Asesinato Entre Libros
Asesinato Entre Libros
Brooklyn Wainwright
1
Título original: Homicide in Hardcover
Kate Carlisle, 2009
Traducción: Vicente Campos, 2023
Diseño de cubierta: Joy Laforme
Revisión: 1.0
17/11/2023
Para Don, quien siempre
creyó que este día llegaría
Los libros tienen los mismos enemigos que
el hombre: el fuego, la humedad, los animales,
el tiempo y su propio contenido.
PAUL VALÉRY
CAPÍTULO UNO
M
i profesor siempre me decía que para salvar a un paciente primero
tenías que matarlo. No era la forma más inocente de explicar su
teoría de restauración de libros a su aprendiz de ocho años, pero
funcionaba. Crecí resuelta a salvarlos a todos.
Mientras estudiaba el volumen quebradizo, desvaído y encuadernado en
cuero que yacía al borde de la muerte sobre la mesa de trabajo ante mí, supe
que también podría devolverlo a la vida. Pero no sería fácil. Con seiscientas
páginas de pulpa áspera y maloliente, su lomo, dorado y elegante en el
pasado, estaba casi escindido del resto del cuerpo.
—Lo siento, vejestorio, pero no voy a dejar que mueras durante mi
guardia. —Desempolvé sus articulaciones con un pincel suave y luego pasé
un dedo por el lomo. Al apartarlo, estaba cubierto de unas partículas rojizas.
Había aparecido la pudrición roja. La encuadernación de cuero se
encontraba en un estado terminal.
Con mi bisturí rasgué el frágil cuero a lo largo de la avejentada
articulación marrón, soltando los trozos de fino nervio que todavía colgaban
de los pegajosos fragmentos de cuero.
Pese a las dudas de mi madre, yo agradecía haber evitado la facultad de
medicina, porque, afrontémoslo, si estos libros fueran seres humanos,
estaría empapada de sangre hasta los codos y seguramente me habría
desmayado. No me manejo muy bien con la sangre.
Oí una honda inhalación de aire.
—¡Esto es repulsivo!
Me encogí del susto y el bisturí se me escapó de la mano. Levanté la
mirada y vi a mi mejor amiga, Robin Tully, mirando fijamente los trozos
despellejados de cuero y el papel enmohecido extendidos por la mesa.
—No te he oído entrar —dije dándome unas palmadas en el corazón.
—Es evidente que no —dijo ella mientras yo recuperaba el bisturí del
suelo y lo depositaba a salvo sobre la mesa—. Podría estallar una bomba y
no te darías cuenta.
No hice caso al comentario, me bajé del taburete alto y le di un fuerte
abrazo.
—Has venido temprano, ¿no?
Ella comprobó su reloj.
—A decir verdad, llego puntual, lo que supongo que es temprano en tu
mundo.
Sonreí, entonces levanté mi cámara.
—¿Te importa? Necesito unos minutos más para acabar de documentar
y fotografiar este material.
—Pospón las cosas cuanto quieras. No tengo prisa. —Se quitó la
mullida chaqueta negra que llevaba puesta y se retocó el pelo
ahuecándoselo.
—No pospongo nada. —Tomé varias fotografías en primer plano del
descompuesto borde frontal, luego levanté la mirada y vi la expresión de
profunda pena de Robin—. ¿Qué pasa?
Ella levantó las manos.
—No he dicho nada.
—Puedo oírte juzgándome. —Dejé la cámara sobre la mesa y cogí un
puñado de bombones Caramel Kisses bañados en chocolate, un producto
que, personalmente, consideraba un milagro de la tecnología moderna. Me
eché algunos en la boca e intenté disfrutar el cálido estallido de sabores,
pero acabé levantado las manos, derrotada—. Vale, estoy posponiéndolo,
¿vas a echarme la culpa? Esta noche podría caer en una trampa.
Ella se rio.
—Vamos a ir a la biblioteca, no a aventurarnos por un oscuro callejón.
—Ya lo sé —dije con el ceño fruncido.
Esta noche, la Biblioteca Covington inauguraba la exposición de la
colección de libros más importante presentada en años. Y el hombre al que
se homenajeaba, el responsable de la restauración de los raros libros de
anticuario que se exponían, era Abraham Karastovsky, mi maestro y mentor
de toda la vida.
¿Y mi némesis?
Yo no lo sabía. Hacía seis meses que no hablábamos y estaba muy
nerviosa ante la perspectiva de verlo tras tanto tiempo distanciados.
Hacía seis meses, tras años de indecisión, finalmente había informado a
Abraham de que tenía la intención de separarme de él y empezar mi propio
negocio. No se había tomado bien la noticia. Nunca había sabido aceptar los
cambios. Era de la vieja escuela, aferrado a sus costumbres, decidido a
enfrentarse a las nuevas tendencias tanto en la restauración de libros como
en la vida en general. Cuando fui a la universidad a estudiar restauración y
conservación de libros, afirmó que era una inútil pérdida de tiempo y que
aprendería más de la profesión trabajando con él.
Pese a lo huraño que era, dejarlo había sido una decisión difícil, aunque,
en esencia, yo llevaba años trabajando de manera independiente. Abraham
se había puesto furioso y había dicho algunas cosas que yo esperaba que
ahora lamentara.
¿Qué pasaría cuando nos encontráramos cara a cara de nuevo? ¿Me
trataría como a una enemiga? ¿Se apartaría de mí sin dirigirme la palabra?
¿Me dejaría en ridículo ante amigos y colegas? Yo estaba algo más que
preocupada. ¿Quién podía culparme de posponer el reencuentro?
—Te mandó una invitación —dijo Robin—. Eso deja claro que quiere
verte. No es un gran comunicador, pero te quiere, Brooklyn. Lo sabes.
Sentí que se me saltaban las lágrimas y recé para que Robin tuviera
razón. Resultaba consolador e irritante a la vez saber que habitualmente la
tenía.
Habíamos sido las mejores amigas la una de la otra desde los siete años,
cuando mis padres se unieron a una comuna espiritual en la región de Wine
Country, al norte de San Francisco. Mi madre y mi padre nos habían
arrastrado, a mis cinco hermanos pequeños y a mí, a experimentar la
emoción de cultivar nuestras propias verduras, llevar ropa confeccionada
con cáñamo y compartir la armonía y la vivencia de la unicidad de la
naturaleza. Yo no fui de buena gana.
Cuando llegamos a la comuna, la primera persona en la que me fijé
entre la multitud de desconocidos fue una chica morena, más o menos de mi
edad, que aferraba desafiante una muñeca Barbie calva que llevaba un
vestido de satén rojo y unos zapatos negros de tacón de aguja. Era Robin.
Nos hicimos amigas al instante pese a que éramos antagónicas en muchos
sentidos.
Ahora Robin se presenta como una chica mundana, glamurosa y
desenfadada. Nunca pensarías que dirige su propia agencia de viajes y
excursiones y, además, es una brillante escultora. Es una morena voluptuosa
con ojos almendrados y una capacidad insólita para que los hombres se
bajen de la acera y se metan entre el tráfico que viene en dirección
contraria.
Yo, por mi parte, soy seria, rubia y acabo de salir de mi etapa de
jovencita desgarbada; de forma esporádica, algunos hombres me preguntan
sobre mi revolucionaria técnica para estirar el cuero. Suena excéntrico pero,
tristemente, no lo es.
Yo llevaba un traje oscuro pero elegante, mientras que Robin tenía un
aspecto despampanante. Iba perfectamente ataviada para una ostentosa
inauguración artística con un atrevido vestido de noche y unos zapatos
negros de tacón de aguja. Como único accesorio, lucía un collar de perlas
clásico que había heredado de su abuela.
Por desgracia, no íbamos a una ostentosa inauguración artística.
—¿Por qué te has puesto tan elegante? —pregunté, quitándome con
cuidado mi bata de laboratorio cubierta de polvo. La exposición privada de
esa noche para el Círculo de Fundadores de la Biblioteca Covington sería
un acto tranquilo al que asistirían los administradores de la biblioteca, los
donantes pasados y presentes, el consejo de directores y los miembros más
acaudalados de la sociedad de San Francisco.
—Eh, esta noche es posible que no haya más que vejestorios por todas
partes, pero allí estaré yo para la juerga.
—Ah. —Colgué la bata de laboratorio en el pequeño armario que había
junto a la puerta de entrada—. Pensaba que a lo mejor te habías olvidado de
adónde íbamos.
—¿Y cómo iba a olvidarme? —dijo ella apartándose de la mesa que
estaba cubierta de trozos quebradizos de cuero y hojas de manuscritos
hinchadas—. Abraham ha vuelto a llamarme esta tarde para asegurarse de
que asistiría al acto. Estaba tan emocionado que casi hiperventilaba.
—¿Te ha estado llamando? —Sentí un arrebato de rabia al saber que
Abraham se había puesto en contacto con ella. Pero ¿por qué no iba a
hacerlo? Él había sido miembro de la comuna mientras Robin y yo vivimos
allí. Todos estábamos muy unidos, pero yo siempre había sido la favorita de
Abraham. Ahora ya no sabía qué era para él.
—Antes nunca me llamaba —señaló Robin—. Supongo que es una
manera de tenerte controlada.
—Tal vez.
—Y nunca pregunta abiertamente por ti, pero yo siempre acabo
hablando más de ti que de mí. ¿Quién lo hubiera dicho?
Me resistí a hacerme ilusiones.
—Así que ¿está ansioso por lo de esta noche?
—«Frenético» sería una palabra que lo describiría mejor —dijo ella
mientras se sentaba en mi mesa—. Supongo que uno de los libros más
importantes de la exposición todavía no está acabado.
—El Fausto —murmuré. Fue lo único que pude decir para evitar que mi
voz delatara los celos, penosamente amargos, que crecían en mi interior—.
He oído que es un gran libro.
El comentario debía de ser el más sutil del año.
Aquí estaba yo, trabajando en una serie de preciosos pero anónimos
tratados de medicina, mientras Abraham había conseguido el encargo
soñado del siglo: la legendaria colección Heinrich Winslow de libros y
grabados raros antiguos.
La colección de libros Winslow era considerada una de las mejores del
mundo. Se decía que su mayor tesoro era una edición dorada con
incrustaciones de joyas de la obra maestra de Goethe, Fausto, encargada
por el káiser Guillermo en 1880.
Y estaba maldita.
Algunos atribuían la maldición al hecho de que había pertenecido
brevemente a Adolf Hitler, quien, según parece, no tenía mucho aprecio por
los libros, lo cual no era ninguna sorpresa. El Führer había entregado aquel
Fausto de valor incalculable a la esposa de Heinrich Winslow como regalo
simbólico por una cena que había celebrado en su honor.
Poco después de la aciaga cena, Heinrich Winslow fue envenenado y
sufrió una muerte espantosa. Los libros se repartieron entre los hermanos
Winslow, y varios miembros más de la familia murieron después de llevar
el Fausto a sus hogares. No es raro que creyeran que estaba maldito.
Nadie amaba tanto como yo un buen libro maldito. Sentía tantos celos
de Abraham que apenas podía pensar racionalmente.
—¿Hola? ¿Brooklyn? Traigo comida.
Mis ojos se iluminaron cuando una joven india asomó la cabeza por la
puerta.
—Hola, Vinnie, pasa —dije.
Entró con una bolsa de la compra llena de pequeñas cajas de cartón
blancas. Sus 501 desgarrados y sus toscas botas de motera contradecían su
voz alegre y sus rasgos delicados.
—No quiero interrumpir, pero Suzie y yo pensamos que te apetecería lo
que nos ha sobrado de nuestra comida china. ¿Es así?
—Dios, sí —dije casi babeando cuando me llegó el tentador aroma de
pollo y ternera a la naranja con salsa de brócoli. Me volví hacia Robin—:
Vinnie es una de mis vecinas. —A Vinnie le dije—: Esta es mi amiga
Robin.
—Encantada de conocerte —dijo Robin.
Vinnie inclinó la cabeza.
—Me llamo Vinamra Patel, pero, por favor, llámame Vinnie.
Vinnie y su novia, Suzie Stein, vivían en un loft en el mismo pasillo que
el mío. Eran escultoras en madera y activistas animalistas. Hasta que me
mudé aquí, nunca había visto a dos lesbianas que manejaran con tanto
dominio una motosierra para hacer maravillas con un pedazo de ciento
cincuenta kilos de madera de secuoya. Resultaba impresionante.
—Es todo un detalle, Vinnie —dije mirando en la rebosante bolsa de la
compra—. Gracias.
—Esta noche nos vamos al Sierra Festival y no quería tirar comida —le
explicó a Robin—. Aquí no acabará en la basura.
Robin me clavó la mirada.
—Veo que te conocen muy bien.
Entrecerré los ojos.
—Son vecinas muy atentas.
—Tiene buen diente —dijo Vinnie esbozando una suave sonrisa—.
Dejaré esto en la cocina. —Desapareció por el pasillo que llevaba a la zona
del loft donde vivía.
Robin se rio.
—No me extraña que te encante este piso.
Ella también me conocía bien. Sí. Me gustaba comer. Me gustaba
mucho. Y no era quisquillosa. Me gustaba todo. En especial el chocolate. Y
la pizza. Oh, y la carne roja. Me encantaba un buen bistec. Le echaba la
culpa a mis padres y a los dos años de «etapa vegana» que nos habían
impuesto, a mis hermanos y a mí, durante nuestros años de formación.
Todavía conservaba las cicatrices emocionales, y disfrutaba recordándoles
ese dolor cada vez que ellos encendían la parrilla de la barbacoa.
—Te lo he dejado todo en la nevera —dijo Vinnie con su voz cantarína
mientras me pasaba un manojo de llaves. Abrió los ojos como platos al ver
los gruesos trozos de cuero y papel extendidos sobre mi mesa—. ¿Ahora
trabajas en esto?
—Sí —respondí con orgullo.
Lanzó una mirada a Robin y arrugó la frente mostrando su desagrado.
—Es… muy bonito.
Robin resopló.
—¿Quieres decir que es un montón de porquería pestilente?
Vinnie asintió.
—Tú lo has dicho.
—Muchas gracias por la comida, Vinnie —dije agitando el llavero—.
Que Suzie y tú os lo paséis bien en el festival artístico. Cuidaré bien de
Pookie y Splinters.
Vinnie no pareció preocupada por la suerte de sus gatos. Se quedó
mirando fijamente las partes del decrépito libro como si la hubieran
hipnotizado.
Volví a menear el llavero y ella parpadeó.
—Eres muy amable ocupándote de nuestras monadas. —Entonces se
inclinó por última vez y se marchó.
Los ojos marrones de Robin centelleaban divertidos.
—¿Te deja a cargo de sus mascotas?
—Puedo encargarme de dos gatos durante tres días.
Ella se rio.
—Dijo la mujer que poseía la mayor parcela en el cementerio de
mascotas de la comuna.
—Eso no es justo. —Hice una mueca—. Tenía peces dorados. Esos
peces siempre mueren.
—Anda ya. Si te prohibieron la entrada en la tienda de mascotas.
—Calla, por favor. —Cogí mi bolso—. Vámonos.
Bajó la mirada a mis pies y puso los ojos como platos.
—Ay, Dios mío. No puedes sacar a la chica de la comuna que llevas
dentro…
—Hay que fastidiarse. —Me quité las cómodas sandalias y me calcé el
par de zapatos de tacón negros que había dejado junto a la puerta—.
¿Mejor?
—Solo un poco.
—Menuda bruja.
Se rio mientras abría la puerta.
—Vale. Me encanta el traje y los tacones son claramente una mejoría.
Pero no doy crédito a que todavía lleves sandalias Birkenstock.
—Solo me las pongo para trabajar —dije suspirando—. Es como si mis
pies se hubieran amoldado a su forma.
Robin soltó un delicado bufido.
—Como una geisha, solo que no lo eres.
—Triste, pero cierto. —Apagué la luz—. Pero por Abraham haré de
tripas corazón y me pondré tacones.
—No te preocupes; tienes un aspecto espléndido —dijo por encima del
hombro—. Se morirá cuando te vea.
CAPÍTULO DOS
S
i a los ocho años todavía no había decidido trabajar con libros, mi
primera visita a la Biblioteca Covington había zanjado el asunto.
La majestuosa mansión de estilo italiano con su museo y
preciosos jardines abarcaba dos manzanas cuadradas en la parte alta de
Pacific Heights. Atravesar las inmensas puertas de hierro de la Covington
era como entrar en una catedral gótica. Casi se oía susurrar los secretos del
universo a los espíritus que moraban en la sala inmensa forrada de caoba y
todos los libros que se acumulaban en sus paredes.
Ahí había magia. Tanto si alguien que la recorriera asumiera la creencia
en lo sagrado de ese espacio como si no, instintivamente hablaría en un
tono bajo mientras se abría paso por las diversas salas y exposiciones.
La colección de la Biblioteca Covington era una de las mayores y
mejores del mundo. Se jactaba de poseer doce de los folios de Shakespeare
en exposición permanente, así como las cartas de Walt Whitman y una de
las primeras Biblias de Gutenberg.
Había resplandecientes manuscritos iluminados pintados por monjes
medievales, correspondencia del siglo XVI entre la reina Isabel I y el tercer
conde de Covington, y relatos impresos de exploradores a partir de
Cristóbal Colón.
Esas piezas compartían espacio con raras primeras ediciones de obras
de Mary Shelley, Hans Christian Andersen, Agatha Christie y Henry David
Thoreau. Faulkner, Hemingway y Kingsley Amis compartían espacio con
los dibujos de John Lennon, las cartas de rechazo de Stephen King, los
diarios de Kurt Cobain y una asombrosa colección de cromos antiguos de
béisbol. La colección Covington era diversa y, a menudo, poco
convencional, por no decir otra cosa. Para mí eso suponía gran parte de su
atractivo.
Tras un divertido recorrido por la ciudad, Robin me dejó justo delante
del edificio, y se fue a buscar un aparcamiento seguro para su amado
Porsche Speedster. No me molesté en esperarla porque sabía que se tomaría
su tiempo y haría una entrada a lo grande. Yo solo quería entrar y ver a
Abraham y los libros.
Me abrí paso entre los congregados, gente bien vestida y parlanchina
reunida en el amplio vestíbulo con suelo de mármol, hasta que finalmente
llegué a la sala principal de exposición, donde casi me di de bruces con
Abraham en persona.
Abrió los ojos de par en par cuando se percató de que era yo.
—¡Pastel de Calabaza! —Me aferró con un abrazo de oso tan fuerte que
casi me desmayé, pero al menos pareció alegrarse de verme—. No sabes
cómo me alegro de que hayas venido.
—Yo también —dije jadeando para recuperar el aliento. El hombre era
más corpulento que un toro y el doble de refinado. Esa noche vestía un traje
oscuro apagado que no amansaba al salvaje que llevaba dentro, ni la rebelde
melena que crecía en una densa masa rizada. Mi padre siempre decía que el
pelo de Abraham debería tener su propio código postal.
Abraham era una fuerza de la naturaleza, en ocasiones arrogante, a
veces destructiva, siempre terca y brillante. Olía a libros enmohecidos y a té
de menta, y me abracé a él ciñéndome un poco más solo para disfrutar de su
aroma.
Le había echado de menos; lo quería como se quiere al tío favorito. Era
la primera vez que lo veía desde que cortamos nuestra relación profesional,
pero él se comportaba como si nunca nos hubiéramos separado. Era un
tanto raro, pero yo me alegraba.
Con su brazo todavía alrededor de mi hombro, le hizo gestos aparatosos
a una mujer que estaba a unos metros. Mi cuerpo entero se estremeció
cuando gritó:
—¡Doris, ven a conocer a Calabaza…, esto, a Brooklyn!
Una mujer pequeña y frágil con un traje de Chanel negro y dorado le
devolvió el saludo con un gesto distraído antes de continuar su
conversación con el hombre alto y calvo que tenía al lado.
—Ella puede hacer maravillas por tu carrera, Calabaza —susurró
ruidosamente Abraham.
Mientras esperábamos a Doris dispuse de unos segundos más para
recuperar el aliento, mirar a mi alrededor e intentar olvidar que él ya había
utilizado tres veces aquel horroroso apodo infantil. Sí, en el pasado había
tenido cierta obsesión con el pastel de calabaza del Día de Acción de
Gracias. Como todo el mundo, ¿no?
Supongo que podía perdonarle mientras estaba a punto de presentarme a
alguien que pudiera ayudar a mi trabajo. Eso bastaba para decirme que él
había dejado a un lado su rabia por mi abandono. Tampoco es que yo
esperase que quisiera hablar del tema. Abraham era un hombre de la vieja
escuela: fuerte, reservado, esporádicamente taciturno. Salvo cuando se
ponía a despotricar de algo. En ese momento no era precisamente un
hombre callado.
Sonriendo, alcé la mirada hacia él.
—¿Cómo te ha ido?
—Ah, la vida es buena, Brooklyn —dijo, abrazándome con fuerza
fugazmente—. No creía que pudiera ir a mejor, pero sí, ha mejorado.
—¿De verdad? —Nunca había visto al gruñón de mi mentor tan
optimista—. Me alegro mucho por ti.
Desde algún lugar por encima de nosotros, un cuarteto de cuerda
empezó a tocar una serenata de Haydn. Alcé la mirada las tres plantas que
me separaban del techo artesonado y de las delicadas galerías de hierro
forjado de la segunda y la tercera planta. Los músicos estaban acomodados
en el tercer piso, sobre el salón principal, con kilómetros de estanterías
como telón de fondo. En los dos pisos superiores, altas estanterías de libros
circunnavegaban el salón principal, divididas por estrechos pasillos de más
libros que llevaban a acogedoras salas de lectura y rincones de estudio.
Había más recovecos y recodos que en la madriguera de un hobbit y todavía
me imaginaba como una niña de ocho años amante de los libros, visitando
por primera vez ese espacio y vagando por los enrevesados laberintos. No
es extraño que me enamorase del lugar.
Más invitados iban entrando en el salón principal y ocupando el espacio
con sus conversaciones vivaces y elegantes atuendos de noche. Las risas
competían con la música mientras camareros de frac salían con bandejas
llenas de copas de champán y exquisitos bocados. Froté con afecto el brazo
de Abraham.
—Todo tiene una pinta fabulosa. Es muy emocionante.
—Gracias, cariño —dijo—. Esta noche estás especialmente chachi.
Suspiré. ¿«Chachi»?, ¿quién utilizaba todavía esa palabra? No obstante,
me gustó que la dijera.
Los músculos de sus brazos se crisparon y maldijo por lo bajini.
Levanté la mirada y vi que se había quedado lívido.
—¿Qué pasa, Abraham? ¿Algo va mal?
—¡Baldacchio! —susurró con tono irritado—. No puedo creerme que
ese retorcido embustero haya tenido el valor de presentarse aquí esta noche.
—Estás bromeando. —Empecé a darme la vuelta pero él me agarró.
—¡No mires! —exclamó—. No quiero que vea que estamos
malgastando aire hablando de él.
—Dime cuándo.
Me seguía sujetando del brazo.
—Vale. Por encima de tu hombro izquierdo. Espera. Vale. Ahora.
Intenté parecer distraída y me volví para mirar a través del espacio
atestado. Al principio me costó reconocer al hombre enjuto y de pelo
grasiento que estaba en el rincón, pero luego sonrió taimado y no me cupo
la menor duda de que se trataba de Enrico Baldacchio, el mayor y más
detestado rival de Abraham en el pequeño mundo que era la encuadernación
de libros. A lo largo de los años ambos habían cuestionado las respectivas
reputaciones difundiendo cotilleos y apropiándose de lucrativos encargos
arrebatándoselos el uno al otro.
—Me han contado que volvisteis a trabajar juntos en un proyecto para
el Gremio de libros —dijo—. ¿Era solo un rumor malintencionado?
—No. —Abraham parecía a punto de escupir cuchillos—. El Gremio
me rogó que lo hiciera y yo lo intenté, pero tuve que echara lo otra vez. No
puedes fiarte de él. Es un mentiroso y un ladrón.
Yo lancé otra mirada a hurtadillas por el salón. Baldacchio charlaba
animadamente con Ian McCullough, el jefe de conservadores de la
Covington y viejo amigo de la universidad de mi hermano Austin, además
de mi exnovio. Había una mujer al lado de Ian agarrándole del brazo.
Cuando ella volvió la cabeza, me quedé sin aliento y aparté la mirada.
—¿Qué ocurre, Calabaza? —preguntó Abraham.
—Minka LaBoeuf.
Agradecí la rapidez con la que Abraham puso mala cara.
—Me sorprende que esté aquí esta noche.
¿Abraham conocía a Minka LaBoeuf?
Oh, sí, el mundo de la encuadernación era un pañuelo. Ella tenía mucho
valor para presentarse en cualquier sitio a menos de dos manzanas de mi
casa. Me enfurecí en silencio. De todas las zorras del mundo…
Hace años, Minka y yo fuimos compañeras de clase en el posgrado del
Departamento de Arte y Arquitectura de Harvard. No la conocía bien, pero
cada vez que nuestros caminos se cruzaban, yo captaba unas extrañas
vibraciones de rabia o desprecio… hacia mí. Era desconcertante pero hice
cuanto pude para ignorarla.
Un día, después de que un profesor me destacara por mi excepcional
acabado dorado en una clase de fabricación de papel, Minka se acercó a mi
mesa de trabajo para ver mi obra, o eso creí yo. En vez de eso, intentó
clavarme en la mano un cuchillo de desbastar, una herramienta muy afilada
utilizada para pelar cuero que llevaba oculta. Por poco no me dio en la
arteria radial, además de en varios nervios y músculos vitales, y luego juró
que había sido un accidente, pero yo había visto la intención y la burla en
sus ojos taimados.
Más adelante descubrí que ella estaba locamente enamorada de mi
novio de por entonces. Locamente en el peor sentido de la palabra. Había
estado buscando el modo de quitarme de en medio. Por fortuna, poco
después del incidente del cuchillo, abandonó el curso, que yo continué hasta
sacarme el título de máster.
Nuestros caminos volvieron a cruzarse el semestre que impartí clases de
encuadernación de hojas en la Universidad de Texas, en Austin. Ella intentó
asistir a mi clase como oyente y yo me puse lo bastante nerviosa para
imaginar que podía estar acosándome. Llámenme chiflada, pero después de
encontrar dos ruedas de mi coche pinchadas, y al poco descubrir un gato
muerto en el porche delantero de mi casa, fui a las oficinas administrativas
e hice que la echaran de mi clase. Temía de verdad por mi seguridad, e
incluso la imaginaba intentando aplastarme la cabeza entre las planchas de
una prensa de libros o algo así.
Ahora aquí estaba, en la Covington, agarrada a Ian. ¿Sabría que yo
había estado comprometida con él hacía unos años? No era un secreto. ¿A
qué estaba jugando ahora?
—¿La conoces? —dije sin delatar ninguna emoción.
—No mucho —reconoció—. Forma parte del personal a tiempo parcial,
así que le encargué parte del trabajo de restauración de Winslow. Al
principio daba la impresión de ser encantadora y eficiente, pero surgieron
problemas en cuanto empezó. Dos de mis mejores ayudantes amenazaron
con irse, así que la saqué del proyecto.
Me costaba mirar mientras ella se reía y charlaba como si fuera una
íntima amiga de Ian y de Baldacchio. Y aparecía esta noche precisamente,
en la inauguración de la exposición de Abraham. Tuve que preguntarme si
habría acudido por mí. En la profesión, todo el mundo sabía que él había
sido mi maestro y mentor. ¿O acaso me había vuelto completamente
paranoica?
Me habría encantado seguir con el tema de los defectos de Minka y
averiguar, para empezar, cómo se las había apañado para encontrar un
empleo en la Covington, pero Doris, la amiga de Abraham, nos interrumpió
en ese instante, agarrándolo del brazo y dándole una fuerte sacudida.
—A ver, ¿de qué estabas despotricando ahora, viejales?
Casi se me escapó un bufido.
—Doris Bondurant —dijo Abraham con tono formal—. Me gustaría
presentarte a mi antigua ayudante y ahora mi mayor competidora, Brooklyn
Wainwright. Brooklyn, esta es mi vieja amiga Doris Bondurant.
—Vete con ojo para no llamar vieja a cualquiera, carcamal —dijo ella y
le dio un codazo a Abraham en el estómago. Luego se volvió hacia mí y me
estrechó la mano—. Hola, querida.
—Es un placer conocerla —dije. Además de ser administradores del
fideicomiso de la Biblioteca Covington, Doris y Theodore Bondurant
formaban parte de los consejos de al menos media docena de
organizaciones de caridad de la zona de San Francisco, y sus nombres eran
sinónimo de artes y alta sociedad. Si las inversiones iban bien,
probablemente valían unos cuantos miles de millones de dólares, así que
Doris podía permitirse ser descarada.
Su mano era nudosa y estaba cubierta de manchas de la edad, pero
estrechaba la tuya con fuerza suficiente para que tuvieras que pedir
clemencia.
—He escuchado a este tipo proferir un montón de elogios sobre ti,
señorita —dijo señalando a Abraham con el pulgar—. Me gustaría ver
algún trabajo tuyo por aquí uno de estos días. —Su voz tenía la profundidad
cavernosa de alguien que ha fumado toda la vida.
—Gracias, señora Bondurant. Es muy amable por su parte.
Meneó un dedo ante mí.
—Primero, no soy amable. Y segundo, llámame Doris.
Sonreí.
—Muy bien, Doris.
Ella guiñó un ojo.
—Eso está mejor. Bien, a ver, la gente cree que soy una engreída que va
de lista, pero básicamente amo los libros.
—Yo también.
—Me alegra saberlo —dijo—. Bien, este pedazo de idiota me dice que
conoces a fondo el trabajo de la encuadernación, así que voy a darte un
poco de faena.
Dediqué una mirada de agradecimiento a Abraham y él pestañeó como
respuesta.
—Será un honor.
—¿Tienes tarjeta profesional?
—Claro… —Rebusqué en mi bolso, encontré mis tarjetas y le di una.
Ella la miró unos segundos antes de asentir.
—Te llamaré. —Se guardó mi tarjeta en su bolso de mano, miró
alrededor de la sala y dio unas palmadas en el pecho ancho de Abraham—.
Voy a buscar a Teddy y a hacer una visita al bar antes de que se llene
demasiado, pero luego quiero dar ese paseo entre bastidores que me has
prometido.
—Sí, señora —dijo Abraham sonriendo.
Me hizo un guiño, le dio un golpe a Abraham en el brazo y meneó los
dedos a modo de despedida mientras se alejaba.
Me volví hacia Abraham.
—La amo.
—Es una rica clásica, sí. —Miró su reloj y soltó un taco por lo bajini—.
Más vale que me vaya corriendo, tengo algunos asuntos pendientes.
—Claro. No te retendré.
—Escucha, ¿por qué no socializas durante una hora o así y luego bajas a
mi taller? Te dejaré echar un vistazo por adelantado al Fausto. —Se acercó
a mí y parpadeó—. No me digas que no te mueres de ganas de verlo.
Sonreí.
—Me encantaría verlo.
—Es espectacular, créeme.
—Te creo, Abraham.
Me dio otro abrazo rápido.
—Eres mi chica preferida.
Las lágrimas me asomaron a los ojos. La primera vez que me dijo eso,
yo tenía ocho años y me sentía desdichada. Los estúpidos de mis hermanos
habían utilizado mi libro favorito, El jardín secreto, como pelota de fútbol.
Lo había encontrado tirado en el barro, con la portada deshecha y la mitad
de las hojas desgarradas o arrancadas. Mi madre me sugirió que fuera a ver
al encuadernador de la comuna para que lo arreglara.
Abraham le echó un vistazo y convocó a mis hermanos al estudio,
donde les prometió todo tipo de escalofriantes castigos si alguna vez
volvían a dañar otro libro. Después de darles ese susto de muerte, les hizo
sentarse y les dio una lección rápida sobre las artes y la historia del libro —
la versión infantil— y una explicación de lo que significaba la familia y por
qué debían querer y honrar a su hermana respetando cuanto era precioso
para ella.
Aquel día me enamoré de Abraham.
Ahora contuve las lágrimas y dije:
—Abraham, solo desearía que nosotros…
—Ni una palabra más. —Me aferró los hombros—. Reconozco que he
sido un viejo idiota y terco, pero hace poco he aprendido una valiosa
lección.
—¿Sí?
—Sí —dijo asintiendo con firmeza—. La maldita vida es demasiado
breve para desperdiciar el tiempo lamentando o deseándolo que podría
haber sido. A partir de ahora, tengo la intención de vivir el presente y
disfrutar cada minuto.
Se me había hecho un ñudo en la garganta, pero me las apañé para
susurrar:
—Te he echado de menos, Abraham.
Me acercó a él para darme un último abrazo.
—Ah, Calabaza, eso suena a música celestial a estas viejas orejas. —Me
soltó, pero añadió—: No volveremos a comportarnos como unos extraños,
¿verdad?
—Desde luego.
—Bien. Te veré abajo dentro de un rato.
—Allí estaré.
Se alejó y se habría desvanecido entre los congregados, pero su melena
era como un faro. Lo observé hasta que pasó por la puerta que conducía a la
pequeña Galería Oeste y desapareció.
Yo sabía que la Galería Oeste llevaba a una serie de salas de exposición
más pequeñas que al final acababan en la escalera que conducía al sótano
donde tenía su estudio temporal. Una de las ventajas de trabajar en una
exposición de la Covington era que tenías acceso al uso libre de sus talleres,
equipados a la última, que tenían allí mismo, si es que podías encontrar el
camino a través del enrevesado laberinto de galerías, pasillos y escaleras.
Por descontado, si ibas a perderte, este era un sitio espléndido para que te
pasara.
Mi corazón se sentía como si le hubieran quitado un peso de encima.
Abraham y yo podíamos seguir adelante como amigos y colegas en lugar de
los distantes rivales en que, me temía, nos habíamos convertido.
Sintiéndome más ligera, me dirigí hacia la exposición de las cartas y las
fotografías de Walt Whitman. La sala principal estaba llena hasta los topes
con la flor y nata de la sociedad de San Francisco. Había vejestorios por
todas partes, según lo previsto.
Al pensar en vejestorios me vino a la cabeza Robin, lo que a su vez me
recordó que no tenía nada que beber en la mano.
Mientras echaba un vistazo por la sala buscando el bar, algo en la pared
del fondo me llamó la atención. Cerca de un gran panel de pinturas
originales de Audubon, había un hombre solo, apoyado en la pared, un
cauteloso desconocido entre una muchedumbre de amigos y colegas
amantes de los libros. Daba sorbos a una bebida mientras observaba a la
gente, las piezas expuestas, el ambiente, aunque parecía mantenerse aparte
de cuanto le rodeaba.
Nunca lo había visto. Me habría acordado. Medía más de uno ochenta y
tenía el pelo moreno y muy corto. Su constitución delgada pero musculosa
exudaba la fuerza de los tipos duros, casi como si usara tanto sus puños
como sus encantos para conseguir lo que quisiera. De eso me di cuenta.
Destilaba una arrogancia masculina pura y más de unos cuantos secretos en
sus ojos oscuros mientras recorría la sala con la mirada.
Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, se entornaron y frunció el
ceño. Y lo hizo directamente hacia mí. No me equivocaba. ¿De qué iba todo
esto?
Su visible desaprobación resultaba una afrenta tan inesperada que yo
también le fulminé con la mirada. Él no apartó la suya y siguió clavándome
los ojos, y ni por asomo iba yo a apartar la mirada primero. Pero la sala
pareció encogerse y tuve que aferrarme a la barandilla que había delante de
la exposición de Walt Whitman por un momento.
Debo de haber parpadeado. Espero que no. Pero en ese instante su mala
cara despareció y fue sustituida por una expresión de aburrido desinterés
mientras de nuevo volvía a mirar a los reunidos.
No me devolvió la mirada. Estaba bien porque seguramente parecía una
idiota, jadeando y boqueando para recuperar la respiración.
Sin duda me hacía falta salir más.
Más que enojada conmigo misma, me abrí paso entre los congregados y,
cuando llegué a la barra, había recuperado relativamente la cordura… hasta
que vi quién estaba sirviendo las bebidas.
—¿Papá?
—Hola, cariño —me saludó como si algo así pasara todos los días:
verlo ocupándose de la barra de una inauguración de la alta sociedad y
sirviéndome una copa de cabernet sauvignon sin preguntarme si me
apetecía. Todo muy raro.
Bueno, ni que decir tiene que me apetecía el vino. Eso no era lo raro.
—Papá, ¿qué haces aquí?
Se empujó las gafas hacia arriba (tenían tendencia a deslizarse nariz
abajo), luego me pasó el vino. Sirvió dos copas más de chardonnay y se las
dio a otro parroquiano antes de volverse hacia mí.
—Eh, pequeña, ¿no es una pasada? —dijo sonriendo—. Abraham lo ha
montado. La Covington ha aceptado ofrecer nuestros vinos en todos sus
actos a partir de ahora. Robson está entusiasmado. ¿Te gusta?
Volvió a servir y a explicar los matices de los vinos a los demás
reunidos alrededor de la barra mientras yo daba dos largos tragos del
excelente cabernet sauvignon. No era la mejor manera de saborear un buen
vino, pero ¿quién iba a culparme? Llevaba ahí menos de media hora y ya
me había quedado completamente seca.
En los años setenta, mis padres y los de Robin, además de unos pocos
cientos de sus mejores amigos, admiradores de los Grateful Dead, a los que
se conocía como Deadheads, y buscadores de la sabiduría, habían seguido a
su líder espiritual, Avatar Robson Benedict —o el gurú Bob, como le
llamábamos mis hermanos y yo—, a Sonoma County, donde fundaron la
Fraternidad para la Iluminación Espiritual y una Elevada Conciencia
Artística. No sabría decir si una conciencia más elevada tenía algo que ver
con lo que hacían, pero resultó ser una buena inversión. La comuna
abarcaba seiscientas cincuenta hectáreas de fértil tierra de cultivo, la mayor
parte de la cual acabaría convertida en viñedos.
Mi padre había sido un niño rico al que había desheredado su padre, que
desaprobaba su forma de vida libre y despreocupada. Cuando mi abuelo
decidió volver a poner a papá en su testamento, era demasiado tarde para
cambiar sus malas costumbres. A mi padre le encantaba la mala vida, como
le gustaba llamarla. No fue ninguna sorpresa lo bien que se adaptó a su vida
de vinatero. Era un bon vivant de pies a cabeza.
A día de hoy, mi padre dirigía la bodega de la comuna con mi hermano
mayor, Austin, y mi hermana Savannah. Mi hermano Jackson estaba a
cargo de los viñedos. Me pregunté si ellos también estarían aquí esta noche.
—¿Cómo está el caber, Brooks? —preguntó mi padre.
—Mmm, perfecto —farfullé dando un sorbo más pequeño del vino y
moviéndolo como era debido dentro de la boca mientras echaba un vistazo
a los presentes buscando a Robin. Eso me decía a mí misma, al menos,
hasta que ni yo pude creérmelo y finalmente eché un vistazo atrás, hacia el
rincón donde había visto por última vez al hombre del ceño fruncido. Se
había ido de la exposición de Audubon, pero lo localicé con bastante
facilidad en la exposición de Shakespeare en la sala circular.
