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Bojkyl

El capítulo presenta a Lady Silvery regresando a su hogar en Lanhydrock House con su familia. Su esposo Hugo le informa que planea unirse a las fuerzas británicas que luchan contra Rusia en el Imperio Otomano, lo que angustia a Lady Silvery por el peligro que conlleva.

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Bojkyl

El capítulo presenta a Lady Silvery regresando a su hogar en Lanhydrock House con su familia. Su esposo Hugo le informa que planea unirse a las fuerzas británicas que luchan contra Rusia en el Imperio Otomano, lo que angustia a Lady Silvery por el peligro que conlleva.

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cualquier medio, sea este electrónico, mecánico o por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin
el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede constituir
un delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y Siguientes del Código Penal). Obra registrada con
todos los derechos reservados.

Primera edición en Marzo, 2020


©2020, Maria Isabel Salsench Ollé

Nota de la autora: secuela del diario de una bastarda que puede leerse de forma individual.
en esta historia corta no se pretende ridiculizar a ningún bando de los participantes en la
guerra de crimea. Todos los hechos son ficticios.
Contenido

Derechos de autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo final
Epílogo
Capítulo 1
El lacayo, Roy, cogió su mano para ayudarla a bajar del carruaje y ella
mostró su guante blanco de seda y su sombrilla plegada. Colocó un pie en el
escalón y bajó exhibiendo su hermoso vestido. Envuelta por terciopelo
verde y encaje beige hizo danzar su melena rubia bajo el sol de Cornualles.
—Lady Silvery, bienvenida de nuevo a Lanhydrock House —reverenció
sir Henderson, el mayordomo.
—¿Me habéis echado de menos?
—Sí, milady. Sobre todo, los niños.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Un coro de "mamás" se alzó. Se echó a reír y se abalanzó sobre ellos
para abrazarlos con fuerza.
—¡Alice!
Se giró con una sonrisa y vio a su esposo que seguía siendo el hombre
más guapo de Europa con su pelo negro y sus imponentes ojos grises. —
¡Hugo! —El futuro Conde de Cornwall la abrazó y ella le correspondió con
un corto beso sobre los labios.
—¡Puagh! ¡Qué asco! —se quejó Arthur al ver a sus padres haciendo
algo tan indebidamente repulsivo como besarse en los labios.
—¡Jovencito! Modera ese lenguaje.
—Sí, papá...
—¿Cómo os habéis portado en mi ausencia? —Cargó a Aldara, su hija,
con el fin de ver mejor sus enormes y aniñados ojos turquesa.
—Yo, muy bien, mamá —replicó como una auténtica princesita.
—¿Y Arthur?
—También muy bien, ¿verdad, tía Faith?
La tía Faith que era la hermana de Hugo sonrió. —Por supuesto,
pequeño diablillo. Aunque la cocinera se ha quejado de que alguien le ha
robado la tarta de chocolate que hizo esta mañana para recibir a tu madre.
—Se la comió el abuelo.
—Me declaro culpable.
Los presentes giraron la cabeza hacia el Conde que esbozó una sonrisa y
abrazó a su nuera. —Bienvenida a casa querida, he ordenado preparar otra
tarta para enmendar nuestra pequeña diablura, ¿verdad, Arthur?
—Sí, abuelo. ¿Mamá, me has traído algún regalo de Londres?
—He traído regalos para todos, la señorita Tracy os los dará en el salón.
La doncella salió del carruaje cargada con dos paquetes mientras los
lacayos descargaban el equipaje y lo entraban en el castillo.
—¡Bien! —chillaron de alegría los niños. Alice rio y soltó a Aldara para
que pudiera seguir los pasos de su hermano mayor y de Tracy.
—Creo que iré con ellos, la doncella no sobrevivirá a las avalanchas de
mis sobrinos. —Se retiró Faith, empujando su silla de ruedas con ánimo.
—Espera, hija, vendré contigo. Nos vemos a la hora de la cena —se
despidió su suegro.
—Mi loba... No sabes cuánto te he echado de menos —La abrazó Hugo,
una vez a solas en el vestíbulo.
—¡Pero si solo he estado fuera dos semanas!
Marido y mujer se miraron a los ojos con amor.
—Para mí ha sido una eternidad. La cama estaba helada sin ti... Creo
que no me acostumbraré nunca a tus viajes a Londres.
—Debo hacerlo, ya sabes que las trabajadoras esperan mis nuevos
diseños para confeccionarlos y exponerlos. La tienda de moda es un éxito.
—Lo sé y estoy muy orgulloso de ti —Le dio un beso. —¿Cómo te ha
tratado la capital?
—Como siempre. Ya lo sabes; tengo la fortuna de tener el favor de mis
hermanas y el de tu padre, no se atreven a insultarme en público. Y, querido,
después de diez años de matrimonio han dejado de importarme los susurros
a mi paso y los desprecios.
—¿Alguna vez te importaron?
—Lo cierto es que no —soltó una carcajada limpia, llena de energía. Su
imagen se mostró en los espejos del lugar y Hugo la cogió en volandas,
incapaz de resistir la belleza de su esposa.
—¿A dónde me llevas? —preguntó sabiendo la respuesta.
La cargó hasta la alcoba y la besó hambriento. La devoró lentamente
como si fuera la primera vez, como si jamás pudiera cansarse de ese cuerpo
con nombre de mujer. Ella se sintió deseada y respondió a su beso de
manera entregada. Llevaban una década casados, habían luchado para
encontrar esa merecida felicidad. Pese a sus diferencias sociales (él un
noble de alta cuna y ella una bastarda trabajadora) habían construido una
familia llena de amor, respeto y armonía. Su hijo, Arthur, ya tenía diez años
y Aldara, el ojito derecho de la casa cumplía los seis.
—Sigues siendo tan hermosa como la primera vez que te vi —Rozó su
cuello con los labios. —Tienes el mismo rostro de porcelana, el mismo pelo
rubio, los mismos atributos... —Apretó sus senos con un gruñido.
—Te alegrará saber que tú sigues siendo el hombre más guapo de
Europa —le correspondió, sacándole el chaqué y la camisa.
—¿Nadie me ha superado en el ranking?
—Nadie. Las muchachitas siguen suspirando a tu paso, pero tienes
suerte de que no sea una mujer celosa.
—¿Por qué deberías serlo? Soy todo tuyo. Y siempre lo seré —La
tumbó en la cama y le sacó el vestido, dejándola desnuda frente a él.
—Te amo, Hugo Silvery —suspiró.
—Yo también te amo, Alice Silvery.
Se colocó sobre ella, que separó las piernas al instante y lo rodeo con
ellas. Se hundió en su cuerpo lentamente. La amó despacio, la amó hasta
que ambos se quedaron sin aliento y el clímax les sobrevino.
—Nunca me cansaré de ti —confesó él, colocándose a su lado.
—Eso espero —sonrió, dejando caer su cabeza sobre el torso
masculino.
—Tengo algo que decirte...
—No me gusta cómo suena esta frase —Se incorporó, mirándolo
fijamente a los ojos.
—No es nada malo, tranquila. —Le acarició el hombro. —Tan solo ha
llegado el momento de cumplir mis sueños.
Alice se tensó. —¿Qué quieres decir?
—Sabes que siempre soñé con ver el mundo, con tener mi propio barco
y mi propia tripulación...
—Sí, pero...
—Quiero embarcarme en una expedición hacia el Imperio Otomano —
la interrumpió, serio—. Hace muchos años que estoy fuera de servicio y ya
ni siquiera recuerdo por qué soy teniente. Mi padre cada día está más débil
y pronto deberé ocupar su lugar, haciéndome cargo del Condado. Mi deseo
es poder hacer este viaje antes de que eso ocurra.
—¡Pero el Imperio Otomano está en guerra! —se asustó, cubriéndose
con la sábana.
—Están a punto de firmar la paz. Iré, pasando por España y el Norte de
África, hasta llegar a Turquía. Allí hay muchos ingleses luchando contra
Rusia. Y me uniré a ellos con mi escuadrón.
—¡Hugo! —palideció—. ¡¿Es en serio?! —se molestó, apartándose de
él.
—Es una zona segura, Alice. No hay nada de qué preocuparse, he
librado batallas peores con anterioridad. Hace unos días vino el General
William pidiendo mi cooperación y no pude negarme. En cuanto firmen la
paz, aprovecharé para visitar algunos de los países que siempre soñé con
ver y.… volveré junto a ti, mi amada.
—Entonces, si lo tienes todo tan claro, ¿por qué me lo cuentas? —Se
levantó de la cama y empezó a vestirse sin la ayuda de la doncella, no
quería ver a nadie.
—Por favor, no te disgustes —escuchó a sus espaldas.
—¿Que no me disguste? ¿Cómo has podido tomar una decisión tan
importante sin mí? —Lo enfrentó, apretándose el corsé con fuerza—. Estás
aburrido de mí, es eso. Te has aburrido de la vida que llevamos y necesitas
huir.
—¿Qué estás diciendo, mujer? ¡Soy un hombre! Tengo obligaciones que
cumplir. No puedes esperar que esté siempre en casa como un mayordomo a
tu servicio. ¿Acaso tú no te vas a Londres cuando quieres?
—¡Pero no voy a una guerra! ¿Es por eso? —se indignó—. ¡Oh, no
puedo creerlo! Siempre supe que en el fondo mi trabajo te molestaba. ¿Es
una especie de venganza? ¡Claro! ¡El gran Hugo Silvery! Dejando que su
esposa lleve un taller de moda... ¡Qué deshonor! Ahora necesitas restaurar
tu hombría con una batalla estúpida. Muy propio de una mente
conservadora como la tuya, a veces me olvido de que fuiste educado para
ser un hombre sin sentimientos.
—Lo estás retorciendo todo.
—Tienes razón soy una manipuladora —Subió el miriñaque por las
piernas y se lo ató a la cintura—. Fui yo la que te llevó al altar con
embustes con el fin de escalar en esta podrida sociedad y claro... ahora te
tengo como un mayordomo personal.
—Alice... —La cogió por los hombros y la obligó a mirarlo. —Tú
conoces mis aspiraciones mejor que nadie. Sé que estás angustiada, pero es
algo que necesito hacer. Esto no tiene nada que ver con nuestras venganzas
ni desafíos personales. Soy un teniente, un hombre de mundo... Y soy
incapaz de quedarme de brazos cruzados cuando muchos de mis
compatriotas están librando una batalla. Un hombre sin ambición está
muerto.
Soltó un sonoro suspiro. —No quiero que todo esto acabe —confesó,
muerta del miedo por primera vez en su vida—. Soy tan feliz ahora...
contigo, los niños...
—Y no acabará. —La abrazó. —Solo serán unos meses y estaré de
vuelta preparado para afrontar mi destino como Conde de Cornwall. ¿Desde
cuando tienes miedo a algo?
—Desde que tengo mucho que perder. No puedo imaginar una vida
sin... —Le salieron las lágrimas. —No podría imaginar una vida sin... ¡Ni
siquiera soy capaz de decirlo! Hugo tú eres mi esposo, mi mejor amigo y mi
amante. El compañero de mi vida, la luna que ilumina mis pasos cuando
todo está oscuro... ¿Qué hará una loba sin su luna? ¿Qué harán tus hijos sin
ti? —sonrió débilmente, hundiéndose en el pecho de su marido.
—¿Recuerdas lo que te dije una vez? Seamos quienes seamos, ocurra lo
que ocurra... Nuestros cuerpos se pertenecen. Por nuestro amor, volveré.
Pase lo que pase.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.

—¿Es necesario, hijo? —preguntó el Conde, apoyado en un bastón.


—Ya lo hemos hablado, papá. Estaré de vuelta antes de la siguiente
primavera —dijo Hugo, ensillando su caballo.
—Un año —Bajó la vista, apesadumbrado.
—¡Papá! ¡Yo quiero ir contigo! —determinó el pequeño Arthur,
cuadrándose para hacer el saludo militar.
—¡Arthur! —Lo levantó del suelo y lo apoyó en uno de sus brazos—.
¿Y quién cuidará de la familia, cadete?
—El abuelo... Yo puedo venir contigo —refunfuñó.
Lo dejó al suelo y se cuadró, obligando a su hijo a hacer lo mismo. —
¡Cadete! Tiene la misión de proteger a su madre y a su hermana en mi
ausencia, ¿lo ha entendido?
—¡Sí, señor! —contestó el pequeño, imitando la voz de su padre.
—Así me gusta, ahora descanse.
—Te adora —intervino Alice, acercándose al patio con Aldara en
brazos—. Eres su héroe.
—¿Me traerás una muñeca, papá?
—La mejor de Turquía. Pero solo si te portas bien —concedió,
besándola sobre la frente.
—Ten mucho cuidado, por favor —suplicó su esposa, mirándolo con los
ojos rojos. Había estado llorando durante los últimos dos días. Habían
discutido un centenar de veces y lo había abofeteado otras diez desde que le
dijo que se marchaba, pero allí estaba. Siempre fiel, siempre atenta y
entregada. Lo amaba tanto que era incapaz de ocultar sus emociones.
—Lo tendré, te lo aseguro —La besó sobre los labios en un movimiento
rápido y casto, por respeto a su padre y a sus hijos.
—¡Hermano!
—Faith...
—Rezaré por ti cada noche —Extendió sus brazos desde la silla de
ruedas, esperando un abrazo.
Hugo se lo concedió. —¿Qué quieres que te traiga del viaje?
—A ti, quiero que traigas a mi hermano sano y salvo.
—Te lo prometo.
—Has prometido muchas cosas —interrumpió Alice—. Espero que las
cumplas.
—¿Habrá venganza si no lo hago? —bromeó, intentando hacerla
sonreír.
—No lo dudes —le siguió la broma, con una sonrisa muy leve y al
borde del llanto.
—Me habías dicho que no llorarías.
—Y no lo haré —aspiró hondo.
—Debo irme, mis hombres me esperan en Plymouth —ultimó, subiendo
a su montura con un salto.
—Da honor a los Silvery y al Condado de Cornwall.
—Sí, papá.
—¡Te estaremos esperando! —gritó Faith, llorando a mares.
Miró a Alice, miró sus ojos turquesa y se alimentó de ellos antes de
espolear el caballo lejos de Lanhydrock House. Era su deber, su obligación,
debía ir a la guerra y en parte anhelaba cumplir con sus aspiraciones. Por
supuesto que le dolía dejar atrás a su familia, pero volvería renovado y
preparado para asumir su cargo. Daría honor a su apellido y abriría paso
para su hijo Arthur.
—¡Hugo! ¡Hugo! —escuchó a sus espaldas. Giró la cabeza y vio a Alice
corriendo detrás de él, había corrido desde el patio y tenía las mejillas rojas
y la cara empapada.
Detuvo su paso y bajó de la silla. Alice se tiró sobre él, con necesidad y
lo besó con urgencia, mezclando el beso con sus lágrimas saladas.
—He cosido esto para ti. —Sacó de su pecho un pañuelo de lino en el
que había una luna bordada y se lo extendió. Estaba caliente, tan caliente
como su amor femenino. Se lo guardó en el bolsillo que le quedaba al lado
del corazón. —Escríbeme siempre que puedas.
—Lo haré. Espera un momento... También quiero darte algo —Cogió el
morral que había atado en su montura y sacó de él un pequeño bloque de
notas—. Escribe sobre nuestro amor, lo leeré cuando vuelva.
—Pero si yo no sé escribir muy bien...
—Tienes un año para aprender. —La besó apasionadamente, bebiendo
de su elixir, acariciando su sedoso pelo rubio y sintiéndola suya.
—Vete. —Se apartó de él. —Vete, o no te dejaré marchar.
Se miraron con infinito amor, hablando sin hablar, volvió a subir a su
semental y se marchó.
Alice observó la casaca roja de su marido desaparecer en la lejanía con
el corazón encogido. No se habían separado nunca, y el destino de Hugo no
era nada alentador. ¡Una guerra!

"Yo solo quería un hogar y que envejeciéramos juntos, pero la vida no


me preguntó lo que quería...Una vez más debía demostrar mi valor. El valor
de esperarte a sabiendas de que quizás no volverías. El valor de seguir
viviendo mientras cada noche te imaginaba sufriendo en el campo de
batalla. Pero me aferraba a tu promesa y eso me daba esperanzas."

∞∞∞
Capítulo 2
La guerra de Crimea había llegado a su fin en la primavera de 1856 pero
todavía quedaban pequeños puntos de conflicto en los que Inglaterra,
Francia y el Imperio Otomano luchaban contra los rusos y sus ansias de
expansión.
El ruido de los cañones era la sonata principal del campo de batalla en
el que se encontraba Hugo. Era una sonata especial que taladraba los
tímpanos y repicaba contra los estómagos. El humo dificultaba la
respiración y el hedor a sangre mezclado con el acre de la pólvora resultaba
repulsivo. Había muertos y heridos por doquier.
—¡Soldados del glorioso ejército inglés, de ahora en adelante es la
victoria o la muerte! —gritó el General William—. ¡No hay posibilidad de
retirada!
—¡General, nuestros gobernantes ya han firmado la paz, deberíamos
retirarnos! —informó.
—¡No pararemos hasta que no quede ningún ruso en territorio otomano!
—¡Pero General!
—¡Es una orden, Silvery!
Era una escena terrorífica. Estaban expuestos a fuego enemigo y los
silbidos de los disparos iban y venían de un bando a otro. El barro
dificultaba el avance y la lluvia no ayudaba a tener una mejor visión, que ya
estaba bastante mermada por las cortinas de humo.
El teniente Silvery, sin embargo, era famoso por estar siempre en el
centro de la batalla sin importar su rango. Era la forma que tenía de avivar
los ánimos de sus tropas. Era un militar audaz, un buen estratega y un mejor
beligerante por lo que su leyenda empezaba a correr de campamento en
campamento. Su frialdad y su temple lo habían hecho famoso.
—¡¿Dónde estamos, señor?! —se atrevió a preguntar un soldado raso
con las manos temblorosas pegadas a su rifle. Estaba tiritando.
Lo miró de reojo. No era más que un muchacho. Y sostenía mal el arma.
—¡En Balaklava, soldado! —Corrigió su postura con un movimiento
rápido. —¡Comandante!
—¡Gracias, señor!
Pero Hugo ya no escuchó su agradecimiento porque avanzó hacia el
oficial, necesitaban una nueva estrategia de ataque.
El muchacho, asustado, observó a ese hombre alto, recio y de nariz
aristocrática desaparecer entre la multitud.

—Milady, debe comer más —insistió Tracy, señalando el plato.


Alice observó los filetes de pollo enteros. —Puedes retirarlo.
—Pero milady...
—Retíralo, por favor. No tengo hambre —ordenó—. Si me disculpáis...
—Alice, no conseguirás nada enfermándote. —La detuvo Faith.
—¿Cómo puedo comer sin saber si Hugo lo está haciendo?
—En el ejército tienen reservas suficientes para alimentar a sus
tenientes, querida —intervino su suegro, cortando el filete para llevárselo a
la boca.
—Pero ¿quién me asegura que mi esposo está bien? —replicó, nerviosa
—. ¡No sé nada de él desde hace meses!
—¿No te ha mandado más cartas? —se asustó Faith, que había
preferido mantenerse al margen de la correspondencia para no
impacientarse.
—La última remite del Cairo... Egipto. Y de eso ya hace cuatro meses
—Sus ojos se llenaron de lágrimas. —He escrito a sus superiores, pero no
he recibido respuesta.
—¿Qué has hecho qué? —se indignó el Conde—. ¡No puedes escribir a
los oficiales del ejército preguntando por tu esposo!
—¿Y por qué no? —lo encaró.
—¡Porque una mujer debe esperar pacientemente a recibir noticias! Los
comandantes están ocupados en ganar una guerra y no en contestar cartas
de damas angustiadas. Oh, no puedo creer que hayas hecho tal cosa —se
lamentó—. Podrías haber ensuciado el honor de los Silvery.
—¡Y yo no puedo creer que siga siendo tan intransigente, señor Conde!
—Hay cosas que no sabes, Alice. Debes preguntar antes de actuar... No
debes olvidar tus orígenes.
—No se preocupe que nunca olvidaré de dónde vengo para no
parecerme a usted —espetó, tirando la servilleta sobre la mesa e
incorporándose para salir del comedor.
—¡Alice! Oh, Alice, espera... —insistió Faith, haciendo correr las
ruedas de su silla—. ¡Ya sabes cómo es papá! ¡No lo ha dicho con mala
intención! Son sus ideales arcaicos.
Ofuscada, se dirigió al salón del té y se tiró sobre el diván para dejar
correr su llanto. —No estoy de humor para soportar a tu padre, Faith.
—No te preocupes. Ya verás cómo pronto sabremos algo de Hugo —
Sonrió con ternura, acariciándole el pelo.
—En su última misiva me dijo que iba a entrar en territorio enemigo. Sé
que algo no va bien, lo presiento.
La joven de pelo negro negó con la cabeza con una mueca. —¿Sabes lo
que ocurre? Que hace muchos días que no sales de esta casa. Has dejado de
ir a Londres para controlar tu tienda de moda y tú eres una mujer
acostumbrada al movimiento. Deberías aceptar la invitación de tu amiga
Hermione e ir a París. ¿No querías ver cómo iba el nuevo taller que abriste
allí? ¡Ahora tienes dos negocios que administrar!
—Me niego en rotundo a abandonar Lanhydrock House —Lloriqueó.
—La administradora que contraté se encarga de la tienda de París,
mantengo correspondencia con ella semanalmente. Pero si Hugo escribe,
mandará la carta en esta dirección y por nada del mundo quisiera estar lejos
de aquí cuando eso ocurra.
—Bien... entonces podemos hacer una excursión por las tierras de mi
padre. No nos alejaremos demasiado y sir Henderson nos avisará de
inmediato si llegara el correo que tanto esperamos.
—No lo sé... —Levantó la vista para mirarla a los ojos. Había cambiado
mucho desde que la vio por primera vez, Faith ya era toda una mujer de
veinticinco años.
—Los niños lo necesitan. Están aburridos de estar encerrados y se están
marchitando. Un poco de sol les vendrá bien... Nos vendrá bien a todos.
¿Recuerdas el día que salimos al jardín lloviendo?
—Sí, claro que me acuerdo —Se limpió las lágrimas.
—¿Dónde está esa Alice llena de vida y de valor?
—Soy una tonta...
—Tú nunca has sido tonta. Todo lo contrario. —Le levantó la barbilla.
—Por eso sabes que la mejor solución no es la de quedarse entre estas
cuatro paredes.
Un carraspeo las obligó a girarse en dirección a la puerta. —Quiero
pedirte disculpas, Alice. Para mí tampoco es fácil esta espera —sinceró el
Conde, sentándose a su lado.
—Hemos tenido discusiones peores, Arthur —Sonrió levemente con la
cara empapada.
—Oh, querida. Todo saldrá bien, ya lo verás. No será la primera guerra
de la que Hugo vuelva sano y salvo.
—¡Eso espero! —Arrancó a llorar de nuevo, abrazándose a su suegro.
Faith también se unió al abrazo y los tres se quedaron en ese estado
durante algunos segundos.

Jamás imaginó que fuera posible sentir tanto dolor. Le habían disparado
en la pierna y era la primera vez que sufría la pólvora en sus carnes.
—No se preocupe, teniente. Le extraeré la bala y le coseré la herida
rápidamente. Muerda esto—Le dio un trapo de cuero.
—¡No hay tiempo para curas! ¡Estamos en campo abierto!
Su propia voz parecía provenir de muy lejos. Quedaba amortiguada por
las bombas y los gritos.
—¡Pero señor! ¡Si no lo curo rápidamente perderá la consciencia!
—Ayúdeme a subir al caballo —imperó, incorporándose pese a los
fuertes daños.
—El animal está muy asustado.
—Le he dado una orden, soldado médico.
—Sí, señor.
Consiguió montar con la pierna ensangrentada y salir de allí a toda
prisa. Su montura no se lo ponía fácil porque estaba tan atemorizada como
cualquier otro ser vivo que estuviera presente en ese infierno terrenal. Llegó
a un espacio alejado, debía hacerse un torniquete y volver con su tropa.
Necesitaban a un líder y el General William estaba en otra zona.
Rebuscó en sus bolsillos un pañuelo. Encontró el de Alice, el que le
había regalado antes de partir. Verlo lo inundó de una melancolía nada
favorecedora dadas las circunstancias.
Alice... pensó en ella. En la valiente, humilde y enérgica Alice.
Seguramente estaba deseando darle un bofetón por todo lo que la estaba
haciendo sufrir. Recuperó el ánimo al imaginarse la escena.
Con las manos sudorosas y tratando de mantener la mente fría, se ató el
pañuelo alrededor del muslo. Fue peor. Se sentía mareado. Mil cuchillos se
le clavaron por el cuerpo. Había heridas peores, se obligó a pensar. Tenía la
obligación de volver. Dio un tirón a las riendas para dar media vuelta, pero
una bomba cayó cerca haciendo que el caballo se sobresaltara y se levantara
sobre las dos patas traseras.
Si hubiera estado en pleno uso de sus facultades hubiera reaccionado,
pero cayó. Cayó de bruces contra el suelo, dándose un terrible golpe en la
cabeza con una piedra.
La oscuridad se cernió sobre él, mezclada con los aullidos de la muerte.
Intentó levantarse, resistir. Pero ni los hombres más fuertes escapan de su
destino.
Lo último que vio fue el rostro de su amada esposa.
Lo último que olió fue su perfume de rosas.
Y después, nada.
Absolutamente nada.

