La Hechicera Fugitiva - Novela Romántica y Erótica Paranormal (Fantasía) (Spanish Edition)
La Hechicera Fugitiva - Novela Romántica y Erótica Paranormal (Fantasía) (Spanish Edition)
Dedicado a;
Belén, por ser mi magia durante muchos años.
Guillem, por reforzar mi pasión por la escritura y la fantasía.
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1
El demonio persigue.
No hay nada más cierto, y así ha sido durante la historia completa de la
civilización. El demonio nos busca, nos acecha, e intenta empujarnos en pos
de realizar su obra y acción. Aterrador, ¿no?
Pero, ¿qué sucede cuando uno es considerando el demonio? ¿Cuando uno es
el supuesto perseguidor, acechador, y quien puja? ¿Cómo escapas, si eres de
quien intentan huir?
Y, una vez llegue el día en que no estés siendo juzgada y acusada, ¿cómo
puedes confiar en esa persona? ¿En que piensa también en tu propio bien, y
no que está dispuesto a utilizarte?
Imposible.
****
****
El miedo o respeto que puedo inspirar como jinete no es lo único que me
permite atravesar el desierto a salvo—no hay manera de que me reconozcan.
Esto también juega con el inmenso calor que me carcome, pues estoy usando
gruesas bufandas para salvaguardar todo mi rostro menos los ojos, a la usanza
de los pueblos del este.
No temo tanto de estos individuos, sino de sus lenguas. Puede que no
representen peligro contra mí, o que pronto acabe su camino, pero la
información que manejen podría probarse como mi caída.
Sí, estoy huyendo. No importa tanto quién soy, sino lo que soy, y es algo que
no puedo permitir que se riegue. El desierto me proporcionará seguridad y un
camino más rápido, a cambio de llegar al sitio donde quizás reside mi última
esperanza. Si es que acaso lo es. Pero, si no es allí, ¿dónde será?
Justo en este momento paso al lado de una anciana que, o bien emprendió
esta ruta por su cuenta, o se quedó sin acompañantes, pero ya no da para más.
Los huesos de su cara se marcan debajo de su piel, y es una de las pocas que
no muestra miedo al observarme. Debe estar viendo el abismo, ¿cómo podría
tener algún miedo?
No, lo único que le interesa es pedirme comida o agua. No puede proliferar
palabras, pero sus gestos hablan de manera universal. Con un gran pesar debo
ignorarla. Disculpe, señora, apenas y tengo para mantenerme yo.
Y aún si la ayudara a prolongar su vida unos días—o, probablemente, horas
—más, sería cuestión de tiempo para que todos seamos atacados, invadidos o
conquistados.
En el camino que me espera reside el bien mayor. Busco todo. Mi refugio, sí,
pero también la justicia y la venganza. Mi supervivencia, así como la de la
mayor cantidad de personas, al tiempo que el exterminio de un pueblo entero.
Es algo muy grande como para que piense en ello una sola persona, cierto. El
asunto es que debo repetírmelo una y otra vez, pues es la carta de venta con la
que cuento para lograr lo que necesito.
Una pareja trastabilla, acelerando, hacia lo que ellos denominan un lago. Si
hay algo que me beneficia es mi vista, y con toda seguridad puedo testificar
que no hay lago o charco o ninguna fuente de agua en kilómetros.
Estos dos probablemente están sufriendo del mal del desierto, y vaya a saber
si esta carrera sin frutos no termine siendo su final. Su mirada es otra
diferente, una que solo experimenté apenas empecé mi camino por las arenas
—de envidia.
Sí, todos quienes llegaban aquí querían tener una montura que les ayudara a
atravesar este eterno mar. Con el paso del tiempo y con la distancia
empezaron a concluir que lo que necesitaban no era un caballo, sino agua.
Comida. Un hogar.
¿Conseguiré eso que tanto busco? Un hogar.
Tengo que hacerlo. Después de todo, el mío ya no es sino un infierno del cual
no tengo más remedio que huir.
****
****
Los bárbaros no tenían un reino como tal, pues era más un pueblo nómada.
Por muchas épocas mantuvieron su fuerza en un solo reino, pero, al momento
de atacar, preferían movilizarse al completo, y por ello su centro de gravedad
siempre fue cambiante.
No representaban mucho peligro, ni para Irulia ni para ningún otro reino,
pues carecían de disciplina de combate y de inteligencia en ello. O al menos
hasta la llegada de Maiderance.
Un alto general, que abandonó a su gente para unirse a los bárbaros. ¿Por
qué? Es difícil saber con exactitud. Por comodidad no fue. Ni por seguridad,
ni calidad de vida. Ninguna de esas tres las tendría garantizadas batallando
junto a los bárbaros.
Tampoco la victoria, pues eran mucho más las derrotas. ¿Por qué lo hizo? No
hay razón coherente. Se dice que simplemente se identificó con esa gente,
pero de qué manera, vaya a saber.
Y, por primera vez en la historia, cambió por completo el pueblo bárbaro. Las
armas de asedio empezaron a aparecer en su arsenal. Las formaciones eran su
pan de cada día. Ya no solo abundaban las lanzas y hachas, sino el arco, la
espada, el escudo.
Los caballos empezaban a ser más y más adoptados, así como muchas otras
bestia que solo ellos eran capaces de dominar. ¿Armadura? Herramienta de
diario, como nunca antes lo había sido.
Algunos reinos sucumbieron, manteniendo siempre una constante—cercando
a Irulia. Los bárbaros no se atrevían a atacarnos, y siempre se asumió que fue
una declaración de debilidad. Una aceptación de que nuestras tierras eran
infranqueables. Así había sido siempre, y eso creíamos. Erróneamente, claro
está.
Hay un detalle de los bárbaros que ignoramos, y que no debimos haberlo
hecho. Y es su estilo de vida, sin restricción alguna. En todos los ámbitos,
incluyendo el sexo. Por lo que era un pueblo en constante expansión,
produciendo hijos y progenie prácticamente a la máxima velocidad posible.
Conforme alcanzaban la adolescencia, más y más se unían a su ejército, y en
el periodo de años podían sumar varios miles de tropas a sus filas. Filas cada
vez más grandes, más disciplinadas y, sobre todo, con la mayor fiereza de
entre todos los reinos.
Y, en resumidas cuentas, atacar los reinos circundantes a Irulia fue el paso
que les llevó a lanzar el ataque sobre nosotros desde cuatro frentes diferentes.
Norte, sur, este, oeste.
No había resquicio del reino en el que no estuviéramos siendo invadidos por
los bárbaros. De nada valió nuestra propia milicia, ni nuestros muros, ni
siquiera la magia que nos diferenciaba. Tal fue el yugo de su martillo que no
tardamos en ser dominados.
Y destruidos, claro. Si algo diferencia a los bárbaros de otros atacantes es que
no dejan a nadie con vida. Nada de rehenes, ni perdonados, ni bazas de
negociación—todo individuo que se enfrente a ellos termina pagando con su
vida, eso sí, antes siendo torturados los soldados y violadas las mujeres. ¿Qué
más puedo decir? Su mismo nombre lo dice. Son bárbaros.
Así que, hasta donde sé, absolutamente nadie queda con vida. Eso es lo que
pude descubrir, al menos, cuando volví para encontrar mi tierra ya arrasada
por los bárbaros.
La magia que me tocaba poner en práctica ese día me había alejado de mi
reino, sin tener la más mínima idea de lo que estaba sucediendo, y volví para
encontrar las ruinas. Y si alguien logró sobrevivir, ya había huido hacía
tiempo. No había razón o motivo alguno por el cual buscarlos, o por el cual
quedarme. Todo había acabado.
Lo único que quedaba era seguir adelante. Conseguir un nuevo hogar, una
nueva tierra.
Por ello conseguí un caballo divagando por los bosques—se podría decir que
el único terreno que no gusta a los bárbaros—, tomé todas las provisiones que
me fue posible y, escondiendo mi identidad, partí en mi camino. No valía de
nada demostrar que era de Irulia, ni que era una hechicera. Eso tenía que
quedar en el pasado, al menos por ahora.
Elegí el desierto, para esquivar los ojos de guerra aun buscando despojos, y
utilicé mi magia para dejar brotar del subsuelo el agua que necesitaba mi
caballo para mantenerse en pie. Y así estoy aquí hoy, rezando por encontrar
—y entrar—a una tierra más próspera y que acoja con buenos ojos a una
bruja.
Por ello es que estoy en camino directo a Riedan.
2
Riedan. El que antes fuera el primer reino que ocuparon los bárbaros y del
que terminaron siendo vapuleados, ahora representaba uno de los fortines
más poderosos de toda la tierra.
Y vasto, claro. Con la suficiente amplitud para intentar pasar desapercibida,
por lo menos mientras me asiento. Apenas salga del desierto solo tendré que
recorrer unas pocas millas para estar en sus dominios.
Sus fronteras estarán muy bien protegidas, de eso no hay duda, pero al
acercarme lo suficiente podré usar mi magia para esconderme y llegar hasta,
bueno, ya sabremos hasta donde.
Riedan no es conocido por acoger refugiados. Tampoco por atacarlos o
zapatearlos fuera de sus límites. Pero no ofrecen ayuda alguna.
Todo aquel huyendo de la guerra puede entrar, con tal de mantenerse en la
periferia, y en el periodo de un año debe estar produciendo para el reino o en
ese momento sí será forzado a abandonarlo. Una manera de recibir sin recibir,
y de forzar sin forzar.
Y, demás está decirlo, cero tolerancia para aquellos que cometan un crimen.
Es un reino hecho a base de hierro, conquistado con espadas y escudos y
cuyos castillos más altos están todos firmemente protegidos.
Nadie produce armas del calibre de aquellas de Riedan, y su milicia tiene una
disciplina inmejorable. Herrerías trabajando a todas horas, centinelas siempre
en movimiento.
Pudiera instalarme en la periferia. Estoy sola, pero no me costaría crear
alguna morada para mí y producir a base de la caza o de la pesca, pues
bastante lo he hecho. Solo que hay un pequeño problema—mi condición. El
simple hecho de ser hechicera.
No hay muchas brujas vivas. Otrora, abundaban los pueblos con magia. En
cada rincón del mundo había uno u otro, y era algo tan normal como el
respirar. Pero los tiempos cambian, y aparte de Irulia, todo lo que quedaba
eran pequeñas aldeas siempre en movimiento, escondiéndose.
Por ello mi reino era tan respetado y temido a la vez. Una fuente sin fondo de
brujas y hechiceros, los cuales más que nunca estamos en alta demanda. Esa
era la principal razón de todos los asedios que recibimos—nuestro poder
quería ser utilizado por otras gentes.
Y por alguna razón, vinieron siendo los bárbaros quienes por fin pudieran
conquistarnos en el campo. No sé si considerarlo una buena o mala noticia,
pues ellos no tenían intención alguna de dominar la magia—simplemente
querían eliminarla, y sacar ese miedo que los atacaba.
Su visión del mundo era algo más primitiva, y no les entraba en la cabeza
explotarla. Así que por eso fue un ataque sin frenos, una destrucción masiva
de nuestro reino, y una decapitación tras otra.
Si ya la demanda era alta, ahora vendrá siendo infinita. Siempre han quedado
brujas escondidas, y puede que de Irulia sobrevivieran otras, pero ni
o, ni nadie más, debe tener garantía plena de que quede magia en este mundo.
Los reinos deben tener a sus exploradores como locos buscando algún
despojo del ataque de los bárbaros, y yo soy la única persona que tiene
evidencia de que aún queda una hechicera con vida sobre la faz de la tierra. Y
esa soy yo.
He allí mi problema—de saber que soy una bruja, la gente común de Riedan
querrá o bien matarme, o atesorarme. Y la historia de mi reino vendrá
precediéndome. Tan pronto un centinela lo descubra, será el fin de mi
libertad. Y estaría jugando una sola carta contra miles de ellas.
¿Por qué no llegar a escondidas? Pues porque el sol es mi enemigo. Las
brujas tenemos ojos de cualquier color, pero tan pronto nos toca el sol, estos
se tornan morados. Sería imposible aguantar hasta el fin de mi vida en Riedan
sin cruzarme con alguien a la luz del día, y tarde o temprano alguien
descubriría mi identidad y sus planes cambiarían por completo.
No, no puedo ser una nómada eternamente, ni puedo instalarme en las
periferias de Riedan con comodidad. Tengo que llegar hasta las mismísimas
entrañas del reino y hablar con su mandatario. Así me cueste la cabeza.