Lo observé mientras merodeaba por el margen exterior de la gran sala
examinando a los congregados, lanzando alguna mirada esporádica a lo
expuesto, fijándose en todo. Se movía como una pantera que acecha a su
presa. Intenté apartar la mirada, pero no pude. Lo siento, me resultaba
increíblemente guapo y sexy. No se encuentran hombres así cada día en la
biblioteca.
Le vi levantar una ceja y reprimir una sonrisa. Intrigada, seguí la
dirección de su mirada por la sala hasta el umbral donde estaba Robin con
una mano en la cadera, revisando a los congregados, con expresión
descarada y vivaz hasta que finalmente hizo su llamativa gran entrada.
Encajaba. Yo me había ganado una mueca malhumorada de san Guapo
y Sexy, mientras Robin era recibida con una ceja levantada y una expresión
sonriente. Detestaba hacerme la llorica, pero hay veces que la vida es un
verdadero asco.
Suspiré, alargué mi copa y mi padre me la llenó inmediatamente. A
veces ayudaba de verdad contar con amigos en lugares importantes. Como
detrás de la barra, sirviendo copas.
Dejé a mi padre cautivando a los invitados y, con mi copa de vino llena,
recorrí con prisa las exposiciones, disfrutando de la preciosa música
mientras saludaba a alguna gente a la que conocía. Daba la impresión de
que Abraham había invitado esa noche a todos los encuadernadores del
norte de California. No podía echarle la culpa. La exposición era un triunfo
de principio a fin, hasta el blini recubierto de salmón y crème-fraiche que
masticaba mientras paseaba.
Se había ocupado una amplia esquina de la sala principal de la
biblioteca para la exposición de Winslow, y una elegante pancarta la
denominaba «EL VIAJE LITERARIO DEL HÉROE: LA LITERATURA Y LA FILOSOFÍA
ALEMANAS DESDE EL SIGLO XVII HASTA EL XX; LA COLECCIÓN DE HEINRICH
WINSLOW».
Los expositores contaban en cartas, fotografías y carteles informativos
de museos la historia de Heinrich Winslow, que había sido el propietario de
una importante empresa de construcción en la Alemania nazi y utilizó su
posición de poder para salvar a más de setecientos judíos y que no los
enviaran a campos de concentración. Todo resultaba escalofriantemente
similar a lo sucedido con la «Lista» de Oskar Schindler. Me hizo
plantearme cuántos ciudadanos alemanes normales más se habrían atrevido
a desafiar a Hitler y a los nazis.
La vida de Heinrich había sido recientemente el tema de un especial de
History Channel, y supuse que ese golpe de suerte inesperado despertaría
más interés todavía por la exposición.
Paseé a lo largo de las hileras de volúmenes, examinando los otros
libros de la colección Winslow, en especial la primera edición de 1812 de
los cuentos de los hermanos Grimm con sus elegantes ilustraciones pintadas
a mano y varias de las partituras originales de óperas de Wagner con sus
notas en los márgenes.
También había cartas de víctimas y supervivientes del Holocausto junto
a fotografías de la época. La presentación era emotiva y turbadora, pero a la
vez edificante.
Pese al tema, los asistentes se mostraban vivaces y amigables. La
música se alzaba sobre el jaleo de las conversaciones y corría la comida
tanto como el licor.
Había transcurrido más de una hora desde la última vez que había visto
a Abraham, así que decidí aventurarme escaleras abajo para ver el Fausto.
Tras detenerme a rellenar mi copa de vino, recorrí un silencioso pasillo
hasta el aseo de señoras, donde repasé mi pintura de labios.
Reanimada y fresca, dejé atrás el hueco que llevaba a los teléfonos
públicos y escuché a un hombre susurrar acaloradamente:
—Ese malnacido no se saldrá con la suya.
—Por favor, no hagas ninguna tontería —dijo una mujer, con una voz
trémula por la preocupación.
—Yo nunca hago tonterías —dijo él—. Eso os lo dejo a vosotras,
mujeres.
—Oh, papá —dijo una mujer más joven, con una voz aguda y
quejumbrosa.
—Por desgracia, cariño, papá tiene razón —dijo la mujer mayor—. No
olvidemos cómo empezó esta catástrofe.
—Al menos, lo admites —dijo el hombre con amargura—. Ahora tengo
que pensar cuál es el mejor modo de ocuparnos de ese imbécil y el lío en
que nos ha metido.
—Cuida las formas, cariño —le advirtió la mujer.
—Ella ha escuchado cosas peores —se defendió él.
—Escucha —dijo lo mujer—, olvidémonos del problema con el libro e
intentemos pasar una noche agradable.
—¿Puedo irme? —preguntó la chica—. Esto es muy aburrido.
—¿Te aburre tu herencia? —dijo el hombre elevando la voz. El trío
salió del rincón, me vio y se quedaron paralizados.
Los reconocí. Conrad y Sylvia Winslow y su encantadora hija,
Meredith. La versión de San Francisco de París Hilton. Eran los
propietarios actuales de la colección Winslow y más ricos de lo que podría
concebirse, pero, a diferencia de los amigos de Abraham, Doris y Teddy
Bondurant, a los Winslow les gustaba hacer ostentación de su dinero,
convirtiéndose en fuente diaria de porquería para los paparazzi locales.
Mientras sonreía, supliqué no parecer un ciervo paralizado por los faros,
di unas corteses «Buenas noches» y seguí adelante. Cuando dudes,
compórtate como si fueras el dueño de la maldita casa.
Mientras ellos se perdían de vista pavoneándose, me pregunté quién
sería el «malnacido» al que se había estado refiriendo el señor Winslow. ¿Y
de qué estaría hablando su mujer cuando dijo que había un «problema con
el libro»? Si había un problema con algún libro, Abraham lo sabría. Me
encaminé rápidamente a la Galería Oeste.
Me di cuenta de que había perdido la pista tanto de Robin como del
hombre malcarado. Era lo mejor, dado que lo último que querría ver era a
los dos coqueteando. Y qué tonta parecía yo. Si ni siquiera conocía al
hombre.
Locura temporal. Demasiadas horas pasadas en compañía de
enmohecidos libros antiguos. Tanto daba. Di otro trago de vino mientras
pasaba por la puerta de la Galería Oeste y me dirigí a las escaleras del
sótano en busca de Abraham.
La iluminación del hueco de la escalera era tenue y las escaleras,
estrechas y empinadas. Mis tacones altos no ayudaban, así que daba cada
paso lentamente, agarrada con una mano a la barandilla y con la otra
sosteniendo la copa de vino mientras descendía.
Más abajo, oí unas pisadas a ritmo de staccato subiendo rápidamente
hacia mí. Al llegar al descansillo, una mujer se detuvo sobresaltada para
evitar chocar conmigo.
Conmocionada, me quedé sin aliento. Ella me miró.
Y soltó un chillido.
CAPÍTULO TRES
—¿
M
amá?
—¡Guau! —Mi madre se rio nerviosa y el sonido levantó
un eco en el hueco de la escalera—. ¡Brooklyn! Vaya, me
alegro de que seas tú y no tu padre.
No era el saludo que yo habría esperado. Pero nada cumplía mis
expectativas esta noche.
Se agarró a la barandilla de la escalera y recuperó el aliento. No iba
vestida precisamente para una inauguración artística de la alta sociedad con
su chándal rosa y blanco y sus zapatillas deportivas. Llevaba el pelo rubio
oscuro recogido en una coleta y su piel brillaba de humedad como si
hubiera estado haciendo ejercicio durante la última hora.
—Mamá, ¿qué haces aquí?
Miró con angustia por encima del hombro. Yo también lo hice,
recuperando repentinamente mi paranoia. Una vez segura de que estábamos
solas, susurró:
—Tenía que ver a Abraham en privado.
—¿Y tenía que ser esta noche? —Fruncí el ceño—. Aquí estamos
justamente en un lugar que no es privado, mamá. ¿Qué está pasando?
Se mordió el labio.
—Nada.
Casi me entró la risa.
—¿Nada?
—Eso es, nada. —Cerró el puño sobre la cadera, irritada—. Me ha
dejado plantada.
—¿Cómo? ¿Quién te ha dejado plantada? ¿Abraham?
—No puedo hablar de eso.
—Pero, mamá, tú…
Levantó la mano para que me callara, luego cerró los ojos, movió los
hombros y unió las palmas de las manos, como si hiciera yoga. Yo reconocí
el movimiento. Estaba buscando su centro, calmándose, alineando los
chakras, equilibrando su núcleo. Era una con el universo. Por el amor de
Dios.
—La Tierra llamando a mamá.
Abrió lentamente los ojos e inclinó la cabeza.
—Todo está bien.
—No, mamá, todo es raro, muy raro. ¿Qué estás…?
—Om shanti shanti shanti —salmodió mientras alargaba la mano y me
acariciaba el centro de la frente, mi tercer ojo, el lugar de la conciencia más
elevada en el que reinaba la paz interior.
—Mamá. —Había un matiz de advertencia en mi voz.
—Brooklyn, respira. Te preocupas demasiado. —Acarició ligeramente
las arrugas de mi frente y luego sonrió con dulzura—. Paz, mi niña
pequeña.
Estuve a punto de gruñir. Se había ido del aquí y ahora lucía lo que a
mis hermanos y a mí nos gustaba llamar cara de Sunny Bunny[1]. Cuando se
ponía esa inquietante máscara de felicidad, se habían acabado todas las
batallas.
Derrotada, negué con la cabeza. Nada podía penetrar la cara de Sunny
Bunny.
—Todavía no hemos acabado, mamá —dije—. Quiero saber qué está
pasando.
—Tal vez, a su debido tiempo. —Miró otra vez a su alrededor—.
Hazme un favor, cariño.
—Vale —dije sin estar muy segura.
Me dio unas palmadas en el cuello.
—No le cuentes a tu padre que me has visto aquí.
—¿Qué?
—Namasté, cariño. Tengo que irme.
Antes de que pudiera detenerla, zigzagueó para esquivarme y echó a
correr escaleras arriba. Mi madre yogui era veloz cuando quería serlo.
Me quedé mirando fijamente la escalera vacía durante unos segundos.
Así que ya era oficial: mi madre se había vuelto loca. Lo bueno era que,
cuando volviera a la comuna, nadie se percataría.
Pero, en serio, ¿qué estaba pasando?
Di un largo trago de vino, intenté animarme, alineé mis propios chakras,
o lo que fuera, y reemprendí el descenso.
Mi madre era la persona más abierta y honesta que he conocido. No
podía guardar un secreto ni aunque le costase la vida, o eso había pensado
yo siempre. ¿Había algo entre ella y Abraham? A todas luces, la respuesta
era que sí. Pero la pregunta pertinente era: ¿qué había entre ella y
Abraham?
¿Y de verdad quería conocer yo la respuesta?
«No hay nada entre ellos», me dije, y luego me lo repetí unas cuantas
veces. Por descontado, no pasaba nada. Mi madre y mi padre habían estado
enamorados desde que se conocieron en la caseta de camisetas atadas y
teñidas durante un fin de semana con concierto especial de Grateful Dead
en Ventura Fairgrounds en 1972. Habíamos escuchado esa historia tantas
veces que éramos capaces de recitarla de memoria.
Mamá tenía diecinueve años y papá, veintidós. Mamá vestía unos
vaqueros recortados, deshilachados y de botones en la bragueta con una
camiseta corta y ceñida con un rótulo que parecía un anuncio para un motel
local: «BED & BECKY». Y sí, mi madre se llama Becky. Todos nos
imaginamos que papá seguramente iba muy puesto, aparte de caliente, pero
él se empeñaba en que se sintió fascinado por su espíritu dulce y natural.
Cuando lo contaban, hacían que sus primeros años juntos parecieran un
cuento de hadas. Pero la conclusión era que mis padres seguían
acaramelados hasta la fecha. Habían compartido juntos los buenos y los
malos tiempos a través de seis hijos y grandes cambios, problemas
familiares e intrigas en la comuna. La mera idea de que mi madre y
Abraham fueran… No. Buf. Y no es que yo no quisiera a Abraham, pero…,
no, olvídalo.
Sé que suena un poco bobo, pero, muy dentro de mí, me gustaba pensar
que mis padres representaban la posibilidad real de un amor eterno, lo que
implicaba que, tal vez algún día, yo podría experimentar mi propia versión
del mismo. Por el momento no se había dado el caso, pero podría pasar.
Di otro vigorizante trago de vino, desterré todos los pensamientos sobre
mi madre y…, bueno, seguí adelante.
Cuando llegué al nivel del sótano, seguí las indicaciones de los rótulos y
las flechas que señalaban el camino a Conservación y Restauración. Tras
varias series de zigzagueos y un par de puertas dobles, acabé al final de un
pasillo largo y vacío. Había salas a ambos lados, seguramente unas veinte
en total. Eran los talleres de los restauradores de libros. Todas las puertas
estaban cerradas.
—¿Abraham? —llamé.
Nada.
Supuse que estaba concentrado en mantener el inapreciable Fausto
oculto y tras puertas cerradas, así que tendría que perseguirlo. Acabé la
copa de vino antes de probar la manija de la primera puerta. Estaba cerrada.
Igual que la siguiente. La quinta estaba abierta, pero la sala se hallaba
completamente vacía.
La siguiente puerta se abrió con facilidad.
Las lámparas estaban encendidas a plena potencia. La sala brillaba
deslumbrante. Había papeles esparcidos por todas partes. Herramientas y
pinceles yacían desordenados sobre las mesas y por el suelo. Habían sacado
los cajones de los armarios y los habían volcado. Un taburete alto estaba
tirado en el suelo junto a la mesa de trabajo principal.
Menudo caos. Entré para mirar.
Fue entonces cuando vi a Abraham, caído sobre el frío suelo de
cemento. Un charco de un líquido oscuro se filtraba por debajo de él.
—Dios mío. —Se me escurrió la copa de la mano y se hizo añicos
contra el suelo. Unas manchas empezaron a dar vueltas ante mis ojos.
Aspiré hondo, me acerqué corriendo y me arrodillé a su lado.
—¡Abraham!
Sus brazos aferraban con fuerza su pecho. ¿Estaba vivo? «Por favor,
Dios, que viva».
Yo chillaba, no podía evitarlo.
—Abraham. Despierta. —Intenté levantarlo con los brazos, pero pesaba
demasiado y no pude moverlo—. Oh, por favor, no te mueras.
Lo aferré de los hombros y lo sacudí con fuerza antes de darme cuenta
de que no era una buena idea. Me incliné y lo abracé pegándolo a mí.
—Lo siento, ¿te he hecho daño? Ay, Dios, lo siento mucho.
Sentí que se estremecía.
Parpadeó y yo casi me desmayé de puro alivio.
—Ay, Dios, estás vivo. Gracias. Iré a buscar ayuda. No te preocupes.
Él alzo la mirada hacia mí, con ojos borrosos. Tosió y a continuación
murmuró algo.
Me incliné más.
—¿Qué?
—Dia… blo —susurró. Sus brazos se relajaron alrededor de su pecho y
su chaqueta se aflojó.
—¿Qué estás diciendo?
Volvió a toser.
—Recuerda… al… diablo.
Un libro grueso y pesado se deslizó del interior de su chaqueta. Lo
agarré rápidamente antes de que cayese en el suelo ensangrentado. El
instinto, supongo, arraigado en mí desde la infancia. Salva el libro. Me
quedé embobada ante la encuadernación de cuero negro desvaído. Lo que
en tiempos había sido un elegante estampado en seco de color dorado se
había convertido en el pálido contorno de una flor de lis alrededor de los
márgenes frontales de la cubierta, y cada punto de la flor estaba tachonado
con piedras preciosas de color rojo sangre. ¿Rubíes? Unos broches
ornamentados pero oxidados de latón con forma de garras mantenían el
libro cerrado.
El Fausto de Goethe.
Volví rápidamente la mirada a Abraham. Los labios le temblaron al
formar una leve sonrisa.
Guardé el libro dentro de la chaqueta de mi traje.
Él asintió con la cabeza mostrando su aprobación. Al menos a mí me
pareció que asentía. Entonces se le vidriaron los ojos y parpadearon hasta
cerrarse.
—No —le agarré la chaqueta—. No, ni se te ocurra. Abraham,
despierta. Oh, Dios. No…
La cabeza se volvió pesadamente hacia un lado.
—¡No! No, por favor…
—Suéltalo.
—¡Joder! —Aparté las manos. Abraham cayó flácidamente al suelo. Me
miré las manos. Las tenía cubiertas de sangre. Volví a chillar.
—Basta ya. Levántate y apártate de él.
Giré la cabeza. El hombre malcarado del salón estaba en la puerta
apuntándome con una pistola.
Y sí, seguía con el ceño fruncido. La luz era demasiado intensa.
Esquirlas de colores giraban como caleidoscopios en los márgenes de mi
visión. El Hombre Ceñudo movió la pistola como si quisiera captar mi
atención, pero se estaba volviendo borroso.
Sentí que me tambaleaba. Y todo se fundió a negro.
S
ola en el largo pasillo, bruscamente me di cuenta de una perturbación
en La Fuerza, como en Star Wars. Con un escalofrío examiné el
pasillo en ambas direcciones. Ya había sentido eso antes y supe que
Minka LaBoeuf rondaba por allí. No la veía, pero eso no importaba. Estaba
cerca. Demasiado cerca. Olía el azufre.
Entonces salió por una de las dos puertas del taller de Abraham y me
vio entre los muchos agentes de policía que pululaban por allí. La
adrenalina se me disparó. El agotamiento que había sentido unos segundos
antes pasó a la historia a medida que se apoderaba de mí un deseo
abrumador de atacarla, de darle un puñetazo en el estómago y salir
corriendo. Me exasperaba que aquella mujer pudiera disparar mi rabia más
deprisa que nadie que hubiera conocido, simplemente por salir de aquella
sala.
Mientras se acercaba a mí, Minka se envolvía un mechón de pelo
alrededor del dedo corazón, algo que siempre hacía cuando estaba nerviosa.
Era bueno saber que no se sentía tan segura de sí misma como quería
aparentar. ¿Y cómo se me había pasado por alto que por debajo de su corta
chaqueta negra de cuero llevaba una ceñida malla de cuerpo entero metida
en unas botas negras que le llegaban a los muslos?
¿El mundo estaba preparado para Minka la Dominatrix?
Se había embadurnado los labios con pintalabios de color coral y se
había retocado los ojos con kohl negro. Al acercarse, vi que la malla se
tensaba en las costuras cerca de su estómago. ¿Estaba mal alegrarse de que
hubiese engordado?
—Vaya, si es Doña Petulante en persona —dijo con su característica
voz chillona que siempre me hacía hervir la sangre—. El karma puede ser
una arpía, ¿verdad?
—Tú bien debes saberlo —dije. Como réplica, era pésima, pero yo no
estaba en mi mejor momento.
Se rio entre dientes y yo me estremecí. Su sonrisa siempre me había
causado más aprensión que animosidad. No era culpa suya, pero el lado
izquierdo de su labio superior se curvaba hacia arriba de forma natural de
manera que, cuando sonreía, parecía un dingo gruñendo.
El miedo era una reacción perfectamente razonable, pero procuré que no
se me notara.
Ella me estudió.
—Seguramente no debería dejar que me vieran charlando contigo ahora
que eres sospechosa de asesinato. Podría arruinar mi reputación.
—No estamos charlando, y tu reputación hace mucho que está en ruinas
—dije lanzando un suspiro. En serio, si iba a intercambiar pullas con Minka
LaBoeuf, necesitaba reorganizarme—. ¿Qué estás haciendo aquí abajo,
Minka? —pregunté con tono cansado.
—Trabajo aquí —dijo con desdén—, que es más de lo que puedo decir
sobre ti. Yo pertenezco a este lugar. Tú no. Así que esta vez tú no eres la
que dirige el cotarro. ¿Cómo te hace sentir eso, Brooks?
—No me llames Brooks —le espeté. Brooks era el apodo que utilizaban
mi familia y mis amigos íntimos, como mi antiguo novio de la facultad. El
mismo novio con el que Minka se había obsesionado hasta el extremo de
que había cogido una navaja de precisión X-Acto de hoja ancha y me la
había clavado en la mano.
—Como quieras —dijo.
Me fijé en que parte de su pintalabios coral se había desplazado a sus
dientes y eso me dio ánimos para lanzar otra sarta de insultos hacia ella.
—Ya sé que la realidad no es tu punto fuerte —dije—, pero permíteme
que te recuerde que Abraham Karastovsky te echó del trabajo de Winslow y
sé que eso te cabreó.
—¿Y lo que quieres decir es que sí me importa?
—Bueno, te han mandado a los archivos y todos sabemos que es lo peor
de lo peor.
—No es tan malo.
—Cierto. Pero mira, aquí, en la tierra, a eso lo llamamos «móvil». Estoy
segura de que la policía querrá saber todo al respecto.
Su labio superior se dobló y retorció mientras su seguridad en sí misma
desaparecía. Se acercó todavía más y chasqueó los dedos ante mi cara como
una diva del jive.
—Y yo estoy segura de que también querrán saber con quién estaba
follando Abraham en su taller esta noche, un poco antes.
Cada terminación nerviosa de mi cuerpo se puso en alerta máxima.
¿Había visto a mi madre aquí abajo? Pero mamá había insistido en que
Abraham no se había presentado, así que ¿de qué estaba hablando Minka?
La agarré del brazo y le susurré apretando los dientes:
—Ten cuidado, Minka.
Ella se apartó de mí.
—¿O qué? ¿Vas a matarme a mí también?
—No seas ridícula. —Pero vi cómo alguien podría verse arrastrado al
límite por ella.
—¿De verdad? Ambas sabemos que nada te gustaría más que…
—¿Brooklyn?
Las dos retrocedimos mientras Ian se acercaba por el pasillo.
—Justo la persona que estaba buscando. Oh, hola, Minka.
Minka emitió un sonido de asco y luego se fue en la dirección opuesta,
con los hombros rígidos y los tacones de sus botas de pelandusca repicando
en la superficie de madera dura mientras se alejaba.
—¿Dónde va? —preguntó Ian, que frunció el ceño mientras
contemplaba su huida.
—Directa al infierno, espero.
Los dos observamos como un agente uniformado le impedía el paso a
Minka. Después de un breve y tenso intercambio de palabras, la acompañó
al interior de un taller, para interrogarla, supuse. No sabía si alegrarme o
preocuparme, pero opté por preocuparme.
Me volví hacia Ian.
—Qué noche más espantosa, ¿eh?
—¿Eh? —Me miró completamente desconcertado, como si no se
hubiese dado cuenta de que yo estaba allí. Este era el encantador y confuso
Ian que conocía y amaba.
Estuvimos comprometidos hacía algunos años durante casi seis meses
hasta que me dio pena y rompí el compromiso. Afortunadamente, todavía
éramos buenos amigos. Si fuera sincero, reconocería que nunca había
estado enamorado de mí.
Había declarado su supuesto amor poco después de verme producir una
copia exacta de una encuadernación de Dubuisson, hasta el estampado
dorado de uno de los «pájaros de la una en punto» de Dubuisson. Ian era
fácil de impresionar, aunque debo decir que yo era muy buena.
Miren, Pierre-Paul Dubuisson fue un encuadernador del siglo XVII, el
encuadernador real de Luis XV de Francia. Y uno de sus más conocidos
diseños distintivos era el de un pájaro con las alas desplegadas encarado
hacia la una en punto. Los «pájaros de la una en punto».
Solo un colega fanático de los libros se emocionaría por algo así, y yo
era más fanática que la mayoría. Podía imaginarme a nuestros hijos,
temibles pequeños psicópatas a lo Poindexter de la Marvel, con las manos
manchadas de cuero, tics irritantes y preguntas constantes. No, yo nos había
hecho un favor a todos al romper con él.
—¿Brooklyn?
—¿Eh? —Parpadeé—. Lo siento. Me he distraído. —¿Ya les he dicho
que menuda pareja estábamos hechos?—. ¿Qué pasa?
—Es por el Fausto.
Me estremecí.
—Necesito que te encargues tú de la restauración. ¿Puedes empezar
mañana?
—Pero… —¿Qué podía decir? Como sombras, me pasaron por la
cabeza imágenes de Abraham. La atmósfera festiva de antes. Los abrazos.
Las risas compartidas. Doris Bondurant pegándole juguetonamente. Y
luego el miedo. Encontrarlo agonizando. La frase susurrada. El libro
cayéndosele de la chaqueta. Luego la muerte. Y la sangre. Mucha sangre.
La maldición.
—Ian, ya sabes que ayudaría si pudiera, pero…
Se notaba que estaba afligido.
—Lo sé, lo sé. Detesto incluso preguntarte.
Me pasó el brazo sobre el hombro y me condujo por el pasillo, lejos de
las miradas curiosas de los policías.
—Los Winslow amenazan con retirar el libro de la exposición si no está
listo para la inauguración oficial de la semana próxima. Tengo que saber si
puedes hacerlo.
—Poder claro que puedo —me apresuré a decir—, pero ese no es el
problema. Hay que tener en cuenta, ya lo sabes, a Abraham.
A mí me daba la impresión de que ocupar el lugar de un amigo
asesinado le situaba a uno en una posición muy ambigua.
—Lo sé, querida —dijo pasándose ambas manos por el pelo en gesto de
frustración—, pero no puedo contar con nadie más.
—Los Winslow no pueden negar el libro a la biblioteca, ¿verdad?
—No los conoces, ¿a que no? —preguntó con cautela.
—Sí. Bueno, no. —Me detuve y lo miré—. Pero el Fausto es el libro
más importante de la colección. Tanto da si está restaurado como si no. Ya
es una obra de arte. Exponlo tal como está.
—Créeme, nada me gustaría más, pero ellos no opinan lo mismo. La
señora Winslow dijo que quería que se viera muy bonito. —Negó con la
cabeza, asqueado—. Civiles.
Tenía cierta razón. Por otro lado, si no hubiera «civiles» por ahí que
quisieran que sus libros se vieran bonitos, yo no tendría trabajo.
—Se te pagará bien —dijo.
—Ya sabes que eso no me importa.
Entonces mencionó el salario que quería pagarme y supe que sería una
completa idiota si no aceptaba. Sí, el momento era desgraciado. Y sí, estaba
a punto de sacrificar mis principios por dinero. Así que échenme toda la
culpa, pero el trabajo había que hacerlo y no iba dejar que se encargara otro.
Sonreí apretando los dientes.
—Lo haré, claro.
Dejó escapar un suspiro de alivio.
—Gracias. Sabía que podía contar contigo.
—Siempre.
Sonrió y me tiró de la barbilla.
—Eres lo mejor.
Eran el comentario y el gesto típicos de Ian, y me hizo recordar que él
no era un despreocupado californiano sino un aristócrata bostoniano de la
vieja escuela fuera de su elemento en esta tierra de frutas y nueces.
Imaginaba que había crecido en una mansión majestuosa donde sus padres
y hermanos se saludaban entre ellos con exclamaciones como «saludos,
cariñín», «hola, osea» y «agur, chatín».
—¿Te importa si mañana aclaramos los detalles? —pregunté—. Estoy
exhausta.
Cedió asintiendo.
—Claro. ¿Por qué no te pasas por mi despacho mañana a las diez de la
mañana y hablamos?
Entonces me sorprendió acercándome a él para darme un abrazo. En
mis ojos volvieron a asomar las lágrimas, así que respiré hondo y retrocedí.
—Te veo mañana —dije.
Me dio un golpecito en el brazo.
—Gracias, chica.
D
erek se había puesto de pie y había dado la vuelta a la mesa antes de
que mi cabeza hubiera golpeado el suelo. Mi taburete cayó
estrepitosamente mientas él me alzaba y me agarraba con firmeza
entre sus brazos.
Lo miré, incapaz de recuperar el aliento.
Me devolvió la mirada. Su boca estaba muy cerca de la mía y mi
corazón palpitaba desbocado en mi pecho. Decir que estaba avergonzada ni
se aproximaría a lo que sentía. «Mortificada» sería mejor.
Jadeé buscando aire, pensando que ese sería un momento muy oportuno
para que encontrara el portal a otra dimensión. Sí, agradecía la velocidad y
la fuerza de Derek, pero no era esa precisamente la postura más profesional
en que me había visto en mi vida.
Por otra parte, a él no pareció costarle nada levantar a una mujer adulta
en sus brazos, aunque tampoco es que yo pesara una tonelada ni de lejos.
Parecía totalmente tranquilo, como si sostuviera una taza de té y mantuviera
una agradable conversación con la reina.
—¿Voy a tener que estar salvándola siempre del siguiente desastre? —
preguntó en voz baja.
—No —susurré—, no será necesario. —Aunque, pensándolo bien, y
pese al hecho de que él seguía con la mirada fija en el punto donde estaba
segura que tenía mi cara acalorada tan enrojecida como un rábano, prefería
haber acabado en sus brazos que en coma o con una faja lumbar tras el
golpe contra el suelo de cemento.
—Gracias —dije con el tono más digno del que fui capaz, pese a que se
me había resecado la garganta y todo lo demás—. Puede dejarme en el
suelo.
—¿Está segura? —Sonrió, exhibiendo su dentadura blanca y recta, y
unas pequeñas arrugas adorables alrededor de los ojos de color azul cobalto,
y no es que me fijara mucho.
—Lo estoy.
—Se cae con una regularidad alarmante.
—No es así —me empeñé—, pero he tenido una mala semana.
Me examinó de arriba abajo.
—Ahora parece bastante bien.
Fruncí el ceño.
—Déjeme en el suelo, ¿quiere?
—Claro. —Me devolvió al suelo y se apartó—. Como nueva.
Ian caminó alrededor de mi caballero británico con su brillante Armani
y me agarró de los hombros.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias. —Me alejé un poco y con gesto cohibido me alisé el
suéter.
—¿Estás segura? —insistió Ian—. ¿Qué ha pasado?
Derek recogió el taburete y lo colocó al otro lado, luego acercó una de
las sillas altas, más cómodas, para que me sentara. Buscó mi mirada,
palmeó el asiento y dijo:
—Siéntese.
—Gracias. —Ocupé la silla y me obligué a concentrarme en el libro. La
sangre seguía allí.
Esforzándome por recuperar cierta autoridad, miré primero a Ian y
luego a Derek y dije:
—Hay sangre en la portada.
Ian ladeó la cabeza.
—¿Cómo has dicho?
La boca de Derek dibujó una mueca.
—¿Qué sangre?
—En el ala del águila. —Sostuve el libro en alto y señalé—. ¿Por qué
no se lo ha llevado la policía como prueba?
Mientras la frente de Ian se arrugaba delatando su confusión, la
expresión de Derek se volvió inescrutable.
Suspiré.
—La policía no la vio, ¿verdad que no? Vosotros no le dijisteis que
Abraham me dio el libro, ¿no? ¿Por qué?
—Es evidente que a usted tampoco le pareció necesario revelar ese
hecho —replicó; entonces, sin decir nada más, recogió mi cámara y sacó
varias fotografías de la cubierta del libro. Luego dejó la cámara en la mesa,
sacó un pañuelo de tela blanco de su chaqueta y le dio unos suaves toques a
la sangre, que frotó a continuación. Volvió a depositar el libro en la mesa y
dobló su pañuelo.
—Tome. Llevaré esto a la policía para que lo analice. Mientras tanto ya
puede ponerse a trabajar.
Lo miré con incredulidad.
—¿Se ha vuelto loco?
Ian estiró el cuello para echar un vistazo a la cubierta.
—¿Se ha ido la mancha?
—Casi por completo —dijo Derek metiéndose el pañuelo en el bolsillo.
—Buen trabajo, Stone —dijo Ian, visiblemente aliviado—. Supongo
que esto le pone fin al asunto.
Di la vuelta a la mesa rápidamente y le golpeé el brazo.
—¡Era una prueba!
—Eh —se quejó frotándose el brazo—. Eso no nos devolverá a
Abraham, así que ¿qué importa?
—Sí que importa —repetí en un tono un poco más estridente de lo
necesario.
Derek negó firmemente con la cabeza.
—No si implica entregar el libro a la policía.
—¡Ellos tienen que verlo!
—¿Por qué?
Me di la vuelta para encararlo.
—¿Y si no es la sangre de Abraham? ¿Y si atacó a su agresor y esa
sangre del libro es la de su asesino? ¿Y si…?
—Dios, Brooklyn —dijo Ian—. Cálmate.
Derek levantó la mano para acabar con la discusión.
—Se me ha encargado que proteja este libro. Tengo la intención de
entregar estas fotos y de que examinen la sangre del pañuelo.
—Pero ¿qué pasa con el propio libro? La policía…
—Lo destruirían en su afán por investigar combinado con su típica
incompetencia y torpeza —dijo Derek con un gesto despectivo.
—Creía que trabajaba con ellos.
—Y lo hago, pero eso no significa que vaya a permitirles destrozar una
obra de arte de valor inapreciable que estoy resuelto a proteger. —Volvió a
recoger el libro y lo sostuvo en un ángulo que le facilitaba verificar que lo
había limpiado a fondo.
—Oh, deme el maldito libro —dije.
Lo dejó de nuevo en su sitio sobre el paño blanco, luego tiró del paño
hasta que el libro quedó justo delante de mí.
—Sabía que entendería la razón —dijo.
—Oh, por favor. —Le pinché con el dedo—. Quiero saber los
resultados del análisis de ese pañuelo.
—Sí, señora. —Levantó una ceja y miró a Ian—. Menuda quisquillosa.
Ian asintió.
—Siempre lo ha sido.
—No tiene gracia. —Pero evidentemente a ellos les daba igual—. ¿No
tenéis un sitio mejor donde estar?
Derek lo pensó un momento.
—A decir verdad, no.
—Yo tampoco —dijo Ian comprobando la hora en su reloj.
Resoplé. Eran peores que mis hermanos, que tenían un lazo compartido,
a saber: el placer de atormentarme.
No iba a dejar que este par se enteraran, pero yo tampoco quería ver al
Fausto cubierto del viscoso polvo negro para huellas dactilares. Al mismo
tiempo, me recorrió en oleadas una punzada de culpabilidad. Quería que
atraparan al asesino de Abraham, pero también quería que el libro estuviera
a salvo. Intenté convencerme a mí misma de que Abraham habría sentido lo
mismo.
Me olvidé de mi particular gallinero de mirones baratos y saqué unas
gafas de leer, un cuaderno y un bolígrafo de mi bolso para echar una mirada
al libro más de cerca y hacerme una idea de qué utensilios y materiales
necesitaría traer de mi propio estudio.
El Fausto de Winslow era grande, aproximadamente unos treinta y
cinco centímetros de largo por veinticinco de ancho. Necesitaría mi regla
metálica para hacer una medida precisa, pero de momento esa era mi
estimación de experta. Uniendo las esquinas del paño alrededor del libro, lo
levanté unos centímetros de la mesa. Era pesado: un kilo, quizá algo más.
Observé su grosor. ¿Siete centímetros largos? Como poco. Añadí la regla
metálica a la lista de materiales, así como mi lupa de mesa manos libres.
Los dos broches utilizados para mantener el libro firmemente cerrado
eran de latón y se les había dado forma de manera que parecían unas
estilizadas garras de águila, cada una de aproximadamente dos centímetros
y medio de ancho por cinco de largo. Se deslizaban a través de dos puentes
de latón soldados a la portada y luego se ajustaban a su sitio con un clic,
con lo que básicamente se cerraba el libro. Las garras de latón estaban
fijadas a unas cintas de cuero de dos centímetros y medio de grosor que
encajaban limpiamente en el cuero de la contraportada.
Se me crisparon los hombros. Oía respirar a Ian. Me di la vuelta y los
encontré, a él y a Derek, a unos centímetros de mi espalda, observando cada
uno de mis movimientos.
—¿Queréis dejarme un poco de espacio, chicos?
Ian retrocedió inmediatamente, pero Derek se mantuvo en su sitio.
Suspiré y examiné con la lupa los rubíes rojos engastados en la punta de
cada hoja del contorno de la flor de lis. Eran treinta rubíes en total, todos
enturbiados y polvorientos. Habría que sacarlos para limpiarlos y luego
volverlos a colocar.
Con las joyas, la elaborada ornamentación dorada y las extrañas garras
de latón compitiendo por la atención, el libro debía de haber parecido
chillón y hasta de mal gusto. Pero no, era una obra maestra. Todos se
habrían sentido unos humildes privilegiados al poder contemplar una obra
de arte tan increíble. O tal vez solo me pasaba a mí, la fanática de los libros.
—¿Por dónde vas a empezar? —preguntó Ian.
—Todavía no estoy segura —murmuré mirando el lomo ondulado.
—¿Y cuándo empezará? —preguntó Derek.
Le clavé la más sucia de mis miradas, luego dediqué unos minutos más
a estudiar y admirar el grabado y el encordelado a lo largo del lomo antes
de separar cuidadosamente las garras de águila de latón y abrir el libro.
El intenso olor de la vitela envejecida, tibia y húmeda se mezclaba con
el aroma del rico cuero marroquí. Cerré los ojos para dejar que el glorioso
aroma de la edad y la elegancia enturbiase mis sentidos y envolviese mi
cerebro.
Tuve que parpadear unas cuantas veces para aclarar mi visión. Vale, sí,
tiendo a ponerme un poco sentimental con mi trabajo, pero mientras
observaba la guarda delantera, no podía pensar en otra cosa que ¡guau!
Nada de lo que había visto antes me había preparado para esto.
En lugar de los habituales papeles jaspeados típicos de los libros del
mismo periodo, algún artista divino había pintado una espectacular escena
de batalla de la escala del Armagedón, y, aun así, todo estaba hecho en
miniatura. El detallismo era asombroso. Las nubes se arremolinaban en los
cielos mientras batallones de ángeles al ataque descendían con toda la
parafernalia para la batalla, blandiendo refulgentes espadas en un valeroso
esfuerzo por restaurar la virtud en un mundo que había caído en el lado
oscuro.
Alzándose desde el suelo para enfrentarse a ellos había un número igual
de criaturas cornudas, malvadas y vestidas de negro, que blandían mazas
siniestras y otros instrumentos de destrucción. Eran los guerreros enviados
por Mefistófeles para destruir a sus rivales celestiales.
En medio de las fuerzas que chocaban, pero de algún modo apartado de
la acción, había un hombre apuesto y rico, vestido con el elegante atuendo
de la nobleza del siglo XIX. Su rostro era una máscara de repulsión y
confusión mientras contemplaba cómo se libraba la batalla y los cuerpos
caían a su alrededor.
Era Fausto, el héroe trágico de Goethe.
—Esto es asombroso —susurré.
—Increíble —convino Ian—. Nunca había visto nada igual.
Una vez más, los colores intensos y la iluminación dramática deberían
de haber parecido chillones y melodramáticos, pero, en su lugar, eran una
deslumbrante obra de arte por sí mismos. No estaba firmado, así que no
tenía ni idea de quién era el artista o de si era la misma persona que había
creado el libro. Intentaría averiguarlo.
De repente, me pregunté cómo demonios iba la Covington a exponer el
libro para mostrar tantos detalles.