Un valle soleado hendía el bosque trasero de Lanhydrock House. El río


bajaba con delicadeza ofreciendo una estampa maravillosa a su paso.
—¡Mira, mamá! Hay el mismo pez que vi la semana pasada.
—Quizás te haya reconocido —le siguió el juego a Aldara, que tenía
más buen aspecto desde que habían decidido hacer excursiones semanales
por los alrededores.
—¿Cuándo volverá papá? —preguntó el pequeño Arthur, dejando su
espada de madera a un lado y arremolinándose en su regazo.
—Pronto, hijo. Muy pronto —lo calmó, con un el corazón hecho un
puño—. Si quieres, Roy jugará contigo a las espadas.
—Pero no lo hace como papá...
—Puede enseñarme, señorito —se ofreció el leal lacayo.
—Está bien —Retomó el juego.
Alice se enderezó estirando la espalda. Un enorme cesto de flores
colgaba de su brazo izquierdo. Se dedicaba a decorar cada estancia con
flores silvestres que ella misma recogía. Se había vuelto un agradable
pasatiempo que le hacía olvidar, parcialmente, la angustiosa espera. Había
pasado un año desde que Hugo se había marchado y todavía no tenía
noticias suyos. Era horroroso, una pesadilla. Y estaba dispuesta a darle un
merecido bofetón a Hugo en cuanto volviera a verlo.
Por qué volvería a verlo, ¿verdad?
Había releído una y mil veces su última carta, la que le mandó desde el
Cairo. Incluso la había memorizado:

"Querida y amada Alice,


hace dos días que hemos llegado a Egipto. Te gustaría este lugar, está
empapado de exotismo, de atardeceres rojos y de telas nunca vistas en
Occidente. He sido testigo de la belleza del Cairo y he cumplido uno de mis
sueños al pisar tierras Orientales.
Mis hombres se muestran contentos, pero sé que están nerviosos. La
semana que viene nos uniremos con el General William y empezaremos
nuestra misión en tierras enemigas. No tienes nada de qué preocuparte, mi
amor. Ya se ha firmado la paz y estoy convencido de que haremos poco más
que ayudar a nuestros camaradas con su regreso.
Cuida de los niños, diles que los quiero y que estoy deseando verlos de
nuevo. He comprado una decena de regalos para ellos.
Sueño contigo cada noche, no hay segundo que no piense en ti y en la
vida que nos espera cuando vuelva. No me olvido de mi promesa, tampoco
te olvides tú. Espérame.
Te amo con locura,
Hugo Silvery. "

—Lady Silvery —la sacó de sus pensamientos sir Henderson.


¡Sir Henderson! ¿Qué hacía el mayordomo en pleno bosque? Tenía el
rostro enrojecido por el esfuerzo, se notaba que había corrido para llegar
hasta ella. Solo había un motivo por el que aquel hombre actuaría de ese
modo: Hugo.
—¡¿Ha llegado una carta?! —Dio un paso al frente, incapaz de
controlar el temblor de su cuerpo.
—Ha llegado alguien —informó, cuadrándose—. Es un militar.
¡Era él! ¡Era su esposo! El corazón le dio un brinco de alegría,
reviviendo después de tantos meses de agonía.
—Encárguese de Faith y de los niños —ordenó, tirando la cesta al suelo
e iniciando una carrera hacia la casa.
¡Un militar! La casaca roja de Hugo le vino a la mente... ¡Había
cumplido su promesa! Se levantó las faldas para permitir un mayor
movimiento a sus piernas y cruzó un prado a toda prisa. Tenía muchas
ganas de ver aquellos ojos grises de los que se había enamorado. De tirarse
a sus brazos y de regañarlo para después besarlo y hacerse un ovillo entre
su cuerpo. Iba a pedirle explicaciones por la falta de correo y luego le haría
el amor en la intimidad de la alcoba hasta que su cuerpo volviera a sentirse
vivo por completo.
—¡Hugo! —gritó con frenesí mientras sorteaba los árboles y rodeaba el
patio principal—. ¡Hugo!
Entró en el castillo con la cara roja, jadeante y completamente
desaliñada; pero no le importaba. Solo quería verlo. Ya se las apañaría más
tarde con la regañina de su suegro.
—¿Dónde está? —le preguntó a la señorita Tracy, sin mirarla a la cara.
—En el salón del té, milady.
Se aventó hacia el lugar indicado, abriendo las puertas de par en par.
—¡Hugo! ¡Maldito canalla!

"La espera fue eterna. Cada segundo fue un minuto y cada minuto una
hora. Los días se hicieron eternos y los meses infinitos. ¡Un año! Un año
completo sin verte, amado mío. ¿Cómo esperabas que sobreviviera a tu
ausencia? Seguramente lo hice por las esperanzas de volver a verte. Pero
allí estabas... Allí estabas según mi mente."

∞∞∞
Capítulo 3
No era Hugo. Se quedó de piedra con el corazón latiendo a velocidades
peligrosas en la punta de la garganta. Primero, por la carrera que había
hecho para llegar hasta allí y, segundo, por la impresión de ver a un extraño
en el salón del té. ¿Dónde estaba su marido? Lo había esperado durante un
año y ya estaban en primavera. ¿Dónde estaba? No lo veía.
—Querida, quizás quieras sentarte —oyó la voz lejana de su suegro.
—No, prefiero estar de pie. ¿Y Hugo? —preguntó, mirando fijamente al
hombre vestido con el uniforme completo del regimiento.
—Lady Silvery, supongo —contestó el aludido, con el gesto serio y una
carta bajo el brazo—. Soy el Mayor Wilson.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. —¿En qué puedo ayudarle?
—Señora, lamento mucho informarle de que el teniente Hugo Silvery
cayó en combate durante la batalla de Balaklava. —Le extendió la carta que
ella miró con la vista borrosa.
¿Qué había dicho ese hombre?
¿Que su marido había caído en combate?
¡No era posible!
El aire se volvió helado y la respiración se tornó dificultosa a la par de
congelada.
Con las manos incontrolables por las convulsiones cogió la misiva y
rompió el sello.

Estimada lady Alice Silvery,


como secretario general lamento informarle que su marido, el teniente
Hugo Silvery, murió con honor en la batalla de Balaklava. Permítame
transmitirle mi más sentido pesar por tan grande perdida, pero siempre
recordaremos el orgullo y la valentía con los que su marido luchó por
Inglaterra. Su familia puede sentirse honrada....

Se negó a seguir leyendo. No era verdad... Se negaba a creerlo. Hugo le


había hecho una promesa y no la estaba cumpliendo... No era justo. ¡El
amor de su vida muerto! ¡Muerto en una estúpida batalla! ¿Querían hacerle
creer eso?
—¿Está muerto? —inquirió, incapaz de controlar el reguero de lágrimas
que corrían desde sus ojos hasta el cuello.
El Mayor apretó los labios y dio un paso hacia ella. —¿Quiere sentarse?
Está muy pálida.
—¡No quiero sentarme! —Dio un paso hacia atrás—. ¡No quiero nada!
¡Solo quiero que mi marido esté aquí! ¿Dónde está? Él me prometió que
volvería...
—Lo lamento mucho, señora —repitió el militar, bajando la cabeza,
incómodo y dolido.
—No me lo creo. —Negó con la cabeza, sonriendo en mitad del llanto
—. No, no voy a creérmelo. ¿Dónde está su cuerpo? ¿Por qué no me han
traído su cuerpo?
—Alice, es una guerra... No habrán podido... —intentó mediar el
Conde, acercándose con el objetivo de consolarla.
—¡Pero si la paz ya está firmada! ¡No entiendo nada! ¡No! ¡No lo
entiendo! Ni voy a entenderlo...
—Será mejor que espere fuera —dijo el Mayor—. Estas son las
pertenencias del teniente... —Sacó de su morral un paquete bien envuelto y
se lo entregó rápidamente para luego salir del salón.
Alice miró ese bulto envuelto por una tela blanca y atado con un cordón
marrón entre sus manos. ¿Era eso todo lo que le quedaba de él?
—Arthur, no te los creas —suplicó a su suegro—. Hugo no está muerto.
No sabemos nada de su muerte... ¿Te han dicho cómo fue?
—A veces hay cosas que es mejor no saberlas.
—¿Pero te lo han dicho? —insistió.
—Los informes dicen que... —titubeó, sosteniéndose en el bastón—.
Que le dispararon y no pudieron encontrar su cuerpo porque las bombas
arrasaron con el lugar —Una lágrima se deslizó por su envejecida piel—. A
mí también me duele, Alice. Estamos hablando de mi hijo, de mi único
hijo... —sollozó—. Pero ha muerto dando honor a la familia.
—¡El honor! —se enfadó—. ¡¿Y qué me importa a mí el honor?! ¡Yo
quiero a Hugo de vuelta! —chilló desesperada, con las venas del cuello
henchidas y la cara roja por la tensión—. No me importa nada el maldito
honor... Ni siquiera me importa esta asquerosa Inglaterra.
—¡Alice! —la reprendió—. Estás cometiendo traición con tus palabras.
—¡No me importa! Odio Inglaterra y odio al ejército inglés, me han
robado lo que más quería —ultimó, dejándose caer en el diván y
cubriéndose el rostro con los brazos para romper a llorar.
—Sé que lo amabas mucho, hija mía —Se sentó a su lado Arthur—. Yo
también. Pero debemos admitirlo cuanto antes... No sirve de nada negar la
realidad si no es para hacernos más daño. Pasaremos el luto juntos... Como
una familia.
—¿Qué les voy a decir a mis hijos? —gimoteó, con los brazos todavía
cubriendo su rostro y con las lágrimas mojando su vestido.
—Que su padre fue un héroe. Deberemos aceptarlo y hacer del pequeño
Arthur un digno sucesor de su progenitor.
El silencio reinó por unos minutos con los lloros como único ruido
presente. —¡No! —exclamó de pronto la viuda, limpiándose las lágrimas
con las manos—. No está muerto, Arthur. Iré a buscarlo.
—Será mejor que avisemos a alguien de tu familia para que pueda
ayudarte en estos momentos, te vendrá bien la compañía de alguien
querido.
—No necesito ayuda, solo necesito que ponga a mi disposición un
carruaje que me lleve a Plymouth. Iré a Balaklava.
—Sin duda estás muy afectada por la noticia y no razonas lo que
dices —Se incorporó con la ayuda de su bastón y la miró con lástima—.
Pediré que traigan una infusión que calme tus nervios y escribiré a tus
hermanas... No estarás sola. Todos estaremos a tu lado. —Le tocó el
hombro con afecto y se dirigió a la puerta.
Observó al Conde abandonar la estancia. Él pensaba que sus palabras
eran el fruto de la desesperación y de las emociones femeninas... Pero ella
sentía, en el fondo de su alma, que su marido no estaba muerto. Y debía
hacer algo al respecto.
Oyó las voces de sus hijos y la de Faith en el vestíbulo.
Para todos, Hugo había fallecido. Pero para ella no.

Lanhydrock House se sumió en el luto. Los espejos fueron cubiertos por


mantos negros y las cortinas se cerraron. No había cuerpo que enterrar, pero
el Conde había mandado a construir un mausoleo en el cementerio familiar
para oficiar una ceremonia.
Sus hijos iban vestidos de negro y se pasaban las horas encerrados en la
habitación de juegos sin hacer nada. Faith se había sumido en una fuerte
depresión y había decidido no salir de su recámara. El silencio era espeso,
cubierto por una bruma gris que ensombrecía los pasillos.
Unos toques en la puerta la obligaron a apartar la mirada del paquete
que el Mayor Wilson le había traído. —Tracy, ya le he dicho que no quiero
comer. Haga el favor de marcharse.
—Alice...
Se giró hacia esa voz conocida, era Karen, su medio hermana.
—Karen... —La recibió con un abrazo débil. —¿Qué haces aquí?
—He venido en cuanto lo he sabido, el Conde nos ha escrito a todas...
Supongo que el resto irán viniendo.
—¡Qué bien que has venido! —exclamó en un susurro, cerrando la
puerta y obligando a su visita a sentarse en la cama—. Tienes que
ayudarme —le pidió, acomodándose a su lado y cogiéndola por los
hombros.
—¿Qué ocurre? —se preocupó la pelinegra, frunciendo el ceño.
—Me obligan a llevar estos vestidos de luto, Karen. Han cubierto los
espejos y no dejan que la luz entre —explicó, confundiendo todavía más a
su hermana—. Han obligado a mis hijos a llevar trajes oscuros y los tienen
encerrados en una habitación para que no hagan ruido.
—Alice... Creo que no te estoy comprendiendo. Todo lo que me cuentas
es algo normal en esta situación... Sé que es difícil de llevar, pero...
—No lo comprendes —la interrumpió—. Quieren hacerme creer que
Hugo está muerto.
Karen frunció el ceño un poco más y la miró con lástima. ¡Otra vez esa
mirada llena de compasión! —Cuando Audrey murió tampoco queríamos
admitirlo. De hecho, a veces sigo sin creérmelo y ya han pasado casi ocho
años desde entonces... Pero negar la realidad solo te causará más daño,
hermana. Hugo siempre vivirá en nuestros corazones del mismo modo en
que Audrey lo hace. Ambos nos han dejado un legado que no podríamos
borrar, aunque quisiéramos.
—Tú tampoco me crees —se frustró, soltándola—. Nadie me cree.
Incluso me han puesto vigilancia para que no pueda escapar.
—¿Escaparte? ¿Has intentado irte?
—¡Por supuesto! Pero el Conde siempre encuentra el modo de
detenerme. Quiero ir a Balaklava y buscar a mi esposo. —Sintió la mirada
de desconcierto sobre ella. —Tú también crees que he perdido el juicio.
¡Karen! —Volvió a tomarla entre las manos—. Juro por Dios que no estoy
loca. —La miró fijamente a los ojos. —Sé que está vivo, lo siento en mi
corazón. Ayúdame a salir de aquí.
—Lo que me pides es muy arriesgado. ¿Dejarías a tus hijos aquí? ¿Qué
ocurrirá si no encuentras nada? Son países lejanos y tú estás sola... El
Conde quiere protegerte, eso es todo.
—¿Te has olvidado del día en qué te acogí en mi casa? ¿Te acuerdas?
No eras más que una muchacha escapando de su prometido y de su familia,
pero no te negué el auxilio. Todos creían que habías perdido el juicio, que te
limitaban por tu bien... Pero conseguiste tus propósitos. ¿Si yo te hubiera
negado la ayuda lo habrías podido hacer? ¿Habrías podido demostrar al
mundo que estaba equivocado? Lo más lógico hubiera sido enviarte de
vuelta con Audrey, pero no lo hice... Porque creí en ti. Mis hijos no estarán
en ningún sitio mejor que aquí... Y cuando les traiga a su padre de vuelta,
olvidarán que un día me fui.
Karen removió sus orbes oscuros sobre los de ella. —Está bien. —
Suspiró. —¿Cómo lo podemos hacer?
—¡Oh, Karen! Sabía que tú no me fallarías —La abrazó.
Cogió todos sus objetos de valor, sus credenciales y el paquete sin abrir
con las pertenencias de Hugo. —Tienes que despistar a la cocinera. Pídele
que haga algo especial solo para mí y que solamente tú sabes la receta
porque lo hacíamos de niñas... No sé, algo así... Las cocinas tienen la única
puerta sin vigilancia. Saldré por ahí y me esconderé entre los matorrales.
¿Has venido con tu caballo?
—Sí, era más rápido.
—¿Dónde lo has dejado?
—El mozo se lo ha llevado.
—Intentaré llegar a él.
—¡¿Te llevarás a mi caballo?!
—Te lo devolveré.
—Oh, Alice. Espero que todo esto salga bien si no… no me lo
perdonaré nunca.
—No me pasará nada. Tengo la cuenta llena de dinero, Hugo permitió
que abriera una que yo pudiera administrar. Ahí tengo todo lo que he ido
ganando de mis negocios de moda. Iré con cuidado, te lo prometo. Ahora,
vamos. Antes de que sea la hora de las comidas.
—Se te olvida que una mujer no puede viajar sin el permiso de su
esposo, de su padre o de su custodio.
—Lo haré bajo otro nombre, ¿desde cuándo ha sido un problema? Me
haré pasar por una sirvienta... Los pobres no importan a nadie, no me he
olvidado de dónde vengo.
Salieron de la recámara lentamente, a hurtadillas. —Espera un
momento —pidió, entrando en el salón de juegos.
Arthur estaba sentado en una sillita mirando por la ventana y Aldara
peinaba una muñeca.
—Hijos.
—Mamá... —La abrazó Aldara.
—Mamá tiene que irse por un tiempo, pero volverá muy pronto. ¿De
acuerdo?
—¿Tú también nos dejas? —inquirió Arthur, triste.
—¡No! Eso nunca. Y papá tampoco os ha dejado.
—Pero no está... ¿Cuándo volverá? —preguntó la niña, aferrada a su
falda.
—¡Por supuesto que está! ¿Sabéis dónde? —Se puso de rodillas al nivel
de los infantes. —Aquí. —Señaló el corazón y guio las manecitas de sus
hijos hacia sus pequeños corazoncitos.
—¿A dónde te vas?
—Arthur, voy a buscar a tu padre...
—Todos dicen que ha muerto.
—No creáis que está muerto hasta que yo misma os lo diga, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo, mamá —La abrazaron con fuerza.
—Haced caso del abuelo y de la tía Faith. Volveré muy pronto —Se
separó con los ojos ahogados en lágrimas.
—Tenemos que apresurarnos si no quieres que el servicio empiece a
deambular para la comida del mediodía —comentó Karen—. Nosotras
también cuidaremos de tus hijos, los visitaré con frecuencia para
asegurarme de que todo va bien.
—Gracias, Karen. Muchas gracias.
Recorrieron el castillo en el más absoluto silencio y vigilando que nadie
pudiera verlas. Cuando llegaron a las cocinas, Karen entró primero,
sorprendiendo a la cocinera.
—¡Milady! Por favor, no esté aquí. Ensuciará su bello vestido.
—Estoy muy preocupada por mi hermana —la detuvo—. No come
nada, pero sé de una receta que encargábamos cuando éramos niñas que
puede ayudarla...
—Oh, por supuesto —reverenció la señora—. ¿Qué necesita?
Mientras Karen dictaba una larga lista de ingredientes, Alice sorteó los
fuegos casi de cuclillas y salió por la puerta trasera. Un viento fresco la
recibió.
Corrió a las caballerizas y cogió el caballo negro de su hermana. No
sabía montar a la perfección, pero era el momento de poner en práctica lo
que su marido le enseñó. Se subió poco a poco, pero con seguridad y en
cuanto estuvo convencida de que no se caería, espoleó el caballo a la
máxima velocidad lejos de allí.
—Hugo, sé que estás vivo y no me rendiré hasta encontrarte. No olvido
tu promesa.
Una brisa suave acompañada por una fragancia floral le rozó el rostro y
ella supo que estaba en lo cierto. No miró atrás, solo corrió y corrió hasta
que los lacayos del Conde no pudieran cogerla.

∞∞∞
Capítulo 4
El puerto de Plymouth era un bullicio de gente. Mujeres, ancianos y
niños recibían impacientes a los militares que llegaban de la guerra. Alice
había logrado deshacerse de sus ropajes caros para vestirse como una
pueblerina y así camuflarse entre la multitud. Los lacayos del Conde la
estaban buscando por lo que debía salir de Inglaterra lo más pronto posible.
El caballo de Karen le seguía los pasos con dificultad debido al gentío, pero
logró acercarse a los navíos.
—Disculpe señor, necesito ir a Balaklava —preguntó a un capitán que
descendía del barco.
La miró confundido, casi molesto.
—Señora, no hay ningún barco que vuelva a ese maldito infierno —
espetó, alzando una ceja gris.
—¿No hay ninguna forma de llegar hasta allí? —insistió, pese al miedo
que se había instaurado en su cuerpo frente aquella negativa tan rotunda.
—¿Por qué quiere ir a ese condenado lugar? No es un sitio para mujeres
decentes, será mejor que regrese junto a su familia —la ignoró, apretando el
amarre.
—Necesito ir... —dijo con un hilo de voz, observando a los casacas
rojas que estaban llegando. Un centenar de militares estaban regresando a
sus hogares. Pero todos tenían inscrito el horror de la muerte en sus rostros
y aunque la mayoría de ellos se sostenían en pie, otros no corrían con tanta
suerte. Sin querer, buscó a Hugo entre ellos... Y cada cara le resultaba
familiar, obsesionada con verlo... sin éxito.
Envidió a las mujeres que corrían a los brazos de sus esposos y se
fundían en sus regazos.
¿Por qué no podía ser una de esas afortunadas? ¿Por qué Hugo no había
llegado en uno de aquellos barcos repletos de oficiales? ¡A ese hombre
siempre le había gustado poner las cosas difíciles! ¡Diantres!
Estaba claro que ese capitán malhumorado no tenía intenciones de
ayudarla. Miró desesperada a su alrededor, tratando de no perder las riendas
de su montura. ¿Desde cuándo se había vuelto tan torpe? Le costaba
moverse con habilidad y astucia. Había perdido la práctica de vivir como
una plebeya y ahora estaba sufriendo las consecuencias.
—¡Milady! —escuchó a sus espaldas con sumo horror. ¿La habían
descubierto? Se giró con pavor, pero se tranquilizó al comprobar que solo
era Roy. Su fiel y joven empleado—. Milady, la están buscando por todas
partes. Debe regresar —le informó, tan educado como de costumbre.
—¡Roy! Tienes que ayudarme, necesito ir a Crimea —gritó en un
susurró, tapándose la cara con el velo de la cofia y mirándolo con
desesperación.
—¡Milady! Es una auténtica locura —negó, removiendo su corta
melena de color café—. No permitiré semejante disparate, será mejor que
volvamos... el Conde está preocupado y ha dado órdenes de buscarla.
—No pienso volver sin mi marido —se opuso rotundamente—. Roy...
Sé que todos pensáis que he perdido el juicio, pero estoy convencida de que
Hugo está vivo. Lo siento aquí —Colocó la mano sobre el corazón—. No sé
dónde está ni en qué condiciones se encuentra... Pero no pienso quedarme
en casa sin hacer nada al respecto. Lo único que ocurre es que he perdido la
práctica en estas situaciones... —Miró el ambiente con desesperación—.
Diez años viviendo como una noble me han convertido en una inútil.
—¡Milady!
—Es la mera verdad. Siempre renegué de las damas relamidas y ahora
soy una de ellas. Ese capitán me ha dicho que no hay ninguna ruta
disponible hacia Ucrania... Ni hacia Turquía. ¿Cómo puedo hacerlo? ¡Por
Dios! —Colocó los brazos en jarra, impotente.
El fiel lacayo soltó un bufido. —Está bien, milady. Si quiere ir a
Balaklava creo que sé la manera...
—¿Cómo?
—Viaje hasta Francia y vaya por tierra hasta allí... Tardará más, pero
será más efectivo.
—Oh, Roy, tienes razón. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Buscaré una embarcación que me lleve hasta Francia. Iré a casa de
Hermione y le pediré ayuda...
—Venga por aquí, la acompañaré. Pero no podrá subir con este caballo,
le pedirán demasiadas explicaciones. Es mejor una mujer sola y de clase
baja, nadie se preocupará.
—¿Puedes devolverlo a mi hermana Karen? Di que te lo has
encontrado... vagando por algún camino, sin mí.
—Lo haré, no se preocupe —Tomó las riendas de la montura. —Ahora,
será mejor que se apresure.
Roy siempre le había servido bien. Era el lacayo personal de Hugo y,
pese a su juventud, se mostraba constantemente diligente y responsable.
Con su ayuda llegó rápidamente al buque que la llevaría hasta el continente
europeo y embarcó con una identidad falsa junto a los de tercera clase. Lo
único que llevaba encima eran las pertenencias de su esposo, todavía
empaquetadas, sus credenciales (las falsas y las verdaderas), joyas... y un
poco de dinero. No tendría que preocuparse por él, en cuanto llegara a París
tendría acceso al banco y a su tienda de moda. Estaba dispuesta a dilapidar
toda su fortuna si con ello encontraba al amor de su vida.
Sin él, nada tenía sentido. Le faltaba el aire, le sobraba la vida. Le
necesitaba igual que al agua. Le encantaría poder mitigar su dolor, pero era
imposible. Imposible... olvidar por un solo instante a Hugo. Le daba la
sensación de que se moriría en cualquier instante sin su amor. ¿En qué
momento se había vuelto adicta a ese hombre y a sus latidos del corazón?
La loba se había quedado sin su luna.
Con un nudo en la garganta se sentó en uno de los banquillos de
madera. Tenía ganas de llorar. Ya no era una jovencita en busca de una vida
mejor, ya no era esa Alice que emigró a diferentes países para ser una
modista de renombre. Se había convertido en una madre entregada y una
esposa afectuosa que veía con mucho miedo aquella nueva situación a la
que tenía que enfrentarse. Consideró que, al haberse casado con el futuro
Conde de Cornwall, ya no tendría que sufrir más. Que su felicidad había
llegado junto a su enamorado y a su familia. Pero qué equivocada estaba, la
vida le tenía preparada una prueba más. Y muy dura.
Sacó de su saquito de tela el diario que Hugo le había regalado antes de
partir y dedicó horas en practicar su letra para plasmar sus sentimientos.
Estaba casi lleno porque había escrito en él cada día durante un año, pero
todavía le quedaban páginas para poder relatar los peores momentos de esa
dolorosa separación.

