Bojkyl
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cualquier medio, sea este electrónico, mecánico o por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin
el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede constituir
un delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y Siguientes del Código Penal). Obra registrada con
todos los derechos reservados.
Nota de la autora: secuela del diario de una bastarda que puede leerse de forma individual.
en esta historia corta no se pretende ridiculizar a ningún bando de los participantes en la
guerra de crimea. Todos los hechos son ficticios.
Contenido
Derechos de autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo final
Epílogo
Capítulo 1
El lacayo, Roy, cogió su mano para ayudarla a bajar del carruaje y ella
mostró su guante blanco de seda y su sombrilla plegada. Colocó un pie en el
escalón y bajó exhibiendo su hermoso vestido. Envuelta por terciopelo
verde y encaje beige hizo danzar su melena rubia bajo el sol de Cornualles.
—Lady Silvery, bienvenida de nuevo a Lanhydrock House —reverenció
sir Henderson, el mayordomo.
—¿Me habéis echado de menos?
—Sí, milady. Sobre todo, los niños.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Un coro de "mamás" se alzó. Se echó a reír y se abalanzó sobre ellos
para abrazarlos con fuerza.
—¡Alice!
Se giró con una sonrisa y vio a su esposo que seguía siendo el hombre
más guapo de Europa con su pelo negro y sus imponentes ojos grises. —
¡Hugo! —El futuro Conde de Cornwall la abrazó y ella le correspondió con
un corto beso sobre los labios.
—¡Puagh! ¡Qué asco! —se quejó Arthur al ver a sus padres haciendo
algo tan indebidamente repulsivo como besarse en los labios.
—¡Jovencito! Modera ese lenguaje.
—Sí, papá...
—¿Cómo os habéis portado en mi ausencia? —Cargó a Aldara, su hija,
con el fin de ver mejor sus enormes y aniñados ojos turquesa.
—Yo, muy bien, mamá —replicó como una auténtica princesita.
—¿Y Arthur?
—También muy bien, ¿verdad, tía Faith?
La tía Faith que era la hermana de Hugo sonrió. —Por supuesto,
pequeño diablillo. Aunque la cocinera se ha quejado de que alguien le ha
robado la tarta de chocolate que hizo esta mañana para recibir a tu madre.
—Se la comió el abuelo.
—Me declaro culpable.
Los presentes giraron la cabeza hacia el Conde que esbozó una sonrisa y
abrazó a su nuera. —Bienvenida a casa querida, he ordenado preparar otra
tarta para enmendar nuestra pequeña diablura, ¿verdad, Arthur?
—Sí, abuelo. ¿Mamá, me has traído algún regalo de Londres?
—He traído regalos para todos, la señorita Tracy os los dará en el salón.
La doncella salió del carruaje cargada con dos paquetes mientras los
lacayos descargaban el equipaje y lo entraban en el castillo.
—¡Bien! —chillaron de alegría los niños. Alice rio y soltó a Aldara para
que pudiera seguir los pasos de su hermano mayor y de Tracy.
—Creo que iré con ellos, la doncella no sobrevivirá a las avalanchas de
mis sobrinos. —Se retiró Faith, empujando su silla de ruedas con ánimo.
—Espera, hija, vendré contigo. Nos vemos a la hora de la cena —se
despidió su suegro.
—Mi loba... No sabes cuánto te he echado de menos —La abrazó Hugo,
una vez a solas en el vestíbulo.
—¡Pero si solo he estado fuera dos semanas!
Marido y mujer se miraron a los ojos con amor.
—Para mí ha sido una eternidad. La cama estaba helada sin ti... Creo
que no me acostumbraré nunca a tus viajes a Londres.
—Debo hacerlo, ya sabes que las trabajadoras esperan mis nuevos
diseños para confeccionarlos y exponerlos. La tienda de moda es un éxito.
—Lo sé y estoy muy orgulloso de ti —Le dio un beso. —¿Cómo te ha
tratado la capital?
—Como siempre. Ya lo sabes; tengo la fortuna de tener el favor de mis
hermanas y el de tu padre, no se atreven a insultarme en público. Y, querido,
después de diez años de matrimonio han dejado de importarme los susurros
a mi paso y los desprecios.
—¿Alguna vez te importaron?
—Lo cierto es que no —soltó una carcajada limpia, llena de energía. Su
imagen se mostró en los espejos del lugar y Hugo la cogió en volandas,
incapaz de resistir la belleza de su esposa.
—¿A dónde me llevas? —preguntó sabiendo la respuesta.
La cargó hasta la alcoba y la besó hambriento. La devoró lentamente
como si fuera la primera vez, como si jamás pudiera cansarse de ese cuerpo
con nombre de mujer. Ella se sintió deseada y respondió a su beso de
manera entregada. Llevaban una década casados, habían luchado para
encontrar esa merecida felicidad. Pese a sus diferencias sociales (él un
noble de alta cuna y ella una bastarda trabajadora) habían construido una
familia llena de amor, respeto y armonía. Su hijo, Arthur, ya tenía diez años
y Aldara, el ojito derecho de la casa cumplía los seis.
—Sigues siendo tan hermosa como la primera vez que te vi —Rozó su
cuello con los labios. —Tienes el mismo rostro de porcelana, el mismo pelo
rubio, los mismos atributos... —Apretó sus senos con un gruñido.
—Te alegrará saber que tú sigues siendo el hombre más guapo de
Europa —le correspondió, sacándole el chaqué y la camisa.
—¿Nadie me ha superado en el ranking?
—Nadie. Las muchachitas siguen suspirando a tu paso, pero tienes
suerte de que no sea una mujer celosa.
—¿Por qué deberías serlo? Soy todo tuyo. Y siempre lo seré —La
tumbó en la cama y le sacó el vestido, dejándola desnuda frente a él.
—Te amo, Hugo Silvery —suspiró.
—Yo también te amo, Alice Silvery.
Se colocó sobre ella, que separó las piernas al instante y lo rodeo con
ellas. Se hundió en su cuerpo lentamente. La amó despacio, la amó hasta
que ambos se quedaron sin aliento y el clímax les sobrevino.
—Nunca me cansaré de ti —confesó él, colocándose a su lado.
—Eso espero —sonrió, dejando caer su cabeza sobre el torso
masculino.
—Tengo algo que decirte...
—No me gusta cómo suena esta frase —Se incorporó, mirándolo
fijamente a los ojos.
—No es nada malo, tranquila. —Le acarició el hombro. —Tan solo ha
llegado el momento de cumplir mis sueños.
Alice se tensó. —¿Qué quieres decir?
—Sabes que siempre soñé con ver el mundo, con tener mi propio barco
y mi propia tripulación...
—Sí, pero...
—Quiero embarcarme en una expedición hacia el Imperio Otomano —
la interrumpió, serio—. Hace muchos años que estoy fuera de servicio y ya
ni siquiera recuerdo por qué soy teniente. Mi padre cada día está más débil
y pronto deberé ocupar su lugar, haciéndome cargo del Condado. Mi deseo
es poder hacer este viaje antes de que eso ocurra.
—¡Pero el Imperio Otomano está en guerra! —se asustó, cubriéndose
con la sábana.
—Están a punto de firmar la paz. Iré, pasando por España y el Norte de
África, hasta llegar a Turquía. Allí hay muchos ingleses luchando contra
Rusia. Y me uniré a ellos con mi escuadrón.
—¡Hugo! —palideció—. ¡¿Es en serio?! —se molestó, apartándose de
él.
—Es una zona segura, Alice. No hay nada de qué preocuparse, he
librado batallas peores con anterioridad. Hace unos días vino el General
William pidiendo mi cooperación y no pude negarme. En cuanto firmen la
paz, aprovecharé para visitar algunos de los países que siempre soñé con
ver y.… volveré junto a ti, mi amada.
—Entonces, si lo tienes todo tan claro, ¿por qué me lo cuentas? —Se
levantó de la cama y empezó a vestirse sin la ayuda de la doncella, no
quería ver a nadie.
—Por favor, no te disgustes —escuchó a sus espaldas.
—¿Que no me disguste? ¿Cómo has podido tomar una decisión tan
importante sin mí? —Lo enfrentó, apretándose el corsé con fuerza—. Estás
aburrido de mí, es eso. Te has aburrido de la vida que llevamos y necesitas
huir.
—¿Qué estás diciendo, mujer? ¡Soy un hombre! Tengo obligaciones que
cumplir. No puedes esperar que esté siempre en casa como un mayordomo a
tu servicio. ¿Acaso tú no te vas a Londres cuando quieres?
—¡Pero no voy a una guerra! ¿Es por eso? —se indignó—. ¡Oh, no
puedo creerlo! Siempre supe que en el fondo mi trabajo te molestaba. ¿Es
una especie de venganza? ¡Claro! ¡El gran Hugo Silvery! Dejando que su
esposa lleve un taller de moda... ¡Qué deshonor! Ahora necesitas restaurar
tu hombría con una batalla estúpida. Muy propio de una mente
conservadora como la tuya, a veces me olvido de que fuiste educado para
ser un hombre sin sentimientos.
—Lo estás retorciendo todo.
—Tienes razón soy una manipuladora —Subió el miriñaque por las
piernas y se lo ató a la cintura—. Fui yo la que te llevó al altar con
embustes con el fin de escalar en esta podrida sociedad y claro... ahora te
tengo como un mayordomo personal.
—Alice... —La cogió por los hombros y la obligó a mirarlo. —Tú
conoces mis aspiraciones mejor que nadie. Sé que estás angustiada, pero es
algo que necesito hacer. Esto no tiene nada que ver con nuestras venganzas
ni desafíos personales. Soy un teniente, un hombre de mundo... Y soy
incapaz de quedarme de brazos cruzados cuando muchos de mis
compatriotas están librando una batalla. Un hombre sin ambición está
muerto.
Soltó un sonoro suspiro. —No quiero que todo esto acabe —confesó,
muerta del miedo por primera vez en su vida—. Soy tan feliz ahora...
contigo, los niños...
—Y no acabará. —La abrazó. —Solo serán unos meses y estaré de
vuelta preparado para afrontar mi destino como Conde de Cornwall. ¿Desde
cuando tienes miedo a algo?
—Desde que tengo mucho que perder. No puedo imaginar una vida
sin... —Le salieron las lágrimas. —No podría imaginar una vida sin... ¡Ni
siquiera soy capaz de decirlo! Hugo tú eres mi esposo, mi mejor amigo y mi
amante. El compañero de mi vida, la luna que ilumina mis pasos cuando
todo está oscuro... ¿Qué hará una loba sin su luna? ¿Qué harán tus hijos sin
ti? —sonrió débilmente, hundiéndose en el pecho de su marido.
—¿Recuerdas lo que te dije una vez? Seamos quienes seamos, ocurra lo
que ocurra... Nuestros cuerpos se pertenecen. Por nuestro amor, volveré.
Pase lo que pase.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
∞∞∞
Capítulo 2
La guerra de Crimea había llegado a su fin en la primavera de 1856 pero
todavía quedaban pequeños puntos de conflicto en los que Inglaterra,
Francia y el Imperio Otomano luchaban contra los rusos y sus ansias de
expansión.
El ruido de los cañones era la sonata principal del campo de batalla en
el que se encontraba Hugo. Era una sonata especial que taladraba los
tímpanos y repicaba contra los estómagos. El humo dificultaba la
respiración y el hedor a sangre mezclado con el acre de la pólvora resultaba
repulsivo. Había muertos y heridos por doquier.
—¡Soldados del glorioso ejército inglés, de ahora en adelante es la
victoria o la muerte! —gritó el General William—. ¡No hay posibilidad de
retirada!
—¡General, nuestros gobernantes ya han firmado la paz, deberíamos
retirarnos! —informó.
—¡No pararemos hasta que no quede ningún ruso en territorio otomano!
—¡Pero General!
—¡Es una orden, Silvery!
Era una escena terrorífica. Estaban expuestos a fuego enemigo y los
silbidos de los disparos iban y venían de un bando a otro. El barro
dificultaba el avance y la lluvia no ayudaba a tener una mejor visión, que ya
estaba bastante mermada por las cortinas de humo.
El teniente Silvery, sin embargo, era famoso por estar siempre en el
centro de la batalla sin importar su rango. Era la forma que tenía de avivar
los ánimos de sus tropas. Era un militar audaz, un buen estratega y un mejor
beligerante por lo que su leyenda empezaba a correr de campamento en
campamento. Su frialdad y su temple lo habían hecho famoso.
—¡¿Dónde estamos, señor?! —se atrevió a preguntar un soldado raso
con las manos temblorosas pegadas a su rifle. Estaba tiritando.
Lo miró de reojo. No era más que un muchacho. Y sostenía mal el arma.
—¡En Balaklava, soldado! —Corrigió su postura con un movimiento
rápido. —¡Comandante!
—¡Gracias, señor!
Pero Hugo ya no escuchó su agradecimiento porque avanzó hacia el
oficial, necesitaban una nueva estrategia de ataque.
El muchacho, asustado, observó a ese hombre alto, recio y de nariz
aristocrática desaparecer entre la multitud.
Jamás imaginó que fuera posible sentir tanto dolor. Le habían disparado
en la pierna y era la primera vez que sufría la pólvora en sus carnes.
—No se preocupe, teniente. Le extraeré la bala y le coseré la herida
rápidamente. Muerda esto—Le dio un trapo de cuero.
—¡No hay tiempo para curas! ¡Estamos en campo abierto!
Su propia voz parecía provenir de muy lejos. Quedaba amortiguada por
las bombas y los gritos.
—¡Pero señor! ¡Si no lo curo rápidamente perderá la consciencia!