—Tendríais que exhibirlo dentro de una vitrina de cristal a la altura de
los ojos —dije con creciente emoción—. La gente debe ser capaz de
caminar a su alrededor y ver las diferentes partes. Podríais mantenerlo
abierto sujetándolo para mostrar parte del texto, y colocar otro clip de
manera que se vea la pintura, y también debe poder verse la
encuadernación. Yo podría diseñar unos clips de latón que se fundirían
con…
—Me parece genial —dijo Ian—. ¿Y podrías terminarlo en una
semana?
Hice una mueca.
—Eso espero.
Sonrió.
—¿Así que te gusta el libro?
—Es espléndido —dije con un suspiro, luego levanté la mirada para
cruzarla con la oscura de Derek. No debería haberme sorprendido verlo
mirándome fijamente, pero la expresión de su cara en ese momento hizo
que me sintiera como un jugoso bistec a ojos de un hambriento carnívoro.
Mi reacción debió de ser obvia porque inmediatamente controló sus
rasgos y solo pareció vagamente interesado por el libro.
Vale, tal vez me imaginé esa mirada hambrienta, pero desde luego no
imaginé mi reacción. El corazón me latía confuso y sentía unas mariposas
aleteando en el estómago. ¿Cuántas veces tendría que recordarme que
Derek Stone no era más que un completo imbécil que seguía
considerándome una sospechosa? ¿Por qué iba a estar aquí si no fuera para
vigilarme?
Bueno, lo había superado. Me aclaré la garganta.
—Ian, ¿te importaría subir un poco la luz?
—En absoluto —me respondió y cruzó el taller para toquetear el panel
de mando de la iluminación.
Me volví hacia Derek y susurré.
—Deje de mirarme.
Él se acercó a mí, inclinándose.
—No sea engreída.
—¿Y usted como lo llamaría?
—No la miro, la estoy vigilando.
Cerré la mano formando un puño y tuve que resistirme a las ganas de
darle un puñetazo.
—No puede creer en serio que mataría…
—¿Mejor? —preguntó Ian mientras alzaba la mirada al techo,
calculando el nivel de intensidad de la luz, dichosamente inconsciente de la
tensión que se estaba viviendo ante sus mismísimas narices.
—Perfecto —dije sonriéndole—. Gracias. —Lancé una mirada severa
más a Derek, quien me devolvió una sonrisa de suficiencia que me crispó
los puños. Me moría de ganas por romper algo, preferiblemente su nariz.
Era una pena que yo fuera una cariñosa pacifista.
—Tengo que irme a una reunión —anunció Ian. Le llevó un minuto
negociar un horario de trabajo conmigo; luego me pasó unas llaves y una
tarjeta del aparcamiento. Mientras se encaminaba a la puerta, me recordó
que me pasara por su despacho para rellenar un contrato de trabajo antes de
irme hoy. Y así me convertí en una empleada de la Covington.
Derek se levantó y se desperezó estirando los brazos.
—Supongo que la dejaré con su trabajo.
—Oh, muchas gracias.
Me lanzó una mirada de advertencia.
—Por ahora. —Entonces me guiñó el ojo, sí, me lo guiñó, y salió.
Dichosamente sola, sin Derek Stone inhalando el oxígeno de mi taller,
me pasé las dos manos por el pelo y sacudí la cabeza y los hombros para
deshacerme de toda esta frustración acumulada. El responsable de que me
sintiera tan tensa era Derek Stone. Le eché la culpa por entero.
Y, ya puestos, ¿qué clase de nombre era Derek Stone? Sonaba como el
de un aspirante a James Bond. Por supuesto, yo era la última que criticaría
el nombre de nadie, habiendo recibido el mío por el barrio de Nueva York
donde, según la leyenda, fui concebida en un palco entre actos de un
concierto de Grateful Dead en el ya desaparecido Beacon Theatre. Y por si
eso no fuera bastante decadente, a mis malvados hermanos les dio por
llamarme Bronx.
Pero estoy desvariando. Tanto daba cómo se llamara, Derek Stone
exudaba más magnetismo animal que todos los Bond juntos. El hombre
llamaba la atención y era fuerte. Pensé en la forma en que los esbeltos
músculos de sus brazos se habían hinchado y tensado mientras me sujetaban
y sostenían. Impresionante, por decir algo.
¿Estaba aumentando la temperatura aquí dentro o qué?
«¿Y cómo me ayuda esto a concentrarme?». Inhalando profundamente,
busqué una bolsa de caramelos de chocolate con menta en mi bolso y me
comí tres tan rápido como pude. Una vez refrescada, cuadré los hombros,
agarré mi lupa de mano y seguí revisando el Fausto.
Al principio había creído que la pintura del Armagedón de la guarda se
había realizado en una fina hoja de lienzo. Ahora vi que se trataba de vitela
de alta calidad que más parecía pergamino, aunque de hecho era cuero fino
de becerro que había sido estirado y tratado para que se pudiera grabar, o,
en este caso, pintar.
Si el artista había sido también el encuadernador, tendría que haber
conocido el riesgo que asumía al utilizar esta asombrosa pintura como
guarda encolada. Teniendo en cuenta el estilo del siglo XIX de aplicar
generosas cantidades de cola de almidón de trigo para pegar el papel y el
cuero de los cartones, era llamativo que el brillo de la pintura y de la propia
vitela hubieran sobrevivido.
—Oh, oh. —Acerqué la lupa como si quisiera demostrar el argumento.
Reparé en que una parte significativa de la pintura se había despegado por
la parte superior de la guarda delantera.
Pasé el dedo a lo largo de ese margen suelto. El lado interior todavía
estaba pegajoso.
—Vaya —dije. La pintura no se había despegado por sí sola. Alguien la
había ayudado creando un bolsillo entre la vitela y el cartón. Al colocar el
libro en ángulo hacia mí, vi algo metido a presión entre ambos.
—¿Qué es esto? —Busqué en mi bolso mis tenacillas y mi navaja de
precisión y, con cautela, meticulosamente separé una parte mayor de la
pintura del cartón.
Metí las tenacillas dentro del espacio y alcancé el objeto, luego tiré, con
toda la suavidad que pude, dado que no tenía ni idea de qué había allí. ¿Y si
lo desgarraba? ¿Y si se desmenuzaba como polvo a causa de la presión?
Pero el objeto se deslizó limpiamente desde su escondite. Me sorprendió
y, hasta cierto punto, me decepcionó encontrar un simple trozo de cartulina
moderna, puede que de unos veinticinco centímetros cuadrados. Una tarjeta.
Cara. Un material de calidad, recio.
En el centro de la tarjeta, escrito a lápiz, había un garabato, «AK», y
una anotación, «GW1941».
La «AK» eran obviamente las iniciales de Abraham, pero la anotación
era un misterio, fácil de resolver si pudiera leer su diario para este trabajo.
Abraham siempre había tomado abundantes notas mientras trabajaba, así
que no me cabía duda de que tendría una explicación para la tarjeta y su
anotación garabateada.
Sería una conclusión apresurada pensar que Abraham había introducido
la cartulina en el delgado bolsillo para impedir que la vitela se fundiera con
el cartón, pero eso es lo que yo habría hecho. Así que, por ahora, esa sería
la teoría con la que iba a trabajar. De manera que la pregunta era: ¿qué
había encontrado Abraham en el espacio bajo la vitela pintada? Y otra
pregunta: ¿qué significaba «GW1941»?
Mi imaginación evocó una carta secreta escrita por el káiser Guillermo
en persona en el papel oficial del emperador. Tal vez se trataba de una
denuncia de algún funcionario del Gobierno y su contenido era tan
inflamable que tenía que ocultarse a los ojos curiosos. O tal vez era una
apasionada carta de amor al emperador de su amante, en el supuesto de que
tuviera una. Por descontado que la tenía. Era un emperador. Tal vez había
escondido la carta sexual dentro del libro como un recuerdo secreto.
Y tal vez yo era una boba.
Según la anotación de Abraham, el objeto desaparecido se remontaba a
1941, de manera que cualquier documento del káiser Guillermo quedaba
fuera de lugar. Fuera lo que fuese, esperaba que constituyera un objeto
digno de los recuerdos de la familia Winslow para la exposición y que
añadiera credibilidad a la procedencia del propio libro.
Probablemente, lo que había desaparecido fuera algo más prosaico, tal
vez un recibo o puede que la descripción del encuadernador de los
materiales utilizados para confeccionar el libro. A mí me daba igual lo que
fuera, solo quería verlo.
—Abraham, ¿qué era? —pregunté mirando alrededor del ordenado
taller—, ¿qué encontraste?
Oí cerrarse un armario en un taller próximo y sonreí. Era un consuelo
saber que había otros encuadernadores trabajando hoy. Otro armario se
cerró con un golpe seco. Me picó la curiosidad. Salí al pasillo para conocer
a mis vecinos. Otro cajón se cerró de golpe y el ruido me llevó hasta la
puerta de Abraham. Seguía cerrada y con la cinta amarilla que marcaba la
escena del crimen tendida de lado a lado.
Había alguien dentro.
Empujé la puerta, que no tenía la llave echada, y vi a Minka de
puntillas, mirando en uno de los anaqueles más altos del armario.
—¿Por qué no me sorprende? —pregunté.
Ella se quedó sin aliento y se dio la vuelta. Fue entonces cuando me fijé
en la pequeña pila de objetos que había acumulado en la mesa de trabajo.
—¿Estás robando? —pregunté alegremente.
—¿Qué narices quieres?
Pasé por debajo de la cinta que delimitaba el escenario del crimen y
entré para ver más de cerca lo que había encontrado.
—¡Sal de aquí! —chilló.
—Solo estoy mirando —dije y cogí una caja de madera pulida con las
iniciales «AK» grabadas en la tapa.
Era el juego personal de Abraham de cuchillos Peachey para la
encuadernación.
—Me los he pedido primero —dijo—. Saca tus sucios garfios de ellos.
Negué con la cabeza.
—Eres una ladrona lamentable.
—Son míos.
—No, pertenecen a Abraham.
Se lanzó a por la caja y yo aparté la mano de golpe.
—¡Eres una desgraciada!
—Es posible —dije—, pero estos cuchillos no te pertenecen.
—Él ya no puede usarlos y yo los encontré primero.
Se me abrieron los ojos. No pude evitarlo. Su carencia de un referente
moral nunca dejaba de sorprenderme.
—Eso no significa que sean tuyos.
—Dios, cómo te odio —dijo apretando los dientes. Empujó el resto de
su botín hasta aplastarlo contra su pecho y salió ruidosamente. Entonces se
dio la vuelta y me fulminó con la mirada.
—Ojalá te mueras.
—Lo mismo digo —le grité.
Dejé escapar el aire que había estado conteniendo. Aquella mujer era
tóxica. Tuve que preguntarme, y no por primera vez, cómo podía contratarla
alguien en sus cabales.
—Eh, no deberías estar aquí. —Ian había aparecido en el umbral y me
miraba con el ceño fruncido.
Me reí con ganas.
—¿Dónde estabas cuando te necesitaba?
—¿A qué te refieres?
—Minka ha entrado aquí. La pillé robando las cosas de Abraham.
—Oh. —La arruga de su ceño se profundizó—. Bueno, tenemos
herramientas por todas partes. Habrá venido a buscar algo.
—No, Ian. Estaba robando las cosas de Abraham. —Pasé por debajo de
la cinta amarilla y cerré la puerta, luego le di la caja con el juego de
cuchillos Peachey—. Iba a llevarse esto.
Examinó la caja, me la devolvió y se encogió de hombros.
—No es más que una caja de cuchillos, Brooklyn. Estoy seguro de que
fue un acto completamente inocente. Lo que pasa es que eres demasiado
suspicaz, no me fastidies.
En ese momento de aturdida incredulidad, él fue capaz de rodearme los
hombros con su brazo y llevarme de vuelta a mi taller.
Todo tenía un aire de déjà vu una y otra vez. Mi novio de la facultad se
había negado a creer que Minka fuera culpable de atacarme. Por eso
acabaríamos rompiendo más adelante. Él había dicho que yo estaba siendo
demasiado sensible porque tenía la mano vendada y me dolía. Fue un
accidente, insistió, y se empeñó en que tenía que tomármelo con calma.
Ya en mi taller, mientras Ian acercaba la silla alta y me ayudaba a
sentarme, me sentí como Ingrid Bergman en Luz que agoniza. Y no era la
primera vez. Ahí estaba yo de nuevo, intentando demostrar que Minka era
una mentirosa patológica, además de un peligro para mi salud, mientras que
lo único que veían los demás era a Minka como inocente observadora y a
mí como bruja iracunda.
En ese momento me di cuenta de que Minka podía librarse del castigo
por un asesinato.
Intenté trabajar veinte minutos más, pero fue en vano. Entre Minka
desquiciándome y el objeto desaparecido del Fausto, no podía
concentrarme.
Di una vuelta por el taller, me asomé por las altas ventanas para mirar el
cielo azul y me pregunté qué podría ser ese objeto perdido.
—¿Y dónde demonios lo escondiste? —pregunté en voz alta.
Abraham me había agobiado desde mi más temprana infancia para que
siempre llevara notas de mi trabajo. En cada etapa, era importante
fotografiar y documentar todo, no solo la obra física, el papel, los cartones,
la encuadernación y los hilos, sino también mis propias impresiones,
pensamientos, problemas y teorías referentes al proyecto. Comparaba el
trabajo al de un arqueólogo o un investigador en la escena de un crimen. Si
Abraham había encontrado algo dentro de aquel bolsillo oculto, habría
metido el objeto en una funda de plástico transparente y lo habría sujetado
dentro de una carpeta como protección y referencia.
«Un libro es un pedazo de historia viva», le oí decir con tanta nitidez
como si estuviera aquí en el taller, conmigo.
—¿Y qué demonios hiciste con este pedazo? —le pregunté en voz alta
—. ¿Y dónde guardaste tu maldito diario?
Entorné los ojos mientras volvía a revisar aquel espacio compacto. Era
idéntico al taller de Abraham, que estaba a dos puertas, pasillo adelante.
Estanterías y armarios modulares de madera clara barnizada forraban tres
paredes, y la gran mesa de trabajo y los taburetes llenaban el resto del
espacio central. El techo era alto, la iluminación, aceptable. Era un taller
despejado y ordenado con todo colocado donde debía.
Sin embargo, Abraham siempre había sido un remolino de energía
creativa, un artista que dejaba su impronta allá donde fuera. En otras
palabras, era un dejado. Mientras miraba alrededor de ese espacio que le
habían adjudicado, me percaté de que él nunca habría guardado nada
importante allí. Podría verse obligado a trabajar en ese taller, pero no vivía
allí, no creaba allí, no dejaba allí su huella.
El hombre que yo conocía había guardado todos sus cuadernos de notas
y diarios que había escrito en cuantos proyectos había trabajado. Lo
guardaba todo compulsivamente. De manera que ¿dónde estaban todos los
documentos, cuadernos de notas y diarios que el proyecto Winslow había
generado?
¿Los había robado alguien? ¿Lo asesinaron por eso?
Al echar una mirada más alrededor, me di cuenta de que no encontraría
las respuestas allí.
Solo se me ocurría un sitio donde buscar, y era el desordenado estudio y
casa de Abraham en la comuna de Sonoma. Yo conservaba todavía una
llave del lugar.
Me rugió el estómago. Miré mi reloj y vi que era casi mediodía.
Mientras me arreglaba, calculé que si podía llegar a mi coche en diez
minutos, tendría tiempo para pasarme por el servicio de comidas para llevar
del Speedy Grill y comprarme una hamburguesa de queso júnior doble,
megapatatas fritas y un batido de Oreo, y aun así plantarme en Sonoma
antes de las dos.
CAPÍTULO SEIS
E
ran casi las doce y media cuando dejé atrás el atestado peaje de
Presidio Plaza y entré en el Golden Gate Bridge. No había tardado
mucho desde la Covington, pese a la parada a mediodía en el
restaurante de comida para llevar del Speedy Grill, que no servía tan rápido
como su nombre indicaba. Aunque mereció la pena la espera porque no
había una hamburguesa de queso mejor en el mundo. La suya estaba hecha
con ternera del rancho Niman, tomates tradicionales y cebolla dulce Walla
Walla, un esponjoso panecillo casero y una salsa secreta confeccionada con
ajoaceite digna de un chef de Cordon Bleu. Los críticos lo repetían y yo
estaba de acuerdo con ellos, era la mejor de la ciudad.
Por desgracia, tenía tanta hambre que, cuando llegué al puente, la
hamburguesa ya no era más que un vago y dichoso recuerdo. Por fortuna,
todavía me quedaban algunas patatas y la mayor parte del batido para el
resto del trayecto al norte.
Aferraba el volante puede que con excesiva fuerza mientras revisaba mi
última discusión con Derek Stone antes de salir de la biblioteca. Yo había
intentado ver a Ian, pero este había salido de su despacho y no me apetecía
confiar el Fausto de Winslow a ningún otro que no fuera Derek.
Pero ¿apreció él mi preocupación? No. Quiso saber dónde iba, y cuando
le dije que tenía que visitar a mi madre, me arrebató el libro de las manos e
hizo un desagradable comentario sobre la indolencia de mi horario laboral.
Mi pobre réplica fue algo parecido a «que te den».
Me lo quité de la cabeza e intenté disfrutar del viaje. El Golden Gate
Bridge y la vista de la bahía me impresionaban siempre. El cielo todavía era
de un azul esplendoroso, pero había refrescado y el viento de costado
soplaba a ráfagas.
Los embotellamientos fastidiaban a los conductores que enfilaban hacia
el sur, pero conseguí ir todo lo rápido posible bordeando el límite de
velocidad de setenta y dos kilómetros por hora después de esquivar una
vieja minifurgoneta con techo descapotable que parecía prepararse para
despegar. En la parte de atrás, dos niños sacaban la lengua y hacían gestos
desagradables con los dedos que, supuse, la agobiada y aterrada conductora,
su madre, no habría aprobado. Pero la mujer parecía ajena a sus pequeños
monstruos, ocupada como estaba esforzándose por mantener el vehículo
pegado a la tierra frente a las rachas de viento que lo zarandeaban.
Dos minutos más tarde, había dejado atrás el puente y estaba a salvo en
tierra firme, en Marín County. Pasé por el túnel arco iris y, mientras
aceleraba por el primer desvío a San Rafael, mi móvil emitió un sonido
genérico, lo que significaba que no tenía la menor idea de quién llamaba.
De todas maneras, recuperé el aparato y lo toqueteé buscando el botón de
respuesta.
—Diga.
—Te has ido sin firmar los documentos. —Era Ian.
Mierda. El contrato de trabajo de la Covington.
—Lo siento, pero te estuve buscando —dije. Entonces me tensé—.
Tienes el Fausto, ¿no?
—Sí, gracias.
Dejé escapar un suspiro de alivio.
—Bien.
—Pero ojalá te hubieras quedado —dijo—. Los Winslow se pasaron por
aquí. Querían conocerte.
—Maldita sea.
—¿Algo va mal? —preguntó, inesperadamente comprensivo con mi
cansino sarcasmo.
—No, todo va genial —dije animándome—. Lo siento. Me los perdí,
pero me llamó mi madre.
—¿Está bien?
—Sí, sí. Pero me necesitaba para, esto, para que le recogiera no sé qué.
No es que fuera una gran excusa, pero todavía no estaba preparada para
contarle lo que había descubierto dentro del Fausto —o, mejor dicho, lo
que no había descubierto—, al menos hasta que supiera qué era. Y tampoco
quería que los Winslow supieran qué estaba buscando, lo cual no supondría
ningún problema dado que ni yo misma tenía la menor idea de qué buscaba.
Fruncí el ceño. Incluso yo estaba confusa.
—Bueno, saluda a tu madre de mi parte —dijo Ian.
—Ah —dije acordándome de dónde me encontraba y con quién estaba
hablando—. La saludaré. Eh, deberías venir a cenar un día de estos. Austin
cree que el pinot de este año bordea los caldos de primera. Está obligando a
probarlo a todo el mundo.
—Menudo personaje. —Me reí. Dado que Ian había sido el colega de
facultad de Austin, así como mi breve prometido, no era ningún extraño
para mi familia ni para la comuna.
—Sé que a mis padres les encantaría verte —dije, esquivando a un
idiota vestido con licra roja montado en una bici de diez velocidades. ¿Por
la autopista? Bueno, después de todo estaba en Marín.
—Me encantaría verlos a todos —dijo con un deje de nostalgia—. Les
llamaré pronto.
—Muy bien. —Pisé con fuerza los frenos para evitar rozar un Mustang
cobrizo clásico cuyo conductor se creía el dueño de la carretera. Un coche
con estilo. Un conductor idiota—. Intentaré estar de vuelta avanzado el día
—añadí, sabiendo que mentía.
—No te preocupes —dijo—. Mañana puedes firmarlo todo. Porque
mañana estarás aquí, ¿no?
—Claro —dije sintiendo de repente la presión de estar empleada
legalmente. Por eso tenía mi propio negocio. No quería trabajar en
cautividad—. Estaré ahí todos los días hasta que acabe el libro, te lo
prometo. Esto ha sido solo, bueno, una circunstancia inesperada.
—No pasa nada, chica. Llamaré a los Winslow y les diré que vengan
mañana.
—Genial —mentí, una vez más—. Mañana nos vemos.
—Chachi —dijo, y colgó.
Yo también colgué. Lo bueno de la llamada de Ian era que me había
ayudado a no fijarme en las laderas horteras y atestadas de apartamentos de
Sausalito y todos los pequeños centros comerciales y aparcamientos que
flanqueaban la autopista a través de San Rafael.
Lo malo era que mañana tendría que hablar con los Winslow. Me
pregunté de nuevo si la conversación que había oído casualmente la noche
del asesinato de Abraham tendría algo que ver con su muerte. Intenté
recordar sus palabras:
«Malnacido»; «Problema con el libro»; «Ocuparnos de ese imbécil».
Todo sonaba sospechoso. Sin pensarlo, miré por el retrovisor. Tuve la
brusca e incómoda sensación de que alguien me seguía.
Tomé la salida a la Ruta 37 y durante los siguientes kilómetros hubo
poco más a la vista que las marismas abiertas que se desplegaban al este de
la bahía. No vi ningún coche siniestro tras de mí. Ni tampoco ningún
Bentley negro.
Unos kilómetros más adelante, las colinas cubiertas de hierba se
solaparon con los viñedos. Por fin llegué a Glen Ellen, el límite meridional
de la región conocida localmente como el Valle de la Luna. Cinco
kilómetros más allá de la ciudad, giré para entrar en la Montana Ridge Road
y enfilé hacia Dharma.
El día, hace ya tantos años, que nos instalamos aquí, Montana Ridge
Road era una carretera de grava de un solo carril, llena de baches,
flanqueada por desvencijadas vallas de madera y herrumbrosas cercas
metálicas. Habíamos pasado en coche entre graneros en ruinas, granjas
malolientes y tráileres deteriorados. La mayoría de los jardincillos de
entrada tenían la correspondiente lavadora acribillada. Había montones de
autocaravanas aparcadas en los caminos de acceso como vivienda extra
para los parientes.
Después de pasar mis primeros siete años en la tranquila elegancia del
barrio de St. Francis Woods de San Francisco, me traumatizó ese entorno
inhóspito, y lo mismo les pasó a mis hermanos. Mientras nuestro coche
familiar traqueteaba y saltaba y veíamos por primera vez esta barriada rural
y deprimente que iba a ser nuestro nuevo hogar, mi hermano mayor, Austin,
empezó a tararear los cuatro primeros acordes de Dueling Banjos[2]. Por
entonces, yo era demasiado pequeña para captar la referencia. Pero mi
padre sí lo hizo y le dijo a Austin que se callara.
Pese a las primeras impresiones, nos había ido bastante bien a nuestro
aire. Durante los dos primeros años vivimos aquí, los ocho, hacinados en
una autocaravana Airstream mientras que los miembros de la Fraternidad
construían una comunidad y plantaban viñedos. Con los años, se
adquirieron más fincas, se construyeron más estudios de artistas, se abrió un
restaurante en el ayuntamiento y se fundó una escuela para los niños, que
parecían multiplicarse estación tras estación.
Al cabo de unos años, la comuna había crecido hasta alcanzar casi los
novecientos miembros y el gurú Bob se unió. Ahora el pueblo de Dharma
era una comunidad próspera con tiendas chic y galerías de arte,
restaurantes, granjas artesanales, una bodega excelente, tres hostales con
estilo y un espá de salud y belleza de primera. No estaba nada mal para una
pandilla de fans de los Grateful Dead y de frikis, como decía siempre papá.
Montana Ridge daba a Shakespeare Lane, lo que señalaba el inicio del
pintoresco barrio comercial de Dharma, que abarcaba dos manzanas. Pasé
por delante de las encantadoras tiendas y cafés y los negocios de pequeños
escaparates, entre ellos, Warped, la mercería con tejidos y costura de mi
hermana China.
Tras dejar atrás el ayuntamiento y la plaza central, entré en la Vivaldi
Way, la estrecha carretera privada que serpenteaba subiendo por la colina
que estaba encima de Dharma. Me detuve en el acceso circular a la casa de
Abraham y aparqué, luego me bajé del vehículo y estiré los brazos para
relajar la espalda y los hombros. El aire ahí arriba era más fresco y el cielo
empezaba a encapotarse. Esperaba que no lloviera antes de haber regresado
a la ciudad.
Contemplé la casa de Abraham, un imponente edificio colonial de estilo
español de dos plantas con una espléndida vista del pueblo y las colinas
ondulantes que se alzaban más allá. No se trataba precisamente de la
imagen que te venía a la cabeza cuando oías la palabra «comuna», pero
unos años atrás, cuando la comuna había empezado a ganar dinero, el gurú
Bob se había empeñado en mejorar el estilo de vida y la imagen de la zona.
El patio y el estanque de Abraham rodeaban la parte de atrás de la casa
y su estudio de encuadernación se encontraba al fondo de la finca.
Cogí mis llaves y el bolso y me dirigí al estudio. Se había colocado
cinta amarilla de la policía delante de la puerta, de manera que los agentes
se habían pasado también por ahí. ¿Habían encontrado algo que incriminara
a alguien?
Vacilé por unos instantes, luego arranqué la cinta con resolución y abrí
la puerta. Entré y me asaltaron los olores a cuero de calidad, pergamino
húmedo, tintas, óleos y menta. Casi al instante, mi conciencia se inundó de
recuerdos agridulces.
Me imaginaba a Abraham con su delantal de cuero, las mangas de su
camisa levantadas sobre sus brazos morenos y musculosos, sus manos
manchadas de cuero y salpicadas de oro mientras doraba minuciosamente
un enrevesado dibujo en el lomo de un volumen sostenido firmemente en su
sitio por una de sus antiguas prensas de libros.
Yo me había criado en esa sala, ejerciendo de aprendiz para él. No había
sido fácil. Él disfrutaba de su papel de estricto supervisor y yo cometía un
montón de errores. Pero yo amaba ese trabajo, amaba los libros, amaba la
sensación de triunfo que se generaba al acabar un proyecto. Supe desde el
principio que tenía un don tanto para el arte como para el oficio de la
encuadernación, aunque Abraham nunca lo dijera. No importaba.
Le había oído comentar a mis padres en más de una ocasión que yo
estaba haciendo un buen trabajo y nunca dejó de alentarme oírselo decir.
Mientras recorría la sala, capté una vaharada de serrín mezclado con
sudor y pegamento, y casi la perdí al instante. Él tendría que haber estado
ahí, trabajando, riéndose y dándome órdenes. Tragué saliva, intentando
deshacer el nudo que se me había formado en la garganta.
Me enjugué las lágrimas con golpecitos de la manga de mi chaqueta.
Deambulé por el estudio, buscando algo que me dijera qué había oculto
bajo las guardas del Fausto de Winslow. Tal vez un diario, una carpeta o
una agenda. O tal vez un texto que rezaba: «¡Eh! Aquí tienes lo que estabas
buscando».
El estudio de Abraham estaba dispuesto a la manera típica de un taller,
con tres tableros anchos a lo largo de las paredes y una mesa de trabajo alta
en el centro. Los tableros estaban atestados de prensas, perforadoras y
demás equipos. Unos estantes llenaban las paredes y tenían cientos de
bobinas de hilo, herramientas, pinceles, más papel, rollos de cuero y pilas
de cartón grueso.
«Siempre fuiste muy desordenado». A medida que avanzaba iba
colocando bien las herramientas, recogí todos los pinceles sueltos en un
tarro vacío, apilé de nuevo ordenadamente un montón disperso de guardas.
Me entretuve al recoger el teléfono inalámbrico de su base al borde de
la mesa de trabajo. Distraídamente, comprobé los números en el marcado
rápido y reconocí tanto el mío como el de mis padres. Dejé el aparato sobre
la servilleta donde había estado, y entonces me fijé en que era una pequeña
servilleta de papel de un restaurante que reconocí, el Buena Vista, que
estaba cerca de Fisherman’s Wharf.
La cogí y vi una nota garabateada en el dorso:
La firmaba «Anandalla».
¿Anandalla? ¿Qué clase de nombre era Anandalla? Y, más importante,
¿quién era? ¿Una cita? ¿Una clienta? La nota tenía un tono amenazante. ¿La
había redactado el asesino de Abraham?
Yo conocía bien el Buena Vista, un venerable bar y restaurante cerca de
Fisherman’s Wharf, en la calle que sale de Ghirardella Square. No había
estado allí desde hacía meses, pero podía valer la pena hacer una visita este
viernes por la noche. No tenía la menor pista de quién era Anandalla, pero
tal vez ella sabía algo sobre Abraham que me ayudaría a encajar las piezas
del rompecabezas.
Me metí la servilleta de papel en el bolsillo y me acerqué al largo
tablero que estaba contra la pared del fondo. Ahí había apilado Abraham
varias láminas de madera de abedul recién lijadas para utilizarlas como
cubiertas de libro, supuse. Grandes trozos de hueso y conchas marinas se
amontonaban en una pila junto a la madera.
Meses atrás, Abraham mencionó que iba a dar una clase sobre zen y el
arte de la encuadernación japonesa. Me dio la impresión de que era muy
divertido. Busqué entre los huesos y las conchas y escogí las formas más
sólidas, pensando que servirían como preciosos broches de cierre. Metí
algunos en mi bolso, coloqué ordenadamente conchas y huesos, alisé la pila
de cubiertas de abedul y luego me dirigí a la estantería que había puesto
Abraham al final del tablero. Ahí era donde colocaba siempre sus proyectos
acabados y las muestras, junto con algunos de mis primeros trabajos de
encuadernación. Me incliné hacia delante para mirar los títulos.
—Eh —dije en voz baja, y extraje el envejecido ejemplar encuadernado
en cuero de Flores silvestres azotadas por el viento. Pasé la mano sobre el
suave cuero azul y el sencillo dorado que recorría los bordes de la portada.
Abraham me había permitido utilizar este viejo libro raído como primer
proyecto de restauración. Había elegido un cuero azul celeste porque era
precioso.
Sonreí al recordar a Abraham riéndose sobre el título del libro porque
había dicho que las supuestas flores silvestres del libro parecían más bien
hierbajos marchitos. El título dorado que recorría el lomo estaba un poco
desviado y recordé que había peleado denodadamente para restaurarlo.
Seguía siendo una de las partes más difíciles del trabajo para mí.
Al abrir el libro, mis lágrimas salpicaron el frontispicio.
«La humedad destruye los libros».
—Lo sé, ya lo sé —dije y me estremecí. Era como si Abraham estuviera
ahí, en la sala, poniéndome pegas. Me sequé los ojos, luego devolví el libro
de los hierbajos a la estantería.
—Eh, tú.
Me sobresalté, luego me di la vuelta y vi a mi madre en el umbral.
—Dios, mamá, casi me matas del susto, ¿cómo es que no me avisas?
—Lo siento —dijo mi madre con una sonrisa—. Imaginé que habías
oído mis pisadas por el patio.
Exhalé estremeciéndome.
—Supongo que me he despistado.
Ella volvió a sonreír, ahora con indulgencia.
—Suele pasarte.
Me incliné para recoger el pincel que se había caído al suelo.
—¿Qué haces aquí?
Entró en la sala.
—Te vi viniendo en el coche por Vivaldi, pero no llegaste a casa, así
que supuse que te habías parado aquí.
Miré a mi alrededor, sin saber cómo explicar qué estaba haciendo ahí.
No tenía por qué sentirse culpable, pero, después de todo, era mi madre. La
culpa era una reacción obligada.
—Ian me pidió que asumiera el trabajo de Abraham en la Covington, así
que pensé que aquí encontraría algunas de sus notas sobre los libros.
—Espléndido. —Se ciñó el suéter alrededor de la cintura y se cruzó de
brazos—. Aquí hace fresco.
No me había dado cuenta hasta ese momento. Las dos dábamos largas al
tema que me había llevado allí, pero yo no iba a entrar al trapo por el
momento. Cuando ella estuviera lista, ya me contaría qué estaba haciendo
en la Covington la noche que asesinaron a Abraham.
—Vamos, mamá, te llevaré de vuelta a casa.
Cerré la puerta, dejé mi coche en el camino de acceso de Abraham y
empezamos a subir la colina.
—¿Y cómo está Ian?
—Bien —dije—. Le pedí que se pasara a comer un día de estos.
—Estaría muy bien —dijo ella—. Es una lástima que vosotros dos no lo
intentarais en serio.
—Oh, por favor. —Me reí—. Ya sabes que estamos mejor como amigos
de lo que nunca lo estuvimos como amantes.
Ella sonrió.
—Supongo que sí. Es solo que la alquimia y el tipo de cuerpo de Ian
casan a la perfección con los tuyos.
—Sí. —Alcé la mirada al cielo—. Ese era precisamente el problema.
Mi madre colocó su pequeña mano en mi esternón y cerró los ojos.
—Tu cuarto chakra siempre ha estado muy desarrollado, incluso de
niña. Necesitas a alguien sumamente sexual para que remueva tu corazón y
tus pasiones.
—Oh, gracias por el consejo. —Esa era justo la conversación que quería
tener con mi madre.
Apartó lo mano y abrió los ojos.
—Procura arquear más la espalda durante tu tabla de ejercicios. Es una
forma potente de reforzar la energía del Anahata de tu interior para atraer al
compañero sexual correcto.
—Me pondré a ello —dije. Era agradable saber que ella daba por
supuesto que yo cumplía una tabla de ejercicios.
—Muy bien. Tal vez conozcas a alguien que te convenga mientras estás
en la Covington.
Involuntariamente, una imagen de Derek Stone me pasó a toda
velocidad por la cabeza y me la quité rápidamente del pensamiento.
—Lo dudo, mamá, pero te mantendré informada.
Me dio unas palmadas en el brazo.
—Estoy muy orgullosa de que estés ahí, y de que seas capaz de ganarte
la vida con este trabajo. Espero que Abraham no fuera… Bueno, sé que fue
duro contigo.
—Me enseñó todo lo que sé.
—Ya lo sé, lo sé. —Me pasó el brazo por debajo del mío—. Y si yo no
lo hubiera amado por ninguna otra razón, lo habría hecho por abrirte ese
mundo.
La miré. ¿Estaba llorando? ¿Lo amaba? ¿Se refería a como se ama a un
amigo? Al examinar la expresión de la cara de mamá me resultaba difícil
interpretar lo que sentía, lo que pensaba. Y, para ser sincera, no tenía claro
que quisiera saberlo. Noté que se me revolvía el estómago y dudé que
tuviera nada que ver con la hamburguesa Speedy.
Estuve tres cuartos de hora en casa de mis padres. Mientras Austin me
obligaba a hacer pequeñas degustaciones del pinot que tanto le
entusiasmaba y del cabernet más reciente que acababan de embarrilar, papá
me ponía al tanto sobre el servicio en memoria de Abraham que se
celebraría el sábado en el ayuntamiento.
Mamá se empeñó en entretenerme enseñándome cuarenta o cincuenta
fotos nuevas de los pequeños gemelos de London. A mamá no le dije nada,
pero, por el amor de Dios, esos bebés tenían poco más de tres meses, lo que
suponía unas seis mil fotografías que London le había mandado para que
babeara y se riera con ellas. ¿Se quedarían ciegos los bebés con esa
sobreexposición? ¿Podían desarrollar una adicción a las bombillas de los
flashes?
Soporté a regañadientes el pase de fotografías. London siempre había
sido la más competitiva, siempre intentaba eclipsarme ante mamá. Nadie
me veía endilgando instantáneas mohosas de mis viejos libros a mi madre,
¿verdad que no? London había dado a luz a un par de gemelos. Yo no iba a
competir con eso.
Conseguí despedirme sin sucumbir al estofado con el que intentó
tentarme mi madre. El hecho de que rechazara los increíbles platos de
mamá decía mucho sobre mi desesperada necesidad de regresar a la ciudad
antes de que empezase a llover. Detestaba conducir bajo la lluvia.
Descendí a pie por la colina hasta la casa de Abraham, donde había
dejado el coche. Llevada por un capricho, me desvié de vuelta a su estudio,
con la intención de recoger más conchas para mi uso personal. Abraham no
las echaría en falta y yo quería experimentar con un estilo de álbum
acordeón con influencias asiáticas que estaba diseñando para un cliente.
Había luz de luna suficiente para que no encendiese la luz del estudio.
Me limité a entrar rápido y me encaminé directamente a las conchas.
Tropecé con algo duro y por poco no me caí.
—Buen paso, señora patana —me reprendí. Avancé lentamente a
oscuras y encontré la mesa de trabajo del fondo. Palpé alrededor y cogí un
puñado de conchas que metí con cuidado en el bolsillo lateral de mi bolso.
Al retroceder hacia la puerta, me di cuenta de que lo que en realidad
quería era mi libro de hierbajos. Sería un agradable recordatorio de mis
primeros años de trabajo con Abraham y lo quería conservar en mi propio
estudio.
Me dirigí a la estantería y pisé algo que crujió. Seguramente era otra
concha. Pensé que las había recogido todas del suelo, pero supuse que se
me había pasado alguna por alto.
Llegué a la oscura estantería y durante un momento la revisé de cerca
hasta que distinguí la cubierta de cuero azul. Saqué el libro de la estantería
y lo guardé en mi bolso, y en ese preciso instante la luz del estudio se
encendió y el mundo también.
CAPÍTULO SIETE
—¿
R
obando libros otra vez?
El corazón casi se me sale del pecho.
—Ay, Dios mío.
—Llámame Derek —dijo con una risita sardónica, divertido por su
propio chiste. Estaba en el umbral, sin entrar del todo en la sala, de manera
que la luz no iluminaba su cara. Pero incluso si no se hubiera anunciado
habría reconocido esa figura ágil y musculosa en cualquier parte.
Tuve que darme unos golpes en el pecho para que mi corazón volviera a
latir antes de poder chillar unas palabras inteligibles.
—¿Qué hace aquí? Me ha dado un susto de muerte.
—Eso siempre implica un beneficio adicional —comentó Derek
mientras avanzaba hacia mí—. Recuerdo haber visto a la policía sellando
esta sala.
—¿Estaba sellada? No me había fijado. —Retrocedí un paso—. Me ha
seguido hasta aquí.
—Claro que sí. —Separó las manos como si sostuviera un regalo
especial que yo siempre hubiera querido—. Dejó la Covington con
demasiada prisa como para traerse nada bueno entre manos.
—Bien, pues llega tarde. Ahora me voy.