"Todos creen que estoy en una fase de negación, que no entiendo que
has muerto... Pero yo sé que sigues vivo y no es producto del dolor. Te
encontraré. Hasta ahora he escrito nuestra historia: cómo nos conocimos,
cómo nos casamos... Pero ahora empezaré a escribir sobre esta nueva
aventura en la que nuestro amor está en juego. No me importa cómo estés,
si has perdido una pierna o ambas. Solo quiero abrazarte y saber que todo
va a estar bien, que nuestros hijos no se han quedado sin padre y que yo no
me he quedado viuda. Este es uno de los retos más grandes de mi vida, te
extraño y te amo con todas mis fuerzas. En ocasiones miro a la luna y
recuerdo esos momentos en los que me llamabas loba, ¿estarás
observándola igual que yo? ¿Será la luna testigo de nuestra batalla
personal?"

El viaje duró algunos días en los que los miembros de las clases bajas
organizaron fiestas durante las noches. A Alice le embargó un sentimiento
de melancolía en ese ambiente que tanto le recordaba a su esposo y a sus
primeras noches como casados. ¡Y pensar que habían pasado diez años
desde entonces! Sin embargo, todavía no había logrado bailar la danza
gaélica junto a él. ¡Se prometió hacerlo en cuanto lo encontrara! Cerró los
ojos y visualizó ese sueño... el de ella trotando por la tarima junto a un
Hugo lleno de vida y pasional.
Entre sueños y angustias llegó a Francia antes de lo esperado y alquiló
un carruaje en dirección a la mansión de Buc, cerca de Versalles. Ardía en
deseos de volver a ver a su vieja amiga Hermione, aunque el motivo fuera
tan desafortunado. Hermione había sido su hada madrina en los peores
momentos de su vida y le debía casi todo cuanto tenía. La Duquesa Viuda
d'Orléans la había acogido en su casa cuando no tenía nada, absolutamente
nada.
El trayecto fue largo y agotador, pero dio órdenes al cochero de no
detenerse. Quería agilizar el proceso y optimizar el tiempo.
—Ya hemos llegado —La despertó el amable mozo tras algunas horas
tortuosas de caminos pedregosos y curvas abominables.
Miró por la ventanilla con los ojos entrecerrados y confirmó que estaba
en casa de su amiga Hermione. Los jardines enormes y el magnífico
edificio con el emblema de los Duques d'Orléans eran las pruebas de ello.
Descendió del vehículo con las piernas entumecidas, pagó y vio a una
agradable anciana sentada en una silla de ruedas empujada por un
mayordomo, habían salido al patio para recibirla —¡Alice!
—¡Hermione! ¡Cuánto tiempo sin verte! —Corrió hacia ella y la abrazó.
Rozaba los noventa años y estaba muy envejecida, apenas podía andar y
debía moverse con silla de ruedas, a pesar de eso seguía manteniendo ese
brillo pícaro en los ojos.
—Bienvenida, lady Silvery —reverenció Cécil, el mayordomo
octogenario.
—Gracias, Cécil.
—¡Querida! No te esperaba... ¡Cinco años sin verte! La última vez que
viniste fue para abrir tu tienda de París y para presentarme a Aldara...
¿Cómo están los niños? Ese pequeño Arthur es un diablillo, ¿dónde está? —
Miró hacia el carruaje que ya había enfilado el camino de regreso y estaba
dejando una cortina de polvo tras de él.
—Los niños están bien, Hermione. Pero... —titubeó.
—¿Qué ocurre?
—Es Hugo —determinó, rompiendo a llorar.
—¿Ha vuelto a ser el estirado y pretencioso petimetre que tanto odias?
¿Se ha enfadado por qué dedicas muchas horas a tus diseños? ¿Se ha vuelto
más frío y ha congelado Lanhydrock House?
—Oh, no... Si fuera eso sabría cómo lidiar con ello... Ya sabes que
nuestro matrimonio se nutre de nuestras pequeñas discusiones y
venganzas... Pero no es eso... Es algo mucho peor.
—Vamos, vamos... Todo tiene solución salvo la muerte.
Alice la miró con espanto y entonces la anciana se arrepintió de sus
palabras. —Será mejor que entremos.
Pasaron al famoso salón de los ventanales que había sido testigo de
tantas conversaciones secretas y de tantos acontecimientos. Alice tomó
asiento, limpiándose las lágrimas que había arrastrado desde el
vestíbulo. —Se marchó a esa estúpida guerra de Crimea —expresó, con el
viejo Cécil sirviéndole una taza de té y Hermione mirándola con
preocupación—. Le pedí que no lo hiciera, pero insistió en que debía
embarcarse en esa pordiosera misión. Ya sabes... esas ridículas ideas que
tienen los hombres sobre el honor.
—Por desgracia, lo sé demasiado bien. Por eso mi padre me reconoció
aun siendo una bastarda...
—Exacto. Me prometió que volvería en un año... Pero no lo ha hecho —
dijo con rabia—. En lugar de eso, vino un oficial del ejército y me dio
esto. —Levantó el paquete con las pertenencias de su marido. —Me dijo
que Hugo había muerto. ¿Puedes creerlo?
El silencio se hizo en la sala. Hermione la miró fijamente. —¿Qué
quieres decir, querida?
—Que yo sé que no está muerto. Sé que sigue vivo, aunque venga el
mismísimo rey de Inglaterra a decirme lo contrario.
—Alice...
—Sé lo que me vas a decir, que he perdido la razón y...
—¡No! Iba a decirte que tienes que buscarlo —la paró, removiendo su
carita arrugada—. Siempre he confiado en ti y en tus intuiciones,
¿recuerdas?
—Qué suerte tengo de tenerte en mi vida —Se tiró a su regazo, dejando
la taza de té a un lado—. Eres la única que no me ha pedido explicaciones...
Sabía que tú me entenderías. La última vez que lo vieron fue en Balaklava y
necesito ir allí.
—¿Necesitas dinero?
—No, tengo suficiente. Puedo ir al banco y sacar más, también tengo la
tienda de moda a la que podría hacer una visita rápida. Lo que necesito es
un caballo.
—¿Solo eso? ¿No sería mejor que un lacayo te acompañara?
—No podemos llamar la atención...
—No irá vestido con el uniforme. Llamará más la atención una mujer
sola... Tienes que cruzar muchos países hasta llegar a ese lugar... Y te hará
falta una identidad falsa. Un hermano falso...
—¡Hermione!
—¡Solo para llegar hasta Hugo! ¿Crees que una mujer sola será capaz
de entrar en territorio bélico?
—Han firmado la paz.
—Una cosa es la burocracia y otra es la realidad en las calles. La gente
pasa hambre, penurias... Hay irritación, dolor y muchos conflictos sin
resolver. Te daré el mejor caballo que tenga y uno de mis mejores hombres
te acompañará. Yo conseguiré la documentación necesaria. Quizás tengas
que dar explicaciones para entrar en según qué sitios...
—Está bien —aceptó, abrumada—. No había tenido en cuenta todo
esto... Quisiera salir ahora mismo.
—¿Ahora? ¿Te has visto? Será mejor que descanses y prometo que
mañana al amanecer estará todo listo para tu partida.
—No sé qué haría sin ti...
—No tienes nada que agradecerme. Ya sabes que eres como mi propia
nieta —sonrió.
—Hablando de nietas... ¿Cómo está Enriqueta?
—Esa arpía sigue dando de qué hablar por allí donde va —bromeó—.
Ahora está esperando a su cuarto hijo y no hay quien la soporte, ni su
marido la visita.
—Pobre Enriqueta. ¿Y Chastity?
—Sigue con sus organizaciones benéficas, creo que ahora está
ayudando a una que se ocupa de los huérfanos.
—Ella siempre tan bondadosa...
—Ve a descansar. Mandaré que te lleven algo de comida. Debes
prepararte para el duro viaje que te espera. Y, sobre todo, mantén la mente
fría... Pase lo que pase.
—Así lo haré.
—Lo encontrarás, estoy segura —la animó.
—Gracias por confiar en mí —Depositó un beso sobre su frente e hizo
el amago de retirarse.
—¡Espera! ¿No vas a abrir el paquete?
—No me veo capaz... —dudó, mirando ese bulto entre sus manos que
había traído intacto desde Inglaterra.
—Tienes que hacerlo.
—Pero...
—No lo sé.
—Milady, puede contener información vital —intervino el mayordomo.
—No dejaré que te vayas sin hacerlo —insistió Hermione, contundente
—. Ábrelo.
Suspiró hondo y retomó su asiento. Colocó el paquete sobre su falda y
lo miró con miedo. ¿Qué habría? ¿Habría algo? ¿Algo que le dijera que
tenía razón? ¿O no habría nada relevante?
—No lo pienses más, sea lo que sea lo afrontaremos.
Deslizó el cordón lentamente y deshizo el lino. Lo primero que vio fue
una muñeca, seguramente la habría comprado para Aldara tal y como le
prometió. Las lágrimas recorrieron sus mejillas de nuevo. Después encontró
su viejo reloj de bolsillo, del que nunca se desprendía. Unos cuantos
gemelos para las camisas, dos cuchillas para afeitar y.… una carta.
—Hay una carta —se sorprendió, lloriqueando—. Y tiene mi nombre en
el destinatario. Es la carta que estuve esperando durante meses.
—Léela.
Jamás podría agradecer todo lo que esa anciana estaba haciendo por
ella. Desde los inicios la ayudó de forma desinteresada y seguía haciéndolo.
Era como la abuela que nunca tuvo. Ojalá hubieran compartido lazos
familiares de verdad. Le hubiera encantado ser su nieta... Hermione era una
mujer fuerte, práctica y muy humilde.
Con las manos temblorosas rasgó el sobre y sacó la hoja que contenía la
letra de Hugo. Todo a su alrededor se detuvo, absolutamente todo... incluso
sus signos vitales.

"Querida Alice,
estamos en el punto neurálgico de la batalla. Pese a que nuestros
dirigentes han firmado la paz, el General William no quiere dar el alto al
fuego. Como teniente y oficial del ejército me debo a sus órdenes, pero es
una temeridad seguir combatiendo a estas alturas. Los hombres están
exhaustos y no comprenden el porqué de una guerra que ya se ha dado por
finalizada. Siento ser tan pesimista en este mensaje, pero creo que mereces
saber la verdad.
Trato de liderar las tropas lo mejor que puedo. Pero los ánimos están
caldeados y muchos de los sobrevivientes están heridos o son demasiado
jóvenes como para sostener un fusil. Aquí, en Balaklava, en la tienda de
campaña nº345, me sostengo de pie mientras los aullidos de los tullidos
invaden mis oídos. Las bombas no cesan, el barro y la sangre están por
todas partes... y yo solo puedo pensar en ti. Y en los niños. Vuestro recuerdo
me mantiene en pie. Espero que estés escribiendo el diario tal y como te
pedí. Sueño con regresar a casa y leerlo por las noches, en nuestra cama.
Cumpliré mi promesa, Alice. Llevo tu pañuelo bordado muy cerca del
corazón, tengo la extraña sensación de que estás conmigo cuando lo toco.
No me desprendo de él por nada del mundo.
Te ama,
Hugo.

Los ojos plateados de su marido le vinieron a la mente y se le encogió el


corazón con solo pensar que habrían visto demasiados horrores para volver
a brillar como lo habían hecho hasta entonces... ¡Maldito general William!

∞∞∞
Capítulo 5
—Te presento a Alex —dijo Hermione al amanecer—. Es uno de los
hombres más preparados para esta misión a la que te enfrentas, Alice. Me
he encargado personalmente de escogerlo.
Un hombre de la edad de su marido saludó educadamente. Era rubio y
muy atractivo con unos bonitos ojos azules. —Tenemos casi dos meses de
camino —informó, vestido como un ciudadano común, sin uniforme—.
Pasaremos por Alemania, Austria y Hungría... son países pacíficos. Sin
embargo, la situación se complicará en cuanto lleguemos a Rumania y a
Ucrania.
—¿Conoce esos países?
—Sí, milady. Mi padre era rumano y hablo un poco de ucraniano.
Espero servirle de ayuda.
—Estoy convencida de que así será.
—Vuestra excusa será visitar a un abuelo paterno que está gravemente
enfermo en el punto neurálgico de Crimea. Sois los hermanos Petrescu —
continuó con el plan la anciana, extendiendo la documentación falsa—. Una
vez allí tendréis que idear el modo de llegar hasta el campamento inglés.
Por lo que he podido saber, está prácticamente vacío. Muchos soldados han
vuelto a casa y solo quedan el General William y pocos más.
—¡Maldito general William! —espetó—. Si él no hubiera obligado a mi
marido a participar en esa estúpida guerra... —se retorció de rabia al
escuchar su nombre.
—Habrá tiempo para saldar cuentas. Recuerda mantener la mente fría,
eres como mi nieta... Y no me gustaría que te pasara nada malo. Tienes que
pensar en tus hijos, ellos te necesitan.
—Seré precavida —prometió, cogiendo aire para calmar sus nervios—.
No cometeré ninguna locura que pueda poner en peligro mi vida. Estoy aquí
para recuperar al padre de mis hijos, no para dejarlos huérfanos.
—Milady, será mejor que partamos cuanto antes. Está saliendo el sol...
Ataviada con un sencillo vestido de color verde sin crinolina ni más
complicaciones que un corsé bien ajustado, se despidió de su vieja amiga y
de Cécil. —Le he preparado la mejor montura de todo nuestro establo —
explicó el mayordomo—. Se trata de una yegua de pura raza española,
veloz como el viento y fuerte como un roble.
—Gracias, Cécil.
No era una amazona hábil, lo poco que sabía de caballos lo había
aprendido de Hugo. Pero debía hacer acopio de todos sus conocimientos
porque iba a pasar muchas horas a lomos de esa joven yegua que la miró
con desconfianza al recibirla. —Nos haremos amigas, ¿verdad? —trató de
apaciguarla antes de montarla. El animal se removió incómodo al ser
montado, pero la soportó sin enarbolarse. —Con esto me conformo. —Miró
a Hermione, sentadita en su silla de ruedas y con un gesto de manos se
despidió definitivamente de ella. ¡Ojalá hubiera sido su abuela!
—Sígame, milady —pidió Alex.
—Sí —Trotó tras de él y salieron de la propiedad.
Se sentía cada vez más cerca de Hugo pese a que todavía estaba muy
lejos de él. Iba por el buen camino y eso le daba una extraña sensación de
paz, un alivio por estar haciendo lo correcto.

Le dolían las piernas, las caderas y la espalda. Habían cabalgado


durante cuatro o cinco horas seguidas y solo la falta de comida los había
detenido. Ella era una mujer fuerte de anchos muslos, pero no estaba
acostumbrada a ese tipo de actividad física. Mucho menos después de haber
pasado diez años viviendo como una princesa en casa de su maravilloso
esposo, el hombre más guapo de Europa. ¡Cuánto lo extrañaba!
Descendió de la yegua con dificultades por lo que su recién amiga se
agitó molesta. —Lo siento, Blanquita —la calmó a través del nuevo nombre
que le había adjudicado.
—Espero que no le moleste comer aquí —Alex señaló una roca en
medio del bosque—. Buscar un hotel para ello hubiera resultado una
pérdida de tiempo. Prefiero reservar los hospedajes para las noches más
difíciles. ¿Le parece bien? —preguntó.
—Me parece perfecto. Cuanto antes lleguemos a nuestro destino, mejor.
Si mi cuerpo no necesitara comida, ni siquiera me detendría.
—Comprendo, milady.
Se sentaron en silencio para comer un poco de pan con queso y
retomaron el camino. Salieron de París rápidamente y pronto llegaron a
Estrasburgo, cerca de la frontera con Alemania. Alice quedó impresionada
con la habilidad de Alex para orientarse en los caminos y rutas más
rápidas. —Dormiremos en este hostal, es uno de los más seguros de la
zona.
—Está bien —accedió, confiando en sus palabras. Había demostrado ser
un experto guía por esos lares.
Entraron en el hospicio, abarrotado de hombres y mujeres de toda clase
y de diferentes orígenes. —Dos habitaciones —demandó Alex al
recepcionista.
—No nos quedan. Solo me queda una —repuso—, pero las camas están
separadas.
Accedieron a regañadientes. Fue incómodo. Ella no estaba
acostumbrada a compartir la habitación con ningún otro hombre que no
fuera Hugo. Aunque las camas estuvieran separadas, se sentía terriblemente
mal por esa intimidad. Le daba miedo que algún conocido los viera y se
iniciara un rumor totalmente falso. Ella jamás se fijaría en otro hombre que
no fuera su esposo.
—Milady, no se preocupe. Yo dormiré en las caballerizas.
Estuvo tentada de decirle que sí, que se marchara de inmediato. Pero
necesitaba a Alex en pleno uso de sus facultades físicas y mentales. Si
permitía que durmiera junto a los caballos, seguramente amanecería
cansado y debilitado. —No será necesario. Ambos sabemos qué es lo que
nos ha traído hasta aquí: mi esposo. Así que le necesito en plena forma y
dormir en un establo no ayudaría a ello —resolvió, tumbándose en la cama
de espaldas a él. Ni siquiera se deshizo de los botines, solo quería cerrar los
ojos y esperar a que el sol saliera de nuevo.
Sin quererlo, unas lágrimas recorrieron su rostro. Estaba dispuesta a ir
hasta el fin del mundo para encontrar a Hugo. Nadie podía imaginar lo que
sentía por él, lo mucho que le hacía falta. Si él la dejara definitivamente, no
sabría qué hacer... Seguramente enloquecería. Suplicó a Dios que ese
momento nunca llegara y protegiera su amor. Como su esposo no existían
dos e iba a cruzar los siete mares para encontrarlo. Nada era más importante
que vivir junto a él. ¿Cómo imaginarse la vida sin esos ojos plateados que le
robaron el sentido desde el primer día? ¿Cómo imaginarse la vida sin el frío
abrazo de Hugo Silvery? Su míster plateado no podía desaparecer, no. Él
era demasiado especial como para dejar ese mundo de una forma tan
rápida.

El pelo rubio de Alice volaba a la velocidad del viento galopando en


medio de Alemania en dirección a Austria. Blanquita se había
acostumbrado a ella y a su torpe manejo de las riendas mientras que Alex
era un gran acompañante tan respetuoso como útil, inteligente y agradable.
Pasaron días atravesando ese país que no era tan diferente de Inglaterra.
La mayoría de los transeúntes eran educados, aunque serios y un poco
avinagrados para el gusto de Alice. La comida se basaba en patatas y caldos
mientras que la vestimenta de las clases bajas consistía en los famosos
trajes bávaros (vestidos con faldas lisas, sin crinolina y corpiños). Las
damas de la alta sociedad se habían unido a la moda europea de las faldas
abultadas. Los hombres, por su lado, solían llevar pantalones cortos de
cuero y los famosos gamsbart (sombreros con mechones de pelo).
A pesar de que le hubiera gustado profundizar en ese país lleno de
cultura y grandes compositores, solo vio de él sus caminos y sus hospicios.
Anotó en el diario el propósito de visitar Alemania con los niños en cuanto
volvieran a estar juntos.
—Estamos llegando a Austria —dijo un día Alex, después de una
semana.
—¿Dónde estamos?
—En Salzburgo.
—Pensaba que Alemania y Austria estaban en disputa.
—No es una guerra, pero quizás algún día llegue a serlo... Alemania
pretende unificarse y quiere anexionar Austria dentro de sus límites...
—¡Todo por un maldito trozo de tierra! Los seres humanos son unos
retrasados mentales, queremos ser la raza superior de este planeta... pero a
veces dejamos mucho que desear. Por fronteras imaginarias nos matamos
unos a otros y dejamos a niños huérfanos por el camino. ¿No podríamos
vivir en paz? ¿Qué importan los países? ¿Las nacionalidades?
—Si me lo permite, milady —se atrevió el lacayo—. Tiene usted unos
pensamientos muy extraños por ser una noble. Por norma general los
aristócratas suelen querer dominar el mundo y poseer tierras por doquier. Es
más, nunca había conocido una dama tan espabilada como lo es usted.
—Eso es porque yo no soy una noble. Soy una mujer de origen humilde
con ideales progresistas.
—No tenía ni idea, aunque siempre pensé que hacía muy bien su papel
de pueblerina —bromeó.
—No es ningún papel. Solo tuve la gran fortuna de encontrar el amor en
la nobleza. No fue fácil, pero conseguimos sortear los obstáculos. Mi
marido es una buena persona que a pesar de sus ideales conservadores hace
un gran esfuerzo por entenderme y me permite toda clase de libertades.
—Debe ser un gran hombre.
—Lo es.
Alice encontró en su compañero de viaje un punto de apoyo. Le hablaba
de Hugo, de los niños, de su cuñada Faith e incluso de su suegro, el Conde.
Él la escuchaba pacientemente y ella sabía que lo hacía para consolarla.
Mitigaba su angustia a través de la palabra.
Austria era un país de emperadores con enormes edificios y palacetes en
cada rincón. La repostería era un deleite para los sentidos y la sociedad era
culta e instruida. La educación era obligatoria para todos y había muy pocos
analfabetos. Ambos se sintieron reconfortados en ese lugar y no les resultó
difícil encontrar un hotel decente con habitaciones separadas. Alice siempre
intentaba pasar desapercibida en los lugares públicos y usaba ropajes muy
simples con cofias o velos que cubrieran prácticamente todo su rostro. Por
norma general, eran respetados y tratados como dos hermanos.
—Estoy decidida a hacer este viaje en familia —decretó, dejando atrás
Gratz e introduciéndose en Hungría.
—Por supuesto, milady.
Reparó en que Alex jamás ponía en tela de juicio sus afirmaciones
acerca de Hugo. No había en él una sombra de duda ni un atisbo de
incredulidad. Parecía tan seguro de encontrarlo como lo estaba ella.
Pasaban los días, las semanas y, sin darse cuenta, habían cumplido el
mes. Se habían convertido en unos trotamundos especializados y ella había
recuperado su valentía y su actitud guerrera. Pronto volvió a ser esa Alice
que convencía a los mercaderes para que le dejaran una barra de pan más
barata o que dormía en la intemperie sin miedo a ser asaltada. Su humor era
variable, a ratos se sentía esperanzada y a ratos se desesperaba. Añoraba a
sus hijos y lloraba por su amado, imaginándose lo peor. Sin descanso
trotaban mañana y tarde, dando los merecidos descansos a sus monturas si
no querían matarlas del agotamiento. Avanzaban rápidamente porque eran
diligentes, prácticos y se ajustaban a las necesidades básicas.
Hungría no gozaba de la misma riqueza que su país vecino, pero era
bella. Sus gentes eran amables, hospitalarias y un poco anticuadas.
Gozaban del favor de la famosa emperatriz Isabel de Baviera y se
rumoreaba que pronto la coronarían como reina. La cruzaron sin más
importancia y, por fin, llegaron a territorio hostil: Rumania. No era un país
en guerra ni lo había sido. Pero estaba muy cerca de Ucrania y de todo lo
que allí habían sufrido.
Había miles de refugiados y la pobreza era patente en las calles pese a
su riqueza cultural. Las mujeres llevaban unos pañuelos rojos en la cabeza y
los hombres vestían ropas blancas. —Este es tu país, ¿verdad, Alex?
—El de mi padre, milady. Él emigró a Francia cuando yo era un bebé.
Me siento más francés que rumano, pero me alegro de haber aprendido su
idioma y su cultura.
—El saber no ocupa lugar.
—Así es y ahora nos servirá de gran ayuda. Intentaremos no pararnos ni
buscar un lugar para dormir si no es completamente necesario. Cuanto más
evitemos los lugares públicos, mejor.
Un par de guardias autóctonos les pidieron la documentación. Alice se
puso nerviosa, no esperaba ese recibimiento. Alex mostró las identidades
falsas que Hermione había conseguido y habló en su idioma, seguramente
explicando que iban a visitar a su abuelo enfermo en Crimea. Los oficiales
parecieron inconformes durante unos minutos pero terminaron
accediendo. —¿Qué decían?
—No les convencía de que fuéramos de visita. Al parecer hay mucha
inmigración descontrolada y quieren evitar la entrada de personas
conflictivas. Los recursos son escasos.
—Entiendo... —Se aferró a las riendas de Blanquita y tragó saliva. ¡No
quería ni imaginar cómo sería la situación en cuanto llegaran a Ucrania!
—Milady, dormiremos en algún claro del bosque. No quiero
arriesgarme... La pobreza trae desesperación y los hombres son capaces de
cualquier barbaridad en cuanto ven a una mujer hermosa.
Alice alzó las cejas. Era la primera vez en un año que alguien la
halagaba. Sabía que Alex había intentado expresarse lo mejor posible y que
nunca fue su intención incomodar, pero se sintió molesta. No toleraba que
nadie más a parte de su esposo le dijera algo bonito. Sabía que era un
berrinche infantil, que su compañero solo había dicho lo que pensaba. Aun
sabiendo todo aquello, fue incapaz de cenar con normalidad y durmió
apartada con el ceño fruncido.
—Le pido disculpas si he dicho algo incorrecto —oyó a sus espaldas
mientras hundía el rostro en su almohada improvisada.
—¿Cuándo llegaremos a Crimea? —inquirió, cambiando de tema.
—Si todo va según lo previsto, de aquí tres semanas. Pero debe
descansar. Nos esperan días muy duros y llevamos un ritmo agotador que
empieza a pasarnos factura. Irritarnos y debilitarnos no nos hará ningún
favor. No ha querido descansar ningún día, sólo hemos dormido durante la
noche y los días los hemos pasado a lomos de los caballos. Creo que antes
de adentrarnos en un lugar desolado por la guerra y en plena postguerra,
deberíamos recuperarnos. Y trazar un plan. ¿Cómo entraremos en el
campamento?
—Pienso desvelar mi verdadera identidad en cuanto llegue al
campamento inglés. Diré que soy la esposa de Hugo Silvery y que he
venido para buscarlo.
—¿Y no ha pensado que ese tal general William quizás no le interese
tener a una mujer husmeando en sus asuntos? Creo que debería reconsiderar
su plan, milady.
—Está bien —se giró hacia él—. ¿Qué propones?
—Propongo que al llegar al campamento pida refugio como inglesa.
Puede decir que trabajamos en casa de unos nobles y que nos echaron por
falta de recursos. Podemos ofrecer nuestros servicios a cambio de un plato
caliente de comida... Algo así. Una vez dentro, averiguar dónde se
encuentra su marido.
—No está mal... —aceptó después de un largo silencio—. Es posible
que ese general quiera ocultar información y decir abiertamente quien soy
solo complicaría las cosas.
—Exacto.
—Nos quedaremos en este bosque un día —ordenó—. Daremos una
tregua a nuestras monturas y repondremos fuerzas. Pero después de este
pequeño descanso no quiero debilidades.
—No, milady.
"Alex me está sirviendo bien. No lo considero mi lacayo, se ha
convertido en un buen amigo que me escucha y soporta mis peores
momentos. Estoy cerca de ti, Hugo. Ya puedo sentir tu frialdad, ese frío que
quema, recorriendo por mi cuerpo. Ardo en deseos de verte de nuevo.
¿Ocultará algo el general William? ¡Debe ser ajusticiado por su
imprudencia!"