—Ayúdeme a subir al caballo —imperó, incorporándose pese a los
fuertes daños.
—El animal está muy asustado.
—Le he dado una orden, soldado médico.
—Sí, señor.
Consiguió montar con la pierna ensangrentada y salir de allí a toda
prisa. Su montura no se lo ponía fácil porque estaba tan atemorizada como
cualquier otro ser vivo que estuviera presente en ese infierno terrenal. Llegó
a un espacio alejado, debía hacerse un torniquete y volver con su tropa.
Necesitaban a un líder y el General William estaba en otra zona.
Rebuscó en sus bolsillos un pañuelo. Encontró el de Alice, el que le
había regalado antes de partir. Verlo lo inundó de una melancolía nada
favorecedora dadas las circunstancias.
Alice... pensó en ella. En la valiente, humilde y enérgica Alice.
Seguramente estaba deseando darle un bofetón por todo lo que la estaba
haciendo sufrir. Recuperó el ánimo al imaginarse la escena.
Con las manos sudorosas y tratando de mantener la mente fría, se ató el
pañuelo alrededor del muslo. Fue peor. Se sentía mareado. Mil cuchillos se
le clavaron por el cuerpo. Había heridas peores, se obligó a pensar. Tenía la
obligación de volver. Dio un tirón a las riendas para dar media vuelta, pero
una bomba cayó cerca haciendo que el caballo se sobresaltara y se levantara
sobre las dos patas traseras.
Si hubiera estado en pleno uso de sus facultades hubiera reaccionado,
pero cayó. Cayó de bruces contra el suelo, dándose un terrible golpe en la
cabeza con una piedra.
La oscuridad se cernió sobre él, mezclada con los aullidos de la muerte.
Intentó levantarse, resistir. Pero ni los hombres más fuertes escapan de su
destino.
Lo último que vio fue el rostro de su amada esposa.
Lo último que olió fue su perfume de rosas.
Y después, nada.
Absolutamente nada.
"La espera fue eterna. Cada segundo fue un minuto y cada minuto una
hora. Los días se hicieron eternos y los meses infinitos. ¡Un año! Un año
completo sin verte, amado mío. ¿Cómo esperabas que sobreviviera a tu
ausencia? Seguramente lo hice por las esperanzas de volver a verte. Pero
allí estabas... Allí estabas según mi mente."
∞∞∞
Capítulo 3
No era Hugo. Se quedó de piedra con el corazón latiendo a velocidades
peligrosas en la punta de la garganta. Primero, por la carrera que había
hecho para llegar hasta allí y, segundo, por la impresión de ver a un extraño
en el salón del té. ¿Dónde estaba su marido? Lo había esperado durante un
año y ya estaban en primavera. ¿Dónde estaba? No lo veía.
—Querida, quizás quieras sentarte —oyó la voz lejana de su suegro.
—No, prefiero estar de pie. ¿Y Hugo? —preguntó, mirando fijamente al
hombre vestido con el uniforme completo del regimiento.
—Lady Silvery, supongo —contestó el aludido, con el gesto serio y una
carta bajo el brazo—. Soy el Mayor Wilson.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. —¿En qué puedo ayudarle?
—Señora, lamento mucho informarle de que el teniente Hugo Silvery
cayó en combate durante la batalla de Balaklava. —Le extendió la carta que
ella miró con la vista borrosa.
¿Qué había dicho ese hombre?
¿Que su marido había caído en combate?
¡No era posible!
El aire se volvió helado y la respiración se tornó dificultosa a la par de
congelada.
Con las manos incontrolables por las convulsiones cogió la misiva y
rompió el sello.
∞∞∞
Capítulo 4
El puerto de Plymouth era un bullicio de gente. Mujeres, ancianos y
niños recibían impacientes a los militares que llegaban de la guerra. Alice
había logrado deshacerse de sus ropajes caros para vestirse como una
pueblerina y así camuflarse entre la multitud. Los lacayos del Conde la
estaban buscando por lo que debía salir de Inglaterra lo más pronto posible.
El caballo de Karen le seguía los pasos con dificultad debido al gentío, pero
logró acercarse a los navíos.
—Disculpe señor, necesito ir a Balaklava —preguntó a un capitán que
descendía del barco.
La miró confundido, casi molesto.
—Señora, no hay ningún barco que vuelva a ese maldito infierno —
espetó, alzando una ceja gris.
—¿No hay ninguna forma de llegar hasta allí? —insistió, pese al miedo
que se había instaurado en su cuerpo frente aquella negativa tan rotunda.
—¿Por qué quiere ir a ese condenado lugar? No es un sitio para mujeres
decentes, será mejor que regrese junto a su familia —la ignoró, apretando el
amarre.
—Necesito ir... —dijo con un hilo de voz, observando a los casacas
rojas que estaban llegando. Un centenar de militares estaban regresando a
sus hogares. Pero todos tenían inscrito el horror de la muerte en sus rostros
y aunque la mayoría de ellos se sostenían en pie, otros no corrían con tanta
suerte. Sin querer, buscó a Hugo entre ellos... Y cada cara le resultaba
familiar, obsesionada con verlo... sin éxito.
Envidió a las mujeres que corrían a los brazos de sus esposos y se
fundían en sus regazos.
¿Por qué no podía ser una de esas afortunadas? ¿Por qué Hugo no había
llegado en uno de aquellos barcos repletos de oficiales? ¡A ese hombre
siempre le había gustado poner las cosas difíciles! ¡Diantres!
Estaba claro que ese capitán malhumorado no tenía intenciones de
ayudarla. Miró desesperada a su alrededor, tratando de no perder las riendas
de su montura. ¿Desde cuándo se había vuelto tan torpe? Le costaba
moverse con habilidad y astucia. Había perdido la práctica de vivir como
una plebeya y ahora estaba sufriendo las consecuencias.
—¡Milady! —escuchó a sus espaldas con sumo horror. ¿La habían
descubierto? Se giró con pavor, pero se tranquilizó al comprobar que solo
era Roy. Su fiel y joven empleado—. Milady, la están buscando por todas
partes. Debe regresar —le informó, tan educado como de costumbre.
—¡Roy! Tienes que ayudarme, necesito ir a Crimea —gritó en un
susurró, tapándose la cara con el velo de la cofia y mirándolo con
desesperación.
—¡Milady! Es una auténtica locura —negó, removiendo su corta
melena de color café—. No permitiré semejante disparate, será mejor que
volvamos... el Conde está preocupado y ha dado órdenes de buscarla.
—No pienso volver sin mi marido —se opuso rotundamente—. Roy...
Sé que todos pensáis que he perdido el juicio, pero estoy convencida de que
Hugo está vivo. Lo siento aquí —Colocó la mano sobre el corazón—. No sé
dónde está ni en qué condiciones se encuentra... Pero no pienso quedarme
en casa sin hacer nada al respecto. Lo único que ocurre es que he perdido la
práctica en estas situaciones... —Miró el ambiente con desesperación—.
Diez años viviendo como una noble me han convertido en una inútil.
—¡Milady!
—Es la mera verdad. Siempre renegué de las damas relamidas y ahora
soy una de ellas. Ese capitán me ha dicho que no hay ninguna ruta
disponible hacia Ucrania... Ni hacia Turquía. ¿Cómo puedo hacerlo? ¡Por
Dios! —Colocó los brazos en jarra, impotente.
El fiel lacayo soltó un bufido. —Está bien, milady. Si quiere ir a
Balaklava creo que sé la manera...
—¿Cómo?
—Viaje hasta Francia y vaya por tierra hasta allí... Tardará más, pero
será más efectivo.
—Oh, Roy, tienes razón. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Buscaré una embarcación que me lleve hasta Francia. Iré a casa de
Hermione y le pediré ayuda...
—Venga por aquí, la acompañaré. Pero no podrá subir con este caballo,
le pedirán demasiadas explicaciones. Es mejor una mujer sola y de clase
baja, nadie se preocupará.
—¿Puedes devolverlo a mi hermana Karen? Di que te lo has
encontrado... vagando por algún camino, sin mí.
—Lo haré, no se preocupe —Tomó las riendas de la montura. —Ahora,
será mejor que se apresure.
Roy siempre le había servido bien. Era el lacayo personal de Hugo y,
pese a su juventud, se mostraba constantemente diligente y responsable.
Con su ayuda llegó rápidamente al buque que la llevaría hasta el continente
europeo y embarcó con una identidad falsa junto a los de tercera clase. Lo
único que llevaba encima eran las pertenencias de su esposo, todavía
empaquetadas, sus credenciales (las falsas y las verdaderas), joyas... y un
poco de dinero. No tendría que preocuparse por él, en cuanto llegara a París
tendría acceso al banco y a su tienda de moda. Estaba dispuesta a dilapidar
toda su fortuna si con ello encontraba al amor de su vida.
Sin él, nada tenía sentido. Le faltaba el aire, le sobraba la vida. Le
necesitaba igual que al agua. Le encantaría poder mitigar su dolor, pero era
imposible. Imposible... olvidar por un solo instante a Hugo. Le daba la
sensación de que se moriría en cualquier instante sin su amor. ¿En qué
momento se había vuelto adicta a ese hombre y a sus latidos del corazón?
La loba se había quedado sin su luna.
Con un nudo en la garganta se sentó en uno de los banquillos de
madera. Tenía ganas de llorar. Ya no era una jovencita en busca de una vida
mejor, ya no era esa Alice que emigró a diferentes países para ser una
modista de renombre. Se había convertido en una madre entregada y una
esposa afectuosa que veía con mucho miedo aquella nueva situación a la
que tenía que enfrentarse. Consideró que, al haberse casado con el futuro
Conde de Cornwall, ya no tendría que sufrir más. Que su felicidad había
llegado junto a su enamorado y a su familia. Pero qué equivocada estaba, la
vida le tenía preparada una prueba más. Y muy dura.
Sacó de su saquito de tela el diario que Hugo le había regalado antes de
partir y dedicó horas en practicar su letra para plasmar sus sentimientos.
Estaba casi lleno porque había escrito en él cada día durante un año, pero
todavía le quedaban páginas para poder relatar los peores momentos de esa
dolorosa separación.
"Todos creen que estoy en una fase de negación, que no entiendo que
has muerto... Pero yo sé que sigues vivo y no es producto del dolor. Te
encontraré. Hasta ahora he escrito nuestra historia: cómo nos conocimos,
cómo nos casamos... Pero ahora empezaré a escribir sobre esta nueva
aventura en la que nuestro amor está en juego. No me importa cómo estés,
si has perdido una pierna o ambas. Solo quiero abrazarte y saber que todo
va a estar bien, que nuestros hijos no se han quedado sin padre y que yo no
me he quedado viuda. Este es uno de los retos más grandes de mi vida, te
extraño y te amo con todas mis fuerzas. En ocasiones miro a la luna y
recuerdo esos momentos en los que me llamabas loba, ¿estarás
observándola igual que yo? ¿Será la luna testigo de nuestra batalla
personal?"
El viaje duró algunos días en los que los miembros de las clases bajas
organizaron fiestas durante las noches. A Alice le embargó un sentimiento
de melancolía en ese ambiente que tanto le recordaba a su esposo y a sus
primeras noches como casados. ¡Y pensar que habían pasado diez años
desde entonces! Sin embargo, todavía no había logrado bailar la danza
gaélica junto a él. ¡Se prometió hacerlo en cuanto lo encontrara! Cerró los
ojos y visualizó ese sueño... el de ella trotando por la tarima junto a un
Hugo lleno de vida y pasional.
Entre sueños y angustias llegó a Francia antes de lo esperado y alquiló
un carruaje en dirección a la mansión de Buc, cerca de Versalles. Ardía en
deseos de volver a ver a su vieja amiga Hermione, aunque el motivo fuera
tan desafortunado. Hermione había sido su hada madrina en los peores
momentos de su vida y le debía casi todo cuanto tenía. La Duquesa Viuda
d'Orléans la había acogido en su casa cuando no tenía nada, absolutamente
nada.
El trayecto fue largo y agotador, pero dio órdenes al cochero de no
detenerse. Quería agilizar el proceso y optimizar el tiempo.
—Ya hemos llegado —La despertó el amable mozo tras algunas horas
tortuosas de caminos pedregosos y curvas abominables.
Miró por la ventanilla con los ojos entrecerrados y confirmó que estaba
en casa de su amiga Hermione. Los jardines enormes y el magnífico
edificio con el emblema de los Duques d'Orléans eran las pruebas de ello.
Descendió del vehículo con las piernas entumecidas, pagó y vio a una
agradable anciana sentada en una silla de ruedas empujada por un
mayordomo, habían salido al patio para recibirla —¡Alice!
—¡Hermione! ¡Cuánto tiempo sin verte! —Corrió hacia ella y la abrazó.
Rozaba los noventa años y estaba muy envejecida, apenas podía andar y
debía moverse con silla de ruedas, a pesar de eso seguía manteniendo ese
brillo pícaro en los ojos.
—Bienvenida, lady Silvery —reverenció Cécil, el mayordomo
octogenario.
—Gracias, Cécil.
—¡Querida! No te esperaba... ¡Cinco años sin verte! La última vez que
viniste fue para abrir tu tienda de París y para presentarme a Aldara...
¿Cómo están los niños? Ese pequeño Arthur es un diablillo, ¿dónde está? —
Miró hacia el carruaje que ya había enfilado el camino de regreso y estaba
dejando una cortina de polvo tras de él.
—Los niños están bien, Hermione. Pero... —titubeó.
—¿Qué ocurre?
—Es Hugo —determinó, rompiendo a llorar.
