.
¿Cuánto tiempo llevo aquí? El pelo largo del hombre le cae por los lados de
la cara, llegando hasta la mandíbula barbuda.
El hombre que está cerca le da otra pastilla, abre una botella de agua y se
agacha junto a nosotros con ella extendida hacia mí.
El brazo del primer hombre no se mueve de mi cintura, pero me ofrece la
segunda pastilla. —Un relajante muscular. No resolverá el problema, pero de-
bería ayudar por ahora.
Es como si los nervios de todo mi cuerpo hubieran decidido de repente pro-
cesar ondas sonoras, detectando cada matiz y cada movimiento. Y cada una
de esas sensaciones me araña justo debajo de la piel. Agarro la pastilla y me
la meto en la garganta, luego tomo la botella y bebo un pequeño sorbo con cui-
dado, aún con miedo a otra oleada de vómitos. Es demasiado.
Demasiado doloroso.
—¿Dónde estoy? —Logro pronunciar las débiles palabras, pero detesto cómo
suenan. Detesto cómo me siento. Toda esta situación.
—En mi casa. Al norte de Toronto.
Eso hizo poco para responder a mi pregunta. ¿Mi casa? Gran cosa. —¿Y tú eres?
—Galeno. Como te he dicho al menos una docena de veces.
¿Una docena de veces? ¿Qué me pasa? No me atrevo a preguntarlo.
—¿Y tú cómo te llamas? —cuestiona.
¿Es que no lo sabe? Lo miro con los ojos entrecerrados, luego a su amigo. No
es su amigo. ¿Empleado? Lo recuerdo entrando a toda prisa en mi prisión y
sacándome de allí.
33
—Olvidado —respondo. Es mi única respuesta. No existo. Desde luego, no
tengo identidad.
Galeno hace un sonido con la garganta. —No eres de las que se olvidan. —Se
me corta la respiración. Otra vez no.
Me levanta del suelo como si no pesara nada. —Vamos a limpiarte.
Quiero resistirme, pero no puedo. Los brazos y las piernas me pesan dema-
siado como para que mis músculos, maltratados y agotados, puedan hacer otra
cosa que colgar inertes mientras él me lleva hasta una puerta abierta a menos
de seis metros de distancia. Entonces mira por encima del hombro.
—Que Carina limpie esto.
Cuando llegamos al baño, el dolor de mi cuerpo ha sido sustituido por otra
cosa. Algo parecido a esa sensación de desapego, pero no del todo. Me pone en
pie y me apoyo en la pared, notando el vendaje en la mano izquierda, donde me
han quitado el rastreador. También tengo el dorso de la mano amoratado, como
si me hubieran puesto una vía. Si me está curando, debe de tener un plan muy
jodido en mente.
Me bajo los shorts con los que aparentemente me ha vestido y me dejo caer
en el váter. Orino con él allí mirando. Ni siquiera pestañea, ni se ruboriza. No
consigo levantarme. Así que me limpio y cierro la tapa del váter; aún no soy lo
bastante valiente para ver si puedo aguantar el sonido de la cisterna sin volver
a tener arcadas.
Pero al levantarme, mi cuerpo se balancea y me lanza contra la pared antes
de que Galeno vuelva a agarrarme.
—Estoy bien. —Mis palabras suenan arrastradas. Músculos Relájense.
Joder.
Al menos el dolor ha desaparecido. Eso creo. Ni siquiera puedo asegurarlo.
Galeno me deja junto al lavabo, donde puedo apoyarme en la esquina entre la
encimera y la pared. 34
Se quita los zapatos de una patada, y me pregunto si piensa meterse tam-
bién en la ducha antes de darme cuenta de que están cubiertos de vómito junto
con los pantalones y las mangas de su camisa.
Hombre extraño. Lugar extraño.
Dejó caer la cabeza contra la pared y lo observó. Se desabrocha los puños
de las mangas y se las sube hasta los codos. Luego, me agarra de nuevo por la
cintura, me levanta la blusa sucia por encima de la cabeza y me conduce a la gi-
gantesca mampara de cristal. Veo que hay instaladas al menos cuatro duchas,
pero me desplomo enseguida sobre el asiento que sobresale de uno de los lados.
Galeno descuelga una regadera y me estremezco al oír el chasquido que hace
al ajustar la temperatura. Las gotas de un vapor frío me salpican el brazo
mientras dirige el agua contra la pared hasta que irradia un calor tibio. Luego
me la dirige a la nuca y me pasa el agua por los mechones de pelo para eliminar
la mugre pegajosa.
Me da un codazo en la rodilla para que me gire sobre el banco y yo me muevo
sin protestar. Es una sensación extraña.
No particularmente débil. No especialmente desconectada, pero tampoco
bien. Aunque no he estado bien desde el momento en que me desperté.
No. No he estado bien desde...
No puedo pensar en eso. Me giró de modo que mi lado derecho queda apo-
yado contra la pared de la ducha y siento el cálido vaho en la espalda. Galeno
me recoge el pelo y me lo pasa por encima del hombro mientras me pone un
paño caliente en la espalda.
Maldita sea. Me estoy volviendo loca.
Un hombre vestido casi siempre con pantalones sastre y camisa abotonada
al cuello está de pie sobre mí en la ducha. No debería dejar que me toque, pero
está claro que algo dentro de mí está roto, no solo la espalda.
He sufrido una avería.
35
Cada vez que intento recordar lo que ha pasado, averiguar qué ha fallado,
siento como si mi cerebro tuviera un ataque.
Trozos y piezas se desplazan hacia delante, recuerdos sin contesto del tiempo
ni el lugar.
El cuarto de baño se transforma en una habitación de cemento y luego en un
lugar oscuro, apenas más grande que un armario, donde Jorge me retuvo du-
rante días y días hasta que me dieron ganas de salir arañando con mis propios
dedos.
Creía que mi redención había llegado cuando Jorge me liberó de las sombras
y me permitió unirme a su mundo.
Me prometió que me daría todo lo que necesitara para sobrevivir.
Sabía que no podía volver a mi antigua vida ―algo difícil de aceptar para la
mente de alguien de diez años― y Jorge me ofreció la redención. Por poco con-
vencional que fuera.
No estoy segura de sí me he quedado dormida en el baño o si mi mente ha
divagado demasiado, pero de repente me envuelven en una toalla y me llevan de
nuevo a la cama. El olor a vómito ha desaparecido y las sábanas son de otro color.
Galeno me pone de pie junto a la cama, dejándome la toalla sobre los hom-
bros, pero enseguida me la quito, dejándola caer al suelo. No necesito una toalla
mojada para desmayarme.
Pero, en cuanto la toalla llega a mis pies, la puerta de mi habitación se abre
y el otro hombre vuelve a entrar.
Galeno gruñe, y el hombre baja inmediatamente la mirada, deja caer una
bolsa junto a la puerta y se marcha.
¿A qué ha venido eso?
36
Me siento en el borde de la cama mientras Galeno se acerca a la puerta,
recoge la bolsa y vuelve a dejarla a mi lado mientras abre la cremallera. —De-
bería haber ropa suficiente para unos días. Pijamas. Camisetas, vaqueros. Lo
que quieras ponerte.
—¿Por qué me tienes aquí?
—Porque no estás en condiciones de irte.
Esa respuesta tiene demasiado sentido y sólo aumenta mi confusión. Entre-
cierro los ojos, intentando ver a través de la niebla borrosa que hay en mi cabeza.
—¿Qué quieres?
Sigo arrastrando las palabras, pero lo que más me molesta es la discordancia
de mi voz. La incertidumbre que se cuela por las rendijas.
Galeno se limita a ladear la cabeza, como si le hubiera hecho una pregunta
mundana, como por qué la hierba es verde. Claro que debería saber la respuesta.
Sea quien sea, quiere lo que yo sé. Quiere lo mismo que el último hombre. Ex-
cepto que está usando una forma diferente de tortura.
5
V uelvo a despertarme con una luz tenue que entra por la ventana y
un peso sobre mis piernas. Intento zafarme de él, pero entonces se mueve solo.
Entrecierro los ojos y distingo a un perro marrón y blanco de pelo desgreñado
que está sentado a los pies de la cama, estirando el cuerpo hacia atrás. Luego
camina en círculo y decide estirarse a mi lado con el hocico cerca de mi mano. 37
Me mira y luego me da un empujón en la mano con el hocico una y otra vez
hasta que cedo y le acaricio la cabeza.
Seguimos así durante varios minutos. Cada vez que dejo de acariciarlo,
vuelve a colarse bajo mi mano.
—Pareces un perro. —Al menos tengo un visitante tolerable. Apoya el hocico
en mi muñeca.
—¿Cómo te llamas? —curioseo, girando su collar con la otra mano. —¿Rafe?
Se levanta, con las orejas hacia atrás.
—Encantada de conocerte, Rafe. —Le doy una palmadita en la cabeza.
Siempre quise un perro, pero.... No. Cierro los ojos y me trago el nudo que tengo
en la garganta.
—Yo también soy un perro —confieso en voz baja.
Y ahora estoy en la cama, hablando con un animal. ¿Por qué no? No hay
mucho más que pueda hacer sin sentir que la cabeza me va a estallar.
—A mi último... jefe le gustaban los perros. Decía que yo era su perro más
preciado. Por eso me tenía cerca. Por eso era buena en mi trabajo. Todo el
mundo te mira. Nadie te ve. —Yo sólo era valiosa mientras el mundo me subes-
timó. Pero las muñequitas bonitas tienen una vida corta en este mundo. Espe-
cialmente cuando su trabajo es acercarse a los objetivos, descubrir sus secretos
y, a veces, velar silenciosamente por su muerte. La sangre tenía que estar en
las manos de alguien. Y, por extraño que parezca, anhelo volver a esa vida. No
el chantaje y el asesinato en sí, pero al menos entonces sabía quién era en este
mundo. Sabía que Jorge me mantendría a salvo y viva mientras yo cumpliera
con mi parte.
Pero ahora... ¿qué sé yo?
Cama extraña. Perro extraño. Dolor extraño. Hombre extraño.
38
Si pudiera levantarme a mirar por la ventana, seguro que tampoco recono-
cería nada allí. Claro, los medicamentos ayudan a mantener a raya el dolor ce-
gador, pero hay algo en la perspectiva de acabar hecha un desastre vomitando
en el suelo que disuade a uno de levantarse.
—Si pudieras decirme qué mierda está pasando —ruego al perro entre dientes.
Entonces, oigo que se abre la puerta y entra Galeno. Me muerdo el interior
de la mejilla y cierro los ojos. Lleva vaqueros, camiseta negra y calcetines ne-
gros en los pies. No me extraña que no le haya oído. Se sienta a los pies de la
cama, a escasos centímetros de mí, y me aparto de él de un tirón.
Al instante me arrepiento y aprieto los dientes mientras el dolor me atra-
viesa como un rayo negro.
¿Qué está mal conmigo?
Nunca había sido así. Dolor. Dolor de huesos. Dolor muscular. Diablos, in-
cluso he tenido dolor de nervios. Pero no del tipo que irradia desde entre mis
omóplatos como una maldita bomba atómica.
¿Alguna vez se irá?
El nervio dañado de la mandíbula nunca desapareció, pero al menos ahora
es tolerable. Miró fijamente al techo, intentando dejarme llevar por el vacío
blanco. Olvidado. Todo está olvidado en el vacío.
El papel se rasga y cruje detrás de mí.
—¿Tienes hambre? —pregunta Galeno. Deja un bocadillo en la cama junto a
mi pierna y tira una bolsa de papas fritas a su lado.
Olvidado.
No contestó, pero se me hace la boca agua en cuanto el olor a beicon me llega
a la nariz.
Rafe salta, se tumba sobre mis piernas, mueve la cola y mira expectante la 39
comida de su amo. Al menos le cae bien al maldito perro.
Que se joda.
Olvidado.
Tengo que tragar antes de que mi propio cuerpo me ahogue.
Galeno toma una papa frita y la hace crujir ruidosamente en la boca. Odio el
sonido de la gente comiendo. En un lugar tranquilo, es suficiente para ponerme
furiosa.
Mierda, tengo hambre.
Crujido.
Olvidado.
El perro se revuelca en mis piernas.
Crujido.
Olvidado.
—Sé que puedes hablar, Chiquita. Te he oído charlar con el perro y mur-
murar en sueños.
—Que te den. —Jódete.
Galeno me sonríe por encima del medio bocadillo que se ha llevado a los la-
bios. —Te iba a dar la mitad, pero si te ofreces...
Bastardo.
Me tiende el bocadillo y Rafe me aprieta el muslo con las patas delanteras,
agitando el rabo con locura.
—Dale de comer a tu puto perro.
Galeno se sienta, quita una tira de beicon del bocadillo y se lo da a Rafe, que
se lo traga alegremente de uno o dos bocados. 40
Maldita sea, deja de babearte. Entonces, mi estómago se une con un pro-
fundo gruñido. Cierro los ojos, pero no puedo bloquear el olor.
—¿Qué quieres? —refunfuño, manteniendo la mandíbula tensa.
Hay un largo silencio, pero me niego a abrir los ojos para ver por qué. —
Tomé un bocadillo después de mi reunión de esta mañana y pensé que te ape-
tecería comer algo.
Así que... ¿se había ido? ¿Eso significaba que había dejado a su amigo el “Si-
giloso” para que me vigilara?
Bueno, no era como si pudiera a irme lejos de cualquier manera.
—¿Cuál es el truco?
—No hay trampa. Es un jodido sándwich y tienes que comer.
—Siempre hay una trampa. Me mantienes aquí y viva por una razón.
—¿Y qué es lo que crees que necesito? —curiosea despreocupado, tendién-
dole al perro una loncha de queso que hace mi boca agua.
—Una ventaja... algo de información...
—¿Para conseguir qué? —cuestiona.
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —grito agravando esa maldita punzada
entre mis omóplatos. No hemos llegado a insoportable todavía, pero se acerca.
Galeno deja el bocadillo en el suelo, haciendo un sonido a Rafe para que se
siente inmediatamente y espere. Luego, recoge la bolsa que tiene junto a los
pies y saca una botella de agua y algo envuelto en una servilleta. Lo despliega
en su mano y me ofrece de nuevo las dos pastillas blancas, apoyando la botella
de agua junto a mi cadera. —Te aseguro que no necesito nada de lo que hayas
aprendido en tus hazañas para Jorge.
La punzada en la espalda me hace dar un respingo. ¿Jorge? ¿Quién carajo
no sabe quién soy?
41
—Y si necesitara una ventaja, podría encontrar formas menos agotadoras de
conseguirla.
—Entonces, ¿qué? —El dolor empieza a joderme la cabeza otra vez. Jode mis
sentidos. Recojo la pastilla antes de convertirme en un desastre vomitivo y la
trago con agua. Luego, tomo la otra mitad de su sándwich.
—¿Esta es la mejor cena que se te ha ocurrido?
—Las proteínas te sentarán bien. —Se acomoda en la cama, flexionando una
pierna sobre el colchón mientras la otra cuelga de modo que me mira de frente.
Tiene los hombros bajos, las extremidades relajadas, sin la tensión habitual
que estoy acostumbrada a ver a mi alrededor. —El pan ayuda a que la pastilla
se asiente en el estómago. Y el bacon siempre es una ventaja. Además, pensé
que debíamos asegurarnos de tener los vómitos bajo control antes de darte algo
demasiado loco.
Lo fulmino con la mirada un momento y luego suelto un chasquido. —Al
menos tienes muchas respuestas sobre algo.
Galeno se inclina hacia delante hasta estar casi agachado sobre mí.
—Aunque respondiera a tu pregunta anterior, no me creerías, así que ¿para qué
molestarse?
Maldición.
Doy un mordisco al bocadillo. Los sabores ―por mundanos que me parezcan en
un día normal― estallan en mi boca, realzados por el hecho de que es la primera
comida que recuerdo haber probado desde que pedí el servicio de habitaciones en
el hotel. Los ojos de Galeno no se apartan de mí mientras mastico, así que trago
rápidamente antes de que piense que estoy disfrutando demasiado.
Porque lo hago.
Como no tengo muchas más opciones, intentó encontrar más respuestas, o al 42
menos un resquicio para hallar una pista.
—¿Qué está mal conmigo?
Lo pilló en mitad de un bocado y arquea una ceja mientras mastica. —Lo
preocupante es que tienes dos lesiones por estrés en la espalda, que te causan
presión en los nervios. El doctor calculó que tenían más de unos días, así que
sospecho que se trata de una lesión antigua que Serge exacerbó. También indicó
que, además de numerosas contusiones, esguinces, torceduras y abrasiones, te
administraron un buen cóctel de fármacos.
Doy otro mordisco al bocadillo. Esa sensación de embriaguez se está acumu-
lando de nuevo, sustituyendo la ira por la satisfacción.
Mis ojos se fijan en sus labios mientras mastica otro bocado del sándwich,
luego en sus dedos cuando parte otro trozo y se lo da a Rafe.
Cuando se acaba el bocadillo, arruga el envoltorio, cuyo sonido afortunada-
mente no me eriza la piel. Luego, le da una palmadita en la cabeza a Rafe y el
perro se da la vuelta para que le rasquen la barriga.
Todo el mundo piensa que los perros son adorables cuando tratan de com-
placer a sus amos para que les froten la barriga o cuando suplican que les den
una palmadita en la cabeza, pero yo veo una parte de mí misma reflejada en
sus movimientos. Conozco ese sentimiento. Apreciar las sobras, la lealtad in-
quebrantable, hacer trucos para llamar la atención y ser apreciado, pero mis
trucos eran de todo menos bonitos. Me recuerda a esa sensación que había
tenido en la bañera, esperando algún reconocimiento de Jorge antes de salir.
Pero entre las cosas que me unían a Jorge estaba la certeza de que, fuera de
su control, siempre habría alguien buscándome.
Estar sola en el mundo, sin identidad, siempre mirando por encima del
hombro, no es un lugar en el que quisiera estar.
¿Dónde estaba ese control blindado cuando más lo necesitaba? 43
Tengo que encontrar la forma de salir de aquí.
6
E stá anocheciendo y la casa está en silencio. He dormido casi toda la
tarde y, aparte de dejarme un plato con pollo y arroz para cenar y con otra
tanda de medicinas, Galeno ha estado sorprendentemente desatento. Incluso
Rafe se ha ausentado y estoy a punto de volverme loca. No soporto quedarme
en la cama ni un minuto más, así que, a pesar del riesgo de que se repita mi 44
último intento de levantarme, retiro las sábanas y dejo caer los pies descalzos
sobre el frío suelo.
El dolor es soportable, pero me muevo en silencio ―y con cautela― hacia la
puerta, que espero que esté cerrada con llave, pero el pomo gira libremente y
me deja en un largo pasillo.
¿Quién es este tipo?
Alguien que no tiene ni idea de lo que está jodido. Eso es seguro.
Y aun así había descubierto mi conexión con Jorge, supiera o no lo que sig-
nificaba. Por lo que sé, podría haber obtenido esa información del hombre cuya
casa había sido allanada.
A la derecha, veo una barandilla que da al piso de abajo y, más allá, unas
escaleras.
Demasiado fácil.
Me arrastro hacia ellas de todos modos. Quizá no se dio cuenta de que mi
puerta estaba abierta. Tal vez no esperaba que saliera.
Pero en cuanto llegó a la esquina de la pared, veo un movimiento abajo y
retrocedo. El Sigiloso, por supuesto. Ese hombre siempre parece estar mero-
deando por los pasillos.
Atraviesa el gran espacio abierto de abajo, cubierto de muebles lujosos y
dispuestos como si esperara una gran fiesta. Sigiloso abre la puerta principal
y, por un segundo, espero que se esté yendo y yo tenga un tiro limpio, pero se
queda en el umbral como si hablara con alguien de fuera.
Mierda.
Con las escaleras descartadas por el momento, decido explorar el resto del
pasillo, siguiéndolo más allá de la puerta donde Galeno me retiene hasta la se-
gunda puerta. Acerco el oído contra la madera maciza y no oigo nada. Así que
giro el pomo en silencio y me asomo al interior. 45
Otro dormitorio, este mucho más grande, casi empequeñeciendo toda mi
finca. Tentada como estoy de fisgonear, cierro la puerta. No sé de cuánto tiempo
dispongo, y es evidente que ésta no es una salida.
Unos seis metros más abajo, el pasillo gira a la izquierda y conduce a otras dos
puertas enfrentadas. Me dirijo a la derecha, pero antes de girar el pomo, oigo la
voz de Galeno y aprieto la oreja contra la madera. Los sonidos son débiles, pero
no hay indicios de que provengan de esta puerta, así que la abro y me asomo.
Un armario.
Cada vez tengo menos opciones. Suspiro y me apoyo en la pared. Me queda
una puerta, detrás de la cual estoy segura se encuentra Galeno. Aún oigo su
voz, pero ninguna otra, así que cruzo con cuidado el pasillo, esperando que no
tenga ninguna tabla del suelo que chirríe.
Aprieto el oído contra la pared a un par de metros de la puerta.
—Elena, pensaba que estabas disfrutando de Cataluñ.... Claro que no in-
tento evitarte... Sí, lo sé, Elena... La semana que viene... Perfecto.
Elena. ¿Esposa? ¿Novia?
«Punto débil.»
Me alejo de la puerta, tratando de usar lo poco que sé para idear un plan
cuando una figura dobla la esquina, dirigiéndose directamente hacia mí. Sigi-
loso se detiene en seco, ladeando la cabeza hacia mí.
Joder.
Puedo con un hombre. Es fácil.
O lo sería si pudiera sentir mis pies. En cualquier caso, me abalanzo sobre él,
con la esperanza de desequilibrarlo lo suficiente como para esquivarlo y seguir
teniendo fuerzas para bajar las escaleras y encontrar una salida.
Sin embargo, soy yo quien pierde el equilibrio. Lo único que siento es un 46
dolor punzante en la espalda cuando me gira y me tira contra él, de espaldas a
su pecho.
Sé que la memoria muscular debería estar ahí para sacarme de esta, pero
cuelgo de su agarre como una hoja seca de un árbol.
Codazo en las costillas.
Patada en la espinilla.
Ni siquiera me sujeta tan fuerte.
Cabezazo en la nariz.
Mi mente sigue adelante, pero mis músculos se niegan a cooperar.
No hago nada, congelado, no por él, sino por la sensación paralizante en mi
columna vertebral. Entonces, la puerta se abre y Galeno se apoya en el marco.
Tiene los labios apretados y la frente arrugada por la tensión.
—Tienes público —anuncia Sigiloso. Galeno emite un sonido en la garganta.
—No es que estuviera haciendo nada interesante —señalo, poniendo a
prueba el agarre de Sigiloso sobre mí, pero él no es mi problema. Cada respira-
ción me produce un espasmo en la espalda.
—Me ocuparé de ella —indica Galeno.
Los brazos que me rodean se separan y Galeno me hace señas para que entre
en un despacho del tamaño del dormitorio en el que me había dejado.