∞∞∞
Capítulo 6
Ucrania estaba dominada por Rusia y Austria, territorio de todos y
territorio de nadie. Por su posición geográfica y estratégica decenas de
potencias mundiales se habían disputado su liderazgo desde tiempos
inmemoriales. Sin embargo, la población se había esforzado por mantener
su cultura, idioma y costumbres propios.
El empobrecimiento general era patente desde el primer momento en el
que se abandonaba Austria y se entraba en territorio ruso. La guerra había
pasado por esos lares y muchas mujeres y niños habían tenido que
despedirse de sus sustentos principales: padres, maridos y hermanos. La
tristeza pesaba sobre las casas como una bruma espesa. La alegría se había
extinguido. Todo era gris, frío y solitario.
—Qué imagen más desoladora —dijo Alice, a lomos de Blanquita.
—Estas son las consecuencias de la guerra. Familias destruidas, hambre
y enfermedades. Será mejor que sigamos nuestro camino por sendas poco
transitadas. Cuantas menos explicaciones tengamos que dar, mejor.
El clima era frío. Estaban prácticamente en verano y por las noches
debían hacer acopio de todas las pieles que portaban en los zurrones. —
¿Cómo conoces tan bien estos caminos, Alex? —se sorprendió porque se
movían por rutas inimaginables para cualquier transeúnte común.
—Pasé la juventud trabajando con mi padre. Solíamos vender telas y
otros productos de un lado hacia otro de las fronteras. Muchas veces los
soldados rusos nos requisaban la mercancía, por lo que nos las
ingeniábamos para esquivarlos.
—Me dijiste que te habías criado en Francia...
—Y así fue, pero vivíamos de lo que podíamos y donde podíamos.
—Comprendo. Seguro que no fue fácil.
—No, pero valió la pena. Recuerdo con mucha melancolía esos días...
Mire, milady. Venga.
Subieron a un montículo en medio de la arboleda y Alex señaló al
horizonte. Cortinas de humo se levantaban en la lejanía y el ligero ruido de
los cañones llegaba hasta ellos. —¿Ya estamos? —preguntó.
—Sí.
Los intestinos le dieron un vuelco. Las tierras que tenían enfrente
estaban ardiendo, era un campo de batalla. Y pese a que se distinguían
algunas ciudades, la sensación general era de soledad y crueldad. Palideció
al instante al pensar que Hugo estaba allí, perdido en alguno de esos
rincones masacrados. Los fusiles y los cañones sonaban a centenares de
kilómetros, pero se colaban en su cuerpo, atemorizándola. ¡Una guerra! La
humanidad conocía el término y sabía los horrores que albergaba; sin
embargo, hasta que uno no lo vivía en primera persona... no se daba cuenta
de lo afortunado que había sido hasta ese desgraciado momento.
Las piernas le fallaron y estuvo a punto de caerse. Aguantó de pie
gracias a sus fuertes muslos. No era una mujer de desmayos, nunca lo había
sido pero en ocasiones le hubiera gustado adquirir esa habilidad tan propia
de las damas nobles—¿Dónde está el campamento británico?
—Cerca de Balaklava, milady. En unos cuatro días llegaremos.
Debemos ser muy precavidos y habrá ocasiones en las que tendremos que
andar y tirar de las monturas. Aquí nadie nos va a socorrer si nos consideran
enemigos. Los rusos están atrincherados y los británicos tienen seis meses
para desocupar.
—¿Seis meses?
—Sí, milady. Según el tratado de paz, las fuerzas Aliadas tienen seis
meses para retirarse del territorio ruso.
—¿Pero está permitido seguir batallando?
—No, deberían usar este tiempo para recoger y replegarse.
—Entonces el general William está incumpliendo un mandato...
—Mucho me temo que así es. Por eso debemos actuar con mucha
cautela, milady.
***
Cuatro días después.
El campamento británico se alzaba frente a ellos con orgullosas
banderas ondeando en las astas. Habían conseguido sortear los caminos más
peligrosos y estaban cubiertos de barro hasta las rodillas. Sus vestiduras
estaban rasgadas y lucían un aspecto lamentable.
—¡Alto! —escucharon desde una de las torres de vigilancia. Alice
levantó la cabeza y vio a un fusil apuntándola. ¡Por Dios! La impresión la
dejó muda por unos instantes hasta que tragó saliva y se recordó a sí misma
por qué estaba en ese infierno—. Somos británicos. Trabajábamos en la
casa de un noble ruso pero debido a la guerra nos han despedido. Queremos
ofreceros nuestros servicios —habló con toda la seguridad que fue capaz de
reunir—. Solo pedimos un techo y comida caliente.
—¡Dad media vuelta y volved por donde habéis venido!
—¿Es esta la grandeza de Inglaterra? ¿Que abandona a su propia gente
en territorio hostil? —insistió, envalentonándose, sacando fuerzas de donde
ya no le quedaban.
—¿Quién eres tú, mujer?
—Soy Alice Smith —usó su apellido de soltera ya que las credenciales
falsas no le servirían en esa situación (con nombres ucranianos)—. Y él es
mi hermano, Robert Smith. Sabemos cocinar y somos buenos en cualquier
labor que nos pidan.
El fusil desapareció junto a su portador. Fueron unos minutos
angustiantes sin saber qué iba a ocurrir. —¡Abrid las puertas! —oyeron
finalmente para su sosiego. Aliviados, vieron cómo las grandes puertas del
recinto se abrían empujadas por cuatro soldados uniformados. Alice
contuvo la respiración, tratando de ocultar la emoción de aquella pequeña
victoria. —Soy el suboficial Collins —se presentó un hombre de mediana
estatura, moreno y de ojos pequeños—. Vuestra documentación.
—No tenemos, suboficial. Nuestros señores no nos permitieron coger
nada en cuanto nos despidieron. Al ser de origen inglés, pagaron sus
frustraciones con nosotros.
—¿Quiénes eran vuestros señores? —preguntó, dudoso.
—Los Popov, suboficial —intercedió Alex, que había permanecido en
silencio para ocultar su acento francés.
—Los Popov... Tu acento no es británico.
—He vivido mucho tiempo fuera de Gran Bretaña, mi señor.
—¡Suboficial Collins! —gritó alguien que se acercaba a ellos con pasos
rápidos.
—¡Mi General! —Se cuadró el militar en dirección a un hombre fornido
y con buen porte, pero de avanzada edad y pelo blanco.
—Le necesito en... ¿Quiénes son estos dos?
Los miró de arriba a abajo a través de unos ojos verdes llenos de
malicia. Ese señor era autoritario y desagradable.
—Dicen ser los antiguos empleados de los Popov, mi General. Han sido
despedidos por ser de origen inglés y piden asilo en nuestro campamento.
Hemos pensado que pueden servirnos bien en las cocinas puesto que la
última cocinera cayó enferma y los soldados no saben hacer otra cosa que
puré de patata.
—Que les den un par de batas y que se pongan manos a la obra de
inmediato —resolvió—. Usted venga conmigo.
—Sí, mi General.
A Alice le brillaron los ojos de forma temeraria, por suerte nadie reparó
en aquel detalle. Ese individuo era el General William. El hombre que había
llevado a su marido a un destino tan horrible como innecesario. Pasó la
vista por el campamento. Decenas de tiendas de campaña estaban divididas
por caminos arenosos. Buscó la nº345, aquella que había ocupado Hugo
según su última carta. —¡Vamos! Seguidme —ordenó un soldado raso—.
Os enseñaré dónde están las cocinas.
Debería continuar con su búsqueda más tarde.
Fueron guiados a través de caminos estrechos, polvorientos y, en
ocasiones, malolientes. Las condiciones higiénicas escaseaban y los
hombres vagaban con los uniformes de un lado para otro con el rostro
descompuesto. La mayoría de ellos parecían enfermos. —Aquí es —Mostró
el joven. —Estas son las batas —Extendió un par de telas mugrosas y
señaló las cocinas llenas de grasa, bichos y pocos alimentos. A Alice no le
asustó la mugre, lo único en lo pensó fue en Hugo.
¿Cómo habría podido vivir su marido en ese averno cochambroso?
¿Cómo habría vivido durante varios meses en ese espantoso lugar? No sabía
si admirarle o enfadarse con él por semejante disparate.
Mientras el zagal uniformado relataba los detalles de su nuevo oficio,
ella miraba a su alrededor tratando de ocultar las lágrimas. En ese sitio
cualquiera se pondría enfermo; si no los mataba la guerra, las malas
condiciones de vida lo harían. —¿Lo habéis entendido?
—Sí —contestaron al unísono con una sonrisa y colocándose los
delantales que olían a acre.
Una vez solos, Alice corrió la cortina de la tienda y pasó la vista por el
asentamiento. Las lágrimas le resbalaron desde los ojos hasta el cuello.
¿Dónde estaría Hugo? ¿Qué tormentos habría vivido? ¿Estaría sufriendo?
¡Ojalá lo encontrara pronto!
Agradeció sobremanera la compañía de Alex en esos instantes. Soportar
todo aquello ella sola hubiera sido muy duro. Limpiaron a conciencia los
fogones y los utensilios para luego preparar un decente puchero de alubias
con verduras. No tenían mucho más donde escoger, los alimentos
escaseaban. —Espérame aquí.
—¿A dónde va, milady?
—A investigar. Quiero encontrar el recinto nº345 —explicó en un
susurro.
—Milady, puede ser peligroso —La detuvo—. ¿Por qué no espera a la
noche? ¿Cuándo el campamento esté dormido?
—¿Tenéis la comida de los enfermos preparada? —los interrumpió una
voz femenina. Alice se giró sorprendida.
Era una bella mujer de unos treinta años con el pelo oscuro cubierto por
una cofia blanca. Llevaba un traje negro y su nariz aguileña se encorvaba
con cierta inteligencia.
—Sí, mi señora —se apresuró en responder Alex.
—¡Alubias! Estarán contentos de comer algo diferente. Ayudadme a
llevarlo al hospital —pidió con una leve sonrisa y la frente sudorosa—.
Habéis hecho un gran trabajo de limpieza.
—Gracias, señora.
—No es necesario que me llaméis señora, soy Florence Nightingale.
Con Florence, bastará.
Alice abrió los ojos como platos. Había oído a hablar sobre esa mujer o,
más bien, había leído sobre ella en los periódicos. Era la famosa enfermera
que estaba mejorando las técnicas hospitalarias en los cuarteles británicos.
Era homenajeada por su gran labor en las cambras políticas y pretendían
coronarla como una de las piezas claves de esa guerra. Además, era
conocida como "la dama de la lámpara" por hacer rondas nocturnas entre
los pacientes, suavizando el dolor de los combatientes heridos.
Cargaron las ollas y los platos con un carrito hasta el hospital, siguiendo
la grácil figura de Florence. Los enfermos se amontonaban en camillas.
Eran muchos y Alice se quedó quieta, impresionada. Paños repletos de
sangre, vendajes, pus, sudores, hombres sin piernas, sin brazos o con la
cabeza vendada. ¡Hugo! Vio a Hugo en todos y cada uno de ellos. Y sin
pensarlo dos veces corrió a repartir las alubias. —Milady —susurró Alex—.
Milady —repitió.
—¿Qué ocurre? —inquirió, dándole un cuenco caliente a un señor con
el torso cosido.
—Este es el trabajo de las enfermeras, deberíamos irnos.
—No creo que a nadie le moleste que ayude a repartir la comida —se
negó a irse, llenando otro platito y llevándoselo al próximo paciente. Lo
hacía con mucha delicadeza, tratando de ofrecer una cálida sonrisa a cada
uno de ellos.
—¿Dónde estoy? —le preguntó un hombre que acababa de despertar.
—Está usted en Balaklava, en el campamento —respondió, sentándose
a su lado.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué estoy aquí? —se removió inquieto.
—Todo está bien, está seguro —trató de calmarlo.
—¿Y mi mujer? ¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está mi hijo, Jack? —
La miró desesperado.
—Seguramente estén en casa, esperando su regreso.
Florence se acercó y miró el nombre del paciente en su placa
identificativa. —Señor Robinson, ha sufrido usted una lesión cerebral en
combate. Todo está bien. No tiene nada de qué preocuparse. Enfermeras —
pidió a unas jóvenes—. Ayuden a este hombre. Usted. —La señaló. —
Venga conmigo.
Alice la siguió, Florence no tenía ni un segundo de descanso. Se veía
agotada e iba de un herido a otro sin flaquear. —¿A quién estás
buscando? —le preguntó, sin mirarla, cubriendo con una sábana blanca a un
fallecido.
—No la entiendo, Florence —se asustó a la vez de que se mareó frente
al cadáver. Acababa de morir, pero el olor era extraño.
—He visto esa mirada antes —comentó, escribiendo algo en una libreta.
—¿Una mirada?
—La mirada de la desesperación. Estás buscando a alguien en cada uno
de los presentes. Trabajas como si pudieras aliviar tu dolor con ello... Te he
estado observando desde lejos. Pero ninguno de estos pobres desgraciados
es el hombre que buscas, ¿me equivoco?
—No sé de qué me está hablando, tan sólo me he preocupado por estas
personas como cualquier ser humano lo haría. He sentido el deber de
ofrecer mi ayuda.
Los ojos castaños de la enfermera se clavaron en ella y suspiró hondo,
no la creía. —Está bien, si no quieres decírmelo, no lo hagas. Te espero
mañana a la misma hora, lo has hecho muy bien por ser tu primera vez.
—Gracias —salió de allí casi corriendo, con la mano en el estómago.
Vomitó en un rincón y se pasó la manga por la frente. La muerte se filtraba
por sus poros, la crudeza y la vileza habían mermado sus fuerzas y el dolor
era más fuerte que nunca.
Respiró hondo un par de veces y volvió a las cocinas donde Alex la
estaba esperando. Aguardó pacientemente a que anocheciera y salió en
busca de respuestas. Necesitaba saber algo más.
Con la ayuda de un candil atravesó medio campamento por los rincones.
Estaban cenando o durmiendo, por lo que muy pocos estaban en el exterior
y podía moverse con facilidad. Leía los números de las tiendas con rapidez:
290…300…320…345. ¡Por fin! La tienda de Hugo. Tuvo la estúpida
ilusión de encontrarle allí; claro que sería imposible. Se acercó
sigilosamente y puso la oreja, no había luz ni se oía ningún ruido. Corrió la
lona de la entrada y pasó al interior.
Había un enorme escritorio en el centro y una cama en la esquina. ¡Él
vivió allí! Aspiró con fuerza por si quedaba algún rastro de su perfume
varonil, pero solo notó el olor de la humedad. A paso presto rebuscó en la
cama y después en la mesa. Abrió los cajones y buscó. No sabía qué
buscaba exactamente, pero sentía qué debía hacerlo. Con frustración, se dio
cuenta de que no había absolutamente nada. Cerró el último cajón con rabia
y gracias al golpe, un segundo compartimiento secreto se abrió. —¿Y
esto? —habló para sí misma. Había un mapa, no entendía nada de lo que
había escrito en él, pero se lo guardó en el pecho y salió rápidamente de
allí.
—¡Señora! —La detuvo un zagal, cogiéndola por el brazo.
Su cuerpo se tensó. No sabía quién era esa chico, pero se dio cuenta de
que estaba dispuesta a matarlo si pretendía estropear sus planes. Apretó el
cuchillo que había escondido en su vestido y se giró lentamente con el gesto
serio, amenazante. Mataría, mataría por amor. Y eso le dio más miedo que
el hecho de que aquel hombre la estuviera reteniendo por el brazo. —Es
usted la esposa del Teniente Silvery —gritó en un susurro el joven al verla
de frente.
Los ojos celestes de Alice brillaron tan rápido como su cuchillo, lo
colocó sobre el cuello del muchacho y lo empujó dentro de la carpa
nº345. —¿Qué sabes de mí y qué quieres? —demandó, apretando el filo
contra la yugular.
—Milady, por favor. Baje el arma. No pretendo hacerle ningún daño —
suplicó.
—¿Cómo sabes quién soy?
—Vi su retrato decenas de veces. El teniente lo tenía sobre esa mesa —
Señaló el gran escritorio.
—¿De qué estás hablando? ¿Hay más gente aquí que pueda
reconocerme?
—No lo creo, milady. Pocas personas entraban en los aposentos del
Teniente...
—¿Quién eres? —preguntó, sin soltar el cuchillo ni el agarre.
—Soy el mozo que limpiaba las cosas del Teniente, milady. También
combatí a su lado poco antes de que...
—¿Antes de qué? —se estremeció.
—Era un buen hombre, milady. El mejor que he conocido aquí. No le
importaba su rango ni su estatus social, luchaba a nuestro lado como uno
más. Yo no sabía ni coger el fusil, pero él me enseñó. La última vez que lo
vi le pregunté dónde estábamos, ni siquiera lo sabía. Estaba muy
confundido por el ruido de las bombas y el centenar de muertos... Mi mente
no era capaz de concebir la realidad. Sin embargo, lord Silvery no perdía la
compostura y nos daba ánimos con su valentía y ejemplo. Era alto, de nariz
aristócrata... Lo recuerdo muy bien. Lo vi desaparecer en la multitud y
luego dijeron que había muerto en combate.
—¿Lo viste? —Apartó el cuchillo y suavizó su mirada de lobezna—.
¿Viste su... cadáver? —Le tembló el labio inferior al formular esa pregunta.
—No, milady. Jamás lo vi. Ninguno de nosotros lo vimos. Pero se
rumorea que el médico oficial fue el último en verlo con vida.
—¿Dónde está ese hombre?
—En la tienda del hospital.
Le cogieron muchas ganas de ir hasta allí y de preguntarle a ese médico
qué es lo que sabía de su esposo. Pero no debía hacerlo, no sabía cómo
reaccionaría ese oficial. ¿Cómo podía conseguir esa información?
¡Florence! ¿Era de confiar esa mujer? ¿La delataría si le dijera la verdad?
—No le diré a nadie que la he visto, milady —habló el zagal—.
Respetaba mucho al Teniente y no pondría en problemas a su esposa.
—No hables de mi esposo en pasado —lo corrigió—. Él no está muerto.
¿Sabes qué es esto? —Se sacó el mapa del escote y lo mostró.
—Es un mapa táctico. Los superiores suelen trazar las líneas de ataque
en ellos.
—¿Por qué puede ser importante este en particular? —Lo extendió.
—Milady, este es el mapa que el General William le dio al Teniente el
día de su desaparición. Me parece que lord Silvery no estaba de acuerdo
con el proceder del General —susurró—. Podría ser una prueba de la mala
gestión de este campamento... Si se fija está firmado por el General —se
atrevió a decir en un gesto cómplice.
—No digas ni una palabra de que me has visto aquí. ¿Entendido? —
ultimó.
—Se lo prometo. Sin duda, es usted la digna esposa del Teniente. Tan
hermosa como inteligente, fuerte y avezada.
—Eres muy hablador, jovenzuelo —lo regañó por el cumplido.
—Disculpe, milady.
Con las esperanzas renovadas y un soplo de aire fresco volvió junto a
Alex cargada con las buenas nuevas. ¡Nadie había visto el cadáver de su
esposo! Era un dato que ya conocía, pero saberlo de primera mano,
reafirmaba sus sospechas de que Hugo estaba vivo.

"Ver los horrores que has vivido aquí, hace que mis ganas por
encontrarte se hagan cada vez más fuertes en lugar de más débiles. Si al
principio sentí debilidad... ahora ésta se ha transformado en fuerza. Las
palabras del mozo me han dado la razón una vez más. Es solo cuestión de
tiempo que estemos juntos, vida mía."