—¿Ha vuelto a ser el estirado y pretencioso petimetre que tanto odias?
¿Se ha enfadado por qué dedicas muchas horas a tus diseños? ¿Se ha vuelto
más frío y ha congelado Lanhydrock House?
—Oh, no... Si fuera eso sabría cómo lidiar con ello... Ya sabes que
nuestro matrimonio se nutre de nuestras pequeñas discusiones y
venganzas... Pero no es eso... Es algo mucho peor.
—Vamos, vamos... Todo tiene solución salvo la muerte.
Alice la miró con espanto y entonces la anciana se arrepintió de sus
palabras. —Será mejor que entremos.
Pasaron al famoso salón de los ventanales que había sido testigo de
tantas conversaciones secretas y de tantos acontecimientos. Alice tomó
asiento, limpiándose las lágrimas que había arrastrado desde el
vestíbulo. —Se marchó a esa estúpida guerra de Crimea —expresó, con el
viejo Cécil sirviéndole una taza de té y Hermione mirándola con
preocupación—. Le pedí que no lo hiciera, pero insistió en que debía
embarcarse en esa pordiosera misión. Ya sabes... esas ridículas ideas que
tienen los hombres sobre el honor.
—Por desgracia, lo sé demasiado bien. Por eso mi padre me reconoció
aun siendo una bastarda...
—Exacto. Me prometió que volvería en un año... Pero no lo ha hecho —
dijo con rabia—. En lugar de eso, vino un oficial del ejército y me dio
esto. —Levantó el paquete con las pertenencias de su marido. —Me dijo
que Hugo había muerto. ¿Puedes creerlo?
El silencio se hizo en la sala. Hermione la miró fijamente. —¿Qué
quieres decir, querida?
—Que yo sé que no está muerto. Sé que sigue vivo, aunque venga el
mismísimo rey de Inglaterra a decirme lo contrario.
—Alice...
—Sé lo que me vas a decir, que he perdido la razón y...
—¡No! Iba a decirte que tienes que buscarlo —la paró, removiendo su
carita arrugada—. Siempre he confiado en ti y en tus intuiciones,
¿recuerdas?
—Qué suerte tengo de tenerte en mi vida —Se tiró a su regazo, dejando
la taza de té a un lado—. Eres la única que no me ha pedido explicaciones...
Sabía que tú me entenderías. La última vez que lo vieron fue en Balaklava y
necesito ir allí.
—¿Necesitas dinero?
—No, tengo suficiente. Puedo ir al banco y sacar más, también tengo la
tienda de moda a la que podría hacer una visita rápida. Lo que necesito es
un caballo.
—¿Solo eso? ¿No sería mejor que un lacayo te acompañara?
—No podemos llamar la atención...
—No irá vestido con el uniforme. Llamará más la atención una mujer
sola... Tienes que cruzar muchos países hasta llegar a ese lugar... Y te hará
falta una identidad falsa. Un hermano falso...
—¡Hermione!
—¡Solo para llegar hasta Hugo! ¿Crees que una mujer sola será capaz
de entrar en territorio bélico?
—Han firmado la paz.
—Una cosa es la burocracia y otra es la realidad en las calles. La gente
pasa hambre, penurias... Hay irritación, dolor y muchos conflictos sin
resolver. Te daré el mejor caballo que tenga y uno de mis mejores hombres
te acompañará. Yo conseguiré la documentación necesaria. Quizás tengas
que dar explicaciones para entrar en según qué sitios...
—Está bien —aceptó, abrumada—. No había tenido en cuenta todo
esto... Quisiera salir ahora mismo.
—¿Ahora? ¿Te has visto? Será mejor que descanses y prometo que
mañana al amanecer estará todo listo para tu partida.
—No sé qué haría sin ti...
—No tienes nada que agradecerme. Ya sabes que eres como mi propia
nieta —sonrió.
—Hablando de nietas... ¿Cómo está Enriqueta?
—Esa arpía sigue dando de qué hablar por allí donde va —bromeó—.
Ahora está esperando a su cuarto hijo y no hay quien la soporte, ni su
marido la visita.
—Pobre Enriqueta. ¿Y Chastity?
—Sigue con sus organizaciones benéficas, creo que ahora está
ayudando a una que se ocupa de los huérfanos.
—Ella siempre tan bondadosa...
—Ve a descansar. Mandaré que te lleven algo de comida. Debes
prepararte para el duro viaje que te espera. Y, sobre todo, mantén la mente
fría... Pase lo que pase.
—Así lo haré.
—Lo encontrarás, estoy segura —la animó.
—Gracias por confiar en mí —Depositó un beso sobre su frente e hizo
el amago de retirarse.
—¡Espera! ¿No vas a abrir el paquete?
—No me veo capaz... —dudó, mirando ese bulto entre sus manos que
había traído intacto desde Inglaterra.
—Tienes que hacerlo.
—Pero...
—No lo sé.
—Milady, puede contener información vital —intervino el mayordomo.
—No dejaré que te vayas sin hacerlo —insistió Hermione, contundente
—. Ábrelo.
Suspiró hondo y retomó su asiento. Colocó el paquete sobre su falda y
lo miró con miedo. ¿Qué habría? ¿Habría algo? ¿Algo que le dijera que
tenía razón? ¿O no habría nada relevante?
—No lo pienses más, sea lo que sea lo afrontaremos.
Deslizó el cordón lentamente y deshizo el lino. Lo primero que vio fue
una muñeca, seguramente la habría comprado para Aldara tal y como le
prometió. Las lágrimas recorrieron sus mejillas de nuevo. Después encontró
su viejo reloj de bolsillo, del que nunca se desprendía. Unos cuantos
gemelos para las camisas, dos cuchillas para afeitar y.… una carta.
—Hay una carta —se sorprendió, lloriqueando—. Y tiene mi nombre en
el destinatario. Es la carta que estuve esperando durante meses.
—Léela.
Jamás podría agradecer todo lo que esa anciana estaba haciendo por
ella. Desde los inicios la ayudó de forma desinteresada y seguía haciéndolo.
Era como la abuela que nunca tuvo. Ojalá hubieran compartido lazos
familiares de verdad. Le hubiera encantado ser su nieta... Hermione era una
mujer fuerte, práctica y muy humilde.
Con las manos temblorosas rasgó el sobre y sacó la hoja que contenía la
letra de Hugo. Todo a su alrededor se detuvo, absolutamente todo... incluso
sus signos vitales.
"Querida Alice,
estamos en el punto neurálgico de la batalla. Pese a que nuestros
dirigentes han firmado la paz, el General William no quiere dar el alto al
fuego. Como teniente y oficial del ejército me debo a sus órdenes, pero es
una temeridad seguir combatiendo a estas alturas. Los hombres están
exhaustos y no comprenden el porqué de una guerra que ya se ha dado por
finalizada. Siento ser tan pesimista en este mensaje, pero creo que mereces
saber la verdad.
Trato de liderar las tropas lo mejor que puedo. Pero los ánimos están
caldeados y muchos de los sobrevivientes están heridos o son demasiado
jóvenes como para sostener un fusil. Aquí, en Balaklava, en la tienda de
campaña nº345, me sostengo de pie mientras los aullidos de los tullidos
invaden mis oídos. Las bombas no cesan, el barro y la sangre están por
todas partes... y yo solo puedo pensar en ti. Y en los niños. Vuestro recuerdo
me mantiene en pie. Espero que estés escribiendo el diario tal y como te
pedí. Sueño con regresar a casa y leerlo por las noches, en nuestra cama.
Cumpliré mi promesa, Alice. Llevo tu pañuelo bordado muy cerca del
corazón, tengo la extraña sensación de que estás conmigo cuando lo toco.
No me desprendo de él por nada del mundo.
Te ama,
Hugo.
∞∞∞
Capítulo 5
—Te presento a Alex —dijo Hermione al amanecer—. Es uno de los
hombres más preparados para esta misión a la que te enfrentas, Alice. Me
he encargado personalmente de escogerlo.
Un hombre de la edad de su marido saludó educadamente. Era rubio y
muy atractivo con unos bonitos ojos azules. —Tenemos casi dos meses de
camino —informó, vestido como un ciudadano común, sin uniforme—.
Pasaremos por Alemania, Austria y Hungría... son países pacíficos. Sin
embargo, la situación se complicará en cuanto lleguemos a Rumania y a
Ucrania.
—¿Conoce esos países?
—Sí, milady. Mi padre era rumano y hablo un poco de ucraniano.
Espero servirle de ayuda.
—Estoy convencida de que así será.
—Vuestra excusa será visitar a un abuelo paterno que está gravemente
enfermo en el punto neurálgico de Crimea. Sois los hermanos Petrescu —
continuó con el plan la anciana, extendiendo la documentación falsa—. Una
vez allí tendréis que idear el modo de llegar hasta el campamento inglés.
Por lo que he podido saber, está prácticamente vacío. Muchos soldados han
vuelto a casa y solo quedan el General William y pocos más.
—¡Maldito general William! —espetó—. Si él no hubiera obligado a mi
marido a participar en esa estúpida guerra... —se retorció de rabia al
escuchar su nombre.
—Habrá tiempo para saldar cuentas. Recuerda mantener la mente fría,
eres como mi nieta... Y no me gustaría que te pasara nada malo. Tienes que
pensar en tus hijos, ellos te necesitan.
—Seré precavida —prometió, cogiendo aire para calmar sus nervios—.
No cometeré ninguna locura que pueda poner en peligro mi vida. Estoy aquí
para recuperar al padre de mis hijos, no para dejarlos huérfanos.
—Milady, será mejor que partamos cuanto antes. Está saliendo el sol...
Ataviada con un sencillo vestido de color verde sin crinolina ni más
complicaciones que un corsé bien ajustado, se despidió de su vieja amiga y
de Cécil. —Le he preparado la mejor montura de todo nuestro establo —
explicó el mayordomo—. Se trata de una yegua de pura raza española,
veloz como el viento y fuerte como un roble.
—Gracias, Cécil.
No era una amazona hábil, lo poco que sabía de caballos lo había
aprendido de Hugo. Pero debía hacer acopio de todos sus conocimientos
porque iba a pasar muchas horas a lomos de esa joven yegua que la miró
con desconfianza al recibirla. —Nos haremos amigas, ¿verdad? —trató de
apaciguarla antes de montarla. El animal se removió incómodo al ser
montado, pero la soportó sin enarbolarse. —Con esto me conformo. —Miró
a Hermione, sentadita en su silla de ruedas y con un gesto de manos se
despidió definitivamente de ella. ¡Ojalá hubiera sido su abuela!
—Sígame, milady —pidió Alex.
—Sí —Trotó tras de él y salieron de la propiedad.
Se sentía cada vez más cerca de Hugo pese a que todavía estaba muy
lejos de él. Iba por el buen camino y eso le daba una extraña sensación de
paz, un alivio por estar haciendo lo correcto.
∞∞∞
Capítulo 6
Ucrania estaba dominada por Rusia y Austria, territorio de todos y
territorio de nadie. Por su posición geográfica y estratégica decenas de
potencias mundiales se habían disputado su liderazgo desde tiempos
inmemoriales. Sin embargo, la población se había esforzado por mantener
su cultura, idioma y costumbres propios.
El empobrecimiento general era patente desde el primer momento en el
que se abandonaba Austria y se entraba en territorio ruso. La guerra había
pasado por esos lares y muchas mujeres y niños habían tenido que
despedirse de sus sustentos principales: padres, maridos y hermanos. La
tristeza pesaba sobre las casas como una bruma espesa. La alegría se había
extinguido. Todo era gris, frío y solitario.
—Qué imagen más desoladora —dijo Alice, a lomos de Blanquita.
—Estas son las consecuencias de la guerra. Familias destruidas, hambre
y enfermedades. Será mejor que sigamos nuestro camino por sendas poco
transitadas. Cuantas menos explicaciones tengamos que dar, mejor.
El clima era frío. Estaban prácticamente en verano y por las noches
debían hacer acopio de todas las pieles que portaban en los zurrones. —
¿Cómo conoces tan bien estos caminos, Alex? —se sorprendió porque se
movían por rutas inimaginables para cualquier transeúnte común.
—Pasé la juventud trabajando con mi padre. Solíamos vender telas y
otros productos de un lado hacia otro de las fronteras. Muchas veces los
soldados rusos nos requisaban la mercancía, por lo que nos las
ingeniábamos para esquivarlos.
—Me dijiste que te habías criado en Francia...
—Y así fue, pero vivíamos de lo que podíamos y donde podíamos.
—Comprendo. Seguro que no fue fácil.
—No, pero valió la pena. Recuerdo con mucha melancolía esos días...
Mire, milady. Venga.
Subieron a un montículo en medio de la arboleda y Alex señaló al
horizonte. Cortinas de humo se levantaban en la lejanía y el ligero ruido de
los cañones llegaba hasta ellos. —¿Ya estamos? —preguntó.
—Sí.
Los intestinos le dieron un vuelco. Las tierras que tenían enfrente
estaban ardiendo, era un campo de batalla. Y pese a que se distinguían
algunas ciudades, la sensación general era de soledad y crueldad. Palideció
al instante al pensar que Hugo estaba allí, perdido en alguno de esos
rincones masacrados. Los fusiles y los cañones sonaban a centenares de
kilómetros, pero se colaban en su cuerpo, atemorizándola. ¡Una guerra! La
humanidad conocía el término y sabía los horrores que albergaba; sin
embargo, hasta que uno no lo vivía en primera persona... no se daba cuenta
de lo afortunado que había sido hasta ese desgraciado momento.