****
¿Lograría salir de este desierto con vida si no fuera por la magia? No hay
manera clara de saberlo, pero supongo que no. Probablemente terminaría
siendo uno más en la larga cadena de cadáveres.
Cadenas siempre cambiando, pues no tardaban en llegar los pocos tigres de
desierto, reptiles y cóndores a comer lo que quedaba. Y los mismos humanos
también, cayendo en el canibalismo como única manera de mantenerse en
pie.
Si no fuera por la magia no habría sobrevivido al ataque de Irulia, eso está
muy claro. Aquel día puse en práctica a gran escala, por primera vez, un
hechizo de proyección.
Uno que me permite transportarme físicamente a cualquier otro sitio dentro
de un rango prudente—a mayor dominio de la magia y poder puedo abarcar
mayor rango—, por determinado periodo de tiempo.
Era mi graduación con la habilidad, por así decirlo. Por lo que pasé casi
setenta y dos horas en una pequeña ciudad de un reino vecino a orillas del
mar, aprovechando para matar dos pájaros de un tiro—practicar, y llevar a
cabo unos tratados que me pidió nuestro gobernador.
Tratados que no sirvieron de absolutamente nada cuando volví para encontrar
las ruinas de Irulia.
Puedo proyectarme físicamente, pero mi alma permanece en su sitio original.
Lo que implica dos cosas—primero, que no puedo realizar magia alguna en
mi nuevo apartado; y segundo, que al terminar mi tiempo de proyección
regresaré de inmediato al sitio del que partí.
Por lo que la sonrisa con la que me despedí del mar se transformó un segundo
después en confusión, y dos segundos luego en realización de la devastación
que se había vivido.
Varios días tras emprender mi escapada fue que decidí ir hasta Riedan. No
me parecía terrible idea, al principio, proyectarme hasta las entrañas del reino
y hablar de inmediato con su líder.
Pero no tardé en borrar la idea de mi cabeza. No estaba a un rango que me
fuera posible, por lo que igual debía acercarme. Y, además, en un mundo en
el que la magia es mirada con recelo, ¿qué reacción podía esperar si me
aparecía en un palacio producto de ella?
Lo que me esperaba era viajar. Y viajar. Hasta que, finalmente, aquí estoy
viendo el final del desierto, tras días sin haber visto ni una sola alma más.
Pocos, si es que nadie, podían sobrevivir a esa travesía. Gracias a mi magia
yo lo hice y, frente a mí, reposan las dos montañas entre las cuales se dibuja
la entrada a Riedan.
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Dormí durante todo el día, y me di un festín con todo lo que me quedaba. Los
últimos bizcochos, junto con unas ardillas que logré capturar y el fondo del
frasco de vino de viaje que había traído. Esta vez traje al fuego con magia al
interior de mi tienda, pues en esta zona, tan cerca del recinto, no debía haber
gente acampando.
Por eso es que me atrincheré en una montaña, esperando que ningún centinela
fuera a rondar este día.
Y ninguno lo hizo. Por lo que, apenas empezó a caer el sol, terminé con todo,
desarmé, y me adentré al castillo. Los guardias no se apresuraron a recibirme,
tomándose su tiempo para preguntar mi oficio en Riedan.
— Soy la tercera heredera del trono de Yerrion— respondí, en un tono muy
cortés—. O la primera, pues mis dos hermanos y mis padres fueron
asesinados por los bárbaros hace unos meses. He tenido que tomar los
caminos más esquivos y largos para llegar aquí y presentarme ante el sumo
señor de Riedan.
>>Por favor, les suplico que me permitan reunirme con él y brindar toda la
información que atesora mi reino, la cual es su último legado.
Los guardias se miraron, sin saber bien cómo proceder en ese caso. Y esa
ignorancia los obligó a abrir sus puertas y guiarme a través del reino.
De verdad que era una ciudad de hierro. En los muros de la ciudad abundaban
las ya nombradas herrerías, los martillos y yunques aun trabajando bajo la luz
de las antorchas. Se localizaban en esta zona para no molestar el sueño de los
ciudadanos, quienes en su mayoría vivían mucho más hacia el centro de la
capital.
Los hogares eran armados con bloques, pero siempre había elementos de
hierro brillantes, bien fuera en su entrada, en el nombre del establecimiento, o
en manos de los habitantes.
Y conforme nos adentrábamos, más y más. Las gruesas puertas bañadas en
hierro, permitiéndonos el paso al vestíbulo del edificio del gobernador.
Guardias con miradas fieras, veteranos de guerra.
Paredes decoradas con el catálogo completo de armamento. Antorchas en el
techo derramando cenizas, preguntándome yo cómo hacían para encenderlas
todos los días. Alfombras traídas tanto del occidente como del oriente.
Y, entrando al vestíbulo y casi abandonándolo de inmediato, un gran hombre,
con el cabello castaño, corto casi al ras y barba dominante; los músculos
apretados debajo de su vestimenta; y unos ojos tan oscuros como los míos, y
tan penetrantes como la noche.
— Con usted, señorita, nuestro gobernador— anunció el guardia—. Alcid
Bronn.
3
Alcid Bronn escuchó atentamente mi relato. Era un hombre paciente, por lo
que podía ver. Me pidió realizar mi narración con todo lujo de detalles, sin
omitir ningún elemento. Quería saberlo todo—de mi pueblo, del ataque de los
bárbaros, de mi travesía hasta aquí.
De mí. Tuve que mezclar mis conocimientos del reino de Yerrion con mi
historia verdadera para forjar una coartada verídica y que no pudiera ser
franqueada fácilmente.
Mantuve la mayor frialdad posible, aunque de vez en cuando era inevitable
tener que fingir emociones. Tristeza aquí y allá, conforme tenía que tocar
capítulos lamentables entre mis familiares, o con lo que tuve que ver en mi
camino hasta Riedan.
Una vela se consumió, la noche se hizo más oscura, y la luna ya amenazaba
con izarse en la medianoche cuando por fin acabé. Muchas veces intenté
apurarme, pero el gobernante me instaba a ir con calma.
Una vez di paso al silencio, Alcid Bronn clavó sus ojos sobre mí por casi un
minuto, antes de levantarse y con un gesto señalarme una puerta.
— Bueno, ¿por qué no pasamos al comedor?— sugirió con una sonrisa—
Cuando llegaste estaba por ir a cenar, y escuchar tantas mentiras no hace sino
abrir aún más mi apetito.
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— Señorita Marian.
— Comandante Bronn.
— Disculpa que no haya podido visitarte antes, pero las materias de guerra
me han tenido bajo presión— explicó—. Espero que el trato dado haya sido
excelso, tal como ordené, y que hasta ahora tu estadía la estés disfrutando.
— Sin duda. Podría imaginar muchas maneras peores de estar encarcelada—
espeté.
— ¿Encarcelada?— preguntó con disimulo.
— Sí. Eso es lo que estoy, ¿o no?
Si hay una baza que tengo que aplicar, es cantarle las verdades, una por una,
a este hombre. Ya lo tomó fuera de base una vez, y espero poder lograrlo otra
más. Después de todo, es más que evidente que este es un hombre ante el cual
la gente se trata con mucho cuidado.
— Yo no lo veo así— respondió—. Sí, por supuesto, el asunto que trajiste a
la mesa es uno delicado, que no se puede tratar así como así, y por eso
requería de un tiempo para procesarlo mejor. Mas no estás encarcelada. Si
deseas irte, solo dilo, y nuestras puertas serán abiertas para que lo hagas. Lo
prometo.
O hablaba con la sinceridad, o era muy bueno mintiendo. ¿Cuál de las dos
sería?
— ¿Entonces? ¿Qué hay del… asunto que traje a la mesa?
En ese instante me volteé para afrontar el oeste, donde el sol estaba
ocultándose—y sus rayos finales cayeron sobre mis ojos, y por la manera en
que los de Alcid Bronn se dilataron en sorpresa, supe que había logrado mi
cometido. Mi tinte morado de bruja no era sino otra confirmación. Esa fue la
razón final para saber que no se trataba de cualquier otra visita—los demás
individuos siempre venían temprano por la mañana o en la noche, cuando la
posibilidad de ver mis pupilas moradas era mucho más efímera.
Había creencias de que una bruja era más poderosa con la ayuda del sol,
cuando el morado de su alma se manifestaba, aunque hasta la fecha no había
nada que me hiciera confirmar eso.
— Pues, como te digo, es delicado— recobró el habla Alcid Bronn—. La
magia nunca ha sido muy bien tolerada en Riedan, donde el pueblo es mucho
más propenso a simplemente rechazarla y hacerla partir. Pero es innegable
que no podemos hacer eso como si nada. Debemos— corrigió—, porque de
poder puedo. Solo que no es lo que quisiera hacer.
— ¿Y qué quisiera?
— Ayudarte— dijo Alcid—. Si te fueras, probablemente sería hacia el
encuentro de tu muerte o, vamos a ser francos, podrías ayudar a otro reino. Y
no queremos eso. No está dentro de nuestros mejores intereses.
>>¿Que mueras? Poco repercutiría en Riedan, pero no eres una bruja
cualquiera. Lograste escapar a la masacre de Irulia, y además abrirte camino
hasta acá. Eres una guerrera, así nunca hayas levantado un arma. Y eso es lo
que más valoro en una persona.
— Ayudarme— repetí—. ¿Ayudarme cómo?
— Otorgándote la ciudadanía en Riedan. Un hogar, que nunca te falten
alimentos o lo que sea que necesites para potenciar tu magia.
— ¿Y a cambio?— pregunté— ¿Qué gana Riedan?
— Que te unas a nuestro ejército— contestó—. Tengo grandes planes para ti.
Serás parte de nuestras filas cuando salgamos al campo. Con toda la libertad
al momento de utilizar tu magia, iluminarás hasta la más oscura tormenta a
nuestro favor.
>>Favoreciendo a mis tropas. Curándolas como solo los hechiceros pueden
hacerlo. Acobijando a cualquier otra bruja o hechicero que consigamos en el
camino y que los guíes por el camino de la rectitud, de manera que puedas
tener tu propio pueblo dentro de Riedan.
— ¿Planeas ser un conquistador?
— Ya lo he sido siempre— dijo con naturalidad—, y puede que nos vuelva a
tocar. Pero hoy por hoy lo único que me interesa es aniquilar a los bárbaros.
Cada vez más se han acercado a nuestro reino, y no quiero que sean capaces
de dar un paso más.
>>Ya los primeros Guerreros de Hierro hicieron gran parte del trabajo,
espantándolos de su territorio. Ahora hay que cumplir la proeza, no
permitiendo que vuelvan a quemar un pueblo más. Como Irulia. O Yerrion.
— ¿Qué piensas conquistar?
— Pues te lo acabo de decir— continuó Alcid—. Irulia, Yerrion, Hertilo.
Todos los reinos recién arrasados, que yacen sin un solo ciudadano, o
edificación. Tierras que siempre respetamos, y que no osamos invadir o
atacar, pero que ahora son vírgenes. No estaríamos robándolas, ya que no
queda nadie para reclamarlas. Y en esto también entras, pues nadie tiene tanto
conocimiento de esas tierras como tú.
Es una propuesta encomiable, y justamente lo que estaba buscando. Lo logré.
Tengo todo lo que quise—venganza contra los bárbaros, un nuevo sitio de
residencia. Incluso podré tener a más brujas bajo mi manto, si es que las
encontramos. Pero…
— Te estoy dando un reino de Riedan más poderoso— empecé mi respuesta
—, la posibilidad de eliminar a tu enemigo más fiero, y la facilidad para
expandir tus tierras. Y, a cambio, ¿solo seré una ciudadana y soldada más
para ti? No.
Alcid Bronn buscó palabras para replicar, pero no le di tiempo de hacerlo.
— Te daré todo eso, y más— dije—, a cambio de brindarme un sitio a tu lado
en la sala del trono.
5
Bueno, tampoco podía esperar algo demasiado diferente, ¿o sí?
Si antes dudaba de si estaba encarcelada o no, ya hoy puedo tener la absoluta
certeza de que es así.
Tal fue la ofensa de mi sugerencia que lo único que hizo Alcid Bronn fue
quedarse en silencio y lentamente retirarse de mis aposentos.
Y las dos semanas que siguieron en nada se parecieron—la comida iba más
con lo necesario que con los lujos, siendo dejada justo al lado de mi puerta; y
las visitas se habían acabado, no interactuando con otro humano que no fuera
el guardia que se encargaba de traer mi plato.