∞∞∞
Capítulo 7
—Es muy arriesgado —dijo Alex llenando la olla con el caldo de
verduras—. No sabemos nada de esa mujer. Puede contárselo todo al
General William.
—Tengo la sensación de que Florence no haría tal cosa. Parece una
mujer sensata. Vamos, será mejor que no la hagamos esperar —Empujó el
carrito cargado de víveres hacia el hospital.
Estaba decidida a pedirle ayuda a la enfermera para que hablara con el
oficial médico acerca de Hugo. Florence era una mujer entregada a su
trabajo, diligente y muy responsable. Sería muy extraño que la delatara
cuando lo único que estaba haciendo era buscar a su marido. —Llegáis
puntuales —los recibió con su cofia blanca y una leve sonrisa—. Alice, si
quieres puedes ayudar a repartir como lo hiciste ayer.
—Sí, inmediatamente.
Entregó un bol de sopa a cada uno de los pacientes y les dedicó el
tiempo necesario con el fin de que se sintieran reconfortados con su
presencia. Muchos la reconocieron del día anterior y la saludaron con gran
entusiasmo. ¡Pobres hombres! ¡Agradecían tanto un poco de amabilidad!
Al terminar, se acercó a Florence, que estaba ocupada con la pierna de
un paciente. Se sentía culpable por interrumpir su labor, pero era por una
buena razón. —¿Necesitas algo? —le preguntó en cuanto la vio
esperándola.
—Florence, quería hablar de un asunto contigo —inició—. Si
pudiéramos hablar en algún lugar más tranquilo...
La miró en busca de respuestas y le hizo una señal para que la siguiera
hasta un despacho solitario. —¿Has encontrado a tu hombre? —fue directa
al grano.
—Te debo una disculpa por lo de ayer...
—No te preocupes —aceleró el ritmo de la conversación, sin tomar
asiento y pendiente de la sala.
—Lo cierto es que tienes razón, hay un hombre. Pero debo pedirte que
no se lo cuentes a nadie... De ello dependen mi vida y la de mi marido.
—No se lo diré a nadie. Y si te refieres al General William, mucho
menos. Estoy aquí por los enfermos, no por él.
Suspiró aliviada. —Se trata de Hugo Silvery, el teniente que dieron por
muerto hace un par de meses. Soy su esposa y tengo la corazonada de que
no está muerto.
Florence dejó de mirar por la puerta y clavó los ojos avellana sobre ella,
sorprendida y confusa. —¿Has venido desde Inglaterra por una
corazonada?
—Se trata de la vida de mi esposo. Iría hasta el fin del mundo si fuera
necesario —declaró con firmeza.
—Yo no sé nada sobre el teniente —sinceró la enfermera con un deje de
lástima—. Era uno de los pocos que no necesitaba de mis cuidados. Sé lo
mismo que tú, Alice. Que se marchó al campo de batalla y no volvió.
—No hay cuerpo.
—Cierto, pero las bombas...
—No hay cuerpo —repitió, contundente—. Me han dicho que el último
en verle fue el oficial médico.
—¿Sebastian? Es posible porque él es el que acompaña a los soldados al
frente. Y quieres que le pregunte acerca de tu marido, ¿verdad?
—¿Me harías este favor? Necesito saber qué ocurrió, dónde está... Sé
que está vivo, Florence. Digan lo que digan —Sus ojos celestes brillaron
con más fuerza que nunca.
—Está bien. Mañana, a la hora de la comida, te diré lo que haya podido
saber.
—Y por favor...
—Tranquila, no diré nada sobre ti. Sé entender el corazón humano.
—Gracias, mil gracias —agradeció, complacida por la facilidad en que
Florence había accedido a ayudarla. Sin duda, era una buena mujer.
Salió del despacho con cautela; por fortuna, el General no solía visitar el
hospital. Estaba demasiado ocupado mandando hombres a una muerte
segura. El clima general era de descontento. Los militares se quejaban en
voz baja y detestaban a su superior.
Pasó el resto del día con normalidad dentro de las circunstancias. Estaba
nerviosa por lo que Florence pudiera decirle al día siguiente. Plasmó sus
sentimientos en el diario y guardó a buen recaudo el mapa táctico que había
encontrado en el escritorio de Hugo. —Bombardearemos la ciudad de
Balaklava —escuchó decir al General por casualidad, cuando le llevó su
cena—. No dejaremos ningún cañón ni muralla a estos rusos. Tenemos que
debilitarlos más, son una amenaza para nuestras colonias de la India.
Uno de los motivos por los que Inglaterra había participado en esa
guerra era el miedo a que Rusia atacara India, colonia británica. Pero una
vez firmada la paz, el General debía usar los seis meses de tregua para
replegarse. Alice no entendía qué es lo que ganaba ese hombre con todo
aquello. Dejó el plato de comida sobre la mesa sin decir nada y se dispuso a
salir de la tienda lo más rápido posible. —Tú, muchacha —la detuvo el
señor—. Ven aquí —le ordenó.
Ella accedió, extrañada. Se acercó a él y lo miró. ¿Le habría contado
algo Florence? Los nervios recorrieron su espina dorsal. —¿Sí, señor? —
preguntó, tratando de aparentar normalidad.
—Eres muy bonita para trabajar en las cocinas. —La acorraló. —¿No os
parece? —rio, mirando a los soldados que estaban presentes—. Quizás
estarías mejor en otra ocupación... —La miró lascivamente—. Ya me
entiendes...
¿Era real lo que sus oídos estaban escuchando? ¿El General William
acababa de proponerle ser la prostituta del campamento? ¡Era un miserable!
¡Un gorrino! Entonces, temió que se dedicara a violar a las rusas por donde
pasara. Y quién sabe qué más. ¿Era un corrupto? ¿Estaría enriqueciendo sus
arcas a costa de la guerra? Repentinamente le dio mucho asco y prometió,
mentalmente, vengarse de él por su impertinencia.
—Yo solo soy una humilde y decente trabajadora que viaja con su
hermano —repuso, conteniendo su lengua y su carácter por el bien de
todos.
—Quizás deberíamos hablar con tu hermano entonces... Y preguntarle
si estaría dispuesto a ganar más dinero. —Se acercó más a ella ante los
rostros incómodos de los oficiales. Al parecer, el único que estaba
disfrutando de la situación era ese asqueroso malnacido.
—¿Ocurre algo, mi señor? —Apreció Alex, que debió sospechar que
algo no iba bien en cuanto retrasó su regreso.
—Verás, muchacho —soltó una risita de cerdo cochambroso—. Me he
fijado en que tu hermanita —La miró de nuevo. —Es demasiado hermosa
como para malgastar su belleza en una cocina. Aquí hay muchos hombres,
ya me entiendes... Hombres con dinero dispuestos a obtener los servicios de
una cálida mujer.
—Mi señor —respondió Alex, más enfadado que asustado—. Mi
hermana es una mujer decente. Somos una familia honrada y trabajadora
que lo único que anhela es vivir sus días sin problemas. Queremos regresar
a Inglaterra, somos ingleses y tenemos derechos. No nos prostituimos —
ultimó sin titubear.
—Mi General —intervino uno de los oficiales—. La mujer es una
compatriota. Ya tenemos a las rusas, no queremos prostitutas inglesas...
—Está bien, está bien —accedió el vejestorio, algo contrariado—. Ya
veremos lo que ocurre...
Alex le hizo una seña y corrió a su lado para salir de allí sin mirar
atrás. —¡Es un miserable! Estoy segura de que es esto a lo que se dedica. A
robar y a violar. ¿Cómo ha podido hacer semejante ofrecimiento? ¡Ese
hombre es un mezquino!
—Será mejor que no vuelvas a su tienda. A partir de ahora le llevaré yo
las comidas.
—Gracias, Alex. Muchas gracias. Pero tengo que saber qué está
ocurriendo aquí. Esto que acaba de suceder no es normal. Algo va mal... Y
muy mal.
Entrada a la noche, cuando trataba de dormir sobre el lecho improvisado
en un rincón de las cocinas, escuchó la voz de una mujer. No era Florence
ni ninguna de las enfermeras puesto que hablaba en otro idioma.
Sigilosamente, se acercó a la puerta de la tienda y espió por un hueco.
Era una mujer hermosa, alta, con abundantes atributos físicos y el pelo
tan largo como rubio. Dos hombres la estaban cogiendo por la fuerza. —
¿Qué ocurre? —preguntó en un susurro su compañero, al verla despierta.
—Parece que están forzando a una mujer —explicó.
—Será una prostituta.
Alice volvió a mirar a fuera. Los dos hombres obligaron a la bella mujer
a tumbarse en el suelo. Le arrancaron la ropa y se sacaron los pantalones
mientras reían y la tocaban sin ningún miramiento. La pobre chica trataba
de resistirse, pero casi no podía gritar porque la habían amordazado para
evitar que protagonizara un escándalo. —Tenemos que hacer algo.
—No podemos hacer nada —negó Alex, mirando por otro hueco—.
¿Qué pretende, milady? Van armados y ya sabe cuál es nuestra situación
aquí.
—¿Vamos a permitir que la violen enfrente de nuestras narices? —
inquirió, roja de la rabia.
La rusa se movía tratando de evitar la penetración, pero uno de los
hombres le abrió las piernas con fuerza mientras el segundo se disponía a
meter su miembro en la intimidad mujeril. —¡Coge un cuchillo! —ordenó
rápidamente, cogiendo uno ella también.
Salió de la tienda lenta y silenciosamente y luego atacó por la espalda al
soldado que ya estaba casi dentro de la muchacha. No supo cómo lo hizo ni
de dónde sacó las fuerzas para ello, pero hizo correr el cuchillo de cocina
por el cuello del violador. Los segundos le pasaron muy lentamente después
de aquello: vio como Alex hacía lo mismo con el otro abusador, había
sangre por todos sitios y el miedo se apoderó de ella. ¿Qué había hecho?
Miró el cadáver del hombre al que había matado y le temblaron las manos.
¡Le había arrancado la vida a un ser humano! Por suerte, su fiel amigo
cogió a la mujer desnuda y la metió dentro de la carpa. —¿Qué hacemos
ahora? —preguntó Alex, dándole algo de ropa a la rusa.
Le costaba reaccionar. Estaba en un estado de pánico del que le era muy
difícil de despertar. Pero las lágrimas de la joven le hicieron recordar que lo
que había hecho, lo había hecho por un buen motivo. Cogió aire y le quitó
la mordaza. —¿Entiendes inglés?
—¿Ucraniano?
—Tak —contestó.
—Perfecto, pregúntale cómo se llama y por qué está aquí.
—Sí, milady.
Oxana explicó que había sido secuestrada por parte de algunos casacas
rojas y que la habían llevado al campamento para violarla y convertirla en
una prostituta. Además, contó que había más mujeres en su misma situación
y que iban a ser llevadas a otros países para venderlas.
—¿Y roban? ¿Roban dinero o joyas?
Efectivamente, saqueaban todo a su paso. Se aprovechaban de los
pueblos en los que había pocos habitantes y la prensa no llegaba. Por
supuesto, todo era hecho con suma discreción y una mínima parte de los
militares lo sabían. ¿Lo sabría Hugo? La cosa era peor de lo que imaginó al
principio. El General William era un corrupto y era capaz de cualquier cosa
para proteger su pequeño e ilegal imperio. Sintió mucho miedo por la vida
de su marido, ¿le habría pasado algo por culpa del General? ¿Estaría, ese
cerdo, implicado de forma directa en la desaparición de Hugo?
—Tenemos que huir —Alex cogió los morrales a toda prisa. —En
cuanto vean los cadáveres será cuestión de tiempo que nos apresen.
—¡Sí! —aceptó, cogiendo el abrigo—. ¡Vayámonos! Pero antes tengo
que ir a ver a Florence.
Se escudriñaron entre las sombras, sudorosos, temblorosos y con Oxana
siguiéndoles los pasos. Alice solo podía pensar en sus hijos y en Hugo.
Debía mantenerse viva a toda costa. Entró en el hospital y encontró a la
enferma con una lámpara, dando aliento a los más desfavorecidos. Al
verlos, la pobre mujer dio un respingo. —Florence, debemos irnos —
explicó, acelerada—. En este campamento están pasando cosas horribles.
Han intentado violar a esta pobre muchacha. Son unos corruptos. Temo por
la vida de mi marido más que nunca. ¿Has podido saber algo?
—Sí, sí. Alice. —Cogió aire, asimilando la información—. Sebastian
vio como Hugo era impactado por una bala. Le dieron en la pierna. Él quiso
curarlo de inmediato, pero el teniente se negó porque era demasiado
arriesgado. Estaban en campo abierto. Lo ayudó a montar y lo vio
desaparecer en el bosque.
—¿Qué bosque?
—No sé... Uno que queda cerca del río Bulganek. Ahora, iros. No me
gustaría que os descubrieran.
Con presteza, recuperaron sus caballos y salieron por una puerta poco
vigilada. Había sido una actuación muy arriesgada, pero contaron con el
factor sorpresa, nadie se esperaba que los pobres hermanos cocineros
mataran a dos soldados y liberaran a una secuestrada. Alice corrió entre el
barro tirando de Blanquita. El corazón le latía a mil pulsaciones por minuto,
estaba asustada. Seguía sin creer que hubiera matado a un hombre. ¿Si era
capaz de hacer aquello de qué más sería?
Lo había hecho por una buena causa, debía recordarse. La bella joven
estaba muy agradecida y posiblemente la había salvado de un horrible
destino. Con eso quería pensar. Sin embargo... ¡Había sido demasiado
impetuosa! ¿Qué hubiera ocurrido si la hubieran descubierto? ¡Tenía dos
hijos! Se culpó por no haber pensado más en ellos. ¿Pero qué hubiera hecho
otra persona en su lugar?
Fuera como fuera, ya estaban fuera de ese campamento y no podrían
volver. Es más, ahora eran fugitivos. Tendrían que esconderse si no querían
que los capturaran. —¿Sabes dónde está el río Bulganek?
—Tak.
Oxana los llevaría cerca del río mencionado por Florence. Esperaba
encontrar alguna pista en los bosques colindantes. A sus casi cuarenta años
estaba vagando por la estepa rusa, con frío, con miedo, con lástima...
¡Cuánto añoraba su vida! ¡Su hogar! ¿Qué estarían haciendo sus hijos en
esos instantes? ¿Y su cuñada Faith? Incluso echaba de menos a su suegro...
y eso era el indicativo de que había tocado fondo.

"Al matar a ese hombre, me sentí cerca de ti. Como si algo nos uniera.
Pensé en cómo te habrías sentido tú la primera vez que tuviste que
arrancarle la vida a otro ser humano. Era una sensación horrorosa, llena
de culpa... Temo por ti ahora más que nunca. Supongo que no te habrías
quedado de brazos cruzados al descubrir los planes del General William.
¿Y si él está detrás de tu desaparición?"

∞∞∞
Capítulo 8
Si la guerra era fea, la posguerra no se quedaba atrás. Edificios
destruidos, campos arrasados y aguas contaminadas. Alice, Alex y Oxana
consiguieron llegar al bosque que quedaba cerca del río Bulganek. Allí,
según había dicho Florence, era donde Hugo había desaparecido.
—Hay soldados británicos rondando por la zona —susurró Alex,
señalando la colina.
—Tenemos que estar atentos; seguramente, el General William haya
dado la orden de capturarnos.
—Parece que están haciendo algo más aparte de buscarnos... Este
campo de batalla debería estar vacío.
Alice, de barriga contra el suelo, observó con detenimiento a esos
militares que se paseaban con los rifles sobre los hombros. ¿Qué era tan
importante? ¿Por qué estaban allí? Con mucha cautela, se internaron en el
bosque en busca de pistas. Sabían que era como buscar una aguja en un
pajar, pero si habían llegado tan lejos no perdían nada con intentarlo. Buscó
por los rincones, desesperada. Era su última oportunidad para encontrarlo.
Las cosas se estaban complicando demasiado y temía por sus hijos. No
quería dejarlos huérfanos. ¡Si los árboles pudieran hablar! ¡Si la tierra
pudiera confesar sus secretos!
Oxana interrumpió su búsqueda con algunas palabras ucranianas. —
Dice que ha visto un rastro de sangre por allí —aclaró Alex.
Abrió los ojos, conmocionada. ¿Sería de él? Era, quizás, una estupidez
pensar tal cosa. ¿Cuántos hombres se habrían refugiado en ese bosque?
Esperanzada, corrió tras Oxana. La bella joven señaló un punto en el que un
reguero de sangre bien diferenciado manchaba una roca. Se acercó a la gran
mancha marrón, conteniendo el aire. Había marcas de un caballo y las
hierbas estaban removidas, como si alguien hubiera estado allí por mucho
tiempo. —Parece como si alguien se hubiera dado de bruces contra esta
piedra —comentó su fiel lacayo, que más que lacayo, se había convertido
en un amigo.
—¡Oh, Dios! —palideció, al imaginarse a su esposo tendido sobre ese
suelo agreste—. Espero que no haya sido él... —calló al instante. El corazón
se le subió a la garganta provocando un hormigueo en todo su cuerpo que
rozaba lo desagradable. Sus ojos celestes se tornaron marrones y su
respiración se marchó junto a la primera corriente de aire que pasó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alex, preocupado.
—Es... —habló con dificultad—. Es... —Se tiró al suelo y desenredó un
pañuelo de lino que había quedado enmarañado entre las zarzas. Lo
extendió y confirmó que, efectivamente, era el mismo que le había regalado
a Hugo poco antes de su partida. Observó la luna que ella misma bordó. No
había rastro del color blanco que un día hubo en ella. Estaba lleno de
sangre, sangre marrón y seca... Apelmazada.
Un sudor frío recorrió su cuerpo, haciéndola temblar. —No puede ser —
negó en voz alta—. No puede ser... ¡Es el pañuelo de Hugo! —Lo mostró a
sus acompañantes.
No sabía si reír o llorar. Así que hizo ambas cosas. Era una pista, una
prueba de que su amor había estado allí. Pero también era el indicativo de
que él había perdido mucha sangre. Seguramente, por el disparo en la
pierna. Lo que más le asustaba, era ver la mancha sobre la roca. Tal y como
decía Alex, cabía la posibilidad de que se hubiera golpeado la cabeza al
caer del caballo. Eran suposiciones un poco arriesgadas pero que ya no
tenían nada de locas. —Por aquí hay un rastro —Se arrodilló Alex al lado
de unas marcas en el suelo. Alice se incorporó de un salto.
—¿Es de él?
—No estoy seguro, pero podríamos seguirlo. No perdemos nada...
Con las piernas a punto de desfallecer por los nervios, siguió los pasos
de su rastreador. Anduvieron por un largo tiempo... Tiempo en el que
encontraron algunos cuerpos en descomposición. Por suerte, ninguno era el
de Hugo. O así quiso creerlo ella en base a los ropajes de los muertos y su
intuición femenina. El hedor era muy fuerte. Allí había muchas personas,
sin vida. Nadie se había preocupado de recogerlas. La mayoría eran rusos.
Se rumoreaba que Rusia no tenía mucho aprecio por sus soldados, solían
usarlos como carne de cañón y se pasaban la vida enfermos, incluso en
tiempos de paz.
Al final del camino, llegaron a un montículo desde el que se veía un
pueblo. ¡Estaba ahí! Alice lo tuvo más claro que nunca. Alguien lo habría
ayudado y estaría esperando a estar recuperado del todo para viajar. ¡Qué
sorpresa le daría! Se guardó el pañuelo de la luna en el morral y sonrió,
ilusionada y llena de fe. Una corriente cálida le acarició el rostro en
respuesta a sus buenos ánimos. —Está aquí —determinó con una sonrisa y
los ojos iluminados—. Estoy segura.
Dio un paso al frente para descender hacia el poblado, pero Oxana la
cogió por el brazo y la obligó a tirarse al suelo. Había un grupo de casacas
rojas a escasos metros. ¿Qué hacían allí, otra vez? Eran los mismos que
habían visto antes. —Están protegiendo algo importante —dijo Alex.
—O alguien —corrigió ella—. ¿Y si Hugo descubrió los planes de
William y lo tienen preso?
—¿Qué ganarían con eso? Sería más fácil y seguro deshacerse de él.
¿Quién se lo impediría? Al fin y al cabo, ahora todos creen que está
muerto...
—El General es retorcido. Quizás tenga algún plan —insistió—. Sea
como sea, no pienso desistir. No, ahora que estoy tan cerca.
—¡Milady! —La cogió Alex por los hombros y lo obligó a mirarla, su
gesto era serio—. Tiene que entender que, si esos malnacidos nos cogen,
será nuestro fin. Yo no tengo nada que perder. No tengo hijos ni una esposa
que me espere en casa. Ni siquiera tengo casa. Pero usted... Usted lo tiene
todo.
—No tengo a mi esposo —respondió simple y llanamente—. No te
preocupes, no dejaré a Arthur y a Aldara solos en este despiadado mundo.
Pero tampoco seré tan cobarde como para dar media vuelta ahora que tengo
la victoria a escasos metros de mí. Al principio, estaba un poco perdida. Me
había acostumbrado a la buena vida, a no tener que buscar soluciones para
subsistir. Pero ahora... Ahora vuelvo a ser la misma Alice de siempre,
aquella que dejó su país y se marchó a América para hacer fortuna. No soy
ninguna dama caprichosa, Alex. Soy una mujer entera y hecha que sabe
perfectamente lo que se hace. Si no quieres seguir conmigo, te libero de tus
responsabilidades. Llévate a Oxana contigo.
—Eso jamás, milady. —La soltó. —Como ya le he dicho, yo no tengo
nada que perder. No la dejaré sola, iré con usted hasta el fin. Sea cual sea
éste.
—Está bien... ¿y Oxana?
La joven tampoco quería retirarse. Se sentía tan agradecida con ellos
que estaba dispuesta a ayudarlos. Lo único que pedía a cambio era que la
acompañaran de vuelta a su hogar una vez encontraran al teniente
Silvery. —¿Cuál es el plan?
—Los seguiremos a una distancia prudencial. Quiero ver qué están
guardando con tanto recelo. Una vez lo sepamos, intentaremos
despistarlos... Oxana. Sé que es arriesgado, pero... Ya sabemos cómo son
los hombres y de qué pie cojean. Te prometo que no te pasará nada, solo
tienes que entretenerlos.
Alex tradujo y Oxana aceptó sin pensárselo dos veces. Ella era una
mujer muy llamativa que no le costaría ni dos segundos tener a medio
escuadrón bajo sus pies. —Mientras tanto —continuó—. Tú y yo
entraremos en dónde esté Hugo. Será tan fácil como liberarlo. Una vez él
esté con nosotros, ya no podrán hacernos nada. De todas formas, trataremos
de salir y de volver al bosque sigilosamente.
—Todo esto es en el caso de que el teniente pueda andar y esté en pleno
uso de sus facultades, milady. Incluso, todo esto es en el caso de que su
esposo esté ahí dentro... Sé que no le gusta que le diga lo contrario, pero si
vamos a arriesgarnos debemos tener en cuenta todas las posibilidades.
—Si no está... —dijo con miedo y cierta rabia—. Saldremos y
volveremos a nuestros hogares. Oxana con sus padres, tú a Francia y yo a
Inglaterra... Pero estará.