Muy bien. Juego largo. Sé inteligente. Necesitaba información, y parecía que
de momento sólo tenía una fuente, sobre todo porque el perro no hablaba.
—Lucero —llama Galeno por encima de mi hombro. —Consulta el itine-
rario de Elena. Este no es un buen momento para una sorpresa.
Entonces, me enfrenta. 47
—Entiendo español, sabes. —Me agarro a cualquier oportunidad para des-
concertarlo, pero lo sortea todo con la facilidad de un trapecista.
—Soy consciente. ¿Es tu lengua materna?
Le devuelvo la mirada sin intención de responder.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Para protegerte.
No lo había visto venir, y mi cabeza se ladea ligeramente antes de que pueda
disimular mi reacción. —No necesito que me protejas.
—¿Estás segura? El estado en que te encontramos dice otra cosa.
Abro la boca, pero no puedo. Puedo chantajear. Puedo espiar. Puedo de-
rramar sangre. Y, sin embargo, no consigo averiguar qué tipo de historia debo
contarle a este tipo. Ya me había cargado lo de la damisela en apuros.
Galeno se cruza de brazos y se golpea el brazo con los dedos, esperando algún
tipo de respuesta.
—De acuerdo —dice, pasando a mi lado y volviendo a su mesa.
—¿Cómo acabaste con Serge?
—¿Serge? —Me encojo de hombros.
—El tipo que te retenía —aclara.
Controla la narración. —Me acorraló en una fiesta.
Galeno se burla. —¿Y por qué estabas en esa fiesta?
Se me contrae el pecho. Porque Jorge me envió allí. Pero eso no puedo decirlo.
—¿Jorge? —adivina de todos modos. —¿Estabas espiando a alguien allí?
La piel de mi cuello hormiguea con el sudor de la adrenalina que recorre mi
cuerpo. Estoy perdiendo el control de todo. Sigo sin saber por qué estaba allí. 48
Galeno me estudia, pero no espera mucho a que responda. —Jorge está fuera
de la red, probablemente disfrutando del dinero que ganó a tu costa.
Resopló y saco la cabeza. —No tienes ni puta idea.
Mueve la cabeza hacia un lado y una leve sonrisa se dibuja en sus labios.
—¿Verdad, Zorra?
—¿Qué le pasa a todo el mundo? —Levanto las manos, esperando ocultar mi
pánico dejando que se filtre la frustración. ¿Alguien ha sacado un comunicado
de prensa que desconozco? —Fui a una fiesta. Serge y sus amigos me asaltaron.
Me mantuvo cautiva y me desperté aquí.
—Jorge te vendió, mi querida. Aunque supiera dónde estás, no le importaría.
Me miro la piel cicatrizada cerca de la base del pulgar. No sabe dónde estoy.
Tengo que encontrar la forma de localizarlo.
—Es una historia bastante buena —acuerdo con la mitad de la convicción
que haría falta para venderla. Mi mente está en otra parte.
Galeno me hace un gesto hacia la enorme silla de oficina que hay frente al
escritorio. Lo sigo, sólo para ver qué cree que tiene contra mí, si es que tiene algo.
Me cuesta todo convencer a mi columna vertebral de que me deje sentar, pero
lucho por no demostrarlo, apretando las manos contra los brazos de la silla.
Galeno se inclina sobre mí y teclea rápidamente. La pantalla se oscurece,
luego aparece una pantalla de inicio de sesión y él sigue tecleando y haciendo
clic. La mitad de mi vista está obstruida por su brazo y su hombro, pero en-
tonces retrocede y veo mi cara en su pantalla. También reconozco el vestuario.
Me lo había puesto la noche que volví a Puerto Vallarta. Jorge lo había arrui-
nado al final de la noche.
Jorge no habría hecho esto. No me habría vendido a esos hombres y me ha-
bría dejado caer sin decir una palabra. 49
—¿Qué es esto?
Toca el ratón y la pantalla se desplaza hacia abajo y las palabras oferta
aceptada.
Cierra el portátil de golpe. —Buen intento.
Me niego a considerarlo.
Y sin embargo... mi mente está vacía.
—¿Cómo te adquirió Jorge? —Galeno toma asiento en la esquina de su escri-
torio, juntando las manos sobre la rodilla.
Cuando no contesto, gira mi silla hacia él, apoyándose en ambos brazos e
inclinándose hacia mi rostro.
—Olvidado —murmuró.
—Olvidado... lo dudo. O te compró o te robó y luego te pasó a otra persona.
Eras su mercancía, pero obviamente algo lo convenció de que valías más en
dinero. Él te vendió.
—Mentiroso. —Salto a la defensa, pero el corazón me dobla el ritmo en el
pecho.
La cara de Galeno se ablanda y juro que está a punto de reírse. —Todo tu ne-
gocio se basa en las mentiras. Contarlas. Desentrañarlas. Dime, ¿qué indicios
te he dado de que el mentiroso soy yo?
Nada. Nada excepto el motivo para hacerlo. Pero entonces, él ya sabe
demasiado.
—Me lo imaginaba —advierte, enderezándose. Se mete la mano en el bolsillo
y deja mi carné falso sobre la mesa. —Carley —se jacta en tono burlón. —¿Cuál
es tu verdadero nombre?
Me estremezco al oír la voz de Galeno, pero es la pregunta que más odio.
50
—Olvidado —acusa antes de que pueda abrir la boca.
—Tú eres el detective, averígualo. —Me levanto y me arrepiento al instante.
Las ondas de choque se disparan hacia abajo, y aunque ordeno a mis piernas que
se muevan hacia la puerta, permanezco encorvada sobre el escritorio de Galeno.
—¿Por qué eres tan leal a un hombre que probablemente te robó, te mani-
puló para que hicieras su trabajo sucio y luego te vendió al pervertido que más
pujó en el mercado negro?
Lo fulmino con la mirada. ¿Cómo se atreve? Y de dónde ha salido esa voce-
cita que susurra—: Tiene razón. Puede que haya acertado.
Quiero creer que sólo me está tomando el pelo, pero ¿de dónde ha sacado la
foto de su ordenador? ¿Cómo supo lo que soy? ¿Cómo lo supo sobre Serge?
Es imposible. Todo es imposible desde todos los ángulos.
Me dan espasmos en la espalda y pierdo la batalla por mantenerme erguida.
Me apoyo en el escritorio, con las palmas contra la madera maciza.
Esto es peor que la pistola eléctrica. Prefiero la pistola eléctrica a esto. Antes
que el brutal ataque que viene de dentro de mi cuerpo. Un dolor que no puedo
ignorar ni combatir.
El brazo de Galeno me rodea, pero estoy demasiado abrumada por mi propio
infierno para luchar también contra él.
—Puedes dejar que te ayude o puedo llevarte en brazos: esas son tus dos
opciones.
—Estoy bien —gruño.
—¿En serio? —pregunta alzando las cejas. —¿Por eso te tiembla todo el cuerpo?
Me obligo a enderezarme y lo miro fijamente, desafiándolo a seguir adelante.
—Te estás haciendo daño — regaña, y yo retrocedo ante su tono. No es espe- 51
cialmente intimidatorio. Solo extraño. De algún modo. No puedo precisarlo. —
Odio tener que decírtelo, pero eres humana, Sera. Los humanos no están hechos
para vivir aislados. Los humanos no están hechos para no sentir nada. Y todos
tenemos un punto de ruptura. Tu cuerpo te está diciendo que has llegado a uno.
—Renuncié a ser humana hace mucho tiempo.
—Puedes pensar eso. Y decirte todo lo que quieras. Dite a ti misma que las
mentiras de Jorge son...
—No lo hagas —siseo.
—¿Qué no haga qué? —Da un paso atrás, sacudiendo la cabeza. —Te robé
de tu comprador antes de que pudiera romperte, podrías ser más agradecida.
—¿Quién era? —interrogo, aún sin creerme eso de que Jorge me vendió. No
completamente, pero podía seguirle la corriente si soltaba algo de información
en el proceso.
—Serge Aliyev, traficante de mujeres. Tiene una gran colección que guarda
en varios de sus clubes alrededor de todo el mundo. Le gustan especialmente
las vírgenes, y se sabe que paga mucho dinero sólo para pasar una noche
quebrándolas.
«Jorge dijo que no te desmoronarías... Romperte será mucho más divertido.»
Trago saliva. —¿Cómo en...?
—Como que las afortunadas acaban muertas.
Se me va toda la sensibilidad de la parte inferior del cuerpo, pero Galeno me
recoge antes de que caiga al suelo o de que me golpee la cara contra el borde de
su escritorio. —Intento ayudar.
Me trago la respuesta antes de que llegue a mis labios. Estoy más allá ser
ayudada. Intento tragar saliva, pero se me hace un nudo en la garganta.
52
¿Qué demonios me está haciendo?
—¿Qué te hace pensar que no te mataré mientras duermes? —pregunto, tra-
tando de encontrar algo, cualquier cosa que se meta en su piel con la facilidad
con la que él se mete en la mía.
—Jorge no te lo ha ordenado.
Galeno me lleva por el pasillo y se detiene frente a la puerta de su habitación.
—¿Qué estás...? —Me retuerzo en su agarre.
—Aún no te he hecho daño, Sera. —Gira el pomo sin soltarme y abre la puerta
de una patada. Espero que me tire sobre la cama, pero me lleva directamente
a través de la habitación y atraviesa otra enorme puerta arqueada. Dentro,
enciende una luz con el codo. Luego me sienta junto a un enorme jacuzzi y gira
una manivela cromada sobre la ducha, liberando un torrente de agua.
—¿Por qué haces esto? —vuelvo a preguntar, sin saber qué es “esto”. Le da
la vuelta a todo lo que digo. Todo lo que siempre he conocido.
—Te ayudará con la espalda, ya que no hay forma de convencerte de que
descanses hasta que se cure.
Él es ciertamente experto en bailar perfectamente alrededor de las pre-
guntas. Tengo que encontrar una manera de romper su compostura, pero en
este momento, estoy en una pérdida completa. —Así que vas a hacer de médico
además de detective.
—Difícilmente.
Después de llenar la bañera, cierra el grifo y me señala con la cabeza el bri-
llante charco de agua. Recuerdo mi último baño antes de que Jorge entrara y lo
estropeara. Podría pasarme horas en una bañera, si el agua se mantuviera ca-
liente tanto tiempo. Pero, a pesar de su invitación a entrar, Galeno no se mueve.
—¿Quieres mirar? —desafío.
—¿Te molesta? —Sus ojos entrecerrados me estudian, pero estoy decidida a
53
no darle más ventaja poniéndome nerviosa.
Me quito la camiseta, luego los pantalones del pijama, dejándolos en un
montón mientras me sumerjo en el agua caliente.
—Ahora vuelvo —anuncia Galeno.
Espero que eso signifique que me dará al menos quince minutos de paz. —
Ojalá no te molestaras.
Se ríe mientras me deja para que me hunda en las curvas de la bañera. Me
abrazan el cuerpo en los lugares adecuados, a diferencia de la bañera de mi
casa. En casa. Donde había dejado a mi jefe y amo.
Intentando no pensar en ello, busco en los bordes de la bañera el interruptor
de los chorros, pero Galeno vuelve con una bolsa de la compra antes de que
encuentre nada. Enrollándose las mangas, saca una botella de gel de baño y se
echa un poco en la palma de la mano.
—Bonita colección —murmuro cuando el aroma floral me llega a la nariz.
—Lucero estaba encantado cuando lo mandé a la tienda.
Casi resoplo ante la imagen. —¿Enviaste a Sigiloso por un baño de burbujas?
—¿Sigiloso? —Una ceja se arquea mientras su cara se tuerce en forma de
pregunta.
Me encojo de hombros. —Siempre está merodeando.
—Hace su trabajo. —Galeno mete la mano en el agua y me levanta la pierna,
empezando a lavarme por el pie con el espumoso jabón.
Está bien, le sigo la corriente.
—Podría bañarme yo sola.
—Estoy seguro —acepta, continuando el masaje posterior sobre mi pie, que 54
obviamente ya está limpio.
Lo miro fijamente hasta que me duele un poco la frente, pero él ni siquiera
parece mirar hacia mi rostro el tiempo suficiente para darse cuenta. En cambio,
centra toda su atención en la piel de mis pies y mis piernas. Todo en él es ex-
traño. Controlado de alguna manera.
He tratado con hombres dentro y fuera de los cárteles, pero sobre todo dentro.
Líderes y seguidores. Traficantes de drogas, traficantes de armas, proxenetas.
Ninguno de ellos me ha desconcertado tanto como Galeno. Estoy segura de que
está jugando a algo, lo que significa que lo hace muy bien.
—¿Así es como te estimulas? —desafío.
Hace un sonido con la garganta y me quedo débil por un momento.
—¿Por qué? ¿Te interesa ver eso?
—¿Qué? —Mi voz casi chirría. ¿Por qué tenía que darle la vuelta a todo de
esa manera?
—¿Lo has visto alguna vez? —Sus ojos se entrecierran, arrugando las finas
líneas de sus comisuras.
Se me desencaja la mandíbula antes de que pueda contenerme. Santa
Mierda. No puede querer decir... —¿Has visto a un hombre pajearse?
—Claro. —Por su conducta, uno pensaría que está preguntando por algo
mundano como la cena. Es su comportamiento lo que más me confunde. Ni
siquiera cuando hace un comentario sexual descarado pone en los ojos esa ex-
presión lasciva a la que estoy acostumbrada.
Frunzo el ceño. —No lo hago por costumbre.
—Definitivamente no es un no. ¿Pero haces más?
Dios, gruño, ¿cómo puede tratarme así? No son sólo sus palabras. Son sus
acciones. Es él.
55
—¿Mamadas? —sugiere.
Me muerdo el interior de la mejilla. ¿Qué más da? —Sí.
—Todo por nada a cambio.
Todo por respuestas.
Sus manos están quietas. Una se apoya en mi rodilla, la otra en el borde de
la bañera. —¿Alguna vez has querido más?
—No.
Era sólo otra parte de la naturaleza que Jorge había inculcado en mí. Bueno,
eso y que la mitad de los hombres que me enviaba a espiar eran escoria. Todos
se creían muy seguros de sí mismos, hasta el punto de resultar imbéciles y
arrogantes. Galeno tiene eso cubierto también, pero es más discreto que volátil.
Mis jugadas no suelen desarrollarse así.
Sus ojos no están sobre mí, comiéndome viva, y sin embargo se da cuenta de
cada detalle.
Se acerca a la bañera. Luego, frota el jabón espumoso por cada hombro.
Preguntarle por qué me tiene aquí no ha funcionado, así que intento un en-
foque diferente. —Casa enorme, jacuzzi, trajes caros... ¿A qué te dedicas exac-
tamente, Galeno?
—Negocios —dice simplemente.
Aparto el brazo de su contacto. —¿Y qué vende tu negocio? ¿Mujeres?
¿Drogas? ¿Secretos?
—Caramelos y arco iris —responde junto a mi oreja. Gimo.
—Entonces, ¿lo difícil?
—Dime cómo te llamas y te diré lo que hago.
—He tenido cien nombres y todos significan lo mismo, nada. Olvidado.
56
—Basta ya de tonterías olvidadas. Dime cómo quieres que te llame. O te
llamaré Sera.
Miro hacia abajo mientras las burbujas se deslizan por mis brazos hasta el
agua caliente y mordisqueo el interior de mi mejilla.
Galeno se arrodilla junto a la bañera, me cruza el brazo sobre el pecho y me
frota con el jabón. Su tacto no es sexual, pero extrañamente al mismo tiempo lo
es. Es un hombre de contradicciones y ninguna de ellas tiene sentido. Su olor a
almizcle y colonia, fuerte y sutil como su tacto, me vuelve loca.
Me deja sin aliento.
Recuerdo la primera vez que conocí a Gabe. Era dominante. Me sujetaba
las manos. Su colonia olía bien en el frasco y quedaba rancia en su piel. Nada
podía cubrir el olor de su corrupta alma. No le gustaban los baños largos ni las
conversaciones suaves. Todo lo que hacía o decía llevaba la única intención de
hacerlo sentir más poderoso.
Era intolerable, pero yo me especializaba en tratar con hombres intolerables.
Galeno, sin embargo, llevó eso a un nivel completamente nuevo. Es la pri-
mera vez que el tacto de alguien se centra en mí. La única vez que su intención
ha sido quitarme el dolor.
Al menos eso es lo que quiere que piense. Y está funcionando.
Había planeado aguantar esto y seguirle la corriente hasta que estuviera
flexible y desprevenido, pero cuando sus dedos suben por mi pierna con movi-
mientos delicados... parece que soy yo la que pierde la concentración.
Cada sensación extiende mi cuerpo de un modo que no puedo explicar, pero
con el hormigueo en las piernas me siento rara.
Tal vez bien. 57
Maldito folla-mentes.
—Galeno. —Sacudo la pierna y deshago el trabajo que el baño ha hecho para
relajar mi espalda. Cuando se me pasa el espasmo, me hundo en el agua y cruzo
los brazos sobre el pecho. Bien, él puede seguir, pero yo me estoy desconectando.
Sólo que no puedo encontrar mi ruido blanco lo bastante rápido. Cuanto más
se mueven sus manos, más me cuesta controlar la respiración.
¿Qué estoy haciendo?
Nunca dejo que las cosas lleguen tan lejos. Pero normalmente estoy en una
misión. Normalmente conozco mis objetivos. Normalmente sé lo que Jorge
querrá y que estará esperando cuando la misión esté completa.
Ahora no tengo nada de eso. Y si Galeno tiene razón...
No, es un mentiroso. Y al intentar demostrar que no puede llegar hasta mí,
descubro que mi cuerpo hace algo muy distinto.
Su mano me aprieta entre las piernas, rozándome el muslo.
Ni siquiera me ha tocado el coño, pero me palpita. Lo agarro por el cuello de
la camisa y tiro de él para que me mire.
—¿Qué intentas hacer?
—Nada.
Pero su sonrisa dice lo contrario.
—Mentira.
—¿Cómo se ganó Jorge tu lealtad? ¿Destrozándote hasta que ansiabas el
más mínimo indicio de aprobación por su parte? ¿Haciéndote creer que él era
tu único salvador en el mundo?
—¿Es eso tan diferente de lo que estás haciendo? —Aprieto las piernas con
más fuerza, como si eso fuera a apagar el fuego que ya está ardiendo dentro. 58
7
— ¿L o es? —pregunta, enarcando la ceja derecha por un instante. No
quiero reconocer la sensación en la boca del estómago que me provocan sus
pequeños movimientos.
Lo miro fijamente a los ojos, aun intentando desentrañar algo sobre él. Es
diferente a cualquier hombre que me hayan enviado a seducir o quebrar. Dife- 59
rente a Jorge, por lejos. Pero sigo sin fiarme de él. Sigo sin entenderlo.
—¿Por qué me retienes aquí? —Lo intento de nuevo. De verdad, quiero
romper el control que tiene sobre mí y no se me ocurre nada más que decir.
—Porque me intrigas... —hace una pausa, —te deseo.
—¿Quieres una puta?
—No —indica, con la cara contorsionada como si lo hubiera ofendido. —No
necesito una.
En algún momento, mientras lo estudiaba a él y a su respuesta, debo de
haber relajado los muslos, porque de repente siento que vuelve a tocarme. Mi
reacción hace saltar una ola de agua por encima de la bañera, empapando la
parte delantera de su ropa. Con los ojos muy abiertos, espero su respuesta.
Se limita a bajar la mirada y luego vuelve a alzar esos intensos ojos marrones
hacia mí sin el menor atisbo de enfado. No hay tirantez en el rabillo del ojo. Su
frente permanece relajada. Si acaso, uno de los bordes de sus labios se curva
ligeramente hacia arriba, divertido.
Joder.
—Me encantaría —confiesa contra mi oído, mitad susurro, mitad ronroneo
que me envuelve la espina dorsal.
Cierra la boca. Me regaño a mí misma, pero es demasiado tarde cuando su
dedo se desliza en mi entrada y jadeo. Le agarro el bíceps, mis dedos empa-
pados se clavan en el material blanco que cubre su torso y la parte superior de
su brazo. Ni siquiera sé si intento detenerlo.
—¿Quieres correrte? —pregunta con la misma voz.
¿Qué pensará de mi respuesta? ¿Cuál es mi respuesta?
—Dios.
Apoya una mano en la bañera detrás de mi cabeza, inclinándose sobre mí. 60
Me envuelve su olor. El mismo maldito aroma que me invadía cada vez que las
pesadillas de mi delirio se desvanecían.
—¿Por qué haces esto? —Mi voz tiembla con cada palabra.
—Te lo dije —suena casi tan jadeante como yo. —Quiero que seas mía.
—¿Por qué?
—Para liberarte.
Parpadeo. ¿Ser Libre? ¿Morir? Es la única libertad que he considerado. No
conozco ningún otro tipo. Ninguna que exista en esta vida. —¿Manteniéndome
encerrada en tu casa?
Galeno se ríe. —Te paseas con bastante libertad para alguien que se describe
a sí misma como ‘encerrada’. Tus grilletes más fuertes son autoimpuestos.
—¿Esperas que crea que soy libre de salir de esta casa en cualquier mo-
mento? ¿Y hacer qué? ¿Esperar a que tus hombres o Jorge o algún otro bicho
raro venga por mí? Jorge nunca me aceptaría de vuelta ahora.
—Jorge desapareció del mapa antes de que tu avión aterrizara en Toronto,
dulzura.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy bueno en mi trabajo. Y para responder a tu pregunta anterior, sí, eres
libre de irte tan pronto como estés lo suficientemente sana.
Mientras la tensión crece en mi interior, estoy segura de que mis uñas están
desgarrando la carne de su brazo.
—¿Por qué? —repito, pero apenas puedo respirar. No resisto más, pero es-
pero que se detenga. Así es como se desarrolla esta tortura. La promesa de lo
que vendrá después sólo para quedarse con el dolor y la frustración de lo que
nunca llegará.
61
—Vuelve a preguntarme cuando estés dispuesta a creer mi respuesta.
Sacudo la cabeza. No es suficiente. No puedo. Nunca lo haré. Cuando toda
tu vida es una enorme serie de jodidas mentales, ¿cómo puedes llegar a creerte
del todo una respuesta?
Sus dedos golpean algo dentro de mí y gritó, probablemente empapándolo de
nuevo. Contrólate. Pero entonces, sus labios presionan la vena de mi cuello. Un
toque tan suave. ¿Por qué dejó que él tenga el control?
Le suelto el brazo y le agarró el pelo con el puño, atraigo su boca hacia la mía
y la tomó con toda la avidez de mi ser. Pero también ha sido una mala idea, me
doy cuenta cuando su sabor se une a su olor y se apodera de mí.
—Estás hermosa, Serafina —gime contra mis labios. —Eres hermosa.
—Te voy a matar.
—Sí, pero no esta noche.
Dios, ¿por qué hasta eso tiene que sonar sexy? Va a matarme.
Va a parar. Se va a reír mientras me mira retorciéndome de frustración.