Si es que pudiera llamarse interactuar, claro, pues los primeros dos días no
hizo sino ignorar mis preguntas, que pronto terminaron desapareciendo.
El mensaje de Alcid era claro—antes eras una invitada, ahora eres nuestra
captiva. Pero, ¿de qué le servía? No es como que fueran a intercambiarme
con nadie más. ¿Matarme? Más fácil era hacerlo cuanto antes.
No, Bronn lo que estaba era intentando quebrarme. Esperando que
recapacitara y que aceptara su trato original, el que no incluía ningún delirio
del trono.
¿Delirio? Tal vez. Mi idea original, al venir a Riedan, no fue sino lo que me
planteó. Encontrar un nuevo reino que me acogiera, y no solo eso, sino que
además quería que fuera parte integral de su logística y de su ejército.
Mucho más de lo que aspiraba, pero, tan pronto lo ofreció, no me pareció
suficiente. Le estaba dando la solución a absolutamente todos sus problemas,
¿a cambio de qué? ¿De un techo?
¿Qué diferencia así? Podía instalarme en la periferia, y hubiera sido casi lo
mismo—el techo lo habría tenido que construir yo, aunque igual iba a tener
que producir para el reino.
En esa conversación, cuando Alcid Bronn manifestó todos sus planes, me di
cuenta del poder que atesoro con mi don. Soy una bruja. Por algo han
buscado exterminarnos y secuestrarnos a partes iguales.
Tenemos una importancia que va más allá de lo tangible, y mucho más ahora,
que las pocas que quedan están escondidas y que el único reino que las
esgrimía como baza principal ha sido exterminado. Soy, a todos efectos, la
última bruja.
Y así como la última mujer representa la última esperanza de sostener la raza,
o el último fruto la última esperanza de plantar y cosechar muchos más, soy
la última oportunidad de que la magia se mantenga sobre la faz de esta tierra.
No es algo trivial, hostias. Y si además le estoy proporcionando ese indecible
poder a su reino en particular, ¿no debiera de pedir más?
La respuesta resonaba con eco en mi cabeza—sí. Hice lo correcto. Y Alcid
Bronn puede intentarlo, pero no me va a quebrar. Así no, recibiendo comida
y teniendo una cama para dormir. ¿Se arriesgará a quitarme esos beneficios?
Lo dudo, pues entonces debería temer mi poder—que, vamos, si bien no es
tan basto como el de otras brujas y hechiceros que conocí, es el que hay. Y
aun si se atreviera, de nada funcionaría.
Vi con mis propios ojos los edificios en los que me crie hechos ceniza,
sabiendo que entre ese polvo negro estaban los restos de todos quienes había
conocido en esta vida. Si eso no te quiebra, nada lo hará.
Entonces, ¿cuánto tardará Alcid Bronn en quebrarse?
****
Las dos semanas solitarias me hicieron extrañar hasta a las incoherentes
visitas de los habitantes del casillo. Incluso pensé en proyectarme, para
conocer un poco más del reino o para romper la rutina del encierro, pero el
riesgo es muy grande.
Si alguien llegara a mi cuarto—o debiera decir celda—mientras estaba
proyectada, de inmediato pensarían que estaba envolviéndome en asuntos
oscuros. ¿Y escapar? Sería prácticamente imposible. Al volver de la
proyección tendría mi magia consumida, y a mano limpia nunca lograría salir
de aquí.
Las tropas tenían días alborotadas. No tenía nada que ver conmigo—parte de
la guardia real había ingresado al castillo el día que hice mis demandas a
Alcid Bronn, por lo que esos eran los encargados de cualquier situación
conmigo, por así decirlo.
No, días después es que empezaron a movilizarse, sin asentarse en un sitio
claro. Algo había sucedido. O estaba sucediendo. O iba a suceder.
Otra cosa, sin relación alguna, sucedió. Y es que esta vez los pasos los pude
escuchar desde una distancia enorme. Ya estaba acostumbrada al silencio, y
su disrupción me alertó desde muchos metros. Pasos pesados, una mano
fuerte en la manilla, y no había pregunta de quién venía.
Alcid Bronn entró a mi recinto acompañado de dos guardias. En su mano
sostenía un pedazo de tela negro.
— No quisiera ponerte una capucha sobre la cabeza— dijo el gobernante—,
pero necesito que al menos te tapes los ojos. Y preferiría que lo hicieras tú
misma.
Alcid me ofreció la tela.
****
Estábamos lejos, pero, ¿qué tanto?
Los dos guardias, a quienes por ahora llamo Uno y Dos, se encargaron de
escoltarme al comienzo. Pensaban que, sin visibilidad, iba a caerme por las
escaleras.
Pero al soltarme de ellos les demostré que no hacía falta alguna, y por el
suspiro de uno me percaté de que lo asociaron con magia. Si los soldados de
Riedan a quienes tanto he elogiado son tan imbéciles como estos guardias,
creo que escogí el reino incompleto.
Escaleras y más escaleras, las mismas que subí al ingresar. Largos pasillos y
estancias, sin duda pasando por el vestíbulo donde encontré por primera vez a
Alcid Bronn.
Apenas la oscuridad murió y el viento dio en mi cara, fui montada en una
carroza y arrancamos. Para esconderme del pueblo, esta mujer con los ojos
tapados. Ahora que lo pienso, ¿es para que no vea hacia dónde nos dirigimos?
¿O para que los ciudadanos no vean mis ojos púrpuras y salgan espantados?
Mientras el ruido del pueblo se hace presente, entre el vaivén de la gente y las
armoniosas herrerías, me es imposible dictaminar hacia dónde vamos.
Pero estar en una torre tan alta te hace amiga del viento. Y tal fue nuestra
relación que una vez dejamos atrás el pueblo, pasando por el puente de
madera sobre el arroyo, lo sentí entrar por las cortinas de la carroza. Viniendo
directamente hacia nosotros.
Y con un sutil movimiento de cabeza, sin hacer sospechar nada, me percato
de que en nuestra ruta hay más luz que atrás. El viento, desde esta mañana, ha
venido del oeste, y el sol se pone en esa misma dirección. Lo único que nos
puede esperar hacia allá son las montañas.
¿Por qué vamos hacia allá? Si fuéramos a abandonar el reino tendríamos que
tomar el sur. Y al este abundan los campos y las barracas, todos dispuestos
como el núcleo más productivo de Riedan. Pero en las montañas no hay nada,
solo torres de avanzada y los exploradores en sus puntos más altos. Una que
otra mina, aunque no creo que pueda hacer nada allí.
O no haré nada en ningún sitio. Voy a ser asesinada.
****
Alcid Bronn debió haberlo intentado en el castillo. Allí habría ofrecido pelea,
pero no habría podido acabar con todas sus huestes. Ahora, ¿aquí en la
montaña? Por más limpio que pueda ser, no hay manera alguna de que el
gobernante y sus dos guardias puedan conmigo.
¿O será que la movilización de su ejército algo tiene que ver? ¿Habrá
mandado a sus tropas a la montaña para esperarme? En ese caso, sigue siendo
estúpido. Morirán muchos más que en la torre, pues aquí también tengo el
factor ambiente para ayudarme. Más naturaleza, más elementos, más magia
con la que jugar.
Pero el silencio es atronador. Cuando abandonamos el castillo se escuchaban
aun algunas voces de mando, parte del ejército preparándose. Aquí no hay
nada. Solo un animal ocasional, y el incesante sonido de la carroza. Y, claro,
el jinete que nos acompaña, que tiene que ser Alcid Bronn. Un guerrero
nunca viaja en comodidad, sino encima de su corcel.
El terreno se hace más denso, la noche más oscuro, y pronto terminamos
frenando. Los guardias y Alcid Bronn se mueven bastante, encendiendo
antorchas y dejándome sola por minutos.
¿Me quito la venda? ¿Escapo? Antes de poder llegar a una resolución, las
manos de los guardias me jalan, y me guían sobre un camino pedregoso hasta
encontrarme en un valle.
Y la venda me es quitada.
La luna dibuja su contorno en esta parte de la montaña, iluminándonos junto
con las cuatro antorchas que rodean el espacio. Los guardias terminan de
disolverse, y frente a mí se encuentra Alcid Bronn.
— Marian. Disculpa todo el teatro, pero no podía permitir que mi pueblo
viera quien eras. No aún, al menos.
¿La verdad? ¿O la mentira antes de acabar con mi vida? Pero ahora estoy al
descubierto, sin venda en mis ojos… Cada vez sería más difícil. Bronn no va
a matarme. Entonces, ¿qué quiere conmigo?
Como si hubiera leído mi mente, de inmediato respondió.
— Verás, todo lo que me planteaste tiene sentido— empezó—. Pero, al
mismo tiempo, tienes que entender que estás pidiendo demasiado. Con
sentido, claro, aunque bastante. Por lo que no puedo concedértelo, así como
así. Tengo que probarte primero.
Alcid Bronn señaló al suelo, uno de los pocos resquicios que no había
observado aún. Ahí yacía una fina espada del acero más puro, ancha y
poderosa, acompañada de un escudo de hierro. El gobernante se agachó para
tomar la espada en sus manos, y pateó el escudo para que llegara hasta mí.
— Necesito saber si tienes el poder suficiente para ser merecedora del trono
— explicó Bronn—. Y, al mismo tiempo, si tus intenciones para con él son
correctas.
Bronn blandió su espada.
— Intentaré matarte, sin reservarme. Haré todo lo posible para derramar tu
sangre sobre este suelo. Y tú, Marian, debes detenerme.
Bronn dio un paso hacia mí.
— Si caes, es una lástima, pero no estabas lo suficientemente capacitada
como para que un reino de esta envergadura yaciera en tus manos. Y, si me
asesinas, sabré que no puedes controlar tu poder. Todos los altos cargos del
reino están ya avisados, así que no pienses que puedes acabar conmigo y
luego ir a reclamar Riedan.
Esto no tiene sentido. ¿O sí?
— Detén a un Alcid Bronn abocado a asesinar, sin acabar con mi vida.
¿Podrás hacerlo?
Y antes siquiera de poder responder, la espada de Bronn voló con una
velocidad inusitada hacia mí. Y, en menos de una milésima, convoqué el
escudo hacia mi mano y logré detener su ataque.
El primero, al menos.
****
****
Esa mañana una enorme hueste de jinetes partió. No era un ejército como tal,
pues una armada debe combinar la fuerza montada con milicia a pie; y,
además, se disolvió apenas partieron.
Tres tercios, cada uno destinado bien fuera al oeste, al sur o al este. Los
cuernos de batalla anunciaron su partida, y llevando pocas provisiones
arrancaron al encuentro de las salidas. No fue sino hasta que llegó Alcid
Bronn que pude saber qué había sucedido.
— Pues tú sucediste— respondió, bajo el calor de la hora del sol más alto—.
Mis heraldos ya han corrido la voz de tu nombramiento dentro de Riedan, y
ahora la esparcirán a través de todos los reinos. Por eso viajan ligero, pues
más será lo que tengan que esquivar y correr que permanecer en un sitio en
particular.
— ¿Y por qué tantos?— pregunté— ¿No es mejor enviar un grupo más
pequeño a nuestros aliados?
— Si fueran hacia nuestros aliados, sí— una sonrisa de malicia apareció en
Bronn.
— No buscas que se enteren ellos— añadí, entendiendo—. Todo lo contrario.
Que nuestros enemigos lo sepan.
Alcid asintió levemente con la cabeza.
— ¿Para asustarlos?
— Para llamarlos— me corrigió—. Riedan está a plenitud, y en una semana,
un mes o un año vamos a estar casi exactamente en la misma posición. En
cambio, los bárbaros se expanden a velocidades alarmantes.
>>El ritmo al que tienen hijos y saquean villas les permite crecer de una
manera que nunca podríamos igualar. Y en una semana, un mes o un año
podrían tener la ventaja sobre nosotros.
— No vas a perder tiempo— acoté.
— No. Cuando llegaste te lo dije, me mostré contrariado al principio pues ya
teníamos suficiente con ellos como para prestar ayudar a otros reinos. Y ese
suficiente son ellos, destruyendo todo lo que se halla cerca y preparándose
para tomarnos a nosotros.
>>Desde que me revelaste tu identidad estuve pensando en la manera de
usarte, si me disculpas, en este enfrentamiento. Que tiene que ser ya, cuando
acabamos de ganar una ventaja envidiable y ellos no lo esperan.