—La vi antes aquí, pero llegó su madre, así que decidí esperar. Y, como
imaginaba, aquí está de vuelta, merodeando a oscuras.
—Si esto va de mi condición de sospechosa de asesinato, olvídelo. —
Me froté las sienes para mantener a raya el dolor de cabeza que me estaba
causando—. Ha perdido el tiempo siguiéndome por la mitad del norte de
California cuando el verdadero asesino anda suelto.
—No creo que usted sea sospechosa de asesinato —dijo mientras cogía
un cartón de abedul y pasaba la mano sobre la lisa superficie, con sus ágiles
dedos acariciando la madera adelante y atrás a lo largo de la veta.
Por el amor de Dios.
Sus palabras se filtraron lentamente a través de mi cerebro embotado.
—Un momento. ¿Usted no cree que asesiné a Abraham? Entonces, ¿qué
pinta aquí?
Se metió las manos en los bolsillos.
—Di por sentado que haría alguna estupidez. Y resultó que tenía razón.
—Que… ¿qué?
—He dicho que di por sentado que…
—Le he oído —le espeté—. ¿Se le ocurre otra forma de insultarme más
desagradable?
Sonrió.
—Puedo buscarla.
Yo contuve un chillido, inhalé hondo y solté lentamente el aire.
—Así que me ha seguido porque… ¿porque piensa que soy una
estúpida?
—No creo que sea estúpida, pero sí que puede cometer una estupidez.
Se echó hacia atrás, se apoyó en la mesa de trabajo y cruzó los tobillos.
Sacudía la cabeza.
—A mí me parece lo mismo.
—Pues no lo es.
—Le agradezco que crea que hay una diferencia, pero yo no…
—¿Está o no está persiguiendo a un asesino por su cuenta?
Me mojé los labios con la lengua. ¿Me estaba delatando?
—Yo creo que sí.
Me reí, pero la risa sonó falsa.
—Eso es ridículo. He venido hasta aquí a buscar los diarios de Abraham
para que me ayuden con el trabajo que estoy haciendo en el Fausto. He ido
a visitar a mis padres y me he parado aquí de vuelta para recoger un libro
que me pertenece.
Miré a mi alrededor y de repente me di cuenta de que algo no iba bien.
El estudio de Abraham era un caos. Me refiero a un caos absoluto. Lo
habían destrozado. Habían tirado sus cosas sobre las superficies de los
tableros y por el suelo. Una pesada cuna de perforación estaba volcada en el
suelo: era el objeto duro con el que había tropezado. Había papeles sacados
de los cajones, montones de telas para encuadernaciones esparcidas por la
sala. Varios tarros de cristal utilizados para mezclar cola estaban hechos
añicos por el suelo.
—Mire este caos —dije alarmada—. Alguien ha estado aquí.
Derek entrecerró los ojos.
—¿A qué se refiere con eso de que alguien ha estado aquí?
Agité las manos alrededor frenéticamente.
—Todo está tirado por el suelo, patas arriba.
Él miró a su alrededor.
—Pensé que a Karastovsky le gustaba así.
Di un pisotón.
—¡No! He entrado aquí hace apenas una hora y todo estaba en su sitio.
Alguien ha entrado luego y lo ha dejado así. Usted me estaba esperando,
¿no ha visto a nadie?
Frunció el ceño.
—No. La he seguido colina arriba hasta casa de su madre y no he visto
quién ha hecho esto.
Me apoyé sin fuerzas en el tablero.
—No toque nada más. —Con un gesto de frustración, se frotó la
mandíbula—. Llamaré a la policía.
Derek no tenía por qué seguirme de vuelta a casa, pero lo hizo de todos
modos. Cuando me desvié y me detuve en el aparcamiento de Whole
Foods, insistió en acompañarme dentro; luego, cuando acabé la compra,
cargó con mis bolsas hasta el coche.
Yo tenía tendencia a comer cuando me ponía muy nerviosa, y ese era mi
estado de ánimo esa noche.
Derek había llamado al inspector Jaglow para darle la noticia del asalto
a la casa de Abraham. Habíamos esperado obedientemente la hora y media
que tardó en llegar allí con uno de sus investigadores forenses. Jaglow había
hecho algunas preguntas, y luego nos dejó ir.
A mitad del Golden Gate Bridge se me ocurrió que si mi horario hubiera
sido distinto, me habría topado con el asesino de Abraham.
¿Qué habría ido a buscar el asesino? ¿El objeto desaparecido del
bolsillo secreto del Fausto? ¿Otra cosa? ¿Un libro? ¿Piedras preciosas? Si
diera con los diarios de Abraham, tal vez me haría una idea más precisa de
qué era eso por lo que merecía la pena matar.
—Es una compradora compulsiva —dijo Derek.
—Me calma los nervios. No ha tenido por qué seguirme hasta aquí.
—Yo también necesitaba algunas cosas.
Él cargaba con seis bolsas de comida. Cinco eran mías.
—Supongo que va a volver allí a buscar los diarios de Karastovsky —
dijo Derek mientras yo pulsaba el botón de desbloqueo y abría mi coche.
—Por supuesto —dije con más descaro del que sentía; entonces abrí el
maletero—. No quiero repetir su trabajo y él pudo tener ciertas ideas y
ocurrencias que yo no he tenido en cuenta. —Eso, ni que decir tiene, era
mentira. Lo único que quería era el trozo de papel perdido, fuera lo que
fuese.
—Le ayudaré a buscarlos.
—Oh, gracias. —Amable, pero raro. No lo quería en el estudio mientras
buscaba el objeto perdido, sobre todo dado que no tenía la menor idea de
qué era. ¿Podía complicarse todavía más la situación?—. Pero no hará falta
—añadí con despreocupación—. Además, tengo que subir hasta allí para
asistir al servicio en su memoria, así que dispondré de toda la tarde para
buscar los diarios.
—Es una pésima mentirosa —dijo con tranquilidad, mientras cargaba
las bolsas de la compra en el maletero.
—No estoy mintiendo —mentí.
¿Vio cómo me sonrojaba a la tenue luz del aparcamiento? Él tenía
razón. Yo no sabía mentir. Necesitaba que Robin me diera algunas
lecciones. Si hubiera un equipo de béisbol de mentirosos, ella sería la
bateadora más fuerte. Y ella consideraría lo anterior un cumplido.
—Está mintiendo sobre algo —replicó alegremente mientras metía la
última bolsa en el espacio libre—. Pero no se preocupe. Yo también acudiré
al servicio, y la ayudaré a buscar.
Me mordí el labio para no gritar.
—Pues muy bien.
Miró fijamente la plétora de bolsas de mi maletero.
—¿Va a consumir de verdad toda esta bazofia?
¿Por qué un insulto con un sexy acento británico dolía menos?
—Si se refiere a mi compra, no es bazofia; es una comida
indudablemente buena.
Cerró el maletero con un golpe y se cruzó de brazos.
—He contado seis pizzas congeladas, ocho bolsas de chocolate y cuatro
litros de helado.
—El helado es una fuente excelente de calcio.
—Es bazofia.
—Bazofia nutritiva —maticé.
—Si eres un chaval de catorce años.
—Vuelve a ofenderme.
—Es un talento. —Se frotó las manos—. Súbase al coche. La seguiré
hasta su casa.
Levanté la mano.
—No hace falta.
—Sí la hace.
—Muy bien. Para empezar, no soy una asesina, ¿se acuerda?, de modo
que debe dejar de seguirme. En segundo lugar, y lo digo en serio, debería
buscarse un hobby o algo así. ¿Qué le parece un deporte? ¿Hay algún
gimnasio cerca de su hotel? Podría hacer ejercicio con más frecuencia.
Sonrió y aguardó. Resultaba exasperante. Y viendo cómo nos habíamos
parado en medio del aparcamiento de Whole Foods Market, también
resultaba ridículo.
Suspiré.
—Me voy directa a casa a dar de comer a los gatos de mis vecinas y ver
algo en la tele. Por más que usted crea lo contrario, le aseguro que no soy
ninguna loca.
—Sus hábitos alimentarios la delatan. —Hizo un gesto significativo con
la cabeza hacia la parte trasera de mi coche, donde se amontonaban mis
bolsas de bazofia.
—Resulta que tengo un metabolismo acelerado.
—Eso no puede durar para siempre.
—Oh, gracias por el consejo. —Levanté las manos en gesto de derrota
—. Pues, bueno, sígame. O haga lo que quiera.
Me ahuyentó como si fuera una mosca hacia la puerta del conductor.
—En ese caso, váyase.
—Es usted increíblemente irritante —dije—. Pero gracias por cargar
con mis bolsas de comida.
—Le aseguro que ha sido muy divertido.
Corrí hasta el lado del conductor, subía al coche y cerré de golpe, luego
puse el motor en marcha. Miré hacia él y le dediqué una débil sonrisa.
La mirada que me devolvió era de todo menos débil. Tragué saliva. Me
alejé mientras veía en el retrovisor cómo se subía a su Bentley, lo ponía en
marcha y me seguía para salir del aparcamiento.
S
upuse que Meredith Winslow y yo nunca iríamos juntas de compras,
pero el señor y la señora Winslow eran una pareja de pijillos, como
diría mi padre. Agradables y encantadores, no se parecían en absoluto
a lo que yo había esperado, sobre todo después de haber oído sin querer
aquella discusión la noche anterior.
Al empezar a trabajar en el Fausto, primero separando las guardas de
los cartones de la cubierta, recordé lo que había oído de la conversación de
los Winslow la noche del asesinato.
A decir verdad, no habían llegado a mencionar el nombre de Abraham,
de manera que podrían haber estado hablando de otra persona. Pero lo que
sí dijeron sin la menor duda fue algo sobre un problema con un libro. Tenía
que estar relacionado con su colección de libros y seguramente con la
exposición.
¿Se referirían a Ian? Esperaba que no. La biblioteca Covington había
contratado a un amplio equipo para trabajar en la colección Winslow. Podía
pedirle a Ian los nombres de todos sus miembros, y luego hablar con cada
uno. Pero ¿por qué? ¿Era culpa mía por jugar a detectives? ¿Era ahí cuando
irrumpía en escena Derek Stone y me llamaba idiota por intentar ahuyentar
a un asesino?
—No soy ninguna idiota —farfullé, y entonces me di cuenta de que asía
el mango del cuchillo con tanta fuerza que se me clavaba en la palma de la
mano. Rápidamente aflojé la tensión para no cortarme y romper una de las
diez normas principales de la encuadernación: no sangrar encima de un
libro.
Tal vez podría satisfacer mi curiosidad llamando a la policía. Solo para
estar en contacto, averiguar cómo iba la investigación. Por desgracia, yo
todavía guardaba unos cuantos secretos que no tenía ninguna intención de
contar, así que ¿cómo iba a sonsacarles información sin estar dispuesta a
desvelar todo lo que sabía?
No podía decirles nada de la conversación de los Winslow que había
oído la noche del asesinato porque ni siquiera sabía de quién estaban
hablando.
Y luego estaba mi madre presentándose en la Covington la misma
noche y comportándose de una forma muy extraña. No iba a decirles nada
de eso a los policías.
Había desaparecido algo del interior del Fausto. Pero hasta que
descubriera de qué se trataba, ¿qué iba a contarle a la policía?
En la cubierta del libro había una mancha de sangre, que había limpiado
ni más ni menos que Derek Stone.
—Un movimiento sospechoso por su parte —me dije en voz alta, luego
tomé nota para hacer el seguimiento con Derek de quién era la sangre.
Tampoco había mencionado a la policía que había encontrado la nota en
la servilleta de papel de Anandalla en el estudio asaltado de Abraham. Pero
yo no sabía ni quién era ni si tenía la menor relación con lo sucedido. Ella
podía ser la contable de Abraham o su manicura o alguien igualmente
inofensivo.
Afrontémoslo, lo único que tenía eran teorías, posibilidades y dudas. No
era raro que la cabeza me diera tantas vueltas. Supuse que no llamaría a la
policía muy pronto.
El águila dorada de la cubierta del Fausto levantó su único ojo bueno
hacia mí. ¿Estaba pensando que debería volver al curro y ganarme el
desproporcionado salario?
—Mi salario no es desproporcionado y tú ni siquiera eres un pájaro de
verdad —me quejé. Pero recogí el pincel y volví al trabajo. Repasé página
tras página, utilizando el pincel rígido y seco para eliminar los granos
microscópicos de suciedad y plástico y tomando notas sobre cualquier daño
que encontraba a medida que avanzaba.
El libro no se había guardado en condiciones, pero tampoco era el peor
caso que había visto. Tendría que separar los pliegos del lomo, limpiarlos y
recoserlos con más seguridad. Los cartones frontal y posterior se habían
soltado en las bisagras y necesitarían un refuerzo. Había pequeños daños
causados por insectos en los bordes superiores de varias páginas. Y tendría
que limpiar y recolocar las piedras preciosas de la portada.
Me levanté de la silla y comprobé la prensa de tornillo doble del taller
para ver si estaba en condiciones para trabajar. La usaría para sostener el
libro, con el lomo hacia arriba, para recoser los pliegos y hacer el pegado,
así como, posiblemente, volver a dorar los títulos del lomo y «hacer que se
vea bonito», según el mandato del cliente. Los tornillos de la prensa
necesitaban un engrasado, pero, aparte de eso, era una herramienta bastante
decente. Ese tipo de prensa, con sus dos tornillos independientes, era ideal
para libros que habían sufrido daños a causa del agua y el moho porque a
menudo se hinchaban y deformaban en los márgenes.
Estudiaba el elaborado texto mientras trabajaba. El libro estaba escrito
en alemán, claro. Reconocí varias palabras básicas porque había pasado dos
semanas esquiando en Garmisch-Partenkirchen durante la universidad. Por
desgracia, no vi ninguna referencia a beber a tragos cerveza lager alemana
ni a practicar el snowboard extremo, que habría sido capaz de traducir
impecablemente. Anoté que debía comprarme un diccionario de alemán y
una versión de bolsillo del Fausto y leer la versión de Goethe del hombre
que vendió su alma al diablo.
Al diablo.
Mis manos se quedaron petrificadas en la página cuando las últimas
palabras de Abraham volvieron a sonar en mi cabeza. «Recuerda al diablo».
Sentí una oleada de desazón al pensar que todavía no tenía la menor idea de
qué significaban…
—Toe, toe.
—Oh. —Levanté la mirada y vi a Conrad Winslow en la puerta—.
Señor Winslow, me ha pillado desprevenida. Pase.
Gracias a Dios, venía solo. No creía que pudiera resistir otra sesión de
esquivar los dardos envenenados que lanzaba la pequeña Meredith.
—Lo siento, querida. —Parecía un tanto avergonzado al entrar en el
taller.
—No pasa nada. A veces el trabajo me absorbe.
—Debes de amar lo que haces.
—Lo hago —dije—. ¿Qué puedo hacer por usted? —La pregunta me
sonó servil a mí misma, pero, como había señalado antes Ian, el señor
Wilson era el jefe y postrarse ante él era lo que tocaba hoy.
Miró fijamente el Fausto durante un largo rato.
—Es magnífico, ¿verdad?
Sonreí.
—Sí, lo es.
Con una sonrisa cohibida, dijo:
—Nunca he sido un gran lector de libros. Me van más las páginas de
deportes y la sección de economía. ¿Cómo he podido acabar con todos estos
libros? —Se rio entre dientes—. Es un comentario irónico.
—No es tan raro, ¿me equivoco? —Pasé de página y desplacé el pincel
por la costura—. Pero es una colección hermosa y el Fausto es fantástico.
—Sí, bueno. —Miró alrededor del espacio y volvió a concentrarse en el
libro, sin buscar mi mirada. Luego se apartó unos pasos de la mesa—.
¿Sabes que está maldito?
Garabateé una nota para mí misma sobre el foxing[3] de la página
siguiente.
—Sí, claro. Es fascinante, ¿no le parece?
Me miró fijamente.
—¿No te importa trabajar con algo que podría matarte?
Mi sonrisa se difuminó.
—Señor Winslow, eso no es más que una leyenda. Un libro no puede…
—Nada de leyenda —dijo con contundencia—. Ese libro está maldito.
Se lo regalaron a mi abuelo y a los pocos días murió envenenado. Entonces
pasó a mi tío abuelo, que lo tuvo apenas una semana antes de morir
aplastado por un tranvía. Dos de mis primos tuvieron un destino parecido.
No es ninguna leyenda.
—Pero eso…
—Encontraron el cuerpo de uno de mis primos balanceándose, colgado
de una soga. No era un hombre con tendencias suicidas. —El señor
Winslow se sacó un pañuelo del bolsillo de la camisa y se enjugó la frente
—. Y ahora la muerte de Karastovsky a causa del libro. Quiero quitarlo de
la exposición antes de que sufra alguien más.
—Pero no puede —insistí, cerré el libro y acaricié la rica portada de
cuero con joyas engastadas—. Mírelo. No tiene precio, es exquisito. Es la
pieza central de su colección por buenas razones. Se trata de una obra de
arte de suma importancia, tanto histórica como estética. No puede quitarla
así como así. Sería un crimen…
—No es más que un libro —dijo en tono cortante. Su acento alemán se
hizo más reconocible y apuntó el dedo hacia el libro para subrayar sus
palabras—. ¿Quieres morir por un estúpido libro?
Me retiré un poco.
—Abraham está muerto, pero no lo mató este libro.
Para mí eso era fácil de decir.
Me miró fijamente, luego miró al libro y finalmente al techo, con el
ceño levemente fruncido en todo momento.
—Maldita sea, tienes razón —dijo por fin.
¿La tenía?
Sopesó sus palabras antes de hablar.
—Karastovsky me llamó la tarde de la inauguración, me dijo que tenía
que verme esa noche. Tenía algo que enseñarme. Le respondí que esa noche
no podía. —Se encogió de hombros—. No me caía bien, así que le di largas.
—¿No le caía bien Abraham?
—No. Se trataba de un choque de personalidades, supongo. Y oí por
casualidad una discusión a gritos entre McCullough y él que corroboró mi
opinión.
¿Habían discutido Abraham e Ian?
—¿De qué discutieron? —pregunté.
Frunció el ceño.
—Más vale que no lo sepas.
—Si tiene algo que ver con los libros, quiero saberlo.
Se enjugó el borde del nacimiento del pelo y exhaló un suspiro.
—Karastovsky había cogido una de las Biblias de mi abuelo y la había
encuadernado de nuevo, con un cuero rosa claro, y Sylvia se había
emocionado al verla. Pero McCullough se puso hecho un basilisco. Le dijo
a Karastovsky que no le había contratado para… —Se interrumpió, me
miró como disculpándose—. Ya me perdonarás la expresión: «joder» una
colección de valor incalculable utilizando cuero chillón de diseñador para
todo.
—Ay, Dios.
—Sí, se puso furioso.
—Pero Abraham hizo la Biblia para su esposa, ¿no? No formaba parte
de la exposición.
—Eso se suponía —confesó—. Había pertenecido a mi abuela.
—Entiendo.
—Sí —dijo—. Así que por eso todos nos alegramos mucho cuando Ian
nos dijo que tú asumirías el trabajo. Tú tienes un sentido ético y moral con
los libros.
—Gracias. —Acepté el cumplido con una sonrisa, pero ahora me tocaba
a mí sentirme incómoda. Este problema me llevó a la discusión básica entre
Abraham y yo. Él nunca había trabajado con métodos de conservación, ni
los entendía ni le importaban. El campo de la conservación era
relativamente nuevo y él no lo aceptaba, no se fiaba.
Cuando le dije a Abraham que iba a hacer un posgrado en el mismo
campo en el que él había trabajado toda su vida, me había mirado con
desdén. Yo no necesitaba ningún título para devolver la vida a un libro. Pero
había seguido adelante y me había sacado una doble titulación en
Biblioteconomía y Bellas Artes, con especial atención a la conservación y
la restauración, junto con un cargamento de otros títulos menores.
Abraham, por su parte, había aprendido a la antigua, en las rodillas de su
padre en el taller de encuadernación familiar en Toronto.
—Gracias por confiarme su libro —dije—. Pero, honestamente, pese a
lo que oyera durante aquella discusión, Abraham era un consumado
profesional.
—Pues tú me gustas más —dijo, y me guiñó un ojo. Yo sabía que no
pretendía coquetear, pero fue un momento «buf», de esos que bordean el
límite de lo aceptable, sobre todo teniendo en cuenta que era el padre de
Meredith.
—Gracias —dije con voz débil.
—Bueno, a ver, me parece que me he excedido en el tiempo de mi
bienvenida —dijo de buen humor.
—En absoluto.
Me tendió una tarjeta de visita.
—Quiero que me llames si tienes algún problema.
—Gracias, lo haré.
Él asintió.
—Me parece que tu manera de enfocar todo ese asunto de la
«maldición» es la correcta, así que me quito de en medio y te dejo que
vuelvas al trabajo.
—Para mí ha sido un placer hablar con usted —dije, sorprendida al
darme cuenta de que era verdad.
—En ese caso, ¿me harías otro favor?
Me callé un momento, preguntándome qué bomba iba a dejar caer esta
vez, pero luego asentí.
—Por descontado.
—No le pongas nada rosa a ese maldito libro —dijo con un guiño—.
Puede que les guste a las damas, pero los amantes de los libros se tragarían
las dentaduras postizas.
Me reí aliviada.
—Nada de portadas rosas, se lo prometo.
—Y una cosa más.
—Claro.
—Andate con cuidado, querida.
La siguiente vez que levanté la mirada eran las cinco. Había trabajado
cuatro horas seguidas. Dejé el pincel seco sobre la mesa, lo hice rodar y
estiré los dedos para aliviar los calambres, luego levanté los brazos e hice
que los hombros giraran para relajar la tensión. Afuera ya había anochecido
y supe que seguramente era una de las últimas que quedaba en el edificio.
Recogí mis herramientas y encontré un guardia de seguridad que se llevó el
Fausto para protegerlo.
Salí y sentí un frío que no tenía nada que ver con el clima. Miré a mi
alrededor con desgana, me ceñí la chaqueta y corrí a mi coche.
—
E
so es muy bonito —dije estirándome para darle un abrazo y casi
cayéndome del taburete—. Yo también te echaría de menos.
—Sí, pero yo lo digo en serio.
—Lo sé. —Me di unas palmadas en el corazón—. Gracias.
—No, si me refería a tu mal gusto para la ropa, es atroz —dijo con una
sonrisa maliciosa.
Observé mi traje gris.
—Fuiste tú quien eligió esta ropa. Y, vamos, mis zapatos son una
pasada. —Y también me estaban matando. Trabajar con tacones de diez
centímetros debería estar penado por la ley.
—Vale, hoy estás presentable —cedió Robin—. Pero todavía tengo
pesadillas con tus Birkenstocks.
—Estamos en San Francisco —grité por encima del alboroto—; todo el
mundo lleva Birkenstocks.
—Si todo el mundo se tirara del puente, ¿tú también te tirarías? Levanté
la mirada al techo y me di la vuelta en el taburete para ver a los camareros.
Había perdido la cuenta de las copas que había bebido, pero eso no
implicaba que hubiera llegado el momento de parar, ¿a que no?
El espejo de detrás de la barra nos reflejaba tanto a Robin como a mí,
además de a la creciente multitud y las luces de la bahía más allá.
—Así que no me has llamado estúpida, y te lo agradezco —dije—. Pero
sí has calificado de estúpida mi ropa.
—No, no lo he hecho. La he llamado atroz. —Dio un sorbo a su copa—.
Atroz. Me gusta cómo suena la palabra.
La miré horrorizada.
—Ay, Dios, estás borracha. —Me reí entre dientes—. Y eso que nunca
te emborrachas.
—No estoy borracha. No me emborracho. Soy una maniática del
control. —Se acabó la copa de un trago—. Deberíamos irnos.
—Todavía no. —El whisky irlandés empezaba a hacer efecto y no podía
ni imaginarme por qué me habían sentado tan mal las palabras de Robin.
Ah, sí, mi ropa atroz. Pero ella detestaría verme muerta, y eso era
amable por su parte, aunque implicara que yo era lo bastante estúpida como
para hacerme matar.
La señalé con un dedo.
—No tengo la menor intención de dejar que me maten simplemente
porque busco unas pocas respuestas.
—Vale, de acuerdo.
—Pero si piensas que existe una posibilidad de que me haga matar,
entonces es que me tienes por estúpida.
—¿Cómo lo sabes? —me preguntó.
—¿Es una pregunta capciosa?
Se rio, pero yo sabía que intentaba confundirme. Y, gracias al alcohol, le
estaba saliendo bien. Robin creía que tenía ventaja simplemente porque
estaba relativamente sobria en comparación conmigo. Tal vez yo fuera dos
copas por delante, pero también era una Wainwright. Pensábamos mejor
cuando nuestros cerebros estaban marinados en alcohol.
Y el café alimentaba la intensidad del genio. Me acercaba rápidamente
al nivel intelectual de Albert Einstein.
—¿Cuál era la pregunta? —inquirí.
Robin se rio y di un sorbo a su copa.
—¿Señorita?
—Te está hablando a ti, Brooklyn —gritó Robin.
Me di la vuelta. Era el camarero, el chico. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí,
llevaba su nombre prendido en la camisa: Neil.
—¿Sí, Neil?
—Anandalla está al final de la barra si quiere hablar con ella.
Me tensé. Aquí estaba mi oportunidad. Me eché hacia atrás en el
taburete, pero no podía verla desde donde me sentaba. Entonces me acordé
del espejo de la barra. Ahora veía todo el local, incluida la mujer sentada en
la punta de la barra. Parecía baja, tenía un pelo oscuro rizado, era mona,
probablemente mediara la veintena. Se retorció en su taburete, buscando
entre la gente, con los ojos muy abiertos, la mandíbula apretada.
Vi cómo su mirada se desplazaba al espejo y sus ojos inesperadamente
se cruzaron con los míos. Reculó, pero se recobró al instante, arrojó algunas
monedas sobre la barra y desapareció entre la multitud del bar.
—¡Eh! —¿Qué había pasado?, ¿acaso me conocía?
Me bajé del taburete de un salto.
—¡Vamos!
—¿Se te ha ido la olla? —exclamó Robin—. No he acabado. No hemos
pagado la cuenta.
—Sostenme el bolso —grité—. Ahora vuelvo.
Mi bolso, que pesaba, le dio en el estómago, pero pudo agarrarlo antes
de que resbalase hasta el suelo.
—Se te ha ido la olla. —Le oí decir mientras me perdía entre la
muchedumbre.
En cuanto salí, miré en ambas direcciones y vi a Anandalla corriendo
por Hyde Street hacia North Point. Corrí tras ella, la vi llegar a la cima de la
colina. Allí miró a derecha e izquierda, eligió la derecha y desapareció.
La colina era increíblemente empinada. A media subida, tuve que
pararme y agarrarme el estómago que empezaba a sufrir retortijones por la
combinación de alcohol, tacones de diez centímetros y una falda que se
ceñía más que esa mañana cuando me la había puesto.
Apoyé una mano en el edificio, jadeando y resoplando como un
anciano.
No era mi mejor momento.
Pero ¿por qué había huido corriendo? ¿De qué me conocía?
Me volví y vi a Robin esperando pacientemente al pie de la colina.
Respirando con dificultades, bajé la colina y ella me devolvió el bolso.
—He pagado la cuenta —dijo.
—Gracias.
—Me debes una.
—Lo sé.
Cruzamos Hyde cuando cambió el semáforo. Durante unos minutos
caminamos sin hablar, disfrutando del aire fresco de la noche. Habíamos
andado tres manzanas y pasábamos por delante de Ripley’s Believe It or Not
cuando Robin habló por fin.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando?
—Esa era la chica que buscaba —expliqué mientras miraba un hurón
con dos cabezas en el escaparate de Ripley—. Anandalla.
—¿Anandalla? ¿La mujer cuya nota encontraste en el estudio de
Abraham?
—Eso es. Y, en cuanto me ha visto, ha salido corriendo.
—¿Cómo sabes que era ella?
—Eso me ha dicho el camarero. —Estudié distraídamente un póster de
Ripley: un hombre embarazado que había sido mujer—. ¿Y cuántas mujeres
tienen un nombre como ese?
Robin torció los labios.
—Yo no lo había oído jamás.
—Me ha mirado directamente, Robin. Me ha reconocido. No sé de qué,
pero me conoce. Y nada más verme, ha salido corriendo. He intentado
pillarla, pero no estoy muy en forma…
—Sí que estás en forma —dijo Robin—. Lo que pasa es que vas
borracha.
—Ya no, lamentablemente. —Le lancé una mirada de complicidad—.
Tal vez tendríamos que tomar una más.
—Esa es una de las siete señales de aviso —dijo.
—Vale —convine. Pero un hormigueo en la columna me hizo mirar a
mi alrededor. ¿Por qué tenía la sensación de que alguien me observaba? Ya
había tenido esa sensación antes, en la Covington. Me froté los brazos con
fuerza para quitarme de encima esa gélida aprensión. Nunca había sentido
nada igual. Aunque, bien pensado, nunca habían asesinado a sangre fría a
uno de mis amigos. Y jamás había estado rodeado de tantos tipos
sospechosos.
Volví a mirar mi alrededor. ¿Estaba Anandalla oculta entre las sombras
cercanas, vigilándome?
—Te estás poniendo rarita —dijo Robin con un suspiro, y entrelazó un
brazo con uno de los míos—. Vamos. No podemos llegar tan cerca de
Ghirardelli Square y no detenernos a tomar un helado con chocolate
caliente.
Me desperté en mi propia cama llevando mi propia ropa interior, lo cual
siempre es conveniente. No podía acordarme de cómo había llegado ahí.
Estaba temblando. ¿Se me había olvidado encender la calefacción?
Mientras me planteaba si saltaba de la cama y lo comprobaba, se me ocurrió
la posibilidad evidente de que el temblor fuera una consecuencia de haber
tomado cuatro —¿o fueron cinco?— cafés irlandeses la noche anterior.
Si ese era el caso, no hacía falta que encendiera la calefacción. Solo
necesitaba unas aspirinas y dormir un poco más. Ojalá fuera eso.
Salté de la cama y las piernas casi cedieron bajo mi peso.
—Ay, Dios, eso ha dolido.
¿Por qué me pesaban las piernas como si fueran de plomo? Me
tambaleé hasta el lavabo, donde me tragué dos aspirinas, y luego volví
arrastrándome a la cama y me tapé con la colcha. Tenía el vago recuerdo de
correr Hyde arriba con tacones. Gran error. Cerré un ojo para centrar el otro
en el despertador. Estaba casi segura de que marcaba las seis. Esperaba que
fueran de la mañana, no de la tarde.
La siguiente vez que abrí los ojos eran las nueve. Aparté la colcha y salí
de la cama. Pero se me escapó un gemido y volví a dejarme caer,
agarrándome con una mano la cabeza, que me latía desbocada, mientras con
la otra intentaba masajear mis doloridas pantorrillas.
—Oh, mi dulce Jerry Maguire, ¿qué he hecho?
El nítido y repentino recuerdo de haber mamado todo aquel alcohol y la
cafeína no ayudó mucho a mi estómago revuelto. Llegué como pude al
lavabo, abrí el agua caliente y me metí en la ducha para limpiar mi malestar.
Cuarenta minutos y otras dos aspirinas más tarde, después de ingerir
una taza de Earl Grey flojo y una tostada seca, me las apañé para subirme
en el coche y salí del aparcamiento.
Llegué al Valle de la Luna al cabo de una hora y seis minutos
exactamente. Al desviarme para tomar la carretera a Dharma, recé una
oración de agradecimiento silenciosa a los dioses del tráfico, y luego otra a
los dioses del vino que impedían que los turistas empezaran sus excursiones
por los viñedos hasta, al menos, el mediodía.
No me hablaba con los dioses del café irlandés.
Aparqué a una manzana del inmenso ayuntamiento que se levantaba en
la cima de la colina. Mientras atravesaba el aparcamiento de asfalto, oí a un
tenor del coro de Dharma cantando las primeras trémulas notas de My Life.
Entré a hurtadillas por una de las puertas traseras. El auditorio, con
forma de anfiteatro, tenía un aforo de seiscientas plazas y ya solo quedaba
sitio de pie. Me situé al fondo y miré las espaldas de la pintoresca multitud.
Solo tardé un momento en localizar a mi madre y a mi padre sentados a tres
filas del escenario central. Mi hermano Jackson se sentaba al lado de mamá,
y mi hermana China, junto a papá. Sus cónyuges estaban con ellos, pero no
vi a ninguno de sus hijos. Y seguramente había sido una decisión sensata
dejarlos en casa.
En el escenario, el gurú Bob estaba sobre el estrado, moviendo
tranquilamente la cabeza al ritmo de la música del coro que tenía detrás.
Vestía un dashiki morado y un ruji a juego, el sombrero estilo fez que se
ponía en las ocasiones especiales. Al tratarse de un hombre alto y rubio, la
ropa podía parecer un tanto extraña, pero el gurú Bob era ecléctico en sus
elecciones de vestuario. No me habría sorprendido verlo con cualquier cosa,
de un esmoquin formal a un albornoz de cachemira. Me parece que le
gustaba tener en ascuas a su rebaño sobre su atuendo.
Mientras miraba las espaldas de la gente, una pregunta perturbadora
invadió la tranquilidad que había empezado a sentir con la armonía de la
música y los rostros y espacios familiares.
¿Estaba el asesino de Abraham ahí, en esa sala?
La idea me produjo escalofríos. La mayoría de los reunidos eran gente
de la comuna que conocía a Abraham desde hacía veinte o treinta años.
¿Qué habría ganado ninguno de ellos con su muerte? Los demás asistentes
eran seguramente amigos o conocidos del trabajo de Abraham. Y, en su
caso también, ¿qué móvil podrían tener?
Miré a la izquierda, e inesperadamente me crucé con la mirada fija del
inspector Jaglow. Estaba apoyado en la pared, a unos diez metros, pero
incluso a esa distancia pude percibir su severa desaprobación. Intenté
sonreírle, pero su expresión no cambió, así que aparté la mirada, ciñéndome
el abrigo con más fuerza.
¿A qué venía aquello? ¿Me había metido en algún lío? ¿Me iba a poner
una multa por llegar tarde? Tal vez Derek le había contado que me estaba
entrometiendo en su investigación, lo que no era verdad para nada. No
obstante, me sentí culpable y tenía el estómago un poco revuelto todavía.
Intenté respirar hondo, inhalando al ritmo de la música. Eso me habría
ido bien si no hubiera estado recobrándome de una leve resaca, que era el
caso, así que solo conseguí marearme. Retrocedí y apoyé la espalda en la
puerta para aguardar a que la sala dejara de dar vueltas.
—No irá a desmayarse otra vez, ¿verdad que no?
Me sobresalté, entonces vi que era Derek.
—Deje de perseguirme sigilosamente —susurré con ira. Se limitó a
sonreír con malicia, así que pasé de él mientras el gurú Bob empezaba a
hablar con frases comedidas, iniciando una breve pero emotiva lección
cosmológica sobre cómo se alinean los cuerpos planetarios para producir la
armonía consciente en todas las cosas, uno de los temas favoritos de
siempre en casa.
—Hoy —dijo— todos sufrimos por la pérdida de nuestro querido
amigo. Os recuerdo que la verdadera purificación llega con el gran
sufrimiento, solo con que nos acordemos de sufrir voluntaria y
conscientemente. Solo en ese caso, nuestro sufrimiento puede crear una
conexión cósmica que nos permitirá cruzar a un territorio más elevado, a
una conciencia más elevada, salvando el intervalo para empezar una nueva
octava.
Miré a Derek de soslayo para ver si tenía arcadas o se había quedado
dormido, pero escuchaba con atención, con los fuertes brazos cruzados por
delante del pecho y los pies plantados con firmeza en el suelo. Iba, como
siempre, de negro, pero parecía más alto. O tal vez mi dolor de cabeza me
hacía imaginar que yo estaba encogiendo.
—El hermano Abraham se encuentra ahora en el plano astral —nos
aseguró el gurú Bob, desplegando los brazos hacia el techo—. Ha dejado
atrás su cualidad de mortal para viajar a la velocidad de la luz, libre de
todos los miedos, libre de lamentos y remordimientos. Ahora solo hay
alegría. Él es el sol.
La gente de la comuna asintió y susurró palabras de ánimo y elogio,
pero supongo que la mayoría de los visitantes se preguntaría de qué
tonterías estaba hablando.
—El hermano Abraham ha abrazado el fuego y la luz de la verdadera
humildad que podría haberle rehuido en este plano terrenal. Rogamos a
nuestro hermano, en su glorioso viaje a través del plano astral, que abrace la
maravilla, el esplendor, la realidad de la conciencia más elevada. Y al
hacerlo así, nos alzará a todos a un plano superior.
Se oyeron gritos de: «Así es» y «Enséñanos, Avatar», por la sala.
Derek se inclinó hacia delante y me susurró:
—¿Quién es ese tío?
Se me erizó el vello. No tenía ningún problema en despotricar contra el
gurú Bob, pero nadie del mundo exterior tenía ese privilegio.
—El Avatar Robson Benedict es un ser muy evolucionado.
—Es evidente —dijo Derek asintiendo—. Y muy poderoso.
Lo miré sorprendida. ¿Estaba de guasa? Tras escuchar una emotiva
oración del gurú Bob, la mayoría de la gente se reía con nerviosismo o huía
corriendo a los bosques.
Entonces el servicio acabó y Derek y yo fuimos bruscamente separados
por el denso flujo de gente que salía de la sala. Tras un breve momento de
pánico, me dejé arrastrar por la corriente. Conociendo a mi familia, estaba
casi segura de que acabaríamos en un bufet enorme con comida y
refrigerios líquidos.
Como era de esperar, la gente se dirigió en masa al restaurante donde se
habían dispuesto mesas con toda clase imaginable de picoteo, de
minihamburguesas a canapés de salchicha pasando por bocados gourmet
como tostadas cuadradas cubiertas de caviar y salmón. Todo tenía su salsa,
su aderezo o su pasta para untar correspondientes, naturalmente. Al gurú
Bob le gustaba una pasta para untar de calidad.
Una mesa ancha, situada al fondo de la sala, contenía toda clase
imaginable de postres. Chocolate, petisús, tartas, pasteles, pudines, flanes y
mousses, pastelitos de limón y galletas por doquier.
En la otra punta del comedor había varias mesas largas donde cinco o
seis hombres servían copas de vino. Había un enorme barril de cerveza en
un extremo, así como otros más pequeños cargados de refrescos y botellines
de agua.
Supuse que lo mejor sería comer algo antes de ir a por el vino, dada mi
excesiva indulgencia la noche anterior. Pero en cuanto mordí mi pequeño
sándwich de ensalada de pollo, sentí que se me revolvía el estómago.
—Vaya, mira qué gata se ha arrastrado hasta aquí.
Todo está podrido, Batman. ¿Qué pintaba Minka LaBoeuf en Dharma?
Me di la vuelta y la vi. Estaba a poco más de medio metro de mí,
agarrando una copa de vino con una mano y el brazo de Enrico Baldacchio
con la otra. Lucía otro de sus conjuntos de dominatrix: una falda de cuero
negra con un chaleco a juego sobre una blusa blanca de encaje con mangas
abombadas; como accesorios, unos guantes estampados de leopardo y un
sombrero pillbox a juego con un velo negro de redecilla que le ocultaba la
mayor parte de la cara.