Las piernas le fallaron y estuvo a punto de caerse. Aguantó de pie
gracias a sus fuertes muslos. No era una mujer de desmayos, nunca lo había
sido pero en ocasiones le hubiera gustado adquirir esa habilidad tan propia
de las damas nobles—¿Dónde está el campamento británico?
—Cerca de Balaklava, milady. En unos cuatro días llegaremos.
Debemos ser muy precavidos y habrá ocasiones en las que tendremos que
andar y tirar de las monturas. Aquí nadie nos va a socorrer si nos consideran
enemigos. Los rusos están atrincherados y los británicos tienen seis meses
para desocupar.
—¿Seis meses?
—Sí, milady. Según el tratado de paz, las fuerzas Aliadas tienen seis
meses para retirarse del territorio ruso.
—¿Pero está permitido seguir batallando?
—No, deberían usar este tiempo para recoger y replegarse.
—Entonces el general William está incumpliendo un mandato...
—Mucho me temo que así es. Por eso debemos actuar con mucha
cautela, milady.
***
Cuatro días después.
El campamento británico se alzaba frente a ellos con orgullosas
banderas ondeando en las astas. Habían conseguido sortear los caminos más
peligrosos y estaban cubiertos de barro hasta las rodillas. Sus vestiduras
estaban rasgadas y lucían un aspecto lamentable.
—¡Alto! —escucharon desde una de las torres de vigilancia. Alice
levantó la cabeza y vio a un fusil apuntándola. ¡Por Dios! La impresión la
dejó muda por unos instantes hasta que tragó saliva y se recordó a sí misma
por qué estaba en ese infierno—. Somos británicos. Trabajábamos en la
casa de un noble ruso pero debido a la guerra nos han despedido. Queremos
ofreceros nuestros servicios —habló con toda la seguridad que fue capaz de
reunir—. Solo pedimos un techo y comida caliente.
—¡Dad media vuelta y volved por donde habéis venido!
—¿Es esta la grandeza de Inglaterra? ¿Que abandona a su propia gente
en territorio hostil? —insistió, envalentonándose, sacando fuerzas de donde
ya no le quedaban.
—¿Quién eres tú, mujer?
—Soy Alice Smith —usó su apellido de soltera ya que las credenciales
falsas no le servirían en esa situación (con nombres ucranianos)—. Y él es
mi hermano, Robert Smith. Sabemos cocinar y somos buenos en cualquier
labor que nos pidan.
El fusil desapareció junto a su portador. Fueron unos minutos
angustiantes sin saber qué iba a ocurrir. —¡Abrid las puertas! —oyeron
finalmente para su sosiego. Aliviados, vieron cómo las grandes puertas del
recinto se abrían empujadas por cuatro soldados uniformados. Alice
contuvo la respiración, tratando de ocultar la emoción de aquella pequeña
victoria. —Soy el suboficial Collins —se presentó un hombre de mediana
estatura, moreno y de ojos pequeños—. Vuestra documentación.
—No tenemos, suboficial. Nuestros señores no nos permitieron coger
nada en cuanto nos despidieron. Al ser de origen inglés, pagaron sus
frustraciones con nosotros.
—¿Quiénes eran vuestros señores? —preguntó, dudoso.
—Los Popov, suboficial —intercedió Alex, que había permanecido en
silencio para ocultar su acento francés.
—Los Popov... Tu acento no es británico.
—He vivido mucho tiempo fuera de Gran Bretaña, mi señor.
—¡Suboficial Collins! —gritó alguien que se acercaba a ellos con pasos
rápidos.
—¡Mi General! —Se cuadró el militar en dirección a un hombre fornido
y con buen porte, pero de avanzada edad y pelo blanco.
—Le necesito en... ¿Quiénes son estos dos?
Los miró de arriba a abajo a través de unos ojos verdes llenos de
malicia. Ese señor era autoritario y desagradable.
—Dicen ser los antiguos empleados de los Popov, mi General. Han sido
despedidos por ser de origen inglés y piden asilo en nuestro campamento.
Hemos pensado que pueden servirnos bien en las cocinas puesto que la
última cocinera cayó enferma y los soldados no saben hacer otra cosa que
puré de patata.
—Que les den un par de batas y que se pongan manos a la obra de
inmediato —resolvió—. Usted venga conmigo.
—Sí, mi General.
A Alice le brillaron los ojos de forma temeraria, por suerte nadie reparó
en aquel detalle. Ese individuo era el General William. El hombre que había
llevado a su marido a un destino tan horrible como innecesario. Pasó la
vista por el campamento. Decenas de tiendas de campaña estaban divididas
por caminos arenosos. Buscó la nº345, aquella que había ocupado Hugo
según su última carta. —¡Vamos! Seguidme —ordenó un soldado raso—.
Os enseñaré dónde están las cocinas.
Debería continuar con su búsqueda más tarde.
Fueron guiados a través de caminos estrechos, polvorientos y, en
ocasiones, malolientes. Las condiciones higiénicas escaseaban y los
hombres vagaban con los uniformes de un lado para otro con el rostro
descompuesto. La mayoría de ellos parecían enfermos. —Aquí es —Mostró
el joven. —Estas son las batas —Extendió un par de telas mugrosas y
señaló las cocinas llenas de grasa, bichos y pocos alimentos. A Alice no le
asustó la mugre, lo único en lo pensó fue en Hugo.
¿Cómo habría podido vivir su marido en ese averno cochambroso?
¿Cómo habría vivido durante varios meses en ese espantoso lugar? No sabía
si admirarle o enfadarse con él por semejante disparate.
Mientras el zagal uniformado relataba los detalles de su nuevo oficio,
ella miraba a su alrededor tratando de ocultar las lágrimas. En ese sitio
cualquiera se pondría enfermo; si no los mataba la guerra, las malas
condiciones de vida lo harían. —¿Lo habéis entendido?
—Sí —contestaron al unísono con una sonrisa y colocándose los
delantales que olían a acre.
Una vez solos, Alice corrió la cortina de la tienda y pasó la vista por el
asentamiento. Las lágrimas le resbalaron desde los ojos hasta el cuello.
¿Dónde estaría Hugo? ¿Qué tormentos habría vivido? ¿Estaría sufriendo?
¡Ojalá lo encontrara pronto!
Agradeció sobremanera la compañía de Alex en esos instantes. Soportar
todo aquello ella sola hubiera sido muy duro. Limpiaron a conciencia los
fogones y los utensilios para luego preparar un decente puchero de alubias
con verduras. No tenían mucho más donde escoger, los alimentos
escaseaban. —Espérame aquí.
—¿A dónde va, milady?
—A investigar. Quiero encontrar el recinto nº345 —explicó en un
susurro.
—Milady, puede ser peligroso —La detuvo—. ¿Por qué no espera a la
noche? ¿Cuándo el campamento esté dormido?
—¿Tenéis la comida de los enfermos preparada? —los interrumpió una
voz femenina. Alice se giró sorprendida.
Era una bella mujer de unos treinta años con el pelo oscuro cubierto por
una cofia blanca. Llevaba un traje negro y su nariz aguileña se encorvaba
con cierta inteligencia.
—Sí, mi señora —se apresuró en responder Alex.
—¡Alubias! Estarán contentos de comer algo diferente. Ayudadme a
llevarlo al hospital —pidió con una leve sonrisa y la frente sudorosa—.
Habéis hecho un gran trabajo de limpieza.
—Gracias, señora.
—No es necesario que me llaméis señora, soy Florence Nightingale.
Con Florence, bastará.
Alice abrió los ojos como platos. Había oído a hablar sobre esa mujer o,
más bien, había leído sobre ella en los periódicos. Era la famosa enfermera
que estaba mejorando las técnicas hospitalarias en los cuarteles británicos.
Era homenajeada por su gran labor en las cambras políticas y pretendían
coronarla como una de las piezas claves de esa guerra. Además, era
conocida como "la dama de la lámpara" por hacer rondas nocturnas entre
los pacientes, suavizando el dolor de los combatientes heridos.
Cargaron las ollas y los platos con un carrito hasta el hospital, siguiendo
la grácil figura de Florence. Los enfermos se amontonaban en camillas.
Eran muchos y Alice se quedó quieta, impresionada. Paños repletos de
sangre, vendajes, pus, sudores, hombres sin piernas, sin brazos o con la
cabeza vendada. ¡Hugo! Vio a Hugo en todos y cada uno de ellos. Y sin
pensarlo dos veces corrió a repartir las alubias. —Milady —susurró Alex—.
Milady —repitió.
—¿Qué ocurre? —inquirió, dándole un cuenco caliente a un señor con
el torso cosido.
—Este es el trabajo de las enfermeras, deberíamos irnos.
—No creo que a nadie le moleste que ayude a repartir la comida —se
negó a irse, llenando otro platito y llevándoselo al próximo paciente. Lo
hacía con mucha delicadeza, tratando de ofrecer una cálida sonrisa a cada
uno de ellos.
—¿Dónde estoy? —le preguntó un hombre que acababa de despertar.
—Está usted en Balaklava, en el campamento —respondió, sentándose
a su lado.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué estoy aquí? —se removió inquieto.
—Todo está bien, está seguro —trató de calmarlo.
—¿Y mi mujer? ¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está mi hijo, Jack? —
La miró desesperado.
—Seguramente estén en casa, esperando su regreso.
Florence se acercó y miró el nombre del paciente en su placa
identificativa. —Señor Robinson, ha sufrido usted una lesión cerebral en
combate. Todo está bien. No tiene nada de qué preocuparse. Enfermeras —
pidió a unas jóvenes—. Ayuden a este hombre. Usted. —La señaló. —
Venga conmigo.
Alice la siguió, Florence no tenía ni un segundo de descanso. Se veía
agotada e iba de un herido a otro sin flaquear. —¿A quién estás
buscando? —le preguntó, sin mirarla, cubriendo con una sábana blanca a un
fallecido.
—No la entiendo, Florence —se asustó a la vez de que se mareó frente
al cadáver. Acababa de morir, pero el olor era extraño.
—He visto esa mirada antes —comentó, escribiendo algo en una libreta.
—¿Una mirada?
—La mirada de la desesperación. Estás buscando a alguien en cada uno
de los presentes. Trabajas como si pudieras aliviar tu dolor con ello... Te he
estado observando desde lejos. Pero ninguno de estos pobres desgraciados
es el hombre que buscas, ¿me equivoco?
—No sé de qué me está hablando, tan sólo me he preocupado por estas
personas como cualquier ser humano lo haría. He sentido el deber de
ofrecer mi ayuda.
Los ojos castaños de la enfermera se clavaron en ella y suspiró hondo,
no la creía. —Está bien, si no quieres decírmelo, no lo hagas. Te espero
mañana a la misma hora, lo has hecho muy bien por ser tu primera vez.
—Gracias —salió de allí casi corriendo, con la mano en el estómago.
Vomitó en un rincón y se pasó la manga por la frente. La muerte se filtraba
por sus poros, la crudeza y la vileza habían mermado sus fuerzas y el dolor
era más fuerte que nunca.
Respiró hondo un par de veces y volvió a las cocinas donde Alex la
estaba esperando. Aguardó pacientemente a que anocheciera y salió en
busca de respuestas. Necesitaba saber algo más.
Con la ayuda de un candil atravesó medio campamento por los rincones.
Estaban cenando o durmiendo, por lo que muy pocos estaban en el exterior
y podía moverse con facilidad. Leía los números de las tiendas con rapidez:
290…300…320…345. ¡Por fin! La tienda de Hugo. Tuvo la estúpida
ilusión de encontrarle allí; claro que sería imposible. Se acercó
sigilosamente y puso la oreja, no había luz ni se oía ningún ruido. Corrió la
lona de la entrada y pasó al interior.
Había un enorme escritorio en el centro y una cama en la esquina. ¡Él
vivió allí! Aspiró con fuerza por si quedaba algún rastro de su perfume
varonil, pero solo notó el olor de la humedad. A paso presto rebuscó en la
cama y después en la mesa. Abrió los cajones y buscó. No sabía qué
buscaba exactamente, pero sentía qué debía hacerlo. Con frustración, se dio
cuenta de que no había absolutamente nada. Cerró el último cajón con rabia
y gracias al golpe, un segundo compartimiento secreto se abrió. —¿Y
esto? —habló para sí misma. Había un mapa, no entendía nada de lo que
había escrito en él, pero se lo guardó en el pecho y salió rápidamente de
allí.
—¡Señora! —La detuvo un zagal, cogiéndola por el brazo.
Su cuerpo se tensó. No sabía quién era esa chico, pero se dio cuenta de
que estaba dispuesta a matarlo si pretendía estropear sus planes. Apretó el
cuchillo que había escondido en su vestido y se giró lentamente con el gesto
serio, amenazante. Mataría, mataría por amor. Y eso le dio más miedo que
el hecho de que aquel hombre la estuviera reteniendo por el brazo. —Es
usted la esposa del Teniente Silvery —gritó en un susurro el joven al verla
de frente.
Los ojos celestes de Alice brillaron tan rápido como su cuchillo, lo
colocó sobre el cuello del muchacho y lo empujó dentro de la carpa
nº345. —¿Qué sabes de mí y qué quieres? —demandó, apretando el filo
contra la yugular.
—Milady, por favor. Baje el arma. No pretendo hacerle ningún daño —
suplicó.
—¿Cómo sabes quién soy?
—Vi su retrato decenas de veces. El teniente lo tenía sobre esa mesa —
Señaló el gran escritorio.
—¿De qué estás hablando? ¿Hay más gente aquí que pueda
reconocerme?
—No lo creo, milady. Pocas personas entraban en los aposentos del
Teniente...
—¿Quién eres? —preguntó, sin soltar el cuchillo ni el agarre.