— Es algo… precipitado.
— Puede ser— contestó—, pero así es que he llevado mi pueblo a tantas
batallas. Pensando mientras corro.
— Pero si lo anuncias van a esperarlo, y muere el factor sorpresa.
— Precisamente— sonrió Alcid.
Sin saber adónde quería llegar, esperé su respuesta.
— El bárbaro es un pueblo impulsivo, que no piensa. Y no temen ni repudian
tanto a algo o alguien como a una bruja o hechicero. De saber que estás aquí
con nosotros, y que los estamos amenazando a quedarse quietos, de
inmediato se lanzarán hacia nosotros.
>>Tenemos aún unas semanas de colchón para terminar de prepararnos, pero
en ningún lugar tendremos tanta ventaja como aquí en nuestro propio reino.
— Y se corre el riesgo de que el pueblo sufra las heridas de guerra— le
recordé—. O que otros enemigos se aprovechen de los despejos.
— Los otros enemigos no se acercarán— replicó—. Todos tienen su sitio
bien marcado en este momento, y no tienen las armas de asedio que
necesitan. Y respecto a nuestro pueblo, no creo que sufra, cuando contamos
con un arma de tal magnitud.
Otra vez a eso. Era mejor volver a aclararlo.
— Creo que me sobreestimas— dije—. Eso de anunciar al pueblo de la
llegada de la bruja más poderosa, y pensar que yo sola puedo con los
bárbaros. Solo soy una hechicera, como todas las demás que habitaban en
Irulia. Tampoco llegó hasta ese punto.
— Tu leyenda te precederá, Marian. Y, además— otra vez apareció esa
mirada navegando por mi cuerpo—, tu belleza es capaz de crear cualquier
ilusión.
No supe si agradecerle o sentirme violentada, así que simplemente guardé
silencio por un buen rato. Cuando Alcid Bronn se levantó para retirarse, dejé
escapar una última pregunta.
— Bronn.
— Te he dicho que puedes llamarme Alcid— dijo con sutileza.
— Alcid. ¿Cómo se supone que voy a ayudar en la batalla contra los
bárbaros, además de ofrecer curación?
Bronn sonrió desde el marco de la puerta.
— Pues, ¿qué más ayuda que volcarles una montaña encima?
****
Mi privilegiada posición en la torre me había permitido ver gran parte del
reino y de la vida de sus ciudadanos, pero nada me hubiera preparado para la
visión que me recibió el día en que finalmente era nombrada la co-gobernante
de Riedan.
Pues el evento se hizo en una plaza muy visible al frente del castillo, y una
multitud de gente que nunca había imaginado, ni en las manifestaciones más
grandes de Irulia, se había congregado a todo su alrededor. Soldados,
curanderas, herreros, pescadoras, campesinos, cazadoras.
Pensar que había parte que no había asistido—aquellos no dispuestos a
abandonar sus campos, y los nuevos asentados en las periferias. Ya de por sí,
solo con esta gente, se podía llenar la capital de Irulia. Y aquí sobraba
espacio.
El nombramiento fue presidido por el líder del consejo, el hombre más
versado en reyes, y por el segundo comandante en jefe de todo el ejército de
Riedan. La guerra y la política se cruzaban para sellar los flecos de un nuevo
reino, más poderoso, más seguro y más completo. Por primera vez, con la
magia aceptada y exaltada entre sus montañas. Una nueva era, en todo su
defecto.
Ambos dieron sus discursos, así como el de Alcid Bronn, y el mío, dando
gracias a tan generoso reino por abrirme sus puertas, aun en una época en la
que confiar puede pagarse caro. Ya Irulia lo había sufrido, y no estaba
dispuesta a permitir que mi próxima casa fuera a pasar lo mismo. Costara lo
que costara.
El nombramiento, un banquete de honor para todos quienes atendieran, con el
emperador Alcid Bronn y la nueva co-gobernante Marian almorzando en
plena plaza, justo al lado de ellos. Riedan no era un pueblo de distinciones,
por clase, por profesión, o por sexo.
Por supuesto que cada quien tenía su cargo, pero no había exclusión. Y nunca
se demostró mejor que en esa comida para todos por igual, en la que los
bizcochos abundaron y el vino se desparramó por todos lados—quizás ese fue
el exceso, pues la mitad del vino existente en Riedan fue consumido.
Pero, ¿qué más da? Riedan tiene a una nueva herramienta de batalla y de
política, Alcid Bronn cementó su posición como el comandante más
respetado de entre todos los reinos, ¿y yo? Tengo un hogar, y un poder que
nunca había explorado en mis manos.
****
Había un pequeño detalle—el castillo de Riedan solo tenía un dormitorio de
gobernante. El segundo estaba en proceso de ser construido, pero una
repentina plaga de varicela cayó sobre los obreros encargados y todo se
retrasó, de manera que no estaría listo para la noche de mi nombramiento.
No tenía problema alguno en volver a mi torre, pero los miembros del
consejo insistieron—mi lugar estaba en el cuarto más vistoso, y la cama era
lo suficientemente amplia para Alcid Bronn y para mí. Después de todo,
hasta cuatro personas podían dormir con total comodidad sobre ésta. Una
medida temporal, hasta terminar el cuarto.
Alcid se mostró respetuoso, saliendo del cuarto para permitir que me
cambiara, tomando su espacio en la cama, y deseándome buenas noches antes
de dormir. Pero, al despertar unas horas después, pude darme cuenta de que
no estaba precisamente descansando—su respiración era más pesada, y su pie
se movía con un tic. ¿Sufría de insomnio el alto comandante?
— Bronn— lo llamé—. ¿No puedes dormir?
— ¿Qué?— su sorpresa fue evidente. Juraba que estaba dormida— No, solo
me desperté hace rato. Tranquila.
Pero al voltearme me di cuenta de que no era así—Bronn estaba sudando.
Algún calor en su cuerpo le estaba impidiendo conciliar el sueño.
— Estás empapado— dije—. ¿Tienes fiebre?
— No, es solo que…— Bronn pareció dudar—. No recuerdo la última vez
que dormí con ropa. Suelo hacerlo como me enviaron a la tierra.
Simplemente no estoy acostumbrado.
El respetuoso Alcid Bronn quien, por mucho que su mirada me deseara,
dormía con toda su ropa puesta para no faltarme el respeto. El vicioso
guerrero que temen todos los reinos y que conocí en la montaña puede apartar
su lado salvaje y ser todo un caballero.
No había necesidad alguna de que pasara la noche en vela por mi culpa. Así
que, sin aviso alguno, me acerqué para quitar su camisa, desvelando un
espectacular pecho curtido en batalla, justo por encima de un abdomen
esculpido. Y, apenas un segundo después, aparté también su pantalón,
dejando al descubierto unos poderosos muslos. Claro, con un grueso pene en
todo el medio.
Demonios. Si su cara se veía espectacular, su cuerpo la deja en pena. Vaya
hombre.
Y al ver la ligereza con la que su pene tomó firmeza, me di cuenta que estaba
pensando casi lo mismo de mí.
7
No pasó más nada, claro está. Le hice el favor a Alcid Bronn de desvestirlo
para permitirle conciliar el sueño, y de inmediato me volteé. Mientras era
ahora a mí a quien le costaba dormirse, Bronn no tardó en empezar a roncar
muy suavemente. Y, conforme los recuerdos del día pasaban frente a mis
ojos, también caí rendida yo.
****
****
Y en las noches seguimos compartiendo cuarto. Hay muchos obreros capaces
de construir mi dormitorio, pero solo unos pocos tienen el permiso de alterar
la arquitectura del castillo. No el permiso, vamos, la habilidad comprobada.
Y justamente ellos seguían padeciendo de la varicela, la cual se había
arrimado a ellos en una excursión al campo justo antes de empezar la obra.
Nadie lo admite, aunque lo más probable es que fuera en el burdel. Riedan no
es de aceptar esos hábitos, por lo que solo tienen uno, y se encuentra bastante
apartado de la capital, con unas condiciones precarias. Con decir que desde
mi ventajosa posición en la cima de la torre no alcanzaba a verlo.
Igual que la primera noche, Alcid durmió totalmente desnudo, cayendo al
más allá desde el mismo instante en que tocaba la cama. A mí me seguía
costando, pues por alguna razón el sueño parecía despertar mi imaginación.
Una que es basta, siendo practicante de magia, la cual requiere abrir la mente.
Una imaginación que concebía imágenes del cuerpo de Alcid, uno que ya
había visto por completo, pues la segunda noche llegó a levantarse a tomar un
poco de vino y pude ver su culo, tan poderoso y simétrico como el resto de su
cuerpo.
¿Era lujuria? ¿O el estrés del combate inminente? Pero cada noche crecía mi
imaginación y, sobre todo, mi curiosidad. Hasta que no aguanté más, y unos
nueve días tras compartir cama, deslicé mis dedos dentro de mi pantalón, bajé
por mi pubis, y empecé a frotar mis labios.
Un frote suave y avanzando muy poco a poco, como si estuviera
seduciéndome a mí misma. Avanzando y abriéndose camino, encontrando la
eminencia de mi clítoris. Una, dos vueltas a su alrededor, y luego liberé mi
cama—ganando velocidad, estimulándome más y más, mientras veía los
perfectos músculos de la espalda de Alcid, reposando boca abajo en la cama.
Lo otro que alcanzaba a ver era su perfil, con su barba asomándose, y eso fue
suficiente para darle con más fuerza a mi clítoris.
Y, cuando no fue suficiente, llevé mi dedo índice y medio dentro de mi
vagina, y empezaron a entrar y salir. Una y otra vez. Nada obstruía su paso—
hacía mucho tiempo ya que había dejado mi virginidad atrás, cortesía de un
hermoso foráneo que había aparcado el tiempo suficiente en Irulia.
Por unos segundos recordé todas las noches que había pasado con él, pero la
imagen dio paso de inmediato a la del hombre que yacía a mi lado. No pude
sino cerrar mis ojos, imaginando que mis dos dedos eran la longitud del pene
de Alcid Bronn, entrando y saliendo de mí, dominando este reino,
dominándonos el uno al otro…
— Marian.
El brinco que di pudo haberme llevado hasta el techo. La palabra de Bronn
había sido suficiente para sobresaltarme, concentrada como estaba en mi
faena. La sábana me daba suficiente cobijo para no revelar lo que hacía, y con
disimulo saqué mi mano de mi vagina—y de mi pantalón—, y volteé. ¿Qué
pensaría de mí? ¿Algo bueno, o todo lo contrario?
— Disculpa si te desperté— añadió—, pero, ¿lo sentiste?
Sí, claro que lo sentí. Me sentí profundamente. ¿Qué esperaba ahora?
— ¿No?— preguntó— Mira, escucha.
Y, efectivamente, lo escuché. Bronn no hablaba de mi acción, ni de nada
relacionado—sino del cuerno de batalla que hacía eco a lo largo de las
montañas, invadiendo los campos y llegando hasta el mismísimo castillo.
— Es un solo cuerno, viniendo del este— dijo Bronn—. Los bárbaros no
pueden haber llegado, pero no lo sonarían a esta hora si no fuera una
emergencia. Quédate aquí y lidera, si eres necesitada en el campo te haré
llamar.
Bronn se colocó su túnica y partió a toda velocidad del cuarto. Quería ir, y ser
parte de la batalla cuanto antes, pero, ¿cómo podía reaccionar? Estaba
totalmente mojada en la cama, y hace segundos apenas mi dedo estaba dentro
de mí.
****
Que Riedan era un pueblo de hierro sonaba a palabrería exagerada, pero no
era así. Pues no solo se trataba de sus armas, o de sus edificaciones—sino de
su gente. En cualquier otro reino habrían empezado a correr rumores,
propagados por los ciudadanos y soldados por igual, y habría una
desinformación general. Aquí no. Aquí solo tenía permitido hablar quien
tenía cartas en el asunto y podía dar un anuncio verídico.
Los bárbaros habían llegado. No había duda. Mas no se trataba del grueso de
sus fuerzas. Un batallón imponente, pero sin llegar a una décima parte de su
poder. Los muros y la puerta de ese valle serían suficientes para frenarlos, y
el resto del ejército caería sobre ellos pronto para exterminarlos.
Habían hecho también justamente lo que Bronn esperaba—atacar por la
puerta más próxima. No le dieron mucho pensamiento a la logística, y
simplemente hicieron lo más fácil.