Los casacas rojas andaban con petulancia por las calles atemorizadas
del pueblo ruso. Era una aldea apartada, sin prensa y con población
campesina. Alice los seguía de cerca junto a Alex y Oxana. Se escondían
detrás de los barriles y las fuentes o, simplemente, simulaban
ser pueblerinos. Los soldados estaban demasiado ocupados con sus
conversaciones y sus risas como para darse cuenta de que los estaban
espiando. Ese era un mal común en el ejército inglés, solían ser demasiado
confiados porque se creían invencibles.
Finalmente, se detuvieron frente a una casa de dos pisos. Era una casa
amplia, de ventanas cerradas a cal y canto y poco más. No parecía estar
habitada por una familia. Alice le hizo una seña a la joven que salió con
actitud confiada ante los militares. Rápidamente captó su atención. Empezó
a hablarles en ruso y los hombres le siguieron la corriente pese a no
entender ni una palabra. Alex y ella, rodearon el perímetro y se colaron en
el jardín de la propiedad, rezando para que no hubiera más guardias.
Dicen por ahí que, cuando se hacen las cosas por un amor genuino, el
camino es más fácil.
¡No había nadie! Vía libre. Renunciaron a la puerta principal y se
colaron por una ventana mal cerrada que Alex forzó minimizando los
ruidos. Alice dedicó una última mirada a Oxana, para asegurarse de que la
cosa no se estaba descontrolando, y entró en esa casa oscura. No había luz
puesto que las cortinas estaban pasadas. Lo poco que veían era gracias a los
huecos por los que se colaba la radiación solar. Polvo por todos lados, moho
y quizás ratas. Evidentemente, no vivía una familia. ¡Allí estaría Hugo!
Con el pulso acelerado y vigilando los pasos, recorrieron todas y cada
una de las estancias de la primera planta sin éxito. Solo les quedaba la
planta de arriba. Alice miró hacia ella, era su última oportunidad. Cada
escalón le pareció una montaña. Era muy difícil asumir que todo podría
acabar allí. El suelo crujía igual que su alma.
Nada en la primera estancia. Ni en la segunda. La tercera estaba cerrada
con llave. Alex la miró significativamente. ¿Lo vería, por fin? ¿Se
reencontraría con el amor de su vida? Hubiera necesitado dos abanicos bien
grandes para no perder el aliento.
Forzaron el picaporte y...
Mujeres. Joyas. Dinero.
Ese era el cargamento del General William. Había unas cuantas chicas
atadas en un rincón con mordazas. ¡Dios! ¿Y ahora qué? No era que no
quisiera ayudarlas. ¿Pero dónde estaba él? Miró por los rincones y no había
ni rastro. Se sintió profundamente decepcionada. No solo decepcionada,
muerta.
Su mundo se vino abajo. ¡No estaba! Todo lo que había hecho... Tanto
que lo había buscado... Y seguía sin aparecer. Lo peor de todo era que le
había prometido a Alex que si no lo encontraban allí, se marcharían. Era
muy peligroso seguir en esas tierras. Derrotada, se acercó a la ventana y
miró por una de las rendijas que había en ella. Vislumbró una casita
cercana, que compartía jardín con aquella en la que se encontraba pese a ser
de otra propiedad. Estaba muy bien cuidada, con ropa tendida en el jardín
y... ¡Había una camisa blanca tendida en una de las cuerdas! Una camisa
blanca que le era familiar. Dio un respingo, dispuesta a llegar a ella. —¿A
dónde va, milady? —la interceptó su amigo.
—Hay una camisa. Su camisa... Ahí, en el tendedor.
Alex se acercó a la ventana. —Milady, puede ser una camisa
cualquiera.
La miró como si hubiera perdido el juicio. Era la misma mirada de su
suegro, del resto de personas que no habían creído en sus convencimientos.
Alex jamás había dudado de ella, pero ya lo estaba haciendo. Sintió como
las arrugas de su rostro se acentuaban y los años corrían muy rápido para
ella en milésimas de segundo. Estaba vacía, incompleta. —Por favor —
suplicó, con un hilo de voz y el verdor de su mirada oscurecido—. Sé que
es su camisa. Él siempre llevaba los puños decorados con ornamentos como
la que está ahí.
—¿Y estas mujeres? —Señaló al grupo de rusas maniatadas—.
¿Prefiere correr tras un fantasma que salvar vidas?
Aquello le dolió. Sabía que Alex estaba asustado y que estaba
intentando coger las riendas de lo que a él le empezaba a parecer una
locura. Pero, aun así, una daga muy afilada se clavó en sus sentimientos ya
magullados. —Lo siento, necesito ser egoísta por una vez en mi vida —
resolvió, dando media vuelta y corriendo al patio trasero. Sabía que estaba
arriesgando su vida, la felicidad de sus hijos y las vidas de sus compañeros
además de las jóvenes que estaban secuestradas. ¡Pero por Dios! ¡Era él!
¡Era su amor! El amor de su vida. Su marido, su compañero de vida y mejor
amigo. ¿Qué diablos le importaba vivir o morir en esos instantes? Y sí, ante
todo era madre, pero había veces en que el corazón tenía razones que la
razón no entendía.
Se cogió los bajos de las faldas y atravesó el jardín abandonado para
llegar al de la casita hogareña. Pasó una fina puerta y se plantó frente al
tendedor, examinando la camisa. ¡Era la de él! La cogió de un tirón y leyó
sus iniciales grabadas en el cuello: H.S. Las lágrimas corrieron sin pedir
permiso. ¡Estaba todo solucionado! Hugo los ayudaría. Hugo la abrazaría y
la protegería como siempre había hecho. Oh, necesitaba tanto un abrazo
suyo... Sentir su calidez. Había corrido medio mundo para encontrarlo y por
fin, allí estaba. —¿Necesita algo? —escuchó a sus espaldas.
Era una mujer de pelo negro y ojos verdes. Rozaba la treintena y era
muy bonita. Su tez pálida contrastaba grácilmente con la oscuridad de su
pelo bien recogido en un moñete bajo. —Esta camisa... —indicó, abrumada
por la necesidad de encontrarlo—. Es de mi marido —declaró, sin
importarle nada.
—Oh, ¿su marido? —se preocupó la mujer.
—Sí, ¿dónde está? ¿Está aquí? —sonrió—. ¡Hugo! —gritó—. ¡Hugo!
—No grite o conseguirá que los militares nos detengan a todos —la
detuvo la mujer, preocupada—. Soy Elizaveta —La cogió por los
hombros. —Vamos, venga conmigo.
Se dejó llevar hasta una especie de terreno escondido. —¿Quién es
usted? ¿Está mi marido aquí o no? —inquirió, molesta por la falta de
explicaciones.
Elizaveta señaló a un lado y lo que vio la horrorizó. —¿Qué significa
esto?
—Fui una de las enfermeras en el campamento de Balaklava. El
General William me trajo aquí para curar a los hombres heridos cerca del
río Bulganek.
—Tu nombre es ruso.
—Soy rusa, pero me contrataron en Inglaterra. Yo vivía allí antes... Pero
esta es la casa de mis padres... Es una larga historia. La cuestión es que pedí
una excedencia en cuanto... En cuanto el teniente Silvery nos dejó. Lo
estuve cuidando en mi casa durante un tiempo pero no fue capaz de
recuperarse.
Las rodillas perdieron el equilibro al escuchar aquello. Se dejó caer
encima de la tumba y observó la lápida en la que estaba escrito el nombre
de su esposo: Hugo Silvery. —¿Cómo puede ser que nadie llevara su cuerpo
a mi casa? —recriminó.
—Ya sabe cómo es el General William... Tuvimos suerte de darle una
digna sepultura. Esta camisa la estaba utilizando mi hermano... Espero que
no le moleste. No tenemos medios para comprar ropa ahora mismo. Pero no
se preocupe, enterramos a su esposo con el traje de militar.
La cabeza le dio vueltas, no podía ser... ¡No! Un desgarro feroz le cruzó
el cuerpo, convirtiéndola en una muerta en vida para el resto de sus días.
Cualquier atisbo de vitalidad o de valentía que había existido en ella,
desapareció y se hizo un ovillo sobre la tumba de su único y tan querido
amor. ¡Su esposo! ¡El padre de sus hijos! ¡Oh, Dios! Los hombros le
temblaron violentamente para dar paso a un llanto descontrolado. No le
importaba nada. Ya no. Se abrazó a la tierra que cubría el cuerpo putrefacto
del que un día fue el hombre más guapo de Europa, el hombre de sus
sueños... ¡Estaba muerto! ¿Existía consuelo para tanto dolor? Estaba segura
de que no, de que podría morir de pena. Y ese sería su único alivio. Irse
junto a él.
Mezcló sus lágrimas con la tierra, formando un pequeño charco de barro
que le ensució el rostro, el pelo y hasta las manos. Volvió a leer el nombre
de su esposo en la lápida... ¿Cómo era posible? ¡Ella lo había sentido tan
vivo hasta ese momento! ¿Había enloquecido, entonces? La vida con él le
pasó rápidamente por la mente. Los recuerdos se le amontonaron a modo de
tortura: su primer beso, su boda, su primera noche juntos, el nacimiento de
su primer hijo, sus besos, sus caricias, su amor incondicional, sus abrazos,
sus consejos y su compañía...
Presa de la rabia golpeó con los puños a la losa. —Me prometiste que
volverías, canalla —le recriminó—. Me lo prometiste... —Lloró.
—Milady, debemos irnos —oyó la voz de Alex a sus espaldas—. Las
muchachas y Oxana ya están en el bosque —La cogió por la fuerza.
—Está muerto, Alex. Está muerto...
—Tenemos que irnos, milady —La arrastró lejos de la tumba.
—Te amo, Hugo —gritó al viento en dirección al sepulcro—. Te amo...
Elizaveta, que había contemplado la escena en un segundo plano,
observó a Alice desaparecer entre la vegetación junto a su compañero. —
¿Qué eran esos gritos? —preguntó su marido, saliendo por la puerta
trasera.
—Nada, amor mío. Una mujer que ha venido a llorar la muerte de mi
hermano. Una vecina del pueblo —sonrió—. Vamos, la tarta de manzana
que he hecho esta mañana ya debe estar fría.
Los ojos grises de Albert miraron la tumba de su difunto cuñado. Algo
en él ya no era como antes. Los gritos de esa mujer lo habían trastocado. Su
voz, esa voz que había oído... Se sintió impotente. Había perdido la
memoria en la batalla y tuvo suerte de que su esposa, Elizaveta, lo cuidara.
Sin embargo, su alma estaba ardiendo. ¿Por qué? ¿De quién era esa voz que
lo había hecho vibrar? —Querido, ¿no vienes?
—Sí, Elizaveta... Ahora mismo vengo.
Elizaveta era hermosa. De pelo negro y ojos verdes. Por las noches era
muy entregada y durante el día era la mujer perfecta. ¿Qué le faltaba? ¿Por
qué se sentía vacío por mucho que intentara estar bien? Muchas veces lo
justificaba por la falta de memoria, que no era poco. Otras, por la guerra
vivida. Pero sentía que había algo más... Se miró en el espejo, llevaba el
pelo largo y barba de tres días. Se estudió a sí mismo, buscando
respuestas. —¿O quieres que nos saltemos el postre? —Apareció Elizaveta
completamente desnuda frente a él. No tenían hijos, pero estaban buscando
uno. Según le había contado su esposa, llevaban pocos años casados y la
mayoría de ellos los habían pasado separados debido a la guerra. Él era hijo
de un ruso pero había crecido en Inglaterra. Sus padres habían muerto años
atrás y ahora, como todo matrimonio, buscaban a un heredero.
—Vamos... —Se acercó a él, lentamente... Moviendo sus caderas y sus
pechos, mostrándole su intimidad—. Te necesito en la cama, Albert. — Lo
besó y él la correspondió. Le pasó la mano por la cintura, le apretó los senos
y le mordió el cuello. Después, la cargó hasta la habitación y la hizo suya.
Se alivió dentro de ella con embistes rápidos y certeros a los que ella
respondió con un sonoro gemido.
Pero al finalizar, esa gran sensación de vacío lo abordó de nuevo. Esa
voz...

∞∞∞
Capítulo 9
Tres años después. Enero de 1859.

Alice Silvery no había vuelto a ser la misma. Lo había perdido todo


junto al gran amor de su vida: las ganas de vivir, la ilusión y la felicidad.
Esa mujer que un día fue, llena de energía, atrevimiento y ánimo había
desaparecido. Solo le quedaban sus hijos: Arthur, de trece años y Aldara, de
nueve. —¡Mira, mamá! ¡Mira cuántos renacuajos hemos cogido!
—Son muy bonitos —repuso con una sonrisa apagada, sentada en el
jardín de Lanhydrock House.
—¡Vayamos a enseñárselos a la tía Faith! —propuso la pequeña de ojos
verdes.
—Y a Alex —agregó el mayor.
Alex había abandonado Francia; de hecho, no volvió a trabajar para
Hermione. Al regresar de Ucrania, decidió acompañar a Alice hasta
Inglaterra. Y una vez allí, se quedó para siempre. Él y su cuñada Faith
habían congeniado muy bien, por lo que pronto se ganó un lugar especial
entre los Silvery.
Su suegro cada día estaba más enfermo. La muerte de su primogénito
había acelerado su deterioro. Él trataba de ser fuerte para que Arthur
pudiera heredar el Condado sin problemas, pero nada garantizaba que eso
fuera posible. Si él moría antes de que el joven cumpliera los dieciséis años,
absolutamente todo pasaría bajo la tutela de algún familiar cercano hasta
que Arthur ostentara la edad adecuada para administrar un Condado. —
Tiene correo, milady —informó sir Henderson.
—Gracias.
La mayoría eran invitaciones a eventos a los que no pensaba ni debía
asistir. Seguía de luto por el fallecimiento de Hugo; de hecho, no había
abandonado el negro tal y como dictaban las normas sociales. Solo salía
para ocuparse de su negocio: el diseño de moda. No lo había abandonado
por precaución, el dinero que ganaba era un colchón salvavidas en el caso
de que algún día se viera en la calle, de nuevo. Dudaba mucho que eso
sucediera, pero su experiencia le había enseñado a no depender de nadie. Y
mucho menos estando sola, sin él.
Sin él.
¡No había día que no lo llorara! El recuerdo de su tumba la mortificaba
por las noches y durante el día hacía lo imposible para mostrarse entera
delante de los niños. Los médicos ya no sabían qué remedio darle para
mejorar su estado de ánimo y eso era porque no existía cura posible para su
dolor. Arthur y Aldara preguntaban con frecuencia por su padre, seguían sin
comprender por qué se había ido tan pronto, aunque ya empezaban a
interiorizar el concepto de la muerte.
Había sido un camino muy duro de aceptación y consuelo del que ella
todavía no había salido y quizás nunca saldría.
Pasando las misivas se detuvo en una diferente, venía del Ducado de
Hamilton. La rasgó. Elisa, su hermana menor, le pedía que asistiera a una
comida familiar en honor al cumpleaños de Audrey, su hija mayor, que ya
cumplía diez años. ¡Cómo pasaba el tiempo!
El tiempo tenía prisa. O eso le parecía a ella.
No albergaba ningún deseo de asistir. Pero se trataba de una reunión
familiar, exenta de extraños y de protocolos. Sus hermanas la habían
apoyado incondicionalmente y se sentía culpable rechazando una de sus
invitaciones. —No te lo pienses, debes ir. Y no quiero que vayas con un
simple traje negro —la interrumpió Faith.
—¡Señorita! ¿Estaba usted leyendo por encima de mi hombro? —
recriminó, bromeando un poco.
—Te he visto tan concentrada con la lectura que no he querido
molestarte. Hace años que no sales de esta casa si no es para ir a una de tus
tiendas. Te mereces esto, Alice.
Faith observó a su cuñada. Era otra, una mujer muy distinta a la que un
día conoció. Apenas hablaba, sus arrugas se habían acentuado y a pesar de
tener tan sólo cuarenta años, parecía que tuviera cincuenta. Era modista
pero nunca se arreglaba y deambulaba por la propiedad como una alma en
pena. A ella también le había costado horrores superar la muerte de su
querido hermano, pero Alice se merecía un poco de diversión junto a su
familia.
Tomó la decisión definitiva de asistir. Sería una oportunidad para ver a
sus sobrinos, algunos ya tenían dieciocho años. Era el cumpleaños de la
pequeña Audrey, tan parecida a la mujer por la que llevaba su nombre y no
iba a faltar.
¡Cuántas muertes!
¡Cuánto horror albergaba la vida!
Si al menos Audrey, su hermana, siguiera viva... Murió por tuberculosis
diez años atrás, dejando solo a Edwin Seymour. Un pobre lobo solitario al
igual que ella. Su cuñado no había vuelto a tomar esposa, era un hombre
enterrado en el amor que un día sintió por su luna. Como ella... Su luna
plateada se había ido. Su Hugo, su amor verdadero e irreemplazable ya no
estaba y el mundo se había quedado muy vacío sin él. A veces tenía la
estúpida sensación de que seguía vivo. De que no había muerto. Pero el
recuerdo de su tumba le recordaba que no debía volver por esos senderos de
la locura por los que ya había transcurrido tiempo atrás.

Antes de partir hacia Hamilton se miró una vez más en el espejo. No


había abandonado el negro, pero le había dado un toque especial a su
vestido con unos volantes grises y unas mangas abullonadas. Se sintió
ligeramente incómoda dándose el lujo de vestir con gusto, como si lo
estuviera traicionando. Sin embargo, era el cumpleaños de su sobrina y
Faith la había instado a pasar unos días agradables en casa de su hermana.
No quería asustar a sus sobrinos con un traje demasiado serio.
Dio una ojeada rápida al diario sin páginas libres y lo guardó en un
cajón. —Me prometiste que volverías —habló a la nada, apesadumbrada—.
Me dijiste que escribiera un diario sobre nuestro amor para que pudieras
leerlo a tu regreso. Todo mentira, lord malnacido.
No estaba enfadada con él. Pero le gustaba discutir con su recuerdo. Le
daba una cierta sensación de alivio, como si ambos fueran capaces de seguir
con sus venganzas, riñas y peleas tontas incluso a través de la muerte. ¡Qué
idiotez!
—Milady, el carruaje está listo —avisó Roy.
—Ahora voy. Primero iré a despedirme de mi suegro.
—Sí, milady.
Cruzó el pasillo y se adentró en el ala norte, el espacio personal del
Conde. Tocó dos veces sobre la puerta y no entró hasta que le dio el
permiso. Lo vio tumbado en el lecho, apenas le quedaban fuerzas. —Arthur,
¿otra vez en la cama? —lo pinchó—. ¿No me dijiste que saldrías a dar un
paseo con tu hija? Creo que te estás tomando esto de tu enfermedad como
una excusa para no hacer nada.
—Siempre tan amable, querida nuera —le siguió el hilo, tosiendo y
respirando con dificultad—. Estás muy guapa, ¿ya te marchas?
—Regresaré muy pronto. No me llevo a los niños, no quiero cansarles
con un viaje demasiado largo y exponerlos a un posible resfriado. Estamos
en invierno.
—Les proteges demasiado.
—Son lo único que me queda... —Tomó asiento a su lado, cogiéndole la
mano con una leve sonrisa.
—Ojalá Hugo estuviera aquí.
—Ojalá...No hay un día en que no llore su ausencia. Él lo era todo para
nosotros.
—Lo sé. Has sido una buena esposa y una buena nuera. Un digna
Silvery de la que estoy muy orgulloso.
—Quién lo diría, ¿verdad?
—Siento mucho el dolor que te causé al principio... Me has dado unos
nietos fabulosos y has guardado la memoria de mi hijo con dignidad.
—Y seguiré haciéndolo, Arthur. Jamás olvidaré a Hugo.
—Pero ahora ve, no hagas esperar a tus hermanas.
Miró los ojos grises del Conde, los mismos que su marido había
exhibido en vida y los mismos que su hijo llevaba con orgullo. La dinastía
plateada. Hombres guapos, regios y disciplinados con ideas arcaicas, pero
con grandes corazones.
Se apresuró en subir al vehículo y emprendió el viaje con la compañía
de su doncella personal.