Pero no da muestras de ello. Sus ojos sostienen mi mirada. Están entrece-
rrados y atentos, pero son suaves.
Alargo el brazo por el borde de la bañera, rozo con los dedos el bulto de sus
pantalones y abro mucho los ojos.
Sus labios vuelven a chocar contra los míos, robándome el resto de mis ar-
gumentos mientras mi cuerpo tiembla y, como una figurita de cristal caída al
suelo, se rompe irremediablemente bajo su contacto.
Echó la cabeza hacia atrás, y él cambia rápidamente de posición para que su
antebrazo la acune lejos de la dura porcelana mientras con la otra mano alarga
mi orgasmo al máximo.
Mi mano se apoya donde su hombro se une a su cuello cuando mi cuerpo
62
pierde toda su fuerza, y él presiona su frente contra la mía. —Y así es como
debe tratarte cualquier hombre que merezca tu lealtad, Belleza.
—¿Obligándome a correrme en la bañera?
—¿Niegas haberlo disfrutado?
Aprieto los dientes en respuesta. ¿Lo niego? Jorge... ¿y si...?
Galeno se endereza y se quita la camisa empapada. Y mis ojos semi encapu-
chados revolotean hacia el tatuaje del gorrión que lleva en el pecho, encima del
pectoral derecho.
—Tú estabas allí —Jadeo.
—En la fiesta.
—Sí.
Me agarro a los bordes de la bañera y me incorporo. ¿Dejó que Serge me lle-
vara sólo para rescatarme y traerme aquí?
—Cuando supe que Serge estaba allí, ya se había ido. Lo seguimos hasta el
almacén donde te encontramos. Hicimos que te examinara un médico y te tras-
ladamos aquí para mantenerte a salvo hasta que te recuperaras y yo pudiera
averiguar quién eras.
Se me revuelve el estómago.
—¿No sabías quién era cuando me trajiste aquí?
—No. Cuando no pudimos compararte con ningún reporte de persona des-
aparecida... Le pedí a un amigo que indagara en la Deep web y buscara en al-
gunos lugares a los que nadie debería poder acceder, así es como rastreamos la
información sobre el pequeño y sucio trato de Jorge con Serge.
Sacudo la cabeza, pero nada se calma. —Y después de averiguarlo, ¿aun así
me dejaste sola en una habitación sin cerradura?
63
—Me han dicho que fue en contra de mi buen juicio, pero sí.
Le escudriño en busca de cualquier señal de que esté mintiendo, pero man-
tiene la mirada fija en mí. Respiración uniforme. Tono uniforme. Ni un solo
movimiento. Necesito encontrar algo que demuestre que está mintiendo, y no
me da nada. No puedo explicarlo. No puedo entender cómo lo está haciendo...
A menos que sea como yo. ¿Un espía?
Un espía normalmente no tiene un equipo organizado de subordinados.
¿Para quién trabaja? No es que pueda reconocer cada rostro en cada cartel,
pero conozco a los grandes jugadores y él no es uno de ellos. Es lo suficiente-
mente grande como para tener conexiones serias si está desenterrando men-
sajes de Jorge. Suficientemente estúpido para traicionar a Jorge. Pero no lo
suficientemente grande como para ser alguien de quien Jorge se preocupara.
Mi mente corre hacia atrás y hacia adelante. Pensé que Jorge había cubierto
todas las bases. Pensé que podría manejar cualquier situación.
Pero esto no tiene sentido, a menos que Galeno esté tratando de seducirme.
Intentando ponerme en contra de Jorge. Eso explicaría todo el asunto del jacuzzi.
—Siéntate —ordena. Bueno, sus órdenes no son realmente órdenes, pero...
¿Por qué coño tiene que ser tan jodidamente confuso?
Cumplo de todos modos, sintiéndome incluso menos yo misma que en la
fiesta que apenas recuerdo. Me aparta el pelo de la cara, me lo baja por la es-
palda, y entonces oigo cómo se echa algo en la palma de la mano y mi nariz se
llena de olor a bayas y flores silvestres.
Sin duda me está tomando el pelo, pero ¿con qué fin? Sé que es una jugada
para joder-mi-mente, pero no sé cómo contrarrestarla o manipularla, y este
cabrón no me da ninguna pista.
Me pasa la espuma por el cabello y me dice que incline la cabeza hacia atrás
64
mientras me enjuaga suavemente el pelo.
Por una fracción de segundo, lo imagino metiéndome la cabeza bajo el agua
mientras tiene la oportunidad, y en cuanto la visión se me pasa por la cabeza,
no puedo respirar. Ya no es su cara la que me mira.
Jorge me empuja de nuevo bajo el agua y me sujeta hasta que me arde la
garganta.
De fondo, oigo otra voz. Más suave. Más profunda.
—Sera. —Vuelve a repetir el nombre. Y otra vez.
Ya no puedo contener la respiración, pero cuando inhalo, mis pulmones no se
llenan de agua, sino de aire puro y fresco.
Estoy sentada erguida en la bañera, no bajo el agua. Debería sentirme ali-
viada, pero sigo en otra pesadilla, con un hombre que no podría haberse per-
dido ese ataque de pánico. Una cosa más que tiene sobre mí. Una debilidad más
para utilizar. ¿Y por qué demonios no puedo conseguir una sola cosa de él?
—¿Sera? —llama apartándome el pelo de la cara.
Abro los ojos, fijándome en las pocas burbujas que salpican el agua de la
bañera. Y entonces, cae una mancha roja. Otra. Uno de los dos está sangrando.
Me echo hacia atrás, apartando sus manos de mí. Vetas rojas recorren mi
mano derecha desde la punta de los dedos. Las comparo con tres cortes rojos
en el brazo de Galeno. No son graves, y si no fuera porque el agua diluye la
sangre, probablemente no habría mucha. Pero grave o no, es una ofensa que
me acarrearía una paliza.
—¿Puedes oírme? —pregunta.
Asiento con la cabeza, ya a medio camino de mi santuario de ruido blanco,
pero recelosa de cruzarme más con él.
65
—El médico me ha dicho que aún puedes experimentar algunos efectos resi-
duales de las drogas durante unos días. Serge te mezcló con psicógenos, entre
otras cosas desagradables.
Oh bien, añadamos posibles alucinaciones al ya pesado espectáculo de mierda.
Atrapada en algún lugar entre la realidad y el ruido blanco, sumerjo la mano
en el agua, observando cómo el rojo se extiende y se disipa.
Me estoy bañando literalmente en su sangre, recordando toda que ha empa-
pado antes mis manos.
Galeno tira del tapón y yo me quedo mirando mientras el nivel del agua baja
y se desliza lentamente por el desagüe. Igual que yo.
Echo los pies hacia atrás mientras él abre el grifo para enjuagarse la sangre
del brazo. Demasiado para disfrutar de verdad del jacuzzi por una vez.
Pero entonces, Galeno vuelve a colocar el tapón, dejando que la bañera se
llene de nuevo. —Por favor, dime qué quieres de mí —suplico.
Ladea la cabeza, apoyándose en la pared de la base de la bañera.
—¿Qué quieres? —grito. No me importa si me creo o no su respuesta. O si le
importa o no. Quiero saber con qué excusa me va a dar de comer.
Vuelve a ignorar la pregunta y pulsa un interruptor escondido en una es-
quina junto a su cadera.
—Galeno —lo llamo.
La comisura de sus labios se tuerce como si fuera una victoria que haya
dicho su nombre. O quizá la victoria sea mi frustración.
—¿Por qué carajo haces esto?
—No tengo ni puta idea —suelta, a bocajarro. —Dices que te han olvidado,
pero me cuesta imaginarlo. Eres fuerte, hermosa y, por lo que parece, casi in-
destructible. Algo que normalmente se compararía con un diamante, pero los 66
diamantes son demasiado comunes para compararlos. Podrían entregarme un
millón mañana mismo. —Se agacha junto a la bañera. —Pero estoy bastante
seguro de que nunca volveré a encontrar a alguien como tú.
Me toca los dedos con delicadeza, pero como si me escociera, me aparto
inmediatamente.
Sus ojos se entrecierran. —Me intrigas. Me tientas. Atrévete. Quiero ver
exactamente lo que puedes ser, lo que eliges ser, una vez que nos deshagamos
de todas las capas de mancha que Jorge utilizaba para controlarte.
Lo fulmino con la mirada. —¿Qué te hace pensar que puedes controlarme?
Sonríe y niega con la cabeza. —¿Qué te hace pensar que quiero hacerlo?
Su aspecto despreocupado y tranquilo ni siquiera se desvanece con mi de-
safío. —No te daré los secretos de Jorge.
—Bien —acepta con una ligereza que vuelve a sacudirme el suelo. ¿Por qué
demonios no puedo encontrar la gravedad en este tipo?
—Si me contaras sus secretos, ¿por qué habría de confiarte los míos?
—¿Qué te hace pensar que puedo ser conquistada con un lujoso champú y
jodidos baños?
—Absolutamente nada —dice con una sonrisa de satisfacción. —Pero fue
divertido intentarlo.
Bastardo.
Me balanceo en la superficie del agua, salpicándola hacia él. Gotea de sus
cejas, su barba y sus labios. Esos malditos labios. Llenos de mentiras.
—Si no quieres quedarte aquí, eres libre de irte tan pronto como estés lo su-
ficientemente fuerte —promete.
Sí, claro. 67
8
M e pasó unos días siguiéndole la corriente a Galeno, poniéndolo a
prueba, examinando mis límites hasta que confío en que mi columna vertebral
no intentará partirse sola.
Entonces, tengo mi oportunidad, mientras Lucero y Galeno están en su des-
pacho en una “conferencia telefónica” o algo así. 68
Recojo la bolsa de ropa que Lucero me había dejado a principios de semana,
pero sigo teniendo dos problemas: no tengo zapatos ni transporte.
Compruebo en el pasillo que ambos siguen ocupados y me dirijo directa-
mente a las escaleras. Si es necesario, iré descalza, pero eso no será precisa-
mente práctico para mi plan. Tengo que volver atrás y empezar por el principio
de la pesadilla. No tengo muchas pistas, pero espero que el hotel pueda con-
tener alguna información útil.
En la planta baja, empiezo por la cocina y meto algunos bocadillos en el
bolso. Después, inspeccioné el salón y encontré un par de zapatillas azules al
pie de la escalera. Son de Galeno, sin duda, pero me las ato lo suficiente para
arreglármelas, aunque me quedan enormes. Al enderezarme, veo también un
juego de llaves escondido bajo un montón de sobres.
Dice que soy libre de irme, y me dispongo a poner a prueba esa teoría, aunque
estoy segura de que no va a acabar bien. Necesito respuestas y tengo que en-
contrarlas por mí misma. No en su ordenador ni de su propia boca.
Llave en mano, salgo por la puerta principal. Todavía no hay nadie.
Demasiado para el gran juego de poder de Galeno. Quizá su equipo es
contratado.
El terreno es enorme. El camino de entrada se extiende delante de mí y se
curva, así que no puedo decir lo largo que es. Muros de ladrillo y cepillos bor-
dean los márgenes. Pero no veo a nadie. Esto no se parece en nada al recinto
de Jorge, donde era imposible caminar seis metros sin ver a alguien vigilando.
Pero Jorge era un paranoico de mierda.
Pulso el botón del llavero y los faros de un Lexus LFA azul oscuro parpadean.
Evidentemente, Galeno tiene dinero para gastar lo que da puntos a mi teoría
del lobo solitario. Un lobo bastante decente tendría dinero de sobra, y sabría
jugar al juego de los cárteles lo bastante bien como para obtener respuestas. 69
Me subo rápidamente al automóvil, esperando que el rugido del motor no sea
lo bastante fuerte como para que lo oigan desde la parte trasera de la mansión.
Pero entonces, tendrían que atraparme. Tomó el largo y sinuoso camino de en-
trada y adivino qué dirección me llevará de vuelta a la ciudad.
Debo de haber acertado, porque quince minutos después veo una señal hacia
el centro de Toronto. Entonces, sólo tengo que esperar recordar suficientes de-
talles para encontrar el hotel.
Pero todas las carreteras que se ven iguales a como las recuerdo también
me parecen completamente diferentes. Por fin, cuando pienso que he vuelto a
equivocarme de camino y me planteo por enésima vez descifrar el sistema de
navegación, aparece la imponente estructura del Hotel Internacional.
Empiezo a entrar en el estacionamiento de enfrente y me doy cuenta de que
no tengo dinero. Una parte de mí sigue creyendo que todo esto es una prueba
orquestada por Jorge. «Sé ingeniosa.» Pero cómo me había ido en aquella po-
sible prueba en la que Galeno estaba implicado no hace más que plantearme
más dilemas.
Quizá sea mejor no pensar en ello de ese modo: lo principal es recomponer
todo este embrollo y encontrar mis respuestas.
¿Estacionar el auto y dejarlo?
¿O encontrar a algún pobre imbécil para robarle?
Ya lo resolveré más tarde. Tomo la curva difícil y conduzco el auto ancho a
través de la entrada estrecha, conduciendo casi hasta arriba para encontrar
un espacio vacío que no estuviera entre camiones y todoterrenos odiosamente
aparcados.
¿Alguien ha pensado alguna vez lo difícil que es estacionar autos deportivos?
Luego, me dirijo a la calle atestada de gente y cruzó hasta el hotel. Por una
vez, quiero que el recepcionista sea hablador. 70
—Hola —saludo con mi voz más cortés cuando por fin llego al principio de la fila.
—¿Tiene reserva? —pregunta, sin esbozar siquiera una sonrisa por cortesía.
Dios. —Sí, la hice. Me alojé en la habitación 1127 hace unas noches y creo
que dejé el teléfono y algunos papeles en la habitación.
—Aquí no se ha registrado nada —replica, como si se hubiera tomado la mo-
lestia de comprobarlo. Dado el número de personas que entran y salen de este
hotel, dudo que realmente sepa con certeza de la parte superior de su cabeza.
—Bien, bueno, recibí una noticia angustiosa y tuve que salir a toda prisa.
¿Sabrías si entregaron algo o dejaron algún mensaje?
Suspira. —¿Cuándo dijiste que fue tu estancia?
—Hace dos noches —trato de recordar. Ni siquiera estoy segura de qué día
es hoy. —El domingo veinticinco.
—¿Nombre?
—Carley Martin.
Se inclina hacia un lado, mirando la fila detrás de mí y teclea algo en su or-
denador. —Déjame llamar a un encargado.
—Eso sería genial —sonrío. Al menos me conseguiría a alguien con
personalidad.
Mientras se va, finjo que se me caen las llaves por encima del mostrador, pero
todo el mundo a mi alrededor está demasiado ocupado para notarlo cuando me
estiro para recogerlas, moviendo ligeramente la pantalla del ordenador.
Reserva. Una noche.
No estaba previsto que volviera a la habitación del hotel.
El empleado y el encargado vuelven al mostrador y yo me enderezo, a punto
de volver a soltar mi perorata. 71
—¿Tiene identificación? —pregunta.
Mierda. La última vez que lo vi estaba en el escritorio de Galeno. —No, pa-
rece que también lo he perdido. Una semana loca. —Esbozo una sonrisa que
probablemente parezca tan cansada como yo me siento... y espero que así sea,
quizá la simpatía me haga ganar puntos en algún sitio.
—¿Qué tal un número donde podamos localizarte?
Bam. Fin del camino. —¿No acabo de decir que perdí mi teléfono?
—¿Un amigo o un familiar?
—Olvídenlo —lamento, saco las llaves del mostrador y me dirijo a la calle
para pensar en mi próximo plan.
¿Ligar con el botones? Echo un vistazo a la cabina cerca de la salida del ga-
raje con una mujer de mediana edad sentada dentro. No.
Buscar un objetivo.
Y para mi suerte, me fijo en una pareja a mi derecha, descargando su equi-
paje en un carrito, donde ella deja un bolso rosa tipo clutch y se da la vuelta
para recoger otra maleta.
Qué gente más estúpida.
Me dirijo hacia ellos, sin perder de vista a los que me rodean y recogiendo la
pequeña cartera a mi paso.
Cuando la pierdo de vista, la abro y descubro que en realidad es una funda
y que el teléfono aún no se ha bloqueado. Golpeo la pantalla para mantenerlo
activo mientras busco en los bolsillos. Una tarjeta de crédito, dos carnés de bi-
blioteca y algo del Fondo Mundial para la Naturaleza. Nada de efectivo.
Así que opto por dejar el auto y me dirijo calle arriba, buscando un callejón
desocupado donde pueda tener unos minutos de intimidad antes de abrir el
72
teclado. Me sé de memoria la línea de “emergencia” de Jorge, pero mis dedos
vacilan con cada número que introduzco. Luego me acerco el teléfono al oído
mientras suena varias veces y aparece un mensaje que dice que el buzón de voz
no está configurado.
Joder. Gruño, pateando una botella de refresco vacía por el callejón. Luego
me repongo e intento llamar de nuevo.
—Dígame —contesta.
—¿Jorge? —exhalo.
Hay un largo silencio antes de que me pregunte dónde estoy.
¿Le contesto? ¿Por qué dudo?
—Poco Cierva, ¿dónde estás?
Esta vez es más severo.
—¿Por qué me enviaste a Toronto? —interrumpo, en lugar de responderle.
—No se responde a una pregunta con otra pregunta. —Ahora prácticamente
escupe al teléfono.
—No me envías sin información ni órdenes, a menos que...
Hace un chasquido con la boca que me eriza la piel.
—¿A menos que estuviera seguro de que podrías resolverlo por tu cuenta?
—Su voz es firme y suave. —¿Qué hiciste con Serge?
Conozco esa voz. Ese tono. Puede que no haya descifrado el tono de Galeno,
pero conocía el de Jorge. La única vez que su voz perdía ese acento distante,
mordaz y tenso era cuando se tiraba un farol.
Esto no es lo que había planeado. Tiro el teléfono contra la pared.
Estoy sola. Sin identidad, sin dinero. Sin protección. Y, sin auto a menos que 73
pueda encontrar dinero.
9
S igo caminando, al menos me da algo para mantenerme ocupada hasta
que encuentre otra estrategia. Me entrenaron como espía, no como carterista,
y desde luego no puedo permitirme que me atrapen, pero al final mi mente se
adormece, enfrascada en intentar descifrar la situación en lugar de buscar un
objetivo. 74
El pavimento y los edificios no me dan ninguna respuesta.
¿Y ahora qué? me pregunto una y otra vez, mucho después de que se ponga
el sol. Entonces, reacciono y miro a mi alrededor. Las calles están vacías, y hace
tiempo que dejé atrás los hoteles y restaurantes de lujo. Los he sustituido por algo
más... Bueno, supongo que los llamaría barrios marginales, si fuera generosa.
—Vaya, vaya. —Oigo a un hombre detrás de mí.
—Las putas salen temprano esta noche.
—No es una buena noche para joderme —gruño, pero cuando voy a mirarlo
por encima del hombro, me doy cuenta de que no está solo.
—A quién quiero engañar —se burla, —por aquí, las putas están fuera 24/7.
—Pues búscate una. —Le hago señas para que se vaya.
¿Por qué tengo que atraer problemas? Pregunta estúpida, me reprocho.
Soy una espía y estoy caminando después del anochecer en una ciudad que
no conozco. No atraigo los problemas, voy directo a ellos.
El bocazas engreído se me echó encima primero, pero no es un luchador en-
trenado y logro derribarlo. Los otros son listos y vienen todos a la vez. Uno me
sujeta del pelo y yo le doy un codazo en el diafragma. Un puñetazo en la nariz
y una patada en los huevos. Salgo corriendo, pero uno de ellos me agarra del
tobillo y a duras penas evito estamparme contra el suelo.
Mi espalda no está muy contenta con este logro.
Los hombres me agarran y tiran de mi ropa. Doy unas cuantas patadas y
puñetazos, pero cada movimiento oscurece mi visión con una descarga de dolor
que irradia desde mi columna vertebral. Siento un hormigueo en las piernas.
No siento los dedos.
Su líder me agarra por el cuello y me golpea hasta que caigo de rodillas ante
él. —¿Dónde has aprendido a luchar así, dulzura? 75
Eso demuestra lo que sabe. Escupo sangre de mi labio roto en sus zapatos,
desafiándolo a que ponga fin a todo esto.
Dos de ellos me sujetan, uno a cada lado, y me levantan para que pueda ver
al primero sacando una pistola.
Puta madre.
Me preparo, pero, aunque oigo el disparo resonar por el callejón, salgo nota-
blemente ilesa. El hombre a mi derecha cae al suelo, y el de la izquierda mur-
mura algo sobre Los Zetas.
¿En Toronto?
Sólo yo me metería en una mierda tan grande.
El hombre que tengo delante suelta la pistola y se hace a un lado mientras
se gira. —¿Aguilar?
Distingo a dos hombres, ambos con uniforme de combate negro, pero tengo
que inclinar ligeramente la cabeza para ver a su líder. Entonces, casi vuelvo a
caer de bruces contra el asfalto. Galeno está detrás del hombre que ha dirigido
el ataque y le apunta a la cabeza con una pistola. Lucero está a su derecha, con
la pistola también desenfundada, pero apuntando hacia abajo.
Me pregunto quién disparó. Pero más aún, ¿cómo carajo me ha encontrado?
Me olvido del hormigueo en las extremidades mientras se me hiela la sangre.
—Hoy no esperaba problemas con Los Zetas por aquí —acusa el hombre,
retrocediendo con las manos en alto para demostrar que no es una amenaza. Al
menos no para Galeno.
Intento no mostrar alivio mientras mis pulmones colapsan dentro de mi
pecho. Idiota. ¿Cómo pude pensar que era un lobo solitario?
76
—Ella es problema mío — señala Galeno en mi dirección.
Hijo de puta.
—¿Cómo íbamos a saber...?
Galeno da un paso adelante, sonríe ligeramente, pero la sonrisa se desva-
nece en un instante cuando le da un golpe de lleno en las tripas. Luego pasa
junto a ellos y me tiende la mano. Me encantaría apartarla, pero no estoy se-
gura de poder mantenerme en pie sin ayuda.
Así que chocó la palma de la mano con la suya, noto la diferencia de tamaño
cuando sus dedos me envuelven y me pone en pie.
Me cuesta un gran esfuerzo erguirme. Mi espalda grita, pero Galeno me sujeta
a su lado. —Te aseguro que no volverá a cometer el error de meterse en tu terreno.
Me muerdo los labios para no protestar. No es el momento ni el lugar.
Dos todoterrenos nos esperan en la esquina y Lucero sube a la puerta del
conductor del primero mientras los otros hombres se quedan atrás.
Casi tengo que contener la respiración para aguantar la explosión hasta que
Galeno alcanza el picaporte de la puerta trasera del vehículo en el que espera
Lucero. Me pongo delante de él, bloqueando su movimiento.
—¿Eres de Los Zetas? ¿Qué demonios?
Galeno levanta una ceja, un gesto que parece mostrar más diversión que en-
fado. Acabo de arremeter contra un miembro del cártel de la droga más temido
de México.
Mierda.
Cagarla ni siquiera empieza a cubrirlo.