Como gobernante tuve que mantener la calma en el castillo, así como tomar
todas las decisiones cercanas—quién debía partir hasta el ataque como
refuerzo, qué hacer en las otras montañas, la respuesta de la capital.
Decisiones fáciles, pues lo único que había que hacer era concentrar el
martillo sobre el enemigo, y alertar a los centinelas de los demás puntos.
La batalla no tardó en ser ganada. Muchos bárbaros encontraron su muerte
bajo el hierro y acero de nuestros guerreros, aunque la mayoría terminó
huyendo desesperada. Sin duda avisarían al resto de los bárbaros de nuestro
poder, y recularían antes de lanzar otro ataque.
Aunque, ¿a qué se debía esto? ¿Fue un grupo que tomó iniciativa propia y se
separó? ¿O estaban tanteando nuestro poder? Estas preguntas ya me las hacía
cuando las planteó el consejo, pero pronto las olvidé por completo—un jinete
trajo despavorido la noticia de que el gobernante había sido herido.
Alcid Bronn había recibido una flecha envenenada en el antebrazo y estaba
siendo traído de emergencia.
Los maestros insistieron en que permaneciera en mi cuarto—no había forma
de que le pasara algo grave a Alcid Bronn. Habían tratado heridas peores y el
sujeto quedaba sin secuelas.
Que conciliara el sueño, decían, para que mañana pudiera descansar el
gobernante y yo tomara las decisiones menesteres de cara al futuro por ese
día. Pero fue totalmente imposible cerrar mis ojos, con la curiosidad
carcomiéndome sobre el estado de Bronn. E, incluso, la preocupación.
La noche entera se me fue, y cuando un milímetro de sol podía ser visto en el
horizonte, por fin sonó mi puerta. Esperaba a un maestro trayéndome
noticias, pero no—era el mismísimo Bronn, caminando con debilidad, casi
arrastrándose, aunque sin ayuda alguna.
— Marian— pronunció con dificultad—. Repelimos al enemigo. Sufrieron
pérdidas importantes de cara a nuestro próximo enfrentamiento.
En mi cara debió reflejarse aquella preocupación, porque Alcid sonrió para
quitarle importancia.
— Ya cerraron mi herida, y el brazo tendrá que descansar varios días, pero
estaré bien— respondió—. Las sanguijuelas absorbieron todo el veneno y
estoy como nuevo, solo necesito…
No sé qué era lo que necesitaba, y nunca llegué a saberlo. Pues antes de que
pronunciara otra palabra ya me había lanzado hacia Alcid Bronn para besarlo,
sosteniendo con fuerza su cuerpo entre mis manos, y llevándolo lentamente
conmigo hasta la cama.
8
Toda restricción y recato previo quedó allí—esa noche, dentro de ese cuarto,
en esa cama. Si el camino de Alcid Bronn y el mío nos habían hecho
coincidir en el reino de Riedan, en ese momento estaban por quedar
totalmente sellados y confluidos en uno común.
Porque sí, yo lo llevé hasta la cama, pero una vez allí fue Alcid—no, Bronn,
mucho más fiero y fuerte—quien me cargó entre sus brazos y me depositó
sobre la misma.
Sobre nuestras sábanas nos besamos hasta el cansancio, olvidando que el sol
estaba descubriéndose, que una herida yacía en su cuerpo, que teníamos un
reino al cual liderar.
Todo se resumió en nuestros labios, danzando al unísono, los míos
enseñándoles sus idas y venidas y los suyos buscando dominar.
Nuestras lenguas se palparon mientras nuestros cuerpos se apretaban cada
vez más, y más, hasta el punto de darme cuenta de que mis piernas estaban
totalmente entrelazadas alrededor de su cuerpo. Su hombría yacía allí, firme,
con el gran tamaño que ya le conocía, queriendo escapar de sus pantalones.
Y más libres no podían estar nuestras manos, afirmando su prensión y
recorriendo cada rincón de nuestros cuerpos. Yo ya lo había visto, pero no era
lo mismo palparlo, sumergirme dentro de su ropa y sentir la firmeza de sus
músculos, el espacio sobrante entre cada abdominal, el poder de sus muslos.
Y Bronn aprovechó de finalmente matar su curiosidad y hacer por lo que
tanto esperó, al apretujar mis grandes senos, al surcar la curvatura de mi
espalda, e impactar con la violencia de su palma mi nalga izquierda. Todo
dentro de la melodía de nuestros besos.
Pero no era suficiente. Y mientras sentía las manos de Bronn tomar caminos
opuestos, una adentrándose en mi pantalón y la otra rodeando mi seno hasta
afincarse en mi pezón, primero tuve que separarlo para quitarle toda su ropa
—así es como debía estar, expuesto, tal como le gustaba dormir.
Y como me gustaba verlo. Y mientras besaba su cuello, y mi pezón y mi
clítoris empezaban luego a ser víctimas de sus dedos, y mi canal se
humedecía, y mi ropa empezaba a estirarse por su afinque…
La puerta. La maldita puerta del cuarto, siendo golpeada una y otra vez. Las
primeras veces nos bastó con ignorarlos, pero continuaba de tal manera que
no nos quedó más remedio que separarnos.
— ¡¿Qué desean?!— bramó Bronn, colérico.
— Han llegado nuestros exploradores con reportes de los movimientos de los
bárbaros— replicó un emisario.
— ¿Puede esperar?
— No, señor Bronn— se excusó—. La amenaza sigue viva.
Contrariado, a Bronn no le quedó nada más que mirarme—y, tras dedicarle
un último beso, me levanté tal como estaba vestida aún para ir al encuentro
del consejo. Allí quedó en la cama Alcid, totalmente desnudo, sudado y con
su pene más firme que una bandera.
****
No era otro ataque lo que se cernía sobre nosotros, al menos. Pero en una
situación de guerra ningún movimiento enemigo puede ser pasado por alto,
sobre todo tomando en cuenta que aún estábamos más que expuestos.
El resto de los bárbaros se habían movilizado y se encontraban a un día de
cabalgata de nosotros. Una fuerza grosera de miles de guerreros, entre los que
hasta sus mujeres estaban muy bien armadas.
Su grueso se había concentrado en la misma puerta que habían intentado
traspasar—y que no habían podido franquear, aunque todas las torres y
puestos de avanzada estaban en condiciones deplorables, necesitando una
reparación con urgencia.
El mensaje era claro—descubrimos por dónde queremos entrar, y lo haremos
pronto. No habían proseguido su andar, sino que habían armado campamento
y empezado a buscar provisiones. Iban a estar allí un buen rato.
— No es un asedio como tal— manifestó uno de los generales, un hombre
fornido a pesar de estar entrando a sus sesenta años—. Ellos saben bien que
tenemos cualquier cantidad de entradas y salidas, y que nuestros recursos los
obtenemos de nuestro mismo reino. La única razón de haberse acercado para
establecerse allí es porque pronto intentarán entrar.
Y razones no le faltaban. Su fuerza al completo, sin problema alguno, podía
acabar con esa puerta.
Por supuesto, entre tantos de miles de bárbaros solo algunos estarían
atacando activamente mientras que muchos estarían en la retaguardia,
esperando. Pudiera decirse que era una pérdida de hombres, cuando algo más
inteligente podría ser repartir su ataque a lo largo de varias direcciones, sin
embargo…
— Hemos visto que Maiderance estaba separando a su ejército en varios
frentes— añadió uno de los exploradores—. Es de asumir que lo hace para
delimitar funciones claras durante el asedio.
>>Algunos se encargarán de las herramientas para sitiarnos, otros de
defenderlos, otros atacarán con flechas, y otros se enfrentarán a cualquier
fuerza que saquemos contra ellos.
— La otra posibilidad es que los esté separando para atacarnos desde varias
direcciones al mismo tiempo— continuó el general—, pero tiene sentido
concentrar toda su fuerza en una sola puerta. En vez de poner un dedo en
cada lado, usan todos a la vez para tumbar los muros.
>>Sí, es algo ortodoxo, pues les garantiza tener infinitamente más pérdidas,
aunque debemos estar conscientes del pueblo del que estamos hablando. A
los bárbaros no les importa perder uno, cien o cinco mil guerreros.
>>Para eso tienen sus números. Con tal de abrir un hueco, y tener paso libre,
les bastará. Y que todo se decida a mano armada entre nosotros y ellos.
— Abrir una entrada les beneficia en demasía— dijo un capitán, mucho más
joven—, pues es un pueblo salvaje.
>>Probablemente busquen zafarse de los guardianes e intenten repartirse por
todo Riedan, saqueando nuestros campos y pueblos y barracas. A partir de
allí podrían hacer un asedio como tal contra la capital.
— ¿Y tienen posibilidad alguna de lograrlo?— pregunté ante mi aun vigente
ignorancia de nuestros ejércitos.
— Es muy difícil— empezó el capitán joven—. Entre el ataque de anoche y
un intento de franquear nuestro muro perderían demasiadas fuerzas, quizás
hasta la mitad.
>>Pero seguirán teniendo una retaguardia lo suficientemente amplia como
para producirnos graves pérdidas y quizás hasta llegar la capital. Tomarla no.
O podrían tomar el camino hacia nuestros campos y quemarlos.
— No hay manera alguna de que tomen nuestro reino, jamás— dijo por su
parte el general—. Lo que sí podrían es causar un daño que tal que quedemos
totalmente vulnerables a un ataque por parte de otro reino. No se vislumbra
amenaza en el horizonte, pero…
— Tras la guerra los cuervos se dan un festín— participó Perton, el soldado
más anciano que quedaba en Riedan.
Eres una hechicera, hija de la magia, y probablemente lo que sea que digas no
tenga nada que hacer al lado del sabio consejo de estos veteranos, pero…
— ¿Y por qué no eliminamos su retaguardia?
Los consejeros de guerra levantaron su mirada.
— Nuestros jinetes no tendrán mucho que hacer durante un asedio de la
puerta, o con sus gigantescos números entrando al reino por los espacios tan
estrechos de la montaña— dije—. ¿Por qué no enviarlos por la siguiente
puerta o, para tenerlos más escondidos aún, a dos de distancia, que solo
serían dos o tres horas de cabalgata, y que sorprendan a su retaguardia? No
esperarán para nada un ataque a campo abierto.
— Pero ese es justamente el problema— expresó el general—. Un
enfrentamiento a campo abierto expone a nuestras tropas a más pérdidas. Y si
acaso la vanguardia decidiera voltearse hacia nuestros jinetes, sería el fin de
ellos.
— Sí, pero en cualquiera de los casos su ataque quedaría en nada— repliqué
—. Si todo su ejército se lanza sobre nuestros jinetes, la vanguardia daría la
espalda y quedaría lista para ser finiquitada por los arqueros y las defensas
del muro.
>>En cambio, si deciden tomar caminos separados, los jinetes podrían barrer
a la retaguardia y puede que sus frentes más avanzados derrumben nuestras
puertas, aunque no quedarían tropas esperando para lanzarse a Riedan.
Todos mantenían su mirada fija en mí, debatiendo. Había capturado su
atención, eso estaba más que claro.
— Podríamos perder un muro y más nada. El resto del reino estaría intacto, y
ni un solo campo sería quemado. Y sí, nos arriesgamos a más pérdidas
humanas a campo abierto, ¿pero qué batalla es ganada sin perdidas? ¿Y es
que acaso la destrucción de nuestro reino no terminaría llevando a lo mismo?
El silencio fue absoluto.
****
Y la aceptación atronadora.
Sí, mi plan tenía graves fallos, pero al final del día, era el que ofrecía las
mejores alternativas para todo Riedan. A cambio de vidas humanas, es cierto.
Quizás lo que me ofreció la facilidad para verlo era el hecho de no ser de aquí
—toda vida es sagrada, aunque apenas estoy conociendo a estos ciudadanos y
soldados.
Puede que tras cinco años aquí no esté dispuesta a dejar caer ni a uno solo.
Hoy por hoy, mi juicio no está para nada influido por ello y pude elaborar ese
plan.
Ya recorría por el reino completo la noticia—hechicera y, sobre todo,
estratega de leyenda. La defensa ante el ataque bárbaro había sido total y
exclusivamente diseñada por mí—una exageración—, y la opinión era
unánime—Alcid Bronn hacía encontrado a su semejante femenino.