Ya se había derramado vino sobre la blusa blanca. Qué desperdicio de
un buen vino.
—Minka —dije procurando no atragantarme al pronunciar el nombre.
—Brooklyn —dijo ella, estirando el velo de redecilla negra para poder
verme—. Te acuerdas de Enrico, ¿verdad?
Por supuesto que me acordaba de Enrico. Era un desagradable hombre
pequeño con propensión a sudar. Y había estado presente en la Biblioteca
Covington la noche del asesinato de Abraham.
Abraham me había contado que habían intentado trabajar juntos de
nuevo, pero que la cosa había acabado mal. Antes, apenas se habían
dirigido la palabra durante años, desde que terminaron en bandos opuestos
de un litigio legal que implicaba un folio falsificado de Marlowe vendido al
Palacio de la Legión de Honor hacía años.
—Hola, Enrico —le saludé—. Hacía mucho tiempo que no nos
veíamos. —«No lo bastante», pensé, pero no lo dije en voz alta porque en el
fondo soy buena persona.
—Che piacere è vederti, mia cara. —Me cogió la mano y la besó.
Minka metió baza.
—Ha dicho algo así como «¿Cómo estás, querida? Me alegro de verte»,
bla, bla, bla.
—Sí, lo he entendido —dije; luego me encogí ante el rastro de babas
que Enrico me había dejado en la mano. A escondidas me la limpié con la
servilleta del aperitivo.
—Che posto bello! —exclamó, abarcando cuanto le rodeaba con el
brazo—. Una montagna bella! Una montagna bella! Un giorno bello… ma
che tragedia!
—Uh, tienes razón. Es una verdadera tragedia. —Me pareció que era
eso lo que había dicho. Pero ¿a qué venía tanto italiano? Con un apellido
como Baldacchio él tenía que ser italiano. Pero recordaba que era de Nueva
Jersey.
—Menudo servicio —dijo Minka, pero le vi la lengua pegada a la
mejilla, así que supe que mentía. Contempló a la gente un momento y dijo
—: ¿Dónde diablos estamos?
La detesté con todo mi ser, pero ese era mi pueblo, mi hogar; y mi
madre se sentiría horrorizada si trataba mal a una visitante, así que me lo
tragué y dije con voz tensa:
—Sonoma County. Me alegro de que hayas podido venir.
—No me lo habría perdido por nada del mundo.
Me volví hacia Enrico.
—¿En qué estás trabajando ahora, Enrico?
—Ah, signorina. —Se encogió teatralmente de hombros y jugueteó con
los gemelos de su traje marrón oscuro.
Minka agarró a Enrico de un brazo.
—Estamos trabajando para un importante coleccionista cuyo nombre no
puede revelarse.
Mi medidor de cuentos chinos debía de vérseme en la cara porque a
continuación ella añadió:
—Es verdad. Nos obligó a firmar un acuerdo de confidencialidad.
¿A quién intentaba impresionar? ¿Y por qué hablaba en nombre de
Enrico? Yo recordaba que él hablaba inglés.
—Enrico —insistí—. Me alegré mucho de verte la otra noche en la
Covington. Me hizo concebir esperanzas de que Abraham y tú hubierais
recuperado vuestra amistad. ¿Me equivocaba? ¿Habíais enterrado el hacha
de guerra, por así decirlo?
—¿Hacha? —Puso los ojos como platos—. ¡Nada de hacha! Yo no lo
hice.
—Enrico —dijo Minka rechinando los dientes mientras le apretaba el
brazo con más fuerza—. Es una broma. Significa que te has hecho amigo de
Abraham. —Entonces me fulminó con la mirada—. Deja de provocarlo.
—No lo estoy haciendo —me quejé y le dije a Enrico—: Lo siento. De
verdad, me alegra saber que Abraham y tú fuisteis capaces de recuperar
vuestra amistad.
Minka asintió.
—Y su muerte es más trágica si cabe porque Baldacchio y Karastovsky
—adoptó una pose teatral—, los dos mejores encuadernadores del mundo,
se habían vuelto a reunir para un proyecto muy importante.
Enrico se sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se toqueteó los ojos
secos.
—Si. É una tragedia.
Minka mostró su acuerdo subiendo y bajando la cabeza.
—El mundo del libro ha sufrido un golpe por partida doble.
—Absolutamente —dijo Enrico, olvidándose del italiano por un
momento. Asintió con movimientos rápidos, como un muñeco cabezón—.
Si, si, si, signorina.
De manera que no solo simulaba el acento sino que mentía sobre su
renovada amistad con Abraham, quien me había dicho que Enrico era un
ladrón y un farsante.
—Eso debió de ser un gran consuelo —dije—, me refiero a saber que os
hicisteis amigos de nuevo antes de que él muriera. De otro modo, habrías
tenido que vivir el resto de tus días sintiéndote culpable por no haber
reparado vuestra amistad.
—¿Culpable? —exclamó—. Non sia stupida! ¡Yo no he hecho nada!
¡Karastovsky! ¡Él quiso arruinarme! Sietepazzeschi!
Siguió despotricando enfurecido. Debí de tocarle alguna fibra sensible.
Pero ¿acababa de llamarme «estúpida»? Detestaba ese insulto.
—Vaya, genial —dijo Minka—. Ahora tendré que escuchar este rollo
durante todo el trayecto de vuelta. Muchas gracias.
—Lo siento —dije sin convencimiento.
—Necesito más licor. —Se alejó precipitadamente dejándome con un
italiano enfadado. Yo también necesitaba más licor.
—Enrico, mis disculpas. —Le cogí la mano pringosa—. Lo siento
mucho. No pretendía acusarte de nada.
Hasta yo empezaba a hablar con acento italiano.
—No pasa nada. Usted no sabe de qué está hablando, señorita.
—Estoy convencida de que tienes razón. —Respiré hondo y le pasé el
brazo alrededor del suyo—. Enrico, los dos hemos perdido un buen amigo y
hoy no es día para hablar de trabajo.
Por un momento, pareció calmarse.
—Tiene razón.
Le apreté el brazo.
—¿Te apetece más vino?
—No, no. —Parecía gustarle mi forma de consolarle porque me acarició
la mano—. ¿Ha asumido el trabajo de Karastovsky en la Covington?
—Sí.
Miró a izquierda y derecha y luego dijo en voz baja:
—Podría contarle un par de cosas sobre Karastovsky y esos Winslow.
Yo también miré alrededor.
—¿De verdad?
—Si. Creen que Baldacchio es tonto pero ya les enseñaré yo. Me
prometen un negocio, y yo me aseguro de que no me lavan a jugar.
Baldacchio se ríe el último.
—¿Y cómo lo hiciste?
—Un pequeño seguro. —Frotó su hombro contra el mío—. Quizá se lo
enseñe algún día.
—Sería estupendo —dije en voz baja—. Podríamos vernos la semana
que viene y ponernos al día. ¿Estás ocupado el lunes?
Se quedó desconcertado por un instante, luego esbozó lentamente una
sonrisa.
—Quello è molto buono. Usted es muy lista.
Su italiano iba y venía como la marea. Le di unas palmadas en el brazo.
—Me alegro de que me tengas por tal. ¿Voy a tu estudio? Pongamos, ¿a
las dos del mediodía del lunes?
—Perfetto. Le enseñaré mi último tesoro. —Se me acercó más todavía y
pude ver las marcas del peine en su cabello excesivamente engominado—.
Y tal vez le enseñe también un pequeño extra que le parecerá sumamente
interessante.
—¿Interesante?
—Y sugestivo. No se lo diga a nadie. Haremos un negocio juntos, ¿eh?
—No veo la hora.
—Usted es una buena chica —dijo inesperadamente paternal, luego
frunció el ceño y meneó el dedo frente a mí—. Pero hágase un favor y
manténgase alejada del Fausto.
—¿Del Fausto?
—La maldición. Yo podría haber perdido un ojo. Quel libro maledetto.
—¿Su ojo? ¿Cómo?
El recuerdo pareció dolerle porque su ojo empezó a parpadear con un
tic. Se frotó la frente y alzó las manos dramáticamente.
—¡Eh! Hablemos el lunes. Viene a verme y hablamos. —Me pasó su
tarjeta profesional y se alejó a grandes pasos. Vi que Minka lo acorralaba
junto a la mesa de postres y lo obligaba a salir por la puerta.
Menudo rollo. ¿Qué había hecho y cómo había ido a parar ahí? Bueno,
lo averiguaría el lunes.
—Hola, Brooklyn.
Me volví rápidamente.
—Señora Winslow.
Estaba espléndida en un traje Chanel negro y llevaba un bolso de mano.
Me palmeó el brazo en un gesto de consuelo.
—Creí que debíamos darte nuestras condolencias.
—Gracias —dije, y suspiré aliviada. Su amabilidad sincera suponía un
cambio gratificante tras las mentiras e intrigas de Enrico y Minka—.
¿Cómo está?
—Oh, querida, estoy bien. —Esbozó una sonrisa triste—. Pero sé lo que
se siente cuando se pierde a un buen amigo, así que quería desearte lo
mejor.
—Es muy amable por su parte.
—Si quieres oír algún consejo de una vieja como yo, te recomendaría
que te cuidaras más en un momento como este.
Sonreí.
—Usted no es ninguna vieja, pero le agradezco el consejo.
—Voy a tener que comprar una caja de ese pinot —dijo Conrad
Winslow al unirse a nosotras—. Es un vino muy bueno.
Durante un rato hablamos de naderías y luego se fueron. Me sorprendió
de nuevo lo muy agradables que eran los Winslow y qué inexplicable
resultaba que hubieran engendrado a una criatura tan egocéntrica como
Meredith.
Me había entrado mucho apetito, así que cogí dos minisándwiches más,
de ensalada de huevo esta vez, y me encaminé a la vinatería rogando que
los dioses de la resaca fueran amables.
Robin apareció a mi lado.
—Tienes buen aspecto para ser alguien a la que tuve que meter de
cabeza en un taxi anoche.
—Soy joven —dije—. Me recupero rápido.
—Está claro. —Robin se volvió hacia el camarero, un chico de la zona
que trabajaba a tiempo parcial en los viñedos de Dharma—. Hola, Billy.
Tomaré lo mismo que ella.
Esperamos hasta que tuvo su copa en la mano y luego empezamos a
pasear por el perímetro de la sala.
—¿Quién era ese viejo con el que hablabas?
—Enrico Baldacchio —dije—. Acabamos de tener una conversación
muy interesante. —Di un sorbo de vino, le di vueltas en la boca y lo tragué.
Levanté la copa para mirarla a trasluz—. Es excepcional, ¿verdad? Un color
magnífico.
—Ni se te ocurra cambiar de tema. ¿Qué te dijo?
Le conté una versión resumida mientras caminábamos.
—¿De verdad crees que tiene algo que enseñarte, aparte de sus arrugas?
—Esto… —Lo cierto es que yo había pensado lo mismo—. Supongo
que lo descubriré el lunes. Tengo una cita con él.
—¿Una cita? —Gruñó Robin—. ¿De qué hablamos anoche?
—¿De moda?
—No, listilla. —Dejó de caminar y me susurró acalorada—: Hablamos
de que no debías investigar la muerte de Abraham por tu cuenta porque
podías cabrear a un asesino, ¿te acuerdas?
—Vagamente.
—Hablamos de por qué no era una buena idea. Y ese tipo, Enrico,
podría ser un asesino. —Dio un sorbo de vino—. Y luego yo dije que tu
ropa era atroz y tú te picaste. ¿Te suena?
Di otro sorbo de vino.
—Recuerdo lo de atroz.
Ella levantó la mirada al techo.
—Muy bien, porque eso era lo más importante de nuestra conversación.
—Muchas gracias. —Tiré de ella para que siguiéramos andando—.
Mira, no estoy investigando nada. Solo he quedado con un colega que algún
día podría ofrecerme algún trabajo.
—No me vengas con cuentos.
—Lo digo en serio. Eso es lo único que voy a hacer. ¿Puedes relajarte
un poco, por favor?
—Me relajaré cuando el asesino de Abraham esté entre rejas.
—Yo también. —Di otro sorbo e hice un gesto hacia la puerta—. Acaba
de entrar Austin.
Se dio la vuelta rápidamente para que nadie la pillara mirando con
deseo a mi alto y apuesto hermano mayor, de quien había estado enamorada
desde primaria.
—¿Y qué?
Me reí.
—En tanto no afrontes esos profundos y oscuros sentimientos que llevas
dentro, no puedes criticarme en nada que yo haga.
Me apuntó con el dedo y lo meneó.
—Tengo todo el derecho del mundo a intentar quitarte de la cabeza que
hagas que te maten.
Deposité la copa de vino en una mesa cercana y tiré de Robin para
abrazarla.
—Te lo agradezco.
Cuando me aparté, vi que se le habían llenado los ojos de lágrimas.
Suspiré.
—Te prometo por lo que más quiero que me andaré con cuidado.
—Más te vale.
—Y si pudieras hacerme un favor…
Ella se sorbió los mocos.
—¿Cuál?
—Ve a hablar con Austin. Te está mirando fijamente.
—Cállate.
—Es verdad —dije.
—Ay.
—Esa es la actitud conveniente. —Sonreí al alejarme con la esperanza
de que al menos alguien se lo pasara bien.
O
h, maldita sea, ¿qué quería de mí la policía? Busqué a Derek, pero
este esquivó mi mirada de consternación y se dio la vuelta para
hablar con la mujer que tenía más al alcance, que resultó ser Mary
Ellen Prescott, la manicura del salón de belleza cooperativo de Dharma que
había montado mi madre con algunas mujeres de la comuna. Derek no
tardaría en descubrir que Mary Ellen era miembro de nuestra comuna pero,
a la vez, una descarada proselitista en serie de la Iglesia de la Verdadera
Sangre de Ogun. Se lo merecía por pasar de mí cuando lo necesitaba.
Medio histérica, me volví hacia Ian y me quedé de piedra al ver que los
pocos segundos que había tardado en contemplar la traición de Derek Ian
los había aprovechado para esfumarse.
Baste decir que esta era otra lección aprendida por las malas. Los
hombres solo destacaban en una cosa: matar arañas. Aparte de eso, yo
estaba sola. Sin embargo, era triste. ¿Qué quedaba de la caballerosidad de
antaño?
El inspector Jaglow tosió con discreción.
Podría decir que tenía que ir al lavabo, y luego escabullirme por la
cocina, desviarme por la puerta del vestíbulo e irme de allí en cuestión de
segundos. Había carreteras alternativas, otras en zigzag y hondonadas en
Sonoma en las que podía desaparecer, donde un pez gordo de la policía de
ciudad como Jaglow nunca me encontraría.
—¿Señora Wainwright? —repitió—. No le robaré demasiado tiempo.
Suspiré, le dediqué una leve sonrisa y le hice un gesto para que fuera
por delante. Sin decir palabra, cruzó la sala y salió por las grandes puertas
dobles. Yo intentaba no hiperventilar mientras él caminaba por la acera
hacia la parte de atrás a través del ancho aparcamiento de asfalto. Había
mucha gente en el vestíbulo, pero nadie ahí fuera, ningún testigo que
presenciara cómo me obligaba a subir a un coche o me conducía al bosque
para interrogarme con brutalidad.
No me había dado cuenta hasta ese momento, pero no me fiaba de la
policía. Ahí estaba yo, completamente inocente de cualquier delito, pero
sintiéndome una criminal mientras pisaba el asfalto con El Hombre.
—Aquí —dijo Jaglow señalando el rincón más alejado del
aparcamiento.
Entonces vi a la inspectora Lee de pie junto a una mesa de pícnic bajo
un inmenso roble en el límite del aparcamiento. Llevaba un pesado abrigo
negro de lana y zapatos planos. Pese al grosor añadido del abrigo, seguía
pareciendo tremendamente delgada. Sabía que no era la experta en moda
que era Robin, pero me moría de ganas por cambiarle la imagen a la
inspectora.
Nos vio acercarnos y reparé en que estaba fumando un cigarrillo. Eso
era una sorpresa. Por descontado, yo no iba a ponerme a tratar las medidas
antitabaco recientemente adoptadas por la comuna. Además suponía que
eran una fantasmada porque el gurú Bob llevaba años escabullándose para
encenderse un pitillo detrás del almacén de la bodega.
—Hola, señora Wainwright —me saludó la inspectora Lee con su voz
extrañamente autoritaria. Ahora sabía de dónde procedía ese tono profundo
y sexy. Cigarrillos. De algún modo, en su caso fumar tenía algo de engaño
—. Lamento haberla sacado del servicio, pero teníamos algunas preguntas
que no podían esperar.
—No pasa nada —dije—. ¿Han picado algo dentro? —Esa soy yo: una
buena anfitriona, pero, más importante, a ella podía servirle para engordar.
Tendría que pedirle a Carmen que le preparara un sustancioso paquete para
llevar.
—He probado una galleta —admitió.
Me animé.
—¿Ha probado las snickerdoodles, las de azúcar y canela? Mi madre
prepara las mejores…
—Señora Wainwright —me interrumpió dando unos golpes en una hoja
de su cuaderno de notas y luego levantando la mirada—. Mantuve otra
conversación con, esto, Minka La Burr… La Boo… —Lo dio por imposible
y comprobó su cuaderno—. La Beef.
—Eso es, La Beef[4] —dije y me entraron ganas de echarme a reír, pero,
tristemente, ni siquiera la mala pronunciación del estúpido nombre me
animó. Minka me había advertido de que hablaría con la policía. No veía el
momento de escuchar las mentiras que les había contado.
—Me ha dicho que Karastovsky y usted mantuvieron una fuerte
discusión la noche de su asesinato.
—¿Qué?
Debí de gritar porque ambos me miraron fijamente.
—Lo siento —me apresuré a decir—. Pero está mintiendo. Miente de la
primera a la última palabra. Verá. Minka La Boeuf y yo nunca nos hemos
llevado bien. Desde hace mucho tiempo. No es agradable. Ella es una
mentirosa compulsiva y me odia. No quisiera entrar en ello, pero…
—Entre —dijo la inspectora Lee, retorciendo los labios en una mueca
sarcástica.
Dejé escapar un suspiro, luego les di la versión abreviada. Facultad.
Clase de Artes. Novio. Obsesión. Cuchillo afilado. Ataque rabioso. Sangre
por todas partes. Enfermeros.
Mientras hablaba, Jaglow escribía frenéticamente.
—Muy bien, ustedes no son precisamente buenas amigas —dijo Lee—.
¿Por qué iba a mentir ella acerca de esa discusión?
—No hubo ninguna discusión —insistí.
—Como sea —dijo Lee—. ¿Por qué iba a mentir?
Apreté los puños. ¿Qué parte de «Intentó apuñalarme la mano» no
habían entendido? Conté hasta diez y luego dije:
—Es lo que hace siempre. Como poco, a Minka le encantaría que me
despidieran de la Covington.
—¿Por qué? —me preguntó la inspectora.
—Porque me ha odiado desde siempre. Porque Abraham la despidió y
ella sabe que nosotros éramos muy amigos. Soy el objetivo lógico.
—Bien, eso como poco, ¿y como mucho? —dijo Jaglow, siguiendo mi
frase anterior.
¿Quería que lo dijera yo? ¿Que a Minka le encantaría que me detuvieran
por asesinato? Pues no iba a decirlo.
La inspectora Lee alzó la mirada al cielo.
—Nate, creo que la señora Wainwright está convencida de que la tal La
Beef intenta implicarla en el asesinato de Karastovsky.
Me lanzó una mirada penetrante, sugiriéndome que aclarara si coincidía
con ella o no.
Yo asentí rápidamente.
—Sí, es eso.
Lee asintió como respuesta y luego dijo:
—Bien, ha quedado claro. ¿Nos está diciendo que no hubo ninguna
discusión esa noche entre Karastovsky y usted?
—Eso es. Justamente eso. Ninguna discusión. Estuvimos charlando y
riendo; él estaba de buen humor y se alegró de verme. Pueden preguntarle a
cualquiera que no sea Minka.
—Y ha dicho que Karastovsky despidió a Minka —intervino Jaglow.
Al oír a Jaglow decirlo en voz alta me acordé de que Minka tenía su
propio móvil para el asesinato. ¿No la había acusado yo de eso cuando
hablamos por primera vez en el sótano del vestíbulo la noche del asesinato?
Me froté la cabeza. Los días y las conversaciones se iban desdibujando. La
cuestión era que yo en realidad dudaba de que Minka fuera capaz de
cometer un asesinato, ni siquiera de estar capacitada para ello, pero me
sentía casi mareada por el alivio de ver que el foco ya no me apuntaba a mí.
Ahora había llegado la hora de devolvérsela con ganas a Minka.
—Sí —respondí con firmeza—. La Covington despidió a Minka para
que no trabajara con Abraham en la colección de Winslow. Él la despidió
del proyecto al cabo de una semana. Sinceramente, si hubiera dependido de
él, para empezar no la habría contratado.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Lee arrastrando las palabras.
—Lo sé porque Abraham sabía que era un mal bicho, y también lo que
había intentado hacerme con aquel cuchillo. Sabía que ella causaba
problemas allá donde fuera. Ningún trabajo en el que haya participado ha
ido bien. Es cizañera y perturbadora, y, además de su inaceptable actitud, ni
siquiera es muy buena en el oficio.
—Pero cuéntenos cómo se siente usted —murmuró Lee y casi esbozó
una sonrisa.
Jaglow asintió divertido.
—Le prestaremos atención. —Me devolvió la mirada—. Así que La
Beef y usted tienen una historia compartida, pero ¿qué gana ella mintiendo
sobre usted?
—Para Minka, se trataría del puro placer de avergonzarme.
—Pues es una cuestión muy seria —dijo.
Lee se puso más filosófica.
—Las chicas solo quieren pasárselo bien.
M
e quedé boquiabierta.
—No, no lo eres.
Bajó la navaja y se puso las manos en las caderas.
—Y tanto que sí.
Muy bien, esto era inesperado. La examiné durante un minuto, luego me
pregunté cómo era posible que no me hubiera fijado antes. El pelo era una
pista incuestionable: la misma melena oscura y rizada de Abraham. Parecía
rondar los veinticinco años, debía de medir poco menos de uno sesenta,
baja para alguien que decía ser hija de Abraham. Su madre tendría que ser
muy baja.
—Lo siento —dije sin poder contenerme—. No sabía que Abraham
tuviera una hija.
A ella se le escapó una áspera carcajada.
—Ya, bueno, él tampoco lo sabía hasta hace una semana.
—Me dejas de piedra. ¿De dónde vienes? ¿Cuándo él… esto…? Se
encogió de hombros.
—Vivo en Seattle con mi madre. No me reveló quién era mi padre hasta
hace un mes. —Agarró un carrete de hilo y lo hizo rodar entre sus manos—.
Ella, bueno… Mi madre se está muriendo, de cáncer. Supongo que había
llegado la hora de sincerarse. —Dejó el carrete en la mesa y se frotó los
ojos—. Estoy muy cansada. He estado en casa de una amiga cerca de
Ghirardelli Square. Es una especie de ave nocturna.
—¿Tuviste…? —¿Cómo podía plantearle la pregunta?—. ¿Tuviste la
ocasión de conocer a Abraham?
—Sí. —Sonrió. La sonrisa transformó su cara y me percaté de que era
todavía más joven de lo que había creído al principio—. Era como un gran
oso, ¿verdad? —prosiguió, riéndose entre dientes—. Tuvimos una cena
espléndida en la ciudad; entonces vine aquí la otra noche para encontrarme
con él, ver su casa, pero no estaba. Le dejé una nota pero no me llamó.
Pareció perturbada.
—Me lo contó todo de ti, incluso me enseñó tu foto.
—¿Mi foto?
—Sí, la que lleva en la cartera. —Lo dijo como una acusación. Eh, que
no era culpa mía, que no se picara. Pero ¿por qué hablaba de él en presente?
Tuve un mal presentimiento.
—En cualquier caso —prosiguió—, le pedí que quedáramos anoche en
el Buena Vista, pero no se presentó. Entonces, de repente, eras tú la que
estabas allí. Te reconocí y yo… yo no supe qué hacer, así que me escabullí.
—Agitó las manos con impotencia—. Fue seguramente la reacción de una
cobardica, pero me resultó raro verte allí. Me sentí un poco amenazada,
supongo. Lucha o huye, ya sabes. Así que eché a correr.
—Sí, conozco la sensación.
—Pensé en engancharle hoy aquí, pero no ha habido suerte. Y aquí
estás tú. Debe de ser mi día de suerte.
Habría respondido al comentario sarcástico, pero no pude. Ella no sabía
lo que había pasado. ¿Y entonces yo qué debía hacer? Ojalá hubiera estado
allí mi madre. Ella habría manejado la situación mucho mejor que yo.
—Lo siento, Anandalla —dije, agarrándome las manos con fuerza—.
Abraham murió hace unos días.
—¿Qué? —Negó con la cabeza—. No, lo vi hace nada. ¿Qué día es
hoy?
—Es la verdad —dije en voz baja—. Lo siento.
Los ojos se le abrieron de par en par, expresando toda su conmoción.
—No, no… Se supone que íbamos… Oh, no.
—Lo siento.
—No es posible —susurró—. Estás mintiendo. Simplemente estás…
Parpadeó varias veces y tragó saliva. Entonces, cuando empezaron a
salir las lágrimas, se le arrugó la cara. Ocultó el rostro entre las manos y
lloró en silencio mientras sus hombros subían y bajaban.
Cogí un taburete y la obligué a sentarse. Apoyó la cabeza sobre la
superficie de la mesa de trabajo y siguió llorando con gemidos
desgarradores. Le froté la espalda, pero me sentía una completa inútil.
Rebusqué en mi bolso, encontré un paquete de pañuelos de papel y le puse
uno en la mano.
Yo no podía creerlo. Tras una vida entera sin saber nada, esta chica tenía
por fin la oportunidad de conocer a su padre. Y ahora se había ido para
siempre. Por si fuera poco, su madre también estaba muriéndose. ¿Cómo
iba a poder sobrevivir a tanto dolor?
Yo también tenía el corazón desgarrado por Abraham. Menuda sorpresa
debió de ser para él descubrir, después de tantos años, que tenía una hija. Al
mismo tiempo, sentí un arrebato de rabia contra la madre de Anandalla.
¿Cómo había podido esa mujer mantenerlos en la ignorancia durante tantos
años?
Y de repente me di cuenta de que Abraham debía de estar refiriéndose a
eso la noche de la inauguración de la exposición en la Covington. «La vida
es buena, Brooklyn —había dicho, abrazándome—. No creía que pudiera ir
a mejor, pero sí, ha mejorado».
En aquel momento, yo había creído que se refería al éxito impresionante
de la exposición. Pero entonces me di cuenta de que estaba hablando de su
hija. Todo era tan injusto…
Los gemidos de Anandalla levantaban ecos en la sala y reverberaban en
mis entrañas. Como siempre, nadie lloraba solo cuando yo estaba cerca. Me
enjugué las mejillas húmedas mientras le ponía la mano en el brazo.
—Lo siento mucho, Anandalla —dije—. Era un buen hombre y habría
hecho lo imposible por encontrarte si hubiera sabido de tu existencia. Yo…
yo no sé qué más decir. Es una tragedia.
Anandalla se incorporó, respiró hondo y luego exhaló. Se bajó del
taburete de un salto y tiró distraídamente de los puños de su chaqueta.
—Sí. Es un asco.
—Eso lo resume todo bastante bien —dije.
Al cabo de un momento, soltó abruptamente:
—Puedes llamarme Annie.
—¿Annie?
—Mi madre intentó hacerse hindú durante un tiempo, y de ahí me viene
el nombre.
—En aquella época se llevaban mucho ese tipo de historias.
Se rio entre dientes.
—Sí, lo sé. Al cabo de unos años, ella volvió a trabajar de asistente
jurídica y, desde entonces, siempre he sido Annie.
—A mí me gusta Annie.
—Gracias. Bueno, supongo que voy a ser huérfana —dijo con una
risita, pero el comentario le provocó un nuevo flujo de lágrimas y otra
ronda de fuertes gemidos.
La acerqué a mí y la abracé. Al cabo de unos minutos dejó de gemir
pero empezó a jadear con tensas sacudidas mientras intentaba recuperar el
aliento.
—Tranquila —dije—. Tómatelo con calma. —Le di unas palmaditas.
Su respiración se hizo más lenta, profunda y fluida.
Finalmente, se apartó.
—Estaré bien.
—No sé cómo —dije—. Yo estaría hecha polvo.
—La negación ayuda. Espero que irrumpa en cualquier momento.
—Bueno, puedo prometerte una cosa.
Se toqueteó la sien húmeda con el pañuelo de papel.
—¿Sí?, ¿qué?
—Nunca serás huérfana. No mientras tengas la Fraternidad cerca.
—¿La qué?
Suspiré.
—Supongo que tu madre nunca te habló de ella.
Dio un paso atrás, a la defensiva. Yo supuse, razonablemente, que su
madre había apartado a Abraham de ella debido a la relación de este con la
comuna y el gurú Bob. A alguien externo al grupo el gurú Bob le habría
parecido el líder de una secta. Pero no lo era, del mismo modo que sus
seguidores no estaban cautivos e hipnotizados para que bebieran Kool-Aid.
—¿Qué es exactamente lo que no me contó mi madre? —preguntó
Annie secándose los ojos con los nudillos. Un poco de su maquillaje de ojos
gótico le manchó la mejilla y le di otro pañuelo de papel.
—Podría intentar explicártelo, pero tardaría horas. —Agarré mi bolso
—. ¿No sería mejor que te lo enseñara?
D
ejé la botella en la mesa y cogí la tableta de chocolate.
—¿Qué quieres decir con peligroso? Conozco a Enrico Baldacchio
desde siempre.
—No lo conoces tan a fondo como crees. Es un mentiroso y un ladrón.
Guau. Palabras duras para alguien que definía la corrección política en
este gremio.
—¿Por qué, Ian? ¿Qué ha hecho?
—Supongo que no sabías que los Winslow contrataron primero a
Enrico, antes de aparecer por la Covington.
Volví a soltar la botella de agua.
—Tienes razón, no lo sabía. ¿Y qué pasó?
Levantó las manos como si se estuviese descargando de toda
responsabilidad.
—Ten presente que todo esto es información de segunda mano.
—Muy bien, pero cuéntamelo.
—Las cosas fueron estupendamente durante un tiempo. Ellos solo
querían arreglar algunos libros.
—¿Cómo lo encontraron?
Se rio, pero sin ganas.
—En la guía telefónica. Su nombre es el primero que aparece bajo el
epígrafe de encuadernadores.
—Te estás quedando conmigo.
—No. Puedes mirarlo tú misma.
Lo haría.
—Guau, ¿quién sigue usando todavía la guía telefónica? Pensaba que
todo el mundo recurría a Google.
Cruzó las manos sobre la mesa.
—No todo el mundo.
—Eso parece. —Entonces me fijé en que Ian rechinaba los dientes—.
Seguramente no habrás venido aquí para hablar de las Páginas Amarillas.
—No —dijo.
—Muy bien. —Sonreí—. ¿Qué me decías sobre Enrico?
Pareció incómodo y estuve a punto de ofrecerle un poco de mi
chocolate, pero pensé que me hacía falta a mí.
Ian suspiró.
—Unos amigos de los Winslow, entendidos en libros, se preocuparon al
ver que Enrico no era bueno en su oficio. Habían visto parte de su trabajo
vanguardista con cuero en algunos libros de anticuario y se habían quedado
horrorizados. Insistieron a los Winslow para que trajeran sus libros a la
Covington antes de que Baldacchio destruyera la totalidad de su colección.
Esos amigos les convencieron (bueno, convencieron a Sylvia más bien) de
que tenían una colección increíble y necesitaban un conservador y un
experto en restauración para trabajar con ella.
—Amigos inteligentes.
—Doris Bondurant y su marido.
Sonreí.
—Ella me encanta.
—Sí, es genial.
Me rugió de nuevo el estómago.
—Me muero de hambre. ¿Te molesta seguir hablando mientras nos
acercamos a la Rose Room?
—En absoluto.
Pasé por alto su mirada divertida, agarré mi bolso, salí y cerré la puerta
con llave. Al llegar a la entrada principal de la biblioteca, giramos a la
derecha y seguimos el amplio sendero alrededor del edificio. Serpenteamos
a través del jardín de camelias hasta el pequeño edificio Victoriano que
alojaba la elegante Rose Room de la Covington, así llamada por el famoso
jardín de rosas que tenía adosado.
Me di la vuelta y contemplé la vista desde ahí, la cima de Pacific
Heights. El viento soplaba fresco y el cielo tenía un matiz de azul que
ninguna pintura podría reproducir. Desde ahí podíamos volvernos en tres
direcciones y ver la mayor parte de la ciudad y la bahía. Era espectacular.
Por un instante me sentí en paz. Ese era el mejor sitio donde se podía estar
en el mundo.
—Voy a pedir —dijo Ian, trayéndome de vuelta a la realidad con un
chasquido mientras sostenía la puerta abierta.
Lo miré.
—Solo voy a por un sándwich.
—No, sentémonos y hablemos.
Miré mi reloj de nuevo. Casi mediodía. Disponía de mucho tiempo,
pero sentarme sin hacer nada era lo que menos me apetecía. Pese a todo, él
era el jefe y, al fin y al cabo, había comida de por medio.
Era temprano, así que nos sentamos a una mesa junto a la ventana que
daba al mar de rosas de vistosos colores que se extendía a lo largo de varios
acres. Una franja de coral, cintas de blanco, hileras sin fin de un rosa
perfecto, unos espléndidos rojos intensos.
Vino una camarera con una tetera, anotó nuestros pedidos y se fue. Ian
sirvió té para los dos.
—Así que los Winslow trajeron aquí su colección —dije mientras
agarraba mi taza—. ¿Y por qué no trajiste a Enrico para acabar el trabajo de
restauración?
—¿Estás de broma? —dijo Ian en un susurro iracundo—. Ese hombre
es un aficionado. La última vez que trabajó aquí, se encargó de una edición
en cuarto de Shakespeare de valor incalculable y la dejó hecha jirones.
—¿Cómo es posible? Se supone que es un genio.
—Oh, no me fastidies. ¿No te contaba nada Abraham?
—Bueno, sí. Pero suponía que se debía a que eran rivales.
—Pero, una vez Abraham vino a la Covington, se enteró de todo. ¿Y ni
así te contó nada?
Me avergoncé.
—Bueno, ya sabes, no hablábamos desde hacía un tiempo. Yo me
instalé en el loft, y el negocio era boyante. Entonces volé a París una
semana antes de empezar las clases en L’institut, en Lyon. No lo había visto
desde hacía seis meses.
Asintió mostrando su comprensión.
—Era un hombre difícil.
Envolví la taza con las manos, buscando el calor.
—Así que supongo que Enrico no se tomó bien que le quitaran la
colección.
—Se puso furioso. Advirtió a los Winslow de que perderían dinero al
hacerlo.
Me reí.
—Bueno, eso era obvio. Ellos iban a donar su colección entera, ¿no? No
había mucho dinero en juego. A no ser que quisierais comprársela, y no
queríais, ¿no?
—No estábamos en condiciones de adquirir la colección —dijo en voz
baja—. Pero podríamos hacerlo si esta funciona.
Traducción: si atraía multitudes. Y podría, si la anunciaban de un modo
sensacionalista. Si se centraban en la maldición del Fausto, la relación con
Hitler y todas aquellas historias.
—Muy bien, así que Enrico tenía razón —dije—. No iban a sacar tajada
vendiendo en eBay.
—Que era precisamente lo que había pensado Enrico.
—Me tomas el pelo. ¿En eBay?
Él se encogió de hombros.
—Un montón de marchantes trabajan a través de eBay.
—Lo sé, pero ¿una colección como la suya? Podrían haber encontrado
un marchante reputado que se la llevara.
—Enrico les aseguró que podía encargarse de todo.
—Y ellos se lo tragaron. —Negué con la cabeza—. Seguramente utilizó
su cursi acento italiano con ellos.
Ian removió la taza de té ensimismado.
—La gente no entiende el mundo del libro.
—Conrad Winslow reconoció que anda muy perdido en todo cuanto
trata de libros.
Ian negó con la cabeza.
—A mí me pareció que era buena persona —dije.
—Vale.
Me reí.
—Ian, cuéntalo todo.
Hizo una mueca.
—Me agobia a todas horas con el dinero. Quiere vender la colección y
no sé qué decirle. Claro que conozco a marchantes, pero quiero exhibir los
libros aquí. Y es importante mantener la colección entera. La exposición
todavía no se ha inaugurado, pero si tengo que aguantar sus amenazas
mucho más tiempo… —No acabó la frase, solo negó con la cabeza.
—No parece que los Winslow necesiten el dinero.
—No, no lo necesitan —dijo Ian mirando en su taza de té—. Pero el
hombre tiene la manía de ganar dinero a todas horas. No acaba de entender
lo del sin ánimo de lucro.
—¿Y quién lo entiende?
Se rio entre dientes.
—Me temo que eso es verdad.
—A lo mejor tendrías que empezar a tratar con Sylvia —sugerí—.
Parece la más entendida de los dos.
Asintió.
—No es mala idea. Pero es él quien viene siempre.
La camarera puso los platos que habíamos pedido delante de nosotros,
comprobó la tetera y se fue. Yo había pedido el sándwich de pollo al curri y
lo sirvieron cortado en cuatro triángulos dispuestos alrededor de una
delicada ensalada de cogollos de lechuga. Agarré un triángulo y lo devoré.
Al cabo de unos bocados, ralenticé la ingesta.
—Así que, en el fondo, tu única queja sobre Enrico es la calidad de su
trabajo.
—No. —Ian dio un sorbo de té antes de continuar—: Varios marchantes
me han hablado de ciertas transacciones que han visto recientemente en
internet de unos libros alemanes exquisitamente encuadernados.
Di un mordisco a otro triángulo y mastiqué mientras Ian hablaba.
—Uno de los libros es una extremadamente rara primera edición
autografiada de Rilke. Sus Elegías de Duino, creo. El marchante pagó una
suma escandalosa y cuando recibió el libro encontró un exlibris con la
insignia de Winslow en la portada interior.
Un exlibris es una etiqueta ornamental pegada en el dorso de la cubierta
con el nombre o el blasón familiar del dueño.
—Eso fue una tontería —dije—. ¿Por qué no quitó el exlibris? Es como
si pidiera que lo pillaran.
—Quitarlo habría conllevado devaluar el libro.
—Tal vez —concedí, pero sabía que yo habría podido quitar con finura
la etiqueta sin dañar las guardas—. Tal vez simplemente no le importe.
—Desde luego, no le preocupa que lo pillen. Supongo que tiene una
empresa falsa con un apartado de correos. Y todo lo demás. Hasta ahora, se
han localizado seis libros raros que procedían de la colección.
Intenté hacer las cuentas.
—Así que estamos hablando de ¿cuánto: diez, veinte mil dólares?
—Más bien doscientos mil —dijo, mirándome con pena. No era muy
buena en matemáticas. Ni en la economía de mercado.
—¿Lo saben los Winslow?