—Me imaginé que una mujer con tu talento disfrutaría averiguándolo por sí
misma. —Ladea la cabeza. —Tal vez te sobreestimé. 77
Cierto, la conexión entre Los Zetas y Toronto es tan jodidamente obvia. —O
quizás, te estás haciendo pasar por un idiota más grande de lo que eres.
—Mi tesoro, sabes muy bien lo grande que es mi polla. Por lo demás, Decena
es mi primo. Tenía unos negocios aquí arriba que necesitaba que alguien cuidara.
Pollas en vinagre. Resopló y sacudo la cabeza, incapaz de digerir todo esto.
—¿Qué haces exactamente paseando por aquí? —curiosea.
Quiero encogerme de hombros para no tener que hablar, pero tengo los hom-
bros demasiado tensos para moverlos.
—Tuve que dejar el auto en un estacionamiento.
Resopla. —¿Dónde?
—Frente al Hotel Internacional.
—¿Por qué? —Esta vez su voz es un poco más mordaz, pero estoy demasiado
frustrada para preocuparme y demasiado agotada para dejarme interrogar.
Había sido él quien me dijo que era libre de irme.
—¿Por qué te toca a ti hacer todas las preguntas?
—Bien —acepta agitando la mano. —¿Qué te gustaría saber?
¿Por dónde empiezo? —¿Cómo me encontraste?
Mete la mano en el bolsillo delantero de mis vaqueros y saca las llaves. —El
chip de seguimiento en el llavero.
Gruño. —Los hombres y sus chips de rastreo.
Levanta las cejas y me mira por encima de la cabeza. —¿Crees que es el mo-
mento para quejarse de eso?
—Si esperas gratitud, te has equivocado de chica.
—Me he dado cuenta —murmura. Da un paso atrás, su cabeza se tuerce en 78
un ángulo extraño. —¿Intentabas que te mataran?
Al principio no o... tal vez sí. Sacudo la cabeza. Ya no sé lo que hago. Estoy
cayendo sin una red que me atrape con cada línea de la única vida que he cono-
cido cortada. —Necesitaba respuestas.
—¿Y qué encontraste?
Aprieto los dientes. —Estoy cansada de que me utilicen. Estoy harta de que
jueguen conmigo. No lo haré más.
—Menos mal que no te lo pido. —Su dedo recorre mi mandíbula, levantando
mi mirada hacia su rostro.
—¿Qué demonios quieres?
—Ya te lo he dicho —susurra, apoyándome contra el todoterreno negro que
tengo detrás. —Te deseo, Serafina.
No puede. No puede saberlo porque no sabe absolutamente nada de mí. Y
si no me quiere como zorra, no entiendo qué puede querer decir. —Deja de lla-
marme así. No soy un ángel. Ni de lejos.
Apenas mueve los labios, pero la sonrisa sigue siendo obvia. El tipo de son-
risa que me recuerda que hasta el mismo diablo era un ángel. —Por lo visto,
tú tampoco eres humana —dice. —Ninguna humana estaría aquí discutiendo
conmigo... y menos en tu condición.
—¿Y qué condición sería esa? —pregunto sin moverme.
Me pasa el pulgar por debajo del labio, llevándose sangre sucia y reseca.
—Eres fuerte, pero ni siquiera tú puedes ocultar los espasmos musculares.
¿Por qué no me dices lo malo que es realmente?
—No sé de qué me estás hablando —suelto, aunque casi aprieto la mandí-
bula a medio camino.
—Negarse a reconocer el problema no va a hacer que desaparezca, pero si 79
realmente estás bien, supongo que no quieres esto. —Me tiende una pastilla
blanca ovalada.
Trago saliva. ¿De verdad se te hace la boca agua por una maldita pastilla?
Desde luego, es la primera vez que me pasa. Aunque también recuerdo cómo
me hacía sentir, aletargada, con la guardia baja, fuera de control. Cierro los
ojos, intentando controlarlo todo, pero cada vez que lo inhalo, no puedo evitar
estremecerme.
—Quédate conmigo, Sera.
No sé si se refiere física o mentalmente. ¿Ruido blanco o relajante muscular?
Jorge también fue amable una vez. Bueno, fue amable por un día o dos,
hasta que... empezó a encerrarme en esa pequeña habitación oscura, “por mi
propio bien”. Pero Galeno no me ha encerrado. Y que yo sepa no ha mentido.
Por otra parte, ahora mismo no sé distinguir entre arriba y abajo y eso me está
volviendo loca.
i
En cuanto se apagan las luces, siento un dolor en el pecho. No es como la in-
comodidad por una herida, sólo un dolor constrictivo, profundo y persistente que
me acelera el ritmo cardíaco hasta que puedo oír un ruido sordo en mis oídos.
—Por favor, no me dejes aquí. Seré buena.
—Deberías haberlo pensado antes de ir por la pistola. ¿Crees que preferirás
lo que te hagan si descubren que has sido tú?
Sacudo la cabeza, pero dudo que pueda verme en la oscuridad total.
La puerta se cierra con un clic y la cerradura encaja en su sitio. Me acurruco en
la pequeña cama que ocupa casi toda la habitación y pego la oreja a la pared. Al
otro lado, oigo voces y música. Risas. Cosas que me pregunto si viviré alguna vez.
Jorge tenía asuntos que atender. Asuntos que no eran apropiados para una
asesina de diez años.
80
Un destello de luz me ciega y me doy cuenta de que sigo en la parte trasera
del todoterreno con Galeno a mi lado.
Me paso la mano por el pelo, empujándolo de un lado a otro hasta que siento
un cosquilleo en el cuero cabelludo y los mechones están llenos de enredos.
—¿Cuánto tardarán en desaparecer los efectos secundarios de ese maldito cóctel?
Hace una pausa antes de responder—: Deberías estar bien.
Eso no es lo que quería oír. Todo lo que me dice es que mi cerebro está roto.
¿Y si nunca lo recupero? Pero entonces, ¿cuándo no ha estado roto mi cerebro?
Pasé más de diez años sirviendo a un hombre que me torturó. Seguí órdenes.
No lo cuestioné. ¿Y si no puedo funcionar sin eso? ¿Sin órdenes?
Me tocó la sien y hago una mueca de dolor, sintiendo el nudo que se me
forma justo encima del pómulo. Hay otro justo debajo de la comisura derecha
de la boca, que me duerme medio labio. Ni siquiera me atrevo a pensar en el
estado de mis costillas y mi espalda.
—No tomé nada antes de la fiesta —repaso, con el torrente de conciencia
escapándoseme por la boca mientras intento atar cabos. —Pero no me sentía
bien antes de encontrarme con Serge.
—¿Cómo es eso? —aclara Galeno.
—Cuando te vi, tu tatuaje se movió.
Hace un ruido al exhalar, algo a medio camino entre una risa cansada y un
suspiro. —No tiene costumbre de hacer eso, pero parecías un poco sonrojada.
—No bebí nada allí, ¿cómo se las arreglaron para drogarme antes de que
pasara todo?
—Tenías una erupción, una pequeña mancha en la parte exterior del pecho
izquierdo. El doctor― 81
—La ropa. —Casi me falla la voz al hablar. —La ropa que Jorge me envió.
Por eso sólo me dio quince minutos para prepararme. Estaba todo orques-
tado. No tendría tiempo de darme cuenta de nada hasta que fuera demasiado
tarde. —Tenías razón. Me tendió una trampa.
Toda mi vida había sido dictada por locos. Y ahora me siento al lado de Galeno
―obviamente un loco también. Sólo así se explicaba que se esforzara tanto. Y, él
era Los Zetas. Definitivamente un loco. Y no le veo sentido a luchar contra él.
—Entonces, ¿eso significa que también era una alucinación? —En realidad
no había querido formular la pregunta, pero apenas puedo mantener los ojos
abiertos y cada vez me cuesta más separar los pensamientos del habla.
—¿Quién? —pregunta Galeno.
El todoterreno choca contra un bache y me desplomo contra la puerta, con-
teniendo el grito que se me quiere escapar. Tengo las manos apretadas en el
regazo, casi vibrando por el esfuerzo de contenerme. —Mi padre.
—¿Es a él a quien perseguías? —Me encojo de hombros.
—No puede ser.
—¿Por qué?
—Está muerto —digo secamente.
—Muerto no siempre queda muerto en nuestro mundo.
Era verdad. Yo debería haber muerto al menos una docena de veces de la
forma que él insinúa. Suspiro, apoyando la frente contra el frío cristal. —Lo vi
—susurro. —Apreté el gatillo.
Galeno se inclina un poco hacia delante, y entonces noto que Lucero me mira
por el retrovisor.
—¿Cuándo? —presiona Galeno.
82
Supongo que ya no tiene sentido dar marcha atrás.
—Cuando tenía diez años. —Aún puedo ver su cuerpo golpeando el suelo.
Oír los gritos aterrados de mi madre.
—¿Por qué?
—Era un cabrón. —Dejé escapar las respuestas sin pensar.
—¿Les hizo daño?
—Nos pegaba. —Me tenso. No.
—¿Nos? —pregunta.
Maldita sea. ¿Por qué no se ha dado cuenta?
—Mi madre y yo —explico rápidamente. Miro hacia la ventana, observando
su reacción a través del reflejo en el cristal.
Su cabeza se inclina hacia un lado, un ojo entrecerrado como si viera a través
de la mentira.
—Sera —empieza.
Se me eriza la piel esperando sus siguientes palabras. Las espero, pero no
son exactamente lo que esperaba.
—¿Qué ha pasado?
—Maté a mi padre —repito como si no me hubiera entendido la primera vez.
Me sujeta del brazo, pero yo me arrimo más a la puerta. —Le disparé en el
pecho. Mi madre gritó y me envió a mi habitación. —Esta vez, soy más cuida-
dosa con mis palabras. —Después de eso... está un poco fragmentado.
—¿Qué recuerdas?
Suspiro. Como animales enjaulados, los recuerdos quieren libertad, pero
tengo que ser más cuidadosa. —Jorge. Me acogió. Dijo que me protegería. Me 83
dijo que mamá asumía la culpa y pagaría por ello, pero que si alguien me en-
contraba o se enteraba de lo que hice...
Trago saliva. —Así que me fui a vivir con él. Me tuvo encerrada hasta que
todo se solucionó. Luego, me dijo que era hora de ganarme el sustento. —No le
cuento cómo, literalmente, había sido entrenada para mi vida con Jorge desde
que tenía uso de razón. Educada en casa. Cuatro idiomas desde que empecé
a hablar. Artes marciales. Cómo sabía a ciencia cierta que había disparado a
mi padre, porque él era quien me llevaba de práctica al campo de tiro cada se-
mana. Nunca había tenido tiempo para respirar. Nunca tuve tiempo de dictar
mi propia vida.
Por eso ahora me siento tan perdida.
Lucho por mantener los ojos abiertos mientras mi mente se instala en la
niebla. Pero al menos respirar no es insoportable. No como antes.
10
E stoy en brazos de alguien, pero no huele familiar.
Por suerte, tampoco huele a esos cigarros caros de Jorge. No consigo abrir los
ojos hasta que siento que me bajan. Lucero me tumba en la cama y me quita los
zapatos robados de los pies.
—¿Dónde está Galeno?
84
—Tiene asuntos que atender.
—Quizá tenga lo que quiere de mí. ¿Qué es?
—Ha llamado con el médico para que venga a verte mañana. —Lucero me
cubre con las mantas. —Intenta descansar.
Miro fijamente a Sigiloso, sabiendo que él también ha oído mis secretos.
—¿Qué va a hacer conmigo?
Lucero hace una mueca, pero no puedo decir si es en parte sonrisa o ceño
fruncido.
—¿Por qué no le preguntas eso?
—Ya lo he hecho. —En cierto modo.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que soy libre de irme en cuanto me cure, pero eso fue antes de...
—¿Antes de qué? ¿Antes de huir? ¿O de verdad crees que le sorprendió que
hubieras matado a alguien? Todos lo hemos hecho.
La cama tiembla de repente y una nariz peluda me aprieta el brazo. —¿Lo
quieres aquí? —consulta Lucero.
Asiento con la cabeza. Un poco de compañía sana suena bien.
—Te subiré un poco de agua —dice Lucero, dando un paso atrás.
—¿Tienes hambre?
Sé que debería tenerla, pero la idea de comer algo me da un poco de náuseas,
así que niego con la cabeza.
—Está bien —asiente. —Te traeré una bolsa de papas fritas o algo por si
cambias de opinión. 85
Cuando no hay moros en la costa, le susurro a Rafe—: Esta gente no tiene
sentido. —Parece que las drogas deberían facilitar el sueño. Lo habían hecho
en el auto, pero ahora que me he despertado, no consigo encontrar una postura
cómoda. ¿Cómo podría ser más fácil dormir sentado en un todoterreno en mo-
vimiento que encontrar una postura cómoda en la cama?
Cuando Lucero vuelve, tiene cuidado de no hacer ruido al acercarse.
—No vas a despertarme —murmuro.
Coloca una bandeja en la mesita de noche a mi lado con unas bolsas de ape-
ritivos y un par de botellas de agua. —El botín de mi incursión en la cocina.
¿Necesitas algo más?
—Una bola de cristal o alguna mierda que ayude a resolver todo esto.
—El perro es lo más parecido que tenemos —dice Lucero, alejándose.
—Sí, voy a obtener todo tipo de respuestas de él. —Vuelvo a rodar, tratando
de encontrar una posición en la que al menos una cosa deje de doler.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para Galeno?
Lucero baja los hombros y se vuelve hacia mí. —Nos conocimos hace unos
cuatro años, cuando me salvó la vida. Crecí en Tamaulipas. Hice lo que pude para
ayudar a mi familia. Cuando Galeno me encontró, me habían apuñalado y dado
por muerto. Me llevó a un médico y me ofreció trabajo. —Hace un gesto hacia el
perro. —Supongo que le gustan los perros callejeros. Intenta dormir un poco.
De nuevo, me quedo con más preguntas que respuestas.
i
El dolor me despierta. Incluso peor que antes. Cada parte de mi cuerpo grita.
Intento darme la vuelta, pero el más mínimo movimiento hace que sienta 86
que la espalda se me destroza.
La cama se mueve y espero que Rafe siga a mi lado hasta que una mano me
agarra el hombro. Entierro la cara en la almohada y noto la humedad alrededor
de los ojos.
Ojalá fuera sólo sudor, pero sé que no lo es. No lloro.
—Sera —susurra Galeno.
—Ese no es mi maldito nombre. —La almohada amortigua mi voz.
—Entonces dime cuál es.
Gruño, intentando mantener el grito enterrado.
No voy a gritar.
Pero mi determinación no evitará que el agua salada se me escape por los ojos.
—Date la vuelta —pide Galeno.
—Déjame en paz.
Galeno emite un sonido evasivo en su garganta, luego la cama se sacude. Pa-
rece que al fin me escucha. O eso creo hasta que lo siento en mi lado de la cama.
Desliza la mano bajo la manta y sus dedos presionan mis músculos, frotando
pequeños círculos sobre mi piel. Y no quiero admitir que me está ayudando,
hasta que su tacto se acerca a mi columna y me estremezco.
—Lo siento —me dice.
¿Lo siento? No sé qué hacer con una disculpa, así que aprieto más la cara
contra la almohada, me pongo boca abajo y dejo que continúe. Sería una idiota
si dejara pasar esto, aunque sea un truco. Galeno masajea cada músculo con
destreza, pero no hace más que relajarme.Y añade un toque totalmente nuevo
cuando mis pensamientos vuelven al jacuzzi. 87
Me froto la cara contra la funda de la almohada, esperando que elimine
todos los restos de mis lágrimas y levanto la cabeza.
—¿Tienes más medicina?
Recoge un frasco de la mesita y lo agita ligeramente.
¿Las había dejado a mi alcance?
—Una cada ocho horas —advierte, sacudiendo una en la mano y volviendo a
dejar el frasco sobre la mesa.
—¿Me vas a dejar todo el frasco?
—Me pregunto qué efecto tendría tragármela entera. —¿Hay alguna razón
por la que no deba hacerlo?
No respondo, sólo acepto la pastilla mientras él abre una botella de agua.
Trago en seco, sin ganas de moverme, pero el sabor que me deja en la boca y en
la garganta me hace cambiar de opinión. Me balanceo un poco y me mantengo
en pie el tiempo suficiente para dar un largo trago.
Galeno me pasa los nudillos por la barbilla y noto las lágrimas húmedas bajo
su contacto.
Me doy la vuelta. —No hagas eso.
—El doctor estará aquí en unas horas.
—Estupendo. ¿Me traerá un cuerpo nuevo?
No puedo imaginar qué más podría ayudar.
—Las inyecciones de cortisona deberían bajar la inflamación y el dolor.
¿Crees que podrás volver a dormir?
Asiento con la cabeza, esperando que me deje en paz, y me acurruco de lado
dándole la espalda. Pero vuelve a meterse en la cama en el pequeño espacio que
dejé detrás de mí. Justo contra mi cuerpo. 88
Discutiría, pero el calor también me hace sentir bien, así que cierro los ojos
e intentó bloquear su mano en mi cadera.
Allí tumbada, escuchando su respiración uniforme, mis ojos se cierran y el
dolor desaparece, pero sigo sin poder dormir.
—¿Galeno?
Gime. Eso no ayuda.
—¿Qué necesitas? —pregunta cuando no respondo.
Espacio. Respuestas. Un nuevo plan. —No lo sé.
—Dale tiempo —sugiere, apretándome más contra él. Siento su polla a
través de sus pantalones, presionando contra mi culo. Y lo único en lo que
puedo pensar es en el jacuzzi. En sus dedos. En su sabor.
La sensación de mis nervios cobrando vida con el éxtasis.
En cómo lo ha drenado todo de mí, incluido el dolor. Tengo que apartarme
para hacer sitio y ponerme boca arriba.
Deslizó los dedos por la parte delantera de su cuerpo y por encima de la
banda de sus pantalones, palpo su polla y lo acarició a través de la tela.
Sus ojos permanecen cerrados, pero un gruñido retumba en su garganta. —
No vas a dejarme dormir, ¿verdad?
—Podrías estar en tu propia cama. —La luz que entra por la ventana me
permite distinguir los detalles de su cara. Sus pestañas oscuras. Sus gruesas
cejas. La barba espesa que acentúa sus labios.
Desde que llegué a Toronto, he luchado por volver a encontrarme a mí
mismo, pero si de algo me he dado cuenta es de que el “yo” que he estado bus-
cando nunca ha existido. Era el proyecto de mi padre. La marioneta de Jorge.
Consigue tu nuevo personaje.
Una que él vendió.
89
Que se joda. A la mierda la vida en la que me encarceló.
Con toda la incertidumbre que rodea toda esta situación, viéndome obligada
a despojarme de las capas de la fachada que me han aprisionado, una pequeña
parte de mí grita por algo más. Algo que nunca debí tener.
Quiero más. Lo quiero a él.
Manteniendo la mano en su polla, me estiro y lo beso, incapaz de negar la
incesante necesidad de volver a saborearlo. Esta vez a mi manera.
Su boca se abre, su lengua presiona contra la mía, se apodera de mi boca
como si yo lo hubiera invitado a entrar.
Puede que lo haya hecho.
Pero cuando me retiro, me deja mi espacio. Tiene los ojos muy abiertos, como
si estuviera bebiendo. —¿Me estás poniendo a prueba, Belleza?
—Nada de español, por favor.
—Intentaré recordarlo. —Mis dedos vuelven a recorrer la longitud de su
erección y sus caderas se mueven hacia delante, presionándome mientras su
lengua recorre sus labios. —Pero si sigues así, no te lo garantizo.
La boca de Galeno es necesitada, pero su tacto es suave cuando su mano baja
por mi costado, me levanta la pierna y la engancha en su cadera mientras sus
dedos trazan delicadas líneas en la parte posterior de mi rodilla.
Antes de que me dé cuenta, está encima de mí, aunque apenas siento el peso
de su musculoso cuerpo.
—¿Qué quieres, Serafina?
Me besa el cuello, lame la piel sensible y yo me arqueo contra él.
Mi cuello. Mi boca. Mi hombro. Presta atención íntima a cada uno de ellos. 90
Conozco el juego de la seducción, pero esto no lo es. Esto no es un juego.
Esto es electrizante.
Consumidor.
Confuso.
Galeno se arrodilla en la cama, se quita la camiseta oscura y tira del dobladillo
de la mía. Espero que me desnude con la misma rapidez, pero se toma su tiempo,
subiendo la tela por el vientre y recorriendo la piel con los labios. Mis dedos se
enredan en su pelo mientras sube. Cuando llega a la base de mis pechos, levanta
la camisa por encima de la cabeza y se lleva el pecho izquierdo a la boca.
Respiro, agarró con fuerza su pelo y tiró de él para acercarme más.
Siento todo lo que nunca me permitieron sentir. Anhelo. Deseo. Necesidad.
Siempre fui la nada de otra persona. El toque de Galeno ―signifique lo que sig-
nifique, sea cual sea su motivo― me hace sentir algo. Viva.
Vuelve a acercarse a mi boca y se detiene. Intento acercarme a él, pero se
niega a moverse. Cuando abro los ojos, lo veo mirándome fijamente.
—Si te hago daño en la espalda, dímelo.
No puedo hablar, así que asiento con la cabeza.
Y entonces, de repente, está arrastrándome hasta el borde de la cama, mis
piernas cuelgan. Me quita las bragas y sus dedos recorren mi raja, deslizándose
dentro. Al principio arqueo la espalda, luego mis caderas se balancean hacia
delante, para que entre más profundamente. Cada caricia me deja sin aliento.
Mis ojos se clavan en su dureza, cuando se quita los pantalones. Aprieta su
polla contra mí, inclina su cuerpo sobre el mío y me besa el pecho. Su pelo cae
sobre su rostro y las hebras me hacen cosquillas en la piel mientras me saborea
una y otra vez. —¿Por qué nadie te ha apreciado?
Mis dedos recorren su espalda, explorando cada músculo definido, mientras
se estiran sobre sus costillas con cada respiración. Luego se acomoda entre mis
91
piernas y su polla empuja mi entrada.
Arruíname.
Pero espera. ¿Me está probando? ¿Es que no me desea?
Deslizó la mano por su pecho, sobre su estómago marcado y me detengo en
su cadera cuando lanza un grito ahogado y cierra los ojos.
Sea cual sea el poder que ejerce sobre mí, yo también lo ejerzo sobre él.
Aprieto sus caderas con mi coño, aprieto mi boca contra su clavícula y sa-
boreo su piel y su sudor salado.
—Cristo —sisea entre dientes apretados. Su espalda se arquea hacia mí,
forzando la punta de su polla en mi interior.
Espero que duela, pero me penetra con suavidad, llenándome, clavándose en
cada nervio. Cada roce destinado a llevarme al orgasmo.
Joder.
Con cada embestida, su pulgar roza mi clítoris, y siento que se acerca la ex-
plosión. Pero no estoy lista para que esto termine.
—Para.