—Soy el mozo que limpiaba las cosas del Teniente, milady. También
combatí a su lado poco antes de que...
—¿Antes de qué? —se estremeció.
—Era un buen hombre, milady. El mejor que he conocido aquí. No le
importaba su rango ni su estatus social, luchaba a nuestro lado como uno
más. Yo no sabía ni coger el fusil, pero él me enseñó. La última vez que lo
vi le pregunté dónde estábamos, ni siquiera lo sabía. Estaba muy
confundido por el ruido de las bombas y el centenar de muertos... Mi mente
no era capaz de concebir la realidad. Sin embargo, lord Silvery no perdía la
compostura y nos daba ánimos con su valentía y ejemplo. Era alto, de nariz
aristócrata... Lo recuerdo muy bien. Lo vi desaparecer en la multitud y
luego dijeron que había muerto en combate.
—¿Lo viste? —Apartó el cuchillo y suavizó su mirada de lobezna—.
¿Viste su... cadáver? —Le tembló el labio inferior al formular esa pregunta.
—No, milady. Jamás lo vi. Ninguno de nosotros lo vimos. Pero se
rumorea que el médico oficial fue el último en verlo con vida.
—¿Dónde está ese hombre?
—En la tienda del hospital.
Le cogieron muchas ganas de ir hasta allí y de preguntarle a ese médico
qué es lo que sabía de su esposo. Pero no debía hacerlo, no sabía cómo
reaccionaría ese oficial. ¿Cómo podía conseguir esa información?
¡Florence! ¿Era de confiar esa mujer? ¿La delataría si le dijera la verdad?
—No le diré a nadie que la he visto, milady —habló el zagal—.
Respetaba mucho al Teniente y no pondría en problemas a su esposa.
—No hables de mi esposo en pasado —lo corrigió—. Él no está muerto.
¿Sabes qué es esto? —Se sacó el mapa del escote y lo mostró.
—Es un mapa táctico. Los superiores suelen trazar las líneas de ataque
en ellos.
—¿Por qué puede ser importante este en particular? —Lo extendió.
—Milady, este es el mapa que el General William le dio al Teniente el
día de su desaparición. Me parece que lord Silvery no estaba de acuerdo
con el proceder del General —susurró—. Podría ser una prueba de la mala
gestión de este campamento... Si se fija está firmado por el General —se
atrevió a decir en un gesto cómplice.
—No digas ni una palabra de que me has visto aquí. ¿Entendido? —
ultimó.
—Se lo prometo. Sin duda, es usted la digna esposa del Teniente. Tan
hermosa como inteligente, fuerte y avezada.
—Eres muy hablador, jovenzuelo —lo regañó por el cumplido.
—Disculpe, milady.
Con las esperanzas renovadas y un soplo de aire fresco volvió junto a
Alex cargada con las buenas nuevas. ¡Nadie había visto el cadáver de su
esposo! Era un dato que ya conocía, pero saberlo de primera mano,
reafirmaba sus sospechas de que Hugo estaba vivo.
"Ver los horrores que has vivido aquí, hace que mis ganas por
encontrarte se hagan cada vez más fuertes en lugar de más débiles. Si al
principio sentí debilidad... ahora ésta se ha transformado en fuerza. Las
palabras del mozo me han dado la razón una vez más. Es solo cuestión de
tiempo que estemos juntos, vida mía."
∞∞∞
Capítulo 7
—Es muy arriesgado —dijo Alex llenando la olla con el caldo de
verduras—. No sabemos nada de esa mujer. Puede contárselo todo al
General William.
—Tengo la sensación de que Florence no haría tal cosa. Parece una
mujer sensata. Vamos, será mejor que no la hagamos esperar —Empujó el
carrito cargado de víveres hacia el hospital.
Estaba decidida a pedirle ayuda a la enfermera para que hablara con el
oficial médico acerca de Hugo. Florence era una mujer entregada a su
trabajo, diligente y muy responsable. Sería muy extraño que la delatara
cuando lo único que estaba haciendo era buscar a su marido. —Llegáis
puntuales —los recibió con su cofia blanca y una leve sonrisa—. Alice, si
quieres puedes ayudar a repartir como lo hiciste ayer.
—Sí, inmediatamente.
Entregó un bol de sopa a cada uno de los pacientes y les dedicó el
tiempo necesario con el fin de que se sintieran reconfortados con su
presencia. Muchos la reconocieron del día anterior y la saludaron con gran
entusiasmo. ¡Pobres hombres! ¡Agradecían tanto un poco de amabilidad!
Al terminar, se acercó a Florence, que estaba ocupada con la pierna de
un paciente. Se sentía culpable por interrumpir su labor, pero era por una
buena razón. —¿Necesitas algo? —le preguntó en cuanto la vio
esperándola.
—Florence, quería hablar de un asunto contigo —inició—. Si
pudiéramos hablar en algún lugar más tranquilo...
La miró en busca de respuestas y le hizo una señal para que la siguiera
hasta un despacho solitario. —¿Has encontrado a tu hombre? —fue directa
al grano.
—Te debo una disculpa por lo de ayer...
—No te preocupes —aceleró el ritmo de la conversación, sin tomar
asiento y pendiente de la sala.
—Lo cierto es que tienes razón, hay un hombre. Pero debo pedirte que
no se lo cuentes a nadie... De ello dependen mi vida y la de mi marido.
—No se lo diré a nadie. Y si te refieres al General William, mucho
menos. Estoy aquí por los enfermos, no por él.
Suspiró aliviada. —Se trata de Hugo Silvery, el teniente que dieron por
muerto hace un par de meses. Soy su esposa y tengo la corazonada de que
no está muerto.
Florence dejó de mirar por la puerta y clavó los ojos avellana sobre ella,
sorprendida y confusa. —¿Has venido desde Inglaterra por una
corazonada?
—Se trata de la vida de mi esposo. Iría hasta el fin del mundo si fuera
necesario —declaró con firmeza.
—Yo no sé nada sobre el teniente —sinceró la enfermera con un deje de
lástima—. Era uno de los pocos que no necesitaba de mis cuidados. Sé lo
mismo que tú, Alice. Que se marchó al campo de batalla y no volvió.
—No hay cuerpo.
—Cierto, pero las bombas...
—No hay cuerpo —repitió, contundente—. Me han dicho que el último
en verle fue el oficial médico.
—¿Sebastian? Es posible porque él es el que acompaña a los soldados al
frente. Y quieres que le pregunte acerca de tu marido, ¿verdad?
—¿Me harías este favor? Necesito saber qué ocurrió, dónde está... Sé
que está vivo, Florence. Digan lo que digan —Sus ojos celestes brillaron
con más fuerza que nunca.
—Está bien. Mañana, a la hora de la comida, te diré lo que haya podido
saber.
—Y por favor...
—Tranquila, no diré nada sobre ti. Sé entender el corazón humano.
—Gracias, mil gracias —agradeció, complacida por la facilidad en que
Florence había accedido a ayudarla. Sin duda, era una buena mujer.
Salió del despacho con cautela; por fortuna, el General no solía visitar el
hospital. Estaba demasiado ocupado mandando hombres a una muerte
segura. El clima general era de descontento. Los militares se quejaban en
voz baja y detestaban a su superior.
Pasó el resto del día con normalidad dentro de las circunstancias. Estaba
nerviosa por lo que Florence pudiera decirle al día siguiente. Plasmó sus
sentimientos en el diario y guardó a buen recaudo el mapa táctico que había
encontrado en el escritorio de Hugo. —Bombardearemos la ciudad de
Balaklava —escuchó decir al General por casualidad, cuando le llevó su
cena—. No dejaremos ningún cañón ni muralla a estos rusos. Tenemos que
debilitarlos más, son una amenaza para nuestras colonias de la India.
Uno de los motivos por los que Inglaterra había participado en esa
guerra era el miedo a que Rusia atacara India, colonia británica. Pero una
vez firmada la paz, el General debía usar los seis meses de tregua para
replegarse. Alice no entendía qué es lo que ganaba ese hombre con todo
aquello. Dejó el plato de comida sobre la mesa sin decir nada y se dispuso a
salir de la tienda lo más rápido posible. —Tú, muchacha —la detuvo el
señor—. Ven aquí —le ordenó.
Ella accedió, extrañada. Se acercó a él y lo miró. ¿Le habría contado
algo Florence? Los nervios recorrieron su espina dorsal. —¿Sí, señor? —
preguntó, tratando de aparentar normalidad.
—Eres muy bonita para trabajar en las cocinas. —La acorraló. —¿No os
parece? —rio, mirando a los soldados que estaban presentes—. Quizás
estarías mejor en otra ocupación... —La miró lascivamente—. Ya me
entiendes...
¿Era real lo que sus oídos estaban escuchando? ¿El General William
acababa de proponerle ser la prostituta del campamento? ¡Era un miserable!
¡Un gorrino! Entonces, temió que se dedicara a violar a las rusas por donde
pasara. Y quién sabe qué más. ¿Era un corrupto? ¿Estaría enriqueciendo sus
arcas a costa de la guerra? Repentinamente le dio mucho asco y prometió,
mentalmente, vengarse de él por su impertinencia.
—Yo solo soy una humilde y decente trabajadora que viaja con su
hermano —repuso, conteniendo su lengua y su carácter por el bien de
todos.
—Quizás deberíamos hablar con tu hermano entonces... Y preguntarle
si estaría dispuesto a ganar más dinero. —Se acercó más a ella ante los
rostros incómodos de los oficiales. Al parecer, el único que estaba
disfrutando de la situación era ese asqueroso malnacido.
—¿Ocurre algo, mi señor? —Apreció Alex, que debió sospechar que
algo no iba bien en cuanto retrasó su regreso.
—Verás, muchacho —soltó una risita de cerdo cochambroso—. Me he
fijado en que tu hermanita —La miró de nuevo. —Es demasiado hermosa
como para malgastar su belleza en una cocina. Aquí hay muchos hombres,
ya me entiendes... Hombres con dinero dispuestos a obtener los servicios de
una cálida mujer.
—Mi señor —respondió Alex, más enfadado que asustado—. Mi
hermana es una mujer decente. Somos una familia honrada y trabajadora
que lo único que anhela es vivir sus días sin problemas. Queremos regresar
a Inglaterra, somos ingleses y tenemos derechos. No nos prostituimos —
ultimó sin titubear.
—Mi General —intervino uno de los oficiales—. La mujer es una
compatriota. Ya tenemos a las rusas, no queremos prostitutas inglesas...
—Está bien, está bien —accedió el vejestorio, algo contrariado—. Ya
veremos lo que ocurre...
Alex le hizo una seña y corrió a su lado para salir de allí sin mirar
atrás. —¡Es un miserable! Estoy segura de que es esto a lo que se dedica. A
robar y a violar. ¿Cómo ha podido hacer semejante ofrecimiento? ¡Ese
hombre es un mezquino!
—Será mejor que no vuelvas a su tienda. A partir de ahora le llevaré yo
las comidas.
—Gracias, Alex. Muchas gracias. Pero tengo que saber qué está
ocurriendo aquí. Esto que acaba de suceder no es normal. Algo va mal... Y
muy mal.
Entrada a la noche, cuando trataba de dormir sobre el lecho improvisado
en un rincón de las cocinas, escuchó la voz de una mujer. No era Florence
ni ninguna de las enfermeras puesto que hablaba en otro idioma.
Sigilosamente, se acercó a la puerta de la tienda y espió por un hueco.
Era una mujer hermosa, alta, con abundantes atributos físicos y el pelo
tan largo como rubio. Dos hombres la estaban cogiendo por la fuerza. —
¿Qué ocurre? —preguntó en un susurro su compañero, al verla despierta.
—Parece que están forzando a una mujer —explicó.
—Será una prostituta.
Alice volvió a mirar a fuera. Los dos hombres obligaron a la bella mujer
a tumbarse en el suelo. Le arrancaron la ropa y se sacaron los pantalones
mientras reían y la tocaban sin ningún miramiento. La pobre chica trataba
de resistirse, pero casi no podía gritar porque la habían amordazado para
evitar que protagonizara un escándalo. —Tenemos que hacer algo.
—No podemos hacer nada —negó Alex, mirando por otro hueco—.
¿Qué pretende, milady? Van armados y ya sabe cuál es nuestra situación
aquí.
—¿Vamos a permitir que la violen enfrente de nuestras narices? —
inquirió, roja de la rabia.
La rusa se movía tratando de evitar la penetración, pero uno de los
hombres le abrió las piernas con fuerza mientras el segundo se disponía a
meter su miembro en la intimidad mujeril. —¡Coge un cuchillo! —ordenó
rápidamente, cogiendo uno ella también.
Salió de la tienda lenta y silenciosamente y luego atacó por la espalda al
soldado que ya estaba casi dentro de la muchacha. No supo cómo lo hizo ni
de dónde sacó las fuerzas para ello, pero hizo correr el cuchillo de cocina
por el cuello del violador. Los segundos le pasaron muy lentamente después
de aquello: vio como Alex hacía lo mismo con el otro abusador, había
sangre por todos sitios y el miedo se apoderó de ella. ¿Qué había hecho?
Miró el cadáver del hombre al que había matado y le temblaron las manos.
¡Le había arrancado la vida a un ser humano! Por suerte, su fiel amigo
cogió a la mujer desnuda y la metió dentro de la carpa. —¿Qué hacemos
ahora? —preguntó Alex, dándole algo de ropa a la rusa.
Le costaba reaccionar. Estaba en un estado de pánico del que le era muy
difícil de despertar. Pero las lágrimas de la joven le hicieron recordar que lo
que había hecho, lo había hecho por un buen motivo. Cogió aire y le quitó
la mordaza. —¿Entiendes inglés?