Y hablando del gobernante, el duro día de decisiones de guerra que siguió no
me permitió regresar a su cuarto hasta bien entrada la noche. Y, producto del
cansancio y de la pérdida de sangre—las sanguijuelas podían purificar, pero
siempre iban a debilitarte—, conseguí a Bronn rendido. No había oportunidad
alguna de continuar lo que habíamos iniciado más temprano ese día.
Y, haciendo acto de aparición las casualidades, la enfermedad de los
constructores había cedido y mi cuarto había sido completamente finalizado.
Tras tantas discusiones de matrimonio negadas, que ahora que nuestra
petición de edificar otro cuarto hubiera sido saciada decidiéramos dormir
juntos podía verse como un dejo de debilidad por nosotros. En tan poco
tiempo, vamos. Por lo que no me quedó remedio que volver a mi cuarto,
mientras Bronn descansaba.
Tomando decisiones, claro está. Todo parlamento de guerra, informe, o
estrategia era llevada ante él. Estos eran los escasos momentos del día en que
podía verlo. Y aun pidiendo un tiempo de charla en solitario, no se podía
hacer más nada.
Lo de la noche del ataque había sido un arranque de adrenalina por su parte—
Bronn se encontraba muy debilitado y, a pesar de estar impaciente por
levantarse, tenía una prioridad clara, la cual no era sino guiar a sus jinetes al
ataque ante los bárbaros. Sabía que tenía dos opciones—o navegar por el
castillo y pasar el ataque en cama, o reservarse hasta ese momento. Y ya lo
había decidido.
Y yo, ¿qué he decidido? ¿Qué es lo que quiero? Todas las noches dejo que
mis dedos jueguen a ser el reemplazo perfecto de Bronn. No perfecto, sin
duda, pero reemplazo, al fin y al cabo.
Lo he visto moribundo, en combate, durmiendo, en estado político y siendo
un caballero. Y lo que más deseo ahora es verlo sudando, encima o debajo de
mí, cerrando sus ojos de placer, y que la cama construida con dedicación
cruja bajo nuestro peso.
¿Es acaso demasiado pedir?
9
¿O es que acaso ya la amenaza no es amenaza?
Un par de semanas habían pasado desde el ataque preliminar de los bárbaros,
y estábamos más que preparados para recibir cualquier otra embestida.
La mitad de los herreros de la capital—con la otra mitad quedándose para
seguir forjando armas—había viajado a reparar y reforzar la puerta más al
este, próxima a los campos, así como la siguiente como medida de
preocupación.
Los jinetes ya tenían clara su misión, apostándose más al sureste y preparados
para atacar cuando fuera menester.
Todos los ciudadanos y pueblerinos tenían misiones, bien fuera continuando
la producción de recursos, llevando alimento a las tropas, o encargándose de
los mensajes. Y, lo que más aliento daba, Alcid Bronn estaba listo y
dispuesto a volver al campo de batalla, como el líder de la caballería que
saldría al ataque.
Pero, ¿qué pasó entonces?
Nuestros exploradores volvieron una noche y nos dieron un mensaje de alerta
—los bárbaros habían desaparecido. Los que volvieron, al menos, pues
durante su espantada algunos fueron asesinados. En cambio, quienes sí
llegaron anunciaron que, durante la noche, el ejército al completo se hizo
ausente.
Como si hubiera sido por arte de magia—con mi permiso—, los
campamentos habían sido destrozados, los fuegos extintos, y treinta mil
bárbaros dejaron de ser avistados. Lo único que quedó fueron las armas de
asedio. ¿Cómo era posible?
Que no los vieran era algo natural—los exploradores viajaban de tres en tres,
y durante la noche solo uno permanecía despierto. Sumen eso a las fogatas
apagadas al dormir y la luna ausente, y no hay nada de visibilidad.
Asombroso sí era el silencio absoluto, pues los bárbaros era el pueblo más
ruidoso en todo, fuera vivir o cabalgar, pero se habían asegurado de cerrar sus
bocas al escapar. Varios exploradores decapitados en el camino, y se fueron.
¿Adónde? Tuvo que ser muy lejos, porque algunos jinetes decidieron seguir
el rastro y no lo pudieron conseguir. Habían huido despavoridos hasta los
confines del mundo, y no había avistamiento alguno. Tal fue la resolución de
su camino que lo más probable es que no volviéramos a verlos.
¿Por qué? Vaya a saber. ¿Qué razón lógica podría haber para ello? Si no
escaparon tras el primer ataque, sino que decidieron asentarse y preparar
armas de asedio, no había motivo plausible para que tomaran la ruta
contraria.
¿Enterarse de nuestros planes? Más fácil habría sido ajustar el suyo en base a
ello, pero tampoco era coherente pensar que podían haber recibido
información de adentro.
No había explicación alguna.
Aunque poco pudo importarme, porque esa misma noche, tras terminar el
consejo, fui directamente hasta el cuarto de Alcid Bronn. Varios minutos tuve
que esperarlo, mientras resolvía asuntos militares, hasta que entró también.
Y allí, al verme, selló la puerta con un picaporte de hierro, su espada y un
mueble, y dejó caer en el piso toda su ropa.
****
Bronn no tuvo que quitarme la ropa—ya me había encargado de ello en mi
espera. Ahora que lo pienso, si no hubiera sido él, sino alguna sirvienta o
párroco o capitán quien entrara al cuarto, la situación habría sido bastante
incómoda.
Sobre todo, por mi posición, con mis piernas bien abiertas en la cama, con
una mano dentro de mi vagina y la otra estrujando mi propio pezón. Pero por
suerte, quien entró fue el mismísimo comandante, por lo que me encontró
más que lista para ser suya.
Y en tres zancadas recortó la distancia ante la cama y se lanzó para yacer a mi
lado, fundiéndonos en un beso desbordando de pasión.
Esta vez duró mucho más que el primero, y sin necesidad alguna de recorrer
nuestros cuerpos—habíamos esperado demasiado para volver a juntar
nuestros labios, y nos bastaba con hacerlo para manifestar todo lo que
estábamos sintiendo.
Pero, de nuevo, no alcanzaba a ser suficiente. Y pronto, minutos u horas
después, nuestros paladares estaban al mismo tiempo saciados y queriendo
más—y yo fui la primera que buscó más.
Tomando en cuenta la ardua recuperación por la que había tenido que pasar
Bronn, ignoré sus besos en mi cuello para bajar al suyo, pasando por sus
firmes pectorales, avanzando por sus abdominales y, tras esquivar su arbusto
de vello, mordiendo con mucha delicadeza la base de su pene.
Mis dientes lo sorprendieron, aunque poco le pudo importar conforme mis
labios y mi lengua empezaban a escalar toda su longitud—a medio camino
entre la firmeza y la flacidez—, para posarme en toda su punta. Mi lengua dio
vueltas alrededor de su corona, y empecé a comer.
Me gustaba la sensación de tener el pene de Bronn en mi boca, y más aún el
evidente arrebato que empezaba a invadirlo. Conforme sus abdominales se
contraían a más no poder, sus piernas se extendían, sus ojos se cerraban, sus
manos jalaban mi cabello y hacía todo lo posible para esconder sus gemidos.
No me costó mucho tensarlo, y descubrir la longitud máxima de su pene, más
firme aun que en cualquier otro momento. Otro pequeño gemido, y me di
cuenta que era mi turno de gemir. Lo quería, lo deseaba, y lo iba a tener.
Y aun dominante, empujé a Bronn más hacia atrás en la cama, hice que sus
manos se aferraran al cabezal de la cama, y me monté encima de él. Con mis
dedos me ayudé para guiar a su pene a buen puerto, y allí lo sentí.
Ni mis dedos ni mi imaginación fueron suficiente para prepararme para el
instante en que su cabeza atravesó mis labios y tocó mi vagina. Ni mucho
menos como, con cada subida y bajada de mi cuerpo, entraba más.
Y más. Y más. Manteniendo total lentitud, su pene se hizo cada vez más parte
de mí hasta haber inundado mi vagina completa. Tuve que cerrar los ojos y
apretar mis manos, pero aún me faltaba para gemir también. Y aceleré.
Y conforme subía y bajaba y subía y bajaba con más velocidad, todo
cambiaba. Las primeras gotas de sudor se asomaban para correr por mi piel y
caer sobre la de Bronn. La cama temblaba, y de a poco hacía el ademán de
crujir como había esperado.
El cuerpo de Bronn seguía tenso, sí, pero el mío también, teniendo que
contraer los músculos de la parte interior de mi pierna para sentirlo mejor.
Sentir su pene, que cada vez me invadía más, y me hacía virar del placer
puramente física al espiritual. Al mental. Todo mi cuerpo lo estaba
percibiendo, desde mi vagina hasta mis amplios senos rebotando con la
gravedad hasta las puntas de mis dedos.
Empezando a perder el control, tuve que aferrarme yo también al cabezal, y
las manos de Bronn bajaron ahora para tomar control de mis senos—ya no
daban tumbos en el aire, sino que se correspondían perfectamente al tamaño
de sus manos. Y una, ya ni estoy segura si la derecha o la izquierda, se
afianzó a mi cintura para guiar mejor mi movimiento.
Y dejé de subir y bajar, para simplemente concentrarme en batir mi cintura—
meneándome, girando, revoloteando, llevando el placer a niveles
desmedidos. Yo no podía ver a Bronn, ni él a mí—no había forma alguna de
abrir nuestros ojos.
Todo estaba en nosotros, en su pene, en mi vagina, y yo estaba en pleno
clímax, viendo en mi cabeza a mi hombre, y a mí misma, y a todas las
deidades, y conforme él se acercaba al suyo…
Y en un solo segundo desapareció. Fue tal la diferencia que me pregunté si no
estaba experimentando alguna magia—de sentirlo todo, a no sentir nada. Pero
al abrir los ojos me di cuenta de que no fue así.
Bronn, con toda la fuerza que domina, solo necesitó un sutil movimiento para
levantarme y acostarme boca arriba. Era claro—no quería llegar a su éxtasis
aun para poder seguir complaciéndome.
Así que mientras su pene y su ímpetu se calmaban, me tocó a mí disfrutar—
de su deliciosa lengua y del leve picor de su barba adentrándose en mis
intimidades, dedicando todos sus movimientos a mi clítoris. Y el periodo
posterior a mi primer orgasmo duró poco, pues minuto y medio de Bronn allá
abajo bastaron para ponerme en camino hacia el segundo.
Quería más. Necesitaba más. Y sabiendo que ya su pene empezaba a rozar la
flacidez, me levanté, y por primera vez estuvimos los dos por igual. A la
misma altura, sentados, nuestras bocas volviendo a encontrarse como si
hubieran sido diseñadas específicamente para ello.
Y su mano, sabedora de que ya había hecho gran trabajo a nivel oral,
simplemente se deleitó con mis senos, un juguete que no quería soltar. Y la
mía se fajó con su pene, buscando recuperar lo que se había perdido. Y que
en menos de un minuto regresó—su firmeza total.
Y ya no tuve tiempo de tomar decisiones, ni de montarme, ni de llevarlo a mi
boca, ni de nada más. Bronn me cargó y me volteó, posándome en todo el
medio de la cama en cuatro piernas prácticamente, y entró en mí.
Con fulgor, con potencia, con rabia. Con todo lo que tenía empezó a
penetrarme, sin nada de lentitud para dar paso a la velocidad. Desde cien
desde el primer instante. Y más agradecida no pude estar, pues era lo que
quería.
Y necesitaba, como ya dije. Todo de lo que era capaz Alcid Bronn entrando y
saliendo de mí, haciéndome suya, sus gruesas manos dominando mi espalda.
Empecé erguida, con mis brazos apoyados al cabezal, pero no me quedó más
remedio que inclinarme y llevar mi boca hasta la almohada, y morderla con
tal magnitud que la hice pedazos. Era suya. Era su mujer. Era la reina de todo
Riedan, y cuanto dispusiera de mí iba a darle.
Al comienzo dejé de darle sexo oral porque escuché un pequeño gemido y
quería sentirlo yo también. Pero hacía rato que había dejado atrás los gemidos
—lo único que podía era gritar, con pasión, desaforada.
Gritos que debían escucharse en todo el castillo, en todo Riedan, y hasta
afuera. Los fantasmas de Irulia, los abandonados del desierto, todos los reinos
debían estarme escuchando. Nunca nadie había sentido tanto placer como yo
lo estaba haciendo en ese momento particular.