Lo hace, completamente, estudiando mi cara mientras está de pie sobre mí.
Mierda. No soporto que me dejen al límite. Así no. Me bajo el pelo por la cara
y tiro. —No, quiero decir...
Se sale de mí. —Decídete antes de que me estalle sobre ti.
—Quiero más. Sólo... —Trago saliva. —Dame más. —No estoy preparada
para la caída, quiero seguir volando.
Los dedos de Galeno se deslizan dentro de mi coño. Dos. Luego tres. Más. Se-
parándome y acariciando mi núcleo. Mezclando dolor y placer con cada caricia. 92
Entonces, sin previo aviso, desliza un dedo en mi culo.
—Dios —grito.
—Dijiste más —desafía, —voy a darte más.
Mete otro dedo en mi apretado agujero, repitiendo lo que acababa de ha-
cerme en el coño, pero esta vez las sensaciones se multiplican. El dolor esti-
rando mis músculos. Éxtasis vibrando a través de mis nervios.
No debería estar ahí.
No debería estar haciendo esto.
Pero no quiero que pare. Oigo a Galeno escupir, luego su polla sustituye a
sus dedos. Joder. Se me abren los ojos y me muerdo el labio inferior.
Esta vez sí duele. Empellones. Estirando. Demasiado lleno. Abrumada, me
retuerzo, clavándole los dedos en el cuello y el hombro. Y, sin embargo, eso me
hace desearlo aún más dentro de mí.
Se detiene a medio camino, retrocede un poco, y lo rodeo con la pierna, ti-
rando de él hacia atrás. Se inclina sobre mí, acariciándome con los dedos mien-
tras su polla... se abre camino dentro de mi culo. Nada debería sentirse tan
bien, sobre todo esto, pero me agarro a las sábanas a ambos lados de la cabeza,
tirando. No puedo contenerme.
—Mierdaaaa —grito cuando el primer orgasmo aprieta mi culo contra él. Él
bombea dentro de mí mientras el orgasmo me arrebata y se desvanece.
—Un poco más, nena —gruñe contra mi cuello.
Gime y se empuja tres veces más antes de tensar la espalda y vaciarse dentro
de mí. Mantengo la pierna enganchada a su cintura y los dedos clavados en su
espalda. Su aliento caliente me acaricia el cuello mientras me besa bajo la oreja
y murmura—: ¿Me vas a dejar dormir ahora? 93
11
A la mañana siguiente, me alejo de la luz del sol que se cuela por las
cortinas y encuentro a Galeno sentado en la cama a mi lado, mirando fijamente
su teléfono. Va vestido con vaqueros y una camiseta gris que le cubre los bíceps.
Tiene las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos.
—Buenos días —saluda sin levantar la vista del teléfono. Se acerca y recoge 94
una taza negra de la mesa, el cálido olor a café me inunda la nariz. Inspiro
profundamente y suspiro.
—¿Te gusta el café?
—Sí.
Me ofrece la taza. —Está recién hecho y hay más abajo.
Tomo la taza entre las manos e inhalo su aroma. No es el café del autoser-
vicio con el que normalmente me conformo. Este tiene un olor profundo a nuez,
y el rico sabor me deja un toque de vainilla en la boca.
Galeno me da unas palmaditas en la pierna y levanta la suya del colchón.
—Baja y nos prepararé el desayuno antes de que llegue el médico.
—¿Tú cocinas? —Me burlo, pero en realidad estoy intrigada. Apenas he visto
a un hombre pisar una cocina para algo más que una cerveza o un bocadillo.
—Seguro que será entretenido de ver.
No sé si sigo el juego, pero esto ―sea lo que sea― me sale natural. Posible-
mente sea la primera vez que lo siento.
Jorge dijo que enamorarme de un hombre me debilitaría. Adormecería mis
sentidos. Que me mataría. Pero mis sentidos nunca se han sentido tan vivos
como ahora. En cierto modo, lo odio, porque también noto cada espasmo y pun-
zada en la columna vertebral, pero bebo un largo sorbo de café y me tomo un
momento para no hacer nada, excepto disfrutar del líquido caliente calentán-
dome la garganta.
Galeno tira mi bolso a los pies de la cama y, mientras ruedo hacia ella en
busca de algo de ropa, noto también el dolor entre las piernas. La sombra de
todos los sitios donde estuvo. Que era, literalmente, en todas partes.
Una vez vestida, con la taza de café en mano lo sigo hasta la cocina, subiendo
las escaleras mucho más despacio que él, que va a paso rápido y constante.
Me siento en la isla mientras cocina, lanzando una pequeña pelota de tenis al 95
otro lado de la habitación para entretener a Rafe antes de que pueda mendigar
hasta el último trozo de mi desayuno. Galeno me pone delante un plato con una
tortilla desbordante y se sienta frente a mí con el suyo, el doble de tamaño que
el mío. Rafe se sienta a su lado y enseguida me doy cuenta de por qué su ración
era mucho más grande, ya que le tira al perro casi tanto como se come él.
—¿Y ahora qué? —pregunto cuando mi plato está casi vacío.
—Esperamos al médico.
Resoplo. —No, quiero decir...
Cierro los ojos. —Jorge. No va a dejar pasar esto.
—Probablemente piense que Serge desapareció contigo. —Se mete lo que
queda de tortilla en la boca, para consternación de Rafe. —Por lo que él sabe,
podrías estar al otro lado del mundo.
Se me hunde el estómago y dejo caer el tenedor, olvidado el apetito. —Sí...
sobre eso.
Galeno apoya las palmas de las manos en el granito negro, con las cejas en-
trecerradas sobre los ojos oscuros.
—Yo... —Se me corta la respiración. —Robé un teléfono y lo llamé.
—¿Por qué hiciste eso? —gruñe.
—¿Por qué crees? Creí que me estabas jodiendo como todo el mundo y no
pensaba con claridad.
Los hombros de Galeno se relajan, pero sus labios siguen presionados hasta
tornarse blancos. —¿Y qué piensas ahora?
—Te lo dije anoche, tenías razón. —No sé exactamente cuándo me di cuenta
de lo que me había dicho Jorge. No fue un momento “ah-ha” que pueda pre-
cisar, pero ahora cada encuentro con él se repite en mi cabeza. Cada momento. 96
Todo lo que me dijo. Ojalá pudiera separar la verdad de las mentiras, pero no
estoy segura de sí veo las mentiras porque están ahí o porque quiero que estén.
Entonces, suena el timbre.
—Debe ser el doctor. —Galeno se levanta, luego se inclina sobre mi silla, con
una mano en el respaldo y otra en el mostrador frente a mí. —Pero si de verdad
quieres encontrar antes a Jorge, vas a tener que darme más información.
Me meto los dos últimos bocados de tortilla en la boca. Sigo sin tener hambre,
pero apuñalar cada trozo me hace sentir un poco mejor. Entonces, me encuentro
con Galeno en el salón, donde está con un hombre mayor.
—Tienes mejor aspecto —comenta mientras me mira.
—Sera —anuncia Galeno. —Este es Martin.
—Galeno dice que todavía te duele la espalda —comenta mientras apoya un
viejo maletín en la mesita que hay junto a un enorme sofá. La piel de gallina
me sube por los brazos y me hace cosquillas en el cuello. Intento concentrarme
en lo que dice Martin, pero sólo oigo estática mientras me pierdo en el recuerdo.
Un maletín pasa zumbando junto a mi cabeza. Me agacho justo a tiempo
para evitar lo peor, pero entonces las manos de mi padre se abalanzan sobre mí.
Me levanta del suelo de un tirón, donde estaba sentada dibujando un hipopó-
tamo que había visto en un cartel de camino a Krav Maga.
No le gustaba que dibujara. Lo llamaba despilfarro de tiempo.
Tomando un puñado de mi pelo, me arrastra fuera de mi cuarto y abajo
hacia su estudio donde guardaba la estera de bambú.
—Arrodíllate. —Me presiona para que caiga de rodillas. Me pone delante un
libro de etiqueta escrito en español y lo abre en una página cualquiera. —Lee.
Empiezo a leer la primera línea en voz alta. —En ruso grita.
—Sera. —Galeno me sacude y le pongo la mano en el pecho. Sus ojos se en-
trecierran. —¿Jorge?
97
—No —susurro. —¿Serge?
Lo atravieso con la mirada; de repente, los párpados me pesan demasiado
como para mantenerlos abiertos. —¿Tu padre?
Abro ligeramente la boca, pero vuelvo a cerrarla y asiento con la cabeza.
Otro efecto secundario de mi fachada rota. Mi pasado había sido envasado al
vacío. Todo el aire aspirado y sellado. Pero esos sellos se rompen más rápido de
lo que puedo enmendarlos.
Dejo que el pelo me caiga sobre el rostro para cubrir mi expresión, pero
Galeno me lo retira inmediatamente y levanta mi barbilla. —Ya estás aquí.
Vamos a demostrarles a todos quién eres en realidad.
Me muerdo el labio y a duras penas consigo no reírme de las palabras de un
hombre que ni siquiera sabe mi nombre. —De acuerdo. Pero primero necesito
poder moverme sin congelarme.
—Esto no es una cura mágica.
—Nada lo es.
Galeno enlaza su brazo con el mío y me empuja más cerca de Martin, que
ya tiene su maletín abierto con un paño blanco tendido sobre la mesa y varios
paquetes de plástico colocados junto a dos viales.
—¿Te han puesto alguna vez inyecciones de cortisona? —pregunta Martin.
Niego con la cabeza.
—Alguna reacción alérgica a... —continúa enumerando varios medicamentos
de los que nunca he oído hablar.
—Mire, ni siquiera me han puesto nunca la vacuna de la gripe.
Martin mira a Galeno durante un largo segundo y luego vuelve a mí. —Voy a
ponerle una inyección de anestesia local para aliviar los espasmos musculares.
Probablemente sentirás una pequeña molestia cuando...
—Confía en mí, estaré bien. Terminemos con esto.
98
—Necesitaré que mantenerte sentada contra algo o tumbada para tener ac-
ceso a tu espalda.
Galeno tira de mí hacia el sofá y toma asiento, luego coloca en su regazo, a
horcajadas sobre sus piernas.
—No creo que esto sea lo que tenía pensado el doctor —susurro a su oído,
pero él sonríe, me levanta la camisa por encima de la cabeza y tira de mí contra
su cuerpo para desabrocharme el sujetador.
Detrás de mí, Martin emite un sonido con la garganta. Oigo el chasquido de
unos guantes y luego sus dedos me aprietan la espalda. Su tacto no se parece
en nada al de Galeno cuando me pincha el centro de un nudo cerca del omóplato
una y otra vez hasta que siento la tentación de quitármelo de encima y darle
un cabezazo en la nariz.
—Ese parece el punto —señala. —¿Dirías que es ahí donde está la mayor
parte del dolor?
Gruño—: Actualmente, sí.
—También tiene un nudo en el lado izquierdo de la parte baja de la espalda.
Gracias, Galeno. Hundo la barbilla en su hombro.
Siento que algo más pincha en el primer punto y luego las manos del mé-
dico bajan hasta encontrar el lugar que señaló Galeno. Cuando toca allí, mis
caderas se agitan y mi hombro casi atraviesa la mandíbula de Galeno. Y eso es
lo que consigues.
Martin deja el bolígrafo y toma algo que parece un hisopo de gran tamaño.
—Voy a...
—Realmente no necesito un informe detallado. —En todo caso, eso lo em-
peora, aumentando las sensaciones cuando podría bloquearlas.
—Tienes que mantenerte muy quieta —indica el doctor. —Esto suele ser 99
más fácil cuando sabes lo que viene.
—No te preocupes. —Me han entrenado para esto.
Algo frío toca la espalda y dejo caer la cabeza contra el hombro de Galeno,
hundiéndome en mi espacio en blanco. A continuación, un pellizco, luego una
quemadura. Otro pinchazo, más quemazón. El ciclo se repite de cuatro a cinco
veces, luego el médico presiona con la mano el lugar de la inyección y frota el
músculo con más suavidad esta vez. Repite el proceso en el músculo inferior
mientras yo cuento cada respiración.
—No levantes nada que pese más de 20 kilos —indica Martin. —También
sugiero que descanses los músculos durante un par de días y luego comiences
con estiramientos suaves.
Descanso. Movimientos suaves. No son palabras tradicionales en mi vocabu-
lario. Me han dicho que descanse más en la última semana que en toda mi vida.
¿Cuándo entenderán que eso no es algo de lo que soy capaz?
12
O lvidado. Olvidado.
Así era mi vida.
Hasta que todas esas cosas olvidadas regresaron para volverme loca.
Galeno me besa el cuello. El médico se ha ido, pero yo sigo sin moverme. 100
Quiero que cesen los recuerdos. Necesito averiguar qué hacer conmigo misma.
Cómo volver a levantar mi fachada.
Dios. Las fachadas son demasiado agotadoras.
El pulgar de Galeno roza mi cadera y me da un toque para llamar mi atención.
—¿Estás bien?
Vuelvo a sentarme sobre los muslos de Galeno, me ajusto el sujetador y me
lo vuelvo a abrochar. —¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Arruga la cara. —Diez días.
Diez días... ¿Cómo puede un hombre deshacer toda una vida en diez días?
Puedo sentirlo, como un globo que se desinfla lleno de fragmentos de cristal,
esperando a ver cuál se resquebraja primero. Mientras tanto, todas las piezas
chocan y arañan entre sí, tratando de acomodar su mundo que se encoge
rápidamente.
Estaba deseando respirar sin dolor, pero ahora tengo el pecho tan apretado
que no puedo disfrutarlo. Cierro los ojos y dejó caer la cabeza, pero ya no hay
paz en ninguna parte.
—Sera...
—Por favor, no hables.
Es Jorge a quien oigo, tirando del fondo de mi conciencia.
No te fíes de sus mentiras. Los secretos son poder y los hombres harán cual-
quier cosa por encontrar el tuyo.
Ya sabes lo que pasará cuando lo encuentren. Tienes que estar preparada.
Preparada para luchar. Preparada para ser torturada. Preparada para ser
seducida. Así no es como se suponía que pasaría todo. 101
No estaba preparada para ser vendida y rescatada. Rota y... ¿qué es esto?
¿Aliteración?
Mi mente se acelera. Recuerdos. Pensamientos. Preguntas. Hasta que me
duele la cabeza de la tensión.
Las manos de Galeno me echan el cabello hacia atrás, bajan por mis brazos y
se posan en mis muslos. —Me estás preocupando —susurra. —¿Ha empeorado
el dolor?
Sacudo la cabeza una vez y luego asiento, cediendo.
—La espalda no, todo lo demás.
La respiración me traquetea en el pecho.
—Creo que tengo una crisis de identidad.
Se me acercó y me frota la nuca.
—Está bien.
—¿Qué tiene de bueno? —Cuando levanto la vista, encuentro lo que me ha
metido en este lío. Galeno. Mirarlo a los ojos hace que me duela el pecho. Las
líneas de preocupación se extienden hacia sus sienes. Tiene las cejas juntas
fruncidas. La mandíbula tensa.
Mis dedos se enredan en la manga de su camisa, estirándola hasta que estoy
segura de que nunca recuperará su forma.
Como yo.
—Necesito que esto pare.
—No. —Me toca la cara. —Necesitas superarlo.
—¿Por qué? —grito. Quizás había juzgado mal lo que creía que era preocu-
pación. Quizá sí disfruta con esto. 102
—Es la única manera. Jorge te destrozó. Te obligó a ignorar tus instintos
naturales para poder controlarte. Te estás curando.
—Eso no es lo que se siente.
—No es lo que se siente cuando alguien —su ceja izquierda se arquea— se
queda dormida sobre tus brazos y te despiertas con un ardor, un escozor, en la
mano, pero es lo que es. A veces curar duele más que la herida.
¿Se refiere a mí? —Nunca me he dormido en tus brazos.
—No te acuerdas, supongo, pero tampoco te acuerdas de mí diciéndote mi
nombre, una y otra vez.
Con las palmas de las manos apoyadas en su pecho, aumento la distancia
entre nosotros. —¿Te acostabas conmigo cuando estaba en ese estado?
Echa la cabeza hacia atrás, pero no me quita los ojos de encima. —No dormía,
ni hacía nada, pero a veces tumbarme a tu lado era la única forma de que de-
jaras de gritar.
¿Gritar? Todo este tiempo he estado intentando no derrumbarme delante de
él y ya había visto detrás del muro que se desmoronaba. —¿Sobre qué?
Sus ojos bajan por una fracción de segundo. —Nada en particular.
—Estás mintiendo. —Mi boca apenas forma las palabras, y salen agudas.
Galeno suelta una bocanada de aire. —Eres buena.
—¿Por qué me mientes?
—Porque me acabas de decir que lo estás pasando mal y quería dejar que
eso se asentara antes de añadir posiblemente algo más con lo que tuvieras que
lidiar. Murmuraste algunos nombres, principalmente Jorge... Gabe, Miguel.
Creo que pensabas que yo era Jorge, y cada vez que hablaba, empezabas a re-
petir olvidado. 103
—¿Y eso es todo? —Sé que no lo es, pero le reto a que vuelva a mentirme.
—No. —Aprieta los labios en una línea recta. —Pero no estás preparada
para hablar del resto, así que vamos a dejarlo por ahora.
Le tiro de la camisa hasta que se rompe.
—¿Quién eres tú para tomar esa decisión?
Galeno me pone las manos sobre los puños, pero su voz permanece tranquila
y uniforme. —Dime cómo te llamas.
Retrocedo, sentándome lo más lejos posible de él mientras estoy en su regazo.
—A veces, te odio.
—A veces, soy un buen hombre para odiar.
¿Por qué no puede enfurecerse? ¿Gritar? Entiendo esas cosas mucho mejor
que esta calma desconcertante. Entiendo el dolor mejor que la comodidad.
La voz ―la que Jorge creó― dice que me aleje de él. Pero dejo caer la cabeza
sobre su hombro antes de que las lágrimas que me queman los ojos tengan
oportunidad de caer. Mi frente y mi nariz se apoyan en su barba áspera.
Temo que, si me muevo, la avalancha se reanude.
Me deja ahí unos minutos y luego me tumba en el sofá, con su cuerpo sobre
el mío. Justo debajo de su destrozada manga de camisa, noto tres largos ara-
ñazos. —Vas a tener muchas cicatrices.
—No me cabe duda.
Me pregunto si alguna vez lo entenderé. —Cuando me pediste que me que-
dara contigo, ¿qué tenías en mente exactamente?
—A ti. —Su risa profunda retumba contra mi pecho. —Solo te quiero a ti, 104
Sera. No puedo explicarlo, y no me importa intentarlo.
—¿Y de algún modo descubriste que me querías mientras estaba incons-
ciente en tu habitación de invitados? ¿O cuando descubriste quién era yo?
—¿O cuando sentí celos de que hablaras con el perro y no conmigo?
Me deshago de él, intentando ocultar mi risa. No me imagino a nadie celoso
por un perro, y menos por él. —No sentiste celos por eso.
Me besa la mejilla. —Eso no lo sabes. —Su boca baja por mi mandíbula hasta
el lóbulo de mi oreja y se lo lleva a la boca. —O quizá fue cuando te saboreé.
Aunque tengo que decir que hay otras partes de ti que me interesa probar.
Algo vibra contra mi pierna y Galeno suelta un largo gemido. —No sabía que
te excitaba tanto.
—No te subestimes. —Se da la vuelta y saca el móvil del bolsillo.
—Tengo que atenderlo.
—El mundo de unicornios y caramelos no puede seguir sin ti.
El teléfono sigue volviéndose loco en su mano, pero en lugar de contestar,
vuelve a bajar la cabeza. —Ya lo llamaré.
Su boca captura la mía. Su lengua se desliza por mis labios y luego penetra
más profundamente, llenando mi boca con su sabor hasta que ambos nos que-
damos sin aliento.
Entonces, el teléfono vuelve a sonar.
—Vete —susurro al oído, aunque no quiero que se vaya. El aire frío entra
en su vacío mientras se levanta del sofá y sube las escaleras, contestando a la
llamada a mitad de camino.
i 105
L ucero irrumpe y sus ojos se abren por un segundo al verme, luego los
desvía rápidamente hacia las escaleras. Mi camisa sigue tirada en el otro ex-
tremo del sofá, y sé que me visto menos vestida, así que no me molesto.
—¿Está Galeno en su despacho? —pregunta.
—Sí.
Pero justo cuando lo digo, veo por el rabillo del ojo que Galeno aparece en
el rellano de arriba, ahora con una camisa negra de botones. —Hoy tengo que
ocuparme de unas cosas —anuncia bajando las escaleras. Cuando sus ojos y los
de Lucero se cruzan en silencio, sé que están debatiendo qué hacer conmigo.
—Podrías llevarme —digo, con la esperanza de salir de la casa y finalmente
sentirme productiva de nuevo. No parece que ayer estuviera vagando por las ca-
lles de Toronto. Aunque los moretones y el dolor de la pelea empiezan a aflorar.
Lucero me mira por encima del hombro como si prefiriera matarme, pero
Galeno se limita a clavarme su mirada de labios apretados.
—¿Por qué sigues medio desnuda?
—Llevo sujetador, estoy bastante segura de que eso me sitúa ligeramente
por debajo de la mitad, ¿y cómo iba a saber que alguien iba a irrumpir?
Su mirada de acero no desaparece hasta que quito la camiseta del sofá y me
la pongo por encima. ¿Por qué le da tanta importancia? Que yo recuerde, estaba
desnuda cuando Lucero me encontró. Tengo cuerpo y piel como todo el mundo.
En realidad, no tiene mucho misterio.
—¿Satisfecho?
Los labios de Galeno se relajan en una mueca.
—Ya hablaremos de eso más tarde.
—¿Y ahora? Me voy a volver loca sin algo que hacer. 106
Galeno hace una pausa, pero Lucero niega con la cabeza y sigue hacia la
puerta. —Estaré fuera mientras ustedes dos se arreglan.
—Ni siquiera sabes adónde voy ni lo que vamos a hacer —suelta Galeno.
—No puede ser peor que cualquier otra cosa que ya haya hecho.
Camina hacia mí. —¿Estás segura?
—Dijiste que me querías, pero no voy a quedarme aquí sentada y... —Cierro
los ojos. —Si quieres un calentador de cama has elegido a la chica equivocada.
—Me doy cuenta, pero necesitas...
—Descansar hasta que se me cure la espalda —digo en tono burlón. —Yo no
hago eso. Voy a perder la maldita cabeza si tengo que quedarme aquí.
Sus ojos me recorren de pies a cabeza. —¿Y qué piensas ponerte? ¿Otra vez
mis zapatos? —Hay humor en su tono, pero me preocupa más el hecho de que
lo esté considerando.
Me muerdo el labio inferior para evitar que lo que me bulle por dentro se
desborde. ¿Estoy mareada? —Podría hacer que funcionaran.
Galeno se burla. —Elena siempre deja algo aquí. —Me lleva a un armario
escondido bajo las escaleras y enciende la luz. Entre las cajas y los abrigos de
invierno, mis ojos se posan en una cazadora de cuero roja. La tomo y paso los
dedos por el suave tejido.