Chatsworth House, propiedad de los Duques de Devonshire, era


espectacular. El camino fue largo, pero había valido la pena. Un aire fresco
recorrió su pelo rubio dándole la bienvenida. Los campos estaban verdes y
las colinas se empapaban de ríos caudalosos. Aspiró hondo un par de veces
y se acercó a la entrada principal.
Había llegado justo a tiempo para la comida familiar. Incluso un poco
tarde. Un mayordomo bien ataviado la recibió rápidamente y la guio por
pasillos elegantes. ¡Su hermana menor gozaba de una posición privilegiada!
Elisa era la pequeña de las Cavendish, una joven especial de pelo rubio y
ojos celestes. Era la más parecida a ella junto con Elizabeth. La diferencia
era que Alice era más alta y corpulenta mientras que las otras eran más
escuálidas y bajitas, sobre todo Elisa, que era la más baja de todas.
—Alicia Smith —anunció el mayordomo por equivocación, usando su
nombre de soltera que debía tener anotado en alguna tarjeta antigua.
—Es Alice Silvery —lo corrigió en voz baja.
—Disculpe milady, debe haber algún error en la información que tenía
anotada acerca de los invitados.
—No se preocupe —le quitó importancia.
—¡Alice! —Se levantó de un salto Karen al verla—. ¿Qué haces
aquí? —La abrazó.
—Recibí una invitación por parte de Elisa —Miró a la joven que la
saludó con un toque de cabeza.
Todos la abrazaron y la colmaron de afecto, incluidos los niños. Eran un
total de veintisiete miembros contándola a ella. Audrey había dejado en ese
mundo a tres preciosos vástagos: Alice, Mary y Anthon. Elizabeth llevaba
consigo a Rouney y a Áurea. Karen, por su lado, tenía a William, Anne y
John. Gigi era la madre de las joyas de Norfolk y Elisa había superado a
todas sus antecesoras con cinco hijos.
La hicieron sentar de inmediato y le trajeron el plato con presteza.
Muchos de sus familiares la consideraban más francesa que inglesa por sus
largas estancias en Francia y por su amistad con la Duquesa Viuda
d'Orléans, Hermione. La admiraban por haberse hecho un hueco en la moda
parisina y solían maravillarse con sus creaciones, por muy sencillas que
estas fueran.
—Me encantaron esos pantalones que me mandaste, fue todo un placer
montar con bicicleta sin el vestido —comentó Karen, la más rebelde de las
presentes.
—Así que tú eres la causante del bochorno de la semana pasada —se
quejó su cuñado Asher, el marido de Karen.
—Mejor dicho, yo soy la causante de uno de los mejores inventos de la
década. Hay que liberar a las mujeres de las pesadas faldas cuando quieran
disfrutar de movimiento y agilidad. —replicó—. ¿Acaso tú no vas con
pantalones?
—¡Soy un hombre! —se indignó.
—Ya veo que la más rebelde de las hermanas no se encontraba entre las
que ya conocía. Había todavía una mucho peor escondida —sonrió Edwin
abiertamente, el viudo de Audrey.
Alice y Edwin habían coincidido en varias ocasiones a lo largo de la
vida, pero no tenían una relación tan estrecha como con otros miembros de
la familia.
Edwin se había quedado solo durante más de diez años, había criado a
sus hijos con el recuerdo de su madre y se había entregado a la familia. Y
aunque para muchos era difícil admitirlo, tenían que reconocer que aquel
pobre hombre necesitaba rehacer su vida. Todos sabían que nadie sustituiría
a Audrey jamás, pero no era justo condenarlo a la soledad.
—Alicia, no conocías a Edwin. El esposo de Audrey —Se levantó Elisa
para hacer las presentaciones pertinentes.
Alice enarcó una ceja y miró a los presentes con una ojeada rápida.
¿Qué no conocía a Edwin? ¿A qué jugaban? ¡Entonces lo comprendió!
Querían emparejarlos. ¡Qué bochorno! Sus hermanas no tenían remedio.
¿Cómo iba ella a iniciar una relación con su propio cuñado? Sí, no habían
compartido nada más que algún par de eventos pero de todas formas se
sentiría muy incómoda. En el pasado, ya cometió un error con ese hombre
por culpa de su difunta madre y no volvería a cometerlo. Audrey le pidió
que, si algún día ella faltaba, ocupara su lugar. Pero no iba a ocupar esa
clase de lugar, podía hacerse amiga de Edwin e incluso convertirse en una
agradable compañera, pero nada más. Ella no olvidaría a Hugo y no quería
hacerlo.
—He oído hablar mucho de usted —contestó después del estupor inicial
—. Y de lo mucho que amó a mi hermana Audrey. Es un hombre digno de
admirar, por el respeto que le ha guardado hasta ahora. Fíjese, todavía
comparte la mesa con sus cuñadas —alabó.
—Ella será siempre mi gran y único amor —decretó él.
—Te comprendo perfectamente.
Notó las miradas de complacencia suspendidas en el aire. ¡Oh! ¿Por qué
eran tan intrigantes esas Cavendish?
Terminaron de comer y salieron al jardín. Al principio eran un grupo
bien avenido, pero pronto empezaron las discusiones entre los niños y los
que no eran tan niños. Por lo que de repente y, expresamente, la dejaron a
solas con Edwin. No se arrepentía de haber asistido a ese evento, pero debía
tener una conversación seria con Karen y las demás.
—Creo que nos han dejado solos —comprendió su acompañante, con la
barba canosa y los ojos verdes.
—Mucho me temo que así es. No hay que subestimar a una Cavendish y
mucho menos a cuatro —sonrió, siguiendo el camino entre los arbustos.
—Me da la sensación de que pretenden unir a dos viudos muy queridos
para ellas.
—Nos quieren mucho y desean nuestra felicidad, eso es todo. Pero
estoy convencida de que ambos tenemos claros nuestros sentimientos.
—Lamento mucho tu perdida —Miró al frente, hacia al horizonte—. El
teniente Silvery fue un gran ejemplo en la guerra de Crimea. Hay soldados
que aún hablan de él. No podemos decir lo mismo del General William, que
también estuvo presente en...
—¿El General William? —inquirió. Había tratado de enterrar ese
nombre, de no recordar las barbaries de ese malnacido... pero nunca podría
perdonarle que fuera el culpable, directo o no, de la muerte de su esposo. Se
le llenaba el estómago de bilis con solo recordarlo.
—Sí. ¿Por qué? ¿Lo conoces?
—Demasiado bien.
—Hay rumores sobre que hizo una mala gestión en el campamento de
Balaklava. Hace un par de semanas me llegó su informe, la Reina quiere
que investigue sobre el caso —explicó el Duque.
Alice no podía creerlo. ¡Dios le estaba dando la oportunidad de
vengarse de William! Y no pensaba desaprovecharla.
—Yo sé muchas cosas sobre ese hombre, Edwin. Y no solo yo, tengo a
más testigos.
Edwin, que un día fue teniente y presumía de uno de los Ducados más
influyentes del país, enarcó una ceja ante la declaración de su cuñada. —
Explícate.
—Verás, cuando me llegó la información sobre que Hugo había muerto,
no me lo creía. Me negué a hacerlo porque yo sentía, en el fondo de mi
alma, que seguía vivo. En contra de los deseos de mi suegro, me embarqué
en una misión de búsqueda hacia Ucrania.
—¿En qué año?
—Poco después de que firmaran la paz... En el año 1856. Tengo
testigos, Karen me ayudó a escapar. Hermione, la Duquesa Viuda d'Orléans
también colaboró... Entre otros. Con mucha dificultad, pero con mucho
esfuerzo, llegué al campamento de Balaklava. Lo que vi allí me horrorizó y
me apenó por partes iguales. No era solo cuestión de una mala
organización, sino de alevosía, de corrupción. Guardo un mapa táctico que
encontré en un escritorio. Lo tengo entre los pliegues de mi diario, en
Lanhydrock House. En él se ven los movimientos que ordenó el General
William.
—¿Puedes pedir que te lo manden?
—Sí, tengo gente de confianza que puede hacerlo.
—Necesito que te quedes aquí. Quiero que me cuentes todo lo que sabes
y que pidas a tus testigos que colaboren. Si hubo una mala gestión...
—No solo se trata de eso, como ya he dicho antes, es un corrupto
malnacido. Violaba y secuestraba a mujeres para venderlas. Robaba a los
civiles... Incluso trató de prostituirme.
—Daré órdenes a mis hombres para que hagan una investigación
exhaustiva del caso y reúnan todas las pruebas posibles... No te preocupes,
Alice. Lo mandaremos a la horca.
Rompió a llorar. Nunca imaginó que tendría la oportunidad de hacer
justicia. Edwin la abrazó. —Gracias, muchas gracias. Al menos podré
vengar la muerte de mi marido.
—No tienes por qué dármelas.
Karen, Gigi, Elizabeth y Elisa los vieron abrazándose y dieron un salto
de alegría. —Somos las mejores celestinas de toda Europa! —aplaudió
Karen.
—Están hechos el uno para el otro, dos lobos solitarios —añadió
Elizabeth, melancólica.
—Los dos han sufrido mucho, se lo merecen.
La reunión familiar había concluido con éxito a pesar de que cada
miembro tenía sus propios motivos para estar feliz, reales o no.
Capítulo 10
Alice colaboró con Edwin, le relató todo cuanto había visto y vivido en
Balaklava. Los testigos escribieron cartas o se comprometieron a
comparecer en el juicio. Estaban dispuestos a hacer justicia. El nombre del
General William resonaba en las cámaras europeas y no era para bien. Los
rumores se habían hecho tan fuertes que las investigaciones corroboraban
que eran ciertos y nadie estaba dispuesto a perdonarlo.
Era solo cuestión de tiempo que ese villano fuera sentenciado y ella
estaría presente para verlo morir. Se sentía extrañamente satisfecha aunque
sabía que nada de eso no le devolvería a su amado. Llevaba varias semanas
en Chatsworth House, no había vuelto a Lanhydrock House por razones
evidentes. En su lugar, avisó a su suegro y a su cuñada de los motivos de su
retraso y obtuvo respuestas muy positivas, sobre todo por parte del Conde,
que la animó a mandar a "ese cerdo a la horca". —Tía Alice, papá quiere
verte en el despacho —le informó su sobrina, que llevaba el mismo nombre
que ella. Audrey decidió honrarla con ese gesto diecisiete años atrás.
—Gracias, ahora mismo voy —Dejó la taza de té sobre la mesa del
salón y se dirigió al estudio del Duque. Edwin era un hombre taciturno,
recto y serio pero a la vez gozaba de una forma especial de transmitir
afecto. Se sentía muy cómoda a su lado, no podía negarlo. Y le daba la
sensación de que él también disfrutaba de su compañía. Eran almas afines,
muy similares. Como si siempre hubieran pertenecido a la misma manada.
Quizás, si no hubieran existido los fantasmas que los rondaban, surgiría
algo entre ellos.
Sin embargo, el amor por sus lunas era superior a cualquier afecto que
pudieran profesarse y no eran capaces de ir más allá de una bonita amistad.
—¿Me has mandado a llamar? —Entró, después de tocar dos veces
sobre la puerta de roble—. Oh, disculpe, no sabía que estaba aquí —se
disculpó ante el Mayor Wilson, el mismo que le informó de la muerte de su
marido tiempo atrás. Estaba de pie en un rincón con la gorra en el brazo.
¿Qué estaba haciendo allí?
—No se preocupe, milady —se apresuró en decir.
—Alice, por favor, siéntate —pidió el Duque con el semblante serio.
¿Por qué tanto secretismo? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué hacía ese
oficial en el despacho de Edwin? Solían entrar y salir militares debido al
rango de su cuñado, pero no eran presentados a la familia. Tomó asiento,
extrañada. —Por favor, Mayor Wilson, diga lo que tiene que decirle a lady
Silvery.
—Lady Silvery —Se cuadró frente a ella. —Supongo que está al
corriente de la investigación que se está cursando sobre el General William,
el hombre que estuvo al frente en la batalla de Balaklava y que dirigía el
campamento de esa misma ciudad.
—Así es —convino, mirándolo fijamente con el ceño fruncido.
—Bien, tras una escabrosa labor de averiguaciones, patrullas y
exploraciones de los terrenos, he de pedirle disculpas —Ella enarcó una
ceja, sin comprender qué quería decirle ni a dónde quería llegar. —Milady
—Cogió aire el Mayor. —El teniente Silvery sigue vivo.
—¿Qué? —rio, después de un largo e incómodo silencio—. ¿Es una
broma? —Negó con la cabeza. —Yo misma vi la tumba de mi marido, cerca
del río Bulganek. Estaba enterrado en el patio de una mujer que se hacía
llamar Elizaveta.
Explicó, tratando de sobreponerse y de no enfadarse por la estupidez de
ese hombre. ¿Qué pretendían al remover sus sentimientos? Eso solo le hacía
más daño. Tenía a su dolor controlado, a su locura dominada y a su agonía
mitigada. No necesitaba que alguien la confundiera con más errores.
—Puede retirarse, Mayor Wilson —Hizo una corta reverencia y salió de
inmediato. —Alice, quiero que estés muy tranquila, ¿de acuerdo? Esto no
es fácil. Me pongo en tu lugar y no sé cuál sería mi reacción. Pero te
estamos diciendo la verdad, Hugo está vivo.
Removió sus pupilas celestes sobre las de Edwin, él no la mentiría. Él
no le diría algo de lo que no estuviera completamente seguro. Un escalofrío
le invadió la barriga y subió de forma desagradable hasta el cuello. ¡Hugo!
¡Vivo! Por Dios que no tendría vidas suficientes para agradecer tan enorme
bendición. Se llevó las manos sobre los labios, ahogando un grito de
emoción y lloró aliviada. No le importaba cómo estuviera ni dónde, solo
quería volver a verlo y tirarse a sus brazos como un niño impaciente se tira
al lago. —¿Dónde está? —preguntó—. Entonces... esa tumba que vi....
—Alice —Edwin se levantó y se puso a su lado, colocándole una mano
sobre el hombro—. No es el mismo hombre que tú recuerdas. Tiene otra
vida.
—No entiendo... —Sintió miedo. ¿Otra vida? ¿Qué vida? ¿Qué vida
podría tener Hugo sin ella?
—Hugo descubrió las vilezas del General William y trató de frenarlo.
Pero el General es un hombre acostumbrado a salirse con la suya y mandó
al teniente a una muerte segura. Algunos incluso han insinuado que fue
alguien de nuestro mismo bando quien lo disparó.
—¿Qué? —Se levantó de la silla con un movimiento brusco, furiosa—.
¡Siempre supe que ese hijo de ramera era el causante de todos mis males!
—espetó, dejando correr su sangre de plebeya y de bastarda.
—Supongo que el objetivo del General fue el de matarlo. Pero no contó
con que Hugo perdiera la memoria. Le perdonó la vida, pero lo han estado
manipulando durante todos estos años. Hay una mujer, esa tal Elizaveta...
Trabaja para William, es una rusa que vivió aquí en Inglaterra durante un
tiempo y se ganó los favores del General. Ya puedes imaginarte cómo...
—Me dijo que era enfermera...
—No lo es. Y nunca lo ha sido. Es una vulgar... ya sabes.
—¡Una prostituta!
—Exacto.
—¿Y qué tiene que ver ella con todo esto? ¿Por qué estaba la tumba de
Hugo en su patio?
—Alice —La cogió por los hombros. —Le han hecho creer a Hugo que
Elizaveta es su esposa.
Los ojos estuvieron a punto de salirle de las órbitas. Hubiera matado a
William, a Elizaveta y al mismísimo rey si los hubiera tenido delante.
¡Hugo solo tenía una esposa! ¡Y era ella!
—¿Dónde está Hugo ahora? En cuanto me vea recuperará la memoria y
todo esto será una pesadilla de la que nos olvidaremos —resolvió—. No
importa que le hayan hecho creer que esa mujer es su esposa. Él sabrá quién
es su verdadera mujer si me ve.
—Elizaveta ha sido apresada junto a los demás implicados en la trama.
Hugo está recluido en un cuartel a escasos kilómetros de aquí.
—¿Qué dices? ¿Por qué lo tenéis encerrado? ¿Por qué no me lo habéis
traído? —Se molestó con Edwin, apartándose de él—. ¡Es mi marido! ¿Se
lo habéis comunicado al Conde?
—No lo sabe nadie. Es información confidencial hasta que todo este
asunto no se esclarezca. Alice... Él defiende a Elizaveta. No entiende qué
está ocurriendo... Tienes que pensar que han pasado tres años y que muchas
cosas han podido suceder durante este tiempo.
—¿Cómo qué? ¿Cómo qué, Edwin? ¿Qué es tan grave como para que
no hayas podido traérmelo?
—Es un peligro para ti y para todos.
—¡Mi marido nunca será un peligro para mí! ¿De qué estás hablando?
Quiero verlo —determinó, dirigiéndose hacia la puerta.
—Alice —La detuvo Edwin por el brazo. —Él cree fervientemente que
solo tiene una familia.
¿Familia? ¿Plural? Entendió perfectamente las palabras de su cuñado
pero decidió ignorarlas. No iba a escuchar a nadie hasta que no viera a
Hugo. Él era su amor, se pertenecían el uno al otro. Y ni mil rameras
podrían cambiar eso.
Se habían aprovechado de él, de su vulnerabilidad. Lo habían
manipulado. ¿Qué culpa tenía él? Quizás otras mujeres se regodearían en
los celos, pero ella no. Sabía perfectamente lo que era perder. Y no iba a
seguir perdiendo por cosas que debían quedar atrás. Si tenía algo que
recriminarle, ya se lo había perdonado tiempo atrás. Ahora, solo quería
abrazarlo. Perderse en sus ojos grises y besarlo hasta que no le quedara
aliento.

Hugo, o como él creía que se llamaba, Albert, daba vueltas dentro de un


cuartillo custodiado por militares ingleses. ¿Era así como le pagaban sus
años de servicio al ejército británico? Habían apresado a su mujer y se
habían llevado a su único hijo, Hanz.
Seguía sin recordar los años previos a la guerra. El primer recuerdo que
tenía era el del padre de Elizaveta, William. Él lo había guiado por ese
camino arduo que era el de vivir sin memoria. Le hizo comprender quien
era su esposa y donde estaba su familia. Y ahora querían hacerle creer que
todo era mentira. Le habían dicho que su esposa era una enemiga del país y
que su suegro no se dedicaba a comprar y vender telas, sino que era un
General corrupto. ¿Qué estaba sucediendo?
Le dolía la cabeza.
Estaba nervioso.
Ya no sabía qué pensar.
Según le había contado su suegro, venía de una familia inglesa de bajos
recursos y había tenido la suerte de ingresar en el ejército. Sus padres
estaban muertos por lo que no tenía a nadie en ese mundo excepto a ellos.
Incluso le habían mostrado los documentos en los que se justificaba su
matrimonio con Elizaveta. ¿William lo había engañado? ¿Su esposa lo
había manipulado?
Era cierto que siempre sintió un vacío en su corazón. Elizaveta nunca lo
llenó y estaba convencido de que no la amaba. Y ella lo sabía, sabía que no
la correspondía con la misma intensidad. Era hermosa, le gustaba y le
guardaba un profundo afecto... ¿Pero amor? Amor tenía que ser otra cosa.
Eso no.
Sin embargo, por mucho que no la amara, ella le había dado un hijo y
esa era la única cosa real que tenía en la vida. Lo había visto nacer con sus
propios ojos, sangre de su sangre. No consentiría que nada malo le
sucediera. Y su enfado iba en aumento. —¡Dejadme salir! —Golpeó la
puerta con contundencia. Era fuerte, alto y corpulento. Por lo que cada vez
que daba un empujón a la puerta, esta cedía un poco más. Estaba a punto de
tirarla al suelo. —¡He dicho que me soltéis! ¡Devolvedme a mi hijo! —
Arrolló la madera y consiguió liberarse de la prisión.
Varios hombres trataron de detenerlo, pero consiguió sortearlos con
unos certeros puñetazos y golpes.
—¡Hugo!
Oyó a sus espaldas, mientras tiraba a un joven al suelo.
—¡Hugo!
Volvió a oír. Era esa voz... La voz que un día escuchó y que le removió
los intestinos. ¡Esa llamada! ¡La llamada a su alma!

***
Alice Silvery había llegado al cuartel en cuestión de horas. Ni siquiera
había usado un carruaje para ello, había cabalgado sin descanso con un solo
objetivo: reencontrarse con él. No se olvidaba de su promesa, aún estaba a
tiempo de cumplirla. Tampoco se olvidaba de sus palabras: "pase lo que
pase, seamos quienes seamos, nuestros cuerpos se pertenecen". Quizás él
fuera otro, quizás tuviera otra vida, otros hijos... Pero ella seguía siendo su
dueña, su esposa, su compañera, su único y verdadero amor.
Solo ella sabía lo que habían vivido. Lo que sentían cuando estaban a
solas, en la intimidad de su alcoba. No era pasión, era amor del bueno. De
ese que traspasa fronteras, clases, edades y hasta muertes.
Entró sin preguntar, no quería dar explicaciones. Sudada, con las
mejillas enrojecidas y casi ahogada, se dirigió hacia el interior del
acuartelamiento, seguida por Edwin. Estaba despeinada y llevaba un traje
negro. En un instante de estúpida vanidad pensó que le hubiera gustado
presentarse frente a Hugo con algún atuendo mejor. Pero no tuvo tiempo de
cambiarse. Se hubiera presentado en camisón si hubiera sido menester. Solo
quería verlo, a cualquier precio
—¡Dejadme salir!
¡Era su voz! Su voz metálica. Su voz fría. El corazón le bombeó con
fuerza tras años de podredumbre, la sangre gorgoteó de sus entrañas
inundando su estómago y llenando su boca de emoción. ¡Era él! ¡Solo él!
El mundo desapareció a su alrededor. Lo buscaría en esa vida y en mil
vidas más. Otro país, otra vida, otra persona... Pero el mismo amor. —
¡Dejadme salir!
—¡Abridle! —ordenó ella.
—Milady, es un peligro. El teniente no conoce a nadie.
—¡He dicho que lo dejéis salir!
Pero Hugo salió por sí solo. Lo vio aparecer, seguía siendo tan alto
como lo recordaba. Tan fuerte como cuando la sostenía entre sus brazos y le
decía que nada malo podría pasar. Tenía el pelo largo y barba de tres días.
Había abandonado su estética aristocrática, pero su nariz de noble no
engañaba a nadie. ¡Qué guapo! Las mariposas estallaron anunciando la
primavera después de un largo y duro invierno. —¡Hugo! —nombró,
dándole vida a su garganta después de haber muerto junto a ese nombre.
Él se detuvo. Dejó de golpear a diestro y siniestro como un animal
enjaulado. —¡Hugo! —repitió, dejando correr las lágrimas y sonriendo al
mismo tiempo.
Se giró lentamente, al ritmo de suspiros contenidos.
Lo primero que vio fueron sus ojos plateados. La plata de sus orbes
estaba endurecida, pero poco a poco, se fue deshaciendo. Murió y revivió
en su mirada un par de veces, antes de correr a su regazo. Cogió impulso y
se tiró sobre sus brazos.
No le importaban ni las normas del decoro ni el protocolo. Se aferró a
su cuerpo con desesperación. Lo besó sobre los labios, sobre las mejillas y
sobre el cuello. —Hugo... Oh, Hugo —Se deshizo como un trocito de
mantequilla en el sol. La loba estaba con su luna. El placer la invadió,
abrazándolo bien fuerte y volviendo a besarlo diez veces más. Clavó sus
ojos turquesa en los de él, buscando respuestas ante su mutismo.
—¿Es muy tarde para cumplir mi compresa? —habló al fin, mirándola
como antaño.
La besó con necesidad, sintiéndose lleno. Hugo la reconoció nada más
verla. ¡Su loba! Su amor verdadero. El pelo rubio del que se enamoró, el
rostro perfilado del que estaba obsesionado, los ojos turquesa que lo
enloquecían... ¡Alice! Oh, ¿cómo había podido olvidarla? Ni cien golpes en
la cabeza justificaban semejante locura.
Se besaron en público apasionadamente. Se abrazaron y se apretaron
hasta que los presentes decidieron dejarlos a solas.
Edwin se alegró por ellos y se retiró al ver que Hugo no haría daño a
Alice, sino todo lo contrario.
—Ven aquí —gruñó Hugo. La empujó en el interior de una sala vacía y
la cerró con pestillo—. ¡Dios! —alabó, acariciando el pelo de Alice y
devorándola con la mirada—. ¿Cómo he podido olvidarte?
—No ha sido tu culpa —lo besó—. No ha sido tu culpa, ¿de acuerdo?
—lo consoló al ver el dolor en sus ojos—. No lo sabías. No...
—Lo siento, lo siento tanto... —Se arrodilló y se abrazó a sus piernas,
arrepentido—. Siento haberme ido, siento haberme dejado atrapar por ese
canalla de William y siento...
—No lo digas —Se arrodilló ella también, tomando el rostro hercúleo
de su esposo entre sus manos—. Seamos quienes seamos, ¿recuerdas? Tú
eres mío y yo soy tuya. El resto puede arreglarse. Me conformo con tenerte
sano y salvo.
—Te amo, Alice. Nunca la amé. Te lo prometo. Ella solo...
—Olvídate de ella y bésame —Lo cogió por el cuello y lo obligó a
besarla.
Hugo se abrió paso entre los pliegues carnosos de su mujer y se
embriagó de su elixir femenino, recobrando el sentido que había perdido
durante aquellos años. La intimidad de la sala los empujó a dejarse llevar.
Cada beso y cada caricia eran un bálsamo curativo para ambos.
Le arrancó sus ropajes negros, recordándole que el luto ya no era para
ella.
Le acarició el cuerpo con fruición mientras lo desnudaba. Vio su cicatriz
en la pierna, ese famoso disparo que lo apartó de su lado. —Te amo Hugo.
Te amo —Acarició su miembro metálico—. Te busqué por todas partes.
—Quiero que me lo cuentes todo —La tumbó sobre el suelo,
completamente desnuda a excepción del camisón y le tocó la intimidad, que
ya estaba empapada. Ella respondió con un gruñido placentero,
regodeándose bajo el tacto de la mano que quería satisfacerla. Cuando ya no
quedaba más agua, se incorporó para sentarse a horcajadas encima de él.
Hizo correr el miembro viril en su interior, abrasándose.
Sentirlo tan dentro fue una liberación por lo que se movió con fuerza y
deseo hasta que un líquido caliente la invadió y ambos alcanzaron el
clímax.
Sudorosos y satisfechos, se quedaron quietos, una encima del otro,
corazón con corazón.
—¿Los niños cómo están? ¿Y mi hermana?
—Todos estarán felices de verte de nuevo, Hugo.
—¿Cómo tú?
—No tanto como yo. Quiero que me hagas el amor cada noche.
—Te lo haré de mil maneras, te lo haré todo. No me iré, ya no te dejaré
sola.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Capítulo final
A Hugo y Alice Silvery les hubiera gustado volver a casa, al lado de su
familia. Pero se tuvieron que conformar con escribir una misiva explicando
las buenas noticias. Tenían que quedarse cerca de Londres, donde se
celebraría el juicio en el que estaban obligados a asistir.
Alice estaba muy feliz por haber recuperado a su marido y al padre de
sus hijos. Estaba convencida de que tanto Arthur como Aldara estarían muy
contentos de ver a su amado padre de nuevo. ¡Qué felicidad!
Por supuesto que le dolía que Hugo hubiera formado otra familia
durante ese tiempo. Pero eran más fuertes las ganas de estar bien, de saber
que estaba vivo, que los celos. Al final de cuentas, todo lo que hizo fue bajo
un estado de amnesia y manipulación. El General William le había hecho
creer todo cuanto quiso con el fin de tenerlo controlado. Al menos, le
perdonó la vida. Y con eso se conformaba después de tanto sufrimiento.
Ambos se merecían retomar sus vidas y volver a ser felices. Se amaban
incondicionalmente, por encima de cualquier obstáculo, y eso era lo que
importaba. Todo lo demás se podía solucionar, absolutamente todo. —
¿Estás nervioso? —le preguntó, a las puertas del orfanato en el que habían
derivado a Hanz, el hijo de su esposo. Edwin les había concedido el
permiso para recogerlo. Ya no había motivos para privar a Hugo de su
vástago, aunque este fuera un bastardo.
—No estoy nervioso —negó, haciendo brillar sus ojos fríos—. Pero
temo tu reacción. No quiero perderte, ahora no. Ahora que sé lo que es vivir
sin ti, sería incapaz de soportarlo.
—No me perderás —Le devolvió la mirada. —Lo que has hecho, no lo
has hecho con pleno uso de tus facultades. Si hubieras tenido memoria, juro
por Dios que ya no estarías vivo por tu deslealtad. Pero todos sabemos qué
ocurrió y por qué este niño está entre nosotros. Así que nadie puede
recriminarte nada, ni siquiera yo.
—No sé cómo agradecerte tanta comprensión. Eres una gran mujer. —
Le pasó un brazo por encima del hombro y la besó sobre la mejilla.
—Solo quiero volver a casa, con los niños. Con tu hermana... Y con tu
padre. Nada más. Para mí es un sueño hecho realidad verte aquí, conmigo.
¡Había creído que estabas muerto! ¿Sabes lo que significa? Me había
muerto junto a ti, no tenía ganas de nada... Te lloraba cada noche. La vida
me ha hecho un regalo y no pienso desaprovecharlo. Por nuestro amor,
olvidaré el asunto de Elizaveta.
—Lo más seguro es que termine ahorcada, junto a William. Todos los
traidores serán sentenciados. Han jugado con el nombre de Inglaterra y han
cometido delitos imperdonables.
—Disculpen la espera —Salió la monja con un niño en brazos—. Aquí
está Hanz tal y como me han solicitado a través del documento firmado por
el Duque. Solo necesito que me firmen aquí—Extendió una hoja hacia
Hugo mientras entregaba el pequeño a Alice.
Alice de pronto se vio cargando a esa criatura. Era muy extraño. No era
su hijo, pero era el hijo de su esposo. Un bastardo. Al igual que ella lo era.
Lo miró fijamente, era clavado a Hugo. Incluso tenía más similitudes que el
propio Arthur, aquello le molestó un poco, pero decidió tragarse la envidia
materna. Hanz tenía el pelo negro como su padre y presumía con orgullo la
marca de los Silvery: un par de ojos grises plateados. Su hijo Arthur
también los tenía grises, pero su pelo era rubio como el de ella.
La monja se lo había entregado a ella al ser la única mujer presente,
pero en cuanto salieron se lo dio a Hugo. Sabía que el niño no tenía ninguna
culpa, pero le costaría un tiempo asimilarlo. No era capaz de mimarlo y ni
mucho menos de cuidar de él. —Lo siento, Alice. Si quieres podemos
buscar a otra familia para Hanz —propuso su marido, una vez en el carruaje
de vuelta a Chatsworth House.
—¿Darlo en adopción?
—Sí, hay muchos matrimonios deseosos de ser padres. No tienes por
qué cargar con esto. Sé de familias honradas y bien posicionadas que lo
aceptarían con sumo gusto.
Las palabras de Hugo decían una cosa, pero su mirada decía otra.
Abrazaba al niño con amor y se notaba a la legua que le guardaba un
profundo afecto; normal, era su hijo. ¿Qué esperaba?
—Se parece mucho a ti —comentó.
—Todos mis hijos se parecen a mí —la corrigió, comprendiendo sus
celos.
—Arthur tiene el pelo rubio. Y Aldara también.
—No busco similitudes a través del color de pelo, Alice. Arthur es mi
primogénito, mi hijo legítimo. El fruto de nuestro amor. Y Aldara es mi
ojito derecho. Mi niña... Mi Alice en versión diminuta. Me gusta que mis
vástagos se parezcan a ti, porque eres lo que más amo en este mundo. No
necesito que sean como yo, solo que nazcan de tu vientre. Hanz es mío,
pero no puede sustituir a los demás. Es imposible.
—Me estoy comportando como una niña —Suspiró. —Solo dame
tiempo, no quiero que lo des en adopción. No sería justo ni para él ni para
ti. Yo también soy una bastarda y sería incapaz de actuar de un modo tan
cruel con una criatura inocente. Él no tiene la culpa de nada.
—Y yo que detestaba a los bastardos...
—No me lo recuerdes.
Alice volvió a mirar al niño. Era bonito, muy tierno y tranquilo. Reparó
en que no tenía el hoyuelo en la barbilla. Su marido lucía un atractivo
hoyuelo en su barbilla que Arthur también había heredado. ¡Qué
estupideces estaba pensando! ¿Eran esos los celos de una madre? Fuera lo
que fuera, era insano e ilógico. Hanz la sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
Quizás podría llegar a encariñarse con él. Ella no era maliciosa por
naturaleza, así que haría un esfuerzo por comportarse dignamente.