Y sentí a Bronn frenando al tiempo que todo su cuerpo se tensaba. Apenas lo
sentí, pues ya estaba de nuevo llegando al éxtasis. Y no tardé en hacerlo con
una embestida salvaje de él, alcanzando ambos el punto más alto al mismo
tiempo.
Para ese entonces ya éramos un mar de sudor y la cama sonaba a destartalada,
y tan pronto tocamos el cielo caímos destruidos en la cama, sin aliento, sin
energía. Entregados el uno al otro.
— No te vayas nunca de mí, mi reina— pronunció, agonizando, Alcid Bronn.
****
****
Esta vez fuimos más rápidos que todos los demás del castillo—cuando
llegamos al vestíbulo apenas iban saliendo de sus cuartos los consejeros y
generales y sirvientes por igual, el sueño armado en su cara.
Quien nos ganó a todos en estado de alerta fue el explorador, que llegó
portando la noticia a toda velocidad. Y despavorido, sin color en su piel.
— Los bárbaros. Más de veinticinco mil. A lo largo de todas nuestras
montañas.
****
¿Cómo? Nadie sabía, pero luego se revelaría.
El primer ataque de los bárbaros no fue una prueba, ni un movimiento de
ingenuidad. No, fue una diversión—una embestida salvaje en la que
concentrarnos, mientras cientos de pequeñas bandas de bárbaros se infiltraron
en nuestras montañas. Y con nuestras, me refiero a todas.
Tiempo después se encontraron sus provisiones en las cavernas en las que
habían residido por semanas, esperando el momento, y dejando que nos
preparáramos para un ataque concentrado. Porque ere era su otro objetivo,
hacernos pensar en una estrategia errónea.
Y ya listos para recibirlos, pusieron en marcha su plan. Las bandas de las
montañas se encargaron de asesinar, uno por uno, a todos nuestros centinelas
y exploradores de los puntos altos.
Exactamente al mismo tiempo—lo que abre la duda, ¿cómo se comunicaron?
¿Por aves?— que el grueso del ejército empezó a movilizarse. Pero no
huyeron, como habíamos pensado—todo lo contrario, habían avanzado hacia
Riedan. Y se habían asentado en las montañas.
Es impensable que tal fuerza no haya sido vista, si no fuera porque cubrieron
todas sus pistas. Asesinaron a todos los exploradores que hallaron a su paso,
y sin nadie pendiente en las montañas, lograron invadirlas.
Casi treinta mil bárbaros escondidos suena a utopía, a menos de que se tome
en cuenta la extensión por millas infinitas de nuestras cordilleras. Y así,
cuando cayó la noche y Maiderance dio el aviso, hicieron la llamada que
correspondía a nuestros observadores.
Sonaron los cuernos, encendieron las antorchas, y lo llevaron más allá—
prendieron en fuego todos los árboles que reposaban en la altura.
Y así, Riedan se vio rodeado por un círculo de llamas. El infierno en persona.
****
Ahora, ¿cómo defenderse?
El ejército del reino había sido dividido para ir a abarcar todas nuestras
montañas, pero, ¿adónde enviar más fuerzas? ¿Y es posible vencerlos? Son
más numerosos, y perdimos la ventaja del territorio—ahora son ellos quienes
la poseen, abrigados por la altura y descendiendo a su antojo.
Los jinetes, quienes tras la supuesta espantada de los bárbaros habían vuelto a
la capital, se repartieron hacia las montañas del oeste—las menos protegidas,
sin campos o barracas de por medio, con acceso casi directo a la capital—con
Alcid Bronn a su cabeza, y hacia el este, siguiéndome a mí.
Pero la angustia seguía presente en todos. Mientras nos acercábamos a
combatir estas fuerzas, las más cercanas y peligrosas, muchas otras estaban
desperdigada por Riedan.
¿Cómo podía haber tranquilidad cuando se sabía que al oeste, al suroeste, al
sur y al sureste estaban siendo acribillados otros hermanos? Mi desapego al
pueblo como ventaja para formular planes había terminado—ya los veía
como míos, así solo hubieran pasado semanas. Y cada pérdida la iba a
lamentar.
Al llegar al muro del este, pudimos percatarnos de que los refuerzos habían
valido de bastante—al descender por las montañas no representaba obstáculo,
pero la cantidad de arqueros, y trampas, y torres que habían sido montadas
estaban manteniendo al enemigo alejado.
Maiderance pudo haber omitido esta entrada por la protección y no lo hizo, y
ahora sus bárbaros estaban siendo eliminados como moscas. Todos caían bajo
el peso de las flechas y del acero.
Si bien ayudé un poco, alejando los fuegos de nuestras estructuras,
desnivelando la tierra que les ofrecía ventaja y generando luz en plena noche,
el trabajo principal lo hicieron los jinetes.
Al cabo de minutos había sido limpiada la entrada, y por este resquicio no
entraría ningún bárbaro.
Pero quedaban bastantes resquicios, y ocasionalmente se escuchaban los
cuernos pidiendo socorro. Ya no eran todos al mismo tiempo de manera
armónica, sino uno aquí, otro allá, y un tercero más allá, producto de nuestros
humanos cayendo en el desespero.
Comandé a los jinetes a cabalgar hacia el sur, hacia el próximo muro,
buscando limpiar toda la cordillera este—si es que acaso era posible. Si de a
poco se podía ir conteniendo el ataque, quizás hubiera alguna oportunidad.
Dependiendo de por cuánto tiempo pudiera resistir la milicia, con cuántas
flechas se contara en los demás muros, y de la capacidad de Alcid y de su
caballería de ir limpiando la cordillera oeste.
Claro, más fácil es decirlo que hacerlo—y mi alma se heló al escuchar otro
cuerno, más imponente, sintiéndose más oscuro y retumbando, que provenía
exactamente del oeste.
El cuerno de Alcid Bronn.
****
¿Fallé como líder? Quizás. Debí haber acompañado a mis tropas hasta el fin
del mundo, mitigando fuegos, conjurando vientos e infundiendo apoyo a sus
espíritus. Pero Alcid llamó.
Y sí, puede que parte de mi decisión haya venido siendo influenciada por mis
sentimientos. Lo que es innegable es que, si el gobernante y más alto
comandante del reino pedía ayuda, debía ser socorrido.
Y yo fui ese socorro.
Conforme me acerqué al muro oeste parecía estar amaneciendo. Nada que ver
con la realidad—simplemente se trataba de los fuegos más potentes y altos
que nos rodeaban. Si las demás montañas sufrían de incendios, entonces
había declarar que ésta era un río de llamas. Y de bárbaros. Y de sus bestias.
Pues los guerreros enemigos estaban siendo acompañados por alguna clase de
leones de montaña gigantes, bestias negras, sin pelaje, y con colmillos
imponentes. Criaturas que aguantaban una, dos y tres flechas sin dificultad
alguna, antes de lanzarse sobre uno de nuestros soldados sin recibir
oposición.
Los arqueros terminaban huyendo, los escudos nada podían hacer, y hasta su
embestida era capaz de derribar a jinete y caballo juntos. Las panteras de
guerra estaban destrozándonos.
Y, en todo el medio del campo, lo conseguí. Alcid Bronn se batía a duelo con
una de las panteras. Su escudo yacía en el piso, y la única forma de frenarla
era blandiendo su espada. Cada vez que lo hacía emitía un quejido de
dificultad.
Cada corte lograba debilitar a la bestia, pero nada era suficiente para
vencerla. En pleno duelo se tomó dos segundos para voltearse y atravesar con
su acero a un bárbaro que lo atacó por un flanco, antes de devolver su
atención a la pantera.
Y, tanteándola y buscando un punto débil, otra de esas criaturas se acercó por
detrás, lista para acabar con su vida—no antes de que yo blandiera una mano
para crear una zanja enorme en la que cayó, la cual después inundé de llamas.
Un olor a descomposición ascendió conforme la pantera fue consumida y
derretida en la zanja.
De inmediato giré para ayudar a Alcid, pero era muy tarde—no necesitaba
ayuda. La cabeza de la pantera rodó por el suelo hasta hallarse junto a mis
botas. Alcid se dio cuenta y corrió hasta mí.
— ¡Marian! ¿Y la puerta este?
— Está a salvo— respondí apurada—, y dejé a los jinetes seguir por la
cordillera para ayudarte.
— No hubiera llamado si no fuera por estas bestias. No estábamos preparados
para enfrentarlas.
A todo nuestro alrededor, uno y otro soldado era devorado por las gigantescas
panteras. Un bárbaro se intentó acercar a nosotros, moción fútil apenas Alcid
cortó su brazo con un solo corte.
— Marian. Tenemos que hacerlo.
— ¿Qué?
— Tienes que derrumbar las montañas— instó Alcid—. Su ejército casi al
completo todavía está en ellas. No hay ninguna otra manera de ganar. Van a
arrasar con Riedan.
— Alcid, ya te dije que no puedo.
— Tienes que— si bien las palabras parecían una orden, su cara fue una
súplica.
No puedo ni mover torres, ¿y voy a tumbar montañas? Tampoco había
manera de que yo pudiera lograr eso. Aunque, si igual vamos a morir, ¿qué
más da hacerlo intentando?
— Necesito los elementos— le dije con presteza—. Fuego, agua, viento,
tierra. Necesito un lugar en que pueda unirme a todos y aprovechar su
energía.
En un solo segundo Alcid hizo las tres cosas—asintió con su cabeza, tomó mi
brazo, y llevó su mirada hasta el pico de la montaña.
****
Al comienzo pensé que había decidido huir, para que escapáramos a las
llamas y viviéramos felices por nuestra cuenta, como exiliados.
Luego, conforme nos adentrábamos en pleno ejército de bárbaros, montados
en un caballo que había sido despojado de jinete, creí que quería terminar con
todo pronto, en una última cabalgata de gloria. Hasta que terminé
concluyendo que había perdido la cabeza y estaba rindiéndose.
Pero el fin no llegó. El corcel en el que estábamos montado era enérgico, y
dejaba atrás a cualquier enemigo, así como podía saltarle encima. Pronto
estuve bañada en sangre, de cada corte que hacía al aire la espada de Alcid,
desperdigando cabezas, brazos y torsos por el aire.
Y, conforme caí en cuenta de lo que sucedía, usé mis habilidades también
para hacer explotar también los cuerpos de los bárbaros. Las panteras no
molestaron, pues estaban en la vanguardia de los invasores.
Y llegamos. Con una cola de enemigos intentando darnos caza, tocamos el
punto más alto de la montaña. ¿Es que acaso sí íbamos a huir, y solo había
que hacer el descenso? Eso era tan o más peligroso que el ascenso. El miedo
me invadió, así como una fría brisa…
Brisa. Congelada. Y al calmarme me di cuenta de lo que nos rodeaba—
árboles en llamas, productos de la invasión de los bárbaros. Nada más que
tierra en mis pies, firme, sin apenas piedras. Y en un punto, se hacía suave,
no siendo tierra, sino más bien…
Barro. Producto de un arroyo.
No tardamos más de treinta segundos en prepararlo. Dejé toda mi ropa quien
sabe dónde, entrando al arroyo desnuda, como llegué a este mundo. Evité que
mis senos me hicieran flotar y me hundí para sentir la tierra debajo del agua.
Y Alcid sacó un hacha y cortó uno de los árboles en llamas, haciéndole caer,
el fuego fundiéndose con el líquido para crear un denso humo.
Pero…
— Alcid.
— ¿Qué?
El gobernante no pudo ni mirarme, pues ya los enemigos estaban en torno a
nosotros.
— Si derribo las montañas… Tú…
— Tengo que permanecer aquí a tu lado— replicó—. Defenderte hasta que
puedas hacerlo.
Dos bárbaros llegaron, y la espada de Alcid cantó en el aire.
— Nadie me va a ver— añadí apurada—. Estoy en un arroyo debajo de un
árbol. Huye mientras puedes.
Alcid me miró severamente, de veras debatiéndolo. Y estoy seguro que iba a
hacerme caso.
Eso, al menos, hasta que la flecha atravesó su hombro.
****
La Mujer Trofeo
Romance Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario
— Comedia Erótica y Humor —
Capítulo 1
Cuando era adolescente no me imaginé que mi vida sería así, eso por
descontado.
Mi madre, que es una crack, me metió en la cabeza desde niña que
tenía que ser independiente y hacer lo que yo quisiera. “Estudia lo que
quieras, aprende a valerte por ti misma y nunca mires atrás, Belén”, me
decía.