—Pruébatela —me dice Galeno. —Luego busca un par de zapatos y reúnete
con nosotros en la puerta.
Una parte de mí se pregunta si está planeando distraerme y luego salir co-
rriendo mientras estoy en el armario. Pero, ¿por qué no me encerró en algún
sitio si me quería fuera de su vista?
—Elena debe de pasar mucho tiempo aquí —replico.
107
Galeno hace un sonido evasivo con la garganta. —Supongo que le gusta lo
que hay que ver en Toronto.
Hay algo raro en la forma en que lo dice. Elijo un par de botas hasta la panto-
rrilla con tacón de aguja de tres pulgadas. —Con botas de prostituta al parecer.
Los zapatos de Galeno chirrían mientras da media vuelta en el centro de la
habitación. —Elena es mi hermana pequeña.
Las botas resbalan de mis manos y golpean el suelo.
—¿Quién te creías que era? —Retrocede y apoya el hombro en el marco de
la puerta.
—Novia... Esposa... —Me encojo de hombros. Se me habían ocurrido otras
opciones, pero ahora que sé que estamos hablando de su hermana, no me atrevo
a expresar ninguna.
—¿Esposa? —Su risa casi se traga la palabra.
—¿No la quieres cerca?
Ladea la cabeza, el humor que había iluminado sus ojos hace un momento...
se desvaneció. —¿Por qué dices eso?
—Te oí hablar por teléfono, ¿o sólo querías alejarla de mí?
—Eso fue parte de ello, sí. —Empuja un par de zapatos hacia mí con el pie.
—¿Y la otra parte? —Me siento en el suelo y deslizo el pie en la bota, mo-
viendo los dedos dentro. Resulta extraño estar sin calcetines, pero encajan
perfectamente.
—Elena tenía que tenerlas, y no paraba de quejarse de que eran dos tallas más
grandes. —Galeno me tiende la mano y yo se la tomo para que me ponga en pie.
La chaqueta me queda más ajustada, pero puedo arreglármelas. Me recojo el
pelo y me lo bajo por la espalda. 108
—¿Qué tal la espalda? —pregunta.
—Entumecida, pero intento no pensar en ello.
—Eso es lo que me preocupa.
Está preocupado y eso hace que me cosquillee por dentro. Esto es una locura.
Un sueño. Una alucinación. —¿Cuál es la otra razón por la que no querías a tu
hermana cerca?
—Cambiar de tema no funciona.
—Tú empezaste con los zapatos —acuso. —A ti también te gusta evitar las
preguntas.
Tira de los bordes de mi chaqueta con ambas manos, lo suficiente para acer-
carme un paso. —Le gusta Lucero.
—¿Y eso no te gusta?
—¿Te gustaría que tu hermana saliera con alguien que recibiría una bala
por ti? ¿Cuyo trabajo es estar preparado para hacer eso cualquier día?
Uno de los fragmentos de recuerdos que antes había intentado contener se
desprende, se desliza por mi garganta y se aloja en mi pecho.
—No. ¿Pero de verdad te corresponde a ti decidir eso por ellos?
Galeno inclina ligeramente la cabeza hacia delante.
—No. Pero las cosas son demasiado peligrosas ahora mismo; más de lo que
pensaba hace una semana, por lo visto.
Toma aire. —Ahora, si sigues decidida a acompañarme, seguirás el ejemplo
de Lucero y no harás nada que te haga retroceder. Y no me eches la culpa si te
aburres. ¿De acuerdo?
¿Aburrirme? ¿Qué podría ser más aburrido que mirar al techo durante horas
y horas? —De acuerdo. 109
Lucero maldice en español cuando salimos.
—Te hará caso y no se meterá en líos —asegura Galeno. Me fulmina con la
mirada con sus últimas palabras. No recuerdo haber aceptado exactamente. No
tengo intención de meterme en líos, pero parece que siempre me encuentran.
—Sabía que me tocaría hacer de niñero de cualquier manera. —Lucero sube
al asiento del conductor y yo me uno a Galeno en la parte de atrás.
13
P aramos en lo que parece un cruce entre un casino y un club de campo,
y el número de automóviles de seis cifras que hay en el estacionamiento indica
que aquí es donde se reúnen todos los peces gordos.
Dejamos el todoterreno en manos del valet y, justo antes de que Galeno nos
conduzca a la puerta, me aparta. —Recuerda que es tu jefe. —Señala con el 110
pulgar a Lucero.
El rostro de Lucero permanece inexpresivo. Ya está en plena faena, vigi-
lando la puerta principal, escaneando el estacionamiento y probablemente me-
morizando todas las matrículas.
Dentro, atravesamos el vestíbulo y giramos a la izquierda por un pasillo
junto a un guardia de seguridad que parece conocer a Galeno. Apenas mira en
dirección a Lucero, asintiendo al pasar, pero cuando me toca pasar, sus ojos se
clavan en mí hasta que me pierde de vista. Seis metros más abajo, el pasillo se
bifurca, giramos a la izquierda y Galeno abre la siguiente puerta.
Cuatro hombres, cada uno con una mano de cartas repartida, rodean una
gran mesa de póquer en el centro de la habitación llena de humo. El olor a ma-
dera caliente y cigarros caros nos envuelve y me quema los ojos.
—Aguilar. —Un rubio escuálido con media cabeza rapada asiente en direc-
ción a Galeno. —Syroni y Clive están dentro. Sigo esperando a Ayman. —Arroja
un montón de fichas de póquer al centro de la mesa.
Galeno me devuelve la mirada una vez más ―un último recordatorio de que
tenga en cuenta a mi “niñera”― antes de cruzar la habitación y desaparecer por
la puerta de al lado. Lucero no se mueve y yo hago lo mismo.
Sin Galeno, los hombres de la mesa parecen relajarse. —Acerca una silla,
Luc —dice uno, y entonces todos miran en mi dirección.
—¿Quién es la sangre nueva?
—Sera —responde Lucero.
—¿Juegas al póquer, Sera?
¿Por qué tiene que ser al póquer? Gruño interiormente e intento guardar las
apariencias diciendo—: No tengo dinero.
—¿No paga tu jefe? —Se ríe y le da un codazo a Lucero quien me acerca la silla. 111
—Yo te ubico.
Trago saliva, sintiendo las gotas de sudor del tamaño de una bala arrastrán-
dose por mi espalda. Póquer. Si hubiera sabido que habría póquer, me habría
quedado en casa.
—Andy —señala Lucero al hombre que ha estado hablando todo el rato, y
luego continúa alrededor de la mesa. —Cage, Casper, Simba.
—¿Simba? —repito, intentando desesperadamente no resoplar. No he visto
una película infantil en mi vida ―otra pérdida de tiempo―, pero hasta yo co-
nozco ese nombre.
—No lo hagas —gruñe el hombre sentado a la izquierda de Lucero. Sus ojos
contienen una firme advertencia, probablemente porque le han preguntado por
el nombre cientos de veces, pero también hay un toque de humor en la curva
de sus labios cuando levanta el puro y da una larga calada. Su piel es de un
marrón intenso, casi tan oscuro como su pelo, pero no puedo captar mucho de
su acento con esas pocas palabras.
Observo cómo termina la mano actual. El hombre que tengo enfrente, Cage,
es ancho de hombros y tiene la constitución de un atleta. Lleva la cabeza bien
afeitada, lo que acentúa la afilada estructura ósea de su rostro. No habla, sólo
echa sus fichas y se cruje el cuello. Casper, al igual que Andy, tiene el pelo
rubio, pero lo lleva corto y pegado a la cabeza.
Tras una ronda de apuestas, todos dejan sus cartas y Andy se lleva el bote.
—¿Sabes jugar? —consulta Lucero, deslizando un montón de fichas por la
mesa hacia mí.
—Sí. —Por desgracia, lo sé demasiado bien.
Todos apostamos y, mientras Cage baraja y reparte las cartas en silencio,
otros dos hombres entran en la sala. Andy les da básicamente el mismo discurso
que le dio a Galeno, uno se separa y se dirige a la trastienda, mientras el otro da
112
la vuelta a una silla y se sienta a horcajadas en el respaldo, observando a Cage.
Recojo mis cartas. Dos reinas. Pero apenas puedo concentrarme por encima
del rugido de la sangre que me llena los oídos y el calor que me recorre el pecho
y la espalda. Ya me duele la cabeza.
Dejó tres cartas y Cage me da tres más de la pila. As de picas. Siete de co-
razones. Diez de diamantes. Sigo teniendo dos iguales, pero tiro mis fichas sin
apartar los ojos de las cartas.
Las fichas tintinean y, a su vez, cada uno lanza su apuesta. Andy vuelve a
sentarse en su silla, Cage se retira, Casper se rasca la nuca, el ojo izquierdo
de Simba se entrecierra. Me pregunto si todos son conscientes de lo que dicen.
¿Saben que puedo leerlos?
No quiero mirar a Lucero.
Diablos, no quiero mirar a ninguno de ellos, pero como la memoria muscular,
mi cerebro se pone a toda marcha, catalogando cada detalle.
Subo la apuesta, en parte con la esperanza de que si pierdo todo mi dinero
―o el de Lucero―, estaré libre de culpa. Andy iguala. Casper se retira. Simba
me mira fijamente, con los ojos entrecerrados, antes de decidirse a igualar y
Lucero hace lo mismo.
Finalmente, Andy pone tres cuatro y Simba tira sus cartas al centro, indi-
cando que ha perdido. Pero entonces Lucero pone una escalera y yo también
tiro mis cartas al centro.
Al menos todo el dinero que perdí de Lucero fue para él, pero no puedo evitar
sentir ese persistente malestar en la boca del estómago. Me vendría bien un
poco de aire, pero tampoco puedo decirlo ahora. Tampoco puedo irme. Así que
me siento a la mesa y sigo el procedimiento.
El tipo nuevo, que fue presentado como Harsh, entra en la siguiente mano. 113
Al principio sólo presto la atención suficiente para no perder el dinero de Lu-
cero, pero inconscientemente me fijo en cada detalle y, a medida que pasa la
tarde, veo que mi pila de fichas va creciendo.
Si no pierdo una mano pronto, tengo la sensación de que alguien va a sacar
una pistola. Pero siguen charlando, repartiendo ronda tras ronda hasta que la
mayoría se queda sin fichas.
La puerta de mi derecha se abre y Galeno es el primero en salir. Sus ojos se
dirigen directamente a las pilas de fichas que tengo delante y luego a Lucero.
Uno de sus brazos descansa sobre su pecho, apoyando el codo y la mano que se
pasa por la barba.
Dejo las cartas, agradecida por el indulto, y empujó las fichas delante de Lu-
cero, esperando que se encargue de todo y nos dé por empatados.
—Creo que tu nueva empleada es un tiburón de las cartas —expone Simba.
Ni siquiera puedo sonreír. Por alguna razón, lo único que quiero es correr
directamente hacia Galeno.
Después de que Lucero arregle el asunto del póquer, lo seguimos de vuelta
a la entrada y esperamos al todoterreno. Una vez dentro, Lucero me tiende
un fajo de billetes sobre el asiento, pero me niego a tocarlos y lo empujo con el
brazo. —Son los intereses de tu préstamo.
Galeno, sin embargo, recoge el fajo y lo cuenta. —¿Te los llevaste por sete-
cientos sesenta dólares?
Me hundo más en el asiento.
—Menos los dos que le presté —comenta Lucero.
Ni siquiera había prestado atención a cuánto valían las fichas.
—Supongo que puedes comprarte tus propios zapatos, entonces —bromea
Galeno, pero soy la única a quien no le da la risa. 114
Aprieto los dientes y miro por la ventanilla, esperando que podamos seguir
adelante, pero Lucero apoya el brazo en el asiento del copiloto y se da la vuelta.
—Para ellos es calderilla —me dice como si ése fuera el problema.
De acuerdo, en parte lo es, pero sus garantías no remedian el sudor de mis
palmas ni la punzada que se agudiza entre mis ojos.
—¿Dónde aprendiste a jugar al póquer así? —cuestiona Lucero.
—No quiero hablar de eso —murmuro.
La mano de Galeno se acerca sigilosamente y me toca la pierna, pero la
apartó de un tirón. El contacto que había deseado hace un momento amenaza
con llevarme al límite.
—Aún tengo otra reunión —anuncia.
—Espero que no tenga que ver con el juego.
i
N uestra siguiente parada es un almacén cerca de un patio de embarque.
Lucero estaciona en la acera cerca de la entrada.
—¿Seguro quieres quedarte? —pregunta.
—Sí —afirmo mientras me cierro el abrigo. —Estoy bien.
—No tardaré mucho —promete.
Un hombre con un traje blanco chillón sale de la entrada del almacén y sa-
luda a Galeno. Luego nos mira a Lucero y a mí.
—Aumentando tu equipo de seguridad, ¿debería preocuparme?
Galeno no contesta, pero eso no es nada sorprendente. Seguimos al hombre
al interior, por una escalera de hierro hasta una puerta solitaria. Cuando en-
tramos en la habitación, me coloco al final de la fila. Lucero y yo nos detenemos 115
justo delante de la puerta, mientras Galeno y el otro hombre continúan hacia
el otro lado del despacho.
Aquí dentro, el cuerpo de Galeno cambia. El hombre le ofrece una silla, pero
Galeno aparta todo lo que hay en una esquina del escritorio y toma asiento allí.
Apoya el codo en la rodilla mientras se abre el abrigo, saca un puro y lo enciende.
El otro hombre refunfuña algo que no oigo. No parece apreciar demasiado la
intrusión.
—Le dije a Héctor que debía de haberse equivocado con tu último informe...
El sol de última hora de la tarde brilla a través de las persianas iluminando
una gran estatua en la esquina de la habitación. Cuando dejo que mis ojos se
desvíen hacia ella, distingo un gran búho tallado de metro y medio de altura.
Me llevo las manos a los costados y otro recuerdo se abre paso. Estar en una
habitación parecida a esta, con mi padre a mi lado, agarrándome la mano. No
mi mano, mi muñeca, sus dedos clavándose.
Aprieto los dedos de los pies en las botas mientras intento mantener la com-
postura. Galeno golpea el escritorio con la mano y los recuerdos estallan.
No la cagues, me digo.
Lucero se mantiene en su sitio, así que yo hago lo mismo.El hombre suspira
y se deja caer en su silla. Teme a Galeno aunque no le gustara que le mandara.
Lucero se tensa un instante cuando Galeno le da la espalda al hombre y
vuelve hacia nosotros. Observo como se endereza la chaqueta mientras Lucero
abre la puerta y sale primero; ambos lo seguimos. Galeno vuelve a tomar la
delantera, baja las escaleras a un ritmo que me hace agradecer aún más el
disparo, y sale por delante.
i 116
L ucero detiene el todoterreno en el siguiente cruce y mira por el retrovisor.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué? —cuestionamos Galeno y yo al mismo tiempo.
Lucero tuerce el cuello y Galeno sigue su mirada hacia mí.
—¿Qué me he perdido?
—Algo pasaba en el despacho de Tristán.
Esperaba que no se hubiera dado cuenta. Froto las palmas de las manos
contra las rodillas de mis vaqueros. —Es que me recordaba a un sitio al que me
llevó mi padre —confieso rápidamente.
—¿Para qué? —pregunta Galeno.
—No recuerdo mucho. Sólo una sensación. Inquietante. Una tensión rara.
No lo sé.
14
E n cuanto volvimos a casa de Galeno, me retiré a mi habitación.
Le dije que estaba cansada y que me dolía la espalda, pero ahora llevo más
de una hora mirando al techo.
Siempre he pasado de una vida a otra, como se cambian los discos en un
reproductor de DVD. De un acto al siguiente. Como si antes no existiera nada.
117
Pero ahora, estoy atrapada en el centro de la intersección de todas esas vidas
en una especie de implosión cósmica. No es sólo en mi mente. He llegado al
final de mi correa y el universo no me deja correr más.
Y Galeno.
¿Por qué estoy tan perdida en él?
Hace que sea difícil pensar. No. Él hace que sea difícil olvidar. Nadie me ha
afectado como él. Me ha vuelto del revés.
¿Traicionar a Jorge? El hombre que ya me traicionó al tenderme una trampa.
¿Y para qué? ¿Un último pago por mi cabeza? ¿Porque era demasiado cobarde
como para encargarse él mismo si quería librarse de mí?
Me pongo de lado, pero el olor de Galeno está por toda la cama y no me tran-
quiliza. Lleva toda la noche en su despacho. Lo último que sé es que estaba
hablando con uno de los hermanos Decena. Me pregunto cómo se tomarán mi
presencia aquí.
Me froto el bíceps con la mano y siento un escalofrío. No tengo frío, pero el
temblor no cesa.
Cierro los ojos.
Cuento mis respiraciones.
Pero nada ayuda.
La puerta se abre y estoy segura de que es Galeno, pero no me muevo hasta
que su mano me toca la cadera. —No —siseo, empujándolo hacia atrás.
—Sera, sólo soy yo —dice en voz baja.
—Lo sé —replico. —No quiero que me toquen.
—¿Tiene que ver con ese despacho? 118
—Dijiste que no ibas a presionarme.
—Dije que no iba a empujarte en ese momento, no que no fuera a pasar nunca.
—Vete a la mierda, Aguilar. —Espero alejarlo usando el nombre que todos
los demás parecían usar. —Déjame dormir.
En lugar de eso, se sienta en el borde de la cama. —¿Qué pasa?
Sacudo la cabeza, cubriéndola con las manos, luego ruedo desde el otro lado
de la cama y me pongo de pie, dirigiéndome directamente a la puerta. Necesito
alejarme de Galeno y respirar aire fresco.
El frío me golpea primero en los dedos de los pies. El piso está helado bajo
mis pies descalzos, pero sigo corriendo hasta que una mano me agarra por el
hombro y me golpea contra los arbustos. Recuperó el equilibrio y giró el puño
hacia él. No espero el impacto, pero golpeo a Galeno directamente en la mandí-
bula. Una gota de sangre se forma en su labio mientras se endereza.
—¿Has acabado? —ladra.
Retrocede antes de que empeores la paliza.
Pero no lo hago. No puedo. Todo dentro de mí está explotando y no conozco
otra forma de detenerlo.
—No —grito, empujándolo hacia atrás con ambas manos.
Vuelvo a golpearlo, pero él ya se lo espera y me esquiva. Una y otra vez, es-
quiva o desvía mis ataques. Pero nunca contraataca.
Lo está guardando todo para el final.
Caigo de rodillas, agradeciendo que hayamos pasado de la acera a la hierba.
Mis manos golpean el suelo mientras respiro entrecortadamente.
Qué rápido he perdido la forma. Clavo los dedos en la hierba y tiró de ella.
119
—¡Pégame de una vez!
—¿Es eso lo que quieres? —Galeno se agacha a mi lado. Podría aprovechar
la oportunidad para darle un puñetazo en las pelotas. Quizá entonces tomaría
represalias. —No me he tomado tantas molestias para curarte, cosa que tú pa-
reces empeñada en joder a la mínima oportunidad, sólo para volver a dañarte
yo mismo.
Me da otro minuto, luego acaricia mi rostro por debajo de la barbilla y me
levanta la cabeza para encontrarse con mi mirada. —¿Te encuentras mejor?
—No —gruño. —Ha sido totalmente insatisfactorio.
—Si lo que querías era satisfacción, podías habérmelo pedido. Anoche no
tuviste ningún problema para hacerlo.
Sus palabras me conmueven. El deseo y el asco me desgarran simultánea-
mente. Vuelvo a sentarme sobre las rodillas. La fría humedad del suelo se filtra
por mi piel y mis músculos empiezan a temblar.
—¿Te has hecho daño? —pregunta.
—No —susurro.
—¿Lo intentabas? —Su tono es más apremiante esta vez.
—La verdad es que no...
Galeno emite un sonido en la garganta que me aprieta las tripas. —Vamos,
entonces. —Y me tiende la mano.
No me arrastra hasta la casa.
No me levanta de un tirón ni me ordena que me someta a su voluntad.
Una parte de mí se pregunta si todo esto sería más fácil si hiciera precisa-
mente eso. Pero no, la traición es mía. No me obliga a nada. No me amenazó
para que me volviera contra Jorge. No importa que Jorge me haya traicionado
primero. Sigo siendo culpable. Fui condicionada para ser más fuerte que esto. 120
Para hacer mi trabajo. Para volver con Jorge.
—No necesito tu ayuda —desafío.
Su mano cae y me pregunto si finalmente lo he presionado demasiado. Le he
hecho demasiadas preguntas.
Y una parte de mí espera que así sea. Quiero que se acabe la fachada. Si
Jorge pudo traicionarme, es sólo cuestión de tiempo...
Pero Galeno me levanta. Hasta que mis piernas rodean su cintura. —No
espero que me necesites. —Tiene el labio hinchado donde le di el puñetazo, e
imagino que, en algún lugar bajo esa barba, su mandíbula está en un estado si-
milar. Pero me sujeta con suavidad, una mano en la espalda, otra en la cadera,
estrechándome contra él. —En el fondo, sé que eres demasiado fuerte para eso.
Pero, ¿sabes realmente lo fuerte que eres? Te lo dije, te quiero Serafina. Tu de-
terminación. Tu actitud. Tu descaro. Todo lo que no puedo tener...
Frunzo el ceño.
—A menos que sea esto lo que elijas.
Me besa por el cuello, luego apoya la cara contra mí, su barba me hace cos-
quillas y me pincha la piel, pero siento las sensaciones mucho más profundas.
Por mi columna vertebral. Entre las piernas. Por mucho que lo aleje, mi cuerpo
se empeña en recordarme que lo deseo.
—¿Qué te parece si nos calentamos en el jacuzzi antes de que nos conge-
lemos los dos? Quizá te ayude a relajarte.
—No hace tanto frío. —Y no me apetece relajarme. Si lo hago, no sé lo que va
a burbujear a la superficie a continuación.
i
121
M e quedo en la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras
Galeno llena la bañera y se quita la camiseta.
—Entonces, ¿cuántas personas caben en este jacuzzi tuyo? —Sigo decidida a
mantener levantados los muros y asegurarme de que él se queda al otro lado.
—Más de tres y se pone un poco estrecho.
Se me revuelve el estómago. Y miro fijamente hacia el dormitorio en lugar
de al hombre que se baja los pantalones a mi lado. Me paso la lengua por los
dientes y me revuelvo en silencio.
Su mano me roza el brazo y susurra el nombre que me ha dado. ¿En qué se
diferencia de los nombres que me puso Jorge?
—Si no querías saberlo, ¿por qué preguntaste?
Una parte de mí quiere apartarse de él. Pero lo máximo que consigo es apo-
yarme en el marco del arco. —Porque quiero una razón para no enamorarme de
ti. Quiero una razón para no meterme en esa maldita bañera.
—¿Funcionó? —susurra en mi oído, sabiendo claramente que no lo hace.