Día del juicio.


Alice se había vestido con su mejor traje. Uno de terciopelo azul con
escote decente pero pronunciado. El pelo lo había abullonado dándole un
aire de sofisticación inigualable. Y, para mostrar un poco de recato, llevaba
un chal por encima de los hombros. Estaba de celebración porque iba a ver
a William y a Elizaveta contra las cuerdas. Estaría en primera fila para
aplaudir cuando el juez dictara sentencia. Ya tenía el atuendo preparado
para el día del ahorcamiento, ese era de color rosa con flores estampadas en
las mangas.
—Querida, sé que has llevado el negro durante mucho tiempo, pero...
—Pero nada, Hugo. Déjame saborear este momento después de tanto
tiempo esperándolo.
Los acusados entraron en la sala. Eran varios, desde el lacayo que fue
cómplice hasta el máximo culpable, William. El General anduvo por el
pasillo central con la mirada al frente, sus ojos verdes no expresaban ni un
mínimo de arrepentimiento. ¡Detestable!
Los testigos subieron a la palestra uno detrás de otro. La mayoría eran
desconocidos y otros no tanto. Entre ellos estaban Oxana y Alex, que
habían acudido por expresa petición de Alice.
—Es el turno de Alice Silvery —determinó uno de los magistrados.
¡Qué bien! ¡Era su hora! Se incorporó de un salto y subió a la grada de
los testigos. Lo primero que hizo fue mirar al viejo William y supo, por su
mirada, que la había reconocido. ¡Perfecto! —Señoría, yo soy la esposa del
teniente Silvery, el oficial que fue injustamente secuestrado y manipulado
por parte de este señor y de su secuaz, Elizaveta. —Miró a la prostituta. —
El Mayor Wilson, aquí presente —Señaló al militar que estaba de pie en un
rincón de la sala. —Me informó de la muerte de mi esposo en el año 1856,
pero yo sentía en el fondo de mi corazón que él no estaba muerto. Por eso
me embarqué en una expedición en su búsqueda. Testigos de ello son mi
lacayo, Roy. Y la Duquesa Viuda d'Orléans, que ha mandado una misiva
con su sello corroborando mis palabras —Mostró una carta que un soldado
recogió y entregó al juez. Esperó a que la leyera y prosiguió. —Tal y como
dice la Duquesa en esa misiva, me ofreció su ayuda legándome a su lacayo,
Alex —Señaló a su bello amigo. —Con él llegué a Balaklava y conseguí
infiltrarme en el campamento del General William. Lo que vi allí me
horrorizó. No solo por las malas condiciones de higiene y la escasez de
alimentos, sino por la obsesión del General en seguir bombardeando
poblados cuando ya se había firmado la paz. Era muy sospechosa su actitud.
Y me confirmó que sus intenciones eran perversas el día que intentó
prostituirme —Un coro de voces indignadas se levantó entre el público. —
Obviamente él no conocía mi verdadera identidad ni yo tenía la confianza
suficiente como para revelársela. Así que creyendo que yo era una plebeya,
me acorraló y me instó a ser la prostituta del campamento incluso en contra
de mi voluntad. Tuve la fortuna de que Alex, que se hizo pasar por mi
hermano, intercedió por mí y pude liberarme de tan fatal destino. No quiero
imaginar qué les habrá sucedido a otras compatriotas. Y cuando pensaba
que ya lo había visto todo, esa misma noche, después del incidente, me
encontré con dos soldados que intentaron forzar a Oxana, esta joven rusa
que ha venido por mi petición y que puede contarnos su versión de los
hechos. Descubrí que el General William era un corrupto —Lo enfrentó,
clavando los ojos turquesa sobre los del villano. —Que se dedicaba a
secuestrar mujeres para venderlas como prostitutas y que robaba casas de
civiles para llenar sus propias arcas.
—¿Vio a Elizaveta en su estancia en Balaklava? —preguntó el
magistrado, un hombre de pelo blanco y ojos pequeños ocultos tras unas
lentes enormes.
—Por supuesto que la vi. En mi desesperación por encontrar a Hugo,
llegué hasta una casa cerca del río Bulganek. En ella estaba la tumba de mi
esposo, Elizaveta me hizo creer que había muerto y que lo habían enterrado.
Jamás me contó la verdad —La miró fijamente, con rabia y satisfacción—.
Se regodeó en mi sufrimiento y me dejó marchar cuando en realidad tenía a
Hugo escondido en su habitación.
Su momento había finalizado, le pidieron amablemente que se retirara y
llamaron a Hugo. Su marido contó detalles bélicos y entregó documentos
como pruebas que sustentaban sus palabras. También explicó la
manipulación vivida por parte del General cuando perdió la memoria, el
hecho de que le hiciera creer que Elizaveta era su esposa y todo lo que le
ocultó durante tres años.
Al finalizar, Edwin, su cuñado, presentó una larga y extensa
investigación en la que expusieron y se clarificaron más crímenes.
El General William estaba acabado.
El litigio fue largo, de más de ocho horas. Pero mereció la pena, al
menos para Alice. En ese transcurso se probó que nunca hubo matrimonio
legal entre Hugo y Elizaveta. Lo que supuso un alivio para el
matrimonio. —Es mi honor y mi privilegio —ultimó el juez—. Sentenciar a
William Ludlow con la pena máxima por traición. Mañana será ahorcado
siguiendo el proceso habitual y conforme dicta la ley. Elizaveta Svetlana,
cómplice y secuaz del anteriormente mencionado, deberá cumplir con la
misma sentencia por haber retenido por tres años al teniente Silvery con la
clara intención de adulterar la verdad con fines criminales... —El discurso
siguió por treinta minutos, enumerando cada uno de los veredictos.
Finalmente, los traidores desfilaron por el pasillo central en dirección a
sus celdas. Para ello, tuvieron que pasar entre los bancos de los testigos y
afectados. El General William se detuvo un segundo frente a Hugo, solo lo
miró y luego siguió su camino. Elizaveta, con el rostro desencajado y
llorando a lágrima viva, se tiró a los pies del que un día, injustamente,
consideró su marido—Por favor, por favor, ayúdame. Soy tu mujer, soy tu
esposa. La madre de tu hijo...
—Eres la madre de mi hijo —replicó Hugo con frialdad—. Pero no eres
mi esposa, nunca lo fuiste. Te has estado burlando de mí y has hecho sufrir
a mi familia. No mereces otra cosa que la muerte. Si me amaras, me
hubieras dicho la verdad. A costa de tu felicidad, me hubieras dicho que
tengo hijos, padre y hermana... Que tengo una maravillosa esposa a la que
nunca podrás igualar.
Elizaveta, sollozando, se levantó del suelo y se limpió las lágrimas. —
Al menos dime qué pasará con mi hijo —suplicó.
—No mereces saber nada. Sigue tu camino hacia la celda.
—Por favor.
Alice se dio cuenta de que esa mujer no conocía nada a Hugo, él era el
hombre más frío del planeta si se lo proponía, sobre todo si sentía engañado
o burlado de algún modo. —Vete.
—¡Solo quiero saber que estará bien! ¡Es mi hijo! —repitió, mientras
dos lacayos la arrastraban hacia fuera.
La multitud se disipó tras el encarcelamiento de los acusados. Salieron
de los tribunales con los ánimos renovados y felices por haber hecho
justicia. Todo eran felicitaciones, halagos y buenos deseos. —Espérame un
momento, Hugo —pidió, volviendo a dentro del edificio.
—¿A dónde vas?
—Espérame, por favor. Solo serán dos minutos —Corrió lejos de él y se
acercó a uno de los guardias que custodiaban las celdas—. Quiero ver a
Elizaveta Svetlana.
—No están permitidas las visitas, milady.
—Déjela pasar —intercedió una voz conocida detrás de ella.
Era el Duque, Edwin. —Supongo que debo darte las gracias una vez
más.
—Y una vez más me veo obligado a decirte que no son necesarias.
Espero que ahora vuelvas a tu hogar y seas feliz. Te lo mereces, Alice.
—Así lo haré, Edwin. —Sonrió. —Espero que tú también encuentres la
felicidad.
—Yo ya soy feliz. Aunque algunos se empeñen en pensar lo contrario.
Le dedicó una última sonrisa cargada de estima y desapareció.
La guiaron hasta Elizaveta, la encontró sentada en una cama pordiosera
y la cara enterrada en las manos, llorando. —¿Has venido a regodearte de
mi sufrimiento? —le preguntó al verla.
—Eso es lo que harías tú. No he venido para verte sufrir. Aunque te lo
mereces, mereces tu destino.
—¿A qué has venido?
—He venido para decirte que yo cuidaré de tu hijo.
—¿Harás eso por mí después de todo lo que te he hecho? —preguntó,
esperanzada.
—No lo haré por ti. Lo haré por mi marido, Hugo.
—Eres una buena mujer —sonrió entre lágrimas—. Gracias, de
corazón... Gracias por ocuparte de mi hijo. Él es inocente.
—Lo sé.
—Y perdóname.
—Mejor pídele perdón a Dios.
Con esas últimas palabras se marchó bajo la atenta mirada de la
prostituta, que la admiró por su honorable gesto.
—¿A dónde has ido?
—A sanar mi alma por completo. Volvamos a casa, por favor —Lo
abrazó por la cintura y lo miró con amor. ¡Seguía siendo el hombre más
guapo de Europa!
—¿No quieres ver el ahorcamiento?
—Ya no quiero ver más sufrimiento. Quiero que volvamos a casa con
los niños. Que volvamos a ser una familia feliz.
—Está bien, mi loba. A tus órdenes. ¡Vayámonos! —Le abrió la puerta
del carruaje y la ayudó a subir para luego hacer él lo mismo.
—¿A dónde vamos, milord? —preguntó Roy.
—A casa.
Epílogo
Dos meses después del juicio.
—Hugo, mi amado hijo... mi mayor orgullo. Ahora puedo irme de este
mundo en paz, sabiendo que todo por cuanto he luchado en esta vida,
quedará en buenas manos. En las mejores. Siempre fuiste mi mayor logro,
no debes olvidarlo—susurró Arthur Silvery, Conde de Cornwall, a pocos
minutos de su muerte inminente.
—Papá —Le cogió la mano su atento heredero—. Cumpliré con todos
los deberes y obligaciones que me corresponden, así como mi hijo Arthur
aprenderá las mismas lecciones que tú me enseñaste. Vete tranquilo.
—Papá —sollozó Faith, acercándose con su silla de ruedas y cogiendo
la otra mano libre de su progenitor—. No quiero que te mueras, te quiero
mucho.
—Hija... Siento tanto el dolor que te causé... Eres tan bella como tu
madre —La miró con amor a través de sus ojos grises en decadencia.
—No tienes nada que sentir —le quitó importancia—. Estos últimos
años han sido los mejores de mi vida, a tu lado.
—Pero ya es mi hora —Tosió. —Ya tengo más de ochenta años y me
voy a sabiendas de que todo cuanto amo estará a salvo.
—Arthur, Aldara, dadle un beso al abuelo y salid con Alex al jardín —
ordenó Alice, sosteniendo las lágrimas. Los nietos obedecieron y salieron
cabizbajos de la mano del buen amigo Alex—. Arthur... —Colocó una
mano sobre su hombro.
—Mi bella nuera. Tan fuerte como hermosa. Sé que serás una gran
Condesa. Digna de los Silvery ¿Y Hanz?
—Aquí está —Mostró al niño de dos años que cargaba en su regazo.
—Eres una buena mujer —tosió—. La mejor que pudo haber entrado en
nuestras vidas. Me voy muy tranquilo... muy... tranquilo...
Liberó su último aliento, aquel que había estado reteniendo hasta todo
que estuviera en orden, y murió.
Un hombre regio, de profundos valores y que sería siempre recordado
por los Silvery.
La familia entera lloró su falta, pero era algo que, muy a su pesar, se
imaginaban que iba a suceder. El difunto Conde ya estaba muy débil desde
varios años atrás.
Hugo fue nombrado el nuevo Conde de Cornwall y, por consiguiente,
Alice se convirtió en Condesa. Una bastarda convertida en una noble.
¡Justicia divina! Nadie más que esa mujer merecía ese título. Había luchado
con garra y esfuerzo durante toda su vida, no se había rendido ni en las
peores adversidades y había tratado de ser justa en cada situación. Una
digna dama que no se avergonzaba de sus orígenes y que haría un buen uso
de su posición.
Seis meses después de la muerte del abuelo, Alex se presentó en el
despacho de Hugo Silvery con mucho respeto y bien vestido.
—Milord —Se cuadró el rubio. —Necesito hablar con usted.
—Por favor, cualquier cosa por el hombre que ayudó a mi esposa en sus
peores momentos —concedió Hugo, haciendo brillar sus ojos grises sobre
aquel hombre de buen carácter y naturaleza noble.
—Milord, como ya sabrá, su hermana y yo hemos entablado una sana y
bonita amistad —inició, algo nervioso—. Y es esa amistad la que me ha
llevado a sentir un profundo afecto por ella. Un afecto que podría llegar a
ser mucho más si me concediera el permiso para cortejarla. Sé que no soy
más que un simple lacayo y que quizás mi propuesta sea demasiado
atrevida. En ese caso, si le he ofendido, me iré y le prometo que nunca más
volveré a incomodar a esta familia.
—Mi hermana ya tiene casi treinta años. Si ella desea contraer nupcias
contigo, yo no me opondré —resolvió rápidamente un asunto que él mismo
ya sospechaba desde hacía tiempo.
—¡Lo deseo! —Salieron de detrás de la puerta Faith y Alice, que habían
escuchado la conversación a escondidas—. Deseo casarme con él —repitió
la bella dama de ojos grises y pelo negro con una sonrisa.
—Entonces, yo no tengo nada más qué decir... Podéis ir a dar un paseo
por el jardín, Alice vendrá con vosotros, como vuestra carabina hasta que el
enlace se celebre. Las condiciones del matrimonio ya las negociaremos más
adelante.
Los dos enamorados salieron felices del despacho, Alex empujó la silla
de ruedas de Faith y esta se dejó hacer alegremente.
—Estoy muy orgullosa de ti —alabó Alice, dándole un beso tierno
sobre los labios—. Desde que volviste de la guerra te has convertido en el
hombre que siempre soñé. Antes ya te amaba... pero ahora te amo mucho
más. El antiguo Hugo jamás hubiera aceptado un enlace tan desigual y
mucho menos para su querida hermana...
—Sigo conservando mis ideales conservadores, pero mi corazón se ha
ablandado en estas cuestiones. Solo quiero la felicidad de los que amo. Y sé
que Faith será feliz con Alex. A pesar de que él es mucho mayor que ella,
compaginan bien. Sé que cuidará bien de mi hermana y eso es lo que me
importa.
—Faith se merece encontrar el amor y Alex es un gran hombre que me
ayudó mucho durante tu búsqueda.
—Lo sé —Señaló el diario que tenía sobre el escritorio y que cada día
leía e, incluso, releía.
—¿Lo estás leyendo? —preguntó algo abochornada—. Tengo una letra
horrorosa... He visto la de Faith y la mía son garabatos en comparación a la
suya. No sé escribir bien... por mucho que me esfuerce —Le subieron los
colores en las mejillas.
—Me gusta tu letra. Me gusta todo de ti, con defectos y virtudes. —La
abrazó. —Pero una pregunta, ¿por qué has puesto el diario de una bastarda
en el inicio?
—Porque es lo que es, el diario de una bastarda.
—Antes te molestaba que te llamaran de ese modo.
—Han cambiado muchas cosas...
—¡Papá! ¡Mamá! —interrumpió Arthur—. ¡Venid! ¡Venid! Hanz está
hablando.
Alice y Hugo se miraron y corrieron al salón donde el pequeño estaba
sentado en el sofá. —Vamos hermanito, vuelve a decirlo —instó Aldara con
dulzura.
—Mamá. Mamá —repitió el infante de forma torpe pero encantadora.
Alice sintió como una vibración le recorría la espina dorsal.
—Mamá —La señaló Hanz.
—Oh, mi niño —Se deshizo de amor, cogiéndolo en brazos para besarlo
sobre la sien—. Te queremos mucho, ¿verdad, niños?
—Yo sí, yo lo quiero mucho mami —corrió a decir la única niña
presente, que se había tomado muy en serio su papel de hermana mayor.
—¿Y tú Arthur?
—Por supuesto, cualquier niño que te llame mamá será también amado
por mí —repuso el heredero del Condado a sus trece años.
—¿Quieres cogerlo, Aldara?
—Sí, mamá.
—Gracias —susurró Hugo en su oreja.
—¿Qué le diremos cuando crezca?
—Lo que tú quieras que le digamos.
—Lo he estado pensando mucho y quiero que lo tomemos como nuestro
hijo en común. No quiero que crezca sintiéndose un bastardo. Sé lo que es
eso y no lo quiero para él. Ya lo amo... Lo amo como si fuera mío.
—Entonces no le diremos nada. No merece la pena hablarle de nadie
más que no sea de nosotros, su verdadera familia.
—Pero mucha gente sabe la verdad...
—¿La gente? La gente que diga lo que le quiera, amor mío. Lo que
importa es lo que digamos tú y yo. ¿No es cierto?
—Es cierto. Es nuestro hogar y son nuestras normas.
—Lo hemos conseguido, mi loba —La abrazó y la guio
disimuladamente hacia fuera del salón, lejos de las miradas de los niños.
—Espero que así sea —rio ella—. Ya tengo cuarenta años y no creo que
mi cuerpo aguante más desventuras. ¡Ni se te ocurra irte o yo misma te
mato!
—No me iré, te lo prometo... Y sabes que cumplo mis promesas. Pero
yo creo que tu cuerpo tiene mucho por dar todavía —gruñó, apretándole la
cintura.
—¿Qué quieres?
—¿Qué tienes?
—Esto —Le dio una bofetada, muy flojita, y corrió escaleras hacia
arriba mirándolo con picardía.
—Alice... No cambiarás nunca.
—¡Nunca! ¡Quiero vengarme por todo lo que me has hecho sufrir!
—Ven aquí, dejaré que te vengues de mí del modo en que te dé más
satisfacción —La siguió y la cogió en volandas, llevándola a la intimidad de
su alcoba. Era el momento de sanar las heridas, de retomar sus vidas y,
sobre todo, de amarse eternamente sin más incidentes que los propios del
día a día.

Cinco años después


Alice estaba muy ocupada con un encargo especial. Una dama de alta
alcurnia había pedido un vestido de novia diferente, estrambótico pero
elegante a la vez. Era un trabajo que no podía delegar en sus empleadas y
que debía hacer por ella misma. En su taller particular, una de las salas
acondicionadas para la costura en Lanhydrock House, pasaba horas y horas
trabajando en su pasión y verdadera vocación: la moda.
Su hijo mayor ya había ingresado en Eton y Aldara daba clases con la
institutriz por lo que tenía mucho tiempo libre cuando Hanz no requería de
sus atenciones.
—Milady, ha llegado correo para usted.
—Gracias, sir Henderson —Recogió las cartas y leyó que venían de
Francia.
La primera era una nota de defunción. Sabía perfectamente a quien
pertenecía, a Hermione. Su gran amiga había muerto a la admirable edad de
noventa y ocho años y aunque lo sentía en alma por perder a tan gran apoyo
y consuelo, comprendía que poco más se podía hacer ante una muerte tan
natural. Iría al entierro, debía preparar su equipaje. Quizás Hugo quisiera
acompañarla.
Rasgó la segunda carta, extrañada. Estaba enviada por un abogado
francés, pero iba firmada por Hermione, Duquesa Viuda d'Orléans.

"Querida Alice,
Dios te puso en mi camino para redimir mis pecados. He esperado a no
estar en este mundo para sincerarme contigo. De nada hubiera servido
decirte la verdad cuando no eras más que una muchacha necesitada de
apoyo y amistad. En ese momento no necesitabas confesiones, sino hechos.
Ambas crecimos siendo unas bastardas y moriremos siéndolo. Aunque
la sociedad se empeñe en maquillar nuestros orígenes debido a nuestros
rangos y títulos. En nuestra condición y en nuestros primeros años de vida,
tuvimos que luchar para sobrevivir. Como ya te conté muchas veces, mi
padre no me reconoció hasta que necesitó a una mujer para un enlace
ventajoso. Antes de eso, sufrí penalidades. Sufrí de comida, me insultaron y
me humillaron. Pero también tuve la gran suerte de conocer al verdadero
amor de mi vida que, de ningún modo, era el Duque d'Orléans. Ese amor
de mi vida era rubio como el sol. De origen inglés había venido a España
para estudiar, quería instruirse como uno de los mejores mayordomos y
había una escuela honorable en Madrid que podría catapultarlo a las más
altas esferas. Era el hijo de un mercader con el dinero suficiente como para
impulsar su carrera.
Me enamoré perdidamente de él. De sus ojos celestes y de su tez pálida.
En una noche de tantas, decidí entregarme a él. Pensaba que mi padre
nunca me reclamaría y que, por ende, era libre. Nunca imaginé que mi
destino sería el de convertirme Duquesa y mucho menos imaginé que mi
madre me obligaría a deshacerme de mi hijo. Entregué a Héctor a mi
amado y él se lo llevó a Inglaterra..."
Alice dejó de leer y cogió aire. ¡Estaba hablando de su padre! ¿Su padre
era hijo de Hermione?
"Cuando te encontré en la fiesta en honor a Enriqueta te reconocí al
instante. Eras igual que él y tenías la misma expresión que yo cuando tenía
tu edad. Eras mi nieta. Eres mi nieta. Comprenderás que no pude hacerlo
público, habían pasado muchas cosas desde ese entonces. Tenía muchos
hijos que podían perderlo todo por mi culpa. Así que decidí darte mi apoyo
incondicional en su lugar. Me convertí en una abuela para ti y creo que lo
conseguí.
Cuando vayas a Francia, mi abogado te hará entrega de la herencia
que he dispuesto para ti: cien mil francos, el palacete de Toulouse y toda mi
colección de joyas. Espero que me perdones por no haber sido sincera en
vida y que me recuerdes con amor. Yo te he amado mucho, más que a
ninguna de mis otras nietas.
Sé siempre tú misma,
Hermione.

—¿Por qué lloras? —interrumpió Hugo—. Me ha dicho sir Henderson


que ha llegado una notificación de defunción. ¿Qué ha pasado?
—Es Hermione... —sollozó, sentada en su taburete de trabajo y con la
carta empapada en la mano.
—Coge este pañuelo —Le extendió el pedacito de lino bordado con una
luna del que Hugo nunca se desprendía.

Fin.
Próxima novela

El deber convertido en pasión. Amélie es una rica heredera que vive


bajo una identidad falsa, lo único que desea es vivir lejos de sus enemigos y
llorar la muerte de su hermano en paz. Ella cree que puede escapar de su
destino hasta que... un caballero de ojos dorados la descubre y la obliga a
reclamar su herencia. Galán Goldener es un oficial del ejército con una
misión: cuidar y proteger a la hermana del Coronel Ringwood. Él solo
quiere cumplir con la promesa que le hizo a su mejor amigo en el lecho de
muerte, pero no esperaba verse atraído por su protegida y sentirse
condenadamente culpable por ello. Él es su protector y, a la vez, su mayor
perdición. Dos corazones resentidos a punto de abrirse a una escandalosa
pasión. ¿Conseguirán apaciguar su deseo? ¿O romperán con todas las
normas y se amarán sin condiciones?

A veces, el amor de tu vida llega después del error


de tu vida.
SOBRE LA AUTORA
MaribelSOlle es una escritora que tiene entre sus
éxitos "La Saga Devonshire"o "El duque y la
Plebeya". Próximamente publicará "El diario de una
heredera" y "El diario de una princesa rusa".
Si quieres encontrar sus obras, solo tienes que
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