—Tuve que decírselo.
—Uf. ¿Y qué hicieron?
—Meredith quería contratar a un sicario para que lo asesinara, pero
Sylvia la tranquilizó sugiriendo que la policía realizara una operación
encubierta. Creo que eso es lo que piensan hacer ya las autoridades.
Comí un poco de ensalada.
—Estoy segura de Enrico imagina que nadie echará en falta media
docena de libros entre los centenares que forman la colección.
—Yo también lo creo así —convino Ian—. Pero el mundo de los libros
raros es pequeño. Lo atraparán, solo es cuestión de tiempo.
—Minka me dijo que Enrico trabaja ahora con un nuevo coleccionista.
No quiso decirme cómo se llamaba, pero me contó que le había hecho
firmar un contrato de confidencialidad. Me pregunto si…
—Espera. ¿Minka está trabajando con Enrico?
—Eso parece, pero…
—Eso no tiene ningún sentido. ¿Para qué iba a necesitar una ayudante?
—Nunca te había visto tan enardecido. Enrico debe haberte dado bien
por…
—No te haces ni idea. —Se acabó su último triángulo y se limpió las
manos en su servilleta de lino.
—Pero, escucha —dije—, tal vez ese tipo del contrato de
confidencialidad forma parte de la operación encubierta del gobierno de la
que hablabas.
—Ojalá —dijo—. Pero esa es otra razón por la que no quiero que te
mezcles para nada con él.
—Gracias por el aviso —dije—. Te prometo que mantendré las
distancias.
Empezando esta misma tarde, poco después de las dos.
M
i atacante me tenía fuertemente sujeta. Me había rodeado el torso
con su otro brazo para impedir que le golpeara, pero, si iba a morir
en una despensa, me resistía a ser dócil. No me atrevía a hacer
ruido, pero intenté soltarme y morderle la mano. Solo conseguí desgarrar un
poco de piel, lo que estuvo a punto de darme arcadas. Me retorcí para
liberarme, pero no había espacio para maniobrar en los confines de la
despensa.
—Chisss —dijo en un susurro, como si intentara calmar a un bebé con
un cólico. Pude oler su aroma acre y me pregunté cómo no me había dado
cuenta de que estaba escondido ahí dentro cuando yo entré en este espacio.
No eran ratones la presencia que notaba, sino una gran rata.
—Maldita sea, Derek —dije entre dientes, aunque con su mano
tapándome la boca sonó como «Masea dek».
—Calla —susurró con brusquedad.
De verdad iba a matarlo. Sin embargo, por el momento, asentí despacio
para que supiera que estaba de acuerdo con el plan de guardar silencio.
Aflojó la presión de su mano sobre mi boca, pero mantuvo el otro brazo
ceñido con fuerza a mi alrededor. A medida que los pasos se acercaban a la
despensa, dejé de respirar del todo. Estaba aplastada contra el duro pecho y
el estómago de Derek, por no mencionar sus muslos. Ay, Dios. Ahora que
sabía que era él, una parte de mí, bueno, vale, mi cuerpo entero quería
restregarse más cerca aún y ronronear como una gatita satisfecha.
Seguramente no era el mejor momento para pensar cosas como esas, sobre
todo a la luz de la decisión que acababa de tomar de asesinarlo.
Aspiré mientras Derek tendía la mano entre mí y la puerta para asir el
pomo, segundos antes de que el intruso intentara abrir la puerta de la
despensa. Sentí cómo vibraban sus músculos con tensión mientras sostenía
el pomo con tanta fuerza que el intruso tuvo que pensar que la puerta estaba
atascada o cerrada con llave.
Como fuera, el hombre que estaba al otro lado de la puerta soltó un taco
y cejó en su empeño.
Mientras sus pasos se alejaban de la despensa, dejé escapar el aliento
despacio. El intruso cruzó la cocina y se perdió por el pasillo, con pasos
cada vez más débiles a medida que se dirigía a la parte de atrás de la casa.
Cuando pensé que iba a desmayarme de puro alivio, una puerta se cerró
de golpe al final del largo pasillo. Me tensé de nuevo cuando unos pasos
sonaron con fuerza sobre el suelo de madera del pasillo y salieron a toda
prisa por la puerta principal.
Durante un instante, todo fue silencio; luego se puso en marcha el motor
de un coche y unas llantas rechinaron cuando el intruso se marchó.
Al cabo de diez segundos, Derek empujó la puerta y salimos de la
despensa.
Tras aspirar primero el aire de la libertad, me volví y le di un golpe en el
brazo.
—¿Se puede saber qué estabas haciendo ahí dentro?
Se quitó el polvo de la chaqueta.
—Esperándote.
—Muy gracioso. ¿Me seguiste? Bueno, no quiero decir que me
siguieras exactamente dado que estabas aquí antes que yo. Pero a ver: ¿lo
hiciste?, ¿me seguiste?
—No tengo la menor idea de qué estás hablando.
Di un pisotón y al instante me sentí como una idiota. Estaba rabiosa.
—¿Cómo sabías que iba a venir aquí?
Me agarró del brazo y se encaminó hacia la puerta principal.
—Podemos hablar más tarde. En este momento estamos cometiendo un
allanamiento de morada.
Me solté el brazo.
—Tengo una cita con Enrico.
—Pues llama para cambiarla. —Señaló la puerta—. Vámonos.
—Lo esquivé y enfilé en la dirección contraria, por el pasillo.
—Solo tardaré un momento.
—¿Qué se supone que estás haciendo?
—Busco una cosa. Será rápido.
—Dios, eres insoportable.
Lo fulminé con la mirada.
—Mira quién habla.
Lo oí suspirar pegado a mi espalda mientras examinaba la primera
habitación: dos camas, mesita de noche, tocador, ninguna ornamentación.
Parecía ser un cuarto de invitados. No había libros, ni cajas, nada que
indicase que allí se desarrollaba un negocio de venta de libros. Y tampoco
nada que identificara al desaparecido «GW1941».
—¿Has visto salir a Enrico? —pregunté.
—No.
—Debe de haber olvidado que yo venía.
—Pero se dejó la puerta sin cerrar.
—Tal vez solo ha salido un minuto.
—Lo que significa que volverá en cualquier momento y nos encontrará
en su casa, violando la propiedad privada.
—A mí me había invitado. ¿Cuál es tu excusa?
—Ya te lo he dicho, te estaba esperando.
—No le había dicho a nadie que iba a venir aquí —insistí.
—No eres precisamente una persona muy sutil —dijo.
—¿Qué quieres decir? —La habitación del otro lado del pasillo estaba
vacía salvo por una tabla de planchar y un televisor. No me imaginaba aquí
a Enrico planchándose las camisas mientras veía Oprah. A lo mejor tenía
una asistenta.
—Sin querer, escuché tu conversación con él en el funeral. Dijiste que
vendrías a las dos.
Me apoyé la mano en la cadera.
—Se suponía que estabas hablando con Mary Ellen Prescott. Lo pensó
un momento.
—Ah, sí. Una mujer encantadora. Completamente loca.
Me reí entre dientes.
—Esperaba que te convertiría.
—Adora la sangre de alguien. Imaginé cabras en un altar. Sonreí.
—Casi aciertas. Pollos.
—Dios santo.
—No te preocupes, nada se desperdicia. Se comen los pollos después de
sacrificarlos.
Levantó la mano para que me callara.
—Es más de lo que quiero saber sobre la querida Mary Ellen.
La puerta siguiente, a la izquierda, estaba cerrada. La abrí y encontré la
biblioteca de Enrico.
Había estanterías con libros encuadernados en cuero del suelo al techo
en las cuatro paredes, con huecos recortados alrededor de las dos ventanas y
del armario. En medio de la sala, dos sillas de cuero marrón, con una mesa
de caoba entre ellas. Sobre la mesa se apilaban libros de la encuadernación
más exquisita. Las sillas parecían usadas, cómodas y acogedoras. La
alfombra del suelo era de un elaborado estilo persa con ondulaciones y
florituras en múltiples matices de azul, negro y beis.
Me concentré en la pila de libros que había en la mesa.
—Ah. —Entré en la habitación y agarré el libro bellamente
encuadernado que estaba en lo alto de la pila. Eran las Vidas paralelas de
Plutarco, encuadernado en cuero de color borgoña, profusamente dorado, de
casi cinco siglos de antigüedad, en perfecto estado. De un valor casi
incalculable.
—¿Qué está haciendo con esto? —Me di la vuelta para enseñarle el
libro a Derek, y fue entonces cuando vi a Enrico yaciendo en un rincón,
aovillado sobre aquella alfombra fabulosa. Alrededor de su cabeza, un
charco de sangre formaba un halo oscuro.
—Oh, no. Oh, Dios mío. —Me falló la visión; entonces la cabeza de
Enrico se acercó, se alejó, volvió a alejarse.
Intenté gritar pero me salió un gemido.
Derek me agarró, me zarandeó y me atrajo hacia él.
—Nada de desmayarse.
—Está muerto —balbucí contra su camisa.
—Sí —dijo secamente—. Vamos, recupera la compostura. Tenemos que
salir de aquí.
—Pero… —Lo miré—. Deberíamos llamar a la policía.
—Ya lo haremos.
¿Cuánto tiempo se habría pasado ahí, agonizando? ¿Todo el rato que yo
había estado fisgoneando en su mesa y sus papeles? ¿Todo el tiempo que
había pasado escondida en la despensa con Derek mientras otro intruso
registraba su casa? ¿Enrico todavía estaba vivo cuando entré por la puerta
principal? Si lo hubiera encontrado antes, ¿podría haberlo mantenido con
vida?, ¿haber llamado a una ambulancia? ¿Me sentiría culpable de lo
sucedido durante el resto de mi vida? En ese momento, creía que sí.
—Debería…
—No.
—Pero podría haber…
—No. —Volvió a tirar de mí para abrazarme.
—Estaba ahí desde el principio —susurré.
—Sí.
—Tú lo sabías.
—No.
Me tranquilizó oírselo decir, tanto si era verdad como si no. Pasó sus
manos arriba y abajo por mi columna.
—Anda, vámonos —dijo en voz baja.
—¿No deberíamos…?
—No, llamaremos desde otro sitio.
—Podríamos haberle ayudado.
—Estoy convencido de que ya estaba muerto.
—Eso no lo sabes.
—Sí, lo sé. —Me puso la mano en la nuca y me acercó a él. No tendría
que haberme sentido tan bien, pero no podía evitarlo. Me sentía
completamente envuelta, segura. Amada. Una ilusión, sin la menor duda,
pero agradable en ese instante.
Finalmente, me eche hacia atrás para mirarlo.
—¿De verdad no sabías que estaba ahí?
—De verdad.
—Entonces ¿cómo sabes que ya estaba muerto cuando nosotros…?
Me miró directamente a los ojos.
—El hecho de que tenga un orificio de bala en la cabeza me lleva a
pensar que murió bastante rápido. Y dado que no oímos nada…
Lo dejó ahí.
Agachó la cabeza, derrotado o pensativo, no sabría decirlo. Pero cuando
volvió a mirarme, lo hizo con resolución.
—Ven aquí.
Llámenme débil, pero volví de buena gana a sus brazos.
—Estoy cansada de encontrar cadáveres —susurré al cabo de un
momento.
—Sí, acaba por resultar agotador.
Yo debía de estar conmocionada porque me reí como una tonta ante el
comentario. Respiré hondo, me juré mantener la calma. Enrico estaba
muerto, asesinado, y yo me encontraba a un metro de su cuerpo.
—Más vale que nos vayamos de aquí.
—Qué buena idea.
Me di cuenta de que seguía aferrando el Plutarco y lo guardé en mi
bolso.
—Me llevo esto.
—Muy bien. Robando otro libro. —Me agarró de la mano y yo dejé que
tirara de mí por el pasillo hacia la puerta principal—. Llamaremos a la
policía desde el restaurante más cercano.
—El Left Hand.
—¿Qué has dicho?
—El Left Hand. Es un restaurante vegetariano que está a un par de
manzanas, en California Street.
Me miró fijamente.
—¿Por qué no me sorprende que conozcas todos los establecimientos de
restauración de esta ciudad?
Me encogí de hombros.
—Me gusta comer.
—Ya me he fijado.
Tendí la mano hacia el pomo de la puerta de entrada, pero Derek me
apartó.
—Espera. —Se dirigió al salón y miró por una rendija entre las cortinas.
Por encima de su hombro, atisbé un viejo y estiloso deportivo negro que se
disponía a aparcar.
Se produjo una pequeña explosión cuando el coche petardeó y se
estremeció hasta detenerse. Una mujer se apeó desde el asiento del
conductor y se encaminó a la puerta principal.
—Es Minka —dije sintiendo un escalofrío que poco tenía que ver con el
cadáver del final del pasillo.
—Esta casa está más atestada que Heathrow —murmuró Derek—. Y no
toquemos nada más. —Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo usó para limpiar
el pomo de la puerta delantera y colocar el pestillo en su sitio, luego me
agarró de la mano y me condujo a la cocina—. Saldremos por atrás y
rodearemos la casa.
—La puerta trasera tiene una cerradura con bloqueo de seguridad. Ya lo
he comprobado.
—Maldita sea.
Nos miramos. Yo estaba a punto de ser presa del pánico.
—Podríamos romper la ventana —dije.
—Si no queda más remedio. Pero primero busquemos una llave.
Tragué saliva de nuevo.
—A lo mejor guardaba las llaves en el bolsillo.
Entornó los ojos mientras lo pensaba.
—O a lo mejor se vacía los bolsillos cuando llega a casa. —Corrió a la
sala de estar y yo le seguí. Revisó la sala, y finalmente miró en un pequeño
cuenco en el estante corto que había cerca del recibidor. Como era de
esperar, había un cuenco que contenía un juego de llaves y un montón de
monedas, un móvil y un paquete de pañuelos de papel, como si Enrico se
hubiera parado ahí delante para vaciarse los bolsillos.
—Genial —dije.
—Los hombres somos una pandilla muy previsible.
Volvió a agarrarme de la mano y atravesamos corriendo la cocina hasta
la puerta trasera, justo cuando empezaron a llamar a la puerta principal. Oí a
Minka gritando el nombre de Enrico desde el escalón de la entrada. Sonaba
como una verdulera, aunque yo nunca había oído gritar a ninguna verdulera
de verdad. No importaba. No me cabía duda de que los enervantes berridos
de Minka podrían pasar por los de esa vendedora.
Derek probó con la primera llave y al cabo de unos segundos estábamos
fuera de la casa.
—Enrico, tengo mi llave —chilló Minka—. Voy a entrar.
—Menuda bocazas —dijo Derek—. El barrio entero se va a enterar.
Avanzamos de puntillas por un costado de la casa mientras Minka
entraba por la puerta principal. Todavía la oí llamar a gritos a Enrico unas
cuantas veces más.
—No corras —me advirtió Derek cuando llegamos a la acera delantera
—. No mires directamente a los ojos a nadie. Camina como si vivieras por
aquí. Luego ve en coche hasta el restaurante y aparca al menos a una
manzana de distancia. Yo te seguiré.
No discutí. Quería estar a kilómetros de distancia cuando Minka
descubriera el cadáver de Enrico. Caminé a paso rápido hasta mi coche, lo
arranqué y salí. A unas pocas manzanas, giré a la derecha para entrar en
California Street, encontré un hueco y aparqué.
Me costaba respirar.
¿En qué pensaba para entrar así en casa de Enrico? Había violado una
propiedad privada. No importaba que tuviera una cita con Enrico. No era mi
casa. Y cuando entré, estaba ya muerto en la habitación del fondo.
Me restregué los brazos para combatir los escalofríos. Alguien se había
enfadado lo bastante para asesinarlo a sangre fría. Con un arma. Igual que a
Abraham. ¿Por qué? ¿Qué había hecho Enrico? Y, más importante aún, ¿a
quién había enfurecido tanto que había cogido un arma y le había disparado
en la cabeza?
Tenía que ser la misma persona que había asesinado a Abraham. No
podía tratarse de una coincidencia.
El asesino no había revuelto la casa de Enrico, así que quizá no buscaba
nada, salvo a él. Eso podía significar que los Winslow estaban implicados.
Una vez más, me vino a la cabeza la imagen de la pequeña Meredith vestida
con aquel bonito mono naranja.
Pero quizá la llegada de Derek había espantado al asesino, que planeaba
regresar para registrar la casa, lo que significaba que la persona que
rebuscaba por la casa mientras Derek y yo permanecíamos ocultos en la
despensa podría ser el asesino.
¿Cuál era la verdadera relación entre Abraham, Enrico y el asesino? Los
libros, sin duda. Pero ¿qué libros? ¿Uno de la colección de los Winslow?
¿Alguno de la Covington? ¿O algo que tenía que ver con un antiguo agravio
entre los dos hombres?
No me cabía duda de que había alguna relación entre ambas muertes. Si
descubría esa relación, descubriría al asesino.
«¿Que yo descubriría al asesino?». Me estremecí. No, gracias. Iba a
irme a mi loft y a esconderme debajo de la cama.
El Bentley negro de Derek se detuvo a media manzana frente a mí.
Mientras le veía acercarse a mi coche, con su andar resuelto, su mirada
estudiándome como un gato callejero que examinara a su presa, se me
ocurrieron tres cosas.
Número uno: Derek Stone era muy atractivo.
Número dos: Minka no había asesinado a Enrico.
Número tres: yo sabía quién era el intruso.
CAPÍTULO CATORCE
H
abía reconocido la voz del intruso cuando le oí soltar el taco delante
de la puerta de la despensa.
Miré fijamente a Derek cuando se acercaba. No podía contarle lo
que sabía. Todavía no. Necesitaba pensar. Necesitaba averiguar si tenía que
enfrentarme al intruso en privado, hacerle saber que yo sabía que había
estado en casa de Enrico. Me planteé si debía contarle que también sabía lo
que había estado buscando.
Eso me recordó que el cheque por valor de cinco mil dólares ardía en el
bolsillo de mi chaqueta abriéndole un agujero.
Negué con la cabeza mientras me apeaba del coche. ¿Quién más en este
mundo, aparte de Ian McCullough, habría dicho «mecachis» al no poder
abrir una puerta que se le resistía? Le había escuchado decir esa palabra mil
veces a lo largo de los años. Me había explicado que, de niños, sus muy
formales padres les habían prohibido, a él y a sus hermanos, decir tacos en
casa, así que «mecachis» era lo máximo que los chicos podían decir.
No podía creerme que todavía utilizara esa palabra tan tonta. Por
descontado, seguramente no habría esperado que una vieja amiga estuviera
oculta justo detrás de la delgadísima puerta de aquella despensa cuando la
pronunció.
No albergaba la menor duda de que Ian había estado buscando el cheque
de cinco mil dólares que yo había encontrado y ahora estaba absolutamente
segura de que Enrico lo había estado chantajeando. Pero ¿por qué? ¿Qué
había hecho Ian que lo volviese tan vulnerable para alguien como Enrico
Baldacchio?
No podía imaginarme a Ian como un asesino. Por lo que había oído
desde dentro de la despensa, Ian había tropezado, literalmente, con el
cadáver de Enrico, y luego había salido a la carrera de la casa, como si
hubiera visto un fantasma.
La mala noticia era que Minka tampoco había podido matar a Enrico. A
no ser que fuera una actriz de primera, yo dudaba seriamente de su
capacidad para disparar al hombre a sangre fría, irse en coche y regresar un
rato más tarde gritando su nombre como la citada verdulera. Hasta yo tenía
que admitir que no era tan idiota.
Así que ¿quién había matado a Enrico Baldacchio?
De repente me entró la paranoia de lo que podía pasar si me veían
caminando por esta parte de la ciudad, así que busqué una vieja gorra de los
Giants en la guantera, me recogí el pelo en un moño alto y me lo cubrí con
la gorra. Me bajé del coche y me reuní con Derek en la bulliciosa acera. Los
acaudalados residentes de Sea Cliff hacían la compra en esta parte de
California Street en el distrito de Richmond. Había boutiques, una tienda de
quesos, una carnicería, dos panaderías y varios restaurantes chics.
Derek miró mi gorra y asintió para mostrar su aprobación, pero me
sorprendió cuando me puso el brazo alrededor de los hombros y me acercó
a él.
—Llamaremos a la policía desde aquella gasolinera —dijo señalando
discretamente mientras caminábamos hacia la gasolinera ARCO que estaba al
otro lado de la calle.
—Seguramente tendrán un teléfono público dentro del restaurante —
dije.
—No es una buena idea —dijo acariciándome el cuello con la nariz.
—Ah, claro. —Apenas era capaz de pensar—. Ya sé, porque podrían
localizar la llamada.
—No tienen que localizar nada. La ubicación aparece en la pantalla en
cuanto el controlador contesta la llamada.
—Ah. Es bueno saberlo. —¿Por qué no lo sabía? Tal vez porque
acababa de empezar en esta nueva vida de crimen y todavía no estaba al
tanto de todo.
Derek dijo en voz baja:
—Primero pediremos algo y luego llamamos.
Me parecía mal posponer la llamada. O puede que mal no fuera la
palabra precisa, mejor sería decir calculado. Enrico estaba muerto y
probablemente le daría igual, pero de algún modo hacía que me pareciera
insensible dejar que su cuerpo yaciera allí, en la alfombra, solo, ignorado,
mientras yo pedía la comida.
Aunque, bien pensado, no quería que se me relacionara con esa muerte
más de lo que ya lo estaba. Derek me estaba ayudando a erigir un
cortafuegos, por así decirlo. Debería estarle agradecida.
Se me abrieron los ojos como platos cuando su mandíbula me rozó la
barbilla. Inhalé profundamente y percibí el olor de su piel. No me quejaba,
pero ¿qué estaba pasando aquí? ¿Se habían adueñado de él todo el peligro y
la excitación?
Supongo que también se habían adueñado de mí porque levanté la
mirada hacia él y se me secó la boca. Mis ganas de comer habían pasado a
la historia, y, créanme, eso no me pasa nunca.
—¿Qué crees que estás haciendo? —inquirí—. No voy a desmayarme
ahora, ya lo sabes.
—No pensaba que fueras a hacerlo —susurró en mi oreja.
El contacto de su aliento me hizo temblar.
—En ese caso ¿de qué va todo esto?
Inclinó la cabeza para mirarme.
—Fingimos que estamos completamente enamorados, claro. Si la
policía piensa interrogar a cualquiera que ande por aquí, recordará
vagamente haber visto a una pareja de enamorados caminando por la calle.
No serán capaces de describir a una espléndida rubia ni al tío apuesto que
iba con ella.
Tardé unos segundos en valorar lo de «espléndida rubia».
—Eres un completo farsante.
Él se rio y me abrazó con más fuerza.
—Me encanta cuando me insultas.
Sonreí y le rocé la mejilla.
—En ese caso, eres un idiota de pies a cabeza.
—Mmm. Música para mis oídos.
Le agarré de la solapa y susurré:
—Para ser un poli, conoces muy bien el comportamiento de los
delincuentes.
—Es parte de la formación que recibimos.
—Creo que vives más al límite de lo que dejas entrever.
Esbozó una sonrisa inocente antes de abrir la puerta del restaurante y
empujarme dentro.
—Necesito una copa —dije, separándome de él.
—Dudo mucho que vendan licor en un restaurante vegetariano —se
quejó él.
—Eh, que los vegetarianos beben vino —insistí mientras me quitaba la
chaqueta al pasar por el vestíbulo—. Es como la esencia de la vida o algo
así.
—¿No lo era el pan?
—Tanto da.
Pese al día soleado que hacía fuera, el restaurante estaba oscuro como
una cueva, con sus paredes y techo forrados de gruesos paneles de secoya.
La oscuridad iba bien con mi estado de ánimo.
—Ah. Magnífico —dijo él, y me llevó hasta la barra bien abastecida
que recorría toda la pared del fondo del local, únicos clientes en la barra,
nos sentamos en dos taburetes.
Estudié la lista de vinos y finalmente me decidí por una copa de
Concannon Petite Syrah de 2004. Derek pidió un martini Belvedere muy
seco con un chorrito de limón, agitado, no revuelto, a lo Bond. ¿Por qué no
me sorprendió?
No hablamos hasta que nos sirvieron las bebidas. En cuanto se alejó el
camarero, me volví hacia Derek.
—A lo mejor Minka ya ha llamado a la policía. ¿No crees que
deberíamos intentar que no nos vean?
—¿Que no nos vean? —dijo con una sonrisa maliciosa—. ¿Ahora quién
vive al límite?
—Era solo una idea.
Derek dio un sorbo a su martini y dijo:
—Por todo lo que me han contado de la tal Minka, no creo que debamos
confiar en ella para hacer lo correcto.
—Eso es verdad.
Apartó el taburete del bar y se levantó.
—Iré a hacer la llamada.
Le agarré del brazo.
—No. Yo llamaré.
—No es difícil. —Se dio unas palmadas en la cabeza—. Me sé el
número. Nueve uno uno, ¿ves?
—Muy gracioso —dije—. ¿No te parece que debería ser una llamada
anónima?
—Lo será.
—No si la haces tú —dije—. Cuando el inspector Jaglow vuelva a oír la
cinta grabada del operador y escuche un distinguido acento inglés, sabrá
que eres tú.
Derek sonrió maliciosamente y se palmeó el pecho.
—Me conmueves, crees que soy distinguido.
—No he dicho que tú fueras… Oh, da igual.
—No tardaré. —Empezó a alejarse.
—Tú te quedas aquí. —Salté de mi taburete—. En cuanto abras la boca
sabrán que eres tú.
—Soy perfectamente capaz de disfrazar mi voz —dijo con arrogancia.
—Muy bien, agente Cero Cero… —Negué con la cabeza para mostrar
mi incredulidad—. Agitado, no revuelto. Déjame en paz.
Tiró de mí hacia atrás.
—Muy bien, escucha. No voy a llamar de manera anónima. Le voy a
contar a Jaglow que oí a hurtadillas tu conversación con Baldacchio y fui a
verle antes de que llegaras. Yo encontré el cadáver.
—Oh. —Aquello tenía sentido—. Pero ¿qué pasa conmigo?
—¿Como que qué pasa contigo?
—¿Vas a contarle que he estado ahí?
Me clavó la mirada.
—¿Harás todo lo que yo te diga a partir de ahora?
—Eso es chantaje.
Él sonrió.
—Una palabra muy fea, pero sí.
—Muy bien, vale. Pero vete ya. —Mientras observaba como se alejaba,
me di cuenta de que no me importaba que la policía supiera que yo había
estado allí. En ese momento lo que contaba era ocuparse de Enrico y
encontrar al asesino de Abraham.
En cuanto volvió Derek dijo:
—Lo mejor sería que volvieras a trabajar esta tarde.
Di un buen trago de vino.
—¿Como si no hubiera pasado nada?
—Exactamente —dijo mientras pagaba la cuenta.
—No estoy segura de que sepa mentir sobre esto.
—Soy muy consciente de que eres la peor mentirosa del mundo. Y sé
que no has tenido nada que ver. Pero si la policía encuentra tus huellas
dactilares, podría poner las cosas difíciles. ¿Estás preparada para enfrentarte
a eso?
Mientras retiraba el taburete, lo pensé.
—Sé que soy inocente, así que afrontaré lo que sea. Solo quiero que la
policía encuentre a ese asesino antes de que vuelva a matar.
N
o importa lo independiente y sofisticada que sea una chica, a veces
necesita hablar con su padre.
Pagué el estacionamiento y salí del garaje de Bryant y la Sexta,
luego pulsé el número de marcado rápido de la casa de mis padres. Papá
contestó al primer pitido, lo que me informaba de que había estado
esperando una llamada dado que solía tener puesto el contestador
automático.
Le conté todo lo que sabía. Como siempre, se resistió a dejarse llevar
por el miedo o la negatividad.
—Mamá estará bien, Brooks —me tranquilizó—. La semana pasada
hizo un curso de actualización en vedanta.
—Ah, el vedanta —dije, recordando vagamente la antigua filosofía
india que enseñaba cómo vivir la vida según ideales más elevados para
conseguir la dicha interior—. ¿Por qué iba a preocuparme?
—Exacto —dijo, complacido al ver que valoraba el significado del
vedanta—. Con todo, más vale que mueva el trasero hasta allí.
Esa fue la primera nota de tensión que percibí en su voz.
—Nos vemos allí —dije mientras entraba en el garaje de mi edificio,
ponía punto muerto y apagaba el motor. La ubicación de la sede de
Homicidios me resultaba muy cómoda. Podía llegar hasta ella desde mi
casa en menos de cinco minutos.
—No, no, ya has pasado bastantes malos ratos por hoy. Llamaré a Cari
y su manada de abogados. Se ocuparán de todo.
—Papá, tú sabes que mamá es inocente, ¿verdad?
Se rio entre dientes.
—Por supuesto que es inocente. Tu madre no mataría una mosca. Eso
distorsionaría su karma y pondría en peligro su samsara durante las vidas
futuras.
—¿Cómo no se me había ocurrido? —Miré alrededor de aquel frío,
oscuro y desierto aparcamiento subterráneo y tomé nota mental para insistir
en iluminarlo mejor durante la próxima reunión de propietarios.
—Bueno, más vale que me ponga en marcha —dijo mi padre.
—Vale, pero, papá, me temo que mamá confesó porque intenta
protegerme.
—¿De verdad? ¿Y qué has hecho tú?
—¡Nada, te lo juro! Pero, por favor, dile a mamá que no es necesario.
—¿Qué no es necesario? —Siguió una pausa; luego dijo—: Me va a
hacer falta tomar nota de todo esto, ¿no?
Podía imaginármelo rascándose un lado de la cabeza mientras buscaba
un cuaderno y un bolígrafo. Suspiré.
—Déjalo, papá, da igual. Por favor, llámame en cuanto sepas algo,
¿vale?
—Estate tranquila, te llamaré. Paz, corto.
—Eh, sí, adiós. —Mis padres no habían puesto al día la jerga que
utilizaban.
Fui cojeando hasta el ascensor sin saber qué podría hacer mi padre para
sacar de la cárcel a mi madre después de que ella se hubiera prestado a
confesar el asesinato de Abraham. A no ser que a él le diera por confesar su
autoría.
—Oh, no, él no lo haría. —Sentí como si un hilo de agua helada me
resbalara por la columna, y me quité esa idea de la cabeza.
Mientras cerraba de golpe la puerta del ascensor y pulsaba el botón de la
sexta planta, me pasaron por la cabeza distintas situaciones hipotéticas en
las que mi madre era interrogada por dos resueltos inspectores de
homicidios.
Podía imaginármela dándoles una razón poco justificada para matar a
dos hombres a sangre fría. Luego les pondría su más risueña cara de
conejito Sunny Bunny y los invitaría a la barbacoa del sábado.
Bien pensado, los inspectores seguramente necesitarían más que mi
madre mi comprensión.
Mi padre tenía razón, mamá estaría bien, mientras yo estaba al borde de
un ataque de nervios. La policía no iba a retenerla en una celda, ¿no?
En cuanto entrara en casa y me quitara los zapatos, llamaría a la
inspectora Lee.
El ascensor traqueteó hasta detenerse. Empujé la puerta y recorrí el
largo pasillo hasta mi piso, agradeciendo las claraboyas y los apliques en la
pared que le daban un aire acogedor y luminoso en lugar de oscuro y
sumido en la penumbra.
Estaba ansiosa por encerrarme en casa y hacer lo que siempre hacía
cuando mi mundo se volvía loco: enterrarme en el trabajo.
Doblé la esquina y me tambaleé hasta pararme. Mi puerta estaba
entreabierta.
Las pulsaciones de mil terminaciones nerviosas se dispararon
clavándose en mi piel como agujas. Intenté repasar el día mentalmente.
¿Esta mañana estaba tan distraída cuando me fui que me dejé la…? No.
Nunca habría dejado la puerta abierta.
Alguien había entrado en mi casa. Tal vez todavía estaba ahí.
Todo me decía que no entrara. Y, tras pensármelo unos segundos,
obedecí. Corrí al piso de Suzie y Vinnie por el pasillo y doblé la esquina.
Aporreé su puerta suplicando que estuvieran en casa.
—¿Pero qué escándalo es este? —dijo Suzie al abrir la puerta—.
¡Brooklyn! ¿Qué pasa? Guau, pareces hecha polvo. Pasa.
—No. Necesito saber si habéis visto a alguien entrando en mi piso.
¿Alguien…? Ay, Dios. Creo que alguien ha forzado la cerradura de mi casa.
—¡Qué me dices! —exclamó. Miró por encima del hombro y gritó—:
Vinnie, quédate en casa. Cierra la puerta en cuanto salga.
Suzie me agarró del brazo y dijo:
—Vamos. —Y fue tirando de mí hasta que llegamos a mi puerta—. Ya
veo, alguien ha perforado la cerradura.
—¿Cómo?
—Más vale que no lo sepas —dijo con tono lúgubre—. ¿Estás lista?
Maldita sea, esta chica era dura de verdad. Supongo que era un requisito
previo si querías trabajar todo el día con sierras mecánicas.
—Lo estoy.
—Vale, vamos a entrar.
Asentí con firmeza.
—Adelante.
Utilizó el pie para abrir la puerta y entramos. O, al menos, lo
intentamos.
Empecé a gemir.
—No, no, no.
—Maldita sea, tía, este sitio es un caos.
Eso era una forma suave de decirlo. Mi estudio estaba destrozado. Las
herramientas y los pinceles estaban esparcidos de cualquier manera sobre
las mesas de trabajo y por el suelo. Había papeles rotos y tirados por todas
partes. Montones de guardas jaspeadas y bobinas de tela y cuero utilizadas
para hacer cubiertas nuevas estaban diseminadas por toda la sala. Cientos
de carretes de hilo que habían estado ordenados por colores y tamaños en
unos estantes estrechos en las paredes encima del ancho aparador que se
extendía por toda la sala estaban ahora esparcidos de cualquier manera por
el suelo.
—¡Oh, no! —Mis diagramas esmeradamente trazados y los ejemplares
de tratados médicos en los que había estado trabajando estaban hechos
jirones y tirados por el suelo. Di un paso dentro de la sala para rescatar mi
trabajo, pero Suzie tiró de mí hacia atrás por el cuello de mi chaqueta.
Caí contra ella, que me envolvió en un abrazo.
—Tranquila, chica. Deja que la policía se encargue de eso.
—Pero está todo destrozado. —Las lágrimas me escocían. Estaba tan
furiosa. ¿Quién podía hacer algo así? Pero yo ya lo sabía, y, literalmente,
sentí que se me helaba la sangre.
—Asegurémonos de que no se esconden en algún sitio —dijo Suzie en
voz baja—. Luego llamaremos a la policía.
—No, llamémosla antes.
—Sí, vale.
Me estremecía sin parar y seguramente estaba a punto de sumirme en un
estado de shock, de modo que le pasé mi móvil a Suzie.
—Tardarán un poco —dijo al acabar la llamada.
—Muy bien. Voy a entrar.
—Voy contigo.
Pero dejé que Suzie fuera por delante mientras entrábamos a hurtadillas,
luego nos dirigimos al salón por el pasillo. Supe que estaba mal cuando
Suzie intentó impedir que lo viera.
—Tengo que verlo. —Me solté de ella y entré en el salón. La primera
impresión fue la de estar ante un completo desastre. La pesada mesa baja de
cristal estaba volcada, pero, gracias a Dios, no la habían hecho añicos. Los
cojines del sofá estaban por el suelo y las revistas, tiradas por todas partes.
Entonces vi el delicado jarrón de cerámica roto en el suelo. Robin lo
había hecho para mí como regalo de inauguración del piso.
—Gentuza —mascullé. Miramos en los dos dormitorios, pero ahí no
había daños visibles. Tras una inspección más cuidadosa, en realidad no
había muchos daños en ningún sitio, salvo mi estudio. No parecía que
hubieran movido las cosas ni tampoco faltaba nada.
Fuera lo que fuese lo que buscara el ladrón, parecía haber limitado su
orgía destructiva a mi estudio. ¿Se había asustado demasiado pronto? A lo
mejor me había visto entrar en el coche y había huido mientras yo hablaba
con mi padre. Fruncí el ceño al pensar que podría haberlo pillado con las
manos en la masa si hubiera subido unos minutos antes.
Aunque, claro, también podría estar muerta a estas alturas de haber
vuelto antes a casa.
Mientras Suzie miraba alrededor, sentí que se me humedecían los ojos.
Esto tenía que ser la última gota que colmaba el vaso de un día para olvidar.
Primero la discusión con Ian en la comida, luego el hallazgo del cadáver
de Enrico tras pasar un buen rato en un armario oscuro con otro intruso que
resultó ser Derek y más tarde verme acosada por otro intruso más que
resultaba ser Ian.
No podía olvidar que Minka casi me pilla en casa de Enrico, ni su
sorpresivo bofetón, seguido por la invitación a presentarme en la sede de
Homicidios para que me interrogaran. Oh, y que me dejaran esperando a
solas durante dos horas mientras detenían a mi madre por un asesinato que
no había cometido.
Me pregunté si mi padre estaba confesando en ese momento el crimen
que había hecho que detuvieran a mamá. Ay, Dios.
Y ahora esto.
Miré fijamente mi estudio arrasado. Sabía que podría limpiarlo todo y
apartar algunas cosas, pero alguien había estado ahí, tocando mis cosas,
causando verdaderos estragos. Alguien malvado, que había asesinado a dos
personas. Solo podía suponer que ahora se había concentrado en mí.
—Me pregunto si habrán asaltado a alguien más en el edificio —dijo
Suzie pensando en voz alta.
—Estoy bastante segura de que se trata de algo personal, pero
deberíamos…
Unos pasos pesados resonaron por el pasillo. Suzie chilló y me agarró el
brazo, pero maldijo en voz alta cuando vio entrar a Vinnie en la habitación.
—Ya vale. ¡Brooklyn! —exclamó Vinnie mientras me agarraba del otro
brazo—. ¿Estás bien?
—¡Creí haberte dicho que no salieras! —gritó Suzie mientras me tiraba
posesivamente del brazo.
Vinnie le clavó la mirada.
—Tú no eres mi jefa.
—Pues alguien tiene que serlo —le replicó Suzie.
Vinnie me atrajo hacia ella.
—Estás alterando a Brooklyn con esta escena.
—No, no pasa nada —dije, soltándome de ambas. Nunca las había visto
discutir hasta ese momento y no quería ser la causa de una riña en ese
momento. Y, vaya, empezaban a dolerme los brazos—. Todavía estamos un
poco nerviosas.
—¿Has cerrado nuestra puerta? —preguntó Suzie en un tono un poco
más contenido.
—Pues claro, marmota atontada —dijo Vinnie aún irritada.
Intercambié una mirada con Suzie. Las dos no echamos a reír y yo
abracé a ambas con todas mis fuerzas.
—Gracias por estar aquí —dije—. Me siento muy afortunada de teneros
como vecinas.
—Somos nosotras las afortunadas —dijo Vinnie.
—La policía va a llegar en cualquier momento —dijo Suzie.
Pese al aviso, al oír otra serie de pasos repiqueteando por el suelo de
madera, Vinnie soltó un chillido y se echó en brazos de Suzie.
Robin entró con cautela, sosteniendo una bolsa marrón con comida.