—Si me meto en esa bañera, vas a intentar hacerme hablar, ¿verdad?
—¿Quieres que mienta?
Lo miro a los ojos. —Sí.
—Entonces, no. —Sus dedos tiran suavemente de los nudos de mi pelo. Gira
mi cuerpo hacia el suyo y aprieta su cuerpo desnudo contra mí. —No te haré ni
una sola pregunta.
—Serías un espía de mierda. —Casi escupo las palabras, pero como todo lo
demás, no lo disuade.
Me suelta los brazos y los pasa por encima de sus hombros para acercarse
más, con su polla presionándome el bajo vientre. —Entonces lo tacharé de la 122
lista de objetivos de mi vida.
Sus manos bajan por mis costados y luego por delante de mis vaqueros, los
desabrocha y me los bajó por las caderas. Se agacha frente a mí y besa cada
uno de los huesos de la cadera mientras libera mis piernas de la tela. Por una
fracción de segundo, recuerdo a Serge y gimoteo, cayendo de rodillas antes de
poder evitarlo.
Galeno me acuna y me estrecha contra su pecho. —Tienes que dejarlo antes
de que te destroce.
Sacudo la cabeza. No puedo. Los secretos es mejor dejarlos enterrados y lo
que realmente necesito es devolverlos a donde pertenecen. —No, tú estás ha-
ciendo esto. Me estás destrozando.
—Si crees eso, vete.
Cuando su tacto desaparece, mi cuerpo se entumece. No es el entumeci-
miento al que estoy acostumbrada o incluso el que quiero. No es el miedo a no
tener adónde ir lo que me retiene.
Utilizó la pared para impulsarme, pero Galeno sigue agachado cerca del
suelo. Es el miedo a perderlo lo que me paraliza. Puedo salir, alejarme y per-
derlo, o puedo quitarme la camiseta, meterme en ese jacuzzi y darle aún más
poder sobre mí.
Cierro los ojos y sólo veo su cara. Siento el tacto de sus labios en mi piel.
Saboreo su lengua en mi boca. —Voy a cortarte las pelotas si me traicionas
—advierto.
Galeno se ríe y se endereza ante mí. —Me parece justo.
Jamás se me habría ocurrido amenazar así a Jorge, en cambio Galeno, se ríe.
Cuando mi camisa se une a la ropa esparcida por el suelo, me lleva al jacuzzi
y me agarra de la mano mientras pasó por encima de la pared de porcelana.
Pulsa el botón de la pared y activa los chorros mientras se mete y se acomoda
123
a mi lado.
—¿Qué quieres saber? —pregunto. Con el lío que tengo en la cabeza, necesito
una dirección, algo en lo que centrarme.
—¿Cuál es tu lengua materna?
Echó la cabeza hacia atrás, me hundo en el agua y me suelto. —Hablo al
menos cuatro idiomas desde que tengo uso de razón. Mi padre es canadiense
nació en Quebec, donde creció su madre, pero su padre era de Cuba. Mi madre
era en parte persa, mezclada con la herencia de un padre ausente. Inglés, es-
pañol, francés, persa, no sé cuál es el nativo.
Galeno se gira ligeramente, pasa su brazo por el borde de la bañera bajo mi
cabeza y me sube la pierna derecha por encima de las rodillas.
—Mi padre solía declarar un idioma por un día, si querías comunicarte tenía
que ser en ese idioma que él eligiera o sino... —Me duele el pecho. No puedo
tragar. No puedo respirar. Mi instinto me lleva a apagar el cuerpo en lugar de
hablar.
Galeno me sujeta la mano izquierda que tenía cerrada en puños hasta que
nuestras manos quedan palma con palma y entrelazan mis dedos con los suyos.
—Nos pegaba o nos llevaba a su despacho, donde tenía una estera de bambú
y nos hacía arrodillarnos sobre ella para leer o recitar hasta que sangraban los
cortes en las rodillas.
—¿Tenías un hermano?
Sospecho que lo sabe desde hace tiempo; al menos desde anoche. Pero es el
único secreto que juré que nunca escaparía. La única forma de protegerla era
mantener su memoria bajo llave, para que nadie pudiera usarla contra mí.
Le aprieto la mano hasta que siento que podría rompérsela. —Una hermana.
Éramos gemelas.
—¿Qué le pasó?
124
—Después de que Jorge me llevara, me prohibió hablar de ella. Dijo que la
pondría en peligro si alguien se enteraba de lo que había hecho. Sólo quería que
estuviera a salvo. —Mis palabras salen apresuradas. —Todo fue por ella. No
podía ver cómo volvía a pegarle.
El pulgar de Galeno hace círculos contra mi mano, cerca de la cicatriz donde
antes estaba el rastreador.
—Para mi padre no era suficiente tirar a alguien a la parte más profunda
de una piscina para que aprendiera a nadar, él era de los que te tiraban a los
rápidos. «Aprendes más rápido y mejor cuando tu vida depende de ello» y eso se
aplicaba a todo.
—Nos educaban en casa, pero lo único que aprendíamos eran culturas, eti-
queta y política. A los seis años, contrató a un profesor particular de ruso. A
los ocho, uno de alemán. Todo además de estudiar constantemente, clases de
improvisación, defensa personal, aprender a disparar, clases de baile, y dos
veces al mes teníamos que reunirnos con él y sus amigos para jugar al póquer.
Galeno exhala y aprieta su frente contra mi sien.
—Nos daba cien dólares para empezar, y por cada diez que estuviéramos
por debajo de quinientos al final de la noche, recibíamos un golpe del cinturón.
Quería que aprendiéramos a leer a la gente, a farolear, y ganamos mucho –no
a su nivel–, sobre todo porque también teníamos que competir entre nosotros.
Me hundo más en el agua y apoyo la cabeza en su hombro. —Una noche, mi
hermana lo perdió todo. Cincuenta golpes. No pude... Así que corrí a su habita-
ción, agarré su pistola y le disparé.
—Tu padre, suena como... —Sus palabras son inusualmente rotas e inseguras.
—Nos estaba entrenando para ser espías. Jorge llegó una hora después del
tiroteo. Dijo que se encargaría de todo y que me mantendría a salvo. Supongo
que seguro significaba encerrada en un armario sin contacto humano. Pero
125
pensé que era mi culpa de todos modos. Cuarto oscuro en su casa frente a la
cárcel o la muerte, que a los diez años eran las únicas opciones que barajaba.
Aplano la mano sobre la superficie del agua, dejando que las burbujas de los
chorros se acumulen entre mis dedos. Siento un hormigueo en la piel cuando
estalla cada una, dejando sitio a la siguiente. —Le preguntaba por mi hermana
cada vez que venía a verme, y eso lo cabreaba. Me dejaba sola en esa habita-
ción aún más tiempo, así que aprendí rápido a dejar de hacerlo. A hacer lo que
me dijera, con la esperanza de que me dejara salir. Cuando por fin lo hizo, me
dijo que tendría que empezar a ganarme el sustento si quería quedarme y eso
significaba entrenar hasta que él pensara que estaba preparada. Una noche
me tendió una trampa con un halcón al que le gustaban las chicas jóvenes. Me
envió con un alfiler de sombrero escondido en el vestido y me dijo que me ase-
gurara de que el hombre estaba muerto o me echaría. Y así lo hice. Le atravesé
el corazón. Luego corrí. El chófer de Jorge me recogió y Jorge me limpió y me
dio mi primera recompensa: una cama blanda y una habitación con ventana.
Cierro la mano en un puño y dejó que se hunda en el fondo de la bañera.
La tensión que me zumbaba en el pecho empieza a desaparecer y suelto un
largo suspiro. Galeno tenía razón, aguantarlo todo me dolía más, pero sigo sin
saber dónde me deja todo esto, y el súbito desagüe deja a su paso una niebla
mareante.
Galeno me estrecha contra él, mis piernas cubren por completo su regazo, y
me desliza el cabello húmedo por el hombro.
—¿Cómo se llama tu hermana?
—Luna —susurro, sintiendo en las tripas lo que viene a continuación.
—¿Y tú cómo te llamas?
Ahí está. Me quedo con la boca abierta, pero no sale ningún sonido. Siento
que pronunciar ese nombre prohibido liberaría algo que no puedo reponer. 126
Pero, ¿qué queda? ¿Qué es un secreto más?
—Runa.
De repente, el corazón me late con más fuerza en el pecho. Me incorporo y me
arrodillo frente a Galeno. —¿Así me vas a llamar ahora?
—¿Cómo quieres que te llame?
—Sera —confieso, sin tomarme tiempo para debatirlo.
Galeno sonríe. Esperaba que lo hiciera, pero no la cálida sensación que me
produce en el estómago. Levanta una pierna y la estira hacia el lado opuesto al
mío, de modo que me arrodillo entre sus piernas.
—Y si me quedo —intento no distraerme con la visión de su polla bajo el
agua turbulenta—, ¿me ayudarás a encontrar a Jorge? ¿Me dejarás matarlo?
Sus ojos se oscurecen, pero su mueca se convierte lentamente en una son-
risa. —Sí.
—¿Y me ayudarás a encontrar a mi hermana?
Levanta la mano y me quita una lágrima de debajo del ojo con el pulgar,
aunque su contacto me deja la mejilla más húmeda que la lágrima.
—Por supuesto.
Me agarra de la mano y me acerca.
—Ahora, déjame abrazarte un rato.
Me acomodo contra él, entre sus piernas. Aquí no siento los chorros, pero su
tacto es mejor que cualquier cosa que un jacuzzi pueda ofrecer.
127
15
A la mañana siguiente, Galeno se levanta de la cama sin decir una
palabra. Espero un rato, pensando que ha bajado a tomar café o algo así, pero
cuando no vuelve, me pica la curiosidad. En cuanto abro la puerta, oigo voces
que vienen del piso de abajo, hablando rápidamente en español. Una voz que
no reconozco menciona algo sobre un mensaje. 128
—Enciéndelo —ordena Galeno.
Luego, oigo otra voz familiar. —Tienes algo que me pertenece y quiero que
me la devuelvas.
Me hundo en la pared, agarrándome las rodillas. Jorge sabe dónde estoy.
Entonces, oigo gritar a una mujer. —A menos que Aguilar quiera que me
quede con su hermana a cambio...
Jorge tiene a la hermana de Galeno. Mi pecho palpita con un ritmo enfer-
mizo, como si mis venas estuvieran llenas de alquitrán y mi corazón pesara
una tonelada.
Debe de estar loco. Joder con Los Zetas por haberme rescatado. Nunca antes
había jodido con ellos. ¿Por qué ahora?
Me pongo en pie y bajo corriendo las escaleras. En cuanto me ven, el otro
hombre pulsa un botón de su teléfono y el mensaje se silencia.
—¿Tienes idea de dónde está? —pregunto.
Me mira un instante antes de responder.
—No, estamos trabajando para localizarlo...
—No se molesten. —Salgo de la escalera inferior. —Sabe un millón de ma-
neras de esconderse.
El hombre nuevo me resulta vagamente familiar. Me mira con ojos azules.
—Y supongo que tú tampoco puede decirnos nada.
Me agarro al poste del extremo de la barandilla. Es dela familia Decena. No
puedo situar cuál, ya que nunca he conocido a ninguno, pero lo he visto en uno
de los informes de Jorge. —He estado aquí, ¿por qué iba a saber dónde está?
—Has hablado con él —cuestiona acercándose un paso.
Miro a Galeno. —Por teléfono. Durante dos minutos. No me dijo nada. Co- 129
nozco algunos sitios que le gusta visitar, pero dudo que la retuviera en alguno
de ellos. ¿Qué dice el resto del mensaje?
—Nos dio una forma de contactar con él a través de la Deep Web y organizar
tu entrega. —Su voz es apesadumbrada, pero sigue mirándome como si creyera
que sé algo más.
—Entonces, hazlo —espeto.
Decena resopla. —¿Para qué le cuentes todo lo que sabes?
—¿Cómo qué? ¿Qué Galeno tiene un gorrión tatuado? ¿O que lleva un ras-
treador en el llavero del auto? Porque eso es todo lo que sé. —Levanto las
manos. —Si me hubiera mandado aquí a espiar a Los Zetas, no se habría ido en
menos de dos semanas, y seguro que no habría montado un espectáculo.
Las fosas nasales de Decena se inflan mientras me mira fijamente, y estoy
bastante segura de que una palabra mía demás hará que le estalle la vena de
la sien. —¿Quieres hacernos creer que te entregaremos al hombre al que has
servido durante la última década y que él entregará a Elena sin más?
No, ni siquiera yo creo que vaya a ser tan fácil.
—Me aseguraré de que lo haga.
—Entonces, ¿deberíamos confiar en ti? ¿Confiar en que saliste corriendo
hace dos días y llamarlo no tiene nada que ver con sus demandas? ¿No es esto
lo que haces, Zorra?
—No... —Me atraganto con la palabra y retrocedo a trompicones hasta chocar
con la escalera de abajo. Se me revuelven las tripas y sacudo la cabeza. —Y-yo-
Ya no lo sé.
—Sera —habla Galeno, y arrastró la mirada hacia él.
¿También duda de mí?
130
Tiene los labios apretados, la mandíbula palpitante, los ojos duros, pero no
especialmente centrados en mí ni en Decena, y observó su lengua presionán-
dole el interior de la mejilla. —Yo le creo.
Decena gruñe, girando sobre sus talones y caminando hacia el centro de la
habitación. —Estás pensando con la polla.
Galeno se pasa la mano por la barba y lanza a su jefe una mirada que habría
hecho que Jorge me golpeara hasta dejarme sin sentido.
—Será mejor que te muerdas la lengua —murmura Decena, y luego se vuelve
hacia mí, con los hombros ligeramente caídos. —¿Adónde la llevaría?
Me encojo de hombros y niego con la cabeza. —Puedo darte una docena de si-
tios donde sé que le gusta pasar el rato, pero ninguno es exactamente adecuado
para esto. Él y yo no viajamos juntos. —Me froto la frente, intentando deshacer
los nudos que se forman allí. —En los últimos cinco años apenas hemos estado
en el mismo continente.
—¿Te vigilaba desde el otro lado del mundo y recién ahora no te encuentra?
—Lo rastreó todo. —Levantó la mano, mostrando la cicatriz roja y enfadada
junto a la base del pulgar. —Hasta que Serge lo cortó. Sé que no tienes mo-
tivos para confiar en mí, pero si no lo haces, la matará... después de hacer algo
mucho peor que eso.
Galeno da un paso atrás, se gira y da un puñetazo a la pared que tiene de-
trás. —Si te entregamos, ya sabes lo que hará.
—Sé lo que está haciendo ahora mismo. —Me tiembla la voz. —Puedo mane-
jarlo. ¿Crees que puede hacerlo tu hermana?
—Podemos encontrar otra forma...
—Soy Jorge —grito, dividida entre las ganas de correr hacia él y protegerme
manteniéndome alejada. —No habrá otra manera.
131
—¿Y qué le impide matarte? —Carga en mi dirección tan rápido que casi
pierdo el equilibrio.
—Me lo hará pagar, pero me mantendrá con vida mientras exista la posibi-
lidad de que le beneficie. No va a dispararme en cuanto me vea. Puedo ganar
tiempo. —Eso espero. Realmente no lo sé, pero no voy a quedarme sentada
mientras él tiene a la hermana de Galeno. Sé de primera mano lo que podría
estar haciendo ahora mismo.
—Los Zetas no se dejarán chantajear por un lobo —suelta Decena.
—No esperaría que lo hicieran, pero supongo que traicionarlo no está des-
cartado. Cuando esté muerto no presumirá precisamente.
—¿Y cómo vas a conseguirlo? —cuestiona Galeno.
—Ya descubrí cómo matar a un halcón cuando tenía catorce años, puedo
descubrir cómo matar a Jorge.
—Pero aún no lo has hecho —señala Decena.
Me aprieto el labio inferior entre los dientes. —No creí que tuviera elección.
¿Adónde habría ido? Cuando empecé a cuestionar a Jorge, ya me había ganado
demasiados enemigos.
Mi espalda se endereza y miró a Galeno. ¿Y si tampoco tengo adónde ir des-
pués de esto?
Galeno gira el cuello y mira hacia el techo. —Es una idea terrible.
—Sí, pero también lo es estar aquí sentada debatiéndolo cuando podría estar
haciendo daño a tu hermana. Ponte en contacto con él y arréglalo. Luego busca
la forma de rastrear adónde me envía. Cuando tu hermana esté a salvo, en-
cuéntrame y si Jorge aún no está muerto, acaba con él.
—Qué rápido cambias tus lealtades —apunta Decena.
132
Veo de reojo cómo mi cabello se agita junto a mi cuerpo tembloroso. —La
verdad es que no. Yo siempre fui desafiante. Me ha ganado suficientes veces
como para dejarlo claro.
—¿Cómo se supone que vamos a seguirte la pista? —señala Galeno. —Ras-
trear un auto es mucho más sencillo que a una persona y seguramente sospe-
chará que alguno de nosotros trama algo.
—Sospechar no es suficiente para él. —Camino hacia la esquina de la ha-
bitación, necesito espacio de los hombres que me observan. Me froto la nuca y
estiró los hombros mientras pienso. —Enviará a Miguel para que me traiga de
vuelta. ¿Y si consigo ponerle el rastreador antes de que pueda registrarme?
Galeno y Decena intercambian miradas, y entonces Decena da un paso hacia
mí. —Quiero los detalles de todos los sitios en los que pasa el tiempo.
—Bien, pero si descubre que los husmean, sabrá que te lo dije...
—No se enterará. A menos que nos traiciones.
i
H ace una hora que dejé a Galeno y Decena resolviendo la logística. En-
cerrada en el dormitorio, luchó por encontrar el espacio mental adecuado para
llevar esto a cabo.
Sólo el tiempo suficiente.
Flexiones. Sentadillas. Estocadas.
Mis músculos sienten el ardor mucho antes de lo habitual, pero me ayuda
a concentrarme. Sé que mi espalda es la que más va a notarlo, pero el dolor
también me viene bien.
La puerta se abre y Galeno se queda en el umbral observando mientras me
estiro en el suelo. —Jorge me ha enviado una dirección. Tenemos dos horas.
Asiento con la cabeza. 133
—Entonces, ¿ya está? —pregunta.
—Sólo si no piensas venir a buscarme.
Galeno me tira del suelo y me lleva a la cama, donde me levanta para que
me siente a horcajadas sobre su regazo. —Iré por ti —gruñe. —Más vale que
estés de una pieza.
Le agarró del pelo, lo acercó y apoyó la mejilla en su hombro. Me echa el pelo
hacia atrás, dejando mi cuello al descubierto, y va a besarme, pero yo retrocedo.
—No puedo hacerlo.
—Encontraremos otra forma.
—No. —Me deslizo fuera de la cama. —Esto. —Le hago un gesto con la mano
señalando esto que pasa entre nosotros. —Tengo que concentrarme.
—Sera.
Su voz, ese nombre, la combinación me sacude hasta la médula.
—No me ayudas.
—Tengo una cosa que decir, y te dejo con ello.
Me doy la vuelta y lo miro con el ceño fruncido. —Si vas a decirme que no la
cague, ahórratelo.
—Gracias. —Simplemente expresa.
Me sorprende que no se me rompa el cuello al mirarlo. Estos sentimientos
me van a matar. Especialmente si dejo que Jorge los vea.
i
L ucero, Galeno y un grupo de gente que no conozco están reunidos cuando
bajo las escaleras. A Decena no se le ve por ninguna parte, así que me imagino
que ya está fuera haciendo preparativos. 134
El plan está en marcha.
Lucero hará la entrega. Pondré el rastreador en Miguel. Decena organizará
los refuerzos donde sea que yo termine. Y Galeno, Lucero y esta banda nos se-
guirán. Esperemos.
Ahora, nadie habla. Todos me miran fijamente hasta que me siento como
una prisionera que van a parar a la horca.
Lucero me acompaña hasta el todoterreno y Galeno se mantiene cerca sin
dejar de darme la distancia que sabe que necesito. Pero en cuanto estoy en el
vehículo, mis músculos se agitan y siento que la piel me arde.
—¿Lista? —consulta Lucero.
Empiezo a asentir, pero mi mano va directa al pomo de la puerta y salgo co-
rriendo hacia Galeno. Le tiró de la cabeza hacia abajo hasta que sus labios cho-
caron contra los míos. Mi cuerpo se pega al suyo mientras sus dedos se clavan
en mis caderas. Me niego a separarme hasta que me duelen los pulmones.
—¿Qué ha pasado con la concentración? —recuerda, con sus labios apenas a
un milímetro de los míos.
—La sensación de que me envían a mi funeral fue demasiado incluso para mí.
—Estaremos allí en cuanto podamos. —Sus labios rozan los míos, lo suficiente
para provocar mis sentidos. Una promesa de lo que puedo esperar cuando esto
termine. —Me niego a dejarte escapar hasta que haya probado el resto de ti.
Casi me río. —Esa es exactamente la imagen mental que necesito ahora mismo.
Su mano me acaricia la mandíbula mientras su pulgar recorre mis labios.
—¿Qué te parece esto entonces? Cualquier cosa que te haga, se la devolveré
multiplicada por diez.
—No si yo lo hago primero. 135
¿Quién iba a pensar que el mejor flirteo implicaría amenazas de tortura y
muerte?
16
E l punto de encuentro está a casi cuarenta minutos y, por lo que pudimos
ver, es un campo vacío.
Me tumbo en el asiento trasero, aislándome de todo lo demás, sobre todo de
Galeno, aunque me resulta imposible. Se me revuelve el estómago con cada
bache del camino ante la idea de volver a ver a Jorge. No puedo imaginar lo 136
que va a hacer. Lo que sabe. Si va a creerme o no, por muy ensayada que tenga
mis respuestas.
—Ya hemos llegado —anuncia Lucero.
El todoterreno me sacude cuando se detiene en lo que parece ser grava.
Estoy tentada de incorporarme y mirar a mi alrededor, pero soy la prisionera.
Los prisioneros no hacen eso.
Respiro hondo y soplo con los labios fruncidos para combatir de nuevo las
náuseas. Demasiadas cosas. Han pasado demasiadas cosas en las últimas dos
semanas como para empezar a fingir que soy la misma Poco Cierva.
Espero a que Lucero rodeé el auto, abra la puerta y me ponga en pie de un
tirón. Tiene la mandíbula apretada y me sujeta el brazo lo bastante como para
dejarme un moretón, aunque mis ojos me dicen que no le gusta hacerlo.
Estamos en un campo oscuro iluminado sólo por la luna llena y los faros. Por
encima del hombro de Lucero, veo otro todoterreno esperando con Miguel de
pie junto a la puerta trasera. Tiene los brazos rectos, las manos juntas delante
de él, pero intentando no mirar demasiado.
Tengo que limitar mis movimientos. Sin vida. Ojos muertos. Boca cerrada.
Lucero me agarra por el codo y tira de mí para que me sitúe entre los dos
todoterrenos. —¿Dónde está Elena?
—Será entregada a su debido tiempo.
—Si Jorge quiere joder con Aguilar y Los Zetas...