Mis abuelos, a los que no llegué a conocer hasta que eran muy viejitos,
fueron siempre muy estrictos con ella. En estos casos, lo más normal es que
la chavala salga por donde menos te lo esperas, así que siguiendo esa lógica
mi madre apareció a los dieciocho con un bombo de padre desconocido y la
echaron de casa.
Del bombo, por si no te lo imaginabas, salí yo. Y así, durante la mayor
parte de mi vida seguí el consejo de mi madre para vivir igual que ella había
vivido: libre, independiente… y pobre como una rata.
Aceleramos la película, nos saltamos unas cuantas escenas y aparezco
en una tumbona blanca junto a una piscina más grande que la casa en la que
me crie. Llevo puestas gafas de sol de Dolce & Gabana, un bikini exclusivo
de Carolina Herrera y, a pesar de que no han sonado todavía las doce del
mediodía, me estoy tomando el medio gin-tonic que me ha preparado el
servicio.
Pese al ligero regusto amargo que me deja en la boca, cada sorbo me
sabe a triunfo. Un triunfo que no he alcanzado gracias a mi trabajo (a ver
cómo se hace una rica siendo psicóloga cuando el empleo mejor pagado que
he tenido ha sido en el Mercadona), pero que no por ello es menos meritorio.
Sí, he pegado un braguetazo.
Sí, soy una esposa trofeo.
Y no, no me arrepiento de ello. Ni lo más mínimo.
Mi madre no está demasiado orgullosa de mí. Supongo que habría
preferido que siguiera escaldándome las manos de lavaplatos en un
restaurante, o las rodillas como fregona en una empresa de limpieza que hacía
malabarismos con mi contrato para pagarme lo menos posible y tener la
capacidad de echarme sin que pudiese decir esta boca es mía.
Si habéis escuchado lo primero que he dicho, sabréis por qué. Mi
madre cree que una mujer no debería buscar un esposo (o esposa, que es muy
moderna) que la mantenga. A pesar de todo, mi infancia y adolescencia
fueron estupendas, y ella se dejó los cuernos para que yo fuese a la
universidad. “¿Por qué has tenido que optar por el camino fácil, Belén?”,
me dijo desolada cuando le expliqué el arreglo.
Pues porque estaba hasta el moño, por eso. Hasta el moño de
esforzarme y que no diera frutos, de pelearme con el mundo para encontrar el
pequeño espacio en el que se me permitiera ser feliz. Hasta el moño de seguir
convenciones sociales, buscar el amor, creer en el mérito del trabajo, ser una
mujer diez y actuar siempre como si la siguiente generación de chicas jóvenes
fuese a tenerme a mí como ejemplo.
Porque la vida está para vivirla, y si encuentras un atajo… Bueno, pues
habrá que ver a dónde conduce, ¿no? Con todo, mi madre debería estar
orgullosa de una cosa. Aunque el arreglo haya sido más bien decimonónico,
he llegado hasta aquí de la manera más racional, práctica y moderna posible.
Estoy bebiendo un trago del gin-tonic cuando veo aparecer a Vanessa
Schumacher al otro lado de la piscina. Los hielos tintinean cuando los dejo a
la sombra de la tumbona. Viene con un vestido de noche largo y con los
zapatos de tacón en la mano. Al menos se ha dado una ducha y el pelo largo y
rubio le gotea sobre los hombros. Parece como si no se esperase encontrarme
aquí.
Tímida, levanta la mirada y sonríe. Hace un gesto de saludo con la
mano libre y yo la imito. No hemos hablado mucho, pero me cae bien, así
que le indico que se acerque. Si se acaba de despertar, seguro que tiene
hambre.
Vanessa cruza el espacio que nos separa franqueando la piscina. Deja
los zapatos en el suelo antes de sentarse en la tumbona que le señalo. Está
algo inquieta, pero siempre he sido cordial con ella, así que no tarda en
obedecer y relajarse.
—¿Quieres desayunar algo? –pregunto mientras se sienta en la
tumbona con un crujido.
—Vale –dice con un leve acento alemán. Tiene unos ojos grises muy
bonitos que hacen que su rostro resplandezca. Es joven; debe de rondar los
veintipocos y le ha sabido sacar todo el jugo a su tipazo germánico. La he
visto posando en portadas de revistas de moda y corazón desde antes de que
yo misma apareciera. De cerca, sorprende su aparente candidez. Cualquiera
diría que es una mujer casada y curtida en este mundo de apariencias.
Le pido a una de las mujeres del servicio que le traiga el desayuno a
Vanessa. Aparece con una bandeja de platos variados mientras Vanessa y yo
hablamos del tiempo, de la playa y de la fiesta en la que estuvo anoche.
Cuando le da el primer mordisco a una tostada con mantequilla light y
mermelada de naranja amarga, aparece mi marido por la misma puerta de la
que ha salido ella.
¿Veis? Os había dicho que, pese a lo anticuado del planteamiento, lo
habíamos llevado a cabo con estilo y practicidad.
Javier ronda los treinta y cinco y lleva un año retirado, pero conserva la
buena forma de un futbolista. Alto y fibroso, con la piel bronceada por las
horas de entrenamiento al aire libre, tiene unos pectorales bien formados y
una tableta de chocolate con sus ocho onzas y todo.
Aunque tiene el pecho y el abdomen cubiertos por una ligera mata de
vello, parece suave al tacto y no se extiende, como en otros hombres, por los
hombros y la espalda. En este caso, mi maridito se ha encargado de
decorárselos con tatuajes tribales y nombres de gente que le importa.
Ninguno es el mío. Y digo que su vello debe de ser suave porque nunca se lo
he tocado. A decir verdad, nuestro contacto se ha limitado a ponernos las
alianzas, a darnos algún que otro casto beso y a tomarnos de la mano frente a
las cámaras.
El resto se lo dejo a Vanessa y a las decenas de chicas que se debe de
tirar aquí y allá. Nuestro acuerdo no precisaba ningún contacto más íntimo
que ese, después de todo.
Así descrito suena de lo más atractivo, ¿verdad? Un macho alfa en todo
su esplendor, de los que te ponen mirando a Cuenca antes de que se te pase
por la cabeza que no te ha dado ni los buenos días. Eso es porque todavía no
os he dicho cómo habla.
Pero esperad, que se nos acerca. Trae una sonrisa de suficiencia en los
labios bajo la barba de varios días. Ni se ha puesto pantalones, el tío, pero
supongo que ni Vanessa, ni el servicio, ni yo nos vamos a escandalizar por
verle en calzoncillos.
Se aproxima a Vanessa, gruñe un saludo, le roba una tostada y le pega
un mordisco. Y después de mirarnos a las dos, que hasta hace un segundo
estábamos charlando tan ricamente, dice con la boca llena:
—Qué bien que seáis amigas, qué bien. El próximo día te llamo y nos
hacemos un trío, ¿eh, Belén?
Le falta una sobada de paquete para ganar el premio a machote bocazas
del año, pero parece que está demasiado ocupado echando mano del
desayuno de Vanessa como para regalarnos un gesto tan español.
Vanessa sonríe con nerviosismo, como si no supiera qué decir. Yo le
doy un trago al gin-tonic para ahorrarme una lindeza. No es que el
comentario me escandalice (después de todo, he tenido mi ración de
desenfreno sexual y los tríos no me disgustan precisamente), pero siempre me
ha parecido curioso que haya hombres que crean que esa es la mejor manera
de proponer uno.
Como conozco a Javier, sé que está bastante seguro de que el universo
gira en torno a su pene y que tanto Vanessa como yo tenemos que usar toda
nuestra voluntad para evitar arrojarnos sobre su cuerpo semidesnudo y adorar
su miembro como el motivo y fin de nuestra existencia.
A veces no puedo evitar dejarle caer que no es así, pero no quiero
ridiculizarle delante de su amante. Ya lo hace él solito.
—Qué cosas dices, Javier –responde ella, y le da un manotazo cuando
trata de cogerle el vaso de zumo—. ¡Vale ya, que es mi desayuno!
—¿Por qué no pides tú algo de comer? –pregunto mirándole por
encima de las gafas de sol.
—Porque en la cocina no hay de lo que yo quiero –dice Javier.
Me guiña el ojo y se quita los calzoncillos sin ningún pudor. No tiene
marca de bronceado; en el sótano tenemos una cama de rayos UVA a la que
suele darle uso semanal. Nos deleita con una muestra rápida de su culo
esculpido en piedra antes de saltar de cabeza a la piscina. Unas gotas me
salpican en el tobillo y me obligan a encoger los pies.
Suspiro y me vuelvo hacia Vanessa. Ella aún le mira con cierta lujuria,
pero niega con la cabeza con una sonrisa secreta. A veces me pregunto por
qué, de entre todos los tíos a los que podría tirarse, ha elegido al idiota de
Javier.
—Debería irme ya –dice dejando a un lado la bandeja—. Gracias por el
desayuno, Belén.
—No hay de qué, mujer. Ya que eres una invitada y este zopenco no se
porta como un verdadero anfitrión, algo tengo que hacer yo.
Vanessa se levanta y recoge sus zapatos.
—No seas mala. Tienes suerte de tenerle, ¿sabes?
Bufo una carcajada.
—Sí, no lo dudo.
—Lo digo en serio. Al menos le gustas. A veces me gustaría que
Michel se sintiera atraído por mí.
No hay verdadera tristeza en su voz, sino quizá cierta curiosidad.
Michel St. Dennis, jugador del Deportivo Chamartín y antiguo compañero de
Javier, es su marido. Al igual que Javier y yo, Vanessa y Michel tienen un
arreglo matrimonial muy moderno.
Vanessa, que es modelo profesional, cuenta con el apoyo económico y
publicitario que necesita para continuar con su carrera. Michel, que está
dentro del armario, necesitaba una fachada heterosexual que le permita seguir
jugando en un equipo de Primera sin que los rumores le fastidien los
contratos publicitarios ni los directivos del club se le echen encima.
Como dicen los ingleses: una situación win-win.
—Michel es un cielo –le respondo. Alguna vez hemos quedado los
cuatro a cenar en algún restaurante para que nos saquen fotos juntos, y me
cae bien—. Javier sólo me pretende porque sabe que no me interesa. Es así de
narcisista. No se puede creer que no haya caído rendida a sus encantos.
Vanessa sonríe y se encoge de hombros.
—No es tan malo como crees. Además, es sincero.
—Mira, en eso te doy la razón. Es raro encontrar hombres así. –Doy un
sorbo a mi cubata—. ¿Quieres que le diga a Pedro que te lleve a casa?
—No, gracias. Prefiero pedirme un taxi.
—Vale, pues hasta la próxima.
—Adiós, guapa.
Vanessa se va y me deja sola con mis gafas, mi bikini y mi gin-tonic. Y
mi maridito, que está haciendo largos en la piscina en modo Michael Phelps
mientras bufa y ruge como un dragón. No tengo muy claro de si se está
pavoneando o sólo ejercitando, pero corta el agua con sus brazadas de
nadador como si quisiera desbordarla.
A veces me pregunto si sería tan entusiasta en la cama, y me imagino
debajo de él en medio de una follada vikinga. ¿Vanessa grita tan alto por
darle emoción, o porque Javier es así de bueno?
Y en todo caso, ¿qué más me da? Esto es un arreglo moderno y
práctico, y yo tengo una varita Hitachi que vale por cien machos ibéricos de
medio pelo.
Una mujer con la cabeza bien amueblada no necesita mucho más que
eso.
Javier
Disfruto de la atención de Belén durante unos largos. Después se
levanta como si nada, recoge el gin-tonic y la revista insulsa que debe de
haber estado leyendo y se larga.
Se larga.
Me detengo en mitad de la piscina y me paso la mano por la cara para
enjuagarme el agua. Apenas puedo creer lo que veo. Estoy a cien, con el
pulso como un tambor y los músculos hinchados por el ejercicio, y ella se va.
¡Se va!
A veces me pregunto si no me he casado con una lesbiana. O con una
frígida. Pues anda que sería buena puntería. Yo, que he ganado todos los
títulos que se puedan ganar en un club europeo (la Liga, la Copa, la Súper
Copa, la Champions… Ya me entiendes) y que marqué el gol que nos dio la
victoria en aquella final en Milán (bueno, en realidad fue de penalti y
Jáuregui ya había marcado uno antes, pero ese fue el que nos aseguró que
ganábamos).
La Mujer Trofeo
Romance Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario
— Comedia Erótica y Humor —
Ah, y…
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Gracias.