Llevaba unas botas de tacón que la hacían parecer un palmo más alta, un
suéter rojo de cachemira y pantalones negros.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó mientras miraba el caos a su
alrededor. Entonces se fijó en lo peor de todo—. Oh, no. Mi jarrón.
—Lo sé. Lo siento mucho —dije con tristeza.
—No es culpa suya —dijo Vinnie con firmeza—. Han entrado a robar.
Estamos vivas por los pelos.
Robin me miró, desconcertada. Yo negué con la cabeza.
—No ha sido para tanto.
—Pero podría haberlo sido —insistió Vinnie—. Todas corremos un
peligro mortal.
—No —repliqué—. Vuestra casa es segura. Estoy convencida de que su
objetivo era la mía.
—Uf, qué mal suena eso —dijo Suzie.
—Lo siento mucho, Brooklyn —dijo Vinnie.
—No pasa nada —las tranquilicé—. La policía lo aclarará todo.
—Esta noche te quedas en mi casa —dijo Robin. Entonces levantó la
bolsa marrón—. He traído vino. Os serviré una copa mientras esperamos a
la policía.
—¿Yuju?
Levanté la vista de mi trabajo de pegado y vi a Sylvia Winslow, indecisa
en la puerta.
—Sé que te interrumpo —dijo.
—En absoluto —dije sonriendo—. Pase.
Entró y cerró la puerta, con su aspecto atractivo con un traje pantalón
azul marino a rayas, y con el pelo rojizo recogido detrás de las orejas para
dejar al descubierto sus pendientes de botón de diamantes. Robin habría
identificado al diseñador del traje y el tamaño de esos diamantes en un
suspiro. Lo único que sabía yo era que todo lo que llevaba puesto era caro y
espléndido.
—Solo quería pasarme por aquí para ver cómo te iba —dijo—. Tu
trabajo es muy interesante.
—Venga a ver.
—Ay, Dios. —Dejó su bolso de mano sobre la mesita y observó con
atención la prensa vertical que sostenía los pliegos restaurados que estaba
pegando. Su mirada recorrió lentamente la amplia superficie de trabajo y se
detuvo en la portada de cuero negra del Fausto que estaba estirada y sujeta
en su sitio gracias a unas pesas en cada esquina.
—Está desmontado, ¿no? Nunca habría pensado que… —Se retorció las
manos—. Bueno, está claro que sabes lo que haces. No te molestaré.
—Por favor, no se preocupe. —Metí el pincel del pegamento en el tarro
de agua y me limpié las manos—. Me ha pillado en el momento perfecto. El
pegamento tiene que secarse antes de que pueda hacer algo más.
Dio una vuelta alrededor de la mesa para tener una mejor perspectiva de
la cubierta de cuero con las pesas, luego me miró, asombrada.
La expliqué el método de estirar el cuero, le enseñé cómo se secaba el
pegamento en los pliegos y cómo engancharía la recuperada portada de
cuero a los cartones nuevos.
—Es fascinante —dijo, pero la preocupación le hacía apretar los labios.
—¿Qué ocurre, señora Winslow?
—Ay, querida —dijo—. Detesto sacar el tema. Pero me he enterado de
que encontraron muerto a En rico Baldacchio anoche.
—Sí. Es horrible.
Le temblaba la mano cuando tomó la mía.
—Odio hablar mal de los demás, Brooklyn, pero no era una buena
persona. No me fiaba lo más mínimo de él. Pero, claro, no se merecía morir.
—No, por supuesto que no.
—No sé qué está pasando —dijo en voz baja—. Me pregunto si es culpa
nuestra.
—¿A qué se refiere?
—Nuestro libro está maldito —dijo desolada—. Nunca me perdonaría si
nosotros, de algún modo…
—No. —Aparté la silla alta en la que me sentaba de la mesa—. Lo
siento, pero un libro no va por ahí matando gente. No puede culparse de
nada de lo que ha sucedido.
Agitó la mano en el aire, aturdida.
—Oh, claro que no está maldito. Pero están pasando demasiadas cosas
terribles. No quiero todo este escándalo cerniéndose sobre nuestra
exposición.
—Bueno, sin duda disparará la venta de entradas —dije con filosofía.
Ella ocultó una sonrisa con la mano.
—Eso es un comentario muy feo por tu parte.
—Lo sé —dije, conteniendo mi propia sonrisa—. Lo siento.
—No, has conseguido que me sienta mejor. —Deambuló a lo largo de la
mesa lateral y se detuvo delante de la pesada prensa horizontal metálica.
Colocó ambas manos en la ancha rueda y apenas pudo desplazarla poco
más de un centímetro—. Dios, es impresionante.
—Sí —dije sonriendo—. Nadie puede apartar las manos de la prensa.
—Ya veo por qué. —Se alisó la chaqueta y se acercó un poco más a la
mesa de trabajo—. Bueno, no he venido aquí únicamente para hacerte
perder el tiempo. De hecho, tengo una pregunta sobre libros.
—Espero que pueda ayudarla.
—Es un poco desagradable. —Se rio, incómoda.
—Seguramente podré soportarla.
—Es acerca de los pececillos de plata —dijo retorciéndose las manos.
Me reí.
—Odio a esos bichos.
—Dios, yo también. Una de las asistentas encontró varios en nuestras
estanterías. Me repugna la idea de tener insectos en casa.
—No le echo la culpa —dije—. Y les encantan los libros. O, más bien,
les encanta el papel, y el engrudo y el almidón de las encuadernaciones.
—Sabía que estarías informada. Eres muy inteligente. Dime qué puedo
hacer. Estoy decidida a no bombardear nuestra casa con sustancias
químicas, pero ¿de qué otra forma puedo librarme de ellos?
—Si yo fuera usted, haría que el ama de llaves vaciase las estanterías y
limpiase la madera con aceite de canela.
—¿Aceite de canela?, ¿estás segura?
—A alguna gente le encanta y lo recomienda. Yo nunca he tenido que
utilizarlo, pero sé que a los bichos no les gusta.
—Suena perfecto.
Presioné con el dedo el lomo pegado para comprobar lo seco que estaba.
Todavía no mucho.
—He oído que hay gente que utiliza una gota de aceite de árbol de té en
el papel del libro, pero huele a antiséptico, así que primero probaría con el
aceite de canela.
Mencioné algunos sitios donde podía comprar ese aceite y ella aplaudió
de alegría.
—Sabía que tendrías la solución. Ahora te dejaré tranquila. Tengo que
ver a…
—¿Mamá?
Las dos nos volvimos a la par que se abría la puerta y Meredith
asomaba la cabeza.
—Aquí estoy —dijo Sylvia alegremente.
Meredith me miró con desagrado y luego se volvió hacia Sylvia.
—¿Qué haces aquí, mamá?
Sylvia me guiñó un ojo.
—Solo comprobando cómo van las cosas.
—Vamos a llegar tarde —dijo Meredith de mala manera.
—Llegaremos a tiempo. —Sylvia suspiró, recogió su bolso de mano y
me palmeó el brazo al pasar—. Gracias, querida. Te veremos en la
inauguración este sábado.
Meredith me clavó una mirada ponzoñosa y salió apresuradamente
detrás de su madre. Las agradables sensaciones de la visita de Sylvia se
desvanecieron al instante. Empezaba a hartarme de Meredith Winslow y su
actitud malhumorada hacia mí.
Estaba casi bromeando cuando la había imaginado en aquel mono
naranja, pero a estas alturas tenía que preguntarme en serio si había llevado
sus rabietas a otro nivel y había matado a Abraham. Recordé que Ian había
dicho que ella quería contratar a un sicario para acabar con Enrico. ¿Era
capaz de asesinar? ¿Había asaltado mi estudio?
Necesitaba pasear para que me bajara la rabia y despejarme. Dado que
no podía hacer gran cosa con el libro hasta que se secara el pegamento,
decidí hacer una pausa para comer. Dije adónde iba en recepción, y me
encaminé a mi antro de noodles favorito, el Holy Ramen Empire.
Mientras descendía con cuidado por la empinada cuesta de Pacific hacia
Fillmore, volví a tener la sensación de que alguien me vigilaba. Me daba la
vuelta cada dos por tres, pero no vi a nadie que conociera.
A salvo dentro del restaurante, pedí un cuenco de noodles Singapur con
gambas y una jarrita de té, luego puse mi bandeja en una pequeña mesa
junto al ventanal y me sumergí en el cuenco de noodles con ganas. Abrí mi
ejemplar de bolsillo de Fausto y me puse a leer mientras comía.
Era… interesante. Sabía que se trataba de un clásico, al que muchos
consideraban la mejor obra de ficción alemana de la historia, pero no podía
dejar de pensar que si el bueno de Goethe intentara venderla hoy en día
seguramente descubriría que se le había acabado la suerte. Pese a todo, me
sorprendió encontrar tanto humor en los diálogos. Por descontado, el diablo
se llevaba las mejores frases.
Leí por encima la introducción del traductor y sus palabras empezaron a
llamarme la atención: alquimia, magia, nigromancia, tentación…, el diablo.
Me froté los brazos para evitar nuevos temblores; levanté la vista
cuando un hombre entró en el restaurante vestido con unos vaqueros
desgastados y unas zapatillas de caña alta raídas. Pese a que su desteñida
capucha azul marino le cubría casi toda la cabeza y me impedía verle la
cara, me pareció que le conocía. Lo había visto antes en algún sitio. ¿Tal
vez en el barrio? ¿O antes en Noe Valley? ¿Me había estado siguiendo? Me
di cuenta de que contenía el aliento y me obligué a relajarme.
El tipo de la capucha repasó el menú que estaba escrito en la pared,
encima de la barra, luego se volvió y miró a los clientes del local. Es
posible que me viera, no sabría decir. La capucha le ocultaba la caray los
ojos en el interior de un agujero negro.
Intenté no darle importancia tomándolo por otro colgado de San
Francisco, pero no era fácil. Después de todo lo que había pasado
últimamente, ese tipo raro me sacaba de quicio. Bajé la mirada al cuenco de
noodles y me di cuenta de que había perdido el apetito.
Ahora estaba enfadada de verdad.
No le quitaba ojo de encima al Encapuchado, consciente de que habían
sucedido muchas cosas desagradables a lo largo de la semana. Me recordé
que, una vez hubiera terminado con el proyecto Winslow, podría dar los
últimos toques a dos libros que ansiaba presentar al concurso de la Feria del
Libro de Edimburgo.
Dentro de apenas un mes estaría haciendo las maletas y saliendo hacia
Escocia. Respiré hondo e intenté imaginarme en Edimburgo, recorriendo la
Royal Mile, entrando en un pub un día frío para tomar una pinta y comer un
sándwich. Me encantaba esa ciudad, me encantaba la gente, y la Feria del
Libro de Edimburgo era una de las mejores del mundo. Vería a viejos
amigos y me lo pasaría en grande.
Sonreí al pensarlo. Edimburgo siempre me había servido como
distracción. Resuelta a no prestar atención al Encapuchado, me llevé otro
bocado de noodles a la boca. Mi apetito —y, por ende, mi mundo— se
estaba recuperando.
Una mujer chilló en la zona delantera del restaurante y vi horrorizada
que el Encapuchado sacaba un arma y la agitaba a su alrededor.
La mujer de la caja volvió a gritar y todos en el local fueron presa del
pánico, se echaron a correr, chillando, o se tiraron al suelo para no resultar
heridos. Por mi parte, yo estaba demasiado aturdida para moverme, pero mi
sangre y mis ánimos hervían.
—¡Callaos! —grito el Encapuchado, tapándose la oreja con un mano
mientras con la otra blandía el arma.
Dos personas más se cayeron tambaleándose de sus sillas, se arrastraron
para esconderse y se parapetaron tras las endebles mesas de aquel
restaurante de comida rápida.
Me aparté de mi mesa de un empujón, pero el respaldo de la silla estaba
demasiado cerca de la silla que tenía detrás. El empujón hizo que la mesa se
moviera y el cuenco de noodles resbalara peligrosamente. Lo agarré justo
cuando el Encapuchado se dio la vuelta y me encañonó con el arma. Solté el
cuenco. Golpeó la mesa y se rompió, mandando los noodles, el caldo y
fragmentos de porcelana por los aires en todas direcciones, pero
básicamente sobre mí.
—Maldita sea —chillé, y el Encapuchado me miró directamente. Sus
ojos seguían ocultos, pero vi sus dientes, que sonreían, mientras amartillaba
su arma y la levantaba despacio.
—No —dije en voz baja.
Estaba a un nanosegundo de apretar el gatillo cuando un hombre vestido
de negro de arriba abajo entró por la puerta y dijo:
—¿Qué pasa, tío?
La irrupción tomó desprevenido al Encapuchado. Era la distracción que
yo necesitaba. Agarré el tarro de salsa de soja y lo lancé como un misil.
Rebotó contra la oreja del Encapuchado.
—¿¡Quién ha sido!? —gritó y se volvió hacia mí, justo cuando el
Hombre de Negro le quitaba el arma de la mano de una patada.
La pistola saltó por los aires. Alguna gente gritó horrorizada. El
Encapuchado chilló incoherencias y el Hombre de Negro se le echó encima,
le aferró el brazo, se lo retorció a la espalda y luego lo tiró al suelo.
El Encapuchado chillaba mientras se torcía, intentando soltarse.
—Lo siento, tío, ¿te hago daño? —preguntó el Hombre de Negro.
—¡Sí! ¡Aaay!
—Muy bien. —Clavó la rodilla en la espalda del Encapuchado y esbozó
una desagradable sonrisa cuando el idiota aulló.
Yo contemplaba la surrealista escena completamente conmocionada. En
el restaurante, todos se habían quedado inmóviles. El miedo y la confusión
eran palpables.
¿Quién era ese Hombre de Negro? ¿Un cómplice? ¿Un rescatador? Era
alto y llevaba un llamativo abrigo largo de cuero negro que sobrevolaba sus
largas y esbeltas piernas y se ajustaba como un guante a sus anchos
hombros. Su camisa y sus pantalones, así como sus botas, también eran
negros.
Era muy apuesto. Su sombrero también era negro, grueso y largo, y lo
llevaba dejando la frente al descubierto en una posición casi dramática que
lo hacía caer sobre sus hombros. Sus ojos también eran oscuros, y cuando
sonreía aparecían dos hoyuelos en una cara más propia de un ángel que de
un ser humano.
Un ángel oscuro.
El caldo me empapaba la ropa, pero era incapaz de moverme de la silla
y me quedé ahí sentada mirando fijamente al Hombre de Negro mientras
este clavaba con más fuerza su rodilla en la espalda del Encapuchado, que
seguía retorciéndose.
El Hombre de Negro examinó el local, luego se centró en mí. Contuve
el aliento cuando parpadeó y sus hoyuelos aparecieron burlones.
—¿Estás bien, Brooklyn? —preguntó.
Asombrada, asentí.
—Sí, estoy bien.
Me guiñó un ojo y dijo:
—Llama a la policía.
CAPÍTULO DIECISÉIS
¿
S
abía mi nombre?
¿Alto, Oscuro, Peligroso y Apuesto sabía cómo me llamaba? Las
sirenas resonaron hasta detenerse en la calle. No me dio tiempo a
pensar de qué me conocía porque seis agentes de policía entraron en el
local.
Mientras uno de ellos intentaba calmar a la mujer de la barra, los
clientes del restaurante salían de debajo de las mesas. Yo me quedé donde
estaba. Mi silla estaba muy encajonada, pero, peor aún, me temblaban las
piernas. Todavía estaba estupefacta por lo que acababa de ocurrir.
Me había escapado de una muerte segura por un segundo. Lo sabía.
Todos los presentes lo sabían, y todos los presentes se habían reunido en
pequeños grupos y hablaban de ello. Mi única pregunta era quién era el
Hombre de Negro y cómo sabía mi nombre. Vale, eran dos preguntas, pero
yo no estaba para nimiedades.
Cuando el Hombre de Negro dejó al Encapuchado en manos de dos
agentes, todos aplaudieron. Él quitó importancia a los halagos con un gesto
de la mano y se apartó, se acercó a la pared, en la que se apoyó
informalmente cruzando una de las botas que calzaba sobre la otra.
Una mujer le miraba con adoración absoluta mientras lanzaba rápidas
miradas en mi dirección que decían claramente que le hubiera gustado ser
ella la que había estado a punto de morir.
Así que ¿quién era ese caballero con armadura de cuero negro?
Un policía esposó al Encapuchado, lo puso en pie y le echó atrás la
capucha para que se le viera la cara. Era delgada, de tez pálida, y llevaba la
cabeza afeitada. Tenía el tatuaje de una serpiente alrededor del cuello. Los
colmillos de la serpiente eran visibles y su lengua viperina culebreaba a lo
largo de la cabeza lampiña del hombre.
Buf. Me temblaban las manos. Apenas era un chaval, de no más de
veinte años. No hace falta decir que no lo conocía, pero estaba convencida
de que nunca lo olvidaría.
El Serpiente —antes conocido como el Encapuchado— se volvió hacia
mí y me miró fijamente.
—Tú.
Uno de los policías tiró de él y lo forzó a darse la vuelta, pero Serpiente
se resistió.
—¡Ella tiene que morir!
El otro policía que lo retenía puso los ojos en blanco.
—Todos vamos a morir, idiota. Vamos, en marcha.
—Me lo ordenaron —dijo el Serpiente en voz baja—. Está maldita.
Tengo que matarla.
¿Maldita? ¿Tenía esto algo que ver con el Fausto o todo el mundo se
estaba volviendo loco? El Serpiente parecía mentalmente trastornado, pero
¿conocía la maldición del Fausto? ¿O se trataba de otra coincidencia? Me
daba la impresión de que no lo era y sentí un temor que me recorría el
cuerpo entero. ¿Habían mandado a asesinarme a ese siniestro y
desequilibrado chico de la calle?
—Sacadlo de aquí —dijo un policía a los otros dos. Estos lo hicieron
salir por la puerta recurriendo a la fuerza y lo llevaron a un coche patrulla
aparcado delante. Yo observé a través del ventanal mientras le agachaban la
cabeza y lo empujaban dentro del vehículo. Él se revolvió de golpe para
mirarme con aquellos ojos diminutos y malvados. Yo aparté la mirada.
Un tercer policía se dirigió a la mujer de la barra y luego se volvió hacia
los demás.
—Amigos, agradezco su paciencia. Necesitaremos las declaraciones de
los testigos, todos ustedes, antes de que se vayan. Una vez más, se agradece
su paciencia. Prometo que lo haremos tan rápido como podamos para que
todos se vayan cuanto antes.
El Hombre de Negro buscó mi mirada. Se apartó de la pared y serpenteó
entre las mesas hasta llegar a la mía.
—Hola —dijo. Su voz era grave, profunda y ronca. De cerca, vi que sus
ojos tenían un cautivador matiz verde oscuro.
—Hola. —Casi me quedé de piedra al ver que era capaz de hablar—.
Gracias por lo que ha hecho.
—Eh, se ha salvado usted sola. Tiene un buen brazo.
—Era lanzadora en el equipo de softball del instituto. Soy incapaz de
correr por mi vida, pero sí sé lanzar una bola. —¿Hablaba por hablar? Ya no
estaba segura de nada—. Me temo que he perdido los papeles.
—No se culpe. Ese tipo está muy mal de la cabeza.
—Eso no es todo lo que me ha desquiciado. Usted parecía conocerme.
¿Cómo es posible?
—Tenemos amigos comunes.
—¿Y ellos le dijeron que se encontrara conmigo en un restaurante de
noodles?
—No, el tipo de la Covington me dijo que estaba aquí.
—Así que me seguía. Sabía que alguien había estado siguiéndome, pero
nunca le vi la cara.
—Sí, la seguía —dijo—. Usted tiene algo que yo quiero.
—Eso suena amenazante. —Con más fuerza de la que habría creído que
tendría, pude apartar la silla de la mesa.
La mujer de la barra dijo algo chillando y nos distrajimos.
—Tengo que salir de aquí —dije. Pero cuando intenté levantarme, mis
pantalones mojados se habían pegado a la silla de plástico. Al final tuve que
empujar la silla hacia abajo con ambas manos, inclinarme y levantar el
trasero. No fue elegante, pero funcionó, y mejor lo habría hecho si los
pantalones no hubieran sonado como una ventosa al separarme de la silla y
levantarme. Riachuelos de caldo se deslizaron piernas abajo hasta meterse
en mis zapatos.
Me sentí completamente humillada.
—Está hecha una ruina —dijo mientras me quitaba con el dedo otro
noodles del hombro.
Le fulminé con la mirada.
—Gracias por la astuta observación.
—Veré si tienen una toalla que pueda usar.
Mientras se alejaba, miré sus anchos hombros, su estrecha cintura, su
trasero perfecto y sus largas piernas.
El Hombre de Negro estaba como un tren.
Lo seguí a la barra, le di mi tarjeta a un policía y le enseñé mi permiso
de conducir. Luego le expliqué lo de los pantalones empapados y él dijo que
me iría a buscar más tarde a la Covington.
El Hombre de Negro me pasó una toalla.
—Quédesela. —Luego abarcó el local con el brazo—. Después de
usted.
Volví a mi mesa a buscar el bolso y con cuidado también recogí el
ejemplar de bolsillo del Fausto. Estaba completamente empapado, hinchado
hasta casi el doble de su tamaño y deformado.
—Arruinado —murmuré. Como mi tarde. Alguien había intentado
matarme, estaba cubierta de noodles y seguía teniendo hambre. En
conjunto, había sido una experiencia culinaria verdaderamente
insatisfactoria.
Me aparté de la mesa salpicando, sabedora de que apestaba a perfume
de salsa de soja. No volvería a comer otro cuenco de noodles en mi vida, y
esa idea me resultaba absolutamente deprimente.
Al salir por la puerta, tiré el libro empapado en un cubo de basura y me
volví al Hombre de Negro.
—Gracias de nuevo. Supongo que lo veré por ahí.
—Sí, sí me verá. Voy con usted.
—No hace falta.
—Como he dicho, usted tiene algo que quiero.
—Alcé la mirada hacia él y fruncí el ceño.
—Y, como he dicho yo, eso suena amenazante, y estoy hasta las narices
de las amenazas.
Pero él me siguió fuera y me acompañó media manzana de Fillmore,
luego ambos giramos a Pacific Street. El Hombre de Negro tuvo que
ralentizar un poco su paso para ponerse a mi altura. Recordé aquellas largas
piernas dando con pericia una patada que le arrancó el arma de la mano al
chico y me di cuenta de que era fútil intentar convencerle de que no me
acompañara.
Parecía un hombre que podría ser peligroso, aunque no daba la
impresión de que pretendiera hacerme daño. Es más, se comportaba casi
como si me protegiera. Aunque, bien pensado, probablemente me estuviera
volviendo loca. Tal vez sí estaba maldita, en cuyo caso hasta podría
pasármelo bien. Iba caminando con un hombre apuesto, hacía un día
espléndido en la ciudad y, además, estaba viva.
Por el momento.
—¿Cómo se llama? —pregunté mientras ascendíamos por Pacific
Avenue hacia la Covington.
—La gente me llama Gabriel —dijo.
—Gabriel, como el ángel.
Inclinó levemente la cabeza.
—Si lo prefiere.
—Y la gente le llama Gabriel porque ese… ¿es su nombre?
Él se rio y el estómago se me encogió, no solo porque fuera una risa tan
inesperada sino debido a su sonido profundo y matizado que, combinado
con sus asombrosos ojos verdes y aquellos hoyuelos, por el amor de Dios,
casi acaba conmigo.
Así que, en efecto, yo era débil.
Lo miré de soslayo. ¿No había pensado antes que parecía un ángel
oscuro? Un ángel caído, tal vez. Más diabólico que angélico.
Respiré hondo y dije despacio:
—¿Y quiénes son esos amigos comunes?
Él miraba fijamente hacia delante.
—Conocía a Abraham.
—Oh. —Parpadeé. No estaba segura de qué esperaba que respondiera,
pero desde luego no eso.
—Y a Ian McCullough.
Me relajé.
—¿Le interesan los libros?
—Esporádicamente. Compro y vendo. —Sacó una delgada cartera del
bolsillo posterior de sus vaqueros y me pasó su tarjeta profesional.
Miré la tarjeta. Yo sabía de tipos de papel y vi que ese era un material
caro. El color era blanco cáscara de huevo. Su nombre estaba escrito con
letra elegante en el centro de la tarjeta: «Gabriel». Solo Gabriel. Levanté la
mirada hacia él. ¿Quién necesitaba un apellido cuando tenías el aspecto de
haber dado vida al sueño de toda mujer?
Bajo el nombre estaba su ocupación: «Adquisiciones discretas».
Aparecía un número de teléfono. Seguramente un servicio de contestador.
Di la vuelta a la tarjeta. No había nada.
Adquisiciones discretas. ¿Era ese el término políticamente correcto para
el robo? ¿O se trataba de un marchante legal? Imposible. Era demasiado
escurridizo. Demasiado atractivo. No me cabía duda de que era capaz de
cometer un asesinato y salir bien librado. ¿Y no era eso motivo de alegría?
Me quité la idea de la cabeza.
—Bien, Gabriel, ¿qué tengo yo que quiera usted?
Me miró fijamente por un momento y dijo:
—Un libro.
Me reí.
—Tengo muchos libros.
Cuando empezábamos a cruzar la calle en Pacific y Scott oí acelerar a
un coche; acto seguido, un SUV oscuro bajó la colina a toda velocidad
directo hacia mí.
Chillé mientras Gabriel tiraba de mi chaqueta y me hacía subir a la
acera.
—¿Qué diablos ha sido eso? —gritó—. Ese tipo ha intentado matarla.
Me costaba respirar. A esas alturas debería haberme acostumbrado a ser
el objetivo de la ira de alguien, pero lo cierto es que no.
—¿Está bien?
—Sí —susurré—. Solo necesito un minuto.
—Guau. —Él paseó por la acera mientras yo intentaba tranquilizarme.
Me sentía totalmente vulnerable, ahí, en la acera, a plena luz del día.
Lo bueno del incidente es que me alegraba saber que mi nuevo amigo
Gabriel no era un maníaco asesino al acecho.
Se echó el pelo hacia atrás, apartándoselo de la frente.
—Eso me ha dado un susto de muerte.
—Y a mí —dije.
Lentamente, reanudamos el camino colina arriba y él me dedicó otra de
sus intensas miradas. Entonces dijo:
—Plutarco.
Me estremecí. ¿Plutarco? ¿Cómo podía saber que tenía el libro del
estudio de Enrico?
—¿Cómo ha dicho?
—Ese es el libro que quiero. Vidas paralelas de Plutarco. Un incunable.
Impresión de Ulrich Han. Cantos dorados, iluminado. ¿Cuánto quiere por
él?
—Parece caro —dije con cautela—. Pero no tengo ni idea de qué me
está hablando. —Incunable se refería a cualquier libro impreso en el siglo
XV, cuando se utilizaron por primera vez los tipos móviles.
Me hizo un gesto agitando un dedo.
—Caro ni se acerca a describirlo, y creo que usted ya lo sabe. Tiene un
valor incalculable. Un libro soberbio. Y mi cliente está dispuesto a pagar lo
que pida por él.
—Suena fabuloso. —Extendí las manos delante de mí, toda inocencia
—. Pero ¿qué iba a hacer yo con un libro como ese?
—Vendérmelo —dijo añadiendo una de sus deliciosas sonrisas a modo
de seducción.
Estuvo a punto de funcionarle. Las piernas casi se me volvieron
blandiblú, pero pude mantenerme firme.
—Lo haría si pudiera, pero no lo tengo. Lo siento. Aunque, si me entero
de algo, usted será el primero al que llame.
—Por extraño que parezca, no la creo —dijo con una sonrisa—. Pero no
pierda mi tarjeta por si cambia de opinión.
—No la perderé. —Palmeé el bolsillo lateral de mi bolso, donde había
metido la tarjeta—. Y lo digo en serio, le llamaré si me llega alguna
información sobre ese Plutarco.
Su mirada se volvió feroz.
—Hágalo.
Sonreí.
—Y gracias otra vez.
—¿Por qué?
—Por tirar de mi chaqueta. Es la segunda vez que me salva.
—Genial —dijo frunciendo el ceño—. Una vez más y ganaré una
excursión gratis.
Decidí que al día siguiente trabajaría en casa. Sabía que podía acabar el
libro más rápido si sufría menos interrupciones, como gente intentando
matarme doquiera que fuera.
Encontré a la secretaria de Ian, Marissa, en su despacho, organizando
archivos. Llamó al móvil de Ian para que le diera su aprobación. Dado que
el Fausto se encontraba ahora dividido en un centenar de fragmentos,
además de totalmente asegurado, Ian dio el visto bueno.
Pasé una hora más en el taller, empaquetando la prensa de madera que
todavía sujetaba el bloque del libro y metiendo en cajas todas las piezas y
herramientas que necesitaría al día siguiente. Le pedí prestada una carretilla
a Marissa y cargué con todo hasta mi coche. Cuando llegué a casa, estaba
derrengada. Pero al abrir y ver mi estudio todavía patas arriba, no pude
soportarlo.
Cerré la puerta y aparqué la carretilla junto a mi mesa. Al quitarme la
chaqueta me llegó una desagradable vaharada de salsa de soja.
—Lo primero es lo primero —dije. Comprobé de nuevo que las
cerraduras de la puerta de entrada estaban como debían, fui al lavabo, me
quité la ropa empapada de caldo y me di una larga ducha. Me puse una
camiseta y un pantalón de deporte contenta porque ya no hedía a caldo de
noodles chinos.
De vuelta en el estudio, reparé en los destellos de la luz roja del teléfono
y rebobiné los mensajes. Doris Bondurant había llamado para ofrecerme un
trabajo de reencuadernación de un ejemplar vintage de Alicia en el país de
las maravillas que había encontrado hacía poco. Me dio la impresión de que
era una prueba para ver si daba la talla. Sentí una punzada de tristeza,
sabedora de que Abraham había sido el responsable de que estableciera
contacto con ella.
También tenía un mensaje de Robin, que llamaba para informarme de
que me había comprado unos pijamas muy monos, así que ya no la
avergonzaría cuando durmiera en su casa. El tercer mensaje era de Cari, el
abogado de Abraham, que quería reunirse conmigo para aclarar mi nueva
situación financiera.
No es que no se lo agradeciera, entiéndanme, siempre venía bien
disponer de más dinero. Pero me hacía sentir rara ser la única receptora de
la fortuna entera de Abraham.
Le dejé un mensaje a Cari, posponiendo el tema un par de semanas.
Solo podía concentrarme en uno o dos desastres graves a la vez.
Busqué un cubo de basura y una escoba, y empecé la limpieza. Tiré las
pilas de guardas desgarradas y arrugadas, reuní mis herramientas dispersas
y las ordené exactamente como estaban antes, recogí todos los carretes de
hilo y los coloqué ordenados por colores en las estrechas estanterías que
había construido a tal propósito. Enrollé las pieles de cuero y las bobinas de
tela que no estaban dañadas y las devolví a su sitio.
Una hora más tarde, miré a mi alrededor, complacida de que las cosas
casi hubieran vuelto a la normalidad. Tendría que encargar más papel
marmoleado y un nuevo conjunto de pinceles para pegamento, y habían
desaparecido dos de mis plegaderas de hueso, pero ese había sido el único
daño importante que había encontrado.
Salvo el jarrón de Robin, que estaba hecho añicos.
Pese a la levedad de los daños, podía asegurar que quienquiera que
estuviera tras esa destrucción estaba dominado por una rabia absoluta, y esa
era la parte más aterradora del calvario. Simplemente era incapaz de
imaginarme a nadie que conociera comportándose de ese modo.
Pensé en el estudio de Abraham en Sonoma. Alguien lo había arrasado
de un modo similar. Pero ¿quién? ¿Y qué era lo que buscaba?
Fuera quien fuese, no lo había encontrado, y supongo que por eso había
recurrido a la violencia. Pero al menos no había destruido mis libros. Eso
me habría resultado mucho más doloroso.
Así que quienquiera que fuese no me conocía. Por extraño que parezca,
resultaba consolador.
Estaba agotada y casi medio dormida cuando volví a comprobar las
cerraduras, luego me dirigí despacio a mi dormitorio. Al alargar la mano
para apartar la colcha, algo en la almohada llamó mi atención y di un salto
atrás.
Encima de la almohada había una rosa roja de tallo largo. Parecía fresca,
con el rocío todavía colgando de sus pétalos exteriores. Colocada junto a la
rosa había una elegante tarjeta. Sin pensarlo, recogí la tarjeta y leí la única
palabra escrita.
—Pronto.
CAPÍTULO DIECISIETE
G
rité conmocionada, tiré la rosa y salí corriendo de la habitación.
Estremeciéndome como una loca, corrí de habitación en habitación,
comprobando las cerraduras de todas las ventanas y de la puerta
principal. Subí a toda prisa las escaleras que llevaban al jardín de la azotea
para cerciorarme de que la puerta estaba bien cerrada.
No lo estaba. La puerta había sido forzada con una palanca. Me entró el
pánico. ¿Estaba el asesino todavía dentro de mi loft? ¿Se había ocultado en
la azotea? No tenía intención de salir a comprobarlo.
Reuniendo cada gramo de valor que me quedaba, bajé corriendo las
escaleras, busqué mi móvil y llamé a la policía.
La operadora dijo que haría una media hora que el intruso ya no estaba
en casa. ¿Cómo podía saberlo?
Y el simple hecho de que hubiera revisado el apartamento entero y algo
me dijera para mis adentros que dentro no había nadie más no implicaba
que me sintiera a salvo.
«Pronto».
¿Qué narices significaba eso? Pensé en Gabriel y la última palabra que
me había dicho ese mismo día. No, me negaba a creer que él tuviera nada
que ver con esto. No había pasado más de una hora con él, pero sabía, en lo
más profundo de mi corazón, que no era lo bastante retorcido para irrumpir
en mi casa solo para dejar una rosa encima de mi almohada. Tal vez sí para
robar el Plutarco, pero nunca…
—¡Maldita sea, el Plutarco!
Agarré las llaves y corrí a abrir el armario del pasillo. En la antigua
fábrica de corsés había alojado un mecanismo de polea para mandar
artículos arriba y abajo entre los pisos, como un pequeño montacargas,
imagino. Ahora la función de montacargas se había desconectado y nadie
podía conocerla a no ser que examinara los planos del edificio. Pero el
panel metálico del suelo todavía podía deslizarse revelando un espacio
vacío donde yo guardaba los documentos importantes y dinero.
Y el Plutarco.
Dejé escapar el aliento que había estado conteniendo. El libro seguía
allí. Eso no descartaba a Gabriel como posible intruso, claro, pero supe que
no había sido él.
Empecé a dar vueltas por el apartamento, preguntándome si Vinnie y
Suzie estarían en casa. Pero ya habían aguantado bastantes de mis traumas
últimamente. No quería desgastar nuestra relación de buenas vecinas. Hasta
ahora nunca me había importado estar sola.
Sabía a quién quería ver. Reuniendo unos gramos más de valor, encontré
la tarjeta profesional e hice otra llamada telefónica.
Respondió a la primera señal.
—Más vale que sea interesante.
—Soy Brooklyn.
—¿Qué pasa?
—Alguien ha irrumpido en mi casa.
—Voy para allá.
Me quedé mirando fijamente el teléfono, sin escuchar más que la señal
de llamada.
Tras haber decidido algo, me sentí más relajada. Bajé la mirada a mi
raído pijama con gatitos rosas. Robin estaría horrorizada. Tenía que
cambiarme y ponerme algo normal.
Al rodear la barra hacia mi dormitorio, oí que el suelo crujía a mi
espalda, luego algo duro y pesado me golpeó en la cabeza. Mis
pensamientos se desvanecieron mientras me derrumbaba.
P
asé los dedos por el papel envejecido y sin desbastar. Ahí, metidas
entre las páginas 212 y 213, junto a la borrosa fotografía del pincel
del diablo, había varias hojas de papel desgastadas y amarillentas por
los años.
Me tembló la mano al sacarlas y desplegarlas. Era una carta de tres
páginas escrita en alemán.
La fecha en la primera página era el 8 de septiembre de 1941. La tinta
estaba difuminada, pero la letra parecía femenina. Miré la última página y
vi que la carta estaba firmada: «Gretchen».
Abraham tenía que referirse a eso con GW1941. Pero ¿quién era
Gretchen?
Tal vez lo averiguaría cuando leyera la carta. Sin poder contener la
emoción, busqué mi bolso, saqué el diccionario inglés-alemán que había
comprado para ayudarme a traducir Fausto y me acomodé en la mesa de
trabajo para descifrar la correspondencia.
La carta iba dirigida a «Sigrid» y, en un momento del texto, Gretchen se
refería a ella como «liebe schwester» o «querida hermana».
Cuarenta minutos más tarde, cerré el diccionario y me aparté de la
mesa. Mi emoción se había disuelto en aflicción. Encendí mi portátil y me
pasé unos minutos conectada a la red, buscando información adicional en
Google. Luego di una vuelta a la sala, ensimismada. Al cabo de unos
minutos, mi silencio aturdido mutó en rabia verbalizada y di unos puñetazos
a la mesa de trabajo.
—Gretchen, estúpida cobarde.
Decir el nombre en voz alta me sobresaltó. En el Fausto de Goethe,
Gretchen era la joven virtuosa destruida por Fausto, pero su nombre
verdadero era Marguerite. Como acababa de descubrir, «Gretchen» era un
diminutivo frecuente en alemán de Marguerite. Un apelativo cariñoso.
El nombre de la esposa de Heinrich Winslow era Marguerite, a la que
también se conocía afectuosamente como Gretchen. Pero, a diferencia de su
tocaya de ficción, la esposa de Heinrich Winslow era muy real y
completamente responsable de tanta destrucción.
Y no era nada raro que alguien estuviera dispuesto a matar por mantener
esos documentos en secreto.
Mis conocimientos como traductora distaban de ser perfectos, pero no
estaban mal. No me había equivocado ni en el sentido de las palabras ni en
el sentimiento.
Explicaba de una manera definitiva por qué habían asesinado a
Abraham. No es que se tratase de una explicación justificada ni aceptable,
pero sin duda clarificaba las cosas.
Por ejemplo, quién tenía que ser el asesino.
Siempre me había tenido por una buena juez del carácter humano, pero
obviamente me equivoqué en este juicio. De hecho había pasado tiempo
con el asesino, que incluso me caía bien. Me froté los brazos contra los
escalofríos que me recorrían la piel. Tal vez necesitaba que me examinaran
psicológicamente. O talvez necesitaba que me afinaran mi Vata-Dosha. Tal
vez cuando este desagradable episodio hubiera concluido por entero,
aceptaría la invitación de mi madre para participar en el día de purificación
de los chakras en un balneario Ayurveda. Y podría pagarme una manicura y
pedicura de lujo mientras estaba en ello.
Me quité de la cabeza las cuestiones de belleza personal. Tenía que
llamar a la inspectora Lee. Pero primero quería que la persona que había
destruido la vida de mi amigo y mentor sufriera, aunque solo fuera un rato.
Se lo debía a Abraham.
Rebusqué en mi bolso la tarjeta correcta, luego me quedé mirando el
nombre del asesino de Abraham durante un largo rato. ¿Podía hacer lo que
pensaba? ¿Podía llamar a esa persona, ese asesino, y parecer calmada y
tranquila mientras hacía mis acusaciones?