—¿Ucraniano?
—Tak —contestó.
—Perfecto, pregúntale cómo se llama y por qué está aquí.
—Sí, milady.
Oxana explicó que había sido secuestrada por parte de algunos casacas
rojas y que la habían llevado al campamento para violarla y convertirla en
una prostituta. Además, contó que había más mujeres en su misma situación
y que iban a ser llevadas a otros países para venderlas.
—¿Y roban? ¿Roban dinero o joyas?
Efectivamente, saqueaban todo a su paso. Se aprovechaban de los
pueblos en los que había pocos habitantes y la prensa no llegaba. Por
supuesto, todo era hecho con suma discreción y una mínima parte de los
militares lo sabían. ¿Lo sabría Hugo? La cosa era peor de lo que imaginó al
principio. El General William era un corrupto y era capaz de cualquier cosa
para proteger su pequeño e ilegal imperio. Sintió mucho miedo por la vida
de su marido, ¿le habría pasado algo por culpa del General? ¿Estaría, ese
cerdo, implicado de forma directa en la desaparición de Hugo?
—Tenemos que huir —Alex cogió los morrales a toda prisa. —En
cuanto vean los cadáveres será cuestión de tiempo que nos apresen.
—¡Sí! —aceptó, cogiendo el abrigo—. ¡Vayámonos! Pero antes tengo
que ir a ver a Florence.
Se escudriñaron entre las sombras, sudorosos, temblorosos y con Oxana
siguiéndoles los pasos. Alice solo podía pensar en sus hijos y en Hugo.
Debía mantenerse viva a toda costa. Entró en el hospital y encontró a la
enferma con una lámpara, dando aliento a los más desfavorecidos. Al
verlos, la pobre mujer dio un respingo. —Florence, debemos irnos —
explicó, acelerada—. En este campamento están pasando cosas horribles.
Han intentado violar a esta pobre muchacha. Son unos corruptos. Temo por
la vida de mi marido más que nunca. ¿Has podido saber algo?
—Sí, sí. Alice. —Cogió aire, asimilando la información—. Sebastian
vio como Hugo era impactado por una bala. Le dieron en la pierna. Él quiso
curarlo de inmediato, pero el teniente se negó porque era demasiado
arriesgado. Estaban en campo abierto. Lo ayudó a montar y lo vio
desaparecer en el bosque.
—¿Qué bosque?
—No sé... Uno que queda cerca del río Bulganek. Ahora, iros. No me
gustaría que os descubrieran.
Con presteza, recuperaron sus caballos y salieron por una puerta poco
vigilada. Había sido una actuación muy arriesgada, pero contaron con el
factor sorpresa, nadie se esperaba que los pobres hermanos cocineros
mataran a dos soldados y liberaran a una secuestrada. Alice corrió entre el
barro tirando de Blanquita. El corazón le latía a mil pulsaciones por minuto,
estaba asustada. Seguía sin creer que hubiera matado a un hombre. ¿Si era
capaz de hacer aquello de qué más sería?
Lo había hecho por una buena causa, debía recordarse. La bella joven
estaba muy agradecida y posiblemente la había salvado de un horrible
destino. Con eso quería pensar. Sin embargo... ¡Había sido demasiado
impetuosa! ¿Qué hubiera ocurrido si la hubieran descubierto? ¡Tenía dos
hijos! Se culpó por no haber pensado más en ellos. ¿Pero qué hubiera hecho
otra persona en su lugar?
Fuera como fuera, ya estaban fuera de ese campamento y no podrían
volver. Es más, ahora eran fugitivos. Tendrían que esconderse si no querían
que los capturaran. —¿Sabes dónde está el río Bulganek?
—Tak.
Oxana los llevaría cerca del río mencionado por Florence. Esperaba
encontrar alguna pista en los bosques colindantes. A sus casi cuarenta años
estaba vagando por la estepa rusa, con frío, con miedo, con lástima...
¡Cuánto añoraba su vida! ¡Su hogar! ¿Qué estarían haciendo sus hijos en
esos instantes? ¿Y su cuñada Faith? Incluso echaba de menos a su suegro...
y eso era el indicativo de que había tocado fondo.
"Al matar a ese hombre, me sentí cerca de ti. Como si algo nos uniera.
Pensé en cómo te habrías sentido tú la primera vez que tuviste que
arrancarle la vida a otro ser humano. Era una sensación horrorosa, llena
de culpa... Temo por ti ahora más que nunca. Supongo que no te habrías
quedado de brazos cruzados al descubrir los planes del General William.
¿Y si él está detrás de tu desaparición?"
∞∞∞
Capítulo 8
Si la guerra era fea, la posguerra no se quedaba atrás. Edificios
destruidos, campos arrasados y aguas contaminadas. Alice, Alex y Oxana
consiguieron llegar al bosque que quedaba cerca del río Bulganek. Allí,
según había dicho Florence, era donde Hugo había desaparecido.
—Hay soldados británicos rondando por la zona —susurró Alex,
señalando la colina.
—Tenemos que estar atentos; seguramente, el General William haya
dado la orden de capturarnos.
—Parece que están haciendo algo más aparte de buscarnos... Este
campo de batalla debería estar vacío.
Alice, de barriga contra el suelo, observó con detenimiento a esos
militares que se paseaban con los rifles sobre los hombros. ¿Qué era tan
importante? ¿Por qué estaban allí? Con mucha cautela, se internaron en el
bosque en busca de pistas. Sabían que era como buscar una aguja en un
pajar, pero si habían llegado tan lejos no perdían nada con intentarlo. Buscó
por los rincones, desesperada. Era su última oportunidad para encontrarlo.
Las cosas se estaban complicando demasiado y temía por sus hijos. No
quería dejarlos huérfanos. ¡Si los árboles pudieran hablar! ¡Si la tierra
pudiera confesar sus secretos!
Oxana interrumpió su búsqueda con algunas palabras ucranianas. —
Dice que ha visto un rastro de sangre por allí —aclaró Alex.
Abrió los ojos, conmocionada. ¿Sería de él? Era, quizás, una estupidez
pensar tal cosa. ¿Cuántos hombres se habrían refugiado en ese bosque?
Esperanzada, corrió tras Oxana. La bella joven señaló un punto en el que un
reguero de sangre bien diferenciado manchaba una roca. Se acercó a la gran
mancha marrón, conteniendo el aire. Había marcas de un caballo y las
hierbas estaban removidas, como si alguien hubiera estado allí por mucho
tiempo. —Parece como si alguien se hubiera dado de bruces contra esta
piedra —comentó su fiel lacayo, que más que lacayo, se había convertido
en un amigo.
—¡Oh, Dios! —palideció, al imaginarse a su esposo tendido sobre ese
suelo agreste—. Espero que no haya sido él... —calló al instante. El corazón
se le subió a la garganta provocando un hormigueo en todo su cuerpo que
rozaba lo desagradable. Sus ojos celestes se tornaron marrones y su
respiración se marchó junto a la primera corriente de aire que pasó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alex, preocupado.
—Es... —habló con dificultad—. Es... —Se tiró al suelo y desenredó un
pañuelo de lino que había quedado enmarañado entre las zarzas. Lo
extendió y confirmó que, efectivamente, era el mismo que le había regalado
a Hugo poco antes de su partida. Observó la luna que ella misma bordó. No
había rastro del color blanco que un día hubo en ella. Estaba lleno de
sangre, sangre marrón y seca... Apelmazada.
Un sudor frío recorrió su cuerpo, haciéndola temblar. —No puede ser —
negó en voz alta—. No puede ser... ¡Es el pañuelo de Hugo! —Lo mostró a
sus acompañantes.
No sabía si reír o llorar. Así que hizo ambas cosas. Era una pista, una
prueba de que su amor había estado allí. Pero también era el indicativo de
que él había perdido mucha sangre. Seguramente, por el disparo en la
pierna. Lo que más le asustaba, era ver la mancha sobre la roca. Tal y como
decía Alex, cabía la posibilidad de que se hubiera golpeado la cabeza al
caer del caballo. Eran suposiciones un poco arriesgadas pero que ya no
tenían nada de locas. —Por aquí hay un rastro —Se arrodilló Alex al lado
de unas marcas en el suelo. Alice se incorporó de un salto.
—¿Es de él?
—No estoy seguro, pero podríamos seguirlo. No perdemos nada...
Con las piernas a punto de desfallecer por los nervios, siguió los pasos
de su rastreador. Anduvieron por un largo tiempo... Tiempo en el que
encontraron algunos cuerpos en descomposición. Por suerte, ninguno era el
de Hugo. O así quiso creerlo ella en base a los ropajes de los muertos y su
intuición femenina. El hedor era muy fuerte. Allí había muchas personas,
sin vida. Nadie se había preocupado de recogerlas. La mayoría eran rusos.
Se rumoreaba que Rusia no tenía mucho aprecio por sus soldados, solían
usarlos como carne de cañón y se pasaban la vida enfermos, incluso en
tiempos de paz.
Al final del camino, llegaron a un montículo desde el que se veía un
pueblo. ¡Estaba ahí! Alice lo tuvo más claro que nunca. Alguien lo habría
ayudado y estaría esperando a estar recuperado del todo para viajar. ¡Qué
sorpresa le daría! Se guardó el pañuelo de la luna en el morral y sonrió,
ilusionada y llena de fe. Una corriente cálida le acarició el rostro en
respuesta a sus buenos ánimos. —Está aquí —determinó con una sonrisa y
los ojos iluminados—. Estoy segura.
Dio un paso al frente para descender hacia el poblado, pero Oxana la
cogió por el brazo y la obligó a tirarse al suelo. Había un grupo de casacas
rojas a escasos metros. ¿Qué hacían allí, otra vez? Eran los mismos que
habían visto antes. —Están protegiendo algo importante —dijo Alex.
—O alguien —corrigió ella—. ¿Y si Hugo descubrió los planes de
William y lo tienen preso?
—¿Qué ganarían con eso? Sería más fácil y seguro deshacerse de él.
¿Quién se lo impediría? Al fin y al cabo, ahora todos creen que está
muerto...
—El General es retorcido. Quizás tenga algún plan —insistió—. Sea
como sea, no pienso desistir. No, ahora que estoy tan cerca.
—¡Milady! —La cogió Alex por los hombros y lo obligó a mirarla, su
gesto era serio—. Tiene que entender que, si esos malnacidos nos cogen,
será nuestro fin. Yo no tengo nada que perder. No tengo hijos ni una esposa
que me espere en casa. Ni siquiera tengo casa. Pero usted... Usted lo tiene
todo.
—No tengo a mi esposo —respondió simple y llanamente—. No te
preocupes, no dejaré a Arthur y a Aldara solos en este despiadado mundo.
Pero tampoco seré tan cobarde como para dar media vuelta ahora que tengo
la victoria a escasos metros de mí. Al principio, estaba un poco perdida. Me
había acostumbrado a la buena vida, a no tener que buscar soluciones para
subsistir. Pero ahora... Ahora vuelvo a ser la misma Alice de siempre,
aquella que dejó su país y se marchó a América para hacer fortuna. No soy
ninguna dama caprichosa, Alex. Soy una mujer entera y hecha que sabe
perfectamente lo que se hace. Si no quieres seguir conmigo, te libero de tus
responsabilidades. Llévate a Oxana contigo.
—Eso jamás, milady. —La soltó. —Como ya le he dicho, yo no tengo
nada que perder. No la dejaré sola, iré con usted hasta el fin. Sea cual sea
éste.
—Está bien... ¿y Oxana?
La joven tampoco quería retirarse. Se sentía tan agradecida con ellos
que estaba dispuesta a ayudarlos. Lo único que pedía a cambio era que la
acompañaran de vuelta a su hogar una vez encontraran al teniente
Silvery. —¿Cuál es el plan?
—Los seguiremos a una distancia prudencial. Quiero ver qué están
guardando con tanto recelo. Una vez lo sepamos, intentaremos
despistarlos... Oxana. Sé que es arriesgado, pero... Ya sabemos cómo son
los hombres y de qué pie cojean. Te prometo que no te pasará nada, solo
tienes que entretenerlos.
Alex tradujo y Oxana aceptó sin pensárselo dos veces. Ella era una
mujer muy llamativa que no le costaría ni dos segundos tener a medio
escuadrón bajo sus pies. —Mientras tanto —continuó—. Tú y yo
entraremos en dónde esté Hugo. Será tan fácil como liberarlo. Una vez él
esté con nosotros, ya no podrán hacernos nada. De todas formas, trataremos
de salir y de volver al bosque sigilosamente.
—Todo esto es en el caso de que el teniente pueda andar y esté en pleno
uso de sus facultades, milady. Incluso, todo esto es en el caso de que su
esposo esté ahí dentro... Sé que no le gusta que le diga lo contrario, pero si
vamos a arriesgarnos debemos tener en cuenta todas las posibilidades.
—Si no está... —dijo con miedo y cierta rabia—. Saldremos y
volveremos a nuestros hogares. Oxana con sus padres, tú a Francia y yo a
Inglaterra... Pero estará.
Los casacas rojas andaban con petulancia por las calles atemorizadas
del pueblo ruso. Era una aldea apartada, sin prensa y con población
campesina. Alice los seguía de cerca junto a Alex y Oxana. Se escondían
detrás de los barriles y las fuentes o, simplemente, simulaban
ser pueblerinos. Los soldados estaban demasiado ocupados con sus
conversaciones y sus risas como para darse cuenta de que los estaban
espiando. Ese era un mal común en el ejército inglés, solían ser demasiado
confiados porque se creían invencibles.