Miguel gira la cabeza, como si no tuviera tiempo para las amenazas de Lu-
cero y no les diera importancia. Maldito tonto.
—Como a ti —comenta Miguel, —me enviaron aquí a hacer un trabajo. Me
dijeron que recogiera a Carley y la llevara de vuelta a donde pertenece. Tan
pronto como eso esté hecho, Jorge se asegurará de que Elena también vuelva a
casa sana y salva. 137
Está usando mi alias y espero que eso signifique que Jorge no sospecha que
Galeno conoce mi verdadera identidad.
—¿Y debemos creerte? —El creciente enfado de Lucero se hace evidente en
el agarre cada vez más brusco de mi brazo. Les dije que así sería. Es la única
forma en que vamos a venderlo.
Miguel da un paso más cerca de nosotros, mirándome a mí en particular.
—Díselo.
Levantó los ojos. —Jorge cumplirá su palabra.
Me aseguraré de ello.
Aprieto el rastreador en la palma de la mano y luego lo pellizco entre dos
dedos en señal de preparación.
Lucero me da un tirón hacia un lado y luego me empuja hacia Miguel. Tro-
piezo con mis propios pies, pero casi todo es intencionado, así que aterrizó per-
fectamente contra el pecho de Miguel y deslizó el rastreador en su abrigo mien-
tras me endereza.
—Entra en tu auto y vete —ladra Miguel.
Menudo mordisco para un chófer glorificado. Agacho la cabeza para que el
pelo me caiga sobre la cara, pero me giro lo justo para mirar a Lucero. Dejo que
mi rostro sombrío actúe como una garantía silenciosa de que el rastreador está
en su sitio. Los neumáticos del todoterreno de Lucero muerden la grava mien-
tras se aleja en una lluvia de piedras y tierra.
—Desnúdate —ordena Miguel cruzándose de brazos. —Jorge no quiere co-
rrer riesgos. Tienes que dejar toda tu ropa aquí.
Me lo veía venir, pero es una lástima dejar las botas. La hermana de Galeno
tiene buen gusto y es una pena que se desperdicien en medio de la nada.
Entonces, Miguel me empuja a la parte trasera de su todoterreno. Me pre-
gunto si su plan es dejarme desnuda hasta que encuentre la bolsa de papel en
138
el lado opuesto del asiento.
—Puedes vestirte por el camino —decide, subiendo al asiento de conductor.
Ni siquiera me da tiempo a acomodarme en el asiento trasero antes de arrancar
el motor y volver hacia la autopista.
Galeno había calculado que el punto de entrega estaba a veinte minutos de
un aeropuerto privado, y que esa sería la siguiente parada, pero veinte minutos
se convierten en una hora antes de que me dé cuenta de que hemos dado media
vuelta. Miguel se asegura de que no nos siguen.
Finalmente, llegamos a un pequeño aeropuerto, apenas visible desde la ca-
rretera principal. No tengo ni idea de cómo va a funcionar el rastreador desde
aquí, pero lo único que puedo hacer es esperar que Galeno siga preparado.
Me calzo las zapatillas que había dejado en el suelo y sigo a Miguel por el
vestíbulo del aeropuerto. Es un aeropuerto privado y está casi vacío, así que
nadie nos presta atención. Abre otra puerta de un empujón y salimos de nuevo
al exterior.
Espero que haya un avión esperando, pero lo único que hay en la pista es un
sedán azul.
Mierda.
El lado bueno es que será muy fácil localizarnos. Pero la cantidad de es-
fuerzo invertido en esta farsa me produce acidez estomacal.
Sin embargo, no reacciono, me subo al asiento trasero de nuestro nuevo ve-
hículo y espero un atropello similar. Apoyó la frente en el cristal y me olvido
del paisaje mientras viajamos. Estoy agotada. Me duele el cuerpo, lo cual es
en gran parte culpa mía. Y la adrenalina del encuentro inicial se desvanece
rápidamente.
Entonces, el auto se detiene bruscamente, lanzándome hacia delante, y le-
vantó la vista.
139
De. Ninguna. Maldita. Manera.
17
E ste era el último lugar que esperaba volver a ver. Diablos, ni siquiera
esperaba que siguiera existiendo.
Miguel sale del auto, da la vuelta y me abre la puerta. —Bienvenida a casa.
—Muy gracioso —replico, pero él no bromea. Me sujeta del brazo y tira de
mí hasta la puerta principal. Han cambiado el revestimiento; bajo la luz del
140
porche, ahora parece blanco en lugar de azul grisáceo, y también han pintado
la mayor parte de la piedra que rodea la base.
Pero sigue siendo esa casa.
En la que crecí.
En la que asesiné a mi padre.
Deberían haberla quemado.
Por el rabillo del ojo, veo una figura en la esquina de la propiedad, casi oculta
por los arbustos. La luz lo capta durante una fracción de segundo y me doy cuenta
de que es uno de los guardias de Jorge. Seguramente están por todas partes, pero
¿qué demonios puede estar planeando hacer en medio de los suburbios?
La propiedad que rodea la casa es mucho más grande de lo normal, y los
altos setos bloquean la mayor parte de las vistas, pero hay cinco casas en las
cercanías, incluso más a poca distancia a gritos.
Pero, ¿por qué me ha traído aquí si no quiere montar un espectáculo?
El olor a algo caliente me pica la nariz cuando Miguel abre la puerta prin-
cipal. Hay un fuego encendido en la chimenea, cerca de donde Jorge está sen-
tado en un sofá con los pies apoyados en la mesita. Entonces, me fijo en una
figura encorvada en el sillón de al lado.
—Vuelve la hija pródiga —anuncia Jorge, haciéndome señas para que me
acerque a él.
—¿Qué hacemos aquí? —cuestiono.
—Pensé que aquí te sentirías como en casa. —Da una palmada en el asiento
a su lado. —¿Por qué no te sientas para que podamos hablar?
Miguel mantiene su posición cerca a la puerta. Cierro los ojos y respiro, obligando
a mis piernas a llevarme por el salón, más cerca de Jorge y del calor del fuego.
141
—¿Dónde está Serge? —interroga. Mantiene la mirada al frente, como si
estudiara las llamas.
—No lo sé.
Sus ojos se abren de par en par y su cabeza se inclina mecánicamente hacia
un lado con un tic. —Explícate.
—Me drogó. Desperté en una habitación de hormigón. Atada. Pasé con una
capucha sobre la cabeza la mayor parte de mi cautiverio. Y lo siguiente que
supe es que me trasladaban a otro sitio. No volví a ver a Serge.
—¿Y adónde te llevaron?
Calculo cada respiración entre palabra y palabra, caminando por una fina
línea entre dar demasiada, no dar la suficiente información y el riesgo de que
Jorge vea a través de mi historia fabricada. —A una casa, creo, todo estuvo em-
barrado por las drogas durante un tiempo. No sabría decirte cuántos días pa-
saron, pero debieron suponer que era inofensiva porque no me vigilaron, y me
escapé. Volví a la ciudad y te llamé, pero allí había un grupo de hombres que me
atacó. Apareció Aguilar, porque le había robado el auto... y me llevó de vuelta.
—¿Qué le dijiste a Aguilar?
—Que no me acordaba de nada.
—¿Y te creyó? —Su tono no varió. Es como si leyera palabras sin sentido de
una hoja de papel, pero ambos sabemos que no era así. Hay algo detrás de cada
pregunta, algo que quiere saber, pero no va a ser directo al respecto.
—Me habían drogado. Era la verdad. —Intento que mis respuestas sean
igual de sencillas.
—¿Y recuerdas todo lo que dijiste mientras estabas drogada?
—No —admito en voz baja.
Jorge se golpea la barbilla con el dedo índice, se acomoda en el asiento y
vuelve a mirar el fuego como analizando las llamas. —¿Y qué hizo Aguilar con- 142
tigo después?
—Me dio comida y medicinas para la espalda y me prometió que me man-
tendría a salvo.
Los labios de Jorge se curvan. No tanto como una sonrisa, sino como un gru-
ñido. Para él es lo mismo. Se inclina hacia delante, juntando las manos, y mira
a la mujer que está en la silla cercana. Tiene las manos atadas, una mordaza
en la boca y los ojos cerrados. Si no fuera por los sutiles movimientos de su
pecho, habría temido que la hubiera matado.
—¿Qué tal si despiertas a nuestra amiga?
Era una orden, y conociéndolo como lo conocía, tampoco pretendía que fuera
suave al respecto.
Me pongo de pie, trago saliva y marchó hacia el cuerpo inconsciente de Elena,
luego levanto el brazo y le doy un revés en la cara. Ella gime y sus ojos revolo-
tean brevemente, pero no responde. Miró por encima del hombro a Jorge, que
me hace señas para que continúe.
Me está utilizando para hacer su trabajo sucio. Para vengarse. No es nada
nuevo, pero me muerdo la lengua y doy otro golpe.
Por favor, por el amor de Dios, despierta.
Me aterra que me pida que la mate a golpes antes de que termine.
¿Dónde está Galeno?
No podemos estar tan lejos de su casa. Tiene que estar por llegar.
De nuevo, Elena gime, su cabeza gira de un lado a otro, luego la levanta. Con
los ojos medio encapuchados, me mira, pasa de mí y mira a Jorge, y sus ojos se
agrandan aún más. Grita contra la mordaza que tiene en la boca, pero le tapo
la boca con la mano y niego con la cabeza. Por favor, ruego, esperando que capte
el mensaje. Sus ojos se endurecen, pero no vuelve a gritar. 143
—¿Vas a devolverla? —pregunto.
—Cuando haya dejado claro mi mensaje.
—¿Mensaje? —No puedo resistirme. —¿Te das cuenta de que estás jodiendo
a Los Zetas?
Mueve las piernas y se levanta de un salto. —Hace un minuto, pensé que
estabas cómoda con ellos.
—Me preguntaste qué había pasado y te lo conté. Ni siquiera me di cuenta
de que Aguilar era Los Zetas hasta hace dos días.
—¿Y fuiste amigable hasta entonces?
—Hice lo que me entrenaste para hacer.
Su mano se crispa como si estuviera a punto de darme un puñetazo, pero en
lugar de eso se la mete en el bolsillo. —No te entrené para que me cuestionaras.
—Joder con Los Zetas hará que nos maten a todos. Ya lo sabes.
—Joder. Con. Los. Zetas —repite lentamente, e inmediatamente sé a dónde
quiere llegar. —¿Lo hiciste? —Sus cejas se levantan.
—¿Follármelo?
—No —miento sin inmutarme. La clave de una buena mentira es creérsela.
Por el bien de todos los implicados, no me lo follé.
—¿Qué sabe él? —gruñe Jorge.
—Obviamente que soy lo suficientemente importante para ti como para que
secuestraras a su hermana para recuperarme. —Le doy la vuelta a la tortilla.
Más vale que Galeno aparezca pronto, porque nada de esto va a acabar bien.
—¿Quieres hacerme creer que no sabe lo que eres? ¿Por qué te tomó de Serge?
144
—No lo sé. —Quiero comprobar las salidas. Buscar señales de movimiento
más allá de las ventanas. Pero no me atrevo a apartar la mirada de Jorge. Se
preguntará qué estoy buscando. —¿Por qué me entregaste a Serge?
La luz del fuego le ilumina los ojos, casi como si también estuvieran ar-
diendo. Puede que lo estén. —¿Por qué te entrego a cualquiera, Poco Cierva?
Porque necesitaba algo.
Elena se mueve en la silla detrás mío, recordándome que está ahí y bien
despierta. Si está discutiendo esto delante de ella, desde luego no espera que
ninguna de nosotras salga viva de aquí.
—¿Por qué sigue aquí? —Estoy presionando. Demasiadas preguntas. Dema-
siadas acusaciones.
—Aún tengo un mensaje que entregar —comenta despreocupadamente, ca-
minando hacia la chimenea.
Se arrodilló allí y no puedo saber qué está haciendo, así que me interpongo
entre él y Elena. Cuando se vuelve, me tiende un cuchillo con la punta al rojo vivo.
—Si haces daño a su hermana, Los Zetas te perseguirán hasta el fin del mundo.
—A ti —corrige, dejándolo ahí.
Entrecierro los ojos. Intento averiguar de qué demonios está hablando, y
entonces caigo en la cuenta. He dicho tú, no nosotros.
—¿Quieres que crea que aún me eres leal? —pregunta.
—Siempre lo he sido...
—No me importa lo de siempre. —Pierde la compostura. Con los ojos muy
abiertos, sostiene el cuchillo frente a él, apuntándome. —Me preocupa el ahora.
El sudor se acumula en mi espalda. Trago saliva, pero se me hace un nudo en
la garganta. Me enfurece que, después de todo lo que he hecho por él, pueda estar
aquí tan tranquilamente y acusarme de ser desleal y, sin embargo, tenga razón. 145
Mis pies se sacuden debajo de mí, advirtiéndome que corra. ¿Va a volver a
fallarme el apoyo?
Galeno no dejará a su hermana. Jorge lo haría. Nos dejaría a cualquiera de
nosotras. Algo que hace diez días nunca habría pensado.
—Ven aquí, Poco Cierva —gruñe.
Escucho posibles movimientos fuera, pero no oigo nada por encima del cre-
pitar del fuego y el rugido en mis oídos mientras cruzo el salón hacia Jorge.
—¿Dejaste que te arruinara?
Estoy bastante segura de que lo hizo hace mucho tiempo. Tengo la sensación
de que sólo pregunta porque quiere saber a quién venderme la próxima vez.
—No —repito con firmeza.
Jorge hace un chasquido y me sujeta por la nuca. —¿Cómo has podido dejar
que te corrompa así?
Mi cuerpo se pone rígido sin mi permiso, apartándose del cuchillo caliente
en su mano.
—No te preocupes, Runa —no ha usado mi nombre en casi diez años—, aún
puedo curarte.
Me presiona el lado romo del cuchillo contra la parte exterior del muslo, que-
mando la tela, y luego mueve la muñeca y me pasa el cortante filo por la piel.
Una mezcla de aire y saliva chisporrotea entre mis dientes.
Entonces, algo en la puerta llama su atención, Miguel y él intercambiaron
miradas y Miguel se apresura a salir.
—¿Los has traído hasta aquí? —Me empuja hacia delante para quedemos
frente a frente. 146
—No. —Me ahogo. —Técnicamente fue Miguel.
Utilizó el peso de mi cuerpo para empujarlo hacia atrás, pero vuelve a cla-
varme el cuchillo y me atraviesa el antebrazo.
Giro, le doy una patada en el estómago y lo golpeó contra el ladrillo que hay
junto a la chimenea, y a continuación le doy un puñetazo en la garganta antes
de que pueda recuperarse.
El cuchillo choca contra el suelo y me abalanzó sobre él, golpeándole con el
hombro en el diafragma, agarrándolo del brazo y tirándolo al suelo.
Nunca he luchado contra Jorge, sólo he aguantado sus golpes como la mario-
neta obediente que era para él, pero nunca más. Agarró el cuchillo del suelo y
se lo aprieto en la garganta. —¿Dónde está mi hermana?
—Ella no existe. —Se burla Jorge. —Igual que tú. No eres nada sin mí. Eres mía.
—Seguro que renunciaste a ese derecho cuando me vendiste. —Le clavo el
cuchillo en la entrepierna y lo retuerzo. Se agita, rugiendo de agonía, así que lo
golpea la sien con el mango del cuchillo, dejándolo inconsciente.
Ojalá pudiera dejarle sentir cada momento de su cuerpo desangrándose,
pero no puedo arriesgarme a que alguien lo oiga y llame a la policía. Arrojó el
cuchillo a la chimenea y me giré para ver a una multitud de espectadores de
pie detrás de Galeno. Lucero ya está trabajando para desatar a Elena, pero el
resto me mira fijamente.
—Llegas tarde —murmuro acusadoramente.
Entonces la habitación se tambalea y tropiezo hacia atrás. Me chorrea sangre
de los dedos, la mitad de Jorge y la otra mitad mía.
Galeno corre hacia mí mientras caigo, pero el mundo se vuelve negro antes
de que él o el suelo me alcancen.
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G aleno sale del baño lleno de vapor con una toalla alrededor de la cin-
tura. —Puede que tenga que poner al médico en nómina si te mantengo cerca.
—Puede que sea una buena idea —acuerdo.
El médico acaba de salir por tercera vez esta semana, esta vez para quitarme
los puntos del brazo izquierdo, echarme otro vistazo al muslo y darme una po-
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mada nueva para ayudar a cicatrizar la piel y reducir el picor incesante que
me ha estado volviendo loca mientras se cura la combinación de quemadura y
lesión. Esta debería ser la última vez que tengo que verlo durante un tiempo.
Galeno se sienta a mi lado en la cama, con las manos presionando el colchón
en la parte exterior de mis caderas y se inclina sobre mí hasta que me resulta
imposible mantener la vista en la tableta en la que había estado trabajando.
—¿Cómo te encuentras?
—Tiesa, pero viviré. —Tiro la tableta a un lado, coloco mis manos detrás de
su cuello y lo atraigo hacia mí hasta que puedo alcanzar sus labios.
Me empuja para sentarse a mi lado, apoyando la espalda en el cabecero.
—¿Has pensado algo más en lo que te gustaría poner en tus papeles?
Papeleo. Papeleo nuevo. Galeno había comenzado el proceso de conseguir
algún tipo de identidad para mí. Por supuesto, me quedo con Sera, pero él in-
siste en que también es necesario un apellido.
Pero elegir tu propio apellido después de pasarme toda la vida pasando de
una identidad sin sentido a otra es complicado, sobre todo después de descubrir
que en casi todos los sentidos no soy más que un fantasma.
Cuando Jorge dijo que mi hermana no existía, no me estaba tomando el pelo.
No hay, literalmente, ningún registro en el que aparezca una mujer llamada
Luna o Runa Gelt. Nada sobre nuestros padres, Tomas o Nasha. Nada sobre la
noche que recuerdo haber disparado a mi Padre.
Incluso la casa ha figurado bajo el nombre de algún fantasma desde que se
construyó hace veinticinco años.
No hay ni una sola prueba, salvo el hecho de que estoy aquí sentada ahora,
que diga que alguna vez existí. O alguien había tenido el talento suficiente
para asegurarse de que cada detalle se borrara, o de alguna manera se las arre- 149
glaron para no dejar registros.
—¿Estás segura de que no puedo ir con Sera? —He buscado en Google varias
docenas de listas de apellidos, pero ninguna parece correcta. —Funciona para
los famosos.
—Claro, si quieres destacar. Seguro que hay mucha gente a la que le gus-
taría encontrar tu cara en una valla publicitaria.
—Y dispararle —añado en voz baja. Estoy realmente cansada de esta con-
versación, ya que la hemos tenido de forma intermitente durante los últimos
días. —¿Cuál es el apellido de Lucero?
Galeno se pone rígido y puedo sentir sus ojos clavándose en mí. Le doy un
minuto para que se calme antes de revolcarme contra él y mostrarle mi sonrisa
burlona. Estoy segura de que espera que adopte su apellido, pero no sé si estoy
preparada para ello.
Al principio, ser un fantasma me resultaba un poco desconcertante, pero
ahora me parece liberador. Puedo elegir a dónde pertenezco. A quién perte-
nezco, porque ya no soy de nadie. Por eso quiero un nombre propio.
Al menos de momento.
Galeno me lleva la mano a la boca y besa los nudillos, pero sus ojos están
distantes, concentrados en algo que no está en esta habitación.
—¿Sigues dándole vueltas a lo de Elena y Lucero? —Elena también se ha
quedado aquí, lo que significa que Lucero ha estado aquí prácticamente todas
las horas del día.
Su risa rápida sisea entre los dientes. —No. Si eso los hace felices, ¿qué
puedo hacer? No es exactamente como si la mantuviera a salvo.
—¿Entonces qué te molesta? Has estado raro toda la semana.
Me abraza a su lado. —Prometí protegerte, pero aun así dejé que Jorge vol-
viera a hacerte daño. 150
Balanceo la pierna sobre su regazo y ruedo encima de él. Hasta el pijama de
satén que me había comprado parece papel de lija contra la pierna, pero es más
tolerable moverse que hace unos días. —Los dos hicimos lo que teníamos que
hacer. Y sabíamos que el plan no era infalible. Además, si no hubieras elimi-
nado a sus hombres fuera... probablemente las cosas habrían sido mucho peor.
Su mano se desliza por la espalda de mi camisa, y deseo que me la quite. Que
me toque. Que me pruebe como prometió. Pero algo se lo impide.
—También te prometí que ayudaría a encontrar a tu hermana —susurra.
—Pero no sé por dónde empezar, y no me gusta esa sensación.
—No es que todo pueda resolverse en tres semanas —suspiro, dándome
cuenta del torbellino que ha sido. Se siente como si hubiera estado aquí desde
siempre. Como si este fuera mi lugar. El poco tiempo que llevo aquí ha hecho
que los años que pasé trabajando como espía de Jorge parezcan un tiempo
intrascendente.
El teléfono de Galeno suena y él lo mira sobre la mesilla de noche.
—Elena dice que ya está la cena. ¿Quieres que te suba un plato?
—O tal vez —apoyo las manos en el cabecero, en los lados exteriores de sus
hombros, y apoyo la frente en la suya. —Podrías dejar que ella y Lucero dis-
fruten de una tranquila cena a solas.
La oscuridad desaparece de sus ojos mientras su boca dibuja una sonrisa tor-
cida. No se molesta en enviar el mensaje. En lugar de eso, me levanta la camisa
por encima de la cabeza y me tira sobre el colchón.
Fin 151
Agra d e c imie n t oS
Gracias por leernos.
Espero que hayas disfrutado de SERAFINA. Si pudieras dejar una reseña
sincera en Amazon y/o Goodreads, te estaré eternamente agradecida.
Espero que eches un vistazo al resto de la serie BLAIRE’S WORLD: otras 6
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También te animo a leer la serie The Dark Romance si aún no lo has hecho.
Con más de 1000 reseñas de 5 estrellas, BLAIRE y BLAI2E se han convertido
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Sobre la autorA
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Nombrada Rising Star in Romance por iBooks en 2015, la autora bestseller
Skye Callahan utiliza la ficción para explorar los aspectos más oscuros de
la naturaleza humana y la resistencia necesaria para sobrevivir. Antes de de-
dicarse a la escritura a tiempo completo, Skye obtuvo un máster en Historia
y participó en numerosos proyectos de historia local, incluido un documental
de larga duración sobre la Guerra Civil para PBS. Durante sus estudios de
posgrado, una chispa reavivó su amor por la lectura y la escritura de ficción, y
desde entonces vive soñando despierta.
Si quieres saber en qué está trabajando, visita su página web, skyecallahan.
com, donde también puedes conseguir un ebook gratis por suscribirte a su lista
de correo. También puedes conectar con Skye en Facebook, Twitter e Instagram.
CreditoS
TRADUCCIÓN Y CORRECCIÓN
Lady Dinamite
LECTURA FINAL Y DISEÑO
Evil Babe
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