Necesitaba un momento.
Estaba asustada, muy asustada. No las tenía todas conmigo. Miré mi
mesa de trabajo. Sobre ella había fragmentos dispersos del Fausto
aguardando a que yo los volviera a unir. A lo mejor, si trabajaba un rato, si
me sumía en el libro, podría engañarme a mí misma para descolgar
distraídamente el teléfono y hacer la llamada.
Para reunir valor, abrí una bolsita de maíz dulce y luego me quité de la
cabeza cuanto no fuera la restauración del Fausto. Las hojas sueltas
reparadas estaban ya secas, así que uní el cuerpo del texto y volví a coser
los pliegos. Apliqué una capa de cola blanca para afianzar el cuerpo del
texto. Mientras se secaba, adherí la portada negra de cuero limpia y pulida a
los cartones nuevos.
Eso era lo que necesitaba. Trabajo de rutina. Hacer lo que mejor se me
daba. En eso sabía exactamente qué hacer. Sin preguntas, sin misterios.
Cuando la cola todavía no se había secado del todo, utilicé un martillo
para golpear las puntas cosidas y crear así un filo redondeado en el lomo del
cuerpo del texto. Volví a poner el bloque en la imprenta y añadí otra fina
capa de cola para dar consistencia a la forma que acababa de redondear.
Luego añadí unas bandas decorativas negras y doradas en la cabezada y el
pie del lomo.
La cola tenía que secarse, lo que significaba que podía tomarme un
respiro. Miré el reloj, luego me fijé en el teléfono. Era entonces o nunca.
Me senté en el escritorio, aferrando en la mano la tarjeta. Recobré la
compostura y llamé. Me saltó el buzón de voz, así que dejé un mensaje
claro: «Tengo lo que está buscando y estoy dispuesta a dárselo a cambio de
la pequeña suma de doscientos mil dólares».
Me sentía como el doctor Maligno. Tendría que haber pedido más, pero,
dado que me estaba marcando un farol, ¿acaso importaba? Comprobé mi
reloj.
—Son las dos del martes al mediodía —proseguí hablando al buzón—.
Si no he recibido noticias suyas antes de las seis de la tarde, llamaré a la
policía.
Colgué y al momento llamé a la inspectora Lee. Sí, había mentido al
asesino sobre esperar hasta la seis para llamar a la policía. Culpa mía.
La inspectora Lee no estaba. No me sentía cómoda hablando con el
inspector Jaglow, así que pedí a la operadora que me pasase al buzón de voz
de Lee. Dejé otro mensaje detallado, contándole qué había descubierto y
revelándole el nombre de la persona que, estaba convencida, había
asesinado a Abraham Karastovsky y Enrico Baldacchio.
Colgué, sintiéndome un poco culpable. Tal vez no debería haber
jugueteado con el asesino con mi amenaza de chantaje, pero había vuelto a
sentir toda mi rabia. Ese malnacido había asesinado a mi amigo y a Enrico,
había asaltado y saqueado el estudio de Abraham, había irrumpido en mi
casa y destrozado mi estudio, había hecho añicos el hermoso jarrón de
Robin y me había dejado inconsciente de un golpe. Tenía todo el derecho a
reclamar cierta justicia extrajudicial, al estilo del viejo Oeste.
Hice otras dos llamadas telefónicas y tuve que dejar mensajes en ambas
ocasiones. ¿Dónde estaba todo el mundo? La primera fue a Derek,
explicándole lo que había descubierto y pidiéndole que viniera en cuanto
pudiera. La otra fue a mi padre, diciéndole que estaba absolutamente segura
de que soltarían a mamá ese mismo día.
Seguidamente plegué la carta de Gretchen, la metí de nuevo en el libro
de flores silvestres y coloqué el libro en su sitio en la estantería.
Ahora no me quedaba más que esperar a que el teléfono sonara.
Mordisqueé unos noodles, pero no tenía hambre. Cualquier otro día, eso
habría disparado las alarmas, pero ese día sabía perfectamente cuál era el
motivo de mi ansiedad.
Así que volví al trabajo y primero comprobé la cola del lomo. Estaba
seca. Era el momento de recomponer el libro entero.
Ajusté la pintura del Armagedón en su posición de la guarda encolada, y
utilicé papel Mylar y láminas de merma para proteger las páginas de
cualquier exceso de cola, y luego metí el cuerpo del texto entre las tapas
pegadas y reacondicionadas y cerré el libro.
Limpié y pulí los rubíes hasta que centellearon al cobrar una nueva vida,
luego volví a pegarlos en su sitio en la portada.
Me pareció espléndido hasta a mí misma. Seguidamente cubrí la
enjoyada portada con una capa de cartón pluma protector, envolví el libro
entero en una tela fina y lo deslicé entre las planchas de la prensa durante
treinta segundos para zanjar el asunto.
Al día siguiente haría fotografías de la encuadernación acabada.
Albergaba la esperanza de que algún día sería capaz de reproducir el
intrincado diseño con su escudo real dorado y sus acabados en flor de lis.
Mientras tato, subiría las fotografías a mi sitio web con una descripción
minuciosa del trabajo que había realizado para completar la restauración.
El propio libro centelleaba a la luz que se desvanecía de la tarde, una
obra de arte rara y hermosa, pero lo que representaba era algo deslustrado y
feo. Hasta ahí alcanzaba su legendaria maldición. La maldición no existía, a
no ser que se considerasen como tal la arrogancia, la avaricia, el miedo y la
estupidez.
Mientras trabajaba, la luz del estudio se había ido atenuando, así que
encendí algunas lámparas. Eran solo las cuatro de la tarde, pero había
empezado a caer la niebla. El teléfono no había sonado y la cabeza volvía a
latirme desagradablemente.
Sentí el doloroso chichón en la nuca, un vago recordatorio del ataque de
la noche anterior. Necesitaba una aspirina, y el estómago me rugía. Había
dejado el cuenco de noodles casi intacto. Mi mundo se estaba agrietando.
Tras comprobar que la tela y el cartón pluma seguían envueltos con
fuerza, aseguré el Fausto entre dos piezas de madera contrachapada blanda
y coloqué una pesa de cuatro kilos y medio encima. Lo mantendría envuelto
y presionado esa noche hasta que la cola se hubiera secado completamente
y el envejecido cuero negro estuviera sujeto con seguridad a los cartones.
La restauración estaba acabada.
Lo celebré metiendo unos restos de pizza en el microondas e ingiriendo
dos aspirinas mientras esperaba a que se calentaran.
Diez minutos más tarde, la pizza había pasado a la historia y yo me
sentía mejor, sin tener punzadas de hambre y preguntándome si sería
demasiado temprano para una copa de vino. Por desgracia, quedaba por
resolver un asunto inoportuno que implicaba a un asesino y a la policía, de
manera que se requería sobriedad hasta nuevo aviso.
Estaba fregando los platos cuando sonó el teléfono. Me sequé las manos
y lo descolgué a la tercera señal.
Conrad Winslow fue directamente al grano, sin perder el tiempo.
—¿Qué diablos pretendes sacar?
—Hola, señor Wilson.
—¿Estás intentando chantajearme?
—Abraham Karastovsky ha muerto y ahora sé por qué.
—¿Y el chantaje es tu forma de abordarlo?
—No, eso no ha sido más que una broma —dije frotándome el punto de
la cabeza donde me habían aporreado la noche anterior.
—¿De qué estás hablando?
Llamaron a la puerta. Creía que tenía al asesino al teléfono, así que ni
me lo pensé y la abrí de golpe.
Sylvia Winslow estaba ante mí, con el aire elegante y vivaz que le
daban un traje melocotón y zapatos de tacón a juego.
—Hola, Sylvia —la saludé—. Menuda coincidencia.
—Cuelga el teléfono —dijo levantando la mano y mostrando una
pistola, pequeña pero letal, con la que me apuntaba.
—Oh, oh, adiós —dije al aparato y lo dejé sobre el escritorio. Ella me
siguió adentro y cerró la puerta empujándola con la cadera.
Miró a su alrededor.
—Has limpiado.
—Sí —dije mientras me apartaba cautelosamente de ella—. Un cerdo lo
puso todo patas arriba.
—Eres muy graciosa para ser alguien que se encuentra ante el extremo
peligroso de una pistola. —Dio énfasis a sus palabras agitando la mano—.
Dame la carta.
—No la tengo.
—Las dos sabemos que mientes.
—¿Por qué cree que la tengo? —Retrocedí otro paso, acercándome a mi
mesa de trabajo, donde sabía que había dejado, al menos, un cuchillo y
varias plegaderas de hueso que podía utilizar como armas. Y no es que una
endeble plegadera de hueso fuera una gran competencia para una pistola.
Tampoco me hacía ilusiones de que ella no fuera a usarla, dado que ya
había asesinado, al menos, a dos personas.
—Porque dejaste un mensaje muy claro en el buzón de voz de mi
marido —dijo—. ¿Quieres seguir haciéndote la tonta?
—¿Escucha el buzón de voz de su marido?
—Sí, de otro modo nada se haría a tiempo ni como es debido.
—¿Por qué mató a Enrico?
Suspiró.
—¿Y a ti qué te importa? Ese hombre era un cerdo.
—Solo me preguntaba qué daño le había hecho a usted.
—Me robó.
—Podría haber llamado a la policía.
Su risa estaba emponzoñada de desprecio.
—Esa era la solución de Conrad. Hombres.
—Sí, los hombres son graciosos.
—Brooklyn, querida, anda, dame la carta. —Sonrió apretando los labios
—. Podría optar por no matarte si colaboras.
—Oh, bueno. —Con el tacón rocé el taburete—. Yo le doy la carta y
usted se va tan campante. ¿Por qué será que no la creo?
—No, supongo que no deberías creerme. —Agitó la pistola con
displicencia—. Pero ¿puedes culparme? No me gusta que me chantajeen.
—Y a mí no me gustó que mi querido amigo muriese en mis brazos.
—Ah, tu querido amigo, el chantajista. Ya viste hasta qué extremo lo
llevó y, aun así, aquí estás, intentando lo mismo. —Negó con la cabeza,
decepcionada—. Dame la carta y acabemos de una vez con este absurdo.
Al mirar la pistola, sentí que me temblaban las piernas. Tenía la boca
tan seca que me costaba tragar saliva. Retrocedí despacio. No me mataría
sin echar mano a la carta, ¿no?
—¿Por qué iba a darle la carta si va a matarme sí o sí? Además, ¿me
cree tan idiota como para guardarla aquí, en mi casa?
—Vas a darme esa carta —dijo.
—Pero si no la tengo.
—Mientes. Es lo que hacéis todos: mentir y chantajear. ¿Creías que iba
a permitir que gente como tú y ese gran simio, Abraham, chantajearais a mi
familia? ¿Cómo te atreves a arruinar el buen nombre de mi familia con ese
miserable plan tuyo?
—A decir verdad, no pretendía chantajear a su familia —dije mientras
esquivaba el taburete y retrocedía hasta darme contra la mesa de trabajo—.
Solo quería hacerle pasar un mal rato hasta que la policía la detuviera.
—¿Crees que soy idiota? —dijo siseando. Sus mejillas estaban
adquiriendo un matiz rojizo de irritación—. No has llamado a la policía. No
eres más que una malnacida avara y codiciosa que pretende ganar dinero a
costa del sufrimiento ajeno.
—Por lo que dice, parece que Abraham pretendía lo mismo. —Yo
estaba ganando tiempo, engañándola, aguardando un milagro. Hacerla
hablar era lo único que se me ocurría.
—Lo pretendía… y fracasó miserablemente.
En la carta de Gretchen a su hermana Sigrid, la primera se quejaba de
que Heinrich estaba poniendo a su familia en peligro con sus grandiosos
planes para salvar a la humanidad. «Dios mío, Sigrid, ¿puedes entenderlo?
—Había escrito Gretchen—. ¡Pone en peligro nuestras vidas para ayudar a
los judíos!».
Gretchen había abordado a Heinrich, insistiendo en que parara. De otro
modo, ella no sería responsable de sus propios actos. En la carta, Gretchen
había sugerido que en el cobertizo del jardinero se guardaba cuanto
necesitaba para llevar a cabo cierta desagradable pero necesaria tarea.
Busqué en Google los detalles de la muerte de Heinrich Winslow y
descubrí que había muerto envenenado con arsénico. La fecha de su muerte
fue tres días después de la que databa la carta de Gretchen. El veneno se
localizó en una caja de herbicida. En Wikipedia se leía que la afligida
esposa y los hijos de Heinrich se fueron a vivir tras la muerte de este con su
hermana Sigrid a Dinamarca.
De algún modo, la carta de Gretchen había acabado en un bolsillo
secreto en el interior del Fausto. En el fondo de mi corazón, me gustaría
creer que su hermana Sigrid había querido que algún día se supiese la
verdad.
—Supongo que no beneficiaría a la heroica reputación de Heinrich —
dije— que el mundo se enterase de que su esposa había sido una asesina
cobarde y antisemita.
—¿Eso crees? —preguntó Sylvia con malicia—. Oh, yo no le echo la
culpa por lo que hizo, pero el mundo la tendría por una malvada. El honor y
la reputación de mi familia acabarían arruinados. Seríamos personas no
gratas allá donde fuéramos. No puedo permitirlo.
—No, eso sería inaceptable. Mucho mejor es matar a unas cuantas
personas y ocultar la verdad.
—No me trates con condescendencia —me espetó—. Al hombre no le
importaba su propia familia. Tenía que ser el gran héroe salvando a todos
aquellos judíos.
—Hace que parezca algo malo.
—¿Y si lo hubieran descubierto? Lo habrían asesinado en el acto o lo
habrían enviado a un campo. A Gretchen le habrían dado la espalda,
ridiculizado, se habría visto abandonada para criar sola a cuatro hijos. O
¿quién sabe? Tal vez la habrían mandado a un campo con él. No le dejó otra
opción.
—Pero ¿asesinarlo?
—Sí, y bien que hizo.
—Pero así también se quedaba sola —dije.
—Pero de ese modo —argumentó Sylvia— su marido murió como un
héroe y un buen ciudadano en lugar de morir gaseado como un enemigo del
Estado. Su reputación estaba a salvo.
—Y la reputación lo es todo.
—Pese a lo penséis mi hija y tú, sí, la reputación lo es todo.
Enderecé los hombros. No había necesidad de insultar a nadie,
metiéndome en el mismo saco que a Meredith. Pero resultaba
decepcionante saber que Meredith era de hecho un ejemplo de dignidad y
honor en comparación con su madre.
—Pero si ya había leído la carta —conjeturé—, ¿por qué no la
destruyó?
Las alas de su nariz se ensancharon como las de un pequeño toro
ofendido.
—No leí la carta —concedió mientras recorría tranquilamente un área
soleada por la luz que se filtraba entre las persianas—. Karastovsky se la
leyó por teléfono a mi marido, luego pidió dinero.
—Y Conrad…
—A él le entró el pánico. Me contó lo que decía la carta y yo le dije que
se calmara. Yo me ocuparía de todo.
—El trabajo de una mujer no tiene fin.
—Exacto —dijo esbozando una sonrisa burlona—. Llamé a
Karastovsky y le dije que le llevaría el dinero la noche de la inauguración.
—Pero usted no llevó el dinero. Solo una pistola.
—Exacto otra vez —dijo—. Ese mulo grande y estúpido. ¿Creía que iba
a permitir que a mi familia le dieran la espalda y la ridiculizaran porque un
aborrecible remendón se imaginara que podría manipularnos?
—¿Un remendón?
—Lo que sea. —Agitó con impaciencia la mano en la que sostenía la
pistola—. Vosotros trabajáis con cuero. Os ensuciáis las manos. Sois unos
artesanos de segunda.
«Artesanos». Buf.
Aparte de los insultos, nada tenía sentido. Abraham era un hombre
acaudalado. No necesitaba el dinero. ¿Por qué iba a recurrir al chantaje?
Empezó a cobrar forma una idea en mi mente. Según Minka, Abraham
y Enrico habían iniciado una colaboración antes de que Abraham fuera
asesinado. ¿Le había revelado el contenido de la carta a Enrico? ¿Había
sido este último el que había intentado el chantaje utilizando el nombre de
Abraham dado que él ya había quemado sus naves con los Winslow?
El plan llevaba inscrito el nombre de Enrico por todas partes.
No me sorprendía.
—Entonces, cuando se enfrentó a Abraham con el arma la noche de la
inauguración, cuando le acusó de chantaje, ¿qué dijo?
—Lo negó todo —dijo despectivamente—. Afirmó que nunca había
hecho la llamada, que nunca había pedido dinero. Gimió y lloró como una
niña grande. Daba asco. Me alegro de haberle librado para siempre de su
desgracia.
Apreté los puños con rabia. Abraham había hablado de que Enrico había
traicionado una confidencia. Tenía que ser sobre la carta de Gretchen.
Estaba casi segura de que Enrico se había enterado de la existencia de la
carta y había tramado el plan sin el conocimiento ni la aprobación de
Abraham, lo que significaba que Sylvia había asesinado a Abraham sin
ningún móvil.
Ahora veía claro lo que había sucedido. Enrico había querido ajustar las
cuentas con los Winslow por haberle echado del acceso a su fuente de
dinero fácil. Ciertamente era escoria, pero ni siquiera él merecía morir.
Mientras ella hablaba, yo no dejaba de mirarla a la cara, pero, con
cuidado, poco a poco, eché los brazos hacia atrás y me apoyé en la mesa de
trabajo. Retrocedí todavía más para palpar la mesa en busca de un arma.
Mis dedos se cerraron alrededor de un objeto largo y delgado. Una
plegadera de hueso.
—Supongo que fue usted la que mandó al tipo con el tatuaje de la
serpiente a por mí.
—Willie —dijo, y puso los ojos en blanco—. Es un jovencito que de
vez en cuando me hace algún trabajillo. No es que sea muy fiable, pero
valía la pena intentarlo.
—¿No teme que la implique?
—Le hago pequeños regalos y me es completamente leal —dijo—.
Además, está como una cabra, ¿quién le creería?
Tenía razón. Entonces otra cosa me vino a la cabeza.
—¿Tiene un SUV oscuro?
Se miró las uñas.
—Mi ama de llaves conduce uno. Lo tomo prestado esporádicamente.
—¿Y la rosa encima de mi almohada?
Se rio entre dientes.
—Un gesto tierno, ¿no te parece? Oí a hurtadillas a tu apuesto novio
diciéndote que te llamaría «pronto». —Sonrió con malicia—. Chica, si me
dieran unos céntimos por cada vez que he oído esas palabras… ¿Me
equivoco?
¿Qué era eso?, ¿una charla de chicas? ¿Estaba de broma?
Suspiró y prosiguió:
—Volviste a casa antes de lo que esperaba, así que tuve que esconderme
en tu armario de abrigos durante un rato.
Me quedé bloqueada.
—¿Cómo es posible que sepa entrar en las casas?
—Es un don —dijo con una sonrisa picara—. No siempre he vivido en
Nob Hill. Me crie en las calles, aprendí a sobrevivir. De otro modo, habría
muerto ahí fuera.
Aferré la plegadera de hueso con más fuerza.
—Eh —dijo al percatarse de mis movimientos—. Apártate de la mesa.
Di un paso hacia ella, y entonces le arrojé la plegadera. No servía de
nada como arma, pero era muy útil como distracción. Sylvia gritó y apretó
el gatillo al mismo tiempo. La bala se desvió por completo. Caímos la una
sobre la otra y yo aparté la pistola. Ella me agarró por la barbilla y me arañó
el cuello.
—¡Ay! —Me la quité de encima de un golpe e intenté alcanzar la
pistola. Ella quiso apuntarla hacia mí, pero le aferré la muñeca y luchamos
por el control.
—¡Vaca estúpida! ¡Suéltame! —gritó mientras me pegaba en la cara con
la otra mano.
—¡Maldita sea! —Me estaba dando un montón de puñetazos y
bofetones, pero al menos no eran balas.
La puerta se abrió de golpe y mi madre irrumpió apresuradamente con
una enorme caja de pizza, justo en el momento en que Sylvia me golpeaba
en el oído con el puño y echaba mano a la pistola.
Mi madre utilizó la única arma que tenía para proteger a su hija: la
pizza. Arrojó la caja y alcanzó a Sylvia en la cabeza. Sylvia chilló furiosa
cuando la pistola salió volando por los aires y la pizza cayó al suelo.
Derek entró a toda prisa detrás de mamá, agarró a Sylvia por detrás de
su chaqueta de color melocotón y la levantó para ponerla de pie.
—No pises la pizza —exclamó mi madre.
Alcé la mirada y sonreí a Derek, encantada de verlos a ambos. Él puso
los ojos en blanco y se apartó unos pasos, fuera del alcance de la pizza,
arrastrando a Sylvia con él.
—¡Hijo de puta, quítame las manos de encima! —gritó mientras se
retorcía y forcejeaba para soltarse.
Mamá correteó para rescatar la pizza.
—Es tu favorita, cariño. Champiñones, cebollas y ajo.
—¿Y extra de queso? —pregunté.
—Pues claro. —Dejó la pesada caja sobre la mesa de trabajo y se echó a
llorar. Me acerqué y nos abrazamos con fuerza.
—Te quiero, mamá —susurré.
—Ya lo sé, cariño —dijo sorbiéndose los mocos mientras me acariciaba
el pelo—. Yo también a ti.
Unos pasos retumbaron fuera, en el pasillo, y mi estudio se llenó de
repente de policías. La inspectora Lee entró detrás de ellos, agarrando su
arma con ambas manos. La enfundó en cuanto vio a Derek aferrando los
brazos de Sylvia a su espalda.
—Recibió mi mensaje —dije.
—No —dijo Lee—. Llamó Conrad Winslow para denunciar a su
esposa.
—¡Miserable! —gritó Sylvia.
—Hombres —dije sacudiendo la cabeza.
Derek entregó a Sylvia a uno de los policías y la inspectora Lee sugirió
que despejáramos la zona. Agarré la caja de pizza y guie al grupo hacia la
cocina, donde la inspectora me interrogó durante la media hora siguiente.
En cuanto se fue, serví tres grandes copas de vino mientras Derek
explicaba que había oído mi mensaje, había llamado a la policía y se había
pasado por comisaría para recoger a mi madre. De camino, compraron una
pizza y habían venido a darme una sorpresa.
—¿Por qué confesaste el crimen, mamá? —le pregunté en cuanto hube
recuperado las fuerzas con unos largos tragos de vino.
—Cariño. —Miró a Derek, luego a mí y dijo en voz baja—: Intentaba
protegerte.
Me quedé boquiabierta.
—¿A mí? ¿Y por qué ibas a…?
Sonrió con timidez pero no dijo nada.
—Un momento —dije—. ¿Tú creías que yo había asesinado a
Abraham? Pero ¿por qué?
—Porque lo odiabas —explicó.
—¿Yo?
Ella asintió con seriedad.
—Descubriste que él y yo teníamos una aventura y le culpaste por
destruir nuestro matrimonio.
Removí la copa de vino, perpleja.
—¿A… Abraham y… y… tú teníais una aventura?
—Por Dios, no. —Dio un delicado sorbo al vino.
—Pero… —Miré a Derek, que contenía una sonrisa. Parecía disfrutar
del espectáculo.
Respiré hondo y exhalé el aire lentamente.
—Mamá, ¿de qué estás hablando?
—Tu amiga me lo contó el día del funeral de Abraham —dijo—. Me lo
contó todo.
Entorné los ojos.
—¿Qué amiga?
—¿La gordita con guantes de leopardo? ¿Cómo se llama? ¿Minky?
¿Manca? —Se quitó la pregunta de la cabeza con un gesto de la mano—. Ya
sabes cuál. En cualquier caso, me contó lo preocupada que la tenías. Que
esperaba que la policía no descubriera lo mucho que odiabas al pobre
Abraham.
Minka. Rechiné los dientes mientras planeaba mi venganza. Iba a
destruirla del todo. Solo tenía que pensar cómo.
—Oh, le aseguré que no era verdad lo de la aventura —prosiguió mi
madre—. Pero me temía que el daño ya estaba hecho. Cuando me dijiste
que la policía iba a detenerte, decidí encargarme yo del asunto.
—No hacía falta que fueras a la cárcel por mí, mamá —dije en voz baja.
—Más valía que fuera yo y no tú, cariño. —Dio un rápido sorbo de
vino, luego dejó la copa sobre la mesa y chasqueó los nudillos con aire
despreocupado—. He estado en la cárcel y sé cómo sobrevivir. Tú no
durarías ni un día.
Me eché hacia atrás y vacié mi copa de vino, luego volví a por la
botella, resuelta a emborracharme como una cuba antes de que acabara la
conversación.
EPÍLOGO
U
n mes más tarde, durante una cálida tarde en Dharma, mi madre y
mi padre celebraron su trigésimo quinto aniversario de boda
acompañados de setecientos amigos y parientes cercanos.
Mi madre tenía un aspecto espléndido y descansado tras pasarse una
semana en la cabaña de sudar Laughing Goat. Tras la desintoxicación, había
participado en la ceremonia de purificación con pipa, lo que le había
permitido canalizar las meditaciones con tambores chamánicos y el viaje
astral a Alfa Centauri con su guía espiritual Ramlar X.
Mi padre desbordaba amor mientras mi madre evocaba los viejos
tiempos.
Para la ocasión, el gurú Bob ofreció el uso de su elegante mansión en la
cima de la colina y su patio en terrazas. Hizo un brindis muy sentido y
luego yo regalé a mis padres un álbum de fotos magníficamente
encuadernado en cuero que contenía imágenes y recuerdos de su vida
juntos, desde la época de los Deadheads hasta la actualidad.
Había fotos de todos los niños junto con imágenes y recuerdos de
diversos lugares donde los Grateful Dead habían celebrado conciertos o de
las manifestaciones contra las instalaciones de armas de las que todos
habíamos recibido nuestros nombres.
En el álbum había experimentado con el estampado en caliente de un
motivo inspirado en la vid en la gruesa tapa de cuero. El material era un
papel grueso y exento de ácido, enmarcado e intercalado con delicadas
láminas de papel de arroz. Esperaba que acabara convertido en una reliquia
familiar.
Mi madre gritó como una niña cuando lo vio, así que supe que le había
gustado. Los ojos de mi padre se llenaron de lágrimas, y no pudo articular
palabra durante veinte minutos. No era tan espectacular como los billetes de
primera clase a París con los que les sorprendieron mis hermanos, pero creo
que les gustó igual.
Un mes antes, la noche que encarcelaron a Sylvia Winslow, mamá había
hablado conmigo y me había rogado que confeccionara el álbum. Me había
confesado que Abraham había sido su primera opción para el proyecto
porque quería que fuera un secreto para el resto de la familia.
—¡No puedo creérmelo! —había exclamado yo cuando me explicó lo
que quería—. ¿Por eso fuiste a verle a la Covington aquella noche? ¿Para
revisar fotos familiares?
—Fue idea suya que nos reuniéramos allí —me explicó mi madre—.
Había estado muy ocupado, pero sabía que, una vez hubieran inaugurado la
exposición, finalmente dispondría de un par de minutos para mis planes.
—Eso es una locura.
Frunció el ceño.
—Lo que fue una locura es que me pasé casi una hora esperando en un
taller equivocado.
Me estremecí.
—Ese error seguramente te salvó la vida.
—Yo no escuché el disparo —se lamentó—. Me había puesto a
practicar para mi clase de bilocación cósmica.
—Yo habría hecho lo mismo —le aseguré.
Entonces levantamos nuestras copas de champán y brindamos otra vez
por mis padres. Se besaron y los presentes aplaudieron.
—Son la gente más maravillosa del mundo —comentó alguien a mi
lado.
—No podría estar más de acuerdo —dije mientras me daba la vuelta y
me llevaba una sorpresa. Era Annie, la hija de Abraham. Había cambiado
por completo. En lugar del look de gótica de ojos pintados con kohl que
lucía cuando la conocí, no llevaba más maquillaje que brillo de labios.
Parecía una feliz adolescente con el pelo oscuro un poco ahuecado
alrededor de la cara. Vestía una camisa de algodón verde grisácea, larga,
con una camiseta desteñida sin mangas a juego, y, oh, Dios, unas
Birkenstocks. Dharma tenía otra conversa.
—Mira quién se ha vuelto country —dije.
—Gracias…, supongo. —Pero sonrió al decirlo.
—¿Ha ido bien la mudanza?
—Sí, gracias a tus padres —dijo—. Me gusta mucho esto, ¿sabes?
—Me alegro. Y sentí mucho lo de tu madre.
—Gracias. No era inesperado, pero aun así… —Negó con la cabeza. La
madre de Annie había fallecido unos días después de que detuvieran a
Sylvia Winslow.
Una vez acabaron las pruebas de paternidad y los resultados
corroboraron que Annie era sin duda hija de Abraham, yo había firmado los
documentos que nos convertían a ella y a mí en propietarias conjuntas de la
casa de Abraham y la finca que la rodeaba. Con algunas de las propiedades
de Abraham, los abogados constituyeron un fideicomiso que pagaría una
asignación a Annie hasta que esta decidiera qué quería hacer con el resto de
su vida.
—Tu madre me ha estado presentando a la gente de por aquí —dijo
Annie—. Es una mujer asombrosa.
Miré a mi madre, que en ese momento estaba bailando el funky chicken
con mi sobrino de cuatro años.
—Sí, lo es.
—Supongo que estoy en deuda contigo —dijo Annie con una media
sonrisa—. Pero no esperes que te bese el anillo cada vez que te vea.
Di un sorbo de champán.
—Bueno, no, todas las veces no.
Sonrió y se alejó.
Miré a mi alrededor buscando a Robin y la vi en una de las barras de
vino, hablando con Austin. Él le sonreía risueño y ella se reía. El sonido era
tan dulce que sentí una punzada de felicidad por ellos.
Ian se acercó con una botella de brut rosé llena y casi me desbordó la
copa. Ahora que había «salido del armario», estaba mucho más relajado que
nunca. Saludé a Jake, el novio de Ian, al que había conocido en la
inauguración oficial de la exposición Winslow.
La inauguración había sido un gran acontecimiento. Las noticias de la
maldición y los asesinatos y las tristemente famosas señoras Winslow
habían saltado a los titulares y los visitantes eran una multitud.
Me emocionó que Ian hubiera seguido mi consejo y exhibiera el Fausto
en su propio pedestal, encerrado en plexiglás para que la tapa, el texto y la
pintura del Armagedón estuvieran a la vista de todo el público.
Incluso Meredith Winslow, que había asistido a la inauguración con su
padre como una demostración en público de su fuerza, convino en que el
Fausto parecía «okay, o como se diga». Y, aunque nunca se hizo realidad mi
sueño de verla entre rejas vistiendo un mono naranja, sus palabras sonaron a
música celestial en mis oídos.
Ian y Jake se fueron a hablar con Austin. Suspiré y di otro sorbo de brut
rosé.
—¿Has hecho las maletas?
Tuve que esforzarme en recuperar el aliento, no porque Derek Stone se
me hubiera acercado sigilosamente, sino porque su dulce acento británico
siempre me sobresaltaba.
Me habría encantado pensar que había hecho el largo trayecto entre
Londres y Dharma por mí. Pero la verdad era que mi madre y él habían
forjado una fuerte amistad la noche que ella arrojó su caja de kung-fu pizza
a la cabeza de Sylvia Winslow.
Derek había sorprendido a mi madre al presentarse la noche anterior y
ella había llorado de felicidad. Últimamente había muchas lágrimas por
todas partes.
—Maletas hechas y todo preparado, mañana por la mañana, muy
temprano —respondí con una sonrisa.
—¿Tu vuelo es directo a Heathrow?
—Sí, y seguí tu consejo y opté por la primera clase. —Y no sabría decir
por qué eso me ponía más nerviosa que el propio vuelo. Gastar todo ese
dinero extra en mi propia comodidad seguramente me produciría urticaria.
Pero, vaya, necesitaba algo en lo que obsesionarme ahora que los asesinatos
de Abraham y Enrico se habían resuelto.
—¿Por qué iba a viajar nadie de otro modo? —preguntó él, el hombre
que alquilaba un Bentley allá donde iba.
Era verdad que mis maletas estaban ya hechas para el viaje a la Feria
del Libro de Edimburgo. El día anterior había recibido la noticia de que uno
de mis libros era Analista en el concurso de la feria. Me moría de ganas por
ir pero me reventaba marcharme.
Y, hablando de morirse de ganas, llevaba dos horas bebiendo champán y
necesitaba un lavabo.
—¿Me aguantas la copa un momento?
—Solo un momento —dijo Derek sonriendo y me sostuvo la copa.
Entré en la casa del gurú Bob para buscar un lavabo. Al cruzar la
espaciosa sala de estar algo llamó mi atención y me acerqué a verlo.
—Ay, Dios mío. —Había un Vermeer auténtico en la pared junto al
vestíbulo. Avancé sobre la alfombra clara y blanda para verlo más de cerca
y me quedé mirando fijamente durante un minuto el cuadro de una joven
escribiendo en su mesa—. Hermosa.
—Un estudio soberbio de luces y sombras.
Me di la vuelta rápidamente y vi al gurú Bob observándome.
—Lo siento, Robson —dije con torpeza—. Estaba buscando el lavabo,
pero he visto el cuadro y me han entrado ganas de verlo más de cerca.
—Por favor, no te disculpes nunca por disfrutar de las cosas bellas,
preciosa —dijo inclinándose levemente—. Me encanta que mi casa se llene
de amigos y que quienes sepan apreciarlas contemplen mis obras de arte.
—Tienes muchas piezas magníficas —dije mirando alrededor de la
elegante sala. Mi mirada se fijó en un conmovedor retrato de un joven de
Rembrandt.
—Dios bendito —dije por lo bajini, y me acerqué a la pintura con
admiración—. Increíble.
—Sí, me considero bienaventurado. —Se puso a mi lado mientras yo
miraba.
—Gracias por dejarme echar un vistazo.
—Eres siempre bienvenida, preciosa.
Pasé por delante de una majestuosa vitrina de cristal de tres puertas que
tenía que ser un original Luis Nosequé. Era muy francesa y estaba
recargada de ormolú dorado y un hermoso entarimado. No era mi estilo,
pero encajaba tan a la perfección en la sala que era a la vez marcadamente
viril y espaciosa y ligera.
Casi me la perdí.
El gurú Bob estaba cerca, apretándose los labios con un dedo mientras
me veía pararme y darme la vuelta. En la vitrina estaba la edición de hacía
quinientos años de Vidas paralelas de Plutarco, que me había llevado de la
biblioteca de Enrico Baldacchio. El libro reposaba sobre un pequeño
caballete en la balda central. La excepcional encuadernación en tono verde
marroquí y el distintivo dorado eran inconfundibles.
Completamente conmocionada, me di la vuelta.
—¿Cómo?
Se suponía que el extraordinario libro estaba guardado en mi escondrijo
secreto al fondo de mi armario. Yo había descubierto que el libro no había
pertenecido a los Winslow, de manera que, durante el mes anterior, lo había
mantenido oculto mientras realizaba discretas pesquisas por la Covington y
preguntaba a varios reputados libreros para dar con el verdadero propietario
del Plutarco. Hasta el momento, no había tenido la menor suerte. Que era la
razón por la que el libro seguía todavía en mi armario. O eso pensaba yo.
—Gabriel —dije en voz baja.
—Un querido amigo.
—¿Cómo es posible? —pregunté.
—Ah, preciosa —dijo suavemente el gurú Bob mientras me cogía del
brazo y me acompañaba fuera de la sala—. Los caminos de los dioses son
inescrutables.
AGRADECIMIENTOS
Dado que este es mi primer libro, estoy en deuda con tantas personas
que ni siquiera podría empezar a nombrarlas, pero, por favor, comprenda
que mencione a unas pocas especiales.
A mis agentes, Christine Hogrebe y Kelly Harms, de la Jane Rotrosen
Agency, por sus excepcionales consejos, inagotable entusiasmo y
consumada profesionalidad guiando a esta nueva autora por el sendero
salpicado de baches que conduce a la publicación. Y gracias a mi editora,
Kristen Weber, cuya energía positiva atenuó todos mis temores y ayudó a
que este libro resplandeciera. Gracias también al departamento de arte de
NAL por crear la portada más hermosa que he visto.
Gracias a Maureen Child por su amistad, cariño, honestidad y apoyo, y
a Susan Mallery por su sabiduría, ánimos y excelente gusto para el vino. Me
siento muy afortunada de poder consideraros mis amigas y colegas en la
conspiración, y nunca os podré agradecer lo bastante lo que me habéis
dado.
Muchas gracias a los excelentes escritores que crearon los Romance
Bandits (http://romancebandits.blogspot.com), cuyo ingenio, amabilidad y
dedicación colectiva a la causa han hecho este viaje tan emocionante.
También estoy agradecida a Romance Writers of America y Sisters in
Crime por abrirme las puertas y proporcionarme la ocasión para hacer
amistades y aumentar mis conocimientos.
Gracias al maestro encuadernador Bruce Levy, que me introdujo en el
arte de la encuadernación, y al San Francisco Center for the Book, así como
a la experta encuadernadora Ann Lindsey por darme las habilidades y los
conocimientos necesarios para crear hermosos libros utilizando métodos
clásicos del siglo XIX. También quiero dar las gracias a la artista del libro
Wendy Poma por enseñarme tantas técnicas distintas de encuadernación,
todas en una sola tarde. Cualquier error en el empleo de esos métodos y
técnicas es responsabilidad exclusivamente mía.
Por último, tengo una gran deuda con mi maravillosa familia —mi
marido, mi madre, mis hermanos y hermanas, mis sobrinos y sobrinas, mis
tías y tíos, mis primos y mi familia política y no tan política—. Gracias por
vuestro amor, apoyo e inagotable sentido del humor. Juro que cualquier
parecido entre vosotros y los personajes de estas páginas es pura
coincidencia.
KATE CARLISLE, autora superventas del New York Times nacida en
California, trabajó muchos años en televisión antes de dedicarse a la
escritura. Su fascinación de toda la vida por el arte y el oficio de la
encuadernación la llevó a escribir la serie Bibliophile Mysteries,
protagonizada por Brooklyn Wainwright, cuyas habilidades de
encuadernación y restauración la llevan invariablemente a descubrir viejos
secretos, traiciones y asesinatos. También es la autora de Fixer-Upper
Mysteries, protagonizada por Shannon Hammer, una chica de un pequeño
pueblo que trabaja como contratista de obras especializada en la
restauración de viviendas.
Notas
[1] Personajes de una serie infantil de dibujos animados, los Sunny Bunnies
(«Conejitos soleados») reparten alegría y felicidad allá donde van, gracias a
la luz. (N. del T.). <<
[2]Dueling Banjos es la composición instrumental de la famosa secuencia
del principio de la película Deliverance (John Boorman, 1972) que
interpretan un urbanita y un chico discapacitado mental. La secuencia no
augura nada bueno. (N. del T). <<
[3]El foxing es una oxidación del papel debido a la humedad o a
microorganismos que causa pequeñas manchas marrones. (N. del T.). <<
[4] Beef significa «ternera» en inglés, de ahí la risa. (N. del T.). <<