Finalmente, se detuvieron frente a una casa de dos pisos. Era una casa
amplia, de ventanas cerradas a cal y canto y poco más. No parecía estar
habitada por una familia. Alice le hizo una seña a la joven que salió con
actitud confiada ante los militares. Rápidamente captó su atención. Empezó
a hablarles en ruso y los hombres le siguieron la corriente pese a no
entender ni una palabra. Alex y ella, rodearon el perímetro y se colaron en
el jardín de la propiedad, rezando para que no hubiera más guardias.
Dicen por ahí que, cuando se hacen las cosas por un amor genuino, el
camino es más fácil.
¡No había nadie! Vía libre. Renunciaron a la puerta principal y se
colaron por una ventana mal cerrada que Alex forzó minimizando los
ruidos. Alice dedicó una última mirada a Oxana, para asegurarse de que la
cosa no se estaba descontrolando, y entró en esa casa oscura. No había luz
puesto que las cortinas estaban pasadas. Lo poco que veían era gracias a los
huecos por los que se colaba la radiación solar. Polvo por todos lados, moho
y quizás ratas. Evidentemente, no vivía una familia. ¡Allí estaría Hugo!
Con el pulso acelerado y vigilando los pasos, recorrieron todas y cada
una de las estancias de la primera planta sin éxito. Solo les quedaba la
planta de arriba. Alice miró hacia ella, era su última oportunidad. Cada
escalón le pareció una montaña. Era muy difícil asumir que todo podría
acabar allí. El suelo crujía igual que su alma.
Nada en la primera estancia. Ni en la segunda. La tercera estaba cerrada
con llave. Alex la miró significativamente. ¿Lo vería, por fin? ¿Se
reencontraría con el amor de su vida? Hubiera necesitado dos abanicos bien
grandes para no perder el aliento.
Forzaron el picaporte y...
Mujeres. Joyas. Dinero.
Ese era el cargamento del General William. Había unas cuantas chicas
atadas en un rincón con mordazas. ¡Dios! ¿Y ahora qué? No era que no
quisiera ayudarlas. ¿Pero dónde estaba él? Miró por los rincones y no había
ni rastro. Se sintió profundamente decepcionada. No solo decepcionada,
muerta.
Su mundo se vino abajo. ¡No estaba! Todo lo que había hecho... Tanto
que lo había buscado... Y seguía sin aparecer. Lo peor de todo era que le
había prometido a Alex que si no lo encontraban allí, se marcharían. Era
muy peligroso seguir en esas tierras. Derrotada, se acercó a la ventana y
miró por una de las rendijas que había en ella. Vislumbró una casita
cercana, que compartía jardín con aquella en la que se encontraba pese a ser
de otra propiedad. Estaba muy bien cuidada, con ropa tendida en el jardín
y... ¡Había una camisa blanca tendida en una de las cuerdas! Una camisa
blanca que le era familiar. Dio un respingo, dispuesta a llegar a ella. —¿A
dónde va, milady? —la interceptó su amigo.
—Hay una camisa. Su camisa... Ahí, en el tendedor.
Alex se acercó a la ventana. —Milady, puede ser una camisa
cualquiera.
La miró como si hubiera perdido el juicio. Era la misma mirada de su
suegro, del resto de personas que no habían creído en sus convencimientos.
Alex jamás había dudado de ella, pero ya lo estaba haciendo. Sintió como
las arrugas de su rostro se acentuaban y los años corrían muy rápido para
ella en milésimas de segundo. Estaba vacía, incompleta. —Por favor —
suplicó, con un hilo de voz y el verdor de su mirada oscurecido—. Sé que
es su camisa. Él siempre llevaba los puños decorados con ornamentos como
la que está ahí.
—¿Y estas mujeres? —Señaló al grupo de rusas maniatadas—.
¿Prefiere correr tras un fantasma que salvar vidas?
Aquello le dolió. Sabía que Alex estaba asustado y que estaba
intentando coger las riendas de lo que a él le empezaba a parecer una
locura. Pero, aun así, una daga muy afilada se clavó en sus sentimientos ya
magullados. —Lo siento, necesito ser egoísta por una vez en mi vida —
resolvió, dando media vuelta y corriendo al patio trasero. Sabía que estaba
arriesgando su vida, la felicidad de sus hijos y las vidas de sus compañeros
además de las jóvenes que estaban secuestradas. ¡Pero por Dios! ¡Era él!
¡Era su amor! El amor de su vida. Su marido, su compañero de vida y mejor
amigo. ¿Qué diablos le importaba vivir o morir en esos instantes? Y sí, ante
todo era madre, pero había veces en que el corazón tenía razones que la
razón no entendía.
Se cogió los bajos de las faldas y atravesó el jardín abandonado para
llegar al de la casita hogareña. Pasó una fina puerta y se plantó frente al
tendedor, examinando la camisa. ¡Era la de él! La cogió de un tirón y leyó
sus iniciales grabadas en el cuello: H.S. Las lágrimas corrieron sin pedir
permiso. ¡Estaba todo solucionado! Hugo los ayudaría. Hugo la abrazaría y
la protegería como siempre había hecho. Oh, necesitaba tanto un abrazo
suyo... Sentir su calidez. Había corrido medio mundo para encontrarlo y por
fin, allí estaba. —¿Necesita algo? —escuchó a sus espaldas.
Era una mujer de pelo negro y ojos verdes. Rozaba la treintena y era
muy bonita. Su tez pálida contrastaba grácilmente con la oscuridad de su
pelo bien recogido en un moñete bajo. —Esta camisa... —indicó, abrumada
por la necesidad de encontrarlo—. Es de mi marido —declaró, sin
importarle nada.
—Oh, ¿su marido? —se preocupó la mujer.
—Sí, ¿dónde está? ¿Está aquí? —sonrió—. ¡Hugo! —gritó—. ¡Hugo!
—No grite o conseguirá que los militares nos detengan a todos —la
detuvo la mujer, preocupada—. Soy Elizaveta —La cogió por los
hombros. —Vamos, venga conmigo.
Se dejó llevar hasta una especie de terreno escondido. —¿Quién es
usted? ¿Está mi marido aquí o no? —inquirió, molesta por la falta de
explicaciones.
Elizaveta señaló a un lado y lo que vio la horrorizó. —¿Qué significa
esto?
—Fui una de las enfermeras en el campamento de Balaklava. El
General William me trajo aquí para curar a los hombres heridos cerca del
río Bulganek.
—Tu nombre es ruso.
—Soy rusa, pero me contrataron en Inglaterra. Yo vivía allí antes... Pero
esta es la casa de mis padres... Es una larga historia. La cuestión es que pedí
una excedencia en cuanto... En cuanto el teniente Silvery nos dejó. Lo
estuve cuidando en mi casa durante un tiempo pero no fue capaz de
recuperarse.
Las rodillas perdieron el equilibro al escuchar aquello. Se dejó caer
encima de la tumba y observó la lápida en la que estaba escrito el nombre
de su esposo: Hugo Silvery. —¿Cómo puede ser que nadie llevara su cuerpo
a mi casa? —recriminó.
—Ya sabe cómo es el General William... Tuvimos suerte de darle una
digna sepultura. Esta camisa la estaba utilizando mi hermano... Espero que
no le moleste. No tenemos medios para comprar ropa ahora mismo. Pero no
se preocupe, enterramos a su esposo con el traje de militar.
La cabeza le dio vueltas, no podía ser... ¡No! Un desgarro feroz le cruzó
el cuerpo, convirtiéndola en una muerta en vida para el resto de sus días.
Cualquier atisbo de vitalidad o de valentía que había existido en ella,
desapareció y se hizo un ovillo sobre la tumba de su único y tan querido
amor. ¡Su esposo! ¡El padre de sus hijos! ¡Oh, Dios! Los hombros le
temblaron violentamente para dar paso a un llanto descontrolado. No le
importaba nada. Ya no. Se abrazó a la tierra que cubría el cuerpo putrefacto
del que un día fue el hombre más guapo de Europa, el hombre de sus
sueños... ¡Estaba muerto! ¿Existía consuelo para tanto dolor? Estaba segura
de que no, de que podría morir de pena. Y ese sería su único alivio. Irse
junto a él.
Mezcló sus lágrimas con la tierra, formando un pequeño charco de barro
que le ensució el rostro, el pelo y hasta las manos. Volvió a leer el nombre
de su esposo en la lápida... ¿Cómo era posible? ¡Ella lo había sentido tan
vivo hasta ese momento! ¿Había enloquecido, entonces? La vida con él le
pasó rápidamente por la mente. Los recuerdos se le amontonaron a modo de
tortura: su primer beso, su boda, su primera noche juntos, el nacimiento de
su primer hijo, sus besos, sus caricias, su amor incondicional, sus abrazos,
sus consejos y su compañía...
Presa de la rabia golpeó con los puños a la losa. —Me prometiste que
volverías, canalla —le recriminó—. Me lo prometiste... —Lloró.
—Milady, debemos irnos —oyó la voz de Alex a sus espaldas—. Las
muchachas y Oxana ya están en el bosque —La cogió por la fuerza.
—Está muerto, Alex. Está muerto...
—Tenemos que irnos, milady —La arrastró lejos de la tumba.
—Te amo, Hugo —gritó al viento en dirección al sepulcro—. Te amo...
Elizaveta, que había contemplado la escena en un segundo plano,
observó a Alice desaparecer entre la vegetación junto a su compañero. —
¿Qué eran esos gritos? —preguntó su marido, saliendo por la puerta
trasera.
—Nada, amor mío. Una mujer que ha venido a llorar la muerte de mi
hermano. Una vecina del pueblo —sonrió—. Vamos, la tarta de manzana
que he hecho esta mañana ya debe estar fría.
Los ojos grises de Albert miraron la tumba de su difunto cuñado. Algo
en él ya no era como antes. Los gritos de esa mujer lo habían trastocado. Su
voz, esa voz que había oído... Se sintió impotente. Había perdido la
memoria en la batalla y tuvo suerte de que su esposa, Elizaveta, lo cuidara.
Sin embargo, su alma estaba ardiendo. ¿Por qué? ¿De quién era esa voz que
lo había hecho vibrar? —Querido, ¿no vienes?
—Sí, Elizaveta... Ahora mismo vengo.
Elizaveta era hermosa. De pelo negro y ojos verdes. Por las noches era
muy entregada y durante el día era la mujer perfecta. ¿Qué le faltaba? ¿Por
qué se sentía vacío por mucho que intentara estar bien? Muchas veces lo
justificaba por la falta de memoria, que no era poco. Otras, por la guerra
vivida. Pero sentía que había algo más... Se miró en el espejo, llevaba el
pelo largo y barba de tres días. Se estudió a sí mismo, buscando
respuestas. —¿O quieres que nos saltemos el postre? —Apareció Elizaveta
completamente desnuda frente a él. No tenían hijos, pero estaban buscando
uno. Según le había contado su esposa, llevaban pocos años casados y la
mayoría de ellos los habían pasado separados debido a la guerra. Él era hijo
de un ruso pero había crecido en Inglaterra. Sus padres habían muerto años
atrás y ahora, como todo matrimonio, buscaban a un heredero.
—Vamos... —Se acercó a él, lentamente... Moviendo sus caderas y sus
pechos, mostrándole su intimidad—. Te necesito en la cama, Albert. — Lo
besó y él la correspondió. Le pasó la mano por la cintura, le apretó los senos
y le mordió el cuello. Después, la cargó hasta la habitación y la hizo suya.
Se alivió dentro de ella con embistes rápidos y certeros a los que ella
respondió con un sonoro gemido.
Pero al finalizar, esa gran sensación de vacío lo abordó de nuevo. Esa
voz...
∞∞∞
Capítulo 9
Tres años después. Enero de 1859.
***
Alice Silvery había llegado al cuartel en cuestión de horas. Ni siquiera
había usado un carruaje para ello, había cabalgado sin descanso con un solo
objetivo: reencontrarse con él. No se olvidaba de su promesa, aún estaba a
tiempo de cumplirla. Tampoco se olvidaba de sus palabras: "pase lo que
pase, seamos quienes seamos, nuestros cuerpos se pertenecen". Quizás él
fuera otro, quizás tuviera otra vida, otros hijos... Pero ella seguía siendo su
dueña, su esposa, su compañera, su único y verdadero amor.
Solo ella sabía lo que habían vivido. Lo que sentían cuando estaban a
solas, en la intimidad de su alcoba. No era pasión, era amor del bueno. De
ese que traspasa fronteras, clases, edades y hasta muertes.
Entró sin preguntar, no quería dar explicaciones. Sudada, con las
mejillas enrojecidas y casi ahogada, se dirigió hacia el interior del
acuartelamiento, seguida por Edwin. Estaba despeinada y llevaba un traje
negro. En un instante de estúpida vanidad pensó que le hubiera gustado
presentarse frente a Hugo con algún atuendo mejor. Pero no tuvo tiempo de
cambiarse. Se hubiera presentado en camisón si hubiera sido menester. Solo
quería verlo, a cualquier precio
—¡Dejadme salir!
¡Era su voz! Su voz metálica. Su voz fría. El corazón le bombeó con
fuerza tras años de podredumbre, la sangre gorgoteó de sus entrañas
inundando su estómago y llenando su boca de emoción. ¡Era él! ¡Solo él!
El mundo desapareció a su alrededor. Lo buscaría en esa vida y en mil
vidas más. Otro país, otra vida, otra persona... Pero el mismo amor. —
¡Dejadme salir!
—¡Abridle! —ordenó ella.
—Milady, es un peligro. El teniente no conoce a nadie.
—¡He dicho que lo dejéis salir!
Pero Hugo salió por sí solo. Lo vio aparecer, seguía siendo tan alto
como lo recordaba. Tan fuerte como cuando la sostenía entre sus brazos y le
decía que nada malo podría pasar. Tenía el pelo largo y barba de tres días.
Había abandonado su estética aristocrática, pero su nariz de noble no
engañaba a nadie. ¡Qué guapo! Las mariposas estallaron anunciando la
primavera después de un largo y duro invierno. —¡Hugo! —nombró,
dándole vida a su garganta después de haber muerto junto a ese nombre.
Él se detuvo. Dejó de golpear a diestro y siniestro como un animal
enjaulado. —¡Hugo! —repitió, dejando correr las lágrimas y sonriendo al
mismo tiempo.
Se giró lentamente, al ritmo de suspiros contenidos.
Lo primero que vio fueron sus ojos plateados. La plata de sus orbes
estaba endurecida, pero poco a poco, se fue deshaciendo. Murió y revivió
en su mirada un par de veces, antes de correr a su regazo. Cogió impulso y
se tiró sobre sus brazos.
No le importaban ni las normas del decoro ni el protocolo. Se aferró a
su cuerpo con desesperación. Lo besó sobre los labios, sobre las mejillas y
sobre el cuello. —Hugo... Oh, Hugo —Se deshizo como un trocito de
mantequilla en el sol. La loba estaba con su luna. El placer la invadió,
abrazándolo bien fuerte y volviendo a besarlo diez veces más. Clavó sus
ojos turquesa en los de él, buscando respuestas ante su mutismo.
—¿Es muy tarde para cumplir mi compresa? —habló al fin, mirándola
como antaño.
La besó con necesidad, sintiéndose lleno. Hugo la reconoció nada más
verla. ¡Su loba! Su amor verdadero. El pelo rubio del que se enamoró, el
rostro perfilado del que estaba obsesionado, los ojos turquesa que lo
enloquecían... ¡Alice! Oh, ¿cómo había podido olvidarla? Ni cien golpes en
la cabeza justificaban semejante locura.
Se besaron en público apasionadamente. Se abrazaron y se apretaron
hasta que los presentes decidieron dejarlos a solas.
Edwin se alegró por ellos y se retiró al ver que Hugo no haría daño a
Alice, sino todo lo contrario.
—Ven aquí —gruñó Hugo. La empujó en el interior de una sala vacía y
la cerró con pestillo—. ¡Dios! —alabó, acariciando el pelo de Alice y
devorándola con la mirada—. ¿Cómo he podido olvidarte?
—No ha sido tu culpa —lo besó—. No ha sido tu culpa, ¿de acuerdo?
—lo consoló al ver el dolor en sus ojos—. No lo sabías. No...
—Lo siento, lo siento tanto... —Se arrodilló y se abrazó a sus piernas,
arrepentido—. Siento haberme ido, siento haberme dejado atrapar por ese
canalla de William y siento...
—No lo digas —Se arrodilló ella también, tomando el rostro hercúleo
de su esposo entre sus manos—. Seamos quienes seamos, ¿recuerdas? Tú
eres mío y yo soy tuya. El resto puede arreglarse. Me conformo con tenerte
sano y salvo.
—Te amo, Alice. Nunca la amé. Te lo prometo. Ella solo...
—Olvídate de ella y bésame —Lo cogió por el cuello y lo obligó a
besarla.
Hugo se abrió paso entre los pliegues carnosos de su mujer y se
embriagó de su elixir femenino, recobrando el sentido que había perdido
durante aquellos años. La intimidad de la sala los empujó a dejarse llevar.
Cada beso y cada caricia eran un bálsamo curativo para ambos.
Le arrancó sus ropajes negros, recordándole que el luto ya no era para
ella.
Le acarició el cuerpo con fruición mientras lo desnudaba. Vio su cicatriz
en la pierna, ese famoso disparo que lo apartó de su lado. —Te amo Hugo.
Te amo —Acarició su miembro metálico—. Te busqué por todas partes.
—Quiero que me lo cuentes todo —La tumbó sobre el suelo,
completamente desnuda a excepción del camisón y le tocó la intimidad, que
ya estaba empapada. Ella respondió con un gruñido placentero,
regodeándose bajo el tacto de la mano que quería satisfacerla. Cuando ya no
quedaba más agua, se incorporó para sentarse a horcajadas encima de él.
Hizo correr el miembro viril en su interior, abrasándose.
Sentirlo tan dentro fue una liberación por lo que se movió con fuerza y
deseo hasta que un líquido caliente la invadió y ambos alcanzaron el
clímax.
Sudorosos y satisfechos, se quedaron quietos, una encima del otro,
corazón con corazón.
—¿Los niños cómo están? ¿Y mi hermana?
—Todos estarán felices de verte de nuevo, Hugo.
—¿Cómo tú?
—No tanto como yo. Quiero que me hagas el amor cada noche.
—Te lo haré de mil maneras, te lo haré todo. No me iré, ya no te dejaré
sola.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Capítulo final
A Hugo y Alice Silvery les hubiera gustado volver a casa, al lado de su
familia. Pero se tuvieron que conformar con escribir una misiva explicando
las buenas noticias. Tenían que quedarse cerca de Londres, donde se
celebraría el juicio en el que estaban obligados a asistir.
Alice estaba muy feliz por haber recuperado a su marido y al padre de
sus hijos. Estaba convencida de que tanto Arthur como Aldara estarían muy
contentos de ver a su amado padre de nuevo. ¡Qué felicidad!
Por supuesto que le dolía que Hugo hubiera formado otra familia
durante ese tiempo. Pero eran más fuertes las ganas de estar bien, de saber
que estaba vivo, que los celos. Al final de cuentas, todo lo que hizo fue bajo
un estado de amnesia y manipulación. El General William le había hecho
creer todo cuanto quiso con el fin de tenerlo controlado. Al menos, le
perdonó la vida. Y con eso se conformaba después de tanto sufrimiento.
Ambos se merecían retomar sus vidas y volver a ser felices. Se amaban
incondicionalmente, por encima de cualquier obstáculo, y eso era lo que
importaba. Todo lo demás se podía solucionar, absolutamente todo. —
¿Estás nervioso? —le preguntó, a las puertas del orfanato en el que habían
derivado a Hanz, el hijo de su esposo. Edwin les había concedido el
permiso para recogerlo. Ya no había motivos para privar a Hugo de su
vástago, aunque este fuera un bastardo.
—No estoy nervioso —negó, haciendo brillar sus ojos fríos—. Pero
temo tu reacción. No quiero perderte, ahora no. Ahora que sé lo que es vivir
sin ti, sería incapaz de soportarlo.
—No me perderás —Le devolvió la mirada. —Lo que has hecho, no lo
has hecho con pleno uso de tus facultades. Si hubieras tenido memoria, juro
por Dios que ya no estarías vivo por tu deslealtad. Pero todos sabemos qué
ocurrió y por qué este niño está entre nosotros. Así que nadie puede
recriminarte nada, ni siquiera yo.
—No sé cómo agradecerte tanta comprensión. Eres una gran mujer. —
Le pasó un brazo por encima del hombro y la besó sobre la mejilla.
—Solo quiero volver a casa, con los niños. Con tu hermana... Y con tu
padre. Nada más. Para mí es un sueño hecho realidad verte aquí, conmigo.
¡Había creído que estabas muerto! ¿Sabes lo que significa? Me había
muerto junto a ti, no tenía ganas de nada... Te lloraba cada noche. La vida
me ha hecho un regalo y no pienso desaprovecharlo. Por nuestro amor,
olvidaré el asunto de Elizaveta.
—Lo más seguro es que termine ahorcada, junto a William. Todos los
traidores serán sentenciados. Han jugado con el nombre de Inglaterra y han
cometido delitos imperdonables.
—Disculpen la espera —Salió la monja con un niño en brazos—. Aquí
está Hanz tal y como me han solicitado a través del documento firmado por
el Duque. Solo necesito que me firmen aquí—Extendió una hoja hacia
Hugo mientras entregaba el pequeño a Alice.
Alice de pronto se vio cargando a esa criatura. Era muy extraño. No era
su hijo, pero era el hijo de su esposo. Un bastardo. Al igual que ella lo era.
Lo miró fijamente, era clavado a Hugo. Incluso tenía más similitudes que el
propio Arthur, aquello le molestó un poco, pero decidió tragarse la envidia
materna. Hanz tenía el pelo negro como su padre y presumía con orgullo la
marca de los Silvery: un par de ojos grises plateados. Su hijo Arthur
también los tenía grises, pero su pelo era rubio como el de ella.
La monja se lo había entregado a ella al ser la única mujer presente,
pero en cuanto salieron se lo dio a Hugo. Sabía que el niño no tenía ninguna
culpa, pero le costaría un tiempo asimilarlo. No era capaz de mimarlo y ni
mucho menos de cuidar de él. —Lo siento, Alice. Si quieres podemos
buscar a otra familia para Hanz —propuso su marido, una vez en el carruaje
de vuelta a Chatsworth House.
—¿Darlo en adopción?
—Sí, hay muchos matrimonios deseosos de ser padres. No tienes por
qué cargar con esto. Sé de familias honradas y bien posicionadas que lo
aceptarían con sumo gusto.
Las palabras de Hugo decían una cosa, pero su mirada decía otra.
Abrazaba al niño con amor y se notaba a la legua que le guardaba un
profundo afecto; normal, era su hijo. ¿Qué esperaba?
—Se parece mucho a ti —comentó.
—Todos mis hijos se parecen a mí —la corrigió, comprendiendo sus
celos.
—Arthur tiene el pelo rubio. Y Aldara también.
—No busco similitudes a través del color de pelo, Alice. Arthur es mi
primogénito, mi hijo legítimo. El fruto de nuestro amor. Y Aldara es mi
ojito derecho. Mi niña... Mi Alice en versión diminuta. Me gusta que mis
vástagos se parezcan a ti, porque eres lo que más amo en este mundo. No
necesito que sean como yo, solo que nazcan de tu vientre. Hanz es mío,
pero no puede sustituir a los demás. Es imposible.
—Me estoy comportando como una niña —Suspiró. —Solo dame
tiempo, no quiero que lo des en adopción. No sería justo ni para él ni para
ti. Yo también soy una bastarda y sería incapaz de actuar de un modo tan
cruel con una criatura inocente. Él no tiene la culpa de nada.
—Y yo que detestaba a los bastardos...
—No me lo recuerdes.
Alice volvió a mirar al niño. Era bonito, muy tierno y tranquilo. Reparó
en que no tenía el hoyuelo en la barbilla. Su marido lucía un atractivo
hoyuelo en su barbilla que Arthur también había heredado. ¡Qué
estupideces estaba pensando! ¿Eran esos los celos de una madre? Fuera lo
que fuera, era insano e ilógico. Hanz la sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
Quizás podría llegar a encariñarse con él. Ella no era maliciosa por
naturaleza, así que haría un esfuerzo por comportarse dignamente.
"Querida Alice,
Dios te puso en mi camino para redimir mis pecados. He esperado a no
estar en este mundo para sincerarme contigo. De nada hubiera servido
decirte la verdad cuando no eras más que una muchacha necesitada de
apoyo y amistad. En ese momento no necesitabas confesiones, sino hechos.
Ambas crecimos siendo unas bastardas y moriremos siéndolo. Aunque
la sociedad se empeñe en maquillar nuestros orígenes debido a nuestros
rangos y títulos. En nuestra condición y en nuestros primeros años de vida,
tuvimos que luchar para sobrevivir. Como ya te conté muchas veces, mi
padre no me reconoció hasta que necesitó a una mujer para un enlace
ventajoso. Antes de eso, sufrí penalidades. Sufrí de comida, me insultaron y
me humillaron. Pero también tuve la gran suerte de conocer al verdadero
amor de mi vida que, de ningún modo, era el Duque d'Orléans. Ese amor
de mi vida era rubio como el sol. De origen inglés había venido a España
para estudiar, quería instruirse como uno de los mejores mayordomos y
había una escuela honorable en Madrid que podría catapultarlo a las más
altas esferas. Era el hijo de un mercader con el dinero suficiente como para
impulsar su carrera.
Me enamoré perdidamente de él. De sus ojos celestes y de su tez pálida.
En una noche de tantas, decidí entregarme a él. Pensaba que mi padre
nunca me reclamaría y que, por ende, era libre. Nunca imaginé que mi
destino sería el de convertirme Duquesa y mucho menos imaginé que mi
madre me obligaría a deshacerme de mi hijo. Entregué a Héctor a mi
amado y él se lo llevó a Inglaterra..."
Alice dejó de leer y cogió aire. ¡Estaba hablando de su padre! ¿Su padre
era hijo de Hermione?
"Cuando te encontré en la fiesta en honor a Enriqueta te reconocí al
instante. Eras igual que él y tenías la misma expresión que yo cuando tenía
tu edad. Eras mi nieta. Eres mi nieta. Comprenderás que no pude hacerlo
público, habían pasado muchas cosas desde ese entonces. Tenía muchos
hijos que podían perderlo todo por mi culpa. Así que decidí darte mi apoyo
incondicional en su lugar. Me convertí en una abuela para ti y creo que lo
conseguí.
Cuando vayas a Francia, mi abogado te hará entrega de la herencia
que he dispuesto para ti: cien mil francos, el palacete de Toulouse y toda mi
colección de joyas. Espero que me perdones por no haber sido sincera en
vida y que me recuerdes con amor. Yo te he amado mucho, más que a
ninguna de mis otras nietas.
Sé siempre tú misma,
Hermione.
Fin.
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